CRÓNICA DE UNAS APACIBLES VACACIONES
Publicado en
noviembre 20, 2011
Quisimos alejarnos de problemas cotidianos, pero estos insistieron en acompañarnos.
Por John Hubbell
PAPÁ, ¿CON QUÉ frecuencia se debe cambiar el aceite de la trasmisión del auto?
Esta interesante pregunta la formuló mi hijo, estudiante universitario, en una llamada de larga distancia desde mi casa. Mi esposa y yo nos hallábamos a varios miles de kilómetros de allí, disfrutando de unas vacaciones de invierno largamente pospuestas.
Me reí entre dientes, preguntándome otra vez por qué la generación de mi hijo seguía estando sorda a la sabiduría que trataban de inculcarle sus mayores. Mi hijo tenía un destartalado automóvil de un modelo diez años anterior, cuyo mantenimiento era para él objeto de la más absoluta indiferencia. "Cuida bien tu auto", le había advertido yo infinitas veces, "y él te cuidará a ti".
Desde luego que lo iba a ayudar; pero no pude resistir a la tentación de darle un pequeño sermón.
—Te he dicho que el aceite de la trasmisión tiene que cambiarse cada 30,000 kilómetros, y no cada 3 o 4 millones de kilómetros, como tú piensas.
—¿Eso haces con tu auto, papá?
—Con exactitud cronométrica.
—Bueno, me parece que tu sistema no funciona muy bien. Supuse que no querrías que tu coche permaneciera todo el tiempo estacionado mientras estabas fuera, así que pensé llevármelo a la facultad hoy, pero no pude hacerlo arrancar.
Me quedé callado un momento, tratando de reprimir unos pequeños escalofríos de terror.
—¿Dijiste algo acerca de mi auto?
—Sí. No funciona.
—¿Cómo que no funciona? —grité—. ¿Qué le has hecho?
—Nada. Cuando intenté arrancarlo esta mañana, sonó como si el motor estuviera lleno de piedras. Revisé todos los niveles de lubricantes, y me di cuenta de que casi no tiene aceite en la trasmisión.
—¿Piedras? ¿No tiene aceite en la trasmisión?
—¡Uf!, papá, mejor pásale la bocina a mi mamá. Ella al menos parece entenderme cuando hablo.
Mi esposa tomó el teléfono con serenidad y le ordenó al chico que dejara que Tom, mecánico del barrio y amigo de confianza, se ocupara del asunto. Luego se volvió hacia mí y me dijo, también con toda calma:
—Los automóviles son artefactos mecánicos de fabricación humana. A veces se descomponen y hay que repararlos —me miró fijamente y agregó—: No te está dando un ataque, ¿verdad, cariño?
Al rato, mi hijo volvió a llamar:
—Tom dice que se rompió la junta de la cabeza, y que cambiarla cuesta alrededor de 500 dólares. Pero piensa que vale la pena hacer el trabajo porque sale mucho más barato que comprar un auto nuevo.
—¿Cómo es posible? —me lamenté—. ¿Por qué ocurrió eso? ¿Por qué se rompió la junta de la cabeza de mi auto?
—Papá, ya se lo pregunté a Tom: ¿Cómo es posible? ¿Por qué ocurrió eso ? ¿Por qué se rompió la junta de la cabeza del auto de mi papá? y me contestó: Son cosas que suceden.
—Dile que lo arregle —gemí.
—Buena decisión, papá. Cuida tu auto, y él te cuidará a ti.
AL DÍA SIGUIENTE, cuando regresamos de la playa, nos telefoneó una de mis hijas. Su hermano había tomado sin permiso su auto para irse a esquiar el fin de semana, y le había dejado una nota diciéndole que podía usar el auto de él.
—Estamos en pleno invierno —afirmó mi hija secamente—, y las ventanillas de su coche no cierran. Por si fuera poco, las portezuelas tampoco abren. Hay que entrar por la ventanilla. Pienso llamar a la policía y hacer que aprehendan a mi hermano por robo de auto.
—¡Nada de eso! —le respondió su madre—. Dile que nos llame en cuanto regrese.
La llamada de mi hijo no fue muy productiva.
—Ella me dijo que tenía que estudiar todo el fin de semana —nos informó mi hijo—. Era obvio que no iba a necesitar su auto. De cualquier forma, yo le dejé el mío, y me lo echó a perder.
—¿Cómo se puede echar a perder algo que es pura chatarra? —gritó su hermana a unos metros del teléfono.
—¡Cállate! —le replicó el otro—. Papá, ella cerró las ventanillas.
—Y, ¿qué tiene de malo eso? —inquirí.
—Que el desempañador no funciona, y con las ventanillas cerradas se empañan los cristales.
No sé por qué razón le pregunté:
—Y con las ventanillas cerradas, ¿cómo entras en el auto?
—Nunca he tenido ningún problema para abrir las portezuelas. Sólo hay que tirar de la manija hacia arriba y mecer el auto unos minutos —su voz adoptó entonces un tono de desprecio—. Hasta un retrasado mental puede hacerlo.
—¡Ahora me explico por qué tú lo puedes hacer! —gritó su hermana.
Colgué el auricular.
UNOS DÍAS después nos llamó otra de mis hijas, que quería saber dónde se hallaba el ungüento desinfectante.
—Vas a tener que comprar un tubo —le contestó su madre—. ¿Para qué lo necesitas?
—Me corté el pie, aunque no creo que necesite que me cosan.
—¿Y cómo te cortaste el pie?
—Pisé los pedazos de vidrio de la ventana que se rompió en el cuarto de baño de la planta baja.
—¿Está rota la ventana del baño de abajo?
Si bien la voz de mi esposa era serena, pude advertir que parpadeaba mucho.
—¿No lo sabías ? El otro día los chicos estuvieron jugando al hockey y un disco entró por la ventana.
—Habrán mandado poner un cristal nuevo, ¿verdad?
—Bueno, los muchachos recogieron todos los pedazos de vidrio. Al principio la casa se enfrió un poco, pero ya está bien. Sólo cerramos la puerta y no usamos el ba...
—Toma el directorio telefónico —la interrumpió mi esposa, sin subir el tono de la voz— y busca a alguien que arregle ventanas. ¡Hoy mismo! ¡Ahora!
Después de colgar, me sonrió valientemente: "Son cosas que pasan".
Esa noche nos enteramos de que habían arreglado la ventana. Todo parecía ir bien, y reanudamos nuestras vacaciones. Días después, mi hija volvió a llamar.
—Me sentía sola, y quería saber si ustedes se estaban -divirtiendo. Por cierto, mamá, no te preocupes por la lavadora. El técnico viene el próximo martes, y la tendrá lista antes de que regreses a casa.
Me pareció escuchar que mi mujer suspiraba.
—¿Qué le pasó a la lavadora?
—No sé. Empezó a dar golpes y a sacudirse, y hacía clang, clang, clang. La desconecté para que no fuera a explotar o a incendiarse.
—No quiero escuchar más —la cortó su madre.
Pero mi hija volvió a llamar de todas maneras, creyendo tener muy buenas noticias. El técnico le había explicado que la lavadora estaba desnivelada porque se le había puesto una carga desigual. Después de re-acomodar unas cuantas toallas, la máquina funcionó perfectamente. Y el técnico sólo había cobrado 42 dólares: "Mamá, ¡pensé que iba a costar cientos de dólares!" .
Unos días después, mi hija llamó de nueva cuenta.
—¿Qué vamos hacer respecto al perro?
—¿Qué le pasó al perro? —mi esposa comenzó a pasearse mientras hablaba.
—Se perdió —contestó nuestra hija—. No logramos encontrarlo.
—¿Se perdió? ¿Cómo se perdió? ¿Quién lo perdió? —su voz había perdido por completo la calma—. Tienes que hallarlo, ¿me oyes? Llama a la policía, a la perrera, a la sociedad protectora de animales. Mueve cielo y tierra, pero encuentra al perrito. ¿Me has entendido?
Cuando colgó el auricular con violencia, intenté razonar con ella:
—A los perros les encanta divertirse —le expliqué—. A veces se escapan por unos días, y luego regresan.
No alcancé a oír lo que ella murmuraba mientras se paseaba por el cuarto. Tras algunas horas, mi hija volvió a llamar para darnos la buena nueva. El mayor de nuestros hijos, que ya está casado, se había llevado al perro a su casa para que jugara con sus pequeños, y lo acababa de devolver.
—¿Ves? Ahora todo está bien —comenté—. Son cosas que pasan. ¡Tesoro! ¿Por qué me miras así?
AHORA vamos a tomarnos otras vacaciones de invierno, y mi hijo nos va a llevar al aeropuerto.
—Papá —me dice—, no dejaste el número telefónico del lugar donde van á quedarse.
Estoy a punto de darle el número del hotel, pero en ese instante mi esposa interviene.
—Bueno, el sitio al que vamos es bastante rústico. Creo que hay que caminar varias calles para encontrar un teléfono. Así que... mejor no nos llamen. ¡Nosotros los llamaremos!