RUPERTO DE HENTZAU (Anthony Hope)
Publicado en
octubre 01, 2011

CAPITULO 1
EL ADIÓS DE LA REINA
Quien ha vivido en el mundo y advertido que el acto más insignificante puede engendrar innumerables consecuencias, no es capaz de asegurar que la muerte del duque de Strelsau, la liberación y la restauración del rey Rodolfo, habían terminado de un modo definitivo con los disturbios causados por la audaz conspiración de Miguel el Negro.
La lucha fue encarnizada, la puesta considerable, desaforadas las pasiones, y la simiente del odio esparcida por doquier. Pero ya que Miguel pagó con la existencia el atentado contra la corona, todo parecía terminado. Miguel había muerto, la princesa casó con su primo, el secreto no respiró, el señor de Rassendyll desapareció de Ruritania. ¿No era esto un desenlace? En tal sentido hablaba a mi amigo, el condestable de Zenda, conversando tranquilamente en su casa. Me contestó así:―Es usted muy optimista, amigo Fritz. ¿Acaso ha muerto Ruperto de Hentzau? Creo que no. El principal agente de que echaba mano Ruperto para reconciliarse con el Rey era su primo el conde de Rischenheim, mozo de preclaro linaje, muy rico y que le quería. El conde desempeñaba perfectamente su cometido. Reconocía las graves faltas de Ruperto; pero invocaba en su favor la ligereza de la juventud, la influencia predominante del duque Miguel, y prometía para lo porvenir una fidelidad tan discreta como sincera. Pero, como puede comprenderse, lo mismo el Rey que sus compañeros, conocían demasiado a Ruperto de Hentzau para atender las súplicas de sus embajadores. Ruperto parecía decir por boca de éstos: "Pagadme bien y callaré". Nosotros nos limitábamos a tener en secuestro los bienes del Conde y procurábamos vigilarle cuidadosamente a él, pues estábamos decididos a que no penetrara en Ruritania. Quizás hubiésemos podido obtener su extradición y ahorcarle probando sus crímenes, pero temíamos que si Ruperto caía en manos de los tribunales de Strelsau, se divulgara por Europa entera el secreto que guardábamos con tanto esmero. Ruperto no padeció, pues, otro castigo que el destierro y la confiscación de bienes. Sin embargo, Sapt tenía razón. Por muy vencido que se le creyera, Ruperto no renunció a la lucha. Abrigaba la esperanza de_ que la suerte le favorecería y se preparaba para aprovechar la coyuntura. Conspiraba contra nosotros, de igual modo que nosotros procurábamos guardarnos de él. La vigilancia era recíproca. Reunió todos sus recursos y organizó un sistema de espionaje que le tenía al corriente de cuánto ocurría en la corte. Consiguió obtener también todos los detalles que le convenía saber acerca del Rey. Si todo se redujera a lo que digo, no había motivo alguno para alarmarse. Pero Ruperto de Hemtzau era un enemigo temible. Deduciendo de lo que se le dijo y de lo que por su cuenta sabía acerca de lo que pasó mientras el señor de Rassemdyll ocupó el trono, adivinó el secreto que ni el mismo Rey sabía. Le pareció aquélla una coyuntura favorable y entrevió la posibilidad de triunfar si sabía aprovecharla. No sabría decir lo qué le decidió: si el deseo de recobrar la posición perdida o su rencor contra el señor de Rassemdyll. Temía apego al dinero y le sonreía la venganza. Ambas causas influyeron de consuno y le encantó advertir que el arma que poseía era de dos filos. Gracias a ella desembarazaría de obstáculos el camino y heriría al que odiaba, perdiendo a la mujer que ese hombre amaba. En una palabra, el conde de Hemtzau, adivinando el sentimiento que unía a la Reina a Rodolfo Rassemdyll, colocó sus agentes en acecho y, por medio de ellos, descubrió el motivo de mi entrevista anual con el señor de Rassemdyll, o, por lo menos, sospechó ese motivo y le bastó eso para sus planes. Habían transcurrido tres años desde que se celebró la boda que llenó de júbilo a toda Ruritamia, patentizando a los ojos del pueblo la victoria conseguida sobre Miguel el Negro y sus cómplices. Reinaba Flavia desde hacía tres años. Yo me daba cuenta de lo mucho que padecía la Reina. Barrunto que sólo una mujer puede apreciar debidamente la profundidad de sus padecimientos, porque aún ahora la veía llorar al hablar de ello. Y, sin embargo, la Reina resistió. Si algún desfallecimiento tuvo, lo raro es que no tuviera más. Pues no solamente no amó nunca al Rey, sino que la salud de éste, quebrantada por el cautiverio soportado en Zenda, decayó rápidamente. Vivía, cazaba, cuidaba de los asuntos políticos hasta cierto punto; pero era un valetudinario irritable, distinto por completo del príncipe jovial y alegre que los partidarios de Miguel aprisionaron en el pabellón de caza. Sucedió una cosa peor. La admiración y el reconocimiento que sentía por el señor de Rassendyll se habían extinguido. Pensó con enojo lo que podía haber pasado durante su encierro. Además del temor incesante de Ruperto, que tanto le hizo padecer, experimentaba unos celos enfermizos, casi un odio por el señor Rassemdyll, que representó un papel heroico mientras él estaba paralizado. Lo que su pueblo aplaudió eran las hazañas de Rodolfo, y los laureles que ciñeron su frente Rodolfo los había conquistado. Tenía bastante nobleza nativa para soportar su gloria inmerecida; pero no la suficiente energía moral para resignarse a lo ocurrido. Y la detestable comparación le hería en sus fibras más sensibles. Sapt le decía sin ambages que Rodolfo hizo esto o aquello, establecido tal o cual precedente, inaugurado tal o cual política y que lo mejor que podía hacer el Rey era seguir tal camino. El nombre del señor de Rassendyll no lo pronunciaba casi nunca la Reina; pero cuando hablaba de él era como de un gran hombre difunto cuya grandeza empequeñecía a todos los vivientes. No creo que el Rey adivinase la verdad que la Reina procuraba ocultarle; pero mostraba inquietud si Sapt o yo pronunciábamos su nombre; si lo hacía la Reina, apenas podía soportarlo. Le he visto enfurecerse por tal cosa, pues había perdido todo dominio sobre sí mismo. Bajo la influencia de aquellos celos, procuraba sin cesar que la Reina le prodigara pruebas de ternura y de adhesión que rebalsaban, a mi humilde juicio, las que los maridos obtienen o merecen, y le pedía de continuo lo que su corazón no le podía otorgar. Mucho se esforzaba por deber y por piedad; pero era al fin mujer y algunas veces desfallecía, y entonces el menor reproche o la más leve frialdad adquirían para aquel neurasténico proporciones gigantescas, como si se tratara de una grave ofensa o de un insulto premeditado. Y resultaban vanos todos los esfuerzos que se intentaba para calmarlo. Así, aquellos dos seres, a los que ningún fuerte lazo unía, se separaban cada vez más; él permanecía aislado, víctima de su enfermedad y sus sospechas; ella con su dolor y sus recuerdos. No llegó ningún hijo para llenar el vacío que les separaba, y aun cuando era ella su Reina y su esposa, cada día le era más extraña. Y el Rey parecía quererlo así. Tal fue la existencia de la Reina durante tres años; sólo una vez cada año enviaba unas palabras al hombre amado, y él le respondía con otras palabras breves. Por fin la fuerza le faltó. Durante una escena despreciable el Rey le hizo reproches no recuerdo con qué motivo fútil, y se expresó ante testigos en términos que ni aun a solas hubiese podido oírlos sin darse por ofendida. Yo estaba presente, y los ojillos de Sapt fulguraban de ira. Esto sucedió dos día: antes que yo partiera para encontrarme con el señor de Rassendyll. Debía verme con el en Witenberg, pues el año anterior me vio bastante gente en Dresde, y como Witenberg es una ciudad de corto vecindario y lejos de todo camino de los turistas, nos pareció más segura. Los peligros de una intervención extraña no eran de desdeñar. Recuerdo perfectamente cómo encontré a la Reina en su habitación, a donde me llamó algunas horas después del enfado del Rey. Estaba acostada ante una mesa, encima de la cual había un cofrecillo que encerraba ―bien lo sabía yo― una rosa encarnada y un mensaje. Pero aquel día había algo más de lo ordinario. Sin preámbulo alguno me indicó lo que debía hacer.―Es preciso que le escriba. Es intolerable; he de escribirle. Querido amigo, ¿llevará usted la carta, verdad? Es necesario traerme una respuesta. ¡Ah, Fritz! Bien sé que tengo la culpa, pero me muero de pesar; sí, el pesar me abruma. Será la última vez, pero quiero decirle adiós. Espero que su adiós, contestando al mío, me ayude a vivir. Le ruego Fritz, que me haga ese favor. Rodaban las lágrimas por sus mejillas, encendidas por la cólera. Sus ojos me suplicaban y me retaban a un tiempo. Bajé la cabeza y le besé la mano.―¡Con la ayuda de Dios llevaré los dos mensajes, Reina mía!―Y me dirá como está él. Mírele bien, Fritz. Vea si está robusto. Procure alegrarle. Haga que sonrían su boca y sus ojos. Y hablando de mí, observe si... aún me ama. Cesó de llorar y añadió:―Pero no le diga lo que le he dicho. Se afligiría si pensara que dudo de su amor. No dudo de él, no; pero, sin embargo, dígame la expresión de su semblante cuando habla de mí. ¿Verdad? Tome, aquí tiene la carta. Sacándola del pecho, la besó antes de entregármela. Luego añadió mil consejos de precaución: cómo debía llevar la carta, ir y volver sin exponerme a ningún peligro, pues mi esposa Helga me amaba como ella misma hubiese amado a su marido, si el cielo se mostrara propicio ` o por lo menos casi tanto, Fritz" ―añadió, pues no admitía que ninguna mujer pudiera amar tanto como ella. La dejé para terminar mis preparativos de marcha. Sólo me llevaba un criado, y cada año diferente. Ninguno de ellos supo jamás el objeto de mi viaje. Suponían que viajaba por mi cuenta con autorización del Rey. Aquella vez decidí llevarme un suizo joven, que había entrado hacía poco a mi servicio. Se llamaba Bauer, era algo torpe, no parecía muy inteligente; pero, en cambio, era honrado y muy atento. Me fue muy recomendado y le tomé sin vacilar. Lo escogí para compañero de viaje, entre otras cosas, porque, siendo extranjero, charlaría menos con los otros a su vuelta. No pretendo ser listo; pero confieso que siento ira al recordar de que modo aquel palurdo se burló de mí. Pues Ruperto sabía que el otro año había encontrado al señor de Rassendyll en Dresde. Ruperto seguía, con atención, los acontecimientos que ocurrían en Strelsau. Ruperto fue quien dio a aquel muchacho sus admirables certificados y me lo endosó pensando que podría comunicarle noticias de importancia. Quizá esperaba también que me lo llevara conmigo, y hay que confesar que la casualidad sirvió al intrigante. Cuando fui a despedirme del Rey, le encontré acurrucado cerca de la chimenea, pues la humedad del calabozo le había calado en otro tiempo hasta la médula. Mi marcha le contrariaba y me preguntó agriamente acerca de los asuntos que me obligaban a partir. Burlé su curiosidad lo mejor que supe sin conseguir que se disipara su malhumor. Estaba como avergonzado de su arrebato reciente, y de seoso de excusarse exclamó:―¡Asuntos! Todo asunto es una buena excusa para de jarme. ¡Voto va! Creo que jamás hubo un rey peor servido que yo. ¿Por que se tomaron la molestia de sacarme de Zenda? Nadie me necesita; nadie se cuida de si vivo o muerto. Es imposible discutir con quien razona de este modo. Le prometí que volvería pronto.―Sí, vuelva pronto. Se lo ruego. Necesito alguien que vele por mí. ¿Quién sabe lo que ese canalla de Ruperto es capaz de intentar contra mi persona? No puedo defenderme; no soy Rodolfo Rassendyll, ¿verdad? Si hubiese dicho yo una palabra de Rassendyll era capaz de no dejarme marchar. Ya me echaba en cara que me carteara con él, pues los celos habían acabado con el reconocimiento. Creo que ni aun sabiendo el contenido del mensaje que le llevaba, hubiese podido aborrecer más a su salvador. Quizá en aquel sentimiento de ingratitud había algo natural, pero apenaba el ánimo advertirlo. Al dejar al Rey fui a visitar al condestable de Zenda. Sabía que me iba y adónde. Le hablé de la carta y quedamos acordes, ¿para qué comunicarle con premura lo que pudiera ocurrirme? No estaba de buen humor aquel día. El Rey le había reñido y Sapt no tenía gran provisión de paciencia.―Si no nos hemos degollado mutuamente ―me dijo―, estaremos en Zenda cuando usted llegue a Witenberg. La corte marcha mañana y yo estaré allí en tanto que esté el Rey. Se detuvo un momento y luego repuso: ―Rompa la carta en caso de peligro. Hice una señal afirmativa. El continuó con su rudeza habitual:―Y perezca usted con la carta si es preciso. Dios sabe. por qué es necesario enviar tal misiva; pero puesto que es preciso, bien podía habérmela confiado a mí. Sabiendo que Sapt fingía despreciar todo sentimentalismo, me contenté con responder:―Vale más que esté usted aquí, pues si perdía la carta, lo cual es poco probable, podía usted impedir que llegara a manos del Rey.―Vería de hacerlo ―respondió rezongando―; pero correr ese riesgo por una carta! Una carta no merece que por ella se exponga la paz de un reino.―Desgraciadamente, Sapt, es casi_ la única cosa que puede llevar un mensajero.―¡Váyase, pues! ―gruñó el coronel―. Diga a Rassendyll de parte mía que se ha portado como un hombre, pero que debe hacer algo más. Que se digan adiós y que acabe eso. ¿Va a pasarse la vida pensando en una mujer que jamás será para él? Sapt parecía y estaba indignado.―¿Qué más puede hacer? ―preguntó―. ¿No cumplió aquí con su deber?―Sin duda. Nos devolvió nuestro buen Rey. Hacer responsable al Rey de la transformación que la contraria suerte había decretado, era una perfecta injusticia. Sapt no tenía la culpa, pero le dolía en el alma que todos nuestros esfuerzos no hubiera dado mejor soberano a Ruritania. Sapt se avenía a servir, pero deseaba que su dueño fuese un hombre.―Sí ―añadió, estrechándome la mano―, el bravo mozo cumplió como bueno. Luego, relampagueándole la mirada, dijo en voz baja: ―No creó que se pueda acusar a un hombre de amar demasiado a su mujer, si desea cenar a solas con ella antes de emprender un largo viaje. Me encocoró que un primo de mi mujer cenara con nosotros para despedirse de mí. Antón de Strofzin para distraernos nos contó todos los chismes que circulaban por Strelsau. Entre otras cosas, dijo que Ruperto volvería a la corte. ―¿Lo crees, Fritz? De saberlo, no lo dijera a Strofzin; pero el rumor era tan absurdo, que lo desmentí en absoluto.―Sí, sí ―respondió―. Sin duda debes hablar como lo haces. Pero lo que me consta es que hace dos días Rischenheim se lo dijo al coronel Marken.―Rischenheim cree lo que espera.―Y, ¿adónde ha. ido? ―exclamó Antón, triunfante―. ¿Por qué ha desaparecido súbitamente de Strelsau? De seguro que a encontrar a Ruperto. Confiesa que no lo sabes todo, Fritz. Convine en ello.―No sabía siquiera que Rischenheim se hubiese marchado y menos aún por qué.―¡Ya lo ves! ―exclamó mi primo. Y se marchó persuadido de que yo había caído en un renuncio. No comprendía yo qué interés podía tener Rischenheim en ver a su primo, pero de todos modos me importaba un bledo. Otras cosas más importantes tenía que hacer. Olvidando esos chismorreos, dije al mayordomo que hiciera marchar a Bauer con las maletas y que cuidara de tener el coche a la hora precisa. Helga cuidaba de arreglar mis provisiones para el viaje y ahora venía a despedirse. Aun cuando procuraba ocultarlos, advertí que tenía temores. No le gustaban semejantes comisiones, que a su juicio eran peligrosas. Para tranquilizarla, la abracé y le dije que me esperara para de allí a unos días.―Saluda de mi parte al rey Rodolfo, al verdadero rey Rodolfo ―dijo―, aun cuando preveo que lo que llevas le hará indiferente a mis saludos.―No deseo que le interese mucho el presente, queridita ―dije. Me estrechó las manos y me miró de hito en hito.―Buen amigo eres, Fritz; adoras al señor Rassendyll. Ya sé que crees que le adoraría también si me lo pidieras. Pues te equivocas; soy bastante sensata para querer mi propio ídolo. Toda mi modestia no me impidió adivinar cuál era ese ídolo. De pronto se acercó y me dijo al oído:―Procura, Fritz, que le envíe un mensaje que la reconforte. Su ídolo no puede estar cerca de ella como el mío cerca de mí.―Sí ―contesté―, le enviaré lo necesario para animarla. ¡Que Dios te guarde, alma mía! Sí, sin duda enviaría una contestación a la carta que yo llevaba y yo había jurado traer esa respuesta sana y salva. Marché, pues, confiado. Llevaba la cajita y el adiós de la Reina en el bolsillo interior de mi levita. Como me lo había recomendado el coronel Sapt, destruiría, en caso necesario, una y otra y perecería yo. La reina Flavia merecía una adhesión completa.CAPÍTULO 2
UNA ESTACIÓN SIN COCHES DE ALQUILER
Antes que partiéramos, el señor Rassendyll de Inglaterra y yo de Ruritania, habíamos acordado los detalles del encuentro. El debía estar el 15 de octubre a la puerta del León de Oro, a las once de la noche. Yo llegaría a las nueve, me apearía en otro hotel y saldría a dar una vuelta. Y así le vería. Le entregaría lo que esperaba, me daría la contestación y después de tener el gusto de hablar largo rato con él, cada mochuelo a su olivo. Al día siguiente volveríamos a Inglaterra y a Strelsau.
Me constaba que el señor Rassendyll era hombre puntual, y yo estaba seguro de llegar a la hora convenida.. Sin embargo, había tenido la precaución de pedir licencia por ocho días, previendo que podía suceder algo que retardara mi vuelta. Persuadido de que estaba previsto todo, tomé el tren. La cajita la tenía en un bolsillo; la carta en un monedero. No iba de uniforme, pero me llevé un revólver. Aun cuando no hubiese ningún temor de complicaciones, no olvidaba que lo que traía exigía mucho cuidado, y debía ser resguardado a toda costa. Pasó la aburrida noche de viaje. A la mañana Bauer vino a encontrarme, me dispuso todo lo concerniente para el desayuno y luego se marchó. Eran cerca de las ocho. Habíamos llegado a una estación importante y debíamos salir de ella a mediodía. Vi a Bauer que entraba en un compartimiento de segunda clase y yo me instalé en mi cupé. Después de unos minutos, como había dormido poco por la noche, quedé adormilado. Como estaba solo en el cupé podía dormir sin temor. Por la tarde me despertó una parada. De nuevo vi a Bauer. Después de tomar una sopa fui al telégrafo para enviar un despacho a mi mujer. Así no sólo estaría tranquila ella, sino que podría asegurar a la Reina que todo procedía como era de esperar. Al entrar en la oficina encontré a Bauer que salía de ella. Me explicó que acababa de telegrafiar a Witenberg para que reservasen habitaciones, precaución que se me antojó inútil, pero contra la que no había nada que decir. Sin embargo, no me plugo del todo, porque pensé que era mejor no llamar la ¿atención acerca de mi llegada. Pero como el mal estaba hecho, sólo lo hubiera agravado con reproches. Mi criado, asombrado, quizá inquiriera el porqué de ellos. No le contesté, limitándome a sonreír. Más tarde, cuando supe todo, comprendí que Bauer no telegrafió al hotelero, sino a otra persona. Antes de llegar a Witenberg hubo otra parada. Asomé la cabeza a la ventanilla y vi a Bauer cerca del furgón de equipajes. Acudió hacia mí para preguntarme si, deseaba algo. ―Nada ―respondí. Pero en vez de alejarse, me habló no recuerdo de qué. Aburrido por su charla, me retiré de la ventanilla y a los cinco minutos partió el tren. Me instalé cómodamente y saqué mi cigarrera. Pero un instante después rodó por el suelo el cigarro, pues me levanté de un salto o poco menos. Antes de salir del andén vi pasar a un empleado que llevaba una maleta que se parecía mucho a la mía. Bauer, por orden mía, la había depositado en el furgón de equipajes. No era natural que la hubiesen sacado de allí por error, pero mi maleta era igual a aquélla. Pero como no tenía la seguridad de que fuese la mía, nada dije. Como el tren no se detenía hasta Witenberg, y yo debía llegar allí sin falta, allí veríamos. Llegamos a la hora exacta. Permanecí un instante en el coche, reuniendo todos los objetos que estaban sobre los asientos para que Bauer se encargara de ellos, pero viendo que no acudía, bajé. Esperaba a mi criado. La noche era calurosa y me aburría llevar mi maletín y un recio abrigo de píeles. De Bauer, ni la sombra. Permanecí cinco o seis minutos esperando. El conductor del tren había desaparecido, pero vi al jefe de la estación que pasaba. Le pregunté por mí criado, pero no sabía ni que existiese. No tenía el resguardo del equipaje, pero obtuve permiso para examinar los que había en el furgón: el mío no estaba. Creo que el jefe dudó de la existencia del criado y del equipaje. Para consolarme dijo que, probablemente aquél debió perder cl tren en alguna parad. A esto respondí que no, pues en tal caso no se le ocurriera' llevarse la maleta. El jefe se encogió de hombros; no sabía qué hacer. Por primera vez, y con motivo sobrado, dudé de la fidelidad de Bauer. Recordé que no le conocía apenas, y pensé en la importancia de mi comisión. Tentándome los bolsillos, me aseguré rápidamente de la presencia de la cajita, de la carta y del revólver. El jefe no reparó en mi agitación. Me volví hacia él. Cuando vuelva ese torpe ―dije―, haga el obsequio de..―No volverá esta noche ―interrumpió―; no llega ya otro tren.―Dígale que venga al hotel de Witenberg; allí estaré. Pasaba el tiempo y no parecía que Rassendyll esperase. Además, el desasosiego que me produjo aquel incidente, me impelía a hacer cuanto antes mi comisión. ¿Qué fue de Bauer? Esta pregunta me sugirió otra: ¿Por qué el conde de Rischenheim salió de Strelsau y adónde fue? Salí de la estación. No se veía un solo coche de punto. Sabía que la estación estaba a un extremo de la ciudad. Tener que ir a pie y con el abrigo, me irritó lo indecible.―¿Por qué ―pregunté al empleado― no hay aquí cuantos coches son menester?―Habitualmente sobran, caballero ―respondió con cortesía― y también los habría esta noche sin una circunstancia accidental. Poco antes de llegar el tren pasó otro comarcal. Casi nunca se apea aquí nadie de los que vienen en él, pero esta noche bajaron veinte o veinticinco hombres. Les tomé los billetes. Lo que me llamó la atención fue que cada uno de los viajeros tomó un coche para él solo. He aquí por qué sólo quedaban uno o dos al llegar el tren en que ha venido usted. Y en un instante los tomaron. Nada tenía de extraño aquello, pero llovía sobre mojado. ¿No tendría conexión la falta de coches con la desaparición de Bauer?―¿Qué aspecto tenían esos viajeros? ―pregunté.―La mayoría de ellos un tanto dudoso. Pensé que era raro que gastaran dinero en coches. Aumentó la vaga inquietud ―que sentía. Se me ocurrió decirle al jefe de estación que me mandase acompañar. Pero además de demostrar un temor que nada parecía justificar, deseaba no llamar la atención.―Bueno, ¡vamos allá! ―dije. Y pregunté el camino de la ciudad.―Siga este camino durante diez minutos y verá ya las primeras casas de la ciudad. Su hotel está en la primera plaza a la derecha. Al salir de la estación la sombra de los álamos y la falta de luces dejaban a oscuras el camino. Yo seguía tropezando a veces en las piedras que había en él. A pesar mío sentía temor.. No por mi, sino por lo que llevaba. No podía menos de pensar en la conducta extrañísima de Bauer. ¿A qué llevarse la maleta si no abrigaba una intención siniestra? No acertaba a tranquilizarme. Llevaba la carta de la Reina, pero no me hubiese desagradado que Sapt o Rassendyll estuviesen a mi lado. Cuando un hombre sospecha un peligro, debe concentrar toda su atención en evitarlo o vencerlo. Si hubiese obrado de este modo me quedaba tiempo para evitar la emboscada o cuando menos para romper lo que llevaba antes de que me ocurriese algo. Pero estaba preocupado y todo pareció ocurrir en un instante. Mientras pensaba que no había motivo bastante para temer, oí cuchichear, vi dos o tres sombras entre los árboles y de repente se arrojaron sobre mi. Preferí la huida a la lucha. Eché a correr hacia las luces y las casas que divisaba a lo lejos. Oí pasos detrás de mi. De pronto caí de bruces. Habían tendido una cuerda para barrer el camino. Dos hombres se precipitaron hacia mi. Otro se arrodilló sobre mi espalda. Una voz dijo:―¡Volvedle! Conocí la voz. Era la del conde de Rischenheim. Me pusieron boca arriba. Hice un esfuerzo y rechacé a los que me tenían asido. Por un instante quedé libre. Mi ataque parecía haber desconcertado a los salteadores. Pero mi victoria fue efímera. Otro hombre a quien no viera hasta entonces me acometió, derribándome. De nuevo quedé tendido de espaldas al suelo. Y se incrustaron a mi cuello unes dedos que parecían de hierro. Al mismo tiempo quedaron sujetos y paralizados mis brazos. El rostro del hombre que me tenia una rodilla en el pecho se inclinó hacia mi, y a pesar de la oscuridad reconocí a Ruperto de Hentzau. Jadeaba, pero sonreía al mismo tiempo, y cuando vio que yo le reconocía, su sonrisa se acentuó. De nuevo oí la voz de Rischenheim:―¿Dónde está el maletín? Allí debe estar lo que buscamos.―¡Bobo! ―replicó Ruperto con desdén―. La lleva encima. ¡Sujetadle bien mientras busco! Tendido y sin poder moverme, estaba desesperado. Ruperto encontró mi revólver y lo alargó a Rischenheim. Cuando sintió el bulto de la cajita y se apoderó de ella, le rebrillaron los ojos. Apoyó la rodilla de tal modo sobre mi pecho que apenas podía resollar. Y soltándome el cuello hizo saltar la tapa de la cajita.―¡Traed una luz! ―ordenó. Uno de los tunantes acercó una linterna sorda y con su luz iluminó el cofrecillo. Cuando Ruperto vio lo que contenía soltó una carcajada y guardó la cajita en el bolsillo.―¡Vivo!, ¡vivo! ―exclamó Rischenheim―. Tenemos lo que queríamos. Puede venir alguien.―Vale más buscar si trae otra cosa ―replicó Ruperto. Y continuó sus pesquisas. Toda esperanza se desvaneció para mi, pues era indudable que encontraría la carta. Fue asunto de un momento. Arrebató el monedero y miró su contenido. De una ojeada apreció el valor de la presa. Entonces, fríamente y sin apresurarse, leyó la carta sin cuidarse de la inquietud de Rischenheim ni de mis curiosas miradas. Sonreía leyendo las últimas palabras dirigidas por la Reina a su amigo. Ruperto encontraba más de lo que podía esperar. Rischenheim le puso la mano en el hombro y repitió con acento agitado:―¡Vivo, Ruperto, vivo!―¡Déjame en paz, chico! Hace tiempo que no he leído nada tan divertido ―replicó Ruperto. Y añadió riendo y señalando el final de la carta:―¡Mira, mira! Estaba yo furioso. La ira centuplicó mis fuerzas. El placer que la lectura causaba a Ruperto le hizo cometer una imprudencia. Su rodilla no pesaba tanto sobre mi pecho, y cuando indicó a su primo el párrafo que tanto le gustaba, volvió un instante la cabeza. La suerte me favoreció. Con un movimiento súbito aparté la rodilla, pude soltar la mano derecha e intenté arrebatar la carta. Ruperto, temiendo por su tesoro, dio un salto que le alejó de mi. Yo me puse en pie también, rechazando al ganapán que me tenia sujeta la mano izquierda. Durante un instante estuve delante de Ruperto v me arrojé sobre él. Más rápido que yo, se ocultó detrás del hombre que sostenía la linterna, y lo empujó sobre mí. Cayó la linterna. Ruperto decía―¡Dame ese palo! ¡Ah! ¡Bien! ¡Gracias! Entonces la voz de Rischenheim dijo: ―Me has prometido no matarlo, Ruperto. Rezongó el conde de Hentzau. Rechacé al tío que arrojaron contra mí; me eché sobre Ruperto. Tenía un grueso palo en la mano No recuerdo bien lo que sucedió. Sé que luchamos, que alguien contuvo mis brazos y que de pronto sentí un trastazo horrible en la frente y... no sé más. De nuevo sentí que estaba tendido en tierra, sintiendo un dolor vivísimo en la cabeza, y como en un sueño veía hombres en torno mío hablando con animación. Recuerdo que una voz sonora gritó:―¡Voto va! ¡Lo quiero!―¡No, no! ―replicó otra voz. Resonaron pasos precipitados, gritos de cólera. Estalló un tiro, al que siguieron voces y lucha. Otro disparo. Luego pasos que se alejaban. No entendía qué pasaba. El esfuerzo que hacía por comprender aumentaba el cansancio y la angustia. "¿Acabarán por callarse?" ―pensaba. Necesitaba calma y silencio. Llegaron por fin y cerré los ojos. Sufría menos no oyendo ruido; podría dormir. La jugada estaba hecha. Me habían vencido como a un papanatas. ¡Estaba tendido en el camino con la cabeza rota y Ruperto de Hentzau tenía la carta de la Reina!CAPÍTULO 3
VUELTA A ZENDA
Gracias al cielo o a mi buena suerte, mi vida no dependía de una promesa de Ruperto de Hentzau. Las visiones de mi perturbado cerebro no eran más que el reflejo de la realidad; la lucha y luego la huída de mis enemigos no era un sueño.
Hoy vive en Witenberg, acomodado y dichoso, un bravo mozo que debe su fortuna a que su carreta pasó por el paseo que va de la estación a la ciudad con tres o cuatro compañeros robustos y decididos en el instante en que Ruperto se aprestaba a secundar el golpe que me había derribado. Al ver aquello el carretero y sus amigos se lanzaron contra mis agresores. Querían llevarme al hospital cuando me hubieron libertado, pero rehusé. Recordé la situación y repetí obstinadamente: "¡Al León de Oro! ¡Veinte coronas al que me lleve al León de Oro!" Viendo que sabía dónde estaba y cómo estaba, me subieron a la carreta, que partió para donde me esperaba Rodolfo Rassendyll. El único pensamiento que tenía mi cabeza estropeada, consistía en verle lo antes posible y decirle que fui bastante estúpido para dejarme robar la carta de la Reina. Estaba en la puerta del hotel y parecía aguardarme, aun cuando no era la hora convenida. Al detenerse la carreta vi su alta y erguida estatura, así como su pelo rojo, a la luz de las lámparas del vestíbulo. Sentí lo que debe sentir un niño al ver a su madre. Le tendí la mano por encima de los adrales de la carreta, murmurando:―¡La he perdido! Se estremeció y se abalanzó hacia mí. Luego, dirigiéndose al carretero:―Este caballero es mi amigo ―dijo―. Confíemelo; hablaré con usted después. Esperó que me sacaran de la carreta, y él mismo me llevó a una habitación del hotel. Había recobrado por completo el sentido y comprendía cuanto pasaba. Mi amigo me dejó sobre una otomana y permaneció en pie junto a mí, sonriendo, aun cuando en sus ojos se veía una sombra de inquietud. Repetí:―¡La he perdido! ―mirándole con angustia.―No importa ―replicó―. ¿Quiere usted esperar antes de explicarme o puede hablar?―Hablar; pero déme un sorbo de aguardiente. Me dio un poco mezclado con mucha agua, y pude contarle lo ocurrido. Aun cuando débil, no olvidé nada esencial y le conté mis desventuras. No pareció alarmarse hasta que hablé de la carta, pero al hacerlo, su rostro se inmutó.―¿También una carta? ―exclamó con aprensión y alegría inesperada a un tiempo.―Sí, una carta; escribió una carta, y la he perdido lo mismo que el cofrecillo; he perdido ambas cosas, Rodolfo. ¡Dios me asista! ¡Perdí ambas cosas, y Ruperto tiene la carta! Supongo que el golpe recibido me arrebató mi energía, pues en aquel momento no fui dueño de mí. Desesperéme. Rodolfo me calmó lo mejor que pudo. Ahora que estaba junto a él me parecía que jamás nos habíamos separado, como si aún estuviésemos en Strelsau o en Tarlenheim ideando planes para burlar a Miguel el Negro, enviar a Ruperto al infierno y reponer al Rey en el trono. Mi pobre cabeza me hacía padecer cruelmente. El señor de Rassendyll llamó dos veces y un hombre bajo y robusto, de mediana edad, compareció al instante. ―James ―dijo Rodolfo―, este caballero tiene una herida en la cabeza. Cuídelo. James salió. Algunos instantes después volvió con agua, una palangana, vendas, trapos, hilos. Se inclinó hacia mí y empezó a lavarme y luego a curar muy diestramente mi herida. Rodolfo se paseaba por la habitación. ―¿Ha terminado, James?―Sí, señor.―Bien. Traiga hojas para escribir telegramas. Cuando las trajo dijo su dueño:―Esté pronto para cuando llame. Y volviéndose hacia mí, me preguntó: ―¿Se siente mejor? ―Sí, puedo escucharle.―Adivino lo que van a hacer ―dijo Rodolfo―. Ruperto o Rischenheim tratarán de ver al Rey para darle la carta. Me estremecí.―¡Es imposible! ¡No se le puede permitir! ―exclamé. Y caí de nuevo en el diván como si se me hubiese inflamado de pronto la cabeza.―No será usted quien lo impida, pobre amigo ―respondió Rodolfo sonriendo―. No se fiarán del correo. Uno de ellos realizará la empresa. Pero, ¿cuál? Estaba frente a mí con el ceño fruncido, reflexionando. Yo no sabía nada, pero me pareció adivinar que Rischenheim sería quien viese al Rey. Ruperto corría un peligro inminente si penetraba en Ruritania. El Rey se negaría a recibirlo. En cambio no había ningún motivo para sospechar de Rischenheim. Pensé, pues, que sería él quien se encargara de entregar la carta al Rey, y que si Ruperto no quería soltarla, daría al Soberano un extracto de ella.―Quizá saquen .una copia ―suspiró Rodolfo―. Así, pues, uno de ellos partirá esta noche o mañana. Traté nuevamente de levantarme, pues quería anular las consecuencias de mi estupidez. Rodolfo me hizo sentar con suave esfuerzo. ―No, no ―dijo. Y sentándose ante la mesa empezó a llenar hojas de telegramas.―¿Supongo que usted y Sapt han convenido una clave? ―me preguntó.―Sí; escriba el despacho y le pondré en cifra.―He escrito esto: "Documento perdido. No deje que se le acerque nadie, si es posible. Avise quien pida entrevista." Me miró y dijo:―Supongo que esto bastará. No quiero ser más claro. Todas las cifras pueden ser traducidas.―La nuestra, no.―¡Quién sabe! ¿Le parece que comprenderá el sentido? ―Me parece que sí. Puse en cifra el despacho a pesar de que apenas podía sostener la pluma. Rodolfo llamó a su criado.―Envíe usted esto.―Está cerrado el telégrafo.―¡James! ¡James!―Bien, señor. Pero quizá se tarde una hora en lograr que abran.―Le doy media hora. ¿Tiene dinero?―Ahora ―dijo Rodolfo― hará usted santamente acostándose. No recuerdo lo que respondí porque perdí de nuevo el sentido. Rodolfo me ayudó a ponerme en su propia cama cuando recobré fuerzas y a la madrugada me dormí profundamente. A las ocho James despertóme. Me dijo que un médico estaría en la fonda al cabo de media hora, pero que el señor de Rassendyll deseaba hablarme antes, si me encontraba en disposición de oírle. Le dije que llamara a su amo. Rodolfo entró tranquilo y sereno. El peligro y la necesidad de un esfuerzo le estimulaban. La indolencia que se le podía echar en cara en las horas de tranquilidad, había desaparecido.―Fritz, amigo mío, he aquí la respuesta de Sapt. Es probable que ha hecho funcionar el telégrafo en Zenda, como aquí James. Adivine lo qué me dice. Rischenheim pidió una audiencia antes de salir de Strelsau. Me incorporé. El añadió:―Compréndame. Marchó el lunes. Hoy es miércoles. El Rey le señaló la audiencia para el viernes a las cuatro. Así es...―¡Contaban vencer! exclamé―, y Rischenheim lleva la carta.―Una copia. Conozco a Ruperto. Sí, el plan estaba bien trazado. Su idea de retirar los coches de la estación es ingeniosa. Telegrafié a Sapt que aplace la audiencia, si es posible; de lo contrario, que aleje al Rey de Zenda.―¡Pero Rischenheim obtendrá audiencia pronto o tarde!―¿No se advierte la diferencia entre pronto y tarde? Se sentó en la cama y continuó:―Usted no podrá moverse hasta dentro de un par de días. Envíe un telegrama a Sapt; dígale lo que pasa. Y tan pronto como pueda viajar vaya a Strelsau e informe a Sapt de su llegada. Necesitaremos de su asistencia.―¿Qué se propone hacer? ―pregunté mirándole de hito en hito. Me miró unos instantes; echó al fuego la colilla del cigarrillo que acababa de fumar y se levantó de la cama.―Voy a Zenda.―¿A Zenda? ―exclamé, estupefacto.―Sí, voy a Zenda, camarada. Sabía que alguna vez había de llegar eso. Ya está aquí.―¿Para qué?―Alcanzaré a Rischenheim o poco le faltará. Si es él quien llega primero, Sapt le hará esperar hasta que yo haya llegado, y si es así, si no ocurre nada imprevisto, no verá jamás al Rey. Así será. Se interrumpió y añadió, riendo:―¡Veamos! ¿He perdido acaso toda mi semejanza? ¿No puedo ya representar el papel de Rey? Si llego a tiempo, Rischenheim tendrá su audiencia en Zenda y el Rey se mostrará muy amable y le tomará la copia de la carta. Obtendrá audiencia en el castillo de Zenda, no lo dude. Permanecía en pie delante de mí para ver lo que me parecía su proyecto. Yo, asustado de su audacia, permanecía mudo y jadeante. Rodolfo se calmó en un instante. Volvió a ser un inglés frío, asentado, un poco apático. Encendió un cigarrillo y añadió:―Comprenda usted que son dos, Ruperto y el otro. Usted no puede moverse. Es preciso que seamos dos en Ruritania. Rischenheim hará la primera tentativa, pero si fracasa, Ruperto no retrocederá ante ningún obstáculo para llegar hasta el Rey. Si le ve durante cinco minutos, la cosa no tiene remedio. Así, pues, es necesario que Sapt contenga a Ruperto, mientras yo me entiendo con Rischenheim. Cuando pueda usted moverse vaya a Strelsau y avise a Sapt dónde está.―Pero, ¿y si le ven? ¿Si le descubren?―Mejor es que me descubran a mí que no que el Rey reciba la carta de la Reina. Y colocando su mano sobre mi brazo, prosiguió:―Si la carta llega al Rey, sólo yo puedo hacer. lo que sea necesario. No comprendí lo que quería decir. Quizá raptaría a la Reina antes que dejarla sola. Quizá se podía dar a sus palabras otra interpretación que yo, vasallo fiel, no quería admitir. No respondí, sin embargo, porque ante todo y sobre todo, era servidor de la Reina.―¡Ea, Fritz! ―exclamó―. No ponga esa cara de entierro. Este asunto es menos complicado que el otro que resolvimos. Supongo que no debía parecer yo muy convencido, porque añadió:―Sea lo que fuese, me marcho. ¿Cómo puedo permanecer aquí mientras llevan esa carta al Rey? Comprendía sin esfuerzo sus sentimientos y que le importaba poco la vida cuando se trataba del honor de la Reina. Cesé, pues, de replicar. Cuando vio que aprobaba su intento, desapareció toda sombra de su rostro y discutimos el plan con todos sus detalles.―James permanecerá a su lado ―me dijo― y puede usted tener una confianza absoluta en él. Si desea usted enviar una carta que dude en confiar al correo, désela con toda tranquilidad: la llevará Además, es un excelente tirador. Se levantó para salir, y añadió:―Volveré antes de marchar para saber lo que dice de usted el médico. Permanecí acostado, pensando, a fuer de enfermo de cuerpo y espíritu, en los riesgos, más que en las esperanzas, que lo atrevido de su plan hacía afrontar al señor de Rassendyll. Mis meditaciones quedaron cortadas por la llegada del médico.―No piense en levantarse durante dos días ―me dijo―; pero creo que entonces podrá usted marchar sin ningún inconveniente. Le di las gracias, me prometió volver, y a una vaga indicación sobre sus honorarios, me aseguró que mi amigo herr Schmidt se había mostrado muy generoso. Acababa apenas de salir el doctor cuando herr Schmidt, es decir, Rassendyll, volvió.―Me marcho.―¿Dónde?―A Zenda, por el bosque. Llegaré mañana, miércoles, ya anochecido. A no ser que Rischenheim haya obtenido su audiencia antes del día convenido, llegaré a tiempo.―¿Cómo verá a Sapt?―No sé.―¡Dios le guarde, Rodolfo!―El Rey no verá la carta, Fritz. Nos estrechamos la mano en silencio. Después nos miramos y Rassendyll declaró:―No había pensado jamás en volverla a ver. Ahora lo espero. Luchar con ese mozo y volverla a ver, vale la pena de vivir.―¿Cómo la verá? Rodolfo se echó a reír y le imité. Cuando dos quieren... Me estrechó de nuevo la mano. Creo que quería infundirme esperanza. Sentía mi amigo lo que no podía sentir yo: un deseo desmedido de realizar su intento rápidamente, y esto disminuía en él la noción del peligro. Vio que leía en su mente.―Pero la carta ante todo ―añadió―. Pensaba morirme sin verla de nuevo, pero la suerte está echada; ahora se trata de que la carta no llegue a su destino, sea cualquiera el empeño que pongan en entregarla esos dos malvados.―Ya lo sé ―respondí. Otra vez me estrechó la mano. En el preciso momento de volverse, entró James, silencioso como de costumbre.―El coche espera, señor.―Cuide usted bien al conde ―le dijo su amo―, y no le abandone hasta que él le dé permiso.―Perfectamente, señor. Me incorporé para tomar un vaso de limonada que me traía James.―¡Por su buena suerte! ―exclamé.―¡Dios lo quiera! ―respondió.CAPÍTULO 4
UN REMOLINO EN EL POZO
Al anochecer del jueves 16 de octubre, el condestable de Zenda estaba de un humor de perros. Después lo confesó. Arriesgar la tranquilidad de un palacio para recibir el mensaje de un enamorado jamás le pareció prudente, y el viaje anual de ese "absurdo" Fritz se le antojaba una torpeza.
La carta de adiós era una locura más peligrosa, con probabilidades de catástrofe. Y los hechos le daban la razón. La catástrofe amenazaba ya. El corto y misterioso telegrama de Witenberg la anunciaba. Le ordenaba, sin decir siquiera quién lo disponía, que aplazara la audiencia de Rischenheim. No se le decía el porqué de tal medida, pero sabía tan bien como yo que Rischenheim estaba en manos de Ruperto, y no se le ocultaba que en Witenberg había ocurrido algún tropiezo de gran cuantía y que Rischenheim iba a Zenda para decir algo que el Rey no debía saber. Lo que se le pedía no era cosa muy hacedora ni fácil, porque él ignoraba dónde estaba Rischenheim y no podía privarle de llegar. Además, el Rey deseaba la visita del Conde, porque éste cultivaba con gran éxito una raza canina que el monarca no acertaba a perfeccionar. Esperaba, pues, al Conde y en vano le hablaba Sapt de un enorme jabalí que había descubierto en el bosque, y que podía prometerse una gran cacería para el día siguiente.―Sí, pero no podré volver a tiempo para recibir a Rischenheim.―Su Majestad estará de vuelta al anochecer.―Me sentiré cansado y tengo mucho que decirle.―Podría usted dormir en el pabellón del bosque y volver al día siguiente para recibir al Conde.―Deseo verle lo antes posible. Y luego, mirando a Sapt con sospecha, añadió: ―¿Por qué no verle mañana?―Porque es lástima no cazar a ese hermoso solitario ―dijo Sapt, refiriéndose al jabalí. El Rey no cedió.―¡Bah! ¡Tantos jabalíes hemos cazado!... Ahora deseo saber cómo se las arregla Rischenheim para que sus perros tengan un color tan magnífico. En aquel momento entró un criado que entregó un telegrama a Sapt. Este se lo metió en el bolsillo.―¡Léalo! ―dijo el Rey. Eran cerca de las diez y el Rey estaba a punto de irse a acostar.―No hay prisa por leer eso ―dijo Sapt, temiendo que el despacho viniera de Witenberg.―¡Léalo! ―repitió el Rey, con impaciencia―. Quizá es de Rischenheim; puede que anuncie su llegada. Sapt no podía desobedecer. Tardó cuanto pudo en ponerse los lentes y se preguntaba entretanto qué haría si aquel papelucho no podía mostrarse al soberano.―¡Ande, hombre! ―dijo el Rey. Cuando por fin hubo leído Sapt el despacho, su semblante expresó perplejidad y satisfacción.―Su Majestad ha acertado ―pronunció―. Rischenheim llegará mañana a las ocho.―Perfectamente. Almorzará conmigo a las nueve y luego montaré a caballo para cazar el jabalí, cuando le haya hablado de los perros.―Bien, señor ―respondió Sapt. El Rey se levantó bostezando y murmuró al salir: ―Debe tener algún secreto para cuidar sus perros. ―¡Así los lleve el diablo! ―exclamó Sapt cuando el Rey hubo salido. El condestable no era hombre que aceptara una derrota sin defenderse. La audiencia que debía aplazar estaba próxima. Y el Rey, a quien debía alejar de Zenda, se empeñaba en no moverse hasta haber hablado con Rischenheim. Sin embargo, hay varios modos de impedir una entrevista. Hay el fraude y la fuerza, y Sapt comprendía que uno u otra le serían precisos. "No obstante ―pensaba rezongando―, el Rey se enfurecerá si le ocurre algo a Rischenheim, antes que sepa de los perros". Dio mil vueltas al asunto para averiguar de qué modo conseguiría evitar la entrevista sin que fuese menester emplear la violencia contra el Conde. Únicamente se le ocurrió un secuestro, porque una riña o un duelo no le convenían. Pero Sapt no tenía, como el Duque Negro, una pandilla de asalariados capaces de cometer por Su Alteza el más tremendo desavío. "No sé qué hacer" ―declaró Sapt, levantándose del sillón para aproximarse a la ventana, con la esperanza de que el aire fresco le sugiriera alguna idea. Estaba en su habitación, situada en el castillo nuevo, junto al foso, a la derecha del puente levadizo cuando se mira hacia el castillo viejo. Era la que había ocupado el duque Miguel. El puente estaba echado, porque reinaba la paz en Zenda. Había desaparecido aquel conducto que hacía comunicar el calabozo del Rey con las aguas del foso. La noche era clara. Brillaba el agua. Sapt la miraba ceñudo, pero la brisa no traía la menor idea. De pronto el condestable, miró con atención a derecha e izquierda. Le pareció haber visto un remolino como el que produce una piedra que cae o un pez que salta. Pero Sapt no había echado ninguna piedra y los escasos peces del foso no saltaban a tal hora. Sapt esperó a que cesara el remolino. Luego percibió un ruido como el que produce una cuerda al dejarse caer suavemente en el agua. Un momento después apareció una cabeza a corta distancia.―¡Sapt! ―dijo una voz apagada, pero distinta. El viejo soldado se estremeció y apoyando las manos en el alféizar de la ventana miró al foso.―¡Vivo! Vaya usted al otro lado, junto al borde de piedra que ya conoce ―dijo la voz, y la cabeza se volvió. En algunas brazadas vivas y silenciosas el visitante atravesó el foso y quedó oculto por la sombra del viejo castillo. Sapt le seguía con la mirada, medio turulato por la sorpresa que le causaba aquella voz que llegaba hasta él en el silencio de la noche. El Rey estaba acostado y ¿quién sino el Rey o el otro poseían aquella voz? Entonces salió de su aposento, pero en el corredor topó con Bernenstein, aquel bizarro y joven oficial de la guardia que hacía su ronda. Sapt tenía confianza en Bernenstein, pues estuvo con nosotros en el sitio de Zenda cuando Miguel el Negro tenía prisionero al Rey, y llevaba en el pecho la señal de una herida que le hicieron los bandidos de Ruperto de Hentzau. Ahora era teniente de coraceros de la guardia real. Al notar el azoramiento de Sapt, preguntó:―¿Ha ocurrido algún accidente, caballero?―No, hijo mío, todo marcha bien. Siga su ronda y no vuelva por aquí. El oficial le miró asombrado. Sapt le asió el brazo.―No. Permanezca aquí. Colóquese junto a la puerta de las habitaciones reales y no permita que pase nadie. ¿Comprende?―Sí, señor.―Y oiga lo que oyere, no vuelva la cabeza. Aumentaba la extrañeza de Bernenstein, pero Sapt era condestable y mandaba como jefe en Zenda. ―Bien, señor. Y con ademán de sumisión desenvainó el sable y permaneció ante la puerta. Si no podía comprender, podía obedecer. Sapt atravesó el puente. Luego bajó los escalones que llevan a una saliente de piedra que está a seis pulgadas bajo del agua. Estaba Sapt en la sombra, pero vio a un hombre de elevada estatura que estaba de pie en la piedra y sintió que le asían la mano. Era Rodolfo Rassendyll, con los calzoncillos y los calcetines chorreando.―¿Usted? ― preguntó.―Sí ―fue la respuesta de Rodolfo―. He nadado hasta aquí, pero no tenía la seguridad de que me hubiese usted oído, y como no me atrevía a llamar, he venido hasta aquí. Sosténgame un instante mientras me pongo los pantalones. No quería mofarme el traje y lo he traído envuelto.―¿Qué es o que le trae aquí? ―preguntó Sapt.―El servicio de la Reina. ¿Cuándo debe venir Rischenheim?―Mañana las ocho.―¡Diablo! Más pronto de lo que pensaba. ¿Y el Rey? ―Está decidido a verle. No hay manera de evitar la entrevista. Hubo un momento de silencio. Rassendyll se ponía la camisa.―Deme la chaqueta y el chaleco. Estoy aterido. ―Pronto reaccionará.―He perdido el sombrero.―Y también la cabeza, a lo que creo.―Supongo que usted me encontrará ambas cosas, Sapt. ―En todo caso desearía encontrarle una cabeza mejor equilibrada que la suya ―gruñó el condestable. ―Ahora las botas, y ―ya estoy listo. Y añadió vivamente:―¿Ha visto el Rey a Rischenheim o recibido noticias suyas?―Ni una cosa ni otra, sino por mi conducto. ―Entonces, ¿por qué desea tanto verle?―Para saber de qué modo se puede hacer que los perros tengan muy suave el pelo.―¿Habla usted en serio? ―¡Ya lo creo!―Entonces todo va bien. Dígame, ¿lleva barba ahora? ―Sí.―¡Llévelo el diablo! ¿No puede usted llevarme a un sitio cualquiera para hablar?―Pero, en fin, ¿por qué ha venido usted? ―Para encontrar a Rischenheim.―¿Para encontrarle?...―Sí, Sapt. Tiene una copia de la carta de la Reina. Sapt se retorcía el bigote. ―Siempre dije que esto tenía que suceder. Era inútil decirlo; no pensarlo era casi imposible. ―¿Dónde puede llevarme? ―preguntó Rassendyll.―A un aposento que tenga cerradura y llave. Mando aquí, y cuando digo "No se entra"... , no hay quien pase. ―Excepto el Rey.―El Rey duerme. Venga. Y el condestable subió el primer escalón.―¿Hay alguien que pueda vernos? ―preguntó Rassendyll asiéndole el brazo.―Bernenstein, pero nos volverá la espalda. ―¿La disciplina es buena, coronel?―Bastante, dados los tiempos, Majestad ―gruñó Sapt, mientras llegaban al puente. Lo atravesaron y entraron en el castillo. En el corredor estaba Bernenstein, cuyas anchas espaldas no se movieron poco ni mucho a pesar de los pasos. ―Entre usted aquí ―dijo Sapt, indicando la puerta de su habitación.―Bien. La mano de Bernenstein se crispó, pero no volvió la cara. Reinaba buena disciplina en Zenda. Pero, precisamente en el instante en que Sapt pisaba el umbral, la puerta que vigilaba Bernenstein se abrió sin ruido. Se levantó la espada del teniente. Un reniego de Sapt, un sobresalto de Rassendyll. La espada de Bernenstein se bajó. En la puerta apareció la reina Flavia. Su rostro quedó tan pálido como el traje blanco que vestía, porque su mirada se fijó en Rassendyll. Los cuatro permanecieron inmóviles un momento. Luego Rodolfo rechazó a Bernenstein, que no había vuelto la cara, y cayendo de rodillas tomó la mano de la Reina y la besó. Bernenstein podía ver entonces sin volver la cabeza, y si pudiera matar la sorpresa, difunto quedara. Miró con fijeza indecible. El Rey estaba acostado y llevaba la barba, y sin embargo, el Rey estaba allí, afeitado, vestido, y besaba la mano de la Reina, que le contemplaba con mezcla de estupefacción, temor y gozo. Nada tenía de extraño que la Reina deseara ver al viejo Sapt y que hubiese adivinado dónde le encontraría probablemente, porque tres veces pidió noticias de Witenberg durante el día y siempre se le respondió con evasivas. Quiso saber si debía temer algo y salió de su aposento para interrogar al condestable. Lo que la llenaba de terror y de una alegría casi intolerable, era la aparición de Rodolfo en carne y hueso, y no en tristes sueños henchidos de deseos malogrados; era sentir sus labios en la mano. Los enamorados no se cuidan ni del tiempo ni del riesgo; pero Sapt recordaba uno y otro, y sin tardanza les indicó con ademán imperioso la puerta de su habitación. La Reina obedeció y Rodolfo fue tras ella.―No permita que entre nadie y no diga una palabra ―murmuró Sapt al oído de Bernenstein. El joven, aún estupefacto, supo leer, sin embargo, en los ojos de Sapt, que debía dejarse matar antes que permitir que alguien pasase el umbral, y vigiló espada en mano. Eran las once cuando llegó la Reina. A las doce el con―. destable apareció empuñando un revólver y se puso a hablar en voz baja con Bernenstein. Este le escuchaba con atención profunda. Al cabo de ocho o diez minutos Sapt se detuvo y luego dijo:―¿Comprende usted?―Sí, es maravilloso.―¡Bah! Algo singular y nada más. Bernenstein protestó encogiéndose de hombres. No se daba por convencido.―¿Y qué? ―preguntó Sapt, mirándole fijamente. ―Estoy dispuesto a morir por la Reina, caballero. ―Bien. Entonces, oiga. Y reanudó la explicación anterior. Bernenstein aprobaba de vez en cuando con una señal de asentimiento.―Le encontrará en la verja y le traerá aquí. No debe ir a otra parte, ¿entiende?―Sí, coronel.―El Rey estará en este aposento... , el Rey... ¿Sabe usted quién es el Rey?―Perfectamente.―Y cuando la entrevista termine y nos vayamos a almorzar...―Sí, coronel, ya sé quién será el Rey entonces.―Bien. No hay que causarle el menor daño, a no ser que...―Que sea necesario. ―Eso es. Sapt se volvió exhalando un leve suspiro. Bernenstein era un discípulo inteligente, pero todas aquellas explicaciones fatigaron al coronel. Llamó suavemente a la puerta. La voz de la Reina le rogó que pasara. De nuevo quedó solo Bernenstein y reflexionó acerca de lo que le había pasado. El servicio que se le pedía era tan grande que de buena gana daría la vida por hacerlo lo mejor posible. A la una salió Sapt.―Váyase a dormir hasta las seis. ―No tengo sueño. ―Pero lo tendría después. ―¿La Reina va a salir, caballero?―Dentro de un minuto. ―Desearía besarle la mano.―Espere, pues ―dijo Sapt, sonriendo. Transcurrieron varios minutos antes que Rassendyll abriera la puerta y apareciera la Reina. Estaba pálida y lo rojo de los ojos decía que lloró, mas la expresión del semblante revelaba dicha y alborozo. Tan pronto como la vio Bernenstein, dobló la rodilla, le tomó la mano y la llevó a sus labios.―¡Hasta la muerte, señora! ―exclamó con acento tembloroso.―Ya lo sabía, caballero ―respondió amablemente. Luego, mirando a los tres―: Señores, queridos amigos, en ustedes y en Fritz, herido en Witenberg, descansan mi honor y mi vida, pues no viviré si la carta llega al Rey.―El Rey no la verá, señora ―afirmó el coronel Sapt: Le tomó la mano y la acarició con torpe cariño. Ella la tendió de nuevo a Bernenstein. Entonces ambos saludaron militarmente, y ella pasó, seguida de Rodolfo, que la acompañó hasta el final del corredor. Allí se detuvieron un instante. Los otros no vieron como Flavia asía la mano de Rodolfo y la cubría de besos. El trató de retirarla, pues no juzgaba prudente que ' le besara la mano, pero ella parecía no poder soltarla. Por fin, con los ojos fijos en los de Rodolfo, entró en su aposento, andando hacia atrás, y cerró la puerta.―Ahora pensemos en lo que importa ―dijo Sapt, y Rodolfo sonrió. El coronel fue al aposento real y preguntó al medico si el Rey dormía bien. Tranquilo acerca de esto, pasó a otro departamento, llamó al camarero de turno y ordenó que tuviesen, para las nueve en punto, dispuesto un almuerzo para Su Majestad y para un invitado, en el aposento que conduce a la entrada del castillo nuevo. Después volvió al cuarto donde estaba Rodolfo, llevó una silla en el corredor, se sentó en ella y se durmió empuñando el revólver. El joven Bernenstein se sentía indispuesto y le reemplazaba el condestable. Así pasaron en el castillo de Zenda las cuatro horas que median de las dos a las seis de la madrugada. A las seis el condestable despertó y llamó a la puerta. Rodolfo Rassendyll la abrió.―¿Se ha dormido?―Ni un minuto ―respondió Rodolfo, sonriente. ―Le creía más enérgico.―No es la falta de energía lo que me ha mantenido en vela. Sapt se encogió de hombros y miró en torno. Las cortinas de la ventana estaban medio corridas, la mesa cerca de la pared y el sillón colocado en la sombra, cerca de las cortinas.―Hay bastante espacio para usted ahí detrás ―dijo Rodolfo―, y cuando Rischenheim esté sentado frente a mí, podrá ponerle la pistola junto a la cabeza, con sólo alargar la mano.―Sí, me parece que así irá bien ―aseguró Sapt, con una señal de aprobación.―¿Y la barba?―Bernenstein le dirá que se ha afeitado esta mañana. ―¿Lo creerá?―¿Por qué no?―Su propio interés le obliga a creerlo todo. ―¿Y si hemos de matarlo?―Sería preciso huir. El Rey se pondría furioso. ―¿Siente afecto por él?―Lo que quiere saber es el secreto de los perros. ―Es verdad. ¿Estará usted en su sitio a la hora precisa? ―Sin falta. Rodolfo Rassendyll dio una vuelta por la habitación. Era fácil advertir que lo sucedido durante la noche le había turbado. Los pensamientos de Sapt se enderezaban por otro camino. ―Cuando hayamos acabado con éste, será necesario que encontremos a Ruperto. Rodolfo se estremeció.―¿Ruperto? ¿Ruperto? Claro es que debemos encontrarlo ―dijo, con expresión distraída. La cara de Sapt expresaba desdén. Sabía que Rodolfo sólo había pensado en la Reina, pero su respuesta, si pensaba dar una, fue contenida por el reloj, que daba las nueve. ―Dentro de una hora estará aquí.―Dispuestos estamos a recibirlo ―respondió Rassendyll. La cercanía del peligro le avivaba. Se miraron y sonrieron. ―Como en otro tiempo, ¿verdad, Sapt?―Sí, Majestad, como en tiempo del buen rey Rodolfo. Así se preparaban a recibir al conde de Rischenheim, en tanto que mi maldita herida me retenía prisionero en Witenberg. Aún ahora siento en el alma no haber tenido el honor de tomar parte en los acontecimientos de aquel día. Sin embargo, Su Majestad la Reina no me olvidó y recordó que no hubiese permanecido inactivo si la suerte lo permitiera. Sí, hubiese trabajado con ardor.CAPÍTULO 5
AUDIENCIA DE REY
Llegados a este punto de la historia que estoy relatando, ganas me dan de dejar la pluma por temor de que una palabra pueda dañar a la Reina por cuya orden escribo, a fin de que algún día se conozca por entero la verdad de lo ocurrido.
Relataré. pues, los hechos sencilla y brevemente. A las ocho menos diez, Bernenstein, elegantemente vestido, se dirigió a la puerta principal del castillo. No tuvo que esperar mucho tiempo. A las ocho en punto, un jinete sin acompañamiento alguno penetró en la avenida de los carruajes. Bernenstein exclamó: ―¡Es el Conde! Y corrió a su encuentro. Rischenheim se apeó, tendiendo la mano al joven oficial. ―¿Cómo va eso, querido Bernenstein? ―preguntó. ―Veo que es usted puntual, de lo cual me alegro, pues el Rey lo esperaba con impaciencia.―No pensé que ya estuviese levantado.―Ya hace un par de horas. Por cierto que está de un humor de perros. Andese con cuidado, querido Conde..., pero no quiero entretenerle. Venga.―Dígame qué le pasa a Su Majestad; no vaya a cometer yo alguna tontería pronunciando una palabra que le de sagrade.―Despertó a las seis de la mañana y cuando el barbero se disponía a rasurarle, encontró... siete canas. El Rey se enfureció. "¡Quíteme la barba!" Y ya tenemos al Rey desbarbado.―¡Ah!―Pocos momentos después dijo: "Recuerdo que hoy almuerza conmigo el conde de Rischenheim. ¿Qué almuerzo se nos va a dar?" Hizo que se levantara el cocinero y..., pero me va a reñir si me entretengo charlando. ¡Venga! Y Bernestein, tomando el brazo del Conde, le llevó al interior del castillo. El conde de Rischenheim era joven y no mucho más ducho en achaques cortesanos que su acompañante. Aquella mañana estaba pálido. No le faltaba valor, pero sí otra cualidad más rara: la sangre fría y el aplomo, quizá lo vergonzoso de su encargo trastornaba su sistema nervioso. Sin fijarse por dónde le llevaba el oficial, éste le condujo la sala donde estaba Rodolfo Rassendyll.―El almuerzo está fijado para las nueve ―le dijo Bernenstein―, pero quiere verle a usted antes. ―¡Ah!―¿Quizá tiene que decirle algo importante? ¿O es que espera noticias interesantes que usted le trae?―¿Yo? No. Se trata de un asuntillo personal, pero secreto. ―¡Ah, bien! No vaya usted a creer que le interrogo, querido Conde.―¿Estará solo el Rey? ―preguntó Rischenheim con inquietud.―No creo que haya nadie en su habitación. Tengo orden de aguardar en la antesala hasta que el Rey me llame. Habían llegado junto a la puerta. Bernenstein se detuvo.―Abro la puerta y le anuncio ―dijo. Y uniendo la acción a la palabra, abrió la puerta de par en par y anunció en alta voz:―El conde de Luzan―Rischenheim tiene el honor de presentarse a Vuestra Majestad. Cerró inmediatamente y quedó en el exterior de la sala de audiencia. Sacó el revólver y miró si estaba cargado y funcionaba bien. El Conde se acercó, saludando y haciendo esfuerzos para ocultar su agitación evidente. Vio que el Rey llevaba un traje de lanilla de color oscuro. Aun cuando estaba casi en la sombra, Rischenheim pudo ver que, en efecto, no llevaba la barba. El Rey le tendió la mano y le indicó que se sentara en una silla que había frente a él.―Celebro verle, querido Conde ―dijo el Rey. Rischenheim levantó la vista. La voz de Rodolfo, tan exactamente parecida antes a la del Rey, sonaba ahora de un modo más recio, con un vigor que no tenía ya la del monarca. Al levantar los ojos se agitó levemente una de las cortinas de la ventana, pero no lo notó el visitante. El Rey, en cambio, se fijó en el efecto que produjo su voz, y cuando habló de nuevo lo hizo en voz más baja.―Celebro que haya venido, pues no puede figurarse cómo me preocupa eso de los perros. No alcanzo a que tengan el pelo lustroso y fino como los de usted. Hemos probado muchas cosas, pero en vano.―Celebraré poder decirle..., pero, si me atreví a pedirle audiencia fue para...―¡Ea!, no. se escapa usted de decirme cómo se las compone para lograr que tengan ese pelaje sus perros, y eso antes que venga Sapt, pues quiero saberlo yo solo.―¿Su Majestad espera al coronel Sapt?―Dentro de unos veinte minutos ―respondió el Rey, mirando el reloj que había sobre la chimenea. Desde aquel momento Rischenheim sólo pensó en entregar su mensaje antes que llegara Sapt.―Pelechan tan bien sus perros...―Perdóneme, Señor, pero...―Tienen el pelo tan largo y suave, que desespero de...―Tengo que comunicar a Su Majestad un mensaje de los más urgentes e importantes ―continuó Rischenheim. Rodolfo se trepó en el sillón como si sintiera, contrariedad e impaciencia.―¡Ea! ¡Dígame lo que debo saber, Conde! Acabemos, y luego hábleme de los perros. Rischenheim miró en torno. Las cortinas estaban inmóviles. El Rey acariciaba el mentón con la mano izquierda y tenía la derecha oculta bajo la mesilla que le separaba de su huésped.―Señor, mi primo, el conde de Hentzau, me ha confiado un encargo...―No quiero tener ninguna relación directa ni indirecta con esa persona ―replicó el Rey.―Perdóneme, Señor. Un documento de importancia capital para Su Majestad ha caído en manos del Conde.―Este ha incurrido en mi más profundo desagrado.―Con intención de expiar sus faltas, me envía hoy aquí. Se trata de una conspiración contra el honor de Su Majestad.―¿Quién ha tramado esa conspiración, señor conde? ―preguntó Rodolfo con frialdad.―Personas que tocan muy de cerca a Su Majestad, y ocupan un lugar preferente en su afección. ―Nómbrelas.―No me atrevo, Señor. No me creería. Pero Su Majestad tendrá la prueba escrita.―Enséñela.―Tengo Sólo una copia...―¿Una copia? ¡Señor conde!... Esto lo dijo el Rey con acento desdeñoso.―Mi primo tiene el original y lo enviará cuando Su Majestad ordene. La copia de una carta de Su Majestad la... ―¿La Peina?―Sí, Señor. Va dirigida a... Rischenheim se detuvo.―¿A quién, señor conde, a quién?―A un señor Rodolfo Rassendyll. Rodolfo representó muy a lo vivo su papel. No afectó indiferencia, sino que le tembló la voz, cuando alargó la mano y dijo en voz baja: ―¡Démela, démela! Rebrillaron los ojos del delator. Su revelación causaba efecto. ¡Adiós perros! Evidentemente había despertado las sospechas del Rey y sus celos. Añadió:―Mi primo creyó de su deber entregarla a Su Majestad. La obtuvo...―¡Ira de Dios! ¿Qué me importa cómo se la procuró? ¡Venga! Rischenheim desabrochó el chaleco. Se vio un revólver que llevaba sujeto por el cinturón. Soltó la pata de una faltriquera del interior del chaleco y sacó un papel. Pero Rodolfo, por mucho imperio que tuviera sobre sí mismo, era, al fin y al cabo, un hombre. Cuando vio el papel, se abalanzó para arrebatárselo, levantándose a medias del sillón. Resultó de ello que su cara quedó iluminada. Al levantar la vista Rischenheim vio que el Rey le devoraba con la mirada y sus ojos encontraron los de Rassendyll. Sintió una :sospecha repentina, pues el rostro, aunque era el del Rey, expresaba una resolución severa y revelaba un vigor que no eran propios del monarca. En aquel momento la verdad, o un destello de verdad, atravesó su cerebro como un relámpago. Lanzó un grito ahogado. Con una mano estrujó el papel, con la otra empuñó el revólver. Pero era ya tarde. La mano izquierda de Rodolfo oprimió la suya como pudiera hacerlo una tenaza, el revólver de Rodolfo estaba apoyado en su sien y un brazo salía de entre las cortinas apuntando otro revólver a su, frente, en tanto que una voz burlona decía:―Hará bien en achantarse. Y Sapt salió de su escondite. Rischenheim quedó mudo ante aquella transformación. Parecía que únicamente podía hacer una cosa: mirar a Rodolfo Rassendyll. Sapt no perdió tiempo; arrancó el revólver del conde y lo ocultó en su bolsillo.―Ahora, tome el papel ―dijo a Rodolfo. Este se apoderó del documento.―Vea si es el bueno. No, no lo lea ahora. ¿Es el que necesitamos? ¿Sí? Bien. Ahora apúntele el revólver: voy a registrarle. ¡Levántese, caballero! Cuando Sapt estuvo convencido de que no llevaba ningún otro documento, le permitió que se sentara. Como continuara mirando a Rassendyll, éste le dijo sonriendo:―Me parece que ya me ha visto usted en otras ocasiones; en Strelsau, cuando Yo estaba allí. Ahora, dígame dónde está su primo. Su plan era averiguar el paradero de Ruperto y correr a su encuentro. Pero apenas acababa de hablar Rodolfo, llamaron a la puerta. Entró Bernenstein.―Acaba de pasar el ayudante de cámara del Rey. Busca al coronel Sapt. El Rey paseó por la avenida y supo que había llegado Rischenheim. Luego dirigiéndose directamente a Sapt, añadió:―He dicho al criado que usted había llevado al .conde a dar una vuelta por el parque; que ignoraba dónde estaban. Parece que el Rey vendrá de un momento a otro. Sapt reflexionó un instante y luego se acercó al conde.―Ya hablaremos luego ―dijo en voz baja―. Ahora va usted a almorzar con el Rey... Yo estaré allí y Bernenstein también. Acuérdese de que no ha de decir una palabra, ni una sola, de lo que aquí le traía. A la menor alusión, tan cierto como es de día, le pego un tiro. Mil reyes no me detendrán. Póngase detrás de las cortinas, Rodolfo. Si hay alarma, salte al foso y nade.―Bien. Allí podré leer la carta.―¡Quémela, loco!―Después de leerla me la comeré si quiere, pero no antes. Bernenstein apareció otra vez. ―El Rey viene ―murmuró.―¿Ha oído usted lo que he dicho a Rischenheim?―Sí.―Entonces ya sabe su papel... Ahora, señores, esperemos a Su Majestad.―¡Ea! ¿He de esperar mucho rato? ―preguntó una voz colérica. Rodolfo Rassendyll se ocultó. Rischenheim permaneció inmóvil. Bernenstein dijo que el ayuda de cámara había paasado hacía sólo un momento y que estaba a punto de ir a presentarse a Su Majestad. Entonces el Rey, pálido y barbudo, entró en la habitación.―Celebro verle, conde. Si me hubiesen dicho que estaba usted aquí, no esperaba. Esto está muy oscuro. Abra las ventanas y corra las cortinas, Sapt. Y el Rey se dirigió hacia la cortina que ocultaba a Rassendyll.―Permítame, Señor ―dijo Sapt, adelantándose al monarca. Una mirada maliciosa brilló en los ojos de Rischenheim.―El caso es, Señor ―dijo el condestable interponiéndose entre el Rey y la cortina―, que nos interesaba tanto lo que decía el conde, de los perros...―¡Toma! ―exclamó el Rey―. Es verdad, olvidaba... Dígame, conde...―Perdone, Su Majestad ―dijo Bernenstein―. El almuerzo aguarda.―Sí, eso es. ¡Venga, conde! Así mataremos dos pájaros de una pedrada. Comeremos y hablaremos de los perros. Venga, Bernenstein, y usted también, coronel. Salieron. Sapt se detuvo para cerrar la puerta con llave.―¿Por qué cierra con tanto cuidado, coronel?―Porque tengo papeles importantes en mi mesa.―¿Por qué no cerrarlos en el cajón?―Allí están, peno perdí la llave. El conde de Rischenheim no almorzó muy a gusto. Se sentó enfrente del Rey. Detrás del sillón de éste se colocó el condestable, y Rischenheim vio el cañón del revólver que le apuntaba, apoyado en el respaldo del sillón. Bernenstein estaba de pie junto a la puerta, rígido, inmóvil. Rischenheim se volvió una vez hacia él y encontró su mirada, fija y significativa.―Veo que apenas come usted ―dijo el Rey―. ¿Acaso está indispuesto?―No, estoy algo turbado.―Pues hábleme de los perros, en tanto que yo coma, pues tengo verdadera hambre. El conde habló de su secreto para que echaran buen pelo los perros, pero lo dijo de un modo tan desdibujado y confuso que el Rey se impacientó.―¡No le entiendo! ―dijo con enfado, y apartó la silla de la mesa tan bruscamente que Sapt dio un salto atrás y ocultó el revólver.―Señor... ―dijo Rischenheim levantándose a medias. Una tos del teniente de la guardia le interrumpió. ―¡Repítame cuanto me ha dicho! ―ordenó Al Rey. Rischenheim obedeció.―Ahora entiendo algo más. ¿Verdad, Sapt? Y volvió la cabeza hacia el condestable. Este apenas tuyo el tiempo preciso para ocultar el arma. Bernenstein tosió de nuevo. El conde se echó hacia atrás. ―Yo entiendo perfectamente lo que el conde desea decir a Su Majestad.―Yo, sólo la mitad ―repuso el Rey―. Pero quizá ello baste.―Creo que sí ―respondió Sapt, riendo. Una vez zanjado el grave asunto de los perros, el Rey recordó que el conde le había pedido audiencia para un asunto personal.―Bueno, ¿qué es lo que quería usted decirme? ―preguntó con expresión aburrida. Rischenheim miró a Sapt. El revólver estaba a la vista y Bernenstein tosía. Sin embargo, se ocurrió una solución salvadora. ―Dispénseme, señor, pero no estamos solos. El Rey enarcó las cejas.―¿Tan secreto es el asunto?―Preferiría hablar con Su Majestad a solas. Sapt estaba decidido a no dejar al conde con el Rey. Lo menos que le diría es que Rodolfo Rassendyill estaba en el castillo. Inclinándose sobre el hombro del soberano, dijo con acento sarcástico:―Parece que los mensajes del conde de Hentzau son harto preciosos para nuestros humildes oídos. El Rey enrojeció.'―¿Se trata de eso? ―preguntó severamente al conde. ―Su Majestad ignora que éste...―Quiere volver aquí ―interrumpió el Rey―. Ya me lo figuro. ¿Acaso me equivoco? Hubo un momento de silencio. Sapt mostró más ostensible el arma. Rischenheim vacilaba. Comprendía que a toda costa sus enemigos estaban dispuestos a impedir que hablase. Abrió, sin embargo, la boca para hablar, pero permaneció silencioso.―En fin, ¿de qué se trata? ―insistió el Rey, impaciente. Tampoco habló el conde.―¿Acaso se ha vuelto usted mudo, caballero? ―Es... lo que Su Majestad dice.―En tal caso ―replicó el Rey―, permítame que le diga que no debió pedirme una audiencia para eso. Ya conoce mi decisión y su primo, mejor que usted todavía. Al decir estas palabras, el Rey se levantó. Sapt se metió el revólver en la faltriquera, pero Bernenstein tiró de la espada y presentó el arma.―Querido Rischenheim ―declaró el Rey con mayor afabilidad―, comprendo que su amistad para su primo le haya movido a dar este paso, pero en esta circunstancia no puedo excusarla. Hágame el favor de no insistir. Rischenheim, humillado y furioso, se inclinó profundamente.―Coronel Sapt, cuide de que el conde esté bien atendido. Supongo que tengo el caballo ensillado. Adiós, conde. Vamos, Bernenstein. Este miró a Sapt, que le hizo una señal tranquilizadora. Salió el Rey. Al cerrarse la puerta, Rischenheim, furioso y viendo que sólo tenía que habérselas con un hombre, se precipitó hacia la puerta. Llegó a ella. Iba a abrir. Pero Sapt le alcanzó y le puso el revólver junto a la oreja. El Rey se detuvo en el corredor oyendo el ruido que hacían los pasos rápidos de aquellos dos hombres. ―¿Qué demonios hacen ahí? ―preguntó. ―No sé, señor.―Deténgase un instante, Bernenstein. El oficial obedeció.―Nada se oye.―Es cierto. ¿Vamos hacia la puerta, Majestad? ―Andando ―respondió el Rey, riendo. En el interior del cuarto de Sapt, Rischenheim estaba de pie junto a la puerta, pálido y jadeante. Sapt, burlón y sereno, revólver en mano.―Hasta que llegue al cielo, señor conde, no estará tan cerca de él como lo ha estado hace un momento. Si hubiese abierto la puerta, le hubiese matado. Llamaron a la puerta.―¡Abra! ―dijo bruscamente Rischenheim. Ahogando una blasfemia, obedeció el conde. Un criado presentó un telegrama en una bandeja. ―¡Tómelo! ―dijo Sapt, y Rischenheim alargó la mano. ―Dispense, monseñor ―dijo el criado―. Este despacho es para usted.―¡Tómelo! ―repitió Sapt.―¡Démelo usted! ―indicó el conde al criado. Y tomó el sobre. El criado salió.―¡Abralo! ―mandó Sapt.―¡Maldito sea! ―exclamó. Rischenheim.―¡Qué! No importa que sepa usted mis secretos. Abra el despacho. El conde lo abrió.―Si lo rompe o lo estruja lo mato. Ya sabe que soy hombre de palabra. Ahora lea.―No leeré.―Lea, o encomiéndese a Dios. Y dio un paso adelante. Desplegó el conde el telegrama y luego miró a Sapt. ―¡No entiendo! ―gruñó.―Quizá yo podré ayudarle.―No es más que una...―Lea, señor conde, lea ... Leyó: "Holf, 19, Konigstrasse."―Muchas gracias. ¿De dónde viene eso? ―De Strelsau.―Vuelva el papel de modo que yo pueda verlo. Ver es creer. Gracias. ¿No comprende usted, conde? ―No entiendo lo que significa. ―Es raro. Yo lo adivino.―Es usted muy hábil.―La cosa es fácil de adivinar.―Veamos lo que le dice su superior inteligencia ―respondió Rischenheim, procurando aparecer sereno y sarcástico:―Creo, señor conde, que este despacho es una dirección. ―¿Una dirección? No conozco ningún hombre que se llame Holf.―No se trata de uno que se llama Holf. ―¿De quién, pues?―Se me figura que ésta es la dirección del conde Ruperto de Hentzau. Pronunciando estas palabras miró de hito en hito a Rischenheim; luego, rezongando, se puso el revólver en el bolsillo y saludó al conde. ―Gracias por todo ―dijo.CAPITULO 6
LA TAREA DE LOS SERVIDORES DE LA REINA
El médico que me había cuidado en Witenberg era, no solamente discreto, sino indulgente. Quizá comprendió que no hacía un favor a un enfermo que deseaba levantarse, tenerlo días y días en la cama.
Sea lo que fuere, el caso es que me puse en camino doce horas después de haberse marchado Rodolfo. Así llegué s Strelsau el mismo día que el conde Rischenheim era recibido en audiencia por el Rey en Zenda. Tan pronto como llegué, envié por James una carta al condestable, dándole cuenta de todo lo ocurrido y poniéndome a sus, órdenes. Sapt recibió el despacho y sus indicaciones prestaron un buen servicio a él y a Rodolfo Rassendyll. Cuando lo recibió celebraba un consejo de guerra con Bernenstein y Rodolfo Rassendyll. Asistía a él, abatido y apesadumbrado, el conde Rischenheim, a quien no se atrevían a soltar los defensores de la Reina, pues pensaban que, a pesar de las promesas y juramentos que hiciera, era muy capaz de continuar favoreciendo la causa de su primo, lo cual sería una traición y al mismo tiempo podía acarrear graves consecuencias para la Reina, que era lo que a toda costa se debía evitar. Los tres campeones estaban decididos a defender a su soberana hasta la muerte, y para conseguirlo deliberaban. Bernenstein se mostraba alegre y confiado; Sapt, rudo y sereno; Rassendyll, perspicaz y tranquilo. La Reina esperaba en sus habitaciones el resultado de aquel consejo, dispuesta a seguir la línea de conducta que le trazaran aquellos hombres en cuya adhesión tenía una confianza sin límites, pero determinada a ver a Rodolfo antes de que saliera del castillo. Hablaban en voz baja a fin de que no se enterara el prisionero. De pronto, Sapt tomó un papel y escribió en él unas líneas. Era un mensaje para mí. Me decía que acudiese inmediatamente, porque necesitaban mi inteligencia y mi brazo. Continuó la deliberación. Rodolfo era quien hablaba, porque lo que se discutía en el consejo era el plan atrevido que había concebido. Sapt se retorcía el mostacho y neaba la cabeza en son de duda.―Sí, sí ―murmuraba Bernenstein.―Es peligroso, pero creo que es el mejor ―afirmó Rodolfo―. Si se acuerda seguirlo, he de estar aquí hasta la noche. ¿Es posible?―No ―resolvió Sapt―, pero puede usted ocultarse en el bosque hasta que yo me le reúna.―Hasta que nosostros nos le reunamos ―corrigió Bernenstein.―No ―replicó el condestable―. Es preciso que usted permanezca aquí vigilando a ese "amigo" E indicaba al conde.―Piense usted que es por el servicio de la Reina ―añadió. ―Además ―dijo Rodolfo, sonriendo―, ni el coronel ni yo le permitiríamos atacar a Ruperto. Es una pieza que hemos de cobrar nosotros. El coronel aprobó con un ademán. Rodolfo, a su vez, tomó papel y escribió: "Holf, 19, Kónigstrasse. "Strelsau. "Todo va bien. Tiene lo que yo tenía; pero desea ver lo que tiene usted. El y yo estaremos en el pabellón de caza esta noche a las once. Tráigalo y venga a vernos. Nadie sospecha. L. R." Rodolfo enseñó lo escrito a Sapt. Bernenstein lo leyó ávidamente, mirando por encima del hombro del condestable.―No sé si yo caería en el garlito ―masculló Sapt.―Pero Ruperto de Hentzau acudirá. ¿Por qué no? Comprenderá que el Rey desea verle sin que lo sepan la Reina y usted, Sapt, puesto que usted es amigo mío. ¿Qué sitio mejor puede escoger el Rey que el pabellón de caza, que es adonde va citando quiere estar solo? Esta carta le atraerá, no lo dude. Además, Ruperto vendría aun cuando abrigara sospechas; ya conoce su osadía. Pero, ¿qué motivos tiene para sospechar?―Pueden tener una clave.―No, porque en tal caso la empleara cuando envió la dirección.―Y, ¿cuándo vendrá?. .. ―preguntó Bernenstein.―Cuando venga, encontrará al Rey que encontró Rischenheim, y Sapt a su lado.―Pero le conocerá.―Sí, creo que me reconocerá ―respondió sonriendo Rodolfo―. Entretanto, conviene que venga Fritz para vigilar al Rey.―¿Y Rischenheim?―Eso es cuenta suya, teniente. Sapt, ¿hay alguien en Tarlenheim?―No. El conde Estanislao lo puso a disposición de Fritz.―Perfectamente. Entonces los dos amigos de Fritz irán allí a caballo hoy. El condestable de Zenda dará un permiso de veinticuatro horas al teniente y ambos amigos pasarán el día y la noche en Tarlenheim. El teniente y Fritz no perderán un instante de vista al conde de Rischenheim, y pasarán la noche en la misma habitación que él. Uno de ellos no pegará los ojos, y el otro empuñará el revólver.―Perfectamente, caballero.―Si trata de escapar o dar la alarma, pegadle un tiro en la cabeza y pasad la frontera. Poneos en seguridad y dadnos noticias de dónde estáis, si es posible.―Bien ―dijo simplemente Bernenstein. Sapt había tenido acierto en su elección, Bernenstein era un mozo de pelo en pecho y muy adicto a la Reina. Un movimiento de impaciencia y un suspiro de cansancio que escapó de Rischenheim, les llamó la atención. Había procurado cazar alguna palabra al vuelo de lo que decían los tres amigos, pero éstos fueron prudentes y nada pudo oír. Renunciando a ello, cayó en una especie de apatía.―No creo que le cause muchas inquietudes ―murmuró Sapt a Bernenstein, designando al prisionero.―De todos modos esté ojo avizor ―indicó Rodolfo al teniente.―Sí, es un buen consejo ―replicó el condestable―. ¡Estábamos bien gobernados cuando este Rodolfo era rey!―Yo fui también un buen súbdito ―afirmó Bernenstein.―Sí, y herido a su servicio ―añadió Rodolfo, que recordaba que dispararon los rebeldes contra el teniente en el parque de Tarlenheim, cuando aún era casi t.1 niño, tomándole, a causa de su alta estatura, por Rassendyll. Tenían, pues, aprobado su plan. Si podían continuar teniendo a Rischenheim lejos del lugar de la acción, podrían engañar a Ruperto y matarle, pues tal era su objeto.―No vacilaremos un momento en quitarle de en medio ―dijo el condestable― ; el honor de la Reina lo exige y el miserable es un asesino. Bernenstein se levantó y salió. Su ausencia duró media hora. Durante ese tiempo Rodolfo y Sapt explicaron al prisionero lo que pensaban hacer de él. Les escuchó con expresión aburrida y como con cansancio. Cuando le preguntaron si trataría de resistir, río con amargura.―No sé cómo me las compondría para ello. De seguro que recibiría un balazo.―Sin duda alguna ―respondió Sapt―. Hará usted bien en ser prudente.―Permítame, señor Rischenheim ―dijo Rassendyll― que le dé un consejo: si sale usted bien librado de este lance, procure añadir el honor a la prudencia y la caballerosidad al honor. Tiene aún tiempo para llegar a ser un hidalgo. El preso le echó una mirada furiosa y Sapt una burlona. Algunos instantes después volvió Bernenstein. Los caballos esperaban en la verja del castillo. Después de cambiar un apretón de manos, indicó con un ademán al prisionero que le siguiera, y salieron juntos como un par de buenos compañeros. La Reina les vio salir y notó que Bernenstein permanecía algo rezagado y que apoyaba la diestra en el arzón donde llevaba las pistolas. La mañana avanzaba rápidamente y era peligroso para Rodolfo la estancia en el castillo. Sin embargo, estaba decidido a ver a la Reina antes de partir. Aquella entrevista no presentaba grandes dificultades, porque la Reina tenía la costumbre de conferenciar en aquella habitación con el condestable. Lo más dificultoso sería hacer salir luego de incógnito a Rodolfo. Para facilitar aquella salida el condestable avisó que a la una de la tarde las tropas maniobrarían en la explanada y que toda la servidumbre podría presenciar el espectáculo. Así esperaba alejar a los curiosos del camino del inglés. Le indicaría un punto de cita en lugar alejado de todo camino y es difícil que en el bosque topen dos personas como una de ellas no lo quiera. Mientras Sapt tomaba estas medidas de precaución, la Reina fue al aposento donde estaba Rassendyll. Se acercaba el mediodía y Bernenstein hacía media hora que había partido. Sapt acompañó a la soberana hasta la puerta y dio orden de que Su Majestad no quería ser molestada bajo ningún pretexto. Le dijo también, de manera que lo oyeran los criados, que él volvería tan pronto como pudiera, y cerró respetuosamente la puerta. No sé exactamente lo qué pasó en aquella entrevista. Su Majestad me dijo, o mejor, dijo a mi mujer, para que ésta me lo repitiera. que, ante todo, el señor de Rassendyll le indicó el proyecto que tenía, y que aun cuando temblaba a la idea de un encuentro con Ruperto de Hentzau, amaba tanto a Rodolfo y le inspiraba una confianza tan absoluta, que no dudaba de que saldría vencedor. Ella dijo que no se perdonaría nunca haberle expuesto a tales peligros por su malhadada idea de escribirle. Entonces él, sacando la carta que arrebatara a Richenheim y besándola, dijo:―Si tuviese tantas vidas como palabras contiene esta carta, con gozo las daría todas por cada una de esas palabras.―Sí, pero sólo tiene usted una vida, y esa me pertenece. ¿Había usted pensado que volveríamos a vernos? ...―Lo ignoraba. Estaban de pie uno frente al otro.―Pues yo lo sabía ―declaró ella―. Siempre he pensado que volveríamos a vernos otra vez. Ignoraba cómo y dónde, pero sabía lo principal. Y por ello he vivido, Rodolfo.―¡Dios la bendiga! ―exclamó él.―Sí, he vivido, a pesar de todo. El le estrechó la mano, pues comprendía lo que significaban tales palabras.―¿Durará mucho eso? ―preguntó Flavia de pronto, estrechándole las manos. Y un instante después añadió:―¡No, no! ¡Basta de penas! No quiero entristecerle más; casi estoy contenta de haber escrito esa carta y de que me la hayan robado, pues así sé que lucha usted por mí, por mí sola, Rodolfo, no por el Rey, sino por mí.―Sí, dulce amada, y no tema, venceremos.―Sí, vencerá usted y luego partirá. Y soltando las manos de Rodolfo se cubrió la cara con las suyas.―¿Lleva usted mi sortija? ¿Siempre? ―murmuró a través de los dedos.―Sin duda.―¿Y no hay... otra persona?... ―¡Reina mía!―¡Ya lo sabía! Si, lo sabía. Y tendióle las manos implorando su perdón. Después dijo rápidamente:―Rodolfo, la noche pasada soñé que estaba en Strelsau. Todos hablaban del Rey y el Rey era usted. Yo era su Reina. Pero no podía verle claramente. De cuando en cuando le entreveía y entonces procuraba decirle que usted era el Rey. Sí; el coronel Sapt y Fritz trataban de decírselo y el pueblo afirmaba que usted era el Rey. Pero su rostro era rígido y pálido y usted parecía no oír lo que decían, ni siquiera lo que decía yo. Dijérase que estaba usted muerto y, sin embargo, era Rey. ¡Ah! No hay que morir, ni aun para ser rey ―añadió Flavia poniéndole una mano en el hombro.―Alma mía ―replicó Rodolfo―, en los sueños, los deseos y los temores se entreveran de extraño modo. Así pensaba usted verme rey y difunto. Y, sin embargo, no soy rey, y en cambio estoy vivo y sano. Mil gracias, sin embargo, por haber soñado conmigo.―Pero, ¿qué es lo que eso podía significar? ―preguntó de nuevo.―Cuando yo sueño de continuo con usted, eso quiere decir que la amo.―¿Significará mi sueño lo mismo? Ignoro lo qué pasó luego. Creo que la Reina no diría nada más a mi mujer, pero a veces las mujeres se comunican secretos que no quieren confiar a los hombres. No quisiera saber todos los secretos, porque a veces hay algo en ellos que se debe condenar. Pero en realidad poco pudo ocurrir, porque apenas explicado el sueño entró el coronel Sapt, diciendo que toda la servidumbre acudía a ver las maniobras. Con acento breve el condestable rogó a Rodolfo que bajara a las caballerizas para montar.―No hay un minuto que perder ―dijo. Y su mirada ,parecía reprochar a la Reina las palabras que dirigía a su amado. Pero Rodolfo no quería partir tan bruscamente. Amenazó a Sapt con el dedo, riendo, y de nuevo mire a la Reina. Quiso arrodillarse ante ella, pero no lo permitió Flavia. Miráronse con dolor y, de pronto, ella le atrajo y le besó en la frente, diciendo:―¡Dios le acompañe, Rodolfo, paladín mío! Y dejó caer las manos con abatimiento. Se dirigía hacia la puerta, cuando un ruido le detuvo en mitad del camino. Sapt corrió hacia el umbral tirando de la espada. Con paso rápido se detuvo junto a la puerta. ―¿Es el Rey? ―murmuró Rodolfo. ―No lo sé ―respondió Sapt.―No es el Rey ―afirmó la Reina con seguridad grande. Esperaron. Resonó un golpe discreto en la puerta. No contestaron. Entonces sonó otro golpe más recio. ―Hay que abrir ―dijo Sapt―. ¡Ocúltese detrás dé las cortinas, Rodolfo! La Reina, se sentó. Sapt amontonó papeles delante de ella, como si estuviesen ambos examinando documentos cuando llamaron. Pero aquellos preparativos fueron interrumpidos por un grito ahogado de impaciencia:―¡Vivo! ¡Aprisa! Reconocieron la voz de Bernenstein. La Reina se levantó ansiosa. Rodolfo salió de su escondite. Sapt abrió. Entró el teniente, pálido y jadeante. ―¿Qué hay?―¡Se ha escapado! ―exclamó Rodolfo.―¡Sí, escapó! Cuando tomábamos el camino de Tarlenheim, me dijo: "¿Iremos al paso todo el camino?" Me sonrió la idea de ir más aprisa y tomé el trote. ¡Ah, que imbécil fui! ―Continúe.. .―Pensaba en él, en lo que yo debía hacer, en el arma que tenía apercibida...―En todo, menos en el caballo, ―replicó Sapt con una sonrisa irónica.―Sí, el caballo tropezó y yo caí sobre su cuello. Alargué el brazo para agarrarme y me cayó el revólver.―Y él lo vio.―¡Sí, maldito sea! Vaciló un instante, sonrió y hundiendo las espuelas en los ijares del caballo tomó a campo traviesa la dirección de Strelsau. En un instante estuve en tierra y disparé tres veces.―¿Le hirió usted? ―preguntó Rodolfo.―Creo que sí. Cambió las riendas de mano y se miró el brazo. Yo monté de nuevo y le perseguí, pero su caballo era mejor y ganó terreno. Como acudía gente, no me atreví a disparar de nuevo. Le dejé, pues, y vine para prevenirles. ¡No sirvo para nada! Y con el semblante contraído por el dolor y la vergüenza, se dejó caer en una silla, olvidando que la Reina estaba presente. Sapt no se cuidó de los reproches que se dirigía, pero Rodolfo le consolé diciendo:―Ha sido un accidente; no tiene usted la culpa. La Reina se levantó y se dirigió hacia él. Bernenstein se puso en pie.―No se agradece el éxito, sino la intención, caballero. Y le tendió la mano. Era joven, y lloró como un niño.―Permítanme reivindicarme ―replicó.―Señor Rassendyll ―dijo la Reina―, le agradeceré que emplée de nuevo a este caballero en servicio mío. Le debo mucho y deseo deberle más. Reinó silencio durante unos segundos.―¿Qué hacemos? ―preguntó Sapt―. Ha ido a Strelsau. ―Impedirá que Ruperto acuda a la cita. ―Quizá sí, quizá no.―Hay que pensar que será sí.―Hay que prever ambas cosas. Sapt y Rodolfo se miraron.―Conviene que permanezca usted aquí ―dijo Rodolfo al condestable―. Yo iré a Strelsau. La Reina no pronunció palabra, pero se le acercó y le puso la mano en el brazo. El la miró, sonriente.―Sí, iré a Strelsau y veré a Ruperto y a Rischenheim también. Están en la ciudad.―¡Lléveme consigo! ―dijo Bernenstein con ardor. El condestable meneó la cabeza. El semblante de Bernenstein se ensombreció.―No se trata de eso muchacho ―dijo Sapt con bondad e impaciencia a un tiempo―. Le necesitamos aquí. Suponga que Ruperto viene aquí con Rischenheim. Cabía en lo posible.―Usted estará aquí, condestable ―respondió Bernenstein― y Fritz de Tarlenheim llegará dentro de una hora.―Sí, muchacho ―replicó Sapt―, pero cuando peleo contra Ruperto de Hentzau, no es malo tener un hombre de recambio ―y acompañó estas palabras con una sonrisa cuidándose bien poco de lo que podía pensar el teniente de su valor. Y añadió―: Vaya usted a buscar un sombrero para el señor Rassendyll. Bernenstein salió corriendo. La Reina exclamó:―¿Va usted a enviar a Rodolfo contra dos adversarios? ―¿Por qué no? Creo que la empresa no es superior a sus fuerzas. No podía leer en el corazón de la Reina. Esta miró a Rodolfo con mirada suplicante.―Es preciso que vaya ―dijo con dulzura―. Necesita a Bernenstein aquí y yo debo ir allá. La Reina no replicó. Rodolfo se acercó a Sapt. ―Lléveme a los establos. ¿Hay un buen caballo? No me atrevo a tomar el tren. ¡Ah! Aquí viene el teniente con el sombrero.―Con el caballo que le daré, estará usted en Strelsau esta noche ―dijo Sapt―. ¡Venga! Bernenstein, quédese aquí con Su Majestad. Al llegar al umbral, Rodolfo se volvió hacia la Reina, que parecía la estatua del dolor. Luego siguió al condestable y pudo montar a caballo sin que nadie le viera, porque toda la servidumbre estaba presenciando las maniobras.―Este sombrero no encaja ―dijo Rassendyll. ―¿Preferiría una corona? ―sugirió Sapt. Sonrió Rodolfo y preguntó: ―¿Cuáles son sus órdenes?―Vaya por el bosque hasta Holfau y luego ya conoce el camino. No llegue a Strelsau hasta haber anochecido. Luego, si tiene necesidad de un cobijo...―Iré a Tarlenheim. Y de allí a donde quedamos. ―Sí. ¿Y... Ruperto?―¿Qué?―Acabe con él esta vez.―¡Dios lo quiera! Pero será si va al pabellón de caza. ―Eso es.―Irá si, Rischenheim no le previene. ¿Y si viene aquí? ―Bernenstein morirá antes de permitir que vea al Rey. ―¡Sapt!―¿Qué?―¡Cuide de ella! ―Esté tranquilo. ―¡Adiós! ―¡Buena suerte! Rodolfo se alejó al trote corto, por el camino que se dirigía al bosque. Al cabo de cinco minutos desapareció entre los árboles, sin encontrar más que algunos labriegos que ni se fijaron en él. Así es cómo Rassendyll partió hacia Strelsau por el bosque de Zenda. Con una hora de ventaja galopaba delante de él Rischenheim, ardiendo en odio y deseos de venganza. La partida estaba empeñada. ¿De quién sería la victoria?CAPITULO 7
EL MENSAJE DE SIMÓN EL GUARDABOSQUE
Recibí el telegrama del condestable en mi casa de Strelsau, a la una de la tarde. Es inútil añadir que me dispuse a acudir al llamamiento. Mi mujer protestó, no sin alguna apariencia de razón, debo confesarlo, declarando que no me encontraba en estado de soportar fatigas.
―No podía hacerle caso. James, al saber que debía marchar, me trajo un horario de ferrocarriles. Con gran sentimiento supe que no había tren hasta las cuatro de la tarde, de modo que no podríamos llegar al castillo hasta las seis. No era muy tarde, pero deseaba llegar lo antes posible. ―Podría usted ver si le es posible obtener un tren es pecial, señor conde. Si así le parece, puedo ir a la estación y evitarle a usted trabajo. Consentí. Estando empleado en la Real Casa, podía pedir un tren especial sin despertar sospechas. James salió y al cabo de un cuarto de hora subía a un coche para ir a la estación. Cuando los caballos estaban a punto de partir, se me acercó el mayordomo:―Dispense, monseñor, pero Bauer no ha vuelto con su señoría. ¿Debe volver?―No. Le despedí.―No hay que fiar en esos extranjeros. ¿Y la maleta de su señoría?―¡Cómo! ¿No la ha enviado? Sin embargo, le di orden de que lo hiciera.―Pues, no ha llegado.―Es capaz de haberla robado.―¿Quiere, su señoría, que dé parte al Juzgado? Fingí reflexionar un momento.―No; espere a que vuelva. Quizá llegará esa maleta. No tengo motivo para sospechar de la honradez de ese muchacho. Pensé que mis relaciones con maese Bauer habían terminado. Había servido a los planes de Ruperto y desaparecido de la escena. Pero me equivocaba. Mi casa está a unos tres kilómetros de la estación, y como para llegar a ésta hay qué atravesar callejuelas angostas y tortuosas, no se puede adelantar mucho por temor a atropellar a alguien. Acabábamos de entrar en la Konigstrasse y esperábamos con impaciencia que un pesado camión nos cediera paso, cuando mi cochero, que oyó mi conversación ... el mayordomo, se inclinó fuera del pescante y me dijo:―¡Monseñor! ¡Ahí está Bauer junto a la carnicería! Me levanté con precipitación. El bergante me daba la espalda. Andaba con rapidez. Sin duda me había visto y trataba de escabullirse. Dudaba aún de su identidad, pero el cochero gritó:―¡Es Bauer, monseñor, es Bauer! No perdí tiempo en reflexionar. Si podía alcanzar al tunante o ver siquiera adónde iba, quizá podría saber algo importante de Ruperto. Bauer iba casi corriendo y yo debía imitarle, pero ni uno ni otro nos atrevíamos a correr para no llamar la atención. Pero tenía yo ventaja sobre él. Muchos de los habitantes de Strelsau me conocían y me abrían paso, mientras que no se apartaban para dejar sitio al criado. Gané, pues, terreno, y al llegar cerca de la estación sólo nos separaba una distancia de veinte metros. Entonces me ocurrió algo desagradable. Tropecé con un hombre grueso y alto, que interceptaba la mitad de la acera. Bauer acababa de tropezar también con él. El hombre me increpó. Respondí. Pero entre tanto Bauer había desaparecido. Estaba frente a la casa número 23. Bauer debía de meterse en el número 19. La tienda estaba abierta, pero no había ni huellas del bergante. Iba, pues, a continuar mi camino, cuando salió a la puerta de la tienda una vieja que se estremeció al verme. La conocía y me conocía. Era la tía Holf, uno de cuyos hijos, Juan, nos había revelado el secreto del calabozo de Zenda, y otro murió a manos de Rassendyll en el foso del castillo. Su presencia podía ser casual, pero podía tener conexión con la desaparición de Bauer.―¡Hola, buena mujer! ¿Desde cuándo tiene tienda en Strelsau?―Hará unos seis meses, monseñor.―No la había visto aún.―Una tenducha como ésta no ha de llamar la atención de su señoría. Miré a las ventanas. Parecían cerradas.―No es mala casa, aun cuando necesita una mano de pintura ―dije―. ¿Vive usted con su hija?―Sí.―Creí ver entrar un hombre cuando pasaba. ―No, monseñor, nadie ha entrado aquí. La miré fijamente. Sostuvo mi mirada. Si el zorro se había ocultado allí no podía hacerlo salir. En aquel momento vi a James. Parecía buscar mi coche con la mirada e impacientarse por mi retardo.―Señor conde ―me dijo―, el tren estará dentro de cinco minutos. Si no parte en seguida, habrá que esperar media hora. Vi que la vieja sonreía. Estaba casi seguro de haber dado con las huellas de Bauer y quizá de alguien más. Pero el deber me obligaba ir a Zenda lo antes posible. Además, no podía penetrar allí en pleno día sin causar un escándalo. Y no tenía la seguridad absoluta de que Bauer hubiese entrado en la casa. Cuando iba a marcharme, resonó dentro de la casa una risa alegre y sonora. Me estremecí violentamente aquella vez. La vieja frunció el ceño, pero recobró su aplomo. Sin embargo, yo conocía aquella risa y ella debió adivinarlo. Saludé con la cabeza y dije a James que me siguiera a la estación. Llegados a ella, dije a James:―El conde de Hentzau está en esa casa. Me miró con asombro. Era tan difícil pasmarlo como al mismo Sapt.―¿De veras, señor? ¿Debo quedarme ahí a vigilar? ―No; venga conmigo. En realidad pensaba que dejarlo solo en Strelsau vigilando a aquellos bandidos, equivaldría a firmar su sentencia de muerte. Y no quise imponerle tan peligroso deber. Llegamos, pues, a la estación y subimos al tren. A las tres y media llegué a Zenda, y a las cuatro al castillo. No reproduzco las palabras afables y cariñosas con que me acogió la Reina. Su presencia v el sonido de su voz aumentaban mi celo, y sentía más que nunca haber perdido aquella malhadada carta y vivir todavía. Pero no quiso oír mis recriminaciones contra mí mismo, y prefirió alabar lo poco bueno que hiciera. Al dejarla, volé a ver a Sapt. Lo encontré en compañía de Bernenstein y tuve la satisfacción de saber que coincidían con los míos los datos que tenían acerca de Ruperto. Me contaron lo que había pasado. La jugarreta que le hicieron a Rischenheim ―y de qué modo escapó. Pero se me alargó la cara cuando supe que Rassendyll había partido solo para Strelsau, con intento de meterse en la leonera de Ruperto.―Serán tres ―dije―: Hentzau, Rischenheim y Bauer.―Por lo que hace a Ruperto, nada puede decirse. Estará allí si Rischenheim llega a tiempo para decirle la verdad, pero tenemos que estar dispuestos a recibirle aquí o en el pabellón de caza. De todos modos, estamos prontos a tratarle como se merece. Rassendyll va a Strelsau; usted y yo al pabellón de caza, y Bernenstein queda aquí con la Reina.―¿Uno solo aquí? ―pregunté.―Sí, basta y sobra ―replicó el condestable dando una palmada en el hombro de Bernenstein―. Sólo estaremos ausentes tres horas, durante las cuales dormirá el Rey. Bernenstein sólo tiene que impedir que alguien pretenda entrar mientras estamos ausentes nosotros. Hemos hecho lo posible para hacer frente al peligro. Creo que lo conjuraremos. Sin embargo, sentía una inquietud mortal por Rassendyll. Comimos a las cuatro y media, y a las cinco fumábamos un excelente cigarro. Sapt estaba tranquilo, seguro de que nada podía ocurrir.―El Rey debe volver pronto ―dijo consultando un grueso reloj de plata―. Estará cansado y se acostará pronto. A las nueve estaremos libres, Fritz. Quiera Dios que Ruperto acuda al pabellón de caza. Pensando en ello, la cara de Sapt expresó un vivo placer. Dieron las seis y el Rey no aparecía. La Reina nos hizo llamar a la terraza. Paseaba agitada, inquieta por aquel retraso. En una situación como aquélla, todo incidente imprevisto o inusitado adquiere una importancia exagerada o siniestra. Los tres compartíamos la ansiedad de la Reina, y olvidando los azares múltiples de una caza, de los cuales uno solo bastaba para explicar la ausencia del Rey, dimos en la manía de imaginar las catástrofes verosímiles. Sapt fue el primero que recobró su aplomo habitual. ―Sin embargo ―dijo la Reina―, es raro que tarde tanto. Y escrutaba el camino por donde debía volver el soberano. Si el retraso nos parecía singular a las seis, lo fue más a las siete, y a las ocho ya era inexplicable. Hacía rato que callábamos. Sapt mascullaba entre dientes. La Reina, envuelta en un abrigo de pieles, pues hacía frío, se sentaba a veces, pero casi siempre andaba, impaciente. Había anochecido. No sabíamos qué hacer. Sapt se negaba a confesar que compartía nuestro temor, pero su silencio y su expresión sombría demostraban que es taba tan turbado como nosotros. Por mi parte, sin poder contenerme, dije:―¡Por el amor de Dios, no permanezcamos inactivos! ¿Queréis que vaya a su encuentro?―Equivaldría a buscar un alfiler en un pajar ―respondió Sapt, encogiéndose de hombros. Precisamente en aquel instante percibimos el galope de un grupo de caballos: Bernenstein exclamó: ―¡Ahí están! La Reina se detuvo y la rodeamos. Los caballos se acercaban. Distinguíamos el aspecto de tres hombres. Eran tres picadores del Rey. Cantaban, alegremente, un estribillo de caza. Eso nos tranquilizó; no había ocurrido aún la menor catástrofe. Pero, ¿por qué el Rey no venía con ellos?―Quizá el Rey esté cansado y viene más despacio ―dijo Bernenstein. Esta explicación parecía plausible, y el teniente, tan pronto como yo al temor y a la esperanza, la emitió gozoso y yo la creía. Sapt, menos optimista, nos dijo: ―Puede ser, pero escuchemos. Y levantando la voz llamó a los picadores que estaban ya en la avenida. Uno de ellos, Simón, el jefe de los picadores, se adelantó y se inclinó ante la Reina.―¡Hola, Simón! ¿Dónde está el Rey? ―preguntó la soberana, tratando de sonreír.―El Rey, señora, me ha encargado un mensaje para Su Majestad. ―Dámelo, pues.―Sí, Señora. La caza ha sido soberbia. Se lo aseguro: una cacería magnífica... El condestable le interrumpió diciendo:―Amigo Simón, déjate de caza y al grano! ―Ciertamente. señor condestable. Decía, pues, señora, que el Rey ha hecho una cacería espléndida. Oteamos un jabalí...―¿Este es el mensaje del Rey, Simón?―No, señora, no es su mensaje.―Pues bien, ¡dalo de una vez! ―gruñó Sapt. Simón le miró con extrañeza. No comprendía cómo no sentían interés los demás por lo que a él se lo inspiraba grande. Simón continuó:―Como decía, el jabalí nos llevó muy lejos; por fin 1os perros le derrengaron y Su Majestad el Rey le dio el golpe de gracia. Pero se hacía tarde...―¡Más tarde es ahora! ―refunfuñó el coronel. Simón le miró con susto. El condestable fruncía ferozmente el ceño. A mí me pugnaba por escapárseme la risa. Bernenstein reía.―El Rey estaría fatigado, ¿verdad, Simón? ―preguntó la Reina para tranquilizarle y al propio tiempo para que no hiciera nuevas digresiones.―Sí, señora, estaba cansado, y como la res fue nuestra cerca del pabellón de caza... No sé si Simón notó un cambio en nuestra actitud, pero lo cierto es que la Reina adelantó un paso, que la imitamos nosotros y que Sapt no interrumpió aquella vez:―Como el Rey estaba cansado, nos ordenó llevar :el jabalí al pabellón de caza y volver mañana para desollarlo. Obedecimos y aquí estamos, menos mi hermano Huberto, que ―es muy diestro para guisar, pues nuestra buena madre le enseñó...―Pero, ¿dónde está el Rey? ―rugió Sapt.―En el pabellón de caza, condestable. El Rey pasará allí la noche y volverá mañana con Huberto. ¡Por fin sabíamos algo! Simón comprendió al cabo que estábamos impacientes, pero no se marchaba. Yo me encargué de alejarlo.―Bien, Simón, ya estamos enterados. Se inclinó ante la Reina y se alejó. Cuando estuvimos solos, después de unos instantes de si lencio, dije:―Supongamos que Ruperto...―¡Por vida mía! ¡Cómo se encadenan los sucesos! Decíamos que Ruperto era capaz de ir al pabellón... Yo repliqué:―Irá, sin duda, si Reischenheim no le contiene. La Reina se levantó y dijo tendiendo las manos hacia nosotros:―¡Señores, mi carta! Sapt no perdió tiempo.―Bernenstein, permanezca usted aquí como convinimos. Y dos caballos para Fritz y para mí dentro de cinco minutos. Bernestein se lanzó como una flecha, de la terraza a las caballerizas.―Todo va bien, señora ―añadió Sapt―, si llegamos al pabellón antes que Ruperto. Miré mi reloj. Eran las nueve y veinte. La maldita charla de Simón nos hizo perder un cuarto de hora. Abrí la boca para hablar. Una mirada de Sapt me indicó que adivinaba lo que iba a decir y que mejor haría callándome. Callé.―¿Llegarán ustedes a tiempo? ―interrogó la Reina. ―Seguramente ―contestó el coronel, inclinándose. ―¿No permitirán que se acerque al Rey? ―No, Señora.―¡Se lo ruego, señores, se lo ruego!... ―¡Ahí están los caballos! ―exclamó Sapt. Tomó la mano de la Reina, la rozó con su bigote y... no estoy seguro, pero me parece que Sapt murmuró: "Por sus dulces ojos triunfaremos". Lo cierto es que lanzó una leve exclamación de sorpresa y que brillaron lágrimas en aquellos ojos celestes. Beséle la mano a mi vez y montando a caballo salimos a escape hacia el pabellón de caza. Sólo me volví una vez. La Reina estaba aún en la terraza y junto a ella se veía la alta estatura de Bernenstein.―¿Llegaremos a tiempo? ―eso era lo que quise decir antes.―No lo creo ―respondió Sapt―, pero de todos modos procuraremos hacerlo. Comprendí por qué no me había permitido hablar. De pronto oírnos el galope de un caballo a nuestras espaldas. Nos apartamos prudentemente, temiendo un mal encuentro. El caballo se acercaba rápidamente, pues su jinete parecía no temer nada.―Mejor vale saber de qué se trata ―dijo el condestable. Un segundo después el que corría estaba juntó a nosotros. Sapt soltó un terno, medió incomodado, medió satisfecho. ―¡Cómo! ¿Es usted, James? ―exclamé. ―Sí, señor.―¿Qué quiere?―He venido para ponerme al servicio del conde de Tarlenheim, señor.―No le di ninguna orden, James.―Es cierto, pero el señor Rassendyll me dijo que no le dejara hasta que me despidiese y.. aquí estoy. En aquel momento, Sapt exclamó: ―¡Demonio! ¿Qué caballo es ese que monta?―El mejor de las caballerizas, según me ha parecido, pues temí no alcanzarles. Sapt se retorció el bigote, frunció el entrecejo y tomó el partido de reírse.―Gracias por el cumplido; es mi caballo.―¿De veras, señor? ―respondió James con interés respetuoso. Sapt rió de nuevo y gritó:―¡Adelante! CAPITULO 8
BORIS, EL LEBREL DEL REY
Si el Tey no hibiese ido al pabellón de caza, ocurriría lo que teníamos previsto; si Rischenheim prevenía a Ruperto, nada inesperado sucedería. Pero el Rey quiso dormir en el pabellón, y Rischenheim no pudo avisar a su primo. Poco faltó para esto, porque Ruperto estaba en la Konigstrasse, pues yo oí su risa, y Rischenheim llegó allí poco después. Como tomó el tren, pudo fácilmente adelantar a Rassendyll, quien, no queriendo dejarse ver, se vio obligado a hacer todo el camino a caballo y a no entrar en la ciudad hasta la noche.
Rischenheim no envió ningún telegrama, temiendo que fuera interceptado por orden nuestra. Quiso llevar por sí mismo la noticia, y cuando llegó, su primo ya había salido. Este quiso acudir a la hora de la cita. Salió de su casa, tomó billete para Hofbau y llegó allí a las cinco y media. Debió cruzarse con el tren en el que viajaba su primo. Este supo su partida, porque un empleado del ferrocarril, que reconoció a Ruperto de Hentzau, creyó de su deber cumplimentar a Rischenheim por la vuelta de su pariente. Rischenheim acudió presuroso a la Konigstrasse, donde la tía Holf le confirmó la noticia. Entonces quedó perplejo. Su amistad le aconsejaba seguir a Ruperto y compartir sus riesgos; por otra parte, la prudencia le decía que no le convenía comprometerse irremisiblemente. El temor pudo en él más que la amistad y el parentesco, y decidió esperar en Strelsau el resultado de la entrevista del pabellón de caza. Si Ruperto quedaba vencido, él podía ofrecernos su silencio a cambio de perdón. Si su primo escapaba indemne, podía auxiliarle en su diabólica empresa. De todos modos salvaba el pellejo. Tenía la excusa de la herida que le infirió Bernenstein y que le privaba de usar el brazo izquierdo. Aun cuando decidiera acompañar a Ruperto, no era mucho lo que podría ayudarle en un encuentro armado. Nosotros ignorábamos lo que podría suceder o lo que había sucedido mientras galopábamos por el bosque. Lo que nos interesaba era llegar a tiempo para estar junto al Rey antes de que pudiera verle Ruperto. Galopábamos en silencio. Sapt iba delante, clavado en la silla. Le seguíamos James y yo, atentos a evitar, en lo posible, un tropezón del caballo. Ante mis ojos tenía un cuadro nada halagüeño. Representaba a Ruperto, sonriendo con mofa y entregando al Rey la carta de la Reina. Pues había ya pasado la hora de la cita. Si mi visión se convertía en realidad, ¿qué podíamos hacer? Matar a Ruperto podía satisfacer nuestra sed de venganza, pero, ¿de qué nos serviría si el Rey había leído la funesta carta? Confieso que me burlé del plan de Rassendyll que, en vez de servir de emboscada para atrapar a Ruperto, resultaba un peligro para nosotros. De pronto Sapt, volviendo la cabeza, me indicó con la mano el bulto del pabellón de caza que estaba a unos trescientos pasos. Sapt detuvo su montura y nosotros le imitamos. Apeámonos los tres y atando los corceles a los árboles, avanzamos rápidos y silenciosos. Habíamos convenido en que Sapt entraría para decir al Rey que le enviaba la Reina para velar por él y cuidar de la marcha del día siguiente. Si Ruperto había hablado con el Rey, probablemente se advertiría por la actitud de éste, que no era hombre disimulado. Si no había llegado, James y yo velaríamos junto a la puerta para impedirle el paso. Otra hipótesis se presentaba. La de que en aquellos momentos estuviera hablando con el Rey. Ignorábamos lo qué haríamos en tal caso. Lo mejor sería probablemente, matar a Ruperto y tratar de convencer al Rey de que la carta era apócrifa. Estábamos a unos cuarenta pasos del pabellón cuando Sapt se echó de bruces y murmuró:―Déme una cerilla. James encendió una y pudimos ver las huellas recientes de un caballo que se alejaba del pabellón. Seguimos aquellas pisadas hasta un árbol que ,estaba a veinte pasos de la puerta. Allí cesaban, pero se podían ver otras de hombre, de ida y venida. Era evidente que un hombre desmontó junto al árbol, ató el caballo, fue al pabellón, se dirigió nuevamente al árbol y se marchó montado.―Quizá ha venido otra persona ―dije yo. Pero los tres estábamos convencidos de que el que llegó era Hentzau, que la carta la tenía el Rey y que el daño era irremediable. Sin embargo, no vacilamos. Era preciso hacer frente al desastre. James y yo seguimos a Sapt hasta unos pasos de la puerta. Allí, el condestable, que vestía uniforme, desenvainó a medias la espada. James y yo echamos una ojeada a nuestros revólveres. Sapt llamó y quedó a la puerta, pero nadie respondió; asió el plomo, dióle vuelta y la puerta se abrió. El corredor estaba oscuro. No se oía el menor ruido. ―Quédese aquí. Denme las cerillas y entraré. Le vimos distintamente; luego se desvaneció en las tinieblas, mal disipadas por la claridad escasa de la cerilla. Sólo oía el ruido de mi respiración jadeante. Pero unos instantes después hubo un leve ruido, una exclamación ahogada, el rumor de un tropezón, el de una espada que golpeaba las losetas del corredor. Nos miramos. No hubo ningún movimiento en la casa. Sapt se levantó, dejando que la vaina de acero de la espada arrastrara por el suelo, y un segundo después apareció en el umbral.―¿Qué ha pasado? ―interrogué. ―He caído.―¿Sobre qué?―Venga y veremos. James, quédese aquí. Seguí al condestable por el corredor.―Una cerilla bastará. Mire. Vea usted con lo que tropecé. Antes de que se encendiera una cerilla, vi un cuerpo sombrío tendido en el corredor.―¡Un hombre muerto! ―exclamé. ―No, un perro, un perro muerto, Fritz. Se me escapó una exclamación de sorpresa en el momento de arrodillarme. En aquel momento, Sapt murmuró: ―Sí, hay una lámpara. Vi una de aceite. Sapt la encendió e iluminó el cadáver con ella. Alumbraba lo bastante para que pudiésemos distinguir el cuerpo que obstruía el paso.―Es Boris, el lebrel del Rey ―dije en voz baja, aunque nadie me escuchaba. Conocía bien al perro. Era el favorito del Rey, a quien seguía en todas las cacerías. Obedecía a la menor señal de su amo, pero no era manso con los demás mortales. Sapt tocó la cabeza del animal. Tenía un balazo en la frente. Y, además, otra bala le había roto la espalda. Miré dónde había puesto la mano. En las fauces del can había un harapo de tela gris con un botón de asta. Tiré del trozo de trapo, pero Boris, hasta muerto, conservaba la presa. Sapt sacó la espada e introduciéndola en la boca del perro separó los dientes y cedió la ropa a mis tirones.―Guarde esto en el bolsillo, y ahora, venga. Y sosteniendo con una mano la lámpara y empuñando la espada desnuda con la otra, pasó por encima del lebrel y yo le seguí. Estábamos delante de la puerta donde Rodolfo Rassendyll cenó con nosotros el día de su primera llegada a Ruritania, y de la cual salió para ser coronado Rey en Strelsau. A la derecha estaba el dormitorio del Rey, y en la misma dirección, más lejos, la cocina y la despensa. Los oficiales de servicio dormían al otro lado del comedor.―Supongo que debemos hacer una visita domiciliaria ―dijo Sapt. Y a pesar de su aplomo habitual, me pareció oír en su voz como el eco de una excitación mal reprimida. En aquel instante oímos un gemido, un gemido sordo como el que exhalaría un hombre que se arrastrara penosamente sobre el entarimado. Sapt alumbró hacia allí y vimos a Huberto, el guardabosque, pálido y con ojos que le salían de las órbitas, que incorporándose, preguntó con acento débil.―¿Quién va?―Bien nos conoces, muchacho ―dijo Sapt, acercándose¿Qué es lo que ha pasado? El desdichado murmuró:―¡No hay remedio para mí! ¡Adiós cacerías! ¡Tengo el vientre atravesado! Corrí hacia él, le incorporé, y poniendo una rodilla en tierra, apoyé su cabeza en mi pierna.―¡Dime lo que ha sucedido! ―ordenó Sapt con impaciencia. Lentamente, con frases entrecortadas, empezó su relato, olvidando a veces una palabra, trabucando los hechos, interrumpiéndose de cuando en cuando. Escuchábamos, sin embargo, con toda nuestra alma, sin pensar en el tiempo que transcurría. En aquel momento un leve ruido me hizo volver la cabeza. Era James, que, inquieto por nuestra ausencia prolongada, venía junto a nosotros. Sapt no se cuidó de él ni de nada más, sino de las palabras que trabajosamente pronunciaban los labios del que parecía moribundo. He aquí su relato, extraño ejemplo del efecto de una pequeña causa sobre un gran acontecimiento. El Rey, después de una ligera cena, había entrado en su dormitorio, y se durmió vestido. Huberto quitaba la mesa cuando, de repente, vio a un hombre a su lado. Como no hacía mucho tiempo que servía al Rey, no conoció al forastero. Era de mediana estatura, moreno, guapo, un verdadero hidalgo en toda la acepción de la palabra. Llevaba una blusa de caza y un revólver en el cinto. Una de sus manos se apoyaba en el arma. En la otra tenía una cajita cuadrada.―Diga al Rey que estoy aquí. Me espera ―dijo el forastero. Huberto, alarmado por la aparición súbita y silenciosa del desconocido, retrocedió, reprochándose no haber cerrado la puerta de entrada. No estaba armado, pero consciente de su robustez y valor, se preparaba a defender a su dueño. Ruperto, pues era él, a no dudarlo, rióse y repitió:―Me aguarda. ¡Vaya a anunciarme! Huberto, impresionado por la expresión imperiosa del desconocido, se dirigió al cuarto del Rey, pero andando hacia atrás.―Si el Rey quiere saber algo más, dígale que traigo el paquete y la carta. Huberto se inclinó y entró en el dormitorio. El Rey dormía. Cuando Huberto le llamó, diríase que nada sabía del paquete, de la carta ni del extranjero. Recrudecieron las sospechas de Huberto. Dijo en voz baja que el intruso llevaba revólver. Entre los defectos del Rey (guárdeme Dios de hablar sin consideración del que tuvo suerte tan desastrosa) no figuró jamás la cobardía. Saltó de la cama y el lebrel se estiró y se acercó al Rey para acariciarle. Pero olió al forastero y gruñó mirando la cara de su dueño. Entonces, Ruperto, quizá cansado de esperar o tal vez pensando que su mensaje no fue transmitido, apareció en la puerta. El Rey no estaba armado tampoco. Las armas de caza habían quedado en la antesala. He dicho que el Rey era valiente, pero creo que la vista de Ruperto le impresionó, recordándole los tormentos padecido en el calabozo, pues retrocedió, exclamando:―¿Usted?... El lebrel, interpretando como debía la exclamación de su amo, gruñó con furia.―¿Me esperaba, Su Majestad? ―preguntó Ruperto saludando, pero sonriendo. Tengo la seguridad de que la alarma del Rey le producía placer. Gustábale causar terror, y no sucede a menudo inspirárselo a un Rey.―No ―balbuceó el Rey. Luego, reponiéndose, añadió rudamente:―¿Cómo se atreve a venir aquí?―¿No me esperaba? ―exclamó Ruperto. Y se le ocurrió la idea de que podían haberle preparado una celada. Sacó a medias el revólver del cinto, sin duda, inconscientemente y para cerciorarse de que lo llevaba, pero Huberto, con un grito de terror, se colocó delante del Rey, que cayó en la cama. Ruperto, perplejo, enojado y, sin embargo, sonriendo todavía, como si viera en aquella escena algo divertido, dio un paso hacia adelante, diciendo algo de Reischenheim, que Huberto no entendió.―¡Atrás! ¡Atrás! ―gritó el Rey. Ruperto se detuvo; como si le saltara de pronto un pensamiento, levantó la cajita que llevaba en la mano, diciendo: ―Mire esto, Señor, y hablaremos luego. Y alargó la mano izquierda, que era la que sostenía el cofrecillo. El desenlace pendía de un hilo, pues el Rey murmuraba al oído de Huberto:―¿Qué es? ¿Qué es? ¡Tráemelo! Huberto vaciló. Temía dejar al Rey a quien su cuerpo protegía como un escudo. Entonces la impaciencia de Ruperto le enfureció. Si le habían preparado una emboscada, cada segundo de retraso podía doblar el peligro. Y exclamó con risa desdeñosa: ―¡Tómenlo si tienen miedo de acercarse! Y largó el paquetito a los dos hombres, para que lo recogiera uno u otro. Aquella insolencia tuvo un resultado inesperado. Como una centella, con un ladrido feroz, Boris saltó al cuello del intruso. Ruperto hasta entonces no se había fijado en el perro. Sorprendido, soltó una blasfemia y empuñando el revólver disparó contra él. El choque debió romper una espaldilla del can, pero sólo a medias detuvo su empuje. Su gran peso hizo caer de rodillas a Ruperto. El Rey, enfurecido al ver cómo derribaban a su favorito, corrió hacia la antesala pasando por delante de Hentzau. Ruperto rechazó al perro y se precipitó hacia la puerta, donde encontró a Huberto que blandía un chuzo y al Rey que tenía en la mano una escopeta de dos caños. Levantó la mano izquierda como si pretendiera que le oyesen, pero el Rey le apuntó. De un salto, Ruperto se amparó detrás de la puerta; la bala pasó casi rozándole y se incrustó en la pared. Huberto se arrojó sobre él con el chuzo por delante. No se trataba ya de hablar, sino de vida o muerte. El conde disparó sin vacilar contra el guardabosque que cayó herido mortalmente. El Rey apuntó nuevamente su escopeta.―¡Maldito loco! ―exclamó Ruperto―. ¡Toma ya que lo quieres! La escopeta y el revólver dispararon a un tiempo, pero con distinta suerte. Ruperto, siempre dueño de sus nervios, acertó al Rey. La bala de éste, mal dirigida, no hizo blanco. Huberto vio que el conde, con el arma humeante en la mano miraba al Rey tendido a sus pies sobre el entarimado. Luego se dirigió hacia la puerta. Pasó el umbral y Huberto no le vio más, pero el cuarto actor del aquel drama, el que, aun cuando mudo, había representado un papel tan importante, reapareció en escena. Cojeando y tan pronto gimiendo de dolor, como gruñendo de ira, Boris atravesó la habitación, persiguiendo a Ruperto. El guardabosque escuchó. Oyó un gruñido, un juramento, ruido de lucha. Probablemente Ruperto se volvió a tiempo para recibir el choque del perro. Este, debilitado por la herida, no pudo alcanzar la cara de su enemigo, pero sus caninos arrancaron un jirón de su blusa, el que encontraron pegado a sus dientes. Luego resonó otro disparo. Huberto oyó una carcajada, una puerta que se cerraba con violencia y pasos que se alejaban. Con esfuerzo penoso se arrastró hasta el corredor. Pensando que podría perseguir al asesino si bebía un trago de aguardiente, se dirigió a la cava. Pero le faltó fuerza y se desplomó donde le encontramos, ignorando si el Rey estaba vivo o muerto, pues no pudo ya moverse de donde cayera. Escuché el relato como petrificado. James parecía también atónito. En cuanto a Sapt, estaba pálido como un fantasma y las arrugas de su cara parecían más profundas. Levantó los ojos y encontró los míos. Sin pronunciar una palabra, cambiamos nuestro pensamiento con las miradas. Nos decíamos: "Esto es obra nuestra". Habíamos armado la celada y las víctimas estaban ante nosotros. Aún ahora me horrorizo pensando que por nuestra culpa había muerto el Rey. Pero, ¿estaba muerto? Así el brazo de Sapt. Su mirada me interrogó.―¿El Rey? ―murmuré con ronco acento.―¿Sí, el Rey? ―replicó. Nos dirigimos hacia la puerta del comedor. Allí me sentí desfallecer y tomé el brazo de Sapt. Me sostuvo y abrió la puerta de par en par. La pieza estaba llena de olor a pólvora y el humo tamizaba la luz de la. lámpara central. James nos seguía llevando la lámpara. El Rey no estaba allí. Quizá no había muerto. Sentí una esperanza repentina. Esto me dio alientos y corrí hacia el otro aposento. Sapt y James me seguían y miraron por encima de mis hombros. El Rey estaba tendido, con la cara tocando el suelo, cerca de la cama. Supimos que se arrastró hasta allí para descansar. No se movía. Le miramos en silencio. Por fin nos acercamos tímidamente, como si nos acercáramos al mismo trono de la muerte. Me arrodillé y tomé la cabeza del Rey. La sangre le había salido por entre los labios, pero ya no manaba. El Rey había muerto. Sentía la mano de Sapt que se apoyaba en mi hombro. Alzando los ojos vi su otra mano, tendida hacia el suelo y volví la mirada hacia allí. En la mano del Rey, tinta en sangre, estaba el cofrecillo que yo llevaba a Witenberg y que Ruperto de Hentzau había traído al pabellón de caza. No era el descanso, era el cofrecillo lo que el Rey buscó en sus últimos momentos. Me bajé, levanté su mano y separé sus dedos, aún flexibles y tibios. Sapt se inclinó y preguntó:―¿Está abierto? El bramante no estaba roto. El sello aparecía intacto. El secreto sobrevivió al Rey, y éste murió sin saberlo. De pronto, paré mi mano por las pestañas. Estaban mojadas.―¿Está abierto? ―preguntó de nuevo Sapt, pues la luz escasa no le permitía ver.―No ―respondí.―¡Loado sea Dios! ―exclamó. Y su acento era cariñoso. CAPÍTULO 9
EL REY EN EL PABELLÓN DE CAZA
Cuando ocurre algo impensado formamos de ello, muchas veces, un juicio equivocado que la reflexión corrige después.
Entre los crímenes cometidos por Ruperto de Hentzau, no doy el primer lugar a la muerte del Rey. Fue el acto de un hombre a quien nada detenía, para quien nada era sagrado; pero recordando el relato de Huberto y cuando considero cómo se cometió el acto y en qué circunstancias, me parece que fue obra de la misma suerte perversa que nos perseguía. No abrigaba malos designios contra el Rey. Hasta trató de prestarle un servicio, sea cualquiera el motivo que le indujo a ello. Y no le había atacado sino obligado por las circunstancias. La ignorancia inesperada del Rey, el celo de Huberto, la acometida de Boris le arrastraron a perpetrar un crimen que no había premeditado y que distaba mucho de serle provechoso. Su culpabilidad consistía en que prefirió la muerte del Rey a la suya propia. Para muchos hombres eso era un crimen; para él, carecía de importancia. Ahora admito eso, pero aquella noche, ante el cadáver, oyendo la fúnebre relación hecha por la voz moribunda de Huberto, era difícil reconocerle atenuantes. Nuestro corazón clamaba venganza, aun cuando no estábamos ya al servicio del Rey. Quizá intentábamos ahogar los reproches de nuestras conciencias achacando a otro la falta, o puede que quisiéramos ofrecer alguna expiación inútil a nuestro jefe difunto, castigando rápidamente al que lo mató. No sé decir lo que experimentaban los demás, pero puedo asegurar que por mi parte deseaba no perder un momento para proclamar el crimen y sublevar el país entero contra Ruperto, a fin de que todos los ciudadanos de Ruritania abandonaran su trabajo, su lecho o sus placeres para apoderarse del conde Ruperto de Hentzau, vivo o muerto. Recuerdo que me acerqué a la silla en que se había dejado caer Sapt y le así el brazo, diciendo:―Es preciso sembrar la alarma. Si usted va a Zenda, yo iré a Strelsau.―¿La alarma? ―preguntó, retorciéndose el bigote y mirándome.―Sí; cuando sepan su crimen todos estarán ojo avizor e impedirán que huya.―¿De modo que le atraparán?―Ciertamente. Sapt miró al criado del señor Rassendyll. James, con mi ayuda, había colocado el cuerpo del Rey en la cama y al guardabosque sobre un canapé. Ahora estaba junto al condestable, sereno y dispuesto para lo que ocurriese.―Sí, probablemente sería apresado o muerto ―asintió Sapt.―¡Vamos, pues! ;―exclamé.―¿Teniendo en su poder la carta de la Reina? ―añadió Sapt. Lo había olvidado.―Tenemos la cajita, pero él tiene la carta. Era verdad. Aquella carta era de importancia capital. Si apresaban vivo a Ruperto le serviría de arma tremenda para salvar su existencia o para vengarse; si la encontraban sobre su cadáver, hablaría alto y claro al mundo entero. Una vez más quedaba protegido por su crimen. Mientras conservara la carta, debíamos protegerle contra todos. Deseábamos su muerte, pero era preciso que lo defendiéramos hasta perder la vida por salvar la suya. En un momento vi todo aquello que se me ocultaba antes y que el condestable y James no olvidaron. Pero, ¿qué hacer? No lo sabía, porque el Rey de Ruritania había muerto. Había transcurrido una hora desde que conocimos la tragedia. Se acercaba la medianoche. Si todo hubiese salido bien, ya debiéramos estar lejos del castillo. Ruperto debía estar a mucha distancia del teatro del crimen. Ya Rassendyll debía buscar a su enemigo en Strelsau.―Pero, ¿qué hacemos? ―dije indicando la cama con la mano. Sapt. contestó, retorciéndose el bigote: ―Nada, mientras no tengamos la carta. ―¡Es imposible! ―exclamé.―No, Fritz ―dijo con expresión meditabunda―, no es imposible. Puede llegar a serlo. Pero si nos es dable sorprender a Ruperto, hoy o mañana, no es imposible. Con tal que recupere esa carta, explicaré el secreto guardado de un modo plausible. Veamos, ¿no sabe que muchas veces se ocultan crímenes. para no perder la pista del criminal?―Sí ―respondió James―, ya sabrá usted explicarlo todo, señor.―Eso es, James; inventaré un relato o su amo lo inventará en caso necesario. El caso es dar con la carta. Que digan lo que quieran, hasta que nosotros somos quienes le hemos matado, pero... Así y estreché su mano.―¿No duda de mí? ―pregunté.―No he dudado ni un momento, Fritz.―Pero, ¿cómo componérnoslas? Nos acercamos uno al otro. El aceite de la lámpara se agotaba. La luz era escasa. De vez en cuando, Huberto, por quien nada podíamos hacer, dejaba escapar un sordo gemido. Vergüenza me da pensando que apenas nos cuidábamos de él, pero los grandes proyectos hacen que sus autores sean insensibles a las leyes de humanidad. En muchos casos la vida de un hombre importa poco. Los quejidos del guardabosque y nuestras voces remisas era lo único que turbaba el silencio del pabellón.―Es necesario que la Reina sepa lo ocurrido; que permanezca en Zenda y que diga que el Rey permanecerá un par de días en el pabellón de caza. Después de esto, usted, Fritz, en compañía de Bernenstein, irá a Strelsau para encontrar a Rodolfo Rassendyll. Entre los tres deben encontrar a Ruperto y arrancarle la carta. Si no está en la ciudad, busquen a Rischenheim y oblíguenle a decir dónde está su primo. Si Ruperto está allí, nada he de decirles a ustedes ni a Rodolfo.―¿Y usted?―James y yo permaneceremos aquí. Si alguien viene podemos decir que el Rey está enfermo. Si circulan rumores y llegan altos personajes, preciso será que entren.―¿Y el cadáver?―Cuando haya marchado usted abriremos una fosa, quizá dos ―dijo, indicando al pobre Huberto― y hasta tres ―añadió con su sonrisa burlona―, porque nuestro amigo Boris debe desaparecer también.―¿Enterrarán al Rey?―No muy profundamente, por si hay que desenterrarlo. ¡Ea! ¿Tiene usted mejor plan que proponer, amigo Fritz? No se me ocurría ninguno y no me placía el de Sapt, pero nos dejaba un día o dos de respiro. Durante ese tiempo se podría guardar el secreto. Más, sería imposible. También quizá en ese espacio fuera posible apoderarse de Ruperto. Antes temíamos que cayera la carta en poder del Rey, ahora pensábamos que lo peor sería que, encontrada en manos de Ruperto, supiera toda la gente el secreto de la que en lo sucesivo, debía ser la única soberana de Ruritania. Se adoptó, pues, el plan concebido por el condestable. Se enterraría al Rey si era preciso. Cuando la muerte hubiese acabado con Huberto, se le enterraría igualmente. Cuando estaba a punto de marchar oímos la voz del desdichado que me llamaba. Me conocía bien y me suplicaba que me sentase a su lado. Creo que Sapt deseaba que me marchase, pero no podía permanecer sordo a aquella demanda postrera. Estaba en los últimos instantes de su vida. Moría resignado y con entereza. Sapt mismo le admiraba. Pude cerrar los ojos que ya no verían más la luz. Eran las cinco de la madrugada cuando pude montar a caballo. Amanecía. El nuevo día me trajo nuevas esperanzas, pero no el modo de realizarlas. Mi caballo adelantaba rápidamente. Tan esplendoroso se anunciaba el día que era difícil sentirse descorazonado. Cuando vi el perfil del castillo lancé un grito de alegría, pero un momento después se me escapó una exclamación de sorpresa. El estandarte real que flotaba la víspera en el asta había desaparecido. Según costumbre inmemorial, flotaba cuando el Rey o la Reina estaban en el castillo. Rodolfo V no estaba en él. Pero, ¿por qué no se desplegaría al viento en honor de la Reina Flavia? Espoleé el caballo para averiguar el misterio. Diez minutos después llegué a la puerta. Acudió un criado. Me apeé sin apresurarme, quitéme los guantes y dije al criado:―Tan pronto como la Reina pueda recibirme, deseo verla. Traigo un mensaje para Su Majestad. El sirviente quedó perplejo, pero Hermann, el mayordomo del Rey, salió en aquel instante:―¿No llega el condestable con el señor conde?―El señor condestable permanece con Su Majestad el Rey en el pabellón de caza ―dije con suma indiferencia―. Traigo un mensaje para Su Majestad la Reina, Hermann. Vea por una de las camareras cuando pueda presentarme a ella.―La Reina no está aquí ―me respondió―. A las cinco salió vestida de sus habitaciones, llamó al teniente Bernenstein y dijo que iba a salir del castillo. Hermann consultó el reloj y añadió:―El tren sale de la estación a las seis. Su Majestad acaba de partir.―¿Para ir adónde?―A Strelsau. Su Majestad no ha dado explicaciones; la acompañan únicamente una de sus damas y el teniente Bernenstein.―¿No ha dejado ningún recado?―Sí, una carta para el condestable, recomendando que la entregue a él en persona. Dijo que contenía un mensaje importante que debía transmitir al Rey. No comprendía aquel enigma. Era preciso que entregara aquella carta a Sapt sin perder un momento.―Déme la carta ―dije al mayordomo.―Dispénseme el señor conde, pero creo que no es usted el condestable ―respondió, sonriendo.―Cierto, pero voy a verle; déme, pues, la carta. ―Las órdenes que he recibido son terminantes. El palafrenero y el criado habían desaparecido. Estaba a solas con Hermann.―¡Déme la carta!―dije, con acento imperioso, por tercera vez. Creo que Hermann tuvo miedo. Retrocedió un paso y llevó instintivamente la mano al pecho. Ese ademán me indicó dónde estaba la carta. Me lancé sobre el mayordomo, desabroché su casaca galoneada y le arrebaté la misiva. Sin cuidarme de lo que pudiera hacer o decir, fui a las caballerizas, tomé otro caballo y cinco minutos después galopaba a rienda suelta hacia el pabellón de caza. Cuando llegué a él, James acababa de enterrar a Boris, y Sapt le miraba fumando su pipa.―¿Qué hay? Dije lo que sucedía: la Reina había marchado a Strelsau y dejado una carta para él. Sapt me arrebató el papel.―¡Voto al diablo! ―exclamó―. ¡Ha ido a verle! Y me enseñó la carta. No diré lo que había escrito la Reina. Era, sin duda, muy conmovedor, muy tierno, pero una locura. Aseguraba que no podía permanecer en Zenda si no sabía lo que pasaba en Strelsau; que temía lo que pudiese haber ocurrido en el pabellón de caza; que se desesperaba pensando que si no iba a Strelsau, no vería vivo "al que usted sabe". He aquí uno de los párrafos: "¡Es preciso que le vea! ¡Es preciso! Si el Rey ha recibido la carta, estoy perdida. De lo contrario, dígame lo que sabe o lo que puedo hacer. ¡Es necesario que parta! ¡Está en peligro! ¡Bernenstein vendrá conmigo y le veré! No puedo per manecer aquí. ¡Perdóneme!" Así terminaba la carta. ¡Pobre Reina! En cierto modo podía excusarse el arrebato de la soberana, pero era menester acudir al remedio. Entramos en el pabellón, y James, recordando que la gente necesita comer, nos preparó un almuerzo. Hablamos comiendo. Era evidente que yo debía ir a Strelsau. Allí se desenlazaría el drama. Allí estaban Rodolfo, Rischenheim, Ruperto probablemente, y la Reina. De todos ellos, Ruperto, y quizá su primo, eran los únicos que conocían la muerte del Rey. Este descansaba en su cama y tenía abierta la fosa. Sapt y James guardaban el secreto y estaban dispuestos a sacrificar sus vidas. Yo debía ir a Strelsau para avisar a la Reina, que era viuda, y para acabar con Ruperto. A las nueve de la mañana salí del pabellón. Sapt me encargó que preguntara a Rassendyll si debía reunirse con él o permanecer donde estaba.―Todo se decidirá hoy ―dijo―. No podemos ocultar por más tiempo la muerte del Rey. ¡Por el amor de Dios, Fritz! ¡Desembarácenos de ese miserable y recoja la carta!. A las diez llegué a Hofbau; a la una partiría el tren para la capital. Pensé proseguir el camino a caballo, pero comprendí que me retrasaría en vez de adelantar. Esperé. Pero con una impaciencia de la que no es posible formarse idea. El jefe de estación, que me conocía, debió pensar que estaba loco. ¿Qué remedio me quedaba? Esperé. A las dos estábamos cerca de la ciudad, pero el tren, no sé por qué, tuvo que detenerse media hora. Por fin llegué a la estación. Tomé un coche y ordené que corriera el caballo. Cuando iba a ponerse en marcha, un hombre, parado en la acera, me hizo una señal con la mano. La vi. La vio el cochero y no arrancó. Se acercó Antón de Strofzin, el primo de mi mujer. De buena gana lo dejaba chasqueado. Pero no tuve otro recurso que el de oírle.―¡Querido Fritz! ―exclamó, estrechándome la mano―. Celebro no tener ningún cargo en la corte. ¡Qué vida llevas! Te creía instalado por un mes, cuando menos, en Zenda.―La Reina ha variado de idea, cosa que les ocurre con frecuencia a las señoras, como sabes tú, que tan bien las conoces. El cumplido le envaneció.―Pensaba que volverías pronto, pero ignoraba que la Reina estuviese aquí.―¿Sí? Y, ¿por qué creías que vendríamos pronto?―¿Por qué? ¡Toma! ¡Estando el Rey aquí! ...―¿El Rey aquí? ―exclamé asiéndole el brazo.―Sin duda. ¿No lo sabías? Está en la ciudad. No pude oír más. Permanecí mudo un momento, y luego grité al cochero:―¡A palacio! ¡A escape! Partió al galope, dejando con un palmo de narices al primo de mi mujer. El Rey yacía muerto en el pabellón de caza. ¡Y el Rey estaba en la capital! Naturalmente, comprendí en seguida. Rassendyll estaba en Strelsau. Fue visto con alguien y se le confundió con el Rey. Pero, ¿qué íbamos ganando en ello? La realidad era mucho peor de lo que suponía, de lo que podía suponer. De conocerla por entero, había para desesperar, para creer que la suerte se encarnizaba contra nosotros. Lo que había sucedido era poco menos que inconcebible. La presencia del Rey no fue revelada por un transeúnte que le hubiera reconocido al pasar, ni por un rumor que se hubiese esparcido entre la muchedumbre sin apoyarse en hechos evidentes. No. Aquel mismo día, ante los ojos de la muchedumbre, con el asentimiento de la Reina, el señor de Rassendyll había pasado por ser el Rey en Strelsau, cuando ni él ni la Reina sabían que el Rey había muerto.CAPÍTULO 10
EL REY EN STRELSAU
Rassendyll llegó de Zenda a Strelsau, a las nueve de la noche del día en que ocurrió el drama del pabellón de caza.
Hubiese podido llegar antes, pero era evidente esperar hasta haber anochecido, porque si a través del bosque no era probable que le reconociera nadie, no podía decir lo mismo apenas pisara las calles de la capital, donde reinaba el verdadero Rodolfo de Ruritania. Como no se cerraban las puertas de la ciudad conforme se hacía en la época del Duque Negro, Rodolfo Rassendyll pasó sin que nadie se fijara en su semblante. La noche era tempestuosa en Strelsau, y así pudo llegar a la puerta de mi casa sin que le hubiese mirado nadie con curiosidad indiscreta, ya que, a causa de la borrasca, apenas pasaba gente por las calles. Pero allí se presentaba una contingencia peligrosa. Ninguno de nuestros criados estaba en el secreto. Sólo mi mujer, a quien la Reina revelara el caso, le conocía, pero no esperaba ver a Rodolfo, pues ignoraba lo que había acontecido. Rodolfo se daba cuenta del riesgo y sentía que la ausencia de James no le permitía haber preparado a mis deudos y criados. La lluvia y el viento le daban pretexto para envolverse el cuello y la barba, así como para hundirse el sombrero hasta los ojos. Así entapujado llamó a mi puerta después de echar pie en tierra. Cuando abrió el mayordomo, con voz ronca pidió ver a mi mujer, pretextando un mensaje mío de que él era portador. Vaciló el mayordomo en dejar la puerta habiendo allí aquel desconocido y balbuceando una excusa por si el mensajero era un gentleman, cerró la puerta y fue a prevenir a su ama. La descripción del viajero intempestivo despertó la curiosidad de mi mujer. Yo le había explicado cómo Rassendyll fue al pabellón de caza entapujado de igual manera. La noticia de que era un hombre muy alto y con el semblante cuidadosamente oculto, le sugirió la idea de qué podía ser Rodolfo. Helga no quiere convenir nunca en que es muy inteligente. Sin embargo, he observado que adivina siempre lo que desea saber de mí, y sospecho también que acierta en dejarme ignorar lo que no le conviene que yo sepa. No le costó, pues, gran trabajo entenderse con el mayordomo. Dejando la labor en que trabajaba, dijo:―¡Ah!, sí, conozco a ese caballero. ¿Acaso le ha dejado en la calle para que se ponga en remojo? El mayordomo murmuró una excusa y explicó lo difícil que era adivinar la calidad del que llamara. Helga bajó la escalera y ella misma abrió la puerta. A primera vista conoció a Rodolfo Rassendyll, por sus ojos, según dijo.―¿Es usted? ―exclamó―. ¡Y el torpe del mayordomo le deja a la puerta! Tómese la molestia de pasar. ¿Y el caballo? Volviéndose entonces hacia el mayordomo, le dijo: ―Lleve el caballo del señor barón al establo. ―Voy a avisar a un criado.―No. Vaya usted mismo, en seguida. Muy de mal humor salió el corpulento mayordomo a tomar la lluvia. Rodolfo dio un paso atrás para dejarle paso y después entró vivamente en el vestíbulo, donde quedó solo con Helga. Le condujo a un aposento de la planta baja que me servía de despacho. Daba a la calle y la lluvia chocaba con los cristales. Rodolfo se volvió hacia Helga, sonriendo, y le besó la mano.―¿El barón de qué, querida condesa? ―preguntó.―No es menester dar explicaciones ―dijo encogiéndose de hombros―. Dígame lo que le trae aquí y lo que ha sucedido. Le contó brevemente cuanto sabía y Helga ocultó lo mejor que pudo el terror que sentía al saber que podía yo encontrarme con Ruperto en el pabellón de caza. Luego preguntó lo que Rodolfo deseaba.―¿Puedo salir de la casa y entrar en ella en caso de necesidad, sin ser visto? ―preguntó.―La puerta está cerrada de noche y únicamente tienen la llave de ella mi marido y el mayordomo. La mirada de Rassendyll se fijó en la ventana.―No he engordado hasta el punto de que no pueda pasar por aquí. Vale más no decir nada al mayordomo; podría charlar.―Como quiera.―Pudiera ser que volviese si erra el golpe y cuando den la alarma.―¿El golpe? ―preguntó Helga alarmada.―Sí; no me pregunte de qué se trata; es servicio de la Reina.―Por la Reina haría cuanto pudiese, y Fritz lo mismo.―Entonces, ¿puedo ordenar? ―dijo sonriendo.―Como y cuando guste. Mientras hablaba, el mayordomo abrió la puerta, después de pedir permiso. Mi mujer le encargó unos fiambres cerveza, dulces, pastas.―Ahora, venga conmigo ―dijo a Rodolfo cuando hubo salido el mayordomo. Lo llevó a mi cuarto tocador, le preparó una bata y ropa blanca, y ordenó que prepararan una cama. Después de cenar en el despacho, hablaron largamente, esperando la medianoche. Entonces Rodolfo abrió la ventana y saltó a la calle. La tempestad continuaba y la calle estaba desierta. Desde el momento en que el señor Rassendyll dejó mi casa para ir en demanda de Ruperto de Hentzau, cada hora, cada minuto casi, marcaron un incidente del drama del que éramos actores. He dicho lo que estábamos haciendo. Ruperto volvía entonces hacia la ciudad: la Reina meditaba la resolución que iba a llevarla a Strelsau, Hasta durante la noche combatían ambos antagonistas. Por muy previsor y avisado que fuera Rodolfo, debía hacer frente a un adversario osado y diestro, y auxiliado por Bauer, que era de la piel de Barrabás. Desde el principio hasta el fin consistió nuestro error en no contar con aquel canalla, lo cual nos costó muy caro. Mi mujer y también Rodolfo creyeron que la calle estaba desierta cuando él abrió la ventana para irse. Y, sin embargo, fue todo espiado, desde que llegó Rodolfo hasta que saltó por la ventana. En los dos extremos de la fachada de mi casa hay dos salientes formadas por las ventanas del gran salón y del comedor. Como es natural, forman dos sombras. En una de éstas debía esconderse el espía, pues de otro modo Rodolfo lo vería. Si hubiésemos estado menos ocupados por nuestros propios planes, se nos hubiera ocurrido que Ruperto habría encargado que mientras durase su ausencia, Rischenheim y Bauer vigilaran mi ―casa, pues allí deberíamos ir todos al llegar a Strelsau. Por fortuna, la noche era tan oscura, que el espía, que no conocía a Rassendyll, no le reconoció, pues tampoco había visto al Rey más que una vez; pero comprendió que prestaría un buen servicio a su amo siguiendo los pasos del hombre que había entrado y salido de un modo tan misterioso de mi casa. Así es que cuando Rodolfo salió, se puso a seguir sus pasos, disimulándose lo mejor que pudo. Continuando el camino emprendido, Rodolfo entró en la Konigstrasse. En aquel instante Bauer, que se encontraba a una distancia de unos cien metros, apresuró el paso y se acercó. Bauer, que había pasado su existencia en las ciudades, razonó como un ciudadano. Creyó que gracias a la lluvia y al viento, su contrario no le oiría. Pero Rassendyll, acostumbrado al campo, tenía fino el oído. Distinguió el ruido de los pasos del que le seguía y no volvió la cabeza, pero aflojó el paso. El otro hizo lo mismo. Ya no podía dudar de que era seguido. De pronto se detuvo y reflexionó profundamente. ¿Sería Ruperto el que le seguía? En efecto, podía ser él. Rassendyll sabía que era hombre capaz de atacarle de frente, si así le convenía, como de acometerle traidoramente por la espalda, si lo creía oportuno. Rassendyll sentíase satisfecho de poder combatir con su adversario en campo libre; si caía, le reemplazarían Sapt o yo. Si vencía, la carta era suya y la destruiría al punto, tranquilizando a la Reina. Pienso que no se entretuvo en considerar que podía ser detenido por la policía. En tal caso, quizá consintiera en declarar su identidad y a reírse de la sorpresa de los agentes al notar una semejanza gratuita. Quizá confiaba en nosotros para quedar libre. Lo probable es que sólo pensó en recobrar la carta. Sea como fuese, se volvió de repente y se dirigió hacia Bauer, ,:l cual comprendió que había sido descubierto. En tal circunstancia, el astuto tunante hundió la cabeza entre los hombros y continuó su camino silbando entre dientes y con paso bastante rápido. Rodolfo permaneció inmóvil en medio de la calle, preguntándose si era Ruperto que disfrazaba su porte, uno de sus cómplices o un transeúnte indiferente que ignoraba por completo sus asuntos. Buaer proseguía su camino. Llegaba junto a Rassendyll. Este, que estaba casi convencido de que le seguía, quiso cerciorarse de ello. Le gustaba ir derecho al bulto, como el propio Ruperto, y de ahí la inclinación que sentía por su poco escrupuloso adversario. Se acercó de pronto a Bauer y le habló sin disfrazar su voz ni ocultar la cara.―Tarde pasea por la calle, amigo, dado el tiempo que hace. Bauer, aun cuando sorprendido por aquel reto brusco, no perdió la serenidad.―Cuando no se tiene casa, no queda otro recurso que pasear por las calles ―respondió. Había descrito minuciosamente al señor de Rassendyll el aspecto del criado, de modo que si Bauer le reconoció a él, por su parte Rodolfo no estaba menos bien informado.―¿No tiene hogar? ―exclamó Rassendyll con aspecto compasivo―. Muy triste es eso y no he de tolerarlo. Nadie debe estar sin cobijo haciendo esta borrasca. Venga conmigo: 1e daré albergue y cama por esta noche. Bauer retrocedió. No adivinaba la intención de Rodolfo y miró la calle con intención de huir. Pero Rassendyll no le dio tiempo. Pasó su brazo por debajo del de Bauer y le dijo, haciéndole atravesar la calle:―Soy cristino y quiero que tenga usted cama esta noche. Venga conmigo. El tiempo es malo para estar a la intemperie. En Strelsau estaba prohibido llevar armas. Bauer no quería chocar con la policía. Además, como sólo espiaba, no creyó necesario ir armado. No le quedó, pues, otro recurso que seguir a Rodolfo y ambos continuaron andando a lo largo de Konigstrasse. Bauer ya no silbaba. De pronto atravesaron la calle, aun cuando aquello maldita la gracia que le hacía a Bauer.―Hay que venir conmigo, mocito ―dijo Rassendyll riendo. Se acercaban a la estación, donde la numeración de la calle empezaba. Rodolfo empezó a examinar ventanas y tiendas. ―¡Qué oscuridad! ¿Puede usted distinguir el número 19? ―preguntó al suizo. Se acentuó su sonrisa. Había dado en el clavo. Bauer era un tunante redomado, pero no mandaba en absoluto sus nervios, y se estremeció su brazo que estaba en contacto con el de Rodolfo. Balbuceó:―¿El número 19?―Sí, allí vamos usted y yo. Espero que allí encontraremos lo que nos hace falta. Bauer estaba pasmado. Evidentemente no sabía cómo parar aquella estocada.―Creo que ya estamos ―dijo Rassendyll con expresión satisfecha al llegar frente a la casa de la vieja Holf―. Sí, aquí es. Llame, se lo ruego; no tengo libres las manos. Estaban, en efecto, muy ocupadas. Una de ellas tenía agarrado el brazo de Bauer, no de un modo amistoso, sino como una tenaza; la otra empuñaba un revólver y el que debía considerarse como prisionero, veía, por la dirección del caño, adónde iría a parar la bula.―No veo aldaba.―Llame con la mano.―No nos oirán.―Llame de todos modos, y de un modo especial. ―No sé de qué modo.―Yo tampoco. ¿No adivina de qué modo se abre esta puerta?―No. Soy incapaz de ello.―Es preciso probar. Llame... y oiga. Es necesario que adivine. ¿Comprende?―Pero si no sé...―El caso es que me incomoda esperar, y si la puerta no se abre antes de un par de minutos, despertaré a la gente de dentro con un disparo. ¿Ahora comprende, verdad? La dirección del arma indicó al suizo el sentido de la advertencia. Bauer cedió a tan poderosa persuasión. Levantó la mano y llamó ,a la puerta. Primeramente dio cinco golpes recios y sin intervalo casi; después tres, suavemente y muy espaciados. Evidentemente, le esperaban, pues sin que se e vera ruido de pasos, se corrió la cadena y abrió la puerta. En el mismo instante la mano de Rodolfo soltó el brazo del suizo, le asió por el cogote y de un empellón formidable le envió a rodar por el suelo, donde dio de bruces en el barro. Rodolfo empujó la puerta, entró y cerró, dejando a Bauer en mitad de la calle. Se volvió con la mano dispuesta a disparar el revólver, pues esperaba encontrarse cara a cara con Ruperto de Hentzau. Pero no vio a Ruperto ni a Rischenheim, ni siquiera a la vieja, sino a una garrida, linda y simpática moza, que sostenía una lámpara en la mano. Rodolfo no la conocía, pero yo hubiese podido decirle que era la más joven de las hijas de la tía Holf, a quien había yo visto muchas veces en Zenda cuando pasaba acompañando al Rey. La muchacha parecía enamorada del rey de Ruritania y muchas veces le llamé la atención a Rodolfo de Elphberg hacia las miradas lánguidas que la muchacha le dirigía. Pero como los reyes que son buenos mozos inspiran muchas de esas pasiones, hacen poco caso de ellas, el rey Rodolfo V no prestó atención a la que le devoraba con los ojos. Cuando Rosa, que así se llamaba la chica, vio la cara del que de un modo tan brusco acababa de entrar en su casa, poco faltó para que en su asombro soltara la lámpara que llevaba en la mano. En un instante expresaron sus ojos temor, alegría y pasmo.―¡El Rey! ―murmuró estupefacta―. Pero... Y lo examinó curiosamente.―¿Busca usted la barba? ―preguntó él acariciándose el mentón―. ¿Acaso los reyes no tienen derecho a afeitarse como los demás mortales? Viendo que la joven aún estaba atolondrada, se inclinó hacia ella y murmuró:―No deseo ser reconocido. Rosa se ruborizó de placer al advertir que confiaba en ella su poderoso visitante.―Le reconocería dondequiera que le viese, Majestad.―¿Consentirías, ―entonces, en ayudarme?―¡Mándeme!―No, no, señorita. No se trata de dar órdenes. Deseo una simple indicación. ¿De quién es esta casa?―De mi madre.―¿Tiene huéspedes? La joven pareció contrariada al oír estos preliminares prudentes.―Dígame lo qué desea saber ―respondió. ―¿Quién vive aquí?―El conde de Rischenheim.―¿Qué hace?―Está tendido en la cama y jura y maldice por lo que le hace padecer su brazo herido ―dijo la joven. ―Y, ¿no hay nadie más aquí? Rosa miró en torno y bajó la voz para responder: ―No. Ahora, no.―Buscaba a uno de mis amigos ―dijo Rodolfo―. Necesito verle a solas. Para un Rey es difícil hablar a las gentes sin tener testigos.―Quiere usted decir...―Bien lo sabe usted.―No... ¡Ah, es...! Marchó en busca de usted. ―¿Para buscarme? ¡Diablo! ¿Cómo sabe usted esto, linda señorita?――Bauer m2 lo ha dicho.―¡Ah, Bauer! ¿Quién es Bauer?―El que ha llamado. ¿Por qué no lo dejó usted entrar? ―Porque quería estar a solas con usted. Dígame: ¿Bauer le confía los secretos de su dueño? Rosa acogió esta broma con una sonrisa. No le disgustaba que el Rey supiera que tenía adoradores.―Y, ¿adónde ha ido a buscarme el conde Ruperto? ―preguntó Rodolfo, como quien no da importancia a lo que pregunta.―¿No lo ha visto?―No. Acabo de llegar del castillo de Zenda.―¡Ah! Yo cree que esperaba encontrarle en el pabellón de caza. Y ahora recuerdo que el conde de Rischenheim se ha mostrado muy contrariado al saber que su primo había marchado.―Ahora comprendo. Rischenheim le traía un mensaje mío. ―¿Y no se han encontrado, verdad, Señor? ―Eso es. Y a fe que lo siento. Hablando así, expresaba Rodolfo su pensamiento.―Y, ¿cuándo le parece que volverá el conde de Hentzau? ―Mañana temprano, Majestad, entre las siete y las ocho. Rodolfo se acercó a ella y sacó dos monedas de oro del bolsillo.―No quiero dinero, Majestad ―murmuró Rosa.―¡Bueno! Agujeree las monedas y llévelas en recuerdo mío.―¡Sí, sí! ¡Démelas! ―exclamó gozosa, tendiendo la mano. ―¿Querrá usted ganarlas? ―inquirió él bromeando y no dejándolas al alcance de la mano de Rosa.―¿De qué modo?―Estando dispuesta a abrirme cuando vendré a las once y llamaré como lo ha hecho Bauer hace poco. ―Sí, aquí estaré.―Y no dirá a nadie que he estado aquí. ―¿Ni a mi madre?―No.―¿Ni al conde de Rischenheim?―A él menos que a nadie. Se trata de un asunto muy secreto y el conde de Rischenheim lo ignora.―Haré cuanto Vuestra Majestad indica, pero... ―¿Qué?―Hay un inconveniente. ―Veamos.―Bauer lo sabe.―Es verdad, pero haré como si no lo supiera. Después se dirigió hacia la puerta. De pronto, la joven se inclinó, le tomó la mano y se la besó.―Daría la vida por usted ―murmuró. ―¡Pobre niña! ―dijo él con acento cariñoso. Creo que sentía aprovecharse de aquel amor ingenuo. Antes de abrir la puerta, dijo:―Si Bauer viene, acuérdese de que no me ha dicho usted nada. Yo la he amenazado, pero usted no ha querido responderme.―Dirá a los otros que usted ha estado aquí.―Eso no podemos impedirlo, pero por lo menos, ignorarán a qué hora vendré. Buenas noches. Rodolfo abrió la puerta y salió a la calle. Buscó con la mirada a Bauer; el bergante había desaparecido.CAPÍTULO 11
LO QUE VIO LA MUJER DEL CANCILLER
La noche, propicia por su silencio, su soledad y sus tinieblas, terminaba. Muy pronto el alba llamaría la gente a la calle.
Antes de esa hora era' preciso que Rodolfo Rassendyll, el hombre que no se atrevía a mostrar su semblante en plena hora, estuviera oculto, pues de lo contrario dirían que el Rey estaba en Strelsau, y la noticia se difundiría por todo el reino. Pero Rassendyll tenía algún tiempo a su disposición, y pensó aprovecharlo para ver si conseguía castigar a Bauer e impedir que hablase. Siguiendo el ejemplo del bellaco se ocultó en la sombra de las paredes y esperó. Quería que Bauer no hablase con Rischenheim. Pensaba que el suizo volvería en breve por allí para saber si el desconocido visitante había desaparecido y si podría entrar sin peligro en casa de la vieja Holf. Envolviéndose en la capa, Rodolfo esperó a pie firme, calado por la lluvia, que caía sin interrupción, y mal abrigado contra las ráfagas del viento. Pasaban los minutos y no aparecía Bauer, pero no se atrevía a moverse de allí, temiendo que el otro aprovechara la coyuntura para colarse dentro. Quizá le había visto salir y esperaba que se hubiese marchado. Quizá el espía fue a avisar a Ruperto de Hentzau del peligro que le amenazaba en la Konigstrasse. Ignorando la verdad y obligado a aceptar todas las hipótesis, Rodolfo esperaba, y acechaba el alba que debía llevarle hacia su escondite. Rodolfo volvía la cabeza a un lado y otro procurando ver la forma humana que esperaba. Durante un rato miró en vano, pero luego vio más de lo que esperaba. Por la misma acera en que estaba en acecho, llegaban tres sombras. Avanzaban con precaución, pero rápidamente, sin detenerse. Rodolfo adivinaba el peligro. Se pegó a la pared y empuñó el revólver. Probablemente se trataba de trasnochadores o de obreros que iban al trabajo, pero Rodolfo creía otra cosa. Imaginaba que Bauer era uno de los que se acercaban y que deseaba desquitarse. Las tres sombras se acercaban, pero aún no distinguía las facciones de ninguna de ellas. Sin embargo, uno de los que se aproximaba, por la corpulencia, estatura y aspecto, parecía Bauer. Si se trataba de él, le acompañaban dos amigos. Obrando con prudencia, Rodolfo se alejó unos pasos de la puerta del número 19 y esperó oculto en la sombra. Era evidente que Bauer, pues de él se trataba, había previsto dos soluciones: lo que esperaba, era encontrar a Rodolfo dentro de la casa, lo que temía era que Rodolfo, habiendo realizado su designio ―que Bauer no adivinaba― hubiese salido ya, sano y salvo, de la casa. Llevaba dos ganapanes, los cuales, en el primer caso, recibirían diez coronas y cumplirían lo que les tocaba hacer. En el segundo caso, con cinco coronas podían irse tranquilamente a sus respectivas casas sin haberse molestado y sin causar el menor daño. Lo que debían hacer entre los tres lo decían los garrotes que llevaban los acompañantes y el largo cuchillo que empuñaba Bauer. Pero ni a éste ni a aquéllos se les ocurrió que Rodolfo acechaba y que, en vez de ser sorprendido, podía sorprender: Es muy probable, sin embargo, que tal imposición no contuviera a los dos canallas,' pues es sabido que lo único que temen éstos es la intervención de la policía en sus asuntos; lo que les puede hacer el contrario, la muerte que puede darles el que tratan de asesinar, lo consideran como un riesgo inherente a su profesión.―Aquí está la casa ―murmuró Bauer, deteniéndose de pronto.―Voy a llamar; si sale, le matáis. Tiene un revólver; no perdáis, pues, ni un segundo. ;Duro y a la cabeza! ―No le daremos tiempo para disparar. ―¿Y si ha salido? ―preguntó el otro ganapán.―En tal caso ya sé dónde habrá ido ―respondió Bauer. Y añadió en seguida:―¿Estáis listos? Los dos bandidos se colocaron a ambos lados de la puerta con los garrotes levantados. Bauer alargó la mano para llamar. Rodolfo sabía que Rischenheim estaba dentro y temió que Bauer, aprovechando la ausencia del desconocido ―de él― aprovechase la ocasión para revelar su entrada al conde. Este diría el hecho a Ruperto . de Hentzau y habría que empezar de nuevo. El señor Rassendyll no reparaba jamás en la ventaja que podían tener sus adversarios sobre él, pero en aquella ocasión, podía creer que el revólver igualaba las fuerzas. Lo cierto es que en el momento en que Bauer iba a llamar, salió de su escondite y se arrojó contra aquél. El ataque fue tan vivo que los otros dos retrocedieron un paso. Rodolfo asió a Bauer por el cuelo y furioso como estaba apretó de tal modo que el tunante creyó llegada su última hora. Levantó entonces el brazo armado del cuchillo y Rassendyll tuvo que soltar su presa. Pero Bauer le acometió de nuevo, gritando a sus ayudantes:―¡Matadle de una vez! Uno de ellos se precipitó para cumplir el mandato. Rassendyll comprendió que no podía vacilar. A pesar del viento y la lluvia, era muy expuesto disparar, pero no disparar equivalía a morir. Rodolfo tiró contra Bauer; el asesino trató de salvarse saltando, pero cayó pesadamente al suelo. De nuevo retrocedieron los dos bandidos, asustados por la decisión del que atacaba. Rassendyll soltó una carcajada. Un terno ahogado escapó a uno de los bandidos y dejó caer el brazo sin herir. El otro miró asustado. Entonces Rassendyll se arrancó el tapabocas y dijo: ―Parece que la cosa es más grave de lo que imaginábais. Uno de los tunantes respondió como hablándose a si mismo:―Es una atrocidad intentar semejante cosa por diez coronas. Su compañero miró estupefacto a Rodolfo.―Levantad a este truhán y llevadlo. Supongo que no queréis que os aprese la policía... ¡Andando! Diciendo esto Rodolfo se volvió para llamar a la puerta del número 19. Pero en aquel momento, Bauer largó un quejido. Debía de estar muerto, a no ser porque la suerte parece proteger a la espuma de la humanidad. El salto que dio le había salvado. La bala le rozó la sien, pero no le abrió la cabeza. Le aturdió y derribó, nada más. Rodolfo no llamó. No sería prudente entrar a Bauer dentro de la casa, pues podía recobrar la palabra. Rodolfo reflexionó un instante, pero de nuevo fueron turbadas sus reflexiones.―¡La patrulla! ¡La patrulla! ―murmuró uno de los perdularios. Se oían pisadas de, caballos. En la calle, por el extremo de la estación, aparecieron dos jinetes. Si le apresaban, lo menos que podía temer era ir a parar al calabozo mientras Ruperto haría lo que le viniera en gana. La astucia de que se había valido contra los bandidos, no podía emplearla, a menos de encontrarse en trance desesperado, contra la autoridad legal. Lo mejor era huir. No hacía más que imitar a los dos perillanes que, dejando caer a Bauer, escaparon como alma que lleva el diablo. Siguió Rodolfo calle abajo y al llegar a una travesía se detuvo a escuchar. La patrulla vio la dispersión del grupo y corrió hacia allí. Los que la componían llegaron donde ocurrió la reyerta y encontraron a Bauer en el suelo. Como estaba sin sentido, no pudo servirles de nada su hallazgo. Persiguieron, pues, a los que huían, y al propio tiempo pitaron en demanda de auxilio. Muchos otros pitos respondieron al de los que habían visto huir a varios hombres. Rodolfo oyó aquellos silbidos y apretó a correr. Pero se encontró en un dédalo de callejuelas y al cabo de pocos minutos no sabía dónde estaba. Dejó de correr; se encasquetó el sombrero; se cubrió la cara con la bufanda y echó a andar despacio. Quería encontrar refugio antes de que amaneciera, pues su semejanza con el Rey le comprometería. En aquel instante oyó pisadas de caballo detrás de él. Al volverse vio que uno de los guardias se dirigía derecho hacia él. La situación de Rodolfo Rassendyll era crítica, y esto explica el partido que creyó deber tomar. Quizá el que le perseguía le había visto correr. Su temor no era vano, porque el guardia gritó:―¡Alto! Resistir sería peor. La serenidad, y no la fuerza, podría salvarlo aquella vez. Rodolfo se detuvo y se volvió como sorprendido.. Luego se irguió con dignidad y esperó. Si era necesario jugar su última carta, se serviría de ella para ganar la partida.―¿Qué hay? ¿Qué quiere usted? ―preguntó cuando el guardia llegaba a cuatro pasos de él. Y hablando así se quitó la bufanda.―Habla usted con mucho imperio ―añadió con desdén―. ¿Qué me quiere? Dando casi un brinco sobre su caballo, el sargento, pues lo era quien le detuvo, se inclinó sobre la silla para ver mejor al hombre que le interpelaba.―Y, ¿por qué me saluda ahora? ―añadió Rodolfo con acento burlón―. No entiendo a qué viene todo esto. Y miró fijamente al sargento. ―Majestad, no sabía, no podía suponer... Rodolfo se acercó a él con paso rápido y decidido. ―¿Por qué me llama Majestad? ―Es que... ¿Acaso no es... Su Majestad? Rodolfo le miraba tranquilamente. ―Se engaña usted, amigo, no soy el Rey. ―No es... ―balbuceó el soldado con asombro.―No. ―¿Qué, Majestad?―Caballero querrá usted decir. ―Sí, caballero.―Pues bien, un oficial celoso, sargento, no puede cometer un error más grave que tomar por el Rey a un hidalgo que no es el Rey. Esto podría redundar en daño suyo, porque no estando el Rey en Strelsau, podría desear que nadie creyera que aquí se encuentra. ¿Comprende usted bien, sargento? El guardia no respondió y continuó mirando al que le hablaba.―En un. caso como éste, el oficial dejaría en paz al hidalgo y cuidaría de no contar a nadie su ridícula equivocación. Y en caso de ser preguntado, respondería que no vio a nadie que se pareciera al Rey y mucho menos al Rey en persona. Una sonrisa de duda asomó bajo el bigote del sargento. ―Comprenda: el Rey no está siquiera en Strelsau ―añadió Rodolfo.―¿No está en Strelsau?―No, está en Zenda.―¡Ah!―Es, pues, imposible que esté aquí. El sargento estaba ya seguro de comprender.―Veo que, en efecto, es imposible que esté aquí, caballero. Y sonrió francamente.―Así es. Por consiguiente, no puede haberlo visto. Diciendo esto Rodolfo sacó una moneda de oro del bolsillo y la puso en la mano del sargento, que la guardó cuidadosamente.―Quedamos, pues, en que usted ha buscado, pero no encontrado. Lo mejor que puede hacer, es buscar por otra parte.―Sin duda, caballero ―respondió el sargento. Y con un saludo respetuoso se marchó por donde viniera. Es indudable que todas las mañanas hubiese deseado encontrar un caballero... que no fuera el Rey. Libre de todo temor, Rodolfo atravesó una plaza, y se dirigió con paso rápido hacia mi casa, pues temía que los soldados de un cuartel cercano pudieran creer reconocerlo. Por fortuna, pudo pasar sin tropiezo. Estaba casi a salvo cuando la suerte quiso jugarle una mala pasada. Estaba apenas a cincuenta metros de mi casa cuando un coche llegó y se detuvo a pocos pasos delante de él. Un lacayo bajó y abrió la portezuela. Bajaron dos damas vestidas con traje de baile. Una era una señora de mediana edad. Otra, uno jovencita muy linda. Detuviéronse un instante en la acera y la más joven dijo:―¡Qué airecillo tan agradable, mamá! Me gustaría levantarme todos los días a esta hora.―Por unos días, quizá, hija mía, pero después... ―respondió la madre. Se detuvo de súbito. Sus ojos se habían fijado en Rodolfo Rassendyll. El la conocía. Era una gran señora, la esposa del canciller Helsing. La casa delante de la cual se detuvo el coche era la suya. Rodolfo estaba descubierto.―¡Mira, hija, es el Rey! ―exclamó en voz baja la madre. Rassendyll no podía escabullirse. No solamente las dos damas sino hasta sus servidores le habían reconocido. La fuga era imposible. Pasó por delante del grupo. Las damas hicieron una reverencia; los criados se inclinaron con la cabeza descubierta. Rodolfo tocó ligeramente su sombrero al pasar. Se dirigió derecho a mi casa. Le miraban y él lo sabía. Maldijo de todo corazón la costumbre que tenían ciertas gentes de bailar hasta tan tarde, pero pensó que una visita a mi casa sería una excusa plausible. Se adelantó, pues, atisbado por las señoras asombradas y por los criados, que se preguntaban con ganas de reír, qué motivo podía haber traído a Su Majestad en tal hora y en semejante estado ―pues su ropa estaba calada y sus botas cubiertas de barro― a Strelsau, cuando todo el mundo le creía en Zenda. Rodolfo llegó a mi casa. Sabiendo que le espiaban, llamó a la puerta y no a la ventana. ¡Lo qué habría chismorreado en tal caso la excelente baronesa de Helsing! Menor escándalo produciría que le viera mi servidumbre. Pero, ¡ay!, hasta la misma virtud puede causar nuestra ruina. Mi querida Helga, que estaba en vela y acechando, oyó los pasos de Rodolfo, abrió con precaución la ventana y, asomando su linda cabeza, dijo en voz baja:―Nada hay que temer. Entre. El mal estaba hecho, pues la señora Helsing y sus criados contemplaban el raro espectáculo. Rodolfo vio a los espectadores, y un instante después los vio asimismo Helga. Candorosa y poco acostumbrada a dominar sus emociones, retrocedió, lanzando un chillido de terror. De nuevo volvió Rodolfo la cabeza. Las damas se habían refugiado debajo de la marquesina, pero no por ello dejaban de mirar entre sus columnas. "Tanto da ya que entre por aquí como por la puerta" ―pensó. Sonreía alegremente cuando se acercó a Helga, pálida y aterrorizada.―Le han visto ―murmuró, respirando apenas. ―Sin duda alguna. Y añadió:―No sé lo qué daría por oír lo que van a decir al canciller, cuando le despertarán dentro de uno o dos minutos. Pero un minuto de reflexión le hizo comprender que, ante todo debía salvar la reputación de mi esposa. Y dijo a ésta:―Es necesario que mande levantar a uno de sus criados para que vaya a casa del canciller y le diga que venga inmediatamente. No. Es mejor que le escriba. Dígale que el Rey ha venido para ver a Fritz, a quien había dado una cita para un asunto personal, y que el Rey desea ver en seguida al canciller. Añada que no se debe perder un instante. Helga le miró con asombro.―¿No comprende, señora? Si puedo engañar a Helsing, podré imponer silencio a esas mujeres. Si no hacemos nada para evitarlo, dentro de un par de horas sabrá Strelsau entero que la mujer de Fritz Tarlenheim ha hecho entrar por la ventana de su casa al Rey, a las cinco de la madrugada.―No comprendo ―respondió la pobre Helga, perpleja.―No importa; pero haga por favor lo que le suplico. Es la única esperanza de salvación.―Lo haré ―contestó. Y escribió la carta. Apenas acababa de contar la baronesa la rara historia al canciller, cuando éste recibió la orden imperiosa de ir a ver al Rey en casa de Fritz de Tarlenheim. En realidad, habíamos desafiado harto audazmente la suerte, llamando a Rodolfo Rassendyll a Strelsau.CAPÍTULO 12
ANTE TODOS
Por muy grandes que fueran los riesgos y dificultades que entrañaba el plan del señor Rassendyll, no dudo que obró 'cuerdamente, dados los informes que poseía.
El caso era pasar por el Rey a los ojos del canciller, hacerle jurar el secreto y obtener de él que exigiría igual silencio de su mujer, de su hija y de su servidumbre. Calmaría a Helsing pretextando asuntos urgentes, cuyos detalles le daría algunas horas después. Y un llamamiento a su fidelidad bastaría para obtener su obediencia. Si todo salía a la medida de sus deseos durante el día cuya aurora empezaba, antes de la noche estaría destruida la carta, el peligro que amenazaba a la Reina habría desaparecido y Rodolfo estaría lejos de Strelsau. Entonces se revelaría de la verdad lo que pudiera ser conocido. Se contaría a Helsing la historia de Rodolfo Rassendyll, y se conseguiría que aquél permaneciese mudo sobre la aventura extraordinaria del inglés, que representó nuevamente el papel de Rey. El canciller era un hombre excelente y Rodolfo no se engañaba fiando en su lealtad. El canciller, al saber la noticia de labios de su esposa, y antes de recibir el llamamiento del fingido Rey, había llamado a sus dos criados y les ordenó que callaran, so pena de despido inmediato y de algo más grave después. A su esposa y a su hija les dio también una orden perentoria. Debió de pensar, sin duda, que el asunto que ocupaba al Rey debía ser de vital importancia. Los hechos recomendaban la discreción. El haberse afeitado el Rey ―como no fuera rara coincidencia― probaba su deseo de que no se le conociera. Dadas las disposiciones oportunas, el canciller corrió al encuentro del soberano. Cuando se anunció su visita, Rassendyll almorzaba después de tomar un baño. Helga, adoctrinada por Rodolfo, entretuvo al canciller y le preparó antes de que saliese el Rey. Se confundió en excusas por mi ausencia, protestando que no la comprendía, y que ni siquiera sospechaba de―qué asunto podía el Rey querer hablar a su marido.―Únicamente sé ―dijo― que Fritz me ha escrito que esperara al Rey a las cinco de la mañana y que le hiciese entrar por la ventana, pues le convenía no ser reconocido. El Rey entró y recibió a Helsing, con sumo agrado, en el rincón más oscuro del aposento, contándole mil patrañas y excusando una confidencia inmediata acerca del asunto misterioso. Prometía hacérsela al día siguiente y preguntaría, entonces, su opinión al mejor y más prudente de sus consejeros. Helsing escuchaba con toda atención aquel relato, que nada contaba y las buenas palabras que disimulaban el embuste. Su voz temblaba de emoción cuando se ofreció incondicionalmente al Rey, afirmando que podía responder de la discreción de los suyos como de la propia.―Es usted un hombre feliz ―dijo Rodolfo, suspirando, como si no pudiera decir él lo mismo de los que le rodeaban en Palacio. Helsing estaba encantado, y no le quedó tiempo para ir a decir a su mujer que el Rey confiaba en su honor y en su silencio. Rodolfo deseaba desembarazarse cuanto antes del pobre hombre. Pero convencido de la importancia que tenía mantenerlo en las buenas disposiciones que manifestaba, le entretuvo un rato. Hizo, pues, que Helsing se sentara, y como había notado que el conde Rischenheim le conoció por la voz en el castillo de Zenda, habló entonces en voz apagada y representó su papel tan a lo vivo como cuando desafiaba en Strelsau las miradas de la corte entera. Mientras ocurrían estas escenas en la calle y en mi casa, la Reina y Bernenstein caminaban hacia Strelsau. Quizá si Sapt hubiese estado en Zenda su influencia cortara el impulso de la Reina. Pero Bernenstein no poseía semejante influencia, ni sabía resistir a las órdenes perentorias y a las súplicas fervorosas. Desde que Rassendyll marchó a Inglaterra, tres años antes, vivió la Reina en estrecha vigilancia de sí misma, sin abandonarse jamás a los impulsos de su corazón. Dudo que un hombre fuera capaz de tal influjo, pero una mujer lo es. No obstante, aquella llegada súbita, los acontecimientos conmovedores que la siguieron, el peligro de ambos, las palabras de Rodolfo y el júbilo de la Reina en su presencia, todo había contribuido a conmover el imperio sobre sí misma. Y su sueño raro y la emoción que fue su causa, le inspiraban un mismo y único deseo: estar cerca de Rassendyll. Sólo le producían un temor: el del peligro que corría. Durante el viaje no habló de aquella aprensión vivísima del peligro que la amenazaba a ella y que todos nosotros procurábamos conjurar. Viajaba sola con Bernenstein, pues se desembarazó de la dama, con un pretexto cualquiera, y sin cesar le conjuraba a que trajese a su presencia a Rassendyll. No puedo reprocharle tal deseo. Rodolfo era la única alegría de su existencia, y había partido para batirse con Ruperto de Hentzau. ¿Por qué extrañar que le considerara ye difunto? Pero sin cesar recordaba que en el sueño, Rodolfo era aclamado Rey aun cuando difunto. ¡Era su amor el que le coronaba! Llegando a la ciudad se tranquilizó algo, cediendo al consejo de Bernenstein, que le decía que procurase que nada revelara la agitación que sentía. Como temía saber su muerte, nada la calmaría, en realidad, hasta que le hubiese visto vivo. Bernenstein, temiendo que aquella agitación creciera, prometió cuanto quiso, y con una seguridad que no sentía, le declaró que Rassendyll estaba vivo y mejor que nunca.―Pero, ¿dónde?...―Probablemente le encontraremos en casa dé Fritz de Tarlenheim. Allí debe esperar el instante de acometer a Ruperto, o, si ya le atacó, volver a aquella morada hospitalaria.―¡Vamos allá en seguida! ―dijo la soberana. Sin embargo, Bernenstein, por prudencia, la convenció de que fuera antes a palacio y dijera que iba a visitar a mi mujer. Llegó a palacio a las ocho, tomó un chocolate y pidió el coche. Bernenstein la acompañó. Como sólo le preocupaba lo que hubiese podido acontecer a Rodolfo, no pensaba en lo que quizá ocurrió en el pabellón de caza. Pero Bernenstein extrañaba que Sapt y yo no hubiésemos vuelto a la hora convenida. O bien nos había ocurrido un accidente peligroso o la carta había llegado al Rey antes de poder evitarlo. Sólo concebía ambas alternativas. Sin embargo, cuando hablaba de ella a la Reina sólo recibía esta respuesta:―Si podemos encontrar al señor Rassendyll, me dirá lo que conviene hacer. A las nueve de la mañana el coche de la Reina llegó a la puerta de mi casa. Las señoras de la familia del canciller no debían haber dormido mucho, pues asomaron la cabeza a la ventana cuando oyeron el rodar del carruaje. Había bastante gente en la calle y la corona real que ostentaba el coche, atrajo todas las miradas. Bernenstein saltó a la acera y ofreció el brazo a la Reina para que se apoyara en él al bajar. La Reina hizo un leve saludo a los espectadores, subió los escalones que daban acceso a la puerta y llamó por su propia mano. La camarera avisó a Helga, que estaba echada en la cama y corrió a recibir a la Reina y a explicarle en breves palabras lo ocurrido. En el momento en que Helga llegaba al pie de la escalera, la Reina entraba en el aposento ocupado por Rassendyll, seguida de Bernenstein, que llevaba el casco en la mano. Rodolfo y el canciller hablaban. A fin de no llamar la atención de los que pasaban por la calle, había bajado el transparente y el cuarto estaba semioscuro. Habían oído rodar un coche. Pero, ¿cómo imaginar que era el de la Reina? Quedaron estupefactos cuando la puerta se abrió sin orden suya. El canciller, poco ágil, permaneció sentado unos segundos. Pero Rassendyll en un momento estuvo en el centro de la pieza. Helga había llegado a la puerta, y vio por encima del hombro de Bernenstein, lo que pasaba. La Reina, sin cuidarse de los criados y sin ver a Helsing, jubilosa al ver sano y salvo al que imaginaba difunto o en trance de muerte, corrió hacia él y estrechándole las manos, exclamó:―¡Veo que está a salvo, Rodolfo! ¡Loado sea Dios! ¡Loado sea Dios! Y llevando las manos de Rodolfo a sus labios las besó apasionadamente. Reinó un momento de silencio solemne, impuesto a la servidumbre por la sumisión, al canciller por el respeto, a Bernenstein y a Helga, por la consternación. El mismo Rodolfo permaneció silencioso, no sé si por asombro o por una emoción semejante a la que embarazaba a la Reina. Esta, pasmada por el silencio, volvió la cabeza y vio a los servidores mudos y atónitos. Entonces comprendió lo que acababa de hacer. Se le escapó un suspiro convulsivo, y su semblante, siempre pálido, tomó la blancura del mármol. Contrajéronse sus facciones, vaciló y hubiese caído si Rodolfo no la sostenía. Entonces, con una sonrisa de amor y piedad, él la trajo hacia él y, sosteniéndola por el talle, dijo en voz baja pero que oyeron todos:―¡No temas, todo va bien, querida! Mi mujer asió el brazo de Bernenstein, y éste la vio pálida como la Reina y con los ojos brillantes. Estos ojos hablaban para él un lenguaje que comprendió. Debía secundar a Rodolfo Rassendyll. Adelantándose, dobló la rodilla y besó la mano izquierda de Rodolfo, que éste le tendía.―Celebro verle a usted, teniente Bernenstein ―dijo Rodolfo Rassendyll. De momento se había evitado el peligro, impedido la pérdida, conquistado la seguridad. Todo estuvo en riesgo. Hubiérase podido saber que existía un hombre llamado Rodolfo Rassendyll, que en otro tiempo se sentó en el trono del Rey. Este era un secreto que se estaba decidido a revelar a Helsing, si había necesidad de ello. Había un Rodolfo Rassendyll que había sido Rey, pero que aún había hecho más: que amaba a la Reina y que por la Reina era amado. Esto no se podía decir a nadie, porque Helsing aunque ligado por el secreto, se creería obligado a revelarlo al Rey. A causa de ello, Rodolfo prefirió cargarse de dificultades para lo futuro, pero salvar la situación presente. Y para ahuyentar el peligro tomó el puesto del Rey y se fingió marido de Flavia. Y ella no protestó. Quizá en esta solución halló, de pronto, remedio a su angustia, porque bajó la cabeza que tenía apoyada en el pecho de Rodolfo, cerró los ojos, una expresión de calma indecible iluminó sus facciones y un suave suspiro de alivio se escapó de sus labios. Pero a cada momento aumentaba el peligro y urgía conjurarlo. Rodolfo condujo a la Reina a un sillón y ordenó a la servidumbre que no revelaran su presencia durante algunas horas. Dijo que, sin duda, al advertir la agitación de la Reina, habían adivinado que se trataba de un asunto de suma importancia, que exigía su presencia en Strelsau, y al mismo tiempo que nadie se diera cuenta de esa presencia. En breve quedarían en libertad de revelar lo que quisieran, pero ahora les pedía que―se portaran como lo que eran: hombres fieles y adictos a su Rey. Se volvió entonces hacia Helsing y dijo que le mandaría llamar durante aquella tarde, bien en mi casa, donde estaba, o bien en palacio. En seguida dijo que se le dejara solo unos instantes con la Reina. Obedecieron, pero apenas se hubo retirado el canciller, mandó llamar a Bernenstein y a mi mujer. Helga se apresuró a acercarse a la Reina, que estaba todavía trémula y sobrecogida. Rodolfo llamó aparte a Bernenstein y hablaron ambos largo rato. Rassendyll se mostró muy alarmado al saber que no había noticias ni de Sapt ni demás, pero sus aprensiones aumentaron al saber el motivo que llevó al Rey al pabellón de caza. En realidad, lo ignoraba todo: dónde estaba el Rey, dónde estaba Ruperto y dónde estábamos nosotros. Estaba en Strelsau, reconocido por media docena de personas, protegido simplemente por sus promesas. Podía ser desenmascarado de pronto por la llegada del Rey o por un mensaje suyo. Sin embargo, hizo frente con serenidad y tesón a tantos riesgos y dificultades. Dos cosas parecían evidentes: Si Ruperto había escapado de la celada y vivía aún y llevaba la carta en el bolsillo, era preciso dar con él. Esto era lo principal. Hecho esto, Rodolfo Rassendyll debía desaparecer de un modo tan discreto como había llegado, a fin de que su presencia no llegara a oídos del Rey. Si fuese forzosamente necesario, diría que se le ocurrió jugarle una broma al canciller, y nada más. En último caso, se le podía decir todo, menos lo concerniente al honor de la Reina. En aquel momento llegó el telegrama que yo puse en Hofbau. Llamaron a la puerta. Bernenstein abrió y entregó a Rassendyll el telegrama dirigido a mi mujer. "Vengo. El Rey permanecerá un par de días en el pabellón. El conde vino, pero al llegar nosotros ya estaba afuera. No sé si está en Strelsau. No he dado ninguna noticia al Rey."―¡Entonces, no le han apresado! ―exclamó Bernenstein, profundamente afectado.―¡Pero no ha dado ninguna noticia al Rey! ―contestó Rodolfo, triunfante. Estaban de pie junto a la Reina, que continuaba sentada. Parecía abatida y cansada, pero apacible. Le bastaba que Rassendyll pensara por ella.―Fíjese en esto ―añadió Rodolfo―. El Rey no dejará el pabellón hoy. Esto nos asegura veinticuatro horas más de libertad.―Pero, ¿dónde esto Ruperto?―Sabremos dentro de una hora si está en Strelsau ―afirmó el inglés. Parecía muy contento de que Ruperto estuviera en la ciudad.―Procuraré enterarme a toda costa. Tenemos tiempo. Si le pillo, veremos si escapa. Mi mensaje les animó, aun cuando había en él muchas cosas curiosas. Rodolfo se volvió hacia la Reina:―¡Valor, Reina mía! ―dijo―. Dentro de algunas horas acabarán los peligros que nos amenazan. ―¿Y luego?―Después, quedará usted tranquila ―murmuró, inclinándose y hablando con cariño―. Y me sentiré orgulloso de haberla salvado.―¿Y usted?...―Tendré que partir. Helga le oyó murmurar estas palabras. Ella y Bernenstein se alejaron.CAPÍTULO 13
UN REY QUE NO CAZARA
Rosa, la moza garrida y bella, abría la puerta de la tienda del número 19 de la Konigstrasse. Trabajaba sin prisa, pero parecía excitada y como satisfecha.
La vieja Holf, en cambio, refunfuñaba y se daba a los mengues porque no había vuelto Bauer. No era probable que volviera. La razón no podía ser más sencilla. Estaba aún en la enfermería adjunta al cuartelillo de la policía, cuidado por un par de médicos, que procuraban recomponerle la cabeza medio rota. La vieja ignoraba esto. Sólo sabía que el día anterior salió para hacer un reconocimiento, probablemente contra alguno que imaginaba conocer la fementida bruja.―¿Estás, segura de que no ha vuelto? ―preguntó a su hija.―Segurísima. ,―Hace doce horas que salió y no ha enviado ni un aviso. Bueno se va a poner el conde Ruperto cuando vuelva y se le diga que no está aquí ese gaznápiro. La joven se encogió de hombros. Había terminado la tienda y se entretenía viendo pasar a los transeúntes. Eran más de las ocho y discurría mucha gente por la calle, la mayoría obreros. Los burgueses tardarían un par de horas en aparecer. La joven les miraba, como hemos dicho, pero su pensamiento estaba ocupado en el majestuoso hidalgo que la noche anterior le preguntó unas cosas. Había oído el pistoletazo, la fuga de varios hombres, la llegada de la patrulla. ¿Se atrevería ésta a detener al Rey. En cuanto a Bauer, poco le importaba lo que le pasara. ¿Qué podía importarle a ella que era la servidora del Rey, a quien favorecería contra sus enemigos? Si Bauer era enemigo del Rey, celebraría que hubiese muerto. ¡Cuán bravamente lo aferró el Rey por el cogote para arrojarlo a la calle! Aún reía pensando cuán ajena estaba su madre de pensar qué clase de visita tuvo por la noche. Las carretas avanzaban lentamente por la calle. Una o dos se detuvieron ante la tienda y sus conductores ofrecieron vender legumbres. La vieja no quiso oírles y les despidió a cajas destempladas. Tres se habían posado ya frente a la puerta y la vieja gruñó una maldición al ver que otra se detenía también.―¡No necesitamos nada, seguid vuestro camino! ―vociferó con agrio acento. El carretero bajó sin escucharla y se dirigió a la zaga del vehículo.―Ya ha llegado usted, señor, estamos en el 19 de la Konigstrasse. Se oyó un bostezo y el suspiro de un hombre que se despereza en el instante, agradable y penoso a la vez, del despertar, después de un sueño reparador.―Bien, bajo ―respondió una voz desde el interior.―¡Ah! Es el conde ―dijo la vieja a su hija―. ¿Qué va a decir de ese perillán de Bauer? Ruperto de Hentzau asomó la cabeza fuera del toldo de la carreta, miró a lo largo de la calle, dio dos coronas al carretero y se metió de rondón en la tienda. La carreta siguió su camino.―Buena suerte he tenido de encontrar esa carreta ―dijo Ruperto alegremente―. No corren buenos vientos para mí en Strelsau. ¡Y qué! ¿Cómo vamos, abuela? ¿Y tú, linda moza? Y con el guante acarició la mejilla de la joven.―¡Ah! ¡Dispensa! Está algo sucio para tocar una mejilla aterciopelada. ―Y examinaba el guante, que tenía unas manchas de color de chocolate.―Todo está como usted lo ha dejado, conde Ruperto ―dijo la vieja Holf―, exceptuando ese belitre de Bauer, que salió anoche...―Bien. ¿Y no ha vuelto?―Aún no.―¡Hum! ¿Y no ha venido nadie más? Su mirada daba una expresión particular a esta pregunta una tanto vaga. La vieja negó con la cabeza. La joven se volvió para ocultar una sonrisa. Suponía que nadie más indicaba al Rey. No sabrían nada por ella. El propio Rey le había recomendado el silencio.―¿Supongo que ha venido Rischenheim? ―inquirió Ruperto.―Sí, monseñor; tiene el brazo en cabestrillo.―¡Ah! ―exclamó Ruperto, súbitamente afectado―. Ya me lo temía. He ahí lo que tiene no poderlo hacer todo yo en vez de encargarlo a torpes y desmañados. ¿Dónde está el conde?―En la buhardilla. Ya sabe el camino.―Sí, pero quisiera almorzar, abuela.―Rosa va a servirle sin tardanza, monseñor. La joven subió detrás de Ruperto la escalera estrecha y empinada. Atravesaron tres pisos deshabitados y luego llegaron al sotabanco. Ruperto abrió la puerta, y seguido siempre de Rosa, que sonreía de un modo misterioso, penetró en una habitación estrecha, larga y baja de techo. Una mesa de encina, unas sillas, un gran aparador y dos camas de hierro junto a la pared componían el moblaje. En una de las camas descansaba el conde Rischenheim con el brazo derecho pasado por un chal de seda negra. Ruperto se detuvo en el umbral y sonrió a su primo. Rosa abrió el aparador y sacó platos, vasos, fuentes, todo lo necesario para disponer la mesa. Rischenheim estaba de pie en mitad de la buhardilla. ―¿Qué noticias hay? ―preguntó―. ¿Has escapado de sus uñas, Ruperto?―Me parece ―replicó el conde de Hentzau, sonriendo y dejándose caer en una silla―. Escapé, pero la estupidez de un imbécil estuvo a pique de costarme la vida. Rischenheim se ruborizó.―Ya te contaré eso ―añadió Ruperto, mirando a la muchacha, que había puesto unos fiambres y una botella de vino sobre la mesa, y que no se daba prisa en marcharse.―Si no tuviera otra ocupación que la de contemplar caras bonitas ―dijo Ruperto, sonriendo a Rosa―, te rogaría que te quedaras. Se levantó y le hizo un profundo saludo.―No deseo oír lo que no me interesa ―respondió Rosa con desdén.―Entonces... ―añadió Ruperto, abriendo la puerta y saludando de nuevo.―¡En cambio ―exclamó ella cuando estuvo en la meseta de la escalera― sé una cosa que le gustaría a usted saberla, señor conde!―Es probable, porque, en efecto, las muchachas saben cosas maravillosas. Y Ruperto, sonriendo, cerró la puerta. Cuando volvió junto a la mesa fruncía el ceño.―¡Ea!, dime, ¡,cómo te las compusiste para dejarte herir, y por qué no has hecho lo que yo, primo? Mientras Rischenheim contaba cómo le apresaron y burlaron en el castillo de Zenda, Ruperto almorzó con apetito. Escuchó sin interrupciones ni comentarios, pero cuando se pronunció el nombre de Rodolfo Rassendyll levantó de pronto la cabeza y le brilló la mirada. Cuando Rischenheim terminó el relato volvió a estar sonriente y alegre.―La celada era buena ―dijo―, no me extraña que hayas caído en ella.―Y a ti, ¿qué te ha pasado? ―interrogó Rischenheim, lleno de curiosidad.―¿A mí? Después de recibir tu carta, que no era tuya, seguí sus instrucciones, que tampoco lo eran.―¿Estuviste en el pabellón? ―¡Claro!―¿Y encontraste a Sapt? ¿Estaba solo? ―Ni sombra de Sapt.―¿No? ¿Entonces te habían preparado una emboscada? ―Probablemente, pero no he caído en ella. Ruperto cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. ―¿A quién encontraste?―Al guardabosque del Rey, al lebrel del Rey y al mismo Rey.―¿El Rey en el pabellón? ―Como lo digo.―Pero, en fin supongo que al no estar Sapt, estarían Bernenstein o algún otro.―No. El guarda y el perro. No había nadie más. ―¿De modo que le diste la carta? ―exclamó Rischenheim tembloroso de emoción.―¡Ay, no, querido primo! Le arrojé la cajita, pero barrunto que no tuvo tiempo de abrirla. No llegamos al punto de la conversación en que yo deseaba darle la carta. ―Pero, ¿por qué no? Ruperto se levantó y fue a colocarse junto a su primo, que estaba sentado, sacudió la ceniza del cigarrillo y sonrió agradablemente.―¿Has notado que mi blusa de caza está rota? ―preguntó. ―Sí. Ya lo veo.―E1 lebrel trató de morderme, el guardabosque de ensartarme en un venablo y el Rey de matarme de un escopetazo.―¡Por el amor del cielo, primo! Y, ¿qué pasó?―Que ninguno de ellos hizo lo que deseaba, primo. Ni más ni menos. Rischenheim abría desmesuradamente los ojos. Ruperto sonreía tranquilamente.―Sin duda porque, como ves, el cielo me ha ayudado. Eso hace que el perro no morderá más, y que el guardabosque no ensartará a nadie. Ninguna falta hace a la nación. Siguió un corto silencio. Luego Rischenheim, inclinándose hacia su primo dijo en voz baja, como si temiera oír su propia pregunta:―¿Y el Rey?...―¿El Rey? Pues... ¡el Rey no cazará más! Durante un momento Rischenheim permaneció inclinado hacia su primo; luego, lentamente se recostó en el respaldo de la silla.―¡Dios mío! ―murmuró.―¡El Rey era un imbécil! ―dijo Ruperto―. Ya te lo voy a contar más detalladamente. Se sentó. Mientras su primo hablaba, Rischenheim parecía escuchar apenas. El relato resaltaba, por el contraste del semblante pálido y las manos temblorosas de Rischenheim con el tono ligero y como festivo empleado por Ruperto, que salpicaba los episodios con chistes odiosos. Pero cuando terminó, se atusó el bigote y declaró con una gravedad repentina:―Después de todo, el asunto es grave. Rischenheim parecía aterrado, y lo estaba. La influencia de su primo había sido bastante poderosa para comprometerlo en el asunto de la carta, pero estaba horrorizado viendo como la intrepidez sin conciencia de Ruperto le había arrastrado paso a paso hasta el punto de que la muerte de un rey no era más que un incidente de sus maquinaciones. De pronto se puso en pie y exclamó:―¡Debemos huir! ... ¡Debemos huir! ...―No, no es necesario. Quizá convenga marcharnos, pero no es preciso huir.―Pero cuando se sepa... ―Calló de repente y añadió luego―: ¿Por qué me lo has dicho? ―Te lo dije porque es una noticia interesante, y si hevuelto aquí es porque carecía de dinero para ir a otra parte. ―Te lo hubiese enviado.―He advertido que obtengo más cuando lo pido en persona. ¿De modo que hemos terminado?―Sí. No quiero mezclarme en nada más.―¡Ah, primo! Te descorazonas demasiado pronto. Cierto es que el Rey nos ha dejado, pero nos queda nuestra querida Reina, y la carta.―Repito que no quiero intervenir en nada más. ―Porque la cabeza nos huele a... Rischenheim se levantó y abrió de par en par la ventana. ―¡Me ahogo! ―dijo, sin mirar a Ruperto.―¿Dónde está Rodolfo Rassendyll? ―preguntó el conde de Hentzau―. ¿Sabes algo de él?―No.―Creo que es necesario averiguar dónde para. Rischenheim se volvió hacia su primo y dijo:―No he intervenido en ese acontecimiento y no quiero intervenir en nada más. No estaba en el pabellón y hasta ignoraba que el Rey estuviera. No soy culpable de su muerte e ignoraba que debiese ocurrir.―Cuanto dices es verdad ―aprobó Ruperto con un movimiento de cabeza.―¡Ruperto, déjame en paz! Me marcharé de aquí en seguida. Si necesitas dinero, te lo daré. ¡Por el amor de Dios, tómalo y sal de Strelsau!―Me da vergüenza mendigar, primo, pero lo cierto es que necesito algún dinero hasta que pueda vender a buen precio un objeto que poseo. ¿Está en su sitio? ¡Ah, sí! Hélo aquí. Sacó del bolsillo la carta de la Reina y la contempló: ―¡Ah! ―exclamó con sentimiento―. ¡Si el Rey no hubiese sido tan idiota! Fue hacia la ventana y miró hacia afuera. No le podían ver desde la calle y no había nadie en las ventanas fronteras. La gente iba y venía como de costumbre, atenta a su trabajo o a sus distracciones. No se notaba la menor agitación en la ciudad. Por encima de los tejados, Ruperto veía flotar el estandarte Real en Palacio y los cuarteles. Sacó el reloj. Rischenheim le imitó. Eran las diez menos diez.―¡Rischenheim ―dijo, ven un instante aquí! El conde obedeció, y Ruperto dejó que mirara uno o dos minutos, antes de añadir:―¿Ves algo anormal?―No, nada ―respondió Rischenheim con acento breve y sombrío, a causa de su espanto.―Pues yo tampoco, y esto es muy raro. ¿No es natural que Sapt u otro cortesano cualquiera hayan ido al pabellón anoche?―Puedo asegurar que tenían intención de hacerlo ―respondió Rischenheim, cuya curiosidad se despertó.―En tal caso han debido encontrar al Rey. A pocas millas de allí, en Hofbau, hay una estación telegráfica. Dime, primo, ¿por qué no llora Strelsau a su querido Rey? ¿Por qué las banderas no están a media asta? No me lo explico.―Ni yo tampoco ―respondió Rischenheim, fijando sus miradas en el rostro de su primo. Ruperto sonrió y dijo en tono meditabundo:―¡Quién sabe si Sapt tiene un nuevo rey de recambio! Calló y pareció reflexionar profundamente. Rischenheim, sin interrumpirle, miraba tan pronto su casa, como hacia el exterior. Las calles permanecían tranquilas y las banderas flotaban al aire en lo alto de las astas. La muerte del Rey no se sabía en Strelsau.―¿Dónde está Bauer? ―preguntó de repente Ruperto―. ¿Dónde demonios se habrá metido? Me servía de ojos. Hénos aquí encerrados y sin que pueda saber nada de lo que ocurre.―Ignoro dónde está. Debe de haberle ocurrido algo. ―Sin duda, prudente primo. Pero, ¿qué? Ruperto se paseó por el sotabanco fumando nerviosamente un cigarrillo. Rischenheim se sentó junto a la mesa. Le pesaba una tensión tan sostenida. El brazo herido le dolía de un modo intolerable y sentía horror y remordimiento pensando en lo ocurrido la noche anterior, sin que pudiese él preverlo ni evitarlo. ―¡Cuándo acabará eso! ―gimió por fin. Ruperto se detuvo delante de él.―Veo que te arrepientes de tus maldades. Nadie te lo impide. Es más. Ve a encontrar al Rey y arrepiéntete. Pero es preciso que sepas lo que hace el Rey. Es preciso que vayas a pedirle una audiencia.―Pero el Rey es...―Lo sabremos a punto fijo cuando hayas pedido la audiencia. Oyeme. Ruperto se sentó delante de su primo para darle instrucciones. Debía averiguar si había un rey en Strelsau o si éste yacía en el pabellón y había sido reemplazado. Si no se trataba de disimular la muerte del Rey, Ruperto huiría para evitar el castigo. Pero no renunciaba a sus propósitos. Una vez que estuviese seguro en el extranjero, amenazaría a la Reina con la carta y así se aseguraría la impunidad y cuanto le plugiera obtener de ello. Si, en vez de eso, Rischenheim encontraba un rey en Strelsau, si las banderas continuaban flotando en lo alto de las astas, si Strelsau ignoraba que estaba difunto en el pabellón, Ruperto sería dueño de un nuevo secreto, pues sabía quién era el Rey que en aquel momento reinaba en Ruritania. Partiendo de tal supuesto, su inteligencia activa y osada concebía proyectos más audaces todavía. Podía ofrecer de nuevo a Rodolfo Rassendyll lo que le ofreciera tres años antes: la asociación en el crimen y el reparto de beneficios. Si se rechazaban sus proposiciones, estaba decidido a lanzarse a la calle y a proclamar la muerte del Rey desde la escalinata de la catedral.―¿Quién puede afirmar ―exclamó entusiasmado por la inspiración que sentía―, quién puede saber si fue Sapt o fui yo el primero que entró en el pabellón? ¿Quién encontró vivo al Rey, Sapt o yo? ¿Quién le dejó muerto? ¿Quién tenía mayor interés en matarle? ¿Yo, que sólo deseaba avisarle lo que se tramaba contra su honor, o Sapt, que está íntimamente ligado al hombre que le roba su nombre y usurpa su lugar cuando su cuerpo aún no está frío? ¡Ah! ¡Todavía no se han librado de Ruperto de Hentzau! Se detuvo y miró a su compañero. Los dedos de Rischenheim estaban crispados sobre sus mejillas pálidas. Pero de nuevo su semblante expresaba curiosidad, excitación, interés. De nuevo la fascinación de la osadía y del valor de Ruperto contagiaban la naturaleza débil de su pariente y le inspiraban una emulación que le dominaba.―Debes de ver ―prosiguió Ruperto― que es poco probable que quieran perjudicarnos.―Lo que pienso es que arriesgo vida y fortuna.―¡Valiente paladín para urca causa grande! Lo peor que puede sucederte es que te tengan prisionero. Si no vuelves dentro de dos horas, deduciré que hay un rey en Strelsau.―Pero, ¿dónde buscaré al Rey?―En palacio ante todo; después en casa de Fritz de Tarlenheim. Reflexionó un instante y dijo entonces, con acento de completa seguridad:―Sí, estará en casa de Fritz.―¿Voy allí, pues?―No. Dirígete primero a palacio. ―¿Me esperarás aquí?―S, primo, a no ser que tuviere alguna razón de bulto que me aconsejara escapar.―En ese caso...―Dejaría dicho o escrito lo que debes hacer. ―Bien.―A propósito: trae dinero. Siempre es bueno tener lleno el bolsillo. Muchas veces me he preguntado cómo se las apaña el Diablo sin faltriquera. Rischenheim no contestó. Anhelaba salir de dudas cuanto antes. Su. mente mal equilibrada pasaba de la desesperación a la certidumbre de un magnífico resultado.―Estarán a merced nuestra, Ruperto.―Quizá, pero recuerda que las fieras, cuando están acorraladas, muerden de firme.―Quisiera que estuviese curado ya del brazo.―Es menos peligroso para ti que esté inútil ―dijo Ruperto, sonriendo.―Así no puedo defenderme.―Sin duda, pero no se trata ahora de ir a cuchilladas. ―¿De qué, pues?―De ver, observar, negociar. ―Ya verás si sirvo para el caso. ―Así lo creo, primo. Rischenheim se animaba, a pesar de las burlas de su pariente. Quería probar a éste su valor. Tomó un revólver que había encima de la mesa y lo metió en el bolsillo.―No dispares sin necesidad ―aconsejó Ruperto. Rischenheim contestó con un ademán afirmativo, y se dirigió hacia la puerta. Ruperto le vio salir y volvió luego a la ventana. Su primo, una vez que estuvo en la calle, echó a andar rápidamente. Cuando miró hacia la ventana del número 19, no vio el perfil erguido y firme de su primo, que contemplaba la ciudad. Esta continuaba absolutamente tranquila. Nada indicaba que la muchedumbre tuviera motivos para apresurarse a ir a un punto determinado en busca de noticias. No se notaba el menor movimiento de tropas. La calma y la normalidad reinaban en la ciudad de Strelsau. Cuando Rischenheim salió decidido en busca de noticias, bajó rápidamente la escalera. Al final de ella, arreglando algunas cachicachas de la tienda, encontró a la garrida y alegre Rosa. ―¿Sale usted, señor conde? ―preguntó. ―Sí. Es necesario que vaya a la ciudad. Rosa preguntó aún:―¿Y el conde Ruperto va a salir también? ―Se me figura que no. Pero de repente dijo:―¿Y eso qué te importa, muchacha? Rosa se apartó sin contestar. Y siguió al conde con expresión triunfante.CAPÍTULO 14
LLEGAN NOTICIAS DE STRELSAU
Al salir de su zahurda de la Konigstrasse, Rischenheim anduvo un trecho a buen paso y luego llamó a un cochero. En aquel mismo instante vio el elegante faetón de Antón de Strofzin detenerse ante él.
El elegantón guiaba y en el pescante, junto a él había un ramillete de flores escogidas.―¿Adónde va tan temprano? ―preguntó Antón, sonriendo.―Por ahí ―respondió Rischenheim―. Y usted, según las apariencias ―añadió, indicando el ramillete―, a visitar alguna bella donna.―Voy a llevar estas flores a Helga de Tarlenheim ―aseguró el Petronio de Ruritania―. ¿Puedo llevarle a alguna parte? ―prosiguió con su tono obsequioso. Aun cuando Rischenheim pensara ir antes a palacio que a otra parte, el ofrecimiento de Strofzin― le daba un buen pretexto para ir a un punto donde le sería fácil adquirir noticias.―Iba a palacio para procurar saber dónde está el Rey, pues deseo pedirle unos minutos de audiencia.―Venga conmigo. Y apartando el ramillete hizo un lugar a su amigo. Como el tronco de Antón era magnífico, no tardó en llegar a mi casa. Ambos compañeros bajaron del faetón. En el momento de entrar, salía el canciller para volver a su casa. Helsing conocía a los dos y se detuvo para bromear sobre el ramillete del elegante.―Pensaba que era para mi hija ―dijo el canciller―. Desde que mi mujer y yo no nos las ofrecemos mutuamente, nunca habría flores en mi casa a no ser por las que envían a mi hija. Antón contestó prometiendo un ramillete para el día siguiente. Le interrumpió Rischenheim al fijarse en el grupo de curiosos que había delante de mi palacio.―¿Qué pasa aquí, querido canciller? ¿Qué espera esa gente? ¡Hasta hay un coche de la Real Casa!―La Reina está con la condesa ―respondió Helga―. Esperan verla salir.―¡Bien vale la pena de que se la mire! ―exclamó Antón incrustando su monóculo.―¿Vino usted a verla? ―preguntó Rischenheim. ―Sí, vine a ofrecerle mis respetos. ―Matinal fue la visita.―Era casi de asuntos serios.―Yo también tengo un asunto de importancia, pero incumbe al Rey.―¿El Rey? ―repitió Helsing―. El Rey está en Zenda. ―Voy a Palacio, pues si no puedo verle he de escribirle en seguida. Mi asunto es muy urgente.―¿De veras, conde? ¿Muy urgente, dice?―Sí, ¿puede informarme? ¿Está realmente en Zenda? El canciller no sabía qué contestar.―¿En Zenda? Es que..., dispense. ¿Puedo saber de qué se trata?―Dispénseme, querido canciller, es un secreto.―El Rey me honra con su confianza.―Entonces no le importará mucho gozar de la mía ―respondió Rischenheim, sonriendo.―Veo que está usted herido en el brazo ―dijo el canciller para esquivar nuevas preguntas.―Algo hay de esta herida en el asunto de que hablo. Veo que debo ir a palacio. Es decir, quizá la Reina... Rischenheim se acercó a la puerta. ―¡Ah, amigo! No haría yo eso.―¿Por qué no?―La Reina está muy ocupada y de seguro que no le gustará que la distraigan. Sin cuidarse más del canciller, Rischenheim llamó a la puerta. Dijo al mayordomo que pasara su nombre a la Reina y le pidiera si se dignaría recibirle un instante. Helsing quedó perplejo en la acera. La muchedumbre, embobada, viendo las idas y venidas de aquellos grandes personajes, no parecía dispuesta a dispersarse. Antón no reaparecía. Desde allí oyó las voces de los que estaban en el saloncito de la planta baja. Reconoció las de mi mujer, de Antón y de la Reina. Luego la del mayordomo que decía:―Voy a informar al conde de la voluntad de Su Majestad. El servidor reapareció y detrás de él Antón y Bernenstein. Pasaron rápidamente delante del mayordomo y llegaron junto a Rischenheim.―Volvemos a encontrarnos ―dijo Bernenstein, saludando. El mayordomo se acercó para comunicar la respuesta de la Reina. Rischenheim preguntó, entonces, al autor de su herida, si sabía dónde estaba el Rey. Bernenstein deseaba desembarazarse de los visitantes, pero no quería demostrarlo.―¿Desea ya una nueva entrevista con el Rey? ―preguntó sonriendo―. ¿Le fue muy agradable la última? Rischenheim no recogió la alusión. Replicó con sarcasmo: ―Resulta difícil descubrir a nuestro buen Rey. El canciller ignora dónde está, o, por lo menos, se niega a responder a las preguntas que se le dirigen acerca de ello. ―Es posible ―rebatió Bernenstein― que el Rey tenga razones para que no le molesten.―Quizá sea eso.―Entretanto, estimado conde, le agradaceré que se marche de aquí.―¿Le molesto?―En grado sumo ―respondió Bernenstein con sequedad. ―¡Eh, Bernenstein!, ¿qué pasa? ―preguntó Antón, oyendo el tono y viendo las miradas agresivas de los dos interlocutores. También los mirones notaron lo mismo, y se formó un grupo más compacto. De pronto se dejó oír en el vestíbulo una voz clara y bien timbrada. La querella no pasó adelante. Calló la multitud. Antón se divertía.―¡El Rey! ―exclamó―. Usted lo ha traído, Rischenheim. La gente oyó el anuncio y lanzó exclamaciones de júbilo. Helsing se volvió hacia los que chillaban como para hacerles callar.―¿Acaso el Rey no le manifestó que deseaba guardar el incógnito?―Sí, pero el que acababa de hablar como Rey prefirió correr mil riesgos a dejar que Rischenheim fuese a avisar a Ruperto de Hentzau.―¿Es el conde de Rischenheim? ―preguntó―. En tal caso, que entre y cerrad la puerta. Había en el acento del soberano algo que alarmó a Rinchenheim. Quiso retroceder, pero ya no tuvo tiempo. Bernenstein lo asió por el brazo.―¡Ea, entre! ¿No deseaba entrar? ―dijo con sonrisa irónica. Rischenheim miró en torno como si pensase huir. Un segundo después Bernenstein fue empujado a un lado. Un hombre de alta estatura apareció un instante en la puerta. La multitud apenas le vio, pero le aclamó entusiasta. La mano de Rischenheim estaba sujeta por otra muy fuerte. La multitud alborotada, contenta por haber visto al Rey. Se cerro la puerta. Rischenheim entró a pesar suyo. Si los que esperaban junto a la puerta para ver salir al Rey y a la Reina, hubiesen podido ver lo que pasaba en el interior de aquella morada, su emoción sería mucho más intensa. Rodolfo había aferrado a Rischenheim por el brazo, y sin perder un instante le llevaba a lo más recóndito de la casa, a un gabinetito de la planta baja que daba al jardín. Rodolfo conocía la casa desde años antes y no había olvidado la disposición de sus habitaciones.―Cierre la puerta, Bernenstein ―dijo. Y luego, volviéndose hacia Rischenheim, añadió:―Supongo, señor conde, que ha venido para descubrir algo. ¿Ha dado usted con ello? Rischenheim reunió todo su valor para decir:―Sí, ahora sé que me las he de ver con un impostor.―Precisamente. Los impostores no pueden correr el riesgo de ser descubiertos. Rischenheim palideció. Rodolfo estaba frente a él y Bernenstein guardaba la puerta. Estaba en su poder y sabía sus secretos. ¿Conocían ellos el suyo? ¿El que Ruperto le había revelado?―Oigame.. Durante unas horas soy rey en Strelsau. Durante ese tiempo he de arreglar cuentas con su primo Ruperto. Tiene algo que yo quiero tener. Voy a encontrarle y usted permanecerá aquí con Bernenstein. Venceré o caeré. Pero, de todos modos, esta noche estaré lejos de Strelsau. Rischenheim sonrió triunfante. Ignoraban que el Rey hubiera muerto. Rodolfo le miró de hito en hito.―Ignoro por qué se ha enredado en este asunto. Conozco, en cambio, las razones de su primo, pero me parece imposible que le hayan parecido suficientes para justificar a sus ojos la pérdida de una mujer desdichada que es su Reina. Tenga la seguridad de que moriré antes de permitir que esa carta llegue a manos del Rey. Rischenheim no contestó.―¿Lleva usted armas? Rischenheim, con expresión sombría, dejo el revolver sobre la mesa. Bernenstein se apoderó de él.―Que no se mueva de aquí, Bernenstein. Cuando vuelva diré lo qué es preciso hacer de este hombre. Si no vuelvo, Fritz le dirá lo que le conviene.―No se me escapará por segunda vez ―murmuró Bernenstein.―Nos consideramos autorizados para disponer de usted contra su voluntad, pero nadie desea su muerte a no ser que sea indispensable. Saludando ligeramente, Rodolfo dejo al prisionero bajo la guardia de Bernenstein y volvió al aposento donde le esperaba la Reina. Helga estaba con ella. La Reina se levantó.―No puedo perder ni un momento ―dijo Rodolfo―. Esta muchedumbre sabe ahora que el Rey está aquí. La noticia circulará por la ciudad. Es preciso que Sapt sepa impedir que ese rumor llegue a noticias del Rey. Por lo tanto, es necesario que yo vaya a cumplir mi cometido y desaparezca después. La Reina permanecía de pie ante él. Sus ojos parecían devorar su rostro, pero únicamente dijo:―Sí, así debe ser.―Usted debe volver a palacio tan pronto como yo haya partido. Voy a rogar a la gente que se disperse y luego partiré.―¿En busca de Ruperto de Hentzau?―Sí. Luchó la Reina unos instantes contra los sentimientos que batallaban en su corazón; luego se dirigió hacia Rodolfo y le torno la mano.―¡No vaya! ―dijo en voz baja y temblorosa―. ¡No vaya, Rodolfo, le matará! No piense más en la carta. No vaya. Prefiero mil veces que el Rey reciba la carta, que no que corra usted peligro... ¡Oh, amado mío, no vaya!―Es preciso ―respondió él, cariñosamente. Le suplicó de nuevo, pero él no quiso ceder. Helga se dirigía hacia la puerta. Rodolfo la llamó.―Permanezca con ella. Acompáñela a palacio ―le dijo. Hablaban aun, cuando se oyó el ruido de un carruaje que se detenía ante la puerta. Había yo encontrado a Strofzin y sabido por él que el Rey estaba en mi casa. Corrí hacia la puerta. En una ventana vi la carita de mi mujer. Corrió a abrirme ella misma.―¡Gran Dios! ―exclamé―. ¿La gente sabe que él está aquí y le toma por el Rey?―No pudimos, impedirlo. Aquello era peor de lo que podía imaginar. Toda la gente, víctima del error. Todos sabían que el Rey estaba en Strelsau. ¡Le habían visto!―¿Dónde está? ―pregunté, y la seguí al saloncito. La Reina y Rodolfo estaban de pie, uno junto al otro. Rodolfo se me acercó.―¿Todo va bien? ―preguntó anhelante. Olvidé la presencia de la Reina. Tomé la mano de Rodolfo y exclamé: ―¿Le confunden con el Rey?―Sí, pero, ¡en nombre del cielo! ¿Qué tiene que está tan pálido? Saldremos del trance. Yo partiré esta noche. ―¿Partir? ¿Para qué, puesto que creen que es usted el Rey?―No se lo diga al Rey. Me ha sido imposible evitarlo. Voy a saldar cuentas con Ruperto, y luego desaparezco. Estaban los tres junto a mí, sorprendidos de mi terrible agitación. Recordando tal escena hoy día, me pregunto cómo podía hablarles. Rodolfo trató nuevamente de tranquilizarme, sin adivinar la cansa de mi angustia.―No tardaré mucho en acabar con Ruperto. Es preciso rescatar esa carta o llegará al Rey. Balbuceé:―El Rey no verá jamás esa carta. Y me desplomé en una silla. Nada dijeron. Les miré a todos. Experimentaba una rara impresión de impotencia. Creía imposible otea cosa que soltarles brutalmente la verdad a la cara. Repetí:―El Rey no verá jamás esa carta. El propio Ruperto lo sabe bien.―¿Qué quiere usted decir? ¿Ha encontrado a Ruperto? ¿Tiene usted la carta?―No, pero el Rey no la podrá leer. Entonces Rodolfo me aferró por los hombros y me zarandeó, porque yo debía tener en aquellos momentos el aspecto de un hombre alelado.―¿Por qué, amigo mío, por qué? ―me preguntó en voz baja y presurosa. De nuevo les miré. Pero aquella vez mis ojos, atraídos por el semblante de la Reina, se fijaron en él. Creo que fue ella la primera en adivinar, en parte, la noticia que traía. Sus labios se entreabrían; sus ojos me miraban con ardor. Pasé la mano por la frente y mirándola, medio aturdido, dije:―No podrá leerla. ¡Ha muerto! Helga lanzó una exclamación, Rodolfo no habló ni se movió. La reina continuó mirándome, inmóvil y transida de horror.―Ruperto lo ha matado ―añadí―. Le atacaron el lebrel Boris, Huberto y el Rey, y Ruperto los mató a todos. ¡Sí, el Rey está muerto, muerto! Nadie habló. Los ojos de la Reina me miraban.―¡Sí, ha muerto! ―repetí, y mis ojos permanecían fijos en los de la Reina, que continuaba mirándome. Por fin, como atraída por una fuerza irresistible, se volvió, para mirar a Rassendyll. Sorprendí una mirada en que había dolor, remordimiento y una alegría involuntaria. El no le habló, pero alargó una mano y tomó la suya. Ella la retiró bruscamente y con ella se cubrió los ojos. Rodolfo se volvió hacia mí.―¿Cuándo ocurrió eso?―Anoche.―Y... ¿está en el pabellón?―Sí, con Sapt y James. Recobraba yo la serenidad poco a poco.―Nadie lo sabe ―añadí―. Temíamos que alguien le tomara por él. Pero, ¿qué es lo que hay que hacer ahora, Rodolfo? Rassendyll quedó como sumido en una meditación profunda. La Reina se le acercó y le tocó ligeramente el brazo. Se estremeció, como sorprendido, pero volvió a sumirse en su meditación.―¿Qué hacemos? ―repetí.―Voy a matar a Ruperto de Hentzau ―respondió―. Luego veremos. Atravesó la sala y llamó:―Despidan a todo el mundo ―ordenó―. Digan que necesito tranquilidad y silencio. Luego tengan un coche cerrado de otro de diez minutos; ni uno más. El criado recibió estas órdenes imperiosas, inclinándose, y se retiró. La Reina, que hasta entonces parecía dueña de sus nervios, pareció presa de fuerte agitación.―Rodolfo ―dijo―, ¿ahora también, después que ha... sucedido eso... es preciso que vaya usted a matar a ese hombre?―¡Chist! ―murmuró. Luego añadió en voz alta:―No quiero salir por segunda vez de Ruritania dejando vivo en ella a Ruperto de Hentzau. Fritz, telegrafíe a Sapt que el Rey está en Strelsau..., ya comprenderá. Añada que a mediodía tendrá nuevas instrucciones. Cuando haya matado a Ruperto pasaré por' el pabellón, yendo hacia la frontera. Se volvió para marchar, pero la Reina le retuvo un instante.―¿Vendrá a verme antes de partir? ―suplicó.―No debería hacerlo ―respondió, mientras su mirada, tan resuelta, se tornaba cariñosa y tierna. ―¿Vendrá, usted?―Sí, Reina mía. Me levanté de un salto, sin poder contenerme por un terror súbito.―¡Por el cielo, Rodolfo! ¡Si le mataran a usted en la Konigstrasse! Se volvió hacia mí con expresión sorprendida y me miró con firmeza.―No me matará ―dijo sencillamente, como si tal cosa fuera imposible. La Reina tenía los ojos fijos en Rodolfo y no se cansaba de mirarle. Repitió:―¿Volverá?―Sí, Reina mía y se marchó. La Reina permaneció unos momentos donde estaba, inmóvil y rígida. Luego se dirigió, tropezando, hacia mi mujer, y cayó de rodillas, ocultando su rostro entre las de Helga. Oí sus sollozos, que escapaban tumultuosos y rápidos. Helga me miró llorosa. Salí. Quizá Helga consiguiera infundirle valor y consolarla. Rogué al Señor que le enviara el perdón que su falta le impediría solicitar por sí misma. ¡Pobre mujer! Espero que nada te será echado en cara.CAPÍTULO 15
PASATIEMPO PARA SAPT
El condestable de Zenda, y James, el criado de Rassendyll, comían en el pabellón de caza. Estaban en el aposento que ocupaba habitualmente el gentilhombre de servicio del Rey.
Lo habían escogido porque desde su ventana se dominaba el camino que conducía al pabellón. La puerta de entrada estaba bien cerrada, de modo que podían rehusar la entrada a los importunos. Si al que, pidiera paso no se le podía negar, tenían hechos los preparativos para ocultar los cuerpos del Rey y de Huberto. Se respondería a los preguntones que el Rey salió al amanecer con el montero, prometiendo que volvería al anochecer, pero sin decir adónde iba. Sapt había recibido orden de permanecer allí, y James esperaba instrucciones de su amo, el conde Fritz de Tarlenheim. Así preparados contra toda sorpresa, esperaban noticia mías, que decidirían su conducta eventual. Entretanto, debían permanecer ociosos. Sapt, después de comer, fumaba su pipa; James, luego de hacerse rogar mucho, consintió en fumar una corta raíz de brezo. ―¿En qué piensa usted, amigo James? ―preguntó Sapt, que había cobrado afecto a aquel hombre decidido y diestro. Después de un corto silencio, James respondió, quitándose la pipa de la boca:―Pensaba, señor, que puesto que el Rey ha muerto... Y se detuvo.―En efecto ―confirmó Sapt―, el Rey ha muerto, ¡pobre hombre!―Que puesto que está muerto y que mi amo, el señor de Rassendyll está vivo, pensaba que era lástima que éste no pudiera ocupar el puesto de aquél. Jame; miró al condestable a fuer de hombre que ofrece respetuosamente una sugestión.―¡Es una idea famosa, James! ―declaró Sapt con sonrisa sarcástica.―¿No es usted de mi parecer, caballero? ―interrogó James en tono de excusa.―No digo que no sea lástima, pues Rassendyll haría un rey excelente, pero es imposible. ¿No lo comprende, usted? James acarició una de sus rodillas con la mano y dio una chupada a la pipa que tenía en la boca. Luego se dirigió nuevamente a Sapt:―Cuando usted dice imposible, caballero ―contestó con deferencia―, me permito disentir de su opinión.―¿De veras? Vamos, puesto que nada tenemos que hacer, veamos cómo sería posible.―Mi amo está en Strelsau ―empezó James. ―Probablemente.―Estoy seguro de ello, caballero. Si le ven le tomarán por el Rey.―Eso ha sucedido ya y puede volver a suceder, a no ser que...―Sin duda. A no ser que se descubra el cuerpo del Rey. ―Eso iba a decir, James. Este permaneció silencioso algunos minutos y luego repuso:―Será difícil explicar cómo fue muerto el Rey.―En efecto: será preciso contar muy bien la historia ―reconoció el condestable.―Y será difícil demostrar que fue muerto en Strelsau. Sin embargo, si a mi amo lo mataran en Strelsau.. .―¡Líbrenos el cielo de ello, James!―Pues aun sin que maten a mi amo nos será difícil probar que el Rey fue muerto a la hora que nos convenga indicar, y de un modo que pueda parecer plausible. Sapt dijérase que aceptaba las ideas y suposiciones de James.―Todo eso es cierto, pero si Rassendyll debe ser Rey, será difícil disponer del cuerpo de Rodolfo V y del de Huberto. De nuevo reflexionó James antes de responder.―Como usted comprende, caballero, discuto únicamente este asunto para pasar el tiempo, pues quizá fuese dañoso ejecutar un proyecto así.―Quizá sí; pero continuemos... por mero pasatiempo ―dijo Sapt, que se inclinó para ver bien el semblante tranquilo e inteligente del criado.―Pues bien, señor, puesto que eso le distrae, digamos que el Rey vino al pabellón anoche, donde se le juntó su amigo Rassendyll.―¿Y yo? ¿Estaba aquí también? ―Sí, señor, estaba usted de servicio. ―Y usted, James, ¿cómo vino?―Por orden del conde de Tarlenheim. Vamos ahora al Rey, señor... Cuento mi historia...―Me interesa. Continúe.―El Rey puede haber salido esta mañana temprano. ―Sería, probablemente, cuestión de un asunto privado. ―Sí, eso nos pareció. El señor Rassendyll, Huberto y yo, estábamos aquí y aquí nos quedamos.―¿Había venido el conde de Hentzau?―Lo ignorábamos, señor. Estábamos cansados y dormimos profundamente.―¿De veras? ―preguntó el condestable con su sonrisa burlona.―Como digo, estábamos derrengados de cansancio, y a pesar de que avanzaba la mañana aún permanecíamos en la cama. Aún estaríamos de no despertarnos de una manera sorprendente y horrorosa.―Debería usted escribir cuentos, James. Veamos, de qué modo horrible despertamos. James dejó la pipa y apoyando las manos en las rodillas, prosiguió así:―Este pabellón, caballero, es todo de madera, tanto por dentro como por el exterior.―Sí, James, tiene razón que le sobra. Todo es de madera. ―Teniendo esto en cuenta, sería una imprudencia temeraria dejar una vela encendida donde se guarda el aceite y la leña.―Sería criminal.―Pero los reproches no molestan a los difuntos y el pobre Huberto ha muerto.―Es cierto.―Nosotros, al despertar, usted y yo ...―¿Y los otros no deben despertar, James?―En verdad, caballero, desearía que no hubiesen despertado. Pues usted y yo, al despertar, encontraríamos ardiendo todo el pabellón. Y nos sería preciso precipitarnos para salvar la vida.―¿Sin tratar de despertar a los otros?―Sí, señor. Haríamos cuanto es posible hacer.―Y fracasaríamos en nuestros esfuerzos heroicos, ¿verdad? ―dijo Sapt.―¡Ay!, sí, señor, ¡fracasaríamos! Las llamas envolverían el pabellón por completo, y antes que hubiesen podido acudir en nuestro auxilio, el pabellón sería un montón humeante de ruinas y mi pobre amo Rassendyll y el desdichado Huberto estarían reducidos a cenizas.―¡Hum!―En todo caso no habría forma de reconocer sus cuerpos carbonizados.―¿Cree, usted?―Sin duda alguna, si el aceite, la leña y la vela estaban colocados de un modo conveniente.―¡Ah, sí! Y de este modo perecería Rodolfo Rassendyll. ―Yo mismo llevaría la triste nueva a su familia. ―En tanto que el Rey de Ruritania...―Tendría un reinado próspero y dilatado, si a Dios pluguiese.―¿Y la Reina de Ruritania, James?―Compréndame bien, señor, podrían casarse secretamente. Debiera decir, volverse a casar. ―Por un sacerdote digno de confianza. ―Querrá decir indigno.―Lo mismo da; todo es según el color del cristal con que se mira. Por primera vez James se permitió una sonrisa pensativa. Sapt dejó en paz la pipa y se retorció el mostacho. Sonreía también y miraba fijamente a James. El hombrecillo sostenía la mirada, sin pestañear. ―Todo eso está ingeniosamente pensado, James. Pero si su amo pereció así, lo cual puede suceder, el conde Ruperto es un hombre con el cual hay que contar.―Si mi amo perece, habrá que enterrarlo, caballero. ―No lo dudo. Y supongo que en Strelsau. ―Poco le importará dónde, señor.―Es verdad y a nosotros no nos toca preocuparnos por él. ―No. Y llevar secretamente el cuerpo de aquí a Strelsau...―Sí, es difícil, como ya reconocimos antes. En suma, es éste un bonito cuento. Quise decir: suponiendo que no muriera.―Es perder tiempo, señor, entretenerse en renegar de los hechos consumados. Podría ser mejor el cuento qué la realidad, siquiera no sea muy hermoso el cuento. De nuevo se miraron ambos interlocutores.―¿Dónde nació usted, amigo? ―preguntó Sapt, de repente.―En Londres.―Veo que en Londres se inventan buenas fábulas. ―Sí, señor, y algunas veces se las representa. En aquel instante James se levantó, señalando a la ventana. Un hombre a caballo galopaba en dirección del pabellón. Cambiando una― rápida mirada, ambos corrieron a la puerta y avanzando unos veinte metros se detuvieron bajo el árbol a cuyo pie fuera enterrado el lebrel del Rey.―A propósito ―dijo Sapt―, ha olvidado a Boris.―El pobre animal moriría en la habitación de su dueño, señor.―Sí, pero antes será preciso desenterrarle. ―Ciertamente, caballero. No se necesitará mucho tiempo para ello. Sapt sonreía aun cuando el mensajero llegó, e inclinándose sobre el ;cuello del caballo tendió al condestable un telegrama.―Especial y urgente, monseñor ―dijo. Sapt rompió el sobre y leyó. Era el telegrama que yo había enviado por orden del señor Rassendyll. No quiso fiar en mi clave, pero en realidad no había necesidad de emplearla. Sapt comprendió el despacho, aun cuando sólo decía: "El Rey está en Strelsau; espere las órdenes en el pabellón. Los asuntos van bien, pero aún no han terminado. Telegrafiaré de nuevo." Sapt alargó el telegrama a James, que lo tomó saludando respetuosamente. Lo leyó y devolvió con un nuevo saludo. ―Haré lo que se indica, señor. ―Bien ―respondió Sapt. Y luego añadió, dirigiéndose al mensajero:―Gracias, muchacho. Toma una corona. Si llega otro telegrama para mí, tráelo sin retraso y te ganarás otra moneda como esa.―Lo tendrá tan pronto como un caballo pueda traerlo, caballero. Y se marchó saludando militarmente.―Ya ve usted, James, que su relato es puramente imaginario, pues este hombre ha podido ver que el pabellón no ardió anoche.―Es cierto, caballero, pero...―Continúe, James, se lo agradeceré. Ya le he dicho que su relato es interesante.―Este hombre no puede saber si el pabellón arderá esta noche. Un incendio lo mismo puede estallar un día que otro. El viejo Sapt rompió de pronto en una carcajada ruidosa, exclamando:―¡Voto va! ¡Vaya una cosa sorprendente! James sonrió de satisfacción.―El destino lo , quiere ―dijo el condestable―. Un extraño destino. Ese hombre nació para tal lugar. Hubiésemos hecho lo que ahora si Miguel ahogara al Rey en su calabozo. Sí, lo queríamos. Que Dios nos perdone, pero lo deseábamos Fritz y yo. Pero Rodolfo quiso que el Rey volviera a su trono. Lo quiso aun cuando eso le hacía perder una corona y lo que amaba más que una corona. Lo quiso y contrarió así lo que había dispuesto el destino. El señor de Hentzau puede pensar que esta vez el asunto es obra suya. No, es el destino que se sirve de él. El destino ha vuelto a traer a Ruperto. El destino quiere que él sea Rey. ¿Me mira, usted? ¿Cree usted que estoy loco, señor ayuda de cámara?―Creo, señor, que está usted en sus cabales y que tiene muy buen sentido, si me es permitido hablar así. ―¿Buen sentido? No estoy seguro del todo, pero sí lo estoy de que el destino es ese, téngalo por seguro. Los dos hombres habían vuelto a su aposento. Pasaron por delante de aquel en que descansaban los cuerpos del Rey y del guardabosque o montero. James permanecía junto a la mesa. Sapt se paseaba por la habitación atusándose el bigote y refunfuñando.―¡No me atrevo! ―murmuró―. ¡No me atrevo! Es cosa que un hombre no puede hacer por su propia y sola iniciativa. Pero el destino lo hará. Nos lo impondrá.―Entonces ―dijo James―, lo mejor es que estemos preparados. Sapt se volvió vivamente hacia él, casi con cólera: ―Se habla a veces de mi audacia. ¡Voto a Júpiter! ¿Qué diremos de la suya?―Nada malo se hace con estar dispuestos. Sapt fue hacia él y le tomó por los brazos. ―¿Dispuestos? ¿De qué modo? ―preguntó con rudo acento.―El aceite, la leña, la luz, caballero.―¿Dónde, amigo? ¿Cerca de los cuerpos, quiere usted decir?―No donde están ahora los cuerpos. Es necesario que todo esté en el lugar que le corresponde.― Entonces, ¿debemos cambiarlos de sitio?―Evidentemente.―¿Y el perro?―También. Sapt le dirigió una mirada casi feroz, y luego rompió en risa.―¡Amén! Tome usted el mando ―dijo―. El destino lo quiere. Inmediatamente empezaron a trabajar. Parecía, en verdad, que una influencia misteriosa pesara sobre el condestable. Dijérase que obraba en una crisis de sonambulismo. Colocaron los cuerpos donde cada uno se hubiese encontrado en la hora de la supuesta catástrofe: el Rey en su habitación oficial, a Huberto en el gabinete contiguo Desenterraron el perro. Sapt mascullaba palabras. ininteligibles. James estaba tan grave como un empleado de funeraria, cuyo papel ahora asumía. Llevaron al animal al cuarto del Rey. Después amontonaron la leña, la rociaron con el aceite, dejaron cerca algunas botellas de coñac, ron y otras bebidas alcohólicas para atizar el fuego. Tan pronto le parecía a Sapt que aquello era cosa de juego y que terminaría pronto, como que obedecían a algún poder misterioso que ocultaba su gran designio a sus propios instrumentos. El ayuda de cámara del señor de Rassendyll se afanaba, arreglaba, colocaba todo lo necesario con tanta diligencia y destreza como si dispusiera las prendas de vestir de su amo o afilara las navajas de afeitar. El viejo Sapt le detuvo una vez que pasaba delante de él.―Supongo que no me cree loco porque hablo del destino ―dijo.―No, señor. No entiendo de semejante cosa, pero deseo estar dispuesto.―¡Qué acontecimiento! ―murmuró Sapt. Lo que parecía broma al principio, se convertía en realidad. Si no estaban serios, si no obraban en serio, lo parecía. Si no tenían las intenciones que parecían suponer sus actos, no podían negar que tenían una esperanza. Cuando hubieron acabado su tarea y se sentaron uno enfrente de otro en el aposento que escogieran para sí, el plan entero estaba trazado, los preparativos hechos; todo marchaba sin tropiezos. Sólo esperaban el impulso que debía venir del azar o del destino y que convertiría en una realidad el cuento imaginado por James. Cuando todo quedó listo, la serenidad y sangre fría que raras veces abandonaban a Sapt, habían vuelto a dominarle por completo. Encendió la pipa y se retrepó en el sillón.―Algo ha debido suceder en Strelsau ―dijo James. ―¿Pero qué? ―preguntó Sapt. De pronto oyeron llamar violentamente a la puerta. Absortos en sus pensamientos no habían advertido que dos hombres llegaban a caballo y se detenían junto al pabellón. Ambos llevaban la librea verde y oro de los monteros del Rey. El que había llamado era Simón, el hermano de Huberto que estaba de cuerpo presente en su cuartito.―No contábamos con eso ―murmuró el condestable de Zenda, apresurándose hacia la puerta, seguido de James. Simón quedó sorprendido cuando abrió Sapt. ―Dispense, condestable, pero deseaba ver a Huberto. ¿Puedo pasar? Echó pie a tierra y entregó las riendas a su compañero. ―No hay necesidad de entrar ―declaró Sapt―. Huberto no está aquí.―¿Dónde está, pues?―Ha salido esta mañana con el Rey.―Entonces, supongo que se halla en Strelsau.―Si sabes eso, Simón, sabes más que yo.―Es que el Rey está en Strelsau, monseñor.―¿Cómo se explica? No me dijo una palabra de ello. Se levantó al amanecer y ha marchado a caballo con Huberto, diciendo sólo que volvería por la noche.―Pues ha ido a Strelsau. Llegó de Zenda y allí se sabe que estuvo en la ciudad con la Reina. Ambos estaban en casa del conde Fritz de Tarlenheim.―Me alegro de saberlo. Pero el telegrama recibido en Zenda, ¿no decía donde estaba Huberto? Simón se rió.―Huberto no es rey, señor. En fin, volveré mañana, pues he de verle. Supongo que mañana estará aquí.―Sí, Simón, estará.―Y traeré la carreta para llevarme el jabalí, porque supongo que no se lo han comido todo ustedes. Sapt rió y Simón hizo lo mismo.―Todavía no lo hemos asado ―dijo Sapt―, pero no respondo de macana.―Bien, señor, veremos. ¡Ah! Circula un rumor. Se dice que se vio al conde Ruperto de Hentzau en la ciudad. ―¡Ruperto de Hentzau! Es imposible, Simón. No se atrevería a asomarse. Sabe que la broma podría costarle la cabeza.―¡Quién sabe! Quizá es esa la causa de que el Rey haya ido a Strelsau.―Bastaría eso, en efecto, de ser verdad ―confirmó Sapt. ―Buenos días, monseñor.―Buenos los tengas, muchacho. Ambos monteros se alejaron. James les siguió con la mirada algunos instantes, y luego dijo:―Se sabe que el Rey está en Strelsau, y ahora se dice lo mismo del conde de Hentzau. Y añadió después de unos momentos:―¿Cómo el conde de Hentzau puede haber muerto al Rey en el bosque de Zenda? Sapt le miró casi con temor.―¿Cómo el cuerpo del Rey puede llegar al bosque de Zenda? ―prosiguió James―. ¿O cómo el cuerpo del Rey puede ir a la ciudad de Strelsau?―¡Basta ya de enigmas! ―exclamó Sapt―. ¿Ha jurado usted hacerme perder los estribos y acabar con mi paciencia? El ayuda de cámara se le acercó y dijo respetuosamente: ―Ya una vez ha hecho usted una cosa tan difícil. ―Era para salvar al Rey.―Y ahora es para salvar a la Reina y a usted mismo, pues si no salimos con bien de la empresa será preciso que se sepa la verdad acerca de mi amo. Sapt no le contestó. Volvieron a sentarse en silencio. Encendieron las pipas y fumaron, en tanto que transcurrían las horas del mediodía. No pensaron en comer ni beber y permanecieron inmóviles. Sólo una vez se levantó James para echar una brazada de agujas de pino al fuego. Empezaba el crepúsculo. De nuevo se levantó James para encender la lámpara. Eran cerca de las seis y no llegaba ninguna noticia de Strelsau. Por fin se oyó el paso de un caballo. Ambos solitarios corrieron a la puerta y luego al camino tapizado de césped que conducía al pabellón. Olvidaban su secreto. La puerta permanecía abierta detrás de ellos. Sapt corrió como no lo hiciera en mucho tiempo y se adelantó a James. ¡Llegaba un mensaje de Strelsau! El condestable, sin decir una palabra al mensajero, tomó el despacho, rasgó el sobre, leyó lo escrito y exclamó:―¡Bondad del cielo! Luego se volvió hacia atrás sin pronunciar tampoco una palabra y se dirigió al encuentro de James, el cual, viendo que no podía alcanzar al coronel, iba ahora al paso. Pero el mensajero tenía sus preocupaciones como el propio Sapt. ¡Uno y otro querían una corona! Exclamó aquél indignado:―No he parado un instante desde Hofbau, caballero. ¿No merezco una corona? Sapt se detuvo y retrocedió. Cuando pagó la corona que acababa de sacar del bolsillo, había una sonrisa singular en su cara adusta.―Sí ―dijo―, todo hombre que merece una corona la tendrá, como yo pueda dársela. Se acercó de nuevo a James, que le había alcanzado y, poniéndole una mano en el hombro, le dijo:―Venga, hacedor de reyes, mi nuevo Warwik. James levantó durante un momento la mirada hacia los ojos del condestable. Lo de éste se la devolvieron. Retornaron al pabellón donde yacían el Rey difunto y el guardabosque. ¡El destino era ya quien mandaba!CAPÍTULO 16
UNA MUCHEDUMBRE EN KONIGSTRASSE
El proyecto que germinara en la imaginación del criado de Rassendyll e inflamara el espíritu aventurero de Sapt, como una chispa inflama un montón de virutas, también lo habíamos entrevisto algunos de nosotros en Strelsau.
Sin duda no lo mirábamos fríamente como James, ni lo adoptábamos con el ardor del condestable de Zenda, pero aparecía en mi mente, unas veces en forma de amenaza, otras como una esperanza. Tan pronto parecía preciso evitarlo a todo precio, como se presentaba a modo del único recurso para evitar un desenlace más terrible. Sabía que Bernenstein pensaba como yo, pues ni él ni yo habíamos podido formar un plan razonable, gracias al cual el Rey viviente pudiera desaparecer por arte de encantamiento y el Rey muerto ocupar su puesto. El cambio no parecía poder hacerse sin decir buena parte de la verdad cuando menos, y en tal caso, ¡cuántos chismes, cuántas murmuraciones acerca de Rassendyll y la Reina! ¿Quién no retrocedería ante semejante perspectiva? Hubiese equivalido a exponer a la Reina a un peligro tan grande como el que le hiciera correr la pérdida de la carta. Sugestionados por la seguridad de Rodolfo, admitíamos que la carta sería recobrada y que Ruperto guardaría silencio ―el silencio que guardan, de buena o mala gana, los difuntos―, pero siempre quedaría materia para hacer infinitos comentarios y ninguno favorable a la soberana. A causa de ello, el plan que James esbozara de un modo tan preciso hablando con Sapt, se presentaba vagamente a nosotros, y por ello cambiábamos miradas, palabras sueltas, frases cortadas, mi mujer, Bernenstein y yo, sin llegar a formular nuestro pensamiento y esperanzas de un modo concreto. De la Reina nada puedo decir acerca del particular. Sus anhelos parecían limitarse a volver a ver al señor de Rassendyll como él le prometiera. A Rodolfo no le habíamos dicho una palabra del papel que teníamos la intención de hacerle representar. Si lo aceptaba sería impulsado a ello por mandato del destino de que hablaba Sapt, pero no porque a ello le indujéramos nosotros. Como nos lo había dicho, en aquellos momentos concentraba toda su atención en realizar la tarea que se había impuesto y que debía cumplirse en el caserón destartalado de la Konigstrasse. Sabíamos perfectamente que la muerte de Ruperto de Hentzau no pondría en salvo a la Reina. El secreto no lo era para todos. Alguien que no tenía motivos para querer a la Reina lo sabía y podía intentar hacer uso de él. Bauer estaba en alguna parte, no sabíamos dónde, y era muy dueño de hablar. lo que le viniera en gana. Rischenheim también era de temer. Pero, en realidad, nos parecía que, muerto Ruperto, había desaparecido todo peligro. Sólo quedaba un riesgo remoto. El mensaje del Rey había decidido a la muchedumbre, aunque de mala gana, a retirarse. Rodolfo subió en uno de mis coches y se fue, no hacia la "calle del Rey", sino en dirección opuesta. Supuse que daba un rodeo para llegar sin que se notara su presencia. El coche de la Reina estaba aún junto a la puerta de mi casa, pues se había convenido en que iría a palacio a esperar noticias. Mi mujer y yo debíamos acompañarla. Fui, pues, a preguntarle si deseaba ir a palacio. Estaba pensativa, pero tranquila. Me escuchó, se levantó y dijo:―Sí, Fritz, vamos. Luego, repentinamente, me preguntó:―¿Dónde está el conde de Rischenheim? Le dije que Bernenstein le custodiaba en el gabinete que había en la parte posterior de la casa. Reflexionó un momento y me dijo:―¡Quiero verle! Vaya usted a buscarlo. Permanecerá usted con él aquí mientras yo le hable, pero nadie más. Ignoraba cuáles eran sus intenciones, pero no tenía ningún motivo para oponerme a sus deseos y me placía de que algo o alguien la ayudara a pasar distraída aquella hora de espera. Fui, pues, en busca de Rischenheim y lo acompañé a la sala. Me siguió el conde lentamente y como a regañadientes. Su espíritu versátil atravesaba una nueva fase de descorazonamiento. Estaba pálido e inquieto, y cuando estuvo en presencia de la Reina, el empaque de reto que afectar,¡ ante Bernenstein, se convirtió en una expresión triste y avergonzada. No pudo soportar la mirada que la Reina fijó en él. Me retiré al otro extremo de la sala, pero, como era pequeña, oí lo que decían. Tenía preparado mi revólver por si le daba el naipe por huir al primo de Ruperto, pero ya no tenía arrestos para ello. La presencia' de su primo era un tónico que le daba fuerza y osadía, pero el efecto de la última dosis se había disipado y volvió a su vacilación habitual.―Señor conde ―dijo la Reina, afablemente―, he deseado hablarle porque me duele que un hidalgo de su índole forme mal concepto de la Reina. El cielo ha querido que mi secreto no lo fuera para usted. Voy, pues, a hablarle francamente. Rischenheim la miró como para adivinar adónde querían llegar aquellos preámbulos.―Por culpa mía, sin embargo, ha muerto el Rey, y un humilde y fiel servidor, enredado en las mallas de mi triste destino ha dado por mí su vida sin saberlo. Ahora mismo, mientras estamos hablando, un hidalgo bastante joven como para poder aprender lo qué es la verdadera nobleza está en trance de perder la existencia y otro, a quien no debo alabar, expone la suya por servirme. Y usted, señor conde, ha obrado de un modo que so pretexto de servir al Rey, preparaba mi castigo. Rischenheim bajó la mirada y se retorció las manos. La que yo tenía sobre el revólver volvió a una posición más natural. Tenía ahora la certidumbre de que Rischenheim no ti cría de huir.―No sé ―prosiguió la Reina, hablando como en sueños, para sí misma más que para él, de quien se dijera había olvidado su presencia―, de qué modo mi infortunio ha servido los designios del cielo. Quizá, estando más elevada que la mayoría de las mujeres, me toca padecer más que ellas y temo no haber podido resistir la prueba. Sin embargo, si comparo mi desolación y miseria con la tentación que he experimentado, me parece que no he faltado gravemente. Mi corazón no está bastante humillado, la obra del Señor no termino; pero la sangre vertida cae sobre mi cabeza, y no puedo ver una imagen que me es cara sino a través de ese velo rojo, de suerte que, si lo que antes me parecía un premio inestable lo alcanzara ahora, la alegría que pudiera producir ese premio quedaría manchada, emponzoñada. Flavia miro al conde, que no chisto ni hizo el menor movimiento.―Conoce usted mi pecado ―continuo―, pero sabe también que no he cedido a su tentación. ¿Pensó usted, señor conde, que el pecado no recibió su castigo, ya que quiso añadir la vergüenza al padecimiento? Sin embargo, sabiendo que era culpable, pudo usted creer que no cometía ningún daño ayudando a su primo y que se creyó absuelto a pretexto de que defendía el honor del Rey. Así, señor conde, os llevé a cometer un acto que ni su corazón ni su honor podían excusar. Doy gracias a Dios de que a causa de ese acto no haya padecido usted más. Rischenheim murmuro en voz baja y ronca y sin levantar la mirada:―Ruperto me indujo a ello. Me decía que el Rey se mostraría reconocido, que me daría... Quedo de nuevo silencioso, retorciéndose las manos.―¡Ya lo sé, ya lo sé! ―dijo la Reina―. Pero también tengo la seguridad de que no cediera usted a tales sugestiones si mi pecado no le cegara. Se volvió hacia mí pronto y me tendió las manos, anegados en lágrimas los ojos.―Sin embargo ―dijo―, su esposa, Fritz, sabe todo lo ocurrido y me quiere y respeta.―¡No sería mi mujer si no amara a Su Majestad! ―exclamé―. Porque todos los míos estamos prontos a morir por servirla.―Todo lo sabe y continúa amándome ―repitió la Reina. Placíame que encontrara consuelo en la afección de Helga. Las mujeres acuden a las mujeres en sus aflicciones, a pesar de que las temen.―Pero Helga no escribe cartas ―añadió la Reina.―Sin duda que no ―respondí con forzada sonrisa―. Bien es verdad que Rodolfo Rassendyll no le hizo la corte. Se levantó diciendo:―Vamos a palacio. Rischenheim dio involuntariamente un paso hacia ella. ―¿Quiere usted también venir a palacio, señor conde? Intervine:―El teniente Bernenstein cuidará... ―dije. Pero me detuve al advertir que la Reina hacía una señal con la mano.―¿Quiere usted venir conmigo? ―pregunto de nuevo al conde.―¡Señora! ... ¡Señora!. .. ―balbuceo. Espero. Yo esperé también aun cuando con impaciencia. De pronto, Rischenheim doblo la rodilla, pero no se atrevió a tomar la mano de la Reina. Ella fue quien se la tendió, diciendo con tristeza: ―¡Ah! ¡Ojalá que perdonando pudiera hacerme perdonar! Rischenheim tomo su mano y la beso. Oí que balbuceaba:―No fui yo. Ruperto me hostigaba y yo no sabía resistir. ―¿Quiere usted venir a palacio conmigo? ―repitió por tercera vez la Reina. Yo me permití esta observación:―El conde Rischenheim sabe cosas que casi todos los demás ignoran, Majestad. Se volvió la Reina hacia mi con dignidad, casi con descontento:―Se puede contar con el silencio del conde de Rischenheim. No le pedimos que haga nada contra su primo, solo le pedimos silencio.―Sí ―respondí yo, desafiando su cólera―, pero, ¿qué garantía tenemos?―Su palabra de honor, señor conde. Yo sabía que llamándome conde me expresaba su descontento, pues siempre, exceptuando en las ceremonias oficiales, me llamaba Fritz.―¡Su palabra de honor! ―refunfuñé―. Es verdad, señora...―Tiene razón, Señora ―dijo Rischenheim.―No, no la tiene ―replico la Reina―. El conde cumplirá la palabra que me ha dado. El conde la miro como si fuera a decir algo, pero se volvió hacia mí y dijo en voz baja:―No faltaré a mi palabra, Tarlenheim. Serviré a la Reina en cuanto pueda y valga.―Señor conde ―dijo ella, con acento triste, pero afable―, me sirve usted y además me da la alegría de ver que su honor no está empañado por mi culpa. Vamos a palacio. Se acercó a Rischenheim y añadió: ―Iremos juntos. No quedaba otro recurso que fiar en él. Estaba seguro que la Reina no cambiaría de idea.―Voy a ver si el conde está dispuesto. ―Eso es ―respondió la Reina. Al pasar me detuvo un momento y murmuró: ―Demuéstrele que tiene confianza en él. Me acerqué al conde y le tendí la mano. La estrechó y me dijo:―¡Por mi honor! Saliendo encontré a Bernenstein que parecía estar examinando su revólver con extremado cuidado.―Ya pueda usted guardar eso ―le dije―; ya no es prisionero. Ahora es de los nuestros.―¿Qué dice usted? ―exclamó Bernenstein poniéndose en pie de un salto. Le conté lo que había sucedido en la sala y de qué modo la Reina conquistó para su propio servicio al instrumento de Ruperto.―Creo que será fiel ―dije, terminando. Y, en efecto, tal era mi creencia, aun cuando de buena gana prescindiera de su concurso. Brilló la mirada de Bernenstein y me puso la mano en el hombro, diciendo:―Entonces, si Rischenheim está con nosotros, sólo queda Bauer. Comprendí perfectamente lo que quería decir. Reducido Rischenheim al silencio, sólo quedaba Bauer y Ruperto para combatir contra la Reina. No quise mirarle para que no leyese en mis ojos que pensaba lo mismo que él, pues sabía que era más atrevido o menos escrupuloso que yo. Añadió:―Si pudiésemos taparle la boca... Le interrumpí diciendo:―La Reina espera el coche.―¡Ah, bien! Familiarmente me tomó por los . hombros y me obligó a mirarle, y repitió:―Sólo queda Bauer.―Y Ruperto.―¡Bah! Ruperto debe de haber estirado la pata ya... ―respondió con una sonrisa en sus labios. Salió al vestíbulo y llamó al cochero de la Reina. Hay que convenir que Bernenstein era un cómplice agradable, pues set buen humor era casi igual al de Ruperto. Yo no les llegaba ni al hombro. Fui a palacio con la Reina y mi mujer. Los otros dos seguían en otro coche. No sé lo que dijeron durante el camino, pero Bernenstein se mostraba muy amable con su compañero cuando bajaron del carruaje. En nuestro coche fue Helga la que más habló. Nos explicó lo que Rodolfo había hecho aquella noche en Strelsau, y al llegar a palacio estábamos al corriente de todos los detalles. La Reina apenas habló. La inspiración que le dictó su llamamiento a Rischenheim parecía haberse extinguido. De nuevo la asaltaban aprensiones y miedo. Comprendí su inquietud cuando, de pronta, me tomó la mano y murmuró:―Debe estar ya de vuelta. No debíamos pasar por la Konigstrasse y llegamos a palacio sin caber nada de nuestro jefe, pues todos los teníamos por tal, y la Reina la primera. No habló más de él, pero sus ojos me seguían, como si quisieran pedirme un favor, pero no podía adivinar cuál. Bernenstein y el arrepentido conde habían desaparecido. Sabiendo que iban juntos, estaba tranquilo, pues Bernenstein vigilaría a su compañero. Me extrañaba el mudo llamamiento de la Reina y anhelaba recibir noticias de Rodolfo. Hacía dos horas que nos dejó y no teníamos ni una indicación, buena o mala, de lo que indudablemente había sucedido. Por fin no me pude contener más. La Reina estaba sentada junto a mi mujer.―¿Necesita Su Majestad mis servicios? ―pregunté―. ¿Me permitirá ausentarme unos minutos?―¿Adónde quiere ir, Fritz? ―preguntó ella estremeciéndose como si hubiese turbado sus pensamientos.―A la Konigstrasse, Señora. Con viva sorpresa por mi parte, se levantó y me tomó la mano, diciendo:―¡Dios le bendiga, Fritz! Ya no podía contenerme más. Sí, vaya usted, amigo mío; vaya y dígame lo que hay. ¡Ay! ¡Me parece que sueño de nuevo! Mi mujer me miró con firmeza, pero los labios le temblaban.―¿Pasarás por casa, Fritz? ―preguntó.―No, si no es necesario. Se me acercó y me dio un beso.―Ve, ya que debes ir, Fritz ―dijo. Y sonrió a la Reina como queriendo manifestar que por ella me exponía a un peligro.―Yo hubiese podido ser una esposa como ella, Fritz ―declaró la Reina―. Sí, puede creerlo. Me incliné, pues no me sentía capaz de hablar. Hay en el valor impotente de las mujeres algo que me debilita. Nosotros podemos obrar y combatir, ellas sólo pueden esperar inactivas, y, sin embargo, alcanzan sus fines. Salí dejándolas juntas. Cambié mi uniforme por un traje de paisano y cuidé de ponerme un revólver en el bolsillo. Ya dispuesto, me dirigí a pie a la Konigstrasse. Avanzaba la tarde. Mucha gente corría y en las calles había poco movimiento. Solamente dos o tres personas me reconocieron. No se notaba la menor agitación y las banderas flameaban como de costumbre en palacio. Sapt guardaba el secreto y se creía aún que el Rey vivía y estaba en Strelsau. Temí que hubiesen visto a Rodolfo cuando llegó y que hubiera gentío en torno de la casa, pero cuando llegué sólo había unos pocos que pasaban por allí, mirando a un lado y a otro. Yo paseé por delante del número 19 como un ciudadano que está aburrido por no tener nada que hacer. Pronto cambió la escena. Los obreros y comerciantes salieron de sus casas después de comer. Los que estaban curioseando cerca del número 19 les hablaron, y algunos respondieron: "¿De veras?", pero prgisiguieron su camino como quien no quiere perder tiempo en contemplar un Rey. Pero otros esperaban haciendo un cigarrillo y hablando. Yo dejé de pasear porque había demasiada gente en la acera. Saqué un cigarro y me puse a fumarlo, esperando. De pronto sentí que me tocaban en el hombro. Me volví. Y al hacerlo vi al teniente de uniforme y a Rischenheim.―¿También han venido ustedes? Me parece que no ocurre nada extraordinario. Bernenstein meneó la cabeza con expresión de duda. Su compañero prestó poca atención a mis palabras. Miraba con atención a la casa donde quizá ocurría un drama. Parecía deshabitada. Tenía cerradas las puertas y ventanas. De pronto, una cabeza que vi entre muchas otras, me llamó la atención. No podía ver el semblante, pero la forma de la cabeza me era conocida. No dudé un instante. Era Bauer. Sin decir una palabra al teniente me acerqué al perillándando un rodeo para que no me viera. Y oí una voz que decía:―Es absurdo; ¿qué hace el Rey en una casucha como ésta? Otro de los papanatas respondió:―Ignoro lo que el Rey puede hacer ahí; pero lo que aseguro es que entró y que no ha salido. Me acerqué más al hombre de la cabeza vendada. Evidentemente la herida de Bauer no era grave cuando estaba en la calle. Había acudido, como yo, para saber el resultado del encuentro inevitable entre Rodolfo y Ruperto. No me vela el bergante, porque miraba hacia la casa. Continué avanzando; quería apoderarme de él. Recordaba las palabras de Bernenstein: "¡Si pudiésemos apoderarnos de él!". Para realizar nuestro plan sólo un obstáculo había. La muerte, la captura o el silencio de Bauer aseguraban el éxito de nuestra empresa. Bauer no quitaba los ojos de la casa. Me deslicé con precaución detrás de él. Llevaba una mano en el bolsillo del pantalón, por lo cual quedaba un hueco entre el brazo y el cuerpo. Deslicé por aquel espacio mi brazo izquierdo y le sujeté fuertemente el suyo. Se volvió y me vio.―Volvemos a encontrarnos, Bauer. Se estremeció y palideció. ―¿Esperas ver al Rey? Reaccionaba. Sonrió con socarronería y dijo: ―¿Al Rey? Bauer hizo un movimiento para soltarse el brazo; pero yo apretaba de firme.―¿Dónde está mi maleta? ―pregunté. Ignoro lo que habría contestado, porque en aquel momento se oyó un gran ruido detrás de la puerta cerrada. Hubiérase dicho que era alguien que corría y tropezaba contra un obstáculo. Se oyó un terno lanzado por una voz ruda, pero de mujer. Le contestó un grito de cólera de una muchacha. Solté el brazo de Bauer y me arrojé impetuosamente hacia adelante. Al mismo tiempo que Bauer huía, vi que dos hombres se lanzaban impetuosamente hacia a a casa, sin cuidarse de las protestas de la multitud. Eran el teniente y Rischenheim. Me arrojé hacia donde les veía para juntarme a ellos. La gente, refunfuñando o no, abría paso. Estábamos los tres ya en primera fila, cuando la puerta se abrió con violencia y salió una muchacha azorada, pálida. Se detuvo ante la muchedumbre, que crecía por momentos y gritó horrorizada:―¡Socorro! ¡Socorro! ¡El Rey! ¡El Rey! De un salto entré en la tienda, seguido de Bernenstein, que gritaba:―¡Vivo! ¡Más aprisa!CAPÍTULO 17
RUPERTO Y EL COMEDIANTE
A menudo me represento a Ruperto de Hentzau de pie donde le dejara su primo, esperando la vuelta del mensajero y espiando alguna señal que indicara que la muerte del Rey era conocida en Strelsau.
Su imagen es de aquellas que la memoria conserva clara y distinta mientras el tiempo borra las de otros hombres mejores y más grandes. La situación en que se encontraba aquella mañana era propia para excitar la imaginación. Exceptuando a Rischenheim sin más resistencia que un pelele, y Bauer, desaparecido, se erguía solo contra todo un reino, al que acababa de decapitar y contra un grupo de hombres resueltos que no darían paz a la mano mientras él viviera. Para salvarse sólo contaba con su inteligencia, su espada y su secreto. Pero no podía huir por falta de recursos y de un momento a otro sus enemigos podían declarar la muerte del Rey y amotinar las turbas contra él. Tales hombres no se arrepienten jamás, pero quizá deploraba la empresa que a tan mal traer le trajo. Sin embargo, los que le conocían bien aseguran que se acentuaba su sonrisa contemplando la ciudad inconsciente desde la altura de aquella casa. De buena gana le hubiese querido ver allí, pero él prefería de seguro cruzar su espada con la de Rodolfo y decidir así de ―una vez la contienda. En la planta baja la vieja Holf cocía un guisote para su comida, maldiciendo la larga ausencia del conde de Rischenheim y la de aquel bribón de Bauer, que sin duda estaba borracho en alguna taberna. Por la puerta abierta de la cocina podía verse a Rosa que fregaba las losetas del corredor. Tenía las mejillas coloradas y brillantes los ojos. De cuando en cuando interrumpía el trabajo y escuchaba. La hora en que debía venir el Rey había pasado, y el Rey no estaba allí. La vieja no sospechaba lo que inducía a su hija a escuchar. Sólo había hablado de Bauer. ¿Por qué no venía Bauer? ¿Qué ocupación podía retenerle? Gran cosa era guardar el secreto del Rey y antes morir que revelarlo pues se había mostrado bueno y cariñoso con ella y no conocía en toda Ruritania un hombre que pudiera comparársele. El conde Hentzau era guapo y apuesto, pero ella prefería al Rey y el Rey confió en ella, y ella le defendería con riesgo de su vida. Rodó un coche por la calle. Se detuvo algunas puertas más lejos, luego se acercó ala casa y se detuvo de nuevo. La vieja, entregada a sus quehaceres, no prestó atención. La joven levantó la cabeza. El oído fino y atento de la muchacha percibió el ruido de un paso firme y rápido. Llamaron. Primero un golpe seco. Después tres más, ligeros. Entonces la vieja oyó. Dejando la cuchara en la cacerola, se volvió y dijo:―Aquí está, por fin, ese belitre. ¡Abre, Rosa! Antes de que se lo dijera su madre, Rosa estaba en el corredor. Abrió y cerró la puerta. La vieja se acercó a la de la cocina. Corredor y tienda estaban oscuros, pero vio un hombre de mayor estatura que Bauer.―¿Quién va? ―preguntó la vieja―. La tienda está cerrada hoy y no se entra.―Ya estoy adentro ―respondieron, y Rodolfo se acercó a ella. La joven le seguía con la mirada brillante, encarnadas las mejillas.―¿No me reconoce usted? ―preguntó Rodolfo, plantado delante de la vieja, y sonriéndole. En aquella semioscuridad del corredor, la vieja Holf vacilaba. Conocía la historia de Rodolfo V y de Rodolfo Rassendyll. Sabía que éste se encontraba de nuevo en Ruritania; no le asombraba que se encontrase en Strelsau, pero ignoraba que Ruperto hubiese matado al Rey. Es decir, en aquel instante no sabía si se trataba del Rey o de su "doble".―¿Quién es usted? ―preguntó con rudeza. La joven contestó con tono entusiasta: ―Es el... Se detuvo, quizá el Rey no quería ser conocido. Rodolfo le hizo una señal amistosa con la cabeza. ―Sí, dígaselo.―Es el Rey, madre ―mumuró Rosa, riendo y ruborizándose―. ¡Es el Rey!―Sí, sí, el Rey vive; soy el Rey ―añadió Rodolfo, sonriendo. Sin contestar, la vieja le miró con atención. En su turbación se olvidó de preguntarle quién le indicó de qué modo tenía que llamar para que le abrieran. ―He venido para ver al conde de Hentzau .prosiguió diciendo Rodolfo―. Lléveme a él inmediatamente. La vieja le salió al paso tratando de impedírselo. ―¡Nadie puede ver al conde! ―dijo con acento de reto―. No está aquí.―¡Cómo! ¿Ni siquiera el Rey?―¿El Rey? ―murmuró ella, mirándole con fijeza―..¿Es usted el Rey? Rosa se echó a reír.―Madre, ha visto usted cien veces al Rey.―El Rey o su fantasma, no importa ―añadió Rodolfo como en broma. La vieja retrocedió azorada de pronto. ―¿Su fantasma? Ha mu...―¡Su fantasma! ―exclamó Rosa, riendo―. Es el Rey en persona, madre. No parece usted un fantasma, Señor. La vieja se había puesto casi cárdena, y sus ojos desmesuradamente abiertos, no se apartaban de Rodolfo. Quizá sospechaba que le había ocurrido algo al Rey y aquel hombre era la imagen del Rey, quizá su sombra. Se apoyó en la jamba de la puerta y jadeaba al respirar. Puede que fuera el Rey.―¡Dios nos asista! ―murmuró llena de ansiedad y perpleja.―Ya los ayuda, tranquilícese. ¿Dónde está el conde de Hentzau? La joven se había alarmado al notar la agitación de su madre.―Está en lo alto, en la buhardilla, Señor ―mumuró con espanto. Y miraba alternativamente a su madre aterrada y a Rodolfo, que sonreía, pero en cuyo rostro se reflejaba una decisión inquebrantable. Lo que acababa de decir la muchacha bastó a Rodolfo. Pasó rápidamente por el lado de la vieja y subió la escalera. Las dos mujeres le seguían con la mirada. La vieja parecía fascinada; Rosa, alarmada, pero triunfante, pues había, hecho lo que el Rey le ordenara. Rodolfo desapareció en la oscuridad. La vieja rezongaba; entró en la cocina y volvió a cuidar del guiso. Su hija la miraba extrañada, pero algunos momentos después subió silenciosamente la escalera, siguiendo a Rodolfo. Se volvió una vez mirando a la cocina. Su madre continuaba cuidando del guisado. Rosa subió más, hasta vez al Rey. Este tenía una mano en la cerradura dé la puerta del sotabanco, y la otra en el bolsillo. No se oía el menor ruido en la habitación. Ruperto había oído pasos y estaba de pie, escuchando. Rodolfo abrió la puerta y entró. Rosa se acercó a la puerta en el momento en que se cerraba. Se puso en cuclillas, miró por el ojo de la llave y vio que dos sombras se movían en el interior de la habitación Ruperto no creía en fantasmas. Los hombres que mataba su mano, permanecían inmóviles en sus tumbas. Dedujo que Rischenheim no tuvo suerte en su expedición informativa, lo cual no le sorprendió, y que, en cambio, su antiguo contrario entraba de nuevo en escena. Cuando Rodolfo entró estaba entre la ventana y la mesa. Se adelantó hacia ésta y apoyó en ella la mano.―¡Ah, el cómico! ―dijo, mostrando su blanca dentadura y meneando su rizada cabeza, en tanto que su otra mano permanecía en la faltriquera, como la de Rassendyll. Este confesó que en otro tiempo le molestaba oírse llamar cómico por Ruperto, pero ahora era algo menos joven y quisquilloso.―Sí, el cómico, pero esta vez su papel será breve ―replicó, sonriendo.―¿Qué papel? ¿No es, como la otra vez, el de rey con una corona de cartón? ―preguntó Ruperto, sentándose encima de la mesa―. ¡Por vida mía! Representamos una hermosa comedia en Strelsau. Tiene usted una corona de cartón en la cabeza y yo di al otro una corona celestial. Pero quizá lo que le digo ya lo supiera.―Sé, en efecto, lo que ha hecho.―No me alabo de ello. El perro fue causa de ello y no yo ―dijo Ruperto con indiferencia―. Lo hecho, hecho está. Ha muerto; no hablemos de él... ¿Qué quiere de mí, comediante? Al oír repetir esta palabra, tan misteriosa para ella, la joven miró y escuchó con atención más intensas. ¿Qué significaban las palabras al otro y una corona celestial?―¿Por que no llamarme Rey? ―dijo Rodolfo.―¿Le llaman así en Strelsau?―Los que saben que soy Rey.―¿Y son?...―Unos veinte.―¿De modo que la ciudad está tranquila y las banderas flamean al viento?―¿Pensaba verlas bajar?―Siempre gusta que se fije la atención en lo que uno ha hecho ―dijo Ruperto, con acento de reproche―. Pero podré hacer que se arrollen cuando quiera.―¿Explicando su hazaña? Me parece que no le conviene...―¡Dispense! Puesto que el Rey tiene dos vidas, es de rigor que tenga dos muertes.―¿Y después de la segunda?―Viviré en paz, amigo mío, gracias a una renta que poseo. Y tocó el bolsillo de la blusa de caza con expresión de reto.―En estos tiempos, las mismas reinas deben ser prudentes en sus cartas. Vivimos en un siglo moral.―No contribuye usted a que lo sea ―dijo Rodolfo, sonriendo.―Protesto de ello. Pero, ¿qué quiere, comediante? Empiezo a encontrarle cargante. Rodolfo se puso serio. Se acercó a la mesa y dijo en voz baja y grave:―Señor conde, está usted solo. Rischenheim está preso. A Bauer le vi anoche y le rompí la cabeza.―¿De veras?―Tiene en su poder lo que sabe. Si me lo entrega, le salvaré la vida.―¿De modo que no necesita mi sangre? ¡Es usted el más piadoso de los cómicos!―Ha perdido usted la partida. Sea buen jugador. Déme la carta.―¿Me dejará partir sano y salvo si se la entrego?―Impediré que le maten y partirá usted sano y salvo. ―¿Para dónde?―Para una fortaleza donde se le guardará con todo cuidado.―¿Por mucho tiempo?―Espero que por muchos años, querido conde. ―Hasta que...― … el cielo quiera conservarle en este mundo. Es imposible dejarle libre.―¿Esto es lo que me ofrece?―Es cuanto se puede hacer ―respondió Rodolfo. Ruperto se echó a reír, no por burla, sino de veras. Le hacía gracia que le perdonaran. Encendió un cigarrillo y se puso a fumar sonriendo. ―No esperaba tanto de su bondad ―dijo. Y por pura insolencia, tratando de demostrar a Rassendyll en cuan poco le estimaba y el aburrimiento que su presencia le causaba, se desperezó levantando ambos brazos y bostezó como un hombre que no puede dominar su fastidio. Aquella vez rebasó el límite. De un salto Rodolfo estuvo junto a él. Le tomó las muñecas con las manos y gracias a su fuerza física superior dobló el cuerpo flexible de Ruperto hasta conseguir que el cuerpo y la cabeza tocaran la mesa. No hablaban. Encontráronse sus ojos. Oyeron mutuamente su respiración y sintieron sus alientos. La joven había visto el movimiento rápido de Rodolfo, pero el agujero de la cerradura no le permitía ver lo qué hacían ambos hombres. Permaneció de rodillas y espere. Lentamente, con esfuerzo paciente, Rodolfo empezó a juntar un brazo al otro, con lo cual unía también los de su adversario. Ruperto comprendió su propósito en su mirada y resistió con todas sus fuerzas. Diríase que los brazos se iban a romper. Los codos casi se tocaban y, luego, las muñecas se unieron involuntariamente. La frente del conde estaba cubierta de sudor. Las dos muñecas estaban juntas. Los largos y vigorosos dedos de la mano derecha de Rodolfo, que ya sujetaba una de las muñecas, se deslizaron gradualmente en torno de la otra. La presión parecía haber paralizado los brazos de Ruperto, que resistía más débilmente. La mano derecha de Rodolfo abarcaba ambas muñecas y poco a poco y tímidamente cesó la presión de la otra. mano. ¿Podría una sola mano sujetar las dos muñecas de Ruperto? Este hizo un esfuerzo desesperado. Le contestó una sonrisa de Rassendyll. Podía sujetarlo, no por mucho tiempo, pero sí por un instante, y éste le bastaba para que la mano izquierda de Rodolfo, libre al fin, se dirigiera al pecho del conde y desabrochara con violencia la blusa de caza. Rodolfo introdujo la mano en la abertura.―¡Maldito seas! ―rugió furioso Ruperto de Hentzau. Pero Rodolfo sonreía. Tomó la carta, reconoció el sello de la Reina. Ruperto hizo un nuevo esfuerzo. La mano derecha de Rodolfo cedió y él tuvo que saltar de lado, pero conservando su presa. En un instante tuvo empuñado el revólver, pero el de Ruperto estaba también a dos o tres palmos de su pecho. Se puede decir mucho contra Ruperto de Hentzau y es casi imposible aplicarle las leyes de la mansedumbre cristiana, pero ninguno de cuantos le conocieron, pueden acusarle de haber retrocedido ante la muerte. No fue, pues, el miedo lo que le contuvo en aquel momento, sino un frío y acertado razonamiento. Suponiendo que saliera vivo del trance y que no murieran ambos, el ruido de los disparos podía serle fatal. Además, era célebre como espadachín y se creía muy superior a Rodolfo en esgrima. No disparó, pues, y dijo sin bajar el arma:―No nací para faquir. ¿Quiere usted batirse a fuer de hidalgo? La caja que hay sobre aquel aparador contiene dos espadas. Rassendyll no perdía de vista, ni por un momento, el peligro que amenazaba a la Reina. Matar a Ruperto no la salvaría si él mismo sucumbía sin tener tiempo para destruir la carta. El revólver de Ruperto amenazaba su corazón, y no podía ni rasgarla ni echarla al fuego que ardía a pocos pasos de distancia. Por otra parte, no temía un combate a espada, pues nunca cesó de practicar la esgrima y era un buen tirador.―Como usted quiera. Con tal de rompernos el bautismo aquí y sin tardanza, poco importa de qué modo.―Entonces, deje su revólver encima de la mesa y yo pondré el mío a su lado.―Dispense, pero deje antes el suyo.―De modo que yo debo fiar en usted y usted no fía en mí. ―Precisamente. Sabe que puede fiar en mí, y yo sé que no debo fiarme de usted. Una oleada de rubor encendió el semblante de Ruperto. Veía en aquel momento, como en un espejo, el caso que un hombre hacía de él, y creo que aborrecía al señor de Rassendyll no tanto por haberse atrevido a desbaratar sus planes, como porque, mejor que nadie, le demostraba su desprecio. Frunció las cejas y apretó los labios.―Sí ―dijo―, pero si no dispara usted, destruirá la carta. Conozco sus finas argucias.―De nuevo le pido que dispense. Sabe usted, perfectamente, que no haré eso. Ruperto, furioso, echó el revólver encima de la mesa, soltando una maldición. Rodolfo avanzó dos pasos, dejó el suyo al lado del otro, y luego, recogiendo ambos, atravesó el cuarto y los puso encima de la chimenea. Volviéndose hacia Ruperto, dijo: ―¡Mire! Colocó la carta entre los dos revólveres. Ardía un buen fuego en la chimenea. Con un ademán podía echar la carta al fuego, y no lo hizo. Entonces dijo:―Podemos ahora continuar el asalto que Fritz de Tarlenheim interrumpió un día en el bosque de Zenda. Durante aquellos momentos habían hablado en voz baja, uno furioso, otro resuelto, y Rosa sólo oyó algunas palabras sueltas. De pronto vio brillar el acero. Entonces miró con ansias y escuchó con toda su alma. Ruperto había sacado las espadas de la caja y las colocó sobre la mesa. Saludando levemente a Rodolfo, tomó una y ambos se pusieron en guardia. De pronto, Ruperto bajó el arma. Desapareció su ceño y habló con el tono de burla que le era habitual:―A propósito ―dijo―, quizás nos dejamos arrastrar por la pasión del momento. ¿Tiene usted más ganas que en otro tiempo de ser Rey de Ruritania? En tal caso, sería el más fiel de sus súbditos.―Es mucho honor ese, conde.―A condición, naturalmente, de que sería el más rico de sus súbditos y uno de los más favorecidos. ¡Ea! ¡El imbécil ha muerto; vivió como un botarate y ha muerto de igual modo! El trono está vacante. Un difunto no tiene derechos y no se le causa ningún daño. ¡Qué diablo! Eso es lo justo y lo natural. Tome su sitio y su mujer. Podrá usted pagarme entonces. ¿O acaso aún es usted virtuoso? ¡A fe mía! Hay algunos hombres que no comprenderán jamás el mundo en que viven. Si yo tuviese su suerte...―Vamos, conde, seamos francos.―¿Eh?―Si tuviese usted mi suerte sería el primero en desconfiar de Ruperto de Hentzau.―No si se las componía de modo que se asegurara ventajas positivas.―¡Bah! Siempre pensaría que es un hombre que cobraría la paga y traicionaría a su asociado. Ruperto se ruborizó otra vez. Cuando habló de nuevo su voz era dura, fría, baja: ―¡Rodolfo Rassendyll! ¡Voy a matarle en seguida! ―¡Pruébelo!―Y después proclamaré, delante de Strelsau entero, la infamia de esa mujer. Y sonrió, mirando a Rodolfo. ―¡En guardia, caballero!―¡Estoy pronto! La espada de Rodolfo tocó la suya. La cara de Rosa estaba pegada al ojo de, la llave. Oyó el ruido de las espadas que se cruzaban. De cuando en cuando entreveía una forma que se echaba hacia adelante o que retrocedía con prudencia. No comprendía bien. Desconociendo a Ruperto, no podía creer que deseara la muerte del, Rey. Sin embargo, las palabras que escuchó al vuelo eran las de hombres que se pelean. Ahora. callaban, pero la muchacha oía su respiración jadeante―y el movimiento continuo de sus pies sobre el entarimado. Luego resonó un grito sonoro y alegre, como de triunfo: ―¡Casi, casi! Reconoció la voz de Ruperto de Hentzau. El Rey respondió con calma: ―Casi no quiere decir nada. Escuchó de nuevo. Pareció que se habían detenido unos momentos, pues no oyó más que el jadear de dos hombres que descansan después de un ejercicio violento. Luego empezó de nuevo el choque de las hojas y uno de los adversarios pasó por su campo visual. Reconoció la elevada estatura y los cabellos rojos del Rey. Parecía retroceder paso a paso, empujado hacia la puerta. Pronto no' hubo más que un espacio de un palmo entre aquella puerta y su cuerpo. Ruperto lanzó un nuevo grito de victoria. ―Ya es usted mío. ¡Rece, rey Rodolfo! "¿Qué rece?" ¿Era cierto, pues? ¿Se batían de veras? No cabía duda, la vida del Rey, de su querido Rey estaba en peligro. Sólo miró un instante más. Con un alarido de terror se lanzó hacia la escalera. Ignoraba lo que debía hacer, pero el corazón le decía que debía hacer algo para salvar al Rey. Al llegar a los bajos, corrió hacia la cocina. El guiso aún estaba en el fuego, pero la vieja no empuñaba la cuchara. Se había sentado.―¡Mata al Rey! ¡Mata al Rey! ―gritaba Rosa. La vieja la miró con sus ojos apagados y con sonrisa estúpida y socarrona a un tiempo.―¡Déjalos! ―aconsejó―. No se trata del Rey.―¡Sí, sí! Está arriba con el conde de Hentzau. Se pelean. El conde Ruperto le matará.―¡Déjalos te digo! ¡No es, el Rey! ―masculló la vieja. Rosa la miró desesperada. De pronto le brillaron los ojos. ―¡Voy a pedir socorro! ―dijo. La vieja la tomó a Rosa por los hombros. ―¡Yo, no! Déjalos que se arreglen, torpe. Nada tenemos que ver en sus asuntos.―¡Déjame, madre! Es preciso que socorra al Rey. ―¡No te soltaré! ―porfió la vieja. Con un esfuerzo Rosa se soltó. y corrió hacia la tienda. Abrió la puerta con violencia. Quedó sorprendida al ver la muchedumbre que se habla agolpado allí. Sus miradas se fijaron en el punto donde estábamos Bernenstein, Rischenheim y yo.―¡Socorro! ―gritó―. ¡El Rey! ¡El Rey!CAPÍTULO 18
EL TRIUNFO DEL REY
Lo que los hombres llaman presagios, presentimientos,, etcétera, son, a juicio mío, futilidades casi siempre. Sólo de vez en cuando sucede que los acontecimientos probables proyectan delante de sí una sombra natural, que la gente supersticiosa toma por un aviso del cielo.
A menudo el mismo, deseo que hace concebir la cosa acarrea sus cumplimiento, y el soñador vive en el resultado de su propia acción y voluntad, en la realización misteriosa e inconsciente de su esfuerzo. Sin embargo, cuando razono así con calma y buen sentido, el condestable de Zenda menea la cabeza y responde:―Sí, pero Rodolfo Rassendyll sabía desde el principio que volvería a Strelsau y que cruzaría el hierro con Ruperto. Si no, ¿por qué ejercitarse en la esgrima para ser más fuerte en el segundo encuentro que en el primero? ¿No puede hacer Dios lo que Fritz de Tarlenheim no acierta a comprender? ¡Buena idea, a fe mía! Y se aleja murmurando:―Después de todo, sea inspiración o ilusión, celebro que Rodolfo la haya tenido, pues si se llega uno a enmohecer ya no es posible volver a ser un gran tirador. El señor Rassendyll tenía fuerza, voluntad, sangre fría y valor. Pero todo ello no bastará si su mirada no estuviese acostumbrada a tal tarea y si la mano no obedeciera tan prontamente como es menester. Sin embargo, la agilidad flexible y la audacia sin rival de Ruperto, poco faltó para que triunfasen. Rodolfo estaba en peligro de muerte cuando Rosa pidió socorro. Gracias a su habilidad y firmeza pudo sostener la defensiva. No trató de hacer otra cosa y contuvo los ataques furiosos y los amagos traicioneros de Ruperto, permaneciendo en una inmovilidad casi completa. Digo casi, porque las vueltas leves de su muñeca, que parece que no son nada, le salvaron la vida. Llegó un instante, Rodolfo lo vio y nos lo indicó al describir la escena, en que Ruperto de Hentzau comprendió que no llegaría a romper la guardia de su enemigo. No acertaba a explicarse cómo todos sus ataques resultaban infructuosos ante aquella barrera de hierro que se le oponía firme e inmóvil. Su viva inteligencia comprendió la lección. Si su habilidad no vencía pronto, la victoria se le escapaba, porque su resistencia era menor. Era más joven y menos robusto. El placer cobró su diezmo. Quizá una buena causa' es invencible, si la apoya un brazo de hierro. En el mismo instante en que acorralaba a Rodolfo hacia la pared, sentía que había llegado al límite de sus éxitos. Pero el cerebro puede sustituir a la mano. Adoptando otra táctica, moderó su ataque y hasta retrocedió uno o dos pasos. Ningún escrúpulo le contenía, ninguna ley de honor limitaría sus medios de defensa. Retrocediendo delante de su adversario, pareció a Rodolfo que sentía temor. Dijérase que estaba desesperado, y era verdad, pero fingía una fatiga inmensa. Rodolfo avanzaba, atacaba y topaba con una defensiva tan perfecta como la suya. De ese modo habían vuelto al centro del chiribitil, cerca de la mesa. Ruperto, como si tuviera ojos detrás de la cabeza, la evitó, la contorneó. Su resuello era penoso, sibilante, pero los ojos tenían seguridad, la mano fuerza. Apenas le quedaba energía para algunos segundos, pero le bastarían si podía alcanzar lo que se prometía y realizar la añagaza que le sugirió su mente, fértil en traidoras concepciones. Su retirada voluntaria, que parecía forzosa, le conducía hacia la chimenea. Allí estaba la carta; allí los revólveres. La hora de aquilatar los riesgos había pasado, la de pensar en lo que el honor aconseja o veda, no la conoció Ruperto jamás. Si no podía vencer por la fuerza y la destreza, vencería por la astucia y la traición. Los revólveres estaban encima de la chimenea. Meditaba apoderarse de uno si se le ofrecía coyuntura propicia. La estratagema era buena. Era demasiado tarde para pedir una tregua. Rassendyll comprendía la ventaja que conquistara y no la dejaría perder. Ruperto había llegado cerca de la chimenea. Tenía el rostro bañado en sudor y el pecho parecía que le iba a estallar. Le quedaba, sin embargo, bastante fuerza para ejecutar su intento. Aflojó sin duda los dedos de la mano que empuñaba la espada, porque cuando Rodolfo la tocó de nuevo, se le escapó. Ruperto quedó desarmado y su antagonista inmóvil. ―¡Levántela! ―dijo Rodolfo, sin adivinar la superchería. ―Sí, y cuando lo haga, me ensartará. ―Niño torpe, ¿aún no me conoce? Rodolfo bajó la espada, cuya punta tocó el suelo. Con la mano izquierda indicaba la espada a Ruperto. Sin embargo, algo le advirtió. Quizá fue el brillo de los ojos de Ruperto, relámpago de desdén por la candidez de su adversario, o de triunfo por el éxito probable de su infamia. Rodolfo esperaba.―¿Me jura usted no herirme mientras la recogeré? ―preguntó Ruperto, retrocediendo otro paso, lo cual le acercó más todavía a la chimenea.―Lo he prometido. ¡Levántela! No quiero esperar más tiempo.―¿No me matará desarmado? ―No, torpe... La frase terminó en un grito. Rodolfo soltó la espada y saltó hacia adelante, pues la mano de Ruperto tocaba la culata de un revólver. La traición que presentía apareció clara. Rodolfo se lanzó sobre su enemigo y le' abrazó para impedirle todo movimiento. Pero Ruperto tenía el arma. Probablemente ni uno ni otro notó los crujidos de la escalera que mí me parecían capaces de despertar a un difunto. Rosa había dado la alarma y Bernenstein y yo nos precipitamos los primeros. Rischenheim nos seguía y detrás de él acudían una veintena de hombres. Llevábamos ventaja a todos y cuando subíamos el último tramo, los demás llegaban al primero. Oía un ruido confuso dentro de la casa, pero absorbido por el deseo de llegar en auxilio de Rodolfo, no me fijaba en nada. Llegué. La puerta no resistió un segundo. Entramos; Bernenstein cerró la puerta y se puso de espaldas a ella, cuando los demás invasores llegaban al descansillo. En aquel momento sonó un disparo. Permanecimos clavados en el suelo; Bernenstein contra la puerta, yo un poco más adentro. El espectáculo que se ofrecía a nuestras miradas era propio para pasmarnos. El humo del tiro se elevaba en espirales, pero ninguno de los adversarios parecía herido. El revólver humeante estaba en la mano de Ruperto, pero éste estaba apretado contra la pared, junto a la chimenea. Con una mano Rodolfo le había clavado la suya izquierda en la pared encima de la cabeza y con la otra le sujetaba la muñeca derecha. Me acerqué lentamente. Si Rodolfo estaba desarmado, tenía yo derecho para exigir una tregua y restablecer la igualdad. Sin embargo, aun cuando Rodolfo estaba desarmado, no intervine. La expresión de su semblante me contuvo. Estaba muy pálido y tenía apretados los labios, pero sus ojos atrajeron mi mirada; parecían alegres y despiadados. Jamás les había visto aquella expresión. Miré entonces a Hentzau. Sus dientes blancos mordían el labio superior, las venas de su frente se hinchaban. Sus ojos no se apartaban de Rassendyll. Entonces vi lo que pasaba. El brazo de Ruperto se encorvaba poco a poco, el codo cedía. La mano, que había apuntado casi horizontalmente, apuntaba ahora a la ventana. Pero su movimiento continuaba. Describía un círculo y el movimiento se aceleraba, pues la resistencia disminuía. Ruperto estaba vencido, y en sus ojos se veía que estaba convencido de ello. Me acerqué a Rodolfo. Me oyó y me miró. Yo no sé qué dirían mis ojos, pero meneó la cabeza y se volvió hacia Ruperto. El revólver que éste sostenía estaba vuelto contra su mismo corazón. El movimiento cesó. Se había llegado al punto deseado. De nuevo miré a Ruperto. Su rostro estaba sereno. Sonreía ligeramente. Echó su hermosa cabeza hacia atrás y la apoyó en, la pared. Sus ojos interrogaban a Rodolfo Rassendyll. Volví los míos hacia donde debía encontrar .la respuesta, pues Rodolfo no daría ninguna en palabras. Con un movimiento soltó la muñeca de Ruperto y le tomó la mano. Ahora su índice estaba sobre el de Ruperto y éste apoyaba en el gatillo. No tengo el corazón pusilánime, pero puse una mano en el hombro de Rodolfo. No mostró haberme sentido siquiera y no me atreví a hacer más. Ruperto me miró. Pero, ¿qué podía yo decirle? De nuevo mis ojos se fijaron en el dedo de Rodolfo. Arrollado en torno del de Ruperto, parecía a un hombre extrangulando a otro. Terminaba el drama. Ruperto sonrió hasta el fin. Su cabeza orgullosa, nunca inclinada por vergüenza, no se dobló tampoco jamás ante el temor. El dedo encorvado sobre el suyo acentuó su presión de pronto. Brilló un relámpago, sonó una detonación. Durante un momento Ruperto continuó pegado a la pared por la mano de Rodolfo, pero cuando se retiró la mano, cayó como una masa, de la cual sólo se distinguía la cabeza y las rodillas. Apenas se oyó el golpe cuando Bernenstein, jurando y gritando, fue arrojado lejos de la puerta por un grupo compacto de hombres, delante de los cuales iba Rischenheim, y que se precipitaron dentro del aposento para saber lo que había ocurrido y dónde estaba el Rey. Mucho más alto que los del grupo oí el grito que lanzó Rosa. Tan pronto como hubieron entrado quedaron como absortos contemplando aquella escena dolorosa. Rischenheim fue el único que se adelantó hacia el cadáver de su primo. Los otros estaban como fascinados. Por un instante Rodolfo estuvo de cara a ellos. Después se volvió de espaldas y con la marco que mató a Ruperto de Hentzau recogió la carta que había sobre la chimenea y, después de comprobar que era la que escribió la Reina, la arrojó al fuego, no separándose de allí hasta que no quedaron ni las pavesas. ¡La carta de la Reina estaba por fin en seguridad! Entonces se volvió y sin cuidarse ―de Rischenheim, que estaba frente al cadáver de su primo, nos miró a Bernenstein y a mí, y al grupo que formaban los que subieron. Esperó un momento antes de hablar. Cuando lo hizo fue con pausa, y como si pensara las palabras.―Señores ―dijo―: yo mismo daré cuenta de lo que acaba de suceder cuando llegue el momento. Por ahora, básteles saber que el hidalgo que está muerto junto a nosotros había solicitado una audiencia para un asunto secreto. Vine aquí por complacerle. Y trató de matarme. En qué pagó su tentativa, ya lo véis. Nos inclinamos profundamente Bernenstein y yo, y los demás siguieron nuestro ejemplo.―Se dará una explicación detallada de este asunto ―añadió Rodolfo―. Ahora, que todo el mundo se retire, exceptuando el conde de Tarlenheim y el teniente Bernenstein. De mala gana y abriendo tamaños ojos, se retiró la multitud. Rischenheim se levantó.―Quédese, si quiere ―dijo el Rey. Y de nuevo el conde se arrodilló ante el cuerpo de Ruperto de Hentzau. Viendo las dos camas que había cerca de la pared, toqué en el hombro a Rischenheim y le indiqué una de ellas. Juntos levantamos el cadáver, que aún empuñaba el revólver. Rischenheim lo quitó de allí. Luego le tendimos y le cubrimos con la capa, aún manchada de barro, que llevaba cuando hizo la carnicería del pabellón de caza. Su semblante apenas había sufrido alteración. En a muerte como en vida era el más bello de Ruritania. Apostaría a que padecieron muchos corazones sensibles y que muchos ojos bellos se llenaron de lágrimas al difundirse la noticia de su muerte. Aún quedan en Strelsau damas que no pueden olvidarlo y que llevan recuerdos suyos. Yo mismo, que tantas razones tenía para despreciarle y aborrecerle, le arreglé el pelo que le caía sobre la frente, mientras Rischenheim lloraba y Bernenstein, con la cabeza apoyada en el brazo, cuyo codo descansaba en la chimenea, no quería ni mirar al difunto. Rodolfo era el único que no parecía pensar en él. Sus ojos habían perdido su rara expresión de alegría cruel y recobrado su serenidad. Tomó de la chimenea su revólver y se lo metió en el bolsillo, y dejó el de Ruperto donde estaba antes de la trágica escena.―Venga ―me dijo―, vamos a decir a la Reina que el conde Ruperto de Hentzau ya no podrá hacer uso de la carta. Por un movimiento involuntario fui a una ventana y miré a la calle. Me vieron de abajo y fui saludado con una exclamación. La multitud aumentaba por momentos junto a la puerta. Acudía gente de todos los barrios de la ciudad, pues las noticias esparcidas por los pocos que asistieron al desenlace del drama, se esparcieron con la rapidez de un incendio en un bosque. Se propagaron por una ciudad en algunos minutos, por Ruritania en una hora y por Europa entera en poco más tiempo. Ruperto había muerto y la carta estaba destruida. Pero, ¿qué diríamos a aquella muchedumbre acerca de su Rey? Comprendí mi impotencia y reíme de despecho. Bernenstein miró también a la calle y volvió hacia mí su rostro que reflejaba su ardor.―Tendrá usted una marcha triunfal desde aquí a su palacio ―dijo Bernenstein. El señor Rassendyll no contestó y tomó mi brazo. Salimos, dejando a Rischenheim junto al difunto. No pensé en él. Bernenstein creyó, sin duda, que cumpliría la palabra dada a la Reina, porque nos siguió sin vacilación ninguna. No había nadie detrás de la puerta. No se percibía el menor ruido en la casa, y el tumulto de la calle llegaba hasta nosotros como un rugido velado. Al pie de la escalera encontramos a las dos mujeres. La vieja permanecía junto a la puerta de la cocina, y Rosa se apoyaba en ella, pero tan pronto como apareció Rodolfo se arrodilló delante de él, dando gracias al cielo por haberlo salvado. El se inclinó hacia ella y le habló en voz baja, lo cual la hizo ruborizar de orgullo. Rodolfo pareció vacilar un instante mirando sus manos. No llevaba otra sortija que la que le diera la Reina. Entonces sacó de su cadena el reloj y me mostró en la tapa inferior el monograma R. R.―Rodolfus Rex ―murmuró con sonrisa enigmática. Y puso su reloj en la mano de la linda muchacha, diciéndole:―Guárdelo en recuerdo mío. Yo la tomé por el brazo y la hice levantar. Rodolfo se adelantó hacia la vieja y le habló con acento claro y severo:―Ignoro hasta qué punto sabía usted lo que se tramaba en su casa. De momento no me enteraré de ello, pues no tengo ningún interés en castigar a una mujer. Pero, ¡cuidado! A la primera palabra, a la primera tentativa contra mí, el Rey, el castigo será pronto y duro. Si me importuna, no la perdonaré. A pesar de los traidores, soy el Rey de Ruritania. Se detuvo mirándola de hito en hito. Después repitió: ―Sí, reino en Ruritania. Cuide su lengua y sus manos. La vieja no respondió. Cuando pasé por delante de ella, la vieja me asió el brazo v murmuró―¿Quién es? ¿Quién es?―¿Está usted loca? ―respondí―. ¿No reconoce al Rey cuando le habla? Recuerde lo que ha dicho. Tiene servidores que ejecutarán sus órdenes. Y quedaron en la casa la vieja aterrorizada y dudosa y la joven sonrosada, jubilosa y oprimiendo en su mano el recuerdo que el mismo Rey le acababa de dar. Bernenstein tuvo más tacto y arranque que yo. Nos precedió al Rey y a mí, y abrió de par en par la puerta. Luego, saludando, se hizo a un lado para que pasase Rodolfo. La calle estaba atestada de gente y un clamor de entusiasmo fue lanzado por miles de personas. Los sombreros y pañuelos se agitaron con alegría delirante. La noticia de que el Rey escapó por milagro a un peligro de muerte se había esparcido con la rapidez del rayo y todos querían felicitarlo. Habían detenido un coche que pasaba y desengancharon los caballos. Estaba delante de la casa. Rodolfo se detuvo un instante en el umbral y saludó con el sombrero. El semblante aparecía sereno. La mano firme. En un instante una docena de brazos le asieron suavemente y le empujaron al coche. Subió a él. Nosotros le seguimos con la cabeza descubierta y nos sentamos frente a él. La muchedumbre, apretada como las abejas de una colmena, rodeaban el coche de manera que parecía imposible que pudiera avanzar sin aplastar a nadie. Sin embargo, giraron las ruedas y empezaron a arrastrarnos lentamente. Rodolfo continuaba saludando a derecha e izquierda. En un momento dado se encontraron nuestros ojos, y a pesar de lo que había ocurrido y de lo que nos esperaba, cambiamos una sonrisa.―Quisiera que fuesen más aprisa ―dijo Rodolfo, saludando de nuevo. Pero, ¿qué motivo tenía la gente para apresurarse? Ignoraba lo que traerían las horas siguientes y que era necesario adoptar una resolución inmediata. En vez de apresurarse, aquella marcha triunfal se prolongó por numerosas paradas y por haber querido pasar por delante de la catedral, donde un hombre corrió a tocar un carrillón de alegría. Rodolfo conservó una calma imperturbable y representó su papel real con naturalidad completa. Bernenstein murmuró:―¡Vaya! ¡Es preciso que reine! Llegamos por fin. a palacio. Reinaba allí suma agitación también. Habla muchos oficiales y soldados. Vi el coche del canciller detenido junto a la entrada y una docena de elegantes carruajes que esperaban el instante de poder acercarse. Nuestros troncos humanos avanzaron lentamente hasta la entrada. Helsing estaba en lo alto de la escalinata y corrió hacia el coche a toda prisa como para recibir al Rey. Los clamores de la muchedumbre ensordecían el aire. Pero de repente todo quedó en silencio. Sólo duró un instante y fue el preludio de una aclamación atronadora. Yo miraba a Rodolfo. Le vi volver la cabeza y brillarle los ojos. Seguí su mirada. Arriba, en la meseta de la amplia escalinata de mármol estaba en pie la Reina, pálida como el mármol y tendiéndole los brazos. El pueblo la vio y para ella fue la última aclamación. Bajamos del coche Bernenstein y yo. Después de saludar de nuevo al pueblo, Rodolfo nos siguió. Subió hasta, el penúltimo escalón. Allí dobló la rodilla y besó, la mano a la Reina. Yo estaba muy cerca de él cuando miró su rostro, y oí que murmuraba:―Todo va bien. Ha muerto y la carta está quemada. La Reina le hizo levantar, tendiéndole la mano. Moviéronse sus labios, pero no pudo hablar. Pasó su brazo bajo el de Rodolfo y por unos instantes quedaron frente a frente de todo Strelsau. De nuevo estalló una gritería tremenda. Bernenstein, agitando su casco, y corriendo enloquecido de entusiasmo, gritaba:―¡Dios salve al Rey! El pueblo repitió la exclamación con un fervor sin límites y todos, grandes y pequeños, aclamaron aquel día a Rodolfo Rassendyll, Rey de Ruritania. No hubo manifestación parecida desde que Enrique el León volvió de su larga y victoriosa campaña, siglo y medio antes.―Y, sin embargo ―me dijo en voz baja el viejo Helsing―, los agitadores políticos pretenden que no hay entusiasmo por la casa de Elphberg. Dijo, y tomó un polvo con satisfacción desdeñosa continuaba vitoreando. Yo contemplaba el magnífico espectáculo. De pronto, de entre la muchedumbre, creí percibir un rayo, un destello vivísimo, de unos ojos que miraban la mole del edificio real. Aquella minada y aquellos ojos eran de una cabeza pálida, entapufada por una venda blanca. Así el brazo de Bernenstein y murmuré:―¡Bauer! Era, en efecto, Bauer. Desapareció en un instante. Dijérase que era un aviso y una amenaza. Rodolfo nos había rogado que fuésemos, mi mujer y yo, al salón que daba a los jardines. Anochecía. Allí nos contó Rodolfo su lucha con Ruperto de Hentzau en el desván de la vieja y destartalada casa de la Konigstrasse, sin entretenerse en detalles ociosos. La Reina permanecía junto a su sillón, sin permitir que se levantara. Cuando terminó, diciendo cómo quemó su carta, la Reina se levantó y le besó la frente. Luego miró a Helga, cara a cara, casi con expresión de reto, y Helga corrió hacia ella y la estrechó en sus brazos. Rodolfo permanecía sentado con la cabeza apoyada en la mano, meditando profundamente. Una vez miró a las dos mujeres y me llamó con una leve señal. Me acerqué, pero permaneció unos momentos callado. Con una nueva señal me indicó que me acercara más. Le obedecí y me dijo casi al oído:―Fritz, cuando haya oscurecido es preciso que parta. Bernenstein vendrá conmigo y ustedes permanecerán aquí.―¿Adónde irá?―Al pabellón de caza. Es necesario que vea a Sapt y que me ponga de acuerdo con él. No comprendía qué plan podía haber concebido, ni qué proyecto creía poder realizar. Murmuré:―¿Y la Reina? Por muy bajo que hubiese hablado, me oyó. Se estremeció y volvió la mirada hacia nosotros sin dejar la mano de Helga. Sus ojos interrogaron nuestras caras y adivinó lo que habíamos hablado. Nos contempló todavía unos momentos y, de pronto, corrió hacia Rodolfo, se echó de rodillas ante él y le tomó las manos. Olvidó nuestra presencia y cuanto existía en el mundo, dominada por entero por el temor de perderle.―No quiero perderte de nuevo, Rodolfo, no lo resistiría. Entonces inclinó la cabeza sobre las rodillas de Rassendyll y lloró. El acarició suavemente la cabellera de la Reina, pero no la miró. Sus ojos permanecieron fijos en el jardín oscurecido ya por la proximidad de la noche. Después de contemplarles un rato, atraje mi mujer hacia una mesa algo apartada y nos sentamos. Oímos los sollozos de la Reina. Rodolfo acariciaba sus cabellos y escrutaba la noche con sus ojos, fijos y tristes. Ella levantó la cabeza y le miró.―Me destrozarías el corazón ―declaró.CAPÍTULO 19
POR NUESTRO AMOR Y POR SU HONOR
Ruperto de Hentzau había muerto. Tal era el pensamiento que me asaltaba de continuo y me proporcionaba una indecible sensación de alivio y de calma extraordinarios.
A los que 'no se dieron cuenta, luchando contra él, de su formidable audacia y del alcance de sus proyectos, podrá parecerles imposible que su muerte nos trajera tanta calma y paz, a pesar de que el porvenir no parecía tan despejado. Densas nubes entoldaban aún los horizontes políticos. Todo era sombrío e incierto. Para mí era tan importante la desaparición de aquel genio del mal, que apenas podía creer en la supresión definitiva de su influencia. Ha muerto, sin duda. Pero, ¿no podría clavarnos aún su garra? Tales eran los pensamientos semisupersticiosos que bullían en mi mente en tanto que miraba la multitud obstinadamente reunida en torno del palacio. Yo estaba solo. Rodolfo hablaba con la Reina. Mi mujer descansaba. Bernenstein comía, pero no quise compartir su comida, porque no sentía apetito. Hice un esfuerzo por dominar mi angustia y procuré fijar mi atención en las circunstancias presentes. Estábamos encerrados en un círculo de dificultades tan enmarañadas que parecía imposible desde todo punto de vista poder vencerlas sin dejar velones en las zarzas del camino. No pretendía resolver el pavoroso problema, pero sabía, por lo menos, lo qué deseaba. No era descubrir de qué manera Rodolfo Rassendyll podría salir de Strelsau sin ser reconocido; cómo el Rey difunto desaparecería, ni cómo la Reina, desesperada y abandonada permanecería en su trono solitario y lúgubre. Quizá un cerebro más fértil en recursos que el mío hallase una solución satisfactoria. No. Lo que yo pensaba y en lo que mi imaginación se complacía con amor, era en el reinado de aquél que en tales momentos era Rey de Ruritania. Decíame, para mi capote, que dar tal dueño al reino sería un fraude tan espléndido y audaz que no podría descubrirse. No había otro temor fundado que las sospechas de la vieja Holf, pero el temor o el dinero sellarían sus labios. Quedaba la amenaza de Bauer, pero la boca de éste podía cerrarse y se cerraría dentro de algunos días; se cerraría para no volverse a abrir. Mi ensueño se explayó. Vi el porvenir desarrollándose ante mí, en los anales de un gran reinado. Se me antojaba que, por la violencia y la sangre vertida habíamos vencido al destino, que arrepintiéndose, remediaba el error cometido al no hacer nacer rey a Rodolfo Rassendyll. Pasé largo rato sumido en tales cavilaciones y me sacó de ellas el ruido que hizo la puerta al abrirse. Me volví y vi a la Reina. Se acercó con paso tímido. Contempló un instante la plaza y la muchedumbre, pero retrocedió, súbitamente, como si temiese que la vieran. Entonces se sentó y volvió la cara hacia mí. Leí en sus ojos señales de lucha de las diversas emociones que sentía. Dijérase que a un tiempo quería rogarme que no la desaprobara y pedirme mi simpatía, la indulgencia por su falta y su dicha. Los reproches que se dirigía echaban una sombra sobre su gozo. El destello de oro brillaba a pesar de todo. Yo la miraba con ansiedad. Comprendí que no hubiese sido aquélla su actitud después de un adiós definitivo que cerrara la puerta a toda esperanza.―Fritz ―pronunció con dulzura―, soy culpable, muy culpable. ¿Castigará Dios mi alegría? Temo que no presté entonces gran atención a su angustia, que ahora comprendo perfectamente.―¿Su alegría? ¿Ha podido, pues, decidirle? Sonrió un momento. Yo balbuceé: ―Quise decir si han quedado acordes... Sus ojos buscaron los míos y susurró:―Algún día..., ahora, no. No es posible aún. Pero algún día, Fritz, si Dios no se muestra muy severo conmigo, yo... seré suya, Fritz. Calló. Yo atendía a mi visión, no a la suya. Anhelaba que fuese Rey. Ella, en cambio, no pensaba en tal cosa. El caso era que no la abandonase, que fuera suyo.―¡Será Rey! ―exclamé triunfalmente. ―No, no ceñirá la corona. Va a partir. ―¡Partir! Me fue imposible disimular mi consternación.―Sí, marchará..., pero no para siempre. ¡Será larga, oh, muy larga su ausencia! Pero puedo resignarme pensando que más tarde... Se calló y me miró de nuevo con ojos que imploraban perdón y simpatía.―No comprendo ―dije, con acento demasiado brusco, sin duda.―No se engañaba usted ―añadió―. Quería alejarse como la primera vez. ¿Debía habérselo permitido? Sí, sí, pero no pude. ¿Acaso no he padecido bastante, Fritz? No sabe usted cuáles fueron mis tormentos. Y padeceré aún, pues se marcha y tardará en volver. Pero luego estaremos reunidos. Dios es misericordioso, y algún día viviremos juntos...―Si se marcha ahora, ¿cómo podrá volver?―No volverá. Seré yo quien vaya a encontrarle algún día, cuando ya haya terminado mi obra, cuando ya no se me necesite como reina. Me consternaba la destrucción de mi ensueño, pero, sin embargo, no podía mostrarme duro con ella. Tomé su mano y se la estreché. Ella murmuró: ―¿Quería usted que fuese Rey? ―Con toda mi alma.―No ha querido, Fritz. No. Y yo, por mi parte, tampoco me atrevería a semejante cosa. Procuré entonces sacar partido de los argumentos prácticos.―Pero, ¿cómo conseguirá marcharse?―Lo ignoro. Pero él lo sabe. Tiene un plan. Quedamos silenciosos otra vez. Sus miradas eran tranquilas y su continente reposado. Parecía entrever, con esperanza paciente, el instante en que llegaría la dicha. Yo era un hombre que de la sobreexcitación de la embriaguez, cae en una apatía invencible.―Le será difícil partir ―repetí. No me respondió. Un instante después se abrió la puerta y entró Rodolfo, seguido de Bernenstein. Ambos calzaban botas de montar y llevaban capotes. Leí en el semblante de Bernenstein el mismo desengaño que debió pintarse poco antes en el mío. Rodolfo, en cambio, parecía tranquilo, hasta dichoso. Se acercó a la Reina.―Los caballos estarán dispuestos dentro de algunos minutos ―dijo, cariñosamente. Se volvió hacia mí y preguntó:―¿Sabe usted lo que vamos a hacer, Fritz? ―¿Yo? No, Majestad ―respondí con acento rudo. ―¿Yo? No, Majestad ―repitió, mitad burlón, mitad contento. Luego se colocó entre Bernenstein y yo, nos asió por el brazo y exclamó:―¡Ah, pillastres sin escrúpulos! ¿Así os enfadáis porque no quiero convertirme en un ladrón? ¿Por qué maté a Ruperto y os dejé vivir, bergantes? Sentía la presión amistosa en mi brazo. No pude contestarle. A cada una de sus palabras, a cada instante que pasaba con él, mi pena era más aguda. Bernenstein me miró y se encogió de hombros con desesperación. Rodolfo se río.―Veo que no me perdonáis que no haya sido un perillán como Ruperto, ¿verdad? No contesté, pero retiré mi brazo del suyo y le estreché la mano.―¡Así va el mundo, amigo Fritz! ―exclamó. Y estrechó la mano de Bernenstein, que éste le abandonó de mala gana.―Bernenstein y yo partimos en seguida para el pabellón de caza, sí, y públicamente de un modo bien ostensible. Pasaré a través de la muchedumbre para que me miren cuantos quieran verme, y me las compondré de modo que sepan todos a dónde voy. Llegaremos allí muy de mañana, antes de amanecer. Encontraremos a Sapt y él dará los últimos toques a nuestro plan... ¡Hola! ¿Qué pasa? Se oía de nuevo una gran gritería en la plaza. Partía de la gente que había en ella. Corrí a la ventana, la abrí con presteza y noté mucha agitación entre los que estaban reunidos allí. Luego oí una voz sonora y estridente que me era bien conocida.―¡Paso, botarates, paso!―Es Sapt ―dije―. Atraviesa el gentío a caballo, como un loco, y su criado le sigue de cerca.―¡Dios mío! ¿Qué habrá pasado? ¿Por qué han abandonado el pabellón? ―exclamó Bernenstein. La Reina se estremeció asustada. Se levantó vivamente―y se acercó a Rodolfo. Oíamos al pueblo que aclamaba a Sapt de buena gana, y que bromeaba con James tomándolo por criado del condestable. Los minutos parecían largos, en tanto que esperábamos emocionados y perplejos. Un pensamiento nos embargaba y nos lo comunicábamos con la mirada. ¿Qué motivo había para abandonar la vigilancia que ejercían en torno del lugar que guardaba el gran secreto, que no fuera el descubrimiento del mismo? No habrían abandonado su guardia mientras hubieran podido continuar desempeñando su misión de confianza: ¿Qué imprevisto azar podía haber revelado la existencia del cuerpo del Rey? Si su muerte era conocida, de un momento a otro podía esparcirse por la ciudad y agitarla como un mar tempestuoso. Por fin, la puerta se abrió, y fue anunciado el condestable de Zenda. Sapt estaba cubierto de polvo y barro, y James, que le seguía pisándole los talones, no aparecía en mejor estado. Evidentemente habían venido a escape, pues jadeaban todavía. Sapt, después de un saludo a la Reina, se acercó a Rodolfo.―¿Está muerto? ―preguntó sin preámbulos.―Sí, Ruperto ha muerto ―respondió Rassendyll―. Yo le maté.―¿Y la carta?―La he quemado.―¿Y Rischenheim? La Reina intervino:―El conde de Luzan―Rischenheim no dirá ni hará nada contra mí ―aseguró. Sapt frunció levemente las cejas.―Bien. ¿Y Bauer?―Bauer está libre ―respondí yo.―¡Hum! En fin, no es hombre de gran cuidado ―dijo el condestable, con expresión satisfecha. Sus miradas se fijaron en Rodolfo y en Bernenstein. Con la mano señaló sus botas de montar. ―¿Adónde van tan tarde?―Ante todo, juntos, al pabellón para verle a usted. Después, yo solo, hacia la frontera ―afirmó Rodolfo. ―Vamos por partes. Dejemos ahora la frontera. ―Bueno.―¿Qué quiere de mí, Vuestra Majestad?―Quiero a, reglármelas para no ser más Vuestra Majestad ―replicó Rodolfo. Sapt se sentó y se quitó los guantes.―¡Ea! ―dijo―. Cuénteme lo que ha pasado hoy en Strelsau. Hicimos una relación breve, pero completa. Escuchó sin dar muestras de aprobación o censura, pero me pareció que le rebrillaban los ojos cuando expliqué con cuánto entusiasmo había aclamado el pueblo a su Rey y de qué manera le recibió la Reina como su marido ante todo el mundo. De nuevo la visión y la esperanza destruidas por la calma y la resolución de Rodolfo renacieron. Sapt hablaba poco, pero tenía la expresión de un hombre que guarda una noticia como reserva. Parecía comparar lo que decíamos con lo que él sabía y que nosotros ignorábamos. El lacayuelo que permanecía junto a la puerta de la sala guardaba un silencio respetuoso, pero yo podía ver que seguía cuanto pasaba con la atención más profunda. Cuando todo fue dicho, Rodolfo se volvió hacia Sapt y le preguntó:―¿Y su secreto? ¿Está bien guardado? ―Sí.―¿Nadie ha visto lo que está oculto?―Nadie. Sólo nosotros sabemos que ha muerto el Rey. ―Entonces, ¿qué es lo que le trae aquí?―La misma razón que le impulsaba a ir al pabellón: la necesidad de tener una entrevista con Vuestra Majestad. ―Pero, ¿está guardado el pabellón? ―Está en seguridad. Sin duda había un nuevo secreto oculto detrás de esas breves palabras, de esas frases cortas y de aquellas respuestas casi bruscas. No pudiendo contener mi impaciencia me dirigí hacia Sapt, diciendo:―¿Qué hay? Dígalo, condestable. Me miró y luego miró al señor de Rassendyll.―Ante todo desearía conocer su plan ―dijo―. ¿Cómo cuenta explicar su presencia en la ciudad hoy, cuando el Rey está de cuerpo presente desde ayer en el pabellón de caza? Estrechamos el círculo cuando Rodolfo empezó su respuesta. Únicamente Sapt permaneció en su sillón sin variar su actitud. La Reina estaba sentada en el suyo y parecía prestar escasa atención a lo que decíamos. Creo que estaba aún embargada por los contrarios sentimientos que luchaban en su interior. La falta de que se acusaba y la alegría que llenaba todo su ser combatían entre sí y excluían todo otro pensamiento.―Dentro de una hora ―dijo Rodolfo― es preciso que haya marchado.―Si lo desea, es fácil ―respondió Sapt.―Veamos, Sapt ―agregó Rassendyll―; sea usted razonable. Al amanecer usted y yo...―¿También yo? ―preguntó el condestable.―Sí, usted. Bernenstein y yo estaremos en el pabellón.―No es imposible, aun cuando ya estoy harto de cabalgar ―dijo Sapt. Rodolfo fijó en él su mirada.―Comprenda usted: el Rey llega temprano al cazadero...―Bien.―¿Qué sucede entonces, Sapt? ¿Perece a causa de un accidente?―Eso ocurre a veces.―¿Le mata un asesino?―Ha desarmado usted al más formidable de ellos. No pude dejar de sonreír viendo la brusquedad del veterano.―¿O es posible que Huberto le mate de un balazo? ―¿Ahora hará asesino al pobre Huberto?―No. Por un accidente fortuito mata, y se suicida luego, desesperado.―Perfectamente. Pero los médicos tienen una propensión alarmante a explicar de qué modo ocurren los accidentes y suicidios.―Los médicos, querido condestable, tiene palmas en las manos lo mismo que ideas en la mente. Si llenáis las palmas de sus manos, infundís sugestiones a su mente.―Bueno. Aceptemos esta última versión. ¿Qué es lo que pasa?―Mañana al mediodía se esparce una noticia por Ruritana y por Europa. Se sabe que el Rey, milagrosamente salvado hoy...―¡Dios sea loado! ―exclamó Sapt. Bernenstein se río.―...ha muerto de un modo trágico. ―La noticia causará pena y dolor.―Durante ese tiempo yo estaré en seguridad al otro lado de la frontera.―Se comprende.―Y mañana por la tarde, usted y Bernenstein partirán para Strelsau trayendo los despojos mortales del Rey. Rodolfo, después de un instante de vacilación, añadió: ―Será preciso afeitarlo. Y si los médicos quieren discutir la cuestión de tiempo, entonces, como ya he dicho, llene sus manos. Sapt permaneció silencioso algunos instantes, como si reflexionara acerca de lo que acababa de oír. Presentía sin duda peligros, pero el éxito había animado a Rassendyll, y sabía que la sospecha tarda en aparecer si la superchería es audaz. Únicamente los engaños probables son descubiertos.―Y bien, ¿qué le parece? ―preguntó Rassendyll. Observé que no dijo palabra a Sapt de lo que él y la Reina habían decidido hacer andando el tiempo. La frente de Sapt se arrugaba. Vi que miraba a James, y una sonrisa fugitiva entreabrió los labios del criado.―Es peligroso, evidentemente, pero cuando vean el cadáver del Rey ―añadió Rodolfo.―Ahí está la dificultad ―respondió Sapt―. No podrán ver el cuerpo del Rey. Rodolfo le miró pasmado. Luego, hablando en voz baja para que la Reina no oyese, añadió:―Habrá que enterrarlo con cuidado, en presencia de algunas autoridades. Sapt se puso en pie.―El plan es bueno, pero tiene un defecto capital ―declaró con acento más rudo que de costumbre. Yo estaba sobre ascuas, porque hubiese jurado que nos reservaba alguna noticia rara.―No hay cuerpo ―dijo. Rassendyll mismo perdió su aplomo. Tomó a Sapt por el brazo y dijo:―¡Que no existe el cuerpo del difunto! ¿Qué quiere usted decir? ―exclamó. Sapt lanzó una nueva ojeada a James, y empezó su relato con acento monótono, de un modo mecánico, como si recitara una lección aprendida de memoria, donde representaba un papel que la costumbre le hacía familiar.―El pobre Huberto tuvo la imprudencia de dejar una bujía encendida en el lugar donde se guardaba la leña y el aceite ―dijo―. Esta tarde, cerca de las seis, echamos una siesta James y yo. A las siete viene James a despertarme. Mi habitación estaba llena de humo. El pabellón ardía. Salté de la cama. El fuego había prendido con tal violencia y tomado tal incremento, que era imposible pensar en extinguirlo. Sólo pensábamos en una cosa... Se detuvo de pronto y miró a James.―En salvar a nuestros compañeros ―dijo gravemente James.―Eso es ―dijo Sapt―, en salvarlos. Corrí al cuarto del Rey; abrí la puerta y traté de entrar. Era muerte cierta, segura. James intentó también penetrar en aquel horno. Tuvo que retroceder. Hice una nueva tentativa. James me hizo retroceder. Era preciso salvarnos. Ganamos la puerta. El pabellón entero ardía. Nada más que presenciar el desastre podíamos. La madera inflamada se ennegrecía, se reducía a cenizas; las llamas se apagaban. Sabíamos que cuantos quedaron dentro del pabellón debían estar consumidos por el fuego. ¿Qué podíamos hacer? James partió en busca de auxilio. Encontró un grupo de carboneros que le acompañaron. Ya no había llamas. Nos acercamos todos a las ruinas humeantes. Todo estaba reducido a cenizas. Pero ―aquí bajó el tono―, emcontramos algo que nos pareció ser el cuerpo del lebrel Boris, carbonizado. En otro lugar había un cadáver carbonizado también; debía ser el de Huberto, pues el cuerno de caza nos lo dio a entender. Había también otro cadáver casi informe y desfigurado por completo. Le vimos y también lo vieron los carboneros. Llegaron otros aldeanos atraídos por las llamas. Nadie podía decir de quién era aquel cadáver. Únicamente James y yo lo sabíamos. Entonces montamos a caballo para prevenir al Rey. Sapt terminó así su historia o su lección. La Reina dejó escapar un sollozo y se cubrió la cara con las manos. Bernenstein y yo, estupefactos, no comprendiendo si el relato se refería a un hecho cierto o imaginario, permanecíamos inmóviles, con los ojos fijos en el condestable. Por fin, abrumado por tantas extrañezas, medio idiota por la rara mezcla de cómico y trágico que se advertía en la dicción de Sapt, le tiré de la manga y le pregunté, medio riendo y medio sofocado por el asombro:―¿De quién era el otro cadáver, Sapt?―El de cierto Rassendyll, amigo del Rey, y que esperaba juntamente, con su ayuda de cámara, la vuelta de Rodolfo V, que había ido a Strelsau. Este servidor, aquí presente, está dispuesto a marchar a Inglaterra para anunciar la triste nueva a su familia. Desde hacía un rato, la Reina miraba a Sapt, y con un brazo extendido hacia él, parecía suplicarle que le explicara aquel enigma: Rodolfo Rassendyll había muerto; sólo era un montón de cenizas; el Rey vivía y ocupaba su trono en Strelsau. Así Sapt hablase contagiado ―la locura de James y puso en acción la rara fábula que el hombrecillo imaginó para distraer al condestable. De repente, Rassendyll dijo con acento claro y breve:―Todo eso es un embuste, Sapt. Y sus labios se fruncieron de un modo desdeñoso.―No es mentira que el pabellón haya ardido, y que las personas que estaban en él hayan muerto, ni que unas cincuenta personas lo saben y que no hay quién reconozca el cadáver del Rey. Lo demás es mentira, pero creo que la parte de la verdad puede bastar. Ambos hombres estaban uno frente al otro, retándose con la mirada. Rodolfo había adivinado la intención del enredo imaginado por James y aceptado por Sapt. Ahora era desde todo punto imposible traer el cuerpo del Rey a Strelsau. Y tan imposible también creer que el hombre que se quemó en el pabellón no era el Rey. Así Sapt obligaba a Rodolfo a consentir en lo que quería. Le inspiró la misma idea que a nosotros, pero concebida con mayor osadía que la nuestra. Pero cuando vi de qué modo Rodolfo le miraba, me pregunté si, dejando allí a la Reina, no irían a contender en campo abierto. Rassendyll consiguió, sin embargo, dominar su cólera.―Estáis todos decididos a convertirme en un miserable usurpador ―dijo, fríamente―. Fritz y Bernenstein me empujan; usted, Sapt, trata de obligarme. James es, sin duda, uno de los conspiradores.―Sí, señor ―respondió el criado, no en tono de bravata, sino para contestar, como lo exigía su deber, al mandato de su amo.―Me lo figuraba. Pues bien, no quiero que se me fuerce. Veo que no existe sino un medio para evitarlo y emplearé ese medio. Ninguno de nosotros respondió. Esperamos que continuara. Y añadió:―De la carta de la Reina nada tengo que decir y nada diré. Pero diré a todos que no soy el Rey, sino Rodolfo Rassendyll, y que he sustituido al Rey para salvar a la Reina y castigar a Ruperto de Hentzau. Esto bastará para romper la red en que Sapt ha querido envolverme. Hablaba fríamente y con calma, de modo que cuando le miré, quedé estupefacto al ver que sus labios se contraían y que su frente estaba húmeda de sudor. Entonces comprendí qué lucha rápida y tremenda le había torturado antes de que pudiera, venciéndose a sí mismo, rechazar la tentación. Fui hacia él y le estreché la mano. Aquello pareció calmarle.―¡Sapt, Sapt! ―dijo―. Poco ha faltado para convertirme en un canalla. Sapt paseara colérico por la sala. Se detuvo bruscamente delante de Rodolfo, y mostrando a la Reina con la mano:―¡Yo convertirle en un canalla! ―exclamó. ¿Y qué hace usted de nuestra Reina, a quien todos servimos? ¿Qué hará de ella la verdad que quiere usted proclamar? ¿No se me ha dicho que le acogió como a su marido a la faz de Strelsau entero? ¿Creerá alguien que no conocía a su marido? Sí, puede usted presentarse, asegurar que nos engañamos. Pero, ¿se creerá que la Reina haya caído en el mismo engaño? ¿Estaba el anillo Real en su dedo? ¿Dónde está? ¿Cómo ha podido Rodolfo Rassendyll pasar muchas horas con la. Reina en casa del conde Fritz de Tarlenheim, en tanto que el Rey estaba en el pabellón de caza? Han muerto ya un rey y otros dos hombres para que nadie pueda pronunciar una palabra contra ella, ¡y usted es quién quiere desencadenar todas las lenguas de Strelsau y quien hará que la señalen con el dedo cuantos sospechan de ella! Rodolfo no respondió. Desde que Sapt hubo pronunciado el nombre de la Reina, se acercó a ella y dejó caer su mano sobre el respaldo de su sillón. Ella alargó una de las suyas para juntarla a la de Rodolfo y así permanecieron, pero Rodolfo se había puesto muy pálido y. demudado.―Y de nosotros ―prosiguió Sapt con feroz energía―, de sus amigos, pues le hemos sido fieles como a la Reina, de Fritz, Bernenstein y yo, ¿qué es lo que hace usted? Si es preciso que se proclame esa verdad, ¿quién podrá creer que permanecimos fieles al Rey, que ignorábamos la existencia de usted? ¿Cómo evitar que se nos tome por sus cómplices..., que quizá se nos crea cómplices de su asesinato? ¡Ah, Rodolfo Rassendyll! ¡Líbreme Dios de tener una conciencia que me impidiera ser fiel a la mujer que amo y a los amigos que me quieren! Jamás había visto al viejo condestable tan conmovido. Me conmoví como él y como Bernenstein. Sé ahora que estábamos dispuestos a dejarnos convencer, o, mejor dicho, que llevados de nuestro deseo apasionado, estábamos convencidos por adelantado. Su llamamiento conmovido nos pareció un argumento, y el peligro que señalaba para la Reina era grande y real. Súbitamente se operó un cambio en el viejo soldado. Se acercó a Rodolfo, le tomó la mano y le habló con un acento bajo y entrecortado que no se parecía poco ni mucho a su rudeza habitual.―¡No se niegue! He aquí a la más bella de las mujeres, languideciendo junto a su verdadero Rey, y a los mejores amigos del mundo, sí, ¡pardiez!, a los mejores, devorados por el deseo de tenerle por dueño. Nada sé de su conciencia, pero me consta esto: el Rey ha muerto, su trono está vacío, y ro veo por qué Dios le ha enviado aquí si no es para ocuparlo. ¡Ea, no vacile, por nuestro amor y por el honor de ella! Cuando el Rey vivía le hubiese matado antes que permitir que usurpara su trono. ¡Ha muerto! ¡Ahora..., por nuestro amor y por el honor de ella! Ignoro qué pensamientos asaltaron la mente de Rodolfo Rassendyll. Su rostro permanecía impasible y rígido. No se demudó al terminar Sapt su llamamiento. Permaneció largo rato impasible. Luego inclinóse lentamente hacia la Reina y la contempló con fijeza. Ella le devolvió la mirada y arrastrada por la esperanza de una dicha inmediata, por su amor, y orgullosa de ver que se le ofrecía el poder supremo, se dejó caer de rodillas ante Rodolfo y exclamó:―¡Sí, sí, Rodolfo! ¡Por mi amor! ¡Por mi amor! ―¡También está contra mí, Reina mía? ―dijo, acariciando su cabellera rubia.CAPÍTULO 20
LA DECISIÓN DEL CIELO
Aquella tarde estábamos como alocados Sapt, Bernenstein y yo. La idea parecía haber penetrado en nuestra sangre y formar parte de nuestro ser.
Sapt redactaba un informe claro y conciso de lo que había ocurrido en el pabellón de caza, para comunicarlo a los periódicos de la capital y provincias. Relataba, con los detalles necesarios, cómo Rodolfo Rassendyll, acompañado de su ayuda de cámara fue a visitar al Rey al castillo de Zenda y cómo fueron al pabellón de caza con el monarca. Pero habiendo sido llamado éste inesperadamente a la capital, el señor Rassendyll permaneció en el pabellón esperando la vuelta del Rey. Allí le sorprendió el incendio, debido a un descuido, y allí murió. Seguía una breve biografía de Rodolfo, una discreta alusión a su familia y la expresión muy digna de sentimiento del Rey, cuyo pésame llevaría James. El teniente Bernenstein, bajo la dirección del condestable, contaba de qué modo Ruperto de Hentzau cometió el atentado contra el soberano y con qué valor se defendió el Rey. Se decía que el conde obtuvo una audiencia, haciendo creer que tenía en sus manos un documento que tenía suma importancia para la seguridad del Estado y cuya índole exigía el mayor secreto. El Rey, que, como siempre, despreciaba el peligro, acudió solo a la cita, pero para rechazar sencillamente las pretensiones de Ruperto, no para aceptarlas. Furioso por aquella decepción que anonadaba sus esperanzas, el audaz criminal había atacado al Rey, con resultado funesto para él. Pereció el criminal en el duro trance, y el Rey, viendo de una sola ojeada que el documento comprometía a personas bien conocidas del reino, había destruido, con la nobleza que le caracteriza, el papel sin acabar de leerlo, delante de tonos los que acudían en auxilio suyo. Yo indicaba algunos retoques sugestivos. Dominados por el deseo de deslumbrar miradas curiosas, olvidábamos las dificultades positivas y permanentes del reto que habíamos resuelto realizar. Para nosotras no existían. Sapt respondía a todas las objeciones que, habiendo hecho el ensayo tres años antes con toda felicidad, no había el menor motivo para que ahora fallara. Bernenstein v yo estábamos tan confiados como él. Guardaríamos el secreto, consagrando a tal fin nuestra inteligencia, nuestro brazo, nuestra existencia, como habíamos guardado el secreto de la carta que bajó a la tumba con Ruperto de Hentzau. Nos apoderaríamos de Bauer y le obligaríamos a callarse. Por otra parte, ¿quién daría el menor crédito a una historia, tan descabellada al parecer, y relatada por un hombre de su laya? Rischenheim era de los nuestros. La vieja Holf callaría por miedo y también porque no estaba segura de lo que sospechaba. Era preciso que Rodolfo Rassendyll pasara por muerto en Inglaterra y que sus deudos le creyeran también difunto. Sería necesario que se casara con la Reina. Sapt estaba seguro de encontrar un sacerdote que se encargara de aquella ceremonia y que la olvidara después, bien cuidando del interés del Estado, bien atendiendo a conveniencias personales. Si nuestro valor flaquease un instante, se reanimaría al punto, pensando que los peligros que corríamos renunciando a nuestra empresa eran mucho mayores e inminentes, si retrocedíamos que si continuábamos por el camino emprendido. Seguros de que la sustitución de Rassendyll al Rey era nuestro solo recurso, no nos preguntábamos si era posible. Lo que buscábamos era realizarla sin peligro. Pero Rodolfo no había hablado. El llamamiento de Sapt y el clamor suplicante de la Reina le habían conmovido, pero no domado. Vaciló, pero no cedió. No invocó, £in embargo, la imposibilidad ni el peligro. No era aquélla ni éste lo que le detenía. Para él no se trataba de saber si el acto podía cumplirse, sino si se debía cumplir. No debíamos fortalecer un valor desfalleciente, sino combatir un vigoroso sentimiento de honor que aborrecía la impostura y detestaba el engaño tan pronto como parecía servir para el medro personal. En otro tiempo representó el papel de rey para servir al Rey. Pero no le gustaba repetir la farsa para aprovecharla por su cuenta. Se mostró, pues, intransigente hasta que vio que peligraba la reputación de la Reina, inocente y comprometida y hasta que el amor de' ésta y la afección de sus amigos se unieron para combatir su solución. Entonces vaciló, pero aún no había dicho una palabra definitiva. A pesar de ello, el coronel Sapt procedió siempre como si Rodolfo hubiese dado su consentimiento, y vio transcurrir las horas, durante las cuales podía huir, con una tranquilidad perfecta. ¿A qué apresurar la resolución de Rodolfo? Cada hora que transcurría dejándose llamar Rey, aumentaba la dificultad de llamarse de otra manera. Sapt dejó, pues, que Rodolfo vacilara y luchara, en tanto que él relataba lo ocurrido y completaba sus proyectos y planes. De cuando en cuando, James entraba y salía con calma imperturbable y brillándole en los ojos la satisfacción interior que sentía. Había inventado un cuento por puro pasatiempo y aquel cuento se convertía en historia. El, por lo menos, representaría su papel, sin flaquear, hasta el fin. La Reina nos había dejado. La pudimos convencer de que descansara algunas horas, hasta que se hubiese tomado una resolución definitiva. Tranquilizada por las últimas palabras de Rodolfo, no le había hecho ninguna nueva súplica con los labios, pero sus ojos suplicaban con una elocuencia mayor que ningún ruego, y hubo en la presión prolongada de su mano una tristeza que persuadía más que todas las súplicas. La acompañó hasta fuera de la sala y la confió al cuidado de Helga. Una vez que hubo vuelto a nuestro lado, permaneció mudo algunos instantes. Respetamos e imitamos su silencio. Sapt, sentado enfrente de él, le miraba con el ceño fruncido y mordisqueándose el bigote.―¿Y qué? ―preguntó al cabo, para saber a qué atenerse. Rodolfo se acercó a la ventana y pareció sumirse en la contemplación de la calma de la noche. Sólo algunos transeúntes pasaban por la calle. La luna brillaba clara en el firmamento y blanqueaba el suelo de la plaza.―Quisiera pasear un rato para reflexionar tranquilamente ―dijo Rodolfo, dirigiéndose a nosotros. Y al ver que Bernenstein se disponía a acompañarle, añadió:―No, solo.―Sí ―dijo Sapt mirando las agujas del reloj, que señalaban las dos―; no se apresure, reflexione, hijo mío. Rodolfo le miró sonriendo.―Conste que no me engaña usted, viejo Sapt ―respondió meneando la cabeza―. Créame, si me decido a partir, marcharé sea la hora que sea.―¡Sí, y el diablo le acompañe! ―refunfuñó el condestable. Así, pues, Rodolfo se alejó y entonces hablamos largo y tendido, pasando largo tiempo en esbozar proyectos, en meditar planes, cerrando voluntariamente los ojos ante las contingencias del porvenir. Rodolfo no había salido al pórtico de entrada y suponíamos que permanecía en los jardines para librar el tremendo combate. El viejo Sapt, una vez terminado su trabajo, estuvo muy locuaz.―Esta luna que nos alumbra ―dijo indicando la que brillaba en la gran bóveda― es una señora que no merece la menor confianza. La he visto más de una vez despertar la conciencia de un pícaro redomado.―En cambio ―replicó Bernenstein riendo y desperezándose antes de encender un cigarro― yo la he visto adormecer a un enamorado.―Sí, es capaz de transformar a un hombre ―repuso Sapt―. A la claridad de sus reflejos un hombre apocado soñará en batallas; un ambicioso, después de contemplarla diez minutos, sólo pensará en terminar su vida sumido en suave somnolencia.―¿Y qué va a hacer de Rodolfo Rassendyll? ―pregunté yo, poniéndome al diapasón del rudo soldado.―Verá el semblante de la Reina ―exclamó Bernenstein. ―Quizá el de Dios ―replicó Sapt, y sacudió la cabeza como si un pensamiento desagradable se hubiese presentado a su mente y pugnara por salir de sus labios. Estas palabras del coronel Sapt nos dejaron pensativos, y guardamos silencio. Nos miramos. Sapt dejó caer pesadamente la mano encima de la mesa.―Ni yo ―respondió Bernenstein―. ¿Y usted, Tarlenheim? ―Tampoco. Insisto en lo mismo. Hubo un nuevo silencio.―Puede convertir a un hombre en una esponja―aseguró Sapt― o en una barra de hierro. La he mirado mil veces desde mi tienda de campaña y tendido en el suelo, y la conozco bien. Me hizo obtener una condecoración, y otra vez por poco me hace cambiar de bisiesto. No quiera nada con ella, Bernenstein.―Pierda cuidado. Guardaré mis sonrisas para beldades más asequibles ―respondió el teniente, cuyo buen humor no le permitía estar serio mucho tiempo.―Ahora que no está presente Ruperto de Hentzau tendrá usted más suerte ―dijo Sapt, con sarcasmo. Llamaron a la puerta y entró James.―El conde d Luzan―Rischenheim solicita el favor de hablar al Rey.―Esperamos a Su Majestad de un momento a otro. Ruegue al conde que entre ―contestó Sapt. Y cuando Rischenheim hubo entrado, y designándole un asiento, añadió:―Hablábamos, señor conde, de la influencia de la luna en la carrera de los hombres.―¿Qué harán ustedes? ¿Qué deciden ―preguntó Rischenheim con impaciencia.―Nada decidimos ―dijo Sapt.―Entonces, qué es lo que el se..., el Rey decide?―El Rey no decide nada, señor conde. Es ella quien decide. Y el condestable señalaba la luna con el dedo.―En estos momentos hace o deshace un Rey. No puedo decir a qué punto fijo. ¿Y su primo?―Mi primo murió.―Sí, ya sé. No obstante, le pregunto, ¿y su primo? ―Caballero ―replicó Rischenheim con dignidad―, puesto que ha muerto, paz a su memoria. No somos nosotros quienes hemos de juzgarle―Bien podría desear lo contrario, porque por mi parte creo que soltaría al tunante, y dudo que― su juez actual se muestre tan indulgente.―Perdónelo Dios. Yo le quería. Sí, muchos le quisieron. Hasta sus servidores.―Bauer, entre otros.―Sí, Bauer le quería. ¿Qué se habrá hecho de él?―Espero que habrá ido a los infiernos con su amado dueño ―gruñó Sapt. Pero lo dijo en tono tan bajo que Rischenheim no tuvo el disgusto de oírlo.―No sabemos dónde está ―respondí yo.―He venido ―dijo Rischenheim― para ofrecer mis servicios a la Reina.―¿Y al Rey? ―interrogó Bernenstein.―¿Al Rey? El Rey ha muerto.―Pues, ¡viva el Rey! ―exclamó Bernenstein. ―Si hubiese un Rey... ―empezó Rischenheim. ―¿Haría eso? ―inquirió Bernenstein, tembloroso de emoción.―Ella es quien decide ―repitió Sapt, señalando a la luna. ―Pero tarda mucho ―hizo observar el joven teniente. Rischenheim permaneció un momento silencioso. Estaba pálido, y cuando habló le temblaba la voz, pero su tono era firme, y decisivas sus palabras.―He dado mi palabra a la Reina, y también en eso la obedeceré si me lo ordena. Bernenstein le estrechó la mano con afecto.―¡Eso es hablar! ¡Váyase al cuerno la luna, coronel! Apenas acababan de ser pronunciadas estas palabras, se abrió la puerta, y con gran sorpresa de todos, entró la Reina. Helga la seguía, y sus manos cruzadas y el espanto que reflejaban sus ojos, indicaban de un modo patente que su aparición era contraria a su voluntad. La Reina llevaba un vestido blanco, y el pelo, que flotaba a su espalda, sólo estaba retenido por una cinta. Parecía muy trastornada, y sin fijarse en nadie, atravesó la sala y vino derecho hacia mí.―El sueño, Fritz ―dijo―. He vuelto a tenerlo. Helga me había decidido a que me acostara. Estaba cansada y me dormí. Entonces reapareció el sueño. Vi a Rodolfo. Le vi tan claramente como le veo a usted, Fritz. Todos le llamaban Rey, como ahora hace poco, pero no le aclamaban. La gente hablaba en voz baja y no pude oír lo que decían. Sólo oí: "¡El Rey! ¡El Rey!" El parecía no oír nada en absoluto. Calló un momento la Reina, como sofocada por la emoción. Luego añadió:―Permanecía inmóvil, tendido sobre un banco quizá, no lo sé a punto fijo. Sí, estaba inmóvil. Su rostro pálido y carecía de expresión. Yo oía que decían: "¡El Rey! ¡El Rey!" ¡Fritz, Fritz! Dijérase que había muerto. ¿Dónde está? ¿Dónde le habéis dejado ir? Apartó de mí su mirada y miró a ―los otros con ojos fulgurantes.―¿Dónde está? ¿Por qué no le acompañásteis? ―preguntó con acento casi airado.―Acaba de salir al jardín ―anunció Fritz.―Deberías estar entre él y el peligro, dispuestos a dar vuestra vida por la suya. ¿Por qué no estáis en torno de él? En verdad, señores, cumplís ligeramente vuestro deber. Sin duda sus palabras eran inconsideradas; ningún peligro le amenazaba y, después de todo, no era nuestro Rey, por muy grande que fuera nuestro deseo de tenerlo por tal. Sin embargo, sus reproches nos llenaban de confusión y aceptábamos su indignación como merecida. Bajábamos la cabeza. La vergüenza de Sapt se tradujo por el tono áspero de su respuesta.―Ha querido salir, señora, y pasear solo. Nos ha ordenado, digo ordenado, que no le siguiéramos. No podemos haber faltado obedeciéndole. La inflexión sarcástica de la voz traducía su indignación acerca de la inconsecuencia de las palabras de la Reina.―¿Obedecerle? No podían ustedes ir con él, puesto que no lo quería, pero podían seguirle a distancia. Pronunció estas palabras con un acento altivo y desdeñoso, pero volvió a su tono plañidero para decirme:―¿Dónde está, Fritz? ¿Está a salvo? ¡Búsquelo!―¡Le encontraré, Señora, dondequiera que esté! ―respondí conmovido, porque su acento me llegaba al corazón.―Está en el jardín ―dijo Sapt, aún herido por el reproche de la Reina, y desdeñoso de la agitación de la mujer. Estaba también indignado por lo que tardaba la luna en decidir si lo haría Rey o no.―¿En los jardines? ―exclamó la Reina―. Entonces, busquémosle. ¡Ah! ¡Le habéis dejado solo en los jardines!―¿Qué es lo que puede ocurrirle allí? ―murmuró Sapt. La Reina no le oía ya, pues había salido con rapidez de la sala, seguida de Helga. Nos apresuramos a salir también. Sapt fue el último, pues aún estaba de mal humor. Le oía gruñir mientras bajábamos la escalera y atravesábamos el ancho corredor para llegar al saloncito que daba a los jardines. No encontramos ningún criado en todo aquel trecho, exceptuando un sereno a quien Bernenstein arrebató el farol con gran extrañeza por parte del buen hombre. Fue aquélla la única luz que iluminó la pieza. Pero en el exterior la luna brillaba esplendorosa en la gran avenida y sobre los copudos árboles del jardín. La Reina fue directamente hacia la puerta vidriera. La seguí, abrí la puerta y permanecí cerca de Su Majestad. La temperatura era suave y la brisa que me acarició el rostro me pareció deliciosa. Vi que Sapt se había aproximado y estaba al otro lado de la Reina. Mi mujer y los demás permanecían detrás de nosotros y miraban al jardín por encima de nuestros hombros. Allí, a la blanca luz del astro de la noche, al otro lado de la vasta terraza, cerca de la línea de grandes árboles que la limitan, vimos a Rodolfo Rassendyll pasear lentamente, con las manos a la espalda, y los ojos fijos en la que debía ser el árbitro de su suerte y convertirse en un fugitivo o en un rey.―¡Ahí está en perfecta seguridad, Señora! ―dijo Sapt. La Reina no respondió. Sapt no pronunció otra palabra y todos callamos. Le contemplábamos presa de la tremenda lucha, tan tremenda que, ningún hombre nacido en humilde cuna, sostuvo otra cuya puesta fuera más considerable. Sin embargo, a causa de la distancia no podía seguir muy bien las peripecias de aquel combate mudo que la luz de la luna me permitía ver distintamente, esparciendo un tono grisáceo sobre su tez sana y dando extraordinario relieve a sus facciones, que se destacaban del fondo oscuro del follaje. Sólo oía la respiración jadeante de la Reina. La vi que entreabría la abertura del corpiño, para desembarazar el cuello. Nadie hacía un movimiento. La luz del farol era demasiado tenue para llamar la atención de Rassendyll. Inconsciente de nuestra presencia, luchaba con su destino. De pronto Sapt dejó escapar una débil exclamación. Llamó con la mano a Bernenstein. El joven le entregó la linterna, que acercó al marco de una ventana. La Reina, absorta en la contemplación de su amigo, no vio nada, pero 3;o percibí lo que llamara la atención de Sapt. Había arañazos en la pintura, cortes en la madera, cerca de la cerradura. Miré a Sapt, que me respondió meneando la cabeza. Parecería que alguien hubiese tratado de forzar la cerradura por medio de un cuchillo. Cualquier cosa nos asustaba y el rostro del condestable expresaba la sorpresa.―¿Quién trató de entrar? No debía ser un ladrón vulgar, pues empleara mejores herramientas. Nuestra atención fue distraída de aquel incidente. Rodolfo se había detenido. Durante un momento levantó la mirada al cielo, y la bajó de nuevo. Un segundo después movió la cabeza bruscamente ―vi sus cabellos rojos levantados por la brisa― como un hombre que acababa de resolver un problema difícil. En un instante, y por una intuición contagiosa, comprendimos que la pregunta había recibido respuesta. La suerte estaba echada. ¡Ya era rey o fugitivo! Sentimos un estremecimiento. Vi que la Reina se erguía. Sentí que el brazo de Rischenheim se envarada en mi hombro. El rostro de Sapt expresaba impaciencia y mordía ferozmente el bigote. Nos acercamos unos a otros. Al fin la incertidumbre fue insoportable. Después de mirar a la Reina y a mí, Sapt quería saber la respuesta. Así cesaría la tensión penosa que nos dominaba. La Reina no respondió a la mirada de Sapt, ni pareció haberla advertido, ni notar que salía. Sus ojos sólo veían a Rassendyll, su pensamiento se absorbía en él, pues su dicha estaba en sus manos y dependía de aquella decisión cuya importancia embargaba el ánimo de Rodolfo, y le inmovilizaba en el centro de la gran avenida. A menudo le recuerdo en pie, alto, majestuoso, semejante a los grandes soberanos, tal como se les imagina leyendo sus proezas en las edades gloriosas. El paso de Sapt hizo crujir la arena. Rodolfo lo oyó y volvió la cabeza. Vio a Sapt y detrás de Sapt a mí. Sonrió, pero no se movió. Tendió ambas manos al condestable y estrechó las suyas sonriendo. No podía leer en su semblante la decisión adoptada, pero ,advertía sin poder dudar lo más mínimo, que había tomado una resolución inquebrantable que devolvía la paz a su alma. Si había decidido marchar con nosotros, marcharía sin mirar hacia atrás, sin flaquear un punto; si escogió el partido opuesto, se alejaría sin un murmullo, sin una vacilación. La Reina parecía convertida en una estatua. Rischenheim estaba visiblemente impacientado. La voz de Sapt se elevó dura y áspera.―¿Qué ha decidido? ¿Adelante o atrás? Rodolfo le estrechó nuevamente las manos y le miró de hito en hito. Una palabra bastaría para la respuesta. La Reina, desfallecía, se apoyó en mi brazo, y cayera si no la hubiese sostenido. En aquel instante un hombre salió de la línea de los grandes árboles que marcaban la avenida, detrás del señor de Rassendyll. Bernenstein profirió un grito y se arrojó, rechazando violentamente a la Reina de su paso y tiró del pesado sable de coraceros de la Guardia. Le vi centellear a la luz de la luna, pero en el mismo momento brilló un fogonazo y resonó un disparo en la calma de los jardines. Rassendyll no soltó las manos de Sapt, pero cayó lentamente de rodillas. Sapt parecía paralizado. Bernenstein gritó de nuevo. Pronunció un nombre:―¡Bauer! ¡Es Bauer! Como una exhalación atravesó la terraza y llegó a la línea de árboles. El asesino disparó de nuevo, pero erró el tiro. Vi el relámpago de la larga hoja de acero sobre la cabeza de Bernenstein y oí cómo silbaba en el aire. Hirió a Bauer con violencia inaudita y el miserable cayó al suelo con el cráneo destrozado. La mano de la Reina soltó mi brazo y cayó en los de Rischenheim. Corrí hacia Rodolfo y me arrodillé.. Aún estrechaba las manos de Sapt y se sostenía a medias gracias a ellas: pero cuando me vio a su lado, se abandonó apoyando la cabeza en mi pecho. Moviéronse sus labios sin que llegara a hablar. Bauer había vengado a su amo, a quien amaba, y se había ido a reunir con él. El palacio se animó de repente. Abriéronse las ventanas con rapidez. El grupo que formábamos nosotros se destacaba con precisión, alumbrado por la luz de la luna. Pronto se oyó ruido de pasos precipitados y nos rodearon criados y oficiales. Bernenstein estaba junto al Rey. Se apoyaba con ambas manos en el sable. Sapt no había pronunciado una palabra. Su semblante aparecía demudado por el horror y la desesperación. Los ojos de Rodolfo permanecían cerrados y tenía la cabeza echada hacia atrás sobre mi pecho. De pronto vi a mi lado a James.―He enviadlo en busca de los médicos, señor conde ―dijo― Llevémoslo al interior de palacio. Levantamos a Rodolfo entre Sapt, James y yo, y le llevamos al saloncito, a través de la terraza. Pasamos por delante de la Reina, aún sostenida por Rischenheim y por mi mujer.' Dejamos a Rodolfo sobre un canapé. Oí que Bernenstein decía en el jardín:―Recoged a ese individuo y sacadle de aquí, donde no le veamos. Luego entró seguido de varios servidores, a los que ordenó salir. Permanecimos solos esperando que llegaran los médicos. La Reina, sostenida por Rischenheim, se aproximó: ―¡Rodolfo! ¡Rodolfo! ―pronunció suavemente. Abrió los ojos y una sonrisa asomó a sus labios. Ella cayó de hinojos y levantó la mano y la besó con pasión.―Loa médicos llegarán dentro de un momento ―dije. Los ojos de Rodolfo estaban fijos en la Reina, pero al oírme hablar se volvió hacia mí y me miró meneando la cabeza. Yo me volví. Cuando llegó el cirujano, le ayudamos Sapt y yo a examinar la herida. Se había hecho retirar a la Reina y estábamos solos. El examen fue breve. Bauer había tocado entre los dos omóplatos. Llevamos a Rodolfo a una cama, la del oficial de guardia que era Bernenstein. Allí se le acostó y se hizo cuanto era posible. Hasta entonces no habíamos dirigido preguntas al cirujano, y no nos explicó nada tampoco. Bastante sabíamos lo que nos iba a decir. Todos habíamos visto morir a varios hombres, y el aspecto que presenta en el trance mortal el semblante humano nos era familiar. Llegaron tres médicos más, los mejores de Strelsau, y hablaron con .el primero. Les habían llamado. Era lo pertinente. Pero visto el auxilio que podían prestar, tanto valiera que se quedaran en la cama. Se retiraron a un extremo del saloncito formando un grupo, y cuchichearon unos minutos. James levantó la cabeza de su amo y le dio un sorbo de agua, que Rodolfo tragó con dificultad. Vi que le estrechaba la mano, y el semblante del leal servidor expresaba una pena indecible. Cuando su amo le sonrió, tuvo el valor de sonreír a su vez. Me acerqué a los médicos. ―¿Qué hay, señores? ―pregunté. Se miraron. Luego, el más nombrado de todos, pronunció gravemente:―El Rey puede vivir una hora, conde. ¿Quiere usted que se avise a un sacerdote? Volví junto a Rodolfo. Sus ojos me interrogaban. Era un hombre y no traté de engañarle torpemente. Me incliné y le dije en voz baja: ―Creen que una hora... Hizo un movimiento, no sé si de dolor o de pena. Lo ignoro. Después habló muy bajo, con lentitud: ―Que se marchen, pues ―dijo. Volví junto a los médicos y les pregunté si podían intentar algo más. Dijeron que no. Se retiraron a una habitación contigua. Uno solo permaneció allí, y se sentó junto a una mesa. Sapt, que no había pronunciado una palabra desde que sonó el disparo de Bauer me miró trastornado y dijo: ―Podríamos enviar a buscarla. Asentí con un ademán. Sapt salió y yo permanecí donde estaba. Bernenstein se aproximó a Rodolfo y le besó la mano. El pobre mozo que siempre se había mostrado bravo y altivo, estaba desmoralizado por completo. Lloraba como un chiquillo. Poco me costaba quedar como él, pero no quería que Rodolfo me viese en aquel estado. El sonrió a Bernenstein y preguntó: ―¿Viene, Fritz?―Sí, Señor ―respondí. Notó el tratamiento y una leve expresión de ironía apareció en su semblante.―Por una hora ―murmuró. Y su cabeza cayó de nuevo sobre la almohada. Llegó la Reina con los ojos secos, tranquila, serena al parecer. Nos alegramos todos. Se arrodilló cerca de la cama y tomó una mano de Rodolfo entre las suyas. Pronto aquella mano hizo un movimiento. Flavia la soltó, y, adivinando lo que quería, la levantó y la colocó encima de su cabeza, mientras ocultaba su cara sobre la cama. La mano de Rodolfo acarició la cabellera leonada que tanto le gustaba. Ella se levantó, pasó su brazo por el cuello de su amado y le besó los labios. Se tocaban sus caras y él le hablaba, pero no hubiésemos podido oír sus palabras aun cuando lo intentáramos. Permanecieron largo rato de aquel modo. El médico tomó el pulso y se alejó sin decir nada. Nos acercamos algo, porque sabíamos que permanecería poco rato entre nosotros. De pronto pareció recobrar fuerzas. Se incorporó y habló de un modo distinto.―Dios ha decidido ―dijo―. He procurado obrar siempre como debía. Estrechadme la mano, Sapt, Bernenstein y usted, querido Fritz. No la beséis. Esta es la hora de la verdad. Le estrechamos la mano como quería. Tomó la de la Reina. De nuevo le comprendió ella y puso aquella mano sobre sus labios.―En vida y en muerte, Reina mía ―murmuró. Y se durmió para no despertar.CAPITULO 21
SE REALIZA EL SUEÑO
Es inútil relatar largamente, y tampoco tendría valor para hacerlo, lo qué sucedió después de la muerte del señor de Rassendyll.
Las medidas que habíamos adoptado para asegurar la posesión del trono, en caso de que lo aceptara, nos fueron útiles después de su muerte. Los labios de Bauer estaban sellados para siempre. La vieja Holf estaba harto despavorida para hacer la menor alusión a sus sospechas. Rischenheim manteníase fiel a la palabra dada a la Reina. Las cenizas del pabellón de caza guardaban su secreto, y nadie sospechó la menor cosa cuando el cadáver carbonizado del pretendido Rassendyll fue depositado en el tranquilo cementerio de Zenda, junto a la tumba de Huberto el guardabosque. Desde el primer momento habíamos renunciado a llevar el cuerpo del Rey a Strelsau para sustituir al del señor de Rassendyll. Las dificultades hubiesen sido casi insuperables y no deseábamos vencerlas. Rodolfo Rassendyll había muerto como Rey, y a fuer de tal dormiría su sueño postrero. Como Rey estaba tendido en su palacio de Strelsau, mientras la noticia de su asesinato por un cómplice de Ruperto de Hentzau alborotaba el mundo. Habíamos terminado nuestra tarea, pero, ¡a qué subido precio! Quizá alguno hubiese sospechado del hombre vivo, nadie dudó del muerto. Las sospechas que quizá asaltaran el trono, callaron ante la tumba. El Rey había muerto. ¿Quién preguntaría si era verdaderamente rey el que estaba yacente rodeado de pompa en el palacio, o si el humilde sepulcro de Zenda contenía los huesos del último Elphberg? Cuchicheos y preguntas cesaron por completo. Durante toda el día la muchedumbre había desfilado por el gran patio acristalado. Allí, en un lecho ostentoso, bajo la corona y el estandarte real, estaba tendido Rodolfo Rassendyll. Los altos dignatarios velaban el cadáver. En la catedral el arzobispo rezaba por el descanso de su alma. Estaba allí desde tres días antes. A la mañana del cuarto debía ser inhumado. En lo alto del hall hay una galería que permite ver el lecho mortuorio. Estaba yo en aquella galería y conmigo la reina Flavia. Estábamos solos y debajo de nosotros veíamos el semblante marmóreo del difunto. Vestía el uniforme blanco que sirvió el día de su coronación y la banda de la Rosa Encarnada adornaba su pecho. En la mano tenía una rosa fresca y perfumada. La reina Flavia la cola :ó allí a fin de que, aun en el seno de la muerte no le faltara el símbolo de su amor. No habíamos cambiado aún ni una palabra. Contemplábamos la pompa de espectadores que acudían a contemplar sus facciones o traerle coronas. Vi a una muchacha arrodillada largo rato al pie del túmulo. Al levantarse, depositó una guirnalda de flores. Era Rosa Holf. Vi mujeres que pasaban llorando. Vi hombres que se mordían los labios. Rischenheim acudió, pálido y turbado. Y mientras todos llegaban y pasaban, el viejo Sapt, inmóvil, rígido y con la espada desnuda, estaba a la cabecera del lecho, con la mirada fija y sin cambiar jamás de actitud. Un zumbido lejano de voces llegó a nuestros oídos. La Reina me asió el brazo.―Es el sueño, Fritz ―me dijo―. ¡Escuche! Hablan del Rey tristemente, pero le llaman Rey. Es lo que vi en mi sueño. Pero él no oye ni ve. No; si siquiera cuando yo le llamo Rey mío. Un súbito pensamiento me hizo preguntar:―¿Qué había decido, Señora? ¿Habría sido Rey? ―No me lo dijo, Fritz, y no pensé preguntárselo mientras me hablaba.―¿De qué hablaba, pues, Señora?―Únicamente de su amor, Fritz. Nada más que de su amor. Cuando un hombre va a morir, ese amor puede más que un reino. Y quizá también, si podía saberse, cuando vive y espera. La Reina repitió:―Sólo de mi amor, Fritz. Y mi amor ha causado su muerte.―No hubiese deseado otra cosa ―respondí.―No ―murmuró ella, inclinándose sobre la balaustrada y tendiendo los brazos hacia él. Pero él permanecía inmóvil sin oír y sin ver cuando ella murmuraba: "¡Rey mío, Rey mío!" Al día siguiente James se despidió de su amo difunto y de nosotros. Llevaba a la Gran Bretaña ―de viva voz, porque no nos atrevíamos a escribirla― la verdad concerniente al rey de Ruritania y al señor de Rassendyll. Se diría al lord de Burlesdon, hermano de Rodolfo, bajo juramento de discreción, toda la verdad, y hasta hoy día el conde es, juntamente con nosotros, el único que conoce esa verdad. Una vez cumplida su misión, James volvió para entrar en la servidumbre de la Reina, y aún pertenece a ella con un cargo elevado y de confianza. Nos contó al volver que el conde de Burlesdon, después de oír su relato, quedó largo espacio silencioso, y que al fin dijo:―Rodolfo ha obrado bien. Algún día iré a visitar su tumba. Diga a Su Majestad que todavía queda un Rassendyll, si algún día le necesita. La oferta ara digna de un hombre que llevaba el apellido de Rodolfo, pero me complazco en creer que la Reina no necesita do otros servicios que los que nuestro humilde deber nos obliga a ofrecerle. Nosotros procuramos aligerar la pesada carga que pesa sobre ella, y mitigar su eterno dolor. Ahora reina en Ruritania la última descendiente de los Elphberg, y su sola alegría consiste en hablar del señor de Rassendyll con los que lo conocieron, y su única esperanza es la de reunirse con él algún día. Depositamos con gran pompa sus despojos mortales en la catedral de Strelsau, en el panteón de los reyes de Ruritania. Allí reposa entre los príncipes de la dinastía de los Elphberg. Si los muertos saben lo que ocurre en este mundo, creo, en verdad, que éstos deben estar orgullosos de llamarle hermano. Se ha levantado un magnífico monumento a su memoria y lo contemplan sus contemporáneos como patente muestra del sentimiento que produjo la muerte desgraciada de Rodolfo V. Visito a menudo el monumento y entonces acuden a mi memoria los acontecimientos que ocurrieron durante sus dos estancias en Zenda. Le lloro como se llora a un jefe que merecía toda nuestra confianza y como un camarada querido, a quien anhelaba servir durante toda mi existencia. Pero sirvo a la Reina y esto es servir también al hombre que la amó. EPILOGO
El tiempo acarrea cambios en todo y en todos. Sapt es ahora un viejo, y en breve mis hijos podrán entrar al servicio de la reina Flavia.
Sin embargo, el recuerdo de Rodolfo Rassendyll es para mí tan vivo como el día de su muerte, y muy a menudo se presenta a mi imaginación la muerte de Ruperto de Hentzau.Quizá algún día será esta historia conocida y juzgada. Por lo que a mí se refiere, está terminada. Mi corazón deplora haber perdido un jefe y un amigo, pero salvamos la reputación de la Reina, y para Rassendyll la muerte fue una liberación. Le evitó una elección verdaderamente difícil. Por una parte su honor corría grandes riesgos, y• por otra,. estaba amenazado el de la Reina. Si este pensamiento no aminora mi pena, apacigua por lo menos la ira que en mí despertó su muerte. Aún hoy día ignoro qué partido adoptó; no obstante, su elección estaba hecha, pues lo patentizaba su fisonomía tranquila y serena.Acabo de pensar en él tan detenidamente que quiero visitar su tumba, y llevaré conmigo a mi hijo menor, un niño de diez años. Ya casi tiene edad para entrar al servicio de la Reina y para aprender a amar y respetar al que duerme en el panteón de los reyes y que fue durante su vida el hidalgo más noble que he conocido.Me acompañará mi hijo y le diré cuanto puedo decirle del bravo rey Rodolfo; cómo combatió y cómo amó, y cómo puso el honor de la Reina y el suyo por encima de cuanto existe en el mundo. El niño puede ya sacar provecho de las enseñanzas que encierra la vida del señor de Rassendyll.Y mientras estemos allí, de pie, le traduciré ―pues el chiquitín prefiere sus soldados de plomo a la gramática latina― la inscripción que la Reina trazó por su propia mano sobre la tumba en que se halla encerrada su vida:A Rodolfo, que reinó recientemente en esta ciudad y reinará siempre en el corazón de la Reina Flavia.Le he explicado estas palabras, que repetía con su voz de niño. Al principio tropezaba, pero la segunda vez recitó sin engañarse con un acento de solemnidad en su voz infantil y fresca.RUDOLFO
QUI IN HAZ CIVITATE NUPER REGNAVIT IN CORDE IPSIUS IN AETERNUM REGNAT FLAVIA REGINA.
Sentí que su mano temblaba en la mía y dijo mirándome: ―¡Dios salve a la reina!, padre.Fin