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Confío en estar lo bastante agradecido porque se me haya hecho gracia de la vida hasta haber llegado a ver la época más brillante en la historia del mundo: mediados del siglo XX. Resultaría inútil que algún hombre menospreciase las enormes realizaciones de los cincuenta años últimos; y si me atrevo a llamar la atención acerca del hecho, ahora aparentemente olvidado, de que la gente del siglo XIX logró llevar a cabo muchas cosas notables, no se debe imaginar que pretendo con ello desestimar en medida alguna los inventos maravillosos de la era actual. Los hombres han tenido siempre cierta inclinación por considerar con cierta condescendencia a quienes vivieron cincuenta o cien años antes que ellos. Esta me parece la debilidad particular de la era actual; un sentimiento de arrogancia nacional, que, cuando existe, se debe, por lo menos mantener lo más subordinado que sea posible. Asombrará a muchos saber que tal era también el vicio de la gente del siglo XIX. Imaginaban vivir en una era de progreso; y si bien no soy tan tonto como para tratar de probar que hicieron alguna cosa digna de recordar, cabe que cualquier investigador objetivo admita que sus inventos fueron, por lo menos, escalones para llegar a los de hoy. Si bien el teléfono y el telégrafo, y todos los demás aparatos eléctricos, no se encuentran ya más que en los museos nacionales o en las colecciones privadas de aquellos pocos hombres que se interesan algo por las actividades del siglo pasado, de todas maneras el estudio de la ahora anticuada ciencia de la electricidad condujo al descubrimiento reciente del éter vibrátil, que se ocupa tan satisfactoriamente del manejo del mundo. Los del siglo XIX no eran tontos, y si bien tengo plena conciencia de que esta afirmación será recibida con desdén, si alguien llega a prestarle alguna atención, quién puede decir que el progreso en la próxima mitad del siglo no llegará a ser tan grande como el de la que acaba de terminar, y que la gente del siglo próximo no nos considerará con el mismo desdén que sentimos nosotros por quienes vivieron cincuenta años atrás.
La indignación que sentí al leer el artículo de referencia perdura en mí y me ha hecho escribir estas líneas para dar alguna razón de lo que debo seguir considerando, a pesar del escarnio a la era actual, el desastre más terrible que haya alcanzado alguna vez a una parte de la raza humana. No me empeñaré en poner ante los lectores una crónica de las realizaciones correspondientes a la época en cuestión. Aunque me gustaría decir algunas palabras acerca de la supuesta estupidez de la gente de Londres por no prepararse para un desastre respecto del cual habían tenido avisos constantes y reiterados. Se la ha comparado con los habitantes de Pompeya, que se divertían al pie de un volcán. En primer lugar, las nieblas eran tan comunes en Londres, en especial en invierno, que no se les prestaba mayor atención.
Dado que se ha eliminado la niebla tanto en tierra como en el mar, y como son pocos los de esta generación que han visto una, puede no resultar fuera de lugar dedicar algunas líneas al tema de las nieblas en general y a las nieblas londinenses en particular, que, a raíz de peculiaridades locales, diferían de todas las demás. Niebla era simplemente vapor de agua que se levantaba de la superficie pantanoso de la tierra, o del mar, o que se condensaba en nube a partir de la atmósfera saturada. En mis tiempos las nieblas constituían un gran peligro en el mar, ya que entonces las personas viajaban en barcos a vapor que navegaban por la superficie.
Yo era por entonces secretario confidencial de una firma de Cannon Street, la casa Fulton, Brixton & Co. que comerciaba principalmente con productos químicos y aparatos para química. A Fulton no llegué a conocerlo; murió mucho antes de mi tiempo. Sir John Brixton, elevado a la nobleza por servicios prestados a su partido o por haber sido funcionario municipal durante algún desfile real a lo largo de ella, ya no recuerdo por cuál de las dos cosas, era mi jefe. Mi pequeña oficina estaba junto a la suya grande, y mi deber principal consistía en ocuparme de que nadie entrevistase a Sir John a menos que fuese una persona importante o llegara para tratar algo importante. Sir John era un hombre difícil de ver y un hombre difícil de tratar cuando se lo veía. Tenía escaso respeto por los sentimientos de la mayoría de los hombres y ninguno por los míos. Si permitía entrar a su oficina a un hombre que hubiese debido ser atendido por uno de los miembros menores de la compañía, Sir John no ponía empeño alguno en ocultar su opinión respecto de mí. Un día, en el otoño del último año del siglo, se hizo entrar en mi oficina a un norteamericano.
Son muchas las veces en que he pensado desde entonces en aquel norteamericano persistente, y me he preguntado si salió de Londres antes del desastre o fue uno de los miles sin identificar que se enterraron en tumbas sin nombres. No se le ocurrió para nada a Sir John, cuando lo expulsó con alguna aspereza de su presencia, que estaba rechazando una oferta de vida y que las palabras acaloradas que usaba eran en realidad una sentencia de muerte que pronunciaba contra sí mismo. En lo que mí concierne, lamento haber perdido la paciencia y haber dicho al norteamericano que su manera de tratar las cosas no me resultaba plausible. Tal vez esto no le llegó con toda su fuerza; por cierto que estoy seguro de que no, ya que, sin saberlo, me salvó la vida. Sea como fuere, no mostró ningún resentimiento, sino que me invitó inmediatamente a ir a tomar una copa con él, oferta que me vi obligado a rechazar. Pero estoy adelantándome en el relato. Por cierto que, falto del hábito de escribir, me resulta difícil exponer los acontecimientos en su justa secuencia. El norteamericano volvió a verme varias veces después de que le dije que nuestra firma no podía hacer negocio con él. Tomó la costumbre de llegar sin anunciarse, lo que no me gustó para nada, aunque no di órdenes respecto de sus intrusiones, porque no tenía idea de los extremos a los que estaba evidentemente preparado a llegar. Un día, mientras él estaba sentado leyendo un diario cerca de mi escritorio, fui requerido momentáneamente fuera de la oficina. Cuando regresé, pensé que se había ido, llevándose su máquina, pero un momento después me escandalizó oír su entonación nasal en la oficina de Sir John, alternando con la entonación profunda de la voz de mi jefe, la que aparentemente no ejercía tanto espanto sobre el norteamericano como para quienes estaban más habituados a ella. Entré inmediatamente en la oficina, y estaba a punto de explicar a Sir John que el norteamericano no estaba allí por mediación alguna por mi parte, cuando mi jefe me pidió que permaneciera en silencio Y, volviéndose hacia el visitante, le solicitó ásperamente que prosiguiese con su interesante relato. El inventor no necesitó una segunda invitación, sino que continuó con su charla fluida e informal, mientras Sir John fruncía cada vez más el ceño y la cara se le ponía más roja bajo la orla de pelo blanco. Cuando el norteamericano hubo terminado, Sir John le pidió secamente que se mandase mudar y se llevase con él su execrable máquina. Dijo que era un insulto que una persona con un pie en la tumba se presentara con un supuesto invento para la salud ante un hombre robusto que no había estado enfermo un solo día de su vida. No sé por qué escuchó tan largamente al norteamericano cuando estaba decidido desde el principio a no tratar con él, a menos que fuese para castigarme por haber permitido inadvertidamente que entrase un desconocido. La entrevista me angustió sobremanera, mientras permanecía allí impotente, sabiendo que Sir John se enfurecía más y más a cada palabra pronunciada por el desconocido; pero al fin conseguí llevarme al inventor y su obra a mi propia oficina y cerrar la puerta. Tuve la sincera esperanza de no volver a ver al norteamericano, y mi deseo fue concedido. Insistió en poner en marcha la máquina y dejarla en un estante de mi oficina. Me pidió que la metiese en la oficina de Sir John en algún día de niebla y observase el efecto. Dijo que regresaría, pero nunca lo hizo.
Fue un viernes cuando la niebla cayó sobre nosotros. El tiempo estuvo excelente hasta mediados de noviembre durante aquel otoño. La niebla no parecía tener nada de insólito. Yo había visto muchas nieblas peores de lo que parecía serlo aquélla. Pero a medida que un día seguía al otro la atmósfera se fue haciendo más densa y más oscura, a causa supongo, del volumen en aumento de humo de carbón que se le añadía. Lo peculiar de aquellos siete días fue la calma intensa del aire. Estábamos, aunque no lo sabíamos, bajo un dosel a prueba de aire, y agotábamos lenta aunque seguramente el oxígeno vital que nos rodeaba y lo reemplazábamos con letal ácido carbónico. Los hombres de ciencia han demostrado desde entonces que un sencillo cálculo matemático Podría habernos dicho con exactitud cuándo se consumiría el último átomo de oxígeno, aunque resulta fácil hablar después que han sucedido las cosas. El cuerpo del matemático más grande de Inglaterra se encontró en el Strand. Llegó aquella mañana desde Cambridge. Había siempre durante una niebla un aumento señalado en la proporción de muertes, y en aquella ocasión el aumento no fue mayor que el habitual hasta el sexto día. Los diarios estaban llenos de estadísticas sorprendentes en la mañana del séptimo día, aunque no se advirtió en el momento de entrar en prensa el significado absoluto de las cifras alarmantes. Yo vivía entonces en Ealing, suburbio occidental de Londres, y llegaba todas las mañanas a Cannon Street con cierto tren. No había experimentado hasta el sexto día inconveniente alguno a causa de la niebla, y ello se debió, estoy convencido, al operar inadvertido de la máquina norteamericana. Sir John no vino a la ciudad el quinto y el sexto días, pero estaba en su oficina en el séptimo. La Puerta entre la suya y la mía estaba cerrada.
Si la facultad de raciocinio de un hombre estuviese alerta en una situación así (confieso que la mía estaba inactiva), sabría que no podía haber trenes en la estación de Cannon Street, ya que si no había en el aire oxígeno suficiente para mantener con vida a un hombre o una luz de gas, con seguridad que no la habría para que pudiese arder el fuego de una locomotora, aunque el maquinista conservara energías suficientes para atender a su tarea. El instinto es a veces mejor que la razón, y así fue en aquel caso. El ferrocarril llegaba en aquellos tiempos de Ealing por un profundo túnel bajo la ciudad. Cabría suponer que el ácido carbónico encontraría su primer refugio en ese pasaje subterráneo, a causa de su peso, pero no era ese el caso. Imagino que una corriente a lo largo del túnel traía desde los distritos suburbanos un suministro de aire relativamente puro que, durante algunos minutos después del desastre general, mantuvo la vida humana. Sea como fuere, los largos andenes de la estación subterránea de Cannon Street presentaban un espectáculo horrendo. Había un tren en el andén descendente. Las luces eléctricas ardían espasmódicamente. Aquel andén estaba atiborrado de hombres que luchaban entre sí como demonios, aparentemente sin razón, puesto que el tren estaba todo lo repleto que podía llegar a estarlo. Cientos yacían muertos, y cada tanto llegaba por el túnel una bocanada de aire viciado, con lo que cientos más abrían las manos crispadas y sucumbían. Los supervivientes luchaban sobre esos cuerpos, en filas que raleaban constantemente. Me pareció que la mayoría de los del tren estaban muertos. A veces un grupo de combatientes desesperados trepaba por sobre lo que yacían en montones, abrían a tirones la puerta de un vagón, sacaban de igual manera a los pasajeros que estaban dentro y ocupaban, boqueando, sus lugares. Los del tren no ofrecían resistencia y yacían inmóviles donde los arrojaban o rodaban impotentes bajo las ruedas. Me deslicé como pude a lo largo de la pared hasta la locomotora, preguntándome por qué no partía el tren. El maquinista yacía en el piso de su cabina y los fuegos estaban apagados.
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