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octubre 16, 2011
Capítulo 1
LLEGÓ EL MISMO DÍA en que se vendió la finca. Isabel en el aeropuerto y Cándido formalizando el trato casi a la misma hora. El valenciano se quedó con la tierra arisca, con el verde ceniza y plata de los olivos, con cuanto había —árboles, casa, matas, forraje, pozo, motor, gallinero, alberca de verdina— entre los hincos. Operación con prisa para que, al cambiar de manos, la finca, por fin, se hundiera en un pasado sin añoranzas, episodio que se alejara cuanto antes de la memoria como si hubiesen transcurrido siglos, como si no hubiese sido nunca verdad del todo. Forzaba los recuerdos en el último paseo y volvían a pesarle los zapatos al subir hasta la última loma donde se abichan los melocotones y el polvo es zafio tapiz en las hojas de las higueras, entre matorrales de abandono.
(Paseos silenciosos a la vera del padre, viéndole bajar con Francisco, el casero, hasta el fondo del pozo y purgar el motor; o llegar, incansable, hasta las higueras para palpar las brevas a tiempo de aceitarlas. Don Diego Silva, sentado en el porche de la casa durante horas inacabables, cigarrillo en los labios, sombrero gris, pelliza color de café con leche, vara oblicua entre las rodillas; en las jaulas de madera se apilaban cuidadosamente los tomates, las ciruelas monjas, o las naranjas de buen ver porque pasaron por carburo; una mirada, la del padre, que de pronto recorría el contorno vislumbrando hasta las intenciones. Cándido le observaba y le oía mandar y sentenciar. Si no aprendió fue porque le faltaba aquel desvivirse por cada terrón de arcilla, por cada fruto, por la nube preñada de granizo, por los precios del mercado de entradores, por la sequía que acaba con todo, por las exigencias de los braceros y de las leyes, por la buena lluvia que se veía venir. Cándido le escuchaba, pero al poco tiempo su imaginación se le escurría tras la polvareda de un remolino, o el azul celeste del humo en la lejanía; la conversación, que era monólogo las más de las veces —«¿y éste era el hombre decidor, ocurrente que dicen?»—, perdía significado y se arrinconaba disuelto en otros sonidos sin sustancia, el del aire en las hojas, el del tractor, el del motor del pozo o el de cualquier coche que pasara por la carretera en cuesta, más allá de la cancela. Quería el padre que tuviera título de abogado porque hay que vivir a cubierto de granujerías, y, al mismo tiempo, que fuera labrador como él. Quería el padre muchas cosas. Pero a Cándido no se le pegaba del campo más que el color moreno y esa triste sabiduría de callar, callar siempre, como los braceros, como Francisco. Noches largas de invierno, lumbre en la chimenea, brillo tenue en la escopeta de dos cañones colgada de la pared junto al calendario. La voz del padre, con intervalos prolongados de silencios, resuena entre las paredes blancas, casi desnudas. Una voz amplificada por la parquedad de los muebles, que retumba como si saliera no de entre los labios del viejo sino del hueco de la chimenea, voz para el sobresalto, grave, nasal, potente. Cándido se abrocha la chamarreta, se levanta, abre la puerta y se asoma al hueco frío y negrísimo de la noche. Un viento húmedo —«va a llover», dice el padre— le estira la piel y revuelve sus cabellos —«cierra la puerta», ordena el padre—, y como Cándido lleva el deslumbre de las llamas, no ve más que hondura sin contorno, porque la noche se tragó la verja, los olivos, el maíz recién sembrado. Alguien cerró la tapa de la noche y dejó fuera a las estrellas, las hogueras del horizonte, las lucecitas de los cortijos y del pueblo cercano, y hay una sensación de desamparo, de naufragio sideral, de soledad definitiva. Cándido vuelve a cerrar la puerta, toma entre sus manos el libro de estudio, lo hojea, lo pasea, lo suelta de nuevo y queda frente a las raíces resecas que se consumen en el hueco del hogar, como si estuviera atento al juego de las llamas que se persiguen en danza de resplandores; pero no lo está, porque en la capital quedaron la cintura caliente de Elvira Ayala, los ojos claros, burlones, de la santanderina, las bromas de Dionisio y la segunda grada del San Fernando. Dice el padre: «Mañana vendrán a ver las aceitunas». Elvira Ayala, cuando se quita el abrigo, muestra un vestido tan ligero que parece de verano. Don Diego saca del bolsillo de la pelliza el paquete de cigarrillos. Elvira tiene las rodillas sedosas, resbaladizas, cubiertas de nailon, medias que escalan el camino lirondo, caliente y curvo de los muslos. Don Diego ofrece un cigarrillo al hijo y se lleva otro a los labios. Le han dicho que fuma mucho; el canónigo le aconseja que deje los cigarrillos y que fume puros, que así no se tragará el humo. El canónigo, siempre, o habanos o canarios, según ande de fondos. «Mañana, sobre las once.» La voz del padre surge de nuevo, rebota en las paredes, deja colgaduras de resonancias. Y no es la hora en que vendrán mañana a ver las aceitunas, sino Elvira, y esta otra, nueva, Isabel se llama, que trae una parla dulce, que sonríe siempre, que llegó de Santander hace unos meses, las que bullen en el pensamiento de Cándido. El padre y el hijo, fumando ante la chimenea. Es otra de las distracciones del campo: fumar ante la candela de la chimenea mientras la noche se agiganta sobre los alcores.)El valenciano se quejaba de cuanto tenía que hacer, porque había hierba dañina por todas partes y sobraban la mitad de los olivos; por lo menos, la mitad. Cándido Silva le seguía en silencio, recorriendo por última vez el terreno que nunca había querido, finca de los Silva desde sabe Dios cuándo. La madre no había objetado nada. Tampoco dijo haz lo que quieras, que se hubiera entendido lo mismo como permiso que como reproche. Firmaría lo que hubiera que firmar, y listo. Al hermano se le dejaría su parte, esto lo recalcó muy bien, para cuando volviera o para cuando lo reclamara. El tío Rodrigo entornó sus ojos acuosos, turbios, ribeteados de rojo los párpados enfermizos y habló como canónigo de la Santa y Patriarcal Iglesia Catedral en función de exequias, evocando al abuelo. Era el momento, las grandes manos juntas en el regazo de la sotana, para hablar otra vez de aquel santo varón de barba rubia, «voluntad firme y corazón henchido, que mantuvo la finca con sus infinitos desvelos». Veíale llegar una tarde —Cándido miraba al techo con fastidio— sentado al pescante con su hijo don Diego, y detener el carruaje ante la casa de la calle Conteros. La escena se le había quedado fijada en la memoria. La calle estrecha se llenaba de fragancias camperas y el abuelo bajaba y abrazaba al otro hijo —a él, aún lejos de la canonjía— y le decía una frase que no podría olvidar mientras viviera. El canónigo recordó luego muy especialmente al hermano don Diego, muerto hacía tan sólo once meses, y ensalzó conmovido la seriedad de aquel hombre justo y noble —doña Mercedes se secaba las lágrimas— que no vivió más que para el campo y para la familia. Cándido le escuchaba reprimiendo bostezos. «Yo no sé —terminó diciendo el canónigo— si hacéis bien o no vendiendo la finca. Tened presente que el legado de la familia...» Habló cuanto quiso, como cada vez que adoptaba el tono de predicador de la familia. Las últimas frases las acogió el sobrino sin escucharlas, con la mirada fija en el balcón de la casa de enfrente. Antes de que pasara una semana, se vendió la finca. El mismo día, casi a la misma hora, llegaba al aeropuerto un avión bello y reluciente. Isabel vio cómo iban bajando, bajo la enorme cola que brillaba con el sol, uno tras otro, todos los viajeros. Le costó trabajo reconocer que aquella mujer esbelta, alta, de cabellos largos, rubios y revueltos, era Amparo. Capítulo 2
VALLAS CON ANUNCIOS sobre la llanura reseca, la tapia blanca de un camping con piscina, lo dice el letrero; el voladizo de hormigón de la estación de servicio, campo otra vez bajo un sol por todo lo alto que ahoga de luz el cielo mismo, no tan azul como esperaba, y que amenazaba con derretir el asfalto, con recalentar hasta el rojo vivo la chapa del mini-morris, con encender el aire que se cuela de rondón, sofocante y sonoro, por las ventanillas. Nuevas disculpas porque el marido no pudo ir al aeropuerto, y atrás van quedando factorías y almacenes, tierra removida, máquinas y hombres de casco amarillo y espalda desnuda, grandes siglas, el viejo chalé con palmeras asomando tras la verja que festonea la buganvilla. Quería Isabel saberlo todo, si tenía novio —dudó, pobre Nico, antes de contestar que no—, si le gustaba viajar, si se encontraba a gusto, si resistiría el calor los días que quedaban hasta partir para la playa; volvió a interesarse por la parentela ausente, por cien detalles del Santander lejano. Con la precisión escueta, elemental, de los recortables, blancos bloques de viviendas sobre peana de césped, arbolitos cachorros, paradas de autobuses. Isabel: «Cuatro años sin ir por allí. La última vez fue para que los abuelos conocieran a los gemelos, que tenían un año.» Ah, sí, los gemelos, los gemelos rubios. Se empeñó la madre en que les llevara bombones de La Penilla. Cómo estarán los bombones con el calor... Mejor hubiera sido —ya lo dijo— el libro de cuentos o el juguete que no el bombón deforme, casi deshecho o derretido del todo, pero la madre se empeñó y hasta bajó a comprar la caja fría, tiene gracia, recién sacada del frigorífico. Tras las casas altas, como maquetas, como de cartulina de «La Tijera», la avenida de edificios viejos, la torre de una iglesia, el garaje abierto desde los primeros ford que llegaron, los carteles de cine, las casitas de un solo piso o de dos, de ladrillo limpio, de cal reluciente o de cal marchita, las fachadas celestes, rosas, verdes, blancas, amarillas; los toldos, los discos de coca-cola y pepsi-cola, el balcón diminuto y atestado. Cae vertical la luz abrumadora y pone ceños violentos bajo los aleros, bajo las cornisas, bajo los balcones. Los zaguanes son negros cuévanos. Hubiera sido mejor un par de juguetes, pero la madre insistió, señor, qué terquedad, en que los gemelos tendrían juguetes de todas clases porque el marido de Isabel, ¿cómo se llama el marido, si lo acaba de decir?, porque el marido, porque Cándido es rico, tiene un buen bufete, tiene negocios, tiene fincas heredadas. Isabel: «¿Te acuerdas de mis hijos? Estuvimos con ellos en tu casa. Tu madre les hizo mucha fiesta, les regaló bombones, lo recuerdo perfectamente.» La mirada de Amparo fija en el parabrisas, como quien observa atentamente, como quien no observa nada sino que piensa en otra cosa y se deja llevar mientras va contestando al redoble de preguntas. «¿Te acuerdas lo que dijo tía Rosario? Cuando los veas no los vas a reconocer; están muy crecidos, ya este año, por octubre, los llevaré al colegio; bueno, al jardín de la infancia, figúrate. ¿Y tu hermana?, ¿tiene novio?» Debe de ser difícil, a cualquiera menos a la prima, hablar tanto y tan de prisa sin dejar de atender al volante, a los peatones que se cruzan como si nada, como si fueran diestros consumados en el arte de esquivar coches. Han cruzado un puente sobre el ferrocarril, están en otra avenida. Como en el cuento, tendría que haber echado piedrecitas blancas, un saco entero de piedrecitas, dejar un reguero sobre la calzada para dar con el camino de vuelta; o buscar uno por uno los letreros de «centro de la ciudad» y echarse a caminar hasta ver de nuevo aquella casa arrimada a un árbol copudo, celosía de ramajes para los balcones, y la tapia ruinosa, y otra vez los bloques blancos, altivos, escuetos, sin asomo de fantasía. Ahora son calles estrechas y una plaza con jardín. La prima va diciendo los nombres como guía en autocar para turistas, como si Amparo pudiera retenerlos en la memoria. Al detenerse ante un semáforo, las dos mujeres se miran; es la tercera vez que se observan atentamente. Isabel tiene cara de esposa, de madre, de mujer rica, halagada. Tía Rosario: «Ha hecho muy buena boda». Conserva la piel sin arrugas, mantiene el tipo; viste bien, demasiado bien para la hora y para la ocasión. Demasiadas alhajas. Es posible que haya ido a la peluquería; irá dos veces por semana, y al salón de belleza, gimnasio, sauna. Demasiado compuesta para ir a recibir a la prima. Era la mujer, en el aeropuerto, a la que se mira con curiosidad, a la que se espera ver recibiendo el ramo de flores. «¿Qué te pones, Isabel, para ir a las carreras de caballos? Cuando vayas viendo mis vestidos... Nico, ¿dónde he ido a meterme?» Isabel anuncia que ya están llegando y le propone una ducha o un buen baño. «Estarás cansada.» Más que cansancio es calor y miedo al calor, e Isabel le dice que irá cada mañana a la piscina, que allí le presentará a unos chicos que le van a gustar. «Son jóvenes de buena familia.» Otra vez Nico, otra vez la sonrisa salvaje, de medio lado, sarcástica, el brillo, tras los lentes, de sus ojos maliciosos. «Si la oyeras, Nico... De buenas familias. La tuya es mala, ya lo sabes; mala, como tú dices; como la mía, que sólo se salva por esta rama, la de Isabel, la de la buena boda» «...y dentro de una semana nos iremos al chalé de la playa.» Las sombras bruscas se esconden bajo los quicios, bajo los árboles, bajo el techo de un quiosco, puestecillo de chapa reluciente. Isabel aparca al fin y sacan —el portero acude— el equipaje. Pisar la acera es alivio porque el aire caliente de la calle, el aire libre, es más llevadero.
Capítulo 3
DIJO EL VALENCIANO:
—Ésta es buena tierra, yo la conozco bien. En mi finca quité los olivos y planté naranjos y aquí haré lo mismo, porque hay agua de sobra. Tendré que abrir galerías y otro pozo allí arriba; ¿ve usted? allí, donde empiezan las higueras. Dígame usted a mí para qué sirven las higueras, que ésta es otra, ¿para qué? Su padre era un labrador a la antigua, que se pasó la vida pendiente de los olivos, que si es año de aceituna, que si no lo es, y eso es miseria pura. Yo conocí mucho a su padre. Venía todas las semanas, pero no por mucho venir, que diga Francisco, entendía de campo, dicho sea sin ánimo de molestar. Oiga, a su padre le conocí yo mejor que usted. Entre la escopeta y las visitas en el pueblo... Yo no le critico, pero cada cual es quien es, y allá cada uno. Ni le voy a contar a usted lo que le habrán contado tantas veces.(Contarle no le habían contado nada, pero, desde niño, lo que era confuso presentimiento se sumaba a lo que intuía en las miradas, en silencios, en frases incompletas, en palabras de doble sentido. Tras la fachada corpulenta, aquel hombre ocultaba lo que bien podían ser negocios turbios lo mismo que amoríos; en otra vida que nunca llegó a los umbrales de la casa de la calle Conteros. Algunas veces pensó que fueran las cartas, porque el padre las manejaba con habilidad de tahúr y había que verle barajando solo, con soltura, sobando el naipe, mirada rapidísima a la pinta, cara impasible de ganador de todas, todas.)—Yo eché muy buenos ratos con su padre. Era campechano y se charlaba con él muy a gusto, porque entre vaso y vaso se le ocurría cada cosa... Muy buenos ratos, ya le digo; así como parecía de serio, conociéndolo bien resultaba todo lo contrario.(El decidor, el hombre de buen talante quedaba, siempre quedó, para los de fuera. Largas tardes de bufidos, de frases cortas y de aire ausente; noches de ventoleras secretas, malestar, mal humor repentino y sin explicaciones, mirada fría en el rostro amargo, gesto de desamor y de impaciencia. Lo de Alberto, el fugitivo de la casa, ¿por qué?, el que más quería don Diego. Algún día se sabrá lo de Alberto, por qué hizo la maleta una tarde y desapareció, siete años hace de esto... Algo cree saber; con retazos de conjeturas ha ido poniendo de pie el folletín adivinado o inventado en horas de soledad, recuerdos de miradas con lucecitas de malicia, gestos nada más insinuados, medias palabras tan encubridoras como desveladoras, todo un círculo impenetrable, celosamente guardado en torno al padre. Bien vendida está la finca y su fantasma con ella. Lila, gilón, encomiador de pega, tío Rodrigo, cumplidor con los muertos, pródigo tan sólo en las naderías apabullantes de su charla, en la solemnidad hueca, falso sonsonete, de su voz de chantre en perpetuo oficio: «Este hombre todo corazón que se desvivió por la familia, en cierto modo un santo...».)—Las cosas como son. La finca está abandonada y hace falta mucha mano dura, mucho dinero, muchas horas, meses, años quizá para que rinda como debe rendir. Su padre venía por aquí, y ya ve; usted, en cambio, ni viene. A usted no le tira el campo. Esto no quiere decir nada contra su padre ni contra usted. Su padre era un señor. Él, sus ratos en el Labradores, sus visitas al pueblo, sus juergas flamencas...(Gracia Lucena: «A tu padre le conozco yo, ¿no se llama Diego? Qué demonio de hombre, las cosas que se le ocurren...» La madre prohibió que se tocasen los cajones del despacho. Ella sola los abrió, revolvió papeles y los fue quemando —revuelo negro, ceniciento, en la azotea oreada— sin testigo.)El valenciano seguía hablando, vaso de mosto en la mano, ojillos inquietos, mientras Francisco cruzaba la vereda camino de la guardería, seguido del mixto-lobo. Las cigarras, borrachas de sol, pulsaban a la vez todos los timbres de la tierra. Capítulo 4
CASI AGRESIVO FRESCOR y olor nuevo al abrir la puerta del piso. Recibidor y pasillo en penumbra que Isabel va deshaciendo en claridades; cuando las persianas se alzan y enrollan surgen sobre las paredes el zurbarán y el greco, el espejo de plata mejicana, el mueble antiguo, las tres miniaturas al pastel, los grabados ingleses, el otro espejo, el grande, de moldura rocalla, oro viejo cubriendo la filigrana. El sofá curvo ceñido al ventanal, los cuadros de Cortijo, de Carmen Laffón, de García Gómez y la vitrina repleta de cerámicas —«ésta es napolitana, ésta es de Brujas...»— como trofeos conseguidos en distintos viajes; cada tiesto, cada cuadro, cada mueble con añadiduras de glosa, porque Isabel tiene ensayado el recorrido minucioso, como si quisiera deslumbrar a la joven de la familia, como si tuviera apremiante necesidad de no callar, de ir demostrando lo bien que vive, la suerte que tuvo al casarse. Por eso unas veces pasa delante para enseñar el camino y otras, las más, se aparta en espera del asombro de la prima. «Éste es el despacho de Cándido.» Y Amparo lo recorre con la mirada desde la puerta, más atenta al otro espectáculo, el que le ofrece aquella parla espesa, musical, sin tregua; un modo de hablar que no le recuerda a nadie de la familia, charla que puede ser nerviosa, ahora se da cuenta, como esa contracción repentina y frecuente de los labios que se aprietan entre sí, tic propio de quien se contiene o de quien se arrepiente a cada momento de lo que está diciendo. Joven se conserva Isabel, sin una arruga, pero hay algo que desconcierta y que contrasta con la prolija relación de sus venturas y caudales, y es cierto aire de cansancio, tal vez en los ojos, tal vez en los labios, incluso cuando no los pliega, hasta cuando sonríe. «Tú, Nico, podrías definirla, clasificarla, si la estudiaras, escuálido y sabio muchacho, a través de tus lentes de miope.» Como fin del itinerario, la habitación empapelada con multitud de flores, muebles nuevos, colcha listada y una lámpara japonesa pendiente del techo, roja y negra, con varillas y colgantes dorados. Nico... Decía Nico que le gustaría una habitación oriental. «¿Te gustaría ésta que me han asignado? ¿Qué tal esta lámpara? Es petulante y frágil, es caprichosa y extraña; es exactamente lo mismo que tú.» Isabel abre las puertas del ropero blanco, lacado, y sigue hablando —«Cándido vendrá tarde, los niños están al llegar, tienes que llamar a Santander, estoy sin cocinera, Cándido está en el campo, le dije que esperaba invitada, pero ya sabes cómo son las cocineras, que si fiestas del pueblo, que si el permiso...»—, y Amparo la oye sin entenderla, porque es torrente trastocado que sólo cesa, de momento, cuando ha sonado el timbre del teléfono. Escoge Amparo las prendas de la maleta y sale con ellas al pasillo mientras la voz de la prima suena en el salón con el mismo tono cantarín, extrañamente mimoso. «Si la oyeras, Nico, dirías que es voz aprendida en el espejo, voz que se exhibe lo mismo que el peinado caro, que los vestidos caros, que las alhajas carísimas. No la soportarías.» Entra en el cuarto de baño —«hay tres, pero éste sólo es para ti»—, toalla grande, toalla pequeña, parecen nuevas, jabón sin estrenar, lo mismo que en los hoteles. Envuelta en la fina y sonora lluvia de la ducha oye nuevamente la voz de Isabel. Está hablándole de una amiga y luego sobre Cándido. Amparo quiere contestar que sí, que bueno, que no la oye bien, y prueba el agua nueva. En el espejo vertical y estrecho, casi entera su figura de virgen esbelta y bruñida entre los velos del agua. Isabel le está diciendo algo de Cándido. Le enseñó la foto antes, en el despacho, y aquella otra en la que están los dos, Isabel muy joven, con sonrisa mansa, cara de boda. Cuando cierra la ducha y sale de la bañera, mientras se arropa con la gran toalla que —«fallaste aquí, prima»— conserva la viscosidad del apresto, Isabel le está diciendo que se ha vendido por fin no sabe qué. Minutos más tarde, abre la puerta, le llega a la piel y a los pulmones la frialdad del pasillo —«tenemos refrigeración en toda la casa»— y encuentra que Isabel se ha puesto sobre el vestido un delantal de colorines, y que prosigue en su tarea de informarla debidamente, y es entonces cuando se entera de que lo que se ha vendido es una finca.
Llamada a Santander, y en la cocina —«no sé si te gustará, pero ten en cuenta que estoy sin cocinera»— Amparo contempla a su prima que trajina entre los muebles relucientes, ir y venir de la nevera al office; la ve atareada en la búsqueda de unos cacharros que en seguida guarda para sacar otros, como si quisiese mostrar la batería íntegra, la cristalería y cada una de las vajillas. Toma una fuente, la repasa con un paño para extraerle más brillo, se queda dudando —«ésta no; hay que sacar la de las grandes solemnidades»—, la vuelve a colocar en su sitio y extrae otra distinta, de la Cartuja o del Real Sitio, inglesa o china, sabe Dios. Y Amparo se llena de hastío y pregunta, por preguntar algo, por contribuir al pueril ejercicio que se trae la prima entre manos, si tiene muchas amigas. Sí, tiene muchas amigas. Cándido está muy bien relacionado por su posición, por su carrera, por su familia. Muchos, muy buenos amigos. «Ya los irás conociendo, aunque a ti te interesará más que te presente a los jóvenes.» Y surge un nuevo tema para la incontenible parolina de Isabel, y es el de los jóvenes que conoce y que le caerán bien a la forastera y lo suelta con la prisa y el contento de inesperada encandiladora, con igual ligereza con que habló antes —«figúrate el peso que se nos quita de encima, como están los jornales»— de la venta de la finca.La mesa ha quedado dispuesta, mantel de lino, loza de postín, cristal para banquete regio, sobre el lienzo las iniciales enlazadas que no bordó la prima, sino alguien por su encargo, bordador de oficio. Todo a punto, menos —Isabel se estremece, al advertir el descuido— el ramo de flores. Debe de ser muy importante el ramo de flores, de rosas, de gardenias, de claveles blancos o rojos, porque Isabel está desolada y pregunta a su prima si dará tiempo a encargarlo, si no estará ya la tienda cerrada, si el mozo de los recados no se habrá ido a almorzar. Amparo se encoge de hombros y dice que no sabe si dará tiempo o no y está a punto —«ay, Nico, cómo me veo»— de alarmarse también. Isabel corre al salón, descuelga el teléfono mientras se repasa el peinado, duda unos segundos, vuelve a colgarlo sin marcar número y reconoce que ya no hay tiempo. Pero es igual. Seguro que las traerá Cándido.Cándido no las traerá. Cándido no las ha traído al presentarse minutos más tarde, colorado, sofocado por el calor y las caminatas. Ha tardado en darse cuenta de la presencia de Amparo. La mira y luego recuerda que aquel día esperaban —«pero, ¿no era una niña?»— a la primita de su mujer. Isabel le ha tenido que decir: «¿No saludas a Amparo?». Y él: «Ah, pero ¿tú eres Amparo? Yo te imaginaba más joven. Quiero decir, todavía más joven de lo que eres: una niña.» Y la besa en la mejilla. Casi inmediatamente han llegado los gemelos con María. Vienen como el padre, quemados por el sol. Piensa Amparo lo difícil que le será diferenciarlos, porque equivocará los nombres. Se agacha, les besa, les pregunta cómo se llaman; uno Diego y otro Rafael. El que dice llamarse Diego tiene un arañazo en una pierna y la niñera explica que se lo hizo al caer sobre unos rosales; puntualiza Diego que no se cayó; sino que le habían empujado. Rafael es más preciso y explica que el empujón se lo dio María, pero Diego rectifica: fue un niño grande. Amparo les promete que no volverá a ocurrir y que en adelante serán ellos y ella muy buenos amigos, declaración que acogen con evidente indiferencia. Amparo les anuncia que ha traído un regalo, va a su cuarto, busca en la maleta y toma entre sus manos la maldita caja de bombones. Los niños, a su lado, junto a sus piernas, observándola muy serios. Uno de ellos, el del arañazo, Diego —«arañazo, Diego, ya no se me olvida»—, rehúsa posesionarse del regalo y la llama tonta. La madre le riñe para en seguida reñir al otro que, haciendo causa común con su hermano, no sólo se permite ratificar que Amparo es tonta, sino que lo dice con tremenda gravedad: «Yo no te quiero». La madre ordena a María que se los lleve inmediatamente y les dé de comer —«¡hay que ver los niños!»— y le cuenta a Amparo cuántos malos ratos pasa una madre con las ocurrencias de los hijos.Ha reaparecido Cándido. Se ha duchado y se ha cambiado de ropa. En la mesa, Isabel le hace preguntas sobre la finca vendida, sobre el nuevo propietario y él las va contestando a medias, con desgana, como si no quisiera hablar del asunto. Isabel le mira decepcionada. Le ha estado diciendo a Amparo, entre tantas otras cosas, que su marido es muy jovial y que llegaría de buen humor por haberse salido con la suya. Capítulo 5
QUEDA LA HONDONADA tibia en la sábana revuelta, el embozo arrugado, la labor aparece y no aparece entre los pliegues. La almohada hundida, las letras enlazadas en ángulo y ocultas bajo el revoltijo translúcido y breve de la prenda, todavía cálida. Hay en la sábana dobleces, promontorios suaves, blanco mapa de dunas que se precipitan en verticales escarpadas hasta la moqueta verde esmeralda, salpicada de otras ropas, de un tarjetón, de las zapatillas de hombre, de los zapatos de mujer, del borde fláccido de un pernil del pantalón del pijama que roza el costado del oso blanco tendido, despatarrado, vacío a los pies de la cama.
Sobre el mármol de la peinadora, se repiten en el espejo de porcelana el juego de cepillos de carey, la revista ilustrada, las cremas y el lápiz para los ojos, la bandeja cincelada. Están encendidos los dos apliques de hierro dorado, enredos de sarmientos, de ramas y de hojas de parra; a pesar de que la ventana está abierta de par en par y recogidos los visillos, mantienen la luz en sus bolas de cristal esmerilado y así quedará hasta que arreglen el cuarto, hasta que cuelguen las prendas, lleven a su sitio los zapatos y zapatillas, den masaje al oso con la aspiradora y las sábanas sean estiradas de nuevo como si fueran de estreno.Refleja el cristal, al lado de la ventana, junto a la cortina del mismo color y tono que la moqueta, la lámpara de pie, salomónica, dorada, pantalla de pergamino con salmodia interrumpida, letra de cantoral, dicen que de Montecassino, cerca de las puertas entreabiertas del armario empotrado. Y refleja el Cristo inverosímil casi gótico, casi románico, del cister o de manos de un tallista habilidoso, y el rostro pensativo, ojos fijos, de Elvira Ayala.(—Vendrás respirando fuerte —cómo vas a respirar hoy, ya verás— muy abiertos los orificios de la nariz, dejando salir el aire sonoramente mientras aprietas los labios y me miras con dureza falsa en tus ojos de niño testarudo, con un fulgor que quiere ser de ira, pero que se enrosca, se suaviza en tus pestañas. Mirada y gesto de duro de cine, Richard Widmark de pega, aprendiz de chulón, carantoña de malvado siendo como eres, tan blando, tan mollar y tan inocente. Te preguntaré si tienes algo que hacer, algún laberinto de los tuyos —eso te halaga—, laberintos de juzgado, de Audiencia, de negocios o de faldas. Oiré tu respiración por el teléfono. Te diré que desde que tienes asuntos con mi marido te gusta él más que yo, y tú te tragarás la respuesta, porque Andrés, el pasante, el que anda como en babuchas, estará a tu lado y no te podrás desahogar. «Ya hablaremos», me dirás, seguro, y entonces haré que vengas, porque basta con que te diga que él está fuera, que ha tenido que ir —con el indio Suárez, sí— a Cádiz y que no volverá hasta la noche, para que vengas en seguida. No habrá que decir «donde siempre». Bastará con un hasta ahora y tardarás los diez minutos exactos en llegar a la esquina de la plaza de Cuba; la refrigeración del coche a todo pasto y el olor de tu coche, gasolina, plástico, piel, agua brava y tabaco rubio. ¿Es que nunca llevas a Isabel contigo? Dirás en el bufete: «Andrés, si llama mi mujer, dígale que he ido a comer con un cliente». No te atreverás a llamarla para no dar explicaciones, que podrían salirte mal. La chaqueta, la cartera de piel, las órdenes apresuradas —«deje todo como está»— y a salir en busca del dodge para llegar exactamente a los diez minutos. Somos un par de puntuales insoportables. Si no te he llamado ya, si no te llamé ayer, es porque todavía no se cómo empezar a contártelo. Te veo llegar tan masculino, tan orgulloso, acogiéndome con un «hola» sin sonrisa, bobo y tierno animal, que si empiezo por donde debo empezar reaccionarás de un modo que me va a dar risa. «Qué burlona, qué perversa eres», sí, pero te quedarás absorto y tendré que advertirte que conduzcas bien y no te distraigas, porque no querrás que yo note lo ansioso, lo curioso que te habrás quedado y lo humillado también. Te diré: «Tenía que hablarte con urgencia, tengo algo que decirte, muy importante» y torcerás el gesto, pensando, qué sé yo, que voy a pedirte perdón por lo de anoche y a darte explicaciones. Y en plena actitud de rencor o de defensa, de curiosidad, sobre todo, no querrás ni siquiera preguntar: «¿Hablarme de qué?». Tendré que ir yo diciéndotelo poco a poco, te haré sufrir, ¿qué quieres?, para que no te derrumbes de buenas a primeras. Estarás todo tú pendiente de si hablo o no hablo, y harás lo posible por no demostrar la intranquilidad que has de llevar por dentro. «Tengo que hablarte de negocios.» Sonreirás paternal, superior, desdeñoso, condescendiente. Te diré: «¿Cómo se te ha ocurrido entrar en negocios con mi marido?». Y después, en el restaurante de siempre, en la mesa de siempre, tras el biombo castaño con estampas antiguas, a cada ausencia del camarero, serás otro, serás tú mismo otra vez, sin la máscara que estrenaste aquella tarde, máscara tonta, inventándote un agravio del que no quieres hablar. Entre plato y plato, «pero ¿estás segura?», me mirarás con los ojos muy abiertos. Te limpiarás los labios con la servilleta, me sujetarás una mano. «Pero ¿estás segura?» Pobre Cándido: por nada del mundo te libraría de este mal rato. Por nada del mundo. Te lo tendré que explicar paso a paso. «¿Qué crees que es lo de la fundición? Algo inventado por el Indio. A mi marido, si lo sabré yo, no se le hubiera ocurrido. El dinero de la finca. Sí, hijo, sí, saben que has vendido la finca, saben lo que te pertenece en el reparto, saben todo de todo. Saben, segura estoy, lo nuestro, dónde y cuándo nos vemos. Saben perfectamente lo ambicioso, lo incauto que eres.» Y tú estarás callado y te morderás el labio y clavarás tu mirada en el biombo castaño de las estampas, alzando y bajando las pestañas lentamente, resoplando fieramente, ingenuamente, por la nariz.)
Los dedos acarician la crema, la que resbalará sobre la piel del cuello, de las mejillas, de la frente, de los brazos. Apartó el monedero porque tapaba la foto de Alain junto a la meritoria suiza, rubia, en bikini, ante un fondo de balandros y cielo azul estridente; el monedero de la noche de bridge en el club Pineda. Junto a la rodilla izquierda, las piezas breves, finas, de la lencería de lujo asomadas al cajón abierto; es día de escoger con tacto, como es día de acertar con el perfume preciso y de afinar el trazo de la sombra sobre los párpados. Al otro lado de la cortina, «Dominus benigne annuit precibus», queda patente la bendición de Roma retenida en el cristal y marco dorado. Del cajón abierto cuelgan llaves y el llavero del zodiaco en esmalte de escarlata, blancos y azulinas sobre el oro limpio del trapecio curvilíneo. Los visillos se mueven blandamente y de cuando en cuando abren un resquicio por donde entra una raya deslumbrante, latigazo de luz que llega hasta la pared y hasta los pámpanos del aplique y que pone aún más de manifiesto la inutilidad de las esferas encendidas.Hay mañanas determinantes, hay despertares que dejan el camino trazado de un modo irrenunciable. Pudiera ser por aquello que soñó y que ya no recuerda, o por el confianzudo trasteo de anoche en Pineda, aliento de coronel en el oído; despecho, rabia de celos en los ojos, en la risotada de Cándido. Y el marido, entretanto, ajeno a todo, charla que te charla junto a la barra. El omnipresente archipreboste —«Si le hubieras visto entrar, tan rechoncho, tan blancuzco de piel y de vestimenta, orondo y fofo con apostura de pagoda de nata, grave, con la mesura del oso sabio, del buey albino...»— en seguida se vio en posesión de un vaso de whisky y de un auditorio mínimo, el justo para soltar sus peroratas, arbitrar, aconsejar durante horas. Elvira revuelve en el bote de porcelana, allí donde se entrecruzan las horquillas y, luego, donde está o donde debiera estar el broche que ha de llevar junto al escote; se contempla con fondo de visillos nerviosos, de cortinas calmas, del crucifijo y de la bendición del Papa, en el espejo Luis XV que recoge la picara agresividad de sus ojos en el ensayo general de sonrisa.(—Te contaré en qué consiste la trampa, cómo esperan que digas que no, cómo te dirán luego que habían pensado en ti antes que en otro porque eres amigo y abogado, pero que siendo así... Por fin, me mirarás totalmente desarmado, necesitado de mis palabras, de mis ánimos, de mis caricias. «Tienen preparado un socio de pacotilla, un abogado como tú, que será quien te herede, quien te despoje de clientes gordos. No es justo que siendo su socio no se sitúe bien, no se convierta en el personaje que estaba llegando a ser Cándido Silva.» Y me mirarás con las cejas levantadas, con los ojos limpios ya de patraña, desvalido, interrogante, hasta que reacciones en una jactancia muy tuya, investido en macho, para que yo me crea que eres capaz de reírte de él y del Indio, de comerte el mundo, superhombre de cine. Y apresurarás los postres para ir allí, tampoco tendremos que decir dónde, a celebrarlo. No está mal, mira. Hoy es día que se me apetece. Te llamaré y vendrás en diez minutos. «Don Cándido, por favor.» Y tu pasante, aunque conoce mi voz, ¿dónde encontraste a ese hombre, Cándido?, preguntará quién la llama. «La señora de Baeza.» ¿Te acuerdas, Cándido? Entonces estrenaste tus resoplidos por la nariz, tu hosquedad de pacotilla, tus dramatismos de quita y pon. Con mala sombra, con sorna: «Ahora eres toda una señora; la señora de Baeza, la señora del gran hombre.» Qué poquísima vergüenza vienes usando desde que saliste de tu madre... Te llamaré y vendrás en tu coche refrigerado. Será al mediodía. Será cuando me haya duchado, cuando tenga el vestido blanco y rojo, el faldicorto, el escotado. Luego me dirás, enternecido, deshecho en amor, con una voz que parece incompatible con tu corpachón, con tus hombros, con tus brazos, con tus manos grandes. Una voz que concuerda tan sólo con tus pestañas. Me dirás: «Esto lo has hecho por mí, Elvira...». Y yo: «¿Por quién si no?». Y tú, mirándome asombrado, saboreando tu buena estrella, satisfecho de ti una vez más, muy seguro: «Lo sé». Lo sabes, Cándido. Lo que no sabes es hasta dónde el aburrimiento se hace mortal, hasta dónde el desprecio se convierte en peso insoportable. Lo que no sabes es hasta qué punto yo me justifico ante mí misma haciendo lo que hago. Para entenderlo tú, tendrías que prescindir de tu tremenda vanidad de hombre. Luego —no me equivoco, estoy segura—, cuando me dejes en la plaza de Cuba, veré en tus ojos hasta qué punto estás preocupado; hasta qué punto estarás muerto de miedo. Pensarás que con mi marido no puedes; sí, Cándido, mi marido es temible. Para él no cuenta su mujer ni mujer alguna, ni nada que no sea subir, llegar, ostentar, presumir como un espantajo, manejar fatuo unos resortes que vosotros, vosotros mismos, que tú mismo, habéis puesto en sus manos. Vacío por dentro, hombrecillo sin mollera, le habéis convertido entre todos en personaje. ¡Qué estúpidos sois los hombres, dominados siempre por la vanidad y por el miedo!)
Capítulo 6
DIJO EL CANÓNIGO:
—...Has hecho muy bien en reservar la parte que corresponde a Alberto. No sabemos si volverá; pero, aunque no vuelva, tiene el mismo derecho que Cándido. Algún día puede reclamar su dinero... —(Alberto sonríe, bajo la gorra de plato ladeada; foto de alférez de las Milicias Universitarias. Parece una sonrisa triste, como pudiera ser la de un héroe, la de un muerto en la guerra; sólo la madre recuerda cuánta desbordada alegría, cuánta burla jovial representa aquella sonrisa)— ...a lo mejor viene o te escribe; es de justicia, ya te digo. Pero hay que tener en cuenta otras cosas, Mercedes. Yo sé que te has preocupado de encargar sufragios por Diego, que se dicen misas cada mes y un par de ellas o tres en el aniversario, pero ¿has pensado que podrías hacer más? Él era un buen hombre, pero ¿a quién le viene mal que pidan por su alma? A mí se me había ocurrido... —(hace una pausa el canónigo; se echa para atrás hasta ocupar bien el respaldo de la butaca, mira a su cuñada con los ojos acuosos, nubladillos, ojos de pescado; levanta las cejas, parece que va a suspirar, pero no suspira, sino que extrae de un bolsillo superior un cigarro puro. Le corta la punta, separa parsimoniosamente la vitola, se lo lleva a los labios y busca el mechero en otro bolsillo de la sotana. Junto a la foto del alférez está la del padre, serio, tres cuartos de perfil, con cara de barruntos inadivinables, como si fuera a empezar con la tosecilla de la desconfianza, mientras el canónigo prosigue, con los dientes apretados sobre el cigarro)—. A mí se me ha ocurrido que a las monjas les vendría bien una limosna para reparar la techumbre de la capilla, que está a punto de desplomarse. Una limosna sirve también de sufragio. Yo puedo encargarme de ese dinero y administrarlo —(doña Mercedes García-Duran, viuda de Silva, piensa que tendrá que hacer esta otra limosna antes de que el cuñado siga pidiéndola hasta el fin de los tiempos, con esa terquedad que tan pródigamente le fue otorgada por el Altísimo. Y piensa también que será ella quien deposite las pesetas en las manos de la hermana ecónoma. No es que no se fíe de don Rodrigo; es que el alférez sonríe de otra manera más picara desde el retrato)—. De este modo yo les llevaría las cuentas. Diego decía que la humanidad se divide entre los que roban y los que son robados. El otro día, por el arreglo de una puerta que no ajustaba bien, ¿sabes cuánto me cobraron? Doscientas veinticinco pesetas. Es un escándalo. En este país, todo el mundo está al acecho, a ver quién roba a quién. Hay que estar con cien ojos. Por eso te digo que yo puedo depositar la cantidad que tú des en una cuenta corriente para ir sacando en cada momento lo necesario —(la risa del alférez es casi carcajada. La madre, traspuesta de gozo, le oye reír como en aquel cumpleaños de Cándido; Alberto imitaba jocosamente al canónigo: «porque, hijos de mi alma, hermanos míos en Cristo» y hacía como que se llevaba un puro a la boca; «tenemos que despreciar el dinero, el vil dinero, que no trae consigo más que miseria y pecado» y extendía cómicamente la mano en actitud de pedir para llevarla luego al bolsillo)—. Si tú quieres, no tienes que hacerme más que una transferencia. Es muy sencillo, Mercedes. O si prefieres, más sencillo todavía, con firmarme un talón, basta. Cuando marchó el canónigo, doña Mercedes se levanta de su asiento, aparta la costura y se acerca a la repisa de la chimenea. Toma entre sus manos el retrato del hijo ausente —«qué bien nos entendemos con la mirada...»—, lo acerca a la cara como si fuera a besarlo y se le queda mirando fijamente. La imagen pálida de la ampliación recobra su normal apariencia y alférez vuelve a ser el muchacho que se quedó así hasta sabe Dios cuándo, como si le hubiera dado un aire, alelado en la sonrisa desvaída, inmóvil, gris en la instantánea. Doña Mercedes ha pedido repetidamente a Alberto que le envíe una foto reciente, pero no acaba de recibirla. Quiere saber cómo está, si conserva aquella apostura, aquella infinita simpatía reflejada en el semblante de muchacho delgado, un poco pálido, visionario, que no parecía de la familia de los Silva. Necesita saber si envejeció, si perdió la salud y se le nota en la cara y por eso no le manda la foto que le pide con insistencia. Alberto tiene ahora treinta y un años. Ya no se parecerá mucho al alférez que sonríe lo mismo que un niño, perpetuamente, desvaídamente, en la palidez del viejo retrato. Capítulo 7
FUE AL REGRESO, ECHANDO el paseo por unas calles que creía conocer palmo a palmo. Luego de pasar ante el bar antiguo, con tufaradas de fritos y de vino agrio hasta la acera, mustio cartel adivinado en la penumbra sostenida en huesos roídos de aceitunas y cáscaras de gambas como uñas cortadas y pisoteadas; cuando quedó atrás el salón del limpiabotas que es también despacho de entradas para el fútbol y tiendecilla de banderines y de ristras de postales. Tal vez surgió —¿cómo podría saberlo?— al ver, a través de las lunas exhibidoras, como maniquíes sedentes y pregoneros del ocio, a los lectores-comentadores cachazudos de la prensa diaria, en uno de los casinos. O al pisar la acera donde se detienen tratantes de toreros, mozos viejos y diestros de salón, sablistas que van por todas y revisteros de segunda que invocan, por lo que pudiera volver a caer, crónicas remotas. O cuando estuvo por entrar en la cafetería de maderas nuevas, moqueta pulcra, aire acondicionado y olor a parrilla de hotel de cuatro estrellas. Le atraía la calmosa concurrencia de un sitio y de otro y se hacía el remolón como si quisiera enterarse de todas las conversaciones, como si estuviera preparando un informe que nadie le había pedido, que nunca se había propuesto hacer. Un informe sobre la ciudad incomprensible. Por eso acumulaba datos y los guardaba en la memoria y empezaron a acuciarle ganas de volver y ponerse a escribir; serían notas sueltas, con destino a la carpeta donde duermen tantas otras impresiones en su momento vividas, reveladoras, y de donde salieron más de una para ser intercaladas en los libros. La ciudad, siempre, como tema desarrollado o insinuado en sus novelas. Como divagación y como recurso.
Van mal las cosas para la ciudad. Ya hasta los periódicos lo dicen. Pero Dionisio sabe que no se habla de ello ni en la cafetería ni en el casino de los elegidos, ni en el bar ni en el salón limpiabotas ni en las aceras, porque hay otros temas inagotables más sugestivos, más propicios para hacer saltar la chispa fácil de la guasa o la discusión que no se acaba nunca: la mujer, el fútbol, Curro Romero, los coches, la cofradía, las películas con cama, el vino, el programa de la tele o el chiste de turno. Dicen los periódicos que en la ciudad y en la provincia entera hay cada año menos fábricas y más emigrantes, pero no se habla de eso. Se ironiza, todo lo más, hojeando la prensa, al encontrar la foto de Ramón Baeza, de todos los Ramón Baeza de la ciudad cada semana, cada tres días y a veces en cuatro días consecutivos; pero es ironía consabida y repetida, gastada e inoperante, sin ribetes de enojo ni sombra de protesta, porque «por aquí somos así, no tenemos arreglo». Los periódicos hablan también, con las debidas cautelas, de que el campo es un problema infinito. La ciudad es agraria y sus familias más largamente encaramadas tienen sus raíces en el campo; el término no está circundado de chimeneas, sino de extensos olivares, de enormes dehesas para criar mimosamente al toro bravo, de amplios y blanquísimos cortijos por donde caracolea el caballo fino que luego lucirá en el real de la feria. Pero del campo no se habla tampoco. Los periódicos dicen que el capital vuela a otras regiones. Incomprensible ciudad suntuosa y pobre, cada año con más fastos y más ruinas. Increíble ciudad en manos de unos cuantos, los de siempre —qué fuerza la de los linajes— y los advenedizos, dominándola desde escaños misteriosos que no son propiamente los oficiales.Pero fue luego, a la hora de sentarse ante la máquina de escribir, cuando Dionisio Labrada se dejó de informes, desdeñó las notas y, puesto a divagar, como suele, se le ocurrió algo así como un apólogo y en él se ocupa.)La casa y los enanosDesde cualquiera de los ventanucos que dan al patio grande se los ve marinear por las columnas hasta el barandal mudéjar, bajar en procesión grotesca la escalera ancha del artesonado, encaramarse en el brocal visigodo. Se saludan con reverencias o con cabriolas, según. Al principio, los demás vecinos reían al verlos porque parecía que los enanos iban a trompicar y partirse el lomo, pero luego se fue viendo que no se partían nada, que cada vez estaban más seguros. No hay quien recuerde cuándo exactamente, en el patio de mármoles de Italia, filigranas de forja, tallas barrocas y azulejos de Pisano, los enanos instalaron un columpio plebeyo, una cuerda floja y dos trapecios. Subían y se balanceaban con la burda prestancia de zambos paticortos; tenían por fuerza que caerse, pero no se caían. Se daban la mano o se agarraban con fuerza a las cuerdas —ya caerán, decían los otros vecinos, y si no, al tiempo— y confusamente, cómicamente, se mantenían en el aire a pesar de los traspiés, de los brincos desmañados. Ya caerán. Pero es el caso que llevan así muchos años.Viven en la casa ingenieros, artesanos, poetas, maestros examinadores, jurisconsultos, economistas, estrelleros y físicos, hombres de gran saber y prudencia. Pero en el patio grande y en el otro recoleto de la fontana y los cipreses, donde el arrayán suaviza en transparencias la cal de los medios puntos, mandan los enanos; y en la escalera, y en el hastial, y en la azotea de los miradores abandonados, y en el jardín, que es jubileo, todavía, de pájaros mañaneros, allí donde el agua verdinegra del estanque mece lo mismo naranjas podridas que sombras y reflejos. Los enanos ocupan los mejores aposentos, los más soleados, los de mejor vista; tienen las llaves de toda la casa, no dejan entrar a nadie, si no es forastero; vigilan continuamente, porque son recelosos y si se valen de alguien será siempre de otros enanos. Los enanos son solemnes, aconsejadores, aficionados a colgantes bisuterías y tremendamente serios, aunque con sus muecas y decires inciten la risa; déspotas con disimulo, astutos y tercos, sordos para todo cuanto no les suene a lisonjas. Cuando llegan los forasteros, se las ingenian para formar grupo fotográfico. Se empinan, se suben en taburetes, se colocan zancos o coturnos de altísimos tacones y, así, cubriéndolo todo, da la impresión de que la encaramada enanería es la casa entera, que los demás no existen.A los enanos no les gusta la jardinería, sino las macetas; ni la pintura, sino los cromos; ni la industria, sino la artesanía de baratijas, porque son romos y ayunos, chamarileros de vocación y voceadores de mercadería pinturera y menuda. Por eso se les cae la casa, que fue ilustre palacio, y todo se vuelve gotera y desconchado, grieta y festón de hierbas entre los sillares. Renuncian a reformas porque todo lo nuevo se les antoja peliaguda incertidumbre y no valoran lo noble viejo porque lo suyo no es ni sombra de sabiduría, sino arte cazurro que les va muy bien a todas horas y en todas partes.Algunas noches los enanos acuden a escuchar a las ranas. Van de puntillas y se acercan lo preciso, ni más ni menos, para no espantar al orfeón, que está a un palmo del agua quieta, en los bordes de enea y de junco, entre raíces tiernas y espumillas como de sartén, justo en la resbaladera de musgo y lodo. Los enanos se divierten con el folklore de la ciénaga, con el viejo, repetido y monocorde estribillo que emerge en un crescendo de voces huecas. Aunque a los demás les suena a hervor de nadería, ellos saben que asisten a una parodia. El agua ríe en círculos concéntricos, los juncos asienten y se nota que las ranas disfrutan también porque hay un pálpito acentuado bajo la piel blanquecina de sus panzas. Todo anda, al parecer, entre humoresca y poema sinfónico, entre burla desenfrenada y atinado símbolo y sólo el oído refinadamente plebeyo de los enanos sabe apreciar tales sutilezas. Se dice que al cabo de una buena lluvia, la masa coral lo hace mejor; es posible, porque lo importante es el fango y que el suelo huela a vegetal podrido y que cuando la noche les largue capote de disimulos, las estrellas encuentren agua sucia donde mirarse. Esto basta para que los tragaldabas de relentes y cantores en cuclillas hagan como que conversan cuando, en verdad, cada rana dice lo suyo sin escuchar a las demás, y todas dicen lo mismo.Esta salmodia de monotonía tiene sus reglas estancadas, permanentes, y su sentido es metáfora simple; es decir, onomatopeya. Los enanos creen que no ha de variar por los siglos de los siglos, porque es parodia que salió redonda. Y, en cuclillas también, gozan lo mismo que las ranas al tiempo que perfeccionan el arte de hablar sin escuchar, del saboreo del fango y del no entendimiento. Luego, vuelven a la casa y practican con mayor sabiduría la charla sin sentido, la no conversación y el yo por encima de todo.Se asomaron los vecinos una noche y vieron desde los altos ventanucos que en el patio grande preparaban una fiesta los enanos. Había mesa de banquete, blanco mantel, loza fina, cordón de claveles engarzando la cristalería y micrófonos de las cinco emisoras. Vieron también sargas con blasones, farolillos en ristras de columna a columna y, en las cuatro esquinas, macetas con plantas verdaderas y flores de plástico. Con dolientes, cansinos acordes de pulso y púa, una rondalla de ciegos volcaba pavanas y melancólicos pasodobles desde la escalera. Había un ir y venir de camareros y decoradores dando los últimos toques, y los vecinos pensaron que debía de ser aquél un banquete de los grandes, por cuanto veían y por cuanto estaban oyendo decir a los que dirigían las maniobras; todo era advertencia grave y recomendación de cuidado. El que se ocupaba del protocolo, iba dejando tarjetones al lado de cada cubierto; a veces, recapacitaba y cambiaba el orden de preferencias por no faltar a las leyes de las prerrogativas. Y como fuera diciendo en voz alta no los nombres, sino los cargos, pensaban los de los ventanucos que serían legión los que acudirían a la comida, por ser harto larga la retahíla. Pero en seguida vieron que a la mesa no se sentaban más de siete enanos, y no se explicaban cómo sólo siete podían repartirse la responsabilidad de tantos empleos y dignidades.Días después celebraron los vecinos asamblea secreta y hablaron del descubrimiento. Y uno de los reunidos, que solía bajar con frecuencia por ser distinguido mandadero —cuya talla había sido normal, pero que cada mes menguaba, inexplicablemente, unos dedos de estatura— contó que en toda la casa no había más de siete enanos; y que era tanta la habilidad que tenían para desplazarse con rapidez, para cambiar de ropaje y para entremeterse en los asuntos propios y ajenos, que daban la impresión de no ser siete sino setenta.En otra reunión, igualmente clandestina y ocurrida una semana más tarde, los vecinos llegaron al convencimiento de que, siendo los tiranos sólo siete, el mal no era tan grave. Hubo propuestas y discusiones, arengas y llamadas al orden; un vecino pidió la ocupación masiva y repentina del patio. El mandadero sugirió que sería más provechoso un pacto con el enemigo y él mismo se ofreció a negociar, pero no fue aceptada su oferta por mor de la progresiva y sospechosa mengua de su estatura. Terminaron los reunidos por nombrar una comisión que estudiara el caso, formulara un detallado plan de acción y lo presentara a la próxima reunión con carácter de urgencia. Pero quedó sin precisar con la exactitud necesaria la fecha de la reunión siguiente. Y todo esto ocurrió hace nueve años y medio.En la casa siguen mandando los enanos. Son muchos los vecinos que bajan con más frecuencia la escalera, movidos por no se sabe qué clase de desasosiego. Se los ve husmear y cuchichear y empiezan a usar zapatos extraños de altísimos tacones para ir ocultando su pérdida de estatura.Capítulo 8
Si FUERA MÁS JOVEN —lo dijo en la cena la noche anterior— se dejaría el cabello largo y caído sobre la nuca hasta rebasar el cuello de la camisa. No llevaría, si fuera más joven, camisa blanca ni corbata, ni siquiera corbata ancha de colorines, sino blusa negra o estampada, de las que enfadan a los serios, a los dramáticos, a los solemnes, con el escote abierto hasta cerca del ombligo, para que se viera un collar o una cadena con amuleto, como signo de rebeldía. Si fuera más joven... La bañera es un chisme raro, avieso; nadie ha logrado inventar la bañera que no resbale. No tendría, si fuera más joven, si tuviera dieciocho o veinte años, si tuviera tu edad, Amparo, esta otra coquetería, la admitida, la normalizada por la gente de orden —cómo se reía Amparo, cómo se reía— trazando la raya a la izquierda y sometiendo el cabello a un peinado sin atrevimiento. Buscó con la mirada la toalla grande y el felpudo, y quitó el tapón de la bañera. Quien entiende a la bañera es el jabón, que hace que se pierde y no se pierde en cuanto logra escurrirse de las manos. Es el pececillo tonto y el que más sufre porque, fino como es, no soporta el mal gusto; por eso, cuando el agua se escapa a toda prisa por el agujero del desagüe, el jabón se deja arrastrar por la corriente para tapar la salida, avergonzado de que la bañera haga ese glu-glu de regodeo cloacal, jocosamente rastrero. Le gustaría explicar todo esto en la mesa. A Amparo le divertiría e Isabel escucharía en silencio, sonriendo, pensando en sabe Dios qué, con cara de infinita paciencia, pero en el fondo, orgullosa del marido. Amparo le había hablado de usted. Se vino abajo en el esfuerzo de reprimir el abdomen, de ensanchar el tórax lo mejor posible, hombros hacia atrás, mentón elevado. Amparo, falda cortísima, senos pimpantes bajo la blusita roja, rosa o naranja, translúcida, ajustada. Amparo, inclinando, ladeando la cabeza, boca entreabierta, pestañeo, escuchándole con regocijo —«¿bromea o habla en serio?», estaría pensando— cuando él decía todo aquello de «si fuera más joven...». Le hablaría, durante la comida, de la bañera, hasta que Isabel le dijera riendo: «Basta ya, ¿es que no tienes otro tema que el del cuarto de baño?». Por eso se fijaba en el agua jabonosa que se precipitaba camino de las cañerías, del alcantarillado, del río, de los mares. Ya no se llevan las bañeras con patas, garras de un animal cóncavo y acéfalo con el intestino de plomo asomando por debajo. Ni aquellas otras de mármol, bañeras como la que había en la finca, en el cuarto con zócalo alicatado que inauguró el abuelo seguramente. Era una bañera de empaque a la que el cantero dio forma de regazo y, aunque corriera el agua caliente, aquel mármol de una pieza seguía teniendo algo frío, estremecedor, de liso sarcófago.
Se había puesto el pantalón, abrió la ventana y se miró en el espejo. Abrir la ventana de un cuarto de baño así, que puede verse desde el piso de enfrente, equivale a comunicarse con la vecindad de un modo indecente, viscosamente íntimo. El espejo seguía empañado y los azulejos trasudaban pátina de vapor. Desde una de las ventanas del patio, el vecino, que era corcovado y miraba de reojo, torciendo el cuello, como si viera por una de las orejas, podía verle y llamar a la hija para que mirase también, y al yerno y a las visitas. Pero había que abrir la ventana porque el cuarto de baño estaba a tono de marmita y Cándido sentía un calor sofocante y pegajoso a pesar del gel y de la colonia. Si fuera más joven, no sabe, a lo mejor se bañaría alguna vez con la ventana abierta. En la isla de Wight, doscientos mil jóvenes se desvisten —dicen— los unos entre los otros, chicos y chicas. Si Amparo fuera de verdad hippy, participaría en este quita y pon de vestimenta, strip-tease multitudinario, campamental. Con treinta y cinco años no se puede estar entre los hippies más que como santón, o poeta reverenciado, o gran traficante. Con treinta y cinco años no se puede ni soñar con ser hippy, sino tener corbata, camisa blanca, trajes bien cortados, llevar adelante el bufete, relacionarse con Ramón Baeza, intrigar, negociar, discursear, aparentar, enredarse lo mejor que se pueda en la sociedad que desprecian los hippies. Si el corcovado mira, que mire. Pudiera ser que, al salir, Amparo estuviera por el pasillo y notara, junto al olor del jabón y del perfume, lo estirado de la piel. Iría con el torso desnudo, musculoso, oprimiendo el vientre, así, como se estaba contemplando en el espejo. Pudiera ocurrir que le durara todavía lo de anoche —ni Isabel pudo averiguar qué le pasaba—, que a punto de llorar salió de pronto del comedor para esconderse en su dormitorio. Cándido preguntó a su mujer por dos veces, si había dicho algo inconveniente. «Parecía que lo estaba pasando muy bien; se reía mucho», como disculpándose de no sabía qué falta. «No sé... se habrá acordado de algo», contestó Isabel y corrió a la habitación de la prima. Cuando volvió dijo que Amparo estaba tranquila, que había llorado pero sólo le había dicho «no es nada, ya me pasó». Lágrimas calientes sobre la colcha, Amparo tendida, dulce montículo el de su cadera, suave barandal el de sus hombros, melena desbordada sobre la superficie muelle y horizontal del lecho; los muslos al descubierto. Como Elvira Ayala aquella vez, tendida, los ojos llorosos, el cuerpo abandonado en la habitación del motel. Luego, en la cena, tendría que hacerla reír de nuevo. Tomaría un aire solemne y le soltaría, como quien resucita, con la chulesca entonación de un actor de sainete, sus descubrimientos en el cuarto de baño. El lavabo es funcional, escueto, con la perfecta geometría del diseño industrial, modelo italiano. Si los arquitectos del Renacimiento hubieran conocido el cuarto de baño, ¿cómo sería el lavabo de los papas? De mármol de Carrara, labrado por Bernini; bellos ángeles-cupidos entre pámpanos, raíces y troncos de tilo o de cedro del Líbano, que está más cerca de las Escrituras. Ángeles lo mismo que Dafne, entre carne y vegetal, soportando con las manos la gran venera, concha jacobina, barroco lavabo de pontifical, de italiana, de vaticana magnificencia.Dionisio Labrada hubiera llamado al dormitorio y hubiera preguntado a Amparo el porqué del llanto.La auparía la barbilla, la miraría al fondo de los ojos, solícitamente, tiernamente. Dionisio, maestro en estas artes, sacando a la pizarra a la alumna que tiene mejor talla, carita de niña, cuerpo de mujer. Señorita Rodríguez, ¿qué sabe usted de Barba Azul, digo de Barbarroja? Señorita Rodríguez, ¿quién fue la Pompadour? Dígame el nombre de otras cortesanas famosas. Las alumnas del Instituto, enamoradas de él, sobresaltadas, románticas, y Labrada esquivándolas en el momento justo, manteniendo el clima de prestigio y de misterio, de hombre que es adusto o tierno, según soplen los vientos, pero siempre en su sitio.Recogió el reloj de pulsera de encima del lavabo. Distraídamente le dio cuerda, mientras miraba la hora. A comer con Ramón Baeza, con el regidor de la gran farsa, numerario de la Real, multipresidente, urdidor y consejero vitalicio como colofón de infinitas trapisondas. Tarde o temprano tenía que ocurrir. Aguantaría el tipo. Se abrochó la camisa. Dionisio Labrada hubiera entrado en el dormitorio de Amparo con naturalidad, con una paternal preocupación dibujada en el rostro. «Pero, mujer, ¿qué te ha ocurrido?, ¿puedo saberlo yo?». Y podría hacerlo delante de su mujer, y no pasaría nada. Y ella, Amparo, le miraría sorprendida, y al ver en los ojos de él tanta solicitud, tan limpia confianza, se echaría a llorar en sus brazos. «Pobre chica, anda, cálmate», diría él dándole suaves palmadas en la espalda, acariciándole el cabello. Para hacer lo que hace Dionisio hacen falta unas cualidades extraordinarias.Abrió la puerta y salió al pasillo —Amparo también habrá salido o estará encerrada en su cuarto, escribiendo a la familia— y entró en la habitación de matrimonio. Pantalón crema y cubana celeste. Ni una voz, ni unas pisadas, ni un ruido en el piso. Capítulo 9
SOL DE PLANO SOBRE el cabello, sobre los hombros. Deslumbra la cal; en los ángulos, entre resoles y sombras transparentes, un aire blando intenta sin fuerza jugar a las cuatro esquinas. Película de aceite sobre los hombros, sobre los brazos, sobre los muslos, sobre el amplio escote que ofrece la blusa desabrochada. Las azoteas emergen a distintos planos entre grietas abismales, tajos estrechos en líneas, para enarbolar antenas, alambres de tendederos, cornisas, macetas y esos tiestos que no lo son, sino vasos rellenos como copas de barajas, ánforas macizas de cal y cemento. Viejo olor conservado a lejía en el lavadero y otros olores confusos se mezclan con el aroma cercano y graso del bronceador. Solerías a distintos niveles, sucesión de albercas resecas y encaramadas, meseta abrupta, miradores, cúpula recubierta de tejas en curva dieciochesca y galana hasta el borde mismo de la lucerna, chimeneas y el calado equilibrio vertical y airoso de la espadaña. Cuando la prima se marchó con los niños y con la niñera, que es un crío más —flotadores celestes y naranjas, toallas, el bikini bajo el vestido de felpa, Amparo tomó las llaves del piso y se fue escalera arriba. «¿No vas a venir a la piscina?», le había preguntado Isabel. «No me encuentro bien. Prefiero quedarme escribiendo cartas.» El aire se ha derrumbado sin ánimo de balancear la ropa tendida. Con unas horas de sol perdería la piel esa blancura llamativa, chocante; con unas horas de sol se pondría lo discretamente morena, lo mínimo presentable para acudir a la piscina. De tal modo se clava la luz de la cal, que, a pesar de las gafas oscuras, tiene que entornar los párpados. Mira a lo lejos. Sólo es nítido lo que tiene a poca distancia. Será el polvo de las calles, será que estuvieron sacudiendo en ventanas y balcones todas las alfombras al mismo tiempo, será tanta gasolina quemada y tanto gasoil, el humo de los cigarrillos, el vaho de las cocinas o el calor, el calor tremendo del mes de julio; el caso es que flota sobre lo blanco, no más se extiende la vista por la lejanía, la calígine que resta fuerza a los colores y diluye el final del paisaje en un contorno temblón, porque el aire se hace moaré, se ondula como llameando. Las torrecillas se vuelven pardas, como las chimeneas, como las altas casas sin terminar de los barrios nuevos. Tendría que ir a la pileta, abrir el grifo y refrescar la piel tirante. Su prima diría: «Estás más morena. ¿Has estado tomando el sol?» Y ella: «Estuve un rato en la azotea». Podría ser que no estuviera más morena y que la prima hubiera dicho aquello porque supiera por alguien que se había pasado más de una hora bajo el sol violento allí, en la azotea. La prima se le quedaría mirando —¿se acostumbraría a esa mirada?— largo tiempo a los ojos, a las piernas, a los brazos.
Techumbres de caserones, teja antigua alrededor del patio por donde asoma la punta de un ciprés y dos palmeras. A la azotea llega el rumor constante de la calle, que es runrún donde todo sonido se amalgama. La voz de Cándido: «¿No te aburrirás con nosotros? ¿Isabel te ha presentado a la gente joven?» Por detrás de las últimas casas, siguiendo con la mirada una recta que va entre torre y torre, a la derecha de un bloque lejano con muchas terrazas, está la autopista que conduce al aeropuerto. Amparo preguntó en seguida, la tarde del segundo día, en cuanto la subieron a la azotea para que viera la Catedral desde allí, cuál era el camino por donde había venido, como si pensara volver cuanto antes aprovechando el sueño de los demás, huyendo en auto-stop o a campo traviesa. La prima: «¿Ya piensas en irte?». No pensaba en nada, lo preguntaba por preguntar. ¿Irse en busca de Nico? ¿Quién se acuerda ya de Nico? «Me dijeron que le hablabas al hijo de Pura Irigoyen.» Nico envuelto en sus meditaciones, en sus rabiosas protestas, en sus silencios, en sus salidas sarcásticas de intelectual despechado, resentido. Nico desdeñoso o tierno, soltando una risotada burlona, de sonido falso y estridente; Nico limpiando los cristales de las gafas con un pañuelo, cara distinta. «¿Nico y yo? ¿Qué dices, Isabel? No estoy tan loca.» Nico sujetándola por la cintura en un forcejeo inútil, besándola en el cuello, en la cara, inexplicablemente —sería por lo de las gafas quitadas— repulsivo; peludo, escuálido, llorando de rabia ante el rechazo. «Sólo fue un pasatiempo.»Irse no en busca de nadie, sino huyendo de todos los conocidos a otra ciudad dónde se sintiese más forastera todavía, sin parientes, sin «ten cuidado, no hagas esto, que no es propio de señorita». Al bosque que nadie transita y que en algún lado estará, en España, en Alemania, en California; dar con el apartamiento campamental, hippies de fogata y labranza, caza, rezos y cánticos en común hasta reinventar civilizaciones que sean más puras. (Katy: «me asustas».) Pantalón vaquero con bordes de jirones, sol y viento en la cara, compartiendo —Katy: «ésas son ideas de Nico, rematado chiflado»— el trabajo y el descanso sin dejar de sentirse fuerte, sola y libre, Barbarella del bosque en sosegado trato con otros jóvenes en un predio inencontrable; defensa de alimañas, de brezos y de espinos, de espesura de troncos. («No, no es cosa de Nico, es cosa mía. Nico necesita la ciudad para vivir, las librerías y las covachas; necesita rodearse de imbéciles para despreciarlos, para volcar sus inocentes sarcasmos.» Katy, con los ojos desmedidamente abiertos, boca en o, hombros subidos: «chica, me asustas».) Irse lejos para convertirse en la que está fuera de todo sitio y olvidarse de aquello que le enseñaron machaconamente de que la mujer debe esperar, esperar siempre lo que buenamente —o malamente— venga.Abre el grifo, y el chorro sonoro y fresco cae sobre las manos, las dos palmas abiertas y juntas como cuenco de abluciones. Corre el agua por la cara, balancea dentro de la boca un sorbo enjuagador y refrescante. Amparo sale de nuevo bajo el sol, los párpados más entornados que antes, las pestañas mojadas, gotas balanceando en la nariz y en la barbilla, resbalando por la espalda y por el escote abajo en caminitos de escalofríos. Se mira los brazos y los muslos con desánimo, como si la morenez debiera haberle llegado ya de acuerdo con su prisa. Apoyada en el pretil, mira a la casa de enfrente mientras deslía en su interior la película a saltos, incongruente, de unos recuerdos sin ton ni son. Cosas que casi la hacen llorar —«anoche lloré sin saber por qué»— sin motivo alguno, recuerdos triviales que la acarician hasta hacerla momentáneamente feliz, imágenes fijas, voces muy concretas, sin importancia, pero que se quedarían en su interior para toda la vida. El hombrón, fuerte, recio, de sonrisa blanca, que era Cándido, tan astuto, tan seguro de sí mismo, que de pronto se volvía pueril. «Si yo fuera joven, sería hippy.» Isabel interrumpiéndole dos o tres veces con preguntas tontas, con voz opaca, falsamente persuasiva. «Si yo fuera joven...» Isabel, celosa hasta de los muebles. «Ésta es la butaca de Cándido. ¿Ves aquélla? Es más cómoda, pesa menos, es más moderna. Se la regalé el día de su cumpleaños, pero no la usa. No quiere más que ésta.» Isabel pone cara de resignada, sonrisa indulgente, mirada comprensiva, casi compasiva. De pronto, aprieta los labios, surge el rictus, se endurece el brillo de la mirada. Todo en un segundo, en dos.Amparo mira a la casa de enfrente, a los balcones de viejas esteras enrollables, pesadas persianas de esparto, la jaula, las macetas. Cándido, por la mañana, al despedirse: «Esta noche vamos al ballet. Saldremos a las diez y media.» Es una orden. El hombrón ha dicho a las diez y media. Isabel, sorprendente Isabel, sonríe como si recibiera una invitación o una caricia, la primera, la más preciada y esperada caricia de su vida. En la pared de enfrente hay una ventanuca, guarnecida de reja. Tabletea una cigüeña. La tarde en que subieron: «¿No has visto nunca una cigüeña? ¿De verdad que no la has visto nunca?» Y Cándido se reía incrédulo, como si ella lo hubiera dicho en broma. «Pero por lo menos —añade— sabes para qué sirven: para traer a los niños.» Isabel: «Amparo ya es mayorcita; ya sabe perfectamente cómo vienen los niños». Amparo sonrió y Cándido también; pero los ojos de Cándido cambiaron de expresión, o así le pareció a ella. Fingió sorpresa en un gesto cómico, y su mirada se fue posando en la cara, en los pechos, en las piernas de la muchacha. Levantó las cejas —fue entonces cuando advirtió que tenía una de las cejas rota— y parecía que iba a decir algo y que no se atrevía porque Isabel estaba delante.En la azotea de enfrente, una mujer está tendiendo ropa. Cándido tiene el color moreno, como quien se pasa la vida en balandros. La mujer que tendía la ropa se asomó a la calle y luego se ha quedado mirando a Amparo. Cincuenta años tendrá, poco más o menos. Cincuenta años, vestida de negro; una mano en la mejilla y la otra apoyada en el brazo contrario. Amparo siente, como un cosquilleo, el resbalar de una gota por la corva, camino de la pantorrilla. La mujer de enfrente se ha quedado quieta como una estatua funeraria, como un gran pájaro negro e impasible. ¿Qué sentirá, en qué pensará la mujer con cincuenta años que sube a tender la ropa? ¿A qué aspira? A vivir será, a vivir otros cincuenta; no sería la primera que llegara a los cien años. El sol se ensaña, aprovechón, acariciador a su manera, ciñendo, aplastando el cuerpo de Amparo, calentándole el cabello, los brazos, las piernas, la espalda, las nalgas a través del pantaloncito, sol macho y decidido, que hace siempre sus cosas a la luz del día. La mujer de negro se ha perdido de vista al agacharse, reaparece, se queda mirando de nuevo a Amparo y se aleja camino de la puerta de la escalera. Al entrar, la puerta queda abierta y sale por ella un hombre. Trae una camiseta roja, tiene el cabello largo, es joven. Se acerca al pretil, al sitio mismo donde segundos antes se colocara la mujer de la ropa, y se queda mirando a Amparo. Se lleva las manos a la boca, en forma de bocina y grita:—Te he estado mirando desde abajo.Amparo hace un gesto como preguntando que desde dónde.—Desde la ventana. Me gustas mucho.Amparo encuentra muy divertido el inesperado idilio de azotea a azotea, en la ciudad extraña. Se lo contaría por carta a su amiga Katy. Se lo diría dentro de un rato a su prima. La prima se alegrará. ¿Se alegrará? A lo mejor se siente maternal, responsable, y con el dejo cantarín enfundado en gravedad, le suelta: «Ten cuidado, chica; tú no conoces todavía a los hombres» o «este chico es Fulano, le conozco muy bien y conozco a su familia; es un fresco». Amparo busca con regocijo la cara de fresco entre aquella nariz larga, ojos separados, grandes, risueños y el cabello crecido que le oculta las orejas. Cabello largo, camiseta roja. ¿Así querías ir, Cándido? «Si tuviera unos años menos...»—Oye... nos vemos luego, ¿quieres?La calle se le antoja abismo infranqueable, como si no hubiera posibilidad de que se acercaran jamás el uno al otro.—¿A las seis?Ella quiere seguir impasible, disfrutando en silencio, burlona del episodio. Todo el paisaje de azoteas, torres, cúpulas, espadañas, chimeneas y tejados, miradores, tenderetes y antenas queda en suspenso, reteniendo sonidos, olores, brillos, en expectación de su respuesta.—¿Y por qué no ahora mismo? Anda, baja a la calle. Yo te espero en el zaguán.Iba a decir que no. ¿Por qué dijo que sí con la cabeza? Bajar así, como está, sin arreglar y despeinada...—No tardes —dice el muchacho, y sale camino de la puerta. Antes de traspasar el umbral se vuelve y le arroja un beso.Se cambiará rápidamente de ropa; el pantaloncito por la minifalda celeste; la blusa por un niqui. Escalera abajo, lleva la cabeza llena de calor y de luz, lo mismo que la retina, lo mismo que la piel. «Estoy como drogada.» Le zumba en el interior de la cabeza el sol furioso, dueño de las azoteas, ahogante en resplandores, taladrador. Tiene que ir tanteando porque con la penumbra no ve bien los escalones ni los descansillos. Llega hasta la puerta del piso; una chapa de metal con el nombre del abogado, dorada mirilla y madera de caoba. Introduce el llavín, caliente, en la cerradura. Un aire frío de umbral aljofifado, de aparatos refrigeradores, de mármoles, de gruta. Por el pasillo avanza Cándido, un Cándido que llega hasta el techo, mareante, decidido, ceja rota, zapatos de artesanía; solería brillante, zócalos, cuadro de Zurbarán, espejo de plata mejicana, los ojos, los labios de Cándido; el rostro cada vez más cerca de Cándido avanzando. Capítulo 10
INTERRUMPÍA LA CARTA y se quedaba mirando el ramo de flores celestes y azules tantas veces repetido —algún día podría contarlas, algún día que estuviera aburrida o alguna noche sin ganas de dormir— sobre el papel de desvaído malva. Alguna noche, a la luz roja de la lámpara japonesa, haría la cuenta empezando por el ángulo de al lado de la puerta, siguiendo por el trozo donde está la ventana, adivinando cuánto ocultan la litografía coloreada a la acuarela —falda de campana, mangas de farol, seda crujiente, sombrilla y suntuoso forillo con barandal y arboleda—, el paisaje de los molinos de agua, óleo firmado por V. García, en 1904; el secreter que tenía por delante y el mueble lacado con molduras de oro. Contaría las flores el día que se sintiera con fiebre y tuviera que permanecer horas largas tendida en la cama. Ramo profuso con cintura de lazo, rosas y florecillas de pétalos menudos como alas de moscas.
«No se te ocurra enseñar la carta ni a los tuyos ni a los míos ni a los amigos ni a nadie. Es mejor que la rompas a pedazos.»(Katy leerá dos veces la carta, la mirada golosa bajo las cejas levantadas, la boca redonda por el ¡oh! de asombro que se le escapará más de una vez. Katy inventando un folletín a su gusto, extravagante, pasional cuando lea: «él es un encanto de hombre, con un corpachón que no cabe por la puerta, que tiene mucho mundo, don de gente y mucha labia; sabe vivir y tomarse libertades; no sé cómo explicártelo». El alarido de Katy, el grito de sorpresa, de asombro, de entusiasmo, sonará en la casa y la madre preguntará: «¿Qué te cuenta Amparo?». Y ella dirá, como dice siempre, «Amparo es brutal» y volverá con fruición, con risas nerviosas, a releer el párrafo, a buscar entre líneas aquello que no está escrito ni oculto del todo. Y la madre moverá la cabeza y el padre seguirá leyendo el periódico.)«No sé si alguna vez me gustará tener hijos. Hoy pienso que no, que ni siquiera un par de gemelos rubios como los de mi prima. Si me caso algún día, a lo mejor pienso de una manera distinta, porque creo que los hijos deben de ser buena cosa para aliviar la soledad. Mi prima es una mujer guapa, que se conserva muy bien, que tiene de todo, joyas, un mini-morris, un piso que es divino, vestidos, dinero para gastar en lo que quiera, amistades importantes. Se sienta en las mesas cuando hay una cuestación de la Cruz Roja, sale en los periódicos, la invitan a guateques. Tiene de todo, menos marido. Posiblemente se quieren, a la manera de quererse que tiene esta gente. Qué sé yo. No me gustaría ser como ellos, vivir encadenada para siempre a esta hipocresía imbécil, ten con ten de prejuicios, conservadores de la sociedad podrida. ¿Recuerdas eso de la 'sociedad podrida', de que Nico habla tanto?»Piensa si habrá recargado las tintas, si tiene derecho a escribir estas cosas ni siquiera a Katy, su única de verdad amiga —Nico en el piso—, la que no la traicionaría nunca pasara lo que pasara.«¿Ves a Nico? No le digas, por lo que más quieras, que apenas me acuerdo de él. No le digas nada, ni siquiera que has recibido carta mía. Ya se me ha pasado aquello, no queda ni huella.»(Adán escuálido, velludo, flexible, Cándido lo mataría al primer golpe, Guillermo lo haría trizas. Nico quitándose el jersey de color naranja, la camisa, la camiseta. Katy, de guardia, no fuera a ocurrir, por manos del diablo, que llegaran de visita los primos o la hermana Helena. Nico quitándose las gafas, los ojos como bolas celestes; la cara, otra cara. Nico encorvado, extrañado, decepcionado, suplicante. Katy, en la puerta, no fuera a ocurrir que de pronto, nunca se sabe, los padres, que salieron de viaje para tres días, se hubieran olvidado de los billetes o de una maleta. Nico, velludo, furioso, sin comprender el repentino desvío, barbudo y con lágrimas de rabia.)«Creo que le guardaré siempre un poquito de afecto, pero desde lejos. Aquello pasó y no puedes imaginarte cuánto me alegro. Estoy descubriendo por mí misma muchas cosas. Y la verdad es que tengo miedo.»Le desagrada la frase. La tacha. La carta lleva dos arrepentimientos que acrecentarán la curiosidad de Katy. «Qué reservada eres, pero ya me contarás, ya me contarás...» ¿para qué va a poner eso de que tiene miedo?(Y sin embargo... Sor Patrocinio decía... No había monja con más nombre de monja ni más rostro de monja que Sor Patrocinio. Decía: «las pasiones serán fuertes y las tentaciones os pondrán en peligro». Cara blanca la de Sor Patrocinio, redonda, con dos o tres pelos en el almohadillado alfiletero de la barbilla, un lunar en la nariz, decíamos que era pintado, hablando del mundo sin conocer el mundo, aludiendo a pasiones sin saber de ellas más que lo que oía decir, lo que leía en libros de devoción. Hace un rato, este mediodía, no hace más que unas horas, si te lo contara, Katy... ¿Y cómo te lo contaría para que lo entendieras bien y te dieras cuenta de que yo a lo que iba era a cambiar de ropa, a buscar a un chico que me cayó en gracia? ¿Cómo te explicaría que fue el sol en la cabeza, el deslumbramiento, la penumbra, la sorpresa, la curiosidad que me acometió de pronto? Fue, no sé, la aceptación repentina de una miniaventura, de un probar a qué sabe, de un dejarme llevar por el hombre, Katy, este Cándido, digo, el marido de mi prima... No, no sabría ni explicártelo a ti ni siquiera explicármelo yo. Tendría que recurrir al «ya ves, las cosas de la vida». Y el caso es que desde entonces me acucian como nunca esas ganas de salir huyendo de todo y de todos, a donde sea y como sea, en busca de aire limpio. Sola o con alguien que fuera no precisamente como Guillermo; qué lástima de muchacho o qué lástima de mí, Katy.)Cuando lea que en la piscina he conocido un chico, Guillermo se llama, que se parece, «¿sabes a quién?, a Mingo, un tipo así sólo que en rubio y más alto y más fuerte, campeón de cien metros libres o cien metros braza, no recuerdo», Katy lo contará a los padres. Gritará: «¿Sabéis que Amparo se ha enamorado?».«Pero no pienses ni en flechazo ni en nada por el estilo, que no estoy para eso, sino para algo muy distinto. Si yo te contara las cosas que me están ocurriendo, te llevarías las manos a la cabeza. Ya, ya te lo contaré cuando estemos juntas, que por carta no me atrevo.»Los alaridos de Katy van a oírse lejos, y la novela que irá forjando será digna de oírse.«Mi salida de Santander ha tenido mucho de huida, de huida obligada. Créeme que le he tomado el gusto a la fuga y que me gustaría salir huyendo también de aquí, de convertirme en la fugitiva para siempre. Esta noche voy al teatro; me presentarán matrimonios y así me llevarán de un lado para otro hasta que conozca a todos los componentes de la buena sociedad. Qué risa, ¿verdad? Di mejor qué aburrimiento. A veces, para distraerme, leo. Hoy cogí un libro de versos y leí un rato. El romancero, fíjate. Aquel romance de la Infantina encantada, ¿te acuerdas?, que casi me he aprendido de memoria: a cazar va el caballero, — a cazar como solía. El caballero se encuentra con la infantita, que estaba sentada en la copa de un roble. Le dice la infantita que la libere, que la saque de allí, que la lleve en su compañía. Y el caballero le sale rana y le dice que se quede en el árbol mientras va a pedirle consejo a su madre. La infantita se pone hecha una fiera, y con razón. Cuando el bobo regresa, se encuentra que a la joven se la ha llevado otro. Es bonito, ¿verdad? Si supieras... me he quedado pensando que así estamos nosotras, en un árbol, espera que te espera, a que den su consentimiento todas las madres tremebundas, todas las leyes de la conveniencia, de la sociedad. En un árbol estuvo también mi prima; en una higuera, hasta que le llegó el visto bueno, y ya ves...»(Ay, Katy, te adivino admirándome, boquiabierta, buena, ingenua amiga mía. «Lo que sabes, cómo te expresas», dirás otra vez. Es verdad que me gusta deslumbrarte de vez en cuando. En esto me parezco a Isabel, que se muere por deslumbrarme con su nueva parentela, con su ambiente, con su lujo, hasta con el tedio mortal que sobrelleva nada más que medianamente.)Amparo apresura los renglones de despedida, pliega los papeles de color de rosa, su nombre en un ángulo, letra inglesa. Saca de la carpeta un sobre, escribe la dirección, pega el sello. Se planta luego, satisfecha, ansiosa, ante el espejo del ropero; se retoca, se observa de reojo por encima del hombro y en su autorrepaso la mirada resbala por la imagen reflejada desde el peinado a las piernas, por los senos aupados, por la cortísima falda. A Isabel no le gusta que lleve esa minifalda, se le nota cuando le pasa muda revista. Entre tanto ramillete encaramado, entre tanta fiesta cursi de celestes, azules y malvas, Amparo sonríe mientras contempla su figura grácil. Capítulo 11
ANUNCIÓ DURANTE LA CENA que se ausentaba por cuatro días, y no dio más detalles. Ni adonde ni para qué. Isabel recogió el tono evasivo, cansino, opaco de la voz, y se dio cuenta de que Cándido rehuía la charla lo mismo que la mirada; era y no era él, como un mal retrato, con el parecido, pero sin el alma. Agobio de silencios y frases cortas.
(¿Dónde está tu risa, Cándido? ¿Dónde tu exhibicionismo pueril, casi indecente, de hombre satisfecho, orgulloso de ser Cándido Silva y no ningún otro? Tu espontáneo gracejo, tus frases chuscas, la zalamería de tu pronto requiebro, el brillo de tus ojos, la picardía y la sonrisa golosa del gran insaciable... ¿Qué has hecho con todo eso? Pareces un doble de ti mismo, un torpe imitador de mi marido que se ha caracterizado ante el espejo y que ha olvidado de pronto su papel. Te falta tu ángel. No sé en qué mundo estás, si en el de tus negocios —andan mal, ¿verdad?, algo pasa—, en el de tus extrañas relaciones o en el de tus mujeres. Estás aquí sólo en apariencia, como si hubieras dejado un maniquí. Lo malo...)Con el murmullo de la calle entraban por la puerta entreabierta de la terraza los últimos claros de la tarde. Se habló del cumpleaños de Dionisio Labrada, brevemente, como a disgusto, para recordar que estaban invitados. Isabel iba a preguntar: «¿Cuándo te vas de viaje?», pero no lo hizo y se alarmó al notar que tampoco sentía curiosidad alguna.(...es que tal vez estemos entrando en una nueva fase, en la etapa irremediable. La de los silencios largos, la del no tener nada que decirnos porque está todo dicho, archivado y sellado. Será la etapa de los bostezos reprimidos, del «¿estás bien, querida?», «sí, gracias, querido», como en los dramas, como en el cine; de los besos fríos y espaciados, del olvido de los aniversarios, del fastidio envuelto en el celofán de las formas bien guardadas. Falta de curiosidad, falta de interés. «¿No venís juntos?» «Ella no se encuentra bien.» «Él tiene mucho trabajo, no piensa más que en el trabajo.» Cada uno por su sitio, aunque estemos juntos. Como ahora. La voz queda, grave, despaciosa del tío Rodrigo, mientras el órgano lleva los trémolos hasta las vidrieras: «Nunca es tarde, hija.» Los ojos bajos, fijos, en la solería de mármol. «¿Y qué puedo hacer ya?» Si el canónigo estuviera aquí esta noche y te viera tan ausente, tan cambiado, digo cambiado en esto nada más, Cándido Silva, que cada vez te vas pareciendo más a los tuyos, a tu padre... Es curioso, con lo que le has criticado...)De vez en cuando, Amparo levantaba la vista, observaba a sus parientes, insinuaba una sonrisa como si tuviera algo que decir, la ocurrencia que hubiera animado la cena, la observación pintoresca; pero volvía a lo suyo, aplastado por un aire glacial que se había desplomado y que no lograban romper las frases escuetas de ritual y compromiso: «por favor, sírvete», «¿quieres algo más?», «¿prefieres otra cosa?» Dijo Isabel que convenía cuanto antes ir a la playa para revisar el chalé, que el año pasado encontraron una mancha de humedad que estropeó parte de una pared y de los muebles.(He pronunciado la frase más larga de la velada. Ya cada vez que hable, que suelte una frase así, me saldrá esta voz con resonancias, esta que no es la mía de antes y a la que tendré que acostumbrarme; en verdad, los dos hemos cambiado de voz. Como los adolescentes. Y es que estamos en una nueva adolescencia, pero una adolescencia tonta, desilusionada y fría. Tú también, Cándido; ahora te ha dado por ser joven, como todo el mundo, pero ya no lo eres; tienes el colmillo así como retorcido, ¿te das cuenta? Te sobra egoísmo, te sobra esa ruin sensatez propia de los hombres que lo quieren todo y que van paso a paso, taimadamente, por todo.)Insiste Isabel en ir a la playa cuanto antes y el marido, sin mirarla, responde: «Cuando gustes».(Cuando gustes. Es el mismo tono fríamente cortés que empleará en adelante, que emplearemos los dos. «Como desees.» «Cuando gustes, querida.» El mismo tono. La marchosería para los demás, las ternuras para las otras, ¿o es que le hablas así también a Elvira Ayala? «Elvira, querida»; al fin y al cabo es tu querida; más propio, mira, más propio sería. ¿Y después qué etapa nos espera, Cándido? ¿La del desprecio total, la del odio, la de una piedad mezclada con rencores cada más apagados? El canónigo: «emplea tus armas». Qué fácil, ¿verdad?)Apareció María con los gemelos, que venían en pijama a despedirse. Amparo los atrajo y los retuvo con preguntas, Isabel los besó —«¿Qué se dice?», y Rafael: «Buenas noches», despedida que repitió el hermano como en sueños— y luego se quedó mirando a su marido, por ver si remontaba la sequedad y volvía a mostrarse, aunque fuera un momento, con esa cordialidad expansiva que le era tan propia. Y vio que él los abrazaba y les sonreía —(«Tal vez esconda más ternura que yo»)— como siempre, lo mismo que siempre. Al terminar la cena, en espera de la hora del teatro, se sentaron ante el televisor y fue entonces cuando a Cándido le dio por soltar la lengua, como si sintiera urgencia de remediar tanto silencio recién pasado. Contó que la última vez que había ido a Madrid encontró a un farmacéutico corto de vista que se valía de una lupa descomunal para leer las recetas y los precios; la tenía prendida con una cinta al cinturón de la bata blanca y la usaba tan a menudo que hasta se quedaba mirando a la clientela a través de la lente. Al contarlo gesticulaba, parodiaba el habla del boticario y añadía comentarios jocosos con toda suerte de hipérboles.—Por cierto que ahora, cuando vaya a Madrid —Amparo reía y reía—, me compraré otra lupa para enfrentarme con él.(Ah, es a Madrid adonde tienes que ir. Y para decirlo ha tenido que ocurrir este cambio repentino.)—Pediré un tubo de aspirinas y, cuando me lo entregue, sacaré mi lupa, que será mayor que la suya, la más grande que haya en el mercado, y me quedaré observándole muy serio.(Ahora eres el de siempre, no se sabe por cuánto tiempo; el que disfruta causando buena impresión a las visitas, a las mujeres sobre todo; el Cándido simpático y farolero de que todos hablan.)Contó luego otro lance, en otra farmacia —«esta vez no en Madrid, sino en Barcelona»—, donde coincidió con un ser indeterminado, cimbreante, melenudo, que no había modo de saber si era mujer o era hombre, y Amparo volvió a reír estirando los brazos, alzando los hombros, ladeando la cabeza, en pose también.(Es uno de tus recursos. Se te da estupendamente eso de convertir el viejo chascarrillo en aparente sucedido. Se te da estupendamente la mentira... Lúcete, imitando al marica, que lo haces muy bien, muy cómico, muy suelto. Imita lo mejor posible a tu amigo Chano, recuerda al que cuenta chistes en la venta que tanto te gusta. Lúcete y vuelve a ser el mismo. Toda tu vida es una farsa representada que dedicas especialmente a las mujeres, a la que sea. Te has encontrado a ti mismo una vez más, gracias a que tienes auditorio, a que tienes un público que aún no conoce tu repertorio, a esta marisabidilla, que se reirá a carcajadas con lo que a mí me produce hastío. ¿Por qué no contaste todo esto durante la cena? ¿Qué te ocurre en estos días? ¿Es que tu familia, tan linajuda, se queja de la venta de la finca, es que se quiere quedar con todo el dinero, o es que tú querías llevarte el de tu madre y el de tu hermano Alberto, el que está en Inglaterra, y te han dicho que no? ¿Es que has reñido con Elvira? Buena faena la de la otra noche, en Pineda, cuando disimulabas, nervioso perdido, a carcajadas que sonaban a falso, mientras te mordían los celos. Elvira con el coronel Navarro, y todos mirándote —como si yo no estuviera delante, como si yo estuviera en la luna, sin darme cuenta de nada—, esperando a ver qué hacías. A lo mejor, qué gracia, esperaban que abofetearas al coronel, que le desafiaras. Por Elvira. Habréis reñido, seguro. Si riñeras conmigo irías a ella más cariñoso que nunca, pero si riñes con ella, qué tragedia en tu casa, ¿verdad? Algo será, que te conozco de sobra. Un tropiezo en tus negocios, un descalabro en tu carrera, un mal paso con tus extraños amigos, con Baeza, con Chano o con Julián; algo que no contarás, fanfarrón, por nada del mundo a tu mujer.)—¿Recuerdas, Isabel?—Sí.—Entonces, tu prima y yo éramos novios —prosiguió dirigiéndose a Amparo— y nos presentamos en casa de tus tíos completamente llenos de agua. Figúrate qué naufragio: volcar en el estanque, que no tiene más de un metro de agua. Ateridos, con la ropa chorreante y pegada al cuerpo, los pies nadando en los zapatos, que a cada paso hacían chaf, chaf, chaf...(Esta anécdota es uno de tus triunfos garantizados; te sale muy bien. Te pones hasta de pie para contarla, te estrujas el pantalón subiéndolo un palmo, haces como si chapotearas y tuerces los pies al andar como no lo haría mejor ni Jerry Lewis. A fuerza de contarla has llegado a un dominio perfecto en los detalles.)Amparo echaba la cara hacia atrás, se sujetaba las manos enlazadas ante las rodillas y reía a carcajada limpia. Isabel se puso de pie y dijo que era hora de ir al teatro mientras su prima cerraba los ojos, porque le afluían las lágrimas de tanta risa, y decía: «¡ay, Dios mío, ay qué hombre!» y la risa se le iba paralizando enroscada en los pechos jadeantes. Capítulo 12
MÁS QUE DE PORCELANA, tienen apariencia de muñecos finos con telas de raso, diminutos figurines, primores de artesanía para niñas ricas. Más aún: figuritas de relojería, ornamento movedizo sobre caja de música. Danza de parsimonia, paso a dos con melindres exactos, convertidos en matemática norma, quiebros controlados, posturas sucesivas para la foto de galería, para la instantánea con flash; precisión que es desenvoltura y que no lo es, sino lograda exactitud conseguida en hartura de ensayos. De blanco, ella, desde las zapatillas hasta la red con lazo que flota sobre la nuca; él, de blanco también, con bordados en la chupa y en la taleguilla que le ciñe el trasero y las piernas, casi leotardo, casi otra piel sobre la piel. Cierta ingravidez surge cuando se desplazan, cuando se elevan entrecruzando en ágil garabato los pies como si flotaran, en el son acompasado del bolero. Todo tan delicado y tan preciso que rebasa la frontera de lo femenil para convertirse en danza sin sexo, digna de perpetuarse en tapa de polvera, en dibujo al pastel, en decadente y blanda calcomanía sobre cristal con orla de pan de oro. Chano tiene la boca entreabierta y muy fija la mirada en el escenario. Ni un codazo esta vez. Salete se fija, una vez más, en las manos suaves, cuidadas del amigo. Son manos de muchacha, alguien le ha dicho que de artista; están posadas una sobre otra en la rodilla derecha, y los dedos se mueven lentamente al compás de la música. Las manos que se elevan al aplaudir largamente cuando el telón cae una y otra vez, y se posan en el antebrazo de Salete momentos antes de ponerse de pie, con las luces encendidas, al llegar al entreacto.
Habla la gente y fuma entre las paredes rojas del pasillo, en el túnel húmedo —huele mal, todo es viejo— en forma de herradura. Sobre la alfombra gastada, roja también, Chano tiene aire de cansancio y rubor por las mejillas, y se diría que fue él quien estuvo danzando en el escenario. Casi se lo cree. Ceñido de raso, fajado, ágil, bello como un efebo, se imagina que estuvo, que está todavía, girando los brazos, las muñecas, curvando los dedos largos —brillantes sobre platino en el dedo corazón— para volverlos a cerrar en redoble febril sobre las castañuelas. Curva de repiques, ágiles manos, cintura dócil que doblega airosamente el talle, perfecto perfil de estatua espiritual, estilizada. Chano va sonriente abriéndose paso, la mirada perdida mientras se recrea en lo que piensa. Chano es feliz. Salete le observa como siempre; no pierde movimiento del amigo y ya se le está pegando su manera de mirar, el peculiar pestañeo y ese gesto que es sonrisa perpetua, insinuada en los labios apretados. Ángel rubio, hipersensible, desdeñoso, pasea por entre los que estiran las piernas en el entreacto, olvidado de que Salete le acompaña. Salete está acostumbrado. Sabe que en aquel momento sueña y saborea su sueño de ninfo, de esteta capaz de todos los refinamientos. Salete espera que al llegar frente al espejo que hay delante del guardarropa, su amigo se repasará el cabello con un toque que ya es natural en su amaneramiento. Él se mirará también y verá reflejado junto al rostro de Chano, sus bucles negros, y las ojeras profundas que recortan su óvalo agitanado. En el espejo, sus ojos —«tienes los ojos de mula joven, como el gitano de Lorca» o «tienes ojos de garza herida», que le dice Chano— hundidos, negros, con puntos de luz y expresión interrogante. A él, a Salete, le gusta más el otro baile, el flamenco, y se arranca —él sí que se arranca de verdad— con un zapateado o con la guasa viva de una bulería, como puede hacerlo El Farruco. Es bajito de cuerpo, como Antonio, el bailarín, y sus piernas son rápidas. Y si la fiesta se pone a tono, que puede ser un bautizo o una reunión entre amigos a puerta cerrada, o tres copas de más en la feria o en Castilleja, baila un rato, pero nada más. No se forja ilusiones. Por dentro de Chano, de sien a sien, revolotean pájaros tibios, sensaciones recónditas, y un montaje colorista y sonoro de focos con raudales de luz, diablas, candilejas, cortinas de brocado y terciopelo de Lyon, visillos de encajes de Bruselas, labios húmedos, aplausos, surtidores, sauces, mármoles torneados en un cielo que va del malva al azulina. Pasillo rojo, viejo, en la realidad brusca. Todo el andamiaje mental se viene abajo ante la voz de Cristóbal Duarte, que está frente a él, a un paso. Chano le estrecha la mano. Es un saludo breve porque la palma de la mano de Cristóbal Duarte está siempre húmeda, sudorosa. La próxima vez le saludará de otro modo, para evitar el contacto. Dentro de un momento, tomará el pañuelo como si necesitara sonarse y hará el ademán justo, tan sólo para secarse la mano derecha. Salete se aleja y arrastra su mundo interior pasillo abajo; luego de nuevo, pasillo arriba, para no dejar de estar cerca del amigo, para que sepa que está alrededor de él, atento a una seña, a un gesto para los demás imperceptible. Se alarga hasta el guardarropa vacío, da media vuelta y se mira en el espejo. Lleva en el bolsillo un peine, pero no lo sacaría por nada del mundo. Antes solía llevar también un mondadientes, pero Chano le ha dicho que debe olvidarse de antiguas costumbres. Tiene que refinarse y Chano le ha contado la historia de Pigmalión y le ha llevado a ver «My fair lady», para que se dé cuenta de cómo se puede hacer de él otra persona distinta, presentable en cualquier parte. Nada de ir en tropel alborotado a la salida de artistas, cuando actúan las folklóricas, nada de chocarrerías, fuera ese pañuelo celeste con lunares que asomaba indecente, sobre el bolsillo superior de la chaqueta; «aprende a hablar, a conducirte, lee y escucha». Se separa del espejo; una chica fuma celtas y habla con un muchacho delgado, con melenas y lentes, de algo que Salete no entiende; deben de ser —piensa— universitarios. Dos pasos más allá, se habla del ballet ruso, de Diáguilev, de la disciplina que... y Salete sigue hasta acercarse otra vez a Chano y a Cristóbal Duarte. Escucha sin mirar, como si estuviera distraído.Cristóbal Duarte advierte de reojo la presencia de Salete y bruscamente interrumpe su charla. El gitano tiene el oído fino, se hace el remolón y pasea lentamente alrededor de su amigo en órbitas cambiantes hasta que se aleja de nuevo. Sabe de lo que hablan. Los oyó días atrás, mientras repasaba una consola. Salete sabe también con cuánta astucia se desenvuelve Chano, cómo consigue pacientemente cuanto se propone, Chano conoce demasiadas cosas de la gente y se desenvuelve en un mundo oscuro, pobladísimo, al que Salete no ha hecho más que asomarse levemente. Un mundo de compromisos tácitos con lealtades y servidumbres increíbles que, en cierto modo, domina desde su tienda de antigüedades. Salete se aleja hasta el final del pasillo y vuelve pisando la vieja alfombra con la levedad de un gato; si en vez de alfombra fuese tablado, si fuese chapa de cinc, tampoco le oirían acercarse. Desde una distancia de cuatro metros, Salete observa en Duarte, que está vuelto de espaldas, su traje caro, su pelo largo, ensortijado, tirando a gris por las primeras canas. Duarte tiene baja estatura y la frente tan huidiza como si le faltasen las tres cuartas partes del cerebro. Chano dice que entiende de pintura más que un catedrático y le tiene por el corredor más hábil. Con planta de tratante de ganado, chalanea con los cuadros como nadie y el Greco que sacó Chano de España —con un paisaje de los molinos de Alcalá sobre la vieja pintura— y que valió un montón de billetes, fue Duarte quien lo agenció nadie sabrá cómo ni dónde. Salete enciende otro cigarrillo y ve como Duarte se despide de su amigo. Pero Chano no queda solo, porque inmediatamente se le ha acercado Cándido Silva. Hace tiempo que se conocen. Silva es cliente de la tienda, donde echa de tarde en tarde largas parrafadas, y Salete ha ido a su casa a repasar los muebles de figura hasta dejarlos relucientes a golpes de muñequilla. Se acerca. Silva dice:—Sí, ya sé que me han propuesto, pero aún no estoy decidido. Falta de tiempo más que nada.Sabe Salete que hablan de la presidencia de un club de fútbol y que Silva anda buscándola como si le fuera en ello la honra, la hacienda y la vida. Chano influye en esto también; siempre anduvo cerca de los futbolistas, de los directivos, de los traficantes, y hay que contar con él. Chano es importante. Chano es un personaje con el que hay forzosamente que contar para muchas cosas.Está sonando el timbre. Va a comenzar la segunda parte del espectáculo. Chano y Silva se despiden, Salete arroja en un cenicero lo que queda del cigarrillo y entra junto a su amigo en el patio de butacas. Comenta Chano:—He aquí un hombre ambicioso, pero equivocado. ¿No te parece?A Salete no le parece nada y nada contesta. A Chano le gusta hablar así, como si dialogara, cuando en verdad no hace más que pensar en voz alta.Se sientan. La sala va quedando en penumbra. Luz en la embocadura y sobre los músicos. Chano continúa, en voz muy baja, al oído del amigo:—Cuenta con sus amigos, pero no sabe que uno de ellos, Baeza, acabará por hundirle.Salete asiente, pero en aquel momento no recuerda con la claridad precisa quién es Baeza ni qué tiene que ver su voto, ni el por qué. Pero Chano insiste, aun sabiendo que al gitano ni le va ni le viene ni hay por qué hacerle entender los resortes de aquel juego de habilidad y de saña que se trae entre manos. Capítulo 13
ENTRE RUBIO, CASTAÑO Y GRIS, porque es peluca con vetas, el cabello jaspeado con bandas permanece inmóvil. Ha ocultado Isabel otra vez su pelo casi negro —«es mejor así, ¿no crees?»—, ha duplicado el cuido ante el espejo, ya no tiene veinte años, ya no tiene dieciocho años como —espalda lisa, suave, fina, piel de niña— la prima Amparo. Como la ve de espaldas, no advierte Cándido si su mujer respira o no respira, si tiene los ojos fijos en el escenario o en un vaivén de ojeadas repentinas a su derecha, hacia la jovencita con ojeras. Pudiera ocurrir que Isabel no esté viendo a los que danzan, sino que capte tan sólo esa atmósfera cálida, dura, poblada de recuerdos muy recientes y que participe de alguna manera en el secreto de un beso, de dos besos en el pasillo silencioso de la casa. Y que la gitana que se dobla por la cintura, cabello negro, casi azul, azul del todo bajo el foco cenital, que curva y estira los brazos desnudos al compás de una seguiriya, le traiga tan sin cuidado que ni siquiera la vea. Cándido se ha inclinado un poco hacia ellas como si intentase ver mejor a los artistas, buscando hueco para la mirada entre las dos cabezas, y le ha llegado el perfume caro, la esencia que trajo a su mujer en el último viaje. Es un olor aceitoso y penetrante, como de muguet; a lo mejor dice la propaganda que es perfume irresistible. Isabel se ha puesto el collar más caro. Isabel es guapa; lo dice todo el mundo, lo sabe él, ya casi más por referencias que por mirarla. Elvira Ayala: «Tienes una mujer muy guapa, no puedes quejarte». ¿Qué dirás, que dirías, Elvira, de esta muchachita llamada Amparo? ¿Te parece bonita? Si supieras qué pasó junto mismo a la puerta del piso, ante el espejo de plata mejicana que lo recogió todo, menos el aroma fresco, menos el tacto de la piel caliente estirada de sol, menos el leve, tierno y cálido también sabor de unos labios, ¿qué dirías?
Aplauden, hay que aplaudir. Las cabezas se mueven, las mujeres se miran y las dos se vuelven hacia el hombre.—¿Ves bien desde ahí? —pregunta Isabel otra vez, como si pudiera quitarse la peluca con cabeza y todo, si el marido le contestara que no.Cándido asiente y observa a las dos mujeres. Se le ocurre un cumplido y las dos —dos perfiles distintos, dos miradas distintas, dos ternuras que en nada se parecen— vuelven a girar sus cabezas porque en el escenario, de nuevo, la gitana se ha entregado al baile animada por las palmas. Amparo se ha agachado, es que lee el programa, y entre dos pliegues de tela grana, aparece la cadeneta, hilo dentado, que se oculta de nuevo, ascensor, descubridor, mecanismo de tramoya, separador del cortinaje, del telón partido, de cierre y abertura sobre el tejido suavón, sobre la carne limpia, dulcemente contorneada, adivinable. (Labios entreabiertos, gesto de cansancio, casi bostezo, de Isabel en el dormitorio: «bájame la cremallera». Labios finos, estrechos, mirada entre aturdida y burlona en los ojos pequeños y expresivos de Elvira Ayala en el motel y en la finca —cal húmeda en la habitación que huele a cerrado— giro de media vuelta: «¿me bajas la cremallera?».) Sonido vago, de interior de boca cerrada apenas perceptible, nudillos, yemas de dedos recorriendo la línea invisible que divide el torso. Es un rrrrris apagado, cómplice, que actúa de acelerador del pulso. Otra vez los aplausos. La gitana saluda, se inclina en reverencia y la cabellera cae como negra cascada ocultándole el rostro y el escote.Isabel está hablando. Isabel ha vuelto la cabeza —Amparo, también— y dice algo. «Perdona, querida.» Isabel está diciendo que la bailaora tiene hijos y que parece mentira cómo conserva la figura. Es algo que ha dicho otras veces. Lo dijo anteayer, cuando se hablaba de ir al espectáculo. «Parece mentira con la edad que tiene y lo bien que conserva el tipo. Nadie diría que ha tenido hijos.» Él también se repite muchas veces. En la mesa suelta ocurrencias para que las oiga Amparo, frases chuscas, citas, anécdotas que la mujer se sabe de memoria de tanto escucharlas. Amparo está preguntando que cuántos hijos tiene la bailaora, y su prima le contesta que tres o cuatro, que en la revista Miss salió un reportaje en el que se veía a la artista con su marido y con los niños. «Una casa suntuosa. Esta gente gana mucho dinero y vive muy bien.» Cándido quiere decir: «pero viven al día»; se calla porque recuerda que eso mismo dijo la antevíspera cuando hablaron de la bailaora.Música de Falla. Polígonos blancos sobre fondo negro. La chumbera y el olivo, junto al esquema del pozo, allí donde el mimbre, la vaina rubia de la caña partida, el junco, se cruzan en labores de canasteros. Ha brillado en el lóbulo izquierdo, irisaciones repentinas, fulgores diminutos, el brillante de un zarcillo. Se lo ha prestado Isabel a su prima, para que esté más a tono. «Vas muy elegante», le dijo. Si le preguntaran ahora cómo era el vestido de Amparo, no sabría decirlo. Sólo sabe de la espalda, de la tela roja que se ciñe, sedosa, con asomo en el descuido, de un punto de rrrris, de camino dentado, de cremallera. Y los pendientes.Fue salir del baño, trajeado, pulido, perfumado, caminando —golpes de tacón sobre las losas— como si no fuera al restaurante donde le esperaba Baeza, sino al encuentro de un universo nuevo. Fue oír el ruidito de la llave en la cerradura y ver el resquicio cada vez más ancho de la puerta que se abre y aquello que avanza, short, piernas, blusa ceñida, blusa camisera blanca o crema, tres botones sin abrochar, cuello, barbilla, labios, cabellos revueltos. Fue el cerrarse la puerta y en la penumbra acrecentada sonar el pulso del reloj grande, esfera dorada con orla de hojarasca y letra inglesa, y seguir los dos avanzando, sin apartarse, como si no se vieran, como si cada uno estuviera solo. El cabello suave entre los dedos. El calor de un tejido, de una piel hartos de sol de la azotea. Si venía o no deslumbrada, si venía embriagada de luz, si esperaba, si presentía o si no esperaba nada; es lo mismo, lo pasado, pasó. Y la imagen que ahora le llega, lúcida, fragante, sabrosa y turbadora es la misma que se le iba apareciendo en el transcurso de la tarde. «¿No escuchas?» Un vuelco al cerebro; la voz de Ramón Baeza durante el almuerzo, los ojos de Florencio Suárez, fijos en él. No le escuchaba, no. Le oía simplemente, mientras recordaba que al levantar la vista, en el espejo de marco de plata repujada se hacía cargo en un instante de que ya no era soñado ni en la bañera ni en el lecho, sino realidad palpable y en aquel preciso momento.Cuando baje la escalera camino del vestíbulo, cuando esté conduciendo camino de casa, cuando se vaya desnudando en el dormitorio, tarareará, seguramente, eso que está tocando la orquesta y que los bailarines acompañan con castañuelas. Lo tarareará porque tiene la costumbre de ir canturreando, pero no habrá sacado otra cosa del espectáculo, porque no está allí, sino reinando en el alborotado guirigay de sus adentros. Isabel se vuelve, le sonríe —a él le parece que tristemente, compasivamente—, eleva una mano sobre el hombro y se la tiende. Él le estrecha suavemente la mano. Le parece una caricia a destiempo; luego siente una emoción extraña, equívoca, porque al mismo tiempo que se avergüenza del mimo, y que se pregunta qué pensará de aquello la muchachita, se da cuenta de que quiere a su mujer, madame Récamier, en la chaise-longue, juguetona y grave, santanderina de hondos ojos bellos y claros, y voz de terciopelo. Elvira Ayala: «tienes una mujer muy guapa, no puedes quejarte». Capítulo 14
BUSCABAN EN SU PASEO la acera de la sombra, por eso seguían calle adelante, siempre en la misma dirección, como si los esperaran en uno de los extremos de la ciudad. Cuando llegaban a una bocacalle no sentían la tentación de doblarla para salir al encuentro de la sorpresa que se agazapa en alguna de las esquinas, en las que nunca se sabe. Seguían rectos, forzados a la línea fija y, sólo cuando la calle se ondulaba, hacían un quiebro en su derrotero.
De vez en cuando, ella se detenía ante un escaparate y parecía muy atenta a lo que se mostraba tras el cristal, cuando en verdad lo que hacía era comprobar en la luna una vez más lo que Pablo le sobrepasaba en altura y lo bien que le sentaba a ella el collar de muchas vueltas, metal cuajado de dijes, oscilante y sonora bisutería que remataba en un rombo; el rombo que era péndulo a cada paso que daba. Amparo se sentía envuelta en capuchón de forastería, como si fuera invisible al ir entre tanto desconocido, como si tuviera, nada más que por estar en ciudad extraña, bula para toda suerte de audacias, permisión absoluta de aventuras y desenvolturas. Pablo, en una de las paradas, alargó la mano para asir el rombo. Lo manoseó, lo acercó a los ojos y cuando parecía que iba a tasarlo, a comentarlo, lo soltó no dejándolo caer, sino depositándolo suavemente en su sitio, debajo inmediatamente de los pechos.Había dejado de quejarse, de hablar con petulancia, de decir «a mí no me da plantones ninguna mujer», y se había vuelto inesperadamente lírico: «Tienes ojeras como rebanadas de luna» y «hay en ti no sé qué cosa triste, que está en las ojeras; pero no me enternece, porque es falso. Tus ojeras son de antifaz, para engañar a los hombres sensibles». Y, unos pasos más: «Las ojeras te sirven para ocultar lo feliz que eres». Ella: «¿Y quién te ha dicho que soy feliz?». Y él, imaginativo, satisfecho de repentizar: «Se te nota en los siete brillos que tienes en los ojos». Al cruzar una bocacalle, él la tomó por la cintura presionando la mano imperiosamente como si fuera preciso aquel manejo para que la forastera no diera un paso en falso. Amparo se dejaba llevar como si no fuera el muchacho de los pantalones vaqueros, sino el airecillo que paseaba la acera de la sombra quien la empujase.Casi no hablaba. Sabía que no era el momento de hacer preguntas ni el de decir «a mí me gusta el cine, y a ti ¿te gusta el cine?», porque cualquier trivialidad, cualquier pesquisa tonta lo hubiera echado todo a perder. Era momento sólo para vivir, dejando que la imaginación se columpiara adormecida, acunada en los esquifes de sus ojeras, de vivir dulcemente, intensamente, de dejarse llevar entre fachadas y olores nuevos, entre caras distintas y voces diferentes. De pronto, de la parte soleada de la calle, le llegaba el fulgor de un cristal, de una ventana que se había movido, de un coche que daba la vuelta, y recibía el resplandor en los ojos como un fogonazo. Entonces bajaba la mirada hasta reencontrar sus pies andariegos, obedientes, con ganas de andar y de andar, envueltos en sandalias amarillas y blancas; o miraba el calzado abierto y el pantalón raído y manchado del joven, o las miles de veces repetida geometría de los baldosines, alfombra impensada de un camino a lo desconocido.No era el momento tampoco de invocar a Nico, un Nico lejano, empequeñecido, tiernamente ridículo; no lo era porque el momento requería un respeto de entrega total con la luz violenta erizando colores, con los ruidos y las voces que le sonaban de otro modo, con la llamada de algún portal que les volcaba al paso bocanadas de aire fresco, oloroso, turbadoramente, inexplicablemente incitante.Iban los dos a la rara verbena del día de trabajo, envueltos en un mundo de fiesta que sólo a ellos correspondía; e iban tan decididos que las paradas eran breves; se apartaban con premura del escaparate de discos, del puesto de periódicos, del acuario falsificado donde exhibían su brillante cochura los mariscos. Al confín de todas las calles esperaba Amparo un parque abierto tan sólo para ellos o la gran vega de césped entre álamos atestados de pájaros, o la gruta de los mil vericuetos, madeja de galerías, lagos de siete pisos y discoteca con pista y mesitas bajas junto a divanes. Se le iba pegando la locura lírica recién conocida y por eso se dejaba llevar lejos, lo más lejos posible de la mirada durísima, angustiada, inquisidora de su prima. Sentía gratitud por aquel muchacho espigado, dominador, ingenioso, que le había hecho señas nuevamente desde la azotea. No quiso decirle que se había asomado hasta cuatro veces desde las primeras horas de la mañana. No quiso que supiera que la primera vez que se asomó, recién despertada, abrió con cuidado la ventana para ver sin ser vista. Sentía vivo agradecimiento hacia el muchacho que la buscaba —«Me llamo Pablo y estoy muy disgustado contigo», fue su saludo; y, en seguida, una sonrisa— y que la apartaba del mundo de los mayores.Tenía necesidad de purificarse, de desprenderse del aire contaminado del piso, lujuria del guapo hombrón de la ceja rota, de los recovecos mentales de su prima; esa charla incansable, inagotable del primer día. Tenía que desprenderse del recuerdo de Nico, de su atosigadora influencia, de tener que ver las cosas como él las veía, sarcástico, cerebral, rebelde muchacho. Y la hilera de casas iba quedando atrás porque llegaban a otras nuevas, a edificios más humildes, a calles que ya no eran rectas, sino angulosas y serpenteantes, tan estrechas que algunas no contaban con acera.Ya no quedaba ni sombra de petulancia en la charla de Pablo. Hablaba cada vez más bajo como si fuera el enamorado por ensalmo o el conquistador con prisa. La llevaba del brazo y ajustaba el hueco entre el hombro y el pecho al hombro de la muchacha mientras le hablaba de café-teatro, de literatura, de sus viajes con el grupo escénico; y entonces ella se dio cuenta de cómo modulaba la voz, lo mismo que los actores profesionales, espaciando las palabras cuando le convenía, apoyándolas en el gesto de alzar o bajar las cejas, reuniendo los dedos o extendiéndolos con una soltura no desprovista de elegancia. Y se fijó también en que tenía el andar de quien estudia su paso en la escena, andares pausados, elásticos, con el cuerpo derecho y la cintura ágil prevenida a un giro.Se detuvieron al llegar a una plazoleta. Pablo tenía los ojos muy abiertos, pero los fue entornando mientras se mordía el labio inferior. La representación era perfecta y Amparo se sentía actriz que interpretaba su papel sin previo ensayo. La puso frente a él, sujetándole los brazos. Luego la soltó, sin dejar de mirarla, y se fue apartando dando unos pasos hacia atrás. Su mirada recorrió el cuerpo entero de la muchacha. Volvió a entornar los ojos como hubiera hecho un pintor, ladeó la cabeza y siguió mirándola con expresión serena. La volvió a tomar del brazo.—Tú servirías para el teatro —dijo. Hablaba seriamente, gravemente—. ¿Por qué no vas un día a vernos ensayar?Luego se disculpó y empezó a hablar de otras cosas, como si la hubiera molestado. Le habló de sus amigos, de Julio Martínez Velasco, de Joaquín Arbide, de Antonio Burgos y, de pronto, volviendo a interrumpir el hilo de su discurso, preguntó a la muchacha:—¿Te quedarás a vivir aquí, no?—No.—No es posible... ¿Cuándo te marchas?—No lo sé. Tal vez dentro de un mes, de mes y medio...—¿Adonde?—A Santander.—Iré a Santander en tu busca.Amparo se rió. Él se quedó silencioso y la muchacha se iba poniendo seria. «Ya volverás cuando se te pase», fue la frase de la madre. A remolque de su esposa, el padre, no muy convencido, sentenció: «Lo mejor para estas cosas es poner tierra de por medio; tierra y tiempo». El padre y la madre, como siempre, enterados con retraso, actuando cuando ya no había por qué, alarmados por el noviazgo incipiente que ya estaba deshecho. «Yo contaré la verdad —prometía conmovida Katy—. Yo diré que lo vuestro pasó a la historia, que tú ya no te interesas por ese mequetrefe.» Pobre Nico... Inofensivo Nico, puesto entre ceja y ceja por sus melenas, por su desgarro, por sus ventoleras...Amparo miró la hora.—Tenemos que regresar.—¿Te obligan a volver a una hora fija?—No estoy en mi casa. Estoy invitada.Volvieron por otras calles. Olores diversos en el paseo de vuelta, huérfano de sombras; el sol se asomaba a una acera y a otra, amarilleaba los zócalos, encendía las cales, dejaba caer, como ropa oscura tendida, sábanas colgantes de sombras violentas. Volvió a sentir caliente su cabello como en la mañana anterior, en la azotea, y presintió que aquello que abrasaba en el aire iría encendiendo la sangre del muchacho. Lo notó en seguida en la mano caliente que se posó en su hombro, como si se conocieran de siempre, como si fueran novios, y que ella, en su dejarse llevar, permitió como lo más natural del mundo, porque lo necesitaba, porque le urgía después de los días de fingida compostura, de aridez expectante, después del episodio del pasillo; aun jugó a lo ingenuamente sentimental, a la frase de fotonovela, al recurso simplista:—Me marcharé —le salía la voz tan teatral como si ya estuviera ensayando con el grupo— y pasarán los días y no quedará ni el recuerdo.Quedó alerta, pero la respuesta no vino. Volvió la cara hacia él para ver si estaba serio, si estaba triste o dispuesto a protestar.Y llegaron a una avenida estirada al sol como lagarto inmenso. Había un zumbido que seguía siendo de día raro de fiesta, como si todos los autos fueran coches locos o vagonetas escapadas de las montañas rusas; como si los hombres y las mujeres fueran de prisa, no por llegar a sus casas sino por recoger, boleto en mano, la bicicleta, la muñeca, el balón del premio de la tómbola. Había algo que se enrollaba y desenrollaba en los oídos, algo relacionado con la voluntad del pulso, y Amparo sintió ganas de reír y sabía que no había motivo, que era risa nerviosa. Risa que le vino en contraste de una súbita tristeza, porque empezó a sentirse insegura como cuando era niña, la vez aquella que se perdió en los jardines. La gran verbena la envolvía y le gustaría romper a correr, tragando el aire quemador con su risa, o refugiarse en la camisa roja, en el pecho del muchacho, que la miraba desconcertado. Tiraba de él, porque la calle horizontal se le antojaba en pendiente, declive ideal para echar a rodar el caudal de su carcajada. De pronto, no supo cuándo fue, se detuvo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y jadeaba.—¿Estamos lejos?Estaban cerca, mucho más cerca de lo que ella creía. Pablo, la mano en el hombro de ella, la apretaba contra sí de nuevo. Caminaron en silencio, otra vez pausados. («Si te lo contara, Isabel, ¿qué harías? Tus reacciones son inesperadas. Lo mismo pondrías el grito en el cielo, invocando sus deberes, que lo tomarías con filosofía. A lo mejor, hasta me felicitarías. Y si conocieras mejor a tu marido —pero ¿es que no le conoces?, ¿es que ese desbarajuste tuyo, esos nervios, esa mirada, esa palabrería no es porque le conoces mejor que yo?—, te alegrarías hasta llorar de júbilo.»)Se detuvieron ante otro escaparate. Con disimulo, se limpió Amparo las lágrimas. Pablo le sujetó la cara y la torció hacia él para mirarla. Le temblaba la mano.—No se te nota —dijo. Capítulo 15
FONDO DE CLARIDAD, cortinas blancas. Sobre el tapizado de seda, pálido fondo pajizo, verticales cenefas en rosa viejo, Amparo cruza las piernas en el sofá isabelino. Son piernas largas, perfectas, de bañista, de starlet, de chica anunciante de crema solar, de cartel turístico. Sofía Loren alarga los labios, en un rictus cansado, en la portada de la revista. Isabel prometió traer café y entrará de un momento a otro.
—Te digo que sí, que lo he leído a fondo, detenidamente. Pero que en el informe no se habla para nada de la situación laboral; ni de la nómina, ni de los atrasos.Una postura rebuscada, de aparente naturalidad, propia para estudio de fotógrafo. Un rato lleva sin pasar la página; no está pendiente de lo que allí está escrito de Brigitte o de la princesa Paola o de Sinatra. Está pendiente de lo que él dice, de su voz. Ha levantado la mirada dos o tres veces. Ha vuelto a levantarla y parpadea mientras enarbola una sonrisa leve. Hay una inocencia casi angélica en esos ojos grandes y bellos, un poco inclinados, que contrasta con la sensualidad de los labios carnosos. Primerísimo plano, porque deja de existir por un momento el cuerpo entero y su contorno, se esfuman cortina, sofá, revista, cojín bajo el codo, brevísima falda, piernas y busto, para dejar sólo el pormenor incitante, inquietante del rostro joven, los labios y el parpadeo.—No te he oído. ¿Decías?... Sí, son extremos que discutir... Mañana, me parece bien. En el bufete, a las doce y media. De todos modos necesitaré una semana, ya te dije... Sí, mañana.El teléfono queda en la mesita baja, alargada, entre la butaca y el sofá, a un extremo; en la misma mesita colocará Isabel, cuando llegue, el servicio de café. Llegará de un momento a otro para romper el equilibrio, la tensión de reloj a punto de dar la hora, silencioso paréntesis de un extraño y ácido regusto donde todo, la luz que penetra a través del tergal, la tapicería dócil que se moldea bajo el peso de Amparo, la falda breve y recogida, la carne de la desarrollada adolescente, los muebles de figura, el cuadro de García Gómez, el zumbido tenue del acondicionador y la fragancia mareante del ramo de magnolias que encargó Isabel por la mañana, se confabulan de algún modo en la incierta complicidad. Hay algo enfermizo que resta espontaneidad al momento, y si Amparo hojea ahora, rápidamente, las páginas del semanario; y si Cándido, tan fácil para la charla, tan brillante siempre con las mujeres, no encuentra la frase oportuna, se deberá a que respiran ese aire de ternura turbio que emana de las magnolias, que son flores de cuidado. Cándido debe decir algo amable, algo, al menos, insustancial, y no guardar silencio más tiempo. Nunca le costó trabajo ser simpático y ocurrente en el momento preciso, pero no se le ocurre esa frase sobre el tiempo, sobre la juventud, ¿sobre qué, Señor?, que salvaría el trance. Y por eso queda en vilo, como si se hubieran detenido todos los relojes del mundo, ese aire denso de expectación, de imposible instantánea que ha de romperse de un momento a otro. En cuanto llega Isabel, Amparo, casi Paulina Bonaparte, hundida en el sofá, indolente, el codo sobre el cojín, ha soltado la revista y deja caer el otro brazo sobre la cadera, sobre los muslos. Ramiro Rosales podría pintarla así, tal como está, que no la colocaría en pose mejor el mejor de los pintores. Ramiro Rosales la podría pintar como a la Venus de Giorgione, sino que más estilizada, más de hoy. Para eso tendría que recoger la viveza ingenua, candorosa, de los ojos enormes, en contraste con la perversidad de la boca, la tersura de la piel. Tendría que llegar a donde no llegó ni Giorgione ni nadie, a estampar el aroma, el sabor, la tibieza y el tacto de aquella piel. Debiera decirle ahora: «Estás para un retrato; quién fuera pintor». Debiera decir... ¿Qué le diría Dionisio Labrada?Cuando terminaron de tomar el café, Cándido salió del salón apresuradamente, entró en el despacho y se sentó ante la mesa. La luz de la tarde se reflejaba en brillo mortecino sobre el cenicero de cristal. Al lado, la carpeta de plástico con el informe. En vuelo sobre la carpeta, un trozo de pantalla, de la lámpara de mesa. El regalo de boda de Elvira Ayala. Cuatro cariátides adosadas como cuatro hermanas siamesas, surgiendo en bronce de la peana de mármol negro. Lámpara cara, de mal gusto. «¿La conservas todavía? No me digas...» Y él: «La tengo en el despacho, sobre la mesa; la veo y la toco cada día». (Elvira de blanco, con el ramo de azahar en la mano, saliendo del brazo del hombre ancho, pálido y fofo. Del brazo de Ramón Ayala, que estrena chaqué, otro chaqué, no el de la Academia: el de la procesión del Corpus, el de las inauguraciones, el de las recepciones, el de las medallas. Elvira, mujer decorativa para el prohombre. «Han estudiado el asunto con todo detalle. Lo que te corresponde de la finca...» «Ah, pero ¿ya saben lo de la finca?» Ella: «Saben hasta cuánto te toca en el reparto; tanto para tu madre, tanto para tu hermano y tanto para ti». Elvira con un traje rojo, escotado, recostada en el asiento del coche: «La fundición es el primer paso para hundirte o para apresarte del todo».Cándido se quedó mirando el retrato que estaba al lado de la puerta. Un día, doña Mercedes le dijo: «Tú no tendrás ningún retrato de tu padre». No lo tenía. «Ten éste y ponlo en tu casa. Al fin y al cabo, era tu padre.» Don Diego Silva hubiera reaccionado violentamente. Don Diego Silva no hubiera tenido necesidad de reaccionar; asustaba nada más verle. Ni se hubiera metido —tan cauto, tan ladino como era— en un laberinto tan retorcido como presentar su amante a Ramón Baeza, recomendarla, casarla y seguir con ella los amoríos. Don Diego Silva era otra clase de hombre. Dijo el valenciano: «Yo conocía a su padre mejor que usted. Qué demonio de hombre sería de joven, cuando a los sesenta se llevaba a las mujeres de calle...» Al retrato sólo le faltaba una cinta a modo de filatelia, con epitafio escrito en latín por el canónigo para que pareciera la efigie de un raro santo. San Diego Silva, tahúr, mujeriego, bebedor y juerguista, hombre alegre fuera de casa, labrador despreocupado, santo Patrón de los señoritos de Andalucía la Baja. Capítulo 16
FRAGANCIA AGRIA Y DULZONA sale de las bolsas de plástico; cáscaras de naranja, dorada y ajada serpentina, junto a la carta hecha trizas, al metal grasiento de la conserva, la botella rota y el juguete definitivamente arrumbado. Ya anduvieron los gatos o las ratas o el perro sin collar husmeando y rasgando durante la madrugada, y por eso quedan desperdicios fuera de sitio, hasta debajo de los coches que aguardan a la vera del bordillo. Por despejar, como cada día, las neblinas del sueño, Dionisio Labrada ha salido al encuentro de la mañana cuando entumece todavía el relente las verjas y las plantas y las carrocerías de los autos aparcados. Mucho refrescó durante la noche, y se nota en lo que tardan en despertar los motores, entre gruñidos de acelerones. Es hora de poner en orden las ideas, de despabilarlas y orearlas, de compaginar los minúsculos descubrimientos, que todo paseo es acopio de experiencias, con aquello que se le asoma a la memoria, estampas fugaces, frases tercamente aferradas con sentido o sin sentido a la memoria. Es la mujer que empuja, ya, tan temprano, el carricoche repleto de chucherías para vender en el parque y es la voz de Julián —«y al ir a inaugurar la piscina descubrieron que no tenía desagüe»— y el compromiso con Bolderas y su dichoso libro. Cecilia: «Cuanto antes lo hagas, mejor». Cuando antes, esta misma mañana; dieciocho, veinte holandesas le han pedido para dejar constancia de la mucha sabiduría que encierra la obra del gran obtuso, del gran imbécil. Butaquitas metálicas apiladas, unas sobre otras, porque encajan perfectamente; el camarero va tendiendo sobre la acera y bajo el toldo la tribuna para el café y para el aperitivo, desde donde contemplar el desfile de transeúntes.
(En invierno, también. En invierno se van encontrando con los ojos que pasean brillos de borrachera, porque el que sale con aliento de café con leche, va abriéndose camino por cortinajes de anís, del aguardiente diluido en palomita, que es en invierno el aire mañanero. La embriaguez de las primeras horas se sube a las naricillas de las muchachas que van al Instituto, al taller, a la oficina, a los grandes almacenes; y en la veladura de grises resalta el rubor posado en las manos, en las piernas y en las mejillas. Las muchachas taconean como sonámbulas diligentes, apartando con parpadeos los visillos de la soñera. El viento, que es aún el de las madrugadas, las acecha en las bocacalles y en las avenidas inmisericordes; viene enfilado como navaja acabada de amolar para acabar posándose menta y estirante en las mejillas; para enguantar los dedos en apretón frígido y doloroso, sobar con aspereza los nudillos y colarse por las mangas, muñecas arriba. En invierno se ve a la desafiante, que es la que lleva falda muy corta y piernas desnudas; es la que soñó que era verano y salió a la calle, acalorada, sin notar que no lo es. Es un modo éste de ver gente, de ir elaborando, por puro deleite, un censo caprichudo de la especie, porque va conociendo a la trasnochadora, al insomne perpetuo y al que trabajó toda la noche, nada más verles de refilón el rostro crudo, el viso desencajado por la remontada vigilia; al que se levantó de prisa y corriendo y olvidó algo en casa, o se puso calcetines de colores distintos, y el que deja estela de recién bañado, afeitado y perfumado, como pasajero de primera a embarcar en el gran globo amarillo-celeste de la mañana, todavía a medio inflar y con resabio de hule dejado a la intemperie.)Esta misma mañana empezará a escribirlo, de corrido, sin consultar libros, como buenamente Dios le dé a entender. El jefe de publicaciones: «¿Qué menos que dieciocho o veinte holandesas?». No son muchas para un libro de doscientas y pico de páginas, letra apretada, citas meticulosas, enfadoso centón de premiosas inutilidades. «Los compañeros estamos para algo.» Cecilia: «Pero Bolderas no es compañero tuyo». Esmirriado y malencarado mentecato, catedrático porque así andan las cosas, Bolderas tiene una especie de sonrisa que es pura lija. Cecilia: «Un profesor que presume de suspender muchos alumnos, ni es profesor ni es buen hombre». Y Bolderas ostenta, el desgraciado, la marca triste de suspendedor. Sus exámenes son feroces, como los de todos los profesores resentidos, como los de todos los infrahombres —dicen que es impotente— dedicados a la enseñanza. Mezquino y solitario, ejemplo de frustración encaramada a perpetuidad, se venga en los alumnos y los desaprueba en bloque, con la impunidad que le otorga la plaza por oposición. Esta misma mañana empezará el prólogo pedido reiteradamente. En cuanto regrese a casa.Pregona mantillo para las macetas un hombre que se levantaría a las cinco, a las seis de la mañana, que tomaría con el burrito el camino desde el pueblo para soltar el cantarín reclamo bajo centenares de balcones, de ventanas y de terrazas todavía sin abrir. Isabel, al teléfono: «Mañana iremos a felicitarte... y a que la conozcas; ya te contaré». Otro lío de Cándido, como si lo viera. Julián: «cualquier día le darán un escarmiento». ¿Un escarmiento? Podrán darle un chorro de bofetadas o una paliza, como a Perico Sastreira, seguido hasta el apartamento por el marido y por cuatro gañanes. Podrán dejarle lo mismo de maltrecho, o con siete huesos rotos, o partirle la cabeza. El día en que Baeza busque gente y le tienda una trampa, podrán dejarlo lisiado para toda la vida, pero «¿escarmentado, Cándido?». Conchita Ribelles: «Buen pájaro está hecho. ¿Tú no sabes lo que le ocurrió con la hija de Salana?» «¿Y quién es Salana?» Conchita: «Pero si lo sabe todo el mundo. El padre lo quería matar. Tú no sabes la que se armó en Marbella.» No, no lo sabe, ni le importa. Isabel, anoche: «Ya te contaré. Creo que no voy a aguantar más.» Cándido insaciable, embalado a toda suerte de triunfos, buscando, sin asomos de escrúpulos, dispares alianzas. Cecilia: «Acabará mal». No sé, Cecilia, no sé; la vida no es una fábula con moraleja.Orlada por descomunal peluca, la mujer de la carita pequeña sale de un portal, con pasos tan medidos y tan pausados como si mostrara un modelo en pasarela, tan erguida como si llevara en equilibrio una cántara sobre la cabeza. Cubre sus párpados un celeste de ala de mariposa, que de claro y pastoso y brillante se tomaría por dotado de fosforescencia. Puede que sea —¿por qué no?— dependienta madrugadora de boutique o secretaria de las que salen en los chistes de L'hérisson y en las películas españolas.Le dijo a Isabel que por qué no venían a comer o a cenar y ella contestó que Cándido tenía compromiso. «Raro es el día que come en casa.» Cándido está enrolado ya, como Baeza, como tantos otros, en el batallón de los que comen siempre fuera de casa; es la primera condición para iniciar la carrera de los cargos, de los puestos decisivos. La carrera de enano. De restaurante en restaurante, cada sobremesa es un escalón y un trozo de malla para ir elaborando y tendiendo la red de las relaciones. Como Juanito García —«Tenemos que charlar, ¿por qué no comemos juntos?»— amigos del alma, ya, de todos los maitres —«A ver si un día comemos y hablamos del asunto»—, comida y cena, cena y comida, para hablar de las mismas cosas que trataron por teléfono, para impedir, en juego de asechanzas y de intrigas, en estrategia de risa, que el otro le traicione y se vaya a comer con el enemigo. Julián: «Yo no podría resistirlo; no tengo el estómago para eso», y Dionisio: «Es cuestión de estómago; tú lo has dicho». Isabel: «Sí, me he pasado una semana sin cocinera, pero no me preocupa demasiado; Cándido apenas si come en casa...». Llegar al restaurante y sonreír, ufano, con la seguridad de que aquello, tantas veces repetido, le otorga prestigio de hombre público y, al mismo tiempo, espiar los rincones, no perder de vista la puerta, no vaya a ser que otros aspirantes al mangoneo, cultivadores del rito, aparezcan en sospechosa, irritante y provocadora compañía. El primer mandamiento de quien aspire a conseguir algo, ya se sabe: despreciar la dispepsia o combatirla con fármacos apropiados; beber o no beber, que para eso está el agua mineral bicarbonatada y cogerle la vez a los demás. «Sí, anoche, cenando con el presidente...» Cándido entró en la rueda de las cenas, de los almuerzos con gente intrigante, con gente importante. Ay, del que no lo haga y aspire, el pobre, a que no le marginen, a que cuenten con él para las posibles gracias que se conceden sólo entre el consomé y el descafeinado. Cuando Julián recibió carta de su amigo, el que fue cura, en la que le decía aquello de «gente como tú debiera estar al frente de la ciudad», la mostró Dionisio y se quejaba cómicamente: «Yo nunca podré estar al frente de la ciudad ni de nada; no resisto tres comidas seguidas fuera de casa». Y Dionisio: «No tienes estómago de urdidor ni de ejecutivo, ni de aspirante a tragacargos; eso es lo que te pasa». Julián pensativo: «Sí, supongo que es eso; también es mala suerte, ¿verdad?». Y Dionisio le recordaba aquella vez que le invitó a comer un bullidor de públicos entre bastidores, para recomendarle una sobrina suya alumna del Instituto. «Oiga, pero no me habrá invitado tan sólo para decirme esto.» Y el otro: «Bueno, es la costumbre, ¿sabe? Es que ya no consigo tratar de nada si no es comiendo.» ¿Cuántas veces habrá compartido mesa Cándido con Chano, con Baeza, con el presidente de la Federación de fútbol, con el director de un periódico, con el secretario de la Academia? Cada vez, antes de hacerlo, consultará la agenda, a ver si tiene el día comprometido de antemano. Días atrás, llamó Bolderas para invitarle a comer en El Burladero. También Bolderas. No, comer con Bolderas sería demasiado. Dentro de un rato empezará a celebrar su cumpleaños escribe que te escribe —«cuanto antes, mejor»— a ver si sale de una vez el prólogo, para el libraco de las diez mil fichas —Bolderas: «diez mil ciento cuatro exactamente»— que nadie ha de leer ni consultar siquiera. Capítulo 17
VOLVIÓ A QUEDARSE SOLA en la galería, junto al balcón, frente al retrato ovalado del almirante y la mujer, dando la espalda a los marcos dorados con la foto del viejo Silva, el barbudo que fue el suegro, y de la esposa, aquella doña María a la que no llegó a conocer, porque murió de sobreparto. La galería de los retratos la llamaba Alberto, porque allí está también la foto de la boda, ella sentada, don Diego en pie, con gesto impaciente, rozándole casi la cara con los picos del chaleco, la oreja de ella junto al bolsillo del reloj de las tres tapas de oro. «Vamos, que los minutos pasan, ¿no lo oyes?», parecía decir por lo bajo mientras el fotógrafo pedía una sonrisa. Y la foto de Chipiona, con el canónigo entre los dos y los niños, Cándido y Alberto, sentados en la arena, con las piernas cruzadas. En marco de plata repujada, Cándido —«qué mal has salido, hijo, qué poco natural»— inclina la cabeza hacia la sonrisa estática, bobita de Isabel, velo blanco y ramo desmayado en el regazo. «Dile que la próxima vez vayan a otro fotógrafo», se burlaba Alberto. La foto de la azotea, cuando la azotea era privilegiado mirador pero no tenía el jazmín, el miramelindos, la dama de noche, las macetas de claveles y de gitanillas: doña Mercedes con bata de casa con Alberto y la chica aquella, Rufina se llamaba, que se fue a la Argentina con los padres.
Le llamaban la galería porque lo fue en principio, cuando aún no habían tapiado todos los arcos, menos uno; cuando aún no tenían aquellas cortinas de terciopelo —«habrá que cambiarlas alguna vez», decía Sagrario— tupidas, fondonas, de rojo oscuro. Doña Mercedes pensaba que cambiar las cortinas sería acabar con la galería, con su atmósfera propia, con su condición de cuarto favorito, acogedor por encima de los otros. Entonaban con las sillas de tapicería roja también y con el faldón de la camilla, presente en verano lo mismo que en invierno. Y hasta con la vitrina, donde el jarroncito de Sévres hacía compañía al jarrón chino y al abanico con el dibujo de Joaquín Sorolla, firmado y dedicado en el desplegado país entre los nácares del varillaje; la vitrina con la taza de cristal rojo y asa de madera tallada a modo de retorcida rama, sarmiento rococó que llevaba nadie sabía cuánto tiempo en la familia; las dos tacitas del Japón, regalo de los misioneros de la Prefectura —«Qué menos, doña Mercedes, qué menos», en la sonrisa del padre Izquierdo, el confesor, el que insinuó que tal vez Alberto, tan buen muchacho, tan cariñoso y noble, quisiera entrar en el noviciado de la Compañía— que se miraba al trasluz, por entre las carátulas de Bosatsus y su nimbo de ramitas de almendros; el crucifijo de madera del monte de los Olivos, el pañuelo bordado por la Infanta y el retrato de don Alfonso XIII y de doña Victoria, los dos de perfil, con fondo de sombra esfuminada y firma abajo, por encima de la fecha. Con todo ello concordaban en cierto modo las cortinas —«Yo las hubiera quitado ya», repetía Sagrario—, encargadas de una misión de empaque o de tornavoz de recuerdos. Cuando minutos antes Cándido dijo aquello de: «¿No estarías mejor en el patio que aquí, con el calor que hace...? Sólo con ver esas cortinas, da calor», ella le echó como siempre la culpa a las piernas. «Ya no estoy para subir y bajar escaleras; tengo las piernas tan torpes...» Sabía que no la creía nadie, pero seguía quejándose de lo difícil que le resultaba dar un paso, como si no fuera cada día, antes de que abrieran las tiendas, antes de que abrieran los mercados, a la Virgen de los Reyes. Derecha, menuda, rápida, pasito a pasito, más segura que nadie, se daba su paseo mañanero en invierno o en verano, con la mirada alerta para hacer un alto como si no pudiera más, si alguien de la familia o algún conocido la sorprendían de pronto. Sin poderse mover pero subiendo a la azotea, a la mira, con viento o lloviznando, con frío o con calor, para cuidar el jardincillo de macetas asomado a los pretiles.«¿No estarías mejor en el patio...?» Y la preocupación, la solicitud de Cándido la puso en guardia. «Algo quieres, hijo.» Algo quería, pero antes de soltarlo divagaba sobre el calor —«es natural, hijo, estamos en julio»—, sobre los gemelos, sobre el trabajo —«no tengo un momento libre, son mil asuntos»—, en una charla de sonámbulo, fría, desvaída, a pesar del esfuerzo por ser amable. Vaivén de abanico negro, ojos fijos en los que hay una imprecisa ternura y muy pocas ilusiones, doña Mercedes le escuchaba en silencio, contribuyendo a las pausas largas, macizas como el terciopelo de los viejos cortinones. Sabía ella que el hijo tenía calculados los minutos de preámbulo. («Silva eres, Silva de los pies a la cabeza. Vienes a pedirme algo, dinero quizá, y te gustaría que yo no te preguntara siquiera para qué lo quieres. Me necesitas y no quieres que yo me meta en tus negocios... Hijo, ¿cuándo he sabido yo de negocios? ¿Crees que alguna vez se me tuvo en cuenta para negocios ni para nada?») Y que acabadas las divagaciones preliminares diría lo que tenía que decir apresuradamente, sin fuerzas ya para contener su prisa. Bruscamente: «Di, ¿qué necesitas?». Cándido habló entonces del dinero de la finca, de una inversión rentable que tenía entre manos, de lo conveniente —«es decir, si tú quieres»— de que ella invirtiera también por lo menos la mitad de su parte. («Alberto no lo hubiera hecho. Alberto no hubiera venido así. Es de otra casta.») Volvía a recordar al hijo ausente, sola ya, flotando aún en el aire de la galería la voz de Cándido. Y notaba cómo aquella imagen, concretada casi en la apagada foto del alférez, se le representaba desmedidamente; y cómo jugaba con ella a su capricho o contra su voluntad, porque, a veces, como en aquel momento, se entremezclaba la honda dulzura con un rencor, lastimera protesta que se quedaba para ella sola. («¿Por qué tú, precisamente? Con la falta que me hacías, que me sigues haciendo...») Todo el escenario de su aislamiento, las cortinas, los retratos, la vitrina con tantas cosas que de pronto perdían sentido, se enturbiaban como vistas a través de un cristal chorreante de lluvia. Dejó el abanico en el regazo. Siempre el pañuelo en la mano. Vendría Sagrario y la encontraría llorando. Vendría el canónigo y hablarían otra vez de las monjas, del marido muerto, de los canónigos nuevos. Vendría Mercedes Chaves y hablarían de otros tiempos. Si no viniera nadie, ya que no viene quien debería venir, siquiera para el abrazo, para el reencuentro con la sonrisa fresca, pura, tan limpia como el mirar de sus ojos, si no viniera nadie en una hora, en dos, en una semana, sería mejor. Tampoco Cándido. Un día, lo sueña, Cándido debiera llegar quejoso para echarle en cara que le quiere menos que al hermano. No llegará ese día, pero debiera ocurrir. «Siempre me has querido menos.» Y ella: «No es verdad». Y mientras le reprochara por fin, las manos trémulas, el corazón entreabierto, nada más que entreabierto, por si acaso: «nunca has tenido confidencias conmigo, nunca me has buscado como me buscaba él, eres frío, eres reservado conmigo, eres, Cándido Silva, tan parecido a tu padre...», sentiría que le iría naciendo otra vez ese mar de ternura de cuando le veía de niño. De niño... Guapo chiquillo, fuerte, pelo negro y revuelto sobre los ojos, carreras por la finca, batacazo junto a la alberca, la cara cubierta de sangre por la ceja rota. «Déjame», desasiéndose de sus brazos encorajinado, como si ella hubiera tenido la culpa. «...Pero siempre te he querido, Cándido. Lo mismo que a Alberto, lo mismo. Eres tan hijo mío como él» y no sabría si mentía o no mentía, porque pensaba en ello y, otra vez, triunfante, con la sonrisa bajo la gorra de plato ladeada, Alberto se asomaba de bruces, avasallador a su memoria. Capítulo 18
SE IMAGINÓ QUE DIONISIO Labrada, del que le habían hablado tanto, sería un hombre importante, hombre de empresa, duque, banquero o autoridad provincial, por lo menos. Por eso se quedó sin saber qué decir cuando Isabel le dijo que los acompañara. Fue petición con insistencia, como si su presencia en la visita fuera imprescindible. Amparo accedió: «Como tú quieras». E Isabel, aliviada, prometió que estarían de vuelta pronto, antes del anochecer, como si estuviera enterada de la cita con el muchacho de la casa de enfrente o como si, al verla desde por la mañana con ojeras acentuadas, adivinase la mala noche y la incitara a dormirse lo más pronto posible.
Van camino de la casa que para ella habría de tener pórtico de columnas grandes y blancas, como palacete a orillas del Missouri, escalinata y frontón, acabadísima tarta de mármol sobre el tecnicolor de un césped con flores amarillas. La prima no podría llevarla a otro sitio después de tanto insistirle. La prima habría planeado esa visita como número de suma y sigue, primer tangible encuentro con la fastuosa realidad de su ambiente, valedero para el informe final al resto de la familia. Es posible que el jardinero fuera negro o negra la cocinera; negra, gorda y con pañolón anudado a la cabeza. («¿Voy bien así?» y la prima, alhajada como para ir a la ópera, como para ir a un casamiento de rumbo, había contestado que iba bien, que no se preocupara: «Son gente muy sencilla, ya lo verás».)Los tres en silencio. El cuello de la camisola veraniega de Cándido, la nuca, las manos fuertes, grandes y velludas, aferradas al volante. Isabel, con el vestido negro de tirantes, collar de perlas, cadenetas de oro en el antebrazo, labios plegados. Los tres en silencio mientras el coche avanza, casi silencioso también, por unas calles rectas que se entrecruzan, por entre viejas y modestas casitas de jardín a la puerta. Isabel puso la radio y la volvió a quitar en seguida; ha quedado en el aire frío del interior del auto un jirón de música, estribillo repetido machaconamente en los oídos. Quizá en los oídos de Cándido también, que ahora respira sonoramente, que ahora, a través del espejo retrovisor, la mira, le lanza mensajes —«¿qué quieres decir?»— cada dos, cada tres minutos.El coche se ha detenido ante una cancelita pintada de negro, ubicada entre dos tramos de verja. La casa de Dionisio Labrada es un chalé reducido, sin mármoles, sin frontón ni columnatas, sin escalera santuaria y, seguramente, sin jardinero negro.Dionisio sale a la puerta —tiene cuarenta años más o menos, es alto, lleva lentes y una cachimba—, besa a Isabel en la mejilla, da la mano a Cándido y espera —por un momento pareció que se anticipaba— a que le presenten para saludar a Amparo. Cruza con ellos el jardín y, en la puerta del chalé, se aparta para que entren y saluden a Cecilia. Cecilia es fina, interesante y no lleva alhajas. Pasan a un salón que es vestíbulo y sala de estar, quizá comedor también, donde hay cuadros y libros y una estatuilla de Minerva y otra de madera pulida, doblegada en curvas, abstracción de título inadivinable.En la estancia está también un hombre con el cabello negro, crecido y revuelto, pantalón de color impreciso y camisa veraniega. Es otro conocido de oídas, el pintor Ramiro Rosales, el del cuadro que hay en el piso de Isabel, junto al de García Gómez, frente al de Cortijo. El pintor saluda a los que llegan y dice que en el momento aquel se estaba despidiendo para irse. Cándido le retiene hablando de la exposición de primavera y Rosales dice que ni llegó a verla ni envió cuadro alguno. Se nota que no se encuentra a gusto, que le ha entrado prisa por marcharse, pero que no sabe cortar y decir adiós.Amparo se ha sentado en el diván, con Isabel, y Cecilia lo ha hecho en una butaquita. La dueña de la casa ofrece bebidas. Sobre la mesa baja de tapa de cristal, hay dos vasos de cerveza casi vacíos y otro de whisky. Isabel dice que prefiere un cubalibre y Amparo pide cerveza y observa a unos y a otros, al pintor especialmente; se da cuenta de que Rosales está nervioso o lo parece, que quiere irse, que querría desaparecer disuelto en el aire, para evitar despedidas.—¿Cómo lo estás pasando? —le pregunta Cecilia.Amparo responde que muy bien.—Con mucho calor, ¿no? Has venido en el tiempo de los calores.Isabel tercia en la charla para aludir a la piscina del círculo y a la próxima estancia en la playa. Amparo quiere decir que le gusta mucho la ciudad; es lo correcto, lo obligado. Cecilia se levanta, sale de la estancia y vuelve con la cerveza y con el servicio para el cubalibre. Isabel aprovecha para contarle los apuros que ha tenido hasta que volvió del pueblo la cocinera y luego hablan de amigas comunes. Los hombres, aún de pie y cerca de la puerta, siguen charlando; Cándido y Dionisio discuten de arte y Ramiro Rosales les escucha en silencio. Por fin, el pintor logra despedirse. Cándido se sienta en una de las butacas y reclama una bebida. Dionisio, que ha ido hasta la puerta con el pintor, se planta ante el sofá y se queda observando con desparpajo a la muchacha.—¿Así que ésta es Amparo?Obliga a Isabel a echarse a un lado y se sienta entre las dos primas.—Bien, Amparo. Supongo que te estarás aburriendo soberanamente con estos dos. Dime la verdad, ¿a que es así?Amparo se ríe. Dionisio prosigue:—Lo comprendo. De haber podido impedirlo, hubiéramos hecho lo imposible.Cecilia ha traído otro vaso para Cándido, le sirve whisky y unos trocitos de hielo y cuando se sienta de nuevo, Isabel le pregunta por Rosales.—Sigue lo mismo —responde Cecilia—. Mejor dicho, está peor que nunca.Amparo presta atención a Cecilia, que está hablando del pintor, al que llama pobre de espíritu, quejumbroso e insufrible. Está diciendo: «Qué pena me da la pobre Marta» y ve que tanto su prima como Cándido asienten.—A mí me pone nerviosa ese hombre, siempre con sus quejas, con sus protestas. Si no fuera por Dionisio, le habría mandado a paseo hace mucho tiempo. Pero como Dionisio es como es...Y señala con los ojos a su marido. A pesar de la queja, de la acusación a medias, Amparo advierte que Cecilia no guarda rencor a su marido; le riñe públicamente como reñiría a un niño, a un hijo predilecto. Dionisio se encoge de hombros, posa la mano en un brazo de Amparo y le dice aparentando gravedad:—Me temo que aquí te aburras también; pero no te preocupes: si siguen hablando de cosas tan poco interesantes, tú y yo nos marcharemos a dar un paseo.Amparo vuelve a reír. Dionisio está resuelto a cambiar de conversación:—Tú eres de Santander, como Isabel, ¿verdad? La última vez que yo estuve en Santander fue en el mes de agosto, en un curso de verano. Pero estoy seguro de que no nos vimos por ninguna parte; de habernos visto, no me hubiera olvidado.Tiene la cara de él tan cerca, que Amparo ve reflejada su sonrisa en los cristales de las gafas, en esos cristales que no ocultan la mirada risueña y penetradora del profesor de Literatura. Cuando gira los ojos encuentra el rostro de Isabel con una expresión feliz, inesperada, nueva, que la desconcierta. Isabel está pendiente de ella y de Dionisio, moviendo la cabeza afirmativamente.—Y yo me pregunto: ¿dónde estarías tú?Cecilia interviene:—La última vez que estuviste en Santander, Amparo no había nacido todavía.—Es muy posible, claro. No había caído en la cuenta.Prosigue la charla a este tenor de intrascendencias, rebuscadamente fácil. Cecilia ha traído unos fiambres y unos canapés. Cándido pregunta por la tarta de cumpleaños y Cecilia contesta que fueron en busca de velitas y que no encontraron las suficientes.—Hoy es su cumpleaños, no sé si lo sabes —dice luego, en tono confidencial a la joven—; pero, por favor, no se te ocurra preguntar cuántos cumple; se pone muy nervioso.Dionisio, con el mismo tono de zumbona gravedad, le dice a Amparo, acercando su rostro al de ella, como si le hablara al oído:—Tengo muchos años, es verdad. Exactamente los mismos que mi mujer.Todos ríen. Cecilia también. Se habla luego de la playa, del día que pasaron juntos el verano anterior, cuando Dionisio se presentó con la caña de pescar, pero entre bromas y veras no le dejaron. Se recuerdan amigos comunes, de Julián, que seguía soltero, otra vez de Ramiro Rosales y de algunos más de los que Amparo no tiene noticia.Cándido pregunta a Dionisio si ha hecho algún nuevo epigrama. Contesta Dionisio que no.—En cuanto te conozca un poquito más —dice Cándido a la forastera—, no lo dudes; caerás como hemos caído todos. Quiero decir que te hará un epigrama.—Amparo no es para un epigrama; es para una balada —responde rápido el profesor de Literatura.Isabel empezó a contar a Cecilia de lo que le ocurrió noches atrás en una partida de bridge, y de aquello ha pasado a una relación a modo de revista detallada, por la que desfilaban nombres de damas y datos sobre moral, modales y vestimentas. Los hombres hablan de otra cosa, de la Academia, del teniente de alcalde delegado de Fiestas Mayores, de la campaña de ópera; Dionisio ironiza cachazudamente y de vez en cuando se vuelve hacia Amparo por mera cortesía, como si ella estuviera al tanto de lo que comentan. Amparo consulta el reloj y se queda mirando los libros de la estantería, el cuadro pequeño, ovalado, que no había advertido antes, y la mesa cuyo cristal refleja el techo celeste y hueco de la escalera. Se inclina a tomar y a soltar el vaso y con su cabeza intercepta la línea de la conversación entre los dos hombres. Luego se reclina en el respaldo, mira a Cándido, busca en los ojos de él un destello, algo de complicidad, de recelo o de deseo; una mirada mínima y expresiva, una mirada como las que vio, o le pareció ver, a través del espejito del coche.Amparo permanece callada, como si estuviera atenta a las dos conversaciones que alguna vez se mezclan porque Cándido, que está en lo que dice el amigo y en lo que charlan las mujeres, corrige a Isabel con un: «me parece, querida, que exageras un poco». No le queda a Amparo más remedio que mantener la sonrisa y observar atentamente a unos y a otros y hacer como que escucha, como si de este modo fuera a explicarse muchas cosas; la primera de todas, qué hace allí, por qué su prima insistió tanto en que fuera.Dionisio se ha levantado y Cándido ha ido con él hasta donde están los libros y allí permanecen un rato discutiendo. Dionisio, con un tomo en la mano, en ademán de mostrarle o demostrarle aquello de que hablaban. Dionisio tiene las piernas largas, es más delgado, más en línea que Cándido. Su voz es menos grave y menos fuerte. Es un hombre que gusta, pero que no tiene la apostura varonil de Cándido. «No carraspea como Cándido, eso es.» Pero se conduce con una elegancia comedida, un aplomo que Cándido no tiene.Momentos después, el dueño de la casa ha tomado del brazo a Isabel y la ha llevado aparte, esta vez a los pies de la escalera, justo a la puerta de la cocina, mientras Cecilia, en presencia de Cándido, le pide a Amparo que la visite cuando quiera para charlar o salir juntas.—Nosotros no tenemos hijos, así que el tiempo me sobra. Cuando quieras, ya sabes dónde estamos.Amparo da las gracias y continúa escuchando y asintiendo mientras con el rabo del ojo observa a su prima, definitivamente transfigurada. La ha estado oyendo reír a carcajadas minutos antes, cuando Dionisio contó los chistes; la ha sorprendido en réplicas afortunadas y la ve ahora interpretando en voz baja un duetto tan en su papel, que demuestra que algo le ha salido bien; algo —«¿qué puede ser, Señor?»— que se refiere a ella. Y mientras le habla Cecilia, Amparo anda buscando angustiosamente sentido a todo aquello; se pregunta qué sabe Isabel y qué no sabe, y por qué, desde que bajaron del coche, desde que entraron en aquella casa, su prima no ha plegado más los labios violentamente en el rictus nervioso.A punto de salir al jardín, Dionisio se dirige a Amparo, la retiene, parece que va a hacer lo mismo que hizo antes con Cándido y con Isabel, llevársela aparte. La mira fijamente y le muestra una sonrisa limpia.—Nos alegramos de conocerte. Ya hablaremos, que tenemos muchas cosas que hablar nosotros, los jóvenes. Cada vez que te hagan esos dos aburridos la vida imposible, ya sabes dónde nos tienes.Y luego:—¿Sabes por qué están aburridos? Porque tienen de todo. Ya no les queda más que convertirse en enanos.Ella mira de refilón a Cecilia. Cecilia sonríe con expresión amable —«No entiendo nada, Dios mío»— y un fulgor inteligente en la mirada. Capítulo 19
DIJO JUAN, EL PORTERO:
—Acuérdate: cuando pasó lo que pasó con la morena aquella de Villalba, la bajita de cuerpo, ¿sí o no?, te dije: a ésa le pone los puntos el primero que llegue, y va a ser don Cándido. Yo no me equivoco fácilmente. Son muchos años, Araceli, muchos años tratando a la gente. (Araceli, menuda, muy blanca y arrugada, dice que sí con la cabeza. Traza tiene de muñeca antigua, sentada como está en la sillita baja, inmóviles y extendidas las piernas, los codos levantados sobre la labor de ganchillo. Le preguntan a Juan por su mujer, ahora que está impedida, y Juan contesta: «Cada día más chica. Ya está así», y señala con la mano a dos palmos del suelo. Cándido dice que eso es por los malos tratos que le da y el portero se ríe un poco volado por la broma, y se encoge de hombros. Cándido, como los vecinos todos, tiene noticia de cómo la cuida, con qué mimo le habla y la acompaña.) A mí me viene una y me dice, como el otro día la Martina, sabes quién es, ¿no?: «Conmigo no hay cuidado, yo sé defenderme sola» y digo: Malo, malo; ésta cae antes que se lo espere. ¿Tú te crees que se puede ir por el piso, por la calle ni por ninguna parte así, con una falda de a una cuarta? Luego dicen que los señoritos abusan. Jo, cómo está el ganao. Araceli, tú tranquila, que ya me coge viejo. (Sobre el rostro menudo, de polvorón resquebrajado, de Araceli, surge una sonrisa. En la radio; la voz clara, declamadora del locutor contrasta con una vocecilla metálica, telefónica, en torneo de requiebros. Araceli tiene la mente ágil y las manos también; está atenta a su labor, a la radio y a lo que relata, por distraerla, su marido.) A mí que no me digan. Es como lo de la invitada de los Silva; en pantaloncito por la azotea, haciendo cucamonas con el muchacho de enfrente, el del mechón, como tú dices; nada más llegar y ya la tienes saliendo del brazo del mozo, como si fueran novios de toda la vida. Igualito, ¿eh? Igualito que en mis tiempos. Es lo que decía la otra tarde el abuelo de los Gómez: «Juan, hemos perdido el tiempo». Pasaban dos novios abrazados, comiéndose a besos en pleno día y en plena calle, y el abuelo se los queda mirando embobaíto y hace así, se encoge de hombros, y me dice con mucha resignación: «Juan, hemos perdido el tiempo». El abuelo... Y para mí que el abuelo ha sido un pájaro en esto de las mujeres, porque todavía se las queda mirando y vuelve la cabeza y está pendiente de si suben o no suben la escalera. El pobre, que no puede ni con su alma... Pero genio y figura... Como cuando sea viejo don Cándido, ya verás. Otro que viste y calza, valiente granuja, la de horas de vuelo que lleva encima. Viene el del mechón, como tú le llamas, se pone a dar vueltas y más vueltas, se para ante el espejo, mira, se va, vuelve, y por fin me pregunta por la forastera. «Ah, mire usted, yo no sé nada. No sé si está o no está, no me he fijado, la verdad.» Y él, sin irse y sin atreverse a seguir preguntando. ¡A mí! A mí con estos encargos... ¿Qué te parece? Y al día siguiente, lo mismo, hasta que ella baja del piso, se encuentran, se quedan mirando y va ella y se coge del brazo de él como si tal cosa. Acabado de conocer y, ¡hala!, del brazo. (El cigarrillo rubio está casi acabado y Juan lo tira al suelo del patinillo. Araceli sabe que acabó la charla, que el marido se ha ido abrochando de nuevo la chaqueta del uniforme y regresa a la portería. Dentro de un rato volverá la sobrina para contarle lo que ha visto mientras iba de compra, si ha vuelto o no ha vuelto el novio. Vendrá quejándose del calor, se desabrochará la blusa y se abanicará con algo y estará sentada a su lado, la falda corta, las piernas separadas, así como media hora, antes de preparar la cena.) Si quieres algo, ya sabes. (Si quiere algo, es lo convenido, pulsará el timbre que Juan ha instalado para que no esté desamparada. Al lado de la mesa, cerca del cuadrito de María Auxiliadora, a un paso del transistor que ahora va soltando, en la voz de Conchita Piquer, el plañidero romance de la Reina Mercedes.) Capítulo 20
IBAN AJENOS A LA BULLA, a los pregones, al rumor de voces y risas, como si participaran sonámbulos de la fiesta. Él la llevaba por la cintura, diestro como práctico entre arrecifes, esquivando el grupo retozón que les cortaba el paso, a la pareja que se interponía, a los veladores y sillas que ocupaban de trecho en trecho lo ancho de la acera. Ni el altavoz, ni el gemido estridente del pito de goma, ni los gritos de la discusión rasgaban la cobertura de sus confidencias. Amparo se quedaba mirando las bombillitas tendidas a cordel, collares baratos de luminarias verbeneras a lo largo de toda la calle; el puente, a lo lejos, iluminado en rojo y amarillo, bisuteril alarde de barrio en fiestas. Acabó por mirarlo todo con los ojos entornados, como si estuviera en plena ensoñación y cada puntito de luz fuera lentejuela en telones imposibles. Buscaba una irrealidad por encima del sonido bullanguero, de los olores fuertes y diversos, del colorín que la rodeaban. Sólo así, y dejándose llevar por aquel dominador sensitivo, guía seguro por derroteros extravagantes, podía navegar por su propio paisaje y seguir charla tan distinta a las demás. Decía Pablo: «Me he pasado la noche pensando en tus ojeras; tanto es así que al mirarme esta mañana en el espejo me he encontrado con ojeras también». Como irritante sahumerio les llegó el humo del aceite hirviendo en el perol de los buñuelos. «Y es que tienes ojeras contagiosas; todo aquel que te quiere sabe que se expone a ser ojeroso de por vida.» Pasaban ante el vendedor de las almendras primeras, almendras en agraz que son la bienvenida del verano mediado, y ante los tenderetes, de los juguetillos de plástico, con los amarillos, rojos y azulinas elementales, puestos como a secar entre cordeles bajo las luces de las bombillas. Llegaban al final y daban la vuelta para desandar lo andado, como si fuera aquél el camino mejor, el que les diera más cobijo, túnel pintado al fresco con caras que se quedaban mirando. Ojos que parecían decir «¿Quiénes son esos que atraviesan la bulla, sin tocarla?», porque se les notaba tan distantes, tan replegados en ellos mismos, que daban ganas de plantarles una cerilla encendida ante los ojos para ver si lo advertían, para ver si pestañeaban siquiera. Les resbalaba el clamor, lo mismo que las luces, lo mismo que la multitud que en traje dominguero se espesaba entre las paredes y el pretil del río. Pasaban de largo ante las miradas que les caían desde los balcones más bajos, ante las cabezas que se volvían para contemplarlos una vez más por encima de los hombros y ella, Amparo, enarbolaba su forastería dejando caer mansamente la mejilla en el hombro del muchacho mientras le apretaba la mano. Le dio por cerrar los ojos y caminar a ciegas unos pasos: tan segura estaba de que seguirían esquivando escollos, transitando por lo intransitable con la misma fluidez que un reguero se abre paso por la pendiente. Proseguía Pablo en voz muy baja y muy segura, confidente, guasón, imaginativo: «Seguro que naciste una noche de lluvia de estrellas, lo mismo que yo. Parecía que todas las estrellas se soltaban del hilo, que el cielo iba a tener que encargar a toda prisa estrellas nuevas, constelaciones de repuesto, planetas recién fabricados.» Y como era una nadería tan distinta, un andar por frases que no conocían los demás, el enamoramiento era también diferente y Amparo sentía miedo de que el caudal de las ocurrencias se fuera agostando y terminara siendo aquél un noviazgo como cualquier otro. Por eso trataba de colaborar, incitándole con frases que nunca había dicho ni pensado: «Me gustaría conocer tu voz verdadera; la que oyes solamente cuando te hablas a ti mismo, cuando sueñas que hablas». Y él: «Y a mí me gustaría oír el rumor de tu cuerpo, el son de tus latidos, lo mismo que tú lo escuchas». Y como andaban tan juntos, con las caras tan unidas, ella notaba el aliento de él y no lo extrañaba. Y le daba vueltas a la imaginación y trataba de encontrar la frase justa para decirle a qué le sabían sus palabras, si a trigo, si a poleo o si a un sabor desconocido.
En dos ocasiones saludaron a Pablo y en las dos pareció que se iban a detener por aquello del saludo y las presentaciones, pero el muchacho contestaba con un adiós apresurado, celoso de la intimidad tan honda y valiosa que acababa de descubrir. Por eso no se detuvo ante el teatrillo de cristobitas ni ante el pregonador incansable de las mil maravillas, ni ante el puesto de las caretas de cartón y gorros de colores en papel de plata y en papel de seda, gitano triste, negro, viejo con camisa morada y cordón de hábito al cuello; no se detenía no fuera a ser que cada encuentro acabara rompiendo la magia conseguida. Ella se daba cuenta y contribuía esquivando la sombra cada vez más distante del muchacho del norte y la violenta, sacudidora memoria del hombrón de la casa besándola en el pasillo. Así conservaba incólume el ancho, tierno y extraño sosiego que habían sabido crear de la nada.Al fin tomaron por una callejuela y luego por otra, y atrás quedó el bullicio, porque se encontraron tan apartados del guirigay como si se hubieran ido al otro extremo de la ciudad, donde la noche es noche de veras, donde suenan las pisadas y donde las casas se ciñen al alcahueteo de la penumbra y el silencio. Amparo recogía, queriéndolas guardar para saborearlas luego, las palabras cercanas a su oído, la voz queda, precisa. Sabía que la rondarían en el interior como enjambre tibio, despabilador de sueños, de deseos inconcretos, de gozoso regodeo, porque serían la única señal archivada del secreto imposible —¿quién la entendería, quién?, ni Katy siquiera— de comunicar a nadie. Había que mirar el reloj, pero el reloj no se miraba. Debía preguntarle si estaban lejos todavía, pero la pregunta quedaba sin hacer porque sería contradiós trivializar las cosas. Era mejor seguir adelante cuanto durara la noche, lejos del dormitorio de los ramos de flores, del salón, de las miradas dramáticas, incisivas, como de loca, eso, como de loca por los celos, de la prima. Mejor sería si pudiera, si el prodigio se estirara tanto que fuera posible abandonarse la noche entera en el mismo dejarse llevar. Sin pensar hasta qué punto, hasta qué momento resistirían sin dar el paso definitivo, que sería la total entrega como plenitud o como gran chasco. Sin pensar en nada.Cuando entró en el piso, Isabel no le hizo preguntas. Era lo mismo que dijera lo que dijera y si Amparo tenía excusa a mano sólo dijo buenas noches y avanzó camino del salón como si estuviera dispuesta a dar explicaciones ante Cándido. Pero Cándido no estaba en el salón ni estaba en la casa y, al sentarse en una de las butacas, Amparo mintió, pasmada casi por la serenidad con que mentía, y dijo que anduvo sola casi todo el tiempo, que había encontrado a chicos de la piscina, que lo habían pasado bien, tanto que se les fue la hora. La prima la esperaba para cenar. «Discúlpame, Isabel, pero no se me apetece más que un vaso de leche.» Luego entró en el cuarto de baño y en su habitación. Cerró la puerta, se tendió en la cama, vestida como estaba, y bajo la luz rojiza de la pantalla japonesa le brotó la sonrisa del saboreo goloso, porque entre los labios le brincaba el sabor, cálido y húmedo, de unos besos y de unas palabras que se obstinaba en recordar y repetir para que no se perdieran. Venía a ser recuento solitario, con la avaricia de quien manosea caudales ocultos y no sabidos por nadie, aquel ir reviviendo el contacto y el susurro, el aliento y las frases que le gustaría haber ido recogiendo en mágica cinta para guardarlas en su integridad. Y algún día, tal vez el siguiente, escribirle a Katy: «Esto no podría explicártelo porque es nuevo, no nuevo para mí, sino nuevo en el mundo», y saber que la amiga no lograría entenderla por más que la conociera, por más que se esforzarse. Levantada visión, zumbadora, inexpresable, porque participaban en recrearla unos latidos, un hervor dichoso de la sangre y algo que le invadía suavemente cálido del pecho a la garganta.Entró en la habitación la prima para decirle de nuevo si sólo querría el vaso de leche, y contestó que nada más, pero que le acompañaría mientras cenaba. «No es necesario; yo no cenaré tampoco.» En el rostro de Isabel se había extendido la tristeza como ostensible veladura desde los ojos a los labios contraídos. Parecía haber llorado o estar a punto de llorar. «Lo que necesito es dormir», y al decirlo, extrajo del bolsillo de la bata un tubo con pastillas.Cándido no llegó hasta bien entrada la madrugada. Carraspeó al cerrar la puerta del piso y entro en su dormitorio. Con el cuerpo extendido, la cabeza inclinada y doblegada, revueltos los cabellos, Isabel respiraba pausadamente. Sobre la mesita de noche el tubo de somníferos. Cándido se acercó para contemplarla de cerca, se incorporó de nuevo y se alejó de la cama. Desde la puerta se volvió para otra vez mirarla en la semioscuridad de la habitación. Salió al pasillo, apagó la luz y llegó hasta el cuarto de huéspedes. Presionó el picaporte y la puerta cedió silenciosa mientras un olor cálido, grato y distinto le llegaba como suave bocanada. Capítulo 21
POR UNA SEMANA, por un mes, para toda la vida, ir a Madrid en busca de la perdida ternura —floid en las mejillas, cejas levantadas, ojos claros, del padre— en busca de ella misma, al reencuentro de unas voces, del gesto del viejo, de pueriles, chistosas ocurrencias, que hace cuentas inacabables distribuyendo el importe de un premio gordo de la Lotería que nunca le tocará. Ir a Madrid, irse del todo, sin decir adiós, de puntillas, dejando una carta sobre la cama del matrimonio y unos pasajes de avión, eso sí, para la prima Amparo. Con los gemelos, que es lo único suyo.
Le llega el olor crudo del césped recién segado. La media luna de la hamaca, casi horizontal y a un palmo del suelo; casi tan cerca como aquella vez en la finca —olía a hierba mojada también—, cuando los terrones se le clavaron en la espalda y una bandada de pájaros blandía vela de quita y pon sobre los olivos; la respiración del hombre, la cara del hombre ocultando a los pájaros, a las copas de hojitas picudas, al cielo limpio; palabras deshechas en un jadeo inútil y el peso de un cuerpo para nada, salvo para que se le clavaran más los terrones, se alborotara a fuerza de latidos y de agitar, sofocada, la cabeza —«no, Cándido, no»— como si se hundiera el mundo. La voz del padre: «Es un buen chico este Cándido». María José: «Fíate de los cándidos y verás». ¿Qué sabes tú, María José, qué sabías, qué presentías? María José, la hermana lista, la hermana menor, aún soltera; dice que sigue con el novio aquel con cara de anuncio, trotamundo, periodista. «Es guapo, ¿verdad?», dice en la carta que llegó con la foto de los dos. Ir a Madrid y decirle fíate de los guapos. En la bolsa de rafia, junto al monedero y las llaves, junto al carnet y los pañuelos, la toalla y las prendas, aguarda un libro de Manuel Barrios. Conchita Ribelles ha insistido en que lo lea porque viene en él mucha gente conocida. Lo recomienda alarmada, divertida, a todas las amigas. Ya leerá el libro a la tarde, en las horas largas después de la siesta. O de noche. No, de noche es mejor dormir o hacer como que se duerme, con el tubo de pastillas —dos menos cada vez, dos que irán a parar directamente al sumidero— sobre la mesita de noche. Conchita Ribelles, que lo sabe todo, contaría si quisiera cuándo empezó la farsa, si fue la tarde que Elvira dejó la Facultad —«me duele atrozmente la cabeza», dijo de pronto y dejó el libro abierto sobre la mesa del Laboratorio de Arte— segundos después de haberse marchado Cándido; o si fue la tarde en que los vio juntos, muy cerca, en la acera del foso. Conchita sabe lo de la treta burda, lo del casorio inverosímil de Elvira. Si le preguntara, contestaría: «Pero, mujer, ¡si lo sabe todo el mundo!» Cecilia, también; como sabe lo de Amparo, aunque no del todo, aunque no lo de anoche. Dionisio: «Me encargas una misión muy difícil. Dime qué quieres que haga.» El tío Rodrigo, el canónigo —no está en la higuera como tú dices, Cándido— en aquel paseo inesperado, nave arriba, nave abajo, sobre las losas de la catedral, casi confesión, porque rodaron así las cosas, porque sentía ganas de desahogar el alma: «Lo malo es, hija, que no se toma en serio el matrimonio; y el matrimonio es un sacramento y entrega común para toda la vida». El canónigo, sin retórica, con la sensatez reposada del viejo que ha visto mucho, que con sus ojos cansados, enfermos, no ha dejado de ver durante años y años. «Sí, pero ahora, ¿qué?» y esperaba la respuesta de ahora, hija, paciencia, mucha paciencia. Y contestó el tío Rodrigo: «Ahora, hija, a luchar con tus armas, gánate de nuevo a tu marido, hazte querer amablemente. Y sobre todo...» ¿hacerse querer amablemente?... «y, sobre todo, contrapesa la falta de piedad, lleva una vida más cristiana...», palabras que le resuenan de nuevo, sobre la hamaca, como resonaron ayer y anteayer pensando en la visita a los Labrada. «¿Cómo os la arregláis, Dionisio? ¿Cuál es vuestro secreto para ser felices?» Y Dionisio no respondió, se limitó a encogerse de hombros, a sonreír y a preguntar luego: «Dime, ¿qué os pasa ahora?». Fue entonces cuando estuvo a punto de echarse a llorar —«ocurre que ahora es en mi propia casa»— hasta que consiguió fríamente, brevemente, hacer resumen de su congoja. Y anoche...(Si te preguntara por qué no eres como Dionisio me contestarías que por qué no soy yo como Cecilia. Es tarde, ¿verdad? para que empezáramos a ser como ellos. Tendríamos que tener su filosofía y su fe. Tendríamos que renunciar a tantas cosas, que ni tú ni yo sabríamos por dónde empezar. Es tarde desde el comienzo, desde los primeros meses después de la boda, cuando tuve que afrontar lo irremediable, tus ganas de aturdirte, pub de Londres, tu hermano —qué distinto a ti hasta en lo físico— rogándote que no bebieras más, que no alborotaras. Tu hermano dejando de sonreír cuando la salida de tono que no te abochornó a pesar de que la minifaldera estuvo a punto de llamar a un guardia. Sacaste a relucir tu falta, ¿sabes de qué? de clase; te sorprenderías si te lo dijera, tú que tan ufano estás de tu crianza, de tus apellidos, de tus monsergas familiares. Tu falta de clase. Seis horas, seis, en el cuarto del hotel de Amsterdam, olor a lavándula y a desinfectante, ventanal sin persiana sobre la plaza de los hippies mientras tú bajaste a preguntar no sé qué cosa. Tu Elvira, tus otras mujeres, tus viajes de negocios, tus almuerzos con tus clientes, siesta incluida: si supieras cómo te delata la voz de tu pasante cuando me da el recado... Y hasta qué punto te delatas tú cuando llegas y quieres cumplir por compromiso —y fría me llamas... —sin ternura en los ojos, sin gratitud y sin gracia. Sin gracia, Cándido, tú que tanta tienes según dicen.)Ha pasado cerca Guillermo. Con los ojos entornados le ha visto acercarse, mirar, quedarse dudando si pregunta o no pregunta otra vez por Amparo. Dijo Amparo al salir —llevaba la bolsa blanca, el maletín de Iberia— que a las once estaría en la piscina. Dijo también que prefería ir sola porque así, de camino, compraría algo que necesitaba. Habrá que ir a la secretaría y rogar que la llamen por los altavoces, que va siendo la hora del regreso. El sol se asoma vertical por entre las hojas. Isabel tuerce la cabeza para esquivar la luz, que quiere atravesarle los párpados, clavarse en sus retinas, cegarla. «Ya es tarde para todo, padre.» Penumbra de incienso y cera, bajo las altas ojivas. Y el canónigo: «Nunca es tarde». Brillan las gotas de agua y la película de aftersun sobre la piel. Los ojos entornados, como si durmiera. El oído abierto a los sonidos mezclados de fuera y de dentro, que lo mismo percibe el grito y el chapuzón y la charla cercana que el propio latir de las sienes. Si mira, tumbada como está, el paisaje es poco más que un trozo de cielo despejado; curva inclinada, elegante de trampolín, bañistas que se van dejando caer desde las plataformas como muñequitos de tiro al blanco, los árboles del fondo, los pisos más altos de los bloques vecinos, las hojas que mece sobre ella la blandura del aire caliente y, sobre todo, el cielo, de un azul tan desgastado, que es como cal desvaída en añil por donde bordonea lejana una avioneta de Tablada. Si cierra los ojos todo se vuelve grana oscuro, manchas celestes, anaranjadas, violetas, como teloncillo de sueño... Capítulo 22
HABÍA PREPARADO un recorrido distinto, como si por pasar por las mismas calles y verse reflejados en las mismas lunas, se rompiera, por gastado, el hechizo. Sabían que habían de mimar cada detalle, como este de ir por un sitio y no por otro, porque hay calles desventuradas que impregnan de vulgaridad a quienes las transitan y otras, tan retorcidas de intenciones, que incitan a la discusión por malentendidos. Por calles así, lo mejor es pasar de largo, con los ojos entornados del todo y respirando lo imprescindible. Calles chocarreras que sacuden alfombras llenas de pelusas para la tos, calles de mal oído, con risas destempladas, voz agria que chorrea de vituperios no se sabe a quién o que lanza a traición, desde el portal menos pensado, la bocanada del hedor al atasco; hay que presentirlas y huir de aquellas calles heridoras de la sensibilidad, imposibles para pasear el amor como debe pasearse. Pero sabían que también para casos así andaban protegidos por el túnel que arrastraban consigo, la cobertura nunca imaginada hasta entonces, que los hacía sentirse solos, invisibles e incontaminables. Y así atravesaban tan campantes, tan entregados a ellos mismos, el gran bloque de luz que era la plaza bajo el sol de julio, y así llegaron a la avenida donde remonta sus muros la catedral; se iban abriendo paso por entre los multitudes de rostros difusos, sonidos opacos. Tan sólo les quedaba en la retina, y por pocos segundos, lo más chocante de toda aquella comparsería, del desfile de voces y de caras que constituyen la gran mascarada de los transeúntes; era el porte del negro grande de la camiseta, la chinita de la sonrisa, la tremenda provocativa o la viejecita acurrucada junto a su mercadería para el fumador con prisa. En el trasiego de contagios, Pablo se sentía forastero también por vivir en un lugar distinto de aquellos que pasaban a su lado, como si no fuera el mismo suelo el que pisaran, como si no pisaran, ella y él, la solería de la acera, sino la alfombra de sus frases nuevas. Porque estaban convencidos de que el amor no se había inventado aún y de que eran ellos los encargados de inventarlo, su andar era diferente del andar cansino, pausado, sofocado de los demás que atravesaban el verano por la misma acera. Y atentos a su tarea deslumbradora, ensambladura, se olvidaban del frescor incitante de la cafetería, como si no sintieran sed de refresco, como si no precisaran sombra acogedora, como si el sol loco de furia no existiera para ellos. No querían acordarse de que hay piscinas, porque en las piscinas el amor se muestra a los demás como de oficio y ellos mantenían el secreto egoísmo de los inventores recelosos.
Pablo aspiraba el olor de la muchacha y, para mejor hacerlo, abría las ventanas de la nariz, devorador incontenible de fragancias; sorbía su aroma sin tregua y, abrazados como iban, le buscaba con el rostro la nuca y hundía las fauces en el cabello como por pura distracción, como quien no pensara en tal cosa; por eso mismo y por encontrar más de ella, algo tenía de olisqueo ese pasar las yemas de los dedos bajo la axila y por la curva de la cintura en recorrido apremiante. Ya estaba sabiendo Pablo que todo es poco y que a cada descubrimiento se abren intríngulis nuevos, pero seguía en lo suyo, que era ese desvivirse, casi deshacerse, mientras soltaba, satisfecho de su donaire, las frases que se le iban ocurriendo: «No tienes edad ni la tendrás nunca; cada mañana vuelves a nacer y eso se te nota en esta piel tuya de muchacha recién nacida». Tan en lo suyo iba, que no reparaba en el silencio de Amparo ni en el brillo de sus ojos, que era brillo distinto al de otros días; ni podía adivinar si había o no congoja reprimida más adentro de aquellos pechos por donde él resbalaba la mirada.Al llegar al parque, Pablo se dio cuenta de que con la transpiración de verano de la savia alborotada, algo cambiaba en Amparo; le notaba no sabía qué afinidades con la tierra caliente y húmeda, fragante y tierna de los arriates, y buscó en sus ojos el reflejo de la yedra enroscada, la conjunción de verdes distintos de las pacanas, acacias, almeces y madroñeros. Descubrió lo bien que le iba el paso de luz a sombra y cómo el sol la seguía por entre las ramas, por entre las hojas. «Tu verdadero nombre es Artemisa; lo que pasa es que tú no lo sabes», le decía, porque seguía soltando sus caprichos imaginativos, feliz de repentizar, de no decir lo mismo que dicen los demás novios, y así labrar un amor distinto a todos. «¿Y por qué Artemisa?» Él estrechaba más a la mujer casi planta, a la mujer de jardín recién descubierta. «Porque noto que tu alma es más libre entre los árboles; en una vida anterior viviste en un bosque, estoy seguro, entre las flores y entre las fieras.» Le contaba a media voz, en susurro declamado, quién era Artemisa, la casta y tímida figura de la Naturaleza virgen; pura y, al mismo tiempo, cruel y salvaje porque lanzaba flechas invisibles que herían de muerte a quien se le acercara. «Tú también me has herido de muerte.» Y ella se sintió heroína mitológica, personaje de saga, druida, nereida o muchachita de balada. «Ayer Dionisio Labrada...»; «Le conozco; está muy interesado por el grupo de teatro».Tomaron un refresco de pie, porque el cansancio no les llegaba y porque los despegaba del bar hundido en el riñón del parque, la música de un altavoz chabacano, artilugio que rompía el runrún propio de los jardines, lo que tiene de enorme sombrilla apartadora. Estaban mejor caminando por veredas con bordillos de yedra tendida, bajo la bóveda de trinos, pasando junto a esas fuentecillas que se sucedían casi a ras de suelo, casi mudas por lo humilde de los surtidores. Iban mejor así, como quien va en busca del banco de azulejos que los aguardara desde muchos años atrás para aquel momento. Pasaron bajo el dosel de madreselvas derramadas desde las pérgolas hasta enfrentarse con el árbol de tronco y ramas esbeltos y retorcidos y hojitas finas, así como japonés, y con la palmera distinta a las demás, ruda y maciza, que es Mesopotamia pura. El sol los perseguía por entre las hojas y cada hueco de luz era reflector de teatro por el gran escenario de aquella representación improvisada.Desdeñaron la ascensión a la montaña de pacotilla, montículo rematado por mirador con barandas, que es sólo mirador de nidos, de yemas y hojas nuevas, tan envuelto como está por los árboles gigantones. No querían para el momento que buscaban el artificio de lo preparado, que sería traición a lo perfectamente simple y perfectamente natural de su idilio.Si hubieran dado con el fotógrafo minutero, aquel del babi blanco, el de la lata colgando del trípode, caja de retratar y muestrario gris amarillento, se hubieran retratado el uno frente al otro, con las narices juntas y las sonrisas a punto del beso. Medio en broma, porque les daba miedo de que algo tan tremendamente serio como iba creciendo entre los dos se quebrara para siempre con cualquier indicio de solemnidades. Capítulo 23
...O COMO FUNDA PARA sentir mejor —esto, muslo; esto, dedo, brazo— cada parte del cuerpo. Las piernas distendidas, un suave dolor en las corvas, las manos abiertas como en el yoga, soportando el peso del aire y del cielo, que se derrumba en luz y en calor, del paisaje entero posado en la carne almohadillada de la palma y de las yemas. De toma de posesión del propio cuerpo en regodeo de laxitud, de la buscada sensación múltiple, como si fuera controlando el torrente encauzado de la sangre en el eco que le retumba por los oídos. Y al notar, sin mirarlas, las uñas y la raíz del cabello, la piel mojada y fría de la cintura, de las nalgas, de las axilas, readquiere conciencia, en apresurado inventario, de cuanto le pertenece sin ser ella misma, no queriendo buscar más que la envoltura como si pudiera desprenderse de ella y hacerse inencontrable para los demás. Vendrá la de Mauri, sonrisa perpetua desde que se arregló la dentadura, y vendrá la de Aguilera para decir que se va a su chalé de Chipiona. Rondan cerca los de Navarro, siempre juntos, dispuestos a contar de nuevo lo de la otra noche en Pineda, para hablarle del juego imbécil de sus conquistas, conquistador él, conquistadora ella, los dos con permiso mutuo, «lealmente —como dice él—, sin engañarnos, que sería indecente». El coronel Navarro, bigotillo gris sobre la piel tostada, comedido o procaz, según rueden las cosas, llevándose a Elvira delante de todos. (Bromas de Cándido bajo los farolillos venecianos de la buñolada, risa forzada y estrepitosa, por aquello de los nervios y de los celos.)
Piensa que le vendría bien otro baño o un rato bajo la ducha o una cerveza; así vería a los niños, que están con María en la piscina pequeña. O que le llevaran la cerveza allí, sin tener que llegar a la barra, y abrirse paso entre espaldas, piernas, brazos y bañadores mojados, sin tener que pisar el mármol frío y encharcado de la solería; sin exponerse a encontrar a la de Aguilera y a la de Mauri, a los Navarro y al taciturno Julián, el raro amigo de Cándido. Julián acabaría hablándole, como otras veces, de su soledad, de su chaladura de Mallorca con la rubita escandinava, y luego se pondría tierno y le sujetaría una mano y la invitaría con mil rodeos a visitar su estudio.(Si yo tuviera tu cinismo y tu arranque, tu desvergüenza y tu labia, qué mal lo pasarías, Cándido. ¿Qué sabes tú de mí, de lo que por mí sienten? ¿Qué sabes de lo que siento yo muchas veces? Lo único que sabes es que te soy fiel por orgullo, por miedo, por pobreza de espíritu o, a lo mejor, por honradez. ¿Por qué no? En definitiva, soy honrada. Con Julián, por ejemplo. Si yo hiciera caso a Julián, ¿te enterarías? Tú tienes demasiadas cosas en que ocuparte: tu ambición, tus negocios, tus faroleos, tu bufete, tus mujeres y tus extrañas amistades; Chano... ¿a qué viene esa amistad con Chano? No te enterarías, pero no hay cuidado: ni con Julián ni con nadie. Ya, desde anoche, ni siquiera contigo. Anoche te oí llegar, entrar en el dormitorio. Verías en seguida el tubo de pastillas que uso sólo para que las veas, para que me supongas dormida del todo, para que no te creas en la obligación de pedirme nada, de ofrecerme nada... Anoche, qué torpe fuiste, qué torpe has sido siempre, tomé la resolución de ir a Madrid. Mi padre no me preguntará nada. Seguro que seguirá escribiendo su diario, divirtiéndose tanto con sus ocurrencias como entonces; aquellas humoradas que aprendíamos luego de memoria —cómo se reía, igual que un niño— «don Quijote de la Panza y su escudero Sancho Mancha, de donde viene lo de Sancho Mancha, Mancha Sancho, Isabel como Fernando, esto es, Fernando Corazón de León; de León de Castilla, de Aragón y de las dos Sicilias: Sicilia Bólh de Faber y la otra». Seguro, pobre viejo, que me recibirá con la ingenuidad del hombre que, a pesar de tantos pesares, no cree en la maldad de nadie. No creyó ni en la tuya, fíjate. «Este muchacho, Cándido, qué buena persona es.» No hará preguntas —María José, sí—, sino que me recibirá brillándole los ojos con esa ternura que perdí de vista y que no he vuelto a ver en nadie. Me enseñará sus manuscritos, «qué atrasados estaban los antiguos; no sabían nada de nada, por eso se murieron todos». Y reiré con él hasta llorar... Y él creerá que lloro de risa.)Debe incorporarse, que ya es hora de buscar a la prima y a los niños. Se acaricia las piernas. Se incorpora y mira alrededor. Uno de los gemelos —el sol casi blanquea, nimbándolo de luz, el cabello rubio— se acerca corriendo. El otro viene en brazos de Julián. Capítulo 24
... DOCENAS, centenares de palomas blancas bajan desde la palmera al suelo amarillo; todas prodigiosamente blancas, sin asomo de mestizaje). Anoche entró en mi cuarto. Yo estaba todavía despierta, pensando en ti, recordando nuestras cosas. (Zureo multiplicado entre los palacios y la arboleda, sobre la fuente, sobre las rosas, el boj y la azulejería de las glorietas. Bandadas van y vienen por el festival dominguero que es siempre la plaza; una pasada y otra casi rozando el ladrillo limpio, la crestería de filigrana, las estatuas encaramadas en las columnas, el agua verde donde flota la naranja.) Le dije que gritaría con todas mis fuerzas, pero no se quería ir y estuvo suplicando un rato muy largo; me pareció como un siglo. No pasó más, pero por nada del mundo... (Palomas jugando a ser suelta de pañuelos para la bienvenida y para los adioses, cumpliendo misión en parques y jardines que es negociado municipal, como funcionarias municipales perpetuamente en ejercicio. Vuelan y revuelan las que están ahítas, que las otras acuden confianzudas; hay mujer que se convierte en estatua por unos segundos para que se perpetúe en kodakcolor el penacho de paloma blanca que se ha posado sobre su cabeza; no mueve ni un músculo, reprime la risa de nervios para no ahuyentar ese como morrión que le ha surgido y que quedará —¿ves como es verdad? aquí lo tienes— prendido en la fotografía.) Por nada del mundo quiero volver a esa casa. (Las palomas —tendrán las plumas calientes— pasan bajo las sombras y vuelven a la luz para posarse en la taza barroca; hay un picoteo voraz, no ya de cañamones, sino sobre el agua que brota y se escurre rebosando el cuenco de mármol.) Dormiré en un banco o tomaré el camino del Norte, en autostop, andando... (Es ahora un aleteo salvaje, así como aplauso repentino, fragor desconsiderado que se tomaría por burlón si las palomas estuvieran en todo, si fueran capaces de advertir que lo suyo es el montaje para la postal y sólo eso. Tiene Amparo que llevarse las manos a los oídos, pero no es por el estruendo, sino por no escuchar sus propias palabras ni el jadeo del muchacho que oye con los ojos fijos en los de ella y los labios entreabiertos. Porque el aleteo, que no es de las palomas, lo sigue escuchando dentro de las sienes.)
Capítulo 25
LA MÁSCARA ES LA DE todos los días; mirada insistente bajo la espesura de las cejas, labios carnosos y apretados y mentón saliente en rictus de olímpica y paternal seguridad, pero Ramón Baeza no está discursivo. Asiente con monosílabos, con gestos vagos, como si, sorprendentemente, no le interesara el asunto de la fundición. Pudiera ser extremada cautela, frialdad estudiada y llevada hasta un límite que desconcierta. Cándido pasa las páginas del informe, insiste en que falta maquinaria, sobra personal, se necesita sobre todo al hombre, al ingeniero, al perito que coloque el negocio sobre nuevos raíles. «Para que la inversión sea medianamente rentable...» La máscara pasea ahora su mirada por la pared, hacia donde está el título enmarcado, tal vez se detenga en el pergamino de la Hermandad, cofrade de honor, orla, nazareno, Virgen en colorín de témpera, letra gótica. «Lo primero es buscar al técnico que ponga las cosas en su punto, que replantee la estructura, que haga un presupuesto serio y un plan de trabajo...» Cándido ha ofrecido un cigarrillo y Ramón Baeza lo acepta, se lo lleva a los labios y espera que el abogado le acerque la llama del encendedor. Ramón Baeza —nunca le había visto fumar— está con un cigarrillo en el centro de los labios apretados. «Creo que éste debe ser el primer paso...» El prohombre aparta con los dedos el cigarrillo y el humo sale de la boca con resoplido torpe, rápido, «...lo cual no quiere decir que yo renuncie». Y a esto sigue un silencio incómodo porque Baeza no contesta. El abogado no sabe cómo librar la batalla; no conoce a este Ramón Baeza que permanece en silencio, que no recurre a las citas, a consejas, a metáforas caprichosas, a las frases vacuas con que enhebra sus retahílas. Cándido no consigue adivinar qué pretende Baeza sin soltar prenda, fumando y como ausente.
Andrés Perales ha dado unos golpes con los nudillos en la puerta; la entreabre, asoma su cabeza de roedor, su sonrisa idiota —Elvira: «¿de dónde has sacado a tu pasante, Cándido?»— posa la mirada por encima de los lentes en el jefe y le dice que tiene que ir al Juzgado número 5. Cándido le contesta que sí, que se vaya cuanto antes, y cuando el pasante se ha marchado cerrando con suavidad la puerta, observa de nuevo a Ramón Baeza, que ha dejado el cigarrillo en el cenicero, ha elevado los hombros y se restriega los brazos como si sintiese escalofríos. A Ramón Baeza le ocurre algo.Luego, en el restaurante, la máscara parece animarse con los primeros sorbos del rioja. Se ha puesto a hablar de la Academia y ya es de nuevo el Ramón Baeza de la parla calmosa y floreada, del monólogo con rodeos. Más de dos horas llevan juntos y aún no se ha referido al negocio, como si no fuera la fundición el motivo del encuentro, como si careciera de interés la encerrona del otro día. Está hablando de la nueva casa de la Academia y del parecer de unos y de otros y hasta bromea recordando un lance de puro disparate. Cándido le deja hablar, le sigue estudiando, se siente intranquilo, incapaz de adivinar qué quiere Baeza con todo aquello. Le falta, lo sabe muy bien, la calma del gran jugador, la astucia de ver venir las cosas con la reposada suficiencia que no heredó del gran tahúr de la vida que fue su padre.—Lo tuyo de la Academia vendrá por sus pasos. Hernández y el secretario te apoyan y yo también. Creo que tienes más amigos, pero cuídate. No te conviene la amistad con ciertas personas... con Chano, por ejemplo. Bueno, ya sé que no es amistad, pero debes esquivar su trato, porque tú conoces la mentalidad de los académicos, ¿comprendes? Lo que pretendes de él es, supongo, que te ayude a lo de la presidencia del club; eso también puedo hacerlo yo, y mejor que él.Baeza acaricia la copa de vino. No advierte, porque no le mira en aquel momento, que Cándido enrojece.—No porque Chano sea homosexual, sino porque es un sujeto temible, intrigante, ¿te das cuenta? De esto sabes tú tanto como yo. Chano está mal visto y sus enemigos te consideran manejado por él.Cándido va a protestar, pero Baeza alza una mano y hace un gesto para pedirle que le deje continuar.—Todo esto no es más que politiquilla, pero conviene que lo sepas. Ayer...Cándido le oye y pierde el hilo del discurso, que vuelve a ser el típico, el propio de Baeza. Mejor es que no hable del negocio; diría que sí a todo, llevaría a la fundición mostrenca y ruinosa el dinero que obtuvo de la finca, el de la madre, cuanto le exigieran llevar. Ha perdido norte sin saber por qué. Un nuevo silencio y, de pronto, la máscara, como si fuese de cera, va perdiendo contextura, está a punto de deshacerse. A Ramón Baeza le han temblado los labios y al girar la mirada por ver si alguien le escucha, se le nota que aquellos ojos se muestran desprovistos de la seguridad, de la arrogancia de siempre.—Cándido...La voz es grave, queda. Ha posado una de sus manos sobre la derecha del abogado.—Olvídate de Elvira.La máscara se ha desvanecido del todo desde la frente a la papada. En el rostro desnudo, las bolsas de los ojos son de piel verdadera y los ojos son ojos de verdad, sorprendentes, implorantes, de hombre tiernamente humano.—Puedes estar seguro. Palabra de honor.Y al contestar se le queda la boca seca y le estalla un zumbido en los oídos, como si sintiera vértigo. Si se ha precipitado o no, si Baeza se ha convertido de repente en el definitivamente más fuerte por su debilidad, Cándido no lo sabe seguro. Es una sensación nueva, áspera, lo mismo que el zumbido, que el frío en las mejillas, que la opresión en el interior del pecho; el grana de las paredes, del mantel y de las servilletas, del vino tinto, se cuela a través de los párpados cuando cierra los ojos. «Era esto.» El camarero se acerca con un recado. Le llaman por teléfono. «No será Elvira.» No es Elvira. Es Isabel. Son las tres y media y Amparo no ha llegado todavía. Capítulo 26
Es LUZ, ESTA QUE TAMIZA la persiana de plástico verdifrío, de interior de Vermeer, entre gris y celeste. La arquitectura sumergida de los cubitos de hielo en el ámbar del whisky; el cenicero de cristal, el encendedor, la bolsa de hebra sobre la mesita lobulada de pie frágil, todo a la mano; la cachimba como pebetero, y el libro. Clima de sosiego por fin conseguido para repasar en silencio el prólogo acabado, para recordar que aún no cumplió con los del Círculo Juan XXIII ni con ínsula ni con la invitación de Antonio Prieto. Ha sido en el momento mismo de adaptar el cuerpo a la blanda orografía de la butaca, los pies sobre la estampada tapicería de la banqueta; de abrir el libro, de pasar las primeras hojas, de empezar a leer. El claxon ha sonado dos veces.
Momentos antes fue el teléfono, llamada imprevisible de Cándido para romper la cita de la noche; «nos ha surgido un problema con la chica invitada». Ahora es el claxon, que ha llamado dos veces, y es la sonrisa de Cecilia acercándose, pasando a su lado, acudiendo a la ventana. Ha tenido Dionisio que ladear la cabeza y girarla para seguir la guasa que refresca el rostro de la mujer y la mirada que enfila por entre los listones flexibles separados en horizontal mirilla.—Es Ramiro, ¿verdad?Ella dice que sí. Aún permanece Dionisio con la cara vuelta, la pipa enhiesta, oblicua, entre los dientes. Luego vuelve a mirar hacia el libro y parece dispuesto a seguir leyendo, a no cambiar la postura, a levantarse de la butaca por los siglos de los siglos; hasta que alza de nuevo los párpados y se queda mirando la nariz recta, los labios de sonrisa insinuada, los ojos sin pupilas, el casco, quizá, de la cabeza de Minerva. Cecilia lo pasa bien y se pregunta si consultará su marido al oráculo de escayola o si es en aquel momento cuando recuerda que no se proveyó de carnaza, que no había bajado del cuartillo de la azotea ni la caña ni la cajita de los anzuelos.Dionisio pregunta qué hora es y Cecilia se ha puesto a canturrear, adelantando cómicamente los labios como si esperase un beso, paseando con las manos enlazadas en la espalda. Muy derecha y muy burlona, ha llegado hasta el mueble de los libros, justo frente a los tomos de la enciclopedia.—¿A qué hora le citaste?—A las seis y media, creo.—Son las seis y media.Y vuelve a canturrear mientras Dionisio descabalga un pie de la banqueta y después otro, parsimoniosamente, como si le pesaran más de la cuenta, como si las sandalias tuvieran suelas de plomo. Se incorpora, llega hasta la puerta —«no tienes arreglo», dice la mujer—, sale al jardín y va caminando con la cachimba entre los dientes y el libro en la mano, el dedo índice como inútil señal entre las páginas, hasta cruzar la cancela.Ramiro Rosales le ve avanzar de aquella guisa y desgana y se estremece. Le pregunta qué le ocurre, si es que no está listo y Dionisio llega al coche, apoya las manos en la carrocería, que vibra sonora y caliente, y asoma la cabeza por la ventanilla. Extiende la mano y cierra la llave de contacto como si necesitara acallar el rítmico estremecimiento para iniciar el diálogo. En seguida invita a su amigo a que baje del coche y tome un whisky. Ramiro Rosales no quiere whisky. Lo que quiere, dice, es ponerse a pintar lo más pronto posible, antes que se vaya la luz.Ramiro Rosales viene amargo, quejoso. («¿Cuándo no?», exclamará Cecilia.) Va contando, mientras el coche atraviesa la luz naranja de la tarde, la más reciente discusión con su mujer. («Es que hoy, ¿sabes?, más que quejumbroso, venía patético.») Y la relación es prolija porque Marta puso mala cara cuando le dijo anoche que vendrían unos amigos a tomar un whisky.(Debiera haber traído una butaquita plegable, cualquiera de las del jardín. Ahora tendrá que buscar el tronco como respaldo, ese tronco que acabará fastidiando en cuanto lleve diez minutos, en cuanto cambie de postura para que la luz no caiga de lleno en la página. Podría haber dicho que no [Cecilia: «No, no podrías»], inventar un dolor de cabeza u otra excusa cualquiera; podría haber dicho la verdad, que pensaba pasarse la tarde leyendo tranquilo en la butaca [Cecilia: «Irías sin remedio, eres tan débil con los amigos...»] y no estar escuchando las quejas de este hombre perpetuamente dolorido.)—...Y como la casa no estaba arreglada, según ella, porque había descolgado las cortinas aquella misma tarde, para lavarlas, empezó el drama. Marta diciendo que citara a los amigos para otro día...(Marta, de abrigo azul, guapa morenilla, con los libros y los apuntes bajo el brazo: «Tenéis que conocerle. Es pintor y un poco raro, por lo menos de primera impresión.» Marta se ruboriza. «Pero a mí me gusta.» Señala con los ojos al que se hace el distraído, al del cabello revuelto y mirada triste, al huidizo y temeroso de puro tímido; está esperando que se acerque, pero Ramiro —«se llama Ramiro Rosales; habréis oído hablar de él porque expuso el año pasado en el Ateneo»— permanece inmóvil ante el tablón de anuncios de la Facultad. «Tenéis que conocerle en seguida.» Ramiro, en el estudio, mostrando sus cuadros. Los separa de la pared donde se amontonan, los lleva a la luz en espera de sentencia. Aparta el retrato de la novia —«no está terminado»— y muestra el paisaje en atardecer de bermellones de Arcos de la Frontera. Expresión de desamparo, de hombre que se siente absolutamente solo a pesar de los amigos, a pesar de que Marta apoya la cabeza en su hombro y le rodea la cintura en un abrazo. Receloso y hambriento de elogios, va sacando de la carpeta la ilustración de Platero, la alegoría de Fidel, el perfil de Marta, el desnudo de línea segura, la aguada de torres, tejados y azoteas sobre los que flota un sátiro contrariado. Hay una candidez amarga, una tristeza de niño castigado en aquel rostro que es todo expectación y mudo pordioseo de una frase de aliento. Ojos brillantes que se quedan con la mirada fija en los labios de quien habla, que rehuyen atolondradamente el encuentro con otras miradas y que por eso contemplan, como si fuera por primera vez, el cartel azulina de Duffy, la postal con una cara de Benozzo Gozzoli, las espigas rubias que emergen de los vanos de la calavera barnizada, la cerámica, el cobre, el raso o la lámina de Miró que rellenan entre libros las paredes del estudio. El veredicto surge como resumen: «Eres un pintor extraordinario». Pero Ramiro mueve la cabeza, su sonrisa es candor puro y tristeza también, y dice que no sabe pintar. «Sólo sé hacer lo que ya no le interesa a nadie.»)—Y cuando se acerca la hora de la cena, Marta me pregunta si yo tengo mucho interés en que vengan los invitados. Yo le contesto que no tengo interés y que si no vienen, mejor, que lo que quiero es irme a la cama cuanto antes y que ya no se me ocurrirá invitar a nadie en lo que me quede de vida. Entonces, ella me replica que haga lo que quiera, pero que me aguante las ganas de dormir y que les reciba, que para eso los he invitado. ¿Te das cuenta? El caso es llevarme la contraria.(La cena en Senra, Ramiro pidiendo noticias de libros, opinando de literatura, interrumpiéndose para exclamar dolorido, mirando a Marta: «Ésta se ríe cuando hablo de lo que no sé». Marta: «Yo no me río. No sé siquiera de qué hablabas.» Y siguen las quejas entre las voces, porque todo el mundo habla en voz alta; por entre los sonidos de la loza y los cubiertos, concentrado guirigay adobado con olores de cocina y de lo que no es cocina, sobre los bancos de madera; las quejas de un tímido que no lo es ya del todo, porque aprendió a no resignarse y a no esperar nada de nadie: «¿Sabes a quién han nombrado profesor de la Escuela?». Y da el nombre también —«es para llevarse las manos a la cabeza»— del que recibió la beca para Italia, porque todo es puro comadreo y componendas de camarillas. Marta, disminuida, arrinconada —«Qué sabrás tú de esto»— cuando lo que quiere, se le ve, se le nota a la legua, es quitarle de dentro esa amargura de niño lloriqueante, de artista en perpetua rabieta. «El caso es que es bueno y cariñoso, pero tiene los nervios destrozados.» Cecilia: «Pero ¿por qué?». Marta: «¿Preguntas por qué? Pídele a Dios que ninguno de tus hijos sea pintor; por lo menos, pintor como Ramiro.» Marta mantiene prodigiosamente serenidad en el gesto. Seguramente él llora más que ella. Marta es más fuerte y más inteligente. «Tiene los nervios destrozados.» Marta debe tenerlos de acero. «...Que ninguno de tus hijos sea pintor; por lo menos, pintor como Ramiro.» Que sea mañoso o que sea genial, pero no simplemente bueno. Que sea habilidosillo, pasajero de cualquier moda, halagador de supersabios-supertontos, copista trolero de garabatos o pintor de gitanas para turistas y de floreros para salitas de estar.)—Te seguiría contando, pero no quiero cansarte. Ayer, por ejemplo...Va sacando del coche el caballete, el lienzo y la caja. Busca sitio, prepara cuanto tiene que preparar, caja abierta en el suelo, chorreón de aguarrás en la taza; mirada al paisaje del río, a los tubos de colores y a lo que lleva de cuadro. Dionisio le contempla junto al eucalipto, sin tomar asiento, sin saber si leerá o si seguirá con los recuerdos. Quiere esperar un rato antes de acercarse para verle entregado de lleno, transfigurado casi, mientras la ciudad, a lo lejos, entre el cañaveral de grúas, detrás de la fronda, se sonroja con el sol poniente.Con la tarde llega, puntual, el airecillo marinero, el que apenas si columpia las hojas de los olivos. Jugará, eso sí, con la arboleda de la isla abandonada, del bosque henchido de pájaros que se refleja, más abajo, en las aguas del río. Allí habrá fiesta de sonidos y de colores con los amarillos encaramados sobre la plata de los chopos; función vesperal sorprendida por los que navegan, sorpresa en el cauce bordeado de olivares. Es la isla que Cecilia y Dionisio hicieron suya en propiedad imaginaria y secreta, la que visitan dos veces al año para ver si permanece en su virgen hermosura, al lado mismo de la ciudad, increíblemente ignorada. Los de las carabelas y galeones la veían recién iniciado el viaje como anticipo a modo de muestra ofrecida en inesperado espejismo de buen augurio, de lo que esperaban encontrar —eso sí, con guacamayos, indios para el bautizo y entrañas de oro— no más atravesar el lomo del océano. Con el libro bajo el brazo, Dionisio se ha ido alejando del amigo en busca de la égloga viva y recreada de aquella isla que tiene prestancia de centro de mesa sobre el mantel del río, de gran florón, de trofeo para los que entienden; no hay más que mirarla fijamente desde la orilla —hollarla nunca, se desvanecería— y esperar que ofrezca de improviso sus fantasmagorías, porque a las ninfas no las inventó nadie sino que están ahí para el que pueda y sepa ver con ojos verdaderos. Cecilia: «¿Qué harías con esta isla?». Vivirla nunca, ni siquiera acercarse. Verla nada más; por la mañana, bajo la lluvia, a medio día, a pleno sol o envuelta como un Poussin en relieve, en la luz de pátina, nubes amarillas y cielo azul de Prusia, a la caída de la tarde. Habría que verla —y esa visión le faltaba— en plena noche, cuando la arboleda fuera funda de sí misma y emergiera como sombra monumental erigida sobre basamento de grillos y luciérnagas. La isla era uno de los secretos que los unían más firmes, el que no querían compartir, el que nunca pregonarían por temor a perder sus derechos. «Cuando nos sintamos viejos, cuando nos llegue la hora de morir, tomaremos una barca y acabaremos con nuestras fuerzas remando hasta arribar a la isla», le decía a Cecilia. Y Cecilia: «Será el panteón no sabido por nadie, el más bello y solitario». Y el profesor de Literatura pensaba, como ahora está pensando, en Garcilaso, el gran imaginativo, que creaba parajes así en el páramo agostado de la meseta.Cuando regresó había lucecitas en la lejanía. El cielo ya no es nacarado, sino de un color frío, malva, tenue, violeta. Ramiro contempla su trabajo. Lo terminará en el taller, trastocando, acentuado lo que sea preciso porque aprendió ya que hay que interpretar lo que se ve, sacudirlo, deformarlo para que no se diga. Dionisio contempla el lienzo y aprueba. Dionisio no ha leído ni una sola página del libro. Hace unos minutos ha recordado la llamada de Cándido sobre las seis, preocupado por la prima. «Salió esta mañana y no sabemos dónde está.» Y la otra llamada, la de Isabel ayer, a medio día: «Tengo que hablarte; luego, en tu casa, cuando la conozcas a ella...». Isabel, durante la visita, con sus quejas también (Cecilia: «todos te cuentan sus penas; eres el paño de lágrimas de tus amigos»), con la ambigüedad de un plan sin pies ni cabeza para recuperar a su marido: «tú eres el único que puedes hacer algo para evitarlo». «Dime qué puedo hacer yo. ¿Tirarle de las orejas a tu marido? ¿Hablar con tu primita?»El paisaje se ha envuelto definitivamente en otros tonos; han arribado oleadas de morados transparentes, de verdes fríos, de grises, mientras triunfan del todo las lucecillas tiritando en la lejanía. El paisaje ha ordenado así el ya está bien, quédese para mañana, mientras el pintor va cerrando la caja y descabalga el lienzo fresco y fragante de pintura.Como el otro día, cuando vinieron a lo mismo, toman cerveza en el ventorrillo blanqueado, techo de uralita, adosado corral y veladores con sillas bajo el dosel de ramajes secos a la entrada. En el interior el olor del adobo para el pescado frito del río triunfa sobre el del anís de innumerables amaneceres. Hay una bombilla por encima del mostrador viejo; su luz arrumba sombras por los rincones y hace perceptibles el cartel de toros, la foto de una Virgen, el grabado en color de una bañista de sucinto bikini. Hay dos hombres que beben y que no hablan. De hablar se encarga el de la radio, y ellos escuchan. En el mes de julio también interesan las noticias de fútbol. A fin de mes, lo han dicho hoy los periódicos, habrá asamblea general y los numerarios de uno de los clubs elegirán presidente. Dionisio pregunta al del ventorro dónde encontrarán el teléfono más próximo. Los hombres se le quedan mirando —«pero en la secretaría ni niegan ni confirman el fichaje»— y el de detrás del mostrador —«que según nuestros cálculos costaría seis millones de pesetas al club»— le señala, sin decir palabra, atento como está a la voz del locutor, un rincón de la tienda-chabola. Sorprendentemente hay teléfono. Dionisio va marcando el número lentamente, adivinando la respuesta. La voz de Isabel —«todavía no sabemos nada; Cándido ha ido a la policía»— es aparentemente serena. Capítulo 27
SENTADA COMO ESTÁ no ve ni la barra, ni los huecos encristalados que dan a la calle, ni la puerta; a metro y medio de la pared, en la localidad del miope que quiere ver el programa de la tele, permanece vuelta de espaldas al mundo entero, ante la rodaja negra del poso de café que queda en la taza. El que llega al bar, a poco que acomode su vista a la penumbra, la ve allí replegada, alejada, el rostro oculto, como novia de celoso. Alguien la creerá buscona de retorcidos, la que incita con aquello del misterio —«déjame que te vea antes la cara»; «no, ha de ser así, a ciegas»—, trasunto de calcomanía con sorpresa. Tiene Amparo algo de mujer que perdió el tren y que aguarda con santa paciencia las horas que sean precisas, sin moverse, sin pedir nada, sin volver la cara, la llegada del otro tren que arribará no se sabe cuándo; de mujer de estación tiene la quietud resignada y el maletín playero que dejó en el asiento contiguo.
Adivina que el que entra se la queda mirando y entonces se coloca más de espaldas todavía, porque, aunque forastera, habrá quien la conozca porque la vio de paseo, en el dodge, en la piscina, en el teatro, y porque, a lo mejor, la prensa de la tarde publicó la foto, esa misma foto que llevarán los policías en la palma de la mano. Cada voz nueva que le llega le recuerda o no la de Cándido, la de Isabel, la de los hombres o mujeres que ha ido conociendo en estos días. Toda la ciudad en su búsqueda —«¿cómo es, alta o baja?»—, todos los desocupados, todos los estudiantes en vacaciones de verano, los oficinistas con permiso, los que tienen la familia en la playa, los buscadores de recompensa, los acomodadores de cine, que son los que mejor ven en la oscuridad, los confidentes de la policía, los abogados, los de la Asociación de Padres de Familia, los periodistas —«¿cómo dijo que es, rubia o morena?»—, los boy-scouts, los play-boy, los que esperan encontrarla hecha pedazos, sangrante o flotando en las aguas del río; los descuideros, los exaltados, los hambrientos de notoriedad, los enamoradizos, la ciudad entera, en un rastreo por recovecos de bares de barrio, de casas de huéspedes, de casas de citas —«así que tiene los ojos negros, ¿no dice usted?»—, del aeropuerto, de los jardines, de las tres estaciones de ferrocarril, en busca de la fugitiva. Y seguirán buscándola si la huida es la que presintió, definitiva y sin vuelta atrás, por los montes de los montes o en el rebujón de otros jóvenes fugitivos, en un sitio que tiene que haber en alguna parte. Y si Pablo la entendió en lo que había de decisión resuelta y en demanda de compaña —«esperesme caballero, llevesme en tu compañía» —aunque nada dijo ni ha dicho en su silencio pensativo, pronto ha de saberlo, como lo supo la del árbol, la infanta; es caprichoso el recuerdo del romance viejo. Romance o balada ¿no viene a ser lo mismo? La prisa por librarse de dudas: «no debiera haberte complicado en esto mío» y él, tardo en responder, la mirada fija en las sandalias, serio, evasivo o tajante, ¿quién lo sabe?: «Has hecho muy bien en contar conmigo». Y luego: «No te muevas de aquí», al levantarse con el aplomo y la palidez también, del que ha tomado una resolución, del que va a cometer un atraco para encontrar el dinero, del que va a matar a quemarropa, de frente o por la espalda, al hombre que quiso seducirla, del que va a negociar las paces en nombre de la cordura. O del que va a pedir consejo, buen hijo, prudente muchacho, y otra vez el romance: «Oh, malhaya el caballero que el encanto no servía; vase a tomar buen consejo y deja sola a la niña». Apostura de actor con el papel bien sabido y ensayado —«no te muevas de aquí»—, aunque la preocupación le estallaba en los ojos y por eso rehuía mirarla. La misma preocupación que le cortara el chorro imaginativo, la guasona e inteligente locuacidad mantenida hasta entonces en cada encuentro. Amparo se daba cuenta que al ofrecerle complicidad en su arrebato de mujer con fiebre de ser libre, le había creado la primera conciencia plena de hombría, esa que le llega al varón como carga tremenda; la de las decisiones importantes, la que tiñe de gravedad el gesto y la palabra, la que surge después del «y ahora ¿qué?», que hay que arrostrar como si fuera la cosa más natural del mundo. Pablo ha empezado a pensar —está segura— en lo que no ha pensado ella, en lo que vendrá luego, en ese futuro que ha empezado ya y que se ofrece como una sima gris, nebulosa, inadivinable. Espera Amparo que regrese al rincón, bajo el televisor apagado, que se siente como ella, a su lado, de espaldas a todo el mundo, para devolverle el calor y la seguridad de su compañía; espera que le diga «vamos», sin más explicaciones. Capítulo 28
TELEFONEÓ AL BUFETE y Perales le dijo que allí aguardaba Chano y que había llamado dos veces la señora de Baeza. Habló con el anticuario —«Chano, no te esperaba; perdona, pero me es imposible ir porque me ha surgido un problema; ¿lo dejamos para mañana?»— y sólo después de colgar se dio cuenta de que él mismo le había citado en el bufete. Ya le vería mañana. Mañana también llamaría a Elvira y le diría que se acabó; bueno, por lo menos, de momento, que ya le explicaría, que había dado, no, que había empeñado, suena más tajante, su palabra de honor. Tu marido me lo ha suplicado. ¿Qué te parece? Mañana, cuando las cosas se serenen, cuando a la chica le dé la gana de aparecer. No le habrá ocurrido un accidente, ¿verdad? El comisario: «No nos han comunicado ningún accidente». Isabel, no se lo habrás dicho a nadie... Isabel: «Sólo a Dionisio». El comisario: «No, rapto no creo que sea. Lo natural es que ande en alguna panda por un apartamento, por una casa abandonada... donde se reúne la gente joven, ya sabe usted.» Luego le habla de las drogas. «Mire, Silva: todo esto está a la orden del día. ¿Usted no ve la cantidad de jóvenes que se ven pálidas, con ojeras...?» Con ojeras, Isabel, eso dijo. No se ha metido en nada hasta ahora; pero, en verdad, ¿por qué ha venido la prima? «Bueno, te lo dije: andaba loca por un chico que no le convenía y mis tíos...» Volvió a llamar Dionisio a la caída de la tarde: «Calmaos: si hubiera ocurrido algo, ya se sabría». «¿Has pedido a la policía que no salga en los periódicos?» Sí, Isabel, lo he pedido. «¿Y que no lo diga la radio?» También. Lo de Chano puede esperar. A lo mejor, en este momento está Amparo subiendo en el ascensor, a punto de llamar a la puerta; o corriendo acera arriba, cerca ya de la casa. De un momento a otro puede que aparezca. Dijo también el comisario que darían una batida. «De vez en cuando lo hacemos; tenemos fichados a no sabe usted cuánta gente; sabemos dónde se reúnen, qué hacen...» Y dijo también que lo mejor era esperar. Esperar, Isabel... «Pero tenemos que hacer algo.» Sí, tendríamos que hacer algo «y-no estarnos-aquí-con-los-brazos-cruzados», pero ¿qué? No nos queda más que esperar; o si lo prefieres, recorrer la ciudad de calle en calle, casa por casa. Es mejor esperar. Y que espere Chano, también —Ramón Baeza: «no porque Chano sea homosexual...»—, hasta mañana, hasta pasado, hasta nunca, si fuera posible. Son redes impalpables, pero seguras, invisibles —¿invisibles? «...y sus enemigos te consideran manejado por él»—, pero fuertes, porque el marica puede mucho y es capaz de todo, hasta de presentar, de una vez, resueltamente, la factura. Que no todo se resuelve así como lo de Baeza, aún dura la impresión viscosa, vidriosa, casi náuseas y casi liberación sorprendente. La cara fofa y blancuzca del prohombre, su voz grave, queda, penetradora hasta el tuétano del alma: «Olvídate de Elvira», como súplica y como amenaza; como amenaza, tal vez, que bien pudiera haber tramado —es capaz— un rapto con exigencias para el rescate. Hace una hora bajó para decirle al portero que no cerrara con llave. Juan —«no hay cuidado, don Cándido, yo estoy aquí»— se acuesta tarde, saca una silla a la acera y toma el fresco hasta la una, hasta las dos; pega la hebra con el de al lado, con el sereno, con quien quiera que sea y se le pasan las horas tan ricamente. Alguna noche carga con Araceli y la sube en su sillita para que tome el fresco también. «No hay cuidado; yo estoy aquí.» Lo ha dicho sin necesidad de que le aclaren el porqué. Ya debe de saber lo de Amparo —lo habrá contado María—, ya se habrá enterado el vecindario entero. Tal vez Amparo esté a punto de llegar, de llamar a la puerta, de entrar como si nada hubiera pasado o pidiendo disculpas porque se le fue la hora. (La tardanza se hace ahora más patente con la oscuridad, que queda tras los cristales, con las luces encendidas, porque la noche acrecienta los temores.) No habrá sido por lo de anoche. El comisario: «¿Tenía amistades jóvenes?» El comisario —es su trabajo, lo de cada día; pasar impasible ante el desasosiego de los demás— habla fríamente, cortes-mente. «Estas cosas, Silva, están a la orden del día.» Tal vez Chano, que se conoce todos los tugurios de la ciudad, o valiéndose del gitano, que los conoce mejor porque es del hampa, pudiera hacer algo. Esa gente moviliza a una tropa secreta, oscura, escurridiza, infalible. Esa gente es como una mafia; intoxicación de películas, como diría Dionisio. (El teléfono, mudo. El latido del reloj se acrecienta desde el mueble alargado, burla en columpio, la del péndulo.)
Capítulo 29
AL SALIR DE LA CAFETERÍA se encaró Amparo con la noche como si quisiera sorberla y tomar de ella oscuridad para su cuerpo y vestido, diluirse como rincón no alumbrado; para conseguirlo mejor, doblegaba el rostro sobre el pecho de Pablo dejando que el cabello le sirviera de cortina. Él aseguró que estaban lejos y fue dando el nombre del barrio extremo y de la plaza aquella con fuentes luminosas, trajín de paseantes y estrépito en la calzada. «Tengo unas pesetas ahorradas» y la voz le llegaba a Amparo como pronunciada por otro hombre, y empezó a extrañar al muchacho convertido repentinamente en un desconocido —«igual me pasó contigo, Nico»—, en un ser inabordable, incomprensible a pesar de las horas que llevaban juntos, a pesar de tener su mejilla presionando el pecho de él, de respirarle y de recibir el calor de su cuerpo y la presión de su abrazo. «Creo que tendremos bastante.» Amparo iba a preguntarle bastante ¿para qué?, pero no se atrevió porque prefería seguir ignorando qué vendría luego. Una de las fuentes les roció de ínfimas salpicaduras, pulverizado frescor de agua iluminada. El aire jugaba a spray con los que se acercaban demasiado al fantasma con corpachón de lluvia que era el surtidor en la noche.
Había llegado el momento de los hubiera sido mejor, que no se pronunciaban, cuando entraron en una avenida tan alejada del centro y tan poco transitada, que parecía calle para ellos solos. Amparo, la cabeza inclinada, apartaba el cabello para ver el paisaje en declive, caprichosamente torcido, de lucecitas y oscuridades. Atrás habían quedado los anuncios luminosos, las fuentes con sus jorobas de agua y el bullicio veraniego. Los dos fugitivos pasaban ante la rara exposición nocturna, porque las fachadas oscuras tenían colgados cuadros de interiores y podían ver la butaca a contraluz de la lámpara de araña, la mesa, los retratos de familia y las pantallas puestos a ventilar en rectángulos anaranjados. Indecoroso catálogo en contrapicado, con interioridades de las que molestan como la cortina desagradable, el insospechado biombo o el mantel de plástico chulón —flores gordezuelas amarillas sobre fondo blancoleche— sobado y resquebrajado. Y techos, sobre todo. Fijándose bien, desde la acera por donde caminaban advertían qué techo ostentaba la línea serpenteante de la grieta y cuál se resentía de humedades; se veían techos con relieves, porque la luz adosada delataba lo burdo del cielo raso y otros con molduras de escayola enmarcando un cuadro al fresco que el pintor olvidó de pintar. Cada cuarto como escenario o como juguete para muñecas, anaranjados de tono, salvo el que se mostraba lívido y oficinesco porque lo iluminaba un fluorescente o el condenado por la luz escarlata, evocador de desasosiegos continuos, habitación del insomne a perpetuidad. Colección de zonas altas de paredes, de cuadros empinados, de cimeras de armarios, de bombillas y de lámparas, de papel de color, rayas verticales, flores embarulladas y reflejos cambiantes del televisor en techos y tabiques. Había ventanas que se iban encendiendo a su paso montándoles guardia de luz para que no se perdieran en el camino de la noche; y, para lo mismo, en la batea de las terrazas, la bombilla enjaulada en rizos de hierro.Tanta exhibición de hogares era demasiado para Amparo. Se detuvo ante la luna de una tienda de flores. Estaban apagadas las luces del interior y las plantas aparecían con el color perdido, dormidas en la urna de los escaparates. Le hubiera gustado entrar para respirar el olor de tantas flores juntas y encerradas. Si lo consiguiera, terminaría por caer en desmayo y tendría sueños raros, visiones de pintura naif. Si pudiera entrar ella sola y cerrar luego la puerta, se dejaría caer sobre la alfombra para respirar con ansia, como quien busca en el escape de gas la fuga definitiva. «Fue hallada entre las flores», dirían luego los periódicos. «¿Por qué huiste?», preguntaría la prima. Por esto, por pasar la noche entre las flores, por encontrar otra atmósfera distintamente corrompida. Y todos se darían cuenta de que de su aliento, de sus poros, emanaban olores apretados de plantas. Como Artemisa, Pablo. Como una Artemisa que no es de los bosques, ni de los jardines, ni siquiera de los invernaderos.Iban faltando los bloques y la avenida seguía por entre hondonadas negras donde se confundían escombros y matojos. Campo injerto en ciudad, con tapias o sin ellas erizado de grillos, de sombras que podían ser cualquier cosa, amantes o salteadores o sólo figuraciones. «He dicho en casa que salgo de viaje con el grupo de teatro», oía decir a Pablo, mientras la noche le daba vueltas y todo se tornaba figura de soñación, como si hubieran entrado en un mundo sin retorno posible. «He pensado que esta noche... —Amparo pegaba su rostro más a él y le notaba los latidos— ...debemos pasarla bajo techo; conozco a la dueña de una pensión...» Las luces de a lo lejos contribuían a montar el escenario de trasmundo, fingiéndose constelaciones derrumbadas en la negrura. Amparo sentía inquietud de boca seca, repeluco de desazón porque el aire era otro y venía de las entrañas de la noche; vientecillo nocherniego que impele el vuelo de las camuñas, que hace girar a las bisagras que gimen, que deja huella para siempre en las miradas de las mujeres. Todo bulto que pasaba, fuera hombre, mujer o vehículo, se ocultaba en funda sutil de disimulos, para dar impresión de que no eran lo que parecían, de que no eran ellos, sino otros. Cuando dejaban atrás el chorro de luz de la bombilla, volvían a lo negro como si hubieran caído de rondón en la trampa de la noche y se abriera la gran calicata, el terraplén sin fondo. Pero Pablo seguía adentrándose en aquella espesura, donde sólo era límpido el palio de estrellas, con la seguridad del nigromante, del planetista que con grimorio o sin él sabe adonde va y qué le espera. De vez en cuando, pasaba un coche y los cegaba con sus faros; el coche, a lo mejor, quién sabe, que lleva la cuenta de las muchachas que se han escapado y las encuentran se escondan donde se escondan; el auto de la patrulla, el que rebusca por los entresijos de oscuridades, el que saca foto y la comprueba en siete segundos. Hubiera sido mejor romper la magia inquietante y correr en busca del taxi, antes que fuera todavía más tarde, antes de que —«...conozco a la dueña de una pensión...»— se obligara del todo a lo que no sabía si quería o no. Pero seguía adelante dejándose llevar hacia lo desconocido con el desconocido aquel cuyo cuerpo, caliente, palpitante, tan cercano en el abrazo, la estaría esperando con exigencia de hombre.Iban llegando a una barriada nueva de casitas bajas con jardines, y era por el filo de la medianoche. Arrastraba el aire olores a río y a huertas, a damas de noches y a geranios regados, y vago olor a vecindario también, como si se hubieran destapado de pronto las cazuelas de las cenas más rezagadas. Vieron al que cruza la calle, hablando al perro que sacaba a pasear; a la familia que volvía despaciosa, comentadora, bostezante, del cine al aire libre; al gato deshaciendo una bolsa de basura; al ciclista; al coche detenido con el motor en marcha bajo el reclamo intermitente de la cruz roja. «Es por aquí», dijo él mientras la llevaba entre las verjas cubiertas de madreselva o de tuya, porches blancos, arcos de medio punto, y la noche volvía a estar domesticada.Luego, otra tapia, alejada de la luz y, arrimados a ella, una pareja. Vio Amparo los ojos de la mujer, muy abiertos y ribeteados de feroz negrura, y siguió viéndolos en la memoria como si fueran ojos de la misma noche; quizás ella empezara a tenerlos así de trágicos, de atisbadores, ojos garduños de sosiegos, de resuelta nictalopía. Quizá nunca podría arrancarse la huella terrible y, en adelante, tendría el mirar, aun de día, de la mujer de la noche. Y llegaron a una casa de tres o cuatro plantas, al borde de una acera terriza, y Pablo empujó la puerta. La luz triste del zaguán denunció cuan lívido iba. Capítulo 30
...DESDE AQUEL PONIENTE bermejo, nubarrones como escorias candentes sobre los castaños desnudos, sobre el tejado de la mole ocre y el ringlero de estatuas en equilibrio. Atrás quedó la Facultad y tomamos la acera de la tapia de los letreros procaces, hasta llegar a la otra calle donde nos cubrió la noche, callejón sin tránsito ni luz apenas, sin ventanas ni puertas, entre paredón corrido y verja —biombo agreste de maleza oscura—. Hace ya de esto (¿es posible, Cándido?) más de veinte años. Allí comenzó nuestra película larga y cansina de perversión mutua, pasatiempo desleal, oscuro y divertido. Infiel ya, antes del casorio, promesa no pronunciada de infidelidad perpetua y doble: me acuerdo de Alberto, del bueno de Alberto. Pero de esto tú no sabes nada. ¿O sí?
Desde entonces te he visto engallarte, traicionar, mofarte cruelmente, escalar puestos y hasta llorar de despecho algunas veces. Nadie sabe mejor que yo cómo y cuándo te lanzaste a tu carrera de hombre importante, lo que hiciste por relacionarte con Ramón y subirte a su carro de relumbres. Tus tarjetas de felicitación después de cada discurso, de cada entrevista, tu espontáneo discurso —espontáneo, dijiste—, exactamente medido y aprendido de memoria en la cena de su homenaje... Son cosas que hoy se me están viniendo a la memoria como fogonazos. Será que estoy impresionada. Ha ocurrido algo, Cándido, no sé exactamente qué: «esto se acaba» y nunca le vi, ni sospeché verle nunca tan abatido. Parecía otro hombre y sentí por él —te burlarías si me oyeras— una compasión intensa; yo creo que sentí cariño. Será por eso por lo que me llegan de este modo los recuerdos y te veo en pleno trajín de tu campaña electoral, cuando te hiciste quince o veinte, qué sé yo cuántas, fotos de galería; en una de las que te gustaban aparecías con el mentón alzado, apretados los labios y la mirada muy fija al frente; hermoso perfil de una especie de Mussolini guapetón, jovencito e inofensivo, como dijo Dionisio al verla; ¿y aquella otra, la que salió en los carteles y en los reclamos de los periódicos, rezumando felicidad, sonrisa norteamericana y con más porte de anunciante de lavadoras que de candidato a concejal del Ayuntamiento? Repaso interminable a las frases, una y otra vez, a la busca del slogan definitivo, consultas, llamadas, gozoso nerviosismo y ganas de salir a la calle en triunfal reparto de apretones de manos, besos a los niños y a las ancianas, girando la cintura, los brazos en alto, tal como se ve en las películas de Hollywood. ¡Qué actividad en la oficina improvisada! ¡Cómo disfrutabas! Citas a los periodistas y regalos —«atenciones por las molestias, eso es todo...»—; el teléfono y los telegramas —«no me dejan ni un momento»—, los parabienes anticipados ante la mesa cubierta de langostinos y gambas de Padrón, jerez, chiva real y tacos de jamón de Jabugo, a la espera de la gran noticia. (Tu hermano Alberto ya estaba en Londres.) Tu sonrisa prometedora por todas las paredes, por todos los postes, en todas las vallas de la ciudad, en el cristal trasero de tu coche, en los escaparates, en los ceniceros que regalaste a los amigos. Como siempre, contabas contigo mismo y creías contar con todo el mundo, convencido de tu persuasión, de tu talento, de tu personal encanto, de tu simpatía. Suponías que te iban a votar en pleno el Colegio de Abogados y los profesores, que los llevaría Dionisio; los de «Valentino», los del Aero, los sabios y los analfabetos, los invertidos, con Chano a la cabeza; tus amigos los ganaderos, los toreros con sus cuadrillas, los comerciantes y los artistas, los de izquierda y los de derecha, los ultra, los apolíticos, los creyentes y los ateos, y hasta los pobres, de la mano de Francisco, el de la finca. La ciudad entera, en fin, seducida por tu sonrisa. Luego se vio que no eran tantos. Mi marido, aunque te dio su palabra —y esto tampoco lo sabes— fue de los que no te votaron aunque te felicitara enfáticamente y hasta conmovido en el amago de abrazo que inmortalizó un leikero.Cuántos recuerdos, Cándido; para no acabar en años. Como aquella tarde que habrás olvidado y que yo conservo en la memoria como herida abierta. Volaban estorninos de nube a nube por huecos de puro azul, por encima de las hojas y las ramas mojadas; se hundían los tacones en la tierra blanda y resbaladiza por el camino abierto entre el maíz chorreante. Me empujabas y me retenías evitando a cada paso, a cada traspié, el batacazo sobre el barro. Tu aliento, tus manos ávidas, los besos, la frase chusca y tu cuerpo todo ardiendo de deseos. Y por detrás de las cañas y de las mazorcas, de pronto, la mirada molesta de tu hermano, su gesto de decepción, de dolor silencioso. Tú no le viste. Ni te diste cuenta de cómo me sobresaltaba y de cómo perdía el color y casi el pulso. Casi nunca hemos hablado de Alberto. ¿Sabías tú algo? ¿Adivinaste lo enamorado que estaba de mí? ¿Sospechaste que yo también lo estaba de él y que sólo por eso, por tenerle más cerca —tiene gracia, ¿verdad?— y hasta por encelarle, salí una vez y otra contigo? Aquella tarde fui a tu finca pensando en que le vería, lo que no esperaba era verle así, detrás de las matas, con su mirada fija en tus burdas, precipitadas caricias. Qué difícil sería explicar esto. Aquella tarde, cuando lloraba desesperadamente y tú —¿recuerdas?— intentabas saber por qué, ¿qué hubieras dicho, qué hubieras hecho si yo te hubiese contado una historia tan disparatada? Toda mi vida es eso: un puro e increíble disparate. No tengo más recurso que creer en el sino que determina a las personas. Los astros serán, digo yo. ¿Por qué si no soy así y me he comportado así toda mi vida? La mirada de Alberto... Se han dicho tantas cosas de tu hermano... Tú mismo no sabes por qué se marchó y no ha vuelto. Sospechas que fue a raíz de un encuentro con tu padre, y te parece natural que chocaran algún día, siendo tan distintos los dos. No sabes que unos días después de aquello de la finca nos vimos y tuvimos una escena muda, breve, sobrecogedora. Me tomó las manos, me miró fijamente e intentó sonreír. Luego se encogió de hombros —le brillaban los ojos— y se fue sin decirme nada. Bien poca cosa, ¿verdad? Quiso decirme tantas... Y el caso es que yo entendí cuánto había de desilusión, de piedad y de reproche en su mirada, y me di cuenta de que le perdía para siempre. Fue mejor para él, sin duda. ¿Te imaginas qué clase de esposa hubiera sido yo para un hombre como Alberto? ¿Y te imaginas con qué dolor, con qué hastío, con qué desprecio hacia mí misma pienso estas cosas? Yo pude haber sido esposa tuya si me lo hubiese propuesto; meses antes de tu boda —¿recuerdas?— me lo pediste. No te hubiera soportado; el recuerdo de tu hermano me habría hecho gritar desesperada. Como amante, ya lo ves, es distinto. He llegado a ser esposa de un hombre como Ramón, pero también es distinto; mujer decorativa para un tipo importante, relativamente solícito y poco, nada escrupuloso. El matrimonio como pacto, como arreglo; casi matrimonio de estado. Alberto, al conocer la noticia de mi boda, la última vez que le vi; otra vez su mirada y unas palabras quedas, graves: «me das pena». Julián, que estaba presente, sonrió creyendo que era frase chusca, una broma de las de tu hermano. Pero yo sé que Alberto no bromeaba entonces y se contuvo por no decir «me das asco», que es lo que realmente sentía. Tres días después se marchó de España, y te digo que durante el viaje de boda por Europa, temía cada mañana encontrarle en cualquier sitio. Nada de esto sabías, ¿verdad? Y es que, en definitiva, sabes tan poco... Yo, en cambio, te conozco como nadie. Los prohombres, los grandes personajes... Si os vieran como os veo yo, tan pequeños y tan frágiles, sostenidos tan sólo por la pasibilidad de los demás... Me acuerdo ahora, no sé por qué, de otro discurso tuyo, cuando te dieron el banquete. Qué guapa, qué orgullosa estaba de ti Isabel —encandilada la tenías todavía—, tan bien peinada y llena de alhajas, con un rubor de felicidad cuando tomó en sus manos el ramo de flores; balanceó el ramo como si fuera un recién nacido. Lo mejor de la ciudad a tu alrededor, los fotógrafos sacándote fotos, los micros de la radio y de los reporteros, las autoridades diciendo que sí con la cabeza, en gesto mesurado y aprobatorio, y tú, olímpico, agradeciendo el agasajo con tu oratoria no de abogado hábil sino de zalamero embaucador, para acabar perorando, con humilde, condescendiente reconocimiento de tus méritos, a la manera de mi marido. Con citas traídas por los pelos, con énfasis persuasorio, igual, igual que Ramón. La cabeza gacha, la sonrisa triste de Dionisio Labrada, la guasa de Julián, la fija atención de Chano, que parecía querer ayudarte en caso de tropiezo, y los ojos de Isabel buscándome desafiante y satisfecha. Y Ramón, impasible, silencioso, en su puesto de árbitro dominador tan sólo con su presencia. Como padrino de la mafia. ¡Qué distinto al de hoy, Cándido! Si le hubieras visto... No sé qué le ha ocurrido, si es que le fallan los resortes o si es que se siente cansado. Hace unos días me habló de un viaje. Un viaje de descanso, no sé si un crucero o una estancia en un hotel de la Costa del Sol o de la Costa Azul. No sé si lo haremos. Será, en todo caso, por poco tiempo, porque él no sabría vivir más de dos semanas fuera de la ciudad. Ya no se resigna a entrar en un restaurante donde no le salude el dueño, el maitre y los camareros —«Buenas tardes, don Ramón; buenas noches, don Ramón; enhorabuena, don Ramón. ¿Lo de siempre, don Ramón?»—, ni pasear por calles donde no le conozcan, ni dejar de aparecer por Pineda o por Labradores... A pesar de los desprecios —qué mal rato, hace unas semanas, cuando el concierto de la Coral; se acercó al grupo de aristócratas y lo disolvió en el acto— y a pesar del cansancio, poco tiempo estaremos fuera, te lo aseguro. Y lo siento, porque me gustaría ausentarme durante meses y meses, por él y por no verte en una larga temporada. Y es que hoy he descubierto que no le desprecio; y que si me esfuerzo, sería capaz de encontrar en lo hondo de este fantasmón que es mi marido al hombre que se esconde, que puede ser, segura estoy, más tierno y más humano que tú y que, por supuesto, me necesita más que nadie. Serán los años, Cándido, pero noto que, al fin, me voy volviendo sentimental. Yo también estoy cansada. Si vieras su asombro, y su gratitud —cómo le temblaron los labios, cómo me miraba—, cuando le atraje hacia mí en un abrazo... Capítulo 31
DOCE PÁGINAS LLEVA en penosa dedicación y no saca en claro más que la fatiga. «Tendrás que leerla dos veces», le dijo Dionisio. «¿Dos veces?, ¿crees que lograré leerla una sola?» y vuelve a la fronda impenetrable, artificiosa, de la novela, mientras Dionisio se encoge de hombros, aviesamente burlón, sin aclarar que él tampoco había podido llegar a la última página. Será que le distrae la gracia ondulada y perseguida de los violines de Vivaldi, que fluye de la cinta; o el recuerdo, a cada momento, de la preocupación de los Silva (llamaron sobre las doce y media por última vez), o será que nunca fue aficionada al acertijo y menos a la hora de leer novelas.
Los visillos llevan el compás a su manera del concierto, que de ello se encarga el vientecillo que se asoma a la ventana y modela pliegues e hincha el tergal tendido hasta darle ínfulas de velamen. Es el mismo aire que estremece el papel en el que Dionisio escribe, versos son, lo está viendo, como si quisiera arrebatarlo de la mesita lobulada, de la presión de la mano y de la pluma, hasta convertirlo en pliegue volandero. Vuelve a la novela de sintaxis dislocada y tan oscura de conceptos que bien podría pasar por escrita en cábala para iniciados, impura extorsión, huera puerilidad de laberinto, complicado puzzle que habría de ensamblar —«tendrás que leerla dos veces»— con mil esfuerzos para desentrañar su sentido. Puede que también sea el sueño que le llega, que se le sube a los ojos y le nubla el entendimiento.Será mejor cerrar el libro y escuchar a los violines, le gustan a Dionisio, hasta que vuelvan a llamar, si es que llaman y dan noticias de la chica forastera. A lo mejor piensan que es tarde y no se atreven. A lo mejor llegó, y Amparo está dando explicaciones. También, seguro, Dionisio tiene sueño y escribe —«¿qué haces?», le pregunto, y él: «tomo notas»—, aunque no lo ha dicho, será para sorprenderla, un nuevo epigrama, de los que tanto divierten a los amigos. Otro más que guardará en la carpeta roja, que leerá en voz alta cuando le parezca y que no publicará nunca. Antonio Burgos: «Me han dicho que tu libro es estupendo. ¿Cuándo lo publicarás?» Y Cándido, después de conocer su epigrama, el que empieza «¿Dónde está tu candidez / Cándido sólo de nombre?», insistió en lo mismo. Ayer, cuando estuvo de visita: «Tienes que publicar tu libro, aunque sea en edición reducida para los amigos». Tu libro, dicen, y no se refieren a ninguno de los ocho o diez que lleva publicados; de los ocho o diez se ocuparon los críticos, los de las entrevistas, los presentadores, los que organizan firmas, pero el único que cuenta para los amigos es aquel que no se publicó ni lleva camino de ello; el que surgió entre valdepeñas y coquinas sobre el mostrador de «Sol y sombra» cuando Cándido iba leyendo en voz alta el cartelón del ochocientos, feria y fiestas de Primavera, toros y conciertos, fuegos de artificios, gran limosna de pan a los pobres y elevación de fantoches. Julián: «Ahora también se elevan fantoches, aunque no figuren en los programas». Entonces propusieron la idea del libro, del libelo, como le llama Dionisio; entre la flamenca de Triana y aquellos que parecían banderilleros o cantaores de tercera, las tapas, el vino negro y, de fondo, los viejos programas de seda y las litografías de Ortega, se quedó en que sí; pero no habrá libro. No saben que nunca dará a la imprenta aquellas décimas cáusticas y que algún día dejará de guardarlas y las hará pedazos.Ya ha roto muchas y esta misma mañana deshizo la de Bolderas, sin haberla leído más que su mujer. Fue arrebato y desahogo, secreta venganza —«con diez mil fichas, Bolderas, dices que has hecho tu obra»— al término del prólogo para el fastidioso libro.(«No te conocen bien ni siquiera tus amigos de toda la vida. Te creen sarcástico, siendo como eres tierno y compasivo hasta lo increíble. Por todos ellos te preocupas, a todos querrías favorecer. Te desvives por tus raros amigos, por el amargo Ramiro Rosales, que no acabará nunca de contarte sus problemas; yo creo que los inventa nada más que por venir a contártelos y que le compadezcas. Y por Julián, el aburridísimo Julián, incapaz de ocuparse en nada útil, redomado egoísta. Y por Cándido y por todos. Esta tarde me reía y me dabas lástima: pensabas quedarte las horas leyendo, preparaste el whisky, el taburete para los pies, la cachimba y el cenicero, corriste las cortinas... Y luego, lo dejaste todo para ir a soportar a Ramiro. Tienes demasiado corazón, dan ganas de pegarte por lo bobo que eres, porque ninguno te lo agradece, porque ninguno te conoce a fondo como te conozco yo. No escarmentarás. Y el caso, ¿sabes?, es que tampoco me gustaría que escarmentaras; dejarías de ser como eres.»)Se ha quitado Cecilia las gafas y se ha puesto de pie. Deja la torturante novela en la estantería. Habrá que quitarle el polvo a los libros, uno por uno, un día entero. Va por detrás de la butaca de Dionisio, aparta uno de los visillos y al mirar a la oscuridad el aire húmedo le llega a la cara y al cuello y revuelve su peinado. En la calle han apagado una farola sí y otra no. Ladra un perro y en la casa de enfrente hay una ventana iluminada, sólo una. En el jardín, el grillo filarmónico continúa acompañando a lo de Vivaldi en negro, monocorde e interminable contrapunto, «eco de violino lontano», de un violín trastocado y agreste. Ayer, mientras se despedía la visita, Amparo se quedó mirando el rótulo de cerámica, «¿Villa ínsula?», y Dionisio, como si fuera en broma, le dijo que el nombre del chalé era por una isla desconocida que ellos tenían en propiedad secreta y misteriosa. Ella sonrió sin comprender, como había sonreído tantas veces durante la tarde. La jovencita perdida... «¿Qué te ha parecido?», preguntó Dionisio cuando se hubieron marchado. «Pero si es una niña...» Y Dionisio guardó silencio y movió la cabeza, pensativo.Se vuelve hacia su marido. Tiene la cabeza inclinada, los cabellos revueltos. Cada vez que escribe, se despeina. Se inclina posando una mano en el hombro del marido. «¿A ver?» Dionisio: «Tendré que corregirlo mañana; es sólo un borrador». Lee Cecilia unos renglones, unos versos. «Esto no es un epigrama.» Y él: «No, no. Es una balada. Casi una elegía, ya verás. Creo que te gustará cuando la termine.» Capítulo 32
SUBIERON UN TRAMO de escalera —cómo resonaban los pasos...—, y en el primer rellano una mujer les abrió la puerta. Pasaron y Amparo sintió frío y se acariciaba los brazos como si el airecillo negro los hubiera seguido escalera arriba hasta meterse entre las cuatro paredes. La mujer y Pablo hablaban en voz baja y el cuchicheo duró más de lo que esperaba; Amparo, por no verlos, miró a las paredes, extrañada de que aún no empezaran a dar vueltas. «¿Toda la noche?» Y él dijo que sí. La mujer volvió a mirar a Amparo, pasó delante y les señaló un cuarto. Mientras Pablo buscaba y contaba unos billetes, la forastera se encontró iluminada por una pantalla de cretona verde. Balcón entreabierto, mesita de noche, dos sillas tapizadas de verde, otra puerta de cristales traslúcidos, una cama de matrimonio.
Entró Pablo y cerró la puerta y, sonriendo a la demudada ojerosa —«estás muy cansada, ¿verdad?»—, la tomó de la mano y la sentó a su lado, sobre las sábanas. Quedaban sumergidos en aquella luz de acuario, luz de alucinación por lo que tenía de vegetal y por cuanto acentuaba la palidez de los enamorados. «Hemos ido a caer en la gran pecera», dijo él. Y, en seguida: «Para encontrarnos tendrían que enviar hombres ranas». Cuando se quitó la camisa, los brillos aceitunados del torso le convirtieron en el buceador estrambótico, explorador de alcobas submarinas. «¿Sabes qué haremos? Abriremos el balcón y apagaré esta luz de garrafa llena, y así podremos subir a la superficie.» Y ella se extrañaba de que Pablo hubiera encontrado de nuevo su fantasía y la desbordara precisamente entonces.Por el balcón abierto, se fueron asomando poco a poco las estrellas. Les llegaba muy tenue la luz de la calle y tardaron segundos en reconocer las paredes, las puertas, los muebles, las toscas alfombras a los pies de la cama. Dijo él: «No te desnudes». Y luego: «No haremos otra cosa que descansar juntos». Y ella, que se creía obligada a la entrega, acabó por llorar sosegadamente, dulcemente, al sentirse tan cerca y doblemente protegida. Fueron veinte minutos, media hora tal vez, de reposar juntos, tendidos, mirando al techo o mirándose a los ojos. Las estrellas fueron testigos. Capítulo 33
DIONISIO SE DA CUENTA de que la cinta se detuvo, no sabe cuándo, y que los visillos continúan la danza. Ha cerrado la carpeta, ha encendido la última cachimba y se queda mirando a la pared de libros. En cuanto sea de día, llamará por teléfono a Cándido, a ver qué nuevas le dan de la niña forastera. Amparo, ayer, enfrentando las ojeras a los lomos de los libros, casi a punto de bostezar, mientras los demás hablaban de cosas que no le importan ni conoce; al mínimo donaire, la sonrisa brotando en los ojos y en los labios; y luego, otra vez, el mutismo alerta, pensativa y cuidadora de sus gestos en el papel de jovencita llevada a que la conozcan. ¿A que la conozcan, para qué? Cecilia: «Pero ¡si es una niña!». Sí, es una niña, como las alumnas del último curso del Instituto. Una niña, y sin embargo... Queda una luz, la de la pantalla, junto a la butaca.. Lo demás en penumbra así como movediza, será el sueño, que se repliega en los rincones, en el hueco de la escalera. Sería momento para seguir el poema y deshacer así esa carga sentimental, tan íntima, la del matiz nuevo que le ha llegado, ahora lo nota, con los años. De vez en cuando, Cecilia le pide que vayan al parque a recordar los tiempos del noviazgo; pero él no se enternece evocando los besos primeros, ni las osadías —«¿te acuerdas de aquella tarde...?»— ni el reencuentro con el banco escogido y escondido; su sentimentalismo crece ahora y se derrama al ver pasar a los jóvenes, al respirar el aire removido por las faldas —«sí, Cecilia, me acuerdo»—, al sentir que le invade una especial melancolía —«llevas razón, Cecilia»— y una ternura antes no conocida, al ver a los enamorados, adolescentes aún, pasear el abrazo y la caricia. Se los queda mirando —«te estoy escuchando, Cecilia; ¿quieres que te repita cuanto has dicho, palabra por palabra?»— y no es añoranza ni deseo concreto, sino infinita comprensión y ganas de convertirse en cómplice, en compartir de algún modo. Si lo confesara, exclamaría su mujer: «Pero, hombre, a estas alturas...», o, tal vez: «claro; estás en la edad peor, en la edad peligrosa», y probablemente reirían, pero no es eso, o tal vez sí, y ahí está la imagen de la muchacha forastera sin dejarle, para poner en pie su sentimental novelería. Como heroína, por capricho, de un poema. Lo que haría un colegial, y al pensarlo se alarma: «Me siento demasiado joven, debe de ser que me voy volviendo viejo», como le dijo días atrás a Ramiro.
Unos días más, unas horas más, y terminaría la balada que sería historia sentimental y triste, como esas que luego se cantan por los años de los años, se vierten en crónicas rimadas de los cantares de ciego y derivan, con variantes, en consejas; Dios mío, hasta en fotonovela o serial de radio. Y le dirían: pero ¿qué has hecho, Dionisio Labrada? Un intelectual como tú... y él sonreiría sin contestar, sin decirle a nadie que necesitaba salir de tanta angosta pedantería, de tanta sapiencia libresca. Sólo contestaría: «Ya ven: lo sentí, se me ocurrió...», y a ellos les sonaría como disculpa.Ha vuelto Cecilia. «¿Te queda mucho?» Dionisio se incorpora, guarda la carpeta. Entre los dos, van bajando las persianas. Ha refrescado también esta noche, se nota en cuanto salen al jardin para cerrar con llave la cancela. Las plantas se doblegan suavemente por la racha oscura y húmeda, inmediato presagio del relente. Calló el perro, pero sigue el grillo, que debe de andar bajo la mata de geranio. Dulzor y finura del jazmín, fragancia impetuosa de la dama de noche. Habrá algún gusano de luz entre los arriates, con su lumbre celeste y mínima perdida entre la espesura. La alta noche llenó a la barriada de silencios mientras el viento recorre a gusto azoteas, tejados y miradores.Mañana terminará el poema, a no ser que —ay, estas dudas, siempre— le dé forma distinta y en vez de balada la convierta en novela corta, en largo apólogo cifrado donde una Amparo rebelde se libre de los enanos de la casa en ruina. Será la que baje, virgen decidida, la escalera del artesonado. No. Será la que huya por las azoteas y arrastre tras ella a los jóvenes de espíritu, a los que no menguaron de estatura. Y los enanos gritarán: «Otra que se descarría. ¿Ven ustedes? Otra más. Cómo está el mundo, Señor; en mis tiempos...» Y darán brincos y zapatetas ridículas y lastimeras. Mañana se verá. Y dice a media voz: «Sí, mañana mismo». Cecilia pregunta:—¿Mañana, qué?Y él sonríe, se encoge de hombros y contesta que mañana, nada; que son cosas que anda pensando sobre aquello que escribía hace un rato. No es momento para explicar —quizá lo haga luego, en el dormitorio— que aquellos otros papeles, los de la fábula de la enanería encaramada, tiránica y grotesca que tiene a medio escribir, encontrarán cauce de salida gracias a la niña forastera. Los amigos no conocen aquellos papeles; vienen a ser un secreto, lo mismo que la ínsula, lo mismo que tantos otros secretos, que para los dos quedan. Y acaricia la idea nueva, —«¿Y cómo se te ocurren estas cosas?», le preguntará luego Cándido, enano también, enano sin remisión, por vocación y por ambiente— con la fruición íntima de lo que ahora se le antoja (y a lo mejor mañana no), un motivo digno y argumento de su mejor libro.Está lleno el jardincillo de acechanzas, de aroma incitante, de sombras replegadas o remontadas entre las matas y el frutal negro macizo y movedizo donde se columpia suavemente la noche. Hay flores que se acurrucan, los pétalos como párpados vencidos, hasta que llegue el día y, seguro, debe de haber un tejemaneje silencioso y diminuto por entre los tallos tiernos y el mantillo. Quizás en aquel momento esté rompiendo una semilla o dé el estirón por entre la tierra negra, tentáculos blanquecinos las raíces, una planta cualquiera. En la calle, ante la cancela, se ha detenido una pareja. Son casi dos sombras erguidas; jóvenes se ven; así como novios. Él apoya su mano en el hombro de ella y, al verlos, Dionisio se acerca: «Hola, Amparo, pasad; os estábamos esperando», dice mientras descorre el cerrojo y abre, nuevo alborozo, la cancela.Fin