Publicado en
octubre 09, 2011
Al llegar a la cima de un cerro, con visibilidad cero, dos autos chocaron de frente. Lo que sucedió después puede cambiar para siempre su manera de pensar respecto a conducir un auto.
Por Edward Ziegler
PRISCILLA VAN STEELANT, de 39 años, acabó de hacer sus compras poco antes de las 12:30 de la tarde y enfiló hacia el norte por la carretera Madison en Culpeper, Virginia. Era un día inusitadamente caluroso para ser el mes de marzo, pero no lo suficiente para recorrer el toldo de su convertible rojo oscuro, modelo 1989. Tomó la ruta 229 hacia la desviación a la carretera de distrito 640, que conducía a su hogar, en Jeffersonton, Virginia.
Por su parte, Ron Woody, carpintero de 22 años, acabó de clavar unos montantes de cinco por diez centímetros en una casa que estaba ayudando a construir. Miró su reloj. Tendría que apresurarse si quería llegar a tiempo a recoger a su esposa en la ciudad.
Cuando salió en su sedán 1989, de color rojo vivo, eran casi las 12:40. Viró a la izquierda en la carretera de distrito 640 y metió en el tocacintas un casete que le habían prestado.
Priscilla ya había salido de la carretera principal y se dirigía hacia el este por el mismo camino rural, tan apacible, de la 640, que serpentea entre campos verdes y bosques, al oriente de las montañas de Blue Ridge.
MONICA STOVER, de 21 años, estaba en el hogar de su abuela cuando oyó el rechinido de las llantas y un golpazo que sacudió la casa. Salió a toda prisa y corrió calle abajo. Dos automóviles estaban horriblemente destrozados. Toda temblorosa, la joven regresó de inmediato a la casa y marcó el número de los servicios de urgencia.
Ruth Gillespie, una vecina, saltó de su escritorio al oír el tremendo choque. Salió corriendo y vio que dos autos se habían estrellado de frente, delante de su casa. Nadie se movía dentro de ellos. Segura de que habría moribundos, Ruth entró rápidamente a pedir auxilio por teléfono.
Segundos después, los localizadores electrónicos empezaron a enviar señales por toda la población, para convocar a los voluntarios de los servicios de urgencia. El subteniente Chick Lauffer, del Segundo Escuadrón de Rescate, y dos miembros del personal, estaban en el estacionamiento de una tienda situada pocos kilómetros al sur del lugar de los hechos, cuando oyeron el llamado por radio de la ambulancia: "Accidente automovilístico. . . dos vehículos. . . hay lesionados. Es en la carretera 640, a kilómetro y medio de la 229". Como sabía que la 640 era una carretera recta y estrecha, Lauffer sospechó que se trataba de un choque de frente. Conectó la sirena y partió a toda máquina hacia aquel sitio.
SINIESTRAS EXPECTATIVAS
Como desde hacía mucho tiempo pertenecía al escuadrón de rescate, el corpulento Lauffer estaba familiarizado con la muerte. En sus 27 años de experiencia, había prestado servicios de técnico en traumatología en cerca de 1000 accidentes automovilísticos, ataques cardiacos, incendios y ahogamientos.
Sabía muy bien que la mayor parte de los choques de frente ocasionan muertes espantosas o terribles lesiones. Por lo general, se encuentra a los automovilistas inconscientes, sangrando muchísimo, aprisionados en el metal retorcido y respirando con estertores y silbidos (ruidos burbujeantes que se producen cuando el aire trata de pasar por el líquido acumulado en las vías respiratorias). Eso era lo que esperaban encontrar Lauffer y sus compañeros, Steve Miller y Kenneth Mills.
Al aproximarse a una loma en la 640, Lauffer vio que la señora Gillespie le hacía señales con una bandera roja. Tenía a la vista los vehículos accidentados, pero no alcanzaba a ver a ninguno de los conductores. Trasmi-tió por radio su primera impresión del choque a los escuadrones de la policía y a los bomberos, que ya iban en camino.
Mientras se dirigía a pie a los automóviles, Lauffer se planteó una serie de preguntas. ¿Quién necesitaría más cuidados? ¿Quién tendría más probabilidades de sobrevivir? Un Chrysler Le Baron, de color rojo vivo, se hallaba destrozado, con la cubierta del motor y el techo levantados, y el parabrisas despedazado y parcialmente desprendido de su marco. La portezuela izquierda estaba completamente plegada y el motor se había incrustado en el muro cortafuego. Lauffer no vio a nadie, ni dentro del vehículo ni fuera de él.
A seis metros había otro Le Baron, con el extremo posterior en la cuneta. La cubierta del motor estaba grotescamente levantada, el toldo de lona se había abierto y la rueda delantera izquierda, con la llanta desinflada, estaba totalmente inclinada. Todo el automóvil se había arqueado.
Lauffer se acercó al convertible y vio a una mujer, sentada en el lugar del pasajero.
—¿Estuvo usted en el choque? —preguntó Chick.
—Sí.
—¿Se siente bien?
—Sí; estoy muy bien —respondió la señora Van Steelant.
—¿Está por ahí el conductor?
—Yo soy.
—¿Usted venía conduciendo?
Aquello era inconcebible. En el lado izquierdo del vehículo, el tablero de instrumentos y el piso se habían hundido hacia adentro, en dirección del asiento del conductor.
Lauffer le preguntó a la conductora qué día era. "12 de marzo", respondió ella. Luego le preguntó quién era el presidente de Estados Unidos. "George Bush", fue la respuesta.
Convencido de que la mujer estaba orientada en el tiempo y en el espacio, indicó a Miller que llevara a cabo un reconocimiento secundario.
Después le pidió a Mills que lo ayudara a buscar al ocupante del otro auto. No encontrando a nadie ni dentro ni debajo del sedán, empezaron a revisar la orilla del camino y el bosque. Lauffer había visto accidentes en los que el conductor había salido despedido de su auto hasta perderse de vista. En eso, Lauffer alzó la vista y vio a un joven alto que se acercaba cojeando por el camino.
UN POCO DE TELA
Minutos antes, Ruth Gillespie había visto salir del auto a Ron Woody, que parecía aturdido. Tras asegurarle que se encontraba bien, el joven le dijo que debía hacer un telefonema. Ella le mostró dónde estaba su teléfono.
"Querida", le oyó decir, "acabo de tener un accidente, y no voy a poder pasar por ti... Creo que el auto quedó inservible ". Ya en el lugar del accidente, Lauffer le preguntó:
—¿Es usted el conductor de este auto?
—Sí, señor.
Lauffer dudó nuevamente. Examinó aquella masa de metal retorcido, y luego al joven de 1.88 metros. En su larga experiencia, jamás había visto un vehículo hecho añicos y a su conductor ileso.
Como Woody se quejó de que le dolía la espinilla, Mills le sugirió que se sentara en el tablón horizontal de la ambulancia, le cortó los pantalones de mezclilla azul con unas tijeras quirúrgicas y le examinó la pierna. “'Lo único que vi fueron algunos arañazos", declararía después. "Tenía la pierna magullada y enrojecida, y un rasguño en el brazo, pero ya había dejado de sangrar".
En el ínterin, Priscilla se quejó de que le dolían las piernas y los pies. Lauffer recomendó que ambos fueran llevados al hospital para que se les examinara con más cuidado, pero ninguno accedió.
Entonces, Lauffer volvió a inspeccionar los dos vehículos. Encima de cada volante estaban los livianos residuos de nailon que minutos antes habían sido una bolsa de aire inflada. "¡Dios mío!" , exclamó. Lo había comprendido todo: aquellos trozos de tela habían permitido que los dos automovilistas burlaran a la muerte y salieran incluso sin lesiones graves.
EN UN PARPADEO
Este es uno de los accidentes automovilísticos más estudiados hasta ahora. El Instituto de Seguros para la Seguridad en las Autopistas, organización investigadora apoyada por 325 compañías estadunidenses de seguros, compró los despojos y reunió a un equipo de científicos e ingenieros en vehículos automotores para que los examinaran centímetro a centímetro.
La investigación reveló con exactitud lo que había sucedido. Viendo que un auto se le acercaba de frente sobre su propio carril, Ron Woody había pisado hasta el fondo el pedal del freno. Entonces advirtió que la cara se le hundía en un cojín en forma de globo. La señora Van Steelant recuerda que la bolsa de aire de su vehículo se infló de pronto frente a su nariz. "Fue una sacudida, pero no fuerte; como cuando, de niña, saltaba sobre el colchón".
De acuerdo con el equipo del Instituto de Seguros, el choque equivalió a que cada uno de ellos se estrellara contra un objeto estacionario a la velocidad de 109 k.p.h. Al encontrarse los vehículos, la cabeza de cada conductor se proyectó hacia adelante con una fuerza de empuje de 770 kilos.
En el instante en que entraron en contacto las defensas, unos pequeños sensores enrollados, montados detrás de cada defensa, se activaron con gran rapidez. Cuando el vehículo se detiene por una catástrofe, estos sensores se desenrollan, hacen contacto con una terminal cercana y originan una descarga eléctrica que se trasmite por un cable que lleva al volante.
En el centro hueco del volante hay un pequeño dispositivo de color gris metálico, semejante a un apilamiento fonográfico de discos en miniatura. Este es un potente propulsor —sal del ácido hidrazoico— que reacciona velozmente a una carga eléctrica, estallando casi instantáneamente en llamas y liberando nitrógeno. Al penetrar este gas en la bolsa circundante de tela de nailon esta se infla en 1/25 de segundo: el tiempo que tarda uno en parpadear.
ENTRE EL METAL RETORCIDO
Cuando empezaron a plegarse las tapas de los motores, las bolsas ya estaban totalmente infladas y alineadas con la cabeza y el torso de cada automovilista. Al impulsarse ambas cabezas hacia adelante, los pliegues de las bolsas de aire amortiguaron el golpe como si se tratara de globos enormes. En el punto de inflación máxima, las bolsas comenzaron a descargar el nitrógeno, para que el golpe fuera lo más leve posible.
En cuestión de segundos, los autos rebotaron y se detuvieron. Las bolsas de aire expulsaron casi todo el nitrógeno y quedaron flácidas otra vez, liberando a los conductores de la momentánea restricción.
Al estudiar más a fondo las pruebas físicas, los ingenieros hicieron una serie de descubrimientos escalofriantes. El tejido de nailon del cinturón de seguridad de la señora Van Steelant, que llevaba puesto en aquel momento, alcanzó la temperatura de derretimiento por la fricción a la que se sometió para frenar el movimiento de avance de la conductora, instantes antes de que la bolsa de aire la detuviera.
Ron Woody no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Los ingenieros no tuvieron la menor duda de que se habría matado, de no haber sido por la bolsa de aire.
Aunque ambos conductores se habían negado a recibir más tratamiento que los primeros auxilios de que fueron objeto en el lugar del accidente, uno y otra presentaban severas contusiones y dolores que empeoraron al día siguiente.
"Yo no fui a trabajar en cuatro días", recuerda Woody. "Me sentía como cuando jugaba al fútbol en mis tiempos de estudiante". Entre sus lesiones visibles había una cortadura en el codo izquierdo y un hematoma en la rodilla del mismo lado.
A la señora Van Steelant le fue peor. Ella presentaba múltiples golpes contusos y se había mordido y atravesado el labio inferior. Las piernas y los pies le dolían mucho, pues por la fuerza del choque un fragmento de metal había atravesado el piso del auto y se los había punzado severamente. Una hora después de llegar a casa, su marido la llevó a la sala de urgencias de un hospital. Le sacaron radiografías de los pies y las piernas, pero no hallaron huesos fracturados. A las pocas semanas le descubrieron una pequeña fractura en un pie.
TANTO LOS PROTAGONISTAS como los testigos quedaron profundamente impresionados por la forma en que se burló a la muerte aquel día en la carretera 640. A quienes examinaron cuidadosamente las pruebas, les quedó la satisfacción de saber que las autopsias se hicieron a los automóviles, y no a las personas. Los dos fragmentos de tela que Lauffer encontró colgando de los volantes merecen todo el crédito.