FACTOR VITAL (Nelson Bond)
Publicado en
julio 10, 2011
¿A quién enviaremos en busca de este nuevo mundo?
¿Quién nos parecerá Suficiente?
Milton, Paraíso Perdido
Wayne Crowder se llamaba a sí mismo un hombre poderoso. Aquellos que le conocían mejor (aunque no había nadie que le conociese verdaderamente bien) utilizaban adjetivos hasta cierto punto lisonjeros para él. Era, según decían estas personas, un hombre frío e implacable; un hombre de voluntad de hierro e inflexible decisión; un hombre cuyo corazón corría, parejas con su mandíbula de granito. No es que fuese astuto, inmoral o injusto. Solamente era duro. Un hombre que quería las cosas a su manera... y las conseguía.
En una época que ve más el naufragio que el triunfo de las fortunas, Crowder demostró su habilidad y talento enriqueciéndose. Aun en estos días en que tan duro precio hay que pagar por todo, un hombre atrevido y resuelto que no admite obstáculos puede conseguirlo. Wayne Crowder lo consiguió. Patentó un sencillo artículo doméstico de uso general, lo vendió a un precio irrisorio que hizo trizas a todos los posibles competidores, y se convirtió en un multimillonario a pesar de los astronómicos impuestos que tenía que pagar al Departamento de la Renta Nacional. Se construyó un orgulloso rascacielos, en cuya cumbre instaló su despacho particular. Vivía en las nubes, tanto en el sentido figurado como en el verdadero. Sus empleados eran subordinados en el verdadero sentido de la palabra.Crowder constituía el ejemplo final del hombre de negocios completamente desapasionado: dueño de sí mismo, falto de amenidad, enérgico, astuto. Incluso aquellos periódicos untuosos y caros que se dedican a adular a los ricos y a los poderosos eran incapaces de hallar frases cordiales y lisonjeras cuando se referían a Wayne Crowder. Sólo sabían llamarle un hombre de hielo, de piedra, tinta y acero. Y en líneas generales, este juicio era exacto. Pero él les dio una sorpresa.Una tarde dijo a su secretario: ― Reúna a mis ingenieros.Los ingenieros tomaron asiento en actitud deferente ante la maciza mesa del jefe. Wayne Crowder les dijo con laconismo:― Señores... quiero que me construyan una astronave.Los ingenieros le miraron y luego se miraron entre sí sin poder ocultar su extrañeza. El que hacia las veces de portavoz de los reunidos carraspeó.― ¿Una astronave, señor Crowder?― He resuelto ― dijo el millonario ― ser el hombre que dará la navegación interplanetaria a la Humanidad.Uno de los expertos dijo:― Si usted lo desea, señor, podemos trazar los planos de semejante nave. Eso no es difícil. Los planos esenciales existen desde hace muchos años; la base de los mismos es el submarino. Pero...― ¿Qué?― Pero el motor que impulse a esta nave ― dijo francamente el ingeniero ― eso es lo que nosotros no podemos darle. El hombre lo busca desde hace docenas de años, pero la solución aún no se ha encontrado. Dicho en otras palabras: podemos construir la astronave que usted pide, pero nos consideramos incapaces de levantar a dicha nave de la superficie de la Tierra.― Ustedes tracen los planos de la nave ― dijo Crowder ― y yo me ocuparé de encontrar el motor que les hace falta.El primer ingeniero preguntó:― ¿Dónde?A lo que Crowder repuso.― Pregunta muy adecuada. He aquí mi respuesta: no lo sé. Pero en algún lugar de este mundo existe el hombre que conoce ese secreto... y que me lo revelará si yo le proporciono el dinero necesario para convertir su teoría en realidad. Encontraré a ese hombre.― Se verá usted asediado por una turba de chiflados.― Lo sé. Ustedes deben ayudarme a separar el trigo de la cizalla. Pero todo aquel que se presente con una idea prometedora, por fantástica que parezca, gozará de la oportunidad de demostrar lo que es capaz de hacer.― ¿Quiere usted decir que está dispuesto a subvencionar sus experimentos? ¡Eso le costará una fortuna!― Tengo una fortuna ― dijo Crowder con brevedad ―. Ahora, manos a la obra. Ustedes constrúyanme la nave, y yo haré que se eleve.Luego Wayne Crowder convocó una conferencia de prensa. Aparecieron artículos sensacionalistas, divertidos y bastante maliciosos. Los sindicatos periodísticos se deleitaron ofreciendo al mundo los menores detalles de la Locura de Crowder... Y la oferta que había hecho el magnate, de cien mil dólares en efectivo, al hombre que hiciese posible que una nave se elevase de nuestro planeta. Pero la historia llegó hasta los confines más recónditos del globo y la oferta circuló en una docena de lenguas diferentes.La predicción de los ingenieros se cumplió al pie de la letra. Las oficinas de Crowder se convirtieron en la Meca y el refugio de todos los chiflados de la Humanidad; sus planos y modelos a escala abarrotaban los corredores, sus cartas constituían un diluvio de tinta, que amenazaba sumergir al personal destinado a clasificar, examinar y analizar todas las propuestas, pese a que dicho personal se había duplicado. Crowder sólo recibía a aquellos pocos que conseguían pasar la criba de sus Cancerberos. Despedía a la mayor parte de aquellos, si bien conservaba a algunos, asignándoles un sueldo y poniéndolos a trabajar. Invirtió una suma que hubiera servido para el rescate de un príncipe en la construcción de nuevos laboratorios. Sus amplios terrenos de prueba se convirtieron en el taller manicomial de una veintena de pretendidos conquistadores del espacio.Así fueron pasando las semanas; la astronave diseñada por los ingenieros dejó la mesa de los delineantes para empezar a convertirse en realidad. Sin embargo, todavía ninguno de los subvencionados había conseguido que demostrar que el motor que él presentaba ― ya fuese de vapor o explosión, de gas, atómico o de cualquier otro combustible ― sería capaz de levantar a aquel monstruo metálico de la superficie de la Tierra. Se realizaron muchas pruebas, algunas cómicas, otras trágicas. Pero todas terminaron en fracaso.A pesar de ello, Crowder seguía aferrado a su obsesión.― Vendrá ― decía ―. Con dinero y decisión se compra todo. Vendrá tarde o temprano.Y resultó que tenía razón. Un día se presentó en su despacho un individuo. Era un hombrecillo insignificante. Aún lo parecía más en aquella inmensa estancia. Aparecía empequeñecido en las vastas profundidades de una enorme butaca... Tenía los ojos a la altura de la maciza mesa de despacho de Crowder. A diferencia de sus predecesores, no llevaba una abultada cartera conteniendo planos, esquemas o fórmulas. También difería de los demás en que no fanfarroneaba, ni se encogía o se deshacía en adulaciones. Era un hombrecillo de aspecto agradable, de ojillos y movimientos de pájaro, alerta y sonriente.Se limitó a decir:― Me llamo Wilkins. Puedo impulsar esa nave que usted desea.― ¿De veras? ― dijo Crowder.― Pero no tendrá nada que ver con ese disparatado y enorme proyectil que están construyendo sus ingenieros. Los cohetes constituyen un estúpido despilfarro de tiempo. Mi motor requiere otro tipo de nave.― ¿Dónde están sus planos? ― le preguntó Crowder.― Aquí ― respondió el hombrecillo golpeándose la frente.Crowder dijo sin inmutarse:― Mantengo a un par de docenas de individuos que dicen lo mismo. Ninguno de ellos ha conseguido nada. Que le hace a usted creer que su idea tendrá resultado?― Los platillos volantes replicó el hombre. ― ¿Eh?― He penetrado su secreto. Mi proyecto se basa en el principio que impulsa a esas naves. Y éste no es otro que el electromagnetismo. La utilización de la fuerza de gravedad. O la fuerza opuesta: la antigravedad.― Muchísimas gracias ― dijo Crowder, levantándose ―. Ahora, si usted me permite...― ¡Espere usted! ― le ordenó el hombrecillo ― Aún hay otra cosa. Esto.Al tiempo que pronunciaba estas palabras, sacó del bolsillo un objeto metálico del tamaño y la forma de un cenicero. Suspendiéndolo sobre la mesa de Crowder... retiró la mano. El objeto permaneció inmóvil en el aire. Crowder lo tocó. Notó un ligero hormigueo en la yema de sus dedos, pero el objeto no cayó. Crowder sentóse de nuevo lentamente.― Me basta ― dijo ―. ¿Qué necesita usted?― Ya ha establecido usted un precio muy bueno por mis servicios ― dijo Wilkins ―. Sólo le pediré tres cosas más. Un taller en el que pueda construir un prototipo basado en este modelo. La ayuda de mecánicos expertos. Y una respuesta.Crowder enarcó las cejas.― ¿Una respuesta?― La respuesta a una pregunta. ¿Por qué desea usted en tan gran manera construir esta nave?― Porque amo el poder ― repuso francamente Crowder ―. Porque soy ambicioso. Quiero ser el primero en conquistar el espacio porque esto me hará más poderoso, más rico y más fuerte que cualquier otro de mis semejantes. Yo seré el amo, no sólo de un mundo, sino de todos los mundos.― Sincera respuesta, en verdad ― observó Wilkins ― si bien extraña.― ¿Qué otra podía darle?― Yo puedo darle otra ― dijo el hombrecillo con expresión pensativa ―. Yo quiero irme de este planeta y dirigirme a cualquier otro lugar ― a Marte, quizá ―, porque todavía existen por descubrir extrañas bellezas. Porque me aguardan crepúsculos purpúreos sobre yermas soledades, mientras en el cielo nocturno tachonado de estrellas el tenue y frío aire de un mundo moribundo se agita en inquietos suspiros por los valles de los secos canales. Por que desde aquí su vivo y lejano brillo en los cielos semeja un doloroso rubí clavado en mi corazón, y mi alma desfallece de añoranza, anhelando poner la planta sobre otro mundo que aún no haya sido pisado por el hombre.Crowder le atajó bruscamente:― Es usted un sentimental. Pero a mí sólo me interesa la lógica. No importa. Podemos trabajar juntos. Mañana por la mañana tendrá usted el taller a punto.Cuatro meses más tarde, bajo la humeante colina de un crepúsculo otoñal, los dos hombres estaban sentados de nuevo uno frente a otro. Aunque esta vez no se hallaban en el rascacielos de Crowder, sino agazapados en la estrecha cabina de una pequeña nave discoidal construida por los ingenieros de Crowder de acuerdo con los planos de Wilkins. En el exterior, una ingente multitud se hallaba reunida para presenciar el vuelo de prueba. El gentío se agitaba y murmuraba, en una espera impaciente, mientras, en el interior de la cabina del disco, Wilkins instalaba la última parte secreta cuya naturaleza no había revelado a los que le ayudaron a construir su aparato.El hombrecillo empalmó un alambre, realizó un pequeño ajuste en otro lugar, mientras Crowder lanzaba gruñidos de impaciencia.― ¿Bien, Wilkins? ¿A qué esperamos?― No esperamos nada. ― Wilkins dejó sus herramientas se dirigió al borde exterior de la nave de curiosa forma y levantó una pantalla metálica que le permitió contemplar el terreno de pruebas ―. Tal vez sea... sentimentalismo. El deseo de contemplar una vez más las escenas familiares de la Tierra.― ¡Déjese usted de sensiblerías! ― rezongó Crowder ―. ¿O es que tiene miedo? ¿Tal vez ha pensado que su invento no funcionará, después de todo?― Funcionará.― Entonces, ponga el motor en marcha. Déjeme que oiga su rugido y note el arranque cuando nos libremos de la gravedad terrestre para volar hacia el espacio exterior. Cuando esto llegue, quizá yo también comparta su sentimentalismo. El hombrecillo cerró la escotilla y volvió a su sitio ante los mandos. Tocó una palanca y accionó una llave. Sus manos se movían con ademán soñador sobre el tablero. Crowder dijo con displicencia:― Empiezo a desconfiar de usted, Wilkins. Como esto resulte ser un fraude... ¿Cuándo vamos a despegar? Usted dijo que lo haríamos a las cinco en punto, y ahora son... ― consultó su reloj ― ...ahora son las cinco y dos minutos. ¿Bien? ¿Es que no nos movemos?― Ya nos estamos moviendo ― repuso Wilkins.Levantó de nuevo la pantalla que cubría la portilla. Crowder vio el negro aterciopelado del espacio, salpicado con millares de estrellas arremolinadas. Bajo ellos la Tierra retrocedía, semejante a un vagón de juguete... una moneda... una luciérnaga.― ¡Dios mío! ― exclamó Crowder, tratando de ponerse en pie ―. ¡Dios mío, es verdad! ¡Lo ha conseguido usted, Wilkins!El hombrecillo sonrió.Crowder experimentó un júbilo inenarrable. Por último aquel hombre frío y duro conoció una emoción. Gritó en son de triunfo:― ¡Entonces, eso quiere decir que yo tenía razón! No hay nada que no se pueda comprar con decisión y dinero. Prometí ser el primer hombre que conquistaría el espacio, y he cumplido mi promesa. Es un triunfo del poder y de la ambición.― Y del sentimiento ― dijo Wilkins.― ¡Váyase usted al diablo! Sus sueños y proyectos hubieran muerto antes de nacer, de no haber sido por mí. Fui yo quien hizo esto posible, Wilkins; no lo olvide. Mi capital, mi poderío, mi voluntad.Contempló la Tierra distante con ojos llameantes.― Esto no es más que el comienzo ― dijo ―. Construiremos un modelo mayor, capaz de contener a un centenar de personas. Prepararemos la primera invasión de otro mundo. Forjaré un nuevo imperio... en Marte. Regresemos ya, Wilkins.― No ― dijo Wilkins ―. Me parece que no.― ¿Cómo? Hemos demostrado que esta nave puede elevarse. Ahora volvamos y preparémonos para más largas travesías.― Nada de eso ― dijo el hombrecillo ― Continuaremos adelante.― ¿Qué significa esto? ― rugió Crowder ―. ¿Se atreve usted a desafiarme? ¿Se ha vuelto loco?― No ― dijo Wilkins ―. Sentimental.Entonces se quitó la chaqueta. Luego deshizo el nudo de su corbata y se despojó de la camisa, los pantalones y los zapatos. Bajo sus ropas surgió otro atavío, unas extrañas y brillantes vestiduras totalmente distintas a todo cuanto Crowder había visto hasta entonces. Una tela rutilante, de apretada malla y de un tono dorado, que subrayaba de un modo extraño las características no humanas de su desmedrado físico. Dirigió una sonrisa a Crowder una sonrisa amistosa. Pero no era la sonrisa de un ser nacido sobre la Tierra.― Su dinero y su ambición me han allanado el camino ― observó el marciano ―, pero el sentimiento fue el factor vital que me hizo acudir a usted. Comprenda... deseaba regresar a mi hogar.FIN