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junio 06, 2011
Señor conductor Señor conductor del taxi 790 BRR 75, Jamás podré olvidarlo. Mientras Dios me dé vida (gracias Dios mío por dejarme el cancer a la sordina) volveré a ver con la diabólica precisión de entomólogo la miserable configuración abotargada de su sucia cara de turfista fofo, la aviesa zafiedad de su obtusa mirada y la increible vulgaridad de sus grotecos rasgos, enmarcados detrás de su parabrisas con gracias de vaca mirando la salsa verde en el escaparate del tripero bovino.
Homero o Ray Charles, ya no sé qué ciego de nacimiento fue el que osó a afirmar que el hábito no hace al monje. Sin embargo hay jetas que son toda una declaración, y la suya, señor conductor del taxi 790 BRR 75, no tiene perdón.Era una de esas mañanas del abril parisino, que se estremecía toda entera de primavera bajo los plátanos verde tierno, en la que a los imbéciles y a los poetas les da por encontrar dulce la vida.Así iba yo, al idiota compas de mi paso alejandrino, con los pensamientos brillantes que bullían en mi mente, cuando apareció usted, señor, y mi tranquilidad se ensombrecío de pronto.Usted estaba al lado de la acera a unos diez metros delante de mí. La puerta traserá del lado de la acera se entreabrió con una lentitud infinita, bajo la presión de una mano febril, prolongación de un brazo desnudo y descarnado.Era una mano espantosamente retorcida por los reumatismos, desesperadamente encorvada para no dejar escapar la vida, una mano traslúcida sembrada de extrañas manchas oscuras planas que a veces dibujan moscas imposibles en la piel de los viejos reviejos. A costa de un esfuerzo pictórico sobrehumano de su mano gemela, esta lastimosa mano mostraba rutilante, cinco veces, el destello sangriento de una laca color cereza, coquetería irrisoria de la muy anciana dama que debía ser, a todas luces, la parte oculta de ese miembro a penas superior.No lo digo por usted, señor conductor del taxi 790 BRR 75, pues me complace pensar que la serenidad de su global embrutecimiento no lo autoriza a elevar su entendimiento por encima de la rumia cefalogástrica de base, sino que me parece que no deberíamos sonreir ante esta última tentativa que incita a seguir pintándose a viejos que están al borde del cajón. A lo mejor se trata de una especie de instinto de conservación. Una vez oí que Simone Veil decía que la mayoría de supervivientes de los campos de concentración nazis había sacado la fuerza moral y física para sobrevivir en la cotidiana preocupación de la fragil dignidad que les impulsaba a cortarse el bigote o a hacerse las trenzas hasta el fin de su calvario.De la portezuela que la primera mano tenía mal que bien entreabierta surgió la segunda, aferrada febrilmente a un bastón blanco que se agitaba en el aire en todas direcciones en la búsqueda ciega de un pedazo de acera o de cuneta. Al mismo tiempo, la cabeza y la pierna izquierda de su cliente, señor conductor, intentaron una primera salida del habitáculo lleno de humo de gauloises y tenso con el skay cuarteado que le sirve a usted de ganapán automovil.Era una pierna vieja de vieja, o lo que es igual, una tibia descarnada, con una rodilla inchada arriba y, en la otra extremidad, un escarpín negro cuya borla dorada trataba vanamente de darle un destello de alegría peduncular a esa pantorrilla póstuma.Incapaz de salir de su taxi, esa señora tan viejita sacaba bien que mal, a golpecitos de su cuello arrugado, una cabeza apergaminada de tortuga en las últimas, con dos ojitos que clamaban ayuda en vano sobre una de esas sonrisas humildes de los viejos, de las que Brel dice que están pidiendo perdón por no estar ya del otro lado.Por fin apareció entera en la calle, haciendo equilibrios al borde de asiento, despavorida, angustiada, los brazos que se tendían hacia la nada, las piernas temblequeantes sobre el asfalto, el cuerpo hecho trizas metido a duras penas dentro de una seda oscura añeja, pasada de moda, apareció finalmente ella, ridícula como una gaviota acostumbrada a las alturas que no sabe bajar de su peñón.Esta escena, que para quien sepa observar la calle será de una trivialidad consternante, no duró más que un instante, y yo mismo le puse fin ayudando a la pobre vieja a pisar el suelo, pero ese instante me pareció eternizarse hasta lo imposible por su culpa, señor conductor del taxi 790 BRR 75. Durante todo el tiempo que esta señora seminválida vivió su cotidiano suplcio entre gemidos, usted no movió ni un poquito las nalgas de su gran y feliz culo de cretino popular medio, y sus peludas zarpas de halterófilo suficiente no dejaron ni por un instante el volante en el que sus dedos golpeteaban con impaciencia. Ni una sola vez su densa cara de jovial imbécil treintañero dejo de mirar el retrovisor, y sus pequeños ojos de pollo, fijos como piedras, no se perdían detalle de lo que pasaba atrás.Duerma tranquilo, señor conductor del taxi 790 BRR 75. A nadie se le ocurriría inculparlo de no asistencia a persona en peligro por culpa de mi testimonio. En términos estrictos usted no ha hecho nada malo ni ilegal.No dejó que un niño se ahogara, ni miró impasible cómo un peatón herido se desangraba sobre el capot. No se le puede reptrochar nada. La tremenda mediocridad de su cobardía, la imperceptible cortedad de su egoismo sórdido y la increíble grosera mezquindad de su indiferencia no le valdrán, quizás, otro oprobio que la del anónimo paseante que, con la esperanza de verlo caerse un día de unas muletas para tener el honor de recogerlo, se despide de usted, señor conductor del taxi 790 BRR 75, con la mayor consideración.FIN