Publicado en
mayo 15, 2011
Después de la prueba- Paul y Gail Hardy con su hija, Kristi-Lee, y los mellizos Kyle y Kevin. Los lazos familiares son más fuertes ahora.¿Podría un padre proteger a sus hijos contra un peligroso intruso?
Por Suzanne ChazinPAUL HARDY Se arrellanó en el sofá del cuarto de estar y les advirtió a sus hijos Kyle y Kevin, mellizos de cuatro años que estaban en el suelo viendo la televisión:
—Niños, faltan 15 minutos para que nos vayamos al kínder.Eran las 11:30 de la mañana del miércoles 11 de febrero de 1998, y el sol entraba a raudales por la ventana panorámica de su casa, situada en Salem, Massachusetts. El estaba cuidando a los chicos mientras su mujer, Gail, trabajaba.No bien se puso a ver televisión, oyó unas detonaciones a lo lejos. Esperaba que pronto cesara el ruido en la obra en construcción que había cerca de allí para poder dormir, pues acababa de trabajar dos turnos seguidos (el de la noche anterior y el de esa mañana) en su empleo como guardia del reformatorio del condado de Essex.No era fácil vivir tras las alambradas cortantes del penal, en medio de tantos presos, que a veces la emprendían a puñetazos contra él por detener las peleas. Tenía prohibido ir armado, pero en la escuela de enseñanza media había aprendido a luchar y a salir adelante con su ingenio y con su corpulencia (medía 1,73 metros y pesaba 91 kilos).
Después del trabajo a menudo iba a tomar una cerveza con otros guardias de la prisión para relajarse. En esas ocasiones llegaba tarde a casa y Gail le reprochaba que no pasara más tiempo con la familia. Para él, familia y trabajo eran cosas distintas e igualmente importantes.Los niños ya casi estaban listos cuando Paul oyó con sobresalto otra detonación, más fuerte que las anteriores, y luego dos más, que retumbaron al otro lado del vestíbulo, al tiempo que las balas hacían añicos la puerta vidriera de la cocina. De súbito, un individuo encapuchado con un pasamontañas negro irrumpió en la habitación blandiendo una pistola semiautomática.—¡Échense al suelo! —gritó.¿Será un ex presidiario?, se preguntó Paul mientras oía aullar sirenas y rechinar neumáticos en la calle. La policía tenía rodeada la casa. Paul comprendió que el intruso no tenía más opción que rendirse... o escapar a fuerza de tiros.—Tranquilos chicos, no pasa nada —les dijo en voz baja a sus aterrados hijos y, para protegerlos, pidió permiso al pistolero de llevarlos a un rincón.—Está bien —respondió éste, quitándose el pasamontañas y mostrando un rostro juvenil, bien afeitado.—Niños a dormir un rato —mandó entonces Paul a sus hijos—. Tengo que hablar con este señor, ¿de acuerdo?Kyle se quedó mirando a su padre con recelo.—No te preocupes hijo —insistió Paul.Mientras que Kevin era risueño y expansivo, su hermano era más sensible... e intuitivo.Cuando los niños por fin se quedaron dormidos, el intruso ordenó a Paul sentarse a sus pies mientras él contaba unos fajos de billetes que llevaba en dos fundas de almohada. Eran en total 9000 dólares.Éste ha dado un buen golpe, pensó Paul, y sabe que le esperan muchos años de cárcel. Si quería salvarse y salvar a sus hijos, tenía que trabar amistad con él.—Yo soy Paul —le dijo—, y ellos son mis hijos, Kevin y Kyle.Por toda respuesta el pistolero emitió un gruñido, pero tuvo la gentileza de mirar a Paul a los ojos y echar un vistazo a los niños. Al menos se había aprendido los nombres.—¡Mire cuánto dinero, y pensar que nunca podré gastarlo! —exclamó—. ¡Vaya mal día que he tenido!Paul encauzó su indignación con sentido del humor.—¡Y que lo diga! —contestó—. ¡A mí no me ha ido mejor!El intruso cogió un teléfono inalámbrico que había junto al sofá y marcó un número.—Mamá, papá —dijo—, me apena mucho lo que está pasando. Yo lo eché todo a perder. Los quiero mucho. Nos vemos en el otro mundo.¡El otro mundo!, repitió Paul para sus adentros. Si el pistolero estaba dando el último adiós a sus padres, ¿qué esperanzas tenían sus hijos y él de salir con vida?Afuera reinaba el mismo nerviosismo. La policía sabía que a las 10:20 de la mañana un sujeto armado había robado 9000 dólares en un banco de Portsmouth, Nueva Hampshire, a 65 kilómetros de distancia. Lo habían perseguido a velocidades de hasta 190 kilómetros por hora, pero el atracador burló dos bloqueos que le pusieron en el camino y abrió fuego contra los autos que había en ellos. La persecución terminó cuando, al llegar a Salem, se reventó un neumático del coche del delincuente y éste huyó a pie, disparando dos tiros más a la policía antes de irrumpir en casa de los Hardy.
A la vuelta de la esquina, el jefe de policía de la ciudad, Robert Saint Pierre recibía el siniestro informe: en la casa había dos niños y su padre, que era policía y quizá tuviese armas guardadas allí. El peligro era grave. Para colmo, el atracador tenía aproximadamente la misma estatura y complexión que el rehén, e iba vestido con ropa muy parecida. Si la policía tomaba la casa por sorpresa, ¿los distinguiría?—¿Está dispuesto el pistolero a negociar? —preguntó Saint Pierre al capitán Paul Tucker.—Dice que sólo con la FBI.—Comuniqúese con la FBI de Boston para que nos manden en seguida un negociador, y pida a la policía estatal que nos envíe otros más, junto con su brigada de armas y tácticas especiales.Saint Pierre marcó entonces el número de la casa.—Ya wiene un negociador de la FBI —le avisó al pistolero—. ¿Se conformaría mientras tanto con el jefe de policía local?—¡Traigan a la FBI o alguien va a salir lastimado! —replicó el atracador en tono ansioso.Saint Pierre miró su reloj, era mediodía. Si había mucho tráfico, los agentes federales tardarían hasta 40 minutos en traer al negociador, y en ese tiempo el pistolero podía perder los estribos y matar a la familia.El intruso se puso a ver un noticiario que estaba transmitiendo imágenes en vivo de casa de los Hardy tomadas desde un helicóptero. La nota reveló lo que Paul sabiamente había callado: que era guardia de una prisión.
—¡¿Conque es usted policía?! —preguntó iracundo el delincuente.Paul balbució un sí y el pistolero se puso a pasear enfurecido por la habitación y a despotricar.—¡Habiendo tantas casas, tengo que caer en la de un policía! —De pronto, sobresaltado por un pensamiento, preguntó—: ¿Y dónde está su pistola?—No tengo armas en casa, por los niños.—¡Mentira! —gritó el intruso, crispando los dedos sobre el gatillo.Paul conocía bien una de las reglas fundamentales de la negociación de rehenes: siempre que sea posible, no mentir. Si se pierde la confianza del delincuente, los rehenes están perdidos.—Estoy diciéndole la verdad —insistió, mirando sin pestañear a los ojos del pistolero.Este arrugó el poblado entrecejo mientras consideraba la respuesta de Paul. Fueron momentos de tremenda tensión. Por fin, el individuo hizo una leve inclinación de cabeza y relajó la presión de la mano sobre el arma. Paul volvió a respirar, aliviado. El intruso, aún furioso, llamó por teléfono a Saint Pierre.—¡Le dije que se retirara! —gritó.—¡Y yo hice lo que usted me dijo! —repuso el jefe de policía.Había comprobado personalmente que desde donde estaba el pistolero no alcanzara a verse un solo policía.—Entonces, ¿quién es ese tipo armado con escopeta que está detrás de una pared? Lo digo en serio: si no se esfuman, habrá muertos.Saint Pierre se quedó desconcertado, hasta que vio aparecer un helicóptero en lo alto.—¡Saque a esa gente de aquí ahora mismo! —ordenó a Tucker por radio—. ¡Lo único que van a conseguir es que alguien se muera!—Jefe, el negociador de la FBI no tarda en llegar —respondió Tucker.La agente especial de la FBI Liane McCarthy, de 38 años, había ayudado a liberar a muchas víctimas de secuestro en todo el mundo durante los seis años que llevaba trabajando en la oficina como negociadora en casos críticos. Al llegar al lugar de los hechos consultó su reloj: faltaban 15 minutos para la una de la tarde; Paul y sus hijos llevaban casi una hora encerrados con el delincuente. Los primeros 45 minutos de un secuestro son los más críticos, porque es cuando secuestradores y víctimas son más propensos a dejarse llevar por el pánico. Así pues, la agente McCarthy creía que había esperanzas de disuadir al pistolero.
Primero exigió que se cortara la comunicación telefónica desde la casa hacia fuera, para que ni parientes ni amigos del delincuente interfirieran en el vínculo psicológico que ella debía establecer con él. Luego cogió el teléfono.—Me llamo Liane. Soy de la FBI. ¿Cómo se llama usted?—Ya lo sabe —respondió el pistolero.—Si lo supiera, ¿qué objeto tendría preguntárselo? —argüyó ella con voz tranquilizadora.El delincuente vaciló unos instantes, y al cabo contestó:—Me llamo Chad Austin.En cuestión de minutos, los bancos de datos de la policía arrojaron el historial del atracador. Tenía 24 años, era oriundo de Concord, Nueva Hampshire, y hacía cuatro meses que había salido de una prisión estatal después de cumplir una condena de tres años por haber herido a un hombre en la cabeza con un garrote. Antes había resultado culpable de dos agresiones menos graves.—No pienso volver a la cárcel —le advirtió a la agente McCarthy.Sus antecedentes y los comentarios que se habían anotado en el historial confirmaban lo que la policía ya temía: que no hacía falta presionarlo mucho para que recurriera a los balazos. McCarthy tenía que convencerlo de que dejara salir a los niños, y pronto. Le pidió que les permitiera ir al lado de su madre, quien ya se encontraba allí.—¿Usted tiene hijos? —preguntó el pistolero a la agente.—No.—Yo tampoco.Parecía sentir curiosidad por la mujer que se hallaba al otro lado de la línea. También le preguntó qué edad tenía y si era casada. Ella contestó con la verdad y notó que el tono del joven se suavizaba.Por fin, a las 3 de la tarde, luego de una larga conversación con la negociadora, Austin se dirigió a Paul.—¿Se sentiría mejor si los niños salieran?Con lágrimas de alivio en los ojos, Paul despertó a sus hijos.—Tengo que seguir hablando todavía con este señor —les dijo—, pero mamá está afuera y quiere verlos. Kevin se restregó los ojos, mientras que Kyle dirigió a su padre otra mirada interrogante.—Les prometo alcanzarlos dentro de un rato —insistió Paul intentando encaminarlos a la puerta, pero ellos se quedaron inmóviles.—Ven con nosotros, papá —le suplicó Kyle.
"¡Andando!"- Las cámaras captaron a Paul Hardy poniendo a salvo a sus hijos.Desesperado, Paul hizo un nuevo intento:—Oigan, chicos, vayan a jugar afuera con sus todoterrenos, ¿qué les parece?A ellos les entusiasmó la proposición, así que bajaron con su padre al sótano y a la cochera contigua para recoger sus todoterrenos de juguete. Ante la mirada vigilante de Austin, Paul elevó la puerta. Afuera estaba el perro de la familia.—Niños, vayan a jugar con Reggie —les dijo—. Muévanse, que mamá los está esperando.Los niños echaron a andar hacia la calle. Dos policías provistos de trajes antidisturbios se les acercaron. Kevin se dejó llevar en brazos de uno, pero Kyle volvió corriendo al lado de su padre.—¡Papá, papá! —gritó—. ¡Quiero quedarme contigo!Paul se agachó a abrazarlo.—¡Kyle, por favor ve con tu hermano! —le dijo en tono que no admitía réplica.Lo empujó entonces hacia la calle y cerró la puerta de la cochera.El reloj del cuarto de estar dio las 4 de la tarde. Por la vidriera rota se colaba un gélido viento invernal, y Paul tenía la espalda y el cuello adoloridos por la tensión. Esperaba que Austin se decidiera por fin a entregarse, pero el delincuente pasó todavía 25 minutos hablando por teléfono con la agente McCarthy y cambiando los canales del televisor.
Paul lo observaba con los dientes apretados, mientras repasaba mentalmente las incontables conversaciones que había oído en la cárcel entre presos que se jactaban de sus delitos, mostrando el más cruel desprecio por las personas a las que habían lastimado y por las vidas que habían arruinado. ¡No voy a permitir que a nosotros nos haga lo mismo!, se prometió.De pronto el perro entró en la casa, y el ruido que hizo al caminar sobre los vidrios rotos de la cocina distrajo a Austin, que aflojó la presión con que tenía agarrada la pistola. Aprovechando la oportunidad, Paul se abalanzó sobre él y, mientras forcejeaba con él para arrebatarle el arma, le pegó un topetazo.—¡Lo voy a matar! —gritó Austin, disparando dos tiros que atravesaron el sofá y pasaron rozándole el brazo a Paul.En eso, éste vio que a la pistola se le desprendía el cargador. Sabía que, en la mayoría de las pistolas modernas, las balas ya alojadas en el interior no se pueden disparar si el cargador no está en su sitio, y decidió jugarse el todo por el todo: le arrebató la pistola al delincuente, lo aprisionó contra el suelo y le pegó un buen número de puñetazos.La policía entró entonces en la casa. Un relámpago enceguecedor y una onda de choque provocada por una granada para aturdir recorrieron el recinto. Paul fue corriendo hasta la ventana del frente, retiró el mosquitero y saltó al jardín. Austin opuso resistencia y sufrió una herida de bala en una pierna antes de rendirse.Chad austin fue declarado culpable en Massachusetts de tres cargos de secuestro y allanamiento de morada a mano armada, cinco de agresión simple, uno de posesión ilegal de arma de fuego y dos de agresión con arma peligrosa. Le espera una condena de hasta 40 años de cárcel. Una fiscalía federal se está preparando para entablar acción penal también por el atraco bancario que cometió en Nueva Hampshire.Los mellizos ya no tienen más que un vago recuerdo de ese día de febrero de 1998, pero Paul y Gail no lo olvidarán jamás. Ahora que Paul es instructor de la academia del departamento de correccionales, vuelve a casa directamente al salir del trabajo. "No me había dado cuenta de lo mucho que significa la familia", dice. "Antes pensaba que eran parte de mi vida. Ahora sé que son mi vida".