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CUANDO ESTABA en el segundo semestre de la universidad, tenía un compañero alborotador a más no poder. En cierta ocasión se puso a jugar con un vecino de banca hasta que exasperó al maestro, quien le ordenó dar la clase, y a su vecino, salir del salón.
Aun después de que mi hijo ya tenía edad para acompañarme a pie al supermercado, seguí llevando su cochecito para traer a casa las cosas pesadas. Un día, mientras llevaba el cochecito cargado con un bulto de papas de cinco kilos, un transeúnte me preguntó:
La palabra
Cierto día se atascó en la videocasetera una película que había alquilado. Cuando la llevé a arreglar, el técnico no pudo disimular la risa al ver que la cinta se titulaba
A la hora de la cena en casa de mis padres, mi sobrino, de cinco años, se sirvió una generosa ración de zanahorias. Mi hijo, de cuatro, quien detesta las zanahorias, no se sirvió y pasó la fuente. Su primo le sugirió que comiera zanahorias, pues le ayudarían a ver en la oscuridad. Mi pequeño las miró y dijo: —No, gracias. Tengo una linterna de mano.
Durante un curso de entrenamiento para marinos, uno de mis compañeros le expuso al entrenador los pormenores de una complicada travesía teórica a través de canales muy estrechos. Señaló la duración de la travesía, la profundidad mínima esperada del agua y otras consideraciones de navegación. Sin embargo, el entrenador examinó el mapa y algo le saltó a la vista.
En una fiesta, una conocida mía se hizo una herida en la cara por haber bebido de más. Al llegar a su casa pensó en ponerse una tirita antes de acostarse para que la herida no sangrara por la noche. Sin embargo, a la mañana siguiente había sangre en la cama y ni rastro de la tirita. Cuando fue al baño, se la encontró perfectamente puesta... en el espejo.
Estaba haciendo animales de masilla con mi sobrina de cuatro años y su hermano de tres. Mientras la primera modelaba un burdo pero reconocible perro, identificar lo que el chiquillo hacía fue más difícil. —Este es un gato —me dijo—, pero un camión lo arrolló.
Quien dijo:
Mi hijo de 11 años, molesto por tener que secar los cubiertos después de que yo los lavara, me miró furibundo cuando les rocié agua caliente para enjuagarlos.
Si da el cántaro en la piedra, o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro.
Tengo un carácter muy difícil, pero nunca supe cuánto hasta que un día le confié a mi novio que su mejor amigo me había confesado que estaba enamorado de mí. Él, sin mover una sola pestaña, comentó:
Mis hijos gemelos, de seis años, Kyle y Keaton, no son idénticos, pero a veces cuesta trabajo diferenciarlos. En las reuniones, es común oírlos protestar:
Desde el día en que nacieron, mis hijos gemelos han sido muy diferentes. El varón es reservado, serio y analítico, mientras que su hermana es alegre, sociable e impulsiva. Cuando eran pequeños, cada uno tenía sus amigos e intereses, pero al llegar a la adolescencia empezaron a pasar más tiempo juntos, charlando y oyendo música. Un día, encantada de que por fin estuvieran estableciendo una relación de hermanos, le pregunté a mi hijo:
Una mañana llegué a casa de unas sobrinas mías, gemelas adolescentes, antes de que se marcharan a la escuela y oí que una le exigía a la otra que se cambiara de ropa.
EN UNA OCASIÓN entré en un baño de la universidad y me puse a leer los letreros que los estudiantes garabateaban en las paredes. Había uno escrito con letra diminuta en la pared izquierda, muy hacia delante, por lo que tuve que agacharme para leerlo. Decía:
SOY CIEGA, y cuando entré a estudiar contaduría iba a la escuela acompañada de mi perra, Millie, que me servía de lazarillo. Hacia el final del semestre dedicamos una clase a repasar las lecciones, en preparación para los exámenes finales. El profesor estaba explicando las nociones elementales cuando Millie soltó un fuerte resoplido.
Después de hacer compras en un congestionado almacén, otra mujer y yo salimos al mismo tiempo y emprendimos la ardua tarea de encontrar nuestro auto en el atestado estacionamiento. En ese momento sonó la bocina del mío, y así pude localizarlo fácilmente.
Contesté el teléfono y un joven empezó a hablarme con mucha familiaridad. Estaba segura de no conocerlo, así que lo interrumpí para decirle que se había equivocado de número.
En una ocasión estaba haciendo fila en la caja de un restaurante. Delante de mí se encontraban dos mujeres que pagaron con tarjeta de crédito. Luego de intentar realizar el cobro, la joven cajera le preguntó en voz alta al gerente:
Durante un viaje en carretera, los parientes de mi esposo se detuvieron en un restaurante donde el servicio era desesperadamente lento, a pesar de que el local estaba semivacío.
Para las fiestas decembrinas, los nueve hermanos, sus cónyuges y sus hijos solíamos reunirnos en casa de mis padres. Aquello era una romería. Con frecuencia había conflictos entre los primos por los juguetes que mi padre guardaba en el desván.
Hace poco, Frangoise, una vecina francesa, se puso a hablar sobre la diferencia entre las culturas estadounidense y francesa, y como ejemplo citó una película de vaqueros en inglés, con subtítulos en francés, que había visto en París. En una escena, un vaquero entra en la cantina y le dice al cantinero: —¡Un trago de whisky!
Después de visitar la Estatua de la Libertad, mientras esperábamos el transbordador a la Isla Ellis, un guía le explicaba a un grupo de turistas de la India la siguiente etapa del viaje. Un hombre que volvía de la tienda de regalos se metió entre el grupo y se disculpó.
El restaurante adonde llevé a mis dos hijos a comer estaba atestado de aficionados que veían un encuentro deportivo en la televisión. La agitada mesera nos tomó la orden, pero pasó más de media hora y no nos servía. No sabía qué hacer para que mis hijos no se desesperaran, cuando de repente del bar se oyeron muchos gritos de júbilo.