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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 280. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 281. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 282. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 285. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 286. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 287. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 288. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 289. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 290. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 291. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 292. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 293. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 295. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 297. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 298. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 299. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 306. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 308. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 309. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 310. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 311. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 312. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      0.9  
      1  
      1.1  
      1.2  
      1.3  
      1.4  
      1.5  
      1.6  
      1.7  
      1.8  
      1.9  
      2  
      2.1  
      2.2  
      2.3  
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      2.8  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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    Animar Reloj
    Cambio automático Avatar
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo 1
    Cambio automático Color - Fondo 2
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Estilos Predefinidos
    Cambio automático Imágenes para efectos
    Cambio automático Tipo de Letra
    Movimiento automático Avatar 1
    Movimiento automático Avatar 2
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    Movimiento automático Segundos
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    Ocultar Reloj - 2
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
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    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
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    Avatar 4

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

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    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


    Avatar 2(
    10%
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    )


    Avatar 6(
    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
    PORCENTAJE

    Más - Menos
    Pausar Reloj
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    -------
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    -------
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    Prog.R.4

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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

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    Relojes a cambiar

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    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
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    LOS HOMBRES DE GOR (Frederik Pohl)

    Publicado en abril 22, 2011
    Título del original en inglés WHATEVER COUNTS


    CAPÍTULO I


    Había cincuenta y ocho de ellos en el remolque. Eran cincuenta y ocho, en efecto, y llevaban juntos mucho tiempo. Pero cincuenta y cinco no contaban. Sólo tres contaban, tres que permanecían de pie en el centro. Hibsen era uno de los que contaban. Hibsen, con sus charreteras de diamantes y el cordón de rubíes, todos iguales. Y Brabant también contaba. Brabant con sus manchas de tinta. Y el tercero era Rae Wensley. Ella era tal vez quien más contaba.



    Pero los otros no contaban, a pesar de lo mucho que sufrían. En realidad sólo había aquellos tres.

    Uno de los que no contaban empezó a chillar. Era el más pequeño de todos, pequeñísimo y muy nuevo. Allá fuera, sobre el casco del remolque, junto al cohete explorador, dispuesto para partir, Brabant le oyó gritar. Hibsen, propulsándose con saltos de calamar, le oía perfectamente, y Rae todavía le oía mejor, pues lo tenía más cerca. El pequeño chillaba porque se moría. Además, experimentaba un terrible dolor... el mayor que había experimentado en su vida... con la sola excepción, tal vez, del gran dolor inicial, del dolor con que empezó su vida en el momento de nacer, cinco semanas y tres días antas.

    Rae Wensley se sujetó, introduciendo la punta del pie bajo la cuna del niño, estéril y vacía a la sazón porque en el lugar donde se hallaban no hacían falta cunas, y con gesto brusco accionó el interruptor del mamparo.

    —¡Mary! — gritó con voz apremiante.

    A los pocos instantes se oyó un bostezo soñoliento por la rejilla situada sobre el interruptor.

    —Valdrá más que vengas a ayudarme, Mary — dijo Rae Wensley y dejó el interruptor abierto mientras volvía a cuidar del niño. Mary era la madre del tierno infante; sus lloriqueos la atraerían más de prisa que todo cuanto pudiese decir Rae por el intercomunicador.

    El niño se quejaba desde hacía casi una hora.

    Rae, con la redecilla del cabello ladeada y su áurea cabellera pugnando por asomar, tomó al niño en brazos y empezó a darle cariñosas palmaditas y apretarle la espalda.

    —Vamos, cielito, vamos. Saca esa burbujita. Hazlo por Raquel.

    Dio vueltas al niño, examinándolo inquisitivamente; la carita de la criatura estaba contraída, con los ojitos cerrados y la cabeza alargada y desprovista de cabello se torcía fláccidamente sobre su cuellecito blando. Si no se hubiesen hallado en caída libre, ella no hubiera podido hacer aquello, pues los débiles músculos no hubieran sostenido la cabecita. Aunque, por otra parte, si no se hubiesen hallado en caída libre, el pequeño aparato digestivo del niño se hubiera librado de la burbuja de gases que le provocaba tal dolor... Si la gravedad hubiese existido, aquello no hubiera sucedido. Pero se hallaban ingrávidos, pues el remolque estaba situado en órbita. El niño era perfectamente normal... la burbuja era perfectamente normal; era la situación lo que no era normal.

    Eso pensaba Rae Wensley. Tenía diecinueve años y llevaba siete en el espacio.

    Ocupémonos a continuación de Hibsen, el oficial calculador. Hibsen no era un colono... ¡Nada de eso! Trató de no oír el llanto que le llegaba desde la guardería infantil, aunque cada vez se acercaba más a ella y por lo tanto los chillidos aumentaban de volumen. Hibsen era un hombre cubierto de oro y pedrería. Su guerrera de seda azul estaba festoneada por finos hilillos de oro; los botones con que se la abrochaba eran grandes perlas rosadas; en sus dedos centelleaban diamantes azules. Relumbraba rutilante bajo la luz de las lámparas de tubo, ocultas en los mamparos del corredor, mientras avanzaba sujetándose a los asideros y cantando:

    Tres pequeños astronautas
    vivían en Alfa Cuarta.
    Mas vinieron los Gormen
    y no dijeron ni amén.


    Aquella cancioncilla no gozaba de demasiada popularidad entre la tripulación y los colonos, pero Hibsen tampoco era un hombre popular. Eso a él no le extrañaba, pues ya estaba acostumbrado.

    Se había enrolado en el Explorer II por puntillo, y porque una chica le dijo que no le aceptarían. Los viajes interestelares requerían algo más que conocimientos técnicos. Estos Hibsen los tenía, desde luego. Pero aquello también requería las cualidades que podrían exigirse a todos y a cada uno de los componentes de un grupo de cincuenta y tantas personas que permanecerían confinadas durante más de siete años en un espacio del tamaño aproximado de una casa de tres pisos.

    Nadie hubiera supuesto que Hibsen aprobaría el examen de ingreso, y menos que nadie el propio Hibsen. Se llevó una sorpresa mayúscula cuando Brabant, el psicólogo, le dijo que había sido aceptado.

    La reacción de Hibsen fue similar a la de casi todos los seleccionados: pidió anticipados sus dieciocho años de sueldo y lo gastó. En el caso de Hibsen, aquella respetable suma de dinero se invirtió en oro y pedrería, y dedicó hasta la última joya comprada a adornarse la serie de uniformes que se confeccionó.

    Durante aquellos siete años transcurridos, se dedicó a lucir un uniforme distinto cada día, hasta que la broma empezó a dejar de parecérselo incluso a él mismo... si es que en realidad era una broma. No lo era. Era lo que siempre había deseado, y, al tenerlo, se daba por satisfecho. Era la prueba tangible de su éxito.

    El niño se había puesto cárdeno. Sin duda ello se debía a la ingravidez. ¿O seria un cólico? En la Tierra lo hubieran llamado así; por lo tanto, tal ver era eso.

    Existe una antigua receta para los niños que sufren cólico: tómese una puerta gruesa y a prueba de sonido, y enciérrese al niño tras ella.

    Era un chiste bastante bueno, se dijo Rae, que ya empezaba a ponerse nerviosa. No había bastantes paredes en el remolque para acallar el llanto del niño. ¿Y dónde se había metido Mary?

    Haciendo un esfuerzo, dejó al niño, sujetando unos mosquetones a los pequeños atalajes que sostenían los pañales del niño; los mosquetones, a su vez, estaban sujetos a las paredes, y evitarían que el bebé se fuese a la deriva y chocase contra algo. Así le dejó suspendido como Mahoma entre el cielo y la tierra, mientras ella se propulsaba con los pies hacia el corredor.

    Y por allí venía Mary... y detrás de ella, bastante lejos, saliendo de un corredor lateral, venía Hibsen.

    —¡Gracias a Dios, Mary! — Rae detuvo a la otra con una mano y ambas se asieron a la puerta de la guardería infantil, y se asomaron para contemplar su interior. Los gemidos del niño, que parecía ahogarse, partían el corazón de Rae —. ¡Pobrecillo! ¡Lleva así cerca de una hora!
    —Ya lo sabía — dijo Mary Marne, contemplando a su hijo, que se debatía y pataleaba con sus piernecitas minúsculas y sonrosadas. Con tono retador, añadió —: Si me hubiesen dejado al niño, esto no hubiera pasado. ¡No hay derecho, Rae! Lo tenía todo preparado. Había sitio más que suficiente en el cohete, hasta que vino el doctor Brabant a meter las narices. Hubiéramos podido bajar todos juntos a Cuatro, el niño hubiera tenido una gravedad normal y yo...

    Se interrumpió al darse cuenta de que el lloriqueo cesaba.

    El rorro gorgoteaba como si se ahogase. Perneaba desesperadamente y agitaba los brazos. Una burbuja espumosa formada por un líquido blanco-amarillento apareció en su boca, para deshacerse en burbujas más pequeñas, que se adhirieron a su carita mientras se esforzaba por inhalar.

    —¡Lo está echando!

    Raquel Wensley se encontraba un poco más cerca del niño que su madre. Fue la primera en saltar hacia él, y en liberarlo de los mosquetones que lo sujetaban. Mary estuvo a su lado en un santiamén, tratando de prestarle ayuda.

    Aquello era también un fenómeno perfectamente normal y propio de la infancia. Los nenes que tienen burbujas de gas en su aparato digestivo sienten necesidad de librarse de ellas, porque les molestan. Generalmente lo consiguen mediante un eructo. A veces el gas asciende solo, y otras acompañado de la leche que ha ingerido el niño. Todo ello es perfectamente normal... en un ambiente normal.

    Pero en ausencia da la gravedad, apartar la leche eructada de la boca del infante, resulta algo completamente anormal, y si no se tiene prisa en limpiar inmediatamente las vías respiratorias, el incidente puede revestir características fatales e irremediables.

    Hibsen, que se hallaba en el corredor, apenas a unos metros de la puerta, oyó como el lloriqueo se cambiaba en extraños gorgoteos. Sujetándose a un asidero, prestó oído, mientras se balanceaba como un globo al extremo de un cordel. Luego avanzó a rastras por el corredor lateral y se asomó a la puerta de la guardería.

    Lo primero que vio fue a Raquel Wensley, con su rubia cabellera flotando en torno a su cabeza como un puñado de algas marinas, sujetándose con las dos piernas y un brazo a una mesa fija. Con la mano libre asía el cinturón de Mary Marne, tratando al parecer de hacerla pasar en torno a su cabeza. A su vez, Mary sostenía al niño con ambas manos; con una le sujetaba el cuerpo, mientras con la otra le sostenía la frente. En cuanto a la criatura, zigzagueando como el extremo de un látigo, daba ansiosas boqueadas... hasta que de pronto, rompió de nuevo a llorar. Gracias a la fuerza centrífuga ejercida, los líquidos que obturaban las vías respiratorias y la boca del niño habían sido expulsados. Desde luego, Rae había tenido una idea luminosa.

    Mary, loca de contento, exclamó:

    —¡Ya está Rae! ¡Lo ha soltado!

    El grupo acrobático se deshizo, y las dos mujeres examinaron al niño con solicitud. Los lloros de la criatura diminuyeron de intensidad, hasta convertirse en un suave ronroneo. Su madre lo sostenía en brazos, dándole cariñosas palmaditas en la espalda.

    Con gesto maquinal, Rae se sacó del bolsillo otra red para el cabello y empezó a arreglarse el peinado.

    —Hola — dijo casi sin aliento, al notar que Hibsen la miraba.

    Él entró cautelosamente, tratando de esquivar las gotitas flotantes de la leche que había vomitado el niño, y que amenazaban mancharle su rutilante uniforme.

    —Habéis dejado esto hecho una lástima. ¿Está bien el niño?
    —Sí, ya está bien — dijo Rae, ayudando a la madre del bebé a sujetarlo de nuevo en su cuna flotante. El niño se había quedado profundamente dormido —. Ya consiguió echarlo. ¡Qué desagradable es todo esto!
    —Tú misma te lo has buscado —comentó Hibsen, con una sonrisa, añadiendo—: ¡Colonizadora!

    Efectivamente, esto es lo que era Raquel Wensley. Lo mismo podía decirse del matrimonio Marne, y de cuarenta y uno de los que viajaban en el remolque. Ellos constituían el verdadero motivo, precisamente, de aquel viaje.

    Durante siete años, la esfera de acero que había remolcado al Explorer II había escupido débiles y rapidísimos chorros de electrones por sus gargantas magnéticas y durante todos aquellos años había conservado su aspecto de antiguo juguete infantil.

    Como nave, era muy fea. En primer lugar venía la propia esfera remolcadora, con sus llameantes toberas de eyección, parecidas a trabucos. Luego venían las largas hileras paralelas de cable de acero que unían a la nave con el remolque. Por último venía éste, cuya forma se asemejaba a la de una sopera, pero del cual emergían en los sitios más incongruentes y en los ángulos más extraños, bultos, protuberancias y enmarañadas masas de alambres que parecían telarañas.

    Por ejemplo, el remolque transportaba los dos cohetes de exploración. Durante el viaje interestelar, formaban parte de los alojamientos del remolque, a pesar de que estaban sujetos al mismo de la manera más desgarbada que se puede imaginar, como una muñeca arrastrada por una pierna.

    Luego había las cuarenta y tres antenas distintas del radar, la radio y para la detección de radiaciones, amén de los periscopios, que funcionaban con luz visual.

    Sin olvidar tampoco la unidad de abordaje, que asomaba como en precario equilibrio por el extremo anterior del cilindro.

    Era imposible imaginar que aquel armatoste tan tosco en apariencia y tan lleno de ángulos pudiese elevarse por el espacio sin hacerse mil pedazos. Si por una suerte increíble no se desintegraba al primer chorro de energía, las secciones salientes serían arrancadas por el roce con la atmósfera.

    Pero no era así, en absoluto.

    El Explorer II, desde el día en que fue montado pieza por pieza, hasta aquel mismo instante, no había estado jamás en contacto con el aire ni nunca lo estaría. Tampoco había sido construido para que soportase rápidas aceleraciones. Nunca se encontraría lo bastante cerca de un cuerpo celeste para que la gravedad del mismo produjese efecto apreciable sobre él. Por lo tanto, podía permitirse el lujo de poseer aquel aspecto tosco, tan poco aerodinámico. Su forma no representaba obstáculo alguno para el viaje interestelar. A su velocidad máxima, poco antes de cambiar de posición, el Explorer II cruzaba el vacío a algo más de la mitad de la velocidad de la luz, a una velocidad tan elevada que su masa sólo aumentaba en cantidad despreciable y la ecuación MV=M1V1 ya no era aplicable, sino que la fuerza que lo aceleraba era como la palmada cariñosa de una mano amiga.

    El Explorer II tenía un comandante, un hombre excelente llamado Serrell, aunque eso a él apenas le importaba. Había llevado la nave y su remolque al lugar indicado, un planeta que había sido descubierto diecinueve años antes.

    El nombre del planeta —o más bien del satélite, porque gravitaba en torno a un cuerpo planetario de un tamaño tan colosal como Júpiter— era de Alfa Cuatro. En algún punto de su superficie se hallaba un grupo asentado con carácter permanente, o por lo menos eso es lo que creían los nuevos colonos. La primera expedición dejó allí a tres hombres, los cuales estarían esperando el relevo que les aportaría la nueva expedición.

    Por lo tanto, el capitán de la nave había terminado su misión. Sólo faltaba soltar los cables y poner al Explorer II en órbita, para esperar que volviese el cohete explorador. Luego tendría que ocuparse de que los colonos con todo su equipo descendiesen felizmente a la superficie del planeta, oculta bajo espesas nubes y una gruesa ionosfera que no dejaba pasar las ondas de radio. Aquella superficie se encontraba a ciento sesenta mil kilómetros bajo sus pies.

    Esto era todo cuanto quedaba por hacer.

    El comandante Serrell (aunque poco importa ahora lo que entonces hiciese) permanecía en la cámara de mandos, haciendo girar el periscopio y tratando de discernir algo. Era extraordinario que no le llegasen señales de la navecilla exploradora. La voz humana sería irreconocible e incluso los mensajes cifrados se alterarían, a menos que la suerte acompañase al operador, lo cual no era el caso presente. ¿Pero por qué no conseguían captar cualquier clase de señal, por confusa y deformada que fuese?

    El comandante Serrell se ancló introduciendo la punta del pie bajo un ángulo de la mesa y encendió un cigarrillo.

    Los ventiladores funcionaban, pero él balanceó automáticamente el cigarrillo, en un gesto propio de los viejos astronautas... un hábito que le había quedado de los días en que la ingravidez significaba que un cigarrillo se apagaría, ahogado por el propio CO2 que generaba, a menos que no se le agitase continuamente... aquellos días en que en todas las literas había un pequeño ventilador que funcionaba continuamente, dirigido sobre la cara del hombre que la ocupaba.

    Eran los días en que aún no se había establecido contacto con los Gormen (1), que produjeron un avance tan espectacular en la ciencia astronáutica, cuando el comandante Serrell todavía no tenía el grado de capitán y no era más que un joven oficial con el título de piloto y sin ninguna experiencia del espacio.

    En la actualidad las cosas habían mejorado, gracias a la corriente continua de aire producida por un centenar de ventiladores colocados en lugares estratégicos; pero todavía existían problemas. Uno de ellos, por ejemplo, era el de los hombres de Gor.

    Era una tontería suponer que ellos tuviesen algo que ver con la falta de mensajes del cohete explorador... se decía el comandante Serrell. El primer contacto con ellos tuvo lugar en otro volumen del espacio; lo mismo que el segundo, y el tercero y el cuarto, que resultaron tan sangrientos.

    Pero cinco hombres habían bajado en el cohete para esfumarse por completo, sin mandar siquiera una señal de radio adulterada; además, el propio cohete no volvía y ya tenía que estar allí.

    Desde luego, era una tontería imaginarse que los hombres de Gor pudiesen haber llegado hasta allí. La primera expedición los hubiera descubierto, de haber ocurrido tal cosa.

    Pero al imaginarse tan siquiera esta simple posibilidad, le resultaba difícil dar las órdenes pertinentes para que el segundo cohete zarpase.


    (1) En el resto de la obra, hemos españolizado el nombre, dejándolo en «hombres de Gor». (N. del T.)


    CAPÍTULO II


    El último de los tres era el doctor Brabant.



    Howard Brabant tenía treinta y ocho años, no era muy alto ni muy bien parecido. Pertenecía a la tripulación; o sea que no era un colono; su profesión era la de psicólogo y... ¿para qué necesitaría la colonia los servicios de un psicólogo? Pero de todos modos, él había estado acariciando la idea de quedarse con los colonos.

    Aunque a la sazón... tal vez ya no hubiese lugar para tales cambios. Ni para una colonia. Porque la verdad era que el Explorer había llegado un poco tarde.

    Brabant, que sudaba más que su paciente, gritó sin poderse contener:

    —¡Me importa un bledo que le duela, Marne... sonría, hombre! ¡Si no es capaz de sonreír, al menos cierre el pico!

    El joven teniente le miró con expresión demudada. Brabant trató de dominarse y tiró del brazo fracturado del teniente Marne.

    El teniente dejó escapar otro quejido, luego suspiró y se desmayó.

    Brabant se secó la frente. Mejor que mejor, que se desmayase, pensó; ello le permitiría trabajar en mejores condiciones. Al menos el herido no chillaría... lo cual le sería de una gran ayuda. (O tal vez no). Pero Brabant no tuvo tiempo de pararse en estas reflexiones, porque tenía que entablillar una fractura compuesta, y le faltaba práctica.

    Tiró de nuevo, y vio como el borde blanco y aguzado del hueso desaparecía de su vista. Perfectamente. Así debía ser. Con la mayor delicadeza, palpó el brazo fracturado. Estaba casi seguro de que los extremos rotos del hueso se habían juntado. Desde luego, no podía comprobarlo con rayos X, pero al tacto el hueso parecía bien colocado. Durante siglos antes de que Roentgen hubiese descubierto los rayos X, se habían entablillado fracturas a la perfección. Tendría que pasarse sin ellos.

    Buscó un antibiótico en polvo, lo esparció sobre la herida y entonces empezó la tediosa tarea de entablillar y vendar el brazo fracturado. Fue una lástima que Marne se rompiese el brazo, pero el teniente no era el que había salido peor librado de los que tripularon el primer cohete. El pobre Crescenzi había muerto; y de Jouvenel y él mismo se hallaban de momento vivos, lo cual quizás aún fuese peor, porque no tenían el consuelo de la inconsciencia.

    Pues no se hallaban solos en la diminuta y antigua estancia.

    Había alguien que observaba todos sus movimientos, tomando lo que parecían ser notas; un solo espectador, pero que a los ojos de Brabant tenía una dimensión descomunal. Lo miró de reojo, para luego desviar la vista.

    ¡Qué ser tan repugnante!

    No era muy alto... no tendría más de un metro veinte... pero era muy rechoncho. La piel le pendía en pliegues, semejantes a los de un rinoceronte. Tenía cabeza y dos ojos, y probablemente la estructura córnea que asomaba en la base de su «mentón» era un aparato respiratorio.

    Encajaba más que los seres humanos con las proporciones de la minúscula estancia. Pero esto era una simple casualidad. Aquella ciudad fue construida por seres extraterrestres, pero no aquéllos. El observador que anotaba silenciosamente todos los movimientos que hacían Brabant y de Jouvenel no tenía ninguna relación con la raza que construyó la cárcel en la que entonces se encontraban.

    Aquella raza se había extinguido... había desaparecido para siempre jamás, dejando como recuerdo de su paso un planeta poblado de ciudades vacías. Pero la raza a la que pertenecía el ser con aspecto de rinoceronte estaba viva y muy viva, como por desgracia había podido comprobar la especie humana.

    Aquel ser era un hombre de Gor.

    El otro superviviente de los cinco hombres que habían formado el grupo de desembarco era de Jouvenel, un individuo moreno, menudo y de aspecto taciturno. No hacía más que mirar a Brabant con su semblante de mono, absolutamente inexpresivo, esperando que el otro decidiese.

    Cuando Brabant se incorporó, de Jouvenel le preguntó:

    —¿Ha terminado ya? Dígame una cosa... ¿Por qué quería que Marne sonriese? ¿Para demostrar a esos extranjeros lo valientes que somos los terrestres?

    Brabant, condolido, repuso:

    —No lo sé. Sencillamente, se me ocurrió así. Pero cuantas menos cosas sepan los hombres de Gor de nosotros, mayores probabilidades tendremos de pillarlos desprevenidos.

    De Jouvenel no parecía muy convencido.

    —¿Cómo está el brazo de Marne?
    —Hace mucho tiempo que no curaba fracturas, pero me parece bien.

    De Jouvenel hizo un ademán de asentimiento y, antes de que Brabant pudiese impedírselo, sacó un cigarrillo y lo encendió.

    Brabant rezongó, pero ya era demasiado tarde para advertir a su compañero y, por otra parte, no era más que un presentimiento. Pero Brabant observó que cuando de Jouvenel encendía la cerilla, el hombre de Gor apostado a la puerta hizo un rápido movimiento. Tal vez hubiese tomado una nota; era comprensible que una acción tan curiosa como la de inhalar humo le llamase la atención. Probablemente así fuese, aunque aquel ser no tenía nada que ni remotamente se pareciese a un lápiz, papel o cualquier otro adminículo propio para tomar nota.

    Brabant suspiró y se rascó la cabeza. La dificultad consistía en que no se podían aplicar a aquellos seres los cánones humanos. Eran extraterrestres, la única especie viviente de seres inteligentes que la especie humana había descubierto fuera de la Tierra —a costa suya— y él tenía que disciplinar su mente y esforzarse por verlos bajo aquella luz.

    —¿Un pitillo, doctor?

    Brabant denegó con la cabeza, sorprendido. Vaya, de Jouvenel se estaba volviendo sociable. Ello permitiría al extraterrestre tomar otra nota sobre tan interesante cuestión: El sujeto número 2 no exhibe el mismo humo-tropismo del sujeto número 1. Tal vez aquello les confundiese, aunque en grado insignificante, y en la posibilidad de confundirlos residía la única esperanza que le quedaba al grupo de colonizadores.

    —¿Qué impresión le causa, doctor?

    Brabant le miró sin comprender.

    De Jouvenel sonrió mefistofélicamente.

    —Quiero decir qué impresión le causa ser esta vez el microbio, en lugar del ojo que mira por el microscopio, observándonos y estudiándonos. Me pregunto sólo si le gusta que ahora se hayan cambiado las tornas.
    —¡Se trataba de mi profesión, de Jouvenel!
    —Desde luego, doctor. Y no dudo que también tiene usted una gran vocación.

    Brabant dijo con aspereza:

    —Desde luego, no me considero un genio ni mucho menos. ¿Qué habré hecho para provocar su hostilidad en un momento como éste?
    —No hace falta que haga usted nada —dijo de Jouvenel, asumiendo una expresión seria—. Absolutamente nada. ¿Cree usted que nos gustaba que una persona como usted nos hurgase el cerebro una vez por semana, y esto durante siete años? No deseo ofenderle, pero no hacía usted nada por ganarse nuestra simpatía, doctor. Pero aunque lo hubiese hecho, tampoco nos hubiera gustado. Oh —añadió, extendiendo la mano— naturalmente, necesitábamos a uno como usted para no estallar. Pero eso no nos obliga a tenerle simpatía.

    Se acercó, a tiempo que bajaba la voz.

    —Olvide lo que le he dicho. Hablemos de algo más importante. Ese tipejo de la puerta es rarísimo, desde luego, pero si no me equivoco, sólo puede mirar a un sitio a la vez. ¿Qué le parecería si nos acercásemos a él? Usted haga porque le mire y entretanto, yo tal vez pueda atacarle por detrás.
    —No.

    De Jouvenel asintió.

    —De acuerdo, doctor, de acuerdo. A mi también me parecía una locura.

    Miró un momento a Brabant, con su rostro de mono perfectamente serio, y luego se alejó.

    Era desesperante... ¡No tendrían la más pequeña oportunidad!

    Brabant se esforzó por no pensar más en ello. No le importaba la opinión que de él pudiese tener de Jouvenel, al menos no en aquel momento; lo que importaba era que se hallaban metidos en un buen aprieto... no solamente ellos tres, sino toda la nave, y tal vez más que la misma nave.

    Tomó el pulso de Marne y observó su respiración. Ambos le parecieron normales. Entonces se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Aquel planeta estaba totalmente deshabitado cuando lo exploraron quince años atrás. La primera expedición lo exploró minuciosamente, descubriendo millares de ciudades y poblados sin la menor señal de vida. La primera expedición tardó todo un año en cumplir su concienzuda misión, con ayuda de cámaras cinematográficas, magnetófonos y toda clase de aparatos grabadores y registradores.

    No hallaron la más leve traza de vida. Por las calles de las ciudades no discurría ni siquiera un animal. Hallaron bosques en los que habitaban algunos insectos, y en los mares había peces. Pero las ciudades no fueron construidas por peces ni por insectos, sino por bípedos de sangre caliente que conocían la ingeniería y la electrónica, que navegaron por los océanos del planeta y cavaron galerías para extraer sus minerales. Ni uno solo de ellos sobrevivía. El planeta estaba deshabitado.

    Brabant paseó la mirada por la diminuta pieza. Parecía una casa de muñecas, considerada a la escala humana, pero sus constructores no fueron muñecas: las muñecas no pueden exterminarse, y ellos fueron exterminados. No había la menor duda. Cuando la primera expedición regresó a la Tierra, se aventuró la teoría de que fueron los hombres de Gor los autores del exterminio, pero lo único que ponía en entredicho esta hipótesis era el hecho de que los hombres de Gor no habían visitado aún aquella parte del espacio, al parecer. Pero allí estaban, y no existía la menor posibilidad de que se hallasen allí por accidente.

    El cohete explorador, cuyo rumbo estaba trazado en las cartas conectadas con el calculador, se posó exactamente en el lugar donde esperaba encontrar al grupo dejado allí por la expedición anterior, y compuesto por los tres voluntarios que se quedaron en Alfa Cuatro para esperar el regreso del Explorer. Pero el grupo no acudió al encuentro. Luego, cuando el cohete explorador aterrizó, los hombres de Gor salieron en tropel de los edificios.

    Ni siquiera pudo hablarse de lucha, y apenas pudo considerarse aquello una emboscada. Sencillamente, la superioridad numérica era abrumadora. Se dirigían todos hacia un edificio vacío de la ciudad desierta, cuando de pronto cayeron sobre ellos docenas de seres rapidísimos cubiertos de una gruesa piel y que les miraban con ojillos de cerdo. Toda resistencia era inútil. Sin embargo, intentaron ofrecer resistencia. Esta costó un brazo roto en fractura compuesta al teniente Marne. En cuanto a Crescenzi y a Clites, los otros dos miembros del grupo de desembarco, la pagaron al precio de sus vidas.

    Brabant se incorporó y se acercó a de Jouvenel. El hombre de Gor apostado a la puerta volvió rápidamente la cabeza, en un gesto vivo y alerta.

    —Oiga —dijo Brabant— no quiero que me considere un individuo arbitrario.
    —Por supuesto que no, doctor — gruñó de Jouvenel.

    Brabant se esforzó por mostrarse persuasivo.

    —Es posible que tarde o temprano decidamos pasar a la acción física. No lo sé. Pero de momento, es preferible no hacerlo. En primer lugar, no estoy tan seguro de que entre los dos pudiésemos hacerle daño.
    —¡Vamos, déjelo, doctor!

    La carita de mono de su interlocutor le miraba con expresión de mofa.

    —No, lo digo muy en serio. ¿Qué sabemos de esa gente? ¿Sabemos acaso cómo debemos atacarlos? Se mueven con una celeridad sorprendente y tienen una resistencia increíble. ¿Se acuerda de lo que ocurrió cuando desembarcamos? De un tiro, Marne le arrancó una pierna a uno, pero el individuo en cuestión se alejó renqueando y sin proferir el menor sonido. Podemos suponer que no sienten dolor. Y en el caso de que lo sientan, su sistema nervioso debe de ser... Bueno. Lo que trato de decirle es esto: ¿Qué le hace pensar a usted que podríamos dejar sin sentido a un hombre de Gor?

    Mansamente, de Jouvenel repuso:

    —Me apuesto lo que quiera a que podríamos matar a uno.
    —Amigo mío, no creo que usted pudiese matarme ni siquiera a mí con las manos desnudas.

    De Jouvenel se encogió de hombros y encendió otro cigarrillo.

    Brabant continuó:

    —De todos modos, existe la posibilidad de que el comandante decida no enviar el otro cohete, al no recibir nuestras señales indicándole que todo va bien por aquí. Eso le hará suponer que nos ocurre algo. Y si el Explorer resuelve dar media vuelta y regresar a la Tierra, al menos se salvará el resto de la tripulación y...

    Se interrumpió. Ambos se enderezaron. El hombre de Gor se había movido.

    Sus movimientos no encerraban una amenaza especial, pero el simple hecho de verle moverse ya constituía una amenaza. Durante horas había permanecido de pie ante la puerta, con sus pequeñas manos romas empuñando objetos plateados que tanto podían haber sido armas como aparatos registradores, pero que desde luego eran desconocidos para los dos hombres. De pronto, sin la menor advertencia previa, cruzó la estancia como una exhalación para mirar por una ventana. Al instante siguiente se hallaba de nuevo junto a la puerta, abriéndola.

    —Calma — advirtió Brabant a de Jouvenel. Este le dirigió una mirada inexpresiva.

    El hombre de Gor mantenía la puerta abierta para franquear el paso a otro extraterrestre. Y detrás del segundo hombre de Gor se veía algo... una figura inclinada que andaba dando traspiés...

    Una figura humana.

    —Dios del Cielo — susurró Brabant, e incluso el propio de Jouvenel dijo algo, ansiosamente y con fervor contenido.

    Desde luego, era un ser humano... pero reducido a la última expresión. El hombre encuadrado por la puerta parecía tener un millón de años, y durante todos ellos había estado muriendo, y por lo menos hacía medio millón que no le daban de comer ni beber ni le habían permitido descansar. Era imposible que pudiese andar, y sin embargo andaba; era increíble que pudiese hablar. Una franja de cabello ralo y mugriento rodeaba su cráneo, enrojecido y cubierto de costras. De su mentón pendían cuatro pelos que formaban una especie de barba. Iba semidesnudo.

    Aquel espectro avanzó con paso vacilante, hasta llegar a cosa de un metro de Brabant y de Jouvenel, y les miró tristemente con unos ojos enrojecidos por el llanto. Abriendo la boca, trató de hablar.

    —Ka-ka-ka-ka...

    Consiguió articular únicamente unos sones vacilantes, que se esforzaban por atravesar la muralla que le separaba de los cuerdos.

    —Ka-ka-ka...

    De Jouvenel susurró ansiosamente:

    —¿Cree usted, doctor, que puede ser uno de los que se quedaron aquí en la primera expedición?

    Brabant movió la cabeza en gesto de incredulidad.

    Desde luego, habían pasado quince años desde que partió la primera nave. Por otra parte, el cautiverio en manos de los hombres de Gor no debía de ser precisamente una cura de reposo.

    ¿Pero era posible que aquel ser decrépito y depauperado...?

    —Ka-ka-ka... — balbuceó el desconocido, llorando de rabia y espanto. Luego se aproximó aún más, sin apartar de ellos sus ojos sanguinolentos y bañados en llanto.

    Pasándose la mano descarnada por su húmeda barbilla, hizo una profunda inspiración que parecía un sollozo, y por último consiguió hablar.

    —¿El comandante Fa-Farragut? — graznó más que dijo.

    Con el mayor tiento, Brabant tendió una mano hacia el espantajo para sostenerlo. Articulando cuidadosamente las palabras, como si se dirigiese a un niño retrasado, dijo:

    —El Comandante Farragut no está aquí. Volvió a la Tierra. Nosotros pertenecemos a la segunda expedición, no a la primera.

    El anciano, aterrado, le miró fijamente y empezó a vacilar.

    —¡Demasiado tarde! — dijo con un grito desgarrador. Y se desmoronó como un monigote, dejándose caer al suelo frente a Brabant.


    CAPÍTULO III


    El segundo cohete rasgó la atmósfera de Alfa Cuatro con once personas a bordo, tres de ellas niños.



    Hibsen, el oficial calculador, sujeto por los correajes al asiento acolchado situado frente a los mandos, gritaba y cantaba, confundiendo sus palabras con el ruido atronador que producía el cohete al hendir el aire. Gozaba lo indecible. Poco más tenía que hacer. La tarea de gobernar un cohete en marcha corresponde a las máquinas, no a los hombres. Las velocidades eran demasiado elevadas; las decisiones se tenían que tomar con una rapidez aterradora. Una máquina podía reaccionar con suficiente celeridad para realizar las mínimas correcciones, que significaban la diferencia entre un aterrizaje normal y una catástrofe, pero aquella era una tarea superior a las fuerzas de la agobiada y reflexiva mente humana.

    ¡Marinero, atención!


    cantaba Hibsen:

    ¡Marinero, precaución!
    Muchos bravos corazones
    duermen para siempre en lo profundo.


    Por otra parte, no tenía voz... en el mejor de los casos, podía considerársele un barítono opaco y nasal... pero el fragor de los cohetes cubría piadosamente sus gallos. Y por otra parte, como ya se ha dicho, tenía muy poco que hacer. Tampoco había mucho que ver, aunque mientras el cohete rasgaba la parte inferior de la capa nubosa, al extremo de su curva de mil seiscientos kilómetros, solamente él podía percibir, en fugaces atisbos, colores caleidoscópicos, pardos, verdes y azules desvaídos. Pero aquello no bastaba para pilotar una nave.

    En la proa de plástico del cohete se hallaban los únicos ojos que de verdad veían: las placas giratorias del radar, que registraban las desigualdades del terreno y las comparaban con el rumbo que le habían asignado, gracias a las cartas que trazó la primera expedición. Unos relés digitales recibían la señal procedente del radar, efectuaban rápidos cálculos con sus dedos electrónicos, e indicaban las correcciones de rumbo y velocidad necesarias y que permitirían que el cohete se posase suavemente sobre la popa, en la zona de aterrizaje previamente señalada.

    Los cohetes tronaron por última vez; la sacudida hizo saltar todos los asientos elásticos.

    —¡Todo el mundo de pie! — gritó Hibsen, desatándose las correas que le sujetaban. Los ocho adultos le imitaron.

    Rae Wensley, sujeta a una litera de aceleración contigua al niño de los Marne, tendió la mano hacia la criatura, que lloraba débilmente.

    —Anda, sé bueno —le dijo, arrullándole, mientras desataba las correas—. Sé bueno y no llores.

    Siguió hablando al niño, aunque probablemente éste no la oía —y no la hubiera entendido de haberla oído— sin levantar la mirada, hasta que encontró la pera esterilizada, que había sido preparada con anterioridad y aún estaba caliente. Desenroscó la tapa, ajustó el pezón artificial y tomó al niño en brazos.

    El niño dejó de llorar para tomar el biberón.

    Entonces ella se inclinó para mirar por la portilla y ver donde se encontraban.

    Hibsen ya estaba fuera, brincando y profiriendo maldiciones sobre el suelo humeante.

    —¡Retty! —vociferó, y el tripulante pelirrojo se dejó caer con precaución por la escotilla, lanzó un alarido y salió corriendo de la zona chamuscada por los reactores—. Retty, sube a una loma o trepa a un árbol para echar una mirada por los alrededores. Tú, Colaner, quédate a bordo. Trata de ponerte en comunicación con el comandante Serrell para comunicarle que hemos aterrizado felizmente. ¡Leeks! Tú y Cannon empezad a descargar. Y vosotras, chicas, llevaos a los niños para que no estorben.

    Hibsen no cabía en sí de satisfacción, al verse dando órdenes a diez personas que tenían que obedecerle sin rechistar. Con el mayor cuidado, Rae Wensley entregó el niño a Mary Marne, la cual esperaba abajo, brincando con impaciencia sobre la arena ardorosa; y luego descendió ella. Por primera vez en sus diecinueve años de existencia, pisaba una tierra que no giraba alrededor del Sol.

    Aquella tierra ardía.

    Ella se apresuró a alejarse.

    Se encontraban en una playa, tétrica y gris; las olas formaban una línea de espuma a veinte metros de distancia. Hacía calor, no sólo a causa de la arena abrasada, sino porque el aire era muy cálido. El planeta en torno al cual giraba Alfa Cuatro emitía abundante radiación infrarroja; el calor era sofocante, a pesar de que la luz era apenas crepuscular. Debían de encontrarse muy cerca de una de las ciudades desiertas, supuso Rae, pero no se veía la menor traza de ella, sólo un bosque do árboles grasientos y fláccidos que llegaban hasta el borde mismo de la playa.

    Rae también era de los que contaban, como Hibsen, que lanzaba órdenes, poseído por un júbilo inenarrable, y Brabant, agachado sobre el febril esposo de Mary Marne a poco más de un kilómetro de distancia. Aunque entre los demás, había algunos que contaban un poco. Mary Marne, por ejemplo.

    De soltera se llamaba Mary Davison. Tenía veintinueve años y era mecanógrafa en la Comisión de Exploración de las Naciones Unidas. Se hallaba prometida con un héroe de los viajes interestelares. Sus relaciones con él eran para Mary algo muy real, a pesar de que se iniciaron cuando ella sólo tenía dieciséis años. La joven que quisiese casarse con un miembro de una expedición interestelar tenía que esperar por lo menos una década para contraer matrimonio. A veces no era una década, sino varías. Era como para desanimar a cualquiera, pero... ¡Quién podría desanimar a una cabecita de dieciséis abriles!

    Por lo tanto, Mary se despidió de su héroe con un beso, en el astropuerto, y se volvió a la escuela. Pasó el tiempo. Terminaron los días escolares. Mary cumplió veintidós años. Asistió a las bodas de sus condiscípulos, llevó el ramo durante la puesta de largo de su hermana, cuidó de sus dos primeros sobrinitos. La nave de su Florián estaba entonces a la mitad de su período de deceleración, en la fase de ida de su viaje.

    Mary entró a trabajar entonces al servicio de la Comisión, pues así le parecía estar más cerca de Florián. Obtuvo un puesto de mecanógrafa y lo conservó sin ascender; su intención no era hacer carrera, sino sólo pasar de alguna manera el tiempo hasta el regreso de su prometido. Muchas de sus compañeras de trabajo se prometían y se casaban. Así la fueron abandonando una tras otra. Pero Mary seguía allí. Lo que comenzó como el intento de una jovenzuela por dárselas de persona mayor se convirtió en una cuestión de terquedad y orgullo, y luego en una costumbre.

    Otras chicas que ella conocía se habían prometido con astronautas y terminaron por olvidarlos a medida que fueron pasando los años. Pero Mary no era de ésas. Ella estaba prometida. Lo cual no facilitaba las cosas, ciertamente.

    Al contrario, las hacía más difíciles, porque cuando los trece años de espera tocaban a su fin, un nuevo factor de inquietud se añadió a los precedentes; además del impulso ardiente de unión física y la presión que ejercían sobre ella sus compañeras, sintió temor. ¿Quién era aquel Florián cuya fotografía constituía una mentira amarillenta sobre la mesa de su despacho? ¿Quién era aquel hombre de treinta y un años que a la sazón debía de reemplazar al joven de dieciocho con el que juró unirse de por vida?

    Los trece años tocaron a su fin.

    Los radares instalados en los satélites de los gigantes de metano escrutaban el espacio tratando de descubrir la nave que regresaba al hogar, y por último la descubrieron: era un blip de deceleración que pronto adquirió la forma familiar de la nave y el remolque. De los satélites partieron cohetes químicos dirigidos a la nave. Por la radio se comunicó la buena nueva a la Tierra.

    Mary Marne, ocho años después, mientras arrullaba a su niño en un planeta extraño que Florián nunca había visto, recordaba cómo le comunicaron la noticia. Antes de que dijesen una palabra ella ya lo sabía, aunque por entonces nadie había oído mencionar a los hombres de Gor. Aquel fue el primer contacto, cuando se pusieron en órbita alrededor de una estrella situada a doce años-luz de donde ella estaba entonces; el cohete explorador fue destruido, y Florián se hallaba en él. El joven de dieciocho años no llegó a cumplir los treinta y uno.

    El golpe fue menos terrible para la joven Mary de lo que pudiera suponerse... trece años es mucho tiempo; pero lloró amargamente. Lloró durante cerca de un mes, mientras por todas las emisoras de televisión se proyectaban las películas que los maltrechos supervivientes consiguieron salvar en su viaje de regreso: películas de los cohetes de los hombres de Gor, grandes, macizos, repelentes; películas de sus armas y, las más impresionantes, aquellas que mostraban la feroz catadura de los propios hombres de Gor.

    ¿De dónde provenía aquel nombre? Se hizo tan familiar en toda la Tierra como si el hombre hubiese conocido siempre a aquella raza, y sólo hacía falta encontrarla en su camino para que su nombre acudiese a sus labios. En la pobre nave perdida se hallaba un tal David Gorman... ¿Fue él quien les puso el nombre, tomándolo de la primera sílaba de su apellido? ¿O bien los hombres de Gor establecieron comunicación con los tripulantes de una nave y les facilitaron su propio nombre? Había otras conjeturas, pero ninguna de ellas importaba ya, ni siquiera las que podían ser ciertas. Los hombres de la Tierra y los hombres de Gor se encontraron, una y otra vez, y cada encuentro significó una sangrienta colisión. Así las cosas, se convocaron oposiciones para cubrir las plazas vacantes en el Explorer II, y ella fue una de las aceptadas, tras pasar el correspondiente examen.

    Por parte de Mary, aquello no significaba un intento de devolver el golpe a los que le habían arrebatado al hombre que amaba, porque el Explorer II zarpaba en dirección opuesta. Tampoco era deseo de aventuras. Era, sencillamente, deseo de evasión. Y así Mary se evadió, a años-luz de distancia.

    No sabía lo que el destino le deparaba, con su amarga ironía, al fin de su viaje.

    Rae Wensley acabó de ayudar a los que desembarcaban pertrechos. Colaner seguía intentando comunicar por radio con la nave nodriza, pero sin conseguirlo. Retty volvió de una loma próxima para informar que había conseguido localizar la ciudad, pero nada más. Después de estas palabras, volvió a irse. Hibsen, con su guerrera constelada de pedrería empapada de sudor, resoplaba pesadamente, apoyado en un árbol.

    Rae fue en ayuda de Mary, que llevaba el niño en brazos. Gia Crescenzi, cuyos dos hijos completaban la dotación del cohete, ya había encontrado algo para darles de comer y se había reunido con Mary y el niño. Las tres mujeres observaban a las criaturas, preocupadas.

    El niño de pecho no se daba cuenta de que se hallaba en un planeta extraño; sólo sabía que algo le oprimía y tiraba de él, de una manera que nunca había experimentado, y eso no le gustaba. Lloraba desconsoladamente, pues ya había terminado el biberón. Luego se durmió por un momento y al despertarse, se esforzó por alzar sus bracitos y volver su cabeza bamboleante.

    Rae lo miró cariñosamente y dijo:

    —La pobre criatura no está acostumbrada a la gravedad.
    —Pobrecillo — coreó Gia Crescenzi, pero sin apartar la vista de sus dos hijos.

    La niña era la mayor y tenía cinco años; su hermanito tenía un año menos. A pesar de las horas de ejercicio diario y obligatorio con los aparatos de que estaba provista la nave, les costaba mucho andar, correr y saltar en el planeta. Poco les importaba que la gravedad que hizo morder el polvo a Alejandro y Napoleón jamás se hubiese ejercido sobre ellos, y que el sol que Josué detuvo se hubiese convertido en una minúscula e indiscernible estrella entre otros millones de astros ocultos por la capa de nubes. Lo que sí les importaba, lo mismo que al pequeño Marne, era que de pronto pesaban, sensación harto desagradable para ellos. Las madres se mostraban muy inquietas, pero Gia Crescenzi, además, tenía otras causas de pesar: su marido iba en el primer cohete, en compañía del de Mary Marne, aquel cohete del que no se había vuelto a tener noticias.

    En su fuero interno, Rae se decía, rebelde: «Al menos ellas tienen el derecho de preocuparse por sus hombres. Brabant se negaría a concederme ese derecho. Me considera una niña.»

    Acorraló a los dos niños más crecidos y empezó a enseñarles a caminar. De pronto...

    —¿Qué es eso? — chilló Gia, con voz impregnada de terror.

    Se oyó un ruido que provenía de los árboles colgantes.

    Hibsen se incorporó de un salto. La cara de Colaner se asomó por la escotilla del cohete. Rae, pasando un brazo en torno a los hombros de los niños, los apretó hacia ella en gesto protector; aquel sonido era espeluznante.

    Verdaderamente espeluznante.

    Mary Marne lanzó un prolongado grito de terror.

    Algo emergía de la selva grasienta... una horda numerosa de seres elefantinos y grises. Se abatieron sobre el grupo con increíble celeridad. La primera partida estaba formada por una veintena de ellos. Iban seguidos por muchísimos más, que avanzaban entre los árboles.

    —¡Hombros de Gor! — gritó Hibsen, buscando un garrote, un cuchillo, algo que sirviese de arma.

    Pero no encontró nada. En la nave había muy pocas armas, y todas se las llevaron los del primer cohete.

    Hibsen se abalanzó sobre los hombres de Gor con las manos desnudas; luego lo pensó mejor, dio media vuelta v gritó:

    — ¡Colaner! ¡Despega!

    Aquello fue un triunfo de la razón sobre el instinto. El instinto aconsejaba luchar, pero hubiera sido una lucha sin esperanzas. La única probabilidad de salvación consistía en conseguir que el cohete despegase.

    Pero la época de los milagros había pasado. Los hombres de Gor les rodeaban por todas partes. Su aspecto no era brutal ni cruel; les bastaba con saberse invencibles. Pronto rodearon a todos los seres humanos, incluso a los niños Pero Colaner había oído la orden de Hibsen, y trató de cumplirla. El cohete rugió y sus toberas arrojaron un chorro ígneo

    Pero sólo el calculador era capaz de equilibrar la nave, y al calculador no se le había ordenado que preparase el viaje de regreso. Por más que se esforzó Colaner, no consiguió dominar la nave. El cohete empezó a bailar y a zigzaguear, en un ascenso desordenado. Se cernió por un momento en precario equilibrio a poca altura, chamuscando a todos los que se encontraban bajo él; era como una terrible lluvia de ácido El olor del cabello y la carne quemada se esparció por el aire.

    Entre tanto, los hombres de Gor consumaron su captura.

    Los capturaron a todos menos a dos. Colaner consiguió huir con el cohete, zigzagueando sobre el mar. En cuanto al pobre Leeks, que era el que estaba más cerca del cohete, ya nunca podría ser capturado. Su cuerpo carbonizado estaba tendido sobre la arena gris, que había hurgado en sus últimas convulsiones de agonía.

    A menos de un kilómetro de distancia, el cohete cayó en el mar elevando un surtidor de vapor que fue seguido por una tremenda explosión, que se mezcló con el llanto desconsolado de los niños.


    CAPÍTULO IV


    Rae Wensley avanzó cojeando por una calle de piso elástico entre dos hileras de edificios vacíos y sumidos en las tinieblas. Todo el cuerpo le dolía y estaba muy asustada, pero ello no impedía que fuese muy emocionante cruzar una ciudad que había sido edificada por una raza extinta. A su lado, Hibsen caminaba ceñudo, llevando en brazos a uno de los hijos de Gia Crescenzi. Era el niño, y lloraba quedamente. Aquel llanto le partía el corazón a Rae, porque el pobre niño no hacía más que repetir:



    —¡Mamá, mamá!

    Y su madre, a quien él llamaba, había cometido la equivocación de atacar a uno de los hombres de Gor.

    Jadeante, Mary Marne, que iba detrás de ellos, les llamó:

    —¡Mirad! ¿No es ese el otro cohete?

    Algo surgía sobre las edificaciones bajas; algo metálico, cuya superficie lanzaba débiles destellos.

    —En efecto, lo es — rezongó Hibsen, esforzándose por ver.

    Doblaron una esquina y se alzó ante ellos el cohete, posado silenciosamente sobre sus alerones en el centro de una espaciosa plaza. Salía luz de uno de los edificios, pero los hombres de Gor cruzaron ante él sin detenerse, a pesar de que uno de ellos gritó algo en su aguda e incomprensible jerga y le respondieron desde dentro. De otro edificio, más pequeño y aislado de los que le rodeaban, surgía una luz más débil y azulada. Hacia allí se dirigieron, y los hombres les obligaron a penetrar.

    Rae pasó tambaleándose junto a un inmóvil hombre de Gor que estaba de guardia en la puerta, parpadeó y exclamó:

    —¡Son ellos! ¡Mary, tu marido está aquí! Penetraron en una pequeña estancia, de cuyo techo pendía una brillante luz azul. Marne se incorporó sobre un codo y los miró parpadeando, desde el rincón en que estaba tendido. Junto a él se veía a De Jouvenel, en cuclillas y con su rostro cetrino mostrando una cómica expresión de sorpresa. No había nadie más en la estancia.

    Con voz apremiante, Rae preguntó al teniente Marne:

    —¿Dónde está el Dr. Brabant? Pero esta pregunta no pareció ser del agrado de Marne, al menos en aquel momento. Hizo un esfuerzo por incorporarse, y Rae vio que llevaba un brazo en cabestrillo.

    Al distinguir a su esposa, lanzó un grito:

    —¡Mary!

    Entonces se precipitó hacia ellos medio agachado; a pesar de que no era un hombre alto, con la cabeza rozaba el techo de la habitación. Su esposa corrió a su encuentro. Llevaba al niño en un brazo, y con el brazo libre lo abrazó apasionadamente, con un alivio infinito. Rae, al verlos, sintió que se le formaba un nudo en la garganta.

    Tomando a de Jouvenel por el brazo, le preguntó:

    —¿Dónde está Brabant?

    El hombrecillo la miró y su rostro asumió una expresión ceñuda y opaca.

    —¡Vamos, hombre, conteste! — dijo ella, zarandeándole.
    —Está vivo —repuso de Jouvenel, como a regañadientes—. Por lo menos, lo estaba hace una hora.
    —¿Y ahora, dónde...?

    En la voz del hombrecillo había una nota de hostilidad.

    —No lo sé — rezongó, y, desasiéndose bruscamente, fue a reunirse con los otros.

    Ella se dedicó a recorrer la casa que los hombres de Gor les habían asignado como prisión. Ya había visto fotografías de las mansiones abandonadas de Alfa Cuatro; todos los colonizadores las habían visto. Pero las fotografías no daban idea de las verdaderas proporciones, no hacían ver la minuciosa pequeñez de las habitaciones ni mostraban la delicada elegancia del mobiliario.

    Nada quedaba de los constructores de las casas con excepción de algunas imágenes, que representaban a unos seres bípedos de aspecto frágil y delicado y de ojos de lémur. Pero su desaparición era reciente. Incluso en aquel clima tan húmedo, la madera y los objetos de composición semejante al papel no habían tenido tiempo de pudrirse. La casa que ocupaban era de tres pisos, y cada piso tenía menos de dos metros de altura, excepto algunas habitaciones más grandes de la planta baja. Los seres humanos capturados podían recorrer libremente todas las salas y estancias, pero sin salir al exterior. El hombre de Gor apostado junto a la puerta de entrada no era el único guardián; había otro, fuera de la casa y sobre la techumbre resistente, pero elástica.

    Aunque a decir verdad, ésta no era la mayor preocupación que embargaba el espíritu de Rae Wensley. La joven empezaba a formarse una idea muy peculiar de los anteriores habitantes de Alfa Cuatro. En su arquitectura no utilizaban tuberías ni conducciones de agua. Los indicios de su graciosa y despreocupada existencia abundaban en las habitaciones, pero para ellos la gracia consistía en cosas hermosas y que cumpliesen finalidades bellas.

    Por ejemplo, Rae vio estatuaria... o podía haber sido estatuaria. Encontró también instrumentos musicales... uno de ellos era una especie de tambor afinado, con una cabeza moldeada que producía una escala diatónica en torno al borde. Encontró pinturas, algunas figurativas y otras tal vez no... costaba decirlo. Pero había muy poco más que, a los ojos de Rae Wensley, indicase la diferencia entre la vida civilizada y la sencillamente animal. Zarandeada entre la incomodidad y las ganas de reír, se dijo que uno de los inconvenientes menos reconocidos de los viajes interplanetarios era que por parte alguna se viese una puerta que ostentase el rótulo de «Señoras».

    Sólo cuando Mary Marne la encontró vagando por la casa y se rió después de escuchar sus explicaciones, para mostrarle entonces las sorprendentes instalaciones del sótano, los ánimos de Rae se levantaron lo suficiente para preocuparse de nuevo por la suerte de Brabant.

    Cuando volvió a la sala principal, en la que se hallaba el silencioso hombre de Gor montando la guardia, vio a un desconocido en ella.

    —¡Rae! —le gritó Hibsen—. ¿Dónde te has metido? ¡Bueno, no importa! ¡Este hombre es Sam Jaroff, Rae... de la primera expedición!

    La empujaron hacia él. Era evidente que aquel hombre se hallaba necesitado de ayuda, y a falta de un médico, ella era la única que podía atenderle, ya que a bordo se ocupaba de los niños. Rae empezó a buscar en el botiquín mientras el anciano se esforzaba por responder a una lluvia de preguntas con voz trémula y cascada.

    Su aspecto era espantoso, se dijo Rae. Estaba terriblemente depauperado. Las grandes deficiencias en su alimentación se hacían evidentes en sus ralos cabellos, su epidermis reseca y cubierta de costras, y sus ojos enrojecidos y lacrimosos. El único remedio consistía en alimento y reposo, pensó Rae, preocupada, mientras leía las etiquetas de los medicamentos. Sin embargo, una dosis masiva de vitaminas le haría bien.

    Mientras ella le administraba los medicamentos, el pequeño Marne se despertó y empezó a llorar.

    Todos levantaron la cabeza.

    Mary corrió junto a él para darle el biberón; el silencioso hombre de Gor de la puerta contempló la escena y de pronto, como una exhalación, se situó a su lado para atisbar la carita roja del niño. Parecía una estatua de madera tallada; luego, sin la menor advertencia previa, volvió como un relámpago a la puerta para adoptar su posición de antes.

    Sam Jaroff se agitaba inquieto bajo las manos de Rae. Al ver al hombre de Gor, emitió un débil gemido. El hombre de Gor no le hizo caso. Sam consiguió articular:

    —¡Disculpe, señorita!

    Hibsen miró a la joven y movió la cabeza.

    —Pobre hombre — dijo ceñudamente.

    Pero el viejo le oyó.

    —¿Pobre? —dijo, incorporándose a medias—. Cada día deseaba que fuese el último. Skinner sí que tuvo suerte.
    —Chitón — le dijo Rae, apaciguadora, obligándole a tenderse de nuevo, pero el hombre se desasió; quería hablar.

    Entre Hibsen y de Jouvenel, le sentaron apoyado en una pared. Entonces dijo:

    —Éramos tres, Chapman, Skinner y yo, como ustedes saben. Estuvimos aquí un año y medio. Hasta que un día vimos la nave.

    Respiró afanosamente por un momento, mientras sus ojos legañosos parpadeaban.

    —Fue Skinner quien la vio —prosiguió—. Era el telegrafista y captó un mensaje que no pudo descifrar. Eso fue lo que nos dijo... aunque de momento no le creímos. Comprendan ustedes, nunca habíamos oído hablar de los hombres de Gor. La primera vez que oí este nombre fue hace un momento, cuando lo dijo el Dr. Brabant. No sabíamos que en el espacio viviese nadie, excepto el hombre y...

    Un acceso de tos le interrumpió. Mirando a Rae, se apresuró a taparse la boca.

    —Perdón —murmuró—. Bien, pues terminamos por saber que no estábamos solos. Sea como fuere, cuando Skinner aseguró que había captado aquellas señales, montamos una guardia y conseguimos ver la nave, o así nos lo pareció. De momento la tomamos por un meteorito, pero sin duda era una astronave de Gor. Pero no estábamos seguros, y por otra parte nada sucedió de momento. Está todo apuntado en el cuaderno de bitácora, donde podrán leerlo ustedes, si éste es su deseo. Creo que todavía podríamos encontrarlo. No en esta casa, por supuesto. Pero ahora está en poder de los hombres de Gor, y...

    »Pero dejemos eso. Les decía a ustedes que nada sucedió de momento. Así pasaron los años. Tratamos de cultivar algunas plantas en el barranco, pero no medraban. Los tubérculos se pudrían. Las zanahorias, las patatas, los nabos... las zanahorias, por ejemplo, crecían esmirriadas y terminaban por pudrirse cuando alcanzaban un tamaño apreciable. Era como si el suelo no fuese bueno... Lo cual no deja de ser curioso, pues existe un humus vegetal riquísimo, pero al parecer, nada puede vivir bajo la superficie de este planeta. Le di vueltas al asunto durante años —dijo con vehemencia— y que me ahorquen si lo entiendo. Al principio lo atribuí al exceso de humedad, pero...

    Un nuevo acceso de tos le cortó la palabra. Con el dorso de la mano se secó las lágrimas que la tos le había provocado.

    —Perdón —repitió—. Ya casi no me acuerdo de hablar. Por la causa que fuese todas las cosechas se echaban a perder. Así las cosas, los hombres de Gor regresaron. Aquello que vimos debía de ser una nave, y ellos debían de estar espiándonos. ¿Dónde estuvieron metidos durante aquellos dos años? No lo sé. Tenían algo así como un campamento en Bes. Allí estuve durante un par de años. Tal vez estuviesen allí con anterioridad, incluso cuando el comandante Farragut estaba aquí. Pero no les vimos hasta que...

    Jaroff se interrumpió y se echó a llorar en silencio.

    Hibsen le reprendió con aspereza:

    —¡Vamos, hombre, no hace falta que nos cuentes todo esto ahora! ¡Hay tiempo más que suficiente!
    —Quiero contarlo ahora —dijo Jaroff, frotándose sus ojos lacrimosos—. ¿Y está usted tan seguro de que tenemos mucho tiempo? Yo, no. Tal vez no nos quede nada de tiempo.

    Se agitó con desazón, apoyado en la pared, sin apartar sus ojos del silencioso hombre de Gor apostado a la puerta.

    Reuniendo sus recuerdos, continuó:

    —Vinieron de noche. Todos dormíamos. No teníamos guardia ni nada que se le pareciese. ¿Quién iba a pensar que la podíamos necesitar? Pero el ruido debiera habernos despertado. Pero no lo hizo. Lo que me despertó fueron... los chillidos de Chapman.

    »El no estaba en el interior de la casa, con Skinner y conmigo —explicó Jaroff, como si ello fuese muy importante—. Habíamos tenido... no exactamente una pelea, pero estábamos un poco de punta. El había perdido un libro de Skinner, y a consecuencia de ello, Skinner no quería prestarle el ukelele, y en cuanto a Chapman...

    »Pero, bueno, ¿qué importa eso ahora? La verdad es que Chapman nos dejó para instalarse en una de las casas de enfrente. La roja. La llamábamos la Casa de Morgan. Tenía un pequeño artesonado de oro y Skinner le dio ese nombre, y entonces...

    »Los hombres de Gor fueron primero a esa casa. Al oírle gritar nos despertamos y fuimos corriendo hacia allí...

    »Chapman aún vivía —dijo Jaroff, hablando muy lentamente—. Sepan ustedes que vivió aún dos años después de eso. Incluso me acompañó a Bes. No nos veíamos mucho, pero cuando murió le vi bastante. Le hicieron la disección. Creo que querían estudiar su anatomía, o... qué sé yo.

    Jaroff se interrumpo y su mirada se clavó en el suelo por unos momentos, antes de proseguir con voz apenas perceptible:

    —En cuanto a mí, me martirizaron... para probar mis reflejos y mis reacciones... Pero no me mataron, por más que yo se lo pedía. Se lo suplicaba.

    »A Skinner sí lo mataron, en la misma Casa de Morgan. El tenía una pistola, y se llevó a seis de ellos por delante.

    »Así es que estuve en Bes durante... el Dr. Brabant lo ha calculado. Creo que unos diez años, después de la muerte de Chapman. Comiendo únicamente musgo, y entre tanto ellos no me quitaban la vista de encima A veces me martirizaban durante un par de semanas, para luego dejarme tranquilo dos o tres semanas más. Otras veces, el musgo tenía un sabor raro y yo me ponía enfermo. Hacían experimentos, ¿saben ustedes? Toda clase de experimentos. A veces me hacían daño de verdad.

    Con estas palabras, se frotó la fina filigrana de cicatrices blancas que le cubría el brazo.

    —Y luego me trajeron aquí. Hará de ello cosa de un mes y no comprendí por qué lo hicieron, aunque ahora ya me lo imagino. Supongo que captaron al Explorer II con su radar, si es que tienen radar. O tal vez interfirieron un mensaje de ustedes. No lo sé.

    »Pero sí estoy completamente seguro de que conocían de antemano su llegada, y por eso me trajeron aquí. Tal vez se proponían utilizarme como cebo, colocándome en un descampado, con una legión de ellos ocultos en los alrededores. Pero no tuvieron necesidad de hacerlo. Ellos...

    Rompió en sollozos.

    Hibsen se levantó.

    —Ya basta —gruñó—. Dejadle en paz.

    Se volvió hacia el hombre de Gor que les vigilaba.

    Pero la mano de de Jouvenel se posó en su brazo, y, tras una momentánea vacilación, Hibsen miró al hombrecillo moreno e hizo un gesto de asentimiento.

    —Muy bien —dijo Hibsen—. No haré nada.

    Rae estaba medio dormida en el suelo, con el niño apaciblemente dormido a su lado, cuando notó que la mano de Hibsen le tocaba en el hombro.

    —Se va a reunir el Estado Mayor —dijo—. Vamos, Rae, despierta. El hombre de Gor se ha ido.

    Ella miró a la puerta; efectivamente, se había ido. La estancia se hallaba sumida en una oscuridad casi total, pero de los edificios ocupadas por los hombres de Gor al otro lado de la plaza surgía la luz suficiente para permitir ver las confusas siluetas de las personas, las paredes y el escaso mobiliario. Efectivamente, el hombre de Gor se había ido.

    —Despertad —dijo Hibsen en voz más alta, tocando a Mary Marne y a su marido con la punta del pie, pues ambos se hallaban tendidos en el suelo muy juntos—. De Jouvenel, ¿estás despierto? ¿Y tú, Retty?

    Al instante siguiente todos estaban despiertos.

    Hibsen dijo entonces:

    —Retty, quédate junto a la puerta. No sabemos cuánto durará la ausencia de ese individuo. Mantente ojo avizor —. A continuación se volvió hacia Marne —. Mi teniente, usted es de mayor graduación que yo. ¿Desea tomar el mando?

    Marne denegó con la cabeza.

    —Yo apenas sirvo de nada con este brazo. De todos modos, eso ahora poco importa, ¿no cree?

    Rae contuvo el aliento.

    —¡Pero no puede llevarnos a todos!
    —A todos, no; pero a algunos, sí — la corrigió Hibsen. Sam Jaroff, apoyándose en un codo al extremo del grupo, gemía quedamente —. Así es —aclaró brutalmente Hibsen—. Algunos tendrán que quedarse.

    Rae Wensley, muy agitada, replicó:

    —¡Eso no es justo! ¿Y los niños? —Hibsen denegó con la cabeza—. ¿Y Sam Jaroff? ¿Y el Dr. Brabant? Ni siquiera está aquí... ¿Cómo podemos irnos y abandonarle?
    —Fue él quien nos dejó.
    —Vamos, usted es un...
    —¡Cállate, Rae! — La voz de Hibsen restalló como un latigazo —. No hables de lo que es justo o injusto. Aquí se trata sólo de sobrevivir. — Dirigiéndose rápidamente a la ventana, hizo un gesto de asentimiento y volvió junto a ellos. — Si, el cohete sigue ahí. No se ven hombres de Gor por parte alguna, aunque les oigo al otro lado de la plaza. Os prometo que puedo meterme en el cohete sin que me vean. En cinco minutos estableceré un rumbo en los calculadores que nos llevará muy cerca de la órbita del Explorer. Pero no será un rumbo muy preciso, lo cual quiere decir que necesitaré una reserva de carburante para maniobrar. Eso significa... —y vaciló— que sólo podemos ir tres.
    —¡Tres!...
    —¡Tres vivos —atajó ceñudo— valen más que todos muertos! ¡Y que el comandante Serrell dando vueltas allá arriba, tranquilo y dichoso... esperando a que los hombres de Gor le localicen y hagan saltar en pedazos su nave!
    —No dijo Rae Wensley, con decisión —. No se irá sin Brabant.
    —¡Al diablo Brabant! Se fue con los hombres de Gor. ¡Si tanto le gustan, que se quede con ellos!

    Ella movió la cabeza. Se hallaba obcecada y no quería escuchar.

    —¿Pero no comprende? —dijo—. Cuando regrese, nos traerá preciosas informaciones. ¿Qué obligación tenía de decirle a dónde iba y a qué iba? Estoy segura de que utilizará todo su saber para descubrirles su punto flaco. Ellos...
    —Ellos no tienen ninguno —dijo la voz ronca y cascada de Sam Jaroff, sujetándola por el brazo—. ¡Obedezca a ese hombre, señorita! Tengo miedo, pero eso no importa... El tiene razón. ¡Déjele que se vaya!

    De todos modos, aquí estamos todos irremisiblemente muertos.

    —De acuerdo —dijo Hibsen—. Ahora, pongamos manos a la obra. Como ves, Rae, nadie te escucha. De Jouvenel, tú me ayudarás cuando trate de llegar al cohete. Una vez haya penetrado en su interior, si aparece un hombre de Gor por allí, tú tendrás que...
    —¡Hibsen! —susurró Retty desde la puerta, con tono ansioso—. ¡Venga a mirar!

    Todos se apiñaron junto a las ventanas y la puerta abierta, para mirar a la pequeña plaza.

    En ella había grupos de hombres de Gor.

    Eran por lo menos una docena, y deambulaban en torno al primer cohete explorador, frío y silencioso, posado sobre sus alerones.

    —Tendremos que esperar —dijo Hibsen, sin apartar su mirada de los extraterrestres—. Tal vez se irán.
    —No se irán —susurró Rae—. ¡Mire, Hibsen! ¿Qué hacen?

    Los seres achaparrados entraban y salían por la escotilla del cohete. Como poderosas liebres, saltaban al interior de la navecilla y los que ya se hallaban en ella pasaban objetos a los que se encontraban en tierra. Y los objetos que les pasaban eran...

    Brillantes instrumentos metálicos. Negros paneles del cuadro de mandos. Las entrañas de alambre de la nave.

    —¡Se llevan los calculadores! —gritó el teniente Marne, sujetándose el brazo fracturado—. ¿Sabe lo que esto significa, Hibsen? No podríamos gobernar el cohete, aunque consiguiésemos llegar a él.
    —Exactamente —refunfuñó Hibsen, furioso—. Qué listos, ¿eh? ¿Y quién se imaginan ustedes que les dio esa idea?

    Su mirada iracunda se posó en Rae Wensley. Muy a pesar suyo, la joven retrocedió ante aquellas facciones contraídas por la cólera.

    —Muy inteligente —dijo—. Saben muchas cosas de nosotros, ¿no les parece? Y sólo pueden haberlo aprendido de una manera... ¡De tu medicucho asqueroso...! ¡De Brabant!


    CAPÍTULO V


    Durante toda aquella noche, unas chisporroteantes llamaradas eléctricas iluminaron la plaza que se extendía frente a la construcción que albergaba a los prisioneros.



    Bajo aquella luz vacilante, los grises hombres de Gor se afanaban amontonando fragmentos de los mecanismos de mando del cohete en una carreta de grandes ruedas. Hibsen casi se volvía loco de furor contemplando aquel espectáculo; permaneció arrodillado junto a la ventana toda la noche, sintiendo repercutir en su propia carne los martillazos. Pero ni siquiera la cólera puede luchar contra el sueño, y por último se quedó dormido.

    Rae Wensley le despertó por la mañana. Ella se había levantado cuando oyó llorar al niño, le dio el biberón, lo cambió y lo depositó en un ángulo, protegiéndolo con una mesa inclinada para evitar que alguien lo pisase por inadvertencia. Hibsen se despertó instantáneamente.

    Incorporándose, paseó su mirada en derredor y refunfuñó. La plaza, frente a la casa, estaba vacía de vida. Por la puerta abierta penetraba una corriente de aire húmedo y frío. La luz de un gris amanecer penetraba por la ventana.

    —Por lo visto, han terminado ya — murmuró Hibsen con amargura, indicando la plaza con un gesto de la cabeza.

    Pero Rae se hallaba más preocupada por otros problemas. Había descubierto que sólo quedaban tres biberones esterilizados llenos para el niño, sin contar con la poca leche que contenía el pecho de su madre. Por más que Mary Marne se lo había propuesto, no había podido criar a su hijo. Era completamente necesario hallar un sustituto a la madre.

    Ella se lo dijo a Hibsen, el cual se encogió de hombros.

    —Con tres biberones tiene para todo un día, ¿no es eso? Entre tanto, ya veremos qué ocurre.
    —Y no tenemos más pañales para cambiarlo.

    El se levantó y se alejó de ella.

    —Pregúntaselo a tu amigo Brabant —le dijo por encima del hombro—. Al parecer, se halla en buenas relaciones con las autoridades locales.

    Esta observación enfureció a la joven, pero esto era precisamente lo que él se proponía. La cólera es una fuerza demasiado poderosa para permanecer confinada; termina por estallar y alcanza a todo cuanto la rodea. Si conseguía encolerizar lo suficiente a la joven, tal vez parte de su cólera alcanzaría al medicucho.

    Lo cual no podía ser más justo, se decía Hibsen, porque éste se hallaba medio convencido de que era cierto que Brabant se había pasado a los hombres de Gor. Además, aquéllo se adaptaba a sus propósitos. Quedaba aún una remota posibilidad de fuga. ¡Qué largo y tedioso sería el crucero de regreso a la Tierra! Se sentiría mucho menos solo, si Rae le acompañaba...

    Pero sin el medicucho.

    El hombre de Gor había vuelto al interior de la pieza, y no les quitaba el ojo de encima. De Jouvenel, ablandando una torta de cereales comprimidos con café frío, dijo sombríamente:

    —Yo quería atacar a ese mamarracho, pero Brabant no me lo permitió. ¿Qué le parece, Hibsen?

    El interpelado esbozó una cruel sonrisa.

    —Creo que...

    Miró a Rae Wensley e hizo un guiño.

    —Termina pronto, Joe. Hay otros que esperan esa taza.

    Rae estaba temblorosa.

    —¡Basta! Ya sé que detesta al doctor Brabant, pero ése no es modo de hablar... No tiene usted el menor derecho a suponer que no obra bien. ¡Ni siquiera estaba usted presente cuando los hombres de Gor se lo llevaron!
    —No ofreció demasiada resistencia — observó de Jouvenel.

    Hibsen sacudió la cabeza.

    —No, Joe, ése no es modo de hablar. Y no tenemos derecho a suponer nada malo.

    E hizo un nuevo guiño.

    Levantándose, se dirigió cachazudamente a la ventana, como persona satisfecha de sí misma. En el exterior estaba la primera nave exploradora, que parecía esperar pacientemente. Vaya usted a saber, se dijo Hibsen, si...

    Pero aquello quedaba descartado totalmente. Ellos no podrían pilotarla... Era imposible hacerlo sin los pilotos automáticos calculadores. Aunque existía la remota posibilidad de que consiguiesen encontrar e instalar de nuevo a bordo los mecanismos calculadores. O algo parecido. De todos modos...

    —Oiga —dijo Hibsen— venga aquí un momento, Marne. ¿Qué es eso?

    Señaló al otro lado de la plaza. Allí se alzaba una construcción similar a las restantes, pero de su interior brotaba una débil luminosidad.

    —Parece oro —apuntó de Jouvenel—. Oye, Jaroff: ¿es ése el lugar que vosotros llamabais la Casa de Morgan?

    El viejo se aproximó renqueando.

    —¿Eso? —dijo, bizqueando los ojos—. No. La Casa de Morgan es la del techo rosado. Allí es donde tuvieron a Skinner. Cuando el primer desembarco.
    —Entonces, ¿qué demonios es eso?
    —Es su nave — dijo Jaroff cansadamente, para volver casi a rastras a su sitio.

    Hibsen se quedó sin aliento.

    —¿Su nave?

    Entonces se enderezó, con lo que su cabeza casi tocó el techo.

    —¡Muy bien! —exclamó con voz ronca—. ¡Esa es la solución! ¡Nos han averiado nuestra nave... pues utilizaremos la suya!

    Paseó la mirada por el círculo de caras, en las que se pintaba la incertidumbre.

    —¿Qué ocurre ahora? ¿No creéis que yo sea capaz de pilotarla?
    —No —respondió una voz desde la puerta— no lo creemos.

    Todos se volvieron como un solo hombre. En el umbral se erguía Brabant, con dos hombres de Gor a sus espaldas.

    Reinó silencio absoluto durante un segundo.

    Hibsen lo rompió:

    —Adelante, doctor —dijo—. Entre usted. Precisamente estábamos deseando hablarle. Haga pasar también a sus amigos, si le parece. Serán tan bienvenidos como usted.

    Brabant penetró en la estancia. Dirigió una mirada a Rae, pero su semblante era impasible.

    Hibsen echó el aliento sobre la estrella de zafiro de su solapa izquierda y luego le sacó brillo, frotándola con la bocamanga derecha. Era uno de sus gestos habituales; le confería una sensación de mayor seguridad y aplomo en situaciones difíciles. Con la mayor cortesía, preguntó:

    —¿Qué tal lo pasó, doctor? ¿Le atendieron bien?
    —No mucho.
    —Qué lástima —comentó Hibsen, moviendo la cabeza en un gesto de conmiseración—. Será que no saben cómo tratar a los invitados. ¿No es verdad, Jaroff?

    El anciano apartó su vacilante mirada.

    —Bien, parece ser que al entrar, hizo usted algún comentario acerca de mi idea, ¿no es cierto, doctor? Decía usted que yo no sería capaz de pilotar la nave de Gor, o algo parecido...
    —No podrá usted.
    —¿Le importaría decirme por qué?
    —Porque usted no es un hombre de Gor —repuso Brabant—. ¡En su calidad de calculador, eso no debería usted ignorarlo, Hibsen! ¿Por qué se imagina que sacaron los calculadores de rumbo de la nave exploradora?
    —A decir verdad —dijo Hibsen— eso es precisamente lo mismo que nos estábamos preguntando, doctor Brabant.
    —¡Porque maldita la falta que les hacen, hombre de Dios! Nosotros no podemos pilotar sin ellos, pero los hombres de Gor pueden pasarse perfectamente sin los calculadores... gracias a su propia naturaleza.

    A sabiendas de que era falso, Hibsen, furioso, exclamó, incapaz de contenerse:

    —¡Yo soy capaz de hacer todo lo que ellos hagan! ¿De parte de quién está usted?

    Brabant le apostrofó con estas palabras:

    —¡Estúpido! ¿Se cree capaz de pilotar un cohete sin calculadores? ¿No comprende que eso es imposible? Ningún hombre es capaz de equilibrar a un cohete sobre su cola... para ello se requiere una máquina. Y en el cohete no hay máquinas. ¡Como los hombres de Gor jamás las han tenido en sus propias naves, por eso las han quitado de la nuestra! ¿Por curiosidad? No lo sé. Esa es una explicación tan buena como otra cualquiera.

    Incorporándose, señaló hacia la ventana. Los tres impasibles extraterrestres le siguieron con la mirada, pero no se movieron.

    —¡Mire ahí fuera! ¿Ve esas edificaciones al otro lado de la plaza? ¡Están rebosantes de hombres de Gor! Le garantizo que no podría dar un solo paso fuera de aquí, sin que inmediatamente le siguiesen. Son rapidísimos. Pero aunque lo consiguiese, ¿qué haría? No importa la nave que eligiese; la nuestra o la de ellos. En ambos casos se requiere una máquina para gobernarla. Todos ustedes han estado a bordo de un cohete en el momento de despegar. Por lo tanto, no pueden alegar ignorancia. Saben perfectamente lo que pasa. Primero, durante un par de segundos, el chorro de gases ruge atronador, sin que el cohete siquiera se mueva.

    »Luego empieza a levantarse poco a poco... se eleva unos centímetros en el segundo siguiente. A los cinco segundos, se habrá levantado medio metro. Pero los cohetes tienen que alcanzar casi los cien kilómetros por hora para considerarse estabilizados desde el punto de vista aerodinámico... y para alcanzar esta aceleración se requieren quince segundos. Y en estos quince segundos, amigo mío, usted puede morirse quince veces. Cualquier causa insignificante puede hacer balancear el cohete... aunque sólo sea una décima de segundo de arco, pero una vez iniciada la inclinación, ésta debe corregirse instantáneamente. ¿Se considera usted lo suficientemente rápido en sus reflejos, Hibsen? Usted no posee esta rapidez de reflejos. Ni yo. Ni ningún ser humano.

    Se apartó de la ventana antes de proseguir.

    —Por lo que respecta a nosotros, es como si estas naves no existiesen.

    Hibsen contempló encolerizado a Brabant, mientras el psicólogo se dirigía a la pared junto a la cual estaban amontonados sus escasos víveres, y tomaba una galleta.

    Con ademán abstraído, Hibsen frotó su zafiro, incapaz de apartar su mirada del Dr. Brabant. Nadie hablaba, lo cual irritaba a Hibsen. ¿Con qué derecho aquel matasanos se inmiscuía en sus planes y los echaba por tierra? Pese a su irritación, tuvo que reconocer que no era nada fácil ponerlos en práctica. Pero tenía que existir una escapatoria. Si no la hubiese, aquella estrella de zafiro terminaría en el bolsillo de alguno de aquellos seres repugnantes de piel de rinoceronte, convirtiéndose tal vez en juguete para sus crías, en lugar de garantizar otras dos décadas de vida desahogada y alegre para Robert Hibsen, Esq.

    De Jouvenel rezongó desde el otro extremo de la habitación:

    —¿Qué ocurre, doctor? ¿No le dieron de comer sus amigos?

    Brabant, sin dejar de masticar, repuso con voz imperturbable:

    —No.

    Pero su expresión era preocupada. Hibsen lo advirtió y ello le produjo una malévola satisfacción.

    Vaya, el doctor está preocupado también, se dijo.

    Brabant miró la media galleta que le quedaba, dejó de comer y volvió a depositarla en el suelo.

    —Con esto no tendríamos bastante. He dispuesto que nos traigan víveres de la navecilla exploradora.
    —¿Cómo? —preguntó Rae Wensley—. ¿Qué...?

    La expresión de Brabant cambió ligeramente, adquiriendo un aspecto extrañamente embarazado.

    —He llegado a ciertos acuerdos con ellos —dijo, sin elevar mucho la voz—. Yo... necesito de vuestra cooperación... de todos vosotros, para ayudarme a ponerlos en práctica.

    De Jouvenel rió sin alegría.

    Rae le preguntó con brusquedad:

    —¿Qué clase de acuerdos?
    —Los únicos que me están permitidos —repuso Brabant, con voz firme—. Por favor, Rae. No obres como si yo hubiese tenido otra elección posible, o...
    —¿Qué clase de acuerdos?

    Hibsen vio —y esto le produjo más placer del que creía posible experimentar en aquel día y lugar— que en el semblante de Rae se retrataba la aprensión mezclada a una cólera incipiente. ¡Vaya, se dijo! ¡La niña empieza a pasarse de lista!

    Brabant repuso secamente:

    —He concluido un acuerdo ecuánime. Información a cambio de nuestras vidas. Ellos quieren estudiarnos... pues bien, dejaremos que nos estudien. A cambio de esto, permitirán que dispongamos de nuestros víveres y me han prometido que no...

    Miró a Sam Jaroff, incapaz de continuar.

    —¡Le han prometido! —gritó Rae Wensley—. Pero, ¿se puede saber qué le pasa a usted?
    —No hay otra alternativa —explicó Brabant—. ¡Quién sabe, tal vez con nuestra ayuda averigüen lo suficiente para hallar un medio de convivir pacíficamente con la especie humana! Si bien se mira, a sus ojos nosotros somos tan monstruosos como ellos lo son a los nuestros... No esperaba en modo alguno hallar seres capaces de realizar viajes interestelares... como nosotros tampoco lo esperábamos, por supuesto. Psicológicamente, nosotros constituimos un completo misterio para ellos... como ellos lo son para nosotros... y con esto entramos en mi terreno profesional. Así es que hemos acordado...

    De Jouvenel le atajó:

    —¡Ayudarles a conquistar la Tierra!
    —¡No! Ayudarles a...
    —¡No nos venga con embustes, Brabant! —gritó Marne, olvidando su brazo astillado y abriéndose paso hacia él—. ¡Prestar ayuda e información al enemigo constituye delito de alta traición! Para usted, despreciable sabandija, su pellejo vale mucho por lo visto. ¡Mas para nosotros no vale nada! ¿Sabe usted qué castigo se da a los traidores?
    —¡Cállese! —gritó Brabant—. No tenemos otra alternativa. Los hombres de Gor...
    —Nada de eso, matasanos —le interrumpió Hibsen, metiéndose por último en la discusión y apartando a Marne y de Jouvenel para mirar a Brabant cara a cara—. Nuestra alternativa consiste en colaboración o muerte... ¡la tuya, Brabant! ¡Y no creas que no seremos capaces de matarte, si nos lo proponemos!

    Brabant le contempló en silencio e inmóvil durante un segundo, para hacer luego un triste gesto de asentimiento.

    —Sí —dijo—. Ya me suponía que terminaríais por sacar esta conclusión. Pero en esto también te equivocas, Hibsen. No podríais matarme. Los hombres de Gor lo impedirían.
    —¡No podrían evitarlo, pues no lo sabrían! Algún día de estos, en el momento más inesperado...
    —Lo saben ya —dijo Brabant sin levantar la voz—. ¿Es que Jaroff no os lo dijo? Todos ellos, del primero al último, hablan inglés.


    CAPITULO VI


    Brabant y sus dos compañeros de Gor desaparecieron, llevándose a Sam Jaroff consigo. La separación no fue muy agradable; el viejo lanzó terribles alaridos que despertaron al niño y asustaron a los dos huérfanos Crescenzi. Pero tuvo que irse, mal que le pluguiese... sin que la promesa de Brabant de que nada le ocurriría apenas consiguiese tranquilizarle.



    Cuando Rae ya había conseguido apaciguar lo suficiente a los dos niños para ponerlos a dormir, de pronto irrumpió silenciosamente en la pieza una partida de hombres de Gor. A pesar de que, según aseguró Brabant, aquellos seres hablaban inglés, el propósito de aquella partida no parecía ser entablar conversación. Se desplegaron en abanico con una rapidez sorprendente y, sin la menor pausa ni consulta, empezaron a examinar todos los artículos, víveres y enseres que contenía la estancia.

    —¡Hibsen! —gritó Rae, desde la puerta interior—. ¡Venid todos! ¡Se proponen hacer algo!

    Los hombres acudieron corriendo y se apiñaron indecisos en el umbral, pero no había nada que hacer. Los extraterrestres no tocaron a nadie; lo único que les interesaba eran los efectos inanimados del pequeño grupo humano En cuanto a éstos, los examinaron con el meticuloso cuidado de un mono, entregado a la tarea de librar de piojos a un semejante.

    —Es un registro —dijo Hibsen—. Posiblemente buscan armas. ¡Tiene gracia! Ojalá pudiesen encontrar algunas.

    Pero los hombres de Gor extremaban sus precauciones, por lo visto. Descubrieron y confiscaron una regla de acero susceptible de aguzarse, el único biberón de vidrio que Mary había adquirido entre los de plástico, y todo cuanto pudiese adquirir un filo cortante o convertirse en instrumento contundente.

    —Son extremadamente prudentes —dijo Hibsen con amargura—. Bueno, que hagan lo que les plazca. De todos modos, nada podemos hacer por impedírselo... de momento.

    Pero ellos no esperaban a que les diesen permiso; terminaron el registro y permanecieron un momento a la puerta.

    Por primera vez, Rae Wensley oyó hablar a uno de ellos. Era un débil chillido de conejo, que no causaba la menor impresión, pero que era un lenguaje sin ningún género de duda. Intercambiaron una pregunta y una respuesta, y la mitad de la partida salió, llevándose sus escasos trofeos...

    Y entonces los tres restantes se dirigieron deliberadamente hacia Rae.

    La joven gritó. No pudo evitarlo, aquello fue tan repentino, que no pudo contener el chillido que le subió a la garganta y que apenas pudo iniciar; tan repentino, que no oyó las coléricas exclamaciones de los hombres ni vio cómo dos hombres de Gor se interponían con la celeridad del rayo entre ella y sus compañeros, mientras el tercero se apoderaba de ella, tan rápida, viva y descuidadamente como un niño montado en un tiovivo se apodera de un anillo de latón al pasar. Apenas había tenido tiempo de recuperar el aliento para gritar de nuevo, y ya se encontraban afuera, mientras los otros hombres de Gor formaban una sólida barrera ante la puerta.

    La llevaron a través de la plaza y penetraron con ella en una casa. En ella había otros hombres de Gor, tal vez una veintena, que corrían lanzando chillidos, pero ella no pudo contarlos ni adivinar qué hacían, con tal celeridad la llevaron escaleras arriba. El monstruo que la transportaba en brazos permanecía silencioso y no producía el menor ruido al correr. Por rápidamente que sus pies se posasen en el suelo o los peldaños, lo hacía con tal precisión, ejerciendo la presión exactamente necesaria, que el resultado era que no producía el más leve rumor. Era imposible que aquel ser tropezase. Del piso superior le llegó el son de una voz humana, que murmuraba monótonamente y sin parar. El son fue haciéndose más fuerte a medida que ella se aproximaba.

    Los hombres de Gor la depositaron de pie en el suelo y se esfumaron, descendiendo las escaleras con el mismo silencio sobrenatural.

    Brabant se hallaba en aquella habitación. También estaba en ella San Jaroff... aquella voz era la suya. Estaba recostado en un asiento improvisado, con los ojos cerrados y hablando sin parar.

    Rae abrió la boca para decir algo, pero Brabant, con el ceño fruncido, hizo un signo negativo con la cabeza y se llevó un dedo a los labios. Pareció algo sorprendido al verla, pero no excesivamente; en realidad, ella no parecía interesarle, sino Jaroff.

    —...el que tenía una cosa verde en el hombro —estaba diciendo Jaroff—. Algo así como un emblema, con tres hojas... aunque no eran hojas exactamente, sino algo retorcido. Como el fuego que sale de una rueda catalina al girar. Y era más corpulento que el otro... bastante más; y cuando me cortaron en el brazo, él utilizó ambas manos, pero el otro sólo utilizó la izquierda. Sin embargo, el tipo pequeño de la sala verde me aplicó los electrodos en el brazo con la derecha. Llevaba una cajita dorada con once botones blancos y dos rojos y cuatro blancos en línea, y entonces...

    La voz de Jaroff zumbaba monótonamente. Resultaba muy extraño, se dijo Rae, conteniendo el aliento, que el doctor Brabant sometiese a un trance hipnótico al anciano en presencia de los hombres de Gor.

    La joven paseó su mirada por la estancia. Era de proporciones mayores que cualquiera de las salas de la casa que les había servido de prisión, y contenía cosas que ella no podía reconocer, pero que parecían fuera de lugar... objetos metálicos y negros, objetos dorados; probablemente eran enseres de los hombres de Gor. Por lo visto aquel edificio era su cuartel general, o parte del mismo. En su atmósfera flotaba un aroma agrio. Se dio cuenta de pronto de que lo notaba desde hacía mucho tiempo. Había creído que se trataba del olor peculiar de Alfa Cuatro, pero entonces empezó a ponerlo en duda. Tal vez fuese el olor de los hombres de Gor.

    Entonces vio algo que no pertenecía a estos últimos.

    Era negro, pero su interior era de vidrio, acero y cobre: procedía del cohete explorador. ¡Las diversas piezas estaban allí! Sintió una súbita alegría. Allí estaban. Brabant las había salvado. Ello quería decir que tenía un plan. Y que...

    Examinó la habitación más atentamente, y únicamente consiguió distinguir un aparato magnetofónico, que formaba parte del equipo de radio, y algunas válvulas. Al parecer, Brabant utilizaba aquellos aparatos para lo que estaba haciendo. Pero aquello no era lo que necesitaban para hacer que el cohete se elevase de nuevo.

    —Cuando Skinner murió —decía Jaroff en aquel instante—, yo estuve enfermo mucho tiempo, a causa, supongo, de las masas verdes que contenía el musgo. Abundaban más que las de color violeta, y eran algo mayores que éstas. Mientras tuve fiebre, el rinoceronte de la sala verde vino ocho veces y...

    Se oyó un murmullo de uno de los hombres de Gor y Brabant dijo, animosamente:

    —Ya está bien, Jaroff. Ahora despierta.

    El viejo se despertó, pestañeó, vio a los hombres de Gor y lanzó un gemido.

    —Calma, hombre —dijo Brabant para tranquilizarlo—. Por hoy hemos terminado. Ya puedes volver con los demás. — Jaroff, temblando como un azogado, se dirigió con paso incierto a la puerta de la estancia y se detuvo. — Baja por las escaleras. Vamos, hombre. Uno de los hombres de Gor de la planta baja te llevará con los demás. No tienes nada que temer.

    Brabant le miró alejarse, y luego se volvió a Rae.

    —Bueno —dijo—. Les pedí que me trajesen a Mary Marne, pero a sus ojos una hembra humana es igual que otra. O tal vez no supe describírsela bien.
    —Lo siento.
    —Oh, no vale la pena —dijo Brabant. Luego le hizo una seña—. Venga, ahora le toca a usted.

    Era la invitación menos tentadora que le habían hecho en su vida a Rae Wensley, pero no tenía más remedio que obedecer. Tomó asiento donde el psiquiatra le ordenaba.

    —Vamos a ver —dijo el médico con aire pensativo, mirando de reojo a los seis silenciosos extraterrestres—. Me parece que podríamos empezar estudiando los reflejos de la rodilla. Póngase esto, Rae —y le tendió unos auriculares; luego se inclinó para efectuar una conexión en su rodilla con un alambre —. Calma —protestó, al notar un movimiento convulsivo de la joven—. No es más que un experimento científico.

    Deliberadamente, Rae se puso los auriculares. Con disgusto, se dijo que el doctor estaba desusadamente alegre. ¿Cómo podía estarlo? Sólo una hora antes le habían aplicado el peor epíteto que figura en el vocabulario de la especie humana... traidor a la humanidad... y a la sazón parecía como si estuviese de nuevo a bordo del Explorer II, a años-luz del cuerpo celeste más próximo efectuando su revisión psicométrica ritual.

    —Yo creía —dijo él con animación— que tendríamos que oír la historia de la estancia entera de Jaroff entre los hombres de Gor, minuto por minuto. Gracias a Dios que se cansó.

    Hizo una inclinación de cabeza en dirección a los silenciosos espectadores.

    —¿Qué tengo que hacer? — preguntó la joven con frialdad.
    —De momento, nada. Es la hora de la clase, Rae. — El psiquiatra vaciló. — Pero pensándolo bien, sí, hay algo que querría que hiciese en el nivel consciente. El subconsciente ya se las arreglará solo.

    Colocó una bobina en el magnetofón.

    —En esta cinta está grabada una lectura de las letras del alfabeto, leídas por mí. No está en orden alfabético, sino al azar. Lo que quiero hacer con usted es condicionarla.
    —¿Cómo?
    —La frase clave —dijo— es: «María tenía un corderito.» Quiero que usted responda a las letras que figuran en esta frase con una sacudida de la rodilla; pero sólo a esas letras. Es muy sencillo. ¿No? Usted escuchará mi grabación, y cada vez que oiga una de las letras de la frase, experimentará un pequeño shock en la rótula. No muy fuerte, pero bastante para provocarle un reflejo. Es un experimento elemental... Pavlov hizo cosas mucho más complicadas con sus perros, hace mucho tiempo. Lo que yo quiero que usted haga es repetir la letra que oiga, en voz alta.
    —Esto no me gusta.

    Brabant sonrió forzadamente.

    —Son órdenes superiores —dijo, indicando con un ademán a los seis hombres de Gor—. Pero no resultará doloroso. Empecemos...

    Puso en marcha el magnetofón.

    La cinta empezó a susurrar obedientemente las letras del alfabeto en sus oídos.

    —K...
    —Z...
    —R... —Brabant, que escuchaba a través de otro par de auriculares, oprimió un botón. La joven, sorprendida, notó un pequeño hormigueo, pero tuvo que reconocer que Brabant tenía razón... no dolía en absoluto. Incluso resultaba menos doloroso que el golpe del martillito del médico; pero su finalidad era la misma. La extremidad de su pierna cruzada se levantó involuntariamente un par de centímetros.
    —Así me gusta — aplaudió Brabant al instante, mientras la bobina continuaba girando.
    —D... — escuchó ella en los auriculares. De nuevo experimentó el hormigueo y el rápido reflejo involuntario.
    —S...
    —L...
    —M... — Shock.

    El experimento continuó así durante muchos minutos, hasta que se escuchó un breve chillido emitido por uno de los hombres de Gor.

    Brabant cerró el contacto.

    —Muy bien —dijo, súbitamente preocupado—. Los caballeros del gallinero empiezan a cansarse del pasatiempo. Continuaremos en otro instante. Ahora... —de nuevo pareció vacilar—. Ahora, voy a dormirla. Acuéstese ahí, Rae.
    —¿Hipnosis? — La joven no ocultaba su sorpresa ni su temor. — Pero... un momento. Eso no me gusta...
    —Tranquilícese —dijo él, tratando de calmarla—. Le doy mi palabra de que nada le ocurrirá. Haré con usted lo mismo que hice con Jaroff. Descanse, Rae. Tiéndase y descanse. Le está entrando sueño...

    Rae Wensley surgió de un sueño confuso.

    —Muy bien, Rae —le decía Brabant—, despierte ya. Todo ha terminado.

    Ella se incorporó apresuradamente, mirando a su alrededor con la cabeza llena de confusiones. Cinco de los hombres de Gor se habían ido; el sexto, aunque tal vez fuese uno totalmente nuevo, estaba de pie junto a ellos, esperando con aspecto paciente.

    —Listos —dijo Brabant—. Hemos terminado por hoy. Quiero volver junto a los demás.

    Rae se esforzó por recuperar su aplomo y salió de la sala en compañía de Brabant, inclinándose ligeramente para no chocar con el dintel de la puerta. Se hallaba sumida en un mar de confusiones, desconcertada y presa de una extraña fatiga. La hipnosis no era nada nuevo para ella; era una de las técnicas que utilizaba Brabant. Pero se preguntaba qué se había propuesto con aquella demostración... qué habían sacado de ella los silenciosos hombres de Gor que la observaban... y, sobre todo, qué encerraba la mente de Brabant.

    —Estamos a punto — dijo Brabant a uno de los hombres de Gor de la planta baja. El extraño ser se deslizó como una sombra hasta ellos, para acompañarlos fuera del edificio y a través de la plaza hasta la cárcel... o la jaula. El día era gris, húmedo y sofocante.

    Brabant dijo, mirando a la muchacha:

    —Gracias. Lo hizo muy bien.
    —¿Qué es lo que hice?

    Él sonrió.

    —Pues verá —dijo, mientras la guiaba a través del vestíbulo del cuartel general de los hombres de Gor— me está ayudando a demostrar un punto de interés. ¿Sabía usted que los hombres de Gor no tienen subconsciente?

    Rae, secamente, preguntó:

    —¿De veras?
    —Son una especie muy distinta a la nuestra, Rae. Nada se hunde en el recuerdo subconsciente de los hombres de Gor, para degenerar en una neurosis, un tic, o un deja vu. Un hombre de Gor no podría decir nunca: «Lo tengo en la punta de la lengua pero no puedo recordarlo». Para ellos todo es presente.
    —¿Por eso dijo usted a Hibsen que ellos son mejores que nosotros?
    —En este sentido, sí, efectivamente lo son. Al no poseer un subconsciente, se ven libres de la multitud de trampas que nos tiende una mente compleja como la nuestra. Sus reacciones son más rápidas porque nada se interpone en su camino. No tienen un censor psíquico. No hay nada en sus mentes que interrumpa el encadenamiento de causa y efecto, de pensamiento y acción. No preguntan, no dudan, no están construidos para ello. Cuando conocen una cosa, la conocen; si no la conocen, la averiguan. Porque son curiosos... gracias a eso, mi querida muchacha, conservamos aún la vida.
    —Les estoy muy agradecida —dijo la joven, con el ceño fruncido—. ¿Tiene eso algo que ver con las particularidades de construcción de sus naves?

    Brabant asintió.

    —Nosotros necesitamos calculadores electrónicos para pilotar un cohete... nuestra mente no es lo bastante rápida para tomar las decisiones infalibles que deben adoptarse en décimas de segundo y que pueden significar la diferencia entre un aterrizaje normal y una terrible explosión. Los cerebros electrónicos son lo bastante rápidos para realizar esta tarea. Lo mismo puede decirse de esos individuos. Casi me atrevería a asegurar —prosiguió con semblante reflexivo— que si nuestro amigo aquí presente —e indicó al silencioso ser gris que les acompañaba— quisiera subir en ese cohete en este mismo momento e irse con él, podría hacerlo si se le daba únicamente un minuto para comprender los mandos. Naturalmente, habrá que comprobar antes que los depósitos estuviesen llenos de carburante, y hacer otras verificaciones... y si el sistema automático de mezcla no funcionase bien en la cámara de combustión, a buen seguro que no le iría mejor que a uno cualquiera de nosotros, que a usted o a mí, por ejemplo. No es más listo que nosotros, eso no.

    Ambos miraron al extraterrestre.

    —Pero es más rápido, eso sí — concluyó Brabant, y guardó silencio.

    A sus espaldas, unas rápidas pisadas casi silenciosas cruzaban la plaza desierta. Rae se volvió, y Brabant le tomó la mano.

    —Cuidado — le advirtió, y ella se dio cuenta de que estaba preocupado. Aquello era sorprendente, pero casi la alegró; por lo menos indicaba que sus relaciones con los hombres de Gor no eran totalmente amistosas. Pero Rae tampoco pudo ocultar su preocupación: seis hombres de Gor corrían hacia ellos con una celeridad increíble. Parecían seis elefantes presurosos que devorasen las distancias. Aquellos seres pasaron junto a Rae y Brabant sin dignarse dirigirles una mirada, y desaparecieron en la casa-prisión.
    —Vamos — dijo Brabant con voz apremiante, echando a correr tras ellos. Su guardián lo siguió fácilmente, sin que pareciese apresurarse y sin proferir el menor sonido. Llegaron a la puerta y miraron al interior...

    Mary Marne estaba arrodillada junto a su hijo, dormidito en una tosca cuna que le había hecho de Jouvenel. La mujer levantó la mirada y se puso en pie de un salto.

    Parloteando débilmente entre sí, dos de los hombres de Gor se apoderaron de ella.

    Mary, aterrorizada, gritó:

    —¡Soltadme!

    Pero ellos la sujetaron con más fuerza, y un tercer hombre de Gor tendió hacia ella sus manos cuadradas. Con una rapidez increíble, desabrochó su blusa; diestramente, de manera casi cruel, corrió la cremallera de sus pantalones cortos. Aquello era un asalto en toda regla; parecía un crudo y perverso preliminar de una violación. Los tres extraterrestres, de apariencia que no tenía nada de humana, desnudaban implacablemente a la rubia joven terrestre... según las mejores tradiciones de la literatura... mas para Mary Marne, aquello resultaba terrible y vergonzoso. La dejaron tan desnuda como cuando vino al mundo, en un tiempo increíblemente corto, según le pareció a Rae, que contemplaba impotente la escena; luego la hurgaron, la palparon, la pellizcaron y escudriñaron hasta el último poro de su cuerpo.

    Los niños Crescenzi se echaron a llorar, y el marido de Mary, atraído por sus gritos, vino corriendo de la habitación trasera.

    —¡Dios del cielo! — gritó.

    Sin apenas detenerse en la puerta, se abalanzó sobre los hombres de Gor. Pero a pesar de la celeridad de su ataque, los extraños seres se movieron con la rapidez necesaria... más que necesaria: él no tuvo la más remota probabilidad de éxito. Se interpusieron entre él y su esposa, que se debatía, antes de que hubiese terminado de trasponer la puerta; ellos eran seis, y aunque tres se hallaban ocupados con Mary, los tres restantes eran más que suficientes para mantener a raya a Marne, a Rae Wensley y a los demás que acudieron corriendo a la habitación. Marne vociferaba como un poseído, pero sus gritos surtían el mismo efecto que sus puños y sus dientes.

    Rae notó que Brabant la sujetaba, obligándola a retroceder.

    —¡Marne! —gritó—. ¡Domínese, hombre! ¡No le harán nada a Mary!

    Marne profería sones inarticulados, pataleando inútilmente y tratando de alcanzar al hombre de Gor que lo tenía bien sujeto. De pronto se puso a sollozar y dirigió una mirada de odio a Brabant:

    —¡Rata asquerosa! ¿Qué quieres decir con eso de que no le harán...?

    Y se interrumpió, falto de aliento. Mas vio que era cierto lo que le aseguraba el psiquiatra. La avergonzaron, la inquietaron, la desvistieron en presencia de todos... todo eso, sí; pero hasta aquí llegaron los hombres de Gor, y no más. Parecían niños jugando con un gatito. La tocaban con el dedo, la palpaban y le flexionaban los miembros, pero si le causaban dolor, no lo hacían deliberadamente, sino como resultado de su curiosidad.

    Marne preguntó con voz ronca:

    —¿Estás bien, Mary?

    La joven pareció calmarse de pronto.

    —Sí... creo que sí. Se limitan a... pellizcarme... es muy violento. Pero no creo que... me maten ni me hagan nada.

    Marne profirió un aullido. Pero con él manifestaba únicamente su orgullo herido y su ira; estaba claro que los hombres de Gor sólo se proponían examinar a la mujer, al menos por el momento.

    Brabant se dirigió nuevamente a Marne:

    —Cálmese usted, hombre. Estaba casi seguro de que tarde o temprano querrían examinar detenidamente la anatomía comparada de una hembra de nuestra especie. Aunque no creía que lo hiciesen de una manera tan pública.

    Con voz ronca, Marne gritó:

    —¡Váyase usted al cuerno, Brabant! ¿De parte de quién está?

    Brabant se limitó a hacer un gesto de asentimiento, mientras su semblante asumía de pronto una expresión opaca y abstraída, como la de un hombre que no quisiese molestarse en oír observaciones sin importancia.

    —He venido sólo a buscar otro sujeto para proseguir mis pequeños experimentos. Vamos a ver —dijo, mirando distraídamente a su alrededor—. Me parece que el que más me conviene...

    Pero no llegó a decir quién era el que más le convenía. Los hombres de Gor terminaron de examinar la persona de Mary Marne. La depositaron de pie en el suelo, sin suavidad ni aspereza, únicamente con rapidez, y le devolvieron sus ropas. Luego, sin acordarse más de ella, parlotearon brevemente y se dirigieron al instante hacia su niño.

    Fue la primera vez que un ser humano consiguió pillar desprevenido a un hombre de Gor.

    El pequeño grupo de hombres, que ya se contenían a duras penas, no se detuvo a pensar ni discutir. Saltaron todos a la una, sin advertencia previa. Y el primer hombre de Gor fue derribado antes de que pudiese levantar sus manos rechonchas para protegerse. Surgieron algunos chillidos de los extraterrestres, el sonido más fuerte que Rae les había oído hasta entonces, y de las gargantas de los hombres se escaparon rugidos de súbita ira y de triunfo. Los otros hombres de Gor, que no fueron atacados de inmediato, introdujeron rápidamente sus manos en las bolsas de su gruesa epidermis... en busca de algo que Rae sólo podía conjeturar, pero cuya idea le causaba escalofríos. Si aquellas manos rechonchas hubiesen llegado a empuñar sus terribles armas, la muerte y la desolación inmediata hubieran reinado en la estancia...

    Brabant gritó frenéticamente:

    —¡Deteneos, locos! ¡No harán daño al niño! ¡Sólo quieren examinarle, como han hecho con su madre!

    Aquellas palabras, si bien no detuvieron a los hombres, de momento frenaron su impulso. Los hombres de Gor no necesitaban otra cosa.

    El hombre de Gor que había sido derribado se levantó velozmente como si sólo hubiese rebotado en el suelo; sus compañeros se agruparon en actitud defensiva.

    Los hombres retrocedieron.

    El conato de rebelión había sido sofocado. Pero todos los seres humanos contemplaron con ojos cargados de odio a los hombres de Gor, mientras éstos tomaban al niño en sus manos, para desnudarlo con la misma celeridad y eficiencia con que habían desnudado a su madre.

    El niño rompió en llanto. Todos los niños lloran cuando los despiertan de pronto; su llanto no expresa dolor sino sorpresa. Ciertamente, los extraños seres extraterrestres lo trataban con una curiosa delicadeza. A pesar de que habían dejado la blanca epidermis de Mary llena de cardenales, con el niño obraron con una delicadeza increíble.

    Extraterrestres, monstruos, llamémoslos como nos guste, se dijo Rae Wensley; pero la verdad es que comprendían la diferencia que separaba a un adulto de un recién nacido.

    El examen les requirió muy poco tiempo; a continuación depositaron de nuevo al tierno infante en su improvisada cuna. El niño seguía desnudo, pero apenas lloraba. Los hombres de Gor, tras intercambiar algunos gorjeos incomprensibles, desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.

    La atmósfera que rodeaba al Dr. Brabant se hizo de pronto amenazadora.

    Pero al psiquiatra eso no parecía importarle en lo más mínimo. Contemplaba pensativo la pared desnuda, como si aquéllo no le sucediese a él, como si se hallase estudiando manchas de tinta en su consultorio de la Tierra.

    Parecía preocupado, se dijo Rae, y, sin embargo, extrañamente complacido.

    Pero lo único que se limitó a decir, finalmente, fue esto:

    —Bueno, ya pasó. Ahora tengo algo que hacer para nuestros amigos. ¡Ah!, se me olvidaba decirles una cosa. Ya no se hallan confinados únicamente a esta casa. Si lo desean, pueden salir a pasear al exterior..., aunque irán acompañados, desde luego.


    CAPÍTULO VII


    A varios segundos-luz de allí, y alejándose constantemente, el comandante Serrell permanecía con la cara pegada al periscopio de la cámara de mandos, observando el enmarañado amasijo de cables de acero que unían a la nave con el remolque.



    El acero es elástico. En caída libre, los cables extendidos mostraban una tendencia a contraerse, no mucho, desde luego, pero sí lo bastante para hacer que la astronave de 275 metros de eslora y el remolque, mayor y más ligero, empezasen a aproximarse lentamente, enredando los cables y colocando el remolque peligrosamente cerca de las toberas de eyección radiactivas.

    —¡Cuidado, Lanny! —ordenó el comandante con impaciencia—. ¡Te acercas demasiado a la zona caliente!

    El joven Lanny, herido en su amor propio, contestó por la radio:

    —Perdón, mi capitán.

    Pero sabía perfectamente bien lo que hacía. El comandante Serrell observó por el periscopio al muchacho, embutido en su escafandra espacial, desplazándose por el vacío con su pequeño reactor mientras empujaba a la imponente masa hasta el límite del cabo de remolque. Toda su postura traslucía la dignidad herida.

    El comandante Serrell suspiró e hizo girar nuevamente el periscopio para contemplar Alfa Cuatro. Tenía los nervios de punta. Lanny Davis era un buen muchacho... es decir, hombre, se corrigió el comandante; Lanny ya había cumplido veintiún años. Tenía sólo doce cuando el Explorer II empezó a alejarse lentamente de la órbita en torno a la Tierra en la que había permanecido hasta entonces, para iniciar su tolemaica maraña de ciclos y epiciclos de hábil y precisa navegación, que le llevaría al sistema estelar en el que se incluía aquel satélite habitable llamado Alfa Cuatro. A la sazón ya era un hombre, y el Explorer II giraba en torno al astro primario de Alfa.

    El comandante Serrell, mientras escrutaba las nubes compactas, se dijo que resultaba muy desalentador alejarse cada vez más de sus dos cohetes exploradores, que se encontrarían en algún punto de allá abajo. Pero aquello era inevitable. El Explorer no poseía la potencia suficiente para arriesgarse a establecer una órbita en torno al propio satélite, o incluso en torno a Alfa, el planeta de un tamaño semejante a Júpiter que era el más próximo al sol de aquel sistema.

    Demasiada gente, demasiados cuerpos sujetándose a la débil combinación nave-remolque. Si alguno de ellos se hubiese aproximado incautamente a uno de los dos, aquello podría significar el fin de la nave. Y por ende de la colonia, pues sin los vastos recursos y provisiones existentes a bordo de la nave nodriza, y que permanecían allí en espera de desembarcar, los colonizadores apenas podrían subsistir.

    ¿Y con qué cuentan ahora, se preguntó Serrell?

    Regresó a su mesa de trabajo, se haló hasta su asiento, hizo una señal en el calendario con un lápiz sujeto por un cordel. Cuatro días. Ni una palabra. Ni un mensaje por radio. Ni un cohete de vuelta. Y a cada hora que pasaba, el Explorer se alejaba más y más en su órbita en torno al sol del sistema.

    ¿Qué sucedía allá abajo, por Dios?

    El micrófono de su mesa zumbó.

    —Comandante Serrell, aquí camarín de derrota.

    El accionó un interruptor.

    —¿Qué hay?

    La voz procedente del camarín de derrota era vacilante.

    —Mi capitán, hemos conectado un sistema automático a base de una célula fotoeléctrica a las pantallas de radar, para tratar de descubrir escapes de cohetes, como usted ordenó. Hace un par de segundos empezó a funcionar. Andy está tratando de localizarlo.

    El corazón de Serrell dio un enorme salto en su pecho. ¡Escapes de cohetes! Si el aparato detector había localizado escapes de cohetes, aquéllo significaba —¡tenía que significar!— que al menos una de las navecillas había conseguido regresar.

    —¡Dense prisa! — gritó, sin preocuparle ya dar órdenes superfinas; aquella noticia le tenía sobre ascuas. — ¿Cuánto tardará? Ahora tengo a Alfa Cuatro en el periscopio... ¿Creen que puedo verlo?
    —Un momento — dijo la voz, extrañamente preocupada, antes de desvanecerse. Serrell la escuchó de nuevo, más fuerte y... más preocupada.
    —No, mi capitán — se disculpó la voz procedente del camarín de derrota —. No podrá usted verle. Andy ya tiene las coordenadas. Los cohetes... no vienen de Alfa Cuatro, mi capitán. Vienen del otro planeta, Bes.

    Hibsen quiso saborear su reciente libertad. Haciendo una seña a de Jouvenel, se dirigió hacia la puerta, seguido por el otro.

    —Vamos a ver hasta dónde nos dejan llegar. ¿Y si para empezar fuésemos a echar una mirada al cohete?
    —Me parece muy bien.

    Pero esto era algo más de lo que les estaba permitido. Dos hombres de Gor se fueron silenciosamente en su seguimiento, y aunque Hibsen y de Jouvenel caminaron velozmente, los hombres de Gor llegaron al cohete antes que ellos, y les cerraron el paso a la escotilla con sus sólidas masas de carne gris.

    Hibsen observó:

    —Bien, probaremos otra cosa. Vamos a pasear. Tal vez sólo nos seguirá uno de ellos. Luego nos separaremos y...

    Pero los dos hombres de Gor se fueron también en su seguimiento. Los dos hombres caminaron por el pavimento ligeramente elástico, volvieron una esquina, recorrieron unas cuantas manzanas de casas y dieron de nuevo la vuelta. El cohete estaba fuera de su vista: el ruido que producían los hombres de Gor, sus voces y sus máquinas, todo se había desvanecido. Con excepción de sus pisadas ahogadas y el débil susurro producido por los hombres de Gor que les seguían, reinaba un silencio sepulcral.

    —Separémonos — susurró Hibsen con voz apremiante, y obedientemente su moreno y enjuto compañero se metió por la primera calle que le vino a mano y desapareció por ella. Los hombres de Gor también se separaron, yendo uno detrás de de Jouvenel y el otro en pos de Hibsen.

    Éste se frotó encolerizado la estrella de zafiro. Si al menos aquellos condenados seres les maltrataren, vociferasen, demostrasen ira, obrasen como unos seres humanos... Pero no tenían nada de humanos, y esto se hacía evidente, más que nada, en la profunda y desapasionada frialdad con que les vigilaban. No parecía preocuparles en absoluto la distancia que los dos hombres les obligasen a recorrer. No presentaban la menor objeción a lo que sin duda era un intento por despegarse.

    Se limitaban a seguirles.

    —¡Pues seguid, condenados! — rezongó Hibsen, avivando el paso.

    Cuando Hibsen empezó a caminar dando zancadas, el hombre de Gor hizo lo propio. Y cuando Hibsen principió a correr, el extraterrestre, al que parecía estar unido por una cuerda firme e invisible, corrió a la misma velocidad, sin que la separación entre ambos aumentase en un centímetro.

    Hibsen, echando espumarajos de rabia, se lanzó en una frenética carrera. El hombre de Gor mantuvo su distancia sin el menor esfuerzo, siguiendo a Hibsen a cinco metros, por más que éste forzaba al máximo sus cansadas piernas y corría dando ansiosas boqueadas. Siguió corriendo con menor velocidad durante doscientos metros... y su perseguidor le seguía como su propia sombra.

    Y cuando Hibsen se arrojó al suelo con el corazón latiéndole desordenadamente, y notando que los pulmones le estallaban, el hombre de Gor se detuvo imperturbable a cinco metros de distancia. Y sin detenerse para recuperar aliento, se puso a tomar notas.

    Hibsen yacía en el suelo, sollozando. Aquello era humillante y desesperante, pero él se lo había buscado. Yacía a los pies del extraterrestre, tendido de bruces, sólo con un ojo entreabierto para atisbar de soslayo a la extraña criatura.

    De pronto, sin la menor advertencia previa, se levantó y se arrojó sobre la silueta gris.

    Sin ninguna advertencia... o así se lo figuraba Hibsen, pero debió de haber alguna, pues encontró al hombre de Gor dispuesto. Tal vez fuese la tensión insignificante de un músculo, un gesto apenas perceptible. Antes de que Hibsen consiguiese incorporarse del suelo, el hombre de Gor había guardado su «libro de notas» metálico en la bolsa carnosa que tanto hubiera podido ser formada por su piel como constituir una prenda de vestir, y antes de que Hibsen hubiera podido lanzarse sobre él, el hombre de Gor se puso en guardia como un boxeador. Demasiado tarde, demasiado tarde, sollozó en silencio Hibsen, arrojándose de todos modos contra el extraterrestre... para ser derribado sobre la acera.

    Y así terminó su ataque.

    Durante el camino de regreso a su prisión colectiva, Hibsen se frotaba su rostro dolorido, jurando por lo bajo y sin mirar a su alrededor. No le hacía falta mirar atrás. Sabía que lo tendría a sus espaldas, mientras estuviesen en aquel planeta. Tal vez Brabant tuviese razón: en algunos aspectos, al menos, los hombres de Gor parecían ser superiores a los seres humanos.


    CAPÍTULO VIII


    Rae Wensley descansaba en el laboratorio de Brabant, esperando que éste se ocupase de ella. En aquel momento, el psiquiatra conversaba animadamente con uno de los hombres de Gor... el más anciano y que parecía estar encargado de vigilar al médico. Ella se alegró, pues ello le permitía permanecer sentada observando a Brabant. Aquel hombre le planteaba múltiples interrogantes. Pero le costaba permanecer tranquila y descansando.



    Ocurrían demasiadas cosas.

    Brabant había cortado deliberadamente su contacto con el resto de sus semejantes. No había otra explicación posible. Ella intentó hablar con él, sin conseguirlo. Trató de defenderlo, pero es difícil hacer las veces de abogado del diablo cuando éste... es decir, cuando Brabant no quería ni alzar un dedo en su propia defensa. Y ella no tenía razón alguna para defenderlo. ¿Qué le importaba a ella aquel hombre?

    ¡Pero qué preocupado y consumido aparecía!

    Por último, se aproximó a ella para decirle lacónicamente:

    —Bien, Rae, vamos a empezar. Como antes. Póngase los auriculares.
    —¿Otra vez? Lo hemos hecho por lo menos cincuenta veces...
    —¡Y lo haremos otras cincuenta, si es necesario! De prisa, Rae.

    Ella se sentó, muy tiesa y sin mirarle. ¡Qué cosa tan estúpida y cargante! Resultaba infantil su empeño en repetir las pruebas... e infantil que los hombres de Gor siguiesen demostrando interés por ellas. O que les divirtiesen, o lo que fuese que les obligase a seguir mirando y tomando sus notas interminables. Es cierto que Brabant tenía por lo menos el talento de variar el sistema de un día a otro, pidiéndole a veces que repitiese las letras que oía en voz alta, otras que las escribiese y en ocasiones que se limitase a permanecer sentada, escuchando y soportando el leve cosquilleo eléctrico en la rodilla. Pero hacía algunos días que él no estimulaba sus reflejos.

    —Hoy —le dijo— le voy a hacer un regalo. — Ella le miró con expresión cansada —. Quiero que repita todas las letras que oiga y le permitiré que observe su pie.

    Rae apartó la mirada, con disgusto.

    —¿Me ha comprendido? — le preguntó él.
    —Naturalmente.

    Después de todo, la joven tenía un cociente de inteligencia (I. Q.) más elevado que el de un mono rhesus, y estos simios, según ella sabía, habían sido sometidos a pruebas similares; al menos así se lo dijo Brabant.

    —Magnífico —dijo el psicólogo, radiante—. Cuando oiga una A, diga A. Esto es todo.

    Aquel hombre casi parecía contento. ¡Contento! Todo cuanto hacía, se dijo consternada la joven, era una afrenta.

    Tal vez fuese únicamente la actitud objetiva propia del sabio, se dijo ella, sin demasiada convicción.

    De todos modos, como Brabant se había cuidado de puntualizar con frecuencia, no había otra elección posible. Si las focas amaestradas querían pescado, tenían que tocar el Yankee Doodle con la trompeta.

    Rae permanecía sentada y somnolienta en la butaca, observándose la punta del pie, cuando la cinta magnetofónica empezó a susurrar en su oído. «A», dijo, y «A» repitió ella obedientemente, mientras el dedo gordo del pie se levantaba un par de centímetros.

    —Bastante bien —dijo Brabant, asintiendo—. Ahora bajaremos el volumen. Lo mismo, Rae.
    —Muy bien.

    La vocecita que resonaba en su oído cada vez emitía susurros más débiles. Ya le costaba oírla. Se olvidó del pie y, con la vista perdida en el espacio, se esforzaba por entender las letras.

    —R... L... D... no. Creo que es T.
    —¡Diga la primera letra que se le ocurra! — ordenó él con impaciencia.
    —Pero...
    —¡Haga lo que le digo! ¡Si no está segura, da lo mismo!
    —Muy bien —. La joven empezaba a perder los estribos —. Y... A... P... ¡Oh! ¡Qué curioso!

    Recordó rápidamente la frase María tenia un corderito. En aquella frase la P no figuraba.

    Pero su pie se había movido.

    —Ya lo dije — gritó Brabant.

    Ella le miró, sorprendida. Pero el psiquiatra no la miraba a ella, sino al hombre de Gor, el cual tomaba rápidas notas.

    —¿Qué... qué ha ocurrido? ¿Ha saltado una junta a causa del condicionamiento?

    Satisfecho, él replicó:

    —Nada de eso.
    —Pero esa última letra era una P y...
    —Era una B. ¡Usted estaba segura, pero se equivocó! Conscientemente oyó una P; eso es lo que dijo. Pero su subconsciente... estaba segura, pero se equivocó. Su subconsciente oye mejor que el nivel superior de su mente, Rae.

    Aburrida, ella dijo:

    —¿Y eso qué demuestra?
    —Pues demuestra —repuso Brabant— la existencia del subconsciente, que oye con sus propios oídos, ve con sus propios ojos y no se deja molestar por los errores de la mente consciente.
    —¿Y eso a quién lo demuestra? ¿A usted o a los hombres de Gor o a mí?
    —Pues a todos nosotros —repuso entusiasmado el hombre de ciencia—. ¿No comprende lo que representa haber demostrado la existencia y las funciones del subconsciente a una raza que no lo posee? Este concepto no significa nada para ellos. Ni este concepto ni ninguno. Lo único que pueden entender son pruebas; pruebas tangibles, tan concretas como sea posible. Y para ello han vigilado hasta el menor de mis movimientos... ¿No comprende la gran oportunidad que esto representa?

    Ella le miró de hito en hito.

    Semana tras semana de aquellos fatigosos experimentos... no solamente el magnetofón recitando el alfabeto, sino hipnotismo, trance profundo, y Dios sabía qué más; y no sólo con ella, sino con el resto de la partida humana. ¿Y para qué?

    Con voz concentrada y furiosa, exclamó:

    —¿Qué se ha propuesto usted con todo esto?

    Se sorprendió de su propia voz, temblorosa de emoción contenida.

    Brabant también se sorprendió.

    —Creía habérselo dicho.

    Ella le apostrofó:

    —¡Mire a ese bicho asqueroso! ¡Lo está anotando todo, todo lo que usted le proporciona... que es más de lo que podrían aprender sobre nosotros en una docena de años, si tuviesen que empezar desde cero! ¿Es que no sabe usted, Brabant, lo que van a hacer los hombres de Gor con los conocimientos que usted les facilita?

    El extraterrestre hizo un leve movimiento. Brabant lo miró y movió la cabeza. Luego se volvió hacia la joven.

    —Pues sí —repuso—. Supongo que lo sé.
    —Quieren estos conocimientos para...
    —No es necesario que me lo diga. Los quieren para utilizarlos en la conquista de la Tierra. —Sonrió a medias—. Como decía el viejo chiste sobre los psiquiatras... esto es cuenta suya.

    Rae no pudo evitar referir a sus compañeros todo cuanto había ocurrido, palabra por palabra. Le parecía que trataba de librarse de una ponzoña ingerida, pero con solo decirlo no conseguía expulsarlo de su sangre; continuaba consumiéndole las entrañas.

    —Consejo de guerra —dijo Hibsen con un tono que no presagiaba nada bueno—. Mary, usted y los niños quédense donde están.

    Los restantes pasaron a una de las habitaciones posteriores. El silencioso hombre de Gor apostado a la puerta se quedó allí, como si nada de aquello le concerniese. Hibsen, con expresión torva, resumió la situación con estas concisas palabras:

    —Ese hombre no tiene derecho a vivir.

    Haciendo un poderoso esfuerzo, trató de no elevar la voz. Su mandíbula temblaba y notó que le dolía, pero ello ya no le preocupaba. Estaba demasiado furioso para sentir dolor, a pesar de que éste era particularmente vivo cuando hablaba.

    —Brabant se ha pasado a los hombres de Gor... lo reconoce explícitamente. La alta traición es un crimen capital. Por lo tanto, Brabant merece la muerte.

    Rae escuchaba a través de una niebla de fatiga. Aquella mañana los niños la habían despertado muy temprano; tuvo que soportar una hora de fatigosos ejercicios con Brabant, que cada vez se mostraba más exigente en presencia del estólido e inmutable hombre de Gor; y sintió que el pánico se apoderaba de ella cuando Brabant admitió que estaba al corriente de los planes de aquellos espantosos seres. Había sido aquél un día abrumador, pero sobre todo notaba en su interior un dolor y una ira más allá de toda ponderación.

    Estaban hablando de Brabant. De Brabant, a quien ella amaba —o había amado— o quería amar, si las cosas pudiesen arreglarse de manera que sólo existiesen ellos dos en el mundo. El amor es muchas cosas; es una llamada biológica y también un Gestalt de actitudes y posiciones sociales; y fuesen cuales fuesen las relaciones biológicas que ambos pudiesen haber sostenido, por hermosas y buenas o abrumadoras y aniquiladoras que hubiesen resultado, la verdad era que todos los presentes en aquella estancia menos ella querían ver a Brabant muerto.

    ¿Todos los presentes menos ella?

    Pero si ella era quien les había aportado las pruebas necesarias para condenarlo... Y ella ¿qué quería? Rae miró a sus compañeros, que discutían acaloradamente por lo bajo. Eran un grupo singular, se dijo con tristeza; no era justo que ocho billones de personas que habitaban en la rica y populosa Tierra tuviesen su futuro en las manos de aquel puñado de seres y del resultado que tuviese su acción por reducir al silencio a un hombre que entonces se hallaba al otro lado de la plaza,

    A pesar de los rigurosos exámenes sufridos, a pesar de las constantes pruebas a que los sometía Brabant, los viajeros de las estrellas solían desarrollar extraños cánceres en la personalidad. La mitad de los que se hallaban allí reunidos, se dijo, habían subido y bajado como un yo-yó durante el viaje... Habían sufrido manías, y Brabant les había tranquilizado; habían sufrido depresión y el psiquiatra les había administrado estimulantes. En parte, ello se consiguió gracias a la química; Brabant, con sus tests y su terapéutica, hizo el resto.

    Y en aquel momento se disponían a dar muerte a Brabant. Tal vez ello no era justo, se dijo Rae, abrumada por la enormidad del crimen que iban a cometer en la persona del hombre que había mantenido la integridad de su mente durante el viaje...

    Pero, ¿quién había salvado a Brabant del caos mental?

    No había sido precisamente ella, se dijo con tristeza, aunque lo hubiera hecho muy a gusto. (Pero Brabant ya se lo había explicado, con palabras bastante tiernas. No podía enamorarse. El era el único en toda la nave que no quería dejarse dominar por ninguna clase de emoción. Tampoco podía contraer amistades íntimas hasta que el viaje estuviese terminado; si tal hiciese, su integridad profesional quedaría comprometida.)

    Pero ya era demasiado tarde, porque sus compañeros ya le habían sentenciado a muerte. A la sazón sólo se trataba de poner en práctica la decisión del tribunal. El único problema eran los medios y maneras de hacerlo.

    —No tenemos la menor posibilidad —decía Hibsen en aquel momento—. No le encontrarás solo ni un instante, de Jouvenel. Además, no confiaría ni en ti ni en mí. ¿Y usted, Marne?

    El teniente se frotó su brazo fracturado.

    —De acuerdo.
    —¿Cree que podría hacerlo?

    Marne lanzó un gruñido de aprobación.

    —Muy bien, pues —dijo Hibsen, satisfecho—. Entonces, lo único que necesitamos es un arma. ¿Quién tiene algo que pudiera servir?

    Reinó un momentáneo silencio. Luego, lentamente, Rae Wensley alzó la mano a pesar suyo.

    Hibsen dio un respingo.

    —¿Tú, Rae?
    —Tengo unas tijeras de costura — dijo ella con un hilo de voz —. Pero están afiladas.

    Hibsen hizo una mueca de aprobación. A ella casi le pareció ver mechones de pelos en la punta de sus orejas y unos colmillos de los que rezumaba la saliva. No había duda de que Hibsen estaba agradablemente sorprendido al comprobar que ella ofrecía voluntariamente los medios de eliminar al hombre que había delatado.

    Pero de Jouvenel intervino bruscamente:

    —Gracias, Rae, pero yo tengo algo más apropiado. — Todos le miraron. El hombrecillo cetrino dijo con naturalidad—: Yo llegué aquí antes que todos vosotros. Tuve el presentimiento de que esto o algo parecido iba a ocurrir. Se trata de mi propio cuchillo. Está oculto bajo el colchón del niño de Marne.

    Rae le miró, sorprendida. Ya le había extrañado que el hombrecillo mostrase tal solicitud por el crío. Era él quien le había construido la cuna; había ayudado muchas veces a hacerle la camita, había puesto el niño a dormir, y sólo entonces ella comprendió cuáles eran los siniestros motivos que le habían impulsado a hacerlo. Al menos, se dijo con gratitud, Brabant no moriría bajo los golpes de un arma facilitada por ella misma.

    Hibsen dijo:

    —Muy bien. Magnífico. Ahora, ¿qué plan vamos a adoptar? Rae, nunca pensé que pudieras ayudarnos, porque... No importa. Ya que te muestras tan dispuesta a hacerlo, tal vez pudieses conseguir dejarlo a solas con Marne. ¿Se te ocurre cómo podrías hacerlo?

    Ella guardó silencio, concentrándose, tratando de pensar. ¿Ideas? Oh, sí, estaba llena de ideas, pero no de las que Hibsen se figuraba. Sus ideas eran imágenes, recuerdos y ensueños... y tendría que encerrarlas para siempre en su espíritu, porque pronto habrían desaparecido o se habrían perdido.

    Marne observó, rascándose la barbilla:

    —¿Y si hiciéramos lo siguiente? Yo esperaré en el primer piso. Rae le dirá que deseo habar con él o algo parecido... tal vez convendrá que se muestre un poco afectuosa, ¿no les parece? Y entonces yo le aguardaré. En aquel momento podemos decir a los hombres de Gor que nos peleamos por ella. Tal vez esto les confunda un poco. Nuestro deber hacia nuestros semejantes de la Tierra es engañar todo lo posible a estos seres.

    Rae se dijo que aquel hombre trazaba sus planes con la frialdad con que prepararía una velada de bridge y no un asesinato. Mejor dicho, ejecución Esta era la palabra, puesto que los allí reunidos habían dictado sentencia con toda calma e imparcialidad. Todo aquello era muy lógico y justo, se repitió cansadamente; era impecable y nadie podía evitarlo y gritar: ¡Todo esto está mal! ¡Nos proponemos destruir una vida humana!

    Hibsen decía:

    —Esto les sentará muy mal a los hombres de Gor, desde luego. Pero la idea de Marne me parece la única posible. Pero no nos engañemos: esos individuos no tienen un pelo de tontos. Aunque ya trataremos de ello cuando llegue el momento. No creo que tomen represalias ni rehenes... esas ideas no son propias de ellos. Sin embargo, como Brabant es la única persona que ha establecido un verdadero contacto con ellos, no está de más considerar lo que puedan...

    De la estancia contigua, Mary Marne les advirtió:

    —¡Cuidado, que vienen!

    Se acercaba una partida de hombres de Gor, seis en total y armados, que se deslizaban como patinadores sobre el hielo, sin producir el más leve susurro. Con ellos venía el doctor Brabant.

    Rae retrocedió involuntariamente. Aquella tarde, Brabant parecía estar consumido y deshecho, al borde mismo de la desesperación; en aquel momento se hallaba más allá de aquel borde. Su rostro aparecía demacrado y hundido. Las manos le temblaban. Sus ojos parecían los de un Cristo crucificado; pero lo que dijo sólo podía haber salido de la boca de un Judas. En una voz atormentada, dijo:

    —Tendrán ustedes que renunciar a su plan. Lo siento, pero tanto los hombres de Gor como yo sabemos lo que se proponen y ellos no les dejarán ponerlo en práctica.

    En el mayor silencio, los extraterrestres se desplegaron en abanico, rodeando a los seres humanos y obligándoles a pasar a la estancia delantera.

    Brabant les dijo:

    —Aquellos de ustedes que oculten armas, tengan la bondad de entregarlas ahora mismo.

    Y sabía perfectamente dónde estaban ocultas, a juzgar por su mirada. Ellos pasaron a la habitación donde dormían los niños y levantaron el manchado colchoncillo del bebé, bajo el que apareció la navaja de de Jouvenel.

    —Rae — dijo Brabant con voz imperativa, y dos de los hombres de Gor avanzaron hacia ella.
    —No hace falta — dijo la joven apresuradamente» y rebuscando entre sus ropas, no tardó en sacar las tijeras, tendiéndoselas a Brabant.

    El psicólogo las tomó, para pasarlas a uno de los extra terrestres.

    Luego miró a su alrededor.

    —Nada más — dijo por último, aún con aquel tono de voz desgarrado y que parecía ocultar una terrible tensión interior.

    No miró a Rae, pero sostuvo sin pestañear la mirada de los demás.

    —A partir de ahora —les dijo— ninguno de ustedes tendrá la menor probabilidad... ni de matarme ni de escapar. Lo siento —añadió cortésmente—, pero así es. Nos vamos de aquí.
    —¿De qué demonios está usted hablando? — preguntó Hibsen, con voz ronca.
    —Nos vamos dentro de dos días — dijo Brabant, haciendo un leve gesto de asentimiento, como un profesor que se alegrase de que un alumno le hubiese hecho una pregunta que le permitía continuar su exposición —. Los hombres de Gor han estado esperando una gran nave que nos llevará a todos. Dicha nave ya se aproxima. No sé exactamente a dónde piensan llevarnos. Quizás a Bes. Quizá más lejos. Pero nuestra primera parada, según tengo entendido, se efectuará en el Explorer II.

    Hizo una pausa que subrayó aquel silencio súbito y amedrentador.

    —Sí —prosiguió muy pensativo—, ahí es donde nos detendremos... Rae.

    La joven se sobresaltó al oír pronunciar su nombre.

    —¿Quiere salir ahí fuera conmigo un momento?

    Ella miró instintivamente a Hibsen en espera de las órdenes de éste... Mas se apresuró a apartar la mirada. Aquello era una crueldad. Una cosa era conspirar para quitar la vida a Brabant, pero otra y muy peor era pedir permiso a aquel hombre para salir a hablar con él un momento.

    Por causas que no podía comprender y que no se detuvo a averiguar, respondió afirmativamente.

    Salió a la calle en compañía de Brabant y los hombres de Gor. El facultativo, con voz que revelaba una extraña desconfianza, le dijo:

    —Vamos a dar un paseo.
    —¿Un paseo?

    El asintió, rehuyendo su mirada. Nunca les permitían salir a pasear de noche.

    —¿Con uno de ellos por carabina?

    Brabant hizo un gesto negativo. Efectivamente: todos los hombres de Gor se alejaban con rapidez y sin mirar hacia atrás.

    —¡Ah, ya comprendo! —exclamó la joven, súbitamente encolerizada—. La paga por traicionar a sus semejantes consiste en dejarle pasear suelto, sin atarle en trailla como a nosotros. ¡Desde luego, se ha ganado el premio!
    —Rae, por favor.

    La voz de Brabant era opaca. No suplicaba ni siquiera protestaba, pero ella no quiso oírle. Encogiéndose de hombros, se puso a caminar lentamente por la acera. La oscuridad era casi absoluta. Era imposible ver siquiera las siluetas de las casas contiguas, pero por detrás todavía les alcanzaba la luz que surgía por las ventanas de la mansión que alojaba a los humanos.

    Cuando ya no pudo distinguir las facciones do Brabant, ella dijo:

    —Bien, ya estamos paseando. ¿Qué desea?
    —Quiero que me dé una oportunidad para sincerarme — se apresuró a responder Brabant.
    —¡No diga gansadas!
    —¡Espere! Yo...

    Pero aquel tiempo había pasado, si alguna vez había existido. Rae no podía soportar aquella situación. Es imposible que esto sea verdad, se dijo desesperada. Y dando media vuelta, echó a correr por las calles oscuras.

    Como por ensalmo, un hombre de Gor surgido de la nada se puso a seguirla.

    Brabant vaciló.

    Dirigió una mirada a la confusa silueta del otro hombre de Gor... no podía oír lo que decían pero él sabía que podían verles y, de hecho, no les habían perdido de vista ni un momento. No, no confiaban en él hasta tal punto. Respiró profundamente y emprendió el camino de regreso... no hacia la casa en que estaban recluidos los demás, ni tampoco a su laboratorio, donde le permitieron dormir por algún tiempo, sino a un cuartucho situado en el piso superior del cuartel general de los extraterrestres. Llevaba ya tres noches durmiendo allí, de acuerdo con las órdenes recibidas, y no le gustaba. Aquello representaba un retroceso en sus relaciones con los hombres de Gor.

    Si las cosas seguían así, se dijo desesperado, pronto no tendría amigos en ningún bando.

    Y fue pasando el tiempo, lenta e implacablemente. Las horas transcurrieron para Rae sin que viese el rostro de nadie ni oyese la menor palabra. Brabant iba y venía, cada vez con aspecto más cansado y más distante, para escoger sus conejillos de Indias, que indicaba con el pulgar. Los hombres de Gor, que entonces le acompañaban constantemente como guardias de corps, se llevaban los sujetos elegidos. A Rae le era imposible dormir. El simple hecho de probarlo ya era un suplicio, porque así que recostaba la cabeza y cerraba los ojos, se le saltaban las lágrimas. De esta manera fue transcurriendo el tiempo.

    —Usted, Rae — dijo la voz de Brabant, y la joven levantó la mirada, sorprendida; estaba sentada, con la vista fija en el hijo de Marne, sumida en aquella especie de vacío total que los orientales llaman nirvana.
    —Venga, haga el favor. Y también Hibsen y de Jouvenel. Tengo un regalo para todos ustedes.

    Hibsen pronunció seis palabras, una de las cuales era una preposición y las restantes seis términos que no se pueden reproducir.

    —Sí, ya lo sé —dijo Brabant con tono ausente—. Vengan.

    Inició la marcha, sin mirar hacia atrás. No hacía falta que se volviese para ver si le seguían; para eso estaban allí los hombres de Gor. El grupo atravesó la plaza y llegó a la base del cohete de Gor, oculto a su vista.

    —Quiero que vean con lo que nos enfrentamos —les dijo—. Entren.

    Les miró. Sus expresiones mostraban una cómica sorpresa, aunque hasta aquel momento nada de lo que les había ocurrido en aquel planeta pudiese justificar la comicidad.

    —No ocurrirá nada —continuó Brabant—. Tengo permiso de los hombres de Gor. Nos acompañarán constantemente, por supuesto. Pero, en realidad, no necesitan vigilarnos. Eso es lo que yo quiero que vean.

    De Jouvenel subió tras él, seguido por la muchacha y Hibsen. Éste dijo lisa y llanamente:

    —Si pudiese, le mataría, como usted sabe.

    Brabant asintió. No valía la pena responder a aquello, de puro sabido.

    —Esta es la cámara de mandos —dijo—. Siéntese, Hibsen.

    Y le indicó lo que parecía ser el asiento del piloto.

    —¿Ahí?

    Hibsen parecía sinceramente sorprendido.

    —O quédese de pie, si lo desea. Pero mire a su alrededor.

    Hibsen dio al olvido sus mortíferos propósitos. Por primera vez en muchos días, abrió los ojos de par en par, dominado por la curiosidad. Paseó la mirada a su alrededor como un niño que se hallase en el país de las hadas. Hibsen era piloto de astronave, y ni siquiera el odio irracional que sentía por Brabant pudo evitar que se interesase vivamente por una nave extraña construida por una raza que no era humana.

    Una astronave es la sencillez hecha máquina. Se expulsa algo por un extremo y la nave sale disparada en dirección opuesta. Esto es todo. Nada de piezas móviles o articuladas (al menos en teoría), ninguna complicación, ninguna variación posible en los detalles estructurales sea cual sea su constructor. ¿Cómo es posible que exista, por así decirlo, más de un sistema para elevarse en el espacio?

    Esta era la teoría. Pero la práctica...

    A Hibsen se le cayó el alma a los pies. Maquinalmente, se puso a acariciar la estrella de zafiro, frotando con su dedo tembloroso el cordón dorado. Aquella era la nave que él y de Jouvenel habían planeado robar. Pero lo que Brabant había dicho era demasiado cierto, por desgracia.

    Era tan imposible para un ser humano pilotar una nave corno aquélla como para un mono escribir un soneto de Shakespeare aporreando al azar una máquina de escribir.

    De Jouvenel susurró lenta y débilmente a sus espaldas:

    —Dios santo. Si aquí no hay nada.

    Así era, en efecto. Faltaban allí, por ejemplo, instrumentos como el triple indicador giroscópico de altitud, unido a través de motores Selsyn a un corrector de rumbo homeostático de retroceso negativo; un órgano de gobierno autocompensado para la potencia de empuje, capaz de medir las más insignificantes variaciones de cada uno de los componentes en las cámaras de mezcla y aumentar o disminuir adecuadamente el suministro de combustible; un trazador de curso retroalineado, que pudiese interpretar una grabación que le dictaba todos los parámetros de todas las órbitas posibles que llevarían a la nave de un punto a otro, para escoger las mejores, colocar y mantener a la nave en ellas, descartando las órbitas que no fuesen apropiadas, sin la menor pausa ni fallo, si por cualquier motivo o avería, desplazamiento del objetivo, interposición de un obstáculo (por ejemplo, un meteorito, un cuerpo celeste u otra nave) la órbita escogida fuese impracticable y se hiciese necesario cambiarla.

    Dicho en otras palabras: no había allí la caja negra que contenía el cerebro cibernético y de la que surgía un leve susurro. No existía compensador capaz de medir y calcular todos aquellos datos, contraponerlos y escogerlos. No existía circuito supletorio para compensar una posible avería de todo el sistema, incluido el compensador.

    En lugar de todo ello, sólo había...

    En primer lugar: un horizonte artificial. (Era un fino chorro de mercurio, que chocaba con una verdadera telaraña de alambres dispuestos en círculos y radiantes, el conjunto de los cuales reflejaba en un espejo inclinado a noventa grados, del que pasaba a los ojos del piloto.)

    Otrosí: una portilla. Sí, una portilla. Un cono delantero revestido de una substancia translúcida para mirar al exterior. ¿Radar, periscopios, células fotoeléctricas? Nada de eso.

    Otrosí: ocho pequeños anillos, uno para cada uno de los ocho dedos de un hombre de Gor, y cada uno de los cuales regulaba la alimentación de carburante a un eyector.

    Esto era todo.

    —¿Se dan cuenta? — preguntó Brabant con irritación.
    —Sí, desde luego — repuso Hibsen tras una pausa, sujetando todavía la estrella de zafiro. Yo...

    Se interrumpió. No había nada que decir.

    —¿Nos vamos ahora, Brabant?
    —Usted, no —dijo Brabant secamente—. Rae y de Jouvenel pueden volverse. Hibsen, quiero que se quede aquí. Ya les he dado el regalo prometido. Ahora le necesito a usted para seguir utilizándolo como conejillo de Indias. —Y volviéndose a medias, dijo a los otros dos—: Tal vez ahora comprendan la sabiduría que encerraba mi consejo. Desistan. No hay nada que hacer.


    CAPITULO IX


    Pero aún había algo que hacer. Todavía quedaba un acto en el programa, aquel programa que Brabant había preparado cuidadosamente en las horas de silencio durante las cuales velaba junto al teniente Marne herido, poco después del primer desembarco.



    Brabant se sentó en su mísero y hediondo jergón, en las tinieblas que preceden al alba, y se puso a mirar a una ventana que apenas se distinguía de la pared circundante.

    Durante los últimos días los hombres de Gor habían dejado bien sentado que el trabajo que había efectuado para ellos tocaba a su fin. Ya sabían lo que deseaban saber. La mina estaba explotada; los desechos cada vez tenían menos valor y pronto darían la operación por terminada. Cuando llegase este momento...

    Los hombres de Gor deseaban saber otras cosas acerca de los terrestres, además del funcionamiento de sus mentes, y aunque averiguaron algunas por medio de Jaroff y del difunto Chapman, procederían lo antes posible a averiguar el resto. Una vez digerida la psiquis, se dedicarían a estudiar el soma. Con la misma minuciosidad. Y sin tener tanto cuidado en evitar el dolor.

    El Dr. Brabant sentía náuseas y experimentaba un profundo vacío interior.

    No era sólo la perspectiva de las disecciones de laboratorio lo que le preocupaba, sino algo más: la certidumbre de que si todos los humanos muriesen, todos menos uno morirían execrando su nombre.

    A Brabant no le gustaba ser objeto de odio.

    En su profesión, aquello no resultaba raro. La misión de Brabant consistía en mantener el equilibrio mental, y en el proceso de ajuste psicológico, el terapeuta era objeto de gran parte del odio inconsciente del enfermo. (Aunque a veces también era amado con gran intensidad.) Se había colocado al margen, consiguiendo mantenerse más o menos independiente de los estados emocionales fluctuantes de los que le rodeaban; ello formaba parte de los deberes de su profesión.

    Pero en aquel momento se sentía terrible y profundamente solo. Sobre toda la superficie de aquel planeta no había una sola alma que le quisiese, le respetase o confiase en él, ni siquiera los huérfanos Crescenzi, que huían y se escondían cuando le veían aparecer.

    Brabant suspiró y de pronto, bruscamente, se irguió con todos los músculos en tensión.

    En el piso inferior se oía un ahogado cuchicheo y leves rumores. Brabant frunció el ceño. De una cosa estaba seguro acerca de los hombres de Gor: de que eran seres de costumbres fijas, y no era su costumbre levantarse antes de amanecer. Aguzó el oído, pero los sones que pudo captar de nada le sirvieron. Por alguna razón desconocida, los hombres de Gor allí acuartelados se habían levantado antes de amanecer. Poco a poco aflojó su tensión, pero permaneció con el ceño fruncido... aquellos días estaba casi siempre ceñudo. Pensó tristemente en el resto de la partida, amontonados en la casa opuesta, a menos de un centenar de metros de allí. Cuando menos ellos gozaban de su mutua compañía. Aunque su tarea consistía en mantener su estabilidad emocional, y aunque durante el cumplimiento de su deber aprendió más acerca de sus debilidades, defectos e impulsos reprobables contenidos que ellos mismos, Brabant los quería... los amaba... no, los necesitaba; necesitaba sus miradas y su calor. Eran sus amigos. Eran todo cuanto tenía.

    Hubo un tiempo en que Brabant, que entonces empezaba a ejercer, lamentaba en su fuero interno que para los viajes interestelares no fuese obligatorio enrolar únicamente a personal de elevada estabilidad y exento de cualquier neurosis. Pero la ley decretaba que se debían aceptar todos los candidatos. La ley no había sido hecha por Brabant. En realidad, aquella ley fue hecha por herborizadores, ratificada por cirujanos y confirmada por Alexander Fleming y las casas de productos farmacéuticos. La medicina moderna, durante muchas generaciones, había salvado tantas vidas que había provocado una disminución general del nivel psicológico a favor de la preservación del nivel físico.

    Un niño Rh era algo corriente en un hospital moderno; todos los días nacían niños Rh. Pero en un planeta lejano, sin disponer de cantidades ilimitadas de sangre de cualquier tipo (sin hablar de los accesorios necesarios) aquel mismo hecho significaba... un niño muerto. Los colonizadores no podían permitirse por nada del mundo llevar en sus genes y cromosomas el riesgo de una reacción Rh negativa... o de leucemia, hemofilia, anemia de gamma globulina..., etc.

    Apenas nacía un niño en la Tierra que no fuese objeto de una ligera intervención quirúrgica... para corregir su estrabismo, apretar un ventrículo, aliviar una estenosis del píloro o cualquier otro defecto de conformación en sus primeros meses de vida. En Alfa Cuatro, los colonizadores no dispondrían de los servicios de la cirugía. Desde luego, cada grupo explorador contaba con un médico o dos, pero... ¿Y si algo le ocurría al facultativo? El riesgo era demasiado enorme.

    A consecuencia de ello, la primera prueba que debían pasar con éxito los candidatos consistía en un riguroso examen genético, para aprobar el cual se debía alcanzar un coeficiente del 100 por 100. Así, eran muchos los eliminados. Los restantes tenían que pasar un nuevo cribado... que se aplicaba principalmente, no a los totalmente estables, sino a los que se aproximaban a la estabilidad, o a los que podrían mantenerse estables en sus ocupaciones determinadas.

    Como Hibsen por ejemplo. Si contaba con la seguridad que le proporcionaba su uniforme y una tarea que sabía desempeñar a fondo, Hibsen era un hombre resistente, listo, dinámico y capaz. Si perdía lo que le facilitaba su seguridad, Hibsen era otro hombre; pero Hibsen no tenía que perder aquellas cosas... ni las hubiera perdido, de no ser por los hombres de Gor...

    Y Brabant sentía simpatía por Hibsen.

    Sentía simpatía por todos ellos... los necesitaba y los quería. Aunque fuesen unos neuróticos y aunque su mente fuese inestable. Aunque no le quisiesen a él; y en aquel momento, se dijo tristemente, lo más probable era que le odiasen.

    Un distante chillido metálico le hizo incorporarse. Ya era de día, y el ruido venía del exterior y de lo alto.

    Brabant se puso en pie de un salto y corrió hacia la ventana, tratando de distinguir lo que aún se hallaba fuera de su campo de visión. Algo se acercaba. El chillido se hizo cada vez más fuerte, hasta convertirse en un rugido atronador.

    Una luz llameante atravesó las nubes.

    —Ya está aquí — musitó Brabant, pegado a la ventana y con la vista fija en aquel espectáculo. Ante sus ojos, la astronave más colosal que viera en su vida descendió majestuosamente de las nubes, arrojando llamaradas por la popa apuntada a tierra.

    Se posó en la plaza, junto a la desmantelada nave exploradora terrestre, lanzando un río de fuego que obligó a Brabant a apartar la mirada y que chamuscó los muros pétreos. Era una nave de proporciones titánicas, que se alzaba a más de sesenta metros sobre la plaza... de proporciones superiores al Explorer II, que en aquellos momentos orbitaba silenciosamente en el espacio... mayor que cualquiera de las naves que hasta entonces la especie humana consiguiera transportar del Sol a otra estrella. En el propio sistema solar, las grandes astronaves no eran nada desusado, pero incluso ésta hubiera sido allí un monstruo. Era toda de una pieza, y se alzaba a más altura que una casa de veinte pisos.

    Brabant apartó las manos de los ojos y observó detenidamente al gigantesco navío cósmico. Varios hombres de Gor corrían ya velozmente hacia su base; aquello explicaba finalmente por qué en el edificio reinaba tal actividad desde antes del amanecer. Era la nave que habían estado esperando, la enorme nave que transportaría a todos los seres humanos al incierto destino que les preparaban los hombres de Gor.

    —Muy bien —susurró Brabant como un demente, muerto de fatiga y con los nervios deshechos—, ya has llegado. Espero estar a punto para recibirte.

    Y antes del mediodía ya fueron embarcados. Brabant, en premio a los servicios prestados a sus captores, fue investido con el cargo de capataz.

    —Vamos, vamos —dijo con voz tensa, sin mirar a nadie en particular—, no se estén parados, suban a bordo.

    Y los humanos se dirigieron hacia la nave, llevando sus escasas pertenencias.

    Hibsen y de Jouvenel, rojos de cólera, mascullaban interjecciones que llegaban claramente a los oídos de Brabant, pero él evitaba mirarlos. Luego seguían Mary Marne y su marido con el niño. Mary iba haciendo pucheros y el niño lloraba a moco tendido. Retty y los dos niños Crescenzi, con el rostro bañado en llanto y aferrándose al primero, venían luego, seguidos por Sam Jaroff, cuyos ojos estaban abiertos desmesuradamente con la expresión horrorizada de un náufrago que ve alejarse el bajel salvador. Rae Wensley cerraba aquella triste procesión. Si Brabant rehuía su mirada, ella también evitaba mirar al psicólogo.

    —Adentro — rezongó Brabant, siguiéndoles.

    Un hombre de Gor les acompañaba, silencioso, inmóvil y armado. Con uno bastaba. El arma portátil de los hombres de Gor era un rapidísimo lanzallamas. En aquel espacio reducido, podía matarlos a todos con facilidad antes de que cualquiera de ellos pudiese lanzarse al ataque.

    El resto de los extraterrestres estaban ocupados en cosas más importantes... entre las cuales se contaba el saqueo del cohete explorador y el transporte de lo que probablemente eran archivos y equipo desde su cuartel general a la plaza.

    —¡Judas! — le escupió de Jouvenel al rostro, al pasar junto a él.

    Brabant ni siquiera se volvió. Tenía la mirada perdida en el espacio.

    En el interior del cohete, Rae Wensley se apoyó en un frío mamparo de bronce, entornando los párpados. La atmósfera estaba impregnada del hedor particular de los hombres de Gor. Se hallaban en una cámara de paredes desnudas; si a los hombres de Gor les complacían las comodidades, no habían proporcionado ninguna a sus cautivos. El viaje se presentaba largo e incómodo.

    Y el punto de destino sería sin duda lo peor,

    Brabant dirigió una mirada a la joven. No hacía falta que ella manifestase en voz alta sus pensamientos: los llevaba pintados en el rostro.

    «Muy bien, Howard —se dijo el psicólogo—, ¿a qué esperas?» Todos estaban a bordo. Sólo había allí un hombre de Gor. No habría otro momento tan adecuado como aquél. Pero no pudo evitar esperar un segundo, sólo un segundo más, como un jugador que permanece como hipnotizado ante la ventanilla de las apuestas mutuas, con el dinero prestado en la mano; el riesgo era enorme, y le costaba reunir el suficiente valor para pasar a la acción...

    Pero algo vino en su ayuda.

    Brabant se encontró situado junto al hombre de Gor. Metiendo la mano en su harapienta blusa, sacó la navaja que los hombres de Gor habían arrancado a Hibsen, y que el propio Brabant había conseguido arrancar a los hombres de Gor.

    —Toma — dijo. El extraterrestre le miró y emitió, unos sones incomprensibles, pero aceptó la navaja —. Y... ah, sí —dijo Brabant, pasándose la lengua por los labios resecos—. Creo que tienen otra. En el mismo sitio.

    El extraño ser emitió nuevos sones agudos. El inglés con acento de Gor era muy difícil de entender.

    —Sí —asintió Brabant— en el mismo sitio, debajo del niño.

    Cerró los ojos por un segundo.

    Cuando los abrió de nuevo, el hombre de Gor se dirigía rápidamente hacia el niño, con la navaja en la mano y con la otra tendida hacia la criatura.

    —¡Dios mío —gritó Brabant, con palabras que parecían una plegaria—, va a matar al niño!

    Matar al niño... matar al niño. Las palabras resonaron en la cámara metálica. Todos se inmovilizaron.

    El hombre de Gor se volvió a medias, con una expresión casi de sorpresa humana, pero ello no le valió. No hubo la menor vacilación; todo sucedió con la rapidez del pensamiento. Marne saltó sobre el extraterrestre con la increíble rapidez de un hombre de Gor, Actuaba por simples reflejos, no a consecuencia de un pensamiento deliberado. Cayó sobre el ser de aspecto porcino antes de que éste pudiese volverse. Inmediatamente, media docena de seres humanos cayeron a su vez sobre el postrado hombre de Gor.

    Éste perdió el conocimiento bajo una lluvia de golpes, antes de que pudiese esgrimir la navaja. Ni siquiera tuvo tiempo de buscar su arma mortífera. Si bien el cráneo macizo del extraterrestre soportó perfectamente los golpes, el cerebro que albergaba era tan frágil como el de un ser humano. Por lo tanto, perdió el conocimiento. Era la segunda vez que los seres humanos conseguían pillar desprevenido a un hombre de Gor, y la primera que su ataque parecía tener consecuencias importantes.

    Todos se incorporaron, con el triunfo y la sorpresa retratados en sus semblantes.

    —¡Le... le hemos podido! — articuló Hibsen, incrédulo.

    Brabant, cansado pero dispuesto a continuar, sacó de sus bolsillos deshilachados el segundo ingrediente esencial para el triunfo del plan que había trazado,

    Volviéndose a Hibsen, le tendió un rollo de fino alambre de acero.

    —¡Átalo, Hibsen!

    Luego se dirigió al estupefacto de Jouvenel.

    —¡De Jouvenel... cierra esa escotilla!


    CAPITULO X


    El Hombre de Gor, atado de pies y manos, estaba tendido en el suelo con los ojos abiertos; su desvanecimiento no fue muy prolongado. En el exterior alguien arañaba la escotilla, lo cual indicaba que los restantes hombres de Gor empezaban a entrar en sospechas. Y Rae Wensley, sin poderse contener, gritó:



    —¡Brabant! ¡Creía que usted había dicho que no harían daño al niño!

    Brabant respiraba afanosamente; su aspecto era de una postración completa. Pero de su mirada había desaparecido aquella expresión de perro acorralado, y de su rostro la expresión de crucificado; casi brillaba en él el triunfo. Respondió con estas palabras:

    —Es cierto, Rae. Únicamente iba en busca de otra navaja.
    —Pero...
    —¡Pero yo les mentí, sí! Necesitamos esta nave. No podíamos atacarle deliberadamente... nunca podremos ganar a estos seres en celeridad; el leve retraso representado por nuestros procesos mentales les confiere una enorme ventaja. Por lo tanto, tenía que hacer que uno le atacase sin pensar y con tanta rapidez como un hombre de Gor. La única manera de conseguirlo era hacer que el atacante obrase a impulsos de un reflejo. El instinto de protección a las crías no necesita filtrarse a través de la conciencia para desencadenar la acción. Acabamos de comprobarlo. Así...
    —Así que ahora —concluyó Hibsen, furioso— hemos ganado una batalla, pero hemos perdido la guerra. ¿Qué vamos a conseguir con esto, Brabant? Tenemos una nave, pero no sabemos gobernarla. Así lo dijo usted... ¡Y así nos lo demostró!
    —No —rectificó Brabant—. Lo demostré a los hombres de Gor. Esperen. Escuchen.

    De fuera llegaban golpes ahogados. Los huérfanos Crescenzi empezaron a gimotear; hasta entonces no habían tenido tiempo de hacerlo.

    Brabant asintió con aire ausente.

    —Los hombres de Gor se disponen a penetrar. Esta nave es muy importante para ellos. Es la mayor que tienen en este sistema, y la única que está armada.
    —¿Acaso... acaso se propone que la destruyamos? — aventuró Hibsen.
    —Me propongo llevarla hasta el Explorer.
    —¿Sin calculadores? Pero...
    —Tenemos calculadores, Hibsen —dijo Brabant—. Tres de ellos. Usted, de Jouvenel y Rae.

    Ya los había dominado, se dijo Brabant con una cansada satisfacción. El odio de todo un mes no podía borrarse en un segundo, pero había conseguido despertar su asombrada curiosidad. Todos estaban pendientes de sus palabras. Obedecerían sus órdenes sin chistar.

    —Vengan — les dijo, haciendo una seña a los tres que había indicado. Treparon por las barras redondeadas que conducían a la monacal cámara de pilotaje.

    Los golpes sordos del exterior cesaron para ser reemplazados por un insistente y deliberado chirrido. Los minutos eran preciosos. Pero aún tenían tiempo; y podían suceder dos cosas: que la tentativa tuviese éxito o, en el peor de los casos, muchos hombres de Gor quedarían carbonizados junto a la base de su nave destruida.

    —Siéntese, Hibsen — ordenó Brabant.

    El piloto le miró, se pasó la lengua por los labios y se sentó en la butaca de tiras entretejidas. Las correas y abrazaderas de metal se adaptaron perfectamente en torno de su cuerpo escuálido. Estaban diseñadas para los hombres de Gor, pero se hubieran adaptado exactamente igual a un esqueleto, porque su misión era rodear el cuerpo del que se sentase en el puesto del piloto.

    —Rae, usted y de Jouvenel tiéndanse en el suelo En cualquier sitio. Estas naves tienen mucha potencia, según dice Jaroff. Aunque al principio no acumulemos muchas gravedades, el despegue no será muy agradable.

    Uniendo la acción a la palabra, él mismo se tendió en el desnudo piso de la cámara, muy cerca de Hibsen, y paseó la mirada en torno. El chirrido lejano se había hecho más fuerte, pero aquella amenaza quedaría liquidada dentro de un momento.

    —Hibsen —dijo Brabant con voz tranquila— ya sabe usted cómo se gobierna esta nave. Pues bien: despegue.

    Con las facciones contraídas, Hibsen introdujo los dedos en las anillas que hacían las veces de mandos en la nave de Gor.

    Dirigió una mirada a Brabant como para asegurarse, suspiró, se pasó de nuevo la lengua por los labios, cerró los ojos y...

    Suavemente, sus dedos tiraron de las anillas.

    Rojas llamas surgieron rugiendo por los eyectores.

    Brabant se dejó hundir en su postración, pues ya no hacía falta que continuase manteniendo su terrible tensión interior. Ahora estaba todo en manos de Hibsen. Si éste conseguía elevar la nave, todo iría bien. En caso contrario, todos podían darse por muertos. No había otra alternativa.

    La inmensa astronave tembló. Elevándose un par de centímetros, se posó de nuevo en el suelo Se elevó nuevamente, pareció vacilar, y por último despegó de la superficie de Alfa Cuatro.

    Débilmente, entre el fragor de los motores, Brabant oía sollozar a Hibsen. El psicólogo le miró. El semblante del piloto parecía una máscara de terror mortal; su boca estaba torcida en un rictus terrible y sus ojos parpadeaban desesperadamente.

    Pero había conseguido hacerse con la nave.

    Y esta no se estrelló. Por el contrario, mantuvo perfectamente su rumbo. La más débil desviación de curso se veía corregida instantáneamente mediante una rápida, suave y segura manipulación de las anillas. Los ojos de Hibsen, que ya estaban abiertos, permanecían fijos en el horizonte artificial de mercurio, pero era tanto su cuerpo como sus ojos lo que le decía lo que tenía que hacer; las fuerzas que desplazaban a la nave de su centro de gravedad también actuaban sobre los minúsculos otolitos de su oído y notaba el menor cambio de altura y rumbo así que se producían, corrigiéndolo antes de que tuviese graves consecuencias. Ni durante una fracción de segundo perdió el dominio de la nave. Esta ascendía ya bajo el pleno rendimiento de sus poderosos motores.

    (En tierra, treinta hombres de Gor yacían muertos y casi dos docenas de ellos agonizando. Pero qué importaba ya... les habían robado su nave; ocurriese lo que ocurriese, su nave se había ido.)

    Oprimidos bajo la planta despiadada de la aceleración, Brabant y sus compañeros yacían postrados en el suelo.

    Pero Hibsen gobernaba la nave con mano segura. Sus compañeros, tendidos en el suelo o recostados en las literas de tiras entretejidas, se sentían oprimidos por una fuerza superior, pero Hibsen gobernaba la nave con pulso seguro... cada vez más arriba, hacia las estrellas...

    En tres minutos atravesaron la atmósfera del planeta. El astro rey del sistema derramaba sobre ellos sus rayos ardientes. Las estrellas lucían en un cielo negro. Las nubes y el aire quedaban bajo ellos. Y Hibsen, sacudiéndose como un hombre arrancado a un terrible fuego, paró los motores retirando sencillamente los dedos de las anillas.

    —Lo... conseguimos —susurró, mirándose las manos como sorprendido—. Brabant... ¿Cómo lo hicimos?

    Apartándose del suelo, Brabant flotó ingrávido por la cámara. Todo el peso había huido de él... no sólo los setenta y ocho kilos de su carne y sus huesos, sino el peso mucho mayor que abrumaba su espíritu. ¡Era libre! Estuvo a punto de cantar, como Hibsen.

    Pero en lugar de eso, dijo:

    —Vaya a echar una mirada abajo, de Jouvenel, para ver cómo están los demás.

    El hombrecillo cetrino, en cuyo semblante se reflejaba una horrible confusión, se impulsó hacia los barrotes redondeados y descendió por ellos. Hibsen y la joven miraban a Brabant con ojos llenos de interrogantes, pero en aquel momento Brabant no se hallaba en disposición de responder a preguntas. No confiaba en su voz.

    Todas aquellas semanas de demostrar con esfuerzo los más sencillos postulados de la psicología ante los impasibles hombres de Gor, y el condicionamiento cuidadosamente planeado que se hallaba oculto bajo aquellas semanas como un mensaje secreto bajo una página impresa... habían dado su fruto. Lo que la mente subconsciente es capaz de hacer en cualquier momento preciso. Los días pasados en el cuartel general de los hombres de Gor, las escasas horas de que dispuso para los toques finales en el último día, en la propia nave de Gor... habían sido suficientes. Eran libres.

    Trató de decírselo.

    —Pero —dijo Hibsen— pero... —. E hizo una pausa, antes de añadir con enojo —: ¡Pero usted nos traicionó!
    —No —repuso Brabant—. Solamente les mantuve libres de peligro. Sus planes para sorprender a los hombres de Gor se hallaban irremisiblemente condenados al fracaso, y yo esto no podía permitirlo. Un fracaso sólo hubiera sido demasiado...
    —Pero podías habérmelo dicho, Howard — objetó la joven, dolida.

    Brabant la miró.

    —Lo siento — dijo tras una pausa.
    —¡Oh, no! ¡No tienes por qué disculparte! Pero... te juzgamos mal. Yo más que nadie, creo, porque debiera haberlo comprendido.

    Brabant replicó:

    —Me era imposible decírtelo. Aquel edificio estaba lleno de trampas; ni una sola palabra de lo que allí se decía dejaba de llegar a sus oídos. Pero aunque no hubiese sido así, no podía arriesgarme a confiar en ti. Mi plan no tenía demasiadas probabilidades de éxito, podéis creerme.

    De Jouvenel emergió flotando por la escotilla.

    Trató de asirse a un grueso barrote sin conseguirlo.

    —Están todos bien, Brabant — dijo, en posición invertida.
    —¡Entonces, vámonos de aquí! Quiero volver inmediatamente al Explorer II... antes de que suceda algo.

    Pacientemente, de Jouvenel repuso:

    —Pero no tenemos sus coordenadas.
    —Usted sí —dijo Brabant—. Usted es el oficial de derrota. Usted lo puso en órbita.
    —¡Pero... buen Dios, Brabant! ¿Cómo quiere que me acuerde...?
    —Póngase en trance, por favor. Sí, ahora mismo.

    El hombrecillo se tensó imperceptiblemente. Sus ojos no adquirieron un tono vidrioso, ni su cuerpo cayó melodramáticamente al suelo... ello tampoco hubiera ocurrido aunque no se hubiesen hallado en caída libre.

    De Jouvenel frunció el ceño. Con mirada ausente, se asió a un extremo del asiento de Hibsen y se ancló en él. Estaba reflexionando.

    La pregunta era la siguiente: ¿Cuáles eran las coordenadas de la posición actual del Explorer II? Para responder a ella debía conocer su velocidad exacta y la distancia a que se hallaba del astro central en el momento de entrar en caída libre, así como las perturbaciones provocadas por Alfa y sus satélites, las perturbaciones más pequeñas y remotas producidas por otros cuerpos celestes que se encontrasen dentro de ciertos parámetros de masa y distancia. De Jouvenel no se veía capaz de resolver aquel arduo problema. Ni por asomo.

    Pero la mente subconsciente que dormía en lo más profundo de su cerebro halló la solución, aquella mente que lo archivaba todo sin olvidar el más pequeño detalle, el subconsciente aletargado que existe en todo ser humano. Aquella mente subconsciente recordaba hasta la última cifra de los números archivados y de los cálculos hechos... contaba incluso los latidos del corazón, medía los intervalos entre una puesta de sol y la siguiente, aunque su poseedor ni siquiera lo sospechase.

    En una palabra: era un calculador.

    De Jouvenel se debatía con el cuerpo en tensión y, de pronto, soltó una serie de coordenadas de rumbo. Para él, aquel experimento resultaba sorprendente. Su propia voz, sus propios labios respondían a la pregunta de Brabant sin que en ello interviniese para nada su voluntad. Le producía una sensación extrañísima; no se parecía a nada de lo que había experimentado previamente. Aquellos números no tenían el menor significado para él. Hubiera jurado, creyéndolo a pies juntillas, que había olvidado todos los datos y que aquellas cifras sólo obedecían a las leyes del azar.

    Pero una parte de su ser no había olvidado nada, y las cifras eran exactas. En manos de Hibsen, se convirtieron en un rumbo y de un modo suave y continuado, la nave apresada se puso en órbita en seguimiento de la nave nodriza.

    Menos de dos horas después, deceleraban suavemente, y el Explorer II y su remolque aparecieron en el vacío que se extendía ante ellos.

    Brabant oprimió la mano de Rae, que guardaba un sumiso silencio a su lado, y su mente entonó un cántico triunfal. Las incógnitas que había que despejar eran todavía innúmeras. ¿Qué hacían los hombres de Gor en Alfa Cuatro? ¿Era posible la paz o una tregua armada? ¿Cuáles eran sus objetivos al atacar la raza humana?

    Pero todas aquellas preguntas tenían su respuesta en algún lugar y en algún tiempo, y llevando a la Tierra una nave de Gor, armada con armas de aquella raza, se podrían seguramente resolver aquellos interrogantes. Se trataba únicamente de llevarla hasta allí. Si podían ganar velocidad, ninguna nave, de Gor o de donde fuese, podría alcanzarles. Y nada les impedía ganar velocidad. La pequeña nave de Gor que quedaba en Alfa Cuatro no podía hacerles daño, y en cuanto a Bes, estaba demasiado alejada.

    Rae Wensley le tomó cariñosamente el brazo y luego se enderezó.

    —¿Qué están haciendo, Howard?

    La joven miraba al Explorer II. Ante sus propios ojos, la larga y retorcida línea de remolque empezó a ponerse tirante; de la astronave brotaba un fino chorro violáceo por la popa.

    —¡Vaya! —dijo Brabant, riendo—. ¡Quieren tomar las de Villadiego!

    Vieron como los periscopios del Explorer se hallaban asestados hacia la nave de Gor. Les parecía ver la expresión ansiosa del comandante Serrell al observar aquella nave desconocida que se le venía encima.

    Con una leve sonrisa, Brabant dijo:

    —Oiga, Hibsen: asome su fea jeta por esa portilla y hágale señales. Póngase en lugar del comandante... después de hartarse de esperar, cuando finalmente aparece una nave, resulta que es de Gor. ¡El pobre hombre necesita que alguien le tranquilice! ¿No os parece, amigos?


    FIN

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