EL LIBRO NEGRO DE LOS CUENTOS (A. S. Byatt)
Publicado en
abril 22, 2011

Para Anna Nadotti y Fausto Galuzzi, y para Melanie Walz.
Índice
- ARGUMENTO- La cosa del bosque- Arte corporal- Una mujer de piedra- Material en bruto- La cinta rosa- Agradecimientos ARGUMENTO
Unas niñas se refugian en el bosque durante la guerra, donde tendrán una visión aterradora que las mantendrá unidas para siempre. Una mujer se convierte poco a poco en piedra y un escultor la reconoce como parte del mundo oculto de la mitología irlandesa. Un hombre se encuentra con el fantasma de su propia esposa antes de que ésta muera...
Cargadas de tensión dramática, las cinco fábulas de El libro negro de los cuentos concentran todo el poder evocador de las leyendas infantiles, el misterio del escenario gótico, las conmovedoras descripciones de los cuentos de hadas y constituyen una deslumbrante reflexión sobre el modo en que afrontamos nuestros miedos y deseos más oscuros. LA COSA DEL BOSQUE
Había una vez dos niñitas que vieron —o creyeron ver— una cosa en el bosque. Las dos eran evacuadas, y las habían enviado en tren lejos de la ciudad junto con un numeroso grupo de otros niños. Todos tenían una etiqueta con su nombre prendida al abrigo con un imperdible, así como un bolso o mochila en la mano y la reglamentaria máscara antigás. Llevaban bufanda de lana y gorro, y muchos tenían guantes de lana sujetos a una larga cinta que les pasaba por detrás del cuello y a lo largo de las mangas, por el interior del abrigo, de manera que los diez dedos de lana colgaban fuera como un par de manos de repuesto, a semejanza de un espantapájaros. Con las piernas desnudas, los zapatos desgastados y los calcetines arrugados, casi todos mostraban rozaduras en las rodillas en distintos grados de cicatrización. Estaban en esa edad en que los niños sufren caídas frecuentes, y tenían las rodillas desprotegidas. Cargados con sus bolsos, algunos de los cuales eran casi demasiado grandes para que pudieran transportarlos, y con los objetos personales que acarreaban —una muñeca, un coche de juguete, una revista de historietas—, parecían un alborotado ejército de enanos avanzando ruidosamente por el andén.
Las dos niñitas acababan de conocerse y se habían hecho amigas en el tren. Compartían un trocito de chocolate y mordían por turnos una manzana. Una le cedió a la otra la página interior de su revista de historietas, el Beano. Se llamaban Penny y Primrose. Penny era delgada, morena y alta, tal vez algo mayor que Primrose, que era rolliza, rubia y de cabellos rizados. Primrose tenía las uñas comidas, y un cuello de terciopelo en su elegante abrigo verde. Penny era de una palidez transparente, casi enfermiza, con un toque azulado en los finos labios. Ninguna de las dos sabía adonde se dirigía ni cuánto duraría el viaje. Tampoco sabían por qué se iban, ya que sus respectivas madres no habían encontrado el modo de explicarles el peligro. ¿Cómo se le dice a un hijo «Te envío lejos porque pueden caer bombas enemigas del cielo, porque las calles de la ciudad pueden arder como un incendio forestal de ladrillos y vigas, pero yo me quedo aquí, donde creo que diariamente correré el peligro de acabar quemada, enterrada viva, ahogada por los gases, y al fin veré quizá un ejército gris invadiendo la ciudad en tanques, o remontando el río en submarinos, con los cañones llameantes?Así pues, las madres —que no se parecían en absoluto— actuaron de manera semejante y no explicaron nada, lo cual resultaba más sencillo. Sabían que sus hijas eran pequeñas, incapaces de entender o imaginar aquello.En el tren, las niñas discutieron sobre si se trataba de una especie de vacaciones o de alguna clase de castigo, o un poco de cada cosa. Penny había leído un libro sobre boy scouts, pero los chicos del tren no parecían exploradores, sino un heterogéneo batallón de niños perdidos. Llegaron a la conclusión de que tal vez no eran chicos de muy buena conducta y que por este motivo los habían enviado lejos. Para su gran satisfacción, se definieron como «bien educadas» y decidieron mantenerse juntas. Se sentarían una al lado de la otra, y ese tipo de cosas.* * *
El tren avanzaba lentamente, alejándose más y más de la ciudad y de sus hogares. No era un tren limpio; el tapizado de su compartimiento tenía el olor húmedo de los pantalones sin lavar, y las bocanadas de vapor caliente que pasaban delante de su ventanilla estaban llenas de minúsculas partículas de ceniza, de carbonilla y, de vez en cuando, de chispas encendidas que aguijoneaban la cara y los dedos como agujas calientes si alguien abría la ventana. Era muy ruidoso también, cada vez que tomaba un poco de velocidad. La locomotora emitía grandes gemidos rugientes, y las invisibles ruedas traqueteaban debajo con un rítmico y monótono tap-tap-tap-CRACH, tap-tap-tap-CRACH. Una capa de vaho y hollín cubría las ventanillas. El tren se detenía a menudo y, cuando se paraba, usaban los guantes para limpiar un círculo en el cristal y atisbar los campos inundados, las laderas aradas y las modestas estaciones cuyos nombres se habían camuflado cuidadosamente, cuyos andenes estaban desprovistos de vida.Las niñas ignoraban que la ausencia de nombres tenía como fin desorientar o engañar a un ejército invasor. Les dio la impresión —no llegaron a reflexionar sobre ello, pero la idea germinó en su interior— de que los habían borrado por su causa, con la intención de que no supieran adónde iban o de que, como Hansel y Gretel, no pudieran encontrar el camino de vuelta. No hablaron de esta inquietud, pero trabaron la clase de conversación que los niños tienen sobre cosas que les desagradan por completo, cosas que los irritan, les disgustan o los atemorizan. Budín de sémola con su textura granulosa, puré de guisantes, la grasa de la carne asada. Oír el crujido de los escalones y los marcos de las ventanas en la oscuridad o por obra del viento. Tener la cabeza sujeta brutalmente hacia atrás por encima de la palangana mientras te lavan el pelo y el agua fría te corre por dentro de la camiseta. Las pandillas agresivas en el patio de recreo. Sentían la presión de todos los otros chicos desconocidos en todos los otros compartimientos como una pandilla en potencia. Compartieron otro trocito de chocolate, se lamieron los dedos, y observaron un enorme ganso blanco que agitaba las alas a la orilla de un estanque negro como la tinta.El cielo adquirió un tono gris oscuro, y al fin el tren se detuvo. Los niños descendieron, se pusieron en doble fila, y los condujeron a un autobús del color del lodo.Penny y Primrose consiguieron sentarse juntas, pero estaban encima de la rueda y las dos empezaron a sentirse mareadas cuando el autobús avanzó dando tumbos por sinuosos caminos rurales, bajo el azote de las ramas, oscuras hojas de oscuros brazos de madera contra un cielo oscuro, mientras jirones de tenues nubes se deslizaban sobre la luna llena que de trecho en trecho asomaba entre el follaje.* * *
Los alojaron temporalmente en una gran casa solariega requisada a su propietario, que se iba a acondicionar como hospital para heridos que requirieran una larga convalecencia, y como depósito secreto de obras de arte y otros objetos valiosos. Se les dijo a los niños que el alojamiento sería temporal, hasta que les encontraran familias que los acogieran en su hogar. Penny y Primrose se tomaron de la mano y se dijeron que sería maravilloso si pudieran ir juntas a la misma familia, pues así se tendrían al menos la una a la otra. Pero no comentaron nada de esto a las mujeres de aire fatigado que les daban órdenes, porque, con la sagacidad de los niños pequeños, sabían que su pedido podía ser contraproducente, que a los adultos les gusta decir que no. Imaginaron familias posibles con las que podían enviarlas. No hablaron de lo que imaginaban, ya que esas visiones, al igual que los letreros negros de las estaciones, las atemorizaban demasiado, y las palabras podían convertir ese horror en algo palpable, como por arte de magia. Penny, que amaba la lectura, imaginaba siniestros defensores Victorianos de la severidad, como el señor Brocklehurst de Jane Eyre o el señor Murdstone de David Copperfield. Primrose, sin saber por qué, imaginaba una mujer gorda con cofia blanca y brazos gruesos y sonrosados, que sonreía amablemente pero obligaba a los niños a llevar delantales de arpillera y a fregar los peldaños de la escalera y el horno.—Es como si fuéramos huérfanas —le dijo a Penny.—Pero no lo somos —contestó Penny—. Si conseguimos seguir juntas...* * *
La enorme casa tenía una imponente escalinata doble frente a la puerta de entrada, con grifos y unicornios esculpidos en la balaustrada. No había luz, a causa de los cortes de electricidad por razones de defensa. Todos los postigos se mantenían cerrados. No se filtraba ninguna claridad acogedora por el vano de la puerta o de las ventanas. Los niños subieron penosamente la escalera en doble fila, colgaron su abrigo en unos improvisados ganchos marcados con un número de identificación, y recibieron la cena (estofado irlandés y arroz con leche con una cucharada de mermelada rojo sangre) antes de ir a acostarse en largos dormitorios improvisados en los que antaño habían dormido los criados. Tenían camas de campaña (cedidas por el ejército) y burdas mantas grises. Penny y Primrose lograron adjudicarse dos camas adyacentes, pero no pudieron conseguir dos que estuvieran ubicadas en un rincón. Hicieron cola para cepillarse los dientes en un diminuto cuarto de baño, y ambas sufrieron una angustia sofocante (nuevamente, sin hablarlo) al pensar en cómo harían si en mitad de la noche querían hacer pis, ya que el lavabo estaba en el piso inferior, las luces permanecían apagadas y había un largo camino hasta la puerta. También las atemorizaba la idea de que, en medio de la oscuridad, los otros niños empezaran a reír, a correr, a fastidiar, y se convirtieran en una pandilla. Pero nada de eso sucedió. Todos se sentían exhaustos, angustiados y huérfanos. Un silencio incómodo, una corriente de sueño agitado se extendió sobre ellos. Los únicos sonidos —que parecían provenir de todos los rincones del gran dormitorio— eran sollozos y gemidos ahogados, que brotaban de las caras sepultadas en las almohadas.Cuando llegó el nuevo día, las cosas parecieron, como de costumbre, mejores y más prometedoras. Les sirvieron el desayuno en una vasta sala abovedada. Sentados frente a mesas de caballete, comieron copos de avena cocidos en agua con una pizca de la mermelada roja, y bebieron una taza de té cargado. Luego les dijeron que podían salir a jugar hasta la hora de almorzar. En esa época no se vigilaba estrechamente a los niños —procedieran de donde procedieran— y se les permitía ir y venir con total libertad, así que a estos evacuados no se los confinó en ninguna clase de encierro ni campo de refugiados. Les indicaron que tenían que estar de vuelta a las doce y media, y que para entonces los supervisores confiaban en haber solucionado el problema de su futura vida provisional. Era una incógnita cómo se suponía que sabrían que eran las doce y media, pero se daba por descontado que, aunque casi ninguno tenía reloj, estarían al tanto de la hora. Estaban acostumbrados a ello.Penny y Primrose salieron juntas a la terraza, decentemente vestidas con su abrigo y sus zapatos con cordones. La terraza les pareció enorme, y ciertamente era muy extensa. Cubierta con una fina capa de grava, tenía aquí y allá unos toques de verde brillante, y zonas invadidas por el musgo. Más allá había una balaustrada de piedra, con una escalera que conducía al parque de abajo. Esa mañana, el césped crecido tenía reflejos plateados. Largos arriates flanqueaban el jardín, llenos de flores anuales marchitas y de húmedas matas de tallos. Un jardinero habría advertido los primeros signos del abandono, pero éstas eran niñas de ciudad y lo que advirtieron fue la ensortijada masa de tallos húmedos y el olor húmedo a plantas. A lo largo del jardín, que parecía ser mucho más extenso que la extensa terraza, había un seto de tejos podados, erizado de ramitas y brotes que sobresalían desordenadamente. En medio del seto había un portillo y, pasado éste, árboles, un terreno arbolado, un bosque, se dijeron las niñas.—Vayamos al bosque —propuso Penny, como si fuera lo que tenía que decir.Primrose vaciló. La mayoría de los otros niños corrían de un lado a otro por la terraza, arrastrando los pies por la grava. Algunos chicos jugaban con una pelota en el césped. El sol salió con todo su esplendor de detrás de una brumosa nube, y los árboles parecieron de súbito brillantes y secretos a la vez.—De acuerdo —asintió Primrose—. No tenemos por qué alejarnos.—No. Nunca he estado en un bosque.—Ni yo tampoco.—Tenemos que ir a verlo, ahora que podemos —dijo Penny.Había una niña muy pequeña —una de las más pequeñas— cuyo nombre, como le decía ella a todo el mundo, era Alys. Con y griega, les decía a los que sabían deletrear y a los que no sabían, entre los cuales seguramente se contaba. Hacía muy poco que había dejado de usar pañales. Era extraordinariamente bonita, sonrosada y blanca, con grandes ojos azules, y ricitos dorados que le cubrían la cabeza y el cuello y dejaban entrever la piel sonrosada. Al parecer, no había nadie que se hiciera cargo de ella, ningún hermano o hermana mayor. Ni siquiera había sido capaz de lavarse las huellas que las lágrimas habían dejado en sus mejillas con hoyuelos.Alys había hecho varios intentos de juntarse con Penny y Primrose, pero ellas no querían, llenas como estaban de entusiasmo por haberse conocido y por su mutua simpatía. Así pues, les dijo:—Yo también voy al bosque.—No, no vas —contestó Primrose.—Eres demasiado pequeña. Tienes que quedarte aquí —dijo Penny.—Te perderás —añadió Primrose.—Vosotras no os perderéis. Iré con vosotras —afirmó la criatura, con una encantadora sonrisa destinada a padres y abuelos amantes.—No queremos que vengas con nosotras, ¿entiendes? —replicó Primrose.—Es por tu propio bien—agregó Penny.Alys siguió sonriendo esperanzadamente, y la sonrisa adquirió visos de máscara.—No pasará nada —aseguró Alys.—Corramos —dijo Primrose.Y corrieron; corrieron escalones abajo y a través del césped, y más allá del portillo, bosque adentro. No miraron atrás. Tenían piernas largas, hacía mucho que habían dejado de ser bebés. Los árboles estaban silenciosos a su alrededor, con las ramas extendidas hacia el sol, respirando sin hacer ruido.* * *
Primrose tocó la corteza caliente de los arbolillos jóvenes más cercanos, y se despojó de sus guantes para palpar las grietas y los nudos. Se maravilló de la blancura escamosa y el pardo polvoriento de los plateados abedules, de las hojas blanquecinas de los álamos temblones. Penny escudriñó en la espesura del bosque. Había matorrales, una maraña de zarzas y helechos. No se veía sendero alguno marcado. La oscuridad y la luz iban y venían, atrayentes y misteriosas, por obra del viento que empujaba las nubes por delante del sol.—Tenemos que tener cuidado para no perdernos —dijo Penny—. En los cuentos, la gente hace marcas en los troncos de los árboles, desenrolla un ovillo de hilo o deja un rastro de guijarros blancos, para encontrar el camino de vuelta.—No hay por qué perder de vista el portillo —señaló Primrose—. Exploremos sólo un poquito.Emprendieron la marcha, muy lentamente. Iban de puntillas, abriéndose camino a través de la maleza, que a veces les llegaba hasta los delgados hombros. Niñas de ciudad como eran, no estaban habituadas al silencio. Al principio, la ausencia de ruido humano las llenó de una suerte de temor reverencial, como si, aunque no pudieran planteárselo en estos términos, se hubieran introducido en algún lugar primordial de donde ellas —o los que las habían precedido— provenían, y que por ende reconocían. Poco después empezaron a oír los tenues sonidos del entorno. El parloteo de pájaros invisibles, los trinos repetidos y los gritos de alarma en lo alto, en lo hondo del bosque. Los zumbidos y aleteos de los insectos. El crujido de las hojas secas, los movimientos precipitados en los matorrales. Deslizamientos, toses secas, sonoros chasquidos. Siguieron adelante, señalándose una a la otra enredaderas cubiertas de relucientes bayas de color carmesí, negro, esmeralda, manojos de hongos venenosos, ya escarlata, ya de una palidez espectral, ya de un púrpura de carne muerta, algunos como minúsculas sombrillas, y otros como trozos de carne que brotaran de los troncos de árbol. Descubrieron moras, pero no las recogieron, no fuera a ser que en ese lugar resultaran peligrosas o engañosas. Admiraron desde una prudente distancia los rígidos y tiesos tallos de los aros, tachonados de gruesas bayas rojas. Se detuvieron a observar cómo hilaban las arañas, balanceándose de rama en rama, tirando de sus sedosos cables, reforzando nudos y junturas. Olfatearon el aire, que rebosaba de un olor cálido a setas, y un olor húmedo a musgo, y un olor a savia, y un efluvio lejano a cenizas apagadas.* * *
¿Lo oyeron o lo olieron primero? Tanto el sonido como el olor fueron al principio infinitesimales y dispersos. Ambos dieron la extraña impresión de provenir —en oleadas— de todo el perímetro del bosque. Ambos fueron creciendo muy despaciosamente en intensidad y ambos llegaban entremezclados, un sonido y un olor constituidos por muchos sonidos y olores dispares. Un crujido, un chasquido, una presión, un golpe sordo combinado con un martilleo de trilladora y mayal, y, sumado a todo esto, un chillido de vapor borboteante que se elevaba, bullía, estallaba, lleno de burbujas y flatulencias, de siseos y explosiones, de degluciones y regüeldos. El olor era peor que el sonido, y más agresivo. Era un olor penetrante a putrefacción, el olor a cosas agusanadas en el fondo de cubos de basura abandonados, el olor a desagües atascados y pantalones sin lavar, mezclado con el olor a huevos podridos, a alfombras carcomidas y a sábanas viejas manchadas. Los olores y sonidos nuevos y corrientes del bosque, de hojas y humus, pelo y plumas, se extinguieron como luces, por así decirlo, cuando la atmósfera de la cosa la precedió. Las dos niñitas cruzaron una mirada y se cogieron de la mano. Sin hablar y llevadas por el instinto, se agazaparon detrás de un tronco caído, y temblaron cuando la cosa salió a la luz.Su cabeza pareció adquirir forma entre los árboles, o hacerse visible primero a la distancia. El rostro —que era triangular— semejaba una máscara de carne o caucho sobre el bulbo informe y protuberante de una cabeza como un nabo monstruoso. Su color era el de la carne desollada, acribillada por los gusanos, y en su expresión no había cólera ni avidez, sino la más pura angustia. El rasgo más distintivo era una boca enorme con las comisuras caídas, contraída por una especie de dolor. Los labios eran finos y tumefactos, como verdugones dejados por un látigo. Tenía unos ojos blancos y opacos, ciegos, bordeados de pestañas carnosas y de cejas como tentáculos de una anémona de mar. La cara colgaba cerca del suelo y se aproximaba a las niñas balanceándose entre gruesos antebrazos, rollizos, fuertes y en jarras, como un híbrido de lavandera monstruosa y dragón primitivo. La piel de esos antebrazos era reluciente y estaba salpicada de pintas de todos los colores, desde el verde del moho hasta el marrón rojizo del hígado crudo y el blanco sucio de la podredumbre seca.El resto del descomunal cuerpo parecía una combinación de piezas pegadas, como cartón piedra todavía húmedo, o el caparazón de piedras, pajas y tallos con que el frígano se protege bajo el agua. Tenía forma tubular, como la tiene un zurullo, una amalgama provisional. Estaba constituido por carne maloliente y vegetación pútrida, pero también le colgaban velos membranosos y prótesis de materiales artificiales, trozos de alambrera, trapos sucios, lana de alambre con restos de estropajos, tuercas y tornillos herrumbrosos. Tenía débiles tocones y muñones a modo de patas delgadísimas, que crecían en todas las direcciones, oscilantes y ondulantes como los pies con ventosas de una oruga o las cerdas vibrátiles de ciertos ciempiés. Avanzaba sin descanso, torciendo y aplastando todo lo que encontraba a su paso, arbustos incluidos, pero no los árboles robustos, que sorteaba torpemente. Las niñas observaron, con una fascinación preñada de horror, que, cuando la cosa se encontraba con un pedrusco puntiagudo o un tronco de árbol delgado, se dejaba escindir a lo largo y, hendido en dos o tres gusanos más pequeños, lo rodeaba reptando perezosamente, para luego reunificarse con una sacudida. Su progreso era dolorosamente lento, muy maloliente y, al parecer, muy penoso, porque gemía y gimoteaba en medio de sus otros gorgoteos y eructos. Las niñas pensaron que no podía ver o que, al menos, era indudable que no veía con claridad. La cosa encorvada y su hedor pasaron a uno o dos metros del tronco tras el que se cobijaban, dejando a su paso un reguero de baba sanguinolenta entremezclada con follaje muerto, endurecido y reseco.El extremo de su cuerpo era chato y romo, casi transparente, como el de algunas lombrices.Cuando hubo desaparecido, Penny y Primrose, arrodilladas en el musgo y las hojas muertas, se tendieron los brazos una a otra y se estrecharon, sacudidas por los sollozos. Luego se pusieron de pie, siempre en silencio, y, cogidas de la mano, miraron el rastro de destrucción y aniquilamiento, que salía serpenteando del bosque para después volver a éste. Regresaron cogidas de la mano, sin mirar atrás, temerosas de que el portillo, el jardín, los escalones de piedra, la terraza y la enorme casa se hubieran transfigurado, o que simplemente ya no estuvieran. Pero los chicos seguían jugando al fútbol en el jardín, un grupo de niñas saltaba a la comba y cantaba con voz aguda en la grava. Se soltaron de la mano y entraron en la casa.No volvieron a hablarse.* * *
Al día siguiente las separaron y las enviaron con familias desconocidas. El tiempo que permanecieron con estas familias —Primrose en una granja de productos lácteos, Penny en la casa del párroco— no fue de hecho muy prolongado, si bien en esa época parecía discurrir muy lentamente y no tener fin. Estas familias extrañas semejaban mundos oníricos en los que se hubieran extraviado, ignorantes de las reglas físicas o sociales que los regían. Más tarde, si recordaban la evacuación, era del modo en que se recuerdan los sueños, con ayudas mnemotécnicas concebidas para recuperar lo que se desvanece con el despertar. Así, Primrose recordaba el sonido de la leche al salpicar en la paja, y Penny recordaba el contorno anguloso de los corsés vacíos de la mujer del párroco, colgando en la cuerda para tender la ropa. Recordaban los villanos de los dientes de león, pero no es posible recordar algo así de cualquier parte y cualquier época. Recordaban la cosa que habían visto en el bosque, en cambio, tal como se recuerdan esos contados sueños —casi todos pesadillas— que tienen la cualidad de la vida misma, no de un fantasma ni de un escenario provisional y cambiante. (Sin embargo, ¿qué son los sueños sino la vida misma?) Recordaban una carne demasiado sólida, un hedor demasiado nítido, un golpeteo y un susurro que excitaban los nervios y cartílagos de sus oídos en crecimiento. En su memoria, como en tales sueños, sentían: «No puedo escapar, es una cosa real en un lugar real».Como muchos otros evacuados, volvieron tan pronto de la evacuación que aún vivieron la guerra en la ciudad: bombardeos aéreos, un resplandor y un bramido sobrenaturales, paisajes cambiados, agujeros en el mundo allí donde habían estado los muertos recientes. Ambas perdieron a su padre. El padre de Primrose estaba en el ejército y murió, casi al final de la guerra, a bordo de un transporte de tropas sobrecargado hundido en el Lejano Oriente. El padre de Penny, un hombre mucho mayor, trabajaba en el cuerpo auxiliar de bomberos y murió en una cortina de fuego en East India Docks, a orillas del Támesis, mientras arrojaba agua con una raquítica manguera. Acabada la guerra, a ambas les resultó muy difícil recordar a estos dos hombres diferentes. Las sujeciones de la memoria no lograban asir a los ahogados y los quemados vivos. Primrose veía una sonrisa tonta bajo una gorra caqui, porque su madre conservaba una foto. Penny creía recordar a su padre, canoso ya, sacudiéndose la ceniza de las botas y las vueltas del pantalón y poniéndose el casco antes de salir. Creía recordar un ligero temblor de miedo en su fatigado rostro, y los músculos sosegados por la determinación. No era mucho lo que cualquiera de ellas recordaba.* * *
Después de la guerra, sus destinos siguieron siendo semejantes y distintos. La madre viuda de Penny se consagró a su pena, cerró su rostro y sus cortinas, se movía con rigidez, como una autómata, y leía poesía. La madre de Primrose se casó con uno de los muchos admiradores, visitantes y parejas de baile que había tenido antes de que se hundiera el barco, dio a luz a otros cinco hijos, y sufrió de varices y de la tos del fumador. Cuando el rubio de su pelo se apagó, se tiñó con agua oxigenada. A causa de la guerra, Penny y Primrose, ambas hijas únicas, vivieron a partir de entonces en familias amputadas o irreales. Penny se enamoró de profesores poetas, y a su debido tiempo —era una chica inteligente— fue a la universidad, donde escogió la carrera de Psicología Evolutiva. Primrose recibió poca educación. Continuamente tenía que faltar a la escuela para ocuparse de los otros. También ella se tiñó con agua oxigenada los rizos rubios cuando se volvieron castaños y perdieron su brillo. Engordó mientras Penny adelgazaba. Ninguna de las dos se casó. Penny se hizo psicóloga infantil y trabajaba con los niños maltratados, desplazados o trastornados. Primrose hacía un poco de esto y un poco de aquello. Fue camarera. Trabajó en una tienda. Prestó ayuda en diversas guarderías parroquiales y en reuniones del Ejército de Salvación, y así descubrió que tenía talento para relatar historias. Se convirtió en la tía Primrose, con su propio repertorio de cuentos. Se ocupaba de contar historias en jardines de infancia y de animar fiestas infantiles. Era muy reclamada en Halloween, y tenía su propio círculo de sillas de plástico amarillo brillante en un centro comercial de los alrededores, donde cuidaba a los niños de mujeres agobiadas y, mientras los vigilaba, les ofrecía un estremecimiento de miedo y de terror que los hacía rebullir de placer.* * *
La casa envejeció de una manera diferente. Durante ese periodo —mientras las niñitas se convertían en mujeres— fue cedida al Estado, que la transformó en un museo viviente donde aún habitaban los descendientes en carne y hueso de quienes la habían alzado, demolido, ampliado con una nueva ala, reducido cerrando un corredor. En horarios precisos se hacían visitas guiadas. En el curso de esas visitas, la sala de baile y los salones privados se cerraban al paso con gruesas cuerdas carmesí sujetas a pedestales de latón. Los aburridos y los curiosos se asomaban para observar las camas con dosel y los sillones de seda rosa, las fotografías con marco de plata de la familia real en tiempos de guerra, los agrietados retratos del Renacimiento y el Siglo de las Luces de reinas muertas mucho tiempo atrás y de antepasados solemnes o plácidamente pensativos. En la habitación donde los evacuados habían comido sus alimentos racionados, se exhibía la historia de la casa en carteles, en vitrinas, con noticias útiles y ejemplares abiertos de viejos diarios íntimos y anales. Había reproducciones de las pinturas famosas que se habían mantenido ocultas allí durante la guerra. Una placa recordaba a los muertos de la casa: un jardinero, un ayudante de jardinero, un chófer y un hijo de la familia. Había asimismo fotografías de las camas del hospital militar, y de enfermeras empujando sillas de ruedas por el parque. No se hacía ninguna mención de los evacuados, cuya presencia parecía haber sido demasiado efímera para dejar rastro alguno.* * *
Las dos mujeres se encontraron en esta sala un día de otoño de 1984. Habían llegado con un grupo de personas que iban de dos en dos detrás del guía, charlando entre sí, y habían preferido rezagarse entre las imágenes y los recuerdos, antes que fisgonear en el cuidado desorden de caballeros y damas ausentes expuesto en mesillas de salón y escritorios. Deambulaban por la sala, cada una a solas consigo misma, en direcciones opuestas, sin darse por enteradas de la presencia de la otra. Ambas habían perdido a su madre esa primavera, con una semana de diferencia, aunque ellas desconocían esa coincidencia. Su muerte las había llevado a pensar en tomarse unas vacaciones, y las dos habían elegido esa parte del mundo. Penny llevaba un traje de pantalón color carbón y sombrero de terciopelo negro. Primrose vestía una larga chaqueta floreada de punto sobre un jersey de cachemira rosa nacarado, y una larga falda susurrante de cintura elástica, con un estampado mostaza. Sus caderas y sus pechos eran voluminosos. Se encontraron porque, en el mismo momento, ambas entrevieron una imagen en un libro ilustrado que tenía un aire medieval. Primrose pensó que se trataba de un libro muy antiguo. Penny supuso que era una imitación medieval del siglo XIX. La imagen mostraba a un caballero a pie, en un bosque, a punto de descargar su espada contra algo. El caballero resplandecía en la curvatura de la página, bajo la luz que captaba el dorado de su yelmo y su cinturón. No era posible ver qué se disponía a matar. La causa era que, tanto por lo enmarañado de la vegetación de la estampa como por el modo en que se exhibía el libro en la vitrina, el enemigo, o la víctima, quedaba en sombras.Ninguna de las dos sabía leer las letras antiguas (o supuestamente antiguas) del texto que acompañaba a la ilustración. Bajo el libro había una explicación, o descripción, escrita a máquina, mecanografiada con una cinta gastada y con una presión despareja en las teclas. Tuvieron que inclinarse hacia delante para leerla y para descifrar la leyenda que se abría paso en el grueso lomo del libro, o que escapaba de él, y así fue como llegaron a ver la cara de la otra, muy cerca, en el cristal transparente que las reflejaba. Sus rostros reflejados y transparentes perdían los detalles —el carmín agrietado de los labios, las bolsas bajo los ojos, los delgados surcos de las arrugas— y parecían a la vez más jóvenes y más grises, menos sólidos. Y así fue como llegaron a reconocerse, cosa que tal vez no habrían hecho, la cara rolliza frente a la cara huesuda. Susurraron el nombre de la otra, Penny, Primrose, y su aliento empañó el cristal y veló al caballero y su oponente. Casi me muero, casi me lo hago encima, se dijeron más tarde Penny y Primrose, y ambas vivieron este silencioso momento como una conmoción profunda y peligrosa. Aun así se quedaron quietas, con las cabezas juntas e inclinadas, las piernas temblorosas, las rodillas entrechocándose, y leyeron la leyenda del pie, que hablaba del repugnante Gusano, el cual, según decía la tradición, había infestado la región y había muerto más de una vez a manos de vástagos de la casa, sir Lionel, sir Boris, sir Guillem. El Gusano, explicaba el texto escrito a máquina, era un gusano inglés, no un dragón europeo, y, a semejanza de la mayoría de ellos, carecía de alas. Algunos de los que lo habían avistado declaraban que tenía patas —manos o pies— rudimentarias. Según otros no poseía miembros. En su forma monstruosa, compartía la capacidad de los gusanos comunes o de jardín de desarrollar rápidamente una nueva cabeza o tronco si se lo dividía, de manera que dos o más gusanos reemplazaban al original. Ésa era la razón de que lo hubieran matado tantas veces, y que no obstante reapareciera. Lo habían visto desplazándose con un enjambre de crías reptantes, pero éstas bien podían ser simples segmentos revivificados. El papel mecanografiado estaba sujeto con chinchetas y parecía continuar en otra parte, en alguna página no visible, no expuesta a los visitantes.* * *
Siendo como eran inglesas, el recurso en el que pensaron fue el té. Había un salón de té cerca de la casa solariega, en una cuadra reformada de la parte trasera. Permanecieron en silencio, lado a lado, sosteniendo una bandeja de plástico salpicada de escaramujos, y compraron bollos, mermelada de frambuesa de primera calidad en un minúsculo bote, y unos pequeños tubos de nata cuajada.—No se podía conseguir nata ni mermelada de verdad durante la guerra —dijo Primrose en voz baja cuando se sentaron en una mesa de un rincón.Añadió que el racionamiento durante la guerra la había convertido en una golosa impenitente, y la delgada Penny asintió: la nata cuajada seguía siendo un enorme placer.Se observaron una a otra con cautela, e intercambiaron retazos anodinos de su biografía en un tono educadamente mesurado. Primrose pensó que Penny estaba demacrada, y Penny pensó que Primrose estaba avejentada. Establecieron la maraña de coincidencias: los padres muertos, su condición de solteras, su dedicación profesional al cuidado de los niños, la reciente muerte de sus madres. Avanzando en círculos como los batidores, se fueron aproximando a la cosa secreta del bosque. Hablaron de un modo cortés sobre la mansión. Primrose admiraba la calidad de las alfombras. Penny dijo que era agradable ver las viejas pinturas colgando otra vez en las paredes. Primrose comentó que resultaba extraño, la verdad, que hubiera todos esos documentos históricos y ninguna constancia de que ellos, los niños, hubieran estado allí. No, repuso Penny, figuraba la historia de la familia, y de los soldados heridos, pero no la de ellos, tal vez porque eran demasiado insignificantes. Demasiado pequeños, corroboró Primrose con un gesto de asentimiento, sin saber a ciencia cierta qué quería decir con «demasiado pequeños». Era curioso, dijo Penny, que se hubieran reencontrado delante de ese libro, con esa imagen. Me da escalofríos, añadió Primrose sin mirar a Penny, con una vocecita tan tenue como una tela de araña. Nosotras vimos a esa cosa. Cuando estuvimos en el bosque.Es verdad, dijo Penny. La vimos.¿Nunca te preguntaste si realmente la habíamos visto?, preguntó Primrose.Jamás, afirmó Penny. Quiero decir, no sé qué es lo que vimos, pero siempre estuve totalmente segura de que la habíamos visto.¿Ha cambiado... o la recuerdas bien?Era una cosa horrible, y sí, la recuerdo muy bien, no he podido olvidar ni un solo detalle. Y sin embargo olvido toda clase de cosas, dijo Penny con una voz débil, una voz evanescente.¿Y alguna vez dijiste algo de esto a alguien, hablaste de esto?, inquirió Primrose con tono apremiante, inclinándose hacia delante con las manos crispadas en el borde de la mesa.No, contestó Penny. No lo había hecho. ¿Quién podía creer tal cosa, quién iba a creerles?Eso mismo pensé yo, dijo Primrose. No hablé de ello. Pero lo tengo fijo en la mente como una tenia solitaria en el intestino. Creo que no me hace ningún bien.A mí tampoco me hace bien, reconoció Penny. Ningún bien. He pensado en todo esto, le dijo a la mujer envejecida sentada frente a ella, cuyo rostro temblaba bajo los rizos dorados teñidos. Creo... Creo que hay cosas que son reales, más reales que nosotras mismas, pero que rara vez nos cruzamos en su camino, o no se cruzan ellas en el nuestro. Puede ser que en los momentos muy malos entremos en su mundo, o nos demos cuenta de lo que hacen en el nuestro.Primrose sacudió la cabeza enérgicamente. Daba la impresión de que compartir todo aquello le procuraba alivio, y Penny, para quien no representaba un alivio, hizo una mueca de dolor.—A veces pienso que esa cosa acabó conmigo —le confesó Penny a Primrose, con una vocecita infantil que salía de una garganta de mujer y que arrancó al rostro de Primrose una temerosa sonrisa de niña que no era una sonrisa.—Pero fue con ella con la que acabó, ¿no? —dijo Primrose—, con esa cría. Se cruzó en su camino, ¿no es así? Y, cuando la cosa se fue, ella no estaba por ninguna parte. Así fue como pasó.—Nadie preguntó nunca por ella, ni la buscó —añadió Penny.—Me pregunto si no la habremos inventado —dijo Primrose—. Pero no lo hice, no lo hicimos.—Se llamaba Alys.—Con y griega.Habían visto un revoltijo, un revoltijo asqueroso, recordaron, pero no había ningún signo de algo que pudiera haber sido una niñita insistente llamada Alys, ni nada que hubiera formado parte de ella ni le hubiera pertenecido.Primrose se encogió de hombros con gesto voluptuoso, dejó escapar un profundo suspiro, y acomodó sus carnes en la ropa.—Bueno, sea como sea, ahora sabemos que no estamos locas —declaró—. Penetramos en un misterio, pero no fue invento nuestro. No fue una ilusión. Así que ha sido una suerte que nos encontráramos, porque ya no tenemos por qué tener miedo de estar locas, ¿no? Podemos seguir adelante, por así decirlo.* * *
Acordaron cenar juntas al día siguiente. Se alojaban en pensiones distintas, y ninguna de las dos pensó en intercambiar las direcciones. Eligieron un restaurante de la plaza principal del pueblo —El estofado de Serafina— y una hora, las siete y media. Ni siquiera contemplaron la posibilidad de pasar el día juntas. Primrose hizo una excursión en autobús. Penny encargó unos bocadillos y dio un largo paseo solitario. El cielo estaba gris y caía una suave llovizna. Las dos volvieron con dolor de cabeza a su alojamiento, y se hicieron un té con las bolsitas y el calentador eléctrico incluidos en el servicio de habitaciones. Se sentaron en la cama. La cama de Penny tenía una colcha con rosas silvestres. La de Primrose, un edredón con funda de algodón a cuadros blancos y negros. Encendieron la televisión, miraron el mismo programa de concursos, oyeron las risas exageradamente alegres. Penny se lavó de un modo un tanto frenético en su minúsculo cuarto de baño; Primrose se cambió despaciosamente la ropa interior y se puso medias limpias. De pie entre el cuarto de baño y el armario, Penny vio que el aire de la habitación se llenaba con una suerte de humo gris. Al revolver en la maleta en busca de una blusa limpia, Primrose se sintió mareada, como si la alfombra estuviera girando. ¿Qué iban a decirse?, se preguntaron, y se dejaron caer pesadamente y sin aliento en el borde de la cama. ¿Por qué?, dijo la confusa mente de Primrose; ¿por qué?, se interrogó Penny crudamente. Primrose dejó la blusa y subió el volumen del televisor. Penny caminó hasta la ventana. Tenía una buena vista, con un romántico trozo de landa que se elevaba hasta una cima recortada contra el cielo. La noche se había apoderado de ella; la tierra estaba negra; las luces de las casas se filtraban débilmente en la oscuridad.Llegaron las siete y media y pasaron, y ninguna de las dos mujeres se movió. Ambas se imaginaron a la otra esperando en una mesa, observando la puerta que se abría y se cerraba. Ninguna se movió. ¿Qué podrían haber dicho?, se preguntaron, pero lo hicieron con escaso interés. Estaban habituadas a no preguntar demasiado, habían tenido mucha práctica.* * *
Al día siguiente las dos pensaron intensamente en el bosque, aunque de manera indirecta. Era una mañana primaveral, excelente para los bosques, y las nubes cargadas de agua del día anterior habían dado paso a un sol radiante, con una brisa suave y un calor muy leve. Penny pensó en el bosque, se calzó unos zapatos cómodos y, como si se evadiera, salió en la dirección opuesta. Primrose no era dada al razonamiento. Se sentó ante su desayuno, que era inglés y copioso, tocino y champiñones, tostadas y miel, y dejó que los sentimientos que le inspiraba el bosque afloraran a su piel, con aguijonazos y retortijones. El bosque, el bosque real e imaginado —tanto antes de entrar en él con Penny como después de haberlo hecho—, había sido siempre a la vez una fuente de atracción y una fuente de malestar, que se difuminaba en terror. En los bosques la luz era más dorada y con una sombra más oscura que cualquier luz en las terrazas de la ciudad, incluso que el resplandor de los bombardeos. El dorado y las sombras se entrelazaban, como una promesa de vitalidad. Habían visto algo amorfo y hediondo, pero el bosque persistía.Así pues, sin pronunciar una frase en su mente —«Voy a ir»—, sino apaciguando su estómago, fortificando sus rodillas y apretando ligeramente los puños, Primrose decidió que iría. Y se encaminó directamente allí, con el hambre saciada, y llegó con el primer cargamento de turistas cuando aclaraba la mañana, para luego escabullirse y tomar el camino que una vez habían tomado, a través del césped y más allá del portillo.El bosque era casi el mismo, pero más espeso y más atractivo con su nuevo verdor. El cuerpo de Primrose decidió ir en una dirección completamente diferente de la que las niñas habían seguido. Nuevos helechos se desenroscaban con una fuerza serpentina. La lluvia del día anterior aún brillaba en las laxas hojas jóvenes de los avellanos y en los hilos de las telarañas. Pequeñas gargantas emplumadas, encima de ella y en las profundidades del bosque, lanzaban trinos y gorjeos embrujadores para afirmar su posición de machos y defender su territorio, lo cual era para Primrose simplemente el coro. Oyó un cacareo y vio un destello de un bellísimo rosa carne, todo de plumas, y un reflejo azul. No era buena en el reconocimiento de pájaros, pero logró reconocer «un petirrojo» —había uno brincando de rama en rama—, «un mirlo» resplandeciente como el azabache, y «un herrerillo» que hacía cabriolas, delicado, azul y amarillo, un trozo menudo de vida ardiente. Siguió avanzando a buen paso, distrayéndose siempre con los brillos y reflejos que captaba con el rabillo del ojo. Descubrió un terraplén cubierto de musgo en el que crecían ramilletes de prímulas —la flor cuyo nombre ella llevaba— y, en la calidez de su corazón, que latía con afán en su pecho, lo tomó vagamente como una buena señal, una señal personal. Recogió unas pocas, acarició sus pálidos pétalos, enterró la nariz en ellas, olió su suave aroma dulzón a miel, miel primaveral sin el zumbido del verano. Sabía más de flores que de pájaros porque, cuando era pequeña, en las estanterías de la escuela había un libro, Las hadas de las flores, con las flores primorosamente ilustradas, acederilla y pamplina, pimpinela y madreselva, flores que ella nunca había visto, acompañadas de criaturas humanas verdaderamente hermosas, todos niños, desde bebés a muchachitas y muchachitos, vestidos con el azul y el dorado, el rojizo y el morado de las flores y frutos, caminando, bailando, delicadas figuraciones materiales de la vida esencial de las plantas. Y ahora, al deambular por el bosque, las vio y las reconoció, anémonas y brionias, consueldas y ortigas blancas, y —pese al lugar donde se encontraba— sintió el agradable roce de lo invisible, de la vida invisible que bullía en las hojas y a lo largo de los tallos, pese al lugar donde se encontraba, pese a lo que no había olvidado haber visto allí. Cerró los ojos por un instante. El sol destellaba y destellaba. Veía fulgores y centelleos por doquier. Veía estelas de azul intenso, más en el interior del bosque y entre los troncos de los árboles, y la luz que las bañaba.Se detuvo, inquieta por el ruido de su respiración trabajosa. No estaba muy en forma. Vio entonces un movimiento fugaz en los helechos, una voluta de piel, delgada y de un rojo encendido, que temblaba en el tronco de un árbol. Vio una ardilla, una ardilla roja, que la observaba desde una rama. Tuvo que sentarse, mientras se acordaba de su madre. Se sentó, un tanto pesadamente, en un montículo de hierba. Los recordaba a todos, Cascanueces y Topito, Tejón y el Lirón Soñoliento, Tritón el Ingenioso y la Rana Fernanda. Su madre no contaba historias y no abría las puertas de mundos imaginarios. Pero era muy hábil con las manos. Todas las Navidades durante la guerra, cuando los juguetes —y, a decir verdad, las telas— estaban fuera del alcance, Primrose se encontraba al despertar con un nuevo animal de peluche de regalo, hecho con piel sintética con botones por ojos y garras de uñas córneas, o, en el caso de los anfibios, hecho con retales de satén y tafetán. Había algo artístico en ellos. La ardilla de peluche era la quintaesencia de una ardilla, el zorro estaba alerta, el tritón era rastrero. No llevaban chaquetas ni gorros antropomórficos, lo que hacía más fácil conferirles una naturaleza imaginaria. Ella creía en Papá Noel, y el descubrimiento de que los juguetes eran obra de su madre, la desaparición de la magia, había representado un duro golpe. Había sido incapaz de sentirse agradecida por la habilidad y la imaginación de su madre, tan poco características de una coqueta como ella. Los animales continuaron acumulándose. Una araña, un Bambi. Por la noche Primrose se contaba historias sobre una mujer-niña, una hechicera que vivía en un bosque encantado, rodeada por un ejército de animales sabios y afables que la amaban y protegían. Dormía atrincherada tras una pila de animales de peluche, así como la casa se atrincheraba durante los bombardeos tras una ineficaz pila de sacos de arena.Primrose comprobó que la ardilla era decepcionante, más enjuta y más parecida a una rata que sus gordezuelas primas grises de la ciudad. Pero sabía que era rara y especial, y cuando vio que se alejaba de rama en rama, haciendo restallar su cola desplegada como una vela, asiéndose con sus diminutas manecitas, fue tras ella como si se tratara de un mensajero. La conduciría hasta el centro, pensó, era preciso que llegara al centro. El animalillo podría haber saltado fácilmente fuera de su vista, pensó, pero no lo hizo. Se demoraba y olisqueaba y miraba a su alrededor con nerviosismo, esperándola. Ella se abrió paso entre las zarzas, adentrándose en las sombras más densas y más verdes. Los jugos vegetales le mancharon la falda y la piel. Comenzó a relatarse una historia sobre la perseverante Primrose, que no se daba por vencida y seguía avanzando hacia «el centro». Era imperioso que tuviera una razón para haber ido allí, una razón que tenía que ver con alcanzar el centro. Todas sus historias infantiles eran siempre en tercera persona. «No estaba asustada.» «Se enfrentó a las bestias salvajes, que se encogieron de miedo.» Se había hecho carreras en las medias, tenía los zapatos enlodados y resollaba ruidosamente. La ardilla se paró para limpiarse la cara. Ella aplastó unas campánulas azules y vio las siniestras capuchas de las calas.No tenía ni idea de dónde se encontraba, o cuánto había avanzado, pero llegó a la conclusión de que el claro en el que se hallaba era el centro. La ardilla se había detenido y corría arriba y abajo por el tronco de un mismo árbol. Había una especie de montículo cubierto de musgo que, con un poco de imaginación, se habría asemejado casi a un trono. Se sentó en él. «Llegó al centro y se sentó en la silla de musgo.»¿Y ahora qué?No había olvidado lo que habían visto, el rostro infeliz de mirada vacía, las poderosas garras, la estela de putrefacción acumulada. No había ido hasta allí para buscar a la cosa ni para enfrentarse a ella, pero había ido porque la cosa estaba ahí. Toda su vida había sabido que ella, Primrose, había estado realmente en un bosque mágico. Sabía que el bosque era una fuente de terror. Nunca había atemorizado a los pequeños que entretenía en fiestas, escuelas, guarderías, contándoles historias de niños perdidos en el bosque. Los atemorizaba con cosas viscosas que trepaban por el desagüe, salían como un enjambre del sifón del inodoro, o golpeteaban en las ventanas por la noche, y eran aniquiladas mediante el coraje y la magia. Había duendes en los vertederos de la ciudad, lejos de las farolas. Pero en sus historias los bosques eran fuentes de encantamiento, con colores brillantes y vida secreta invisible, hadas de las flores y otras criaturas mágicas. Había lugares en que se utilizaban palabras como «lentejuelas» y «perlas» para nombrar gotas reales de rocío sobre hojas reales de acedera. Primrose sabía que el encantamiento y la cosa que habían visto provenían del mismo lugar, que ese resplandor y el hedor ceniciento tenían el mismo origen. Ella los volvía seguros para los niños reduciéndolos a decorados de un espectáculo infantil y a bonitas ilustraciones. No examinaba lo que sabía —era preferible no hacerlo—, pero sabía muy bien lo que sabía, pensó vagamente.¿Y ahora qué?Sentada en el musgo, oyó una voz en su cabeza que decía: «Quiero volver a casa». Y se oyó lanzar una risita amarga, enteramente de persona adulta, porque ¿de qué casa hablaba? ¿Qué sabía ella de tener una casa?Vivía encima de una tienda de comida china para llevar. Tenía una peligrosa rinconera en la que cocinaba, una cama, un riel para colgar ropa, un sillón deformado por generaciones de traseros. Pensó en este lugar, y se le apareció en desvaídos tonos pardos y crema, oculto tras volutas de vapor de la cocina china, impregnado de olor a cerdo guisándose y caído de pollo en ebullición. Su casa no era real, como eran reales las robustas ramas y raíces del bosque, no tenía miel de prímulas ni lentejuelas ni perlas. Los animales de peluche, o algunos de ellos, estaban amontonados en la cama y la alfombra, con la piel ajada, la prístina mirada desaparecida de los ojos rayados. Sentada allí, en el trono de musgo del centro, pensó en lo que uno piensa que es real. Cuando su madre había entrado, sollozando, para decirle «Papá ha muerto», ella se había preguntado si tendrían de postre pudin de tapioca o de sémola, y si habría mermelada, y a continuación había pensado que la nariz goteante de su madre era horrible, y que daba la impresión de que estaba fingiendo. Aún hoy recordaba la sémola y la mermelada de mora, más bien asquerosa, su sabor y su textura; entonces ¿esto era real, esto era la casa? Más tarde había inventado la imagen de un mar turbio azul verdoso bajo un sol dorado, en el que una enorme columna blanca de aguas arremolinadas se alzaba de un barco que se iba a pique. Era una imagen muy hermosa, pero no era real. No conseguía acordarse de su padre. Se acordaba de la cosa del bosque, y se acordaba de Alys. El hecho de que el montículo cubierto de musgo tuviera bonitos colores —carmesí y esmeralda, dijo, y nombró al azar: culantrillo— no significaba que no recordara a la cosa. Recordó lo que había dicho Penny acerca de «cosas que son más reales que nosotras». Ella había encontrado una. Allí, en el centro, el surtidor de agua era más real que la sémola, porque estaba en el lugar en que reinaban tales cosas. La palabra que halló fue «reinaban». Había entendido algo, y no sabía qué era lo que había entendido. Quería desesperadamente volver a su casa, y quería no moverse nunca. La luz era hermosa en las hojas. La ardilla agitó la cola y de improviso se marchó, saltando entre las ramas. La mujer se puso trabajosamente en pie y se lamió los arañazos de las zarzas en el dorso de las manos.* * *
Penny había salido en lo que suponía que era la dirección contraria. Caminaba a buen paso, siguiendo los setos vivos y los caminos que bordeaban los campos, y de vez en cuando franqueaba una cerca gracias a los escalones que había a tal efecto. Durante el primer trecho de camino mantuvo los ojos fijos en el suelo, y el oído atento a sus propios pasos, como si éstos perturbaran a los rastrojos y los guijarros. Pisoteaba las arvejas y las pamplinas, y se volvía para mirar el rastro de plantas aplastadas. Recordaba a la cosa. La recordaba diariamente con toda nitidez. ¿Por qué estaba en esa parte del mundo, si no era para arreglar cuentas con ella? Pero seguía avanzando, advirtiendo y no advirtiendo que la forma de los campos y la configuración del terreno torcía su recorrido y le hacía describir la sinuosa curva de una hoz. Mientras el día transcurría, ella encontró su ritmo y alzó los ojos para admirar el trigo recién crecido en los surcos, una distante alondra. Cuando vio el bosque en el horizonte supo que era el bosque, aunque lo estaba viendo desde una perspectiva nueva que lo hacía parecer encaramado en un altozano cónico, como si unos anillos de fuerza lo hubieran asido y estrujado. Los árboles eran frondosos y tentadores. Era casi el crepúsculo cuando llegó. Las sombras se espesaban, las zonas oscuras de la enmarañada maleza se oscurecían. Ascendió la cuesta, y franqueó una cerca descubierta súbitamente.Una vez dentro del bosque se movió con cautela, como si la estuvieran cazando o como si ella misma fuera a la caza. Se quedó completamente inmóvil y olisqueó el aire en busca de la podredumbre que recordaba; escuchó los sonidos de los árboles y las criaturas, tratando de distinguir un lejano martilleo de trilladora y un arrastrarse. Olió una podredumbre, pero era una podredumbre normal, hojas y tallos que se descomponían para volver a la tierra. Oyó sonidos. No el canto de los pájaros, pues el día ya llegaba a su fin, sino alguno que otro graznido ronco de advertencia, el crujido de algo, el trémulo estremecimiento de algo más. Oyó los latidos de su corazón en el aire marrón que se espesaba.Había apostado por la libertad y se había alejado, y alejándose había llegado allí, como sabía que ocurriría. No tenía sentido buscar troncos de árbol o matas de hierba conocidos. Habían tenido toda una vida, la propia vida de ella, para volverse irreconocibles.Comenzó a pensar que distinguía oscuros túneles en la maleza, donde algo habría podido revolcarse y deslizarse. Brotes aplastados, tallos y hojas quebrados, nada de ello muy reciente. Había cosas prendidas en las espinas, tenues jirones incoloros de lana o piel húmeda. Escudriñó los túneles y observó dónde se concentraban más los restos. Se obligó a introducirse en la oscuridad, encorvada y por momentos a cuatro patas. El silencio era denso. Encontró cosas que recordaba, lombrices de lana de tejer, fibras de paños de algodón, tiras de papel pegadas. Encontró extraños tubos membranosos con forma de salchicha, que contenían pelos, fragmentos de huesos y otras materias inanimadas. Eran como monstruosos excrementos de búho, o como las bolas tubulares de pelo que vomitan los gatos. Penny siguió avanzando, apartando con cuidado las fustigantes zarzas y los gruesos tallos. La cosa había estado allí, pero ¿hacía cuánto tiempo? Cuando se detuvo y olfateó el aire, y aguzó los oídos, no había nada más que el bosque adormecido.De improviso salió a un lugar que recordaba. El claro era más grande, los árboles más gruesos y añosos, pero el tronco caído tras el cual se habían escondido aún seguía allí. El lugar era casi un campamento fantasma. De los árboles del contorno colgaban raídos gallardetes y banderines, como las raídas banderas, chamuscadas y desgarradas, de la capilla de la casa solariega, con sus manchas marrones de tierra o sangre. La cosa había estado allí, nunca se había ido.Penny dio vueltas lentamente por el claro como una sonámbula, observándose como uno se observa en un sueño, buscando cosas. Encontró un pasador de pelo de falso carey y un botón de zapato con su eje de metal. Encontró el esqueleto de un pájaro, muy reciente, aplastado, con unas pocas plumas adheridas. Encontró fragmentos ambiguos y varios dientes, de diversas formas y tamaños. Encontró —diseminados por los alrededores, semiocultos entre las raíces, manchados de verde pero de un blanco brillante— una colección de huesecillos, dedos de manos o pies, una costilla y, por último, una caja craneana y una frente. Pensó en meterlos en su mochila, pero luego se dijo que no podía, y los apiló al pie de un acebo. No era anatomista. Al menos algunos de los huesos más pequeños podían ser de un tejón o un zorro.Se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra el tronco caído. Pensó que tal vez tenía que buscar algo con que cavar un hoyo, para enterrar los huesecillos, pero no se movió. Ahora me observo como uno hace en un sueño mientras está a salvo, pensó, pero entonces, cuando la vi, era uno de esos sueños horrorosos en que uno está dentro, en que uno no puede escapar. Excepto que no era un sueño.* * *
Había sido su encuentro con la cosa lo que la había llevado a interesarse profesionalmente en los sueños. Algo que parecía irreal se había aproximado bamboleándose, serpenteando, había penetrado pesadamente en la realidad, y ella lo había visto. De niña era muy aficionada a la lectura; pero, después de haber visto a la cosa, había sido incapaz de habitar la encantadora y habitual irrealidad de los libros. Se había vuelto diestra en estudiar lo que no se podía ver. Se interesó en los muertos, que habitaban la historia real. Se vio atraída por las fuerzas invisibles que se agitaban en las moléculas y hacían que éstas se aglomeraran o se dispersaran. Se había convertido en psicoterapeuta «para ser útil». Esto no era del todo exacto o suficiente como explicación. La esquina del manto que cubría lo impensable se había retirado lo bastante para que ella pudiera entreverlo. Ella estaba en ese mundo. No era por casualidad que había acabado por especializarse en niños gravemente autistas, niños que se sacudían nerviosamente, o que golpeaban las cosas, o que se quedaban con la mirada perdida, que permanecían sentados en el servicial regazo de Penny, húmedos y ausentes, y no le relataban sueños, no hablaban de sus proyectos. El mundo que ellos conocían era un mundo real. Penny pensaba a menudo que ése era el verdadero mundo real, del que incluso sus desesperados padres se encontraban parcialmente protegidos. Alguien tenía que ocuparse de los casos perdidos. Penny se creía capaz de hacerlo. La mayoría de la gente no podía. Ella sí.Todas las hojas del bosque se pusieron a temblar poco a poco y luego a sacudirse ruidosamente. A lo lejos se oía algo pesado que avanzaba despacio. Penny se quedó muy quieta, expectante. Oyó el viejo ruido sordo, olió la vieja pestilencia. No venía de una dirección; estaba a cada lado, estaba todo alrededor, como si la cosa cercara el bosque, o como si se moviera dividida en múltiples fragmentos, como se explicaba en el antiguo texto. Ya había oscurecido. Lo que era visible carecía de un color distintivo, sólo sombras de tinta y gris elefante.Ahora, pensó Penny, y, tan súbitamente como había empezado, la perturbación cesó. Fue como si la cosa hubiera dado media vuelta; ella sintió cómo disminuía el temblor del bosque hasta recuperar la quietud. De pronto, sobre la copa de los árboles, un enorme disco de oro blanco se elevó y quedó suspendido, lo que acentuó las sombras y tiñó de plateado los bordes. Penny recordó a su padre, de pie bajo la fría luz de la luna llena, que decía con una mueca que esa noche probablemente llegarían los bombarderos: había una luna llena brillante y sin nubes. Él había desaparecido en un horno rugiente amarillo rojizo, según Penny había adivinado, u oído, o imaginado. Su madre la había hecho salir antes de dejar hablar al bombero portador de la noticia. Ella se había agazapado como un ratón en la escalera y en los rincones oscuros, tratando de oír lo que se hablaba, de recibir un fragmento de realidad con el que adherirse a la verdad del dolor de su madre. Su madre no quería su compañía, o no podía tenerla. Captó trozos extraños de conversación: «Nada que realmente pudiera identificarse», «absolutamente ninguna duda». Él había sido un hombre amable y fatigado con ceniza en las vueltas del pantalón. Había habido un funeral. Penny recordaba haber pensado que no había nada, o casi nada, en el féretro que sus compañeros bomberos llevaban a hombros; era tan liviano para levantar, tan fácil de depositar en la tabla de mármol del crematorio...Era cierto que habían estado viviendo tras las cortinas cerradas a causa de la defensa pasiva, pero su madre había seguido viviendo tras las cortinas cerradas mucho después de que la guerra hubo acabado.Recordaba que alguien la había invitado a una merienda, para animarla. Había habido fuegos artificiales de interior, conservados desde antes de la guerra. Fuegos chinos, encendidos en platillos, y un pequeño Vesubio cónico, con una mecha azul y decorado con un dragón rosa y gris. El volcán no había hecho otra cosa que escupir chispas hasta que casi habían dejado de mirarlo, y entonces había vomitado una columna de ceniza increíblemente leve que subió y subió, hasta alcanzar una altura cinco o seis veces mayor que la original, y bruscamente se apagó. Como un panecillo gris, o un zurullo muy viejo. Ella se echó a llorar. Era ingrato de su parte. Se había hecho un esfuerzo al que ella no había respondido.La luna había liberado al bosque, por lo que parecía. Penny se puso de pie y se quitó de la ropa los restos de mantillo. Había estado preparada para la cosa, y ésta no había acudido. Ignoraba si su deseo había sido enfrentarse a ella, o comprobar que era tal como ella siniestramente la recordaba; se sintió un tanto decepcionada de verse liberada del bosque. Pero aceptó su liberación y encontró el camino de vuelta a los campos y a su pueblo, siguiendo la brillante estela luminosa de la luna.* * *
Las dos mujeres tomaron el mismo tren para volver a la ciudad, pero no se vieron hasta que descendieron. Los pasajeros se dirigían a la salida apresuradamente o arrastrando los pies, casi todos con la cabeza gacha. Ambas mujeres recordaron cuando habían partido durante la guerra, con sus piernecitas como palillos y las máscaras antigás. Ambas alzaron la cabeza al acercarse a la barrera, no con la esperanza de que estuvieran esperándolas, porque nadie las esperaba, sino de un modo mecánico, para evaluar dónde ir y qué hacer. Vieron la cara de la otra en la oscura penumbra, dos redondeles pálidos y reconocibles, lo bastante alejados para que un intercambio de palabras, e incluso de saludos, resultara incómodo. La falta de luz las reducía a la similitud: órbitas oscuras, boca tensa. Por un instante se detuvieron y simplemente se miraron. En aquella primera ocasión, la cúpula de la estación había estado llena de espirales de vapor, y el aire cargado de ceniza. Ahora, el tren diesel de líneas aerodinámicas y morro chato del que habían bajado era azul y oro bajo una capa de suciedad. Vieron a la otra a través de ese velo negro imaginario que la pena, o el dolor, o la desesperación tienden sobre el mundo visible. Vieron el rostro de la otra y pensaron en la imborrable infelicidad del rostro que habían visto en el bosque. Ambas pensaron que la otra era el testigo que confirmaba con toda certeza la realidad de la cosa, que les impedía refugiarse en la creencia de que la habían imaginado o inventado. Así pues, fijaron en la otra una mirada vacía y desesperada, sin dar signos de reconocimiento, y luego cogieron su equipaje y se alejaron en la multitud.* * *
Penny descubrió que, por alguna razón, el velo negro se había convertido en parte de su visión. Pensaba constantemente en rostros —el de su padre, el de su madre—, ninguno de los cuales conservaba su forma ante el ojo de su mente. El rostro de Primrose, la niñita optimista, la mujer que alzaba los ojos de la vitrina para clavarlos en ella, que la miraba con aire conspirador por encima de la nata cuajada. La pequeña y rubia Alys, con su dulce sonrisa zalamera. La cara semihumana de la cosa. Como si todo dependiera de ello, intentó recordar totalmente esa cara, y sufrió con el detalle de la horrible boca con las comisuras caídas, de la falta completa de sentido de los ojos blancos y ciegos. Las caras presentes eran discos vacíos, lunas sombreadas. Sus pacientes iban y venían, niños perdidos, u ocupados, o atrapados tras su máscara de ensimismamiento o ansiedad o sobreexcitación. Cada vez era más incapaz de distinguir una de otra. El rostro de la cosa estaba clavado en su cerebro y solicitaba celosamente su atención, le impedía concentrarse en su actividad cotidiana. Había vuelto al lugar de la cosa, y no la había visto. Necesitaba verla. Lo necesitaba porque la cosa era más real de lo que ella era. Habría sido preferible no haberla siquiera vislumbrado, pero sus caminos se habían cruzado. La cosa había irrumpido desconsideradamente en su vida, le había sorbido la médula, sin advertir siquiera quién o qué era ella. Volvería y la enfrentaría. ¿Qué otra cosa había?, se preguntó, y se respondió: nada.De modo que regresó, sola en el tren mientras los campos pasaban a toda velocidad, y dormitó a lo largo de una noche eterna bajo la colcha con rosas silvestres de la pensión. Esta vez hizo el mismo recorrido de antaño, saliendo de la casa y franqueando el portillo; encontró enseguida el viejo rastro, su mirada atenta descubrió la estela de desechos de la cosa, y muy pronto estaba de vuelta en el claro, donde encontró intacto el túmulo de huesecillos que había dejado junto al tronco de un árbol. Lanzando un leve suspiro, cayó de rodillas, y luego se sentó de espaldas al bosque en descomposición y llamó en silencio a la cosa. Casi de inmediato percibió la perturbación, vio la agitación de las ramas, oyó el lento avance, olió el viejo olor. Era un día gris y ordinario. Cerró los ojos por un breve momento, mientras el ruido y el movimiento se incrementaban. Cuando la cosa llegara, la miraría a la cara, vería lo que era. Juntó las manos en el regazo, sin apretarlas. Sus nervios se relajaron. Su sangre fluyó más lentamente. Estaba preparada.* * *
Primrose se encontraba en el centro comercial, colocando en círculo sus sillas de plástico con los colores del arco iris. Los huesos le crujieron cuando se inclinó sobre ellas. Fuera llovía torrencialmente, pero el centro era como un palacio de cristal encerrado en una caja de vidrio. Bajo las sillas multicolores resplandecía el suelo de mármol moteado. Justo enfrente había una fuente, con luces brillantes que iluminaban el agua verdosa y creaban círculos dorados en torno a los pulidos guijarros y las monedas arrojadas para pedir un deseo. Los niñitos se reunieron a su alrededor: sus madres se despedían de ellos con un beso, les decían que se comportaran bien y escucharan a la amable señora. Todos tenían un vasito de plástico transparente con zumo de naranja y una galleta envuelta en papel de aluminio. Eran de todos los colores: piel negra, piel morena, piel sonrosada, piel pecosa, abrigo rosa, abrigo amarillo, capucha morada, capucha roja. Algunos sonreían y otros lloriqueaban, algunos no dejaban de moverse y otros permanecían quietos. Primrose se sentó en el borde de la fuente. Había decidido qué hacer. Les dedicó su mejor sonrisa, la más cálida, y se arregló los rizos dorados. «Prestad atención», les dijo, «y os contaré algo fabuloso, una historia que nunca se ha contado antes».«Había una vez dos niñitas que vieron —o creyeron ver— una cosa en el bosque...» ARTE CORPORAL
En la sala de ginecología del San Pantaleón se hacían las bromas habituales acerca de quién traería al mundo al bebé de las Navidades. Damian Becket, que estaba visitando a sus pacientes tras haber pasado en vela una noche de sangre y peligro, no se sumó a ellas. Su última paciente ingresada yacía al fondo de la enorme sala, en una sección cerrada con cortinas que se reservaba para aquellas que habían perdido a su bebé, o corrían el riesgo de perderlo, y para aquellas cuyo bebé había sufrido algún daño o se hallaba en estado crítico. El doctor Becket frunció el entrecejo mientras avanzaba entre las camas, casi sin oír los llantos e hipidos de los recién nacidos ni los saludos de las mujeres. Fruncía el entrecejo, en parte porque el bebé de su paciente, un bollito de piel y huesos encerrado en una incubadora en cuidados intensivos, no iba bien. Pero también fruncía el entrecejo porque era tal su cansancio que no conseguía recordar el nombre de su paciente. No le gustaba reconocer un fallo. El bebé debería ir mejor. Su cerebro debería reaccionar a su necesidad de reconocer a la gente.
No vio la escalera de mano hasta que casi se dio de bruces con ella. Era una escalera muy alta, de aluminio brillante, colocada justo debajo de una lámpara circular de luz fluorescente. El doctor se paró con gesto brusco, se abstuvo de soltar un taco, molesto por lo lento de sus reacciones, y alzó la mirada hacia la lámpara, que lo cegó. En lo alto de la escalera, manteniéndose precariamente de puntillas, había una figura envuelta en lo que parecía una bruma de pálidas ropas vaporosas. El doctor dijo que la escalera era peligrosa y que había que sacarla del medio. De las manos de la criatura erguida en lo alto cayeron unas ondulantes serpentinas rojas, que refulgieron bajo la intensa luz. Se oyó un tintineo fantasmal. ¿Qué ocurre aquí?, preguntó el doctor mirando hacia arriba con expresión severa.La enfermera dijo que había sido idea suya, es decir, del doctor Becket. Era uno de los estudiantes de Bellas Artes, explicó la enfermera McKitterick. Que había ofrecido su tiempo y sus materiales para alegrar el lugar de un modo original. Era el doctor Becket quien había propuesto esa brillante idea al comité de enlace con la Academia de Bellas Artes... Sí, sí, sí, dijo el doctor, ya entiendo. Pero parece un poco peligroso. Sus fatigados sentidos se percataron de que, detrás de la escalera, había un arco iris de tiras de plástico de colores entrecruzadas por toda la sala, y tiras de tela de estilo hindú tachonadas de minúsculos espejitos. Había asimismo campanas de latón y puñados de esas cuentas ovaladas que protegen contra el mal de ojo. Sin duda iluminaban la oscuridad del techo abovedado. También la resaltaban.Su paciente, Yasmin Muller —cuyo nombre, por supuesto, figuraba escrito al pie de la cama—, sollozaba en silencio. Adoptó una expresión de culpa cuando abrió los pesados párpados y vio el rostro grave y juvenil del doctor Becket inclinado hacia ella. La mujer se disculpó, y él dijo que no tenía ningún motivo para hacerlo. Las manos del doctor eran suaves. Añadió que ella estaba en muy mal estado, pero que eso era inevitable y que ya mejoraría. Ella preguntó por su hijo. El doctor Becket dijo que seguía aguantando. Era un niño fuerte, en la medida en que puede serlo un bebé nacido tan prematuramente. Todavía es muy pronto, explicó el doctor, que había llegado a la conclusión de que la mejor manera de proceder era casi siempre decir estrictamente la verdad, aunque la cantidad de verdad podía variar. Aún no podemos asegurar cómo evolucionará, dijo con aire grave, razonable, sensato. Ella lo vio en una especie de bruma, a decir verdad, por primera vez. Un hombre enjuto y fuerte de unos cuarenta años, con cabello negro y fino cortado muy corto, ojos ligeramente inyectados en sangre y bata blanca.—Parece usted necesitado de descanso —dijo la mujer, somnolienta a su vez por culpa de los medicamentos.Él volvió a fruncir el entrecejo, porque no le agradaban los comentarios personales y, sobre todo, no le agradaba dar la impresión de que necesitaba algo.Cuando regresaba recordó la escalera, y se disponía a desviarse hacia un costado cuando la tambaleante estructura empezó a oscilar y acabó por venirse abajo. Damian Becket alargó la mano con firmeza para apartarla de la cama que amenazaba con aplastar, y trastabilló hacia atrás bajo el peso de la artista que caía, que lo golpeó en el pecho con la cabeza y le rozó brevemente los hombros con los delgados tobillos. La agarró con fuerza; sus brazos se llenaron de carne y huesos femeninos muy ligeros, envueltos en un pantalón y una túnica de harén de rayón y muselina, con bordados de oro y plata. La nariz le quedó enterrada entre cabellos de lana de vidrio en punta, teñidos de plateado y suaves como los de un bebé. Cosas sólidas empezaron a rebotar en el suelo. Manzanas mordidas, una banana, una caja abollada de bombones. La mujer que yacía en la cama más próxima reclamó estos últimos con voz estentórea.—¡Ahí habían ido a parar mis bombones! Los he buscado por todas partes. Quedaban unos pocos, y le echaba la culpa al personal de limpieza.La persona que el doctor Becket sostenía en los brazos había perdido el conocimiento sin lugar a dudas. Tenía la piel fría y húmeda, y la respiración era irregular. Por supuesto, no había ninguna cama vacía para depositarla, así que la transportó a lo largo de la sala hasta el área de enfermería, seguido por toda su escolta. La tendió con cuidado sobre el escritorio, le tomó el pulso y le alzó los párpados. Parecía exangüe y anémica. Escuálida.—Un simple desvanecimiento —le dijo, cuando ella abrió los ojos y lo vio—. En mi opinión, necesita una buena comida, lo que sea.Tenía un bonito rostro afilado que, a juicio del doctor, devenía grotesco por obra de las tachuelas y aros dorados que le atravesaban los labios y las aletas de la nariz. Era blanca como la nieve. La muchacha se incorporó y se arregló las ropas informes.—Lo siento mucho —dijo con voz entrecortada—. Ya me siento bien. Espero no haber roto nada.—El doctor Becket ha salvado la situación —dijo la enfermera—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Te has resbalado?—Me he mareado. No me gustan las alturas.—Entonces, ¿qué hacías ahí arriba con esa ropa tan inapropiada? —preguntó Damian.—Era una idea bonita. Decorar la sala. Me ofrecí para hacerlo.Se sentó, ligeramente encorvada, en el borde del escritorio y balanceó los pies, calzados con calcetines blancos y modernos zuecos de cuero con alzas y sin talón. Eran de un color carmesí apagado, manchados con salpicaduras de pintura o de pegamento. Damian Becket reprimió un comentario sobre la estupidez de trepar a una escalera con un calzado así, y en lugar de ello inquirió:—¿Cuánto hace que no comes?—No me acuerdo. Se me hacía tarde para venir aquí, así que salí corriendo.—Estaba por ir a la cafetería a tomar el desayuno. ¿Quieres acompañarme?Las enfermeras habían apilado sobre el escritorio las frutas birladas. Ella no las miró.—De acuerdo. Como quieras.Bajaron a la cafetería del subsuelo en un montacargas, acompañados por dos camilleros de quirófano con largas batas verdes y una camilla. La artista se estremeció, probablemente de frío, lo cual era lógico con esas ropas.—Me llamo Damian Becket —dijo él—. ¿Y tú?—Daisy. Daisy Whimple.Entraron en la cafetería, que tenía sillas de plástico imitación madera, al estilo de los años sesenta, y unos inesperados y luminosos grabados abstractos llenos de movimiento, en las paredes verde claro. Reinaba el habitual olor a grasa y un tintineo de teteras de aluminio. Ella vaciló junto a la puerta, y su cara pálida palideció aún más. Él le dijo que no tenía buen aspecto, le encontró un asiento y le preguntó qué quería que le llevara.—Cualquier cosa. Bueno, preferiblemente vegetales. Intento ser vegetariana.El doctor volvió con un desayuno inglés para él y un plato de pasta para ella, acompañada con una ensalada de tomate. La pasta era unos fideos en espiral rosáceos y gris-verdosos, cubiertos con una salsa de queso. Ella comió el tomate y revolvió una y otra vez los fusilli con el tenedor, a la manera de los niños que amontonan en vano la comida que han dejado con la intención de que parezca menos. Damian Becket, después de haber ingerido dos salchichas, dos lonjas de tocino, un huevo frito, una porción de patatas fritas y una cucharada de alubias con salsa, se sentía más humano y estudió a Daisy Whimple con mayor detenimiento. Casi con certeza, anémica, y posiblemente anoréxica. Una extraña debilidad en las muñecas. No podía verle bien el cuerpo por los pliegues de la ropa, pero la había tenido en brazos y sabía que era joven y de carnes firmes. Tenía ojos azules y pestañas pintadas de azul celeste. Las venas de sus delgados brazos también eran muy azules, al igual que una especie de tatuaje que semejaba unas flores de encaje y que le cubría los antebrazos, como los guantes de noche de las damas eduardianas. Sus uñas estaban cuidadosamente mordidas.—Tienes que comer algo. Si no comes carne y cosas así, necesitas comer más, ¿sabes?, para consumir suficientes proteínas.—Lo siento. Eres muy amable. Pero el problema es que no me siento bien, con la escalera y todo lo demás.Él le hizo preguntas sobre ella. No era bueno para eso. Era un buen médico, pero no tenía mucha facilidad de palabra, ni naturalidad en el trato; de hecho, no quería siquiera conocer los detalles de otras vidas humanas, salvo en la medida en que necesitaba conocer hechos e historias para salvarles la vida. No era consciente de que su atractivo físico convencional le servía hasta cierto punto como sustituto de la amabilidad. Como sea, pensó, si ella habla un poco, puede que su tensión se relaje y logre tener hambre. Imaginó su cuerpo desde el interior. Su pequeño estómago contraído.Ella dijo que era estudiante de la Academia de Bellas Artes de los Mercaderes de Especias. Había querido ser diseñadora, lo único en que era buena en la escuela; su educación había sido —lo miró fugazmente— intermitente, bastante caótica. Pero realmente quería ser artista. Había participado en una o dos exposiciones colectivas, con la gente con la que trabajaba. A algunas personas les gustaba mucho lo que hacía. Su voz se apagó. Dijo que había visto en la academia el anuncio en que pedían voluntarios para hacer cosas en las salas del hospital, y que le había parecido una idea bonita. Así que había ido. Le sorprendió que no hubiera más. Más estudiantes por allí, quería decir.—Por favor, trata de comer algo. ¿Preferirías otra cosa, una fruta, un panecillo con mantequilla, un trozo de pastel...?—Todo me revuelve el estómago. Comeré cuando vuelva a casa.Él le preguntó dónde vivía.—Bueno, duermo en el estudio de mi compañero. Muchos de nosotros lo hacemos. Hay mucho espacio para estudios en los viejos almacenes. Por supuesto, cuando los reformen alcanzarán precios astronómicos, por los metros cuadrados, pero la gente como los estudiantes y otros así usan como residencia temporal los que no están reformados, o que todavía no han reformado. Uno puede llevarse sorpresas desagradables, como que el pie se te hunda en el suelo y cosas por el estilo. Pero está bien, es un techo, y un lugar de trabajo.Dijo, con cierta vacilación, que sería mejor que se fuera. Seguía revolviendo los fusilli con el tenedor. Él comentó que tenían un color muy feo y un aspecto poco apetecible, carnoso y enmohecido. Ella se mostró interesada. Estudió la pasta con nuevos ojos. Tienes razón, le dijo, se supone que tiene que parecer apetitoso, salsa de tomate, espinaca. Esto tiene un aspecto algo repugnante. Muerto, tal vez. Muchos colores son más bien cadavéricos. Hay que tener cuidado. Él dijo que le gustaba la luminosidad de sus decoraciones. Armonizaban con la colección de arte moderno del hospital. ¿La había visto? Ella dijo que había visto una parte, y que tenía la intención de echar una ojeada al resto mientras trabajara en ese proyecto. Se puso de pie para marcharse. Seguía estando muy pálida, sin el más mínimo vestigio de rosa, ni cadavérico ni por un arrebato de energía. Él dijo que la acompañaría hasta la puerta. Ella contestó que no era necesario, que estaba bien. Él dijo que de todas maneras se marchaba a su casa.Se detuvieron en el nuevo vestíbulo de entrada, que rodeaba la escalera central. Acero inoxidable, puertas de vidrio y cubículos incongruentemente acoplados a los ladrillos rojos de finales de la era victoriana. Los ladrillos eran de esos de un rojo encendido, ardiente, del gótico Victoriano. Los muros de ladrillo estaban decorados con paneles de azulejos barnizados que representaban pimientos y granos de pimienta, vainas de vainilla y hojas de té, nuez moscada y clavos de olor. San Pantaleón se encontraba en Pettifer Street, justo en la esquina con Whittington Passage. Eso era en Wapping, no lejos de la Vieja Escalera de Wapping. Había sido antaño un asilo y se había transformado en la Maternidad de los Mercaderes de Especias, que tenía adosada la clínica Molly Pettifer para el tratamiento de enfermedades femeninas. Había pasado a ser el San Pantaleón cuando el nuevo Servicio de Sanidad Pública lo restauró en 1948 y le añadió unos pabellones prefabricados transitorios que aún seguían en pie. Sir Eli Pettifer era un cirujano que había trabajado para la Compañía de las Indias Orientales y para el Ejército británico, en la India y en otros lugares. Había escrito un tratado sobre el uso médico de las especias culinarias, y había hecho fortuna gracias a juiciosas especulaciones con cargamentos de especias. Su hija, Molly, había formado parte de una de las primeras generaciones de médicas, a muchas de las cuales se les había permitido capacitarse porque en el Imperio se percibía la necesidad de sus servicios. Como muchas de ellas, Molly había muerto de fiebre tifoidea mientras trabajaba como obstetra y cirujana en Calcuta. Pettifer había hecho una donación al hospital en su memoria, y había persuadido a los comerciantes de especias para que hicieran una donación aún más generosa. Había cedido su vasta colección, principalmente compuesta por instrumentos y curiosidades médicos, con la imposición de que el público general pudiera visitarla, para su instrucción y asombro. Ocupaba varias cámaras acorazadas en el sótano, si bien una buena parte aún estaba embalada, y otra todavía mayor amontonada desordenadamente en polvorientas vitrinas. Una de las pinturas de la colección —un cuadro holandés de una lección de anatomía practicada en un niño nacido muerto— había estado colgada en el vestíbulo de entrada. Había sido idea de Damian Becket descolgarla y llevarla a la sala de administración del hospital, y colocar en su lugar una gran pintura abstracta de Albert Irvine, donada por él mismo. Entusiasmado con la luminosidad de las poderosas pinceladas de Irvine, rosa y oro, carmesí y azul marino, entremezclados con esmeralda y toques de blanco, había persuadido al hospital para que adquirieran otras obras modernas, y se había ocupado de buscar patrocinadores, de conseguir préstamos y concesiones de los artistas. Banderas pintadas por Noel Forster ondeaban en el interior de la bóveda gótica. Gigantescas visiones abstractas de una suerte de jarrones y de posibles playas de Alan Gouk, en capas erizadas de pintura, morado, azufre, castaño rojizo, lima, cubrían las paredes. En los pasillos había obras de Heron y de Terry Frost, de Hodgkin y de Hoyland. Un hombre máquina de Paolozzi, en un tamaño mayor que el natural, relucía cerca de los casilleros de recepción. Se había constituido un comité de arte, que por lo general seguía las recomendaciones de Damian, y que lo había puesto a cargo de la colección Pettifer. Él sabía que su obligación era verla, estudiarla, catalogarla, ordenarla, sólo que estaba demasiado cansado, que había muy poco dinero y demasiadas mujeres enfermas, y que él prefería su luminosidad moderna abstracta. A decir verdad, «prefería» era una palabra demasiado pobre.Así que se molestó un tanto cuando Daisy Whimple alzó obedientemente la mirada a las banderas, paseó la vista por las enérgicas pinceladas y dijo sin ningún entusiasmo:—Sí, está muy bien, muy colorido. Bonito.—¿Qué clase de obras haces tú? —preguntó Damian Becket manteniendo la calma—. No como éstas, supongo.—Bueno, no, no como éstas. Hago arte de instalaciones, o más bien lo haría si hubiera algún espacio en alguna parte donde pudiera instalar algo.—Lo que estás haciendo en la sala es... es luminoso.—Sí, me imaginé que eso era lo que querían. Quiero decir, bueno, el anuncio usaba esas palabras, «alegrar la sala», ¿no? Estoy de acuerdo, la verdad, uno quiere arte fácil y alegre cuando está en un lugar así. Fácil para el ojo, sí. Para Navidad y todo eso.—Pero no has... instalado nada que tenga relación con la Navidad. Ni nieve, ni árbol de Navidad, ni renos. Ni un belén.—Nadie pidió un belén. No puedo hacer esa clase de cosas. Es cursi —había veneno en esa palabra—. Y no creo que al hospital le agradara mucho que yo hiciera, digamos, una farsa con los ángeles, las estrellas y demás —añadió—. Aunque los ángeles es la parte que no me molesta.Llevado por un impulso, él le preguntó qué artista moderno admiraba realmente. La respuesta llegó enseguida, sin que ella se tomara tiempo para reflexionar, como si formara parte de un credo.—Beuys. Era el mejor. Cambió todo.A él lo irritó comprobar que el nombre de Beuys no le sugería gran cosa. Rebuscó en la memoria.—¿Era el que trabajaba con grasa y fieltro?Ella lo miró afablemente.—Entre otras cosas. También trabajaba consigo mismo. Se quedaba sentado por días y meses en lo alto de un escenario en compañía de un coyote.Damian dijo tontamente que era imposible tener un coyote en un hospital.—Ya lo sé. Estoy haciendo lo que se considera correcto, ¿vale?—Vale.Él dijo que estaba muy interesado en ver su obra cuando la hubiera terminado. Dijo que esperaba que comiera una comida decente. Dijo que iba a tomar un taxi para volver a su casa, y que podía dejarla en alguna parte. Ella dijo que no, que necesitaba aire fresco. Gracias.Se separaron. Fuera hacía frío. Un viento helado que soplaba desde el Támesis hizo ondear su ridícula vestimenta y le despeinó el cabello plateado. Él resistió el impulso de correr tras ella y ofrecerle su abrigo.Damian Becket vivía en la zona de los Docks, en un apartamento muy moderno con muros acristalados que daba a Canary Wharf. Era un lugar a la vez austero y brillante. Los muebles eran de metal cromado, cristal y cuero negro. La alfombra era gris acero. Las paredes, blancas, estaban decoradas con pinturas abstractas: varias serigrafías de Patrick Heron de los años setenta, algunas cintas de colores de Noel Forster, intrincadamente entrelazadas, que semejaban rosetones, un grabado de Hockney con cilindros, conos y cubos, una reproducción enmarcada de El caracol de Matisse. Tenía asimismo uno o dos cojines coreanos de seda brillante en tonos tradicionales, verde, oro, rosa estridente y azul. Vivía solo desde que se había separado de su mujer, con la que no mantenía ningún contacto, y se consideraba irremediablemente casado. Era un católico que había perdido la fe, algo que afloraba a la superficie cada vez que se veía en la necesidad de dar una descripción de sí mismo, lo cual no ocurría con frecuencia. Podría haber añadido adverbios: que había perdido la fe radicalmente, persistentemente e incluso, en cierta forma, devotamente. Su modo de vida —incluida su actitud hacia el matrimonio— aún discurría de un modo frenético por los estrechos canales fijados por su educación.Su madre, una irlandesa del Norte, lo había destinado al sacerdocio. Él iba a ser su ofrenda a Dios, solía decir, así como había decidido que sus hermanos mayores fueran profesor uno y político republicano el otro, cosa que de hecho eran en el presente, lo que demostraba, quizá, el poder de la dulce certeza materna. Su padre era profesor de literatura irlandesa en una escuela secundaria, y había deseado que Damian fuera lo que él no había llegado a ser, un verdadero estudioso, un lingüista que hablara varias lenguas, un hombre instruido. Damian había intentado contentar a los dos. Ambos eran buenos y persuasivos. Había llegado a estudiar literatura en la Universidad de Dublín, donde había conocido a su mujer, Eleanor, que deseaba ser actriz y que había acabado por ser una famosa actriz de televisión después de separarse de él. Eleanor era una buena chica y —en esos distantes días— la atormentaban los problemas de la anticoncepción. A su vez atormentaba a Damian, dejándolo sobreexcitado y permanentemente insatisfecho. A consecuencia de ello, se casaron cuando ella tenía dieciocho años y él diecinueve. La hermana de Eleanor, Rosalie, contaba por entonces diecisiete, no estudiaba y no era una buena chica. En una oportunidad se emborrachó en una fiesta, en la época en que la sobreexcitación y frustración de Damian se hallaban en un punto culminante, y se despojó súbitamente de su jersey y su sostén en un trastero al que habían ido en busca de sus abrigos. Se quedó allí de pie frente a él, con la mirada febril y los cabellos revueltos, riendo, y los grandes ojos pardos de sus enormes pechos sembrados de pecas parecían mirarlo también. Le dijo que no se apresurara. Le dijo que su hermana era un témpano, que él no se daba cuenta porque no conocía suficientes mujeres. Él recogió su jersey y su sostén e hizo que se los volviera a poner. Ella se fue riendo. Un año más tarde estaba muerta; murió desangrada por un aborto clandestino. En sus sueños Damian veía aún los globos de sus pechos, el sinfín de pecas y los ojos pardos, ciegos y fruncidos de sus pezones.* * *
No perdió la fe como resultado de la muerte de Rosalie. Tampoco como resultado de los efectos de ésta en Eleanor, quien pasó a resistirse a sus abrazos como si él fuera a hacerle daño o a contaminarla. Tampoco por indignación moral —aunque la sentía— ante la interferencia de la Iglesia en un proceso que él quería creer que era humano y natural. (Esto incluía la anticoncepción. Los seres humanos no eran animales. Cuidaban a sus hijos a lo largo de quizá un tercio de la vida humana. Necesitaban tener un número de hijos que les permitiera cuidarlos de un modo responsable y apropiado. Desafortunadamente, sus deseos sexuales no eran periódicos como los de las vacas y las perras. Las mujeres estaban siempre en celo, a no ser que —como en el caso de su esposa— el celo se hubiera suprimido. De todo ello se deducía que la anticoncepción era natural.) Perdió su fe a consecuencia de una visión.La visión fue bastante convencional, en cierto sentido. Fue una visión de Cristo en la cruz; no una aparición celestial, sino el resultado de un examen anormalmente minucioso de la estatua exhibida en la iglesia de su parroquia, una talla en madera pintada, ni buena ni mala, una mediocre talla común y corriente de un cuerpo humano penosamente suspendido de los clavos que le atravesaban las palmas de las manos, que no estaban retorcidas de dolor ni desfiguradas por la tensión, sino extendidas en un gesto de bendición. El cuerpo está mal, pensó, el peso desgarraría los músculos y tendones mucho antes de que el hombre muriera. En algunos crucifijos había un soporte para los pies. En éste no. Los pies estaban cruzados, y un mismo clavo atravesaba de un modo imposible ambos tobillos. El artista había puesto algún cuidado en representar el tormento de los músculos del torso, los brazos y los muslos. La herida abierta bajo el corazón tenía una viscosidad muy real; una sangre pintada irreal e inmovilizada salía de ella en regueros, y el autor había disfrutado haciéndolos muy variados. No había manchas de sangre en el taparrabo, que ocultaba cuidadosamente el sexo. El rostro era estilizado. Alargado, de piel tersa, con los párpados bajos, cerrados como en el sueño, y la boca entreabierta, sin dejar ver los dientes. Una sangre más artística goteaba de las mordeduras de la corona de espina en el cabello revuelto. La carne muerta o agonizante —la escultura no era lo bastante buena para saber si se trataba de una o de otra— tenía un color crema con reflejos rosados. Pensó: «Pertenezco a una religión que adora la forma de un hombre muerto o agonizante». Se dio cuenta de que no creía, ni había creído nunca, que la muerte física de ese hombre se hubiera vuelto hacia atrás, ni que él hubiera ascendido al cielo, pues el cielo no existía, y todas las descripciones humanas del cielo dejaban patéticamente claro que el ser humano es incapaz de imaginarlo lo bastante bien para que su perspectiva resulte atrayente. No encontraría a la pobre Rosalie en tal lugar, y tenía la impresión de que ni siquiera quería hacerlo. No creía que esa desagradable muerte hubiera de ningún modo borrado los pecados del mundo: el desenfreno de Rosalie, las maniobras de obstrucción y el empecinamiento de la Iglesia, la muerte de sus abuelos por la explosión de sendas bombas, uno —su abuelo paterno— durante la guerra y otro —su abuelo materno— en tiempos de paz. Nunca había creído nada de esto, en absoluto. Se imaginó la época —su vida entera— en que habría dicho que creía, y se horrorizó al percibirla como un enorme refrigerador zumbando a su espalda, en el que lo que él había sido conservaba su forma, ni muerta ni viva, en suspensión. Era un ser humano encorvado bajo el peso de un refrigerador del tamaño de un hombre.Siguió observando la figura suspendida de las manos, con un sentimiento de indignación y luego de piedad. Había un hombre que había agonizado y luego muerto. Y había una concepción de quién era, una concepción que era un sueño, que era un poema, que era una jaula moral, que era un velo sobre una visión clara de las cosas. Un hombre es su cuerpo, su cuerpo es un hombre.De aquí se derivó que Damian Becket, tras haber enderezado la espalda y haberse quitado de los hombros el refrigerador, con la esperanza de que se fundiera a los pies de la estatua sin vida, se hubiera interesado en los cuerpos. Su visión no le había enseñado que todo carecía de sentido, que reinaba el caos. Había orden, pero el orden estaba en el tiempo y el espacio y en el cuerpo. Si un hombre —que había visto el refrigerador— deseaba dar sentido a su vida y vivir bien, tenía que interesarse en el cuerpo. Había múltiples razones por las que, en su caso, dicho interés fue en el cuerpo femenino. Su decisión de estudiar medicina, a una edad en que habría tenido que estar empezando a ganarse la vida, había ofendido a su madre y enfurecido a su mujer. No estaba muy seguro del porqué de la ira de ésta, y no logró descubrirlo. La comunicación es mucho más difícil en una intimidad de miedo e ira que entre compañeros casuales. El silencio se extendió en su vida en común. Él se marchó a Londres, y ella no. Ella iba a la iglesia, y él no.* * *
Damian descubrió el color en la misma época en que entró a trabajar en el San Pantaleón. Cada vez que volvía a su casa contemplaba las brillantes formas que adornaban sus paredes, y veneraba la ausencia de Dios en las manchas materiales de pintura y tinta.Vio a Daisy Whimple varias veces mientras visitaba la sala de ginecología en los días previos a Navidad. Al parecer, era la única estudiante que había decidido trabajar en esa sala: la respuesta a la oferta del hospital había sido en verdad muy decepcionante. Ella había hecho varios ramilletes o haces de objetos extraños que pendían del techo: molinetes infantiles, plumas de colores, láminas de plástico con burbujas cosidas a vasos y botellas de plástico recortados, verdes y azules. La veía sentada en el suelo con las piernas cruzadas en un rincón de la sala, rodeada de rollos de cinta a la que cosía un plumaje: plumas de gallina, plumas de pavo, plumas negras lustrosas como el petróleo. Se detuvo una vez para preguntarle cómo se financiaba todo eso. Oh, dijo ella, la mayoría de las cosas se las habían regalado. Si miras de cerca muchas de estas cosas, añadió, los molinetes, las flores de gasa, verás que son artículos defectuosos, un poco desgarrados. Tienen buen aspecto así, si no los examinas de cerca. Él dijo que de todas maneras se ocuparía de que le reembolsaran sus gastos.—Me gusta hacer esto —dijo ella—. Es un placer para mí.Y añadió:—Estoy poniendo las cosas verdaderamente coloridas en el lado infeliz.—¿El lado infeliz?—El de las que ya no tienen esperanza. El de los bebés muertos y las trompas ligadas. Jodida suerte tener que estar ahí acostada y oír los chillidos de los críos de las otras durante toda la noche sin poder pegar ojo. Creo que sois muy crueles, si te interesa saberlo.—Nos faltan camas —contestó él.De súbito reapareció en ella el veneno que destilaba su pálida chifladura, y dijo:—Conozco bien todo esto. Muy bien. Los médicos están sobrecargados de trabajo, quieren tener cerca todos sus casos para hacerles la visita, los úteros enfermos cerca de los úteros sanos, y en el medio las que no tienen útero. Conozco bien todo esto.—Lo siento —dijo él.No le gustaba discutir, y se alejó.—Estuvo aquí el año pasado —le dijo la enfermera—. Aborto con complicaciones. La operó el doctor Cuthbertson.El doctor Cuthbertson se había marchado posteriormente, después de descubrirse que muchas de sus pacientes habían sido mal atendidas. Damian miró inquisitivamente a la enfermera.—Una infección terrible en las trompas. Perdió un ovario.No quería dar la impresión de estar fisgoneando, así que renunció a hacer más preguntas. Podía consultar los archivos. Pero no tenía ninguna necesidad de conocer la historia ginecológica de Daisy Whimple, que desplegaba guirnaldas de girasoles de papel y plumas de faisán entre las cabeceras de las que ya no tenían esperanza.* * *
El bebé de la Navidad fueron unos gemelos negros, enormes, saludables y lentos en nacer. Damian estuvo allí porque surgieron complicaciones, y porque le gustaba trabajar en los días festivos. Cuando llevaron de vuelta a la paciente, la sala se hallaba en su mayor parte vacía. Las madres y las no madres tenían postales de Navidad en su casillero. Las decoraciones de Daisy Whimple giraban y ondeaban con la corriente de aire que generaba la puerta de dos hojas. Daisy Whimple estaba sentada en el escritorio de la enfermera, comiendo un yogur de fresa.—No esperaba verte aquí —dijo Damian—. Has dejado la sala muy bonita. Pero pensé que te habrías marchado a tu casa para las fiestas.—¿A casa? No, no tengo casa —repuso Daisy mirándolo con tristeza—. Tú tampoco te has ido a tu casa.—Me necesitaban aquí...—Yo también he sido útil a mi manera —dijo Daisy, quien miró a la enfermera en busca de confirmación—, ¿no?—Has estado magnífica.—No era una crítica. Sólo estaba preguntando —dijo él.Se quedó esperando a que ella contestara «bueno, tú has preguntado, así que vete a hacer puñetas». Pero ella se limitó a inclinar su frágil cuello hacia el yogur, y dio por terminada la conversación.* * *
Cuando Daisy se marchó, Damian le preguntó a la enfermera si sabía de qué vivía Daisy. ¿Tenía una beca o algo así? La enfermera dijo que no lo sabía. Daba la impresión de que iba al hospital en busca de calor.—Se pega contra los radiadores, cuando no la miro —le explicó la enfermera Ogunbiyi—. Y roba cosas de los casilleros y de las bandejas de comida cuando se la llevan de vuelta a la cocina. Yo le di ese yogur. Es bastante amable hablando y cuenta algunas cosas, pero no dice dónde está viviendo ni si tiene dinero.Una o dos veces, después de pasadas las fiestas, le pareció verla girando en un pasillo o entrando en el ascensor. Pero no podía estar seguro. Y estaba cansado y ella no era asunto suyo; su asunto era la carne, cómo se hace, se repara y se deshace.* * *
El Día de Reyes el personal de limpieza retiró toda la decoración.* * *
Volvió a pensar en Daisy Whimple cuando el comité de arte del hospital se reunió en la sala de juntas, bajo la pintura holandesa de la lección de anatomía perteneciente a sir Eli Pettifer. Allí estaba el médico, estirando meticulosamente el tenso cordón umbilical con dos dedos. Allí yacía el niño muerto, con el vientre abierto como una flor, unido todavía al bulto venoso con aspecto de medusa que había sido parte del cuerpo de su madre. Allí estaban los hombres holandeses vestidos de negro que miraban solemnemente al pintor. Allí, curiosamente, había un muchachito tal vez de unos diez años, también vestido de negro, que sostenía el esqueleto de un niño más o menos del mismo tamaño que el cadáver en proceso de disección. La calavera sonreía, como siempre hacen las calaveras; era la única sonrisa en la austera pintura. Martha Sharpin, que había llegado temprano a la reunión, al igual que Damian, le comentó que era interesante desde el punto de vista histórico dilucidar si el esqueleto del niño era un memento mori religioso, un recordatorio de la mortalidad, o simplemente una demostración anatómica. Ella creía que debía de ser un símbolo religioso, dada la curiosa edad del niño que lo sostenía. Damian dijo que, como ex católico, quería creer que no era más que un modo ingenioso de presentar hechos anatómicos. Dijo que le causaba horror el mohoso mundo de las reliquias y los trozos de piel y de huesos, que no deberían tener significado alguno si sus antiguos poseedores estaban en el cielo. Martha Sharpin dijo que se olvidaba de la resurrección de los cuerpos, para empezar. Y, además, el niño nacido muerto no estaba en el cielo sino en el limbo, adonde iban los no bautizados.—¿Eres católica?—No. Soy historiadora del arte.Martha representaba a la Fundación de los Mercaderes de Especias en el comité. Era la coordinadora de arte de la fundación, nueva en el trabajo, y sucedía en el cargo a Letitia Holm, una esteta de edad avanzada que pertenecía a la segunda generación de Bloomsbury1. Los distinguidos administradores de la fundación la consideraban, con aprobación, «la sangre nueva» y también, con recelo, muy joven y tal vez con cierta falta de seriedad. Se había doctorado en Courtlaud con una tesis sobre la vanitas en la pintura del siglo XVII, y luego había obtenido un diploma en la gestión de obras de arte. Tenía algo más de treinta años, un cabello negro sedoso y bien cortado y un rostro anguloso de rasgos muy marcados. Su piel era dorada, posiblemente con un toque oriental. Tenía cejas y pestañas muy negras, y ojos color chocolate oscuro. No parecía llevar maquillaje, ni parecía necesitarlo. Vestía el acostumbrado traje negro de pantalón, de buen corte, y un fular de una tela brillante plisada de color azul plateado, cuyo nudo, mantenido por un grueso broche de mosaico de cristal, recordaba a los pañuelos de cuello y las corbatas de los personajes del cuadro. A Damian Becket le agradaba su aspecto. Era la segunda vez que se veían, la segunda reunión del comité a la que asistían ambos. Ella había llegado a la conclusión de que Damian era el alma del comité, y que tenía que buscar la forma de conocerlo mejor.—Quería decirte que la decoración del vestíbulo de entrada es maravillosa. Hace que a uno le den ganas de cantar, lo que no es fácil en un hospital. Letitia me dijo que las ideas fueron tuyas.—Letitia me ayudó mucho indicándome dónde comprar cosas por mí mismo. Compro cuadros. Mi primera compra fue una pintura de Bert Irvine llamada Magdalena. También compramos otra para el segundo piso. Formas vertiginosas de colores, con gris. Me intrigó por qué se llamaba Magdalena... siendo como soy un ex católico. Irving pone nombres a sus obras arbitrariamente, por las calles que rodean su estudio. Eso me gusta. Calle gris, colores vertiginosos.—¿Eres coleccionista?—Yo no lo llamaría así. Sólo compro cuadros. Háblame de Joseph Beuys.El cambio de tema sorprendió a Martha, que alzó las gruesas cejas y abrió la boca, justo cuando entraba el resto del comité. Un asistente social, una supervisora de enfermería, el tesorero, un representante de la Academia de Bellas Artes, un abogado de la Fundación de los Mercaderes de Especias. El representante de la Academia de Bellas Artes practicaba el arte en vivo, y tanto su asistencia a las reuniones como su atención eran completamente irregulares. Cuando hablaba, lo que era muy poco frecuente, desplegaba frases como quien deshace un tejido, con interminables oraciones subordinadas que dependían de otras oraciones subordinadas y que acababan en lagunas y balbuceos. Letitia Holm sentía aversión y desprecio por él. Decía que su conversación era como su arte, que consistía en suspenderse como una especie de Houdini empedernido de cualquier cosa que se mantuviese erecta —farolas, puentes de ferrocarril, puentes fluviales—, en cunas o en bolsas de gruesas cuerdas anudadas. Damian ignoraba qué pensaba Martha Sharpin de él. Tenía que averiguarlo.La reunión siguió su curso. Damian informó sobre la adquisición de una pintura de Thérèse Oulton y sobre el regalo de unos grabados de Tom Phillips hechos por un anónimo donante. La supervisora de enfermería informó sobre el proyecto de decoración de las salas por los estudiantes de arte. Dijo que había habido problemas porque algunos habían intentado llevar cosas poco higiénicas a la sala donde estaban las incubadoras. Y otros estudiantes habían empezado obras y no habían vuelto, dejando abandonadas ramas de muérdago y naranjas con clavos de olor que estorbaban en la planta de cirugía. Damian Becket dijo que, en su opinión, la decoración de la sala de ginecología había quedado muy bien, era imaginativa y original. Creía que tenían que agradecerle a la señorita Whimple. Le preguntó a Joey Blount, el que practicaba el arte en vivo, si conocía a la señorita Whimple. No en persona, dijo Joey Blount. En realidad, no la conocía en absoluto.La reunión siempre acababa con el problema de la colección de Eli Pettifer, que una y otra vez se posponía. Era una condición del legado —y de todos los otros munificentes legados de Pettifer— que la colección se conservara en buen estado y se expusiera debidamente. Y ahí estaba, en cajas de embalaje y en viejas vitrinas entre las que no se podía siquiera circular. Desalentador. En una oportunidad habían tenido una experta en catalogación que había estado seis meses, dijo el tesorero, y había acabado deprimida por el polvo y la oscuridad. Cuando se fue, resultó que sólo había catalogado una única caja, con un sistema al que nadie le encontraba pies ni cabeza. Lo que era peor, había caído enferma de un misterioso virus que, según ella, provenía de las cajas, y había amenazado con demandar al hospital.Martha preguntó si la colección estaba etiquetada. Sí, dijo el tesorero, casi todas las piezas tienen una pequeña etiqueta escrita a mano. Era difícil saber por dónde empezar, añadió sombríamente. Martha afirmó que le gustaría verla. El tesorero comentó que era más de lo que Letitia había propuesto nunca. Letitia era quisquillosa. Martha aseguró que ella no lo era y que echaría una mirada a lo que había allí. Damian dijo que sería un placer para él mostrársela.Así que Damian Becket y Martha Sharpin descendieron en la tintineante jaula de acero hasta las entrañas del hospital. La puerta que conducía a la colección se abría mediante una clave numérica; Damian tecleó su código y empujó la puerta. Martha Sharpin lanzó una exclamación al ver la extensión de aquel recinto. Había varias habitaciones comunicadas con una sala central, que recibía un poco de luz tenebrosa de una claraboya de grueso cristal inserta en la acera de arriba, a través de la cual se veían las suelas de los transeúntes. Había salas dentro de las salas, delimitadas por cajones y cajas de embalaje. A lo largo de las paredes se alineaban vitrinas con un estante tras otro de instrumentos y curiosidades médicos. Martha recorrió las salas observándolas. Damian fue tras ella. Estante tras estante tras estante de jeringuillas: jeringuillas de cartucho, jeringuillas laríngeas, jeringuillas para venas varicosas, jeringuillas para hemorroides, jeringuillas de lagrimales, jeringuillas de aspiración, confeccionadas en marfil y ébano, latón y acero. En otra vitrina, estante tras estante de ojos de vidrio que los miraban fijo desde cajas ordenadamente subdivididas, o bizqueando, puestos a la buena de Dios como colecciones de canicas. Había frascos de toda clase: lacrimatorios, ornamentados frascos de farmacia de un rosa pálido con letras doradas, tarros de conservación, tarros para muestras. Había herramientas quirúrgicas y ginecológicas repetidas hasta el infinito. Sierras y tornos, fórceps y pinzas, estetoscopios, sacaleches y orinales. Estantes de pezones artificiales, de plomo y de plata, de caucho y de baquelita. Prótesis de toda clase, narices, orejas, senos, penes, manos de madera, manos mecánicas, pies metálicos, pies calzados con botas, nalgas artificiales y cantidades infinitas de cabellos descoloridos, enrollados, enmarañados, en sobres con el nombre del muerto, hombre o mujer, a quien se los habían cortado. También había muestras y especímenes. Cerebros humanos y testículos humanos en tarros de formol. Estantes de fetos, monos, armadillos, ratas, cerdos, chicos, chicas y un elefante. Y monstruos, seres humanos y criaturas nacidas sin cabeza, o con dos cabezas, con brazos atrofiados o dedos sobrantes, gemelos siameses y bolas de pelo estomacales. Una vitrina, arreglada con cierta intención estética, contenía una serie de globos ornamentales de cristal del siglo XIX —que tal vez fueran piezas de museo— en los que unos esqueletos de fetos jugaban con cadenas de flores secas, uvas de cera, hojas disecadas y ramas de coral muerto. Otras contenían figuras humanas de cera divididas verticalmente, recubiertas de carne y vestidas en la mitad izquierda, esqueleto y cráneo pulidos en la mitad derecha. Martha se detuvo a observarlas. Había visto cosas similares, pero nunca en tal cantidad, nunca tan extrañas. Damian abrió una caja alta de donde salían virutas de madera. Dentro había lo que parecía la blanca estatua de una diosa, una mujer joven con los ojos cerrados y la piel curiosamente fláccida, con pliegues de carne desplazados hacia la columna. Damian comprendió que la joven debía de haber estado tendida de espaldas, y vio que estaba hinchada como un globo, una mujer grávida al final de su embarazo. Se inclinó para leer la etiqueta, y supo que lo que estaba viendo era el vaciado de yeso del cuerpo de una tal Mercy Parker. Recordó que esos vaciados de yeso se hacían con propósitos instructivos. La carne en disolución era la otra cara del rigor mortis.Volvió a guardarla en la caja y regresó junto a Martha Sharpin, que contemplaba absorta una colección de pequeñas mujeres de marfil, unas occidentales, otras orientales, todas de una decena de centímetros de largo, tendidas en diferentes posturas, acurrucadas para dormir o totalmente extendidas. Todas tenían un vientre movible del tamaño de un dedal, con su ombligo, que permitía ver el corazón, los pulmones y el intestino en miniatura, o el feto curvado en el útero. Martha le preguntó a Damian si su finalidad era diagnóstica o votiva. Él dijo que no lo sabía. Luego, pensando en los pezones de plomo que debían de haber envenenado lo que trataban de purificar, añadió que todo el conjunto era una colección de intentos de preservar y alargar la vida, que no obstante daban testimonio de intervenciones humanas que la habían acortado drásticamente. Señaló los primeros fórceps ginecológicos.—Un gran paso adelante. Pero propagaban la fiebre puerperal allí donde los usaban. ¿Qué debo hacer con todo esto, doctora Sharpin?—Dime Martha, por favor. Necesitas a alguien que empiece a catalogar y nos asesore en la conservación. Alguien valiente, que no se deje agobiar ni haga un trabajo chapucero.—¿Conoces a una perla así?—No. Pero podría trabajar yo misma... digamos una tarde por semana... y organizarlo lo bastante para traspasarlo a un verdadero conservador.Damian dijo que le parecía la mejor solución. Martha dijo que se sentiría feliz si él podía conseguirle un ayudante, alguien para acarrear cosas y quitar el polvo, y ayudarla con las etiquetas.La imagen de Daisy Whimple se apareció en la mente de Damian, un tanto inapropiadamente.—Conozco a una estudiante de arte. Hizo algunas decoraciones bonitas en la sala de ginecología, para las fiestas.—Es imprescindible que tenga buena ortografía. Y ése no suele ser su punto fuerte.Damian ignoraba si Daisy tenía buena ortografía. No encontró ninguna enfermera que supiera dónde vivía, por mucho que preguntó en la sala. Tampoco consiguió ayuda en la Academia de Bellas Artes, adonde llamó con insólita persistencia para ser un hombre sobrecargado de trabajo, aunque le prometieron que le transmitirían el mensaje si iba a clase, lo cual raramente hacía, según dijeron. Más tarde, Damian se preguntó por qué no les había pedido el nombre de un estudiante competente que tuviera buena ortografía.Martha Sharpin comenzó su incursión en la colección. Rara vez veía a Damian Becket. Un día, cuando se encontraron casi por casualidad en el ascensor, ella le preguntó si tenía un horario lo bastante regular para que pudiera invitarlo a comer fuera y hablarle de un proyecto que estaba elaborando: poner artistas residentes en el hospital. Creía que él era el médico más indicado para entender su idea. Damian se alegró de que lo invitara a cenar esa mujer hermosa e inteligente, que no hacía ostentación de sus conocimientos, y que volvía más interesante la vida de mucha gente. La encontraba atractiva. Le agradaba mirar a las mujeres bien vestidas, con ropa ajustada al cuerpo, por así decir. Él veía muchos cuerpos femeninos, resbaladizos de sudor, que incluso le dedicaban mohines o adoptaban ante él posturas provocativas. Le gustaba el modo en que el jersey de Martha se movía grácilmente alrededor de su cintura, la sensación de que ella tenía pleno control de sí misma. Cuando se encontraron para cenar, en un restaurante de los Docks con vistas a las grises volutas de niebla del Támesis y a las zigzagueantes luces de las lanchas policiales, admiró su elegante traje de pantalón, esta vez de color burdeos, adornado con otro broche de mosaico de vidrio con un motivo abstracto de formas curvas, de donde colgaba una absurda perla rosa. Le hizo un comentario sobre el broche, y ella dijo: «Es un Andrew Logan. Se llama "La diosa". Tiene minúsculas plumas incrustadas, mira. La fertilidad cósmica».Saborearon su cena. Ella explicó las dificultades para colocar artistas como residentes. Una vez habían tenido uno que quería fotografiar cánceres de pecho, ampliar las imágenes y colocarlas en la sala de espera de los pacientes.—Eran fotografías espectaculares, pero inapropiadas —dijo—. O que se apropiaban de lo que no correspondía. La fotografía tiene esa característica. Es decir, que lo que el artista exponía no era su propio cáncer.Damian dijo que, en su opinión, no tenía sentido colocar un pintor colorista abstracto en una sala de espera. Martha le preguntó si había encontrado a la estudiante de arte que creía que podía ayudar con la colección. ¿Qué clase de obras hacía?—Bueno, la decoración era ingeniosa y colorida. Me dio la impresión de que no tiene un céntimo. Dijo que hacía instalaciones. Mencionó a Beuys.—¡Ah! Por eso preguntaste súbitamente por él...—La verdad es que no sé nada de él.Martha dijo que era un gran artista que hacía cosas sombrías con materiales comunes.—Grasa y fieltro.—Eso mismo. Por lo general de grandes dimensiones. Relicarios sin carácter religioso. Cosas que evocan guerras y campos de prisioneros. Probablemente es el artista con mayor influencia sobre los estudiantes de arte hoy día. Ellos hacen «versiones personales», es decir, el filete de pescado que mi chica no limpió, las bragas que llevaba cuando besé por primera vez a Joe Bloggs, la colección de discos que le birlé a mi ex novio... Lo puramente personal. Soy artista, así que mis reliquias son arte. No estoy diciendo que ésta sea la línea de tu estudiante. Quizá entienda realmente a Beuys.Damian dijo que no tenía ni idea de lo que ella entendía o dejaba de entender, pero sí sabía que pasaba hambre. De todas maneras, no podía encontrarla. Sería mejor que buscaran otro ayudante. Y no parecía que ella fuera del todo idónea para la tarea.* * *
Al día siguiente vio por el rabillo del ojo la cabeza blanca y las ropas flotantes que desaparecían al final de un pasillo. Continuó avanzando a grandes zancadas, sin dar signos de haber visto nada impropio, y bruscamente dio media vuelta y abrió la puerta del armario donde ella se había escondido.—Hola. ¿Qué estás haciendo aquí?La cara pequeña pasó por diversos procesos mentales sin encontrar una respuesta apropiada.—Te estaba buscando —añadió él—. Tengo una especie de trabajo a tiempo parcial que quizá te interese.—¿Qué clase de trabajo? —dijo recelosa, lista para salir huyendo.—¿Eres buena en ortografía?—Pues la verdad es que sí. Siempre he sido buena en ortografía. O uno lo es o no lo es. Yo lo soy, pero no me jacto de eso. Es como tener articulaciones flexibles.—¿Te interesa el trabajo?—Soy artista.—Ya lo sé. Es un trabajo a tiempo parcial que puede interesar a una artista.Deseaba decir «una artista hambrienta» y sonreírle, pero se contuvo. Él la veía como una niña famélica. Ella se veía como una mujer artista.* * *
Daisy y Martha comenzaron a trabajar en la colección. Se pusieron batas blancas de hospital y guantes blancos de algodón, y emprendieron el descubrimiento de los tesoros y los horrores. Trabajaban el viernes por la tarde. Cuando Damian no estaba ocupado, a veces se dejaba caer por allí para ver sus progresos. Los tres lanzaban exclamaciones al descubrir un feto en un frasco, con collares de cuentas alrededor del cuello, las muñecas y los tobillos, o una gran caja de cartón que contenía la cabeza y manos de cera de un grupo de asesinos del siglo XIX, todos con una expresión singularmente alegre. Damian llevó a Martha a cenar, para devolverle su invitación y para hablar de los artistas residentes. Hablaron también sobre Daisy, con toda naturalidad y, en parte, dentro de este contexto.Damian le preguntó a Martha si creía que Daisy podía ser una buena artista. Martha dijo que Daisy no hablaba de su obra y que ella, Martha, no tenía ni idea de cómo era. Daisy era buena en el trabajo de conservación: hábil, perspicaz, con buena memoria.—Dice cosas divertidas sobre cosas terribles —comentó Martha—. Pero tengo la impresión de que está triste. No dice jamás nada personal. No sé dónde vive ni con quiénes se junta. Parece estar rondando siempre por el hospital.—Creo que roba cosas. Y que no tiene suficiente para comer. Dice que vive en el estudio de su compañero.—Te intriga.—Fue paciente de obstetricia, el año pasado. Lo pasó muy mal. Consulté su historia clínica. Lo pasó muy mal, y el hospital no la ayudó precisamente.Martha dijo que todas las mujeres deberían reflexionar sobre lo que significaba ser un hombre que ve tantas mujeres. En circunstancias extremas.Damian dijo que su profesión lo había hecho anormalmente impasible. Las veo como vidas y muertes, le explicó a Martha, como problemas y peligros, y a veces como triunfos. En general, no como personas. No soy bueno en el trato con las personas, añadió Damian Becket.Martha le sonrió a la luz de las velas, y las luces danzaron y oscilaron sobre el río.—Eres muy amable, para ser un hombre impasible —dijo.—Soy amable justamente porque soy impasible. No es difícil ser amable, si uno se acuerda de pensar en ello. Y, además, recibí una educación religiosa.Vaciló y miró las oscuras aguas. Luego prosiguió:—Es curioso todo lo que queda de una educación religiosa. No tengo un Dios y no quiero tenerlo, no echo de menos la iglesia, ni sus olores, ni sus cantos. Pero de algún modo aún me considero casado con mi mujer, aunque hace cuatro o cinco años que no nos vemos, y espero no volver a verla más.Martha comprendió con toda claridad que él le estaba ofreciendo algo. Frunció el entrecejo, y luego dijo:—Nunca he tenido una religión, y nunca he estado casada... Ni siquiera he estado cerca de estarlo. Asi que... sólo puedo recurrir a la imaginación. ¿Tu mujer se sigue considerando casada?—Es actriz y católica... Qué respuesta más estúpida, ¿no? La verdad es que no sé qué piensa.* * *
Un día, cuando había bajado en busca de Martha, encontró la colección a oscuras y a las dos mujeres ausentes. Deambuló entre las estanterías, cuando de pronto tocó algo con el pie. Miró hacia abajo. Era una patata frita y estaba caliente. Miró alrededor y vio dos más algo más allá. Se inclinó para tocarlas: las dos estaban calientes. Aguzó el oído. Alcanzó a oír su propia respiración y lo que parecían ser los sonidos de la miríada de cosas muertas y objetos anticuados, que rebullían y se acomodaban. Pero oyó una respiración, cuando contuvo la suya, una respiración leve que intentaba ser silenciosa. Se puso a inspeccionar la colección, a la escucha de algún crujido revelador, pero no oyó nada, excepto una respiración, una respiración, silencio, una respiración ahogada, una respiración, silencio. Se movió sin hacer ruido y, entre una larga hilera de cajas de embalaje colocadas verticalmente, vio otra patata frita y lo que semejaba la entrada de una madriguera. Entonces escudriñó la oscuridad, sacó del bolsillo una linterna que siempre llevaba consigo, e hizo oscilar el fino haz de luz por la boca del túnel. Algo blanco tembló vagamente en el otro extremo.—No tengas miedo —dijo Damian con suavidad—. Sal.Una respiración más fuerte, más temblores. Damian entró e iluminó un lecho de mantas blancas y ligeras, de las que se usan en las camillas de los hospitales, y viejas almohadas. Daisy estaba sentada en el medio, curiosamente vestida con la bata y los guantes blancos. Entre los pliegues de las mantas sobresalía un recipiente de plástico con patatas fritas.—Si las comes con los guantes puestos, destruyes por completo su condición de estériles —dijo Damian.Daisy resopló.—¿Estás viviendo aquí?—Es temporal. Me han echado del estudio.—¿Cuándo?—Oh, hace meses ya. Duermo aquí y allá. Duermo aquí cuando no puedo encontrar un lugar para dormir. No estoy haciendo nada malo.—Es mejor que salgas. Podrían arrestarte.Ella salió gateando, un curioso bulto de ropas disparatadas, blanco hospitalario sobre algo con un aire oriental.—Hace frío aquí abajo —dijo ella—. Es difícil mantenerse caliente.—Está diseñado para que haya una temperatura ambiente adecuada para la colección, no para ocupantes ilegales.Daisy se puso de pie y lo miró.—Bueno, pues entonces me voy —dijo, esperanzada.—¿Adonde? ¿Adonde vas a ir?—Ya encontraré algo.—Lo mejor es que vengas conmigo. Y que duermas en una cama, en un dormitorio, si es que puedes soportarlo.—No tienes por qué mofarte de mí.—Oh, por el amor de Dios, no me estoy mofando. Ven conmigo.* * *
Damian preparó pasta, mientras Daisy recorría el piso estudiando sus pinturas, con una mirada evaluadora y ligeramente desafiante. Él se dio cuenta de que no podía preguntarle qué pensaba de ellas. No quería saber qué pensaba de los torrentes de color y los delicados puertos circulares de sus Heron, los rojos lacados, el dorado y el naranja, el extraño ocre oscuro difuminado. Sirvió la comida en la mesa, y mantuvo la conversación formulándole preguntas. Era incómodamente consciente de que su interrogatorio sonaba demasiado a un examen médico profesional. Y de que ella le respondía porque se sentía en deuda con él por la comida, el techo, y por no despedirla del trabajo ni echarla del hospital. Supo así que se había peleado con su compañero después de su aborto con complicaciones, y probablemente a causa de ello. Él le preguntó si lamentaba haber perdido el bebé, y ella dijo que no era un bebé y que de nada servía lamentarse o no lamentarse, ¿no? Él le preguntó si comía lo suficiente, y ella dijo: «¿Tú qué crees?», pero luego recobró los buenos modales y dijo resueltamente que un hospital era un buen lugar para birlar comida; era increíble la cantidad de comida buena que se desperdiciaba. Él quiso saber si tenía una beca o alguna otra fuente de dinero además del trabajo en la colección, y ella dijo que no, de vez en cuando fregaba platos en restaurantes... y limpiaba oficinas. Parca con la información, dijo que, cuando se licenciara, si es que lo lograba, podría pensar en la enseñanza, aunque por supuesto eso le quitaría tiempo para dedicarse a su arte como quisiera, o como necesitara.Él le preguntó qué clase de obras hacía, y ella dijo que no podía decirlo, de verdad, no como para que él pudiera imaginárselo; luego se quedó en silencio. Damian encendió entonces el televisor —su ex mujer pasó fugazmente por la pantalla, interpretando a Becket, y él se apresuró a cambiar de canal—, miraron un partido de fútbol, Liverpool contra Arsenal, y compartieron una botella de vino tinto.En la madrugada Damian oyó que se abría la puerta de su dormitorio, y un rumor apagado de pasos. Él dormía austeramente en una estrecha cama individual. Daisy atravesó la habitación a oscuras, como un fantasma. Llevaba unas bragas blancas de algodón (Damian había sido incapaz de ofrecerle alguna ropa para dormir). Se detuvo y bajó la mirada hacia él, y él miró sus bragas con los ojos apenas abiertos. Entonces ella alzó un extremo del edredón y se deslizó silenciosamente dentro de la cama, su cuerpo frío apretado contra el cuerpo caliente de él. Un torrente de pensamientos atravesó la mente semidormida de Damian Becket. No debía lastimarla. Ni ofenderla. Ella le posó unos dedos fríos en los labios y luego en el sexo, que reaccionó. Él la tocó con sus dedos de ginecólogo, suavemente, y encontró la cicatriz de la ovariectomía, un aro que le traspasaba el ombligo, unos pechos pequeños con aros en el pezón izquierdo. El piercing le repelía. Sin que viniera al caso, pensó en las manos atravesadas del hombre común y corriente de la cruz. Daisy empezó a acariciarlo, no sin destreza. Damian se sintió invadido por una oleada de cálida emoción; si hubiera tenido que ponerle nombre, la habría llamado piedad. La tomó en sus brazos, la apretó contra él, le hizo el amor. La sintió contraerse y ponerse tensa —a Dios gracias no había tachuelas ni aros más íntimos—, y luego ella lanzó un gritito y se acomodó con la cabeza en el pecho de él. Damian acarició en la oscuridad la tenue mata descolorida de sus cabellos.—Daisy, margarita... Más que una margarita eres un diente de león.—Un diente de león viejo, entonces. Un reloj parado.Eso lo desconcertó, porque pensó en la dispersión de las semillas de diente de león, y luego se dijo que era un pensamiento desafortunado, tanto para él como para ella, en vista de sus trompas lesionadas.—Mira, tengo que decírtelo: todas esas tachuelas y aros en el tejido blando del cuerpo... Hay una probabilidad muy alta de que sean cancerígenos.—Uno no puede preocuparse por todo —dijo Daisy Whimple—. Vaya comentario para hacer en un momento como éste.—Es lo que estaba pensando.—Bueno, podrías habértelo guardado para un momento más apropiado.—Lo siento.—No pasa nada.Él permaneció tumbado de espaldas, con Daisy acurrucada sobre su pecho, y esperó a que ella se marchara, cosa que hizo al cabo de un rato, tal vez porque percibió su espera.Daisy se quedó una semana, y cada noche iba a su cama. Cada noche él acariciaba el cuerpo atravesado con aros y mutilado, cada noche le hacía el amor. Al final de la semana ella le dijo que había encontrado un lugar para ir, un amigo tenía un sofá sobrante. Lo besó por primera vez a la luz del día, vestida. Él sintió el frío metal del anillo de sus labios.—Supongo que te alegrarás de verme marchar —dijo ella—. Te gusta estar solo, ya me he dado cuenta. Pero te agradó lo que hicimos, por un ratito, ¿no?—Mucho.—Nunca sé si realmente piensas lo que dices.* * *
Un resultado de la breve estadía de Daisy fue que Damian reconoció que deseaba a Martha. Se preguntó fugazmente si Daisy se habría confiado a Martha y, tras reflexionar en ello, concluyó que no debía de haberlo hecho. Bajó al sótano por su cuenta y se llevó las mantas, las almohadas, las bandejas de comida. Pensó que, al cabo de una semana más o menos, cuando su piso fuera nuevamente suyo, cuando tuviera las sábanas lavadas y planchadas y se hubiera restablecido su soledad con sus imágenes, invitaría a Martha a su apartamento. Ella era una persona compleja con la que había que proceder muy, muy lentamente, se dijo, sin saber muy bien por qué pensaba esas cosas. Él también necesitaba proceder lentamente, de una manera reflexiva y moderada, pensó, apartando de su mente la visión de las bragas blancas, el recuerdo del gusto metálico de los aros del pezón.* * *
La conducta de Martha parecía indicar que no sabía nada ni de la breve residencia de Daisy en el sótano, ni de lo ocurrido en el piso de Damian. Damian no nombró a Daisy delante de Martha en ningún contexto. Martha dijo que creía haber encontrado una artista residente, una mujer joven llamada Sue Basuto.—Creo que te gustará su trabajo porque es elegante, colorido y más bien abstracto. Y pienso que a ella la beneficiará una residencia en el hospital porque trabaja con agua que gotea y pulsaciones de luz, en cajas y tubos transparentes. Participa en una exposición colectiva en la galería Santa Catalina, en Wapping. ¿Tendrás tiempo de ir a echarle una ojeada? Después podríamos ir a cenar o a tomar una copa, si te parece bien.Damian dijo que le parecía perfecto.Habían llegado a un punto en que se abrazaban decorosamente, mejilla contra mejilla, cada vez que se veían y que se despedían.* * *
La galería Santa Catalina resultó ser una espaciosa iglesia victoriana retirada de servicio, de ladrillos rojos, tal vez diez años más vieja que el edificio Victoriano del San Pantaleón. Damian y Martha fueron juntos a la inauguración. La mayor parte de los asistentes eran estudiantes de arte, con ropas negras ajustadas y cabellos teñidos de rosa o de azul chillón. Sus voces sonaban agudas y débiles bajo la cúpula. Les ofrecieron vino tinto australiano en vasos transparentes de plástico y un plato de patatas fritas.La obra de Sue Basuto estaba justo junto a la puerta. Tenía un zumbante motor, y se asemejaba a un grabado en madera de Escher con un diseño imposible de flujos, torrentes verdes que se vertían en embudos carmesí apoyados en láminas brillantes que se balanceaban ligeramente e invertían los flujos. A Damian le gustó, pero se preguntó si era algo más que un juguete. Todos los presentes en la iglesia se habían reunido para contemplar una instalación montada en lo que habían sido los escalones del altar, bajo la reja que dividía la nave del coro. Era difícil ver algo, con tanta gente aglomerada, y desde la distancia parecía un termitero, o un vertedero de basuras cuidadosamente dispuestas.Damian y Martha se quedaron donde estaban durante un rato, bebiendo a sorbitos el vino, que no era malo, comentando si el trabajo de Sue Basuto hacía o no alguna referencia a la circulación de la sangre y la linfa en el cuerpo humano. Decidieron ir a cenar y continuar hablando de ello. Antes de marcharse, se acercaron al centro de todo el alboroto.* * *
Era una representación de la diosa Kali construida a partir de muchos elementos, como los retratos de Arcimboldo. El trono en que se hallaba parecía ser —era, de hecho— una silla de partos del siglo XVII, bajo la cual, por debajo del agujero por donde el bebé caía, había una caja de plástico transparente llena de un batiburrillo de niños Jesús y vírgenes María de yeso de belenes antiguos y modernos. El negro cuerpo de Kali era una escultura pintada como un torso desollado. La cabeza era una vanitas de cera, media dama sonriente, media calavera con una mueca sardónica, en tamaño natural, coronada por unos enmarañados cordones que parecían hechos de cabello humano. Los cuatro brazos eran prótesis de madera o brillantes artefactos mecánicos, que terminaban en agudos dedos de metal o en dedos romos de madera, y un garfio del que colgaba lo que parecía ser una cabeza real reducida, sujeta por el pelo. Los pendientes eran fetos conservados, adornados con cuentas, encerrados en tarros de vidrio con marcos de caoba a la manera de un reloj de arena. En otra mano blandía una sierra quirúrgica, y los dos brazos restantes hacían ganchillo con una enorme maraña de cordones de plástico carmesí. Sus agujas de ganchillo eran los instrumentos de los obstetras, comadronas y abortistas del siglo XIX; el horrendo tejido informe brillaba como la sangre fresca. Como dictaba la tradición, lucía un collar de minúsculas calaveras —de monos, de ratas, de seres humanos— y un cinturón de manos de hombres muertos, que en este caso era cera que aferraba yeso, que aferraba dedos esqueléticos, que aferraban lo que parecía ser real. Las piernas estaban hechas con fórceps y sondas entrelazados. Los pies eran prótesis ortopédicas: uno calzado con una bota, otro un prodigio de articulaciones mecánicas. La estatua estaba firmada, a los pies, con una forma de flor, una margarita, compuesta por un círculo de exquisitas estatuillas de marfil que rodeaba lo que, al examinarlo, parecía ser una esponja anticonceptiva amarilla, aproximadamente tan antigua como la iglesia.Damian estaba lívido de ira.Martha dijo:—Oh, es terrible. ¡Y es muy bueno!—Hay que llamar a la policía —dijo Damian.—No, espera... —dijo Martha.La directora de la galería, una de las mujeres delgadas vestidas de negro, se acercó.—¿Qué ocurre? —preguntó.Daisy salió furtivamente de detrás de la estatua de Kali, justo cuando Damian empezaba a decir en voz muy alta, casi gritando, controlándose apenas, que esos objetos eran valiosas piezas de museo —bueno, y muestras anatómicas—, que eran reliquias y que debían ser tratadas con respeto, que eran propiedad privada y que su exhibición constituía un robo. Un verdadero robo. Exigía, dijo, que se desmontara el objeto inmediatamente, y que se llamara a la policía.Martha le dijo a la directora de la galería:—Él tiene razón. Pero, por el amor de Dios, sáquele unas fotos antes de que desaparezca. Es muy bueno.—Es repugnante —dijo Damian.Daisy parecía indecisa, como si estuviera considerando la posibilidad de escabullirse por la sacristía. Él fue hacia ella en unas zancadas y la cogió por las delgadas muñecas huesudas.—¿Cómo te has atrevido...? ¿Cómo has podido? ¡Nosotros confiábamos en ti!—No he robado nada. Sólo lo he tomado prestado.—¡Chorradas! Supongo que lo habrías vendido si te hubieran hecho una oferta, ¿no? ¡Espero no volver a verte nunca más!Martha intervino.—¿No podríamos... discutir...?—¡Llamen a la policial —rugió Damian.La gente se escabulló. Daisy se liberó de Damian y empezó a demoler su estructura. Damian le gritó que no tocara las cosas sin guantes, ¿no había aprendido nada?, era estúpida, una completa idiota, además de tramposa, hipócrita y desagradable...Martha rodeó con los brazos a Daisy, que se quedó temblando en su cerco por unos minutos y luego se desasió y salió corriendo de la iglesia.* * *
La cena de Damian con Martha no resultó como él había planeado. Se sentía irritado por la buena disposición de Martha para alabar la creación de Daisy. Martha dijo que la obra mostraba un dolor real, un sentido real de los padecimientos humanos y de las amenazas al cuerpo femenino. Damian replicó que eso se debía exclusivamente a los objetos de la colección, a los que Daisy había dado un uso oportunista, un uso parasitario. Damian le gritó a Martha como si ella fuera Daisy, afirmando que aquello era una profanación de los bebés muertos, las partes corporales y el sufrimiento de otras personas. Martha dijo que tenía entendido que Daisy había perdido un bebé, según él le había contado. Eso afectaba a la gente. Damian dijo que ella había querido perderlo, ¿no?, y que por su parte no creía que eso fuera la causa... ¿Y por qué rondaba entonces el hospital?, insistió Martha, inexorable. Porque roba cosas, ya te lo he dicho, contestó Damian. ¿Por qué se empeñaba Martha en defender a una ladrona compulsiva? Soy mujer, dijo Martha con cierta tristeza. Había querido que él se percatara de ello, y esa noche se había arreglado con mucho esmero, se había hecho un nuevo corte de pelo.* * *
La prensa —sólo la prensa local, por fortuna— divulgó la noticia: OBRA ESPELUZNANTE «TOMADA PRESTADA» DE HORRIBLES RELIQUIAS HOSPITALARIAS. La agobiada secretaría del hospital soslayó las preguntas asegurando que no había sido más que un malentendido, que estaba bien lo que bien acababa, y que, cuando al fin se abriera al público la colección, la gente vería cuan fascinantes e instructivas eran verdaderamente esas reliquias.A buen seguro fueron las historias de la prensa las que indujeron a la doctora Nanjuwany, una de las colegas de Damian, a hablar con él. Era una mujer joven y una buena médica, aunque los casos difíciles la ponían un tanto nerviosa.—Esa muchacha de la que te ocupabas...—No me ocupaba de ella.—La que robó las piezas de la colección. Vino a verme.Damian adoptó una expresión distante y de simple urbanidad.—Quiere que le haga un aborto. Miré su historia. Pidió uno con anterioridad, y le hicimos un estropicio porque resultó ser un embarazo ectópico. Perdió un ovario y la mayor parte de las trompas. Dice que le dijimos que no podría tener más hijos, y sospecho que debe de ser cierto. Me preocupa. No quiere ver a un psicólogo. Todo esto me pone mal... porque ese embarazo es una especie de milagro...—Hablaré con ella. ¿Tienes su dirección?—La verdad es que no. Intentamos localizarla en la dirección que nos dio cuando rellenó los formularios, y nos dijeron que hacía meses que se había marchado y que no saben dónde está.—Quiero saber cuándo tiene la próxima cita.Si la doctora Nanjuwany se sorprendió, no lo manifestó. «Gracias», dijo, y parecía sincera.* * *
Damian se acercó sigilosamente a Daisy cuando ésta aguardaba su turno en los consultorios de ginecología, abarrotados como de costumbre.—Quiero hablar un momento contigo —dijo con tono desabrido, el rostro tenso de ira.Ella estaba sentada con la cabeza de diente de león inclinada, la vista fija en el regazo. Alzó los ojos hacia él, muy pálida.—No, gracias.—Nada de «sí, gracias» o «no, gracias», Daisy. Levántate y ven conmigo. Ahora mismo.—No puedes pegarme.—No seas tonta. Intento ayudarte.—Pues no es lo que parece.—Lo que ocurre es que también estoy alterado. Soy humano. Tenemos que hablar de esto, en privado. Ven a mi consultorio.Daisy estaba sentada en su consultorio, frente a él, donde tomaban asiento todas sus pacientes.—No he hecho nada malo —dijo ella.—Bueno, aparte del robo y de la violación de domicilio, no. Quiero hablarte del bebé.—No es un bebé, ¿de acuerdo? Es un problema. No tiene futuro. Los dos lo sabemos, así que vete a la mierda, ¿estamos?—¿De quién es el bebé?—Te he dicho que no es un bebé. El último tampoco lo era; era una pesadilla que amenazaba mi vida, eso es lo que era. Casi me mata.—¿De quién es este bebé?—¿De quién crees que es? Eso es todo lo que a vosotros los hombres os importa: un bonito esperma potente, y al diablo las consecuencias...—Cállate, Daisy. Si es mi bebé... y es un bebé, un pequeño milagro... no puedo dejar que lo destruyas así, por las buenas, sin reflexionar.—No tienes ni idea de si he reflexionado o no. No sabes nada de mí. No puedes llamar a esto una relación, nadie pretendió nunca que lo fuera. No fue más que un poco de diversión, y acabó mal. Así que lo afronto de un modo adulto, de un modo «responsable», como diría el doctor Becket. No es tu cuerpo, ya no tiene nada que ver contigo. Así que vete de mi vida.—Es mi bebé. Es mi cuerpo. Pasará a ser mi carne y mi sangre ahí dentro. No vas a matarlo.—Muy bien. ¿Y quién va a ocuparse de él cuando llegue, si es que no me mata antes y se mata a sí mismo, de paso?—Yo me ocuparé, por supuesto. Te ayudaré... mientras lo estés esperando... y luego me lo llevaré y encontraré el modo de cuidarlo. O cuidarla.—Sí, estoy segura. Harás que lo adopte una bonita familia y vigilarás sus progresos...—Es mi hijo. Tiene que estar conmigo. Los padres quieren a sus hijos.—No a los que no han nacido, según mi experiencia. Y yo no tengo padre, así que no lo sé.—No quieren a los que no han nacido, generalmente, porque no se los imaginan. Yo los traigo al mundo todo el tiempo, en especial a los que tienen problemas, así que los imagino muy bien.La imagen genérica de un recién nacido berreante cruzó por su mente hiperactiva.—Lamento que no tengas padre. ¿Murió?—Simplemente no sé quién es. Crecí en una comuna. Mi madre pertenecía a una especie de ashram del este de Londres. Se suponía que todos los hombres eran padres de todos los niños. Pero en realidad no lo eran. Todos, digamos, se iban por su cuenta a hacer sus cosas después de un año o dos.—¿De modo que viviste con tu madre?—No, mi madre murió. Viví cierto tiempo con mi abuela, pero se volvió un poco loca y la metieron en uno de esos lugares donde encierran a los locos, y yo fui con otra de las mujeres de la comuna, pero se marchó a la India, así que me acogió, digamos, un profesor, y ésa fue la familia que tuve, pero ya no tengo más contacto con ellos... ¿Esto es un interrogatorio?—No. Sólo quería saber. No tengo intenciones de gritar. Quiero que mi hijo nazca. Si puedes dar a luz.—Es una broma.—No, no lo es. Puedo ocuparme de ti y lo haré.—Pero a mí me gusta vivir como quiero, hacer las cosas a mi modo...—Daisy, por favor. Puede ser tu única oportunidad de tener...—¿Acaso crees que no lo sé?* * *
Los médicos de hospital están acostumbrados a salirse con la suya. Daisy se resistía y discutía. Damian se limitó a dejarla decir todo lo que quería, y reafirmó su posición. Ella anunció que se iba y añadió:—Pensaré en todo esto cuando no estés chillándome.Él dijo que le daría un talón para que comprara comida, y Daisy preguntó para qué le serviría, dado que no tenía cuenta bancaria. Así que él se vació los bolsillos y le entregó todo lo que llevaba en efectivo, mientras ella seguía sentada en hosco silencio.—Esto es muy desagradable. En mi opinión.—Tienes que comer. Por dos.—Eso aún está por verse.—¿Dónde vives?—Aquí y allí. En ningún lado en que puedas encontrarme.—Por favor, prométeme que te mantendrás en contacto. Hay que cuidar de ti. Como corresponde.Ella dijo con un suspiro:—Vale. Lo prometo.* * *
No le dijo nada de esto a Martha Sharpin. Era médico, había hecho su juramento hipocrático, le resultaba fácil guardar silencio. Pero lo que no decía le impedía decir ninguna otra cosa. No le telefoneó. De modo que Martha, como la doctora Nanjuwany, llamó a la puerta de su consultorio. Se besaron, una fresca mejilla contra otra fresca mejilla.—Damian, he tenido una visita inesperada. De Daisy.—¿Ah, sí?—Apareció muy tarde anoche y me preguntó si podía dormir en mi piso. Le dije que sí y, en cuanto entró, se largó a llorar... Nunca había visto a nadie llorar de ese modo... Y soltó todo. O buena parte. Dijo que tú insistes en que no se haga un aborto, y que ella quiere abortar pero no puede oponerse porque eres demasiado autoritario. No puedo dejar de pensar si realmente le conviene tener un bebé, si es posible para ella. Me ha tomado por una especie de madre postiza. Así que decidí que lo mejor era venir y preguntártelo directamente... dado que aún está instalada en mi sofá y no da muestras de tener intención de marcharse.—Soy yo quien está interesado en el bebé —dijo Damian.—Pero tú dijiste que ya no eras católico...—Puesto que es mi bebé...Vio, por la expresión de Martha, que por alguna razón Daisy había sido más discreta, o más reservada, de lo que él había esperado.—¡Oh! —exclamó Martha.—Yo intentaba ser amable. Sólo intentaba ser amable.La expresión de Martha era indescifrable. Conmoción, recriminación, decepción, perplejidad.—La encontré alojada en el sótano y la llevé a casa. Ella se metió en mi cama. Habría sido terriblemente grosero echarla así como así, ya lo sabes. No, no lo sabes.—Claro, todos nos acostamos con otro porque sería muy grosero no hacerlo —dijo un tanto a la ligera—. Y ahora ¿qué?—Bueno, me haré cargo del bebé. No es necesario que ella lo vea, es evidente que no quiere hacerlo, pero tiene que nacer. Es mi responsabilidad. Menudo embrollo.Se miraron de hito en hito. Damian, tan autoritario con Daisy, se mostraba avergonzado con Martha.—Ella es realmente desgraciada —dijo Martha—. Se debate como un pulpo atrapado en un anzuelo. ¿Y qué pasa con sus... problemas médicos? ¿Irá todo bien? Está muerta de miedo.—Puede que no. Que no vaya muy bien. No lo sé. Hay muchos pros y contras en todo este asunto.—Posiblemente los haya, en tu cabeza —replicó Martha.—¿No estás de acuerdo? ¿No entiendes mi postura, lo que yo siento?—No exactamente. Yo estoy fuera. Veo lo que ella quiere y veo lo que quieres tú. Las dos cosas no se concilian muy bien.No parecía haber lugar para lo que Martha pudiera desear, o hubiera deseado.—Tengo que encontrarle un lugar donde pueda vivir decentemente —dijo él—, o lo más decentemente posible. No en tu sofá.—No, no en mi sofá. No soy una santa y tengo mi propia vida. Pensaré en el problema de su alojamiento.—Yo lo pagaré.—Sí, por supuesto —dijo Martha—. Ya me ha quedado claro.* * *
Encontraron un cuarto en una pensión razonable, no lejos de donde vivía Martha, en London Fields. Martha ayudó a encontrar la habitación y colocó un vaso con fresias sobre el pequeño tocador. También ayudó a Daisy a mudarse, en ausencia de Damian. Le informó a Damian que Daisy no había dicho casi nada y que no tenía buen aspecto. Parecía abatida, le dijo. Hundida. Pensó por un momento y añadió implacablemente: «Aterrada». Damian dijo con tono glacial que Martha no debía preocuparse. Era problema de él, y decisión de él, y él se ocuparía, y le estaba agradecido por su ayuda, y le prometía que no la molestaría más. Se miraron con tristeza. Daisy ocupaba ahora un lugar importante en la mente de ambos; los había convertido en los padres que no había tenido, y había puesto a su afable madre en contra de su dominante padre, y a ella en contra de los dos. La vida transcurre por canales estereotipados muy estrechos, hasta que se ve interrumpida por un accidente o una visión. En cierta forma, Daisy impedía que Damian y Martha acabaran por ser amantes, así como un niño pequeño interrumpe por la noche el abrazo amoroso de sus padres. Esto pensaba lúgubremente Damian mientras conducía en dirección al hospital. Pensó por añadidura que el hijo real de Daisy —el hijo de él—, cuando naciera, sería un impedimento aún más eficaz.* * *
Damian supervisó el embarazo de Daisy de una manera a la vez discreta y severa. Se abstuvo de invadir su vida privada, o su vida laboral, fuera ésta como fuera. Pero controló lo que era de su competencia. Se aseguró de que ella acudía a todas sus citas, controló sus controles, comprobó sus prescripciones, interrogó a la doctora Nanjuwany. Reflexionó en qué hacer con el bebé. No lo consultó con Martha, no lo consultó con la doctora Nanjuwany. Tuvo en cambio una conversación con el asistente social del hospital, acerca del proceso legal seguido cuando se daba un bebé en adopción. Resultó ser un asunto tenebroso y plagado de dificultades. Oyó al asistente social enumerar los derechos de la madre, la falta de derechos del padre, los procedimientos de adopción para un padre putativo que deseaba un niño no deseado. Lo más simple sería casarse, dijo el asistente. No es posible, dijo Damian. Damian, naturalmente respetuoso de la ley, y preocupado por la condición legal de su hijo por nacer, decidió no obstante hacer sencillamente lo mejor y más tarde regularizar una situación de hecho. Hizo averiguaciones sobre agencias de niñeras.* * *
Durante los restantes meses de embarazo, Damian se vio sometido a una especie de martirio por los rumores. Todo el mundo «sabía» lo que ocurría y, dado que ni Damian ni —sorprendentemente— Daisy se confiaban a nadie, las conjeturas e insinuaciones crecían y se enmarañaban. Daisy llegó incluso a manifestar fríamente que ella no quería al bebé ni quería que le dijeran cómo iba, que no le preocupaba y que era asunto de otra persona, gracias. Damian estaba presente cuando aparecieron en la pantalla las primeras imágenes por ultrasonido del bebé, que se agitaba en su baño fluido. Daisy giró la cara para no verlo. La doctora Nanjuwany dijo:—¿Quieres saber el sexo de tu bebé o no? A algunas personas les gusta que sea una sorpresa.—Es una niña —dijo Damian—. Ya la veo. Está muy bien.—Doctor Becket, ¿quiere hacer el favor de salir? —pidió Daisy.* * *
Damian entrevistó a varias niñeras. Iban a su elegante apartamento, se sentaban en su sofá y contemplaban sus cuadros. Él les decía que la recién nacida llegaría al cabo de tres meses, que era hija suya y que la madre no podría ocuparse de ella. Ellas clavaban los ojos en el pálido tapizado con una expresión de piedad profesional. A una, que era cordial y la mayor de siete hermanos —«He cuidado niños desde que tenía doce años, los conozco bien...»—, la rechazó porque era irlandesa y llevaba una medalla religiosa. Otra, una mujer de clase alta un tanto chiflada, dijo que no le parecía que el barrio de los Docks fuera un lugar apropiado para criar a un niño. Necesitan aire fresco, dijo, y dio la impresión de que le costaba un gran esfuerzo decir estas pocas palabras. A Damian no le agradaba la sensación de que pronto iba a tener que depender de estas jóvenes desconocidas, que tendría que hacerles concesiones. Finalmente escogió a una danesa de nombre Astrid, en gran parte porque ella sabía de pintura, había admirado los Heron y los Terry Frost y, sin exagerar, había dicho que sería bueno para un niño crecer en medio de todos esos colores.* * *
Daisy estuvo a punto de perder su bebé en el séptimo mes. La internaron por una semana en el hospital con síntomas de preeclampsia. Se le habían formado unos curiosos rollos de carne hinchada en torno a los tobillos, habitualmente delgados como palillos. Damian la visitaba cada día. La controlaba a ella, y controlaba al bebé que crecía en su vientre. Ella ya no le hablaba. Su desafío se había esfumado, reemplazado por una desconcertante combinación de resignación y miedo. Cuando Damian dijo que el feto estaba en buena posición, o que su presión había mejorado, ella dijo «Ah, entonces va bien», como si no esperara nada y lo mismo le diera que fuera bien o mal. Si Martha iba a visitar a Daisy, Damian no la veía. La había visto marcharse del hospital en coche acompañada por un hombre, un hombre con un elegante traje de mohair y cabellos bastante largos, que hablaba animadamente. Martha tenía su propia vida. Él tenía una esposa en Irlanda y un bebé por nacer en la sala Pondicherry.* * *
Pero fue a Martha a quien acudió Daisy cuando rompió aguas antes de lo previsto. Desconfiando de las ambulancias, Martha hizo subir a Daisy a su propio coche y la llevó al San Pantaleón. Daisy, con el cuerpo palpitante y el rostro de un blanco azulado, le rogó: «No te vayas, por favor, no te vayas». De la oficina de admisiones avisaron a la doctora Nanjuwany, que se encargó de avisar a Damian. Cuando él bajó se encontró a Daisy aferrada a la ropa de Martha, diciendo: «No te vayas, por favor, no te vayas». Martha miró a Damian. Pensó que debía de haber alguna razón ética que no le permitiera involucrarse en lo que estaba a punto de ocurrir. Advirtió que él parecía a punto de estallar, con un autocontrol ridículamente exagerado.—No —contestó—, no me iré. Quiero ver a este bebé.—No habrá ningún bebé —dijo Daisy—. Todo irá mal. Lo he sabido desde el principio.Chilló a todo pulmón cuando le sobrevino una oleada de contracciones y dolor.—Se va a morir y yo también —siguió—, y él sabe que va a morir, sabe que yo también, lo sabe...Cuando se la llevaron en una camilla, Martha le dijo a Damian:—Está sufriendo. No piensa lo que dice.—Sí lo piensa.—Dicen que las parturientas gritan toda clase de cosas...—Sí, es verdad. Lo sé muy bien, es mi trabajo. Pero ella piensa realmente que va a morir. Ahora me doy cuenta. No me he dado cuenta hasta ahora. Es de esa clase de personas de las que no consigo... no consigo imaginar qué piensan o qué sienten, en absoluto.—¿Está bien que me quede?—No es tu problema.—Acudió a mí.Damian quiso gritar: yo no acudí. Justamente porque ella lo hizo, yo no pude. Y no puedo. Se obligó a concentrarse en la obstetricia.—Tengo que ir a ver cómo va —dijo.El parto de Daisy fue largo y horrible. Ella hizo que fuera peor dando rienda suelta a nueve meses de terror y furia contenidos, chillando, sollozando y tensando todos los músculos. No podían darle mucha anestesia por temor a causar daño al bebé, cuyos latidos eran irregulares, y que acabó presentándose de un modo difícil, con un hombro torcido. La doctora Nanjuwany se dejó llevar por el pánico a su vez y, haciendo caso omiso de que lo que ella sabía y lo que no le habían dicho constituían razones éticas para no involucrar a Damian, recurrió a él. Él consiguió traer al mundo un bebé vivo, lentamente, con pericia, no porque fuera su padre, sino porque en ese momento era el único en todo el hospital que podía encararse con ese problema. Cosió el peligroso desgarro del cuello del útero de Daisy, le apartó los pálidos cabellos de la frente empapada de sudor, le tomó el pulso, y se preguntó por dónde vagaría su alma errante cuando al fin los medicamentos la relajaron y la sumieron en una paz libre de perturbaciones. Casi la había matado. Esa era la verdad.Fue a ver a su hija.La habían lavado y envuelto en una mantilla, y respiraba ligera y regularmente. Tenía una suave pelusilla oscura y estaba un tanto magullada. Abrió unos ojos brumosos color mejillón y pareció observarlo. Él le devolvió la mirada, sin ningún orgullo por sus logros... Aunque, de acuerdo con el melodramático acaecer de las vidas reales, él la había salvado, y también a Daisy. Se sintió inundado por una ola terrible de amor y pena. Ella era una persona. Antes no había estado allí, y ahora estaba allí, y era la persona a quien él quería. Era algo muy simple, y él era otro hombre. Los ojos le ardían por las lágrimas. Detrás de él sonaban los rumores y ruidos del hospital.* * *
Cuando fue a visitarla al día siguiente, descubrió que tenía el corazón atenazado por un miedo intenso. Iba a ver otra vez a su hija: eso era lo esencial. Mentalmente la había llamado Kate. Iba a ver a Daisy, que no quería conocer ni ver a Kate. Decidió empezar por lo más difícil —no era un hombre que pospusiera las obligaciones—, y lo más difícil era Daisy. Luego iría a visitar de nuevo a su hija.* * *
Daisy estaba en un box protegido por cortinas, con un cuenco de frutas en su casillero. La halló sentada en la cama con un camisón del hospital, y el pelo lavado y suelto. Tenía al bebé en brazos, al pecho. El bebé estaba mamando. Vio las ondas de fina piel que se le formaban en la parte de atrás de la cabecita con el movimiento. Estaba mamando del pezón atravesado con un aro. Daisy tenía el rostro completamente bañado en lágrimas. Sus pequeñas manos, con los guantes tatuados, abrazaban a Kate, y la estrechaban. Miró a Damian como si él tuviera la intención de arrancársela de los brazos. El labio, con esas estúpidas tachuelas, le temblaba.Damian se dejó caer pesadamente en la silla para los visitantes. Daisy dijo, con una vocecita débil pero perfectamente madura:—Yo no entendía. No sabía. Es perfecta. No, no es eso, todo el mundo dice eso. Es alguien, es una persona, y es mía y... parece necesitarme. Quiero decir, me parece que es a mí a quien necesita. Quiero decir, no puedo evitarlo, ella no puede evitarlo, yo... le pertenezco, quiero decir, soy su madre —fue evidente que la palabra la turbaba. Repitió—: Yo no entendía. No sabía.—Tienes razón, por supuesto —dijo Damian—. También es mía.Podría haber añadido «y yo le pertenezco», pero era incapaz de tanta retórica.—Todo el mundo habla del amor. Amor, amor, amor. Tú y yo, yo y tú... Bueno, no tú y yo personalmente, sino en sentido abstracto. Nadie escribe canciones a los bebés, ¿no? Pero, en cuanto la vi, eso fue amor, eso es lo que era, sé que es amor...—Lo sé. Yo sentí lo mismo. En cuanto la vi.El bebé lanzó un hipido. Torpe, pero suave. Daisy la inclinó sobre su hombro y le palmeó la espalda. Luego, con cautela, se la tendió a Damian, que la cogió en brazos y miró ese rostro único y precioso.—¿Qué demonios vamos a hacer ahora? —preguntó Damian.Martha, que llevaba un ramo de margaritas y anémonas, entró en el cubículo y los encontró a ambos contemplando al bebé, envuelto en su mantilla y acostado en la cama en medio de los dos. Damian y Daisy tenían una expresión de adoración y desconcierto. Daisy lloraba aún, suave y acompasadamente. Martha vio con toda claridad lo que había ocurrido. Pensó en marcharse, de inmediato. Damian repitió, justo cuando advirtió la llegada de Martha:—¿Qué demonios vamos a hacer ahora?Daisy le dijo a Martha, como un niño a su madre:—Yo no entendía. No sabía.—No llores —dijo Martha, acercándose.Vio que Damian tenía lágrimas en los ojos. El bebé se puso a llorar y ambos tendieron los brazos para alzarla y consolarla, y ambos se echaron atrás al mismo tiempo. Martha, que no se sentía inclinada a la adoración, no alcanzaba a ver ninguna salida satisfactoria para ese estado de cosas que supuestamente no era su problema.—Ya pensaremos en algo. Porque tenemos que hacerlo —dijo.Los otros dos asintieron con aire distraído, y los tres siguieron contemplando al bebé. UNA MUJER DE PIEDRA
Para Torfi Tulinius.Al principio no pensó en piedras. La pena la volvía insustancial ante ella misma; se sentía revolotear de habitación en habitación en la atmósfera crepuscular del apartamento, como una polilla. El apartamento parecía siempre sumido en el crepúsculo, aunque, como bien sabía, tenía que haber pasado por las habituales secuencias de sol y sombras a lo largo de los días y semanas transcurridos desde que su madre había muerto. Su madre —una mujer fuerte e inteligente— había disfrutado viviendo entre sombras propias de topos y palomas. El cabello de su madre tenía el brillo de la plata y el marfil. Sus ojos se habían descolorido desde el azul de los acianos al de las nomeolvides. Inés la encontró muerta una mañana, los dedos exangües apoyados en un libro abierto, los apergaminados párpados cerrados, como si dormitara, una mueca en los finos labios, como si hubiera probado algo no muy agradable. Rápidamente perdió esa efímera apariencia de vida, y adquirió un aspecto céreo y pálido. Inés, que había sido la mujer joven, pasó a ser la mujer mayor, en un instante.
Se empleó en su trabajo del diccionario y en poner en su sitio el amor. Lo guardó en bolsas de plástico, sedas cremosas y ondulantes telas de linón, terciopelo y muselina, crepé de China color lavanda, collares de perlas y de granates. La gente la consideraba una hija solícita. No concebían, se dijo ella, a dos mujeres inteligentes que se comprendían fácilmente y se amaban. Bajó las persianas porque la luz le hería los ojos. Su ojo interior contempló una y otra vez las cosas definitivas. La cara blanca sobre la almohada blanca y cercada de cabellos blancos.La piel incolora de los dedos sin vida. Carne de mi carne, carne de su carne. El eficaz furor del fuego devorador, los puñados de ceniza parda que había esparcido, tal como había prometido, en la vertiginosa espuma de un arroyo de Yorkshire.Hacía las cosas maquinalmente, con la esperanza de acabar acostumbrándose a la soledad y el silencio. Entonces, una mañana, el dolor la acometió como un súbito picotazo que le desgarrara las entrañas. Contuvo la respiración y se sentó, esperando que pasase. No pasó sino que aumentó, golpe sobre golpe. Se retorció en la cama, desgreñada y sudorosa. Oyó los gemidos de la criatura. Trató de telefonear al médico, pero la cosa chillaba roncamente en el micrófono, y eso la salvó, porque enviaron una ambulancia que llevó la aullante cosa al hospital, lo cual no habrían hecho con una educada mujer mayor. Más tarde le dijeron que no habría sobrevivido más de cuatro horas: había sufrido una torsión intestinal gangrenosa. Descansaba en calma en una cama de hospital, en una habitación con las cortinas cerradas. Vendada y aletargada, entraba y salía de un sueño reparador.El cirujano iba y venía, le levantaba la ropa, examinaba las suturas, palpaba las paredes de su vientre con dedos firmes, le reavivaba en lo más hondo retortijones dolorosos y amenazadores, mientras que en la superficie llegaban a ser menos que el aleteo de una mariposa. Inés era una mujer cortés y pudorosa. No quería ver los tajos en su propia piel y músculos.Le agradeció que le hubiera salvado la vida, pero fue incapaz de infundir calidez en su voz. ¿Qué era ahora su vida, como para agradecerle a alguien que se la hubiera conservado? Cuando el cirujano se marchó, Inés mintió a las enfermeras quejándose de un dolor intenso, para que le administraran drogas y recuperar así la sensación de desvanecerse en una suave bruma que resultaba casi placentera.La herida cicatrizó, según le dijeron, de forma muy satisfactoria. El anestesista fue a verla para hablarle de los paliativos que tenía derecho a llevarse a su casa.—Supongo que se habrá dado cuenta de que la zona que rodea la incisión está insensible —dijo—. Es completamente normal. Los nervios necesitan tiempo para unirse otra vez, y algunos puede que no lleguen a hacerlo.También él palpó los bordes cosidos del agujero, y ella advirtió que no sentía nada, y luego sintió el amago de un estremecimiento, como delgadísimos alambres que le atravesaran la piel. Seguía sin mirar la cicatriz.—Veo que el doctor consiguió reconstruir una especie de ombligo —añadió el anestesista—. Hemos comprobado que la gente se siente extraña si no tiene ombligo.Ella murmuró algo.—Mire —insistió él—, es una verdadera obra de arte.Así que ella miró, ya que iba a volver a su casa y tendría que ocuparse ella misma de la cosa.La herida, amoratada y con bordes protuberantes, le atravesaba todo el blanco vientre, desde más abajo de las costillas hasta partes ocultas debajo de ella. Donde antes la piel era suave y lisa, ahora había protuberancias y agujeros, como un cojín viejo. Y donde había estado su ombligo, como un botón ladeado sujeto en una costura, había un remolino asimétrico con un minúsculo cerco de piel. Inés pensó en su perdido ombligo, en el cordón umbilical que había formado parte de ella y de su madre. La cara se le contrajo por la pena; los ojos se le anegaron de lágrimas. El anestesista malinterpretó su reacción, y le aseguró que la herida tendría un aspecto mucho menos inflamado e irregular al cabo de dos o tres meses, y que, si no era así, se podía solucionar fácilmente con cirugía plástica. Inés le dio las gracias y cerró los ojos. No había nadie que la viera, dijo, no importaba qué aspecto tuviese. El anestesista, que había escogido su profesión porque no le gustaban los sentimientos de la gente y prefería el silencio a las palabras, le ofreció lo que ella quería: un analgésico. No bien cerró él la puerta, ella se sumergió en una bruma que se hizo cada vez más densa.* * *
El apartamento de ambas, que ahora era el apartamento de ella, estaba en el segundo piso de un edificio del siglo XIX que daba a una placita de la ciudad. La escalera era empinada. El taxista que la llevó a su casa la dejó, con su bolsa, junto a la puerta. Ella ascendió lenta y penosamente, depositando la bolsa en los escalones, colgándose de la barandilla, consciente de cada hueso de las rodillas, los tobillos y las muñecas, y también de la paradoja del dolor en el vientre y el extraño adormecimiento en la superficie de la piel. No había necesidad de apresurarse. Tenía tiempo, todo el tiempo del mundo.Dentro del apartamento, se sintió preocupada por el tiempo y el polvo. Había sido una buena cocinera —pensaba en sí misma en pasado— y había preparado deliciosas comidas para su madre y ella, ligeras sopas de guisantes, lenguado con champiñones, suflés de vainilla. Ahora ni preparar la comida ni comerla duraba lo suficiente para que fuera interesante. Mordisqueaba un poco de queso y un trozo de pan como un ratón frugal, y no podía quedarse sentada a la mesa, sino que deambulaba por la habitación. La vida había desaparecido de los muebles y los objetos. El brillo del pulido se había apagado, y lo dejó así. Hacía su cama de un simple tirón. Tenía la sensación de que el polvo se acumulaba en todas partes.Cumplía con su trabajo, concienzudamente. El problema era que aquél no era suficiente. Trabajaba a tiempo parcial como investigadora para un importante diccionario etimológico, y en el pasado había sido muy diligente e imaginativa para sugerir nuevas entradas, nuevos problemas. Ahora se limitaba a contestar a las preguntas que le enviaban, y esto distaba de llenar el enorme hueco de espacio y tiempo en el que notaba y se hundía. Se levantaba y se vestía con esmero, como si se dispusiera «a ir a trabajar». Sabía que no tenía que abandonarse, que eso era lo que no tenía que hacer. Así que deambulaba entre los remolinos de polvo, hacía un alto y miraba por la ventana, durante unos minutos que parecían horas, y horas que parecían minutos. Le gustaba contemplar cómo se extendía la oscuridad por la plaza, porque eso significaba que la hora de acostarse no estaba lejana.Llegó el día en que ya podía, o debía, quitarse los vendajes. Había estado evitando su cuerpo, y simplemente se limpiaba la cara y las axilas con una toallita húmeda. Decidió darse un baño. Su bañera era antigua, profunda y estrecha, con llamativos grifos de latón y un tubo de la ducha enrollado en gruesos anillos. Una amplia rejilla de madera la atravesaba, donde aún descansaban —sólo entonces lo vio— los objetos privados de su madre: una esponja de lufa, una natural, piedra pómez. Su madre nunca había necesitado ayuda en el baño. Lo llenaba de fragante vapor con el agua de rosas que guardaba en un frasco azul, utilizaba talco infantil perfumado con extracto de olmo escocés. Por alguna razón, estos objetos habían escapado al proceso de limpieza post mortem. Inés pensó en deshacerse de ellos en ese momento, pero luego pensó: «¿Qué importancia tiene?». Preparó un buen baño tibio. Las viejas cañerías tintineaban y vibraban. Colgó su albornoz —de franela gris— detrás de la puerta y, con mucho cuidado, sintiéndose un tanto mareada, se aferró al borde de la bañera, se metió dentro y sumergió su magullada carne en el agua.El calor era agradable. Algunos músculos tensos se relajaron. El tiempo entró en una de sus fases lentas. Se quedó sentada, mirando los objetos de la rejilla. La esponja de lufa, la natural, la piedra pómez. Un tubo fibroso, una confusión de agujeros, una piedra gris de forma definida. Estudió las diferencias entre las tres, que esencialmente eran sólidos con agujeros. La esponja de lufa era fibrosa y apelmazada, la esponja natural era ramificada y hueca, la piedra pómez estaba acribillada de agujeritos del tamaño de una cabeza de alfiler. Las miró fijamente, con la sensación de que tanto ella como los objetos eran ingrávidos y flotaban y se hinchaban como parte de su mareo. Color marrón claro, caqui descolorido, gris oscuro. Colores incoloros, formas informes. Cogió la esponja, la estrujó para que el agua refrescante chorreara por su pecho, y observó las azarosas formas de las gotas y los regueros. No le agradaba el tacto de la esponja, carnoso y frío. Las dos esponjas eran el cuerpo reseco, el esqueleto, de seres vivos. Cogió la piedra pómez, un trozo de piedra liviana con la forma de la palma de la mano, sintió su paradójica ligereza, y la dejó caer al agua, donde se quedó flotando. Ignoraba cuánto tiempo estuvo ahí sentada. El agua se enfrió. Tomó una decisión: se desharía de la esponja. Cuando se levantó con torpeza, atravesando la superficie del agua, la piedra pómez tintineó contra su cuerpo. Fue un ruidito extraño, como un golpe sobre un metal. Puso la piedra pómez sobre la rejilla, y se tocó nerviosamente la arrugada herida. ¿Y si se habían dejado algo dentro?, ¿una grapa, un fórceps, una aguja? Sin mirar directamente, examinó con la punta del dedo el ombligo reconstruido. Percibió la ausencia de sensación y una cierta dureza tersa allí donde la cicatrización había comenzado. Dio unos golpecitos muy suaves con la uña. No supo a ciencia cierta si había oído o no un tintineo. Lo siguiente que advirtió fue unas salpicaduras de lo que parecía ser un polvo rojo centelleante, o vidrio molido, en los pliegues de su albornoz y en la ropa interior que se había quitado. Era un rojo mate, como sangre seca, la cual carecía de brillo. Se hicieron más abundantes, en lugar de disminuir, una vez que se percató de ellas. Observó minúsculas concentraciones cónicas de eso en los zócalos, en las esquinas de la alfombrilla persa: concentraciones cónicas con una leve depresión en la cima, como un hormiguero o un volcán en miniatura. Al mismo tiempo se percató de que en su ropa interior había adheridos hilos aquí y allí, sobre toda la superficie rugosa e insensibilizada de las cicatrices que se estaban cerrando. Sintió una suerte de horror y vergüenza al verse llena de bultos y con un ombligo artificial. Cuando el fenómeno se acentuó, exploró el área con los dedos, algo vacilante, por encima del algodón de sus bragas. Tenía el vientre insensible. Palpó volutas y crestas, incluso bordes afilados. El movimiento de sus dedos perturbó el polvo vítreo, que se desprendió con la tela y brilló en sus pliegues. Día a día los bultos y asperezas, lejos de disminuir, se hacían más pronunciados. Una noche, en la apagada luz crepuscular, consiguió al fin armarse de valor para desvestirse y agachar la cabeza a fin de examinarse. Lo que vio fue una forma en relieve, como una estrella de mar, como los arremolinados brazos de una nebulosa en el espacio. Tenía el color —o un color— de carne cruda, como la herida abierta por un látigo o por una cuchillada. La forma temblaba porque ella estaba temblando, pero era fría al tacto, fría y dura como vidrio o piedra. De los brazos de la estrella se desprendía el polvo rojo, como un encantamiento. Inés se cubrió precipitadamente, como si aquello que no veía pudiera desaparecer.A la mañana siguiente parecía haber crecido. Un día después volvió a mirar, en la penumbra, y vio que la mancha se había extendido. Había empujado unas venas rojizas, marcadas ahora en la carne blanca y fatigada, como cristal ensartado en una esponja. Y palpitaba. Tenía varios tonos de rojo, desde el ocre al escarlata, desde el granate al bermellón. Inés se sintió tentada de clavar una uña bajo las venas y desprenderlas, y no pudo hacerlo.Pensaba en ella como «la mancha». Pensaba más y más en ella, incluso cuando estaba cubierta y fuera de la vista. La mancha se extendía alrededor de su cintura, no de forma regular sino a trompicones, como una faja granulosa que enviara largas prolongaciones fibrosas hacia su ingle, empujando quistes y gránulos brillantes hacia su vello púbico. Había verdugones arrugados donde la carne se fusionaba con lo que parecía ser piedra. Con lo que de hecho era piedra; ¿qué otra cosa si no?Un día descubrió un manojo de cristales de un blanco verdoso que despuntaban bajo una axila. Esta vez trató de arrancarlos, pero sin éxito. Estaban profundamente incrustados; podía sentir las pétreas raíces agitándose por debajo de la piel, tirando de los músculos. Unas escamas dentadas de sílice y unos nódulos de basalto le presionaban los pechos hacia arriba y se multiplicaban bajo los repliegues de piel, lo que hacía que su ropa crujiera y susurrara. Muy lentamente, con el paso fugaz de cada día, su torso fue quedando envuelto por incrustaciones de piedra, como una coraza. Alcanzaba a sentir que, bajo las piedras, su interior comprimido era aún fluido y suave, sensible al dolor y la presión.La sorprendía el fatalismo con que se había resignado a echar vistazos llenos de horror a su transformación. Era como si, buena parte del tiempo, sus pensamientos y sentimientos hubieran aminorado su ritmo hasta alcanzar la velocidad de la piedra, apáticos e imperturbables. Había días, cada vez más frecuentes, en que una nueva curiosidad se abría paso a través del horror. Un día, una de las venas azules de la cara interior del muslo se cubrió con una hilera de espinelas color rubí, y ella pensó en joyas antes de pensar en pústulas. Titilaban cuando ella se movía. Advirtió que su envoltura de piedra no era estática: aristas de sal gema y cuarzo lechoso sobresalían de las lustrosas láminas de basalto, ampollas de travertino se formaban a modo de lágrimas entre las capas de hornablenda. Aprendió los nombres de algunas de estas piedras cuando la curiosidad triunfó sobre el miedo pasivo. El apartamento, un apartamento de lexicógrafa, estaba provisto con enciclopedias de todo tipo. Sentada al atardecer a la luz de una lámpara, leía los preciosos nombres: pirolusita, ignimbrita, onfacita, uvarovita, glaucófana, esquisto, pizarra, gneis, toba volcánica.Sus muslos tintineaban ahora uno contra otro cuando caminaba. La primera aparición de la corteza pétrea fuera de los límites de la ropa fue extraña y hermosa. Observó sus inicios en el espejo, una mañana, mientras se cepillaba el pelo: un collar de protuberancias veladas por encima de su clavícula, que se abrían paso lentamente a través de su piel como ojos de párpados cerrados, y se convertían en ópalos, ópalos de fuego, ópalos negros, geiseritas e hidrófanas, llenas de una luz acuosa. Inesperadamente, se pavoneó delante del espejo. Se preguntó, con ánimo fatalista e indolente, qué ocurriría cuando fuera toda de piedra, si cesaría de respirar, ver y moverse. Por el momento no le había crecido más que un caparazón. Las articulaciones le obedecían, la luz iba de la retina al cerebro, la lengua saboreaba los alimentos que aún podía comer.Desechó, no sin cierta vacilación, la idea de consultar al cirujano o a cualquier otro médico. Su mente refrenada se había vuelto mordaz, y veía con toda claridad que sería un objeto de horror y fascinación al que querrían encerrar para experimentar con él. Por supuesto, era posible en teoría que ella se engañara por completo, que las titilantes gemas y las aglomeraciones de escamas de su nueva corteza fueran destellos febriles de su cerebro anestesiado y su espíritu afligido. Pero no lo creía; refutaba esta idea como el doctor Johnson refutó a Berkeley, golpeando la piedra y oyendo los chirridos y tintineos con que la piedra respondía. No, lo que ocurría, al parecer, era una transformación sin igual. Supuso que ésta acabaría con la petrificación de sus funciones vitales. Llegaría un momento en que ya no sería capaz de ver, ni de moverse, ni de alimentarse (lo que probablemente no tendría importancia). Su madre no había tenido que afrontar la muerte; se había dicho que aún no era su hora, no en ese preciso instante, no a corto plazo. Ella estaba a punto de observar la aproximación de su muerte de un modo nuevo y fantástico. Pensó en dejar constancia de las transformaciones, los pliegues metamórficos, el rezumar de líquidos, las fracturas concoidales. Entonces, cuando «ellos» la encontraran, tendrían un registro de cómo se había convertido en lo que era. Observaría, impávida.Pero continuamente posponía la escritura, en parte porque prefería estar de pie y no sentada ante el escritorio, y en parte porque no conseguía establecer el proceso en su mente con la suficiente claridad para volcarlo en palabras. Permanecía mañana y tarde a la luz de la ventana, y leía los nombres de las piedras en los manuales de geología. Permanecía ante el espejo del cuarto de baño y trataba de reconocer los componentes de su corteza. Cambiaban, estaba casi segura, minuto a minuto. Había encontrado una definición de la piedra pómez: «piedra volcánica esponjosa gris pálido, parte de un flujo piroclástico compuesto de partículas ardientes; los fragmentos chatos de piedra pómez se conocen como fiamme». Imaginó sus pulmones llenos de vesículas como el poroso mineral, que se volvían de piedra. Descubrió rastros de un flujo caliente que le bajaba por los costados y por los muslos. Fue al dormitorio de su madre, donde había un espejo de cuerpo entero, el único de toda la casa.Al final de todo un día de observación vio un nuevo brillo de labradorita —un rombo de quince centímetros de longitud— que imperceptiblemente se había instalado casi entre sus nalgas, donde su mirada no se había posado.Vio filones de dolerita, en capas sucesivas, que invadían la cara interior de los brazos. Pero necesitó semanas de paciente observación antes de que, a fuerza de fugaces ojeadas, descubriera una ampolla de cristales de barita rosa que sobresalía de una veta de fluorita y tomaba la forma de una rosa del desierto, para agruparse en un ramillete con las flores minerales de la fluorita azul. Su metamorfosis no obedecía a ninguna ley conocida de la física o la química: rocas negras ultramáficas sucedían al fantasmal espato de Islandia, y se adherían unas al otro.Al cabo de cierto tiempo se dio cuenta de que la inercia final que paciente e impasiblemente había previsto no se cumplía. A medida que se volvía más pétrea, experimentaba el deseo de moverse, de salir a la calle. Permanecía de pie junto a la ventana y observaba el tiempo. Advirtió que quería salir, no sólo en los días soleados, sino incluso más en los tormentosos. Un oscuro domingo, cuando el cielo del mediodía estaba cargado y gris como el granito, cuando retumbaban sombríos truenos y los súbitos relámpagos hacían contraer de inquietud el estómago de la gente, la necesidad de salir al aire libre se adueñó de Inés. Se puso unos pantalones holgados y una túnica, y por encima una amorfa gabardina con capucha. Se calzó los nudosos pies en unas botas de cuero, se enfundó en unos mitones de piel de carnero las pálidas manos color arcilla, con sus venas de azurmalaquita, y luego bajó la escalera y salió a la calle.Se había preguntado cómo funcionarían sus tendones y sus músculos. Creyó sentir un roce de piedra pulida contra una cavidad pétrea cuando movía la pelvis y la cadera, alzaba las rodillas y balanceaba los rígidos brazos. Había una deliciosa suavidad en esos movimientos, toda una sorpresa después de los ajustes que se había habituado a hacer a causa del calcio desintegrado de sus articulaciones artríticas. Avanzó a buen paso, sin rumbo fijo, tratando de mantenerse alejada de la gente. Se percató de que su sentido del olfato había cambiado y era más agudo. Podía oler la lluvia en el manto de nubes. Podía oler el carbón de los escapes de los coches, y los minerales multicolores de los charcos de gasolina. Los olores eran gratos. Se encontró con los residuos dejados por un mercado al aire libre, y la asaltó el hedor de la descomposición vegetal, pulpa de fruta reblandecida, coles podridas, aceite requemado en periódicos grasientos y espinas de pescado trituradas. Pasó delante de todo esto conteniendo algunas arcadas, sintiendo que la agria bilis se le revolvía en el saco del estómago que ahora estaba hecho ¿de qué?Llegó a una zona arbolada, un parque de la ciudad con arriates de rosas y papeleras, retretes para perros y una fuente de hormigón. Oyó una música nueva e intricada en el agua que caía sobre el cemento. El olor a llovizna se llevó las vaharadas calientes de excremento de perro. Inés alzó la cabeza y se quitó la capucha. Sus mejillas comenzaban a cubrirse de escamas de silicona y fibras de dendrita, pero pensó que sólo tendría el aspecto de una vieja mujer con la cara llena de protuberancias. Había gotitas de alabastro y concentraciones de peridotita en sus cabellos grises, como los huevos de algún mítico piojo de piedra, pero aún no se distinguían, salvo de cerca. Sacudió la cabeza para soltar el pelo, y alzó la cara hacia las ramas y las nubes cuando comenzó a llover. Gruesas gotas le salpicaron la afilada nariz; las lamió de los labios rígidos con la punta de la lengua, aún flexible, entre los dientes cristalinos, y saboreó el agua del cielo, mineral y deliciosa. Se quedó allí de pie dejando que los gruesos regueros de agua le corrieran por el cuerpo y por debajo de las ligeras ropas, y vetearan sus pezones de cornalina y sus muñecas adamantinas. Los relámpagos caían como láminas de brillante metal. Los truenos retumbaban en el cielo, y toda la superficie de la mujer crujía y crepitaba por simpatía.Necesito encontrar un lugar donde permanecer cuando sea totalmente sólida, pensó, necesito encontrar un lugar fuera, al aire libre.* * *
¿Cuándo estaría, por así decirlo, muerta? ¿Cuando su rollizo corazón de carne dejara de bombear la sangre azul a lo largo de las venas y arterias de su forma cambiante? ¿Cuando la pegajosa materia gris de su cerebro se convirtiera en piedra caliza o grafito? ¿Cuando su tronco cerebral se convirtiera en una columna de cuarzo rutilante? ¿Cuando sus ojos se convirtieran en... qué? Se inclinaba a creer que sus ojos vigilantes serían lo último, aun cuando delgadas ramificaciones de sus fosas nasales transmitían todavía el olor a latón o a carbón a los lóbulos primitivos de la base del cerebro. Una frase le vino a la mente: «Perlas son éstas que fueron sus ojos». Un canto de dolor transformado en fantasía por obra de los cambios marinos. ¿Se velarían sus ojos y se convertirían en perlas? Las perlas eran interesantes. Eran una sustancia en la que lo orgánico se fundía con lo inorgánico, como el ágata musgosa. Las perlas eran piedras segregadas por un molusco vivo, perfeccionadas en el nácar de su esqueleto para proteger la tierna carne interior de cualquier elemento irritante. Fue a abrir el joyero de su madre, en busca de un largo collar de perlas de agua dulce que le había regalado para su septuagésimo cumpleaños. Allí estaban, resplandecientes. Las cogió y se las puso alrededor de su centelleante cuello, veteado ya con azabache, ópalo y circón jacinto.Se había hecho la idea de que el mundo mineral era un mundo de formas inanimadas y perfectas, con un orden matemático inamovible de cristales y moléculas debajo de sus afloraciones, sus flujos y sus ramificaciones. Cuando había empezado a pensar en su transfiguración, la había considerado algo profundamente antinatural, el paso de un mundo cálido de cambio y descomposición a un mundo de fría permanencia. Pero, a medida que se volvía mineral y estudiaba la cuestión de los minerales, vio que existía una reciprocidad, tanto física como figurativa. Había series completas de rocas y piedras que, como las perlas, se formaban a partir de cosas que en su momento habían estado vivas. No sólo el carbón y los fósiles, los bosques petrificados y la caliza biohermal —caliza oolítica y pisolítica, formada alrededor de conchas muertas—, sino la propia calcita, compuesta principalmente por microorganismos, o el chert y el sílex, grandes concentraciones estratificadas formadas a partir de esqueletos de radiolarios y diatomeas. Todas ellas eran piedras en otro tiempo vivientes, organismos marinos vivos enroscados alrededor de esqueletos hechos de ópalo.La mente de los amantes de las piedras ha colonizado las piedras, así como los líquenes se adhieren a ellas con variadas manchas doradas o verde-grisáceas. El mundo humano de las piedras está atrapado en metáforas orgánicas como las moscas en el ámbar. Las palabras que se emplean provienen de la carne, el cabello y las plantas. Reniforme, mamelonado, botrioidal, dendrita, hematita. Cornalina viene de cuerno. La serpentina y la lizardita son reptiles de piedra; la filita tiene el color verde de las hojas. La propia tierra está hecha en parte de huesos, conchas y diatomeas. Inés estaba volviendo a ella en una forma muy diferente de las cenizas ardientes y el polvo de huesos de su madre. Prefería las partes de su cuerpo que ahora eran rocas volcánicas, no calcita ósea. La chabasita, de la palabra griega que significa granizo; la obsidiana, que, como la analcima y el granate, tiene una forma icositetraédrica perfecta.* * *
Ya se volviera totalmente inanimada o no, tenía que encontrar un lugar donde permanecer al aire libre antes de que se quedara inmóvil. Visitó plazas de la ciudad y se apostó experimentalmente junto a las fuentes o a la entrada de las grutas. Había leído sobre la agreste soledad de los cementerios del siglo XIX, y se le ocurrió que en un sitio así, entre ángeles llorosos y querubines afligidos, podría hallar un tranquilo lugar de reposo. Así que partió a pie, enfundada en capucha y botas, con su nuevo paso infatigable y balanceante, cada articulación de mármol rodando en su cavidad de mármol. Era un día gris de finales del invierno, y las ráfagas de viento arrastraban unas motas que eran mezcla de lluvia y nieve. Inés franqueó la puerta de hierro forjado de un alto muro.Lo que vio fue una ciudad chata de piedra, morada tras morada bajo ondulantes montículos de tierra, señaladas por piedras planas, piedras erguidas, piedras inclinadas, piedras caídas, manchadas con hollín, con excrementos, con verdín, desmoronadas, esculpidas, que se repetían hasta el infinito. Recorrió los silenciosos senderos, que pasaban ante tejos goteantes, abedules desprovistos de hojas y laureles moteados, buscando mujeres de piedra. Allí estaban, de pie —o a veces tendidas— sobre la fértil tierra. Había muchas, pero se parecían entre sí con una similitud que iba más allá de un aire de familia. Había damas angélicas llenas de dulce pesar, con un brazo apuntando a lo alto, el otro vuelto hacia el suelo para esparcir una lluvia inmóvil de flores de piedra. Había regordetes querubines, vestidos con una simple túnica bordada que dejaba al descubierto las regordetas rodillas, y también sostenían marchitas flores. Algún ajetreado marmolista las había creado por encargo, una tras otra, con los labios dulcemente curvados o las mejillas llenas, trucos habituales del oficio. No había otros seres vivos en aquel lugar, aunque sí había una enorme cantidad de vida orgánica repleta de energía: largas zarzas serpenteantes se introducían entre las piedras buscando la luz del sol, lápidas y ángeles por igual cubiertos por una espesa capa de hiedra, brillando bajo el viento y la lluvia mientras las hojas se agitaban suavemente. Inés observó las múltiples personas de piedra. Algunas habían perdido las manos y alzaban sus muñones en el aire gris. Éstas resultaban menos sobrecogedoras que las que estaban volviendo a su origen informe y tenían puños que parecían carcomidos por la lepra. Alguien había cercenado la cabeza de varios querubines —recientemente, pues los bordes del corte aún tenían un blanco uniforme—. Las pétreas representaciones de cosas leves y ondulantes —alas plumadas, flores y pétalos— llenaron de desasosiego a Inés, porque eran inertes y pesadas, se veían atraídas hacia la tierra y lo que había bajo ella.Una o dos veces vio cosas que le recordaban su propia condición. Un brillo dorado en los mosaicos taraceados que cubrían una tumba, cuya inscripción se había borrado por completo. Un sarcófago de tamaño humano apoyado en columnas, revestido en plomo, sembrado de bulbos primaverales y —pensó— casi con certeza antiguo y pagano, pues estaba rodeado de un grupo de ancianos sin ojos vestidos con túnicas etruscas, cada uno en un nicho flanqueado por columnas. Los rasgos de los rostros se habían desdibujado, pero el material que los constituía —¿alguna clase de mármol rosado?— había aflorado en facetas y escamas que destellaban en la penumbra como las superficies de su propio cuerpo.Podía colocarse cerca de ellas, pensó, pero la disuadió de su idea el aspecto de las vecinas, un grupo de virtudes teológicas, Fe, Esperanza y Caridad, unas mujeres sin vida de sonrisa afectada que aferraban una cruz de piedra, un ancla de piedra y un niño de piedra desvalido y gordezuelo. No tenían nada que ver con una mujer hecha de roca volcánica y piedras semipreciosas, que necesitaba un refugio para su fin. No, eso no era verdad. No tenían nada que ver con ella porque la atemorizaban. No quería estar de pie, inmóvil, entre ellas. Empezó a imaginar una semi-vida indefinida, con la misma apariencia que ellas pero mirando con unos ojos capaces de ver. Aceleró el paso.Junto al borde de un vasto campo de lápidas, rodeada por un muro erizado de pinchos, había una zona de arbustos con estrechos senderos y unos pocos bancos de piedra y cajones de mantillo. Cuando se metió entre las matas, oyó un ruido, el golpe de un martillo contra la piedra. Se detuvo. Volvió a oír el ruido. Pensando que sorprendería a un vándalo, giró en un recodo y se encontró con un grupo de cobertizos rudimentarios y un montón de escombros.Uno de los cobertizos era un largo refugio abierto, con paredes de madera y techo de tejas. Dentro había una mesa de caballete y, detrás de ella, un hombre trabajaba con un martillo de picapedrero y un cincel. Era un hombre alto y musculoso, con una barba dorada rizada, la piel curtida y unas manos enormes. A su espalda se apiñaba un grupo de mujeres de piedra en diversos estados de deterioro, sin labios, sin dedos, manchadas de verdín, tiznadas con hollín. Había también una pila de urnas y los restos de una o dos rocas artificiales esculpidas que alguna vez habían servido de base de distintos objetos simbólicos. El hombre hizo un gesto como para ocultar lo que estaba haciendo, lo cual, dado el brillo lechoso del mármol, parecía ser una obra nueva, más que una restauración.Inés se acercó furtivamente. Casi había renunciado a hablar, porque su voz chirriaba y silbaba de un modo extraño en su petrificada laringe. Hacía sus compras mediante gestos, como si fuera una mujer oriental con túnica y velo, demasiado tímida, o lingüísticamente inepta, para pedir las cosas por su nombre. El marmolista levantó la vista hacia ella, la bajó luego hacia su trabajo e hizo con cuidado un par de mellas en la piedra. Inés sintió los secos golpes en su propio cuerpo. Él la miró. Ella susurró —aún podía susurrar de un modo normal— que le gustaría ver lo que estaba haciendo. Él se encogió de hombros y se hizo a un lado para que ella pudiera mirar. Lo que vio fue un niño de miembros flexibles tendido sobre un gran cojín tallado, con los brazos abiertos, las piernas extendidas en un ángulo extraño, los cabellos apelmazados sobre la tersa frente, los ojos cerrados por el sueño. No, no era por el sueño, vio Inés. El niño era un niño muerto, con los miembros laxos por la muerte. Como estaba muerto, su forma daba a entender dolorosamente que antes había estado con vida. El conjunto tenía un aspecto borroso, porque no se habían definido los ángulos y redondeces finales. Carecía de ombligo, el pequeño vientre era rugoso. Inés dijo lo que cruzó por su mente de piedra:—Nadie querrá esto en ningún monumento. Está muerto.El marmolista no contestó. Inés insistió:—En sus lápidas escriben que se durmió tal día, o que está dormido. Éste no está durmiendo.—Lo hago para mí —dijo él—. Me dedico a hacer reparaciones aquí, para ganarme la vida. Pero también hago mi propio trabajo.Tenía una voz potente y cálida.—¿Está buscando la tumba de alguien en particular? —preguntó—. ¿O es una visita...?Inés rió. Fue un sonido guijarroso.—No —repuso—, busco un lugar para mi último reposo. Tengo problemas.Él le ofreció una silla, que ella rechazó, y una taza de café de un termo, que ella aceptó pese a que no tenía sed, para lubricar la voz y tener una excusa para demorarse. Inés susurró que le gustaría ver más obras suyas, de las propias.—Me interesan los trabajos en piedra —dijo—. Quizá podría hacerme usted un monumento.A modo de respuesta, él sacó de debajo del banco varios objetos envueltos, una pesada esfera, una pirámide, una bolsa con pequeños objetos repiqueteantes. Con movimientos muy lentos y cuidadosos depositó frente a ella la cabeza de un ángel de piedra, un túmulo esculpido, una colección de manos y pies, grandes y chicos. Todas las piezas eran en su origen esculturas funerarias típicas del lugar. Él las había decorado y embellecido con formas de vida que eran ajenas y contradictorias, y no obstante parte de ellas. Dedos de las manos y los pies convertidos en prismas y serpientes, minúsculas caras asomadas entre los dedos, cuerpecillos de ratón o de tití aferrados a las uñas de los pies o enroscados alrededor de las muñecas como dragones célticos. En el túmulo —macizo como el resto, visto de lejos— pululaban criaturas marinas en cuyo vientre anidaban otras criaturas marinas, cuya cara asomaba desde la concha de una ostra o desde una caja torácica esculpida, y no eran caras humanas ni inhumanas. Y el rostro del ángel de piedra muerto estaba formado por una masa redonda de rostros superpuestos, en bajorrelieve y en frisos, caras que compartían ojos y perfiles, bocas que alimentaban a dos observadores divergentes con cuatro ojos y serpientes por cabellos.—No se me permite apropiarme de cosas que pertenecen a este lugar —dijo él—. Pero cojo las extraviadas, las que están sueltas y no tienen un lugar preciso, y busco la vida que hay en ellas.—Como Pigmalión.—Yo no diría tanto. ¿Le gustan?—«Gustar» no es la palabra apropiada. Están vivas.Él rió.—Las piedras están vivas allí de donde vengo.—¿Dónde es eso? —susurró ella.—Soy islandés. Trabajo aquí en invierno, y vuelvo a casa en verano, cuando las noches son luminosas. Muestro mi trabajo, mi propio trabajo, en Islandia en verano.Inés se preguntó sin demasiado interés dónde estaría ella cuando él estuviera en Islandia en verano.—Si le parece bien, le daré algo. Una pieza pequeña. Y, si le gusta vivir con ella, quizá le haga ese monumento.Le tendió una pequeña mano esculpida que contenía un basilisco y dos conchas de molusco. Cuando ella la cogió, la pieza tintineó, piedra contra piedra, contra la punta de sus torpes dedos. Él oyó el sonido, y la aferró por la nudosa muñeca a través de sus ropas.—Tengo que irme —dijo ella en un susurro.—No, espere, espere —dijo él.Pero ella se desasió y se marchó a toda prisa en medio de la creciente oscuridad, en dirección a la puerta de hierro.* * *
Esa noche Inés comprendió que tal vez se había equivocado acerca de su destino inmediato. Dejó la mano de piedra sobre su escritorio y fue a la cocina a prepararse pan con queso. Temblaba por el esfuerzo y la emoción, por miedo a un encierro de piedra y por una confusa inquietud respecto al islandés. La cuchilla del pan resbaló cuando ella bregaba para cortar el tierno pan de molde, y le hizo un tajo en la mano de piedra, entre el pulgar y el índice. Sintió dolor, cosa que la sorprendió, y vio el chorro de sangre caliente que manaba de la herida, cuya profundidad era incapaz de apreciar. Observó el espeso líquido rojo que le corría por el dorso de la mano y goteaba en el pan, en la mesa. Era de un color dorado rojizo y formaba largos regueros vidriosos, y allí donde tocaba el pan, el pan echaba humo, y allí donde tocaba la mesa, el líquido siseaba, humeaba y abría un ardiente orificio en la madera para luego gotear, ya de un rojo más apagado, en el suelo de plástico, donde dejaba círculos chamuscados y ampollas de color ámbar. Sus venas estaban llenas de lava fundida. Apagó los minúsculos fuegos y echó a la basura el pan quemado. Pensó: «No voy a quedarme bajo la lluvia y cubrirme de musgo. Tal vez entre en erupción. No sé cómo ocurrirá». Con la cuchilla del pan en la mano, contempló las rugosas estrías que su sangre había cavado en el acero. Sintió pánico. Por fantástico que fuera, convertirse en piedra era una metáfora de la muerte. ¿Pero convertirse en lava fundida y contener un horno en su interior?* * *
Al día siguiente volvió al cementerio. Su tintineante corazón se aceleró cuando oyó el golpe del martillo contra la piedra, cuando se internó entre los matorrales. Era un día invernal de un azul claro, y unos nubarrones de peltre se agolpaban en el cielo. Allí estaba el islandés, haciendo girar en su mano una resplandeciente esfera que observaba con los ojos entrecerrados. Hizo un gesto de saludo con la cabeza al verla.—Quiero mostrarle algo —dijo Inés.Él alzó la mirada. Ella prosiguió:—Si alguien puede soportar mirarlo, ése es usted.Él asintió.Ella empezó a liberarse de sus sujeciones, bajó cremalleras, desanudó la capucha atada bajo la barbilla, sacudió la cabellera cristalina y musical, extrajo los brazos monumentales de las holgadas mangas. Él observaba con atención. Ella se despojó de la camisa y el pantalón de chándal, las zapatillas y la camiseta, las bragas de seda de su madre. Quedó frente a él en todo su mosaico levemente resplandeciente, una forma humana que se desvanecía bajo afloramientos de sílice, con el contorno sugerido por venas de fluorita azul que desaparecían bajo capas de piedra pómez y ágata. Desde el fondo de sus cavernosas órbitas miró con ojos de sal al hombre, cuyos ojos azules observaban su pasmosa transformación.—¿Alguna vez había visto algo así? —dijo ella con voz ronca.—Nunca —dijo él—. Nunca.Inés sintió un líquido caliente que le subía a los ojos y repiqueteaba en gotas nacaradas sobre sus mejillas de hematita roja.Él la miraba fijamente. «Es un hombre», pensó ella, «y me ve tal como soy, un monstruo».—Hermoso —dijo él—. Natural, no fabricado.—Me dijo que en su país las piedras estaban vivas. Pensé que usted podría entender lo que me ha sucedido. No necesito un monumento. Me he convertido en uno.—He oído hablar de cosas así. Islandia es un país donde somos muy pragmáticos acerca de las cosas extrañas. Sabemos que hay un mundo de seres invisibles que existe dentro del nuestro y alrededor de él. Hacemos puertas en las rocas para que los duendes puedan entrar y salir. Pero, así como hay seres vivos sin materia sólida, sabemos que las rocas y las piedras tienen su propia energía. Islandia es una región joven, una región en transformación. En nuestro país el manto de la tierra se forma a gran velocidad por la ebullición de los géiseres, la erupción de lava y el avance de los glaciares. Vivimos como los líquenes, aferrados a piedras erguidas, piedras movedizas, piedras oscilantes, piedras traqueteantes y piedras voladoras. Nuestras leyendas están llenas de mujeres de piedra que se mueven a zancadas. Por lo general no hemos renunciado a la esperanza de verlas. Pero yo no esperaba encontrar una aquí, en este lugar muerto.Ella le dijo que había supuesto que estar petrificada era no tener movilidad. Buscaba un lugar de reposo final, le dijo. Le habló del chorro de lava de su mano y le mostró la oscura cicatriz, ribeteada de una escarcha de nuevos cristales.—Ahora creo que es a Islandia adonde debería ir, para encontrar algún lugar donde... quedarme, o permanecer.—Espera a la primavera —dijo él—, y yo te llevaré. En invierno tenemos noches sin fin, y tormentas de nieve, y las carreteras son intransitables. En verano tenemos, por corto tiempo, días sin fin. Paso los inviernos aquí y los veranos en mi país, haciendo escaladas y excursionismo.—Tal vez todo haya acabado... Tal vez haya llegado mi final antes de la primavera.—No lo creo. Pero estaremos atentos. Vuélvete y déjame ver tu espalda. Es increíblemente hermosa, y sus elementos no son constantes.—Tengo la impresión de que... la corteza se espesa sin cesar.—Cada centímetro es una fuente de inspiración para un escultor —dijo él.* * *
Él dijo que se llamaba Thorsteinn Hallmundursson. No podía apartar los ojos de ella, aunque sus modales eran siempre corteses y delicados. A lo largo del invierno y del comienzo de la primavera forjaron una amistad.Inés permitió que Thorsteinn estudiara sus crestas y hendiduras. Él la tocaba suavemente con sus dedos carnosos, y ella sentía que la electricidad corría por sus venas. Él le enseñó muestras de nuevas piedras cuando éstas afloraban en su cuerpo. Las dos que más le gustaban a Inés eran la labradorita y el cuarzo lechoso. La labradorita es de color azul fosco, negro suave, llena de luces relucientes azul grisáceo, oro y plata, como la aurora boreal engastada en un material duro. En el cuarzo lechoso, un cristal oscuro encierra otros cristales oscuros que crecen en diferentes ángulos en sus transparentes profundidades. Thorsteinn picaba y pulía para sacar a la luz los reflejos y los ángulos, y al fin, cuando Inés ya confiaba plenamente en él, ella disfrutaba permitiéndole decorar sus nudosos dedos, alisar la superficie de sus espinillas, revelar el brillo oculto bajo la pulida piel de sus pechos. Ella le tomó gusto al sashi, al yodo de las algas y al sabor salado del pescado crudo, así que llevaba al refugio paquetitos de estas cosas, y Thorsteinn le daba a beber unos sorbos de whisky Laphroaig, con aroma a turba, de una petaca que guardaba en su holgado abrigo de piel de carnero. Inés no llegó a entusiasmarse con el cementerio, pero la familiaridad hizo que lo mirara con otros ojos.Era un cementerio urbano, sobre el que habían caído dos siglos de hollín. Aunque las ciudades son ahora el refugio de criaturas salvajes envenenadas o privadas de alimento en el campo, las formas de vida que habitaban entre las lápidas, aunque rollizas, carecían de variedad. Todos los días las rollizas palomas se reunían sobre el techo del refugio de Thorsteinn, y captaban la pálida luz del sol en sus bruñidas plumas, gris topo, gris tórtola, gris foca. Todos los días las rollizas ardillas, muy ajetreadas, saltaban torpemente de arbusto en arbusto, con la cola y la cabeza grises teñidas de jengibre, aferrándose con sus pequeñas y fuertes garras. Había urracas y cuervos que se pavoneaban. Había un musgo espeso y brillante que avanzaba a gran velocidad (para ser musgo) sobre las lápidas y sus nombres grabados. Thorsteinn dijo que no le gustaba quitarlo, era hermoso. Inés comentó que había notado que allí había pocos líquenes, y Thorsteinn dijo que los líquenes sólo crecían en el aire puro; la contaminación los destruía rápidamente. En Islandia le mostraría musgo y líquenes como ella nunca se había imaginado. A lo largo del invierno en la ciudad, mientras caía una lluvia fría y la corteza del cementerio se helaba y crujía y se hundía en charcos de lodo, él le relató historias de un paisaje sin árboles habitado por seres inhumanos, duendes ingrávidos y risueños, gnomos gigantes de manos y pies torpes. La propia corteza de Inés se volvió más gruesa y escabrosa. Tuvo que aprender a hablar otra vez, con una combinación de silbidos, chasquidos y gestos individuales que quizá nadie más que el islandés habría sido capaz de entender.* * *
El invierno dio paso a la primavera, las hojas muertas se oscurecieron con la lluvia, la hierba despuntó entre ellas, luego los azafranes y las campanillas, seguidos por una eclosión de campánulas azules y un tapiz incontrolable de celidonias, flores de un dorado claro con hojas de un verde apagado que lo cubrían todo: lápidas y senderos de grava, lascas de mármol verde botella sobre las tumbas recién cavadas, el montón de escombros de Thorsteinn. Duraron breve tiempo, y entonces el dorado pasó a ser plata, y el plata se volvió blanco, transparente, un fugaz encaje fantasmal de finas venas, y luego un mohoso mantillo poblado de zarcillos invasores y de los cremosos nudos de los rizomas.La muerte de las celidonias pareció ser la señal de partida. Habían discutido largamente cómo hacerlo. Inés había supuesto que volarían hasta Reikiavik, pero cuando reflexionó sobre tal viaje vio que era imposible. No sólo no podría doblar su nuevo cuerpo en el reducido espacio de un asiento envolvente de lona, que probablemente no soportaría su peso, sino que nunca lograría pasar por los controles de seguridad del aeropuerto. ¿Cómo reaccionaría una máquina ante los minerales y pepitas esparcidos en su interior? Si le pedían que se retirara la capucha, el personal del aeropuerto huiría gritando. O le dispararían. No sabía si ahora una bala podía matarla.Thorsteinn dijo que podían viajar por mar. Desde Escocia a Bergen, en Noruega, y desde Bergen a Seydhisfjördhur, al este de Islandia. Serían siete días en el océano.* * *
Reservaron un pasaje en un pequeño buque mercante que tenía cuatro camarotes para pasajeros, y una tripulación taciturna. Hicieron escala en las islas Feroe y luego salieron al Atlántico, entre altas paredes rocosas, sin orilla, sin olas rompiendo contra la base. En el oleaje del Atlántico, el barco se abría camino entre los altos muros verdes y blancos del agua en movimiento, en medio de una tenue rociada salina. El cielo cambiaba continuamente, ópalo y gris acero, verde hierba y carmesí, azul pizarra y negro aterciopelado, salpicado de brillantes estrellas. Thorsteinn e Inés permanecían en cubierta todo el tiempo que podían, y miraban hacia delante. Inés no miraba hacia atrás. Saboreaba la sal con la lengua de venas negras, y pensaba en la mujer bíblica que se había convertido en una estatua de sal por mirar hacia atrás. Ella no era una estatua. Ella se balanceaba y se agitaba como el mar. Cuando meditaba en su vida pasada, ésta aparecía confusa en su nueva mente, como telarañas. Su madre era ahora para ella polvo flotando en el aire, motas de polvo de hueso que se posaban en las flores de espuma del arroyo en que las había esparcido. Apenas conseguía recordar sus apacibles comidas juntas, la agudeza mordaz de las observaciones de su madre, el resplandor de las llamas en los carbones de cerámica de la estufa de gas de la chimenea.Abría sus gruesos ropajes a las ráfagas de viento y lluvia. Se había adaptado fácilmente al balanceo y no sufría ningún mareo. Thorsteinn recorría la cubierta a su lado como un león o un caballo de guerra, sonriendo a través de la barba.Inés estaba interesada en la carne humana del islandés. Descubrió en ella un deseo incipiente de darle un mordisco, en la mejilla o en el cuello, movida por una mezcla de afecto y de curiosidad por ver a qué se parecería la sensación. Resistió el impulso con bastante facilidad, aunque se lamía los dientes: incisivos de sílex afilados como una cuchilla, siniestras muelas de granito. Tenía pensamientos humanos y pensamientos de piedra. Estos últimos eran lentos, con colores y texturas irregulares, extremos, a la vez calientes y fríos. No tenían traducción al inglés ni a ninguna otra lengua que conociera: eran cosas que se acumulaban, sólidamente, entrechocaban, se amontonaban y se deslizaban.Thorsteinn, como todos los islandeses, se fue animando cada vez más a medida que se aproximaban a su isla. Contó historias de los primeros pobladores, incluido San Brandan, que había navegado hasta allí en el siglo V, surcando las aguas del océano en una barquilla de cuero, y había sido rechazado por un gigantesco ser peludo armado con unas tenazas y una masa ardiente de escoria incandescente, que arrojaba a los monjes en retirada. San Brandan creyó que había llegado a Ultima Thule; el volcán, el monte Hekla, era la entrada al infierno y el fin del mundo. Los vikingos habían llegado en el siglo IX. Thorsteinn, de pie en cubierta junto a Inés por la noche, se quedó pasmado al descubrir que el dorso de sus manos estaba hecho de cordierita, cristales de un azul grisáceo mezclado con un color arenoso, un mineral basto y mediocre pero que, sostenido en cierto ángulo, revelaba facetas que parecían relucientes escamas de dragón. Los vikingos, le explicó, habían hecho uso de este particular modo de polarizar la luz para navegar en la oscuridad, guiándose por la Estrella Polar y la Luna. Hizo que Inés girara sus pesadas manos, que centellearon y parpadearon en la noche, mientras las gotas de agua brillaban sobre las maromas y en las volutas de la estela del buque.La primera visión que Inés tuvo de Islandia fueron los peligrosos picos dentados de los fiordos orientales. Thorsteinn y ella se apretujaron en un coche alto y sólido que más parecía un camión, y emprendieron viaje hacia el sur, siguiendo la escarpada costa, a lo largo de antiguos valles volcánicos esculpidos muy lentamente por los glaciares de la Edad de Hielo. Estaban —literalmente— bajo la influencia del gran glaciar, Vatnajókull, el mayor de Europa, dijo Thorsteinn, sentado tranquilamente al volante. Espesos ríos marrones se precipitaban por las grietas hasta desembocar en los valles, arrastrando material aluvial. Vislumbraban el brillo de las aguas desde los pasos de montaña, y luego, cuando llegaron a las llanas tierras del sur, vieron las primeras lenguas glaciares penetrando en las llanuras, blancas y relucientes sobre los pantanos verdes y bajo el cielo azul. Thorsteinn alternaba entre un silencio persistente y una especie de recitación que semejaba un ensalmo, la cual versaba sobre historia, geografía, el tiempo anterior a la historia, los mitos. Su país le pareció viejo a Inés, cuando lo vio por primera vez, un caos primigenio de hielo, légamo, arena negra y lodo dorado. Las historias del islandés se remontaban fácilmente al primero y segundo siglo o a la Edad Media, como si fueran del día anterior, y sus propios antepasados figuraban en relatos de enemistades y destierros, como si fueran tíos y parientes que se hubieran sentado a comer con él un año atrás. Y, no obstante, lo sorprendente, lo decisivo acerca de ese paisaje era que geológicamente era nuevo. Poseía la turbulencia de una corteza terrestre inestable, joven y llena de energía. Toda la costa sur de Islandia está aún en proceso de transformación —en una década, en el abrir y cerrar de ojos de un año— por efecto de erupciones volcánicas que vierten magma incandescente desde la cumbre de las montañas, o lanzan lava hirviendo a través de la espesa capa de hielo. Éste es un campo reciente de lava, dijo Thorsteinn cuando llegaron al Skaftáhraun, causado por la erupción del Lakagígar en 1783, que duró un año y mató a más de la mitad de la población y más de la mitad del ganado. Inés miró impasible los montículos de fina arena negra, y sintió que el líquido incandescente bullía ligeramente, en su vientre, en sus pulmones.Siguieron su camino por la extensa llanura negra de Myrdalssandur. Esto, dijo Thorsteinn, es obra del volcán Katla, que hizo erupción bajo un glaciar, el Myrdalsjökull. Hay una gnoma relacionada con este volcán, le explicó. Se llamaba Katla, que es el femenino de ketill, caldera, y se decía que había escondido una caldera de oro fundido que los humanos sólo podían ver un único día del año. Pero todos aquellos que partieron en su busca se vieron perturbados por falsas visiones y extraños espectáculos —caseríos incendiados, ganado exterminado—, y el pánico les hizo abandonar la búsqueda. Katla tenía unos calzones mágicos que la convertían en una corredora veloz que brincaba ágilmente de peñasco en peñasco, y descendía por los pedregales de la ladera como si fuese humo. Según se decía, los calzones estaban hechos con piel humana. Un joven pastor se apoderó de ellos una vez, para que lo ayudaran a recuperar sus ovejas, y Katla lo atrapó, lo mató, lo descuartizó y escondió sus restos en un tonel de suero de leche. Lo encontraron, por supuesto, al ir a beber el suero, y Katla huyó, corriendo tan rápido como las nubes llevadas por el viento, alcanzó el Myrdalsjokull, y nunca se la volvió a ver.¿Era una mujer de piedra?, preguntó Inés. Sus pensamientos de piedra rumiaban ruidosamente la idea de los miembros pesados vueltos ligeros por una piel prestada. Su propia piel humana se estaba desconchando, como la piel que serpientes y lagartos frotan contra piedras y ramas, con lo que dejan al descubierto el brillante lustre oculto debajo. Ella se la arrancaba con dedos de cristal, rascando la materia muerta acumulada en las grietas de los codos, las rodillas y su inexistente ombligo.Thorsteinn dijo que no se hacía mención de que fuera de piedra. Había gnomos en Islandia que se convertían en piedra, como los gnomos noruegos, si les daba el sol. Pero de ningún modo eran todos así. Había gnomos, explicó, que dormían durante centurias entre las piedras del desierto, o en el lecho de los ríos, y volvían a la vida con un terremoto o una erupción. Había gnomos humanos, que sólo se distinguían de granjeros y pescadores por su enorme tamaño.—Personalmente —dijo Thorsteinn— no creo que seas una gnoma. Creo que eres una metamorfosis.* * *
Llegaron a Reikiavik, el puerto humeante. Inés se sentía intranquila en la ciudad, aun cuando ésta fuera pequeña. Encapuchada y totalmente cubierta, caminaba detrás de Thorsteinn, que le mostraba el puerto. Algo estaba por ocurrir, y no iba a ser allí, no entre humanos. Nuevos pensamientos resonaban entre sus oídos de mármol. Thorsteinn entró en numerosas tiendas de materiales para barcos y para artistas, mientras su desmañada protegida permanecía entre las sombras y emitía una especie de siseo. Inés preguntó adonde irían y, como si ella hubiera tenido que leerle el pensamiento, él dijo que irían a su casa de verano, donde él trabajaría.—¿Y yo? —dijo ella, con un retumbo.Thorsteinn la miró de hito en hito, sin sonreír, evaluándola.—No lo sé —dijo al fin—. Ni tú ni yo podemos saberlo. Voy a llevarte a donde se sabe que hay criaturas... no humanas. Puede ser algo bueno o malo. Soy escultor, no vidente, ¿cómo podría saberlo? Lo que espero es que me permitas dejar constancia de ti. Hacer obras que muestren lo que eres. Pues tal vez nunca vuelva a ver algo igual.Ella sonrió, dejando al descubierto todos los dientes en las sombras de la capucha.—De acuerdo —dijo.* * *
Dejaron Reikiavik y se dirigieron al oeste por la carretera de circunvalación. Vieron maravillas: vapor que brotaba de las laderas de las montañas, agua azul caliente burbujeando en vasijas de piedra en la tierra, la liviana piedra pómez color hollín, la mole negra del Hekla, encapuchado y violento. Thorsteinn comentó como al descuido que había entrado en erupción en 1991 y que aún seguía inusitadamente activo, bajo la tierra y bajo el hielo. Se dirigían al valle de Thorsmork, el bosque de Thor, que se extiende, inaccesible, entre tres glaciares, dos ríos profundos y una cadena de oscuras montañas. Cruzaron torrentes y siguieron trabajosamente el camino de tierra. No había otros seres humanos, pero los campos estaban cubiertos de flores silvestres, y los pájaros cantaban en los abedules y los sauces. Ahora es verano, dijo Thorsteinn. En invierno no se puede llegar hasta aquí. Los ríos son infranqueables. Es imposible mantenerse en pie contra el viento.La casa de verano de Thorsteinn no era muy diferente de su refugio en el cementerio, aunque probablemente la influencia había actuado en sentido contrario. Se alzaba en la ladera de una colina y tenía paredes y techo de turba, así como un cobertizo exterior, también con techo de turba, donde se encontraba su larga mesa de trabajo. La casa estaba precariamente amueblada: había dos macizas camas de madera, un fregadero de piedra con agua de manantial, que llegaba desde la ladera de la montaña por una cañería, una mesa, sillas, un armario de madera. Y una chimenea, con una estufa. Cuando el día era despejado, se divisaba un vasto valle y un turbulento río glaciar y, más allá, los oscuros picos de las montañas y el distante resplandor del glaciar. La herbosa superficie que se extendía frente a la casa era una mezcla de un caos de pedruscos con un círculo de piedras construido a medias. Inés se percató de que todas las piedras, desde las enormes rocas del tamaño de una vaca a las agrupaciones de guijarros y los pedruscos pulidos, eran obras en curso, u obras potenciales, o bien obras momentáneamente terminadas. Estaban a la vez talladas y decoradas. Una cara descubierta se asomaba por debajo de la cobertura de un saliente, con un ojo, colmillos y mirada lasciva. Un pedrusco mostraba un par de pechos jóvenes perfectamente pulidos, que brillaban en el interior de sendos círculos de líquenes dorados. Grietas hechas por el hielo, canales excavados por el agua, laberintos con las raíces crecidas y retorcidas estaban coloreados con rosa y oro brillantes, y resplandecían cuando la luz incidía en ellos. Nidos de huevos hechos con piedra pómez color hollín, o suave thulita, estaban habitados por gusanos de cristal y víboras serpentinas.El escultor contaba con la tierra y el clima como asistentes o controladores de su trabajo. Una encorvada mujer de piedra tenía un fantástico jardín de brillante musgo que caía desde su regazo y le cubría los muslos. Un monolito vertical se hallaba maravillosamente decorado con los frutos lirelinos de los «líquenes escribientes». Al examinarlo más de cerca, Inés vio que había joyas puestas en las grietas, y afilados alfileres que semejaban fíbulas medievales clavados en orificios de la piedra. Una piedra enana tenía minúsculas manos doradas cinceladas allí donde cabría esperar que estuvieran las orejas.Thorsteinn dijo que le gustaba —en verano— añadir a las perdurables piedras un trabajo que imitara y reflejara la fantástica sucesión de condiciones climáticas de la región. Suspendía ingeniosas estructuras de cuerdas de plástico, hojas de plástico con burbujas, láminas de poliuretano, para representar el hielo, los aguaceros, el burbujeo de los géiseres y los baños de lodo. Hacía arcos iris con tiras de vidrio, que curvaba sobre sus criaturas para captar la brillante luz azul en la acerada luz de la tormenta, y el brillo húmedo del manto de nubes en sus reflejos.Había muchos arcos iris reales. En un mismo día podían sucederse diversas condiciones climáticas: sol radiante, amenaza de tormenta, nieve, grandes remolinos y ráfagas de viento tan violento que un hombre era incapaz de mantenerse en pie, si bien la mujer de piedra disfrutaba resistiendo el embate del turbulento aire como un surfista que cabalga las olas, cuando el propio Thorsteinn se veía forzado a buscar refugio. Había flores al comienzo del corto verano: saxífragas y uñas de gato, hierba sanjuanera y una profusión de doradas angélicas. Salían a pasear por las suaves alfombras grises de Cetraria islándica, conocido como el liquen de Islandia. Alimento para los renos, alimento humano, posible cura para el cáncer, dijo Thorsteinn.En el curso de una cena junto al fuego consistente en cordero ahumado y huevos revueltos, le preguntó a Inés, bastante ceremoniosamente, si accedería a posar para él. La noche nórdica era clara; el rostro del islandés resplandecía bajo el sol de medianoche, su barba rebosaba de reflejos dorados, plateados, de un rojizo brillante. Ella no se había mirado desde que habían partido de Inglaterra. No había llevado un espejo, y las paredes de la casa de Thorsteinn carecían de superficies reflectantes, aunque en el taller había sacos de mosaicos de vidrio. Le dijo que no sabía si aún difería de las piedras que él coleccionaba y decoraba con tanto tacto, de un modo tan espectacular. Tal vez no debería retratarla, sino decorarla, esculpirla, cuando... Cuando lo que estaba ocurriendo, fuese lo que fuese, llegara a su fin, pensó sin decirlo, porque no era capaz de concebir ese fin. Desgarró el sabroso cordero con sus afilados dientes. Tenía una necesidad irresistible de carne, pero no lo reconocía. Trituró las fibras con la moledora de sus mandíbulas. Dijo que se sentiría feliz de hacer lo que estuviera en sus manos.Thorsteinn dijo que ella era realmente lo que él sólo había conocido en su imaginación. Toda mi vida he hecho cosas referidas a la metamorfosis. Metamorfosis lentas, según los cánones humanos. Extremadamente rápidas según los cánones de la tierra que habitamos. Tú eres una metamorfosis andante, algo que un hombre no ve más que en sueños. Alzó su vaso de vino en dirección a ella. Yo también he cambiado por completo por obra de tus cambios, añadió. Quiero dejar constancia de esto. Ella dijo que se sentiría muy honrada, y era sincera.* * *
También el tiempo era paradójico en Islandia. El verano era un fugaz oasis de luz y claridad en medio de un velo de densos vapores y glaciales agujas de hielo flotando en el aire. Pero, dentro del oasis del verano, la luz del sol era perpetua, no había ocasos, sólo los cambios sin fin del color del cielo, moteado como una trucha, aborregado, turquesa, zafiro, verde amarillento, rojo brillante translúcido y, cuando el otoño desplegaba sus tumultuosos dedos, teñido por los danzantes velos de la aurora boreal. Thorsteinn trabajó todo el verano a su propio ritmo, que era pertinaz y simple —larguísimas horas— y rápido, como una cascada o una corriente de aire. Inés se sentaba en un banco de piedra, y de vez en cuando hacía pequeñas tareas domésticas con torpes dedos pétreos: liberaba unos pocos guisantes de sus vainas, lavaba unas patatas, batía un cuenco de huevos. Intentó leer, pero sus nuevos ojos no conseguían encontrar más sentido a las letras negras que bailaban ante ella que a las arañas y hormigas que corrían alrededor de sus pies o trepaban por sus insensibles tobillos. Prefería quedarse de pie, la verdad. Inclinarse le resultaba cada vez más difícil. Así que permanecía de pie y contemplaba la ladera de la colina y la distante lengua del glaciar. Algunos días charlaban mientras él trabajaba. En ocasiones no decían nada durante dos días seguidos.Thorsteinn hizo numerosos dibujos de su rostro, de sus dedos, de toda su escabrosa forma. Realizó pequeñas figuras de arcilla, y otras de mayor tamaño, hechas a toda prisa con piedras, fragmentos de vidrio y hebras de cosas que representaban el tiempo, y que el tiempo alteraba enseguida. Hizo guirnaldas de flores silvestres, que se secaban en el aire y que el viento arrancaba. Se acercaba a ella y escrutaba desapasionadamente los bloques de cristal de sus ojos, que reflejaban la luz roja del sol de medianoche. Ella empezó a hacer incursiones a solas por los alrededores, cada vez más frecuentes. Cuando volvía de una de ellas vio desde una gran distancia una piedra vertical trabajada por él, y vio que, debajo de su fantástica corteza, debajo de su andrajoso manto, se distinguía el contorno de una hermosa mujer, una mujer con un rostro cincelado y atento, que miraba hacia lo alto y a lo lejos. Toda semejanza humana se desvaneció al aproximarse. Pensó que de verdad la había visto, y se sintió feliz por ello. Vio que ella existía, allí dentro.Pero cada vez le resultaba más difícil verlo a él. Empezó a parecer borroso y desenfocado, no sólo cuando sus humanos ojos azules escudriñaban los cristalinos de ella, y su barba se desplegaba en una nube dorada alrededor del disco de su cara. Él se estaba volviendo insustancial. Daba la impresión de que su cuerpo sólido no era más que una forma constituida por vapor de agua. Inés tenía que hacer pantalla junto al oído con su palma de basalto para oír su estentórea voz, que sonaba como un murmullo de saltamontes. Por la noche lo oía roncar en la cama de madera, y el sonido era indistinguible del borboteo del agua, o de las imprevisibles y molestas ráfagas de viento.Y al mismo tiempo veía —o casi veía— cosas que parecían apiñarse y gesticular justo más allá del límite de su campo visual, detrás de su cabeza, fuera del perímetro de su mirada. Desde la cubierta del barco había visto fugaces criaturas marinas. Brillantes delfines habían cruzado velozmente entre las largas agujas de aire atrapadas en los remolinos de la estela del buque. Voluminosas ballenas habían arqueado por un momento partes de su enorme cuerpo a través de las ondas de la superficie: la musculosa extensión de una cola hendida, el chorro despedido por un orificio que se contraía en una piel inimaginable. Fuimares boreales habían aparecido de súbito en el cielo mate y se habían lanzado en picado, rectos como espadas, para hender la superficie del agua, que se cerraba sobre ellos. Del mismo modo percibía Inés ahora un burbujeo terrestre y monstruos terrestres que se encogían hasta tomar forma en el aire y en las fosas cortadas a pico. Veloces manadas de criaturas de pies ligeros circulaban alrededor de la casa con el viento, y ella entrevió, percibió con algún nuevo sentido, que agitaban alargados brazos en una suerte de mímica o éxtasis elásticos. Piedras que ella observaba, mientras Thorsteinn trabajaba en sus imágenes, empezaban a ondular y a desplazarse, como lagópodos escoceses camuflados, moteados y manchados, en nidos de huevos camuflados, moteados y manchados, en un desierto de piedras moteadas y manchadas. Los líquenes parecían crecer a una velocidad apreciable a simple vista y formar anillos y espirales, con cabeza triangular de víbora. Los más nítidos de todos —casi visibles— eran los enormes danzantes, formas encorvadas que salían de la tierra y las rocas, se movían a gran velocidad pisando con fuerza, y hacían señas agitando sus poderosos brazos y chasqueando los dedos. Después de mucho mirar le pareció ver también que estas cosas, tanto las veloces como las portentosas, las ágiles como las imperturbables, caminaban y corrían como parásitos por la espalda de una bestia en movimiento, tan gigantesca que la cadena de montañas no era más que una arruga en su vasto pellejo, mientras el ser rebullía en sueños o se agitaba al despertar.En uno de sus parcos intercambios, le dijo a Thorsteinn:—Hay cosas vivas aquí que casi puedo ver, pero que no veo.—Quizá cuando puedas verlas —dijo él sosegadamente, garabateando con el carboncillo—, quizá entonces...—Estoy muy cansada la mayor parte del tiempo. Y, cuando no lo estoy, me siento llena de una energía... totalmente anormal.—¿Y eso es bueno?—Es alarmante.—Ya veremos.* * *
—Los humanos en Islandia ¿se convierten en gnomos? —inquirió ella otra vez, consciente de que había algo que la estaba observando y que oía el chirrido de su voz, aunque sin comprender, creía ella.—«Gnomos» es una palabra humana para designarlos —dijo Thorsteinn—. En islandés tenemos una palabra, tryllast, que significa volverse loco, desquiciarse. Como los gnomos, los troll. Siempre desde una perspectiva humana. La cual es una perspectiva un poco precaria en estas tierras.Hubo un largo silencio. Inés lo miraba a la cara mientras él trabajaba, y no conseguía enfocar los ojos que la estudiaban con tanto detenimiento: eran manchas borrosas de carbón, llenas de motas de polvo. En cambio, la ladera de la montaña estaba llena de ojos ribeteados por pestañas musgosas, que se abrían perezosamente y miraban a través de ella desde huecos abiertos en las piedras, que brillaban fugazmente en la luz para luego desvanecerse.Thorsteinn dijo:—Una de nuestras historias habla de un grupo de hombres pobres que salió a recoger líquenes para el invierno. Uno de ellos trepó más alto que los otros, y un peñasco que se alzaba ante él alargó de repente unos largos brazos de piedra, lo rodeó con ellos, lo levantó en vilo y se lo llevó ladera arriba. La historia dice que la piedra era una vieja gnoma. Sus compañeros se espantaron y corrieron de regreso a sus hogares. Al año siguiente volvieron allí y él fue a su encuentro, por la alfombra de musgo, y era gris como los líquenes. Le preguntaron si era feliz, y él no respondió. Le preguntaron en qué creía, si era cristiano, y él contestó vacilante que creía en Dios y en Jesús. Rehusó regresar con ellos, y da la impresión de que ellos no se esforzaron mucho en persuadirlo. Al otro año estaba más gris aún y se quedó inmóvil mirándolos. Cuando le preguntaron sobre sus creencias, movió la boca, pero no pronunció ninguna palabra. Y un año después volvió a aparecer, y le preguntaron nuevamente en qué creía, y él contestó, riéndose ferozmente: «Trunt, trunt, og tröllin í fjöllunum».La erudita inglesa que subsistía en Inés preguntó:—¿Qué significa?—Trunt, trunt son tonterías, significa disparates y sandeces, blablablá, ese tipo de cosas. No conozco una expresión exacta para traducirlo. Trunt, trunt, y los gnomos en las colinas.—Tiene un buen ritmo.—Así es.—Tengo miedo, Thorsteinn.Él rodeó con su robusto brazo los nudos y aristas de sílice que ocupaban el lugar en que habían estado los hombros de Inés. A ella le pareció más ligero que una telaraña.—Me llaman —dijo ella en un susurro—. ¿Tú los oyes?—No. Pero sé que llaman.—Bailan. Al principio me parecía horrible, cómo se movían y golpeaban con los pies. Pero ahora... ahora sólo tengo miedo de no poder sumarme a su círculo. Nunca he bailado. Y en su baile hay una energía tan violenta... —intentó ser más precisa—. Todavía no los veo realmente. Pero veo su baile y la forma furiosa que adopta.—Los verás, cuando llegue el momento —dijo Thorsteinn—. Creo firmemente que lo harás.A medida que se acercaba el otoño, creció la inquietud de Inés. Había plantado pequeños jardines en las grietas de su cuerpo, hierbas trepadoras, hepáticas. Un sinfín de criaturas la recorría: insectos primero, una mariposa del color de la piedra, imposible de distinguir de sus moteados pechos, hormigas exploradoras en busca de alimento, un ciempiés. Incluso había delgados gusanos rojos, del color de la carne cruda, que cavaban túneles sin traba alguna. Empezó a caminar más, transportando a las criaturas con ella. En septiembre tuvieron varios días de lluvia torrencial, la escarcha se espesó en el techo de turba, los ríos glaciares crecieron y bulleron y en su curso arrastraban bloques y carámbanos de hielo, que también se formaban allí donde la rociada de agua cubría la vegetación. Thorsteinn dijo que al cabo de muy poco tiempo ya no sería seguro permanecer allí, pues podían quedar aislados. Vio que ella fruncía las cejas sobre los relucientes ojos, que brillaban en las profundas cuencas.—No puedo volver contigo.—Sí que puedes. Puedes perfectamente venir conmigo si quieres.—Sabes que tengo que quedarme. Siempre lo has sabido. Simplemente estoy juntando coraje.* * *
Cuando llegó el día, éste trajo uno de esos rugientes vientos de Islandia que cruzan la tierra, arrastrando a su paso todos los objetos y criaturas mal asegurados, incluso hombres si no tienen un poste al que aferrarse, ningún refugio cavado en las rocas. Los pájaros no pueden volar con ese tiempo, el viento los revoca y los quiebra. La nieve, el hielo y las vertiginosas nubes se desplazan en el seno del viento, sobre él, mezclados con la tierra y el agua en movimiento, y con extrañas volutas de vapor de los géiseres. Thorsteinn fue hasta la casa y se aferró a la jamba de la puerta. Inés comenzó a seguirlo, pero entonces se volvió y miró hacia la ladera de la montaña, resistiendo fácilmente los furiosos embates de la tormenta. Levantó un brazo monumental y señaló hacia las colinas y luego a sus ojos. Era imposible oír nada en ese estruendo aullante, pero él comprendió que ella indicaba que ahora los veía claramente. Asintió con la cabeza —no podía soltarse de la jamba— y alzó la mirada hacia la montaña. Vio sin duda alguna lo que ella veía ya claramente: figuras que giraban y se inclinaban en una rápida danza, sobre enormes y ágiles piernas de piedra, mientras hacían amplios gestos de llamada y abrían los grandes brazos a modo de invitación. De pie en su jardín de piedra, la mujer respiró hondo —él vio que sus flancos temblaban— y ensayó unos torpes pasos de baile balanceando un brazo, luego los dos. Thorsteinn oyó su risa en el viento. Ella dio unos saltitos, como si tomara impulso, y se lanzó a una carrera danzante en medio de la ventisca. Él oyó su voz de piedra, que gritaba y cantaba: «Trunt, trunt, og tröllin í fjöllunum»,Thorsteinn entró en la casa, cerró la puerta para protegerse del viento, y se puso a hacer las maletas. MATERIAL EN BRUTO
Siempre les decía lo mismo para comenzar:
—Intentad evitar lo falso, lo forzado. Escribid sobre aquello que verdaderamente conozcáis. Convertidlo en algo nuevo. No inventéis un melodrama por el gusto del melodrama. No intentéis correr, y mucho menos volar, antes de que seáis capaces de andar con comodidad.Cada año los fulminaba amistosamente con la mirada. Cada año ellos escribían melodramas. Era evidente que necesitaban escribir melodramas. Había renunciado a decirles que el taller de escritura creativa no era una forma de psicoterapia. De una manera a la vez pasmosa y ridícula, era precisamente eso.El taller funcionaba desde hacía quince años. Se había trasladado desde un aula de una escuela a una iglesia victoriana abandonada, convertida en un centro de arte y ocio. El pueblo se llamaba Sufferacre, lo cual se suponía que era una deformación de sulfuris aquae, y era un balneario de aguas termales del condado de Derby venido a menos. Era también su ciudad natal. En los sesenta había escrito una novela rebosante de furia, iconoclasta y escandalosa llamada Chico malo. Se había marchado a Londres en busca de fama, y había vuelto discretamente, diez años más tarde. Vivía en una caravana, en un terreno que no le pertenecía. Recorría grandes distancias, en moto, para dirigir talleres de escritura creativa en pubs, aulas de escuela y centros de arte. Se llamaba Jack Smollett. Era un hombre alto, risueño y rubicundo con largos cabellos dorados, que caminaba arrastrando los pies y llevaba jerséis de punto de trenza de colores oleosos y pañuelos de un rojo brillante. Las mujeres lo apreciaban, como apreciaban a los perros labradores entusiastas. Casi todas —y en sus clases predominaban las mujeres— sentían más deseos de cocinar para él pasteles de manzana y empanadas de Cornualles, que de hacer el amor con él apasionadamente. Creían que no se alimentaba de un modo adecuado (y tenían razón). De tiempo en tiempo, cuando él exhortaba a sus alumnos a ceñirse a lo que conocían, alguien observaba que ellos mismos eran lo que él «realmente conocía». ¿Escribirás sobre nosotros, Jack? No, contestaba siempre, eso sería traicionar vuestras confidencias. Siempre hay que respetar la vida privada de los demás. Los profesores de los talleres de escritura creativa tenían algo en común con los médicos, aun cuando —una vez más— la escritura creativa no fuera una terapia.De hecho, había intentado sin éxito vender dos historias diferentes basadas en las confesiones (o invenciones) de sus alumnos. Ellos se le ofrecían como ostras abiertas en platos inmaculados. Compartían con él horror y falso patetismo, ensoñaciones, injurias y venganza. No sabían escribir, sus invenciones eran burdas, y él no lograba encontrar el modo de ejecutar las operaciones necesarias para transformar en hilos de seda la sucia paja, o para convertir los sangrientos trozos de carne cruda en un plato sabroso. Así que cumplía su palabra de no traicionarlos, aunque no enteramente por propia voluntad. Amaba de verdad escribir. Amaba más escribir que cualquier otra cosa, ya fuera el sexo, la comida, el alcohol, el aire puro, incluso el calor. Escribía y reescribía sin cesar, en su caravana. Estaba reescribiendo su quinta novela. Chico malo, la primera, la había escrito de un tirón apenas acabado el bachillerato, y el primer editor a quien la había enviado la había aceptado sin vacilar. Era justamente lo que él había esperado. (Bueno, era uno de los dos guiones que se representaban en su joven cerebro: el reconocimiento inmediato o la lucha penosa y esforzada. Cuando llegó el éxito, le pareció a todas luces evidente que desde un principio había sido el único resultado posible.) Así que no fue a la universidad, ni aprendió un oficio. Era, como bien sabía, un escritor con mayúscula. De su segunda novela, Sonríe y sonríe, se habían vendido 600 ejemplares, y los restantes se habían tenido que saldar. La tercera y la cuarta —reescritas con frecuencia— estaban en sobres marrones sellados y vueltos a sellar, en una caja de hojalata que guardaba en la caravana. No tenía agente editorial.* * *
Los talleres funcionaban de septiembre a marzo. En verano trabajaba en festivales literarios, o en colonias de veraneo en islas soleadas. Se alegraba de reencontrarse con sus alumnos en septiembre. Seguía considerándose rebelde y sin ataduras, pero era una persona de hábitos. Le gustaba que las cosas sucedieran en momentos precisos y recurrentes, de un modo preciso y recurrente. Más de la mitad de sus alumnos eran viejos estudiantes fieles que volvían año tras año. Cada clase tenía un grupo estable de unas diez personas. Al comienzo del año este número solía doblarse por la afluencia de entusiastas recién llegados. Para Navidades muchos de ellos ya habían abandonado, seducidos por otros cursos, intimidados por los asistentes regulares, o vencidos por algún drama doméstico o por lasitud personal. El centro de ocio San Antonio era tenebroso a causa de sus altos techos, y estaba lleno de corrientes de aire a causa de las viejas puertas y ventanas. Los propios alumnos habían llevado estufas de queroseno y unas cuantas lámparas de pie con pantallas que imitaban vidrieras de colores. Las viejas sillas de la iglesia se habían dispuesto en círculo, bajo esas bonitas luces.* * *
Le gustaban las listas de sus nombres. Le gustaban las palabras, era escritor. A veces hablaba de todo lo que Nabokov había extraído de la lista de nombres de los compañeros de clase de Lolita, cuánto revelaba ésta de Estados Unidos, qué imagen más poderosa sugerida por unas pocas palabras. A veces trataba de elaborar una lista imaginaria que pudiera agradarle más que la real. Nunca tenía éxito. Escribía apellidos alusivos equivalentes —Pastor, por ejemplo, por Cura, u Oro por Argenta—, y descubría que su texto reproducía inexorablemente la concatenación precisa que existía en la original. La lista de su clase actual era:● Abbs, Adam● Archer, Megan● Armytage, Blossom● Forster, Bobby● Fox, Cicely● Hogg, Martin● Parson, Anita● Pearson, Amanda● Pygge, Gilly● Secrett, Lola● Secrett, Tamsin● Silver, Annabel● Wheelwright, RosyEstudiaba la lista en busca de vanas simetrías. Pygge y Hogg, deformaciones de «cerdo». Pearson y Parson. El predominio de aes y la ausencia de es y erres. Durante cierto tiempo había mantenido un registro de apellidos que daban cuenta de antiguas ocupaciones desaparecidas: Archer, Forster, Parson, Wheelwright, arquero, guardabosque, pastor, carretero. ¿Abundaban más en el condado de Derby que en otros lugares?Luego estaba la lista de las ocupaciones, que también constituía un microcosmos imperfecto.● Abbs: diácono de la Iglesia anglicana● Archer: agente inmobiliario● Armytage: veterinaria● Forster: cajero de banco en paro● Fox: solterona de ochenta y dos años● Hogg: contador● Parson: maestra de escuela● Pearson: granjera● Pygge: enfermera● Secrett, Lola: estudiante esporádica, hija de:● Secrett, Tamsin: medio de vida: una pensión alimenticia (sic)● Silver: bibliotecaria● Wheelwright: estudiante de ingenieríaEl trabajo más reciente que sus alumnos habían hecho era:● Adam Abbs: Un relato sobre el martirio de monjas en Ruanda● Megan Archer: La historia del rapto y violación prolongados de un agente inmobiliario● Blossom Armytage: Un relato sobre la refinada tortura de dos perros Sealyham● Bobby Forster: La historia del vengativo engaño y asesinato de un examinador injusto del examen de conducir● Cicely Fox: Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito● Martin Hogg: Ahorcamiento, evisceración y descuartizamiento en el reinado de Enrique VIII● Anita Parson: Un relato sobre reiterados abusos sexuales y sacrificios satánicos de niños, que se mantienen ocultos● Amanda Pearson: Un relato sobre un marido infiel abatido a hachazos por su vengativa esposa● Gilly Pygge: Ingenioso asesinato cometido por un cirujano cruel durante una operación● Lola Sccrett: Crisis nerviosa de una mujer menopáusica, madre de una hija hermosa y paciente● Tamsin Secrett: Crisis nerviosa de una adolescente irresponsable, hija de una madre sabia pero impotente● Annabel Silver: Iniciación sadomasoquista de una víctima de la trata de blancas en el norte de África● Rosy Wheelwright: Ciclo de poemas de amor lésbico muy explícitos en que intervienen motocicletasHabía aprendido a sus expensas a no involucrarse de ningún modo en la vida de sus alumnos. Cuando se había mudado a la caravana había tenido una visión bastante convencional sobre su cálido refugio como un lugar secreto al que llevar mujeres para darse un revolcón, para ligar, para compartir noches veraniegas de desnudez y vino tinto. Había estudiado a sus nuevas alumnas, de un modo sumamente obvio, en busca de candidatas, apreciando pechos, admirando tobillos, comparando las bocas rosas y redondas con las grandes y rojas y las adustas sin maquillaje. Había tenido uno o dos encuentros físicos realmente buenos, uno o dos fracasos con lágrimas, un caso de exceso que lo había llevado a vigilar tembloroso la entrada a su terreno noche tras noche, y a veces a escudriñar espantado por la ventana de la caravana.Los escritores creativos son escritores creativos. En las historias escritas con el fin de ser leídas y criticadas en clase empezaron a aparecer descripciones cada vez más detalladas de su ropa de cama, su estufa, las ráfagas de viento contra las paredes de su caravana. Empezaron a circular competitivas descripciones de su cuerpo desnudo. Varones despiadados o cobardes (según quién fuera la escritora creativa) tenían en el pecho un vello espeso o áspero, o un pelo suave como el de un zorro, o matas rojizas erizadas y pinchudas. Una o dos descripciones de penetraciones brutales y pubis atenazados fueron seguidas de una caída de la tensión dramática, tanto en su vida como en el arte. Renunció —para siempre— a llevar mujeres de su clase a su sofá cama. Renunció, para siempre, a hablar individualmente con sus estudiantes o a hacer distinciones entre ellas. El tema del sexo en una caravana se marchitó y no volvió a surgir. Su acosadora se fue a una clase de cerámica, transfirió sus afectos, y fabricó columnas achaparradas, barnizadas con fuego y pintura blanca. Cuando las historias sobre su vida sexual disminuyeron, se volvió misterioso y autoritario, y descubrió que gozaba con ello. La camarera de La Peluca y la Pluma iba a verlo los domingos. Él era incapaz de encontrar las palabras apropiadas para describir los orgasmos de la chica —sucesos prolongados en que alternaban extrañamente un ritmo staccato con otro de temblores—, y eso le molestaba y le agradaba a la vez.Sentado solo en el bar de La Peluca y la Pluma por la tarde, antes de su clase, leía las «historias» que tenía que devolver. Martin Hogg había descubierto la tortura que consiste en eviscerar a alguien enrollando los intestinos en un huso. No sabía escribir, y Jack pensaba que era mejor así; abusaba de palabras como «espantoso» y «horrible», pero era incapaz, quizá inevitablemente, de hacer surgir en la mente del lector la imagen de un intestino, un huso, el dolor o un verdugo. Jack imaginaba que Martin gozaba con lo que escribía, pero ni siquiera transmitía bien su entusiasmo al supuesto lector. Le impresionó más la fantasía de Bobby Forster sobre el asesinato de un examinador del examen de conducir. Había una cierta intriga, con elementos como unas esposas, cables de freno cortados, una señal indicadora de arenas movedizas que se hacía desaparecer, e incluso una coartada perfecta para el apacible hombre convertido en verdugo. Forster escribía en algunos momentos una frase aguda, sobresaliente, que era memorable. Jack había encontrado una de ellas en Patricia Highsmith, y otra, por pura casualidad, en Wilkie Collins. Había hecho frente a este plagio —con bastante pericia, juzgaba— subrayando las frases y escribiendo en el margen: «Siempre he dicho que leer a los grandes escritores, y empaparse de ellos, es esencial para escribir bien. Pero no hay que llegar al plagio». Forster era un hombre meticuloso, de rostro blanco tras unas gafas redondas. (Su héroe era pulcro y pálido, con gafas que dificultaban ver qué estaba pensando.) En ambas ocasiones dijo con suavidad que el plagio había sido inconsciente, que debía de haber sido una jugarreta de la memoria. Por desgracia, esto había llevado a Jack a sospechar que toda otra elegancia excesiva de estilo era también un plagio.* * *
Llegó a «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Cicely Fox era una alumna nueva. Su redacción estaba escrita a mano, con pluma y tinta, ni siquiera con bolígrafo. Le había entregado el trabajo con una nota despreciativa.«No sé si ésta es la clase de cosas a las que se refiere cuando dice que escribamos sobre aquello que realmente conozcamos. Lamentablemente, he visto que hay algunas lagunas en mi memoria. Espero que me perdone por ellas. El texto tal vez carezca de interés, pero su escritura me resultó muy grata.»Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito. Es extraño pensar en actividades que en otra época formaban de tal modo parte de nuestra vida que parecían inevitables a diario, como caminar y dormir. A mi edad, estas cosas vuelven con su naturaleza contingente, cosas que hacíamos sin precaución con dedos rápidos y la espalda curvada. Hoy día es la dificultad de abrir los envoltorios de plástico, o las relucientes luces parpadeantes del microondas, que semejan velos y sombras. Tomemos la pasta de grafito. Los fogones de las cocinas de nuestra infancia y juventud eran grandes cofres de calor intenso que relucían sombríamente. En el frente tenían pesadas puertas con falleba que daban acceso a diversos hornos, grandes y pequeños, diversos humeros y el fogón propiamente dicho, donde se colocaba el combustible. No hay palabras para expresar la negrura y el resplandor extremos. Resplandecía con un brillo dorado la barra que cruzaba el frente de la cocina, donde se colgaban los paños de cocina, y los pomos de latón de las puertecitas, que había que pulir todas las mañanas con Brasso —un líquido pulverulento color amarillo pálido—. Resplandecían las rugientes llamas dentro del pesado cofre de hierro forjado. Si se abría la puerta cuando el fuego estaba bien encendido, éste se podía ver y oír: una temblorosa cortina transparente roja y amarilla, salpicada de azul, salpicada de blanco, con un púrpura centelleante, que rugía, crepitaba y silbaba. De inmediato se veía cómo se extinguía en los rojizos contornos de las brasas. Era importante cerrar rápidamente la puerta, conservar el fuego «dentro». «Dentro» significaba a la vez "encerrado" y "encendido".2 Había muchos negros distintos en torno a este fogón. En él se quemaban diversos combustibles, a diferencia de las modernas cocinas de hierro, que consumen petróleo o antracita. Recuerdo el carbón. El carbón tiene un brillo propio, un lustre, un bruñido. Se pueden distinguir las capas comprimidas de madera muerta —muerta hace millones de años— en las caras estratificadas de los trozos de buen carbón. Estos brillan. Despiden destellos negros. Los árboles consumieron la energía solar, y el fogón la libera. El carbón es lustroso. El coque es mate, y parece doblemente quemado (de hecho lo está), como la lava volcánica. El polvo de carbón brilla como polvo de vidrio; el polvo de coque absorbe la luz, es tenue, es inerte. A veces viene en forma de pequeñas almohadillas compactas, como cojines para muñecas muertas, solía pensar yo, o retorcidos caramelos para demonios. A nosotros mismos nos daban a comer carbón para los malestares de estómago, lo que explicaría por qué yo consideraba comestibles esos trozos. O quizá, aun siendo una cría, veía la boca abierta del fogón como un infierno. Uno se sentía atraído. Quería acercarse más y más; quería poder apartarse. Y en la escuela nos hablaban de nuestra propia combustión interior de materia. Los hornos que había detrás de las otras puertas de la cocina podían esconder las formas hinchadas de panecillos y bollos, con ese olor que no tiene igual, el de la masa con levadura cociéndose al horno, o el olor apenas menos delicioso de la corteza de una tarta caliente, azúcar tostada, leche y huevos. De vez en cuando —los fogones de antaño eran imprevisibles— una hornada de magdalenas en moldes de papel plisado salía negra, humeante y con hedor a destrucción, siniestra analogía de las almohadillas de carbón. De aquí, imaginaba yo, venían las cenizas que caían de la boca de los niños malos en los cuentos fantásticos, o que llenaban sus medias de Navidad. Todo el fogón estaba bañado en una atmósfera de hollín controlado. Enfrente del nuestro, en una época, había un tapete confeccionado por nuestro padre con tiras de retazos de colores vivos —viejas camisas de franela, viejos pantalones— pasadas a través de una arpillera y anudadas. El hollín se infiltraba en esta densa masa de banderas o gallardetes. Toda la superficie de la arpillera estaba teñida de un negro hollinoso. Una capa de minúsculas motas negras cubría el carmesí y el escarlata, los verdes cuadros escoceses y las manchas mostaza. A veces me imaginaba que el tapete era un banco de algas filiformes. El hollín era como la arena en que éste reposaba. No era que no cepilláramos sin cesar, para eliminar del entorno del fogón este polvo negro que se cernía en el aire y caía por todas partes. El polvo se eleva con ligereza y cae otra vez en el mismo lugar, se arremolina brevemente si se lo perturba, y las partículas se posan en la coronilla y el cabello, taponan con hollín cada poro de la piel de las manos. Sólo es posible juntar una parte; el resto se desplaza, revolotea y vuelve a depositarse. Ésa debía de ser la razón por la que dedicábamos tanto tiempo —todas las mañanas— a poner más negro el negro frente del negro fogón con pasta de grafito. Para disimular y dominar el hollín. La pasta de grafito era una mezcla de plumbagina, grafito y limaduras de hierro. Tenía una consistencia espesa y se esparcía sobre todas las superficies negras, evitando por supuesto las de latón, para luego lustrar, pulir y alisar con cepillos de diferentes densidades y trapos de franela. Se hacía penetrar en cada grieta de cada protuberancia del ornado hierro fundido, y luego se quitaba; el trabajo estaba mal hecho si se dejaba el más mínimo resto del producto incrustado alrededor de las hojas y pétalos del negro festón floral que adornaba las puertas. Recuerdo al fénix, que, según creo, era la marca de este fogón en particular. Estaba posado sobre un nido tallado de ramas entrecruzadas, mirando ferozmente hacia la izquierda, rodeado por una compleja espiral de gruesas llamas de punta afilada. Todo era del negro más negro, el plumoso pájaro, la hoguera ardiente, la madera encendida, el ojo brillante y airado, el pico curvo. La pasta de grafito daba un magnífico lustre, suave y sutil, a la negrura del fogón. No era como el betún, que produce un brillo de espejo. El alto contenido de grafito, las limaduras de hierro esparcidas, daban un color plomizo plateado a la superficie, que seguía siendo una superficie negra, pero con los reflejos cambiantes de un tenue brillo metálico. Recuerdo esto como la representación de una suerte de decoro, el dominio y control tanto de las violentas llamas del interior como del inflexible hierro forjado del exterior. Como ocurre con todos los buenos productos pulidores —casi ninguno de los cuales subsiste en la vida moderna, un hecho del que en general debemos estar agradecidos—, el lustre se conseguía aplicando capa tras capa de una cantidad infinitesimal, que luego se retiraba casi por completo, de forma que sólo quedaba adherida una delgadísima película de brillante mineral. Ha quedado muy lejos la época en que costaba sudor y lágrimas embellecer la propia casa con cuidadosas capas de depósitos minerales. El recuerdo de la pasta de grafito me hace pensar en su opuesto, la piedra blanca y el polvo de piedra blanca molida con que, diariamente, o incluso con mayor frecuencia, solíamos hacer resaltar el peldaño de la puerta y los alféizares de las ventanas. Recuerdo claramente cómo suavizaba yo la gruesa franja pálida del umbral con un bloque de piedra, pero no logro acordarme del nombre de dicha piedra. Es posible que simplemente la llamáramos «la piedra». Sólo nos veíamos obligados a blanquear el umbral cuando no teníamos criada que lo hiciera. Pensé en arenisca, en piedra blanqueadora (tal vez un invento), y una consulta del Oxford English Dictionary añadió piedra de amolar y alumbre, un término que desconocía y que al parecer se utiliza en tintorería. Finalmente encontré la piedra del hogar y el polvo de piedra del hogar, una mezcla de albero, carbonato de calcio, cola y arenisca. La piedra del hogar se vendía en grandes trozos, ofrecida por vendedores ambulantes que iban con carretillas. Recuerdo el azufre que había en el aire por las chimeneas de las industrias de Sheffield y Manchester, un repugnante depósito amarillo que teñía por igual ventanas y labios, y que manchaba la resplandeciente piedra blanca del umbral apenas acabábamos de pulirla. Pero entonces salíamos a pulirla otra vez. Llevábamos una vida arenosa y mineral, con la nariz y los dedos inmersos en ello. He leído que la pasta de grafito es tóxica. Pienso en el albayalde, con que las damas del Renacimiento se pintaban la piel y se envenenaban la sangre. «Dile que se ponga dos dedos de afeite, y esta misma traza lucirá», dice Hamlet alzando la calavera. Recuerdo que los dentistas nos daban trocitos de azogue en tubitos de ensayo con tapón de corcho, para que jugáramos. Los extendíamos sobre la mesa con los dedos desnudos y observábamos cómo se fraccionaban en múltiples gotitas, para luego juntarse otra vez. Era como una sustancia de otro mundo. No se adhería a nada más que a sí mismo. No obstante, lo distribuíamos por todas partes, y perdíamos una brillante cuenta plateada aquí, bajo una astilla de madera, otra allí, entre las fibras de nuestro jersey. También el azogue es tóxico. Nadie nos lo decía. La piedra del hogar es una idea vieja y ambigua. En el pasado, el hogar era una sinécdoque de la casa propia, o incluso la familia o el clan. (Me resisto a utilizar la palabra «comunidad», tan trillada y desvirtuada.) El hogar era el centro, donde estaban el calor, la comida y el fuego. El nuestro se hallaba frente al fogón pulido con pasta de grafito. Teníamos una sala, pero su chimenea (también pulida regularmente con pasta de grafito) solía estar vacía, porque nunca recibíamos visitas tan solemnes como para ir a sentarnos en esa fría solemnidad. La piedra del hogar, sin embargo, se aplicaba en lo que de hecho era el limen, el umbral. Los nórdicos guardan las distancias. La franja blanqueada por la piedra del hogar en el peldaño de la puerta era un límite, una barrera. Nos gustaba una cierta retórica. «No vuelvas a cruzar mi umbral.» «No vuelvas a hollar mi casa.» El negro plateado brillante, el rojo escondido y el dorado rugiente estaban a salvo en el interior. Saldríamos, como acostumbraba decir mi madre, con los pies por delante, y cruzaríamos por última vez ese umbral. Hoy día, por supuesto, todos acabamos en el horno. En esa época regresábamos a la tierra, de donde se habían extraído con tanto cuidado todos esos polvos y pomadas.Jack Smollett se dio cuenta de que era la primera vez que su imaginación se veía estimulada por el escrito de uno de sus estudiantes (y no por la violencia, el sufrimiento, la animosidad, la desvergüenza). Acudió a su siguiente clase lleno de entusiasmo, y se sentó cerca de Cicely Fox mientras esperaban a que llegaran los otros. Ella era siempre puntual, y siempre se sentaba sola en uno de los bancos que quedaban en sombras, lejos de la colorida luz de las lámparas de pie. Tenía un cabello fino y canoso, un tanto raleado, que se recogía en un moño en la nuca. Siempre iba elegantemente vestida, con largas faldas sueltas, jerséis de cuello alto y holgadas chaquetas, en tonos negros, grises, plateados. Lucía invariablemente un prendedor en el cuello, una amatista dentro de un círculo de aljófares. Era una mujer flaca; las holgadas vestimentas ocultaban contornos angulosos, no redondeces. Su cara era larga; la piel, bonita pero fina como un papel. Tenía una boca ancha y tensa —de labios delgados— y una nariz recta y elegante. Lo más sorprendente eran los ojos. Eran muy oscuros, de un negro casi uniforme, y parecían haberse hundido en las cavidades de sus órbitas y no tener más sujeción al mundo exterior que la proporcionada por la frágil telaraña de los párpados y músculos, enteramente cubiertos de manchas pardas, moradas, azules como si estuvieran magullados por el esfuerzo de mantenerse en su lugar. Jack se dijo fantasiosamente que se podía ver el estrecho cráneo bajo el tegumento evanescente. Se podía ver dónde se juntaban las mandíbulas, bajo un tenue papel vitela. Era hermosa, pensó. Tenía el arte de permanecer muy quieta y atenta, con el esbozo de una sonrisa plácida en los pálidos labios. Sus mangas eran un poco demasiado largas, y sus delgadas manos quedaban ocultas la mayor parte del tiempo.Jack le dijo que su escrito era magnífico. Ella volvió el rostro hacia él, con un aire distraído y ansioso.—Es un texto, un verdadero texto —añadió él—. ¿Puedo leerlo en clase?—Claro —dijo ella—, haga como le parezca.Él pensó que tal vez ella tuviera problemas de audición.—Espero que esté escribiendo algo más —dijo.—¿Que espera qué?—Que esté escribiendo algo más —repitió, más fuerte esta vez.—Oh, sí. Estoy escribiendo sobre el día de colada. Es terapéutico.—Escribir no es una terapia —dijo Jack Smollett a Cicely Fox—. No cuando se escribe bien.—Confío en que el motivo no importe —repuso Cicely Fox, con su aire distraído—. Uno tiene que hacer todo lo que pueda.Él se sintió desairado, y no supo por qué.* * *
Leyó en clase «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Leía los trabajos en voz alta, anónimamente, él mismo. Tenía una bonita voz y a menudo, o siempre, le hacía más justicia al escrito que lo que habría hecho el propio autor. También podía valerse de la lectura como un modo de destrucción irónica, si estaba de humor para ello. Su costumbre era no nombrar al autor del texto. Por lo general resultaba fácil de adivinar.Disfrutó leyendo «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Lo leyó con brío, saboreando las frases que le agradaban. Por esta razón, quizá, la clase se arrojó sobre el escrito como una jauría, gruñendo y lanzando dentelladas. Recurrieron a adjetivos despiadados. «Lento.» «Burdo.» «Frío.» «Pedante.» «Pomposo.» «Presuntuoso.» «Recargado.» «Nostálgico.»Criticaron la acción, con la misma alegría. «Sin ímpetu.» «Sin tensión.» «Inconexo.» «Confuso.» «Sin presencia del narrador.» «Sin sentimientos reales.» «Sin un interés humano vital.» «Nada que justifique que nos cuente todo ese rollo.»Bobby Forster, tal vez la estrella de la clase, parecía ofendido con la pasta de grafito de Cicely Fox. Su magnum opus, que no dejaba de engrosarse, era un relato autobiográfico muy detallado de su infancia y juventud. Había ido avanzando lentamente desde el sarampión y las paperas al circo, sus trabajos escolares, su pasión por compañeras del instituto, y dejado constancia de cada manoseo en cada sofá, en su casa, en la casa de las chicas, en alojamientos estudiantiles, del punto preciso del pecho o el portaligas que había conseguido tocar. Se mofaba de los rivales, ponía en su sitio a padres y profesores que no se daban cuenta de nada, describía los motivos por los que había roto con chicas y conocidas poco atractivas. Dijo que Cicely Fox sustituía a la gente por cosas. Dijo que el desapego no era una virtud, sólo disimulaba la ineptitud. Yendo al grano, dijo Bobby Forster, ¿por qué tiene que importarme un estúpido método tóxico de limpieza que a Dios gracias está obsoleto? ¿Por qué el autor no nos muestra los sentimientos de la pobre esclava del hogar que tenía que untar esa cosa?Tamsin Secrett fue igualmente severa. Por su parte, había escrito una desgarradora descripción de una madre que prepara amorosamente una comida para una ingrata que no aparece a la hora de comer ni llama siquiera para avisar que no irá. «Una suculenta pasta al dente, tierna y fragante, condimentada con hierbas aromáticas de Provenza, con un picante queso parmesano que se deshace en la boca y un sabroso aceite de oliva virgen, delicadamente perfumada con trufas, con un sabor tan exquisito que se hace agua la boca...» Tamsin Secrett dijo que describir por describir no era más que un ejercicio; todo texto debía tener una «dimensión humana urgente», algo «vital en juego». «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito», dijo Tamsin Secrett, era simplemente periodismo, una crónica del pasado carente de sentido. Sin garra, dijo Tamsin Secrett. Sin garra, coincidió su hija, Lola. Nada más que recuerdos. Puaj.* * *
Cicely Fox permanecía sentada muy tiesa y sonreía plácidamente con aire distraído ante esta agitación. Daba la impresión de que nada de lo que ocurría tenía que ver con ella. Jack Smollett no estaba muy seguro de cuánto había llegado a oír. Por su parte, y contra su costumbre, salió en defensa de Cicely Fox con respuestas airadas. Dijo que era raro leer un texto que funcionara en más de un nivel a la vez. Dijo que se necesitaba pericia para que las cosas familiares parecieran extrañas. Citó a Ezra Pound: «Convertidlo en algo nuevo». Citó a William Carlos Williams: «Nada de ideas si no es en las cosas». Únicamente procedía así cuando estaba enardecido. Y estaba enardecido, no sólo en nombre de Cicely Fox, sino también, de un modo más amenazador, en el suyo propio. Pues el rencor de la clase, y las palabras triviales con que expresaban tal rencor, avivaban la angustia que le producían sus propias palabras, su propio trabajo. Decidió hacer una pausa para el café, tras lo cual leyó en voz alta la tragedia culinaria de Tamsin Secrett. Este texto fue del agrado de la clase, en líneas generales. Lola dijo que era muy conmovedor. Madre e hija se empeñaban en representar una rebuscada farsa según la cual los escritos de una no tenían nada que ver con la otra. La clase entera actuaba como cómplice. No había nada peor que los espaguetis recocidos y resecos, dijo Lola Secrett.* * *
Las clases solían acabar con una discusión general sobre la naturaleza de la escritura. Todos solían disfrutar explicando cómo trabajaban: lo que era tener un bloqueo, lo que era superar un bloqueo, lo que era captar un sentimiento con precisión. Jack quiso que Cicely Fox participara. Se dirigió a ella directamente, alzando un poco la voz.—¿Y usted por qué escribe, Miss Fox?—Bueno, hasta ahora no habría dicho que escribo. Pero escribo porque me gustan las palabras. Supongo que si me gustaran las piedras me pondría a esculpir. Me gustan las palabras. Me gusta leer. Me fijo en ciertas palabras en particular. Eso me estimula.Era una respuesta fuera de lo común, aunque no debería haberlo sido.Al propio Jack le resultaba cada vez más difícil saber por dónde comenzar para describir algo, fuera lo que fuere. La aversión por el tipo de palabras empleadas por Tamsin y Lola lo volvía impotente a causa de la repugnancia y la rabia. Los tópicos se extendían como una mancha sobre las palabras escritas, y no conocía una técnica para eliminarlos. Tampoco tenía la habilidad necesaria para hacer lo que Leonardo recomendaba a propósito de las grietas, o Constable a propósito de las formas de las nubes, y convertir las manchas en nuevas formas sugeridas.* * *
Cicely Fox no iba al pub con el resto de la clase. Jack no podía ofrecerle llevarla a su casa, porque la idea de su frágil silueta huesuda montada en la moto era inconcebible. Cayó en la cuenta de que se estaba devanando los sesos para encontrar un modo de hablar con ella, como si fuera una muchacha bonita.Lo mejor que podía hacer era sentarse a su lado en la iglesia durante la pausa para el café. No era sencillo, porque todos requerían su atención. Por otra parte, quizá a causa de su sordera, ella se mantenía ligeramente separada de los otros, así que pudo colocarse junto a ella. Pero se vio obligado a alzar la voz.—Me preguntaba qué leía usted, Miss Fox.—Oh, cosas antiguas. Sin interés para gente joven como usted. Cosas que solía leer de niña. Poesía, cada vez más. He visto que ya no tengo ganas de leer novelas.—Habría jurado que leía a Jane Austen.—¿Ah, sí? —dijo ella con aire distraído—. Bueno, no me extraña —añadió, sin revelar si le gustaba o no Jane Austen.Él se sintió desairado.—¿Qué clase de poesía, Miss Fox? —inquirió.—En este momento, sobre todo de George Herbert.—¿Es usted religiosa?—No. Es el único escritor que a veces me hace lamentarlo. Consigue que uno comprenda la gracia. Y sabe hablar del polvo.—¿Del polvo? —rebuscó en la memoria y encontró unos versos—. «Quien barre una habitación según Tus leyes / hace esto y la acción vuelve hermosa.»—Me gusta «Monumentos de iglesia». Con la muerte que barre el polvo en un movimiento incesante: La carne no es sino el cristal que guarda el polvo con que se mide nuestro tiempo; que también a su vez se reducirá a polvo.»Y me agrada el poema en que habla de su Dios, que estira "un grano de polvo desde el Infierno hasta el Cielo". Y también: Oh, que le des al polvo una lengua para implorarte y luego no lo oigas implorar.»Herbert conocía la relación apropiada entre las palabras y las cosas —dijo Cicely Fox—. "Polvo" es una buena palabra.Él trató de averiguar cómo se integraba esto en lo que ella escribía, pero, tras su breve arranque de locuacidad, ella volvió a refugiarse en su sordera.DIA DE COLADA En aquella época, la colada llevaba toda una semana. Hervíamos la ropa el lunes, almidonábamos el martes, secábamos el miércoles, planchábamos el jueves, y zurcíamos el viernes. Además de todas las otras cosas que había que hacer. Lavábamos fuera, en el lavadero, que era un edificio exterior con su propia pila de piedra, su bomba de mano, su caldera sobre el fuego, y su suelo enlosado. Otros instrumentos eran el monstruoso escurridor de rodillos, los grandes barreños galvanizados y el batidor. Nuestro lavadero estaba construido con bloques de piedra y un techo de pizarra sobre el que crecían siemprevivas. La chimenea humeaba, y el vapor empañaba las ventanas. En invierno, el vapor derretía el hielo. El edificio tenía todos los extremos de un clima húmedo. De niña solía apoyar la cara contra las piedras, y los días de colada las encontraba calientes, o tibias al menos. Yo imaginaba que era la choza de una bruja de un cuento de hadas. Ante todo había que clasificar la ropa y hervirla. Se hervía la ropa blanca en la caldera, que era una enorme cuba con tapa de madera. Todos los elementos de madera del lavadero estaban resbaladizos, y tanto se descamaban como se mantenían unidos por obra del jabón disuelto y solidificado. Hervíamos la ropa blanca —sábanas, fundas de almohada, manteles, servilletas, paños de cocina y demás— y luego usábamos el agua hervida, tras dejarla enfriar un poco, para llenar los barreños y lavar las prendas más delicadas, o la ropa de color que podía desteñir. Para remover la ropa en el agua hirviendo teníamos pesadas pinzas de madera y palos; el vapor subía en forma de nubes, y en la superficie del agua se formaba una especie de espuma gris. Una vez hervida, la ropa blanca se aclaraba varias veces en los barreños. Cuando las prendas entraban en contacto con el agua helada, se oía un siseo y ésta se desbordaba. Entonces había que agitarla con los batidores. El batidor era un objeto de cobre con aspecto de caldera unido a un largo mango, y cubierto de agujeros como un enorme infusor de té o un colador cerrado. Absorbía la ropa con un susurro, y dejaba pequeñas protuberancias sobre el damasco o el algodón atraído, en los puntos en que se había adherido. Luego, valiéndose de las pinzas —y los brazos desnudos— se alzaba todo el peso de las sábanas para pasarlas de un barreño a otro y a otro. Y entonces se plegaba el chorreante bulto y se enroscaba entre los rodillos de madera del escurridor. El escurridor tenía ruedas rojas para hacer girar los rodillos, y una manivela de madera pulida para hacer girar las ruedas. El agua jabonosa exprimida caía en una tina inferior, o se desparramaba por el suelo. Continuamente, además, había que bombear más agua, tirar de la palanca de la bomba, girar la manivela del escurridor. Uno se helaba, se escaldaba. Había que estar de pie en medio de nubes de vapor y respirar un aire siempre saturado de sudor, el propio sudor provocado por el esfuerzo, y el olor a suciedad que las ropas desprendían en el aire y el agua. Luego estaban los productos en que había que remojar la ropa lavada. Uno era el azulete Reckitt. Ignoro cuál era su composición. Como vivíamos en el condado de Derby, yo siempre lo asociaba con la fluorita azul de nuestras montañas, lo que sé que es totalmente erróneo, pero es una asociación verbal que ha persistido en mí. Venía en bolsitas cilíndricas envueltas en muselina blanca, y soltaba un intenso color cobalto cuando se sacudían las bolsitas en el agua del enjuague. Lo que remojábamos en el agua azul —que siempre estaba fría— era la ropa blanca. No sé por qué proceso óptico esta tintura azul volvía más blanco el blanco, pero recuerdo claramente que lo hacía. No era lejía. No quitaba las manchas resistentes de té, de orina o de zumo de fresa; para ello era necesario usar verdadera lejía, que olía a algo horrible y mortal. El azulete Reckitt se diluía en el agua formando pequeñas manchas y filamentos, y zarcillos de color. Como los delgados hilos de cristal de una bola de vidrio. O como la sangre, si se sumerge en agua un dedo cortado. No se podía ver muy bien en los barreños galvanizados, pero los días en que no había mucha ropa usábamos una tina esmaltada blanca para azular, y entonces podía verse la filamentosa mancha añil brillante sumergiéndose en el agua cristalina, y mezclándose, hasta que el agua se teñía de azul. Luego se removía la ropa en el agua tintada —se removía, se aplastaba, se golpeaba, se machacaba— hasta que quedaba impregnada de azul, hasta que el blanco adquiría un pálido brillo azulado. Cuando yo era muy pequeña solía pensar que la ropa blanca y el agua azul eran como las nubes en el cielo, pero era una tontería. Porque, de hecho, en el cielo son las nubes blancas cargadas de agua las que manchan el azul, no al revés. Había una inversión, un intercambio. Pues, cuando se alzaban las sábanas y se las retiraba del agua azul para escurrirlas, se veía el azul que se iba y el blanco más blanco, un blanco azulado, un blanco que no era crema, ni marfil, ni blanco amarillento, un blanco que aparecía bajo el líquido azul goteante, transformado pero no teñido. Luego estaba el almidonado. El almidón era viscoso y pegajoso, espesaba el agua como si fueran gachas. Pensándolo bien, creo que realmente se trataba de una especie de gachas. Las moléculas farináceas que se expanden con el calor. El almidón era resbaladizo y nos recordaba a sustancias en las que preferíamos no pensar —fluidos y desechos corporales—, aunque de hecho es un producto vegetal inocuo y limpio, a diferencia del jabón, que es grasa compacta de cordero, por perfumada que sea. Las ropas se sumergían en el almidón para impregnarlas. Había grados de almidonado. Almidón muy denso y glutinoso para los cuellos de las camisas. Almidón aguado, como lana de vidrio, para los delicados camisones y bragas. Cuando se retiraba una prenda del baño de almidón, ésta se ponía rígida y se formaban acanaladuras como en una columna; o, si se cometía el error de dejarla apoyada de cualquier manera, y así se secaba, se solidificaba con arrugas y bultos, como los plegamientos rocosos que aparecen donde la tierra se ha doblado sobre sí misma. La ropa almidonada tenía que plancharse húmeda. El olor de la plancha caliente sobre la tela gelatinosa era como una parodia de la cocina. Por el gluten, supongo. Se sentía un olor a chamuscado como el de una tarta quemada. El olfato nos alertaba cuando algo no iba bien. Las ropas y su proceso de lavado nos obsesionaban. Eran ángeles guardianes, almas que se tornaban blancas en la sangre del Cordero, que nos rodeaban con sus susurros y su tenue aroma. En el siglo XVIII, imagino, había uno o dos días de colada al año, pero nuestra época estaba obsesionada con la limpieza y aún no había inventado las ayudas mecánicas. Vivíamos un ciclo sin fin de burbujas, trabajo duro y preocupaciones, cercados por un ejército bien visible de objetos inanimados que danzaban en el viento, agitaban vanamente las mangas, alzaban las faldas con vientres hinchados para revelar el vacío, se enroscaban unos en otros como blancos gusanos. En el interior de la casa, colgaban en la cocina en largos tendederos suspendidos cerca del techo, donde pendían, tiesos como un madero, como hombres ahorcados envueltos en su mortaja. Antes y después del planchado descansaban cuidadosamente plegados, como efigies de niños de coro muertos, con sus ropas plisadas con volantes. Bajo la plancha caliente (los jueves) se retorcían, se estremecían, se contraían. Las enormes e informes enaguas de rayón de mi tía abuela brillaban, espectrales, con todos los colores del arco iris, bermellón y azul celeste crujientes, con reflejos cobrizos, con reflejos turquesa. Se derretían fácilmente, y entonces se plisaban y aparecían costras que acababan convirtiéndose en minúsculos orificios irrecuperables. Las planchas se llenaban con brasas del fogón. Eran sumamente pesadas, y había que vigilar mucho para evitar las manchas de hollín, que condenaban la prenda a un inmediato retorno a la tina de lavar. Dentro de ellas, los carbones ardían sin llama, chisporroteaban y se iban extinguiendo. La cocina se llenaba de olor a quemado, un olor a tostado, un mal remedo de los buenos olores a galletas y bollos dorados. Era un trabajo duro, pero el trabajo era la vida. El trabajo se enroscaba y entrelazaba con el hecho mismo de respirar, dormir y comer, como las mangas de una camisa se enroscan y entrelazan en un gran enredo con las cintas de los camisones y los lazos de la ropa de domingo. En su vejez, mi madre se sentaba junto a una lavadora de dos tambores, una reducción mecánica de todos esos arcaicos recipientes y cabrestantes y poleas, y usaba las mismas pinzas de madera para sacar del agua su ropa interior y sus fundas y ponerla a aclarar y luego a escurrirse. Estaba artrítica y tenía unos huesecillos de pajarito, como una gaviota furiosa. Le ofrecieron una nueva máquina con puerta frontal que podía lavar y secar un poco de ropa cada día y, supuestamente, aliviar su trabajo. La idea la horrorizó y la llenó de consternación. Dijo que se sentiría sucia —que se sentiría mal— si no tenía un día de colada. Necesitaba el vapor y remover la ropa para convencerse de que estaba viva y que se comportaba como debía. Hacia el final, el número creciente de sábanas sucias la derrotó, y tal vez incluso la mató, si bien creo que murió, no por agotamiento, sino de pena cuando al fin tuvo que reconocer que ya no podía manejar su batidor ni levantar un cubo. Sintió que ya no era necesaria. Tenía un camisón blanco nuevo que había lavado, almidonado y planchado y que nunca había usado, listo para amortajar su carne blanca inerte en su ataúd, y el azulete Reckitt tenía un brillo más vivo que el gris amarillento de sus párpados y labios contraídos y magullados.Los alumnos del taller de escritura creativa no apreciaron este estudio levemente siniestro de la limpieza más de lo que habían apreciado el texto anterior. Introdujeron el concepto de «estilo recargado» en su despiadada crítica. Jack Smollett concluyó, y no por primera vez, que había un elemento de regresión infantil en toda clase de adultos. La conducta grupal se imponía, se formaban bandas, se elegían víctimas. La atención del profesor provocaba celos intensos, y toda muestra de parcialidad por su parte despertaba intensos resentimientos. Cicely Fox había pasado a ser «la preferida del profesor». Nadie había hablado mucho con ella en las pausas del café antes de que se hiciera evidente el entusiasmo de Jack por su trabajo, pero ahora la segregaban deliberadamente, le volvían la espalda.Jack, por su parte, sabía bien lo que tenía que hacer, o lo que tendría que haber hecho. Debería haber reprimido su entusiasmo. O haberlo moderado. No acababa de entender por qué era tan importante para él insistir en que los escritos de Cicely Fox eran auténticos, la autenticidad misma, aun cuando ello fuera en detrimento del buen orden y la buena voluntad de la clase. Consideraba que estaba defendiendo algo, como un metodista de antaño que rindiera testimonio. Ese «algo» era la escritura, no la propia Cicely Fox. La respuesta de ella a las críticas hechas a sus adjetivos, a las sugerencias de que animara un poco las cosas, era una sonrisa, leve y benévola, a veces un gesto de asentimiento. Pero Jack tenía la impresión de haber estado enseñando algo turbio, una terapia ilegítima, y de que súbitamente había surgido la escritura. Los breves ensayos de Cicely Fox estimulaban en él el deseo de escribir. Le hacían ver el mundo como algo para volcar en palabras. El mohín de Lola Secrett era un objeto digno de un placentero estudio: encontraría sin duda las palabras exactas que lo distinguieran de otros mohines. Quería describir el gusto del café malo, y la inclinación de las lápidas en el cementerio. Le agradaba el torbellino de maldad de la clase porque —quizá— podría describirlo.Se esforzó por comportarse de un modo más equitativo. Se propuso no sentarse junto a Cicely Fox en la pausa del café que siguió a la lectura de «Día de colada», y fue a hablar con Bobby Forster y Rosy Weelwright. Su nueva conciencia intransigente de escritor sabía que había algo inapropiado en todas las frases de Bobby Forster, un ritmo irregular, un eco involuntario de otros escritores, una nota como el sonido sordo que produce el macillo de un piano al golpear una cuerda rota. Pero aun así le interesaba Bobby Forster, su mezcla de desenfado y temor, su profundo interés por cada hecho de su actividad diaria, lo cual era, después de todo, lo propio de un escritor. Bobby Forster dijo que había solicitado los formularios de inscripción para participar en un concurso para escritores noveles del suplemento literario de un periódico dominical. Se ofrecía un premio muy bueno —dos mil libras— y la promesa de publicar el trabajo, con la promesa adicional de un posible interés editorial.Bobby Forster dijo que creía tener buenas posibilidades de atraer la atención del jurado.—Creo que ha llegado el momento de dar por acabada la etapa de aprendiz de escritor.Jack Smollett sonrió e hizo un gesto de asentimiento.De vuelta en su casa, pasó a máquina «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito» y «Día de colada» y los envió al periódico. Los trabajos tenían que presentarse con un seudónimo. Eligió Jane Temple para Cicely Fox. Jane por Austen, Temple por Herbert. Esperó, y a su debido tiempo recibió la carta que en rigor de verdad nunca había dudado que recibiría: era el destino. Cicely Fox había ganado el concurso literario. Tenía que ponerse en contacto con el periódico a fin de concertar la publicación, la entrega del premio y una entrevista.* * *
No sabía a ciencia cierta cómo reaccionaría Cicely Fox ante la noticia. Aun obsesionado como estaba con ella, de ningún modo creía conocerla. A menudo soñaba con ella, sentada en un rincón de su caravana con su cabello bien peinado, el cuello envuelto en un pañuelo y su frágil piel de telaraña, estudiándolo con sus oscuros ojos hundidos. Lo juzgaba por haber renunciado a su oficio, o por no haberlo aprendido. Él era consciente de haber invocado, o creado, a esta desconcertante musa. La verdadera Cicely Fox era una anciana dama inglesa que escribía por su propio placer. Bien podría considerar inadmisible su conducta. Acudía a su clase, pero no se sometía a los juicios de ésta, ni a los de él. Pero juzgaba. Estaba seguro de que juzgaba.El premio que él, por así decirlo, le había dado la oportunidad de ganar era una oferta propiciatoria. Deseaba —desesperadamente— que ella se alegrara, que se sintiera feliz, que le brindara su confianza.* * *
Subió a su moto y por primera vez se dirigió a la casa de Miss Fox, que se encontraba en una calle llamada Primrose Lane, en un barrio respetable. Las casas eran adosadas, de estilo Victoriano tardío, y parecían muy apiñadas, en parte porque estaban construidas con grandes bloques de piedra rosácea, y porque había algo erróneo en sus proporciones. Las ventanas eran pesadas ventanas de guillotina, con marcos pintados de negro. Las de Cicely Fox tenían gruesas cortinas de encaje, no de un blanco azulado, sino de un blanco cremoso, advirtió. Reparó en los rosales podados del jardín del frente, y en el peldaño de piedra blanqueada del umbral. La puerta también era negra, y necesitaba una mano de pintura. El timbre estaba en el medio de una especie de rosetón. Llamó. Nadie acudió. Llamó otra vez. Nada.Se había preparado para aquella escena, la presentación de la carta, la respuesta de ella, fuera cual fuera. Recordó que era sorda. La verja del pasillo lateral que rodeaba la casa se hallaba abierta. La cruzó, pasó ante algunos cubos de basura, y llegó a un jardín trasero, un cuadrado minúsculo de césped con algunos descuidados arbustos de las mariposas. Y un tendedero giratorio de ropa, sin nada colgado. Había una puerta negra, también con un umbral de piedra blanca. Llamó. Nada. Probó el picaporte, y la puerta se abrió hacia dentro. Se quedó de pie en el umbral y llamó:—¡Miss Fox! ¡Cicely Fox! Miss Fox, ¿está usted ahí? Soy Jack Smollett.Seguía sin haber respuesta. En ese momento tendría que haberse marchado, pensó más tarde, una y otra vez. Pero se quedó allí, indeciso, y entonces oyó un sonido, un sonido como el de un pájaro atrapado en una chimenea, o un cojín que cayera de un sofá. Entró en la casa y atravesó una cocina lúgubre, de la que luego conservó un recuerdo vago: muebles de la época de la guerra, deslucidos y sobrios, armarios color verde hospital, una vieja cocina de gas con una pata precariamente apuntalada sobre un ladrillo roto. Más allá de la cocina había un vestíbulo con piso de linóleo, y un olor curioso. Era un olor a la vez humano y a humedad, el tipo de olor que los hospitales disimulan con desinfectante. El vestíbulo se encontraba a oscuras. Una estrecha escalera oscura subía en la oscuridad, entre horribles barandillas empotradas. Avanzó de puntillas, haciendo crujir su ropa de cuero de motorista, y empujó una puerta que daba a una sala tenuemente iluminada. Frente a él, en una silla, había un bulto gimiente con una cara enorme, la piel gris, manchada, cubierta de vello, con unos escasos pelos canosos flotando sobre un cráneo calvo y rosa. Los ojos eran amarillos, de mirada perdida e inyectados de sangre, y no parecieron verlo.En el rincón opuesto había un televisor volcado, con la pantalla salpicada de algo que semejaba sangre. Junto a él vio un par de pies desnudos y el extremo de unas largas piernas fibrosas y desnudas. El resto del cuerpo yacía enroscado alrededor del televisor. Jack Smollett tuvo que cruzar la habitación para verle el rostro y, hasta que lo vio, no pensó ni por un momento que era el de Cicely Fox. Estaba sepultado en la roída alfombra, bajo una mata de cabellos blancos desgreñados. El cuerpo desnudo se hallaba totalmente cubierto de cicatrices, costras, cardenales, pequeñas marcas redondas de quemaduras y heridas recientes. Había una herida mucho más grave en la garganta. Había sangre fresca en las nomeolvides y prímulas de la alfombra. Cicely Fox estaba muerta.La vieja criatura sentada en la silla emitió una serie de sonidos, una risita sofocada, un carraspeo, un resuello, Jack Smollett tuvo que hacer un enorme esfuerzo para acercarse a ella y preguntarle: «¿Qué ha pasado?, ¿quién...?, ¿hay un teléfono?». Los labios se agitaron flojamente, y todo lo que salió de ellos a modo de respuesta fue una suerte de gorjeo. Él recordó su móvil, y salió precipitadamente al jardín trasero, desde donde llamó a la policía, y luego vomitó.La policía llegó y actuó con diligencia. La vieja mujer de la silla resultó ser una tal Miss Flossie Marsh. Ella y Cicely Fox habían vivido juntas en esa casa desde 1949. Hacía muchos años que nadie veía a Miss Marsh, y fue imposible encontrar a alguien que recordara haberla oído hablar. Tampoco habló entonces, ni nunca, pese a todos los esfuerzos de la policía y los médicos. Miss Fox siempre había mostrado una amabilidad algo brusca hacia sus vecinos, pero no había alentado el trato con nadie ni invitado a ninguno a entrar, jamás. Nadie fue capaz de encontrar una explicación a las torturas que al parecer le habían infligido a Cicely Fox, evidentemente a lo largo de muchísimo tiempo. Ninguna de las dos mujeres tenía parientes. La policía no halló indicios de ninguna intrusión, con excepción de la de Jack Smollett. Los periódicos informaron sobre el hecho brevemente y de un modo morboso. Se dictaminó que había sido un homicidio, y se cerró el caso.* * *
Los alumnos de Jack Smollet quedaron abrumados durante un tiempo por el destino de Miss Fox. El aire desdichado de Jack los intranquilizaba. Iban a buscarle café. Eran amables con él.Jack no podía escribir. La muerte de Cicely Fox había aniquilado su deseo de escribir, tanto como la pasta de grafito y el día de colada lo habían estimulado. Tenía repetidos sueños y visiones diurnas de su pobre piel atormentada, su cuello sangrante, su mandíbula contraída por el dolor. Sabía lo que había ocurrido, lo había visto, y no podía volcarlo por escrito. Se preguntaba si los textos de Miss Fox no habían sido de hecho una terapia desesperada para una vida atroz. Había capas y capas de esas antiguas cicatrices. No sólo en Miss Fox; también en la muda Flossie Marsh. No podía de ningún modo escribir eso.Sus alumnos, por su parte, bullían de excitación con la idea de escribir sobre ello, un día. Estaban justificados. Al fin y al cabo, Miss Fox pertenecía al mundo normal de sus relatos, el mundo de la violencia doméstica, la tortura y las conmociones traumáticas. Escribirían lo que sabían, lo que le había sucedido a Cicely Fox, y sería la más satisfactoria de las terapias. LA CINTA ROSA
Sostuvo con la mano izquierda la mata de pelo —largo, áspero, gris acerado— y lo cepilló firme y vigorosamente con la derecha. Estaba grasoso al tacto, pese al esfuerzo que tanto él como la señora Bright habían puesto en lavarlo. Empleaba un cepillo de estilo antiguo, con cerdas negras insertadas en una suave base de caucho color coral, y un armazón negro lacado. Cepilló y cepilló. La señora Bright lo miraba con una sonrisa de aprobación en su negro rostro. Le habría gustado que él la llamara Deanna, que era su nombre, pero él no podía. Habría sido una falta de respeto por su parte, y él respetaba y necesitaba a la señora Bright. Y el nombre tenía asociaciones inapropiadas que en nada se correspondían con una obesa asistenta jamaicana. Separó diestramente el cabello en tres partes. La señora Bright, como era su costumbre, comentó que era un cabello muy fuerte, debía de haber sido muy bonito cuando Mado era joven. «Maddy Mad Mado», dijo con una especie de gruñido la persona sentada en la butaca de orejas. Tenía los ojos clavados en la pantalla del televisor, que estaba apagada, gris y salpicada de motas de polvo. Su rostro se reflejaba vagamente en ella, una cara gruesa y cenicienta, con una boca llena de irritación y oscuros ojos cavernosos. James comenzó a trenzar el cabello en una larga serpiente apretada. Dijo, como solía decir, que con la edad aumenta el grosor del pelo, éste se hace más fuerte. Pelos en las ventanas de la nariz, pelos en la carnosa barbilla, briznas de hierba en una cara pétrea.
La señora Bright, que conocía la respuesta, preguntó de qué color habían sido, y supo que habían sido finos y negros como ala de cuervo. Más negros que los suyos, le dijo James Ennis a Deanna Bright mientras peinaba y trenzaba. Negros como la noche. Era muy hábil para ser hombre, o para quien fuera, comentó la señora Bright. Aprendí a hacer las cosas por mí mismo, dijo James. En la fuerza aérea, en la guerra. Llegó al extremo de la trenza y enroscó una bandita elástica, tres veces. La mujer rebulló en la butaca. James la palmeó en el hombro. Ella vestía una larga bata de felpa, cerrada en el cuello con un imperdible, por seguridad. Era blanca, lo cual, aunque hacía visible cada mancha, era conveniente para hervirla en caso de accidentes, que sobrevenían constantemente, de toda clase.La señora Bright observó a James con aprobación, cuando él acabó la operación de peinado. La sujeción de la espesa trenza, la precisa inserción de cada horquilla de acero. Y, finalmente, el lazo con la almidonada cinta rosa. Una cinta rosa realmente bonita. Un color suave, fresco. Un color hermoso, dijo, como siempre decía.—Sí —contestó James.—Es usted un hombre muy amable —dijo Deanna Bright.La persona sentada en la butaca dio un tirón a la cinta.—No, cariño —dijo Deanna Bright—. Toma esto —le tendió un pañuelo de seda, que Mado toqueteó con vacilación—. Les gusta tocar cosas suaves. A muchos de ellos les doy juguetes suaves. Eso los tranquiliza. Hay gente que dice que es porque están en su segunda infancia, pero no es así. Esto es un fin, no un principio, es mejor decir las cosas como son. Pero los calma sostener algo, acariciarlo, tocarlo, ¿no?Era el día en que la señora Bright relevaba a James mientras él «se escapaba» para ir a la biblioteca y hacer algunas compras personales. Tenían buen cuidado de «instalar» a Mado antes de que él se fuera. James encendió la televisión, para distraer su mirada y ahogar el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse. Había una imagen con dibujos infantiles de flores y unos montecillos regulares cubiertos de hierba. Había una música risueña. Había unas criaturas rechonchas y coloridas, púrpura, verde, amarillo, escarlata, que brincaban y hacían cabriolas. Mira las minúsculas hadas y duendes, dijo James prácticamente sin expresión.—Brrr —dijo Mado, y luego con súbita claridad, con una voz humana—: Tratan de hacerla bailar, pero ella no quiere.—Mira, hay un patinete —insistió James.—Me pregunto por dónde deambula —dijo la señora Bright.—Por ninguna parte —repuso James—. Se queda aquí sentada. Excepto cuando trata de salir. Cuando sacude la puerta.—Todos subiremos al cielo —dijo Deanna Bright—. Cuando ella suba, será un alma que canta. Así que ¿por dónde deambula ahora?—Su pobre cerebro es una masa de espesas capas de grasa y una maraña de cosas sin sentido. Como un tejido comido por la polilla. No hay nadie ahí, señora Bright. O queda muy poco.—La llevaron a la negra, negra oscuridad, y la perdieron —dijo Mado.—¿A quién llevaron, cariño?—No lo saben —repuso Mado con aire ausente—. No saben gran cosa.—¿Quiénes son ellos?—¿Quiénes son ellos? —repitió Mado con voz apagada.—Esto no conduce a nada —dijo James—. No conoce el significado de las palabras.—Hay que seguir insistiendo —dijo Deanna Bright—. Márchese ahora, señor Ennis, que está mirándolos. Le prepararé el almuerzo mientras usted esté fuera.Él se marchó, con su bolsa roja de la compra, y una vez que estuvo en la calle enderezó la espalda, como siempre hacía, aspiró el aire del exterior a grandes bocanadas, como un hombre que se ha estado asfixiando o ahogando. Caminó hasta High Street por calles de casas grises idénticas, esperó en la oficina de correos para cobrar su jubilación, compró salchichas, carne picada y un pollo pequeño en la carnicería y verduras en la tienda del amable turco de la esquina. Esa era la gente con la que hablaba, el carnicero manchado de sangre, el verdulero de voz suave, pero nunca durante mucho rato, porque el tiempo de la señora Bright se agotaba. Le preguntaban por su mujer, y él decía que estaba tan bien como cabía esperar. Era muy vital, siempre con ganas de bromear, decía el carnicero, recordando a alguien a quien James apenas recordaba y a quien no podía llorar. Una señora muy amable, decía el turco. Sí, decía James, como hacía siempre cuando no quería discutir. Le habría gustado ir a la librería, pero no tenía tiempo, pues debía pasar por la farmacia a buscar sus medicinas, y las de ella. Sustancias para calmar a dos personas cuyas vidas calmas eran una forma de frenesí.Ella era la que antes hacía las compras. Era ella la que salía, así como era la que tenía un círculo de amigos y conocidos, a algunos de los cuales él conocía, y a muchos no. A ella no le gustaba contarle —no, lo cierto es que le gustaba no contarle— adonde iba ni por cuánto tiempo. A él no le importaba. Lo pasaba bien solo. Entonces, un día, un extraño había llamado a la puerta y había escoltado a su mujer hasta la sala, mientras explicaba que la había encontrado deambulando y que parecía perdida. Para entonces ella se había recuperado, había echado la cabeza hacia atrás y había estallado en carcajadas.—¿Te das cuenta, James, de cómo estaba de distraída? Había vuelto a Mecklenburgh Square, como si hubiéramos salido en una de nuestras excursiones para verificar los daños, después de... después de...—Después de un bombardeo —dijo James.—Sí —dijo ella—. Pero no había humo sin fuego, esta vez.—Creo que le vendría bien una taza de té —dijo el amable desconocido.En ese momento James tendría que haberlo entendido, pero había preferido no hacerlo. Ella siempre había sido excéntrica.La cola de los medicamentos en la farmacia era larga, y le dijeron que volviera al cabo de veinte minutos; no era tiempo suficiente para ir a la librería, sí lo era para perjudicar a la señora Bright. Dio vueltas por la tienda, un anciano con una mata de pelo canoso, con un impermeable arrugado. No quiso detenerse en la sección de maternidad e inesperadamente, caminando sin rumbo, se encontró en la sección de puericultura, entre paquetes de pañales de todas clases y cepillos de dientes con cabeza de animal. Había un expositor alto pintado de cromo brillante, de donde colgaban las rollizas y llamativas muñecas de la televisión, púrpura, verde, amarillo y rojo, con ojos negros y boca oscura en su sonriente cara de marioneta. Estaban encerradas en sofocante polietileno. No pueden respirar ahí, se sorprendió pensando James, pero esto no era un signo de locura, no, sino un signo de suma cordura, pues él había sopesado, como cualquiera en su lugar debía de sopesar en algún momento, lo que podía hacerse, rápidamente, con una bolsa de plástico. Las muñecas tenían un aire benévolo y estúpido. Se acercó más, tras echar una ojeada al reloj, y leyó sus nombres: Tinky-Wink, Dipsy, Laa-Laa y Po. Tenían una reluciente pantalla grisácea sujeta en el redondo vientre, y antenas en la cabeza encapuchada. Una simbiosis entre un televisor y un bebé de un año. Ingenioso, después de todo.La mujer que estaba tras el mostrador —de pechos voluminosos, teñida, con gafas, sonriente— dijo que los Telegorditos eran muy, muy populares. «Todos los adoran.» ¿Podía mostrarle uno?—¿Por qué no? —dijo James.Ella sacó a Tinky-Winky y a Po de sus brillantes fundas y presionó con energía su pequeño vientre, lo que hizo que se pusieran a cantar con voz aguda unas cancioncitas sin sentido.—Cada uno tiene la propia, ¿sabe?, su canción particular, fácil de recordar, para niños muy pequeños. A ellos les gusta recordar cosas, les gusta oírlas una y otra vez.—¿Ah, sí? —dijo James con aire ausente.—Sí, así es. Y mire qué suaves son, y hechos con una felpa muy práctica, se pueden lavar en la lavadora en un periquete, si ocurre cualquier clase de accidente. Son muy durables, le aseguro.Tuvo una visión de cuerpos cubiertos de andrajos, girando en un ciclo de centrifugado. No los círculos del Cielo, el Purgatorio y el Infierno, sino muñecas andrajosas girando en un ciclo de centrifugado.—Voy a llevar uno.—¿Cuál prefiere? ¿Es para una niña o para un niño? ¿Para un nieto, quizá? Tinky-Wink es un chico, aunque lleve un bolso, y también Dipsy. Laa-Laa y Po son chicas. Por supuesto, la diferencia no se ve. ¿Es para un nieto o para una nieta?—No —dijo James—. No tengo hijos. Es para otra persona. Me llevaré el verde. Es un verde ligeramente bilioso y el nombre es apropiado.La vendedora soltó a Dipsy de su gancho, y un Dipsy idéntico apareció por detrás.—¿Se lo envuelvo para regalo, señor?—Sí —dijo James.Con eso se cumplirían exactamente los veinte minutos.Habían esperado a que la guerra acabara antes de tener un hijo. Y luego, después de la guerra, cuando a él lo habían desmovilizado y se había reintegrado a su trabajo de profesor de lenguas clásicas en un instituto, el hijo invocado había rehusado entrar en el círculo. Le habían dado un nombre: Camilla, Julius, cuando eran románticos, Blob o Tiny cuando estaban irritados o molestos. No respondió a ningún nombre, se negó a ser. Hitler lo ha atrapado, solía decir ella. James sacudió el paquete, envuelto en lanudos corderitos en un campo azul.—Dipsy —le dijo—. Dipsy va muy bien, todos somos dipsomaníacos.Se preguntó si habría hablado en voz alta en la tienda. Miró alrededor. Nadie lo estaba mirando. Probablemente no lo había hecho.* * *
Siempre tenía que juntar fuerzas para abrir la puerta de su casa. Era un hombre disciplinado, que había sido un buen profesor, y un buen oficial en las fuerzas aéreas, en parte porque era ecuánime. Creía, al estilo clásico, en el buen carácter y la razón. Tenía conciencia de albergar una rabia bullente, contra el destino, contra la edad, incluso —que Dios lo ayudara (pero Dios no existía)— contra la propia Mado, que no era responsable de la triste situación de ambos, aunque de vez en cuando sufría accesos de mal humor y se mostraba dispuesta a culparlo. No quería volver a su cautiverio, con su olor a enfermedad y su violencia latente. Como siempre hacía, sacó sus llaves y entró. Hasta consiguió dedicarle una sonrisa forzada a Deanna Bright.La señora Bright le había servido a Mado su almuerzo: sopa, bastoncitos de pan tostado, natillas del supermercado en su copa de plástico. Mado se había opuesto a que la alimentara, pero había tragado bastante, informó la señora Bright. Antes de contar con la señora Bright, él le dejaba platos de comida en la nevera. Había dejado de hacerlo cuando un día volvió a la casa y la encontró sentada a la mesa, ante una comida que ella misma había preparado. Esta consistía en una montaña de café molido y un charco de harina humedecida, que estaba intentando comer utilizando a modo de cuchara el hueso seco de un aguacate. En esta etapa él aún tenía la suficiente curiosidad intelectual para preguntarse si habría sido la forma del hueso lo que había despertado en ella algún recuerdo primitivo de la forma de una cuchara.—No, querida —le había dicho—. Así no, no está bien.Ella lo había golpeado con el extremo puntiagudo del hueso y le había lastimado la mejilla, para luego tirar sobre la alfombra café, harina y plato. Por entonces era la historia de una extravagancia que habría podido contar a un amigo en un bar. Tenía una dosis de horror estético que resultaba grata. Aquello había quedado atrás, no había ya nada en él que quisiera contar lo que fuera a alguien, ni en un bar ni en ninguna otra parte.* * *
—¿Cómo ha estado? —le preguntó a Deanna Bright.—No me ha dado problemas. Sólo se ha quejado un poco de tener tantas visitas.—Ah —dijo James; intentó bromear—: Me gustaría saber quiénes eran. Así podría charlar con alguno.—Dice que son espías. Dice que los envió fuera en misiones y que fingieron que los habían matado, pero que han regresado en secreto.—Espías —repitió James.Deanna Bright tenía una expresión de piedad y preocupación.—Es curioso cuántos de ellos hablan de espías, servicios secretos y cosas así. Supongo que es porque se vuelven desconfiados.—De hecho ella sí que envió espías, durante la guerra —dijo James—. Estaba en el Servicio de Inteligencia. Los envió a Francia y Noruega y Holanda, en barco y en paracaídas. La mayoría de ellos no volvieron.—Están escondidos —dijo Mado en voz muy alta—. Están furiosos, quieren hacer daño, son peligrosos, quieren...—¿Qué quieren? —preguntó Deanna.—Chuletas de cordero —dijo Mado—. Chuletas frías. Muy frías, con salsa.—Se refiere a la venganza —dijo James—. Un plato que se come frío. En cierta forma es alentador, cuando hay alguna clase de sentido. Bien podrían querer vengarse.Deanna Bright no parecía convencida; posiblemente no conocía el dicho, posiblemente dudaba de la capacidad de Mado para establecer complejas relaciones. En una oportunidad le había hablado a James con severidad cuando él se había referido a la mujer de la butaca como una zombi. «Usted no sabe lo que está diciendo —había dicho ella—. No sabe lo que quiere decir verdaderamente esa palabra. Ella es una pobre criatura y un alma errante. No es uno de ellos».Ahora se caló el gorro de lana sobre su crespo cabello, y se marchó para ir a ayudar a otras almas y cuerpos desgastados.Cuando James se quedó solo, es decir, solo con Mado, desenvolvió a Dipsy y se lo tendió sin decir palabra. Ella le arrebató el muñeco, lo alzó y observó su plácida carita, lo puso boca abajo sobre sus rodillas y palpó la felpa.—Están esperándonos —dijo—. Se nos ha hecho tarde. Tenemos que ir al consultorio. O quizá es a la zapatería. Sasha no ha venido, otra vez. Han estado medio día haciendo cola para conseguir una minúscula lonja de cerdo.Sus fuertes dedos masajeaban el muñeco.—Han puesto cables por todo el piso de arriba. Están a la escucha y cuentan chistes verdes. Sasha lo encuentra divertido.Muy al principio, la súbita presencia de gente invisible le había parecido a James a la vez grotesco y fascinante. Se había casado con una mujer —a quien había conocido en la universidad en 1939— que hablaba como una locutora de radio y nunca mencionaba a su familia. Se habían casado precipitadamente —él se iba a la guerra, cualquiera de los dos podía morir al día siguiente— y ella había dicho que no tenía parientes cercanos, era una huérfana independiente. Dos de sus compañeros estudiantes, que actuarían como testigos, organizarían la fiesta de bodas. Ahora que su razón desvariaba, la escalera y los armarios estaban llenos de gente, gente a la que acusaba y regañaba, a la que suplicaba y halagaba, gente amenazadora. A algunos les hablaba con un rudo acento cockney, con voz aguda e infantil: «No me pegues más, mamá, seré buena, no he hecho nada, basta, mamá, basta». Nunca daba más detalles. Cuando él la interrogaba sobre su madre, ella decía: «Ya te dije que soy huérfana». Luego estaba Sasha, una amiga poco confiable de cuya existencia, pasada o presente, él no sabía nada, excepto que ella y Mado eran hermanas de sangre: «Nos cortamos la muñeca y las frotamos, ¿sabes?, las frotamos para mezclar nuestra sangre. Sasha es la única y está escondida». Y luego estaban los fantasmas de la guerra, que se aparecían. Amigos muertos en un bombardeo mientras dormían, amigos abatidos cuando sobrevolaban Alemania, hombres y mujeres enviados a misiones secretas. «Entra, Akela, entra», suplicaba la vieja voz cascada. Él mismo era muchas personas. Era Robin Binson, de quien siempre había sospechado que había sido su amante en 1942, Robin, cariño, dame un pitillo, tratemos de olvidar todo esto. Era a él, James, a quien le había dicho esto cuando yacían desnudos sobre el cubrecama, mientras caían las bombas. Tratemos de olvidar todo esto. Ella lo había olvidado todo, y ahora todo revoloteaba alrededor, como hilos y fragmentos.Antes de la gente invisible había habido ataques de miedo relacionados con los aspectos sombríos u ominosos de lo visible. Su propia cara en un espejo, entrevista a través de la puerta: «Quién es ésa, no quiero que esté aquí, no tiene buenas intenciones». Temblores involuntarios al ver su sombra, o la de él, proyectada en las paredes o en los escaparates, en los días en que aún salían a la calle. Y había habido un nervioso parloteo interminable sobre el Servicio de Inteligencia. Ésta era una palabra que siempre había significado mucho para ella, reflexionaba él en su soledad, en la presencia de la ausencia. En la universidad era su término más elogioso. Sabe mucho, trabaja, pero no capta lo esencial, no es inteligente. O: «Me gusta Des. Es rápido. Es inteligente», como si la palabra fuera intercambiable con «sexy». Lo que, quizá, era así para ella. Ambos estudiaban para ser profesores, hasta que estalló la guerra. Él estudiaba lenguas clásicas; ella, francés y alemán. Cuando se casaron, ella tuvo que renunciar a la idea de ser profesora, porque a las mujeres casadas no se les permitía enseñar en la depresión de los años treinta, ya que le habrían quitado el lugar a los hombres, que eran el sostén de la familia. Más tarde, cuando los hombres se alistaron o fueron llamados a filas, se había permitido que las mujeres ocuparan sus puestos de trabajo, incluso en las escuelas de varones. Ella había conseguido un buen trabajo en un instituto de Londres. Ambos se habían mostrado encantados, en parte, al menos, porque a ninguno de los dos le agradaba la tristeza en que la sumía la falta de una ocupación inteligente. En sus campamentos y alojamientos militares, y luego cuando sobrevolaba el Mediterráneo, él había tenido celos de sus compañeros profesores. Pero ella no se había contentado con eso. Había presentado una solicitud para un verdadero trabajo de guerra, y había desaparecido en el Ministerio de Información, donde sus colegas eran elegantes poetas, misteriosos extranjeros y lingüistas expertos. Vivía en un Londres agitado y en llamas. Él había imaginado que ella volvería a la enseñanza, como hizo él, cuando todo terminara. Pero ella se había aficionado al Servicio de Inteligencia. Permaneció allí, siempre reservada en cuanto a la naturaleza de su trabajo, ganando más que él, cosa en la que él trataba de no pensar.* * *
El día gris siguió su curso. James le sirvió su cena, lo que provocó sus quejas. La llevó al cuarto de baño. Otro momento culminante había sido cuando, años atrás, él le había dicho:—Tú ve al cuarto de baño que yo te prepararé la cama.Y ella, mirándolo fijamente con esa expresión de sospecha que se había hecho habitual, había contestado:—¿Dónde está?—¿Dónde está qué cosa?—Ese cuarto al que dices que tengo que ir. ¿Dónde está?Él la cogió por la mano.—Cálmate. Espera a Sasha. Sasha está nerviosa. Espérala.Aún intentaba hablarle. Muy de tiempo en tiempo, ella contestaba. No sabía en qué momentos ella lo reconocía, si es que lo hacía alguna vez.Una o dos veces, mientras esperaba para ayudarla a lavarse, o cuando dejaba su dormitorio después de haberla acostado, tuvo la vertiginosa sensación de no saber quién era él o dónde estaba, o adónde se proponía ir. Una vez, durante un instante terrible, se había preguntado dónde estaba el baño, mientras las grises habitaciones giraban a su alrededor como un tiovivo. A los veinte años habría comprendido que se sentía exhausto y se habría reído. Ahora se preguntaba —como se preguntaba cada vez que comprobaba que sus llaves y su dinero estaban a salvo— si aquello era el comienzo.Cuando ella estuvo acostada, se sentó y trató de leer a Virgilio. Pensaba que el esfuerzo de recordar la gramática y la métrica era en cierto modo un ejercicio para sus células grises, mantenía la presteza y fluidez de sus conexiones. O, pater, anne aliquas ad caelum hinc ire putandum est animas. Había pensado inscribirse en un curso vespertino, o incluso hacer un máster o un doctorado, pero no podía salir, era imposible. Cada vez que olvidaba una frase que antes había sabido de memoria, como un canto que resonaba en sus nervios, sentía un fugaz escalofrío de pánico. ¿Es el comienzo? Yo sabía cómo era el pluscuamperfecto de vago. Le llegaba su voz ronca, quejándose en el dormitorio, e iba a alisarle las sábanas. No le agradaba irse a la cama porque lo aterrorizaba la idea de que lo despertaran.Así que dormitó sobre el canto VI de La Eneida, y oyó su propio ronquido irregular. Recogió del suelo a Dipsy, que estaba caído frente al televisor, y al mismo tiempo la cinta rosa y algunas de las horquillas de acero. Con aire distraído, se puso a clavar las horquillas en la gris pantalla de la gris panza de felpa de Dipsy. La atravesó una y otra vez.* * *
A altas horas de la noche, la calle estaba tranquila. En unas pocas ventanas parpadeaban las luces de las cuadradas pantallas. No se oía mucha música, o la que sonaba se había moderado respetuosamente. La gente no volvía tarde a su hogar, ni charlaba en el umbral. Así que se sorprendió al oír unos pies que corrían a gran velocidad, dos pares, una persecución. De pronto sonó su timbre. No voy a bajar a estas horas, pensó, es peligroso. El timbre sonó con más insistencia. Oyó que aporreaban la puerta, con la mano o con el puño.Bajó, básicamente para evitar que Mado se despertara. Abrió la puerta, dejando la cadena puesta.—Déjeme entrar. Por favor, déjeme entrar. Me persigue un negro enorme, con un cuchillo, quiere matarme, déjeme entrar.—Usted podría ser una ladrona —dijo James.—Podría. Pero, si no me deja entrar, me matará. ¡Rápido, por favor!James oyó las otras pisadas, más fuertes, y abrió la puerta. Ella era delgada, se deslizó dentro como una anguila y se apoyó en la puerta mientras él volvía a colocar la cadena y echaba el cerrojo. Escucharon, inmóviles en la silenciosa escalera. Los otros pasos vacilaron, se detuvieron. Y luego se alejaron, aún corriendo, pero más despacio.James la oyó jadear en la oscuridad.—Le daré un vaso de agua. Venga.Él vivía en el primer piso. La condujo arriba, y ella lo siguió. Ella se dejó caer con elegancia en su sillón, y enterró la cara en las manos antes de que él pudiera verla claramente.Calzaba unas sandalias de un negro brillante con tacones muy altos y finos. Tenía las uñas de los pies pintadas de rojo. Las piernas eran jóvenes y largas. Llevaba un vaporoso vestido suelto de seda escarlata, abierto hasta el muslo, con tirantes muy estrechos. Era de un estilo que un James más joven habría tildado de putesco, pero era observador y sabía que en el presente todas las mujeres se vestían de un modo que él habría considerado putesco, si bien esperaban ser tratadas con respeto. Las manos de la chica, con que se aferraba la cabeza, eran largas y delgadas, al igual que los pies, y también tenían las uñas pintadas de rojo. Su cara quedaba oculta por una mata de finos cabellos negros, que escapaban de un moño hecho en la coronilla. Le sorprendió que hubiera podido correr tan rápido, con esos zapatos. Los hombros de la chica se agitaban, y la seda temblaba con sus jadeos. James fue sin hacer ruido hasta la cocina en busca de un vaso de agua.Ella tenía un rostro bonito y anguloso, con una boca ancha de labios rojos, largas pestañas negras, y los párpados maquillados de tal modo que parecían amoratados. Le preguntó si quería llamar a la policía, y ella negó con la cabeza mientras bebía a sorbos el agua y se acomodaba en el sillón.—Creí que no iba a abrir —dijo ella—. Pensé que no salía de ésta. Estoy en deuda con usted.—Cualquiera habría hecho...—No —lo interrumpió ella—, no lo habrían hecho. Estoy en deuda con usted.* * *
Él no encontraba qué decir a continuación. Habría sido una falta de cortesía interrogarla, y ella seguía sentada, aún un tanto temblorosa, sin mostrar signo alguno de estar dispuesta a contar su historia. Por lo general bebía algo un poco más fuerte que el agua a esas horas, antes de acostarse, dijo él. ¿Quería acompañarlo? El whisky, por ejemplo, era bueno para los sustos.Había sido un hombre que atraía fácilmente a las mujeres, al menos cuando estaba en la fuerza aérea, con su bigote dorado. Hacía mucho tiempo que se había dicho que tenía que entender cuando algo se había acabado y renunciar a ello con dignidad. No habría habido ningún problema en ofrecerle a ella una copa si no hubiera sido bonita. Pensó que no habría tenido reparos en interrogarla si ella hubiera sido gorda y dentuda.—Un whisky me vendría muy bien —dijo ella con ligereza—. Con hielo, si no le parece de mal gusto.—Sobre gustos no hay disputa —dijo James, que de hecho no ponía nunca hielo en un buen whisky.* * *
Cuando volvió de la cocina con los vasos, ella recorría la habitación, mirando su estantería de libros, las fotografías de su escritorio, el cesto de la ropa sucia donde amontonaba por la noche todas las cosas de Mado, la butaca de orejas con la cinta rosa cuidadosamente colgada en el respaldo, dispuesta para el día siguiente, y el muñeco Dipsy despatarrado en el asiento, con su color verde lima y una tenue sonrisa. Él cruzó la estancia y le tendió el repiqueteante vaso. Levantaron los vasos como para entrechocarlos. Cuando ella inclinó la cabeza por un momento, él vio los mechones sueltos en su nuca, aún mojados. Ella pasó rápidamente un dedo pintado de escarlata por el cuerpo de Dipsy e interrogó a James con la mirada. Él se volvió, y en ese momento un ruido sordo y un chillido provenientes de la habitación de Mado lo hicieron salir precipitadamente.Mado estaba de pie en la puerta de su dormitorio, envuelta en sus sábanas, como si fuera una toga o un sudario. Le castañeteaban los dientes. Los cabellos grises le caían sobre la cara y los hombros.—Has entrado en mi habitación sin hacer ruido —dijo ella—, pero no contestas, quieres hacerme daño, sé que eres un mal hombre, vivo con un mal hombre, no hay nada que hacer...—Cálmate —dijo él—. Te llevaré de nuevo a la cama.Mado se puso frenética cuando miró por encima del hombro de James, y gesticuló como una posesa para protegerse de los golpes, mientras se encogía y farfullaba. James oyó el susurro de la seda a su espalda.—Mi mujer está enferma —dijo—. No tardaré más que un minuto.—Hazla salir de aquí —gritó Mado—. Es una bruja malvada, quiere hacernos daño a todos...—Lo siento —dijo James a su visitante.—No tiene por qué —contestó ella mientras se retiraba.* * *
Calmar a Mado podría haberle llevado horas, o toda la noche, pero esa noche la vida y la combatividad la abandonaron cuando la otra mujer se retiró. Permitió que él la acostara de nuevo en la cama rehecha, después de la necesaria visita al lavabo. James volvió, sintiéndose avergonzado sin motivo, y reducido de su condición de anfitrión civilizado a la de monstruo.—Lo siento —dijo a modo de disculpa general, por la vida, por Mado, por la edad, por el olor a cerrado de su casa, por el inexorable declive—. Lo siento.—¿Por qué? No tiene nada de que disculparse. Usted es bueno, ya lo veo, esto es muy duro. ¿Cuánto tiempo hace que ella está así?La naturalidad con que le formuló la pregunta le arrancó un suspiro de alivio.—Hace cinco años que no sabe quién soy —dijo—. Hago todo lo que puedo, pero no es bastante. Ninguno de los dos es feliz, pero hay que seguir adelante.—¿Tiene usted amigos?—Cada vez menos, tanto porque no puedo aguantarlos como porque ellos no me aguantan a mí, es decir, a ella...—¿Tiene más whisky?Ella volvió a sentarse mientras él iba a buscar la botella. Le hizo preguntas superficiales, y él le contó cosas —cosas como el hueso de aguacate, cosas como el Servicio de Inteligencia—, y ella sonreía pero sin reír, mostrando en su expresivo y atento rostro que entendía la comedia estética, así como su pequeñez comparada con el asfixiante volumen del entorno.—Lo siento —seguía diciendo él—. Es que no hablo nunca.—No —decía ella—. No es necesario. No tiene por qué disculparse.* * *
Después de otro vaso de whisky, ella comenzó de nuevo a recorrer la habitación. La seda roja ondeaba en torno a sus muslos. Él pensó que un cumplido no se interpretaría mal, y le dijo que llevaba un vestido muy seductor. La respuesta de ella fue echar la cabeza hacia atrás y reír a sus anchas, alegremente, tanto que los dos se quedaron inmóviles y aguzaron el oído para ver si Mado se había despertado. Ella fue otra vez hasta la butaca de orejas, cogió la cinta rosa y la hizo deslizar entre sus largos dedos, examinándola.—A ella no le gusta el rosa—le dijo a James.—No —reconoció él—. Lo detesta. Siempre lo ha hecho. Es infantil, dice. No quería usar ni bragas rosas ni enagua rosa. Le gustaba el color marfil o el azul claro. Y el rojo.—Le gustaba el rojo —dijo la visitante, alzando a Dipsy—. Podría haber elegido la muñeca roja, Po, pero eligió este de color bilioso.—Lo hice por mí —dijo él—. Un acto inofensivo de violencia. No hace ningún daño.La joven mujer se alejó de la butaca, tras dejar la cinta y el muñeco en su lugar.—Dipsy es un nombre estúpido —dijo.—Po es aún más feo —dijo él a la defensiva—. Puede ser pocho. O pocilga.—El río Po es el río Erídano, que conduce al mundo subterráneo. Un río mágico. Podría haber elegido a Po.—Y usted ¿cómo se llama? —preguntó él como si eso fuera lo lógico, un poco achispado, fascinado con el movimiento ondulante de la seda cuando ella caminaba.—Dido. Me hago llamar Dido, en todo caso. Soy huérfana. He repudiado a mi familia y, con ella, cualquier otro nombre. Me gusta Dido. Tengo que irme.—La acompañaré para asegurarme de que no hay moros en la costa.—Gracias —dijo ella—. Lo veré pronto.A él le habría gustado que así fuera, pero sabía que ella no lo haría.* * *
Más tarde, varias cosas lo hicieron dudar de si ella realmente había estado allí. Para empezar, el nombre que se había dado, Dido, extraído de lo que él estaba leyendo. Aunque también podía ser que ella hubiera cogido su libro mientras él se ocupaba de Mado, y más o menos al azar hubiera escogido el nombre de la apasionada reina. Sabía que el Po era el Erídano, cosa que él había olvidado, pensó, y sintió miedo por la pérdida de un hecho conocido, como siempre sentía. Ella tenía conocimientos de mitología, contra todo lo esperado. ¿Y por qué no había de tenerlos? ¿Por qué una mujer bonita vestida de seda roja no podía saber algo de mitología, nombres de ríos y cosas así? Había sabido que Mado detestaba el rosa, cosa que no podía saber, cosa que la señora Bright desconocía, cosa que él mantenía en secreto. Él debía de haber inventado esa parte de la conversación, o como mínimo recordarla mal. Tal vez ella existía tan poco —o tanto— como Sasha, la imaginaria hermana de sangre. Había experimentado una absurda sensación de pérdida cuando ella se había marchado, como si hubiera llevado vida a la habitación —acosada por la muerte y la oscuridad— y luego se la hubiera vuelto a llevar. Lo que sentía por ella no era deseo sexual. Vio —con toda claridad, según le pareció— el hombre viejo que era por fuera. Su cara arrugada, sus dedos artríticos, sus dientes remendados y su aliento sin duda fétido no tenían nada que hacer con alguien tan lleno de vida y encanto. Lo que sentía era algo más primitivo, el placer ante lo que está vivo. Ella pertenecía a los vivos, y él a los muertos. Ella nunca volvería.Esa noche, en la cama, lo invadió un recuerdo tan vivido —como le sucedía cada vez con mayor frecuencia— que por unos momentos pareció como si fuera real y estuviera pasando allí y en ese instante. Era algo que le ocurría más y más a menudo cuando resbalaba y perdía pie en la pendiente que separaba el sueño de la vigilia. Daba la impresión de que no hubiera más que una membrana separándolo de la vida del pasado, así como sólo había estado el amnios separándolo del aire libre en el momento del nacimiento. En la mayoría de los recuerdos era un niño otra vez y deambulaba por los campos cubiertos de coloridas margaritas de su infancia, en medio de un intenso olor a caballo, chapoteaba en los arroyos de truchas, oía a sus padres discutir en voz baja, o paseaba en burro por la vasta playa de arena húmeda. Pero esta vez revivió su primera noche con Madeleine.Ambos eran estudiantes y vírgenes; él se había debatido entre el miedo y la esperanza de que ella no lo fuera, ya que quería ser el primero y al mismo tiempo no quería que resultara un fiasco o un fracaso aún peor. No se lo había preguntado hasta que se desnudaron en el cuarto de hotel que habían alquilado. Ella se había vuelto para mirarlo burlonamente a través de sus negros cabellos, mientras se quitaba de éste las horquillas, dándose cuenta plenamente de sus dos temores.—No, no ha habido otro, y sí, tendrás que arreglártelas partiendo de cero, pero como los seres humanos siempre se las han arreglado muy bien, probablemente lo conseguiremos. No lo hemos hecho tan mal hasta ahora —dijo, mirándolo con los ojos entrecerrados para recordarle los manoseos cada vez más complejos y atormentadores, en coches, en habitaciones de la universidad, en el río cerca de las raíces de los sauces.Ella siempre había mostrado una clara ausencia —chocante incluso— de la natural renuencia femenina, de pudor y hasta de ansiedad. Amaba su propio cuerpo, y él lo idolatraba.Se pusieron a ello, dijo Madeleine más tarde, con uñas y dientes, con plumas y terciopelo, con sangre y miel. Esa noche él revivió una relación íntima que había ido olvidando lentamente durante los años de guerra, así como otros momentos de maravillosa vehemencia que le habían sido arrebatados, y luego la destrucción del hábito. Recordaba haber sentido, y luego pensado: «Ningún otro ha sabido jamás cómo es esto verdaderamente, ningún otro lo ha comprendido de verdad, o la raza humana sería diferente». Y cuando se lo dijo a Madeleine, ella rió con su risa irónica y le dijo que era un presuntuoso —«Ya te dije, James, que todo el mundo lo hace, en mayor o menor medida»—, pero enseguida se echó a llorar y lo besó por todo el cuerpo, y sus ojos ardientes de lágrimas se movían por su vientre como insectos exploradores, y su voz ahogada decía: «No me hagas caso, te creo, ningún otro jamás...».Y esa noche —mientras se remontaba hacia la vigilia como una trucha en el río para volver a sumergirse— no supo si era un alma en éxtasis o atrapada en las redes del tormento. Sus manos eran nerviosas y ágiles y eran torpes y vacilantes. La mujer lo montaba, arqueada en su gozo, y a la vez yacía sobre él como masilla.Y él, a quien se le habían empañado los ojos pero que jamás había llorado, los sintió llenos de lágrimas.* * *
La mañana siguiente pensó que debía de haberla hecho surgir del laberinto de su inconsciente. Pero Deanna Bright, ordenando la cocina, limpió unos restos de lápiz de labios escarlata de un vaso que él creía haber lavado, y lo interrogó con la mirada.—Estaban persiguiendo a una mujer en la calle. La hice entrar.—Tiene que tener cuidado, señor Ennis. La gente no es siempre lo que parece.—Hay que volver a cambiar las sábanas —dijo él, cambiando de tema.* * *
Algo había cambiado, no obstante. Él había cambiado. Si antes temía olvidar cosas, ahora lo atormentaban las cosas que recordaba, con vivida precisión. Gente y cosas del pasado se deslizaban sigilosamente en la realidad y ocultaban la alfombra manchada y la butaca de orejas en que Mado parloteaba con Sasha, o toqueteaba el muñeco verde lima con dedos torpes. Él se decía que era como un hombre que se estuviera ahogando y viera su vida desfilar como un relámpago ante sus ojos, y entonces se preguntó cómo sería eso exactamente: ¿se vería pasar a los vivos y los muertos ante los ojos reales que estarían mirando bajo el agua, o aquéllos se sucederían en una vertiginosa película proyectada dentro del oscuro teatro de la cabeza anegada? Lo que le ocurría en esos momentos era que, cuando se despertaba tras haber dormitado sobre su libro, o cuando entraba dando traspiés en su dormitorio mientras se desabotonaba la ropa, veía visiones, oía sonidos, sentía olores largo tiempo atrás desaparecidos, que ahora regresaban para ser estudiados y comprobados, por así decirlo. Alemanes muertos en el desierto del norte de África, sus gorras, sus bidones de agua. La vieja mujer que él y Madeleine habían empujado bajo la mesa durante la peor noche del bombardeo alemán, y que habían reanimado con whisky cuando pareció que estaba a punto de sufrir un ataque al corazón. Tenía una pantufla de fieltro roja con un pompón, y un pie descalzo. Vio sus nudosas rodillas, colocó las pantuflas de piel de cordero de Madeleine en los temblorosos pies, olió —durante varias horas seguidas— el olor de Londres en llamas cuando salían a verificar los daños. Polvo en la nariz, polvo en los pulmones, polvo de piedras y explosivos, y cenizas de carne y huesos. Habían salido a caminar después de la noche del 10 de mayo y habían visto los daños de la abadía de Westminster y el Parlamento incendiado, habían paseado por los parques y habían visto las bombas caídas sin explotar cercadas con una valla, y los niños que hacían navegar sus barquitos en el estanque redondo de los jardines de Kensington. Ahora veía las vallas y las tumbonas, los escombros y los niños.Recordaba el miedo, pero también la sangre joven que bullía en él, impulsada por el hecho de la supervivencia y por el deseo de sobrevivir. Había tenido miedo: recordaba el gemido de las sirenas, el silbido y la explosión de las grandes bombas, el zumbido del motor de los bombarderos, y la risa enloquecida de Madeleine cuando la explosión era en otra parte. La muerte estaba cerca. Amigos con los que uno iba a encontrarse para cenar, que estaban vivos en nuestra mente en el momento de salir para ir a su encuentro, nunca llegaban, porque eran carne aplastada bajo ladrillos y vigas. Otros amigos que habían quedado con la mirada fija en nuestros recuerdos, como quedan los muertos cuando adquieren la forma final que les da nuestra memoria, aparecían de improviso en nuestra puerta como carne viviente y miserable, magullados y sucios, acarreando bolsas con las pertenencias rescatadas, y pedían rogando una cama, una taza de té. La fatiga empañaba los ojos de todos y agudizaba los sentidos. Recordó haber visto a una madre con su hijo tendidos bajo un banco, abrazados, y no haberse atrevido a despertarlos, por temor a que estuvieran muertos. Pero sólo era gente sin hogar, durmiendo el sueño de los exhaustos.Madeleine no intervenía en estas nuevas visiones de la vida perdida. El sonido de su risa, esa única vez, fue su máxima presencia.Cuando «aquello» había empezado, había comprendido que se requería más coraje para levantarse cada día, para velar por la mente errabunda y el cuerpo trastabillante de Mado, que para cualquier otra cosa que hubieran afrontado en la vida. Y él se había puesto firme, como un soldado, para cumplir con su deber, a la vez que decidía que por el interés de ambos no tenía que volver a pensar en Madeleine, pues su deber estaba allí, en el presente, con Mado, cuya necesidad era extrema.* * *
El hecho de que él estuviera perturbado perturbó a Mado, quien pasó a comportarse de un modo que tanto él como Deanna Bright se abstuvieron de tildar de «travieso» ya que ello implicaba una imposible segunda infancia. «Desquiciada», la llamaba James. «Agitada» era la palabra empleada por Deanna Bright. Empezó a romper cosas y a esconder otras. Él la descubrió cuando lanzaba por la ventana los cubiertos de plata que él había heredado de sus padres en un estuche negro forrado de felpa, los arrojaba uno a uno y se quedaba escuchando el tintineo del metal sobre la acera. Los Telegorditos se alimentaban de una curiosa comida que consistía en discos de natillas rosadas que salían burbujeando de una máquina color lavanda, y de «tostadas» con caras sonrientes que caían en cascada de un tostador. El exceso de comida era absorbido ruidosamente por una nerviosa aspiradora llamada Noo-noo. Los discos de natillas (ella odiaba el rosa) suscitaban en Mado breves y enérgicos arranques de emulación, y la alfombra quedaba cubierta de leche y miel, de crema de bebé y aliño. Y de whisky. Ella vertió su Glenfiddich en el tapete. El olor lo llevó a recordar a Dido, pero la libación no hizo acudir a ningún espíritu. James compró otra botella. El olor persistió, mezclado con el humo y las cenizas fantasmales del Londres en llamas de 1941.* * *
Llegó una noche en que, después de haber instalado a Mado para pasar la noche, ella se apareció repetidas veces en su puerta, para gimotear mientras él intentaba traducir el canto VI de La Eneida.—No puedo hacerlo —repetía—, no logro atraparlo.Por un terrible momento James alzó la mano para abofetear o golpear a la gimiente criatura, y ella retrocedió, balbuceando. Es hora de que los Telegorditos vayan a la cama, dijo en cambio James, remedando un anuncio televisivo. La condujo —con suavidad— a su dormitorio y le puso a Dipsy en los brazos. Ella arrojó el muñeco al suelo, con un resoplido de enojo, y se volvió de cara a la pared. Él levantó a Dipsy por el pie, y regresó al mundo subterráneo y a su perpetua luz crepuscular. De pronto advirtió que estaba torturando a Dipsy, retorciéndole las diminutas muñecas y, nuevamente, clavándole una horquilla en el orondo vientre de felpa. Mientras que los pequeños actos crueles sean inofensivos..., dijo su mente racional, en tanto que él seguía acuchillando al muñeco.Sonó el timbre de la puerta. Esperó a ver la reacción de Mado antes de responder; si aquello la perturbaba, no abriría, sería insoportable. Pero ella permanecía en silencio. El timbre sonó otra vez. Al tercer timbrazo bajó a abrir. Ahí estaba, en el umbral, la mujer morena con el vestido de seda roja, como una amapola.—Traigo regalos —dijo ella—. De agradecimiento. ¿Puedo entrar?—Por supuesto —dijo él, con aire torpemente ceremonioso—. Y puedo ofrecerle un vaso de whisky, si lo desea.Imaginó que la fina nariz se fruncía ante el olor de sus habitaciones.—Aquí tiene —dijo ella, tendiéndole una caja de bombones Black Magic adornada con una cinta escarlata.Bombones salidos de los cines de su juventud, que de algún modo habían persistido hasta el presente.—Y esto es para ella —añadió alargando la otra mano—. Sé que prefiere la roja. Prefiere a Po.Él cayó en la cuenta de que aún tenía en la mano a Dipsy y la horquilla. Po estaba envuelta en lo que pensó que era celofán, una hermosa palabra, también salida de esos viejos días, relacionada con diáfano, aunque en realidad sabía que la muñeca sonreía desde una bolsa de plástico, también adornada con una cinta escarlata. Dejó a Dipsy, aceptó los dos obsequios, los depositó sobre la mesa y fue en busca del whisky, dos whiskies generosos, uno con hielo, otro solo.—Pensé que no volvería.—Tenía que hacerlo. Y su vida es muy triste, pensé que le alegraría verme.—Claro que me alegra. Pero no la esperaba.* * *
Se sentaron y charlaron. Ella cruzaba y descruzaba sus largas piernas, y él le miraba los tobillos con intenso placer pero sin deseo. Se acordó de Madeleine, alejándose corriendo por el brezal, mirando hacia atrás para comprobar que él podía atraparla. Dido le hizo educadas preguntas sobre él mismo, y eludió las que él le formuló a su vez, de manera que, mientras el ahumado sabor del whisky le impregnaba la nariz, James se encontró contándole su vida, hablándole de todas las personas que habían regresado y ocupaban su piso, mezclados con quienquiera o lo que fuera que la demente Mado había conjurado. Somos una verdadera muchedumbre, una verdadera multitud de espíritus agitados, en estos días, dijo él, completamente apiñados, pero sólo dos somos de carne y hueso. De pronto me encuentro en épocas y lugares extraños, desaparecidos de mi mente hasta ahora.—¿Como por ejemplo?—Hoy recordé el embalaje de un cajón de naranjas y limones en Argel. Eran hermosos, dorados y amarillos, brillantes, y los escogimos con cuidado, el árabe y yo, llenamos el cajón con virutas de madera y clavamos la tapa. Y un amigo piloto se los trajo a ella, como una sorpresa. No se conseguían cítricos durante la guerra, ¿sabe?, y los echábamos de menos.—Y cuando ella abrió el cajón —dijo Dido— sintió el olor a esencia de citronela y a zumo de cítricos que ya casi había olvidado. Y retiró las virutas de madera y hundió las manos, como alguien que busca un tesoro en la caja de las sorpresas de una feria de pueblo. Y sus dedos salieron cubiertos de polvo verde musgo, un color bonito en teoría, el color de los líquenes y el moho. Y extrajo el limón mohoso, con su protección de papel plateado, y miró la naranja que estaba debajo, y ésta simplemente se deshizo en un bonito polvo verde claro, como un pedo de lobo. Y siguió sacando y sacando frutas, llenando todo de polvo, apilándolas sobre una hoja de periódico, y no había ni una buena.—Eso no es verdad. Ella dijo que era... un cofre del tesoro lleno de delicias. Dijo que estaban... increíblemente deliciosas. Dijo que las había economizado y saboreado una a una.—Siempre fue una gran mentirosa. Como tú siempre has sabido. Era un regalo maravilloso. Se pudrieron en los aeropuertos y los depósitos. Fue un accidente que se llenaran de moho. Ella te estaba agradecida por el regalo.—¿Cómo puede saber eso?—¿No sabes cómo lo sé?—Soy un hombre viejo. Me estoy volviendo loco. Es usted un fantasma.—Tócame.—No me atrevo.—Te digo que me toques.Él se puso de pie y con paso vacilante cruzó el espacio que los separaba y que giraba a su alrededor. Rozó con la punta de los dedos el sedoso cabello, y luego, castamente y con terror, tocó la piel de su brazo, cálida y joven.—Tangible —dijo él, rescatando una palabra antigua del hervidero de su cabeza.—¿Lo ves?—No, no lo veo. Creo que creo que usted está aquí —dijo él, y añadió—: ¿Qué más sabe, que yo podría haber sabido y no sé?—Siéntate y te lo diré.* * *
—Ella decía siempre que Hitler había destruido los días de su juventud, y los tranquilos días de su casamiento, y el hijo que podría haber tenido. Que le había dado dramas, demasiados dramas, insatisfacciones y una inquietud constante, por lo que nunca podía estar satisfecha. Estos pensamientos iban acompañados de sentimientos muy vehementes, sobre todo cuando vivía esos días tranquilos que no eran más que un remedo de días tranquilos, un simulacro de vida, por así decir. No obstante, si una cocina y un plato de macarrones gratinados son un espejismo, tal vez, sólo tal vez, sean más emocionantes que cuando se despliegan ante uno como un destino fijo e invariable.—Como ahora —dijo él, pensando en las natillas arrojadas al suelo.—El peor momento, el más irreal fue cuando le llegó... cuando te llegó el permiso de embarque. Antes de que te marcharas allí adonde no podías decir que ibas, donde florecen los naranjales y los limones. Así que os quedasteis sentados, día tras día, durante esas dos semanas, y ella observaba el péndulo del reloj, y te arreglaba el cuello de la camisa como una muñeca de cera de la perfecta ama de casa, con la cabeza inclinada sobre el agujero que zurcía en los talones azules y polvorientos. Y de vez en cuando salíais juntos a comprobar los daños: iglesias con las puertas reventadas como frutas aplastadas, cristales centelleantes cubriendo las aceras a lo largo de Oxford Street y Knightsbridge; y hablabais poco y con mucho cuidado, como si fuera una competición de trivialidades. Y, cuando te marchaste, ella sabía que no estaba embarazada y te dio un rápido beso en la mejilla, como una buena esposa inglesa, no un beso a lo Romeo y Julieta, y partiste, cargado con tu mochila, en medio de la noche, temporal o permanente.—S í —dijo James.—Sí —dijo ella—. Y entonces se tendió en el suelo y aulló como un animal, retorciéndose como si fuera presa de atroces dolores. Y al fin se levantó, se dio un baño, se pintó las uñas de las manos y los pies con un resto de esmalte, se secó a medias el pelo, encendió la radio para poner una música suave... y se convirtió en otra persona.»Y luego sonó el timbre. Y ahí estabas tú... Ahí estaba él... en el umbral. Ella creyó que era un fantasma. En el mundo había infinidad de muertos ambulantes en esos días.—Cancelaron el embarque —dijo James, de manera razonable en esa época, de manera razonable en el presente.—Así que ella golpeó el rostro sonriente, con todas sus fuerzas.—Y le hizo sangre —dijo James—. Con el anillo de boda.—Y besó la sangre —dijo Dido—, y besó una y otra vez la marca que le había dejado con la mano.—Pero sobrevivimos —dijo James—. Volver, ser un resucitado, era siempre peligroso. Recuerdo cuando volví una noche de 1943 mientras caían las V-l. Recuerdo haber llegado por la noche... había hecho dedo a un camión de transporte de tropas... y haber bajado cerca de un depósito de Waterloo. No había ni autobuses ni taxis para tomar, y el ruido que podría haber sido el suyo al acercarse en medio del apagón era a veces el de esas malditas bombas voladoras, como un monstruoso mecanismo de relojería, que hacían tictac y luego se apagaban. Y entonces explotaban. Y el cielo estaba lleno de llamas y humo, de colores que hoy no pueden verse, porque el cielo siempre está rojo sobre Londres y es imposible ver las estrellas. Esas cosas no necesitaban la luna llena, como sí necesitaban los bombarderos, pero seguíamos sintiéndonos nerviosos cuando había luna llena. Como había esa noche. De modo que me eché a andar, llevando todas las cosas que pude de mi mochila, con el oído atento a esas malditas bombas. Caminé una o dos horas, cayéndome en los baches, y entonces me di cuenta de que estaba caminando en dirección a un gran incendio. Lenguas de fuego que se elevaban, ese resplandor intenso, polvo de ladrillo suspendido en el aire, paredes calientes al tacto. Y cuanto más me acercaba a casa, más me acercaba al cráter, por así decir. Y llegué junto a las barreras, y las cadenas de cubos de agua, y un coche de bomberos que rociaba débilmente el fuego. Y corrí. Corrí hasta las barreras, y los policías intentaron hacerme volver atrás, y dije: «Es mi casa, mi mujer está dentro». Derribé a uno de un empujón y me interné corriendo en la nube de polvo. Y vi que de la casa no quedaba más que el armazón. El techo y los dormitorios eran escombros acumulados en las habitaciones de la planta inferior. Pensé que ella debía de estar en el refugio, y empecé a retirar ladrillos y vigas quemadas, y me quemé las manos. Sentí que tiraban de mí hacia atrás, gritando. Y vi el hoyo en el suelo de la sala, y alguien que me tiraba del cuello de la camisa. Alcé los ojos, y allí estaba ella, con un camisón hecho jirones por los vidrios y la chaqueta de un bombero, con los cabellos completamente calcinados y la cara negra como la noche y sin cejas... Y las manos ardiendo, cubiertas de hollín, con las uñas rotas...—No había quedado nada —dijo Dido—. Excepto vosotros dos. Tú dijiste que eras Eneas recorriendo Troya en llamas en busca de Creúsa. Y ella te dijo: «No soy un fantasma, soy de carne y hueso». Y se besaron, con hollín en la lengua, y la ciudad ardiendo en sus pulmones. Carne y hueso.James se puso a temblar. Estaba terriblemente cansado, confuso y, en cierta forma, seguro de que todo aquello presagiaba su propia muerte, o al menos su locura; y, si él se volvía loco o moría, ¿qué sería de Mado?—¿Quién eres? —preguntó con voz vieja y cansada—. ¿Por qué estás aquí?—¿No lo sabes? —repuso ella con afabilidad—. Soy el fantasma vivo.Sentada en el sillón de James, sonreía y esperaba, delgada y morena con su seda roja.—¿De Madeleine? —dijo él.—En cierto modo. Nunca quisiste oír hablar de cosas espirituales. Siempre hacías bromas escépticas cuando se trataba de astrología, de clarividencia o del otro mundo.—La astronomía ya es suficiente misterio —dijo James—. Un gran misterio. Nosotros volábamos bajo un cielo tan cubierto de estrellas como un campo de margaritas. Ahora no se pueden ver.—Hay muchas cosas en el cielo y en la tierra que no se pueden ver. El cuerpo etérico puede desprenderse de... de la arcilla. Puede vagar por los cementerios. Necesita que se lo libere. Como ella necesita que se la libere.—Sé lo que estás tratando de decirme —dijo James—. Sin duda sabes que he pensado en ello.—No lo haces, porque eso te liberaría a ti, y piensas que estaría mal. Pero no piensas en ella, de otro modo sabrías lo que quiere. Lo que yo quiero.—Dido —dijo James, utilizando el nombre por primera vez—, ella no sabe lo que quiere, no puede querer o no querer algo de verdad, tiene el cerebro lleno de capas de grasa y de una maraña...—Me sacas de quicio —dijo Dido con la voz de Madeleíne—. Todos esos jóvenes alemanes en la guerra, con toda la vida por delante, y sus novias y sus padres, eso estaba muy bien, tus propios jóvenes pilotos y sus misiones, con el cerebro bullendo de lucidez, esperanza y miedo racional, todo eso estaba muy bien. Pero una miserable carcasa vacía con una cinta rosa...—Siempre tuviste habilidad para tergiversar las cosas.—Inteligencia. Sí, siempre tuve habilidad para tergiversar las cosas.Se puso de pie para marcharse. James se levantó para verla marcharse. Tenía la intención de no decir nada, para ser fuerte, pero oyó su propia voz que decía:—¿Te volveré a ver?Sedoso cabello negro, sedoso vestido rojo, anacrónicas medias de seda con costuras perfectamente rectas en las piernas perfectas.—Eso depende —dijo Dido—. Como bien sabes. Eso depende.Al día siguiente supo que había estado allí, porque las señales eran evidentes. Lápiz de labios en el vaso de whisky, bombones adornados con una cinta, la pequeña Po roja sonriéndole desde su bolsa de polietileno. Tuvo la impresión de que Deanna Bright lo miraba de una manera extraña. Rechazó el bombón que él le ofreció. Alzó a Po con torpes dedos negros.—¿La saco de la bolsa?—No —dijo él—. Déjela ahí por ahora.—Veo que ha vuelto a tener compañía —dijo Deanna Bright.—Sí —repuso James.Deanna Bright se encogió de hombros y se marchó bastante temprano.En la televisión, en pleno día, los Telegorditos estaban sentados en un extremo de sus cunas con forma de paracaídas, o como esas mantas plateadas con que se abriga a los rescatados con hipotermia o a los salvados de las aguas. Se acostaron para dormir como bolos basculantes, y cada uno se puso a roncar con su ronquido particular. Buenas noches, Telegorditos, dijo la voz maternal de acento norteamericano en el tubo catódico. Noche, dijo Mado, cada vez más furiosa, noche, noche, noche, noche, noche.—Ven a la cama —dijo James con mucha suavidad, arreglando la cinta rosa.—Noche —dijo Mado.—Sólo un poco de descanso, por un rato —dijo James.Fin
Agradecimientos
Quiero expresar mi agradecimiento a todos Jos que me prestaron ayuda con estas historias. «La cosa del bosque» se publicó en The New Yorker, y estoy en deuda con Bill Buford por su denodado esfuerzo para darle una forma más ágil. También estoy en deuda con el jurado del premio O. Henry por haberlo seleccionado. Escribí «Arte corporal» para la exposición de la colección del Wellcome Trust. Agradezco especialmente a Danielle Olsen, quien llevó a la realidad mi imaginaria obra de arte. Agradezco asimismo a Sián Ede sus inestimables conocimientos sobre arte contemporáneo y sus firmes opiniones. El doctor Hamish McMichen me brindó su ayuda en las cuestiones médicas, por lo que todo error en la materia es responsabilidad mía. «Una mujer de piedra» está dedicado a Torfi Tulinius, cuyos eruditos conocimientos sobre Islandia y su amor por sus paisajes me hicieron ver realmente el país. Agradezco a Dominic Gregory, quien me encargó «Material en bruto» para ser leído en el festival literario de Ilkley. Harriet Harvey Wood, Ignés Sodré y mi editor, Jenny Uglow, sabrán lo que más de una de estas historias debe a mis conversaciones con ellos. Mis hijas Antonia y Miranda me ayudaron con los Telegorditos; Miranda me instruyó asimismo sobre el piercing.
Como siempre, vaya mi agradecimiento para la editorial Chatto & Windus and Vintage y para mis agentes, Peters Fraser y Dunlop. Y para mi ayudante, Lindsey Andrews, sin la cual no me sería posible escribir.Finalmente, este libro está dedicado a mi traductora al alemán y a mis traductores al italiano, todos buenos amigos y lectores meticulosos. Mis conversaciones con ellos, todos estos años, han cambiado mi manera de escribir, y de leer.1. Distrito residencial de Londres famoso por haber acogido a principios del siglo XX a un grupo de escritores, artistas e intelectuales entre los que se contaban Virginia Woolf, E. M. Forster y John Maynard Keynes. (N. de la T.)
2. El adverbio inglés in tiene el doble sentido de «dentro» y «encendido», lo cual no tiene equivalencia en castellano. (N. de la T.)