EL FÉNIX VERDE (Thomas Burnett Swann)
Publicado en
abril 22, 2011
Título del original inglés; GREEN PHOENIX
Traducido por: CESAR VIDAL
1972. By THOMAS BURNETT SWANN
1990. De la traducción, Editorial EDAF, S. A.
1990. Editorial EDAF, S. A. Jorge Juan, 30. Madrid.
Para la edición en español por acuerdo con DAW BOOKS, INC.New York. PARTE PRIMERA
CAPITULO I
ENEAS debe morir. Las palabras significaban tanto una orden como un pacto. Eneas, el carnicero troyano, traidor de mujeres, invasor del Bosque Maravilloso, debía morir, y ella, Melonia, la dríada de diecisiete años de edad que lloraba cuando aplastaba una abeja o rompía una tela de araña, estaba obligada mediante juramento de una manera tan sólida como su reina, Volumna. A menos que las historias que se contaban de Eneas fueran mentiras —y su veracidad se veía atestiguada por guerreros, marineros, y amazonas—, se vería obligada a obedecer el juramento y, si le correspondía por azar, a matar al asesino para garantizar la seguridad de su pueblo y la santidad del bosque.
Ahora era de noche. Aquella misma tarde, cuando el sol se había colocado sobre las copas de los árboles como si fuera una ave Fénix que estuviera haciendo un nido, Eneas le había parecido nada más que un nombre susurrado para asustar a un niño travieso.Su panal había sido destrozado por un oso hambriento. El oso no había llegado a disfrutar de la fiesta; las abejas lo habían obligado a correr a través de los matorrales de bayas y a sumergirse en las suaves aguas del Tíber. Como el panal seguía en ruinas y sus abejas se habían quedado sin hogar y sin miel, había dispuesto un nuevo albergue para ellas en un lugar que se pudiera ver desde el árbol en que ella había vivido durante un año desde que su madre murió al ser golpeada por el rayo. Llevaba una vida solitaria, a veces con una sensación de estar muy sola aunque se encontrara acompañada por sus abejas y sus animales. Ahora se encontraba mostrando el albergue a la reina. Las abejas podían entender los gestos de Melonia pero apenas captaban el significado de sus palabras; ella, a su vez, podía comprender sus patrones de vuelo pero muy poco de lo que querían dar a entender con sus zumbidos. Era una comunicación muy limitada pero siempre resultaba mejor que no tener ninguna, y la reina, mediante sus rápidos zigzags, le expresaba su gratitud. La favorita de Melonia, un zángano al que denominaba Bonus Eventus o Buena Suerte, se había acostumbrado a posarse en su hombro.Su amigo Saltarín el centauro salió trotando de entre los árboles y comenzó a correr en torno a Melonia y al panal. Al correr de una manera que denotaba una cierta presunción y un deseo de provocar admiración, golpeaba la tierra con sus cascos y sacudía la crin como si fuera trigo lanzado al aire. Al principio decidió ignorarlo; no le gustaban sus miradas que últimamente se habían hecho más frecuentes e insistentes, como si vinieran motivadas porque hubiera perdido las puntas de las orejas o su pelo verde se le hubiera escapado de la cinta con que lo llevaba atado. Pertenecía a la tribu de las dríadas de los robles que pretendían no tener necesidad de los hombres, de los que, por otro lado, gustaban muy poco. Eran las dríadas que concebían sin fertilización de los machos. Mientras sus amigas se quedaban en otra parte del bosque, una dríada que estuviera en edad de tener hijos se ocultaba en el Roble Sagrado de Rumino; bebía del sagrado brevaje destilado de las corolas de amapolas, se dormía y tenía sueños que en ocasiones eran turbadores, y cuando se despertaba, si había sido afortunada, encontraba que en su seno se estaba formando una vida.A Melonia le gustaba Saltarín; era joven y no tenía padres y, aunque a los diecisiete años era una cría porque la edad corriente de una dríada es la misma que la de un roble —más o menos unos quinientos años—, le encantaba comportarse con él como si fuera su madre. En realidad las otras dríadas a menudo se burlaban de que no sintiera la necesidad de entrar en el Roble Sagrado; ya era madre de la mitad de las abejas del bosque, de los niños de los faunos, de los lobatos —la verdad es que la lista habría llenado una tablilla de barro de tamaño grande—. De manera que, a pesar de sus desconcertantes miradas, apartó la vista de los giros graciosos y agradecidos de la reina y sonrió a Saltarín.―Mira que tomarse tantas preocupaciones por un panal de abejas, gruñó aquél. La voz del centauro le resultó profunda, melodiosa, cultivada y agradable a sus oídos. Los famosos viajes de su raza los habían convertido en seres elocuentes aunque un poco vanidosos.―Me gusta su miel.―Si produjeran veneno te seguirían gustando. Te gusta todo.―No, se apresuró a corregirlo. ―Sólo las cosas que son agradables. Las cosas que crecen. Hay cosas que odio. Era verdad; en el brazo llevaba todavía las marcas de los dientes de un león que había matado a una dríada niña cuando Melonia tenía trece años. Había perseguido al asesino hasta su guarida, lo había cogido por sorpresa —porque las dríadas despiden un olor similar al de los robles y caminan de una forma tan silenciosa como los ciervos— y lo había matado a garrotazos sin sentir ningún tipo de pena. Saltarín, que sin duda se acordaba de aquel incidente, dio unos pasos atrás casi tropezando con sus propios cascos.―Tienes razón, admitió. ―Pero no me mires de esa manera. Yo no soy un león.―He encontrado un nuevo hogar para ellas, dijo refiriéndose a las abejas. ―Ese repugnante oso...―Se te ha metido una abeja entre los pechos.―Es una obrera. Les gusta trabajar.―La envidio.―¿Qué trabajo haces tú aparte de mover las crines?―Quería decir que le envidio el sitio en que se encuentra. A los centauros les encantaban los pechos; en realidad, preferían a las mujeres o a las dríadas en lugar de a sus propias hembras por esa particularidad; pero a Melonia se le había enseñado que un pecho no servía para otra función que para dar de mamar y el interés de Saltarín la dejó confusa.―Hablando de trabajar, te he traído un mensaje, continuó.―¿De qué se trata?Saltarín era joven e iba arreglado exquisitamente, puesto que los centauros del campo pagaban a los faunos con verduras de sus huertos para que se ocuparan de realizar las tareas duras —barrer la casa, edificar cabañas de madera y reparar los muros llenos de cardos que rodeaban su ciudad—, de esta manera tenían tiempo para hacer ejercicio y arreglarse. Además se jactaban de la gracia y el nivel que tenían sus conversaciones. Los flancos y los múltiples apéndices de Saltarín —cuatro patas y dos brazos— eran ligeros y robustos; los llevaba siempre inmaculados porque se bañaba en el Tíber. Su rostro, si a uno le gustaban los rostros masculinos, era agradablemente simétrico, con unos ojos dorados que brillaban luminosamente en la piel rosada y sin barba, y una crin que parecía un pequeño jardín dorado que descendía con profusión desde la cabeza a la parte trasera de su cuello.Sonrió con indulgencia. ―Saltarín, en algunas cosas sigues siendo un crío. Los únicos besos que conocía eran los que había intercambiado castamente con las otras dríadas. Lo besó levemente en la mejilla de la misma manera afectuosa con que había besado a menudo a su madre.―Ahora me toca a mí.―El que yo te besara no significa que tú tengas que devolverme el beso.―Ya sabes que no duele.Presentó fríamente su mejilla. Qué estupidez. Olió el aroma de mejorana que tenía su aliento y no le resultó desagradable cuando sus labios se acercaron a los de ella, pero de repente él se apartó de su mejilla y la besó en la boca. Sintió que ardía —y no sólo su boca, sino todo su ser— con un fuego curioso que no resultaba del todo desagradable. Por la leche de Rumina, estaba intentando ahogarla. Y sus brazos la estaban rodeando como los cuellos de la Hidra.Se liberó de él. Los centauros, aunque corrían con elegancia a campo abierto, eran ridículamente pesados en las distancias cortas.―Si no me das el mensaje, haré que te piquen cincuenta abejas, dijo mientras alzaba una mano como si fuera a lanzar el panal en contra suya.―Muy bien, respondió él intentando aparentar tranquilidad, aunque se le notaba una cierta ansiedad en la forma como miraba a las abejas. ―¿Querrías peinarme la crin primero? El viento me la ha alborotado. Dijo mientras sacaba un peine de concha de tortuga de la bolsa de piel de león que llevaba colgada del cuello.―¿Me prometes que no volverás a besarme?―Te lo prometo. Por hoy.―Para, siempre.―Para siempre. Dijo casi suspirando.Deslizó el peine por su crin, aunque no le pareció que ningún pelo estuviera descolocado. Estaba endurecido con una mezcla de resina y de mirra. Después le dio una palmadita fraternal en el flanco y sintió una descarga inesperada.―Qué bonita estás. Pareces un jacinto.¿Bonita? Las flores eran bonitas. Las golondrinas. Las mariposas. Las piedras multicolores del lecho del río. Pero nadie le había aplicado esa palabra con anterioridad. Resistió la tentación que sentía de preguntarle: ―¿De qué forma soy bonita? ¿Te gusta el verde de mi pelo? No es perfecto. Tiene destellos dorados producidos por el sol.Rápidamente retiró la mano y dijo: ―¿Qué pasa con el mensaje?―Volumna ha convocado una reunión debajo de la higuera de Rumina.―¿Para qué?, preguntó Melonia. Tales reuniones eran poco habituales.Indicaban decisiones de naturaleza momentánea.―Me imagino que porque se ha presentado una situación de peligro.―¿Qué clase de peligro?―No lo sé, dijo, y Melonia lo creyó. Los asuntos importantes no eran discutidos con los machos y mucho menos con los centauros machos; bastaba con que se les confiaran los mensajes.Inmediatamente se apresuró en llegar a la higuera, Ficus Ruminalis, que estaba a una media milla de su casa. No llevaba ni botas ni sandalias ni ropas pesadas, sino medias de frambuesa, y una túnica de lino verde que brillaba como las hojas cuando les da el sol, y un collar de bellotas verdes. Se hubiera necesitado un ciervo para adelantarla. Saltarín no lo hubiera conseguido a menos que se hubieran encontrado en terreno despejado y nivelado. Sintió que la miraba mientras se distanciaba de él y se preguntó por qué había temblado mientras la tocaba. Y toda esa verborrea sobre los besos. Pero si habían crecido juntos. Era el único macho al que su madre había permitido que anduviera cerca del árbol.Pero las expectativas relacionadas con la asamblea y el peligro borraron de su mente todos los pensamientos que tenía acerca de él...El árbol era grande para su especie y causaba impresión por sus pequeñas yemas verdes que pronto madurarían convirtiéndose en unos higos que ninguna abeja se atrevería a asaltar a menos que estuviera dispuesta a caer abatida al suelo. Existía un entendimiento entre las abejas y las dríadas, porque el árbol era diosa y madre y los higos eran sus hijos. De igual manera lo eran las dríadas.Había una media hora de camino hasta el roble de la concepción, el roble de Rumino, consorte divino de Rumina, aunque sin lugar a dudas fuera una deidad menor que se veía confinada en una parte menos deseable del Bosque Maravilloso.La sala de reuniones era una cueva artificial que había bajo la higuera. Las raicillas descendían desde el techo como si fueran serpientes, pero las dríadas habían cavado en profundidad y de manera cuidadosa para no cortar las raíces grandes que constituían las arterias de su madre.Las antorchas de resina, clavadas en los muros de tierra, ardían con facilidad en el aire sin viento; los bancos de madera estaban colocados en semicírculo, una disposición que, creada por las dríadas de Creta en un tiempo inmemorial, había inspirado a los cretenses cuando construyeron plazas para sus combates con toros. Había quizá cincuenta dríadas, de edad adulta e infantil, en la habitación, todas eran hembras. Si una dríada daba a un luz un niño, inmediatamente lo dejaba abandonado en el bosque. Si los leones no acababan con él, cabía la posibilidad de que una madre centauro lo juntara con sus propios hijos, o un fauno —todos los faunos eran machos— le permitiera vivir en su desagradable, maloliente y feliz compañía. A los catorce años Melonia había rescatado a un niño así con el pensamiento de criarlo como si fuera su hermano, pero su madre lo devolvió inmediatamente al lugar en el que había sido abandonado. ―Es la ley de Rumina, había dicho. Al día siguiente Melonia se había encontrado con las huellas de un león, la misma bestia que había despachado sumariamente a garrotazos. No había hablado a su madre durante una semana. Al final fue su madre la que restauró la paz entre ellas permitiéndola que se hiciera amiga de Saltarín.―Eneas ha desembarcado en la desembocadura del Tíber. Todas las dríadas eran pequeñas, aproximadamente tenían unos cuatro pies de altura, pero Volumna daba la impresión de tener más tamaño. Era su porte erguido, su voz fuerte y resonante, que sonaba como una caracola, su pelo verde levantado sobre la cabeza con horquillas de cobre, sus orejas puntiagudas, agudas y de aspecto similar a los dardos de madera que utilizaban los faunos en las cerbatanas que empleaban contra los leones. Melonia la respetaba; hasta casi conseguía quererla.―Eneas ha desembarcado... Eso era todo; no hacía falta decir más. Incluso las muy jóvenes sabían que los mejores hombres eran tolerados sólo por razones comerciales o para llevar mensajes o para unirse en la defensa común contra los invasores del Bosque Maravilloso. Eneas era el peor de los hombres. Todas conocían su historia; hace quizá quince años —el número exacto de los mismos variaba según el narrador— había abandonado a su esposa en las llamas de la destruida Troya, prefiriendo rescatar a su pequeño hijo, Ascanio, y a su anciano padre, un miserable embustero que pretendía haberse acostado con la diosa Venus. Después de vagar durante mucho tiempo, había desembarcado en Cartago, había aceptado la hospitalidad de su reina, Dido, la había seducido para que se casara con él y así obtener suministros para sus barcos, y la había abandonado miserablemente. Había muerto por su propia mano en una pira funeraria y su vengativa hermana Ana lo había seguido hasta Italia (adonde se había visto llevado, según decía él, por impulso de los dioses) para esparcir el relato de sus pecados. Ahora después de vagabundear considerablemente y sin duda de realizar muchas seducciones, porque a pesar de su edad se decía que resultaba atractivo a las mujeres, había desembarcado en el lugar en que el Tíber se encuentra con el mar, a unas pocas millas del bosquecillo de los habitantes de los robles.―Es un hombre, dijo la tía de Melonia, Segeta, ―y lo que es peor, es humano. Había humanos que vivían en los límites del Bosque Maravilloso, los volscos, pero al menos eran gobernados por una mujer, Camila, y no molestaban a los habitantes del Bosque Maravilloso —faunos, dríadas, centauros y todos los demás—. Lo peor que existía en el mundo eran los hombres. De seres así resultaba mejor no hablar ni pensar.―Cortarán nuestros árboles para construir sus casas y sus fuertes.―Y nosotras, dijo Volumna, ―nos convertiremos en su botín―¿Botín? No comprendo, dijo Melonia. Su madre había muerto antes de que pudiera describirle de manera detallada toda la gama que podía tomar la iniquidad masculina.―Nos llevarán a sus cabañas.―¿Nos convertiremos en sus esclavas?―Peor.―¿Nos besarán? ¿En la boca?―Nos obligarán a darles hijos.―¿Como si hubiéramos dormido en el Árbol Sagrado?―Tendremos que acostarnos con ellos. Como los animales.Melonia había criado suficientes ovejas y ciervos como para saber que copulaban antes de tener crías. Los centauros eran demasiado vergonzosos como para hacer el amor en público, pero los faunos, desnudos y desvergonzados, no tenían el menor inconveniente en copular a la sombra de un árbol de dríadas.Melonia había tirado bellotas a una pareja así y había recibido una firme invitación del macho, que se llamaba Desastre, para que sustituyera a la que en esos momentos era su pareja. El incidente la había humillado y la había puesto enferma. Sabía también que algunas dríadas eran obligadas a copular con machos. Las que vivían en el norte lejano, a falta de un árbol sagrado, tomaban esposos de entre los faunos. Pero un macho humano. Habría besos en la boca. Y cosas peores. Significaría una violación y una degradación. Sería como si su árbol fuera consumido por las llamas. (Un pensamiento perverso invadió su cerebro, como una abeja invade un higo: no todos los fuegos consumen. Un cierto calor es una cosa agradable —un brasero a finales del otoño, antes del Sueño Blanco; un fuego al aire libre entre los árboles.)Recordó a Eneas y se estremeció.―Por supuesto debe morir, dijo Volumna.―Por supuesto, dijo Segeta.―Por supuesto, dijeron como si fuera un eco las otras mujeres que eran mayores. Sus rostros brillaban como las margaritas a la luz; sus voces eran mirra, pero sus palabras se deslizaban como la savia mortal del oleandro. Las niñas asintieron con la cabeza en una especie de aprobación muda y fascinada.―Quizá se aleje, sugirió Melonia. ―No hay nada aquí que pueda interesarle.No deseaba matar, tanto si la víctima era habitante del Bosque Maravilloso, animal o humano, a menos que fuera cruel como el león, y el pensamiento de matar a Eneas la turbaba menos que el pensamiento de tener que soportar sus abrazos. Había escuchado muchas cosas para enfrentarla con él; casi se sentía dispuesta a creer en ellas y condenarlo, pero primero tenía que ver la prueba tangible de sus perfidias.―Ha atracado sus barcos en la boca del Tíber. Sus hombres están explorando la región en busca de un lugar para construir una ciudad. Y por supuesto desean mujeres. Hay unas pocas mujeres troyanas con ellos, pero los años no se han portado bien con ellas. Quieren chicas jóvenes como tú.―Pero si es un gran guerrero y los hombres no pueden matarlo, ¿qué podemos hacer nosotras?―Ah, estará en guardia contra los hombres. Los faunos y los centauros no se le podrán acercar. Incluso aunque pudieran, ¿qué significan las hondas contra las espadas? Pero las mujeres... precisamente él se jacta de la atracción que ejerce sobre ellas. Espera que caigan en sus brazos. Eso es lo que haremos —sea la que sea que se encuentre con él primero. Y cuando se quite la armadura...―Nunca he matado a un hombre, dijo Melonia.―Mataste a un león, dijo Volumna. ―Se parecen bastante. Salvo que Eneas es más peligroso porque es más astuto.―¿A qué se parece?―El fauno que espió el desembarco —como podéis suponer fue Desastre— no lo dijo. Tenía miedo de que le vieran. Supongo que Eneas tendrá el aspecto de cualquier guerrero troyano. Bruto y con ojos de halcón. Un pelo en la cabeza tan áspero como si fuera un zarzal. Los brazos como garrotes de roble. Y viejo, imagino. Quince años de andar errante han tenido que dejar su huella.―He oído que sólo tenía veinticinco años cuando abandonó Troya y Dido lo encontró irresistible.―Hace cinco años que desembarcó en Cartago y Dido había enviudado y resultaba fácil de complacer. Cuarenta años para nosotros significa juventud, pero para un guerrero que combatió en Troya, para un marino al que las tormentas de Neptuno han azotado, es una edad considerablemente avanzada. Espero que lo encontréis tan viejo como mi roble.Volumna miró solemnemente a la asamblea. ―Unamos las manos, hermanas mías. Repetid conmigo: Aquí, bajo la Higuera Sagrada de la vida, juramos matar al hombre que invade con la muerte nuestra tierra. Viene como guerrero y como guerreras le saludamos, nosotras que amamos la primavera y la flor que se abre y el pájaro que construye su nido; nosotras que podemos blandir el garrote y enfrentarnos con el león más fiero, con el que pisotea las flores y despoja los nidos. Se retiró una horquilla del pelo, era una abeja de cobre con un aguijón largo y horadó con calma su brazo. Pasó la horquilla a la dríada que estaba a su lado, y a continuación hizo lo mismo con una pequeña urna de plata en forma de colmena, y todas las mujeres y niñas —incluyendo a Melonia cuando le llegó su turno— perforaron su piel y extrajeron su verde sangre con la que llenaron la copa que devolvieron a su vez a Volumna.―Silvano, dios de las pesadillas, asesino de los cervatos y los conejos, suplicamos que envíes tus terrores contra nuestro enemigo común. Esta es la sangre de Eneas. Después, derramando la copa dijo:―Así le suceda a Eneas.CAPITULO II
Con una tonalidad plateada de aspecto ahumado, bajo los troncos de robles más antiguos que Saturno, el Tíber discurría en dirección a los barcos troyanos y al mar. Ascanio se encontraba en la orilla y miraba a Eneas, su padre, que chapoteaba en el agua con Delfo, el delfín que los había venido siguiendo desde Sicilia. Eneas y Delfo estaban jugando con un palo. Eneas arrojaba el palo y Delfo se sumergía en su persecución y se lo traía atrapado en su hocico alargado. Después hacía un ruido con su fosa nasal o con su boca —Ascanio no estaba seguro exactamente de con qué lo hacía— que se parecía sorprendentemente a una risa humana. Ciudades traicionadas, reinas suicidas, tempestades en el mar, quince años de andar errante... Tracia... Delos... Creta... Cartago... Italia. Pero ahora Eneas se reía como Delfos, olvidando al parecer el pesar y la culpa que los acosaban como si se tratara de las Furias. Eneas era un nombre de cabellos de plata y la cara de un joven. Cuando se veía la parte posterior de su cabeza, se podía pensar que era un viejo a causa del cabello. Cuando se volvía de frente, daba la impresión de tener unos veinticinco años, con los ojos azul claro suavemente penetrantes, los dientes blancos y perfectos, las curtidas mejillas sin barba, sin ninguna cicatriz salvo un corte agudo en el mentón (un regalito del hacha de Aquiles). Según decían las historias, la madre de Eneas había sido la diosa Afrodita, o Venus como la llamaban en Italia. Madre inmortal, padre mortal; juventud y vejez en el mismo dios-hombre. Quizá era una mentira; quizá su madre había sido una sirvienta. No importaba, él seguía siendo Eneas, más que un hombre; por lo que se refería a Ascanio era más que un dios.
―¿No vas a nadar más?, gritó Eneas.―Estoy cansado. Ya he cruzado el río tres veces.―¿Por qué no cuatro?―Porque no soy Eneas. Ven a sentarte con tu hijo holgazán.Eneas apartó los juncos de la orilla del río. Parecía alto a la luz del sol, alto, por lo menos, para un dárdano convertido en troyano, aunque al lado de Aquiles se hubiera parecido a Harpócrates, el niño-dios de los egipcios. Ascanio miró rápidamente a los robles que había detrás de ellos, y a los arcos, corazas y aljabas que tenían a su lado. Guerrero experimentado a pesar de su juventud, había disentido con fuerza de la decisión de abandonar los barcos, amigos y armas en la desembocadura del Tíber, en una tierra extraña conocida por sus hombres bárbaros que se asemejaban a las bestias. Pero Eneas se había comportado como un niño que planea una excursión —tortas de miel para comer, moras para coger— que hubiera vivido en la infancia mundial que precedió a la guerra de Troya.―Exploraremos juntos, después nadaremos en el Tíber y nos tumbaremos al sol. Y cazaremos como diversión antes de volver a los barcos.―Y nos encontraremos con una red encima de nosotros o un venablo en el corazón. Ya viste a aquel sátiro que correteaba por entre los árboles. Probablemente puso en alerta a todo el bosque. Ya resultó bastante nefasta aquella vez que tuvimos que combatir contra las arpías. Y eran sólo mujeres con alas y garras. No me apetece nada perder a mi padre por culpa de un maloliente hombre carnero.―Si vamos juntos, Fénix, podemos cuidar el uno del otro. Fénix era el nombre especial que le daba Eneas. (―Ascanio es demasiado largo y As resulta muy poco digno.) ―¿O voy a tener que ir solo?Por supuesto, Ascanio se le había unido. Eneas siempre se salía con la suya; rara vez daba órdenes, invitaba, y la gente aceptaba, menos porque era un rey que porque era una rareza entre los otros seres humanos, suavidad sin debilidad, fuerza sin crueldad, un luchador que a la vez era poeta; para decirlo con pocas palabras, era un soñador práctico.Ahora se encontraban tumbados al sol mientras Delfos jugaba en el río a la manera simpática de los delfines, casi sumergiéndose bajo la superficie, volviendo a salir para abrir los ojos y mirar si había tiburones o perversos tritones.―¿Nos dedicaremos a construir en la desembocadura del Tíber?―Creo que sería mejor que lo hiciéramos tierra adentro. Protegidos de los navíos cartagineses. Primero tenemos que encontrarnos con Latino y comprarle o arrendarle alguna tierra. Latino era el rey más poderoso en el área conocida como el Lacio; área, no país, porque las pocas ciudades eran pequeñas, independientes, y se encontraban separadas por bosques que eran prácticamente impenetrables. ―Y no olvidéis la profecía de que debemos edificar en el lugar en que encontremos una cerda blanca y treinta cerditos. Pero de momento vamos a tumbarnos al sol y a dejar de preocuparnos por los cerdos.Sólo cuando descansaba parecía triste el rostro de Eneas y aún resultaba más triste porque tenía un aspecto tan juvenil. Su cuerpo estaba tranquilo, la tensión había desaparecido de los músculos, pero sus ojos estaban abiertos y miraban, al parecer, a las llamas de Troya, a su esposa, Creusa, la madre de Ascanio, cuando cayó detrás de él en medio de la multitud mientras Eneas llevaba de la mano a Ascanio que sólo tenía entonces cinco años. Se había detenido para buscarla.―No, había gritado Creusa por encima del tumulto, mientras las hachas derribaban las columnas de madera y las llamas devoraban las salas y los templos. ―Ya te alcanzaré.Lleva a nuestro hijo a los barcos. No habían vuelto a verla...Ascanio intentó disipar lo que denominaba ―manías memorísticas de su padre. Había matado a un hombre por decir que Eneas había abandonado a su esposa. Estaba dispuesto a matar a cualquier hombre —o mujer— que lo insultara o amenazara; estaría dispuesto a morir como Héctor para ahorrarle dolor.Apretó la mano de su padre. ―Me siento feliz hoy, dijo. A diferencia de los fríos y conquistadores helenos, los dárdanos eran un pueblo afectuoso y aficionado a dar muestras de ello. Los hombres honraban a sus esposas como seres iguales; los padres y los hijos se abrazaban sin sentir ningún apuro por ello. Cuando Dardania cayó ante los helenos y sus guerreros supervivientes fueron a combatir en la sitiada Troya, se les denominó los ―asesinos suaves. Sus amigos troyanos fueron afortunados porque Zeus guardara a sus enemigos.―¿Por qué, Fénix?―Porque vinimos para eso. Sólo nosotros dos. Tu puedes descansar del hecho de ser una leyenda y yo puedo cuidar de ti.―Leyenda, rió Eneas. ―Un demonio es lo que dirían los cartagineses. O los helenos.―Es cierto. Pero para tus hombres —para cualquiera que te conozca realmente— eres un gran héroe. En cualquier caso, eres una leyenda y no lo niegues. ¿Existe alguna tierra en todas las playas del Gran Mar Verde que no haya oído hablar de Eneas y de sus viajes y de su sueño de reconstruir Troya en una tierra extranjera? Eres tan famoso como Odiseo.―Por lo menos él llegó al hogar, dijo con pesar Eneas, ―mientras que yo sigo errante todavía. Pero también es cierto que él tuvo que vagar solo mientras que yo tengo a mi hijo.―¿Sabes lo que pienso, padre? Es cierto que eres una leyenda, pero en su interior se oculta...―¿El qué?―Un niño feliz. El que nunca pudo ser porque le faltó el tiempo para ello. Casi nada más volver de aquella misteriosa expedición del abuelo en la que se encontró con la abuela —debías tener unos seis meses— empezaron a educarte como un príncipe o un rey. Pero el niño todavía se encuentra en tu interior y cada dos por tres sale y juega con un delfín —y entonces yo me siento como si fuera su padre—. Si los dioses me concedieran un deseo sería éste: liberad al niño. Dejad de empujar a Eneas para que guíe a los hombres y edifique ciudades. Que arroje la toalla y nade en el Tíber y nunca crezca o envejezca, y concededle un hermano: —yo.―Y este es mi deseo. Dejadme edificar mi ciudad, mi segunda Troya, pero sólo si Ascanio consagra el terreno.―Tu deseo se cumplirá.―Habla en voz baja, Fénix. Algunos de los dioses tienen celos. Poseidón y Hera pueden oírnos.―No importa. No pueden hacerte daño ahora. ¿Acaso no es Afrodita tu madre? ¿Qué harás cuando hayas edificado tu ciudad?―Entregarte el trono y retirarme a componer poesía épica.―¿Sobre tus andanzas?―Sobre Héctor. Ya sabes que él fue el auténticamente grande. Aquiles fue más fuerte en la batalla pero Héctor sabía cómo amar.―Siempre quisiste ser un bardo, ¿verdad? Pero los dioses te hicieron combatir una epopeya en lugar de escribirla.―Todavía hay tiempo para ambas cosas, espero. Después dijo sin bajar la voz: ―Oigo algo en el bosque, Fénix. Cuando dé la señal, ponte en pie y echa mano de tu arco... Ahora.Rápido como el pájaro que se llama también Ascanio, los dos hombres se pusieron en pie y echaron mano de sus armas, aunque seguían desnudos y empapados tras haber nadado en el Tíber. Miraron hacia el bosque, listos para disparar a los animales o huir de los hombres armados. Una joven —¿o quizá era una diosa?— estaba en el confín de los árboles, mirándolos con incertidumbre pero sin miedo. Había algo insustancial en ella, como si la Gran Madre la hubiera producido en un sueño de luz solar y bruma.Hablaba la lengua latina que Eneas y Ascanio habían aprendido en Cartago, una ciudad que era visitada a veces por mercaderes procedentes de los puertos de Italia.―Debéis ser nombres de Eneas. Su voz no disipó la sensación de irrealidad que tenía; era como la canción de un ruiseñor pero sin su hiriente tristeza.―¿Es mi abuela?, susurró Ascanio.―No, sólo es una muchacha. Afrodita no tiene edad. Pero puede ser Hebe o Iris.―Sí, somos sus hombres, dijo Ascanio en voz alta. ―Nuestros nombres son Fénix y... Halción. Eneas se encuentra en los barcos.―Cuando os vi por primera vez, dijo a Eneas, ―pensé que podrías ser Eneas mismo. Me dabas la espalda mientras estabas en el río y sólo podía ver tu pelo plateado. Parecía hablar de años y vagabundeos. Pero una vez que vi tu rostro, supe que tú y tu compañero erais compañeros. Fénix y Halción*. El pájaro de la vida y el pájaro de la paz.―¿Por qué tienes interés en Eneas?, preguntó Ascanio. No confiaba en aquella muchacha. Seguramente no era una amazona como la reina de los volscos, Camila, que había jurado matar a Eneas a causa de la alianza de su pueblo con Cartago. Pero había mujeres que conquistaban utilizando la astucia en lugar de las armas. Existió una mujer así que se llamó Helena.―Me gustaría saludarlo, dijo. Después cambió de tema rápidamente (demasiado rápidamente, a juicio de Ascanio), ―nunca había visto antes hombres desnudos. Los volscos usan túnicas o armadura. Incluso aunque no la usaran no habría mucho que ver. Ya sabéis que son sus mujeres las que los gobiernan. Por supuesto he visto faunos, pero tienen más de carnero que de hombres. Siempre me han dicho que los hombres eran casi igual de desagradables. Todos con los pelos revueltos y llenos de suciedad. Pero creo que vosotros dos sois muy bonitos.¿ Es esa una palabra adecuada para referirse a los hombres?* Hemos respetado el nombre del personaje como en la versión inglesa (N. del T.).Mucho más bonitos que las mujeres. Quiero decir que me gusta el bronceado de vuestra piel, vuestros músculos duros. Señaló entonces a sus propios pechos. ―Supongo que pensaréis que estoy mal hecha. Ya veo que vosotros sois planos.Ascanio se echó a reír. ―Depende de como se mire.La muchacha caminó hacia ellos.―¿No tienes miedo de nosotros?, preguntó Ascanio.―¿Por qué debería tenerlo?―Somos guerreros. Tú eres una mujer y no cuentas con ninguna protección.―¿Necesito protegerme de vosotros?―De mí por supuesto que sí. Se sentía profundamente sorprendido por aquel milagro de femineidad joven, aunque continuaba desconfiando de la muchacha. Como la mayoría de los guerreros, había tomado a veces una mujer después de capturar una ciudad, y eran varias las ciudades que habían caído ante Eneas y sus exilados troyanos. No existía un placer igual al de poseer a una mujer que demostraba resistencia pero que sabía cuándo ceder. Ascanio había perdido la cuenta de las mujeres que había poseído desde su primera conquista a la temprana edad de quince años. Algunas de ellas lo deseaban al principio, otras protestaban, pero al final todas se quedaban satisfechas. En las ciudades de la Hélade —Tirinto, Micenas, Atenas—, incluso en Troya y Dardania que eran más delicadas, la violación era interpretada generalmente tanto como en calidad de afrenta como de cumplido, y sólo resultaba un crimen cuando era cometida en un templo, como la violación de Casandra perpetrada por Ajax. Zeus mismo había proporcionado ejemplos suficientes.―¿Quieres decir que podrías matarme?―Oh, no. Sería una pérdida de tiempo.―Supongo que quieres decir, entonces, que podrías besarme y —¿cuál es la palabra?— violentarme.―No se dice violentar, sino violar.―Pues suena muy parecido. Ya me han besado una vez, y si lo que sigue es más enérgico, bueno, me sentiría bastante violentada.―Depende del violador. Yo tendría mucho cuidado.Con calma, la muchacha se quitó una horquilla de cobre de su pelo peinado hacia arriba. Era muy aguda con una punta similar al aguijón de una abeja. En realidad era una aguda espada. ―Podría herirte a ti y dejar fuera de combate al otro. Desafío a cualquier troyano a que me deje a mí fuera de combate.―No necesitarás esa pequeña arma con nosotros, dijo Eneas. ―Si te das la vuelta, nos vestiremos.―Nunca doy la espalda a extraños, dijo. ―Significa mala educación o riesgo.Además ya he visto todo lo que hay que ver, ¿verdad? ¿Cuando os hayáis vestido, charlaréis un poco conmigo?―Se sentó en una roca llena de musgo y les sonrió a ambos, aunque quizá un poco más a Eneas. El pelo verde, que brillaba a causa de los rayos del sol, las orejas puntiagudas, la estatura diminuta —una dríada, ¿qué otra cosa podía ser?—. Habían huido hacia siglos del confín oriental del Gran mar verde —habían huido también de Creta, la isla que tenía forma de barco—, pero aquí habían resistido y daba la impresión de que habían prosperado si es que acaso no eran quienes gobernaban.―¿Vuestro animal es amistoso? Su mirada tiene un brillo astuto. No sé mucho de delfines. No nadan a menudo en el Tíber y rara vez voy al mar. Está demasiado lejos de mi roble.―Generalmente es inofensivo, dijo Ascanio. ―Excepto para aquellos que hacen daño a mi... hermano y a mí. Seguía sin confiar en ella, y se fiaba menos porque la excitación que sentía era algo nuevo para él, que estaba compuesto de algo más que deseo, aunque la verdad es que la deseaba con todas sus fuerzas.De una forma u otra, sentía que era una amenaza.―Yo también tengo un amigo. ¿Ves? La muchacha señaló a una abeja que trazaba indolentemente círculos en torno a ella. ―La llamó Bonus Eventus porque me da suerte. Por supuesto, es un zángano y no puede clavar el aguijón.Pero lleva mensajes. Ahora habladme de vuestro jefe. Hemos oído hablar de él incluso aquí. Pero se altera la realidad de las cosas cuando se cuenta de palabra. Hemos oído que ayudó a traicionar la ciudad para que cayera ante los helenos y que después abandonó a su esposa en medio de las llamas.La voz de Ascanio adquirió un tono duro como el bronce. ―Has oído mentiras. La historia de esa traición fue inventada por los que envidiaban su valor. Eneas es un gran héroe. Además, fue un esposo abnegado para con Creusa. La dejó solamente para llevar a su hijo pequeño y a su padre inválido hasta los barcos troyanos que había en la playa. Después volvió a buscarla. Nunca la encontró. Era una dama dulce y brillante y él nunca dejó de llorarla.La muchacha lo miró con unos ojos tan verdes como bellotas que no hubieran madurado. ―Creo que me estás diciendo la verdad según la sabes. Pero eras un niño pequeño en aquella época, Fénix. Resultaba adulador e incómodo a la vez ver cómo ella utilizaba el mote que le había puesto su padre, dado que le conocía desde hacía tan poco.―¿Cómo puedes saber lo que sucedió realmente?―Créeme, lo sé.―¿Y qué me dices de Dido? ¿Acaso no la dejó abandonada?―Obedeció el mandato de los dioses y abandonó Cartago para reedificar Troya. Le pidió que fuera con él y ella se negó.―¿No se mató por amor a él?―Lo hizo porque sentía su orgullo herido y tenía una excesiva compasión de sí misma. A Ascanio nunca le había gustado la reina de Cartago. Sus cóleras furiosas, su risa febril, incluso su pegajosa amabilidad, le habían repelido siempre. Le hacía pensar en una pantera.―No, dijo Eneas con suavidad. ―Creo que ella lo amaba verdaderamente. Pero no podía abandonar a su pueblo, y cuando él se marchó, no pudo soportarlo. Era una mujer atribulada que había sufrido demasiadas pérdidas. En cuanto a Eneas, amaba con locura a Creusa y a su hijo. Todavía le llora y reza porque su sombra errante pueda encontrar la paz en los Campos Elíseos.La muchacha sacudió la cabeza sorprendida. Un bucle se le escapó de su pelo levantado y le cayó sobre una oreja. A él le hubiera gustado devolverlo a su lugar. Le gustaban sus orejas puntiagudas. Los rizos de la muchacha parecían tan suaves como la piel del antílope.―Todo suena muy distinto tal y como tú lo narras. No es esa la forma en que yo lo había oído. Tengo que averiguarlo por mí misma. Si verdaderamente es una buena persona, ¿por qué entonces...?―Es la mejor persona que haya conocido nunca, dijo Ascanio con ardor.―Le quieres porque es tu jefe. Yo quiero a Volumna, mi reina. Incluso si se equivocaran, no podríamos ver sus faltas. Gracias, Fénix y Halción. Ahora tengo- que irme.―¿Pero cómo te llamas?, gritó Ascanio.―Melonia.―La dama de las abejas, dijo Eneas. ―¿Vives de miel?―Sí, rió, ―y tengo un aguijón. Pero no contra ti ni tu hermano. Especialmente no contra ti. Eres muy callado, pero me gusta tu forma de pensar. Tras decir esto se marchó y con ella se fue Bonus Eventus.―Es demasiado hermosa como para ser tan confiada, dijo Ascanio. (―O para fiarse de ella, musitó). ―Podríamos enfrentarnos con ella. Aunque tuviera un arma.Eneas miró el lugar por el que había desaparecido.―Estuviste muy callado con ella, padre. Ahora estás muy callado conmigo. ¿Qué piensas?―Que se parecía en algo a tu madre.―Ves la cara de mamá en la cara de todas las mujeres guapas. Yo sólo vi a la compañera de cama más guapa a este lado del Olimpo.―Fénix, no debe sucederle ningún daño a esa muchacha.―Padre, no pretendo hacerle daño. ¿Piensas que a las mujeres no les gusta que las lleven a la cama? ¿No sabes que a todas las mujeres que hay a bordo de nuestros barcos les gustaría que las llevaras a la cama? ¿Y acaso yo soy mal parecido y gordo?Eneas lo abrazó mientras se reía con ganas. Era agradable oír su risa; sentir cómo hacía que se moviera su pecho; era profunda y masculina y sin embargo se parecía de alguna forma a la risa de un niño que espontáneamente encontrara albergue en algún lugar secreto que hubiera en él y al que la tristeza nunca había llegado; donde la magia era algo diario y los dioses caminaban con los hombres en lugar de combatir con ellos. ―¿Mal parecido? Hasta Dido se fijó en ti y sólo tenías quince años entonces. ¿Por qué supones que te llamo Fénix?―Porque soy rubio. La mayoría de los dárdanos eran morenos, pero el pelo de Eneas había sido dorado antes de encanecer la noche que cayó Troya, y el pelo de Fénix era del mismo color. ―Es el oro de Afrodita, decía la gente.―También porque muchas mujeres arden por tu fuego.―Así complemento a mi padre que es el primero en la batalla pero el último en la cama. Que sólo se ha acostado con dos mujeres en toda su vida y las dos eran esposas suyas. La verdad es que resulta escandaloso.―Te dejo a ti los ardores. Pero no los sacies con Melonia. Estoy seguro de que es virgen. Acostarse con ella sería una violación. Salvo si fuera dentro del matrimonio.―No hay vírgenes de más de quince años, excepto aquellas mujeres que no ha querido nadie. Como Casandra. La pobre, ningún hombre se sentía atraído por ella, con lo quejica que era. Si hubiera dejado de lamentarse puede que hubiera encontrado un amante. Ajax sólo la violó porque la pilló entre queja y queja, mientras estaba orando a Atenea.―De todas formas ni se te ocurra tocar a Melonia. Su voz era tranquila, pero era una de esas raras ocasiones en que su padre era eso antes que un amigo.―Muy bien, padre.―A menos, añadió Eneas pensativamente, ―que fuera tu esposa. Llevamos diecisiete mujeres en los barcos y la más joven tiene mucho más de treinta años.Si deseas casarte, en cualquier caso siempre tendrás que hacerlo con una nativa de esta tierra. Y Melonia te resultó excitante, ¿verdad? Quiero decir que te provocó algo más que deseo. Lo vi en tus ojos.Ascanio dijo, sorprendiéndose de su propia intensidad: ―Sí, ya lo creo. Un hombre no se cansaría de ella en una noche... ni siquiera en un mes.―Ni en toda la vida, dijo con suavidad Eneas.―Padre, ¿por qué no te casas tú con ella? Yo también te he visto los ojos.―He matado a dos mujeres al casarme con ellas.―¿Qué diablos quieres decir? Los helenos mataron a mamá, y Dido se mató ella sola.―Yo tuve la culpa.―Oh, padre, a veces ese niño que llevas dentro es tan estúpido que me gustaría darle de azotes. Vámonos.Eneas se arrodilló en la orilla y, hablando lentamente y gesticulando con las manos, pidió a Delfo que los siguiera por el río. El delfín contestó con lo que a Ascanio le pareció el resonar de nudillos en un suelo de tejas.―¿Qué ha dicho?, preguntó Ascanio que nunca se había molestado en aprender el lenguaje de los delfines.―Dice que nos seguirá a los barcos.Cogidos del brazo por encima del hombro se dirigieron hacia los barcos.―Nuestros hombres podrían usar carne fresca, dijo Eneas. ―Nuestro pan es mohoso, nuestro queso no se lo comerían ni las ratas. Otro pastel de carne me destrozará el estómago. Pero, ¿dónde están los animales?―Se han asustado al oírnos hablar.―Entonces habrá que guardar el más profundo silencio.Pero no duró mucho tiempo. En un matorral de laurel, detrás de un follaje plumoso y aromático y de unas flores verde-amarillentas, brillaron unos flancos y unos cascos se rozaron con unos helechos. Ascanio disparó una flecha, aunque Eneas había levantado la mano prohibiéndoselo.―Padre, he dado a un ciervo.―No estoy seguro de que sea un ciervo.Apartaron el follaje y encontraron a su presa yaciendo entre violetas. No llevaba ropa, y sus cuatro patas y sus flancos de seda, vistos a distancia entre las ramas llenas de hojas, podrían haber pertenecido a un venado. Pero sus brazos y pecho eran los de un joven, y su rostro joven parecía sonreír. Ascanio y Eneas se inclinaron a su lado. En la bolsa de piel de león que colgaba de su cuello había un peine de concha de tortuga y una vasija de fino alabastro llena de un líquido resinoso de agradable aroma. Estaba muerto, por supuesto. La puntería de Ascanio era siempre certera; Eneas le había enseñado y sus flechas llevaban las plumas que había quitado a las arpías. Se oyó inmediatamente un zumbido alrededor del cuerpo. Eneas golpeó al insecto con la mano. Era una abeja y no un pájaro y se desvaneció en el interior del bosque.―Padre, he hecho una cosa terrible. Pensé... pensé...―Ya lo sé, Fénix. Nunca habías visto a un centauro antes. Debería de haber sido más rápido en detenerte. Los dos tenernos la culpa. No hemos cazado, hemos cometido un asesinato.CAPITULO III
Mientras caminaba hacia su árbol, confusa, arrancando con la mente ausente un narciso sólo para dejar desparramados en pos de ella los pétalos e ignorar el impulso de dolor del tallo roto, pensaba: Tengo diecisiete años. Es hora de que visite el Árbol Sagrado. Es tiempo de que tenga un niño. Le pediré permiso a Volumna.
La mayoría de sus amigas ya habían visitado el Árbol, pero ella lo había ido dejando hasta ahora; de hecho, había ignorado las palabras de Volumna de que la tribu necesitaba muchachas que criar en lugar de chicos que abandonar. (―Nuestro número se está reduciendo. Uno de estos días puede que nos veamos obligadas a tomar esposos como nuestras descastadas hermanas del norte. Preferiría que antes me partiera un rayo.)Había hablado con algunas de sus amigas. No, no podían recordar lo que les había sucedido en el Árbol. Habían entrado por la puerta de roble y se habían tumbado entre las hojas caídas, se durmieron y soñaron. ¿Qué tipo de sueños? A veces oscuros y turbadores. El dios malo Silvano, que tenía forma de enano, llegaba hasta ellas en pesadillas que resultaban demasiado horribles como para recordarlas. A veces habían sido turbadoras pero no oscuras. ―Miedo dorado, fue la frase que Segeta había utilizado para describir la primera visita que había recibido del dios. ―Y cuando supe que estaba embarazada, olvidé el miedo y el oro me envolvió como las hojas de otoño.Melonia, sin embargo, había seguido esperando. Había disfrutado de sus amigas; había recogido setas con ellas en el bosque; sola, había cuidado de su huerto e hilado y cocinado y leído papiros. Si no iba a ser tan feliz como cuando había sido niña no deseaba la felicidad. La alegría de la tarea del momento; los recuerdos melancólicos pero no angustiados de la época en que su madre había compartido con ella el árbol; la firme negativa a pensar en el futuro: con eso había tenido suficiente hasta ahora.Pero ya no resultaba bastante. El cambio que sentía la dejaba turbada y perpleja. Generalmente le gustaban los misterios. ¿La mayoría de los hombres eran malos o solamente rudos e ignorantes? ¿Por qué Rumina se había casado con el dios Rumino y sin embargo había prohibido a sus hermanas mortales que se casaran con ningún humano o habitante del Bosque maravilloso? Le gustaban los misterios pero no cuando recaían sobre ella. Le irritaba percibir en ella sentimientos inenarrables o realizar acciones que no resultaran características. Acababa de asesinar a un narciso. A diferencia de las rosas, que tiemblan cuando las hueles, los narcisos no eran flores particularmente sensibles. No obstante, había sentido su claro dolor sin remordimiento. Ayer hubiera dejado a la flor en su tallo. Ahora acababa de decidir visitar el Árbol sagrado. Ayer no hubiera sentido el impulso de dormir y arriesgarse a tener sueños turbadores para luego tener un hijo que resultara ser un chico.Quizá el cambio tenía algo que ver con los extranjeros, Fénix y Halción.Seguramente tenía algo que ver con ellos. Se debe a que son hombres, decidió, y me gustaron, y ahora sería horrible dar a luz un varón. Le pediría a Volumna que me dejara criarlo en mi árbol y concebiría la esperanza de que se pareciera a Halción y se comportara como él. Las dríadas del norte no abandonan a sus hijos varones. ¿Por qué tengo que hacerlo yo? Hablaré con Volumna.Le habían gustado los dos extranjeros. Fénix le había recordado a Saltarín, era lo suficientemente guapo como para admirarlo y lo suficientemente terrenal como para desecharlo. Sí, terrenal, esa era la palabra, y la verdad es que ella se sentía muy a gusto con las cosas terrenales. Como le había pasado con Saltarín, la había mirado intensamente y parecía que deseaba un beso, pero no se había sentido irritada con él. (Los machos de todas las razas parecían poseer grandes cantidades de besos almacenados.)En cuanto a su hermano, Halción, no era en absoluto como Saltarín o Fénix.El pelo plateado: nieve en las ramas de un árbol. Pero el árbol era verde.Había sentido una tristeza en él que era mucho más vieja de lo que indicaba su rostro juvenil, pero a veces aparecía en él también un brillo juvenil. Se sentía atraída hacia él de una manera que no podía entender. ¿Qué es lo que deseaba en realidad? Tocar su pelo. Tocar las mejillas de él con sus labios. Como una hija —salvo que él no parecía lo suficientemente viejo como para ser su padre—.Como una hermana —salvo que él era un hombre y se dice que los hombres son unos brutos—. Pero a ella le parecía encantador. Sus sentimientos generalmente la deprimían como si fueran un frío aguacero de primavera o la alegraban como un fuego en el hogar o la quemaban como los carbones calientes de un brasero ardiendo, y no solía tener ninguna dificultad para saber lo que sentía en cada momento concreto. Pero ahora era como si la estuviera helando un aguacero y la calentara el fuego del hogar a la vez. Al menos no la abrasaban los carbones.De repente, el bosque le pareció hostil. Sintió deseos de estar ya en su árbol.Los leones eran raros; los pesados de los faunos eran frecuentes pero constituían más una molestia que un peligro. Quizá no fue el miedo lo que aceleró sus pasos, sino la soledad del lugar. Roble, mirto, olmo. Muchos matorrales, poca hierba. Sentía sus emanaciones como pequeñas bocanadas de un viento helado. No sentían disgusto por ella pero tampoco la acompañaban, ni siquiera en esta parte del bosque. Sintió deseos de ver las volutas de humo que salían de las casas de los centauros, pero su territorio estaba mucho más al norte. Sintió deseos de escuchar el canto de una dríada que se estuviera peinando el pelo, pero aquellos robles no estaban habitados ni invitaban a nadie a que los habitaran. Sintió deseos de estar con sus amigas, Saltarín o Bonus Eventus. Pero lo que más deseaba era llegar al Roble sagrado.Allí estaba, por fin, apartado de los otros árboles, aunque un tanto separado del círculo de las dríadas, rodeado por la hierba y las margaritas y un huerto de lentejas y lechugas, allí se alzaba el roble que era su hogar. Lo llamaba ―Ruiseñor porque ése era el pájaro que más le gustaba, el pajarillo pardo que abría su pico y cantaba con un sonido más melodioso que el de una lira. El árbol era tan antiguo como el bosque, de una circunferencia tan grande como la de una cabaña pequeña. Su madre, su abuela, ¿desde cuándo había vivido en aquel árbol su familia? Desde la época en que Saturno había gobernado en la tierra y las mujeres tenían por costumbre casarse con los hombres en lugar de combatir contra ellos; antes de que aparecieran los leones; antes de que surgieran las guerras. Ella viviría hasta que el árbol muriera, a menos que le cayera un rayo encima como a su madre o la matara un león o una estrigia chupadora de sangre... o, como Volumna gustaba de advertir, un macho humano. Si ella moría, el árbol continuaría floreciendo mientras siguiera habitado —y amado— por un miembro de la familia de ella, si el árbol moría ella moriría también.Abrió la puerta de madera, roja por el tinte de cochinilla, y entró en el tronco.El árbol no era hueco como a veces suponían los extraños, estaba vivo, y para que siguiera viviendo debía tener la madera suficiente para que la savia fluyera de las raíces a las ramas. Pero era tan ancho que su primera antepasada había abierto una escalerilla estrecha, como si fuera un regato, que llevaba desde el tronco a las ramas y que contaba con peldaños de madera en las paredes. Los árboles grandes eran fuertes; no sentían ciertas cosas, o si las sentían las aceptaban, encantados de dejar espacio a la vida, a los niños para que pudieran habitar en ellos (¿cómo una dríada que hubiera dormido en el Roble Sagrado?)Dentro de la puerta, una lámpara alimentada con aceite de oliva ardía constantemente en un nicho e iluminaba el camino, paso a paso, hasta la cabaña que descansaba sobre las ramas como si se tratara de un panal grande: una cabaña redonda de ramas de sauce que se inclinaban de arriba a abajo con una docena de ventanas redondas que podían ser cerradas con postigos en el invierno durante el Sueño blanco pero que se abría en primavera para dejar pasar las brisas susurrantes, las quejas de la hierba que se abría paso a través de la tierra y que finalmente exponía sus briznas al sol. En la habitación única, que estaba aromatizada fragantemente con bergamota y reseda y otras flores similares que podían ser arrancadas sin hacerles daño, había una cama de piel de león con un armazón de madera. Estaba hecha a mano. Había una caja de plata damasquinada para guardar las gemas —topacio, pórfido, ágata— que se había encontrado en los lechos secos de los ríos o entre las raíces y que había cambiado a los centauros por grano y verduras. Había tres mesas sacadas de un olmo muerto, con pequeños pies y aspecto bulboso que se asemejaban a setas enormes, una servía para las comidas, otra para colocar los trapos multicolores que ella transformaba en túnicas y capas, la última para sostener una margarita que crecía en una urna con aspecto de lirio. Finalmente había un estante con ranuras redondas para guardar sus queridos papiros. Griego, latín, egipcio... los rugientes centauros, aquellos incansables lingüistas, le habían enseñado las lenguas y dado los rollos escritos en las mismas desde los primeros orígenes del mundo.Había comprendido a los hermanos cuando hablaban en dárdano, uno de los dialectos helenos, y Halción había dicho a Fénix: ―Oigo algo entre los árboles. (Le hubiera gustado decir: ―Si quieres que no te entienda tendrás que hablar en asirio). Se veía limitada en su deseo de viajar. Con un solo día que se separara de su árbol palidecía y empezaba a debilitarse; en cinco días seguramente se habría marchitado y muerto. Pero viajaba a través de sus rollos. Sabía de la caída de Troya a través del testimonio ocular de un escriba helénico; poseía una copia del Libro de los muertos egipcio; y su propio pueblo era famoso por sus endechas, recogidas en un rollo, acerca del invierno y de la muerte de las hojas y de la tristeza de haber dado a luz a un varón en vez de a una hembra; y por sus planes sobre el despertar del Sueño Blanco y correr descalzas sobre la hierba recién nacida para saludar a las amigas.Pero no tenía ganas de leer poemas o historias o rollos de ningún tipo.Se tumbó en la cama y sintió como si estuviera envuelta en hojas calentadas por el sol y empezó a soñar despierta. Un viento de cristal de roca pasaba suavemente entre las ramas que había en torno a la casa y llevaba su espíritu en dirección al Árbol Sagrado, oscuro y enigmático, pero que ya no resultaba amenazador. Alguien miraba al otro lado de la puerta. ¿Una dríada? Era un hombre. Halción. Su rostro era agradable y triste y se movía hacia la puerta. No, quiso gritar. Está prohibido que entren los hombres. Incluso está prohibido que entren las otras dríadas cuando se está ―en la cama para el Dios. Sí, deseaba gritar. Corre el riesgo, ven a mí que estoy en el Árbol (tus ojos son azules como las plumas del alción) en lugar de ese dios cuya cara nunca he visto.Ah, los sueños impíos y extraños podían aparecer en la noche, pero no tenía por qué soportarlos durante la tarde. Se puso en pie y miró a través de una de las ventanas y aspiro el aire purificado por las hojas y sintió la agradable emanación de su árbol madre. ¿Había sido un presentimiento? Las dríadas a veces se veían bendecidas o maldecidas con presagios referentes al futuro. Imposible. Era una estupidez y debía dejar de pensar en ella. Cogería algo de queso y de vino de la despensa que estaba situada entre las raíces. Haría algunos pasteles de arándanos para Saltarín en el pequeño horno de ladrillo y...Una abeja entró haciendo espirales por una de las ventanas.―Bonus Eventus, gritó inexplicablemente contenta de tener un compañero por pequeño que fuera. Para los faunos y los centauros, para cualquier ojo poco delicado, las abejas eran pequeñas o grandes —abeja melera, abejorro o abeja constructora—, pero en cualquiera de los casos no resultaba fácil distinguirlas. Bonus Eventus era una abeja melera aunque demasiado pequeña para ser zángano, casi tan pequeña como una obrera, y casi sin vello, con unas alas anchas y transparentes que constituían su principal orgullo. Había siempre un aroma de mirra en torno suyo, y cuando descansaba contra el pecho de la dríada ésta sentía un picorcillo alegre. ¿Vanidoso? Por supuesto. Estaba seguro de que la reina aceptaría sus favores en el siguiente vuelo nupcial. ¿Holgazán? Por supuesto. Dormía entre las flores en vez de reunir néctar para fabricar miel.Pero también era leal y la muchacha lo quería como a un amigo verdadero, igual que Halción amaba a su delfín, Delfos, y temía que aquella pequeña vida, tan tardíamente comenzada aquella misma primavera, pudiera terminar con la caída.―Llegas justo a tiempo. Voy a buscarte algo de miel de la despensa. Al ser un zángano, a veces las intolerantes obreras le negaban su derecho a comer. ―¿Crees que soy bonita? Saltarín dijo que lo era.Pero de pronto comprendió que no había venido para cambiar cumplidos por miel. No estaba trazando arcos felices de placer o de gratitud, sino describiendo unas figuras con forma de pirámide.―Vamos. Ten cuidado. Peligro.Se apretó la mano contra el pelo, y al sentir sus adornos inofensivos (una polilla de malaquita y una libélula de pórfido percibió la horquilla letal como una espada aguda. Estaba impregnada con el veneno de una araña grande y peluda llamada Saltona que tenía los ojos verdes y las mandíbulas agudas. Era más mortal que una estrigia.―¿Leones?Se produjo una rápida espiral descendente. ―No.Después desapareció por la ventana. Fuera cual fuera el peligro, le estaba indicando que tenía que seguirle.Saltarín parecía estar durmiendo al sol. Había aprendido algunas posturas ideales para holgazanear de Bonus Eventus, y le gustaba dormir la siesta por la tarde. No había señales de violencia. La hierba no parecía hollada por leones o lobos, ni manchada de sangre. Pero cuando se puso de rodillas, vio que algo más fuerte que el sueño mantenía aquellos ojos cerrados y que sus labios estaban torcidos de dolor, y que en su pecho había clavada profundamente una flecha con plumas de arpía.Cuál de los hermanos lo había matado era algo que no sabía, pero le pareció que ambos tenían la misma culpa. ¿Acaso no cazaban juntos? Importaba poco quién hubiera tensado el arco.Bonus Eventus descendió sobre su mejilla con la misma suavidad que una lágrima. Su madre había muerto por un rayo y ella se había sentado en su telar desde la mañana a la noche cantando sin parar durante diez días el antiguo treno, Sólo la noche sana de nuevo. Cada año, antes de la llegada del Sueño Blanco, se apenaba por las hojas muertas y por las flores marchitas. Pero eso formaba parte del orden natural de las cosas, era la manera en que vivían la tierra y el bosque, según el plan divino de Rumina. Esto, sin embargo, era una invasión, era un asesinato. Volumna le había dicho la verdad acerca de los hombres, particularmente sobre los hombres de Eneas, según parecía. ¿Y qué pasaría con el mismo Eneas? Era un viejo, curtido en la batalla, sin duda, que acumulaba crímenes como si se tratara de bellotas para hacerse un collar.La ira se clavó en su garganta como una rama incrustada de hielo.Besó a Saltarín en la boca. ―Este es mi penúltimo regalo, dijo. ―Pero llega demasiado tarde.Pero todavía quedaba el último regalo.Sólo tenía que seguir el Tíber para encontrar los barcos troyanos.Eran cinco barcos sin techumbre, a excepción de las lonas estiradas por encima de los bancos como si fueran tejados: sus proas de bronce en forma de dragón estaban atadas a los árboles, sus remos habían sido sacados del agua y colocados en las áreas libres de la cubierta. Quince lunas de color ocre habían sido pintadas a cada lado significando los largos años de su viaje. Las velas, que en el pasado habían sido blancas, ahora estaban arriadas, y presentaban desgarrones y agujeros producidos por muchos vientos. Podría haber sido una terrible flota pirata en lugar de los restos de una marina formidable que había guardado la entrada al mar Negro y los campos de trigo que eran denominados el Vellocino de Oro. Pudiera haber parecido patética de no conocerse la identidad de los marinos. ¿Era Eneas tan cruel como aquellos dos traicioneros hermanos que deberían haber sido conocidos como Halcón y Azor?Se puso de rodillas —y escuchó— y oyó. No se peinaba y se colocaba las trenzas sobre las orejas por vanidad, sino para oír mejor cómo se aproximaban el león... o el hombre. Los troyanos habían formado su campamento en la playa. Se movían entre tiendas hechas con tela desgarrada de las velas, había unas pocas mujeres entre ellos, pobres seres desarrapados vestidos con ropas que llegaban hasta sus tobillos como si fueran pardas hojas muertas (¿dónde estaban las faldas en forma de campana que se decía que las mujeres troyanas habían tomado prestadas de sus antepasados cretenses?). Los hombres, en su mayoría, tenían barba y parecían curtidos y maduros cuando no viejos. Usaban pellizas de piel de oveja, excepto dos hombres que patrullaban el campamento con una armadura de metal, sosteniendo lanzas torcidas y con un aspecto demasiado cansado como para lanzarse sobre ellos. También estaba aquel fauno tan pesado, Desastre, que había llevado a las dríadas noticias de la llegada de Eneas. Ahora se estaba congraciando con los troyanos, rascándose la barriga, moviendo las pezuñas y haciéndoles reír a carcajadas —y sin lugar a dudas les estaba dando noticias de las dríadas.Y por supuesto, estaban los hermanos, apartados de los otros hombres y hablando entre sí con gran interés. Podía captar sólo algunas de sus palabras a aquella distancia. Habían matado un centauro... Tenían que volver para encontrar su cuerpo...El horror cayó sobre él como si fuera una maza. Sin duda querían ensartarlo en un poste y, una vez que lo hubieran traído al campamento, lo asarían sobre el fuego. Harían una fiesta y beberían y cenarían de la carne de la tierra, y al día siguiente los cansados lanceros, de los cuales uno parecía un verraco y el otro era demasiado joven para tener barba, sin duda se levantarían descansados e invadirían los bosques para celebrar otra fiesta nocturna. Sólo se preguntaba cómo era posible que Desastre se hubiera librado de ir a parar al caldero. Quizá es que tenían la esperanza de utilizarlo como espía.―Eneas. Fue el lancero sin barba el que habló.Sus oídos se aguzaron al escuchar el nombre.Halción-Eneas volvió el rostro hacia el hombre que le había llamado. ―Sí, Eurialo.―¿Necesitarás ayuda? Eurialo sería de su misma edad, pensó la dríada. Tenía que haber sido un niño cuando cayó Troya. Sus mejillas eran tan sonrosadas como el interior de un tritón. Llegó a la conclusión de que los rostros hermosos y suaves eran los que ocultaban las mayores traiciones.La dríada salió de entre los árboles. ―Eneas, le llamó.Halción-Eneas la miró sorprendido y con un gesto que ella hubiera interpretado como complacencia de no ser porque ya conocía la maldad de su corazón.―Melonia. Has venido a visitar nuestro campamento. Esperaba que lo harías. Te marchaste antes de que pudiera preguntarte dónde vivías.―Creí que tu nombre era Halción.―Fui yo quien te dijo que lo era, se apresuró a decir Ascanio-Fénix. ―Somos nuevos en tu tierra. No quería que mi padre fuera reconocido hasta que supiéramos quién eras. Tiene muchos enemigos.―Ahora me conocéis. Alabo tu prudencia. ¿Adonde vais? Su corazón se agitaba como una polilla apresada en una tela de araña; las mentiras le resultaban insoportables. Pero había tenido un buen maestro.Se mantuvo en su sitio cuando Eneas comenzó a caminar hacia ella. Podía acabar con él porque ni siquiera llevaba un arco. Por el contrario, ella podía arrebatar fácilmente una lanza de uno de los guardias.Melonia, mi hijo y yo hemos cometido una terrible equivocación.Confundimos a un centauro con un ciervo, y...―Yo lo maté, dijo Ascanio. ―Fui yo quien cometió la equivocación, no mi padre.―Mi hijo nunca había visto un centauro. Ni yo tampoco desde que era niño.Sin embargo, debería haberlo detenido. Ahora vamos a enterrarlo.¿Enterrarlo? Desollarlo sería algo que estaría más cerca de la verdad. ―Yo os llevaré, dijo la dríada. ―Puede que os perdáis en el bosque. Pero venid sólo vosotros dos. Sería irrespetuoso que vinieran más.―¿Pero y sus amigos?, dijo Ascanio. ―¿No estarán irritados e intentarán hacernos daño? Se volvió a su padre. ―Creo que deberíamos llevar a Niso y a Eurialo con nosotros.―Yo explicaré a los otros centauros lo que pasó. Son buena gente. Comprenderán si se le dan la debidas explicaciones.Eneas y Ascanio caminaron hacia la dríada.Qué frialdad manifestaban. Incluso hasta habían adoptado expresiones de dolor en sus facciones. Por lo menos Eneas. Ascanio parecía más preocupado por su seguridad de lo que pudiera lamentar lo que le había sucedido a Saltarín. Pero Eneas daba la impresión de que estaba llorando a un amigo querido. Sin lugar a dudas, esa es la expresión con la que debía haberse enfrentado a Dido antes de dejarla abandonada.Intentarán hacerse conmigo, pensó la dríada. Quizá intentarán matarme.Pero el mar y los barcos constituyen su fuerza. El bosque les resulta extraño.La tarea de matar a Eneas ha recaído sobre mí.CAPITULO IV
Melonia intentó caminar a la cabeza del grupo, pero Ascanio, con la pala sobre el hombro, se mantenía cerca de ella y miraba de vez en cuando a las facciones pálidas y rígidas que hacía poco habían sido tan frescas y lozanas como la flor del loto. El bosque le había gustado cuando su padre y él habían nadado en el Tíber con Delfos, y habían charlado sobre las ciudades que habían sido quemadas y las que había que construir, y había visto cómo Melonia aparecía entre los árboles, una muchacha de pelo verde y orejas puntiagudas y una curiosidad que podía rivalizar con la de Pandora. Entonces había pensado: por lo menos mi padre ha encontrado un país en el que edificar su segunda Troya, cumplir su destino y satisfacer a los dioses... un lugar donde descansar y rejuvenecer conmigo. Quizá también ha encontrado una esposa que le ayude a olvidar a aquella Dido de cara larga. Hasta Orestes consiguió al final escapar de las Furias.
No obstante, persistía una duda. Melonia era más que una muchacha; vivía en un roble y hablaba de misterios y ocultaba tanto como decía. ¿No había acaso abierto Pandora una caja de desgracias para el mundo?Ahora se sentía dominado por las dudas e incluso asustado, y había que reconocer que el miedo era raro en Ascanio; lo que sentía no era precaución, sino un temor que descendía por su cuerpo helándole la sangre. No se sentía especialmente pesaroso por haber matado al centauro. Por el contrario, imaginaba que los centauros, al ser mitad caballo, tenían limitaciones en su inteligencia y sus sentimientos. Había matado hombres en combate de forma deliberada y el número había sido considerable. ¿Por qué debería sentir pesar de haber matado a un hombre-caballo al que había confundido con un ciervo?No obstante, podía sentir el dolor de su padre con una intensidad casi física.Esa era la bendición de Ascanio, pero también su maldición, amar a Eneas más que a ningún otro hombre, mujer o dios. Por su parte, él era un guerrero, ni más ni menos; le gustaba luchar; no era un asesino, pero tampoco sentía escrúpulos a la hora de matar; incluso le gustaba aquella vida errante y pensaba además que preferiría ser pirata en lugar de tener que habitar en una ciudad a cuyas reglas sociales tendría que someterse. La verdad es que nunca se había lamentado por las ciudades que había incendiado con su antorcha. Era como si aquellos seres implacables, los Hados, hubieran tejido su destino en la misma pieza que el de Eneas. Si se cortaba un solo hilo, ambos hombres sufrirían la misma desgracia. Podían haber sido Castor y Pólux, hermano y hermano, en lugar de padre e hijo. Si su padre se lo hubiera pedido, habría incluso edificado una de aquellas famosas pirámides egipcias (con la ayuda de unos pocos miles de esclavos).Pero se negaba a hacer una cosa: permitir que Eneas fuera puesto en peligro por una chica desconcertante que vivía en un árbol pero que, a pesar de su aire virginal, probablemente se refocilaba en la hierba con cualquier centauro que le relinchara un poquito. Había sido demasiado joven cuando tuvo que proteger a su padre de Dido, aquella reina retorcida de ojos de pez ardiente y voz de pájaro tropical sorprendido por un león. La suave pero firme autoridad de Eneas había llevado a los exilados troyanos a través de aventuras incluso más peligrosas que las que Odiseo había tenido que arrostrar, pero sus defensas contra una mujer desvalida o con apariencia de serlo, desgraciadamente, no eran las de Odiseo; resultaban tan poco prácticas como intentar vencer a las amazonas tirándoles bellotas. Pero Ascanio tenía ahora cinco años más de experiencia en ese terreno que a él le gustaba llamar ―la cueva de Dido. Conocía a las mujeres: para que valían (salvo su madre, para poco más que para alegrar la vista y calentar la cama); y cuando había que protegerse de ellas (la mayor parte del tiempo y especialmente cuando gritaban o sonreían o evitaban mirarte).El silencio del bosque empezó a hacerse intolerable. Ascanio era casi indiferente a las flores. Vagamente se dio cuenta de que había una abundancia de margaritas en los espacios abiertos, pero no hubiera podido decir cuál era el nombre de aquellas altas flores de color púrpura que había situadas en lo alto de tallos espinosos. Pero instantáneamente notaba sonidos, huellas de pisadas y señales de peligro. Ahora no había sonidos, excepto los de sus propios pies pisando la hierba, Melonia descalza, y su padre y él calzados con sandalias de cuero de antílope egipcio, y eso de por sí ya era una mala señal. A medida que seguían la corriente del Tíber, con Melonia situada en el lado que daba al bosque, se iba sintiendo relativamente seguro, pero cuando se apartaron del río y se internaron entre los robles como un barco que se hunde, sus músculos se tensaron, su visión se intensificó y miró a Melonia como un cormorán que vigila a un pez, pero con la sospecha a veces de que ella era el cormorán mientras que su padre y él eran el pez (aquí en el bosque quizá podía cambiar su símil por el del águila y la liebre).―Padre, dijo. ―¿Te das cuenta de que estamos a dos millas de los barcos?Creo que deberíamos dejar que Melonia y sus amigos se ocuparan de enterrar al centauro. el pelo levantado de la dríada le caía sobre las orejas; había desgarrado su túnica en varios sitios provocativos (uno de sus pechos casi quedaba al descubierto). Tal y como él lo veía se trataba de un esfuerzo calculado hasta el último detalle para dar la apariencia de que se trataba de una dríada en dificultades.―No está lejos, dijo Melonia rápidamente. ―Nada más pasar aquel grupo de olmos.―¿Cómo entierran los centauros a sus muertos?, preguntó Eneas. Su voz era grave y seria; había en sus ojos una ternura tal que Ascanio sintió la tentación de sacudir a la desdichada muchacha por explotar la simpatía que su padre sentía hacia ella.―Poniéndolos bajo tierra, ¿corno si no?(También le encantaría sacudirla por impertinente.)―Lo que quiero decir es si no les levantan una pira funeraria y queman el cuerpo antes.―No. Cavan un lugar y lo disponen con hierba. Después colocan el cuerpo como si estuviera dormido e incluyen algunas pocas posesiones que pudieran resultarle útiles en su viaje al Mundo Inferior.―¿Qué oraciones le rezan?―Recitan una oración especial para la ocasión. Son poetas por naturaleza y las palabras se les ocurren con facilidad.El cuerpo de Saltarín no había sido movido ni tocado. Excepto por el rictus de miedo que había en su rostro, seguía teniendo el desconcertante aspecto de alguien que yace dormido al sol. Eneas se arrodilló a su lado y suavizó las líneas de dolor que había en torno a sus ojos y a su boca.―Era sólo un muchacho. ¿Cuál era su nombre, Melonia?―Saltarín.―¿Cómo lo encontraste?―Bonus Eventus me trajo aquí.―¿Creía Saltarín en los Campos Elíseos?―No sé lo que significan esas palabras. Hablaba acerca de una pradera y un robledal donde nunca se producía el Sueño Blanco y las dríadas se casaban con los centauros. Una vez me dijo que le gustaría casarse conmigo. Pensé que estaba bromeando.―¿Tu gente no se casa con los centauros? Parecen una raza noble. (Noble. Bueno, había cierta nobleza en los caballos que tiraban del carro de un gran guerrero —el corcel Janto que pertenecía a Aquiles sería un ejemplo de ello—. ¿Pero quién desearía casarse con ellos?)―Jamás.―Lo siento. Tengo la impresión de que te amó mucho.―Me besó una vez. No estoy segura de lo que quería dar a entender con ello.Parece ser que le gustó.―¿Lo amabas?―¿Amarlo? El hizo que me gustara correr por la hierba y nadar en el río. Me hizo pensar acerca del principio de las cosas. Una vez fui con él a ver a su hermano recién nacido. Estaba comenzando a caminar con sus patas larguiruchas y me sentí feliz cuando consiguió sostenerse sobre ellas. Lo alimenté con pasteles de miel y me hubiera gustado tener un hijo propio. Incluso aunque el niño hubiera tenido cuernos. Eso es todo lo que sé. A veces me enfadaba con él pero nunca •por mucho tiempo.―¿Si no os casáis con los centauros, quién es el padre de vuestros hijos? Nunca he oído hablar de dríadas machos.―Vamos a nuestro Árbol Sagrado y esperamos a nuestro dios Rumino. Pero haced el favor... No deseo que hablemos de esas cosas ahora. Les hizo cruzar la pradera para llegar a un lugar de arena y guijarros.―Aquí está el lugar en el que hay que cavar la tumba. Hay flores alrededor pero el lugar concreto se encuentra despejado. Un rayo cayó aquí. No mató nada salvo un poco de hierba.Melonia se apartó de ellos mientras contemplaba sus esfuerzos con una mezcla de curiosidad y perplejidad. ¿Acaso no se esperaba que desollaran al centauro y se hicieran una alfombra con su piel? Ascanio, a su vez, la miraba, ocultamente pero con la astucia de aquel que nunca ha vivido un período de paz ni ha navegado por el mar sin la amenaza de una tempestad. La horquilla en forma de> abeja brillaba en su pelo. Miró las manos de la dríada.Dispusieron hierbas de agradable olor en la tumba y colocaron con ternura el cuerpo en medio de las mismas.―Ponedle violetas. Son unas flores bonitas pero que sienten poco. No sienten dolor cuando se les parte el cuello. A él le gustaban. Y dejad la bolsa alrededor de su cuello. Nunca iba a ningún sitio sin su peine y su frasco de perfume.Eneas se sacó el anillo que llevaba en el dedo, era una perla negra que le había sido entregada por su padre, y a su padre por Afrodita. Le era muy querido, grande como un carbón pequeño, tenía un tono gris humo que brillaba al sol.―Para pagar a Caronte, dijo. ―En Troya acostumbrábamos a colocar una moneda bajo la lengua de los muertos antes de colocar su cuerpo en la pira funeraria.―Es un hermoso anillo, dijo Melonia. ―Me hubiera gustado... Me hubiera gustado que Saltarín hubiera podido utilizar un anillo así mientras aún estaba vivo. Era muy orgulloso en su forma de vestir. Yo tenía la costumbre de burlarme de él. Le decía que era un vanidoso y él me contestaba que sí y que lo hacía para complacerme.―¿Puedo decir una oración ahora?―Sí.―Perséfone, tú has sabido lo que es ser privado del sol y llevado a la oscuridad. Tu tenías aproximadamente la edad de Saltarín, creo, cuando Hades te llevó al Mundo Inferior. Tú también gustabas de las violetas, de los jacintos y de las colombinas. Acompaña a Saltarín en su soledad primera. Muéstrale que los asfódelos son también flores. Teje para él una guirnalda que pueda llevar en torno a su cuello.Melonia no interrumpió la oración, sino que la continuó, pero sustituyó el nombre griego de la deidad por el latino:―Proserpina, peínale el pelo, ¿querrás? Sus brazos no son lo suficientemente largos como para llegar hasta el final de su crin. Adiós, Saltarín. Sueña conmigo mientras duermes y yo te traeré violetas y te besaré en los labios.―Si sueñas con Fénix y conmigo, dijo Eneas, ―que sea en calidad de hombres, que por equivocación te hicieron un gran daño aunque hubieran querido ser tus amigos. Después musitó un poema que, como gran parte de su poesía, complació a Ascanio pero también le dejó perplejo:La distancia es púrpura;
Hay jacintos en lo alto de la colina,
y murex de Tiro.
La distancia es solamente púrpura:
las violetas se marchitan en la mano.
Se apartó de la tumba y silenciosa y quietamente comenzó a llorar. Cuando era un niño pequeño, Ascanio había visto a su padre llorar cuando Creusa se perdió entre las ruinas de Troya; volvió a verlo cuando dejaron Cartago y Eneas vio el humo de la pira funeraria de Dido, y otra vez más después de una batalla en la que había muerto un amigo.Ascanio lo rodeó con sus brazos como si consolara a un niño pequeño.―Vamos, vamos. No debes llorar por la estupidez que hice.Eneas le devolvió el abrazo; se olvidaba lo fuerte que era hasta que se sentían sus brazos poderoso. Al igual que otros hombres olían a cuero o a bronce, Eneas olía a mar... a su espuma y a sus vientos frescos y salados. Hasta su pelo de plata, apretado contra la mejilla de Ascanio, estaba lleno de sal. Ascanio sabía que no lloraba por la muerte de un centauro; sus penas se habían acumulado como la helada en la cubierta de un barco, y lloraba porque el mundo había perdido su juventud; porque la ciudad dorada había sido abatida por un fuego también dorado; por aquellos que lo habían amado habían ido a reunirse con Perséfone. En ocasiones así sólo podía abrazarlo y ofrecerle abrigo contra la helada que procedía de su memoria.Sólo en ese instante Ascanio olvidó vigilar a Melonia. Cuando se acordó de mirarla, la dríada se había quitado la horquilla del pelo y estaba tan rígida como el árbol en el que pretendía vivir. Podría haber nacido de la tierra en lugar de proceder de una madre dríada. Hasta sus brazos, levantados enfrente de ella, parecían helados en el aire como si fueran ramas delicadas.Saltó sobre ella, la rodeó con sus brazos, que eran todo salvo delicados, y apretó cruelmente su muñeca hasta que dejó caer la horquilla. La cólera le quemaba como si fuera un fuego al rojo. Sentía deseos de romperle el cuello a la dríada.―¿A quién ibas a atacar?―Primero a Eneas y después a ti si tenía la oportunidad.La dríada no suplicó misericordia ni parecía estar encolerizada o asustada.Hubiera deseado aplastarla entre sus brazos. Qué pequeña era. Aquellos huesos diminutos —y el rápido y liviano latido del corazón— ¿cómo podían sostener a un ser tan pequeño? Su pelo parecía formado por hojas y rayos de sol.Y no obstante había tenido la intención de matarlos a ambos.―Pero no lo hiciste, dijo Eneas. ―¿Por qué no lo hiciste, Dama de las Abejas?―Al principio pensé que habíais matado a Saltarín por diversión, por obtener comida. Pero después vi cómo cavabais la tumba y recogíais violetas, y vuestros ojos eran ventanas de vuestra alma y vi un dolor que me hizo compadecerte.―¿Y mi hijo?―Te ama. Es parte de ti. No podía hacerle daño.―Déjala marcharse, Fénix.A regañadientes, Ascanio la soltó y rápidamente le devolvió la horquilla letal.―No hubiera dudado en matarte, dijo, ―de haber sabido que planeabas herir a mi padre.La dríada le sonrió. ―Pero eso hubiera significado una clase de amor, ¿verdad? No puedo sentirme irritada contigo, Fénix. Nos parecemos mucho a fin de cuentas. Estamos dispuestos a matar por aquellos que amamos.―¿Seremos amigos, Melonia?, preguntó Eneas. Era una de esas invitaciones a las que nadie se negaba. Ascanio se sintió admirado. La única vez que había sentido envidia hacia su padre fue cuando Eneas realizó una conquista con una sonrisa y después rehusó quedarse con lo que había ganado, mientras que él, Ascanio, a pesar de su aspecto —y eso que no solía ponerse delante de un espejo— siempre tenía que recurrir a los regalos y a los halagos.La dríada tomó la mano de Eneas y se la apretó contra la mejilla. No había coquetería en aquel movimiento. Era tan sencillo y tan poco artificioso como cuando Ascanio abrazaba a su padre.―Tienes una mano muy pequeña para ser un gran guerrero. Es más joven incluso que tu rostro. Es la mano de un muchacho, dijo la dríada. ―Saltarín no querría que siguiéramos estando tristes por él. Yo tampoco lo deseo.Soltó la mano de Eneas y sacudió la cabeza violentamente. Un rizo se deslizó sobre su oreja como si fuera un pámpano. ―No puedo ser tu amiga aunque lo deseo.―¿Qué quieres decir?―Mi pueblo se ha juramentado para matarte. No deberías estar aquí ahora. Vuelve a tus barcos y nunca vuelvas con tus hombres. Nunca nades en el Tíber con Delfos. Y cuídate de los robles. Especialmente de aquellos que tienen aspecto de estar escuchando.Eneas puso una mano en el hombro de la dríada. ―Melonia, ¿no irás a marcharte de nuevo, verdad?―Debo hacerlo.―¿Pero cómo podremos volver a verte?―Debo hablar con Volumna, pero creo que...―¿Qué, Melonia?―Que no cambiará de opinión. Que me dirá que soy una muchacha estúpida y que ya va siendo hora de que visite el Árbol.―¿Para quedarte embarazada?―Sí. Volumna dice que un hijo cura a su madre de las fantasías infantiles. Si es varón, endurece su espíritu como lo hace un tronco con el árbol al que pertenece. Si es hembra, aprende autosacrificio, como un árbol que ofrece sus ramas a los pájaros.―No termino de comprender lo de ese árbol. ¿Dices que un dios acude a él?―Vendrá en un sueño y me proporcionará un hijo.―Pero los dioses no se aparecen en sueños si desean tener hijos. Tampoco lo hacen las diosas si quieren ser madres. Cuando Afrodita fue a ver a mi padre, era muy real. Mi padre nunca se cansó de hablar de ella. Su cabello era de color lapislázuli. Su vestido era vaporoso como si lo hubiera tejido una araña. Y... bueno, ejem, daba unos detalles tan específicos y en tal cantidad que es imposible que los hubiera soñado. (Ascanio se dio cuenta de que su padre se estaba comportando con discreción; aquellos ―detalles específicos incluían un manual para hacer el amor que sólo la diosa del amor o una cortesana de una habilidad muy considerable hubiera podido dominar y enseñar). ―Bueno, incluso le dio el anillo que coloqué en el dedo de Saltarín.―Nuestro dios es diferente. Se podría decir que introduce al niño en nuestros vientres mediante susurros. Por favor, dejadme marchar. Es muy real el peligro que os amenaza a ambos. Los árboles de las dríadas —los robles que escuchan— están a cierta distancia, pero Volumna a menudo viene a esta pradera a coger violetas.Eneas la soltó inmediatamente. ―Ven a mis barcos otra vez...Pero las hojas de los robles se habían vuelto a cerrar detrás de ella como si hubiera abierto una puerta y ésta se hubiera vuelto a cerrar.Eneas dio unos pasos para seguirla pero Ascanio le cogió con fuerza del brazo —a su propio padre, al hijo de una diosa— y se colocó enfrente de él.―Padre, no. ¿No la oíste? Conseguirías que te mataran a ti y a ella también y yo me vería obligado a derribar todos los árboles que hay en este bosque olvidado de Zeus para apoderarme de esa puta a la que llama reina.Había fuego en los ojos de Eneas. El calmado y reflexivo Eneas encolerizado. Un puñetazo suyo me destrozaría la mandíbula, pensó Ascanio. Pero, al menos, le habré impedido que persiga a Melonia. Tendría que llevarme al campamento y se sentiría demasiado avergonzado como para dejar de estar a mi lado antes de asegurarse de que me curaré.―Hay otra posibilidad, suplicó Ascanio, aunque preparándose para que le rompiera la mandíbula. ―Podríamos encontrar el Árbol con la ayuda de Desastre. También podríamos averiguar algo más sobre Volumna. Después de eso te seguiré en cualquier cosa que decidas.Ascanio sintió que su padre se relajaba. ―¿Me hubieras golpeado, Fénix, verdad? Para mantenerme fuera de peligro.―Por lo menos lo hubiera intentado. Te hubiera cargado sobre mi hombro y te habría llevado de vuelta al campamento. Eso, claro está, si hubiera sido yo el primero en golpear, lo que resulta bastante poco posible. La otra posibilidad era que habrías sido tú el que habrías tenido que cargar conmigo. Si quedaba algo de mí que se pudiera aprovechar todavía.―Creo, dijo Eneas, ―que es la primera vez en mi vida que le agradezco a alguien que quiera darme un golpe y dejarme inconsciente. No, la segunda. ¿Recuerdas la vez que Aquiles estuvo a punto de matarme? ¿Que volcó mi carro e intentó hacerme huir?―No tenía ni cinco años de edad. Pero sí, me acuerdo. ¿Cómo podría haberlo olvidado? Toda la ciudad miraba desde las murallas, incluyendo a mamá y a mí.―Al día siguiente me vi obligado a enfrentarme de nuevo con él conduciendo un carro baqueteado y tirado por caballos cansados. Aquella noche tu madre me besó y me sirvió vino. Es una cosecha especial, dijo, y resulta todavía más especial después de un asedio tan prolongado como el que está sufriendo Troya.Te ayudará a dormir. El vino estaba muy drogado. Dormí durante tres días.En ese espacio de tiempo, a Aquiles le clavaron una flecha en el talón.―Me parece que heredé el egoísmo de mamá. Yo tampoco quiero perderte.Cuando llegaron al campamento se encontraron con que Desastre estaba divirtiendo a los hombres con una danza y una canción tan penetrantemente dulce que daba la impresión de que había un ruiseñor atrapado en su flauta. La danza era una curiosa mezcla de saltos y cabriolas, y bailaba con una gracia que nadie hubiera esperado al ver sus cascos y su figura desgarbada. Animaba la sangre, llevaba a los pies a moverse a su ritmo, los entresijos ansiaban a la mujer que nunca habían encontrado con anterioridad, la nereida que se esconde en la ola o la diosa oculta en su nube:Reinas caminan a la luz del crepúsculo.
Escuchad.
Sus sandalias de antílope pisan la hierba.
¿Helena, enmudecida,
olvidará los junquillos de su pelo
a los que se ha privado de tocado?
Reinas caminan a la luz del crepúsculo.
Eneas sintió también la magia. La música era un vino para él y a menudo había dirigido a los hombres en la ejecución de la Danza de la Grulla, aprendida de los antiguos cretenses.―Desastre, dijo finalmente, sacudiéndose para librarse del hechizo.―¿Quieres venir a mi tienda?Desastre entregó la flauta a Eurialo y partió en pos de Eneas y Ascanio. Su cabeza estaba inclinada a un lado; la piel de sus flancos similares a los de un carnero estaban llenos de arrugas; mostraba una sonrisa perpetua sin mezcla de engaño. La música le había convertido en un semidiós; ahora era un payaso. Sin embargo, Ascanio no le consideraba tan estúpido como aparentaba ser.―Desastre, preguntó Eneas, ―¿no hay faunos hembras en Italia, verdad?―Desastre movió la cabeza. Olía a sudor y a pescado rancio. (Los faunos pescaban anguilas en el Tíber con redes hechas con piel de animales.)―No, majestad.Nadie más llamaba a Eneas ―majestad, aunque durante la guerra de Troya se había sentado en un trono de yeso y gobernado Dardania. No le gustaba el tratamiento. Le hacía recordar a la que había sido su reina.―Pero necesitaréis mujeres. En la parte del mundo de la que yo procedo, vuestra gente, a la que llamamos sátiros, siempre ha sido conocida por su afición a las mujeres. ¿O acaso sois como los aqueos —Aquiles y Patroclo— que se satisfacían mutuamente?―Sólo si hay escasez de mujeres.―¿Y cuando no hay dónde las encontráis?―Las mujeres volscas gobiernan a sus esposos en sus hogares. Pero en los bosques les gusta divertirse un poco y nosotros las gobernamos a ellas.Resultaba difícil imaginarse a ninguna mujer sucumbiendo ante Desastre.Quizá exhalaba en algunas ocasiones un aroma irresistible, pensó Ascanio. Eso, y su música, y sus atributos más que generosos, una característica envidiable de su raza, y el hecho de que la mayoría de las mujeres quieren tanto que las lleven a la cama como los hombres quieren llevarlas, quizá podía explicar su jactancia.―¿No hay nadie más? Los volscos viven a cierta distancia, según creo. El rey Latino y su gente todavía más lejos.―Las dríadas. Son las mejores. Son dulces como la miel.―Pero Melonia me dijo que nunca toman esposos o amantes.―Pero nosotros las tomamos a ellas.―¿Las violáis?―Puedes decirlo así. Mientras están durmiendo en ese árbol hueco que tienen.Está a mitad de camino entre este campamento y el círculo de los robles de las dríadas. Se sigue el Tíber hasta que se llega a un tocón herido por el rayo.Luego a un tiro de jabalina del río se encuentra el Árbol. Por supuesto, es un árbol muerto. Nudoso y retorcido. Como una gran víbora gris que se irguiera sobre su cola.―Deben dormir muy profundamente.Una enorme sonrisa llenó su rostro. Sus dientes eran sorprendentemente limpios y pequeños.―Efectivamente. Generalmente tres o cuatro de nosotros podemos visitar a la misma dríada. Verás, resulta que se drogan con el jugo de las amapolas.―¿Pero no intentan deteneros las otras dríadas?―No están lo suficientemente cerca. Es una de sus costumbres. La dríada que desea un niño viene sola al árbol. Entra y atranca la puerta con una gran barra de madera de roble. Pero hace mucho tiempo, excavamos un túnel que atraviesa las raíces y entra en la cámara donde duerme. Está muy oscuro el Árbol. Incluso si la dríada se despertara, no nos vería llegar. Tampoco se daría cuenta de que nos marchamos, como me ha pasado a mí una o dos veces. Estaba muy excitado y la saqué de su sueño.―Y después dan a luz a sus hijos y se lo agradecen a Rumino.―Que entra como un susurro en sus vientres... Musitó Ascanio.―Sí, y debe gustarles incluso dormidas. Siempre vuelven. Ya sabéis que las dríadas viven tanto como sus árboles. A menudo tienen hasta veinte hijos. Si el hijo es hembra, lo guardan porque las niñas se parecen a sus madres. Tienen las orejas puntiagudas y cosas así. Si el niño es varón —cola, cascos, flancos peludos—, lo abandonan porque se parece a nosotros, aunque por supuesto no saben a qué se debe. Tienen la estúpida leyenda de que hace mucho tiempo una de ellas se acostó con un fauno y arrojó una maldición sobre la raza, y esa maldición se repite en todos los varones. Lo abandonan bajo un árbol para que los leones se lo coman. Rescatamos a algunos de ellos y los criamos para que se conviertan en nuestros hijos.―¿Y nunca ha sospechado nadie?―No lo sé. Volumna no es tonta. Pero si lo sabe se lo guarda. Mi padre se acostó con ella. Y mi abuelo. Dicen que no estaba mal. Quizá me espera.―¿Conoces a la dríada que se llama Melonia?―¿Cómo no? La llamamos la Dama de las Abejas. La pobre todavía es virgen y teme visitar el Árbol. Pero Volumna va a obligaría a hacerlo dentro de poco.La oí hablar con la tía de la muchacha, Segeta. ¿Os he dicho lo que queríais saber?―Sí.―Dadme un daga.―Tus cascos son armas suficientemente fuertes.―¿Una pelliza entonces?―¿Con todo ese pelo? Ya has nacido con la pelliza puesta.―Los centauros varones se burlan de mi desnudez. Así me dejarían ir con ellos.―Muy bien.―¿Y una flauta? La mía es de madera. Eurialo tiene una de concha de tortuga. Prefieren la suya.―Hablaré con Eurialo.―Y anillos de oro para mis cuernos.―No tenemos ninguno. Somos muy pobres. Desastre gruñó. ―Entonces dadme de cenar. Algo que sea distinto de las raíces y las bayas y los huevos de pájaro carpintero.―Di a los hombres que te den de comer. Niso te dará algunos pasteles de carne. Y, Desastre... una cosa más.―Sí, rey Eneas.―Si tocáis a Melonia —su tono de voz hubiera helado la sangre en las venas al mismo Aquiles— ―tú o tus amigos, os mataré y usaré vuestra piel para hacerme una alfombra para mi tienda.La sonrisa se borró del rostro de Desastre. No hubo nada inadecuado en la manera en que se fue. Sólo dejó en pos de sí unas pocas huellas de cascos y un olor a pescado.―Creo, sonrió Eneas, ―que deberíamos quemar algunas ramas de laurel en nuestra tienda. Después dijo con voz más seria: ―Debemos advertir a Melonia.No confío en Desastre. Ni en sus amigos. ―¿Cómo daremos con ella?―Ya sabemos cómo encontrar el Árbol. Y Desastre, sin duda, sabe cuando ha planeado "esperar al Dios". Parece saber todo. ¿Te has dado cuenta del tamaño de sus orejas? Iré solo y la protegeré personalmente.―No vas a ir solo a ninguna parte. Su gente puede vigilarnos durante todo el camino. Por estos pagos, al parecer, hasta las abejas cuentan historias. Iré contigo y vigilaré en la boca del túnel.―¿Y si te pido que te quedes en el campamento?― ;No!―¿Y si te lo ordeno?―No.―Supongo que tendré que dejarte venir conmigo si no quiero derribarte de un puñetazo y luego tener que cargar contigo como si fueras un ciervo herido.―Es muy considerado por tu parte, padre. Resulta tan horrible pensar que un fauno pueda tomar a Melonia. Espero que todos no serán como Desastre. Y ella parecía querer un hijo. Si no fuera por los faunos su raza desaparecería.―Nadie va a tomarla, sea fauno o cualquier otro. No lo harán contra su voluntad.―Padre, no habías tenido ese aspecto desde que te encontraste con Dido.Cuando te encuentras con algunas mujeres me creas un verdadero problema.Las confundes con diosas y te olvidas de que hasta los habitantes del Olimpo tienen sus fallos. La abuela no fue exactamente lo que se dice una esposa fiel, ¿verdad? Quiero decir que se casó con Hefesto pero eso no la mantuvo apañada de Ares o de Zeus o del abuelo. A veces me pregunto si alguna vez llegarás a una edad avanzada y segura.―No te preguntes, Fénix. No tengo intención de tomarla. Tampoco pienso casarme con ella.―¿Por qué no? No es que me agrade especialmente la idea de tener a una dríada como madrastra... ésta es demasiado bonita. Pero la harías objeto de un honor singular.―Tengo más del doble de su edad.―¿Cuántas veces la gente te ha tomado por mi hermano en lugar de por mi padre? Uno de estos días, soy yo el que va a parecer tu padre. Además andas bastante lejos del último viaje en barco hasta la Estigia*. ―Sí, ¿pero y Melonia lo está también? Quiero decir, ¿lo estará si se casa conmigo?* Laguna que había que franquear antes de llegar a la morada donde habitaban las almas de los muertos. (N. del T.)CAPITULO V
Los robles de las dríadas formaban un semicírculo mal trazado entre los robledales y hayedos. Un extraño podía caminar entre ellos y confundir el suave zumbido de sus movimientos con el producido por insectos industriosos y confundir sus puertas con grietas del tronco. Las pequeñas casas en forma de colmena se ocultaban entre las ramas, invisibles desde el suelo salvo por un ocasional brillo pardo que parecía formar parte del árbol.
Sólo un extraño entraría en aquel círculo, o un centauro, o Desastre o cualquier otro fauno que, a pesar de su bestialidad, pudiera ser útil; o una mujer volsca; y el extraño, si era varón y humano, escucharía un zumbido que no era de insectos y se sentiría traspasado por dardos agudos que no resultarían más dolorosos que los aguijones de una abeja, pero que lo matarían en unos segundos con el veneno de una araña; o quizá se vería asaltado por abejas reales que lo picarían hasta matarlo, aunque las abejas también morirían en el acto de clavarle el aguijón y las dríadas acostumbraban a utilizarlas sólo contra una amenaza terrible.A Melonia le parecía que Volumna nunca había parecido más serena y confiada mientras salía de su árbol. Resultaba difícil creer, que no hubiera vivido en alguno de aquellos palacios historiados de la isla de Creta, que ahora se encontraban en ruinas, donde las reinas se sentaban en tronos flanqueados por grifos y se bañaban en bañeras de mármol con grifos de plata. El peinado hacia arriba de su pelo plateado, que todavía conservaba zonas de color verde, podía haber sido un conjunto de hojas cubiertas por un manto de hielo. El cuerpo que había debajo de la túnica verde era cautivador y despedía la fragancia de muchos perfumes. Había gobernado a su pueblo durante cerca de trescientos años, y había conseguido que lo temieran y respetaran en el Bosque Maravilloso. Había cumplido el destino que ella misma se había trazado.Caminaba con la tranquilidad que le proporcionaba su poder y su éxito.Eneas y Volumna, aunque enemigos, tenían mucho en común. Ambos eran dirigentes. Ambos habían madurado con los años, e incluso, aunque sus cabellos eran plateados, seguían siendo jóvenes en cierto sentido. Pero existía también una diferencia entre ellos tan grande como la que existía entre el mar y el bosque. Eneas no estaba tranquilo. Eneas todavía se sentía atormentado por las dudas y en su angustia, tal y como lo veía Melonia, descansaba su grandeza.Ningún jefe había conseguido tener tranquilidad mientras los que estaban a su alrededor sufrían. Saltarín había muerto; Eneas, y no Volumna, le había llorado, y no sólo porque su hijo hubiera disparado la flecha fatal. (―Todas las cosas mueren, le había dicho Volumna. ―Y después de todo, sólo era un centauro... y además macho.)―Hija mía, me siento complacida porque has decidido visitar el Árbol. Te has vestido como corresponde a una hija digna de tu madre. El Dios se sentirá complacido. La vestidura habitual de Melonia era una sencilla túnica y quizá un par de sandalias, pero ahora se había vestido para recibir al Dios: aretes de malaquita, aquella piedra de un ahumado color verde que parecía proceder de un profundo bosque cuya sombras se vieran tocadas pero no disipadas por la luz del sol; pulseras de esmeralda y crisopacio; una redecilla de plata con ruiseñores de pórfido para atarse el pelo; un alción labrado en calcedonia colgando de una cadena que llevaba alrededor del cuello.Sí, pensó Melonia, pero no te sentirías tan complacida si supieras que prefiero tener un varón a una hembra; y que además no te voy a permitir que lo dejes abandonado; y que visitaría a Eneas en sus barcos y le contaría mis planes si no temiera que me siguiera después y pudiera ser capturado aumentando así el peligro que corre ya. Y lo que es más: voy a llamar a mi hijo Halción.(―¿Estabas enamorada de Saltarín?) (―No lo sé... Me hizo pensar al principio.) ¿Estoy enamorada de Eneas? No lo sé. Me hace pensar en los principios y en la eternidad. Deseo tocar su pelo y besar su mejilla, y, sí, quiero besar su boca. Resulta extraño que el contacto de las bocas —hasta el pensamiento de ese contacto— pueda excitarme de esta manera. Siento como si unas abejas amistosas me estuvieran rozando la piel. Soy como el jacinto.Cuando la libélula desciende de su jardín celestial, tiembla ante el peligro del asalto (He oído como gime). Y sin embargo, al final la baña alegremente en sus néctares e intenta evitar que vuelva al cielo (He oído cómo llora).―Vamos, iremos al Árbol Sagrado. Levana, Segeta. Su voz sonó como una caracola entre los árboles. Las puertas se abrieron. Dos dríadas avanzaron a su encuentro. Otras miraron desde sus cabañas situadas entre los árboles.Volumna aparentaba tranquilidad pero estaba espléndida. Sus ligeras sandalias apenas dejaban ninguna huella en la hierba; casi parecía flotar como si fuera la bruma de la mañana. (Se está imaginando que tendré una niña, que habrá un nuevo miembro en la tribu, pensó Melonia.)Levana y Segeta, que habían dado a luz a una buena cantidad de hijas, empezaron a discutir sobre las alegrías de la maternidad.―Mi primer hijo fue un varón. Dijo Segeta. Su pelo tenía el color verde oscuro del musgo y sus palabras sonaban arrastradas y ásperas como si procedieran de una cámara que se hallara entre las raíces de un árbol. Había dado a luz a siete hijas y a tres hijos y se consideraba que su edad debía superar los doscientos años.―Era un varón horrible. Cuernos, cascos, pelo y poco más. No me resultó difícil dejarlo abandonado. Pero cuando nació mi primera hija, sacrifiqué un panal de miel a Rumina.―Pero el Árbol, preguntó Melonia. ―¿Qué soñaste en el Árbol?―Te he dicho una docena de veces que no me acuerdo.―¿De nada en absoluto?―De nada en absoluto. Pareció moverse una silueta en la sombra. Tuve miedo.La primera vez, por lo menos, sentí una punzada de dolor en el vientre. Pero cuando me desperté y salí a la luz, sentí una gran paz. Y en menos de un mes supe que estaba embarazada del Dios.―¿Y tú, Levana?―La primera vez no fue Rumino el que me visitó. Fue Silvano, el perverso dios enano. Me torturó durante el sueño. Desperté con magulladuras en medio de un charco de sangre.―¿Cómo era en tu sueño?―Tenía cuernos, pero eran más crueles que los de un fauno. Eran nudosos y mohosos como si fueran ramas viejas. Y era enorme, enorme en sus partes masculinas, y el mirarlo me llenó de desagrado.―Puaf, Segeta. Raramente viene y solamente lo hace con aquellas que han perdido el favor del Dios. Recuerdo que antes de tu primera vista al Árbol te mostrabas demasiado amistosa con un muchacho volsco.―Jugueteamos en el Tíber, eso fue todo.―Pues ya fue suficiente. Confío en que Melonia no haya encolerizado al Dios de ninguna manera. ¿Verdad, querida? Con referencia al Árbol sólo puedo decirte que es un misterio. ¿Quién podría decir cómo realiza su milagro el Dios salvo Rumina? Si he de hablar por mí misma, me pareció ver su rostro, suave como el ladrido tierno de un galgo joven, y no sentí ni miedo ni dolor. Como sabes, he visitado el Árbol más de veinte veces y he dado once niñas a la tribu.(Y abandonado diez varones. ¿Por qué no me dices que los hombres —todos los hombres— son malos... y que Eneas tiene que morir?)―Vete ya, Melonia. Debemos dejarte en el confín de la pradera. Y cuando despiertes, no tendrás que hacerte preguntas sobre los misterios. Tu madre fue mi amiga más querida. Su hija será como mi propia nieta. (―¿Y mi hijo?) ―Necesitamos mujeres valerosas que defiendan estos bosques contra los bárbaros como Eneas.―Quizá, dijo Melonia, ―se marchará con sus barcos.―Quizá. Pero dedica tus pensamientos al Dios. Déjame los demonios a mí.Un frasco de ámbar barnizado colgaba de una cadena que llevaba alrededor del cuello. Quitó el tapón.―Vacía el frasco, Melonia.El líquido era oscuro y dulce... se parecía bastante al zumo de uva espesado con miel, pero también tenía el regusto amargo que le proporcionaba el jugo de amapolas. Las tres dríadas la miraron mientras cruzaba el último espacio que había entre la pradera y el Árbol. Quiso llamarlas, ―Esperad, pero se dieron la vuelta y desaparecieron internándose en el bosque. Pero al entrar en el Árbol, tras hacer girar la puerta de madera sobre sus viejos goznes, sintió una pesadez que descendía por sus miembros, similar al letargo de aquel que ha caído en la nieve. Se acurrucó entre las suaves hojas secas y miró el tenue filo de luz que rodeaba la puerta. No podía distinguir los objetos que compartían el Árbol con ella. Cerró los ojos cuando empezaron a arderle y se entregó a la compañía de las hojas y al aroma agradable y suave del aire, y quizá a la de algún roedor, que compartía el mismo lugar caliente, y, por último, también se entregó al espíritu del Dios. Se sentía como si fuera el fuego que arde en el hogar. Ahora sabía porque sus amigas hablaban de sentirse como en una cuna caliente. Era como si la estuviera envolviendo en sus brazos y por vez primera pudo ver su rostro. Rumino. Padre. Dios. Palabras sin significado, en el pasado, para ella cuya tribu no pintaba retratos ni esculpía esculturas. Pero ahora se imaginó su rostro y también su cuerpo, y no se sorprendió de que se pareciera a Eneas, el hijo de un dios; el más divino de todos los hombres.¿Estoy dormida o despierta? El quedarme dormida no podría proporcionarme un sueño tan dulce...Estoy dormida y espero la venida del Dios.Pero ahora tengo miedo... suena un ruido lejano como si pisaran hojas secas, pero ahora el ruido ha crecido, ha aumentado, se ha hecho ensordecedor bajo este mismo Árbol. Gritos. Golpes. Un temblor de tierra. El Dios y Silvano están combatiendo por mí.(―Silvano tiene cuernos, pero más crueles que los de un fauno...)No estaba sola en la habitación. Alguien había acudido a su lado desde la oscura catacumba de la tierra. Sintió el calor de su cuerpo, oyó como respiraba, y después, en su sueño, materializó encima de ella, luminoso en medio de la oscuridad y con todas las facciones del Dios, a Eneas. La alegría abrió su pecho.El Dios ha ganado. Tendré un varón, tendré un varón...En su sueño, lo llamó: ―Rumino, dame un varón con tus facciones, con las facciones de Eneas. Lo alimentaré hasta que se haga un hombre y lo convertiré en el señor del bosque.El se puso de rodillas; ella sintió el contacto de su calor, su cuerpo deseaba el contacto de sus manos pero las manos de él la eludían.Pareció que un vació frío se cernía entre ambos. No es suficiente. Me ha visitado pero no ha inspirado su espíritu en mi seno. Me ha encontrado indigna de su amor. No tendré ningún hijo, ni varón ni hembra. Esto es lo peor que podría sucederme. No era el asalto de Silvano sino el rechazo del Dios.―Por favor, por favor, gritó Melonia. ―¿En qué te he ofendido? El grito la arrancó de su sueño. Despierta y esperando, se encontraba tumbada en las cálidas hojas, pero sentía un frío tal que ningún fuego hubiera podido calentarla.Una figura se movió entre ella y el filo de luz que rodeaba la puerta. No pudo distinguir su figura ni tampoco escuchó su respiración hasta que se aproximó a ella. ¿Era Rumino o Silvano?―¿Quién eres? volvió a repetirlo, presa de una cólera repentina. ―¿Quién eres? ¿Me has rechazado?El silencio la envolvió como si fuera un montón de hojas que descendieran sobre ella. ―¿Silvano?Agarró la horquilla que llevaba en el pelo. ¿Sentían los dioses malos dolor?―Melonia.La voz tenía la profundidad de la espuma y la dulzura de una gaviota que llamara a su compañero a través de las agitadas aguas de un mar lleno de alciones.―Halción, gritó la dríada. ―Por un momento te confundí con Silva no. Se movió hacia él, tomó su mano, la atrajo hacia sí y apoyó su cabeza en su hombro. Sus brazos la rodearon tan suavemente como suave es el moho calentado por el sol, pero estaba impregnado por el aroma del mar, olía a sal y a espuma, no hacía falta que hablara de viajes que llegaban tan lejos como a las Islas Afortunadas y de batallas donde los hombres eran héroes en lugar de demonios. En las ventosas llanuras de Troya... La pérdida del Dios le parecía de escasa importancia al compararla con la alegría que le producía la llegada de Eneas. Pero el hijo... el hijo...―Halción, creo que el Dios me visitó pero no me dejó embarazada. Lo sé... sí, lo sé. Me dejó con el dolor de la vaciedad.―Melonia, no existe el Dios. No hay nadie que viniera a verte al Árbol. Los dioses viven en el Olimpo o bajo la tierra o en el mar, y a veces vienen a nuestro encuentro —eso es cierto— y somos objeto de bendiciones o de maldiciones, según decidan. Pero creo que Rumino nunca acude a visitar a tu gente. Por lo menos no últimamente.―Pero si no es el Dios... Halción, ¿qué estás diciendo? Alguien es el padre de nuestros hijos. ¿O acaso sólo Rumina; inspira la vida en nuestros vientres?―No, Melonia.―Entonces, ¿quién...?―Los faunos.La verdad mordió sus entrañas como uno de aquellos cangrejos llenos de barro que había a la orilla del mar. Las dríadas del norte, las que gustaban de los faunos, las despreciables y caídas: ¿eran igual que su propio pueblo? Por supuesto que eran igual. ¿Por qué tenía miedo a plantearse la cuestión? Su miedo por el Árbol había reflejado una duda secreta.―Como Desastre.―Sí.―Y uno de ellos intentó llegar hasta mí mientras dormía. Y tú me protegiste.Ese fue el ruido que escuché mientras estaba dormida.―Fueron tres. Pero Ascanio me ayudó a romper unos cuantos cuernos. Ahora está protegiendo la entrada hasta que nos marchemos.―Me hubieran tomado mientras dormía, uno tras otro. Como animales.―Sí. Como animales. Pero los animales también pueden amar. Cuando yo era niño, vi a una loba morir de dolor después de que los cazadores mataran a su pareja. Los faunos te hubieran tomado con lujuria, no con amor. Pero Saltarín... ¿acaso no era él también medio animal? Y sin embargo te amaba. ¿Hubiera sido tan terrible de ser él el que te hubiera hecho el amor?―Cuando me besó, sentí miedo y temor, pero sólo al principio. Después quise que tú me besaras.―Yo quería más que un beso. El contacto de los labios es un acto de amor, pero los labios son sólo una pequeña parte de un cuerpo que ama. Incluso en el Mundo Inferior, nuestras almas siguen estando vestidas de cuerpos, y las almas no pueden tocar sin ir con sus ropas. Cuando me casé con Creusa aún no tenía veinte años y ella acababa de cumplir quince. Los dos éramos vírgenes. Yo había estado muy encerrado en mí mismo salvo en lo referente a las artes de la guerra.Nunca había conocido las caricias de un amigo o de una muchacha. Nos sentíamos raros y asustados, y durante todo el tiempo nuestros parientes se estuvieron riendo y lanzando gritos desde fuera de la cámara nupcial. Pero yo le hice el amor a mi manera desmañada, y la vergüenza nos abandonó, y fuimos uno en todos los aspectos. Ascanio nos nació de esa unión. ¿Puede un niño nacer de un acto malo?―Yo sé cómo te ama, dijo la dríada suavemente, ―y cómo echáis de menos los dos a Creusa. Tienes un hijo magnífico.―¿Y piensas que Creusa y yo éramos animales carentes de amor?―No, Halción.―Y Dido. La amé con un hambre oscura. Con poca dulzura y mucho miedo. Pero no con maldad.―Ella se vio honrada por tu amor. Tú le ofreciste la vida y ella eligió la muerte. Fue una mujer de la que cualquiera se avergonzaría.―Una mujer infeliz que confundió el verano con la primavera y quiso detener el paso del reloj de agua, las sombras que había en el espacio que marca las horas. Ahora debo dejarte, Melonia. Espera un poco antes de marcharte del Árbol y después puedes decir a tus amigas que has olvidado lo que soñaste. No serás la primera que no tiene un niño después de ser visitada por el Dios.―Pero nunca regresaré aquí para ser tomada en la oscuridad por alguien como Desastre.―Entonces entrégate a la luz a alguien que tome tu corazón antes de pedirte tu cuerpo. Habrá otros Saltarines.―Era un hermano para mí. Lo sé ahora.―Habrá hombres, no hermanos. Quizá... ¿mi hijo?―No.―Melonia, cometes una injusticia con él. Le gustas mucho.―Oh, a mí él me gusta bastante. Se trata sólo de que yo siempre he estado pensando en alguien más.Eneas lanzó una mirada de perplejidad. La dríada no podía verlo en la oscuridad pero podía imaginarse sus suaves cejas contraídas por la duda.Después de todo, era un niño sin mujeres. Sus diecisiete años le resultaban ahora a la dríada una carga pesada. En el tiempo que necesita una flor para abrir sus pétalos, había aprendido la verdad sobre el Árbol y la verdad sobre su propio corazón, y, no obstante, era Eneas y no ella quien se hallaba perdido a la hora de comprender. El sabio Eneas, que conocía los corazones de los hombres y los guiaba a través de los años y los peligros, era tan ignorante como un fauno lo es en relación con lo que sucede en el corazón de una muchacha.―Estúpido, estúpido Halción. A ti es a quien amo.―Ah, dijo él, toda angustia en aquella expresión. ―Creusa me amó. Dido me amó. Ahora son cenizas. Soy la muerte para las mujeres a las que amo. Quizá es una maldición lanzada sobre mí por Afrodita porque mi padre reveló la cita que habían tenido en el bosque.―Creo que abandonaste tu maldición en Cartago, o que cayó al mar en algún sitio en el curso de una tormenta. En cualquier caso, la has perdido en algún sitio y no me siento en absoluto amenazada por la idea de verme reducida a cenizas. Es cierto que mi madre fue abatida por el rayo, pero tenía noventa y siete años, y yo sólo tengo diecisiete.―Tengo que edificar una ciudad. Tú tienes que vivir en un árbol.―Edifícala en la desembocadura del Tíber —por supuesto, con un alto muro para ahuyentar a los leones— y vendré a verte siempre que lo desees.―¿Y arriesgarte a la cólera de Volumna?―Silvano toma a Volumna. Debe gustarle. Halción, ¿me estás rechazando? Si es así, no me enfadaré. Nunca me pediste que te amara. He vivido en el Mundo Inferior toda mi vida. Qué puedo ofrecer al héroe de Troya, al fabuloso viajero, salvo tejerle un tapiz o una túnica. Reparar las velas de sus barcos. Pintar sus cascos. Puedo tocar la flauta mejor que Desastre y cantar tan dulcemente como el ruiseñor e incluso más melodiosamente. Hasta puedo leer rollos, egipcios y helenos, por no mencionar nuestro propio latín. ¿Sabías eso, Eneas? Y debo darme prisa por aprender la habilidad más importante de una esposa. (Eneas parecía perplejo; podía verlo por la forma en que la miraba.) ―Me refiero, por supuesto, a la cama. Todos esos truquitos que hacen que un hombre la prefiera a cualquier otro mueble. (Había leído sobre aquello en sus rollos pero se había saltado los pasajes, ahora tendría que volver a ellos con finalidades de estudio.) ―Soy poca cosa, supongo, en comparación con las reinas que has conocido. Creusa que te dio un hijo. Dido cuyos ojos ardían como el fuego. Pero Saltarín dijo que yo era bonita. ¿Soy bonita, Halción?―Bonita es una palabra para describir a las margaritas. Tú eres como un jacinto surgido por un milagro de la tierra gracias a las hábiles manos de Perséfone.―Me gustan mucho las margaritas. Son mucho más agradables y sensibles de lo que se supone. Pero sé que intentas hacerme un cumplido. ¿Me besarás, Halción? Quiero empezar a practicar. De lo contrario, nos chocaremos las narices.―Si te beso, olvidaré mis años y mi maldición. Te haré el amor como un animal y como un hombre. Ya nos viste a Ascanio y a mí cuando nadábamos en el Tíber. Dijiste que no te asustaban nuestros cuerpos desnudos. ¿Era verdad?―Pensé que eras apuesto, como dije. Me gustó la diferencia. Incluso ese apéndice del que a los machos os gusta jactaros.―En Dardania tenemos un dicho que mi padre me enseñó. Me dijo que lo aprendió de Afrodita. El amor es una libélula. ¿Sabes lo que eso significa, Melonia?¿Por qué aquel adorable y atrayente hombre continuaba pronunciando su hermoso discurso cuando se podían utilizar mejor los labios para besar? Bueno, le devolvería imagen por imagen hasta que se cansara de poesía y recordara que los poemas no crean el amor, sino que es el amor el que crea los poemas.―Que viene suavemente y por sorpresa.―Y se puede marchar de la misma manera.―Todo pasa, dijo la dríada. ―Pero regresa de nuevo. Cuando me echo para pasar el Sueño Blanco, tengo la absoluta seguridad de que me despertaré al mismo tiempo que se abran las primeras flores. Cuando me eche para el último sueño, espero que me despertaré en ese lugar llamado Campos Elíseos y que encontraré a mi madre y a Saltarín que me esperan. Y a ti. ¿Quieres que te diga lo que eres para mí? Y entonces se puso a cantar:Pájaro de la luna,
alción
surgido de los mares de mica
más allá de los abismos marfileños de la noche,
desciende,
desciende
y cúbreme de plata, aterrizando oscuramente,
con tu espuma lunar.
―Es mío, por supuesto. Mi madre me lo enseñó, pero yo cambié "gaviota" por "alción". Pero creo que ya hemos tenido suficiente poesía, mi querido Halción. ¿Nos damos un baño en el Tíber? Se levantó la túnica por encima de la cabeza y la tiró sobre las hojas. Las horquillas, los brazaletes y los aretes siguieron al collar hasta que no quedó nada por quitar salvo la redecilla de pórfido que llevaba en el pelo, y ésta también la arrojó al otro lado de la habitación igual que si estuviera tirando una guirnalda que se hubiera marchitado.―¿Estás ya listo para nadar, Halción?―Sí, susurró.Abrió la puerta de una forma tan repentina que ésta se desprendió de sus goznes y el sol entró en el Árbol e iluminó la desnudez de Eneas como si se tratara de una maravilla labrada en bronce.―Melonia, alguien podría vernos.―Mi pueblo podría aprender mucho si nos mirara. Igual que los faunos.―Pero mi hijo...―¿Cómo se piensa que llegó hasta aquí? Seguramente no sigue creyendo en los Árboles Sagrados.El jacinto, cansado por su larga subida de la parda ciudadela de la tierra, de su lucha por abrir sus pétalos, duerme entre la hierba, sueña al sol. Dormir y soñar... dormir y soñar. ¿No es suficiente?. Pero escuchad. Zumbido de alas…CAPITULO VI
Ascanio estaba sentado al lado del tronco de árbol cubierto de hormigas que, unidos a un buen número de viñas silvestres, ocultaba la entrada al túnel que llevaba al Árbol Sagrado. Estaba sentado y esperaba y envidiaba un poco a su padre que se encontraba en el Árbol. Vaya oportunidad para hacer el fauno.
―Voy sólo a asegurarme de que está bien, había dicho Eneas. ―Un árbol a oscuras puede ser un lugar aterrador cuando se espera a un dios y el dios tiene otros planes.―Pero, padre, ésta es la mejor oportunidad que nunca tendrá Melonia de quedarse embarazada. ¿Por qué no te conviertes tú en el padre de un príncipe si tienes la posibilidad?―Fénix, eso sería una violación. Su indignación no podía ocultar totalmente el hecho de que se sintiera tentado. Ascanio podía ver en su interior como a través de un cristal. A pesar de su continencia no se sentía menos tentado que los otros hombres y más cuando se enamoraba.―Llámalo como quieras, pero le harías un favor a la chica. Si cuando se despierte sigue siendo virgen, te aseguro que se sentirá muy decepcionada.―Cuando se despierte le diré toda la verdad.―¿Por qué no dejas que se la diga yo?, sonrió Ascanio.―Porque no me fío de tus métodos.―Qué desperdicio, murmuró Ascanio (que vigilaba por si veía aparecer hormigas, abejas chismosas o dríadas perversas) mientras se acariciaba la magullada mandíbula y pasaba por entre las vides que había aplastado con las botas hacía poco en lucha con tres faunos musculosos que habían utilizado sus cuernos como garrotes y cuchillos. ―Qué desperdicio más estúpido. La abuela no lo aprobaría...Por ahí aparecía su padre, saliendo del túnel como si saltara desde el Mundo Inferior o, a juzgar por la expresión de su cara, como si descendiera del Olimpo.Ese debía de ser el aspecto que tenía Anquises tras su cita con Afrodita.Parecía tener veinte años en vez de los veinticinco que aparentaba habitualmente, y sus ojos eran tan azules que se podría pensar que había robado su color del pelo de su madre que estaba repleto de destellos marinos.―Padre, no hace falta que me digas nada. Se lo dijiste de todas las maneras posibles.Eneas saltó hacia él y sólo el brazo de Ascanio le impidió darse contra el tronco. Parpadeó y sonrió y dio la impresión de estar asomado al interior de su propia mente y encontrarse encantado de lo que veía.―Le gusté. (Su voz era un susurro.) ―Fénix, le gusté.―Ya te oí la primera vez, a pesar de que lo dijiste muy bajito. Ya te dije que te quería.―Bueno, es posible. Eso fue lo que me dijo. Se despertó de una pesadilla y me echó los brazos al cuello, ¿y qué podía hacer yo salvo intentar consolarla y hablarle del Dios? Charlamos durante bastante tiempo y... y... quiso darme un hijo.―Y tú te sorprendiste. Yo lo supe desde que nos encontramos con ella en el Tíber. No quería un hijo mío ni tampoco del Dios. Me tendré que ir haciendo a la idea de tener un hermanito de pelo verde. Como puedes imaginarte, al principio me producirá muchos celos. Estoy seguro de que lo mimarás horriblemente.―¿Acaso te he mimado a ti?―Horriblemente.―Puede que no tenga un hijo. Hace un poco que no practico. Cinco años desde lo de Dido...―Esas cosas no se olvidan. Es como disparar una flecha. A propósito, ¿qué tal estaba? Quiero decir si era virgen y todo eso. Era virgen, ¿verdad?―Por supuesto que lo era.―Bueno, si seguía siendo virgen a los diecisiete años debía ser una virgen muy vieja ya. Su madre debe haberla tenido muy vigilada. Lo que me gustaría preguntarte es si te gusto. A veces se mueven y se retuercen en el momento equivocado y todo lo que se puede pensar es: por lo menos se lo he dejado más fácil al que venga detrás.―Fénix, Rumino debería dejarte mudo por decir esas cosas.Ascanio se mantuvo impasible. Sabía cuándo su padre se enfadaba realmente con él, más o menos una vez cada cinco años. Sabía ahora que su padre deseaba desesperadamente hablar sobre Melonia pero que su sentido de lo decente le impedía entrar en detalles mas íntimos.―Pues no lo hace, como tampoco ha venido a ver a Melonia. Vamos, padre, creo que deberíamos irnos hacia los barcos y quizá no seas tan callado en el camino de vuelta. Después de toda esta espera, me gustaría oír algo sobre tu conquista. Entre hombres hambrientos —¿y puedo recordarte que no te has acostado con ninguna mujer en los últimos tres meses?— deberían compartirse estas cosas al menos si el otro es el abnegado y deseoso hijo.―Fue una fiesta nupcial, dijo Eneas tranquilamente. ―Tienes razón en algo: las dríadas no deben saber nada de esto. Podrían volver para ver si Melonia se encuentra aquí todavía.―¿Estará a salvo? Puedes estar seguro de que los faunos a los que dimos la paliza se lo dirán a Desastre y Desastre se lo dirá a esa especie de gorgona que se llama Volumna.―Tengo la intención de enviar un mensaje a Volumna diciéndole que considero a Melonia esposa mía y que si le sucede algún mal, puede tener la certeza de que abatiré su árbol con mi hacha.―Acabas de entregar el mensaje, Eneas, Carnicero de Troya, traidor de mujeres. Repetiré la pregunta de tu hijo. ¿Qué se siente al violar a una virgen?Volumna estaba frente a él tan inconmovible como un árbol, y mucho más amenazadora. Daba la impresión de tener el doble de su diminuta estatura.Ascanio nunca se había encontrado con la formidable mujer, pero la reconoció por la descripción de Melonia. No hizo ningún movimiento para alcanzar la horquilla letal en forma de abeja que llevaba en su pelo. Su aspecto y su forma de mirar resultaban suficientemente amenazadores.―Como puedes imaginarte volví para ver por qué Melonia se retrasaba en el Árbol. Ya he encontrado la respuesta.Eneas ya no era el soñador y feliz enamorado. Ante todo era un rey y ninguna reina pueblerina iba a intimidarlo aunque estuviera en el bosque de ésta.―He tomado una esposa y no lo he hecho contra su voluntad, dijo con una firmeza que se podía leer en sus ojos azules, que ahora habían adquirido una tonalidad gris por la cólera, como le sucedía al mar Egeo cuando soplaba el cuerno de Tritón. ―La visitaré siempre que lo desee y ella vendrá a verme a los barcos, y si le haces daño... bueno, ya has oído antes mi amenaza. No es una fanfarronada. Estoy dispuesto a quemar una ciudad para proteger a Melonia. Las he incendiado antes por razones menores.―Derribar unos pocos árboles es poca cosa para los troyanos, añadió Ascanio. No le gustaba aquella mujer; de hecho le disgustaba más intensamente que cualquier otra mujer desde Dido. ―Podemos ir errantes pero seguimos manteniendo agudos los filos de nuestras hachas. Son hachas de guerra. Algunas de las vigas de nuestros barcos han comenzado a pudrirse. ¿Te gustaría que tu roble sirviera para reparar nuestros buques? O quizá podríamos hacer remos nuevos con vuestras ramas.Había algo alarmantemente similar a una araña en ella. Parecía como si pudiera escupir veneno igual que una araña. Quizá era la forma en que sus ojos verdes miraban sin pestañear siquiera, y cómo sus mejillas empezaban a hincharse, como si estuviera calculando las distancias y recogiendo el veneno en la boca.―Eso sería comportarse como los pulpos y los tiburones. Sabes que moriríamos sin nuestros árboles.―No inmediatamente, dijo Ascanio. ―No hasta que nos hubiéramos divertido contigo y tu gente. Somos cincuenta hombres troyanos ansiosos de mujeres.Piensa en eso, Volumna. Lujuriosos varones que arramblarán con cualquier cosa que tenga entre doce y quinientos años y después se la pasarán a los amigos. Nuestras propias mujeres están un poco avejentadas por el tiempo que han pasado en el mar. Pero vosotras las dríadas seguís en forma hasta el final, ¿verdad? Incluso tú, Volumna, y eso que ya no cumples los trescientos. Te reservaría para mí. Siempre me han gustado las mujeres mayores. Saben más cosas.―Vamos, Fénix. Ya le hemos dicho cuáles son nuestras intenciones. Creo que Melonia está a salvo.―Una cosa más, padre. Se dirigió de nuevo a Volumna: ―¿Sabías todo lo que pasaba en el Árbol, ¿verdad?Lo miró estupefacto. Por un momento Ascanio casi sintió compasión por ella.―Lo del túnel. Y los faunos, insistió.―No sé lo que quieres decir. El Dios viene...―Sí, bajo la forma de un fauno repugnante.―¿Qué sacrilegio es éste? El Dios puede agarrarte con una de sus ramas y estrangularte con su propio pelo.―No te hagas la virgen conmigo, Volumna. Desastre me habló sobre el Árbol. Ha estado aquí muchas veces y tanto su padre como su abuelo se acostaron contigo. Puedes sentirte contenta de saber que te encontraron satisfactoria aunque estabas dormida. Si es que estabas dormida.Volumna parecía un árbol machacado por la escarcha. Tres siglos pesaban como nieve sobre sus hombros. Parecía medir menos que los cuatro pies de su estatura. Se tambaleó y pareció a punto de caer. Eneas intentó sujetarla pero ella dio un respingo y se apartó. (Es la única mujer, pensó Ascanio, que ha. rehusado los brazos de mi padre; es más estúpida que los cíclopes, si tal cosa es posible.)―Os voy a contar una historia, dijo con una voz que sonaba como el viento pasando por en medio de las hojas.―¿Una historia real?, preguntó Ascanio.―Desgraciadamente, sí.―Padre, no me fío de ella. Creo que está intentando mantenernos aquí mientras llegan sus amigas.―Te juro por el pecho nutricio de Rumina que he venido sola y que nadie me ha seguido.―Cuéntanos tu historia, dijo Eneas.―En tiempos primitivos mi pueblo anduvo errante feliz y sin temor a través de estos bosques y se mezcló con los faunos. La Edad de Oro había desaparecido de la Tierra junto con Saturno y la Edad de Plata había caído sobre nosotros de una manera tan imperceptible como la bruma de la tarde. Pero la plata también es buena. Los faunos eran entonces mucho menos bestiales. Desagradables como siempre, pero alegres y, cuando querían, simpáticos. Eran los únicos machos que había por estos pagos —los centauros aún no habían regresado de su peregrinaje en Oriente— y los tolerábamos como amantes e incluso como esposos. Yo era una niña pequeña en aquella época. No sabía de cosas tales como el deseo y la procreación y el único peligro que conocía era el rayo.Eso fue antes de la llegada de los leones. Siempre había habido lobos y osos, pero habíamos vivido en armonía con ellos. Nunca los cazamos. No teníamos dardos ni venenos. Cazábamos algunos pájaros con redes y cultivábamos verduras en nuestros huertos y dormíamos el Sueño Blanco cuando escaseaba la comida.Una noche nos habíamos reunido en el círculo que había entre nuestros árboles para celebrar el Festival de Rumina y Rumino. Era primavera y el aire estaba lleno de las fragancias del trébol y la bergamota. Bailamos la danza del Despertar de la primavera y las flautas sonaban con todo tipo de melodías. De repente aparecieron en medio de nosotras criaturas señoriales de piel brillante y nobles crines. Nunca habíamos visto nada igual. ¿Habían venido de la luna para participar en nuestro festival? ¿Procedían del reino subterráneo de Proserpina? Con gusto hubiéramos compartido nuestra fiesta con ellos. Les hubiéramos dado de nuestro vino y de nuestros quesos.―Pero habían venido para otra fiesta. Mi madre y yo estábamos cerca de nuestro árbol. Uno de ellos la derribó al suelo de un golpe. Mi madre era muy fuerte y temió por mí. Utilizó su flauta como una daga y se la clavó en la garganta al agresor. Este rugió de dolor y se apartó de ella, juntas huimos a escondernos tras nuestro roble. Las otras dríadas tuvieron menos —o más— suerte. Ni una de ellas pudo escapar. Incluso mi madre se dañó la espalda al caer. Vivió sólo un año más. Juntas visitamos a los faunos y les cambiamos gemas por comida. (Utilizando muros y empalizadas habían aprendido a protegerse de los leones.) Me enseñó a descifrar y leer los rollos y a oler a los leones a cien metros, y después murió y me dejó, siendo todavía una muchacha, para que me enfrentara con la enorme soledad de ser la única dríada, la única hembra, del Bosque Maravilloso. Quería morirme. Tuve pensamientos de matar a mi árbol. Pero los faunos parecieron compadecerse de mí. Continuaron trayéndome comida. Tenía un amigo que se llamaba Harapos. Tenía unos tres años —es decir, el equivalente a dieciocho de los vuestros o de los míos—. Los faunos no cuentan los años como vosotros o como yo, sino como los carneros, a los que se asemejan. Me mostró lo que mi madre no había conocido, cómo extraer veneno de las arañas y cómo armarme con dardos u horquillas.―"Harapos, eres un buen amigo", le dije. "¿Cómo puedo pagarte? Te tejería una túnica pero nunca llevas una. Podría hacerte fundas de plata para protegerte los cuernos."Se echó a reír. "Es demasiado pronto, pequeña. Espera."―Pasó otro año. Yo tenía trece. "Ahora me puedes pagar", me dijo. "Reúnete conmigo en el Roble Sagrado del Dios al que llamas Rumino —ese al que nosotros conocemos como fauno—. Cierra después la puerta para protegerte de los leones."Esperé en la oscuridad tumbada entre las hojas. Llegó hasta mi utilizando el túnel.―"Harapos", grité. "He pasado mucho miedo. Pensaba en leones y en arañas y quería abrir las puertas y correr al sol.""Ya no tienes que tener miedo", dijo. Se echó a reír y me lanzó entre las hojas. Era muy fuerte y olía a almizcle, emborrachándome. Luché hasta que mis manos quedaron destrozadas. Fue inútil. Me tomó sin siquiera darme un beso."Ahora ya me has pagado", me dijo. "Y dentro de poco verás el regalito que te he dejado."Al poco tiempo supe que estaba embarazada. Di a luz una niña. Pensé en destruirla. Pero la diosa me habló en un sueño. "¿Cómo vas a destruir tu raza?Tu hija a su vez dará a luz hijos. Desprecia a los faunos pero utilízalos para tus propósitos, como ellos te han utilizado a ti." Al final fui yo misma la que la llevé al Árbol y le di una bebida hecha con jugo de amapolas para obnubilar sus sentidos. Le mentí diciéndole que el Dios la visitaría. No deseaba que conociera la verdad. "¿Puedes entenderlo Eneas, el Carnicero? Nadie ha averiguado jamás la verdad entre mi pueblo?"―"Sería mejor que la supieran", dijo Eneas, "y pudieran elegir." ―"¿Qué se puede elegir entre los faunos? Todos son iguales. Animales que caminan como hombres." Eneas tocó suavemente el hombro de Volumna. "Al igual que existe la lujuria existe el amor. Algunos de mis hombres aman a sus esposas."―"Preferiría acostarme con un fauno."Ascanio se sentó con su padre y con los troyanos. Niso y Eurialo, el barbudo y el imberbe, se apoyaban el uno en el otro a la luz del fuego y no parecían advertir las caras ansiosas de las mujeres que teniendo treinta y cinco años parecían de sesenta, porque recordaban un caballo de madera y columnas semejantes a dragones de fuego, a un rey que había sido asesinado y a una reina que había sido reducida a la esclavitud. Los más viejos podrían haber pasado por piratas —por su aspecto tan sucio y desgastado como el de una vela vieja— salvo por el hecho de que habían seguido a Eneas durante quince años y eso había dotado a sus ojos de una luz especial.Desastre andurreaba en torno al fuego, moviendo sus pezuñas con la misma suavidad que los pies de una muchacha que estuviera danzando, a la vez que su flauta de ruiseñor tocaba una melodía cristalina. Se detuvo repentinamente enfrente de Eneas.―Majestad.―Sí, ¿Desastre?―¿Por qué no cantas para nosotros? En tu pecho hay una canción y es una equivocación mantenerla ahí encerrada.Ascanio se unió inmediatamente a la súplica de Desastre. También él había visto la canción; tenía deseos de unirse a la música de la que se había visto excluido desde la tarde.―Sí, padre. No has cantado desde que llegarnos a esta tierra. Echo de menos tu lira.Eneas sonrió y sacudió la cabeza. ―Es una canción privada.―¿Es de amor?, preguntó Eurialo.―Sí.Eurialo y Niso se miraron y dijeron al unísono: ―Entonces entónala para nosotros.Eneas se puso en pie y tomó la lira de las manos extendidas de Ascanio.Empezó a tocar, pulsando las cuerdas de una manera tan sensible que apenas parecían moverse. Era como si estuviera liberando su música en lugar de imponerles la música a las mismas. Después se puso a cantar, y su gente lo miró con una adoración como la que sólo exigen los dioses, y es que, al parecer, verdaderamente creían que era el hijo de Afrodita, pero no le hubieran adorado menos si hubiera sido el hijo de una cocinera. Ascanio también lo adoraba pero con la dulce familiaridad de aquel que lo conocía como amigo antes que como padre, y como padre antes que como dios; con un amor que demostraba su preocupación a cada instante, un tipo de amor que los jóvenes no conocen a menudo y que rara vez entienden. La Dama de las Abejas
Cornalina, esmeralda o crisopraso,
topacio, limón o verde,
ágata y malaquita ahumada,
serpentina:
éstas eran las gemas que llevaba;
y pájaros de pórfido
para sujetar su cabello y para calentarse contra su cuello
calcedonia.
Acanto, lavanda y miñoneta,
jacinto, púrpura o azul,
narciso y plumoso tamarisco:
cultivaba;
trébol y colombina
y bergamota silvestre
para perfumar la sala y para sus flores que atraían a las abejas,
los no-me-olvides.
Nadie habló. ¿Qué podían decir los mortales cuando era un dios el que había cantado? Los guerreros curtidos por la batalla lloraron a lágrima viva al lado de las recogidas lonas de sus barcos. Un espectro de belleza voló sobre las caras náufragas de las mujeres que habían conocido otro lugar y otras flores.Pero Eneas no estaba triste. Había cantado una alabanza y no una endecha.Había cantado al hoy y no al ayer. Sonrió silenciosamente porque ya no necesitaba seguir recordando...Como si la canción la hubiera conjurado para que saliera de entre los árboles, Melonia entró en el círculo de fuego.Eneas fue hacia ella y la presentó a sus amigos. La dríada se acercó sin temor y escuchó cuando Eneas les habló:―Me habéis seguido durante quince años, y algunos de vuestros amigos han muerto por mí, y todavía nos esperan tiempos peligrosos. Pero ya que sois mis amigos, sedlo también de Melonia, mi amada y mi esposa.Los hombres se levantaron pero permanecieron en sus puestos, y Melonia pasó en medio de ellos, dejando tras de sí el aroma de la bergamota y la corteza, e incluso el rostro de Desastre pareció transfigurarse en un gesto de una nobleza pasajera. Fue Eurialo, el amante, el que dijo:―Dama de las Abejas, amada por el hombre al que más amamos después de a nosotros mismos, Niso y yo te entregamos nuestras vidas.Una anciana mujer, reseca como los adobes secados al sol —había sido camarera de la reina Hécuba—, dijo: ―Troya ha encontrado una segunda reina.―Creo, dijo Melonia, ―que lo más dulce que puede suceder en este bosque, en todo el mundo por el que habéis vagado e incluso más allá, es que un hombre y una mujer, o un amigo y una amiga, se conozcan, con sus cuerpos y sus espíritus, y se alcen como una única llama al calor de la diosa. Después dijo a Eneas: ―¿Podemos hablar, amado?Ascanio hizo intento de marcharse —a fin de cuentas él era una llama aparte— pero la dríada lo llamó: ―Tienes que venir también, Fénix.Caminaron hasta el lecho del Tíber donde este se ensanchaba para encontrarse con el mar. Delfos trazaba lentamente círculos en el agua vigilando por si aparecían tiburones o naves cartaginesas.―No hay tiburones aquí, Delfos, dijo Melonia. Al escuchar su voz, el delfín dejó de trazar círculos y empezó a dormir.―Tengo frío., dijo Ascanio, aunque la noche era cálida y se habían encendido fuegos para ahuyentar a los leones y cocinar pescado en hornos de barro. ―Voy a buscar una capa.Pero Eneas extendió un brazo hacia los dos y los atrajo hacia sí para que se sentaran en la hierba.―Ascanio y yo edificaremos nuestra ciudad a poca distancia de aquí, tierra adentro. Tan cerca de tu árbol, Melonia, como estos barcos lo están de nosotros. Siempre que dejes tu roble, puedes venir a estar conmigo. Volumna no se atreverá a impedírtelo.Melonia miró a la superficie del Tíber, cubierta por el polvo de la luna, y a Delfos que dormía, aunque seguía vigilando desde su sueño.―¿Te parece bien, Melonia?―No, Halción.Ascanio se levantó. ―La luna es compañía suficiente para vosotros dos.―Por favor, dijo Melonia. ―Quédate con nosotros, Fénix.Pudo ver la preocupación en el rostro de la dríada. Sí esa arpía, Volumna, se había atrevido a amenazar a su padre...―Fénix, al principio no me gustaste.Se sintió aliviado como si una mano fresca le hubiera acariciado la mejilla.Supuso que ahora tendría que decirle que sentía si la había molestado.―Lo sé, Melonia. Somos muy diferentes, tú y yo. Yo no soy como mi padre. El es un dios y yo soy un pirata.―Somos más parecidos de lo que tú te imaginas, dijo Melonia. ―Es verdad que me asustaste al principio, pero no fue por eso por lo que no me gustaste.Estaba celosa, era por eso. Tu padre te quería tanto que me parecía que no quedaba sitio para mí. Ya lo ves, Fénix, le quise desde el mismo momento en que volvió su cara hacia mí en el Tíber. Hablaba de él como si estuviera todavía en Cartago o en Troya y no a su lado, dando la impresión de sentirse más emocionada y complacida con cada palabra. ―Oh, él no me había visto todavía. Yo estaba bien escondida entre los árboles. Pero yo amé su juventud. Y su madurez. Y su alegría. Y su tristeza. Y tuve celos. Pero ahora te amo porque eres su hijo y también porque eres mi amigo. ¿Estaba bien que sintiera celos, Fénix, ya desde el principio? He sentido todo un torbellino de sentimientos en muy poco tiempo. Como una flor que siente la lluvia y el viento y la nieve y el sol el mismo día. Polillas y abejorros y libélulas.―Está bien, Melonia. Tampoco tú me gustabas mucho y sospecho que era por la misma razón, aunque me dije a mí mismo que era porque no confiaba en ti.―Pero eso es algo pasado, gritó Eneas. ―Ahora es de noche. Se puso de pie, los levantó del suelo y formó un corro que danzó al sonido de la flauta de Desastre hasta que se rieron y jadearon a la vez, y después se apoyaron en él y la columna de su fuerza pareció poder resistir todas las amenazas que ofrecieran el hacha o el fuego.―Os quiero, os quiero, os quiero, rió. ―Mi hijo y mi esposa. Y nadie —ni arpía, ni guerrero, ni reina de las dríadas— nos separará nunca.―Te olvidas del tiempo, dijo Melonia.―Desafío al tiempo.―Ya es hora de que me marche.La miró con perpleja preocupación. ―¿Irte?La dríada soltó una carcajada. Le resultaba muy difícil mentir. No había engañado a Ascanio. Si había engañado a su padre era sólo porque antes lo había atontado con su llegada.―Sólo por esta noche, mi amor.―Creía que pasarías la noche conmigo.―Estoy cansada a causa de mi árbol. Mañana, cuando haya descansado, bebido de su savia...―Hay leones en el bosque. Fénix y yo te llevaremos a casa.―No, sola estoy más segura. Huelo como un roble. Vosotros oléis a carne fresca. Pero Fénix podrá ver cómo llegó hasta los árboles. Tengo un secreto que contarle.―¿Algo que me has ocultado?―Sí. Porque te amo.Tomó la mano de Ascanio y tiró de él, medio a regañadientes. ―Enseguida te lo devuelvo. Vio la inseguridad en el rostro de su padre pero también su inextinguible alegría. Era una cara de niño a la luz de la anaranjada luna, tocada por las dudas, la tristeza de la madurez, pero siempre conservando un aspecto juvenil gracias a su interminable capacidad para mantener la esperanza: la noche sana, el sol trae renovación y esperanza.―No volveré, dijo a Ascanio, cuando se encontraron en un lugar donde Eneas no podía oírlos, apartados del campamento por olmos que parecían dríadas danzando a la luz de la luna. ―No puedo volver. Volumna ha amenazado con quemar mi árbol.Ascanio tomó aliento. ―¿Con matarte?―Sí. Vino con algunas de sus amigas y me hizo salir de mi casa —Ven aquí, Melonia— y me hizo contemplar como colocaban madera contra el tronco.Tengo sólo que golpear un pedernal y todo el árbol se convertirá en una columna de fuego.―¿No podrías encontrar otro árbol?―No. El árbol en que nací morirá conmigo o yo moriré con él. Pero Volumna me ha hecho una promesa.―¿Cuál, Melonia?―No golpear el pedernal si yo le hacía una promesa. Dejar a Eneas. No volver a verle nunca.―Por supuesto volverás a verle, gritó Ascanio, mientras echaba mano de su daga y se sentía guerrero e hijo. ―Sólo tenemos que apoderarnos del bosque y salvar tu árbol. Incluso podemos hacerte reina.―Algunos de vuestros hombres morirían. Ya sabes que tenemos nuestros venenos y toda mi gente moriría antes de ceder sus árboles. Sí, probablemente podríais apoderaros del bosque. Sin duda los faunos os ayudarían. Nunca les hemos gustado salvo cuando estamos dormidas. Pero yo viviría entre cadáveres.¿Crees que me gustaría perder a mi gente, Fénix? Podría abandonarlos, y lo haría encantada, si mi sangre fuera roja como la vuestra. Pero condenarlos a muerte, jamás.―No se merecen nada mejor.―No los conoces. Algunos son amigos. Más queridos que Saltarín e igual de inocentes. ¿Deseas matarlos también?Sí, deseaba matarlos. Le parecía que había dos clases de dríadas. Melonia y Volumna, y las denominadas amigas de Melonia eran como su reina porque de lo contrario resultaba inexplicable que la dejaran gobernar. Pero ése, como ya sabía, era uno de sus fallos; era demasiado apresurado a la hora de irritarse y juzgar, no se sentía muy inclinado a separar el trigo de la cizaña.―¿Deseas hacerlo, Fénix?―No, mintió.―Dile a tu padre que... que... oh, Fénix, le gustan las palabras hermosas y creo que soy incapaz de pensar en ellas. Salvo que me encanta que haya venido a esta tierra y que me visitara en el Roble Sagrado. Eneas habló de una maldición.Pensó que me iba a hacer daño. Bueno, pues me lo hizo. Pero no me importa.¿Has visto alguna vez esos lirios gruesos y sedosos que los centauros cultivan en sus huertos y que cuidan y riegan y cubren cuando llueve mucho? Son muy hermosos, son graciosos como los jacintos, pero no encontrarás un sentimiento verdadero entre ellos. Corta una flor y oirás a la de al lado que piensa: me alegro de no haber sido yo.―Yo también he herido a tu padre. Pero estaba ya cubierto de heridas. Quizá con el paso del tiempo me verá no como otra herida, sino como una cataplasma de hierbas que quema al principio pero que finalmente arranca el dolor.Le echó los brazos al cuello y le besó en la mejilla, y así los dos supieron que compartían el casto compañerismo de amar al mismo hombre y de amarse menos entre sí por sí mismos que a causa de aquel al que amaban en común, aunque de no haber sido por Eneas podían haber sido amantes.―Es mucho más hermoso besar a un hombre que a una mujer. Especialmente si es mi hermanastro. Vete ahora con tu padre. No te preocupes por mí.Abrázalo como si fuera un niño pequeño. Ya sabes cómo le gusta que lo abracen. Dile que me entristecerá pensar que él está triste. No soy uno de esos sedosos lirios egoístas. En absoluto. Y por nada del mundo le dejes que me siga.Volumna me dejó venir y lo estará esperando.Sintió por ella un dulce cosquilleo de amor y la amargura terrible de los lobos al pensar en lo que Melonia se veía obligada a perder. Su padre había soñado en una segunda Troya; ¿en qué soñaba ella?―¿Dónde está Bonus Eventus?―Supongo que estará durmiendo en alguna flor. Me despertará por la mañana.―Pero dijiste que moriría en otoño. ¿No te sentirás sola sin él, sin Saltarín... y sin mi padre?―Y sin ti, Fénix. Pero el Sueño Blanco me consolará un poco. Además, he aprendido cómo esperar. Vete ahora con tu padre. Y haz que se quede en el campamento.―Le mentiré esta noche. Mañana le drogaré el vino. Después, si no queda más remedio, me sentaré sobre su pecho con un garrote hasta que consiga hacerle comprender.Melonia volvió a llamarlo. ―Voy a tener un hijo.―Pero aún es demasiado pronto para saberlo.―La diosa me lo dijo.Por una vez Fénix creyó en su diosa. Quizá Rumina era otro nombre de Afrodita.―Fénix.El muchacho se detuvo en el lindero del bosque. ―¿Sí, Dama de las Abejas?―Voy a vivir mucho tiempo. Cuando seas un hombre viejo, muy viejo y tu padre haya muerto, seguiré aún teniendo el aspecto con el que me ves ahora.Puede que la ciudad que va a edificar no sea la que tiene que ser. Quiero decir, la segunda Troya, predestinada por los dioses. Pero a su tiempo existirá tal ciudad, y de alguna forma creo que estaré allí para ver cómo es construida.Quien sabe, quizá pueda servir de ayuda a la hora de consagrarla o de poner la primera piedra. En cualquier caso cuidaré de tus tata-tata-tata-ranietos, y ya puedo decirte que nunca tendrán que temer el bosque, ni a los leones ni a las reinas vengativas.Y entonces le dijo la última cosa que le causó perplejidad: ―He pensado en algo que, a fin de cuentas, debo decir a tu padre.―¿Qué es, Melonia?―El amor es una libélula. PARTE SEGUNDA
CAPITULO I
No te haría daño, rió su madre. No reía a menudo y el sonido resultó tan placentero a los oídos de Cuco como el ruido provocado por el silbido del viento. Pero ni siquiera su risa consiguió tranquilizarlo. Sentado en un taburete de tres patas en su habitación de muchas ventanas, estaba ordeñando las mandíbulas de una araña, una de esas arañas gigantescas y peludas que proporcionaba el veneno para las armas de las dríadas... las horquillas que llevaban en el pelo, los dardos que llevaban en manojos bajo sus fajines.
Su tía Segeta, que estaba sentada al lado de su madre, sonreía de manera distante, y daba la impresión de estar hablando desde la casa que había en el árbol de al lado. A Cuco le gustaba pero daba la impresión de que nunca se encontraba en la misma habitación que él. Se decía que las almas de los durmientes abandonaban sus cuerpos por la noche y vagaban por los páramos de las Pesadillas o los Campos Elíseos del Sueño, y Cuco se preguntaba a menudo si por las mañanas regresaba tan sólo una parte del alma de Segeta, mientras que la otra parte se quedaba en una región más feliz, donde las dríadas tenían esposos y los niños tenían padres.―Cuco es más hombre que dríada, dijo Segeta. ―Por eso le disgustan las arañas. Era una de las pocas dríadas que pronunciaba la palabra ―hombre sin estremecerse.―Y esa criatura lo sabe, dijo Cuco. ―No hay nada que pudiera complacerle más que el hecho de morder la parte de hombre que hay en mí. Por naturaleza, las arañas eran pacíficas aunque también fueran criaturas venenosas, pero en una época antigua las dríadas las habían entrenado para morder a los hombres y proteger a las mujeres, y su capacidad para saltar sobre un blanco móvil —es decir, sobre un hombre— sólo era superada por la rapidez y virulencia de su veneno.―Un hijo debe parecerse a su padre, dijo Melonia. ―Pero hay muchas cosas que no puedo enseñarle. Nunca le había dicho el nombre de su padre; sólo que era un troyano, un guerrero, un bardo, y una persona cuya grandeza se acercaba a la divinidad.―¿Incluso aunque el padre sea un troyano? Son afirmaciones como esas, querida, las que te convierten en una exilada virtual en el seno de la tribu.Volumna te hubiera podido perdonar si hubieras llegado a admitir tu error alguna vez. Ya sabes cómo le gusta recibir confesiones. Pero tú das la indiscutible impresión de estar encantada por aquel desafortunado suceso.Volumna incluso lamenta que venga a charlar contigo aunque eres mi propia sobrina.―Quiero marcharme, dijo Cuco repentinamente.―Ya he terminado con la araña, dijo su madre. ―Tengo veneno suficiente como para derribar a un león. Segeta se la llevará para devolverla a sus otras amigas. Las arañas vivían en una caverna que se encontraba bajo el árbol de Volumna. (―Por la noche se mueven más, decía a menudo. ―Sus ruidos me ayudan a dormir. Algunas veces las dejo quedarse en la habitación conmigo.)Melonia subió a la araña hasta depositarla en el techo y Segeta silbó algunas notas bajas. Caminó tortuosamente por la habitación —daba la impresión de que sus ojos verdes estaban clavados en Cuco— y Segeta se la guardó en la mano.―No era la araña, dijo Cuco. ―Era sólo que... quería marcharme. No se atrevía a decirle que su corazón de once años se sentía indescriptiblemente triste al verla sometida a un ―exilio virtual. Volumna no la mantenía encerrada en su árbol, pero cuando caminaba por el bosque nadie más podía hacerlo con ella, salvo Segeta o Cuco, y cuando asistía a alguna reunión en la cámara del consejo, se sentaba en la fila de más atrás con nadie cerca, y Cuco de manera similar estaba aislado de los otros niños. Era el único chico entre treinta chicas. No era que a la tribu no le gustara Melonia. Un saludo susurrado, una sonrisa, unas granadas regaladas... cosas como esas le ponían de manifiesto que las amigas de la infancia ni la habían olvidado ni la condenaban. Pero Volumna gustaba de decir que cualquiera que tuviera amistad con una ―amante de hombres acabaría seguramente por seguir su ejemplo y terminaría por perder su honor y su reputación. La ira de Volumna, incluso su desaprobación, evitaban el que se pudiera trabar amistad con Melonia. Una reina de las dríadas no podía ejecutar a sus súbditos, fueran cuales fueran sus pecados, incluso aunque amaran a un hombre, pero podía encerrarlos permanentemente, eternamente, en sus árboles. A veces se jactaba de que había mostrado una compasión excesiva en relación con Melonia a causa de su madre muerta, ―mi querida amiga.―Muy bien, Cuco. Voy a ocuparme de tu nueva túnica. Segeta me trajo tejido sin desbastar del que fabrican los centauros.Cuco la besó en la mejilla y su madre lo abrazó brevemente, con fuerza, y después le dejó dirigirse hacia la puerta. Siempre olía a bergamota.―Tráeme algunas bayas, dijo.―Se me ocurre algo mejor, dijo Cuco.―¿El qué?―Mi padre.―Amazona, gritó el fauno, bajando la cabeza para cargar y cornear, pero cambió de opinión escondiéndose entre unos olmos cuando una piedra de la honda de Cuco le golpeó en los cuernos.Cuco, que tenía cuatro pies de alto, defendía su terreno como un centauro hasta que las pisadas de su contrario se mezclaron con el sonido de los matorrales y las hojas del bosque, aquella música de tonos bajos que sólo se apagaba por las noches o ante la cercanía del león. Cuando era pequeño, los faunos lo llamaban ―niña porque era delgado y de aspecto delicado. Ahora que era alto, y todavía de mejillas y miembros suaves en comparación con los de los faunos que estaban cubiertos de pelo, habían dado con lo que consideraban que era un apelativo aún menos adulador, ya que los faunos y las amazonas a veces hacían el amor pero no se gustaban entre sí. (Su nombre real era Halción, pero sólo lo conocía su madre. ―Era el nombre secreto de tu padre. Era un gran guerrero... el más grande. Pero las dríadas lo odiaban. Es mejor no hablar de ello salvo cuando estemos solos). Los demás lo llaman Cuco porque decían que era feo como el pájaro del mismo nombre, y porque el cuco pone sus huevos en el nido de otro pájaro, y este Cuco había nacido obviamente en el nido equivocado.Echó un vistazo y bajó la honda. Algunas de las piedras cayeron de la bolsa que llevaba en el fajín de la túnica. No se molestó en recogerlas. Detrás de él, oculto a la vista por los olmos, el círculo de robles de las dríadas sonó lleno de melodías y cantó las canciones de las tejedoras. Oyó a su madre, la más dulce de las cantoras, y reanudó su misión con renovado entusiasmo.―El bosque es tu amigo, le había dicho a menudo su madre, pero él no se sentía amigo de aquellos robles y olmos y laureles. Tampoco les tenía miedo. Cuando se han burlado de uno los faunos y lo han criado las dríadas durante once años, hay poco a lo que se pueda tener miedo. Pero lo cierto es que los árboles no lo acompañaban como hacían con su madre. Eran sencillamente árboles, algunos hermosos, otros nudosos y feos, y ninguno le dirigía la palabra, como tampoco lo hacían las flores ni la hierba. El a quien realmente quería era a los animales: el viejo oso pardo que a veces intentaba robar miel de los panales que poseían las dríadas y que era expulsado a pedradas por las encolerizadas dueñas (aunque Cuco se llevaba la miel a su cueva en una copa que había tejido con pétalos de lirios); el delfín, Delfo, igualmente viejo y herido por el tridente de Tritón, que a veces nadaba en el Tíber; e incluso un león sin dientes que vivía en la parte del bosque que era conocida como los bosques de Saturno.Una dríada emergió de un grupo de olmos. Se movía con tanta languidez que parecía brotar, en lugar de salir, de los troncos de hojas verdiblancas. Su nombre era Pomona, por la diosa de la fruta, y a Cuco le hacía pensar en una higuera con higos por lo madura y suculenta que estaba. Era la hija pequeña de Volumna. A los doce años, para consternación de su madre, ya había planeado una visita al Roble Sagrado. Pero no tenía pelos en la lengua. Siempre decía la verdad aunque doliera, incluso a veces precisamente porque dolía, y se las arreglaba para ver siempre más arañas que libélulas.―Lo he visto todo, dijo, ―y me sentí muy orgullosa de ti. Cuco se preparó para el insulto que invariablemente seguía a todos sus cumplidos. ―Esos faunos son unos desvergonzados. ¿Por qué no se quedan en sus miserables cabañuchas y no estropean el resto del bosque? Todavía puedo captar en el aire el olor a pescado.Quizá, tras insultar a los faunos, ahora iba a ser agradable con él. ―Quizá me parezco a una amazona, dijo Cuco, ―pero no es Porrazos el que tiene derecho a decirlo.―No se trata tanto de que te parezcas a una amazona, aunque por supuesto te asemejas a ellas al ser tan alto. Se trata sencillamente de que eres bastante feo.Además, seguramente Porrazos ni volverá a acordarse de ti.―A veces yo mismo me olvido de cómo soy y me miro en la corriente, y allí me veo, mitad de una cosa, mitad de otra, pero no mucho de nada en realidad. Mi pelo no es ni verde como el de mi madre ni castaño como el de un fauno.―Es rubio, dijo Pomona, ―y con manchas plateadas. Nadie tiene un color de pelo así. ¿Y tienes que usar ese estúpido amuleto? Nunca he visto un pájaro como ese.―Es un alción. Un ave marina. Su madre se lo había dado.―¿Un ave marina? Debería haberlo supuesto. Tu padre vino del mar. Creo que era un pirata.―Pero yo tengo orejas puntiagudas.―Sí, pero las puntas son casi redondas. Y tu oído no es tan agudo como el nuestro. Además, eres grande y desagradable. Cuando llevas una túnica, das la impresión de ir casi desnudo porque enseñas las piernas, y en su mayor parte eres sólo piernas. Eres más de dos palmos más alto que yo y precisamente yo tengo la estatura correcta para mi edad. Eso dice mi madre.―Puedo hablar con las abejas mejor de lo que tu puedas hacerlo.―Pero no puedes oír las flores. Podrías pisar a una margarita y ni siquiera oír su grito.Era verdad. A menudo había pisado margaritas por descuido como si fueran insensibles narcisos hasta que una dríada le recordó la diferencia al apilar un puñado de pequeños cuerpos destrozados ante la puerta del tronco de su madre.―Espero que un día llegues a ser demasiado grande para vivir en casa de tu madre. Entonces tendrás que marcharte de esta tribu.―Pero sin mi árbol...―Tu padre era un pirata, ¿verdad? Deberías tener la capacidad necesaria para vivir en un barco. Quizá te resultaría igual tener madera bajo tus pies que encima de tu cabeza, incluso aunque no procediera de tu propio árbol.Quizá era verdad. Quizá podía vivir sin necesidad de estar cerca de su árbol. Pero la vez que fue corriendo hasta la costa para ver si llegaba algún barco pirata estuvo a punto de morirse.―En cualquier caso, añadió Pomona, ―no vas a significar ninguna pérdida para la tribu.―Oh, que te dé Silvano, gruñó Cuco, y se internó entre los árboles. No sabía el significado de aquella expresión, salvo que era una vulgaridad porque la había aprendido de los faunos, y la palabra ―dar significaba en este caso algo más que ―entregar. Sin embargo, Pomona permaneció imperturbable. Estaba haciendo un nido de musgo y, olvidándose de que estaba aplastando margaritas, se tumbó al sol y dijo con una voz dulce pero penetrante a la vez:―Los juncos son amarillos. El polen es amarillo. Pero no el pelo. Realmente es contrario a la Naturaleza. Como lo es un tritón sin cola. Creo que Silvano fue tu padre en lugar de ese pirata del que habla tu madre.Su madre no hablaba de su ―pirata salvo estando en privado con Cuco; Volumna sí que hablaba de él. Era Volumna la que había dicho a la tribu que Melonia, al no conseguir quedar embarazada en el Árbol Sagrado, se había acostado con uno de los invasores troyanos... aquellos mismos exiliados que más tarde habían juntado sus fuerzas con las del rey Latino para derrotar a los volscos y a los rútulos y edificar la ciudad de Lavinio al norte. Su jefe era llamado Eneas.Cuco no perdía el tiempo en autocompadecerse de manera fútil. Era raro el día en que no se burlaban de él o lo ignoraban, y había aprendido que los sentimientos de dolor no debían apartarlo de practicar con la honda o de plantar semillas de granada en el huerto que había al lado del árbol de su madre. Ahora iría a coger algunas bayas. Su madre las utilizaba para hacer pasteles y galletas. Conocía un terreno situado al lado de un riachuelo llamado el Númico...Al principio pensó que el hombre estaba tumbado boca abajo y que bebía de la corriente. Cuco nunca había visto a un verdadero guerrero, pero había oído a su madre hablar tanto de ellos —―seres valientes con armadura— y tanto a Pomona —―asesinos y violadores, peores que los faunos— que se sintió picado por la curiosidad.Entonces vio que el hombre estaba muerto. Sintió una oleada de cólera irrazonable y de terrible tristeza. Encontrarse con un guerrero y sólo para encontrárselo muerto. Podía manejar la cólera; agudizaba su corazón y le daba un brote de fuerza. Pero la tristeza era algo más, un letargo que descendía por sus miembros, una escarcha lenta de letargo. También le vinieron a la cabeza una serie de imágenes... Veía a una mujer lamentándose en una tienda, con su hijo al lado, y tenía que recordarse a sí mismo que sólo se trataba de imaginaciones. Sin embargo, sentía pesar por ellos, un pesar insoportable porque su guerrero nunca regresaría al lado de los otros.Agarró los pies del hombre y tiró de él hasta la orilla para después darle la vuelta. Un yelmo, con su alta pluma mojada por la corriente pero todavía noblemente erguida, escondía el rostro a excepción de los ojos que estaban completamente cerrados. Era como si la cara se encontrara encerrada en una prisión. El yelmo era de bronce, con piezas movibles de cuero en las mejillas.Una de las piezas cayó al suelo cuando Cuco liberó la cabeza, contempló una mejilla suave y tuvo que tragar aire cuando vio todo el rostro.El hombre estaba muy pálido. Debía haberse desangrado por la herida del costado (Cuco llegó a la conclusión de que se trataba de una herida de daga, porque era demasiado pequeña y limpia como para ser de espada y a la vez era muy muy profunda). Sin embargo, salvo por su quietud absoluta, no daba la impresión de estar muerto, más bien parecía pacíficamente dormido. Su pelo era plateado como el de un anciano. Le hizo pensar en el Sueño Blanco. Pero el rostro no era ni viejo ni joven, carecía de edad. Las dríadas quizá no lo considerarían atractivo. Salvo su madre, ninguna creía que los hombres fueran atractivos ni se hacían imágenes de su dios. Pero Cuco vio en aquel hombre aquello en lo que le gustaría convertirse (como si un chico feo de pelo amarillo pudiera convertirse en un gran guerrero).Miró el rostro durante un buen rato y se preguntó lo que debía hacer con aquel hombre. Si lo dejaba al lado de la corriente, las dríadas le atarían piedras y lo lanzarían al agua, o los faunos le robarían la armadura, o los leones se comerían su carne. Tenía que cavar una tumba. No tenía pala. Los centauros tenían palas pero, aunque eran bastante amistosos dentro de sus aires de superioridad, no tenía tiempo para ir a visitarlos atravesando para ello el Bosque Maravilloso. Tendría que utilizar las manos.La tierra era relativamente blanda al lado del río, que inundaba sus orillas cuando llovía en los Apeninos y dejaba un suelo enriquecida con una cantidad abundante de trébol y hierba. Se arrodilló y comenzó a sacar tierra furiosamente, utilizando un palo para apartar alguna testaruda piedra que aparecía de vez en cuando. Estaba muy cansado cuando terminó la tumba. Tenía las manos destrozadas y le sangraban. Se tumbo boca arriba y descansó hasta que se dio cuenta de que lo hacía no porque se encontrara agotado, sino porque no deseaba entregar el guerrero a los gusanos y su alma al Hades. Quizá una pira funeraria... Aquiles... Héctor... Su madre le había hablado de aquellos héroes y de cómo el rápido fuego había salvado sus cuerpos de esa lenta devoradora que era la tierra. No, un fuego podría atraer enemigos.Se echó mano a la garganta y se quitó el amuleto de calcedonia, labrado en forma de alción, y lo colocó en torno al cuello del hombre como regalo para Caronte. Sabía que no era especialmente valioso, no tanto como el ámbar o la cornalina, pero le gustaba y quizá el barquero gris evaluaría el regalo por lo que le costaba en amor y no en monedas.Deseaba con todas sus fuerzas conservar el yelmo. Pero los amigos del guerrero podrían venir en su busca y tuvo que dejar el yelmo en la orilla como una señal del lugar en que se encontraba la tumba, mostrando así que el hombre había recibido una sepultura apropiada. Quizá el yelmo sería devuelto a la tienda donde la esposa y el hijo, en su imaginación, lo habían llorado (aquellas ridículas fantasías le parecían reales algunas veces). Por supuesto, los faunos podían hacerse con él; podía asustar a un fauno aislado con pedradas tiradas con la honda, pero no era adversario para varios. Sería mejor que esperara hasta que fuera de noche a ver si llegaban los amigos del guerrero.Hizo rodar el cuerpo, pesado a causa de la armadura, hasta el interior de la tumba. De forma momentánea y maravillosa sus ojos se abrieron y parecieron mirarlo. Eran ojos azules. Azules como las plumas del alción. Sin embargo, se habían abierto sólo por el movimiento que implicaba el rodar; cuando el cuerpo yació boca arriba en la estrecha tumba, se cerraron solos como si estuviera incómodamente dormido. Se puso entonces a recoger violetas. A su madre le encantaban —las había colocado en la tumba que había cavado para su zángano favorito, asesinado por abejas obreras el pasado otoño—, las colocó sobre el cuerpo y después echó sobre las mismas la tierra recién cavada.No conocía ninguna oración por los muertos. Todo lo que se le ocurrió decir fue: ―Madre Tierra, recíbelo amablemente. Se deslizó luego entre los árboles y se subió al tronco de un olmo para esperar en su copa oval llena de ramas.El sol estaba sentado en los cielos como un gran disco de bronce cuando Cuco comenzó la vigilancia. Se escondía tras las copas de los árboles cuando escuchó algo y después vio a un hombre que caminaba a la orilla del río. Era un hombre alto. Sin armadura. Con pelliza y sandalias, y una daga al costado. Y la cara... no tenía palabras para expresar la intensidad azul de sus ojos, el destello solar de su cabello que seguramente nunca había conocido el paso de un peine. Pensó en un Fénix. Una vez había estado espiando a ese pájaro en el Tíber. Había saltado del suelo como una llama, dejando en pos de sí una sencilla pluma dorada y un dolor en el corazón de Cuco porque su color dorado era feo —todos se lo decían— y además él se veía atado a la tierra y al bosque.¿Era amigo o enemigo aquel hombre? Por su rostro, parecía caminar en sueños, como una de las dríadas que salían del Árbol Sagrado, salvo que éste caminaba erguido y orgulloso en lugar de abatido, daba paso tras paso con precisión militar. Estuvo a punto de tropezar con el yelmo. Lo cogió, lo limpió de suciedad y se lo colocó en la cabeza, y después rápidamente se lo quitó y cayó de rodillas sobre la blanda tierra que había sobre la tumba. ¿Desenterraría el cuerpo? Quizá era un enemigo. Se había hecho con el yelmo y quizá deseaba tener también el resto de la armadura. Cuco colocó una piedra en su honda.Nunca había escuchado las lágrimas de un hombre. Había escuchado el lamento de las mujeres cuando una amiga era atrapada por un león. Era un sollozo agudo y penetrante.Había escuchado a su madre llorar cuando pensaba que él ya estaba durmiendo en su cama de piel de león, en su pequeña cabaña en forma de colmena, arriba del árbol. Pero los sollozos de un hombre —de este hombre, al menos— eran como el estallido de uno de esos embalses construidos en los ríos cuando el agua se extiende con toda su turbulenta libertad. Era el llanto de un hombre que probablemente no había llorado desde la niñez. Seguramente se suponía que los guerreros no lloraban. Y no obstante su madre le había dicho: ―Un hombre de verdad no se avergüenza de mostrar lo que siente. Aquiles lloró por su amigo Patroclo. Tu padre y su primer hijo —tu mediohermano— se abrazaban sin avergonzarse delante de sus guerreros. La verdadera virilidad no teme que alguien la confunda con la feminidad.El embalse había estallado y la corriente que se había escapado aún seguía fluyendo. Majestuoso entre las violetas, el hombre se inclinó y cayó sobre su silencioso amigo. Cuco abandonó su árbol y caminó hacia él. No se le pasó por la cabeza ser más prudente; sus pies pisaron las hojas haciéndolas crujir; de cualquier forma, el hombre no escuchaba sus pisadas. Ni siquiera se percató de la presencia de Cuco hasta que el muchacho se arrodilló a su lado y le tocó en el hombro. El hombre dio un respingo como si un hierro candente, uno de esos horribles artefactos utilizados con los esclavos, le hubiera tocado, y se puso de pie, mirando al muchacho, que todavía seguía de rodillas, como si fuera un cíclope colérico.Cuco levantó la vista hacia él y lo hizo, cosa rara, sin miedo. ―Yo fui el que enterró a tu amigo, dijo. ―Espero que no te importe. Lo hice simplemente porque no deseaba que los leones se apoderaran de él. Ya ves, no han podido descubrirlo.La cólera se convirtió en perplejidad en el rostro del hombre. Los ojos azules se ensancharon en un gesto de hiriente dolor. Finalmente habló, pero con un sonido musical profundo y áspero que Cuco nunca había escuchado en la mesurada elocuencia de los centauros o en los gruñidos guturales de los faunos.―Hiciste bien al enterrarlo.―No pronuncié una oración. No conocía ninguna para un guerrero.―Tampoco yo sé mucho de oraciones. Además no creo que este hombre necesite ninguna.―¿Era tu amigo?―Era mi padre.Cuco sabía lo que significaba perder a un padre. ―Mi madre me enseñó un poema, dijo. ―No estoy seguro de lo que significa, pero puede que resulte apropiado para él. ¿Lo digo?―Sí.La distancia es púrpura;
hay jacintos en lo alto de la colina,
y murex de Tiro.
La distancia es solamente púrpura:
las violetas se marchitan en la mano.
El hombre no habló ni se movió. ¿Se había disgustado?El silencio era tan aplastante que necesitaba ser llenado. ―No tenía mucho para darle como óbolo para Caronte. Sólo un amuleto de calcedonia. Estaba labrado en forma de ave marina.Cuco había estado de rodillas hasta que empezó a sentir dolor, pero ahora tenía miedo de levantarse —miedo por primera vez— porque no conseguía leer la expresión que había en aquellos ojos azules y penetrantes. No tuvo que levantarse. Se vio tomado, envuelto y levantado como por una ola repentina.Pensó: He enterrado a su amigo con el poema equivocado y el óbolo equivocado. Va a sacrificarme a Caronte.Pero el hombre no lo mató, lo abrazó. Cuco nunca había sido abrazado por nadie salvo por su madre. ¿Se suponía que los hombres abrazaban? Los faunos sí, pero realmente no eran hombres. Bueno, era bueno si significaba que no lo iban a matar. Era bueno que alguien quisiera abrazarlo a él, un chico grandote y desagradable, aunque parecía un enano al lado de aquel gigante. Intentó con todas sus fuerzas devolver el abrazo, incluso aunque sentía que se le podían partir las costillas, y notó la mejilla del hombre, que no era exactamente barbuda pero con barba de varios días le arañaba la cara. El olor que le vino fue el de tierra mezclada con mar.Y entonces oyó su nombre secreto:―Halción.CAPITULO II
Eneas estaba muerto, Ascanio deseaba morir. ¿Realmente al final no había dioses, sino Fortuna implacable que sonreía con crueldad? ¿Era verdad que todas las batallas, en última instancia, se combatían para ser perdidas, que las ciudades eran edificadas sólo para que las arrasaran, que los héroes nacían sólo para morir como rústicos y vagar entre las mismas sombras eternas?
Los años se extendían a sus espaldas como un mar que se empeñara en hacer naufragar a un barco viejo...La caída de Troya, la muerte de su madre en medio del fuego y la matanza.El mar lleno de voces de sirenas, llevando a los exilados con el impulso del viento y el empuje de las espumosas olas, conduciéndolos con tempestades y obligándolos a atracar en inhóspitas costas durante quince años. La Dama de las Abejas, hallada tan tarde, perdida tan pronto, como el zángano al que amaba.Derrota, exilio, pérdidas. Pero siempre Eneas...También había habido buenos tiempos, la esperanza que se levantaba como un ave Fénix de sus cenizas. El botín proporcionado por el rey Latino, aquel sabio anciano, ahora muerto, cuya sabiduría procedía de los bosques, y que denominó a Eneas el hijo que nunca había tenido.―Si me ayudas a derrotar a mis enemigos, te daré mis guerreros y la mitad de mi tierra, y a mi hija única en matrimonio.Las guerras con Turno y sus mal entrenados pero duros rótulos; con Camila, la reina de los volscos, y sus terribles amazonas (y las desesperantes dríadas que les proporcionaban lanzas fabricadas en el Bosque Maravilloso). Eneas triunfante por la gracia de los dioses. La construcción de Lavinio, la ―segunda Troya. Pequeña ciertamente pero edificada para crecer como ciudad. Y siempre, en la batalla o en la sala del banquete, su padre a su lado, sin edad, Eneas el soñador, el conquistador, poeta y guerrero; siempre Eneas.Hasta ayer...―Hay un fauno en la puerta.―¿Ha venido a pedir? Eneas se sentó en un trono de yeso que había en el megaron. Las vigas formaban una tienda de madera sobre el gran hogar central, pero la primavera llenaba el aire de bergamota, lo calentaba con la presencia invisible de Perséfone, que venía del Mundo Inferior. Las golondrinas habían comenzado a hacer nidos en el tejado lleno de vigas. Los pájaros carpinteros golpeaban las redondas columnas de madera.―A pedir tu ayuda, majestad.A Eneas le gustaban los faunos. No le molestaban ni su suciedad ni sus mentiras. ―Tráelo a la sala.Desastre se arrodilló ante él. Era muy viejo; doce años de un fauno equivalen a sesenta en un ser humano.―¿Cómo puedo ayudarte?―Los rútulos, rey Eneas, bajan desde el norte. Nos roban las redes. Atacan nuestra empalizada.―¿Son muchos?―Pocos. Pero bien armados. Y el invierno los ha llenado de inquietud.―También a nosotros. Daremos con ellos.La espada parecía ligera en las manos de Ascanio. Ares le excitaba la sangre.Ya estaba bien de edificar; ya estaba bien de esperar; ya estaba bien de invierno con poca nieve, con poco frío, aunque suficiente como para mantener a los rútulos en Árdea, a las dríadas dormidas y a los troyanos en Lavinio.Habían encontrado merodeadores edificando un campamento por la noche. Las tiendas parecían pájaros posados en tierra que desearan ansiosamente echar a volar. Parecían cardos que quisieran formar una defensa bastante contra los leones. Resultó más una escaramuza que una batalla; eran crios aquellos rútulos. (¿Habían combatido contra Aquiles? Ni siquiera conocían el nombre); costó menos vencerlos que el tiempo que se necesita para arriar una vela o colgar de la pared un escudo.―Padre. Había dicho Ascanio levantando la visera de su yelmo y buscándolo entre los hombres. ―Padre, nos hemos desembarazado rápidamente de ellos. No hemos perdido ni siquiera un hombre.El hermano de Eurialo, el joven Meleagro, se le acercó, pálido y silencioso.―¿Sí, Meleagro? ―Tu padre... ―¿Herido? ―Muerto. ―¿Cómo?―Una puñalada en el costado. No vi quien le dio. Los ojos que miraban desde su cara joven parecían viejos. Sabía el significado y la carencia de significado que tenía la muerte. Eurialo y Niso habían muerto en la guerra contra Turno. Meleagro, que entonces tenía seis años, había visto sus cabezas cortadas y clavadas en lo alto de unas picas. ―¿Su cuerpo? ―Perdido en el río.Ya era casi de noche. No tenían antorchas. Estaban cerca del Bosque Maravilloso; resultaba estúpido e inútil buscar en aquella espesura infectada de dríadas una vez que había caído la noche.―Tenemos que llevar a los heridos de vuelta a la ciudad. Lo encontraré por la mañana.Durante toda la noche había escuchado los gemidos de las mujeres como si se tratara de un terrible tumulto al que se hubiera unido una queja baja; la voz de Lavinia sonaba más fuerte que la de sus siervas. Alguien —¿fue Meleagro?— le había llevado una poción elaborada con corolas de amapolas.―Te hará dormir.―El sueño es una pequeña muerte. Ya he tenido bastante muerte.Ya estaba amaneciendo. Las murallas de piedra gris, el megaron de madera, las cabañas de ramas, parecían lanzar brillos de mármol. Tiró de la correa que abría la cámara de Lavinia en el gineceo. Estaba tumbada en camisón, su vellocino de lana aparecía en el suelo de ladrillo en medio de mechones de cabello cortados o arrancados de su cabeza. Sus mujeres se arremolinaban al lado de la cama como sabuesos en torno a su amo herido. Sus ojos vagaron por la habitación evitando el momento en que tendrían que fijarse en Lavinia y debería de alguna manera pronunciar palabras de consuelo en lugar de otras de dolor. Un taburete de tres patas. Un aparador de fragante madera de cedro. Una capa terrosa que colgaba de un clavo. Un telar, de la altura de una mujer, lleno de lana cardada y sin cardar. Una cesta de costura con ruedecillas llena del colorido que le proporcionaban los retales que había en su interior. A Ascanio nunca le había gustado aquella habitación. A él le gustaba ver una lanza al lado de la puerta, un escudo o una piel de lobo colgadas de la pared. Había venido a este lugar dos veces desde que la ciudad había sido edificada, y las dos veces había pensado: Lavinia se inclina sobre su telar como un fabricante de ladrillos lo haría sobre su tejar. Creo que el telar de Melonia se mueve con sólo escucharla cantar y convierte la lana en oro.Lavinia le miró con los ojos enrojecidos por las lágrimas. Resultaba difícil recordar que hacía doce años hubiera sido una muchacha alegre y hermosa, desesperadamente ansiosa por casarse con el exilado jefe troyano que había combatido con Aquiles y celebrado banquetes con Helena. Eneas no se había atrevido a rechazarla. La negativa hubiera significado el fin de la alianza con Latino, quedarse sin ningún amigo en Italia y no poder construir Lavinio. Se compadeció de ella; intentó amarla; había sido incansablemente gentil con ella y nunca habló de Melonia salvo con su hijo.―Voy a buscar el cuerpo, dijo.Lavinia no pronunció palabra; miró a Ascanio como si le reprochara el hecho de no llorar y no haberse afeitado el cabello. La verdad es que el dolor había quedado encerrado en su sangre como una corriente helada. Era una de esas sombras carentes de voz a las que se impide cruzar la Laguna Estigia para vagar eternamente en las tierras bajas. Quizá cuando encontrara el cuerpo de su padre lo colocaría en lo alto de una pira y su dolor encontraría una lengua, a la vez que las llamas lo rodearían con sus brazos de olvido e impulsarían su espíritu en pos de su padre.―¿Y si no lo encuentras?―Lo haré. Era increíble lo que engordaban y se arrugaban aquellas mujeres latinas en solo unos años. Lo estúpidas que parecían con su charla sobre cosas de la cocina, sobre el precio de la lana o del pan, sobre la sirvienta que había quedado embarazada de un hombre que no era su esposo. Incluso su dolor era semejante al de los animales. Recordó a Andrómaca delante de Héctor y sintió un frío de mármol; recordó a Melonia cuando había dejado a su padre. (―No soy uno de esos sedosos lirios egoístas... En absoluto...). Era mejor no pensar ahora en ella, la Dama de las Abejas, ni en su hijo, que era hermano de él. Desastre le había hablado sobre el muchacho. (―¿Qué a quién se parece?... ―A Eneas).―Nunca te gusté, Ascanio. Y tu padre... te prefería a ti. ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que soy estúpida, muchacho de fríos ojos azules y altivas maneras troyanas? Ahora estoy embarazada. No te atreverás a hacerme daño.Hasta las flores de la habitación, las rosas silvestres y las colombinas, eran incapaces de ocultar el olor de leche amarga de cabra que despedía Lavinia.Ascanio tocó con suavidad el hombro de Lavinia. Cuando se está muerto, resulta fácil ser educado. ―Nunca tuve la intención de hacerte daño, Lavinia. ¿Deseas que te envíe una poción para ayudarte a dormir?―Ve a buscar su cuerpo y, cuando lo encuentres, proporciónale un entierro apropiado.La pira funeral daba la impresión de ser un desagradable bosquecillo con un recinto exterior, madera de cedro con madera de olmo con madera de haya; a su lado, los animales esperaban ser sacrificados, ovejas y bueyes, cuya grasa se utilizaría para ungir el cuerpo antes de colocarlo sobre las llamas; había también una urna de cobre para recibir las cenizas (en aquella tierra bárbara había muy poco oro).Qué rápidamente quedó Lavinio detrás de él. Oculta, esa era la palabra exacta que encajaba con aquella desdichada ciudad, dispuesta sobre dos colinas en medio de un claro pero cercada por el bosque. ¿La segunda Troya? Ahora le parecía un poblacho edificado por niños. Niños que habían recordado la Puerta de los Leones de Micenas, las infranqueables murallas de Troya, pero que habían ido a parar a una tierra extranjera con materiales pobres, madera y paja, pequeñas piedras grises en lugar de piedras ciclópeas. Sus colinas bajas, conocidas como las Tortugas Gemelas, estaban rodeadas por muros cuya altura no superaba la de dos lanzas. El recinto exterior estaba rodeado por establos de lona y cabañas que apenas dejaban espacio para la pira funeraria; la fortaleza interior era espléndida con un megaron construido con vigas, pero que no obstante era humilde a pesar de disponer de un taller y un establo, un huerto para cultivar verduras y un gineceo. ¿La segunda Troya? El fantasma de Troya.(―Esa ciudad que tienes intención de construir. Puede que no sea ésa...)Era tiempo de espectros.―No debes ir solo, Ascanio, dijo el guardián que había en la puerta, un hombrecillo rápido con ojos que podían ver en la oscuridad. Era llamado el Gato por aquellos que recordaban los gatos multicolores, importados de Egipto, que habían rondado los estanques de lotos de Troya. Los conquistadores helenos habían matado a los gatos junto con sus amos.―Debo hacerlo.No le iban a dejar solo. ¿Qué era esa vieja figura que atravesaba el campo ruidosamente en dirección a él? Un tronco de árbol móvil...un viejo fauno.―Rey Ascanio. Era Desastre.Deseó golpear a aquel individuo. (La verdad es que tiene razón; yo soy ahora el rey en sustitución de mi padre.)―Yo tengo la culpa, dijo Desastre. ―Yo fui el que pidió su ayuda...El sujeto aquel, sin lugar a dudas, había venido a congraciarse con el nuevo rey. Quizá, también, es que sentía algún tipo de compasión oculta, como un trozo de ámbar, en la suciedad de su calculador corazón.―No, Desastre. Fue el valor lo que le llamó. Tú fuiste sólo un mensajero.―¿Puedo ir contigo a buscar su cuerpo?―No.Había seguido el río Númico desde el lugar de la batalla, desde la tierra pisada y los límites de un campamento edificado a medias y abandonado con toda rapidez cuyo emplazamiento estaba ahora ocupado sólo por tiendas caídas y espinos desparramados. Apenas se dio cuenta cuando los árboles tomaron el aspecto de figuras que asistieran a un funeral; cuando se convirtieron en el Bosque Maravilloso; cuando un lugar de caza se convirtió en un lugar donde ocultarse.Sus ojos miraron sobre la superficie de la corriente y durante algunos momentos buscó a un hombre de cabello nevado que jugara con un delfín, pero otras nieves se habían llevado al hombre, y el delfín, si la edad y los tritones no habían acabado con él, estaría nadando en otras aguas, ¿y quién se atrevería a ir en su busca y traerlo a un mundo que había muerto por segunda vez?Estuvo a punto de tropezar con el yelmo de su padre. Las violetas, la tierra recién aplastada... alguien se le había adelantado. No era necesaria ya la pira de Lavinio.La pena estalló en él como un río helado golpeado por el primer sol de la primavera, y cayó, fulminado, sobre la tumba con los dedos clavados en la arena.―Halción.―¿Cómo supiste mi nombre, preguntó el muchacho.―Lo supe cuando hablaste del regalo para Caronte. Un alción. Me pareció un buen nombre para ti.―Oh, dijo el muchacho decepcionado. ―No creía haber dicho la clase de pájaro que era. Pensé que quizá... Pero, claro, así es como llegaste a saberlo.Nadie me llama nunca Halción, salvo mi madre. Los demás me llaman Cuco.―No me recuerdas en absoluto a un cuco. A mí me hubieras hecho pensar siempre en un alción.El muchacho tenía el aspecto de estar pensando que quizá Ascanio se estaba burlando de él. Aquellos ojos eran demasiado grandes para aquella cara fina, serios, azules como el perdido Egeo que bañaba las costas de Troya.―Pero el alción es rápido y hermoso.―Ya lo sé. Tengo la impresión de que tus largas piernas podrían adelantar a un ciervo. Tocó el pelo del muchacho. ―¿De dónde sacaste este pelo? No estaría bien... sería algo terrible, si le decía: ―Soy tu hermano perdido, pero no resulta conveniente que nos volvamos a ver. Volumna matará a tu madre si nos encuentra juntos.―Me vino de mi padre, según creo. Era un gran guerrero. Un poco pirata también, pero sólo combatía a la mala gente.―Y tu madre es una dríada. Lo puedo ver por tus orejas. ¿Es joven?―Yo diría que bastante vieja. Tiene cerca de treinta años. Pero es muy hermosa. Los faunos la llaman la Dama de las Abejas. Parece como si estuviera hecha de miel. No he salido nada a ella.―Yo diría que no has salido mucho a ninguno de tus padres. Hecha de miel... su padre gustaba de hacer frases como ésa.―No tienes por qué ser cortés. Ya sé lo feo que soy. Realmente no me importa.Así los habitantes del Bosque Maravilloso me dejan en paz.―¿Te gusta estar solo?―Me gusta estar con la gente a la que quiero. Pero sólo está mi madre. No es que ella no sea bastante. Es que necesitamos también un hombre en el árbol.Para que me enseñe cosas. Mi madre me ha enseñado a leer. Cosas de Aquiles y de Héctor y de Ajax —y por supuesto de Eneas—. También me ha enseñado cómo distinguir las setas buenas de las venenosas. Y las clases de flores que tienen sentimientos, aunque nunca he aprendido la manera de oírlas. Claro que también me ha dicho que no puede enseñarme la manera en que se tensa un arco, o se construye un barco o se fabrica un yelmo de bronce, porque eso son cosas de hombres.La túnica verde le caía por encima de las rodillas, las sandalias de antílope apenas conseguían cubrirle los pies; llevaba una honda colgada de su fajín, y una bolsa con piedras colgaba de su costado. Era verdad que había crecido muy rápido. Era en su mayor parte piernas y brazos, con un pecho y hombros estrechos, pero su rostro era fuerte y, con un poco más de peso y una sonrisa, podía resultar atractivo. Con el borde de su túnica Ascanio limpió la suciedad que había en el yelmo de su padre hasta que brilló como un espejo de bronce.―Mira su reflejo.―No me gusta.―Mira. ¿Qué es lo que ves?―Ni una cosa ni otra, y no mucho de nada.―Tonterías. Has estado prestando oídos a lo que dicen las dríadas. ¿Piensas acaso que yo soy feo? Yo también tengo el pelo amarillo.―A ti te sienta bien. Pero el mío tiene ese extraño brillo plateado y nunca se queda en su sitio.―¿Se queda el mío en su sitio?―No pero al menos parece que desee vagabundear.―¿Por qué no le concedes al tuyo la misma libertad?―Las dríadas dicen que ir arreglado es una de las primeras leyes de Rumina.―También existe una diosa llamada Afrodita.―¿Venus? Se supone que la adoramos.―Es lo que deberíais hacer. De cualquier forma, creo que a ella le gustaría tu pelo. Estuvo a punto de decir: ―Como le gustaba el de tu abuelo. ―Además a mí me gusta. Tengo que marcharme ahora, Cuco. La verdad es que debía marcharse antes de que se le pasara por la cabeza la idea de raptar al muchacho y llevárselo a Lavinio (lo que significaría además arriesgar su vida de medio dríada al apartarlo de su árbol) o al menos de decirle que eran hermanos.―Oh, no, gritó Cuco con desesperación. ―Si acabamos de conocernos. Quiero que me cuentes tus batallas. Y que me hables de las princesas que has salvado.Como me pasaba con mi padre, pensó Ascanio. Yo le habría preguntado: ¿Cuántos hombres has matado?―Debo decir a mis amigos que encontré a mi padre y que fue enterrado dignamente.―Claro, musitó el muchacho. ―¿No debo esperar que vuelvas? ¿Quizá podría ir a visitarte a tu ciudad? Debe ser Lavinio. Allí es donde viven los guerreros, como lo hace el rey Eneas.―He oído hablar de vuestra reina, Volumna. A ella no le gustan los guerreros.Se irritaría mucho si supiera que he estado contigo.―Nadie se preocupa de mí salvo mi madre, y ella me dice que sea un hombre y que haga lo que me guste. Creo que Volumna estaría encantada de que me comiera un león, aunque yo sé cómo enfrentarme con ellos. Yo sí que me sentiría encantando si un león se la comiera a ella. (Más o menos como yo y como mi padre, pensó Ascanio). ―Cuando era pequeño coloqué un topo bajo su árbol para que royera las raíces. Había avergonzado a mi madre delante de todo el consejo llamándola amante de hombres.―¿Qué hizo el topo?―Lo mató a la primera de cambio. Creyó que había aparecido allí por su propia iniciativa. Ahora tiene una alfombra de piel de topo en su árbol.―Quizá podríamos volver a vernos.―Mañana.―¿A la misma hora?―Ya estaré aquí cuando llegues. Pero no sé ni siquiera tu nombre.―Mi nombre real es un secreto como el tuyo. Piensa en un nombre para mí mañana. Se inclinó y lo abrazó sin siquiera preguntarse si los hijos de las dríadas gustaban de ser abrazados por guerreros raros y altos. Los finos brazos de Cuco le abrazaron a su vez.―Dile a tu madre que creo que tiene un hijo del que puede sentirse orgullosa.―Le diré que me encontré con un dios. ¿Lo eres, verdad? Mi madre dice que Apolo tiene el pelo dorado.―Una vez conocí un dios. Ni siquiera soy digno de pronunciar su nombre.―Supongo que te refieres a tu padre. También yo pensé eso de él. Pero hay diferentes clases de dioses.―Yo no pertenezco a ninguna de ellas.―Creo, dijo Cuco, ―que lo que hace que alguien se convierta en un dios es que la gente lo adore. Puede bastar hasta con una persona con tal de que adore lo bastante.Ascanio se quedó sorprendido al escuchar su propia risa. El muchacho estaba tan convencido y tan serio como un filósofo que propusiera un nuevo concepto del mundo. La Tierra es redonda en lugar de plana. Había cinco elementos en lugar de cuatro. No había sonreído ni una vez.―Realmente soy un pirata, eso es lo que soy.―Los piratas, en ocasiones, resultan ser mejores amigos que los dioses. Se puede hablar con ellos y no hay que rezarles. Acuérdate de mí cuando elijas tu próxima tripulación.―Creo que serías un magnífico timonel. Ves las cosas.―Pero aún tengo mucho que aprender sobre cómo realizar saqueos.―Practica algo más con el árbol de Volumna. Adiós, Halción. Vio cómo la delgada y angular figura desaparecía entre los matorrales verdes con un gesto agradable esbozado a la vez que se despedía con la mano y que intentaba sonreír por primera vez. Pensó sorprendido: Por un momento he olvidado mi dolor. Soy como un marino que ha perdido su barco en una tempestad pero que ha encontrado un delfín.CAPITULO III
Encontró los robles de las dríadas tan murmuradores y excitados como un panal gigante; de hecho, las colmenas que había bajo los árboles eran una reproducción en pequeño de la actividad del círculo. A diferencia de los faunos o los centauros, las dríadas rara vez perdían su gracia olímpica. Caminaban o corrían, pero en ambos casos casi parecía que se deslizaban, con los pies tocando apenas el suelo, y los brazos extendidos detrás de ellas como si fueran alas. Ahora sin embargo, no quedaba nada de esa gracia en ellas, estaban frenéticas, aunque al parecer no tenían miedo. Su madre le había dicho que tenían un aspecto muy similar cuando armaron a Camila y a sus amazonas para que combatieran a Eneas. (―Estaban como si se encontraran hambrientas, había dicho, ―y les estuviera esperando una fiesta con perdices estofadas.)
Volumna siempre miraba más allá de él o por encima; no se preocupaba nunca de un muchacho cuyo padre había sido un hombre. Ahora le importaba menos que nada. Las otras dríadas lo trataban a golpes como si fuera una tela de araña o un hormiguero. Excepto Segeta que le profesaba un cierto afecto oculto tras una sonrisa distante.―Vete con tu madre, le dijo con una voz metálica y profunda, pero antes de que Cuco pudiera pedirle una explicación se había desvanecido detrás de Volumna como si se tratara de una voluta de humo.Había que dar gracias a Júpiter por Pomona que se negaba siempre a andar con prisas.―¿Han abandonado los leones el Bosque Maravilloso?, le gritó.―Oh, no. Es algo mucho mejor. Vamos a la cámara del consejo a celebrar una reunión. Rara vez había dado la impresión de estar tan contenta; había una madurez ambarina en ella y quizá era tiempo, aunque era joven, de que visitara el Árbol.Algo mejor. Su ―mejor tenía todos los visos de resultar algo peor. No veía a su madre por ninguna parte. ¿Iba a ser excluida del círculo?―¿Qué pasa? Hizo la pregunta aunque se imaginaba la respuesta.―Eneas ha muerto. Desastre nos trajo las noticias, le dijo por encima del hombro como si se uniera al éxodo general que discurría ondulante empezando por las dríadas mayores y que continuaba con un zumbido de abejas que de alguna forma tenían en realidad aspecto de avispas.Por un momento no asoció a Eneas con el guerrero que había enterrado a la orilla del Númico. Sintió una punzada de dolor, pero era un dolor remoto e impersonal producido por alguien al que había admirado pero con el que no se había encontrado nunca, un gran héroe que había luchado con Aquiles y que más tarde se había establecido en Italia para edificar Lavinio, una ciudad que no había visto nunca y que, construida por troyanos, parecía casi tan distante como Troya a un muchacho que nunca había abandonado el Bosque Maravilloso.―Le hirieron en la tripa, dijo Pomona, con el aspecto de que pensar en ello le encantaba. A Cuco le hubiera gustado lanzar una piedra contra la tripa de ella.Se sorprendió de pensarlo pero no se sintió avergonzado por ello. Se esperaba que fuera insignificante o irrespetuoso y era mucho más divertido ser irrespetuoso.Entonces sintió el golpe, se quedó helado, se notó envuelto por una lluvia de hielo caído desde un árbol invernal. El hombre que había enterrado había sido Eneas, el hijo de la diosa. ¿Acaso no había pensado que era un dios muerto?Subió los estrechos y labrados peldaños que había en el tronco del árbol de su madre y entró en la casita en forma de colmena. Sus hermosas ventanas redondas estaban abiertas para dejar entrar el aire de la primavera y las abejas.Había dejado a su madre sentada al telar.Se la encontró sentada en su taburete de tres patas con un rollo de papiro a medio desenrollar en su seno. Por sus bordes amarillentos por los que habían pasado muchas veces los dedos pudo reconocer que se trataba de un relato sobre la guerra de Troya escrito por un testigo ocular. No obstante, no se encontraba leyendo el rollo; daba la impresión de estar esculpida en madera. Era presa de una palidez mortal. Su pelo verde, que le caía sobre los hombros, acentuaba aún más su palidez. No miró a Cuco. Este recordó que Eneas había sido el guerrero troyano favorito de su madre —incluso más que Héctor— y que le hubiera gustado que Troya ganara la guerra. (―Héctor podía combatir y amar, pero Eneas también podía soñar. Era un bardo a la vez que guerrero y esposo.)Se arrodilló al lado de su taburete. ―¿No vas a la reunión del consejo, madre?Volumna exigía la presencia de todas las dríadas salvo que el roble se encontrara aquejado de alguna enfermedad, que afectara tanto al árbol como a su moradora.―No, Halción.―Volumna se enfadará.―¿Y cuándo no está enfadada?―Madre, es muy triste que Eneas haya muerto. Rodeó con su brazo el hombro de su madre y se preguntó si debía contarle lo del entierro, cómo había pronunciado su poema y le había entregado un óbolo para Caronte; quizá más tarde se lo podría decir.―El no hubiera deseado morir de esa manera, dijo Melonia.―Era un gran guerrero. Debería haber muerto en medio de una gran batalla.―No quiero decir eso, Halción. Nunca le preocupó la gloria. Me refiero a que le quedaba aún mucho trabajo por hacer.―Pero también ha sucedido algo bueno.Melonia lo miró con una expresión de desamparo que parecía estar diciendo: ―¿Qué puede suceder de bueno en un momento así? Cuco tuvo miedo de compartir con ella sus noticias.―He encontrado un amigo... Melonia se esforzaba por escuchar; apretaba la mano de su hijo con silenciosa ansiedad. Pero su voz era grave y fúnebre como si saliera de debajo de un montón de pardas hojas caídas.―No me dijo su nombre, pero creo que es el hijo de Eneas.Rápidamente le habló sobre su encuentro en la orilla del río, y después Melonia le hizo repetir la historia, deteniéndose en cada detalle. ¿Cómo supo la identidad del hombre? ¿Cuál era el color de su pelo y de sus ojos? ¿Le había parecido cortés sin ser a la vez suave?―Y mañana volveré a reunirme con él. Deberías venir tu también.Abandonaron el árbol cuando los búhos de ojos tristes habían dejado de emitir sus sonidos nocturnos y la aurora era ya una cinta rosada en el horizonte. No se oían sonidos en los árboles de las dríadas, ni voces, ni chasquidos de carbón en los braseros que se utilizaba para freír huevos de faisán, ni los dedos que se dedicaban a tejer y a coser. Las colmenas parecían tranquilas como abandonados troncos de árboles; los pájaros carpinteros no habían comenzado aún a perpetrar sus ruidosas depredaciones. Las dríadas dormían pesadamente después de haberse reunido en la cámara del consejo. Sin duda habían aprovechado la ocasión para hacer una fiesta. Se las había oído cantar desde el Ficus Ruminalis, que estaba a media milla del círculo. Las dríadas se jactaban de aborrecer las orgías de los faunos pero en sus propias fiestas vaciaban montones de odres de fuerte vino de bayas, que había adquirido solera en barriles almacenados entre las raíces, y más de una dríada que se había perdido al volver a su árbol, hizo locuras con algún fauno y tuvo un hijo. Melonia era la primera dríada del Bosque Maravilloso que tenía un hijo de un mortal en lugar de tenerlo del Dios, pero tales incidentes se habían hecho más frecuentes desde que recayó sobre ella tal vergüenza, como Volumna le recordaba incesantemente, y había incluso rumores de que varias dríadas se entregaban voluntariamente a amantes desagradables y malolientes.Ahora se encontraban sentados y esperaban a la orilla del Númico, en silencio, ocultos por los matorrales de bayas, que tenían la altura de tres guerreros colocados uno encima de otro, y que eran blancos como consecuencia de las grandes flores ovales que, en el verano, se abrirían llevando hermosas bayas negras. Una libélula se posó en la corriente que al discurrir desprendía una dulce musiquilla de agua y rocas y raíces. Ni una sola vez apartó su madre los ojos de la orilla y de las pisadas dejadas en la hierba por las sandalias del extranjero. Apretaba con fuerza la mano de Cuco y éste se dio cuenta con tranquilo orgullo —no se sentía orgulloso a menudo y el sentimiento resultaba agradable— de que era mayor y más fuerte que su madre (ella que había sido la inconmovible fortaleza que lo había apoyado en una vida desprovista de amor) y que podía proporcionarle tanto afecto como compañía. Sabía algo que no se atrevía a preguntar. Había conocido a Eneas como uno más de los incontables héroes que aparecían en un rollo que hablaba de una guerra distante; lo había conocido como amigo. Quizá había estado en Lavinio. ¿Quizá...?―Alguien viene, dijo Melonia. Oyó la sonora corriente, y a una paloma que había en un ciprés, llorando a su pareja, y después (su corazón saltó por la emoción) las pisadas de unas sandalias en la hierba.―No usa armadura, dijo su madre. ―Sus pasos son demasiado ligeros. Se olvida del peligro.Entonces lo vieron. Sí, era su nuevo amigo, el hijo de Eneas. Se llamaba Ascanio. Cuco había aprendido su nombre por Pomona, que lo había aprendido a su vez de los faunos. (―Eneas y ese repugnante hijo suyo, había dicho Pomona con fascinación. ―Los dos son de la misma clase, asesinos y violadores.)Ayer Ascanio le había dado la impresión de caminar en medio de un sueño de pesar; hoy se le veía envuelto en una nube de alivio; el deseo de encontrarse con su nuevo amigo se mezclaba con la cautela. Vigilaba por si descubría enemigos, pero parecía estar a punto de esbozar una sonrisa. Soy yo, Cuco, el que ha hecho que se sienta bien, pensó el muchacho. Debo tener algo que nadie ha conseguido ver salvo mi madre. Algo que va más allá de la fealdad y de la falta de garbo, del pelo desarreglado y de las piernas excesivamente grandes. Algo que puede ser amado hasta por alguien tan grande como el hijo de un gran rey.Se levantó de la hierba y el guerrero le sonrió como si se tratara de un compañero de armas.―Madre, este es mi amigo, comenzó a decir Cuco. Melonia también había salido del lugar en que se encontraba oculta; ahora estaba esperando; y Cuco la vio por primera vez como mujer igual que antes la había visto como madre, y supo que no era alguien superficial que se limitaba a amarlo, sino una persona que tenía un corazón secreto y laberíntico como lo era aquel bosque; en él había luz del sol y sombras, zonas ocultas y espacios cubiertos por la hierba. Era una mujer capaz de amar a otros además de a su hijo, y esto hacía que se convirtiera en un ser cuya comprensión se le escapaba en buena medida. ¿Cuándo la había mirado realmente? Hasta entonces había sido una presencia que se aceptaba pero que no era examinada. Resultaba protectora y consoladora. Ayer cuando le había dicho a Ascanio que parecía hecha de miel, fue sólo porque le pidió que la describiera y se preocupó por recordar y encontrar las palabras adecuadas.Ahora la vio reflejada en los ojos del extranjero. Ascanio, el dorado y semejante a un dios, la miraba como si fuera una diosa.La verdad es que resultaba adorable. Su túnica verde estaba bordada con jacintos color púrpura. Su collar estaba formado por gaviotas de malaquita. Sus sandalias estaban provistas de piezas de cobre viejo de color verde. Salvo por su elección de temas marinos en lugar de los tradicionales pájaros del bosque, su vestimenta se asemejaba mucho a la de las otras dríadas, pero había una diferencia en ella que residía en una especie de orgullo que no resultaba altivo, en una fuerza que no era dura, en una tristeza que no era autocompasión. Era un jacinto como los que había prendidos de su túnica. Iba protegida por las abejas. Ofrecía pétalos a sus amigos y aguijones a sus enemigos. No había nadie como ella en todo el Bosque Maravilloso.Pero aquello que parecía nuevo también resultaba extraño, y aquella extrañeza amenazaba con convertirse en extrañamiento. Una tranquilidad elocuente parecía envolverla junto con Ascanio mientras que dejaba fuera a Cuco. ¿No se iban a mover ni a hablar ni a recordar que estaba con ellos? Me han olvidado, pensó, y fui yo el que los trajo aquí para que se reunieran a la orilla del río. Mi propia madre y mi nuevo amigo. Era como si hubiera encontrado un tesoro en la playa, una diadema con ámbar y coral procedente del atavío marino de una nereida, y se hubiera perdido al llegar una ola inesperada.Parecían desearse sin llegar a tocarse, sin saber cómo debían hacerlo y si resultaba lícito hacerlo. Finalmente, Ascanio cayó de rodillas y apretó su cabeza, su pelo de color dorado como la cornucopia, contra las rodillas de Melonia. Esta le hizo ponerse en pie y lo besó en la mejilla, y Cuco supo entonces (y se quedó maravillado) cuánto tiempo había sabido sin saber, sin presentir que él, el patético y feo Cuco era el hijo de un gran rey y guerrero, y que Ascanio era su propio medio hermano.Sabiendo aquello, le resultaba aún más difícil verse excluido del abrazo. ¿De qué servía un hermano que ayer lo había abrazado y hoy lo ignoraba? ¿De qué le servía una madre que le había amado únicamente a él y a su padre anónimo, al que no pudo ver durante once años para olvidarlo ahora por un extraño? Pensó: Si desaparezco entre los árboles quizá piensen que un león me ha devorado y se avergüencen de su descuido.Pero era él el que se sentía avergonzado. Se había subestimado a sí mismo y a ellos. Casi a la vez se acercaron a él y lo introdujeron en la magia de, sus brazos, en su intimidad. Ningún círculo de robles de las dríadas podría jamás proporcionar un calor tan maravilloso incluso para las mismas dríadas, incluso para la orgullosa y cerrada Volumna. Así, en un tiempo de pérdida, de hallar a su padre sólo para encontrárselo muerto, había encontrado más de lo que había perdido. Su hermano le quería. Su madre le había brindado un amor aún mas profundo.Se sentaron a la orilla del río, Ascanio se encontraba entre él y su madre, pero no los separaba; tenía un brazo colocado en torno a cada uno de ellos, y el silencio no era un muro, sino una puerta abierta, una forma de comunicación mucho más íntima que cualquier discurso.Después las palabras cortas desplegaron inmensos significados.―El paso de los años se ha olvidado de ti, Melonia. Todavía eres una muchacha de pelo verde que observa al lado del río.―A ti sí te ha recordado. Ahora te pareces más a él.―Se hubiera sentido orgulloso de su hijo.―Como yo lo estoy. ¿Lo sabe Lavinia?―No.―¿Se portó bien con tu padre?―Sí, a su manera.―¿Cómo es?―Como un odre de vino vacío. Es un bolso sin monedas. Pero bastante inofensivo.―Ascanio, ¿nunca te gustaron mucho las mujeres, verdad?―Oh, he tenido una o dos mujeres en mi vida.―Las habrás deseado. Poseído. Pero yo dije que te gustaran.Ascanio parecía perplejo y miraba a la corriente como si esperara encontrar la respuesta en el fluir de sus aguas, en sus piedras que hablaban.―Madre, no deberías preguntarle una cosa así, gritó Cuco. No tenía intención de hablar. Le había parecido que era tiempo de escuchar, y la verdad es que había aprendido cosas sorprendentes. Pero la pregunta de su madre sonaba como una acusación.―Está bien, Cuco. Tu madre puede preguntarme lo que guste. Quizá tiene razón. Con dos excepciones.Melonia no le presionó para que diera los nombres. ―¿Amaba tu padre a Lavinia?―¿Cómo podía hacerlo, después de amaros a ti y a mi madre? Le gustaba. La encontraba... acogedora.―Era lo que necesitaba, un resguardo contra la helada.―Pero tú eras un fuego.―Me temo que le calentaba poco. Y a ti también. Volumna te odia, Fénix.Igual que siempre. Todavía no puedes venir a mi árbol, ni Halción y yo a Lavinio.―Entonces nos reuniremos aquí.―Todavía estamos en el Bosque Maravilloso. Los faunos tienen orejas largas.La hierba cuenta secretos. No ha cambiado nada, salvo el hecho de que yo tengo un hijo y que tú has perdido a tu padre.―No, gritó. ―No lo hemos perdido inútilmente. Ni siquiera en la muerte podría ser él tan cruel. Encontraremos una forma de reunimos los tres.Tocó los labios de Ascanio con un dedo. ―Calla, querido. Tengo que escuchar.―No oigo nada.―Confía en mis agudos oídos. Tú no puedes escuchar a la hierba quejarse ni a las margaritas lamentarse. Se puso en pie. ―Alguien viene. Ahora debes marcharte, Fénix.―¿Cuándo volveremos a vernos?―No lo sé. Nunca, a menos que te vayas ahora.―¿Qué estás oyendo?―La hierba grita... es una dríada. Varias. A ambos lados del río.―Cerca.―Demasiado cerca. Corre como si Aquiles te estuviera persiguiendo en su carro.―¿Y dejarte, Melonia?―No me harán daño. A ti sí que te matarán. Y quizá a mi hijo. Debes llevártelo contigo.―No voy a dejar a mi madre, dijo Cuco con firmeza. ―La encerrarán en el árbol y le robarán sus abejas.Ascanio le cogió por los hombros. ―Cuco, hay muchas maneras de ser valiente. La valentía ahora es salir corriendo. Confía en tu madre y en mí. Yo te traeré de vuelta.Cuco confió en él. Besó la mejilla de su madre y dijo: ―Volveremos los dos. Después se dirigió a su hermano:―No podemos seguir el río. Es el camino más fácil y eso es lo que esperan exactamente. Nos adelantarían. Nadie puede correr más que una dríada.―¿Conoces un camino mejor?Dejaron atrás el río, la libélula, las matas de bayas, y entraron en una parte del bosque tan oscura que el sol era una mortecina constelación que brillaba sobre la noche de follaje que se cernía encima de ellos.―Las dríadas no gustan de este lugar, dijo Cuco.―¿Porque es tan oscuro?―Sí y porque no hay hierba y huele a león por todas partes. Titubearán, dudarán y mirarán en torno suyo antes de dar cada paso. Los árboles parecían nudosos y viejos bajo aquella luz escasa. Sobre todo, los robles; ocasionalmente los olmos y las hayas. Los llamaban árboles de Saturno. En otra época habían sido sanos, pero ahora estaban retorcidos, desgastados y llenos de amargura tanto por la acción de la tristeza como por la del tiempo. Cuando Saturno abandonó la tierra, cerraron sus ramas para impedir que pasara la luz del sol y mataron la hierba que crecía a sus pies. A las dríadas no les gustaban.Un león apareció en medio de su camino. Estaba tan quieto que podía haber sido una de aquellas bestias esculpidas de la famosa puerta de Micenas (Cuco había oído hablar de ellas a su madre). Era un macho en la plenitud de su fuerza, y resultaba gigantesco y aún más gigantesco si pensamos que se enfrentaba con un muchacho. Cuco paladeó un regusto de miedo que tenía en la boca. Nunca se había cruzado con este león concreto.Pero apretó la mano de Ascanio y dijo: ―No te preocupes. Están acostumbrados a mí.―¿No te dan miedo los leones? susurró Ascanio. ―Se necesitaría la fuerza de Hércules para matar a uno de ellos.―Se trata de decidir. Las dríadas son más peligrosas en estos momentos.Además los leones prefieren la carne femenina. Es menos correosa. Y ésta no es su hora de comer.Pese a todo, Ascanio echó mano de su daga.―Deja eso. Sólo conseguirás que se ponga nervioso. dijo Cuco. Después se dirigió a la bestia: ―¿Podemos pasar, amigo de Saturno?El amigo de Saturno los miró con el orgullo señorial de que se sabe dueño de su propia parte del bosque. En sus ojos parecía reflejarse perversamente Desastre. Los leones eran tan amantes de la individualidad como las dríadas o los guerreros cuando aparecían. Este, pensó Cuco, es juguetón, le gusta divertirse. También es curioso. Ha visto dríadas, faunos, centauros, pero nunca a un muchacho flaco como yo, cuyo pelo amarillo tiene reflejos plateados. Su apetito es prodigioso, y a pesar de lo que he dicho a mi hermano, dudo mucho que esté dispuesto a esperar a que llegue una hora es-pedal para ponerse a comer. Ahora está decidiendo si nos vapuleará, si nos comerá o si nos dará la bienvenida.Cuco avanzó aparentando tener una confianza mayor de la que sentía en realidad —el latido de su corazón podía hacer que la bestia se lanzara sobre él— y acarició la espesa melena. (Imaginaré que es un centauro. Imaginaré que es Saltarín, el amigo de mi madre que murió antes de que yo naciera.)Tuvo el mayor cuidado de no tocarle nada aparte de la melena. El pelo resultaba tan suave como el musgo bajo su tacto. La gran cabeza giró sobre sus poderosos hombros y se inclinó sobre la mano de Cuco.De su garganta brotó un gruñido: ―Podéis pasar. Daba la impresión de que también les estaba diciendo: ―Voy a escoltaros.El amigo de Saturno trotó con docilidad al lado de ellos hasta que llegaron a los confines del bosque, después se detuvo para ser acariciado por última vez y los miró con benevolencia mientras subían una pequeña loma y desaparecían de su vista y de su territorio.Ante ellos se extendía una pradera, llena de margaritas y de pasto, punteada por gigantescos hormigueros, y flanqueada por las tortugas de Lavinio. Era la primera ciudad real que Cuco veía en su vida.―Ya no tenemos que preocuparnos, dijo Cuco. ―Las dríadas no nos seguirán fuera del bosque. Espero que pasen por delante de nuestro amigo justo cuando sea su hora de comer. De todas formas, aun en el supuesto de que pretendieran perseguirnos fuera del bosque, lo cierto es que temen Lavinio y no es de extrañar. Es una gran ciudad.―Quizá lo sea un día, dijo Ascanio. ―Aún no lo es. Desde luego no es como Troya. Pero nos proporcionará refugio.Miró a Cuco como si lo estuviera estudiando. ―¿Has estado alguna vez separado de tu árbol durante mucho tiempo?―En una ocasión me perdí en el bosque durante dos días.―¿Y cómo te sentiste?―Cansado, hambriento y sediento, aunque encontré setas para comer y una corriente de la que beber. Nunca he estado alejado por un período más prolongado.―Pero ahora...―Hay una mitad en mí que es como tú, ¿no es cierto? Espero poder aprender a vivir sin mi árbol. Por lo menos hasta que demos con un medio de ayudar a mi madre.―Cuco, eres tan valiente como tu padre.―No me lo había dicho nadie aparte de mi madre.―Ahora tienes un hermano para decírtelo.―Los hermanos y las madres siempre tienen prejuicios.―Sí, pero no es ese el caso.―Creo que lo mejor que podríamos hacer es matar a Volumna. Pero eso plantea un problema. Es muy resistente. Se necesita algo más que un topo hambriento para acabar con ella.―¿Sabes una cosa, Cuco? Creo que en ti también hay un poco de mi forma de ser.―¿De verdad? Pues espero que crezca.Codo con codo cruzaron la pradera y subieron la rampa que llevaba a la ciudad. Cada pocos pasos Cuco tenía que detenerse para tomar aliento. ―Esta ciudad es realmente grande. Ningún enemigo podría derribar estas murallas.―Tendrías que haber visto a los helenos con sus catapultas.―¿Pero y la puerta? Cielos, está hecha de bronce. Como si fuera un escudo gigante.―Los helenos contaban con arietes. Troncos de cedro con cabezas de bronce.―Bueno, pero aquí no hay helenos. Seguramente los dos podrían salvar a su madre. El y el rey de aquella ciudad tan fuerte y poderosa. El y su nuevo hermano. Ascanio pensaría en un plan que sería digno del astuto Odiseo. Después de todo, el padre de Ascanio —que había sido también su padre— y Odiseo habían combatido en la misma guerra.Pero Cuco estaba muy cansado. Había demasiada piedra en aquella ciudad y demasiada poca madera.CAPITULO IV
Había poco tiempo para pensar en Melonia y en la manera en que parecía haber salido del ayer sin perder al mismo tiempo su juventud. Seguía siendo una muchacha de pelo verde acostumbrada a realizar infinitas y agudas preguntas, seguía siendo una niña muy vieja, una mujer muy joven, salvo por el hecho de que ya no esperaba encontrarse con otro Saltarín, ni con otro Bonus Eventus, ni con otro Eneas. Lo que había perdido no era ni la capacidad de asombrar ni la belleza, sino la esperanza.
Ahora sólo había tiempo para pensar en Cuco.Detrás del hogar que había en el centro de la habitación, una escalera de madera llevaba hasta el segundo piso donde Ascanio dormía en una habitacioncita con una puerta dotada de pivotes, un astillero antiguo para las lanzas y una cama pequeña. Había perdido la cuenta de las veces que había subido por esas escaleras, duras como la piedra, fragante como el cedro, porque Cuco yacía en cama terriblemente enfermo, y Ascanio le había servido como sacerdote y médico, enfermera y hermano. Le había llevado una morcilla cocinada en la tripa de una oveja, procedente del hogar que había en el centro de la habitación. Pero Cuco no había podido tragar ni un pedazo. Le había llevado vino endulzado con miel y también leche de cabra, pero Cuco o lo había vomitado o había perdido el conocimiento tras unos cuantos sorbos. Le había llevado vellones de lana para calentarlo cuando era presa del frío, y esponjas para refrescarlo de la fiebre, y se había sentado en la cama a su lado escuchándole cuando hablaba sobre su madre o preguntaba sobre su padre. Daba la impresión de que todas las enfermedades convergían sobre él como una hueste de demonios malignos que tuvieran como objetivo su destrucción, sin que hubiera nadie que conociera el remedio, incluyendo al médico sacerdote Alceo, un hombrecillo castaño de paso ligero que hacía pensar en los grillos y al que Ascanio detestaba por dar la apariencia de sentirse indiferente en una época tan desdichada.Era ya el quinto día, y el peor, que Cuco había pasado separado de su roble en el Bosque Maravilloso. Quizá fuera el último. La enfermedad había comenzado el segundo día. Al tercero, Ascanio había manifestado su deseo de invadir el círculo de las dríadas con sus guerreros y devolver al muchacho a su árbol. Cuco le había disuadido con rapidez.―Te oirán llegar y quemarán el árbol. También se apoderarán de mi madre. Su voz sonaba gruesa y cansada, pero gozaba de una silenciosa autoridad. Ni una sola vez había lanzado un gemido o una queja.―¿Cómo puedo ayudarte, Cuco?―En el rollo que tenía mi madre acerca de la guerra de Troya se habla de un dios llamado Peón que sanaba a los olímpicos cuando eran heridos.―Ya le he ofrecido seis ovejas y doce gallos blancos. ¿Qué dioses locales hay?―Siempre se puede contar con Rumina, aunque hay que partir de la base de que es la diosa de Volumna, de modo que por ese lado no contamos con muchas esperanzas. Tendremos que esperar.La abuela de Ascanio y de Cuco, Afrodita, era la diosa del amor, no de la salud, pero por si acaso conocía al dios apropiado para tal enfermedad y podía interceder a favor de sus dos nietos —el enfermo y el preocupado—, le ofreció una sencilla oración:―Abuela, no voy a menudo a tu templo y sólo me he enamorado una vez, pero no castigues mis omisiones en Cuco. Es un buen muchacho —como su padre—.Ayúdalo y yo haré cualquier cosa que me pidas. Hasta casarme.Nadie, salvo Alceo que había adquirido sus conocimientos en Troya, recibió permiso para entrar en la habitación. Alceo, y el joven Meleagro, el que le había hablado sobre la muerte de Eneas en la escaramuza con los rútulos. Meleagro era un muchacho delgado y pequeño que tocaba la lira como si fuera un fauno y que, demasiado poca cosa como para llevar una espada, manejaba una daga con la agilidad de un ladrón troyano. En una de sus terribles vigilias Cuco había dicho:―Mi madre me canta cuando estoy enfermo. ¿Ascanio, por qué no cantas para mí? Canta algo que sea triste pero no demasiado triste.―Mi voz suena como un estanque de ranas. Pero conozco a alguien que puede cantar como un ruiseñor y también tocar la lira.Meleagro había adorado a Eneas. Llevó su lira y acudió al lado de la cama de Cuco y miró al muchacho con ternura y dolor y con el aspecto de aquel que había perdido a su propio hermano, Eurialo, y que comprendía por ello lo que Ascanio podía estar a punto de perder.―¿Querrás cantar para él?, preguntó Ascanio.Meleagro cantó:Atrapa al delfín azul
de la mañana en tu red.
Por la noche suéltalo;
Deja su sedoso ardor
a los pescadores que no tienen suerte.
―Todavía es por la mañana para nosotros, se apresuró a añadir Meleagro, ―y hay un montón de delfines que atrapar. Quizá juntos podamos atrapar algunos.Cuco le sonrió agradecido. ―Gracias, Meleagro. Cuando esté bien, ¿me enseñarás a utilizar la daga? Quiero acertar en el nudo de un árbol que esté a cincuenta pasos. El árbol de Volumna.―Pero tú también tienes que enseñarme a vivir en el bosque, a encontrar comida, a capturar peces y animales.―Con los peces se usa red. Con los animales hay que saber cuáles son enemigos y cuáles amigos. Las víboras y las comadrejas dan un estofado estupendo. Nunca atrapes un topo. Hazte amigo de los leones o apártate de su camino.―¿Qué se debe hacer en relación con los osos?Cuco cerró los ojos.―Vuelve más tarde, Meleagro, dijo Ascanio. ―Creo que tu canción le hizo bien.Le había animado pero no le había devuelto las fuerzas. Continuó debilitándose, perdiendo color y peso, como un árbol que pierde sus hojas y que tiembla ante la llegada del invierno.Ascanio no servía para esperar. Hacía viajes innecesarios escalera arriba y escalera abajo, llevando desde comida a tazones con agua pasando por mantas, sacrificando ovejas y gallos entre subida y subida (mientras mantenía apartado a Alceo con expresiones lacónicas: ―Ya lo haré yo sólo. Sé más de dioses de lo que sabes tú.)Pero al quinto día no quedaba nada por hacer salvo esperar, y se sintió tan agotado como Cuco, que yacía pálido y exhausto en la cama, entre períodos de sueño y períodos de vigilia, con la manta arrojada a los pies y los huesos trasluciéndose a través de su carne azulada. El mismo Ascanio apenas había dormido en cinco días. Estaba sentado al lado de la cama sosteniendo la mano de Cuco y sin darse cuenta acababa tumbando todo lo largo que era a su lado, cayendo a continuación en un desasosegado duermevela, hasta el punto de que oía el rebuzno ocasional de los asnos en el recinto exterior, el taconeo de las botas y el trasiego de los criados que se entregaban a sus tareas de traer leña para el hogar grande que había en el salón, el murmullo nervioso de los hombres que habían perdido a su rey y que se reunían bajo la ventana esperando que el hijo del rey pronunciara una palabra.Daba la impresión de que trepaba por un pozo lleno de secas hojas otoñales. Estiraba las manos para tocar las raíces y encontrar un lugar del que asirse pero sólo eran hojas crujientes que se rompían al contacto con él y que no le permitían acercarse más a la copa, donde una voz confusa hablaba palabras que no podía entender. Por fin, excavando con las manos de manera angustiosa se abrió camino saliendo de los muros que formaba la tierra y también de su sueño. Entonces vio que alguien estaba hablando.Lavinia estaba sentada en el lado contrario de la cama. Tenía una copa con forma de cabeza de carnero y estaba alzando la cabeza de Cuco con la mano libre y ayudándole para que bebiera.―Esto te hará bien, Cuco.―No puedo tragarlo.―Inténtalo. Es algo nuevo que te dará fuerzas.―¿Quién eres?―Alguien que desea con todas sus fuerzas que te pongas bien.Cuco empezó a beber.La cólera se apoderó de Ascanio como si fuera una tormenta de chispas que procedieran de un fuego atizado por el viento. Que Lavinia o cualquier otra mujer viniera sin ser llamada a las habitaciones de los hombres —que ella se atreviera a venir ahora, cuando Cuco estaba a las puertas de la muerte— era algo peor que desvergonzado, era imperdonable. ¿Y qué era aquel líquido verde y burbujeante que había en la copa?Lo está envenenando, pensó. Desea, que el hijo póstumo de Eneas se convierta en el rey de Lavinio después de mí. No Cuco. No el hijo de Melonia.Luchó para ponerse en pie, todavía drogado por el poco sueño roto tan rápidamente, y rodeó la cama para dar un golpe a la copa que Lavinia llevaba en la mano. Esta le miró sin que en sus ojos grandes y bovinos apareciera ni la sorpresa ni el miedo.Ella no tenía derecho a estar en la habitación y a dar a su hermano una medicina primitiva que sin lugar a dudas no serviría para nada. ¿Hierbas recogidas a la luz de la luna llena? ¿Sangre de una oveja sacrificada a Furrina, la diosa de los infiernos?Lavinia no interrumpió lo que estaba haciendo cuando vio a Ascanio dirigirse hacia ella ni tampoco bajó la copa de los labios de Cuco. Parecía que esperaba un golpe o, como poco, una orden de que abandonara la habitación, pero tenía la intención de volver a la primera oportunidad y renovar sus dosis. Parecía dotada de una obcecación estúpida pero inflexible.Cuco había vaciado la copa,―¿Qué es eso, Lavinia? ¿Qué le has dado? Ya sabes que lo vomitará.―Bellotas verdes, dijo. ―Trituradas en vino de bayas. Te olvidas de que yo también soy una mujer del bosque. La última capital de su padre, ahora gobernada por su hermano, era poco más que un villorrio al otro lado del Bosque Maravilloso; su ―país era una área de ciudad y de campos, granjas y bosques apenas mayor que el territorio que una vez estuvo rodeado por las murallas de Troya. ―Cuando era niña jugaba con una muchacha dríada. Su madre le dio una bebida así una vez que tuvo fiebre y se curó rápidamente.―La fiebre le viene de estar separado de su árbol. Escalofríos, hambre y también sed... ¿crees que las bellotas trituradas van a salvarlo?―Las bellotas... y su padre, dijo Lavinia.―¿El espíritu de mi padre?, gritó Ascanio. Los espíritus que habían sido admitidos en el Hades no podían, aunque quisieran, volver para hacer daño o para ayudar a los vivos excepto por medio de visiones en estado de vigilia o de sueños cuando estaban dormidos.―Su sangre, dijo Lavinia. ―La mitad de este muchacho es humana. Y su valor. Cualquier otro muchacho hubiera muerto al tercer o cuarto día.Era verdad. La mayoría de los hombres adultos hubiera muerto de estar tan enfermos como Cuco. Este no sólo no se había quejado, sino que incluso había intentado evitar que Ascanio se preocupara por él.Ascanio se sentó en la cama al lado de Lavinia. Pasó un buen rato antes de que pronunciara una sola palabra. ―No creo que nada pueda ayudarlo. Ni siquiera creo que pueda conservarlo en el estómago. Pero has querido ayudarle y eso es un buen gesto de tu parte. Sabes quién es, ¿verdad?―Claro que lo sé. ¿Crees que deseo que muera simplemente porque es un hijo que mi marido tuvo con otra mujer? Siempre he sabido de Melonia. Los faunos me cuentan cosas igual que a ti. Ese que se llama Desastre sabe un montón de chismes. He envidiado a Melonia durante todos estos años. Es la última mujer a la que amó tu padre. Pero nunca la he odiado. Eneas era un dios. Cualquier mujer que pudiera escoger seguro que lo merecía. Yo no lo merecí ni siquiera cuando era una muchacha. Carecía de esa delicadeza que buscaba en las mujeres. Pero no voy a hacer daño a este hijo suyo. Voy a ayudarle si puedo.Ascanio la miró sorprendido. Era verdad que sus ojos eran grandes y redondos y carentes de brillo —¿eran grises o castaños? Era difícil reconocerlo— pero no eran opacos ni tampoco, estaba seguro, estúpidos. La piel pálida y marchita, el cuerpo sin formas, los pechos caídos, las caderas demasiado anchas. ¿No había nada consolador en aquella vulgaridad? Aunque era una reina no exigía ni admiración ni obediencia. Lo que él había considerado estupidez era una falta de educación formal. No sabía leer; hablaba latín y ninguna otra lengua. Pero la educación formal no era lo mismo que la sabiduría. Nunca se había preocupado de amarla o de odiarla. Solamente sabía que le producía una sensación de profundo disgusto. (―¿No te gustan mucho las mujeres, verdad?, le había preguntado Melonia). Tomó la mano de Lavinia y apretó sus dedos huesudos y callosos. Siempre estaba ocupada en el gineceo, más como una sirvienta que como una reina, aunque Eneas le había suplicado que dejara el trabajo a las criadas. Tejer, cocinar, cocer el pan de trigo, colocar la ropa sobre las rocas que había al lado del río Númico antes de que éste se internara en el Bosque Maravilloso, limpiar una mesa con tierra de batán... siempre ocupada, siempre siendo ella misma, una sencilla mujer del bosque que había conseguido al hombre que amaba pero no el amor de éste. Había sido una joven agradable que había perdido su juventud, pero que no había desperdiciado el tiempo con el maquillaje o el carmín, con las joyas o las ropas teñidas de púrpura; había realizado su tarea como esposa y mujer y, cuando se le pidió —cuando la gente acudió a ella para que curara a sus hijos o los consolara por la mala cosecha o el hijo perdido— como reina. ―Tú y tus altivas maneras troyanas, le había dicho acusándolo. Las maneras de Lavinia eran humildes pero no bajas.Cuco dormía un sueño profundo y tranquilo. No había vomitado la poción.Ascanio y Lavinia lo vigilaban, en silencio y sentados a los dos lados de su cama; él sostenía la mano de ella y pensaba: Hace siete días perdió a su marido.Yo perdí a mi padre pero encontré a mi hermano y a Melonia. Hasta que Cuco cayó enfermo, mi pena fue mitigada y la pude compartir y eso la convirtió en algo soportable. ¿ Quién ha consolado a Lavinia salvo unas pocas mujeres ignorantes (aunque quizá igual que ella sean menos ignorantes de lo que yo he supuesto)?Cuco abrió los ojos cuando el sol poniente empezó a asomarse como un ave Fénix por la ventana cuadrada.―Me gustaría tomar más vino de ese, dijo.Ascanio miró a Lavinia.―¿Tienes más?, preguntó. Lavinia señaló una vasija de cuello largo que había a los pies de la cama.―¿Querrías llenarle una copa?, pidió Ascanio.Esta vez Cuco pudo sostener la copa entre las manos y vaciarla de unos cuantos tragos.―Es muy bueno, dijo. ―Ahora tenemos que empezar a pensar en mi madre.Ascanio abrazó a su pequeño hermano y pensó que se podían sentir sus escalofríos, de modo que lo abrazó aún con más fuerza para darle calor.―No llores, le dijo Cuco. ―No me voy a morir, y Ascanio se dio cuenta entonces de que era él el que temblaba y no Cuco, pero no se sintió avergonzado, ni siquiera delante de Lavinia. Se volvió para sonreírle, para darle las gracias.Pero Lavinia había abandonado la habitación. Su corpachón, sus sandalias ásperas y burdas, no habían hecho ningún ruido al pasar sobre los ladrillos rojos y azules del suelo.―¿Quién era la señora que me trajo el vino?―Era Lavinia.―¿La viuda de mi padre? Pero si estaba vestida como una sirvienta y no como una reina. Llevaba ese ropón liso y marrón sin ningún bordado con flores. Tenía la impresión de que las reinas usaban ropa púrpura. Teñida con la concha del murex.―Siempre va vestida de esa manera.―No importa. No necesita la púrpura. Es muy hermosa, ¿verdad?CAPITULO V
Ascanio y Cuco esperaban con impaciencia en el roble hueco de Rumino. El olor de las hojas impregnaba el aire; el brillante sol de la mañana pintaba de amarillo la puerta. Cuco estaba todavía un poco débil, pero demasiado fuerte como para quedarse en Lavinio mientras su madre era una prisionera dentro de su propio árbol, y él se hacía más fuerte con la emoción de su misión, con la sensación de su propia importancia y también de la necesidad que había de elaborar un plan para rescatar a su madre y humillar a Volumna. Los hombres de Ascanio esperaban en los linderos del Bosque Maravilloso. No debían ser vistos; no debían ser oídos por la hierba ni espiados por Desastre para luego ser descubiertos a las dríadas. Si era necesario serían avisados soplando en una caracola de tritón.
Cuco había llevado a Ascanio, sin que los vieran, hasta el árbol a través de aquellas encantadoras praderas donde a las dríadas les gustaba languidecer al sol. Eran como cobertores de hierba que gritaban de dolor si una sandalia las pisaba.Ahora estaban esperando la llegada de Pomona, que había sido anunciada durante varias semanas, en voz alta y con frecuencia, a todas las dríadas del círculo, a los faunos y centauros transeúntes de fuera del círculo, a Desastre e incluso a Cuco, señalando el día y la hora en que iba a visitar el Árbol. (―¿No tienes miedo de Silvano?, le había preguntado Cuco antes de la muerte de Eneas y antes de encontrarse con Ascanio. ―Mi madre es una reina, había contestado la muchacha. ―Rumino no consentirá que ese repugnante enano viejo tome el lugar del Dios.)―¿Qué pasará si no viene?, preguntó Ascanio, agitándose entre las hojas presa de la inquietud que aqueja a los hombres de acción que se ven obligados a planear en lugar de luchar.―Vendrá, dijo Cuco con certeza. Hace tres días había estado al borde de la muerte; hoy rebosaba de confianza en su hermano, en sí mismo y en un plan que había trazado personalmente. Ascanio le había explicado cómo los faunos asaltaban a las dríadas en el Árbol y cómo ninguna de las dríadas, salvo Volumna y Melonia, conocían el secreto.Cuco no se había sorprendido. ―Nunca me gustó el Dios. Me alegro de que no exista. Y puesto que no utiliza el Árbol lo podríamos hacer nosotros... para raptar a Pomona.―Si viene.―Pomona está lista para que le suceda "algo". Si no existiera el Árbol, creo que se las arreglaría para que un fauno le echara mano. Después diría que había saltado sobre ella desde un matorral y que había obtenido su placer a costa de ella. (Ascanio le había explicado cuidadosamente los hechos del sexo, y Cuco, lejos de sorprenderse, había comentado con deleite: ―Nuestra abuela fue muy hábil al pensar en una cosa así. No me extraña que los hombres la adoren. ¿Cuánto tengo que esperar todavía?)Resultó fácil sobornar a Desastre para que mantuviera a los otros faunos apartados del Árbol. ―Te daremos una armadura completa. Si el plan tiene éxito recibirás además una lira, una flauta y un tambor. Tú sólo podrás ser tu propio ejército.Pomona no los decepcionó. La escucharon cuando se despedía de Volumna, que la había escoltado hasta los confines del campo. No pudieron oír, pese a las orejas puntiagudas de Cuco, lo que decía a su madre mientras se bebía el narcótico, pero escucharon su timbre de voz, su confianza, su certeza, mientras dejaba a su madre para reunirse con el Dios. Daba la impresión de que iba a un festival de la cosecha, de esos que terminan en orgía. Oyeron cómo cruzaba el campo y entonaba una cancioncilla, bastante parecida a la que se deriva del zumbido de las abejas cuando se reúnen en torno a una higuera (¿o se parecía más al ruido de las avispas?)Se ocultaron entre las sombras pegándose contra los muros de corteza que había entre las protuberancias de madera mientras ella abría la puerta, la cerraba después cuidadosamente a su espalda, se tumbaba entre las hojas, formaba luego con ellas una especie de lecho, se despojaba de sus joyas —collar, brazaletes, horquillas en forma de abeja— y se despojaba de su túnica como una serpiente que mudara de piel, para complacerse en su desnudez. El sol que brillaba en el exterior del árbol le había deslumbrado los ojos; de no haber sido así los hubiera visto. Podría haber gritado antes de que Volumna saliera del radio de alcance de sus gritos. Finalmente, terminó por verlos, al menos a Ascanio.―¿Eres el Dios?, preguntó anhelante. ―Todo lo que puedo ver es una silueta alta y espléndida. Ascanio dio un paso en dirección a ella. Pomona intentó levantarse de entre las hojas y cayó lánguidamente en sus brazos. La droga había comenzado a actuar. Pomona resultaba agradable al tacto, suave, redondeada y madura. No le agradaban las jovencitas, pero el cuerpo de Pomona, por muy limitada que fuera psíquicamente, era el de una mujer joven.Sus intenciones se opusieron a su deseo, pero no podía dejar de pensar: Vaya desperdicio, qué desperdicio más estúpido es que las dríadas se nieguen a entregarse a los hombres. Quizá las cosas acabarán cambiando...―Bueno, ¿lo eres?, repitió Pomona. A las princesas de las dríadas, al parecer, no les asustaban los dioses.―No. No hay ningún dios aquí. Soy el hijo de Eneas, Ascanio, y acabo de hacerte prisionera. No grites o te golpearé.―¿Ascanio?, susurró Pomona embargada más por una emoción complacida que por el miedo. ―El violador. ¿Vas a apoderarte de mí?―Sí, para llevarte a Lavinio.―¿Qué harás allí conmigo?―Tendremos una larga conversación.―¿Así es cómo lo llamas? Ya te darás cuenta de que soy muy ignorante en esas cosas. La verdad es que no me sorprende lo del Dios. Las viejas se toman las cosas con fe pero mis amigas y yo nos hemos preguntado desde hace tiempo que sucedía exactamente en el Árbol. Hasta tenemos envidia de nuestras desvergonzadas hermanas del norte que hacen el amor en los campos. A fin de cuentas, ¿quién puede querer quedar embarazada mientras duerme? ¿Quién está contigo, Ascanio? Veo a alguien más entre las sombras.―Cuco, respondió Cuco.―Eres demasiado joven para este tipo de cosas. ¿O no? Da la impresión de que has crecido mucho últimamente. Bueno, no importa. Siempre me he burlado de ti, Cuco, aunque mi madre me castigaba cuando le decía que no pensaba que fueras feo. Sólo desgarbado. Mi madre te llamaba el cachorro de Eneas. Su habla había comenzado a hacerse más lenta y menos inteligible. ―Esos niños de orejas puntiagudas que dejamos abandonados. ¿Quién sino un... fauno podría ser su padre? Yo personalmente prefiero un ser humano, diga mi madre lo que quiera. Ahora que me lo has dicho, Ascanio... me gustaría que me hicieras lo que quisieras antes de dormirme. Está muy bien esto de tener un hijo... pero no me gusta nada la idea de perderme el cómo se hace. ¿Tenemos que esperar hasta llegar a Lavinio?―Sí.―Quizá sea mejor. Así tendré tiempo de despertarme... y hacer las cosas como es debido en una cama en lugar de tumbada entre estas hojas que pinchan.―No comprendes. Vas a ser mi huésped, no mi concubina. Con un gesto que tenía algo de desesperado intentó envolverla en su túnica. Pomona no le ayudó en absoluto. En su debilidad parecía estar retirando la ropa que Ascanio intentaba ponerle. Zeus misericordioso, ¿es que la poción nunca iba a hacer que se callara?―¿No me lo vas a hacer ni siquiera una vez?―No.Se desvaneció desnuda en sus brazos, por fin inconsciente, aunque resultaba difícil saber si se debía a la droga o a la decepción.―Voy a seguir a Volumna, dijo Cuco. Aquello formaba también parte de su plan. Ascanio hubiera deseado llevar consigo a Meleagro para perseguir a la peligrosa dríada. ―Pero soy yo el que conoce el bosque, había argumentado Cuco. ―Y las dríadas no me harán daño. Ni siquiera cuando les diga que tengo a la hija de Volumna.Ascanio levantó a la muchacha que yacía en sus brazos. La túnica apenas le tapaba las caderas (no llevaba ropa interior, decididamente carecía del sentido de la decencia) y la sacó del Árbol. Hizo una pausa para ver cómo el muchacho de piernas largas cruzaba la pradera, evitando las margaritas; lo siguió mentalmente mientras atravesaba el bosque y por fin llegaba al círculo de los robles, al árbol de Volumna, y finalmente al árbol donde Melonia esperaba con tristeza desde hacía una eternidad noticias referentes a su hijo.Volumna entró en la sala con un aspecto que hacía pensar más en una reina conquistadora que en una madre preocupada. Su pelo levantado brillaba de malaquitas y amatistas (¿cuál de ellas tenía una punta mortal?). Sus sandalias de piel de antílope caminaron sobre los baldosines azules con pisadas precisas. Una abeja de esmeralda brillaba entre sus pechos sin ningún apoyo visible. Aunque era más baja que cualquiera de las mujeres humanas que había en la sala —que las sirvientas de Lavinia, que la miraban con indignación y envidia—daba la impresión de ser alta; brillaba al andar, igual que las joyas. Sólo su pelo plateado hacía sospechar cuál era su edad increíble... ¿trescientos cuántos años? Verdaderamente era una reina.Pero Ascanio no estaba impresionado. Se acordaba de Hécuba, se acordaba de Helena. Estaba sentado en el asiento de yeso de su trono flanqueado por grifos; un manto púrpura le caía sobre los hombros; su corona de crisolitas resultaba menos brillante que su extravagante cabello rubio. No le gustaban ni el trono ni la pompa ni la corona; tampoco le gustaba sentarse en el lugar en que había estado sentado su padre. Pero le gustaba ver cómo cruzaba Volumna la habitación frente a sus guerreros, dispuestos en los muros, y enfrente de Cuco y de Lavinia que, sentados en tronos más pequeños, estaban a su izquierda y a su derecha.Pomona estaba sentada en un taburete de tres patas a sus pies. Meleagro había recibido la misión de vigilarla. Había dejado de hablarle sólo cuando entró su madre en la habitación, había estado hablando con más animación de la que cabría esperar en una muchacha cuyas mejillas habían perdido su brillo acostumbrado. Era el segundo día que pasaba separada de su árbol.Volumna saludó a su hija con una sonrisa rápida y alentadora, pero la sonrisa se convirtió en una mueca cuando tuvo que enfrentarse con Ascanio.―Arrodíllate, dijo Ascanio.Volumna se limitó a inclinar su cabeza ligeramente.―Arrodíllate, puta, antes de que te haga subir esas escaleras y te trate como lo haría un fauno. ¿Acaso Medusa te ha convertido en piedra?Volumna se arrodilló con dignidad forzada.―Saluda a mi hermano y a la viuda de mi padre.Cuco no esperó a que lo saludara. ―¿Está mi madre bien? ¿Le has llevado comida y bebida?―Vino y perdices, bellotas y faisán, dijo Volumna. ―Ha comido mejor que cuando eras tú el que le proporcionaba alimento.―Lo dudo, dijo Cuco. ―Y todavía no te has arrodillado ante mi madrastra.Volumna repitió su reverencia. ―Lavinia, como mujer y como reina, apelo a ti, que eres también mujer y reina. ¿Es correcto que me vea humillada ante el hijo de tu esposo con otra mujer? La reina de los volscos, Camila, fue amiga mía. Ella y tú podríais haber sido amigas.Lavinia, que se sentía incómoda en el estrecho ropaje de color lavanda y que daba la impresión de encontrarse mejor en la cocina que en el salón del trono, repentinamente se convirtió en la reina a la que Volumna había apelado.―Tu amiga Camila combatió contra mi esposo y tú le enviaste lanzas. Antes preferiría ser amiga de una araña venenosa.―Ya está bien de cumplidos, dijo Ascanio. ―Ocupémonos de los negocios. Tú tienes algo que yo deseo, Volumna. La libertad de Melonia para dejar su árbol.Para dejar el Bosque Maravilloso, si decide hacerlo, y visitar Lavinio con su hijo, al que he nombrado mi heredero. A cambio, yo tengo algo que tú deseas. A tu hija. Me parece un intercambio ideal.El discurso de Volumna no fue precipitado pero resultó menos imperativo que el que, doce años antes en el bosque, había dirigido a Ascanio y a su padre cuando dejaron el Árbol. Cuando se encontró con la mirada de Ascanio, parpadeó como si mirara al sol, aunque la única luz que había en la sala era la del hogar grande, donde giraban los corderos ensañados en estacas, y la que entraba por las ventanas.―Melonia no se encuentra en peligro. Es verdad que está prisionera dentro de su árbol, pero sus pecados han sido indescriptibles. La perdoné hace mucho tiempo cuando se acostó con tu padre, pero cuando se reunió contigo a orillas del Númico, perdió para siempre la posibilidad de que yo tuviera una buena opinión de ella.―Sólo hablamos.―No importa. Sabía lo que estaba haciendo. Rompió la promesa que me había hecho.―Vuelve a perdonarla.―No puedo creer que vayas a hacer daño a mi hija, sientas lo que sientas por mí. Eres el hijo de Eneas. ¿No presumía él de ser compasivo?―Soy el hijo de Eneas, dijo Ascanio, ―pero tengo entendido que le llamaste carnicero. Cualquiera te podrá decir que yo tengo menos corazón que mi padre.Si él fue un carnicero, yo soy un cíclope. No, no voy a hacer daño a tu hija.Simplemente dejaré que se muera al carecer de la cercanía de su árbol.Después de que mis hombres y yo nos hayamos divertido con ella.Una vez, estando con su padre, había notado la semejanza que tenía con una araña venenosa. Todavía tenía el aspecto de poder escupirle veneno.―Me gusta estar aquí, madre, se apresuró a decir Pomona. ―Han sido muy agradables conmigo, especialmente ese joven encantador que se llama Meleagro.Pero estoy un poco cansada. Echo de menos nuestro árbol. La salud había desaparecido de sus mejillas. Era como un higo asediado por las abejas.Volumna habló con esfuerzo. ―Muy bien, Melonia obtendrá la libertad.Ascanio no se molestó en ocultar su escepticismo; la verdad es que lo puso de manifiesto de la misma forma que hubiera blandido la cabeza de un enemigo en lo alto de una pica. ―¿Pero la conservará una vez que devolvamos a Pomona?Nunca he tenido razones para creerte salvo cuando has expresado tu irrazonable odio por los hombres.―Tienes mi palabra. Te juro por Rumina, la madre nutricia, que...―Tu palabra y tu diosa valen tanto para mí como el lodo de las orillas del Tíber. Sólo tu hija tiene algún valor para mí. Tengo la intención de conservarla hasta que tenga alguna prueba de tus promesas. Es cierto que está perdiendo el color, pero no creo que muera antes del tercer o cuarto día. Esas son mis intenciones. La mantendré en el palacio. Será alimentada, atendida, tratada como una invitada y no como una prisionera, tal y como la ves ahora. Mientras tanto, conduciré a mis mejores hombres —aproximadamente unos cincuenta de mis guerreros más curtidos— en vuestra cámara del consejo. Allí reunirás a tus dríadas —no tendrás la posibilidad de ordenar a tus abejas que caigan sobre nosotros— y hablarás a tus amigas sobre el Árbol... sobre tus mentiras... sobre los faunos. Quizá cuando escuchen la verdad encuentren que lo más adecuado es elegir una nueva reina. Una que trate a Melonia y a su hijo como se merecen. De lo contrario, seré yo el que tome la decisión por ellas y me ocupe de cierto árbol antiguo que hay en vuestro círculo de robles. En cuanto al hecho de hacer promesas que más tarde tengas intención de romper, debo decirte que carezco de la compasión de mi padre con referencia a la posibilidad de destruir a tu tribu. Eneas la perdonó porque Melonia creía que eran sus amigas. Pero sólo Segeta ha demostrado serlo. Puede que hayan ignorado a Melonia sólo porque te temen. Sea por lo que sea, lo cierto es que la vida de Melonia ha sido solitaria y sin amigos durante doce años, y lo mismo ha sucedido con la de su hijo que es mi hermano.―Como quieras, dijo Volumna. ―Convocaré al consejo para la hora antes de que se haga de noche.Ascanio se volvió a Cuco y a Lavinia. ―¿Tiene la reina de las dríadas vuestro permiso para abandonar esta sala?―Eres una mujer perversa, dijo Cuco. ―¿Recuerdas el topo que mordió tus raíces cuando yo era pequeño? Fui yo quien le mandó. Ahora puedes marcharte, pero si haces daño a mi madre, te enviaré algo peor.Cuando dejó la sala, Lavinia susurró a Ascanio. ―No me fío de ella. Sus ojos parecen cerrados hasta cuando están abiertos como platos.―Ya lo sé, dijo Ascanio, ―pero no tengo la menor intención de que me muerda.Ascanio era considerablemente menos confiado de lo que nadie hubiera podido imaginar por su manera de andar y por su aspecto externo... nadie salvo Cuco, que parecía saber siempre lo que sentía. Pero Cuco estaba a salvo en Lavinio, sin dejar de insistir en su deseo de acompañar a su hermano. ―Guarda a Pomona, le había dicho Ascanio. ―Haz que Lavinia le dé esa bebida hecha de bellotas. No servirá para salvarla porque no ha tenido un padre humano como tú, pero sí para prolongarle la vida, y la verdad es que no queremos que se nos muera estando en nuestras manos.Había colocado hombres a la entrada de la cámara del consejo para examinar a las dríadas que entraban y quitarles las horquillas venenosas y las otras armas que pudieran llevar. El se encontraba protegido en la cámara por hombres armados —unos veinticinco elegidos de entre los mejores— con espadas y escudos, grebas y corazas. Pero Volumna era tan traicionera como un fauno, y los fríos e impasibles rostros de sus amigas no inspiraban ninguna confianza.Hizo su confesión sin evasiones, con los tonos secos y lacónicos de un centinela del ejército: la destrucción de su tribu por los leones; la muerte de su madre al año siguiente; su confianza en el fauno que se había convertido en su amigo sólo para violarla; la verdad acerca del Árbol.―No deseaba que conocierais una verdad tan dolorosa, concluyó Volumna.―Quise evitaros mi propio conocimiento y la consciencia de vuestra humillación. No pido que lo aprobéis, sólo os ruego que no me juzguéis. El único movimiento que se produjo fue el de las temblorosas sombras arrojadas por las lámparas llenas de aceite de oliva y por el brasero abierto que proporcionaba los carbones para encenderlas. El único sonido era la respiración trabajosa de las dríadas, cuyos pensamientos resultaban tan imposibles de leer como sus rostros, y la respiración más ruidosa de hombres bravos pero temerosos que no deseaban parecer cobardes frente a aquellas mujeres que los odiaban.Ascanio no podía leer los rostros de las dríadas que parecían un conjunto de pétalos blancos contrastados con la noche terrenal. Pero la verdad es que nunca había sido muy bueno a la hora de leer el rostro de una mujer, ni siquiera a la luz del sol. Un hombre podía aparentar rudeza o valor o tristeza. Le resultaba muy difícil parecer inescrutable. Una mujer, sin embargo, adoptaba la apariencia que deseaba, y entre sus posibilidades estaba la de adoptar la inescrutabilidad de una sibila.Ni un solo niño había acudido al consejo, sólo estaban presentes las muchachas jóvenes y las mujeres maduras, es decir las personas que habían visitado el Árbol o estaban a punto de hacerlo. ¿Es duro para ellas, pensó Ascanio intentando imitar las sabias y cuidadosas deliberaciones de su padre.Es duro para ellas aprender en tan poco tiempo que sus enemigos han sido sus amantes, que su dios es un mito, y que su reina, por las razones que sea, es una embustera.Miraba cara tras cara e intentaba sentir piedad por ellas y se sorprendió al ver que, después de todo, no eran iguales en su impasibilidad, sino que actuaban de manera individual, que cada una de manera distinta experimentaba y ocultaba lo que les había sido revelado. Segeta no era Volumna; estaba helada pero no era fría, era escarcha pero no nieve. Rusina —¿se llamaba así la dríada que tenía las orejas parecidas a una polilla?— miraba alternativamente a Ascanio y a Volumna como si fuera presa de un espectro de dolor. Quizá quedaba esperanza para ellas. Quizá estarían dispuestas a elegir a una reina distinta de Volumna y el Bosque Maravilloso dejaría de ser una amenaza para los hombres, y las dríadas y los guerreros podrían charlar y quizá —¿quién podría saberlo?— hacer el amor. (Afrodita sabía que la mayoría de las mujeres eran seres sencillos y patéticos; troyanas ancianas, resecadas por mares hostiles; sus hijas, que no habían florecido en esta tierra ajena; y las sirvientas de Lavinia que, como ella, empezaban a decaer y a marchitarse tras pasar la flor de la juventud).Era Segeta la que hablaba y dio la impresión de que confirmaba la esperanza de Ascanio. ―Pero, Volumna, ¿no deberíamos haberles permitido que eligieran?Hemos sido utilizadas por los faunos. Hemos abandonado a nuestros hijos varones para que los devoraran los leones. Nos hemos comportado cruelmente con Melonia y con su hijo.―Os evité el dolor que implica tener que elegir. Esa es una prerrogativa de las reinas y también en ocasiones es su angustia.―Pero ahora no tenemos elección. Ni siquiera tú la tienes mientras tu hija esté retenida en Lavinio.A la luz de aquellas lámparas centelleantes, Ascanio tuvo la impresión de que una resolución trágica se había reflejado en el rostro de Volumna. Había en ella una especie de grandeza. Hasta ahora siempre la había utilizado para el mal.¿Lo seguiría haciendo ahora?La reina alzó los brazos como si fuera a exhortar a su pueblo para que orara a la Madre nutricia.―Siempre hay posibilidad de escoger alternativas, aunque sea solamente la de elegir la manera en que vamos a morir. La vida parecía desaparecer de su rostro, como si hubiera estado apartada de su árbol durante mucho tiempo.Aplastada por el silencio y el cansancio cayó de rodillas. Ascanio estuvo a punto de sentir compasión por ella. Parecía que la reina estaba a punto de desvanecerse.Había, sin embargo, otra entrada en la habitación, oculta en el sucio suelo —un círculo de madera con rebordes de cuero que Volumna estaba levantando como si se tratara de la tapa de un barril de vino—. Ascanio alzó su espada inmediatamente.―Volumna, mis hombres te matarán si intentas abandonar esta cámara.―Esta cámara es mía, dijo la reina sonriendo. ―Sois vosotros los que vais a abandonarla para dejar sitio a quienes son amigos míos.El horror entró en el lugar. Se trataba más bien de un centenar de horrores, de arañas venenosas. Como una insidiosa marea negra, fluyeron desde el pozo, desde las catacumbas de la tierra, desde el laberinto que llevaba al Hades. Era una marea negra que fluía como si estuviera exhortando a la luna, de una manera lenta, rítmica e inexorable. Ascanio había previsto un ataque de las abejas; había desarmado también a las dríadas quitándoles sus horquillas venenosas. Pero que utilizarían a las auténticas suministradoras de veneno, amadas por las dríadas, obedientes a ellas, mascotas de ellas como los gatos lo eran de los troyanos que no habían sido derrotados —era algo que sólo su padre podía haber previsto, evitando a la vez que tal amenaza tuviera resultados.No cabía duda de que había una cantidad considerable de veneno en sus mandíbulas que brillaban con un destello ambarino a la luz de las lámparas... asemejándose a ramitas secas que hubieran sido arrastradas por el viento.Había incluso una belleza letal en ellas, una fuerza tan natural como lo es la lava, que obedecía unas leyes que sobrepasaban el conocimiento de Ascanio, puesto que resultaban mortales para aquellos que intentaban detenerlas pero no eran conscientemente malas.La habitación pareció morir. Era la luz que moría, las lámparas que se iban extinguiendo en rápida sucesión, debido también a rápidos soplidos de las dríadas que estaban más cerca de las mismas. Con aquella luz mortecina tuvo sólo tiempo de leer la sorpresa en la mayoría de los rostros de la gente que estaba allí reunida. Por una vez, no tuvieron tiempo para componer sus facciones de manera que se asemejaran a máscaras impasibles. No tenía la menor duda de que Volumna había planeado el ataque cuidadosamente, de que había conducido a las arañas venenosas desde el nido que tenían bajo su propio árbol, pero, por lo visto, no se había atrevido a aliarse en sus propósitos con todas las demás dríadas. Sólo había compartido su plan con aquellas cuya lealtad ella sabía que resultaría incuestionable incluso tras la revelación del asunto de los faunos. Pero era un pobre consuelo pensar que la mayoría de las dríadas no estaban preparadas para la traición de Volumna. En cualquier caso seguían siendo sus súbditos. Seguían siendo las dueñas de la marea que avanzaba aplastando las hojas secas con un sonido que era tan increíblemente inofensivo como el de las gotas de lluvia.Ahora sólo podía ver los ojos verdes que brillaban con su propio fuego. La marea negra se había convertido en una noche estrellada. Hermosa, hermosa pero mortal. Dispuesta a extenderse con rapidez por sus pies produciendo innumerables muertes individuales. El era el rey, él era el hijo de Eneas. Tenía que hablar o que actuar para salvar a sus hombres.Hablar primero, actuar después... resultaba difícil para este hombre de acción. ―Volumna, ¿permitirás que muera tu hija?―Sí, Ascanio. Y los hombres que dejaste en Lavinio pueden venir y destruir nuestros árboles. Pero vosotros moriréis. Tú y los hombres de esta habitación, y muchos de aquellos que vengan a vengaros.Algunas de las dríadas habían comenzado a dar silbidos de notas dulces como las de una flauta similares a los que emiten las señoras para llamar a sus mascotas. La ola había comenzado a dividirse, a separarse; las arañas se estaban moviendo entre los hombres.Se salvó del primer ataque por los ojos. Se detuvieron y se fijaron en él. Pudo escuchar sus mandíbulas chasqueantes. Aun sin ver, visualizó en la oscuridad las ocho piernas contraídas, oscuras y peludas, que se estaban concentrando para dar el salto fatal. Tenía lanzas en sus costados, llevaba jabalinas mortales. Acabó con ella utilizando un arma aún más mortal; aplastó su cuerpo con la gracia de un guerrero que en la infancia había podido observar a Aquiles; cuando era más joven había combatido al lado de su padre. Sintió el crujido de aquellas patas; escuchó cómo el ruido de un cuerpo que se arrastraba por las hojas que había a su otro lado, se volvió y pisó salvajemente con su sandalia el lugar de donde procedía el ruido, y sintió a través de la suela de cuero cómo el cuerpo muscular se desvanecía en la muerte.Su voz sonó como un escudo contra el que se hubiera golpeado. ―Dríadas, vuestra reina ha dicho que siempre hay alternativas. Ahora podéis optar por la vida. Podéis elegir los padres de vuestros hijos. Sabéis que los faunos son unos salvajes malolientes. Pensáis que los hombres son unos salvajes. ¿Pero han tratado a vuestra reina con crueldad o traición?El silencio invadió la habitación. Un silencio que era tan resonante como el negro cuando se le compara con el color. No quedaba nada que decir; sólo había que actuar.No podía golpear con su espada en la oscuridad; habría herido a sus amigos a la vez que a las dríadas. Sólo podía pisar a aquellos seres mortales de ocho patas, con su objetivo pintado en los ojos, en unos ojos fríos y que no parpadeaban, unos ojos que no podían ocultar. Quizá moriría; la mayoría de los hombres morirían también. Cuco se convertirá en un rey sabio. Pero, ¿qué sería de Melonia? Se vería bajo la maldición de una semiinmortalidad. Encerrada perpetuamente en su árbol, con el Sueño Blanco cediendo ante la verde primavera (aunque no para que Melonia pudiera disfrutar de ello); con los años convirtiéndose en generaciones (aunque no para que Melonia pudiera disfrutar de ello). Mi padre tenía razón. Su amor era muerte.Aquí y allí, en respuesta a los dulces bisbisees pronunciados en voz baja, siguieron moviéndose aquellos seres horribles, rodeando a sus hombres, envolviéndole a él en un círculo... Levantó su escudo para enfrentarse con un segundo asalto y sintió un choque contra el agudo bronce.―Ya hemos padecido bastantes mentiras. Habló la fría Segeta con fuego.―¿Porqué deberíamos morir para satisfacer el loco orgullo de una mujer dura y vieja? ¿Por qué deberíamos hacerlo por ella que está dispuesta a sacrificarnos a nosotras y a su hija a la vez? Ayudadme a encender las lámparas.Los carbones semiextinguidos del brasero, al recibir el soplo del aire, tomaron una tonalidad naranja. Segeta levantó un carbón con un brillante morillo de cobre. ―Ayudadme a encender las lámparas.Los muros temblaron sobre la parda tierra y las amistosas raíces, y cada lámpara brilló como una luna separada. La noche comenzó a perder sus estrellas mortales.―Chus, chus, empezó a decir Segeta, devolviendo a las arañas a su nido, y otras se le unieron en la ejecución de aquel dulce y penetrante silbido exorcizante. Era como si la tierra reafirmara su supremacía sobre el Mundo Inferior, como si la vida proclamara su superioridad sobre la muerte.―Elegiremos una nueva reina, Ascanio.CAPITULO VI
Cuco corrió por entre los árboles en dirección a Lavinio. Sus largas piernas se deslizaban con tanta ligereza por encima de las hojas de olmo y de las uvas caídas de las viñas, por encima de las raíces y de las piedras, que a penas sintió nada bajo sus sandalias. Se sentía... fuerte, ágil e importante. Importante por su misión. Llevaba un mensaje de su madre a Ascanio: ―Las dríadas vendrán a jurarte vasallaje cuando el carro del sol cruce el cielo. Hacía ya tres días que había salido de la prisión de su árbol como si viniera del Sueño Blanco, es decir, pálida y trémula. Hoy Cuco la había dejado tan radiante como cuando las cigüeñas regresaban de Libia y su árbol se encontraba adornado con brotes y nidos.
Ascanio no había esperado para saludarla; dejó apresuradamente la cámara del consejo para dirigirse a Lavinio y liberar a Pomona. Nadie había visto a Volumna desde que había sido depuesta como reina. No había regresado a su árbol ni siquiera para saludar a su hija.Cuco comenzó a silbar cuando llegó a la orilla del Númico. De pronto se detuvo; quizá con la intención de llorar ante la tumba de su padre.―Padre, musitó, ―¿estás bien en los Campos Elíseos? Había oído que los muertos volvían en sueños para consolar a los seres que habían amado, y la verdad es que pudo escuchar su voz. ¿Fueron los árboles que sonaban con los golpes de los pájaros carpinteros y de las alas de las golondrinas? ¿Fue el espectro de su padre o fueron las imaginaciones de su propia mente? ―No te preocupes por mí en esta época feliz en que troyanos y dríadas han aprendido a vivir en paz. Cuando Melonia y Ascanio pueden reunirse como amigos, y tú eres uno con ellos.El siguiente sonido que oyó no estaba en el interior de su mente. Las hojas eran apartadas, la tierra era pisada, ligera, cuidadosamente, y no obstante, eran las pisadas de alguien de cierto tamaño. Eran las pisadas de un león, ¿qué otra cosa podía ser? Empezó a cruzar el río y apresuró sus pasos. No era cuestión de correr el riesgo de encontrarse con un león desconocido que posiblemente andaba en busca de comida. Pero algo en aquellas pisadas le resultaba familiar, era el aroma a piel y tierra. Era el amigo de Saturno, el mismo animal que se había hecho amigo de Ascanio y de él cuando se habían encontrado con Melonia al lado de la tumba de su padre. Resultaría impensable que no intercambiaran un saludo.Entre dos hayas, en medio de unos matorrales de bayas, se abría una estrecha senda que penetraba en la profunda oscuridad del bosque de Saturno.―Cuco.Volumna estaba en medio de su camino, aún más se lo estaba obstaculizando. Su desgarrado vestido estaba lleno de arrugas. Su pelo estaba caído, sin tocado, sobre las orejas, y los tonos plateados habían borrado casi los verdes, parecía la nieve envolviendo a la hierba. Tenía la apariencia de ser una mujer muy vieja; ahora sí que aparentaba los trescientos y muchos años que tenía.Se había llevado una cerbatana casi a la altura de los labios, era un arma pequeña y delicada forjada en plata y de un aspecto tan inofensivo como el de una flauta. Al menor movimiento, su boca tocaría la boca del arma; con un ligero soplido, la muerte volaría hasta el rostro de Cuco, hasta su corazón, a cualquier lugar que ella decidiera apuntar. Su puntería era formidable; era famosa por su capacidad para dar en el ala a un pájaro carpintero a una distancia de cincuenta pasos. Podía embestirla; podía correr, pero no tenía la menor posibilidad de escapar de sus dardos.―He estado esperándote, dijo Volumna. ―¿Vas a Lavinio?―Sí.―A reunirte con tu hermano. El otro hijo de Eneas.―Sí, Volumna.―Hay algo que quiero que sepas. Tenía un aspecto tan pálido y tan envejecido que por un increíble instante Cuco pensó: Va, a pedirme que interceda en su favor ante mi hermano.―Tu padre murió en una escaramuza con los rútulos.―Lo sé.―Fui yo quien los vio en el bosque. Habían venido a cazar, nada más. Pero le dije a Desastre: ―Han destrozado vuestras redes. Han atacado vuestro campamento. Han matado a algunos de vuestros amigos. Debes decírselo a Eneas. El los combatirá para ayudaros. Desastre me creyó e hizo lo que le dije. Ni siquiera tuve que sobornarlo.―Y mi padre vino y los rútulos lo mataron...―Vino pero no fueron los rútulos los que lo mataron. ¿Crees realmente que aquellos patéticos y harapientos guerreros podrían haber hecho caer al héroe de Troya? Estuvo luchando con tres de ellos a la vez y hubiera podido hacerlo con más. Los escudos caían hechos pedazos ante su famosa espada. Un hombre cayó a sus pies. Otro tuvo que huir. Eneas dio la espalda a la maleza, los matorrales, los árboles. Fui yo quien lo alcanzó. No me vio nadie. Nadie puede ver a una dríada con su túnica de color verde hoja cuando ella no desea que la vean. Para los rútulos y los troyanos, yo era hojas y bruma y nada más. Fui yo quien mató a tu padre.Dejó de sentir miedo hacia los dardos de Volumna. Once años de cólera lo consumieron como si un rayo de Zeus hubiera caído sobre él. Era un árbol al que los cielos habían encendido con fuego sagrado. A diferencia de un árbol, sin embargo, podía moverse, abalanzarse, atacarla a pesar de su arma, a pesar de sus dardos y de su rápido veneno. Cuco podía saltar con más rapidez que una araña venenosa.Pero siguió quieto. Algo se movió enfrente de él, apareció otro destello aún más mortal procedente del bosque de Saturno. Los agudos oídos de Volumna habían olvidado la primera regla del bosque: Nunca olvides escuchar.―Amigo, gritó Cuco. ―No te la tragues entera. Te envenenarás con sus dardos.La advertencia resultó innecesaria. El amigo de Saturno era lo suficientemente cuidadoso como para arriesgarse a sufrir un dolor de estómago.Con la destreza de un cocinero que estuviera preparando un manjar para el banquete de un rey, había despojado a Volumna de todos los impedimentos pequeños e indigestos como eran la ropa, las horquillas y los dardos. Ahora ya podía disfrutar tranquilamente del festín.El bosque estaba empezando a encontrarse con la llanura. Guiadas por su nueva reina —ni siquiera Cuco sabía a quien habían elegido— las dríadas acudían a jurar obediencia a Ascanio, rey y conquistador. Habían tejido coronas de narcisos para su pelo; llevaban cestas abarrotadas de granadas que parecían oro rojo. Podía haber sido un festival, podía haber sido un funeral. Quizá era ambas cosas.Ascanio y Cuco las esperaban en la cima de la rampa que ascendía desde el campo hasta la ciudad. El campo despedía un aire de fiesta debido a los faunos y a los centauros, que se habían reunido desde los confines más lejanos del Bosque Maravilloso para observar cómo las odiadas dríadas se humillaban ante los troyanos. Los centauros, agricultores siempre, a fin de cuentas, habían sembrado el campo con tenderetes —redondos kioscos de madera cubiertos por lonas azules— donde esperaban vender sus verduras, sus lentejas, sus calabazas y sus zumos. Los faunos no habían venido a trabajar, solamente acudían para contemplar la confrontación, y posiblemente para robar lo que no se vendiera o no se vigilara. Cuco olfateó el aire, que estaba repleto del olor a pescado echado a perder y a fruta fresca, y al sucio Desastre, notablemente activo, ataviado con un yelmo y un peto y llevando también una flauta, dando el aspecto tanto de estar a punto de atacar una ciudad como de disponerse a tocar una melodía.En el interior de la ciudad, la mayor parte del populacho, unos trescientos hombres, mujeres y niños, se había colocado en las murallas para saludar a las dríadas; estaban todos, salvo los que protegían la rampa, así como el rey, su hermano y Lavinia, ya que de momento Ascanio seguía sin fiarse enteramente de las dríadas.―Por lo que sabemos, la nueva reina puede ser incluso peor que Volumna.―Pomona es demasiado joven para ser reina, dijo Cuco intentado tranquilizarle.La procesión salió ondulando del bosque como si fuera una gran serpiente verde, y Cuco tuvo que esforzar la vista para distinguir las distintas túnicas y recordar que las dríadas no siempre actuaban al unísono. Se había criado entre ellas pero todavía seguía teniendo la impresión de que la dríada era un ser que obedecía a su reina sin cuestionarla en absoluto, como si fuera una abeja obrera, llegando hasta el punto de sacrificar su propia identidad. A veces llegaba a olvidar que existían dríadas como su madre, que no se parecían en lo más mínimo a la última reina; y que la nueva reina exigiría una clase diferente de obediencia y proyectaría un ideal diferente. Las agudas ventanas de su nariz captaron el olor de la bergamota, aunque Ascanio protestaba porque el aire apestaba a pescado (―Esos asquerosos faunos, murmuraba). Todos podían oír la canción de las dríadas, quejosa y suave (―sólo la noche sana), pero también gozosa (―los pájaros harán sus nidos en las ramas).―¿Están tristes o alegres?, preguntó Ascanio. ―No sabría decirlo.―Ni yo tampoco. Ni siquiera después de once años. Ni siquiera ellas parecen conocerse. ¿Será Segeta su nueva reina?―Me imagino que sí, dijo Ascanio. ―Sobre todo después del discurso que pronunció en la cámara del consejo. Fue la única que tuvo el valor de hablar contra Volumna. Pero cualquiera sabe. Todas llevan narcisos pero no veo a ninguna que lleve una corona.―Fénix, deja que vaya a reunirme con ellas. No me importa si eres el rey. Mi madre está allí y nos sonríe.―Muy bien, Cuco. Pero no corras. Tenemos que dar una apariencia de dignidad a causa de nuestros hombres.Los dos hermanos descendieron por la rampa. Cuco abría el paso e intentaba caminar de una manera llena de dignidad, pero su madre estaba tan deslumbrantemente hermosa —nunca la había visto con unas mejillas tan bonitas..., oh, brillaban como las granadas que llevaba en la cesta— que empezó a correr y Ascanio hizo lo mismo, y de pronto se encontró en los brazos de su madre. Qué frágil parecía, qué pequeña. Qué maravillosamente fuerte y protector se sentía él, que la había llevado hasta Ascanio y finalmente hasta Lavinio.No se olvidó de su hermano. ―Abrázala tú también, Fénix.Ascanio la abrazó hasta que Cuco le dio una palmada en el hombro y susurró: ―Pregúntale quién es la nueva reina.Ascanio la soltó, parpadeó, la miró y dijo con una delicadeza rara en él: ―Hemos preparado una fi... fiesta para ti, Melonia. ¿Pero dónde está vuestra reina? Debería saludarla.―Ya lo has hecho, dijo Melonia riendo. ―De una manera muy poco protocolaria.―Pero si eres muy joven, gritó Ascanio. (¿Joven? pensó Cuco. Tiene veintinueve años). ―Y ni siquiera llevas corona.―Tenía la esperanza de que fueras tú el que me coronara. Tú eres ahora el señor del bosque.Ascanio se quitó la corona de crisolitas y la colocó tiernamente sobre la cabeza de Melonia. Le quedaba grande, pero las joyas no conseguían brillar más que el color verde malaquita de su cabello.Melonia a su vez le entregó su cesta de granadas. ―Es un regalo pequeño pero que se entrega con amor.Mientras Ascanio la miraba como si fuera la primera mujer, y desde luego la primera reina que hubiera visto nunca, Cuco miró a las dríadas e intentó adivinar sus pensamientos. Ya no le parecían frías, insensibles o impasibles. Oh, era cierto que algunas de las más mayores tenían una cierta arrogancia.¿Someterse a los hombres? Ni pensarlo. Miraban con un gesto pétreo y se hubiera podido pensar que Ascanio y él eran esclavos o faunos, y que Volumna y no su madre era quien las conducía. Pero Segeta, Rusina, y la mayoría de las dríadas más jóvenes tenían la apariencia de encontrarse simplemente divididas entre la esperanza y la duda (excepto Pomona, que había visto a Meleagro en el muro y le dirigía miradas cargadas de poca duda y de mucha esperanza). ¿Se permitiría a Melonia gobernar o Ascanio gobernaría en su lugar? ¿Iban a ser las dríadas súbditos o aliados? Durante toda su vida —y algunas de sus vidas habían durado siglos— se les había dicho que los hombres eran salvajes y brutales. Pero ahora un hombre acababa de coronar a su reina con su propia corona, y sus hombres las observaban desde los muros con cualquier cosa salvo miradas salvajes, en ellos se veía un anhelo amable que hubiera ablandado el corazón de un gorgona.Ascanio se dirigió a las dríadas con una enorme compostura exterior, aunque Cuco sospechaba que hubiera preferido enfrentarse con una horda de helenos atacantes:―He preparado una fiesta para vosotras y vuestra reina en la ciudad. Os pedí que vinierais como mis honorables invitadas y así pudierais saludar a mis hombres que han navegado desde una tierra distante. Perdimos nuestra ciudad que fue incendiada y saqueada; perdimos la mayoría de nuestros barcos en un mar hostil. Nunca nos hemos sentido en casa en estos bosques extraños, encerrados en nuestra ciudad. Os corresponde a vosotras, junto con nosotros, la tarea de quitar los cerrojos a las puertas.Melonia respondió en representación de su pueblo. Cuco se sentía emocionado y orgulloso a la vez. Era difícil aceptar que su madre era una reina.Pero en los ojos de Melonia había aparecido una luz. Como si hubiera visto —o estuviera recordando— a un dios. Aquello hizo que sintiera deseos de arrodillarse ante ella.―Nosotras también hemos sentido la carga de los cerrojos. Para nosotras eran mucho más crueles porque vivíamos sin muros y pensábamos que éramos libres.Pero la verdadera libertad consiste en permitir que la gente pase, no en mantenerla fuera. Es hora de que quitemos los cerrojos a las puertas.Situada entre Cuco y Ascanio, Melonia subió hacia la ciudad... la reina, el príncipe y el rey. La otra reina, Lavinia, los observaba desde la puerta y Ascanio le hizo una reverencia mientras que Melonia sonreía como si dijera: ―Tú también amaste a Eneas. No lo olvidaremos.―Me gustaría que mi padre estuviera vivo, dijo Ascanio. ―Se hubiera sentido muy orgulloso...―Recuerdo algo que me dijo, dijo Melonia. ―Sobre Dido. Como intentó que el verano se convirtiera en primavera e ignoró el gotear del reloj de agua, y el paso de la sombra sobre un reloj de sol. ¿Lo recuerdas, Ascanio?.―Sí.―Creo que es una equivocación mayor intentar convertir el verano en otoño y escuchar demasiado intensamente el reloj de agua, o fijar los ojos en la sombra.―Hablas de manera enigmática, dijo Ascanio. ―Como mi padre.―Sabes de sobra lo que quiere decir, dijo Cuco.―No estoy seguro. Seguramente significaría esperar demasiado el que ella quisiera dar a entender lo que yo deseo.―Fénix, dijo Melonia. ―¿Oyes algo?―Sí. Ruido de alas.―¿Una golondrina quizá? ¿Un pájaro carpintero?―No. Una libélula. FIN
NOTA DEL AUTOR
Les ruego que no me echen la culpa por convertir a Cartago en una ciudad contemporánea de Troya, échensela a Virgilio, que fue mejor poeta que historiador. Tengo una gran deuda con él por haberme proporcionado el trasfondo general y no histórico de mi obra, aunque la relación amorosa entre Eneas y Melonia es pura invención. Curiosamente, Melonia vuelve a aparecer como la heroína de mi obra Where is the bird of fire?, donde se convierte en la amada de Remo y le hace la promesa de ayudarle a construir una ―segunda Troya.
También pido disculpas a la memoria de Dido por el retrato tan poco halagador que he realizado de la misma. Es una de mis reinas favoritas (al igual que para Edgar Allan Poe, las mujeres fatales y hermosas me resultan irresistibles); no obstante, hay que tener en cuenta que la he mostrado a través de los ojos de Ascanio y tuve la sensación de que éste estaría lleno de resentimiento y mala voluntad hacia ella por haber tenido la pretensión de reemplazar a su madre.Los poemas citados en la obra son míos. La frase ―Sólo la noche cura ha sido tomada como préstamo de un poema de H. D. que, dicho sea de paso, también me proporcionó el título de mi libro Where is the Bird of Fire?