UNA CALIDA TARDE DE JULIO
Publicado en
marzo 26, 2011
En un mágico instante, mi terror se convirtió en júbilo.
Por Ralph Kinney Bennett
Hay días en que sentimos que la vida cambia profundamente, días que recordamos para siempre. Así me ocurrió una tarde de julio en un lugar llamado Hoyo del Diablo.
Ocurrió en esa época intemporal antes de que la escuela imponga los primeros límites reales a la vida. El cielo estival era entonces más azul, los sicómoros sonreían al sol y los cálidos días se sucedían somnolientamente, acentuados por noches aterciopeladas en las que las luciérnagas pasaban destellando frente a mi ventana.
Esa mañana, mi hermano gemelo, Roger, y yo, teníamos todo el día por delante.
—Vamos al Hoyo del Diablo —propuso Roger.
Acepté de inmediato, pero, pese a mi entusiasmo, se me hizo un nudo en el estómago. Aunque jamás había dicho una palabra al respecto ni se había burlado de mí, Roger sabía nadar y yo no. A principios de ese verano se había desprendido resueltamente de las manos extendidas de nuestro hermano mayor, Richard, y se había impulsado a través del agua. A mí me había dado demasiado miedo o vergüenza intentarlo. Ahora Roger se deslizaba en el agua como un pez y se movía en un plano distinto... el de los chicos mayores, más experimentados y seguros.
Con Roger por delante, caminamos hasta la cocina.
—Abuela, ¿podemos ir al Hoyo del Diablo?
La abuela, que preparaba masa para hornear pasteles de especias, se encontraba de pie frente a su mesa de trabajo.
—Está bien, supongo que los muchachos mayores ya se encuentran allá, pero cuídense mucho —advirtió con un floreo de su cuchara de madera.
Lanzando un grito, Roger cruzó la cocina como una exhalación y subió las escaleras. Lo seguí corriendo para ponerme el traje de baño. Con las toallas alrededor del cuello, echamos a andar por el camino de tierra.
Si en esa época me hubieran pedido que definiera la diversión y la libertad, habría recurrido a la imagen de un niño nadando sin miedo. Era a la vez un placer y un peligro.
El peligro no era algo desdeñable. Mi roce con el misterio de la muerte había sido breve, pero intenso. Atrepellaron a un perro del barrio; yacía en el suelo mostrando los dientes, con un ojo fijo en el cielo. Además, a veces mi madre señalaba los negros titulares del periódico y explicaba esa cosa terrible que se llamaba "ahogarse", y que le había acaecido a alguien que nadaba en algún río cercano.
Roger y yo llegamos a un sitio donde la luz del sol se colaba por un claro entre los árboles, y una suave pendiente de guijarros y tierra musgosa conducía a un profundo estanque verde de aguas heladas, donde se reflejaban dos rocas enormes que sobresalían de la orilla opuesta.
Esta represa era mi dominio y mi protección. Mientras los demás nadaban, yo fingía hacerle pequeñas reparaciones o atrapar pececillos junto a su base con una vieja lata.
Cuando llegamos, vi con envidia a Roger irse con los niños mayores. Se zambullían, cruzaban a toda velocidad el estanque y escalaban las grandes rocas para tenderse al sol. Entre ellos estaba Nancy Storer, sentada en la roca más cercana con un traje de baño de una pieza. De vez en cuando hacía las veces de niñera con nosotros, y yo la adoraba. Los chicos empezaron a lanzarse al agua desde la roca inferior, y sus gritos y risas resonaban entre los árboles.
Me metí sin hacer ruido.Tras el primer impacto del agua fría, planté con cuidado los pies en las piedras lisas y resbalosas del fondo. Usando la represa como barandilla, me abrí paso hasta el centro.
De allí, vadeé cerca de un metro corriente arriba. La escena se me quedó grabada en la memoria: los chicos brincaban, se zambullían y jugaban en medio de pequeños arcos de agua desplazada.
Me hundí casi hasta el pecho. Extendí los brazos al frente y entrelacé las manos firmemente. Temblaba de frío. De pronto dejé de hacer pie.
Durante ese segundo de eternidad me sumergí en un mundo nuevo y extraño. Vi ante mis ojos un delirante caleidoscopio de luz líquida y oscuridad; sentí que el pecho me iba a estallar y me invadió el más profundo terror. Muy por encima de mí vi las hojas de los árboles moteadas por el sol, y escuché voces. Después me sumí de nuevo en una lluvia de burbujas y escuché un rugido.
Pataleé; moví frenéticamente los brazos; saqué la cara del agua y tomé una bocanada de aire.
¡Estaba avanzando! En un mágico instante mi terror se convirtió en júbilo. Estaba nadando.
Me dirigí a las verdosas profundidades que quedaban en el centro del Hoyo del Diablo; hacia aquellas rocas inalcanzables. Roger me miraba boquiabierto desde la más grande.
Pero yo tenía los ojos fijos en Nancy. Una media sonrisa iluminaba su pecoso rostro mientras veía mi frenético progreso.
Toqué la roca en la que estaba sentada. Me sujeté de ella, moviendo las piernas en el agua, jalando grandes bocanadas de aire y sintiéndome triunfante.
—Hola —me dijo, casi riendo las palabras.
Me sentí completamente exhausto por un momento, pero no quería salir del agua. Temía olvidar cómo hacer lo que había hecho. Me alejé de la roca y chapoteé en círculos; luego me volví a sostener. ¡Increíble!
Estaba en la gloria. Crucé el arroyo hasta la orilla junto a la carretera, toqué el fondo con los pies y volví a nadar hacia el centro.
El sol jugaba a las escondidas en las copas de los árboles cuando me despedí de Nancy y de los otros chicos. Me parecía ser mucho más grande y alto. Roger y yo tomamos el camino de tierra hacia nuestra casa. Percibía el calor del sol en el cabello húmedo, y olía el maravilloso aroma del Hoyo del Diablo.
Ya cerca de casa, Roger comentó:
—Es bastante fácil nadar, ¿no?
—Sí —respondí al inmenso elogio que acababa de hacerme mi gemelo.
Me fui saltando el resto del camino. La abuela empezaba a preparar la cena. Mamá todavía no había regresado del trabajo.
—¡Abuela, hoy nadé! —exclamé.
Me miró desde la estufa con expresión de alarma.
—¿Cómo? ¿Te tiró al agua alguno de esos rufianes?
—No, abuela. Sólo me decidí... y lo hice.
Me paseé solo por el jardín, reviviendo cada instante que había pasado en el agua ese día.
Al caer la noche, más cansado de lo que me había dado cuenta, dije mis oraciones con mamá y Roger, y me metí bajo las cobijas. Acostado en la oscuridad, me puse a escuchar los sonidos del verano: el murmullo del arroyo, el chirriar de las cigarras y el croar de las ranas.
No lo entendí bien en ese momento, pero había aprendido algo muy importante: la oscura barrera llamada temor puede ser alta e imponente, pero muchas veces es sumamente delgada. Aparece una y otra vez a lo largo de la vida. En ocasiones basta tocarla para romperla; en otras, hay que empujarla con el hombro como un bombero que quisiera derribar una puerta. Y en otras más, nuestro deseo mismo la hace caer.
Me pesaban los ojos. Me imaginé atravesando suavemente las aguas frescas, nadando cómo un experto, en silencio, elegantemente, no sólo en el Hoyo del Diablo, sino también en los grandes ríos, en el poderoso océano.