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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
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    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



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    SIDEBAR
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    EN GRAND CENTRAL STATION ME SENTÉ Y LLORÉ (Elizabeth Smart)

    Publicado en marzo 19, 2011

    A MAXIMILIANE VON UPANI SOUTHWELL


    RESUMEN


    Esta novela autobiográfica, publicada por primera vez en 1945, y que muy pronto se convertiría en un verdadero libro de culto al ser traducida a numerosos idiomas, narra con un lenguaje prodigioso, lleno de imágenes tan originales como potentes, la pasión de su autora por un hombre casado del que se enamoraría incluso antes de conocerlo personalmente.




    PRIMERA PARTE


    Estoy en una esquina en Monterrey, de pie, esperando que llegue el autocar, con todos los músculos de mi voluntad reteniendo el terror de afrontar lo que más deseo en el mundo. La aprensión y la tarde de verano me resecan los labios, que humedezco cada diez minutos, a lo largo de las cinco horas de espera.



    Pero es ella, son sus ojos los que se adelantan, de entre los vulgares pasajeros, para tranquilizarme: el autocar no ha traído desastre. Sus ojos de madona, suaves como niños, confiados como quienes ignoran el mal. Y por un momento, ante esa mirada, me siento feliz de renunciar a mi futuro, de aplazar indefinidamente el milagroso incendio. Sus ojos llueven inocencia y sorpresa sobre mí.

    ¿Y si fuera ella, a fin de cuentas, ella, a quien yo jamás esperé ni imaginé, la destinataria de las enrevesadas estratagemas del azar? Detrás, aparece aquel a quien he esperado tanto tiempo, aquel que insoportablemente ha cruzado a zancadas mis más nocturnos sueños, manoseando con torpeza el equipaje y los billetes, y arrastra los pies hacia el acontecimiento, que la excesiva expectación ha hecho jirones.

    Pues a fin de cuentas, ella lo es todo. Nos sentamos en un bar y bebemos café. El refiere las aventuras compartidas y dice: «Así fue, ¿verdad, cariño?», «Hice bien, ¿no crees, cielo?», y ella sonríe feliz, con una confianza que da miedo.

    ¿Cómo puede caminar por las calles, tan vulnerable, tan desprevenida, sin que la sigan personas y perros y perpetuas catástrofes? Pero la fe, como una enredadera, se entrelaza sobre ella protegiéndola de las miradas, como los estanques del bosque de Epping. Bien veo que puede cruzar el malévolo mundo sin que nadie la hiera, excepto los que ama. Pero yo la amo, y su silencio es propaganda para la santidad.

    En coche recorremos, cantando juntos, la costa californiana, y yo de pies a cabeza renuncio a él sólo para no perturbarla. Salvaje gira la carretera por salientes de las montañas y los acantilados. El Pacífico en espasmos azules alcanza todos los superlativos.

    ¿Por qué no me arrojo desde este acantilado en el que enferma de luna paso horas acostada?

    Sé que estos días me ofrecen asesinato como único futuro. No sólo los dedos sigilosos del frío me alejan de la acción, haciéndome aceptar la hipócrita esperanza de que puede haber algún remedio. Como Macbeth, no dejo de recordar que yo soy su anfitriona. Es pues el desayuno de mañana, más que la sangre futura, lo que me ordena una paciencia fatal. La naturaleza, ramera perpetua, distrae con lo inmediato. Semejante falacia vuelve mis ojos huidizos, y surcando la cosquilleante hierba, me arrastro de vuelta a mi cama.

    Pasan pues los días de verano: sentados en la costa de California, bebemos café en los escalones de madera de nuestras cabañas.

    Cañón arriba, las secuoyas y las hojas del ricino, grandes y carnosas como manos, profetizan desastre por su belleza, demasiado grandiosa. El riachuelo fluye a borbotones, brincando sobre las piedras verdes, formando lagunas donde no se baña nadie, cañón abajo hasta llegar al mar.

    Pero el zumaque venenoso crece en el sendero y en todas las orillas, y es imposible entrar siquiera en el húmedo y boscoso valle sin ser envenenado. En el otoño se arrebola de escarlata, a la vez augurando la fatalidad y recordándola.

    Entre los cañones se deslizan los cerros ásperos y abruptos hasta los acantilados que aíslan el Pacífico. Pasan del oro a la plata, se vuelven color púrpura, macizo, en la distancia, y se desintegran cuesta abajo en avalanchas de arena.

    Junto a las puertas, gigantescas flores crecen por su cuenta: lirios, capuchinas que bajan hasta el riachuelo, rosas, geranios, fucsias, dragones, hortensias. El mar retumba. El torrente se abalanza con estruendo.

    Cuando las nutrias abandonan sus juegos bajo el acantilado, aparecen las algas, que amorosas se retuercen sujetando el Pacífico. Hay serpientes de cascabel y viudas negras, y brumas que suben desde el agua. Pero los días dejan un recuerdo de sol, un recuerdo de flores.

    El día engaña, pero de noche, nadie está a salvo de alucinaciones. Las leyendas aquí son de vendetta y suicidio, profecías y mensajes sobrenaturales. Antes de que los presidiarios construyeran la carretera, muchas mujeres empujadas por la soledad se arrojaron al océano. Se cuentan innumerables historias sobre los presidiarios: cómo a algunos la costa les volvió locos, mientras que otros, fascinados por ella, cuando hubieron cumplido su pena regresaron para casarse con muchachas del lugar.

    Los largos días son un señuelo que aleja cualquier pensamiento, y yacemos como lagartos al sol, aplazando indefinidamente nuestras vidas.

    Pero junto a la laguna donde nos bañamos, o en las dunas de la playa, el Comienzo acecha, incómodo, en las afueras del círculo, como una persona impopular a la que mantenemos alejada haciéndole el vacío. El silencio mismo, el mismo hecho de evitar cualquier intimidad entre él y yo —él, que cuando era sólo una palabra bastaba para causarme noches enteras de escalofríos e insomnio— lo hace aún más peligroso.

    Nuestra aparente distancia gana fuerza. Impersonal, me recuesto en mi silla y digo: veo la vanidad humana; o me llena de alegría comprobar que hay cierta ternura entre ellos dos; y hasta me irrita que él le deje hacer a ella la mayor parte del trabajo, repantigado mientras ella corta leña para el horno.

    Pero no hay vez en que él pase cerca de mí y yo no sienta cada una de las gotas de mi sangre brincar, reclamando su atención. Por mucho que mi mente razone que entre nosotros sólo hay neutralidad, mi corazón sabe que jamás neutralidad alguna estuvo tan llena de pasión. Un día, pasando por el sendero me rozó el pecho, y pensé: ¿le ofende este florecimiento? Y me interné entre las secuoyas rumiando y sonrojándome de rabia de estar tan obviamente marcada por la feminidad, de ser tan vulnerable a una humillación peor que la de Venus por Adonis, puramente en razón de mi sexo, accidental, pero ostensible.

    Sé, ay, que él es el hermafrodita cuyo amor espía desde el manzano con un rostro de oro indefinido. Mientras conducimos por la carretera al anochecer, manteniendo una charla impersonal como un debate radiofónico, me dice: «Un chico de ojos verdes y largas pestañas, al que no había visto nunca, me llevó a la trastienda de una imprenta y allí me hizo el amor, y durante dos semanas me aprendí de memoria los números inscritos en las gorras de los revisores de autobús».

    «Hay que amar a los seres cualquiera que sea su sexo», contesto, pero retiro a la oscuridad mi silueta estrepitosa, vergonzante, y me enfado con mi cuerpo, incapaz de metamorfosearse en un mozo de imprenta con axilas como cálices.

    Después pasan varios días sin que intercambiemos la más mínima metáfora. El desdichado silencio parece marchitarme la lengua en la garganta y las lunas que llegan y se van sin haber sido usadas, y los soles que inútilmente derriten el Pacífico me empujan al llanto y a mi acantilado de vigilia en el extremo de la península. No le hago señas para que se acerque al Comienzo, cuyo advenimiento ciertamente inundará de sangre nuestro mundo, pero lloro ante tamaño derroche de la vida que tengo entre las manos.

    Aparece en escorzo su perfil sobre la ventanilla del coche como el gráfico irregular de mi condena, despiadado como un matemático, burlándose de todos mis buenos propósitos. Ninguna hierba de estos cerros me ofrece una medicina natural, pues cuando recorro los senderos, hasta las enredaderas más humildes instigan mi conjura, y el zumaque venenoso me hinca insinuaciones que me atraviesan la suela del zapato.

    Desde el recodo donde el cerro le da la espalda al mar para internarse en el secreto, en la humedad de las cosas prohibidas, contemplo desinteresada los instrumentos y el perfil de mi destino. Es la hoja de una guillotina cayendo a cámara lenta, y está claro que ningún milagro puede detener las muertes que se avecinan. Lo compruebo midiendo el tiempo, contemplando equitativamente la apariencia; pero lo veo con la imparcialidad del estadístico que suma y resta millares de muertos.

    Cuando su suave sombra, que sin embargo viene, hasta de noche, erizada con todas las armas de la culpa, se proyecta inmensa en los cristales, yo la contemplo —el yo que vibra en la oscuridad continuamente— como desde un palco en un teatro. Me juro invulnerable: sin piedad calibro sus defectos; me pregunto, con lujoso desdén, quién puede caer en semejante trampa.

    Pero esa inmensa sombra no es sólo mi única luna, ni es sólo, tan siquiera, mi ruina: el suyo es el advenimiento sigiloso, inocente, de la próxima generación, que a hurtadillas, en una sola noche de júbilo, se desliza, y deja un prado lleno de doncellas lamentándose, cuando su propósito ha dado fruto.

    Prescindiendo de los detalles, veo también, no el rostro de un amante, que provocaría en mí coquetería o desconfianza, sino el amable perfil de una muchacha. Y eso me escandaliza, pero al fin me permite entender: me alzo fuera del palco, viril como una cobra, para tomar el mando.

    Una noche me besó en la frente, mientras conducíamos por la carretera de la costa, y ahora, vaya adonde vaya, siento encima de mí, en suspenso como la espada de Damocles, el beso que jamás sedará: mi cabeza está predestinada. Me cogió la mano entre los raídos asientos delanteros del Ford, y estaba oscuro, y yo estaba mirando hacia otro lado, pero ahora esa mano proyecta en todas partes la sombra de un pulpo del que no podré escapar. La dulzura tremenda de aquel instante me sofoca; durante toda la noche galopan sobre mi corazón centauros que me hincan las pezuñas: el veneno se ha infiltrado en mi sangre. Estoy de pie en el borde del acantilado, pero el futuro ya está decidido.

    Está escrito. Nada puede escapar. Ni flotando en el agua con algas en el pelo, ni golpeada por las olas contra las inaccesibles rocas, podría deshacer el acontecimiento para el cual no hubo nunca alternativa alguna. ¡Oh afortunada Dafne: te hiciste inmóvil y verde para evitar que te tocara un dios! ¡Afortunada Siringa: elegiste una leyenda en vez de un baño de sangre! Yo no pude elegir. Para mí no hubo cruce de caminos.

    Estoy celosa del halcón porque puede alzarse lejos, lejísimos del mundo. Contemplo con apasionada envidia a la gaviota que se arroja en picado: quizá sea su último vuelo. En los bosques, las palomas torcaces arrullan despiadadas mi sentencia. Ellas son mis verdugos: me sentencian en el idioma que conviene al caso, la lengua del amor. Trepo montaña arriba, zafándome de las posesivas nubes que se ciernen sobre el mar, pero el veneno se extiende. Desnuda espero...

    En mi cama me invade la selva; me veo infestada por una horda de deseos: una paloma me picotea el corazón, un gato hurga en la cueva de mi sexo y en mi cabeza ladra una jauría, bajo el látigo de un cazador que ordena a gritos destrucción y estragos, mientras las horas acumulan torturas para poner mi resistencia a prueba. Y si gritase, ¿quién me oiría, entre los coros de ángeles?

    Qué lejos queda ya la isla de esos días en los que antaño, al parecer, miré abrirse una flor, conté los pasos del sol, di de comer, si la memoria no me engaña, al sonriente animal a la hora convenida. Estoy acribillada de heridas que tienen ojos, ojos que ven un mundo todo tristeza, ahora y para siempre, panorámico e incurable, y bocas que cuelgan indecibles en el cielo de sangre.

    ¿Cómo puedo ser buena? ¿Cómo puedo hallar el alivio de los pájaros que día a día construyen su nido? La necesidad no me ofrece alas de terciopelo para salir volando. De veras estoy, y mortalmente, herida por las semillas del amor.

    Ella entonces se inclina sobre la laguna y su oscura cabellera mojada cae como la tristeza, como la misericordia, como los velos negros de la piedad. Sentada como una ninfa junto al agua a última hora de la tarde, su patética delgadez cubierta por un amor tan suave tan confiado tan tenaz como los pájaros que continuamente reconstruyen sus nidos continuamente violados. Cuando al escuchar una melodía que le gusta, feliz, junta las manos, me conmueve más de lo que puedo soportar. Ella es el inocente, la víctima propiciatoria de todos los sacrificios. Es la diosa de todas las cosas que el ímpetu de la vida destruye. ¿Por qué tiene las manos tan vacías?

    Gime en la noche, con la voz del torrente bajo mi ventana, buscando al niño cuya caricia sintió un día, al que no puede olvidar: el niño que obedeció mejor que ella las leyes de la vida. Pero de día obedece la voz del amor como los afligidos obedecen a su dios, y camina con las pisadas leves de la esperanza, que sólo los ingenuos y los santos conocen. Sus hombros tienen siempre un gesto acongojado, y sus flacos pechos dan lástima, como santuarios de la Virgen saqueados.

    ¿Cómo puedo hablarle? ¿Cómo reconfortarla? ¿Acaso puedo justificarme ante ella, más de lo que me justifico ante las flores que aplasto con el pie cuando camino por el campo? Y él, solícito, se inclina sobre ella. Atento a la tierna sensibilidad que ella exhala, ¿puede él oír su propio corazón? ¿Hay alguna manera, a cualquier precio, de no ofender al cordero de Dios?

    Bajo la cascada me sorprendió bañándome y me dio algo que no pude rehusar, como no puede la tierra rechazar la lluvia. Luego me besó y se fue a su cabaña.

    Absolvedme, recé, en la catedral de las secuoyas, y perdonadme si he pecado. Pero el musgo nuevo me acarició y el agua que corría sobre mis pies me dio su aprobación, y los helechos me reconfortaron: Échate en el suelo con nosotros, pues ahora tú también eres tierra, que nada, salvo el amor, puede sembrar.

    Y me acosté sobre las agujas de secuoya y me pareció fluir cañón abajo con el estruendo y el caos del torrente: una felicidad que, como el nacimiento, puede olvidar la sangre y el desgarro. Pues la naturaleza no tiene tiempo para el luto, absorta como está por el mundo que gira, y por muchas devastaciones que la ataquen, cumplirá, en su rito subterráneo, su entera profecía.

    La acedera y la paloma me explicaron con dulzura la confirmación y guiaron mi regreso. Cuando salí de los bosques al cerro, llevaba en el pelo agujas de secuoya como guirnaldas nupciales, y el mar y el cielo y el oro de los cerros me sonreían benignos. Júpiter ha poseído a Leda, pensé, y ahora ya nada puede impedir la guerra de Troya. Nacerá una leyenda, pero ¿quién escapará con vida?

    Pero la acedera y la paloma torcaz, que sólo se ocupan de las cosas eternas, ¿qué pueden saber de la espinosa sociabilidad humana? ¿Qué saben de cómo las horas de espera, la inacción, el silencio, aprietan la cabeza con una fuerza que sofoca? Las más sencillas frases cotidianas son tortura, y necesito un esfuerzo de Sansón para eludir su mirada, que me atrae como la gravedad.

    Como excusa para estar juntos, nos sentamos a la máquina de escribir, fingiendo una colaboración necesaria. Tiene un libro que hay que pasar a máquina, pero las palabras que intento arrancar del teclado expiran en el aire y se disuelven en besos cuyas sustancias químicas son más mortíferas si no estallan. Mis dedos no pueden ser marciales tocando un instrumento hasta tal punto vinculado a él. Entre los papeles siempre inacabados, la máquina se erige como un templo al amor, y si me despierto por la noche y distingo en la oscuridad su silueta, el recuerdo de nuestra peligrosa proximidad me eriza como una descarga eléctrica.

    La frustración del pasado aplazamiento no puede contenerse mucho más. Cuelga madura, a punto de estallar a cada instante. La máquina de escribir es culpable de amor, florece de vergüenza, y habla tan alto a mis oídos que temo que comunique su indecencia a las visitas.

    Qué estacionaria se ha vuelto la vida, y las horas se alargan hasta lo insoportable. Sentados sobre la hierba de oro del acantilado, el sol se inmiscuye entre nosotros, nos apremia a que hallemos una solución: la buscamos en vano, mientras su urgencia se nos hace insufrible. Nunca antes había yo estado enamorada de la muerte, ni agradecida a las rocas por prometerme una muerte segura. Pero ahora la idea de morir violentamente se me aparece ataviada de una melancolía seductora, y adornada con todos los halagos. Pues no hay belleza en negar el amor, excepto quizá a través de la muerte, y hacia el amor ¿existe algún camino?

    Negar el amor, y engañarlo mezquinamente asegurando que lo no consumado será eterno, o que el amor sublimado se eleva hasta lo celestial, es repulsivo, como repulsivo es el rostro del hipócrita si se coloca al lado de la verdad. Si estuviera más lejos del centro del mundo, de todos los mundos, me dejaría embaucar mejor, pero ¿acaso puedo ver la luz de una cerilla mientras estoy ardiendo en los brazos del sol?

    No, os digo, abogados míos, mis ángeles de ojos sádicos: esto es el comienzo de mi vida, o el final. Así lo afirmo, apoyada en la mesa del café, y renuncio a mis próximos cincuenta años con una fácil sonrisa. Pero ninguna de las eventualidades que la prudencia o la piedad podrían evocar pone en duda la certidumbre de mi amor, y a fin de cuentas no podemos hacer otra cosa que sentarnos a la mesa sobre la cual nuestras manos se cruzan, escuchando melodías en la gramola, el amor inmenso y simple entre nosotros, sin nada más que decir.

    Cada hora pues, al más ligero ruido, me sobresalto, me levanto creyendo que el techo va a derrumbarse sobre mi cabeza, que oiré tronar el castigo de Dios anunciando que su paciencia ha terminado.

    Ella camina con ligereza, como un niño cuyos pies danzarines pisarán gigantescos explosivos. No sabe nada, pero, como los pájaros en otoño, percibe un presagio en el aire. Sus gestos son nerviosos, hay corrientes de aire en todas las habitaciones, pero menos sensata que los pájaros a los que el signo más nimio hace emprender vuelos de tres mil millas, ella no hace otra cosa que mirar vagamente allá lejos, al Pacífico, extrañándose de que el paraíso no tenga, después de todo, una orilla en California.

    He aprendido a fumar porque necesito algo a lo que agarrarme. No me atrevo a no tener un cigarrillo en la mano. Si cuando suene la hora del juicio final estoy mirando hacia otro lado, ¿cómo evitaré convertirme en piedra, a menos que pueda recordar algún gesto capaz de devolverme a la simplicidad y a la certeza de la vida cotidiana?

    ESO está llegando. El imán de su dedo inminente me eriza los cabellos, el escalofrío de su proximidad desintegra los besos, echa a volar deseos en el aire inconexo. Por la noche, las húmedas manos del ricino me rozan y doy un alarido, creyéndome por fin atrapada. Las nubes cruzan el cielo, pesadas, tubulares. Se agolpan; me aterroriza verlas formar un largo arco iris negro que sale de la montaña y desaparece del otro lado del mar. La Cosa se está acercando. No hay nada que hacer sino agacharse y recibir la cólera de Dios.


    SEGUNDA PARTE


    Dios, baja del eucalipto que crece junto a mi ventana y dime quién se ahogará en tanta sangre.



    La vi salir de entre los geranios moribundos, vi su cara, que las lágrimas habían vuelto angulosa, sin por ello difuminar su tortura interminable. Su cuerpo se encogía, esperando la herida que oscilaba en suspensión perpetua sobre ella.

    Pero todos los velos que protegían mi imaginación contra la verdad que iba a arruinarnos, sus ojos los atravesaban, y me buscaban para desangrarme a mí también en la laguna de la catástrofe inminente, la laguna de lo que estaba a punto de nacer.

    ¿Es que no hay otra vía para mi libertad que su martirio? Al principio mis ojos registraban lo que veían, pero no le atribuían sentido. Estaba incomunicada con la angustia. Había cortado todos los cables del entendimiento: sólo así podía funcionar como una persona normal, y caminar entre escombros sin notar siquiera su presencia.

    ¿Pero quién podrá cuando llegue la hora refutar el fantasma que surgirá entre los geranios, esgrimiendo la piedad como una bomba de relojería en su mirada agónica? ¿Qué olvido puede inventar la naturaleza, qué matones podrás, Dios, enviarme, para acallar la compasión que me roba la fuerza de aguantar?

    Sobre su cuerpo mutilado extiendo mis amorosas sábanas, mas ¿quién se enorgullecerá de ese rojo nupcial que rezuma entre los muslos del amor, alzado como un coloso, pero sin otro resultado que el semen frío de la tristeza?

    No es Dios, sino los murciélagos, y una araña que está tejiendo mi culpa, quienes acuden a la cita, y la vergüenza copula con todas las moscas de septiembre. En mi habitación resuenan los gritos que ella nunca lanzó, y debajo del suelo las enredaderas del remordimiento crecen, perforando la humedad. El grillo gotea en mi oído infante recuerdo: no me ahorra ni una sola pieza del catálogo infernal de la crueldad.

    La trampa se ha cerrado, y yo estoy en la trampa.

    Pero no es el alivio del dolor lo que suplico, cuando le ruego a Dios que entienda mi lenguaje corrupto y que baje un momento a sentarse conmigo sobre el banco roto. De toda esta sangre, ¿surgirá un nacimiento, o es sólo la muerte la que exige avariciosa su tributo? ¿Hay un niño debatiéndose en la matriz triangular?

    Estoy ciega, mas fue la sangre, no el amor, lo que cegó mis ojos. El amor alzó el arma y guió mi crimen. El amor trabó mis miembros cuando, como un hombre que se ahoga junto al último bote salvavidas, ella elevó su angustia por encima del agua para gritar ¡Socorro! Y el amor ahora, sobre ese rostro espantoso, coloca la turbia máscara de mi deseo.

    He cerrado mi puerta con llave, pero el terror acecha fuera. El eucalipto azota la ventana, y oigo a la herida Europa gemir desde el torrente. Malévolos fantasmas aparecen en los cristales negros, desafiando las pálidas cruces que forma el marco de la ventana, pues ahora Jesucristo camina sobre las aguas de algún otro planeta, y de sus antiguas heridas mana sólo la sangre de la historia.

    Todos los gritos se pierden en la confusión de la tormenta. La tos de las ovejas en los remotos cerros del condado de Dorset, la de los soldados gaseados, la de un niño de dos años con crup se amalgaman en una única avalancha de catástrofe, que retumba en el estruendo del torrente, que resuena incluso bajo las pisadas de las tropas, capaces de partirle el corazón a una ramera.

    América, con garras californianas, aferra el Pacífico, y en frenética súplica amasa todas sus voces. Como el Niágara rugen, y sacuden las colinas sintéticas. La arena de la catástrofe se derrama, y todos los pechos llevan la marca del destino.

    Pero la mentirosa cigarra llega para anunciar «Todo va bien» al oído de Dios, que mide el tiempo tan generosamente, y las cochinillas acunan a sus bebés bajo el árbol caído. La ansiedad yace inmóvil, mientras el ojo de Dios, siguiendo sus circunferencias infinitas, recorre mundos ajenos y remotos.

    Y entonces obligo a mi vanidad a ponerse de pie sobre el acantilado y dejo que el yo contemple al yo, a los que sólo el suicidio puede unir.

    De pie a trescientos metros por encima del mar, ¿qué aspecto tiene mi idólatra reflejo, con los peces de la muerte nadándole en el pelo? Ascienden perlas y burbujas desde el fondo del océano: qué hermoso nudo corredizo forman para mi muerte, último adorno del amor a mí misma: en torno a la espantosa visión bailan en corro. Cuando al fin nos reunamos, y entre mis brazos sujete a la impostora, nuestra amalgama envenenará el mar. Pero esta noche no. No hay luna.

    Lo que amenaza la vida es horroroso, y aquella a quien he herido, y cuya agonía es mi condena presenciar, yace en tierra boqueando, pero todavía viva. Temblando como un cobarde, no me atrevo a escoger la vida ni tampoco la muerte, de la palma abierta y sádica que me ofrece una y otra.

    Bajo la secuoya estaba cavada mi tumba, y con engaños persuadí a mi amado de que se metiera en ella. Nuestro beso fue un torrente que hizo un canal alrededor del mundo: de él zarpó el amor, igual que un refugiado en el último barco. De mi cabellera hice un sudario, que mantuvo a raya a los coyotes mientras nuestra anatomía trazaba jeroglíficos. Los vientos proclamaban triunfo, nuestras espaldas se plegaban bajo el peso, y nuestros huesos crujían como árboles viejos, pero una sonrisa como una telaraña cubría la boca de la caverna del destino.

    El miedo será un terrible zorro: me morderá las entrañas, bajo mi túnica de buen comportamiento.

    Canta, canario, en la tormenta, exhibe tu orgullo amarillo. Dame una razón para la valentía o truco para ser valiente. Pero nada tangible aparece para rescatar mi asediada cordura, y no consigo descifrar el idioma del eucalipto que azota mi tejado.

    Los adversarios de Dios me acobardan, y Dios está demasiado lejos para oírme. De mi esperanza debo extraer espíritus benignos, capaces de hacer frente a las hordas que acechan mi ventana. Si quienes me espían ven que me rebajo a atrancar la puerta, sabrán demasiado: irrumpirán para vencerme, innumerables invadirán mi cuarto.

    El filósofo de pergamino no tiene tratos con la noche, ni la menor idea del precio del amor. Con círculos de razón llenos de humo pretende combatir la niebla, y con anagramas, derrotar la anatomía. En vano poso con sus armas, aunque su nicotina me alivia como un bálsamo.

    Luna, luna, álzate cielo arriba, recuérdame el consuelo, recuérdame que fui valiente alguna vez.

    Pero las suaves flores, que saben morir sin aspavientos, me traen a la memoria la tristeza de ella, cuyas lágrimas ahogan a todos los fantasmas, y aunque torturada me retuerzo, ahorcada al viento, son más los ángeles que lloran por ella, ella, cuyo arruinado amor desemboca en todos los océanos del mundo.

    ¿Qué símbolo adoraba ella? ¿Cómo se protegía del pánico cuando durante un mes la tormenta acosaba su velero, cómo combatía el cáncer de la tristeza que la roía por dentro por su niño perdido? He aplastado su corazón como un huevo de petirrojo. Ha naufragado, y su naufragio abarca confines de su finito horizonte.

    ¿Qué precio tuvisteis que pagar, Gabriel, Miguel, de misericordiosas alas? ¿Quién fue el hombre que os sirvió de polea, que acudió a izaros en el momento crítico, hasta que de vuestra boca brotaron carcajadas vegetales y el sol os bastó como alimento? ¿Era la recompensa por haber combatido, hasta vencerla, contra una desesperación como la mía?

    Los textos carecen de sentido, son una trampa que tiende el enemigo. Por equivocación mis pies danzaron sobre las cabezas de los desamparados; nada me consoló de esa carnicería. Mi propia herida no fue lo bastante profunda para aliviar mi culpa. Paloma en el eucalipto, que con truenos anuncias la venganza futura, dime qué puedo hacer para expiar mi crimen. Dime, paloma, que la sangre es el heraldo del milagro.

    Mi corazón contra mi corazón se encarniza. El ritmo de sus latidos es el ritmo de la verdad, envenenado ritmo.

    Un ala húmeda barre la noche temblorosa, y en mi mente me esperan fantasmas; la madrugada insufla frío análisis. Las enredaderas adoptan actitudes mundanas, insinuando el verde con sus dedos de niño. Flaco se erige el eucalipto, impotente.

    Pero tenue como la esperanza y preciso como muerte, el ambiguo fénix de mi amor brilla como un tótem a la luz de la mañana, contra el cielo, y respira hondo, como un jornalero a punto de poner manos a la obra.


    TERCERA PARTE


    Todo lo inunda el agua del amor: de todo lo que ve el ojo, no hay nada que el agua del amor no cubra. No existe un solo ángulo en el mundo que el amor en mis ojos no pueda convertir en símbolo de amor. Incluso la precisa geometría de su mano, cuando la contemplo, me disuelve en agua, y la corriente del amor me arrastra.



    Todo fluye como el Mississippi sobre un planeta devastado, que bebe sin conseguir saciarse, y con cascadas de gratitud aumenta el caudal de agua, que eleva un coro de alabanzas capaz de ensordecer para siempre a los incrédulos; de reventar sus avergonzados tímpanos con el rugido de la prueba, más sonoro que las bombas, los aullidos, o el tic-tac íntimo del remordimiento. Nada, ni siquiera las mareas venenosas de la sangre que yo misma he derramado, puede detener las gigantescas olas del amor.

    ¿Pero cómo realizar los necesarios gestos cotidianos, mientras una fusión tan intensa convierte el mundo en agua?

    La inundación empapa todas mis herramientas de relación trivial. A la pregunta más sencilla de un extraño, respondo con mirada de incomprensión total. Clavada en el suelo, como embrujada, sonrío la semisonrisa del idiota, mientras siento un ardiente fluido desbordarse de mis ojos.

    El amor me posee, y no tengo alternativa. Cuando el Ford traquetea hasta la puerta, con cinco minutos (cinco años) de retraso, y él cruza el césped bajo los pimenteros, permanezco de pie detrás de las cortinas de gasa, incapaz de moverme para ir a su encuentro, o de hablar: estoy convirtiéndome en líquido para invadir cada uno de sus orificios en cuanto abra la puerta. Tenaz como un pájaro recién nacido, todo boca con su único deseo, cierro los ojos y tiemblo, esperando el paraíso: va a tocarme.

    Estoy echada al sol, junto al estanque; él se acerca a través de los bambúes, como la tierra que surge del caos. Pero yo soy la tierra, y él es el rostro que emerge de las aguas. El es la luna dueña de las mareas, es el rocío y la lluvia, es todas las semillas y la miel del amor. Siento crujir mis huesos, aplastados como los bambúes. Yo soy la tierra que perforan, para crecer, las plantas. Pero cuando germinen yo también seré un dios.

    Y hay tanto para mí, soy de pronto tan rica, sin haber hecho nada para merecerlo, para tener las manos llenas, llenas a rebosar. Y todo después de una tan larga travesía del desierto. Todo después de que hubiera aprendido a decir: No soy nada, y no merezco nada.

    Los densos pinos dejan caer sus pinas cónicas; desmelenadas, las palmeras, con los pantalones cayéndoseles tronco abajo, dicen: Ha ocurrido, el milagro ha llegado, todo empieza hoy, todo lo que tocas acaba de nacer; la luna nueva, con su séquito de estrellas; el soleado día, arrebolándose en un fulgor de gozo; toda la parafernalia de la existencia, mis tristes compañeros de estos últimos veinte años, las ollas y sartenes de la cocina de la señora Wurtle, calles como cintas, geranios marchitos, flacas piernas de niños, el mundo entero me invita a su alegría, eléctrico se abalanza a abrazarme, reclamando por fin su nacimiento.

    Cuando nos arrancamos a la noche y entramos en la cocina, la señora Wurtle dice: «Idilio, ¿eh?», pero sonríe, vuelve la cabeza, y cuando nos besamos a sus espaldas mientras la ayudamos a secar los platos, dice: «¡Vamos, tórtolos, largo de aquí!».

    ¿Qué va a ocurrir? Nada. Pues todo ha ocurrido ya. El tiempo entero es ahora, y el tiempo no puede ofrecer nada mejor. Nada puede ser más ahora que ahora, y antes de ahora nada era. No hay hechos menores en la vida, sólo existe un hecho, éste, único y colosal.

    Podemos abarcar el mundo en nuestro amor, y ninguna irritación es capaz de perturbarlo, ni siquiera la envidia.

    Por la noche, el señor Wurtle, arrellanado en el sofá, adopta un gesto jurídico y me interroga: «¿Así que, según usted, eso que llaman Amor existe?». Me apoyo en el cojín, desfalleciente por culpa de esta separación de algunas horas, y suspiro: «Síííí...», tras lo cual él, como si estuviera describiendo otros mundos, tan liliputienses para mí, tan insignificantes que con mi compasión los ahogo, describe sus intrigas, fustiga el Verbo que Fue al Comienzo.

    Pero el estruendo de mis mares interiores, el deslumbramiento de este cataclismo que el amor al nacer ha provocado en mí, no me deja oír claramente lo que dice. Pensar una respuesta es como despertar a alguien que duerme con un sueño de plomo y ansia seguir durmiendo. Sonrío, pero estoy en trance: no hay más realidad que el amor.

    No alcanzo a percibir, por debajo de sus palabras sutiles, el comienzo del antagonismo del mundo: el odio que a los mediocres inspiran los milagros. Lo único que quiero es que todos se marchen y me dejen mil vidas para rumiar, sólo rumiar, mi cumplimiento.

    Durante tanto tiempo fui burlada. El sentido aleteaba por encima de mi cabeza, siempre fuera de mi alcance. Ahora ha anidado en mí. Se ha hincado en el mismísimo centro del blanco. Yo amo, amo, amo... pero él es también todas las cosas: la noche, las mañanas elásticas, las altas flores de Pascua y las hortensias, los limoneros, las palmeras, las frutas y verduras en brillantes hileras, los pájaros en el pimentero, el sol en el estanque.

    No queda sitio para la compasión, sea la que sea. En un corazón sangrante, no hallaría sino júbilo por la hermosura del rojo.

    Hace años, yo deambulaba melancólica por calles mal iluminadas, anhelando dolorosamente algo, no sabía qué, intentando pasar inadvertida, con mi ropa sin gracia y mis tacones torcidos: subrepticia y sigilosa, esperaba atrapar ese algo por sorpresa. Pero era entonces tímida y asustadiza, y aunque esperaba, no hallaba la fe. Imaginaba un pájaro en la mano, no este mar salvaje que me sacude como a los restos de un naufragio.

    Pero me he fundido con el mundo: soy una de sus olas, que se desbordan y saltan. Soy ahora la misma melodía que los árboles, los colibríes, el cielo, la fruta y las verduras en hileras. Soy todo o cualquiera de esas cosas. Me puedo metamorfosear a voluntad.

    ¿Necesitáis alegría, necesitáis amor? ¿Sois hojas empapadas en algún patio olvidado? ¿Sufrís frío, hambre, soledad, parálisis, ceguera? Tengo lo que queráis, a puñados, a brazadas, para todos.

    Convertidlo en calcetines, cubre teteras, cojines contra el frío, pues su electricidad es calor perpetuo, que lo contagia todo; es capaz de transformar el mundo sólo con tocarlo, de hacer un mundo nuevo y adorable.

    Esto es Hoy. Esta es la meta que perseguían todos los pies, a la que todos los caminos pugnaban por llevar. ¿Cuáles son los problemas del mundo, sus pesares, sus errores? Me siento tan perpleja, tan ignorante, tan desconcertada como el día en que di álgebra por primera vez.

    No hay problemas, no hay pesares, no hay errores: se unen a la apremiante canción que el mundo canta. Así viven los ángeles: pasan todas sus horas cantando alabanzas al Señor. No hay que hacer nada, saborear es suficiente. Es vida suficiente.

    Incluso en cafeterías y hoteles de paso o en la penumbra de las tabernas, la voz dulzona de Bing Crosby, que canturrea desde una gramola, y el camarero, que entrechoca los vasos, alcanzan una perfecta identidad, una nota aguda y sostenida con un sabor especial, que me llena los ojos de lágrimas, de gratitud por ser capaz de recibir.

    Y simplemente su mano bajo esas mesas gastadas, o guiándome a través de los rastrojos de los campos, hace mi felicidad inagotable como los océanos y cálida como la vida intrauterina.

    Cuando vi una horda de gatos arremolinados en una estación, disputándose una cabeza de pescado tirada junto a los raíles, sentí: Es la abundancia de mis sentimientos, que alimenta a los desamparados. Por numerosos que sean los afligidos, los heridos, yo puedo consolarlos, y esos cinco millones que sin cesar arrastran los pies, y bultos, y sus niños con barrigas hinchadas, cruzando Europa, no son demasiados, ni es su destino demasiado sombrío, para que yo no les pueda decir: He aquí un mundo de esperanza, un mundo entero os puedo ofrecer a todos y a cada uno, como una dama rica que reparte caramelos en una fiesta de Navidad de niños pobres.

    Puedo comprimir el desierto de Mojave entero en una palabra inspirada, o someter a toda América a mi capricho, como si América fuese un camarero que espera, de pie, a que yo me decida. Estoy en pleno delirio de poder, de invulnerabilidad.

    Quitadme lo que pasa por ser envidiable: los cepillos de plata con mi nombre grabado, el vestido de noche, el automóvil, el centenar de pretendientes, el aplomo en un restaurante... y aun así seguiré siendo más rica de lo que puede imaginar el más codicioso corazón, y mi benevolencia desbordante podrá inundar a todos, hasta a los más reticentes. Tomad todo lo que tengo, o lo que podría tener, o cualquier cosa que pueda ofrecer el mundo: aun así seguiré siendo emperatriz de una tierra recién descubierta, que ni Colón ni Cortés, ni siquiera en sus sueños más descabellados, podrían haber igualado jamás.

    Estámpame como un sello de lacre sobre tu corazón, tatúame en tu brazo, pues el amor no es menos poderoso que la muerte.


    CUARTA PARTE


    Pero en la frontera de Arizona nos pararon y nos dijeron: «Den media vuelta», y me encontré sentada en un cuartucho con barrotes en las ventanas mientras ellos escribían a máquina.



    ¿Qué parentesco tiene este hombre con usted? (El amado mío es mío, y yo soy suya, de aquel que entre los lirios su ganado apacienta.)

    ¿Cuánto tiempo hace que le conoce? (Yo soy para mi amado y él para mí. Entre los lirios su ganado apacienta.)

    ¿Durmieron ustedes en la misma habitación? (¡Ay qué hermosa eres, amiga mía, ay cuan hermosa, tus ojos de paloma!)

    ¿En la misma cama? (¡Ay cuan hermoso, amado mío, eres tú, y cuan gracioso! Nuestro lecho está florido.)

    ¿Realizaron el coito? (A la sombra del que deseé, senteme, y su fruta dulce a mi garganta.)

    ¿Cuándo realizaron el coito por primera vez? (Metióme en la cámara del vino, la bandera suya en mí es amor.)

    ¿Tenían ustedes la intención de cometer fornicación en el Estado de Arizona? (Manojito de mirra mi amado para mí, morará entre mis pechos.)

    ¡Ay qué hermosa eres, amiga mía, ay cuan hermosa, tus ojos de paloma!

    ¡Váyase de aquí!, gritó el guardián, al verme llorar por la puerta entreabierta.

    (El amado mío es mío.)

    Ándese con ojo, gritó el guardián, que como siga así agravará su caso.

    (Béseme con besos de su boca.)

    ¡Estese quieta!, gritó el guardián, y me dio un bofetón.

    Me han metido en un coche celular. La esposa del policía está sentada, muy tiesa, en el asiento delantero. Se me acusa de silencio y de amor.

    La matrona dice: Deme esa pulsera, no están permitidas las joyas. (El amado mío...) Démela inmediatamente. Y el anillo. (El amado mío...) Y el bolso. ¿Todo este maquillaje lleva aquí dentro? ¡Pero qué barbaridad! ¡Barra de labios! ¡Perfume! No me extraña que esté donde está. (Aliviadme con flores y con manzanas, dadme algún contento.)

    Los ojos del mundo, enfermo de celos, espían por la cerradura, en los ojos del guardián. Pero con todo, la única tortura es su ausencia.

    La pared está cubierta de garabatos, arañados en el yeso con un alfiler: «Si consigues salir de aquí sigue mi consejo. Sé bueno».

    ¿Está él debajo de mi ventana con una serenata de lágrimas?

    Cuando nos separaron me vieron apretarme contra su rodilla. Interceptaron nuestras miradas por culpa de lo que había en nuestros ojos.

    ¿Para qué viven ustedes entonces?

    Yo de todo eso no quiero saber nada, dijo el policía, yo soy padre de familia y socio del Rotary Club.

    En los escalones de la cárcel encontramos un pájaro blanco. Pobre paloma mía, refugiada en las grietas de la roca, en recónditos rincones. Es el pájaro de la libertad ese que está ahí fuera, en el frío, un pájaro que no es oficial, un pájaro que no tiene influencias. El sintió latir el corazón del pájaro contra la palma de su mano, y lloró también, en la cabina telefónica.

    El inspector lo escribió todo, con seis copias en papel carbón. Vaya sinvergüenza el tío, dijo, y la chica es una fanática religiosa.

    Cuando le di las gracias a la carcelera por el desayuno replicó: ¡Cállese! Aquí no habla nadie más que yo.

    El pimentero del otro lado de mi ventana con barrotes se desmayaba, verde de amor. Y viendo, como vieron, una prueba tan flagrante, ¿siguen sin tener fe? Está prohibido abrir la ventana por abajo, dijo la mujer.

    A ver si así escarmienta, dijo el inspector, y el señor Wurtle aconsejó: Tendrían que haber ido a hoteles diferentes, tendrían que haber vivido en países diferentes, tendrían que haber nacido en épocas diferentes, en mundos diferentes, y nada de esto habría ocurrido.

    ¿Son todos los americanos castos? Todos, por ley. Y de noche los hombres tienen siempre su espada junto al muslo, por lo que pueda pasar. (En el mi lecho en las noches busqué al que ama mi alma.)

    Entonces, ¿qué me dice del asiento trasero del coche aparcado en una curva de la carretera? Sí, pero sin montes de mirra. Ni collados de incienso.

    Vamos, Salomón, ten un poco de sentido común, anda, no te metas en líos. Hazte socio de un club. Búscate una pandilla.

    Todo está escrito. Hay catorce hojas y seis copias de cada una. Sobrevuelan el continente como pájaros de mal agüero, y anidarán en los archivos, exiliándome para siempre de la tranquilidad. Cualquiera que tenga influencias puede entrar a hurtadillas y saber lo que dije cuando estuve en apuros, tras diez horas de interrogatorio. La verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad, con Poncio Pilatos apoyado en el respaldo de mi silla, con treinta millones de fans de cine gritándome consejos maliciosos, y el amor, oh el amor, hambriento en el Ford bajo el sol del desierto, cegándome e hiriéndome y desgarrándome.

    ¿No está usted convencido, señor inspector? ¿Usted no cree en el amor?

    Sonrió con una sonrisa llena de sobreentendidos. ¿El amor? ¿Se cree usted que me chupo el dedo? No necesito sus explicaciones.

    ¿Pero es que todos los americanos son vírgenes, y fieles luego para toda la vida? Y en las fiestas, señor inspector, habrá usted oído hablar de lo que pasa en las fiestas…

    No necesito sus explicaciones, dijo, no soy ningún niño.

    ¿Pero y usted, señor inspector, y usted?

    No tengo autoridad, dijo, yo soy un mandado, cumplo mi deber y punto.

    Pero a que le preocupa la justicia, señor inspector, de lo contrario no estaría usted donde está.

    Yo no hago las leyes, contestó, no es cosa mía, yo no tengo autoridad. Sonrió, pero su sonrisa le dio miedo y se alejó de mí. Él y un hombre con los labios finos leyeron las cartas que nos habíamos escrito.

    Son sólo cartas literarias, dije, sobre cosas que a los dos nos gustaban.

    ¿Pero usted es comunista?, me preguntó.

    No.

    ¿Pero ha participado en actividades comunistas?

    No.

    ¿Tiene usted amigos comunistas?

    No más que de otra clase.

    Se arrepintió de su sonrisa, y para compensar, se mostró más severo. Al hombre de los labios finos, el aura de nuestro deseo satisfecho le ponía lívido de rabia. Al anochecer había ido a avisar al hotel.

    Los dos policías que nos habían detenido y nos habían traído a la ciudad cruzando el desierto estaban sentados uno junto al otro en un banco, como dos colegiales, peinaditos, obedientes y con las uñas limpias, a punto de volver a sus tranquilos hogares, con esposa y cena caliente, mientras nosotros rodábamos de la confusión a la tragedia porque en la frontera de Arizona les había dado ese capricho.

    Somos padres de familia, dijeron. Todo eso del amor, no somos partidarios.

    ¿Pero qué es lo importante en la vida entonces? ¿Para qué vive uno?

    Me miraron por encima del hombro. El de los labios finos apartó los ojos y apuntó en su informe: Ha intentado seducir a nuestros hombres.

    Pueden decirse adiós, dijo el inspector que había sonreído, pero que con sus conjeturas había separado nuestras bocas. (Debajo de tu lengua encuentro leche y miel.) A ver si todo esto les sirve de escarmiento, dijo.

    Cuando lloré, cuando por fin lloré en voz alta, mostraron su satisfacción, los cinco, y se frotaron las manos. Misión cumplida al fin, tras dos días de trabajo.

    Paloma mía, mi amor, que ellos no han conseguido profanar, ve a la cabina de teléfono con Diógenes y marca un número que alguien entienda. El impuesto sobre la renta fue lo que acabó con Al Capone. ¿De qué se trata ahora?

    Su mirada, su mirada perdida, en la ciudad del desierto, cuando cruzaba la calle solo, con los hombros caídos, mientras a mí se me llevaban en el coche celular... No puede ser, no puede ser, pensé. Por demasiado amor, sólo por demasiado amor.

    ¿Quién está a nuestro favor, si esos están tan fieramente en contra? Todos nuestros deseos eran privados, no aspirábamos a otro ámbito que el formado por nosotros dos. ¿Podíamos corromper a los jóvenes mirándonos a los ojos? ¿Huirían en masa de las oficinas? ¿Se hundiría la Bolsa?

    Ustedes les provocaron, afirmó el señor Wurtle. Se han portado como un par de estúpidos. Todo esto se podía haber evitado. Les tendrían que haber dado coba, seguirles la corriente. No tendrían que haber hablado tanto.

    Pero me hicieron jurar...

    Simple formalidad.

    Pero sacaron a colación la naturaleza de la Verdad...

    ¿Qué es la verdad?, replicó el señor Wurtle. La policía no está para historias.


    QUINTA PARTE


    Y así pues, de camino a Canadá bajo el sol de otoño, la idea de volver al redil me hace desfallecer, pues aunque estoy coronada y ungida de amor y he obtenido todo lo que le pedía a la vida, ¿qué soy, al entrar en casa de mis padres, sino una hija pródiga como tantas otras? Veo sus caras; nunca seré capaz de contemplarlas sin pasión. Miran por la ventana con ojos exhaustos por el miedo, el perpetuo miedo a ver llegar fantasmas prematuros, que cruzando la llanura intentan volver al redil.



    Y yo, que llevo el mundo en el bolsillo, no puedo ofrecerles nada para aliviar su decepción o recompensar su optimismo, sino sólo mendigar una vez más el ternero engordado que ya tantas otras veces degollaron, siempre en vano. Con sus propias esperanzas, con su arrepentimiento, la imaginación de los padres construye para los hijos andamios, que los hijos dejan casi siempre de lado, desbordando el marco y creciendo de través, como árboles doblegados por un viento fatal con el que los padres no habían contado.

    Pero el oro viejo de los árboles de octubre, los cedros enanos, los horizontes, los helados barrancos con sus ramas de sauce, me embriagan y confirman mi convicción en lo que he hecho, me reclaman como una madre indiscutible diciendo tanto si quieres, cariño, como si no, tanto si quieres como si no. Los peñascos se alzan para corroborarlo, pues Babilonia cayó y ellos permanecen: han sido moldeados, pero nunca conquistados, por el tiempo, que brota de la eternidad. Quienes ven ese paisaje cada mañana cuando abren las cortinas, ¿cómo podrían negarme compasión? Como el gigante Anteo, cuando me arrojan contra la tierra reboto, recargada de esperanza. Amarillas o escarlata, todas las hojas ondean, animándome, como una oriflama, y las pardas, que yacen en el suelo, dan testimonio a millares de la sencillez de la verdad.

    El amor puede pues cegar los ojos de mis padres y hacerles olvidar lo que esperan de mí; o puede ser que de mi apuro brote la elocuencia y que les ablande la verdad: no es imposible que la comprensión ilumine a los oficinistas que bajan por la calle Sparks, deshaciendo entuertos que se remontan a la época de Wolfe; ni puede descartarse que en el café Honey Dew alguien me dirija una mirada amable cuando entro.

    Si no pido perdón a nadie por pecados que me niego a considerar tales, ¿por qué lloro entonces al volver a casa, cruzando un paisaje que amo con amor de amante? Desde mucho antes de la hora prevista para mi llegada, esas caras con sus plegarias como heridas espían por la ventana, acartonadas de ansiedad, pero dispuestas a acogerme con amor. El sonido de sus pasos, deteniéndose una y otra vez ante la chimenea, proclama todo el dolor del planeta.

    ¡Oh Absalón, Absalón, déjate ablandar por la piedad!

    Procedente de California, donde es tan fácil olvidar los lamentos, el noviembre que se acerca me azota con la pasión del año moribundo. Y tras la codicia que endurece parte del rostro norteamericano y lo convierte en piedra, se me antoja que es amabilidad, benevolencia, lo que se asoma a mirarme por las ventanillas de los trenes. Sin duda el mozo de estación que me lleva las maletas ha extraído, de sus privaciones materiales, una enseñanza de orden espiritual. Sin duda el aceptar un papel mediocre confiere dignidad.

    En las descoloridas casas de madera percibo reminiscencias de la pasión de los pioneros, de la tenacidad de los hombres de Estado de los primeros tiempos, moderados, pero con carácter: hombres capaces de citar a Shakespeare mientras hablaban de política bajo los olmos. Ningún neón inmenso ha usurpado su verdadera historia, secundaria pero memorable. Tampoco la sangre de los primeros colonos, derramada en riñas y heroísmo, ha sido aún embotellada por una coca-cola cualquiera para venderla en frascos de tradición a diez centavos.

    Los rostros, las casas descoloridas, el aire del otoño, todo son buenos augurios para el pródigo.

    Pero apoyada contra la ventanilla del tren, borracha de la esperanza que rezuma siempre lo que no ha empezado, recuerdo mis regresos anteriores. Conserva esa visión, me digo, apretando la frente contra los cristales: los rostros son amables: la gente es reservada; los pájaros se juntan en bandadas para emigrar, presagio de un cambio fatal; recuerda, cuando agraviados se te cierren los ojos al percibir los celos de los que se han quedado en casa, que no se trata de un pintoresquismo accidental: es una espera sin conciencia de sí misma, como la de un niño no nacido, el decorado en el que se desarrollará la historia.

    Recuerda que aunque la embriaguez inicial desaparece, sin embargo esas cosas, en ese momento, te conmovieron hasta hacerte llorar, y convirtieron una simple mirada por la ventanilla del vagón restaurante en una plenitud insoportable.


    SEXTA PARTE


    Sentada en la silla giratoria del despacho de mi padre, con su escritorio masivamente simbólico entre nosotros, comprendí que jamás podría defenderme. No tenía otra defensa que dos sílabas, que no me atrevía a pronunciar, de tanto como las habían manchado los cantantes de jazz y los predicadores hipócritas y Dorothy Dix.



    «¿Amor? Qué disparate», decía mi madre. «Lo que cuenta es la lealtad y la decencia y el saber comportarse.» Pero los ojos se le asomaban a la cara como un par de bárbaros medievales, aferrándose a la vida, que menguaba sin aportarles el reposo.

    Pero de mi padre había esperado más. Él tenía la facultad de exponer sus ideas como las pruebas en un proceso. Pero si sentía acercarse la emoción sonreía dolorosamente y esperaba, meciéndose en su silla giratoria, a que se hubiera alejado. «¿No será que estás un poquitín obsesionada con todo este asunto?»

    Y entonces desfilaba ante mis ojos la entera procesión de los incrédulos: los matones de la policía y sus sobreentendidos repugnantes, las insinuaciones del señor Wurtle y cómo nos provocaba —«¿Así que según usted, eso que llaman Amor existe?»—, las bienintencionadas matronas que desde su amurallada vida sermonean: «Piénsalo bien y te darás cuenta de que si rompes un matrimonio, a la larga te arrepentirás», «Cuando comprendiste lo que iba a pasar, lo que tenías que haber hecho era poner tierra por medio», y todos esos batallones de ciegos con sus pancartas, proclamando el veredicto público: «Si necesita dinero, ¿por qué no consigue un trabajo?», «¿Qué sabe del Amor el que, cuando su país está en apuros, lo abandona?».

    Dios querido, qué acogedoras parecen las cataratas de Chaudiere heladas bajo el cielo de diciembre comparadas con esos rostros inflexibles. Hasta la nieve ampara mejor a la próxima generación, que duerme. Ellos, que invocan un amor más elevado, ¿qué esconden bajo el interminable frío de su mirada? No arrullan retoño alguno de humanidad bajo su máscara, pues no es ninguna máscara.

    Soy el duende verde de las leyendas, que llama a las puertas de las casas pidiendo pan para saber quiénes son buenas personas. Pero todos están necesitados, y ninguno es bondadoso. «Yo estoy ahorrando para la Cruz Roja. ¿Y usted, cuál es su contribución al esfuerzo de guerra, si se puede saber?»

    Ve a la guerra, hermanito, contribuye a que se derrame más y mejor sangre, para que las conciencias blandas tengan la oportunidad de enjugarla. Lleva la cabeza rapada como un presidiario y se divierte con juegos sanguinarios. «No conozco a ese tío, pero para mí que es un sinvergüenza.»

    ¿Sabíais que once mil caras idénticas a la de Cristo están enflaqueciendo en la cárcel? No tenían dinero, no tenían pistolas, no llevaban raya en los pantalones. El policía está cada día más gordo y rivaliza con los nuevos tanques. Obstruye la puerta del pequeño café. Al verle, una pareja derrama la leche en la barra, recordando lo que hicieron anoche bajo el puente. Pero el policía está ciego. Sólo golpea cuando oye un ruido fuerte. Hay otros, en cambio, con ojos como halcones furtivos, que rondan las calles buscando una cara en la que un beso ilegal pudiera estar formándose.

    No, no hay defensa para el amor, y las lágrimas no harán sino aumentar el delito. Sé razonable. Sé como todo el mundo. Eres una chica lista. Eres inteligente. Muévete, haz algo con tu vida.

    De modo que no habrá exequias. Eso que iba a conquistar el mundo, y después del mundo, la muerte, no se mencionará siquiera. Ni uno solo de todos esos mártires clavados en cada árbol del hemisferio oeste interesará al redactor jefe. Todo lo más, en la página de pasatiempos, como relleno, un suelto sobre los obligados a morir. La mantequilla sube diez centavos. El ser humano baja.

    Recuerda la víspera de Año Nuevo en Ottawa, la ciudad hosca bajo la nieve, y tú con anginas que partían en dos tus deseos para el nuevo año.

    Mi madre dijo: ¡No, no quiero saber nada más de ti!, cuando le alargué la mano para decirle adiós; y mi padre me pidió por teléfono: Dinos por dónde andas, seco y fatigado; y tú dijiste, con tu garganta magullada: No me hagáis gritar porque escupo flema. Vosotros me hicisteis la mayor injusticia.

    ¿Adónde íbamos pues? A cualquier sitio donde pudiéramos estar juntos y solos. Semejante deseo ofende a cualquiera que tenga menos que amor en el bolsillo. Además, es hora de ponerse uniformes, no camisones. No sirve de nada preguntarles cómo podría ser útil yo, que sin ti sería un peso muerto, un cadáver: cuando un juez te interroga, tienes que tantear buscando las respuestas que espera de ti. La sencilla palabra Amor ofende con su desnudez. Dejó de ser cómoda cuando el camello más caro se quedó atascado en el ojo de la aguja.

    Cuando me marché de Ottawa me pregunté: ¿A quién voy a decir adiós?, y no se me ocurría nadie. Algunos me saludan con sonrisas sinceras, pero pasan años de mi ausencia sin que se den cuenta, y mi conversación les parece protesta.

    ¿Es que disfruto escandalizando a los mayores? ¿No me preocupa que ganemos la Guerra?

    Ha habido hombres que han sido más recordados que naciones enteras, y naciones de hombres han estado dispuestas a morir por una sola palabra.

    Entonces, ¿mi palabra o la vuestra? Niña, no seas insolente.

    Mi hermana está en casa, nos ha dejado a sus hijos para tener una semana libre y luchar por un empleo. Y está mi tía como una arpía implacable, luchando por uniformar a todas las mujeres.

    ¿Quién se atreve a respirar placer cuando la guerra es la palabra pero aún no la realidad? Aquí los rumores de guerra tapan incluso el objetivo último, que a pequeñas dosis podríamos disfrutar, por qué no, ahora. En Londres son más sabios: parejas de desconocidos se besan en los refugios subterráneos, y las efigies bombardeadas son objeto de chistes.

    Asiste al funeral de la hipocresía, oh mi amado país, y derrama la habitual lágrima hipócrita. Las mías las ahorro para un acontecimiento de otro orden.

    Un acontecimiento que si tú, mi amor, demuestras a fin de cuentas ser muy otro de lo que yo había esperado, provocará un entierro bajo un mar de lágrimas saladas más memorable que las ruinas rumanas, y una batalla de una sola mujer tan sangrienta como la de diez millones de hombres. Pues para este acontecimiento nací, renací tras un entierro de mucho más de tres días, y construiré para conmemorarlo monumentos capaces de durar más de dos mil años. De esta conjunción de imposibles podría haber nacido una generación de ojos capaces de apreciar semejantes meteoros, una generación que enarbolaría, como un estandarte, una leyenda.

    No es que quiera blasfemar, o decir: Mira lo que soy. No digo más que esto: Recuerda Ottawa la víspera de Año Nuevo: en ese día tan acechado de amenazas, y a cuyos antagonistas no carece de mérito haber sacado la lengua, yo elegí. Elegí sin influencias, sin aspavientos, sin ninguna flecha que me señalara dirección alguna, excepto lejos de ti.

    Ni la razón ni la sensatez ni la codicia ni la piedad ni la perspicacia ni la ambición ni la conveniencia ni el deber filial pusieron mi mano entre las tuyas. Ni puede decir nadie que perdí la cabeza en el momento crucial.

    Afirmaré pues, para dejar constancia ante mí misma, y para recordarlo si algún día soy otra que la que soy ahora: A pesar de las fuerzas furiosas, desenfrenadas en la reprobación, vi claramente entonces que no existía en ninguna parte en todo el mundo nada más que eso; que ni los conventos ni las islas del Pacífico ni las selvas ni todo el jazz de América ni el frenesí de las zonas de guerra podían esconder rincón alguno que contuviese una pizca de consuelo si eso me fallaba. En todos los estados del ser, en todos los mundos, esto es lo único que hay.

    Recuerda también que dije: Aunque esto es todo lo que hay, aunque es lo único y es vulnerable, aunque pueden atacarlo, aunque puede morir, aunque no es más que una palabra mendiga frente a las altísimas finanzas, a pesar de todo, no es escaso: es suficiente.

    No lo acepto con tristeza o arrepentimiento, con melancolía o desesperación. Lo acepto sin mañana y sin ningún lirio de promesa. Es lo suficiente, es lo ahora, y aunque llega sin nada, me lo da todo.

    Con ello puedo repoblar el mundo entero, puedo dar a luz nuevos mundos en refugios subterráneos mientras arriba caen bombas; puedo hacerlo en lanchas salvavidas mientras el barco se hunde; puedo hacerlo en cárceles sin permiso de los carceleros; y oh, cuando lo haga calladamente en el vestíbulo durante las reuniones del Congreso, un montón de hombres de Estado saldrán retorciéndose el bigote, y verán la sangre del parto, y sabrán que han sido burlados.

    El amor es fuerte como la muerte.

    De modo que esta noche meteremos en un nido el mundo entero con todo su desorden, y colgará balanceándose confortablemente como si estuviera tan lejos y tan olvidado por la historia como el derecho de los pieles rojas a ser libres.

    Tanto si tus anginas controlan todos tus pensamientos y tus actos como si no, la noche estará forrada de seda y rodeada de paz, una noche lujosa y sin fantasmas. Será un sueño profundo, no un simple éter para disponer de otras doce horas inútiles. Dormiré por el placer de dormir, y no para esperar que pase el tiempo: El tiempo.

    Ahora podré, tanto si me hacéis llorar como si no, absorber el paisaje mientras vuelvo deprisa a casa, y dejarme influir hasta por el más raquítico pino o abedul; y mientras me abrocho la túnica amarilla, asomada a la mañana, seré discípula de un triángulo de luz.

    ¿No es paradójico que ahora me inunde este diluvio de placeres diminutos, ahora, cuando soy más rica y más invulnerable que nunca? Me habrían sido tan útiles. Uno solo me habría bastado: lo habría convertido en un grandioso signo, en esa época en que tomaba tranvías para ir y volver de casa de mi madre, con todos los sentidos desolados, cuando el no tenerte le daba a mi vida sabor a infierno. Entonces, mi madre me agarraba por todas partes, con garras de biología y compasión e histérico hipnotismo, y me hacía anhelar mi propia aniquilación. ¿Puede incluso Freud explicar el terror de esas garras, la imposibilidad de escapar a su ansia de poder, y por qué fueron más fuertes que el viento del noreste, la memoria, la razón o las rocas precámbricas?

    No, pues es algo que escapa a cualquier categoría, a cualquier explicación; se esconde en una nota a pie de página que admite la existencia de fenómenos perturbadores, pero no tiene respuesta a por qué ciertos ángeles llevan halos de pájaros que cantan, o por qué a Baldr, el dios nórdico, le crecía muérdago en los talones.

    Pero mientras siga estando armada, como ahora, hasta los dientes, con armas para combatir el mundo antagonista, aunque un millar de proyectos me fallaran, jamás echaré de menos el pasado, cuando no podía ver ningún futuro. Puedes ser inválido para toda la vida, o paralítico, o leproso, podemos morir de hambre en las cloacas, o ser aniquilados por la plaga: pase lo que pase tendré un puñado de centeno, cuya cotización ningún Banco Exterior controla, ni su valor disminuye al trasplantarse.

    Recuerda también, cuando apoyas la vulnerable cabeza entre las manos, que aquello por lo que estamos siendo castigados, y aun peor, por lo que estamos castigando, no es sólo ese océano de paz que alcanzamos cuando me llamas zorra, sino la Causa. (La causa, mi alma.)Pues a veces, cuando el calor que nos hace desfallecer aparece rodeado de tan fastuoso séquito, decimos: Somos demasiado felices, demasiado ricos, demasiado fuertes. Y entonces, abrumados por la culpa o la vergüenza de ser tan privilegiados, flaqueamos y decimos: Es injusto que los débiles y los desventurados sufran y nosotros no.

    Pero si me haces la injusticia de pensar que soy hermosa, que tengo un millón de admiradores dispuestos a salvarme de la desesperación, y en consecuencia una catástrofe no sería tan grave para mí como para cualquiera, recuerda que eres tú, sólo tú, quien me otorga esos dones. Cuánto más terrible sería entonces mi pérdida, pues me arrebataría incluso lo que parece mío por naturaleza, mi poder de soportar y resistir.

    Recuerda que la tentación, para ti, no soy yo: lo es todo aquello que te desvía de mí. Ni lo eres tú para mí, sino que eres mi meta, la única. A veces tú también lo ves tan claro como lo veo yo ahora, pues dices: «¿Tú crees que si no lo hiciera, podría...?».

    Pero la Piedad como un niño mendigo se te acerca, servil, con la palma suplicante y ojos más conmovedores que la hermosura. Y bajando por la Tercera Avenida oyes chillar a los ratones en las trampas tendidas por las amas de casa.

    ¿Acaso me ves, pues, como una privilegiada, como un coloso cuyos muslos egoístas, olvidadizos, emergen de la desgracia ajena? ¿O como la abominable superhembra, que agarra y devora, invulnerable a fuerza de codicia?

    Esos pensamientos, ay, son tus pecados, tu revestimiento de vergüenza: eso, y no los chicos rubios como jóvenes arbustos con los párpados sombreados de azul que amorosamente se inclinan sobre ti en una trastienda.

    Hay quien ama a Lucifer porque perdió su batalla contra Dios. Algo de razón tenía el diablo, y quizá algo olía a podrido en el Cielo por entonces. No creas que no he visto colas cortadas de ardillas, que abandonaron sobre un tronco para salvar la vida, y patas de conejo roídas en trampas, enmarañadas con el acero.

    Si camino deprisa por la calle, no es que esté jugando, con los transeúntes, a un juego que sólo existe en mi cabeza: es timidez, la misma que empuja a las modistillas a mirar nerviosamente afuera, medio escondidas entre los tristones visillos de encaje de sus habitaciones mal iluminadas, prefiriendo soñar junto a sus hornillos de gas y beber té aguado antes que someterse al brutal descubrimiento del mundo. Existen, sabes, mujeres así, y te diré que tratan los objetos con cuidado, como si fueran niños o animales. Pero no creas que el cielo las desdeña. Miles de ángeles suspiran tiernamente por ellas: y ahora mismo les están bordando faldas, y se preparan a enseñarles la rumba.

    Pero por los ángeles ¿quién llora? ¿Quién se fija en ellos cuando vuelven la cabeza apretando los labios? No es que yo pretenda ser también un ángel. Pero sé que estar alegre, ser feliz, aunque sea suavemente, le crea a uno enemigos.

    Recuerda: yo no soy el desahogo, sino la meta.

    No pretendo cegarte, sino encontrarte.

    Lo que tú tomas por sirenas que seductoras cantan para hacerte caer en tu destino como en una emboscada es sólo la voz de lo inevitable, que te da la bienvenida tras una espera tan larga. Yo fui hecha sólo para ti.

    Han transcurrido eones, se han formado planetas y se han desintegrado para que estuviéramos juntos. Tu destino te vigila, y si fallara su colosal conspiración, ¿no comprendes que me echaría a mí la culpa?

    No, no servirá de nada enseñarles a tu hijo y decir: Mirad, he salvado esto de la sangre. ¿No ves que están cansados de que se les den largas? Tú eres la hora y la generación que marcaron para alcanzar sus fines.

    Y además, tu hijo no baja del nido para ser el chivo expiatorio de nadie, sino para comer su propia manzana con su propio pecado, del mismo modo que lo hará, a su vez, su propio hijo, a su debido tiempo.


    SEPTIMA PARTE


    Han colgado esa cara maravillosa marcada con numerológica vergüenza en la galería de los criminales. Está atado a la cama con camisa de fuerza. ¿Es hospital o cárcel? No lo sabría decir. Yo estoy fuera sin poder entrar. Corrí por todos los pasillos con pavimento de goma, pero los asientos del teatro estaban vacíos.



    No. Me confundo.

    Él dijo que no se permitían las visitas. Ni siquiera los viernes.

    Entonces fui con revistas y fruta, y la enfermera dijo: Pase, pase. Su esposa está con él.

    De modo que di media vuelta, pero todas las puertas del pasillo estaban cerradas. No, algunas eran de cristal, pero dobles, y fuera estaba nevando.

    Mi amor, mi amor querido, ¿dónde estás? Bajo el árbol florido. Sí. (También nuestro lecho está florido, y el aliento de tu boca como el olor de las manzanas.)

    La escalera formaba una espiral y bajaba millas y millas. Pero alfombrada. Sí, claro, pero la gente espiaba, malévola, y hacía comentarios sobre mi ropa raída. El torbellino estaba justo encima de nosotros, con pavorosas garras, no viento, sabes, no, sino jirones de periódico, arremolinándose peligrosamente cerca. Tengo miedo. ¿Y si se me lleva volando?

    Fue por esa época cuando encontré la carta doblada: Amor mío, mi vida eres tú: quiero continuar como antes. La volví a dejar en su sitio, sí. Pero él la cogió de la repisa de mármol de la chimenea y la tiró. Le vi. El árbol que hay fuera de la ventana estaba cargado de nieve. Eso demuestra algo, ¿no?

    Faltaban diez minutos para las doce de la noche cuando él dijo: Sal y consígueme un termo; y oí el Año Nuevo llegar mientras esperaba junto al mostrador de la droguería. La nieve se derritió y las calles estaban enfangadas de sangre.

    Quería hablarte del Niño. Siempre fue así. En la habitación, la sangre nos llegaba a los tobillos.

    Sí, lo sé.

    La oí gemir: ¿Por qué no me dejasteis quedarme el niño, ay, por qué no me dejasteis quedarme el niño?

    Era una niñita, morena, con los dedos muy largos. Era guapa, ¿verdad?, no como la mayoría de los recién nacidos.

    El hombre de la cervecería dijo: No ha consumido usted nada en una hora, sintiéndolo mucho tengo que pedirle que se vaya. La ropa recién lavada echaba vapor sobre los radiadores, todavía estaba húmeda. Es diciembre, y los bosques están demasiado húmedos para una cita. Si te sientas en las piedras tendrás hemorroides. ¿Por qué llegan tantos telegramas? ¿Enviamos otro?

    Sí, es humano.

    Me odiarías si actuara de otra manera, ¿no crees?

    Cuando salió de la cárcel tenía los ojos muertos y dijo: He perdido la inocencia, mirando hacia el techo y masticando un medicamento asqueroso.

    Cuando salió del hospital llevaba la garganta vendada. Tuvieron que atarle, de tanto como se debatía. El anestesista era un artista, tenía axilas exactamente como cálices, sólo con ver un sombrero de copa tenía una erección, no le costaría nada entrar en el Ejército.

    Hoy mismo lo he hecho ya dos veces, dijo él mientras estábamos echados en el huerto, una vez con ella, una vez contigo, y una vez con la mandíbula de un asno. Una, dos, tres.

    Amor mío, me parece que tienes un poco de sangre en la ropa.

    Sí, es del vientre de la ballena.

    Qué posesivas son las mujeres.

    Como el manzano entre los árboles silvestres, así mi amado entre los hijos. Todos los surcos del huerto están arados excepto los que hay junto al tronco del árbol donde crece la hierba. Ahí se yergue, como el Vellocino de Oro.

    Perdóname, pues naturalmente sirvo a dos amas.

    Podría indicarme el camino para salir de aquí, por favor, doctor, o inspector, no puedo verle muy bien en esta luz.

    Nadie me oye. La culpa es del pavimento de goma. He estado horas y horas llamando a las distintas puertas.

    ¿Pero es usted comunista?

    No.

    ¿Pacifista?

    No.

    ¿Es por culpa de un sinvergüenza, entonces? En tal caso, creo que lo único que puede hacer es ir al borde del acantilado y decir: No soy nadie, y saltar. Son ochenta y ocho dólares, y dos más por las pastillas.

    Amor mío, ¿por qué me dejaste en Lexington Avenue en el Ford sin frenos?

    Se caló en medio del tráfico y se estropeó debajo de su ventana. Ella estaba escribiendo una carta: Te quiero mucho; Ve con Cuidado, en mayúsculas.

    Esa era otra carta.

    Sí, pero me confundo. Un día ella vio un cenador de oro en el huerto. Un día dijo: Quieres una orgía con la Rubia, pues adelante, agota tu pasión con ella.

    Lo veo todo, la popa de oro bruñido. ¿Y si me enfadara y montara una escena?

    Pero es mejor que no. No.

    No. Te creo, naturalmente, te creo, pues ¿no dijiste que yo era la única? Sí, dijiste: Cuidado con esa chica. Es ella quien hace circular mi sangre, por ella vuelven las estaciones y giran las estrellas.

    Eso fue lo que soñé, y por eso tenía ojeras esta mañana a la hora del desayuno. Todo el mundo se dio cuenta, y creo que alguien incluso se rió con disimulo.

    ¿No le interesa mucho a usted la política, verdad? ¿Nunca lee los periódicos? Me tomé el café, pero tenía una leve sensación de náuseas. Es normal, no me preocupa lo más mínimo, no es nada.

    ¿Te encuentras mejor, amor mío?

    Está afónico, sólo consigue hablar en un susurro.

    Amor mío, cariño, tómate un vasito de leche, échate y descansa un poco. Yo te cuidaré. Puedo llevar el amor en los hombros como San Cristóbal. Pesa mucho, pero puedo llevarlo. Pero tropiezo en las piedras de la sospecha. ¿Sospecha, dije? No.

    No. No. No es nada. Te quiero. Un poquito de náuseas nada más.

    Al cabo de un rato salí al aire libre, y su cara era la luna que colgaba de las ramas nevadas.


    OCTAVA PARTE


    Su hermano y su madre y su abuela yacen abandonados en la muerte sobre las baldosas del metro de Londres. Dos antagonistas, apretados en el menor espacio posible, se apoyan uno contra otro para dormir.



    Letras que llevan las negras cicatrices de la navaja del censor traducen lo inimaginable: «Oí a un niño preguntar dónde estaban sus piernas», «Ahora recordamos con nostalgia las cebollas y los limones». La voz de la radio dice: «De las privaciones, de la muerte de los amigos, brota una valentía nueva».

    Las bombas son más grandes, pero los cerebros humanos que las bombas revientan son del mismo tamaño. Las caras destrozadas en las ciudades costeras inglesas son las que un día besamos; las manos que alguien barre junto con los escombros son las que un día estrechamos; nuestra vida privada es lo que aparece en los titulares, y sin embargo, el perro sarnoso que merodea bajo nuestra ventana nos inspira una compasión más auténtica. Cayeron Babilonia y Sodoma y el Imperio Romano, pero la ventisca invernal acuchilla con la crueldad de costumbre, y el amor, como siempre, arranca de cuajo el corazón, con más fuerza que un imaginado campo de minas.

    Su hermano y su madre y su abuela están enterrados, pero en la lava de la historia. Ya les llora el coro trágico de la posteridad. Sus efigies aparecerán cuando se abra una nueva Pompeya.

    Pero este minuto sangriento se preocupa sólo de la realidad del instante: se acerca el amanecer y él no ha regresado; y no basta para consolarme saber que hace sólo ocho horas, por teléfono, su voz temblorosa anunció las tres muertes.

    ¿Por qué el dolor del mundo, incluso diez siglos de desgracias, tendría que empequeñecer el hecho de que amo? Hay que acunar la semilla, acunar la semilla, hasta en el cráter del volcán. Soy la última mujer embarazada en un mundo en ruinas. La cama está fría y los celos son crueles como la tumba.

    Cuando mis ojos flotan por la habitación como dos barcos perdidos en el mar, conozco las medidas exactas de mi cautiverio. Imposible escapar, por más cabezazos que me dé contra las paredes de esta caja; imposible llamar, para que me hagan compañía, a los fantasmas de ojos visionarios. Nunca se puede llorar en ningún sitio. Las paredes son siempre demasiado delgadas y el llanto tan ruidoso que su eco resuena por las calles y cruza bahías de agua salada.

    No hay nunca y en ningún sitio tiempo para esa palabra.

    Para recordarme las catástrofes, tengo el doloroso apareamiento de los gatos por los tejados que hay junto a mi ventana; el carillón que da los cuartos de hora sin llegar al final; el silbido de los radiadores, alegre y regular como los grillos en el campo. El ascensor, en cambio, martillea una promesa de acontecimiento jamás cumplida, y a veces las cañerías chillan remotamente como el mensaje de un cometa que cae.

    Paso revista a todo lo que conozco, pero no consigo sintetizar ningún significado. Si me quedo dormida, la Realidad, la catástrofe cierta y cumplida, me despierta sacudiéndome como una enfermera brutal. La veo agazapada, implacable, en un rincón del techo. Se abalanza sobre mí en diagonal, geométrica como el rayo.

    Dice: permanezco, soy, nunca dejaré de ser: una escarcha mortal cubrirá tu recuerdo; tú olvidarás, tú te evaporarás, pero a mí nada puede borrarme.

    Es así como la catástrofe, cada cuarto de hora, me pone en la boca el sabor de la muerte, y me demuestra, sin muchos miramientos, cómo me prostituyo a cambio del olvido.

    El empapelado rezuma tristeza, y las paredes me oprimen como el miedo. Esta oscura habitación de hotel es el centro del torbellino, en el que cualquier resistencia es inútil.

    Esta es la cama donde tantas veces nos liberó el amor, disolviendo las paredes, pero también donde la noche le sacudía por el cuello como a un perro, haciéndole escupir su angustia, hasta el último jirón de miedo:

    —¡Eres una puta! ¡Nada más que una puta!
    —¿Qué es esto, un chantaje?
    —¡No! ¡No! ¡No!

    Allá está la silla, no tan afortunada en su función: él sólo la usaba para leer el periódico o esperar, impersonalmente distraído. Ella fue mi peor rival: casi siempre me lo arrebataba. Aunque alguna vez, más benigna, me lo cedía, y al pasar ante él pavoneándome, yo notaba, en sus dedos, el afán de poseerme.

    No hay nada tan fecundo como un espejo. En las noches de suerte, me devolvía mi cara como prendiéndome una condecoración: he aquí la cara que encendió mil noches, el señuelo que llevó al arcángel a tu cama, el precario instrumento con el que cazas estrellas polares. Pero a veces, a solas, el espejo clavaba mis dos ojos con alfileres, como mariposas, y me mostraba una cara a punto de naufragar en lágrimas, a punto de estrellarse contra sus propios estériles consejos, cuando estallara al fin el cataclismo que ya estaba rodando cuesta abajo hacia el presente, igual que una avalancha.

    La visión de esa cara desquiciada en la penumbra de la habitación me empujaba a rezar y a hacer ruido. Que tu propia sombra te salga al encuentro anuncia el fin. Algo demasiado probable, demasiado inminente, había roído esa cara hasta borrarla. Pero entonces se fundió la bombilla, y la luz inhóspita del alba sólo mostraba poros abiertos y los restos del maquillaje de la víspera.

    Pero una y otra vez, cuando espío el espejo, esperando encontrar una imagen lo bastante distorsionada como para hacer soportable mi dolor convirtiéndolo en leyenda, esa forma se inclina sobre mí en un abrazo eterno como las insistentes luces de neón; o recuerdo la noche en que el espejo convirtió a mi amante en una joven asiría que bajaba las pestañas bajo un turbante en flor. Entonces fuimos dos hermanas, yo la mayor. El, qué lástima, no tenía senos... ¡Incesto, pájaro rutilante! Pero tan gracioso, tan sumiso, ¿quién le pondrá la mano encima? Se quitó el tocado y volvimos a ser dos personas normales y corrientes a punto de acostarse.

    La máquina de escribir perforaba nuestros juegos más inofensivos, y cavó el foso que por poco nos destroza, igual que me destrozó las uñas. Ahora comprendo lo incompatible que resulta el amor con la oficina: comprendo por qué las secretarias, a pesar de su sentido práctico, no están nunca satisfechas. La máquina de escribir lo roe todo hasta los huesos, y los huesos nunca oyeron hablar del deseo de poseer un salto de cama rosa y con volantes, ni tuvieron el reposo suficiente para tramar nuevas maneras de complacer cinco sentidos refinados. Ella taladra los nervios y se alía con los avaros. No es un instrumento del amor.

    En los cafés con cortinas de felpa, donde por veinticinco centavos cada uno gozábamos de un efímero lujo, a veces las cosas iban bien, y yo contenía la respiración y dejaba el tenedor en suspenso sobre los pastelitos de pescado cuando llegaba la revelación. Espiando el espejo de reojo, veía su cara observándome, y no dudaba entonces de su indulgencia.

    El monte de piedad y el banco, adonde fuimos buscando cartas y respuestas a nuestras llamadas de socorro, cambiaban de humor igual que músicos colocados bajo luces giratorias de colores. Pero ni las calles pobretonas ni el hotel de tres al cuarto representaban para mí, como lo fueron siempre para él, símbolos de desgracia y de miseria, fronteras de un país donde no se puede hablar con nadie, donde nada ocurre nunca.

    Fuéramos adonde fuéramos, no obstante, e hiciéramos lo que hiciéramos, teníamos siempre que volver, como zorros acosados, a aquella habitación de hotel. Y siempre el empapelado cubierto de inscripciones aniquilaba cualquier optimismo que pudiéramos haber conseguido. Las frases escritas en la pared no ofrecían soluciones. Nos empujaban a la desesperación. Suya es la responsabilidad penal por todo lo que pasa.

    Pues ¿acaso alguien hace planes de suicidio tomando el sol? El montón de polvo debajo de la cama, las sábanas sucias jamás lavadas, eso es lo que nos empuja a cometer el acto fatal.

    Cuando el barco, golpeado por el tifón, se resquebraja, nos tapamos la cabeza y nos decimos que todo volverá a la normalidad. Pero ahora ya no nos lo creemos. Esta vez puede no ser como las otras veces, que, con el tiempo, se convirtieron en divertidas anécdotas. Los rumores que corrían, sobre diez mil personas sepultadas por el terremoto, eran, a fin de cuentas, ciertos.

    Más irredimibles que cualquier catástrofe humana, los dinosaurios se arrastraron por el desierto hasta morir. No dejaron descendientes que embellecieran su saga, sino sólo huesos blancos y huellas en la arcilla: notas a pie de página en los libros de arqueología. Quizá esta hora es nuestra hora, y nuestro fin el mismo que el de los dinosaurios.

    Quizá ya es imposible volver atrás, y de nosotros sólo quedarán archivos tan llenos de tópicos como las fotos de las estrellas de cine.

    Pero con nosotros o sin nosotros, el Día debe regresar, insistimos: el día en que la Burla se siente a tomar el sol, decorando su cuerpo ocioso con dibujos de un rojo sin nombre, que antaño fue sangre.

    La filosofía, como los líquenes, necesita siglos para desarrollarse, y el Manual de Instrucciones la ignora sistemáticamente. Si no lo puedes soportar, vete con viento fresco.

    Yo no lo soporto, de modo que me quedo echada en la cama del hotel, descomponiéndome en elementos químicos cuyos avatares prolongará el tiempo hasta que el tiempo mismo se extinga, sin que esos pocos años en que los mantuve juntos, componiendo una pasión humana, dejen la menor huella.

    Y él, ¿por dónde galopa, como un caballo en remotas praderas? No le oigo, y el silencio escribe cosas demasiado terribles para que él pueda negarlas. ¿Será posible que hayamos perdido la batalla?

    No hay duda de que me asesinó catorce noches seguidas. Para resucitar de semejante matanza, está claro que el Mesías se ha de convertir en mujer. Él justificó la ausencia explicando que era el mero mecanismo de las cosas. Pero «Eso» no es lo mismo.

    Él cometió un pecado que el Amor no pasará por alto. La policía, las escenas conyugales, la frialdad de los amigos, el soborno de los guardias, la sordidez de los hoteles, no pudieron nada contra el amor, pero el amor tiene otras leyes, cuya infracción, incluso la más leve, se castiga sin juicio.

    Y él pecó contra el amor. Por más que alegue que lo hizo por Piedad, por más que explique que la Piedad sólo estaba librando una batalla contra el Amor, y perdiéndola, lo cierto es que a la Piedad no le sirvió de nada, mientras que sus vacilaciones ofendieron al Amor. Y era, a fin de cuentas, el Amor la carta a la que lo había apostado todo, todo lo que tenía, la única que no podía arriesgar.

    De modo que aquí estoy, sin estrella polar. ¿Hay algo que pueda refrenar mi desesperación? ¿Algo que pueda rescatarme de ella?

    Demasiadas noches han construido realidades explosivas, y sin la única Realidad que esas realidades invalidan, no hay nada que pueda remediar los cinco millones de refugiados, los cadáveres de quienes murieron de hambre, la sangre y las mutilaciones. «Sólo el Amor con una profunda mirada puede detenerlo.»¿Pero dónde está el Amor? Crucificado a lo largo de quinientas millas. Desparramado sobre la nieve, cubriendo el país arruinado en el que sólo los pájaros se sienten en su casa, y eso sólo durante seis meses al año.

    Cómo podría poner el amor a la altura de mis esperanzas, si mis esperanzas son suicidas, desquiciadas, mientras que el asunto es sencillísimo, esobvio: es ella quien le preocupa: son sus lágrimas, no las mías, las que siente resbalar sobre su pecho cada noche; y es, en definitiva, la piedad y no el amor, lo que de principio a fin llena sus veinticuatro horas.

    ¿Que yo soy su esperanza? Puede ser. Pero es ella quien constituye su presente. Y si su presente es ella, yo no soy su presente. En consecuencia, yo no soy, y me pregunto cómo es que nadie ha notado que estoy muerta y se ha tomado la molestia de enterrarme. ¿No ven que estoy deshecha? Paso horas echada, con los ojos vidriosos, o lloro lágrimas de pura debilidad.

    Todos me irritan: no vienen a cuento. Las personas, las cosas, no me afectan; las odio si me llevan la contraria o retrasan mi desmoronamiento. La naturaleza se reduce al fastidioso clima, y las flores a toscos recordatorios de la podredumbre.

    Estos últimos diez días no he estado enamorada sino desesperada. Y sin amor estoy perdida, no se imagina él hasta qué punto: él, convencido de que la naturaleza siempre me resucita. Cierto, la naturaleza ha sido benévola conmigo, en mí o en mi favor ha obrado milagros, pero era para esto: para traerme hasta aquí; era aquí adonde todo conducía. Y si no está completa, se viene abajo; si le falta la totalidad le falta todo, y yo estaré tan muerta como podrido estaba el huevo del párroco.

    A veces, cuando en la jaula de mi cabeza estrujo el dolor, me digo: Si tú estás sufriendo, piensa en lo que ella sufrió: cien veces más y sin esperanza, mientras tu felicidad radiante pisoteaba, bailando, su calvario.

    Entonces su cabellera, cayendo como la tristeza, flota en el parque desierto, y el viento la empuja con las hojas muertas; o recuerdo su gesto, tembloroso de tan cargado de sentido, cuando le acariciaba a él las sienes con el dorso de la mano.

    Pero si mi corazón se abre y se desgarra, no es por ella: muero una y otra vez sólo por mí misma. Pues su conmovedora imagen me impide incluso gritar para que él venga en mi ayuda, y por mucho que me quiera, está en brazos de ella.

    ¡Realidad, realidad inalterable: con ella, está con ella: no está conmigo porque está en la cama con ella!

    Pero no sangro. El cuchillo clavado en mi carne deja sólo el agujero que demuestra que estoy muerta.

    ¿Por qué escribe martirios «menores»? ¿Acaso la crucifixión no duró sólo tres días? ¿Es la brevedad de la tortura o el hecho de que aún respire la esperanza lo que le hace decir «menores»? ¿Cómo algo tan total puede no ser mayor?

    Me ha martirizado, pero lo ha hecho en nombre de ninguna causa, y no tiene la menor idea del tamaño y la gravedad de mis heridas. Quizá no lo sabrá nunca, pues decir: Me mataste cada día, y muy especialmente cada noche, sería acusarle. Y yo no acuso, ni siquiera insinúo: Podrías haber hecho eso o aquello en lugar de esto.

    Incluso digo: Tienes que hacer esto, debes hacerlo, no hay alternativa, apremiándole a que me asesine.

    Pero si hay un cuchillo hincado en el motor que bombea mi sangre, mi sangre se detiene, por mucho que yo intente hacerla entrar en razón. ¿Notará él que mi corazón ha dejado de latir?

    Pero él puede, sí, con sólo una mirada él puede restaurarme, e inundarme con tanto nuevo amor que todas mis cicatrices, revestidas de satén y rutilantes, partirán al asalto de su corazón. Desde esta gran distancia, después de tantas noches separados, más no puedo ver. Como un manto de nieve, horas eternas, sin puntos ni comas, recubren mi imaginación.

    Qué ocurrirá si no hay resurrección instantánea, eso ya no lo sé. Una negrura peor que las más negras premoniciones de la muerte, o el olvido de las tribus prehistóricas.

    Pero hay una cosa de la que sí siento el presagio, y el presagio es mortal: y es que si él alguna vez permite que se repitan noches como ésas, si se somete al remordimiento por pecados pretéritos contra otros mientras peca tan peligrosamente contra mí, no podré revivir. Lo quiera o no, eso me dará el tiro de gracia.

    Y él puede disfrazarlo con los colores más empalagosos: de humanidad, de piedad, de compasión; puede suplicar al amor que sea clemente, y yo también rezaré: Quiero ser buena, pero no servirá de nada. Sólo la realidad tiene potencia, y esa realidad será fatal.

    No es posible que él no vuelva. Aquí estoy, a quinientas millas de distancia, apoyada en un codo, esperando a cada hora su leve golpecito perentorio en la puerta. Cada vez que el inútil chirrido del ascensor se pone en marcha me sobresalto: Monstruo, ¿vas a desembuchar de una vez el milagro que me debes? ¿Será un telegrama? ¿Una llamada?

    Esa es la hierba de la esperanza que indomable crece en mi pensamiento, que no se atreve a admitir que quizá esta noche su boca, centro de todas las rosas, se está cerrando sobre una boca que no es lamía, y anida en ella, rebosando amor y súplicas, como un bebé en el pecho.

    Pues decir que no vendrá, que nunca vendrá, es arrojarme al torbellino y entregar mi razón a la locura: es arrojar mi niño, mi niño amado, aún no nacido, a una inundación de sangre y muerte. Eso no puedo hacerlo, y la naturaleza me envía un millar de instintos desesperados que me empujan arriba y abajo por las calles, a escrutar revistas, a quedarme febrilmente absorta comparando precios de gramófonos.

    No pensaré en el futuro ahora. No tengo tiempo. Cuando haya lavado las medias pensaré. Cuando haya cosido ese botón pensaré. Cuando haya escrito la carta pensaré.

    Previsora, la naturaleza me otorga la habilidad de Penélope para tareas precisas, diminutas, que en el pasado yo hacía de cualquier manera, como coser ojales y volantes para cuellos. Pues Dios mío querido, no debo pensar ahora, porque no puedo llorar aquí. Las paredes son demasiado delgadas.

    No hay ningún sitio y ningún tiempo para esa palabra.

    No puedo hacer nada, paralizada por la duda como estoy. Sólo puedo esperar, como un huevo que espera veintiún días, a que él llegue, empujado por la convicción irrefutable, como por todos los vientos del oeste. Los pretéritos tótems del peligro, las cicatrices que pasadas heridas dejaron en el cuerpo de mi amado, yo los habría recubierto con una funda de seguridad; ahora la duda con sus garras la arranca. Como una arpía la duda arranca con sus garras las suaves superficies tras las cuales tal vez, revestida de engaño y de renuncia, se esconde la muerte.

    Soy más vulnerable que la princesa a la que siete colchones no consiguieron disimular el guisante. El obstáculo que el amor no puede vencer no son las certezas, sino las dudas, las dudas terribles: un Vesubio en mi estómago, la duda aporta suficientes indicios para que yo misma descifre el acertijo, y el acertijo dice: estás perdida.

    Y entonces el horror me petrifica, y las quinientas millas se yerguen entre nosotros como ejércitos, y sería capaz de arrojarme a los brazos de ella en un deshielo de remordimiento y de vergüenza, por haberla matado para nada.

    Demasiado bien entiendo que bajo nuestras caras de amantes heroicas, todas somos la mujer de Lot, y miramos atrás. ¿Pero no hay nada irrefutable? ¿Ningún hecho inexpugnable? ¿Es que ni siquiera una vez en un billón de años damos en el blanco, justificando una acción decisiva, justificando la matanza?

    Nuestra pasión junto al estanque helado obligó al sol a salir. Nuestra pasión meció a huérfanos hasta que se durmieron, y endureció el corazón del grumete. La mirada de Heathcliff perforó Inglaterra: generaciones enteras de brezo sobre el páramo no lograron disimular el agujero.

    Devolvedme la fe en la única realidad que me importa, y podré curar el cáncer y la calumnia y la guerra. Dadme esa realidad, y seré capaz de cortarme las manos y dárselas a ella para consolarla durante una hora.

    Hiéreme, traicióname, pero dame una sola cosa, la certeza del amor, pues todo el día y toda la noche, lejos de él y con él, en todas partes y siempre, esa es mi gravedad, y las manzanas que han madurado en mi jardín caen sólo en esa dirección.

    Siempre en esas noches que exigen decisión, las frías calles escriben en la sangre la respuesta, la misma que esculpe las arrugas en las caras de las viejas: la sabiduría reservada a los ancianos, porque no son capaces de recordar la pasión.

    Y los jóvenes dicen: Antes morir que aceptar esa ignominia.

    Pero los viejos se arrastran por toda Europa empujando carretillas y barrigones hinchados por el hambre; se pelean como gatos por un mendrugo de pan que les mantendrá con vida, y se consuelan soñando con un pastel recubierto de glaseado color rosa.

    ¿Es que olvidan, o es que de veras una mirada desde lejos tiene sus compensaciones?

    Los jovencitos y los hombres de mediana edad se colocan pistolas en la sien, o se tiran por la ventana del piso cuarenta por orgullo.

    Pero los viejos se conforman con implorar una mirada de aquellos que han usurpado su lugar. ¿Son realmente lúcidos? ¿O camina junto a ellos la naturaleza, sosteniendo sus brazos fofos y murmurando mentiras medicinales? Pues la memoria les abandona y sus ojos se hacen más vagos cuanta más perspectiva adquieren sobre el pasado que se aleja. ¿Quién puede decir que se ha ganado algo si es a ese precio?

    «Creo que veo el mundo hecho un guiñapo, querida, igual que un cadáver, pero me falla la vista y no estoy del todo seguro.»

    «Anoche me pareció oír una bandada de ángeles llorando junto a mi ventana, pero lo mismo me confundo, mis oídos ya no son lo que eran. No tiene importancia. No te molestes en intentar averiguarlo.»

    ¿Tendremos algo que decir, nosotros, que ya a estas alturas sabemos demasiado? «Qué más da, si al final todo es lo mismo.»

    «Si quieres librar tu corazón
    del amor y de todo su escozor,
    duerme entonces, amor mío, duerme...»

    Oh los dedos del frío, los deditos sigilosos, disuasorios.


    NOVENA PARTE


    La hierba está ya verde en el campo. Mi imaginación se aferra a esa realidad como a una bolsa de agua caliente, y se aturde con ella, y la usa como una droga para librar mi corazón de todo lo que lo agita. Mi futuro está ya allí plantado, y mi esperanza se prepara a florecer a la vez que los cerezos.



    Mi amante merodea en torno al asesinato. No puedo llamarle. No puedo decir: Mátala de una vez, y tampoco puedo decir: Resucítala y quédate con ella para siempre —la única alternativa—.

    No está aquí. Se ha ido, del todo. No hay nada más que el globo hinchado. Nada, excepto el brazalete que él puso en mi muñeca, me recuerda que alguna vez estuve viva. Mis ojos apagados, mis días vacantes, sólo demuestran que estoy muerta, no dicen por qué, ni hablan de su existencia.

    Contemplo vagamente los instrumentos del amor, y con frío asombro me pregunto: ¿De veras se estremeció el planeta cuando él acercó la mano? El pecho al que antaño él prendía fuego desde lejos yace ahora más frío, menos inflamable que el Everest.

    Mi estado presente está lejos del deseo porque lo dejó atrás. Es el estado en que lo insoportable se eclipsa: un estado de coma. Y estoy hasta tal punto sumergida en esta amnesia, en ese purgatorio, que he perdido la fe en el renacimiento: en el fondo no creo en el regreso de la primavera, en el amor, en nuestras bocas unidas.

    ¿Ocurrió alguna vez? ¿De veras estuvimos tan juntos, como corrientes que se atraen con tanta fuerza, que terminan por fluir en una sola?

    Si conservara la lucidez necesaria para recordar que mi apatía presente procede en línea recta de un amor excesivamente intenso, todo quedaría demostrado. Pero la lógica no está al servicio del amor, ni suele tampoco acompañar los estados de coma.

    Estoy flotando a la deriva. Sin cabeza. Peligrosamente deshabitada.

    A veces atisbo un despertar; pero la pesadilla de comprender —demasiado tarde —me estalla como un volcán en la cabeza, esparciendo una niebla todavía más densa. Como un loco que mira con ojos de soslayo, pegados con cola a una cuenta de vidrio, veo ese cerezo y la hierba verde, y procuro enfocarlo, y todo lo encauzo en esa dirección. Con la meticulosidad propia de los locos, terminaré por conseguirlo.

    Pero mañana y mañana y mañana están guardados bajo siete llaves, tan inexplorados como la otra cara de la luna, y suscitan mucha, muchísima menos curiosidad. Alcanzo el cerezo y florecemos todos. O alcanzo el cerezo y nos morimos. Pero alcanzo el cerezo. Eso es todo mi plan y todo el objetivo de los cuarenta años que me quedan, suponiendo, aunque parezca imposible, que me queden tantos.

    Por la costa del Pacífico vagabundeo como Dido, oyendo en las olas que rompen tanta pasión de lágrimas, que pregunto cómo puede no estar llorando el mundo entero inconsolablemente.

    En la hierba, bajo los pinos, me siento muy erguida, pues el simple reclinarme me recuerda las posturas del amor, y soy incapaz de arrostrar el dolor de la memoria. Luego divago ladera arriba, fija en los pies la mirada fieramente vacía, y digo: ¿Ella también está poniendo sus pies al servicio de la monotonía sedante?

    En esos momentos muertos, cuando la belleza, abofeteada, pasa desapercibida y no provoca emoción alguna, es entonces cuando puedo saber lo que ella también siente, al caminar sin corazón.

    ¿Y qué hay de mi ángel, del ángel que ella ha perdido ahora, incendio milagroso suspendido en el aire entre todas las guerras? El ángel se revuelve enjaulado en su inacción, impotente busca la salida, y la noche primaveral que entra ilegalmente en Nueva York le agujerea.

    ¿Quiénes fueron las santas, me pregunto, y cómo consiguieron que Dios les llenase la cama? ¿Cómo puede cualquier mujer de este mundo vacío tender un puente al cielo? Entonces, sentada en una piedra con la mentira de la vida de Wordsworth bajo el brazo, me pregunto: ¿Qué es el amor?, disecándolo con las palabras más pedantes, asegurándome a mí misma que toda esa sangre fue derramada con objeto de convertirme en filósofa.

    Pero mientras tanto, como un joven farero avizorando el mar a la espera de un barco cargado de noticias y de revistas de colores, mi alma tiende la mano ardientemente para atrapar el crujido de una carta que me traiga el indulto.

    De noche, bajo el claro de luna, que se me antoja casto y eclesiástico, recorro la polvorienta carretera, suplicando, por miedo al exceso de recuerdos, que me sea concedido convertirme en ermitaña, esforzarme siempre en ascender, o lo contrario: derrumbarme en un diluvio de sangre del espíritu.

    ¡Dejadme yacer sobre las piedras frías! ¡Dejadme alzar pesos demasiado pesados para mí! ¡Dejadme gritar: Más! ¡Bajo el dolor! ¡Que las llamas den forma a mi pálido rostro, que me dejen demostrar mi resistencia al látigo, que me aten con las cuerdas reservadas al asceta invulnerable, que me conviertan en emblema de la santidad posible!

    Pero mis propios pies perturban el mensaje que el silencio destina a mis oídos, y por la noche el pecho se me cae en la mano como una criatura insoportable e injustamente maltratada.

    ¿Pero por qué cincelar? Dilo de manera que los vecinos puedan entenderlo: Cuando estamos en la cama siento...

    ¿No estás triste de estar sola?

    Sí, claro, ¿usted no?

    Ah, y qué fría está la cama.

    Y la rubia, la guapetona, ¿en qué postura dormía? Probaré yo también.

    El cornejo baja las orejas. El verano lo subyuga. Del mismo modo la coquetería es subyugada por la procreación. Abulto demasiado para poder bailar el minué.

    Está esperando otro bebé para dentro de seis meses.

    Vaya, vaya... Me lo imaginaba.

    Paseando por la parte más espesa del bosque encontré una pequeña tumba. La tomé por una flor recién abierta, crecían dos primaveras sobre ella. ¿Qué mujer riega su vergüenza con lágrimas bajo los decadentes cedros?

    No tenía ganas de preguntar a nadie. Me miran con malos ojos. Perforan mi anular porque está desnudo, y miden mi vientre como sastres, para tejer un chisme bien jugoso.

    ¿Estás en un apuro, verdad, guapa? Te has metido en un buen lío, a que sí.

    Oh, no, gracias, estoy bien, estupendamente. Algún malentendido con el banco, nada más.

    Si me quieres contar algo, puedes confiar en mí, ¿sabes? Sé lo que es la vida, mi marido y yo, sabemos lo que es la vida.

    No, no, muchísimas gracias, estoy muy bien.

    No es que quiera meterme en lo que no me importa, pero fue un poco raro, la verdad, la manera en que llegaste y todo eso. Ya sabes cómo es la gente de chismosa, y además pareces una cría.

    No, qué va, soy mayor, tengo veintitrés años.

    ¡De veras! Nunca lo hubiera dicho. Yo tengo treinta y cinco. Tengo un dormitorio amueblado y un salón amueblado y tapetes de encaje y un revistero de caoba: apuntamos alto, mi marido y yo.

    Oí una conversación de las hijas de los vecinos: Al claro de luna, ¡je, je! ¿Se puede saber qué estabas haciendo en el coche aparcado en la curva de la carretera?

    Oh, a mí el sexo no me interesa lo más mínimo, no sabes cuánto me aburre que me metan mano, pero lo disimulo para que ellos no se ofendan. Para algunas de mis amigas es distinto, sabes, se tienen que frenar porque si no... Te lo juro, aunque no te lo creas. Pues a mí no sé qué me pasa, será que he nacido así.

    A las brujas las quemaron en la hoguera, en toda Nueva Inglaterra, sólo por culpa del amor, sólo porque llevaban el aura del deseo satisfecho.

    Me siento sola. No consigo ser una santa. Sé lo que quiero, a quién quiero. Le escogí a él, de entre todas las cosas. Fría y deliberadamente le elegí. Perola pasión no fue fría. Me prendió fuego. Incendió el mundo. Amor, amor, alivia mi corazón, abrázame, alivia mi corazón. ¿No notas cómo se mueve ese hijo de puta?

    La cabecita dura se aprieta contra mi vejiga. Es nuestro hijo. Es la recompensa del amor. Por eso bebo leche y cierro los oídos al estrépito del desastre y la furia del cotilleo y el estruendo de la guerra. Escucho a Mozart, hago ramos de flores primaverales, me paseo tomando el sol.

    El niño rezuma paz, pero no puede disipar la soledad. Pasa el tiempo, pero la soledad crece más que el niño. Pesa más.

    Qué desperdicio de luna, qué desperdicio de árboles en flor exuberantes y de lilas creciendo al borde del camino. Basta de halagos: es a sus pies donde hay que depositarlos, para convencerle de que regrese a la vida, de que vuelva a mi lado. Helechos que os desplegáis, mariposa del bosque, sed mis aliados.

    Pero la inexorable primavera sigue su curso, y tiene el desparpajo de acabar en su ausencia, mientras yo paso de una forma a otra, y el niño olvidadizo brinca sin esperar un padre.

    Cuarenta días en el desierto y ni una sola visión divina. Paisajes deslumbrantes, pero yo me adormezco entre ellos, tomando el sol, sin extraerles una sola metáfora. La naturaleza me está utilizando. Ha plantado semillas en mí. Cuando salto por rocas y cerros me noto un equilibrio diferente, y caigo hacia atrás o tropiezo con demasiada facilidad, por la sobrecarga en la parte delantera.

    Pero no extraigo paralelismos de las repeticiones, ni los encuentros me sirven para encender palabras con chispas de plata. Baja las persianas, embrión mío, sobre mis ojos.

    Pero mis ojos, como el crepúsculo sangriento, atisban entre los velos y las brumas que se alzan de la tristeza, en busca de ese encuentro que moriré si no consigo. Y como un muelle roto, mi voluntad, que esforzadamente trepaba peña arriba, cae rodando con frenético estrépito. Me han expulsado del prado de la paz, en el que ya nada, nunca, nada me hará creer.

    Mi pasión no puede atajarla la generación que viene. Nadie puede echarme un salvavidas. Debo retroceder sobre mis pasos y aceptar mi sentencia con los brazos abiertos. No puedo seguir cerrando los oídos a mi destino con la esperanza de salvar algo de entre esta inundación de sangre. No puedo rescatar ni la Memoria ni el Niño. El amor es mi única carta: lo apuesto todo a ella.

    Tú, dolor, que traerás a mi hijo, sal de entre las cortinas de la naturaleza, esa escrupulosa ama de casa, y dame la verdad o nada. La naturaleza lucha por su embrión como tigresa con todas sus armas, pero el dolor me ha afilado la mente, y agujerea la salvación natural.

    Se me apresuran por la calle húmeda los pies para coger el tren, y la mano aferra el billete con destino a mi condena. Haz una reverencia, cerezo, voy a encontrarme con mi amante.

    Ni una pizca de consuelo si esto falla. Ni resurrección ni vida después de la muerte. He probado todos los remedios y todos me han fallado. La desesperación invade la esperanza como una mala hierba. La desesperación crece, y como el cuco, echa del nido a mi bebé, que duerme. Quizá, quizá, pero no puedo esperar más.

    Destino, recibe mi ultimátum, redactado por la abajo firmante y rubricado en el día de la fecha, leído y aprobado, mi testamento definitivo e inmutable.


    DÉCIMA PARTE


    En Grand Central Station me senté y lloré.



    No me dejaré aplacar por los pacíficos engranajes de la existencia, ni encontraré consuelo en la solicitud de los camareros que notan mi cara devastada. El sueño intenta seducirme prometiéndome un mañana más razonable. Pero a mí no me traicionará semejante Judas de falacia: traiciona a todo el mundo: los lleva a la muerte. Todo el mundo acepta: todo el mundo hace concesiones.

    Dicen: A medida que nos hacemos mayores aceptamos la resignación.

    Pero cómo entran en ella: tambaleándose, humillados, ciegos. Y para ese pecado, el pecado de bajar la cabeza ante la resignación, esa alcahueta de la muerte, no existe redención. Es el pecado castigado con la condenación eterna.

    ¿Pero qué cosa, como no sea la morfina, podría tejer redes soportables capaces de aprisionar al tiburón tigre que, intentando huir por todas las salidas imposibles, me destroza la mente? Los sentidos entregan al sueño lo insufrible, y cesa, sólo que vuelve a aparecer, horrendo, al borde de mis pesadillas, haciendo gestos espantosos que ahuyentan la paz, pero que no consigo descifrar.

    El dolor era insoportable, pero yo no quería que terminase: era grandioso como una ópera. Iluminaba todo Grand Central Station como un Día del Juicio Final. Tenía músculos de acero más poderosos que los de Sansón en plena lucha. Podría haberme mostrado el sueño de Dante entero. Sólo con que hubiera conseguido soportarlo.

    Voy a tener un hijo, y por lo tanto todos mis sueños son de agua. Desde la otra orilla, un fantasma me hace señas, el fantasma de una calamidad a punto de cumplirse. Pero esta noche, el niño reposa en mí como una isla predestinada, la única isla de todos los mares.

    Cuando Lexington Avenue se disolvió en mis lágrimas, y las casas y los neones y las nebulosas zozobraron en el caos del diluvio, ese niño era el recién nacido desnudo cabalgando sobre el agua. Él es el clavo que me clava a mi centro.

    Pero este océano desbordante es el amor, y brota de mí a chorros, como de una arteria rota, y me ahogo en él. Las ventanas de los rascacielos de cincuenta pisos centellean y se derrumban en las olas. El agua está cubierta de puntos astronómicos. Es una trampa magnética, mortal, que atrapa todo a su paso.

    ¿Adónde nos arrastra esta riada, la inundación de mi dolor que ha reventado los diques? Oh huracán, toma una decisión. La que sea, con tal de que acabemos.

    El dolor trompetea su triunfo. Está loco furioso, anhelando resolverse en violencia, mas no encuentra ninguna. No hay final. No termino de ahogarme. El agua sumerge y mezcla, pero no estoy muerta. No estoy muerta, no. Estoy debajo del agua. El mar entero está encima de mí.

    Entonces me abalanzo a cruzar Grand Central Station sin que nada en absoluto me detenga, comouna limusina lanzada a toda velocidad sin frenos, propulsada por mi desesperación fulgurante.

    Me da talento. Rebaja las nimiedades que antes me aterrorizaban. Las abrumo de desdén.

    ¡Váyase al infierno!, digo a los mismos que antes me acobardaban cuando humildemente les pedía un bocadillo.

    Obedecen al destello que chispea en el centro de mi ojo vidrioso, último y fiero baluarte que aún resiste. Es inútil invocar reverencias y sonrisas ubicuas: sólo me quedan ya doce centavos de ese infalible soborno, y mi cara flota a la deriva en esa hemorragia de tristeza que lo ha disuelto todo, hasta el acero cromado los palacios de cristal el cemento de Nueva York.

    Pero los bares abiertos toda la noche están demasiado acostumbrados a esos desechos humanos que beben café para entrar en calor antes de tirarse al río. En el cuero que recubre las mesas, la sangre nunca se seca del todo. Son mesas que invitan a redactar notas de despedida: «Adiós a todos. No puedo más».

    «Tenía la mirada extraviada, sí», le dicen a la policía. «Pero es que por aquí pasan tantos como ella. Cuando uno tiene abierto toda la noche, ya se sabe.»

    Sacuden la cabeza cuando la ven salir, y recogiendo la taza de café vacía murmuran: «En buen lío se ha metido la pobre», y para protegerse del terror, hacen chistes contra los fantasmas. «Cosas de la vida... ¿Y a usted, señora, qué le pongo?»

    Juego a hacer carreras con el desastre por la Tercera Avenida. El desastre espejea en las aguas del río Hudson. Cuando me atrevo a mirar hacia arriba buscando un signo que me reconforte, inexorables neones resplandecen.

    No, nadie se compadecerá de ti en esta ciudad donde el fracaso es sinónimo de vergüenza, y las lágrimas anacronismos, algo que ya no se lleva, ni siquiera en los cines.

    «Mira, guapa, todos tenemos problemas. Anímate, mujer, no hay que tomarse las cosas tan a pecho.»

    Si en un momento como éste consigues sonreír, podrías llegar a ser una estrella de la publicidad. Ahí es nada. Tiene agallas, la chiquita esa. Ahí donde la ves, con ese desparpajo, tiene detrás una tragedia que si yo te contara... Hace muchos años tenía sentimientos, lloraba y todo, te lo aseguro. Sí, era un ser humano como tú y como yo, claro que de eso hace muchos años. ¿Pero ves adonde se puede llegar? Está ganando quince mil dólares al año, como quien no quiere la cosa.

    Alguien está en el templo, Dios, repartiendo billetes falsos de un dólar. Yo no le pedí a nadie que me envidiara. Ni siquiera pedí unos zapatos de ese color que está tan de moda. Yo sólo quería una cosa. Te di instrucciones detalladas. El nombre, lo deletreé con letras grandes como continentes, incluso la dirección, la dirección que ahora me arremolina la sangre, porque es también la de ella.

    En voz alta y clara pronuncié las palabras; dije: Es esto lo que quiero. Esto, y ninguna otra cosa. Dame esto nada más y pagaré el precio que me pidas. Sin ninguna reserva. Te aprovechaste de eso. No te guardé rencor. Pero, Señor, si lo que pido es justo, ¿por qué me sigues dando largas? No me queda nada más por dar.

    El revisor del autobús echa mostaza en su bocadillo de jamón, de pie, para comérselo deprisa y corriendo entre dos viajes. Ha llegado y se ha marchado mientras yo plantaba tres cruces en mi tumba. ¿Y cuándo tiene tiempo para el amor, digo yo?

    Supongo que estará hecho un paquetito en su estómago lo mismo que el bocadillo de jamón.

    «Si dispone de poco tiempo, pruebe Tums contra la indigestión. Tums, la divisa de los que tienen prisa.»

    Puntual como su taladradora, el revisor entra y sale de la cueva de la revelación. Tiene un ojo lleno del polvo de la calle y el otro en el reloj. Mujer, abre las piernas, que tengo que fichar dentro de cinco minutos.

    A ella la veo muchas veces, librando batallas campales por un par de medias rebajadas en el sótano de Macy's. ¿Quién desatará el nudo petrificado que es su cara? ¿Quién cortará ese nudo gordiano?

    Una cizalla, oh hermanas, frívolas hermanas locas, o un par de medias de cristal.

    Mi amor está crucificado en una cruz flotante, y aúlla mi nombre en plena noche. Su esposa lo oye y con ojos de fuego perfora la oscuridad de parte a parte. Mi amor lleva una venda como una tripa de dolor atada al cuello, allí donde hace poco se rajó la garganta.

    Está colgando, húmedo de impotentes lágrimas, con una mano clavada al Amor, la otra a la Piedad, y los dos pies clavados a la longitud de lo inevitable, flotando en los mares perpetuos de la tragedia, en los huracanes de esta época fuera de lo común.

    Todas mis estrellas polares se han convertido en estrellas caídas. Mi mente flota como los restos de naufragio en la gran riada. Nadie, ni siquiera algún morboso adolescente, se ha aferrado nunca de un modo tan salvaje a una conclusión melodramática. El mundo, entre tanto, eleva su clamor.

    Sí, claro, es la histeria lo que me azota, con el nombre de mi amado como látigo, ella es la que me empuja a aullar, enloquecida por la soledad, igual que la primera ameba que se dividió en dos, debajo de su ventana. Como si todos los mundos futuros se hallaran en la conjunción de nuestras células separadas, me retuerzo de desesperación, vociferando su nombre, mientras mi germen se encoge, y el universo entero se marchita, como una corola que ninguna abeja encontró nunca.

    Sigue balanceándose. Incluso mientras duerme, está en el potro de tortura.

    Al otro lado de la habitación yace ella, lívida de amor y de tristeza, legendaria y de piedra como una catedral católica. Su sacrificio fue el sacrificio perfecto. Todos los hombres civilizados van a llorar por ella. Coros enteros de plañideras se lamentarán eternamente ante ese mausoleo, conmovedor y legítimo. Sus disciplinadas lágrimas harán crecer una hierba tan verde que ablandará los más insensibles corazones.

    Todos los ladrillos eran de sangre. La aguja del campanario la embistió, a modo de bautizo, en el mismo momento en que su rostro ofrecido esperaba recibir el beso de Cristo. Las piedras son lisas porque se revolcó sobre ellas durante su agonía: su calvario las desgastó. Ella fue derramada como ofrenda. Tres veces la martirizaron, pero la tercera murió de verdad.

    Él está paralizado, viéndola columpiarse en el aire. Ella mueve los ojos, moribundos, en blanco.

    Ve cómo la traiciona su dios; pero murmura: In la sua voluntade...

    Los ojos de las rameras corretean como ratones arriba y abajo de los restaurantes, husmeando posibilidades. Sus estrepitosas risas mecen la desgracia como una cuna de madera sobre el suelo. Mi cuna está dentro de mí. También se mece, pero la mece un huracán. Sus codos me lastiman. A patadas, me expulsa de la anhelada elegancia. Jovencitas enamoradas, conservad la cabeza fría, mantened la calma, planificad vuestra estrategia, atentamente, Dorothy Dix. Jovencitas enamoradas, sed putas, duele menos.

    El también se mece en su red de trapecista, colgado en medio del huracán, columpiándose encima de la condenación. Oh huracán, toma una decisión, la que sea, pero decide de una vez.

    ¿Cómo puedo compadecerle, por muy expuesto que esté al aguijón de los vientos, si cada uno de los agujeros por los que me desangro me lo hizo él con un beso? Es bello como la alegoría. Bello como la leyenda que la imaginación arroja sobre la arena.

    Pero sobre él ¿qué bombas caen, como no sean los indiscriminados elementos, azarosos como el relámpago, ubicuos como el aire? Él está abierto a mil gritos de demencia y terror. Delirando se balancea en la noche, sacudido por escalofríos, combatiendo a un millar de enemigos, un millar de desgracias.

    Pero mi niño de fuego ancla el amor dentro de mí, y allá donde voy me devoran las llamas, como una rueda de tortura de Santa Catalina, perpetua como la rotación del planeta, y con muchas menos probabilidades de salirse de su órbita.

    Dentro de uno o dos días amainará la tormenta, cariño, Catalina querida. Pórtate bien, quédate tranquila.

    En una hora, mi ángel de dolor, un cometa ha estrellado su eternidad contra la catástrofe infinita.

    La catástrofe es el camarero que limpia las migas de la mesa de cuero rojo, sonriendo burlón con sus dientes de oro, para luego pavonearse delante de los amigos.

    No hay día de mañana, ni el de la razón ni ningún otro. Y el día de hoy, mi único hoy, lo derramo inútilmente en mi cuaderno de diez centavos, con los ojos arrasados por las lágrimas. Esta es la hora en que hace mucho tiempo yo me levantaba, y bellamente engalanada de desdén, daba orden al sol de que saliera. Hoy esta hora no es ninguna hora y no lleva a ninguna parte. Se columpia en el aire, absurda.

    A mi lado alguien camina laboriosamente, agarrándose a las sillas para no caer. ¿Quién puede ser?... Soy yo, yo misma. Cruzo la cafetería haciendo eses, y el sueño me hace proposiciones, como una prostituta. Todas las lágrimas han sido lloradas, una por una: cada una de ellas yace sobre el suelo, manchando el lugar donde cayó. No me quedan palabras. No me quedan pensamientos. Pero quia amore langeo. Me estoy muriendo de amor. Este es el lenguaje del amor.

    Mañana a las diez voy a tomar un tren. Todos los trenes me llevan hacia ríos que me hacen señas, guiños. Cruzando el día o cruzando el crepúsculo, me abro paso como un rayo dejando atrás los ríos hacia el río. Un río me espera. Uno, el único, y sabe ya con qué ruido mate caeré dentro del agua.

    Y estoy empapada antes siquiera de tocar la superficie. Estoy ahogada antes de alcanzar las algas del fondo. Rehúyo la mirada que el río me echa. Pero él sigue bailando. Me desea. Lo noto: tiene hambre de mí. Y yo estoy a punto de caer en sus redes.

    En mis terroríficos sueños, el agua se convierte en hielo, la cascada que promete liberación permanece inmóvil y desobediente. Estoy pues prisionera, como un hombre encerrado vivo en un ataúd, o un fantasma encadenado que jamás se librará de las cadenas.

    Él me tiende su mano, su comprensión, suave como una paloma, con mejillas semejantes a las primeras manzanas. Llora consuelo sobre mi boca. Besa los círculos que dibuja el agua al cerrarse sobre mi cuerpo ahogado. Suave como un pez, el beso se zambulle hasta alcanzarme y me atraviesa nadando, y el amor deja tras de sí una estela de burbujas. Todas las toneladas de presión de todos los océanos no pueden resistir a ese roce que me azuza con lamentos.

    Perforando las capas de impenetrabilidad, el Mañana, como un ardiente efebo de Sócrates, mira hacia abajo, al cadáver ahogado, y la resurrección brilla en sus ojos. Veo el cuerpo de mi amante entrelazado con el suyo. Mi amante me hace señas. Sonríe. Señala con el dedo. Baja la mano hasta el agua y agitándola destruye mi imagen. El cieno me recubre. El cieno me tapa los ojos. Mis sollozos ascienden a la superficie hechos burbujas, mis aullidos son como alfilerazos en el aire, como mensajes de libélula.

    En ese momento la confusión se aclara. Veo que allá arriba se despliega un anochecer de verano. Mi amante yace bajo el tilo besando al Mañana con su boca que en tiempos era mía. Oh el tumulto, el inútil clamor de los condenados. Oh el lenguaje del amor. El ininterpretable. El inarticulado. Amore. Amore. Amore.

    ¿Será posible que no me oiga, estando como está tan cerca de mí, y durmiendo con un sueño tan ligero? Estas horas son las únicas horas. ¿Qué puede darle el sueño, comparado con lo que yo habría podido darle? Tiene que despertarse sobresaltado. Tiene que venir aquí y encontrarme.

    Él grita en sueños. Ve el inmenso pájaro de la catástrofe sobrevolándole. Sus alas están forradas con el periódico del día. Otros cinco millones de voces también están chillando. ¿Cómo puedo hacerme oír?

    «Sigue durmiendo, amor mío», le dice su ángel de la guarda.

    «¿Todo va bien?»

    «No, pero da igual, sigue durmiendo.»

    El alba repta sobre su ventana como un animal culpable. Esta es la mismísima habitación que él prefirió al amor. Esperemos que sea silenciosa y cicatrizante. A mí me bloquea toda visión, toda perspectiva. Es la maldita comodidad que prefirió a mi pecho.

    La que comparte la comodidad con él llora por los rincones en silencio, derrama una ternura que pasa inadvertida, y prepara el té que él necesita.

    «¿Has visto mi cuaderno, cariño?»

    «Está debajo del escritorio, cielo.»

    Dale su cuaderno, oh mi amable usurpadora, cuyo lugar yo a mi vez usurpé, mi enemiga, a quien maté y que me mató. Déjale escribir palabras que le absuelvan de ambos asesinatos.

    La página es tan blanca como mi cara después de llorar toda la noche. Es tan estéril como mi mente devastada. Todos los martirios son en vano. También él se está ahogando en la sangre de un sacrificio desproporcionado.

    Es hora, amor, de deponer las armas, pues todas las batallas están perdidas.

    ¿Y qué le dirán la rosa y el espino a los hijos de mi hermana cuando jueguen junto a la tumba? Me pincha la mano, la bonita flor. Toda mi canción habla sólo de una rosa.

    ¿Pero para qué se mataron el uno al otro? ¿Cómo quieres que lo sepa, mi pequeña Wilhelmine? Es el lenguaje del amor, que nadie entiende. Es el primer grito de mi hijo que no verá la luz. Ve al jardín: tus manzanas están maduras.

    Como los espíritus que montan guardia a las puertas del infierno, aparecen los porteros negros y reciben al día con escobas y enormes recogedores. Con un trapo empapado de desinfectante borran el amor, frotan las lágrimas. Con estrépito y fervor madrugan los trabajadores, salen a invadir el mundo que heredaron, pisoteando las huellas del pasado que aún gime y sangra.

    «Buenos días, jefe. Un café y un par de huevos fritos.»

    Mira el niño idiota que engendraste esa noche. Él es todo lo que queda del mundo. Él es América, y vale más que el amor. Él es el heredero de la civilización, oh vosotros, plebe: su nacimiento es obra vuestra.

    Él es más feliz que tú, cariño. ¿Pero bastará para llenar los próximos mil años? Bueno, ahora es demasiado tarde para quejarse, cielo. Sí, todo ha terminado. Nada de arrepentirse. Nada de autopsias. Tienes que amoldarte a las circunstancias tal como son, eso es todo. Tienes que aprender a ser adaptable.

    Yo personalmente prefiero la presa de Boulder a la catedral de Chartres. Prefiero los perros a los niños. Prefiero las mazorcas de maíz a los genitales masculinos. Todo va sobre ruedas, todo es fantástico, y tú qué tal, yo muy bien con okal. Está en el bote. No puede fallar.

    Amor mío, cariño, ¿me oyes, desde ahí donde duermes?


    Fin

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