Publicado en
febrero 26, 2011
Podrá ser una ilusión, mas quien piensa resueltamente por encima de lo existente y lo preexistente, por lo menos se procura una libertad personal frente a nuestra época insensata.”
Stefan Zweig
En Florencia, 1932
En una modesta pensión de la Riviera, donde residía, diez años antes de la guerra, estalló en la mesa una violenta discusión, que, exacerbando de pronto los ánimos, estuvo a punto de degenerar en reyerta furiosa.
La mayoría de los hombres tiene escasa imaginación. Todo lo que no los afecta de inmediato y directamente, no hiere sus sentidos, cual dura y afilada cuña, casi no logra excitarlos; mas si un día ante sus ojos acontece algo insignificante, inmediatamente estallan apasionados. Entonces la apatía se convierte en frenética vehemencia.
Esto ocurrió entre las personas aburguesadas que se sentaron a nuestra mesa, donde por lo común entregábamonos a pequeñas charlas insubstanciales, para separarnos en cuanto terminaba la comida. El matrimonio alemán tornaba a sus paseos y a sus fotografías, el danés apacible a su aburrida pesca, la respetable dama inglesa a sus libros, el matrimonio italiano escapaba a Montecarlo y yo perezosamente me hundía en una silla del jardín o volvía a mis trabajos.
Aquel día, en cambio, nos sentíamos todos poseídos de viva irritación, y cuando alguno se levantaba repentinamente de la silla no lo hacía con la acostumbrada cortesía, sino con acalorados ademanes que, como dije, pronto adquirieron violentas formas.
El caso que así alteró la placidez de nuestra pequeña mesa redonda era, fuera de duda, muy singular. La pensión en que habitábamos ofrecía, exteriormente, el aspecto de una villa aislada. ¡Ah, cuán maravillosa era la perspectiva que se abría a nuestras miradas a través de las ventanas que daban sobre la playa pequeña! Pero, en realidad, sólo se trataba de una dependencia económica del gran Palace Hotel, con el que inmediatamente se comunicaba por el jardín, de manera que vivíamos en constante relación con sus huéspedes. El día anterior se había producido en el hotel un tremendo escándalo. En el tren de mediodía, a las doce y veinte minutos (cito exactamente la hora, pues se trata de un detalle importante para la explicación de esta historia), había llegado un joven francés, quien alquiló una habitación que daba al mar; esto, de su parte, revelaba ya una desahogada posición económica. Mas este joven no sólo resultaba atrayente por su elegancia, sino también, y muy en particular, por su belleza llena de simpatía: en su delicado y femenino rostro, el bigote rubio y sedoso acariciaba los sensuales y cálidos labios; sobre la frente los cabellos obscuros, suaves y ondulados, se ensortijaban; y sus dulces ojos cautivaban con la mirada. . . Todo en él era delicado. Amable, seductor, pero sin que hubiera ni afecto ni artificio. En el 1 er. momento, observado de lejos, parecía uno de esos maniquíes de cera, rosados, echados hacia atrás, que vemos en las vidrieras de las grandes tiendas de modas; los que, empuñando un bastón de fantasía, parecen representar el ideal de la belleza masculina. Visto de cerca, desaparece esta primera impresión, pues ―¡caso raro!― su atractivo era sencillamente natural, innato, como si emanara de su propio organismo. Al pasar, a todos saludaba de manera sencilla y cordial. Resultaba, en efecto, agradable comprobar cómo su gracia espontánea manifestábase en todo momento con naturalidad. Al encaminarse una señora al guardarropa, acudía solícito a recogerle el abrigo; para cada niño tenía una mirada cariñosa, una frase amable; mostrábase como persona accesible y a la vez discreta; en resumen, resultaba uno de esos afortunados mortales que, conscientes de que son simpáticos con la clara expresión de su faz y su gracia juvenil, convierten esa seguridad en una nueva gracia. Entre los huéspedes del hotel, que en su mayoría eran personas viejas y achacosas, su presencia ejercía un saludable efecto, y con ese ímpetu propio de la juventud, con esa agilidad y esa ansia de vivir de que suelen estar maravillosamente dotadas ciertas personas, captábase en forma irresistible la simpatía de todos. A las dos horas de su llegada ya jugaba al tenis con las dos hijas del voluminoso y acaudalado fabricante de Lyon, Annette y Blanche, de doce y trece años respectivamente, mientras la madre, madame Henriette, exquisita, fina, por lo general muy retraída, contemplaba con plácida sonrisa a sus dos inexpertas hijas, tan niñas aún, en tren de flirtear inconscientemente con el desconocido. Por la noche, durante una hora, jugó con nosotros al ajedrez; nos refirió incidentalmente y de modo discreto unas graciosas anécdotas; luego, reuniéndose otra vez con madame Henriette, la acompañó en su paseo por la terraza, ejercicio al que ella se entregaba todas las noches, mientras el esposo hacía su partida de dominó con unos corresponsales. Ya tarde lo observé aún en la penumbra de la oficina con la secretaria del hotel, en una charla íntima, bastante sospechosa. A la mañana siguiente acompañó a la pesca a nuestro compañero el danés, demostrando gran conocimiento sobre la materia; más tarde habló de política con el comerciante de Lyon, demostrando ser muy divertido, pues a menudo oíanse resonar las carcajadas del grueso señor. Después de la comida ―es en absoluto indispensable, para la exacta comprensión del asunto, dejar consignada con exactitud su distribución del tiempo― estuvo sentado en el jardín aún durante una hora con madame Henriette, con la que tomó el café; a continuación jugó otra vez al tenis con las niñas, y charló con el matrimonio alemán unos instantes en el hall". Hacia las seis me encontré con él en la estación, cuando iba yo a dejar una carta. Vino presurosamente a mi encuentro, diciéndome, con aire de disculpa, que había sido llamado de improviso, pero que volvería dentro de un par de días. A la hora de la cena realmente se le echó de menos, aunque sólo en lo referente a su persona, pues en todas las mesas no se hablaba sino de él, encomiando su manera de ser, tan simpática y alegre. A eso de las once de la noche hallábame sentado en mi habitación terminando la lectura de un libro, cuando de pronto, por la ventana abierta, en el jardín, escuché gritos y llamadas inquietas. En el hotel observé desusada agitación. Alarmado, más que curioso, salvé corriendo los quince pasos que me separaban del hotel y encontré a los huéspedes y al personal de servicio presas de la mayor nerviosidad. Madame Henriette, mientras con la acostumbrada puntualidad su marido jugaba al dominó con los amigos de Ramur, había salido a dar su paseo habitual por la térraza de ¡a playa y no había vuelto aún.
Se temía que hubiese sido víctima de algún desagradable accidente. Y el esposo, habitualmente tan reposado y lento, corría ahora cual una fiera por la playa, clamando: "iHenriette! íHenriette!". Su voz, desgarrada por la emoción, tenía algo de primitivo, corno si friera el aullido de una bestia herida de muerte. Los mozos y grooms subían y bajaban las escaleras sin atinar a nada; se despertó a todos los huéspedes; se telefoneó a la policía. En medio de todo aquel bullicio tropezábase con el grueso comerciante que iba de aquí para allá, con el chaleco desabrochado, gritando, sollozando, clamando como un insensato: "iHenriette! ¡Henriette!". Entretanto, allá arriba, las niñas se habían despertado y, asomadas a la ventana, en camisones, llamaban desoladamente a su madre, hasta que el consternado padre corrió hacia ellas para tranquilizarlas. Luego ocurrió algo tan terrible que casi no puede describirse, porque la naturaleza, en momento de violenta tensión, infunde a los individuos actitudes de una expresión tan trágica que ni la imagen ni la palabra pueden reproducirla con suficiente intensidad. De pronto, el adiposo y pesado comerciante descendió los crujientes peldaños de la escalera con aspecto completamente fatigado pero a la vez colérico. En la mano tenía una carta.
―¡Llame otra vez a todos! ―dijo con palabras comprensibles al mayordomo―. ¡Ordene que se retiren! ¡Es inútil buscar! ¡Mi mujer me ha abandonado!
En aquel hombre mortalmente herido observábase un esfuerzo para reprimirse, un esfuerzo de sobrehumana tensión ante todos los que lo rodeaban y se empujaban para poder contemplarlo y que luego, de súbito, sintiéndose atemorizados, avergonzados, turbados, fueron alejándose. Conservó todavía fuerzas suficientes para pasar tambaleándose por delante de nosotros, sin mirar a nadie, y luego apagar la luz del salón de lectura; después se oyó su voluminoso cuerpo desplomarse pesadamente en un sillón; escuchándose un sollozo salvaje, brutal, única forma en que puede llorar un hombre que no ha llorado nunca. Esa congoja, ese dolor elemental ejercía sobre nosotros, aún sobre los más superficiales, un aturdidor efecto. Ninguno de los camareros, ninguno de los huéspedes a quienes acuciara la curiosidad, arriesgaba la menor sonrisa o, al contrario, una palabra de consuelo. Silenciosos, avergonzados por aquella brutal expresión de sentimiento, todos, uno después del otro, nos retirarnos a nuestras habitaciones, mientras allá, en el oscuro salón, continuaba gimiendo y agitándose convulso y completamente solo aquel hombre dolorido. El hotel mientras tanto, fue apagando sus luces, entre ruidos, murmullos, cuchicheos. . . hasta que quedó todo sumido en el silencio.
Se comprenderá que un suceso tan fulminante y deplorable, desarrollado ante nuestros ojos, era como para conmover violentamente la sensibilidad de personas acostumbradas a una existencia ociosa, exenta de preocupaciones. Pero la disputa que después estalló tan vehemente en nuestra mesa llegando a los límites de la violencia, si bien tenía como punto de partida el extraño incidente, en el fondo era una divergencia de principios, una lucha enconada entre formas muy opuestas de sentir y concebir la vida. Por indiscreción de una de las camareras que había leído la carta ―quizá el desesperado marido, ciego de cólera, después de estrujarla entre sus manos, la arrojó al suelo, sin reparar en lo que hacía― circuló con rapidez la noticia de que madame Henriette no se había marchado sola, sino en compañía del joven francés, lo que hizo que la simpatía por éste desapareciese rápidamente entre la mayor parte de los huéspedes. Al punto quedó en evidencia que aquella madame Bovary de tercer orden había cambiado su cachaciento marido provinciano por el apuesto y elegante Adonis. Pero lo que en la pensión sorprendía sobremanera era que ni el fabricante, ni sus hijas, ni la misma madame Henriette, hubieran hasta entonces visto a ese Lovelace, y que por consiguiente, las dos horas de conversación en la terraza y la hora que tomaron café en el jardín fueron suficientes para decidir a una mujer de unos treinta y tres años, de todos respetada a abandonar al esposo y a sus hijas para seguir a un desconocido. Este hecho, en apariencia evidente, era generalmente rechazado en nuestra mesa, considerándolo como una estratagema cual un pérfido engaño de los amantes; no cabía duda de que madame Henriette hacía tiempo que sostenía relaciones secretas con el joven, el cual había venido sólo para ultimar los detalles de la huída; porque era, según ellos, absolutamente imposible que una mujer decente, tras un efímero galanteo de dos horas, se fugase tan descaradamente, a la primera indicación. Pero a mí me resultaba divertido sostener una opinión opuesta y, por consiguiente, enérgicamente, la posibilidad y hasta la verosimilitud de que una señora, luego de varios años de matrimonio, decepcionada, hastiada, se sintiese íntimamente predispuesta a correr una aventura de tal género. Debido a mi oposición inesperada, se generalizó la discusión rápidamente subiendo de tono, en particular porque los dos matrimonios, el alemán y el italiano, consideraban un desatino creer en el " flechazo", y lo rechazaban con menosprecio ofensivo, como una fantasía de novela de pésimo gusto.
No hay para qué insistir aquí con todos los detalles del curso borrascoso de una disputa desarrollada desde la sopa al postre: sólo los profesionales de la mesa del hotel suelen mostrarse ingeniosos, y los argumentos expuestos en el calor de una conversación de mesa son en su mayoría superficiales, por lo mismo que surgen sin reflexión y a la ligera. También resulta bastante difícil averiguar por qué motivo nuestra discusión rápidamente adquirió aquella agresividad; la irritación, creo yo, debióse a que los dos maridos, sin propósito deliberado, pretendían que sus respectivas esposas escapaban a la posibilidad de llegar a tales caídas y peligros.
Desgraciadamente, para defender este punto de vista, no encontraron nada mejor para objetarme que declarar que sólo hablaba así quien juzgase la psicología femenina según las conquistas fortuitas y fáciles del soltero. Esto me irritó bastante; pero cuando la señora alemana salió diciendo que de un lado estaban las mujeres honestas y del otro las de temperamento de cocotte, entre las cuales, según ella, había que incluir a madame Henriette, perdí la paciencia y me demostré, a mi vez, agresivo. Esta resistencia a conocer la evidencia de que una mujer, en determinada hora de su vida, malgrado su voluntad y la conciencia de su deber, se halla indefensa frente a fuerzas misteriosas, revelaba miedo del propio instinto, temor del demoníaco fondo de nuestra naturaleza. Y parece que muchas personas experimentan no poca satisfacción al sentirse más fuertes, morales y puras, que las que resultan "fáciles de seducir". Personalmente yo encuentro más digno que una mujer ceda al instinto, en forma libre y apasionadamente, a que, como por lo general ocurre, engañe al esposo en sus propios brazos y a ojos cerrados. Esto dije yo, poco más o menos. Cuándo los demás, en el fragor de la disputa, arreciaban en sus ataques contra la indefensa madame Henriette, con más apasionamiento hacía yo su defensa, llegando, en verdad, mucho más allá de mis íntimas convicciones. Esta exaltación fue una especie de estocada a fondo para ambos matrimonios, los cuales, enfurecidos, formando un cuarteto muy poco armonioso, lanzáronse sobre mí en forma tal, que el anciano danés, jovial e indiferente por lo común, con el reloj en la mano, como si actuara de árbitro en un partido de futbol, fue amonestando a unos y otros hasta que se vio en el trance de descargar un puñetazo sobre la mesa, exclamando: "Gentleman, please!".
Pero esto no surtía sino un efecto momentáneo. Por tres veces uno de mis adversarios estuvo a punto de levantarse airado con el rostro enrojecido, y sólo a duras penas logró calmarlo su esposa. En resumen, unos minutos más y nuestra discusión hubiera terminado a golpes si, de pronto, la señora de C., con la eficacia del aceite suavizador, no hubiese calmado las encrespadas olas de la conversación.
La señora C., la anciana dama inglesa, de blancos cabellos, y gran distinción, era, tácitamente, la presidenta de honor de nuestra mesa. Sentada en su lugar, erguido el cuerpo, siempre amable y cordial con todos, por lo regular silenciosa a la vez que dispuesta a escuchar con deferencia e interés, tenía un aspecto físico sumamente agradable. Una maravillosa calma, un notable recogimiento reflejábase en su exterior aristocráticamente reservado. Manteníase apartada de cada uno de nosotros hasta un límite discreto, bien que mostraba, con tacto exquisito, a todos, su personal estima y consideración: por lo regular se sentaba en el jardín con sus libros, tocaba a menudo el piano, raramente se la veía en sociedad o en animada conversación. Muy raramente se notaba su presencia y, sin embargo, sobre todos nosotros ejercía un influjo especial. En cuanto ella hubo intervenido en nuestra discusión, nos percatamos de que nos habíamos expresado con exceso de acritud y destemplanza.
La señora C. aprovechó el molesto silencio que se produjo al levantarse bruscamente el señor alemán y trató de restablecer la paz entre nosotros. Levantó de improviso sus ojos grises y claros, me miró un instante irresoluta, para plantear después, con objetiva claridad, el problema desde un punto de vista particular.
―¿Usted cree, pues, si he entendido bien, que madame Henriette, que una mujer, cualquiera que sea, sin habérselo propuesto, puede lanzarse inconscientemente a una aventura repentina? ¿Cree que hay acciones que una mujer una hora antes de cometerlas juzgaría imposibles y de las cuales no llegaría a ser responsable?
―Yo lo creo en absoluto, señora.
―Así, en ese caso, todo juicio moral carecería por completo de sentido, y toda transgresión a las buenas costumbres quedaría justificada. Si, en realidad, usted cree que el crimen pasional, como dicen los franceses, no es un crimen, ¿para qué existen los tribunales? No se precisa mucha buena voluntad (y usted la posee hasta un grado asombroso, añadió sonriendo levemente) para descubrir en cada crimen una pasión, y en cada pasión la causa para disculparlo.
El tono claro y casi jovial de sus palabras fue para mí como un sedante, y adoptando a pesar mío, su aire objetivo, repuse medio en serio:
―La justicia sobre esas cosas seguramente procede con mayor severidad que yo; está en el deber de vigilar despiadadamente las costumbres ya establecidas y las convenciones legales; tiene la obligación de juzgar y no de disculpar. Yo, no obstante, como persona privada, no veo por qué motivo he de adoptar la actitud del juez; prefiero más bien actuar de defensor. Personalmente, me produce mayor satisfacción comprender a los hombres y no condenarlos.
La señora C. me miró fijamente con sus ojos grises y claros, y, al cabo, vaciló. Temí que no hubiera entendido, y me disponía a repetirle en inglés lo dicho; pero, con singular seriedad, como si estuviésemos en un examen, siguió preguntándome:
―¿No encuentra, pues, odioso y despreciable que una mujer abandone a su marido y a sus hijas para marcharse tras un hombre cualquiera, de quien no sabe nada, ni si es digno de su amor? ¿Puede, realmente, excusar conducta tan atolondrada y liviana en una mujer que, por otra parte, ya no es una jovencita y que, al menos, por amor a sus hijitas, debió preocuparse de su propia dignidad?
―Repito, señora ―insistí―, que, en este caso, no quiero ni juzgar ni condenar. Puedo reconocer ante usted que he estado un tanto exagerado: esa pobre madame Henriette no es, por cierto, ninguna heroína, ni siquiera un espíritu aventurero, menos todavía una "grande amoureuse''. Sólo la tengo por una mujer corriente, débil, la cual me merece cierto respeto por haber tenido valor para obrar de acuerdo con su voluntad; pero que me inspira aún mayor lástima porque indudablemente mañana mismo, si no hoy, se sentirá profundamente desgraciada. Quizá ha obrado estúpida, locamente; pero nunca de una manera ruin y vulgar. Lo mismo ahora que antes discutiré con cualquiera el derecho a menospreciar a esa pobre desgraciada.
―¿Siente todavía por ella idéntico respeto y la misma consideración? ¿No establece diferencia alguna entre la dama respetable con la cual conversaba usted anteayer, y esa otra que huyó ayer con un desconocido?
―Absolutamente ninguna diferencia; ni siquiera la más insignificante.
―Is that so?
Involuntariamente, la señora C. se expresó en inglés parecía que la conversación le interesaba singularmente. Tras un breve momento, en el cual permaneció pensativa, fijó en mí sus claros ojos para interrogarme:
―Si usted encontrase mañana en Niza, a madame Henriette, por ejemplo, del brazo de ese joven, ¿la saludaría? ―Naturalmente.
―¿Hablaría con ella? ―Naturalmente.
―Y si estuviera... si estuviera usted casado, ¿se atrevería a presentar a su esposa una mujer así, como si nada hubiese ocurrido?
―Naturalmente.
―Would you really? ―inquirió de nuevo, en inglés, con una expresión escéptica y estupor evidente.
―Surely I would ―contesté también, sin darme cuenta, en inglés.
La señora C. calló. Parecía esforzarse en fijar su pensamiento; de pronto mirándome, casi asombrada de su propio coraje, exclamó:
―I don't know if I would. Perhaps I might do it also.
Y, poniendo fin a la conversación en forma definitiva aunque sin grosería ni brusquedad, con ese aplomo tan difícil de describir y que sólo es característico de los ingleses, se levantó y me ofreció con amabilidad la mano. Gracias a su influencia volvió a imperar la paz; todos lo agradecimos interiormente. Sintiéndonos aún enemigos, pudimos saludarnos con una relativa cortesía, y la atmósfera, cargada peligrosamente, se despejó otra vez, gracias a unas cuantas vulgares ocurrencias.
Pese a qué la discusión parecía haber concluido de una manera cortés, desde entonces subsistió entre mis adversarios y yo una levísima hostilidad. El matrimonio alemán se mantuvo bastante reservado; el italiano, en cambio, complacíase en interrogarme los días siguientes, con mordaz insistencia, si había tenido noticia de la "cara signora Henrietta". Pese a lo correcto de nuestro trato diario, algo de la cordialidad amable y leal que presidiera antes nuestras comidas había desaparecido definitivamente.
La ironía y la frialdad que demostraban mis adversarios tornábase aún más sensible debido a la preferente y especial cordialidad que me demostró la señora desde aquella discusión. Si antes se encerraba en una extrema reserva, sin mostrarse dispuesta a conversar con sus compañeros de mesa, salvo en las horas de la comida, ahora aprovechaba cualquier coyuntura para conversar conmigo en el jardín, y hasta cabría decir para distinguirme con su trato, ya que sus nobles y reservadas maneras hacían aparecer toda relación con ella cual un favor especial. He de confesar con franqueza que la dama parecía buscar mi compañía, no perdiendo oportunidad de hablar conmigo, haciéndolo de una manera tan ostensible que, si no se hubiera tratado de una dama anciana y de blancos cabellos, me habría hecho concebir tan extraños como vanidosos pensamientos. Cada vez la conversación tenía invariablemente el mismo punto de partida: madame Henriette. Parecía experimentar una secreta satisfacción tachando de infiel y de falta de energía moral a aquella que había olvidado sus deberes. Mas, al mismo tiempo, gozábase también en lo invariable de mi simpatía hacia la indefensa y delicada mujer, sin que nada me decidiese a volverme atrás en mis opiniones. En vista de que nuestras conversaciones siempre derivaban hacia el mismo tema, terminé no sabiendo qué pensar de esa extraña obsesión en que parecía descubrir una punta de pesadumbre.
Esto duró unos cinco o seis días, sin que ella revelase con una sola palabra el motivo por el cual semejante tema revestía tal importancia. Pero que tal era se evidenció completamente cuando, en el curso de un paseo, declaré que mi estancia en la playa había llegado a su término y que partiría dentro de un par de días. Fue entonces cuando su rostro, de ordinario impasible, se contrajo repentinamente y en forma singular. Por sus ojos, de un gris marino, fugazmente cruzó la sombra de una. nube.
―¡Qué lástima! ¡Y yo que deseaba conversar aún de tantas cosas con usted! Después de haber expresado así, determinada inquietud y desasosiego hizome adivinar que, mientras hablaba, había estado pensando en otra cosa, la cual debía preocuparla muy hondamente y la llevaba a ensimismarse. Por fin pareció como si semejante actitud la molestara a ella misma, por cuanto de pronto, en medio del silencio producido, resueltamente me ofreció su mano.
―Veo que no podré hablar con franqueza de lo que deseaba. Prefiero escribirle.
Y con paso más rápido que el de costumbre, se dirigió hacia el hotel.
En efecto, antes de la cena, aquella noche, encontré en mi cuarto una carta suya escrita con enérgicos y claros trazos. Por desgracia, siempre he sido un hombre distraído en lo que se refiere a la conservación de las cartas recibidas en mis años mozos. No me es posible por lo tanto, reproducir textualmente el original. Me limitaré sólo a dejar aquí expresado el contenido más o menos aproximado de su pregunta respecto a si podría referirme algo de su vida. El episodio ―decía en la carta― databa de tan antiguo que, ciertamente, casi no lo consideraba perteneciente a su vida actual; y, además, el hecho de que yo debiera irme dentro de dos días hacíale más fácil hablarme de un asunto que, desde hacía veinte años, la preocupaba y torturaba vivamente. En el caso de que yo no considerase oportuna semejante confidencia, me suplicaba que, al menos, le concediera una entrevista de una hora.
Semejante carta, de la cual no menciono aquí sino el contenido estricto, me interesó extraordinariamente: la redacción inglesa otorgábale un alto grado de claridad y de decisión fácil y, antes de encontrar una fórmula que me satisficiera, debí romper tres borradores.
Al fin quedó concebida en estos términos:
Para mí constituye un gran honor que me otorgue usted semejante confianza. Le prometo corresponder caballerosamente, en el caso de que usted así me lo demande. Naturalmente, no debo pedirle que me relate más que lo que usted desea. Pero cuanto me diga, dígamelo con total y estricta sinceridad, no ya por mí, sino por usted misma. Le suplico crea que considero su confianza como un honor muy especial.
Mi carta llegó a su cuarto por la noche. A la mañana. siguiente hallé la respuesta: "Usted tiene perfecta razón; la verdad a medias carece de valor; sólo la tiene la que exponemos íntegramente. Me esforzaré lo que sea necesario para no ocultar nada ni a usted ni a mí misma. Venga después de cenar a mi habitación. A mis sesenta y, siete años me considero a cubierto de toda maledicencia. Hablar en el jardín o en la proximidad de otras personas no me sería posible. Puede usted creer de veras que el decidirme a esto no ha sido para mí nada fácil".
En todo el día nos encontramos aún en la mesa donde charlamos de cosas indiferentes. En el jardín, en cambio, visiblemente turbada, evitó cruzarse conmigo: hízome observar cómo aquella dama anciana, de cabellos blancos, huía de mí por una avenida de pinos, atemorizada cual una jovencita.
A la hora convenida llamé a la puerta de su cuarto la que fue abierta inmediatamente. La habitación aparecía alumbrada por una tenue luz; sólo la pequeña lámpara del velador proyectaba un cono de amarillenta luz entre la oscuridad crepuscular del aposento. La señora C. apareció sin demostrar el menor embarazo. Ofrecióme un sillón y se ubicó enfrente de m¡. Con―mucha facilidad pude advertir que no había uno solo de sus movimientos que no hubiese sido cuidadosamente preparado; pese a lo cual se produjo una pausa, visiblemente contra su voluntad, una pausa de difícil solución y que fue prolongándose por momentos, sin que me atreviera a cortarla con una sola palabra, consciente de que en aquellos instantes una voluntad poderosa sostenía una lucha violenta con una fuerte resistencia.
Del salón nos llegaban, de vez en cuando, apagados, los truncados acordes de un vais. Yo escuchaba con atención, como deseando despojar a aquel silencio de algo de su molesta opresión. Demostrando darse cuenta, ella, a su vez, de lo penoso de la pausa excesivamente prolongada, de súbito hizo un gesto decisivo, y comenzó:
―Unicamente la primera palabra es difícil. Desde hace dos días me preparo para ser clara y franca en absoluto. Espero que lo conseguiré. Por el momento, quizás no acierte usted a explicarse por qué yo le refiero a usted, a un extraño, todas esas cosas. . . ¡Pero es que no pasa un día y apenas unas horas sin que deje de pensar en aquel hecho! Puede usted creer a esta mujer de edad avanzada cuando le declara que no hay nada más insoportable que pasar toda una vida con la obsesión de un solo punto, de un solo día de existencia. Porque todo cuanto voy a narrarle abarca sólo un brevísimo espacio de veinticuatro horas en una vida de sesenta y siete años. Con frecuencia me he dicho a mí misma, hasta volverme loca, que escasa importancia tiene, dentro de una prolongada existencia, el haber obrado mal en una única ocasión. Pero no podemos librarnos de eso que, con expresión bastante vaga, llamamos "conciencia". Con todo, si hubiese llegado a sospechar que un día oiría hablar a usted de modo tan objetivo sobre el caso de madame Henriette, tal vez hubiera puesto fin al incesante cavilar, a la constante denigración de mí misma, y me hubiera decidido de una vez a hablar libremente con alguien sobre aquel único día de mi vida. Si en lugar de pertenecer a la religión anglicana yo hubiera estado afiliada a la religión católica, entonces se me hubiera
Bien. Ya le he dicho que sólo deseaba referirme a un solo día de mi vida; el resto de ella me parece totalmente desprovisto de importancia, sin interés para nadie. Lo que he visto hasta los cuarenta y dos años no se aparta de lo común. Mis padres eran unos ricos terratenientes de Escocia; poseían grandes fábricas y granjas, y, según la costumbre de la nobleza, la mayor parte del año residíamos en nuestras haciendas, pasando la "season" en Londres. Cuando tenía dieciocho años conocí en un salón a mi marido; era el segundo hijo de la conocida familia de R., y había prestado servicio militar durante diez años en la India. Nos casamos inmediatamente, y llevamos la existencia exenta de preocupaciones propia de la gente de nuestra clase: tres meses en Londres, tres en nuestras propiedades, y el resto del tiempo viajando por Italia, España y Francia. Jamás enturbió la más leve sombra nuestro matrimonio. Los dos hijos que tuvimos ya son adultos. Al llegar a los cuarenta años, inesperadamente falleció mi esposo. En el ejército había contraído una enfermedad del hígado, y después de dos semanas de horrible angustia le perdí. El mayor de mis hijos estaba entonces en el ejército; el menor se hallaba aún en el colegio; así es que me encontré sola completamente, siendo esa soledad, para quien como yo se hallaba acostumbrada a la tierna y solícita compañía de mi esposo, algo así como un tormento insoportable. Permanecer un día más en la casa donde todo me recordaba la dolorosa pérdida del ser querido, resultábame imposible. Decidí, pues, viajar intensamente durante los años siguientes, y mientras mis hijos permanecieron solteros.
Mi vida, en realidad, desde aquel momento me pareció absolutamente insensata e inútil. El hombre con el cual durante veintitrés años compartiera todos los instantes y todos los pensamientos, había desaparecido; mis hijos casi no me necesitaban; y yo, además, temí amargar su juventud con mi pesimismo y melancolía. Para mí misma no ambicionaba ni deseaba cosa alguna.
Primero me fui a París. Allí, para disipar el tedio, me dediqué a visitar establecimientos y museos. Mas, la ciudad y las cosas me resultaban un tanto extrañas. Hui de la sociedad, pues no me era posible soportar las compasivas miradas que cortésmente todos me dirigían al verme tan enlutada. No llegaría a poder decirle cómo pasé aquellos días de vagabundeo. Sólo sé que no tenía más deseo que el de morir; pero me faltaron las fuerzas para precipitar este anhelo doloroso.
Al cabo de dos años de luto, o sea, a la edad de cuarenta y dos, hallándome en semejante estado de extrema atonía, huyendo de una existencia carente de objetivo, a la que no había sabido sobreponerme, llegué, sin saberlo casi, a Montecarlo.
Diciendo todo con sinceridad, he de manifestar que eso se debió al tedio, al afán de llenar el penoso vacío de mi corazón, el que no puede nutrirse sino con los pequeños estímulos del mundo exterior. Cuanto mayor era mi atonía, más intenso resultaba en mí el anhelo de hallarme allí donde la vida se agitaba más febrilmente. Para el que se siente desasido de todo, la inquietud apasionada de los otros le produce una conmoción en los nervios, cual en el teatro o con la música.
Por eso, también concurrí al Casino varias veces. Me agradaba observar la inquieta fluctuación de la alegría o la consternación en los rostros de la gente, mientras mi interior sólo era un espantoso desierto. Además, mi esposo, sin pecar de frívolo, en vida complacióse en frecuentar, de vez en cuando, las salas de juego, y así a mí me agradaba revivir fielmente, con algo así como una piedad maquinal, todas sus costumbres de antaño. Fue también allí donde comenzaron aquellas veinticuatro horas que para mí resultaron más excitantes que todo juego, y que llegaron a turbar por largos años mi existencia.
Aquel día yo había almorzado con la duquesa de M., pariente de mi familia. Por la noche, después de cenar, no sintiéndome aún lo bastante fatigada para marcharme a la cama, penetré en la sala de juego; y, pese a que yo no jugaba, lentamente iba de una mesa a la otra observando de manera especial a los grupos de jugadores allí reunidos. Digo de una manera especial, refiriéndome a lo que me enseñaba mi marido un día en que me lamentaba de lo aburrido que era contemplar constantemente las mismas caras: mujeres avejentadas y entecas, que permanecían horas y horas como asustadas antes de aventurar una ficha; profesionales astutos, cortesanas, aventureras, toda esa turbia sociedad que, como usted sabe, no resulta tan pintoresca ni romántica como se da en pintarla en las malas novelas, donde siempre aparece como la "fleur d'élegance" y cual la muestra de la aristocracia de Europa. Además, el Casino, hace veinte años, era mucho más atrayente que en el presente:. En aquella época, circulaba el dinero en forma evidente, tangible y verdaderamente desaforada. Los arrugados billetes, los dorados napoleones, las arrogantes monedas de cinco francos, se amontonaban y corrían formando remolinos por las mesas, cual en el más loco de los vértigos. En cambio, hoy un público burgués, de agencia de viajes Cook, acaricia aburridamente las fichas sin carácter del juego, a la moderna. Empero, entonces tampoco encontraba el menor interés en la uniformidad de aquellos rostros extraños, hasta que cierto día mi esposo, cuya secreta pasión era la quiromancia, la expresión de las manos, me enseña una forma especial de mirar, que era, en realidad, más interesante y que impresionaba y excitaba mucho más que el soporífero mariposeo alrededor de las mesas. Consistía en no mirar nunca los rostros, sino el cuadrilátero de la mesa, y sobre todo, no apartar la vista de las manos de los jugadores y su manera particular de moverse.
Ignoro si alguna vez usted habrá puesto, por casualidad, exclusivamente su atención en el tapete verde, en el centro del cual la bolita, como un borracho, vacila de un número a otro y dentro de cuyo cuadrilátero, dividido en secciones, a modo de maná, llegan arrugados pedazos de papel, redondas piezas de oro y plata, que después la raqueta del "croupier", al igual que una fina guadaña, siega y arrastra hacia sí o empuja, cual una gavilla, hacia el ganador. Observándolo desde esta especial perspectiva, lo que varía sólo son las manos, la multitud de manos claras, nerviosas y constantemente en actitud de espera en torno del tapete verde, todas asomando por las cavernas de sus respectivas mangas, cada una de forma y color diferente, unas desnudas, otras adornadas con anillos y pulseras repiqueteantes, muchas velludas como si fueran de animales salvajes, otras muchas húmedas y retorcidas como anguilas; y todas, empero, crispadas, trémulas, poseídas por una terrible impaciencia. Sin querer, siempre pensaba en la pista de las carreras en el momento en que en la línea de largada hay que contener con fuerza a los excitados caballos para que no se salgan antes de tiempo. Exactamente así temblaban y se agitaban las manos. Todo puede adivinarse en esas manos en su manera de esperar, de coger, de contraerse. Al codicioso se le conoce por su mano semejante a una garra; al pródigo, por su mano blanca y floja; al calculador, por la muñeca firme; al desesperado, por la mano temblorosa; cientos de temperamentos se descubren con la rapidez del rayo, ya sea en la forma de coger el dinero, si lo estruja o lo agita nerviosamente, si, abatido y con mano fatigada, hace indiferente una apuesta en el tapete verde. Decir que al hombre se le descubre en el juego casi es una vulgaridad; pero yo afirmo que todavía su mano le descubre mejor durante el juego. Porque todos o casi la totalidad de los jugadores aprenden muy pronto a dominar su rostro: todos, del cuello para arriba, llevan la máscara fría de la impasibilidad: dominan y borran las arrugas que se forman en torno de la boca: moderan su sobreexcitación apretando constantemente los dientes; ocúltanse a sí mismos la visible inquietud; y, con los músculos en tensión, imprimen al semblante una fingida indiferencia, que por momentos llega a adquirir una aristocrática frialdad. Pero, por lo mismo que la tensión está tensamente concentrada, se afanan en dominar la expresión del semblante, que es la parte más visible del ser, y olvidan las manos, porque no saben que hay quienes las observan y descubren en ellas todo lo que más arriba intentan disimular los labios sonrientes y las miradas aparentemente tranquilas. Las manos, ponen, impúdicamente, al descubierto su secreto. Porque llega un momento inevitable en que los dedos, a duras penas dominados, en apariencia adormecidos, saldrán de su involuntaria indolencia; en el angustioso segundo en que la bolita de la ruleta cae en la pequeña casilla y se canta el número ganador; en ese instante, cada una de aquellas cien o ciento cincuenta manos dibuja un involuntario movimiento, completamente individual, personal, de instinto primitivo. Y cuando uno aprende y se acostumbra, como yo, debido a la pasión de mi marido, a observar esa multitud de manos, la explosión constantemente variable, diferente e inesperada del temperamento particular, de cada persona, nos produce un efecto más emotivo que el teatro o la música.
No es posible describir las mil maneras de mover las manos en el juego: las hay cual de bestias salvajes; de velludos y curvados dedos, que arrebatan el dinero forzosamente, otras, nerviosas, trémulas, con las uñas pálidas, que casi no se atreven a avanzar; otras, nobles y a la vez viles, tímidas y brutales, vivas y torpes; y otras, vacilantes... Cada una actúa de modo diferente, porque expresa un temperamento distinto, excepción hecha de las manos de los "croupiers". Las de éstos son máquinas perfectas; junto a la exaltación viva de las otras, funcionan con objetiva precisión, atareadas siempre y con absoluta indiferencia, cual si se tratara de las llaves sonoras de un aparato calculador. Estas manos frías actúan de manera que no sorprende mayormente por el contraste que hacen con sus obsesionadas y apasionadas hermanas. Diríamos que visten uniforme cual policías en medio de las oleadas de exaltación de una revuelta popular. Agregamos todavía el deleite personal que se experimenta a los pocos días, una vez conocidas las costumbres y las pasiones de cada una de las manos. Al poco tiempo hice distinciones entre ellas, dividiéndolas, cual lo haría con las personas, en simpáticas y antipáticas; las había que me resultaban tan asquerosas por su avidez y su torpeza, que siempre apartaba la mirada de ellas cual ante una indecencia. Una mano nueva en la mesa constituía para mí una aventura y un nuevo motivo de curiosidad. Á menudo olvidaba mirar el rostro que, más arriba, asentaba sobre un cuello cual una fría máscara inmóvil, sobre una camisa de smoking o un resplandeciente descotado.
Aquella noche, cuando entré, pasé de largo frente a dos mesas atestadas de jugadores hasta llegar a una tercera. Preparaba ya unas piezas de oro cuando escuché, en medio de esa pausa tan tensa en que parece vibrar el silencio, esa pausa que se produce cada vez que la bola, mortalmente fatigada, vacila entre los números, escuché, digo, frente a mí, un extraño ruido, cual el crujido de unas articulaciones que se rompen. Quedé estupefacta. En aquel instante vi dos manos (hasta me sobresalté), la derecha y la izquierda, como jamás había visto; dos manos convulsas que, cual animales furiosos, se acometían una a otra, dándose zarpazos y luchando entre sí de manera tal que crujían las articulaciones de los dedos con el ruido seco de una nuez cascada. Eran aquéllas unas manos dé singular belleza, extraordinariamente alargadas y estrechas, aunque, al mismo tiempo, provistas de una sólida musculatura; muy blancas, con las uñas pálidas y las puntas de los dedos finamente redondeadas. Yo las hubiera contemplado toda la noche. Me sentía maravillada de aquellas manos extraordinarias y únicas. Pero lo que en particular me impresionó fue el frenesí, la expresión locamente apasionada y la manera de luchar una con otra. Adiviné al punto que estaba ante un hombre abrumado, el cual contenía todo su sufrimiento con la punta de los dedos para no dejarse aniquilar por él. Y en aquel instante, en aquel instante preciso en que la bolita fue a caer con un ruido seco en la casilla y el "croupier" cantaba el número, en aquel segundo, las dos manos se separaron, cayendo desplomadas, como dos bestias alcanzadas por un mismo tiro. Se abatieron realmente desfallecidas, inertes, con plástica expresión de extenuación y de desengaño, cual heridas por el rayo, como una existencia que se apagara, y en forma tal que no encuentro palabras para expresarlo. Jamás había visto y nunca más veré manos tan elocuentes, en las que cada músculo semejaba estar dotado de palabras y en las que el sufrimiento se exhalaba de cada poro.
Durante unos instantes permanecieron ambas sobre la mesa, como aplastadas y muertas, igual que dos medusas arrojadas al borde de la ribera. Después la derecha empezó a levantarse penosamente sobre la punta de los dedos; temblaba, retrocedía, describía un movimiento de rotación en torno de sí misma, vacilaba y se retorcía; por último, cogió nerviosa una fi―cha que, indecisa, hizo rodar, como si fuera una ruedecita, entre el índice y el pulgar. De súbito, arqueándose en un gesto felino, de pantera, lanzó., mejor dicho, escupió la ficha de cien francos en el centro de la casilla negra. Luego, como obedeciendo a una señal, la excitación apoderóse también de la inactiva mano izquierda, que hasta entonces permaneciera adormecida; ésta se levantó, se desesperó, se arrastró lentamente hacia la otra mano que yacía trémula y fatigada aún de la jugada que acababa de arriesgar; y ambas permanecieron juntas y horrorizadas, en tanto daban sobre la mesa suaves golpecitos con los nudillos, cual dientes que la fiebre hiciera castañetear... ¡No, nunca jamás había visto yo manos que hablaran con tan viva expresión y estuviesen poseídas de una excitación, de una tensión tan espasmódica! Todo lo demás de aquel enorme local: el murmullo de las salas, los gritos de los "croupiers", el ir y venir de unos y otros, e inclusive aquella bolita que ahora, arrojada de su escondrijo, saltaba como una endemoniada dentro de la jaula redonda y bruñida como un parquet... toda aquella multitud vertiginosa llena de impresiones relampagueantes y fugaces que influían crudamente sobre los nervios. me parecieron muertas y petrificadas comparadas con aquellas dos manos trémulas, jadeantes, impacientes, anhelantes y heladas, al lado de aquellas dos soberbias manos frente a las cuales me sentía como hipnotizada.
Al fin no pude más: necesitaba ver el rostro de la persona a quien pertenecían las manos aquellas y, angustiosamente, porque sentía miedo de ellas, mi mirada lentamente ascendió desde la manga hacia los estrechos hombros. Y otra vez me estremecí, pues aquel rostro se expresaba con el mismo lenguaje desenfrenado y fantásticamente sobreexcitado que las manos, reflejaba igual cólera horrorizada en su expresión y la misma delicada y casi femenina belleza. Jamás había visto un rostro semejante tan fuera de sí mismo, y ofreciéndome la oportunidad de contemplarlo a mi antojo, cual una máscara, cual una estatua que estuviera desprovista de ojos. Porque aquellas pupilas de poseso no se movían un solo instante ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Inmóviles, negras, bajo los párpados abiertos, eran como inanimadas bolas de vidrio en las cuales se reflejaba el brillo de aquella otra, de color caoba, que, enloquecida, rodaba y saltaba entre las casillas de la ruleta. Una vez más, lo repito, nunca había visto un rostro tan interesante y de tal modo fascinador. Pertenecía a un joven de unos veinticuatro años; delgado, fino, bastante alto y, por consiguiente, muy expresivo. Exactamente como las manos, aquel rostro ofrecía un aspecto no tan viril, sino más bien el de un muchacho apasionado... Todo esto no lo observé sino más tarde, pues en aquel momento su rostro se esfumaba por completo bajo una expresión descompuesta por la avidez y la locura. La boca estrecha; anhelosa, entreabierta, dejaba medio al descubierto la dentadura: a la distancia de diez pasos podía vérsele rechinar febrilmente, mientras los labios permanecían entreabiertos e inmóviles. Un rubio y húmedo mechón pegábasele sobre la frente, colgando cual si fuera a caerse, y las aletas de su nariz vibraban con temblor ininterrumpido, como en un movimiento invisible de pequeñas ondas bajo la piel. Y la cabeza toda, echada hacia adelante, inclinábase más y más, sin darse cuenta, en igual dirección, cual si fuera a dar contra el remolino de la bolita y a hacerse añicos. Entonces me expliqué la rígida presión de las manos: únicamente por obra de aquella presión podía mantenerse en pie, en perfecto equilibrio, aquel cuerpo próximo a desplomarse.
Nunca, repito, nunca había visto un rostro en el cual se reflejase en forma tan abierta y tan impúdica, la pasión y el instinto. Yo permanecía inmóvil, atraída por la alocada expresión tan intensamente como él podía estarlo por los movimientos y los saltos de la bolita. A partir de ese instarte no vi nada más en el salón. Todo me pareció vago, sordo, borroso, oscuro, comparado con el fuego que brotaba de aquel rostro. Habiéndome olvidado de la gente que me rodeaba, observé durante una hora únicamente a aquel hombre así como cada uno de sus menores gestos. En determinado momento, el "croupier" hizo avanzar veinte piezas de oro hacia aquellas anhelosas garras. Sus ojos despidieron vivo resplandor, el crispado ovillo de sus manos se deshizo como bajo una explosión, y los dedos, trémulos, se separaron saltando. En lo que duró aquel segundo, el rostro pareció al punto iluminado y rejuvenecido, las arrugas desaparecieron, los ojos comenzaron a brillar, el cuerpo, rígidamente inclinado, se irguió, ágil, esbelto... Por primera vez se sentó blandamente, al igual del jinete en la silla, movido por la alegría del triunfo; los dedos, pueriles y vanidosos, jugaron con las redondas monedas, haciéndolas bailar y tintinear unas contra otras. Luego, inquieto otra vez, volvió la cabeza y recorrió con la mirada todo el tapete verde, así como el hocico olfateador del sabueso en busca de una pista, para arrojar, de súbito y con un movimiento brusco, todo el montón de monedas en uno de los cuadros. De inmediato volvió aquel acecho y aquel estado de sobreexcitación. De nuevo vi en sus labios aquel temblor brusco, eléctrico; de nuevo se le encogieron las manos, y su rostro de adolescente se transformó bajo la angustiosa espera, hasta que, de pronto, explosivamente la tensión se deshizo en desencanto: la faz febrilmente excitada púsose marchita, lívida y envejecida, los ojos se apagaron cual consumidos por el fuego, y todo en el espacio de un segundo, en cuanto la bolita fue a caer dentro de un número que no era el aguardado. Había perdido. Unos segundos permaneció inmóvil, con una mirada de estupidez, como si no hubiese comprendido; mas en seguida, al oír el primer grito del "croupier", que sonó como un chasquido, sus dedos se adelantaron otra vez con unas monedas. Pero ya había perdido la seguridad; primero colocó las monedas en un cuadro; luego, pensándolo mejor, en otro, y, casi cuando la bolita había empezado a rodar, obedeciendo a una repentina inspiración, arrojó rápidamente y con trémula mano dos billetes más en el cuadro.
Estas bruscas oscilaciones entre las pérdidas y las ganancias se prolongaron una hora entera, poco más o menos. En todo aquel tiempo no aparté ni un instante mi mirada del rostro de expresión siempre variable al que afluian todas las pasiones. Mis ojos expertos, no perdieron nunca de vista aquellas mágicas manos, cada uno de cuyos músculos expresaba plásticamente toda la escala ascendente y descendente de los sentimientos humanos. Nunca en el teatro había contemplado yo con tanto interés el rostro de un actor como miraba entonces a aquel sobre el cual, como la luz y las sombras de un paisaje, en constante desfile, se reflejaban todos los colores y sentimientos. Nunca, en una sala de juego, habíase desvelado mi atención como ante el loco frenesí de aquel desconocido. 5i alguien me hubiera observado en aquellos instantes, habría tomado mi inmovilidad de acero por un caso de hipnosis. Realmente algo de eso tenía mi estado de completo alelamiento. En fin., me era imposible separar la mirada de aquella serie de gestos; y todo lo demás, todo cuanto ocurría en la sala, con las luces, las risas, las personas, las miradas, flotaba alrededor mío corno una humareda amarilla e informe, de la cual surgía el rostro aquel que era cual una llama entre llamas.
No sentía nada, no me percataba de nada, no notaba que la gente se agolpaba en torno mío, ni veía otras manos que, como tentáculos, se alargaban de pronto para lanzar o coger el dinero. No veía, tampoco, la bolita saltarina, ni escuchaba la voz de los "croupiers"; y, sin embargo, cual en un sueño, subyugada por el espectáculo, percatábame de todo cuanto ocurría allí a través de aquellas manos tan sobremanera excitadas. Para saber si la bolita caía en el rojo o en el negro, si rodaba o se detenía, no necesitaba mirar la ruleta: pérdida o ganancia, esperanza o desilusión, una tras otra, estas fases pasaban fulminantes a través de los nervios y gestos de aquel rostro surcado por el ondear incesante de la pasión.
Pero vino después el momento peligroso, momento que hacía rato estaba temiendo sordamente, que se había cernido sobre mis nervios como una tempestad y que, de pronto, los hizo estallar. Naturalmente la bolita, con su suave ruido peculiar, había comenzado a rodar; nuevamente volvía a palpitar aquel segundo en que doscientos labios contenían el aliento, hasta que la voz del "croupier" anunciaba: "cero" mientras su raqueta recogía ágilmente de todas partes las sonoras monedas y los arrugados billetes. En aquel instante, las dos manos encogidas esbozaron un movimiento singular de espanto; se abalanzaron dispuestas a hacer presa en algo inexistente, y volvieron a abatirse exangües sobre la mesa, cediendo tan sólo a su peso de gravedad, diríase que muertas por la fatiga. Mas luego, de pronto, volvieron a animarse, se retiraron febrilmente de la mesa para dirigirse hacia su propio cuerpo, y, a manera de gatos salvajes, treparon por el tronco, deslizándose por arriba, por debajo, hacia la derecha, hacia la izquierda, palpando nerviosamente todos los bolsillos por si― encerraban alguna olvidada moneda de oro. Empero, siempre se retiraban sin resultado y siempre cada vez más enardecidas, repetían la insensata y vana búsqueda, en tanto que, volviendo a funcionar la ruleta, proseguían los otros su juego, sonaban las monedas, movíanse las sillas y escuchábase en el salón el murmullo de mil ruidos distintos. Poseída por el horror, yo temblaba; tuve también la sensación de que mis propios dedos se desesperaban frenéticos buscando una moneda en los bolsillos del arrugado traje. De pronto, el hombre aquel levantóse con rapidez, como lo haría una persona que se sintiese repentinamente indispuesta y se parara para no asfixiarse. Con el movimiento que hizo, la silla se cayó al suelo, produciendo gran estrépito. Sin darse cuenta de esto, sin reparar en los vecinos que entre atemorizados y estupefactos le cedieron el paso, tambaleándose, se alejó de la sala, como enceguecido.
En aquel momento me quedé pasmada, adiviné al punto hacia dónde se encaminaba aquel individuo; iba hacia la muerte. El que de tal manera se levanta no va al hotel, ni al bar, ni al lado de la mujer, ni a la estación, ni a cualquier otro lugar donde hay un poco de vida, sino que se precipita directamente en el abismo. El más indiferente habría adivinado que el hombre aquel carecía de reservas, y no las tenía en casa, ni en el banco, ni en ninguna otra parte y que, habiéndose encaminado al Casino con sus últimos recursos, llevando su vida como postrera apuesta a la mesa de juego, ahora se encaminaba a cualquier parte, sin duda, pero indudablemente fuera de la vida.
Desde el principio temí y sospeché que se hallaba en juego allí algo más importante que una mera pérdida o ganancia. Sin embargo, solamente entonces esa certidumbre cruzó por mi mente como un negro rayo, mostrándome cómo la vida desaparecía de repente ante sus ojos y la muerte cubría con su palidez aquel rostro, hasta entonces rebosante de vida. Hasta tal punto me sentía compenetrada con el mínimo de sus gestos que, inconscientemente, tuve que asirme al borde de la mesa cuando vi que abandonaba su sitio y se alejaba, tambaleándose. El temblor de su cuerpo hablase comunicado al mío, cual antes ocurriera con la palpitación de sus arterias y la tensión de sus nervios. Me sentí como arrebatada. ¡Debía seguirle! Y, extraños a mi voluntad, mis pies echaron a andar. Obraba inconscientete, sólo movida por una fuerza que era superior a mí misma, y tomando por un pasillo me encaminé a la salida.
El individuo se hallaba en el guardarropa; el empleado le entregó el abrigo, mas los brazos ya no obedecían al joven, y el mismo empleado debió prestarle ayuda, cual si se tratara de un paralítico. Le vi buscar maquinalmente en los bolsillos del chaleco una moneda para la propina; pero los dedos reaparecieron sin haber hallado nada, Entonces fue como si al punto recordara todo, murmuró unas palabras y, tal cual hiciera al apartarse de la mesa de juego, realizó un brusco movimiento hacia adelante, para descender la escalinata del Casino tambaleándose como un borracho, seguido unos momentos por la sonrisa, entre despreciativa y compasiva, del criado.
Aquellos gestos me inspiraron tal compasión, que me avergoncé de mirarle. Me aparté a un lado, entristecida de haber presenciado, como desde el palco de un teatro, la desesperación de un infeliz desconocido. Con todo, tornó a hacer presa en mí la inexplicable angustia. Prestamente solicité mi abrigo y sin pensar en nada determinado, de un modo completamente mecánico, impelida por el instinto en pos del desconocido, me hundí en las tinieblas de la noche.
Por un momento, la señora C. interrumpió su narración. Se encontraba sentada, inmóvil, frente a mí, y con aquella su calma y serenidad peculiares, sin hacer una pausa. Había hablado como únicamente lo hace quien se ha preparado lenta e íntimamente, ordenando con cuidado los acontecimientos. Por primera vez se detuvo; vaciló unos instantes y después, interrumpiendo su relato, se dirigió directamente a mí:
―He prometido a usted y a mí misma ―comenzó con cierta indecisión― contárselo todo, ajustándome a la más absoluta sinceridad. Pero he de exigirle un crédito absoluto a esta sinceridad mía, suplicándole no ver en mi conducta motivos secretos, los cuales, en caso de existir, posiblemente no me avergonzarían, bien que en este caso sería completamente erróneo suponer. He de recalcar que si corrí tras aquel jugador infortunado no fue porque me sintiese enamorada ni poco ni mucho de él. No vi en él más que a un ser humano, y, efectivamente, para mí, que era entonces una mujer de cuarenta años, nunca más la mirada de un hombre tuvo interés después del fallecimiento de mi esposo. Eso, para mí, había concluido en absoluto. Digo esto porque, de otra manera, todo lo que sigue no lo comprendería usted en toda su horrible verdad. Por otra parte, verdad es que me sería harto difícil explicar con claridad el sentimiento que en forma tan irresistible me impulsó a seguir entonces en pos de aquel desdichado. En mí había curiosidad, pero, ante todo, un miedo terrible, o mejor dicho, temor de algo tremendo que desde los primeros instantes advertí que estaba rondando al joven, invisiblemente. Pero una categoría tal de sentimientos no se puede descomponer ni analizar en particular porque chocan entre sí con tal confusión, de manera tan violenta, tan furiosa, tan espontánea.. . No realicé, en verdad, nada más que ese gesto instintivo de prestar auxilio, exactamente como cuando sostenemos a la criatura que, en la calle, está por echarse bajo las ruedas de un automóvil. ¿Puede, acaso, explicarse, que determinados individuos, que no saben siquiera nadar, intenten arrojarse desde lo alto de un puente para salvar a uno que se ahoga?
Estos individuos se mueven sencillamente gracias a una fuerza mágica que los impulsa antes de que tengan tiempo de darse cuenta de su insensata temeridad; pues así, exactamente, sin meditarlo, sin una reflexión consciente, seguí en pos de aquel desgraciado, desde la sala de juego hasta el vestíbulo del Casino, y desde allí a la terraza.
Tengo la seguridad de que ni usted ni nadie que tuviese la mirada alerta de una persona sensible habría logrado resistir aquella angustiosa curiosidad. No es posible suponer un aspecto más siniestro que el presentado por aquel joven que contaba escasamente unos veinticinco años y que, fatigado como un anciano, tambaleándose cual borracho, con el cuerpo destrozado, pesadamente se arrastraba escaleras abajo hacia la terraza exterior del Casino. Una vez allí, se dejó caer en un banco, como si tuviera el cuerpo de piomo. Al observar aquella actitud, de nuevo presentí con espanto, que el joven se hallaba al final de la vida. En aquella forma no suele desplomarse sino un muerto o un hombre al cual ninguno de los músculos obedece ya a €a fuerza vital. La cabeza, vuelta hacia un lado, apoyábase en el respaldo del banco, y los brazos colgaban inertes. A la mortecina luz de los turbios faroles un transeúnte lo habría confundido con un cadáver. No puedo explicar cómo se me presentó esta visión, pero es lo cierto que súbitamente se proyectó allí enfrente, palpable, evidente, horrible y terriblemente verdadera; así, cual un cadáver, lo vi ante mí en aquel instante, convencida de que cargaba un revólver en el bolsillo y de que, a la siguiente mañana, le hallarían tendido en aquel banco o en otro cualquiera, inanimado y empapado en sangre. Su manera de desplomarse fue exactamente como la de una piedra arrojada a€ abismo, y que hasta haber llegado al fondo no se detíene. Jamás había visto yo una expresión de abatimiento y desesperación expresada con un gesto tan humano y desgarrador.
Ahora imagínese mi situación. Me hallaba a diez o veinte pasos del banco sobre el cual aquel hombre yacía inmóvil y destrozado y sin saber qué decidir; por un lado, movida por e€ deseo de prestar auxilio; y, por otro, por el afán de huir, producto de la ingénita timidez y de la educación recibida, que me vedaba dirigir la palabra a un desconocido en medio de la calle. Los faroles brillaban débilmente bajo el cielo nublado. Sólo de vez en cuando, y con prisa, pasaba algún transeúnte, pues ya era medianoche. Casi me encontraba sola en el parque con aquel desventurado que quería suicidarse. Cinco, diez veces concentré mis fuerzas disponiéndome a acercarme a él; pero siempre me hizo retroceder cierta vergüenza o, quizá, el instintivo presentimiento de que siempre los desesperados arrastran consigo a quienes tratan de socorrerlos. En tales dudas y vacilaciones, me di cuenta cabal de lo insensata y ridícula que era mi situación. Porque yo no podía ni hablar, ni alejarme, ni abandonarlo. No sabía qué hacer.
Espero que me creerá usted si declaro que, quizás, por espacio de una hora, interminable hora, durante la cual millares y millares de pequeñas ondas de mar invisible cortaban el tiempo, estuve paseándome vacilante por la terraza, constantemente obsesionada por el espectáculo de total aniquilamiento de aquel hombre.
Decididamente, no poseía coraje suficiente para hablar o para obrar. Quizá hubiera pasado toda la noche aguardando aún o me hubiera decidido finalmente, movida por un prudente egoísmo, a regresar a mi casa. Sí, creo que, incluso, a punto estuve de abandonar a aquel desdichado en manos de su propia debilidad... Mas una fuerza superior salió al paso de mi indecisión. Comenzó a llover. Durante toda la noche, el viento había acumulado sobre el mar gruesos nubarrones primaverales preñados de agua. Por los pulmones, por el corazón podía uno comprobar que la atmósfera se cargaba por momentos. De pronto cayeron gruesas gotas sonoras a las que siguió una copiosa lluvia que caía en densas madejas agitadas por el viento. Inmediatamente me guarecí bajo la marquesina de un quiosco. Pese a que abrí el paraguas, las impetuosas ráfagas del viento salpicaron de lluvia mi traje. En el rostro y en las manos sentí el polvo líquido y frío que levantaban las gotas al chocar contra el suelo.
Bajo aquel furioso chaparrón, el infeliz permanecía totalmente inmóvil en su banco. El recuerdo de aquella escena angustiosa me oprime, aún hoy, la garganta. De todas las canaletas el agua caía a borbotones. De la ciudad llegaba el ruido sordo de los coches. Por la derecha, por la izquierda, los transeúntes envueltos en sus abrigos cruzaban corriendo. Todo cuanto tenía dentro de sí algo de vida huía del chubasco, en busca de un lugar dónde refugiarse. Por doquiera, tanto entre los hombres como entre los animales, manifestábase la angustia ante la explosión de los elementos. Unicamente aquella piltrafa humana estaba derrumbada, inmóvil en el banco. Ya le dije que aquel hombre tenía el mágico poder de exteriorizar plásticamente, con movimientos y gestos, todos sus estados interiores. Nada, sin embargo, absolutamente nada sobre la tierra podría expresar de manera tan conmovedora la desesperación, el abandono absoluto de sí mismo y la apariencia de la muerte con aquella inmovilidad, con aquel estado inerte, inanimado, bajo la terrible lluvia, con aquella fatiga demasiado extrema para permitirle levantarse y dar los pocos pasos que le separaban de un techo protector, con aquella definitiva indiferencia hacia la propia vida. Ningún escultor, ni pintor, ni Miguel Angel ni Dante, habíame hecho sentir jamás con semejante angustia el gesto de la máxima desesperación, de la miseria definitiva de este mundo, como aquel hombre que estaba vivo aún, y se dejaba azotar por los elementos por hallarse demasiado abatido y destrozado para intentar un solo movimiento que le permitiera guarecerse de ellos.
Estas consideraciones bastaron para decidirme. ¡No podía más! Veloz atravesé la líquida cortina de la lluvia y en cuanto llegué al banco, sacudí aquel húmedo fardo humano.
―¡Venga! ―le dije, tomándole por un brazo.
El brazo se mantenía inerte, penosamente levantado. Pareció como si cierto movimiento fuese a iniciarse en él; pero desde luego, el desgraciado no me entendía.
―¡Venga! ―repetí, sacudiéndole el brazo, esta vez casi iracunda.
Entonces se levantó lentamente, bamboleándose, sin voluntad.
―¿Qué hace usted? ―preguntóme. No supe qué contestarle, pues yo misma ignoraba dónde ir con él. Solo lejos de allí, lejos del terrible y frío chubasco, lejos de aquella postración insensata y suicida, lejos de aquel estado de extrema desesperación. Sin dejarle del brazo lo arrastré hacía el quiosco, suponiendo que allí, bajo la estrecha marquesina, se guarecería al menos de la lluvia que azotaba el viento. No sabía nada más, no deseaba tampoco nada más. Sólo me interesaba poner a aquel hombre al abrigo de la lluvia: por el momento no pensaba otra cosa.
Y así, nos encontramos los dos, uno junto al otro, en el reducido espacio que permanecía seco. Detrás de nosotros la puerta cerrada del quiosco; encima, el techo demasiado pequeño para protegernos por completo de !a pérfida, implacable y terrible lluvia, que, azotada por furiosas rachas de viento, lanzaba torbellinos de frío contra nuestros rostros y empapaba nuestros vestidos. La situación tornábase insoportable. No podía permanecer por más tiempo junto a aquel desconocido chorreando agua, y por otra parte, no me resignaba a abandonarlo sin una explicación, después de haberlo arrastrado allí. Tenía que hacer algo. Me esforcé en meditar sobre la situación, y calculé que lo mejor sería acompañarlo en un coche hasta su casa. A la mañana siguiente, ya lo socorrería. Pensando así, pregunté a la persona que inmóvil, mirando fijamente la negra noche, estaba junto a mí:
―¿Dónde vive usted?
―No tengo casa... Esta misma noche llegué a Niza. No podemos ir a mi casa. Al punto no comprendí la última frase. Sólo me di cuenta más tarde de que aquel hombre me había confundido con... una "cocotte". Creyó ver en mí una de tantas que, por la noche, rondan por el Casino, esperando sacar todavía algún dinero a los jugadores afortunados o borrachos. Después de todo, no podía suponer otra cosa. Ahora que se lo relato a usted comprendo cuánto de inverosímil y de fantástica tenía mi situación. No podía pensar de otra manera, ya que la forma de sacarle del banco y de forzarle á venir conmigo no era propia de una señora. Empero, la idea no se me ocurrió entonces. Sólo más tarde, demasiado tarde ya, comprobé el terrible error en que había incurrido respecto de mi persona. De lo contrario, no habría proferido las palabras que siguieron y que lo afianzaron más en su equivocación. Dije:
―Puede buscarse un cuarto en un hotel. Aquí no debe permanecer. Tiene que ir a cualquier parte.
Entonces fue cuando repentinamente me di cuenta de su lamentable error, pues él, sin mirarme y con expresión irónica, se resistió, diciéndome:
―No necesito habitación; no quiero nada. No pierdas el tiempo, porque nada sacarás de mí. Estás equivocada; no tengo ni un céntimo.
Las frases fueron pronunciadas en un tono tan extraño, con tan lacerante indiferencia, y su manera de permanecer de pie, apoyándose abrumado contra la pared, mojado de pies a cabeza, interiormente aniquilado, me impresionó en forma tal que no tuve siquiera tiempo para sentirme tontamente ofendida. Lo que desde el primer momento experimenté, en cuanto le vi salir de la sala, tambaleándose, y !o que sentía constantemente en aquella hora inverosímil, fue que un hombre joven y vigoroso, que alentaba aún, marchaba hacia la muerte y que yo debía salvarlo.
Me aproximé a él y le dije:
―No se preocupe por el dinero. ¡Venga! No debe permanecer aquí ni un momento más; yo le encontraré un refugio... No se preocupe por nada. ¡Venga! ¡Sígame!
Volvió la cabeza. Mientras la lluvia repiqueteaba sordamente a nuestro alrededor y las canaletas derramaban chorros de agua a nuestros pies, observó cómo en medio de la oscuridad, por primera vez, trataba de ver mi rostro. Su cuerpo también pareció despertar de su letargo. ―Como quieras ―dijo, cediendo―. A mí ya todo me resulta indiferente... Después de todo, ¿por qué no? ¡Vamos! Abrí el paraguas y él me agarró del brazo. Tan inesperada confianza me causó un efecto harto desagradable. Me asusté, horrorizada hasta lo más profundo de mi corazón. Pero no tuve el valor de prohibírselo. Si en aquellos instantes le hubiera rechazado, se habría hundido en el abismo, y cuanto había logrado hasta entonces habría resultado inútil. Regresamos a! Casino, que estaba sólo a pocos pasos. Allí se me ocurrió lo que había que hacer con é!. Lo más práctico, pensé prontamente, sería conducirlo a un hotel donde pudiera reposar, y darle dinero para que regresara a su casa al siguiente día. No se me ocurrió nada más.
Hice detener un coche que pasaba velozmente por delante del Casino. Subimos. Cuando el cochero preguntó dónde debía conducirnos, no supe, al punto, qué contestarle. Pero de pronto, percatándome de que el individuo que estaba a mi lado, completamente mojado, no podía ser admitido en ningún buen hotel, y sin sospechar siquiera, dada mi condición, la existencia de alojamientos equívocos, grité al cochero:
―¡Llévenos a cualquer hotel! Indiferentemente, el cochero puso en movimiento el vehículo. A mi lado, el desconocido guardaba silencio, mientras las ruedas traqueteaban y la lluvia azotaba con furia los cristales. En el interior de aquella caja obscura como un féretro, yo también, tenía la sensación de acompañar a un cadáver. Intenté imaginar algo, dar con alguna palabra que mitigara el horror de la muda y tenebrosa contigüidad. Nada se me ocurrió. Pocos minutos más tarde se detuvo el vehículo; bajé yo la primera, y pagué el viaje al cochero, mientras mi acompañante cerraba la portezuela. Nos hallábamos frente a la puerta de un pequeño hotel desconocido. Una marquesina de vidrios nos protegía contra la lluvia que continuaba cayendo con angustiosa monotonía en la noche impenetrable.
Cediendo a su pesadumbre, mi acompañante se apoyó contra el muro involuntariamente. Su sombrero, sus ropas, empapadas en agua y completamente arrugadas, chorreaban. Producía la impresión de un náufrago al que acaban de salvar la vida. Alrededor del espacio reducido que ocupaba su cuerpo formóse un pequeño charco. No obstante, él no hizo ni el mínimo gesto para sacudir el agua, ni escurrir el sombrero, ni secarse las gotas que le resbalaban por las mejillas. Estaba en absoluta pasividad. No alcanzo a explicarle hasta qué punto me impresionaba semejante actitud de anonadamiento.
Empero, algo había que decir. Metí la mano en mi cartera.
―Tome estos cien francos ―dije―, alquile una habitación y regrese mañana a Niza.
El, con estupor, me miró.
―Le vi en la sala de juego ―agregué, observando su vacilación―. Sé que lo ha perdido todo y temí que tratara de hacer un disparate. No es para nadie una deshonra el aceptar una ayuda... ¡Vaya, tome!
El rechazó mi mano con una energía que hasta entonces no sospeché.
―Eres buena ―dijo―, pero no tires tu dinero. Ya no hay por qué ayudarme. Que duerma o no esta noche, me es indiferente. Mañana todo habrá concluido. No hay para qué ayudarme.
―¡No, tiene que aceptar esto! ―insistí―. Mañana pensará de otro modo. Ahora, entre y acuéstese. A la luz del día las cosas suelen cambiar de aspecto.
Mas, casi con violencia, tornó a rechazar mi mano.
―Deja ―exclamó aún sordamente― Esto ya resulta estúpido. Prefiero acabar conmigo, allá, en la playa, antes que manchar de sangre la habitación de un hotel. Cien francos no significan para mí ninguna ayuda. ¡Mil tampoco! Mañana regresaría a la sala de juego y no me iría hasta haberlo perdido todo. ¿Para qué, pues, empezar de nuevo? Ya tengo suficiente.
No podrá nunca imaginarse en qué forma aquella tenebrosa manera de hablar me oprimía el corazón. Fíjese en mi situación. A dos pasos de usted se halla un hombre joven, rebosante de vida, y usted sabe que, si no pone en juego todos los recursos, aquel trozo de juventud que piensa, habla y palpita, será un cadáver dentro de dos horas. Un colérico impulso, una suerte de furia incontenible me movió a concluir con aquella insensata resistencia. Le agarré del brazo:
―¡Basta de tonterías! Usted subirá ahora mismo; alquilará un _cuarto y mañana por la mañana vendré a buscarle para acompañarle a la estación. Tiene que salir de aquí. No me sentiré tranquila hasta que le vea en el tren. Cuando se es joven no se desprecia la vida sólo por haber perdido unos cientos o miles de francos. Es una cobardía, un estúpido acceso de pundonor producido por la ira y la amargura. Mañana me dará la razón.
―¡Mañana! ―repitióme él, con acento aún más tenebroso e irónico―. ¡Mañana! ¡Si yo mismo lo supiera!... Incluso estoy sintiendo curiosidad por saberlo. No; vete a tu casa, amiga mía; no te preocupes por mí, ni gastes tu dinero.
No pude dejarlo, empero. Era aquello como una obsesión, una furia que me acometía. Violentamente le agarré la mano y dejé en ella unos cuantos billetes.
―Tiene que tomar este dinero y subir inmediatamente.
Diciendo esto, oprimí el timbre con decisión.
―Ya he llamado. En seguida saldrá el portero. Suba usted. Acuéstese. Mañana a las nueve, le aguardaré aquí mismo, ante este hotel, y le acompañaré hasta la estación. No se preocupe. Yo le facilitaré lo que sea necesario para llegar a su casa. Pero ahora váyase a descansar y no piense en nada.
En este instante se oyó dar una vuelta a la llave, y el portero abrió:
―Ven ―dijo él, entonces, de súbito, con voz dura, enérgica y amarga. Y cual si fuesen de acero, sus dedos crispados aprisionaron mi mano. Me estremecí toda asustada; quedé como paralizada, herida por el rayo; perdí la conciencia de mí misma. Quise apartarme... , desasirme.... mas no tuve voluntad. Y yo:.. usted lo comprenderá.... experimentaba el bochorno y la vergüenza de tener que luchar con un desconocido frente al portero que allí estaba aguardando impaciente. Y así... me vi repentinamente dentro del hotel; quise decir algo, pero la garganta no me obedecía... Aquellos dedos no soltaban mi mano... advertí vagamente que subía por una escalera... Escuché luego el ruido de una llave... Y, de pronto, me vi sola ante aquel desconocido, en el cuarto extraño de un hotel cuyo nombre ignoro todavía...
La señora C. interrumpió de nuevo, y súbitamente el relato. Se levantó del sillón. Parecía que su voz iba a quebrarse. Volvióse hacia la ventana, miró en silencio unos minutos por los cristales, o, quizá, sólo apoyó la frente contra el frío vidrio. No me atreví a mirarla, pues comprendí el angustioso dolor de la anciana. Permanecí, pues, en silencio, y así esperé hasta que ella, con pasos lentos, tornó a sentarse junto a mí.
―Bueno; ya le he dicho lo más difícil. Espero que creerá sí le juro otra vez por todo lo más sagrado, por mi honor y por mis hijos, que hasta aquel instante no había reparado en la posibilidad de una unión con aquel desconocido; y que si llegué a caer fue de una manera inconsciente, sin la intervención de mi voluntad. Me precipité en aquella situación como quien, lo hace por un escotillón abierto inesperadamente en el llano camino de mi existencia.
Prometí confesarle a usted y decirme a mí misma toda la verdad; repito pues, una vez más, que debido únicamente a un exaltado empeño de auxiliarlo y no por ningún otro móvil, por ninguna inclinación personal, en fin, sin segunda intención alguna, sin el menor presentimiento, vine a caer en aquella aventura trágica y extraña.
De cuanto ocurrió en la habitación durante la noche me permitirá que no le hable; yo no he olvidado un solo segundo aquellas horas, ni jamás llegaré a olvidarlas nunca. Porque aquella terrible noche luché por salvar la vida al hombre, y tal lucha, repito, era de vida o muerte. Nítidamente, a través de mis nervios, percibí que aquel desconocido, sintiéndose perdido definitivamente, con la avidez y la angustia de un condenado a muerte, afanábase en buscar aún un postrer auxilio. Se aferraba a mí como quien ve abierto el abismo a sus pies. Yo concentré todas mis energías para lograr salvarle. Horas así no se viven más que una sola vez en la vida. Entre millones y millones de personas, sólo una se encontrará en circunstancias semejantes. Sin aquella horrible casualidad, yo no hubiera sospechado jamás con cuánta avidez, con cuánta desesperación, con cuán desesperante frenesí, el hombre que se siente perdido se empeña todavía en sorber una vez más las rojas gotas de la vida. Apartada, hacía 20 años, de las demoníacas fuerzas de la existencia, nunca habría comprendido en qué forma magnífica y fantástica la naturaleza junta algunas veces en fugaces instantes el calor y el frío, la muerte y la vida, la alegría y el dolor. Aquella noche estuvo tan llena de luchas y de palabras, de pasión y de cólera, de odio y de lágrimas, de promesas y de embriaguez, que me parece que duró mil años. Hundidos en el abismo, dando tumbos, él deseando locamente la muerte, yo absolutamente ajena a lo que había de acontecer, salimos los dos de aquel tumulto mortal transformados, con otros sentidos y muy distintos sentimientos.
Mas no quiero hablar de eso, no puedo ni debo describirlo. Sólo mencionaré aquel inconcebible minuto de mi despertar, por la mañana. Salí de un sueño de plomo, de las profundidades de una noche que nunca hubiera sospechado. Mucho demoré en abrir los ojos; cuando lo hice, lo primero que vi fue, sobre mi cabeza, un techo que me era totalmente desconocido; después, deslizando la mirada, una habitación odiosa, repelente, fea, extraña, en la que, al punto no pude recordar cómo había entrado. Primeramente, intenté persuadirme de que aquello era aún un sueño, un sueño más claro y transparente que aquel otro, denso y confuso, del que acababa de salir... Pero por las ventanas penetraba la luz del sol, una luz matutina, diáfana, absolutamente real. De la calle llegaba el rumor de los coches y de los tranvías, el ruido de la gente. No soñaba, no; sino que estaba despierta del todo. Me incorporé en el lecho, y entonces... al volver la mirada a un lado... jamás llegaré a describir mi terror, entonces vi, a mi lado, a un hombre extraño, desconocido absolutamente; un hombre medio desnudo, del que nada recordaba.
Nunca; aquel estado de terror, lo sé, no puede describirse. Fue tal la impresión recibida, que me desplomé sin fuerzas. Pero aquella súbita postración no fue tal como la hubiera deseado. Al contrario. Conservando una perfecta lucidez, recordé en un instante todo; y todo me pareció inexplicable. Ante la repugnancia y la vergüenza de verme junto a un hombre desconocido, en el lecho extraño de un hotel sospechoso, no experimenté más que un deseo: el de morir. Recuerdo perfectamente que mi corazón cesó de palpitar, que mi respiración se paralizó cual si fuera a extinguirse mi existencia; y mi conciencia, esa conciencia lúcida, que lo concibe todo y nada comprende...
Jamás sabré qué tiempo permanecí en aquella situación, con todos mis miembros helados. Los muertos deben de yacer en sus ataúdes con análoga rigidez. Yo, únicamente sé que supliqué a Dios que interpusiera cualquier poder celestial para que aquello no fuera real, no fuera verdadero. Pero mis sentidos superagudizados no me permitían engañarme: escuchaba a los que hablaban en el cuarto inmediato; oí correr el agua; afuera, en el corredor, escuchaba pisadas; y cada uno de estos ruidos me convencía en forma inexorable de que me hallaba cruelmente despierta. No puedo saber cuánto duró tan terrible estado; tales instantes no pueden medirse con las vulgares medidas de nuestra existencia corriente. Pero, de pronto, me asaltó otro temor: el horrible temor de que aquel desconocido, cuyo nombre y dirección en absoluto ignoraba, despertara y me hablase. No quedaba sino un recurso: vestirme y huir antes de que despertase. No ser vista nunca más por él, no cruzar con él ni una sola palabra más. ¡Partir a tiempo, lejos, lejos, lejos! Retornar a mi vida. a mi hotel; y luego tomar el primer aren y escapar para siempre de aquella ciudad maldita, de aquel país. No tropezar nunca más con aquel individuo; no verlo más, no tener a mi lado a ningún testigo, ningún delator, ningún cómplice... Esta idea me arrancó de mi postración, sigilosamente, deslizándome furtivamente, como una malhechora, avanzando palmo a palmo para no hacer ruido, salté del lecho y tomé mis ropas. Me vestí temblando, temerosa de que se despertara. .. Pronto estuve lista para partir... Sólo faltaba el sombrero, que se hallaba al otro lado, a los pies de la cama. Al dirigirme allí, de puntillas, no pude resistir la tentación; tuve que dirigir una mirada al rostro de aquel hombre desconocido que había venido a interponerse en el camino de mi vida como una piedra caída desde lo alto. Quería solamente dirigirle una simple mirada, pero... ¡qué extraño!, el joven que allí estaba, durmiendo, érame realmente desconocido. En el primer momento no logré reconocer el rostro de la noche anterior. Pues los rasgos crispados, tumefactos y tirantes del individuo, mortalmente excitados de la víspera, habían desaparecido enteramente... El hombre que allí dormía mostraba un rostro diferente, infantil, pueril, radiante de pureza y serenidad. Los labios que estaban anoche convulsos y apretados contra los dientes, soñaban hoy tiernamente abiertos, dibujando casi una sonrisa; el cabello sobre la tersa frente y una suave ondulación comunicaba el tranquilo respirar del pecho al cuerpo en total reposo.
Es posible que recuerde usted que le dije que nunca había visto en un hombre tal expresión de avidez y de pasión tan intensa, tan desmesuradamente execrable como en aquel desconocido descubierto en la mesa de juego. Pues le diré, además, que nunca, ni en los niños de pecho, que, cuando duermen, sonríen con una expresión de gozo angelical, nunca había visto una expresión de tan pura serenidad, de sueño realmente tan venturoso. En el rostro aquel adquirían forma exterior, con maravillosa plasticidad, todos los sentimientos. En aquel instante asistía a un alejamiento paradisíaco de todas las pesadumbres íntimas, a la liberación, a la salvacíón de un espíritu. Ante aquel espectáculo sorprendente, parecióme que, cual un manto negro y pesado, desprendíase de mi cuerpo toda la angustia, todo el temor. Y dejé de sentirme avergonzada, experimentando casi una sensación de júbilo. Súbitamente, lo que ofrecía de horrible y de inconcebible aquella situación mostró para mí un sentido y una razón de ser. Me sentí contenta y orgullosa, pensando que aquel hombre joven, bello, delicado, que sereno y silencioso allí dormía, como una flor, quizá sin mi abnegada intervención, hubiera sido encontrado entre las rocas, con el rostro partido, bañado en sangre, destrozado, sin vida y con los ojos espantosamente abiertos. Yo lo había salvado. Y ahora ―no puedo manifestarlo de otro modo― contemplaba maternalmente a aquel muchacho dormido, a quien de nuevo ―¡con dolor, como a mis propios hijos!― había dado el ser.
Y dentro de aquella habitación sucia y maloliente, en aquel hotelucho repugnante, grasiento y turbio, tuve la impresión ―le parecerá ridículo lo que voy a decir― de que me hallaba en el interior de un templo, bajo el efecto de una emoción beatífica y santa. De los instantes más angustiosos de mi vida nació otro, fraternalmente intenso: un momento más emotivo y luminoso.
¿Me moví demasiado? ¿Habría hablado sin darme cuenta? No lo sé. El joven abrió los ojos de repente, mostrándose asombrado. Como yo, parecía salir de un inmenso y tenebroso abismo. Retrocedí aterrada. Su mirada atentamente recorría aquella habitación extraña; luego descubrió, maravillado, mi presencia. Mas, antes que hablara o hubiera llegado a recordar, logré dominar mi emoción. Tenía que impedir que dijera una palabra o hiciera alguna confidencia. Nada de lo del día anterior o de la pasada noche tenía que reproducirse, comentarse o ponerse en claro.
―Debo marcharme ―le dije rápidamente―. Quédese usted aquí y vístase. A las doce me reuniré con usted en la puerta del Casino; yo me ocuparé de todo.
Y antes de que pudiera responder, salí, esta vez, para no ver jamás aquella habitación; hui corriendo, sin volver la cabeza, abandoné el hotel cuyo nombre ignoraba, exactamente como ignoraba el del hombre aquel con quien había pasado la noche.
La señora C. hizo una nueva pausa cortando por unos instantes su relato; de su voz había desaparecido toda huella de excitación y sufrimiento; cual un vehículo que lucha afanosamente para escalar una pendiente y fuego, una vez en lo alto, rueda, fácil y ligero, así avanzaba, con las palabras libres de toda pesadumbre, su curioso relato:
―Perfectamente; marché a toda prisa a mi hotel, a través de las calles inundadas de luz. La tempestad había limpiado la niebla del firmamento, así como mi alma de todo sentimiento y opresión. No debe usted olvidar que, después del fallecimiento de mi esposo, había yo renunciado en absoluto a la vida. No podía tener conmigo a mis hijos, y mi estimación hacia ellos era, incluso, harto relativa. Una existencia así, sin una finalidad determinada, resulta una equivocación. Por primera vez, inesperadamente, se me presentaba una misión que cumplir: había salvado la vida a un hombre y evitado su aniquilamiento apelando a todas mis fuerzas. Sólo un pequeño detalle ahora quedaba por resolver; pero la tarea debía llevarla a cabo a su debido tiempo. Me apresuré, por lo tanto, a llegar a mi hotel. La mirada de asombro del portero al verme llegar a las nueve de la mañana resbaló por mi cuerpo. Ni el menor asomo de vergüenza ni de disgusto por lo ocurrido oprimía mi corazón. Antes bien, experimentaba como una sensación de bienestar y exuberancia que hacía circular vivamente la sangre por mis venas, cual si tornara en mí el anhelo de vivir y
Desde luego, en mi nuevo encuentro con él se imponía de mi parte un gran esfuerzo. Porque todo cuanto había acontecido la noche anterior habíase desenvuelto en la obscuridad, en lo profundo de un abismo, al modo de dos piedras que ruedan juntas por un torrente y violentamente chocan una contra otra. Nos habíamos hablado cara a cara y no tenía siquiera la seguridad de que e+ desconocido me reconociese. El día anterior todo había sido un azar, una embriaguez; el arrebato de locura de dos seres que desvarían. Aquella mañana, en cambio, tenía que entregarme a él más abiertamente, presentándole a la luz del día mi rostro y mi persona, como un ser real y viviente.
Pero todo se produjo más fácilmente de lo que yo me imaginaba. A la hora convenida, cuando me dirigí al Casino, un hombre joven se levantó rápidamente de un banco y corrió a mi encuentro. Fue tan espontáneo, tan infantil, tan feliz en su expresión admirativa como en cada uno de sus elocuentes gestos de la víspera. Vólo hacia mí con un vivaz destello de alegría, de reconocimiento y a la vez de respeto expresado en los ojos, los cuales delicadamente bajó al ver los míos confusos ante su presencia. Raramente se llega a observar la gratitud de los hombres; los agradecidos no saben por lo común cómo exteriorizarlo, se sienten cohibidos, callan avergonzados y, con harta frecuencia, desean ocultar sus sentimientos y se muestran con una extrema torpeza. Pero en aquel joven al cual Dios había otorgado, según parece, la facultad de exteriorizar todos sus sentimientos en una forma bella, espiritual y plástica, el gesto expresivo de la gratitud irradiaba de todo su cuerpo como una pasión. Inclinóse, tomándome la mano, y así, noblemente curvada la línea gentil de su busto, se mantuvo por espacio de unos segundos depositando un respetuoso beso que apenas me rozó los dedos. Luego, ya erguido otra vez, me preguntó cómo seguía, me miró conmovido, y fue tal y tanta la corrección de cada una de sus palabras, que al cabo de pocos minutos el resto de inquietud que en mí subsistía, se desvaneció enteramente.
Como un reflejo de la limpidez de nuestros sentimientos, la Naturaleza quiso brillar en torno nuestro con su máximo esplendor. El mar, ayer furiosamente agitado, permanecía ahora tan sereno, silencioso e iluminado que cada una de las pulidas y blancas piedras del fondo descubríase a nuestra mirada. El Casino, caverna infernal y siniestra, aparecía con una brillantez morisca bajo el cielo diáfano. Y el quiosco, bajo cuya marquesina la estrepitosa lluvia de la víspera nos obligó a cobijarnos, se había trocado en una tienda de flores, que exhibía su policromía y cuya venta atendía una joven de blusa encarnada.
Invité al desconocido a almorzar conmigo en un pequeño restaurante. Allí me narró su trágica aventura. Fue una cabal confirmación de mi primera sospecha, cuando por vez primera vi sus manos trémulas y crispadas sobre la mesa de juego.
Pertenecía a una noble y antigua familia de la Polonia austríaca. Cursaba la carrera diplomática en Viena y hacía un mes que había pasado el primer examen con extraordinario éxito. Para celebrar ese acontecimiento, un tío suyo, alto oficial del estado mayor, que vivía con él, le llevó a las carreras de caballos. El tío, hombre afortunado en el juego, ganó tres carreras seguidas, y con el dinero ganado fueron a cenar a un restaurante de moda. Al día siguiente, como recompensa por el éxito logrado en su primer examen, el padre le envió en un cheque la paga de una de sus mensualidades. Dos días antes esa suma le hubiera parecido elevada; pero ahora, después de la facilidad con que vio ganar una fortuna a su tío, la encontró insignificante y reducida. Así, pues, después de la comida, volvió a las carreras de caballos. Jugó anheloso y apasionado y quiso su suerte, o quizá su mala suerte, que ganara el triple de la vez anterior. A partir de entonces se apoderó de él la locura del juego; jugó en las carreras, en los cafés, en el club, dejando de estudiar y consumiendo tiempo, nervios y, sobre todo, dinero. No podía pensar ni dormir tranquilamente; no lograba dominarse a sí mismo. Una vez, durante la noche, al regresar del club a su casa, creyendo haberlo perdido todo, encontró todavía, mientras se desnudaba, olvidado un billete en uno de los bolsillos del chaleco. No logró contenerse: volvió a vestirse y vagó por los cafés hasta que, en uno de ellos, encontró a algunos jugadores. Allí permaneció jugando hasta la madrugada. En otra oportunidad, una hermana casada le ayudó a pagar sus deudas a los usureros, los cuales se mostraban siempre dispuestos a conceder crédito al que sabían heredero de una rica familia aristocrática. Durante cierto tiempo volvió a sonreírle la suerte; pero después perdió indefectiblemente todos los días. Cuanto más perdía, más febrilmente buscaba el desquite salvador, obligado como estaba por sus descubiertos compromisos y sus palabras de honor empeñadas. Tiempo hacía que se había jugado el reloj y sus trajes. Finalmente llegó a lo inevitable: robó de un armario a una tía suya dos valiosos "boutons" que ella lucía raramente. Uno de ellos lo empeñó por una suma considerable, la que logró cuadruplicar aquella noche en el juego. Pero, en lugar de redimir la joya, continuó jugando y lo perdió todo. A la hora de su partida el robo no había sido descubierto todavía, así es que vendió también el segundo. Obedeciendo a una repentina inspiración, salió para Montecarlo, donde en la ruleta esperaba hallar la soñada fortuna. Aquí había vendido ya sus baúles, sus trajes, sus paraguas; no le restaba más que el revólver con cuatro proyectiles y una cruz diminuta incrustada de piedras preciosas, obsequio de su madrina, la duquesa X., de la cual no quería desprenderse. Mas también aquella tarde había vendido la cruz por cincuenta francos, sólo por probar, por la noche, en desesperado esfuerzo, una vez más, a vida o muerte, el capricho veleidoso de la suerte.
Todo me lo contaba―con la arrebatadora gracia en él peculiar. Lo escuchaba conmovida, trastornada y con el ánimo oprimido; empero ni un solo momento me asaltó la idea de indignarme ante el hecho de que el hombre que se sentaba a mi lado fuese precisamente un ladrón. Si el día antes cualquiera me hubiese dicho a mí, una dama intachable y que imponía en su trato la máxima seriedad, que iba a sentarme a la mesa en compañía de un joven desconocido, no mayor que mis propios hijos, y que había' robado unas joyas, lo hubiese tomado por un loco. Mas, ni un solo momento, durante su relato, experimenté el más leve sentimiento de repugnancia. Hablaba él con tanta naturalidad y pasión, que su acto, más que un hecho delictuoso, semejaba la descripción de un proceso febril o del curso de una enfermedad. Más todavía: para quien, como yo, la víspera había obrado de una manera tan desastrosamente inesperada en una persona de mi posición, la palabra "imposible" parecía haber perdido de pronto su sentido. En aquellas dieciséis horas había aprendido más de la realidad de la vida que en cuarenta años de apacible y ejemplar existencia burguesa...
No obstante, había algo que me atemorizaba en la confesión del joven: me refiero a la mirada febril de sus ojos y que, cada vez que hacía alusión a su pasión por el juego, contraía vivamente todos los músculos de su rostro. Mientras se expresaba en esta forma, excitábase nuevamente; con terrible claridad dibujábanse en la plástica expresión de su semblante varios matices de alegría o de pesimismo. Inconscientemente, sus manos (admirables manos delgadas y nerviosas), como cuando estaba en la mesa de juego, trocábanse en dos animales de presa que se acometen uno a otro n se rehuyen mutuamente. Las veía temblar desde la muñeca hasta la punta de los dedos, retorcerse, abatirse y caer una sobre otra con energía, para separarse de golpe y volver a juntarse formando como un ovillo. cuando hizo alusión al robo de los "boutons", a pesar mío me estremecí. Entonces las manos, saltando con rapidez propia del rayo; esbozaron el ademán del ladrón al apoderarse de un objeto. Pude ver perfectamente cómo los dedos, muy abiertos, ávidamente, agarraban las joyas ocultándolas presto en el hueco del puño. Y con un sentimiento de terror indefinible llegué a reconocer que aquel hombre tenía envenenada por la demoníaca pasión hasta la última gota de su sangre.
Lo único que en el curso de su narración me atemorizaba era, aquella esclava subordinación de su personalidad joven, inteligente y despreocupada por naturaleza, a tan funesta pasión. Creí, por consiguiente, que mi primer deber sería hablar bondadosamente al protegido que de improviso se me había presentado, aconsejándole que se alejara cuanto antes de Montecarlo, donde la tentación era más peligrosa, incitándole a que volviese aquella misma noche a su casa antes de que se notase la desaparición de las joyas y quedara destrozado para siempre su porvenir. Le prometí el dinero que necesitara para realizar el viaje y para rescatar las joyas; pero sólo con una condición: la de que partiera aquella noche y jurara por su honor no tocar jamás un naipe ni arriesgar un céntimo en juegos de azar.
No olvidaré nunca con qué expresión de gratitud, primeramente humilde y luego ardiente, me escuchó aquel desconocido, caído en el abismo; de qué modo bebía mis palabras cuando prometí ayudarlo. Por lo pronto colocó sobre la mesa ambas manos para estrechar las mías con un gesto inenarrable de adoración y al mismo tiempo de solemne promesa. En los brillantes ojos, aunque un tanto extraviados, asomaron las lágrimas; todo su, cuerpo se agitó nerviosamente, conmovido por un incontenible sentimiento de felicidad. Con frecuencia he intentado describirle la capacidad expresiva y única de sus gestos; mas, ése ni siquiera puedo intentar su descripción, por cuanto reflejaba una felicidad ultraterrena, como difícilmente puede ofrecérnosla un rostro humano. Tal expresión sólo es comparable a la sombra blanca en la cual, al despertar de un sueño, a veces, creemos descubrir el rostro de un ángel que se desvanece.
¿Y por qué no confesarlo? No logré resistir aquel gesto. La gratitud nos torna felices porque son muy raras las ocasiones en que se nos hace visible; toda delicadeza nos hace un efecto saludable, y para la mía, fría y mesurada, semejante superabundancia de sentimiento implicaba algo nuevo, agradable y felicísimo.
Pero no era sólo aquel hombre caído y aniquilado sino también el paisaje lo que, después del temporal de la víspera, se serenaba mágicamente. Cuando abandonamos el restaurante, el mar, completamente tranquilo, apareció con toda su magnificencia, bajo el vuelo de las gaviotas cuyas siluetas fugaces se destacaban en el azul purísimo del cielo. Usted conoce perfectamente la Riviera. Se nos presenta siempre bella, bien que monótona; a todas horas brinda un panorama digno de una tarjeta postal. Muestra indolentemente unos colores cansados, una belleza dormida y perezosa que, indiferente, se deja acariciar por todas las miradas, belleza casi orienta¡ en su inmutable y suntuosa disposición. Pero, algunas veces, muy de cuando en cuando, esa belleza reavivase, brilla, avanza, diríamos, hacia nosotros en forma imperativa, alhajada de colores vivos con encendidos destellos, victoriosa, derramando en nosotros sus encantos polícromos, ardiendo toda en sensualidad. Y un día embriagador como éste, fue el siguiente al tempestuoso de la víspera; las avenidas mostraban su blancura, lavadas por ¡a lluvia; el cielo, de un azul turquesa; por doquiera los arbustos, cual antorchas de variados colores, surgían entre húmeda y tierna verdura. Se diría que las montañas, desbordando luz, de pronto habían avanzado, bajo aquel diáfano y espléndido cielo, hacia la población pequeña y pulcra; era posible ver, exteriorizado, las maravillas provocativas y estimulantes que brinda la naturaleza, así como lo inconscientemente que nos atrae hacia ella.
―Tomemos un coche ―díjele―; demos una vuelta por la "Corniche".
El joven aceptó complacido. Por primera vez desde su llegada, parecía haberse percatado del paisaje. Hasta aquel instante sólo había conocido la atmósfera viciada del Casino, con aquella concurrencia odiosa y envilecida que se congregaba alrededor de las mesas de juego, así como el mar gris y embravecido de la noche anterior. Ahora, en vez, desplegábase ante nosotros el abanico inmenso de la playa asoleada y las miradas vagaban borrachas de lejanía en lejanía. Paseábamos lentamente (no había aún automóviles en aquellos días) por la ruta carretera, pasando por delante de innumerables chalets y deteniéndose ante perspect¡vas admirables. Cien veces, frente a cada residencia, a cada chalet sombreado por verdes pinos, un recóndito deseo apuntaba en mi mente: ¡Aquí podría vivir tranquila, feliz, apartada del mundo!
¿Fui yo, en mi vida, alguna vez tan dichosa como en aquella hora? No lo sé... A mi vera, en el coche, iba aquel joven, que ayer bajo la zarpa de la fatalidad y de la muerte habla estado; y que, ahora, gozaba maravillado del magnífico espectáculo. Parecía muchísimo más joven. Era como un adolescente, hermosa y delicada criatura, de ojos risueños y juguetones y, al mismo tiempo, saturados de respeto. En él lo que más me seducía era su delicadeza espiritual. Si el coche marchaba cuesta arriba y se cansaban los caballos, apeábase ágilmente para empujarlo por detrás. Si yo nombraba o señalaba alguna flor por el camino, bajaba a buscármela. A un sapito que, maltrecho, penosamente se arrastraba por la carretera, lo levantó y con sumo cuidado lo colocó sobre el pasto del paseo para que no lo aplastara un coche. Mientras tanto, íbame contando jovialmente las cosas más divertidas y graciosas. Paréceme que aquella risa era como una liberación y que de no haber podido reír, hubiera debido saltar, cantar, o realizar cualquier chiquillada. ¡Tanta era su felicidad! Después, cuando nos hallamos en las alturas, ante una pequeña aldea, se descubrió al punto., respetuoso. Me extrañé: ¿a quién saludaba, inquirí, desconocido como era entre desconocidos? A mi pregunta sonrió ligeramente, manifestando en tono de excusa que habíamos pasado por delante de una iglesia y que en Polonia, su patria, como en todo país realmente católico;, están desde la infancia acostumbrados a descubrirse al pasar frente a uno de esos edificios. Tan delicada devoción religiosa conmovióme profundamente.
Al mismo tiempo, como yo me acordase de la cruz de la cual me habla hablado, le pregunté si, en efecto, era creyente. cuando asintió, diciendo que esperaba participar de la gracia divina, tuve de pronto una idea, ante aquellas palabras dichas con un tanto de pudor:
―¡Párese! ―grité al cochero, y descendí del carruaje. El me siguió, entre confuso y sorprendido:
―¿A dónde vamos? Sólo respondí: ―Venga conmigo.
Con él retrocedí hasta la iglesia. Era una capilla de ladrillo. Los muros interiores, pintados con cal, grises y desnudos, reflejaban una claridad difusa: las puertas estaban completamente abiertas, proyectando en la oscuridad un haz de luz amarillenta y cruda. Las sombras rodeaban el altar, envuelto por un nimbo azulado. Dos velas parecían contemplar, con turbia mirada, a través de la penumbra impregnada de incienso. Entramos. El se despojó del sombrero, llevó la mano a la pila de agua bendita, se persignó y dobló la rodilla frente al altar. Apenas se levantó lo atraje hacia mí, diciéndole:
―Arrodíllese ante e¡ altar o frente a cualquiera imagen sagrada y formule la promesa de la cual hemos hablado antes.
Asombrado, casi horrorizado, me contempló. Pero, habiendo comprendido, se acercó rápidamente a un altar, hizo la señal de la cruz y se arrodi!ló obediente.
―Repita las palabras que voy a dictarle ―ordené, temblando yo misma de emoción―; diga: "Juro..."
―Juro ―repitió―, que nunca más volveré a jugar por dinero; que nunca volveré a sacrificar mi vida ni mi honor a la pasión del juego.
Tembloroso repitió esas palabras: que resonaron claramente en el ámbito del templo desierto. Luego ―guardamos silencio, un silencio tan profundo que claramente llegaba hasta nosotros del exterior el murmullo de las ramas de los árboles agitados por el viento. De pronto aquel joven cayó al suelo cual un penitente y comenzó a decir en polaco rápidas y confusas palabras, agitado por un frenesí realmente insólito. Debía tratarse de una plegaria, alguna exaltada plegaria en acción de gracias, pues a cada momento su dolorosa confesión obligábale a inclinar humildemente la cabeza, pronunciando cada vez con mayor exaltación aquellas extrañas palabras y repitiendo constantemente una de ellas con fervor realmente indescriptible. Nunca, ni antes ni después, he visto rezar de tal manera a una persona. Sus crispadas manos arañaban el reclinatorio de madera; el cuerpo parecía agitado por un huracán interior que ya le hacía erguirse poseído de loca excitación, ya abatíase de nuevo contra el suelo. No veía ni oía. Toda su persona parecía encontrarse en otro mundo, en un purgatorio o en el tránsito de elevación hacia una esfera superior. A¡ cabo se levantó lentamente, se persignó y volvió la cabeza con esfuerzo. Sus rodillas temblaban, su rostro estaba muy pálido, como el de un hombre extenuado. Al mirarme, brillaron empero sus ojos y una sonrisa de pura y sincera devoción avivó la expresión exaltada de su semblante. Se aproximó a mí, inclinóse profundamente como suelen hacerlo los rusos, y tomó mis manos para rozarlas devotamente con sus labios.
―¡Dios la ha enviado! ¡Gracias!
No supe qué decir. Pero hubiera deseado que, de pronto, hubiera empezado a sonar el órgano triunfalmente. Comprendí que había logrado todo cuanto anhelaba y que había salvado para siempre a aquel joven.
En cuanto salimos de la iglesia nos cegó la violenta luz del día de mayo. Jamás me había parecido más bella la vida. Estuvimos aun paseando por espacio de dos horas en coche por el pintoresco camino sobre la cornisa rica en panoramas y que, a cada recodo; ofrece nuevos y encantadores aspectos. Permanecíamos silenciosos. Al cabo de tales momentos de exaltación sentimental una sola palabra nos parecía vana. Y cuando por casualidad mis miradas tropezaban con las suyas, entonces, ruborizada, volvía la cabeza. Me emocionaba con exceso el espectáculo de aquel milagro. A eso de las cinco de !a tarde regresamos a Montecarlo. 'Yo tenía una cita con unos parientes, a la cual no podía faltar. Sentía, por otra parte, en lo más intimo de mi ser, ¡a necesidad de una pausa, de un reposo, que me aliviara de la tensión sentimental con tanta violencia provocada. Había en mí excesiva felicidad. Por lo tanto' me era necesario calmar una sobreexcitación que jamás hasta entonces había conocido en mi vida. Rogué a mi acompañante que subiera conmigo a mi habitación del hotel. Allí deposité en sus manos el dinero para el viaje y para que rescatara las joyas. Convinimos en que él compraría el pasaje mientras yo efectuaba la consabida visita a mis parientes. Después, por la noche, nos reuniríamos en el hall de la estación media hora antes de la partida del tren de Génova, que lo conduciría a su casa.
Pero, en el momento preciso de entregarle yo los cinco billetes, sus labios se pusieron intensamente pálidos:
―¡No. . . nada de dinero! ... ¡Se lo ruego! ... ¡Nada de dinero! . . . ―exclamó entre dientes, temblándole las manos―. No, no... dinero no.... no quiero, no puedo verlo ―repitió de nuevo, con vivo sentimiento de angustia y de repugnancia. Yo, empero, acallé sus escrúpulos diciéndole que sólo se trataba de un préstamo y que si le parecía bien, podía firmarme un recibo.
―Sí, sí... un recibo ―exclamó volviendo la vista a un lado, mientras tomaba los billetes, que arrugó como algo despreciable. Luego trazó rápidamente sobre un papel algunas palabras.
Al levantar la mirada tenía la frente toda cubierta por un sudor ardiente. Algo que pugnaba por salir al exterior debía anudarle la garganta; y, después de haberme entregado aquel papel, bruscamente., con gran alarma de mi parte, se arrodilló y besó el borde de mi vestido. Fue un gesto indescriptible. Yo temblaba. Un extraño terror se apoderó de mí, me sentí tremendamente turbada y sólo atiné a murmurar: ―Soy sensible de su gratitud. Pero ahora, ¡márchese!
Por la noche, al sonar las siete, nos despedíamos en el andén de la estación. Fijó en mí sus ojos, visiblemente emocionado. Por unos instantes pensé que quería confiarme algo., por un momento me figuré que iba a abrazarme. Mas, luego, de pronto, se inclinó de nuevo profundamente, muy profundamente, y abandonó la estancia.
Nuevamente interrumpió la señora C. su relato. Se había !evantado y, aproximándose a la ventana, contempló el exterior y así permaneció largo rato. Vuelta de espaldas, en su silueta proyectada sobre la ventana adiviné un ligero temblor. Mas volvióse resueltamente y las finas manos, hasta entonces tranquilas, hicieron un movimiento enérgico, corno si quisieran romper algo. Luego me miró con dureza, casi desafiándome, y empezó otra vez, decidida:
―He prometido ser con usted absolutamente leal y sincera. Ahora es cuando comprendo cuán necesaria es esta promesa. Porque sólo ahora, en este momento en que me esfuerzo por vez primera para explicar ordenadamente el curso de aquellas horas y en encontrar las palabras exactas que expresan un sentimiento que en tales circunstancias me pareció confuso v embrollado, ahora es cuando comprendo, por vez primera, con absoluta claridad, lo que entonces no sabía o me empeñé en ignorar. Por eso quiero decirme a mí misma y confesarle a usted toda la verdad, de una manera franca y decidida.
En los segundos en que el joven abandonó la habitación y me quedé sola, algo semejante a un sordo vahido se apoderó de mí. Tuve la sensación de haber recibido en el corazón un rudo golpe. Algo me había hecho daño; mas no sabía o me resistía a saber por cuáles motivos la conmovedora conducta respetuosa de mi protegído habíame herido hasta el extremo.
Mas ahora, al esforzarme con orden perfecto y con severidad al inquirir en mi, como en una persona extraña, lo que entonces ocurriera, y al hacerlo en presencia de un testigo que no tolera ninguna ocultación ni el escamoteo furtivo y cobarde de un sentimiento que pudiera avergonzarme, ahora reconozco claramente que lo que me lastimó en lo más vivo fue el desencanto. . . el desencanto de que el joven hubiese partido con tanta facilidad, sin manifestar ninguna resistencia, así, sin el menor deseo de permanecer a m¡ lado; que él, tan humilde y respetuoso, se conformara con alejarse de mí a la primera insinuación... en vez de... en vez de llevarme consigo... ; que me respetara, en fin, cual si fuera una santa aparecida en su camino y, en cambio, no viera en mí a la mujer, toda emoción y deseo.
Esto significó para mí aquel desencanto, desencanto que no me confesé ni entonces ni más tarde. Mas la intuición de una mujer lo adivina todo sin necesidad de palabras, casi inconscientemente. Porque... ya no me engaño: si aquel hombre me hubiera abrazado y pedido que le siguiera hasta el fin del mundo, no habría vacilado un segundo en deshonrar mi nombre y el de mis hijos; hubiera partido con él, despreciando la opinión de todas mis amistades e indiferente a todas las conveniencias sociales... hubiera partido con él, ni más ni menos cual acaba de hacerlo madame Henriette con el joven francés a quien e! día antes no conocía aún... y no hubiera preguntado hacia dónde ni por cuánto tiempo, ni hubiese dirigido ni siquiera una sola mirada sobre mi pasada existencia... Mi fortuna, mi honor, mi reputación, todo lo que poseo, lo hubiera sacrificado por aquel hombre. . . Inclusive . me hubiera prestado a implorar limosna y posiblemente no existe bajeza en el mundo que no hubiera perpetrado por él. Todo cuanto consideramos pudor o respetabílidad entre !os hombres, lo habría arrojado lejos de mí si él nada más que con una palabra, con un solo gesto, hubiera intentado llevarme... iA tal punto me sentía seducida por él en aquellos instantes! Pero, como dite antes, él no vio en mí a la mujer... mientras yo, arda por él con enloquecida intensidad. esto lo comprobé por vez primera en cuanto me hallé sola, cuando la pasión que provocara en mí su faz iluminada y su rostro angelical se abatió obscuramente en el vacío, haciendo latir en medio de la soledad un pecho abandonado.
Poco más tarde; realizando un gran esfuerzo, me levanté para concurrir a la reunión de mis parientes. Fue corno si me hubieran echado un plúmbeo manto sobre mis hombros y temblase bajo su peso. Mis ideas vacilaban al igual de mis pasos, cuando al fin decidí ir al otro hotel donde se hospedaban mis amigos. Embargada por la tristeza permanecí en medio de la animada charla de todos; y cada vez que por casualidad levantaba la mirada y veía sus rígidos rostros, los cuales, comparados con el del joven, siempre agitado y móvil como el vagar de las nubes, producíanme un nuevo estremecimiento, me figuraba el efecto de máscaras de hielo y sentía estar entre cadáveres dotados de palabras, tan opaca e inanimada, resultaba aquella reunión. Mientras conversaba o echaba azúcar en mi taza, veía constantemente aquel rostro cuya contemplación tanto me apasionaba y que ―¡me horrorizaba el pensarlo!― vería por última vez dentro de dos horas.
Sin duda, inadvertidamente, debí exhalar un leve suspiro o algún gemido, pues al instante vi inclinarse hacia mí a la prima de mi marido que me preguntó si me hallaba indispuesta, ya que estaba pálida y abatida. Esta inesperada pregunta me brindó un motivo para excusarme y abandonar la reunión. Sentía, en efecto, una fuerte jaqueca y logré salir de allí sin extrañeza de nadie.
Inmediatamente acudí a mi hotel. En cuanto llegué, experimenté de nuevo la impresión de soledad y de abandono. Me acometió el ardiente deseo de volar hacia el joven que dentro de pocas horas iba a abandonarme definitivamente. Recorrí de arriba abajo mi cuarto; abrí el armario, me cambié de vestido; y, colocada frente al espejo, me contemplé ilusionada con, la esperanza de que, de tal modo ataviada, lograría atraer las miradas del joven.
De súbito comprendí. ¡Hacerlo todo, pero no dejarle partir! Esta resolución fue tomada en un violento segundo. Bajé a la portería para avisar que saldría aquel mismo día en e¡ tren de la noche. Ahora, sólo una cosa resultaba necesaria: darse prisa. Llamé a la sirvienta para que me ayudara a arreglar mis cosas. El tiempo apremiaba.
Mientras ambas rivalizábamos en ello para darnos prisa, guardando en los baúles los vestidos y demás objetos de uso, iba imaginando con profundo entusiasmo la próxima escena: le acompañaría hasta el tren y luego, a último momento, en el último de todos, cuando extendiera la mano para despedirme, de pronto, con gran sorpresa suya, yo subiría al vagón y pasaría con él aquella noche y también las siguientes. . . Todas las que él quisiera, todo el tiempo que se le antojara.
La sangre palpitaba deliciosamente en mis venas. A veces me reía, con gran asombro de la muchacha. Me daba cuenta perfecta de que mis sentidos hallaban se en completo desorden. Cuando llegó el mozo para retirar el equipaje, me quedé mirándolo, extrañada: me resultaba difícil pensar en la realidad mientras mi espíritu estaba poseído por tan intensa emoción.
El tiempo volaba. Eran cerca de las siete. Hubiera sido preferible llegar a la estación veinte minutos antes de la salida del tren... Pero consolábame pensando que toda aquella prisa no significaba una despedida, puesto que había decidido acompañarlo todo el tiempo que él deseara.
A la vez que el mozo cargaba el equipaje, apremiaba yo al cajero del hotel para que me entregara la cuenta. Ya el "manager" me había dado el vuelto y me disponía a salir, cuando sentí que una mano me tocaba suavemente el brazo. Quedé helada. Era mi prima que, preocupada por mi fingida indisposición, acudía a verme. Los ojos se me nublaron. No me era posible atenderla, cada segundo de retraso significaba una pérdida fatal. Sin embargo, la cortesía me obligaba, muy a pesar mío, a cambiar con ella unas palabras.
―Debes acostarte ―insistió ella―, tienes fiebre.
Probablemente la tenía, pues sentí latir las sienes y con frecuencia veía cruzar por mis ojos esas sombras azules, oscilantes, precursoras de un desvanecimiento. Me resistí, aparentando estar reconocida a su interés, aún cuando cada una de sus palabras alteraba mis nervios y la hubiera mandado de buena gana. a paseo. Pero ella no cejaba en sus exhortaciones y prolongaba su visita. Me ofreció agua de Colonia, hube de aceptar que me refrescase las sienes; y yo, mientras, iba contando los minutos, pensaba en él y en el modo como podría esquivar acuella enojosa e intempestiva solicitud. Cuanto mayor era mi impaciencia, tanto más sospechoso le parecía mi aspecto; casi forzosamente quería obligarme a subir a mi alcoba y a acostarme. Al punto, mientras hablábamos, vi el reloj del "hall": faltaban nada más que dos minutos para que dieran las siete y media, y a las siete y treinta y cinco partía el tren.
Entonces, rápida, ásperamente, con la bruta frialdad propia de una desesperación, extendí la mano hacia mi prima:
―¡Adiós! Tengo que salir inmediatamente.
Sin reparar absolutamente en su asombro, sin volver la cabeza, apartando a los criados del hotel que extrañados presenciaban la escena, corrí hasta la puerta, hacia la calle, rumbo a la estación. Los expresivos gestos del mozo que me aguardaba con el equipaje hiciéronme dar cuenta, desde lejos, que el tiempo lo tenía contado. Con la rapidez de un rayo acudí enloquecida hacia la entrada del andén; allí un empleado me cerró el paso. ¡Me había olvidado el pasaje! Y mientras con violencia, procuraba convencerle de que debía dejarme pasar, el tren se puso en movimiento. Quedé inmóvil, temblando de pies a cabeza. Esperaba ver asomado a mi amigo en la ventanilla para recoger al menos un ademán de despedida; mi último adiós. Pero, entre tantos rostros y tantos empujones, no logré distinguir el suyo. Pasaron los vagones cada vez con mayor rapidez y unos segundos más tarde mis ojos ya sin luz sólo vieron una negra nube de humo.
Sin duda, debí quedarme allí como una estatua de piedra. ¡Dios sabe cuánto tiempo! El mozo, luego de hablarme en vano varias veces, me tocó el brazo. Experimenté un leve sobresalto. Quería saber si el equipo debía ser llevado otra vez al hotel. Fueron necesarios varios minutos para que recobrara mi serenidad. ¡No, no podía volver al hotel después de aquella ridícula y precipitada despedida! Ordené, entonces, al mozo que lo dejara en el depósito de la estación. Necesitaba estar sola. Sólo más tarde, entre el agitado ir y venir de la gente que, en los andenes, se empujaba y dispersaba, produciendo un ruido ensordecedor, intenté recapacitar, con toda calma, olvidarme de aquel desesperado y doloroso acceso de cólera, pesar y abatimiento, pues ―¿por qué no confesarlo?― me torturaba la idea de haber perdido, por mi culpa, la ocasión de un último encuentro. Experimentaba deseos de gritar. ¡Cuán dolorosamente me hería aquel súbito desenlace! Sólo las personas que han vivido absolutamente extrañas a toda pasión, al verse presas de ella sufren estas tremendas y repentinas explosiones, estas convulsiones como de avalanchas. En aquellos momentos es como si años enteros de fuerzas no utilizadas se agolparan en el propio corazón. Jamás, ni antes ni después, experimenté un estado tal de sorpresa y de furiosa impotencia como en aquel instante, cuando, pronta a entregarme a la más temeraria de las aventuras, dispuesta a dar un puntapié a mi pasada vida de orden, de prudencia y de recato, tropezaba de pronto con una muralla de insensatez, contra la cual mi pasión en vano golpeaba.
Lo que entonces hice no podía ser sino completamente insensato, definitivamente estúpido. Casi me avergüenza el confesarlo; pero me he prometido y le he prometido no ocultar nada. Entonces comencé a buscarle de nuevo... Es decir, le busqué de nuevo en mí misma, intentando revivir todos los instantes que con él había pasado. Impulsada como por una fuerza violenta, quise recorrer todos los sitios en que habíamos estado juntos e! día anterior: el banco del jardín del que le arranqué arrastrándolo; la sala de juego, donde por primera vez le vi, inclusive la inmunda pieza del hotel desconocido y equívoco. Deseaba vivir una vez más las horas pasadas. Al siguiente día, pasearía en coche por la Corniche, seguiría la misma ruta, con el propósito de resucitar en mí el recuerdo de cada uno de sus gestos, de cada una de sus palabras. Así de insensato e infantil era mi trastorno interior. Sin embargo, no pude olvidar con cuánta fulminante rapidez habíanse precipitado sobre mí aquellos acontecimientos... Yo no había sentido sino un rudo golpe. Luego, arrancada bruscamente― de aquella tumultuosa sucesión de episodios, deseaba por lo mismo que habían sido tan fugaces, revivirlos, gozarlos de nuevo uno a uno, apelando a esa facultad embriagadora y mágica que es el recuerdo. ¡En fin! Que éstas son cosas que se comprenden o no se comprenden. Quizá, para comprenderlas, se necesite un corazón; apasionado...
Primero fui a la sala de juego dispuesta a contemplar la mesa donde se hallaba sentado, y allí imaginarme de nuevo sus manos entre las otras. Entré. Su mesa era la de la izquierda, en el segundo salón. Me parecía ver aún todos sus ademanes, cual una sonámbula, con los ojos cerrados y las manos extendidas, hubiera encontrado el lugar donde se sentaba. Bien. Entré, penetré en el salón. Y entonces... Cuando, desde la puerta, eché una mirada hacia el confuso grupo de personas... me aconteció algo singular. Allí, precisamente, en el mismo lugar donde yo me lo imaginaba, estaba... (¡espantosa alucinación de la fiebre!) allí estaba él... Exactamente como el día anterior, con los ojos fijos en la bolilla, pálido; convertido en un fantasma... i Mas, era él... él... indudablemente él!
De tal modo me sobresalté, que estuve a punto de gritar. Pero logré dominar mis nervios frente a la visión absurda. Cerré los ojos.
―Estás loca. . . desvarías... experimentas los efectos de la fiebre ―me dije―. ¡No es posible! Hace media hora que ha abandonado Montecarlo.
Después, abrí otra vez los ojos. ¡Era horrible! ¡Estaba allí, sentado en su silla, no cabía duda! Hubiera reconocido sus manos entre varios millones de manos distintas... ¡No, no soñaba! Era él realmente. No había partido como me prometiera y jurara. Aquel loco había vuelto. El dinero que le había dado para el pasaje y para rescatar las joyas lo había llevado a la mesa de juego. Olvidado de todo, jugaba aquí, impulsado por la demoníaca pasión, mientras mi pobre alma lloraba desesperadamente.
Algo misterioso me empujó hacia adelante. La ira nublábame los ojos; una ira roja, que me inspiraba terribles deseos de tomar por el cuello al perjuro que tan cínicamente se había burlado de mi confianza, de mis sentimientos y de mi abandono. Mas logré contenerme aún. Con calma deliberada me aproximé a la mesa. Un señor, cortésmente, me ofreció su sitio. Quedé frente al joven. Dos metros de paño verde nos separaban. Como si estuviera sentada en una butaca, en un teatro, podía observar detenidamente su rostro, el mismo rostro que dos horas antes viera radiante de gratitud, iluminado por el resplandor de la divina gracia, y que ahora, de nuevo, convulsivamente, consumíase en los fuegos infernales de la pasión. Sus manos, las mismas manos que viera aquella misma tarde en la iglesia, aferrándose violentamente al reclinatorio de madera, pronunciando un sagrado juramento, ahora aparecían como dos garras, otra vez retorciéndose entre los billetes, cual dos voluptuosos vampiros. Había ganado, tenía que haber ganado mucho. Ante él se levantaba una enorme pila de fichas, de luises de oro y de billetes; una confusa mezcla de dinero en la que sus dedos nerviosos y trémulos se alargaban y bañaban con deleite. Veíale acariciar y doblar los billetes, hacer rodar las monedas, para después, de pronto, siguiendo una corazonada, empuñar un montón de dinero y arrojarlo en uno de los colores. Repentinamente las aletas de su nariz empezaron a agitarse. La voz del "croupier" hacíale abrir los ojos, que iban ahora, con un brillo de codicia, desde la apuesta hacia la rumorosa bolita. Se hallaba como ausente de sí mismo, con los codos clavados en el tapete verde. Su estado de locura exteriorizábase aún con mayor intensidad que en el día anterior. Cada uno de sus movimientos mataba en mí aquellos otros que, como imágenes luminosas sobre un fondo de oro, se proyectaban nítidamente en mi interior.
Estábamos a una distancia de dos metros uno de otro. Yo le miraba fijamente, sin que él notara mi presencia. No me veía, ni veía a nadie. Sus miradas no hacían más que seguir el juego de las apuestas y el alocado rodar de la ruleta. En aquel solo círculo verde concentrados estaban todos sus sentidos, que husmeaban la suerte cual fieras en procura de la presa. El mundo, la humanidad toda reducíase, para aquel jugador enloquecido, a aquella pequeña superficie cuadrangular del tapete verde. Yo sabía que permanecería allí horas y horas, sin que tuviera el menor presentimiento de mi presencia.
Mas no pude soportar largo tiempo semejante situación. Francamente decidida, di la vuelta a la mesa, me coloqué a sus espaldas y con energía le toqué en el hombro. Su mirada se levantó, vacilante. Durante unos segundos me miró como extrañado, vidriosas las pupilas, sin reconocerme, al igual que un beodo a quien sacudiéramos penosamente para arrancarle de su error y cuyos ojos estuvieran turbios. Cuando, al fin, logró reconocerme, su boca abrióse trémula, me miró como encantado y, en voz queda, con aire de secreta intimidad murmuró:
―Todo va bien... Lo adiviné en cuanto entré y vi que él estaba aquí. . . Lo adiviné al punto...
No lo entendía. Sólo vi que estaba enloquecido por el Juego: que lo había olvidado todo., sus promesas, su compromiso y su obligación con los suyos. Pero aún en su delirio me sedujo de tal modo que, sin quererlo; acepté de buen grado sus palabras y le pregunté que a quién aludía con sus palabras.
―A aquel señor, ese viejo conde ruso que sólo tiene un brazo―murmuró muy cerca de mi para que nadie escuchara su mágico secreto―. Fíjese. Es ése, el de cabellos blancos que tiene atrás a su criado. Gana siempre. Lo observé ayer. Ha de conocer alguna combinación. Yo sigo siempre su juego... También ayer ganó en todas las jugadas. . . sólo que yo caí en la imprudencia de continuar jugando después que él se retiró... 'Sí, fue una imprudencia... Ayer ganó unos veinte mil francos. . . Hoy también ha ganado en todas las jugadas. Yo sigo siempre su juego... Ahora...
Se interrumpió, dejó sin concluir la frase al escuchar al "croupier", que lanzaba su penetrante grito de "Faltes votre jeu!". Su mirada vagó inmediatamente lejos para detenerse en el sitio donde, sereno y confiado, se sentaba el caballero ruso de barba blanca, quien prudentemente, colocaba en el cuarto cuadro una moneda de oro y luego, vacilante., otra segunda. Las nerviosas manos del joven tomaron varias monedas de oro y las arrojaron en el mismo cuadro. Y cuando; un minuto más tarde, el "croupiér" gritó: "¡Cero!" y su raqueta limpió con, un solo movimiento toda la mesa, el joven siguió con la mirada, c cual si presenciase un imposible, el dinero que huía lejos. ¿Cree usted que se volvió hacia mí? ¡Ni por asomo! Me había olvidado completamente. Se hallaba como enajenado; extraviarlo en otro mundo; sus sentidos sobreexcitados no reparaban más que en el anciano conde ruso, quién, con entera indiferencia, tenía en sus manos otras dos monedas de oro, vacilando, sin saber dónde colocarlas.
Me resulta imposible describir la desesperanza y el dolor que sentí. Pero calcule cuál sería mi estado de ánimo. Para aquel hombre por el cual hubiera sacrificado toda mi vida, yo no significaba absolutamente nada. Nuevamente me acometió un acceso de furor.
Le sujeté por el brazo que levantaba en aquel momento:
―iLevántese en seguida! ――le dije despacio, pero imperativamente――. Acuérdese de lo prometido esta tarde en la iglesia. ¡Usted es un miserable, un perjuro!
Me miró con fijeza, perplejo, pálido. Sus ojos de pronto adquirieron la expresión propia del perro vapuleado, temblaban sus labios. Pareció recordarlo todo y fue como si el miedo se apoderara de él...
―Sí, sí. . . ―balbució―. ¡Oh, Dios mío!... Sí... Recuerdo... Voy en seguida... ¡Perdóneme!
Sus manos rápidas y vehementes recogieron todo el dinero; mas inmediatamente vaciló: se contuvo, como si una fuerza contraria lo hubiera paralizado. Su mirada se fijó otra vez en el conde ruso, que se disponía a hacer otra apuesta.
―Un momento. . . ―y arrojó rápido cinco monedas de oro en la misma casilla―. Sólo esta vez... ¡Se lo juro!... Voy con usted inmediatamente... ¡Sólo esta vez y nada más!
Calló. La bolita había comenzado a rodar, y saltar, arrastrándolo consigo.. Otra vez aquel poseso se había olvidado de mí y de sí mismo, entregándose en cuerpo y alma al torbellino de la ruleta. De nuevo el "croupier" cantó e! número y de nuevo la raqueta arrastró las cinco monedas de oro. Había perdido. Pero no se levantó. Me había olvidado, ni más ni menos, como había olvidado la promesa y hasta las palabras que pronunciara un minuto antes. Y, como siempre, su mano codiciosa revolvía el dinero; y sus miradas ebrias no seguían otra dirección que la del anciano conde ruso que en aquella forma magnetizaba su voluntad, despojándole de la suerte.
Mi paciencia había terminado. Lo sacudí de nuevo; esta vez con todas mis fuerzas:
―¡Levántese, inmediatamente, en el acto!... ¡Ha dicho que sólo una jugada más! Entonces aconteció algo inesperado. Se levantó de pronto, en un arranque, y sus ojos me miraron, no ya de manera humilde y cohibida, sino con furia loca y con los labios temblando de ira.
―¡Déjeme en paz! ―rugió―. ¡Márchese! Usted es la causa de mi mala suerte. Así sucedió ayer y así sucede ahora. ¡Márchese, por favor!
Pero ante su exaltación, estalló también incontenible mi cólera.
―¿Yo le traigo mala suerte? ―le grité―. ¡Mentiroso, ladrón! Usted me había jurado...
Pero no logré terminar la frase. Aquel loco saltó de su silla y me dio un empellón, indiferente al tumulto que se armaba.
―¡Déjeme tranquilo! ―exclamó á gritos―. ¡No estoy bajo su tutela! ¡Tome... tome... tome su dinero!... ―y con furia me lanzó un par de billetes de cien francos―. ¡Ahora, déjeme tranquilo!
Estas últimas palabras las vociferó como un poseso, sin reparar en las personas que nos rodeaban. Todos fijaban sus miradas en nosotros; reían, cuchicheando y señalándonos, de la sala vecina acudieron algunos Curiosos. Me sentí como si me hubieran desnudado en plena sala. . .
―S Sílence, madame, s'Íl vous plait rogó con voz clara y solemne el "croupier” mientras golpeaba en la mesa con la raqueta. ¡Aquello iba por mí! ¡La reconvención del miserable empleado iba contra mi! Roja de verguenza, indigna; a, corno una infeliz prostituta a la que se arroja un puñado de monedas, me encontraba entre el cuchicheo de los curiosos. Cien, doscientos impúdicos ojos se clavaron en mí, y precisamente en aquel momento:.. cuando desviaba la mirada para no ver tal cúmulo de bajezas y desvergüenzas, mis ojos tropezaron con otros llenos de sorpresa... Eran los de mi prima que, estupefacta, con la boca abierta. levantaba la mano en acción de terror.
Intensa fue la sacudida que conmovió todo mi ser. Antes que ella diera un paso y hubiera vencido su sorpresa, salí de la sala corriendo y fui a parar precisamente al banco, al mismo banco, en el cual la noche antes habíase desplomado el joven aquel. Lo mismo que él, sin fuerzas,―extenuada, me desplomé en el duro asiento.
Desde entonces acá, han transcurrido veinticinco años, y, empero, se me hiela la sangre en las venas al recordar ahora en qué forma fui humillada y destrozada por su burla y desprecio ante centenares de personas extrañas. Siento dentro de mí, horrorizada, lo débil y miserable que debe ser esa especie de substancia que vanidosamente llamamos alma, espíritu, sentimiento, lo que llamamos dolor, cuando todo esto, aun manifestándose en un grado extremo, no logra destruir el cuerpo ¡acerado... ¡Cuando se sobrevive a horas semejantes en vez de morir y de aniquilarse como un árbol tronchado por el rayo! . . . Sólo por breves momentos el dolor me atenazó los miembros, una vez que caí pesadamente sobre el banco, perdida la respiración y experimentando el voluptuoso desfallecimiento precursor de la muerte. Me repuse al punto, pensando que todo dolor es cobarde, puesto que vacila ante el poderoso imperativo de la oída que parece juntarse a muestra carne más intensamente que todo dolor mortal lo está a nuestro espíritu. Automáticamente, fui recobrando las fuerzas; mas me levanté de allí sin saber qué hacer. Recordé de pronto que mi equipaje estaba en la estación y entonces se me ocurrió la idea de partir, de huir de aquel maldito antro infernal.
Sin reparar en nada ni en nadie, acudí a la estación y una vez en ella, me informe de la hora de salida de.¡ primer tren para París. Me dijeron que a las diez. Seguidamente me ocupé de mi equipaje. A las diez... Precisamente a las diez se cumplían las veinticuatro horas desde el instante de aquel maldito encuentro; veinticuatro horas tan llenas de variados y contradictorios acontecimientos sentimentales, que mi mundo interior parecía para siempre destrozado. Pero, de momento, sólo sentía retumbar en mis oídos como un constante martilleo, con un ritmo continuo, esta sola frase: ¡Marchar lejos! ¡Marchar lejos! ¡Marchar lejos! ¡Lejos de aquella ciudad maldita, lejos de mí misma, para encerrarme en mi hogar y, rodeada de los míos, retornar a mi vida anterior, a mi verdadera vida!
Realicé de noche el viaje a París. Una vez allí me trasladé de una estación a otra y salí directamente hacia Boulogne, de Boulogne a Dover, de Dover a Londres, de Londres a la casa de mi hijo. Todo el viaje lo efectué en un solo vuelo, sin meditar, sin reflexionar. Cuarenta y ocho horas sin dormir, sin comer, sin hablar; cuarenta y ocho horas en las cuales en todas las ruedas del tren parecía sonar esta única palabra: "¡lejos!, ¡lejos!, ¡lejos!". Cuando, al fin, inesperadamente, penetré en la casa de mi hijo, situada en el campo, todos se asustaron. Algo había en mi aspecto que les hizo adivinar mi angustia. Mi hijo intentó besarme y abrazarme. No se lo permití. Me horrorizaba la idea de que pudiese tocar unos labios que consideraba manchados. Eludí toda pregunta y sólo pedí un baño, del cual sentía absoluta necesidad, no ya para quitarme el polvo del viaje, sino también para borrar de mi cuerpo hasta el más leve resto de mi pasión por aquel loco, por aquel hombre indigno. Luego, casi arrastrándome, subí a mi habitación y dormí doce, catorce horas de un sueño profundo, como nunca, ni antes ni después, he dormido; un sueño merced al cual conozco lo que significa hallarse sin vida, tendida dentro de un féretro. Mis familiares se ocuparon de mí como de una enferma; esta ternura, empero, no me causaba más que dolor. Me avergonzaban su veneración, su respeto, y en todo momento debía dominarme para no descubrirles de qué ignominiosa manera les había engañado a todos, olvidándolos, llevada por una pasión loca y extravagante.
Sin finalidad determinada, más tarde me trasladé a una pequeña ciudad francesa donde nadie me conociera. Sentíame obsesionada por la idea de que toda persona podía descubrir, de una sola mirada, mi vergüenza, el cambio que se había producido en mí y hasta qué punto estaba mi alma mancillada. A veces, por la mañana, al despertarme, en mi lecho, experimentaba un horrible miedo de abrir los ojos. Siempre, de nuevo, acudía ante mi conciencia el recuerdo terrible de aquella noche en que desperté al lado de un hombre desconocido y medio desnudo; y desde aquel momento, sin cesar, me persiguió, igual que en aquella ocasión, el anhelo de morirme en el acto.
El tiempo, no obstante, posee una fuerza profunda y la vejez un singular poder para despojar de intensidad a los sentimientos. Vemos aproximarse la muerte; su sombra negra se proyecta ante nuestros pasos, y, entonces, los hechos nos resultan más amortiguados, no penetran con profundidad en nuestros sentidos, pierden gran parte de su peligrosa violencia. Lentamente llegué a cumplir los sesenta años...
Después, al cabo de los años, encontrándome en una fiesta de sociedad con un joven polaco "attaché" de la Embajada austríaca, contestando a ciertas preguntas mías sobre la familia del muchacho jugador, dijo que, diez años atrás, en Montecarlo, se les había suicidado un hijo. La noticia no me produjo la menor impresión. El recuerdo no me causaba ya dolor alguno y ―¿para qué disimular nuestro egoísmo?― la noticia me proporcionó cierto placer, por cuanto con ella desaparecía todo temor, el temor de encontrarme nuevamente con él alguna vez. No existía, pues, ningún otro testigo contra mí sino mis propios recuerdos. A partir de aquel instante sentíame más tranquila. La vejez no implica más que cesar de sufrir por el pasado.
Y quiero también ahora que comprenda por qué, de súbito, me decidí a confesarle este episodio de mi propia vida. Cuando usted defendía a la señora Henriette afirmando con decidida convicción que veinticuatro horas eran más que suficientes para decidir la suerte de una mujer, yo me sentí, además, agradecida porque por primera vez me veía comprendida. Entonces pensé que, una vez que hubiera confesado el secreto que pesaba sobre mi alma, quizá lograría librarla de esa opresión y de la obsesionante necesidad de mirar hacia el pasado; inmediatamente, al siguiente día, podría retornar a los lugares y penetrar incluso en la misma sala donde se decidió mi destino, sin experimentar la menor sombra de odio ni hacia él ni hacia mí misma. Y, en efecto, mi corazón parecía haberse libertado de la losa que lo abrumaba, y ésta con todo su peso, se ha hundido en el pasado, para no levantarse nunca más. Me ha hecho un gran bien el confesarle a usted eso: me siento más ágil, casi gozosa... y le doy las gracias por ello.
Luego de pronunciar estas palabras se levantó. Comprendí que su relato había concluido. Un poco turbado y confuso quise decirle algo; pero ella pareció adivinar mi esfuerzo y en el acto me disuadió:
―No; se lo suplico; no hable.. . No me responda nada, no me diga nada. Le estoy profundamente agradecida, y... ¡buen viaje!
De pie, ante mí, tendióme la mano. Involuntariamente contemplé su rostro y entonces me sentí conmovido y maravillado ante la expresión de la anciana señora que, amable y a la vez cohibida, tenía ante mí. ¿Era, acaso, el reflejo de la antigua pasión? ¿El rubor, lo que arrebolaba, de súbito, sus mejillas hasta la raíz del cabello? Estaba ante mí cual una doncella candorosamente turbada, abochornada de sus recuerdos y de su propia confidencia. Conmovido sincera y profundamente, quise testimoniarle, con unas palabras, mi respeto; pero no pude hablar. Entonces me incliné, besando respetuosamente la mano trémula y marchita cual una hoja de hierba en otoño.
FIN