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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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  • Ancho igual a 1088
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  • Ancho igual a 1176
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  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


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    T 12 (40 seg)


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    VIAJE AL FIN DE LA NOCHE (Louis-Ferdinand Celine) - Parte 2

    Publicado en diciembre 12, 2010

    Parte 1


    «Loca» la llamaban, a la vieja; es muy fácil de decir, eso de «loca». No había salido de aquel reducto más de tres veces en doce años, ¡y se acabó! Tal vez tuviera sus razones... No quería perder nada... No iba a decírnoslas a nosotros, que habíamos perdido la inspiración de la vida.

    La nuera volvía a su proyecto de internamiento. «¿No le parece, doctor, que está loca?... ¡Ya no hay modo de hacerla salir!... Sin embargo, ¡le sentaría bien de vez en cuando!... ¡pues claro, abuela, que le sentaría bien!... No diga que no... ¡Le sentaría bien!... Se lo aseguro.» La vieja sacudía la cabeza, cerrada, tozuda, salvaje, cuando la invitaban así...

    «No quiere que se ocupen de ella... Prefiere andar ahí, arrinconada... Hace frío en su cuarto y no hay fuego... No puede ser, vamos, que siga así... ¿Verdad, doctor, que no puede ser?...»

    Yo hacía como que no entendía. Henrouille, por su parte, se había quedado junto a la estufa, prefería no saber exactamente lo que andábamos tramando, su mujer, su madre y yo.,.

    La vieja volvió a encolerizarse.

    «Entonces, ¡devolvedme todo lo que me pertenece y me iré de aquí!... ¡Yo tengo para vivir!... ¡Y es que no volveréis a oír hablar de mí!... ¡De una vez por todas!...»
    «¿Para vivir? Pero, bueno, abuela, ¡si con sus tres mil francos al año no puede vivir!.... ¡La vida ha subido desde la última vez que salió usted!... ¿Verdad, doctor, que sería mucho mejor que fuera al asilo de las hermanitas, como le decimos?... ¿Que la atenderán bien, las hermanitas?... Son muy buenas, las hermanitas...»
    «¿Al asilo?... ¿Al asilo?... -se rebeló al instante-. ¡No he estado nunca en el asilo!... ¿Y por qué no a casa del cura, ya que estamos?... ¿Eh? Si no tengo bastante dinero, como decís, pues, ¡me pondré a trabajar!...»
    «¿A trabajar? Pero, ¡abuela! ¿Dónde? ¡Ay, doctor! Mire usted qué idea: ¡trabajar! ¡A su edad! ¡Cuando va a cumplir los ochenta años! ¡Es una locura, doctor! ¿Quién iba a aceptarla? Pero, abuela, ¡usted está loca!...»
    «¡Loca! ¡Ni hablar! ¡En ningún sitio!... Pero tú sí que sí, ¡en algún lado!... ¡Cacho canalla!...»
    «¡Escúchela, doctor, cómo delira y me insulta ahora! ¿Cómo quiere usted que sigamos teniéndola aquí?»

    La vieja se volvió entonces, me plantó cara a mí, su nuevo peligro.

    «¿Qué sabe ése si yo estoy loca? ¿Acaso está dentro de mi cabeza? ¿O de la vuestra? ¡Tendría que estarlo para saberlo!... Conque, ¡largaos los dos!... ¡Marchaos de mi casa!... ¡Sois peores que el invierno de seis meses para amargarme!... Más vale que vaya a ver a mi hijo, ¡en lugar de andar de cháchara por aquí! ¡Necesita mucho más que yo un médico, ése! ¡Que ya ni le quedan dientes! ¡Y eso que los tenía bien bonitos, cuando yo me ocupaba de él!... Hale, venga, ¡largo de aquí los dos!» Y nos dio con la puerta en las narices.

    Seguía espiándonos aún con su lámpara, cuando nos alejábamos por el patio. Cuando lo hubimos atravesado, cuando ya estuvimos bastante lejos, volvió a echarse a reír. Se había defendido bien.

    Al regreso de aquella excursión enojosa, Henrouille seguía junto a la estufa y dándonos la espalda. Sin embargo, su mujer no cesaba de acribillarme a preguntas y siempre en el mismo sentido... Tenía cara muy morena y taimada, la nuera. No separaba apenas los codos del cuerpo, cuando hablaba. No gesticulaba nada. De todos modos, estaba empeñada en que aquella visita del médico no fuera inútil, pudiese servir para algo... El coste de la vida aumentaba sin cesar... La pensión de la suegra no bastaba... Al fin y al cabo, también ellos envejecían... No podían seguir viviendo como antes, siempre con el miedo a que la vieja muriera desatendida... Provocara un incendio, por ejemplo... Entre sus pulgas y su suciedad... En lugar de ir a un asilo decente, donde se ocuparían muy bien de ella...

    Como yo aparenté ser de su opinión, se volvieron aún más amables los dos... prometieron elogiarme mucho por el barrio. Si aceptaba ayudarlos... Compadecerme de ellos... Librarlos de la vieja... Tan desgraciada también ella, en las condiciones en que se empeñaba en vivir...

    «Y, además, es que podríamos alquilar su vivienda», sugirió el marido, despertando de repente... Había metido la pata bien, al hablar de eso delante de mí. Su mujer le dio un pisotón por debajo de la mesa. Él no entendía por qué.

    Mientras se peleaban, yo me imaginaba el billete de mil francos que podría ganarme sólo con extender el certificado de internamiento. Parecían desearlo con ganas... Seguramente la tía de Bébert les había informado en confianza sobre mí y les había contado que en todo Rancy no había un médico tan boqueras como yo... Que conseguirían de mí lo que quisiesen... ¡No iban a ofrecer a Frolichon semejante papeleta! ¡Era un virtuoso, ése!

    Estaba absorto en esas reflexiones, cuando la vieja irrumpió en la habitación donde conspirábamos. Parecía que se lo oliera. ¡Qué sorpresa! Se había remangado las harapientas faldas contra el vientre y ahí estaba poniéndonos verdes de repente y a mí en particular. Había venido sólo para eso desde el fondo del patio.

    «¡Granuja! -me decía a mí directamente-. ¡Ya te puedes largar! ¡Fuera de aquí, te digo! ¡No vale la pena que te quedes!... ¡No voy a ir al manicomio!... Y a donde las monjas tampoco, ¡para que te enteres!... ¡De nada te va a servir hablar y mentir!... ¡No vas a poder conmigo, vendido!... ¡Irán ellos antes que yo, esos cabrones, que abusan de una vieja!... Y tú también, canalla, irás a la cárcel. ¡Te lo digo yo! ¡Y dentro de poco, además!»

    Estaba visto, no tenía potra yo. ¡Para una vez que se podían ganar mil francos de golpe! Me fui con viento fresco.

    En la calle se asomaba aún por encima del pequeño peristilo para insultarme de lejos, en plena negrura, en la que yo me había refugiado: «¡Canalla!... ¡Canalla!», gritaba. Resonaba bien. ¡Qué lluvia! Corrí de un farol a otro hasta el urinario de la Place des Fetes. Primer refugio.

    En el edículo, a la altura de las piernas, me encontré a Bébert precisamente. Había entrado para protegerse también él. Me había visto correr, al salir de la casa de los Henrouille. «¿Viene usted de su casa? -me preguntó-. Ahora tendrá usted que subir al quinto de nuestra casa, a ver a la hija...» A aquella clienta, de la que me hablaba, la conocía yo bien, la de las caderas anchas... La de los hermosos muslos largos y suaves... Había un no sé qué de ternura, voluntad y gracia en sus movimientos, propio de las mujeres sexualmente equilibradas. Había venido a consultarme varias veces por el dolor de vientre que no se le iba. A los veinticinco años, con tres abortos a las espaldas, sufría de complicaciones y su familia lo llamaba anemia.

    Había que ver lo sólida y bien hecha que estaba, con un gusto por los coitos como pocas mujeres tienen. Discreta en la vida, de modales y expresión razonables. Nada histérica. Pero bien dotada, bien alimentada, bien equilibrada, auténtica campeona de su clase, así mismo. Una hermosa atleta para el placer. Nada había malo en eso. Sólo a hombres casados frecuentaba. Y sólo entendidos, hombres que sabían reconocer y apreciar los hermosos logros naturales y que no consideraban buen asunto a una viciosilla cualquiera. No, su piel trigueña, su sonrisa amable, sus andares y la amplitud noblemente móvil de sus caderas le valían entusiasmos profundos, merecidos, por parte de ciertos jefes de oficina que sabían lo que querían.

    Sólo, que, claro está, no podían, de todos modos, divorciarse por eso, los jefes de negociado. Al contrario, era una razón para seguir felices en su matrimonio. Conque, todas las veces, al tercer mes de estar encinta, iba, sin falta, a buscar a la comadrona. Cuando se tiene temperamento pero no un cornudo a mano, no todos los días hay diversión.

    Su madre me entreabrió la puerta con precauciones de asesinato. Susurraba, la madre, pero tan fuerte, con tal intensidad, que era peor que las imprecaciones.

    «¿Qué he podido hacer al cielo, doctor, para tener una hija así? Ah, por lo menos, ¡no diga nada en el barrio, doctor!... ¡Confío en usted!» No cesaba de agitar su espanto ni de correrse de gusto con lo que podrían pensar sobre el caso los vecinos y las vecinas. En trance de tontería inquieta estaba. Duran mucho esos estados.

    Me iba dejando acostumbrarme a la penumbra del pasillo, al olor de los puerros para la sopa, al empapelado de las paredes, a los ramajes absurdos de éstas, a su voz de estrangulada. Por fin, de farfulleos en exclamaciones, llegamos junto a la cama de la hija, postrada, la enferma, a la deriva. Quise examinarla, pero perdía tanta sangre, era tal papilla, que no se le podía ver ni un centímetro de vagina. Cuajarones. Hacía «gluglú» entre sus piernas como en el cuello cortado del coronel en la guerra. Me limité a colocarle de nuevo el algodón y a arroparla.

    La madre no miraba nada, sólo se oía a sí misma. «¡Me voy a morir, doctor! -clamaba-. ¡Me voy a morir de vergüenza!» No intenté disuadirla en absoluto. No sabía qué hacer. En el pequeño comedor contiguo, veíamos al padre, que se paseaba de un extremo a otro. Él no debía de tener preparada aún su actitud para el caso. Tal vez esperara a que los acontecimientos se concretasen antes de elegir una actitud. Se encontraba en una especie de limbo. Las personas van de una comedia a otra. Mientras no esté montada la obra y no distingan aún sus contornos, su papel propicio, permanecen ahí, con los brazos caídos, ante el acontecimiento, y los instintos replegados como un paraguas, bamboleándose de incoherencia, reducidos a sí mismos, es decir, a nada. Cabrones sin ánimos.

    Pero la madre, ésa sí, lo desempeñaba, el papel principal, entre la hija y yo. El teatro podía desplomarse, le importaba tres cojones, se encontraba a gusto en él, buena y bella.

    Yo sólo podía contar con mis propias fuerzas para deshacer la mierda del hechizo.

    Aventuré el consejo de que la trasladaran de inmediato a un hospital para que la operasen rápido.

    ¡Ah, desgraciado de mí! Con ello le proporcioné su más hermosa réplica, la que estaba esperando.

    «¡Qué vergüenza! ¡El hospital! ¡Qué vergüenza, doctor! ¡A nosotros! ¡Ya sólo nos faltaba esto! ¡El colmo!»

    Yo no tenía nada más que decir. Me senté, pues, y escuché a la madre debatirse aún más tumultuosa, liada en los camelos trágicos. Demasiada humillación, demasiado apuro conducen a la inercia definitiva. El mundo es demasiado pesado para uno. Abandonas. Mientras invocaba, provocaba al Cielo y al Infierno, atronaba con su desgracia, yo bajaba la nariz y, al hacerlo, destrozado, veía formarse bajo la cama de la hija un charquito de sangre; un reguerito chorreaba despacio de ella a lo largo de la pared y hacia la puerta. Una gota, desde el somier, caía con regularidad. ¡Plaf! ¡Plaf! Las toallas entre las piernas rebosaban de rojo. Pregunté, de todos modos, con voz tímida si ya había expulsado toda la placenta. Las manos de la muchacha, pálidas y azuladas en los extremos, colgaban a cada lado de la cama, sin fuerza. Ante mi pregunta, fue la madre de nuevo la que respondió con un torrente de jeremiadas repulsivas. Pero reaccionar era, después de todo, demasiado para mí.

    Estaba tan obsesionado, yo mismo, desde hacía tanto, por la mala suerte, dormía tan mal, que ya no tenía el menor interés, en aquella deriva, por que sucediera esto en lugar de lo otro. Me limitaba a pensar que para escuchar a aquella madre vociferante se estaba mejor sentado que de pie. Cualquier cosa basta, cuando has llegado a estar del todo resignado, para darte placer. Y, además, ¡qué fuerza no me habría hecho falta para interrumpir a aquella salvaje en el preciso momento en que no sabía «cómo salvar el honor de la familia»! ¡Qué papelón! Y, además, ¡es que seguía gritándolo! Tras cada aborto, yo lo sabía por experiencia, se explayaba del mismo modo, entrenada, claro está, para hacerlo cada vez mejor. ¡Iba a durar lo que ella quisiera! Aquella vez me parecía dispuesta a decuplicar sus efectos.

    Ella también, pensaba yo, debía de haber sido una criatura hermosa, la madre, bien pulposa en su tiempo, pero más verbal, de todos modos, derrochadora de energía, más demostrativa que la hija, cuya concentrada intimidad había sido un auténtico y admirable logro de la naturaleza. Esas cosas no se han estudiado aún maravillosamente, como merecen. La madre adivinaba esa superioridad animal de la hija sobre ella y, celosa, reprobaba todo por instinto, su forma de dejarse cepillar hasta profundidades inolvidables y de gozar como un continente.

    El aspecto teatral del desastre la entusiasmaba, en cualquier caso. Acaparaba con sus dolorosos trémolos el reducido mundillo en que estábamos enfangados por su culpa. Tampoco podíamos pensar en alejarla. Sin embargo, yo debería haberlo intentado. Haber hecho algo... Era mi deber, como se suele decir. Pero me encontraba demasiado bien sentado y demasiado mal de pie.

    Su casa era un poco más alegre que la de los Henrouilie, igual de fea, pero más confortable. Había buena temperatura. No era siniestro, como allá abajo, sólo feo, tranquilamente.

    Atontado de fatiga, mis miradas vagaban por las cosas de la habitación. Cosillas sin valor que había poseído desde siempre la familia, sobre todo el tapete de la chimenea con borlas de terciopelo rosa, de las que ya no se encuentran en los almacenes, y ese napolitano de porcelana y el costurero con espejo biselado, cuya réplica debía de tener una tía de provincias. No avisé a la madre sobre el charco de sangre que veía formarse bajo la cama ni sobre las gotas que seguían cayendo puntuales, habría gritado aún más fuerte sin por ello escucharme. No iba a acabar nunca de quejarse e indignarse. Tenía vocación.

    Más valía callarse y mirar afuera, por la ventana, los terciopelos grises de la tarde que se apoderaban ya de la avenida de enfrente, casa por casa, primero las más pequeñas y luego las demás, las grandes, y después la gente que se agitaba entre ellas, cada vez más débiles, equívocos y desdibujados, vacilando de una acera a otra antes de ir a hundirse en la obscuridad.

    Más lejos, mucho más lejos que las fortificaciones, filas e hileras de lucecitas dispersas por toda la sombra como clavos, para tender el olvido sobre la ciudad, y otras lucecitas más que centelleaban entre ellas, verdes, pestañeaban, rojas, venga barcos y más barcos, toda una escuadra venida allí de todas partes para esperar, trémula, a que se abriesen tras la Torre las enormes puertas de la Noche.

    Si aquella madre se hubiera tomado un respiro, hubiese guardado silencio un momento, habríamos podido por lo menos abandonarnos, renunciar a todo, intentar olvidar que había que vivir. Pero me acosaba.

    «¿Y si le diera una lavativa, doctor? ¿Qué le parece?» No respondí ni que sí ni que no, pero aconsejé una vez más, ya que tenía la palabra, que la enviaran de inmediato al hospital. Otros aullidos, aún más agudos, más decididos, más estridentes, como respuesta. Era inútil.

    Me dirigí despacio hacia la puerta, a la chita callando.

    Ahora la sombra nos separaba de la cama.

    Ya casi no distinguía las manos de la muchacha, colocadas sobre las sábanas, a causa de su palidez semejante.

    Volví a tomarle el pulso, más débil, más furtivo que antes. Su respiración era entrecortada. Seguía oyendo perfectamente, yo, la sangre que caía sobre el entarimado, como el tenue tictac de un reloj cada vez más lento. Era inútil. La madre me precedió hacia la puerta.

    «Sobre todo -me recomendó, transida-, doctor, ¡prométame que no dirá nada a nadie! -suplicó-. ¿Me lo jura?»

    Yo prometía todo lo que quisieran. Tendí la mano. Fueron veinte francos. Volvió a cerrar la puerta tras mí, poco a poco.

    Abajo, la tía de Bébert me esperaba con su cara de circunstancias. «¿Cómo va? ¿Mal?», preguntó. Comprendí que llevaba media hora ya, esperando allí, abajo, para recibir su comisión habitual: dos francos. No me fuera yo a escapar. «Y en casa de los Henrouille, ¿qué tal ha ido?», quiso saber. Esperaba recibir una propina por aquéllos también. «No me han pagado», respondí. Además, era cierto. La sonrisa preparada de la tía se volvió una mueca de desagrado. Desconfiaba de mí.

    «¡Mira que es desgracia, doctor, no saber cobrar! ¿Cómo quiere que le respete la gente?... ¡Hoy se paga al contado o nunca!» También eso era cierto. Me largué. Había puesto las judías a cocer antes de salir. Era el momento, caída la noche, de ir a comprar la leche. Durante el día, la gente sonreía al cruzarse conmigo con la botella en la mano. Lógico. No tenía criada.

    Y después el invierno se alargó, se extendió durante meses y semanas aún. Ya no salíamos de la bruma y la lluvia en que estábamos inmersos.

    Enfermos no faltaban, pero no había muchos que pudieran o quisiesen pagar. La medicina es un oficio ingrato. Cuando los ricos te honran, pareces un criado; con los pobres, un ladrón. ¿«Honorarios»? ¡Bonita palabra! Ya no tienen bastante para jalar ni para ir al cine, ¿y aún vas a cogerles pasta para hacer unos «honorarios»? Sobre todo en el preciso momento en que la cascan. No es fácil. Lo dejas pasar. Te vuelves bueno. Y te arruinas.

    Para pagar el mes de enero vendí primero mi aparador, para hacer sitio, expliqué en el barrio, y transformar mi comedor en estudio de cultura física. ¿Quién me creyó? En el mes de febrero, para liquidar las contribuciones, me pulí también la bicicleta y el gramófono, que me había dado Molly al marcharme. Tocaba No More Worries! Aún recuerdo incluso la tonada. Es lo único que me queda. Mis discos Bézin los tuvo mucho tiempo en su tienda y por fin los vendió.

    Para parecer aún más rico conté entonces que iba a comprarme una moto, en cuanto empezara el buen tiempo, y que por eso me estaba procurando un poco de dinero contante. Lo que me faltaba, en el fondo, era cara dura para ejercer la medicina en serio. Cuando me acompañaban hasta la puerta, después de haber dado a la familia los consejos y entregado la receta, me ponía a hacer toda clase de comentarios sólo para eludir unos minutos más el instante del pago. No sabía hacer de puta. Tenían aspecto tan miserable, tan apestoso, la mayoría de mis clientes, tan torvo también, que siempre me preguntaba de dónde iban a sacar los veinte francos que habían de darme y si no irían a matarme, para desquitarse. Me hacían, de todos modos, mucha falta, a mí, los veinte francos. ¡Qué vergüenza! Podría no haber acabado nunca de enrojecer.

    «¡Honorarios!...» Así seguían llamándolos, los colegas. ¡Tan campantes! Como si la palabra fuese algo bien entendido y que ya no hiciera falta explicar... ¡Qué vergüenza!, no podía dejar de decirme y no había salida. Todo se explica, lo sé bien. Pero, ¡no por ello deja de ser para siempre un desgraciado de aúpa el que ha recibido los cinco francos del pobre y del mindundi! Desde aquella época estoy seguro incluso de ser tan desgraciado como cualquiera. No es que hiciese orgías y locuras con sus cinco francos y sus diez francos. ,¡No! Pues el casero se me llevaba la mayor parte, pero, aun así, tampoco eso es excusa. Nos gustaría que fuera una excusa, pero aún no lo es. El casero es peor que la mierda. Y se acabó.

    A fuerza de quemarme la sangre y de pasar entre los aguaceros helados de aquella estación, estaba adquiriendo más bien aspecto de tuberculoso, a mi vez. Fatalmente. Es lo que ocurre cuando hay que renunciar a casi todos los placeres. De vez en cuando, compraba huevos, aquí, allá, pero mi dieta esencial eran, en suma, las legumbres. Tardan mucho en cocer. Pasaba horas en la cocina vigilando su ebullición, después de la consulta, y, como vivía en el primer piso, tenía desde allí una buena vista del patio. Los patios son las mazmorras de las casas de pisos. Tuve la tira de tiempo, para mirarlo, mi patio, y sobre todo para oírlo.

    Allí iban a caer, crujir, rebotar los gritos, las llamadas de las veinte casas del perímetro, hasta los desesperados pajaritos de las porteras, que enmohecían piando por la primavera, que no volverían a ver nunca en sus jaulas, junto a los retretes, todos agrupados, los retretes, allí, en el fondo de sombra, con sus puertas siempre desvencijadas y colgantes. Cien borrachos, hombres y mujeres, poblaban aquellos ladrillos y llenaban el eco con sus pendencias jactanciosas, sus blasfemias inseguras y desaforadas, tras las comidas de los sábados sobre todo. Era el momento intenso en la vida de las familias. Desafíos a berridos tras darle a la priva bien. Papá manejaba la silla, que había que ver, como un hacha, y mamá el tizón como un sable. ¡Ay de los débiles, entonces! El pequeño era quien cobraba. Los guantazos aplastaban contra la pared a todos los que no podían defenderse y responder: niños, perros o gatos. A partir del tercer vaso de vino, el tinto, el peor, el perro era el que empezaba a sufrir, le aplastaban la pata de un gran pisotón. Así aprendería a tener hambre al mismo tiempo que los hombres. Menudo cachondeo, al verlo desaparecer aullando bajo la cama como un destripado. Era la señal. Nada estimula tanto a las mujeres piripis como el dolor de los animales, no siempre se tienen toros a mano. Se reanudaba la discusión en tono vindicativo, imperiosa como un delirio, la esposa era la que dirigía, lanzando al macho una serie de llamadas estridentes a la lucha. Y después venía la refriega, los objetos rotos quedaban hechos añicos. El patio recogía el estrépito, cuyo eco resonaba por la sombra. Los niños chillaban horrorizados. ¡Descubrían todo lo que había dentro de papá y mamá! Con los gritos atraían su ira.

    Yo pasaba muchos días esperando que ocurriera lo que de vez en cuando sucedía al final de aquellas escenas domésticas.

    En el tercero, delante de mi ventana, ocurría, en la casa de enfrente.

    No podía ver yo nada, pero lo oía bien.

    Todo tiene su final. No siempre es la muerte, muchas veces es algo distinto y bastante peor, sobre todo para los niños.

    Vivían ahí, aquellos inquilinos, justo a la altura del patio en que la sombra empezaba a ceder. Cuando estaban solos el padre y la madre, los días que eso sucedía, se peleaban primero largo rato y después se hacía un largo silencio. Se estaba preparando la cosa. La tomaban con la niña primero, la hacían venir. Ella lo sabía. Se ponía a lloriquear al instante. Sabía lo que le esperaba. Por la voz, debía de tener por lo menos diez años. Después de muchas veces, acabé comprendiendo lo que hacían, aquellos dos.

    Primero la ataban, tardaban la tira, en atarla, como para una operación. Eso los excitaba. «¡Vas a ver tú, granuja!», rugía él. «¡La muy cochina!», decía la madre. «¡Te vamos a enseñar, cochina!», iban y gritaban juntos y cosas y más cosas que le reprochaban al mismo tiempo, cosas que debían de imaginar. Debían de atarla a los barrotes de la cama. Mientras tanto, la niña se quejaba como un ratón cogido en la trampa. «Ya puedes llorar, ya, so guarra, que de ésta no te libras. ¡Anda, que de ésta no te libras!», proseguía la madre y después toda una andanada de insultos, como para un caballo. Excitadísima. «¡Cállate, mamá! -respondía la pequeña bajito-. ¡Cállate, mamá! ¡Pégame, pero cállate, mamá!» No se libraba, desde luego, y menuda tunda recibía. Yo escuchaba hasta el final para estar bien seguro de que no me equivocaba, de que era eso sin duda lo que sucedía. No habría podido comer mis judías, mientras ocurría. Tampoco podía cerrar la ventana. No era capaz de nada. No podía hacer nada. Me limitaba a seguir escuchando como siempre, en todas partes. Sin embargo, creo que me venían fuerzas, al escuchar cosas así, fuerzas para seguir adelante, unas fuerzas extrañas, y entonces, la próxima vez, podría caer aún más bajo, la próxima vez, escuchar otras quejas que aún no había oído o que antes me costaba comprender, porque parece que siempre hay más quejas aún, que todavía no hemos oído ni comprendido.

    Cuando le habían pegado tanto, que ya no podía lanzar más alaridos, su hija, gritaba un poco aún, de todos modos, cada vez que respiraba, un gritito apagado.

    Oía entonces al hombre decir en ese momento: «¡Ven tú, tía buena! ¡Rápido! ¡Ven para acá!» Muy feliz.

    A la madre hablaba así y después se cerraba tras ellos con un porrazo la puerta contigua. Un día, ella le dijo, lo oí: «¡Ah! Te quiero, Jules, tanto, que me jalaría tu mierda, aunque hicieses chorizos así de grandes...»

    Así hacían el amor los dos, me explicó su portera. En la cocina lo hacían, contra el fregadero. Si no, no podían.

    Poco a poco me fui enterando de todas aquellas cosas sobre ellos, en la calle. Cuando me los encontraba, a los tres juntos, no tenían nada de particular. Se paseaban, como una familia de verdad. A él, el padre, lo veía también, cuando pasaba por delante del escaparate de su almacén, en la esquina del Boulevard Poincaré, en la casa de «Zapatos para pies sensibles», donde era primer dependiente.

    La mayoría de las veces nuestro patio no ofrecía sino horrores sin relieve, sobre todo en verano, resonaba con amenazas, ecos, golpes, caídas e injurias indistintas. El sol nunca llegaba hasta el fondo. Estaba como pintado de sombras azules, el patio, bien espesas, sobre todo en los ángulos. Los porteros tenían en él sus pequeños retretes, como colmenas. Por la noche, cuando iban a hacer pipí, los porteros tropezaban contra los cubos de la basura, lo que resonaba en el patio como un trueno.

    La ropa intentaba secarse tendida de una ventana a otra.

    Después de la cena, lo que se oían más que nada eran discusiones sobre las carreras, las noches que no les daba por hacer brutalidades. Pero muchas veces también aquellas polémicas deportivas terminaban bastante mal, a guantazos, y siempre, por lo menos detrás de una de las ventanas, acababan, por un motivo o por otro, dándose de hostias.

    En verano todo olía también que apestaba. Ya no había aire en el patio, sólo olores. El que supera, y fácilmente, a todos los demás es el de la coliflor. Una coliflor equivale a diez retretes, aun rebosantes. Eso está claro. Los del segundo rebosaban con frecuencia. La portera del 8, la tía Cé-zanne, acudía entonces con la varilla de desatrancar. Yo la observaba hacer esfuerzos. Así acabamos teniendo conversaciones. «Yo que usted -me aconsejaba- haría abortos, a la chita callando, a las embarazadas... Pues no hay mujeres en este barrio ni nada de la vida... ¡Si es que parece increíble!... ¡Y estarían encantadas de solicitarle sus servicios!... ¡Se lo digo yo! Siempre será mejor que curarles las varices a los chupatintas... Sobre todo porque eso se paga al contado.»

    La tía Cézanne sentía un gran desprecio de aristócrata, que no sé de dónde le vendría, hacia toda la gente que trabajaba...

    «Nunca están contentos, los inquilinos, parecen presos, ¡siempre tienen que estar jeringando a todo el mundo!... Que si se les atasca el retrete... Otro día, que si hay un escape de gas... ¡Que si les abren las cartas!... Siempre con tiquismiquis... Siempre jodiendo la marrana, ¡vamos!... Uno ha llegado incluso a escupirme en el sobre del alquiler... ¿Se da usted cuenta?...»

    Muchas veces tenía que renunciar incluso, a desatrancar los retretes, la tía Cézanne, de tan difícil que era. «No sé qué será lo que echan ahí, pero, sobre todo, ¡no hay que dejarlo secar!... Ya sé yo lo que es... ¡Siempre te avisan demasiado tarde!... Y, además, ¡lo hacen a propósito!... Donde estaba antes, hubo incluso que fundir un tubo, ¡de lo duro que estaba!... No sé qué jalarán... ¡Es cosa fina!»

    No habrá quien me quite de la cabeza que, si volvió a darme, fue sobre todo por culpa de Robinson. Al principio, yo no había hecho demasiado caso de mis trastornos. Iba tirando, así así, de un enfermo a otro, pero me había vuelto más inquieto aún que antes, cada vez más, como en Nueva York, y también empecé otra vez a dormir peor que de costumbre.

    Conque volvérmelo a encontrar, a Robinson, había sido un duro golpe y sentía otra vez como una enfermedad.

    Con su jeta toda embadurnada de pena, era como si me devolviese a una pesadilla, de la que no conseguía librarme desde hacía ya demasiados años. No daba pie con bola.

    Había ido a reaparecer ahí, delante de mí. El cuento de nunca acabar. Seguro que me había buscado por allí. Yo no intentaba ir a verlo de nuevo, desde luego... Seguro que volvería y me obligaría a pensar otra vez en sus asuntos. Por lo demás, todo me hacía volver a pensar ahora en su cochina persona. Hasta la gente que veía por la ventana, que caminaban, como si tal cosa, por la calle, charlaban en los portales, se rozaban unos con otros, me hacían pensar en él. Yo sabía lo que pretendían, lo que ocultaban, como si tal cosa. Matar y matarse, eso querían, no de una vez, claro está, sino poco a poco, como Robinson, con todo lo que encontraban, penas antiguas, nuevas miserias, odios aún sin nombre, cuando no era la guerra, pura y simple, y que todo sucediese aún más rápido que de costumbre.

    Ya ni siquiera me atrevía a salir por miedo a encontrármelo.

    Tenían que mandarme llamar dos o tres veces seguidas para que me decidiera a responder a los enfermos. Y entonces, la mayoría de las veces, cuando llegaba, ya habían ido a buscar a otro. Era presa del desorden en la cabeza, como en la vida. En aquella Rué Saint-Vincent, adonde sólo había ido una vez, me mandaron llamar los del tercero del número 12. Fueron incluso a buscarme en coche. Lo reconocí en seguida, al abuelo, persona furtiva, gris y encorvada: susurraba, se limpiaba largo rato los pies en mi felpudo. Por su nieto era por quien quería que me apresurara.

    Recordaba yo bien a su hija también, otra de vida alegre, marchita ya, pero sólida y silenciosa, que había vuelto para abortar, en varias ocasiones, a casa de sus padres. No le reprochaban nada, a ésa. Sólo habrían deseado que acabara casándose, a fin de cuentas, sobre todo porque tenía ya un niño de dos años, que vivía con los abuelos.

    Estaba enfermo, ese niño, cada dos por tres, y, cuando estaba enfermo, el abuelo, la abuela, la madre lloraban juntos, de lo lindo, y sobre todo porque no tenía padre legítimo. En esos momentos se sienten más afectadas, las familias, por las situaciones irregulares. Creían, los abuelos, sin reconocerlo del todo, que los hijos naturales son más frágiles y se ponen enfermos con mayor frecuencia que los otros.

    En fin, el padre, el que creían que lo era, se había marchado y para siempre. Le habían hablado tanto de matrimonio, a aquel hombre, que había acabado cansándose. Debía de estar lejos ahora, si aún corría. Nadie había comprendido aquel abandono, sobre todo la propia hija, porque había disfrutado lo suyo jodiendo con ella.

    Conque, desde que se había marchado, el veleidoso, contemplaban los tres al niño y lloriqueaban y así. Ella se había entregado a aquel hombre, como ella decía, «en cuerpo y alma». Tenía que ocurrir y, según ella, eso explicaba todo. El pequeño había salido de su cuerpo y de una vez y la había dejado toda arrugada por las caderas. El espíritu se contenta con frases; el cuerpo es distinto, ése es más difícil, necesita músculos. Es siempre algo verdadero, un cuerpo; por eso ofrece casi siempre un espectáculo triste y repulsivo. He visto, también es cierto, pocas maternidades llevarse tanta juventud de una vez. Ya no le quedaban, por así decir, sino sentimientos, a aquella madre, y un alma. Nadie quería ya saber nada con ella.

    Antes de aquel nacimiento clandestino, la familia vivía en el barrio de las «Filies du Calvaire» y desde hacía muchos años. Si habían venido todos a exiliarse a Rancy, no había sido por gusto, sino para ocultarse, caer en el olvido, desaparecer en grupo.

    En cuanto resultó imposible disimular aquel embarazo a los vecinos, se habían decidido a abandonar su barrio de París para evitar todos los comentarios. Mudanza de honor.

    En Rancy, la consideración de los vecinos no era indispensable y, además, allí eran unos desconocidos y la municipalidad de aquella zona practicaba precisamente una política abominable, anarquista, en una palabra, de la que se hablaba en toda Francia, una política de golfos. En aquel medio de réprobos, el juicio de los demás no podía contar.

    La familia se había castigado espontáneamente, había roto toda relación con los parientes y los amigos de antes. Un drama había sido, un drama lo que se dice completo. Ya no tenían nada más que perder. Desclasados. Cuando quiere uno desacreditarse, se mezcla con el pueblo.

    No formulaban ningún reproche contra nadie. Sólo intentaban descubrir, por pequeños arranques de rebeldías inválidas, qué podía haber bebido el Destino el día que les había hecho una putada semejante, a ellos.

    La hija experimentaba, por vivir en Rancy, un solo consuelo, pero muy importante, el de poder en adelante hablar con libertad a todo el mundo de «sus nuevas responsabilidades». Su amante, al abandonarla, había despertado un deseo profundo de su naturaleza, imbuida de heroísmo y singularidad. En cuanto estuvo segura para el resto de sus días de que no iba a tener nunca una suerte absolutamente idéntica a la mayoría de las mujeres de su clase y de su medio y de que iba a poder recurrir siempre a la novela de su vida destrozada desde sus primeros amores, se conformó, encantada, con la gran desgracia de que era víctima y los estragos de la suerte fueron, en resumen, dramáticamente bienvenidos. Se pavoneaba en el papel de madre soltera.

    En su comedor, cuando entramos, su padre y yo, un alumbrado económico apenas permitía distinguir las caras sino como manchas pálidas, carnes repitiendo, machaconas, palabras que se quedaban rondando en la penumbra, cargada con ese olor a pimienta pasada que desprenden todos los muebles de familia.

    Sobre la mesa, en el centro, boca arriba, el niño, entre las mantillas, se dejaba palpar. Le apreté, para empezar, el vientre, con mucha precaución, poco a poco, desde el ombligo hasta los testículos, y después lo ausculté, aún con mucha seriedad.

    Su corazón latía con el ritmo de un gatito, seco y loco. Y después se hartó, el niño, del manoseo de mis dedos y de mis maniobras y se puso a dar alaridos, como pueden hacerlo los de su edad, inconcebiblemente. Era demasiado. Desde el regreso de Robinson, había empezado a sentirme muy extraño en la cabeza y en el cuerpo y los gritos de aquel nene inocente me causaron una impresión abominable. ¡Qué gritos, Dios mío! ¡Qué gritos! No podía soportarlos un instante más.

    Otra idea, seguramente, debió de determinar también mi absurda conducta. Crispado como estaba, no pude por menos de comunicarles en voz alta el rencor y el hastío que experimentaba desde hacía mucho, para mis adentros.

    «¡Eh -respondí, al nene aullador-, menos prisas, tontín! ¡Ya tendrás tiempo de sobra de berrear! ¡No te va a faltar, no temas, bobito! ¡No gastes todas las fuerzas! ¡No van a faltar desgracias para consumirte los ojos y la cabeza también y aun el resto, si no te andas con cuidado!»
    «¿Qué dice usted, doctor? -se sobresaltó la abuela. Me limité a repetir-: ¡No van a faltar, ni mucho menos!»
    «¿Qué? ¿Qué es lo que no falta?», preguntaba, horrorizada...
    «¡Intenten comprender! -le respondí-. ¡Intenten comprender! ¡Hay que explicarles demasiadas cosas! ¡Eso es lo malo! ¡Intenten comprender! ¡Hagan un esfuerzo!»
    «¿Qué es lo que no falta?... ¿Qué dice?» Y de repente se preguntaban, los tres, y la hija de las «responsabilidades» puso unos ojos muy raros y empezó a lanzar, también ella, unos gritos de aúpa. Acababa de encontrar una ocasión cojonuda para un ataque. No iba a desaprovecharla. ¡Era la guerra! ¡Y venga patalear! ¡Y ahogos! ¡Y estrabismos horrendos! ¡Estaba yo bueno! ¡Había que verlo! «¡Está loco, mamá! -gritaba asfixiándose-. ¡El doctor se ha vuelto loco! ¡Quítale a mi niño, mamá!» Salvaba a su hijo.

    Nunca sabré por qué, pero estaba tan excitada, que empezó a hablar con acento vasco. «¡Dice cosas espantosas! ¡Mamá!... ¡Es un demente!...»

    Me arrancaron el niño de las manos, como si lo hubieran sacado de las llamas. El abuelo, tan tímido antes, descolgó entonces su enorme termómetro de caoba, como una maza... Y me acompañó a distancia, hacia la puerta, cuyo batiente arrojó contra mí, con violencia, de un patadón.

    Por supuesto, aprovecharon para no pagarme la visita...

    Cuando volví a verme en la calle, no me sentía demasiado orgulloso de lo que acababa de ocurrirme. No tanto por mi reputación, que no podía ser peor en el barrio que la que ya me habían asignado, y sin que por ello hubiera necesitado yo intervenir, cuanto por Robinson, otra vez, del que había esperado librarme con un arrebato de franqueza, encontrando en el escándalo voluntario la resolución de no volver a recibirlo, haciéndome como una escena brutal a mí mismo.

    Así, había yo calculado: ¡Voy a ver, a título experimental, todo el escándalo que puede llegar a hacerse de una sola vez! Sólo, que no se acaba nunca con el escándalo y la emoción, no se sabe nunca hasta dónde habrá que llegar con la franqueza... Lo que los hombres te ocultan aún... Lo que te mostrarán aún... Si vives lo suficiente... Si profundizas bastante en sus mandangas... Había que empezar otra vez desde el principio.

    Tenía prisa por ir a ocultarme, yo también, de momento. Me metí, para volver a casa, por el callejón Gibet y después por la Rué des Valentines. Es un buen trecho de camino. Tienes tiempo de cambiar de opinión. Iba hacia las luces. En la Place Transitoire me encontré a Péridon, el farolero. Cambiamos unas palabras anodinas. «¿Va usted al cine, doctor?», me preguntó. Me dio una idea. Me pareció buena.

    En autobús se llega antes que en metro. Tras aquel intermedio vergonzoso, con gusto me habría marchado de Rancy de una vez y para siempre, si hubiera podido.

    A medida que te quedas en un sitio, las cosas y las personas se van destapando, pudriéndose, y se ponen a apestar a propósito para ti.

    De todos modos, hice bien en volver a Rancy, el día siguiente mismo, por Bébert, que cayó enfermo justo entonces. El colega Frolichon acababa de marcharse de vacaciones, la tía dudó y, al final, me pidió, de todos modos, que me ocupara de su sobrino, seguramente porque yo era el menos caro de los médicos que conocía.

    Ocurrió después de Semana Santa. Empezaba a hacer bueno. Pasaban sobre Rancy los primeros vientos del sur, los mismos que dejan caer todos los hollines de las fábricas sobre las ventanas.

    Duró semanas, la enfermedad de Bébert. Yo iba dos veces al día, a verlo. La gente del barrio me esperaba delante de la portería, como si tal cosa, y en los portales los vecinos también. Era como una distracción para ellos. Acudían de lejos para enterarse de si iba peor o mejor. El sol que pasa a través de demasiadas cosas no deja nunca en la calle sino una luz de otoño con pesares y nubes.

    Consejos recibí muchos a propósito de Bébert. Todo el barrio, en realidad, se interesaba por su caso. Hablaban a favor y después en contra de mi inteligencia. Cuando entraba yo en la portería, se hacía un silencio crítico y bastante hostil, de una estupidez abrumadora sobre todo. Estaba siempre llena de comadres amigas, la portería, las íntimas, conque apestaba a enaguas y a orina. Cada cual defendía su médico preferido, siempre más sutil, más sabio. Yo sólo presentaba una ventaja, en suma, pero justo la que difícilmente te perdonan, la de ser casi gratuito; perjudica al enfermo y a su familia, por pobre que ésta sea, un médico gratuito.

    Bébert no deliraba aún, simplemente ya no tenía las menores ganas de moverse. Empezó a perder peso todos los días. Un poco de carne amarillenta y fláccida le cubría el cuerpo, temblando de arriba abajo, cada vez que latía su corazón. Parecía que estuviera por todo el cuerpo, su corazón, bajo la piel, de tan delgado que se había quedado, Bébert, en más de un mes de enfermedad. Me dirigía sonrisas de niño bueno, cuando iba a verlo. Superó así, muy amable, los 39o y después los 40o y se quedó ahí durante días y después semanas, pensativo.

    La tía de Bébert había acabado callándose y dejándonos tranquilos. Había dicho todo lo que sabía, conque se iba a lloriquear, desconcertada, a los rincones de su portería, uno tras otro. La pena se le había presentado, por fin, al acabársele las palabras, ya no parecía saber qué hacer con la pena, intentaba quitársela sonándose los mocos, pero le volvía, su pena, a la garganta y con ella las lágrimas y volvía a empezar. Se ponía perdida y así llegaba a estar un poco más sucia aún que de costumbre y se asombraba: «¡Dios mío! ¡Dios mío!», decía. Y se acabó. Había llegado al límite de sí misma, a fuerza de llorar, y los brazos se le volvían a caer y se quedaba muy alelada, delante de mí.

    Volvía, de todos modos, hacia atrás en su pena y después volvía a decidirse y se ponía a sollozar otra vez. Así, semanas duraron aquellas idas y venidas en su pena. Había que prever un desenlace fatal para aquella enfermedad. Una especie de tifoidea maligna era, contra la cual acababa estrellándose todo lo que yo probaba, los baños, el suero... el régimen seco... las vacunas... Nada daba resultado. De nada servía que me afanara, todo era en vano. Bébert se moría, irresistiblemente arrastrado, sonriente.

    Se mantenía en lo alto de su fiebre como en equilibrio y yo abajo no daba pie con bola. Por supuesto, casi todo el mundo, e imperiosamente, aconsejó a la tía que me despidiera sin rodeos y recurriese rápido a otro médico, más experto, más serio.

    El incidente de la hija de las «responsabilidades» se había sabido en todas partes y se había comentado de lo lindo. Se relamían con él en el barrio.

    Pero, como los demás médicos avisados sobre la naturaleza del caso de Bébert se escabulleron, al final seguí yo. Puesto que a mí me había tocado, el caso de Bébert, debía continuar yo, pensaban, con toda lógica, los colegas.

    Ya no me quedaba otro recurso que ir hasta la tasca a telefonear de vez en cuando a otros facultativos, aquí y allá, que conocía más o menos bien, lejos, en París, en los hospitales, para preguntarles lo que harían ellos, los listos y considerados, ante una tifoidea como la que me traía de cabeza. Me daban buenos consejos, todos, en respuesta, buenos consejos inoperantes, pero, aun así, me daba gusto oírlos esforzarse de ese modo, y gratis por fin, por el pequeño desconocido al que yo protegía. Acabas alegrándote con cualquier cosilla de nada, con el poquito consuelo que la vida se digna dejarte.

    Mientras yo afinaba así, la tía de Bébert se desplomaba a derecha e izquierda por sillas y escaleras, no salía de su alelamiento sino para comer. Pero nunca, eso sí que no, se saltó una sola comida, todo hay que decirlo. Por lo demás, no le habrían dejado olvidarse. Sus vecinos velaban por ella. La cebaban entre los sollozos. «¡Da fuerzas!», le decían. Y hasta empezó a engordar.

    Tocante a olor de coles de Bruselas, en el momento álgido de la enfermedad de Bébert, hubo en la portería auténticas orgías. Era la temporada y le llegaban de todas partes, regaladas, coles de Bruselas, cocidas, humeantes.

    «Me dan fuerzas, ¡es verdad!... -reconocía de buena gana-. ¡Y hacen orinar bien!»

    Antes de que llegara la noche, por los timbrazos, para tener un sueño más ligero y oír en seguida la primera llamada, se atiborraba de café, así los inquilinos no despertaban a Bébert, llamando dos o tres veces seguidas. Al pasar por delante de la casa, por la noche, entraba yo a ver si por casualidad había acabado aquello. «¿No cree usted que cogió la enfermedad con la manzanilla al ron que se empeñó en beber en la frutería el día de la carrera ciclista?», suponía en voz alta, la tía. Esa idea la traía de cabeza desde el principio. Idiota.

    «¡Manzanilla!», murmuraba débilmente Bébert, como un eco perdido en la fiebre. ¿Para qué disuadirla? Yo realizaba una vez más los dos o tres simulacros profesionales que esperaban de mí y después volvía a reunirme con la noche, nada orgulloso, porque, igual que mi madre, nunca conseguía sentirme del todo inocente de las desgracias que sucedían.

    Hacia el decimoséptimo día, me dije, de todos modos, que haría bien en ir a preguntar qué pensaban en el Instituto Bioduret Joseph, de un caso de tifoidea de ese género, y pedirles, al tiempo, un consejo y tal vez una vacuna incluso, que me recomendarían. Así, lo habría hecho todo, lo habría probado todo, hasta las extravagancias, y, si moría Bébert, pues... tal vez no tuvieran nada que reprocharme. Llegué allí al Instituto, en el otro extremo de París, detrás de la Villette, una mañana hacia las once. Primero me hicieron pasearme por laboratorios y más laboratorios en busca de un sabio. Aún no había nadie, en aquellos laboratorios, ni sabios ni público, sólo objetos volcados en gran desorden, pequeños cadáveres de animales destripados, colillas, espitas de gas desportilladas, jaulas y tarros con ratones asfixiándose dentro, retortas, vejigas por allí tiradas, banquetas rotas, libros y polvo, más y más colillas por todos lados, con predominio del olor de éstas y el de urinario. Como había llegado muy temprano, decidí ir a dar una vuelta, ya que estaba, hasta la tumba del gran sabio Bioduret Joseph, que se encontraba en los propios sótanos del Instituto entre oros y mármoles. Fantasía burgueso-bizantina de refinado gusto. La colecta se hacía al salir del panteón, el guardián estaba refunfuñando incluso por una moneda belga que le habían endosado. A ese Bioduret se debe que muchos jóvenes optaran desde hace medio siglo por la carrera científica. Resultaron tantos fracasados como a la salida del Conservatorio. Acabamos todos, por lo demás, pareciéndonos tras algunos años de no haber logrado nada. En las zanjas de la gran derrota, un «laureado de facultad» vale lo mismo que un «Premio de Roma». Lo que pasa es que no cogen el autobús a la misma hora. Y se acabó.

    Tuve que esperar bastante tiempo aún en los jardines del Instituto, pequeña combinación de cárcel y plaza pública, jardines, flores colocadas con cuidado a lo largo de aquellas paredes adornadas con mala intención.

    De todos modos, algunos jóvenes del personal acabaron llegando los primeros, muchos de ellos traían ya provisiones del mercado cercano, en grandes redecillas y parecían estar boqueras. Y después los sabios cruzaron, a su vez, la verja, más lentos y reticentes que sus modestos subalternos, en grupitos mal afeitados y cuchicheantes. Iban a dispersarse al fondo de los corredores y descascarillando la pintura de las paredes. La entrada de viejos escolares entrecanos, con paraguas, atontados por la rutina meticulosa, las manipulaciones desesperadamente repulsivas, atados por salarios de hambre durante toda su madurez a aquellas cocinillas de microbios, recalentando aquel guiso interminable de legumbres, cobayas asfícticos y otras porquerías inidentificables.

    Ya no eran, a fin de cuentas, ellos mismos sino viejos roedores domésticos, monstruosos, con abrigo. La gloria en nuestro tiempo apenas sonríe sino a los ricos, sabios o no. Los plebeyos de la Investigación no podían contar, para seguir manteniéndose vivos, sino con su propio miedo a perder la plaza en aquel cubo de basura caliente, ilustre y compartimentado. Se aferraban esencialmente al título de sabio oficial. Título gracias al cual los farmacéuticos de la ciudad seguían confiándoles los análisis (mezquinamente retribuidos, por cierto) de las orinas y los esputos de la clientela. Raquíticos y azarosos ingresos de sabio.

    En cuanto llegaba, el investigador metódico iba a inclinarse ritualmente unos minutos sobre las tripas biliosas y corrompidas del conejo de la semana pasada, el que se exponía de modo permanente, en un rincón del cuarto, benditera de inmundicias. Cuando su olor llegaba a ser irresistible de verdad, sacrificaban otro conejo, pero antes no, por las economías en que el profesor Jaunisset, ilustre secretario del Instituto, se empeñaba en aquella época con mano fanática.

    Ciertas podredumbres animales sufrían, por esa razón, por economía, increíbles degradaciones y prolongaciones. Todo es cuestión de costumbre. Algunos ayudantes de laboratorio bien entrenados habrían cocinado perfectamente dentro de un ataúd en actividad, pues ya la putrefacción y sus tufos no les afectaban. Aquellos modestos ayudantes de la gran investigación científica llegaban incluso, en ese sentido, a superar en economía al propio profesor Jaunisset, pese a ser éste de una sordidez proverbial, y lo vencían en su propio juego, al aprovechar el gas de sus estufas, por ejemplo, para prepararse numerosos cocidos personales y muchos otros guisos lentos, más peligrosos aún.

    Cuando los sabios habían acabado de realizar el examen distraído de las tripas del cobaya y del conejo ritual, habían llegado despacito al segundo acto de su vida científica cotidiana, el del pitillo. Intento de neutralización de los hedores ambientes y del hastío mediante el humo del tabaco. De colilla en colilla, los sabios acababan, de todos modos, su jornada, hacia las cinco de la tarde. Volvían entonces a poner con mucho cuidado las putrefacciones a templar en la estufa bamboleante. Octave, el ayudante, ocultaba sus judías cociditas en un periódico para mejor pasar con ellas impunemente por delante de la portera. Fintas. Preparadita se llevaba la cena, a Gargan. El sabio, su maestro, añadía unas líneas al libro de experimentos, tímidamente, como una duda, con vistas a una próxima comunicación totalmente ociosa, pero justificativa de su presencia en el Instituto y de las escasas ventajas que entrañaba, incordio que tendría que decidirse, de todos modos, a acometer en breve ante alguna Academia infinitamente imparcial y desinteresada.

    El sabio auténtico tarda veinte buenos años, por término medio, en realizar el gran descubrimiento, el que consiste en convencerse de que el delirio de unos no hace, ni mucho menos, la felicidad de los otros y de que a cada cual, aquí abajo, incomodan las manías del vecino.

    El delirio científico, más razonado y frío que los otros, es al mismo tiempo el menos tolerable de todos. Pero cuando has conseguido algunas facilidades para subsistir, aunque sea miserablemente, en determinado lugar, con ayuda de ciertos paripés, no te queda más remedio que perseverar o resignarte a cascar como un cobaya. Las costumbres se adquieren más rápido que el valor y sobre todo la de jalar.

    Conque iba yo buscando a mi Parapine por el Instituto, ya que había acudido a propósito desde Rancy para verlo. Debía, pues, perseverar en mi búsqueda. No era fácil. Tuve que volver a empezar varias veces, vacilando largo rato entre tantos pasillos y puertas.

    No almorzaba, aquel solterón, y sólo cenaba dos o tres veces por semana como máximo, pero entonces con avaricia, con el frenesí de los estudiantes rusos, todas cuyas caprichosas costumbres conservaba.

    Tenía fama, aquel Parapine, en su medio especializado, de la más alta competencia. Todo lo relativo a las enfermedades tifoideas le era familiar, tanto las animales como las humanas. Su fama databa de veinte años antes, de la época en que ciertos autores alemanes afirmaron un buen día haber aislado vibriones de Eberth en el exudado vaginal de una niña de dieciocho meses. Se armó un gran alboroto en el dominio de la verdad. Parapine, encantado, respondió sin demora en nombre del Instituto Nacional y superó a la primera a aquel teutón farolero cultivando, por su parte, el mismo germen pero en estado puro y en el esperma de un inválido de setenta y dos años. Se hizo célebre al instante, con lo que ya le bastaba, hasta su muerte, con emborronar regularmente algunas columnas ilegibles en diversas publicaciones especializadas para mantenerse en candelero. Cosa que hizo sin dificultad, por lo demás, desde aquel día de audacia y fortuna.

    Ahora el público científico serio le daba crédito y confianza. Eso dispensaba al público serio de leerlo.

    Si se pusiera a criticar, dicho público, no habría progreso posible. Se perdería un año con cada página.

    Cuando llegué ante la puerta de su celda, Serge Parapine estaba escupiendo a los cuatro ángulos del laboratorio con una saliva incesante y una mueca tan asqueada, que daba que pensar. Se afeitaba de vez en cuando, Parapine, pero, aun así, conservaba en las mejillas bastantes pelos como para tener aspecto de evadido. Tiritaba sin cesar o, al menos, eso parecía, pese a no quitarse nunca el abrigo, bien surtido de manchas y sobre todo de caspa, que dispersaba después con toquecitos de las uñas en derredor, al tiempo que el mechón, siempre oscilante, le caía sobre la nariz, verde y rosa.

    Durante mi período de prácticas en la Facultad, Parapine me había dado algunas lecciones de microscopio y pruebas en diversas ocasiones de auténtica benevolencia. Yo esperaba que, desde aquella época tan lejana, no me hubiera olvidado del todo y estuviera en condiciones de darme tal vez un consejo terapéutico de primerísimo orden para el caso de Bébert, que me obsesionaba de verdad.

    Estaba claro, salvar a Bébert era mucho más importante para mí que impedir la muerte de un adulto. Nunca acaba de desagradarte del todo que un adulto se vaya, siempre es un cabrón menos sobre la tierra, te dices, mientras que en el caso de un niño no estás, ni mucho menos, tan seguro. Está el futuro por delante.

    Enterado Parapine de mis dificultades, se mostró deseoso de ayudarme y orientar mi terapéutica peligrosa, sólo que él había aprendido, en veinte años, tantas y tan diversas cosas, y con demasiada frecuencia tan contradictorias, sobre la tifoidea, que había llegado a serle muy difícil ahora y, como quien dice, imposible formular, en relación con esa afección tan corriente y su tratamiento, la menor opinión concreta o categórica.

    «Ante todo, ¿cree usted, querido colega, en los sueros? -empezó preguntándome-. ¿Eh? ¿Qué me dice usted?... Y las vacunas, ¿qué?... En una palabra, ¿cuál es su impresión?... Inteligencias preclaras ya no quieren ni oír hablar en la actualidad de las vacunas... Es audaz, colega, desde luego... También a mí me lo parece... Pero en fin... ¿Eh? ¿De todos modos? ¿No le parece que algo de cierto hay en ese negativismo?... ¿Qué opina usted?»

    Las frases salían de su boca a saltos terribles entre avalanchas de erres enormes.

    Mientras se debatía, como un león, entre otras hipótesis furiosas y desesperadas, Jaunisset, que aún vivía en aquella época, el grande e ilustre secretario, fue a pasar justo bajo nuestras ventanas, puntual y altanero.

    Al verlo, Parapine palideció aún más, de ser posible, y cambió, nervioso, de conversación, impaciente por manifestarme al instante el asco que le provocaba la simple visión cotidiana de aquel Jaunisset, gloria universal, por cierto. Me lo calificó, al famoso Jaunisset, en un instante de falsario, maníaco de la especie más temible, y le atribuyó, además, más crímenes monstruosos, inéditos y secretos que los necesarios para poblar un presidio entero durante un siglo.

    Y yo ya no podía impedir que me diera, Parapine, cien mil detalles odiosos sobre el grotesco oficio de investigador, al que se veía obligado a atenerse, para poder jalar, odio más preciso, más científico, la verdad, que los emanados por los otros hombres colocados en condiciones semejantes en oficinas o almacenes.

    Emitía aquellas opiniones en voz muy alta y a mí me asombraba su franqueza. Su ayudante de laboratorio nos escuchaba. Había terminado, también él, su cocinilla y se ajetreaba, por cubrir el expediente, entre estufas y probetas, pero estaba tan acostumbrado, el ayudante, a oír a Parapine con sus maldiciones, por así decir, cotidianas, que ahora esas palabras, por exorbitantes que fueran, le parecían absolutamente académicas e insignificantes. Ciertos modestos experimentos personales que llevaba a cabo con mucha seriedad, el ayudante, en una de las estufas del laboratorio, le parecían, contrariamente a lo que contaba Parapine, prodigiosos y deliciosamente instructivos. Los furores de Parapine no conseguían distraerlo. Antes de irse, cerraba la puerta de la estufa sobre sus microbios personales, como sobre un tabernáculo, tierna, escrupulosamente.

    «¿Ha visto usted a mi ayudante, colega? ¿Ha visto usted a ese viejo y cretino ayudante? -dijo Parapine, sobre él, en cuanto hubo salido-. Bueno, pues, pronto hará treinta años que no oye hablar a su alrededor, mientras barre mis basuras, sino de ciencia y de lo lindo y sinceramente, la verdad... y, sin embargo, lejos de estar asqueado, ¡él es ahora el único que ha acabado creyendo en ella aquí mismo! A fuerza de manosear mis cultivos, ¡le parecen maravillosos! Se relame... ¡La más insignificante de mis chorradas lo embriaga! Por lo demás, ¿no ocurre así en todas las religiones? ¿Acaso no hace siglos que el sacerdote piensa en cualquier otra cosa menos en Dios, mientras que su varaplata aún cree en él?... ¿Y a pie juntillas? ¡Es como para vomitar, la verdad!... ¡Pues no llega este bruto hasta el ridículo extremo de copiar al gran Bioduret Joseph en el traje y la perilla! ¿Se ha fijado usted?... A propósito, le diré, en confianza, que el gran Bioduret no difería de mi ayudante sino por su reputación mundial y la intensidad de sus caprichos... Con su manía de aclarar perfectamente las botellas y vigilar desde una proximidad increíble el nacimiento de las polillas, siempre me pareció monstruosamente vulgar, a mí, ese inmenso genio experimental... Quítele al gran Bioduret su prodigiosa mezquindad doméstica y dígame, haga el favor, qué queda de admirable. ¿Qué? Una figura hostil de portero quisquilloso y malévolo. Y se acabó. Además, lo demostró de sobra en la Academia, lo cerdo que era, durante los veinte años que pasó en ella, detestado por casi todo el mundo; tuvo encontronazos con casi todos y la tira de veces... Era un megalómano ingenioso... Y se acabó.»

    Parapine se disponía a su vez, con calma, a marcharse. Lo ayudé a pasarse una especie de bufanda en torno al cuello y encima de la caspa de siempre una especie de mantilla también. Entonces se acordó de que yo había ido a verlo a propósito de algo concreto y urgente. «Es verdad -dijo- que estaba aburriéndolo con mis asuntillos y me olvidaba de su enfermo. ¡Perdóneme y volvamos rápido a su tema! Pero, ¿qué decirle, a fin de cuentas, que no sepa usted ya? Entre tantas teorías vacilantes, experiencias indiscutibles, ¡lo racional sería, en el fondo, no elegir! Conque haga lo que pueda, ¡ande, colega! Ya que debe usted hacer algo, ¡haga lo que pueda! Por cierto que a mí, puedo asegurárselo confidencialmente, ¡esa afección tífica ha llegado a asquearme hasta grados indecibles! ¡Inimaginables incluso! Cuando yo la abordé en mi juventud, la tifoidea, tan sólo éramos unos pocos los que investigábamos ese terreno, es decir, que sabíamos exactamente cuántos éramos y podíamos realzarnos mutuamente... Mientras que ahora, ¿qué decirle? ¡Llegan de Laponia, amigo! ¡de Perú! ¡Cada día más! ¡Llegan de todas partes especialistas! ¡Los fabrican en serie en Japón! En el plazo de unos años he visto el mundo inundado con un auténtico diluvio de publicaciones universales y descabelladas sobre ese mismo tema tan machacado. Me resigno, para conservar mi plaza y defenderla, desde luego, bien que mal, a producir y reproducir mi articulito, siempre el mismo, de un congreso a otro, de una revista a otra, al que me limito a aportar, hacia el final de cada temporada, algunas modificaciones sutiles y anodinas, del todo accesorias... Pero, aun así, créame, colega, la tifoidea, en nuestros días, es algo tan trillado como la mandolina o el banjo. ¡Es como para morirse, ya digo! Cada cual quiere tocar una tonadilla a su manera. No, prefiero confesárselo, no me siento con fuerzas para preocuparme más; lo que busco para acabar mi existencia es un rinconcito de investigaciones muy tranquilas, con las que no me granjee ni enemigos ni discípulos, sino esa mediocre notoriedad sin envidias con la que me contento y que tanto necesito. Entre otras paparruchas, se me ha ocurrido el estudio de la influencia comparativa de la calefacción central en las hemorroides de los países septentrionales y meridionales. ¿Qué le parece? ¿Higiene? ¿Régimen? Están de moda, esos cuentos, ¿verdad? Semejante estudio, convenientemente encarrilado y prolongado lo suyo, me valdrá el favor de la Academia, no me cabe duda, que cuenta con una mayoría de vejestorios, a quienes esos problemas de calefacción y hemorroides no pueden dejar indiferentes. ¡Fíjese lo que han hecho por el cáncer, que tan de cerca los afecta!... ¿Que después la Academia me honra con uno de sus premios sobre higiene? ¿Qué sé yo? ¿Diez mil francos? ¿Eh? Pues tendré para pagarme un viaje a Venecia... En mi juventud fui con frecuencia a Venecia, mi joven amigo... ¡Pues sí! Se muere de hambre allí igual que en otros sitios... Pero se respira allí un olor a muerte suntuoso, que no es fácil de olvidar después...»

    En la calle, tuvimos que volver, veloces, sobre nuestros pasos para buscar sus chanclos, que había olvidado. Con eso nos retrasamos. Y después nos apresuramos hacia un sitio, no me dijo cuál.

    Por la larga Rué de Vaugirard, salpicada de legumbres y estorbos, llegamos a la entrada de una plaza rodeada de castaños y agentes de policía. Nos colamos hasta la sala trasera de un pequeño café, donde Parapine se apostó detrás de un cristal, protegido por un visillo.

    «¡Demasiado tarde! -dijo, despechado-. ¡Ya han salido!»
    «¿Quiénes?»
    «Las alumnitas del instituto... Mire, hay algunas encantadoras... Me conozco sus piernas de memoria. No puedo imaginar nada mejor para acabar el día... ¡Vámonos! Otro día será...»

    Y nos separamos muy amigos.

    Habría preferido no tener que volver nunca a Rancy. Desde aquella misma mañana que me había marchado de allí, casi había olvidado mis preocupaciones habituales; estaban aún tan incrustadas en Rancy, que no me seguían. Se habrían muerto allí, tal vez, mis preocupaciones, de abandono, como Bébert, si yo no hubiese regresado. Eran preocupaciones de suburbio. Sin embargo, por la Rué Bonaparte, me volvió la reflexión, la triste. Y, sin embargo, es una calle como para dar placer, más bien, al transeúnte. Pocas hay tan acogedoras y agradables. Pero, al acercarme al río, me iba entrando miedo, de todos modos. Empecé a dar vueltas. No conseguía decidirme a cruzar el Sena. ¡Todo el mundo no es César! Al otro lado, en la otra orilla, comenzaban mis penas. Decidí esperar así, a la orilla izquierda, hasta la noche. En último caso, unas horas de sol ganadas, me decía.

    El agua venía a chapotear junto a los pescadores y me senté a ver lo que hacían. La verdad es que no tenía ninguna prisa yo tampoco, tan poca como ellos. Me parecía haber llegado al momento, a la edad tal vez, en que sabes perfectamente lo que pierdes cada hora que pasa. Pero aún no has adquirido la sabiduría necesaria para pararte en seco en el camino del tiempo, pero es que, si te detuvieras, no sabrías qué hacer tampoco, sin esa locura por avanzar que te embarga y que admiras durante toda la juventud. Ya te sientes menos orgulloso, de tu juventud, aún no te atreves a reconocerlo en público, que acaso no sea sino eso, tu juventud, el entusiasmo por envejecer.

    Descubres en tu ridículo pasado tanta ridiculez, engaño y credulidad, que desearías acaso dejar de ser joven al instante, esperar a que se aparte, la juventud, esperar a que te adelante, verla irse, alejarse, contemplar toda tu vanidad, llevarte la mano a tu vacío, verla pasar de nuevo ante ti, y después marcharte tú, estar seguro de que se ha ido de una vez, tu juventud, y, tranquilo entonces, por tu parte, volver a pasar muy despacio al otro lado del Tiempo para ver, de verdad, cómo son la gente y las cosas.

    A la orilla del río, los pescadores no se estrenaban. Ni siquiera parecía importarles demasiado pescar o no. Los peces debían de conocerlos. Se quedaban allí, todos, haciendo como que pescaban. Los últimos rayos de sol, deliciosos, mantenían aún un poco de calorcito a nuestro alrededor y hacían saltar sobre el agua pequeños reflejos entreverados de azul y oro. Viento llegaba muy fresco de enfrente por entre los altos árboles, muy sonriente, el viento, asomándose por entre mil hojas, en ráfagas suaves. Se estaba bien. Dos buenas horas permanecimos así, sin pescar nada, sin hacer nada. Y después el Sena se obscureció y la esquina del puente se puso roja con el crepúsculo. El mundo, al pasar por el muelle, nos había olvidado allí, entre la orilla y el agua.

    La noche salió de debajo de los arcos, subió a lo largo del castillo, tomó la fachada, las ventanas, una tras otra, que flameaban ante la sombra. Y después se apagaron también, las ventanas.

    Ya sólo quedaba marcharse una vez más.

    Los libreros de lance de las orillas del río estaban cerrando sus cajas. «¿Vienes?», fue y gritó la mujer, por encima del pretil a su marido, a mi lado, quien, por su parte, cerraba sus instrumentos y la silla de tijera y los gusanos. Refunfuñó y todos los demás pescadores refunfuñaron tras él y volvimos a subir, yo también, arriba, refunfuñando hacia donde pasaba la gente. Hablé a su mujer, sólo para decirle algo amable, antes de que cayese la noche por todas partes. Al instante, quiso venderme un libro. Era uno que había olvidado meter en la caja, según decía. «Conque se lo daría más barato, regalado...», añadió. Un «Montaigne» viejo, uno de verdad, sólo por un franco. No tuve inconveniente en dar gusto a aquella mujer por tan poco dinero. Me lo quedé, su «Montaigne».

    Bajo el puente, el agua se había vuelto muy espesa. Yo ya no tenía el menor deseo de avanzar. En los bulevares, me tomé un café con leche y abrí aquel libro que me había vendido. Al abrirlo, me encontré con una carta que escribía a su mujer, el Montaigne, precisamente con motivo de la muerte de uno de sus hijos. Me interesó de inmediato, aquel pasaje, probablemente porque lo relacioné al instante con Bébert. «¡Ahí -iba y le decía el Montaigne, más o menos así, a su esposa-: No te preocupes, ¡anda, querida esposa!¡Tienes que consolarte!... ¡Todo se arreglará!... Todo se arregla en la vida... Por cierto, que -le decía también- precisamente ayer encontré entre los papeles viejos de un amigo mío una carta que Plutarco envió, también él, a su mujer en circunstancias idénticas a las nuestras... Y, como me ha parecido pero que muy bien escrita, su carta, querida esposa, ¡cojo y te la envío!... ¡Es una carta hermosa! Además, no quiero privarte de ella por más tiempo, ¡ya verás tú como te cura la pena!... ¡Mi querida esposa! ¡ Te la envío, esa hermosa carta! Es una carta, pero, ¡lo que se dice una carta, esa de Plutarco!... ¡Eso desde luego! ¡Vas a ver tú como te va a interesar!... ¡ Ya lo creo! ¡No dejes de consultarla enterita, querida esposa! ¡Léela bien! Enséñasela a los amigos. ¡ Y vuelve a leerla! ¡Ahora me siento del todo tranquilo! ¡Estoy seguro de que te va a devolver el aplomo!... Tu amante esposo. Michel.» Eso es, me dije, lo que se llama un trabajo de primera. Su mujer debía de estar orgullosa de tener un marido como su Michel, que no se preocupaba. En fin, era asunto de aquella gente. Tal vez nos equivoquemos siempre, a la hora de juzgar el corazón de los demás. ¿Acaso no sentían pena de verdad? ¿Pena de la época?

    Pero, en lo relativo a Bébert, había sido un día como para cortársela. No tenía potra yo con Bébert, vivo o muerto. Me parecía que no había nada para él en la Tierra, ni siquiera en Montaigne. Tal vez sea igual para todo el mundo, por lo demás; en cuanto insistes un poco, el vacío. El caso es que yo había salido de Rancy por la mañana y tenía que volver y regresaba con las manos vacías. Nada absolutamente traía para ofrecerle, ni a la tía tampoco.

    Una vueltecita por la Place Blanche antes de regresar.

    Vi gente por toda la Rué Lepic, aún más que de costumbre. Conque subí yo también, a ver. Delante de una carnicería, había una multitud. Había que apretujarse para ver lo que pasaba, en círculo. Un cerdo era, uno gordo, enorme. Gemía también él, en medio del círculo, como un hombre molestado, pero es que con ganas. Y, además, es que no paraban de hacerle de rabiar. La gente le retorcía las orejas, para oírlo gritar. Culebreaba y se ponía patas arriba, el cerdo, a fuerza de intentar escapar tirando de la cuerda, otros lo chinchaban y lanzaba alaridos aún más fuertes de dolor. Y se reían aún más.

    No sabía cómo esconderse, el grueso cerdo, en la poca paja que le habían dejado y que se volaba, cuando gruñía y resoplaba. No sabía cómo escapar de los hombres. Lo comprendía. Orinaba, al mismo tiempo, todo lo que podía, pero eso no servía de nada tampoco. Gruñir, aullar tampoco. No había nada que hacer. Se reían. El chacinero, dentro de su tienda, intercambiaba señas y bromas con los clientes y hacía gestos con un gran cuchillo.

    Estaba contento él también. Había comprado el cerdo y lo había atado para hacer propaganda. En la boda de su hija no se divertiría tanto.

    Seguía llegando y llegando gente ante la tienda para ver desplomarse el cerdo, con sus gruesos pliegues rosados, tras cada esfuerzo por escapar. Sin embargo, no era bastante aún. Hicieron que se le subiese encima un perrito arisco, al que azuzaban para que saltara y lo mordiese hasta en la carne, dilatada por la gordura. Entonces se divertían tanto, que ya no se podía avanzar. Vino la policía para dispersar los grupos.

    Cuando llegas a esas horas a lo alto del puente de Caulaincourt, distingues, más allá del gran lago de noche que hay sobre el cementerio, las primeras luces de Rancy. Está en la otra orilla, Rancy. Hay que dar toda la vuelta para llegar. ¡Está tan lejos! Tanto tiempo hay que andar y tantos pasos que dar en torno al cementerio para llegar a las fortificaciones, que parece como si dieras la vuelta a la noche misma.

    Y después, tras llegar a la puerta, en la oficina de arbitrios, pasas aún ante la oficina enmohecida en que vegeta el chupatintas verde. Entonces ya falta muy poco. Los perros de la zona están en su puesto, ladrando. Bajo un farol de gas, hay flores, a pesar de todo, las de la vendedora que espera siempre ahí, a los muertos que pasan día tras día, hora tras hora. El cementerio, otro, al lado, y después el Boulevard de la Révolte. Sube con todos sus faroles derecho y ancho hasta el centro de la noche. Basta con seguir, a la izquierda. Ésa era mi calle. No había nadie, la verdad, con quien encontrarse. Aun así, me habría gustado estar en otra parte y lejos. También me habría gustado ir en zapatillas para que no me oyeran volver a casa.

    Y, sin embargo, nada tenía que ver, yo, con que Bébert empeorara. Había hecho todo lo posible. No tenía nada que reprocharme. No era culpa mía que no se pudiese hacer nada en casos así. Llegué hasta delante de su puerta y, me pareció, sin que me vieran. Y después, tras haber subido, miré, sin abrir las persianas, por las rendijas para ver si aún había gente hablando ante la casa de Bébert. Salían aún algunos visitantes de la casa, pero no tenían el mismo aspecto que el día anterior, los visitantes. Una asistenta del barrio, a la que yo conocía bien, lloriqueaba al salir. «Está visto que está aún peor -me decía yo-. En cualquier caso, seguro que no va mejor... ¿Se habrá muerto ya? -me decía yo-. ¡Puesto que hay una que llora ya!...» El día había acabado.

    Me preguntaba, de todos modos, si no tenía yo nada que ver con aquello. Mi casa estaba fría y silenciosa. Como una pequeña noche en un rincón de la grande, a propósito para mí sólito.

    De vez en cuando llegaban ruidos de pasos y el eco entraba cada vez más fuerte en mi habitación, zumbaba, se extinguía... Silencio. Volví a mirar si pasaba algo fuera, enfrente. Sólo en mí pasaba, siempre haciéndome la misma pregunta.

    Acabé quedándome dormido con la pregunta, en mi noche propia, aquel ataúd, de tan cansado que estaba de andar y no encontrar nada.

    Más vale no hacerse ilusiones, la gente nada tiene que decirse, sólo se hablan de sus propias penas, está claro. Cada cual a lo suyo, la tierra para todos. Intentan deshacerse de su pena y pasársela al otro, en el momento del amor, pero no da resultado y, por mucho que hagan, la conservan entera, su pena, y vuelven a empezar, intentan otra vez endosársela a alguien. «Es usted muy guapa, señorita», van y dicen. Y reanudan la vida, hasta la próxima vez, en que volverán a probar el mismo miquillo. «¡Es usted guapísima, señorita!...»

    Y después venga jactarte, entretanto, de haberte librado de tu pena, pero todo el mundo sabe, verdad, que no es cierto y que te la has guardado pura y simplemente para ti sólito. Como te vuelves cada vez más feo y repugnante con ese juego, al envejecer, ya ni siquiera puedes disimularla, tu pena, tu fracaso, acabas con la cara cubierta de esa fea mueca que tarda veinte, treinta años y más en subir, por fin, del vientre al rostro. Para eso sirve, y para eso sólo, un hombre, una mueca, que tarda toda una vida en fabricarse y ni siquiera llega siempre a terminarla, de tan pesada y complicada que es, la mueca que habría de poner para expresar toda su alma de verdad sin perderse nada.

    La mía estaba precisamente perfilándomela bien, con facturas que no lograba pagar, poco elevadas, sin embargo, el alquiler imposible, el abrigo demasiado fino para la temporada y el frutero que se reía por la comisura de los labios al verme contar el dinero, vacilar ante el queso, enrojecer en el momento en que las uvas empezaban a costar caras. Y también por los enfermos, que nunca estaban contentos. Tampoco el golpe de la muerte de Bébert me había beneficiado, en el barrio. Sin embargo, la tía no estaba resentida conmigo. No se podía decir que se hubiera portado mal, la tía, en aquella circunstancia, no. Más bien por el lado de los Henrouille, en su hotelito, empecé a cosechar de repente la tira de problemas y a concebir temores.

    Un día, la vieja Henrouille, sin más ni más, salió de su cuarto, dejó a su hijo, a su nuera, y se decidió a venir ella sola a visitarme. No era mala idea. Y después volvió a menudo para preguntarme si de verdad creía yo que estaba loca. Era como una distracción para aquella vieja, venir a propósito a preguntarme eso. Me esperaba en el cuarto que me servía de sala de espera. Tres sillas y un velador.

    Y cuando volví a casa aquella noche, me la encontré en la sala de espera consolando a la tía de Bébert, contándole todo lo que había perdido ella, la vieja Henrouille, en punto a parientes por el camino, antes de llegar a su edad, sobrinas por docenas, tíos por aquí, por allá, un padre muy lejos, allí, a mitad del siglo pasado, y más tías y, además, sus propias hijas, desaparecidas, ésas, casi por todas partes, que ya no sabía muy bien ni dónde ni cómo, tan desdibujadas, tan vagarosas, sus propias hijas, que casi se veía obligada a imaginarlas ahora y con mucho esfuerzo aún, cuando quería hablar de ellas a los demás. Ya no eran del todo recuerdos siquiera, sus propios hijos. Arrastraba toda una tribu de defunciones antiguas y humildes en torno a sus viejos flancos, sombras mudas desde hacía mucho, penas imperceptibles que, de todos modos, intentaba aún remover un poco, con mucha dificultad, para consuelo, cuando yo llegué, de la tía de Bebert.

    Y después vino a verme Robinson, a su vez. Le presenté a todos. Amigos.

    Fue incluso aquel día, lo recordé más adelante, cuando adquirió la costumbre Robinson de encontrarse en mi sala de espera con la vieja Henrouille. Se hablaban. El día siguiente era el entierro de Bébert. «¿Irá usted? -preguntaba la tía a todos los que encontraba-. Me alegraría mucho que fuera usted...»

    «Ya lo creo que iré -respondió la vieja-. Da gusto en esos momentos tener gente, alrededor.» Ya no se la podía retener en su cuchitril. Se había vuelto una pindonga.
    «¡Ah, entonces muy bien, si viene usted! -le daba las gracias la tía-. Y usted, señor, ¿vendrá también?», preguntó a Robinson.
    «A mí los entierros me dan miedo, señora, no me lo tome en cuenta», respondió él para escabullirse.

    Y después cada uno de ellos habló aún lo suyo, sólo de sus asuntos, casi con violencia, incluso la muy vieja Henrouille, que se metió en la conversación. Demasiado alto hablaban todos, como en el manicomio.

    Entonces fui a buscar a la vieja para llevarla al cuarto contiguo, donde pasaba consulta.

    No tenía gran cosa que decirle. Era ella más bien la que me preguntaba cosas. Le prometí que no insistiría con lo del certificado. Volvimos a la otra habitación a sentarnos con Robinson y la tía y discutimos todos durante una buena hora el infortunado caso de Bébert. Todo el mundo era de la misma opinión, no había duda, en el barrio: que si yo me había esforzado por salvar al pequeño Bébert, que si sólo era una fatalidad, que si me había portado bien, en una palabra, lo que era casi una sorpresa para todo el mundo. La vieja Henrouille, cuando le dijeron la edad del niño, siete años, pareció sentirse mejor y como tranquilizada. La muerte de un niño tan pequeño le parecía sólo un auténtico accidente, no una muerte normal y que pudiera hacerla reflexionar, a ella.

    Robinson se puso a contarnos una vez más que los ácidos le quemaban el estómago y los pulmones, lo asfixiaban y le hacían escupir muy negro. Pero la vieja Henrouille, por su parte, no escupía, no trabajaba en los ácidos, conque lo que Robinson contaba sobre ese tema no podía interesarle. Había venido sólo para saber bien a qué atenerse respecto a mí. Me miraba por el rabillo del ojo, mientras yo hablaba, con sus pequeñas pupilas ágiles y azuladas y Robinson no perdía ripio de toda aquella inquietud latente entre nosotros. Estaba obscura mi sala de espera, la alta casa de la otra acera palidecía enteramente antes de ceder ante la noche. Después, sólo se oyeron nuestras voces y todo lo que siempre parecen ir a decir, las voces, y nunca dicen.

    Cuando me quedé solo con él, intenté hacerle comprender que no quería volver a verlo en absoluto, a Robinson, pero, aun así, volvió hacia fines de mes y después casi todas las tardes. Es cierto que no se encontraba nada bien del pecho.

    «El Sr. Robinson ha vuelto a preguntar por usted... -me recordaba mi portera, que se interesaba por él-. No saldrá de ésta, ¿verdad?... -añadía-. Seguía tosiendo, cuando ha venido...» Sabía muy bien que me irritaba que me hablara de eso.

    Es cierto que tosía. «No hay manera -predecía él mismo-, no voy a levantar cabeza nunca...»

    «¡Espera al verano próximo! ¡Un poco de paciencia! Ya verás... Se irá solo...»

    En fin, lo que se dice en esos casos. Yo no podía curarlo, mientras trabajara con los ácidos... Aun así, intentaba reanimarlo.

    «¿Que me voy a curar solo? -respondía-. ¡Me tienes contento!... Como si fuera fácil respirar como yo respiro... A ti me gustaría verte con algo así en el pecho... Te desinflas con una cosa como la que yo tengo en el pecho... Conque ya lo sabes...»
    «Estás deprimido, estás pasando por un mal momento, pero cuando te encuentres mejor... Aunque sólo sea un poco, verás...»
    «¿Un poco mejor? ¡Al hoyo voy a ir un poco mejor! ¡Mejor me habría ido, sobre todo, quedándome en la guerra! ¡Eso desde luego! A ti sí que te va bien, desde que has vuelto... ¡No puedes quejarte!»

    Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a todas sus desgracias, y no hay quien los saque de ahí. Con eso ocupan el alma. Se vengan de la injusticia de su presente trabajándose en lo más hondo de su interior con mierda. Justos y cobardes son, en lo más hondo. Es su naturaleza.

    Yo ya no le respondía nada. Conque se cabreaba conmigo.

    «¡Ya ves que tú también eres de la misma opinión!»

    Para estar tranquilo, iba a buscarle un jarabe contra la tos. Es que sus vecinos se quejaban de que no paraba de toser y no podían dormir. Mientras le llenaba la botella, se preguntaba aún dónde había podido pescarla, aquella tos invencible. Me pedía también que le pusiera inyecciones: con sales de oro.

    «Si la palmo con las inyecciones, pues mira, ¡no habré perdido nada!»

    Pero yo me negaba, por supuesto, a emprender una terapéutica heroica cualquiera. Quería, ante todo, que se fuese.

    Yo había perdido los ánimos sólo de verlo andar por la casa. Esfuerzos indecibles me costaba ya no abandonarme a mi propia miseria, no ceder al deseo de cerrar la puerta una vez por todas y veinte veces al día me repetía:

    «¿Para qué?» Conque escuchar encima sus jeremiadas era demasiado, la verdad.
    «¡No tienes valor, Robinson! -acababa diciéndole-. Deberías casarte, tal vez recuperarías el gusto por la vida...»

    Si hubiera tomado esposa, me habría dejado en paz un poco. Al oír eso, se iba muy ofendido. No le gustaban mis consejos, sobre todo ésos. Ni siquiera me respondía sobre esa cuestión del matrimonio. Era, también es verdad, un consejo muy tonto, el que yo le daba.

    Un domingo, en que yo no estaba de servicio, salimos juntos. En la esquina del Boulevard Magnanime, fuimos a la terraza a tomar un casis y un refresco. No hablábamos demasiado, ya no teníamos gran cosa que decirnos. En primer lugar, ¿de qué sirven las palabras, cuando ya sabes a qué atenerte? Para reñir y se acabó. No pasan muchos autobuses los domingos. Desde la terraza es casi un placer ver el bulevar tan limpio, tan descansado también, delante. Oíamos el gramófono de la tasca detrás.

    «¿Oyes? -va y me dice Robinson-. Toca canciones de América, ese gramófono; las reconozco, esas canciones, son las mismas que oíamos en Detroit, en casa de Molly...»

    Durante los dos años que había pasado allí, no se había enterado apenas de la vida de los americanos; ahora, que le había gustado, de todos modos, su música, con la que intentan evadirse, también ellos, de su terrible rutina y del pesar aplastante de hacer todos los días la misma cosa y gracias a la cual se contonean con la vida, que no tiene sentido, un poco, mientras suena. Osos, aquí, allá.

    No se acababa su bebida, de tanto pensar en todo aquello. Un poco de polvo se elevaba por todos lados. En torno a los plátanos, corretean los niños, embadurnados y ventrudos, atraídos, también ellos, por el disco. Nadie se resiste, en el fondo, a la música. No tiene uno nada que hacer con su corazón, lo entrega con gusto. Hay que oír en el fondo de todas las músicas la tonada sin notas, compuesta para nosotros, la melodía de la Muerte.

    Algunas tiendas abren también el domingo por cabezonería: la vendedora de zapatillas sale y pasea, parloteando, de un escaparate vecino a otro, sus kilos de varices en las piernas.

    En el quiosco, los periódicos de la mañana cuelgan deformados y un poco amarillos ya, formidable alcachofa de noticias ya casi rancia. Un perro se mea, rápido, encima; la vendedora dormita.

    Un autobús vacío corre hacia su cochera. Las ideas también acaban teniendo su domingo, te sientes mas afortunado aún que de costumbre. Estás ahí, vacío. Dan ganas de charlar. Estás contento. No tienes nada de que hablar, porque en el fondo no te sucede nada, eres demasiado pobre. ¿Habrás asqueado a la existencia? Sería normal.

    «¿No se te ocurre algo, a ti, que pudiera yo hacer, para dejar mi oficio, que me está matando?»

    Salía de su reflexión.

    «Me gustaría dejarlo, ¿comprendes? Estoy harto de matarme a currelar como un mulo... Quiero ir a pasearme, yo también... ¿No conocerás a alguien que necesite a un chófer, por casualidad?... Conoces la tira de gente, tú.»

    Eran ideas de domingo, ideas de caballero, las que se le ocurrían. Yo no me atrevía a disuadirlo, a insinuarle que con una cara de asesino boqueras como la suya nadie le confiaría nunca su automóvil, que siempre conservaría su pinta extraña, con o sin librea.

    «La verdad es que no me das muchos ánimos. Entonces, según tú, ¿no voy a librarme nunca?... O sea, ¿que no vale la pena siquiera que lo intente?... En América no corría demasiado, me decías... En África, el calor me mataba... Aquí, no soy bastante inteligente... El caso es que en todas partes algo me sobra o me falta... Pero todo eso, ya lo veo, ¡son cuentos! ¡Ah, si tuviera pasta!... Todo el mundo me consideraría muy simpático aquí... allá... Y en todas partes... En América incluso... ¿Acaso no es verdad lo que digo? ¿Y tú?... Lo que nos haría falta es ser propietarios de una casita de pisos con seis inquilinos que pagaran puntuales...»
    «Eso sí que es verdad», respondí.

    No salía de su asombro por haber llegado a esa importante conclusión él solo. Conque me echó una mirada rara, como si de repente descubriera en mí un aspecto insólito de desgraciado.

    «La verdad es que tú, cuando lo pienso, eres capitán general. Vendes tus trolas a los que están cascando y todo lo demás te la trae floja... Nadie te controla, nada... Llegas y te marchas cuando quieres; en una palabra, tienes libertad... Pareces amable, pero, ¡menudo cabrón estás hecho tú, en el fondo!...»
    «¡Eres injusto, Robinson!»
    «Oye, búscame algo, ¡anda!»

    Estaba decidido a dejar para otros su trabajo con los ácidos...

    Nos marchamos por las callejuelas laterales. Al atardecer, aún se podría pensar que es un pueblo Rancy. Las puertas de los huertos están entornadas. El gran patio está vacío. La casita del perro, también. Una tarde, como ésta, hace ya mucho, los campesinos se marcharon de su casa, expulsados por la ciudad, que salía de París. Ya sólo quedan uno o dos comercios de aquellos tiempos, invendibles y enmohecidos e invadidos ya por las glicinas fláccidas, que cuelgan por las paredes, carmesíes de tanto anuncio pegado. La rastra colgada entre dos canalones ya no puede herrumbrarse más. Es un pasado que ya nadie toca. Se va sólito. Los inquilinos de ahora están demasiado cansados por la tarde como para ponerse a arreglar nada delante de sus casas, cuando regresan. Se limitan a ir con sus mujeres a apretujarse en las tascas que quedan y beber. El techo muestra las marcas del humo de los quinqués colgantes de entonces. Todo el barrio temblequea sin quejarse con el continuo runrún de la nueva fábrica. Las tejas musgosas caen rodando sobre los salientes adoquines, como sólo existen ya en Versalles y en las prisiones venerables.

    Robinson me acompañó hasta el parquecillo municipal, totalmente rodeado de almacenes, adonde van a olvidarse sobre los céspedes tiñosos todos los abandonados de los alrededores, entre la bolera para los viejos chochos, la Venus raquítica y el montículo de arena para jugar a hacer pis. Y nos pusimos a hablar otra vez de esto y lo otro.

    «Mira, lo que siento es no poder soportar la bebida. -Su obsesión-. Cuando bebo, me da un dolor de estómago, que es que me muero. ¡Peor aún! -Y me demostraba al instante, con una serie de eructos, que ni siquiera había soportado bien la bebida de aquella misma tarde-. ¿Ves? Así.»

    Delante de su portal, se despidió de mí. «El Castillo de las Corrientes de Aire», como él decía. Desapareció. Yo creía que no iba a volver a verlo por un tiempo.

    Mis negocios parecieron recuperarse un poco y justo aquella misma noche.

    Simplemente, de la casa donde estaba la comisaría me llegaron dos llamadas urgentes. El domingo por la noche todos los suspiros, las emociones, las impaciencias se desmadran. El amor propio está de vacaciones y además achispado. Tras una jornada entera de libertad alcohólica, los esclavos, mira por dónde, se estremecen un poco, cuesta trabajo hacerlos comportarse, resoplan, bufan y hacen sonar sus cadenas.

    Tan sólo en la casa en la que estaba la comisaría, se desarrollaban dos dramas a la vez. En el primero agonizaba un canceroso, mientras que en el tercero había un aborto y la comadrona no conseguía ventilarlo. Daba, aquella matrona, consejos absurdos a todo el mundo, al tiempo que enjuagaba toallas y más toallas. Y después, entre dos inyecciones, se escapaba para ir a pinchar al canceroso de abajo, a diez francos la ampolla de aceite de alcanfor; baratito, ¿no? Para ella la jornada no tenía desperdicio.

    Todas las familias de aquella casa habían pasado el domingo en camisón y en mangas de camisa haciendo frente a los acontecimientos y bien reforzadas, las familias, por alimentos salpimentados. Apestaba a ajo y a olores aún más sabrosos por los pasillos y la escalera. Los perros se divertían haciendo cabriolas hasta el sexto. La portera quería enterarse de todo. Te la encontrabas por todos lados. Sólo bebía blanco, ésa, porque el tinto prolonga la regla.

    La comadrona, enorme y con bata, ponía en escena los dos dramas, en el primero, en el tercero, saltarina, transpirante, arrebatada y vindicativa. Mi llegada la irritó. Ella que tenía a su público bien cogido, la diva.

    En vano me las ingenié para tratarla con tino, para hacerme notar lo menos posible, considerar todo bien (cuando, en realidad, no había hecho, en su misión, sino abominables torpezas); mi llegada, mis palabras, la horrorizaban. No había nada que hacer. Una comadrona vigilada es tan amable como un panadizo. Ya no sabes dónde ponerla para que te perjudique lo menos posible. Las familias desbordaban por el piso, desde la cocina hasta los primeros peldaños, mezclándose con los otros parientes de la casa. ¡Y menudo si había parientes! Gordos y flacos aglomerados en racimos somnolientos bajo las luces de los quinqués colgantes. Pasaba el tiempo y llegaban más, de provincias, donde la gente se acuesta antes que en París. Esos ya estaban hartos. Todo lo que yo les contaba, a aquellos parientes del drama de abajo como a los del de arriba, se lo tomaban a mal.

    La agonía del primer piso duró poco. Tanto mejor y tanto peor. En el preciso momento en que le subía el último suspiro, su médico de cabecera, el doctor Omanon, subió, mira por dónde, como si tal cosa, para ver si había muerto, su cliente, y me echó una bronca él también, o casi, porque me encontró a su cabecera. Entonces le expliqué, a Omanon, que estaba de servicio municipal del domingo y que mi presencia era muy natural y volví a subir al tercero con mucha dignidad.

    La mujer de arriba seguía sangrando por el chichi. Poco le faltaba para ponerse a morir también sin tardanza. Un minuto para ponerle una inyección y ahí me teníais otra vez, abajo, junto al tipo de Omanon. Todo había terminado. Omanon acababa de marcharse. Pero, de todos modos, se había quedado con mis veinte francos, el muy cabrón. Un fracaso. Conque no quise perderme el sitio que había conseguido en la casa del aborto. Así es que subí a escape.

    Ante la vulva sangrante, expliqué más cosas aún a la familia. La comadrona, evidentemente, no opinaba como yo. Parecía casi que se ganara su parné contradiciéndome. Pero yo estaba allí, mala suerte, ¡allá películas si le gustaba o no! ¡Se acabaron las fantasías! ¡Me iba a ganar por lo menos cien pavos, si sabía montármelo y persistir! Calma de nuevo y ciencia, ¡qué leche! Resistir los asaltos en forma de comentarios y preguntas llenas de vino blanco que se cruzan implacables por encima de tu cabeza inocente es un currelo que para qué, nada cómodo. La familia decía lo que pensaba entre suspiros y eructos. La comadrona esperaba, por su parte, que yo metiera la pata bien, que me largase y le dejase los cien francos. Pero, ¡ya podía esperar sentada, la comadrona! Y mi alquiler, ¿qué? ¿Quién lo pagaría? Aquel parto iba de culo desde por la mañana, ya lo creo. Sangraba de lo lindo, ya lo creo también, pero no salía, ¡y había que saber aguantar!

    Ahora que el otro canceroso había muerto abajo, su público de agonía subía, furtivo, aquí. Puestos a pasar la noche en blanco, hecho ya el sacrificio, había que aprovechar para no perderse ninguna de las distracciones de los alrededores. La familia de abajo vino a ver si la cosa iba a terminar allí tan mal como en su casa. Dos muertos en la misma noche, en la misma casa, ¡iba a ser una emoción para toda la vida! ¡Ni más ni menos! Se oía, por los cascabeles, a los perros de todo el mundo saltando y haciendo cabriolas por las escaleras. Subían también, ésos. Gente venida de lejos entraba, con lo que ya no se cabía, susurrando. Las jovencitas aprendían de repente «las cosas de la vida», como dicen las madres; ponían, tiernas, cara de enteradas ante la desgracia. El instinto femenino de consolar. Un primo, que las espiaba desde por la mañana, estaba muy sorprendido. Ya no las dejaba ni a sol ni a sombra. Era una revelación en su fatiga. Todo el mundo estaba descamisado. Se casaría con una de ellas, el primo, pero le habría gustado verles las piernas también, ya que estaba, para poder elegir mejor.

    Aquella expulsión de feto no avanzaba, el conducto debía de estar seco, no se deslizaba, sólo seguía sangrando. Iba a ser su sexto hijo. ¿Dónde estaba el marido? Lo mandé llamar.

    Había que encontrar al marido para poder enviar a su mujer al hospital. Una parienta me lo había propuesto, que la enviara al hospital. Una madre de familia que quería irse a acostar, qué caramba, por los niños. Pero, cuando se habló del hospital, ya no se ponían de acuerdo. A unos les parecía bien lo del hospital, otros se mostraban absolutamente contrarios, por las conveniencias. No querían ni siquiera oír hablar de eso. Incluso se dijeron al respecto palabras duras, entre parientes, que no olvidarían nunca. Pasaron a la familia. La comadrona despreciaba a todo el mundo. Pero era al marido a quien yo, por mi parte, quería encontrar para poder consultarlo, para que nos decidiéramos, por fin, en un sentido o en otro. Entonces va y sale de entre un grupo, más indeciso aún que todos los demás, el marido. Y, sin embargo, era él quien tenía que decidir. ¿El hospital? ¿O no? ¿Qué quería? No sabía. Quería mirar. Conque fue y miró. Le destapé el agujero de su mujer, de donde chorreaban coágulos y después gluglús y luego toda su mujer entera, que mirara. Su mujer, que gemía como un perro enorme al que hubiera pillado un auto. No sabía, en una palabra, lo que quería. Le pasaron un vaso de blanco para darle fuerzas. Se sentó.

    Aun así, no se le ocurría nada. Era un hombre, aquel, que trabajaba con ganas durante el día. Todo el mundo lo conocía bien en el mercado y en la estación sobre todo, donde cargaba sacos de los hortelanos, y no pequeños, grandes y pesados, desde hacía quince años. Era famoso. Llevaba pantalones anchos, vagarosos, y la chaqueta también. No los perdía, pero no parecían importarle demasiado, la chaqueta y los pantalones. Sólo la tierra y seguir derecho en pie sobre ella parecía importarle, con los dos pies separados, como si se fuera a poner a temblar, la tierra, de un momento a otro, debajo. Pierre se llamaba.

    Esperamos. «¿Qué te parece, Pierre?», le preguntaron por turnos todos. Se rascó y después fue a sentarse, aquel Pierre, a la cabecera de su mujer, como si le costara reconocerla, ella que no paraba de traer al mundo dolores, y después lloró, algo así como una lágrima, Pierre, y después se volvió a levantar. Entonces volvieron a hacerle la misma pregunta. Fui preparando un volante para ingreso en el hospital. «¡Vamos, piensa, Pierre!», le pedía todo el mundo. Lo intentaba, desde luego, pero hacía señas de que no le venía. Se levantó y fue a vacilar hacia la cocina llevándose el vaso. ¿Para qué esperarlo? Habría podido durar el resto de la noche, su vacilación de marido, todo el mundo lo comprendía perfectamente. Mejor irse a otra parte.

    Cien francos perdidos para mí, ¡y se acabó! Pero, de todos modos, con aquella comadrona habría tenido problemas... Estaba visto. Y, además, ¡que no me iba a meter en maniobras operatorias delante de todo el mundo, con lo cansado que estaba! «¡Mala suerte! -me dije-. ¡Vámonos! Otra vez será... ¡Resignación! ¡Dejemos a la puta de la naturaleza en paz!»

    Apenas había llegado al descansillo, cuando ya me buscaban todos y el marido perdiendo el culo tras mí.

    «¡Eh, doctor! -fue y me gritó-. ¡No se vaya!»
    «¿Qué quiere usted que haga?», le respondí.
    «¡Espere! ¡Lo acompaño, doctor!... ¡Por favor, señor doctor!...»
    «De acuerdo», le dije y entonces le dejé acompañarme hasta abajo. Y fuimos y bajamos. Al pasar por el primero, entré, de todos modos, a decir adiós a la familia del muerto canceroso. El marido entró conmigo en la habitación, volvimos a salir. En la calle, caminaba a mi paso. Fuera hacía un frío que pelaba. Encontramos un perrito que se entrenaba a responder a los otros de la zona con largos aullidos. Y menudo si era cabezón y lastimero. Ya sabía ladrar con ganas. Pronto sería un perro de verdad.
    «Hombre, pero si es "Yema de huevo" -observó el marido; muy contento de reconocerlo y cambiar de conversación-. Lo criaron con biberón las hijas del lavandero de la Rué des Gonesses, este jodio, siempre salido... ¿Las conoce usted, a las hijas del lavandero?»
    «Sí», respondí.

    Sin dejar de caminar, se puso a contarme, entonces, las formas que había de criar a los perros con leche sin que saliera demasiado caro. De todos modos, seguía, detrás de aquellas palabras, buscando una idea en relación con lo de su mujer.

    Había una tasca abierta cerca del portal.

    «¿Entra usted, doctor? Le invito a un café...»

    No iba yo a despreciárselo. «¡Entremos! -dije-. Dos con leche.» Y aproveché para hablarle otra vez de su mujer. Eso le ponía muy serio, que le hablara de ella, pero yo seguía sin conseguir que se decidiera. Sobre la barra sobresalía un ramo de flores. Por el santo del dueño de la tasca, Martrodin. «¡Un regalo de los chavales!», nos anunció en persona. Conque tomamos un vermut con él, para no despreciárselo. Por encima de la barra se veía aún el texto de la ley sobre la embriaguez y un certificado de estudios enmarcado. De repente, al ver aquello, el marido se empeñó en que Martrodin le recitara los nombres de todas las subprefecturas de Loiret-Cher, porque él se los había aprendido y aún se los sabía. Después, se empeñó en que el nombre que figuraba en el certificado no era el del dueño de la tasca y entonces se enfadaron y volvió a sentarse a mi lado, el marido. La duda se apoderó de él por entero. Tanto le preocupaba, que ni siquiera me vio marchar...

    Nunca volví a verlo, al marido. Nunca. Me sentía muy decepcionado por todo lo que había sucedido aquel domingo y, además, muy fatigado.

    En la calle, apenas había hecho cien metros, cuando me vi a Robinson, que venía hacia mí, cargado con toda clase de tablas, pequeñas y grandes. A pesar de la obscuridad, lo reconocí. Muy molesto por haberme encontrado, se escabullía, pero lo detuve.

    «Conque, ¿no has ido a acostarte?», le dije.
    «¡Un momento!... -me respondió-. ¡Vuelvo de las obras!»
    «¿Qué vas a hacer con toda esa madera? ¿Obras también?... ¿Un ataúd?... ¿Las has robado al menos?...»
    «No, una conejera...»
    «¿Crías conejos ahora?»
    «No, es para los Henrouille...»
    «¿Los Henrouille? ¿Tienen conejos?»
    «Sí, tres, que van a poner en el patio, ya sabes, donde vive la vieja...»
    «Pues, ¡vaya unas horas de hacer conejeras!...»
    «Es una idea de su mujer...»
    «Pues, ¡menuda idea!... ¿Qué quiere hacer con los conejos? ¿Venderlos? ¿Sombreros de copa?...»
    «Mira, eso se lo preguntas, cuando la veas; a mí con que me dé los cien francos...»

    Aquella idea me parecía muy rara, la verdad, así, de noche. Insistí.

    Entonces cambió de conversación.

    «Pero, ¿cómo es que has ido a su casa? -volví a preguntarle-. Tú no los conocías, a los Henrouille.»
    «Me llevó la vieja a su casa, el día que la conocí en tu consulta... Es una charlatana, esa vieja, cuando se pone... No te puedes hacer idea... No hay quien la haga callar... Conque se hizo como amiga mía y después ellos también... Hay gente que me aprecia, ¡para que veas!...»
    «Nunca me habías contado nada de eso a mí... Pero, ya que vas a su casa, debes de saber si la van a mandar internar, a la vieja.»
    «No, por lo que me han dicho, no han podido...»

    Aquella conversación no le hacía ninguna gracia, lo notaba, yo, no sabía cómo librarse de mí. Pero cuanto más se escabullía más me empeñaba yo en enterarme...

    «La verdad es que la vida es dura, ¿no te parece? Hay que recurrir a unas cosas, ¿eh?», repetía con vaguedad. Pero yo volvía al tema. Estaba decidido a no dejarle escurrir el bulto...
    «Dicen que tienen más dinero de lo que parece, los Henrouille. ¿Qué piensas tú, ahora que vas a su casa?»
    «Sí, es muy posible que tengan, pero, de todos modos, ¡les encantaría deshacerse de la vieja!»

    El disimulo no había sido nunca su fuerte.

    «Es que como la vida, verdad, está cada día más cara, les gustaría deshacerse de ella. Me dijeron que tú no querías certificar que estaba loca... ¿Es verdad?»

    Y, sin esperar a mi respuesta, me preguntó con mucho interés hacia dónde me dirigía.

    «¿Y tú? ¿Vuelves de una visita?»

    Le conté un poco mi aventura con el marido que acababa de perder por el camino. Eso le hizo reír con ganas; sólo, que al mismo tiempo le hizo toser.

    Se encogía tanto, en la obscuridad, para toser, que casi no lo veía yo, aun tan cerca; las manos, sólo, le veía un poco, que se juntaban despacio como una gran flor pálida delante de la boca y temblando en la obscuridad. No cesaba nunca. «¡Son las corrientes de aire!», dijo, por fin, al acabar de toser, cuando llegábamos ante su casa.

    «Eso sí, ¡menudo si hay corrientes de aire en mi casa! ¡Y pulgas también! ¿Tienes tú también pulgas en tu casa?...»

    Tenía, en efecto. «Pues, claro -le respondí-. Las cojo en casa de los enfermos.»

    «¿No te parece que huele a meado en las casas de los enfermos?», me preguntó entonces.
    «Sí y a sudor también...»
    «De todos modos -dijo despacio, tras haberlo pensado-, me habría gustado mucho, a mí, ser enfermero.»
    «¿Por qué?»
    «Porque, digan lo que digan, los hombres, verdad, cuando están sanos, dan miedo... Sobre todo desde la guerra... Yo sé en qué piensan... No siempre se dan cuenta de ello... Pero yo sé ahora en qué piensan... Cuando están de pie, piensan en matarte... Mientras que, digan lo que digan, cuando están enfermos no dan tanto miedo... Ya te digo, puedes esperarte cualquier cosa, cuando están de pie. ¿No es verdad?»
    «¡Ya lo creo que es verdad!», no me quedó más remedio que decir.
    «¿Y tú? ¿No fue por eso también por lo que te hiciste médico?», me preguntó, además.

    Después de pensarlo, me di cuenta de que tal vez tuviera razón Robinson. Pero en seguida le dieron nuevos ataques de tos.

    «Tienes los pies mojados, vas a coger una pleuresía, andando por ahí de noche... Anda, vete a casa -le aconsejé-. Ve a acostarte...»

    De tanto toser, se ponía nervioso.

    «La vieja Henrouille, ¡a ésa sí que le van a dar para el pelo!», fue y me dijo, tosiendo y riendo, al oído.
    «¿Cómo así?»
    «¡Ya verás!...», fue y me dijo.
    «¿Qué están tramando?»
    «No te puedo decir nada más... Ya verás...»
    «Venga, cuéntame, Robinson, no seas desgraciado, ya sabes que yo no repito nada a nadie...»

    Ahora, de repente, sentía deseos de contármelo todo, tal vez para demostrarme al mismo tiempo que no había que considerarlo tan resignado y rajado como parecía.

    «¡Anda! -lo insté en voz muy baja-. Sabes de sobra que yo no hablo nunca...»

    Era la excusa que necesitaba para confesarse.

    «Eso no se puede negar, sabes callarte», reconoció. Y entonces fue y se puso en serio a cantar de plano...

    Estábamos solos, a aquella hora, en el Boulevard Contumance.

    «¿Recuerdas -comenzó-, la historia de los vendedores de zanahorias?»

    Al principio, yo no recordaba aquella historia.

    «¡Que sí, hombre! -insistió-. ¡Si me la contaste tú mismo!...»
    «¡Ah, sí!...» Y de repente la recordé con claridad.
    «¿El ferroviario de la Rué des Brumaires?... ¿El que recibió un petardo en los testículos, al ir a robar los conejos?...»
    «Sí, en la frutería del Quai d'Argenteuil...»
    «¡Es cierto!... Ahora caigo -dije-. ¿Y qué?» Porque aún no veía yo qué tenía que ver aquella historia con el caso de la vieja Henrouille.

    No tardó en concretar.

    «¿Es que no comprendes?»
    «No», dije... Pero después no quise comprender más.
    «Pues, ¡anda que no tardas tú ni nada!...»
    «Es que me parece que vas por mal camino, pero que muy malo... -No pude por menos de observar-. ¿No iréis a asesinar a la vieja Henrouille ahora para complacer a la nuera?»
    «Mira, yo me limito a hacer la conejera que me han pedido... Del petardo serán ellos quienes se ocupen... si quieren...»
    «¿Cuánto te han dado por eso?»
    «Cien francos por la madera más doscientos cincuenta francos por el trabajo y luego mil francos más por el asunto simplemente... Y como comprenderás... Esto es sólo el comienzo... Es una historia que, bien contada, ¡es como una renta!... Eh, chaval, ¿te das cuenta?...»

    Me daba cuenta, en efecto, y no me sorprendía demasiado. Me entristecía y se acabó, un poco más. Todo lo que se dice para disuadir a la gente en esos casos es insignificante siempre. ¿Acaso la vida es considerada con ellos? ¿De quién o de qué van a tener piedad, entonces? ¿Para qué? ¿De los demás? ¿Se ha visto alguna vez a alguien bajar al infierno a substituir a otro? Nunca. Se ve enviar a otros a él. Y se acabó.

    La vocación de asesino que de repente se había apoderado de Robinson me parecía, en resumidas cuentas, como una especie de progreso más bien frente a lo que había observado hasta entonces en la otra gente, siempre dividida entre el odio y el cariño, siempre aburrida por la imprecisión de sus tendencias. Desde luego, por haber seguido en la noche a Robinson hasta donde habíamos llegado, yo había aprendido cosas, la verdad.

    Pero había un peligro: la Ley. «Es peligrosa -observé-la Ley. Si te cogen, con tu salud, vas dado... No saldrás de la cárcel... ¡No resistirás!...»

    «Mala suerte, entonces -me respondió-. Estoy demasiado harto de la vida normal, de todo el mundo... Eres viejo, esperas aún tu ocasión de divertirte y cuando llega... después de mucha paciencia, si llega... estás muerto y enterrado desde hace mucho... Son para los inocentes, los oficios honrados, como se suele decir... Además, tú lo sabes tan bien como yo...»
    «Puede ser... Pero los otros, los golpes duros, todo el mundo los probaría, si no hubiera riesgos... Y la policía tiene mala leche, ya lo sabes... Hay sus pros y sus contras...» Examinábamos la situación.
    «No te digo que no, pero, como comprenderás, trabajando como yo trabajo, en las condiciones en que estoy, sin dormir, tosiendo, en currelos que no aguantaría una mula... Ahora nada peor me puede ocurrir... En mi opinión... Nada...»

    No me atrevía a decirle que, a fin de cuentas, tenía razón, por los reproches que podría haberme hecho más adelante, si el nuevo plan llegaba a fracasar.

    Para animarme, me enumeró algunos buenos motivos para no preocuparme de la vieja, porque, para empezar, no le quedaban, al fin y al cabo, muchos años de vida, en cualquier caso, por ser ya muy mayor. En resumidas cuentas, iba a preparar su marcha y se acabó.

    De todos modos, era un asunto muy feo, pero que muy feo. Habían convenido todos los detalles, entre él y los hijos: como la vieja había vuelto a adoptar la costumbre de salir de su casa, una noche la enviarían a llevar la comida a los conejos... El petardo estaría preparado... Le estallaría en plena cara en cuanto tocase la puerta... Exactamente así había sido en la frutería... Ya tenía fama de loca en el barrio, el accidente no sorprendería a nadie... Dirían que se le había avisado para que no se acercara nunca a la conejera... Que había desobedecido... Y a su edad, seguro que no saldría con vida de un petardazo como el que le iban a preparar... así, en plena jeta.

    Buena la había hecho yo, la verdad, contando aquella historia a Robinson.

    Y volvió la música con la verbena, la que acompaña al recuerdo más lejano, desde la infancia, la que no cesa nunca, aquí y allá, en los rincones de la ciudad, en los lugarejos del campo, en todos los sitios donde los pobres van a sentarse el fin de semana, para saber qué ha sido de ellos. ¡El Paraíso!, les dicen. Y después se toca música para ellos, ora aquí ora allá, de una estación del año a otra, que con su sonido ramplón fusila todas las melodías que bailaban el año anterior los ricos. Es la música de organillo que sale del tiovivo, de los automóviles que no lo son, en realidad, de las montañas en absoluto rusas y del tablado del luchador que no tiene bíceps ni viene de Marsella, de la mujer que no tiene barba, del mago que es cornudo, del órgano que no es de oro, detrás del tiro al blanco cuyos huevos están vacíos. Es la fiesta para engañar a la gente el fin de semana.

    ¡Y a beber la cerveza sin espuma! Pero al camarero, por su parte, le apesta el aliento, la verdad, bajo los falsos bosquecillos. Y el cambio que devuelve contiene monedas extrañas, tan extrañas, que, semanas y semanas más tarde, aún no has acabado de examinarlas y te cuesta mucho trabajo deshacerte de ellas, al dar limosna. La verbena, vamos. Hay que divertirse como se pueda, entre el hambre y la cárcel, y tomar las cosas como vengan. Si estás sentado, no tienes motivo para quejarte. Algo es algo. «Le Tir des Nations», el mismo, volví a verlo, el que Lola había descubierto, tantos años antes, en las avenidas del parque de Saint-Cloud. Se vuelve a ver de todo en las verbenas; eructos de alegría, las verbenas. Desde entonces debían de haber vuelto a pasearse las muchedumbres en la gran avenida de Saint-Cloud... Los paseantes. La guerra había terminado. Por cierto, ¿sería el mismo propietario? ¿Habría vuelto de la guerra ése? Todo me interesaba. Reconocí los blancos, pero ahora disparaban, además, contra aeroplanos. Novedad. El progreso. La moda. La boda seguía allí, los soldados también y la Alcaldía con su bandera. Todo, en una palabra. Con muchas más cosas a las que disparar incluso que antes.

    Pero la gente se divertía mucho más con los coches de choque, invención reciente, por los accidentes que no cesaban de suceder en ellos y las espantosas sacudidas que te producen en la cabeza y en las tripas. No cesaban de llegar otros atontados y boceras para chocar salvajemente, amontonarse en desorden una y otra vez y destrozarse el bazo dentro de los coches. Y no había manera de hacerlos desistir. Nunca pedían clemencia, jamás parecían haber sido tan felices. Algunos es que deliraban. Había que arrancarlos a sus catástrofes. Si les hubieran dado la muerte en premio por un franco, se habrían precipitado sobre los coches igual. Hacia las cuatro debía tocar, a mitad de la fiesta, la banda. Para reunir la banda, costaba Dios y ayuda, a causa de las tascas que los acaparaban a todos, por turno, a los músicos. Siempre faltaba uno. Lo esperaban. Iban a buscarlo. Mientras lo esperaban, mientras regresaban, volvía a darles sed y otros dos que desaparecían. Y vuelta a empezar.

    Las rosquillas, estropeadas con tanto polvo, se volvían reliquias y daban una sed atroz a los ganadores.

    Las familias, por su parte, esperaban a los fuegos artificiales para ir a acostarse. Esperar forma parte también de la fiesta. En la sombra tiritaban mil botellas, que a cada instante vibraban bajo las mesas. Pies que se agitaban para consentir o rebelarse. Ya no se oye la música, de tan conocidas que son las melodías, ni los asmáticos cilindros de los motores tras las barracas donde se mueven las atracciones que se pueden ver por dos francos. El corazón, cuando estás un poco bebido de fatiga, te resuena en las sienes. ¡Bim! ¡Bim! Así hace contra la especie de terciopelo ajustado a la cabeza y en el fondo de los oídos. Así es como llegas a estallar un día. ¡Así sea! Un día en que el movimiento de dentro se une al de fuera y en que todas tus ideas se desparraman y van a divertirse por fin con las estrellas.

    Había muchos lloros en toda la feria, por los niños pisoteados, aquí y allá, entre las sillas, sin querer, y también por aquellos a los que enseñaban a dominar los deseos, los inocentes e inmensos goces de montar una y mil veces en el tiovivo. Hay que aprovechar la verbena para formar el carácter. Nunca es demasiado pronto para empezar. No saben aún, esos monines, que todo se paga. Creen que es por simpatía por lo que las personas mayores detrás de las taquillas iluminadas incitan a los clientes a gozar de las maravillas que atesoran, dominan y defienden con sonrisas vociferantes. No conocen la ley, los niños. A tortazos se la enseñan los padres, la ley, y los defienden contra los placeres.

    La única verbena auténtica es la del comercio, profunda y secreta, además. Por la noche es cuando goza el comercio, cuando todos los inconscientes, los clientes, bobos paganos, se han marchado, cuando ha vuelto el silencio sobre la explanada y el último perro ha proyectado por fin su última gota de orina contra el billar japonés. Entonces pueden iniciarse las cuentas. Es el momento en que el comercio hace el recuento de sus fuerzas y sus víctimas con los cuartos.

    El último domingo de verbena por la noche, la criada de Martrodin, el tabernero, se hizo una herida bastante profunda en la mano, al cortar salchichón.

    Hacia las últimas horas de aquella misma noche todo a nuestro alrededor se volvió bastante claro, como si las cosas se hubieran hartado de rodar de una orilla a otra del destino, indecisas, hubiesen salido todas a un tiempo de la sombra y se hubieran puesto a hablarme. Pero hay que desconfiar de las cosas y de las personas en esos momentos. Crees que van a hablar, las cosas, y resulta que no dicen nada y vuelven a hundirse en la noche, muchas veces sin que hayas podido comprender lo que tenían que contarte. Ésa es, al menos, mi experiencia.

    En fin, el caso es que volví a ver a Robinson en el café de Martrodin aquella misma noche, justo cuando iba a curar a la criada del tabernero. Recuerdo con exactitud las circunstancias. A nuestro lado había unos árabes, apretados en las banquetas y somnolientos. No parecía interesarles en absoluto lo que ocurría a su alrededor. Al hablar con Robinson, yo procuraba no volver a la conversación de la otra noche, cuando lo había sorprendido transportando tablas. La herida de la criada era difícil de coser y en el fondo del local no veía demasiado bien. Con tanta atención, no podía hablar. En cuanto hube acabado, Robinson me llevó a un rincón y me confirmó, él mismo, que estaba decidido, su asunto, y pronto iba a ser. Una confidencia así me molestaba mucho y habría preferido no recibirla.

    «Pronto, ¿qué?»
    «Ya sabes lo que quiero decir...»
    «¿Sigues con eso?...»
    «¡Adivina cuánto me dan ahora!»

    Yo no tenía el menor interés en adivinar.

    «¡Diez mil!... Sólo por guardar silencio...»
    «¡Una bonita suma!»
    «Ya me veo libre de apuros, ni más ni menos -añadió-.

    ¡Son los diez mil francos que siempre me habían faltado!... ¡Los diez mil francos del comienzo, vamos!... ¿Comprendes?... A decir verdad, yo nunca he tenido un oficio, pero, ¡con diez mil francos!...» Ya debía de haberles hecho chantaje. Quería que me diera cuenta de todo lo que iba a poder hacer, emprender, con aquellos diez mil francos... Me dejaba tiempo para pensarlo, apoyado él en la pared, en la penumbra. Un mundo nuevo. ¡Diez mil francos!

    De todos modos, al volver a pensar en su asunto, yo me preguntaba si no correría algún riesgo yo personalmente, si no me estaba dejando llevar a una como complicidad, al no hacer ver al instante que desaprobaba su plan. Debería haberlo denunciado incluso. La moral de la Humanidad, a mí, me la trae floja, como a todo el mundo, por cierto. ¿Qué puedo hacer? Pero no hay que olvidar las cochinas historias y complicaciones que remueve la Justicia en el momento de un crimen sólo para divertir a los viciosos de los contribuyentes... Entonces ya no sabes cómo escapar... Ya lo había visto yo, eso. A la hora de escoger una miseria u otra, yo prefería la que no arma escándalo a la que se expone en los periódicos.

    En resumidas cuentas, me sentía intrigado y fastidiado a un tiempo. Tras haber llegado hasta allí, me faltaba valor para seguir de verdad hasta el fondo del asunto. Ahora que había que abrir los ojos en la noche, casi prefería mantenerlos cerrados. Pero Robinson parecía interesado en que los abriera, en que me diese cuenta.

    Para cambiar de conversación un poco, sin dejar de caminar, saqué a colación el tema de las mujeres. No le gustaban demasiado a él, las mujeres.

    «Mira, de mujeres, yo paso, la verdad -decía-, con sus hermosos traseros, sus muslos gruesos, sus bocas en forma de corazón y sus vientres, en los que siempre crece algo, unas veces mocosos y otras enfermedades... ¡Con sus sonrisas no se paga el alquiler! ¿No? Ni siquiera a mí, en mi chabola, me serviría de nada, si tuviese una mujer, enseñar su culo al propietario a principios de mes, ¡no me iba a hacer una rebaja por eso!...»

    La independencia era su debilidad, para Robinson. Él mismo lo decía. Pero el patrón, Martrodin, ya estaba cansado de nuestros «apartes» y nuestras intrigas en los rincones.

    «¡Robinson, los vasos! ¡Joder! -ordenó-. ¿Es que voy a tener que lavarlos yo?»

    Robinson dio un salto.

    «Es que -me informó- trabajo unas horas aquí.»

    Era la verbena, no había duda. Martrodin encontraba mil dificultades para acabar de contar su caja, eso le irritaba. Los árabes se fueron, salvo los dos que dormitaban aún contra la puerta.

    «¿A qué esperan, ésos?»
    «¡A la criada!», me respondió el patrón.
    «¿Qué tal, los negocios?», fui y le pregunté entonces, por decir algo.
    «Así así... Pero, ¡cuesta lo suyo! Mire, doctor, este local lo compré por sesenta billetes, al contado, antes de la crisis. Tendría que sacarle al menos doscientos... ¿Se da usted cuenta?... Es cierto que se llena, pero de árabes sobre todo... Ahora, que esa gente no bebe... Aún no tienen costumbre... Tendrían que venir polacos. Ésos, doctor, ésos sí que beben, la verdad... Donde estaba yo antes, en las Ardenas, menudo si tenía polacos, y que venían de los hornos de esmalte, no le digo más, ¿eh? ¡Venían ardiendo, de los hornos!... ¡Eso es lo que necesitaríamos aquí!... ¡La sed!... Y el sábado tiraban la casa por la ventana... ¡La Virgen! ¡Eso era currelar! ¡La paga entera! ¡Tracatrá!... Éstos, los moros, no es beber lo que les interesa, sino darse por culo... está prohibido beber en su religión, por lo visto, pero darse por culo no...»

    Los despreciaba, Martrodin, a los moros. «¡Unos cabrones, vamos! ¡Hasta parece que se lo hacen a mi criada!... Son unos degenerados, ¿eh? ¡Vaya unas ideas! ¿Eh, doctor? ¿Qué le parece?»

    El patrón, Martrodin, se apretaba con sus cortos dedos las bolsitas serosas que tenía bajo los ojos. «¿Qué tal los riñones? -le pregunté, al verle hacer eso. Yo lo trataba de los riñones-. Al menos, ya no tomará usted sal.»

    «¡Albúmina otra vez, doctor! Antes de ayer encargué el análisis al farmacéutico... Oh, me importa tres cojones diñarla -añadió- de albúmina o de otra cosa, pero lo que me fastidia es trabajar como trabajo... ¡para sacar tan poco!...»

    La criada había acabado de lavar los platos, pero la venda le había quedado tan sucia con los restos de comida, que hube de volver a hacérsela. Me ofreció un billete de cinco francos. Yo no quería aceptarlos, sus cinco francos, pero se empeñó en dármelos. Sévérine, se llamaba.

    «¿Te has cortado el pelo, Sévérine?», comenté.
    «¡Qué remedio! ¡Está de moda! -dijo-. Y, además, que el pelo largo con la cocina de aquí coge todos los olores...»
    «¡Tu culo huele mucho peor! -la interrumpió Martrodin, que no podía hacer sus cuentas con nuestra cháchara-. Y eso no impide a tus clientes...»
    «Sí, pero no es igual -replicó la Sévérine, muy ofendida-. Una cosa es el olor del pelo y otra el del culo... Y usted, patrón, ¿quiere que le diga a qué huele usted?... ¿No en una parte del cuerpo, sino en todo él?»

    Estaba muy irritada, Sévérine. Martrodin no quiso oír el resto. Volvió a sus cochinas cuentas refunfuñando.

    Sévérine no conseguía quitarse las zapatillas, con los pies hinchados por el servicio, para ponerse los zapatos. Conque se las dejó puestas para marcharse.

    «¡Pues dormiré con ellas!», comentó incluso en voz alta al final.
    «¡Venga, vete a apagar la luz al fondo! -le ordenó Martrodin-. ¡Cómo se ve que no me la pagas tú, la electricidad!»
    «Con ellas dormiré», gimió Sévérine otra vez, al levantarse.

    Martrodin no acababa nunca con sus sumas. Se había quitado el delantal y después el chaleco para mejor contar. Las pasaba canutas. Del fondo invisible del local nos llegaba un tintineo de platos, la tarea de Robinson y del otro lavaplatos. Martrodin trazaba grandes cifras infantiles con un lápiz azul que aplastaba entre sus gruesos dedos de asesino. La criada sobaba delante de nosotros, desgalichada en la silla. De vez en cuando, recuperaba un poco la conciencia en el sueño.

    «¡Ay, mis pies! ¡Ay, mis pies!», decía entonces y después volvía a caer en la somnolencia.

    Pero Martrodin se puso a despertarla con un buen berrido:

    «¡Eh, Sévérine! ¡Llévate afuera a tus moros, venga! ¡Ya estoy harto!... ¡Daros el piro todos, hostias! Que ya es hora.»

    Ellos, los árabes, no parecían tener la menor prisa, a pesar de la hora. Sévérine se despertó, por fin. «¡Es verdad que tengo que irme! -convino-. ¡Gracias, patrón!» Se llevó consigo a los dos moros. Se habían juntado para pagarle.

    «Me los ventilo a los dos esta noche -me explicó, al marcharse-. Porque el domingo que viene no voy a poder, voy a Achares a ver a mi niño. Es que el sábado que viene es el día que libra la nodriza.»

    Los árabes se levantaron para seguirla. No parecían nada sinvergüenzas. De todos modos, Sévérine los miraba un poco de soslayo, por el cansancio. «Yo no soy de la opinión del patrón, ¡yo prefiero a los moros! No son brutales como los polacos, los moros, pero son viciosos...

    De eso no hay duda, son unos viciosos... En fin, que hagan todo lo que quieran, ¡no creo que eso me quite el sueño! ¡Venga! -les llamó-. ¡Vamos, chicos!»

    Y se marcharon los tres, ella unos pasos delante. Los vimos cruzar la plaza apagada, salpicada con los restos de la verbena; el último farol iluminó el grupo brevemente y después se hundieron en la noche. Oímos un poco aún sus voces y después ya nada. Ya no había nada.

    Salí de la tasca, a mi vez, sin haber vuelto a hablar con Robinson. El patrón me deseó un montón de cosas. Un agente de policía recorría el bulevar. Al pasar, animábamos el silencio. Un comerciante, aquí, allá, se sobresaltaba, liado con su cálculo agresivo, como un perro royendo un hueso. Una familia de juerga ocupaba toda la calle berreando en la esquina de la Place Jean-Jaurés, ya no avanzaba, ni un paso, aquella familia, vacilaba ante una callejuela, como una flotilla de pesca en plena tormenta. El padre tropezaba de una acera a otra y no paraba de orinar.

    La noche estaba en casa.

    Recuerdo también otra noche, por aquella época, a causa de las circunstancias. En primer lugar, un poco después de la hora de cenar, oí un estruendo de cubos de basura. Sucedía con frecuencia en mi escalera, que zarandearan los cubos de la basura. Y después, los gemidos de una mujer, quejas. Entorné mi puerta, pero sin moverme.

    Si salía espontáneamente en el momento de un accidente, tal vez me hubieran considerado un simple vecino y mi socorro médico habría parecido gratuito. Si me necesitaban, ya podían llamarme como Dios manda y entonces les costaría veinte francos. La miseria persigue implacable y minuciosa al altruismo y las iniciativas más amables reciben su castigo implacable. Conque esperé a que vinieran a llamar, pero nadie vino. Para economizar seguramente.

    Sin embargo, casi había dejado de esperar, cuando apareció una niña ante mi puerta, estaba leyendo los nombres en los timbres... En definitiva, era a mí a quien venía a buscar de parte de la Sra. Henrouille.

    «¿Quién está enfermo en casa de los Henrouille?», le pregunté.
    «Es para un señor que se ha herido en su casa...»
    «¿Un señor?» En seguida pensé en el propio Henrouille.
    «¿Él?... ¿El Sr. Henrouille?»
    «No... Un amigo que está en su casa...»
    «¿Lo conoces, tú?»
    «No.» Nunca lo había visto, a ese amigo.

    Fuera hacía frío, la niña corría, yo andaba de prisa.

    «¿Cómo ha ocurrido?»
    «Eso no lo sé.»

    Costeamos otro jardincillo, último recinto de un antiguo bosque, donde por la noche venían a enredarse entre los árboles las largas brumas de invierno, suaves y lentas. Callejuelas, una tras otra. En unos instantes llegamos hasta su hotelito. La niña me dijo adiós. Tenía miedo de acercarse más. Henrouille nuera me esperaba en la escalera con marquesina. Su quinqué de petróleo vacilaba al viento.

    «¡Por aquí, doctor! ¡Por aquí!», me llamó.

    Yo le pregunté, al instante: «¿Es su marido quien se ha herido?»

    «¡Entre, entre!», me dijo bastante brusca, sin darme tiempo a pensar. Y me tropecé con la vieja, que desde el pasillo se puso a chillar y acosarme. Una andanada.
    «¡Si serán cabrones! ¡Si serán bandidos! ¡Doctor! ¡Han intentado matarme!»

    Conque habían fracasado.

    «¿Matarla? -dije yo, como muy sorprendido-. ¿Y por qué?»
    «Porque no me decidía a diñarla bastante rápido, ¡no te fastidia! ¡Ni más ni menos! ¡La madre de Dios! ¡Ya lo creo que no quiero morirme!»
    «¡Mamá! ¡Mamá! -la interrumpía la nuera-. ¡No está usted en su sano juicio! Pero, bueno, mamá, ¡le está usted contando cosas horribles al doctor!...»
    «Cosas horribles, ¿verdad? Pues, mira, bicho, ¡tienes una cara como un templo! Conque no estoy en mi sano juicio, ¿eh? ¡Aún me queda bastante juicio para mandaros a todos a la horca! ¡Para que te enteres!»
    «Pero, ¿quién es el herido? ¿Dónde está?»
    «¡Ahora lo verá usted! -me cortó la vieja-. ¡Está ahí arriba, en la cama, el asesino! Y, además, la ha ensuciado bien, la cama, ¿eh, bicho? ¡Lo ha ensuciado bien, tu asqueroso colchón, con su cochina sangre! ¡Y no con la mía! ¡Sangre que debe de ser como basura! ¡No lo vas a acabar de lavar nunca! Va a apestar durante siglos a sangre de asesino, ¡ya verás tú! ¡Ah! ¡Hay gente que va al teatro en busca de emociones! Pero, mire, ¡está aquí, el teatro! ¡Está aquí, doctor! ¡Ahí arriba! ¡Y un teatro de verdad! ¡No fingido! ¡No vaya a quedarse sin sitio! ¡Suba rápido! ¡Tal vez esté muerto, ese cochino canalla, cuando llegue usted! Conque, ¡no va usted a ver nada!»

    La nuera temía que la oyesen desde la calle y le ordenaba callar. Pese a las circunstancias, no me parecía demasiado desconcertada, la nuera, muy contrariada sólo porque las cosas hubiesen salido torcidas, pero seguía con su idea. Incluso estaba absolutamente convencida de haber tenido razón.

    «Pero, bueno, ¿ha escuchado usted eso, doctor? Fíjese, ¡lo que hay que oír! ¡Yo que, al contrario, siempre he intentado facilitarle la vida! Bien lo sabe usted... Yo que siempre le he propuesto ingresarla en el asilo de las hermanitas...»

    Sólo le faltaba eso, a la vieja, oír hablar otra vez de las hermanitas.

    «¡Al Paraíso! Sí, puta, ¡allí queríais enviarme todos! ¡La muy canalla! ¡Y para eso lo hicisteis venir, tu marido y tú, al sinvergüenza ese de ahí arriba! Para matarme, ya lo creo, y no para enviarme con las hermanitas, ¡si lo sabré yo! Le ha salido el tiro por la culata, eso sí que sí, ¡que lo había preparado bien mal! Vaya, doctor, a ver cómo ha quedado, ese cabrón, y, además, ¡él sólito se lo ha hecho!... ¡Y es de esperar que reviente! ¡Vaya, doctor! ¡Vaya a verlo, mientras está aún a tiempo!...»

    Si la nuera no parecía desanimada, la vieja aún menos.

    Y eso que había estado a punto de no contarlo, pero no estaba tan indignada como aparentaba. Camelo. Aquel asesinato fallido la había estimulado más bien, la había sacado de aquella como tumba sombría en que se había recluido desde hacía tantos años, en el fondo del jardín enmohecido. A su edad, una vitalidad tenaz volvía a embargarla. Gozaba de modo indecente con su victoria y también con el placer de disponer de un medio de fastidiar, para siempre, a la agarrada de su nuera. Ahora la tenía en sus manos. No quería que se ocultara ni un solo detalle de aquel atentado fallido y de cómo había sucedido.

    «Y, además -proseguía, dirigiéndose a mí, en el mismo tono exaltado-, fue en casa de usted, verdad, donde lo conocí, al asesino, en su casa de usted, señor doctor... ¡Y eso que desconfiaba de él!... ¡Vaya si desconfiaba!... ¿Sabes lo que me propuso primero? ¡Liquidarte a ti, chica! ¡A ti, bicho! ¡Y barato también! ¡Te lo aseguro! ¡Es que propone lo mismo a todo el mundo! ¡Ya se sabe!... Conque ya ves, desgraciada, ¡si sé yo bien a lo que se dedicaba tu compinche! ¡Si estoy informada, eh! ¡Robinson se llama!... ¿A ver si no? ¡Anda, di que no se llama así! En cuanto lo vi rondando por aquí con vosotros, sospeché en seguida... ¡Y bien que hice! ¿Dónde estaría ahora, si no hubiera desconfiado?»

    Y la vieja me contó una y otra vez cómo había sucedido todo. El conejo se había movido, mientras él ataba el petardo junto a la puerta de la jaula. Entretanto, ella, la vieja, lo observaba desde su refugio, «¡en primera fila!», como ella decía. Y el petardo con todas las postas le había explotado en plena cara, mientras preparaba su truco, en sus propios ojos. «No se está tranquilo, al hacer un asesinato. ¡Como es lógico!», concluyó.

    En fin, que había sido el colmo de la torpeza y del fracaso.

    «¡Así los han vuelto, a los hombres de ahora! ¡Exacto! ¡A eso los acostumbran! -insistía la vieja-. ¡Ahora tienen que matar para comer! Ya no les basta con robar su pan sólo... ¡Y matar a abuelas, además!... Eso nunca se había visto... ¡Nunca!... ¡Es el fin del mundo! ¡Ya sólo piensan en hacer daño! Pero, ¡ahora estáis todos hasta el cuello en ese maleficio!... ¡Y ése está ciego ahora! ¡Y vais a tener que cargar con él para siempre!... ¿Eh?... ¡Y no vais a acabar de aprender bribonadas!...»

    La nuera no rechistaba, pero ya debía de haber preparado su plan para salir del paso. Era una canalla reconcentrada. Mientras nosotros nos entregábamos a las reflexiones, la vieja se puso a buscar a su hijo por las habitaciones.

    «Y, además, es cierto, ¡tengo un hijo, doctor! ¿Dónde se habrá ido a meter? ¿Qué más estará tramando?»

    Oscilaba por el pasillo, presa de unas carcajadas que no acababan nunca.

    Que un viejo se ría, y tan fuerte, es algo que apenas ocurre salvo en los manicomios. Es como para preguntarse, al oírlo, adonde vamos a ir a parar. Pero estaba empeñada en encontrar a su hijo. Se había escapado a la calle. «¡Muy bien! ¡Que se esconda y que viva mucho aún! ¡Le está bien empleado verse obligado a vivir con ese otro que está ahí arriba! ¡A vivir los dos juntos, con ése, que no va a ver más! ¡A alimentarlo! ¡Es que le ha explotado en plena jeta, su petardo! ¡Lo he visto yo! ¡Lo he visto todo! Así, ¡bum! ¡Es que lo he visto todo! Y no era un conejo, ¡se lo aseguro! ¡Huy, la Virgen! Pero, ¿dónde está mi hijo, doctor? ¿Dónde está? ¿No lo ha visto usted? Es un canalla de mucho cuidado, también ése, que siempre ha sido un hipócrita peor aún que el otro, pero ahora todo el horror ha acabado saliendo de su cochina persona, ¡menudo! ¡Ah! Tarda mucho en salir, ¡qué leche!, de una persona tan horrible. Pero, cuando sale, ¡es que ya es putrefacción de verdad! ¡No hay que darle vueltas, doctor! ¡No se lo pierda!» Y seguía divirtiéndose. También quería asombrarme con su superioridad ante los acontecimientos y confundirnos a todos de una vez, humillarnos, en una palabra.

    Se había hecho con un papel favorable, que le proporcionaba emoción. Una felicidad inagotable. Mientras eres capaz aún de desempeñar un papel, tienes asegurada la felicidad. Las jeremiadas, para vejestorios, lo que le habían ofrecido desde hacía veinte años, la tenían harta, a la vieja Henrouille. Ese papel, que le habían brindado en bandeja, virulento, inesperado, ya no lo soltaba. Ser viejo es no encontrar ya un papel vehemente que desempeñar, es caer en un eterno e insípido «día sin función», donde ya sólo se espera la muerte. El gusto por la vida recuperaba, la vieja, de pronto, con un papel vehemente de revancha. De pronto, ya no quería morir, nunca. Con ese deseo de supervivencia, con esa afirmación, estaba radiante. Recuperar el fuego, un fuego de verdad en el drama.

    Se caldeaba, ya no quería abandonarlo, el fuego nuevo, abandonarnos. Durante mucho tiempo, había dejado casi de creer en él. Había llegado a un punto en que ya no sabía qué hacer para no abandonarse a la muerte en el fondo de su absurdo jardín y, de repente, se veía envuelta, mira por dónde, en una tremenda tormenta de actualidad dura, bien a lo vivo.

    «¡Mi muerte! -gritaba ahora la vieja Henrouille-. ¡Quiero verla, mi muerte! ¿Me oyes? ¡Tengo ojos, yo, para verla! ¿Me oyes? ¡Aún tengo ojos, yo! ¡Quiero verla bien!»

    Ya no quería morir, nunca. Estaba claro. Ya no creía en su muerte.

    Ya se sabe que esas cosas son siempre difíciles de arreglar y que arreglarlas cuesta siempre muy caro. Para empezar, no sabían siquiera dónde meter a Robinson. ¿En el hospital? Eso podía provocar mil habladurías, evidentemente, chismes... ¿Enviarlo a su casa? No había ni que pensar en eso tampoco, por el estado en que tenía la cara. Conque, con gusto o no, los Henrouille se vieron obligados a guardarlo en su casa.

    A él, en la cama de la habitación de arriba, no le llegaba la camisa al cuerpo. Auténtico terror sentía de que lo pusieran en la puerta y lo denunciasen. Era comprensible. Era una de esas historias que no se podían, la verdad, contar a nadie. Mantenían las persianas de su cuarto bien cerradas, pero la gente, los vecinos, empezaron a pasar por la calle más a menudo que de costumbre, sólo para mirar los postigos y preguntar por el herido. Les daban noticias, les contaban trolas. Pero, ¿cómo impedir que se extrañaran? ¿Que chismorreasen? Conque exageraban la historia. ¿Cómo evitar las suposiciones? Por fortuna, aún no se había presentado ninguna denuncia concreta ante los tribunales. Ya era algo. En cuanto a su cara, yo hice lo que pude. No apareció ninguna infección y eso que la herida fue de lo más anfractuosa y sucia. En cuanto a los ojos, hasta en la córnea, yo preveía la existencia de cicatrices, a través de las cuales la luz no pasaría sino con mucha dificultad, si es que llegaba a pasar otra vez, la luz Ya buscaríamos un medio de arreglarle, mal que bien, la visión, si es que le quedaba algo que se pudiera arreglar. De momento, había que remediar la urgencia y sobre todo evitar que la vieja llegara a comprometernos a todos con sus chungos chillidos ante los vecinos y los curiosos. Ya podía pasar por loca, que eso no siempre explica todo.

    Si la policía se ponía a examinar nuestras aventuras, sabe Dios adonde nos arrastraría, la policía. Impedir ahora a la vieja que se comportara escandalosamente en su patinillo constituía una empresa delicada. Teníamos que intentar calmarla, por turno. No podíamos tratarla con violencia, pero la suavidad tampoco daba resultado siempre. Ahora la embargaba un sentimiento de venganza, nos hacía chantaje, sencillamente.

    Yo iba a ver a Robinson, dos veces al día por lo menos. Gemía bajo las vendas, en cuanto me oía subir la escalera. Sufría, desde luego, pero no tanto como intentaba aparentar. Ya iba a tener motivos para afligirse, preveía yo, y mucho más aún cuando se diera cuenta exacta de cómo le habían quedado los ojos... Yo me mostraba bastante evasivo en relación con el porvenir. Los párpados le ardían mucho. Se imaginaba que era por esa comezón por lo que no veía.

    Los Henrouille se habían puesto a cuidarlo muy escrupulosamente, según mis indicaciones. Por ese lado no había problema.

    Ya no se hablaba del intento. Tampoco se hablaba del futuro. Cuando yo me despedía de ellos por la noche, nos mirábamos todos por turno y con tal insistencia todas las veces, que siempre me parecía inminente la posibilidad de que se suprimieran de una vez por todas unos a otros. Ese fin, pensándolo bien, me parecía lógico y oportuno. Las noches de aquella casa me resultaban difíciles de imaginar. Sin embargo, volvía a encontrármelos por la mañana y continuábamos juntos con las personas y las cosas donde nos habíamos quedado la noche anterior. La Sra. Henrouille me ayudaba a renovar el apósito con permanganato y entreabríamos un poco las persianas, para probar. Todas las veces en vano. Robinson no advertía siquiera que acabábamos de entreabrirlas...

    Así gira el mundo a través de la noche amenazadora y silenciosa.

    Y el hijo me recibía todas las mañanas con una observación campesina: «Fíjese, doctor... ¡Ya son las últimas heladas!», comentaba lanzando los ojos al cielo bajo el pequeño peristilo. Como si eso tuviera importancia, el tiempo que hacía. Su mujer iba a intentar una vez más parlamentar con la suegra a través de la puerta atrancada y lo único que conseguía era aumentar su furia.

    Mientras estuvo vendado, Robinson me contó cómo se había iniciado en la vida. En el comercio. Sus padres lo habían colocado, ya a los once años, en una zapatería de lujo para hacer recados. Un día que fue a entregar, una clienta lo invitó a gustar un placer que hasta entonces sólo había imaginado. No había vuelto nunca a casa del patrón, de tan abominable que le había parecido su propia conducta. En efecto, follarse a una clienta en la época de que hablaba era aún un acto imperdonable. Sobre todo la camisa de aquella clienta, de muselina pura, le había causado una impresión extraordinaria. Treinta años después, la recordaba exactamente, aquella camisa. Con la dama de los frufrús en su piso atestado de cojines y de cortinas con flecos, su carne rosa y perfumada, el pequeño Robinson se había llevado elementos para posteriores comparaciones desesperadas e interminables.

    Sin embargo, muchas cosas habían sucedido después. Había visto continentes, guerras enteras, pero nunca se había recuperado del todo de aquella revelación. Pero le divertía volver a pensar en ello, volver a contarme esa especie de minuto de juventud que había tenido con la clienta. «Tener los ojos cerrados así hace pensar -comentaba-. Es como un desfile... Parece que tuvieras un cine en la chola...» Yo no me atrevía aún a decirle que iba a tener tiempo de cansarse de su cinillo. Como todos los pensamientos conducen a la muerte, llegaría un momento en que sólo la vería a ésa, en su cine.

    Justo al lado del hotelito de los Henrouille funcionaba ahora una pequeña fábrica con un gran motor dentro. Hacía temblar el hotelito de la mañana a la noche. Y otras fábricas, un poco más allá, que martilleaban sin cesar, cosas y más cosas, hasta de noche. «Cuando caiga la choza, ¡ya no estaremos! -bromeaba Henrouille al respecto, un poco inquieto, de todos modos-. ¡Por fuerza acabará cayendo!» Era cierto que el techo se desgranaba ya sobre el suelo en cascotes pequeños. Por mucho que un arquitecto los hubiera tranquilizado, en cuanto te parabas a escuchar las cosas del mundo te sentías en su casa como en un barco, un barco que fuera de un temor a otro. Pasajeros encerrados y que pasaban mucho tiempo haciendo proyectos aún más tristes que la vida y economías también y, recelosos, además, de la luz y también de la noche.

    Henrouille subía al cuarto después de comer para leerle un poco a Robinson, como yo le había pedido. Pasaban los días. La historia de aquella maravillosa clienta que había poseído en la época de su aprendizaje se la contó también a Henrouille. Y acabó siendo un motivo de risa general, la historia, para todo el mundo en la casa. Así acaban nuestros secretos, en cuanto los aireamos en público. Lo único terrible en nosotros y en la tierra y en el cielo acaso es lo que aún no se ha dicho. No estaremos tranquilos hasta que no hayamos dicho todo, de una vez por todas, entonces quedaremos en silencio por fin y ya no tendremos miedo a callar. Listo.

    Durante las semanas que aún duró la supuración de los párpados, pude entretenerlo con cuentos sobre sus ojos y el porvenir. Unas veces decíamos que la ventana estaba cerrada, cuando, en realidad, estaba abierta de par en par; otras veces, que estaba muy obscuro fuera.

    Sin embargo, un día, estando yo vuelto de espaldas, fue hasta la ventana él mismo para darse cuenta y, antes de que yo pudiera impedírselo, se había quitado las vendas de los ojos. Vaciló un momento. Tocaba, a derecha e izquierda, los montantes de la ventana, se negaba a creer, al principio, y, después, no le quedó más remedio que creer, de todos modos. Qué remedio.

    «¡Bardamu! -me gritó entonces-. ¡Bardamu! ¡Está abierta, la ventana! ¡Te digo que está abierta!» Yo no sabía qué responderle, me quedé como un imbécil allí delante. Tenía los dos brazos extendidos por la ventana, al aire fresco. No veía nada, evidentemente, pero sentía el aire. Los alargaba entonces, sus brazos, así, en su obscuridad, todo lo que podía, como para tocar el final. No lo quería creer. Obscuridad para él sólito. Volví a conducirlo hasta la cama y le di nuevos consuelos, pero ya no me creía. Lloraba. Había llegado al final él también. Ya no se le podía decir nada. Llega un momento en que estás completamente solo, cuando has alcanzado el fin de todo lo que te puede suceder. Es el fin del mundo. La propia pena, la tuya, ya no te responde nada y tienes que volver atrás entonces, entre los hombres, sean cuales fueren. No eres exigente en esos momentos, pues hasta para llorar hay que volver adonde todo vuelve a empezar, hay que volver a reunirse con ellos.
    «Entonces, ¿qué van a hacer ustedes con él, cuando mejore?», pregunté a la nuera durante el almuerzo que siguió a aquella escena. Precisamente me habían pedido que me quedara a comer con ellos, en la cocina. En el fondo, no sabían demasiado bien, ninguno de los dos, cómo salir de aquella situación. El desembolso de una pensión los espantaba, sobre todo a ella, mejor informada aún que él sobre los precios de los subsidios para impedidos. Incluso había hecho ya algunas gestiones ante la Asistencia Pública. Gestiones de las que procuraban no hablarme.

    Una noche, después de mi segunda visita, Robinson intentó retenerme junto a él por todos los medios, para que me fuera un poco más tarde aún. No acababa de contar todo lo que se le ocurría, recuerdos de las cosas y los viajes que habíamos hecho juntos, incluso de lo que aún no habíamos intentado recordar. Se acordaba de cosas que aún no habíamos tenido tiempo de evocar. En su retiro, el mundo que habíamos recorrido parecía afluir con todas las quejas, las amabilidades, los trajes viejos, los amigos de los que nos habíamos separado, una auténtica leonera de emociones trasnochadas que inauguraba en su cabeza sin ojos.

    «¡Me voy a matar!», me avisaba, cuando su pena le parecía demasiado grande. Y después conseguía avanzar un poco más, de todos modos, con su pena, como una carga demasiado pesada para él, infinitamente inútil, por un camino en el que no encontraba a nadie a quien hablar de ella, de tan enorme y múltiple que era. No habría sabido explicarla, era una pena que superaba su instrucción.

    Cobarde como era, yo lo sabía, y él también, por naturaleza, aún abrigaba la esperanza de que lo salvaran de la verdad, pero, por otro lado, yo empezaba a preguntarme si existía en alguna parte gente cobarde de verdad... Parece que siempre se puede encontrar, para cualquier hombre, un tipo de cosas por las que está dispuesto a morir y al instante y bien contento, además. Sólo, que no siempre se presenta su ocasión, de morir tan ricamente, la ocasión a su gusto. Entonces se va a morir como puede, en alguna parte... Se queda ahí, el hombre, en la tierra con aspecto de alelado, además, y de cobarde para todo el mundo, pero sin convencimiento, y se acabó. Es sólo apariencia, la cobardía.

    Robinson no estaba dispuesto a morir en la ocasión que se le presentaba. Tal vez presentada de otro modo le hubiera gustado mucho más.

    En resumen, la muerte es algo así como una boda.

    Esa muerte no le gustaba en absoluto y se acabó. No había más que hablar.

    Conque iba a tener que resignarse a aceptar su hundimiento y desamparo. Pero de momento estaba del todo ocupado, del todo apasionado, embadurnándose el alma de modo repulsivo con su desgracia y su desamparo. Más adelante, pondría orden en su desgracia y entonces empezaría una nueva vida de verdad. Qué remedio.

    «Créeme, si quieres -me recordaba, zurciendo retazos de memoria así, por la noche, después de cenar-, pero, mira, en inglés, aunque nunca he tenido demasiada facilidad para las lenguas, había llegado, de todos modos, a poder sostener una pequeña conversación, al final, en Detroit... Bueno, pues, ahora ya casi he olvidado todo, todo salvo una cosa... Dos palabras... Que me vienen a la cabeza todo el tiempo desde que me ocurrió esto en los ojos: Gentlemen first! Es casi lo único que puedo decir ahora de inglés, no sé por qué... Desde luego, es fácil de recordar... Gentlemen first! Y, para intentar hacerlo cambiar de ideas, nos divertíamos hablando juntos inglés de nuevo. Entonces repetíamos, pero a menudo: Gentlemen first! a tontas y a locas, como idiotas. Un chiste exclusivo para nosotros. Acabamos enseñándoselo al propio Henrouille, que subía de vez en cuando a vigilarnos.

    Al remover los recuerdos, nos preguntábamos qué quedaría aún de todo aquello... Lo que habíamos conocido juntos... Nos preguntábamos qué habría sido de Molly, nuestra buena Molly... A Lola, en cambio, quería olvidarla, pero, a fin de cuentas, me habría gustado tener noticias de todas, aun así, de la pequeña Musyne también, de paso... Que no debía de vivir demasiado lejos, en París, ahora. Al lado, vamos... Pero habría tenido que emprender auténticas expediciones, de todos modos, para tener noticias de Musyne... Entre tanta gente, cuyos nombres, trajes, costumbres, direcciones había olvidado y cuyas amabilidades y sonrisas incluso, después de tantos años de preocupaciones, de ansias de comida, debían de haberse vuelto como quesos viejos a fuerza de muecas penosas... Los propios recuerdos tienen su juventud... Se convierten, cuando los dejas enmohecer, en fantasmas repulsivos, que no rezuman sino egoísmo, vanidades y mentiras... Se pudren como manzanas... Conque nos hablábamos de nuestra juventud, la saboreábamos y volvíamos a saborear. Desconfiábamos. A mi madre, por cierto, llevaba mucho sin ir a verla... Y esas visitas no me sentaban nada bien en el sistema nervioso... Era peor que yo, para la tristeza, mi madre... Siempre en el cuchitril de su tienda, parecía acumular todas las decepciones que podía a su alrededor después de tantos y tantos años... Cuando iba a verla, me contaba: «Mira, la tía Hortense murió hace dos meses en Coutances... Ya podrías haber ido... Y Clémentin, ¿sabes quién digo?... ¿El encerador que jugaba contigo, cuando eras pequeño?... Bueno, pues, a ése lo recogieron antes de ayer en la Rué d'Aboukir... No había comido desde hacía tres días...»

    La infancia, la suya, no sabía Robinson por dónde cogerla, cuando pensaba en ella, pues menos alegre era difícil de imaginar. Aparte del episodio con la clienta, no encontraba en ella nada que no lo desesperara hasta vomitar en los rincones, como en una casa donde no hubiera sino cosas repugnantes y que apestasen, escobas, cubos, adefesios, bofetadas... El señor Henrouille no tenía nada que contar de la suya hasta la mili, salvo que en aquella época le habían hecho la foto de chorchi con borla y que seguía aún ahora, esa foto, justo encima del armario de luna.

    Cuando Henrouille había vuelto a bajar, Robinson me comunicaba su miedo a no cobrar ahora sus diez mil francos prometidos... «En efecto, ¡no cuentes demasiado con ellos!», le decía yo mismo. Prefería prepararlo para esa otra decepción.

    Trocitos de plomo, lo que quedaba de la descarga, afloraban en los bordes de las heridas. Yo se los quitaba por etapas, unos pocos cada día. Le hacía mucho daño, cuando le hurgaba así justo por encima de las conjuntivas.

    En vano habíamos tomado toda clase de precauciones, la gente del barrio se había puesto a hablar, de todos modos, con ganas. Por fortuna, Robinson no tenía idea de esas habladurías, se habría puesto aún más enfermo. Estábamos, ni que decir tiene, envueltos en sospechas. Henrouille hija hacía cada vez menos ruido al recorrer la casa en zapatillas. No contabas con ella y te la encontrabas a tu lado.

    Ahora que estábamos en medio de los arrecifes, la menor duda bastaría ahora para hacernos zozobrar a todos. Todo iría entonces a reventar, resquebrajarse, chocar, deshacerse y desparramarse por la orilla. Robinson, la abuela, el petardo, el conejo, los ojos, el hijo inverosímil, la nuera asesina, quedaríamos desplegados ahí, entre todas nuestras basuras y nuestros cochinos pudores, ante los curiosos estremecidos. Yo no las tenía todas conmigo. No es que hubiera hecho nada, yo, verdaderamente criminal. Era sobre todo culpable por desear en el fondo que todo aquello continuara. E incluso no veía ya inconveniente en que nos fuéramos todos juntos a pasear cada vez más lejos en la noche.

    Pero es que no había necesidad siquiera de desear, la cosa seguía sola, ¡y a escape, además!

    Los ricos no necesitan matar en persona para jalar. Dan trabajo a los demás, como ellos dicen. No hacen el mal en persona, los ricos. Pagan. Se hace todo lo posible para complacerlos y todo el mundo muy contento. Mientras que sus mujeres son bellas, las de los pobres son feas. Es así desde hace siglos, aparte de los vestidos elegantes. Preciosas, bien alimentadas, bien lavadas. Desde que el mundo es mundo, no se ha llegado a otra cosa.

    En cuanto al resto, en vano te esfuerzas, resbalas, patinas, vuelves a caer en el alcohol, que conserva a los vivos y a los muertos, no llegas a nada. Está más que demostrado. Y desde hace tantos siglos que podemos observar nuestros animales nacer, penar y cascar ante nosotros, sin que les haya ocurrido, tampoco a ellos, nada extraordinario nunca, salvo reanudar sin cesar el mismo fracaso insípido donde tantos otros animales lo habían dejado. Sin embargo, deberíamos haber comprendido lo que ocurría. Oleadas incesantes de seres inútiles vienen desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar ante nosotros y, sin embargo, seguimos ahí, esperando cosas... Ni siquiera para pensar la muerte servimos.

    Las mujeres de los ricos, bien alimentadas, bien engañadas, bien descansadas, ésas, se vuelven bonitas. Eso es cierto. Al fin y al cabo, tal vez eso baste. No se sabe. Sería al menos una razón para existir.

    «Las mujeres en América, ¿no te parece que eran más bellas que las de aquí?» Cosas así me preguntaba, Robinson, desde que daba vueltas a los recuerdos de los viajes. Sentía curiosidades, se ponía a hablar incluso de las mujeres.

    Ahora yo iba a verlo un poco menos a menudo, porque fue por aquella época cuando me destinaron a la consulta de un pequeño dispensario para tuberculosos de la vecindad. Hay que llamar las cosas por su nombre, con eso me ganaba ochocientos francos al mes. Los enfermos eran sobre todo gente de las chabolas, esa como aldea que nunca consigue desprenderse del todo del barro, encajonada entre las basuras y bordeada de senderos donde las chavalas demasiado despiertas y mocosas hacen novillos para pescar, junto a las vallas, de un sátiro a otro, un franco, patatas fritas y la blenorragia. País de cine de vanguardia, donde la ropa sucia infesta los árboles y todas las ensaladas chorrean orina los sábados por la noche. En mi terreno, no hice, durante aquellos meses de práctica especializada, ningún milagro. Y, sin embargo, había gran necesidad de milagros. Pero a mis clientes no les interesaba que yo hiciera milagros; contaban, al contrario, con su tuberculosis para que los pasaran del estado de miseria absoluta en que se asfixiaban desde siempre al de miseria relativa que confieren las minúsculas pensiones del Estado. Arrastraban sus esputos más o menos positivos de licencia en licencia desde la guerra. Adelgazaban a fuerza de fiebre mantenida por la poca comida, los muchos vómitos, la enormidad de vino y el trabajo, de todos modos, un día de cada tres, a decir verdad.

    La esperanza de la pensión los poseía en cuerpo y alma. Les llegaría un día, como la gracia, la pensión, con tal de que tuvieran fuerza para esperar un poco aún, antes de cascarla del todo. No se sabe lo que es volver y esperar algo hasta que no se ha observado lo que pueden llegar a esperar y volver los pobres que esperan una pensión.

    Pasaban tardes y semanas enteras esperando, en la entrada y en el umbral de mi miserable dispensario, mientras fuera llovía, y removiendo sus esperanzas de porcentajes, sus deseos de esputos francamente bacilares, esputos de verdad, esputos tuberculosos «ciento por ciento». La curación venía mucho después que la pensión en sus esperanzas; también pensaban, desde luego, en la curación, pero apenas, hasta tal punto los embelesaba el deseo de ser rentistas, un poquito rentistas, en cualesquiera condiciones. Ya no podían existir en ellos, aparte de ese deseo intransigente, definitivo, sino pequeños deseos subalternos y su propia muerte se volvía, en comparación, algo bastante accesorio, un riesgo deportivo como máximo. La muerte, al fin y al cabo, no es sino cuestión de unas horas, de minutos incluso, mientras que una renta es como la miseria, algo que dura toda la vida. Los ricos se emborrachan de otro modo y no pueden llegar a comprender esos frenesíes por la seguridad. Ser rico es otra embriaguez, es olvidar. Para eso incluso es para lo que se llega a rico, para olvidar.

    Poco a poco había perdido yo la costumbre de prometerles la salud, a mis enfermos. No podía alegrarlos demasiado, la perspectiva de estar bien de salud. Al fin y al cabo, estar bien de salud no es sino un apaño. Sirve para trabajar, la salud, ¿y qué más? Mientras que una pensión del Estado, aun ínfima, es algo divino, pura y simplemente.

    Cuando no se tiene dinero para ofrecer a los pobres, más vale callarse. Cuando se les habla de otra cosa, y no de dinero, se los engaña, se miente, casi siempre. Los ricos son fáciles de divertir, con simples espejos, por ejemplo, para que en ellos se contemplen, ya que no hay nada mejor en el mundo para mirar que los ricos. Para reanimarlos, se los eleva, a los ricos, cada diez años, a un grado más de la Legión de Honor, como una teta vieja, y ya los tenemos ocupados durante otros diez años. Y listo. Mis clientes, en cambio, eran unos egoístas, pobres, materialistas encerrados en sus cochinos proyectos de retiro, mediante el esputo sangrante y positivo. El resto les daba por completo igual. Hasta las estaciones les daban igual. De las estaciones sólo sentían y querían saber lo relativo a la tos y la enfermedad, que en invierno, por ejemplo, te acatarras mucho más que en verano, pero que en primavera, en cambio, escupes sangre con facilidad y que durante los calores puedes llegar a perder tres kilos por semana... A veces los oía hablarse entre ellos, cuando creían que yo no estaba, mientras esperaban su turno. Contaban sobre mí horrores sin fin y mentiras como para quedarse turulato. Criticarme así debía de animarlos, infundirles qué sé yo qué valor misterioso, que necesitaban para ser cada vez más implacables, resistentes y malvados pero bien, para durar, para resistir. Hablar mal así, maldecir, menospreciar, amenazar, les sentaba bien, era como para pensarlo. Y, sin embargo, había hecho todo lo posible, yo, para serles agradable, por todos los medios; estaba de su parte e intentaba serles útil, les daba mucho yoduro para hacerles escupir sus cochinos bacilos y todo ello sin conseguir nunca neutralizar su mala leche...

    Se quedaban ahí delante de mí, sonrientes como criados, cuando les hacía preguntas, pero no me querían, en primer lugar porque los ayudaba, y también porque no era rico y recibir mis cuidados quería decir recibirlos gratis y eso nunca es halagador para un enfermo, ni siquiera para el que esta pendiente de conseguir una pensión. Por detrás no había, pues, perrerías que no hubiesen propagado sobre mí. Tampoco tenía auto yo, al contrario que la mayoría de los demás médicos de los alrededores, y era también como una invalidez, en su opinión, que fuese a pie. En cuanto los excitaban un poco, a mis enfermos, y los colegas no perdían ocasión de hacerlo, se vengaban, parecía, de toda mi amabilidad, de que fuera tan servicial, tan solícito. Todo eso es normal. El tiempo pasaba, de todos modos.

    Una noche, cuando mi sala de espera estaba casi vacía, entró un sacerdote a hablar conmigo. Yo no lo conocía, a aquel cura, estuve a punto de ponerlo de patitas en la calle. No me gustaban los curas, tenía mis razones, sobre todo desde que me habían hecho la faena del embarque en San Tapeta. Pero aquél, en vano me esforzaba por reconocerlo, para darle un rapapolvo a ciencia cierta, la verdad es que no lo había visto nunca. Y, sin embargo, de noche debía de circular con frecuencia por Rancy, pues era de la vecindad. ¿Sería que me evitaba cuando salía? Lo pensé. En fin, debían de haberle avisado de que a mí no me gustaban los curas. Se notaba por el modo furtivo como inició el palique. Conque nunca nos habíamos tropezado en torno a los mismos enfermos. Servía en una iglesia de allí al lado, desde hacía veinte años, según me dijo. Fieles había a montones, pero no muchos que le pagaran. Pordiosero, más que nada, en una palabra. Eso nos aproximaba. La sotana que lo cubría me pareció un ropaje muy incómodo para deambular en el fango de las chabolas. Se lo comenté. Insistí incluso en la extravagante incomodidad de semejante atuendo.

    «¡Se acostumbra uno!», me respondió.

    La impertinencia de mi comentario no le quitó las ganas de mostrarse más amable aún. Evidentemente, venía a pedirme algo. Su voz apenas se elevaba sobre una monotonía confidencial, que se debía, así me imaginé al menos, a su profesión. Mientras hablaba, prudente y preliminar, yo intentaba imaginarme lo que debía de hacer, aquel cura, para ganarse sus calorías, montones de muecas y promesas, del estilo de las mías... Y después me lo imaginaba, para divertirme, desnudo ante su altar... Así es como hay que acostumbrarse a transponer desde el primer momento a los hombres que vienen a visitarte, los comprendes mucho más rápido después, disciernes al instante en cualquier personaje su realidad de enorme y ávido gusano. Es un buen truco de la imaginación. Su cochino prestigio se disipa, se evapora. Desnudo ante ti ya no es, en una palabra, sino una alforja petulante y jactanciosa que se afana farfullando, fútil, en un estilo o en otro. Nada resiste a esa prueba. Sabes a qué atenerte al instante. Ya sólo quedan las ideas y las ideas nunca dan miedo. Con ellas nada está perdido, todo se arregla. Mientras que a veces es difícil soportar el prestigio de un hombre vestido. Conserva la tira de pestes y misterios en la ropa.

    Tenía dientes pésimos, el padre, podridos, ennegrecidos y rodeados de sarro verdusco, una piorrea alveolar curiosita, en una palabra. Iba yo a hablarle de su piorrea, pero estaba demasiado ocupado contándome cosas. No cesaban de rezumar, las cosas que me decía, contra sus raigones, a impulsos de una lengua todos cuyos movimientos espiaba yo. Lengua desollada, la suya, en numerosas zonas minúsculas de sus sanguinolentos bordes.

    Yo tenía la costumbre, e incluso el placer, de esas observaciones íntimas y meticulosas. Cuando te detienes a observar, por ejemplo, el modo como se forman y profieren las palabras, no resisten nuestras frases al desastre de su baboso decorado. Es más complicado y más penoso que la defecación, nuestro esfuerzo mecánico de la conversación. Esa corola de carne abotargada, la boca, que se agita silbando, aspira y se debate, lanza toda clase de sonidos viscosos a través de la hedionda barrera de la caries dental, ¡qué castigo! Y, sin embargo, eso es lo que nos exhortan a transponer en ideal. Es difícil. Puesto que no somos sino recintos de tripas tibias y a medio pudrir, siempre tendremos dificultades con el sentimiento. Enamorarse no es nada, permanecer juntos es lo difícil. La basura, en cambio, no pretende durar ni crecer. En ese sentido, somos mucho más desgraciados que la mierda, ese empeño de perseverar en nuestro estado constituye la increíble tortura.

    Está visto que no adoramos nada más divino que nuestro olor. Toda nuestra desgracia se debe a que debemos seguir siendo Jean, Pierre o Gastón, a toda costa, durante años y años. Este cuerpo nuestro, disfrazado de moléculas agitadas y triviales, se revela todo el tiempo contra esta farsa atroz del durar. Quieren ir a perderse, nuestras moléculas, ¡ricuras!, lo más rápido posible, en el universo. Sufren por ser sólo «nosotros», cornudos del infinito. Estallaríamos, si tuviéramos valor; no hacemos sino flaquear día tras día. Nuestra tortura querida está encerrada ahí, atómica, en nuestra propia piel, con nuestro orgullo.

    Como yo callaba, consternado por la evocación de esas ignominias biológicas, el padre creyó tenerme en el bote y aprovechó incluso para mostrarse de lo más condescendiente y familiar conmigo. Evidentemente, se había informado sobre mí por adelantado. Con infinitas precauciones, abordó el vidrioso tema de mi reputación médica en la vecindad. Habría podido ser mejor, me dio a entender, mi reputación, si hubiera actuado de modo muy distinto al instalarme y ello desde los primeros momentos de mi ejercicio en Rancy. «Los enfermos, querido doctor, no lo olvidemos nunca, son en principio conservadores... Temen, como es fácil de comprender, que lleguen a faltarles la tierra y el cielo...»

    Según él, yo debería, pues, haberme aproximado desde el principio a la Iglesia. Tal era su conclusión de orden espiritual y práctico también. No era mala idea. Yo me guardaba bien de interrumpirlo, pero esperaba con paciencia que fuera al grano respecto a los motivos de su visita.

    Para un tiempo triste y confidencial no se podía pedir nada mejor que el que hacía fuera. Era tan feo el tiempo, y de modo tan frío, tan insistente, como para pensar que ya no volveríamos a ver nunca el resto del mundo al salir, que se habría deshecho, el mundo, asqueado.

    Mi enfermera había logrado, por fin, rellenar sus fichas, todas sus fichas, hasta la última. Ya no tenía excusa alguna para quedarse allí escuchándonos. Conque se marchó, pero muy molesta, dando un portazo tras sí, a través de una furiosa bocanada de lluvia.

    Durante la conversación, aquel cura dio su nombre, padre Protiste se llamaba. Me comunicó, de reticencias en reticencias, que hacía ya un tiempo que realizaba gestiones junto con Henrouille hija con vistas a colocar a la vieja y a Robinson, los dos juntos, en una comunidad religiosa, una barata. Aún estaban buscando.

    Mirándolo bien, habría podido pasar, el padre Protiste, por un empleado de comercio, como los demás, tal vez incluso por un jefe de departamento, mojado, verdoso y resecado cien veces. Era plebeyo de verdad por la humildad de sus insinuaciones. Por el aliento también. Yo no me equivocaba casi nunca con los alientos. Era un hombre que comía demasiado de prisa y bebía vino blanco.

    Henrouille nuera, me contó, para empezar, había ido a verlo al presbiterio, poco después del atentado, para que los sacara del tremendo apuro en que acababan de meterse. A mí me parecía, mientras contaba eso, que buscaba excusas, explicaciones, parecía como avergonzarse de aquella colaboración. No valía la pena, la verdad, que se andara con remilgos por mí. Comprende uno las cosas. Había venido a vernos de noche. Y se acabó. ¡Peor para él, además! Una como cochina audacia se había apoderado de él también, poco a poco, con el dinero. ¡Allá él! Como todo mi dispensario estaba en completo silencio y la noche caía sobre las chabolas, bajó entonces la voz del todo para hacerme sus confidencias sólo a mí. Pero, de todos modos, en vano susurraba, todo lo que me contaba me parecía, pese a todo, inmenso, insoportable, por la calma, seguramente, que nos rodeaba, como llena de ecos. ¿Acaso dentro de mí sólo? ¡Chsss!, me daban ganas de apuntarle todo el tiempo, en el intervalo entre las palabras que pronunciaba. De miedo me temblaban un poco los labios incluso y al final de las frases dejaba de pensar.

    Ahora que se había unido a nuestra angustia, ya no sabía demasiado cómo hacer, el cura, para avanzar detrás de nosotros cuatro en la negrura. Una pequeña pandilla. ¿Quería saber cuántos éramos ya en la aventura? ¿Adonde íbamos? Para poder, también él, coger la mano de los nuevos amigos hacia ese final que tendríamos que alcanzar todos juntos o nunca. Ahora éramos del mismo viaje. Aprendía a andar en la noche, el cura, como nosotros, como los otros. Tropezaba aún. Me preguntaba qué debía hacer para no caer. ¡Que no viniera, si tenía miedo! Llegaríamos al final juntos y entonces sabríamos lo que habíamos ido a buscar en la aventura. La vida es eso, un cabo de luz que acaba en la noche.

    Y, además, puede que no lo supiéramos nunca, que no encontrásemos nada. Eso es la muerte.

    La cuestión de momento era avanzar bien a tientas. Por lo demás, desde el punto al que habíamos llegado ya no podíamos retroceder. No había opción. Su cochina justicia con sus leyes estaba por todos lados, en la esquina de cada corredor. Henrouille hija llevaba de la mano a la vieja y su hijo y yo a ellas y a Robinson también. Estábamos juntos. Exacto. Le expliqué todo eso en seguida al cura. Y comprendió.

    Quisiéramos o no, en el punto en que nos encontrábamos ahora, no habría sido plato de gusto que nos hubieran sorprendido y descubierto los transeúntes, le dije también al cura, e insistí mucho en eso. Si nos encontrábamos con alguien, tendríamos que aparentar que íbamos de paseo, como si tal cosa. Ésa era la consigna. Conservar la naturalidad. Así, pues, el cura ahora sabía todo, comprendía todo. Me estrechaba la mano con fuerza, a su vez. Tenía mucho miedo, como es lógico, él también. Los comienzos. Vacilaba, farfullaba incluso como un inocente. Ya no había camino ni luz en el punto en que nos encontrábamos, sólo prudencia en su lugar y que nos pasábamos de unos a otros y en la que no creíamos demasiado tampoco. Nada recoge las palabras que se dicen en esos casos para tranquilizarse. El eco no devuelve nada, has salido de la Sociedad. El miedo no dice ni sí ni no. Recoge todo lo que se dice, el miedo, todo lo que se piensa, todo.

    Ni siquiera sirve en esos casos desorbitar los ojos en la obscuridad. Es horror inútil y se acabó. Se ha apoderado de todo, la noche, y hasta de las miradas. Te deja vacío. Hay que cogerse de la mano, de todos modos, para no caer. La gente de la luz ya no te comprende. Estás separado de ella por todo el miedo y permaneces aplastado por él hasta el momento en que la cosa acaba de un modo o de otro y entonces puedes reunirte por fin con esos cabrones de todo un mundo en la muerte o en la vida.

    Lo que tenía que hacer el padre de momento era ayudarnos y espabilarse para aprender, era su currelo. Y, además, que había venido, sólo para eso, ocuparse de la colocación de la tía Henrouille, para empezar, y a escape, y de Robinson también, al tiempo, en donde las hermanitas de provincias. Le parecía posible, y a mí también, por cierto, ese arreglo. Sólo, que habría que esperar meses para una vacante y nosotros no podíamos esperar más. Hartos estábamos.

    La nuera tenía toda la razón: cuanto antes, mejor. ¡Que se fueran! ¡Que nos viésemos libres de ellos! Conque Protiste estaba probando otro arreglo. Parecía, reconocí al instante, de lo más ingenioso. Y, además, que entrañaba una comisión para los dos, para el cura y para mí. El arreglo tenía que decidirse sin tardanza y yo debía desempeñar mi modesto papel. El consistente en convencer a Robinson para que se marchara al Mediodía, aconsejarlo al respecto y de forma totalmente amistosa, por supuesto, pero apremiante, de todos modos.

    Al no conocer todos los entresijos del arreglo de que hablaba el cura, tal vez debería haberme reservado la opinión, haber exigido garantías para mi amigo, por ejemplo... Pues, al fin y al cabo, era, pensándolo bien, un arreglo muy raro el que nos presentaba, el padre Protiste. Pero estábamos todos tan apremiados por las circunstancias, que lo esencial era no perder tiempo. Prometí todo lo que deseaban, mi apoyo y el secreto. Aquel Protiste parecía estar de lo más acostumbrado a las circunstancias delicadas de ese género y yo tenía la sensación de que me iba a facilitar mucho las cosas.

    ¿Por dónde empezar, ante todo? Había que organizar una marcha discreta para el Mediodía. ¿Qué pensaría, Robinson, del Mediodía? Y, además, la marcha con la vieja, a la que había estado a punto de asesinar... Yo insistiría... ¡Y listo!... No le quedaba más remedio que aceptar, y por toda clase de razones, no todas demasiado positivas, pero sólidas todas.

    Para oficio raro, el que les habían buscado a Robinson y a la vieja en el Mediodía lo era y raro de verdad. En Toulouse erá. ¡Ciudad bonita, Toulouse! Por cierto, ¡que la íbamos a ver! ¡Íbamos a ir a verlos, allí! Quedamos en que yo iría a Toulouse, en cuanto estuvieran instalados, en su casa y en su currelo y todo.

    Y después, pensándolo bien, me fastidiaba que se marchara tan pronto Robinson, allí, y al mismo tiempo me daba mucho gusto, sobre todo porque por una vez me ganaba un beneficio curiosito y de verdad. Me iban a dar mil francos. Así estaba convenido también. Lo único que tenía que hacer era convencer a Robinson para que se fuese al Mediodía, asegurándole que no había clima mejor para las heridas de sus ojos, que allí estaría la mar de bien y que, en una palabra, tenía una potra que para qué de salir tan bien librado. Era el modo de decidirlo.

    Tras cinco minutos de reflexionar así, ya estaba yo del todo convencido y preparado para una entrevista decisiva. A hierro caliente, batir de repente, ésa es mi opinión. Al fin y al cabo, no iba a estar peor allí que aquí. La idea que había tenido aquel Protiste parecía, pensándolo bien, muy razonable, la verdad. Esos curas saben, qué caramba, apagar los peores escándalos.

    Un comercio tan decente como cualquier otro, eso era lo que les ofrecían a Robinson y a la vieja en definitiva. Una especie de sótano con momias era, si no había entendido yo mal. Dejaban visitarlo, el sótano bajo una iglesia, a cambio de un óbolo. Turistas. Y todo un negocio, me aseguraba Protiste. Ya estaba yo casi convencido y al instante un poco envidioso. No se presenta todos los días la oportunidad de hacer trabajar a los muertos.

    Cerré el dispensario y nos dirigimos a casa de los Henrouille, bien decididos, el cura y yo, por entre los charcos. Era una novedad, pero lo que se dice una novedad. ¡Mil francos de esperanza! Yo había cambiado de opinión sobre el cura. Al llegar al hotelito, encontramos a los esposos Henrouille junto a Robinson, en la alcoba del primer piso. Pero, ¡en qué estado, Robinson!

    «¡Ya estás aquí! -fue y me dijo con el alma en vilo, en cuanto me oyó subir-. ¡Siento que va a pasar algo!... ¿Es verdad?», me preguntó jadeando.

    Y ya lo teníamos otra vez lloriqueando antes de que yo hubiese podido decir una palabra siquiera. Los otros, los Henrouille, me hacían señas, mientras Robinson pedía socorro: «¡Menudo lío! -me dije-. ¡Qué prisas tienen ésos!... ¡Siempre con excesivas prisas! ¿Habrán levantado la liebre así, en frío?... ¿Sin preparación? ¿Sin esperarme?...»

    Por fortuna, pude presentar de nuevo, por así decir, el asunto con otras palabras. No pedía otra cosa tampoco Robinson, un nuevo aspecto de las mismas cosas. Eso bastaba. El cura seguía en el pasillo, no se atrevía a entrar en la habitación. Iba y venía, sin parar, de canguelo.

    «¡Entre! -le invitó, sin embargo, la hija, al final-. ¡Entre, hombre! ¡No molesta usted ni mucho menos, padre! Sorprende usted a una pobre familia en plena desgracia, ¡nada más!... ¡El médico y el cura! ¿Acaso no es así siempre en los momentos dolorosos de la vida?»

    Se ponía a hacer frases grandilocuentes. Las nuevas esperanzas de salir del tomate y de la noche eran las que la volvían lírica, a aquella puta, a su cochina manera.

    El desamparado cura había perdido todos sus recursos y se puso a farfullar de nuevo, al tiempo que permanecía a cierta distancia del enfermo. Su emocionado farfulleo se le pegó a Robinson, quien volvió a entrar en trance: «¡Me engañan! ¡Me engañan todos!», gritaba.

    Cháchara, vamos, y, además, sobre simples apariencias. Emociones. Siempre lo mismo. Pero eso me reanimó a mí, me devolvió la cara dura. Me llevé a Henrouille hija a un rincón y le puse francamente las cartas boca arriba, porque veía que el único hombre allí capaz de sacarlos del apuro ira de nuevo mi menda, a fin de cuentas. «¡Un anticipo! -fui y le dije a la hija-. Y ahora mismo, ¡mi anticipo!» Cuando ya se ha perdido la confianza, no hay razón para andarse con rodeos, como se suele decir. Comprendió y me puso un billete de mil francos en toda la mano y otro más para mayor seguridad. Me había impuesto con autoridad. Entonces me puse a convencerlo, a Robinson, ya que estaba. Tenía que resignarse a marchar al Mediodía.

    Traicionar, se dice pronto. Pero es que hay que aprovechar la ocasión. Es como abrir una ventana en una cárcel, traicionar. Todo el mundo lo desea, pero es raro que se consiga.

    Una vez que Robinson se hubo marchado de Rancy, estuve convencido de que la vida iba a cambiar, de que tendría, por ejemplo, unos pocos más enfermos que de costumbre, y resulta que no. Primero, sobrevino el paro, la crisis, en la vecindad y eso es lo peor. Y, además, el tiempo se volvió, pese al invierno, suave y seco, mientras que el húmedo y frío es el que necesitamos para la medicina. Epidemias tampoco; en fin, una estación contraria, un buen fracaso.

    Vi incluso a colegas que iban a hacer sus visitas a pie, con eso está dicho todo, divertidos en apariencia con el paseo, pero muy molestos, en realidad, y sólo por no sacar los autos, por economía. Por mi parte, yo sólo tenía un impermeable para salir. ¿Sería por eso por lo que pesqué un catarro tan tenaz? ¿O era que me había acostumbrado de verdad a comer demasiado poco? Todo era posible. ¿Sería que me habían vuelto las fiebres? En fin, el caso es que, por haber cogido un poco de frío, justo antes de la primavera, me puse a toser sin parar, más enfermo que la leche. Un desastre. Una mañana me resultó del todo imposible levantarme. Justo entonces pasaba por delante de mi puerta la tía de Bébert. La mandé llamar. Subió. La envié al instante a cobrar una pequeña cantidad que aún me debían en el barrio. La única, la última. Esa suma recuperada a medias me duró diez días, en cama.

    Se tiene tiempo de pensar, durante diez días tumbado.

    En cuanto me encontrara mejor, me iría de Rancy, eso era lo que había decidido. Dos mensualidades atrasadas ya, por cierto... ¡Adiós, pues, a mis cuatro muebles! Sin decir nada a nadie, por supuesto, me largaría, a hurtadillas, y no me volverían a ver nunca en La Garenne-Rancy. Me marcharía sin dejar rastro ni dirección. Cuando te acosa la fiera hedionda de la miseria, ¿para qué discutir? Un tunela no dice nada y se da el piro.

    Con mi título podía establecerme en cualquier parte, cierto... Pero no iba a ser ni más agradable ni peor... Un poco mejor, el sitio, al comienzo, lógicamente, porque siempre hace falta un poco de tiempo para que la gente llegue a conocerte y para que se ponga manos a la obra y encuentre el truco con el que hacerte daño. Mientras aún te buscan el punto más flaco, disfrutas de un poco de tranquilidad, pero, en cuanto lo han encontrado, vuelve a ser la misma historia de siempre, como en todas partes. En una palabra, el corto período durante el que eres desconocido en cada sitio nuevo es el más agradable. Después, vuelta a empezar con la misma mala leche. Son así. Lo importante es no esperar demasiado a que te hayan descubierto, pero bien, la debilidad, los gachos. Hay que aplastar las chinches antes de que se hayan metido en sus agujeros, ¿no?

    En cuanto a los enfermos, los clientes, no me hacía ilusiones al respecto... No iban a ser en otro barrio ni menos rapaces, ni menos burros, ni menos cobardes que los de aquí. La misma priva, el mismo cine, los mismos chismes deportivos, la misma sumisión entusiasta a las necesidades naturales, de jalar y quilar, los convertirían, allá como aquí, en la misma horda embrutecida, cateta, titubeante de una trola a otra, farolera siempre, chapucera, mal intencionada, agresiva entre dos pánicos.

    Pero, ya que el enfermo, por su parte, no deja de cambiar de costado en su cama, en la vida tenemos también derecho a pasar de un flanco a otro, es lo único que podemos hacer y la única defensa que hemos descubierto contra el propio Destino. Hay que abandonar la esperanza de dejar la pena en algún sitio por el camino. Es como una mujer horrorosa, la pena, y con la que te hubieras casado. ¿No será mejor tal vez acabar amándola un poco que agotarse azotándola toda la vida, puesto que no te la puedes cargar?

    El caso es que me largué a hurtadillas de mi entresuelo de Rancy. Estaban en corro en torno al vino de mesa y las castañas, la portera y compañía, cuando pasé por delante de su chiscón por última vez. Ni visto ni oído. Ella se rascaba y él, inclinado sobre la estufa, abotargado por el calor, estaba ya tan bebido, que se le cerraban los ojos.

    Para aquella gente, yo me colaba en lo desconocido como en un gran túnel sin fin. Da gusto, tres personas menos que te conocen y, por tanto, tres menos para espiarte y hacerte daño, que ni siquiera saben en absoluto qué ha sido de ti. ¡Qué bien! Tres, porque cuento también a su hija, su hija Thérése, que se hacía heridas hasta supurar de forúnculos, de tanto como le picaban pulgas y chinches. Es cierto que picaban tanto, en su casa, que, al entrar en su chiscón, tenías la sensación de penetrar poco a poco en un cepillo.

    El largo dedo del gas en la entrada, crudo y silbante, se apoyaba sobre los transeúntes al borde de la acera y los convertía, de golpe, en fantasmas extraviados en el negro marco del portal. A continuación iban a buscarse un poco de calor, los transeúntes, aquí y allá, delante de las otras ventanas y las farolas y al final se perdían como yo en la noche, negros y difusos.

    Ni siquiera estabas obligado a reconocerlos, a los transeúntes. Y, sin embargo, me habría gustado detenerlos en su vago deambular, un segundito, el tiempo justo para decirles, de una vez por todas, que me iba a perderme, al diablo, que me marchaba, pero tan lejos, que ya podían darles por culo y que ya no podían hacerme nada, ni unos ni otros, intentar nada...

    Al llegar al Boulevard de la Liberté, los camiones de legumbres subían temblando hacia París. Seguí su ruta. En una palabra, ya casi me había marchado del todo de Rancy. Hacía bastante fresco. Conque, para calentarme, di un pequeño rodeo hasta el chiscón de la tía de Bébert. Su lámpara era un puntito de luz al fondo del pasillo. «Para acabar -me dije- tengo que decirle "adiós" a la tía.»

    Estaba en su silla, como de costumbre, entre los olores del chiscón, y la estufita calentando todo aquello y su vieja figura ahora siempre lista para llorar desde que Bébert había muerto y, además, en la pared, por encima de la caja de costura, una gran foto escolar de Bébert, con su delantal, una boina y la cruz. Era una «ampliación» conseguida con los cupones del café. La desperté.

    «Hola, doctor -dijo sobresaltada. Aún recuerdo muy bien lo que me dijo-. ¡Tiene usted mala cara! -observó en seguida-. Siéntese... Yo tampoco me encuentro demasiado bien...»
    «He salido a dar un paseo», respondí, para despistar.
    «Es muy tarde -dijo- para dar un paseo, sobre todo si va usted hacia la Place Clichy... ¡A esta hora sopla un viento muy frío por la avenida!»

    Entonces se levantó y, tropezando por aquí y por allá, se puso a hacernos un ponche y a hablar en seguida de todo al mismo tiempo y de los Henrouille y de Bébert, como es lógico.

    No había forma de impedirle hablar de Bébert y eso que le causaba pena y la hacía sufrir y, además, lo sabía. Yo la escuchaba sin interrumpirla en ningún momento, estaba como embotado. Ella intentaba recordarme todas las buenas cualidades que había tenido Bébert y las exponía con mucho esfuerzo, porque no había que olvidar ninguna de sus cualidades, y volvía a empezar y después, cuando me había contado todas las circunstancias de su cría con biberón, recordaba otra cualidad más de Bébert que había que añadir a las demás, conque volvía a empezar la historia desde el principio y, sin embargo, se le olvidaban algunas, de todos modos, y al final no le quedaba más remedio que lloriquear un poco, de impotencia. Se equivocaba de cansancio. Se quedaba dormida sollozando. Ya no le quedaban fuerzas para sacar de la sombra el recuerdo del pequeño Bébert, al que tanto había querido. La nada estaba siempre cerca de ella y sobre ella ya un poco. Un poco de ponche y de fatiga y ya estaba, se dormía roncando como un avioncito lejano que se llevan las nubes. Ya no le quedaba nadie en la tierra.

    Mientras estaba así, desplomada entre los olores, yo pensaba que me iba y que seguramente no volvería a verla nunca, a la tía de Bébert, que Bébert se había ido, por su parte, sin remilgos y para siempre, que también ella, la tía, se marcharía para seguirlo y dentro de poco tiempo. Para empezar, su corazón estaba enfermo y muy viejo. Bombeaba sangre como podía, su corazón, en sus arterias, le costaba subir por las venas. Se iría al gran cementerio de al lado, la tía, donde los muertos son como una multitud que espera. Allí era donde llevaba a jugar a Bébert, antes de que cayese enfermo, al cementerio. Y después de eso se habría acabado para siempre. Vendrían a pintar de nuevo su chiscón y se podría decir que nos habíamos reunido de nuevo todos, como las bolas del juego, que temblequean un poco al borde del agujero, que hacen remilgos antes de acabar de una vez.

    Salen muy violentas y gruñonas, las bolas también, y no van nunca a ninguna parte, en definitiva. Nosotros tampoco y toda la tierra no sirve sino para eso, para hacer que nos reencontremos todos. Ya no le faltaba mucho, a la tía de Bébert, ahora, ya no le quedaba casi empuje. No podemos reencontrarnos mientras estamos en la vida. Hay demasiados colores que nos distraen y demasiada gente que se mueve alrededor. Sólo nos reencontramos en el silencio, cuando es demasiado tarde, como los muertos. Yo también tenía que moverme de nuevo y marcharme a otro sitio. De nada me servía hacer, saber... No podía quedarme allí con la tía.

    Mi diploma en el bolsillo abultaba mucho, mucho más que el dinero y los documentos de identidad. Delante del puesto de policía, el agente de guardia esperaba el relevo de medianoche y escupía también de lo lindo. Nos dimos las buenas noches.

    Después de la gasolinera, en la esquina del bulevar, venía la oficina de arbitrios y sus encargados, verdosos en su jaula de cristal. Los tranvías ya no circulaban. Era el mejor momento para hablarles de la vida, a los encargados, de la vida, cada vez más difícil, más cara. Eran dos allí, un joven y un viejo, con caspa los dos, inclinados sobre registros así de grandes. A través de su cristal, podían verse las grandes sombras de las fortificaciones del malecón, que se alzaban en la noche para esperar barcos procedentes de tan lejos, navíos tan nobles, que nunca se verán barcos así. Seguro. Los esperan.

    Conque charlamos un rato, los encargados de arbitrios y yo, y hasta tomamos un cafelito que se calentaba en el cazo. Me preguntaron si me marchaba de vacaciones por casualidad, en broma, así, de noche, con mi paquetito en la mano. «Exacto», les respondí. Era inútil explicarles cosas poco comunes a los encargados de arbitrios. No podían ayudarme a comprender. Y un poco ofendido por su observación, me dieron ganas, de todos modos, de hacerme el interesante, de asombrarles, y me puse a hablar como un cohete, como si tal cosa, de la campaña de 1816, en la que los cosacos llegaron precisamente hasta el lugar en que nos encontrábamos, hasta el fielato, pisando los talones a Napoleón.

    Evocado, todo ello, con desenvoltura, por supuesto. Tras haberlos convencido con pocas palabras, a aquellos dos sórdidos, de mi superioridad cultural, de mi espontánea erudición, cogí y me marché sosegado hacia la Place Clichy por la avenida que sube.

    Habréis notado que siempre hay dos prostitutas esperando en la esquina de la Rué des Dames. Ocupan las pocas horas consumidas que separan la medianoche del amanecer. Gracias a ellas, la vida continúa a través de las sombras. Hacen de enlace con el bolso atestado de recetas, pañuelos para todo uso y fotos de hijos en el campo. Cuando te acercas a ellas en la sombra, has de tener cuidado, porque casi no existen, esas mujeres, de tan especializadas que están, vivas lo justo para responder a dos o tres frases que resumen todo lo que se puede hacer con ellas. Son espíritus de insectos dentro de botines con botones.

    No hay que decirles nada, acercarse lo menos posible. Son malas. Me sobraba espacio. Eché a correr entre los raíles. La avenida es larga.

    Al fondo se encuentra la estatua del mariscal Moncey. Sigue defendiendo la Place Clichy desde 1816 contra recuerdos y olvido, contra nada, con una corona de perlas baratas. Llegué yo también cerca de él corriendo con ciento doce años de retraso por la avenida tan vacía. Ni rusos ya, ni batallas, ni cosacos, ni soldados, nada que tomar ya en la plaza sino un reborde del pedestal bajo la corona. Y el fuego de un pequeño brasero con tres ateridos en torno a los que el apestoso fuego hacía bizquear. No daban ganas de quedarse.

    Algunos autos escapaban a toda velocidad, mientras podían, hacia las salidas.

    En casos de urgencia recuerdas los grandes bulevares como un lugar menos frío que otros. Mi cabeza ya sólo funcionaba a fuerza de voluntad, por la fiebre. Sostenido por el ponche de la tía, bajé huyendo delante del viento, menos frío cuando lo recibes por detrás. Una anciana con gorrito, cerca del metro Saint-Georges, lloraba por la suerte de su nieta enferma en el hospital, de meningitis, según decía. Aprovechaba para pedir limosna. Conmigo iba dada.

    Le ofrecí unas palabras. Le hablé también yo del pequeño Bébert y de otra niña que había tratado en la ciudad, siendo estudiante, y que había muerto, de meningitis también. Tres semanas había durado su agonía y su madre, en la cama de al lado, ya no podía dormir de pena, conque se masturbaba, su madre, todo el tiempo durante las tres semanas de agonía y hasta después, cuando todo hubo acabado, ya no había forma de detenerla.

    Eso demuestra que no se puede existir sin placer, ni siquiera un segundo, y que es muy difícil tener pena de verdad. Así es la existencia.

    Nos despedimos, la anciana apenada y yo, delante de las Galerías. Tenía que descargar zanahorias por Les Halles. Seguía el camino de las legumbres, como yo, el mismo.

    Pero el Tarapout me atrajo. Está situado sobre el bulevar como un gran pastel de luz. Y la gente acude a él de todas partes y a toda prisa, como larvas. Sale de la noche circundante, la gente, con ojos desorbitados ya para ir a llenárselos de imágenes. Es que no cesa, el éxtasis. Son los mismos del metro de por la mañana. Pero ahí, delante del Tarapout, están contentos, como en Nueva York, se rascan el vientre delante de la caja, apoquinan un poco de dinero y ahí van al instante muy decididos y se precipitan alegres a los agujeros de la luz. Estábamos como desvestidos por la luz, de tanta como había sobre la gente, los movimientos, las cosas, guirnaldas y lámparas y más lámparas. No se habría podido hablar de un asunto personal en aquella entrada, era como todo lo contrario de la noche.

    Muy aturdido yo también, me metí en una tasca vecina. En la mesa contigua a la mía, miré y me vi a Parapine, mi antiguo profesor, que estaba tomando un ponche con su caspa y todo. Nos encontramos. Nos alegramos. Se habían producido grandes cambios en su vida, según me dijo. Necesitó diez minutos para contármelos. No eran divertidos. El profesor Jaunisset en el Instituto se había vuelto tan duro con él, lo había perseguido tanto, que había tenido que irse, Parapine, dimitir y abandonar su laboratorio y luego también las madres de las colegialas habían ido, a su vez, a esperarlo a la puerta del Instituto y romperle la cara. Historias. Investigaciones. Angustias.

    En el último momento, mediante un anuncio ambiguo en una revista médica, había podido aferrarse por los pelos a otro modesto medio de subsistencia. No gran cosa, evidentemente, pero, de todos modos, un apaño descansado y de su especialidad. Se trataba de la astuta aplicación de las teorías recientes del profesor Baryton sobre el desarrollo de niños cretinos mediante el cine. Un gran paso adelante en el subconsciente. No se hablaba de otra cosa en la ciudad. Era moderno.

    Parapine acompañaba a sus clientes especiales al moderno Tarapout. Pasaba a recogerlos a la moderna casa de salud de Baryton, en las afueras, y luego los volvía a acompañar después del espectáculo, alelados, ahitos de visiones, felices y salvos y más modernos aún. Y listo. Nada más sentarse ante la pantalla, ya no había necesidad de ocuparse de ellos. Un público de oro. Todo el mundo contento, la misma película diez veces seguidas les encantaba. No tenían memoria. Sus familias, encantadas. Parapine también. Yo también. Nos reíamos de gusto y venga ponches y más ponches para celebrar aquella reconstitución material de Parapine en el plano de la modernidad. Decidimos no movernos de allí hasta las dos de la mañana, tras la última sesión del Tarapout, para ir a buscar a sus cretinos, reunidos y llevarlos a escape en auto a la casa del doctor Baryton en Vigny-sur-Seine. Un chollo.

    Como estábamos contentos ambos de volvernos a ver, nos pusimos a hablar sólo por el placer de decirnos fantasías y en primer lugar sobre los viajes que habíamos hecho y después sobre Napoleón, que salió a relucir a propósito de Moncey, el de la Place Clichy. Todo se vuelve placer, cuando el único objetivo es estar bien juntos, porque entonces parece como si por fin fuéramos libres. Olvidas tu propia vida, es decir, las cosas del parné.

    Burla burlando, hasta sobre Napoleón se nos ocurrieron chistes que contar. Parapine se la conocía bien, la historia de Napoleón. Le había apasionado en tiempos, me contó, en Polonia, cuando aún estaba en el instituto de bachillerato. Había recibido buena educación, Parapine, no como yo.

    Así, me contó, al respecto, que, durante la retirada de Rusia, a los generales de Napoleón les había costado Dios y ayuda impedirle ir a Varsovia para que la polaca de su corazón le hiciese la última mamada suprema. Era así, Napoleón, hasta en plenos reveses e infortunios. No era serio, en una palabra. ¡Ni siquiera él, el águila de su Josefina! Más cachondo que una mona, la verdad, contra viento y marea. Por lo demás, no hay nada que hacer, mientras se conserve el gusto por el goce y el cachondeo y es un gusto que todos tenemos. Eso es lo más triste. ¡Sólo pensamos en eso! En la cuna, en el café, en el trono, en el retrete. ¡En todas partes! ¡En todas partes! ¡La pilila! ¡Napoleón o no! ¡Cornudo o no! Lo primero, ¡el placer! ¡Anda y que la diñen los cuatrocientos mil pobres diablos empantanados hasta el penacho!, se decía el gran vencido, ¡con tal de que Napoleón eche otro polvo! ¡Qué cabrón! ¡Y hale! ¡La vida misma! ¡Así acaba todo! ¡No es serio! El tirano siente hastío de la obra que representa mucho antes que los espectadores. Se va a follar, cuando está harto de segregar delirios para el público. Entonces, ¡va de ala! ¡El Destino lo deja caer en menos que canta un gallo! ¡No son las matanzas a base de bien lo que le reprochan los entusiastas! ¡Qué va! ¡Eso no es nada! ¡Vaya si se las perdonarían! Sino que se volviera aburrido de repente, eso es lo que no le perdonan. Lo serio sólo se tolera cuando es un camelo. Las epidemias no cesan hasta el momento en que los microbios sienten asco de sus toxinas. A Robespierre lo guillotinaron porque siempre repetía la misma cosa y Napoleón, por su parte, no resistió a más de diez años de una inflación de Legión de Honor. La tortura de ese loco fue verse obligado a inspirar deseos de aventuras a la mitad de la Europa sentada. Oficio imposible. Lo llevó a la tumba.

    Mientras que el cine, nuevo y modesto asalariado de nuestros sueños, podemos comprarlo, en cambio, procurárnoslo por una hora o dos, como una prostituta.

    Y, además, en nuestros días, se ha distribuido a artistas por todos lados, por precaución, en vista de tanto aburrimiento. Hasta en los burdeles te los encuentras, a los artistas, con sus escalofríos desmadrándose por todos lados y sus sinceridades chorreando por los pisos. Hacen vibrar las puertas. A ver quién se estremece más y con más descaro, más ternura, y se abandona con mayor intensidad que el vecino. Hoy igual de bien decoran los retretes que los mataderos y el Monte de Piedad también, todo para divertirnos, para distraernos, hacernos salir de nuestro Destino.

    Vivir por vivir, ¡qué trena! La vida es una clase cuyo celador es el aburrimiento; está ahí todo el tiempo es-piándote; por lo demás, hay que aparentar estar ocupado, a toda costa, con algo apasionante; si no, llega y se te jala el cerebro. Un día que sólo sea una jornada de 24 horas no es tolerable. Ha de ser por fuerza un largo placer casi insoportable, una jornada; un largo coito, una jornada, de grado o por fuerza.

    Se te ocurren así ideas repulsivas, estando aturdido por la necesidad, cuando en cada uno de tus segundos se estrella un deseo de mil otras cosas y lugares.

    Robinson era un tío preocupado por el infinito también, en su género, antes de que le ocurriese el accidente, pero ahora ya había recibido para el pelo bien. Al menos, eso creía yo.

    Aproveché que estábamos en el café, tranquilos, para contar, yo también, a Parapine todo lo que me había ocurrido desde nuestra separación. Él comprendía las cosas, e incluso las mías, y le confesé que acababa de arruinar mi carrera médica al abandonar Rancy de modo insólito. Así hay que decirlo. Y no era cosa de broma. No había ni que pensar en volver a Rancy, en vista de las circunstancias. Así le parecía también a él.

    Mientras conversábamos con gusto así, nos confesábamos, en una palabra, se produjo el entreacto del Tarapout y llegaron en masa a la tasca los músicos del cine. Tomamos una copa a coro. Parapine era muy conocido de los músicos.

    Burla burlando, me enteré por ellos de que precisamente buscaban un «pachá» para la comparsa del intermedio. Un papel mudo. Se había marchado, el que hacía de «pachá», sin avisar. Un papel bonito y bien pagado, además, en un preludio. Sin esfuerzo. Y, además, no hay que olvidarlo, con la picarona compañía de una magnífica bandada de bailarinas inglesas, miles de músculos agitados y precisos. Mi estilo y necesidad exactamente.

    Me hice el simpático y esperé las propuestas del director. En una palabra, me presenté. Como era tan tarde y no tenían tiempo de ir a buscar a otro figurante hasta la Porte Saint-Martin, el director se alegró mucho de tenerme a mano. Le evitaba engorros. A mí también. Casi ni me examinó. Conque me aceptó sin más pegas. Me contrataron. Con tal de que no cojeara, valía y aún...

    Penetré en los bellos sótanos, cálidos y acolchados, del cine Tarapout. Una auténtica colmena de camerinos perfumados, donde las inglesas, en espera del espectáculo, descansaban diciendo tacos y haciendo cabalgatas ambiguas. Exultante por tener de nuevo forma de ganarme las habichuelas, me apresuré a entrar en relaciones con aquellas compañeras jóvenes y desenvueltas. Por cierto, que me hicieron los honores de grupo con la mayor amabilidad del mundo. Ángeles. Ángeles discretos. Da gusto no sentirse ni confesado ni despreciado, así es en Inglaterra.

    Substanciosas recaudaciones, las del Tarapout. Hasta entre bastidores todo era lujo, comodidad, muslos, luces, jabones, mediasnoches. El tema del intermedio en que aparecíamos se situaba, creo, en el Turquestán. Era un pretexto para pamplinas coreográficas, contoneos musicales y violentos tamborileos.

    Mi papel, breve pero esencial. Al principio, hinchado de oro y plata, experimenté cierta dificultad para instalarme entre tantos bastidores y lámparas inestables, pero me acostumbré y, una vez en el sitio, graciosamente realzado, ya sólo me quedaba dejarme llevar por mis sueños bajo los focos opalinos.

    Durante un buen cuarto de hora, veinte bayaderas londinenses se meneaban en melodías y bacanales impetuosas para convencerme, al parecer, de la realidad de sus atractivos. Yo no pedía tanto y pensaba que repetir cinco veces al día aquella actuación era mucho para mujeres, y, además, sin flaquear, nunca, una vez tras otra, contoneando implacables el trasero con esa energía de raza un poco aburrida, esa continuidad intransigente de los barcos en ruta, las estraves, en su infinito trajinar por los océanos...

    No vale la pena debatirse, esperar basta, ya que todo acabará pasando por la calle. Ella sola cuenta, en el fondo. No hay nada que decir. Nos espera. Habrá que bajar a la calle, decidirse, no uno, ni dos, ni tres de nosotros, sino todos. Estamos ahí delante, haciendo remilgos y melindres, pero ya llegará.

    En las casas, nada bueno. En cuanto una puerta se cierra tras un hombre, empieza a oler en seguida y todo lo que lleva huele también. Pasa de moda en el sitio, en cuerpo y alma. Se pudre. Si apestan, los hombres, nos está bien empleado. ¡Debíamos ocuparnos de ello! Debíamos sacarlos, expulsarlos, exponerlos. Todo lo que apesta está en la habitación y adornado, pero hediondo, de todos modos.

    Hablando de familias, conozco a un farmacéutico, en la Avenue de Saint-Ouen, que tiene un hermoso rótulo en el escaparate, un bonito anuncio: ¡tres francos la caja para purgar a toda la familia! ¡Un chollo! ¡Eructan! Obran juntos, en familia. Se odian con avaricia, en un hogar de verdad, pero nadie protesta, porque, de todos modos, es menos caro que ir a vivir a un hotel.

    El hotel, ya que hablamos, es más inquieto, no tiene las pretensiones de un piso, te sientes menos culpable en él. La raza humana nunca está tranquila y para descender al juicio final, que se celebrará en la calle, evidentemente estás más cerca en el hotel. Ya pueden venir, los ángeles con trompetas, que estaremos los primeros, nosotros, nada más bajar del hotel.

    Intentas no llamar la atención demasiado, en el hotel. No sirve de nada. Ya sólo con gritar un poco fuerte o demasiado a menudo, mal asunto, te fichan. Al final, apenas te atreves a mear en el lavabo, pues todo se oye de una habitación a otra. Acabas adquiriendo por fuerza los buenos modales, como los oficiales en la marina de guerra. Todo puede ponerse a temblar de la tierra al cielo de un momento a otro, estamos listos, nos la suda, puesto que nos «perdonamos» ya diez veces al día tan sólo al encontrarnos en los pasillos, en el hotel.

    Hay que aprender a reconocer, en los retretes, el olor de cada uno de los vecinos de la planta, es cómodo. Resulta difícil hacerse ilusiones en una pensión. Los clientes no son chulitos. A hurtadillas viajan por la vida un día tras otro sin llamar la atención, en el hotel, como en un barco que estuviera un poco podrido y lleno de agujeros y lo supiesen.

    Aquel al que fui a alojarme atraía sobre todo a los estudiantes de provincias. Olía a colillas viejas y desayunos, desde los primeros escalones. Lo reconocías desde lejos, de noche, por la luz grisácea que tenía encima de la puerta y las letras melladas, de oro, que le colgaban del balcón como una enorme dentadura vieja. Un monstruo de alojamiento abotargado de apaños miserables.

    De unas habitaciones a otras nos visitábamos por el pasillo. Tras años de empresas miserables en la vida práctica, aventuras, como se suele decir, volvía yo con los estudiantes.

    Sus deseos eran siempre los mismos, sólidos y rancios, ni más ni menos insípidos que en la época en que me había separado de ellos. Los individuos habían cambiado, pero las ideas no. Seguían yendo, como siempre, unos y otros, a apacentarse más o menos con medicina, retazos de química, comprimidos de derecho y zoologías enteras, a horas más o menos regulares, en el otro extremo del barrio. La guerra, al pasar por su quinta, no había transformado nada en ellos y, cuando te metías en sus sueños, por simpatía, te llevaban derecho a sus cuarenta años. Se daban así veinte años por delante, doscientos cuarenta meses de economías tenaces, para fabricarse una felicidad.

    Era un cromo, la imagen que tenían de la felicidad como del éxito, pero bien graduado, esmerado. Se veían en el último peldaño, rodeados de una familia poco numerosa pero incomparable y preciosa hasta el delirio. Y, sin embargo, nunca habrían echado, por así decir, un vistazo a su familia. No valía la pena. Está hecha para todo, menos para ser contemplada, la familia. Ante todo, la fuerza del padre, su felicidad, consiste en besar a su familia sin mirarla nunca, su poesía.

    La novedad sería ir a Niza en automóvil con la esposa, provista de dote, y tal vez adoptar los cheques para las transferencias bancarias. Para las partes vergonzosas del alma, seguramente llevar también a la esposa una noche al picadero. No más. El resto del mundo se encuentra encerrado en los periódicos y custodiado por la policía.

    La estancia en el hotel de las pulgas los avergonzaba un poco de momento y los volvía fácilmente irritables, a mis compañeros. El jovencito burgués en el hotel, el estudiante, se siente en penitencia y, como aún no puede, naturalmente, ahorrar, reclama bohemia para aturdirse y más bohemia, desesperación con café y leche.

    Hacia primeros de mes pasábamos por una breve y auténtica crisis de erotismo, todo el hotel vibraba. Nos lavábamos los pies. Organizábamos una expedición amorosa. La llegada de los giros de provincias nos decidía. Yo, por mi parte, habría podido obtener los mismos coitos en el Tarapout con mis inglesas del baile y, además, gratis, pero pensándolo bien, renuncié a esa facilidad por evitar líos y por los amigos, chulos desgraciados y celosos, que andan siempre entre bastidores tras las bailarinas.

    Como leíamos muchas revistas obscenas en nuestro hotel, ¡conocíamos la tira de trucos y direcciones para follar en París! Hay que reconocer que las direcciones son divertidas. Te dejas llevar; incluso a mí, que había vivido en el Passage des Bérésinas y había viajado y conocido muchas complicaciones de la vida indecente, el capítulo de las confidencias nunca me parecía del todo agotado. Subsiste en uno siempre un poquito de curiosidad de reserva para la cuestión de la jodienda. Te dices que ya no vas a aprender nada nuevo, sobre la jodienda, que ya no debes perder ni un minuto con ella, y después vuelves a empezar, sin embargo, otra vez sólo para cerciorarte de verdad de que es algo vacío y aprendes, de todos modos, algo nuevo al respecto y eso te basta para recuperar el optimismo.

    Te recuperas, piensas con mayor claridad que antes, cobras nuevas esperanzas, cuando precisamente ya no te quedaba la menor esperanza, y vuelves fatalmente a la jodienda por el mismo precio. En una palabra, siempre hay cosas que descubrir en una vagina para todas las edades. Bueno, pues, una tarde, voy a contar lo que pasó, salimos tres huéspedes del hotel en busca de una aventura barata. Era fácil gracias a las relaciones de Pomone, que tenía una agencia con todo lo que se puede desear en materia de ajustes y compromisos eróticos, en su barrio de Batignoles. Su registro abundaba en invitaciones de diversos precios, funcionaba, aquel hombre providencial, sin fasto alguno, en el fondo de un pequeño patio de una casa modesta, tan poco alumbrada, que para guiarte necesitabas tanto tacto y consideración como en un urinario desconocido. Varias colgaduras que habías de apartar te inquietaban antes de llegar hasta aquel proxeneta, sentado siempre en una penumbra para confidencias.

    Por culpa de aquella penumbra, nunca pude, a decir verdad, observar cómodamente a Pomone y, pese a haber tenido largas conversaciones juntos, a haber colaborado incluso durante un tiempo y a haberme hecho toda clase de proposiciones y toda clase de otras confidencias peligrosas, me resultaría imposible reconocerlo hoy, si me lo encontrara en el infierno.

    Recuerdo sólo que los aficionados furtivos que esperaban su turno en el salón se mantenían siempre muy circunspectos, ninguna familiaridad entre ellos, hay que reconocerlo, la reserva en persona, como en la consulta de un dentista al que no le gustara nada el ruido ni la luz.

    Fue gracias a un estudiante de medicina como conocí a Pomone. Frecuentaba la casa, el estudiante, para ganarse un complemento, gracias a que tenía, el muy potrudo, un pene formidable. Lo llamaban, al estudiante, para animar con su estupendo chuzo veladas muy íntimas, en las afueras. Sobre todo las damas, las que no creían que se pudiera tener «uno así de gordo», lo festejaban. Divagaciones de chiquillas aventajadas. En los registros de la policía figuraba, nuestro estudiante, con un seudónimo terrible: ¡Baltasar!

    Los clientes que esperaban difícilmente trababan conversación. El dolor se exhibe, mientras que el placer y la necesidad dan vergüenza.

    Es pecado, quieras que no, ser putero y pobre. Cuando Pomone se enteró de mi estado actual y de mi pasado médico, abandonó su reserva y me confió su tormento. Un vicio lo agotaba. Lo había contraído «tocándose» de continuo bajo su mesa durante las conversaciones que sostenía con sus clientes, investigadores, obsesionados del perineo. «Es mi oficio, ¡compréndalo! No es fácil abstenerse... ¡Con todo lo que vienen a contarme, esos cabrones!...» En una palabra, la clientela lo arrastraba a los abusos, como esos carniceros demasiado gruesos que siempre tienen tendencia a atiborrarse de carnes. Además, estoy convencido de que tenía el bajo vientre permanentemente recalentado por una traidora fiebre que le venía de los pulmones. Por cierto, que unos años después la tuberculosis se lo llevó al otro mundo. La cháchara infinita de las clientas presuntuosas lo agotaba también en otro sentido, siempre tramposas, creadoras de montones de líos y alborotos por nada y por sus chichis, que, según ellas, no tenían igual en las cuatro partes del mundo.

    A los hombres había que presentarles sobre todo admiradoras que tragaran para sus caprichos apasionados. Tantos como los de la Sra. Herote. En un solo correo matinal de la agencia Pomone llegaba bastante amor insatisfecho como para extinguir todas las guerras de este mundo. Pero es que esos diluvios sentimentales nunca trascienden la jodienda. Eso es lo malo.

    Su mesa desaparecía bajo aquel revoltijo repulsivo de trivialidades ardientes. Con mi deseo de saber más, decidí interesarme durante un tiempo por la clasificación de ese tremendo tejemaneje epistolar. Se ordenaba, me explicó, por clases de afectos, como con las corbatas o las enfermedades, los delirios primero, por un lado, y después los masoquistas y los viciosos, por otro, los flagelantes por aquí, los de «estilo aya» en otra página y así con todos. No tardan demasiado en convertirse en cargas, las distracciones. ¡Nos expulsaron, pero bien, del Paraíso! ¡De eso no cabe duda! Pomone era de esa opinión también con sus manos húmedas y su vicio interminable, que le infligía a un tiempo placer y penitencia. Al cabo de unos meses me harté de él y de su comercio. Espacié mis visitas.

    En el Tarapout seguían considerándome muy decente, muy tranquilo, figurante puntual, pero, tras unas semanas de calma, la desgracia me volvió por el conducto más inesperado y me vi obligado, también de repente, a abandonar la compañía para continuar mi puñetero camino. Considerados a distancia, aquellos tiempos del Tarapout no fueron, en resumen, sino una especie de escala prohibida y solapada. Siempre bien vestido, lo reconozco, durante aquellos cuatro meses, tan pronto de príncipe, dos veces de centurión, otro día aviador, y pagado generosa y regularmente. Comí en el Tarapout para años. Una vida de rentista sin las rentas. ¡Traición! ¡Desastre! Una noche, no sé por qué razón, cambiaron nuestro número. El nuevo preludio representaba los muelles de Londres. En seguida, me dio mala espina, nuestras inglesas tenían que cantar, desafinando y, en apariencia, a las orillas del Támesis, de noche, y yo hacía de policeman, papel del todo mudo, deambular de izquierda a derecha por delante del pretil. De pronto, cuando menos lo pensaba, su canción se volvió más fuerte que la vida y hasta dio un vuelco al destino y lo inclinó hacia la desgracia. Conque, mientras cantaban, yo ya no podía pensar en otra cosa que en toda la miseria del pobre mundo y en la mía, sobre todo, porque la canción de aquellas putas me repetía en el corazón, como el atún en el estómago. ¡Y eso que creía haberlo digerido, haber olvidado lo más duro! Pero lo peor de todo era que se trataba de una canción que quería ser alegre y no lo conseguía. Y se contoneaban, mis compañeras, al tiempo que cantaban, para que lo pareciese. Entonces sí que sí, la verdad, era como si pregonáramos la miseria, las angustias... ¡Exacto! ¡De paseo por la niebla con el alma en pena! Se deshacían en lamentos, envejecíamos por momentos con ellas. El decorado rezumaba también pánico con avaricia. Y, sin embargo, continuaban, las chatis. No parecían comprender los tremendos efectos de pena que sobre todos nosotros provocaba su canción... Se quejaban de toda su vida, moviendo el esqueleto, riendo, al compás... Cuando viene de tan lejos, con tal seguridad, no puedes equivocarte ni resistirte.

    Estábamos rodeados de miseria, pese al lujo que había en la sala, sobre nosotros, sobre el decorado, desbordaba, chorreaba por toda la tierra, de todos modos. Eran artistas como la copa de un pino... Exhalaban pena, sin que quisiesen impedirlo ni comprenderlo siquiera. Sólo sus ojos eran tristes. No basta con los ojos. Cantaban el fracaso de la vida sin comprender. Seguían confundiéndolo con el amor, con puro y mero amor, no les habían enseñado el resto, a aquellas chavalitas. ¡Una penita cantaban, en apariencia! ¡Así lo llamaban! Todo parece penas de amor, cuando se es joven y no se sabe...

    Where I go...where I look... It's only foryou... ou... Only foryou... ou...

    Así cantaban.

    Es la manía de los jóvenes de identificar toda la Humanidad con un chichi, uno solo, el sueño sagrado, la pasión de amor. Más adelante aprenderían tal vez, adonde iba a acabar todo eso, cuando ya no fueran rosas, cuando la miseria de verdad de su puñetero país las hubiera atrapado, a las dieciséis, con sus gruesos muslos de yegua, sus chucháis saltarines... Por lo demás, estaban ya de miseria hasta el cuello, hundidas, las ricuras, no se iban a librar. A las entrañas, a la garganta, se les aferraba ya, la miseria, por todas las cuerdas de sus voces finas y falsas también.

    La llevaban dentro. No hay traje, ni lentejuelas, ni luz, ni sonrisas que valgan para engañarla, para despistarla, respecto a los suyos, los encuentra donde se escondan, los suyos; se divierte haciéndoles cantar simplemente, en espera de su turno, todas las tonterías de la esperanza. Eso la despierta, la mece y la excita, a la miseria.

    Nuestra pena es así, la grande, una distracción.

    Conque, ¡allá el que canta canciones de amor! El amor es ella, la miseria, y nada más que ella, ella siempre, que viene a mentir en nuestra boca, mierda pura, y se acabó. Está en todas partes, la muy puta, no hay que despertarla, la miseria propia, ni en broma. No entiende las bromas. Y, sin embargo, tres veces al día lo repetían, mis inglesas, delante del decorado y con melodías de acordeón. Por fuerza tenía que acabar muy mal.

    Yo no me metía en nada, pero puedo asegurar que la vi venir, la catástrofe.

    Primero, una de las chavalitas cayó enferma. ¡Muerte a las ricuras que provocan las desgracias! ¡Allá ellas y que la diñen! A propósito, tampoco hay que detenerse en las esquinas de las calles detrás de los acordeones, con frecuencia es ahí donde se pesca la enfermedad, el acceso de verdad. Conque vino una polaca para substituir a la que estaba enferma, en su cantinela. Tosía también, la polaca, en los entreactos. Una chica alta, fuerte y pálida era. En seguida nos hicimos confidencias. En dos horas conocí su alma entera, para el cuerpo esperé aún un poco. La manía de aquella polaca era mutilarse el sistema nervioso con amores imposibles. Como es lógico, había entrado en la puñetera canción de las inglesas como una seda, con su dolor y todo. Comenzaba con un tonillo simpático, su canción, como si nada, como todas las bailables, y después, mira por dónde, te encogía el corazón a fuerza de ponerte triste, como si, al oírla, fueses a perder las ganas de vivir, pues no podía ser más cierto que todo se acaba, juventud y demás, entonces te inclinabas, después de que se hubieran extinguido canción y melodía, para acostarte en la cama auténtica, la tuya, la de verdad de la buena, la del agujero para acabar de una vez. Dos estribillos y casi ansiabas irte al plácido país de la muerte, el país de la ternura eterna y el olvido instantáneo como una niebla. Eran voces de niebla, las suyas, en una palabra.

    Coreábamos todos el lamento del reproche, contra los que andan aún por ahí, con la vida a cuestas, que esperan a lo largo de los muelles, de todos los muelles del mundo, a que acabe de pasar la vida, mientras se entretienen de cualquier modo, vendiendo cosas y naranjas a los otros fantasmas e informes y monedas falsas, policía, viciosos, penas, contando chismes, en esa bruma de paciencia que nunca acabará...

    Tania se llamaba mi nueva amiga de Polonia. Su vida era febril de momento, lo comprendí, por un empleadillo de banca cuadragenario que conocía desde Berlín. Quería regresar, a su Berlín, y amarlo pese a todo y a cualquier precio. Para volver a verlo allí, habría hecho cualquier cosa.

    Perseguía a los agentes teatrales, los que prometen contratos, hasta el fondo de sus escaleras apestosas. Le daban pellizcos en los muslos, los guarros, mientras esperaba respuestas que nunca llegaban. Pero apenas si notaba sus manipulaciones, de tan embargada que estaba por su amor lejano. No pasó una semana en tales condiciones sin que sucediera una catástrofe de aúpa. Había atiborrado el Destino de tentaciones desde hacía semanas y meses, como un cañón.

    La gripe se llevó a su prodigioso amante. Nos enteramos de la desgracia un sábado por la noche. Nada más recibir la noticia, me arrastró, desmelenada, extraviada, al asalto de la Gare du Nord. Eso no era nada aún, pero con su delirio pretendía ante la taquilla llegar a tiempo a Berlín para el entierro. Fueron necesarios dos jefes de estación para disuadirla, hacerle comprender que era demasiado tarde.

    En el estado en que se encontraba, yo no podía pensar en abandonarla. Por lo demás, se aferraba a su tragedia, quería a toda costa mostrármela en pleno trance. ¡Qué ocasión! Los amores contrariados por la miseria y la distancia son como los amores de marinero, son, digan lo que digan, irrefutables y logrados. En primer lugar, cuando no se tiene ocasión de verse con frecuencia, no se puede regañar y eso ya es una gran ventaja. Como la vida no es sino un delirio atestado de mentiras, cuanto más lejos estás más mentiras puedes añadir y más contento estás entonces, es lógico y normal. La verdad no hay quien la trague.

    Por ejemplo, ahora es fácil contar cosas sobre Jesucristo. ¿Es que iba al retrete delante de todo el mundo, Jesucristo? Se me ocurre que no le habría durado demasiado el cuento, si hubiera hecho caca en público. Muy poca presencia, ésa es la cosa, sobre todo para el amor.

    Una vez bien asegurados, Tania y yo, de que no había tren posible para Berlín, nos desquitamos con los telegramas. En la oficina de la Bolsa, redactamos uno muy largo, pero para enviarlo había otra dificultad, ya no sabíamos adonde enviarlo. No conocíamos a nadie en Berlín, salvo al muerto. A partir de aquel momento, sólo pudimos cambiar palabras sobre el deceso. Nos sirvieron, las palabras, para dar dos o tres veces más la vuelta a la Bolsa y después, como teníamos que adormecer el dolor, de todos modos, subimos despacio hacia Montmartre, al tiempo que farfullábamos pesares.

    A partir de la Rué Lepic, empiezas a encontrar gente que va a buscar alegría a la parte alta de la ciudad. Se apresuran. Llegados al Sacré-Coeur, se ponen a mirar la noche, abajo, que forma un gran hueco con todas las casas amontonadas en el fondo.

    En la placita, en el café que nos pareció, por las apariencias, el menos caro, entramos. Tania me dejaba, por el consuelo y el agradecimiento, besarla donde quisiera. Le gustaba mucho beber también. En las banquetas a nuestro alrededor, dormían ya juerguistas un poco borrachos.

    El reloj de la pequeña iglesia se puso a dar las horas y después más horas hasta nunca acabar. Acabábamos de llegar al final del mundo, estaba cada vez más claro. No se podía ir más lejos, porque después de aquello ya sólo había los muertos.

    Empezaban en la Place du Tertre, al lado, los muertos. Estábamos bien situados para localizarlos. Pasaban justo por encima de las Galeries Dufayel, al este, por consiguiente.

    Pero, aun así, hay que saber encontrarlos, es decir, desde dentro y con los ojos casi cerrados, porque los grandes haces de luz de los anuncios molestan mucho, aun a través de las nubes, a la hora de divisarlos, a los muertos. Con ellos, los muertos, comprendí en seguida, habían admitido a Bébert, incluso nos hicimos una señita los dos, Bébert y yo, y también, no lejos de él, la chica tan pálida, abortada por fin, la de Rancy, bien vaciada esa vez de todas sus tripas.

    Había la tira de otros antiguos clientes míos, por aquí, por allá, y clientas en las que ya no pensaba nunca, y otros más, el negro en una nube blanca, solo, al que habían azotado más de la cuenta, allá, lo reconocí, en Topo, y el tío Grappa, ¡el viejo teniente de la selva virgen! De ésos me había acordado de vez en cuando, del teniente, del negro torturado y también de mi español, el cura; había venido, el cura, con los muertos aquella noche para las oraciones del cielo y su cruz de oro le molestaba mucho para revolotear de un cielo a otro. Se aferraba con su cruz a las nubes, a las más sucias y amarillas, y fui reconociendo a muchos otros desaparecidos, muchos, muchos otros... Tan numerosos, que da vergüenza, la verdad, no haber tenido tiempo de mirarlos mientras viven ahí, a tu lado, durante años...

    Nunca se tiene bastante tiempo, es cierto, ni siquiera para pensar en uno mismo.

    En fin, ¡todos aquellos cabrones se habían vuelto ángeles sin que me hubiera dado cuenta! Ahora había la tira de nubes llenas de ángeles y extravagantes e indecentes, por todos lados. ¡De paseo por encima de la ciudad! Busqué a Molly entre ellos, era el momento, mi amable, mi única amiga, pero no había venido con ellos... Debía de tener un cielo para ella sólita, cerca de Dios, de tan buena que había sido siempre, Molly... Me dio gusto no encontrarla con aquellos golfos, porque eran sin duda unos muertos golfos aquellos, unos pillos, sólo la chusma y la pandilla de los fantasmas se habían reunido aquella noche por encima de la ciudad. Del cementerio de al lado, sobre todo, venían sin parar y nada distinguidos. Y eso que era un cementerio pequeño; comuneros, incluso, todos sangrando, que abrían la boca como para gritar aún y que ya no podían... Esperaban, los comuneros, con los otros, esperaban a La Perouse, el de las Islas, que los mandaba a todos aquella noche para la reunión... No acababa, La Perouse, de prepararse, por culpa de la pata de palo que se le torcía... y, además, que siempre le había costado ponérsela, la pata de palo, y también por culpa de sus grandes anteojos, que no aparecían.

    No quería salir a las nubes sin llevar en torno al cuello sus anteojos; una idea, su famoso catalejo de aventuras, un auténtico cachondeo, el que te hace ver a la gente y las cosas de lejos, cada vez más lejos por el agujerito y cada vez más deseables, por fuera, a medida que te acercas y pese a ello. Cosacos enterrados cerca del Moulin no conseguían salir de sus tumbas. Hacían esfuerzos espantosos, pero lo habían intentado ya muchas veces... Volvían a caer siempre en el fondo de sus tumbas, aún estaban borrachos desde 1820.

    Aun así, un chaparrón los hizo saltar, a ellos también, serenados por fin, muy por encima de la ciudad. Entonces se disgregaron en su ronda y abigarraron la noche con su turbulencia, de una nube a otra... La Ópera, sobre todo, los atraía, al parecer, su gran brasero de anuncios en el medio; salpicaban, los aparecidos, para saltar a otro extremo del cielo y tan agitados y numerosos, que te nublaban la vista. La Perouse, equipado por fin, quiso que lo izaran vertical al sonar las cuatro, lo sostuvieron y lo montaron a horcajadas y derecho. Una vez instalado por fin, a horcajadas, aún gesticulaba, de todos modos, y se movía. Las campanadas de las cuatro lo sacudieron, mientras se abotonaba. Detrás de La Perouse, la gran avalancha del cielo. Una desbandada abominable, llegaban arremolinándose fantasmas, de los cuatro puntos cardinales, todos los aparecidos de todas las epopeyas... Se perseguían, se desafiaban y cargaban siglos contra siglos. El Norte permaneció mucho tiempo recargado con su abominable barahúnda. El horizonte se despejó azulado y el día se alzó al fin por un gran agujero que habían hecho pinchando la noche para escapar.

    Después, encontrarlos de nuevo resulta muy difícil. Hay que saber salir del tiempo.

    Por el lado de Inglaterra te los encuentras de nuevo, cuando llegas, pero por ese lado la niebla es todo el tiempo tan densa, tan compacta, que es como auténticas velas que suben unas delante de las otras desde la Tierra hasta lo más alto del cielo y para siempre. Con hábito y atención se puede llegar a encontrarlos de nuevo, de todos modos, pero nunca durante mucho tiempo por culpa del viento que no cesa de traer nuevas ráfagas y brumas de alta mar.

    La gran mujer que está ahí, que guarda la Isla, es la última. Su cabeza está mucho más alta aún que las brumas más altas. Ella es lo único un poco vivo de la Isla. Sus cabellos rojos, por encima de todo, doran un poco aún las nubes, es lo único que queda del sol.

    Intenta hacerse té, según explican.

    Tiene que intentarlo, pues está ahí para la eternidad. Nunca acabará de hacerlo hervir, su té, por culpa de la niebla, que se ha vuelto demasiado densa y penetrante. El casco de un barco utiliza de tetera, el más bello, el mayor de los barcos, el último que ha podido encontrar en Southampton, se calienta el té, oleadas y más oleadas... Remueve... Da vueltas todo con un remo enorme... Con eso se entretiene.

    No mira nada más, seria para siempre e inclinada.

    La ronda ha pasado por encima de ella, pero ni siquiera se ha movido, está acostumbrada a que vengan todos los fantasmas del continente a perderse por allí... Se acabó.

    Le basta con hurgar el fuego que hay bajo la ceniza, entre dos bosques muertos, con los dedos.

    Intenta reavivarlo., todo le pertenece ahora, pero su té no hervirá nunca más.

    Ya no hay vida para las llamas.

    Ya no hay vida en el mundo para nadie, salvo un poquito para ella y todo está casi acabado...

    Tania me despertó en la habitación donde habíamos acabado acostándonos. Eran las diez de la mañana. Para deshacerme de ella, le conté que no me sentía bien y que me iba a quedar un poco más en la cama.

    La vida se reanudaba. Fingió creerme. En cuanto ella hubo bajado, me puse en camino, a mi vez. Tenía algo que hacer, en verdad. La zarabanda de la noche anterior me había dejado como una extraña sensación de remordimiento. El recuerdo de Robinson venía a preocuparme. Era cierto que yo lo había abandonado a su suerte, a ése; peor aún, en manos del padre Protiste. Con eso estaba dicho todo. Desde luego, me habían contado que todo iba de perilla allí abajo, en Toulouse, y que la vieja Henrouille se había vuelto incluso de lo más amable con él. Claro, que, en ciertos casos, verdad, sólo oyes lo que quieres oír y lo que más te conviene... En el fondo, esas vagas indicaciones no demostraban nada.

    Inquieto y curioso, me dirigí hacia Rancy en busca de noticias, pero exactas, precisas. Para llegar allí, había que volver a pasar por la Rué des Batignolles, donde vivía Pomone. Era mi camino. Al llegar cerca de su casa, me extrañó mucho vérmelo en la esquina de su calle, a Pomone, como siguiendo a un señor bajito a cierta distancia. Para él, Pomone, que no salía nunca, debía de ser un auténtico acontecimiento. Lo reconocí también, al tipo que seguía, era un cliente, el Cid se hacía llamar en la correspondencia. Pero sabíamos también, por informes confidenciales, que trabajaba en Correos, el Cid.

    Desde hacía años no dejaba en paz a Pomone para que le encontrara una amiguita bien educada, su sueño. Pero las señoritas que le presentaban nunca estaban bastante bien educadas para su gusto. Cometían faltas, según decía. Conque la cosa no marchaba. Pensándolo bien, existen dos grandes especies de chorbitas, las que tienen «amplitud de miras» y las que han recibido «una buena educación católica». Dos formas, para las pelanas, de sentirse superiores, dos formas también de excitar a los inquietos y los insatisfechos, el estilo «pajolero» y el estilo «mujer libre».

    Todas las economías del Cid habían acabado, mes tras mes, en esas búsquedas. Ahora había llegado, con Pomone, a quedarse sin recursos y sin esperanza también. Más adelante, me enteré de que había ido a suicidarse, el Cid, aquella misma noche en un solar. Por lo demás, en cuanto había yo visto a Pomone salir de su casa, había sospechado que ocurría algo extraordinario. Conque los seguí largo rato por aquel barrio en el que las tiendas van desapareciendo calle adelante y hasta los colores, uno tras otro, para acabar en tascas precarias hasta los límites justos del fielato. Cuando no tienes prisa, te pierdes con facilidad en esas calles, despistado primero por la tristeza y por la demasiada indiferencia del lugar. Si tuvieras un poco de dinero, cogerías un taxi al instante para escapar de tanto hastío. La gente que encuentras arrastra un destino tan pesado, que lo sientes por ellos. Tras las ventanas con visillos, pequeños rentistas han dejado el gas abierto, seguro. No hay nada que hacer. ¡Me cago en la leche!, dices, lo que no sirve de nada.

    Y, además, ni un banco para sentarse. Marrón y gris por todos lados. Cuando llueve, cae de todas partes también, de frente y de lado, y la calle resbala entonces como el dorso de un gran pez con una raya de lluvia en medio. No se puede decir siquiera que sea un desorden ese barrio, es más bien como una cárcel, casi bien conservada, una cárcel que no necesita puertas.

    Callejeando así, acabé perdiendo de vista a Pomone y a su suicidado después de la rué des Vinaigriers. Así, había llegado tan cerca de la Garenne-Rancy, que no pude por menos de ir a echar un vistazo por encima de las fortificaciones.

    De lejos, es atractiva, la Garenne-Rancy, no se puede negar, por los árboles del gran cementerio. Poco falta para que te dejes engañar y jures que estás en el Bois de Boulogne.

    Cuando se desean a toda costa noticias de alguien, hay que ir a preguntarlas a quienes las tienen. Al fin y al cabo, me dije entonces, no puedo perder gran cosa haciéndoles una visita, a los Henrouille. Debían de saber cómo iban las cosas en Toulouse. Y, mira por donde, fue una imprudencia de lo lindo la que cometí. Se fía uno demasiado. No sabes que has llegado y, sin embargo, estás ya metido de lleno en las cochinas regiones de la noche. No tarda en sucederte una desgracia entonces. Basta con poco y, además, es que no había que ir a ver de nuevo a cierta gente, sobre todo a ésos. Después es el cuento de nunca acabar.

    De rodeos en rodeos, me vi como guiado de nuevo por la costumbre hasta poca distancia del hotelito. Casi no podía creerlo, al verlo en el mismo sitio, su hotelito. Empezó a llover. Ya no había nadie en la calle, excepto yo, que no me atrevía a avanzar más. Iba incluso a dar la vuelta sin insistir, cuando se entreabrió la puerta del hotelito, lo justo para que me hiciera señas de que me acercase, la hija. Ella, por supuesto, veía todo. Me había divisado, vacilante, en la acera de enfrente. Yo ya no deseaba acercarme, pero ella insistía y hasta me llamaba por mi nombre.

    «¡Doctor!... ¡Venga, rápido!»

    Así me llamaba, con autoridad... Yo temía llamar la atención. Conque me apresuré a subir su pequeña escalinata y a encontrarme de nuevo en el pasillito con la estufa y volver a ver todo el decorado. Volví a sentir una extraña inquietud, de todos modos. Y después se puso a contarme que su marido llevaba dos meses muy enfermo e incluso que empeoraba cada vez más.

    Al instante, desconfié, por supuesto.

    «¿Y Robinson?», me apresuré a preguntar.

    Al principio, eludió mi pregunta. Por fin, se decidió. «Están bien, los dos... Su arreglo funciona en Toulouse», acabó respondiendo, pero así, rápido. Y, sin más ni más, va y me asedia de nuevo a propósito de su marido, enfermo. Quería que fuese a ocuparme de él al instante, de su marido, y sin perder un minuto más. Que si yo era tan servicial... Que si conocía tan bien a su marido... Y que si patatín y que si patatán... Que si él sólo tenía confianza en mí... Que si no había querido que lo visitaran otros médicos... Que si no sabían mi dirección... En fin, zalamerías.

    Yo tenía muchas razones para temer que esa enfermedad del marido tuviera también orígenes extraños. Me conocía a la dama y también los usos de la casa. De todos modos, una maldita curiosidad me hizo subir a la habitación.

    Estaba acostado precisamente en la misma cama en que había atendido yo a Robinson después de su accidente, unos meses antes.

    En unos meses cambia una habitación, aun sin mover nada de su sitio. Por viejas que sean las cosas, por gastadas que estén, encuentran aún, no se sabe cómo, fuerzas para envejecer. Todo había cambiado ya a nuestro alrededor. No los objetos de lugar, claro está, sino las cosas mismas, en profundidad. Son otras, las cosas, cuando las vuelves a ver; tienen, parece, más fuerza para penetrar en nuestro interior con mayor tristeza, con mayor profundidad aún, con mayor suavidad que antes, fundirse en esa especie de muerte que se forma en nosotros despacio, con delicadeza, día tras día, cobardemente, ante la cual cada día nos acostumbramos a defendernos un poco menos que la víspera. De una vez para otra, la vemos ablandarse, arrugarse en nosotros mismos, la vida, y las personas y las cosas con ella, que habíamos dejado triviales, preciosas, temibles a veces. El miedo a acabar ha marcado todo eso con sus arrugas mientras corríamos por la ciudad tras el placer o el pan.

    Pronto no quedarán sino personas y cosas inofensivas, lastimosas y desarmadas en torno a nuestro pasado, tan sólo errores enmudecidos.

    La mujer nos dejó solos, al marido y a mí. No estaba hecho un pimpollo precisamente, el marido. Ya le fallaba la circulación. Era del corazón.

    «Me voy a morir», repetía, con toda simpleza, por cierto.

    Era lo que se dice potra, la mía, para verme en casos de ese estilo. Escuchaba latir su corazón, para adoptar una actitud de circunstancias, los gestos que esperaban de mí. Corría su corazón, no había duda, detrás de sus costillas, encerrado, corría tras la vida, a tirones, pero en vano saltaba, no iba a alcanzarla. Estaba aviado. Pronto, a fuerza de tropezar, caería en la podredumbre, su corazón, chorreando, rojo, y babeando como una vieja granada aplastada. Así aparecería su corazón, fláccido, sobre el mármol, cortado por el bisturí después de la autopsia, al cabo de unos días. Pues todo aquello acabaría en una linda autopsia judicial. Yo lo preveía, en vista de que todo el mundo en el barrio iba a contar cosas sabrosas a propósito de aquella muerte, que no iban a considerar normal tampoco, después de lo otro.

    La estaban esperando con ganas en el barrio, a su mujer, con todos los chismes acumulados y pendientes del caso anterior. Eso iba a ser un poco más tarde. Por el momento, el marido ya no sabía qué hacer ni cómo morir. Ya estaba como un poco fuera de la vida, pero no conseguía, de todos modos, deshacerse de sus pulmones. Expulsaba el aire y el aire volvía. Le habría gustado abandonar, pero tema que vivir, de todos modos, hasta el final. Era un currelo bien atroz, que lo hacía bizquear.

    «Ya no siento los pies... -gemía-. Tengo frío hasta las rodillas...» Quería tocárselos, los pies, pero ya no podía.

    Beber tampoco podía. Estaba casi acabado. Al pasarle la tisana preparada por su mujer, yo me preguntaba qué le habría puesto dentro. No olía demasiado bien, la tisana, pero el olor no es una prueba, la valeriana huele muy mal por sí sola. Y, además, que, asfixiándose como se asfixiaba, el marido, ya no importaba demasiado que fuera extraña la tisana. Y, sin embargo, se esforzaba mucho, trabajaba de lo lindo, con todos los músculos que le quedaban bajo la piel, para seguir sufriendo y respirando. Se debatía tanto contra la vida como contra la muerte. Sería justo estallar en casos así. Cuando a la naturaleza le importa tres cojones algo así, parece que ya no hay límites. Detrás de la puerta, su mujer escuchaba la consulta, pero yo me la conocía bien, a su mujer. A hurtadillas, fui a sorprenderla. «¡Cu! ¡Cu!», le dije. No se ofendió lo más mínimo e incluso vino a hablarme al oído:

    «Debería usted -me susurró- hacerle quitarse la dentadura postiza... Debe de molestarlo para respirar, la dentadura...» En efecto, yo no tenía inconveniente en que se la quitara, la dentadura.
    «Pero, ¡dígaselo usted misma!», le aconsejé. En su estado, era un encargo delicado.
    «¡No! ¡No! ¡Es mejor que sea usted! -insistió-. No le va a gustar saber que estoy enterada...»
    «¡Ah! -me sorprendí-. ¿Por qué?»
    «Hace treinta años que la lleva y nunca me ha hablado de ella...»
    «Entonces, tal vez podríamos dejársela -le propuse-. Ya que tiene la costumbre de respirar con ella...»
    «¡Oh, no, yo no podría perdonármelo nunca!», me respondió con cierta emoción en la voz...

    Entonces volví a hurtadillas a la habitación. Me oyó volver a su lado, el marido. Le agradaba que yo volviera. Entre los sofocos, me hablaba aún, intentaba incluso mostrarse un poco amable conmigo. Me preguntaba cómo me iba, si había encontrado otra clientela... «Sí, sí», le respondía yo a todas las preguntas. Habría sido demasiado largo y complicado explicarle los detalles. No era el momento adecuado. Disimulada tras la puerta, su mujer me hacía señas para que le volviera a pedir que se quitara la dentadura postiza. Conque me acerqué al oído del marido y le aconsejé en voz baja que se la quitase. ¡Qué plancha! «¡La he tirado por el retrete!...», dijo entonces con mayor espanto aún en los ojos. Una coquetería, en una palabra. Y después de eso se puso a lanzar estertores un buen rato.

    Se es artista con lo que se puede. Él, en relación con la dentadura postiza, había hecho un esfuerzo estético toda su vida.

    El momento de las confesiones. Me habría gustado que aprovechara para darme su opinión sobre lo que había ocurrido con su madre. Pero ya no podía. Desvariaba. Se puso a babear en abundancia. El fin. Ya no se le podía sacar ni una frase. Le sequé la boca y volví a bajar. Su mujer, abajo, en el pasillo, no estaba nada contenta y casi me regañó por lo de la dentadura postiza, como si fuera culpa mía.

    «¡De oro era, doctor!... ¡Yo lo sé! ¡Sé cuánto pagó por ella!... ¡Ya no las hacen así!...» Menuda historia. «No tengo inconveniente en subir a intentarlo otra vez», le propuse, de tan violento que me sentía. Pero, con ella; si no, ¡no!

    Esa vez ya casi no nos reconocía, el marido. Un poquito sólo. Los estertores eran menos fuertes, cuando estábamos cerca, como si quisiera oír todo lo que hablábamos, su mujer y yo.

    No fui al entierro. No hubo autopsia, como yo me había temido un poco. Se hizo todo a la chita callando. Pero eso no quita para que nos hubiéramos enfadado a base de bien, la viuda Henrouille y yo, a propósito de la dentadura postiza.

    Los jóvenes tienen tanta prisa siempre por ir a hacer el amor, se apresuran tanto a coger todo lo que les dan a creer, para divertirse, que en materia de sensaciones no se lo piensan dos veces. Es un poco como esos viajeros que van a jalar todo lo que les sirvan en la cantina de la estación, entre dos pitidos. Con tal de que se les proporcione también, a los jóvenes, las dos o tres cantinelas que animan las conversaciones para follar, les basta, y ya los tenemos tan contentos. Se alegran con facilidad, los jóvenes; claro, que gozan como si tal cosa, ¡cierto es!

    Toda la juventud acaba en la playa gloriosa, al borde del agua, allí donde las mujeres parecen libres por fin, donde están tan bellas, que ni siquiera necesitan ya la mentira de nuestros sueños.

    Conque, por supuesto, llegado el invierno, cuesta regresar, decirse que se acabó, reconocerlo. Nos gustaría quedarnos aún, con el frío, con la edad, no hemos perdido la esperanza. Eso es comprensible. Somos innobles. No hay que culpar a nadie. Goce y felicidad ante todo. Ésa es mi opinión. Y después, cuando empiezas a apartarte de los demás, es señal de que tienes miedo a divertirte con ellos. Es una enfermedad. Habría que saber por qué se empeña uno en no curar de la soledad. Otro tipo que conocí en la guerra, en el hospital, un cabo, me había hablado un poco de esos sentimientos. ¡Lástima que no volviera a verlo nunca, a aquel muchacho! «¡La tierra es muerte!... -me había explicado-. No somos sino gusanos encima de ella, nosotros, gusanos sobre su repugnante y enorme cadáver, jalándole todo el tiempo las tripas y sólo sus venenos... No tenemos remedio. Todos podridos desde el nacimiento... ¡Y se acabó!»

    Eso no impidió que se lo llevaran una noche a toda prisa a los bastiones, a aquel pensador, lo que demuestra que aún servía para ser fusilado. Fueron dos guindillas incluso los que se lo llevaron, uno alto y otro bajo. Lo recuerdo bien. Un anarquista, dijeron de él en el consejo de guerra.

    Años después, cuando lo piensas, resulta que te gustaría mucho recuperar las palabras que dijeron ciertas personas y a las propias personas para preguntarles qué querían decir... Pero, ¡se marcharon para siempre!... No tenías bastante instrucción para comprenderlas... Te gustaría saber si no cambiarían tal vez de opinión más adelante... Pero es demasiado tarde... ¡Se acabó!... Nadie sabe ya nada de ellas. Conque tienes que continuar tu camino solo, en la noche. Has perdido a tus compañeros de verdad. No les hiciste la pregunta adecuada, la auténtica, cuando aún estabas a tiempo. Cuando estabas junto a ellos, no sabías. Hombre perdido. Siempre estás atrasado. Se trata de lamentos inútiles.

    En fin, menos mal que el padre Protiste vino, al menos, a verme una hermosa mañana para que nos repartiéramos la comisión, la que nos correspondía por el asunto del panteón de la tía Henrouille. Yo ya ni siquiera contaba con el cura. Era como si me cayese del cielo... ¡Mil quinientos francos nos correspondían a cada uno! Al mismo tiempo, traía buenas noticias de Robinson. Tenía los ojos mucho mejor, al parecer. Ya ni siquiera le supuraban los párpados. Y todos los de allí abajo querían que yo fuese. Por lo demás, había prometido ir a verlos. El propio Protiste insistía.

    Según lo que me contó, comprendí, además, que Robinson iba a casarse pronto con la hija de la vendedora de velas de la iglesia contigua al panteón, aquella de la que dependían las momias de la tía Henrouille. Era casi cosa hecha, ese matrimonio.

    Como es lógico, todo eso nos condujo a hablar un poco del deceso del Sr. Henrouille, pero sin insistir, y la conversación cobró un cariz más agradable al tratar del futuro de Robinson y, después, de esa propia ciudad de Toulouse, que yo no conocía y de la que Grappa me había hablado en tiempos, y luego del comercio que hacían allí, la vieja y él, y, por último, de la muchacha que se iba a casar con Robinson. Un poco sobre todos los temas, en una palabra, y a propósito de todo, charlamos... ¡Mil quinientos francos! Eso me volvía indulgente y, por así decir, optimista. Todos los proyectos de Robinson que me comunicó me parecieron de lo más prudentes, sensatos y juiciosos y muy adaptados a las circunstancias... La cosa se iba a arreglar. Al menos, yo lo creía. Y después nos pusimos a discurrir sobre la cuestión de las edades, el cura y yo. Habíamos superado, los dos, los treinta años hacía ya bastante. Se alejaban en el pasado, nuestros treinta años, en riberas crueles y poco añoradas. Ni siquiera valía la pena volverse para reconocerlas, esas riberas. No habíamos perdido gran cosa al envejecer. «¡Hay que ser muy vil, al fin y al cabo -concluí-, para añorar tal año más que los demás!... ¡Con entusiasmo podemos envejecer nosotros, señor cura, y con decisión, además! ¿Fue acaso divertido ayer? ¿Y el año pasado?... ¿Qué le pareció?... Añorar, ¿qué?... ¡Dígame! ¿La juventud?... Pero, ¡si no tuvimos juventud nosotros!...»

    «Rejuvenecen, es verdad, más que nada, por dentro, a medida que avanzan, los pobres, y, al acercarse a su fin, con tal de que hayan intentado perder por el camino toda la mentira y el miedo y el innoble deseo de obedecer que les han infundido al nacer, son, en una palabra, menos repulsivos que al comienzo. ¡El resto de lo que existe en la tierra no es para ellos! ¡No les incumbe! Su misión, la única, es la de vaciarse de su obediencia, vomitarla. Si lo consiguen del todo antes de cascarla, entonces pueden jactarse de que su vida no ha sido inútil!»

    Estaba yo animado, la verdad... Aquellos mil quinientos francos me excitaban la imaginación; continué: «La juventud auténtica, la única, señor cura, es amar a todo el mundo sin distinción, eso es lo único cierto, eso es lo único joven y nuevo. Pues bien, ¿conoce usted, señor cura, a muchos jóvenes así? Yo, ¡no!... No veo por todos lados sino necedades sórdidas y viejas que fermentan en cuerpos más o menos recientes y cuanto más fermentan, esas sordideces, más les obsesionan, a los jóvenes, ¡y más fingen entonces ser tremendamente jóvenes! Pero no es verdad, son cuentos... Son jóvenes sólo al modo de los furúnculos, por el pus que les hace daño dentro y los hincha».

    Incomodaba a Protiste que le hablara así... Para no ponerlo más nervioso, cambié de conversación... Sobre todo porque acababa de mostrarse muy amable conmigo e incluso providencial... Es de lo más difícil abstenerse de insistir en un tema que te obsesiona tanto como aquél me obsesionaba a mí. Te abruma el tema de tu vida entera, cuando vives solo. Te agobia. Para quitártelo de encima un poco, intentas pringar con él un poco a toda la gente que viene a verte y eso les fastidia. Estar solo es arrastrarse a la muerte. «Habrá que morir -le dije también- más copiosamente que un perro y tardaremos mil minutos en cascarla y cada minuto será nuevo, de todos modos, y ribeteado con suficiente angustia como para hacernos olvidar mil veces todo el placer que podríamos haber tenido haciendo el amor durante mil años de vida... La felicidad en la tierra sería morir con placer, en pleno placer... El resto no es nada, es miedo que no nos atrevemos a confesar, es arte.»

    Protiste, al oírme divagar así, pensó que yo acababa de caer enfermo de nuevo. Tal vez tuviera razón y yo me equivocase por completo en todo. En mi retiro, buscando un castigo para el egoísmo universal, me hacía pajas mentales, en verdad, ¡iba a buscarlo hasta la nada, el castigo! Te diviertes como puedes, cuando las ocasiones de salir son escasas, por la falta de dinero, y más escasas aún las ocasiones de salir de ti mismo y de follar.

    Reconozco que no tenía del todo razón para fastidiarlo, a Protiste, con mis filosofías contrarias a sus convicciones religiosas, pero es que había en su persona, de todos modos, un cochino regusto de superioridad, que debía de crispar los nervios a mucha gente. Según su idea, estábamos, todos los humanos, en una especie de sala de espera de eternidad en la tierra con números. El número de él era excelente, por supuesto, y para el Paraíso. Lo demás se la sudaba.

    Convicciones así son insoportables. En cambio, cuando se ofreció, aquel mismo día por la noche, a adelantarme la suma que necesitaba para el viaje a Toulouse, cesé por completo de importunarlo y de contradecirle. El canguelo que me daba tener que volver a ver a Tania en el Tarapout con su fantasma me hizo aceptar su invitación sin discutir más. En último caso, ¡una o dos semanas de buena vida!, me dije. ¡El diablo conoce todos los trucos para tentarte! Nunca acabaremos de conocerlos. Si viviéramos el tiempo suficiente, no sabríamos ya adonde ir para buscar de nuevo la felicidad. Habríamos dejado abortos de felicidad por todos lados, apestando en los rincones de la tierra, y ya no podríamos ni respirar. Los que están en los museos, los abortos de verdad, hay gente que se pone enferma sólo de verlos y a punto de vomitar. Nuestros intentos también, tan repulsivos, de ser felices, son como para ponerse enfermo, de tan frustrados, y mucho antes de morir para siempre.

    No cesaríamos de marchitarnos, si no los olvidáramos. Sin contar los esfuerzos que hemos hecho para llegar adonde estamos, para volver apasionantes nuestras esperanzas, nuestras degeneradas dichas, nuestros fervores y embustes... ¡La tira! Y nuestro dinero, ¿eh? Y modales modernos al tiempo y eternidades para dar y tomar... Y las cosas que nos obligamos a jurar y que juramos y que, según creímos, los demás no habían dicho ni jurado nunca antes de que nos llenaran la cabeza y la boca y perfumes, caricias y mímicas, toda clase de cosas, en una palabra, para acabar ocultándolo lo más posible, para no hablar más, de vergüenza y miedo a que nos vuelva como un vómito. Conque no es empeño lo que nos falta, no, sino más bien estar en el buen camino que conduce a la muerte tranquila.

    Ir a Toulouse era, en resumen, otra tontería más. Al reflexionar, no me cupo la menor duda. Conque no tenía excusas. Pero, de seguir a Robinson así, entre sus aventuras, le había yo cogido gusto a los asuntos turbios. Ya en Nueva York, cuando me tenía quitado el sueño, había empezado a atormentarme la cuestión de si podría acompañar más adelante, y aún más, a Robinson. Te hundes, te espantas, primero, en la noche, pero quieres comprender, de todos modos, y entonces ya no sales de las profundidades. Pero hay demasiadas cosas que comprender a un tiempo. La vida es demasiado corta. No quisieras ser injusto con nadie. Tienes escrúpulos, vacilas a la hora de juzgar todo eso de golpe y temes sobre todo morir mientras vacilas, porque entonces habrías venido a la tierra para nada. De lo malo lo peor.

    Tienes que darte prisa, no debes fallar tu propia muerte. La enfermedad, la miseria que te dispersa las horas, los años, el insomnio que te pintarrajea de gris días, semanas enteras, y el cáncer que tal vez te suba ya, meticuloso y sanguinolento, del recto.

    ¡No voy a tener nunca tiempo!, te dices. Sin contar la guerra, lista siempre también ella, en el hastío criminal de los hombres, para subir del sótano donde se encierran los pobres. ¿Se mata a bastantes pobres? No es seguro... Lo pregunto. ¿No habría tal vez que degollar a todos los que no comprendan? Y que nazcan otros, nuevos pobres y siempre así hasta que aparezcan los que comprendan bien la broma, toda la broma... Igual que se siega el césped hasta el momento en que la hierba es la buena de verdad, la tierna.

    Al apearme en Toulouse, me encontré ante la estación bastante indeciso. Una cerveza en la cantina y ya me veía, de todos modos, deambulando por las calles. ¡Es divertido ir por ciudades desconocidas! Es el momento y el lugar en que puedes suponer que toda la gente que encuentras es amable. Es el momento del sueño. Puedes aprovechar que es el sueño para ir a matar un poco de tiempo al jardín público. Sin embargo, pasada cierta edad, a menos que haya razones familiares excelentes, tienes apariencia, como Parapine, de buscar a las niñas en el jardín público, has de andarte con ojo. Es preferible la pastelería, justo antes de cruzar la verja del jardín, bello establecimiento de la esquina decorado como un burdel con pajaritos que cubren los espejos de amplios biseles. Te ves en él comiendo, pensativo, infinitas garrapiñadas. Refugio para serafines. Las señoritas del establecimiento charlan a hurtadillas de sus asuntos del corazón así:

    «Entonces le dije que podía venir a buscarme el domingo... Mi tía me oyó y me hizo una escena a causa de mi padre...»
    «Pero, ¿no se volvió a casar tu padre?», la interrumpió la amiga.
    «¿Qué tiene que ver que volviera a casarse?... Tiene derecho, de todos modos, a saber con quién sale su hija, ¿no?...»

    Ésa era también la opinión de la otra señorita de la tienda. Lo que produjo una controversia apasionada entre todas las dependientas. En vano me mantenía yo en mi rincón, para no molestarlas, atiborrándome, sin interrumpirlas, de pastas y trozos de tarta, que, por cierto, no pagué, con la esperanza de que consiguieran resolver antes aquellos delicados problemas de precedencias familiares, seguían igual. Nada aclaraban. Su impotencia especulativa las hacía limitarse a odiar en plena confusión. Reventaban de irracionalidad, vanidad e ignorancia, las señoritas del establecimiento, y echaban chispas susurrándose mil injurias.

    Pese a todo, me quedé fascinado con su cochina miseria. Me lancé por los borrachos. Ya es que ni los contaba. Ellas tampoco. Esperaba no tener que irme antes de que hubieran llegado a una conclusión... Pero la pasión las volvía sordas y luego mudas, a mi lado.

    Agotada la hiel, se contenían, crispadas, al abrigo del mostrador de los pasteles, cada una de ellas invencible, cerrada, reprimida, cavilando el modo de sacarlo a relucir en otra ocasión, con mayor mala leche, de soltar, a la primera de cambio y con rabia, las memeces rabiosas e hirientes que supiesen de su compañera. Ocasión que, por cierto, no tardaría en presentarse, que provocarían... Desechos de argumentos al asalto de nada en absoluto. Había acabado sentándome para que me aturdieran mejor con el ruido incesante de las palabras, de los abortos de pensamiento, como en una orilla en que las olitas de pasiones incesantes nunca llegaran a organizarse. Escuchas, esperas, confías, aquí, allá, en el tren, en el café, en la calle, en el salón, en la portería, escuchas, esperas que la mala leche se organice, como en la guerra, pero se limita a agitarse y nunca ocurre nada, ni en el caso de esas pobres señoritas ni en los demás tampoco. Nadie viene a ayudarte. Una cháchara inmensa se extiende, gris y monótona, por encima de la vida como un espejismo de lo más desalentador. Dos damas entraron entonces y se rompió el deslucido encanto creado entre las señoritas y yo por la ineficaz conversación. Las clientas fueron objeto de la diligencia inmediata de todo el personal. Se adelantaban a servirles antes de que pidieran. Eligieron, aquí y allá, picaron pastas y tartas para llevar. En el momento de pagar aún se deshacían en cumplidos y pretendieron invitarse mutuamente a hojaldres «para tomar».

    Una de ellas rehusó dando mil veces las gracias y explicando por los codos y en confianza, a las otras damas, muy interesadas, que su médico le había prohibido toda clase de dulces, que era maravilloso, su médico, que ya había hecho milagros con el estreñimiento en la ciudad y en otros lugares y que estaba curándola, a ella, entre otras, de una retención de caca que padecía desde hacía más de diez años, gracias a un régimen de lo más especial, gracias también a un medicamento maravilloso conocido sólo por él. Las damas no estaban dispuestas a dejarse superar tan fácilmente en el terreno del estreñimiento. Padecían más que nadie de estreñimiento. Protestaban. Exigían pruebas. La dama en tela de juicio se limitó a añadir que ahora hacía unas ventosidades, al ir al retrete, que eran como fuegos artificiales... que con sus nuevas deposiciones, todas muy bien construidas, muy resistentes, había de tener más cautela... A veces eran tan duras, las nuevas deposiciones maravillosas, que sentía un daño atroz en el trasero... Se le desgarraba... Conque se veía obligada a ponerse vaselina antes de ir al retrete. Era irrefutable.

    Así salieron totalmente convencidas, aquellas clientas tan charlatanas, acompañadas hasta la puerta de la pastelería «Aux Petits Oiseaux» por todas las sonrisas del establecimiento.

    El jardín público de enfrente me pareció apropiado para hacer un alto, en actitud de recogimiento, el tiempo justo de recobrar el ánimo antes de salir en busca de mi amigo Robinson.

    En los parques provinciales los bancos permanecen casi todo el tiempo vacíos durante las mañanas laborables, junto a macizos repletos de cañacoros y margaritas. Cerca de los grutescos, sobre aguas totalmente cautivas, una barquita de zinc, rodeada de cenizas ligeras, se mantenía sujeta a la orilla con una cuerda enmohecida. El esquife navegaba el domingo, estaba anunciado en un cartel y el precio de la vuelta al lago también: «Dos francos.»

    ¿Cuántos años? ¿Estudiantes? ¿Fantasmas?

    En todos los rincones de los jardines públicos hay, olvidados así, montones de sepulcritos cubiertos con las flores del ideal, bosquecillos llenos de promesas y pañuelos llenos de todo. Nada es serio.

    De todos modos, ¡basta de quimeras! En marcha, me dije, en busca de Robinson y su iglesia de Sainte-Eponime y de ese panteón cuyas momias guardaba junto con la vieja. Yo había ido a ver todo aquello, tenía que decidirme.

    Con un simón empecé a dar vueltas al trote, por el hueco de las umbrosas calles del casco antiguo, donde el día se queda enredado entre los tejados. Armábamos mucho escándalo con las ruedas tras el caballo, todo pezuña, de calzadas a pasarelas. Hace mucho que no se queman ciudades en el Mediodía. Nunca habían sido tan antiguas. Las guerras ya no pasan por allí.

    Llegamos ante la iglesia de Sainte-Eponime, cuando daban las doce. El panteón estaba un poco más lejos, bajo un calvario. Me indicaron su emplazamiento en el centro de un jardincillo muy seco. Se entraba a aquella cripta por una especie de agujero con parapeto. De lejos divisé a la guardiana del panteón, una chica joven. Me apresuré a preguntarle por mi amigo Robinson. Estaba cerrando la puerta, aquella muchacha. Me sonrió muy amable para responderme y al instante me dio noticias y buenas.

    Con la claridad del mediodía, desde el lugar donde nos encontrábamos, todo se volvía rosa a nuestro alrededor y las piedras desgastadas subían hacia el cielo a lo largo de la iglesia, como dispuestas a ir a fundirse en el aire, por fin, a su vez.

    Debía de tener unos veinte años, la amiguita de Robinson, piernas muy firmes y prietas, busto chiquito de lo más agradable y cabecita menuda encima, bien dibujada, preciosa, de ojos tal vez demasiado negros y atentos, para mi gusto. De estilo nada soñador. Ella era quien escribía las cartas de Robinson, las que yo recibía. Me precedió con sus andares seguros hacia el panteón, pies, tobillos bien dibujados y también ligamentos de cachonda que debía de arquearse bien en el momento culminante. Manos breves, duras, firmes, manos de obrera ambiciosa. Giró la llave con un gestito seco. El calor bailaba a nuestro alrededor y temblaba por encima del piso. Hablamos de esto y aquello y después, abierta la puerta, se decidió, de todos modos, a enseñarme el panteón, pese a ser la hora del almuerzo. Yo empezaba a sentirme a gusto. Penetrábamos en el frescor en aumento tras su farol. Era muy agradable. Hice como que tropezaba entre dos peldaños para cogerme a su brazo, lo que nos hizo bromear y, al llegar a la tierra batida abajo, le di un besito en el cuello. Protestó al principio, pero no demasiado.

    Al cabo de un momentito de afecto, me retorcí en torno a su vientre como un auténtico gusano enamorado. Nos mojábamos y remojábamos, viciosos, los labios, para la conversación de las almas. Le subí una mano despacio por los muslos arqueados; es agradable, con el farol en el suelo, porque se pueden contemplar al mismo tiempo los relieves en movimiento a lo largo de la pierna. Es una posición recomendable. ¡Ah! ¡No hay que perderse nada de momentos así! Bizqueas de gusto. Te sientes bien recompensado. ¡Qué impulso! ¡Qué buen humor de repente! La conversación se reanudó en otro tono, de confianza y sencillez. Éramos amigos. Lo primero, ¡darle al asunto! Acabábamos de economizar diez años.

    «¿Acompañas a menudo a las visitas? -le pregunté entre resoplidos y con descaro. Pero al instante proseguí-: Es tu madre, ¿verdad?, la que vende las velas en la iglesia de al lado... El padre Protiste me habló también de ella.»
    «Substituyo a la Sra. Henrouille sólo al mediodía... -respondió-. Por las tardes trabajo en una casa de modas... en la Rué du Théátre... ¿Has pasado por delante del Teatro al venir?»

    Me tranquilizó una vez más respecto a Robinson: se encontraba mucho mejor e incluso el especialista de los ojos pensaba que pronto vería lo bastante como para ir solo por la calle. Ya lo había intentado incluso. Era un presagio excelente. La tía Henrouille, por su parte, se declaraba encantada con la cripta. Hacía negocio y economías. Un único inconveniente: en la casa en que vivían, las chinches no dejaban dormir a nadie, sobre todo durante las noches de tormenta. Conque quemaban azufre. Al parecer, Robinson hablaba con frecuencia de mí y en términos aún elogiosos. De una cosa a otra, pasamos a la historia y las circunstancias de la boda.

    Es cierto que con todo aquello aún no le había preguntado yo cómo se llamaba. Madelon se llamaba. Había nacido durante la guerra. Su proyecto de boda, al fin y al cabo, me venía muy bien. Madelon era nombre fácil de recordar. Seguro que sabía lo que hacía casándose con Robinson... A pesar de sus progresos, iba a ser siempre un inválido, en una palabra... Y, además, ella creía que sólo le había afectado a los ojos... Pero tenía los nervios enfermos, ¡y el ánimo, pues, y lo demás! Estuve a punto de decírselo, de avisarla... Las conversaciones sobre matrimonios nunca he sabido yo cómo orientarlas ni cómo salir de ellas.

    Para cambiar de tema, sentí gran interés repentino por las cosas de la cripta y, puesto que venía de muy lejos para verla, era el momento de ocuparse de ella.

    Con su farolito, Madelon y yo los hicimos salir de la sombra, a los cadáveres, de la pared, uno por uno. ¡Debían de hacerlos reflexionar, a los turistas! Pegados a la pared, como fusilados, estaban aquellos muertos hacía tiempo... No les quedaba ya ni piel ni huesos ni ropa... Un poco sólo de todo ello... En estado lamentable y agujereados por todas partes... El tiempo, que llevaba años royéndoles la piel, seguía sin soltarlos... Aún les desgarraba trozos de rostro, aquí y allá, el tiempo... Les agrandaba todos los agujeros y les encontraba aún largos cabos de epidermis, que la muerte había olvidado sobre los cartílagos. El vientre se les había vaciado de todo, pero ahora parecían tener una cunita de sombra en lugar de ombligo.

    Madelon me explicó que en un cementerio de cal viva habían esperado más de quinientos años, los muertos, para llegar a aquel estado. No se habría podido decir que fueran cadáveres. La época de cadáveres había acabado de una vez por todas para ellos. Habían llegado a los confines del polvo, despacito.

    Los había, en aquel panteón, grandes y pequeños, veintiséis en total, deseosos de entrar en la Eternidad. Aún no les dejaban. Mujeres con cofias colocadas en lo alto del esqueleto, un jorobado, un gigante e incluso un niño de pecho, muy acabadito, también él, con una especie de babero de encaje en torno al cuello, faltaría más, y un jirón de pañal.

    Ganaba mucho dinero, la tía Henrouille, con aquellos restos de siglos. Cuando pienso que yo la había conocido, a ella, casi igual a aquellos fantasmas... Así volvimos a pasar despacio ante todos ellos, Madelon y yo. Una a una, sus cabezas, por llamarlas de algún modo, fueron apareciendo en silencio en el círculo de cruda luz de la lámpara. No es exactamente noche lo que tienen en el fondo de las órbitas, es aún una mirada casi, pero más dulce, como la de las personas que saben. Lo que molesta más que nada es su olor a polvo, que te retiene por la punta de la nariz.

    La tía Henrouille no se perdía una visita con los turistas. Los hacía trabajar, a los muertos, como en un circo. Cien francos al día le proporcionaban en la temporada alta.

    «¿Verdad que no tienen aspecto triste?», me preguntó Madelon. La pregunta era ritual.

    La muerte no le decía nada, a aquella monina. Había nacido durante la guerra, época de muerte fácil. Yo sabía bien cómo se muere. Lo había aprendido. Hace sufrir atrozmente. Se puede contar a los turistas que esos muertos están contentos. No tienen nada que decir. La tía Henrouille les daba incluso palmaditas en el vientre, cuando aún les quedaba bastante pergamino encima y resonaban: «bum, bum». Pero eso tampoco es prueba de que todo vaya bien.

    Por fin, volvimos a nuestros asuntos, Madelon y yo. Así, que era totalmente cierto que se encontraba mejor, Robinson. Yo, encantado. ¡Parecía impaciente por casarse, la amiguita! Debía de aburrirse de lo lindo en Toulouse. Allí eran raras las ocasiones de conocer a un muchacho que hubiese viajado tanto como Robinson. ¡Menudo si sabía historias! Verdaderas y no tan verdaderas también. Ya le había hablado mucho, por cierto, de América y de los trópicos. Era perfecto.

    Yo también había estado, en América y en los trópicos. Yo también sabía historias. Me proponía contarlas. A fuerza de viajar juntos era como nos habíamos hecho amigos incluso, Robinson y yo. El farol se estaba apagando. Volvimos a encenderlo diez veces, mientras arreglábamos el pasado con el porvenir. Ella me negaba los senos, demasiado sensibles.

    De todos modos, como la tía Henrouille iba a regresar de un momento a otro del almuerzo, tuvimos que volver a la luz del día por la escalerita empinada y frágil y difícil como una escala. Lo noté.

    Por culpa de aquella escalerita tan estrecha y traidora, Robinson bajaba pocas veces a la cripta de las momias. A decir verdad, se quedaba más bien ante la puerta, charlando un poco con los turistas y entrenándose para encontrar la luz, por aquí y por allá, y a través de los ojos.

    En las profundidades, entretanto, se espabilaba la tía Henrouille. Trabajaba por dos, en realidad, con las momias. Amenizaba la visita de los turistas con un discursito sobre sus muertos de pergamino. «No son asquerosos, ni mucho menos, señoras y señores, ya que han estado conservados en cal viva, como ven, y desde hace más de cinco siglos... Nuestra colección es única en el mundo... La carne ha desaparecido, desde luego... Sólo les ha quedado la piel, pero está curtida... Están desnudos, pero no indecentes... Como verán, a un niño lo enterraron al tiempo que a su madre... Está muy conservado también, el niño... Y ese grande, con su camisa y su encaje, que viene después... Tiene todos los dientes... Como ven... -Volvía a darles palmaditas en el pecho, a todos, para acabar y sonaban como un tambor-. Ya ven, señoras y señores, que a éste sólo le queda un ojo... sequito... y la lengua... ¡que se ha vuelto como cuero también! -Se la sacaba-. Saca la lengua, pero no es repugnante... Pueden dejar la voluntad, al marcharse, señoras y señores, pero se suelen dejar dos francos por persona y la mitad por los niños... Pueden tocarlos antes de irse... Darse cuenta por sí mismos... Pero háganlo con cuidado... Se lo recomiendo... Son de lo más frágil...»

    La tía Henrouille, nada más llegar, había pensado aumentar los precios, era cosa de entenderse con el obispado. Pero no era tan fácil por culpa del cura de Sainte-Eponime, que quería quedarse con la tercera parte de la recaudación, para él sólito, y también de Robinson, que protestaba, continuamente porque ella no le daba bastante comisión, le parecía a él.

    «Ya me he dejado engañar -decía- como un pardillo... Otra vez... ¡Tengo la negra!... ¡Y eso que es buen asunto, la cripta de la vieja!... Y se forra, la tía puta esa, te lo digo yo.»
    «Pero, ¡tú no pusiste dinero en el negocio!... -le objetaba yo para calmarlo y hacerle comprender-. ¡Y estás bien alimentado!... ¡Y te cuidan!...»

    Pero era obstinado como un abejorro, Robinson, auténtica naturaleza de perseguido. No quería comprender, ni resignarse.

    «Al fin y al cabo, ¡te has librado bastante bien de un asunto muy sucio! ¡Te lo aseguro!... ¡No te quejes! Ibas derechito a Cayena, si no te hubiéramos echado una mano... ¡Y te hemos buscado un sitio tranquilito!... Y, además, has conocido a Madelon, que es buena y te quiere... ¡Enfermo como estás!... Conque, ¿de qué vienes a quejarte?... ¡Sobre todo ahora que has mejorado de los ojos!...»
    «Pareces querer decir que no sé de qué me quejo, ¿eh? -me respondía entonces-. Pero siento, de todos modos, que debo quejarme... Así es... Ya sólo me queda eso... Voy a decirte una cosa... Es lo único que me permiten... No están obligados a escucharme.»

    En realidad, no cesaba de quejarse, en cuanto nos quedábamos solos. Yo había llegado a temer esos momentos de confianza. Lo veía con sus ojos parpadeantes, aún un poco supurantes al sol, y me decía que, después de todo, no era simpático, Robinson. Hay animales hechos así; de nada sirve que sean inocentes e infelices y demás, lo sabemos y, aun así, nos caen mal. Les falta algo.

    «Podías haberte podrido en la cárcel...», volvía yo a la carga, para hacerlo reflexionar de nuevo.
    «Pero, ¡si ya he estado en la cárcel!... ¡No es peor que como estoy ahora!... ¡Tú qué sabes!...»

    No me había contado que hubiese estado en la cárcel. Debía de haber sido antes de que nos conociéramos, antes de la guerra. Insistía y concluía: «Sólo hay una libertad, te lo digo yo, una sola. Ver claro, en primer lugar, y después estar forrado de pasta, ¡lo demás son cuentos!...».

    «Entonces, ¿adonde quieres llegar?», le decía yo. Cuando se lo instaba así, a decidirse, a pronunciarse de una vez, se desinflaba. Sin embargo, era cuando podría haber sido interesante...

    Mientras Madelon se iba, por el día., a su taller y la tía Henrouille enseñaba sus restos a los clientes, íbamos, nosotros, al café bajo los árboles. Ése era un rincón que le gustaba mucho, el café bajo los árboles, a Robinson. Probablemente por el ruido que hacían por encima los pájaros. ¡Qué cantidad de pájaros! Sobre todo hacia las cinco, cuando volvían al nido, muy excitados por el verano. Caían entonces sobre la plaza como una tormenta. Contaban incluso que un peluquero, que tenía su establecimiento junto al jardín, se había vuelto loco, sólo de oírlos piar todos juntos durante años. Es cierto que ya no nos oíamos, al hablar. Pero era alegre, de todos modos, le parecía a Robinson.

    «Si al menos me diera veinte céntimos por visitante, ¡me parecería bien!»

    Volvía, cada cinco minutos más o menos, a su preocupación. Entretanto, los colores del tiempo pasado parecían volverle a la cabeza, pese a todo, historias también, las de la Compañía Porduriére en África, entre otras, que habíamos conocido muy bien los dos, ¡qué caramba!, e historias verdes que aún no me había contado nunca. Tal vez no se hubiese atrevido. Era bastante reservado, en el fondo, misterioso incluso.

    En punto a tiempo perdido, de Molly sobre todo era de quien me acordaba bien, yo cuando me sentía tierno, como del eco de una hora dada a lo lejos, y, cuando pensaba en algo agradable, en seguida pensaba en ella.

    Al fin y al cabo, cuando el egoísmo cede un poco, cuando el momento de acabar de una vez llega, en punto a recuerdos no conservamos en el corazón sino el de las mujeres que amaban de verdad un poco a los hombres, no sólo a uno, aunque fueras tú, sino a todos.

    Al volver por la noche del café, no habíamos hecho nada, como suboficiales jubilados.

    Durante la temporada alta, los turistas no cesaban de acudir. Rondaban por la cripta y la tía Henrouille conseguía hacerlos reír. Al cura no le hacían demasiada gracia, aquellas bromas, pero, como recibía más de lo que le correspondía, no abría la boca y, además, es que, en materia de chocarrerías, no entendía. Y, sin embargo, valía la pena, ver y oír a la tía Henrouille, en medio de sus cadáveres. Se los miraba fijamente a la cara, ella que no tenía miedo a la muerte, pese a estar tan arrugada, tan apergaminada ya, también ella, que era como uno de ellos, con su farol, que fuese a charlar delante de sus narices, por llamarlas de algún modo.

    Cuando regresábamos a la casa y nos reuníamos para cenar, volvía a hablarse de la recaudación y, además, la tía Henrouille me llamaba su «Doctor Chacal» por lo que había ocurrido entre nosotros en Rancy. Pero todo ello en broma, por supuesto. Madelon se ajetreaba en la cocina. Aquella vivienda en que nos alojábamos recibía una luz muy mortecina, dependencia de la sacristía, muy estrecha, llena de viguetas y recovecos polvorientos. «De todos modos -comentaba la vieja-, aunque sea de noche, por así decir, todo el tiempo, encuentras la cama, el bolsillo y la boca, ¡y con eso basta y sobra!»

    Tras la muerte de su hijo, no había sufrido demasiado tiempo. «Siempre estuvo muy delicado -me contaba una noche, hablando de él-, y yo, fíjese, que ya tengo setenta y siete años, ¡nunca me he quejado de nada!... Él siempre estaba quejándose, era su forma de ser, exactamente como Robinson... por citar un ejemplo. Así, que la escalerita de la cripta es dura, ¿eh?... ¿La conoce usted?... Me cansa, desde luego, pero hay días en que me produce hasta dos francos por escalón... Los he contado... Bueno, pues, por ese precio, ¡subiría, si me lo pidieran, hasta el cielo!»

    Ponía muchas especias en la comida, la Madelon, y tomate también. Comida rica. Y vino rosado. Hasta a Robinson le había dado por el vino, a fuerza de vivir en el Mediodía. Ya me lo había contado todo, Robinson, lo que había ocurrido desde su llegada a Toulouse. Yo ya no lo escuchaba. Me decepcionaba y me disgustaba un poco, en una palabra. «Eres un burgués -esa conclusión acabé sacando (porque para mí no había peor injuria en aquella época)-. No piensas, en definitiva, sino en el dinero... Cuando recuperes la vista, ¡te habrás vuelto peor que los demás!»

    Las broncas lo dejaban frío. Daba incluso la impresión de que le infundían valor. Además, sabía que era verdad. Ese chico, me decía yo, ya está encarrilado, ya no hay que preocuparse por él... Una mujercita un poco violenta y un poco viciosa, digan lo que digan, te transforma a un hombre, que no lo reconoces... A Robinson, me decía yo también... lo tomé mucho tiempo por un aventurero, pero no es sino un calzonazos, cornudo o no, ciego o no... Y se acabó.

    Además, la vieja Henrouille lo había contaminado en seguida, con su pasión por las economías, y también la Madelon, con sus ganas de casarse. Conque sólo faltaba eso. No sabía él lo que le esperaba. Sobre todo porque le iba a coger gusto, a la chavala. Que me lo dijeran a mí. Sería mentira, lo primero, decir que yo no estaba un poco celoso, no sería justo. Madelon y yo nos veíamos un momentito de vez en cuando, antes de cenar, en su habitación. Pero no eran fáciles de organizar, aquellas entrevistas. No decíamos nada. Éramos los más discretos del mundo.

    No por ello debe pensarse que no lo amara, a su Robinson. No tenía nada que ver. Sólo que él jugaba al noviazgo, conque ella también, naturalmente, jugaba a las fidelidades. Ése era el sentimiento entre ellos. Lo principal en esos casos es entenderse. Esperaba a casarse para meterle mano, me había confiado. Ésa era su idea. Para él la eternidad, pues, y para mí la inmediatez. Por lo demás, me había hablado de un proyecto que tenía, además, para establecerse en un pequeño restaurante, con ella, y plantar a la vieja Henrouille. Todo en serio, pues. «Es agradable, gustará a la clientela -preveía en sus mejores momentos-. Y, además, ya has visto cómo cocina, ¿eh? ¡No tiene que envidiar a nadie, con el papeo!»

    Pensaba incluso que podría sablearle un capitalito inicial, a la tía Henrouille. A mí me parecía bien, pero preveía que le costaría mucho convencerla. «Tú ves todo de color de rosa», le comentaba yo, para calmarlo y hacerle reflexionar un poco. De pronto se echaba a llorar y me llamaba desgraciado. En una palabra, que no hay que desanimar a nadie; al instante, reconocía yo estar equivocado y que lo que me había perdido, en el fondo, había sido el desánimo. Lo que sabía hacer antes de la guerra, Robinson, era el grabado en cobre, pero no quería volver a probarlo, a ningún precio. Era muy dueño. «Con mis pulmones el aire libre es lo que necesito, compréndelo, y, además, que mis ojos no van a ser nunca como antes.» No dejaba de tener razón, en un sentido. No había nada que replicar. Cuando paseábamos juntos por las calles frecuentadas, la gente se volvía para compadecer al ciego. Tiene piedad, la gente, de los inválidos y los ciegos y se puede decir que tienen amor en reserva. Yo lo había sentido, muchas veces, el amor en reserva. Hay en cantidad. No se puede negar. Sólo, que es una pena que siga siendo tan cabrona, la gente, con tanto amor en reserva. No sale y se acabó. Se les queda ahí dentro, no les sirve de nada. Revientan, de amor, dentro.

    Después de la cena, Madelon se ocupaba de él, de su Léon, como lo llamaba ella. Le leía el periódico. Él se pirraba por la política ahora y los periódicos del Mediodía apestan a política y de la animada.

    A nuestro alrededor, por la noche, la casa se hundía en el tostadero de los siglos. Era el momento, después de cenar, en que las chinches van a explayarse, el momento también de probar con ellas, las chinches, los efectos de una solución corrosiva que yo quería ceder después a un farmacéutico por un pequeño beneficio. Un apañito. A la tía Henrouille la distraía, mi experimento, y me ayudaba, íbamos juntos de nido en nido, por las rendijas, los rincones, vaporizando sus enjambres con mi vitriolo. Bullían y se desvanecían bajo la vela que me sujetaba, muy atenta, la tía Henrouille.

    Mientras trabajábamos, hablábamos de Rancy. Sólo de pensar en eso, en ese lugar, me daban ganas de vomitar, me habría quedado con gusto en Toulouse el resto de mi vida. No pedía otra cosa, en el fondo, papeo asegurado y tiempo libre. La felicidad, vamos. Pero tuve que pensar, de todos modos, en la vuelta y el currelo. El tiempo pasaba y la prima del cura también y los ahorros.

    Antes de marcharme, quise dar unas lecciones y consejos a Madelon. Más vale, desde luego, dar dinero, cuando se puede y se quiere hacer el bien. Pero también puede ser útil ser prevenido y saber bien a qué atenerse exactamente y sobre todo el riesgo que se corre jodiendo a diestro y siniestro. Era eso lo que yo me decía, sobre todo porque en materia de enfermedades me daba un poco de miedo Madelon. Espabilada, desde luego, pero lo más ignorante del mundo sobre microbios. Conque fui y me lancé a explicaciones muy detalladas sobre lo que debía mirar detenidamente antes de responder a cumplidos. Si estaba roja... si había una gota en la puntita... En fin, cosas clásicas que se deben saber y de lo más útiles... Tras haberme escuchado atenta y haberme dejado hablar, protestó, por cumplir. Me hizo incluso una escena... Que si ella era formal... Que si era una vergüenza por mi parte... Que quién me había creído que era... Que no porque conmigo... Que si la estaba insultando... Que si los hombres eran todos unos asquerosos...

    En fin, todo lo que dicen, todas las damas, en casos así. Era de esperar. El paripé. Lo principal, para mí, era que hubiese escuchado bien mis consejos y hubiera asimilado lo esencial. Lo demás no tenía la menor importancia. Tras haberme oído atenta, lo que en el fondo la entristecía era pensar que se pudiese pescar todo lo que yo le contaba sólo por la ternura y el placer. Aunque fuese cosa de la naturaleza, yo le parecía tan asqueroso como la naturaleza y se sentía insultada. No insistí más, salvo para hablarle un poco de los condones, tan cómodos. Por último, para dárnoslas de psicólogos, intentamos analizar un poco el carácter de Robinson. «No es celoso precisamente -me dijo entonces-, pero tiene momentos difíciles».

    «¡Vale, vale!...», le respondí, y me lancé a una definición de su carácter, de Robinson, como si lo conociera, yo, su carácter, pero al instante me di cuenta de que no lo conocía apenas, a Robinson, salvo algunas evidencias groseras de su temperamento. Nada más.

    Es asombroso cuánto cuesta imaginar lo que puede volver a una persona agradable para los demás... Y, sin embargo, quieres servirle, serle favorable, y farfullas... Es lastimoso, desde las primeras palabras... Estás pez.

    En nuestros días, hacer de «La Bruyére» no es cómodo. Descubres el pastel del inconsciente, en cuanto te aproximas.

    Cuando iba a ir a comprar el billete, me retuvieron una semana más, en eso quedamos. Para enseñarme los alrededores de Toulouse, las orillas del río, muy fresquitas, de que me habían hablado mucho, y llevarme a visitar sobre todo los bonitos viñedos de los alrededores, de los que todo el mundo en la ciudad parecía orgulloso y contento, como si fueran ya todos propietarios. No podía irme así, tras haber visitado sólo los cadáveres de la tía Henrouille. ¡No podía ser! En fin, cumplidos...

    Tanta amabilidad me desarmaba. No me atrevía a insistir demasiado en quedarme por mi intimidad con la Madelon, intimidad que estaba volviéndose un poco peligrosa. La vieja empezaba a sospechar que había algo entre nosotros. Un estorbo.

    Pero no iba a acompañarnos, la vieja, en aquel paseo. En primer lugar, no quería cerrar la cripta, ni siquiera por un solo día. Conque acepté quedarme y un hermoso domingo por la mañana nos pusimos en camino hacia el campo. A él, Robinson, lo llevábamos del brazo entre los dos. En la estación cogimos billetes de segunda. Olía de lo lindo a salchichón, de todos modos, en el compartimento, como en tercera. En un lugar que se llamaba Saint-Jean nos apeamos. Madelon parecía conocer bien la región y, además, en seguida se encontró con conocidos procedentes de todos los rincones. Se anunciaba un bonito día de verano, eso seguro. Mientras paseábamos, habíamos de contar todo lo que veíamos a Robinson. «Aquí hay un jardín... Ahí, mira, un puente y debajo un pescador... No pesca nada... Cuidado con esa bici...» Ahora, que el olor de las patatas fritas lo guiaba perfectamente. Fue él incluso quien nos llevó hasta la freiduría, donde las hacían, las patatas fritas, a cincuenta céntimos la ración. Siempre le habían gustado, las patatas fritas, desde que yo lo conocía, a Robinson, igual que a mí, por cierto. Es muy parisino, el gusto por las patatas fritas. Madelon, por su parte, prefería el vermut, seco y solo.

    Los ríos lo pasan mal en el Mediodía. Parece que sufren, siempre están secándose. Colinas, sol, pescadores, peces, barcos, zanjas, lavaderos, viñas, sauces llorones, todo el mundo los quiere, todo los reclama. Les exigen demasiada agua, conque queda poca en el lecho del río. Parece en algunos puntos un camino un poco inundado más que un río de verdad. Como habíamos salido en busca de diversión, teníamos que apresurarnos para encontrarla. En cuanto acabamos las patatas fritas, decidimos dar una vuelta en barca, que nos distraería antes del almuerzo, yo remando, claro está, y ellos dos frente a mí, cogidos de la mano, Robinson y Madelon.

    Conque salimos surcando las aguas, como se suele decir, y rozando el fondo aquí y allá, ella lanzando grititos y él no demasiado seguro tampoco. Moscas y más moscas. Libélulas que vigilaban el río con sus enormes ojos por doquier y moviendo la cola, temerosas. Un calor asombroso, como para hacer humear todas las superficies. Nos deslizábamos desde los anchos remolinos planos hasta las ramas muertas... Al ras de riberas ardientes pasamos, en busca de bocanadas de sombra que atrapábamos como podíamos detrás de árboles no demasiado acribillados por el sol. Hablar daba más calor aún, de ser posible. No nos atrevíamos a decir que nos sentíamos mal.

    Robinson se cansó el primero, cosa natural, de la navegación. Entonces propuse que atracáramos delante de un restaurante. No éramos los únicos que habíamos tenido esa idea. Todos los pescadores de aquel tramo, la verdad, se habían instalado ya en la taberna, antes que nosotros, ávidos de aperitivos y parapetados tras sus sifones. Robinson no se atrevía a preguntarme si era cara, aquella tasca, que yo había elegido, pero al instante le quité esa preocupación asegurándole que todos los precios estaban anunciados y eran muy razonables. Era cierto. Ya no soltaba la mano de su Madelon.

    Puedo decir ahora que pagamos en aquel restaurante como si hubiéramos comido, pero sólo habíamos intentado jalar. Más vale no hablar de los platos que nos sirvieron. Aún siguen allí.

    Para pasar la tarde, después, organizar una sesión de pesca con Robinson era demasiado complicado y le habríamos apenado, pues ni siquiera habría visto el flotador. Pero a mí, por otro lado, la idea de remar, después del trago de la mañana, me ponía enfermo. Ya tenía bastante. Había perdido el entrenamiento de los ríos de África. Había envejecido en eso como en todo.

    Para cambiar, de todos modos, de ejercicio, dije entonces que un paseíto a pie, simplemente, a lo largo de la orilla, nos sentaría pero que muy bien, al menos hasta aquellas hierbas altas que se veían a menos de un kilómetro de distancia, cerca de una cortina de álamos.

    Ahí nos teníais de nuevo, a Robinson y a mí, en marcha y cogidos del brazo, mientras que Madelon nos precedía unos pasos más adelante. Era más cómodo para avanzar entre las hierbas. En un recodo del río oímos las notas de un acordeón. De una gabarra procedía, el sonido, una hermosa gabarra amarrada en aquel punto del río. La música hizo detener a Robinson. Era muy comprensible en su caso y, además, que siempre había sentido debilidad por la música. Conque, contentos de haber encontrado algo que lo divirtiera, nos sentamos en aquel césped mismo, menos polvoriento que el de la orilla en declive de al lado. Se veía que no era una gabarra corriente. Muy limpia y cuidada estaba, una gabarra para vivienda exclusivamente, no para carga, toda llena de flores y con una casilla muy peripuesta y todo, para el perro. Le describimos la gabarra, a Robinson. Quería enterarse de todo.

    «Me gustaría mucho, a mí también, vivir en un barco como ése -dijo entonces-. ¿Y a ti?», fue y preguntó a Madelon.
    «¡Anda, que ya sé adonde quieres ir a parar! -respondió ella-. Pero, ¡eso es muy caro, Léon! ¡Es mucho más caro aún, estoy segura, que una casa de alquiler!»

    Nos pusimos, los tres, a pensar en lo que podía costar una gabarra así y no nos salía el cálculo... Cada uno daba una cifra. Por la costumbre que teníamos de contar en voz alta todo... La música del acordeón nos llegaba muy melosa, entretanto, e incluso la letra de una canción de acompañamiento... Al final, coincidimos en que debía de costar, tal cual, por lo menos cien mil francos, la gabarra. Como para dejarlo a uno turulato...


    Ferme tesjolis yeux, car les heures sont breves...
    Aupays merveilleux, au douxpays du ré-é-éve


    Eso era lo que cantaban en el interior, voces de hombres y mujeres mezcladas, desafinando un poco, pero muy agradables, de todos modos, gracias al lugar. No desentonaba con el calor, el campo, la hora que era y el río.

    Robinson se empeñaba en contar miles y cientos. Le parecía que valía más aún, tal como se la habíamos descrito, la gabarra... Porque tenía una claraboya para ver mejor dentro y cobres por todos lados: lujo, vamos...

    «Léon, no te canses -intentaba calmarlo Madelon-, túmbate en la hierba, que está muy mullida, y descansa un poco... Cien mil o quinientos mil, no está a nuestro alcance, ¿no?... Conque no vale la pena, verdad, que te hagas ilusiones...»

    Pero estaba tumbado y se hacía ilusiones, de todos modos, con el precio, y quería enterarse a toda costa e intentar verla, la gabarra que valía tan cara...

    «¿Tiene motor?», preguntaba... Nosotros no sabíamos.

    Fui a mirar por detrás, ya que insistía, sólo por complacerlo, para ver si veía el tubo de un motorcito.


    Ferme tes jolis yeux, car la vie n'est qu'un songe...
    L'amour n'est qu'un menson-on-on-ge...
    Ferme tes jolis yeuuuuuuux!


    Seguían así cantando, dentro. Nosotros, por fin, caímos rendidos de cansancio... Nos adormilaban.

    En determinado momento, el podenco de la casilla saltó afuera y fue a ladrar sobre la pasarela en nuestra dirección. Despertamos sobresaltados y nos pusimos a gritarle, al podenco. Miedo de Robinson.

    Un tipo que parecía el propietario salió entonces al puente por la portezuela de la gabarra. ¡No quería que gritáramos a su perro y tuvimos unas palabras! Pero, cuando comprendió que Robinson estaba, por así decir, ciego, se calmó al instante, aquel hombre e incluso se mostró como un chorra. Dio marcha atrás y hasta se dejó llamar grosero para arreglar las cosas... Para resarcirnos, nos rogó que fuésemos a tomar café con él, en su gabarra, porque era su santo, fue y añadió. No quería que siguiésemos ahí, al sol, achicharrándonos, y que si patatín y que si patatán... Y que si veníamos al pelo, precisamente, porque eran trece a la mesa... Hombre joven era, el patrón, un fantasioso. Le gustaban los barcos, fue y nos explicó también... Comprendimos en seguida. Pero a su mujer le daba miedo el mar, conque habían amarrado allí, por así decir, sobre los guijarros. En la gabarra, parecieron muy contentos de recibirnos. Su esposa, en primer lugar, mujer bella que tocaba el acordeón como un ángel. Y, además, ¡que eso de habernos invitado a tomar café era amable, de todos modos, de su parte! ¡Podríamos haber sido sabe Dios qué! Era, en una palabra, una prueba de confianza por su parte... En seguida comprendimos que no debíamos desairar a aquellos encantadores anfitriones... Sobre todo ante sus invitados... Robinson tenía muchos defectos, pero era, de ordinario, un muchacho sensible. Para sus adentros, sólo por las voces, comprendió que había que comportarse bien y no soltar groserías. No íbamos bien vestidos, bien es verdad, pero sí muy limpios y decentes, de todos modos. El patrón de la gabarra, lo examiné de más cerca, debía de tener unos treinta años, con hermosos cabellos castaños y poéticos y un traje muy mono de estilo marinero, pero relamido. Su bella esposa tenía, por cierto, auténticos ojos «aterciopelados».

    Acababan de terminar su almuerzo. Los restos eran copiosos. No rechazamos el trozo de tarta, ¡ni hablar! Ni el oporto para acompañarlo. Desde hacía mucho tiempo, no había oído yo voces tan distinguidas. Tienen una forma de hablar, las personas distinguidas, que te intimida y a mí me asusta, sencillamente, sobre todo sus mujeres, y, sin embargo, son simples frases mal paridas y presuntuosas, pero, eso sí, bruñidas como muebles antiguos. Dan miedo, sus frases, aun anodinas. Temes patinar encima de ellas, al responderles simplemente. Y hasta cuando cobran tono barriobajero para cantar canciones de pobres por diversión, lo conservan, ese acento distinguido, que te inspira recelo y asco, un acento en el que parece vibrar un latiguillo, siempre, el que se necesita, siempre, para hablar a los criados. Es excitante, pero al mismo tiempo te incita a cepillarte a sus mujeres, solo para verla derretirse, su dignidad, como ellos la llaman...

    Expliqué en voz baja a Robinson el mobiliario que había a nuestro alrededor, todo él antiguo. Me recordaba un poco la tienda de mi madre, pero más limpio y mejor arreglado, evidentemente. En casa de mi madre siempre olía a rancio.

    Y, además, colgados en los tabiques, cuadros del patrón, infinidad. Pintor él. Fue su mujer la que me lo reveló y con mil remilgos, encima. Su mujer lo amaba, se veía, a su hombre. Era un artista, el patrón, hermoso sexo, hermosos cabellos, hermosas rentas, todo lo necesario para ser feliz; y, encima, el acordeón, amigos, ensueños en el barco, sobre las aguas escasas y que se arremolinaban, muy contentos de no partir nunca... Tenían todo aquello en su casa con toda la dulzura y el frescor precioso del mundo entre los visillos y el hálito del ventilador y la divina seguridad.

    Puesto que habíamos acudido, debíamos ponernos en consonancia. Bebidas heladas y fresas con nata, primero, mi postre preferido. Madelon se moría de ganas de repetir. También ella se dejaba conquistar ahora por los buenos modales. Los hombres la consideraban simpática, a Madelon, el suegro sobre todo, ricachón él, parecía muy contento de tenerla a su lado, a Madelon, y venga desvivirse para agradarle. Venga buscar por toda la mesa más golosinas, sólo para ella, que estaba dándose una panzada, de nata. Por lo que decía, era viudo, el suegro. ¡Menudo si lo había olvidado! Al cabo de poco, con los licores, Madelon tenía una curda de cuidado. El traje que llevaba Robinson y el mío también chorreaban fatiga y temporadas y más temporadas, pero en el refugio en que nos encontrábamos podía ser que no se viera. De todos modos, yo me sentía un poco humillado en medio de los demás, tan respetables en todo, limpios como americanos, tan bien lavados, tan bien educados, listos para concursos de elegancia.

    Madelon, ya piripi, no se contenía demasiado bien. Con su fino perfil puntiagudo dirigido a las pinturas, contaba tonterías; la anfitriona, que se daba cuenta un poco, volvió al acordeón para remediarlo, mientras todos cantaban y nosotros también en sordina, pero desafinando y sin gracia, la misma canción que un poco antes oíamos fuera y después otra.

    Robinson había encontrado el medio de entablar conversación con un señor anciano que parecía conocerlo todo sobre la cultura del cacao. Tema apropiado. Un colonial, dos coloniales. «Cuando estaba yo en África -oí, para mi gran sorpresa, afirmar a Robinson-, cuando era ingeniero agrónomo de la Compañía Porduriére -repetía-, ponía a cosechar a la población entera de una aldea... etc.» No podía verme, conque se despachaba a gusto... Con ganas... Falsos recuerdos... Deslumbraba al señor anciano... ¡Mentiras! Lo único que se le ocurría para ponerse a la altura del anciano competente. Él siempre tan reservado, Robinson, en su lenguaje, me irritaba y afligía al divagar así.

    Lo habían instalado, con todos los honores, en un gran diván lleno de perfumes, con una copa de coñac en la mano derecha, mientras que con la otra evocaba con gestos ampulosos la majestad de las junglas vírgenes y los furores de los tornados ecuatoriales. Estaba disparado, disparado de lo lindo... Alcide se habría tronchado de risa, si hubiera estado allí, en un rincón. ¡Pobre Alcide!

    No se puede negar, estábamos lo que se dice a gusto, en su gabarra. Sobre todo porque empezaba a alzarse una brisita del río y en los marcos de las ventanas flotaban los visillos encañonados como banderitas alegres.

    Otra ronda de helados y después champán. Era su santo, lo había repetido cien veces, el patrón. Se había propuesto obsequiar por una vez a todos e incluso a los transeúntes. A nosotros por una vez. Durante una hora, dos, tres tal vez, estaríamos todos reconciliados bajo su batuta, seríamos todos amigos, los conocidos y los demás e incluso los extraños, e incluso nosotros tres, a quienes habían recogido en la ribera, a falta de algo mejor, para no ser trece a la mesa. Iba a ponerme a cantar mi cancioncilla de alborozo y después cambié de parecer, demasiado orgulloso de pronto, consciente. Conque me pareció oportuno revelarles, para justificar mi invitación, pese a todo, en un arranque impulsivo, ¡que acababan de invitar en mi persona a uno de los médicos más distinguidos de la región parisina! ¡No podía sospecharlo, aquella gente, por mi pinta, evidentemente! ¡Ni por la mediocridad de mis compañeros! Pero, en cuanto supieron mi rango, se declararon encantados, halagados y, sin más tardar, todos y cada uno se pusieron a iniciarme en las desdichas particulares de su cuerpo; aproveché para aproximarme a la hija de un empresario, una primita muy robusta que padecía precisamente urticaria y eructos agrios a la más mínima.

    Cuando no estás acostumbrado a los primores de la mesa y del bienestar, te embriagan fácilmente. La verdad pierde el culo para abandonarte. Basta con muy poquito siempre para que te deje libre. No te aferras a la verdad. En esa abundancia repentina de placeres, eres, antes de que te des cuenta, presa del delirio megalómano. Yo me puse a divagar, a mi vez, mientras hablaba de urticaria a la primita. Sales de las humillaciones cotidianas intentando, como Robinson, ponerte en consonancia con los ricos, mediante las mentiras, monedas del pobre. A todos nos da vergüenza nuestra carne mal presentada, nuestra osamenta deficitaria. No podía decidirme a mostrarles mi verdad; era indigna de ellos, como mi trasero. Tenía que causar, a toda costa, buena impresión.

    A sus preguntas me puse a responder con ocurrencias, como antes Robinson al anciano señor. ¡Me sentí, a mi vez, embargado por la soberbia!... ¡Que si mi numerosa clientela!... ¡Que si el exceso de trabajo!... Que si mi amigo Robinson... el ingeniero, que me había ofrecido hospitalidad en su hotelito tolosano...

    Y es que, además, cuando ha comido y bebido bien, el anfitrión es fácil de convencer. ¡Por fortuna! ¡Todo cuela! Robinson me había precedido en la dicha furtiva de las trolas improvisadas; seguirlo no exigía ya apenas esfuerzo.

    Con las gafas ahumadas que llevaba, Robinson, no se podía apreciar bien el estado de sus ojos. Atribuimos, generosos, su desgracia a la guerra. Desde ese momento, nos vimos acomodados, realzados social y patrióticamente hasta la altura de ellos, nuestros anfitriones, sorprendidos un poco, al principio, por la fantasía del marido, el pintor, a quien su situación de artista mundano forzaba, de todos modos, a algunas acciones insólitas de vez en cuando... Se pusieron, los invitados, a considerarnos de verdad a los tres de lo más amables e interesantes.

    En su calidad de prometida, Madelon tal vez no desempeñara su papel todo lo púdicamente que requería la ocasión; excitaba a todo el mundo, incluidas las mujeres, hasta el punto de que yo me preguntaba si no iría a acabar todo aquello en una orgía. No. La conversación fue languideciendo, rota por el esfuerzo baboso de ir más allá de las palabras. No ocurrió nada.

    Seguíamos aferrados a las frases y clavados a los cojines, muy atontados por el intento común de hacernos felices, más profunda, más calurosamente y aún un poco más, unos a otros, con el cuerpo ahíto, con el espíritu exclusivamente, haciendo todo lo posible para mantener todo el placer del mundo en el presente, todo lo maravilloso que conocíamos en nosotros y en el mundo, para que el vecino empezara a disfrutarlo también y nos confesara, el vecino, que era eso, exacto, lo que buscaba, tan admirable, que sólo le faltaba esa dádiva nuestra precisamente, desde hacía tantos y tantos años, para ser por fin perfectamente feliz, ¡y para siempre! ¡Que por fin le habíamos revelado su propia razón de ser! Y que había que ir a decírselo a todo el mundo entonces, ¡que había encontrado su razón de ser! ¡Y que bebiéramos otra copa juntos para festejar y celebrar aquella delectación y que durase siempre así! ¡Que no cambiáramos nunca más de encanto! ¡Que sobre todo no volviéramos a los tiempos abominables, a los tiempos sin milagros, a los tiempos de antes de conocernos!... ¡Todos juntos en adelante! ¡Por fin! ¡Siempre!...

    El patrón, por su parte, no pudo por menos de romper el encanto.

    Tenía la manía de hablarnos de su pintura, que lo traía por la calle de la amargura, de sus cuadros, a todo trance y con cualquier motivo. Así, por su imbecilidad obstinada, aun ebrios, la trivialidad volvió a embargarnos, abrumadora. Vencido ya, fui a dirigirle algunos cumplidos muy sinceros y resplandecientes, al patrón, felicidad en frases para los artistas. Eso era lo que necesitaba. En cuanto los hubo recibido, mis cumplidos, fue como un coito. Se dejó caer en uno de los sofás hinchados de a bordo y se quedó dormido en seguida, muy a gusto, feliz evidentemente. Los invitados, entretanto, se acariciaban mutuamente las facciones con miradas plomizas y mutuamente fascinadas, indecisos entre el sueño casi invencible y las delicias de una digestión milagrosa.

    Yo, por mi parte, economicé ese deseo de dormitar y me lo reservé para la noche. Los miedos, supervivientes de la jornada, alejan demasiado a menudo el sueño y, cuando tienes la potra de hacerte, mientras puedes, con una pequeña provisión de beatitud, habrías de ser muy imbécil para desperdiciarla en fútiles cabezadas previas. ¡Todo para la noche! ¡Es mi lema! Hay que pensar todo el tiempo en la noche. Y, además, que estábamos invitados también para la cena, era el momento de recuperar el apetito...

    Aprovechamos el sopor reinante para escabullimos. Realizamos los tres una salida de lo más discreta, evitando a los invitados adormecidos y agradablemente desparramados en torno al acordeón de la patrona. Los ojos de ésta, dulcificados por la música, pestañeaban en busca de la sombra. «Hasta luego», nos dijo, cuando pasamos junto a ella y su sonrisa se acabó en un sueño.

    No fuimos demasiado lejos, los tres, sólo hasta el lugar que yo había descubierto, en que el río hacía un recodo entre dos filas de álamos, altos álamos muy puntiagudos. Se veía desde allí todo el valle e incluso el pueblecito, a lo lejos, en su hueco, arrugado en torno al campanario plantado como un claro en el rojo del cielo.

    «¿A qué hora tenemos un tren para volver?», se inquietó al instante Madelon.
    «¡No te preocupes! -la tranquilizó él-. Nos van a acompañar en coche, así hemos quedado... Lo ha dicho el patrón... Tienen coche...»

    Madelon no volvió a insistir. Seguía ensimismada de placer. Una jornada de verdad excelente.

    «Y tus ojos, Léon, ¿qué tal?», le preguntó entonces.
    «Mucho mejor. No quería decirte nada aún, porque no estaba seguro, pero creo que sobre todo con el izquierdo empiezo a poder contar incluso las botellas sobre la mesa... He bebido de lo lindo, ¿te has fijado? ¡Y estaba bueno!...»
    «El izquierdo es el lado del corazón», observó Madelon, dichosa. Estaba muy contenta, es comprensible, de que mejoraran los ojos de él.
    «¡Bésame, entonces, y déjame besarte!» le propuso él. Yo empezaba a sentirme de sobra junto a sus efusiones. Sin embargo, me resultaba difícil alejarme, porque no sabía bien por dónde irme. Hice como que iba a hacer una necesidad detrás del árbol, en espera de que se les pasara. Eran cosas tiernas las que se decían. Yo los oía. Los diálogos de amor más insulsos son siempre, de todos modos, un poco graciosos, cuando conoces a las personas. Y, además, que nunca les había oído decir cosas así.
    «¿Es verdad que me quieres?» le preguntaba ella.
    «¡Tanto como a mis ojos!», le respondía él.
    «¡No es poco lo que acabas de decir, Léon!... Pero, ¡aún no me has visto, Léon!... Tal vez cuando me veas con tus propios ojos y no sólo con los de los demás, ya no me quieras... Entonces volverás a ver a las otras mujeres y a lo mejor las amarás a todas... ¿Como tus amigos?...»

    Esa observación, como quien no quiere la cosa, iba por mí. No me equivocaba yo... Creía que estaba lejos y no podía oírla... Así, que echó el resto... No perdía el tiempo... Él, el amigo, se puso a protestar. «Pero, ¡bueno!...», decía. ¡Y que si todo eso eran simples suposiciones! Calumnias...

    «Yo, Madelon, ¡ni mucho menos! -se defendía-. ¡Yo no soy de ese estilo! ¿Qué es lo que te hace pensar que soy como él?... ¿Con lo buena que has sido conmigo, además?... ¡Yo me encariño! ¡Yo no soy un cabrón! Es para siempre, ya te lo he dicho, ¡sólo tengo una palabra! ¡Es para siempre! Tú eres bonita, ya lo sé, pero lo serás aún más cuando te haya visto... ¿Qué? ¿Estás contenta ahora? ¿Ya no lloras? ¡Más que eso no puedo decirte!»
    «¡Eso sí que es bonito, Léon!», le respondía ella entonces, al tiempo que se apretaba contra él. Estaban haciéndose juramentos, ya no había quien los detuviese, el cielo no era ya bastante grande.
    «Me gustaría que fueses siempre feliz conmigo... -le decía él, muy dulce, después-. Que no tuvieras nada que hacer y que tuvieses, sin embargo, todo lo que necesitaras...»
    «¡Ah, qué bueno eres, Léon! Eres mejor de lo que pensaba... ¡Eres tierno! ¡Eres fiel! ¡Todo lo mejorcito!...»
    «Es porque te adoro, cariñito mío...»

    Y se excitaban aún más, con magreos. Y después, como para mantenerme alejado de su felicidad, volvían a dejarme como un trapo a mí.

    Primero ella. «El doctor, tu amigo, es simpático, ¿verdad? -Volvía a la carga, como si no hubiera podido tragarme-. ¡Es simpático!... No quiero hablar mal de él, ya que es un amigo tuyo... Pero es un hombre que parece brutal, de todos modos, con las mujeres... No quiero hablar mal de él, porque creo que es verdad que te aprecia. Pero, en fin, no es mi estilo... Voy a decirte una cosa... No te enfadarás, ¿verdad? -No, no se enfadaba por nada, Léon-. Pues mira, me parece que le gustan, al doctor, como demasiado, las mujeres... Como los perros un poco, ¿me comprendes?... ¿No te parece a ti?... ¡Es como si les saltara encima, parece, siempre! Hace daño y se va... ¿No te parece? ¿Que es así?»

    Le parecía, al cabronazo, le parecía todo lo que ella quisiese, le parecía incluso que lo que ella decía era de lo más exacto y gracioso. De lo más divertido. La animaba a continuar, se relamía de gusto.

    «Sí, es muy cierto, eso que has notado en él, Madelon; es buena persona, Ferdinand, pero lo que se dice delicadeza no es que tenga, eso desde luego, y fidelidad tampoco, por cierto... ¡De eso estoy seguro!...»
    «Has debido de conocerle amigas, ¿eh, Léon?»

    Se informaba, la muy puta.

    «¡La tira! -le respondió él, convencido-. Pero es que... mira... Para empezar... ¡No es exigente!...»

    Había que sacar una conclusión de esas afirmaciones, de lo cual se encargó Madelon.

    «Los médicos, ya es sabido, son todos unos guarros... La mayoría de las veces... Pero es que él, ¡me parece que es cosa mala en ese estilo!...»
    «Ni que lo jures -aprobó él, mi buen, mi feliz amigo, y continuó-: Hasta tal punto, que muchas veces he pensado, de tan aficionado que lo he visto a eso, que tomaba drogas... Y, además, ¡es que tiene un aparato! ¡Si vieras qué tamaño! ¡No es natural...!»
    «¡Ah, ah! -dijo Madelon, perpleja de pronto e intentando recordar mi aparato-. ¿Tú crees que tendrá enfermedades entonces?» Estaba muy inquieta, afligida de repente por esas informaciones íntimas.
    «Eso no sé -se vio obligado a reconocer él, con pena-, no puedo asegurarlo... Pero no me extrañaría con la vida que lleva.»
    «De todos modos, tienes razón, debe de tomar drogas... Debe de ser por eso por lo que es tan extraño a veces...»

    Y de repente la cabecita de Madelon se puso a cavilar. Añadió: «En el futuro tendremos que desconfiar un poco de él...»

    «¿No tendrás miedo, de todos modos? -le preguntó él-. No es nada tuyo, al menos... ¿No se te habrá insinuado?»
    «Ah, eso no, vamos, ¡me habría negado! Pero nunca se sabe lo que se le puede ocurrir... Suponte, por ejemplo, que le da un ataque... ¡Les dan ataques, a esa gente que toma drogas!... Desde luego, ¡no sería yo quien fuera a su consulta!...»
    «¡Yo tampoco, ahora que lo dices!», aprobó Robinson. Y más ternura y caricias...
    «¡Cielito!... ¡Cielito mío!...» Lo acunaba...
    «¡Mi niña!... ¡Mi niña!...», le respondía él. Y después silencios interrumpidos por arranques de besos.
    «Dime en seguida que me quieres todas las veces que puedas, mientras te beso hasta el hombro...»

    Empezaba en el cuello el jueguecito.

    «¡Qué sofocada estoy!... -exclamaba ella resoplando-. ¡Me asfixio! ¡Dame aire!» Pero él no la dejaba respirar. Volvía a empezar. Yo, en el césped de al lado, intentaba ver lo que iba a ocurrir. Él le cogía los pezones entre los labios y jugueteaba con ellos. Jueguecitos, vamos. Yo también estaba sofocadísimo, embargado por un montón de emociones y maravillado, además, de mi indiscreción.
    «Vamos a ser muy felices, ¿eh? Dime, Léon. Dime que estás bien seguro de que vamos a ser felices.»

    Eso era el entreacto. Y después más proyectos para el futuro que no acababan nunca, como para rehacer todo un mundo con ellos, pero un mundo sólo para ellos dos, ¡ya lo creo! Fuera yo, sobre todo, de él. Parecía que no pudiesen acabar nunca de deshacerse de mí, de despejar su intimidad de mi asquerosa evocación.

    «¿Hace mucho que sois amigos, Ferdinand y tú?»

    Eso la inquietaba...

    «Años, sí... Aquí... Allá... -respondió él-. Nos conocimos por casualidad, en los viajes... Él es un tipo al que le gusta conocer países,.. A mí también, en cierto sentido, conque es como si hubiéramos viajado juntos desde hace mucho... ¿Comprendes?...» Reducía así nuestra vida a trivialidades ínfimas.
    «Bueno, pues, ¡vais a tener que dejar de ser tan amiguitos, cariño! ¡Y desde ahora, además!... -le respondió ella, muy decidida, rotunda-. ¡Esto se va a acabar!... ¿Verdad, cariño, que se va a acabar?... Conmigo solita vas a viajar tú ahora... ¿Me has entendido?... ¿Eh, cariño?...»
    «Entonces, ¿estás celosa de él?», preguntó un poco desconcertado, de todos modos, el muy gilipollas.
    «¡No! No estoy celosa de él, pero te quiero demasiado, verdad, Léon mío, quiero tenerte enterito para mí... No quiero compartirte con nadie... Y, además, es que ahora que yo te quiero, Léon mío, no es la clase de compañía que necesitas... Es demasiado vicioso... ¿Comprendes? ¡Dime que me adoras, Léon! ¡Y que me entiendes!»
    «Te adoro.»
    «Bien.»

    Volvimos todos a Toulouse, aquella misma noche.

    Dos días después se produjo el accidente. Tenía que marcharme, de todos modos, y, justo cuando estaba acabando la maleta para irme a la estación, oí a alguien gritar algo delante de la casa. Escuché... Tenía que bajar corriendo al panteón... Yo no veía a la persona que me llamaba así... Pero por el tono de voz debía de ser pero que muy urgente... Era urgente que acudiera, al parecer.

    «¿No puedo esperar ni un minuto?», respondí, para no precipitarme... Debía de ser hacia las seis, justo antes de cenar íbamos a despedirnos en la estación, así habíamos quedado. Nos iba bien a todos así, porque la vieja tenía que volver un poco después a casa. Precisamente esa noche, por un grupo de peregrinos que esperaba en el panteón.
    «¡Venga rápido, doctor!... -insistía la persona de la calle-. ¡Acaba de ocurrir una desgracia a la Sra. Henrouille!»
    «¡Bueno, bueno!... -dije-. ¡Voy en seguida! ¡Entendido!... ¡Bajo ahora mismo!»

    Pero para tener tiempo de serenarme un poco: «Vaya usted delante -añadí-. Dígales que ya llego... Que voy corriendo... El tiempo de ponerme los pantalones...»

    «Pero, ¡es que es muy urgente! -insistía aún la persona-. ¡Le repito que ha perdido el conocimiento!... ¡Se ha abierto la cabeza, al parecer!... ¡Se ha caído por las escaleras del panteón!... ¡Rodando hasta abajo ha caído!...»
    «¡Listo!», me dije para mis adentros al oír aquella bonita historia y no necesité pensarlo más. Me largué, derechito, a la estación. No necesitaba saber más.

    Cogí el tren de las 7.15, a pesar de todo, pero por los pelos.

    No nos despedimos.

    A Parapine lo que le pareció, ante todo, al volver a verme, fue que yo tenía mala cara.

    «Debiste de cansarte mucho en Toulouse», observó, receloso, como siempre.

    Es cierto que habíamos tenido emociones allá, en Toulouse, pero en fin, no había por qué quejarse, ya que me había librado de una buena, eso esperaba al menos, de los líos de verdad, al largarme en el momento crítico.

    Conque le expliqué la aventura con detalle y también mis sospechas, a Parapine. Pero no le parecía ni mucho menos que yo hubiera actuado con demasiado acierto en aquella ocasión... De todos modos, no tuvimos tiempo de discutir el asunto, porque la cuestión de conseguir un currelo para mí se había vuelto en aquel momento tan urgente, que no podía pensar en otra cosa. No había, pues, tiempo que perder en comentarios... Ya sólo me quedaban ciento cincuenta francos de economías y no sabía adonde ir ya a colocarme. ¿En el Tarapout?... Ya no contrataban a nadie. La crisis. ¿Volver a La Garenne-Rancy, entonces? ¿Volver a probar con la clientela? Lo pensé, desde luego, por un momento, pese a todo, pero como último recurso y de muy mala gana. Nada se apaga como un fuego sagrado.

    Fue él, Parapine, quien me echó al final un buen cable con una modesta plaza que descubrió para mí en un manicomio, precisamente, donde trabajaba desde hacía ya unos meses.

    Las cosas iban aún bastante bien. En aquel manicomio, Parapine se ocupaba no sólo de llevar a los alienados al cine, sino también del tratamiento eléctrico. A horas determinadas, dos veces por semana, desencadenaba auténticas tormentas magnéticas por encima de las cabezas de los melancólicos reunidos a propósito en una habitación cerrada y muy obscura. Deporte mental, en una palabra, y la realización de la hermosa idea del doctor Baryton, su patrón. Roñoso él, por cierto, el compadre, que me admitió a cambio de un salario mínimo, pero con un contrato y cláusulas así de largas, todas ventajosas para él, evidentemente. Un patrono, en una palabra.

    La remuneración en aquel manicomio era mínima, cierto es, pero, en cambio, la alimentación era bastante buena y el alojamiento perfecto. También podíamos tirarnos a las enfermeras. Estaba permitido y reconocido tácitamente. Baryton, el patrón, no tenía nada en contra de esas diversiones e incluso había comentado que esas facilidades eróticas mantenían el apego del personal a la casa. Ni tonto ni severo.

    Y, además, que no era el momento de poner, para empezar, pegas ni condiciones, cuando me ofrecían un filete, que me venía más que de perilla. Pensándolo bien, yo no lograba comprender del todo por qué me había dado Parapine de repente muestras de tan vivo interés. Su actitud para conmigo me inquietaba. Atribuirle a él, a Parapine, sentimientos fraternos... Era demasiado bello, la verdad, para ser cierto... Debía de ser algo más complicado. Pero todo llega...

    A mediodía nos encontrábamos a la mesa, era la costumbre, reunidos en torno a Baryton, nuestro patrón, alienista veterano, barba en punta, muslos cortos y carnosos, muy amable, asuntos económicos aparte, capítulo a propósito del cual se mostraba, de lo más asqueroso cada vez que le proporcionábamos pretexto y ocasión.

    Tocante a tallarines y vinos ásperos, nos mimaba, desde luego. Según nos explicó, había heredado todo un viñedo. ¡Peor para nosotros! Era un vino muy modesto, lo aseguro.

    Su manicomio de Vigny-sur-Seine estaba siempre lleno. Lo llamaban «Casa de salud» en los anuncios, por un gran jardín que lo rodeaba, donde nuestros locos se paseaban los días en que hacía bueno. Se paseaban por él, los locos, con aspecto de mantener con dificultad la cabeza en equilibrio sobre los hombros, como, si tuvieran miedo constantemente de que se les desparramara por el suelo, el contenido, al tropezar. Ahí dentro se entrechocaban toda clase de cosas saltarinas y extravagantes, a las que se sentían horriblemente apegados.

    No nos hablaban de sus tesoros mentales, los alienados, sino con infinidad de contorsiones espantadas o aires condescendientes y protectores, al modo de administradores meticulosos y prepotentes. Ni por un imperio se habría podido sacarlos de sus cabezas. Un loco no es sino las ideas corrientes de un hombre pero bien encerradas en una cabeza. El mundo no pasa a través de su cabeza y se acabó. Se vuelve como un lago sin ribera, una cabeza cerrada, una infección.

    Baryton se abastecía de tallarines y legumbres en París, al por mayor. Por eso, no nos apreciaban nada los comerciantes de Vigny-sur-Seine. Nos tenían fila incluso, los comerciantes, estaba más claro que el agua. No nos quitaba el apetito, aquella animosidad. En la mesa, al comienzo de mi período de prueba, Baryton sacaba sin falta las conclusiones y la filosofía de nuestras deshilvanadas conversaciones. Pero, por haberse pasado la vida entre los alienados, ganándose las habichuelas con aquel tráfico, compartiendo su rancho, neutralizando mal que bien sus insanias, nada le parecía más aburrido que tener, además, que hablar a veces de sus manías durante nuestras comidas. «¡No deben figurar en las conversaciones de la gente normal!», afirmaba defensivo y perentorio. Personalmente, se atenía a esa higiene mental.

    A él le gustaba la conversación y de modo casi inquieto, le gustaba divertida y sobre todo tranquilizadora y muy sensata. Sobre los chiflados no deseaba explayarse. Una antipatía instintiva hacia ellos le bastaba y le sobraba. En cambio, nuestros relatos de viajes le encantaban. Nunca se cansaba de oírlos. Parapine, desde mi llegada, se vio liberado de su cháchara. Yo había venido al pelo para distraer a nuestro patrón durante las comidas. Todas mis peregrinaciones salieron a colación, relatadas por extenso, retocadas, por supuesto, literaturizadas como Dios manda, agradables. Baryton, al comer, hacía, con la lengua y la boca, mucho ruido. Su hija se mantenía siempre a su diestra. Pese a contar sólo diez años, parecía ya marchita para siempre, su hija Aimée. Algo inanimado, una tez grisácea incurable desdibujaba a Aimée ante nuestra vista, como si nubéculas malsanas le pasaran de continuo por delante de la cara.

    Entre Parapine y Baryton surgían pequeños roces. Sin embargo, Baryton no guardaba el menor rencor a nadie, siempre que no se inmiscuyera en los beneficios de su empresa. Sus cuentas constituyeron durante mucho tiempo el único aspecto sagrado de su existencia.

    Un día, Parapine, en la época en que aún le hablaba, le había declarado con toda crudeza en la mesa que carecía de ética. Al principio, esa observación lo había ofendido, a Baryton. Y después todo se había arreglado. No se enfada uno por tan poca cosa. Con el relato de mis viajes Baryton experimentaba no sólo una emoción novelesca, sino también la sensación de hacer economías. «Después de haberlo oído a usted, Ferdinand, con lo bien que lo cuenta, ¡ya no le quedan a uno ganas de ir a verlos, esos países!» No podía ocurrírsele un cumplido más amable. En su manicomio se recibía sólo a los locos fáciles de vigilar, nunca a los alienados muy aviesos y de claras tendencias homicidas. Su manicomio no era un lugar siniestro en absoluto. Pocas rejas, sólo algunas celdas. El asunto más inquietante era tal vez, de entre todos, la pequeña Aimée, su propia hija. No se contaba entre los enfermos, la niña, pero el ambiente la atormentaba.

    Algunos alaridos, de vez en cuando, llegaban hasta nuestro comedor, pero el origen de esos gritos era siempre bastante fútil. Duraban poco, por lo demás. Observábamos también largas y bruscas oleadas de frenesí, que sacudían de vez en cuando a los grupos de alienados, por un quítame allá esas pajas, durante sus interminables paseos entre los bosquecillos y los macizos de begonias. Acababan sin demasiados cuentos ni alarmas con baños calientes tibios y damajuanas de tebaína.

    A las escasas ventanas de los refectorios que daban a la calle iban los locos a veces a gritar y alborotar al vecindario, pero el horror se les quedaba más bien en el interior. Conservaban y se ocupaban personalmente de su horror, contra nuestras empresas terapéuticas. Les apasionaba, esa resistencia.

    Al pensar ahora en todos los locos que conocí en casa del tío Baryton, no puedo por menos de poner en duda que existan otras realizaciones auténticas de nuestros temperamentos profundos que la guerra y la enfermedad, infinitos de pesadilla.

    La gran fatiga de la existencia tal vez no sea, en una palabra, sino ese enorme esfuerzo que realizamos para seguir siendo veinte años, cuarenta, más aún, razonables, para no ser simple, profundamente nosotros mismos, es decir, inmundos, atroces, absurdos. La pesadilla de tener que presentar siempre como un ideal universal, superhombre de la mañana a la noche, el subhombre claudicante que nos dieron.

    Enfermos teníamos de todos los precios en el manicomio y los más opulentos vivían en habitaciones Luis XV bien acolchadas. A éstos Baryton les hacía la visita diaria de alto precio. Ellos lo esperaban. De vez en cuando recibía un par de señoras bofetadas, Baryton, formidables, la verdad, largo tiempo meditadas. En seguida las apuntaba a la cuenta en concepto de tratamiento especial.

    En la mesa Parapine se mantenía reservado; no es que mis éxitos oratorios ante Baryton lo hirieran ni mucho menos; al contrario, parecía bastante menos preocupado que antes, en la época de los microbios, y, en definitiva, casi contento. Conviene observar que había pasado un miedo de aúpa con sus historias de menores. Seguía un poco desconcertado respecto al sexo. En las horas libres vagaba por el césped del manicomio, también él, como un enfermo, y, cuando yo pasaba junto a él, me dirigía sonrisitas, pero tan indecisas, tan pálidas, aquellas sonrisas, que se podrían haber considerado despedidas.

    Al admitirnos a los dos en su personal técnico, Baryton hacía una buena adquisición, ya que le habíamos aportado no sólo la entrega de todo nuestro tiempo, sino también distracción y ecos de aventuras a las que era muy aficionado y de las que se veía privado. Por eso, con frecuencia tenía el gusto de manifestarnos su contento. No obstante, expresaba algunas reservas respecto a Parapine.

    Nunca se había sentido del todo cómodo con Parapine. «Mire usted, Ferdinand... -me dijo un día, confidencial-, ¡es ruso!» Ser ruso, para Baryton, era algo tan descriptivo, tan morfológico, irremisible, como «diabético» o «negro». Lanzado a propósito de ese tema, que lo ponía nervioso desde hacía muchos meses, se puso a cavilar de lo lindo ante mí y para mí... Yo no lo reconocía, a Baryton. Precisamente íbamos juntos al estanco del pueblo a buscar cigarrillos.

    «Parapine me parece, verdad, Ferdinand, de lo más inteligente, eso desde luego... Pero, de todos modos, ¡tiene una inteligencia enteramente arbitraria, ese muchacho! ¿No le parece a usted, Ferdinand?» «En primer lugar, no quiere adaptarse... Se le nota en seguida... Ni siquiera está a gusto con su trabajo... ¡Ni siquiera está a gusto en este mundo!... ¡Reconózcalo!... ¡Y en eso se equivoca! ¡Completamente!... ¡Porque sufre!... ¡Ésa es la prueba! ¡Mire cómo me adapto yo, Ferdinand!...» (Se daba golpes en el esternón). «¿Que mañana la tierra se pone a girar en sentido contrario? Bueno, pues, ¡yo me adaptaré, Ferdinand! Y, además, ¡en seguida! ¿Y sabe usted cómo, Ferdinand? Dormiré de un tirón doce horas más, ¡y listo! ¡Y se acabó! ¡Hale! ¡Es así de sencillo! ¡Y ya estará hecho! ¡Estaré adaptado! Mientras que ese Parapine, ¿sabe usted lo que hará en semejante aventura? ¡Rumiará proyectos y amarguras durante cien años más!... ¡Estoy seguro! ¡Se lo digo yo!... ¿Acaso no es verdad? ¡Perderá el sueño porque la tierra gire en sentido contrario!... ¡Le parecerá yo qué sé qué injusticia especial!... ¡Demasiada injusticia!... ¡Es su manía, por cierto, la injusticia!... Me hablaba y no paraba, de la injusticia, en la época en que se dignaba dirigirme la palabra... ¿Y cree usted que se contentará con lloriquear? ¡Eso sólo sería un mal menor!... Pero, ¡no! ¡Buscará en seguida un medio de hacer saltar la tierra! ¡Para vengarse, Ferdinand! Y lo peor, se lo voy a decir yo, Ferdinand, lo peor... Pero que esto quede entre nosotros... Pues, bien, es que lo encontrará, ¡el medio!... ¡Como se lo digo yo! ¡Ah! Mire, Ferdinand, intente comprender bien lo que voy a explicarle... Existe una clase de locos simples y otra clase, los torturados por la manía de la civilización... ¡Me horroriza pensar que Parapine sea uno de éstos!... ¿Sabe usted lo que me dijo un día?»
    «No, señor...»
    «Pues me dijo: "¡Entre el pene y las matemáticas, señor Baryton, no existe nada! ¡Nada! ¡El vacío!" Y agárrese... ¿Sabe usted a qué está esperando para volver a hablarme?»
    «No, señor Baryton, no tengo la menor idea...»
    «Entonces, ¿no se lo ha contado?»
    «No, aún no...»
    «Pues a mí sí que me lo ha dicho... ¡Espera el advenimiento de la era de las matemáticas! ¡Sencillamente! ¡Está absolutamente decidido! ¿Qué le parece ese impertinente comportamiento hacia mí? ¿Que soy mayor que él? ¿Su jefe?...»

    No me quedaba más remedio que echarme a reír un poquito ante tal fantasía exorbitante. Pero a Baryton no le parecía broma. Encontraba motivos incluso para indignarse por muchas otras cosas...

    «¡Ah, Ferdinand! Ya veo que todo esto le parece anodino... Palabras inocentes, cuentos extravagantes entre tantos otros... Esa parece ser la conclusión de usted... Eso sólo, ¿verdad?... ¡Oh, imprudente Ferdinand! Al contrario, ¡permítame ponerlo en guardia contra esos extravíos, fútiles sólo en apariencia! ¡Está usted totalmente equivocado!... ¡Totalmente!... ¡Mil veces, en verdad!... A lo largo de mi carrera, ¡convendrá usted en que he oído casi todo lo que se puede oír, aquí y en otros sitios, en cuestión de delirios de todas clases! ¡No me he perdido ni uno!... No me lo va usted a negar, ¿verdad, Ferdinand?... Y yo no doy la impresión de ser propenso a las angustias, como no habrá usted dejado de observar, Ferdinand... Ni a las exageraciones... ¿No es así? Ante mi juicio, muy poca es la fuerza de una palabra e incluso de varias palabras, ¡e incluso de frases y discursos enteros!... Soy bastante sencillo de nacimiento y por naturaleza, ¡y no se me puede negar que soy uno de esos seres humanos a quienes las palabras no dan miedo!... Bueno, pues, tras un análisis concienzudo, Ferdinand, ¡me he visto obligado, en relación con Parapine, a mantenerme en guardia!... Formular las más claras reservas... Su extravagancia no se parece a ninguna de las inofensivas y corrientes... Pertenece más bien, me ha parecido, a una de las raras formas temibles de originalidad, a una de esas manías fácilmente contagiosas: ¡sociales y triunfantes, en una palabra!... Tal vez no se trate aún de locura del todo en el caso de su amigo... ¡No! Tal vez sólo sea convicción exagerada... Pero yo me conozco el percal, tocante a demencias contagiosas... ¡Nada es más grave que la convicción exagerada!... ¡He conocido muchos, Ferdinand, de esa clase de convencidos y de diversas procedencias, además!... ¡Los que hablan de justicia me han parecido, en definitiva, los más fanáticos!... Al principio, esos justicieros me interesaron un poco, lo confieso... Ahora me ponen negro, me irritan a más no poder, esos maníacos... ¿Opina usted igual?... Descubre uno en los hombres no sé qué facilidad de transmisión por ese lado que me espanta y en todos los hombres, ¿me oye usted?... ¡Fíjese, Ferdinand! ¡En todos! Como con el alcohol o el erotismo... La misma predisposición... La misma fatalidad... Infinitamente extendida... ¿Se ríe usted, Ferdinand? ¡Ahora me espanta usted también! ¡Frágil! ¡Vulnerable! ¡Inconsistente! ¡Peligroso Ferdinand! ¡Cuando pienso que me parecía usted serio!... No olvide que soy viejo, Ferdinand, ¡podría permitirme el lujo de cachondearme del porvenir! ¡Me estaría permitido! Pero, ¡usted!»

    En principio, para siempre y en todas las cosas yo opinaba igual que mi patrón. No había hecho grandes progresos prácticos a lo largo de mi aperreada existencia, pero había aprendido, de todos modos, los principios adecuados de etiqueta propios de la servidumbre. Gracias a esas disposiciones, Baryton y yo nos habíamos hecho muy amigos en seguida, yo nunca le contrariaba, comía poco en la mesa. Un ayudante simpático, en una palabra, de lo más económico y nada ambicioso, nada amenazador.

    Vigny-sur-Seine se presenta entre dos esclusas, entre sus dos oteros desprovistos de vegetación, es un pueblo que se transforma en suburbio. París va a absorberlo.

    Pierde un jardín por mes. La publicidad, desde la entrada, lo vuelve abigarrado como un ballet ruso. La hija del ordenanza sabe hacer cócteles. Sólo el tranvía se empeña en pasar a la historia, no se irá sin revolución. La gente está inquieta, los hijos ya no tienen el mismo acento que sus padres. Te encuentras como incómodo, al pensarlo, de ser aún de Seine-et-Oise. Se está produciendo el milagro. El último parterre desapareció con la llegada de Laval al Ministerio y las asistentas cobran veinte céntimos más por hora desde las vacaciones. Se ha establecido un bookmaker. La empleada de la estafeta de correos compra novelas pederásticas e imagina otras mucho más realistas. El cura dice «mierda» cada dos por tres y da consejos sobre la Bolsa a los que son buenos. El Sena ha matado sus peces y se americaniza entre una fila doble de volquetes-tractores-remolcadores que le forman al ras de las riberas una terrible dentadura postiza de basuras y chatarra. Tres corredores de terrenos acaban de ir a la cárcel. Nos vamos organizando.

    Esa transformación local del terreno no pasó inadvertida a Baryton. Lamentaba con amargura que no se le hubiera ocurrido comprar otros terrenos más en el valle contiguo veinte años antes, cuando aún te rogaban que te los quedaras por veinte céntimos el metro, como una tarta rancia. Los buenos tiempos pasados. Por fortuna, su Instituto Psicoterapéutico se defendía aún muy bien. Pero no sin problemas. Las insaciables familias no cesaban de reclamarle, de exigirle, una y mil veces sistemas más modernos de cura, más eléctricos, más misteriosos, más todo... Mecanismos más modernos sobre todo, aparatos más impresionantes y al minuto, además, y no le quedaba más remedio que adoptarlos, so pena de verse superado por la competencia... por esas casas similares emboscadas en los oquedales vecinos de Asniéres, Passy, Montretout, al acecho, también ellas, de todos los viejos chochos de lujo.

    Se apresuraba, Baryton, guiado por Parapine, a adaptarse al gusto del momento, al mejor precio, por supuesto, en rebajas, en tiendas de ocasión, en saldos, pero sin cesar, a base de nuevos artefactos eléctricos, pneumáticos, hidráulicos, a fin de parecer así cada vez mejor equipado para correr tras las chifladuras de los quisquillosos y acaudalados internos. Gemía por verse obligado a utilizar esos aparatos inútiles... a granjearse el favor de los propios locos...

    «Cuando abrí mi manicomio -me confiaba un día, desahogándose por sus pesares- era justo antes de la Exposición, la grande... Éramos, constituíamos, los alienistas, un número muy limitado de facultativos y mucho menos curiosos y depravados que hoy, ¡le ruego que me crea!... Ninguno de nosotros intentaba entonces estar tan loco como el cliente... Aun no había aparecido la moda de delirar con el pretexto de curar mejor, moda obscena, fíjese, como casi todo lo que nos llega del extranjero...
    »En los tiempos en que me inicié, los médicos franceses, Ferdinand, ¡aún se respetaban! No se creían obligados a desatinar al mismo tiempo que sus enfermos... ¿Para ponerse a tono seguramente?... ¿Qué sé yo? ¡Complacerlos! ¿Adonde nos va a conducir eso?... ¡Dígame usted!... A fuerza de ser más astutos, más mórbidos, más perversos que los perseguidos más transtornados de nuestros manicomios, de revolearnos con una especie de nuevo orgullo fangoso en todas las insanias que nos presentan, ¿adonde vamos?... ¿Está usted en condiciones de tranquilizarme, Ferdinand, sobre la suerte de nuestra razón?... ¿E incluso del simple sentido común?... A este ritmo, ¿qué nos va a quedar del sentido común? ¡Nada! ¡Es de prever! ¡Absolutamente nada! Puedo predecírselo... Es evidente...
    »En primer lugar, Ferdinand, ¿es que ante una inteligencia realmente moderna no acaba todo valiendo lo mismo? ¡Ya no hay blanco! ¡Ni negro tampoco! ¡Todo se deshilacha!... ¡Es el nuevo estilo! ¡La moda! ¿Por qué, entonces, no volvernos locos nosotros mismos?... ¡Al instante! ¡Para empezar! ¡Y jactarnos de ello, además! ¡Proclamar el gran pitote espiritual! ¡Hacernos publicidad con nuestra demencia! ¿Quién puede contenernos? ¡Dígame, Ferdinand! ¿Algunos escrúpulos humanos, supremos y superfluos?... ¿Y qué insípidas timideces más? ¿Eh?... Mire, Ferdinand, cuando escucho a algunos de nuestros colegas y, fíjese bien, algunos de los más estimados, los más buscados por la clientela y las Academias, ¡llego a preguntarme adonde nos conducen!... ¡Es infernal, la verdad! ¡Esos insensatos me desconciertan, me angustian, me demonizan y sobre todo me asquean! Sólo de oírlos comunicar, durante uno de esos congresos modernos, los resultados de sus investigaciones familiares, ¡soy presa de un terror pánico, Ferdinand! Mi razón me traiciona sólo de escucharlos... Poseídos, viciosos, capciosos y marrulleros, esos favoritos de la psiquiatría reciente, a fuerza de análisis superconscientes nos precipitan a los abismos... ¡A los abismos, sencillamente! Una mañana, si no reaccionan ustedes, los jóvenes, vamos a pasar, entiéndame bien, Ferdinand, vamos a pasar... a fuerza de estirarnos, de sublimarnos, de calentarnos el entendimiento... al otro lado de la inteligencia, al lado infernal, ¡al lado del que no se vuelve!... Por lo demás, ¡parece como si ya estuvieran encerrados, esos listillos, en el sótano de los condenados, a fuerza de masturbarse el caletre día y noche!
    »Digo bien, día y noche, ¡porque ya sabe usted, Ferdinand, que ya ni siquiera por la noche cesan de fornicarse en todos los sueños, esos asquerosos!... ¡Con eso está dicho todo!... ¡Y venga devanarse el caletre! ¡Y venga dilatarlo! ¡Y venga tiranizármelo!... Y ya no hay, a su alrededor, sino una bazofia asquerosa de desechos orgánicos, una papilla de síntomas de delirios en compota, que les chorrea y gotea por todos lados... Tenemos las manos pringadas de lo que queda del espíritu, pegajosas, estamos grotescos, de desprecio, de hedor. Todo va a desplomarse, Ferdinand, todo se desploma, se lo predigo yo, el viejo Baryton, ¡y dentro de muy poco!... ¡Y ya verá usted, Ferdinand, la inmensa desbandada! ¡Porque usted es joven aún! ¡Ya la verá!... ¡Ah! ¡Prepárese para los goces! ¡Pasarán todos ustedes a casa del vecino! ¡Hala! ¡De un buen ataque de delirio más! ¡Uno de más! ¡Y brum! ¡Derechitos al manicomio! ¡Por fin! ¡Se verán liberados, como dicen! ¡Hace mucho que los ha tentado demasiado! ¡Una audacia de aúpa va a ser! Pero, cuando estén en el manicomio, amigos míos, ¡les aseguro que se quedarán en él!
    »Recuerde bien esto, Ferdinand, ¡el comienzo del fin de todo es la desmesura! Yo estoy en buenas condiciones de contarle cómo empezó la gran desbandada... ¡Por las fantasías desmesuradas comenzó! ¡Por las exageraciones extranjeras! ¡Ni mesura ni fuerza ya! ¡Estaba escrito! Entonces, ¿a la nada todo el mundo? ¿Por qué no? ¿Todos? ¡Pues claro que sí! Por lo demás, no es que vayamos, ¡es que corremos hacia ella! ¡Una auténtica avalancha! ¡Yo lo he visto, Ferdinand, el espíritu, ceder poco a poco su equilibrio y después disolverse en la gran empresa de las ambiciones apocalípticas! Eso comenzó hacia 1900... ¡Esa es la fecha! A partir de esa época, ya no hubo en el mundo en general y en la psiquiatría en particular sino una carrera frenética a ver quién se volvía más perverso, más salaz, más original, más repugnante, más creador, como dicen, que el compañero... ¡Bonito batiburrillo!... ¡A ver quién se encomendaría lo más pronto posible al monstruo, a la bestia sin corazón y sin comedimiento!... Nos comerá a todos, la bestia, Ferdinand, ¡está claro y lo apruebo!... ¿La bestia? ¡Una gran cabeza que avanza como quiere!... ¡Sus guerras y sus babas llamean ya hacia nosotros y desde todas partes!... ¡Ya estamos en pleno diluvio! ¡Sencillamente! ¡Ah, nos aburríamos, al parecer, en el consciente! ¡Ya no nos aburriremos más! Empezamos a darnos por culo, para variar... Y entonces nos pusimos al instante a sentir las "impresiones" y las "intuiciones"... ¡Como mujeres!...
    »Por lo demás, ¿acaso es necesario aún, en el extremo a que hemos llegado, molestarse en utilizar término tan traicionero como el de "lógica"?... ¡Pues claro que no! Más bien es como un estorbo, la lógica, ante sabios psicólogos infinitamente sutiles como los que nuestra época produce, progresistas de verdad... ¡No me atribuya usted por ello desprecio de las mujeres! ¡Ni mucho menos! ¡Bien lo sabe usted! Pero, ¡no me gustan sus impresiones! Yo soy un animal de testículos, Ferdinand, y, cuando tengo un hecho, me cuesta soltarlo... Hombre, mire, el otro día me ocurrió una buena en ese sentido... Me pidieron que ingresara a un escritor... Desatinaba, el escritor... ¿Sabe usted lo que gritaba desde hacía más de un mes? "¡Se liquida!... ¡Se liquida!..." ¡Así vociferaba, por toda la casa! Ése sí que sí... No había duda... ¡Había pasado al otro lado de la inteligencia!... Pero es que precisamente le costaba lo indecible liquidar... Un antiguo estrechamiento lo intoxicaba con orina, le atrancaba la vejiga... Yo no acababa nunca de sondarlo, de descargarle gota a gota... La familia insistía en que eso le venía, pese a todo, de su genio... De nada servía que les explicara, a la familia, que era más bien la vejiga la que tenía enferma, el escritor, seguían en sus trece... Para ellos, había sucumbido a un momento de exceso de genio y se acabó... No me quedó más remedio que adherirme a su opinión al final. Sabe usted, ¿verdad?, lo que es una familia. Imposible hacer comprender a una familia que un hombre, pariente o no, no es, al fin y al cabo, sino podredumbre en suspenso... Se negaría a pagar por una podredumbre en suspenso.»

    Desde hacía más de veinte años, Baryton no acababa nunca de satisfacerlas en sus vanidades puntillosas, a las familias. Le amargaban la vida. Pese a ser paciente y muy equilibrado, tal como yo lo conocí, conservaba en el corazón un antiguo resto de odio muy rancio hacia las familias... En el momento en que yo vivía junto a él, estaba harto e intentaba en secreto y con tesón liberarse, substraerse, de una vez por todas de la tiranía de las familias, de un modo o de otro... Cada cual tiene sus razones para evadirse de su miseria íntima y cada uno de nosotros, para conseguirlo, saca de sus circunstancias un camino ingenioso. ¡Felices aquellos que tienen bastante con el burdel!

    Parapine, por su parte, parecía feliz de haber elegido el camino del silencio. En cambio, Baryton, hasta más adelante no lo comprendí, se preguntaba en conciencia si conseguiría alguna vez deshacerse de las familias, de su sujeción, de las mil trivialidades repugnantes de la psiquiatría alimentaria, de su estado, en una palabra. Tenía tal deseo de cosas absolutamente nuevas y diferentes, que estaba maduro en el fondo para la huida y la evasión, lo que explica seguramente sus peroratas críticas... Su egoísmo reventaba bajo las rutinas. Ya no podía sublimar nada, quería irse simplemente, llevarse su cuerpo a otra parte. No tenía nada de músico, Baryton, conque necesitaba derribar todo como un oso, para acabar de una vez.

    Se liberó, él, que se creía razonable, mediante un escándalo de lo más lamentable. Más adelante intentaré contar, con detalle, cómo sucedió.

    En lo que a mí respectaba, por el momento, el oficio de ayudante en su casa me parecía perfectamente aceptable.

    Las rutinas del tratamiento no eran nada pesadas, si bien de vez en cuando era presa de cierto desasosiego, evidentemente; cuando, por ejemplo, había conversado demasiado tiempo con los internos, me arrastraba entonces como un vértigo, como si me hubieran llevado lejos de mi orilla habitual, los internos, consigo, como quien no quiere la cosa, de una frase corriente a otra, con palabras inocentes, hasta el centro mismo de su delirio. Me preguntaba, por un breve instante, cómo salir de él y si por ventura no estaba encerrado de una vez por todas con su locura, sin sospecharlo.

    Me mantenía en el peligroso borde de los locos, en su lindero, por así decir, a fuerza de ser siempre amable con ellos, mi carácter. No zozobraba, pero me sentía todo el tiempo en peligro, como si me hubieran atraído solapadamente a los barrios de su ciudad desconocida. Una ciudad cuyas calles se volvían cada vez más difusas, a medida que avanzabas entre sus borrosas casas, las ventanas desdibujadas y mal cerradas, entre rumores ambiguos. Las puertas, el suelo en movimiento... Te daban ganas, de todos modos, de ir un poco más allá a fin de saber si tendrías fuerza para recuperar la razón, de todos modos, entre los escombros. No tarda en volverse vicio, la razón, como el buen humor y el sueño, en los neurasténicos. Ya no puedes pensar sino en tu razón. Ya todo va mal. Se acabó la diversión.

    Todo iba, pues, así, de dudas en dudas, cuando llegamos a la fecha del 4 de mayo. Fecha famosa, aquel 4 de mayo. Me sentía por casualidad tan bien aquel día, que era como un milagro. Setenta y ocho pulsaciones. Como después de un buen almuerzo. ¡Cuando, mira por dónde, todo se puso a dar vueltas! Me agarré. Todo se volvía bilis. Las personas empezaron a poner caras muy extrañas. Me parecían haberse vuelto ásperas como limones y más malintencionadas aún que antes. Por haber trepado demasiado alto, seguramente, demasiado imprudente, a lo alto de la salud, había recaído ante el espejo, a mirarme envejecer, con pasión.

    Son incontables los hastíos, las fatigas, cuando llegan esos días mierderos, acumulados entre la nariz y los ojos; hay sitio, en ellos, para años de varios hombres. Más que de sobra para un hombre.

    Pensándolo bien, de repente habría preferido volver al instante al Tarapout. Sobre todo porque Parapine había dejado de hablarme, a mí también. Pero ya no tenía nada que hacer en el Tarapout. Es duro que el único consuelo material y espiritual que te quede sea tu patrón, sobre todo cuando es un alienista y no estás ya demasiado seguro de tu propia cabeza. Hay que resistir. No decir nada. Aún podíamos hablar de mujeres; era un tema inofensivo gracias al cual confiaba aún en poder divertirlo de vez en cuando. En ese sentido, concedía cierto crédito a mi experiencia, modesta y asquerosa competencia.

    No era malo que Baryton me considerara en conjunto con algo de desprecio. Un patrón se siente siempre un poco tranquilizado por la ignominia de su personal. El esclavo debe ser, a toda costa, un poco despreciable e incluso mucho. Un conjunto de pequeñas taras crónicas, morales y físicas, justifica la suerte que lo abruma. La tierra gira mejor así, ya que cada cual se encuentra en el lugar que merece.

    La persona a la que utilizas debe ser vil, vulgar, condenada a la ruina, eso alivia; sobre todo porque nos pagaba muy mal, Baryton. En esos casos de avaricias agudas, los patronos se muestran siempre un poco recelosos e inquietos. Fracasado, degenerado, golfo, servicial, todo se explicaba, se justificaba y se armonizaba, en una palabra. No le habría desagradado, a Baryton, que me hubiera buscado un poco la policía. Eso es lo que te vuelve servicial.

    Por lo demás, yo había renunciado, desde hacía mucho, a cualquier clase de amor propio. Ese sentimiento me había parecido siempre superior a mi condición, mil veces demasiado dispendioso para mis recursos. Me sentía muy bien por haberlo sacrificado de una vez por todas.

    Ahora me bastaba con mantenerme en un equilibrio soportable, alimentario y físico. El resto, la verdad, ya no me importaba en absoluto. Pero, de todos modos, me costaba mucho trabajo surcar ciertas noches, sobre todo cuando el recuerdo de lo que había ocurrido en Toulouse venía a despertarme durante horas enteras.

    Imaginaba entonces, no podía evitarlo, toda clase de continuaciones dramáticas de la caída de la tía Henrouille en su fosa de las momias y el miedo me subía desde los intestinos, me atenazaba el corazón y me lo mantenía, latiendo, hasta hacerme saltar fuera de la piltra para recorrer mi habitación en un sentido y luego en el otro hasta el fondo de la sombra y hasta la mañana. Durante esos ataques, llegaba a perder la esperanza de recuperar alguna vez bastante despreocupación como para poder quedarme dormido de nuevo. Así, pues, no creáis nunca de entrada en la desgracia de los hombres. Limitaos a preguntarles si aún pueden dormir... En caso de que sí, todo va bien. Con eso basta.

    Yo no iba a conseguir nunca más dormir del todo. Había perdido, como de costumbre, esa confianza, la que hay que tener, realmente inmensa, para quedarse dormido del todo entre los hombres. Habría necesitado al menos una enfermedad, una fiebre, una catástrofe concreta, para poder recuperar un poco esa indiferencia, neutralizar mi inquietud y recuperar la tranquilidad idiota y divina. Los únicos días soportables que puedo recordar a lo largo de muchos años fueron los de una gripe con mucha fiebre.

    Baryton no me preguntaba nunca por mi salud. Por lo demás, procuraba también no ocuparse de la suya. «¡La ciencia y la vida forman mezclas desastrosas, Ferdinand! Procure siempre no cuidarse, créame... Toda pregunta hecha al cuerpo se convierte en una brecha... Un comienzo de inquietud, una obsesión...» Tales eran sus principios biológicos simplistas y favoritos. En una palabra, se hacía el listo. «¡Con lo conocido tengo bastante!», decía también con frecuencia. Para deslumbrarme.

    Nunca me hablaba de dinero, pero era para más pensar en él, en la intimidad.

    Yo guardaba en la conciencia, sin comprenderlos aún del todo, los enredos de Robinson con la familia Henrouille y con frecuencia intentaba contarle aspectos y episodios de ellos a Baryton. Pero eso no le interesaba en absoluto. Prefería mis historias de África, sobre todo las relativas a los colegas que había conocido casi por todas partes, a sus prácticas médicas poco comunes, extrañas o equívocas.

    De vez en cuando, en el manicomio, teníamos una alarma a causa de su hija, Aimée. De repente, a la hora de la cena no aparecía ni en el jardín ni en su habitación. Por mi parte, yo siempre me esperaba encontrarla un buen día descuartizada detrás de un bosquecillo. Con nuestros locos andando por todos lados, le podía suceder lo peor.

    Por lo demás, había escapado por los pelos a la violación, muchas veces ya. Y entonces venían los gritos, las duchas, las aclaraciones interminables. De nada servía prohibirle que pasara por ciertas avenidas demasiado ocultas; volvía a ellas, aquella niña, sin remedio, a los recovecos. Su padre no dejaba de azotarla todas las veces y de modo memorable. De nada servía. Creo que le gustaba todo aquello.

    Al cruzarnos con los locos por los pasillos, al adelantarlos, nosotros, el personal, teníamos que ir un poco en guardia. A los alienados les resulta aún más fácil matar que a los hombres normales. Conque se había vuelto como una costumbre colocarnos, para cruzarnos con ellos, con la espalda contra la pared, siempre listos para recibirlos con un patadón en el bajo vientre, al primer gesto. Te espiaban, pasaban. Locura aparte, nos comprendíamos perfectamente.

    Baryton deploraba que ninguno de nosotros supiera jugar al ajedrez. Tuve que ponerme a aprender ese juego sólo por complacerlo.

    Durante el día, se distinguía, Baryton, por una actividad fastidiosa y minúscula, que volvía la vida muy cansina a su alrededor. Todas las mañanas se le ocurría una idea de índole trivialmente práctica. Substituir el papel en rollos de los retretes por papel en folios desplegables nos obligó a pensar durante toda una semana, que desperdiciamos en resoluciones contradictorias. Por último, se decidió que esperaríamos al mes de los saldos para dar una vuelta por los almacenes. Después de eso, surgió otra preocupación ociosa, la de los chalecos de franela... ¿Había que llevarlos debajo?... ¿O encima de la camisa?... ¿Y la forma de administrar el sulfato de sodio?... Parapine eludía, mediante un silencio tenaz, esas controversias subintelectuales.

    Estimulado por el aburrimiento, yo había acabado contando a Baryton muchas más aventuras que las que había conocido en todos mis viajes, ¡estaba agotado! Y entonces le tocó el turno a él de ocupar enteramente la conversación vacante sólo con sus propuestas y reticencias minúsculas. No había escapatoria. Me había podido por agotamiento. Y yo no disponía, como Parapine, de una indiferencia absoluta para defenderme. Al contrario, tenía que responderle a pesar mío. Ya no podía por menos de discutir por motivos fútiles, hasta el infinito, sobre los méritos comparativos del cacao y el café con leche... Me hechizaba a base de tontería.

    Volvíamos a empezar a propósito de cualquier cosa, de las medias para varices, de la corriente farádica óptima, del tratamiento de las celulitis en la región del codo... Yo había llegado a farfullar exactamente de acuerdo con sus indicaciones y sus inclinaciones, a propósito de cualquier cosa, como un técnico de verdad. Me acompañaba, me precedía en ese paseo infinitamente meningítico, Baryton; me saturó la conversación para la eternidad. Parapine se reía con ganas para sus adentros, al oírnos desfilar entre nuestras porfías, que duraban lo que los tallarines, al tiempo que espurreaba el mantel con perdigones del burdeos del patrón.

    Pero, ¡paz para el recuerdo del Sr. Baryton, el muy cabrón! Acabé, de todos modos, haciéndolo desaparecer. ¡Me hizo falta mucho genio!

    Entre las clientas cuya custodia me habían confiado en especial, las más pejigueras me daban una lata que para qué. Sus duchas por aquí... Sus sondas por allá... Sus vicios, sevicias, y sus grandes agujeros, que había que tener siempre limpios... Una de las jóvenes pacientes era la causa de bastantes de las reprimendas que me echaba el patrón. Destruía el jardín arrancando las flores, era su manía, y a mí no me gustaban las reprimendas del patrón...

    «La novia», como la llamábamos, una argentina, de físico no estaba nada mal, pero, en lo moral, sólo tenía una idea, la de casarse con su padre. Conque las flores iban todas, una tras otra, a parar, cosidas, al gran velo blanco que llevaba día y noche, a todas partes. Un caso del que su familia, religiosa fanática, se avergonzaba horriblemente. Ocultaban su hija al mundo y con ella su idea. Según Baryton, sucumbía a las inconsecuencias de una educación demasiado rígida, demasiado severa, de una moral absoluta, que, por así decir, le había estallado en la cabeza.

    A la hora del crepúsculo, hacíamos regresar a todos, después de mucho llamarlos, y, además, pasábamos por las habitaciones sobre todo para impedirles, a los excitados, tocarse demasiado frenéticamente antes de dormirse. El sábado por la noche era muy importante moderarlos y prestar mucha atención, porque el domingo, cuando venían los parientes, les causaba muy mala impresión encontrarlos pálidos, a los pacientes, de tanto masturbarse.

    Todo aquello me recordaba el caso de Bébert y el jarabe. En Vigny administraba grandes cantidades de aquel jarabe. Había conservado la fórmula. Había acabado creyendo en él.

    La portera del manicomio tenía un pequeño comercio de caramelos, con su marido, auténtico cachas, al que recurríamos de vez en cuando, para los casos duros.

    Así pasaban las cosas y los meses, bastante agradables, en resumen, y no habría habido demasiados motivos para quejarse, si a Baryton no se le hubiera ocurrido de pronto otra dichosa idea nueva.

    Desde hacía mucho, seguramente, se preguntaba si no podría tal vez utilizarme más y mejor aún por el mismo precio. Conque había acabado encontrando el modo.

    Un día, tras el almuerzo, sacó su idea. Primero hizo que nos sirvieran una fuente llena de mi postre favorito, fresas con nata. Aquello me pareció de lo más sospechoso. En efecto, apenas había acabado de jalarme su última fresa, cuando me abordó imperioso.

    «Ferdinand -me dijo-, me pregunto si le parecería a usted bien dar unas lecciones de inglés a mi hijita Aimée... ¿Qué me dice usted?... Sé que tiene usted un acento excelente... Y en el inglés, verdad, ¡el acento es esencial!... Y, además, sin intención de halagarlo, es usted, Ferdinand, la complacencia en persona.»
    «Pues, claro que sí, señor Baryton», le respondí, desprevenido.

    Y quedamos, en el acto, en que daría a Aimée, la mañana siguiente, su primera lección de inglés. Y siguieron otras, así sucesivamente, durante semanas...

    A partir de aquellas lecciones de inglés fue cuando entramos todos en un período absolutamente turbio, equívoco, durante el cual los acontecimientos se sucedieron a un ritmo que ya no era, ni mucho menos, el de la vida corriente.

    Baryton quiso asistir a todas las lecciones que yo daba a su hija. Pese a toda mi solicitud inquieta, a la pobre Aimée no se le daba, a decir verdad, nada bien el inglés. En el fondo, no le importaba, a la pobre Aimée, saber lo que todas aquellas palabras nuevas querían decir. Se preguntaba incluso qué queríamos de ella todos, al insistir, viciosos, así para que retuviera realmente su significado. No lloraba, pero le faltaba muy poco. Habría preferido, Aimée, que la dejaran arreglárselas con el poquito francés que ya sabía, cuyas dificultades y facilidades le bastaban de sobra para ocupar su vida entera.

    Pero su padre, por su parte, no lo veía así. «¡Tienes que llegar a ser una joven moderna, Aimée!... -la animaba, incansable, para consolarla-. Yo, tu padre, he sufrido mucho por no haber sabido bastante inglés para desenvolverme como Dios manda entre la clientela extranjera... ¡Anda! ¡No llores, querida!... Escucha al Sr. Bardamu, tan paciente, tan amable y, cuando sepas, a tu vez, pronunciar los the con la lengua como él te muestra, te regalaré, te lo prometo, una bonita bicicleta ni-que-la-da...»

    Pero no tenía deseos de pronunciar los the ni los enough, Aimée, pero es que ninguno... Era él, el patrón, quien los pronunciaba por ella, los the y los rough, y hacía muchos otros progresos, pese a su acento de Burdeos y su manía por la lógica, gran obstáculo para el inglés. Durante un mes, dos meses así. A medida que se desarrollaba en el padre la pasión por aprender el inglés, Aimée tenía cada vez menos ocasión de forcejear con las vocales. Baryton me acaparaba, ya no me soltaba, me sorbía todo mi inglés. Como nuestras habitaciones eran contiguas, por la mañana podía oírlo, mientras se vestía, transformar ya su vida íntima en inglés. The coffee is black... My shirt is white... The garden is green... How are yon today Bardamu?, gritaba a través del tabique. Muy pronto cogió gusto a las formas más elípticas de la lengua.

    Con aquella perversión iba a llevarnos muy lejos... En cuanto hubo tomado contacto con la literatura importante, nos fue imposible parar... Tras ocho meses de progresos tan anormales, había llegado casi a reconstituirse enteramente en el plano anglosajón. Así consiguió al tiempo asquearme del todo, dos veces seguidas.

    Poco a poco habíamos ido dejando a la pequeña Aimée fuera de las conversaciones y, por tanto, cada vez más tranquila. Volvió, apacible, entre sus nubes, sin pedir explicaciones. No iba a aprender el inglés, ¡y se acabó! ¡Todo para Baryton!

    Volvió el invierno. Llegó la Navidad. En las agencias anunciaban billetes de ida y vuelta para Inglaterra a precio reducido... Al pasar por los bulevares con Parapine, cuando lo acompañaba al cine, los había visto yo, esos anuncios... Había entrado incluso en una de las agencias para informarme sobre los precios.

    Y después en la mesa, entre otras cosas, dije dos palabras a Baryton sobre el asunto. Al principio no pareció interesarle, mi información. La dejó pasar. Yo estaba convencido incluso de que la había olvidado del todo, cuando una noche fue él mismo quien se puso a hablarme de ello para rogarme que le trajera los prospectos.

    Entre sesión y sesión de literatura inglesa, jugábamos muchas veces al billar japonés y al chito en una de las celdas de aislamiento, bien provista de barrotes sólidos, situada justo encima del chiscón de la portera.

    Baryton destacaba en los juegos de destreza. Parapine apostaba a menudo el aperitivo con él y lo perdía todas las veces. Pasábamos en aquella salita de juegos improvisada veladas enteras, sobre todo durante el invierno, cuando llovía, para no estropearle los salones al patrón. En ocasiones, si bien raras, colocaban, en aquella misma salita de juego, a un agitado en observación.

    Mientras rivalizaban en destreza, Parapine y el patrón, jugando al chito sobre el tapiz o sobre el suelo, yo me divertía, si puedo expresarme así, intentando experimentar las mismas sensaciones que un preso en su celda. Era una sensación que me faltaba. Con voluntad puedes llegar a sentir amistad por los tipos raros que pasan por los barrios de los suburbios. Al final de la jornada sientes piedad ante la barahúnda que forman los tranvías al traer de París, a los empleados, de vuelta a casa en grupitos dóciles. Al primer desvío, después de la tienda de comestibles, se acabó su derrota. Van a derramarse despacio en la noche. Apenas te da tiempo a contarlos. Pero raras veces me dejaba Baryton soñar a gusto. En plena partida de chito seguía, petulante, con sus insólitas interrogaciones.

    «How do yo say» "imposible" en english, Ferdinand?...»

    En una palabra, nunca se cansaba de hacer progresos. Tendía con toda su estupidez hacia la perfección. Ni siquiera quería oír hablar de aproximaciones ni de concesiones. Por fortuna, una crisis me libró de él. Veamos lo esencial.

    A medida que avanzábamos en la lectura de la Historia de Inglaterra, le vi perder un poco su seguridad y, al final, lo mejor de su optimismo. En el momento en que abordamos a los poetas isabelinos, su espíritu y su persona experimentaron grandes cambios inmateriales. Al principio me costó un poco convencerme, pero no me quedó más remedio, al final, como a todo el mundo, que aceptarlo tal como se había vuelto, Baryton, lamentable, la verdad. Su atención, antes precisa y severa, flotaba ahora, arrastrada hacia digresiones fabulosas, interminables. Y entonces le tocó el turno a él de permanecer horas enteras, en su propia casa, ahí, ante nosotros, soñador, lejano ya... Aunque me había asqueado por mucho tiempo y con ganas, sentía algo de remordimiento al verlo así, disgregarse, a Baryton. Yo me consideraba un poco responsable de ese derrumbamiento... Su desconcierto espiritual no me era del todo ajeno... Hasta tal punto, que le propuse un día interrumpir por un tiempo nuestros ejercicios de literatura con el pretexto de que un intermedio nos proporcionaría tiempo y ocasión para renovar nuestros recursos documentales... No se dejó engañar por astucia tan débil y opuso, en el acto, una negativa, benévola, bien es verdad, pero del todo categórica... Estaba decidido a proseguir conmigo sin cesar el descubrimiento de la Inglaterra espiritual... Tal como lo había emprendido... Yo no podía responder nada... Me incliné. Temía incluso no disponer de bastantes horas de vida para lograrlo del todo... En una palabra, pese a que yo ya presentía lo peor, hubo que continuar con él, mal que bien, aquella peregrinación académica y desolada.

    La verdad es que Baryton había dejado de ser el que era. A nuestro alrededor, personas y cosas perdían, peregrinas y paulatinas, su importancia ya e incluso los colores con que las habíamos conocido adquirían una suavidad soñadora de lo más equívoca...

    Ya no daba muestras, Baryton, sino de un interés ocasional y cada vez más lánguido por los detalles administrativos de su propia casa, obra suya, sin embargo, por la que había sentido durante más de treinta años auténtica pasión. Dejaba toda la responsabilidad de los servicios administrativos en manos de Parapine. El desconcierto cada vez mayor de sus convicciones, que aún intentaba disimular púdicamente en público, estaba llegando a ser evidente para nosotros, irrefutable, físico.

    Gustave Mandamour, el agente de policía que conocíamos en Vigny porque a veces lo utilizábamos en los trabajos pesados de la casa y que era sin lugar a dudas el ser menos perspicaz que he tenido oportunidad de conocer entre tantos otros del mismo orden, me preguntó un día, por aquella época, si no habría tenido tal vez muy malas noticias el patrón... Lo tranquilicé lo mejor que pude, pero sin demasiado convencimiento.

    Todos esos chismes ya no interesaban a Baryton. Lo único que quería era que no se lo molestara con ningún pretexto... Al comienzo de nuestros estudios, de acuerdo con su deseo, habíamos recorrido demasiado rápido la gran Historia de Inglaterra de Macaulay, obra capital en dieciséis volúmenes. Reanudamos, por orden suya, esa dichosa lectura y ello en condiciones morales de lo más inquietantes. Capítulo tras capítulo.

    Baryton me parecía cada vez más pérfidamente contaminado por la meditación. Cuando llegamos al pasaje, implacable como ninguno, en que Monmouth el Pretendiente acaba de desembarcar en las orillas imprecisas de Kent... En el momento en que su aventura empieza a girar en el vacío... En que Monmouth el Pretendiente no sabe ya muy bien lo que pretende... Lo que quiere hacer. Lo que ha ido a hacer... En que empieza a decirse que le gustaría marcharse, pero ya no sabe adonde ni cómo... Cuando la derrota se alza ante él... En la palidez de la mañana... Cuando el mar se lleva sus últimos navíos... Cuando Monmouth se pone a pensar por primera vez... Baryton no lograba tampoco, en sus asuntos, ínfimos, adoptar sus propias decisiones... Leía y releía ese pasaje y lo murmuraba una y otra vez, además... Abrumado, volvía a cerrar el libro y venía a tumbarse cerca de nosotros.

    Durante largo rato, repetía, con los ojos entornados, el texto entero, de memoria, y después, con su acento inglés, el mejor de entre todos los de Burdeos que yo le había dado a elegir, nos recitaba otra vez...

    En la aventura de Monmouth, cuando todo el lastimoso ridículo de nuestra pueril y trágica naturaleza se desabrocha, por así decir, ante la Eternidad, Baryton era presa del vértigo, a su vez, y, como ya sólo colgaba por un hilo de nuestro destino corriente, se soltó del todo... Desde aquel momento, puedo afirmarlo, dejó de ser de los nuestros... Ya no podía más...

    Al final de aquella misma velada, me pidió que fuera a reunirme con él en su gabinete de director... Desde luego, en vista del extremo a que habíamos llegado, yo me esperaba que me comunicara alguna resolución suprema, mi despido inmediato, por ejemplo... Bueno, pues, ¡no! La decisión que había adoptado, ¡me era, al contrario, del todo favorable! Ahora bien, tan raras veces me ocurría que una suerte favorable me sorprendiese, que no pude por menos de derramar algunas lágrimas... Baryton tuvo a bien considerar pena ese testimonio de mi emoción y entonces le tocó a él consolarme...

    «¿Va usted a dudar de mi palabra, Ferdinand, si le garantizo que he necesitado mucho más que valor para decidirme a abandonar esta casa...? ¿Yo, de costumbres tan sedentarias, que usted conoce, yo, ya casi un anciano, en una palabra, con toda una carrera que no ha sido sino una larga verificación, muy tenaz, muy escrupulosa, de tantas maldades lentas o rápidas?... ¿Cómo es posible que haya llegado a abjurar de todo en unos meses?... Y, sin embargo, aquí me tiene, en cuerpo y alma, en este estado de desapego, de nobleza... ¡Ferdinand! Hurrah! ¡Como usted dice en inglés! Mi pasado ya no es nada para mí, ¡eso está claro! ¡Voy a renacer, Ferdinand! ¡Sencillamente! ¡Me marcho! ¡Oh, sus lágrimas, bondadoso amigo, no podrán atenuar el asco definitivo que siento por todo lo que me retuvo aquí durante tantos y tantos años insípidos!... ¡Es demasiado! ¡Basta, Ferdinand! ¡Le digo que me voy! ¡Huyo! ¡Me evado! ¡Se me parte el corazón, desde luego! ¡Lo sé! ¡Sangro! ¡Lo veo! Pues bien, Ferdinand, por nada del mundo, sin embargo... Ferdinand, por nada... ¡me haría usted volver sobre mis pasos! ¿Me oye usted?... Aun cuando hubiera dejado caer un ojo ahí, en algún punto de este cieno, ¡no volvería a recogerlo! Conque, ¡con eso está dicho todo! ¿Duda usted ahora de mi sinceridad?»

    Yo ya no dudaba de nada. Era capaz de todo, Baryton, estaba claro. Por lo demás, creo que habría sido fatal para su razón que yo me hubiese puesto a contradecirlo en el estado a que había llegado. Le dejé descansar un momento y después intenté, de todos modos, ablandarlo un poco, me atreví a hacer un intento supremo para traerlo de nuevo hasta nosotros... Mediante los efectos de una ligera transposición... de una argumentación amablemente oblicua...

    «¡Abandone, pues, Ferdinand, por favor, la esperanza de verme renunciar a mi decisión! ¡Ya le digo que es irrevocable! Le agradeceré que no me vuelva a hablar de eso... Por última vez, Ferdinand, ¿quiere usted ser tan amable? A mi edad, las vocaciones, verdad, son muy raras... Es sabido... Pero son irremediables...»

    Tales fueron sus propias palabras, casi las últimas que pronunció. Las transmito.

    «Tal vez, querido señor Baryton -me atreví, de todos modos, a interrumpirlo de nuevo-, estas vacaciones repentinas que se dispone usted a tomarse no constituyan, en definitiva, sino un episodio un poco novelesco, una oportuna diversión, un entreacto feliz, en el curso un poco austero, bien es verdad, de su carrera... Tal vez tras haber probado otra vida... más amena, menos trivialmente metódica, que la que llevamos aquí, vuelva usted, sencillamente, contento de su viaje, hastiado de imprevistos... Entonces, volverá usted a ocupar, del modo más natural, su lugar a la cabeza de esta institución... Orgulloso de sus experiencias recientes... Renovado, en una palabra, y seguramente del todo indulgente en adelante para las monotonías cotidianas de nuestra ajetreada rutina... ¡Envejecido, por fin! Si me permite usted expresarme así, señor Baryton...»
    «¡Qué halagador, este Ferdinand!... Aún encuentra modo de conmoverme en mi orgullo masculino, sensible, exigente incluso, ahora lo descubro pese a tanto hastío y a las adversidades pasadas... ¡No, Ferdinand! Todo el ingenio que usted despliega no podría ablandar, en un momento, todo el fondo abominablemente hostil y doloroso de nuestra voluntad. Por lo demás, Ferdinand, ¡ya no hay tiempo para vacilar, para volver sobre mis pasos!... ¡Estoy, lo confieso, lo clamo, Ferdinand, vacío! ¡Agobiado, vencido! ¡Por cuarenta años de pequeneces sagaces!... ¡Ya es más que demasiado!... ¿Lo que quiero intentar?

    ¿Quiere usted saberlo?... Puedo decírselo, a usted, mi amigo supremo, usted que ha tenido a bien compartir, desinteresado, admirable, los sufrimientos de un viejo derrotado... Quiero, Ferdinand, probar a ir a perder mi alma, igual que va uno a perder su perro sarnoso, su perro hediondo, muy lejos, el compañero que le asquea a uno, antes de morir... Por fin solo... Tranquilo... uno mismo...»

    «Pero, querido señor Baryton, ¡esta violenta desesperación cuyas inflexibles exigencias me revela usted de pronto nunca la había advertido yo en sus palabras y me deja pasmado! Muy al contrario, sus observaciones cotidianas me parecen aún hoy perfectamente pertinentes... Todas sus iniciativas siempre alegres y fecundas... Sus intervenciones médicas perfectamente juiciosas y metódicas... En vano buscaría en sus actos cotidianos una de esas señales de abatimiento, de derrota... La verdad, no observo nada semejante...»

    Pero, por primera vez desde que yo lo conocía, no sentía Baryton ningún placer de recibir mis cumplidos. Me disuadía incluso, amable, para que no continuara la conversación en aquel tono lisonjero.

    «No, mi querido Ferdinand, se lo aseguro... Estos testimonios últimos de su amistad vienen a suavizar, desde luego y de forma inesperada, los últimos momentos de mi presencia aquí; sin embargo, toda su solicitud no podría volverme tolerable simplemente el recuerdo de un pasado que me abruma y al que estos lugares apestan... Quiero alejarme a cualquier precio, ¿me oye usted?, y con cualesquiera condiciones...»
    «Pero, señor Baryton, ¿qué vamos a hacer en adelante con esta casa? ¿Lo ha pensado usted?»
    «Sí, desde luego, lo he pensado, Ferdinand... Usted se hará cargo de la dirección durante el tiempo que dure mi ausencia, ¡y se acabó!... ¿No ha tenido usted siempre relaciones excelentes con nuestra clientela?... Así, pues, su dirección será aceptada fácilmente... Todo irá bien, ya lo verá, Ferdinand... Parapine, por su parte, ya que no puede tolerar la conversación, se ocupará de los mecanismos, los aparatos y el laboratorio... ¡Eso es lo suyo!... Así todo queda arreglado como Dios manda... Por lo demás, he dejado de creer en las presencias indispensables... Por ese lado también, ya lo ve, amigo mío, he cambiado mucho...»

    En efecto, estaba desconocido.

    «Pero, ¿no teme usted, señor Baryton, que su marcha se comente del modo más malicioso entre nuestra competencia de los alrededores?... ¿De Passy, por ejemplo? ¿De Montretout?... ¿De Gargan-Livry? Todos los que nos rodean... Que nos espían... Esos colegas de una perfidia incansable... ¿Qué sentido atribuirán a su noble y voluntario exilio?... ¿Cómo lo llamarán? ¿Escapada? ¿Qué sé yo qué más? ¿Extravagancia? ¿Derrota? ¿Fracaso? ¿Quién sabe?...»

    Esa eventualidad le había hecho sin duda reflexionar larga y penosamente. Aún lo turbaba, ahí, ante mí, empalidecía al pensarlo...

    Aimée, su hija, nuestra inocente Aimée, iba a sufrir, con todo aquello, una suerte bastante brutal. La dejaba al cuidado de una de sus tías, una desconocida, a decir verdad, en provincias. Así, liquidadas todas las cosas íntimas, ya sólo nos quedaba, a Parapine y a mí, hacer todo lo posible para administrar todos sus intereses y sus bienes. ¡Bogue, pues, la barca sin capitán!

    Después de aquellas confidencias, podía permitirme, me pareció, preguntarle al patrón por qué lado pensaba lanzarse hacia las regiones de su aventura...

    «¡Por Inglaterra, Ferdinand!», me respondía, sin vacilar.

    Todo lo que nos sucedía, en tan poco tiempo, me parecía, desde luego, muy difícil de asimilar, pero, de todos modos, tuvimos que adaptarnos rápidos a la nueva suerte.

    El día siguiente, lo ayudamos, Parapine y yo, a hacerse un equipaje. El pasaporte con todas sus páginas y sus visados le extrañaba un poco. Nunca había tenido pasaporte. Ya que estaba, le habría gustado obtener otros, de recambio. Tuvimos que convencerlo de que era imposible.

    Una última vez titubeó respecto a la cuestión de si llevar cuellos duros o blandos y cuántos de cada clase. Con aquel problema, mal resuelto, estuvimos hasta la hora del tren. Saltamos los tres al último tranvía para París. Baryton llevaba sólo una maleta ligera, pues tenía intención de permanecer, por dondequiera que fuese y en todas las circunstancias, móvil y ligero.

    En el andén la noble altura de los estribos de los trenes internacionales le impresionó. Vacilaba a la hora de subir aquellos escalones majestuosos. Se recogía ante el vagón como en el umbral de un monumento. Lo ayudamos un poco. Como había cogido billete de segunda, nos hizo al respecto una observación comparativa, práctica y sonriente. «La primera no es mejor», dijo.

    Le tendimos las manos. Fue el momento. Sonó el pitido de la salida, con un arranque tremendo, como una catástrofe de chatarra, en el instante bien preciso. Fue una brutalidad abominable para nuestra despedida. «¡Adiós, hijos!», le dio apenas tiempo de decirnos y su mano se separó, hurtada a las nuestras...

    Se movía allá, entre el humo, su mano, alargada entre el ruido, ya en la noche, a través de los raíles, cada vez más lejos, blanca...

    Por una parte, no lo echamos de menos, pero, de todos modos, su marcha creaba un vacío tremendo en la casa.

    Para empezar, su forma de marcharse nos había puesto tristes a nuestro pesar, por decirlo así. No había sido natural, su forma de marcharse. Nos preguntábamos qué podría ocurrimos, a nosotros, tras un golpe semejante.

    Pero no tuvimos tiempo de preguntárnoslo demasiado ni tampoco de aburrirnos siquiera. Pocos días después de que lo acompañáramos hasta la estación, a Baryton, mira por dónde, me anunciaron una visita para mí, en el despacho, para mí en especial. El padre Protiste.

    ¡Menudo si le di noticias, yo, entonces! ¡Y buenas! Y, sobre todo, ¡del modo como nos había plantado a todos para irse de juerga a los septentriones, Baryton!... No salía de su asombro, Protiste, al enterarse de ello, y después, cuando por fin hubo comprendido, lo único que discernía ya en aquel cambio era el provecho que yo podía sacar de semejante situación. «¡Esta confianza de su director me parece la más halagadora de las promociones, mi querido doctor!», me repetía, machacón.

    De nada servía que yo intentara calmarlo; una vez lanzado a la locuacidad, no se apeaba de su fórmula ni cesaba de predecirme el más magnífico de los porvenires, una espléndida carrera médica, como él decía. Yo ya no podía interrumpirlo.

    Con mucha dificultad, volvimos, de todos modos, a las cosas serias, a aquella ciudad de Toulouse precisamente, de la que había llegado, él, la víspera. Por supuesto, le dejé contar, a su vez, todo lo qué sabía. Incluso aparenté asombro, estupefacción, cuando me contó el accidente que había tenido la vieja.

    «¿Cómo? ¿Cómo? -lo interrumpía yo-. ¿Que ha muerto?... Pero, bueno, ¿cuándo ha sido?»

    Conque punto por punto tuvo que soltar la historia entera.

    Sin decirme claramente que había sido Robinson quien la había empujado, por la escalera, a la vieja, no me impidió, de todos modos, suponerlo... No había tenido tiempo de decir ni pío, al parecer. Nos comprendimos... Buen trabajo, primoroso... La segunda vez que lo había intentado no había fallado.

    Por fortuna, en el barrio, en Toulouse, creían que Robinson estaba del todo ciego aún. Conque lo habían considerado un simple accidente, muy trágico, desde luego, pero, de todos modos, explicable, pensándolo bien, todo, las circunstancias, la edad de la anciana, y también que había sido al final de una jornada, la fatiga... Yo no quería saber más de momento. Ya había recibido más de la cuenta, de confidencias así.

    Aun así, me costó trabajo hacerlo cambiar de conversación, al padre. Le obsesionaba, su historia. Volvía a ella una y mil veces, con la esperanza seguramente de hacerme picar, de comprometerme, parecía... ¡Estaba guapo!... Podía esperar sentado... Conque renunció, de todos modos, y se contentó con hablarme de Robinson, de su salud... De sus ojos... Por ese lado, iba mucho mejor... Pero seguía tan desanimado como siempre. ¡Pero que muy bajo de moral, la verdad! Y ello a pesar de la solicitud, del afecto que no cesaban las dos mujeres de prodigarle... Y, sin embargo, no cesaba de quejarse, de su suerte y de su vida.

    A mí no me sorprendía oírle decir todo aquello al cura. Me lo conocía, a Robinson, yo. Tristes, ingratas disposiciones tenía. Pero desconfiaba aún más del cura, mucho más aún... Yo no decía esta boca es mía, mientras me hablaba. Conque perdía el tiempo con sus confidencias.

    «Su amigo, doctor, pese a su vida material ahora agradable, fácil, y a las perspectivas, por otra parte, de un próximo matrimonio feliz, defrauda todas nuestras esperanzas, debo confesárselo... ¡Pues no le ha dado de nuevo por las funestas escapadas, por las golferías, como cuando usted lo conoció en otro tiempo!... ¿Qué le parecen a usted esas disposiciones, mi querido doctor?»

    Así, pues, no pensaba allí, en una palabra, sino en dejar todo plantado, Robinson, me parecía entender; la novia y su madre se sentían ofendidas, primero, y, después, sentían toda la pena que era fácil imaginar. Eso era lo que había venido a contarme el padre Protiste. Todo eso era muy inquietante, desde luego, y, por mi parte, yo estaba decidido a callarme, a no intervenir, a ningún precio, en los asuntos de aquella familia... Abortada la conversación, nos separamos, el cura y yo, en el tranvía, con bastante frialdad, en una palabra. Al volver al manicomio, yo no las tenía todas conmigo.

    Poco después de aquella visita fue cuando recibimos, de Inglaterra, las primeras noticias de Baryton. Algunas postales. Nos deseaba a todos «salud y suerte». Nos escribió también algunas líneas insignificantes, de aquí y de allá. Por una postal sin texto nos enteramos de que había pasado a Noruega y, unas semanas después, un telegrama vino a tranquilizarnos un poco: «¡Feliz travesía!», desde Copenhague...

    Como habíamos previsto, la ausencia del patrón se comentó con la peor intención en el propio Vigny y en los alrededores. Más valía, para el futuro del Instituto, que diéramos en adelante, sobre los motivos de esa ausencia, explicaciones mínimas, tanto ante nuestros enfermos como a los colegas de los alrededores.

    Meses pasaron, meses de gran prudencia, apagados, silenciosos. Acabamos evitando del todo el recuerdo mismo de Baryton entre nosotros. Por lo demás, su recuerdo nos daba a todos un poco de vergüenza.

    Y después volvió el verano. No podíamos quedarnos todo el tiempo en el jardín vigilando a los enfermos. Para probarnos a nosotros mismos que éramos, a pesar de todo, un poco libres, nos aventurábamos hasta las orillas del Sena, por salir un poco.

    Tras el terraplén de la otra orilla, empieza la gran llanura de Gennevilliers, una extensión muy bella, gris y blanca, donde las chimeneas se perfilan suaves entre el polvo y la bruma. Muy cerca del camino de sirga se encuentra la tasca de los barqueros, guarda la entrada del canal. La corriente amarilla va a precipitarse en la esclusa.

    Nosotros la mirábamos, a vista de pájaro, durante horas, y, al lado, esa especie de larga ciénaga, cuyo olor vuelve, solapado, hasta la carretera de los coches. Te acostumbras. Ya no tenía color, aquel barro, de tan viejo y fatigado que estaba por las crecidas. Hacia la noche, en verano, se volvía a veces suave, el barro, cuando el cielo, en rosa, se ponía sentimental. Allí, sobre el puente, íbamos a escuchar el acordeón, el de las gabarras, mientras esperaban delante de la puerta que la noche acabara pasando al río. Sobre todo las que bajaban de Bélgica eran musicales, todas pintadas, de verde y amarillo, y con las cuerdas llenas de ropa secándose y combinaciones de color frambuesa que el viento infla al saltarles dentro a bocanadas.

    Yo iba con frecuencia al café de los barqueros, solo, en la hora muerta que sigue al almuerzo, cuando el gato del patrón está muy tranquilo, entre las cuatro paredes, como encerrado en un cielo de esmalte azul para él solito.

    Allí también yo, somnoliento al comienzo de una tarde, esperando, bien olvidado, pensaba, a que pasara.

    Vi a alguien llegar de lejos, alguien que subía por la carretera. No tardé mucho en comprender. Ya por el puente lo había reconocido. Era mi Robinson en persona. ¡No había la menor duda! «¡Viene por aquí a buscarme!... -me dije al instante-. ¡El cura debe de haberle dado mi dirección!... ¡Tengo que deshacerme de él en seguida!»

    En aquel momento me pareció abominable que me molestara justo cuando empezaba a recuperar, egoísta, un poco de tranquilidad. Desconfiamos de lo que llega por las carreteras y con razón. Ya estaba muy cerca de la tasca. Salí. Se sorprendió al verme. «¿De dónde vienes ahora?», le pregunté, así, sin amabilidad. «De la Garenne...», me respondió. «¡Bueno, vale! ¿Has comido? -le pregunté. No parecía que hubiera comido, pero no quería presentarse, nada más llegar, como un muerto de hambre-. ¿Otra vez en danza?», añadí. Porque, puedo asegurarlo ahora, no me alegraba lo más mínimo volver a verlo. Malditas las ganas.

    Parapine llegaba también por el lado del canal, a mi encuentro. Muy oportuno. Estaba cansado, Parapine, de quedarse tanto tiempo de guardia en el manicomio. Es cierto que yo me tomaba el servicio un poco a la ligera. En primer lugar, respecto a la situación, habríamos dado cualquier cosa con gusto, uno y otro, por saber con certeza cuándo iba a volver Baryton. Esperábamos que pronto dejaría de darse garbeos por ahí para volver a hacerse cargo de su leonera en persona. Era demasiado para nosotros. No éramos ambiciosos, ni uno ni otro, y nos la traían floja las posibilidades del futuro. En lo que nos equivocábamos, por cierto.

    Hay que reconocer una cosa buena de Parapine y es que nunca hacía preguntas sobre la gerencia comercial del manicomio, sobre mi forma de tratar a los clientes; yo lo informaba, de todos modos, a su pesar, por así decir, conque hablaba yo solo. Respecto a Robinson, era importante ponerlo al corriente.

    «Ya te he hablado de Robinson, ¿verdad? -le pregunté a modo de introducción-. Ya sabes, mi amigo de la guerra... ¿Recuerdas?»

    Me las había oído contar cien veces, las historias de la guerra y las de África también y cien veces de formas diferentes. Era mi estilo.

    «Bueno, pues -continué-, aquí lo tenemos, a Robinson, en carne y hueso, procedente de Toulouse... Vamos a comer juntos en casa.» En realidad, al tomar la iniciativa así, en nombre de la casa, yo me sentía un poco violento. Cometía como una indiscreción. Habría necesitado, para el caso, tener una autoridad flexible, atractiva, de la que carecía por completo. Y, además, que Robinson no me facilitaba las cosas. Por el camino del pueblo, se mostraba ya muy curioso e inquieto, sobre todo respecto a Parapine, cuya larga y pálida figura junto a nosotros le intrigaba. Al principio había creído que era un loco también, Parapine. Desde que sabía que vivíamos en Vigny, veía locos por todas partes. Lo tranquilicé.
    «Y tú -le pregunté-, ¿has encontrado al menos algún currelo desde que estás de vuelta?»
    «Voy a buscar...», se contentó con responderme.
    «Pero, ¿tienes los ojos ya curados? ¿Ves bien ahora?»
    «Sí, veo casi como antes...»
    «Entonces, ¿estarás contento?», le dije.

    No, no estaba contento. Tenía otras cosas en que pensar. Me abstuve de hablarle de Madelon en seguida. Era un tema que seguía siendo delicado entre nosotros. Pasamos un buen rato ante el aperitivo y aproveché para ponerlo al corriente de muchas cosas del manicomio y de otros detalles más. Nunca he podido dejar de charlar por los codos. Bastante parecido, a fin de cuentas, a Baryton.

    La cena acabó en plena cordialidad. Después, no podía, la verdad, enviarlo así, a la calle, a Robinson Léon. Decidí al instante montarle en el comedor una cama plegable de momento. Parapine seguía sin dar su opinión. «¡Mira, Léon! -le dije-. Puedes vivir aquí mientras buscas un sitio...» «Gracias», respondió simplemente. Y desde aquel momento todas las mañanas se iba en el tranvía a París en busca, según decía, de un empleo de representante.

    Estaba harto de la fábrica, decía, quería «representar». Tal vez se esforzara por encontrar una representación, hay que ser justos, pero el caso es que no la encontró.

    Una tarde volvió de París más temprano que de costumbre. Yo estaba aún en el jardín, vigilando las inmediaciones del gran estanque. Vino a buscarme para decirme dos palabras.

    «¡Escucha!», empezó.
    «Escucho», respondí.
    «¿No podrías darme tú un empleillo aquí mismo?... No encuentro nada...»
    «¿Has buscado bien?»
    «Sí, he buscado bien...»
    «¿Quieres un empleo en la casa? Pero, ¿para qué? Conque, ¿no encuentras un empleillo cualquiera en París? ¿Quieres que preguntemos Parapine y yo a la gente que conocemos?»

    Le molestaba que le propusiera ayudarlo a buscar un empleo.

    «No es que no se encuentre absolutamente nada -prosiguió entonces-. Se podría encontrar tal vez... Alguna cosilla... Pero a ver si me comprendes... Necesito absolutamente parecer estar mal de la cabeza... Es urgente e indispensable que parezca estar mal de la cabeza...»
    «¡Vale! -dije yo entonces-. ¡No me digas más!...»
    «Sí, sí, Ferdinand, al contrario, tengo que decirte mucho más -insistía-. Quiero que me comprendas bien...

    Y, además, como te conozco, porque tú eres lento para comprender y para decidirte...»

    «Anda, venga -dije resignado-, cuenta...»
    «Como no parezca yo un loco, la cosa va ir mal, te lo garantizo... Se va a armar una buena... Ella es capaz de hacer que me detengan... ¿Me comprendes ahora?»
    «¿Te refieres a Madelon?»
    «¡Sí, claro!»
    «¡Pues vaya!»
    «Ni que lo digas...»
    «¿Os habéis enfadado del todo, entonces?»
    «Ya lo ves...»
    «¡Ven por aquí, si me quieres dar más detalles! -lo interrumpí entonces y me lo llevé aparte-. Será más prudente, por los locos... Pueden comprender también algunas cosas y contar otras aún más extrañas... con todo lo locos que están...»

    Subimos a una de las celdas de aislamiento y, una vez allí, no tardó demasiado en exponerme toda la situación, sobre todo porque yo ya estaba más que al corriente de sus capacidades y, además, que el padre Protiste me había hecho suponer el resto...

    En la segunda ocasión, no había fallado. ¡No se podía decir que hubiera sido un maleta! ¡Eso sí que no! Ni mucho menos. Había que reconocerlo.

    «Compréndelo, la vieja me perseguía cada vez más... Sobre todo desde que empecé a mejorar un poco de los ojos, es decir, cuando empecé a poder ir solo por la calle... Volví a ver cosas desde aquel momento... Y volví a ver también a la vieja... Es más, ¡sólo la veía a ella!... ¡La tenía todo el tiempo ahí, ante mí!... ¡Era como si me hubiese cerrado la existencia!... Estoy seguro de que lo hacía a propósito... Sólo para fastidiarme... Si no, ¡no se explica!... Y después en la casa, donde estábamos todos, ya la conoces, ¿eh?, la casa, no era difícil pelearse... ¡Ya viste lo pequeña que era!... ¡Como sardinas en lata! ¡Es la pura verdad!»
    «Y los escalones del panteón, no eran muy resistentes, ¿eh?»

    Yo mismo había notado lo peligrosa que era, la escalera, al visitarla la primera vez con Madelon, que ya se movían, los escalones.

    «No, con eso estaba chupado», reconoció, con toda franqueza.
    «¿Y la gente de por allí? -volví a preguntarle-. ¿Los vecinos, los curas, los periodistas?... ¿No hicieron comentarios, cuando ocurrió?...»
    «No, hay que ver... Además, es que no me creían capaz... Me tomaban por un rajado... Un ciego... ¿Comprendes?...»
    «En fin, puedes agradecer tu buena suerte, porque si no... ¿Y Madelon? ¿Qué tenía que ver en todo aquello? ¿Estaba de acuerdo?»
    «No del todo... Pero un poco, de todos modos, lógicamente, ya que el panteón, verdad, iba a pasar a nuestra propiedad, cuando la vieja muriera... Estaba previsto así... íbamos a hacernos cargo nosotros del negocio...»
    «Entonces, ¿por qué no pudisteis seguir juntos después de eso?»
    «Mira, eso es difícil de explicar...»
    «¿Ya no te quería?»
    «Sí, hombre, al contrario, me quería mucho y, además, estaba muy interesada por el matrimonio... Su madre también lo deseaba y mucho más aún que antes y que se hiciera en seguida, por las momias de la tía Henrouille que nos correspondían, conque teníamos de sobra para vivir, los tres, en adelante, tranquilos...»
    «¿Qué ocurrió, entonces, entre vosotros?»
    «Pues, mira, ¡yo quería que me dejaran en paz de una puta vez! Sencillamente... La madre y la hija...»
    «¡Oye, Léon!... -lo interrumpí de repente al oírle decir eso-. Escúchame... Eso no es serio tampoco de tu parte... Ponte en su lugar, de Madelon y su madre... ¿Es que habría sido plato de gusto para ti? ¡Vamos, hombre! Al llegar allí ibas casi descalzo, no tenías dónde caerte muerto, no parabas de protestar todo el santo día, que si la vieja se quedaba con toda tu pasta y que si patatín y que si patatán... Va y deja el campo libre, mejor dicho, la quitas de en medio tú... Y empiezas a poner mala cara otra vez, a pesar de todo... Ponte en el lugar de esas dos mujeres, ¡ponte en su lugar, hombre!... ¡Es insoportable!... Yo que ellas, ¡menudo si te habría mandado a tomar por saco!... Te lo merecías cien veces, ¡que te mandaran al trullo! ¡Ya lo sabes!»

    Así mismo se lo dije a Robinson.

    «Puede ser -fue y me respondió, devolviéndome la pelota-, pero tú ya puedes ser médico y tener instrucción y todo, que no comprendes nada de mi forma de ser...»
    «¡Anda, calla, Léon! -acabé diciéndole y para terminar-. Calla, desgraciado, ¡y deja en paz tu forma de ser! ¡Te expresas como un enfermo!... Cuánto siento que Baryton se haya ido al quinto infierno; si no, ¡te habría puesto en tratamiento, ése! ¡Es lo mejor que se podría hacer por ti, por cierto! ¡Encerrarte, lo primero! ¿Me oyes? ¡Encerrarte! ¡Vaya si se habría encargado ése, Baryton, de tu forma de ser!»
    «Si tú hubieras tenido lo que yo y hubieses pasado por lo que yo he pasado -saltó al oírme-, ¡bien enfermo que habrías estado también! ¡Te lo garantizo! ¡Y puede que peor que yo aún! ¡Con lo cagueta que eres!...» Y entonces empezó a ponerme de vuelta y media, como si hubiera tenido derecho.

    Yo lo miraba fijamente, mientras me ponía verde. Estaba acostumbrado a que me maltrataran así, los enfermos. Ya no me molestaba.

    Había adelgazado mucho desde lo de Toulouse y, además, algo que yo no conocía aún le había subido a la cara, como un retrato, parecía, sobre sus facciones enormes, con el olvido ya, silencio en derredor.

    En las historias de Toulouse había otra cosa más, menos grave, evidentemente, que no había podido tragar, pero, al acordarse, se le revolvía la bilis. Era haberse visto obligado a untar la mano a toda una patulea de traficantes para nada. No había podido tragar lo de haberse visto obligado a dar comisiones a diestro y siniestro, en el momento de tomar posesión de la cripta, al cura, a la señora de las sillas, a la alcaldía, a los vicarios y a muchos otros más y todo ello sin resultado, en una palabra. Cuando volvía a hablar de eso, es que se ponía enfermo. Robo a mano armada, llamaba esos manejos.

    «Entonces, ¿os casasteis, a fin de cuentas?», le pregunté, para acabar.
    «Pero, ¡si te he dicho que no! ¡Yo ya no quería!»
    «¿No estaba mal, de todos modos, la Madelon? ¿No irás a decirme que no?»
    «La cuestión no es ésa...»
    «Pues claro que sí que es ésa la cuestión. Si estabais libres, como dices... Si estabais absolutamente decididos a marcharos de Toulouse, podíais perfectamente dejar encargada del panteón a su madre por un tiempo... Podíais volver más adelante...»
    «Lo que es el físico -prosiguió- no hace falta que lo jures, era mona de verdad, lo reconozco, no me habías engañado, desde luego, y sobre todo que, tú fíjate, cuando volví a ver por primera vez, como preparado a propósito, fue a ella, por así decir, a quien vi la primera, en un espejo... ¿Te imaginas?... ¡A la luz!... Ya hacía por lo menos dos meses que se había caído la vieja... La vista me volvió como de repente ante ella, al intentar mirarle la cara... Un rayo de luz, en una palabra... ¿Me comprendes?»
    «¿No fue agradable?»
    «Menudo si fue agradable... Pero eso no era todo...»
    «Te diste el piro, de todos modos...»
    «Sí, pero te voy a explicar, ya que quieres entender, fue ella la primera que empezó a encontrarme raro... Que si estaba desanimado... Que si estaba antipático... Chorraditas, pijaditas...»
    «¿No sería que te remordía la conciencia?»
    «¿La conciencia?»
    «Tú sabrás...»
    «Llámalo como quieras, pero no estaba animado... Y se acabó... De todos modos, yo creo que no eran remordimientos...»
    «¿Estabas enfermo, entonces?»
    «Eso debe de ser más bien, enfermo... Por cierto, que hace ya una hora por lo menos que intento decírtelo, que estoy enfermo... Reconocerás que tardas la tira...»
    «¡Bueno! ¡Vale! -le respondí-. Lo diremos, que estás enfermo, ya que es lo más prudente, según tú...»
    «Bien hecho -volvió a insistir-, porque de esa mujer me espero cualquier cosa... Es pero que muy capaz de soltar la liebre antes de nada...»

    Era como un consejo que parecía darme y yo no quería sus consejos. No me gustaba nada todo aquello, por las complicaciones que iban a presentarse otra vez.

    «¿Crees que soltaría la liebre? -le pregunté otra vez para asegurarme-. Pero, ¡si era tu cómplice en cierto modo!... ¡Eso debería hacerla reflexionar un momento antes de ponerse a largar!»
    «¿Reflexionar?... -volvió a saltar él, entonces, al oírme-. Cómo se ve que no la conoces... -Le hacía gracia oírme-. Pero, ¡si no dudaría ni un segundo!... ¡Te lo digo yo! Si la hubieras tratado como yo, ¡no lo dudarías! ¡Te repito que está enamorada!... Entonces, ¿es que no has conocido tú a una mujer enamorada? Cuando está enamorada, ¡es una loca, sencillamente! ¡Una loca! Y de mí es de quien está enamorada, ¡loquita!... ¿Te das cuenta? ¿Comprendes? Conque, ¡todas las locuras la excitan! ¡Es muy sencillo! ¡No la detienen! ¡Al contrario!...»

    Yo no podía decirle que me extrañaba un poco, de todos modos, que hubiera llegado en unos meses a ese grado de frenesí, Madelon, porque, de todos modos, yo la había conocido un poquito, a Madelon... Yo tenía mi opinión sobre ella, pero no podía comunicarla.

    Por su forma de espabilarse en Toulouse y por las cosas que le había oído decir, estando yo detrás del álamo, el día de la gabarra, era difícil imaginar que hubiera podido cambiar de disposiciones hasta ese punto y en tan poco tiempo... Me había parecido más espabilada que trágica, desenvuelta de lo lindo y muy contenta de pescarlo, a Robinson, con sus cuentos y camelos siempre que podía hacer el paripé. Pero de momento, llegados a ese punto, yo no podía decirle nada. Tenía que dejarlo pasar. «¡Bueno! ¡Vale! ¡De acuerdo! -concluí-. ¿Y la madre, entonces? ¡Debió de armar la marimorena, la madre, cuando comprendiera que te las pirabas y de verdad!...»

    «¡Y que lo digas! Y eso que se pasaba todo el santo día diciendo que yo era un cochino, ¡y, tú fíjate, justo cuando más necesitaba, al contrario, que me hablaran amablemente!... ¡Unas monsergas!... En una palabra, aquello no podía continuar tampoco con la madre, conque le propuse a Madelon dejarles el panteón a ellas dos y marcharme yo, por mi parte, a dar una vuelta, volver a ver mundo un poco...
    »"Irás conmigo -protestó ella entonces-. Soy tu novia, ¿no?... Irás conmigo, Léon, ¡o no irás!... Y además -insistía- que no estás curado del todo..."
    »"¡Sí que estoy curado y me voy a ir solo!", le respondía yo... Y de ahí no salíamos.
    »"¡Una mujer acompaña siempre a su marido! –decía la madre—. ¡Lo que tenéis que hacer es casaros!" La apoyaba sólo para fastidiarme.
    »Al oír esas cosas, yo sufría. ¡Ya me conoces! ¡Como si hubiera yo necesitado a una mujer para ir a la guerra! ¡Y para escapar de ella! Y en África, ¿es que tenía mujeres yo? Y en América, ¿tenía acaso mujer yo?... De todos modos, de oírlas discutir así durante horas, ¡me daba dolor de vientre! ¡Un tostón! ¡Sé para lo que sirven las mujeres, de todos modos! Tú también, ¿eh? ¡Para nada! ¡Pues no he viajado yo ni nada! Por fin, una noche que me habían sacado de quicio de verdad con sus rollos, ¡fui y le solté de una vez a la madre todo lo que pensaba de ella! "A usted lo que le pasa es que es una vieja gilipuertas -fui y le dije-. ¡Es usted una tía aún más idiota que la Henrouille!... Si hubiera usted conocido un poco más de mundo, como yo he conocido, se lo pensaría un poco antes de ponerse a dar consejos a toda la gente. ¡A ver si se cree que, porque se haya pasado el tiempo recogiendo trozos de vela en un rincón de su puñetera iglesia, sabe algo de la vida! ¡Salga un poco también usted, que le sentará bien! ¡Ande, vaya a pasearse un poco, vieja imbécil! ¡Así aprenderá! ¡Le quedará menos tiempo para rezar y no andará diciendo tantas gilipolleces!..."
    »¡Ya ves tú cómo la traté, yo, a la madre! Te digo que hacía mucho que tenía ganas de echarle una buena bronca y, además, que lo necesitaba, la tía esa, con ganas... Pero a fin de cuentas a mí fue a quien me vino bien... Me liberó en cierto modo de la situación... Ahora, que parecía también que sólo esperaba ese momento, la muy puta, a que yo me desahogara, ¡para lanzarme, a su vez, todos los insultos que sabía! ¡No quieras ver lo que soltó por la boca! "¡Ladrón! ¡Vago! -me soltó-. ¡Que ni siquiera tienes un oficio!... ¡Pronto va a hacer un año que te damos de comer, mi hija y yo...! ¡Inútil!... ¡Chulo de putas!..."

    ¡Tú fíjate! Lo que se dice una escena familiar... Se quedó un poco como reflexionando y después lo dijo un poco más bajo, pero mira, chico, lo dijo y, además, con toda el alma: "¡Asesino!... ¡Asesino!", me llamó. Eso me enfrió un poco.

    »La hija, al oír eso, tenía como miedo de que me la cargara allí mismo, a su madre. Se arrojó entre nosotros. Le cerró la boca a su madre con su propia mano. Hizo bien. Conque, ¡estaban de acuerdo, las muy putas!, me decía yo. Era evidente. En fin, no insistí... Ya no era momento de violencias... Y, además, que, en el fondo, me la chupaba que estuvieran de acuerdo... ¿Crees tú que, después de haberse desahogado, me iban a dejar tranquilo en adelante?... ¡Sí, sí! ¡Ni mucho menos! Eso sería no conocerlas... La hija volvió a empezar. Tenía fuego en el corazón y en el chocho también... Volvió a darle con más fuerza...
    »"Te quiero, Léon, ya lo ves que te quiero, Léon..."
    »Sólo sabía decir eso: "te quiero". Como si fuera la respuesta para todo.
    «"¿Todavía le quieres? -volvía la madre a la carga, al oírla-. Pero, ¿es que no ves que es un simple golfo? ¿Un inútil? Ahora que ha recuperado la vista, gracias a nuestros cuidados, ¡vas a ver tú lo desgraciada que te va a hacer! ¡Te lo digo yo, tu madre!..."
    «Lloramos todos, para acabar la escena, incluso yo, porque no quería ponerme del todo a mal con aquellos dos bichos, enfadarme más de la cuenta, pese a todo.
    «Conque me fui, pero nos habíamos dicho demasiadas cosas como para que aquello pudiera durar mucho tiempo. Aun así, la situación se prolongó durante semanas, venga reñir por esto y por lo otro, y, además, vigilándonos durante días y, sobre todo, por las noches.
    »No podíamos decidirnos a separarnos, pero ya no sentíamos igual. Lo que nos mantenía juntos aún eran los miedos.
    «"Entonces, ¿es que quieres a otra?", me preguntaba Madelon, de vez en cuando.
    »"Pero, ¿qué dices? -intentaba tranquilizarla yo-. Pues claro que no." Pero estaba claro que no me creía. Para ella había que querer a alguien en la vida y no había vuelta de hoja.
    »"A ver -le respondía yo-, ¿qué podría yo hacer con otra mujer?" Pero era su manía, el amor. Yo ya no sabía qué contarle para calmarla. Se le ocurrían unas cosas que yo no había oído en mi vida. Nunca habría imaginado que ocultara cosas así en la cabeza.
    »"¡Me has robado el corazón, Léon! -me acusaba y, además, en serio-. ¡Te quieres marchar! -me amenazaba-. ¡Márchate! Pero, ¡te aviso que me moriré de pena, Léon!..." ¿Que yo iba a ser la causa de su muerte de pena? ¿Con qué se come eso? ¿Eh? ¡Dime tú! "Pero, ¡que no! ¡Qué cosas dices! -la tranquilizaba yo-. En primer lugar, ¡yo no te he robado nada! Pero, bueno, ¡si ni siquiera te he hecho un hijo! ¡Reflexiona! Tampoco te he pegado enfermedades, ¿no? ¿Entonces? Lo único que quiero es irme, ¡nada más! Irme de vacaciones, como quien dice. Con lo sencillo que es... Intenta ser razonable..." Y cuanto más intentaba hacerle comprender mi punto de vista, menos le gustaba a ella. En una palabra, que ya no nos entendíamos. Se ponía como rabiosa con la idea de que yo pudiese pensar de verdad lo que decía, que era la pura verdad, simple y sincera.
    »Además, creía que eras tú quien me incitaba a largarme... Al ver entonces que no me iba a retener avergonzándome con mis sentimientos, intentó retenerme de otro modo.
    »"¡No vayas a creer, Léon -me dijo entonces- que quiero seguir contigo por el negocio del panteón!... Ya sabes que a mí el dinero me da completamente igual, en el fondo... Lo que yo quisiera, Léon, es quedarme contigo... Ser feliz... Eso es todo... Es muy natural... No quiero que me dejes... Es muy duro separarse cuando se ha querido como nos queríamos nosotros dos... Júrame, al menos, Léon, que no te irás por mucho tiempo..."
    »Y así siguió su crisis durante semanas. No había duda de que estaba enamorada y pesadísima... Cada noche otra vez a vueltas con su locura de amor. Al final, aceptó dejar a su madre encargada del panteón, a condición de que nos marcháramos los dos juntos a buscar trabajo a París... ¡Siempre juntos!... ¡Cuidado con la tía! Estaba dispuesta a entender cualquier cosa, salvo que yo me fuera solo por mi lado y ella por el suyo... Eso ni hablar... Conque cuanto más se empeñaba, más enfermo me ponía, ¡por fuerza!
    »No valía la pena intentar hacerla entrar en razón. Me di cuenta de que era tiempo perdido, la verdad, o una idea fija y que la volvía más rabiosa aún. Conque no me quedó más remedio que ponerme a probar trucos para deshacerme de su amor, como ella decía... Entonces fue cuando se me ocurrió la idea de meterle miedo contándole que de vez en cuando me volvía un poco loco... Que me daban ataques... Sin avisar... Me miró con mala cara, con expresión muy extraña... Aún no estaba del todo segura de si se trataba de un embuste... Sólo, que, de todos modos, a causa de las aventuras que le había yo contado antes y, además, de la guerra, que me había afectado, y, sobre todo, del último chanchullo, lo de la tía Henrouille, y también lo de que me hubiera vuelto de repente tan raro con ella, le dio que pensar, de todos modos...
    »Durante más de una semana estuvo pensando y me dejó muy tranquilo... Debía de haber hecho alguna confidencia a su madre sobre mis ataques... El caso es que insistían menos en retenerme... "Ya está -me decía yo-. ¡Esto va a dar resultado! Ya me veo libre..." Ya me veía largándome muy tranquilo, a hurtadillas, hacia París, ¡sin decir ni pío!... Pero, ¡espera! Resulta que quise hacerlo todo demasiado bien... Me esmeré... Creía haber encontrado el truco perfecto para probarles de una vez por todas que era la verdad... Que estaba pero como una cabra a ratos... "¡Toca! -le dije una noche a Madelon-. Tócame ahí detrás, en la cabeza, ¡el bulto! ¿Notas la cicatriz? ¿Has visto el bulto tan grande que tengo? ¿Eh?..."
    «Después de palparme bien el bulto, en la cabeza, se sintió conmovida, que no te puedes imaginar... Pero, ¡vaya, hombre!, eso la excitó aún más, ¡no le repugnó ni mucho menos!... "Ahí es donde me hirieron en Flandes. Ahí es donde me hicieron la trepanación...", insistía yo.
    »"¡Ah, Léon! -saltó entonces, al sentir el bulto- ¡te pido perdón, Léon mío!... Hasta ahora he dudado de ti, pero, ¡te pido perdón con toda el alma! ¡Me doy cuenta! ¡He sido infame contigo! ¡Sí! ¡Sí! Léon, ¡he sido horrible!... ¡No volveré a ser mala contigo nunca! ¡Te lo juro! ¡Quiero expiar, Léon! ¡En seguida! No me impidas expiar, ¿eh?... ¡Te voy a devolver la felicidad! ¡Te voy a cuidar bien, de verdad! ¡A partir de hoy! ¡Voy a ser muy paciente para siempre contigo! ¡Voy a ser muy dulce! ¡Ya verás, Léon! ¡Te voy a comprender tan bien, que no vas a poder vivir sin mí! ¡Mi corazón es tuyo otra vez! ¡te pertenezco!... ¡Todo! ¡Toda mi vida, Léon, te doy! Pero dime que me perdonas al menos, ¿eh, Léon?..."
    »Yo no había dicho nada así, nada. Ella lo había dicho todo, conque le resultaba muy fácil contestarse a sí misma... ¿Cómo había que hacer entonces para disuadirla?
    «¡Haber palpado mi cicatriz y mi bulto la había emborrachado, por así decir, de amor, de golpe! Quería volver a cogerla en las manos, mi cabeza, y no soltarla y hacerme feliz hasta la Eternidad, ¡quisiera yo o no! A partir de aquella escena, su madre no volvió a tener derecho a la palabra para echarme broncas. No le dejaba hablar, Madelon, a su madre. No la habrías reconocido, ¡quería protegerme a más no poder!
    «¡Aquello tenía que acabar! Desde luego, yo habría preferido, claro está, que nos hubiéramos separado como buenos amigos... Pero es que ya ni valía la pena intentarlo... No podía más de amor y estaba muy terca. Una mañana, mientras estaban en la compra, la madre y ella, hice como tú, un paquetito, y me di el piro a la chita callando... Después de eso, ¿no dirás que no he tenido bastante paciencia?... Es que, te lo repito, no había nada que hacer... Ahora, ya lo sabes todo... Cuando te digo que es capaz de todo, esa chica, y que puede perfectamente venir a insistirme de nuevo aquí, de un momento a otro, ¡no me vengas con que veo visiones! ¡Sé lo que me digo! ¡Me la conozco yo! Y estaríamos más tranquilos, en mi opinión, si me encontrara ya como encerrado con los locos... Así, me sería más fácil hacer como quien ya no comprende nada... Con ella, eso es lo que hay que hacer... No comprender...»

    Dos o tres meses antes, todo lo que acababa de contarme, Robinson, me habría interesado aún, pero yo había como envejecido de golpe.

    En el fondo, me había vuelto cada vez más como Baryton, me la traía floja. Todo eso que me contaba Robinson de su aventura en Toulouse no era ya para mí un peligro vivo; de nada me servía intentar interesarme por su caso, olía a rancio, su caso. De nada sirve decir ni pretender, el mundo nos abandona mucho antes de que nos vayamos para siempre.

    Las cosas que más te interesan, un buen día decides comentarlas cada vez menos, y con esfuerzo, cuando no queda más remedio. Estás pero que muy harto de oírte hablar siempre... Abrevias... Renuncias... Llevas más de treinta años hablando... Ya no te importa tener razón. Te abandona hasta el deseo de conservar siquiera el huequecito que te habías reservado entre los placeres... Sientes hastío... En adelante te basta con jalar un poco, tener un poco de calorcito y dormir lo más posible por el camino de la nada. Para recuperar el interés, habría que descubrir nuevas muecas que hacer delante de los demás... Pero ya no tienes fuerzas para cambiar de repertorio. Farfullas. Buscas aún trucos y excusas para quedarte ahí, con los amiguetes, pero la muerte está ahí también, hedionda, a tu lado, todo el tiempo ahora y menos misteriosa que una partida de brisca. Sólo conservas, preciosas, las pequeñas penas, la de no haber encontrado tiempo para ir a Bois-Colombes a ver, mientras aún vivía, a tu anciano tío, cuya cancioncilla se extinguió para siempre una noche de febrero. Eso es todo lo que has conservado de la vida. Esa pequeña pena tan atroz, el resto lo has vomitado más o menos a lo largo del camino, con muchos esfuerzos y pena. Ya no eres sino un viejo reverbero de recuerdos en la esquina de una calle por la que ya no pasa casi nadie.

    Puestos a aburrirse, lo menos cansino es hacerlo con hábitos regulares. Me empeñaba en que todo el mundo estuviera acostado en la casa a las diez de la noche. Yo me encargaba de apagar las luces. Los negocios iban solos.

    Por lo demás, no hicimos derroche alguno de imaginación. El sistema Baryton de los «cretinos en el cine» nos ocupaba suficientemente. Tampoco se hacían demasiadas economías en la casa. El despilfarro, nos decíamos, lo haría tal vez volver, al patrón, ya que lo angustiaba tanto.

    Habíamos comprado un acordeón para que Robinson pudiese poner a bailar a nuestros enfermos en el jardín durante el verano. Era difícil tenerlos ocupados en Vigny, a los enfermos, día y noche. No podíamos enviarlos todo el tiempo a la iglesia, se aburrían demasiado en ella.

    De Toulouse no volvimos a tener la menor noticia, el padre Protiste no volvió tampoco a vernos nunca. La existencia en el manicomio se organizaba monótona, furtiva. Moralmente, no estábamos a gusto. Demasiados fantasmas, aquí y allá.

    Pasaron algunos meses más. Robinson se recuperaba. Por Semana Santa nuestros locos se agitaron un poco, mujeres ligeras de ropa pasaban y volvían a pasar por delante de nuestros jardines. Primavera precoz. Bromuros.

    En el Tarapout, desde la época en que fui extra, habían renovado el personal muchas veces. Las inglesitas habían acabado muy lejos, según me dijeron, en Australia. No las volveríamos a ver...

    Las tablas, desde mi historia con Tania, me estaban prohibidas. No insistí.

    Nos pusimos a escribir cartas casi a todas partes y sobre todo a los consulados de los países del Norte, para obtener algunos indicios sobre las posibles andanzas de Baryton. No recibimos respuesta interesante alguna de ellos.

    Parapine realizaba, calmado y silencioso, su servicio técnico a mi lado. Desde hacía veinticuatro meses no había pronunciado más de veinte frases en total. Me veía obligado a adoptar prácticamente solo las iniciativas materiales y administrativas que la situación cotidiana requería. A veces metía la pata, pero Parapine no me lo reprochaba nunca. Nos entendíamos a fuerza de indiferencia. Por lo demás, un trasiego suficiente de enfermos aseguraba el aspecto material de nuestra institución. Pagados los proveedores y el alquiler, nos quedaba aún mucho con que vivir, aun pagando la pensión de Aimée a su tía religiosamente, por supuesto.

    Robinson me parecía mucho menos inquieto ahora que a su llegada. Había recuperado el buen color y tres kilos. En una palabra, mientras hubiera locos en las familias, no dejarían de recurrir a nosotros, estando como estábamos tan a mano, cerca de la capital. Ya sólo nuestro jardín justificaba el viaje. Venían a propósito de París para admirar nuestros macizos y nuestros bosquecillos de rosas en pleno verano.

    Uno de esos domingos de junio fue cuando me pareció reconocer a Madelon, por primera vez, en medio de un grupo de transeúntes, inmóvil por un instante, justo delante de nuestra verja.

    Al principio, no quise comunicar esa aparición a Robinson, para no asustarlo, y después, tras haberlo pensado despacio, unos días después, le recomendé, de todos modos, no alejarse, al menos por un tiempo, con sus erráticos paseos por los alrededores, a los que se había aficionado. Ese consejo le inquietó. Sin embargo, no insistió para saber más detalles.

    Hacia finales de julio, recibimos de Baryton algunas tarjetas postales, desde Finlandia esa vez. Nos dio alegría, pero no nos decía nada de su regreso, Baryton, nos deseaba una vez más «buena suerte» y mil detalles amistosos.

    Pasaron dos meses y después otros más... El polvo del verano no volvió a caer sobre la carretera. Uno de nuestros alienados, hacia Todos los Santos, armó un pequeño escándalo delante de nuestro Instituto. Ese enfermo, antes de lo más apacible y correcto, soportó mal la exaltación mortuoria de Todos los Santos. No pudimos impedirle a tiempo gritar por su ventana que no quería morirse nunca... A los transeúntes les parecía de lo más divertido... En el momento en que se produjo aquella algarada tuve de nuevo, pero aquella vez con mayor precisión que la primera, la impresión, muy desagradable, de reconocer a Madelon en la primera fila de un grupo, justo en el mismo sitio, delante de la verja.

    Durante la noche que siguió, me desperté angustiado, intenté olvidar lo que había visto, pero todos mis esfuerzos para olvidar fueron en vano. Más valía no volver a intentar dormir.

    Hacía mucho que no había yo vuelto a Rancy. Para ser presa de la pesadilla, me preguntaba si no valía más dar una vuelta por allí, de donde todas las desgracias precedían, tarde o temprano... Yo había dejado allá, tras mí, pesadillas... Intentar adelantárseles podía, si acaso, pasar por una especie de precaución... Para Rancy, el camino más corto, viniendo de Vigny, es seguir por la orilla del río hasta el puente de Gennevilliers, ese que es muy plano, tendido sobre el Sena. Las lentas brumas del río se deshacen al ras del agua, se apretujan, pasan, se elevan, se tambalean y van a caer del otro lado del pretil, en torno a las ácidas farolas. La gran fábrica de tractores que queda a la izquierda se esconde en un gran retazo de noche. Tiene las ventanas abiertas por un incendio tétrico que la quema por dentro y nunca acaba. Pasada la fábrica, estás solo en la ribera... Pero no tiene pérdida... Por la fatiga te das cuenta más o menos de que has llegado.

    Basta entonces con girar de nuevo a la izquierda por la Rué de Bournaires y ya no queda demasiado lejos. No es difícil orientarse, gracias a la farola roja y verde del paso a nivel, que siempre está encendida.

    Incluso de noche, habría ido yo, con los ojos cerrados, hasta el hotelito de los Henrouille. Había ido con frecuencia, en otro tiempo...

    Sin embargo, aquella noche, cuando hube llegado delante de la puerta, me puse a pensar en vez de avanzar...

    Estaba sola ahora, la nuera, para habitar el hotelito, pensaba yo... Estaban todos muertos, todos... Debía de haber sabido, o al menos sospechado, el modo como había acabado su vieja en Toulouse... ¿Qué efecto le habría causado?

    El reverbero de la acera blanqueaba la pequeña marquesina de cristales como con nieve encima de la escalera. Me quedé ahí, en la esquina de la calle, mirando simplemente, mucho rato. Podría perfectamente haber ido a llamar. Seguro que me habría abierto. Al fin y al cabo, no estábamos enfadados, ella y yo. Hacía un frío glacial, donde me había quedado parado...

    La calle acababa aún en un hoyo, como en mis tiempos. Habían prometido arreglarlo, pero no lo habían hecho... Ya no pasaba nadie.

    No es que tuviese miedo de ella, de Henrouille nuera. No. Pero, de repente, estando allí, se me quitaron las ganas de volver a verla. Me había equivocado con lo de querer volver a verla. Allí, delante de su casa, descubría yo de repente que ya no tenía nada que enseñarme... Habría sido enojoso incluso que me hablara ahora y se acabó. Eso era lo que habíamos llegado a ser uno para el otro.

    Yo había llegado más lejos que ella en la noche ahora, más lejos incluso que la vieja Henrouille, que estaba muerta... Ya no estábamos todos juntos... Nos habíamos separado para siempre... No sólo por la muerte, sino también por la vida... Por la fuerza de las cosas... ¡Cada cual a lo suyo!, me decía yo... Y me marché por donde había venido, hacia Vigny.

    No tenía suficiente instrucción para seguirme ahora, la Henrouille nuera... Carácter sí, de eso sí que tenía... Pero, ¡instrucción, no! Ése era elhic. ¡Instrucción, no! ¡Es fundamental, la instrucción! Conque ya no podía comprenderme ni comprender lo que ocurría a nuestro alrededor, por puta y terca que fuera... Eso no basta... Hace falta corazón también y saber para llegar más lejos que los demás... Por la Rué des Sanzillons me metí para volverme hacia el Sena y después por el Impasse Vassou. ¡Liquidada, mi inquietud! ¡Contento casi! Orgulloso casi, porque me daba cuenta de que no valía la pena ya insistir por el lado de Henrouille nuera, ¡había acabado perdiéndola, a aquella puta, por el camino!... ¡Qué tía! Habíamos simpatizado a nuestro modo... Nos habíamos comprendido bien en tiempos, la nuera Henrouille y yo... Durante mucho tiempo... Pero ahora ya no estaba bastante abajo para mí, no podía descender... Llegar hasta mí... No tenía instrucción ni fuerza. No se sube en la vida, se baja. Ella ya no podía. Ya no podía bajar hasta donde yo estaba... Había demasiada noche para ella a mi alrededor.

    Al pasar por delante del inmueble donde la tía de Bébert era portera, habría entrado también yo, sólo para ver a los que lo ocupaban ahora, su chiscón, donde yo había tratado a Bébert y de donde éste se nos había ido. Tal vez siguiera aún allí, su retrato de colegial, por encima de la cama... Pero era demasiado tarde para despertar a la gente. Pasé de largo, sin darme a conocer...

    Un poco más adelante, en el Faubourg de la Liberté, me encontré con la tienda de Bézin, el chamarilero, aún iluminada... No me lo esperaba... Pero sólo con una pequeña lámpara de gas en el medio del escaparate. Ése, Bézin, conocía todos los chismes y las noticias del barrio, a fuerza de parar en las tascas y por ser tan conocido desde la Foire aux Puces hasta la Porte Maillot.

    Habría podido contarme muchas cosas, si hubiera estado despierto. Empujé la puerta. Sonó el timbre, pero nadie me respondió. Yo sabía que dormía en la trastienda, en el comedor, en realidad... Ahí estaba, también él, en la obscuridad, con la cabeza sobre la mesa, entre los brazos, sentado de costado junto a la cena fría que lo esperaba, lentejas. Había empezado a comer. El sueño lo había vencido en seguida, al volver. Roncaba fuerte. Había bebido también, claro. Recuerdo bien el día, un jueves, día de mercado en Lilas... Tenía un hatillo lleno de «ocasiones» y aún abierto en el suelo, a sus pies.

    Siempre me había parecido buen tío, Bézin, no más innoble que otro. Nada que achacarle. Muy complaciente, fácil de tratar. No iba a despertarlo por curiosidad, para hacerle preguntas... Conque me marché, después de apagar el gas.

    Le costaba mucho defenderse, claro está, con su comercio. Pero a él al menos no le costaba trabajo dormirse.

    Volví triste, de todos modos, hacia Vigny, pensando en que toda aquella gente, aquellas casas, aquellas cosas sucias y sombrías ya no me llegaban derechas al corazón como en otro tiempo y que a mí, por listillo que pareciera, acaso no me quedase ya bastante fuerza, bien que lo notaba, para seguir adelante, yo, así, solo.

    Para las comidas, en Vigny, habíamos conservado las costumbres de la época de Baryton, es decir, que nos reuníamos todos a la mesa, pero ahora, por lo general, en la sala de billar de encima de la portería. Era más familiar que el comedor de verdad, donde perduraban los recuerdos, nada gratos, de las conversaciones en inglés. Y, además, que había demasiados muebles elegantes también, para nosotros, en el comedor, de auténtico estilo «1900» con vidrieras de opalina.

    Desde el billar se podía ver todo lo que ocurría en la calle. Podía ser útil. Pasábamos en aquel cuarto domingos enteros. De invitados, recibíamos a veces a cenar a médicos de los alrededores, aquí y allá, pero nuestro convidado habitual era más bien Gustave, agente de tráfico. Ése, desde luego, era asiduo. Nos habíamos conocido así, por la ventana, contemplándolo los domingos realizar su servicio, en el cruce de la carretera, a la entrada del pueblo. Le daban mucho trabajo los automóviles. Primero habíamos cambiado algunas palabras y después, domingo tras domingo, nos habíamos hecho amigos del todo. Yo había tenido ocasión de tratar, en la ciudad, a sus dos hijos, uno tras otro, de sarampión y paperas. Nos era fiel, Gustave Mandamour, que así se llamaba, oriundo de Cantal. Para la conversación era un poco pesado, porque las palabras le salían con dificultad. No dejaba de encontrarlas, las palabras, pero no le salían, se le quedaban en la boca, haciendo ruidos.

    Una tarde, Robinson lo invitó al billar, en broma, creo. Pero lo suyo era la constancia, conque desde entonces había vuelto siempre, Gustave, a la misma hora todas las tardes, a las ocho. Se encontraba a gusto con nosotros, Gustave, mejor que en el café, según nos decía él mismo, por las discusiones políticas, que a menudo se enconaban, entre los asiduos. Nosotros nunca discutíamos de política. En el caso de Gustave, era terreno bastante delicado la política. En el café había tenido problemas con eso. En principio, no debería haber hablado de política, sobre todo cuando había bebido un poco, lo que no era raro. Era conocido incluso porque le daba a la priva, era su debilidad. Mientras que con nosotros se sentía seguro en todos los sentidos. Lo reconocía él mismo. Nosotros no bebíamos. Podía sacar los pies del plato, no había problema. Había confianza.

    Cuando pensábamos, Parapine y yo, en la situación de la que nos habíamos librado y la que nos había correspondido en casa de Baryton, no nos quejábamos, no teníamos motivos, porque, a fin de cuentas, habíamos tenido una suerte milagrosa y disponíamos de todo lo necesario y no nos faltaba nada tanto desde el punto de vista de la consideración como de las comodidades materiales.

    Sólo, que yo siempre había pensado que no duraría el milagro. Tenía un pasado con muy mala pata, que me repetía, como eructos del Destino. Ya al principio de estar en Vigny, había recibido tres cartas anónimas que me habían parecido de lo más equívocas y amenazadoras. Y después, muchas otras cartas más, todas igual de rencorosas. Cierto es que recibíamos a menudo, cartas anónimas, en Vigny y, por lo general, no les hacíamos demasiado caso. La mayoría procedían de antiguos enfermos, a quienes sus persecuciones iban a atormentarlos a domicilio.

    Pero aquellas cartas, por el tono, me inquietaban más, no se parecían a las otras; sus acusaciones eran precisas y, además, sólo se referían a Robinson y a mí. En una palabra, nos acusaban de estar liados. Era una canallada de suposición. Al principio, me resultaba violento contárselo, pero después me decidí, de todos modos, porque no cesaban de llegarme nuevas cartas del mismo estilo. Entonces pensamos juntos a ver de quién podían ser. Enumeramos todas las personas posibles de entre nuestros conocidos comunes. No se nos ocurría ninguna. Para empezar, era una acusación sin pies ni cabeza. Por mi parte, la inversión no era mi estilo y a Robinson, por la suya, ya es que se la chupaban con ganas las cosas del sexo, tanto por delante como por detrás. Si algo le preocupaba, no era, desde luego, la jodienda. Tenía que ser por lo menos una celosa para imaginar semejantes cochinadas.

    En resumen, sólo conocíamos a Madelon capaz de venir a acosarnos con invenciones tan asquerosas hasta Vigny. Me daba igual que siguiera escribiendo sus chorradas, pero yo tenía motivos para temer que, exasperada por no recibir respuesta, viniese a acosarnos, en persona, un día u otro, y a armar escándalo en el establecimiento. Había que esperarse lo peor.

    Pasamos así unas semanas durante las cuales nos sobresaltábamos cada vez que sonaba el timbre. Yo me esperaba una visita de Madelon o, peor aún, de la autoridad.

    Cada vez que el agente Mandamour llegaba para la partida un poco antes que de costumbre, yo me preguntaba si no traería una citación al cinto, pero en aquella época era aún, Mandamour, de lo más amable y relajado. Hasta más adelante no empezó a cambiar de modo notable también él. En aquel tiempo, aún perdía casi todos los días a todos los juegos y tan campante. Si cambió de carácter, fue, por cierto, culpa nuestra.

    Una noche, por curiosidad, le pregunté por qué no conseguía nunca ganar a las cartas; en el fondo, no tenía yo motivo para preguntarle eso a Mandamour, sólo por la manía de saber el porqué de todo. ¡Sobre todo porque no jugábamos por dinero! Y, al tiempo que hablábamos de su mala suerte, me acerqué a él y, examinándolo bien, me di cuenta de que tenía una acusada hipermetropía. La verdad es que, con la iluminación que teníamos, apenas si distinguía el trébol del rombo en las cartas. No podía seguir así.

    Puse remedio a su enfermedad regalándole unas hermosas gafas. Al principio estaba muy contento de probarse las gafas, pero eso duró poco. Como jugaba mejor, gracias a las gafas, perdía menos que antes y se empeñó en no volver a perder nunca. No era posible, conque hacía trampas. Y cuando con trampas y todo perdía, pasaba horas enteras enfurruñado. En una palabra, se volvió insoportable.

    Me preocupaba mucho, se enfadaba por un quítame allá esas pajas, Gustave, y, además, procuraba, a su vez, molestarnos, crearnos inquietudes, preocupaciones. Se vengaba, cuando perdía, a su modo... Y, sin embargo, no era por dinero, repito, por lo que jugábamos, sólo por la distracción y la gloria... Pero se ponía furioso, de todos modos.

    Así, una noche que no había tenido suerte, nos habló airado al marcharse. «Señores, ¡permítanme una advertencia!... Con la gente que frecuentan, ¡yo que ustedes me andaría con ojo!... ¡Hay una morena, entre otras personas, que hace días que se pasea por delante de esta casa!... ¡Demasiado a menudo en mi opinión!.. ¡Motivos tiene!... ¡No me sorprendería nada que tuviera cuentas que ajustar con uno de ustedes!...»

    Así mismo nos lo espetó, el asunto, pernicioso, Mandamour, antes de marcharse. ¡Menuda sensación causó!...

    Aun así, yo recobré el dominio de mí mismo al instante. «Muy bien. ¡Gracias, Gustave!... -fui y le respondí con calma-. No sé quién podrá ser la morenita de que habla usted... Ninguna de nuestras antiguas enfermas, que yo sepa, ha tenido motivo para quejarse de nuestro trato... Debe de tratarse una vez más de una pobre enajenada... Ya la encontraremos... En fin, tiene usted razón, más vale siempre estar enterado... Muchas gracias otra vez, Gustave, por habernos avisado... ¡Y buenas noches!»

    Robinson, del susto, no podía ya levantarse de la silla. Cuando hubo salido el agente, examinamos la información que acababa de darnos, en todos los sentidos. Podía perfectamente ser, de todos modos, otra mujer y no Madelon... Venían muchas así, a merodear bajo las ventanas del manicomio... Pero, de todos modos, había motivos poderosos para sospechar que fuera ella y esa duda bastaba para que sintiésemos un canguelo que para qué. Si era ella, ¿cuáles serían sus nuevas intenciones? Y, además, ¿de qué viviría desde hacía tantos meses en París? Si iba a volver a presentarse en persona, teníamos que prepararnos, en seguida.

    «Oye, Robinson -dije para concluir-, decídete, es el momento, y no te eches atrás... ¿qué quieres hacer? ¿Deseas volver con ella a Toulouse?»
    «¡Que no!, te digo. ¡Que no y que no!» Esa fue su respuesta. Rotunda.
    «¡De acuerdo! -dije yo entonces-. Pero en ese caso, si de verdad no quieres volver con ella nunca, lo mejor, en mi opinión, sería que te marcharas a ganarte las habichuelas, durante un tiempo al menos, al extranjero. De ese modo te librarás de ella de verdad... No te va a seguir hasta allí, ¿no?... Aún eres joven... Has recuperado la salud... Has descansado... Te daremos algo de dinero, ¡y buen viaje!... ¡Ésa es mi opinión! Como comprenderás, aquí, además, no tienes porvenir... No puedes seguir aquí siempre...»

    Si me hubiera escuchado, si se hubiese marchado entonces, me habría venido muy bien, me habría dado una alegría. Pero no se fue.

    «Anda, Ferdinand, ¡te burlas de mí!... -respondió-. No está bien, a mi edad... Mírame bien, ¡anda!...» Ya no quería marcharse. Estaba cansado de los garbeos, en una palabra.
    «No quiero ir a ninguna parte... -repetía-. Digas lo que digas... Hagas lo que hagas... No me iré...»

    Así mismo respondía a mi amistad. No obstante, insistí.

    «¿Y si fuera a denunciarte, Madelon, supongamos, por lo de la tía Henrouille?... Tú mismo me lo dijiste, que era capaz de hacerlo...»
    «Pues, ¡mala suerte! -respondió-. Que haga lo que quiera...»

    Palabras así eran nuevas en su boca, porque la fatalidad, antes, no era su estilo...

    «Por lo menos, ve a buscarte algún trabajillo ahí al lado, en una fábrica; así no estarás obligado a pasar todo el tiempo aquí con nosotros... Si llegan a buscarte, tendremos tiempo de avisarte.»

    Parapine estaba totalmente de acuerdo conmigo al respecto e incluso, en aquella ocasión, volvió a hablar un poco. Tenía, pues, que parecerle de lo más grave y urgente lo que nos ocurría. Tuvimos que ingeniárnosla entonces para colocarlo, disimularlo, ocultarlo, a Robinson. Entre nuestras relaciones figuraba un industrial de los alrededores, un chapista que nos estaba agradecido por pequeños favores de lo más delicados, que le habíamos hecho en momentos críticos. No tuvo inconveniente en tomar a Robinson de prueba para la pintura a mano. Era un currelo fino, suave y bien pagado.

    «Léon -le dijimos la mañana que empezaba a trabajar-, no hagas el idiota en tu nuevo trabajo, no andes contando tus ideas ridículas para que te fichen... Llega a la hora... No te vayas antes que los demás... Saluda a todo el mundo al llegar... Pórtate bien, en una palabra. Es un taller decente y vas recomendado...»

    Pero nada, lo ficharon en seguida, de todos modos, y no por culpa suya, sino por un chivato de un taller cercano que lo había visto entrar en el gabinete privado del patrón. Fue suficiente. Informe. Malas intenciones. Despido.

    Conque ahí lo teníamos de vuelta, a Robinson, otra vez, sin empleo, unos días después. ¡Fatalidad!

    Y, además, empezó a toser otra vez casi el mismo día. Lo auscultamos y descubrimos toda una serie de estertores a lo largo del pulmón derecho. No le quedaba más remedio que guardar reposo.

    Eso sucedió un sábado por la noche justo antes de cenar; entonces alguien preguntó por mí en el salón de la entrada.

    Una mujer, me anunciaron.

    Era ella con un sombrerito muy elegante y guantes. Lo recuerdo bien. No hacía falta preámbulo, no podía ser más oportuna. La puse al corriente.

    «Madelon -le dije lo primero-, si es a Léon a quien desea ver, le aviso ya desde ahora que no vale la pena que insista, puede dar media vuelta... Está enfermo de los pulmones y de la cabeza... Bastante grave, por cierto... No puede usted verlo... Además, es que no tiene nada que decirle a usted...»
    «¿Ni siquiera a mí?», insistió.
    «No, ni siquiera a usted... Sobre todo a usted...», añadí.

    Creí que iba a saltar de nuevo. No, se limitó a mover la cabeza, allí, delante de mí, de derecha a izquierda, con los labios apretados, y con los ojos intentaba encontrarme de nuevo donde me había dejado en su recuerdo. Yo ya no estaba allí. Me había desplazado, también yo, en el recuerdo. En la situación en que nos encontrábamos, un hombre, un cachas, me habría dado miedo, pero de ella no tenía yo nada que temer. Yo le podía, como se suele decir. Siempre había deseado meterle un buen cate a una cabeza presa así de la cólera para ver cómo dan vueltas las cabezas encolerizadas en esos casos. Eso o un hermoso cheque es lo que hace falta para ver de golpe cambiar todas las pasiones que se enroscan en una cabeza. Es tan bello como una hermosa maniobra a vela sobre un mar agitado. Toda la persona se ladea como azotada por un viento nuevo. Yo quería ver una cosa así.

    Hacía veinte años por lo menos, que me perseguía ese deseo. En la calle, en el café, en todas partes donde la gente más o menos agresiva, quisquillosa y fanfarrona, se pelea. Pero nunca me había atrevido por miedo a los golpes y sobre todo por la vergüenza que acompaña a los golpes. Pero aquella ocasión, por una vez, era magnífica.

    «¿Te vas a ir de una vez?», fui y le dije, sólo para excitarla un poco más aún, ponerla a tono.

    Ella ya no me reconocía, de hablarle así. Se puso a sonreír, del modo más horripilante, como si me considerara ridículo y muy despreciable... «¡Zas! ¡Zas!» Le pegué dos guantazos como para dejar sin sentido a un asno.

    Fue a caer redonda sobre el gran diván rosa de enfrente, contra la pared, con la cabeza entre las manos. Respiraba entrecortadamente y gemía como un perrito apaleado. Y después, pareció como si reflexionara y de repente se levantó, con agilidad, y cruzó la puerta sin volver siquiera la cabeza. Yo no había visto nada. Vuelta a empezar.

    Pero de nada nos sirvió lo que hicimos, era más astuta que todos nosotros juntos. La prueba es que volvió a verlo, a su Robinson, como quiso... El primero que los descubrió juntos fue Parapine. Estaban en la terraza de un café frente a la Gare de l'Est.

    Yo me lo figuraba ya, que se volvían a ver, pero no quería dar la impresión otra vez de interesarme por sus relaciones. No era asunto mío, en una palabra. Él cumplía con su deber en el manicomio y muy bien, por cierto, con los paralíticos, currelo ingrato si los hay, limpiándolos, lavándolos, cambiándoles la muda, dándoles palique. No podíamos pedirle más.

    Si aprovechaba las tardes que yo lo enviaba a París, a hacer recados, para volver a verla, a su Madelon, era asunto suyo. El caso es que no habíamos vuelto a verla, después de lo de las bofetadas, en Vigny-sur-Seine, a Madelon. Pero yo pensaba que debía de haberle contado marranadas sobre mí.

    Yo ya no le hablaba ni siquiera de Toulouse, a Robinson, como si nada de todo aquello hubiese sucedido nunca.

    Seis meses pasaron así, mejor o peor, y después se produjo una vacante en nuestro personal y de repente necesitamos con urgencia una enfermera especializada en masajes, la nuestra se había marchado sin avisar para casarse.

    Gran número de jóvenes hermosas se presentaron para aquel puesto, con lo que nuestro único problema fue no saber a cuál elegir de entre tantas criaturas sólidas de todas las nacionalidades que acudieron en tropel a Vigny, en cuanto apareció nuestro anuncio. Al final, nos decidimos por una eslovaca llamada Sophie cuya carne, cuyo porte, ágil y tierno a la vez, cuya divina salud, nos parecieron, reconozcámoslo, irresistibles.

    Conocía, aquella Sophie, pocas palabras en francés, pero yo, por mi parte, estaba dispuesto, era lo menos que podía hacer, a darle clases sin pérdida de tiempo. Por cierto, que, en contacto con ella, recuperé el gusto por la enseñanza. Sin embargo, Baryton había hecho todo lo posible para que me asqueara. ¡Impenitencia! Pero, ¡qué juventud también! ¡Qué ardor! ;Qué musculatura! ¡Qué excusa! ¡Elástica! ¡Nerviosa! ¡De lo más asombrosa! No menoscababan aquella belleza ninguno de esos pudores, verdaderos o falsos, que tanto molestan en las conversaciones demasiado occidentales. Por mi parte, mi admiración era, a decir verdad, infinita. De músculos en músculos, por grupos anatómicos, avanzaba yo... Por vertientes musculares, por regiones... No me cansaba de perseguir ese vigor concertado y al mismo tiempo suelto, repartido en haces sucesivamente huidizos y consistentes, al tacto... Bajo la piel aterciopelada, tersa, relajada, milagrosa...

    La era de esos gozos vivos, de las grandes armonías innegables, fisiológicas, comparativas, está aún por venir... El cuerpo, divinidad sobada por mis vergonzosas manos... Manos de hombre honrado, cura desconocido... Permiso primero de la Muerte y las Palabras... ¡Cuántas cursilerías apestosas! El hombre distinguido va a echar un polvo embadurnado con una espesa mugre de símbolos y acolchado hasta la médula... Y después, ¡que pase lo que pase! ¡Buen asunto! La economía de no excitarse, al fin y al cabo, sino con reminiscencias... Se poseen las reminiscencias, se pueden comprar, hermosas y espléndidas, una vez por todas, las reminiscencias... La vida es algo más complicado, la de las formas humanas sobre todo. Atroz aventura. No hay otra más desesperada. Al lado de ese vicio de las formas perfectas, la cocaína no es sino un pasatiempo para jefes de estación.

    Pero, ¡volvamos a nuestra Sophie! Su simple presencia parecía una audacia en nuestra casa enfurruñada, atemorizada y equívoca.

    Tras un tiempo de vida en común, seguíamos contentos, desde luego, de contarla entre nuestras enfermeras, pero no podíamos, sin embargo, por menos de temer que un día se pusiera a descomponer el conjunto de nuestras infinitas prudencias o simplemente tomara conciencia una mañana de nuestra lastimosa realidad...

    ¡Ignoraba aún, Sophie, la suma de nuestros encenagados abandonos! ¡Un hatajo de fracasados! La admirábamos, viva junto a nosotros, por el simple hecho de alzarse, venir a nuestra mesa, volverse a marchar... Nos hechizaba...

    Y, todas las veces que hacía esos gestos tan sencillos, sentíamos sorpresa y gozo. Hacíamos como progresos de poesía sólo con admirarla por ser tan bella y tanto más inconsciente que nosotros. El ritmo de su vida brotaba de fuentes distintas de las nuestras... Rastreras para siempre, las nuestras, babosas.

    Aquella fuerza alegre, precisa y suave a la vez, que la animaba desde la cabellera hasta los tobillos nos turbaba, nos inquietaba de modo encantador, pero nos inquietaba, ésa es la palabra.

    Nuestro áspero saber sobre las cosas de este mundo hacía ascos a ese gozo, aun cuando el instinto saliera ganando, siempre ahí el saber, temeroso en el fondo, refugiado en el sótano de la existencia, acostumbrado a lo peor, por experiencia.

    Tenía, Sophie, esos andares alados, ágiles y precisos, que se encuentran, tan frecuentes, casi habituales, en las mujeres de América, los andares de los elegidos del porvenir, a quienes la vida lleva, ambiciosa y ligera aún, hacia nuevas formas de aventuras... Velero con tres mástiles de alegría tierna rumbo al Infinito...

    Parapine, por su parte, pese a no ser lírico precisamente en materia de atracción, se sonreía a sí mismo, cuando ella había salido. El simple hecho de contemplarla te sentaba bien en el alma. Sobre todo a mí, para ser justos, consumiéndome de deseo.

    Para sorprenderla, hacerla perder un poco de esa soberbia, de ese como poder y prestigio que había adquirido sobre mí, Sophie, rebajarla, en una palabra, humanizarla un poco a nuestra mezquina medida, yo entraba en su habitación mientras ella dormía.

    Ofrecía un espectáculo muy distinto entonces, Sophie, familiar y, sin embargo, sorprendente, tranquilizador también. Sin ostentación, casi sin tapar, atravesada en la cama, con las piernas en desorden, carnes húmedas y abiertas, forcejeaba con la fatiga...

    Se cebaba en el sueño, Sophie, en las profundidades del cuerpo, roncaba. Ése era el único momento en que yo la encontraba a mi alcance. No más hechizos. No más cachondeo. Pura y simple seriedad. Se afanaba en el revés, por así decir, de la existencia, extrayéndole vida... Tragona era en esos momentos, borracha incluso a fuerza de absorberla. Había que verla tras aquellas sesiones de soñarrera, toda hinchada aún y, bajo su piel rosa, los órganos que no cesaban de extasiarse. Estaba graciosa entonces y ridícula como todo el mundo. Titubeaba de felicidad durante unos minutos más y después toda la luz del día caía sobre ella y, como tras el paso de una nube demasiado cargada, recobraba el vuelo, gloriosa, liberada...

    Da gusto echar un palo así. Es muy agradable tocar ese momento en que la materia se vuelve vida. Subes hasta la llanura infinita que se abre ante los hombres. Gritas: ¡Aaah! ¡Y aaah! Gozas todo lo que puedes ahí encima y es como un gran desierto...

    De entre nosotros, sus amigos más que sus patronos, yo era, creo, el más íntimo. Ahora, que me engañaba puntualmente, he de reconocerlo, con el enfermero del pabellón de los agitados, antiguo bombero, por mi bien, según me explicaba, para no agotarme, por los trabajos intelectuales que yo estaba haciendo y que armonizaban bastante mal con los accesos de su temperamento. Lo que se dice por mi bien. Me ponía los cuernos por higiene. Era muy dueña.

    Todo aquello, en definitiva, sólo me habría causado placer, pero no podía quitarme de la conciencia la historia de Madelon. Acabé contándoselo todo un día, a Sophie, para ver qué decía. Me desahogué un poco, al contarle mis problemas. Estaba harto, desde luego, de las disputas interminables y de los rencores provocados por sus amores desgraciados y Sophie me daba la razón en todo aquello.

    Ya que habíamos sido amigos, Robinson y yo, le parecía a ella que debíamos reconciliarnos todos, sencillamente, como buenos amigos, y lo más pronto posible. Era el consejo de un buen corazón. Tienen muchos corazones buenos así, en Europa central. Sólo, que no estaba demasiado al corriente de los caracteres ni de las reacciones de la gente de por aquí. Con las mejores intenciones del mundo, me aconsejaba lo menos indicado. Me di cuenta de que se había equivocado, pero ya era demasiado tarde.

    «Deberías volver a verla, a Madelon -me aconsejó-, debe de ser buena chica en el fondo, por lo que me has contado... Sólo, que tú la provocaste, ¡y estuviste de lo más brutal y asqueroso con ella!... Le debes excusas e incluso un regalo bonito para hacerla olvidar...» Así se hacía en su país. En una palabra, iniciativas muy corteses me aconsejaba, pero poco prácticas.

    Seguí sus consejos, sobre todo porque vislumbraba, al cabo de todos aquellos melindres, acercamientos diplomáticos y remilgos, una posible partida entre cuatro que sería de lo más divertida, vamos, renovadora incluso. Mi amistad se volvía, siento decirlo, bajo la presión de los acontecimientos y de la edad, solapadamente erótica. Traición. Sophie me ayudaba, sin quererlo, a traicionar en aquel momento. Era demasiado curiosa como para no gustar de los peligros, Sophie. De madera excelente, nada protestona, persona que no intentaba minimizar las ocasiones de la vida, que no desconfiaba por principio de ésta. Mi estilo mismo. Más lanzada aún. Comprendía la necesidad de los cambios en las distracciones de la jodienda. Disposición aventurera, más rara que la hostia, hay que reconocerlo, entre las mujeres. No había duda, habíamos elegido bien.

    Le habría gustado, y a mí me parecía muy natural, que pudiera darle algunos detalles sobre el físico de Madelon. Temía parecer torpe junto a una francesa, en la intimidad, sobre todo por el gran renombre de artistas en ese terreno que se les ha atribuido a las francesas en el extranjero. En cuanto a soportar, además, a Robinson, para complacerme, y se acabó, consentiría. No la excitaba lo más mínimo, Robinson, según me decía, pero, en resumidas cuentas, estábamos de acuerdo. Era lo principal. Bien.

    Esperé un poco a que una buena ocasión se presentara para decir dos palabras a Robinson sobre mi proyecto de reconciliación general. Una mañana en que estaba en el economato copiando las observaciones médicas en el registro, el momento me pareció oportuno para mi intento y lo interrumpí para preguntarle con toda sencillez qué le parecería una iniciativa por mi parte ante Madelon para que quedara olvidado el violento pasado reciente... Y si podría en la misma ocasión presentarle a Sophie, mi nueva amiga... Y si no pensaba, por último, que había llegado el momento de que todos tuviéramos una explicación de una vez y como buenos amigos.

    Primero vaciló un poco, bien lo advertí, y después me respondió, pero sin entusiasmo, que no veía inconveniente... En el fondo, creo que Madelon le había anunciado que yo intentaría volver a verla con un pretexto u otro. De la bofetada del día en que ella había venido a Vigny no dije ni pío.

    No podía arriesgarme a que me echara una bronca entonces y me llamase bestia en público, pues, al fin y al cabo, si bien éramos amigos desde hacía mucho, en aquella casa estaba a mis órdenes, de todos modos. Lo primero, la autoridad.

    Era el momento de dar ese paso, el mes de enero. Decidimos, porque era más cómodo, que nos encontraríamos todos en París un domingo, que iríamos después al cine juntos y que tal vez pasaríamos primero un momento por la verbena de Batignolles, siempre que no hiciese demasiado frío fuera. Robinson había prometido llevarla a la verbena de Batignolles. Se pirraba por las verbenas, Madelon, según me dijo él. ¡Venía al pelo! Para la primera vez que volvíamos a vernos, sería mejor que fuese con ocasión de una fiesta.

    ¡La verdad es que nos dimos un atracón de verbena con los ojos! ¡Y con la cabeza también! ¡Bim y bum! ¡Y más bum! ¡Y empujones por aquí! ¡Y empujones por allá! ¡Y venga gritos! Y ahí nos teníais a todos en el barullo, ¡con luces, jaleo y demás! ¡Y viva el tino, la audacia y el cachondeo! ¡Hale! Cada cual intentaba parecer animado, pero un poco distante, de todos modos, para hacer ver a la gente que normalmente nos divertíamos en otra parte, en lugares mucho más caros, expensifs como se dice en inglés.

    Astutos y alegres cachondos aparentábamos ser, pese al cierzo, humillante también, y ese miedo deprimente a ser demasiado generosos con las distracciones y tener que lamentarlo mañana, tal vez durante toda una semana incluso.

    Un gran eructo de música sube de la noria. No consigue vomitar su vals de Fausto, la noria, pero hace todo lo posible. Le baja, el vals, y le vuelve a subir en torno al techo redondo, que gira con sus mil tartas de luz en bombillas. No es cómodo. El órgano sufre de música en el tubo de su vientre. ¿Qué tal un trozo de turrón? ¿O, mejor, el tiro al blanco? ¡A elegir!...

    Entre nosotros, la más hábil, con el ala del sombrero alzada por delante, en el tiro, era Madelon. «¡Mira! -dijo a Robinson-. ¡Yo no tiemblo! ¡Y eso que hemos bebido de lo lindo!» Con eso os hacéis idea del tono exacto de la conversación. Acabábamos de salir del restaurante. «¡Otra más!» ¡Madelon la ganó, la botella de champán! «¡Ping y pong! ¡Y blanco!» Entonces le hice una apuesta: a que no me atrapaba en los coches de choque. «¿Que no? -respondió, muy animada-. ¡Cada cual al suyo!» ¡Y hale! Yo estaba contento de que hubiese aceptado. Era un medio de aproximarme a ella. Sophie no era celosa. Tenía motivos.

    Conque Robinson subió detrás con Madelon en un coche y yo en otro delante con Sophie, ¡y nos pegamos una de golpes! ¡Toma castaña! ¡Toma ciribicundia! Pero en seguida vi que no le gustaba eso de que la zarandearan, a Madelon. Tampoco a él, por cierto, a Robinson, le gustaba ya eso. La verdad es que no estaba a gusto con nosotros. En el pasillo, cuando nos agarrábamos a las barandillas, unos marineros se pusieron a sobarnos por la fuerza, a hombres y mujeres, y nos hicieron proposiciones. Nos entró canguelo. Nos defendimos. Nos reímos. Llegaban de todos lados, los sobones, y, además, ¡con música, arrebato y cadencia! Recibes en esas especies de toneles con ruedas tales sacudidas, que cada vez que te dan se te salen los ojos de las órbitas. ¡Alegría, vamos! ¡Violencia con cachondeo! ¡Todo un acordeón de placeres! Me habría gustado hacer las paces con Madelon antes de abandonar la verbena. Yo insistía, pero ella ya no respondía a mis iniciativas. Nada, que no. Me ponía mala cara incluso. Me mantenía a distancia. Yo estaba perplejo. No estaba de humor, Madelon. Yo había esperado otra cosa. Físicamente había cambiado también, por cierto, y en todo.

    Observé que, al lado de Sophie, desmerecía, estaba mustia. La amabilidad le sentaba mejor, pero parecía que ahora supiese cosas superiores. Eso me irritó. Con gusto la habría abofeteado de nuevo para hacerla entrar en razón o, si no, que me dijera, a mí, eso superior que sabía.

    Pero, ¡a sonreír tocaban! Estábamos en la verbena, ¡no habíamos ido a lloriquear! ¡Había que celebrarlo!

    Había encontrado trabajo en casa de una tía suya, iba contando a Sophie, después, mientras caminábamos. En la Rué du Rocher, una tía corsetera. No íbamos a ponerlo en duda.

    No era difícil de comprender, desde ese momento, que para lo de la reconciliación el encuentro había sido un fracaso. Y para mi plan también, había sido un fracaso. Un desastre incluso.

    Había sido un error volver a verse. Sophie, por su parte, aún no comprendía bien la situación. No se daba cuenta de que, al volver a vernos, acabábamos de complicar las cosas... Robinson debería haberme dicho, haberme avisado, que era terca hasta ese punto... ¡Una lástima! ¡En fin! ¡Catapún! ¡Chin, chin! ¡Ánimo, que no se diga! ¡Hale, a la oruga! Yo lo propuse, invitaba yo, para intentar acercarme una vez más a Madelon. Pero se escabullía constantemente, me evitaba, aprovechaba la multitud para subirse a otra banqueta, delante, con Robinson; estaba yo guapo. Olas y remolinos de obscuridad nos atontaban. No había nada que hacer, concluí para mis adentros. Y Sophie ya era de mi opinión. Comprendía que en todo aquello había sido yo víctima de mi imaginación de obseso y salido. «¡Mira! ¡Está ofendida! Me parece que lo mejor sería dejarlos tranquilos ahora... Nosotros podríamos quizás ir a dar una vuelta por el Chabanais antes de volver a casa...» Era una propuesta que le gustaba mucho, a Sophie, porque había oído hablar mucho del Chabanais, cuando aún se encontraba en Praga, y estaba deseando conocerlo, el Chabanais, para poder juzgar por sí misma. Pero calculamos que nos saldría demasiado caro, el Chabanais, para la cantidad de dinero que habíamos cogido. Conque tuvimos que interesarnos de nuevo por la verbena.

    Robinson, mientras estábamos en la oruga, debía de haber tenido una escena con Madelon. Bajaron de lo más irritados, los dos, de aquel carrusel. Estaba visto que aquel día estaba ella de mírame y no me toques. Para calmar los ánimos, les propuse una distracción muy entretenida: un concurso de pesca al cuello de las botellas. Madelon aceptó refunfuñando. Y, sin embargo, nos ganó todo lo que quiso. Llegaba con su anillo justo encima del cuello de la botella, ¡e iba y te lo metía en menos que canta un gallo! ¡Tris, tras! Listo. El hombre de la caseta no daba crédito a sus ojos. Le entregó, de premio, «una media Grand-Duc de Malvoison». Para que os hagáis idea del tino que tenía. Pero, aun así, no quedó satisfecha. No la iba a beber... nos anunció al instante... Que si era malo... Conque fue Robinson quien la abrió para beberla. ¡Zas! ¡Y empinando el codo bien! Una gracia en su caso, pues no bebía, por así decir, nunca.

    Después pasamos delante de la boda del pim pam pum. ¡Pan! ¡Pan! Peleamos con pelotas duras. Había que ver qué poco tino tenía yo... Felicité a Robinson. Me ganaba a cualquier juego también él. Pero tampoco lo hacía sonreír su tino. Estaba visto: parecía que los hubiéramos llevado por la fuerza a los dos. No había modo de animarlos, de alegrarlos. «¡Que estamos en la verbena!», grité; por una vez me fallaba la inventiva.

    Pero les daba igual que yo los animara y les repitiese esas cosas al oído. No me oían. «Pero, ¿qué juventud es ésta? -les pregunté-. ¡A quien se le diga...! ¿Es que ya no se divierte la juventud? ¿Qué tendría que hacer yo, entonces, que tengo diez castañas más que vosotros? ¡Pues sí!» Entonces me miraban, Madelon y él, como si se encontraran ante un intoxicado, un baboso, y ni siquiera valiese la pena responderme... Como si ni siquiera valiese la pena hablarme, pues ya no comprendería, seguro, lo que pudieran explicarme... Nada de nada... ¿Tendrían razón?, me pregunté entonces y miré, muy inquieto, a nuestro alrededor, a la otra gente.

    Pero los otros hacían lo que convenía, por su parte, para divertirse, no como nosotros ahí, haciéndonos pajas mentales con nuestra pena, penita, pena. ¡Ni hablar del peluquín! ¡Menudo si la gozaban con la fiesta! ¡Por un franco aquí!... ¡Cincuenta céntimos allá!... Luz... Bombo, música y caramelos... Como moscas se agitaban, con sus larvillas incluso en los brazos, bien lívidos, pálidos bebés, que desaparecían, a fuerza de palidez, entre tanta luz. Un poco de rosa sólo en torno a la nariz les quedaba, a los bebés, en el sitio de los catarros y los besos.

    Entre todas las casetas, lo reconocí en seguida, al pasar, el «Tiro de las Naciones», un recuerdo, no les comenté nada a los otros. Quince años ya, me dije, sólo para mis adentros. Quince años han pasado ya... ¡La tira! ¡La cantidad de amiguetes que ha perdido uno por el camino! Nunca habría creído que se hubiera librado del barro en que estaba hundido allí, en Saint-Cloud, el «Tiro de las Naciones»... Pero estaba bien restaurado, casi nuevo, en una palabra, ahora, con música y todo. Muy bien. No cesaban de tirar. Una caseta de tiro está siempre muy solicitada. El huevo había vuelto también, como yo, en el centro, casi en el aire, a brincar. Costaba dos francos. Pasamos de largo, teníamos demasiado frío como para probar, más valía caminar. Pero no era porque nos faltase dinero, teníamos aún los bolsillos llenos, de moneda tintineante, la musiquilla del bolso.

    Yo habría probado cualquier cosa, en aquel momento, para que cambiásemos de ánimo, pero nadie ponía nada de su parte. Si hubiera estado Parapine con nosotros, habría sido aún peor seguramente, ya que se ponía triste en cuanto había gente. Por fortuna, se había quedado de guardia en el manicomio. Por mi parte, yo me arrepentía de haber ido. Madelon se echó entonces a reír, pese a todo, pero no era divertida su risa ni mucho menos. Robinson lanzaba risitas a su lado para no desentonar. De repente, Sophie se puso a contar chistes. Lo que faltaba.

    Al pasar por delante de la caseta del fotógrafo, nos vio, el artista, vacilantes. No queríamos fotografiarnos, salvo Sophie tal vez. Pero acabamos expuestos ante su aparato, de todos modos, a fuerza de vacilar ante la puerta. Nos sometimos a sus lentas instrucciones, ahí, sobre la pasarela de cartón, que debía de haber construido él mismo, de un supuesto barco La Belle-France. Estaba escrito en los falsos salvavidas. Nos quedamos así un buen rato, con los ojos clavados en el horizonte desafiando el porvenir. Otros clientes esperaban impacientes a que bajáramos de la pasarela y ya se vengaban considerándonos feos y nos lo decían, además, y en voz alta.

    Se aprovechaban de que no podíamos movernos. Pero Madelon no tenía miedo, los puso de vuelta y media con todo el acento del Mediodía. Bien clarito. Respuesta sabrosa.

    Magnesio. Todos parpadeamos. Una foto cada uno. Más feos que antes. Estábamos más feos que antes. Calaba la lluvia por la lona. Teníamos los pies molidos de cansancio y congelados. El viento se nos había colado, mientras posábamos, por todos los agujeros, hasta el punto de que el abrigo parecía inexistente.

    Había que ponerse de nuevo a deambular entre las casetas. Yo no me atrevía a proponer que volviésemos a Vigny. Era demasiado temprano. El sentimental órgano del tiovivo aprovechó que estábamos ya tiritando para provocarnos más tembleque aún, nervioso. Del fracaso del mundo entero se cachondeaba, el instrumento. Cantaba a la derrota entre sus tubos plateados y la melodía iba a diñarla en la noche de al lado, a través de las calles meadas que bajan de las Buttes.

    Las marmotillas de Bretaña tosían mucho más que el invierno pasado, cierto es, cuando acababan de llegar a París. Sus muslos jaspeados de verde y azul eran los que adornaban, como podían, los arreos de los caballitos. Los chorbos de Auvernia que las invitaban, prudentes empleados de Correos, sólo se las tiraban con condón, era sabido. No estaban dispuestos a pescarlas por segunda vez. Las marmotas se retorcían esperando el amor en el estrépito asquerosamente melodioso del tiovivo. Un poco mareadas estaban, pero posaban, de todos modos, con seis grados de temperatura, porque era el momento supremo, el momento de probar su juventud con el amante definitivo, que tal vez estuviera ahí, conquistado ya, acurrucado entre los gilipuertas de aquella multitud aterida. No se atrevía aún, el Amor... Todo llega, sin embargo, como en el cine, y la felicidad también. Que te adore una sola noche y nunca más se separará de ti, ese hijo de papá... Es algo visto y se acabó. Además, es que está bien, es que es guapo, es que es rico.

    En el quiosco de al lado, junto al metro, a la vendedora, por su parte, le importaba un pepino el porvenir, se rascaba su antigua conjuntivitis y se la infectaba despacio con las uñas. Es un placer, obscuro y gratuito. Ya hacía seis años que le duraba, lo del ojo, y cada vez le picaba más.

    Los transeúntes apiñados en grupo contra el frío que pelaba se apretujaban para derretirse en torno a la rifa. Sin conseguirlo. Brasero de culos. Entonces se largaban corriendo y saltaban para calentarse en el cogollo de multitud que formaban los de enfrente, delante del ternero con dos cabezas.

    Protegido por el urinario, un muchachito a quien el paro acechaba decía su precio a una pareja de provincias, que se sonrojaba de emoción. El guri que velaba por las buenas costumbres había comprendido el tejemaneje, pero se la traía floja, su cita de momento era a la salida del café Miseux. Hacía una semana que lo acechaba. Tenía que ser en el estanco o en la trastienda del vendedor de libros verdes de al lado. En cualquier caso, hacía tiempo que le habían dado el soplo. Uno de los dos procuraba, según contaban, menores, que aparentaban vender flores. Más anónimos. El vendedor de castañas de la esquina «soplaba» también, por su parte, a la bofia. Qué remedio, por cierto. Todo lo que había en la acera pertenecía a la policía.

    Esa especie de ametralladora que se oía, furiosa, por este lado, a ráfagas, era simplemente la moto del tipo del «Disco de la Muerte». Un «evadido», según decían, pero no era seguro. En cualquier caso, ya había reventado su tienda dos veces, aquí mismo, y también dos años antes en Toulouse. ¡A ver si se estrellaba de una vez con su aparato! ¡A ver si se rompía la jeta de una vez y la columna también y que no se hablara más del asunto! De oírlo, ¡te entraban ganas de matarlo! El tranvía también, por cierto, con su campanilla; ya había atropellado a dos viejos de Bicetre, a la altura de las casetas, en menos de un mes. El autobús, en cambio, era tranquilo. Llegaba a la chita callando a la Place Pigalle, con muchas precauciones, titubeando más bien, tocando la bocina, jadeando, con sus cuatro personas dentro, muy prudentes y lentas a la hora de salir, como monaguillos.

    De mostradores a grupos y de tiovivos a rifas, a fuerza de deambular, habíamos llegado hasta el final de la verbena, el enorme vacío negro como la pez donde las familias iban a hacer pipí... ¡Media vuelta, pues! Al volver sobre nuestros pasos, comimos castañas para que nos diera sed. Dolor en la boca nos dio, pero no sed. Un gusano también en las castañas, uno muy mono. Se lo encontró Madelon, como hecho a propósito. E incluso desde aquel momento fue cuando las cosas empezaron a ir francamente mal entre nosotros, hasta entonces nos conteníamos un poco, pero lo de la castaña la puso absolutamente furiosa.

    En el momento en que se acercaba al arroyo para escupirlo, el gusano, Léon le dijo, además, algo como para impedírselo, ya no sé qué, ni por qué le dio eso, pero de repente eso de ir a escupir así no le gustaba a Léon. Le preguntó, como un tonto, si había encontrado una pepita... No había que hacerle una pregunta así... Y entonces va y se le ocurre a Sophie meterse en su discusión, no comprendía por qué regañaban... Quería saberlo.

    Conque eso los irritó aún más, verse interrumpidos por Sophie, una extranjera, lógicamente. Justo entonces un grupo de alborotadores pasó entre nosotros y nos separó. Eran jóvenes que hacían la carrera, en realidad, pero con mímicas, pitos y toda clase de gritos de alma que lleva el diablo. Cuando pudimos juntarnos, seguían regañando, Robinson y ella.

    «Ha llegado el momento -pensaba yo- de regresar... Si los dejamos juntos aquí unos minutos más, nos van a armar un escándalo en plena verbena... ¡Ya basta por hoy!» Todo había fallado, había que reconocerlo. «¿Quieres que nos vayamos? -le propuse. Entonces me miró como sorprendido. Sin embargo, me parecía la decisión más prudente e indicada-. ¿Es que no estáis hartos de la verbena así?», añadí. Entonces me indicó por señas que lo mejor era que preguntara primero su opinión a Madelon. No tenía yo inconveniente en preguntárselo, a Madelon, pero no me parecía muy oportuno.
    «Pero, ¡si nos la llevamos con nosotros, a Madelon!», acabé diciendo.
    «¿Que nos la llevamos? ¿Adonde quieres llevarla?», dijo él.
    «Pues, ¡a Vigny, hombre!», respondí.

    ¡Era meter la pata!... Una vez más. Pero no podía echarme atrás, ya lo había dicho.

    «¡Tenemos una habitación libre para ella en Vigny! -añadí-. ¡Nos sobran habitaciones, qué caramba!... Además, podemos tomar una cenita juntos, antes de irnos a acostar... ¡Será más alegre que aquí, donde nos estamos quedando, literalmente, congelados desde hace dos horas! No va a ser difícil...» No respondía nada, Madelon, a mis propuestas. Ni siquiera me miraba, mientras yo hablaba, pero, aun así, no se perdía ripio de lo que yo acababa de explicar. En fin, lo dicho dicho estaba.

    Cuando me encontré un poco separado, ella se acercó a mí con disimulo para preguntarme si no sería que quería jugarle otra mala pasada invitándola a Vigny. No le respondí nada. No se puede razonar con una mujer celosa, como ella estaba, habría sido otro pretexto más para cuentos interminables. Y, además, yo no sabía exactamente de quién ni de qué estaba celosa. Con frecuencia es difícil determinar esos sentimientos provocados por los celos. De todo, en una palabra, estaba celosa, me imagino, como todo el mundo.

    Sophie no sabía ya qué hacer, pero seguía insistiendo para mostrarse amable. Había cogido del brazo incluso a Madelon, pero ésta estaba demasiado rabiosa y contenta, además, de estarlo como para dejarse distraer por amabilidades. Nos escurrimos con mucho trabajo a través del gentío para llegar hasta el tranvía, en la Place Clichy. En el preciso momento en que íbamos a coger el tranvía, una nube descargó sobre la plaza y empezó a llover a mares. El cielo se derramó.

    En un instante todos los autos fueron cogidos al asalto. «¿No irás a ponerme en evidencia delante de la gente?... ¿Eh, Léon? -oí a Madelon preguntarle a media voz junto a nosotros. Aquello se ponía feo-. ¿Conque ya estás harto de verme, eh?... ¡Anda, dilo que estás harto de verme! -proseguía-. ¡Dilo! ¡Y eso que no me ves a menudo!... Pero prefieres estar a solas con ellos dos, ¿eh?...

    Apuesto algo a que os acostáis juntos, cuando yo no estoy... ¡Dilo, que prefieres estar con ellos y no conmigo!... Dilo, que yo te oiga... -Y después se quedaba sin decir nada, la cara se le cerraba en una mueca en torno a la nariz, que le subía y le tiraba de la boca. Estábamos esperando en la acera-. ¿Has visto cómo me tratan tus amigos?... ¿Eh, Léon?», continuaba.

    Pero Léon, hay que ser justos, no replicaba, no la provocaba, miraba para otro lado, a las fachadas y el bulevar y los coches.

    Sin embargo, era un violento a ratos, Léon. Como Madelon veía que no daban resultado sus amenazas, lo hostigaba de otro modo y después con ternura, mientras esperaba. «Yo te quiero, Léon mío, ¿me oyes, que te quiero?... ¿Te das cuenta por lo menos de lo que he hecho por ti?... ¿Tal vez habría sido mejor que yo no viniera hoy?... ¿Me quieres, de todos modos, un poquito, Léon? No es posible que no me quieras nada... Tienes corazón, ¿no, Léon? Tienes un poco de corazón, de todos modos, ¿no, Léon?... Entonces, ¿por qué desprecias mi amor?... Habíamos tenido un sueño bonito juntos... ¡Anda que no eres cruel conmigo!... ¡Has despreciado mi sueño, Léon! ¡Lo has ensuciado!... ¡Ya puedes decir que lo has destruido, mi ideal!... Entonces no quieres que crea más en el amor, ¿eh? ¿Es eso lo que quieres de verdad?...» Todo le preguntaba, mientras la lluvia calaba el toldo del café.

    Chorreaba entre la gente. Estaba visto, Madelon era como él me había advertido. No había inventado nada Robinson en lo referente a su carácter auténtico. No habría yo podido imaginar que hubiesen llegado tan rápido a semejantes intensidades sentimentales, así era.

    Como los coches y todo el tráfico hacían mucho ruido en torno a nosotros, aproveché para decir unas palabras a Robinson al oído, de todos modos, sobre la situación, para intentar librarnos de ella ahora y acabar lo más rápido posible, ya que había sido un fracaso, zafarnos a la chita callando antes de que todo se agriara y que nos enfadásemos sin remedio. Era como para temerlo. «¿Quieres que te busque un pretexto yo? -le sugerí-. ¿Y que nos larguemos cada uno por nuestro lado?» «¡No se te ocurra! -me respondió él-. ¡No se te ocurra! ¡Podría darle un ataque aquí mismo y no podríamos con ella!» No insistí.

    Al fin y al cabo, tal vez fuera eso lo que le daba gusto, que le echasen una bronca en público, a Robinson, y, además, que él la conocía mejor que yo. Cuando el diluvio amainaba, encontramos un taxi. Nos precipitamos y nos encontramos apretujados. Al principio, no nos decíamos nada. Estábamos mustios y, además, yo ya había metido la pata lo mío. Podía esperar un poquito antes de volver a empezar.

    Léon y yo cogimos los transpórtales de delante y las dos mujeres ocuparon el fondo del taxi. Las noches de verbena hay embotellamientos en la carretera de Argenteuil, sobre todo hasta la Porte. Después hay que contar por lo menos una buena hora para llegar a Vigny por culpa del tráfico. No es cómodo permanecer una hora sin hablarse, mirándose de frente, sobre todo cuando es de noche, cuando vas inquieto a causa de los que te acompañan.

    Sin embargo, si hubiéramos permanecido así, ofendidos, pero sin manifestarlo, no habría ocurrido nada. Hoy sigo siendo del mismo parecer, cuando lo pienso.

    A fin de cuentas, fue culpa mía que volviéramos a hablar y que la disputa se reanudara al instante y con más fuerza. Con las palabras todas las precauciones son pocas; parecen mosquitas muertas, las palabras, no parecen peligros, desde luego, vientecillos más bien, ruiditos vocales, ni chicha ni limonada, y fáciles de recoger, en cuanto llegan a través del oído, por el enorme hastío, gris y difuso, del cerebro. No desconfiamos de las palabras y llega la desgracia.

    Palabras hay escondidas, entre las otras, como guijarros. No se reconocen en especial y después van, sin embargo, y te hacen temblar la vida entera, en su fuerza y en su debilidad... Entonces viene el pánico... Una avalancha... Te quedas ahí, como un ahorcado, por encima de las emociones... Una tormenta que ha llegado, que ha pasado, demasiado fuerte para uno, tan violenta, que nunca la hubiera uno imaginado sólo con sentimientos... Así, pues, todas las precauciones son pocas con las palabras, ésa es mi conclusión. Pero, primero, voy a contar cómo fue...: el taxi seguía despacio tras el tranvía a causa de las obras... «Rrron...» y «rrron...», hacía. Una cuneta cada cien metros... Sólo, que yo no podía conformarme con eso, el tranvía delante. Yo, siempre charlatán e infantil, me impacientaba... Me resultaba insoportable aquella marcha de entierro y aquella indecisión por todas partes... Me apresuré a romper el silencio para preguntar a gritos por qué iba pisando huevos. Observé o, mejor, intenté observar, pues ya casi no se veía, en su rincón, a la izquierda, en el fondo del taxi, a Madelon. Mantenía la cara vuelta hacia fuera, hacia el paisaje, hacia la noche, a decir verdad. Comprobé con rencor que seguía tan terca.

    Y yo tenía que hacer la puñeta, desde luego. Me dirigí a ella, sólo para que volviera la cara hacia mí.

    «¡Oye, Madelon! -le pregunté-. ¿No tendrás un plan para que nos divirtamos que no te atreves a proponernos? ¿Quieres que nos detengamos en alguna parte antes de regresar? ¡Dilo sin falta!...»
    «¡Divertirse! ¡Divertirse! -me respondió como insultada-. ¡Sólo pensáis en eso, vosotros! ¡En divertiros!...»

    Y de pronto lanzó toda una serie de suspiros, profundos, conmovedores como pocos he oído en mi vida.

    «¡Yo hago lo que puedo! -le respondí-. ¡Es domingo!»
    «¿Y tú, Léon? -le preguntó entonces a él-. ¿Tú? ¿Haces tú también todo lo que puedes? ¿Eh?» Sin rodeos.
    «¡Ya lo creo!», le respondió él.

    Los miré a los dos en el momento en que pasábamos ante los faroles. La cólera en persona. Madelon se inclinó entonces como para besarlo. Estaba visto y bien visto que aquella tarde no íbamos a dejar de meter la pata ni una sola vez.

    El taxi volvía a avanzar muy despacio por culpa de los camiones, en constante caravana por delante de nosotros. Eso le molestaba precisamente, a él, que lo besara, y la rechazó con bastante brusquedad, hay que reconocerlo. Desde luego, no era un gesto amable precisamente, sobre todo delante de nosotros.

    Cuando llegamos al final de la Avenue de Clichy, a la Porte, era ya noche obscura, las tiendas estaban encendiendo las luces. Bajo el puente del ferrocarril, que resuena siempre tan fuerte, oí que volvía a preguntarle: «¿No quieres besarme, Léon?» Volvía a la carga. Él seguía sin responderle. De repente, ella se volvió hacia mí y me increpó a las claras. Lo que no podía soportar era la afrenta.

    «¿Qué más le has hecho a Léon para que se haya vuelto tan malo? Anda, atrévete a decírmelo en seguida... ¿Qué le has contado?...» Asimismo me provocaba.
    «¿Contarle? -le respondí-. ¡No le he contado nada!... ¡Yo no me meto en vuestras disputas!...»

    Y lo más grande es que era verdad, que yo no le había contado nada en absoluto de ella, a Léon. Era muy dueño de quedarse con ella o separarse. No me incumbía, pero no valía la pena intentar convencerla, ya no se avenía a razones y volvimos a callarnos frente a frente, en el taxi, pero la atmósfera seguía tan cargada de bronca, que no se podía continuar así mucho rato. Había puesto, para hablarme, un tono de voz sordo, que nunca le había oído yo, un tono monótono también, como el de una persona del todo decidida. Echada hacia atrás como iba en el rincón del taxi, yo ya no podía apenas ver sus gestos y eso me fastidiaba mucho.

    Sophie, entretanto, me tenía cogida la mano. Ya no sabía dónde meterse, Sophie, de repente, la pobre.

    Cuando acabábamos de pasar Saint-Ouen, fue Madelon quien reanudó la sesión de quejas contra Léon y con una intensidad frenética, volviendo a hacerle preguntas interminables y en voz alta ahora a propósito de su afecto y su fidelidad. Para nosotros dos, Sophie y yo, era de lo más violento. Pero estaba tan soliviantada, que le daba absolutamente igual que la escucháramos: al contrario. Desde luego, yo me había lucido encerrándola en aquella jaula con nosotros, resonaba y eso le daba ganas, con su carácter, de hacernos la gran escena. Había sido otra iniciativa mía, muy ocurrente, lo del taxi...

    Él, Léon, ya no reaccionaba. En primer lugar, estaba cansado por la tarde que acabábamos de pasar juntos y, además, siempre tenía sueño atrasado, era su enfermedad.

    «¡Cálmate, mujer! -conseguí, de todos modos, hacerle entender a Madelon-. Ya reñiréis los dos al llegar... ¡Os sobra tiempo!...»
    «¡Llegar! ¡Llegar! -me respondió entonces con un tono indescriptible-. ¿Llegar? No vamos a llegar nunca, ¡te lo digo yo!... Y, además, ¡que estoy harta de vuestros asquerosos modales! -prosiguió-. ¡Yo soy una chica decente!... ¡Valgo más que todos vosotros juntos, yo!... Hatajo de guarros. Ya podéis tomarme el pelo... ¡que no sois dignos de comprenderme!... ¡Estáis demasiado corrompidos, todos vosotros, para comprenderme!... ¡Ya no hay cosa limpia ni bonita que podáis comprender!»

    Nos atacaba a fin de cuentas, en el amor propio y sin cesar, y de nada servía que yo permaneciera muy modosito en mi transportín, lo mejor posible, y sin lanzar ni un simple suspiro, para no excitarla más; a cada cambio de velocidad del taxi, volvía a lanzarse en trance. Basta una nimiedad en esos momentos para desencadenar lo peor y era como si gozara sólo con hacernos sufrir, ya no podía dejar de dar rienda suelta en seguida a su carácter y hasta el fondo.

    «Pero, ¡no os creáis que esto va a quedar así! -siguió amenazándonos-. ¡Ni que vais a poder deshaceros de la chica a la chita callando! ¡Ah, no! ¿Eh? ¡No os lo vayáis a creer! No, ¡os va a salir el tiro por la culata! Desgraciados, que es lo que sois, todos... ¡Me habéis hecho una desdichada! ¡Os vais a enterar, con todo lo asquerosos que sois!...»

    De repente, se inclinó hacia Robinson y lo cogió del abrigo y se puso a zarandearlo con los dos brazos. Él no hacía nada para desasirse. No iba yo a intervenir. Era casi como para pensar que le daba placer, a Robinson, verla excitarse un poco más aún en relación con él. Él se reía burlón, no era natural, oscilaba, mientras ella lo ponía verde, como un monigote, con la cabeza gacha y fláccida.

    En el momento en que yo iba a hacer, pese a todo, un gesto de reconvención para interrumpir aquellas groserías, ella se me volvió y no queráis ver lo que me soltó incluso a mí... Lo que se tenía callado desde hacía mucho... ¡Me lanzó una buena, la verdad! Y delante de todo el mundo. «Tú, ¡estáte quieto, sátiro! -fue y me dijo-. ¡No te metas en donde no te llaman! ¡No te aguanto más violencias, amigo! ¿Me oyes? ¿Eh? ¡Es que no te las aguanto más! Si vuelves a levantarme la mano una sola vez, ¡te va a enseñar, Madelon, cómo hay que comportarse en la vida!... ¡A poner los cuernos a los amigos y después pegar a sus mujeres!... ¡Será jeta, el cabrón este! ¿Es que no te da vergüenza?» Léon, por su parte, al oír aquellas verdades, pareció despertar un poco. Dejó de reírse. Yo me pregunté incluso por un momentito si no iríamos a provocarnos, a canearnos, pero es que, en primer lugar, no teníamos sitio, siendo cuatro en el taxi. Eso me tranquilizaba. Era demasiado estrecho.

    Y, además, que íbamos bastante deprisa ahora por el adoquinado de los bulevares del Sena y pegábamos unos botes, que no podíamos ni movernos...

    «¡Ven, Léon! -le ordenó entonces-. ¡Ven! ¡Te lo pido por última vez! ¿Me oyes? ¡Ven! ¡Mándalos a freír espárragos! ¿Es que no oyes lo que te digo?»

    Una comedia de verdad.

    «¡Para el taxi, venga, Léon! ¡Páralo tú o lo paro yo misma!»

    Pero él, Léon, seguía sin moverse de su asiento. Estaba clavado.

    «Entonces, ¿no quieres venir? -volvió a insistir-. ¿No quieres venir?»

    Me había avisado que lo mejor que podía hacer yo era quedarme tranquilo. Despachado. «¿No vienes?», le repetía. El taxi seguía a gran velocidad, la carretera estaba despejada ahora y pegábamos botes aún mayores. Como paquetes, para aquí, para allá.

    «Bueno -concluyó, en vista de que él no le respondía nada-. ¡Muy bien! ¡De acuerdo! ¡Tú lo habrás querido! ¡Mañana! ¿Me oyes? Mañana, a más tardar, iré a ver al comisario y le explicaré, yo, al comisario, ¡cómo cayó en su escalera la tía Henrouille! ¿Me oyes, ahora? ¿Di, Léon?... ¿Estás contento?... ¿Ya no te haces el sordo? ¡O te vienes conmigo ahora mismo o voy a verlo mañana por la mañana!... A ver, ¿quieres venir o no? ¡Explícate!...» Era categórica, la amenaza.

    En aquel momento, él se decidió a responderle un poco.

    «Pero, bueno, ¡si tú estás pringada también! -le dijo-. ¡Qué vas a decir tú...!»

    Al oírle responder aquello, ella no se calmó lo más mínimo: al contrario. «¡Me importa un comino! -le respondió-. ¡Estar pringada! ¿Quieres decir que iremos a la cárcel los dos?... ¿Que fui tu cómplice?... ¿Es eso lo que quieres decir?... Pero, ¡si no deseo otra cosa!...»

    Y de pronto se echó a reír burlona, como una histérica, como si en su vida hubiera conocido cosa más graciosa...

    «Pero, ¡si no deseo otra cosa, ya te digo! Pero, ¡si a mí me gusta la cárcel! ¡Te lo digo yo!... ¡No te vayas a creer que me voy a rajar por miedo a la cárcel!... ¡Iré cuantas veces quieran, a la cárcel! Pero tú también irás entonces, ¿eh, cabrón?... ¡Al menos, ya no te burlarás más de mí!... ¡Soy tuya, de acuerdo! Pero, ¡tú eres mío! ¡Haberte quedado conmigo allí! Yo sólo conozco un amor, ¿sabe, usted? ¡Yo no soy una puta!»

    Y nos desafiaba, a mí y a Sophie, al mismo tiempo, al decir eso. De fidelidad hablaba, de consideración.

    Pese a todo, seguíamos en marcha y Robinson seguía sin decidirse a detener al taxista.

    «Entonces, ¿no vienes? ¿Prefieres ir a presidio? ¡Muy bien!... ¿Te la trae floja que te denuncie?... ¿Que te quiera?... ¿Te la trae floja también? ¿Eh?... ¿Y mi porvenir te la trae floja?... Todo te la trae floja, en realidad, ¿no es así? ¡Dilo!»
    «Sí, en cierto sentido... -respondió él-. Tienes razón... Pero no más tú que otra, me la traes floja... ¡Sobre todo no te lo tomes como un insulto!... Tú eres simpática, en el fondo... Pero ya no deseo que me amen... ¡Me da asco!...»

    No se esperaba que le dijeran una cosa así, ahí, en sus narices, y tanto la sorprendió, que ya no sabía cómo reanudar la bronca que había iniciado. Estaba bastante desconcertada, pero volvió a empezar, de todos modos. «¡Ah! ¡Conque te da asco!... ¿Cómo que te da asco? ¿Qué quieres decir?... Explícate, ingrato asqueroso...»

    «¡No! No eres tú, ¡es que todo me da asco! -le respondió él-. No tengo ganas... No hay que tomármelo en cuenta...»
    «¿Cómo dices? ¡Repítelo!... ¿Yo y todo? -Intentaba comprender-. ¿Yo y todo? Pero, ¡explícate! ¿Qué quiere decir eso?... ¿Yo y todo?... ¡No hables en chino!... Dímelo en cristiano, delante de ellos, por qué te doy asco ahora. ¿Es que no te empalmas como los demás, eh, cacho cabrón? ¿Cuando haces el amor? A ver, ¿no te empalmas? ¿Eh?... Atrévete a decirlo aquí... delante de todo el mundo... ¡que no te empalmas!...»

    Pese a su furia, daba un poco de risa su manera de defenderse con esas observaciones. Pero no tuve mucho tiempo para divertirme, porque volvió a la carga. «Y ése, ¿qué? -dijo-. ¿Es que no se pone las botas, siempre que puede atraparme en un rincón? ¡Ese asqueroso! ¡Ese sobón! ¡A ver si se atreve a decirme lo contrario!... Pero decidlo todos, ¡que lo que queréis es variar!... ¡Re-conocedlo!... ¡Que lo que necesitáis es la novedad!... ¡Orgías!... ¿Por qué no jovencitas vírgenes? ¡Hatajo de depravados! ¡Hatajo de cerdos! ¿Por qué buscáis pretextos?... Lo que os pasa es que estáis hastiados de todo, ¡y se acabó! Sólo, ¡que ya no tenéis valor para vuestros vicios! ¡Os dan miedo vuestros vicios!»

    Y entonces fue Robinson quien se encargó de responder. Se había irritado también, al final, y ahora berreaba tan fuerte como ella.

    «Pero, ¡claro que sí! -le respondió-. ¡Claro que tengo valor! ¡Y seguro que tanto o más que tú!... Sólo, que yo, si quieres que te diga la verdad... toda absolutamente... pues, ¡es que todo me repugna y me asquea ahora! ¡No sólo tú!... ¡Todo!... ¡Sobre todo el amor!... El tuyo como el de los demás... Ese rollo de sentimientos que andas tirándote, ¿quieres que te diga a qué se parece? ¡Se parece a hacer el amor en un retrete! ¿Me comprendes ahora?... Y los sentimientos que andas sacando para que me quede pegado a ti, me sientan como insultos, por si te interesa saberlo... Y ni siquiera lo sospechas, además, porque la asquerosa eres tú, que no te das cuenta... ¡Y ni siquiera te imaginas que eres una asquerosa!... Te basta con repetir los rollos que anda soltando la gente... Te parece normal... Te basta porque te han contado que no había nada mejor que el amor y que le da a todo el mundo y siempre... Bueno, pues, ¡yo me cago en ese amor de todo el mundo!... ¿Me oyes? Yo ya no pico, chica... ¡en su asqueroso amor!... ¡Vas lista!... ¡Llegas demasiado tarde! Yo ya no pico, ¡y se acabó!... ¡Y por eso te enfureces!... ¿Sigue interesándote hacer el amor en medio de todo lo que ocurre?... ¿De todo lo que vemos?... ¿O es que no ves nada?... ¡Más bien creo que te importa un pepino!... Te haces la sentimental, pero eres una bestia como no hay dos... ¿Quieres jalar carne podrida? ¿Con tu salsa a base de ternura?... ¿Te pasa así?... ¡A mí, no!... Si no hueles nada, ¡mejor para ti! ¡Es que tienes la nariz tapada! Hay que estar embrutecido como estáis todos para que no os dé asco... ¿Quieres saber lo que se interpone entre tú y yo?... Bueno, pues, entre tú y yo se interpone la vida entera... ¿No te basta acaso?»
    «Pero mi casa está limpia... -se rebeló ella-. Se puede ser pobre y, aun así, limpio, ¡qué caramba! ¿Cuándo has visto tú que no estuviera limpia mi casa? ¿Eso es lo que quieres decir al insultarme?... Yo tengo el culo limpio, ¡para que se entere usted!... ¡Quizá tú no puedas decir lo mismo!... ¡ni los pies tampoco!»
    «Pero, ¡si yo no he dicho nunca eso, Madelon! ¡Yo no he dicho nada así!... ¡Que tu casa no esté limpia!... ¿Ves como no comprendes nada?» Eso era lo único que se le había ocurrido para calmarla.
    «¿Que no has dicho nada? ¿Nada? Mirad cómo me insulta y me deja por los suelos, ¡y encima, se pone que no ha dicho nada! Pero, ¡si es que habría que matarlo para que no pudiera mentir más! ¡El trullo no es bastante para un mierda como éste! ¡Un chulo asqueroso y degenerado!... ¡No basta!... ¡Lo que le haría falta es el patíbulo!»

    Ya no quería calmarse de ningún modo. Ya no se entendía nada de su disputa en el taxi. Sólo se oían palabrotas con el estruendo del auto, el golpeteo de las ruedas con la lluvia y el viento que se lanzaba contra nuestra portezuela a ráfagas. íbamos atestados de amenazas. «Es innoble... -repitió varias veces. Ya no podía hablar de otra cosa-. ¡Es innoble! -Y después probó el juego fuerte-: ¿Vienes? -le dijo-. ¿Vienes, Léon? ¿A la una?... ¿Vienes? ¿A las dos?... -Esperó-. ¿A las tres?... ¿No vienes, entonces?» «¡No! -le respondió él, sin hacer el menor movimiento-. ¡Haz lo que quieras!», añadió incluso. Respuesta clara.

    Ella debió de echarse hacia atrás un poco en el asiento, al fondo. Debía de sujetar el revólver con las dos manos, porque, cuando le salió el disparo, parecía proceder derecho de su vientre y después, casi juntos, dos tiros más, dos veces seguidas... Lleno de humo picante quedó el taxi entonces.

    Seguimos en marcha, de todos modos. Cayó sobre mí, Robinson, de lado, a sacudidas, farfullando. «¡Hop!» y «¡Hop!» No cesaba de gemir. «¡Hop!» y «¡Hop!» El conductor tenía que haber oído.

    Aminoró un poco sólo al principio, para cerciorarse. Por fin, se detuvo del todo delante de un farol de gas.

    En cuanto hubo abierto la portezuela, Madelon le dio un violento empujón y se lanzó afuera. Cayó rodando por el terraplén. Se largó corriendo entre la obscuridad del campo y por el barro. De nada sirvió que yo la llamara, ya estaba lejos.

    Yo no sabía qué hacer con el herido. Llevarlo hasta París habría sido lo más práctico en cierto sentido... Pero ya no estábamos lejos de nuestra casa... La gente del pueblo no habría comprendido la maniobra... Conque Sophie y yo lo tapamos con los abrigos y lo colocamos en el propio rincón donde Madelon se había situado para disparar. «¡Despacio!», recomendé al conductor. Pero aún iba demasiado rápido, tenía prisa. Los tumbas hacían gemir aún más a Robinson.

    Una vez que llegamos ante la casa, ni siquiera quería darnos su nombre, el conductor; estaba preocupado por los líos que eso le iba a traer, con la policía, los testimonios...

    Decía también que seguramente habría manchas de sangre en los asientos. Quería marcharse al instante. Pero yo había tomado su número.

    En el vientre había recibido Robinson las dos balas, tal vez tres, no sabía yo aún cuántas exactamente.

    Había disparado justo delante de ella, eso lo había visto yo. No sangraban, las heridas. Entre Sophie y yo, pese a que lo sujetábamos, daba muchos tumbos, de todos modos, la cabeza se le bamboleaba. Hablaba, pero era difícil comprenderlo. Era ya delirio. «¡Hop!» y «¡Hop!», seguía canturreando. Iba a tener tiempo de morirse antes de que llegáramos.

    La calle estaba recién adoquinada. En cuanto llegamos ante la verja, envié a la portera a buscar a Parapine en su habitación, a toda prisa. Bajó al instante y con él y un enfermero pudimos subir a Léon hasta su cama. Una vez desvestido, pudimos examinarlo y palparle la pared abdominal. Estaba ya muy tensa, la pared, bajo los dedos, a la palpación, e incluso producía un sonido sordo en algunos puntos. Dos agujeros, uno encima del otro, encontré, una de las balas debía de haberse perdido.

    Si yo hubiera estado en su lugar, habría preferido una hemorragia interna, eso te inunda el vientre, y tarda poco. Se te llena el peritoneo y se acabó. Mientras que una peritonitis es infección en perspectiva, larga.

    Podíamos preguntarnos cómo iría a hacer, para acabar. El vientre se le hinchaba, nos miraba, Léon, ya muy fijo, gemía, pero no demasiado. Era como una calma. Yo ya lo había visto muy enfermo, y en muchos lugares diferentes, pero aquello era un asunto en que todo era nuevo, los suspiros y los ojos y todo. Ya no se lo podía retener, podríamos decir, se iba de minuto en minuto. Transpiraba con gotas tan gruesas, que era como si llorase con toda la cara. En esos momentos es un poco violento haberse vuelto tan pobre y tan duro. Careces de casi todo lo que haría falta para ayudar a morir a alguien. Ya sólo te quedan cosas útiles para la vida de todos los días, la vida de la comodidad, la vida propia sólo, la cabronada. Has perdido la confianza por el camino. Has expulsado, ahuyentado, la piedad que te quedaba, con cuidado, hasta el fondo del cuerpo, como una píldora asquerosa. La has empujado hasta el extremo del intestino, la piedad, con la mierda. Ahí está bien, te dices.

    Y yo seguía, delante de Léon, para compadecerme, y nunca me había sentido tan violento. No lo conseguía... Él me encontraba... Las pasaba putas... Él debía de buscar a otro Ferdinand, mucho mayor que yo, desde luego, para morir, para ayudarlo a morir más bien, más despacio. Hacía esfuerzos para darse cuenta de si por casualidad no habría hecho progresos el mundo. Hacía el inventario, el pobre desgraciado, en su conciencia... Si no habrían cambiado un poco los hombres, para mejor, mientras él había vivido, si no habría sido alguna vez injusto con ellos sin quererlo... Pero sólo estaba yo, yo y sólo yo, junto a él, un Ferdinand muy real al que faltaba lo que haría a un hombre más grande que su simple vida, el amor por la vida de los demás. De eso no tenía yo, o tan poco, la verdad, que no valía la pena enseñarlo. Yo no era grande como la muerte. Era mucho más pequeño. Carecía de la gran idea humana. Habría sentido incluso, creo, pena con mayor facilidad de un perro estirando la pata que de él, Robinson, porque un perro no es listillo, mientras que él era un poco listillo, de todos modos, Léon. También yo era un listillo, éramos unos listillos... Todo lo demás había desaparecido por el camino y hasta esas muecas que pueden aún servir junto a los agonizantes las había perdido, había perdido todo, estaba visto, por el camino, no encontraba nada de lo que se necesita para diñarla, sólo malicias. Mi sentimiento era como una casa adonde sólo se va de vacaciones. Es casi inhabitable. Y, además, es que es exigente, un agonizante moribundo. Agonizar no basta. Hay que gozar al tiempo que se casca, con los últimos estertores hay que gozar aún, en el punto más bajo de la vida, con las arterias llenas de urea.

    Lloriquean aún, los agonizantes, porque no gozan bastante... Reclaman... Protestan. Es la comedia de la desgracia, que intenta pasar de la vida a la propia muerte.

    Recuperó un poco el sentido, cuando Parapine le hubo puesto la inyección de morfina. Nos contó incluso cosas entonces sobre lo que acababa de ocurrir. «Es mejor que esto acabe así... -dijo y añadió-: No duele tanto como yo hubiera creído...» Cuando Parapine le preguntó en qué punto le dolía exactamente, se veía ya bien que estaba un poco ido, pero también que aún quería, pese a todo, decirnos cosas... Le faltaba la fuerza y también los medios. Lloraba, se asfixiaba y se reía un instante después. No era como un enfermo corriente, no sabíamos qué actitud adoptar ante él.

    Era como si intentara ayudarnos a vivir ahora a nosotros. Como si nos buscase, a nosotros, placeres para permanecer. Nos tenía cogidos de la mano. Una a cada uno. Lo besé. Eso es ya lo único que se puede hacer sin equivocarse en esos casos. Esperamos. Ya no dijo nada más. Un poco después, una hora tal vez, no más, se decidió la hemorragia, pero entonces abundante, interna, masiva. Se lo llevó.

    Su corazón se puso a latir cada vez más deprisa y después como un loco. Corría, su corazón, tras su sangre, agotado, ahí, minúsculo ya, al final de las arterias, temblando en la punta de los dedos. La palidez le subió desde el cuello y le inundó toda la cara. Acabó asfixiándose. Se marchó de golpe, como si hubiera tomado carrerilla, apretándose contra nosotros dos, con los dos brazos.

    Y después volvió, ante nosotros, casi al instante, crispado, adquiriendo ya todo su peso de muerto.

    Nos levantamos, nosotros, nos desprendimos de sus manos. Se le quedaron en el aire, las manos, muy rígidas, alzadas, bien amarillas y azules bajo la lámpara.

    En la habitación parecía un extranjero ahora, Robinson, que viniera de un país atroz y al que no nos atreviésemos ya a hablar.

    Parapine conservaba la presencia de ánimo. Encontró el medio de enviar a un hombre a la comisaría. Precisamente era Gustave, nuestro Gustave, quien estaba de plantón, después de volver de su trabajo con el tráfico.

    «¡Vaya, otra desgracia!», dijo Gustave, en cuanto entró en la habitación y vio.

    Y después se sentó al lado para cobrar aliento y echar un trago también en la mesa de los enfermeros, que aún no habían recogido. «Como es un crimen, lo mejor sería llevarlo a la comisaría -propuso y después comentó también-: Era un buen chico, Robinson, incapaz de hacer daño a una mosca. Me pregunto por qué lo habrá matado...» Y volvió a echar un trago. No debería haberlo hecho. Toleraba mal la bebida. Pero le gustaba la botella. Era su debilidad.

    Fuimos a buscar una camilla arriba, con él, en el almacén. Era ya muy tarde para molestar al personal, decidimos transportar el cuerpo hasta la comisaría nosotros mismos. La comisaría quedaba lejos, en el otro extremo del pueblo, después del paso a nivel, la última casa.

    Conque nos pusimos en marcha. Parapine sujetaba la camilla por delante. Gustave Mandamour por el otro extremo. Sólo, que no iban demasiado derechos ni uno ni otro. Sophie tuvo incluso que guiarlos un poco para bajar la escalerita. En aquel momento observé que no parecía demasiado emocionada, Sophie. Y, sin embargo, había sucedido a su lado y tan cerca incluso, que habría podido muy bien recibir una de las balas, mientras la otra loca disparaba. Pero Sophie, ya lo había yo notado en otras circunstancias, necesitaba tiempo para ponerse a tono con las emociones. No es que fuera fría, ya que le venía más bien como una tormenta, pero necesitaba tiempo.

    Yo quería seguirlos aún un poco con el cuerpo para asegurarme de que todo había acabado. Pero, en lugar de seguirlos con su camilla, como debería haber hecho, deambulé más bien de derecha a izquierda a lo largo de la carretera y después, al final, una vez pasada la gran escuela que está junto al paso a nivel, me metí por un caminito que baja entre los setos primero y después a pique hacia el Sena.

    Por encima de las verjas los vi alejarse con su camilla, iban como a asfixiarse entre las fajas de niebla, que se rehacían despacio detrás de ellos. A orillas del río el agua chocaba con fuerza contra las gabarras, bien apretadas contra la crecida. De la llanura de Gennevilliers llegaba aún un frío que pelaba a bocanadas sobre los remolinos del río y lo hacía relucir entre los arcos del puente.

    Allí, muy a lo lejos, estaba el mar. Pero yo ya no podía imaginar nada sobre el mar. Tenía otras cosas que hacer. De nada me servía intentar perderme para no volver a encontrarme ante mi vida, por todos lados me la encontraba, sencillamente. Volví sobre mí mismo. Mi trajinar estaba acabado y bien acabado. ¡Que otros siguieran!... ¡El mundo se había vuelto a cerrar! ¡Al final habíamos llegado, nosotros!... ¡Como en la verbena!... Sentir pena no basta, habría que poder reanudar la música, ir a buscar más pena... Pero, ¡que otros lo hiciesen!... Es juventud lo que pedimos de nuevo, así, como quien no quiere la cosa... ¡Y desenvueltos!... Para empezar, ¡ya no estaba dispuesto a soportar más tampoco!... Y, sin embargo, ¡ni siquiera había llegado tan lejos como Robinson, yo, en la vida!... No había triunfado, en definitiva. No había logrado hacerme una sola idea de ella bien sólida, como la que se le había ocurrido a él para que le dieran para el pelo. Una idea más grande aún que mi gruesa cabeza, más grande que todo el miedo que llevaba dentro, una idea hermosa, magnífica y muy cómoda para morir... ¿Cuántas vidas me harían falta a mí para hacerme una idea así más fuerte que todo en el mundo? ¡Imposible decirlo! ¡Era un fracaso! Mis ideas vagabundeaban más bien en mi cabeza con mucho espacio entre medias, eran como humildes velitas trémulas que se pasaban la vida encendiéndose y apagándose en medio de un invierno abominable y muy horrible...

    Las cosas iban tal vez un poco mejor que veinte años antes, no se podía decir que no hubiese empezado a hacer progresos, pero, en fin, no era de prever que llegara nunca yo, como Robinson, a llenarme la cabeza con una sola idea, pero es que una idea soberbia, claramente más poderosa que la muerte, y que consiguiera, con mi simple idea, soltar por todos lados placer, despreocupación y valor. Un héroe fardón.

    La tira de valor tendría yo entonces. Chorrearía incluso por todos lados valor y vida y la propia vida ya no sería sino una completa idea de valor, que lo movería todo, a los hombres y las cosas desde la Tierra hasta el Cielo. Amor habría tanto, al mismo tiempo, que la Muerte quedaría encerrada dentro con la ternura y tan a gusto en su interior, tan caliente, que gozaría al fin, la muy puta, que acabaría divirtiéndose con amor también ella, con todo el mundo. ¡Eso sí que sería hermoso! ¡Sería un éxito! Me reía solo a la orilla del río pensando en todos los trucos que debería hacer para llegar a hincharme así con resoluciones infinitas... ¡Un auténtico sapo de ideal! La fiebre, al fin y al cabo.

    ¡Hacía una hora por lo menos que los compañeros me buscaban! Sobre todo porque habían advertido sin duda alguna que, al separarme de ellos, no estaba animado precisamente... Fue Gustave Mandamour quien me divisó el primero bajo el farol de gas. «¡Eh, doctor! -me llamó. Tenía, la verdad, una voz de la hostia, Mandamour-. ¡Por aquí! ¡Lo llaman en la comisaría! ¡Para la declaración!...» «Oiga, doctor... -añadió, pero entonces al oído-, ¡tiene usted muy mal aspecto!» Me acompañó. Me sostuvo incluso para andar. Me quería mucho, Gustave. Yo no le hacía nunca reproches sobre la bebida. Comprendía todo, yo. Mientras que Parapine, ése era un poco severo. Le avergonzaba de vez en cuando por lo de la bebida. Habría hecho muchas cosas por mí, Gustave. Me admiraba incluso. Me lo dijo. No sabía por qué. Yo tampoco. Pero me admiraba. Era el único.

    Recorrimos dos o tres calles juntos hasta divisar el farol de la comisaría. Ya no podíamos perdernos. El informe que debía hacer era lo que le preocupaba, a Gustave. No se atrevía a decírmelo. Ya había hecho firmar a todo el mundo, al pie del informe, pero, aun así, le faltaban todavía muchas cosas a su informe.

    Tenía una cabeza enorme, Gustave, por el estilo de la mía, y hasta podía yo ponerme su quepis, con eso está dicho todo, pero olvidaba con facilidad los detalles. Las ideas no acudían solícitas, hacía esfuerzos para expresarse y muchos más aún para escribir. Parapine lo habría ayudado con gusto a redactar, pero no sabía nada de las circunstancias del drama, Parapine. Habría tenido que inventar y el comisario no quería que se inventaran los informes, quería la verdad y nada más que la verdad, como él decía.

    Al subir por la escalerita de la comisaría, iba yo tiritando. Tampoco yo podía contarle gran cosa al comisario, no me encontraba bien, la verdad.

    Habían colocado el cuerpo de Robinson ahí, delante de las filas de enormes archivadores de la comisaría.

    Impresos por todos lados en torno a los bancos y a las colillas viejas. Inscripciones de «Muerte a la bofia» no del todo borradas.

    «¿Se ha perdido usted, doctor?», me preguntó el secretario, muy cordial, por cierto, cuando por fin llegué. Estábamos todos tan cansados, que farfullamos todos, unos tras otros, un poco.

    Por fin, llegamos a un acuerdo sobre los términos y las trayectorias de las balas, una incluso que estaba aún alojada en la columna vertebral. No la encontrábamos. Lo enterrarían con ella. Buscaban las otras. Clavadas en el taxi estaban, las otras. Era un revólver potente.

    Sophie vino a reunirse con nosotros, había ido a buscar mi abrigo. Me besaba y me apretaba contra sí, como si yo fuera a morir, a mi vez, o a salir volando. «Pero, ¡si no me voy! -no me cansaba de repetirle-. Pero, bueno, Sophie, ¡que no me voy!» Pero no era posible tranquilizarla.

    Nos pusimos a hablar en torno a la camilla con el secretario de la comisaría, que estaba curado de espanto, como él decía, en cuanto a crímenes y no crímenes y catástrofes también e incluso quería contarnos todas sus experiencias a la vez. Ya no nos atrevíamos a irnos para no ofenderlo. Era demasiado amable. Le daba gusto hablar por una vez con gente instruida, no con golfos. Conque, para no desairarlo, nos entretuvimos mucho en la comisaría.

    Parapine no llevaba impermeable. Gustave, de oírnos, sentía acunada su inteligencia. Se quedaba con la boca abierta y su gruesa nuca tensa, como si tirara de un carro. Yo no había oído a Parapine pronunciar tantas palabras desde hacía muchos años, desde mi época de estudiante, a decir verdad. Todo lo que acababa de ocurrir aquel día lo embriagaba. Nos decidimos, de todos modos, a regresar a casa.

    Nos llevamos con nosotros a Mandamour y también a Sophie, que todavía me daba apretones de vez en cuando, con el cuerpo lleno de las fuerzas de inquietud y de ternura, hermosa, y el corazón también. Yo estaba henchido de su fuerza. Eso me molestaba, no era la mía y la mía era la que yo necesitaba para ir a diñarla magníficamente un día, como Léon. No tenía tiempo que perder en muecas. ¡Manos a la obra!, me decía yo. Pero no me venía.

    Ni siquiera quiso Sophie que me volviera a mirarlo por última vez, el cadáver. Conque me fui sin volverme. «Cierren la puerta», decía un cartel. Parapine tenía sed aún. De hablar, seguramente. Demasiado hablar, para él. Al pasar por delante del quiosco de bebidas del canal, llamamos en el cierre un buen rato. Eso me recordaba la carretera de Noirceur durante la guerra. La misma línea de luz encima de la puerta y dispuesta a apagarse. Por fin, llegó el patrón, en persona, para abrirnos. No estaba enterado. Se lo contamos todo nosotros y la noticia del drama también. «Un drama pasional», como lo llamaba Gustave.

    La tasca del canal abría justo antes del amanecer para los barqueros. La esclusa empieza a girar sobre su eje despacio hacia el final de la noche. Y después todo el paisaje se reanima y se pone a trabajar. Las planchas se separan del río muy despacio, se alzan, se elevan a ambos lados del agua. El currelo emerge de la sombra. Se empieza a ver todo de nuevo, sencillo, duro. Los tornos aquí, las empalizadas de las obras allá y lejos, por encima de la carretera, ahí vuelven de más lejos los hombres. Se infiltran en el sucio día en grupitos transidos. El día les inunda la cara para empezar, al pasar delante de la aurora. Van más lejos. Sólo se les ve bien la cara pálida y sencilla; el resto está aún en la noche. También ellos tendrán que diñarla un día. ¿Cómo harán?

    Suben hacia el puente. Después desaparecen poco a poco en la llanura y llegan otros hombres más, más pálidos aún, a medida que el día se alza por todas partes. ¿En qué piensan?

    El patrón de la tasca quería enterarse de todo lo relativo al drama, las circunstancias, que le contáramos todo.

    Vaudescal se llamaba, el patrón, un muchacho del norte muy limpio.

    Gustave le contó entonces todo y más.

    Nos repetía, machacón, las circunstancias, Gustave, y, sin embargo, no era eso lo importante; nos perdíamos ya en las palabras. Y, además, como estaba borracho, volvía a empezar. Sólo, que entonces ya no tenía nada más que decir, la verdad, nada. Yo lo habría escuchado con gusto un poco más, bajito, como un sueño, pero entonces los otros se pusieron a protestar y eso le irritó.

    De rabia, fue a dar un patadón a la estufita. Todo se derrumbó, se volcó: el tubo, la rejilla y los carbones en llamas. Era un cachas, Mandamour, como cuatro.

    Además, ¡quiso enseñarnos la auténtica Danza del Fuego! Quitarse los zapatos y saltar de lleno en los tizones.

    El patrón y él habían hecho un negocio con una «máquina tragaperras» no registrada... Era muy falso, Vaudescal; no había que fiarse de él, con sus camisas siempre demasiado limpias como para ser del todo honrado. Un rencoroso y un chivato. Hay la tira de ésos por los muelles.

    Parapine sospechó que iba por Mandamour, para que lo expulsaran del cuerpo, aprovechando que había bebido demasiado.

    Le impidió hacerla, su Danza del Fuego, y le avergonzó. Empujamos a Mandamour hasta el extremo de la mesa. Se desplomó ahí, por fin, muy modosito, entre suspiros tremendos y olores. Se quedó dormido.

    A lo lejos, pitó el remolcador; su llamada pasó el puente, un arco, otro, la esclusa, otro puente, lejos, más lejos... Llamaba hacia sí a todas las gabarras del río, todas, y la ciudad entera y el cielo y el campo y a nosotros, todo se llevaba, el Sena también, todo, y que no se hablara más de nada.


    FIN



    Traducción de
    Carlos Manzano
    Título original:
    Voyage au bout de la nuit
    Diseño e ilustración de la cubierta: Julio Vivas
    Primera edición en rústica: mayo de 1994
    Primera reimpresión: abril de 1995
    © Éditions Gallimard, 1952
    © de la traducción, Carlos Manzano, 1993
    © Edhasa, 1994
    Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona
    Tel. 439 51 05
    ISBN: 84-350-0842-8
    Impreso por Romanya/Valls, S.A.
    Verdaguer, 1. 08786, Capellades, Barcelona
    Depósito legal: B-l 1.189-1995
    Impreso en España
    Printed Spain


    A Elisabeth Craig*


    * Elisabeth Craig era la bailarina americana, nacida en 1902, que Céline había conocido en Ginebra, a finales de 1926 o comienzos de 1927, y con la que vivió en París de 1927 a 1933, en una relación muy libre, interrumpida por las estancias de Elisabeth en los Estados Unidos. Henri Mahé la describe así: «Grandes ojos verde cobalto [...]. Naricilla fina... Una boca rectangular y sensual [...]. Largos cabellos dorados tirando a rojizos en bucles hasta los hombros» (La Brinquebale avec Céline.)

    En una de las primeras entrevistas después de la publicación de Viaje al fin de la noche, Céline la cita como uno de sus tres maestros: «[...] una bailarina americana que me ha enseñado todo lo relativo al ritmo, la música y el movimiento» (entrevista con M. Bromberger, Cahiers Céline, I, págs. 31-32).

    En junio de 1933, Elisabeth se marchó a los Estados Unidos, temporalmente, pensaba Céline, pero aquella vez no regresó y él aprovechó su viaje a los Estados Unidos en el verano de 1934 para ir a Los Ángeles a intentar convencerla de que volviera a Francia. Pero Elisabeth había decidido romper. Céline siempre recordó aquel último encuentro, sobre el que carecemos de información segura, como una pesadilla. No cabe duda de que Elisabeth fue la mujer a la que se sintió más unido y que desempeñó, más que ninguna otra, un papel en su vida.

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