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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
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  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
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  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    IMAGEN PERSONAL



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    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

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    VIAJE AL FIN DE LA NOCHE (Louis-Ferdinand Celine)

    Publicado en diciembre 12, 2010

    Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza.

    Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una simple historia ficticia. Lo dice Littré, que nunca se equivoca.

    Y, además, que todo el mundo puede hacer igual. Basta con cerrar los ojos.

    Está del otro lado de la vida.


    La cosa empezó así. Yo nunca había dicho nada. Nada. Fue Arthur Gánate quien me hizo hablar. Arthur, un compañero, estudiante de medicina como yo. Resulta que nos encontramos en la Place Clichy. Después de comer. Quería hablarme. Lo escuché. «¡No nos quedemos fuera! -me dijo-. ¡Vamos adentro!» Y fui y entré con él. «¡Esta terraza está como para freír huevos! ¡Ven por aquí!», comenzó. Entonces advertimos también que no había nadie en las calles, por el calor; ni un coche, nada. Cuando hace mucho frío, tampoco; no ves a nadie en las calles; pero, si fue él mismo, ahora que recuerdo, quien me dijo, hablando de eso: «La gente de París parece estar siempre ocupada, pero, en realidad, se pasean de la mañana a la noche; la prueba es que, cuando no hace bueno para pasear, demasiado frío o demasiado calor, desaparecen. Están todos dentro, tomando cafés con leche o cañas de cerveza. ¡Ya ves! ¡El siglo de la velocidad!, dicen. Pero, ¿dónde? ¡Todo cambia, que es una barbaridad!, según cuentan. ¿Cómo así? Nada ha cambiado, la verdad. Siguen admirándose y se acabó. Y tampoco eso es nuevo. ¡Algunas palabras, no muchas, han cambiado! Dos o tres aquí y allá, insignificantes...» Conque, muy orgullosos de haber señalado verdades tan oportunas, nos quedamos allí sentados, mirando, arrobados, a las damas del café.

    Después salió a relucir en la conversación el presidente Poincaré, que, justo aquella mañana, iba a inaugurar una exposición canina, y, después, burla burlando, salió también Le Temps, donde lo habíamos leído. «¡Hombre, Le Temps ¡Ése es un señor periódico! -dijo Arthur Gánate para pincharme-. ¡No tiene igual para defender a la raza francesa!»

    «¡Y bien que lo necesita la raza francesa, puesto que no existe!», fui y le dije, para devolverle la pelota y demostrar que estaba documentado.
    «¡Que sí! ¡Claro que existe! ¡Y bien noble que es! -insistía él-. Y hasta te diría que es la más noble del mundo. ¡Y el que lo niegue es un cabrito!» Y me puso de vuelta y media. Ahora, que yo me mantuve en mis trece.
    «¡No es verdad! La raza, lo que tú llamas raza, es ese hatajo de pobres diablos como yo, legañosos, piojosos, ateridos, que vinieron a parar aquí perseguidos por el hambre, la peste, los tumores y el frío, que llegaron vencidos de los cuatro confines del mundo. El mar les impedía seguir adelante. Eso es Francia y los franceses también.»
    «Bardamu -me dijo entonces, muy serio y un poco triste-, nuestros padres eran como nosotros. ¡No hables mal de ellos!...»
    «¡Tienes razón, Arthur! ¡En eso tienes razón! Rencorosos y dóciles, violados, robados, destripados, y gilipollas siempre. ¡Como nosotros eran! ¡Ni que lo digas! ¡No cambiamos! Ni de calcetines, ni de amos, ni de opiniones, o tan tarde, que no vale la pena. Hemos nacido fieles, ¡ya es que reventamos de fidelidad! Soldados sin paga, héroes para todo el mundo, monosabios, palabras dolientes, somos los favoritos del Rey Miseria. ¡Nos tiene en sus manos! Cuando nos portamos mal, aprieta... Tenemos sus dedos en torno al cuello, siempre, cosa que molesta para hablar; hemos de estar atentos, si queremos comer... Por una cosita de nada, te estrangula... Eso no es vida...»
    «¡Nos queda el amor, Bardamu!»
    «Arthur, el amor es el infinito puesto al alcance de los caniches, ¡y yo tengo dignidad!», le respondí.
    «Puestos a hablar de ti, ¡tú es que eres un anarquista y se acabó!»

    Siempre un listillo, como veis, y el no va más en opiniones avanzadas.

    «Tú lo has dicho, chico, ¡anarquista! Y la prueba mejor es que he compuesto una especie de oración vengadora y social. ¡A ver qué te parece! Se llama Las alas de oro...» Y entonces se la recité:

    Un Dios que cuenta los minutos y los céntimos, un Dios desesperado, sensual y gruñón como un marrano. Un marrano con alas de oro y que se tira por todos lados, panza arriba, en busca de caricias. Ése es, nuestro señor. ¡Abracémonos!

    «Tu obrita no se sostiene ante la vida. Yo estoy por el orden establecido y no me gusta la política. Y, además, el día en que la patria me pida derramar mi sangre por ella, me encontrará, desde luego, listo para entregársela y al instante.» Así me respondió.

    Precisamente la guerra se nos acercaba a los dos, sin que lo hubiéramos advertido, y ya mi cabeza resistía poco. Aquella discusión breve, pero animada, me había fatigado. Y, además, estaba afectado porque el camarero me había llamado tacaño por la propina. En fin, al final Arthur y yo nos reconciliamos, por completo. Éramos de la misma opinión sobre casi todo.

    «Es verdad, tienes razón a fin de cuentas -convine, conciliador-, pero, en fin, estamos todos sentados en una gran galera, remamos todos, con todas nuestras fuerzas... ¡no me irás a decir que no!... ¡Sentados sobre clavos incluso y dando el callo! ¿Y qué sacamos? ¡Nada! Estacazos sólo, miserias, patrañas y cabronadas encima. ¡Que trabajamos!, dicen. Eso es aún más chungo que todo lo demás, el dichoso trabajo. Estamos abajo, en las bodegas, echando el bofe, con una peste y los cataplines chorreando sudor, ¡ya ves! Arriba, en el puente, al fresco, están los amos, tan campantes, con bellas mujeres, rosadas y bañadas de perfume, en las rodillas. Nos hacen subir al puente. Entonces se ponen sus chisteras y nos echan un discurso, a berridos, así: "Hatajo de granujas, ¡es la guerra! -nos dicen-. Vamos a abordarlos, a esos cabrones de la patria n.° 2, ¡y les vamos a reventar la sesera! ¡Venga! ¡Venga! ¡A bordo hay todo lo necesario! ¡Todos a coro! Pero antes quiero veros gritar bien: '¡Viva la patria n.° 1!' ¡Que se os oiga de lejos! El que grite más fuerte, ¡recibirá la medalla y la peladilla del Niño Jesús! ¡Hostias! Y los que no quieran diñarla en el mar, pueden ir a palmar en tierra, ¡donde se tarda aún menos que aquí!"»
    «¡Exacto! ¡Sí, señor!», aprobó Arthur, ahora más dispuesto a dejarse convencer.

    Pero, mira por dónde, justo por delante del café donde estábamos sentados, fue a pasar un regimiento, con el coronel montado a la cabeza y todo, ¡muy apuesto, por cierto, y de lo más gallardo, el coronel! Di un brinco de entusiasmo al instante.

    «¡Voy a ver si es así!», fui y le grité a Arthur, y ya me iba a alistarme y a la carrera incluso.
    «¡No seas gilipollas, Ferdinand!», me gritó, a su vez, Arthur, molesto, seguro, por el efecto que había causado mi heroísmo en la gente que nos miraba.

    Me ofendió un poco que se lo tomara así, pero no me hizo desistir. Ya iba yo marcando el paso. «¡Aquí estoy y aquí me quedo!», me dije.

    «Ya veremos, ¿eh, pardillo?», me dio incluso tiempo a gritarle antes de doblar la esquina con el regimiento, tras el coronel y su música. Así fue exactamente.

    Después marchamos mucho rato. Calles y más calles, que nunca acababan, llenas de civiles y sus mujeres que nos animaban y lanzaban flores, desde las terrazas, delante de las estaciones, desde las iglesias atestadas. ¡Había una de patriotas! Y después empezó a haber menos... Empezó a llover y cada vez había menos y luego nadie nos animaba, ni uno, por el camino.

    Entonces, ¿ya sólo quedábamos nosotros? ¿Unos tras otros? Cesó la música. «En resumen -me dije entonces, cuando vi que la cosa se ponía fea-, ¡esto ya no tiene gracia! ¡Hay que volver a empezar!» Iba a marcharme. ¡Demasiado tarde! Habían cerrado la puerta a la chita callando, los civiles, tras nosotros. Estábamos atrapados, como ratas.

    Una vez dentro, hasta el cuello. Nos hicieron montar a caballo y después, al cabo de dos meses, ir a pie otra vez. Tal vez porque costaba muy caro. En fin, una mañana, el coronel buscaba su montura, su ordenanza se había marchado con ella, no se sabía adonde, a algún lugar, seguro, por donde las balas pasaran con menor facilidad que en medio de la carretera. Pues en ella habíamos acabado situándonos, el coronel y yo, justo en medio de la carretera, y yo sostenía el registro en que él escribía sus órdenes.

    A lo lejos, en la carretera, apenas visibles, había dos puntos negros, en medio, como nosotros, pero eran dos alemanes que llevaban más de un cuarto de hora disparando.

    Él, nuestro coronel, tal vez supiera por qué disparaban aquellos dos; quizá los alemanes lo supiesen también, pero yo, la verdad, no. Por más que me refrescaba la memoria, no recordaba haberles hecho nada a los alemanes. Siempre había sido muy amable y educado con ellos. Me los conocía un poco, a los alemanes; hasta había ido al colegio con ellos, de pequeño, cerca de Hannover. Había hablado su lengua. Entonces eran una masa de cretinitos chillones, de ojos pálidos y furtivos, como de lobos; íbamos juntos, después del colegio, a tocar a las chicas en los bosques cercanos, y también tirábamos con ballesta y pistola, que incluso nos comprábamos por cuatro marcos. Bebíamos cerveza azucarada. Pero de eso a que nos dispararan ahora a la barriga, sin venir siquiera a hablarnos primero, y justo en medio de la carretera, había un trecho y un abismo incluso. Demasiada diferencia.

    En resumen, no había quien entendiera la guerra. Aquello no podía continuar.

    Entonces, ¿les había ocurrido algo extraordinario a aquella gente? Algo que yo no sentía, ni mucho menos. No debía de haberlo advertido...

    Mis sentimientos hacia ellos seguían siendo los mismos. Pese a todo, sentía como un deseo de intentar comprender su brutalidad, pero más ganas aún tenía de marcharme, unas ganas enormes, absolutas: de repente todo aquello me parecía consecuencia de un error tremendo.

    «En una historia así, no hay nada que hacer, hay que ahuecar el ala», me decía, al fin y al cabo...

    Por encima de nuestras cabezas, a dos milímetros, a un milímetro tal vez de las sienes, venían a vibrar, uno tras otro, esos largos hilos de acero tentadores trazados por las balas que te quieren matar, en el caliente aire del verano.

    Nunca me había sentido tan inútil como entre todas aquellas balas y los rayos de aquel sol. Una burla inmensa, universal.

    En aquella época tenía yo sólo veinte años de edad. Alquerías desiertas a lo lejos, iglesias vacías y abiertas, como si los campesinos hubieran salido todos de las aldeas para ir a una fiesta en el otro extremo de la provincia y nos hubiesen dejado, confiados, todo lo que poseían, su campo, las carretas con los varales al aire, sus tierras, sus cercados, la carretera, los árboles e incluso las vacas, un perro con su cadena, todo, vamos. Para que pudiésemos hacer con toda tranquilidad lo que quisiéramos durante su ausencia. Parecía muy amable por su parte. «De todos modos, si no hubieran estado ausentes -me decía yo-, si aún hubiese habido gente por aquí, ¡seguro que no nos habríamos comportado de modo tan innoble! ¡Tan mal!

    ¡No nos habríamos atrevido delante de ellos!» Pero, ¡ya no quedaba nadie para vigilarnos! Sólo nosotros, como recién casados que hacen guarrerías, cuando todo el mundo se ha ido.

    También pensaba (detrás de un árbol) que me habría gustado verlo allí, al Dérouléde ese, de que tanto me habían hablado, explicarme cómo hacía él, cuando recibía una bala en plena panza.

    Aquellos alemanes agachados en la carretera, tiradores tozudos, tenían mala puntería, pero parecían tener balas para dar y tomar, almacenes llenos sin duda. Estaba claro: ¡la guerra no había terminado! Nuestro coronel, las cosas como son, ¡demostraba una bravura asombrosa! Se paseaba por el centro mismo de la carretera y después en todas direcciones entre las trayectorias, tan tranquilo como si estuviese esperando a un amigo en el andén de la estación: sólo, que un poco impaciente.

    Pero el campo, debo decirlo en seguida, yo nunca he podido apreciarlo, siempre me ha parecido triste, con sus lodazales interminables, sus casas donde la gente nunca está y sus caminos que no van a ninguna parte. Pero, si se le añade la guerra, además, ya es que no hay quien lo soporte. El viento se había levantado, brutal, a cada lado de los taludes, los álamos mezclaban las ráfagas de sus hojas con los ruidillos secos que venían de allá hacia nosotros. Aquellos soldados desconocidos nunca nos acertaban, pero nos rodeaban de miles de muertos, parecíamos acolchados con ellos. Yo ya no me atrevía a moverme.

    Entonces, ¡el coronel era un monstruo! Ahora ya estaba yo seguro, peor que un perro, ¡no se imaginaba su fin! Al mismo tiempo, se me ocurrió que debía de haber muchos como él en nuestro ejército, tan valientes, y otros tantos sin duda en el ejército de enfrente. ¡A saber cuántos! ¿Uno, dos, varios millones, tal vez, en total? Entonces mi canguelo se volvió pánico. Con seres semejantes, aquella imbecilidad infernal podía continuar indefinidamente... ¿Por qué habrían de detenerse? Nunca me había parecido tan implacable la sentencia de los hombres y las cosas.

    Pensé -¡presa del espanto!-: ¿seré, pues, el único cobarde de la tierra?... ¿Perdido entre dos millones de locos heroicos, furiosos y armados hasta los dientes? Con cascos, sin cascos, sin caballos, en motos, dando alaridos, en autos, pitando, tirando, conspirando, volando, de rodillas, cavando, escabulléndose, caracoleando por los senderos, lanzando detonaciones, ocultos en la tierra como en una celda de manicomio, para destruirlo todo, Alemania, Francia y los continentes, todo lo que respira, destruir, más rabiosos que los perros, adorando su rabia (cosa que no hacen los perros), cien, mil veces más rabiosos que mil perros, ¡y mucho más perversos! ¡Estábamos frescos! La verdad era, ahora me daba cuenta, que me había metido en una cruzada apocalíptica.

    Somos vírgenes del horror, igual que del placer. ¿Cómo iba a figurarme aquel horror al abandonar la Place Clichy? ¿Quién iba a poder prever, antes de entrar de verdad en la guerra, todo lo que contenía la cochina alma heroica y holgazana de los hombres? Ahora me veía cogido en aquella huida en masa, hacia el asesinato en común, hacia el fuego... Venía de las profundidades y había llegado.

    El coronel seguía sin inmutarse, yo lo veía recibir, en el talud, cortas misivas del general, que después rompía en pedacitos, tras haberlas leído sin prisa, entre las balas. Entonces, ¿en ninguna de ellas iba la orden de detener al instante aquella abominación? Entonces, ¿no le decían los de arriba que había un error? ¿Un error abominable? ¿Una confusión? ¿Que se habían equivocado? ¡Que habían querido hacer maniobras en broma y no asesinatos! Pues, ¡claro que no! «¡Continúe, coronel, va por buen camino!» Eso le escribía sin duda el general Des Entrayes, de la división, el jefe de todos nosotros, del que recibía una misiva cada cinco minutos, por mediación de un enlace, a quien el miedo volvía cada vez un poco más verde y cagueta. ¡Aquel muchacho habría podido ser mi hermano en el miedo! Pero tampoco teníamos tiempo para confraternizar.

    Conque, ¿no había error? Eso de dispararnos, así, sin vernos siquiera, ¡no estaba prohibido! Era una de las cosas que se podían hacer sin merecer un broncazo. Estaba reconocido incluso, alentado seguramente por la gente seria, ¡como la lotería, los esponsales, la caza de montería!... Sin objeción. Yo acababa de descubrir de un golpe y por entero la guerra. Había quedado desvirgado. Hay que estar casi solo ante ella, como yo en aquel momento, para verla bien, a esa puta, de frente y de perfil. Acababan de encender la guerra entre nosotros y los de enfrente, ¡y ahora ardía! Como la corriente entre los dos carbones de un arco voltaico. ¡Y no estaba a punto de apagarse, el carbón! íbamos a ir todos para adelante, el coronel igual que los demás, con todas sus faroladas, y su piltrafa no iba a hacer un asado mejor que la mía, cuando la corriente de enfrente le pasara entre ambos hombros.

    Hay muchas formas de estar condenado a muerte. ¡Ah, qué no habría dado, cretino de mí, en aquel momento por estar en la cárcel en lugar de allí! Por haber robado, previsor, algo, por ejemplo, cuando era tan fácil, en algún sitio, cuando aún estaba a tiempo. ¡No piensa uno en nada! De la cárcel sales vivo; de la guerra, no. Todo lo demás son palabras.

    Si al menos hubiera tenido tiempo aún, pero, ¡ya no! ¡Ya no había nada que robar! ¡Qué bien se estaría en una cárcel curiosita, me decía, donde no pasan las balas! ¡Nunca pasan! Conocía una a punto, al sol, ¡calentita! En un sueño, la de Saint-Germain precisamente, tan cerca del bosque, la conocía bien, en tiempos pasaba a menudo por allí. ¡Cómo cambia uno! Era un niño entonces y aquella cárcel me daba miedo. Es que aún no conocía a los hombres. No volveré a creer nunca lo que dicen, lo que piensan. De los hombres, y de ellos sólo, es de quien hay que tener miedo, siempre.

    ¿Cuánto tiempo tendría que durar su delirio, para que se detuvieran agotados, por fin, aquellos monstruos? ¿Cuánto tiempo puede durar un acceso así? ¿Meses? ¿Años? ¿Cuánto? ¿Tal vez hasta la muerte de todo el mundo, de todos los locos? ¿Hasta el último? Y como los acontecimientos presentaban aquel cariz desesperado, me decidí a jugarme el todo por el todo, a intentar la última gestión, la suprema: ¡tratar, yo solo, de detener la guerra! Al menos en el punto en que me encontraba.

    El coronel deambulaba a dos pasos. Yo iba a ir a hablarle. Nunca lo había hecho. Era el momento de atreverse. Al punto a que habíamos llegado, ya casi no había nada que perder. «¿Qué quiere?», me preguntaría, me imaginaba, muy sorprendido, seguro, por mi audaz interrupción. Entonces le explicaría las cosas, tal como las veía. A ver qué pensaba él. En la vida lo principal es explicarse. Cuatro ojos ven mejor que dos.

    Iba a hacer esa gestión decisiva, cuando, en ese preciso instante, llegó hacia nosotros, a paso ligero, extenuado, derrengado, un «caballero de a pie» (como se decía entonces) con el casco boca arriba en la mano, como Belisario, y, además, tembloroso y cubierto de barro, con el rostro aún más verdusco que el del otro enlace. Tartamudeaba y parecía sufrir un dolor espantoso, aquel caballero, como si saliera de una tumba y sintiese náuseas. Entonces, ¿tampoco le gustaban las balas a aquel fantasma? ¿Las presentía como yo?

    «¿Qué hay?», le cortó, brutal y molesto, el coronel, al tiempo que lanzaba una mirada como de acero a aquel aparecido.

    Enfurecía a nuestro coronel verlo así, a aquel innoble caballero, con porte tan poco reglamentario y cagadito de la emoción. No le gustaba nada el miedo. Era evidente. Y, para colmo, el casco en la mano, como un bombín, desentonaba de lo lindo en nuestro regimiento de ataque, un regimiento que se lanzaba a la guerra. Parecía saludarla, aquel caballero de a pie, a la guerra, al entrar.

    Ante su mirada de oprobio, el mensajero, vacilante, volvió a ponerse «firmes», con los meñiques en la costura del pantalón, como se debe hacer en esos casos. Oscilaba así, tieso, en el talud, con sudor cayéndole a lo largo de la yugular, y las mandíbulas le temblaban tanto, que se le escapaban grititos abortados, como un perrito soñando. Era difícil saber si quería hablarnos o si lloraba.

    Nuestros alemanes agachados al final de la carretera acababan de cambiar de instrumento en aquel preciso instante. Ahora proseguían con sus disparates a base de ametralladora; crepitaban como grandes paquetes de cerillas y a nuestro alrededor llegaban volando enjambres de balas rabiosas, insistentes como avispas.

    Aun así, el hombre consiguió pronunciar una frase articulada:

    «Acaban de matar al sargento Barousse, mi coronel», dijo de un tirón.
    «¿Y qué más?»
    «Lo han matado, cuando iba a buscar el furgón del pan, en la carretera de Etrapes, mi coronel.»
    «¿Y qué más?»
    «¡Lo ha reventado un obús!»
    «¿Y qué más, hostias?»
    «Nada más, mi coronel...»
    «¿Eso es todo?»
    «Sí, eso es todo, mi coronel.»
    «¿Y el pan?», preguntó el coronel.

    Ahí acabó el diálogo, porque recuerdo muy bien que tuvo el tiempo justo de decir: «¿Y el pan?». Y después se acabó. Después, sólo fuego y estruendo. Pero es que un estruendo, que nunca hubiera uno pensado que pudiese existir. Nos llenó hasta tal punto los ojos, los oídos, la nariz, la boca, al instante, el estruendo, que me pareció que era el fin, que yo mismo me había convertido en fuego y estruendo.

    Pero, no; cesó el fuego y siguió largo rato en mi cabeza y luego los brazos y las piernas temblando como si alguien los sacudiera por detrás. Parecía que los miembros me iban a abandonar, pero siguieron conmigo. En el humo que continuó picando en los ojos largo rato, el penetrante olor a pólvora y azufre permanecía, como para matar las chinches y las pulgas de la tierra entera.

    Justo después, pensé en el sargento Barousse, que acababa de reventar, como nos había dicho el otro. Era una buena noticia. «¡Mejor! -pensé al instante-. ¡Un granuja de cuidado menos en el regimiento!» Me había querido someter a consejo de guerra por una lata de conservas. «¡A cada cual su guerra!», me dije. En ese sentido, hay que reconocerlo, de vez en cuando, ¡parecía servir para algo, la guerra! Conocía tres o cuatro más en el regimiento, cerdos asquerosos, a los que yo habría ayudado con gusto a encontrar un obús como Barousse.

    En cuanto al coronel, no le deseaba yo ningún mal. Sin embargo, también él estaba muerto. Al principio, no lo vi. Es que la explosión lo había lanzado sobre el talud, de costado, y lo había proyectado hasta los brazos del caballero de a pie, el mensajero, también él cadáver. Se abrazaban los dos de momento y para siempre, pero el caballero había quedado sin cabeza, sólo tenía un boquete por encima del cuello, con sangre dentro hirviendo con burbujas, como mermelada en la olla. El coronel tenía el vientre abierto y una fea mueca en el rostro. Debía de haberle hecho daño, aquel golpe, en el momento en que se había producido. ¡Peor para él! Si se hubiera marchado al empezar el tiroteo, no le habría pasado nada.

    Toda aquella carne junta sangraba de lo lindo.

    Aún estallaban obuses a derecha e izquierda de la escena.

    Abandoné el lugar sin más demora, encantado de tener un pretexto tan bueno para pirarme. Iba canturreando incluso, titubeante, como cuando, al acabar una regata, sientes flojedad en las piernas. «¡Un solo obús! La verdad es que se despacha rápido un asunto con un solo obús -me decía-. ¡Madre mía! -no dejaba de repetirme-. ¡Madre mía!...»

    En el otro extremo de la carretera no quedaba nadie. Los alemanes se habían marchado. Sin embargo, en aquella ocasión yo había aprendido muy rápido a caminar, en adelante, protegido por el perfil de los árboles. Estaba impaciente por llegar al campamento para saber si habían muerto otros del regimiento en exploración. ¡También debe de haber trucos, me decía, además, para dejarse coger prisionero!... Aquí y allá nubes de humo acre se aferraban a los montículos. «¿No estarán todos muertos ahora? -me preguntaba-. Ya que no quieren entender nada de nada, lo más ventajoso y práctico sería eso, que los mataran a todos rápido... Así acabaríamos en seguida... Regresaríamos a casa... Volveríamos a pasar tal vez por la Place Clichy triunfales... Uno o dos sólo, supervivientes... Según mi deseo... Muchachos apuestos y bien plantados, tras el general, todos los demás habrían muerto como el coronel... como Barousse... como Vanaille (otro cabrón)... etc. Nos cubrirían de condecoraciones, de flores, pasaríamos bajo el Arco de Triunfo. Entraríamos al restaurante, nos servirían sin pagar, ya no pagaríamos nada, ¡nunca más en la vida! ¡Somos los héroes!, diríamos en el momento de la cuenta... ¡Defensores de la Patria! ¡Y bastaría!... ¡Pagaríamos con banderitas francesas!... La cajera rechazaría, incluso, el dinero de los héroes y hasta nos daría del suyo, junto con besos, cuando pasáramos ante su caja. Valdría la pena vivir.»

    Al huir, advertí que me sangraba un brazo, pero un poco sólo, no era una herida de verdad, ni mucho menos, un desollón. Vuelta a empezar.

    Se puso a llover de nuevo, los campos de Flandes chorreaban de agua sucia. Seguí largo rato sin encontrar a nadie, sólo el viento y poco después el sol. De vez en cuando, no sabía de dónde, una bala, así, por entre el sol y el aire, me buscaba, juguetona, empeñada en matarme, en aquella soledad, a mí. ¿Por qué? Nunca más, aun cuando viviera cien años, me pasearía por el campo. Lo juré.

    Mientras seguía adelante, recordaba la ceremonia de la víspera. En un prado se había celebrado, esa ceremonia, detrás de una colina; el coronel, con su potente voz, había arengado el regimiento: «¡Ánimo! -había dicho-. ¡Ánimo! ¡Y viva Francia!» Cuando se carece de imaginación, morir es cosa de nada; cuando se tiene, morir es cosa seria. Era mi opinión. Nunca había comprendido tantas cosas a la vez.

    El coronel, por su parte, nunca había tenido imaginación. Toda su desgracia se había debido a eso y, sobre todo, la nuestra. ¿Es que era yo, entonces, el único que tenía imaginación para la muerte en aquel regimiento? Para muerte, prefería la mía, lejana... al cabo de veinte... treinta años... tal vez más, a la que me ofrecían al instante: trapiñando el barro de Flandes, a dos carrillos, y no sólo por la boca, abierta de oreja a oreja por la metralla. Tiene uno derecho a opinar sobre su propia muerte, ¿no? Pero, entonces, ¿adonde ir? ¿Hacia delante? De espaldas al enemigo. Si los gendarmes me hubieran pescado así, de paseo, me habrían dado para el pelo bien. Me habrían juzgado esa misma tarde, rápido, sin ceremonias, en un aula de colegio abandonado. Había muchas aulas vacías, por todos los sitios por donde pasábamos. Habrían jugado conmigo a la justicia, como juegan los niños cuando el maestro se ha ido. Los suboficiales en el estrado, sentados, y yo de pie, con las manos esposadas, ante los pupitres. Por la mañana, me habrían fusilado: doce balas, más una. Entonces, ¿qué?

    Y volvía yo a pensar en el coronel, lo bravo que era aquel hombre, con su coraza, sus cascos y sus bigotes; si lo hubieran enseñado paseándose, como lo había visto yo, bajo las balas y los obuses, en un espectáculo de variedades, habría llenado una sala como el Alhambra de entonces, habría eclipsado a Fragson, aun siendo éste un astro extraordinario en la época de que os hablo. Era lo que yo pensaba. ¿Ánimo? «¡Y una leche!», pensaba.

    Después de horas y horas de marcha furtiva y prudente, divisé por fin a nuestros soldados delante de un caserío. Era una de nuestras avanzadillas. La de un escuadrón alojado por allí. Ni una sola baja entre ellos, me anunciaron. ¡Todos vivos! Y yo, portador de la gran noticia: «¡El coronel ha muerto!», fui y les grité, en cuanto estuve bastante cerca del puesto. «¡Hay coroneles de sobra!», me devolvió la pelota el cabo Pistil, que precisamente estaba de guardia y hasta de servicio.

    «Y en espera de que substituyan al coronel, no te escaquees tú, vete con Empouille y Kerdoncuff a la distribución de carne; coged dos sacos cada uno, es ahí detrás de la iglesia... Esa que se ve allá... Y no dejéis que os den sólo huesos como ayer. ¡Y a ver si espabiláis para estar de vuelta en el escuadrón antes de la noche, cabritos!»

    Conque nos pusimos en camino los tres.

    «¡Nunca volveré a contarles nada!», me decía yo, enfadado. Comprendía que no valía la pena contar nada a aquella gente, que un drama como el que yo había visto los traía sin cuidado, a semejantes cerdos, que ya era demasiado tarde para que pudiese interesar aún. Y pensar que ocho días antes la muerte de un coronel, como la que había sucedido, se habría publicado a cuatro columnas y con mi fotografía. ¡Qué brutos!

    Así, que en un prado, quemado por el sol de agosto, y a la sombra de los cerezos, era donde distribuían toda la carne para el regimiento. Sobre sacos y lonas de tienda desplegadas, e incluso sobre la hierba, había kilos y kilos de tripas extendidas, de grasa en copos amarillos y pálidos, corderos destripados con los órganos en desorden, chorreando en arroyuelos ingeniosos por el césped circundante, un buey entero cortado en dos, colgado de un árbol, al que aún estaban arrancando despojos, con muchos esfuerzos y entre blasfemias, los cuatro carniceros del regimiento. Los escuadrones, insultándose con ganas, se disputaban las grasas y, sobre todo, los riñones, en medio de las moscas, en enjambres como sólo se ven en momentos así y musicales como pajarillos.

    Y más sangre por todas partes, en charcos viscosos y confluyentes que buscaban la pendiente por la hierba. Unos pasos más allá estaban matando el último cerdo. Ya cuatro hombres y un carnicero se disputaban ciertas tripas aún no arrancadas.

    «¡Eh, tú, cabrito! ¡Que fuiste tú quien nos chorizaste el lomo ayer!...»

    Aún tuve tiempo de echar dos o tres vistazos a aquella desavenencia alimentaria, al tiempo que me apoyaba en un árbol, y hube de ceder a unas ganas inmensas de vomitar, pero lo que se dice vomitar, hasta desmayarme.

    Me llevaron hasta el acantonamiento en una camilla, pero no sin aprovechar la ocasión para birlarme mis dos bolsas de tela marrón.

    Me despertó otra bronca del sargento. La guerra no se podía tragar.

    Todo llega y, hacia fines de aquel mismo mes de agosto, me tocó el turno de ascender a cabo. Con frecuencia me enviaban, con cinco hombres, en misión de enlace, a las órdenes del general Des Entrayes. Ese jefe era bajo de estatura, silencioso, y no parecía a primera vista ni cruel ni heroico. Pero había que desconfiar... Parecía preferir, por encima de todo, su comodidad. No cesaba de pensar incluso, en su comodidad, y, aunque nos batíamos en retirada desde hacía más de un mes, abroncaba a todo el mundo, si su ordenanza no le encontraba, al llegar a una etapa, en cada nuevo acantonamiento, cama bien limpia y cocina acondicionada a la moderna.

    Al jefe de Estado Mayor, con sus cuatro galones, esa preocupación por la comodidad lo traía frito. Las exigencias domésticas del general Des Entrayes le irritaban. Sobre todo porque él, cretino, gastrítico en sumo grado y estreñido, no sentía la menor afición por la comida. De todos modos, tenía que comer sus huevos al plato en la mesa del general y recibir en esa ocasión sus quejas. Se es militar o no se es. No obstante, yo no podía compadecerlo, porque como oficial era un cabronazo de mucho cuidado. Para que veáis cómo era: cuando habíamos estado por ahí danzando hasta la noche, de caminos a colinas y entre alfalfa y zanahorias, bien que acabábamos deteniéndonos para que nuestro general pudiera acostarse en alguna parte. Le buscábamos una aldea tranquila, bien al abrigo, donde aún no acampaban tropas y, si ya había tropas en la aldea, levantaban el campo a toda prisa, las echábamos, sencillamente, a dormir al sereno, aun cuando ya hubieran montado los pabellones.

    La aldea estaba reservada en exclusiva para el Estado Mayor, sus caballos, sus cantinas, sus bagajes, y también para el cabrón del comandante. Se llamaba Pinçon, aquel canalla, el comandante Pinçon. Espero que ya haya estirado la pata (y no de muerte suave). Pero en aquel momento de que hablo, estaba más vivo que la hostia, el Pinçon. Todas las noches nos reunía a los hombres del enlace y nos ponía de vuelta y media para hacernos entrar en vereda e intentar avivar nuestro ardor. Nos mandaba a todos los diablos, ¡a nosotros, que habíamos estado en danza todo el día detrás del general! ¡Pie a tierra! ¡A caballo! ¡Pie a tierra otra vez! A llevar sus órdenes así, de acá para allá. Igual podrían habernos ahogado, cuando acabábamos. Habría sido más práctico para todos.

    «¡Marchaos todos! ¡Incorporaos a vuestros regimientos! ¡Y a escape!», gritaba.
    «¿Dónde está el regimiento, mi comandante?», preguntábamos...
    «En Barbagny.»
    «¿Dónde está Barbagny?»
    «¡Es por allí!»

    Por allí, donde señalaba, sólo había noche, como en todos lados, una noche enorme que se tragaba la carretera a dos pasos de nosotros, hasta el punto de que sólo destacaba de la negrura un trocito de carretera del tamaño de la lengua.

    ¡Vete a buscar su Barbagny al fin del mundo! ¡Habría habido que sacrificar todo un escuadrón, al menos, para encontrar su Barbagny! Y, además, ¡un escuadrón de bravos! Y yo, que ni era bravo ni veía razón alguna para serlo, tenía, evidentemente, aún menos deseos que nadie de encontrar su Barbagny, del que, además, él mismo nos hablaba al azar. Era como si, a fuerza de broncas, hubiesen intentado infundirme deseos de ir a suicidarme. Esas cosas se tienen o no se tienen.

    De toda aquella obscuridad, tan densa, nada más caer la noche, que parecía que no volverías a ver el brazo en cuanto lo extendías más allá del hombro, yo sólo sabía una cosa, pero ésa con toda certeza, y era que encerraba voluntades homicidas enormes e innumerables.

    En cuanto caía la noche, aquel bocazas de Estado Mayor sólo pensaba en enviarnos al otro mundo y muchas veces le daba ya a la puesta de sol. Luchábamos un poco con él a base de inercia, nos obstinábamos en no entenderlo, nos aferrábamos al acantonamiento, donde estábamos a gustito, lo más posible, pero, al final, cuando ya no se veían los árboles, teníamos que ceder y salir a morir un poco; la cena del general estaba lista.

    A partir de ese momento todo dependía del azar. Unas veces lo encontrábamos y otras no, el regimiento y su Barbagny. Sobre todo lo encontrábamos por error, porque los centinelas del escuadrón de guardia nos disparaban al llegar. Así, nos dábamos a conocer por fuerza y casi siempre acabábamos la noche haciendo servicios de todas clases, acarreando infinidad de fardos de avena y la tira de cubos de agua, recibiendo broncas hasta quedar aturdidos, además de por el sueño.

    Por la mañana volvíamos a salir, los cinco del grupo de enlace, para el cuartel del general Des Entrayes, a continuar la guerra.

    Pero la mayoría de las veces no lo encontrábamos, el regimiento, y nos limitábamos a esperar el día dando vueltas en torno a las aldeas por caminos desconocidos, en las lindes de los caseríos evacuados y los bosquecillos traicioneros; los evitábamos lo más posible por miedo a las patrullas alemanas. Sin embargo, en algún sitio había que estar, en espera de la mañana, algún sitio en la noche. No podíamos esquivarlo todo. Desde entonces sé lo que deben de sentir los conejos en un coto de caza.

    Los caminos de la piedad son curiosos. Si le hubiésemos dicho al comandante Pinçon que era un cerdo asesino y cobarde, le habríamos dado un placer enorme, el de mandarnos fusilar, en el acto, por el capitán de la gendarmería, que no se separaba de él ni a sol ni a sombra y que, por su parte, no pensaba en otra cosa. No era a los alemanes a quienes tenía fila, el capitán de la gendarmería.

    Conque tuvimos que exponernos a las emboscadas durante noches y más noches imbéciles que se seguían, con la esperanza, cada vez más débil, de poder regresar, y sólo ésa, y de que, si regresábamos, no olvidaríamos nunca, absolutamente nunca, que habíamos descubierto en la tierra a un hombre como tú y como yo, pero mucho más sanguinario que los cocodrilos y los tiburones que pasan entre dos aguas, y con las fauces abiertas, en torno a los barcos que van a verterles basura y carne podrida a alta mar, por La Habana.

    La gran derrota, en todo, es olvidar, y sobre todo lo que te ha matado, y diñarla sin comprender nunca hasta qué punto son hijoputas los hombres. Cuando estemos al borde del hoyo, no habrá que hacerse el listo, pero tampoco olvidar, habrá que contar todo sin cambiar una palabra, todas las cabronadas más increíbles que hayamos visto en los hombres y después hincar el pico y bajar. Es trabajo de sobra para toda una vida.

    Con gusto lo habría yo dado de comida para los tiburones, a aquel comandante Pinçon, y a su gendarme de compañía, para que aprendiesen a vivir, y también mi caballo, al tiempo, para que no sufriera más, porque ya es que no le quedaba lomo, al pobre desgraciado, de tanto dolor que sentía; sólo dos placas de carne le quedaban en el sitio, bajo la silla, de la anchura de mis manos, y supurantes, en carne viva, con grandes regueros de pus que le caían por los bordes de la manta hasta los jarretes. Y, sin embargo, había que trotar encima de él, uno, dos... Se retorcía al trotar. Pero los caballos son mucho más pacientes aún que los hombres. Ondulaba al trotar. Había que dejarlo por fuerza al aire libre. En los graneros, con el olor tan fuerte que despedía, nos asfixiaba. Al montarle al lomo, le dolía tanto, que se curvaba, como por cortesía, y entonces el vientre le llegaba hasta las rodillas. Así, me parecía montar a un asno. Era más cómodo así, hay que reconocerlo. Yo mismo estaba cansado lo mío, con toda la carga que soportaba de acero sobre la cabeza y los hombros.

    El general Des Entrayes, en la casa reservada, esperaba su cena. Su mesa estaba puesta, con la lámpara en su sitio.

    «Largaos todos de aquí, ¡hostias! -nos conminaba una vez más el Pinçon, enfocándonos la linterna a la altura de la nariz-. ¡Que vamos a sentarnos a la mesa! ¡No os lo repito más! ¿Es que no se van a ir, esos granujas?», gritaba incluso. De la rabia, de mandarnos así a que nos zurcieran, aquel tipo blanco como la cal, recuperaba algo de color en las mejillas.

    A veces, el cocinero del general nos daba, antes de marcharnos, una tajadita; tenía la tira de papeo, el general, ya que, según el reglamento, ¡recibía cuarenta raciones para él solo! Ya no era joven, aquel hombre. Debía de estar a punto de jubilarse incluso. Se le doblaban un poco las rodillas al andar. Debía de teñirse los bigotes.

    Sus arterias, en las sienes, lo veíamos perfectamente a la luz de la lámpara, cuando nos íbamos, dibujaban meandros como el Sena a la salida de París. Sus hijas eran ya mayores, según decían, solteras y, como él, tampoco eran ricas. Tal vez a causa de esos recuerdos tuviese aspecto tan quisquilloso y gruñón, como un perro viejo molestado en sus hábitos y que intenta encontrar su cesta con cojín dondequiera que le abran la puerta.

    Le gustaban los bellos jardines y los rosales, no se perdía una rosaleda, por donde pasábamos. No hay como los generales para amar las rosas. Ya se sabe.

    Quieras que no, nos poníamos en camino. ¡Menudo trabajo era poner los pencos al trote! Tenían miedo a moverse por las llagas y, además, de nosotros y de la noche también tenían miedo, ¡de todo, vamos! ¡Nosotros también! Diez veces dábamos la vuelta para preguntar el camino al comandante. Diez veces nos trataba de holgazanes y asquerosos escaqueados. A fuerza de espuelas, pasábamos, por fin, el último puesto de guardia, dábamos la contraseña a los plantones y después nos lanzábamos de golpe a la antipática aventura, a las tinieblas de aquel país de nadie.

    A fuerza de deambular de un límite de la sombra a otro, acabábamos orientándonos un poquito, eso creíamos al menos... En cuanto una nube parecía más clara que otra, nos decíamos que habíamos visto algo... Pero lo único seguro ante nosotros era el eco que iba y venía, del trote de los caballos, un ruido que te ahoga, enorme, que no quieres ni imaginar. Parecía que trotaban hasta el cielo, que convocaban a cuantos caballos existiesen en el mundo, para mandarnos matar. Por lo demás, cualquiera habría podido hacerlo con una sola mano, con una carabina, bastaba con que la apoyara, mientras nos esperaba, en el tronco de un árbol. Yo siempre me decía que la primera luz que veríamos sería la del escopetazo final.

    Al cabo de cuatro semanas, desde que había empezado la guerra, habíamos llegado a estar tan cansados, tan desdichados, que, a fuerza de cansancio, yo había perdido un poco de mi miedo por el camino. La tortura de verte maltratado día y noche por aquella gente, los suboficiales, los de menor grado sobre todo, más brutos, mezquinos y odiosos aún que de costumbre, acaba quitando las ganas, hasta a los más obstinados, de seguir viviendo.

    ¡Ah! ¡Qué ganas de marcharse! ¡Para dormir! ¡Lo primero! Y, si de verdad ya no hay forma de marcharse para dormir, entonces las ganas de vivir se van solas. Mientras siguiéramos con vida, deberíamos aparentar que buscábamos el regimiento.

    Para que el cerebro de un idiota se ponga en movimiento, tienen que ocurrirle muchas cosas y muy crueles. Quien me había hecho pensar por primera vez en mi vida, pensar de verdad, ideas prácticas y mías personales, había sido, por supuesto, el comandante Pinçon, jeta de tortura. Conque pensaba en él, a más no poder, mientras me bamboleaba, con todo el equipo, bajo el peso del armamento, comparsa que era, insignificante, en aquel increíble tinglado internacional, en el que me había metido por entusiasmo... Lo confieso.

    Cada metro de sombra ante nosotros era una promesa nueva de acabar de una vez y palmarla, pero, de qué modo? Lo único imprevisto en aquella historia era el uniforme del ejecutante. ¿Sería uno de aquí? ¿O uno de enfrente?

    ¡Yo no le había hecho nada, a aquel Pinçon! ¡Como tampoco a los alemanes!... Con su cara de melocotón podrido, sus cuatro galones que le brillaban de la cabeza al ombligo, sus bigotes tiesos y sus rodillas puntiagudas, sus prismáticos que le colgaban del cuello como un cencerro y su mapa a escala 1:100, ¡venga, hombre! Yo me preguntaba de dónde le vendría la manía, a aquel tipo, de enviar a los otros a diñarla. A los otros, que no tenían mapa.

    Nosotros, cuatro a caballo por la carretera, hacíamos tanto ruido como medio regimiento. Debían de oírnos llegar a cuatro horas de allí o, si no, es que no querían oírnos. Entraba dentro de lo posible... ¿Tendrían miedo de nosotros los alemanes? ¡A saber!

    Un mes de sueño en cada párpado, ésa era la carga que llevábamos, y otro tanto en la nuca, además de unos cuantos kilos de chatarra.

    Se expresaban mal mis compañeros jinetes. Apenas hablaban, con eso está dicho todo. Eran muchachos procedentes de pueblos perdidos de Bretaña y nada de lo que sabían lo habían aprendido en el colegio, sino en el regimiento. Aquella noche, yo había intentado hablar un poco sobre el pueblo de Barbagny con el que iba a mi lado y que se llamaba Kersuzon.

    «Oye, Kersuzon -le dije-, mira, esto es las Ardenas... ¿Ves algo a lo lejos? Yo no veo lo que se dice nada...»
    «Está negro como un culo», me respondió Kersuzon. Con eso bastaba...
    «Oye, ¿no has oído hablar de Barbagny durante el día? ¿Por dónde era?», volví a preguntarle.
    «No.»

    Y se acabó.

    Nunca encontramos el Barbagny. Dimos vueltas en redondo hasta el amanecer, hasta otra aldea, donde nos esperaba el hombre de los prismáticos. Su general tomaba el cafelito en el cenador, delante de la casa del alcalde, cuando llegamos.

    «¡Ah, qué hermosa es la juventud, Pinçon!», comentó en voz muy alta a su jefe de Estado Mayor, al vernos pasar, el viejo. Dicho esto, se levantó y se fue hacer pipí y después a dar una vuelta, con las manos a la espalda, encorvada. Estaba muy cansado aquella mañana, me susurró el ordenanza; había dormido mal, el general, trastornos de la vejiga, según contaban.

    Kersuzon me respondía siempre igual, cuando le preguntaba por la noche, acabó haciéndome gracia como un tic. Me repitió lo mismo dos o tres veces, a propósito de la obscuridad y el culo, y después murió, lo mataron, algún tiempo después, al salir de una aldea, lo recuerdo muy bien, una aldea que habíamos confundido con otra, franceses que nos habían confundido con los otros.

    Justo unos días después de la muerte de Kersuzon fue cuando pensamos y descubrimos un medio, lo que nos puso muy contentos, para no volver a perdernos en la noche.

    Conque nos echaban del acantonamiento. Muy bien. Entonces ya no decíamos nada. No refunfuñábamos. «¡Largaos!», decía, como de costumbre, el cadavérico.

    «¡Sí, mi comandante!»

    Y salíamos al instante hacia donde estaba el cañón, y sin hacernos de rogar, los cinco. Parecía que fuéramos a buscar cerezas. Por allí el terreno era muy ondulado. Era el valle del Mosa, con sus colinas, cubiertas de viñas con uvas aún no maduras, y el otoño y aldeas de madera bien seca después de tres meses de verano, o sea, que ardían con facilidad.

    Lo habíamos notado, una noche en que ya no sabíamos adonde ir. Siempre ardía una aldea por donde estaba el cañón. No nos acercábamos demasiado, nos limitábamos a mirarla desde bastante lejos, la aldea, como espectadores, podríamos decir, a diez, doce kilómetros, por ejemplo. Y después todas las noches, por aquella época, muchas aldeas empezaron a arder hacia el horizonte, era algo que se repetía, nos encontrábamos rodeados, como por un círculo muy grande en una fiesta curiosa, de todos aquellos parajes que ardían, delante de nosotros y a ambos lados, con llamas que subían y lamían las nubes.

    Todo se consumía en llamas, las iglesias, los graneros, unos tras otros, los almiares, que daban las llamas más vivas, más altas que lo demás, y después las vigas, que se alzaban rectas en la noche, con barbas de pavesas, antes de caer en la hoguera.

    Se distingue bien cómo arde una aldea, incluso a veinte kilómetros. Era alegre. Una aldehuela de nada, que ni siquiera se veía de día, al fondo de un campito sin gracia, bueno, pues, ¡no os podéis imaginar, cuando arde, el efecto que puede llegar a hacer! ¡Recuerda a Notre-Dame! Se tira toda una noche ardiendo, una aldea, aun pequeña, al final parece una flor enorme, después sólo un capullo y luego nada.

    Empieza a humear y ya es la mañana.

    Los caballos, que dejábamos ensillados, por el campo, cerca, no se movían. Nosotros nos íbamos a sobar en la hierba, salvo uno, que se quedaba de guardia, por turno, claro está. Pero, cuando hay fuegos que contemplar, la noche pasa mucho mejor, no es algo que soportar, ya no es soledad.

    Lástima que no duraran demasiado las aldeas... Al cabo de un mes, en aquella región, ya no quedaba ni una. Los bosques también recibieron lo suyo, del cañón. No duraron más de ocho días. También hacen fuegos hermosos, los bosques, pero apenas duran.

    Después de aquello, las columnas de artillería tomaron todas las carreteras en un sentido y los civiles que escapaban en el otro.

    En resumen, ya no podíamos ni ir ni volver; teníamos que quedarnos donde estábamos.

    Hacíamos cola para ir a diñarla. Ni siquiera el general encontraba ya campamentos sin soldados. Acabamos durmiendo todos en pleno campo, el general y quien no era general. Los que aún conservaban algo de valor lo perdieron. A partir de aquellos meses empezaron a fusilar a soldados para levantarles la moral, por escuadras, y a citar al gendarme en el orden del día por la forma como hacía su guerrita, la profunda, la auténtica de verdad.

    Tras un descanso, volvimos a montar a caballo, unas semanas después, y salimos de nuevo para el Norte. También el frío vino con nosotros. El cañón ya no nos abandonaba. Sin embargo, apenas si nos encontrábamos con los alemanes por casualidad, tan pronto un húsar o un grupo de tiradores, por aquí, por allá, de amarillo y verde, colores bonitos. Parecía que los buscásemos, pero, al divisarlos, nos alejábamos. En cada encuentro, caían dos o tres jinetes, unas veces de los suyos y otras de los nuestros. Y sus caballos sueltos, con sus relucientes estribos saltando, venían galopando hacia nosotros de muy lejos, con sus sillas de borrenes curiosos y sus cueros frescos como las carteras del día de Año Nuevo. A reunirse con nuestros caballos venían, amigos al instante. ¡Qué suerte! ¡Nosotros no habríamos podido hacer lo mismo!

    Una mañana, al volver del reconocimiento, el teniente Sainte-Engence estaba invitando a los otros oficiales a comprobar que no les mentía. «¡He ensartado a dos!», aseguraba al corro, al tiempo que mostraba su sable, cuya ranura, hecha a propósito para eso, estaba llena, cierto, de sangre coagulada.

    «¡Ha sido bárbaro! ¡Bravo, Sainte-Engence!... ¡Si hubieran visto, señores! ¡Qué asalto!», lo apoyaba el capitán Ortolan.

    Acababa de ocurrir en el escuadrón de Ortolan.

    «¡Yo no me he perdido nada! ¡No andaba lejos! ¡Un sablazo en el cuello hacia delante y a la derecha!... ¡Zas! ¡Cae el primero!... ¡Otro sablazo en pleno pecho!... ¡A la izquierda! ¡Ensarten! ¡Una auténtica exhibición de concurso, señores!... ¡Bravo otra vez, Sainte-Engence! ¡Dos lanceros! ¡A un kilómetro de aquí! ¡Allí están aún los dos mozos! ¡En pleno sembrado! La guerra se acabó para ellos, ¿eh, Sainte-Engence?... ¡Qué estocada doble! ¡Han debido de vaciarse como conejos!»

    El teniente Sainte-Engence, cuyo caballo había galopado largo rato, acogía los homenajes y elogios de sus compañeros con modestia. Ahora que Ortolan había presentado testimonio en su favor, estaba tranquilo y se largaba, llevaba a comer a su yegua, haciéndola girar despacio y en círculo en torno al escuadrón, reunido como tras una carrera de vallas.

    «¡Deberíamos enviar allí en seguida otro reconocimiento y por el mismo sitio! ¡En seguida! -decía el capitán Ortolan, presa de la mayor agitación-. Esos dos tipos han debido de venir a perderse por aquí, pero ha de haber otros detrás... ¡Hombre, usted, cabo Bardamu! ¡Vaya con sus cuatro hombres!»

    A mí se dirigía el capitán.

    «Y cuando les disparen, pues... ¡intenten localizarlos y vengan a decirme en seguida dónde están! ¡Deben de ser brandeburgueses!...»

    Los de la activa contaban que en el acuartelamiento, en tiempo de paz, no aparecía casi nunca el capitán Ortolan. En cambio, ahora, en la guerra, se desquitaba de lo lindo. En verdad, era infatigable. Su ardor, incluso entre tantos otros chiflados, se volvía cada día más señalado. Tomaba cocaína, según contaban también. Pálido y ojeroso, siempre agitado sobre sus frágiles miembros, en cuanto ponía pie a tierra, primero se tambaleaba y después recuperaba el dominio de sí mismo y recorría, rabioso, los surcos en busca de una empresa de bravura. Habría sido capaz de enviarnos a coger fuego en la boca de los cañones de enfrente. Colaboraba con la muerte. Era como para jurar que ésta había firmado un contrato con el capitán Ortolan.

    La primera parte de su vida (según me informé) la había pasado en concursos hípicos, rompiéndose las costillas varias veces al año. Las piernas, a fuerza de rompérselas también y de no utilizarlas para andar, habían perdido las pantorrillas. Ya sólo sabía avanzar a pasos nerviosos y de puntillas, como sobre zancos. En tierra, con su desmesurada hopalanda, encorvado bajo la lluvia, era como para confundirlo con la popa fantasmal de un caballo de carreras.

    Conviene señalar que, al comienzo de la monstruosa empresa, es decir, en el mes de agosto, hasta septiembre incluso, ciertas horas, días enteros a veces, algunos tramos de carreteras, algunos rincones de bosques, resultaban favorables para los condenados... Podía uno acariciar la ilusión de estar más o menos tranquilo y jalarse, por ejemplo, una lata de conservas con su pan, hasta el final, sin dejarse vencer por el presentimiento de que sería la última. Pero a partir de octubre se acabaron para siempre, esas treguas momentáneas, la granizada se volvió más copiosa, más densa, más trufada, más rellena de obuses y balas. Pronto íbamos a estar en plena tormenta y lo que procurábamos no ver estaría entonces justo delante de nosotros y ya no se podría ver otra cosa: nuestra muerte.

    La noche, que tanto habíamos temido en los primeros momentos, se volvía en comparación bastante suave. Acabamos esperándola, deseándola. De noche nos disparaban con menos facilidad que de día. Y ya sólo contaba esa diferencia.

    Resultaba difícil llegar a lo esencial, aun en relación con la guerra, la fantasía resiste mucho tiempo.

    Los gatos demasiado amenazados por el fuego acaban por fuerza yendo a arrojarse al agua.

    De noche, vivíamos aquí y allá cuartos de hora que se parecían bastante a la adorable época de paz, a esa época ya increíble, en que todo era benigno, en que nada tenía importancia en el fondo, en que se sucedían tantas otras cosas, que se habían vuelto, todas, extraordinaria, maravillosamente agradables. Un terciopelo vivo, aquella época de paz...

    Pero pronto las noches también sufrieron, a su vez, el acoso sin piedad. Hubo casi siempre que forzar aún más la fatiga de noche, sufrir un pequeño suplemento, aunque sólo fuera para comer, o para echar unas cabezadas en la obscuridad. Llegaba a las líneas de vanguardia, la comida, arrastrándose vergonzosa y pesada, en largos cortejos cojeantes de carromatos inestables, atestados de carne, prisioneros, heridos, avena, arroz y gendarmes, y priva también, en garrafas, que tan bien recuerdan a la juerga, panzudas y dando tumbos.

    A pie, los rezagados tras la fragua y el pan y prisioneros de los nuestros, y de ellos también, maniatados, condenados a esto, a lo otro, mezclados, atados por las muñecas al estribo de los gendarmes, algunos para ser fusilados al día siguiente, no más tristes que los otros. También comían ésos, su ración de aquel atún tan difícil de digerir (no les iba a dar tiempo), en espera de que la columna se pusiese en marcha de nuevo, al borde de la carretera... y el mismo y último pan con un civil encadenado a ellos, que, según decían, era un espía y que no comprendía nada. Nosotros tampoco.

    La tortura del regimiento continuaba entonces en la forma nocturna, a tientas por las callejuelas accidentadas de la aldea sin luz ni rostro, doblados bajo sacos más pesados que hombres, de un granero desconocido a otro, insultados, amenazados, de uno a otro, azorados, sin la menor esperanza de acabar sino entre las amenazas, el estiércol y el asco por habernos visto torturados, engañados hasta los tuétanos por una horda de locos furiosos, incapaces ya de otra cosa, si acaso, que matar y ser destripados sin saber por qué.

    Tendidos en el suelo, entre dos montones de estiércol, pronto nos veíamos obligados, a fuerza de insultos, a fuerza de patadas, por los cerdos de los suboficiales a ponernos de nuevo en pie para cargar más carromatos, aún, de la columna.

    La aldea rebosaba comida y escuadrones en la noche abotargada de grasa, manzanas, avena, azúcar, que se habían de cargar a cuestas y repartir por el camino, al paso de los escuadrones. Traía de todo, el convoy, excepto la fuga.

    Los de servicio, agotados, se desplomaban en torno al carromato y entonces aparecía el furriel, enfocando el farol por encima de aquellas larvas. Aquel macaco con papada tenía que descubrir, en medio de cualquier caos, abrevaderos. ¡Agua para los caballos! Pero llegué a ver a cuatro de los hombres, con el culo metido y todo, sobando, desvanecidos de sueño, con el agua hasta el cuello.

    Después del abrevadero, había que volver a encontrar la alquería y la callejuela por donde habíamos venido y en donde nos parecía haber dejado al escuadrón. Si no encontrábamos nada, teníamos libertad para desplomarnos una vez más junto a un muro, durante una hora sólo, si es que quedaba una, a sobar. En ese oficio de dejarse matar, no hay que ser exigente, hay que hacer como si la vida siguiera, eso es lo más duro, esa mentira.

    Y regresaban hacia la retaguardia, los furgones. Huyendo del alba, el convoy reanudaba su marcha, con todas sus torcidas ruedas crujiendo, se iba acompañado por mi deseo de que lo sorprendieran, despedazasen, quemaran, por fin, ese mismo día, como se ve en los grabados militares, saqueado el convoy, para siempre, con toda la comitiva de sus gorilas gendarmes, herraduras y reenganchados con linternas y todo su cargamento de faenas, lentejas y otras harinas, que no había modo de hacer cocer nunca, y no volviéramos a verlo jamás. Ya que, puestos a diñarla de fatiga o de otra cosa, la forma más dolorosa es cargando sacos para llenar con ellos la noche.

    El día que los hicieran trizas así, hasta los ejes, a aquellos cabrones, al menos nos dejarían en paz, pensaba yo, y, aunque sólo fuese durante toda una noche, podríamos dormir al menos una vez por entero, en cuerpo y alma.

    Una pesadilla más, aquel avituallamiento, pequeño monstruo fastidioso y parásito del gran ogro de la guerra. Brutos delante, al lado y detrás. Los habían distribuido por todas partes. Condenados a una muerte aplazada, ya no podíamos vencer las ganas, enormes, de sobar y todo, además de eso, se volvía sufrimiento, el tiempo y el esfuerzo para comer. Un tramo de riachuelo, una cara de muro que creíamos reconocer... Nos guiábamos por los olores para encontrar otra vez la alquería del escuadrón, transformados en perros en la noche de guerra de las aldeas abandonadas. El que guía aún mejor es el olor a mierda.

    El brigada de avituallamiento, guardián de los odios de la tropa, dueño del mundo de momento. Quien habla del porvenir es un tunante, lo que cuenta es el presente. Invocar la posteridad es hacer un discurso a los gusanos. En la noche de la aldea en guerra, el brigada guardaba a los animales humanos para las grandes matanzas que acababan de empezar. ¡Es el rey, el brigada! ¡El Rey de la Muerte! ¡Brigada Cretelle! ¡Exacto! No hay nadie más poderoso. Tan poderoso como él, sólo un brigada de los otros, los de enfrente.

    No quedaban con vida en el pueblo sino gatos aterrados. El mobiliario, hecho astillas primero, pasaba a hacer fuego para el rancho, sillas, butacas, aparadores, del más ligero al más pesado. Y todo lo que se podía cargar a la espalda, se lo llevaban, mis compañeros. Peines, lamparitas, tazas, cositas fútiles y hasta coronas de novia, todo valía. Como si aún tuviéramos por delante muchos años de vida. Robaban para distraerse, para hacer ver que aún tenían para rato. Deseos de eternidad.

    El cañón para ellos no era sino ruido. Por eso pueden durar las guerras. Ni siquiera quienes las hacen, quienes están haciéndolas, las imaginan. Con una bala en el vientre, habrían seguido recogiendo sandalias viejas por la carretera, que aún «podían servir». Así el cordero, rendido en el prado, agoniza y pace aún. La mayoría de la gente no muere hasta el último momento; otros empiezan veinte años antes y a veces más. Son los desgraciados de la tierra.

    Yo, por mi parte, no era demasiado prudente, pero me había vuelto lo bastante práctico como para ser cobarde, en definitiva. Seguramente daba, a causa de esa resolución, impresión de gran serenidad. El caso es que inspiraba, tal como era, una paradójica confianza a nuestro capitán, el propio Ortolan, quien decidió confiarme aquella noche una misión delicada. Se trataba, me explicó, confidencial, de dirigirme al trote antes del amanecer a Noirceur-sur-la-Lys, ciudad de tejedores, situada a catorce kilómetros de la aldea donde estábamos acampados. Debía cerciorarme, en la plaza misma, de la presencia del enemigo. Desde por la mañana los enviados no cesaban de contradecirse al respecto. El general Des Entrayes estaba impaciente. Para ese reconocimiento, se me permitió escoger un caballo de entre los menos purulentos del pelotón. Hacía mucho que no había estado solo. De pronto me pareció que me marchaba de viaje. Pero la liberación era ficticia.

    En cuanto me puse en camino, por la fatiga, me costó trabajo, pese a mis esfuerzos, imaginar mi propia muerte, con suficiente precisión y detalle. Avanzaba de árbol en árbol, haciendo ruido con mi chatarra. Ya sólo mi bello sable valía, por el plomo, un piano. Tal vez fuera yo digno de lástima, pero en todo caso, eso seguro, estaba grotesco.

    ¿En qué estaba pensando el general Des Entrayes para enviarme así, con aquel silencio, completamente cubierto de cimbales? En mí, no, desde luego.

    Los aztecas destripaban por lo común, según cuentan, en sus templos del sol, a ochenta mil creyentes por semana, como sacrificio al Dios de las nubes para que les enviara lluvia. Son cosas que cuesta creer antes de ir a la guerra. Pero, una vez en ella, todo se explica, tanto los aztecas como su desprecio por los cuerpos ajenos; el mismo debía de sentir por mis humildes tripas nuestro general Céladon des Entrayes, ya citado, que había llegado a ser, por los ascensos, como un dios concreto, él también, como un pequeño sol atrozmente exigente.

    Sólo me quedaba una esperanza muy pequeña, la de que me hiciesen prisionero. Era mínima esa esperanza, un hilo. Un hilo en la noche, pues las circunstancias no se prestaban en absoluto a las cortesías preliminares. En esos momentos recibes antes un tiro de fusil que un saludo con el sombrero. Por lo demás, ¿qué le iba a poder decir yo, a aquel militar hostil por principio y venido a propósito para asesinarme del otro extremo de Europa?... Si él vacilaba un segundo (que me bastaría), ¿qué le diría yo?... Pero, ante todo, ¿qué sería, en realidad? ¿Un dependiente de almacén? ¿Un reenganchado profesional? ¿Un enterrador tal vez? ¿En la vida civil? ¿Un cocinero?... Los caballos tienen mucha suerte, pues, aunque sufren también la guerra, como nosotros, nadie les pide que la subscriban, que aparenten creer en ella. ¡Desdichados, pero libres, caballos! Por desgracia, el entusiasmo, tan zalamero, ¡es sólo para nosotros!

    En ese momento distinguía muy bien la carretera y, además, situados a los lados, sobre el légamo del suelo, los grandes cuadrados y volúmenes de las casas, con paredes blanqueadas por la luna, como grandes trozos de hielo desiguales, todo silencio, en bloques pálidos. ¿Sería allí el fin de todo? ¿Cuánto tiempo pasaría, en aquella soledad, después de que me hubieran apañado? ¿Antes de acabar? ¿Y en qué zanja? ¿Junto a cuál de aquellos muros? ¿Me rematarían tal vez? ¿De una cuchillada? A veces arrancaban las manos, los ojos y lo demás... ¡Se contaban muchas cosas al respecto y nada divertidas! ¿Quién sabe?... Un paso del caballo... Otro más... ¿bastarían? Esos animales trotan como dos hombres con zapatos de hierro y pegados uno al otro, con un paso de gimnasia muy extraño y desigual.

    Mi corazón al calorcito, tras su verjita de costillas, conejo agitado, acurrucado, estúpido.

    Al tirarte de un salto desde lo alto de la Torre Eiffel, debes de sentir cosas así. Querrías agarrarte al espacio.

    Conservó secreta para mí su amenaza, aquella aldea, pero no del todo. En el centro de una plaza, un minúsculo surtidor gorgoteaba para mí solo.

    Tenía todo, para mí solo, aquella noche. Era propietario por fin de la luna, de la aldea, de un miedo tremendo. Iba a salir al trote de nuevo (Noirceur-sur-la-Lys debía de estar aún a una hora de camino al menos), cuando advertí un resplandor muy tenue por encima de una puerta. Me dirigí derecho hacia él y así me descubrí una especie de audacia, desertora, cierto, pero insospechada. El resplandor desapareció en seguida, pero yo lo había visto bien. Llamé. Insistí, volví a llamar, interpelé a voces, primero en alemán y luego en francés, por si acaso, a aquellos desconocidos, encerrados tras la sombra.

    Por fin se abrió la puerta, un batiente.

    «¿Quién es usted?», dijo una voz. Estaba salvado.
    «Soy un dragón...»
    «¿Francés?» Podía distinguir a la mujer que hablaba.
    «Sí, francés...»
    «Es que han pasado por aquí tantos dragones alemanes... También hablaban francés, ésos...»
    «Sí, pero yo soy francés de verdad...»
    «¡Ah!.»

    Parecía dudarlo.

    «¿Dónde están ahora?», pregunté.
    «Se han marchado hacia Noirceur sobre las ocho...» Y me indicaba el Norte con el dedo.

    Una muchacha, con delantal blanco y mantón, salía también de la sombra ahora, hasta el umbral de la puerta...

    «¿Qué les han hecho -pregunté- los alemanes?»
    «Han quemado una casa cerca de la alcaldía y, además, han matado a mi hermanito de una lanzada en el vientre... cuando jugaba en el Puente Rojo y los miraba pasar... ¡Mire! -Y me mostró-. Ahí está...»

    No lloraba. Volvió a encender la vela, cuyo resplandor había yo sorprendido. Y distinguí -era cierto- al fondo el pequeño cadáver tendido sobre un colchón y vestido de marinero, y el cuello y la cabeza, tan lívidos como el resplandor de la vela, sobresalían de un gran cuello azul cuadrado. Estaba encogido, el niño, con brazos, piernas y espalda encorvados. La lanza le había pasado, como un eje de la muerte, por el centro del vientre. Su madre lloraba con fuerza, a su lado, de rodillas, y el padre también. Y después se pusieron a gemir todos juntos. Pero yo tenía mucha sed.

    «¿Tendrían una botella de vino para venderme?», pregunté.
    «Pregúntele a mi madre... Tal vez sepa si queda... Los alemanes nos han cogido mucho hace un rato...»

    Y entonces se pusieron a discutir sobre eso en voz muy baja.

    «¡No queda! -vino a anunciarme la muchacha-. Los alemanes se lo han llevado todo... Y eso que les habíamos dado sin que lo pidieran y mucho...»
    «¡Ah, sí! ¡Lo que han bebido! -comentó la madre, que había dejado de llorar, de repente-. Les gusta mucho...»
    «Más de cien botellas, seguro», añadió el padre, que seguía de rodillas...
    «Entonces, ¿no queda ni una sola? -insistí, con esperanza aún, pues tenía una sed tremenda, y sobre todo de vino blanco, bien amargo, el que despabila un poco-. Estoy dispuesto a pagar...»
    «Ya sólo queda del bueno. Cuesta cinco francos la botella...», concedió entonces la madre.
    «¡Muy bien!» Y saqué mis cinco francos del bolsillo, una moneda grande.
    «¡Ve a buscar una!», ordenó en voz baja a la hermana.

    La hermana cogió la vela y al cabo de un instante subió con una botella de litro.

    Estaba servido, ya sólo me quedaba marcharme.

    «¿Volverán?», pregunté, de nuevo inquieto.
    «Quizá -contestaron a coro-. Pero entonces lo quemarán todo... Lo han prometido al marcharse...»
    «Voy a ir a ver.»
    «Es usted muy valiente... ¡Es por ahí!», me indicaba el padre, en dirección a Noirceur-sur-la-Lys... Salió incluso a la calzada para verme marchar. La hija y la madre se quedaron, atemorizadas, junto al cadáver del pequeño, en vela.
    «¡Vuelve! -le decían desde dentro-. Entra, Joseph, que a ti no se te ha perdido nada en la carretera...»
    «Es usted muy valiente», volvió a decirme el padre y me estrechó la mano.

    Me puse en camino hacia el Norte, al trote.

    «¡Al menos, no les diga que aún estamos aquí!» La muchacha había vuelto a salir para gritarme eso.
    «Eso ya lo verán ellos, mañana, si están aquí», respondí. No estaba contento de haber dado mis cinco francos.

    Cinco francos se interponían entre nosotros. Son suficientes para odiar, cinco francos, y desear que revienten todos. No hay amor que valga en este mundo, mientras haya cinco francos de por medio.

    «¡Mañana!», repetían, incrédulos...

    Mañana, para ellos también, estaba lejos, no tenía demasiado sentido, un mañana así. En el fondo, el caso, para todos nosotros, era vivir una hora más, y una sola hora en un mundo en que todo se ha reducido al crimen es ya algo extraordinario.

    No duró mucho. Yo trotaba de árbol en árbol y no me habría extrañado verme interpelado o fusilado de un momento a otro. Y se acabó.

    No debían de ser más de las dos de la mañana, cuando llegué a la cima de una pequeña colina, al paso. Desde allí distinguí de repente filas y más filas de faroles de gas encendidos abajo y después, en primer plano, una estación iluminada con sus vagones, su cantina, de la que, sin embargo, no llegaba ningún ruido... Nada. Calles, avenidas, farolas y más filas paralelas de luces, barrios enteros, y después el resto alrededor, sólo obscuridad, vacío, ávido en torno a la ciudad, extendida, desplegada ante mí, como si la hubieran perdido, la ciudad, iluminada y esparcida en medio de la noche. Descabalgué y me senté en un cerrito a contemplarla un buen rato.

    Seguía sin saber si los alemanes habían entrado en Noirceur, pero, como en esos casos acostumbraban a incendiarlo todo, si habían entrado y no incendiaban la ciudad al instante, quería decir seguramente que tenían ideas y proyectos inhabituales.

    Tampoco disparaba el cañón, era extraño.

    También mi caballo quería acostarse. Tiraba de la brida y eso me hizo volverme. Cuando volví a mirar hacia la ciudad, algo había cambiado el aspecto del cerro ante mí, no gran cosa, desde luego, pero lo suficiente, aun así, como para que gritara: «¡Eh! ¿Quién vive?...» Ese cambio en la disposición de la sombra se había producido a unos pocos pasos... Debía de ser alguien...

    «¡No grites tanto!», respondió una voz de hombre, pastosa y ronca, una voz que parecía muy francesa.
    «¿Tú también estás rezagado?», me preguntó. Ahora podía verlo. Era un soldado de infantería, con la visera bien bajada, como los «padres». Después de tantos años, aún recuerdo bien aquel momento, su silueta saliendo de entre la maleza, como hacían los blancos, los soldados, en los tiros de las ferias.

    Nos acercamos el uno al otro. Yo llevaba el revólver en la mano. Un poco más y habría disparado sin saber por qué.

    «Oye -me preguntó-, ¿los has visto, tú?»
    «No, pero vengo por aquí para verlos.»
    «¿Eres del 145o de dragones?»
    «Sí. ¿Y tú?»
    «Yo soy un reservista...»
    «¡Ah!», dije. Me sorprendía, un reservista. Era el primero que me encontraba en la guerra. Nosotros siempre habíamos estado con hombres de la activa. No veía yo su figura, pero su voz era ya distinta de las nuestras, como más triste y, por tanto, más aceptable que las nuestras. Por eso, no podía por menos de sentir un poco de confianza hacia él. Ya era algo.
    «Estoy harto -repetía-. Me voy a dejar coger por los boches.»

    No ocultaba nada.

    «¿Y cómo vas a hacer?»

    De repente, me interesaba, su proyecto, más que nada.

    ¿Cómo iba a arreglárselas para conseguir que lo apresaran?

    «Aún no lo sé...»
    «¿Cómo has conseguido largarte?... ¡No es fácil dejarse coger!»
    «Me importa un bledo, iré a entregarme.»
    «Entonces, ¿tienes miedo?»
    «Tengo miedo y, además, esto me parece cosa de locos, si quieres que te diga la verdad. Me tienen sin cuidado los alemanes, no me han hecho nada...»
    «Cállate -le dije-, tal vez nos oigan...»

    Yo sentía como un deseo de ser cortés con los alemanes. Me habría gustado que me explicara, ya que estaba, aquel reservista, por qué no tenía valor yo tampoco, para hacer la guerra, como todos los demás... Pero no explicaba nada, sólo repetía que estaba hasta la coronilla.

    Entonces me contó la desbandada de su regimiento, la víspera, al amanecer, por culpa de los cazadores de a pie, de los nuestros, que por error habían abierto fuego contra su compañía, a campo traviesa. No los esperaban a esa hora. Habían llegado tres horas antes de lo previsto. Entonces los cazadores, fatigados, sorprendidos, los habían acribillado. Yo ya me conocía eso, ya me había pasado.

    «Y yo, ¡tú fíjate! Una ocasión así, ¡menudo si la aproveché! -añadió-. "Robinson", me dijo. Me llamo Robinson... ¡Robinson Léon! "Si quieres pirártelas, ¡ahora o nunca!", me dije... ¿No te parece? Conque me metí por un bosquecillo y después allí, tú figúrate, me encontré a nuestro capitán... Estaba apoyado en un árbol, ¡bien jodido el capi!... Estirando la pata... Se sujetaba el pantalón con las dos manos y venga escupir... Sangraba por todo el cuerpo y los ojos le daban vueltas... No había nadie con él. Había recibido una buena... "¡Mamá! ¡Mamá!", lloriqueaba, mientras reventaba y meaba sangre también...
    »"¡Corta el rollo!", fui y le dije. "¡Mamá! Sí, sí, ¡en eso está pensando tu mamá!"... ¡Así, chico, al pasar!... ¡En sus narices! ¡Imagínate! ¡Se debió de correr de gusto, aquel cabrón!... ¿No?... No se presentan muchas ocasiones, de decirle lo que piensas, al capitán... Hay que aprovecharlas. Y, para largarme más rápido, tiré el petate y las armas también... En un estanque de patos que había allí al lado... Es que, aquí donde me ves, yo no tengo ganas de matar a nadie, no he aprendido... Ya en tiempos de paz, no me gustaba la camorra... Me marchaba... Conque, ¡ya te puedes imaginar!... En la vida civil, procuraba no faltar a la fábrica... Incluso llegué a ser un grabador discreto, pero no me gustaba, por las disputas, prefería vender los periódicos de la tarde y en un barrio tranquilo, por donde me conocían, cerca del Banco de Francia... Place des Victoires, para ser más exactos... Rué des Petits-Champs... Ésa era mi zona... Nunca pasaba de la Rué du Louvre y el Palais-Royal, por un lado, ya ves tú... Por la mañana, hacía recados para los comerciantes... Por la tarde, un reparto de vez en cuando, a salto de mata, vamos... Alguna chapuza... Pero, ¡a mí que no me hablen de armas!... Si los alemanes te ven con armas, ¿eh? ¡Estás listo! Mientras que cuando vas a la buena de Dios, como yo ahora... Nada en las manos... Nada en los bolsillos... Notan que les costará menos apresarte, ¿comprendes? Saben con quién tienen que habérselas... Si pudieras llegar desnudo hasta los alemanes, sería lo mejor... ¡Como un caballo! Entonces, no podrían saber de qué arma eres...»
    «¡Eso es verdad!»

    Me daba cuenta de que la edad ayuda para las ideas. Te vuelves práctico.

    «Están ahí, ¿no?» Mirábamos y calculábamos juntos nuestras posibilidades y buscábamos nuestro futuro, como en las cartas, en el gran plano luminoso que nos ofrecía la ciudad en silencio.
    «¿Vamos?»

    En primer lugar había que pasar la línea del ferrocarril. Si había centinelas, nos apuntarían. Tal vez no. Había que ver. Pasar por encima o por debajo, por el túnel.

    «Tenemos que darnos prisa -añadió aquel Robinson-. Hay que hacerlo de noche; de día ya no hay amigos, todo el mundo trabaja para la galería; por el día, tú fíjate, hasta en la guerra es la feria... ¿Te llevas el penco?»

    Me llevé el penco. Por prudencia, para salir pitando, si no nos recibían bien. Llegamos al paso a nivel, con los grandes brazos rojos y blancos levantados. Nunca había visto barreras de esa forma. Las de las afueras de París no eran así.

    «¿Crees tú que habrán entrado ya en la ciudad?»
    «¡Seguro! -dijo-. ¡Sigue adelante!...»

    Ahora nos veíamos obligados a ser tan valientes como los valientes; el caballo, que avanzaba tranquilo tras nosotros, como si nos empujara con su ruido, no nos dejaba oír nada. ¡Toe! ¡Toe! ¡Toe!, con sus herraduras. Golpeaba en pleno eco, tan campante.

    Entonces, ¿contaba con la noche, aquel Robinson, para sacarnos de allí?... íbamos al paso los dos, por el centro de la calle vacía, sin la menor cautela, marcando el paso aún, como en la instrucción.

    Tenía razón, Robinson, el día era implacable, de la tierra al cielo. Tal como íbamos por la calzada, debíamos de tener aspecto muy inofensivo, los dos, muy ingenuo incluso, como si volviéramos de permiso.

    «¿Te has enterado de que han apresado al 1° de húsares entero?... ¿en Lille?... Entraron así, según dicen, no sabían, ¡eh!, con el coronel delante... ¡Por una calle principal, chico! Los cercaron... Por delante... Por detrás... ¡Alemanes por todos lados!... ¡En las ventanas!... Por todos lados... Listo... ¡Como ratas cayeron!... ¡Como ratas! ¡Tú fíjate qué potra!...»
    «¡Ah! ¡Qué cabritos!...»
    «¡Tú fíjate! ¡Tú fíjate!...» No salíamos de nuestro asombro ante aquella admirable captura, tan limpia, tan definitiva... Nos había dejado boquiabiertos. Las tiendas tenían todos los postigos cerrados, los hotelitos también, con su jardincillo delante, todo muy limpio. Pero, tras pasar por delante de Correos, vimos que uno de aquellos hotelitos, un poco más blanco que los demás, tenía todas las ventanas iluminadas, tanto en la planta baja como en el entresuelo. Nos acercamos y llamamos a la puerta. Nuestro caballo seguía detrás de nosotros. Un hombre grueso y barbudo nos abrió. «¡Soy el alcalde de Noirceur -fue y anunció al instante, sin que le preguntáramos- y estoy esperando a los alemanes!» Y salió, el alcalde, al claro de luna para reconocernos. Cuando comprobó que no éramos alemanes, sino franceses, no se mostró tan solemne, sólo cordial. Y también cohibido. Evidentemente, ya no nos esperaba, nuestra llegada contrariaba las disposiciones y resoluciones que había tenido que adoptar. Los alemanes debían entrar en Noirceur aquella noche, estaba avisado y había dispuesto todo de acuerdo con la Prefectura, su coronel aquí, su ambulancia allá, etc.. ¿Y si entraban en aquel momento? ¿Estando nosotros allí? ¡Seguro que crearía dificultades! Provocaría complicaciones... No nos lo dijo a las claras, pero se veía que lo pensaba.

    Entonces se puso a hablarnos del interés general, allí, en plena noche, en el silencio en que estábamos perdidos. Sólo del interés general... De los bienes materiales de la comunidad... Del patrimonio artístico de Noirceur, confiado a su cargo, cargo sagrado donde lo hubiera... De la iglesia del siglo XV, sobretodo... ¿La quemarían, la iglesia del siglo XV? ¡Como la de Condé-sur-Yser, allí cerca! ¿Eh?... Por simple mal humor... Por despecho, al encontrarnos allí... Nos hizo sentir toda la responsabilidad en que incurríamos... ¡Inconscientes soldados jóvenes que éramos!... A los alemanes no les gustaban las ciudades sospechosas, por las que aún merodearan militares enemigos. Ya se sabía.

    Mientras nos hablaba así, a media voz, su mujer y sus dos hijas, rubias llenitas y apetitosas, se mostraban de perfecto acuerdo, con una palabra de vez en cuando... En resumen, nos echaban. Entre nosotros flotaban los valores sentimentales y arqueológicos, vitales de repente, pues ya no quedaba nadie en Noirceur para impugnarlos... Patrióticos, morales, estimulados por las palabras, fantasmas que intentaba atrapar, el alcalde, pero que se esfumaban al punto, vencidos por nuestro miedo y nuestro egoísmo y también por la verdad pura y simple.

    Hacía esfuerzos extenuantes y conmovedores, el alcalde de Noirceur, para intentar convencernos, con pasión, de que nuestro deber era, sin lugar a dudas, largarnos en seguida con viento fresco y a todos los diablos, menos brutal, desde luego, que nuestro comandante Pinçon, pero tan decidido en su género.

    Lo único seguro que oponer, a todos aquellos poderosos, era, sin duda, nuestro humilde deseo de no morir ni arder. Era poco, sobre todo porque esas cosas no pueden declararse durante la guerra. Conque nos encaminamos hacia otras calles vacías. La verdad era que todas las personas con las que me había encontrado aquella noche me habían revelado su alma.

    «¡Mira que tengo suerte! -comentó Robinson, cuando nos íbamos-. ¡Ya ves! Si tú hubieras sido un alemán, como también eres buen muchacho, me habrías hecho prisionero y todo habría acabado bien... ¡Cuesta deshacerse de uno mismo en la guerra!»
    «Y tú -le dije-, si hubieras sido un alemán, ¿no me habrías hecho prisionero también? Entonces, ¡a lo mejor te habrían concedido su medalla militar! Debe de llamarse con un nombre extraño en alemán su medalla militar, ¿no?»

    Como seguíamos sin encontrar por el camino a alguien que quisiera hacernos prisioneros, acabamos sentándonos en un banco de una placita y nos comimos la lata de atún que Robinson Léon paseaba y calentaba en el bolsillo desde la mañana. Muy lejos, se oía el cañón ahora, pero muy lejos, la verdad. ¡Si hubieran podido quedarse cada cual por su lado, los enemigos, y dejarnos tranquilos!

    Después seguimos a lo largo de un canal y, junto a las gabarras a medio descargar, orinamos, con largos chorros, en el agua. Seguíamos llevando el caballo de la brida, tras nosotros, como un perro muy grande, pero cerca del puente, en la casa del barquero, de un solo cuarto, también sobre un colchón, estaba tendido otro muerto, solo, un francés, comandante de cazadores a caballo, que, por cierto, se parecía bastante a Robinson, de cara.

    «¡Mira que es feo! -comentó Robinson-. A mí no me gustan los muertos...»
    «Lo más curioso -le respondí- es que se te parece un poco. Tiene la nariz larga como tú y tú no eres mucho menos joven que él...»
    «La fatiga me hace parecer así; cansados todos nos parecemos un poco, pero si me hubieras visto antes... ¡Cuando montaba en bicicleta todos los domingos!... ¡Era un chavea que no estaba mal! Chico, ¡tenía unas pantorrillas! ¡El deporte, claro! También desarrolla los muslos...»

    Volvimos a salir; la cerilla que habíamos cogido para mirar se había apagado.

    «¡Ya ves! ¡Es demasiado tarde!...»

    Una larga raya gris y verde subrayaba ya a lo lejos la cresta del otero, en el límite de la ciudad, en la noche. ¡El día! ¡Uno más! ¡Uno menos! Habría que intentar pasar a través de aquél como de los demás, convertidos en algo así como aros cada vez más estrechos, los días, y atestados de trayectorias y metralla.

    «¿No vas a venir por aquí la próxima noche?», me preguntó al separarse de mí.
    «¡No hay próxima noche, hombre!... ¿Es que te crees un general?»
    «Yo ya no pienso en nada -dijo, para acabar-. En nada, ¿me oyes?... Sólo pienso en no palmarla... Ya es bastante... Me digo que un día ganado, ¡es un día más!» «Tienes razón... ¡Adiós, chico, y suerte!...» «¡Lo mismo te digo! ¡Tal vez nos volvamos a ver!» Volvimos cada uno a nuestra guerra. Y después ocurrieron cosas y más cosas, que no es fácil contar ahora, pues hoy ya no se comprenderían.

    Para estar bien vistos y considerados, tuvimos que darnos prisa y hacernos muy amigos de los civiles, porque éstos, en la retaguardia, se volvían, a medida que avanzaba la guerra, cada vez más perversos. Lo comprendí en seguida, al regresar a París, y también que las mujeres tenían fuego entre las piernas y los viejos una cara de salidos que para qué y las manos a lo suyo: los culos, los bolsillos.

    Heredaban de los combatientes, los de la retaguardia, no habían tardado en aprender la gloria y las formas adecuadas de soportarla con valor y sin dolor.

    Las madres, unas enfermeras, otras mártires, no se quitaban nunca sus largos velos sombríos, como tampoco el diploma que les enviaba el ministro a tiempo por mediación del empleado de la alcaldía. En resumen, se iban organizando las cosas.

    Durante los funerales pomposos, la gente está muy triste también, pero no por ello dejan de pensar en la herencia, en las próximas vacaciones, en la viuda, que es muy mona y tiene temperamento, según dicen, y en seguir viviendo, uno mismo, por contraste, largo tiempo, en no diñarla tal vez nunca... ¿Quién sabe?

    Cuando sigues un entierro, todo el mundo se descubre, ceremonioso, para saludarte. Da gusto. Es el momento de comportarse como Dios manda, de adoptar expresión de decoro y no bromear en voz alta, de regocijarse sólo por dentro. Está permitido. Por dentro todo está permitido.

    En época de guerra, en lugar de bailar en el entresuelo, se bailaba en el sótano. Los combatientes lo toleraban y, más aún, les gustaba. Lo pedían, en cuanto llegaban, y a nadie parecía impropio. En el fondo, sólo el valor es impropio. ¿Ser valiente con tu cuerpo? Entonces pedid al gusano que sea valiente también; es rosado, pálido y blando, como nosotros.

    Por mi parte, yo ya no tenía motivos para quejarme. Estaba a punto de liberarme, gracias a la medalla militar que había ganado, la herida y demás. Estando en convalecencia, me la habían llevado, la medalla, al hospital. Y el mismo día me fui al teatro, a enseñársela a los civiles en los entreactos. Gran sensación. Eran las primeras medallas que se veían en París. ¡Un chollete!

    Fue en aquella ocasión incluso cuando, en el salón de la Opéra-Comique, conocí a la pequeña Lola de América y por ella me espabilé del todo.

    Hay ciertas fechas así, en la vida, que cuentan entre tantos meses en los que habría podido uno abstenerse muy bien de vivir. Aquel día de la medalla en la Opéra-Comique fue decisivo en mi vida.

    Por ella, por Lola, me entró gran curiosidad por Estados Unidos, por las preguntas que le hacía y a las que ella apenas respondía. Cuando te lanzas así, a los viajes, vuelves cuando puedes y como puedes...

    En el momento de que hablo, todo el mundo en París quería poseer su uniforme. Los únicos que no tenían eran los neutrales y los espías y eran casi los mismos. Lola tenía el suyo, su uniforme oficial de verdad, y muy mono, todo él adornado con crucecitas rojas, en las mangas, en su gorrito de policía, siempre ladeado, coquetón, sobre sus ondulados cabellos. Había venido a ayudarnos a salvar a Francia, como decía al director del hotel, en la medida de sus débiles fuerzas, pero, ¡con todo el corazón! Nos entendimos en seguida, si bien no del todo, porque los arrebatos del corazón habían llegado a resultarme de lo más desagradables. Prefería los del cuerpo, sencillamente. Hay que desconfiar por entero del corazón, me lo habían enseñado, ¡y de qué modo!, en la guerra. Y no me iba a ser fácil olvidarlo.

    El corazón de Lola era tierno, débil y entusiasta. Su cuerpo era gracioso, muy amable, y hube de tomarla, en conjunto, como era. Al fin y al cabo, era buena chica, Lola; sólo, que entre nosotros se interponía la guerra, esa rabia de la hostia, tremenda, que impulsaba a la mitad de los humanos, amantes o no, a enviar a la otra mitad al matadero. Conque, por fuerza, entorpecía las relaciones, una manía así. Para mí, que prolongaba mi convalecencia lo más posible y no sentía el menor interés por volver a ocupar mi puesto en el ardiente cementerio de las batallas, el ridículo de nuestra matanza se me revelaba, chillón, a cada paso que daba por la ciudad. Una picardía inmensa se extendía por todos lados.

    Sin embargo, tenía pocas posibilidades de eludirla, carecía de las relaciones indispensables para salir bien librado. Sólo conocía a pobres, es decir, gente cuya muerte no interesa a nadie. En cuanto a Lola, no había que contar con ella para enchufarme. Siendo como era enfermera, no se podía imaginar una persona, salvo el propio Ortolan, más combativo que aquella niña encantadora. Antes de haber pasado el fangoso fregado de los heroísmos, su aire de Juana de Arco me habría podido excitar, convertir, pero ahora, desde mi alistamiento de la Place Clichy, cualquier heroísmo verbal o real me inspiraba un rechazo fóbico. Estaba curado, bien curado.

    Para comodidad de las damas del cuerpo expedicionario americano, el grupo de enfermeras al que pertenecía Lola se alojaba en el hotel Paritz y, para facilitarle, a ella en particular, aún más las cosas, le confiaron (estaba bien relacionada) en el propio hotel la dirección de un servicio especial, el de los buñuelos de manzana para los hospitales de París. Todas las mañanas se distribuían miles de docenas. Lola desempeñaba esa función benéfica con un celo que, por cierto, más adelante iba a tener efectos desastrosos.

    Lola, conviene señalarlo, no había hecho buñuelos en su vida. Así, pues, contrató a algunas cocineras mercenarias y, tras algunos ensayos, los buñuelos estuvieron listos para ser entregados con puntualidad, jugosos, dorados y azucarados, que era un primor. En resumen, Lola sólo tenía que probarlos antes de que se enviaran a los diferentes servicios hospitalarios. Todas las mañanas Lola se levantaba a las diez y, tras haberse bañado, bajaba a las cocinas, situadas muy abajo, junto a los sótanos. Eso, cada mañana, ya digo, y vestida sólo con un quimono japonés negro y amarillo que un amigo de San Francisco le había regalado la víspera de su partida.

    En resumen, todo marchaba perfectamente y estábamos ganando la guerra, cuando un buen día, a la hora de almorzar, la encontré descompuesta, incapaz de probar un solo plato de la comida. Me asaltó la aprensión de que hubiera ocurrido una desgracia, una enfermedad repentina. Le supliqué que se confiara a mi afecto vigilante.

    Por haber probado, puntual, los buñuelos durante todo un mes, Lola había engordado más de un kilo. Por lo demás, su cinturoncito atestiguaba, con una muesca más, el desastre. Vinieron las lágrimas. Intentando consolarla, como mejor pude, recorrimos, en taxi y bajo el efecto de la emoción, varias farmacias, situadas en lugares muy diversos. Por azar, todas las básculas confirmaron, implacables, que había ganado sin duda más de un kilo, era innegable. Entonces le sugerí que dejara su servicio a una colega que, al contrario, necesitaba entrar en carnes un poquito. Lola no quiso ni oír hablar de ese compromiso, que consideraba una vergüenza y una auténtica deserción en su género. Fue en aquella ocasión incluso cuando me contó que su tío bisabuelo había formado parte también de la tripulación, por siempre gloriosa, del Mayflower, arribado a Boston en 1677, y que, en consideración de tal recuerdo, no podía ni pensar en eludir su deber en relación con los buñuelos, modesto, desde luego, pero, aun así, sagrado.

    El caso es que a partir de aquel día ya sólo probaba los buñuelos con la punta de los dientes, todos muy bonitos, por cierto, y bien alineados. Aquella angustia por engordar había llegado a impedirle disfrutar de nada. Desmejoró. Al cabo de poco, tenía tanto miedo a los buñuelos como yo a los obuses. Entonces la mayoría de las veces nos íbamos a pasear por higiene, para rehuir los buñuelos, a las orillas del río, por los bulevares, pero ya no entrábamos en el Napolitain, para no tomar helados, que también hacen engordar a las damas.

    Yo nunca había soñado con algo tan confortable para vivir como su habitación, toda ella azul pálido, con un baño contiguo. Fotos de sus amigos por todos lados, dedicatorias, pocas mujeres, muchos hombres, chicos guapos, morenos y de pelo rizado, su tipo; me hablaba del color de sus ojos y de sus dedicatorias tiernas, solemnes y definitivas, todas. Al principio, por educación, me sentía cohibido, en medio de todas aquellas efigies, y después te acostumbras.

    En cuanto dejaba de besarla, ella volvía a la carga sobre los asuntos de la guerra o los buñuelos y yo no la interrumpía. Francia entraba en nuestras conversaciones. Para Lola, Francia seguía siendo una especie de entidad caballeresca, de contornos poco definidos en el espacio y el tiempo, pero en aquel momento herida grave y, por eso mismo, muy excitante. Yo, cuando me hablaban de Francia, pensaba, sin poderlo resistir, en mis tripas, conque, por fuerza, era mucho más reservado en lo relativo al entusiasmo. Cada cual con su terror. No obstante, como era complaciente con el sexo, la escuchaba sin contradecirla nunca. Pero, tocante al alma, no la contentaba en absoluto. Muy vibrante, muy radiante le habría gustado que fuera y, por mi parte, yo no veía por qué había de encontrarme en ese estado, sublime; al contrario, veía mil razones, todas irrefutables, para conservar el humor exactamente contrario.

    Al fin y al cabo, Lola no hacía otra cosa que divagar sobre la felicidad y el optimismo, como todas las personas pertenecientes a la raza de los escogidos, la de los privilegios, la salud, la seguridad, y que tienen toda la vida por delante.

    Me fastidiaba, machacona, a propósito de las cosas del alma, siempre las tenía en los labios. El alma es la vanidad y el placer del cuerpo, mientras goza de buena salud, pero es también el deseo de salir de él, en cuanto se pone enfermo o las cosas salen mal. De las dos posturas, adoptas la que te resulta más agradable en el momento, ¡y se acabó! Mientras puedes elegir, perfecto. Pero yo ya no podía elegir, ¡mi suerte estaba echada! Estaba de parte de la verdad hasta la médula, hasta el punto de que mi propia muerte me seguía, por así decir, paso a paso. Me costaba mucho trabajo no pensar sino en mi destino de asesinado con sentencia en suspenso, que, por cierto, a todo el mundo le parecía del todo normal para mí.

    Hay que haber sobrellevado esa especie de agonía diferida, lúcida, con buena salud, durante la cual es imposible comprender otra cosa que verdades absolutas, para saber para siempre lo que se dice.

    Mi conclusión era que los alemanes podían llegar aquí, degollar, saquear, incendiar todo, el hotel, los buñuelos, a Lola, las Tullerías, a los ministros, a sus amiguetes, la Coupole, el Louvre, los grandes almacenes, caer sobre la ciudad, como la ira divina, el fuego del infierno, sobre aquella feria asquerosa, a la que ya no se podía añadir, la verdad, nada más sórdido, y, aun así, yo no tenía nada que perder, la verdad, nada, y todo que ganar.

    No se pierde gran cosa, cuando arde la casa del propietario. Siempre vendrá otro, si no es el mismo, alemán o francés o inglés o chino, para presentar, verdad, su recibo en el momento oportuno... ¿En marcos o francos? Puesto que hay que pagar...

    En resumen, estaba más baja que la leche, la moral. Si le hubiera dicho lo que pensaba de la guerra, a Lola, me habría considerado un monstruo, sencillamente, y me habría negado las últimas dulzuras de su intimidad. Así, pues, me guardaba muy mucho de confesárselo. Por otra parte, aún sufría algunas dificultades y rivalidades. Algunos oficiales intentaban soplármela, a Lola. Su competencia era temible, armados como estaban, ellos, con las seducciones de su Legión de Honor. Además, se empezó a hablar mucho de esa dichosa Legión de Honor en los periódicos americanos. Creo incluso que, en dos o tres ocasiones en que me puso los cuernos, se habrían visto muy amenazadas, nuestras relaciones, si al mismo tiempo no me hubiera descubierto de repente aquella frívola una utilidad superior, la que consistía en probar por ella los buñuelos todas las mañanas.

    Esa especialización de última hora me salvó. Aceptó que yo la substituyese. ¿Acaso no era yo también un valeroso combatiente, digno, por tanto, de esa misión de confianza? A partir de entonces ya no fuimos sólo amantes, sino también socios. Así se iniciaron los tiempos modernos.

    Su cuerpo era para mí un gozo que no tenía fin. Nunca me cansaba de recorrer aquel cuerpo americano. Era, a decir verdad, un cachondón redomado. Y seguí siéndolo.

    Llegué incluso al convencimiento, muy agradable y reconfortante, de que un país capaz de producir cuerpos tan audaces en su gracia y de una elevación espiritual tan tentadora debía de ofrecer muchas otras revelaciones capitales: en el sentido biológico, se entiende.

    A fuerza de sobar a Lola, decidí emprender tarde o temprano el viaje a Estados Unidos, como un auténtico peregrinaje y en cuanto fuera posible. En efecto, no paré ni descansé (a lo largo de una vida implacablemente adversa y aperreada) hasta haber llevado a cabo esa profunda aventura, místicamente anatómica.

    Recibí así, muy juntito al trasero de Lola, el mensaje de un nuevo mundo. No es que tuviera sólo un cuerpo, Lola, entendámonos, estaba adornada también con una cabecita preciosa y un poco cruel por los ojos de color azul grisáceo, que le subían un poquito hacia los ángulos, como los de los gatos salvajes.

    Sólo con mirarla a la cara se me hacía la boca agua, como por un regusto de vino seco, de sílex. Ojos duros, en resumen, y nada animados por esa graciosa vivacidad comercial, que recuerda a Oriente y a Fragonard, de casi todos los ojos de por aquí.

    Nos encontrábamos la mayoría de las veces en un café cercano. Los heridos, cada vez más numerosos, iban renqueando por las calles, con frecuencia desaliñados. En su favor se organizaban colectas, «Jornadas» para éstos, para los otros, y sobre todo para los organizadores de las «Jornadas». Mentir, follar, morir. Acababa de prohibirse emprender cualquier otra cosa. Se mentía con ganas, más allá de lo imaginable, mucho más allá del ridículo y del absurdo, en los periódicos, en los carteles, a pie, a caballo, en coche. Todo el mundo se había puesto manos a la obra. A ver quién decía mentiras más inauditas. Pronto ya no quedó verdad alguna en la ciudad.

    La poca que existía en 1914 ahora daba vergüenza. Todo lo que tocabas estaba falsificado, el azúcar, los aviones, las sandalias, las mermeladas, las fotos; todo lo que se leía, tragaba, chupaba, admiraba, proclamaba, refutaba, defendía, no eran sino fantasmas odiosos, falsificaciones y mascaradas. Hasta los traidores eran falsos. El delirio de mentir y creer se contagia como la sarna. La pequeña Lola sólo sabía algunas frases de francés, pero eran patrióticas: «On les aura!...» «Madelon, viens!...» Era como para echarse a llorar.

    Se inclinaba así sobre nuestra muerte con obstinación, impudor, como todas las mujeres, por lo demás, en cuanto llega la moda de ser valientes para los demás.

    ¡Y yo que precisamente me descubría tanto gusto por todas las cosas que me alejaban de la guerra! En varias ocasiones le pedí informaciones sobre su América a Lola, pero entonces sólo me respondía con comentarios de lo más vagos, pretenciosos y manifiestamente inciertos, destinados a causar en mí una impresión brillante.

    Pero ahora yo desconfiaba de las impresiones. Me habían atrapado una vez con la impresión, ya no me iban a coger más con camelos. Nadie.

    Yo creía en su cuerpo, pero no en su espíritu. La consideraba una enchufada encantadora, la Lola, a contracorriente de la guerra, de la vida.

    Ella atravesaba mi angustia con la mentalidad del Petit Journal: pompón, charanga, mi Lorena y guantes blancos... Entretanto, yo le echaba cada vez más caliches, porque le había asegurado que eso la haría adelgazar. Pero ella confiaba más en nuestros largos paseos para conseguirlo. En cambio, yo los detestaba, los largos paseos. Pero ella insistía.

    Así, que íbamos con frecuencia, muy deportivos, al Bois de Boulogne, durante algunas horas, todas las tardes, el «circuito de los lagos».

    La naturaleza es algo espantoso e incluso cuando está domesticada con firmeza, como en el Bois, aún produce como angustia a los auténticos ciudadanos. Entonces se entregan con facilidad a las confidencias. Nada como el Bois de Boulogne, aun húmedo, enrejado, grasiento y pelado como está, para hacer afluir los recuerdos, incontenibles, en los ciudadanos de paseo entre los árboles. Lola no estaba libre de esa inquietud melancólica y confidente. Me contó mil cosas más o menos sinceras, mientras nos paseábamos así, sobre su vida de Nueva York, sobre sus amiguitas de allá.

    Yo no conseguía discernir del todo lo verosímil, en aquella trama complicada de dólares, noviazgos, divorcios, compras de vestidos y joyas, que me parecía colmar su existencia.

    Aquel día fuimos hacia el hipódromo. Por aquellos parajes te encontrabas aún muchos simones, a niños sobre borricos y a otros niños levantando polvo y autos atestados de quintos de permiso que no cesaban de buscar a toda velocidad mujeres vacantes por los senderos, entre dos trenes, levantando aún más polvo, con prisa por ir a cenar y hacer el amor, agitados y viscosos, al acecho, atormentados por la hora implacable y el deseo de vida. Sudaban de pasión y de calor también.

    El Bois estaba menos cuidado que de costumbre, abandonado, en suspenso administrativo.

    «Este lugar debía de ser muy bonito antes de la guerra... -observaba Lola-. ¿Era elegante?... ¡Cuéntame, Ferdinand!... ¿Y las carreras de aquí?... ¿Eran como las de Nueva York?...»

    La verdad es que yo no había ido nunca a las carreras antes de la guerra, pero inventaba al instante, para distraerla, cien detalles vistosos al respecto, con ayuda de lo que me habían contado, unos y otros. Los vestidos... Las señoras elegantes... Las calesas resplandecientes... La salida... Las cornetas alegres y espontáneas... El salto del río... El Presidente de la República... La fiebre ondulante de las apuestas, etc.

    Le gustó tanto, mi descripción ideal, que aquel relato nos unió. A partir de aquel momento, creyó haber descubierto, Lola, que por lo menos teníamos un gusto en común, en mí bien disimulado, el de las solemnidades mundanas. Incluso me besó, espontánea, de emoción, cosa que muy raras veces hacía, debo decirlo. Y también la melancolía de las cosas de moda en el pasado la emocionaba. Cada cual llora a su modo el tiempo que pasa. Por las modas muertas advertía Lola el paso de los años.

    «Ferdinand -me preguntó-, ¿crees que volverá a haber carreras en este hipódromo?»
    «Cuando acabe la guerra, seguramente, Lola...»
    «No es seguro, ¿verdad?»
    «No, seguro, no...»

    Esa posibilidad de que no volviese a haber nunca carreras en Longchamp la desconcertaba. La tristeza del mundo se apodera de los seres como puede, pero parece lograrlo casi siempre.

    «Suponte que aún dure mucho la guerra, Ferdinand, años, por ejemplo... Entonces será muy tarde para mí... Para volver aquí... ¿Me comprendes, Ferdinand?... Me gustan tanto, verdad, los lugares bonitos como éste... Muy mundanos... Muy elegantes... Será demasiado tarde... Para siempre demasiado tarde... Tal vez... Seré vieja entonces, Ferdinand. Cuando se reanuden las reuniones... Seré ya vieja... Ya verás, Ferdinand, será demasiado tarde... Siento que será demasiado tarde...»

    Y ya estaba otra vez desconsolada, como por el kilo y medio de más. Yo le daba, para tranquilizarla, todas las esperanzas que se me ocurrían... Que si, al fin y al cabo, sólo tenía veintitrés años... Que si la guerra iba a pasar muy deprisa... Que si volverían los buenos tiempos... Como antes, mejores que antes. Al menos para ella... Con lo preciosa que era... ¡El tiempo perdido! ¡Lo recuperaría sin perjuicio!... Los homenajes... Las admiraciones no iban a faltarle tan pronto... Fingió no sentir más pena para complacerme.

    «¿Tenemos que andar aún?», me preguntaba.
    «¿Para adelgazar?»
    «¡Ah! Es verdad, se me olvidaba...»

    Abandonamos Longchamp, los niños se habían marchado de los alrededores. Ya sólo había polvo. Los de permiso seguían persiguiendo la felicidad, pero ahora fuera de los oquedales; acosada debía de estar, la felicidad, entre las terrazas de la Porte Maillot.

    Íbamos costeando las orillas hacia Saint-Cloud, veladas por el halo danzante de las brumas que suben del otoño. Cerca del puente, algunas gabarras tocaban con la nariz los árboles, muy hundidas en el agua por la carga de carbón que les llegaba hasta la borda.

    El inmenso abanico verde del parque se despliega por encima de las verjas. Esos árboles tienen la agradable amplitud y la fuerza de los grandes sueños. Sólo, que también de los árboles desconfiaba yo, desde que había pasado por sus emboscadas. Un muerto detrás de cada árbol. La gran alameda subía entre dos hileras rosas hacia las fuentes. Junto al quiosco, la anciana señora de los refrescos parecía reunir despacio todas las sombras de la tarde en torno a su falda. Más allá, en los caminos contiguos, flotaban los grandes cubos y rectángulos tendidos con lonas obscuras, las barracas de una feria a la que la guerra había sorprendido allí y había inundado de silencio de repente.

    «¡Ya hace un año que se marcharon! -nos recordaba la vieja de los refrescos-. Ahora no pasan dos personas al día por aquí... Yo vengo aún por la costumbre... ¡Se veía tanta gente por aquí!...»

    No había comprendido nada, la vieja, de lo que había ocurrido, salvo eso. Lola quiso que pasáramos junto a aquellas barracas vacías, un extraño deseo triste tenía.

    Contamos unas veinte, unas largas y adornadas con espejos, otras pequeñas, mucho más numerosas, confiterías ambulantes, loterías, un teatrito incluso, atravesado por corrientes de aire; por todos lados, entre los árboles, había barracas; una de ellas, cerca de la gran alameda, ya ni siquiera conservaba las cortinas, descubierta como un antiguo misterio.

    Ya se inclinaban hacia las hojas y el barro, las barracas. Nos detuvimos junto a la última, la que se inclinaba más que las otras y se bamboleaba sobre sus postes, al viento, como un barco, con las velas hinchadas, a punto de romper su última cuerda. Vacilaba, su lona del medio, se agitaba con el viento levantado, se agitaba hacia el cielo, por encima del techo. Encima de la entrada de la barraca se leía su antiguo nombre en verde y rojo; era una barraca de tiro: Le Stand des Nations, se llamaba.

    Ya no había nadie para cuidarla. Ahora tal vez estuviera disparando con los demás propietarios, el dueño, y con los clientes.

    ¡Qué de balas habían recibido las dianas de la barraca! ¡Todas acribilladas por puntitos blancos! Una boda, en broma, representaba: en la primera fila, de zinc, la novia con sus flores, el primo, el militar, el novio, con carota colorada, y después, en la segunda fila, más invitados, a los que debían de haber matado muchas veces, cuando aún duraba la fiesta.

    «Estoy segura de que tú tiras bien, ¿eh, Ferdinand? Si aún hubiera fiesta, ¡te echaría una partida!... ¿Verdad que tiras bien, Ferdinand?»
    «No, no tiro demasiado bien...»

    En la última fila, detrás de la boda, otra hilera pintarrajeada, la alcaldía con su bandera. Debían de disparar también a la alcaldía, cuando funcionaba la barraca, a las ventanas, que entonces se abrían con un campanillazo seco, a la banderita de zinc disparaban incluso. Y, además, al regimiento que desfilaba, cuesta abajo, al lado, como el mío, el de la Place Clichy, éste entre pipas y globos, a todo aquello habían disparado de lo lindo y ahora me disparaban a mí, ayer, mañana.

    «Contra mí también disparan, Lola», no pude por menos de gritarle.
    «¡Ven! -dijo ella entonces-. Estás diciendo tonterías, Ferdinand, y vamos a coger frío.»

    Bajamos hacia Saint-Cloud por la gran alameda, la Royale, evitando el barro, ella me llevaba de la mano, la suya era muy pequeña, pero yo ya no podía pensar sino en la boda de zinc del Stand de más arriba, que habíamos dejado en la sombra de la alameda. Incluso me olvidé de besar a Lola, era superior a mis fuerzas. Me sentía muy raro. Fue incluso a partir de aquel instante, me parece, cuando mi cabeza se volvió tan difícil de tranquilizar, con sus ideas dentro.

    Cuando llegamos al puente de Saint-Cloud, ya estaba del todo obscuro.

    «Ferdinand, ¿quieres cenar en Duval? Te gusta mucho Duval... Esto te distraerá un poco... Siempre se encuentra a mucha gente allí... ¿A menos que prefieras cenar en mi habitación?» En resumen, que se mostraba muy atenta, aquella noche.

    Al final, decidimos ir a Duval. Pero apenas nos habíamos sentado a la mesa, cuando el lugar me pareció disparatado. Toda aquella gente sentada en filas a nuestro alrededor me daba la impresión de esperar, también ellos, a que las balas los asaltaran de todos lados, mientras jalaban.

    «¡Marchaos todos! -les avisé-. ¡Largaos! ¡Van a disparar! ¡A mataros! ¡A matarnos a todos!»

    Me llevaron al hotel de Lola, aprisa. Yo veía por todos lados la misma cosa. Toda la gente que desfilaba por los pasillos del Paritz parecía ir a que le dispararan y los empleados tras la gran Caja, ellos también, puestos allí para ello, y el tipo de abajo incluso, del Paritz, con su uniforme azul como el cielo y dorado como el sol, el portero, como lo llamaban, y, además, militares, oficiales que pasaban, generales, menos apuestos que él, desde luego, pero de uniforme, de todos modos, por todos lados un disparo inmenso, del que no saldríamos, ni unos ni otros. Ya no era broma.

    «¡Van a disparar! -fui y les grité, con todas mis fuerzas, en medio del gran salón-. ¡Van a disparar! ¡Largaos todos!...» Y después por la ventana, fui y lo grité también. No podía contenerme. Un auténtico escándalo. «¡Pobre soldado!», decían. El portero me llevó al bar con buenos modales, con amabilidad. Me hizo beber y bebí de lo lindo y, por fin, vinieron los gendarmes a buscarme, más brutales ésos. En el Stand des Nations había también gendarmes. Yo los había visto. Lola me besó y los ayudó a llevarme esposado.

    Entonces caí enfermo, febril, enloquecido, según explicaron en el hospital, por el miedo. Era posible. Lo mejor que puedes hacer, verdad, cuando estás en este mundo, es salir de el. Loco o no, con miedo o sin él.

    Se habló mucho del caso. Unos dijeron: «Ese muchacho es un anarquista, conque vamos a fusilarlo, es el momento, y rápido, sin vacilar ni dar largas al asunto, ¡que estamos en guerra!...» Pero según otros, más pacientes, era un simple sifilítico y loco sincero y, en consecuencia, querían que me encerraran hasta que llegase la paz o al menos por unos meses, porque ellos, los cuerdos, que no habían perdido la razón, según decían, querían cuidarme y, mientras, ellos harían la guerra solos. Eso demuestra que, para que te consideren razonable, nada mejor que tener una cara muy dura. Cuando tienes la cara bien dura, es bastante, entonces casi todo te está permitido, absolutamente todo, tienes a la mayoría de tu parte y la mayoría es quien decreta lo que es locura y lo que no lo es.

    Sin embargo, mi diagnóstico seguía siendo dudoso. Así, pues, las autoridades decidieron ponerme en observación por un tiempo. Mi amiga Lola tuvo permiso para hacerme algunas visitas y mi madre también. Y listo.

    Nos alojábamos, los heridos trastornados, en un instituto escolar de Issy-les-Moulineaux, organizado a propósito para recibir y obligar de grado o por fuerza, según los casos, a confesar a los soldados de mi clase, cuyo ideal patriótico estaba en entredicho simplemente o del todo enfermo. No nos trataban mal del todo, pero nos sentíamos, de todas formas, acechados por un personal de enfermeros silenciosos y dotados de orejas enormes.

    Tras un tiempo de sometimiento a aquella vigilancia, salías discretamente o para el manicomio o para el frente o, con bastante frecuencia, para el paredón.

    Yo no dejaba de preguntarme cuál de los compañeros reunidos en aquellos locales sospechosos, y que hablaban solos y en voz baja en el refectorio, estaba convirtiéndose en un fantasma.

    Cerca de la verja, en la entrada, vivía, en su casita, la portera, la que nos vendía pirulíes y naranjas y lo necesario para cosernos los botones. Nos vendía algo más: placer. Para los suboficiales costaba diez francos el placer. Todo el mundo podía disfrutarlos. Sólo que andándose con ojo con las confidencias, que se le hacían con demasiada facilidad en esos momentos. Podían costar caras, esas expansiones. Lo que se le confiaba lo repetía al médico jefe, escrupulosamente, e iba derechito al expediente para el consejo de guerra. Estaba demostrado, al parecer, que había mandado fusilar así, a fuerza de confidencias, a un cabo de espahíes que no había cumplido los veinte años, más un reservista de ingenieros que se había tragado clavos para dañarse el estómago y también a otro histérico, el que le había contado cómo preparaba sus ataques de parálisis en el frente... A mí, para tantearme, me ofreció una noche la cartilla de un padre de familia con seis hijos, muerto, según decía, y que me podía servir para un destino en la retaguardia. En resumen, era una perversa. En la cama, por ejemplo, era cosa fina y volvíamos y nos daba gusto de lo lindo. Era una puta de tres pares de cojones. Por lo demás, es lo que hace falta para gozar bien. En esa cocina, la del asunto, la picardía es, al fin y al cabo, como la pimienta en una buena salsa, es indispensable y le da consistencia.

    Los edificios del instituto daban a una amplia terraza, dorada en verano, entre los árboles, desde la que había una vista magnífica de París, como una perspectiva gloriosa. Allí nos esperaban, los jueves, nuestros visitantes y Lola entre ellos, que venía a traerme, puntual, pasteles, consejos y cigarrillos.

    A nuestros médicos los veíamos todas las mañanas. Nos interrogaban con amabilidad, pero nunca sabíamos qué pensaban exactamente. Paseaban a nuestro alrededor, con semblantes siempre afables, nuestra condena a muerte.

    Muchos de los enfermos que estaban allí en observación llegaban, más emotivos que los demás, en aquel ambiente dulzón, a un estado de exasperación tal, que se levantaban por la noche en lugar de dormir, recorrían el dormitorio a zancadas y de arriba abajo, protestaban a gritos contra su propia angustia, crispados entre la esperanza y la desesperación, como sobre una pared de montaña traidora. Pasaban días y días padeciendo así y después una noche se abandonaban al vacío e iban a confesar su caso con pelos y señales al médico jefe. A ésos no los volvíamos a ver, nunca. Yo tampoco estaba tranquilo. Pero, cuando eres débil, lo que da fuerza es despojar a los hombres que más temes del menor prestigio que aún estés dispuesto a atribuirles. Hay que aprender a considerarlos tales como son, peores de lo que son, es decir, desde cualquier punto de vista. Eso te despeja, te libera y te defiende más allá de lo imaginable. Eso te da otro yo. Vales por dos.

    Sus acciones, en adelante, dejan de inspirarte ese asqueroso atractivo místico que te debilita y te hace perder tiempo y entonces su comedia ya no te resulta más agradable ni más útil en absoluto para tu progreso íntimo que la del cochino más vil.

    Junto a mí, vecino de cama, dormía un cabo, también alistado voluntario. Profesor antes del mes de agosto en un instituto de Turena, donde, según me contó, enseñaba geografía e historia. Al cabo de algunos meses de guerra, había resultado ladrón, aquel profesor, como nadie. Resultaba imposible impedirle que robara al convoy de su regimiento conservas, en los furgones de la intendencia, en las reservas de la compañía y por todos los sitios donde encontrara.

    Conque había ido a parar allí con nosotros, en espera del consejo de guerra. Sin embargo, como su familia hacía todo lo posible para probar que los obuses lo habían aturdido, desmoralizado, la instrucción difería el juicio de un mes para otro. No me hablaba demasiado. Pasaba horas peinándose la barba, pero, cuando me hablaba, era casi siempre de lo mismo: el medio que había descubierto para no hacer más hijos a su mujer. ¿Estaba loco de verdad? Cuando llega el momento del mundo al revés y preguntar por qué te asesinan es estar loco, resulta evidente que no hace falta gran cosa para que te tomen por loco. Hace falta que cuele, claro está, pero, cuando de lo que se trata es de evitar el gran descuartizamiento, algunos cerebros hacen esfuerzos de imaginación magníficos.

    Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres.

    Princhard se llamaba, aquel profesor. ¿Qué podía haber decidido para salvar sus carótidas, sus pulmones y sus nervios ópticos? Ésa era la cuestión esencial, la que tendríamos que habernos planteado nosotros, los hombres, para seguir siendo estrictamente humanos y prácticos. Pero estábamos lejos de ese punto, titubeando en un ideal de absurdos, guardados por víctimas de las trivialidades marciales e insensatas; ratas ya ahumadas, intentábamos, enloquecidos, salir del barco en llamas, pero no teníamos ningún plan de conjunto, ninguna confianza mutua. Atontados por la guerra, nos habíamos vuelto locos de otra clase: el miedo. El derecho y el revés de la guerra.

    Aun así, me mostraba, a través de aquel delirio común, cierta simpatía, aquel Princhard, aun desconfiando de mí, por supuesto.

    Allí donde nos encontrábamos, la galera en que remábamos todos, no podía existir ni amistad ni confianza. Cada cual daba a entender sólo lo que le parecía favorable para su pellejo, puesto que todo o casi iba a ser repetido por los chivatos al acecho.

    De vez en cuando, uno de nosotros desaparecía: quería decir que su caso había quedado zanjado, que terminaría o en consejo de guerra, en Biribi o en el frente y, para los que salían mejor librados, en el manicomio de Clamart.

    No dejaban de llegar guerreros equívocos, de todas las armas, unos muy jóvenes y otros casi viejos, con canguelo o fanfarrones; sus mujeres y sus padres iban a visitarlos, sus chavales también, con ojos como platos, los jueves.

    Todo el mundo lloraba con ganas, en el locutorio, hacia el atardecer sobre todo. La impotencia del mundo en la guerra venía a llorar allí, cuando las mujeres y los niños se iban, por el pasillo iluminado con macilenta luz de gas, acabadas las visitas, arrastrando los pies. Un gran rebaño de llorones formaban, y nada más, repugnantes.

    Para Lola, venir a verme a aquella especie de prisión era otra aventura. Nosotros dos no llorábamos. No teníamos de dónde sacar lágrimas, nosotros.

    «¿Es verdad que te has vuelto loco, Ferdinand?», me preguntó.
    «¡Sí!», confesé.
    «Entonces, ¿te van a curar aquí?»
    «No se puede curar el miedo, Lola.»
    «¿Tanto miedo tienes, entonces?»
    «Tanto y más, Lola, tanto miedo, verdad, que, si muero de muerte natural, más adelante, ¡sobre todo no quiero que me incineren! Me gustaría que me dejaran en la tierra, pudriéndome en el cementerio, tranquilo, ahí, listo para revivir tal vez... ¡Nunca se sabe! Mientras que, si me incineraran, Lola, compréndelo, todo habría terminado, para siempre... Un esqueleto, pese a todo, se parece un poco a un hombre... Está siempre más listo para revivir que unas cenizas... Con las cenizas, ¡se acabó!... ¿Qué te parece?... Conque, la guerra, verdad...»
    «¡Oh! Pero entonces ¡eres un cobarde de aupa, Ferdinand! Eres repugnante como una rata...»
    «Sí, de lo más cobarde, Lola, rechazo la guerra por entero y todo lo que entraña... Yo no la deploro... Ni me resigno... Ni lloriqueo por ella... La rechazo de plano, con todos los hombres que encierra, no quiero tener nada que ver con ellos, con ella. Aunque sean noventa y cinco millones y yo sólo uno, ellos son los que se equivocan, Lola, y yo quien tiene razón, porque yo soy el único que sabe lo que quiere: no quiero morir nunca.»
    «Pero, ¡no se puede rechazar la guerra, Ferdinand! Los únicos que rechazan la guerra son los locos y los cobardes, cuando su patria está en peligro...»
    «Entonces, ¡que vivan los locos y los cobardes! O, mejor, ¡que sobrevivan! ¿Recuerdas, por ejemplo, un solo nombre, Lola, de uno de los soldados muertos durante la guerra de los Cien Años?... ¿Has intentado alguna vez conocer uno solo de esos nombres?... No, ¿verdad?... ¿Nunca lo has intentado? Te resultan tan anónimos, indiferentes y más desconocidos que el último átomo de este pisapapeles que tienes delante, que tu caca matinal... ¡Ya ves, pues, que murieron para nada, Lola! ¡Absolutamente para nada, aquellos cretinos! ¡Te lo aseguro! ¡Está demostrado! Lo único que cuenta es la vida. Te apuesto lo que quieras a que dentro de diez mil años esta guerra, por importante que nos parezca ahora, estará por completo olvidada... Una docena apenas de eruditos se pelearán aún, por aquí y por allá, en relación con ella y con las fechas de las principales hecatombes que la ilustraron... Es lo único memorable que los hombres han conseguido encontrar unos en relación con los otros a siglos, años e incluso horas de distancia... No creo en el porvenir, Lola...»

    Cuando descubrió hasta qué punto fanfarroneaba de mi vergonzoso estado, dejé de parecerle digno de la menor lástima... Despreciable me consideró, definitivamente.

    Decidió dejarme en el acto. Aquello pasaba de castaño obscuro. Cuando la acompañé hasta la puerta de nuestro hospicio aquella noche, no me besó.

    Estaba claro, le resultaba imposible reconocer que un condenado a muerte no hubiera recibido al mismo tiempo vocación para ello. Cuando le pregunté por nuestros buñuelos, tampoco me respondió.

    Al volver a la habitación, encontré a Princhard ante la ventana probándose gafas contra la luz del gas en medio de un círculo de soldados. Era una idea que se le había ocurrido, según nos explicó, a la orilla del mar, en vacaciones, y, como entonces era verano, tenía intención de llevarlas por el día, en el parque. Era inmenso, aquel parque, y estaba muy vigilado, por cierto, por escuadrones de enfermeros alerta. Conque el día siguiente Princhard insistió para que lo acompañara hasta la terraza a probar las bonitas gafas. La tarde rutilaba espléndida sobre Princhard, defendido por sus cristales opacos; observé que tenía casi transparentes las ventanas de la nariz y que respiraba con precipitación.

    «Amigo mío -me confió-, el tiempo pasa y no trabaja a mi favor... Mi conciencia es inaccesible a los remordimientos, estoy libre, ¡gracias a Dios!, de esas timideces... No son los crímenes los que cuentan en este mundo... Hace tiempo que se ha renunciado a eso... Son las meteduras de pata... Y yo creo haber cometido una... Del todo irremediable...»
    «¿Al robar las conservas?»
    «Sí, me creí astuto al hacerlo, ¡imagínese! Para substraerme a la contienda y de ese modo, cubierto de vergüenza, pero vivo aún, volver a la paz como se vuelve, extenuado, a la superficie del mar, tras una larga zambullida... Estuve a punto de lograrlo... Pero la guerra dura demasiado, la verdad... A medida que se alarga, ningún individuo parece lo bastante repulsivo para repugnar a la Patria... Se ha puesto a aceptar todos los sacrificios, la Patria, vengan de donde vengan, todas las carnes... ¡Se ha vuelto infinitamente indulgente a la hora de elegir a sus mártires, la Patria! En la actualidad ya no hay soldados indignos de llevar las armas y sobre todo de morir bajo las armas y por las armas... ¡Van a hacerme un héroe! Esa es la última noticia... La locura de las matanzas ha de ser extraordinariamente imperiosa, ¡para que se pongan a perdonar el robo de una lata de conservas! ¿Qué digo, perdonar? ¡Olvidar! Desde luego, tenemos la costumbre de admirar todos los días a bandidos colosales, cuya opulencia venera con nosotros el mundo entero, pese a que su existencia resulta ser, si se la examina con un poco más de detalle, un largo crimen renovado todos los días, pero esa gente goza de gloria, honores y poder, sus crímenes están consagrados por las leyes, mientras que, por lejos que nos remontemos en la Historia -y ya sabe que a mí me pagan para conocerla-, todo nos demuestra que un hurto venial, y sobre todo de alimentos mezquinos, tales como mendrugos, jamón o queso, granjea sin falta a su autor el oprobio explícito, los rechazos categóricos de la comunidad, los castigos mayores, el deshonor automático y la vergüenza inexpiable, y eso por dos razones: en primer lugar porque el autor de esos delitos es, por lo general, un pobre y ese estado entraña en sí una indignidad capital y, en segundo lugar, porque el acto significa una especie de rechazo tácito hacia la comunidad. El robo del pobre se convierte en un malicioso desquite individual, ¿me comprende?... ¿Adonde iríamos a parar? Por eso, la represión de los hurtos de poca importancia se ejerce, fíjese bien, en todos los climas, con un rigor extremo, no sólo como medio de defensa social, sino también, y sobre todo, como recomendación severa a todos los desgraciados para que se mantengan en su sitio y en su casta, tranquilos, contentos y resignados a diñarla por los siglos de los siglos de miseria y de hambre... Sin embargo, hasta ahora los rateros conservaban una ventaja en la República, la de verse privados del honor de llevar las armas patrióticas. Pero, a partir de mañana, esta situación va a cambiar, a partir de mañana yo, un ladrón, voy a ir a ocupar de nuevo mi lugar en el ejército... Ésas son las órdenes... En las altas esferas han decidido hacer borrón y cuenta nueva a propósito de lo que ellos llaman mi "momento de extravío" y eso, fíjese bien, por consideración a lo que también llaman "el honor de mi familia". ¡Qué mansedumbre! Dígame, compañero: ¿va a ser, entonces, mi familia la que sirva de colador y criba para las balas francesas y alemanas mezcladas?... Voy a ser yo y sólo yo, ¿no? Y cuando haya muerto, ¿será el honor de mi familia el que me haga resucitar?... Hombre, mire, me la imagino desde aquí, mi familia, pasada la guerra... Como todo pasa... Me imagino a mi familia brincando, gozosa, sobre el césped del nuevo verano, los domingos radiantes... Mientras debajo, a tres pies, el papá, yo, comido por los gusanos y mucho más infecto que un kilo de zurullos del 14 de julio, se pudrirá de lo lindo con toda su carne decepcionada... ¡Abonar los surcos del labrador anónimo es el porvenir verdadero del soldado auténtico! ¡Ah, compañero! ¡Este mundo, se lo aseguro, no es sino una inmensa empresa para cachondearse del mundo! Usted es joven. ¡Que estos minutos de sagacidad le valgan por años! Escúcheme bien, compañero, y no deje pasar nunca más, sin calar en su importancia, ese signo capital con que resplandecen todas las hipocresías criminales de nuestra sociedad: "el enternecimiento ante la suerte, ante la condición del miserable..." Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas, infelices, baqueteados por la vida, desollados, siempre empapados en sudor, os aviso, cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón... Es la señal... Infalible. Por el afecto empiezan. Luis XIV, conviene recordarlo, al menos se cachondeaba a rabiar del buen pueblo. Luis XV, igual. Se la chupaba por tiempos, el pueblo. No se vivía bien en aquella época, desde luego, los pobres nunca han vivido bien, pero no los destripaban con la terquedad y el ensañamiento que vemos en nuestros tiranos de hoy. No hay otro descanso, se lo aseguro, para los humildes que el desprecio de los grandes encumbrados, que sólo pueden pensar en el pueblo por interés o por sadismo... Los filósofos, ésos fueron, fíjese bien, ya que estamos, quienes comenzaron a contar historias al buen pueblo... ¡Él, que sólo conocía el catecismo! Se pusieron, según proclamaron, a educarlo... ¡Ah, tenían muchas verdades que revelarle! ¡Y hermosas! ¡Y no trilladas! ¡Luminosas! ¡Deslumbrantes! "¡Eso es!", empezó a decir, el buen pueblo, "¡sí, señor! ¡Exacto! ¡Muramos todos por eso!" ¡Lo único que pide siempre, el pueblo, es morir! Así es. "¡Viva Diderot!", gritaron y después "¡Bravo, Voltaire!" ¡Eso sí que son filósofos! ¡Y viva también Carnot, que organizaba tan bien las victorias! ¡Y viva todo el mundo! ¡Al menos, ésos son tíos que no le dejan palmar en la ignorancia y el fetichismo, al buen pueblo! ¡Le muestran los caminos de la libertad! ¡Lo emancipan! ¡Sin pérdida de tiempo! En primer lugar, ¡que todo el mundo sepa leer los periódicos! ¡Es la salvación! ¡Qué hostia! ¡Y rápido! ¡No más analfabetos! ¡Hace falta algo más! ¡Simples soldados-ciudadanos! ¡Que voten! ¡Que lean! ¡Y que peleen! ¡Y que desfilen! ¡Y que envíen besos! Con tal régimen, no tardó en estar bien maduro, el pueblo. Entonces, ¡el entusiasmo por verse liberado tiene que servir, verdad, para algo! Danton no era elocuente porque sí. Con unos pocos berridos, tan altos, que aún los oímos, ¡inmovilizó en un periquete al buen pueblo! ¡Y ésa fue la primera salida de los primeros batallones emancipados y frenéticos! ¡Los primeros gilipollas votantes y banderólicos que el Dumoriez llevó a acabar acribillados en Flandes! El, a su vez, Dumoriez, que había llegado demasiado tarde a ese juego idealista, por entero inédito, como, en resumidas cuentas, prefería la pasta, desertó. Fue nuestro último mercenario... El soldado gratuito, eso era algo nuevo... Tan nuevo, que Goethe, con todo lo Goethe que era, al llegar a Valmy, se quedó deslumbrado. Ante aquellas cohortes andrajosas y apasionadas que acudían a hacerse destripar espontáneamente por el rey de Prusia para la defensa de la inédita ficción patriótica, Goethe tuvo la sensación de que aún le quedaban muchas cosas por aprender. "¡Desde hoy -clamó, magnífico, según las costumbres de su genio-, comienza una época nueva!" ¡Menudo! A continuación, como el sistema era excelente, se pusieron a fabricar héroes en serie y que cada vez costaban menos caros, gracias al perfeccionamiento del sistema. Todo el mundo lo aprovechó. Bismarck, los dos Napoleones, Barres, lo mismo que la amazona Elsa. La religión banderólica no tardó en substituir la celeste, nube vieja y ya desinflada por la Reforma y condensada desde hacía mucho tiempo en alcancías episcopales. Antiguamente, la moda fanática era: "¡Viva Jesús! ¡A la hoguera con los herejes!", pero, al fin y al cabo, los herejes eran escasos y voluntarios... Mientras que, en lo sucesivo, al punto en que hemos llegado, los gritos: "¡Al paredón los salsifíes sin hebra! ¡Los limones sin jugo! ¡Los lectores inocentes! Por millones, ¡vista a la derecha!" provocan las vocaciones de hordas inmensas. A los hombres que no quieren ni destripar ni asesinar a nadie, a los asquerosos pacíficos, ¡que los cojan y los descuarticen! ¡Y los liquiden de trece modos distintos y perfectos! ¡Que les arranquen, para que aprendan a vivir, las tripas del cuerpo, primero, los ojos de las órbitas y los años de su cochina vida babosa! Que los hagan reventar, por legiones y más legiones, figurar en cantares de ciego, sangrar, corroerse entre ácidos, ¡y todo para que la Patria sea más amada, más feliz y más dulce! Y si hay tipos inmundos que se niegan a comprender esas cosas sublimes, que vayan a enterrarse en seguida con los demás, pero no del todo, sino en el extremo más alejado del cementerio, bajo el epitafio infamante de los cobardes sin ideal, pues esos innobles habrán perdido el magnífico derecho a un poquito de sombra del monumento adjudicatorio y comunal elevado a los muertos convenientes en la alameda del centro y también habrán perdido el derecho a recoger un poco del eco del ministro, que vendrá también este domingo a orinar en casa del prefecto y lloriquear ante las tumbas después de comer...»

    Pero desde el fondo del jardín llamaron a Princhard. El médico jefe lo llamaba con urgencia por mediación de su enfermero de servicio.

    «Voy», respondió Princhard y tuvo el tiempo justo para pasarme el borrador del discurso que acababa de ensayar conmigo. Un truco de comediante.

    No volví a verlo, a Princhard. Tenía el vicio de los intelectuales, era fútil. Sabía demasiadas cosas, aquel muchacho, y esas cosas lo trastornaban. Necesitaba la tira de trucos para excitarse, para decidirse.

    Ha llovido mucho desde la tarde en que se marchó, ahora que lo pienso. No obstante, me acuerdo bien. Aquellas casas del arrabal que lindaban con nuestro parque se destacaban una vez más, bien claras, como todas las cosas, antes de que caiga la noche. Los árboles crecían en la sombra y subían a reunirse con la noche en el cielo.

    Nunca hice nada por tener noticias suyas, por saber si había «desaparecido» de verdad, aquel Princhard, como dijeron una y otra vez. Pero es mejor que desapareciera.

    Ya nuestra arisca paz lanzaba sus semillas hasta en la guerra.

    Se podía adivinar lo que iba a ser, aquella histérica, con solo verla agitarse ya en la taberna del Olympia. Abajo, en el largo baile del sótano centelleante con cien espejos, pataleaba en el polvo y la gran desesperación al ritmo de música negro-judeo-sajona. Británicos y negros mezclados. Levantinos y rusos te encontrabas por todos lados, fumando, berreando, melancólicos y militares, en sofás carmesíes. Aquellos uniformes, que empezamos a olvidar con esfuerzo, fueron las simientes del hoy, esa cosa que aún crece y que no llegará a convertirse en estiércol hasta más adelante, a la larga.

    Bien entrenados en el deseo gracias a las horas pasadas por semana en el Olympia, íbamos en grupo a visitar después a nuestra costurera-guantera-librera, la señora Herote, en el Passage des Beresinas, detrás del Folies-Bergére, hoy desaparecido, donde los perritos, llevados de la cadena por sus amitas, iban a hacer sus necesidades.

    Allí íbamos a buscar a tientas nuestra felicidad, que el mundo entero amenazaba, rabioso. Nos daba vergüenza aquel deseo, pero, ¡no podíamos dejar de satisfacerlo! Es más difícil renunciar al amor que a la vida. Pasa uno la vida matando o adorando, en este mundo, y al mismo tiempo. «¡Te odio! ¡Te adoro!» Nos defendemos, nos mantenemos, volvemos a pasar la vida al bípedo del siglo próximo, con frenesí, a toda costa, como si fuera de lo más agradable continuarse, como si fuese a volvernos, a fin de cuentas, eternos. Deseo de abrazarse, pese a todo, igual que de rascarse.

    Yo mejoraba mentalmente, pero mi situación militar seguía bastante indecisa. Me permitían salir a la ciudad de vez en cuando. Como digo, nuestra lencera se llamaba señora Herote. Tenía una frente tan estrecha, que al principio te encontrabas incómodo delante de ella, pero, en cambio, sus labios eran tan sonrientes y carnosos, que después no sabías qué hacer para evitarla. Al abrigo de la volubilidad formidable, de un temperamento inolvidable, albergaba una serie de intenciones simples, rapaces, piadosamente comerciales.

    Empezó a hacer fortuna en pocos meses, gracias a los aliados y a su vientre, sobre todo. Le habían quitado los ovarios, conviene señalarlo, operada de salpingitis el año anterior. Esa castración liberadora fue su fortuna. Hay blenorragias femeninas que resultan providenciales. Una mujer que pasa el tiempo temiendo los embarazos no es sino una especie de impotente y nunca irá lejos por el camino del éxito.

    Los viejos y los jóvenes creen también, y yo lo creía, que en la trastienda de ciertas librerías-lencerías se encontraba el medio de hacer el amor con facilidad y barato. Aún era así, hace unos veinte años, pero desde entonces muchas cosas han dejado de hacerse, sobre todo algunas de las más agradables. El puritanismo anglosajón cada mes nos consume más, ya ha reducido casi a nada el cachondeo improvisado de las trastiendas. Todo se vuelve matrimonio y corrección.

    La señora Herote supo aprovechar las últimas licencias que aún existían para joder de pie y barato. Un tasador de subastas desocupado pasó por su tienda un domingo, entró y allí sigue. Chocho estaba un poco y siguió estándolo y se acabó. La felicidad de la pareja no provocó el menor comentario. A la sombra de los periódicos, que deliraban con las llamadas a los sacrificios últimos y patrióticos, la vida, estrictamente medida, rellena de previsión, continuaba y mucho más astuta, incluso, que nunca. Tales son la cara y la cruz, como la luz y la sombra, de la misma medalla.

    El tasador de la señora Herote colocaba en Holanda fondos para sus amigos, los mejor informados, y para la señora Herote, a su vez, en cuanto se hicieron confidentes. Las corbatas, los sujetadores, las camisas que vendía, atraían a clientes y dientas y sobre todo los incitaban a volver a menudo.

    Gran número de encuentros extranjeros y nacionales se celebraron a la sombra rosada de aquellos visillos y entre la charla incesante de la patrona, toda cuya persona substancial, charlatana y perfumada hasta el desmayo, habría podido poner cachondo al hepático más rancio. En aquellas combinaciones, en lugar de perder la cabeza, la señora Herote sacaba provecho, en dinero en primer lugar, porque descontaba el diezmo sobre las ventas en sentimientos y, además, porque se hacía mucho amor en torno a ella. Uniendo y desuniendo a las parejas con un gozo al menos igual, a fuerza de chismes, insinuaciones, traiciones.

    Imaginaba dichas y dramas sin cesar. Alimentaba la vida de las pasiones. Lo que no hacía sino beneficiar a su comercio.

    Proust, espectro a medias él mismo, se perdió con tenacidad extraordinaria en la futilidad infinita y diluyente de los ritos y las actitudes que se enmarañan en torno a la gente mundana, gente del vacío, fantasmas de deseos, orgiastas indecisos que siempre esperan a su Watteau, buscadores sin entusiasmo de Cíteras improbables. Pero la señora Herote, de origen popular y substancial, se mantenía sólidamente unida a la tierra por rudos apetitos, animales y precisos.

    Si la gente es tan mala, tal vez sea sólo porque sufre, pero pasa mucho tiempo entre el momento en que han dejado de sufrir y aquel en que se vuelven un poco mejores. El gran éxito material y pasional de la señora Herote no había tenido tiempo aún de suavizar su disposición para la conquista.

    No era más rencorosa que la mayoría de las pequeñas comerciantes de por allí, pero hacía muchos esfuerzos para demostrarte lo contrario, por lo que se recuerda su caso. Su tienda no era sólo un lugar de citas, era también como una entrada furtiva en un mundo de riqueza y lujo, en el que yo, pese a mis deseos, nunca había penetrado hasta entonces y del que, por lo demás, quedé eliminado de modo rápido y penoso después de una incursión furtiva, la primera y la única.

    Los ricos de París viven juntos; sus barrios, en bloque, forman un pedazo del pastel urbano, cuya punta va a tocar el Louvre, mientras que el reborde redondeado se detiene en los árboles entre el puente d'Auteuil y la puerta de Ternes. Ya veis. Es el pedazo mejor de la ciudad. Todo el resto no es sino esfuerzo y estiércol.

    Cuando se pasa por el barrio de los ricos, al principio no se notan grandes diferencias con los demás, salvo que en él las calles están un poco más limpias y se acabó. Para ir a hacer una excursión hasta el interior mismo de esa gente, de esas cosas, hay que confiar en el azar o en la intimidad.

    Por la tienda de la señora Herote se podía penetrar un poco antes en esa reserva gracias a los argentinos que bajaban de los barrios privilegiados para proveerse en su tienda de calzoncillos y camisas y echar caliches también a su hermoso surtido de amigas ambiciosas, teatrales y musicales, bien hechas, que la señora Herote atraía a propósito.

    A una de ellas, yo, que no tenía otra cosa que ofrecer que mi juventud, como se suele decir, empecé a apreciarla más de la cuenta. La pequeña Musyne la llamaban en aquel medio.

    En el Passage des Beresinas, todo el mundo se conocía de tienda en tienda, como en un auténtico pueblecito, encajonado entre dos calles de París, es decir, que allí la gente se espiaba y se calumniaba humanamente hasta el delirio.

    En el aspecto material, antes de la guerra, de lo que discutían, entre comerciantes, era de una vida de estrechez y ahorro desesperados. Entre otras pruebas de miseria, era pesadumbre crónica de aquellos tenderos verse forzados, en su penumbra, a recurrir al gas, llegadas las cuatro de la tarde, por los escaparates. Pero, en cambio, se creaba así, al margen, un ambiente propicio para las proposiciones delicadas.

    Aun así, muchas tiendas estaban decayendo por culpa de la guerra, mientras que la de la señora Herote, a fuerza de jóvenes argentinos, oficiales con peculio y consejos del amigo tasador, adquiría un auge que todo el mundo, en los alrededores, comentaba, como es de imaginar, en términos abominables.

    Conviene señalar, por ejemplo, que en aquella misma época, el célebre pastelero del número 112 perdió de pronto sus bellas clientas a consecuencia de la movilización. Las habituales degustadoras de guante largo, obligadas por la requisa masiva de caballos a acudir a pie, no volvieron más. No iban a volver nunca más. En cuanto a Sambanet, el encuadernador de música, no pudo resistir, de repente, el deseo que siempre había sentido de sodomizar a un soldado. Semejante audacia, inoportuna, de una noche le causó un daño irreparable ante ciertos patriotas, que, ni cortos ni perezosos, lo acusaron de espionaje. Tuvo que cerrar la tienda.

    En cambio, la señorita Hermanee, en el número 26, cuya especialidad era hasta entonces el artículo de caucho, confesable o no, se habría forrado, gracias a las circunstancias, si no hubiera encontrado precisamente todas las dificultades del mundo para abastecerse de «preservativos», que recibía de Alemania.

    En resumen, sólo la señora Herote, en el umbral de la nueva época de la lencería fina y democrática, entró sin problemas en la prosperidad.

    Entre tiendas, se escribían muchas cartas anónimas y, además, sabrosas. A su vez, la señora Herote prefería, para distraerse, enviarlas a personajes importantes; hasta en eso manifestaba la profunda ambición que constituía el fondo mismo de su temperamento. Al Presidente del Consejo, por ejemplo, le enviaba, sólo para asegurarle que era un cornudo, y al mariscal Pétain, en inglés, con ayuda del diccionario, para hacerlo rabiar. ¿La carta anónima? ¡Ducha sobre plumas! La señora Herote recibía todos los días un paquetito con cartas de ésas, para ella, cartas sin firmar y que no olían bien, os lo aseguro. La dejaban pensativa, atónita, diez minutos más o menos, pero en seguida recuperaba su equilibrio, como fuera, con lo que fuese, pero siempre, y, además, con solidez, pues en su vida interior no había sitio alguno para la duda y menos aún para la verdad.

    Entre sus dientas y protegidas, muchas jóvenes artistas le llegaban con más deudas que vestidos. A todas daba consejo la señora Herote y ellas lo aprovechaban, entre otras Musyne, que a mí me parecía la más mona de todas. Un auténtico angelito musical, un encanto de violinista, un encanto muy avispado, por cierto, según me demostró. Implacable en su deseo de llegar en la tierra, y no en el cielo, quedaba muy airosa, en el momento en que la conocí, en un numerito de lo más mono, muy parisino y olvidado, en el Varietés.

    Aparecía con su violín a modo de prólogo improvisado, versificado, melodioso. Un género adorable y complicado.

    Con el sentimiento que le profesaba, el tiempo se me volvió frenético y lo pasaba corriendo del hospital a la salida de su teatro. Por lo demás, casi nunca era yo el único que la esperaba. Militares del ejército de tierra se la disputaban a brazo partido, aviadores también y con mayor facilidad aún, pero la palma seductora se la llevaban sin duda los argentinos. El comercio de carne congelada de éstos alcanzaba, gracias a la pululación de nuevos contingentes, las proporciones de una fuerza de la naturaleza. La pequeña Musyne aprovechó aquella época mercantil. Hizo bien, los argentinos ya no existen.

    Yo no comprendía. Era cornudo con todo y todo el mundo, con las mujeres, el dinero y las ideas. Cornudo, pero no contento. Aún hoy, me la encuentro, a Musyne, por azar, cada dos años o casi, igual que a la mayoría de las personas a las que ha conocido uno muy bien. Es el lapso necesario, dos años, para darse cuenta, de un solo vistazo, infalible entonces, como el instinto, de las fealdades con que un rostro, aun delicioso en su época, se ha cargado.

    Te quedas como vacilando un instante ante él y después acabas aceptándolo, tal como se ha transformado, el rostro, con esa inarmonía en aumento, innoble, de toda la cara. No queda más remedio que asentir, a esa cuidadosa y lenta caricatura esculpida por dos años. Aceptar el tiempo, cuadro de nosotros. Entonces podemos decir que nos hemos reconocido del todo (como un billete extranjero, que a primera vista no nos atrevemos a aceptar), que no nos hemos equivocado de camino, que hemos seguido la ruta correcta, sin concertarnos, la ruta indefectible durante dos años más, la ruta de la podredumbre. Y se acabó.

    Musyne, cuando me encontraba así, por casualidad, parecía, de tanto como la asustaba mi cabezón, querer huirme a toda costa, evitarme, apartarse, cualquier cosa. Sentía en mí el hedor de todo un pasado, pero a mí, que sé su edad, desde hace demasiados años, ya puede hacer lo que quiera, que no puede evitarme en modo alguno. Se queda ahí, violenta ante mi existencia, como ante un monstruo. Ella, tan delicada, se cree obligada a hacerme preguntas meningíticas, imbéciles, como las que haría una criada sorprendida con las manos en la masa. Las mujeres tienen naturaleza de criadas. Pero tal vez sólo imagine ella esa repulsión, más que sentirla; ése es el consuelo que me queda. Tal vez yo sólo le sugiera que soy inmundo. Tal vez sea yo un artista en ese género. Al fin y al cabo, ¿por qué no habría de haber tanto arte posible en la fealdad como en la belleza? Es un género que cultivar, nada más.

    Por mucho tiempo creí que era tonta, la pequeña Musyne, pero sólo era una opinión de vanidoso rechazado. Es que, antes de la guerra, todos éramos mucho más ignorantes y fatuos que hoy. No sabíamos casi nada de las cosas del mundo en general, en fin, unos inconscientes... Los tipejos de mi estilo confundían con mayor facilidad que hoy la gimnasia con la magnesia. Por estar enamorado de Musyne, tan mona ella, pensaba que eso me iba a dotar de toda clase de facultades y, ante todo y sobre todo, del valor que me faltaba, ¡todo ello porque era tan bonita y tenía tan buen oído para la música! El amor es como el alcohol, cuanto más impotente y borracho estás, más fuerte y listo te crees y seguro de tus derechos.

    La señora Herote, prima de muchos héroes muertos, ya sólo salía de su Passage con riguroso luto; además, raras veces iba a la ciudad, pues su tasador amigo se mostraba muy celoso. Nos reuníamos en el comedor de la trastienda, que, con la llegada de la prosperidad, adquirió visos de saloncito. Íbamos allí a conversar, a distraernos, amistosa, decorosamente, bajo el gas. La pequeña Musyne, al piano, nos extasiaba con los clásicos, sólo los clásicos, por las conveniencias de aquellos tiempos dolorosos. Allí pasábamos tardes enteras, codo con codo, con el tasador en medio, acunando juntos nuestros secretos, temores y esperanzas.

    La sirvienta de la señora Herote, recién contratada, estaba muy interesada en saber cuándo se decidirían los unos a casarse con los otros. En su pueblo no se concebía el amor libre. Todos aquellos argentinos, aquellos oficiales, aquellos clientes buscones le causaban una inquietud casi animal.

    Musyne se veía cada vez más acaparada por los clientes sudamericanos. Así acabé conociendo a fondo todas las cocinas y sirvientas de aquellos señores, a fuerza de ir a esperar a mi amada en el office. Por cierto, que los ayudas de cámara de aquellos señores me tomaban por el chulo. Y después todo el mundo acabó tomándome por un chulo, incluida la propia Musyne, al mismo tiempo, me parece, que todos los asiduos de la tienda de la señora Herote. ¡Qué le iba yo a hacer! Por lo demás, tarde o temprano te tiene que ocurrir, que te clasifiquen.

    Obtuve de la autoridad militar otra convalecencia de dos meses de duración y se habló incluso de declararme inútil. Musyne y yo decidimos alquilar juntos un piso en Billancourt. Era para darme esquinazo, en realidad, aquel subterfugio, porque aprovechaba que vivíamos lejos para volver cada vez más raras veces a casa. Siempre encontraba nuevos pretextos para quedarse en París.

    Las noches de Billancourt eran agradables, animadas a veces por aquellas pueriles alarmas de aviones y zepelines, gracias a las cuales los ciudadanos podían sentir escalofríos justificativos. Mientras esperaba a mi amante, iba a pasearme, caída la noche, hasta el puente de Grenelle, donde la sombra sube del río hasta el tablero del metro, con su rosario de farolas, tendido en plena obscuridad, con su enorme mole de chatarra también, que se lanza con estruendo en pleno flanco de los grandes inmuebles del Quai de Passy.

    Existen ciertos rincones así en las ciudades, de una fealdad tan estúpida, que casi siempre te encuentras solo en ellos.

    Musyne acabó volviendo a nuestro hogar, por llamarlo de algún modo, sólo una vez a la semana. Acompañaba cada vez con mayor frecuencia a las cantantes a casa de los argentinos. Habría podido tocar y ganarse la vida en los cines, donde me habría resultado mucho más fácil ir a buscarla, pero los argentinos eran alegres y generosos, mientras que los cines eran tristes y pagaban poco. Esas preferencias son la vida misma.

    Para colmo de mi desgracia, se creó el «Teatro en el frente». Al instante, Musyne hizo mil amistades militares en el Ministerio y cada vez con mayor frecuencia se marchaba a distraer en el frente a nuestros soldaditos y durante semanas enteras, además. Allí detallaba, para los ejércitos, la sonata y el adagio delante de la platea del Estado Mayor, bien colocada para verle las piernas. Por su parte, los chorchis, amajadados detrás de los jefes, sólo gozaban con los ecos melodiosos. Después Musyne pasaba, como es lógico, noches muy complicadas en los hoteles de la zona militar. Un día volvió muy alegre del frente, provista de un diploma de heroísmo, firmado por uno de nuestros grandes generales, nada menos. Ese diploma fue el punto de partida para su triunfo definitivo.

    En la colonia argentina supo hacerse de pronto extraordinariamente popular. La festejaban. Se pirraban por mi Musyne, ¡violinista de guerra tan mona! Tan joven y de pelo rizado y, además, heroica. Aquellos argentinos tenían el estómago agradecido, profesaban hacia nuestros grandes chefs una admiración infinita y, cuando regresó mi Musyne, con su documento auténtico, su hermoso palmito, sus deditos ágiles y gloriosos, se pusieron a cortejarla a cuál más, a rifársela, por así decir. La poesía heroica se apodera sin resistencia de quienes no van a la guerra y aún más de aquellos a quienes está enriqueciendo de lo lindo. Es normal.

    Ah, el heroísmo pícaro es como para caerse de culo, ¡os lo aseguro! Los armadores de Río ofrecían sus nombres y sus acciones a la nena que encarnaba para ellos, con tanta gracia y feminidad, el valor francés y guerrero. Musyne había sabido crearse, hay que reconocerlo, un pequeño repertorio muy mono de incidentes de guerra, que, como un sombrero atrevido, le sentaba de maravilla. Muchas veces me asombraba a mí mismo con su tacto y hube de reconocer, al oírla, que, en punto a embustes, yo a su lado era un simulador grosero. Ella tenía el don de situar sus ocurrencias en un pasado lejano y dramático, en el que todo se volvía y se conservaba precioso y penetrante. En punto a cuentos, nosotros, los combatientes, advertí de pronto, muchas veces conservábamos un carácter groseramente temporal y preciso. En cambio, mi amada se movía en la eternidad. Hay que creer a Claude Lorrain, cuando dice que los primeros planos de un cuadro siempre son repugnantes y que el arte exige situar el interés de la obra en la lejanía, en lo imperceptible, allí donde se refugia la mentira, ese sueño sorprendido in fraganti y único amor de los hombres. La mujer que sabe tener en cuenta nuestra miserable naturaleza se convierte con facilidad en nuestra amada, nuestra indispensable y suprema esperanza. Esperamos, a su lado, que nos conserve nuestra falsa razón de ser, pero entretanto puede ganarse la vida de sobra ejerciendo su función mágica. Musyne no dejaba de hacerlo, por instinto.

    Sus argentinos vivían por el barrio de Ternes y, sobre todo, por los alrededores del Bois, en hotelitos particulares, bien cercados, brillantes, donde por aquellos meses de invierno reinaba un calor tan agradable, que al entrar en ellos, de la calle, los pensamientos se te volvían de repente optimistas, sin querer.

    Desesperado y tembloroso, me había propuesto, para meter la pata hasta el final, ir lo más a menudo posible, ya lo he dicho, a esperar a mi compañera en el office. Me armaba de paciencia y esperaba, a veces hasta la mañana; tenía sueño, pero los celos me mantenían bien despierto y también el vino blanco, que las criadas me servían en abundancia. A sus señores argentinos yo los veía muy raras veces, oía sus canciones y su estruendoso español y el piano que no cesaba de sonar, pero tocado la mayoría de las veces por manos distintas de las de Musyne. Entonces, ¿qué hacía, la muy puta, con las manos, mientras tanto?

    Cuando volvíamos a encontrarnos por la mañana, ante la puerta, ella ponía mala cara. Yo era aún natural como un animal en aquella época, no quería perder a mi amada y se acabó, como un perro su hueso.

    Perdemos la mayor parte de la juventud a fuerza de torpezas. Era evidente que me iba a abandonar, mi amada, del todo y pronto. Yo no había aprendido aún que existen dos humanidades muy diferentes, la de los ricos y la de los pobres. Necesité, como tantos otros, veinte años y la guerra, para aprender a mantenerme dentro de mi categoría, a preguntar el precio de las cosas antes de tocarlas y, sobre todo, antes de encariñarme con ellas.

    Así, pues, mientras me calentaba en el office con mis compañeros de la servidumbre, no comprendía que por encima de mi cabeza danzaban los dioses argentinos; podrían haber sido alemanes, franceses, chinos, eso carecía de importancia, pero dioses ricos, eso era lo que había que entender. Ellos arriba con mi Musyne; yo abajo, sin nada. Musyne pensaba con seriedad en su futuro, conque prefería hacerlo con un dios. Yo también, desde luego, pensaba en mi futuro, pero como en un delirio, porque todo el tiempo sentía, con sordina, el temor a que me mataran en la guerra y también a morir de hambre en la paz. Estaba con sentencia de muerte en suspenso y enamorado. No era una simple pesadilla. No demasiado lejos de nosotros, a menos de cien kilómetros, millones de hombres, valientes, bien armados, bien instruidos, me esperaban para ajustarme las cuentas y franceses también que me esperaban para acabar con mi piel, si me negaba a dejar que los de enfrente la hicieran jirones sangrientos.

    Para el pobre existen en este mundo dos grandes formas de palmarla, por la indiferencia absoluta de sus semejantes en tiempo de paz o por la pasión homicida de los mismos llegada la guerra. Si se acuerdan de ti, al instante piensan en tu tortura, los otros, y en nada más. ¡Sólo les interesas chorreando sangre, a esos cabrones! Princhard había tenido más razón que un santo al respecto. Ante la inminencia del matadero, ya no especulas demasiado con las cosas del porvenir, sólo piensas en amar durante los días que te quedan, ya que es el único medio de olvidar el cuerpo un poco, olvidar que pronto te van a desollar de arriba abajo.

    Como Musyne me esquivaba, yo me consideraba un idealista, así llamamos a nuestros pobres instintos, envueltos en palabras rimbombantes. Mi permiso se estaba acabando. Los periódicos insistían, machacones, en la necesidad de llamar a filas a todos los combatientes posibles y, ante todo, a quienes no tenían padrinos, por supuesto. Oficialmente, no había que pensar sino en ganar la guerra.

    Musyne deseaba con ganas también, como Lola, que yo volviera a escape al frente y me quedara en él y, como parecía tomármelo con calma, se decidió a precipitar las cosas, aun no siendo eso propio de su carácter.

    Una noche en que, por excepción, volvíamos juntos a Billancourt, pasaron de repente los bomberos trompetistas y todos los vecinos de nuestra casa se precipitaron al sótano en honor de no sé qué zepelín.

    Aquellos pánicos de poca monta, durante los cuales todo un barrio en pijama desaparecía cloqueando, tras la vela, en las profundidades para escapar a un peligro casi por entero imaginario, daban idea de la angustiosa futilidad de aquellos seres, tan pronto gallinas espantadas tan pronto corderos fatuos y dóciles. Semejantes incongruencias monstruosas son como para asquear para siempre jamás al más paciente y tenaz de los sociófilos.

    Desde el primer toque de clarín Musyne olvidaba que en el «Teatro en el frente» le habían descubierto gran heroísmo. Insistía para que me precipitara con ella al fondo de los subterráneos del metro, en las alcantarillas, donde fuera, pero al abrigo y en las profundidades últimas y, sobre todo, ¡al instante! De verlos a todos bajar corriendo así, grandes y pequeños, los inquilinos, frívolos o majestuosos, de cuatro en cuatro, hacia el agujero salvador, hasta yo acabé armándome de indiferencia. Cobarde o valiente, no quiere decir gran cosa. Conejo aquí, héroe allá, es el mismo hombre, no piensa más aquí que allá. Todo lo que no sea ganar dinero supera su capacidad de comprensión clara e infinitamente. Todo cuanto es vida o muerte le supera. Ni siquiera con su propia muerte especula bien a derechas. Sólo comprende el dinero y el teatro.

    Musyne lloriqueaba ante mi resistencia. Otros inquilinos nos instaban a acompañarlos; acabé dejándome convencer. En cuanto a la elección del sótano, se emitieron proposiciones diferentes. El sótano del carnicero acabó obteniendo la mayoría de las adhesiones; afirmaban que estaba situado a mayor profundidad que ningún otro del inmueble. Desde el umbral te llegaban bocanadas de un olor acre y bien conocido por mí, que al instante me resultó de todo punto insoportable.

    «¿Vas a bajar ahí, Musyne, con la carne colgando de los ganchos?», le pregunté.
    «¿Por qué no?», me respondió, muy extrañada.
    «Pues, mira, yo -dije- hay cosas que no puedo olvidar y prefiero volver ahí arriba...»
    «Entonces, ¿te vas?»
    «¡Ven a buscarme cuando haya acabado todo!»
    «Pero puede durar mucho...»
    «Prefiero esperarte ahí arriba -le dije-. No me gusta la carne y esto pasará pronto.»

    Durante la alarma, protegidos en sus reductos, los inquilinos intercambiaban cortesías atrevidas. Ciertas damas en bata, llegadas en el último momento, se apresuraban con elegancia y mesura hacia aquella bóveda olorosa, en la que el carnicero y la carnicera hacían los honores, al tiempo que se excusaban por el frío artificial, indispensable para la buena conservación de la mercancía.

    Musyne desapareció con los demás. La esperé, arriba, en nuestra casa, una noche, todo un día, un año... No volvió nunca a reunirse conmigo.

    Por mi parte, yo me volví, a partir de entonces, cada vez más difícil de contentar y ya sólo pensaba en dos cosas: salvar el pellejo y marcharme a América. Pero escapar de la guerra constituía ya una tarea inicial, que me dejó sin aliento durante meses y más meses.

    «¡Cañones! ¡Hombres! ¡Municiones!», exigían, sin parecer cansarse nunca, los patriotas. Al parecer, no se podía dormir hasta arrancar del yugo germánico a la pobre Bélgica y a la pequeña e inocente Alsacia. Era una obsesión que impedía, según nos decían, a los mejores de nosotros respirar, comer, copular. De todos modos, no parecía que les impidiera hacer negocios, a los supervivientes. La moral estaba alta en la retaguardia, no se podía negar.

    Tuvimos que reincorporarnos rápido a nuestros regimientos. Pero a mí, ya en el primer reconocimiento, me encontraron muy por debajo de la media aún y apto sólo para ser enviado a otro hospital, para casos de huesos y nervios. Una mañana salimos seis del cuartel, tres artilleros y tres dragones, heridos y enfermos, en busca de aquel lugar donde reparaban el valor perdido, los reflejos abolidos y los brazos rotos. Primero pasamos, como todos los heridos de la época, por el control, en Val-de-Gráce, ciudadela ventruda, noble y rodeada de árboles y que olía de lo lindo a ómnibus por los pasillos, olor hoy, y seguramente para siempre, desaparecido, mezcla de pies, jergones y quinqués. No duramos mucho en Val; apenas nos vieron, dos oficiales intendentes, casposos y agotados de cansancio, nos echaron una bronca, como Dios manda, y nos amenazaron con enviarnos a consejo de guerra y otros intendentes nos echaron a la calle. No tenían sitio para nosotros, según decían, al tiempo que nos indicaban un destino impreciso: un bastión, por los alrededores de la ciudad.

    De tabernas a bastiones, entre copas de pastis y cafés con leche, salimos, pues, los seis al azar de las direcciones equivocadas, en busca de aquel nuevo abrigo que parecía especializado en la curación de héroes incapaces, de nuestro estilo.

    Uno solo de los seis poseía un rudimento de propiedad, que conservaba entera, conviene señalarlo, en una cajita de metal de galletas Pernot, marca célebre entonces y de la que no he vuelto a oír hablar. Dentro escondía, nuestro compañero, cigarrillos y un cepillo de dientes; por cierto, que nos reíamos todos del cuidado, poco común entonces, que dedicaba a sus dientes y lo tratábamos, por ese refinamiento insólito, de «homosexual».

    Por fin, tras muchas vacilaciones, llegamos, hacia medianoche, a los terraplenes hinchados de tinieblas de aquel bastión de Bicétre, el «43» se llamaba. Era el bueno.

    Acababan de reformarlo para recibir a lisiados y carcamales. El jardín ni siquiera estaba acabado.

    Cuando llegamos, el único habitante de la parte militar era la portera. Llovía con fuerza. Tuvo miedo de nosotros, la portera, al oírnos, pero la hicimos reír al ponerle la mano al instante en el lugar correcto. «¡Creía que eran alemanes!», dijo. «¡Están lejos!», le respondimos. «¿De qué estáis enfermos?», nos preguntó, preocupada. «De todo, pero, ¡de la pilila, no!», respondió un artillero. O sea, que no faltaba buen humor, la verdad, y, además, la portera lo apreciaba. En aquel mismo bastión vivieron con nosotros más adelante vejetes de la Asistencia Pública. Habían construido para ellos, con urgencia, nuevos edificios provistos de kilómetros de vidrieras; allí dentro los guardaban hasta el fin de las hostilidades, como insectos. En las colinas de los alrededores, una erupción de parcelas diminutas se disputaban montones de barro, que se escurría, mal contenido entre hileras de cabañas precarias. Al abrigo de éstas crecían, de vez en cuando, una lechuga y tres rábanos, que, sin que se supiera nunca por qué, babosas asqueadas cedían al propietario.

    Nuestro hospital estaba limpio, así, al principio, durante varias semanas, que es como hay que apresurarse a ver cosas así, pues en este país carecemos del menor gusto para la conservación de las cosas, somos incluso unos verdaderos guarros. Conque nos acostamos, ya digo, en la que se nos antojó de aquellas camas metálicas y a la luz de la luna; eran tan nuevos aquellos locales, que aún no llegaba la electricidad.

    Por la mañana temprano, vino a presentarse nuestro nuevo médico jefe, muy contento de vernos, al parecer, todo cordialidad por fuera. Tenía sus razones para estar contento, acababan de ascenderlo a general. Aquel hombre tenía, además, los ojos más bellos del mundo, aterciopelados y sobrenaturales, y los utilizaba lo suyo para encandilar a cuatro enfermeras encantadoras y solícitas, que lo colmaban de atenciones y aspavientos y no se perdían ripio de su médico jefe. Desde el primer contacto se informó sobre nuestra moral. Cogiendo, campechano, del hombro a uno de nosotros y sacudiéndolo, paternal, nos expuso, con voz reconfortante, las reglas y el camino más corto para ir airosos y lo más pronto posible a que nos partiesen la cara de nuevo.

    Fuera cual fuese su procedencia, la verdad es que la gente no pensaba en otra cosa. Era como para creer que disfrutaban con ello. El nuevo vicio. «Francia, amigos míos, ha puesto la confianza en vosotros; es una mujer, Francia, ¡la más bella de las mujeres! -entonó-. ¡Cuenta con vuestro heroísmo, Francia! Víctima de la más cobarde, la más abominable agresión. ¡Tiene derecho a exigir de sus hijos que la venguen profundamente! ¡A recuperar la integridad de su territorio, aun a costa del mayor sacrificio! Nosotros aquí, en lo que nos concierne, vamos a cumplir con nuestro deber. Amigos míos, ¡cumplid con el vuestro! ¡Nuestra ciencia os pertenece! ¡Es vuestra! ¡Todos sus recursos están al servicio de vuestra curación! ¡Ayudadnos, a vuestra vez, en la medida de vuestra buena voluntad! ¡Ya sé que podemos contar con ella! ¡Y que podáis pronto reintegraros a vuestros puestos, junto a vuestros queridos compañeros de las trincheras! ¡Vuestros sagrados puestos! Para la defensa de nuestro querido suelo. ¡Viva Francia! ¡Adelante!» Sabía hablar a los soldados.

    Estábamos, cada cual al pie de su cama, en posición de firmes, escuchándolo. Detrás de él, una morena del grupo de sus bonitas enfermeras dominaba mal la emoción que la embargaba y que algunas lágrimas volvieron visible. Sus compañeras se mostraron al instante solícitas con ella: «Pero, ¡querida! ¡Si va a volver, mujer!... Te lo aseguro...»

    La que mejor la consolaba era una de sus primas, la rubia un poco regordeta. Al pasar junto a nosotros, sosteniéndola en sus brazos, me confió, la regordeta, que estaba tan desconsolada, su prima tan mona, por la marcha reciente de su novio, incorporado a la Marina. El fogoso jefe, desconcertado, se esforzaba por atenuar la hermosa y trágica emoción propagada por su breve y vibrante alocución. Se encontraba muy confuso y apenado ante ella. Despertar de una inquietud demasiado dolorosa en un corazón excepcional, evidentemente patético, todo sensibilidad y ternura. «Si lo hubiéramos sabido, doctor -seguía susurrando la rubia prima-, le habríamos avisado... ¡Si usted supiera lo tiernamente que se aman!...» El grupo de las enfermeras y el propio doctor desaparecieron sin dejar de chacharear y susurrar por el corredor. Ya no se ocupaban de nosotros.

    Intenté recordar y comprender el sentido de aquella alocución que acababa de pronunciar el hombre de ojos espléndidos, pero, a mí, lejos de entristecerme, me parecieron, tras reflexionar, extraordinariamente atinadas, aquellas palabras, para quitarme las ganas de morir. De la misma opinión eran los demás compañeros, pero éstos no veían en ellas, además, como yo, una actitud de desafío e insulto. Ellos no intentaban comprender lo que ocurría a nuestro alrededor en la vida, sólo discernían, y aun apenas, que el delirio ordinario del mundo había aumentado desde hacía unos meses, en tales proporciones, que, desde luego, ya no podía uno apoyar la existencia en nada estable.

    Allí, en el hospital, como en la noche de Flandes, la muerte nos atormentaba; sólo, que aquí nos amenazaba desde más lejos, la muerte, irrevocable como allá, cierto es, una vez lanzada sobre nuestra trémula osamenta por la solicitud de la Administración.

    Allí no nos abroncaban, desde luego, nos hablaban con dulzura incluso, nos hablaban todo el tiempo de cualquier cosa menos de la muerte, pero nuestra condena figuraba, no obstante, con toda claridad en el ángulo de cada papel que nos pedían firmar, en cada precaución que tomaban para con nosotros: medallas... brazaletes... el menor permiso... cualquier consejo... Nos sentíamos contados, acechados, numerados en la gran reserva de los que partirían mañana. Conque, lógicamente, todo aquel mundo ambiente, civil y sanitario, parecía más despreocupado que nosotros, en comparación. Las enfermeras, aquellas putas, no compartían nuestro destino, sólo pensaban, por el contrario, en vivir mucho tiempo, mucho más aún, y en amar, estaba claro, en pasearse y en hacer y volver a hacer el amor mil y diez mil veces. Cada una de aquellas angélicas se aferraba a su planecito en el perineo, como los forzados, para más adelante, su planecito de amor, cuando la hubiéramos diñado, nosotros, en un barrizal cualquiera, ¡y sólo Dios sabe cómo!

    Lanzarían entonces suspiros rememorativos especiales que las volverían más atrayentes aún; evocarían en silencios emocionados los trágicos tiempos de la guerra, los fantasmas... «¿Os acordáis del joven Bardamu -dirían en la hora crepuscular, pensando en mí-, aquel que tanto trabajo nos daba para impedir que protestara?... Tenía la moral muy baja, aquel pobre muchacho... ¿Qué habrá sido de él?»

    Algunas nostalgias poéticas en el momento oportuno favorecen a una mujer tan bien como los cabellos vaporosos a la luz de la luna.

    Al amparo de cada una de sus palabras y de su solicitud, había que entender en adelante: «La vas a palmar, gentil soldado... La vas a palmar... Es la guerra... Cada cual con su vida... Con su papel... Con su muerte... Parece que compartimos tu angustia... Pero no se comparte la muerte de nadie... Todo debe ser, para las almas y los cuerpos sanos, motivo de distracción y nada más y nada menos y nosotras somos chicas fuertes, hermosas, consideradas, sanas y bien educadas... Para nosotras todo se vuelve, por automatismo biológico, espectáculo gozoso, ¡y se convierte en alegría! ¡Así lo exige nuestra salud! Y las feas licencias del pesar nos resultan imposibles... Necesitamos excitantes, sólo excitantes... Pronto quedaréis olvidados, soldaditos... Sed buenos y diñadla rápido... Y que acabe la guerra y podamos casarnos con uno de vuestros amables oficiales... ¡Sobre todo uno moreno!... ¡Viva la patria de la que siempre habla papá!... ¡Qué bueno debe de ser el amor, cuando vuelve de la guerra!... ¡Nuestro maridito será condecorado!... Será distinguido... Podrás sacar brillo a sus bonitas botas el hermoso día de nuestra boda, si aún existes, soldadito... ¿No te alegrarás entonces de nuestra felicidad, soldadito?...»

    Todas las mañanas vimos y volvimos a ver a nuestro médico jefe, seguido de sus enfermeras. Era un sabio, según supimos. En torno a nuestras salas pasaban correteando los vejetes del asilo contiguo a saltos inútiles y descompasados. Iban a escupir sus chismes con sus caries de una sala a otra, llevando consigo maledicencias y cotilleos trasnochados. Encerrados allí, en su miseria oficial, como en un cercado baboso, los viejos trabajadores pastaban todo el excremento que se acumula en torno a las almas en los largos años de servidumbre. Odios impotentes, enmohecidos en la apestosa ociosidad de las salas comunes. Sólo utilizaban sus últimas y trémulas energías para hacerse un poco más de daño y destruir lo que les quedaba de placer y aliento.

    ¡Supremo placer! En su acartonada osamenta ya no subsistía un solo átomo que no fuera estrictamente malintencionado.

    Desde que quedó claro que nosotros, los soldados, compartiríamos las relativas comodidades del bastión con aquellos vejetes, empezaron a detestarnos al unísono, sin por ello dejar de venir al tiempo a mendigar y sin descanso, haciendo cola por las ventanas, nuestras colillas y los mendrugos de pan duro caídos bajo los bancos. Sus apergaminados rostros se estrellaban a la hora de las comidas contra los vidrios de nuestro refectorio. Por entre los pliegues legañosos de sus narices lanzaban miradas de ratas viejas y codiciosas. Uno de aquellos lisiados parecía más astuto y pillo que los demás, venía a cantarnos cancioncillas de su época para distraernos, el tío Birouette lo llamábamos. Estaba dispuesto a hacer todo lo que quisiéramos, con tal de que le diésemos tabaco, cualquier cosa menos pasar ante el depósito de cadáveres del hospital, que, por cierto, nunca estaba vacío. Una de las bromas consistía en llevarlo hacia allá, como de paseo. «¿No quieres entrar?», le preguntábamos, cuando estábamos justo delante de la puerta. Entonces salía pitando y gruñendo, pero tan rápido y tan lejos, que no volvíamos a verlo durante dos días por lo menos, al tío Birouette. Había vislumbrado la muerte.

    Nuestro médico jefe, el de los ojos bellos, profesor Bestombes, para hacernos recobrar ánimos, había hecho instalar todo un equipo muy complicado de artefactos eléctricos centelleantes, cuyas descargas periódicas sufríamos, efluvios que, según decía, eran tonificantes y habíamos de aceptar so pena de expulsión. Era muy rico, al parecer, Bestombes. Había que serlo para comprar todos aquellos chismes costosos y electrocutores. Su suegro, político importante, que había hecho grandes trapicheos con compras gubernamentales de terrenos, le permitía esas larguezas.

    Había que aprovechar. Todo se arregla. Crímenes y castigos. Tal como era, no lo detestábamos. Examinaba nuestro sistema nervioso con un cuidado extraordinario y nos interrogaba con tono de familiaridad cortés. Esa campechanía calculada divertía deliciosamente a las enfermeras, todas distinguidas, de su servicio. Todas las mañanas esperaban, aquellas monadas, el momento de regocijarse con las manifestaciones de su gran gentileza; se relamían. En resumen, actuábamos todos en una obra en que él, Bestombes, había elegido el papel de sabio benefactor y profunda, amablemente humano; el caso era entenderse.

    En aquel nuevo hospital, yo compartía habitación con el sargento Branledore, reenganchado; era un antiguo huésped de los hospitales, Branledore. Hacía meses que arrastraba su intestino perforado por cuatro servicios diferentes.

    Durante esas estancias había aprendido a atraer y después conservar la simpatía activa de las enfermeras. Vomitaba, orinaba y evacuaba sangre bastante a menudo, Branledore; también tenía mucha dificultad para respirar, pero eso no habría bastado del todo para granjearle la buena disposición del personal, que veía cosas peores. Conque, entre dos ahogos, si pasaba por allí un médico o una enfermera: «¡Victoria! ¡Victoria! ¡Conseguiremos la Victoria!», gritaba Branledore a pleno pulmón o lo murmuraba por lo bajinis, según los casos. Adaptado así a la ardiente literatura agresiva mediante un oportuno efecto teatral, gozaba de la consideración moral más elevada. Se sabía el truco, el tío.

    Como todo era teatro, había que actuar y tenía toda la razón Branledore; nada parece más idiota ni irrita tanto, la verdad, como un espectador inerte que haya subido por azar a las tablas. Cuando se está ahí arriba, verdad, hay que adoptar el tono, animarse, actuar, decidirse o desaparecer. Sobre todo las mujeres pedían espectáculo y eran despiadadas, las muy putas, para con los aficionados desconcertados. La guerra, no cabe duda, afecta a los ovarios; exigían héroes y quienes no lo eran del todo debían presentarse como tales o bien prepararse para sufrir el más ignominioso de los destinos.

    Tras haber pasado ocho días en aquel nuevo servicio, habíamos comprendido la necesidad urgente de cambiar de actitud y, gracias a Branledore (representante de encajes en la vida civil), aquellos mismos hombres atemorizados y que buscaban la sombra, presa de vergonzosos recuerdos de mataderos, que éramos al llegar, se convirtieron en una pandilla de pájaros de aúpa, todos resueltos a la victoria y, os lo garantizo, armados de arranque y declaraciones imponentes. En efecto, nuestro lenguaje se había vuelto recio y tan subido de tono, que hacía enrojecer a veces a aquellas damas, si bien nunca se quejaban, porque es sabido que un soldado es tan bravo como despreocupado y más grosero de lo debido y que cuanto más bravo más grosero es.

    Al principio, al tiempo que imitábamos a Branledore lo mejor que podíamos, nuestras actitudes patrióticas no quedaban del todo bien, no eran muy convincentes. Necesitamos una buena semana e incluso dos de ensayos intensivos para adoptar del todo el tono, el bueno.

    En cuanto nuestro médico, el profesor agregado Bestombes notó, sabio él, la brillante mejora de nuestras cualidades morales, decidió, para estimularnos, autorizarnos algunas visitas, empezando por las de nuestros padres.

    Algunos soldados capaces, por lo que yo había oído contar, experimentaban, al mezclarse en los combates, como embriaguez e incluso viva voluptuosidad. Por mi parte, en cuanto intentaba imaginar una voluptuosidad de ese orden tan especial, me ponía enfermo durante ocho días al menos. Me sentía tan incapaz de matar a alguien, que, desde luego, más valía renunciar y acabar de una vez. No es que hubiera carecido de experiencia, habían hecho todo lo posible incluso para hacerme cogerle gusto, pero no tenía ese don. Tal vez habría necesitado una iniciación más lenta.

    Un día decidí comunicar al profesor Bestombes las dificultades que encontraba en cuerpo y alma para ser tan bravo como me habría gustado y como las circunstancias, sublimes, desde luego, lo exigían. Temía que me considerara un descarado, un charlatán impertinente... Pero, ¡qué va! ¡Al contrario! El profesor se declaró muy contento de que, en aquel arranque de franqueza, acudiera a confiarle la confusión espiritual que sentía.

    «Amigo Bardamu, ¡está usted mejorando! ¡Está usted mejorando, sencillamente!» Ésa era su conclusión. «Esta confidencia que acaba de hacerme, de forma absolutamente espontánea, la considero, Bardamu, indicio muy alentador de una mejoría notable en su estado mental... Por lo demás, Vaudesquin, observador modesto, pero tan sagaz, de los desfallecimientos morales entre los soldados del Imperio, resumió, ya en 1802, observaciones de ese género en una memoria, hoy clásica, si bien injustamente despreciada por nuestros estudiosos actuales, en la que notaba, como digo, con mucha exactitud y precisión, crisis llamadas "de confesión", que sobrevienen, señal excelente, al convaleciente moral... Nuestro gran Dupré, casi un siglo después, supo establecer a propósito del mismo síntoma su nomenclatura, ahora célebre, en la que esta crisis idéntica figura con el título de crisis de "acopio de recuerdos", crisis que, según el mismo autor, debe producirse, cuando la cura va bien encauzada, poco antes de la derrota total de las ideaciones angustiosas y de la liberación definitiva de la esfera de la conciencia, fenómeno secundario, en resumen, en el curso del restablecimiento psíquico. Por otra parte, Dupré, con su terminología tan caracterizada por las imágenes y cuyo secreto sólo él conocía, llama "diarrea cogitativa de liberación" a esa crisis que en el sujeto va acompañada de una sensación de euforia muy activa, de una recuperación muy marcada de la actividad de comunicación, recuperación, entre otras, muy notable del sueño, que vemos prolongarse de repente durante días enteros; por último, otra fase: superactividad muy marcada de las funciones genitales, hasta el punto de que no es raro observar en los mismos enfermos, antes frígidos, auténticas "carpantas eróticas". A eso se debe esta fórmula: "El enfermo no entra en la curación: ¡se precipita!" Tal es el término magníficamente descriptivo, verdad, de esos triunfos en la recuperación, mediante el cual otro de nuestros grandes psiquiatras franceses del siglo pasado, Philibert Margeton, caracterizaba la recuperación de verdad triunfal de todas las actividades normales en un sujeto convaleciente de la enfermedad del miedo... En lo referente a usted, Bardamu, lo considero, pues, desde ahora, un auténtico convaleciente... ¿Le interesaría saber, Bardamu, ya que hemos llegado a esta conclusión satisfactoria, que mañana, precisamente, presento en la Sociedad de Psicología Militar una memoria sobre las cualidades fundamentales del espíritu humano?... Es una memoria de calidad, me parece.»
    «Desde luego, profesor, esas cuestiones me apasionan...»
    «Pues bien, sepa usted, en resumen, Bardamu, que en ella defiendo esta tesis: que antes de la guerra el hombre seguía siendo un desconocido inaccesible para el psiquiatra y los recursos de su espíritu un enigma...»
    «Ésa es también mi muy modesta opinión, profesor...»
    «Mire usted, Bardamu, la guerra, gracias a los medios incomparables que nos ofrece para poner a prueba los sistemas nerviosos, ¡hace de formidable revelador del espíritu humano! Vamos a poder pasar siglos ocupados en meditar sobre estas revelaciones patológicas recientes, siglos de estudios apasionados... Confesémoslo con franqueza... ¡Hasta ahora sólo habíamos sospechado las riquezas emotivas y espirituales del hombre! Pero en la actualidad, gracias a la guerra, es un hecho... ¡Estamos penetrando, a consecuencia de una fractura, dolorosa, desde luego, pero decisiva y providencial para la ciencia, en su intimidad! Desde las primeras revelaciones, a mí, Bestombes, ya no me cupo duda sobre el deber del psicólogo y del moralista modernos. ¡Era necesaria una reforma total de nuestras concepciones psicológicas!»

    También yo, Bardamu, era de esa opinión.

    «En efecto, creo, profesor, que estaría bien...»
    «¡Ah! También lo cree usted, Bardamu, ¡no es que yo se lo diga! Mire usted, en el hombre lo bueno y lo malo se equilibran, egoísmo por una parte, altruismo por otra... En los sujetos excepcionales, más altruismo que egoísmo. ¿Eh? ¿No es así?»
    «Así es, profesor, exactamente así...»
    «Y en el sujeto excepcional, dígame, Bardamu, ¿cuál puede ser la más elevada entidad conocida que pueda estimular su altruismo y obligarlo a manifestarse indiscutiblemente?»
    «¡El patriotismo, profesor!»
    «¡Ah! Ve usted, ¡no es que yo se lo diga! ¡Me comprende usted perfectamente... Bardamu! ¡El patriotismo y su corolario, la gloria, simplemente, su prueba!»
    «¡Es cierto!»
    «¡Ah! Nuestros soldaditos, fíjese bien, y desde las primeras pruebas de fuego, han sabido liberarse espontáneamente de todos los sofismas y conceptos accesorios y, en particular, de los sofismas de la conservación. Han ido a fundirse por instinto y a la primera con nuestra auténtica razón de ser, nuestra Patria. Para llegar hasta esa verdad, no sólo la inteligencia es superflua, Bardamu, ¡es que, además, molesta! Es una verdad del corazón, la Patria, como todas las verdades esenciales, ¡en eso el pueblo no se equivoca! Justo en lo que el sabio malo se extravía...»
    «¡Eso es hermoso, profesor! ¡Demasiado hermoso! ¡Es clásico!»

    Me estrechó las dos manos casi con afecto, Bestombes.

    Con voz que se había vuelto paternal, tuvo a bien añadir, además, a mi intención: «Así voy a tratar a mis enfermos, Bardamu, mediante la electricidad para el cuerpo y el espíritu, dosis masivas de ética patriótica, auténticas inyecciones de moral reconstituyente».

    «¡Lo comprendo, profesor!»

    En efecto, comprendía cada vez mejor.

    Tras separarme de él, me dirigí sin tardanza a la misa con mis compañeros reconstituidos en la capilla recién construida y descubrí a Branledore, que manifestaba su elevada moral dando lecciones de entusiasmo precisamente a la nieta de la portera detrás del portalón. Ante su invitación, acudí al instante a reunirme con él.

    Por la tarde, por primera vez desde que estábamos allí vinieron padres desde París y después todas las semanas.

    Por fin había escrito a mi madre. Estaba contenta de volver a verme, mi madre, y lloriqueaba como una perra a la que por fin hubieran devuelto su cachorro. Sin duda creía ayudarme mucho también al besarme, pero en realidad permanecía en un nivel inferior al de la perra, porque creía en las palabras que le decían para arrebatarme de su lado. Al menos la perra sólo cree en lo que huele. Mi madre y yo dimos un largo paseo por las calles cercanas al hospital, una tarde, fuimos vagabundeando por las calles sin acabar que hay por allí, calles con farolas aún sin pintar, entre las largas fachadas chorreantes, de ventanas abigarradas con cien trapos colgando, las camisas de los pobres, oyendo el chisporroteo de la chamusquina a mediodía, borrasca de grasas baratas. En el gran abandono lánguido que rodea la ciudad, allí donde la mentira de su lujo va a chorrear y acabar en podredumbre, la ciudad muestra a quien lo quiera ver su gran trasero de cubos de basura. Hay fábricas que eludes al pasear, que exhalan todos los olores, algunos casi increíbles, donde el aire de los alrededores se niega a apestar más. Muy cerca, enmohece la verbenita, entre dos altas chimeneas desiguales; sus caballitos pintados son demasiado caros para quienes los desean, muchas veces durante semanas enteras, mocosos raquíticos, atraídos, rechazados y retenidos a un tiempo, con todos los dedos en la nariz, por su abandono, la pobreza y la música.

    Todo son esfuerzos para alejar de aquellos lugares la verdad, que no cesa de volver a llorar sobre todo el mundo; por mucho que se haga, por mucho que se beba, aunque sea vino tinto, espeso como la tinta, el cielo sigue siendo igual allí, cerrado, como una gran charca para los humos del suburbio.

    En tierra, el barro se agarra al cansancio y los flancos de la existencia están cerrados también, bien cercados por inmuebles y más fábricas. Son ya féretros las paredes por ese lado. Como Lola se había ido para siempre y Musyne también, ya no me quedaba nadie. Por eso había acabado escribiendo a mi madre, por ver a alguien. A los veinte años ya sólo tenía pasado. Recorrimos juntos, mi madre y yo, calles y calles dominicales. Ella me contaba las insignificancias relativas a su comercio, lo que decían de la guerra a su alrededor, en la ciudad, que era triste, la guerra, «espantosa» incluso, pero que con mucho valor acabaríamos saliendo todos de ella, los caídos para ella no eran sino accidentes, como en las carreras; si se agarraran bien, no se caerían. Por lo que a ella respectaba, no veía en la guerra sino una gran pesadumbre nueva que intentaba no agitar demasiado; parecía que le diera miedo aquella pesadumbre; estaba repleta de cosas temibles que no comprendía. En el fondo, creía que los humildes como ella estaban hechos para sufrir por todo, que ésa era su misión en la Tierra, y que, si las cosas iban tan mal recientemente, debía de deberse también, en gran parte, a las muchas faltas acumuladas que habían cometido, los humildes... Debían de haber hecho tonterías, sin darse cuenta, por supuesto, pero el caso es que eran culpables y ya era mucha bondad que se les diera así, sufriendo, la ocasión de expiar sus indignidades... Era una «intocable», mi madre.

    Ese optimismo resignado y trágico le servía de fe y constituía el fondo de su temperamento.

    Seguíamos los dos, bajo la lluvia, por las calles sin edificar; por allí las aceras se hunden y desaparecen, los pequeños fresnos que las bordean conservan mucho tiempo las gotas en las ramas, en invierno, trémulas al viento, humilde hechizo. El camino del hospital pasaba por delante de numerosos hoteles recientes, algunos tenían nombre, otros ni siquiera se habían tomado esa molestia. «Habitaciones por semanas», decían, simplemente. La guerra los había vaciado, brutal, de su contenido de obreros y peones. No iban a volver ni siquiera para morir, los inquilinos. También es un trabajo morir, pero lo harían fuera.

    Mi madre me acompañaba de nuevo hasta el hospital lloriqueando, aceptaba el accidente de la muerte; no sólo consentía, se preguntaba, además, si tenía yo tanta resignación como ella. Creía en la fatalidad tanto como en el bello metro de la Escuela de Artes y Oficios, del que siempre me había hablado con respeto, porque, siendo joven, le habían enseñado que el que utilizaba en su comercio de mercería era la copia escrupulosa de ese soberbio patrón oficial.

    Entre las parcelas de aquel campo venido a menos existían aún algunos terrenos cultivados aquí y allá y, aferrados incluso a aquellos pobres restos, algunos campesinos viejos encajonados entre las casas nuevas. Cuando nos quedaba tiempo antes de regresar a la caída de la tarde, íbamos a contemplarlos, mi madre y yo, a aquellos extraños campesinos empeñados en excavar con un hierro esa cosa blanda y granulosa que es la tierra, donde meten a los muertos para que se pudran y de donde procede, de todos modos, el pan. «¡Debe de ser muy duro vivir de la tierra!», comentaba todas las veces al observarlos, mi madre, muy perpleja. En punto a miserias, sólo conocía las que se parecían a la suya, las de la ciudad, intentaba imaginarse cómo podían ser las del campo. Fue la única curiosidad que le conocí, a mi madre, y le bastaba como distracción para un domingo. Con eso volvía a la ciudad.

    Yo no recibía la menor noticia de Lola, ni de Musyne tampoco. Las muy putas se mantenían claramente en el lado ventajoso de la situación, donde reinaba una consigna risueña pero implacable de eliminación para nosotros, carnes destinadas a los sacrificios. Ya en dos ocasiones me habían echado así hacia los lugares donde encierran a los rehenes. Simple cuestión de tiempo y de espera. La suerte estaba echada.

    Branledore, mi vecino de hospital, el sargento, gozaba, ya lo he contado, de una persistente popularidad entre las enfermeras, estaba cubierto de vendas y radiante de optimismo. Todo el mundo en el hospital envidiaba y copiaba su actitud. Al volvernos presentables y dejar de ser repulsivos moralmente, empezamos, a nuestra vez, a recibir las visitas de gente bien situada en la sociedad y la administración parisinas. Se comentaba en los salones que el centro neurológico del profesor Bestombes estaba convirtiéndose en el auténtico foco, por así decir, del fervor patriótico intenso, el hogar. A partir de entonces los días de visita recibimos no sólo a obispos, sino también a una duquesa italiana, un gran fabricante de municiones y pronto la propia Ópera y los actores del Théatre Franjáis. Venían a admirarnos sobre el terreno. Una bella actriz de la Comedie, que recitaba los versos como nadie, volvió incluso a mi cabecera para declamarme algunos particularmente heroicos. Su pelirroja y perversa melena (la piel hacía juego) se veía recorrida al tiempo por ondas sorprendentes que me llegaban en vibraciones derechas hasta el perineo. Como me interrogaba, aquella divina, sobre mis acciones de guerra, le di tantos detalles y tan emocionantes, que ya no me quitó los ojos de encima. Presa de emoción duradera, me pidió permiso para estampar en verso, gracias a un poeta admirador suyo, los pasajes más intensos de mis relatos. Accedí al instante. El profesor Bestombes, enterado de aquel proyecto, se declaró particularmente favorable. Incluso concedió una entrevista con ocasión de ello y el mismo día a los enviados de una gran Revista ilustrada, que nos fotografió a todos juntos en la escalinata del hospital junto a la bella actriz. «El más alto deber de los poetas, en los trágicos momentos que vivimos -declaró el profesor Bestombes, que no dejaba escapar ni una oportunidad-, ¡es el de devolvernos el gusto por la Epopeya! ¡Han pasado los tiempos de las maniobras mezquinas! ¡Abajo las literaturas acartonadas! ¡Un alma nueva nos ha nacido en medio del gran y noble estruendo de las batallas! ¡Lo exige en adelante el desarrollo de la gran renovación patriótica! ¡Las altas cimas prometidas a nuestra Gloria!... ¡Exigimos el soplo grandioso del poema épico!... Por mi parte, ¡declaro admirable que en este hospital que dirijo llegue a formarse, ante nuestros ojos, de modo inolvidable, una de esas sublimes colaboraciones creadoras entre el Poeta y uno de nuestros héroes!»

    Branledore, mi compañero de cuarto, cuya imaginación llevaba un poco de retraso sobre la mía al respecto y que tampoco figuraba en la foto, concibió por ello una viva y tenaz envidia. Desde entonces se puso a disputarme de modo salvaje la palma del heroísmo. Inventaba historias nuevas, se superaba, nadie podía detenerlo, sus hazañas rayaban en el delirio.

    Me resultaba difícil imaginar algo más animado, añadir algo más a tales exageraciones y, sin embargo, nadie en el hospital se resignaba; el caso era ver cuál de nosotros, picado por la emulación, inventaba a más y mejor otras «hermosas páginas guerreras» en las que figurar, sublime. Vivíamos un gran cantar de gesta, encarnando personajes fantásticos, en el fondo de los cuales temblábamos, ridículos, con todo el contenido de nuestras carnes y nuestras almas. Se habrían quedado de piedra, si nos hubieran sorprendido en la realidad. La guerra estaba madura.

    Nuestro gran amigo Bestombes seguía recibiendo las visitas de numerosos notables extranjeros, señores científicos, neutrales, escépticos y curiosos. Los inspectores generales del ministerio pasaban, armados de sable y pimpantes, por nuestras salas, con la vida militar prolongada y, por tanto, rejuvenecidos e hinchados de nuevas dietas. Por eso, no escatimaban distinciones y elogios, los inspectores. Todo iba bien. Bestombes y sus magníficos heridos se convirtieron en el honor del servicio de Sanidad.

    Mi bella protectora del «Francais» volvió pronto una vez más, a hacerme una visita particular, mientras su poeta familiar acababa el relato, rimado, de mis hazañas. Por fin conocí, en una esquina de un corredor, a aquel joven, pálido, ansioso. La fragilidad de las fibras de su corazón, según me confió, en opinión de los propios médicos, rayaba en el milagro. Por eso lo retenían, aquellos médicos preocupados por los seres frágiles, lejos de los ejércitos. A cambio, había emprendido, aquel humilde bardo, con riesgo incluso para su salud y para todas sus supremas fuerzas espirituales, la tarea de forjar, para nosotros, «el bronce moral de nuestra victoria». Una bella herramienta, por consiguiente, en versos inolvidables, desde luego, como todo lo demás.

    ¡No me iba yo a quejar, puesto que me había elegido entre tantos otros bravos innegables, para ser su héroe! Por lo demás, me favoreció, confesémoslo, espléndidamente. A decir verdad, fue magnífico. El acontecimiento del recital se produjo en la propia Comédie-Francaise, durante una así llamada sesión poética. Todo el hospital fue invitado. Cuando apareció en escena mi pelirroja, trémula recitadora, con gesto grandioso y el talle torneado en los pliegues, vueltos por fin voluptuosos, del tricolor, fue la señal para que la sala entera, de pie, ávida, ofreciera una de esas ovaciones que no acaban. Desde luego, yo estaba preparado, pero, aun así, mi asombro fue real, no pude ocultar mi estupefacción a mis vecinos al oírla vibrar, exhortar así, aquella amiga magnífica, gemir incluso, para volver más apreciable todo el drama que entrañaba el episodio por mí inventado para su uso particular. Evidentemente, su poeta me concedía puntos con la imaginación, hasta había magnificado monstruosamente la mía, ayudado por sus rimas floridas, con adjetivos formidables que iban a recaer solemnes en el supremo y admirativo silencio. Al llegar al desarrollo de un período, el más caluroso del pasaje, dirigiéndose al palco donde nos encontrábamos, Branledore y yo y algunos otros heridos, la artista, con sus dos espléndidos brazos extendidos, pareció ofrecerse al más heroico de nosotros. En aquel momento el poeta ilustraba con fervor un fantástico rasgo de bravura que yo me había atribuido. Ya no recuerdo bien lo que ocurría, pero no era cosa de poca monta. Por fortuna, nada es increíble en punto a heroísmo. El público adivinó el sentido de la ofrenda artística y la sala entera dirigida entonces hacia nosotros, gritando de gozo, transportada, trepidante, reclamaba al héroe.

    Branledore acaparaba toda la parte delantera del palco y sobresalía de entre todos nosotros, pues podía taparnos casi completamente tras sus vendas. Lo hacía a propósito, el muy cabrón.

    Pero dos de mis compañeros, que se habían subido a sillas detrás de él, se ofrecieron, de todos modos, a la admiración de la multitud por encima de sus hombros y su cabeza. Los aplaudieron a rabiar.

    «Pero, ¡si se refiere a mí! -estuve a punto de gritar en aquel momento-. ¡A mí solo!» Me conocía yo a Branledore, nos habríamos insultado delante de todo el mundo y tal vez nos habríamos pegado incluso. Al final, para él fue la perra gorda. Se impuso. Se quedó solo y triunfante, como deseaba, para recibir el tremendo homenaje. A los demás, vencidos, no nos quedaba otra opción que precipitarnos hacia los bastidores, cosa que hicimos y, por fortuna, fuimos festejados en ellos. Consuelo. Sin embargo, nuestra actriz-inspiradora no estaba sola en su camerino. A su lado se encontraba el poeta, su poeta, nuestro poeta. También él amaba, como ella, a los jóvenes soldados, muy tiernamente. Me lo hicieron comprender con arte. Buen negocio. Me lo repitieron, pero no tuve en cuenta sus amables indicaciones. Peor para mí, porque las cosas se habrían podido arreglar muy bien. Tenían mucha influencia. Me despedí bruscamente, ofendido como un tonto. Era joven.

    Recapitulemos: los aviadores me habían robado a Lola, los argentinos me habían cogido a Musyne y, por último, aquel invertido armonioso acababa de soplarme mi soberbia comediante. Abandoné, desamparado, la Comedie mientras apagaban los últimos candelabros de los pasillos y volví, solo, de noche y a pie, a nuestro hospital, ratonera entre barros tenaces y suburbios insumisos.

    No es por darme pisto, pero debo reconocer que mi cabeza nunca ha sido muy sólida. Pero es que entonces, por menos de nada, me daban mareos, como para caer bajo las ruedas de los coches. Titubeaba en la guerra. En punto a dinero para gastillos, sólo podía contar, durante mi estancia en el hospital, con los pocos francos que mi madre me daba todas las semanas con gran sacrificio. Por eso, en cuanto me fue posible, me puse a buscar pequeños suplementos, por aquí y por allá, donde pudiera encontrarlos. Uno de mis antiguos patronos fue el primero que me pareció propicio al respecto y en seguida recibió mi visita.

    Recordé con toda oportunidad que había trabajado en tiempos obscuros en casa de aquel Roger Puta, el joyero de la Madeleine, en calidad de empleado suplente, un poco antes de la declaración de la guerra. Mi tarea en casa de aquel joyero asqueroso consistía en «extras», en limpiar la plata de su tienda, numerosa, variada y, en épocas de regalos, difícil de mantener limpia, por los continuos manoseos.

    En cuanto acababa en la facultad, donde seguía estudios rigurosos e interminables (por los exámenes en los que fracasaba), volvía al galope a la trastienda del Sr. Puta y pasaba dos o tres horas luchando con sus chocolateras, a base de «blanco de España», hasta la hora de la cena.

    A cambio de mi trabajo me daban de comer, abundantemente por cierto, en la cocina. Por otra parte, mi currelo consistía también en llevar a pasear y mear los perros de guarda de la tienda antes de ir a clase. Todo ello por cuarenta francos al mes. La joyería Puta centelleaba con mil diamantes en la esquina de la Rué Vignon y cada uno de aquellos diamantes costaba tanto como varios decenios de mi salario. Por cierto, que aún siguen brillando en ella, esos diamantes. Aquel patrón Puta, destinado a servicios auxiliares cuando la movilización, se puso a servir en particular a un ministro, cuyo automóvil conducía de vez en cuando. Pero, por otro lado, y ello de forma totalmente oficiosa, prestaba, Puta, servicios de lo más útiles, suministrando las joyas del Ministerio. El personal de las altas esferas especulaba con gran fortuna con los mercados cerrados y por cerrar. Cuanto más avanzaba la guerra, mayor necesidad había de joyas. El Sr. Puta recibía tantos pedidos, que a veces encontraba dificultades para atenderlos.

    Cuando estaba agotado, el Sr. Puta llegaba a adquirir una pequeña expresión de inteligencia, por la fatiga que lo atormentaba y sólo en esos momentos. Pero en reposo, su rostro, pese a la finura innegable de sus facciones, formaba una armonía de placidez tonta, de la que resultaba difícil no conservar para siempre un recuerdo desesperante.

    Su mujer, la Sra. Puta, era una sola cosa con la caja de la casa, de la que no se apartaba, por así decir, nunca. La habían educado para ser la esposa de un joyero. Ambición de padres. Conocía su deber, todo su deber. La pareja era feliz, al tiempo que la caja era próspera. No es que fuese fea, la Sra. Puta, no, incluso habría podido ser bastante bonita, como tantas otras, sólo que era tan prudente, tan desconfiada, que se detenía al borde de la belleza, como al borde de la vida, con sus cabellos demasiado peinados, su sonrisa demasiado fácil y repentina, gestos demasiado rápidos o demasiado furtivos. Irritaba intentar distinguir lo que de demasiado calculado había en aquel ser y las razones del malestar que experimentabas, pese a todo, al acercarte a ella. Esa repulsión instintiva que inspiran los comerciantes a los avisados que se acercan a ellos es uno de los muy escasos consuelos de ser pobres diablillos que tienen quienes no venden nada a nadie.

    Así, pues, era presa total de las mezquinas preocupaciones del comercio, la Sra. Puta, exactamente como la Sra. Herote, pero en otro estilo, y del mismo modo que las religiosas son presa, en cuerpo y alma, de Dios.

    Sin embargo, de vez en cuando, sentía, nuestra patrona, como una preocupación de circunstancias. Así sucedía que se abandonara hasta llegar a pensar en los padres de los combatientes. «De todos modos, ¡qué desgracia esta guerra para quienes tienen hijos mayores!»

    «Pero, bueno, ¡piensa antes de hablar! -la reprendía al instante su marido, a quien esas sensiblerías encontraban siempre listo y resuelto-. ¿Es que no hay que defender a Francia?»

    Así, personas de buen corazón, pero por encima de todo buenos patriotas, estoicos, en una palabra, se quedaban dormidos todas las noches de la guerra encima de los millones de su tienda, fortuna francesa.

    En los burdeles que frecuentaba de vez en cuando, el Sr. Puta se mostraba exigente y deseoso de que no lo tomaran por un pródigo. «Yo no soy un inglés, nena -avisaba desde el principio-. ¡Sé lo que es trabajar! ¡Soy un soldadito francés sin prisas!» Tal era su declaración preliminar. Las mujeres lo apreciaban mucho por esa forma sensata de abordar el placer. Gozador pero no pardillo, un hombre. Aprovechaba el hecho de conocer su mundo para realizar algunas transacciones de joyas con la ayudante de la patrona, quien no creía en las inversiones en Bolsa. El Sr. Puta progresaba de forma sorprendente desde el punto de vista militar, de licencias temporales a prorrogas definitivas. No tardó en quedar del todo libre, tras no sé cuántas visitas médicas oportunas. Contaba como uno de los goces más altos de su existencia la contemplación y, de ser posible, la palpación de pantorrillas hermosas. Era un placer por el que al menos superaba a su esposa, entregada en exclusiva al comercio. Con calidades iguales, siempre encontramos, al parecer, un poco más de inquietud en el hombre, por limitado que sea, por corrompido que esté, que en la mujer. En resumen, era un artistilla en ciernes, aquel Puta. Muchos hombres, en punto a arte, se quedan siempre, como él, en la manía de las pantorrillas hermosas. La Sra. Puta estaba muy contenta de no tener hijos. Manifestaba con tanta frecuencia su satisfacción por ser estéril, que su marido, a su vez, acabó comunicando su contento común a la ayudante de la patrona. «Sin embargo, por fuerza tienen que ir los hijos de alguien -respondía ésta, a su vez-, ¡pues es un deber!» Es cierto que la guerra imponía deberes.

    El ministro al que servía Puta en el automóvil tampoco tenía hijos: los ministros no tienen hijos.

    Hacia 1913, otro empleado auxiliar trabajaba conmigo en los pequeños quehaceres de la tienda; era Jean Voireuse, un poco «comparsa» por la noche en los teatrillos y por la tarde repartidor en la tienda de Puta. También él se contentaba con sueldos mínimos. Pero se las arreglaba gracias al metro. Iba casi tan rápido a pie como en metro para hacer los recados. Conque se quedaba con el precio del metro. Todo sisas. Le olían un poco los pies, cierto es, mucho incluso, pero lo sabía y me pedía que le avisara, cuando no había clientes en la tienda, para poder entrar sin perjuicio y hacer las cuentas con la Sra. Puta. Una vez cobrado el dinero, lo enviaban al instante a reunirse conmigo en la trastienda. Los pies le sirvieron mucho durante la guerra. Tenía fama de ser el agente de enlace más rápido de su regimiento. Durante la convalecencia, vino a verme al fuerte de Bicetre y fue incluso con ocasión de esa visita cuando decidimos ir juntos a dar un sablazo a nuestro antiguo patrón. Dicho y hecho. En el momento en que llegábamos por el Bulevard de la Madeleine, estaban acabando de instalar el escaparate...

    «¡Hombre! ¿Vosotros aquí? -se extrañó un poco de vemos el Sr. Puta-. De todos modos, ¡me alegro! ¡Entrad! Tú, Voireuse, ¡tienes buen aspecto! ¡Eso es bueno! Pero tú, Bardamu, ¡pareces enfermo, muchacho! ¡En fin! ¡Eres joven! ¡Ya te recuperarás! A pesar de todo, ¡tenéis potra, chicos! Se diga lo que se diga, estáis viviendo momentos magníficos, ¿eh? ¿Allí arriba? ¡Y al aire! Eso es Historia, amigos, ¡os lo digo yo! ¡Y qué Historia!»

    No le respondíamos nada al Sr. Puta, le dejábamos decir todo lo que quisiera antes de darle el sablazo... Conque continuaba:

    «¡Ah! ¡Es duro, lo reconozco, estar en las trincheras!... ¡Es cierto! Pero, ¡aquí, verdad, también es duro de lo lindo!... ¿Que a vosotros os han herido? ¡Y yo estoy reventado! ¡Hace dos años que hago servicios de noche por la ciudad! ¿Os dais cuenta? ¡Imaginaos! ¡Absolutamente reventado! ¡Deshecho! ¡Ah, las calles de París por la noche! Sin luz, chicos... ¡Y conduciendo un auto y muchas veces con el ministro! ¡Y, encima, a toda velocidad! ¡No os podéis imaginar!... ¡Como para matarse diez veces todas las noches!...»
    «Sí -confirmó la señora Puta-, y a veces conduce a la esposa del ministro también...»
    «¡Ah, sí! Y no acaba ahí la cosa...»
    «¡Es terrible!», comentamos al unísono.
    «¿Y los perros? -preguntó Voireuse para mostrarse educado-. ¿Qué han hecho de ellos? ¿Todavía los llevan a pasear por las Tullerías?»
    «¡Los mandé matar! ¡Eran un perjuicio para la tienda!... ¡Pastores alemanes!»
    «¡Es una pena! -lamentó su mujer-. Pero los nuevos perros que tenemos ahora son muy agradables, son escoceses... Huelen un poco... Mientras que nuestros pastores alemanes, ¿recuerdas, Voireuse?... Se puede decir que no olían nunca. Podíamos dejarlos encerrados en la tienda, incluso después de la lluvia...»
    «¡Ah, sí! -añadió el Sr. Puta-. No como ese jodio Voireuse con sus pies! ¿Aún te huelen los pies, Jean? ¡Anda, jodio Voireuse!»
    «Me parece que un poco aún», respondió Voireuse.

    En ese momento entraron unos clientes.

    «No os retengo más, amigos míos -nos dijo el Sr. Puta, deseoso de eliminar a Jean de la tienda cuanto antes-. ¡Y que haya salud, sobre todo! ¡No os pregunto de dónde venís! ¡Ah, no! La Defensa Nacional ante todo, ¡ésa es mi opinión!»

    Al decir Defensa Nacional, se puso muy serio, Puta, como cuando devolvía el cambio... Así nos despedían. La Sra. Puta nos entregó veinte francos a cada uno, al marcharnos. Ya no nos atrevíamos a cruzar de nuevo la tienda, lustrosa y reluciente como un yate, por nuestros zapatos, que parecían monstruosos sobre la fina alfombra.

    «¡Ah! ¡Míralos, a los dos, Roger! ¡Qué graciosos están!... ¡Han perdido la costumbre! ¡Parece que hubieran pisado una mierda!», exclamó la Sra. Puta.
    «¡Ya se les pasará!», dijo el Sr. Puta, cordial y bonachón y muy contento de librarse tan pronto de nosotros y por tan poco.

    Una vez en la calle, pensamos que no llegaríamos demasiado lejos con veinte francos cada uno, pero Voireuse tenía otra idea.

    «Vente -me dijo- a casa de la madre de un amigo que murió cuando estábamos en el Mosa; yo voy todas las semanas, a casa de sus padres, para contarles cómo murió su chaval... Son gente rica... Me da unos cien francos todas las veces, su madre... Dicen que les gusta escucharme... Conque como comprenderás...»
    «¿Qué cojones voy a ir yo a hacer en su casa? ¿Qué le voy a decir a la madre?»
    «Pues le dices que lo viste, tú también... Te dará cien francos también a ti... ¡Son gente rica de verdad! ¡Te lo digo yo! No se parecen a ese patán de Puta... Ésos no miran el dinero...»
    «De acuerdo, pero, ¿estás seguro de que no me va a preguntar detalles?... Porque yo no lo conocí a su hijo, eh... Voy a estar pez, si me pregunta...»
    «No, no, no importa, di lo mismo que yo... Di: sí, sí... ¡No te preocupes! Está apenada, compréndelo, esa mujer, y como le hablamos de su hijo, se pone contenta... Sólo pide eso... Cualquier cosa... Está chupado...»

    Yo no conseguía decidirme, pero deseaba con ganas los cien francos, que me parecían excepcionalmente fáciles de obtener y como providenciales.

    «Vale -me decidí al final-. Pero siempre que no tenga que inventar nada, ¡eh! ¡Te aviso! ¿Me lo prometes? Diré lo mismo que tú, nada más... Vamos a ver, ¿cómo murió el chaval?»
    «Recibió un obús en plena jeta, chico, y, además, de los grandes, en Garance, así se llamaba el sitio... en el Mosa, al borde de un río... No se encontró "ni esto" del muchacho, ¡fíjate! O sea, que sólo quedó el recuerdo... Y eso que era alto, verdad, y buen mozo, el chaval, y fuerte y deportista, pero contra un obús, ¿no? ¡No hay resistencia!»
    «¡Es verdad!»
    «Visto y no visto, vamos... ¡A su madre aún le cuesta creerlo hoy! De nada sirve que yo le cuente y vuelva a contar... Cree que sólo ha desaparecido... Es una idea absurda... ¡Desaparecido!... No es culpa suya, nunca ha visto un obús, no puede comprender que alguien se desintegre así, como un pedo, y se acabó, sobre todo porque era su hijo...»
    «¡Claro, claro!»
    «En fin, hace quince días que no he ido a verlos... Pero vas a ver, cuando llegue, me recibe en seguida, la madre, en el salón, y, además, es que es una casa muy bonita, parece un teatro, de tantas cortinas como hay, alfombras, espejos por todos lados... Cien francos, como comprenderás, no deben de significar nada para ellos... Como para mí un franco, poco más o menos... Hoy hasta puede que me dé doscientos... Hace quince días que no la he visto... Vas a ver a los criados con los botones dorados, chico...»

    En la Avenue Henri-Martin, se giraba a la izquierda y después se avanzaba un poco y, por fin, se llegaba ante una verja en medio de los árboles de una pequeña alameda privada.

    «¿Ves? -observó Voireuse, cuando estuvimos justo delante-. Es como un castillo... Ya te lo había dicho... El padre es un mandamás en los ferrocarriles, según me han contado... Un baranda...»
    «¿No será jefe de estación?», dije en broma.
    «Vete a paseo... Míralo, por ahí baja... Viene hacia aquí...»

    Pero el hombre de edad al que señalaba no llegó en seguida, caminaba encorvado en torno al césped e iba hablando con un soldado. Nos acercamos. Reconocí al soldado, era el mismo reservista que había encontrado la noche de Noirceur-sur-la-Lys, estando de reconocimiento. Incluso recordé al instante el nombre que me había dicho: Robinson.

    «¿Conoces a ese de infantería?», me preguntó Voireuse.
    «Sí, lo conozco.»
    «Tal vez sea amigo de ellos... Deben de hablar de la madre; ojalá que no nos impidan ir a verla... Porque es ella más bien quien suelta la pasta...»

    El anciano se acercó a nosotros. Le temblaba la voz.

    «Querido amigo -dijo a Voireuse-, tengo el dolor de comunicarle que después de su última visita mi pobre mujer sucumbió a nuestra inmensa pena... El jueves la habíamos dejado sola un momento, nos lo había pedido... Lloraba...»

    No pudo acabar la frase. Se volvió bruscamente y se alejó.

    «Te reconozco», dije entonces a Robinson, en cuanto el anciano se hubo alejado lo suficiente de nosotros.
    «Yo también te reconozco...»
    «Oye, ¿qué le ha ocurrido a la vieja?», le pregunté entonces.
    «Pues que se ahorcó ayer, ¡ya ves! -respondió-. ¡Qué mala pata, chico! -añadió incluso al respecto-. ¡La tenía de madrina!... Mira que tengo suerte, ¡eh! ¡Eso es lo que se dice giba! ¡La primera vez que venía de permiso!... Y hacía seis meses que esperaba este día...»

    No pudimos reprimir la risa, Voireuse y yo, ante la desgracia de Robinson. Desde luego, era una sorpresa desagradable; sólo, que eso no nos devolvía nuestros doscientos pavos, que hubiera muerto, a nosotros que íbamos a inventarnos una nueva bola para el caso. De repente, no estábamos contentos, ni unos ni otros.

    «Conque te las prometías muy felices, ¿eh, cabroncete? -lo chinchábamos, a Robinson, para tomarle el pelo-. Creías que te ibas a dar una comilona de aúpa, ¿eh?, con los viejos. Quizá creyeras que te la ibas a cepillar también, a la madrina... Pues, ¡vas listo, macho!...»

    Como, de todos modos, no podíamos quedarnos allí mirando el césped y desternillándonos de risa, nos fuimos los tres juntos hacia Grenelle. Contamos el dinero que teníamos entre los tres, no era mucho. Como teníamos que volver esa misma noche a nuestros hospitales y depósitos respectivos, teníamos lo justo para cenar en una taberna los tres y después tal vez quedara un poquito, pero no bastante, para ir de putas. Sin embargo, fuimos al picadero, pero sólo para tomar una copa abajo.

    «A ti me alegro de verte -me anunció Robinson-, pero anda, que la tía ésa, ¡la madre del chaval!... De todos modos, cuando lo pienso, ¡mira que ir a ahorcarse el día mismo que yo llego!... No me lo puedo quitar de la cabeza... ¿Acaso me ahorco yo?... ¿De pena?... Entonces, ¡yo tendría que pasar la vida ahorcándome!... ¿Y tú?»
    «La gente rica -dijo Voireuse- es más sensible que los demás.»

    Tenía buen corazón, Voireuse. Añadió: «Si tuviera seis francos, subiría con esa morenita de ahí, junto a la máquina tragaperras...»

    «Ve -le dijimos nosotros entonces-, y después nos cuentas si chupa bien...»

    Sólo, que, por mucho que buscamos, no teníamos bastante, incluida la propina, para que pudiera tirársela. Teníamos lo justo para tomar otro café cada uno y dos copas. Una vez que nos las soplamos, ¡volvimos a salir de paseo!

    En la Place Vendóme acabamos separándonos. Cada uno se iba por su lado. Al despedirnos, casi no nos veíamos y hablábamos muy bajo, por los ecos. No había luz, estaba prohibido.

    A Jean Voireuse no lo volví a ver nunca. A Robinson volví a encontrármelo muchas veces en adelante. Fueron los gases los que acabaron con Jean Voireuse, en Somme. Fue a acabar al borde del mar, en Bretaña, dos años después, en un sanatorio marino. Al principio me escribió dos veces, luego nada. Nunca había estado junto al mar. «No te puedes imaginar lo bonito que es -me escribía-, tomo algunos baños, es bueno para los pies, pero creo que tengo la voz completamente jodida.» Eso le fastidiaba porque su ambición, en el fondo, era la de poder volver un día a los coros del teatro.

    Los coros están mucho mejor pagados y son más artísticos que las simples comparsas.

    Los barandas acabaron soltándome y pude salvar el pellejo, pero quedé marcado en la cabeza y para siempre. ¡Qué le íbamos a hacer! «¡Vete!... -me dijeron-. ¡Ya no sirves para nada!...»

    «¡A África! -me dije-. Cuanto más lejos, ¡mejor!» Era un barco como los demás de la Compañía de los Corsarios Reunidos el que me llevó. Iba hacia los trópicos, con su carga de cotonadas, oficiales y funcionarios.

    Era tan viejo, aquel barco, que le habían quitado hasta la placa de cobre de la cubierta superior, donde en tiempos aparecía escrito el año de nacimiento; databa de tan antiguo su nacimiento, que habría inspirado miedo a los pasajeros y también cachondeo.

    Conque me embarcaron en él para que intentara restablecerme en las colonias. Quienes bien me querían deseaban que hiciera fortuna. Por mi parte, yo sólo tenía ganas de irme, pero, como, cuando no eres rico, siempre tienes que parecer útil y como, por otro lado, nunca acababa mis estudios, la cosa no podía continuar así. Tampoco tenía dinero suficiente para ir a América. «Pues, ¡a África!», dije entonces y me dejé llevar hacia los trópicos, donde, según me aseguraban, bastaba con un poco de templanza y buena conducta para labrarse pronto una situación.

    Aquellos pronósticos me dejaban perplejo. No tenía muchas cosas a mi favor, pero, desde luego, tenía buenos modales, de eso no había duda, actitud modesta, deferencia fácil y miedo siempre de no llegar a tiempo y, además, el deseo de no pasar por encima de nadie en la vida, en fin, delicadeza...

    Cuando has podido escapar de un matadero internacional enloquecido, no deja de ser una referencia en cuanto a tacto y discreción. Pero volvamos a aquel viaje. Mientras permanecimos en aguas europeas, la cosa no se anunciaba mal. Los pasajeros enmohecían repartidos en la sombra de los entrepuentes, en los WC, en el fumadero, en grupitos suspicaces y gangosos. Todos ellos bien embebidos de amer piçons y chismes, de la mañana a la noche. Eructaban, dormitaban y vociferaban, sucesivamente, y, al parecer, sin añorar nunca nada de Europa.

    Nuestro navío se llamaba el Amiral-Bragueton. Debía de mantenerse sobre aquellas aguas tibias sólo gracias a su pintura. Tantas capas acumuladas, como pieles de cebolla, habían acabado constituyendo una especie de segundo casco en el Amiral-Bragueton. Bogábamos hacia África, la verdadera, la grande, la de selvas insondables, miasmas deletéreas, soledades invioladas, hacia los grandes tiranos negros repantigados en las confluencias de ríos sin fin. Por un paquete de hojas de afeitar Pilett iba yo a sacarles marfiles así de largos, aves resplandecientes, esclavas menores de edad. Me lo habían prometido. ¡Vida de obispo, vamos! Nada en común con esa África descortezada de las agencias y monumentos, los ferrocarriles y el guirlache. ¡Ah, no! Nosotros íbamos a verla en su jugo, ¡el África auténtica! ¡Nosotros, los pasajeros del Amiral-Bragueton, que no dejábamos de darle a la priva!

    Pero, tras pasar ante las costas de Portugal, las cosas empezaron a estropearse. Irresistiblemente, cierta mañana, al despertar, nos vimos como dominados por un ambiente de estufa infinitamente tibio, inquietante. El agua en los vasos, el mar, el aire, las sábanas, nuestro sudor, todo, tibio, caliente. En adelante imposible, de noche, de día, tener ya nada fresco en la mano, bajo el trasero, en la garganta, salvo el hielo del bar con el whisky. Entonces una vil desesperación se abatió sobre los pasajeros del Amiral-Bragueton, condenados a no alejarse más del bar, embrujados, pegados a los ventiladores, soldados a los cubitos de hielo, intercambiando amenazas después de las cartas y disculpas en cadencias incoherentes.

    No hubo que esperar mucho. En aquella estabilidad desesperante de calor, todo el contenido humano del navío se coaguló en una borrachera masiva. Nos movíamos remolones entre los puentes, como pulpos en el fondo de una bañera de agua estancada. Desde aquel momento vimos desplegarse a flor de piel la angustiosa naturaleza de los blancos, provocada, liberada, bien a la vista por fin, su auténtica naturaleza de verdad, igualito que en la guerra. Estufa tropical para instintos, semejantes a los sapos y víboras que salen por fin a la luz, en el mes de agosto, por los flancos agrietados de las cárceles. En el frío de Europa, bajo las púdicas nieblas del Norte, aparte de las matanzas, tan sólo se sospecha la hormigueante crueldad de nuestros hermanos, pero, en cuanto los excita la fiebre innoble de los trópicos, su corrupción invade la superficie. Entonces nos destapamos como locos y la porquería triunfa y nos recubre por entero. Es la confesión biológica. Desde el momento en que el trabajo y el frío dejan de coartarnos, aflojan un poco sus tenazas, descubrimos en los blancos lo mismo que en la alegre ribera, una vez que el mar se retira: la verdad, charcas pestilentes, cangrejos, carroña y zurullos.

    Así, pasado Portugal, todo el mundo, en el navío, se puso a liberar los instintos con rabia, ayudado por el alcohol y también por esa sensación de satisfacción íntima que procura una gratuidad de viaje absoluta, sobre todo a los militares y funcionarios en activo. Sentirse alimentado, alojado y abrevado gratis durante cuatro semanas seguidas, es bastante, por sí solo, ¿no?, al pensarlo, para delirar de economía. Por consiguiente, yo, el único que pagaba el viaje, parecí, en cuanto se supo esa particularidad, singularmente descarado, del todo insoportable.

    Si hubiera tenido alguna experiencia de los medios coloniales, al salir de Marsella, habría ido, compañero indigno, a pedir de rodillas perdón, indulgencia a aquel oficial de infantería colonial que me encontraba por todas partes, el de graduación más alta, y a humillarme, además, tal vez, para mayor seguridad, a los pies del funcionario más antiguo. ¿Quizás entonces me habrían tolerado entre ellos sin inconveniente aquellos pasajeros fantásticos? Pero mi inconsciente pretensión de respirar, ignorante de mí, en torno a ellos estuvo a punto de costarme la vida.

    Nunca se es bastante temeroso. Gracias a cierta habilidad, sólo perdí el amor propio que me quedaba. Veamos cómo ocurrió. Algo después de pasar las islas Canarias, supe por un camarero que todos estaban de acuerdo en considerarme presumido, insolente incluso... Que me suponían chulo de putas y al mismo tiempo pederasta... Un poco cocainómano incluso... Pero eso por añadidura... Después se abrió paso la idea de que debía de huir de Francia ante las consecuencias de fechorías de lo más graves. Sin embargo, eso sólo era el comienzo de mis adversidades. Entonces me enteré de la costumbre impuesta en aquella línea: la de no aceptar sino con extrema circunspección, acompañada, por cierto, de novatadas, a los pasajeros que pagaban, es decir, los que no gozaban ni de la gratuidad militar ni de los convenios burocráticos, pues las colonias francesas, como es sabido, eran propiedad exclusiva de la nobleza de los Anuarios.

    Al fin y al cabo, existen muy pocas razones válidas para que un civil desconocido se aventure en esa dirección... Espía, sospechoso, encontraron mil razones para mirarme con mala cara, los oficiales a los ojos, las mujeres con sonrisa convenida. Pronto, hasta los propios criados, alentados, intercambiaban a mi espalda comentarios de lo más cáusticos. Al final, nadie dudaba que yo era el mayor y más insoportable granuja a bordo y, por así decir, el único. La cosa prometía.

    Mis vecinos de mesa eran cuatro agentes de correos de Gabón, hepáticos, desdentados. Familiares y cordiales al principio de la travesía, después no me dirigieron ni una triste palabra. Es decir, que, por acuerdo tácito, me colocaron en régimen de vigilancia común. Llegó un momento en que no salía de mi camarote sino con infinitas precauciones. La atmósfera de horno nos pesaba sobre la piel como un cuerpo sólido. En cueros y con el cerrojo echado, ya no me movía e intentaba imaginar qué plan podían haber concebido los diabólicos pasajeros para perderme. No conocía a nadie a bordo y, sin embargo, todo el mundo parecía reconocerme. Mis señas particulares debían de haber quedado grabadas instantáneamente en sus mentes, como las del criminal célebre que se publican en los periódicos.

    Desempeñaba, sin quererlo, el papel del indispensable «infame y repugnante canalla», vergüenza del género humano, señalado por todos lados a lo largo de los siglos, del que todo el mundo ha oído hablar, igual que del Diablo y de Dios, pero que siempre es tan distinto, tan huidizo, en la tierra y en la vida, inaprensible, en resumidas cuentas. Habían sido necesarias, para aislarlo, «al canalla», para identificarlo, sujetarlo, las circunstancias excepcionales que sólo se daban en aquel estrecho barco.

    Un auténtico regocijo general y moral se anunciaba a bordo del Amiral-Bragueton. «El inmundo» no iba a escapar a su suerte. Era yo.

    Por sí solo, aquel acontecimiento bien valía el viaje. Recluido entre aquellos enemigos espontáneos, intentaba yo, a duras penas, identificarlos sin que lo advirtieran. Para lograrlo, los espiaba impunemente, sobre todo de mañana, por la ventanilla de mi camarote. Antes del desayuno, tomando el fresco, peludos del pubis a las cejas y del recto a la planta de los pies, en pijama, transparentes al sol; tendidos a lo largo de la borda, con el vaso en la mano, venían a eructar allí, mis enemigos, y amenazaban ya con vomitar alrededor, sobre todo el capitán de ojos saltones e inyectados, a quien el hígado atormentaba de lo lindo, desde la aurora. Al despertar, preguntaba sin falta por mí a los otros guasones, si aún no me habían «tirado por la borda», según decía, «¡como un gargajo!». Para ilustrar lo que quería decir, escupía al mismo tiempo en el mar espumoso. ¡Qué cachondeo!

    El Amiral apenas avanzaba, se arrastraba más que nada, ronroneando, entre uno y otro balanceo. Ya es que no era un viaje, era una enfermedad. Los miembros de aquel concilio matinal, al examinarlos desde mi rincón, me parecían todos profundamente enfermos, palúdicos, alcohólicos, sifilíticos seguramente; su decadencia, visible a diez metros, me consolaba un poco de mis preocupaciones personales. Al fin y al cabo, ¡eran unos vencidos, tanto como yo, aquellos matones!... ¡Aún fanfarroneaban, simplemente! ¡La única diferencia! Los mosquitos se habían encargado ya de chuparlos y destilarles en plenas venas esos venenos que no desaparecen nunca... El treponema les estaba ya limando las arterias... El alcohol les roía el hígado... El sol les resquebrajaba los riñones... Las ladillas se les pegaban a los pelos y el eczema a la piel del vientre... ¡La luz cegadora acabaría achicharrándoles la retina!... Dentro de poco, ¿qué les iba a quedar? Un trozo de cerebro... ¿Para qué? ¿Me lo queréis decir?... ¿Allí donde iban? ¿Para suicidarse? Sólo podía servirles para eso, un cerebro, allí donde iban... Digan lo que digan, no es divertido envejecer en los países en que no hay distracciones... Te ves obligado a mirarte al espejo, cuyo azogue enmohece, y verte cada vez más decaído, cada vez más feo... No tardas en pudrirte, entre el verdor, sobre todo cuando hace un calor atroz.

    Al menos el Norte conserva las carnes; la gente del Norte es pálida de una vez para siempre. Entre un sueco muerto y un joven que ha dormido mal, poca diferencia hay. Pero el colonial está ya cubierto de gusanos un día después de desembarcar. Los esperaban impacientes, esas vermes infinitamente laboriosas, y no los soltarían hasta mucho después de haber cruzado el límite de la vida. Sacos de larvas.

    Nos faltaban aún ocho días de mar antes de hacer escala en Bragamance, primera tierra prometida. Yo tenía la sensación de encontrarme dentro de una caja de explosivos. Ya apenas comía para no acudir a su mesa ni atravesar los entrepuentes en pleno día. Ya no decía ni palabra. Nunca me veían de paseo. Era difícil estar tan poco como yo en el barco, aun viviendo en él.

    Mi camarero, padre de familia él, tuvo a bien confiarme que los brillantes oficiales de la colonial habían jurado, con el vaso en la mano, abofetearme a la primera ocasión y después tirarme por la borda. Cuando le preguntaba por qué, no sabía y me preguntaba, a su vez, qué había hecho yo para llegar a ese extremo. Nos quedábamos con la duda. Aquello podía durar mucho tiempo. No gustaba mi jeta y se acabó.

    Nunca más se me ocurriría viajar con gente tan difícil de contentar. Estaban tan desocupados, además, encerrados durante treinta días consigo mismos, que les bastaba muy poco para apasionarse. Por lo demás, no hay que olvidar que en la vida corriente cien individuos por lo menos a lo largo de una sola jornada muy ordinaria desean quitarte tu pobre vida: por ejemplo, todos aquellos a quienes molestas, apretujados en la cola del metro detrás de ti, todos aquellos también que pasan delante de tu piso y que no tienen dónde vivir, todos los que esperan a que acabes de hacer pipí para hacerlo ellos, tus hijos, por último, y tantos otros. Es incesante. Te acabas acostumbrando. En el barco el apiñamiento se nota más, conque es más molesto.

    En esa olla que cuece a fuego lento, el churre de esos seres escaldados se concentra, los presentimientos de la soledad colonial que los va a sepultar pronto, a ellos y su destino, los hace gemir, ya como agonizantes. Se chocan, muerden, laceran, babean. Mi importancia a bordo aumentaba prodigiosamente de un día para otro. Mis raras llegadas a la mesa, por furtivas y silenciosas que procurara hacerlas, cobraban carácter de auténticos acontecimientos. En cuanto entraba en el comedor, los ciento veinte pasajeros se sobresaltaban, cuchicheaban...

    Los oficiales de la colonial, bien cargados de aperitivo tras aperitivo en torno a la mesa del comandante, los recaudadores de impuestos, las institutrices congoleñas sobre todo, de las que el Amiral-Bragueton llevaba un buen surtido, habían acabado, entre suposiciones malévolas y deducciones difamatorias, atribuyéndome una importancia infernal.

    Al embarcar en Marsella, yo no era sino un soñador insignificante, pero ahora, a consecuencia de aquella concentración irritada de alcohólicos y vaginas impacientes, me encontraba irreconocible, dotado de un prestigio inquietante.

    El comandante del navío, gran bribón astuto y verrugoso, que con gusto me estrechaba la mano al comienzo de la travesía cada vez que nos encontrábamos, ahora no parecía ya reconocerme siquiera, igual que se evita a un hombre buscado por un feo asunto, culpable ya... ¿De qué? Cuando el odio de los hombres no entraña riesgo alguno, su estupidez se deja convencer rápido, los motivos vienen solos.

    Por lo que me parecía discernir en la malevolencia compacta en que me debatía, una de las señoritas institutrices animaba al elemento femenino de la conjuración. Volvía al Congo, a diñarla, al menos así lo esperaba yo, la muy puta. Apenas se separaba de los oficiales coloniales de torso torneado en la tela resplandeciente y adornados, además, con el juramento que habían pronunciado de machacarme como una infecta babosa, ni más ni menos, mucho antes de la próxima escala. Se preguntaban por turno si yo sería tan repugnante aplastado como entero. En resumen, se divertían. Aquella señorita atizaba su inspiración, reclamaba la borrasca contra mí en el puente del Amiral-Bragueton, no quería conocer descanso hasta que por fin me hubieran recogido jadeante, enmendado para siempre de mi impertinencia imaginaria, castigado por haber osado existir, golpeado con rabia, en una palabra, sangrando, magullado, implorando piedad bajo la bota y el puño de uno de aquellos cachas, cuya acción muscular y furia espléndida ardía en deseos de admirar. Escena de alta carnicería en la que sus fiados ovarios presentían un despertar. Valía tanto como ser violada por un gorila. El tiempo pasaba y es peligroso retrasar demasiado las corridas. Yo era el toro. El barco entero lo exigía, estremeciéndose hasta las bodegas.

    El mar nos encerraba en aquel ruedo empernado. Hasta los maquinistas estaban al corriente. Y como ya sólo quedaban tres días para la escala, jornadas decisivas, varios toreros se ofrecieron. Y cuanto más huía yo del escándalo, más agresivos e inminentes se volvían conmigo. Ya se entrenaban los sacrificadores. Me acorralaron entre dos camarotes, contra un lienzo de pared. Escapé por los pelos, pero llegó a serme francamente peligroso el simple hecho de ir al retrete. Así, pues, cuando ya sólo teníamos por delante esos tres días de mar, aproveché para renunciar definitivamente a todas mis necesidades naturales. Me bastaban las ventanillas. A mi alrededor todo era agobiante de odio y aburrimiento. Debo decir también que es increíble, ese aburrimiento de a bordo, cósmico, por hablar con franqueza. Cubre el mar, el barco y los cielos. Sería capaz de volver excéntrica a gente sólida, con mayor razón a aquellos brutos quiméricos.

    ¡Un sacrificio! Me iban a someter a él. Los acontecimientos se precipitaron una noche, después de la cena, a la que, sin embargo, no había podido dejar de acudir, acuciado por el hambre. No había levantado la nariz del plato y ni siquiera me había atrevido a sacar el pañuelo del bolsillo para limpiarme. Nadie ha jalado jamás más discreto que yo en aquella ocasión. De las máquinas te subía, estando sentado, hacia el trasero, una vibración incesante y tenue. Mis vecinos de mesa debían de estar al corriente de lo que habían decidido en relación conmigo, pues para mi sorpresa, se pusieron a hablarme por extenso y con gusto de duelos y estocadas, a hacerme preguntas... En aquel momento también, la institutriz del Congo, la que tenía tan mal aliento, se dirigió hacia el salón. Tuve tiempo de notar que llevaba un vestido de encaje, muy pomposo, y se acercaba al piano con una como prisa crispada, para tocar, si se puede decir así, tonadas que dejaba sin concluir. El ambiente se volvió intensamente nervioso y furtivo.

    Di un salto para ir a refugiarme en mi camarote. Estaba a punto de alcanzarlo, cuando uno de los capitanes de la colonial, el más echado para adelante, el más musculoso de todos, me cortó el paso, sin violencia, pero con firmeza. «Subamos al puente», me ordenó. Al instante estábamos arriba. Para aquella ocasión, llevaba su quepis más dorado, se había abotonado enteramente del cuello a la bragueta, cosa que no había hecho desde nuestra partida. Estábamos, pues, en plena ceremonia dramática. No me llegaba la camisa al cuerpo y el corazón me latía a la altura del ombligo.

    Aquel preámbulo, aquella impecabilidad anormal, me hicieron presagiar una ejecución lenta y dolorosa. Aquel hombre me daba la sensación de un fragmento de la guerra colocado de repente en mi camino, testarudo, tarado, asesino.

    Detrás de él, cerrándome la puerta del entrepuente, se alzaban al tiempo cuatro oficiales subalternos, atentos en extremo, escolta de la fatalidad.

    No había, pues, medio de escapar. Aquella interpelación debía de estar minuciosamente preparada. «¡Señor, ante usted el capitán Frémizon de las tropas coloniales! En nombre de mis compañeros y del pasaje de este barco, con razón indignados por su incalificable conducta, ¡tengo el honor de pedirle una explicación!... ¡Ciertas declaraciones que ha hecho usted respecto a nosotros desde la salida de Marsella son inaceptables!... ¡Ha llegado el momento, señor mío, de expresar bien alto sus quejas!... ¡De proclamar lo que vergonzosamente cuenta por lo bajo desde hace veintiún días! De decirnos al fin lo que piensa...»

    Al oír aquellas palabras, sentí un inmenso alivio. Había temido una ejecución irremediable, pero, ya que el capitán hablaba, me ofrecían una escapatoria. Me precipité a aprovechar la oportunidad. Toda posibilidad de cobardía se convierte en una esperanza magnífica a quien sabe lo que se trae entre manos. Ésa es mi opinión. No hay que mostrarse nunca delicado respecto al medio de escapar del destripamiento ni perder el tiempo tampoco buscando las razones de la persecución de que sea uno víctima. Al sabio le basta con escapar.

    «¡Capitán! -le respondí con todo el convencimiento de voz de que era capaz en aquel momento-. ¡Qué extraordinario error iba usted a cometer! ¡Yo! ¿Cómo puede atribuirme, a mí, semejantes sentimientos pérfidos? ¡Es demasiada injusticia, la verdad! ¡Sólo de pensarlo me pongo enfermo! ¡Cómo! ¡Yo, que hace nada era aún defensor de nuestra querida patria! ¡Yo, que he mezclado mi sangre con la de usted durante años en innumerables batallas! ¡Qué injusticia iba a cometer conmigo, capitán!»

    Después, dirigiéndome al grupo entero:

    «¿Cómo han podido ustedes, señores, creer semejante maledicencia? ¡Llegar hasta el extremo de pensar que yo, hermano de ustedes, en resumidas cuentas, me empeñaba en propalar inmundas calumnias sobre oficiales heroicos! ¡Es el colmo! ¡El colmo, la verdad! ¡Y eso en el momento en que se aprestan, esos valientes, esos valientes incomparables, a reanudar la custodia sagrada de nuestro inmortal imperio colonial! -proseguí-. Allí donde los más magníficos soldados de nuestra raza se han cubierto de gloria eterna. ¡Los Mangin! ¡Los Faidherbe, los Gallieni!... ¡Ah, capitán! ¿Yo? ¿Una cosa así?»

    Hice una pausa. Esperaba mostrarme conmovedor. Por fortuna, así fue por un instante. Entonces, sin perder tiempo, aprovechando el armisticio de la cháchara, fui derecho hacia él y le estreché las dos manos con emoción.

    Con sus manos encerradas en las mías me sentía un poco más tranquilo. Sin soltarlas, seguí explicándome con locuacidad y, al tiempo que le daba mil veces la razón, le aseguraba que nuestras relaciones debían empezar de nuevo y esa vez sin equívocos. ¡Que mi natural y estupida timidez era la única causa de aquella fantástica confusión! Que, desde luego, mi conducta se podía haber interpretado como un inconcebible desdén hacia aquel grupo de pasajeros y pasajeras, «héroes y encantadores mezclados... Reunión providencial de grandes caracteres y talentos... Sin olvidar a las damas, intérpretes musicales incomparables, ¡ornato del barco!...». Al tiempo que pedía perdón profusamente, solicité, para acabar, que me admitieran, sin dilación ni restricción alguna, en su alegre grupo patriótico y fraterno... en el que, desde aquel momento y para siempre, deseaba ser amable compañía... Sin soltarle las manos, por supuesto, intensifiqué la elocuencia.

    Mientras no mate, el militar es como un niño. Resulta fácil divertirlo. Como no está acostumbrado a pensar, en cuanto le hablas, se ve obligado, para intentar comprenderte, a hacer esfuerzos extenuantes. El capitán Frémizon no me mataba, no estaba bebiendo tampoco, no hacía nada con las manos, ni con los pies, tan sólo intentaba pensar. Eso era superior a sus posibilidades. En el fondo, yo lo tenía sujeto de la cabeza.

    Gradualmente, mientras duraba aquella prueba de humillación, yo notaba que mi amor propio estaba listo para dejarme, esfumarse aún más y después soltarme, abandonarme del todo, por así decir, oficialmente. Digan lo que digan, es un momento muy agradable. Después de ese incidente, me volví para siempre infinitamente libre y ligero, moralmente, claro está. Tal vez lo que más se necesite para salir de un apuro en la vida sea el miedo. Por mi parte, desde aquel día nunca he deseado otras armas ni otras virtudes.

    Los compañeros del militar indeciso, que habían acudido también a propósito para enjugarme la sangre y jugar a las tabas con mis dientes desparramados, iban a contentarse con el único triunfo de atrapar las palabras en el aire. Los civiles, que habían acudido temblorosos ante el anuncio de una ejecución, tenían cara de pocos amigos. Como yo no sabía exactamente lo que decía, salvo que debía mantenerme a toda costa en el tono lírico, sin soltar las manos del capitán, miré fijamente a un punto ideal en la bruma esponjosa entre la que avanzaba el Amiral-Bragueton resoplando y escupiendo a cada impulso de la hélice. Por fin, me arriesgué, para concluir, a hacer girar uno de mis brazos por encima de mi cabeza y soltando una de las manos del capitán, una sola, me lancé a la perorata: «Entre bravos, señores oficiales, ¿no es lógico que acabemos entendiéndonos? ¡Viva Francia, entonces, qué hostia! ¡Viva Francia!» Era el truco del sargento Branledore. También en aquella ocasión dio resultado. Fue el único caso en que Francia me salvó la vida, hasta entonces había sido más bien lo contrario. Observé entre los oyentes un momentito de vacilación, pero, de todos modos, a un oficial, por poco predispuesto que esté, le resulta muy difícil abofetear a un civil, en público, en el momento en que grita tan fuerte como yo acababa de hacerlo: «¡Viva Francia!» Aquella vacilación me salvó.

    Cogí dos brazos al azar en el grupo de oficiales e invité a todo el mundo a venir a ponerse las botas en el bar a mi salud y por nuestra reconciliación. Aquellos valientes no resistieron más de un minuto y a continuación bebimos durante dos horas. Sólo las hembras de a bordo nos seguían con los ojos, silenciosas y gradualmente decepcionadas. Por las ventanillas del bar, distinguía yo, entre otras, a la pianista, institutriz testaruda, que pasaba, la hiena, y volvía a pasar en medio de un círculo de pasajeras. Sospechaban, por supuesto, aquellos bichos, que me había escapado de la celada con astucia y se prometían atraparme con algún subterfugio. Entretanto, bebíamos sin cesar entre hombres bajo el inútil pero cansino ventilador, que desde las Canarias intentaba en vano desmigajar el tibio algodón atmosférico. Sin embargo, aún necesitaba yo hacer acopio de inspiración, facundia que pudiera agradar a mis nuevos amigos, la fácil. No cesaba, por miedo a equivocarme, en mi admiración patriótica y pedía una y mil veces a aquellos héroes, por turno, historias y más historias de bravura colonial. Son como los chistes verdes, las historias de bravura, siempre gustan a todos los militares de todos los países. Lo que hace falta, en el fondo, para llegar a una especie de paz con los hombres, oficiales o no, armisticios frágiles, desde luego, pero aun así preciosos, es permitirles en todas las circunstancias tenderse, repantigarse entre las jactancias necias. No hay vanidad inteligente. Es un instinto. Tampoco hay hombre que no sea ante todo vanidoso. El papel de panoli admirativo es prácticamente el único en que se toleran con algo de gusto los humanos. Con aquellos soldados no tenía que hacer excesos de imaginación. Bastaba con que no cesara de mostrarme maravillado. Es fácil pedir una y mil veces historias de guerra. Aquellos compañeros tenían historias a porrillo que contar. Parecía que estuviera de vuelta en los mejores momentos del hospital. Después de cada uno de sus relatos, no olvidaba de indicar mi aprobación, como me había enseñado Branledore, con una frase contundente: «¡Eso es lo que se llama una hermosa página de Historia!» No hay mejor fórmula. El círculo a que acababa de incorporarme tan furtivamente consideró que poco a poco me volvía interesante. Aquellos hombres se pusieron a contar, a propósito de la guerra, tantas trolas como las que en otro tiempo había escuchado yo y, más adelante, había contado, a mi vez, estando en competencia imaginativa con los compañeros del hospital. Sólo, que su ambiente era diferente y sus trolas se agitaban a través de las selvas congoleñas en lugar de en los Vosgos o en Flandes.

    Mi capitán Frémizon, el que un instante antes se ofrecía para purificar el barco de mi pútrida presencia, después de haber probado mi forma de escuchar más atento que nadie, empezó a descubrir en mí mil cualidades excelentes. El flujo de sus arterias se veía como aligerado por el efecto de mis originales elogios, su visión se aclaraba, sus ojos estriados y sanguinolentos de alcohólico tenaz acabaron centelleando incluso a través de su embrutecimiento y las pocas dudas profundas que podía haber concebido sobre su propio valor, y que le pasaban por la cabeza aun en los momentos de profunda depresión, se esfumaron por un tiempo, adorablemente, por efecto maravilloso de mis inteligentes y oportunos comentarios.

    Evidentemente, ¡yo era un creador de euforia! ¡Se daban palmadas con fuerza en los muslos de gusto! ¡No había nadie como yo para volver agradable la vida, pese a aquella humedad de agonía! Además, ¿es que no escuchaba de maravilla?

    Mientras divagábamos así, el Amiral-Bragueton reducía aún más la marcha, se retrasaba en su propia salsa; ya no había ni un átomo de aire móvil a nuestro alrededor, debíamos costear y tan despacio, que parecíamos avanzar entre melaza. Melaza también el cielo por encima del barco, reducido ya a un emplasto negro y derretido que yo miraba de reojo y con envidia. Regresar a la noche era mi gran preferencia, aun sudando y gimiendo y, en fin, ¡en cualquier estado! Frémizon no acababa de contar sus historias. La tierra me parecía muy próxima, pero mi plan de escape me inspiraba mil inquietudes... Poco a poco, nuestro tema de conversación dejó de ser militar para volverse verde y después francamente marrano y, por último, tan deshilvanado, que ya no sabíamos cómo continuar; mis convidados renunciaron, uno tras otro, y se quedaron dormidos y roncando, sueño asqueroso que les raspaba las profundidades de la nariz. Aquél era el momento, o nunca, de desaparecer. No hay que dejar pasar esas treguas de crueldad que impone, pese a todo, la naturaleza a los organismos más viciosos y agresivos de este mundo.

    En aquel momento estábamos anclados a muy poca distancia de la costa. Sólo se distinguían algunas luces oscilantes a lo largo de la orilla.

    Alrededor del barco vinieron a apretujarse en seguida cien piraguas temblorosas de negros chillones. Aquellos negros asaltaron todos los puentes para ofrecer sus servicios. En pocos segundos llevé hasta la escalera de desembarco mi equipaje preparado furtivamente y me lancé detrás de uno de aquellos barqueros, cuya obscuridad me ocultaba casi enteramente sus facciones y movimientos. Debajo de la pasarela y a ras del agua chapoteante, pregunté, inquieto, por nuestro destino.

    «¿Dónde estamos?», le pregunté.
    «¡En Bambola-Fort-Gono!», me respondió aquella sombra.

    Empezamos a flotar libremente a grandes impulsos de remo. Lo ayudé para avanzar más rápido.

    Aún tuve tiempo de distinguir una vez más, al escapar, a mis peligrosos compañeros de a bordo. A la luz de los faroles del entrepuente, vencidos al fin por el agotamiento y la gastritis, seguían fermentando y mascullando en sueños. Ahora, ahítos, tirados, se parecían todos, oficiales, funcionarios, ingenieros y tratantes, granulosos, barrigudos, oliváceos, revueltos, casi idénticos. Los perros, cuando duermen, se parecen a los lobos.

    Toqué tierra pocos instantes después y me reuní con la noche, más densa aún bajo los árboles, y, detrás de ella, todas las complicidades del silencio.

    En aquella colonia de la Bambola-Bragamance, por encima de todo el mundo sobresalía el gobernador. Sus militares y sus funcionarios apenas osaban respirar, cuando se dignaba mirar bajo el hombro a sus personas.

    Muy por debajo aún de aquellos notables, los comerciantes instalados parecían robar y prosperar con mayor facilidad que en Europa. No había nuez de coco ni cacahuete, en todo el territorio, que escapara a su rapiña. Los funcionarios comprendían, a medida que llegaban a estar más cansados y enfermos, que se habían burlado de ellos bien, al mandarlos allí, para no darles otra cosa que galones y formularios que rellenar y casi nada de pasta con ellos. Así se les iban los ojos de envidia tras los comerciantes. El elemento militar, todavía más embrutecido que los otros dos, se alimentaba de gloria colonial y, para mejor tragarla, mucha quinina y kilómetros de reglamentos.

    Todo el mundo se volvía, como es fácil de comprender, a fuerza de esperar que el termómetro bajara, cada vez más cabrón. Y las hostilidades particulares y colectivas, interminables y descabelladas, se eternizaban entre los militares y la administración, entre ésta y los comerciantes, entre éstos, aliados momentáneos, y aquéllos y también de todos contra el negro y, por último, entre negros. Así, las escasas energías que escapaban al paludismo, a la sed, al sol, se consumían en odios tan feroces, tan insistentes, que muchos colonos acababan muriéndose allí a consecuencia de ellos, autoenvenenados, como escorpiones.

    No obstante, aquella anarquía muy virulenta se encontraba encerrada en un marco de policía hermético, como los cangrejos dentro de un cesto. Se jodían pero bien, y en vano, los funcionarios; el gobernador encontraba para reclutar, a fin de mantener la obediencia en su colonia, a todos los milicianos míseros que necesitaba, negros endeudados a quienes la miseria expulsaba por millares hacia la costa, vencidos por el comercio, en busca de un rancho. A aquellos reclutas les enseñaban el derecho y la forma de admirar al gobernador. Éste parecía pasear sobre su uniforme todo el oro de sus finanzas y, con el sol encima, era como para verlo y no creerlo, sin contar las plumas.

    Todos los años se marcaba un viajecito a Vichy, el gobernador, y sólo leía el Boletín Oficial del Estado. Numerosos funcionarios habían vivido con la esperanza de que un día se acostara con su mujer, pero al gobernador no le gustaban las mujeres. No le gustaba nada. Sobrevivía a cada nueva epidemia de fiebre amarilla como por encanto, mientras que tantas de las gentes que deseaban enterrarlo la diñaban como moscas a la primera pestilencia.

    Recordaban que cierto «Catorce de Julio», cuando pasaba revista a las tropas de la Residencia, caracoleando entre los espahíes de su guardia, en solitario delante de una bandera así de grande, cierto sargento, seguramente exaltado por la fiebre, se arrojó delante de su caballo para gritarle: «¡Atrás, cornudo!» Al parecer, quedó muy afectado, el gobernador, por aquella especie de atentado, que, por cierto, quedó sin explicación.

    Resulta difícil mirar en conciencia a la gente y las cosas de los trópicos por los colores que de ellas emanan. Están en embullición, los colores y las cosas. Una latita de sardinas abierta en pleno mediodía sobre la calzada proyecta tantos reflejos diversos, que adquiere ante los ojos la importancia de un accidente. Hay que tener cuidado. No sólo son histéricos los hombres allí, las cosas también. La vida no llega a ser tolerable apenas hasta la caída de la noche, pero, aun así, la obscuridad se ve acaparada casi al instante por los mosquitos en enjambres. No uno, dos, ni cien, sino billones. Salir adelante en esas condiciones llega a ser una auténtica obra de preservación. Carnaval de día, espumadera de noche, la guerra a la chita callando.

    Cuando en la cabaña a la que te retiras, y que parece casi propicia, reina por fin el silencio, las termitas vienen a asediarla, ocupadas como están eternamente, las muy inmundas, en comerte los montantes de la cabaña. Como el tornado embista entonces ese encaje traicionero, las calles enteras quedan vaporizadas.

    La ciudad de Fort-Gono, donde yo había ido a parar, aparecía así, precaria capital de Bragamance, entre el mar y la selva, pero provista, adornada, sin embargo, con todos los bancos, burdeles, cafés, terrazas que hacen falta e incluso un banderín de enganche, para constituir una pequeña metrópoli, sin olvidar la Place Faidherbe y el Boulevard Bugeaud, para el paseo, conjunto de caserones rutilantes en medio de acantilados rugosos, rellenos de larvas y pateados por generaciones de cabritos de la guarnición y administradores espabilados.

    El elemento militar, hacia las cinco, refunfuñaba en torno a los aperitivos, licores cuyo precio, en el momento en que yo llegaba, acababan de aumentar precisamente. Una delegación de clientes iba a solicitar al gobernador una disposición oficial que prohibiera a las tabernas hacer de su capa un sayo con los precios corrientes del ajenjo y el casis. De creer a algunos parroquianos, nuestra colonización se volvía cada vez más ardua por culpa del hielo. La introducción del hielo en las colonias, está demostrado, había sido la señal de la desvirilización del colonizador. En adelante, soldado a su helado aperitivo por la costumbre, iba a renunciar, el colonizador, a dominar el clima mediante su estoicismo exclusivamente. Los Faidherbe, los Stanley, los Marchand, observémoslo de pasada, no se quejaron nunca de la cerveza, el vino y el agua tibia y cenagosa que bebieron durante años. No hay otra explicación. Así se pierden las colonias.

    Me enteré de muchas otras cosas al abrigo de las palmeras que, en cambio, prosperaban con savia provocante a lo largo de aquellas calles de viviendas frágiles. Sólo aquella crudeza de verdor inusitado impedía al lugar parecerse enteramente a la Garenne-Bezons.

    Al llegar la noche, se producía un hervidero de indígenas que hacían la carrera entre las nubéculas de mosquitos miserables y atiborrados de fiebre amarilla. Un refuerzo de elementos sudaneses ofrecía al paseante todo lo mejor que guardaban bajo los taparrabos. Por precios muy razonables te podías cepillar a una familia entera durante una hora o dos. A mí me habría gustado andar de sexo en sexo, pero por fuerza tuve que decidirme a buscar un lugar donde me dieran currelo.

    El director de la Compañía Porduriére del Pequeño Congo buscaba, según me aseguraron, a un empleado principiante para regentar una de sus factorías en la selva. Acudí sin tardar a ofrecerle mis incompetentes pero solícitos servicios. No fue una recepción calurosa la que me reservó el director. Aquel maníaco -hay que llamarlo por su nombre- habitaba, no lejos del Gobierno, un pabellón especial, construido con madera y paja. Antes de haberme mirado siquiera, me hizo algunas preguntas muy brutales sobre mi pasado; después, un poco calmado por mis respuestas de lo más ingenuas, su desprecio hacia mí tomó un cariz bastante indulgente. Sin embargo, aún no consideró conveniente pedirme que me sentara.

    «Según sus documentos, sabe usted un poco de medicina», observó.

    Le respondí que, en efecto, había hecho algunos estudios en esa materia.

    «Entonces, ¡le servirán! -dijo-. ¿Quiere whisky?»

    Yo no bebía. «¿Quiere fumar?» También lo rechacé. Aquella abstinencia lo sorprendió. Puso mala cara incluso.

    «No me gustan nada los empleados que no beben ni fuman... ¿No será usted pederasta por casualidad?... ¿No? ¡Lástima!... Ésos nos roban menos que los otros... La experiencia me lo ha enseñado... Se encariñan... En fin -tuvo a bien retractarse-, en general me ha parecido notar esa cualidad de los pederastas, a su favor... ¡Tal vez usted nos demuestre lo contrario!... -Y a renglón seguido-: Tiene usted calor, ¿eh? ¡Ya se acostumbrará! De todos modos, ¡no le quedará más remedio que acostumbrarse! Y el viaje, ¿qué tal?»
    «¡Desagradable!», le respondí.
    «Pues, mire, amigo, eso no es nada, ya verá lo que es bueno, cuando haya pasado un año en Bikomimbo, donde lo voy a enviar para substituir a ese otro farsante...»

    Su negra, en cuclillas cerca de la mesa, se hurgaba los pies y se limpiaba las uñas con una astillita.

    «¡Vete de aquí, aborto! -le espetó su amo-. ¡Vete a buscar al boy\ ¡Y hielo también!»

    El boy solicitado llegó muy despacio. Entonces el director se levantó como un resorte, irritado, y recibió al boy con un tremendo par de sonoras bofetadas y dos patadas en el bajo vientre.

    «Esta gente me va a matar, ¡ya ve usted! -predijo el director, al tiempo que suspiraba. Se dejó caer de nuevo en su sillón, cubierto de telas amarillas sucias y dadas de sí-. Hágame el favor, amigo -dijo de repente en tono amable y familiar, como desahogado por un rato con la brutalidad que acababa de cometer-, páseme la fusta y la quinina... ahí, sobre la mesa... No debería excitarme así... Es absurdo dejarse llevar por el temperamento...»

    Desde su casa dominábamos el puerto fluvial, que relucía por entre un polvo tan denso, tan compacto, que se oían los sonidos de su caótica actividad mejor de lo que se distinguían los detalles. Filas de negros, en la orilla, trajinaban bajo el látigo descargando, bodega tras bodega, los barcos nunca vacíos, subiendo por pasarelas temblorosas y estrechas, con sus grandes cestos llenos a la cabeza, en equilibrio, entre injurias, como hormigas verticales.

    Iban y venían, formando rosarios irregulares, por entre un vaho escarlata. Algunas de aquellas formas laboriosas llevaban, además, un puntito negro a la espalda, eran las madres, que acudían a currar como burras, también ellas, cargando sacos de palmitos con el hijo a cuestas, un fardo más. Me pregunto si las hormigas podrán hacer igual.

    «¿Verdad que siempre parece domingo aquí?... -prosiguió en broma el director-. ¡Es alegre! ¡Y lleno de color! Las hembras siempre en cueros. ¿Se ha fijado? Y hembras hermosas, ¿eh? Parece extraño, cuando se llega de París, ¿verdad? Y nosotros, ¿qué le parece? ¡Siempre con dril blanco! Ya ve usted, ¡como en los baños de mar! ¿Verdad que estamos guapos así? ¡Como para la primera comunión, vamos! Aquí siempre es fiesta, ¡ya le digo! ¡El día de la Asunción! ¡Y así hasta el Sahara! ¡Imagínese!»

    Y después dejaba de hablar, suspiraba, refunfuñaba, volvía a repetir dos, tres veces «¡Me cago en la leche!», se enjugaba la frente y reanudaba la conversación.

    «Adonde lo envía a usted la Compañía es en plena selva, es húmedo... Queda a diez jornadas de aquí... Primero el mar... Y luego el río. Un río muy rojo, ya verá... Y al otro lado están los españoles... Aquel a quien va usted a substituir en esa factoría es un perfecto cabrón, sépalo... En confianza... Se lo digo... ¡No hay manera de que nos envíe las cuentas, ese sinvergüenza! ¡No hay manera! ¡De nada sirve que le mande avisos y más avisos!... ¡No le dura mucho la honradez al hombre, cuando está solo!... ¡Quia! ¡Ya verá!... ¡Ya lo verá también usted!... Que está enfermo, nos escribe... ¡No lo dudo! ¡Enfermo! ¡También yo estoy enfermo! ¿Qué quiere decir eso? ¡Todos estamos enfermos! También usted estará enfermo y dentro de muy poco, además. ¡Eso no es una razón! ¡Nos la trae floja que esté enfermo!... ¡La Compañía ante todo! Cuando llegue usted allí, ¡haga el inventario lo primero!... Hay víveres para tres meses en esa factoría y mercancías al menos para un año... ¡No le faltará de nada!... Sobre todo no salga usted de noche... ¡Desconfíe! Los negros que él le envíe para recogerlo en el mar puede que lo tiren al agua. ¡Ha debido de enseñarles! ¡Son tan pillos como él! ¡No me cabe duda! ¡Ha debido de hablarles de usted!... ¡Eso es corriente aquí! Conque coja su propia quinina, antes de marcharse... ¡Es capaz de haber puesto algo en la de él!»

    El director se cansó de darme consejos, se levantó para despedirme. El techo de chapa parecía pesar dos mil toneladas por lo menos, de tanto calor como acumulaba la chapa. Los dos poníamos mala cara por el calor. Era como para diñarla al instante. Añadió:

    «¡Tal vez no valga la pena que nos volvamos a ver antes de su marcha, Bardamu! ¡Aquí todo cansa! En fin, ¡quizá vaya, de todos modos, a verlo a los cobertizos antes de su partida!... Le escribiremos, cuando esté usted allí... Hay un correo al mes... Sale de aquí, el correo, conque, ¡buena suerte!...»

    Y desapareció en su sombra entre el casco y la chaqueta. Se le veían con toda claridad los tendones del cuello, por detrás, arqueados como dos dedos contra su cabeza. Se volvió otra vez:

    «¡Dígale a ese otro punto que vuelva aquí a toda prisa!... ¡Que tengo que hablar con él!... ¡Que no se entretenga por el camino! ¡El muy canalla! ¡Espero que no casque por el camino!... ¡Sería una lástima! ¡Una verdadera lástima! ¡Menudo sinvergüenza!»

    Un criado negro me precedía con un gran farol para llevarme al lugar donde debía alojarme hasta mi salida para ese interesante Bikomimbo prometido.

    Íbamos por avenidas donde todo el mundo parecía haber bajado a pasear tras el crepúsculo. La noche, resonante de gongs, nos envolvía, entrecortada por cantos apagados e incoherentes como el hipo, la gran noche negra de los países cálidos con su brutal corazón en tam-tam, que siempre late demasiado aprisa.

    Mi joven guía caminaba rápido y ágil con los pies descalzos. Debía de haber europeos por la espesura, se los oía por allí, paseándose, con sus voces de blancos, perfectamente reconocibles, agresivas, falsas. Los murciélagos no cesaban de venir a revolotear, de surcar el aire entre los enjambres de insectos que nuestra luz atraía a nuestro paso. Bajo cada hoja de árbol debía de esconderse un grillo al menos, a juzgar por el alboroto ensordecedor que hacían todos juntos.

    Un grupo de tiradores indígenas, que discutían junto a un ataúd colocado en el suelo y recubierto con una gran bandera tricolor y ondulante, nos hizo detener en el cruce de dos caminos, a media altura de una elevación.

    Era un muerto del hospital que no sabían dónde enterrar. Las órdenes eran imprecisas. Unos querían enterrarlo en uno de los campos de abajo, los otros insistían en hacerlo en un enclave en lo alto de la cuesta. Había que decidirse. Así el boy y yo tuvimos que dar nuestra opinión sobre el asunto.

    Por fin, optaron, los porteadores, por el cementerio de abajo, en lugar del de arriba, por la bajada. También encontramos por el camino a tres jovencitos blancos de la raza de los que frecuentan los domingos los partidos de rugby en Europa, espectadores apasionados, agresivos y paliduchos. Allí pertenecían, empleados como yo, a la Sociedad Porduriére y me indicaron con toda amabilidad el camino de aquella casa inacabada donde se encontraba, de momento, mi cama desmontable y portátil.

    Allí nos dirigimos. La construcción estaba del todo vacía, salvo algunos utensilios de cocina y mi cama, por llamarla de algún modo. En cuanto me hube tumbado sobre aquel chisme filiforme y tembloroso, veinte murciélagos salieron de los rincones y se lanzaron en idas y venidas zumbantes, como salvas de abanico, por encima de mi aprensivo reposo.

    El negrito, mi guía, volvía sobre sus pasos para ofrecerme sus servicios íntimos y, como yo no estaba animado aquella noche, se ofreció, al instante, desilusionado, a presentarme a su hermana. Me habría gustado saber cómo habría podido encontrarla, a su hermana, en semejante noche.

    El tam-tam de la aldea cercana te hacía saltar la paciencia, cortada en pedacitos menudos. Mil mosquitos diligentes tomaron sin tardar posesión de mis muslos y, aun así, no me atreví a volver a poner los pies en el suelo por los escorpiones y las serpientes venenosas, cuya abominable caza suponía iniciada. Tenían para escoger, las serpientes, en materia de ratas, las oía roer, a las ratas, todo lo imaginable, en la pared, en el suelo, trémulas, en el techo.

    Por fin, salió la luna y hubo un poco más de calma en la habitación. En resumen, en las colonias no se estaba bien.

    De todos modos, llegó la mañana, una caldera. Fui presa, en cuerpo y espíritu, de unas ganas tremendas de volverme a Europa. Sólo me faltaba el dinero para largarme. Con eso basta. Por otra parte, sólo me quedaba por pasar una semana en Fort-Gono antes de ir a incorporarme a mi puesto, en Bikomimbo, de tan agradable descripción.

    El edificio más grande de Fort-Gono, después del palacio del gobernador, era el hospital. Me lo encontraba siempre por el camino; no hacía cien metros en la ciudad sin toparme con uno de sus pabellones, que apestaban desde lejos a ácido fénico. De vez en cuando me aventuraba hasta los muelles de embarque para ver trabajar a mis anémicos colegas que la Compañía Porduriére se procuraba en Francia por patronatos enteros. Parecían ser presa de una prisa belicosa, al no cesar de descargar y recargar cargueros, unos tras otros. «¡Cuesta tanto la estancia de un carguero en el puerto!», repetían, sinceramente preocupados, como si se tratara de su dinero.

    Chinchaban a los descargadores negros con frenesí. Celosos cumplidores de su deber eran, sin lugar a dudas, e igual de cobardes y aviesos. Empleados modélicos, en una palabra, bien elegidos, de una inconsciencia y un entusiasmo asombrosos. Un hijo así le habría encantado tener a mi madre, devoto de los patronos, uno para ella sola, del que pudiera estar orgullosa delante de todo el mundo, hijo del todo legítimo.

    Habían acudido al África tropical, aquellos pobres abortos, a ofrecerles su carne, a los patronos, su sangre, sus vidas, su juventud, mártires por veintidós francos al día (menos las deducciones), contentos, pese a todo contentos, hasta el último glóbulo rojo acechado por el diezmillonésimo mosquito.

    La colonia los hace hincharse o adelgazar, a los empleadillos, pero los conserva; sólo existen dos caminos para cascar bajo el sol, el de la gordura o el de la delgadez. No hay otro. Se podría elegir, si no fuera porque depende de la naturaleza de cada cual, palmarla grueso o reducido a piel y huesos.

    El director, allí arriba, en el acantilado rojo, que se agitaba, diabólico, con su negra, bajo el techo de chapa de diez mil kilos de sol, no iba a escapar tampoco al plazo fijado. Era del tipo flaco. Tan sólo se debatía. Parecía dominar el clima. ¡Pura apariencia! En realidad, se desmoronaba aún más que los otros.

    Según decían, tenía un plan de estafa magnífico para hacer fortuna en dos años... Pero no iba a tener tiempo de realizar su plan, aun cuando se dedicara a defraudar a la Compañía noche y día. Veintidós directores habían intentado ya antes que él hacer fortuna, todos con su plan, como en la ruleta. Todo aquello lo sabían los accionistas, que lo espiaban desde allí, desde más arriba aún, desde la Rué Moncey de París, al director, y los hacía sonreír. Todo aquello era infantil. Lo sabían de sobra, los accionistas, también ellos, más bandidos que nadie, que estaba sifilítico su director y muy castigado por los trópicos y que tragaba quinina y bismuto como para reventarse los tímpanos y arsénico como para quedarse sin una encía.

    En la contabilidad general de la Compañía, los días del director estaban contados, como los meses de un cerdo.

    Mis colegas no intercambiaban la menor idea entre sí. Sólo fórmulas, fijas, fritas y refritas como cuscurros de pensamientos. «¡No hay que apurarse! -decían-. ¡Les vamos a dar para el pelo!...» «¡El delegado general es un cornudo!...» «¡Con la piel de los negros hay que hacer petacas!», etc.

    Por la noche, nos encontrábamos para el aperitivo, tras haber acabado las últimas faenas, con un agente auxiliar de la Administración, el Sr. Tandernot, así se llamaba, originario de La Rochelle. Si se juntaba con los comerciantes, Tandernot, era para que le pagaran el aperitivo.

    No quedaba más remedio. Decadencia. No tenía un céntimo. Su puesto era el más bajo posible de la jerarquía colonial. Su función consistía en dirigir la construcción de carreteras en plena selva. Los indígenas trabajaban en ellas bajo el látigo de sus milicianos, evidentemente. Pero como ningún blanco pasaba nunca por las carreteras nuevas que hacía Tandernot y, por otra parte, los negros preferían sus senderos de la selva para que los descubrieran lo menos posible, por miedo a los impuestos, y como, en el fondo, no llevaban a ninguna parte, las carreteras de la Administración, obra de Tandernot, pues... desaparecían muy rápido bajo la vegetación, en realidad de un mes para otro, para ser exactos.

    «¡El año pasado perdí 122 kilómetros! -nos recordaba de buena gana aquel pionero fantástico a propósito de sus carreteras-. ¡Aunque no lo crean!...»

    Sólo le conocí, durante mi estancia, una fanfarronada, humilde vanidad, a Tandernot, la de ser, él, el único europeo que podía pescar catarros en Bragamance con 44 grados a la sombra... Aquella originalidad lo consolaba de muchas cosas... «¡Ya me he vuelto a constipar como un gilipollas! -anunciaba con bastante orgullo a la hora del aperitivo-. ¡Esto sólo me ocurre a mí!» Entonces los miembros de nuestra enclenque cuadrilla exclamaban: «¡Jolines! ¡Qué tío, este Tandernot!» Era mejor que nada, semejante satisfacción. Cualquier cosa, en materia de vanidad, es mejor que nada.

    Una de las otras distracciones del grupo de los modestos asalariados de la Compañía Porduriére consistía en organizar concursos de fiebre. No era difícil, pero nos pasábamos días desafiándonos, lo que servía para matar el tiempo. Al llegar el atardecer y con él la fiebre, casi siempre cotidiana, nos medíamos. «¡Toma ya! ¡Treinta y nueve!...» «Pero, bueno, ¿y qué? ¡Si yo llego a cuarenta como si nada!»

    Por lo demás, aquellos resultados eran del todo exactos y regulares. A la luz de los fotóforos, nos comparábamos los termómetros. El vencedor triunfaba temblando. «¡Transpiro tanto, que ya no puedo mear!», observaba fielmente el más demacrado de nosotros, un colega flaco, de Ariége, campeón de la febrilidad, que había ido allí, según me confió, para escapar del seminario, donde «no tenía bastante libertad». Pero el tiempo pasaba y ni unos ni otros de aquellos compañeros podían decirme a qué clase de original pertenecía exactamente el individuo al que yo iba a substituir en Bikomimbo.

    «¡Es un tipo curioso!», me advertían y se acabó.
    «Al llegar a la colonia -me aconsejaba el chaval de Ariége, el de la fiebre alta- ¡tienes que hacerte valer! ¡O todo o nada! ¡Serás para el director un tío cojonudo o una mierda de tío! Y, fíjate bien en lo que te digo: ¡te juzgan en seguida!»

    En lo que a mí respectaba, tenía mucho miedo de que me clasificaran entre los «mierda de tío» o peor aún.

    Aquellos jóvenes negreros, mis amigos, me llevaron a visitar a otro colega de la Compañía Porduriére, que vale la pena recordar de modo especial en este relato. Regentaba un establecimiento en el centro del barrio de los europeos y, enmohecido de fatiga, puro carcamal, churretoso, temía a cualquier clase de luz por sus ojos, que dos años de cocción ininterrumpida bajo las chapas onduladas habían dejado atrozmente secos. Necesitaba, según decía, una buena media hora por la mañana para abrirlos y otra media hora hasta poder ver un poquito con ellos. Todo rayo luminoso lo hería. Un topo enorme era y muy sarnoso.

    Asfixiarse y sufrir habían llegado a ser para él como una segunda naturaleza y robar también. Habría quedado bien desamparado, si hubiera recuperado de repente la salud y la honradez. Su odio hacia el delegado general me parece aún hoy, a tanta distancia, una de las pasiones más vivas que he tenido oportunidad de observar nunca en un hombre. Al acordarse de él, era presa de una rabia asombrosa, pese a sus dolores, y a la menor ocasión se ponía de lo más furioso, sin dejar de rascarse, por cierto, de arriba abajo.

    No cesaba de rascarse por todo el cuerpo, giratoriamente, por así decir, desde la extremidad de la columna vertebral al nacimiento del cuello. Se surcaba la epidermis e incluso la dermis con rayas de uñas sangrantes, sin por ello dejar de despachar a los clientes, numerosos, negros casi siempre, más o menos desnudos.

    Con la mano libre, hurgaba entonces, solícito, en diferentes escondrijos y a derecha e izquierda en la tenebrosa tienda. Sacaba sin equivocarse nunca, con habilidad y presteza asombrosas, la cantidad exacta que necesitaba el parroquiano de tabaco en hojas hediondas, cerillas húmedas, latas de sardinas y grandes cucharadas de melaza, de cerveza superalcohólica en botellas trucadas, que dejaba caer bruscamente, si volvía a ser presa del frenesí de rascarse, por ejemplo, en las profundidades del pantalón. Entonces hundía el brazo entero, que no tardaba en salir por la bragueta, siempre entreabierta por precaución.

    Aquella enfermedad que le roía la piel la designaba con un nombre local, «corocoro». «¡Esta cabronada de "corocoro"!... Cuando pienso que ese cerdo del director no ha pescado aún el "corocoro" -decía enfurecido-. ¡Me duele aún más el vientre!... ¡Está inmunizado contra el "corocoro"!... Está demasiado podrido. No es un hombre, ese chulo, ¡es una infección!... ¡Una puta mierda!...»

    Al instante toda la asamblea estallaba en carcajadas y los negros clientes también, por emulación. Nos espantaba un poco, aquel compañero. Aun así, tenía un amigo; era un pobre tipo asmático y canoso que conducía un camión para la Compañía Porduriére. Siempre nos traía hielo, robado, evidentemente, por aquí, por allá, en los barcos del muelle.

    Bebimos a su salud en la barra en medio de los clientes negros, que babeaban de envidia. Los clientes eran indígenas bastante despiertos como para acercarse a nosotros, los blancos; en una palabra, una selección. Los otros negros, menos avispados, preferían permanecer a distancia. El instinto. Pero los más espabilados, los más contaminados, se convertían en dependientes de tiendas. En éstas se los reconocía porque ponían de vuelta y media a los otros negros. El colega del «corocoro» compraba caucho en bruto, que le traían de la selva, en sacos, en bolas húmedas.

    Estando allí, sin cansarnos nunca de escucharlo, una familia de recogedores de caucho, tímida, se quedó parada en el umbral. El padre delante de los demás, arrugado, con un pequeño taparrabos naranja y el largo machete en la mano.

    No se atrevía a entrar, el salvaje. Sin embargo, uno de los dependientes indígenas lo invitaba: «¡Ven, moreno! ¡Ven a ver aquí! ¡Nosotros no comer salvajes!» Aquellas palabras acabaron decidiéndolos. Penetraron en aquel horno, en cuyo fondo echaba pestes nuestro hombre del «corocoro».

    Al parecer, aquel negro nunca había visto una tienda, ni blancos tal vez. Una de sus mujeres lo seguía, con los ojos bajos, llevando a la cabeza, en equilibrio, el enorme cesto lleno de caucho en bruto.

    Los dependientes se apoderaron, imperiosos, del cesto para pesar su contenido en la báscula. El salvaje comprendía tan poco lo de la báscula como lo demás. La mujer seguía sin atreverse a alzar la vista. Los otros negros de la familia los esperaban fuera, con ojos como platos. Los hicieron entrar también, a todos, incluidos los niños, para que no se perdiesen nada del espectáculo.

    Era la primera vez que acudían todos así, juntos, desde el bosque hasta la ciudad de los blancos. Debían de haber pasado mucho tiempo, unos y otros, para recoger todo aquel caucho. Conque, por fuerza, el resultado a todos interesaba. Tarda en rezumar, el caucho, en los cubiletes colgados del tronco de los árboles. Muchas veces un vasito no acaba de llenarse en dos meses.

    Pesado el cesto, nuestro rascador se llevó al padre, atónito, tras su mostrador y con un lápiz le hizo su cuenta y después le puso en la palma de la mano unas monedas y se la cerró. Y luego: «¡Vete! -le dijo, como si nada-. ¡Ahí tienes tu cuenta!...»

    Todos los amigos blancos se tronchaban de risa, ante lo bien que había dirigido su business. El negro seguía plantado y corrido ante el mostrador con su calzón naranja en torno al sexo.

    «¿Tú no saber dinero? ¿Salvaje, entonces? -le gritó para despertarlo uno de nuestros dependientes, listillo habituado y bien adiestrado seguramente para aquellas transacciones perentorias-. Tú no hablar "fransé", ¿eh? Tú gorila aún, ¿eh?... Tú, ¿hablar qué? ¿Eh? ¿Kous-Kous? ¿Mabillia? ¿Tú tonto el culo? ¡Bushman! ¡Tonto lo' cojone'!»

    Pero seguía delante de nosotros, el salvaje, con las monedas dentro de la mano cerrada. Se habría largado corriendo, si se hubiera atrevido, pero no se atrevía.

    «Tú, ¿comprar qué ahora con la pasta? -intervino oportuno, el "rascador"-. La verdad es que hacía mucho que no veía a uno tan gilipollas -tuvo a bien observar-. ¡Debe de venir de lejos éste! ¿Qué quieres? ¡Dame esa pasta!»

    Le volvió a coger el dinero, imperioso, y en lugar de las monedas le arrebujó en la mano un gran pañuelo muy grande que había ido a sacar, raudo, de un escondrijo del mostrador.

    El viejo negro no se decidía a marcharse con su pañuelo. Entonces el «rascador» hizo algo mejor. Evidentemente, conocía todos los trucos del comercio invasor. Agitando ante los ojos de uno de los negritos el gran pedazo verde de estameña: «¿No te parece bonito? ¿Eh, mocoso? ¿Nunca has visto pañuelos así? ¿Eh, monín? ¡Di, granujilla!» Y se lo anudó en torno al cuello, imperioso, para vestirlo.

    La familia salvaje contemplaba ahora al pequeño adornado con aquella gran pieza de algodón verde... Ya no había nada que hacer, puesto que el pañuelo acababa de entrar en la familia. Sólo cabía aceptarlo, tomarlo y marcharse.

    Conque todos se pusieron a retroceder despacio, cruzaron la puerta y, en el momento en que el padre se volvía, el último, para decir algo, el dependiente más espabilado, que llevaba zapatos, lo estimuló, al padre, con un patadón en pleno trasero.

    Toda la pequeña tribu, reagrupada, silenciosa, al otro lado de la Avenue Faidherbe, bajo la magnolia, nos miró acabar nuestro aperitivo. Parecía que estuvieran intentando comprender lo que acababa de ocurrirles.

    Era el hombre del «corocoro» quien nos invitaba. Incluso nos puso su fonógrafo. Había de todo en su tienda. Me recordaba los convoyes de la guerra.

    Conque al servicio de la Compañía Porduriére del Pequeño Togo trabajaban, al mismo tiempo que yo, ya lo he dicho, en sus cobertizos y plantaciones, gran número de negros y pobres blancos de mi estilo. Los indígenas, por su parte, no funcionan sino a estacazos, conservan esa dignidad, mientras que los blancos, perfeccionados por la instrucción pública, andan solos.

    La estaca acaba cansando a quien la maneja, mientras que la esperanza de llegar a ser poderoso y rico con que están atiborrados los blancos no cuesta nada, absolutamente nada. ¡Que no vengan a alabarnos el mérito de Egipto y de los tiranos tártaros! Estos aficionados antiguos no eran sino unos maletas petulantes en el supremo arte de hacer rendir al animal vertical su mayor esfuerzo en el currelo. No sabían, aquellos primitivos, llamar «Señor» al esclavo, ni hacerle votar de vez en cuando, ni pagarle el jornal, ni, sobre todo, llevarlo a la guerra, para liberarlo de sus pasiones. Un cristiano de veinte siglos, algo sabía yo al respecto, no puede contenerse cuando por delante de él acierta a pasar un regimiento. Le inspira demasiadas ideas.

    Por eso, en lo que a mí respectaba, decidí andarme con mucho ojito y, además, aprender a callarme escrupulosamente, a ocultar mi deseo de largarme, a prosperar, por último, de ser posible y pese a todo, gracias a la Compañía Porduriére. No había ni un minuto que perder.

    A lo largo de los cobertizos, al ras de las orillas cenagosas, pululaban, solapadas y permanentes, bandas de cocodrilos al acecho. Por ser del género metálico, gozaban con aquel calor hasta el delirio; los negros, también, al parecer.

    En pleno mediodía, era como para preguntarse si era posible, toda la agitación de aquellas masas menesterosas a lo largo de los muelles, aquel alboroto de negros superexcitados y gaznápiros.

    Para ejercitarme en la numeración de los sacos, antes de partir para la selva, tuve que entrenarme con la asfixia progresiva en el cobertizo central de la Compañía con los demás empleados, entre dos grandes básculas, encajonadas en medio de la multitud alcalina de negros harapientos, pustulosos y cantarines. Cada cual arrastraba tras sí su nubécula de polvo, que sacudía cadenciosamente. Los golpes sordos de los encargados del transporte se abatían sobre aquellas espaldas magníficas, sin provocar protestas ni quejas. Una pasividad de lelos. El dolor soportado con tanta sencillez como el tórrido aire de aquel horno polvoriento.

    El director pasaba de vez en cuando, siempre agresivo, para asegurarse de que yo hacía progresos reales en la técnica de la numeración y del peso trucado.

    Se abría paso hasta las básculas, por entre la marejada indígena, a estacazos. «Bardamu -me dijo, una mañana que estaba locuaz-, ve usted esos negros que nos rodean, ¿no?... Bueno, pues, cuando yo llegué al Pequeño Togo, pronto hará treinta años, ¡aún vivían sólo de la caza, la pesca y las matanzas entre tribus, los muy cochinos!... En mis comienzos de pequeño comerciante, los vi, como le digo, volver tras la victoria a su aldea, cargados con más de cien cestos de carne humana, chorreando sangre, ¡para darse una zampada!... ¿Me oye, Bardamu?... ¡Chorreando sangre! ¡La de sus enemigos! ¡Imagínese el banquete!... ¡Hoy ya no hay más victorias! ¡Estamos aquí nosotros! ¡Ni tribus! ¡Ni alboroto! ¡Ni faroladas! ¡Tan sólo mano de obra y cacahuetes! ¡A currelar! ¡Se acabó la caza! ¡Y los fusiles! ¡Cacahuetes y caucho!... ¡Para pagar el impuesto! ¡El impuesto para que nos traigan más caucho y cacahuetes! ¡Así es la vida, Bardamu! ¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes y caucho!... Y, además... ¡Hombre! Precisamente ahí viene el general Tombat.»

    Venía, en efecto, a nuestro encuentro, el general, un viejo a punto de desplomarse bajo el enorme peso del sol.

    Ya no era del todo militar, el general; sin embargo, tampoco civil aún. Era confidente de la Porduriére y servía de enlace entre la Administración y el Comercio. Enlace indispensable, aunque esos dos elementos estuvieran siempre en estado de competencia y hostilidad permanente. Pero el general Tombat maniobraba admirablemente. Acababa de salir, entre otros, de un reciente negocio sucio de venta de bienes enemigos, que en las alturas consideraban sin solución.

    Al comienzo de la guerra, le habían rajado un poco la oreja, al general Tombat, lo justo para quedar disponible con honor, después de Charleroi. En seguida la había puesto al servicio de «la más grande Francia», su disponibilidad. Sin embargo, Verdún, que pertenecía a un pasado muy lejano, seguía preocupándole. Enseñaba, en la mano, radiotelegramas. «¡Van a resistir, nuestros soldaditos valientes! ¡Están resistiendo!...» Hacía tanto calor en el cobertizo y estábamos tan lejos de Francia, que dispensábamos al general Tombat de hacer otros pronósticos. De todos modos, repetimos en coro, por cortesía, y el director con nosotros: «¡Son admirables!», y, tras esas palabras, Tombat nos dejó.

    Unos instantes después, el director se abrió otro camino violento entre los apretujados torsos y desapareció, a su vez, en el polvo de pimienta.

    Aquel hombre, de ojos ardientes como carbones y consumido por la pasión de poseer la Compañía, me espantaba un poco. Me costaba acostumbrarme a su simple presencia. No habría imaginado que existiera en el mundo una osamenta humana capaz de aquella tensión máxima de codicia. Casi nunca nos hablaba en voz alta, sólo con medias palabras; daba la impresión de que no vivía, no pensaba sino para conspirar, espiar, traicionar con pasión. Contaban que robaba, falseaba, escamoteaba, él solo, más que todos los demás empleados juntos, nada holgazanes, por cierto, puedo asegurarlo. Pero no me cuesta creerlo.

    Mientras duró mi período de prácticas en Fort-Gono, aún tenía ratos libres para pasearme por aquella ciudad, por llamarla de algún modo, donde, estaba visto, sólo encontraba un lugar de verdad deseable: el hospital.

    Cuando llegas a alguna parte, te aparecen ambiciones. Yo tenía la vocación de enfermo y nada más. Cada cual es como es. Me paseaba en torno a aquellos pabellones hospitalarios y prometedores, dolientes, retirados, protegidos y no podía alejarme de ellos y de su antiséptico dominio sin pesar. Aquel recinto estaba rodeado de extensiones de césped, alegradas por pajarillos furtivos y lagartos inquietos y multicolores. Estilo «Paraíso terrenal».

    En cuanto a los negros, en seguida te acostumbras a ellos, a su cachaza sonriente, a sus gestos demasiado lentos y a los pletóricos vientres de sus mujeres. La negritud hiede a miseria, a vanidades interminables, a resignaciones inmundas; igual que los pobres de nuestro hemisferio, en una palabra, pero con más hijos aún y menos ropa sucia y vino tinto.

    Cuando había acabado de inhalar el hospital, de olfatearlo así, profundamente, iba, tras la multitud indígena, a inmovilizarme un momento ante aquella especie de pagoda erigida cerca del Fort por un figonero para la diversión de los juerguistas eróticos de la colonia.

    Los blancos acaudalados de Fort-Gono paraban allí por la noche, se emperraban en el juego, al tiempo que pimplaban de lo lindo y bostezaban y eructaban a más y mejor. Por doscientos francos se podía uno cepillar a la bella patrona. Se las veían y se las deseaban, aquellos juerguistas, para conseguir rascarse, pues no cesaban de escapárseles los tirantes.

    Por la noche, salía un gentío de las chozas de la ciudad indígena y se congregaba ante la pagoda, sin hartarse nunca de ver y oír a los blancos moviendo el esqueleto en torno al organillo, de cuerdas enmohecidas, que emitía valses desafinados. La patrona hacía ademanes, al escuchar la música, como si deseara bailar, transportada de placer.

    Tras varios días de tanteos, acabé teniendo charlas furtivas con ella. Sus reglas, me confió, no le duraban menos de tres semanas. Efecto de los trópicos. Además, sus consumidores la dejaban exhausta. No es que hiciesen el amor con frecuencia, pero, como los aperitivos eran bastante caros en la pagoda, intentaban sacarle el jugo a su dinero al mismo tiempo, y le daban unos pellizcos que para qué en el culo, antes de irse. A eso se debía sobre todo su fatiga.

    Aquella comerciante conocía todas las historias de la colonia y los amores que se trababan, desesperados, entre los oficiales, atormentados por las fiebres, y las escasas esposas de funcionarios, que se derretían, también ellas, con reglas interminables, desconsoladas y hundidas, junto a los miradores, en butacas permanentemente inclinadas.

    Los paseos, las oficinas, las tiendas de Fort-Gono rezumaban deseos mutilados. Hacer todo lo que se hace en Europa parecía ser la obsesión máxima, la satisfacción, la mueca a toda costa de aquellos dementes, pese a la abominable temperatura y al apoltronamiento en aumento, invencible.

    La tupida vegetación de los jardines se mantenía a duras penas, agresiva, feroz, entre las empalizadas, follaje rebosante que formaba lechugas delirantes en torno a cada casa, enorme clara de huevo sólida y avellanada en la que acababa de pudrirse una yemita europea. Así, había tantas ensaladeras completas como funcionarios a lo largo de la Avenue Fachoda, la más animada, la más frecuentada de Fort-Gono.

    Cada noche volvía a mi morada, inacabable seguramente, donde el perverso boy me había hecho la cama, un esqueletito enteramente. Me tendía trampas, el boy, era lascivo como un gato, quería entrar en mi familia. Sin embargo, me asediaban otras preocupaciones muy distintas y mucho más vivas y sobre todo el proyecto de refugiarme por un tiempo más en el hospital, único armisticio a mi alcance en aquel carnaval tórrido.

    Ni en la paz ni en la guerra sentía yo la menor inclinación hacia las futilidades. E incluso otras ofertas que me llegaron de otra procedencia, por mediación de un cocinero del patrón, de nuevo y muy sinceramente obscenas, me parecieron incoloras.

    Por última vez hice la ronda de mis compañeros de la Porduriére para intentar informarme acerca de aquel empleado infiel, aquel al que yo debía, según las órdenes, ir a substituir, a toda costa, en su selva. Cháchara vana.

    El Café Faidherbe, al final de la Avenue Fachoda, que zumbaba a la hora del crepúsculo con mil maledicencias, chismes y calumnias, tampoco me aportaba nada substancial. Sólo impresiones. En aquella penumbra salpicada de farolillos multicolores se vertían bidones de basura llenos de impresiones. Sacudiendo el encaje de las palmeras gigantes, el viento abatía nubes de mosquitos en las tazas. El gobernador, en la charla ambiente, quedaba para el arrastre. Su imperdonable grosería constituía el fondo de la gran conversación aperitiva en que el hígado colonial, tan nauseabundo, se descarga antes de la cena.

    Todos los automóviles de Fort-Gono, una decena en total, pasaban y volvían a pasar en aquel momento por delante de la terraza. Nunca parecían ir demasiado lejos, los automóviles. La Place Faidherbe tenía un ambiente muy característico, con su recargada decoración, su superabundancia vegetal y verbal de ciudad provinciana y enloquecida del Mediodía de Francia. Los diez autos no abandonaban la Place Faidherbe sino para volver a ella cinco minutos después, realizando una vez más el mismo periplo con su cargamento de anemias europeas desteñidas, envueltas en tela gris, seres frágiles y quebradizos como sorbetes amenazados.

    Pasaban así, durante semanas y años, unos delante de los otros, los colonos, hasta el momento en que ya ni se miraban, de tan hartos que estaban de detestarse. Algunos oficiales llevaban de paseo a su familia, atenta a los saludos militares y civiles, la esposa embutida en sus paños higiénicos especiales; por su parte, los niños, lastimosos ejemplares de gruesos gusanos blancos europeos, se disolvían, por el calor, en diarrea permanente.

    No basta con llevar quepis para mandar, también hay que tener tropas. Bajo el clima de Fort-Gono, los mandos europeos se derretían más deprisa que la mantequilla. Allí un batallón era algo así como un terrón de azúcar en el café: cuanto más mirabas, menos lo veías. La mayoría del contingente estaba siempre en el hospital, durmiendo la mona del paludismo, atiborrado de parásitos por todos los pelos y todos los pliegues, escuadrones enteros tendidos entre pitillos y moscas, masturbándose sobre las sábanas enmohecidas, inventando trolas infinitas, de fiebre en accesos, escrupulosamente provocados y mimados.

    Las pasaban putas, aquellos pobres tunelas, pléyade vergonzosa, en la dulce penumbra de los postigos verdes, chusqueros pronto desencantados, mezclados -el hospital era mixto- con los modestos dependientes de comercio, que huían, unos y otros, acosados, de la selva y los patronos.

    En el embotamiento de las largas siestas palúdicas, hace tanto calor que hasta las moscas reposan. En el extremo de los brazos exangües y peludos cuelgan las novelas mugrientas a ambos lados de las camas, siempre descabaladas las novelas: la mitad de las hojas faltan por culpa de los disentéricos, que nunca tienen suficiente papel, y también de las hermanas de mal humor, que censuran a su modo las obras en que Dios no aparece respetado. Las ladillas de la tropa las atormentan también, como a todo el mundo, a las hermanas. Para rascarse mejor, van a alzarse las faldas al abrigo de los biombos, tras los cuales el muerto de esa mañana no llega a enfriarse, de tanto calor como tiene aún, él también.

    Por lúgubre que fuese el hospital, aun así era el único lugar de la colonia donde podías sentirte un poco olvidado, al abrigo de los hombres de fuera, de los jefes. Vacaciones de esclavo; lo esencial, en una palabra, y la única dicha a mi alcance.

    Me informaba sobre las condiciones de entrada, las costumbres de los médicos, sus manías. Ya sólo veía con desesperación y rebeldía mi marcha para la selva y me prometía ya contraer cuanto antes todas las fiebres que pasaran a mi alcance, para volver a Fort-Gono enfermo y tan descarnado, tan repugnante, que habrían de internarme y también repatriarme. Trucos para estar enfermo ya conocía, y excelentes, y aprendí otros nuevos, especiales, para las colonias.

    Me aprestaba a vencer mil dificultades, pues ni los directores de la Compañía Porduriére ni los jefes de batallón se preocupan demasiado de acosar a sus flacas presas, transidas de tanto jugar a las cartas entre las camas meadas.

    Me encontrarían dispuesto a pudrirme con lo que hiciera falta. Además, en general pasabas temporadas cortas en el hospital, a menos que acabaras en él de una vez por todas tu carrera colonial. Los más sutiles, los más tunelas, los mejor armados de carácter de entre los febriles conseguían a veces colarse en un transporte para la metrópoli. Era el milagro bendito. La mayoría de los enfermos hospitalizados se confesaban incapaces de nuevas astucias, vencidos por los reglamentos, y volvían a perder en la selva sus últimos kilos. Si la quinina los entregaba por completo a los gusanos estando en régimen hospitalario, el capellán les cerraba los ojos simplemente hacia las seis de la tarde y cuatro senegaleses de servicio embalaban esos restos exangües hacia el cercado de arcillas rojas, junto a la iglesia de Fort-Gono, tan caliente, ésa, bajo las chapas onduladas, que nunca entrabas en ella dos veces seguidas, más tropical que los trópicos. Para mantenerse en pie, en la iglesia, habría habido que jadear como un perro.

    Así se van los hombres, a quienes, está visto, cuesta mucho hacer todo lo que les exigen: de mariposa durante la juventud y de gusano para acabar.

    Intentaba aún conseguir, por aquí, por allá, algunos detalles, informaciones para hacerme una idea. Lo que me había descrito de Bikomimbo el director me parecía, de todos modos, increíble. En una palabra, se trataba de una factoría experimental, de un intento de penetración lejos de la costa, a diez jornadas por lo menos, aislada en medio de los indígenas, de su selva, que me presentaban como una inmensa reserva pululante de animales y enfermedades.

    Me preguntaba si no estarían simplemente envidiosos de mi suerte, los otros, aquellos compañeros de la Porduriére, que pasaban por alternancias de abatimiento y agresividad. Su estupidez (lo único que tenían) dependía de la calidad del alcohol que acabaran de ingerir, de las cartas que recibiesen, de la mayor o menor cantidad de esperanza que hubieran perdido en la jornada. Por regla general, cuanto más se deterioraban, más galleaban. Eran fantasmas (como Ortolan en guerra) y habrían sido capaces de cualquier audacia.

    El aperitivo nos duraba tres buenas horas. Siempre se hablaba del gobernador, pivote de todas las conversaciones, y también de los robos de objetos posibles e imposibles y, por último, de la sexualidad: los tres colores de la bandera colonial. Los funcionarios presentes acusaban sin rodeos a los militares de repantigarse en la concusión y el abuso de autoridad, pero los militares les devolvían la pelota con creces. Los comerciantes, por su parte, consideraban a aquellos prebendados hipócritas impostores y saqueadores. En cuanto al gobernador, desde hacía diez buenos años circulaba cada mañana el rumor de su revocación y, sin embargo, el telegrama tan interesante de esa caída en desgracia nunca llegaba y ello a pesar de las dos cartas anónimas, por lo menos, que volaban cada semana, desde siempre, dirigidas al ministro, y que referían mil sartas de horrores muy precisos imputables al tirano local.

    Los negros tienen potra con su piel parecida a la de la cebolla; por su parte, el blanco se envenena, entabicado como está entre su ácido jugo y su camiseta de punto. Por eso, ¡ay de quien se le acerque! Lo del Amiral-Bragueton me había servido de lección.

    En el plazo de pocos días, me enteré de detalles de lo más escandalosos a propósito de mi propio director. Sobre su pasado, lleno de más canalladas que una prisión de puerto de guerra. Se descubría de todo en su pasado e incluso, supongo, magníficos errores judiciales. Es cierto que su rostro lo traicionaba, innegable, angustiosa cara de asesino o, mejor dicho, para no señalar a nadie, de hombre imprudente, con una urgencia enorme de realizarse, lo que equivale a lo mismo.

    A la hora de la siesta, se veía, al pasar, desplomadas a la sombra de sus hotelitos del Boulevard Faidherbe, a algunas blancas aquí y allá, esposas de oficiales, de colonos, a las que el clima demacraba mucho más aún que a los hombres, vocecillas graciosamente vacilantes, sonrisas enormemente indulgentes, maquilladas sobre toda su palidez como agónicas contentas. Daban menos muestras de valor y dignidad, aquellas burguesas trasplantadas, que la patrona de la pagoda, que sólo podía contar consigo misma. Por su parte, la Compañía Porduriére consumía a muchos empleadillos blancos de mi estilo; cada temporada perdía decenas de esos subhombres, en sus factorías de la selva, cerca de los pantanos. Eran pioneros.

    Todas las mañanas, el Ejército y el Comercio acudían a lloriquear por sus contingentes hasta las propias oficinas del hospital. No pasaba día sin que un capitán amenazara, lanzando rayos y truenos, al gerente para que le devolvieran a toda prisa sus tres sargentos jugadores de cartas y palúdicos y los dos cabos sifilíticos, mandos que le faltaban precisamente para organizar una compañía. Si le respondían que habían muerto, esos holgazanes, entonces dejaba en paz a los administradores y se volvía, por su parte, a beber un poco más a la pagoda.

    Apenas te daba tiempo de verlos desaparecer, hombres, días y cosas, en aquel verdor, aquel clima, calor y mosquitos. Todo se iba, era algo repugnante, en trozos, frases, miembros, penas, glóbulos, se perdían al sol, se derretían en el torrente de la luz y los colores y con ellos el gusto y el tiempo, todo se iba. En el aire no había sino angustia centelleante.

    Por fin, el pequeño carguero que debía llevarme, costeando, hasta las cercanías de mi puesto, fondeó a la vista de Fort-Gono. El Papaoutah, se llamaba. Un barquito de casco muy plano, construido así para los estuarios. Lo alimentaban con leña. Yo era el único blanco a bordo y me concedieron un rincón entre la cocina y los retretes, íbamos tan despacio por el mar, que al principio pensé que se trataba de una precaución para salir de la ensenada. Pero nunca aumentó la velocidad. Aquel Papaoutah tenía poquísima potencia. Avanzamos así, a la vista de la costa, faja gris infinita y tupida de arbolitos en medio de los danzarines vahos del calor. ¡Qué paseo! Papaoutah hendía el agua como si la hubiera sudado toda él mismo, con dolor. Deshacía una olita tras otra con precauciones de enfermera haciendo una cura. El piloto debía de ser, me parecía desde lejos, un mulato; digo «me parecía» porque nunca encontraba las fuerzas necesarias para subir arriba, a cubierta, a cerciorarme en persona. Me quedaba confinado con los negros, únicos pasajeros, a la sombra de la crujía, mientras el sol bañaba el puente, hasta las cinco. Para que no te queme la cabeza por los ojos, el sol, hay que pestañear como una rata. A partir de las cinco puedes echar un vistazo al horizonte, la buena vida. Aquella franja gris, el país tupido a ras del agua, allí, especie de sobaquera aplastada, no me decía nada. Era repugnante respirar aquel aire, aun de noche, tan tibio, marino enmohecido. Toda aquella insipidez deprimía, con el olor de la máquina, además, y, de día, las olas demasiado ocres por aquí y demasiado azules por el otro lado. Se estaba peor aún que en el Amiral-Bragueton, exceptuando a los asesinos militares, por supuesto.

    Por fin, nos acercamos al puerto de mi destino. Me recordaron su nombre: «Topo». A fuerza de toser, expectorar, temblar, durante tres veces el trascurso de cuatro comidas a base de conservas, sobre aquellas aguas aceitosas como de haber lavado los platos, el Papaoutah acabó atracando.

    En la pilosa orilla se destacaban tres enormes chozas techadas con paja. De lejos, cobraba, al primer vistazo, un aspecto bastante atrayente. La desembocadura de un gran río arenoso, el mío, según me explicaron, por donde debía yo remontar, en barca, para llegar al centro mismo de mi selva. En Topo, puesto al borde del mar, debía quedarme sólo unos días, según lo previsto, el tiempo necesario para adoptar mis últimas resoluciones coloniales.

    Pusimos rumbo a un embarcadero liviano y el Papaoutah, antes de llegar a él, se llevó por delante, con su grueso vientre, la barra. De bambú era el embarcadero, lo recuerdo bien. Tenía su historia, lo rehacían cada mes, me enteré, a causa de los moluscos, ágiles y vivos, que acudían a millares a jalárselo, a medida que lo arreglaban. Esa construcción infinita era incluso una de las ocupaciones desesperantes que había de sufrir el teniente Grappa, comandante del puesto de Topo y de las regiones vecinas. El Papaoutah sólo hacía la travesía una vez al mes, pero los moluscos no tardaban más de un mes en jalarse su desembarcadero.

    A la llegada, el teniente Grappa cogió mis papeles, verificó su autenticidad, los copió en un registro virgen y me ofreció el aperitivo. Yo era el primer viajero, me confió, que acudía a Topo por espacio de más de dos años. Nadie iba a Topo. No había ninguna razón para ir a Topo. A las órdenes del teniente Grappa servía el sargento Alcide. En su aislamiento, no se estimaban nada. «Tengo que desconfiar siempre de mi subalterno -me comunicó también el teniente Grappa ya en nuestro primer contacto-. ¡Tiene cierta tendencia a la familiaridad!»

    Como, en aquella desolación, si hubiera habido que imaginar acontecimientos, habrían resultado demasiado inverosímiles, pues el ambiente no se prestaba, el sargento Alcide preparaba por adelantado informes de «Sin novedad», que Grappa firmaba sin tardar y que el Papaoutah llevaba, puntual, al gobernador general.

    Entre las lagunas de los alrededores y en lo más recóndito de la selva vegetaban algunas tribus enmohecidas, diezmadas, torturadas por el tripanosoma y la miseria crónica; aun así, aportaban un pequeño impuesto y a estacazos, por supuesto. Entre sus jóvenes reclutaban también a algunos milicianos para manejar por delegación esa misma estaca. Los efectivos de la milicia ascendían a doce hombres.

    Puedo hablar de ellos, los conocí bien. El teniente Grappa los equipaba a su modo, a aquellos potrudos, y los alimentaba regularmente con arroz. Un fusil para doce y una banderita para todos. Sin zapatos. Pero, como todo es relativo en este mundo y comparativo, a los reclutas indígenas les parecía que Grappa hacía las cosas muy bien. Incluso tenía que rechazar voluntarios todos los días y entusiastas, hijos de la selva hastiados.

    La caza era escasa en los alrededores de la ciudad y, a falta de gacelas, se comían al menos una abuela por semana. Todas las mañanas, a partir de las siete, los milicianos de Alcide se ponían a hacer la instrucción. Como yo me alojaba en un rincón de su choza, que me había cedido, me encontraba en primera fila para asistir a aquella algarada. En ningún otro ejército del mundo figuraron nunca soldados con mejor voluntad. A la llamada de Alcide, y recorriendo la arena en fila de cuatro, de ocho y luego de doce, aquellos primitivos se desvivían con creces imaginando sacos, zapatos, bayonetas incluso, y, lo que es más, haciendo como que los utilizaban. Recién salidos de la naturaleza tan vigorosa y tan próxima, iban vestidos sólo con una apariencia de calzoncillo caqui. Todo lo demás debían imaginarlo y así lo hacían. A la orden de Alcide, perentoria, aquellos ingeniosos guerreros, dejando en el suelo sus ficticios sacos, corrían en el vacío al ataque de enemigos imaginarios con estocadas imaginarias. Tras haber hecho como que se desabrochaban, formaban montones de ropa invisible y, ante otra señal, se apasionaban en abstracciones de mosquetería. Verlos diseminarse, gesticular minuciosamente y perderse en encajes de movimientos bruscos y prodigiosamente inútiles era deprimente hasta el marasmo. Sobre todo porque en Topo el calor brutal y la asfixia, perfectamente concentrados por la arena entre los espejos del mar y del río, pulidos y conjugados, eran como para jurar por tu trasero que te encontrabas sentado por la fuerza sobre un pedazo de sol recién caído.

    Pero aquellas condiciones implacables no impedían a Alcide gritar: al contrario. Sus alaridos tronaban por encima de aquel ejercicio fantástico y llegaban muy lejos, hasta la cresta de los augustos cedros del lindero tropical. Más lejos aún retumbaban incluso sus «¡firmes!».

    Mientras tanto, el teniente Grappa preparaba su justicia. Ya volveremos a hablar de eso. También vigilaba sin cesar desde lejos, desde la sombra de su choza, la fugaz construcción del embarcadero maldito. A cada llegada del Papaoutah iba a esperar, optimista y escéptico, equipos completos para sus efectivos. En vano los reclamaba desde hacía dos años, sus equipos completos. Como era corso, Grappa se sentía tal vez más humillado que nadie al observar que sus milicianos seguían desnudos.

    En nuestra choza, la de Alcide, se practicaba un pequeño comercio, apenas clandestino, de cosillas y restos diversos. Por lo demás, todo el tráfico de Topo pasaba por Alcide, ya que tenía una pequeña provisión, la única, de tabaco en hoja y en paquetes, algunos litros de alcohol y algunos metros de algodón.

    Los doce milicianos de Topo, sentían, era evidente, hacia Alcide auténtica simpatía y ello pese a que los abroncaba sin límites y les daba patadas en el trasero injustamente. Pero habían advertido en él, aquellos militares nudistas, elementos innegables del gran parentesco, el de la miseria incurable, innata. El tabaco los hacía sentirse unidos, por muy negros que fueran, por la fuerza de las cosas. Yo había llevado conmigo algunos periódicos de Europa. Alcide los hojeó con el deseo de interesarse por las noticias, pero, pese a intentar por tres veces centrar su atención en las columnas inconexas, no consiguió acabarlas. «Ahora -me confesó tras ese vano intento-, en el fondo, ¡me importan un bledo las noticias! ¡Hace tres años que estoy aquí!» Eso no quería decir que Alcide pretendiera sorprenderme dándoselas de ermitaño, no, sino que la brutalidad, la indiferencia demostrada del mundo entero hacia él lo obligaba, a su vez, a considerar, en su calidad de sargento reenganchado, el mundo entero, fuera de Topo, como una Luna.

    Por cierto, que era buen muchacho, Alcide, servicial y generoso y todo. Lo comprendí más adelante, demasiado tarde. Su formidable resignación lo aplastaba, esa cualidad básica que vuelve a la pobre gente, del ejército o de fuera de él, tan dispuesta a matar como a dar vida. Nunca, o casi, preguntan el porqué, los humildes, de lo que soportan. Se odian unos a otros, eso basta.

    En torno a nuestra choza crecían, diseminadas, en plena laguna de arena tórrida, despiadada, esas curiosas florecillas frescas y breves, color verde, rosa o púrpura, que en Europa sólo se ven pintadas y en ciertas porcelanas, especie de campanillas primitivas y sin cursilería. Soportaban la larga jornada abominable, cerradas en su tallo, y, al abrirse por la noche, se ponían a temblar, graciosas, con las primeras brisas tibias.

    Un día en que Alcide me vio ocupado en coger un ramillete, me avisó: «Cógelas, si quieres, pero no las riegues, a esas jodias, que se mueren... Son de lo más frágil, ¡no se parecen a los girasoles de cuyo cuidado encargábamos a los quintos en Rambouillet! ¡Se les podía mear encima!... ¡Se lo bebían todo!... Además, las flores son como los hombres... ¡Cuanto más grandes, más inútiles son!» Eso iba dirigido al teniente Grappa, evidentemente, cuyo cuerpo era grande y calamitoso, de manos breves, purpúreas, terribles. Manos de quien nunca entendería nada. Por lo demás, Grappa no intentaba entender.

    Pasé dos semanas en Topo, durante las cuales compartí no sólo la existencia y el papeo con Alcide, sus chinches (las de cama y las de arena), sino también su quinina y el agua del pozo cercano, inexorablemente tibia y diarreica.

    Un día el teniente Grappa, sintiéndose amable, me invitó, por excepción, a ir a tomar café a su casa. Era celoso, Grappa, y nunca enseñaba su concubina indígena a nadie. Así, pues, había elegido, para invitarme, un día en que su negra iba a visitar a sus padres a la aldea. También era el día de audiencia en su tribunal. Quería impresionarme.

    En torno a su cabaña, esperando desde la mañana temprano, se apiñaban los querellantes, masa heterogénea y abigarrada de taparrabos y testigos chillones. Pleiteantes y público de pie, mezclados en el mismo círculo, todos con fuerte olor a ajo, sándalo, mantequilla rancia, sudor azafranado. Como los milicianos de Alcide, todos aquellos seres parecían interesados ante todo en agitarse frenéticos en la ficción; alborotaban a su alrededor en un idioma de castañuelas, al tiempo que blandían por encima de sus cabezas manos crispadas en un vendaval de argumentos.

    El teniente Grappa, hundido en su sillón de mimbre, crujiente y quejumbroso, sonreía ante todas aquellas incoherencias reunidas. Se fiaba, para guiarse, del intérprete del puesto, que le respondía, a voz en grito, con demandas increíbles.

    Se trataba tal vez de un cordero tuerto que unos padres se negaban a restituir, pese a que su hija, vendida legalmente, no había sido entregada al marido, por culpa de un crimen que su hermano había encontrado medio de cometer, entretanto, en la persona de la hermana de éste, que guardaba el cordero. Y muchas otras y más complicadas quejas.

    A nuestra altura, cien rostros apasionados por aquellos problemas de intereses y costumbres enseñaban los dientes al emitir jijeitos secos o gluglús sonoros, palabras de negros.

    El calor era máximo. Atisbabas el cielo por el ángulo del techo para ver si no se avecinaría una catástrofe. Ni siquiera una tormenta.

    «¡Voy a ponerlos de acuerdo a todos en seguida! -decidió finalmente Grappa, a quien la temperatura y la palabrería inducían a las resoluciones-. ¿Dónde está el padre de la novia?... ¡Que me lo traigan!»
    «¡Aquí está!», respondieron veinte compinches, al tiempo que empujaban a primera fila a un viejo negro bastante marchito, envuelto en un taparrabos amarillo que lo cubría con mucha dignidad, a la romana. Acompasaba, el viejales, todo lo que contaban a su alrededor, con el puño cerrado. No parecía en absoluto haber acudido allí para quejarse, sino para distraerse un poco con ocasión de un proceso del que ya no esperaba, desde hacía mucho, resultados positivos.
    «¡Venga! -mandó Grappa-. ¡Veinte latigazos! ¡Acabemos de una vez! ¡Veinte latigazos a ese viejo macarra!... ¡Así aprenderá a venir a fastidiarme todos los jueves desde hace dos meses con su historia de corderos de chicha y nabo!»

    El viejo vio a los cuatro milicianos musculosos acercársele. Al principio, no entendía lo que querían de él y después puso ojos como platos, inyectados en sangre como los de un viejo animal horrorizado, al que nunca hubieran pegado. No intentaba resistirse en realidad, pero tampoco sabía cómo colocarse para recibir con el menor dolor posible aquella zurra de la justicia.

    Los milicianos le tiraban de la tela. Dos de ellos querían a toda costa que se arrodillara, los otros le ordenaban, al contrario, que se tumbara boca abajo. Por fin, se pusieron de acuerdo para dejarlo como estaba, simplemente, en el suelo, con el taparrabos alzado y recibió de entrada en espalda y marchitas nalgas una somanta de vergajazos como para hacer bramar a una burra robusta durante ocho días. Se retorcía y la fina arena mezclada con sangre salpicaba en torno a su vientre; escupía arena al gritar, parecía una perra pachona encinta, enorme, a la que torturaran con ganas.

    Los asistentes permanecieron en silencio mientras duró la escena. Sólo se oían los ruidos del castigo. Ejecutado éste, el viejo, bien vapuleado, intentaba levantarse y rodearse con el taparrabos, a la romana. Sangraba en abundancia por la boca, por la nariz y sobre todo a lo largo de la espalda. La multitud se lo llevó con un murmullo de mil chismes y comentarios en tono de entierro.

    El teniente Grappa volvió a encender su puro. Delante de mí, quería mantenerse distante de aquellas cosas. No es, creo, que fuera más neroniano que otro, sólo que no le gustaba tampoco que lo obligaran a pensar. Eso le fastidiaba. Lo que lo volvía irritable en sus funciones judiciales eran las preguntas que le hacían.

    Ese mismo día asistimos también a otras dos correcciones memorables, consecutivas a otras historias desconcertantes, de dotes arrebatadas, promesas de envenenamiento... compromisos equívocos... hijos dudosos...

    «¡Ah! Si supieran, todos, lo poco que me importan sus litigios, ¡no abandonarían su selva para venir a fastidiarme así con sus gilipolleces!... ¿Acaso los tengo yo al corriente de mis asuntos? -concluía Grappa-. Sin embargo -prosiguió-, ¡voy a acabar creyendo que le han cogido gusto a mi justicia, esos marranos!... Hace dos años que intento asquearlos y, sin embargo, cada jueves vuelven...

    Créame, si quiere, joven, ¡casi siempre vuelven los mismos!... ¡Unos viciosos, vamos!...»

    Después la conversación versó sobre Toulouse, donde pasaba sin falta sus vacaciones y donde pensaba retirarse Grappa, al cabo de seis años, con su pensión. ¡Así lo tenía previsto! Estábamos tomando, tan a gusto, el «calvados», cuando nos vimos de nuevo molestados por un negro condenado a no sé qué pena y que llegaba con retraso para purgarla. Acudía espontáneamente, dos horas después que los otros, a ofrecerse para recibir la somanta. Como había realizado un recorrido de dos días y dos noches desde su aldea y por el bosque con ese fin, no estaba dispuesto a regresar con las manos vacías. Pero llegaba tarde y Grappa era intransigente en relación con la puntualidad penal. «¡Peor para él! ¡Que no se hubiera marchado la última vez!... ¡El jueves pasado fue cuando lo condené a cincuenta vergajazos, a ese cochino!»

    El cliente protestaba, de todos modos, porque tenía una buena excusa: había tenido que volver a su aldea a toda prisa para enterrar a su madre. Tenía tres o cuatro madres para él solo. Discusiones...

    «¡Habrá que dejarlo para la próxima audiencia!»

    Pero apenas tenía tiempo, aquel cliente, para ir a su aldea y volver, de entonces hasta el jueves próximo. Protestaba. Se emperraba. Hubo que echarlo, a aquel masoquista, del campo a patadas en el culo. Eso le dio placer, de todos modos, pero no suficiente... En fin, acabó donde Alcide, quien aprovechó para venderle todo un surtido de tabaco en hoja, al masoquista, en paquete y en polvo para aspirar.

    Muy divertido con aquellos múltiples incidentes, me despedí de Grappa, quien precisamente se retiraba, para la siesta, a su choza, donde ya se encontraba descansando su ama indígena, de vuelta de la aldea. Un par de chucháis espléndidos, aquella negra, bien educada por las hermanas de Gabón. No sólo sabía la joven hablar francés ceceando, sino también presentar la quinina en la mermelada y sacar las niguas de la planta de los pies. Sabía ser agradable de cien modos al colonial, sin fatigarlo o fatigándolo, según su preferencia.

    Alcide estaba esperándome, un poco molesto. Aquella invitación con que acababa de honrarme el teniente Grappa fue lo que le decidió seguramente a hacerme confidencias. Y eran subidas de tono, sus confidencias. Me hizo, sin que se lo pidiera, un retrato exprés de Grappa con caca humeante. Le respondí a todo que era de la misma opinión. El punto débil de Alcide era que traficaba, pese a los reglamentos militares, absolutamente contrarios, con los negros de la selva circundante y también con los doce tiradores de su milicia. Abastecía de tabaco a toda aquella gente, sin piedad. Cuando los milicianos habían recibido su parte de tabaco, no les quedaba nada de la paga; se la habían fumado. Se la fumaban por adelantado incluso. Esa modesta práctica, en vista de la escasez de numerario en la región, perjudicaba, según Grappa, a la recaudación de impuestos.

    El teniente Grappa, prudente, no quería provocar bajo su gobierno un escándalo en Topo, pero en fin, celoso tal vez, ponía mala cara. Le habría gustado que todas las minúsculas disponibilidades indígenas estuvieran destinadas, como es lógico, a los impuestos. Cada cual con su estilo y sus modestas ambiciones.

    Al principio, la práctica del crédito en función del salario les había parecido un poco extraña e incluso dura, a los tiradores, que trabajaban únicamente para fumar el tabaco de Alcide, pero se habían acostumbrado a fuerza de patadas en el culo. Ahora ya ni siquiera intentaban ir a cobrar su paga, se la fumaban por adelantado, tranquilamente, junto a la choza de Alcide, entre las vivaces florecillas, entre dos ejercicios de imaginación.

    En resumen, en Topo, por minúsculo que fuera el lugar, había, pese a todo, sitio para dos sistemas de civilización, la del teniente Grappa, más bien a la romana, que azotaba al sumiso para extraerle simplemente el tributo, del que, según la afirmación de Alcide, retenía una parte vergonzosa y personal, y el sistema de Alcide propiamente dicho, más complicado, en el que se vislumbraban ya los signos de la segunda etapa civilizadora, el nacimiento en cada tirador de un cliente, combinación comercial o militar, en una palabra, mucho más moderna, más hipócrita, la nuestra.

    En lo relativo a la geografía, el teniente Grappa calculaba apenas, con ayuda de algunos mapas muy aproximativos que tenía en el puesto, los vastos territorios confiados a su custodia. Tampoco tenía demasiado deseo de saber más sobre aquellos territorios. Los árboles, la selva ya se sabe, al fin y al cabo, lo que son, se los ve muy bien desde lejos.

    Ocultas entre el follaje y los recovecos de aquella inmensa tisana, algunas tribus extraordinariamente diseminadas se pudrían aquí y allá entre sus pulgas y sus moscas, embrutecidas por los tótems y atiborrándose de mandioca podrida... Pueblos de una ingenuidad perfecta y un canibalismo candido, azotados por la miseria, devastados por mil pestes. Nada por lo que valiera la pena acercarse a ellos. Nada justificaba una expedición administrativa dolorosa y sin eco. Cuando había acabado de imponer la ley, Grappa prefería volverse hacia el mar y contemplar aquel horizonte por el que cierto día había aparecido él y por el que cierto día desaparecería, si todo iba bien. Pese a que aquel lugar había llegado a serme familiar y, al final, agradable, tuve, sin embargo, que pensar en abandonar por fin Topo para dirigirme a la tienda que me estaba prometida al cabo de unos días de navegación fluvial y de peregrinaciones selváticas.

    Alcide y yo habíamos llegado a entendernos muy bien. Intentábamos juntos pescar peces-sierra, especie de tiburones que pululaban delante de la choza. Él era tan poco hábil para ese juego como yo. No pescábamos nada.

    Su choza estaba amueblada sólo con su cama desmontable, la mía y algunas cajas vacías o llenas. Me parecía que debía de ahorrar bastante dinero gracias a su modesto comercio.

    «¿Dónde lo metes?... -le pregunté en varias ocasiones-. ¿Dónde lo escondes, tu asqueroso parné? -Era para hacerle rabiar-. Menuda vidorra te vas a dar, cuando regreses.» Yo lo pinchaba. Y veinte veces por lo menos, mientras nos poníamos a comer el inevitable «tomate en conserva», imaginaba, para su regocijo, las peripecias de un periplo fenomenal, a su regreso a Burdeos, de burdel en burdel. No me respondía nada. Se limitaba a reírse, como si le divirtiera que le dijese esas cosas.

    Aparte de la instrucción y las sesiones de justicia, no ocurría nada, la verdad, en Topo, conque, por fuerza, yo repetía lo más a menudo posible mi chiste de siempre, a falta de otros temas.

    Hacia el final, una vez me dieron ganas de escribir al Sr. Puta, para darle un sablazo. Alcide se encargaría de echar al correo mi carta en el próximo Papaoutah. El material de escritura de Alcide estaba guardado en una cajita de galletas, como la de Branledore, la misma exactamente. Así, pues, todos los sargentos reenganchados tenían la misma costumbre. Pero, cuando me vio abrir la caja, Alcide hizo un gesto que me sorprendió, para impedírmelo. Me sentí violento. No sabía por qué me lo impedía; volví, pues, a dejarla sobre la mesa. «¡Bah! ¡Ábrela, anda! -dijo por fin-. ¡No tiene importancia!» Al instante vi, pegada al reverso de la tapa, la foto de una niña. Sólo la cabeza, una carita muy dulce, por cierto, con largos bucles, como se llevaban en aquella época. Cogí el papel y la pluma y volví a cerrar rápido la caja. Me sentía muy violento por mi indiscreción, pero también me preguntaba por qué lo habría turbado tanto aquello.

    Al instante imaginé que se trataba de una hija suya, de la que no había querido hablarme hasta entonces. Yo no quería saber más, pero le oí detrás, a mi espalda, intentando contarme algo en relación con la foto, con voz extraña, que nunca le había oído hasta entonces. Farfullaba. Yo quería que me tragara la tierra. Tenía que ayudarlo a hacerme su confidencia. No sabía qué hacer para pasar aquel momento. Iba a ser una confidencia penosa, estaba seguro. La verdad es que no deseaba escucharla.

    «¡No tiene importancia! -oí que decía por fin-. Es la hija de mi hermano... Murieron los dos...»
    «¿Sus padres?...»
    «Sí, sus padres...»
    «Entonces, ¿quién la cría ahora? ¿Tu madre?», le pregunté, por decir algo, por manifestar interés.
    «¿Mi madre? También murió...»
    «Entonces, ¿quién?»
    «¡Pues yo!»

    Lanzó una risita, Alcide, carmesí, como si acabara de hacer algo indecoroso. Se apresuró a proseguir:

    «Mira, te voy a explicar... Está en un colegio de monjas de Burdeos... Pero no de las hermanitas de los pobres, ¿eh?... Las monjas "bien"... Como soy yo quien me ocupo de ello, no hay cuidado. ¡No quiero que le falte de nada! Ginette, se llama... Es una niña muy buena... Como su madre, por cierto... Me escribe, progresa; sólo, que los pensionados así, verdad, son caros... Sobre todo porque ahora tiene diez años... Quiero que aprenda el piano al mismo tiempo... ¿Qué te parece el piano?... Está bien, ¿eh?, el piano para las chicas... ¿No crees?... ¿Y el inglés? ¿Es útil también el inglés?... ¿Lo sabes tú el inglés?...»

    Me puse a mirarlo más de cerca, a Alcide, a medida que iba confesando la culpa de no ser demasiado generoso, con su bigotito cosmético, sus cejas de excéntrico, su piel calcinada. ¡Púdico Alcide! ¡Qué de economías debía de haber hecho sobre su mísera paga... sobre sus famélicas primas y su minúsculo comercio clandestino... durante meses, años, en aquel Topo infernal!... Yo no sabía qué responderle, no me sentía competente, pero me superaba tanto, en corazón, que me puse colorado como un tomate... Al lado de Alcide, un simple patán impotente, yo, basto y vano... De nada servía simular. Estaba claro.

    Ya no me atrevía a hablarle, me sentía de pronto absolutamente indigno de hablarle. Yo que el simple día antes no le hacía demasiado caso e incluso lo despreciaba un poco, a Alcide.

    «No he tenido potra -prosiguió, sin darse cuenta de que me ponía violento con sus confidencias-. Imagínate que hace dos años le dio la parálisis infantil... Figúrate... ¿Sabes tú lo que es la parálisis infantil?»

    Entonces me explicó que la pierna izquierda de la niña permanecía atrofiada y que seguía un tratamiento a base de electricidad en Burdeos, con un especialista.

    «¿Crees tú que la podrá recuperar?...», me preguntaba inquieto.

    Le aseguré que se podía recuperar perfectamente, del todo, con el tiempo y la electricidad. Hablaba de su madre, que había muerto, y de la enfermedad de la pequeña con muchas precauciones. Temía, incluso de lejos, hacerle daño.

    «¿Has ido a verla después de la enfermedad?»
    «No... estaba aquí.»
    «¿Vas a ir a verla pronto?»
    «Creo que no voy a poder hasta dentro de tres años... Date cuenta, aquí hago un poco de comercio... Conque eso la ayuda... Si me marchara de permiso ahora, al regreso me habrían cogido el puesto... sobre todo por ese otro cabrón...»

    Así, Alcide sólo pedía la posibilidad de ampliar su estancia al doble, cumplir seis años seguidos en Topo, en lugar de tres, por su sobrinita, de la que sólo tenía unas cartas y el retratito. «Lo que me preocupa -prosiguió, cuando nos acostamos- es que no tenga a nadie allí para las vacaciones... Es duro para una niña...»

    Evidentemente, Alcide evolucionaba en lo sublime con facilidad y, por así decir, con familiaridad, tuteaba a los ángeles, aquel muchacho, y parecía un mosquita muerta. Había ofrecido, casi sin darse cuenta, a una niña vagamente emparentada, años de tortura, la aniquilación de su pobre vida en aquella monotonía tórrida, sin condiciones, sin regateo, sin otro interés que el de su buen corazón. Ofrecía a aquella niña lejana ternura suficiente para rehacer un mundo entero y era algo que no se veía.

    Se quedó dormido de repente, a la luz de la vela. Acabé levantándome para mirar en detalle sus facciones a la luz. Dormía como todo el mundo. Tenía aspecto muy corriente. Sin embargo, no sería ninguna tontería que hubiera algo para distinguir a los buenos de los malos.

    Hay dos métodos para penetrar en la selva, o bien abrir un túnel en ella, como las ratas en los haces de heno. Ése es el método asfixiante. No me hacía ninguna gracia. O bien soportar la subida río arriba, encogidito en el fondo de un tronco de árbol, impulsado con pagaya entre recodos y boscajes, y, acechando así el fin de días y días, ofrecerse de plano al resplandor, sin recurso. Y después, atontado por los aullidos de los negros, llegar adonde vayas hecho una lástima.

    Todas las veces, al arrancar, para coger el ritmo, necesitan tiempo, los remeros. La disputa. Primero una pala entra en el agua y después dos o tres alaridos acompasados y la selva responde, remolinos, te deslizas, dos remos, luego tres, todavía descompasados, olas, titubeos, una mirada atrás te devuelve al mar, que se extiende allá, se aleja, y ante ti la larga extensión lisa que se va labrando, y luego Alcide aún, un poco, sobre el embarcadero, al que veo lejos, casi oculto por los vahos del río, bajo su enorme casco, en forma de campana, un trocito de cabeza, de cara, como un quesito, y el resto de Alcide debajo flotando en su túnica, como perdido ya en un recuerdo extraño con pantalones blancos.

    Eso es todo lo que me queda de aquel lugar, de aquel Topo.

    ¿Habrán podido defenderla aún por mucho tiempo, aquella aldea ardiente, de la guadaña solapada del río de aguas color canela? Y sus tres chozas pulgosas, ¿seguirán aún en pie? ¿Habrá nuevos Grappas y Alcides entrenando a tiradores recientes en esos combates inconsistentes? ¿Seguirán ejerciendo aquella justicia sin pretensiones? ¿Seguirá tan rancia el agua que intenten beber? ¿Tan tibia? Como para asquearte de tu propia boca durante ocho días después de cada ronda... ¿Seguirán sin nevera? ¿Y los combates de oído que libran contra las moscas los infatigables abejorros de la quinina? ¿Sulfato? ¿Clorhidrato?... Pero, antes que nada, ¿existirán aún negros pustulentos desecándose en aquella estufa? Muy bien puede ser que no...

    Tal vez nada de eso exista ya, quizás el pequeño Congo haya lamido Topo de un gran lengüetazo cenagoso una noche de tornado, al pasar, y ya no quede nada, haya desaparecido de los mapas hasta el nombre, ya sólo quede yo, en una palabra, para recordar aún a Alcide... Tal vez lo haya olvidado su sobrina también. Puede que el teniente Grappa no haya vuelto a ver su Toulouse... Que la selva que acechaba desde siempre la duna, al regreso de la estación de las lluvias, haya invadido todo, haya aplastado todo bajo la sombra de las inmensas caobas, todo, hasta las florecillas imprevistas de la arena, que, según Alcide, no había que regar... Que ya no exista nada.

    Lo que fueron los diez días de ascenso río arriba es algo que no olvidaré por mucho tiempo... Transcurridos vigilando los remolinos cenagosos, en el hueco de la piragua, eligiendo un paso furtivo tras otro, entre los ramajes enormes a la deriva, evitados con agilidad. Trabajo de forzados evadidos.

    Después de cada crepúsculo, nos deteníamos en un promontorio rocoso. Una mañana, abandonamos por fin aquella sucia lancha salvaje para entrar en la selva por un sendero oculto que se insinuaba en la penumbra verde y húmeda, iluminado sólo a ratos por un rayo de sol que caía desde lo alto de aquella infinita catedral de hojas. Monstruosos árboles caídos obligaban a nuestro grupo a dar muchos rodeos. En su hueco un metro entero habría maniobrado a sus anchas.

    En determinado momento volvió la luz deslumbrante, habíamos llegado ante un espacio desbrozado, tuvimos que subir aún, otro esfuerzo. La eminencia que alcanzamos coronaba la infinita selva, encrespada con cimas amarillas, rojas y verdes, que poblaba, estrujaba montes y valles, monstruosamente abundante como el cielo y el agua. El hombre cuya vivienda buscábamos vivía, me indicaron con señas, un poco más lejos... en otro vallecito. Allí nos esperaba, el hombre.

    Entre dos grandes rocas se había construido una especie de refugio, al abrigo, me hizo observar, de los tornados del Este, los peores, los más iracundos. No tuve inconveniente en reconocer que era una ventaja, pero en cuanto a la choza misma pertenecía con toda seguridad a la última categoría, la más astrosa, vivienda casi teórica, deshilachada por todos lados. Me esperaba sin falta algo por el estilo en punto a vivienda, pero, aun así, la realidad superaba mis previsiones.

    Debí de parecerle por completo desconsolado al tipo aquel, pues se dirigió a mí con bastante brusquedad para hacerme salir de mis reflexiones. «¡Ande, hombre, que no estará usted tan mal aquí como en la guerra! Al fin y al cabo, ¡aquí puede uno salir adelante! Se jala mal, de acuerdo, y para beber, auténtico lodo, pero se puede dormir cuanto se quiera... ¡Aquí, amigo, no hay cañones! ¡Ni balas tampoco! En una palabra, ¡es buen asunto!» Hablaba un poco en el mismo tono que el delegado general, pero tenía ojos pálidos como los de Alcide.

    Debía de andar por los treinta años y era barbudo... No lo había mirado bien, al llegar, de tan desconcertado como estaba, al llegar, con la pobreza de su instalación, la que debía legarme y que había de acogerme durante años tal vez... Pero, al observarlo, después, más adelante, le vi cara de aventurero innegable, cara muy angulosa e incluso rebelde, de esas que entran a saco en la existencia en lugar de colarse por ella, con gruesa nariz redonda, por ejemplo, y mejillas llenas en forma de gabarras, que van a chapotear contra el destino con un ruido de parloteo. Aquél era un desdichado.

    «¡Es cierto! —dije—. ¡Nada hay peor que la guerra!»

    Ya era bastante de momento, en punto a confidencias, yo no tenía ganas de decir nada más. Pero fue él quien continuó sobre el mismo tema:

    «Sobre todo ahora que las hacen tan largas, las guerras... -añadió-. En fin, ya verá, amigo, que esto no es demasiado divertido, ¡y se acabó! No hay nada que hacer... Es como unas vacaciones... Pero es que, ¡vacaciones aquí! ¿No?... En fin, tal vez dependa del carácter, no puedo decir...»
    «¿Y el agua?», pregunté. La que veía en mi cubilete, que me había vertido yo mismo, me inquietaba, amarillenta; bebí, nauseabunda y caliente como la de Topo. Al tercer día tenía posos.
    «¿Es ésta el agua?» La tortura del agua volvía a empezar.
    «Sí, es la única que hay por aquí y, además, la de la lluvia... Sólo, que, cuando llueva, la cabaña no resistirá mucho tiempo. ¿Ve usted en qué estado se encuentra la cabaña?» Veía, en efecto.
    «Para comer -siguió diciendo- sólo hay conservas, hace un año que no jalo otra cosa... ¡Y no me he muerto!... En un sentido es muy cómodo, pero el cuerpo no lo retiene; los indígenas jalan mandioca podrida, allá ellos, les gusta... Desde hace tres meses lo devuelvo todo... La diarrea. Tal vez la fiebre también; tengo las dos cosas... Y hasta veo más claro hacia las cinco de la tarde... Por eso noto que tengo fiebre, porque, por el calor, verdad, ¡es difícil tener más temperatura que la que se tiene aquí sólo con el calor del ambiente!... En una palabra, los escalofríos son los que te avisan de que tienes fiebre... Y también porque te aburres menos... Pero también eso debe de depender del carácter de cada uno... quizá podría uno beber alcohol para animarse, pero a mí no me gusta el alcohol... No lo soporto...»

    Me parecía que tenía mucho respeto por lo que él llamaba «el carácter».

    Y después, ya que estaba, me dio otras informaciones atractivas: «Por el día el calor, pero es que por la noche es el ruido lo que resulta más difícil de soportar... Es increíble... Son los bichos de la aldea que se persiguen para cepillarse o jalarse vivos a otros, no sé, eso es lo que me han dicho... el caso es que entonces, ¡se arma un jaleo!... Y las más ruidosas, ¡son también las hienas!... Llegan hasta ahí, muy cerca de la cabaña... Ya las oirá usted... No puede equivocarse... No son como los ruidos de la quinina... A veces se puede uno equivocar con las aves, los moscones y la quinina... A veces pasa... Mientras que las hienas se ríen de lo lindo... Olfatean la carne de uno... ¡Eso las hace reír!... ¡Tienen prisa por verte cascar, esos bichos!... Según dicen, hasta se les puede ver los ojos brillar... Les gusta la carroña... Yo no las he mirado a los ojos... En cierto modo lo siento...».

    «Pues, ¡sí que está esto divertido!», fui y respondí.

    Pero aún faltaba algo para el encanto de las noches.

    «Y, además, la aldea -añadió-. No hay ni cien negros en ella, pero arman un tiberio, los maricones, ¡como si fueran dos mil!... ¡Ya verá usted también lo que son ésos! ¡Ah! Si ha venido usted por el tam-tam, ¡no se ha equivocado de colonia!... Porque aquí lo tocan porque hay luna y después porque no la hay... Y luego porque esperan la luna... En fin, ¡siempre por algo! ¡Parece como si se entendieran con los bichos para fastidiarte, esos cabrones! Como para volverse loco, ¡se lo aseguro! Yo me los cargaba a todos de una vez, ¡si no estuviera tan cansado!... Pero prefiero ponerme algodón en los oídos... Antes, cuando aún me quedaba vaselina en el botiquín, me la ponía, en el algodón, ahora pongo grasa de plátano en su lugar. También va bien, la grasa de plátano... Así, ¡ya se pueden correr de gusto con todos los truenos del cielo, esos maricones, si eso los excita! ¡A mí me la trae floja, con mi algodón engrasado! ¡No oigo nada! Los negros, se dará usted cuenta en seguida, ¡están hechos una mierda!... Pasan el día en cuclillas, parecen incapaces de levantarse para ir a mear siquiera contra un árbol y después, en cuanto se hace de noche, ¡menudo! ¡Se vuelven viciosos! ¡Puro nervio! ¡Histéricos! ¡Pedazos de noche atacados de histeria! Ya ve usted cómo son los negros, ¡se lo digo yo! En fin, una panda de asquerosos... ¡Degenerados, vamos!...»
    «¿Vienen a menudo a comprar?»
    «¿A comprar? ¡Figúrese usted! Hay que robarles antes que le roben a uno, ¡eso es el comercio y se acabó! Por cierto que conmigo, durante la noche, no se andan con chiquitas, lógicamente con mi algodón bien engrasado en cada oído, ¿no? ¿Para qué van a andarse con remilgos? ¿Verdad?... Y, además, como ve, tampoco tengo puertas en la choza, conque vienen y se sirven, ¿no?, puede usted estar seguro... Menuda vida se pegan aquí ellos...»
    «Pero, ¿y el inventario? -pregunté, presa del mayor asombro ante aquellas precisiones-. El director general me recomendó con insistencia que estableciera el inventario nada más llegar ¡y minuciosamente!»
    «A mí -fue y me respondió con perfecta calma- el director general me la trae floja... Tengo el gusto de decírselo...»
    «Pero, ¿va usted a verlo, al pasar otra vez por Fort-Gono?»
    «No voy a ver nunca más m Fort-Gono ni al director... La selva es grande, amigo mío...»
    «Pero, entonces, ¿adonde irá usted?»
    «Si se lo preguntan, ¡responda que no lo sabe! Pero, como parece usted curioso, déjeme, ahora que aún está a tiempo, darle un puñetero consejo, ¡y muy útil! Mande a tomar por culo a la Compañía Porduriére como ella lo manda a usted y, si se da tanta prisa como ella, ¡le aseguro desde ahora mismo que ganará usted sin duda el Gran Premio!... ¡Conténtese, pues, con que yo le deje un poco de dinero en metálico y no pida más!... En cuanto a las mercancías, si es cierto que le ha recomendado hacerse cargo de ellas... respóndale al director que no quedaba nada, ¡y se acabó!... Si se niega a creerlo, pues, ¡tampoco importará demasiado!... ¡Ya nos consideran, convencidos, ladrones a todos, en cualquier caso! Conque no va a cambiar nada la opinión pública y para una vez que le vamos a sacar algo... Además, no tema, ¡el director sabe más que nadie de chanchullos y no vale la pena contradecirlo! ¡Ésa es mi opinión! ¿Y la de usted? Ya se sabe que para venir aquí, verdad, ¡hay que estar dispuesto a matar a padre y madre! Conque...»

    Yo no estaba del todo seguro de que fuera cierto, todo lo que me contaba, pero el caso es que aquel predecesor me pareció al instante un pirata de mucho cuidado.

    Nada, pero es que nada, tranquilo me sentía yo. «Ya me he metido en otro lío de la hostia», me dije a mí mismo y cada vez más convencido. Dejé de conversar con aquel bandido. En un rincón, en desorden, descubrí a la buena de Dios las mercancías que tenía a bien dejarme, cotonadas insignificantes... Pero, en cambio, taparrabos y sandalias por docenas, pimienta en botes, farolillos, un irrigador y, sobre todo, una cantidad alarmante de latas de fabada «estilo de Burdeos» y, por último, una tarjeta postal en color: la Place Clichy.

    «Junto al poste encontrará el caucho y el marfil que he comprado a los negros... Al principio, perdía el culo, y después, ya ve, tome, trescientos francos... ¡Ésa es la cuenta!»

    Yo no sabía de qué cuenta se trataba, pero renuncié a preguntárselo.

    «Quizá tendrá aún que hacer algunos trueques con mercancías -me avisó-, porque el dinero aquí, verdad, no se necesita para nada, sólo puede servir para largarse, el dinero...»

    Y se echó a reír. Como tampoco quería yo contrariarlo por el momento, lo imité y me reí con él como si estuviera muy contento.

    A pesar de la indigencia en que se veía estancado desde hacía meses, se había rodeado de una servidumbre muy complicada, compuesta de chavales sobre todo, muy solícitos a la hora de presentarle la única cuchara de la casa o el vaso sin pareja o también extraerle de la planta del pie, con delicadeza, las incesantes y clásicas niguas penetrantes. A cambio, les pasaba, benévolo, la mano entre los muslos a cada instante. El único trabajo que le vi emprender era el de rascarse personalmente; ahora que a ése se entregaba, como el tendero de Fort-Gono, con una agilidad maravillosa, que, sólo se observa, está visto, en las colonias.

    El mobiliario que me legó me reveló todo lo que el ingenio podía conseguir con cajas de jabón rotas en materia de sillas, veladores y sillones. También me enseñó, aquel tipo sombrío, a proyectar a lo lejos, para distraerse, de un solo golpe breve, con la punta del pie pronta, las pesadas orugas con caparazón, que subían sin cesar, nuevas, trémulas y babosas, al asalto de nuestra choza selvática. Si, por torpeza, las aplastas, ¡pobre de ti! Te ves castigado con ocho días consecutivos de hedor extremo, que se desprende despacio de su papilla inolvidable. Él había leído en alguna parte que esos pesados horrores representaban, en el terreno de los animales, lo más antiguo que había en el mundo. Databan según afirmaba, ¡del segundo período geológico! «Cuando nosotros tengamos la misma antigüedad que ellas, ¡qué peste no echaremos!» Así mismo.

    Los crepúsculos en aquel infierno africano eran espléndidos. No había modo de evitarlos. Trágicos todas las veces como tremendos asesinatos del sol. Una farolada inmensa. Sólo, que era demasiada admiración para un solo hombre. El cielo, durante una hora, se pavoneaba salpicado de un extremo a otro de escarlata en delirio, luego estallaba el verde en medio de los árboles y subía del suelo en estelas trémulas hasta las primeras estrellas. Después, el gris volvía a ocupar todo el horizonte y luego el rojo también, pero entonces fatigado, el rojo, y por poco tiempo. Terminaba así. Todos los colores recaían en jirones, marchitos, sobre la selva, como oropeles al cabo de cien representaciones. Cada día hacia las seis en punto ocurría.

    Y la noche con todos sus monstruos entraba entonces en danza, entre miles y miles de berridos de sapos.

    Ésa era la señal que esperaba la selva para ponerse a trepidar, silbar, bramar desde todas sus profundidades. Una enorme estación del amor y sin luz, llena hasta reventar. Árboles enteros atestados de francachelas vivas, de erecciones mutiladas, de horror. Acabábamos no pudiendo oírnos en nuestra choza. Tenía que gritar, a mi vez, por encima de la mesa como un autillo para que el compañero me entendiera. Estaba listo, yo que no apreciaba el campo.

    «¿Cómo se llama usted? ¿No me acaba de decir Robinson?», le pregunté.

    Estaba repitiéndome, el compañero, que los indígenas en aquellos parajes sufrían hasta el marasmo de todas las enfermedades posibles y que su estado era tan lastimoso, que no estaban en condiciones de dedicarse a comercio alguno. Mientras hablábamos de los negros, moscas e insectos, tan grandes, tan numerosos, vinieron a lanzarse en torno al farol, en ráfagas tan densas, que hubo que apagarlo.

    La figura de aquel Robinson se me apareció una vez más, antes de apagar, cubierta por aquella rejilla dé insectos. Tal vez por eso sus rasgos se grabaron de modo más sutil en mi memoria, mientras que antes no me recordaban nada preciso. En la obscuridad seguía hablándome, mientras yo me remontaba por mi pasado, con el tono de su voz como una llamada, ante las puertas de los años y después de los meses y luego de los días, para preguntar dónde había podido conocer a aquel individuo. Pero no encontraba nada. No me respondían. Se puede uno perder yendo a tientas entre las formas del pasado. Es espantoso la de cosas y personas que permanecen inmóviles en el pasado de uno. Los vivos que extraviamos en las criptas del tiempo duermen tan bien con los muertos, que una misma sombra los confunde ya.

    No sabes ya a quién despertar, si a los vivos o a los muertos.

    Estaba intentando identificar a aquel Robinson, cuando unas carcajadas atrozmente exageradas, a poca distancia y en la obscuridad, me sobresaltaron. Y se callaron. Ya me había avisado, las hienas seguramente.

    Y después sólo los negros de la aldea y su tam-tam, percusión desatinada sobre madera hueca, termitas del viento.

    El propio nombre de Robinson me preocupaba sobre todo, cada vez más claramente. Nos pusimos a hablar de Europa en nuestra obscuridad, de las comidas que puedes pedir allá, cuando tienes dinero, y de las bebidas, ¡madre mía, tan frescas! No hablábamos del día siguiente, en que me quedaría solo, allí, durante años tal vez, allí, con todas las fabadas... ¿Había que preferir la guerra? Desde luego, era peor. ¡Era peor!... Él mismo lo reconocía... También él había estado en la guerra... Y, sin embargo, se marchaba de allí... Estaba harto de la selva, pese a todo... Yo intentaba hacerlo volver sobre el tema de la guerra. Pero ahora él lo eludía.

    Por último, en el momento en que nos acostábamos cada uno en un rincón de aquella ruina formada por hojas y mamparas, me confesó sin rodeos que, pensándolo bien, prefería arriesgarse a comparecer ante un tribunal civil por estafa a soportar por más tiempo la vida, a base de fabada, que llevaba allí desde hacía casi un año. Ya sabía a qué atenerme.

    «¿No tiene algodón para los oídos?... -me preguntó-. Si no tiene, hágase uno con pelos de la manta y grasa de plátano. Así se hacen unos taponcitos perfectos... ¡No quiero oírlos berrear, a esos cerdos!»

    Había de todo en aquella tormenta, excepto cerdos, pero se empeñaba en usar ese término impropio y genérico.

    La cuestión del algodón me impresionó de repente, como si ocultara alguna astucia abominable por su parte. No podía evitar un miedo cerval a que me asesinara allí, sobre la «plegable», antes de marcharse con lo que quedaba en la choza... Esa idea me tenía petrificado. Pero, ¿qué hacer? ¿Llamar? ¿A quién? ¿A los antropófagos de la aldea?... ¿Desaparecido? ¡Ya lo estaba casi, en realidad! En París, sin fortuna, sin deudas, sin herencia, ya apenas existes, cuesta mucho no estar ya desaparecido... Conque, ¿allí? ¿Quién iba a tomarse la molestia de ir hasta Bikomimbo, aunque sólo fuera a escupir en el agua, para honrar mi recuerdo? Nadie, evidentemente.

    Pasaron horas cargadas de respiros y angustias. Él no roncaba. Todos aquellos ruidos, aquellas llamadas que llegaban del bosque me impedían oír su resuello. No hacía falta algodón. Sin embargo, a fuerza de tenacidad, aquel nombre de Robinson acabó revelándome un cuerpo, una facha, una voz incluso que había conocido... Y después, en el momento en que iba a abandonarme al sueño, el individuo entero se alzó ante mi cama, capté su recuerdo, no él, desde luego, sino el recuerdo precisamente de aquel Robinson, el hombre de Noirceur-sur-la-Lys, allí, en Flandes, a quien había acompañado aquella noche en que buscábamos juntos un agujero para escapar de la guerra y después también él más adelante en París... Reapareció todo... Acababan de pasar años en un instante. Yo había estado muy enfermo de la cabeza, me costaba... Ahora que sabía, que lo había identificado, no podía por menos de sentir pánico. ¿Me habría reconocido él? En cualquier caso, podía contar con mi silencio y mi complicidad.

    «¡Robinson! ¡Robinson! -lo llamé, contento, como para anunciarle una buena noticia-. ¡Oye, chaval! ¡Oye, Robinson!...» Sin respuesta.

    Con el corazón latiéndome como loco, me levanté y me preparé para recibir un buen golpe en el estómago... Nada. Entonces, con no poca audacia, me aventuré, a ciegas, hasta el otro extremo de la choza, donde lo había visto acostarse. Se había marchado.

    Esperé la llegada del día encendiendo una cerilla de vez en cuando. El día llegó en una tromba de luz y después aparecieron los criados negros para ofrecerme, sonrientes, su enorme inutilidad, salvo que eran alegres. Ya intentaban enseñarme la despreocupación. En vano procuraba, mediante una serie de gestos muy meditados, hacerles comprender hasta qué punto me inquietaba la desaparición de Robinson, no por ello parecía que dejara de importarles tres cojones. No cabe duda, es una locura completa ocuparse de algo distinto de lo que se tiene ante los ojos. En fin, yo lo que sentía sobre todo en aquel caso era la desaparición de la caja. Pero no es frecuente volver a ver a la gente que se marcha con la caja... Esa circunstancia me hizo suponer que Robinson renunciaría a volver sólo para asesinarme. Menos mal.

    ¡Para mí solo el paisaje, pues! En adelante iba a tener todo el tiempo del mundo, pensé, para volver a ocuparme de la superficie, de la profundidad de aquel inmenso follaje, de aquel océano de rojo, de amarillo jaspeado, de salazones flameantes, magníficos, seguramente, para quienes amen la naturaleza. Yo, desde luego, no la amaba. La poesía de los trópicos me repugnaba. La mirada, el pensamiento sobre aquellos conjuntos me repetían, como sardinas. Digan lo que digan, siempre será un país para mosquitos y panteras. Cada cual en su sitio.

    Prefería volver de nuevo a mi choza y apuntalarla en previsión del tornado, que no podía tardar. Pero también tuve que renunciar bastante pronto a mi empresa de consolidación. Lo que de trivial había en aquella estructura podía aún desplomarse, pero no volvería a alzarse nunca; la paja, infestada de parásitos, se deshilachaba; la verdad es que con mi vivienda no se habría podido hacer un urinario decente.

    Tras haber descrito, con paso inseguro, unos círculos en la selva, tuve que volver a tumbarme y callarme, por el sol. Siempre el sol. Todo calla, todo tiene miedo a arder hacia el mediodía; basta, por cierto, con un tris, hierbas, animales y hombres en su punto de calor. Es la apoplejía meridiana.

    Mi pollo, el único, la temía también, esa hora, volvía a la choza conmigo, él, el único, legado por Robinson. Vivió así conmigo tres semanas, el pollo, paseándose, siguiéndome como un perro, cloqueando por cualquier cosa, viendo serpientes por todos lados. Un día de aburrimiento mortal me lo comí. No sabía a nada, su carne desteñida al sol como una tela de algodón. Tal vez fuera eso lo que me sentara mal. El caso es que el día siguiente de haberlo comido no podía levantarme. Hacia el mediodía, me arrastré atontado hacia la cajita de las medicinas. Sólo quedaba tintura de yodo y un plano de la Línea de metro norte-sur de París. Aún no había visto clientes en la factoría, sólo mirones negros, que no cesaban de gesticular y masticar cola, eróticos y palúdicos. Ahora se presentaban en círculo en torno a mí, los negros, parecían discutir sobre mi mala cara. Estaba muy enfermo, hasta el punto de que me parecía que ya no necesitaba las piernas, colgaban tan sólo al borde de la cama como cosas despreciables y algo cómicas.

    De Fort-Gono, del director, no me llegaban, mediante corredores nativos, sino cartas apestosas con broncas y estupideces, amenazadoras también. Los comerciantes, que se creen, todos, astutos de profesión, resultan en la práctica la mayoría de las veces ineptos insuperables. Mi madre, desde Francia, me instaba a cuidar la salud, como en la guerra. Bajo la guillotina, mi madre habría sido capaz de reñirme por haber olvidado la bufanda. No perdía oportunidad, mi madre, para intentar hacerme creer que el mundo era benévolo y que había hecho bien al concebirme. Es el gran subterfugio de la incuria materna, esa supuesta providencia. Por lo demás, me resultaba muy fácil no responder a todos aquellos cuentos del patrón y de mi madre y nunca contestaba. Sólo, que esa actitud no mejoraba tampoco la situación.

    Robinson había robado casi todo lo que había habido en aquel establecimiento frágil, ¿y quién me creería, si fuera a decirlo? ¿Escribirlo? ¿Para qué? ¿A quién? ¿Al patrón? Todas las tardes, hacia las cinco, tiritaba de fiebre, a mi vez, pero es que con ganas, hasta el punto de que mi crujiente cama temblaba como si estuviera cascándomela. Negros de la aldea se habían apoderado, sin cumplidos, de mi servicio y mi choza; no los había llamado, pero ya sólo mandarles marcharse exigía demasiado esfuerzo. Se peleaban en torno a lo que quedaba de la factoría, metiendo mano con ganas en los barriles de tabaco, probándose los últimos taparrabos, apreciándolos, llevándoselos, contribuyendo aún más, de ser posible, al desorden de mi instalación. El caucho, tirado por el suelo, mezclaba su jugo con los melones de la selva, las dulzonas papayas con sabor a peras orinadas, cuyo recuerdo, quince años después, de tantas como jalé en lugar de las judías, aún me da asco.

    Intentaba hacerme idea del nivel de impotencia en el que había caído, pero no lo lograba. «¡Todo el mundo roba!», me había repetido por tres veces Robinson, antes de desaparecer. Ésa era también la opinión del delegado general. Con la fiebre, esas palabras me obsesionaban. «¡Tienes que espabilarte!»... me había dicho también Robinson. Intentaba levantarme. Tampoco lo conseguía. Sobre lo del agua de beber, tenía razón, lodo era; peor, posos. Unos negritos me traían muchos plátanos, grandes y pequeños, y naranjas sanguinas y siempre aquellas «papayas», pero, ¡me dolía tanto el vientre con todo aquello y con todo! Habría podido vomitar la tierra entera.

    En cuanto notaba un poco de mejoría, me sentía menos atontado, el abominable miedo volvía a apoderarse de mí por entero, el de tener que rendir cuentas a la Sociedad Porduriére. ¿Qué iba a decir, a aquella gente maléfica? ¿Me creerían? Me mandarían detener, ¡seguro! ¿Quién me juzgaría, entonces? Tipos especiales, armados de leyes terribles, sacadas de quién sabe dónde, como el consejo de guerra, pero cuyas verdaderas intenciones nunca te comunican y que se divierten haciéndote escalar con ellas a cuestas, sangrando, el sendero a pico por encima del infierno, el camino que conduce a los pobres al hoyo. La ley es el gran Parque de Atracciones del dolor.

    Cuando el pelagatos se deja atrapar por ella, se le oye aún gritar siglos y más siglos después.

    Prefería quedarme pasmado allí, temblando, babeando con los 40o, que verme forzado, lúcido, a imaginar lo que me esperaba en Fort-Gono. Llegó un momento en que ya no tomaba quinina para dejar que la fiebre me ocultara la vida. Te embriagas con lo que puedes. Mientras me cocía así, a fuego lento, durante días y semanas, se me acabaron las cerillas. Robinson no me había dejado otra cosa que fabada «estilo de Burdeos». Ahora que de ésta me dejó la tira, la verdad. Vomité latas enteras. Y, para llegar a ese resultado, aún había que calentarlas.

    Esa penuria de cerillas me proporcionó una pequeña distracción, la de contemplar a mi cocinero encender el fuego con dos piedras en eslabón y hierbas secas. Al verlo hacer así, se me ocurrió hacer lo mismo. Además, tenía mucha fiebre y la idea cobró singular consistencia. Pese a ser torpe por naturaleza, tras una semana de aplicación, también yo sabía, igualito que un negro, prender el fuego entre dos piedras puntiagudas. En una palabra, empezaba a espabilarme en el estado primitivo. El fuego es lo principal; luego queda la caza, pero yo no tenía ambición. El fuego del sílex me bastaba. Me ejercitaba concienzudo. Sólo tenía eso que hacer, día tras día. En el juego de rechazar las orugas del «secundario» no había adquirido tanta habilidad. Aún no había aprendido el truco. Aplastaba muchas orugas. Perdía interés. Las dejaba entrar con libertad en mi choza, como amigas. Se produjeron dos grandes tormentas sucesivas, la segunda duró tres días enteros y, sobre todo, tres noches. Por fin pude beber agua de lluvia en el bidón, tibia, claro, pero en fin... Bajo los aguaceros las telas en existencia empezaron a deshacerse, sin remedio, mezclándose unas con otras, mercancía inmunda.

    Negros serviciales me fueron a buscar, muy dentro de la selva, manojos de lianas para amarrar mi choza al suelo, pero en vano, el follaje de las mamparas, al menor soplo de viento, se ponía a batir enloquecido, por encima del techo, como alas heridas. No hubo solución. Todo por divertirse, en suma.

    Los negros, pequeños y grandes, decidieron vivir en mi ruina con total familiaridad. Estaban joviales. Gran distracción. Entraban y salían de mi casa (si así podemos llamarla) como Pedro por la suya. Libertad. Nos entendíamos por señas. Si no hubiera tenido fiebre, tal vez me habría puesto a aprender su lengua. Me faltó tiempo. En cuanto al encendido con piedras, pese a mis progresos, aún no había adquirido su mejor estilo, el expeditivo. Aún me saltaban muchas chispas a los ojos y eso hacía reír mucho a los negros.

    Cuando no estaba enmoheciendo de fiebre en mi «plegable» o dándole al mechero primitivo, no pensaba sino en las cuentas de la Porduriére. Es curioso lo que cuesta liberarse del terror a la irregularidad en las cuentas. Desde luego, ese terror debía de venirme de mi madre, que me había contaminado con su tradición: «Primero robas un huevo... y después un talego y acabas asesinando a tu madre.» De esas cosas nos cuesta a todos mucho liberarnos. Las hemos aprendido siendo demasiado pequeños y acuden a aterrarnos, más adelante, en los momentos decisivos. ¡Qué debilidades! Sólo podemos contar, para librarnos de ellas, con las circunstancias. Por fortuna, son imperiosas, las circunstancias. Entretanto, nos hundíamos, la factoría y yo. Íbamos a desaparecer en el barro tras cada aguacero más viscoso, más espeso. La estación de las lluvias. Lo que ayer parecía una roca hoy no era sino melaza pastosa. Desde las ramas balanceantes el agua tibia te perseguía en cascadas, se derramaba por la choza y los alrededores, como en el lecho de un antiguo río abandonado. Todo se fundía en papilla de baratijas, esperanzas y cuentas y en la fiebre también, húmeda también. Aquella lluvia tan densa, que te cerraba la boca, cuando te agredía, como con una mordaza tibia. Aquel diluvio no impedía a los animales seguir persiguiéndose, los ruiseñores se pusieron a hacer tanto ruido como los chacales. La anarquía por todos lados y en el arca, yo, Noé, medio lelo. Me pareció llegado el momento de poner fin a aquella vida.

    Mi madre no sabía sólo refranes sobre la honradez; también decía, recordé oportunamente, cuando quemaba en casa las vendas viejas: «¡El fuego lo purifica todo!» Encuentras de todo en casa de tu madre, para todas las ocasiones del destino. Basta con saber escoger.

    Llegó el momento. Mis sílex no eran los más apropiados, sin punta suficiente, la mayoría de las chispas se me quedaban en las manos. Aun así, al fin las primeras mercancías prendieron pese a la humedad. Se trataba de una provisión de calcetines absolutamente empapados. Era después de la puesta del sol. Las llamas se elevaron rápidas, fogosas. Los indígenas de la aldea acudieron a agruparse en torno al fogón, parloteando con furia de cotorras. El caucho en bruto que había comprado Robinson chisporroteaba en el centro y su olor me recordaba invariablemente el célebre incendio de la Compañía Telefónica, en Quai de Grenelle, que fui a ver con mi tío Charles, quien tan bien cantaba romanzas. Era el año antes de la Exposición, la Grande, cuando yo era aún muy pequeño. Nada fuerza a los recuerdos a aparecer como los olores y las llamas. Mi choza, por su parte, olía exactamente igual. Pese a estar empapada, ardió enterita, con mercancías y todo. Ya estaban hechas las cuentas. La selva calló por una vez. Completo silencio. Debían de estar deslumbrados búhos, leopardos, sapos y papagayos. Es lo que necesitan para quedarse pasmados. Como nosotros con la guerra. Ahora la selva podía volver a apoderarse de los restos bajo su alud de hojas. Yo sólo había salvado mi modesto equipaje, la cama plegable, los trescientos francos y, por supuesto, algunas fabadas, ¡qué remedio!, para el camino.

    Tras una hora de incendio, ya no quedaba nada de mi edículo. Algunas pavesas bajo la lluvia y algunos negros incoherentes que hurgaban las cenizas con la punta de la lanza en medio de tufaradas de ese olor fiel a todas las miserias, olor desprendido de todos los desastres de este mundo, el olor a pólvora humeante.

    Ya era hora de largarme a escape. ¿Regresar a Fort-Gono? ¿Intentar explicarles mi conducta y las circunstancias de aquella aventura? Vacilé... Por poco tiempo. No hay que explicar nada. El mundo sólo sabe matarte como un durmiente, cuando se vuelve, el mundo, hacia ti, igual que un durmiente se mata las pulgas. La verdad es que sería una muerte muy tonta, me dije, como la de todo el mundo, vamos. Confiar en los hombres es dejarse matar un poco.

    Pese al estado en que me encontraba, decidí internarme por la selva en la dirección que había seguido aquel Robinson de mis desdichas.

    Por el camino, seguí escuchando con frecuencia a los animales de la selva, con sus quejas, trémolos y llamadas, pero casi nunca los veía, excepto un cochinillo salvaje al que en cierta ocasión estuve a punto de pisar cerca de mi abrigo. Por aquellas ráfagas de gritos, llamadas, aullidos, era como para pensar que estaban muy cerca, centenares, millares, hormigueando, los animales. Sin embargo, en cuanto te acercabas al lugar de que partía el jaleo, ni uno, excepto enormes pintadas azules, enredadas en su plumaje como para una boda y tan torpes, que, cuando saltaban tosiendo de una rama a otra, parecía que acababa de ocurrirles un accidente.

    Más abajo, en el moho de la maleza, mariposas enormes y pesadas, y ribeteadas como «esquelas», temblequeaban sin poder abrirse y, más abajo aún, íbamos nosotros, chapoteando en el barro amarillo. Avanzábamos a duras penas, sobre todo porque los negros me llevaban en parihuelas, hechas con sacos cosidos por los extremos. Habrían podido muy bien tirarme a la pañí, los porteadores, mientras cruzábamos un brazo de río. ¿Por qué no lo hicieron? Más adelante lo supe. ¿O por qué no se me jalaron, ya que entraba dentro de sus costumbres?

    De vez en cuando, les hacía preguntas con voz pastosa, a aquellos compañeros, y siempre me respondían: sí, sí. Bastante complacientes, en una palabra. Buena gente. Cuando la diarrea me dejaba un respiro, volvía a ser presa de la fiebre al instante. Era increíble lo enfermo que había llegado a estar con aquella vida.

    Incluso empezaba a no ver claro o, mejor dicho, veía todo en verde. Por la noche, cuando todos los animales de la tierra acudían a acechar nuestro campamento, encendíamos un fuego. Y aquí y allá un grito atravesaba, pese a todo, el enorme toldo negro que nos asfixiaba. Un animal degollado que, pese a su horror de los hombres y del fuego, acudía a quejarse ante nosotros, allí, muy cerca.

    A partir del cuarto día, dejé incluso de intentar reconocer lo real de entre las cosas absurdas de la fiebre que entraban en mi cabeza unas dentro de otras, al tiempo que trozos de personas y, además, retazos de resoluciones y desesperaciones sin fin.

    Pero, aun así, debió de existir, me digo hoy, cuando lo pienso, aquel blanco barbudo que encontramos una mañana sobre un promontorio de piedras en la confluencia de los dos ríos. Y, además, se oía, muy cerca, el estruendo de una catarata. Era un tipo del estilo de Alcide, pero en sargento español. Acabábamos de pasar, a fuerza de ir de un sendero a otro, así, mal que bien a la colonia de Río del Río, antigua posesión de la Corona de Castilla. Aquel español, pobre militar, poseía una choza también él. Se rió con ganas, me parece, cuando le conté todas mis desgracias y lo que había hecho yo con mi choza. La suya, cierto es, se presentaba un poco mejor, pero no mucho. Su tormento especial eran las hormigas rojas. Habían elegido su choza para pasar, en su migración anual, las muy putas, y no cesaban de cruzarla desde hacía casi dos meses.

    Ocupaban casi todo el sitio; costaba moverse y, además, si las molestabas, picaban fuerte.

    Se puso muy contento cuando le di mi fabada, pues él sólo comía tomate, desde hacía tres años. No hacía falta que me contara. Ya había consumido, me dijo, más de tres mil latas él solo. Cansado de aderezarlo de diferentes formas, ahora lo sorbía, de la forma más sencilla del mundo: por dos pequeños orificios practicados en la tapa, como si se tratara de huevos.

    Las hormigas rojas, en cuanto se enteraron de que había nuevas conservas, montaron guardia en torno a sus fabadas. Había que tener cuidado de no dejar tirada una sola lata, abierta, pues en ese caso habrían hecho entrar a la raza entera de las hormigas rojas en la choza. No hay mayor comunista. Y se habrían jalado también al español.

    Me enteré por aquel anfitrión de que la capital de Río del Río se llamaba San Tapeta, ciudad y puerto célebre en toda la costa e incluso más lejos, porque allí se armaban las galeras para travesías largas.

    La pista que seguíamos conducía allí precisamente, era el camino bueno, bastaba con continuar así durante tres días más y tres noches. Pregunté a aquel español si no conocía por casualidad alguna buena medicina indígena que pudiera apañarme. La cabeza me atormentaba atrozmente. Pero él no quería ni oír hablar de esos mejunjes. Para ser un español colonizador, era sorprendentemente africanófobo, hasta el punto de que se negaba a utilizar en el retrete, cuando iba, hojas de plátano y tenía a su disposición, cortados para ese uso, toda una pila de ejemplares del Boletín de Asturias, expresamente. Tampoco leía ya el periódico, exactamente igual que Alcide también.

    Hacía tres años que vivía allí, solo con las hormigas, algunas manías y sus periódicos viejos, y también con ese terrible acento español, que es como una especie de segunda persona, de tan fuerte que es; costaba mucho excitarlo. Cuando abroncaba a sus negros, era como una tormenta, por ejemplo. A mala hostia, Alcide no le llegaba ni a la altura del betún. Tanto me gustaba, aquel español, que acabé cediéndole toda mi fabada. Como prueba de agradecimiento, me extendió un pasaporte muy bello sobre papel granuloso con las armas de Castilla y una firma tan labrada, que para su minuciosa ejecución tardó diez buenos minutos.

    Para San Tapeta, no podíamos perdernos, pues; estaba en lo cierto, había que seguir todo recto. Ya no sé cómo llegamos, pero de una cosa estoy seguro, y es que, nada más llegar, me pusieron en manos de un cura, tan chocho, me pareció, que de notarlo a mi lado sentí una especie de ánimo comparativo. No por mucho tiempo.

    La ciudad de San Tapeta se alzaba en el flanco de una roca y justo enfrente del mar y era de un verde, que había que verlo para creerlo. Un espectáculo magnífico, seguramente, visto desde la ensenada, algo suntuoso, de lejos, pero de cerca sólo carnes exhaustas como en Fort-Gono, permanentemente cubiertas de pústulas y achicharradas. En cuanto a los negros de mi pequeña caravana, en un breve instante de lucidez los despedí. Habían atravesado una gran extensión de selva y temían por su vida al regreso, según decían. Lloraban ya de antemano, al despedirse de mí, pero a mí me faltaban fuerzas para compadecerlos. Había sufrido y transpirado demasiado. Sin fin.

    Por lo que puedo recordar, muchos seres cacareantes, que, por lo visto, abundaban en aquella población, vinieron día y noche a partir de aquel momento a ajetrearse en torno a mi lecho, que habían instalado especialmente en el presbiterio, pues las distracciones eran escasas en San Tapeta. El cura me atiborraba de tisanas, una larga cruz dorada oscilaba sobre su vientre y de las profundidades de su sotana subía, cuando se acercaba a mi cabecera, gran tintineo de monedas. Pero no había ni que pensar en conversar con aquella gente, el simple hecho de farfullar me agotaba más de lo imaginable.

    Estaba convencido de que era el fin, intenté mirar aún un poco lo que podía distinguir de este mundo por la ventana del cura. No me atrevería a afirmar que pueda hoy describir aquellos jardines sin cometer errores groseros y fantásticos. Sol había, eso seguro, siempre el mismo, como si te abriesen una amplia caldera siempre en plena cara y luego, debajo, más sol y unos árboles disparatados y también paseos, con árboles que parecían lechugas tan desarrolladas como robles y una especie de cardillos, tres o cuatro de los cuales bastarían para hacer un hermoso castaño corriente de los de Europa. Añádase un sapo o dos al montón, del tamaño de podencos, saltando desesperados de un macizo a otro.

    Por los olores es como acaban las personas, los países y las cosas. Todas las aventuras se van por la nariz. Cerré los ojos, porque, la verdad, ya no podía abrirlos. Entonces el acre olor de África, noche tras noche, se esfumó. Llegó a serme cada vez más difícil percibir su tufo, mezcla de tierra muerta, entrepiernas y azafrán machacado.

    Pasó tiempo, volvió el pasado, y más tiempo aún y después llegó un momento en que sufrí varios choques y nuevas revulsiones y después sacudidas más regulares, como en una cuna...

    Acostado seguía, desde luego, pero sobre una materia en movimiento. Me dejaba llevar y después vomitaba y volvía a despertarme y me dormía otra vez. Estaba en el mar. Tan molido me sentía, que apenas tenía fuerzas para conservar el nuevo olor a jarcias y alquitrán. Hacía frío en el rincón marinero donde me encontraba apretujado justo bajo un ojo de buey abierto de par en par. Me habían dejado solo. El viaje continuaba, evidentemente... Pero, ¿cuál? Oía pasos por el puente, un puente de madera, por encima de mi cabeza, y voces y las olas que venían a chapotear y romper contra la borda.

    Es muy raro que la vida vuelva a tu cabecera, estés donde estés, si no es en forma de putada. La que me había hecho aquella gente de San Tapeta era de aúpa. ¡Pues no habían aprovechado mi estado para venderme, alelado como estaba, al patrón de una galera! Una hermosa galera, la verdad, de bordas altas y con muchos remos, coronada con bonitas velas purpúreas, un castillo dorado, un barco de lo más acolchado en los lugares destinados a los oficiales, con un soberbio cuadro en la proa pintado con aceite de hígado de bacalao y que representaba a la Infanta Combitta en traje de polo. Según me explicaron más adelante, aquella Alteza patrocinaba, con su nombre, sus chucháis y su honor real, el navío que nos llevaba. Era halagador.

    Al fin y al cabo, meditaba a propósito de mi aventura, si me hubiera quedado en San Tapeta, aún estoy enfermo como un perro, la cabeza me da vueltas, seguro que habría cascado en casa de aquel cura, donde me habían dejado los negros... ¿Volver a Fort-Gono? En ese caso no me libraba de mis «quince años» por lo de las cuentas... Allí al menos estaba en movimiento y ya eso era una esperanza... Pensándolo bien, aquel capitán de la Infanta Combitta había tenido audacia al comprarme, aun a bajo precio, al cura en el momento de levar anclas. Arriesgaba todo su dinero en aquella transacción, el capitán. Podría haberlo perdido todo. Había especulado con la acción benéfica del aire del mar para reanimarme. Merecía su recompensa. Iba a ganar, pues ya me encontraba mejor y lo veía muy contento por ello. Aún deliraba mucho, pero con cierta lógica... A partir del momento en que abrí los ojos, vino con frecuencia a visitarme a mi cuchitril y engalanado con su sombrero de plumas. Así me parecía.

    Se divertía mucho al verme alzarme sobre el jergón, pese a la fiebre, que no me abandonaba. Vomitaba. «Vamos, mierdica, ¡pronto podrás remar con los demás!», me predijo. Era muy amable por su parte y se reía a carcajadas, al tiempo que me daba ligeros latigazos, pero entonces muy amistosos, y en la nuca, no en las nalgas. Quería que me divirtiera yo también, que me alegrase con él del espléndido negocio que acababa de hacer al adquirirme.

    La comida de a bordo me pareció muy aceptable. Yo no cesaba de farfullar. Rápido, como había previsto el capitán, recuperé fuerzas suficientes para ir a remar de vez en cuando con los compañeros. Pero donde había diez, de éstos, yo veía cien: la alucinación.

    Nos fatigábamos bastante poco durante aquella travesía, porque la mayoría del tiempo navegábamos a vela. Nuestra condición en el entrepuente no era más nauseabunda que la de los viajeros corrientes de clase baja en un vagón de domingo y menos peligrosa que la que había soportado en el Amiral-Bragueton. Tuvimos siempre mucha ventilación durante aquel paso del Este al Oeste del Atlántico. La temperatura bajó. En los entrepuentes nadie se quejaba. Nos parecía tan sólo un poco largo. Por mi parte, me había hartado de espectáculos del mar y de la selva para una eternidad.

    Me habría gustado preguntar detalles al capitán sobre los fines y los medios de nuestra navegación, pero desde que me encontraba mejor había dejado de interesarse por mi suerte. Además, yo desatinaba demasiado para una conversación, la verdad. Ya sólo lo veía de lejos, como a un patrón de verdad.

    A bordo, me puse a buscar a Robinson entre los galeotes y en varias ocasiones durante la noche, en pleno silencio, lo llamé en alta voz. No hubo respuesta, salvo algunas injurias y amenazas: la chusma.

    Sin embargo, cuanto más pensaba en los detalles y las circunstancias de mi aventura, más probable me parecía que le hubieran hecho también a él la faena de San Tapeta. Sólo que Robinson debía de remar ahora en otra galera. Los negros de la selva debían de estar todos metidos en el comercio y el chanchullo. A cada cual su turno, era normal. Tienes que vivir y coger para vender las cosas y las personas que no vayas a comer enseguida. La relativa amabilidad de los indígenas hacia mí se explicaba del modo más indecente.

    La Infanta Combitta siguió navegando semanas y más semanas por entre el oleaje atlántico, de mareo en acceso, y después una noche todo se calmó a nuestro alrededor. Yo había dejado de delirar. Estábamos balanceándonos en torno al ancla. El día siguiente, al despertarnos, comprendimos, al abrir los ojos de buey, que acabábamos de llegar a nuestro destino. ¡Era un espectáculo morrocotudo!

    ¡Menuda sorpresa! Por entre la bruma, era tan asombroso lo que descubríamos de pronto, que al principio nos negamos a creerlo, pero luego, cuando nos encontramos a huevo delante de aquello, por muy galeotes que fuéramos, nos entró un cachondeo de la leche, al verlo, vertical ante nosotros...

    Figuraos que estaba de pie, la ciudad aquella, absolutamente vertical. Nueva York es una ciudad de pie. Ya habíamos visto la tira de ciudades, claro está, y bellas, además, y puertos y famosos incluso. Pero en nuestros pagos, verdad, están acostadas, las ciudades, al borde del mar o a la orilla de ríos, se extienden sobre el paisaje, esperan al viajero, mientras que aquélla, la americana, no se despatarraba, no, se mantenía bien estirada, ahí, nada cachonda, estirada como para asustar.

    Conque nos cachondeamos como lelos. Hace gracia, por fuerza, una ciudad construida vertical. Pero sólo podíamos cachondearnos del espectáculo, nosotros, del cuello para arriba, por el frío que en aquel momento venía de alta mar a través de una densa bruma gris y rosa, rápida y penetrante, al asalto de nuestros pantalones y de las grietas de aquella muralla, las calles de la ciudad, donde las nubes se precipitaban también, empujadas por el viento. Nuestra galera dejaba su leve estela justo al ras de la escollera, donde iba a desembocar un agua color caca, que no dejaba de chapotear con una sarta de barquillas y remolcadores ávidos y cornudos.

    Para un pelagatos nunca es cómodo desembarcar en ninguna parte, pero para un galeote es mucho peor aún, sobre todo porque los americanos no aprecian lo más mínimo a los galeotes procedentes de Europa. «Son todos unos anarquistas», dicen. En una palabra, sólo quieren recibir en sus tierras a los curiosos que les aporten parné, porque todos los dineros de Europa son hijos de Dólar.

    Tal vez podría haber intentado, como otros lo habían logrado ya, atravesar el puerto a nado y después, una vez en el muelle, ponerme a gritar: «¡Viva Dólar! ¡Viva Dólar!» Es un buen truco. Mucha gente ha desembarcado de ese modo y después han hecho fortuna. No es seguro, es lo que cuentan sólo. En los sueños ocurren cosas peores. Yo tenía otro plan en la cabeza, además de la fiebre.

    Como había aprendido en la galera a contar bien las pulgas (no sólo a atraparlas, sino también a sumarlas, a restarlas, en una palabra, a hacer estadísticas), oficio delicado, que parece cosa de nada, pero constituye toda una técnica, quería aprovecharlo. Los americanos serán lo que sean, pero en materia de técnica son unos entendidos. Les iba a gustar con locura mi forma de contar las pulgas, estaba seguro por adelantado. No podía fallar, en mi opinión.

    Iba a ir a ofrecerles mis servicios, cuando, de pronto, dieron orden a nuestra galera de ir a pasar cuarentena en una ensenada contigua, al abrigo, a tiro de piedra de un pueblecito reservado, en el fondo de una bahía tranquila, a dos millas al Este de Nueva York.

    Y nos quedamos allí, todos, en observación durante semanas y semanas, hasta el punto de que fuimos adquiriendo hábitos. Así, todas las noches, después del rancho el equipo de aprovisionamiento bajaba del barco para ir al pueblo. Para lograr mis fines tenía que formar parte de aquel equipo.

    Los compañeros sabían perfectamente lo que me proponía, pero a ellos no los tentaba la aventura. «Está loco -decían-, pero no es peligroso.» En la Infanta Combitta no se comía mal, les daban algún palo que otro, pero no demasiados; en una palabra, podía pasar. Era un currelo aceptable. Y, además, ventaja sublime, nunca los echaban de la galera y hasta les había prometido el Rey, para cuando tuvieran sesenta y dos años, un pequeño retiro. Esa perspectiva los hacía felices, así tenían algo con lo que soñar y, encima, el domingo, para sentirse libres, jugaban a votar.

    Durante las semanas en que nos impusieron la cuarentena, gritaban todos juntos como descosidos en el entrepuente, se peleaban y se daban por culo también por turno. Y, en definitiva, lo que les impedía escapar conmigo era sobre todo que no querían ni oír hablar ni saber nada de aquella América, que a mí me apasionaba. Cada cual con sus monstruos y para ellos América era el Coco. Incluso intentaron asquearme por completo. En vano les decía que tenía amigos en aquel país, mi querida Lola entre otros, quien debía de ser muy rica ahora, y, además, el Robinson, seguramente, que debía de haberse hecho una posición en los negocios, no querían dar su brazo a torcer y seguían con su aversión hacia Estados Unidos, su asco, su odio: «Siempre serás un chiflado», me decían. Un día hice como que iba con ellos a la fuente del pueblo y después les dije que no volvía a la galera. ¡Agur!

    Eran buenos chavales, en el fondo, buenos trabajadores y me repitieron una vez más que no lo aprobaban, pero, aun así, me desearon ánimo, suerte y felicidad, pero a su manera. «¡Anda! -me dijeron-. ¡Ve! Pero luego no digas que no te hemos avisado: para ser un piojoso, ¡tienes gustos raros! ¡Estás majareta de la fiebre! ¡Ya volverás de tu América y en un estado peor que el nuestro! ¡Tus gustos van a ser tu perdición! ¿Qué quieres aprender? ¡Ya sabes demasiado para ser lo que eres!»

    En vano les respondía que tenía amigos allí y que me esperaban. Como si hablara en chino.

    «¿Amigos? -decían-. ¿Amigos? Pero, ¡si les importas tres cojones a tus amigos! ¡Hace mucho que te han olvidado, tus amigos!...»
    «Pero, ¡es que quiero ver a los americanos! -les repetía en vano-. Y, además, ¡mujeres como las de aquí no se encuentran en ninguna parte!...»
    «¡No seas chorra y vuelve con nosotros! -me respondían-. ¿No ves que no vale la pena? ¡Te vas a poner más enfermo de lo que estás! ¡Te lo vamos a decir ahora mismo, nosotros, lo que son los americanos! ¡O millonarios o muertos de hambre! ¡No hay término medio! ¡Seguro que no los vas a ver tú, a los millonarios, en el estado en que llegas! Pero con los muertos de hambre, ¡te vas a enterar tú de lo que vale un peine! ¡Descuida! ¡Y en seguidita!...»

    Para que veáis cómo me trataron, los compañeros. Al final, me horripilaban todos, unos frustrados, soplapollas, subhombres. «¡Iros a tomar por culo todos! -fui y les respondí-. ¡Lo que pasa es que os morís de envidia! ¡Ya lo veremos eso de que los americanos me van a dar para el pelo! Pero, ¡lo que es seguro es que todos vosotros tenéis menos cojones que un pajarito!»

    ¡Para que se enteraran! Entonces, ¡me quedé a gusto!

    Como caía la noche, les silbaron desde la galera. Se pusieron otra vez a remar todos a compás, menos uno, yo. Esperé hasta que no se los oyera, pero es que nada, después conté hasta cien y entonces corrí con todas mis fuerzas hasta el pueblo. Era un sitio muy mono, el pueblo, bien iluminado, con casas de madera, que esperaban a que te sirvieses, dispuestas a derecha e izquierda de una capilla, en completo silencio también, sólo que yo era presa de escalofríos, el paludismo y, además, el miedo. Por aquí y por allá, te encontrabas un marino de aquella guarnición, que no parecía apurarse, e incluso niños y luego una niña de lo más musculosa: ¡América! Yo había llegado. Eso es lo que da gusto ver tras tantas aventuras amargas. Te vuelven las ganas de vivir, como al comer fruta. Había ido a parar al único pueblo que no servía para nada. Una pequeña guarnición de familias de marinos lo mantenía en buen estado con todas sus instalaciones para el posible día en que llegara una peste feroz en un barco como el nuestro y amenazase al gran puerto.

    Sería en aquellas instalaciones en las que harían cascar al mayor número posible de extranjeros para que los otros de la ciudad no se contagiaran. Tenían incluso un cementerio muy mono preparado en las cercanías y todo cubierto de flores. Esperaban. Hacía sesenta años que esperaban, no hacían otra cosa que esperar.

    Encontré una pequeña cabaña vacía y me colé en ella y al instante me quedé dormido y desde por la mañana no se veía otra cosa que marineros por las callejuelas, con traje corto, cuadrados y bien plantados, cosa fina, dándole a la escoba y al cubo de agua en torno a mi refugio y por todas las encrucijadas de aquel pueblo teórico. De nada me sirvió aparentar indiferencia, tenía tanta hambre, que, pese a todo, me acerqué a un lugar en que olía a cocina.

    Allí fue donde me descubrieron y arrinconaron entre dos escuadrones decididos a identificarme. En seguida se habló de lanzarme al agua. Cuando me llevaron por el conducto más rápido ante el Director de la Cuarentena, no me llegaba la camisa al cuerpo y, aunque la constante adversidad me había enseñado el desparpajo, me sentía aún demasiado embebido por la fiebre como para arriesgarme a una improvisación brillante. No, me puse a divagar y sin convicción.

    Más valía perder el conocimiento. Eso fue lo que me ocurrió. En su despacho, donde más tarde lo recobré, unas damas vestidas de colores claros habían substituido a los hombres a mi alrededor y me sometieron a un interrogatorio vago y benévolo, con el que me habría contentado de muy buena gana. Pero ninguna indulgencia dura en este mundo y el día siguiente mismo los hombres se pusieron a hablarme de nuevo de la cárcel. Aproveché, por mi parte, para hablarles de pulgas, así, como quien no quiere la cosa... Que si sabía atraparlas... Contarlas... Que si era mi especialidad, y también agrupar esos parásitos en auténticas estadísticas. Veía perfectamente que mis actitudes les interesaban, les hacían poner mala cara, a mis guardianes. Me escuchaban. Pero de eso a creerme iba un trecho largo.

    Por fin, apareció el comandante del puesto en persona. Se llamaba «Surgeon General», lo que no estaría mal de nombre para un pez. Se mostró grosero, pero más decidido que los otros. «¿Cómo dices, muchacho? -me dijo-. ¿Que sabes contar las pulgas? ¡Vaya, vaya!...» Se creía que me iba a confundir con un vacile así. Pero le devolví la pelota recitándole el pequeño alegato que había preparado. «¡Yo creo en el censo de las pulgas! Es un factor de civilización, porque el censo es la base de un material de estadística de los más preciosos... Un país progresista debe conocer el número de sus pulgas, clasificadas por sexos, grupos de edad, años y estaciones...»

    «¡Vamos, vamos! ¡Basta de palabras, joven! -me cortó el Surgeon General-. Antes que tú, ya han venido aquí muchos otros vivales de Europa, que nos han contado patrañas de esa clase, pero, en definitiva, eran unos anarquistas como los otros, peor que los otros... ¡Ya ni siquiera creían en la Anarquía! ¡Basta de fanfarronadas!... Mañana te pondremos a prueba con los emigrantes de ahí enfrente, en la Ellis Island, ¡en el servicio de duchas! El doctor Mischief, mi ayudante, me dirá si mientes. Hace dos meses que el Sr. Mischief me pide un agente "cuentapulgas". ¡Vas a ir con él de prueba! ¡Ya puedes dar media vuelta! Y si nos has engañado, ¡te tiraremos al agua! ¡Media vuelta! ¡Y mucho ojo!»

    Supe dar media vuelta ante aquella autoridad americana, como lo había hecho ante tantas otras autoridades, es decir, presentándole primero la verga y después el trasero, tras haber girado, ágil, en semicírculo, todo ello acompañado del saludo militar.

    Pensé que ese método de las estadísticas debía de ser tan bueno como cualquier otro para acercarme a Nueva York. El día siguiente mismo, Mischief, el médico militar de marras, me puso en pocas palabras al corriente de mi servicio; grueso y amarillento era aquel hombre y miope con avaricia y, además, llevaba enormes gafas ahumadas. Debía de reconocerme por el modo como los animales salvajes reconocen su caza, por el aspecto general, porque lo que es por los detalles era imposible con gafas como las que llevaba.

    Nos entendimos sin problemas en relación con el currelo y creo incluso que, hacia el final de mi período de prueba, Mischief me tenía mucha simpatía. No verse es ya una buena razón para simpatizar y, además, sobre todo mi extraordinaria habilidad para atrapar las pulgas lo seducía. No había otro como yo en todo el puesto, para encerrarlas en cajas, las más rebeldes, las más queratinizadas, las más impacientes; era capaz de seleccionarlas según el sexo sobre el propio emigrante. Era un trabajo estupendo, puedo asegurarlo... Mischief había acabado fiándose por entero de mi destreza.

    Hacia la noche, a fuerza de aplastar pulgas, tenía las uñas del pulgar y del índice magulladas y, sin embargo, no había acabado con mi tarea, ya que me faltaba aún lo más importante, ordenar por columnas los datos de su filiación: pulgas de Polonia, por una parte, de Yugoslavia... de España... Ladillas de Crimea... Sarnas de Perú... Todo lo que viaja, furtivo y picador, sobre la humanidad me pasaba por las uñas. Era, como se ve, una obra a la vez monumental y meticulosa. Las sumas se hacían en Nueva York, en un servicio especial dotado de máquinas eléctricas cuentapulgas. Todos los días, el pequeño remolcador de la Cuarentena atravesaba la ensenada de un extremo a otro para llevar allí nuestras sumas por hacer o por verificar.

    Así pasaron días y días, recobraba un poco la salud, pero, a medida que perdía el delirio y la fiebre en aquella comodidad, recuperé, imperioso, el gusto por la aventura y por nuevas imprudencias. Con 37o todo se vuelve trivial.

    Sin embargo, habría podido quedarme allí, tranquilo, para siempre, bien alimentado con la manduca del puesto, y con tanta mayor razón cuanto que la hija del Dr. Mischief, aún la recuerdo, gloriosa en su decimoquinto año, venía, a partir de las cinco, a jugar al tenis, vestida con faldas cortísimas, ante la ventana de nuestra oficina. En punto a piernas, raras veces he visto nada mejor, todavía un poco masculinas y, sin embargo, ya muy delicadas, una belleza de carne en sazón. Una auténtica provocación a la felicidad, promesas como para gritar de gozo. Los jóvenes alféreces del destacamento no la dejaban ni a sol ni a sombra.

    ¡Los muy bribones no tenían que justificarse como yo con trabajos útiles! Yo no me perdía un detalle de sus manejos en torno a mi idolito. Varias veces al día me hacían palidecer. Acabé diciéndome que por la noche también yo podría pasar tal vez por marino. Acariciaba esas esperanzas, cuando un sábado de la vigésima tercera semana se precipitaron los acontecimientos. El compañero encargado de llevar las estadísticas, un armenio, fue ascendido de improviso a agente cuentapulgas en Alaska para los perros de los prospectores.

    Era un ascenso de primera y, por cierto, que él estaba encantado. En efecto, los perros de Alaska son preciosos. Siempre hacen falta. Los cuidan bien. Mientras que los emigrantes importan tres cojones. Siempre hay demasiados.

    Como en adelante no teníamos a nadie a mano para llevar las sumas a Nueva York, en la oficina no se andaron con remilgos a la hora de nombrarme a mí. Mischief, mi patrón, me estrechó la mano en el momento de partir, al tiempo que me recomendaba portarme muy bien en la ciudad. Fue el último consejo que me dio, aquel hombre honrado, y no volvió a verme nunca, pero es que nunca. En cuanto llegamos al muelle, una tromba de lluvia empezó a caernos encima y después me caló mi fina chaqueta y me empapó también las estadísticas, que fueron deshaciéndoseme poco a poco en la mano. Sin embargo, me guardé unas pocas con tampón bien grande sobresaliendo del bolsillo para tener aspecto, más o menos, de hombre de negocios en la ciudad y, presa del temor y la emoción, me precipité hacia otras aventuras.

    Al alzar la nariz hacia toda aquella muralla, experimenté una especie de vértigo al revés, por las ventanas demasiado numerosas y tan parecidas por todos lados, que daban náuseas.

    Vestido precariamente y aterido, me apresuré hacia la hendidura más sombría que se pudiera descubrir en aquella fachada gigantesca, con la esperanza de que los peatones no me viesen apenas entre ellos. Vergüenza superflua. No tenía nada que temer. En la calle que había elegido, la más estrecha de todas, la verdad, no más ancha que un arroyo de nuestros pagos, y bien mugrienta en el fondo, bien húmeda, llena de tinieblas, caminaban ya tantos otros, pequeños y grandes, que me llevaron consigo como una sombra. Subían como yo a la ciudad, hacia el currelo seguramente, con la nariz gacha. Eran los pobres de todas partes.

    Como si supiera adonde iba, hice como que elegía otra vez y cambié de camino, seguí a mi derecha otra calle, mejor iluminada, Broadway se llamaba. El nombre lo leí en una placa. Muy por encima de los últimos pisos, arriba, estaba la luz del día junto con gaviotas y pedazos de cielo. Nosotros avanzábamos en la luz de abajo, enferma como la de la selva y tan gris, que la calle estaba llena de ella, como un gran amasijo de algodón sucio. Era como una herida triste, la calle, que no acababa nunca, con nosotros al fondo, de un lado al otro, de una pena a otra, hacia el extremo fin, que no se ve nunca, el fin de todas las calles del mundo.

    No pasaban coches, sólo gente y más gente todavía.

    Era el barrio precioso, me explicaron más adelante, el barrio del oro: Manhattan. Sólo se entra a pie, como a la iglesia. Es el corazón mismo, en Banco, del mundo de hoy. Sin embargo, hay quienes escupen al suelo al pasar. Hay que ser atrevido.

    Es un barrio lleno de oro, un auténtico milagro, y hasta se puede oír el milagro, a través de las puertas, con el ruido de dólares estrujados, el siempre tan ligero, el Dólar, auténtico Espíritu Santo, más precioso que la sangre.

    De todos modos, tuve tiempo de ir a verlos e incluso hablarles, a aquellos empleados que guardaban la liquidez. Son tristes y están mal pagados.

    Cuando los fieles entran en su Banco, no hay que creer que puedan servirse así como así, a capricho. En absoluto. Hablan a Dólar susurrándole cosas a través de una rejilla, se confiesan, vamos. Poco ruido, luces indirectas, una ventanilla minúscula entre altos arcos y se acabó. No se tragan la Hostia. Se la ponen sobre el corazón. No podía quedarme largo rato admirándolos. Tenía que seguir a la gente de la calle entre las paredes de sombra lisa.

    De repente, se ensanchó nuestra calle como una grieta que acabara en un estanque de luz. Nos encontramos ante un gran charco de claridad verdosa entre monstruos y monstruos de casas. En el centro de aquel claro, un pabellón de aire campestre y rodeado de infelices céspedes.

    Pregunté a varios vecinos de la muchedumbre qué era aquel edificio que se veía, pero la mayoría fingieron no oírme. No tenían tiempo que perder. Un jovencito que pasaba muy cerca tuvo la gentileza de decirme que era la Alcaldía, antiguo monumento de la época colonial, según añadió, lo único histórico que había... que habían dejado allí... El perímetro de aquel oasis formaba una plaza, con bancos y hasta se estaba muy bien para contemplar la Alcaldía, sentado. No había casi ninguna otra cosa que ver en el momento en que llegué.

    Esperé una buena media hora en el mismo sitio y, después, de aquella penumbra, de aquella muchedumbre en marcha, discontinua, taciturna, surgió hacia mediodía, innegable, una brusca avalancha de mujeres absolutamente bellas.

    ¡Qué descubrimiento! ¡Qué América! ¡Qué arrobamiento! ¡Recuerdo de Lola! ¡Su ejemplo no me había engañado! Era cierto.

    Llegaba al centro de mi peregrinaje. Y, si no hubiera sufrido al mismo tiempo las continuas punzadas del hambre, me habría creído en uno de esos momentos de revelación estética sobrenatural. Las bellezas que descubría, incesantes, con un poco de confianza y comodidad me habrían arrebatado a mi condición trivialmente humana. En una palabra, sólo me faltaba un bocadillo para creerme en pleno milagro. Pero, ¡cómo sentía la falta de ese bocadillo!

    Sin embargo, ¡qué gracia de movimientos! ¡Qué increíble delicadeza! ¡Qué hallazgos de armonía! ¡Matices peligrosos! ¡Todas las tentaciones más logradas! ¡Todas las promesas posibles del rostro y del cuerpo entre tantas rubias! ¡Y unas morenas! ¡Y qué Ticianos! ¡Y más que se acercaban! ¿Será, pensé, Grecia que renace? ¡Llegaba en el momento oportuno!

    Me parecieron tanto más divinas, aquellas apariciones, cuanto que no parecían advertir lo más mínimo que yo existiera, allí, al lado, en aquel banco, completamente lelo, babeante de admiración erótico-mística, de quinina y también de hambre, hay que reconocerlo. Si fuera posible salir de la propia piel, yo habría salido en aquel preciso momento, de una vez por todas. Ya nada me retenía.

    Podían transportarme, sublimarme, aquellas modistillas inverosímiles, bastaba con que hicieran un gesto, con que dijesen una palabra y pasaría al instante y por entero al mundo del ensueño, pero seguramente tenían otras misiones que cumplir.

    Una hora, dos horas pasé así, presa de la estupefacción. Ya no esperaba nada más.

    No hay que olvidar las tripas. ¿Habéis visto la broma que gastan, por nuestros pagos, en el campo a los vagabundos? Les llenan un monedero viejo con las tripas podridas de un pollo. Bueno, pues, un hombre, os lo digo yo, es exactamente igual, sólo que más grande, móvil y voraz y con un sueño dentro.

    Había que pensar en las cosas serias, no empezar a gastar en seguida mi pequeña reserva de dinero. No tenía mucho. Ni siquiera me atrevía a contarlo. Por lo demás, no habría podido, veía doble. Me limitaba a palparlos, escasos y tímidos, los billetes, a través de la ropa, en el bolsillo, al alcance de la mano, junto con las estadísticas para el paripé.

    También pasaban por allí hombres, jóvenes sobre todo, con cabezas como de palo de rosa, miradas secas y monótonas, mandíbulas nada corrientes, tan grandes, tan bastas... En fin, seguramente así es como sus mujeres las prefieren, las mandíbulas. Los sexos parecían ir cada uno por su lado en la calle. Las mujeres, por su parte, sólo miraban los escaparates de las tiendas, del todo acaparadas por el atractivo de los bolsos, los chales, las cositas de seda, expuestas, pocas a la vez, en cada vitrina, pero de forma precisa, categórica. No aparecían muchos viejos en aquella multitud. Pocas parejas también. A nadie parecía extrañar que yo me quedara allí, solo, parado durante horas, en aquel banco, mirando pasar a todo el mundo. No obstante, en determinado momento, el policeman del centro de la calzada, colocado ahí como un tintero, empezó a sospechar que yo tenía proyectos chungos. Era evidente.

    Dondequiera que estés, en cuanto llamas la atención de las autoridades, lo mejor es desaparecer y a toda velocidad. Nada de explicaciones. ¡Al agujero!, me dije.

    A la derecha de mi banco se abría precisamente un agujero, amplio, en plena acera, del estilo del metro en nuestros pagos. Aquel agujero me pareció propicio, vasto como era, con una escalera dentro toda ella de mármol rosa. Ya había visto a mucha gente de la calle desaparecer en él y después volver a salir. En aquel subterráneo iban a hacer sus necesidades. Me di cuenta en seguida. De mármol también la sala donde se producía la escena. Una especie de piscina, pero vacía, una piscina infecta, ocupada sólo por una luz filtrada, mortecina, que iba a dar allí, sobre los hombres desabrochados en medio de sus olores y rojos como tomates con el esfuerzo de soltar sus porquerías delante de todo el mundo, con ruidos bárbaros.

    Entre hombres, así, a la pata la llana, ante las risas de todos los que había alrededor, acompañados por las expresiones de aliento que se dirigían, como en el fútbol. Primero se quitaban la chaqueta, al llegar, como para hacer un ejercicio de fuerza. En una palabra, se ponían el uniforme, era el rito.

    Y después, bien despechugados, soltando eructos y cosas peores, gesticulando como en el patio de un manicomio, se instalaban en la caverna fecal. Los recién llegados debían responder a mil bromas asquerosas mientras bajaban los escalones de la calle, pero, aun así, parecían encantados, todos.

    Así como arriba, en la acera, mantenían una actitud decorosa, los hombres, y estricta y triste incluso, así también la perspectiva de tener que vaciar las tripas en compañía tumultuosa parecía liberarlos y regocijarlos íntimamente.

    Las puertas de los retretes, cubiertas de garabatos, colgaban, arrancadas de los goznes. Se pasaba de una a otra celda para charlar un poco; los que esperaban a encontrar un sitio libre fumaban puros enormes, al tiempo que daban palmaditas en el hombro al ocupante, en plena faena éste, obstinado, con la cara crispada y cubierta con las manos. Muchos gemían con ganas, como los heridos y las parturientas. A los estreñidos los amenazaban con torturas ingeniosas.

    Cuando el sonido de una cadena anunciaba una vacante, redoblaban los clamores en torno al alvéolo libre, cuya posesión se jugaban muchas veces a cara o cruz. Los periódicos, nada más leídos, pese a ser espesos como cojines, eran deshojados al instante por aquella jauría de trabajadores rectales. El humo no dejaba ver las caras. Yo no me atrevía a acercarme demasiado a ellos por sus olores.

    Aquel contraste parecía a propósito para desconcertar a un extranjero. Todo aquel despechugamiento íntimo, aquella tremenda familiaridad intestinal, ¡y en la calle una discreción tan perfecta! Yo no salía de mi asombro.

    Volví a subir a la luz por las mismas escaleras para descansar en el mismo banco. Repentino desenfreno de digestiones y vulgaridad. Descubrimiento del alegre comunismo de la caca., Dejaba por separado los aspectos tan desconcertantes de la misma aventura. No tenía fuerzas para analizarlos ni realizar su síntesis. Lo que deseaba, imperiosamente, era dormir. ¡Delicioso y raro frenesí!

    Conque volví a seguir a la fila de peatones que se adentraban en una de las calles adyacentes y avanzamos a trompicones por culpa de las tiendas, cada uno de cuyos escaparates fragmentaba la multitud. La puerta de un hotel se abría ahí y creaba un gran remolino. La gente salía despedida a la acera por la vasta puerta giratoria y yo me vi engullido en sentido inverso hasta el gran vestíbulo del interior.

    Asombroso, antes que nada... Había que adivinarlo todo, imaginar la majestuosidad del edificio, la amplitud de sus proporciones, porque todo sucedía en torno a bombillas tan veladas, que tardabas un tiempo en acostumbrarte.

    Muchas mujeres jóvenes en aquella penumbra, hundidas en sillones profundos, como en estuches. Alrededor hombres atentos, pasando y volviendo a pasar, en silencio, a cierta distancia de ellas, curiosos y tímidos, a lo largo de la hilera de piernas cruzadas a magníficas alturas de seda. Me parecían, aquellas maravillosas, esperar allí acontecimientos muy graves y costosos. Evidentemente, no estaban pensando en mí. Así, pues, pasé, a mi vez, ante aquella larga tentación palpable, del modo más furtivo.

    Como eran al menos un centenar, aquellas prestigiosas remangadas, dispuestas en una línea única de sillones, llegué a la recepción tan perplejo, tras haber absorbido una ración de belleza tan fuerte para mi temperamento, que iba tambaleándome.

    En el mostrador, un dependiente engomado me ofreció con violencia una habitación. Me decidí por la más pequeña del hotel. En aquel momento debía de poseer unos cincuenta dólares, casi ninguna idea y ni la menor confianza.

    Esperaba que fuera de verdad la habitación más pequeña de América la que me ofreciese el empleado, pues su hotel, el Laugh Calvin, se anunciaba como el mejor surtido entre los más suntuosos del continente.

    Por encima de mí, ¡qué infinito de locales amueblados! Y muy cerca, en aquellos sillones, ¡qué tentación de violaciones en serie! ¡Qué abismos! ¡Qué peligros! Entonces, ¿el suplicio estético del pobre es interminable? ¿Más tenaz aún que su hambre? Pero no tuve tiempo de sucumbir; los de la recepción se habían apresurado a entregarme una llave, que me pesaba en la mano. No me atrevía a moverme.

    Un chaval avispado, vestido como un general de brigada muy joven, surgió de la sombra ante mis ojos, imperativo comandante. El lustroso empleado de la recepción pulsó tres veces el timbre metálico y mi chaval se puso a silbar. Me despedían. Era la señal de partida. Nos largamos.

    Primero, por un pasillo, a buen paso, íbamos negros y decididos como un metro. Él conducía, el muchacho. Otra esquina, una vuelta y luego otra. Perdiendo el culo. Curvamos un poco nuestra trayectoria. Y pasamos. Ahí estaba el ascensor. Aspirados. ¿Ya estábamos? No. Otro pasillo. Más sombrío aún, ébano mural, me pareció, en todas las paredes. No tuve tiempo de examinarlo. El chaval silbaba, cargaba con mi ligera maleta. Yo no me atrevía a preguntarle nada. Había que avanzar, me daba cuenta perfectamente. En las tinieblas, aquí y allá, a nuestro paso, una bombilla roja y verde propagaba una orden. Largos trozos de oro señalaban las puertas. Hacía rato que habíamos pasado los números 1800 y después los 3000 y, sin embargo, seguíamos arrebatados por el mismo destino nuestro invencible. Seguía, el pequeño cazador con galones, al innominado en la sombra, como a su propio instinto. Nada en aquel antro parecía cogerlo desprevenido. Su silbido modulaba un tono lastimero, cuando nos cruzábamos con un negro, una camarera, negra también. Y nada más.

    Con el esfuerzo por acelerar, yo había perdido a lo largo de aquellos pasillos uniformes el poco aplomo que me quedaba al escapar de la Cuarentena. Me iba deshilachando como había visto hacerlo a mi choza con el viento de África entre los diluvios de agua tibia. Allí era presa, por mi parte, de un torrente de sensaciones desconocidas. Llega un momento, entre dos tipos de humanidad, en que te ves debatiéndote en el vacío.

    De repente, el chaval, sin avisar, giró. Acabábamos de llegar. Me di de bruces contra una puerta; era mi habitación, una gran caja con paredes de ébano. Sólo encima de la mesa un poco de luz rodeaba una lámpara tímida y verdosa. El director del hotel Laugh Calvin avisaba al viajero que podía contar con su amistad y que se encargaría, él personalmente, de hacer grata la estancia del viajero en Nueva York. La lectura de aquel anuncio, colocado en lugar bien visible, debió de contribuir aún más, de ser posible, a mi marasmo.

    Una vez solo, fue mucho peor. Toda aquella América venía a inquietarme, a hacerme preguntas tremendas y a inspirarme de nuevo malos presentimientos, allí mismo, en aquella habitación.

    Sobre la cama, ansioso, intentaba familiarizarme, para empezar, con la penumbra de aquel recinto. Las murallas temblaban con un estruendo periódico por el lado de mi ventana. El paso del metro elevado. Se abalanzaba enfrente, entre dos calles, como un obús, lleno de carnes trémulas y picadas; pasaba a tirones por la lunática ciudad, de barrio en barrio. Se lo veía allá ir a lanzarse con el armazón estremecido justo por encima de un torrente de largueros, cuyo eco retumbaba aún muy atrás, de una muralla a otra, cuando había pasado a cien por hora. La hora de la cena me sorprendió durante aquella postración y la de ir a la cama también.

    Había sido el metro, sobre todo, lo que me había dejado atontado. Al otro lado del patio, que parecía un pozo, la pared se iluminó con una habitación, luego dos, y después decenas. En algunas de ellas distinguía lo que pasaba. Eran parejas que se acostaban. Parecían tan decaídos como por nuestros pagos, los americanos, tras las horas verticales. Las mujeres tenían los muslos muy llenos y muy pálidos, al menos las que pude ver bien. La mayoría de los hombres se afeitaban, al tiempo que fumaban un puro, antes de acostarse.

    En la cama se quitaban las gafas primero y después la dentadura postiza, que metían en un vaso, y dejaban todo a la vista. No parecían hablarse entre sí, entre sexos, exactamente como en la calle. Parecían animales grandes y muy dóciles, muy acostumbrados a aburrirse. Sólo vi, en total, a dos parejas que se hicieran, a la luz, las cosas que yo me esperaba y sin la menor violencia, por cierto. Las otras mujeres, por su parte, comían caramelos en la cama en espera de que el marido acabara de asearse. Y después todo el mundo apagó.

    Es triste el espectáculo de la gente al acostarse; se ve claro que les importa tres cojones cómo vayan las cosas, se ve claro que no intentan comprender, ésos, el porqué de que estemos aquí. Les trae sin cuidado. Duermen de cualquier manera, son unos calzonazos, unos zopencos, sin susceptibilidad, americanos o no. Siempre tienen la conciencia tranquila.

    Yo había visto demasiadas cosas poco claras como para estar contento. Sabía demasiado y no suficiente. Hay que salir, me dije, volver a salir. Tal vez lo encuentres, a Robinson. Era una idea idiota, evidentemente, pero recurría a ella para tener un pretexto a fin de salir otra vez, tanto más cuanto que en vano daba vueltas y más vueltas sobre aquella piltra tan pequeña, no lograba pegar ojo ni un instante. Ni siquiera masturbándote, en casos así, experimentas consuelo ni distracción. Conque te entra una desesperación que para qué.

    Lo peor es que te preguntas de dónde vas a sacar bastantes fuerzas la mañana siguiente para seguir haciendo lo que has hecho la víspera y desde hace ya tanto tiempo, de dónde vas a sacar fuerzas para ese trajinar absurdo, para esos mil proyectos que nunca salen bien, esos intentos por salir de la necesidad agobiante, intentos siempre abortados, y todo ello para acabar convenciéndote una vez más de que el destino es invencible, de que hay que volver a caer al pie de la muralla, todas las noches, con la angustia del día siguiente, cada vez más precario, más sórdido.

    Es la edad también que se acerca tal vez, traidora, y nos amenaza con lo peor. Ya no nos queda demasiada música dentro para hacer bailar a la vida: ahí está. Toda la juventud ha ido a morir al fin del mundo en el silencio de la verdad. ¿Y adonde ir, fuera, decidme, cuando no llevas contigo la suma suficiente de delirio? La verdad es una agonía ya interminable. La verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir. Yo nunca me he podido matar.

    Conque lo mejor era salir a la calle, pequeño suicidio. Cada cual tiene sus modestos dones, su método para conquistar el sueño y jalar. Tenía que dormir para recuperar fuerzas suficientes a fin de ganarme el cocido el día siguiente. Recuperar la energía suficiente para encontrar un currelo mañana y atravesar en seguida, entretanto, el obscuro túnel del sueño. No hay que creer que sea fácil dormirse, una vez que se ha puesto uno a dudar de todo, por tantos miedos sobre todo como te han hecho sentir.

    Me vestí y mal que bien llegué al ascensor, pero un poco atontado. Tuve que volver a pasar en el vestíbulo ante otras hileras, otros enigmas arrebatadores de piernas tan tentadoras, de caras tan delicadas y severas. Diosas, en una palabra, diosas busconas. Habríamos podido intentar llegar a un acuerdo. Pero temía que me detuvieran. Complicaciones. Casi todos los deseos del pobre están castigados con la cárcel. Y volví a engolfarme en la calle. No era la misma multitud de antes. Ésta manifestaba un poco más de audacia, en su aborregamiento por las aceras, como si hubiese llegado, aquella multitud, a un país menos árido, el de la distracción, el país de la noche.

    Avanzaba la gente hacia las luces colgadas en la noche y a lo lejos, serpiente agitada y multicolor. De todas las calles de los alrededores afluía. Forma un buen montón de dólares, pensé, una multitud así, ¡sólo en pañuelos, por ejemplo, o en medias de seda! ¡E incluso en pitillos sólo! ¡Y pensar que, aunque te pasees en medio de todo ese dinero, no consigues ni un céntimo más, ni para ir a comer siquiera! Es desesperante, cuando lo piensas, lo defendidos que van los hombres, unos de otros, como casas.

    También yo fui callejeando hasta las luces, un cine y después otro y luego otro al lado y así toda la calle arriba. Perdíamos grandes pedazos de multitud delante de cada uno de ellos. Elegí uno en cuyas fotos había mujeres en combinación, ¡y qué muslos, amigos! ¡Firmes! ¡Amplios! ¡Precisos! Y, además, cabecitas muy monas por encima, como dibujadas en contraste, delicadas, frágiles, a lápiz, sin retoques, perfectas, ni un descuido, ni una mancha de tinta, perfectas, repito, monas pero firmes y concisas al mismo tiempo. Todo lo más peligroso que la vida puede desarrollar, auténticas imprudencias de belleza, esas indiscreciones sobre las divinas y profundas armonías posibles.

    Se estaba bien, en aquel cine, cómodo y cálido. Órganos voluminosos de lo más tierno, como en una basílica, pero con calefacción, órganos como muslos. Ni un momento perdido. Te sumerges de lleno en el perdón tibio. Habría bastado con dejarse llevar para pensar que el mundo acababa tal vez de convertirse por fin a la indulgencia. Ya casi estabas en ella.

    Entonces los sueños suben en la noche para ir a abrasarse en el espejismo de la luz en movimiento. No está del todo vivo lo que sucede en las pantallas, queda dentro un gran espacio confuso, para los pobres, para los sueños y para los muertos. Tienes que atiborrarte rápido de sueños para atravesar la vida que te aguarda fuera, a la salida del cine, resistir unos días más esa atrocidad de cosas y hombres. Eliges, de entre los sueños, los que más te reaniman el alma. Para mí, eran, lo confieso, los de cochinadas. No hay que ser orgulloso, le sacas, a un milagro, lo que puedes retener. Una rubia con unos chucháis y una nuca inolvidables creyó oportuno venir a romper el silencio de la pantalla con una canción sobre su soledad. Habría sido capaz de llorar con ella.

    ¡Eso es lo bueno! ¡Qué ánimos te da! El valor, lo sentía ya, me iba a durar dos días por lo menos. No esperé siquiera a que volviesen a iluminar la sala. Estaba listo para todas las resoluciones del sueño, ahora que había absorbido un poco de ese admirable delirio del alma.

    De regreso al Laugh Calvin, el portero, pese a haberlo saludado yo, no se dignó darme las buenas noches, como los de nuestros pagos, pero ahora me la sudaba su desprecio. Una vida interior intensa se basta a sí misma y podría fundir veinte años de hielo. Eso es.

    En mi habitación, apenas había cerrado los ojos, cuan.-do la rubia del cine vino a cantarme de nuevo y al instante, para mí solo ahora, toda la melodía de su angustia. Yo la ayudaba, por así decir, a dormirme y lo conseguí bastante bien... Ya no estaba del todo solo... Es imposible dormir solo...

    Para alimentarte económicamente en América, puedes ir a comprarte un panecillo caliente con una salchicha dentro; es cómodo, se vende en las esquinas y es baratito. Comer en el barrio de los pobres no me importaba en absoluto, la verdad, pero no volver a encontrar nunca a aquellas hermosas criaturas para ricos, eso sí que resultaba muy duro. En ese caso ya no vale la pena jalar siquiera.

    En el Laugh Calvin aún podía, por aquellas alfombras espesas, parecer que buscaba a alguien entre las bellísimas mujeres de la entrada, envalentonarme poco a poco en su equívoco ambiente. Al pensar en eso, me confesé que habían tenido razón, los de la Infanta Combitta, ahora me daba cuenta, con la experiencia: para ser un pelagatos yo no tenía gustos serios. Habían hecho bien, los compañeros de la galera, al meterse conmigo. Sin embargo, seguí sin recuperar el valor. Volvía a tomar dosis y más dosis de cine, aquí y allá, pero apenas bastaban para recuperar el ánimo necesario con que dar un paseo o dos. Nada más. En África, había conocido, desde luego, un tipo de soledad bastante brutal, pero el aislamiento en aquel hormiguero americano cobraba un cariz más abrumador aún.

    Siempre había temido estar casi vacío, no tener, en una palabra, razón seria alguna para existir. Ahora, ante la evidencia de los hechos, estaba bien convencido de mi nulidad personal. En aquel medio demasiado diferente de aquel en que tenía mezquinas costumbres, me había como disuelto al instante. Me sentía muy próximo a dejar de existir, pura y simplemente. Así, ahora lo descubría, en cuanto habían dejado de hablarme de las cosas familiares, ya nada me impedía hundirme en una especie de hastío irresistible, en una forma de catástrofe dulzona y espantosa. Una asquerosidad.

    La víspera de dejar mi último dólar en aquella aventura, seguía hastiado y tan profundamente, que me negaba incluso a examinar las necesidades más urgentes. Somos, por naturaleza, tan fútiles, que sólo las distracciones pueden impedirnos de verdad morir. Yo, por mi parte, me aferraba al cine con un fervor desesperado.

    Al salir de las tinieblas delirantes de mi hotel, probaba aún a hacer algunas excursiones por las calles principales de los alrededores, carnaval insípido de casas vertiginosas. Mi hastío se agravaba ante aquellas extensiones de fachadas, aquella monotonía llena de adoquines, ladrillos y bovedillas y comercio y más comercio, chancro del mundo, que prorrumpía en anuncios prometedores y pustulentos. Cien mil mentiras meningíticas.

    Por el lado del río, recorrí otras callejuelas y más callejuelas, cuyas dimensiones se volvían más corrientes, es decir, que se habría podido, por ejemplo, desde la acera en que me encontraba, romper todos los cristales de un mismo inmueble de enfrente.

    Los tufos de una fritura continua llenaban aquellos barrios, las tiendas ya no montaban los escaparates, por los robos. Todo me recordaba los alrededores de mi hospital en Villejuif, hasta los niños de grandes rodillas patizambas por las aceras y también los organillos. Con gusto me habría quedado con ellos, pero tampoco me habrían alimentado, los pobres, y los habría visto a todos todo el tiempo y su tremenda miseria me daba miedo. Conque, al final, volví hacia la ciudad alta. «¡Serás cabrón! –me decía entonces-. ¡La verdad es que no tienes perdón de Dios!» Tenemos que resignarnos a conocernos cada día un poco mejor, ya que nos falta el valor para acabar con nuestros propios lloriqueos de una vez por todas.

    Un tranvía pasaba por la orilla del Hudson hacia el centro de la ciudad, un vehículo viejo que temblaba con todas sus ruedas y su armazón inquieto. Tardaba una buena hora en hacer su recorrido. Sus viajeros se sometían con paciencia a un complicado rito de pago mediante una especie de molinillo de café para monedas colocado a la entrada del vagón. El revisor los miraba pagar, vestido como uno de los nuestros, con uniforme de «miliciano balcánico prisionero».

    Por fin llegábamos, molidos; volvía a pasar, al regreso de aquellas excursiones populistas, ante la inagotable y doble hilera de las bellezas de mi vestíbulo tantálico y volvía a pasar otra vez y siempre pensativo y deseoso.

    Mi indigencia era tal, que ya no me atrevía a hurgarme en los bolsillos para cerciorarme. ¡Con tal de que Lola no hubiera decidido ausentarse en aquel momento!, pensaba... Pero, antes que nada, ¿querría recibirme? ¿Le daría un sablazo de cincuenta o de cien dólares, para empezar?... Vacilaba, sentía que no iba a tener todo el valor, salvo si comía y dormía bien, por una vez. Y después, si me salía bien aquella primera entrevista para el sablazo, me pondría al instante a buscar a Robinson, es decir, en cuanto hubiese recuperado suficientes fuerzas. ¡No era un tipo de mi estilo, él, Robinson! ¡Era un decidido, él, al menos! ¡Un bravo! ¡Ah, qué de trucos y triquiñuelas sobre América debía de conocer! Tal vez dispusiera de un medio para adquirir esa certidumbre, esa tranquilidad que tanta falta me hacían a mí...

    Si también él había desembarcado de una galera como me imaginaba y había pisado aquella orilla mucho antes que yo, ¡seguro que ahora ya se habría hecho una situación en América! ¡La impasible agitación de aquellos chiflados no debía de afectarlo, a él! Tal vez yo también, pensándolo mejor, habría podido encontrar un empleo en una de aquellas oficinas, cuyos resplandecientes rótulos leía desde fuera... Pero la idea de tener que penetrar en una de aquellas casas me espantaba y me vencía la timidez. Mi hotel me bastaba. Tumba gigantesca y odiosamente animada.

    ¿Sería tal vez que a los habituados no les causaban el mismo efecto que a mí aquellos amontonamientos de materia y alvéolos comerciales? ¿Aquellas organizaciones de largueros hasta el infinito? Para ellos tal vez fuese la seguridad todo aquel diluvio en suspenso, mientras que para mí no era sino un sistema abominable de coacciones, en forma de ladrillos, pasillos, cerrojos, ventanillas, una tortura arquitectónica gigantesca, inexpiable.

    Filosofar no es sino otra forma de tener miedo y no conduce sino a simulacros cobardes.

    Como ya sólo me quedaban tres dólares en el bolsillo, fui a verlos agitarse en la palma de mi mano, mis dólares, a la luz de los anuncios de Times Square, placita asombrosa donde la publicidad salpica por encima de la multitud ocupada en elegir un cine. Me busqué un restaurante muy económico y acabé en uno de esos refectorios públicos racionalizados donde el servicio se reduce al mínimo y el rito alimentario está simplificado a la medida exacta de la necesidad natural.

    En la entrada misma te ponen una bandeja en la mano y vas a ocupar tu sitio en la fila. A esperar. Vecinas muy agradables, candidatas a la cena como yo, no me decían ni pío... Debe de causar una sensación extraña, pensaba, poder permitirse abordar así a una de esas señoritas de nariz precisa y linda. «Señorita -le dirías-, soy rico, muy rico... dígame a qué podría invitarla...»

    Entonces todo se vuelve sencillo al instante, divinamente, todo lo que era tan complicado un momento antes... Todo se transforma y el mundo tremendamente hostil rueda al instante a tus pies en forma de bola hipócrita, dócil y aterciopelada. Tal vez entonces pierdas al mismo tiempo la agotadora costumbre de pensar en los triunfadores, en las fortunas felices, ya que puedes tocar con los dedos todo eso. La vida de la gente sin medios no es sino un largo rechazo en un largo delirio y sólo se conoce de verdad, sólo se supera de verdad, lo que se posee. Yo, por mi parte, tenía, a fuerza de coger y dejar sueños, la conciencia a merced de las corrientes de aire, toda hendida por mil grietas y trastornada de modo repugnante.

    Entretanto, no me atrevía a iniciar con aquellas jóvenes del restaurante la más anodina conversación. Sostenía, discreto y silencioso, mi bandeja. Cuando me llegó el turno de pasar ante las fuentes de loza llenas de salchichas y alubias, tomé todo lo que daban. Aquel refectorio estaba tan limpio, tan bien iluminado, que te sentías como transportado a la superficie de su mosaico, cual mosca sobre leche.

    Las dependientas, estilo enfermeras, se encontraban tras las pastas, el arroz, la compota. Cada una con su especialidad. Me atiborré con lo que distribuían las más amables. Por desgracia, no dirigían sonrisas a los clientes. En cuanto te servían, tenías que ir a sentarte a la chita callando y dejar el sitio a otro. Andabas a pasitos cortos con tu bandeja en equilibrio como por una sala de operaciones. Era un cambio respecto a mi Laugh Calvin y mi cuartito ébano con ribetes de oro.

    Pero si nos inundaban así, a los clientes, con tal profusión de luz, si nos arrancaban por un momento de la noche habitual a nuestra condición, era porque formaba parte de un plan. Alguna idea del propietario. Yo desconfiaba. Causa un efecto muy raro, después de tantos días de sombra, verse bañado de una vez en torrentes de iluminación. A mí aquello me producía una especie de pequeño delirio suplementario. No necesitaba mucho, la verdad.

    Bajo la mesita que me había correspondido, de lava inmaculada, no conseguía esconder los pies; me desbordaban por todos lados. Me habría gustado que estuvieran en otra parte, mis pies, de momento, porque desde el otro lado del escaparate éramos observados por la gente de la fila que acabábamos de abandonar en la calle. Esperaban a que hubiésemos acabado, nosotros, de jalar, para venir a instalarse, a su vez. Precisamente para ese fin y para mantenerlos con apetito era para lo que nosotros nos encontrábamos tan bien iluminados y Resaltados, a título de publicidad gratuita. Las fresas de mi pastel estaban acaparadas por tantos reflejos centelleantes, que no podía decidirme a comérmelas. No hay modo de escapar al comercio americano.

    No obstante, pese al deslumbramiento de aquellas ascuas y a aquella sujeción, advertí las idas y venidas por nuestros alrededores inmediatos de una camarera muy amable y decidí no perderme ni uno de sus lindos gestos.

    Cuando me llegó el turno de que me cambiara el cubierto, tomé buena nota de la forma imprevista de sus ojos, cuyo ángulo externo era mucho más agudo, ascendiente, que los de las mujeres de nuestros pagos. Los párpados ondulaban también muy ligeramente hacia la ceja por el lado de las sienes. Crueldad, en una palabra, pero justo la necesaria, una crueldad que se puede besar, amargura insidiosa como la de los vinos del Rhin, agradable a nuestro pesar.

    Cuando estuvo cerca de mí, me puse a hacerle señitas de inteligencia, por así decir, a la camarera, como si la reconociese. Ella me examinó sin la menor complacencia, como un animal, si bien con curiosidad. «Ésta es -me dije- la primera americana que, mira por dónde, se ve obligada a mirarme.»

    Tras haber acabado la tarta luminosa, no me quedó más remedio que dejar el sitio a otro. Entonces, titubeando un poco, en lugar de seguir el camino bien indicado que conducía, derecho, a la salida, me armé de audacia y, dejando de lado al hombre de la caja que nos esperaba a todos con nuestro parné, me dirigí hacia ella, la rubia, con lo que me destacaba, totalmente insólito, entre los raudales de luz disciplinada.

    Las veinticinco dependientas, en su puesto tras las cosas de comer, me hicieron señas, todas al mismo tiempo, de que me equivocaba de camino, me desviaba. Advertí una gran agitación de formas en la vitrina de la gente que esperaba y los que debían ponerse a jalar detrás de mí vacilaron a la hora de sentarse. Acababa de romper el orden de cosas. Todo el mundo a mi alrededor estaba profundamente asombrado: «¡Debe de ser otro extranjero!», decían.

    Pero yo tenía mi idea, buena o mala, y no quería soltar a la bella que me había servido. Me había mirado, la monina, conque peor para ella. ¡Estaba harto de estar solo! ¡Basta de sueños! ¡Simpatía! ¡Contacto! «Señorita, me conoce usted muy poco, pero yo la amo, ¿quiere usted casarse conmigo?...» De este modo, el más honrado, me dirigí a ella.

    Su respuesta no me llegó nunca, pues un guarda gigante, vestido por completo de blanco también, apareció en aquel preciso instante y me empujó hacia fuera, exacta, sencillamente, sin injurias ni brutalidad, hacia la noche, como a un perro que acaba de desmandarse.

    Todo aquello se desarrollaba con normalidad, yo no tenía nada que decir.

    Volví hacia el Laugh Calvin.

    En mi habitación los mismos fragores de siempre venían a estrellarse con su eco, a trombas, primero el estruendo del metro, que parecía lanzarse sobre nosotros desde muy lejos, llevándose, cada vez que pasaba, todos sus acueductos para romper la ciudad con ellos, y después, en los intervalos, llamadas incoherentes de los mecanismos de allá abajo, que subían de la calle y, además, ese rumor difuso de la multitud agitada, vacilante, fastidiosa siempre, siempre marchándose y vacilando otra vez y volviendo. La gran mermelada de los hombres en la ciudad.

    Desde donde yo estaba, allí arriba, se les podía gritar todo lo que se quisiera. Lo intenté. Me daban asco todos. No tenía descaro para decírselo de día, cuando los tenía delante, pero desde donde estaba no corría ningún riesgo; les grité: «¡Socorro! ¡Socorro!», sólo para ver si reaccionaban. Ni lo más mínimo. Empujaban la vida y la noche y el día delante de ellos, los hombres. La vida esconde todo a los hombres. En su propio ruido no oyen nada. Se la suda. Y cuanto mayor y más alta es la ciudad, más se la suda. Os lo digo yo, que lo he intentado. No vale la pena.

    Fue sólo por razones crematísticas, si bien de lo más urgentes e imperiosas, por lo que me puse a buscar a Lola. De no haber sido por esa lastimosa necesidad, ¡menudo si la habría dejado envejecer y desaparecer sin volver a verla nunca, a aquella puta! Al fin y al cabo, conmigo, no me cabía la menor duda, pensándolo bien, se había comportado del modo más descarado y asqueroso.

    El egoísmo de las personas que han tenido algo que ver en tu vida, cuando lo piensas, pasados los años, resulta innegable, tal como fue, es decir, de acero, de platino y mucho más duradero aún que el tiempo mismo.

    Durante la juventud, a las indiferencias más áridas, a las granujadas más cínicas, llegas a encontrarles excusas de chifladuras pasionales y también qué sé yo qué signos de romanticismo inexperto. Pero, más adelante, cuando la vida te ha demostrado de sobra la cantidad de cautela, crueldad y malicia que exige simplemente para mantenerla bien que mal, a 37o, te das cuenta, te empapas, estás en condiciones de comprender todas las guarradas que contiene un pasado. Basta con que te contemples escrupulosamente a ti mismo y lo que has llegado a ser en punto a inmundicia. No queda misterio ni bobería, te has jalado toda la poesía por haber vivido hasta entonces. Un tango, la vida.

    A la granujilla de mi amiga acabé descubriéndola, tras muchas dificultades, en el vigesimotercer piso de una Calle 77. Es increíble lo que pueden asquearte las personas a las que te dispones a pedir un favor. Era una casa señorial y de buen tono, la suya, como me había imaginado.

    Por haber tomado previamente grandes dosis de cine, me encontraba casi dispuesto mentalmente, saliendo del marasmo en que me debatía desde mi desembarco en Nueva York, y el primer contacto fue menos desagradable de lo que había previsto. No pareció experimentar viva sorpresa siquiera al volver a verme, Lola, sólo un poco de desagrado al reconocerme.

    Intenté, a modo de preámbulo, esbozar una conversación anodina con ayuda de los temas de nuestro pasado común y ello, por supuesto, en los términos más prudentes posibles, y mencioné, entre otros, pero sin insistir, la guerra como episodio. En eso metí la pata bien. Ella no quería volver a oír hablar nunca más de la guerra, en absoluto. La envejecía. Me devolvió, molesta, la pelota confiándome que la edad me había arrugado, inflado y caricaturizado tanto, que no me habría reconocido en la calle. Intercambiábamos cortesías. ¡Si la muy puta se imaginaba que me iba a herir con semejantes pijaditas...! Ni siquiera me digné responder a tan viles impertinencias.

    Su mobiliario no era nada del otro jueves, pero era alegre, de todos modos, soportable, al menos así me pareció al salir de mi Laugh Calvin.

    El método, los detalles de una fortuna rápida te dan siempre una impresión de magia. Desde la ascensión de Musyne y de la Sra. Herote, yo sabía que la jodienda es la pequeña mina de oro del pobre. Esas bruscas mudanzas femeninas me encantaban y habría dado, por ejemplo, mi último dólar a la portera de Lola sólo por tirarla de la lengua.

    Pero no había portera en su casa. No había una sola portera en la ciudad. Una ciudad sin portera es algo sin historia, sin gusto, insípido como una sopa sin pimienta ni sal, una bazofia informe. ¡Ah, qué sabrosos los restos! Desperdicios, rebabas que rezuman de la alcoba, la cocina, las buhardillas, chorrean en cascadas por la portería, el centro de la vida, ¡qué sabroso infierno! Ciertas porteras de nuestros pagos sucumben a su tarea, se las ve lacónicas, tose que tose, deleitadas, pasmadas; es que están abrumadas, las pobres mártires, consumidas por tanta verdad.

    Contra la abominación de ser pobre, conviene, confesémoslo, es un deber, intentarlo todo, embriagarse con cualquier cosa, vino, del baratito, masturbación, cine. No hay que mostrarse difícil. Nuestras porteras suministran hasta en años de mala cosecha, admitámoslo, a quienes saben tomarlo y recalentarlo, más cerca del corazón, odio para todos los gustos y gratis, el suficiente para hacer saltar un mundo. En Nueva York te encuentras atrozmente desprovisto de esa guindilla vital, sórdida pero viva, irrefutable, sin la cual el espíritu se asfixia y se condena a no murmurar sino vagamente y farfullar pálidas calumnias. Nada que corroa, vulnere, saje, moleste, obsesione, sin portera, y añada leña al fuego del odio universal, lo avive con sus mil detalles innegables.

    Desconcierto tanto más sensible cuanto que Lola, sorprendida en su medio, me provocaba precisamente una nueva repugnancia, tenía unas ganas irreprimibles de vomitar sobre la vulgaridad de su éxito, de su orgullo, únicamente trivial y repulsivo, pero, ¿con qué? Por efecto de un contagio instantáneo, el recuerdo de Musyne se me volvió en el mismo instante igual de hostil y repugnante. Un odio intenso nació en mí hacia aquellas dos mujeres, aún dura, se incorporó a mi razón de ser. Me faltó toda una documentación para librarme a tiempo y por fin de toda indulgencia presente y futura hacia Lola. No se puede rehacer lo vivido.

    El valor no consiste en perdonar, ¡siempre perdonamos más de la cuenta! Y eso no sirve de nada, está demostrado. Detrás de todos los seres humanos, en la última fila, ¡se ha colocado a la criada! Por algo será. No lo olvidemos nunca. Una noche habrá que adormecer para siempre a la gente feliz, mientras duermen, os lo digo yo, y acabar con ella y con su felicidad de una vez por todas. El día siguiente no se hablará más de su felicidad y habremos conseguido la libertad de ser desgraciados cuanto queramos, igual que la criada. Pero sigo con mi relato: iba y venía, pues, por la habitación, Lola, sin demasiada ropa encima y su cuerpo me parecía, de todos modos, muy apetecible aún. Un cuerpo lujoso siempre es una violación posible, una efracción preciosa, directa, íntima en el cogollo de la riqueza, del lujo y sin desquite posible.

    Tal vez sólo esperara un gesto mío para despedirme. En fin fue sobre todo la puñetera gusa la que me inspiró prudencia. Primero, jalar. Y, además, no cesaba de contarme las futilidades de su existencia. Habría que cerrar el mundo, está visto, durante dos o tres generaciones al menos, si ya no hubiera mentiras que contar. Ya no tendríamos nada o casi que decirnos. Pasó a preguntarme lo que pensaba yo de su América. Le confié que había llegado a ese punto de debilidad y angustia en que casi cualquiera y cualquier cosa te resulta temible y, en cuanto a su país, sencillamente me espantaba más que todo el conjunto de amenazas directas, ocultas e imprevisibles que en él encontraba, sobre todo por la enorme indiferencia hacia mí, que lo resumía, a mi parecer.

    Tenía que ganarme el cocido, le confesé también, por lo que en breve plazo debía superar todas aquellas sensiblerías. En ese sentido me encontraba muy atrasado y le garanticé mi más sincero agradecimiento, si tenía la amabilidad de recomendarme a algún posible empresario entre sus relaciones... Pero lo más rápido posible... Me contentaría perfectamente con un salario muy modesto... Y fui y le solté muchas otras zalamerías y sandeces. Le cayó bastante mal aquella propuesta humilde pero indiscreta. Desde el primer momento se mostró desalentadora. No conocía absolutamente a nadie que pudiera darme un currelo o una ayuda, respondió. Pasamos a hablar, por fuerza, de la vida en general y después de la suya en particular.

    Estábamos espiándonos así, moral y físicamente, cuando llamaron al timbre. Y, después, casi sin transición ni pausa, entraron en la habitación cuatro mujeres, maquilladas, maduras, carnosas, músculo y joyas, muy íntimas con Lola. Tras presentármelas sin demasiados detalles, Lola, muy violenta (era visible), intentaba llevárselas a otro cuarto, pero ellas, poco complacientes, se pusieron a acaparar mi atención todas juntas, para contarme todo lo que sabían sobre Europa. Viejo jardín, Europa, atestado de locos anticuados, eróticos y rapaces. Recitaban de memoria el Chabanais y los Inválidos.

    Yo, por mi parte, no había visitado ninguno de esos dos lugares. Demasiado caro el primero, demasiado lejano el segundo. A modo de réplica, fui presa de un arranque de patriotismo automático y fatigado, más necio aún que el que te asalta en esas ocasiones. Les repliqué, enérgico, que su ciudad me deprimía. Una especie de feria aburrida, les dije, cuyos encargados se empeñaban, de todos modos, en hacerla parecer divertida...

    Al tiempo que peroraba así, artificial y convencional, no podía dejar de percibir con mayor claridad aún otras razones, además del paludismo, para la depresión física y moral que me abrumaba. Se trataba, por lo demás, de un cambio de costumbres, tenía que aprender una vez más a reconocer nuevos rostros en un medio nuevo, otras formas de hablar y mentir. La pereza es casi tan fuerte como la vida. La trivialidad de la nueva farsa que has de interpretar te agobia y, en resumidas cuentas, necesitas aún más cobardía que valor para volver a empezar. Eso es el exilio, el extranjero, esa inexorable observación de la existencia, tal como es de verdad, durante esas largas horas lúcidas, excepcionales, en la trama del tiempo humano, en que las costumbres del país precedente te abandonan, sin que las otras, las nuevas, te hayan embrutecido aún lo suficiente.

    Todo en esos momentos viene a sumarse a tu inmundo desamparo para forzarte, impotente, a discernir las cosas, las personas y el porvenir tales como son, es decir, esqueletos, simples nulidades, que, sin embargo, deberás amar, querer, defender, animar, como si existieran.

    Otro país, otras gentes a tu alrededor, agitadas de forma un poco extraña, algunas pequeñas vanidades menos disipadas, cierto orgullo ya sin su razón de ser, sin su mentira, sin su eco familiar: con eso basta, la cabeza te da vueltas, la duda te atrae y el infinito, un humilde y ridículo infinito, se abre sólo para ti y caes en él...

    El viaje es la búsqueda de esa nulidad, de ese modesto vértigo para gilipollas...

    Se reían con ganas, las cuatro visitantes de Lola, al oírme pronunciar así mi rimbombante confesión de Jean-Jacques de pacotilla ante ellas. Me aplicaron un montón de nombres que, con las deformaciones americanas de su habla zalamera e indecente, apenas comprendí. Chorbas patéticas.

    Cuando entró el criado negro para servir el té, guardamos silencio.

    Sin embargo, una de aquellas visitantes debía de tener más vista que las demás, pues anunció en voz bien alta que yo estaba temblando de fiebre y que debía de padecer también una sed fuera de lo normal. La merienda que sirvieron me gustó mucho, pese a mi tembleque. Aquellos sandwiches me salvaron la vida, puedo asegurarlo.

    Siguió una conversación sobre los méritos comparativos de las casas de tolerancia parisinas, sin que yo me tomara la molestia de participar en ella. Aquellas bellezas probaron muchos más licores complicados y después, totalmente animadas y confidenciales bajo su influencia, enrojecieron hablando de «matrimonios». Pese a estar muy ocupado con la manducatoria, no pude dejar de notar al tiempo que se trataba de matrimonios muy especiales, debían de ser incluso uniones entre sujetos muy jóvenes, entre niños, por los cuales recibían comisiones.

    Lola advirtió que yo seguía la conversación con atención y curiosidad. Me lanzaba miradas bastante severas. Había dejado de beber. Los hombres que conocía allí, Lola, los americanos, no pecaban, como yo, de curiosos, nunca. Me mantuve con cierta dificultad dentro de los límites de su vigilancia. Tenía ganas de hacer mil preguntas a aquellas mujeres.

    Por fin, las invitadas acabaron dejándonos, se marcharon con movimientos torpes, exaltadas por el alcohol y sexualmente reavivadas. Se excitaban perorando con un erotismo curioso: elegante y cínico. Yo presentía en aquello un regusto isabelino cuyas vibraciones me habría gustado mucho sentir yo también, muy preciosas, desde luego, y concentradas al máximo en la punta de mi órgano. Pero aquella comunión biológica, decisiva durante un viaje, aquel mensaje vital, tan sólo pude presentirlos, con gran disgusto, por cierto, y tristeza acrecentada. Incurable melancolía.

    En cuanto hubieron cruzado la puerta, las amigas, Lola se mostró francamente excitada. Aquel intermedio le había desagradado profundamente. Yo no dije ni pío.

    «¡Qué brujas!», renegó unos minutos después.
    «¿De qué las conoces?», le pregunté.
    «Son amigas de toda la vida...»

    No estaba dispuesta a hacer más confidencias por el momento.

    Por sus modales, bastante arrogantes, para con ella, me había parecido que aquellas mujeres tenían, en cierto medio, ascendiente sobre Lola e incluso una autoridad bastante grande, innegable, indiscutible. Nunca iba a saber yo nada más.

    Lola dijo que debía salir, pero me invitó a quedarme esperándola allí, en su casa, y comiendo un poco, si aún tenía hambre. Como había abandonado el Laugh Calvin sin pagar la cuenta y sin intención tampoco de volver, ni mucho menos, me alegró mucho la autorización que me concedía, unos momentos más de calorcito antes de ir a afrontar la calle, ¡y qué calle, señores!...

    En cuanto me quedé solo, me dirigí por un pasillo hacia el lugar de donde había visto salir al negro a su servicio. A medio camino del office, nos encontramos y le estreché la mano. Me condujo, confiado, a su cocina, lindo lugar bien ordenado, mucho más lógico y vistoso que el salón.

    Al instante, se puso a escupir ante mí sobre el magnífico embaldosado y como sólo los negros saben hacerlo, lejos, copiosa, perfectamente. También yo escupí por cortesía, pero como pude. En seguida entramos en confidencias. Lola, según me informó, poseía un barco-salón en el río, dos autos en la carretera y una bodega con licores de todos los países del mundo. Recibía catálogos de los grandes almacenes de París. Así mismo. Se puso a repetirme sin fin aquellas mismas informaciones escuetas. Dejé de escucharlo.

    Mientras dormitaba junto a él, me vino a la memoria el pasado, los tiempos en que Lola me había dejado en el París de la guerra. Aquella caza, persecución, emboscada, verbosa, falsa, cauta, Musyne, los argentinos, sus barcos llenos de carne, Topo, las cohortes de destripados de la Place Clichy, Robinson, las olas, el mar, la miseria, la cocina tan blanca de Lola, su negro y nada más y yo en medio como cualquier otro. Todo podía continuar. La guerra había quemado a unos, calentado a otros, igual que el fuego tortura o conforta, según estés dentro o delante de él. Hay que espabilarse y se acabó.

    También era cierto lo que decía, que yo había cambiado mucho. La existencia es que te retuerce y tritura el rostro. A ella también le había triturado el rostro, pero menos, mucho menos. Los pobres van dados. La miseria es gigantesca, utiliza tu cara, como una bayeta, para limpiar las basuras del mundo. Algo queda.

    Sin embargo, yo creía haber notado en Lola algo nuevo, instantes de depresión, de melancolía, lagunas en su optimista necedad, instantes de esos en que la persona ha de hacer acopio de energía para llevar un poco más adelante lo conseguido en su vida, en sus años, ya demasiado pesados, a pesar suyo, para el ánimo que aún tiene, su cochina poesía.

    De repente, su negro se puso de nuevo a agitarse. Volvía a darle la manía. Como nuevo amigo, quería atiborrarme de pasteles, cargarme de puros. Al final, sacó, con infinitas precauciones, de un cajón una masa redonda y emplomada.

    «¡La bomba! -me anunció, furioso. Retrocedí-. Liberta! Liberta!», vociferaba, jovial.

    Volvió a guardar todo en su sitio y escupió espléndidamente otra vez. ¡Qué emoción! Estaba radiante. Su risa me asombró también, un cólico de sensaciones. Un gesto más o menos, me decía yo, apenas tiene importancia. Cuando Lola volvió, por fin, de sus recados, nos encontró juntos en el salón, en pleno fumeque y cachondeo. Hizo como que no notaba nada.

    El negro se largó a escape; a mí ella me llevó a su habitación. La encontré triste, pálida y temblorosa. ¿De dónde volvería? Empezaba a hacerse muy tarde. Era la hora en que los americanos se sienten desamparados porque la vida sólo vibra ya a cámara lenta a su alrededor. En el garaje, un auto de cada dos. Es el momento de las confidencias a medias. Pero hay que apresurarse a aprovecharlo. Me preparaba interrogándome, pero el tono que eligió para hacerme ciertas preguntas sobre la vida que llevaba yo en Europa me irritó profundamente.

    No ocultó que me consideraba capaz de todas las bajezas. Esa hipótesis no me ofendía, sólo me molestaba. Presentía perfectamente que yo había ido a verla para pedirle dinero y ya eso solo creaba entre nosotros una animosidad muy natural. Todos esos sentimientos rayan en el crimen. Seguíamos en el nivel de las trivialidades y yo hacía lo imposible para que no se produjera una bronca definitiva entre nosotros. Se interesó, entre otras cosas, por los detalles de mis travesuras genitales, me preguntó si no habría abandonado en algún sitio, durante mis vagabundeos, a un niño que ella pudiera adoptar. Extraña idea que se le había ocurrido. Era su manía, la adopción de un niño. Pensaba, con bastante simpleza, que un fracasado de mi estilo debía de haber plantado raíces clandestinas casi por todas las latitudes. Ella era rica, me confió, y se moría por poder dedicarse a un niño, pero no lo conseguía. Había leído todas las obras de puericultura y sobre todo las que se ponen líricas hasta el pasmo al hablar de las maternidades, libros que, si los asimilas del todo, te quitan las ganas de copular, para siempre. Toda virtud tiene su literatura inmunda.

    Como ella deseaba sacrificarse exclusivamente por un «chiquitín», a mí no me acompañaba la suerte. Sólo podía ofrecerle el grandullón que yo era, absolutamente repulsivo para ella. Sólo valen, en una palabra, las miserias bien presentadas para tener éxito, las que van bien preparadas por la imaginación. Nuestra charla languideció: «Mira, Ferdinand -me propuso, al final-, ya hemos hablado bastante, te voy a llevar al otro extremo de Nueva York, para visitar a mi protegido, un pequeño del que me ocupo con mucho gusto, aunque su madre me fastidia...» ¡Vaya unas horas! Por el camino, en el coche, hablamos de su catastrófico negro.

    «¿Te ha enseñado sus bombas?», me preguntó. Le confesé que me había sometido a esa dura prueba.
    «Mira, Ferdinand, no es peligroso, ese maníaco. Carga sus bombas con mis facturas viejas... En tiempos formaba parte, en Chicago, de una sociedad secreta, muy temible, para la emancipación de los negros... Eran, por lo que me han contado, gente horrible... La banda fue disuelta por las autoridades, pero ha conservado ese gusto por las bombas, mi negro... Nunca las carga con pólvora... Le basta el espíritu... En el fondo, no es sino un artista... Nunca acabará de hacer la revolución... Pero lo conservo, ¡es un doméstico excelente! Y, al fin y al cabo, tal vez sea más honrado que los otros, que no hacen la revolución...»

    Y volvió a su manía de la adopción.

    «Es una lástima, la verdad, que no tengas una hija en alguna parte, Ferdinand, un estilo soñador como el tuyo iría muy bien a una mujer, mientras que a un hombre no le queda nada bien...»

    La lluvia, al azotarlo, volvía a cerrar la noche sobre nuestro auto, que se deslizaba sobre la larga cinta de cemento liso. Todo me resultaba hostil y frío, hasta su mano, pese a mantenerla bien cogida en la mía. Todo nos separaba. Llegamos ante una casa muy diferente por el aspecto de la que acabábamos de abandonar. En un piso de una primera planta, un niño de diez años más o menos nos esperaba junto a su madre. El mobiliario de aquellos cuartos imitaba el estilo Luis XV, olían a guiso reciente. El niño fue a sentarse en las rodillas de Lola y la besó con mucha ternura. La madre me pareció también de lo más cariñosa con Lola y, mientras ésta charlaba con el pequeño, yo me las arreglé para llevarme a la madre a la habitación contigua.

    Cuando volvimos, el niño estaba ensayando un paso de baile que acababa de aprender en las clases del Conservatorio. «Tiene que recibir algunas lecciones particulares más -concluyó Lola-, ¡y quizá pueda presentarlo al Théátre du Globe, amiga Vera! ¡Tal vez tenga un brillante porvenir, este niño!» La madre, tras esas palabras alentadoras, se deshizo en lágrimas de agradecimiento. Al mismo tiempo recibió un pequeño fajo de billetes verdes, que guardó en el pecho, como si fueran una carta de amor.

    «El pequeño me gusta bastante -observó Lola, cuando estuvimos de nuevo fuera-, pero tengo que soportar también a la madre y no me gustan las madres demasiado astutas... Y, además, es que ese pequeño es demasiado vicioso... No es ésa la clase de cariño que deseo... Quisiera experimentar un sentimiento absolutamente maternal... ¿Me comprendes, Ferdinand?...» Con tal de poder jalar, comprendo todo lo que quieran; lo mío ya no es inteligencia, es caucho.

    No se apeaba de su deseo de pureza. Cuando hubimos llegado, unas calles más adelante, me preguntó dónde iba yo a dormir aquella noche y me acompañó unos pasos más por la acera. Le respondí que, si no encontraba unos dólares en aquel mismo momento, no podría acostarme en ninguna parte.

    «De acuerdo -respondió ella-. Acompáñame hasta mi casa y te daré un poco de dinero y después te vas a donde quieras.»

    Quería dejarme tirado en plena noche y lo antes posible. Cosa normal. De tanto verte expulsado así, a la noche, has de acabar por fuerza en alguna parte, me decía yo. Era el consuelo. «Ánimo, Ferdinand -me repetía a mí mismo, para alentarme-, a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a todos, a todos esos cabrones, y que debe de encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso no van ellos hasta el fin de la noche!»

    Después todo fue frialdad entre nosotros, en su auto. Las calles que cruzábamos nos amenazaban con todo su silencio armado hasta arriba de piedra, hasta el infinito, con una especie de diluvio en suspenso. Una ciudad al acecho, monstruo lleno de sorpresas, viscoso de asfalto y lluvias. Por fin, aminoramos la marcha. Lola me precedió hacia su portal.

    «¡Sube! -me invitó-. ¡Sígueme!»

    Otra vez su salón. Yo me preguntaba cuánto iría a darme para acabar de una vez y librarse de mí. Estaba buscando billetes en un bolsillo colocado sobre un mueble. Oí el intenso crujido de los billetes arrugados. ¡Qué segundos! Ya sólo se oía en la ciudad aquel ruido. Sin embargo, me sentía tan violento aún, que le pregunté, no sé por qué, tan inoportuno, cómo estaba su madre, de quien me había olvidado.

    «Está enferma, mi madre», dijo, al tiempo que se volvía para mirarme a la cara.
    «Entonces, ¿dónde está ahora?»
    «En Chicago.»
    «¿Qué enfermedad tiene?»
    «Cáncer de hígado... La he llevado a los mejores especialistas de la ciudad... Su tratamiento me cuesta muy caro, pero la salvarán. Me lo han prometido.»

    Precipitadamente, me dio muchos otros detalles relativos al estado de su madre en Chicago. De golpe se puso de lo más tierna y familiar y ya no pudo por menos de pedirme un consuelo íntimo. Estaba en mis manos.

    «Y tú, Ferdinand, piensas también que la curarán, ¿verdad?»
    «No -respondí muy franco, muy categórico-, los cánceres de hígado son absolutamente incurables.»

    De pronto, palideció hasta el blanco de los ojos. Era la primera, pero es que la primera, vez que la veía yo desconcertada, a aquella puta, por algo.

    «Pero, Ferdinand, ¡si los especialistas me han asegurado que curaría! Me lo han garantizado... ¡Por escrito!... Son, verdad, unas eminencias...»
    «Por la pasta, Lola, habrá siempre, por fortuna, eminencias médicas... Yo haría lo mismo, si estuviera en su lugar... Y tú también, Lola, harías lo mismo...»

    Lo que le decía le pareció, de pronto, tan innegable, tan evidente, que no intentó discutir más.

    Por una vez, por primera vez quizás en su vida, Le iba a faltar desparpajo.

    «Oye, Ferdinand, me estás causando una pena infinita, ¿te das cuenta?... Quiero con locura a mi madre, lo sabes, ¿no?, que la quiero con locura...»

    ¡Muy a propósito! ¡Huy, la Virgen! Pero, ¿qué cojones puede importarle al mundo? ¿Que quiera uno o no a su madre?

    Sollozaba, sumida en su vacío, Lola.

    «Ferdinand, tú eres un fracasado despreciable -prosiguió furiosa- ¡y un malvado horrible!... Te estás vengando así, del modo más cobarde posible, por tu desesperada situación, viniendo a decirme cosas espantosas... ¡Estoy segura incluso de que estás haciendo mucho daño a mi madre al hablar así!...»

    En su desesperación había resabios del método Coué.

    Su excitación no me daba, ni mucho menos, el miedo que la de los oficiales del Amiral-Bragueton, los que pretendían liquidarme para distraer a las damas ociosas.

    Miraba yo atento a Lola, mientras me ponía verde, y sentía algo de orgullo, al comprobar, en cambio, que mi indiferencia o, mejor dicho, mi alegría, iba en aumento, a medida que me insultaba más. Por dentro somos amables.

    «Para deshacerse de mí -calculé- va a tener que darme ahora por lo menos veinte dólares... Tal vez más incluso...»

    Tomé la ofensiva: «Lola, préstame, por favor, el dinero que me has prometido o, si no, me quedo a dormir aquí y me vas a oír repetir todo lo que sé sobre el cáncer, sus complicaciones, sus trasmisiones por herencia, pues el cáncer es, por si no lo sabías, hereditario, Lola. ¡No hay que olvidarlo!»

    A medida que yo recalcaba, perfilaba los detalles sobre el caso de su madre, la veía palidecer ante mí, a Lola, flaquear, debilitarse. «¡Toma, puta! -me decía yo-. ¡Duro ahí, Ferdinand! ¡Para una vez que tienes la sartén por el mango!... No la sueltes... ¡Tardarás mucho en encontrar uno tan sólido!...»

    «¡Toma! -dijo, completamente crispada-. ¡Aquí tienes tus cien dólares! ¡Lárgate y no vuelvas nunca! ¿Me oyes? ¡Nunca!... Out! Out! Out! ¡Cerdo asqueroso!...»
    «Pero, dame un besito, Lola, a pesar de todo. ¡Anda!... ¡No estamos enfadados!», propuse para ver hasta qué extremo podría asquearla. Entonces sacó un revólver del cajón y no precisamente en broma. La escalera me bastó, ni siquiera llamé al ascensor.

    De todos modos, aquel broncazo me devolvió las ganas de trabajar y el valor. El día siguiente mismo cogí el tren para Detroit, donde, según me aseguraron, era fácil encontrar muchos currelillos no demasiado duros y bien pagados.

    La gente me decía por la calle lo mismo que el sargento en el bosque. «¡Mire! -me decían-. No tiene pérdida, es justo enfrente.»

    Y vi, en efecto, los grandes edificios rechonchos y acristalados, a modo de jaulas sin fin para moscas, en las que se veían hombres moviéndose, pero muy lentos, como si ya sólo forcejearan muy débilmente con yo qué sé qué imposible. ¿Eso era Ford? Y, además, por todos lados y por encima, hasta el cielo, un estruendo múltiple y sordo de torrentes de aparatos, duro, la obstinación de las máquinas girando, rodando, gimiendo, siempre a punto de romperse y sin romperse nunca.

    «Conque es aquí... -me dije-. No es apasionante...» Era incluso peor que todo lo demás. Me acerqué más, hasta la puerta, donde en una pizarra decía que necesitaban gente.

    No era yo el único que esperaba. Uno de los que aguardaban me dijo que llevaba dos días allí y aún en el mismo sitio. Había venido desde Yugoslavia, aquel borrego, a pedir trabajo. Otro pelagatos me dirigió la palabra, venía a currelar, según decía, sólo por gusto, un maníaco, un fantasma.

    En aquella multitud casi nadie hablaba inglés. Se espiaban entre sí como animales desconfiados, apaleados con frecuencia. De su masa subía el olor de entrepiernas orinadas, como en el hospital. Cuando te hablaban, esquivabas la boca, porque el interior de los pobres huele ya a muerte.

    Llovía sobre nuestro gentío. Las filas se comprimían bajo los canalones. Se comprime con facilidad la gente que busca currelo. Lo que les gustaba de Ford, fue y me explicó el viejo ruso, dado a las confidencias, era que contrataban a cualquiera y cualquier cosa. «Sólo, que ándate con ojo -añadió, para que supiera a qué atenerme-, no hay que ponerse chulito en esta casa, porque, si te pones chulito, en un dos por tres te pondrán en la calle y te sustituirá, en un dos por tres también, una máquina de las que tienen siempre listas y, si quieres volver, ¡te dirán que nanay!» Hablaba castizo, aquel ruso, porque había estado años en el «taxi» y lo habían echado a consecuencia de un asunto de tráfico de cocaína en Bezons y, para colmo, se había jugado el coche a los dados con un cliente en Biarritz y lo había perdido.

    Era cierto lo que me explicaba de que cogían a cualquiera en la casa Ford. No había mentido. Aun así, yo no acababa de creérmelo, porque los pelagatos deliran con facilidad. Llega un momento, en la miseria, en que el alma abandona el cuerpo en ocasiones. Se encuentra muy mal en él, la verdad. Ya casi es un alma la que te habla. Y no es responsable, un alma.

    En pelotas nos pusieron, claro está, para empezar. El reconocimiento se hacía como en un laboratorio. Desfilábamos despacio. «Estás hecho una braga -comentó antes que nada el enfermero al mirarme-, pero no importa.»

    ¡Y yo que había temido que no me dieran el currelo en cuanto notaran que había tenido las fiebres de África, si por casualidad me palpaban el hígado! Pero, al contrario, parecían muy contentos de encontrar a feos y lisiados en nuestra tanda.

    «Para lo que vas a hacer aquí, ¡no tiene importancia la constitución!», me tranquilizó el médico examinador, en seguida.
    «Me alegro -respondí yo-, pero, mire, señor, tengo instrucción yo e incluso empecé en tiempos los estudios de medicina...»

    De repente, me miró con muy mala leche. Tuve la sensación de haber vuelto a meter la pata y en mi contra.

    «¡No te van a servir de nada aquí los estudios, chico! No has venido aquí para pensar, sino para hacer los gestos que te ordenen ejecutar... En nuestra fábrica no necesitamos a imaginativos. Lo que necesitamos son chimpancés... Y otro consejo. ¡No vuelvas a hablarnos de tu inteligencia! ¡Ya pensaremos por ti, amigo! Ya lo sabes.»

    Tenía razón en avisarme. Más valía que supiera a qué atenerme sobre las costumbres de la casa. Tonterías ya había hecho bastantes para diez años por lo menos. En adelante me interesaba pasar por un calzonazos. Una vez vestidos, nos repartieron en filas cansinas, en grupos vacilantes de refuerzo hacia los lugares de donde nos llegaban los estrépitos de las máquinas. Todo temblaba en el inmenso edificio y nosotros mismos de los pies a las orejas, atrapados por el temblor, que llegaba de los cristales, el suelo y la chatarra, en sacudidas, vibraciones de arriba abajo. Te volvías máquina tú mismo a la fuerza, con toda la carne aún temblequeante, entre aquel ruido furioso, tremendo, que se te metía dentro y te envolvía la cabeza y más abajo, te agitaba las tripas y volvía a subir hasta los ojos con un ritmo precipitado, infinito, incansable. A medida que avanzábamos, perdíamos a los compañeros. Les sonreíamos un poquito a ésos, al separarnos, como si todo lo que sucedía fuera muy agradable. Ya no podíamos hablarnos ni oírnos. Todas las veces se quedaban tres o cuatro en torno a una máquina.

    De todos modos, resistías, te costaba asquearte de tu propia substancia, habrías querido detener todo aquello para reflexionar y oír latir en ti el corazón con facilidad, pero ya no podías. Aquello ya no podía acabar. Era como un cataclismo, aquella caja infinita de aceros, y nosotros girábamos dentro con las máquinas y con la tierra. ¡Todos juntos! Y los mil rodillos y pilones que nunca caían a un tiempo, con ruidos que se atropellaban unos contra otros y algunos tan violentos, que desencadenaban a su alrededor como silencios que te aliviaban un poco.

    La vagoneta llena de chatarra apenas podía pasar entre las máquinas. ¡Que se apartaran todos! Que saltasen para que pudiera arrancar de nuevo, aquella histérica. Y, ¡hale!, iba a agitarse más adelante, la muy loca, traqueteando entre poleas y volantes, a llevar a los hombres sus raciones de grilletes.

    Los obreros inclinados, atentos a dar todo el placer posible a las máquinas, daban asco, venga pasarles pernos y más pernos, en lugar de acabar de una vez por todas, con aquel olor a aceite, aquel vaho que te quemaba los tímpanos y el interior de los oídos por la garganta. No era por vergüenza por lo que bajaban la cabeza. Cedías ante el ruido como ante la guerra. Te abandonabas ante las máquinas con las tres ideas que te quedaban vacilando en lo alto, detrás de la frente. Se acabó. Miraras donde mirases, ahora todo lo que la mano tocaba era duro. Y todo lo que aún conseguías recordar un poco estaba rígido también como el hierro y ya no tenía sabor en el pensamiento.

    Habías envejecido más que la hostia de una vez.

    Había que abolir la vida de fuera, convertirla también en acero, en algo útil. No nos gustaba bastante tal como era, por eso. Había que convertirla, pues, en un objeto, en algo sólido, ésa era la regla.

    Intenté hablarle, al encargado, al oído, me respondió con un gruñido de cerdo y sólo con gestos me enseñó, muy paciente, la sencillísima maniobra que yo debía realizar en adelante y para siempre. Mis minutos, mis horas, el resto de mi tiempo, como los demás, se consumirían en pasar clavijas pequeñas al ciego de al lado, que las calibraba, ése, desde hacía años, las clavijas, las mismas. Yo en seguida empecé a cometer graves errores. No me regañaron, pero, tras tres días de aquel trabajo inicial, me destinaron, como un fracasado ya, a conducir la carretilla llena de arandelas, la que iba traqueteando de una máquina a otra. Aquí dejaba tres; allí, doce; allá, cinco sólo. Nadie me hablaba. Ya sólo existíamos gracias a una como vacilación entre el embotamiento y el delirio. Ya sólo importaba la continuidad estrepitosa de los miles y miles de instrumentos que mandaban a los hombres.

    Cuando a las seis todo se detenía, te llevabas contigo el ruido en la cabeza; yo lo conservaba la noche entera, el ruido y el olor a aceite también, como si me hubiesen puesto una nariz nueva, un cerebro nuevo para siempre.

    Conque, a fuerza de renunciar, poco a poco, me convertí en otro... Un nuevo Ferdinand. Al cabo de unas semanas. Aun así, volvía a sentir deseos de ver de nuevo a personas de fuera. No las del taller, por supuesto, que no eran sino ecos y olores de máquinas como yo, carnes en vibración hasta el infinito, mis compañeros. Un cuerpo auténtico era lo que quería yo tocar, un cuerpo rosa de auténtica vida silenciosa y suave.

    Yo no conocía a nadie en aquella ciudad y sobre todo a ninguna mujer. Con mucha dificultad conseguí averiguar la dirección de una «Casa», un burdel clandestino, en el barrio septentrional de la ciudad. Fui a pasearme por allí algunas tardes seguidas, después de la fábrica, en reconocimiento. Aquella calle se parecía a cualquier otra, aunque más limpia tal vez que la mía.

    Había localizado el hotelito, rodeado de jardines, donde pasaba lo que pasaba. Había que entrar rápido para que el guripa que hacía guardia cerca de la puerta pudiera hacer como que no había visto nada. Fue el primer lugar de América en que me recibieron sin brutalidad, con amabilidad incluso, por mis cinco dólares. Y había las chavalas bellas, llenitas, tersas de salud y fuerza graciosa, casi tan bellas, al fin y al cabo, como las del Laugh Calvin.

    Y, además, a aquellas podías tocarlas sin rodeos. No pude por menos de volverme un parroquiano de aquel lugar. En él acababa toda mi paga. Necesitaba, al llegar la noche, las promiscuidades eróticas de aquellas criaturas tan espléndidas y acogedoras para recuperar el alma. El cine ya no me bastaba, antídoto benigno, sin efecto real contra la atrocidad material de la fábrica. Había que recurrir, para seguir adelante, a los tónicos potentes, desmadrados, a métodos más drásticos. A mí sólo me exigían cánones módicos en aquella casa, arreglos de amigos, porque les había traído de Francia, a aquellas damas, algunas cosillas. Sólo que el sábado por la noche, no había nada que hacer, había un llenazo y yo dejaba todo el sitio a los equipos de baseball que habían salido de juerga, con vigor magnífico, tíos cachas a quienes la felicidad parecía resultar tan fácil como respirar.

    Mientras disfrutaban los equipos, yo, por mi parte, escribía relatos cortos en la cocina y para mí sólo. El entusiasmo de aquellos deportistas por las criaturas del lugar no alcanzaba, desde luego, al fervor, un poco impotente, del mío. Aquellos atletas tranquilos en su fuerza estaban hartos de perfección física. La belleza es como el alcohol o el confort, te acostumbras a ella y dejas de prestarle atención.

    Iban sobre todo, ellos, al picadero, por el cachondeo. Muchas veces acababan dándose unas hostias que para qué. Entonces llegaba la policía en tromba y se llevaba a todo el mundo en camionetas.

    Hacia una de las jóvenes del lugar, Molly, no tardé en experimentar un sentimiento excepcional de confianza, que, en los seres atemorizados, hace las veces de amor.

    Recuerdo, como si fuera ayer, sus atenciones, sus piernas largas y rubias, magníficamente finas y musculosas, piernas nobles. La auténtica aristocracia humana la confieren, digan lo que digan, las piernas, eso por descontado.

    Llegamos a ser íntimos en cuerpo y espíritu y todas las semanas íbamos juntos a pasearnos unas horas por la ciudad. Tenía posibles, aquella amiga, ya que se hacía unos cien dólares al día en la casa, mientras que yo, en Ford, apenas ganaba diez. El amor que hacía para vivir apenas la fatigaba. Los americanos lo hacen como los pájaros.

    Por la noche, tras haber conducido mi carrito ambulante, me imponía a mí mismo la obligación de aparecer, después de cenar, con cara amable para ella. Hay que ser alegre con las mujeres, al menos en los comienzos. Sentía un deseo vago y lancinante de proponerle cosas, pero ya no me quedaban fuerzas. Comprendía perfectamente el desánimo industrial, Molly, estaba acostumbrada a tratar con obreros.

    Una tarde, sin más ni más, me ofreció cincuenta dólares. Primero la miré. No me atrevía. Pensaba en lo que habría dicho mi madre en un caso así. Y después pensé que mi madre, la pobre, nunca me había ofrecido tanto. Para agradar a Molly, fui, al instante, a comprar con sus dólares un bonito traje de color beige pastel (four piece suit), como estaban de moda en la primavera de aquel año. Nunca me habían visto llegar tan peripuesto al picadero. La patrona puso en marcha su enorme gramófono, con el exclusivo fin de enseñarme a bailar.

    Después, fuimos al cine, Molly y yo, para estrenar mi traje nuevo. Por el camino me preguntaba si estaba celoso, porque el traje me daba aspecto triste y ganas también de no volver nunca más a la fábrica. Un traje nuevo es algo que te trastorna las ideas. Ella daba besitos apasionados a mi traje, cuando la gente no nos miraba. Yo intentaba pensar en otra cosa.

    De todos modos, ¡qué mujer, aquella Molly! ¡Qué generosa! ¡Qué carnes! ¡Qué plenitud juvenil! Un festín de deseos. Y me volvía la aprensión. ¿Chulo de putas?... pensaba.

    «¡No vayas más a la Ford -me desanimaba, además, Molly-. Búscate mejor un empleillo en una oficina... De traductor, por ejemplo, es tu estilo... A ti los libros te gustan...»

    Así me aconsejaba, con mucho cariño, quería que yo fuese feliz. Por primera vez un ser humano se interesaba por mí, desde dentro, podríamos decir, por mi egoísmo, se ponía en mi lugar y no se limitaba a juzgarme desde el suyo, como todos los demás.

    ¡Ah, si la hubiera conocido antes, a Molly, cuando aún estaba a tiempo de seguir un camino y no otro! ¡Antes de perder mi entusiasmo con la puta de Musyne y el bicho de Lola! Pero era demasiado tarde para rehacer la juventud. ¡Ya no creía en ella! En seguida te vuelves viejo y de forma irremediable. Lo notas porque has aprendido a amar tu desgracia, a tu pesar. Es la naturaleza, que es más fuerte que tú, y se acabó. Nos ensaya en un género y ya no podemos salir de él. Yo había seguido la dirección de la inquietud. Te tomas en serio tu papel y tu destino poco a poco y luego, cuando te quieres dar cuenta, es demasiado tarde para cambiarlos. Te has vuelto inquieto y así te quedas para siempre.

    Intentaba con mucha amabilidad retenerme junto a ella, Molly, disuadirme... «Mira, Ferdinand, ¡la vida aquí es igual que en Europa! No vamos a ser infelices juntos. -Y tenía razón en un sentido-. Invertiremos los ahorros... compraremos un comercio... Seremos como todo el mundo...» Lo decía para calmar mis escrúpulos. Proyectos. Yo le daba la razón. Me daba vergüenza incluso que hiciera tantos esfuerzos por conservarme. Yo la amaba, desde luego, pero más aún amaba mi vicio, aquel deseo de huir de todas partes, en busca de no sé qué, por orgullo tonto seguramente, por convicción de una especie de superioridad.

    Yo no quería herirla, ella comprendía y se adelantaba a tranquilizarme. Era tan cariñosa, que acabé confesándole la manía que me aquejaba de largarme de todos lados. Me escuchó durante días y días explayarme y explicarme hasta el hastío, debatiéndome entre fantasmas y orgullos, y no se impacientaba: al contrario. Sólo intentaba ayudarme a vencer aquella angustia vana y boba. No comprendía muy bien adonde quería yo ir a parar con mis divagaciones, pero me daba la razón, de todos modos, contra los fantasmas o con los fantasmas, a mi gusto. A fuerza de dulzura persuasiva, su bondad llegó a serme familiar y casi personal. Pero me parecía que yo empezaba entonces a hacer trampa con mi dichoso destino, con mi razón de ser, como yo la llamaba, y de repente cesé de contarle todo lo que pensaba. Volví solo a mi interior, muy contento de ser aún más desgraciado que antes porque había llevado hasta mi soledad una nueva forma de angustia y algo que se parecía al sentimiento auténtico.

    Todo esto es trivial. Pero Molly estaba dotada de una paciencia angélica, precisamente creía a pie juntillas en las vocaciones. A su hermana menor, por ejemplo, en la Universidad de Arizona, le había dado la manía de fotografiar los pájaros en sus nidos y las rapaces en sus guaridas. Conque, para que pudiera continuar asistiendo a los extraños cursos de aquella técnica especial, Molly le enviaba regularmente, a su hermana fotógrafa, cincuenta dólares al mes.

    Un corazón infinito, la verdad, con sublimidad auténtica dentro, que puede transformarse en parné, no en fantasmadas como el mío y tantos otros. En cuanto a mí, Molly estaba más que deseosa de interesarse pecuniariamente en mi mediocre aventura. Aunque por momentos le pareciera un muchacho bastante atolondrado, mi convicción le parecía real y digna de estímulo. Sólo me invitaba a establecer como un pequeño balance para una pensión presupuestaria que quería concederme. Yo no podía decidirme a aceptar aquella dádiva. Un último resabio de delicadeza me impedía aprovechar más, especular con aquella naturaleza demasiado espiritual y cariñosa, la verdad. Por eso, entré deliberadamente en conflicto con la Providencia.

    Di incluso, avergonzado, algunos pasos para volver a la Ford. Pequeños heroísmos sin resultado, por cierto. Llegué justo hasta la puerta de la fábrica, pero me quedé paralizado en aquel lugar liminar, y la perspectiva de todas aquellas máquinas que me esperaban girando eliminó en mí sin remedio aquellas veleidades laborales.

    Me coloqué ante la gran cristalera del generador eléctrico, gigante multiforme que bramaba al absorber y repeler no sabía yo de dónde, no sabía yo qué, por mil tubos relucientes, intrincados y viciosos como lianas. Una mañana que estaba así, contemplando boquiabierto, pasó por casualidad el ruso del taxi. «Chico -me dijo-, ¡ya te puedes despedir!... Hace tres semanas que no vienes... Ya te han substituido por una máquina... Y eso que te había avisado...»

    «Así -me dije entonces-, al menos se acabó... Ya no tengo que volver...» Y salí de vuelta para la ciudad. Al llegar, volví a pasar por el consulado, para preguntar si habían oído hablar por casualidad de un francés llamado Robinson.
    «¡Pues claro! ¡Claro que sí! -me respondieron los cónsules-. Incluso vino a vernos dos veces y aún tenía documentación falsa. Por cierto, ¡que la policía lo busca! ¿Lo conoce usted?...» No insistí.

    Desde entonces me esperaba encontrarlo a cada momento, al Robinson. Sentía que estaba al caer. Molly seguía tan tierna y cariñosa. Más cariñosa incluso que antes estaba, desde que se había convencido de que yo quería irme definitivamente. De nada servía que fuera cariñosa conmigo.

    Molly y yo recorríamos con frecuencia los alrededores de la ciudad, las tardes que ella libraba. Colinitas peladas, bosquecillos de abedules en torno a lagos minúsculos, gente, aquí y allá, leyendo revistas insulsas bajo el pesado cielo de nubes plomizas. Evitábamos, Molly y yo, las confidencias complicadas. Además, ella ya sabía a qué atenerse. Era demasiado sincera como para tener demasiadas cosas que decir sobre una pena. Lo que ocurría dentro le bastaba, en su corazón. Nos besábamos. Pero yo no la besaba bien, como debería haberlo hecho, de rodillas, en realidad. Siempre pensaba en otra cosa a la vez, en no perder tiempo ni ternura, como si quisiera guardar todo para algo, no sé qué, magnífico, sublime, para más adelante, pero no para Molly, no para aquello. Como si la vida fuera a llevarse, a ocultarme, lo que yo quería saber de ella, de la vida en el fondo de las tinieblas, mientras perdiese fervor abrazado a Molly, y entonces ya no fuera a quedar bastante, fuese a haber perdido todo, a fin de cuentas, por falta de fuerza, la vida fuera a haberme engañado como a todos los demás, la Vida, la auténtica querida de los hombres de verdad.

    Volvíamos hacia la muchedumbre y después yo la dejaba delante de su casa, porque por la noche estaba ocupada con la clientela hasta la madrugada. Mientras se encargaba de sus clientes, yo sentía pena, de todos modos, y aquella pena me hablaba de ella tan bien, que la sentía aún más cerca de mí que en la realidad. Entraba en un cine para pasar el rato. A la salida del cine, montaba a un tranvía, aquí y allá, y deambulaba en la noche. Después de dar las dos, subían los viajeros tímidos de una clase que no se encuentra ni antes ni después de esa hora, tan pálidos siempre y somnolientos, en grupos dóciles, hasta los suburbios.

    Con ellos se llegaba lejos. Mucho más lejos que las fábricas, hacia colonias imprecisas, callejuelas de casas indistintas. Sobre el pavimento resbaladizo por las finas lluvias del amanecer, el día brillaba con tonos azules. Mis compañeros del tranvía desaparecían al mismo tiempo que sus sombras. Cerraban los ojos con el día. Costaba trabajo hacerles hablar, a aquellos taciturnos. Demasiada fatiga. No se quejaban, no, ellos eran quienes limpiaban durante la noche tiendas y más tiendas y las oficinas de toda la ciudad, después del cierre. Parecían menos inquietos que nosotros, los de la jornada diurna. Tal vez porque habían llegado, ellos, al nivel más bajo de los hombres y las cosas.

    Una de aquellas noches, cuando habíamos llegado al final del trayecto y estábamos apeándonos en silencio, me pareció que me llamaban por mi nombre: «¡Ferdinand! ¡Eh, Ferdinand!» Fue como un escándalo, por fuerza, en aquella penumbra. No me gustó nada. Por encima de los tejados, el cielo empezaba a aparecer de nuevo en pequeños claros muy fríos, recortados por los aleros. Ya lo creo que me llamaban. Al volverme, lo reconocí al instante, a Leon. Se me acercó susurrando y entonces nos pusimos a hablar.

    También él volvía de limpiar una oficina como los otros. Era lo único que había encontrado para ir tirando. Caminaba con mucha calma, con cierta majestad auténtica, como si acabara de realizar acciones peligrosas y, por así decir, sagradas en la ciudad. Por cierto, que ésa era la actitud que adoptaban todos aquellos limpiadores nocturnos, ya lo había notado yo. En la fatiga y la soledad se manifiesta lo divino en los hombres. Lo manifestaba con ganas en los ojos, también él, cuando los abría mucho más de lo habitual, en la penumbra azulada en que nos encontrábamos. También él había limpiado ya filas y filas, sin fin, de lavabos y había dejado relucientes auténticas montañas de pisos y más pisos de silencio.

    Añadió: «¡Te he reconocido en seguida, Ferdinand! Por tu forma de subir al tranvía... Figúrate, sólo de ver que te has puesto triste al descubrir que no había ninguna mujer. ¿Eh? ¿A que es propio de ti?» Era verdad que era propio de mí. Estaba visto, tenía el alma hecha una braga. No había, pues, motivo para que me sorprendiera aquella observación correcta. Pero lo que me sorprendió más bien fue que tampoco él hubiese triunfado en América. No era lo que había yo previsto.

    Le hablé de la faena de la galera en San Tapeta. Pero no comprendía lo que quería decir. «¡Tienes fiebre!», se limitó a responderme. En un carguero había llegado él. Con gusto habría intentado colocarse en la Ford, pero no se había atrevido por sus papeles, demasiado falsos para enseñarlos. «Tan sólo sirven para llevarlos en el bolsillo», comentaba. Para los equipos de limpieza, no eran demasiado exigentes respecto al estado civil. Tampoco pagaban demasiado, pero hacían la vista gorda. Era una especie de legión extranjera de la noche.

    «Y tú, ¿qué haces? -me preguntó entonces-. ¿Sigues chiflado, entonces? ¿Aún no te has cansado de estas historias? ¿Aún sigues queriendo viajar?»
    «Quiero volver a Francia -fui y le dije-. Ya he visto bastante, tienes razón, ya vale...»
    «Mejor será -me respondió-, porque para nosotros no hay nada que arrascar... Hemos envejecido sin enterarnos, ya sé yo lo que es eso... A mí también me gustaría volver, pero sigo con el problema de los papeles... Voy a esperar un poco para conseguirme unos buenos... No se puede decir que sea malo nuestro currelo. Los hay peores. Pero no aprendo el inglés... Hay gente que lleva treinta años en la limpieza y sólo ha aprendido en total Exit, porque está escrito en las puertas que limpiamos, y además Lavatory. ¿Comprendes?»

    Comprendía. Si alguna vez hubiera llegado a faltarme Molly, me habría visto obligado a coger también aquel currelo nocturno.

    No hay razón para que la cosa acabe.

    En una palabra, mientras estás en la guerra, dices que será mejor con la paz y después te tragas esa esperanza, como si fuera un caramelo, y luego resulta que es mierda pura. No te atreves a decirlo al principio para no fastidiar a nadie. Te muestras amable, en una palabra. Y después un buen día acabas descubriendo el pastel delante de todo el mundo. Estás hasta los huevos de revolverte en la mierda. Pero de repente pareces muy mal educado a todo el mundo. Y se acabó.

    En dos o tres ocasiones después de aquélla, nos citamos, Robinson y yo. Tenía muy mala pinta. Un desertor francés que fabricaba licores ilegales para los tunelas de Detroit le había cedido un rinconcito en su business. Eso lo tentaba, a Robinson. «Yo también haría un poco de "priva" para esos cerdos -me confiaba-, pero es que ya no tengo cojones... Siento que en cuanto el primer guri me dé para el pelo, me rajo... He visto demasiado... Y, además, tengo sueño todo el tiempo... Por fuerza: dormir de día no es dormir... Y eso sin contar el polvo de las oficinas que te llena los pulmones... ¿Te das cuenta?... Acaba con cualquiera...»

    Nos citamos para otra noche. Fui a reunirme con Molly y le conté todo. Para ocultarme la pena que le causaba, hizo muchos esfuerzos, pero no era difícil ver, de todos modos, que sufría. Ahora la besaba yo más a menudo, pero la suya era una pena profunda, más auténtica que la nuestra, porque nosotros más bien tenemos la costumbre de exagerarla. Las americanas, al contrario. No nos atrevemos a comprender, a admitirla. Es un poco humillante, pero, aun así, es pena sin duda, no es orgullo, no son celos tampoco, ni escenas, sólo la pena de verdad del corazón y no nos queda más remedio que reconocer que todo eso no existe en nuestro interior, que para el placer de sentir pena estamos secos. Nos da vergüenza no ser más ricos de corazón y de todo y también haber juzgado, de todos modos, a la humanidad más vil de lo que en el fondo es.

    De vez en cuando, cedía a la tentación, Molly, de hacerme un pequeño reproche, pero siempre en términos mesurados, muy amables.

    «Eres muy cariñoso, Ferdinand -me decía-, y sé que haces esfuerzos para no volverte tan malvado como los demás, sólo que no sé si sabes bien lo que deseas en el fondo... ¡Piénsalo bien! Por fuerza tendrás que buscarte el sustento allá, Ferdinand... Y, además, no vas a poder pasearte como aquí soñando despierto noche tras noche... Como tanto te gusta hacer... Mientras yo trabajo... ¿Has pensado en eso, Ferdinand?»

    En un sentido tenía mil veces razón, pero cada cual con su naturaleza. Yo tenía miedo a herirla. Sobre todo porque era fácil de herir.

    «Te aseguro que te quiero, Molly, y te querré siempre... como puedo... a mi modo.»

    Mi modo no era demasiado. Y, sin embargo, estaba buena, Molly, muy apetitosa. Pero yo sentía también aquella estúpida inclinación por los fantasmas. Tal vez no fuera del todo culpa mía. La vida te obliga a quedarte demasiado tiempo con los fantasmas.

    «Eres muy afectuoso, Ferdinand -me tranquilizaba ella-, no llores por mí... Estás como enfermo por tu deseo de saber siempre más... Eso es todo... En fin, debe de ser ése tu camino... Por ahí, solo... El viajero solitario es el que llega más lejos... ¿Vas a marcharte pronto, entonces?»
    «Sí, voy a acabar mis estudios en Francia y después volveré», le aseguré con mucho rostro.
    «No, Ferdinand, no volverás... Y, además, yo ya no estaré aquí tampoco...»

    No se dejaba engañar.

    Llegó el momento de la marcha. Fuimos una tarde hacia la estación un poco antes de la hora en que ella entraba a trabajar. Antes yo había ido a despedirme de Robinson. Tampoco él estaba contento de que lo dejara. Me pasaba la vida abandonando a todo el mundo. En el andén de la estación, mientras Molly y yo esperábamos el tren, pasaron hombres que fingieron no reconocerla, pero murmuraban.

    «Ya estás lejos, Ferdinand. Haces exactamente lo que deseas hacer, ¿no, Ferdinand? Eso es lo importante... Lo único que cuenta...»

    Entró el tren en la estación. Yo ya no estaba demasiado seguro de mi aventura, cuando vi la máquina. Besé a Molly con todo el valor que me quedaba en el cuerpo. Me daba pena, pena de verdad, por una vez, todo el mundo, ella, todos los hombres.

    Tal vez sea eso lo que busquemos a lo largo de la vida, nada más que eso, la mayor pena posible para llegar a ser uno mismo antes de morir.

    Años pasaron desde aquella marcha y más años... Escribí con frecuencia a Detroit y después a todas las direcciones que recordaba y donde podían conocerla, a Molly, saber de su vida. Nunca recibí respuesta.

    Ahora la casa está cerrada. Eso es lo único que he sabido. Buena, admirable Molly, si aún puede leerme, desde un lugar que no conozco, quiero que sepa sin duda que yo no he cambiado para ella, que sigo amándola y siempre la amaré a mi modo, que puede venir aquí, cuando quiera compartir mi pan y mi furtivo destino. Si ya no es bella, ¡mala suerte! ¡Nos arreglaremos! He guardado tanta belleza de ella en mí, tan viva, tan cálida, que aún me queda para los dos y para por lo menos veinte años aún, el tiempo de llegar al fin.

    Para dejarla, necesité, desde luego, mucha locura y un carácter chungo y frío. Aun así, he defendido mi alma hasta ahora y Molly me regaló tanto cariño y ensueño en aquellos meses de América, que, si viniera mañana la muerte a buscarme, nunca llegaría a estar, estoy seguro, tan frío, ruin y grosero como los otros.

    ¡No acaba todo con haber regresado del Otro Mundo! Te vuelves a encontrar con el hilo de los días tirado por ahí, pringoso, precario. Te espera.

    Anduve aún semanas y meses por los alrededores de la Place Clichy, de donde había salido, y por las cercanías también, haciendo trabajillos para vivir, por Batignolles. ¡Mejor no contarlo! Bajo la lluvia o en el calor de los autos, en pleno junio, un calor que te quema la garganta y el interior de la nariz, casi como en la Ford. Miraba para distraerme pasar y pasar, a la gente, camino del teatro o del Bois, al atardecer.

    Siempre más o menos solo durante las horas libres, pasaba el rato con libros y periódicos y también con todas las cosas que había visto. Reanudados los estudios, fui pasando los exámenes a trancas y barrancas, al tiempo que me ganaba las habichuelas. Está bien defendida la Ciencia, os lo aseguro; la Facultad es un armario bien cerrado. Muchos tarros y poca confitura. De todos modos, cuando hube terminado mis cinco o seis años de tribulaciones académicas, obtuve mi título, muy rimbombante. Entonces me apalanqué en los suburbios, como correspondía a mi estilo, en La Garenne-Rancy, ahí, a la salida de París, justo después de la Porte Brancion.

    Yo no tenía pretensiones ni ambición tampoco, sólo el deseo de respirar un poco y de jalar algo mejor. Tras poner la placa en la puerta, esperé.

    La gente del barrio vino, recelosa, a contemplar mi placa. Fueron incluso a preguntar en la comisaría de policía si era yo médico de verdad. Sí, les respondieron. Tiene el título, lo es. Entonces se repitió por todo Rancy que acababa de instalarse un médico de verdad, además de los otros. «¡Se va a morir de hambre! -predijo en seguida mi portera-. ¡Ya hay pero que demasiados médicos por aquí!» Y era una observación exacta.

    En los suburbios, la vida llega, por la mañana, sobre todo en los tranvías. Pasaban a montones con multitudes de atontolinados bamboleantes, desde el amanecer, por el Boulevard Minotaure, que bajaban hacia el currelo.

    Los jóvenes parecían incluso contentos de ir al currelo. Aceleraban el tráfico, se aferraban a los estribos, los monines, cachondeándose. Hay que ver. Pero, cuando hace veinte años que conoces la cabina telefónica de la tasca, por ejemplo, tan sucia, que siempre la confundes con el retrete, se te quitan las ganas de bromear con las cosas serias y con Rancy, en particular. Entonces comprendes dónde te han metido. Las casas te obsesionan, impregnadas todas de orines y con fachadas tétricas; su corazón es del propietario. A ése no lo ves nunca. No se atrevería a aparecer. Envía a su administrador, el muy cabrón. Sin embargo, en el barrio dicen que se muestra muy amable, el casero, cuando se lo encuentran. Eso no compromete a nada.

    La luz del cielo en Rancy es la misma que en Detroit, jugo de humo que empapa la llanura desde Levallois. Un desecho de casas destartaladas y sostenidas en el suelo por montañas de basura negra. Las chimeneas, altas y bajas, se parecen de lejos a los postes hundidos en el cieno a la orilla del mar. Ahí dentro estamos nosotros.

    Hay que tener el valor de los cangrejos también, en Rancy, sobre todo cuando te vas haciendo mayor y estás seguro de que no volverás a salir de allí. Junto a la última parada del tranvía, ahí queda el puente pringoso que se lanza por encima del Sena, enorme cloaca al desnudo. A lo largo de las orillas, los domingos y por las noches la gente trepa a los ribazos para hacer pipí. A los hombres eso los pone meditabundos, sentirse ante el agua que pasa. Orinan con un sentimiento de eternidad, como marinos. Las mujeres, ésas no meditan nunca. Con Sena o sin Sena. Por la mañana, el tranvía lleva, pues, a su multitud a apretujarse en el metro. Parece, al verlos escapar a todos en esa dirección, como si les hubiese ocurrido una catástrofe hacia Argenteuil, como si ardiera su tierra. Después de cada aurora, vuelve a darles, se aferran por racimos a las portezuelas, a las barandillas. Gran desbarajuste. Y, sin embargo, lo que van a buscar a París es un patrón, el que te salva de cascar de hambre, tienen un miedo cerval a perderlo, los muy cobardes. Ahora bien, te la hace transpirar, su pitanza, el patrón. Apestas durante diez años, veinte años y más. No es de balde.

    Ya en el tranvía, para hacer boca, unas broncas que para qué. Las mujeres son aún más protestonas que los mocosos. Por colarse sin pagar, serían capaces de paralizar toda la línea. Es cierto que algunas de las pasajeras van ya borrachas, sobre todo las que bajan al mercado hacia Saint-Ouen, las de «quiero y no puedo». «¿A cuánto van las zanahorias?», van y preguntan mucho antes de llegar para hacer ver que tienen con qué.

    Comprimidos como basuras en la caja de hierro, atravesamos todo Rancy y con un olor que echa para atrás, sobre todo en verano. En las fortificaciones, se amenazan, se insultan una última vez y después se pierden de vista, el metro se traga a todos y todo, trajes empapados, vestidos arrugados, medias de seda, metritis y pies sucios como calcetines, cuellos indesgastables y rígidos como vencimientos, abortos en curso, héroes de guerra, todo eso baja chorreando por la escalera con olor a alquitrán y ácido fénico y hasta la obscuridad, con el billete de vuelta, que cuesta, él solo, tanto como dos barritas de pan.

    La lenta angustia del despido sin explicaciones (con un simple certificado) siempre acechando a los que llegan tarde, cuando el patrón quiera reducir sus gastos generales. Recuerdos de la «crisis» a flor de piel, de la última vez en el desempleo, de todos los periódicos con anuncios que se hubo de leer, cinco reales, cinco reales... de las esperas para buscar currelo. Esos recuerdos bastan para estrangular a un hombre, por muy abrigado que vaya en su gabán «para todas las estaciones».

    La ciudad oculta como puede sus muchedumbres de pies sucios en sus largas cloacas eléctricas. No volverán a la superficie hasta el domingo. Entonces, cuando estén fuera, más valdrá quedarse en casa. Un solo domingo viéndolas distraerse bastaría para quitarte para siempre las ganas de broma. En torno al metro, cerca de los bastiones, cruje, endémico, el olor de las guerras que colean, de los tufos de aldeas a medio quemar, a medio cocer, de las revoluciones que abortan, de los comercios en quiebra. Los traperos de la zona llevan siglos quemando los mismos montoncitos húmedos en las zanjas al abrigo del viento. Son unos bárbaros maletas, esos traperos, presa de la priva y la fatiga. Van a toser al dispensario contiguo, en lugar de tirar los tranvías por los taludes e ir a echar una buena meada en la oficina de arbitrios. Ya no hay cojones. Digan lo que digan. Cuando vuelva la guerra, la próxima, volverán a hacer fortuna vendiendo pieles de ratas, cocaína, máscaras de chapa ondulada.

    Yo había encontrado, para ejercer la profesión, un pisito cerca de las chabolas, desde donde veía bien los taludes y al obrero que siempre está en lo alto, mirando al vacío, con el brazo en cabestrillo, herido en accidente laboral, que ya no sabe qué hacer ni en qué pensar y que no tiene bastante para ir a beber y llenarse la conciencia.

    Molly tenía más razón que una santa, empezaba yo a comprenderla. Los estudios te cambian, te infunden orgullo. Hay que pasar sin falta por ellos para entrar en el fondo de la vida. Antes, lo único que haces es dar vueltas en torno a ella. Te consideras hombre libre, pero tropiezas con naderías. Sueñas demasiado. Patinas con todas las palabras. No es eso, no es eso. Sólo son intenciones, apariencias. El decidido necesita otra cosa. Con la medicina, yo, no demasiado capaz, me había aproximado bastante, de todos modos, a los hombres, a los animales, a todo. Ahora lo único que había que hacer era lanzarse sin dudar al montón. La muerte corre tras ti, tienes que darte prisa y comer también, mientras buscas, y, encima, esquivar la guerra. La tira de cosas que realizar. No es fácil.

    Entretanto, pacientes no eran muchos precisamente los que acudían. Hace falta tiempo para arrancar, me decían para tranquilizarme. El enfermo, por el momento, era sobre todo yo.

    No hay nada más lamentable que La Garenne-Rancy, me parecía, cuando no tienes clientes. La pura verdad. Valdría más no pensar en esos lugares, ¡y yo que había ido precisamente para pensar tranquilo y desde el otro extremo de la Tierra! Estaba guapo. ¡Pobre orgulloso! Se me cayó el mundo encima, pesado y negro... No era como para echarse a reír y, además, no había modo de quitármelo de encima. Menudo tirano es el cerebro, no hay otro igual.

    En la planta baja de mi casa vivía Bézin, el modesto chamarilero que me decía siempre, cuando me detenía ante su tienda: «¡Hay que elegir, doctor! ¡Apostar en las carreras o tomar el aperitivo! ¡Una cosa u otra!... ¡Todo no se puede hacer!... ¡Yo el aperitivo es lo que prefiero! No me gusta el juego...»

    El aperitivo que prefería era el de «genciana-casis». No era mal tipo, por lo general, pero, después de darle a la priva, un poco atravesado... Cuando iba a abastecerse al Mercado de las Pulgas, se pasaba tres días sin volver a casa, en «expedición», como él decía. Lo volvían a traer. Entonces profetizaba:

    «El porvenir ya veo yo cómo va a ser... Como una orgía interminable va a ser... Y con cine dentro... Basta con ver cómo es ya...»

    Veía más lejos incluso en esos casos: «Veo también que habrán dejado de beber... Soy el último, yo, que bebe en el porvenir... Tengo que darme prisa... Conozco mi vicio...»

    Todo el mundo tosía en mi calle. Eso mantiene ocupada a la gente. Para ver el sol, hay que subir por lo menos hasta el Sacré-Coeur, por culpa de los humos.

    Desde allí sí que hay una vista magnífica; te dabas cuenta de que allá, en el fondo de la llanura, estábamos nosotros y las casas donde vivíamos. Pero, cuando las buscabas con detalle, no las encontrabas, ni siquiera la tuya, de tan feo que era, tan feo y tan parecido, todo lo que veías.

    Más al fondo aún, el Sena, que no deja de circular, como un gran moco en zigzag de un puente a otro.

    Cuando vives en Rancy, ya ni siquiera te das cuenta de que te has vuelto triste. Ya no te quedan ganas de hacer gran cosa y se acabó. A fuerza de hacer economías en todo, por todo, se te han pasado todos los deseos.

    Durante meses, pedí dinero prestado aquí y allá. La gente era tan pobre y desconfiada en mi barrio, que había de ser de noche para que se decidieran a llamarme, a mí, pese a ser médico barato. Pasé así noches y más noches buscando diez francos o quince francos por los patinillos sin luna.

    Por la mañana, la calle se volvía como un gran tambor de alfombras sacudidas.

    Aquella mañana, me encontré a Bébert en la acera, estaba guardando la portería de su tía, que había salido a hacer la compra. También él levantaba una nube de la acera con una escoba, Bébert.

    Quien no levantara polvo por aquellos andurriales, hacia las siete de la mañana, sería un guarro de tomo y lomo para los de su propia calle. Alfombras sacudidas, señal de limpieza, casa decente. Con eso basta. Ya te puede apestar la boca, que, después de eso, estás tranquilo. Bébert se tragaba todo el polvo que levantaba y también el que le enviaban desde los pisos. Sin embargo, llegaban hasta los adoquines algunas manchas de sol, pero como en el interior de una iglesia, pálidas y tamizadas, místicas.

    Bébert me había visto llegar. Yo era el médico de la esquina, donde para el autobús. Piel demasiado verdusca, manzana que nunca maduraría, Bébert. Se rascaba y de verlo me daban ganas a mí también, de rascarme. Es que también yo tenía pulgas, cierto es, que me pegaban los enfermos por las noches. Te saltan con gusto al abrigo, porque es el lugar más caliente y húmedo que se presenta. Eso te lo enseñan en la Facultad.

    Bébert abandonó su alfombra para darme los buenos días. Desde todas las ventanas nos miraban hablar.

    Mientras haya que amar a alguien, se corre menos riesgo con los niños que con los hombres, tienes al menos la excusa de esperar que sean menos cabrones que nosotros más adelante. Qué poco sabíamos.

    Por su cara lívida bailaba aquella infinita sonrisa de afecto puro que nunca he podido olvidar. Una alegría para el universo.

    Pocos seres, pasados los veinte años, conservan aún un poquito de ese afecto fácil, el de los animales. ¡El mundo no es lo que creíamos! ¡Y se acabó! Conque, ¡hemos cambiado de jeta! ¡Y menudo cambio! ¡Por habernos equivocado! ¡Perfectos cabrones nos volvemos en un dos por tres! ¡Eso es lo que nos queda en la cara pasados los veinte años! ¡Un error! Nuestra cara es un puro error.

    «¡Eh -va y me dice Bébert-, doctor! ¿A que han recogido a uno en la Place des Fétes esta noche? ¿A que le habían cortado el cuello con una navaja? Era usted el que estaba de servicio, ¿verdad?»
    «No, no estaba yo de servicio, Bébert, yo no, era el doctor Frolichon...»
    «¡Qué pena! Porque mi tía ha dicho que le habría gustado que hubiera sido usted... Que se lo habría contado todo...»
    «Habrá que esperar a la próxima vez, Bébert.»
    «Pasa mucho, ¿eh?, eso de que maten a gente por aquí», comentó también Bébert.

    Atravesé su polvo, pero en aquel preciso instante pasaba la máquina barredora municipal, zumbando, y un gran tifón saltó del arroyo y colmó toda la calle de más nubes aún, más densas, de color pimienta. Ya no nos veíamos. Bébert saltaba de derecha a izquierda, estornudando y gritando, contento. Su cara ojerosa, sus cabellos pringosos, sus piernas de mono tísico, todo eso bailaba, convulsivo, en la punta de la escoba.

    La tía de Bébert volvía de la compra, ya había pimplado lo suyo, también hemos de decir que aspiraba un poco el éter, hábito contraído cuando servía en casa de un médico y había sufrido mucho con las muelas del juicio. Ya sólo le quedaban dos de los dientes delanteros, pero siempre se los lavaba sin falta. «Cuando, como yo, se ha servido en casa de un médico, se sabe lo que es la higiene.» Daba consultas médicas por el vecindario e incluso bastante lejos, hasta Bezons.

    Me habría gustado saber si alguna vez pensaba en algo, la tía de Bébert. No, no pensaba en nada. Hablaba sin parar y sin pensar nunca. Cuando estábamos a solas, sin indiscretos alrededor, me hacía una consulta de balde. Era halagador, en cierto sentido.

    «Mire, doctor, tengo que decírselo, ya que es usted médico, ¡Bébert es un cochino!... "Se toca" Me di cuenta hace dos meses y me gustaría saber quién ha podido enseñarle esas guarrerías... ¡Y eso que lo he educado bien! Se lo prohibo... Pero vuelve a empezar...»
    «Dígale que se volverá loco», le aconsejé, clásico.

    Bébert, que nos estaba escuchando, no estaba de acuerdo.

    «No me toco, no es verdad, fue ese chavea, el de los Gagat, quien me propuso...»
    «¿Ve usted? Ya sospechaba yo -dijo la tía-. Los Gagat, ya sabe usted quiénes digo, los del quinto... Son todos unos viciosos. Al abuelo parece ser que le iba la marcha... ¿Eh? ¡Fíjese usted!... Oiga, doctor, ya que estamos, ¿no podría recetarle un jarabe para que no se toque?...»

    La seguí hasta la portería para prescribir un jarabe antivicio para el chavalín Bébert. Yo era demasiado complaciente con todo el mundo y lo sabía de sobra. Nadie me pagaba. Visitaba de balde, sobre todo por curiosidad. Es un error. La gente se venga de los favores que le haces. La tía de Bébert aprovechó, como los demás, mi desinterés orgulloso. Abusó incluso más que la hostia. Yo me hacía el tonto, les dejaba mentirme. Les seguía la corriente. Me tenían en sus manos, lloriqueaban, los enfermos, cada día más, me tenían a su merced. Al mismo tiempo, me mostraban, bajeza tras bajeza, todo lo que disimulaban en la trastienda de su alma y que no enseñaban a nadie, salvo a mí. No hay dinero para pagar esos horrores. Se te cuelan entre los dedos como serpientes viscosas.

    Un día lo contaré todo, si llego a vivir bastante.

    «¡Mirad, asquerosos! Dejadme ser amable algunos años más aún. No me matéis todavía. Dejadme parecer servil y desgraciado, lo contaré todo. Os lo aseguro y entonces os doblaréis de golpe, como las orugas babosas que en África venían a cagarse en mi choza, y os volveré más sutilmente cobardes e inmundos aún, tanto, pero es que tanto, que tal vez la diñéis, por fin».
    «¿Es dulce?», preguntaba Bébert a propósito del jarabe.
    «Sobre todo, no se lo recete dulce -recomendó la tía- a este pillo... No merece que sea dulce y, además, ¡bastante azúcar me roba ya! Tiene todos los vicios, ¡una cara muy dura! ¡Acabará asesinando a su madre!»
    «Pero, ¡si no tengo madre!», replicó, rotundo, Bébert, siempre tan campante.
    «¡Me cago en la leche! -dijo entonces la tía-. Como me contestes, te voy a dar una tunda, ¡que vas a saber tú lo que es bueno!» Y fue y se dirigió hacia él, pero Bébert había salido ya corriendo hacia la calle. «¡Viciosa!», le gritó en pleno corredor. La tía se puso colorada como un tomate y volvió hacia mí. Cambiamos de conversación.
    «Tal vez debiera usted, doctor, ir a ver a los del entresuelo del 4 de la Rué des Mineures... Es un antiguo empleado de notaría, le han hablado de usted... Yo le he dicho que era el médico más amable con los enfermos que conozco.»

    Al instante supe que me estaba mintiendo, la tía. Su médico preferido era Frolichon. Era el que recomendaba siempre, cuando podía; a mí, al contrario, me ponía verde en todo momento. Mi humanitarismo provocaba en ella un odio animal. Era un bicho, no hay que olvidarlo. Sólo, que Frolichon, a quien ella admiraba, le hacía pagar al contado, conque iba y me consultaba de balde. Para que me hubiera recomendado, tenía que ser, pues, otra consulta gratuita o, si no, un asunto muy sucio. Al marcharme, pensé, de todos modos, en Bébert.

    «Hay que sacarlo -le dije-, no sale bastante ese niño...»
    «¿Adonde quiere que vayamos? Con la portería no puedo ir demasiado lejos...»
    «Llévelo por lo menos al parque, los domingos...»
    «Pero si hay más gente y polvo que aquí, en el parque... Parecemos sardinas en lata.»

    Su observación era pertinente. Busqué otro lugar que aconsejarle.

    Tímidamente, le propuse el cementerio.

    El cementerio de La Garenne-Rancy es el único espacio un poco arbolado y de cierta extensión por esa zona.

    «¡Hombre, es verdad! No se me había ocurrido. ¡Podríamos ir allí!»

    Justo entonces volvía Bébert.

    «¿Y a ti, Bébert? ¿Te gustaría ir de paseo al cementerio? Tengo que preguntárselo, doctor, porque para los paseos también es terco como una mula, ¡se lo aseguro!...»

    Precisamente Bébert carecía de opinión. Pero la idea gustó a la tía y eso bastaba. Sentía debilidad por los cementerios, la tía, como todos los parisinos. Parecía como si, a propósito de eso, se fuera a poner por fin a pensar. Examinaba los pros y los contras. Las fortificaciones están llenas de golfos... En el parque hay demasiado polvo, eso desde luego... Mientras que en el cementerio, es verdad, no se está mal... Y, además, la que allí va los domingos es gente bastante decente y que sabe comportarse... Y, además, lo que es muy cómodo es que se puede hacer la compra de vuelta por el Boulevard de la Liberté, donde aún hay tiendas abiertas los domingos.

    Y concluyó: «Bébert, lleva al doctor a casa de la señora Henrouille, Rué des Mineures... ¿Sabes dónde vive, eh, Bébert, la señora Henrouille?»

    Bébert sabía dónde estaba todo, con tal de que fuera oportunidad para dar un garbeo.

    Entre la Rué Ventru y la Place Lénine ya casi todas eran casas de alquiler. Los constructores habían cogido casi todo el campo que aún había allí, Les Garennes, como lo llamaban. Ya sólo quedaba un poquito, hacia el final, algunos solares, después del último farol de gas.

    Encajonados entre los edificios, enmohecían así algunos hotelitos resistentes, cuatro habitaciones con una gran estufa en el pasillo de abajo; apenas encendían el fuego, cierto es, por economizar. Humea con la humedad. Eran hotelitos de rentistas, los que quedaban. En cuanto entrabas, tosías con el humo. No eran rentistas ricos los que habían quedado por allí, no, sobre todo los Henrouille, donde me habían enviado. Pero, aun así, eran gente que poseía alguna cosilla.

    Al entrar, olía de lo lindo, en casa de los Henrouille, además del humo, el retrete y el guiso. Acababan de pagar su hotelito. Eso representaba sus cincuenta buenos años de economías. En cuanto entrabas en su casa y los veías, te preguntabas qué les pasaba, a los dos. Bueno, pues, lo que les pasaba, a los Henrouille, lo que en ellos parecía natural, era que nunca habían gastado, durante cincuenta años, un solo céntimo, ninguno de los dos, sin haberlo lamentado. Con su carne y su espíritu habían adquirido su casa, como el caracol. Pero el caracol lo hace sin darse cuenta.

    Los Henrouille, en cambio, no salían de su asombro por haber pasado por la vida nada más que para tener una casa e, igual que las personas a las que acaban de sacar de un encierro entre cuatro paredes, les resultaba extraño. Debe de poner una cara muy rara la gente, cuando la sacan de una mazmorra.

    Desde antes de casarse, ya pensaban, los Henrouille, en comprarse una casa. Por separado, primero, y, después, juntos. Se habían negado a pensar en otra cosa durante medio siglo y, cuando la vida los había obligado a pensar en otra cosa, en la guerra, por ejemplo, y sobre todo en su hijo, se habían puesto enfermos a morir.

    Cuando se habían instalado en su hotelito, recién casados, con sus diez años ya de ahorros cada uno, no estaba acabado del todo. Estaba situado aún en medio del campo, el hotelito. Para llegar hasta él, en invierno, había que coger los zuecos; los dejaban en la frutería de la esquina de la Révolte, al ir, por la mañana, al currelo, a las seis, en la parada del tranvía tirado por caballos, para París, a tres kilómetros de allí, por veinte céntimos.

    Hace falta buena salud para perseverar toda una vida en régimen semejante. Su retrato estaba encima de la cama, en el primer piso, sacado el día de la boda. También estaban pagados la alcoba y los muebles y desde hacía mucho incluso. Por cierto, que todas las facturas pagadas desde hace diez, veinte, cuarenta años estaban guardadas juntas y grapadas en el cajón de arriba de la cómoda y el libro de cuentas, totalmente al día, estaba abajo, en el comedor, donde nunca se comía. Henrouille te lo podía enseñar todo aquello, si lo deseabas. El sábado era él quien se encargaba de hacer el balance de cuentas en el comedor. Ellos siempre habían comido en la cocina.

    Fui enterándome de todo aquello, poco a poco, por ellos y por otros y también por la tía de Bébert. Cuando los conocí mejor, me contaron ellos mismos su terror, el de toda su vida, el de que su hijo único, lanzado al comercio, hiciera malos negocios. Durante treinta años los había hecho despertarse casi cada noche, poco o mucho, ese siniestro pensamiento. ¡Una tienda de plumas, tenía el chico! ¡Imaginaos si ha habido crisis en el ramo de las plumas desde hace treinta años! Tal vez no haya habido un negocio peor que el de la pluma, más inseguro.

    Hay negocios tan malos, que ni siquiera se le ocurre a uno pedir dinero prestado para sacarlos a flote, pero hay otros que siempre andan con préstamos a vueltas. Cuando pensaban en un préstamo así, aun ahora con la casa pagada y todo, se levantaban de sus sillas, los Henrouille, y se miraban rojos como tomates. ¿Qué habrían hecho ellos en un caso así? Se habrían negado.

    Habían decidido desde siempre negarse a cualquier préstamo... Por los principios, para guardarle un peculio, una herencia y una casa, a su hijo, el Patrimonio. Así razonaban. Hijo serio, desde luego, el suyo, pero en los negocios puedes verte arrastrado...

    A todas las preguntas respondía yo igual que ellos.

    Mi madre, también, se dedicaba al comercio; nunca nos había aportado otra cosa que miserias, su comercio, un poco de pan y muchos quebraderos de cabeza. Conque a mí no me gustaban tampoco, los negocios. El riesgo de ese hijo, el peligro de esa idea de préstamo, que habría podido, en último caso, acariciar, en caso de dificultades con un vencimiento, lo comprendía a la primera. No hacía falta explicarme. Él, Henrouille padre, había sido pasante de un notario en el Boulevard Sebastopol durante cincuenta años. Conque, ¡menudo si conocía historias de dilapidación de fortunas! Incluso me contó algunas tremendas. La de su propio padre, en primer lugar; e incluso por la quiebra de su propio padre precisamente no había podido hacer la carrera de profesor, Henrouille, después del bachillerato, y había tenido que colocarse en seguida de escribiente. Son cosas que no se olvidan.

    Por fin, con la casa pagada, suya y bien suya, sin un céntimo de deudas, ¡ya no tenían que preocuparse, los dos, por la seguridad! Habían cumplido los sesenta y seis años.

    Y, mira por dónde, fue él, entonces, y empezó a sentirse indispuesto o, mejor dicho, hacía mucho que la sentía, esa indisposición, pero antes no hacía caso, con lo de la casa por pagar. Una vez que ésta fue asunto liquidado y concluido, firmado y bien firmado, se puso a pensar en su dichosa indisposición. Como mareos y después pitidos de vapor en cada oído le daban.

    Fue también por aquella época cuando empezó a comprar el periódico, ¡ya que en adelante podían muy bien permitirse ese lujo! Precisamente en el periódico aparecía escrito y descrito todo lo que él sentía, Henrouille, en los oídos. Conque compró el medicamento que recomendaba el anuncio, pero no había experimentado el menor cambio; al contrario: parecían habérsele intensificado los pitidos. ¿Tal vez sólo de pensarlo? De todos modos, fueron juntos a consultar al médico del dispensario. «Es la presión arterial», les dijo éste.

    La frase le había impresionado. Pero, en el fondo, aquella obsesión le aparecía en momento muy oportuno. Se había quemado la sangre tanto y durante tantos años, por la casa y los vencimientos de su hijo, que había algo así como un espacio libre de repente en la trama de angustias que lo tenían acogotado desde hacía cuarenta años con los vencimientos y alimentaban su constante fervor temeroso. Ahora que el médico le había hablado de su presión arterial, la escuchaba, su tensión, latir contra la almohada, en el fondo de su oído. Se levantaba incluso para tomarse el pulso y después se quedaba muy inmóvil, junto a la cama, de noche, mucho rato, para sentir su cuerpo estremecerse con leves sacudidas, cada vez que latía su corazón. Era su muerte, se decía, todo aquello, siempre había tenido miedo a la vida, ahora vinculaba su miedo a algo, a la muerte, a su tensión, igual que lo había vinculado durante cuarenta años al peligro de no poder acabar de pagar la casa.

    Seguía siendo desgraciado, igual, pero ahora tenía que apresurarse a buscar una nueva razón válida para serlo. No es tan fácil como parece. No basta con decirse: «Soy desgraciado.» Además, hay que demostrárselo, convencerse sin remedio. No pedía otra cosa él: poder encontrar para el miedo que sentía un motivo bien sólido y válido de verdad. Tenía 22 de tensión, según el médico. No es moco de pavo 22. El médico le había enseñado a encontrar el camino de su muerte.

    El dichoso hijo, comerciante en plumas, casi nunca aparecía. Una o dos veces por Año Nuevo. Y se acabó. Pero ahora, ¡ya podía venir, ya, el comerciante en plumas! Ya no había nada que pedir prestado a papá y mamá. Conque ya apenas iba a verlos, el hijo.

    A la señora Henrouille, en cambio, tardé algún tiempo más en llegar a conocerla; ella, en cambio, no sufría de ninguna angustia, ni siquiera la de su muerte, que no era capaz de imaginar. Se quejaba sólo de su edad, pero sin pensarlo de verdad, por hacer como todo el mundo, y también de que la vida «subía». Su difícil misión estaba cumplida. La casa pagada. Para liquidar las letras más rápido, las últimas, se había puesto incluso a coser botones en chalecos para unos grandes almacenes. «Lo que hay que coser por cinco francos, ¡es que parece increíble!»

    Y para ir a entregar el currelo, siempre tenía líos en el autobús; una tarde hasta le habían pegado. Una extranjera había sido, la primera extranjera, la única, a la que había hablado en su vida, para insultarla.

    Las paredes del hotelito se conservaban aún bien secas en tiempos, cuando el aire circulaba alrededor, pero, ahora que las altas casas de alquiler la rodeaban, todo chorreaba humedad, hasta las cortinas, que se manchaban de moho.

    Comprada la casa, la señora Henrouille se había mostrado, durante todo el mes siguiente, risueña, perfecta, encantada, como una religiosa después de la comunión. Había sido ella incluso quien había propuesto a Henrouille: «Mira, Jules, a partir de hoy vamos a comprarnos el periódico todos los días, podemos permitírnoslo...» Así mismo. Acababa de pensar en él, de mirar a su marido, y después había mirado a su alrededor y, al final, había pensado en su madre, la suegra Henrouille. Se había vuelto a poner seria, al instante, la hija, como antes de que hubieran acabado de pagar. Y así fue como volvió todo a empezar, con aquel pensamiento, porque aún había que hacer economías en relación con la madre de su marido, la vieja esa, de la que no hablaba a menudo el matrimonio, ni a nadie de fuera.

    En el fondo del jardín estaba, en el cercado en que se acumulaban las escobas viejas, las jaulas viejas de gallinas y todas las sombras de los edificios de alrededor. Vivía en una planta baja de la que casi nunca salía. Y, por cierto, que sólo para pasarle la comida era el cuento de nunca acabar. No quería dejar entrar a nadie en su reducto, ni siquiera a su hijo. Tenía miedo de que la asesinaran, según decía.

    Cuando se le ocurrió la idea, a la nuera, de emprender nuevas economías, habló primero con su marido, para tantearlo, para ver si no podrían ingresar, por ejemplo, a la vieja donde las hermanitas de San Vicente, religiosas que precisamente se ocupaban de esas viejas chochas en su asilo. Él no respondió ni que sí ni que no. Era otra cosa lo que lo tenía ocupado en aquel momento, los zumbidos en el oído, que no cesaban. A fuerza de pensarlo, de escucharlos, aquellos ruidos, se había dicho que le impedirían dormir, aquellos ruidos abominables. Y los escuchaba, en efecto, en lugar de dormir, silbidos, tambores, runruns... Era un nuevo suplicio. No podía quitárselo de la cabeza ni de día ni de noche. Llevaba todos los ruidos dentro.

    Poco a poco, de todos modos, al cabo de unos meses así, la angustia se fue consumiendo y ya no le quedaba bastante para ocuparse sólo de ella. Conque volvió al mercado de Saint-Ouen con su mujer. Era, según decían, el más económico de los alrededores, el mercado de Saint-Ouen. Salían por la mañana para todo el día, por los cálculos y comentarios que iban a tener que cambiar sobre los precios de las cosas y las economías que acaso habrían podido hacer con esto en lugar de con lo otro... Hacia las once de la noche, en casa, volvía a darles el miedo a ser asesinados. Era un miedo regular. El menos que su mujer. Él, sobre todo, los ruidos de los oídos, a los que, hacia esa hora, cuando la calle estaba del todo silenciosa, volvía a aferrarse desesperado. «¡Con esto no voy a poder dormir! -se repetía en voz alta para angustiarse mucho más-. ¡No te puedes hacer idea!»

    Pero ella nunca había intentado entender lo que quería decir ni imaginar lo que lo atormentaba con sus problemas de oídos. «Pero, ¿me oyes bien?», iba y le preguntaba.

    «Sí», le respondía él.
    «Pues entonces, ¡no hay problema!... Más valdría que pensaras en lo de tu madre, que nos cuesta tan cara, y, además, que la vida sube todos los días... ¡Y es que su vivienda se ha vuelto una leonera!...»

    La asistenta iba a su casa tres horas por semana para lavar, era la única visita que habían recibido durante muchos años. Ayudaba también a la señora Henrouille a hacer su cama y, para que la asistenta tuviera muchos deseos de repetirlo por el barrio, cada vez que daban la vuelta al colchón juntas desde hacía diez años, la señora Henrouille anunciaba con la voz más alta posible: «¡En esta casa nunca hay dinero!» Como indicación y precaución, así, para desanimar a los posibles ladrones y asesinos.

    Antes de subir a su alcoba, juntos, cerraban con mucho cuidado todas las salidas, sin quitarse ojo mutuamente. Y después iban a echar una mirada hasta la vivienda de la suegra, al fondo del jardín, para ver si su lámpara seguía encendida. Era la señal de que aún vivía. ¡Gastaba una de petróleo! Nunca apagaba la lámpara. Tenía miedo de los asesinos, también ella, y de sus hijos al mismo tiempo. Desde que vivía allí, hacía veinte años, nunca había abierto las ventanas, ni en invierno ni en verano, y tampoco había apagado nunca la lámpara.

    Su hijo le guardaba el dinero, a la madre, pequeñas rentas. El se encargaba. Le dejaban la comida delante de la puerta. Guardaban su dinero. Como Dios manda. Pero ella se quejaba de esas diversas disposiciones y no sólo de ellas, de todo se quejaba. A través de la puerta, ponía de vuelta y media a todos los que se acercaban a su cuarto. «No es culpa mía que se haga usted vieja, abuela -intentaba parlamentar la nuera-. Tiene usted dolores como todas las personas ancianas...»

    «¡Anciana lo serás tú! ¡Cacho sinvergüenza! ¡So guarra! ¡Vosotros sois los que me haréis cascar con vuestros asquerosos embustes!...»

    Negaba la edad con furor, la vieja Henrouille... Y se debatía, irreconciliable, a través de su puerta, contra los azotes del mundo entero. Rechazaba como asquerosa impostura el contacto, las fatalidades y las resignaciones de la vida exterior. No quería ni oír hablar de todo aquello. «¡Son engaños! -gritaba-. ¡Y vosotros mismos los habéis inventado!»

    De todo lo que sucedía fuera de su casucha se defendía atrozmente y de todas las tentaciones de acercamiento y conciliación también. Tenía la certeza de que, si abría la puerta, las fuerzas hostiles acudirían en tropel hasta dentro de su casa, se apoderarían de ella y sería el fin una vez por todas.

    «Ahora son astutos -gritaba-. Tienen ojos por toda la cabeza y bocas hasta el ojo del culo y más y sólo para mentir... Así son...»

    No tenía pelos en la lengua, así había aprendido a hablar en París, en el mercado de Temple, donde había sido chamarilera como su madre, de muy joven... Era de una época en que la gente humilde aún no había aprendido a escucharse envejecer.

    «¡Si no quieres darme dinero, me pongo a trabajar! -gritaba a su nuera-. ¿Oyes, bribona? ¡Me pongo a trabajar!»
    «Pero, ¡si ya no puede usted trabajar, abuela!»
    «Conque no puedo, ¿eh? ¡Intenta entrar aquí y verás! ¡Te voy a enseñar si puedo o no puedo!»

    Y volvían a dejarla protegida en su reducto. De todos modos, querían enseñármela a toda costa, a la vieja, para eso me habían llamado, y para que nos recibiera, ¡menudas artimañas hubo que utilizar! Pero, en fin, yo no acababa de entender del todo para qué me querían. La portera, la tía de Bébert, había sido quien les había dicho y repetido que yo era un médico muy agradable, muy amable, muy complaciente... Querían saber si podía conseguir mantenerla tranquila, a su vieja, sólo con medicamentos... Pero lo que deseaban aún más, en el fondo (y, sobre todo, la nuera), era que la mandase internar de una vez por todas, a la vieja... Después de llamar a la puerta durante una buena media hora, abrió, por fin y de repente, y me la encontré ahí, delante, con los ojos ribeteados de serosidades rosadas. Pero su mirada bailaba, muy vivaracha, de todos modos, por encima de sus mejillas fláccidas y grises, una mirada que te atraía la atención y te hacía olvidar todo el resto, por el placer que te hacía sentir, a tu pesar, y que intentabas retener después por instinto, la juventud.

    Aquella mirada alegre animaba todo a su alrededor, en la sombra, con un júbilo juvenil, con una animación mínima, pero pura, de la que ahora carecemos; su cascada voz, cuando vociferaba, repetía, alegre, las palabras, cuando se dignaba hablar como todo el mundo y te las hacía brincar entonces, frases y oraciones, caracolear y todo y rebotar vivas con mucha gracia, como sabía la gente hacer con la voz y las cosas de su entorno en los tiempos en que no darse maña para contar y cantar, una cosa tras otra, con habilidad, era vergonzoso, propio de bobos y enfermos.

    La edad la había cubierto, como a un árbol viejo y tembloroso, de ramas alegres.

    Era alegre, la vieja Henrouille, cascarrabias, cochambrosa, pero alegre. La indigencia en que vivía desde hacía más de veinte años no había dejado marca en su alma. Al contrario, se había encogido para defenderse del exterior, como si el frío, todo lo horrible y la muerte sólo debieran venir de él, no de dentro. De dentro nada parecía temer, parecía absolutamente segura de su cabeza, como de algo innegable y comprendido, de una vez por todas.

    Y yo que corría tanto tras la mía y en torno del mundo, además.


    Parte 2

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