LADRONA DE MEDIANOCHE (Nalo Hopkinson)
Publicado en
diciembre 05, 2010
Agradecimientos
Deseo agradecer al Consejo de Arte de Ontario, al Consejo de Canadá y a los Programas Multiculturales del Departamento de Patrimonio Canadiense la ayuda financiera proporcionada mientras completaba este proyecto.
Por vuestras pacientes e intuitivas críticas, ánimos, improvisación y correcciones generales a mis absurdas nociones sobre ciencia y sistemas sociales, muchas gracias Bob Boyczuk, Laurie Channer, Debbie Donofrio, Candas Jane Dorsey, David Findlay, Peter Halasz, Brent Hayward, Dora Knez, Kelly Link, Pamela Mordecai, Peter Watts. También a mi agente, Don Maass, y a mi editora, Betsy Mitchell.
Deseo expresar mi gratitud a David Findlay por haberme permitido citar "Robada". Gracias, doux-doux.
Amor, respeto y bendiciones a mi madre, Preda, y a mi hermano Keïta, por su apoyo y entusiasmo infinitos.
Robada
He robado la lengua del torturador
es lo primero que algunos ven
el primer verso que oyes
la primera línea de defensa cuando digo
"mira esta larga lengua adquirida ilícitamente - ¿no me sienta bien?
escucha esas largas palabras usadas asiduamente - ¿no las esgrimo bien?
¿acaso no estarías loco si intentaras abordarme con algo tan complejo
como un beso o una conversación?"
¡he robado la lengua del torturador!
¡escucha su larga lengua!
¡siente su larga lengua!
esta lengua en ocasiones es mi única herramienta que no me pertenece
por completo pero ¿qué es?
fui educado de modo protector de/como/por la propiedad de otros, pero
lo superé
esta lengua también es tuya si puedes cogerla
¡he robado la lengua del torturador!
el hombre no reconocería esta carne danzante, retorcida y reeducada
si la parte superior del vacío espacio de su cabeza abofeteara -
lo haría, tiene que hacerlo; pagaría por el placer;
observa cómo intenta reclamarlos recién recordados ritmos de su propia
lengua larga y fuerte...
¡escucha su larga lengua!
¡teme a su larga lengua!
se sabe que este relato también es mío, y viviré o moriré por él.
¡he robado la lengua del torturador!
©1997 por David Findlay
Oh. Parece que ya va a empezar, ¿oui? No tengas miedo, cariño; es por tu bien. Yo estaré contigo todo el tiempo. Confía en mí. Te explicaré una historia de anansi (Figura mitológica originada por la tribu Ghana Asante; Anansi es una araña conocida por sus engaños y su habilidad para conseguir siempre lo mejor de quienes la rodean. N.T.) para que te entretengas:
Sí, era una mujer fuerte, oui. La única suavidad que había en Tan-Tan era la de sus ojos: unos enormes ojos de color miel que si te miraban, el corazón te empezaba a latir al ritmo del boobaloop que marcaban sus largas pestañas. Bastaba una mirada de aquellos ojos para enamorarse de Tan-Tan. Para que nadie se perdiera en ellos, solía entornarlos y hacerlos muy pequeñitos, como si estuviera enfadada, pero nunca funcionaba, ¿sabes? En cuanto sus ojos te apresaban, olvidabas a todas las demás mujeres del mundo. A su paso, desde Garvey-prime hasta el área de Douglass, desde Toussaint hasta Nuevo Árbol a Medio Camino, cruzando los velos dimensionales, dejaba una estela de hombres (y mujeres, ¿oui?) tristes y solitarios, que lloraban durante días si cometías el error de pronunciar, delante de ellos, las palabras "ojos marrones".
Verás. Había una vez una mujer muy fuerte y robusta, cuya piel era del color de la infusión de cacao. Tenía los pies endurecidos de tanto caminar por el bosque del diablo, el diabólico bosque de Nuevo Árbol a Medio Camino, el planeta prisión. Al andar, sus pies golpeaban el suelo, ¡bum!, como los frutos del árbol del pan al caer. Tenía los brazos musculosos debido a los diversos años que llevaba abriéndose camino por el bosque del diablo. ¡Incluso su cabello era áspero y fuerte! Largos mechones negros brotaban de su cuero cabelludo y le caían sobre la espalda, girando en espiral. Se llamaba Tan-Tan, y Nuevo Árbol a Medio Camino era su planeta.
Nuevo Árbol a Medio Camino fue el lugar en donde acabó Tan-Tan y, crick-crack, ésta es su historia:
Pero espera... ¿Me estás diciendo que nunca has oído hablar de Nuevo Árbol a Medio Camino, el planeta de las personas perdidas? ¿Acaso nunca te has preguntado adónde van a parar los que van dando tumbos, los mendigos, aquellos que piensan que en el mundo tiene que haber algo mejor para ellos, aunque no saben dónde encontrarlo? ¿Nunca te has preguntado adonde enviamos a los ladrones y a los asesinos? Pues bien, los Mundos de la Nación los envían a Nuevo Árbol a Medio Camino, el planeta espejo de Toussaint. Sí, eso es; al otro lado de un velo dimensional. Nuevo Árbol a Medio Camino se parece un poco al planeta Toussaint, donde se encuentra mi hogar. Tiene las mismas nubes en lo alto de enormes montañas, las mismas bahías soleadas y los mismos valles verdes y frondosos. Sin embargo, Toussaint es un planeta civilizado mientras que Nuevo Árbol a Medio Camino es un lugar peligroso. ¿Sabes que un objeto y su sombra pueden estar en el mismo lugar de forma simultánea, verdad? ¿Que una sombra es una versión oscura del objeto real, su doble? Pues bien, Nuevo Árbol a Medio Camino es una versión oscura de Toussaint, que cuelga como una manzana madura de uno de los pliegues de un velo dimensional. Nuevo Árbol a Medio Camino tiene el mismo aspecto que tenía el Planeta Toussaint antes de que la Corporación Marryshow hundiera en él su Motor Terráqueo Número 127, como Dios cuando creó a la mujer: clavándolo en el vientre de la tierra para impregnar en ella la semilla de Granny Nanny. Nuevo Árbol a Medio Camino es el hogar de las personas inquietas. Entre las espinas venenosas del bosque del diablo, las mangostas viven en libertad y el enorme pájaro mako jumbie avanza con pasos majestuosos, con la cabeza más alta que cualquier tejado. Todo lo que te estoy explicando es cierto, ¿sabes? He visto estos dos lugares con mis propios ojos. ¿Cómo? Bueno, puede que haya encontrado una forma de atravesar el velo de una sola dirección para venir a contarte una historia, ¿no? Quizá soy una maestra tejedora que voy hilando los hilos y, lentamente, avanzo por la trama. Voy de aquí para allá, tejiendo mi historia suavemente ¿oui? Y cuando la acabe, la sacudiré y le daré la vuelta; entonces, puede que descubras que existe una continuación. Quizá he hecho lo mismo para ir tejiendo mi camino entre las dimensiones y poder llegar hasta aquí. No, no me preguntes cómo lo he hecho.
Planeta Toussaint
—¿Quashee e Ione? ¿Sería cierto? ¿Su buen amigo y su mujer? Antonio, el alcalde del Condado Puente de Mando se montó en el rickshaw (Pequeño vehículo de dos ruedas que va tirado por un hombre. N.T.).
—¿Qué estás mirando? —preguntó con un gruñido a la corredora—. Voy a casa.
—Sí, Compère —respondió ésta con la boca llena de nuez de betel. Se puso en marcha y, a cada paso que daba, las sandalias abofeteaban el suelo con un sonido que parecía decir en los oídos de Antonio; "Quashee-Ione, Quashee-Ione". Se dio cuenta de que estaba frunciendo el ceño, así que se enderezó y, con dedos impacientes, empezó a darse golpecitos en el muslo. ¿Aún no habían llegado? Se recostó en el asiento. Una gota de sudor se deslizó por la nuca y le humedeció ligeramente el cuello de la camisa. Ione, deslizándole la yema del dedo por la nuca y sonriendo al comprobar que aquel ligero roce le había hecho temblar.
—Qué grande es amar a una mujer, ¿oui? —murmuró Antonio.
La corredora le oyó y ladeó la cabeza para mirarle. Un fuerte músculo recorría su espalda: se extendía desde ambos lados de la columna vertebral hasta los omoplatos.
—¡Es cierto, Compère! ¡Qué grande! —dijo sonriente y entre jadeos—. Yo tengo tres adorables esposas. Son unas mujeres muy dulces, se lo aseguro.
No había nada que decir. Antonio chasqueó los dientes con impaciencia. A continuación, se dio unos golpecitos en la sien para avisar a su audífono. Empezó a identificarse en voz alta para el viejo cuatro ojos del rickshaw, pero entonces recordó que aquel vehículo sólo utilizaba mecanismos ciegos, de modo que no podía comunicarse con su audífono. Con un suspiro, conectó manualmente el panel de transmisión y seleccionó una emisora de música. El aire que le envolvía se llenó de viejos ritmos de mento. Se recostó en el suave asiento de cuero, deseoso de perderse en la música... pero en sus oídos, también aquel ritmo parecía decir "Quashee-Ione, Quashee-Ione, eh-eh".
Ione, la madre de su única hija. Ione, aquella belleza morena, la más radiante, la más adorable del Condado Puente de Mando. Cuando Ione sonreía, era como si florecieran los árboles de poui y cubrieran el cielo con sus brillantes flores amarillas. Una sonrisa de Ione podía robar un corazón, del mismo modo que las mangostas pueden robar pollos.
¿Era posible que todo hubiera terminado? ¿Cómo había sucedido?
Ione y Antonio habían sido vecinos durante la infancia. Vivían en dos granjas en las que se cultivaban semillas de la sabiduría. Se habían enamorado siendo prácticamente unos niños. Hubo un tiempo en que Ione sólo compartía con Antonio su risa de flor poui. Hubo un tiempo en que Antonio e Ione pasaban noches enteras acunando a la luna.
Antonio apagó la música. Con un susurro, ordenó a su audífono que estableciera comunicación con su casa. Cuando éste emitió un pitido de confirmación con una canción de nanny, el eshu apareció en el ojo de su mente.
—Un día caluroso, amo —masculló el eshu de su hogar.
Hoy, la I.A. había decidido aparecer como un esqueleto danzante; sus huesos chasqueaban entre sí al moverse. Sin embargo, aquello no era más que una imagen que el eshu estaba imprimiendo en el nervio óptico de Antonio. Estaba sudando mucho: gotas tan grandes como puños se deslizaban por su cuerpo y caían al "suelo", ¡prap!, para después desaparecer.
—¿Qué puedo hacer por usted? —el eshu hizo que en su mano apareciera un abanico negro ridículamente grande, que agitó delante de su difunto rostro.
—¿Dónde está Ione?
—La señora está haciendo la siesta. ¿Quiere dejar algún mensaje?
—Despiértala. No, no importa. Corto —Antonio volvió a conectar la emisora musical y estuvo a punto de salir volando de su asiento cuando el rickshaw tropezó con un bache de la carretera.
—Lo siento, Compère —rió la corredora—. Pero usted es un gran alcalde, así que supongo que sabrá qué hay que hacer para que arreglen este agujero rápidamente, ¿verdad?
Los corredores no respetaban a nadie, ni siquiera a su querido alcalde.
—Gire a la izquierda por ahí —dijo Antonio—. Ese camino nos conducirá a la entrada lateral.
Aquella entrada solía estar desierta. Hoy no le apetecía jugar a sonreír mostrando los dientes con los constituyentes que pudiera encontrar de camino a casa: "Buenas tardes, Brer Pomposo, ¿qué tal están su fea mujer y el mocoso? ¿Cómo era su nombre? ¿Brer Pomposo, Brer Fanfarrón, Brer Halitosis? ¿Qué tal la obra que representaron anoche en el Teatro Ara wak? ¿Una desgracia? ¿En serio? ¿Pautas comunitarias? Seguro que tiene que haber una explicación, Brer Pazguato, Brer Cara de Ciruela. Le prometo que echaré un vistazo. Le llamaré pronto". No, Antonio hoy no tenía paciencia para nada de eso.
Los pies de la corredora hacían slap-slap. Quashee-Ione. La música envolvía el aire. Quashee-Ione, eh-eh.
Con voz resquebrajada, la corredora empezó a cantar una áspera canción sobre una mujer asustadiza y el lagarto que había subido por su pierna. Antonio apretó los dientes a modo de sonrisa.
Entre él e Ione había demasiados sentimientos difíciles, ¿oui? Demasiado silencio. Cuando se quedó embarazada, su relación se había estabilizado durante un tiempo; aquel embarazo había logrado calmar parte de la inquietud de su mujer. Y de Antonio. Le había colmado de alegría saber que pronto tendrían un hijo, alguien que le escucharía, alguien que tendría que levantar la cabeza para mirarle. Como Ione cuando aún era una niña. Entonces llegó la pequeña Tan-Tan, y aquella niñita se convirtió en todo aquello que Antonio siempre había deseado.
—¡Compère! —gritó. La corredora no respondió, y eso que podía oírle perfectamente cuando le convenía—. ¡Compère!
—¿Sí, Compère? —preguntó una voz tan dulce como la miel.
La mujer rió sarcásticamente.
—Por favor, ¿podría dejar de cantar?
—Bueno, ¿al menos podrá hacerlo cuando estemos llegando a casa? Hum... mi esposa está durmiendo.
—Por supuesto, Compère. No queremos que descubra que hoy ha decidido regresar a casa tan temprano.
Zorra. Antonio observó con dureza la ancha y musculosa espalda de aquella mujer. Sin embargo, se limitó a responder:
—Gracias.
Antonio era consciente de que, debido a su trabajo de alcalde, gozaba de poca popularidad entre ciertos sectores de su pequeño pueblo, situado tras la espalda de Dios. Eso sucedía, por ejemplo, con los corredores de rickshaw.
Como si le hubiera leído la mente, aquella maldita mujer decidió darle conversación.
—Compère, debo decirle que me alienta saber que personas tan importantes como usted viajan en rickshaw.
—Gracias, Compère —respondió con suavidad Antonio. Sabía adonde quería ir a parar la corredora, pero dejó que siguiera hablando.
—Cierto —reconoció Antonio. La corredora le lanzó una mirada perpleja. Tropezó, pero consiguió mantener el equilibrio.
—El rickshaw es una forma consciente de viajar, ¿sabe? Una forma reflexiva. A todos nos gusta viajar en un coche abierto; así podemos ver a nuestros vecinos y ellos pueden vernos a nosotros. Podemos saludar a la gente, ¿cierto?
—Cuidado, Compère. ¿Está usted bien? —preguntó Antonio, solícito.
—Sí, señor—. La mujer continuó corriendo. Antonio se inclinó hacia delante para que pudiera oírle mejor.
—Lo que está diciendo es cierto. Es exactamente lo mismo que repito una y otra vez en la Sala de Plenos —dijo con su voz más cálida—. En un rickshaw no vas encerrado, sino que formas parte de la comunidad. Estoy cansado de decir en la Sala de Plenos que los corredores ofrecéis a la ciudad uno de los servicios más importantes.
La corredora dio media vuelta en los tiradores y empezó a caminar hacia atrás. Observó a su alcalde frunciendo el ceño.
Trabajo. Él también se pasaba la vida trabajando, pero aquella maldita mujer se había tomado la libertad de llamarle por su nombre, sin recurrir al adecuado "Compère". Antonio ignoró su grosería y puso cara de consternación.
—Entonces, si somos tan importantes, ¿por qué diablos nos están dejando sin sustento? Ahora nos obligan a tener licencia y otras cosas —sus dientes de color nuez eran fascinantes—. Tengo que trabajar diez horas más a la semana para poder pagar la nueva tarifa. En ocasiones no veo a los niños durante días porque, cuando me voy de casa, todavía están durmiendo y, cuando regreso, ya están dormidos. El padre de mi hijo y mis niñas se quejan porque no paso nada de tiempo con ellos. ¿Qué opina de eso, Antonio?
La corredora tenía la cabeza ligeramente girada hacia atrás; con un ojo miraba a su pasajero y con el otro prestaba atención a la carretera. Antonio vio impaciencia en el ojo de la mitad de la cara que podía divisar.
—Lo siento por usted y por su familia, hermana, ¿pero qué quiere que haga? Los vendedores pagan sus cuotas, al igual que los grupos de teatro, los trabajadores del placer y las tiendas de ron. ¿Por qué los corredores de rickshaw tendrían que ser diferentes?
—En comparación, ellos pagan una miseria. Por eso tenemos todo el derecho del mundo a estar en contra de la línea de su partido, ¿de acuerdo?
—Pero...
—Sujétese —la mujer no le estaba escuchando, sino que corría hacia atrás con elegancia, dirigiéndose a la mediana de la carretera para evitar una gran piedra. Al golpear el suelo, sus pies seguían haciendo aquel sonido: Quashee-Ione. ¿Quashee-Ione? Volvió a dar media vuelta, dando la espalda a su pasajero, y aumentó la velocidad.
—A decir verdad, les comprendemos. Las tasas se deben a los rickshaw, ¿verdad? —añadió la mujer, hablando por encima del hombro.
Antonio advirtió el tono empresarial que había adoptado su voz: el "yo" se había convertido en "nosotros".
—¿A qué se refiere, hermana? —preguntó con cautela.
Un autocoche pasó en dirección contraria. La mujer que iba recostada en su interior apartó la mirada del libro que estaba leyendo y, al reconocer a Antonio, le saludó con un movimiento de cabeza. Antonio le devolvió el saludo y respiró profundamente.
—A que no utilizamos I.A.
Malditos luddites.
—Se trata de un impuesto laboral —explicó a la corredora—, por insistir en utilizar personas cuando las I.A. podrían conducir este tipo de taxis sin ningún problema. Ya sabéis que la gente se siente muy incómoda cuando os ve realizar este tipo de trabajo manual. Las personas no deberían conducir rickshaws.
—Entonces... —Antonio se encogió de hombros. ¿Qué más podía decir? Si así lo querían, así seguiría.
—Las personas tienen que realizar un trabajo honesto; es decir, un tipo de trabajo que se pueda ver y medir. Los corredores de los rickshaw sabemos perfectamente cuánto peso podemos arrastrar y cuántos kilómetros recorremos.
En aquel instante, la corredora dio un saltito. Con una sacudida y un temblor, el rickshaw traqueteó sobre otro bache. Antonio se sujetó en los reposabrazos.
La mujer corrió unos pasos más; ahora, sus pies parecían decir ¿Ione? ¿Ione? Un autocoche pasó rápidamente por su lado. Sus cuatro ocupantes habían girado los asientos alrededor de una mesa en la que habían servido el té de mediodía. Antonio percibió un ligero aroma a cacao y a frutos del árbol del pan asados.
—¿Qué diablos...?
—Lo siento, Compère, lo siento mucho.
—¿Se encuentra bien, Compère? Permítame subir a comprobarlo.
—Lo ha hecho deliberadamente...
—No...
Pero la mujer ya estaba en el taxi, a su lado. Olía mucho a sudor y tarareaba algo parecido a una canción de nanny, aunque lo hacía rápido, muy rápido. Eran unas notas que hemidemisemicantaba en tonos que era incapaz de distinguir. Entonces, Antonio oyó electricidad estática en el interior de sus oídos. Aquel sonido se fue desvaneciendo hasta convertirse en un crujido inaudible. Golpeó el audífono. Estaba muerto. Murmuró una pregunta a su eshu. No hubo respuesta. ¿Lo había desconectado? ¿Cómo diablos lo había conseguido? ¡Había deseado tantas veces poder hacer eso!
La mujer era grande: tenía los brazos tan musculosos como los muslos, y los muslos repletos de músculos. Antonio se levantó para ganar un poco de altura.
—¿Cómo lo ha hecho? —le preguntó.
—¿Decirme qué?
—No lo he estropeado, Antonio. Sólo quiero decirle algo, ¿sabe? Pero no quiero que lo escuchen los oídos de Nanny.
La mujer le indicó que volviera a sentarse y, a continuación, se sentó en el asiento contiguo. Antonio se alejó todo lo que pudo de ella, para no notar tanto su fetidez.
—La cooperativa tiene una reunión —informó.
—¿La cooperativa?
—Los miembros se reúnen en la Cooperativa Sou-Sou: todos los corredores de rickshaw del Condado Puente de Mando, el Comité de Administración, todos.
¡Antonio ignoraba que estuviesen organizados! Aquellas condenadas personas vivían en casas ciegas. Era imposible que la Red de Anansi hubiera podido recopilar datos completos sobre ellas.
—¿De modo que la cooperativa le ha pedido que se ponga en contacto conmigo?—preguntó irritado.
¡Mensajes privados! ¡Asuntos privados! ¡Los activos más preciados de cualquier Marryshevita! Todas las herramientas, máquinas y edificios, incluso la propia tierra de Toussaint y los Mundos de la Nación habían sido sembrados de nanoácaros, que eran las manos y el cuerpo de Granny Nanny. Los nanoácaros controlaban las naves de la nación. Los Mundos de la Nación eran un enorme sistema de bancos de datos que, constantemente, intercambiaban información a través de la Gran Interfaz de Nanotecnología Inteligente: la Red de Granny Anansi. Los Mundos de la Nación protegían, orientaban y defendían a su pueblo, pero un Marryshevita ni siquiera podía hacer pis sin que el inodoro analizara la composición química de su orina y anotara los datos en sus historiales sanitarios. Sin embargo, esto no sucedía en las comunidades de los corredores: habían creado una nueva secta que tenía, aproximadamente, cincuenta años de antigüedad. Vivían en casas colectivas y afirmaban estar en su derecho moral de utilizar sólo herramientas ciegas. La gente se reía de ellos, consideraba que eran estúpidos. ¿Por qué querían realizar trabajos pesados si Marryshow había conseguido que fueran innecesarios para siempre? De todas formas, la Red de Anansi les había permitido desempeñar aquel trabajo, pues había sido diseñada para ser flexible, para tolerar ciertas variedades de expresión humana, incluso ciertas desavenencias... siempre y cuando no afectaran al equilibrio del conjunto.
—Sí, me ha pedido que le haga una propuesta: un servicio de mensajería discreto. Con una tasa gubernamental especial para usted y para la Sala de Plenos al completo. Nos ofrecemos a transportar todos sus mensajes privados.
Y lo que los corredores le estaban ofreciendo en aquellos instantes era algo sumamente valioso: un sistema de intercambio de información que sería ignorado por la Red de Anansi. En la mente de Antonio, las posibilidades se multiplicaban.
—¿La Sala de Plenos al completo? —preguntó.
—Verá, hermano. Algunos de nosotros sólo deseábamos proponerle a usted esta oferta, ¿oui? Sin embargo, estuvimos reflexionando: si decidíamos confiar en usted exclusivamente, ¿qué tipo de garantía podíamos tener? Con esto no queremos decir que usted no sea un tipo honrado, Compère. Sin embargo, de esta forma podemos... ¿cómo lo dicen ustedes?, cubrirnos un poco las espaldas, ¿está de acuerdo?
—¿Y qué garantías nos ofrecen? —preguntó Antonio con petulancia.
—¿Un contrato escrito en papel ciego? ¿Cómo?
—Un contrato entre nosotros y usted. En papel manuscrito, no de datos.
—Lo fabricamos con pulpa de madera.
Antonio imaginó una tabla de composición muy fina. ¡Caray! ¡Qué astutas eran aquellas personas!
—¿Y cuáles serían los términos del contrato?
—Un pequeño pago por nuestros servicios y una reducción de nuestras tasas, para que estuvieran al mismo nivel que las de los trabajadores del placer.
Muy astutos. De esta forma evitarían pagar al gobierno y conseguirían que fuera éste quien les pagara a ellos. La Sala de Plenos tendría que camuflar la actividad haciendo ver que era otra cosa... quizá, un servicio de taxi exclusivamente gubernamental. Sólo la Sala de Plenos Interna estaría al tanto de todo este asunto, pero no resultaría extraño.
—Podríamos hacerlo... —murmuró Antonio para sí mismo.
—Lo sé. ¿Desea llegar a un acuerdo con nosotros?
—Quizá. ¿Tienen un hum...? ¿Un lugar privado en donde yo y otras personas cercanas podamos reunirnos con su comité?
Fijaron la fecha de la reunión y la mujer le explicó dónde se reunirían.
—Sí, señor.
La corredora volvió a entonar su intrincada e imposible canción de nanny. Antonio oyó un crujido.
—Uno de nosotros irá a recogerle. Ahora intente hacer ver que no ha sucedido nada raro, Compère. Voy a conectarle de nuevo.
—Lo siento, señor. Lo siento mucho. ¿Ha conseguido arreglarlo? —preguntó la corredora con una voz que reflejaba pesar.
—Sí —seguía maravillado por aquellos minutos que había pasado desconectado de la red. Había sido la primera vez que lo conseguía desde que nació. Empezó a canturrear una canción de nanny al eshu de su hogar.
Esta vez no había efectos visuales. En ocasiones, el eshu era caprichoso.
—Amo —dijo el eshu—. ¿Desea algo?
El eshu apareció en la pantalla.
—Sí. Algo... En este maldito taxi ciego de cuatro ojos el audífono me está dando problemas. Durante unos segundos, no he recibido más que sonidos estáticos. Sólo quería asegurarme de que aún podías oírme.
—Me llamo Beata —dijo la mujer. Le tendió la mano y Antonio se la estrechó. Tenía la palma muy áspera. De trabajar, pensó. Qué extraño.
—Oh. Metal muerto —gritó, guiñando un ojo.
Acababan de sellar su pacto.
—Entendido.
En silencio, la mujer saltó hasta la carretera, se acercó a los tiradores del rickshaw y volvió a ponerse en marcha.
Minutos más tarde, llegaron a la entrada de la casa de Antonio.
¿Quashee e Ione? Antonio sintió que los celos se revolvían en su estómago como si fueran gusanos. No deseaba tener que cargar con el peso de los cuernos. Estaba tan nervioso que se olvidó de pagar a Beata el importe del trayecto. Descendió del taxi y ya estaba alejándose cuando la mujer arrastró el rickshaw hasta él. Sudorosa y cubierta de polvo, le bloqueó el paso. Con una uña mugrienta se quitó un trozo de nuez de betel que le había quedado entre los dientes. En cuanto se deshizo del trozo, su enrojecido rostro sonrió a su alcalde. Antonio le lanzó una moneda; ella la atrapó, la examinó con insolencia y la guardó en la riñonera.
—Ya ha llegado, Compère. Sano y salvo. Y listo para husmear en los asuntos de su mujer.
Antonio estaba seguro de que seguiría oliendo su sudor después de que se hubiera ido. Abrió la blanca verja y empezó a caminar por el largo sendero que conducía a la casa del alcalde.
—Que tenga un buen día, Compère. Recuerde lo que le he dicho.
¿Quashee e Ione? ¿Sería cierto?
Aquel día, Antonio se sentía incapaz de disfrutar de su enorme y cómoda casa. Ni siquiera se dignó mirar la exquisita mandala de roca que se alzaba alrededor de la bandera que había junto a la entrada, y que había sido construida por su Jardín cuando asumió el cargo. Su corazón no se llenó de alegría al ver aquella piedra rosada que había sido extraída de la Bahía de Shak-Shak. Tampoco le complació el sonido de la bandera del Condado Puente de Mando, que crujía con la ligera brisa. Sus ojos se perdían más allá de la fuente en la que flotaban los lirios; la fuente en cuyo centro se alzaba la estatua de Mami Wata, arqueando su orgullosa espalda para sujetar con las manos su cola de pez. El sonido del agua no logró apaciguar su alma. Por primera vez en su vida, se sentía incapaz de disfrutar de la perfección de sus terrenos, sus robustos árboles y su césped verde, espeso y jugoso. Pasó junto a las buganvillas sin apreciar sus colores pastel. Cuando vio que las paredes de mármol blanco de su casa brillaban bajo el sol, su corazón no se llenó de orgullo.
Siguió caminando y entonces vio a Tan-Tan, que estaba jugando sobre el mango que había en el jardín delantero. Su cuidador daba vueltas sin cesar alrededor del árbol. Estaba tan preocupado que su cuerpo de gomorresina vibraba y sus ojos superiores, de cristal verde, no dejaban de mirar hacia arriba, intentando asegurarse de que Tan-Tan estaba bien.
—Ama. ¿No desea bajar de ahí? —lloriqueaba—. Ya sabe que Tata le ha dicho miles de veces que no debe subirse a los árboles. Podría caerse, ¿sabe? Sí, caerse, y Tata se enfadaría mucho conmigo. Baje, por favor. Si baja le explicaré la historia de Granny Nanny, la Reina de los Esclavos.
Antonio sentía un gran amor por aquella niña doux-doux y adorable; en ella sólo había pureza. Su madre, Ione, también se encaramaba a los árboles cuando era pequeña, por mucho que se lo prohibieran sus padres. Antonio quería a su Tan-Tan más de lo que podían cantar las canciones. Cuando nació, se acercaba a su cuna para verla dormir y le acariciaba su diminuto rostro con el dorso de la mano; su piel de cacao era tan suave como las plumas de la pechuga de las aves. Y mientras la acariciaba, le daba suaves besos de mariposa en sus párpados cerrados. Incluso dormida, la pequeña Tan-Tan sonreía al sentir la proximidad de su padre, y el corazón de Antonio se henchía de alegría cuando contemplaba a aquella preciosa criatura que había traído al mundo... a su única hija, a su niña de chocolate.
—Bajaré más tarde, ¿de acuerdo? Ahora estoy ocupada —respondió a gritos Tan-Tan.
Tan-Tan, mi dulce Tan-Tan. Tan guapa como tu madre. Cuando se despertaba, daba un gran bostezo y abría sus diminutos puños para mostrarle las palmitas de las manos, rosas como los camarones de la Bahía de Shak-Shak. Entonces, al abrir los ojos, veía a su padre y esbozaba la misma sonrisa de su madre. Nunca la tendría en brazos el tiempo suficiente, nunca la acariciaría demasiado.
—No tomes el pelo a tu cuidador, doux-doux —gritó Antonio a su hija—. ¿Qué estás haciendo allí arriba?
Tan-Tan entrecerró los ojos y los protegió con una mano.
—No hay ninguna doux-doux aquí arriba —respondió la pequeña regalando una gran sonrisa a su padre. Su dulce niña—. Soy la Reina Ladrona, ¿de acuerdo? Esta espesura está sometida a mí y nadie puede oponerse a mi mandato.
Tan-Tan sentía fascinación por el Ladrón de Medianoche. Su juego favorito consistía en representar al Rey Ladrón del Carnaval. Y se le daban muy bien las peroratas.
—¿Por qué has llegado tan temprano, papá?
A pesar de todas sus preocupaciones, Antonio sonrió al ver que su hija estaba tan guapa. Su preciosa, su amada doux-doux. Podía detenerse y hablar con ella unos instantes, ¿oui?
—He venido a ver a tu madre. ¿Sabes dónde está?
—Ahora no, querida. Quédate allí arriba; dentro de un rato vendré a buscarte.
—Ella y el tío están tomando té en el salón, papá. Me han dicho que no debo entrar hasta que me llamen. ¿Puedo entrar ya?
Antonio se dirigió hacia la casa arrastrando lentamente los pies, del mismo modo que un hombre condenado se dirigiría a la horca. Cuando entró en el campo de detección, el eshu de su hogar chasqueó débilmente en su oído.
—Ya ha llegado, Amo —dijo—. Póngase bien la camisa; tiene el cuello arrugado. ¿Desea que anuncie su llegada?
—No. Es una sorpresa. Silencio.
—Sí, Amo Antonio —le parecía que el eshu estaba sonriendo. ¿Acaso la propia casa del Alcalde Antonio se reía de él? ¿Dónde estaba Ione?
Años después, Antonio seguía siendo incapaz de explicarle a nadie qué era lo que había visto en su salón aquella mañana.
Cuando Antonio se detuvo en el umbral, pudo oír a su esposa riendo en el interior, con aquella risa tan radiante como la amarilla flor de poui... pero una voz profunda y grave se entremezclaba con su risa. Antonio abrió la puerta del salón.
—¡Mierda! —hubiera exclamado—. ¡Hay ciertas cosas que un hombre no puede soportar describir con palabras!
Cuando el Alcalde Antonio, el hombre más poderoso del condado, abrió la puerta de su salón aquel mediodía, vio a su mujer repantigada en el sofá, con las enaguas levantadas hasta las caderas y los pies alrededor de la cintura de Quashee.
Antonio no se había dado cuenta de que Tan-Tan le había seguido hasta la puerta del salón. Se había detenido detrás de su padre, con los ojos abiertos de par en par y la boca abierta. Debió de gritar o hacer algún ruido porque, de repente, Ione miró por encima del hombro de Quashee y los vio, a ambos, paralizados en el umbral.
Antonio se quedó paralizado unos instantes. Sus ojos lanzaban chispas. En aquel momento supo que, siempre que volviera a cerrar los ojos, vería las bonitas enaguas blancas de su mujer extendidas por todo el sofá; la feliz sonrisa del rostro de Ione, con el sombrero de Quashee sobre la cabeza; y el cuerpo desnudo de su amante detrás, empujando y empujando entre sus rodillas abiertas.
Antonio cerró la puerta del salón con suavidad. Dio media vuelta y se encaminó hacia el jardín. Tan-Tan corría tras él, gritando: "¡Papá! ¡Papá! ¡Vuelve!", pero ni siquiera se despidió de su única hija.
—¡Oh, Dios, Antonio! —gritó—. ¿Eres tú?
Poco después de que Antonio se hubiera marchado, Ione salió corriendo de la casa, con el cabello suelto y el vestido mal abotonado. Encontró a Tan-Tan junto al portal, llorando por su padre. Le dio un bofetón por armar tanto alboroto. ¡Seguro que había llamado la atención de sus retorcidos vecinos! La llevó a rastras hasta el interior de la casa y ambas se sentaron, esperando a que regresara Antonio.
Pero Antonio había fijado su residencia permanente en la oficina. Tan-Tan dejó de asistir a la guardería a la que iba por las mañanas, pues Ione dijo que quería tener algo de compañía en casa y que el eshu podía explicarle las lecciones. Así, Antonio no podría ir a visitar a su hija durante la hora de la siesta, tal y como solía hacer. Así, tendría que llamar a casa por el cuatro ojos si deseaba hablar con Tan-Tan. Le preguntaría qué tal le iban las clases con el eshu, le diría que fuera buena y que no diera ningún disgusto a Tata ni al cuidador, pero nunca le preguntaría por Ione. Y cuando Tan-Tan le preguntase cuándo iba a regresar, se quedaría callado unos instantes y después respondería:
—No lo sé, querida.
Bueno, cariño. Las malas lenguas del Condado Puente de Mando empezaron a hablar. "Venga, Mama, ¡cuéntame la historia!". Uno le susurraba al otro que había oído decir a una mujer de Lagahoo, que era la cuñada de la Tata que vivía en la casa del alcalde, que Ione había echado a Quashee, que se pasaba la noche y el día enteros llorando por Antonio y que no quería levantarse de la cama ¡Ni siquiera se quitaba el camisón al llegar la mañana! Otro le contaba a un compañero que había pasado delante de la casa del anciano Warren un mediodía y los había visto, a él y a Antonio, sentados en el porche bajo el sol abrasador, dando cuenta de una gran jarra de ron y agua de coco mientras el viejo no paraba de hablar y hacer planes. A pleno mediodía, oui. ¡Cuando la gente sensata está durmiendo la siesta!
Por todas partes, hasta la Ciudad de Liguanea, todo el mundo estuvo al corriente de la historia. Incluso se decía que Mama Choonks, la cantante de calipso, se había enterado de lo sucedido y había escrito una rapsodia sobre el tema. Además, se jactaba de que ese año volvería a ir al Desfile de la Reina y movería a las masas con su nueva canción "Trabajando en el Salón". Y Silvia la ingeniera le había contado al marido de su hija que alguien le había susurrado que cada día veía a Quashee en el campo de pelea, practicando cortes y golpes con el machete. Pero, ¡eh-eh! Si Antonio tenía la intención de retar a duelo a Quashee la próxima mañana de Jour Ouvert, ¿acaso no debería estar practicando también?
¿Qué dices, doux-doux? ¿Qué pensabas, que te iba a contar la historia de Tan-Tan?
Tienes razón. Mi mente ha quedado tan conmovida por el sufrimiento de Antonio que me había olvidado de la pobre Tan-Tan.
La verdad es que parecía que nadie había vuelto a preocuparse por Tan-Tan. Todas las personas que iban a su casa guardaban silencio cuando la niña entraba en una sala, incluso su anciana Tata. Ione se pasaba los días encerrada en su alcoba hablando con Obi-Mami-Bé, la mujer bruja. Todo parecía indicar que Antonio no regresaría jamás.
Sin embargo, para ser sinceros, Tan-Tan no estaba tan sola, oui. La niña estaba acostumbrada a estar lejos de Ione y a jugar a la Reina Ladrona y a las tabas con su irritable cuidador. Le gustaba abrazarse a su blando cuerpo de gomorresina y cantar con él canciones infantiles. Ya casi era más alta que su cuidador, sí, pero éste hacía todo lo que podía para seguir manteniendo el control... algo que resultaba difícil, pues Tan-Tan jugaba duro. Para él, un día de trabajo normal solía transcurrir de la siguiente forma:
—Cuidador, ¿sabes dónde están las tabas? He encontrado la pelota, pero no veo las tabas por ninguna parte. ¿Recuerdas si ayer las dejé debajo del sofá?
Entonces, la vieja construcción aplanaba su cuerpo todo lo que podía y se metía en lugares muy estrechos para recuperar las tabas que Tan-Tan perdía continuamente.
—Podría ser, ama. Echaré un vistazo.
O sucedía lo siguiente:
—Cuidador, vamos a representar una historia antigua, ¿vale? Yo seré Granny Nanny, la Reina de los Esclavos, y tú serás el dueño de la plantación.
Así que el cuidador tenía que acceder a la red para conocer la historia de Nanny y, a continuación, debía adaptarla para que concordara con las nociones que tenía la niña sobre lo que había ocurrido.
Para entretenerse, a Tan-Tan le gustaba inventar cuentos y, como durante aquel periodo el tiempo se cernía pesadamente sobre ella, empezó a imaginar el dulce momento en que su padre la sacase de aquel aburrido lugar, donde todos estaban siempre tristes y llevaban la cabeza agachada como un burro enfermo. Ella se iría y viviría con papá en las oficinas del ayuntamiento; por la tarde, cuando papá acabara de trabajar, jugarían al Rey y la Reina Ladrones y papá le haría cosquillas y le frotaría la tripa y le diría que era preciosa, como su madre. Y cuando llegara la época de Carnaval, ambos irían a la ciudad en la gran limusina negra para ver el Gran Desfile y bailarían por las calles con sus máscaras y disfraces de espíritus.
Pero Antonio no regresó a su hogar.
Por fin llegó la estación de Jonkanoo: los últimos días del año. Durante una semana, la población de Toussaint celebraba el aterrizaje de las naves nacionales de la Corporación Marryshow en las que llegaron sus ancestros hacía dos siglos. Era el momento de dar gracias a Granny Nanny por el Tiempo de Partida, por sus cuidados, por permitirles vivir en esta tierra, libre de depresiones y molestias. Era el momento de recordar los tiempos en los que sus antepasados trabajaron y sudaron juntos: taino-caribeños y arawaks; africanos; asiáticos; indios; incluso europeos... aunque a muchos no les gustaba reconocer que tenían esa ascendencia. Toda aquella sangre había fluido hacia un mismo río, para construir un nuevo hogar en un nuevo planeta. Al llegar la semana de Jonkanoo, todo el mundo regresaba a su casa para reunirse con su familia; todos bebían acedera roja y comían tarta negra mientras leían las Revelaciones Míticas de un Nuevo Garveyita de Marryshow: Canta Ven Libertad.
Aquella estación de Jonkanoo, Tan-Tan iba a cantar por primera vez con los Jubilante Mummers del Condado Puente de Mando. Ella y el eshu habían practicado tantas veces las estrofas más altas de "Sereno, Sereno" que la niña había empezado a cantarlas mientras dormía. Y en los ensayos lo había hecho tan bien que los Mummers habían decidido que cantaría el solo de "Dulce Carro". Tan-Tan estaba tan emocionada que no podía estarse quieta. ¡Papá se sentiría tan orgulloso de ella!
La Noche de Jonkanoo, Tata le puso la túnica de encaje para acompañar a los Mummers cantando de casa en casa. Cuando acabó de peinarla, retrocedió unos pasos para contemplar lo guapa que estaba.
—¿Aislin? —Tan-Tan apartó la mirada de su rostro, que se reflejaba en una pared de su cuarto que el eshu había convertido en espejo. En él, había intentado ver los rasgos de papá—. ¿Tienes una hija, Tata?
—Que Nanny te bendiga, doux-doux. Estás preciosa, ¿sabes? Me recuerdas a mi Aislin cuando no era más que una chiquilla. Le encantaba vestirse con túnicas y también tenía el cabello espeso y rizado, como tú.
Tata frunció el ceño con tristeza. Bajó la mirada hacia sus pies y sacudió la cabeza.
—No importa, doux-doux; hace más de doce años que trepó por el árbol a medio camino y se fue para siempre. No debemos hablar de los que se han ido —chasqueó los dientes y su rostro adoptó una expresión de viejo pesar y frustración—. Aislin tendría que haber tenido más sentido y no haber metido las narices en los asuntos de Antonio. Le estoy muy agradecida a tu padre porque, después de todo eso, decidió convertir a esta anciana solitaria en un miembro de su familia.
Se oyeron unos golpes en la puerta de su habitación, la que daba al jardín. ¡Tenía una visita! ¡Como las personas mayores!
Y por mucho que lo intentó Tan-Tan, no consiguió que Tata volviera a mencionar aquel tema nunca más. La niña se encogió de hombros, pues eso era lo que todos hacían. Los habitantes de Toussaint no solían hablar de los criminales que habían sido exiliados a Nuevo Árbol a Medio Camino. Además, aquella noche Tan-Tan estaba demasiado nerviosa para escuchar la triste historia de la Vieja Tata. ¡Iba a acompañar a los Mummers! Tata había almidonado todos los volantes de su túnica y había blanqueado sus zapatos de lona hasta conseguir que brillaran.
—Contesta, doux-doux —dijo Tata.
—Eshu, ¿quién es? —preguntó Tan-Tan, tal y como solían hacer sus padres.
¡Un regalo! Tan-Tan miró a Tata, que sonrió y asintió.
—Es Ben, joven Ama —respondió el eshu desde la pared—. Trae un regalo para usted.
La puerta se abrió para que entrara el artesano que, con su gran talento, programaba y supervisaba el Jardín de papá. Iba descalzo, como siempre, y llevaba una pequeña pluma de control detrás de la oreja. Vestía unos pantalones cortos de color caqui manchados de barro y una mugrienta camiseta. Los bolsillos tenían bultos oscuros, como los pañales de los bebés, y por ellos asomaban malas hierbas. El muchacho llevaba en la mano un enorme ramo de lirios recién cortados. Las rojas flores se alzaban sobre largos tallos, tan gruesos como el dedo pulgar. Tan-Tan se quedó boquiabierta al ver el regalo que Ben sostenía, con cuidado, en la otra mano.
—Déjale pasar —dijo la niña.
—Ben, ¿por qué razón vas siempre hecho un desastre, eh? —le reprendió Tata—. ¿Ni siquiera puedes ponerte unos zapatos para entrar en esta casa?
Ben se limitó a guiñarle un ojo y le tendió los lirios. La anciana se ablandó, rió como una niña pequeña y enterró su nariz entre las flores. Entonces, Ben pareció darse cuenta de que Tan-Tan estaba mirando el regalo que llevaba en la otra mano. Se acercó a ella con una gran sonrisa: ¡Era un sombrero de Jonkanoo! Era de bejuco y tenía la forma de toro de las naves de la nación.
—Lo he diseñado yo —explicó Ben—. Le pedí a Jardín que lo hiciera. Consiguió que creciera en la vid con esta forma.
—¡Oh! ¡Es tan bonito, Ben!
Alrededor del sombrero había unas claraboyas diminutas; en un lateral se leían las palabras "Corporación Marryshow: Estrella Negra Línea II", que habían sido grabadas en una hoja de vid seca.
—Mira por las claraboyas.
Tan-Tan tuvo que cerrar un ojo para poder ver por uno de los agujeros.
—¡Veo personitas! Están durmiendo en sus literas. ¡Y hay una pequeña guardería con un profesor y algunos niños! ¡Y veo el puente, con el capitán y la tripulación!
Con cuidado, Tan-Tan deslizó el sombrero sobre su cabeza. Le quedaba perfecto.
—Así fue como llegamos a Toussaint, pequeña. Y mira... —Ben sacó seis velas de un bolsillo y las metió en unos huecos que había a lo largo del anillo de la nave—. Pruébatelo para ver cómo te queda.
—Cuando estés lista para marcharte —dijo Ben—, pídele a la Ama Ione que encienda las velas. ¡Entonces sí que representarás el Jonkanoo de verdad!
—No me gusta que la niña vaya por ahí con llamas encendidas sobre la cabeza, ¿sabes? —dijo Tata preocupada—. ¿No podrías haber utilizado bombillas luminosas como todo el mundo? ¡Y si empieza a arder!
Tan-Tan arrugó la cara ante aquella desagradable historia. Un día, en la guardería, la profesora les había cantado aquel relato y Vashti y Joey Espalda de Cangrejo se habían asustado. Y ella también. Durante diversas noches tuvo pesadillas en las que la encerraban en un espacio diminuto y no podía moverse. Se despertaba gritando y el eshu tenía que calmarla.
—¿Ione no va a acompañarla? —dijo Ben para tranquilizarla—. Ella cuidará de su Tan-Tan. Ésta es la forma correcta de representar el Jonkanoo, tal y como se hacía antaño. Hace mucho tiempo, este sombrero hubiera tenido la forma de un barco, no de una nave espacial, y las personas negras de su interior estarían amontonadas, tumbadas sobre su propia mierda y con cadenas en los tobillos. Dejemos que, en esta ocasión, la niña recuerde que los negros realizaron esta travesía como personas libres.
Tata mandó callar a Ben de inmediato.
—Ahora silencio. No asustes a la niña con tus viejas historias.
—De acuerdo. De todas formas, ya va siendo hora de que vaya a vestirme. ¡Esta noche fiesta! Rozena y yo bailaremos hasta el amanecer, oui —Ben se arrodilló delante de Tan-Tan y le sonrió, mirándole a los ojos—. Cuando te pongas el sombrero, tienes que andar lo más recta y erguida que puedas, ¿de acuerdo? ¡Esta noche vas a ser la Reina del Desfile!
—Sí, Ben. ¡Muchas gracias!
Aquella noche, también Ione estaba preciosa: llevaba un manto de madrás en la cabeza y una larga túnica de color amarillo pálido, tan ceñida que Tan-Tan temía que no fuera capaz de coger aire suficiente para cantar las elevadas notas de "Río Manzanares". Sin embargo, estaba tan guapa que la niña corrió a sus brazos para abrazarla.
Cuando estuvo lista, Tata llevó a Tan-Tan junto a Ione. Tata iba delante de ella, llevando el sombrero de Jonkanoo como si fuera un pastel de bodas, con velas y todo.
—Me lo ha regalado Ben, mamá.
—No, Tan-Tan, que me arrugarás la túnica. Compórtate, ¿de acuerdo? Pongámonos en marcha. Puedo oír a los cantantes del desfile practicando en el comedor. ¿Este sombrero es tuyo?
Ione asintió, encantada.
—Es un regalo de Jonkanoo excelente. Mañana te daré el mío —puso el sombrero de la nave de la nación sobre la cabeza de Tan-Tan y, a continuación, encendió las seis velas.
—Sí, mamá.
—Velas para el recuerdo, Tan-Tan. Ahora levanta bien la cabeza, ¿me oyes? Tienes que llevar las velas bien rectas y altas para que brillen y resplandezcan.
¡Aquella noche, Tan-Tan fue la reina del Condado Puente de Mando! Los Mummers iban de casa en casa, cantando canciones antiguas. Por todas partes, la gente les invitaba a comer bolas de tamarindo y tarta negra y muchas más cosas...
Tan-Tan recordaba las lecciones de postura de Tata. Cogió a su madre de la mano, alisó su túnica y, juntas, bajaron las escaleras para reunirse con los Jubilante Mummers del Condado Puente de Mando. El bailarín John Canoa, vestido con abigarrados harapos, saltaba por el comedor mientras los cantantes batían palmas rítmicamente.
...hasta que el lazo que llevaba atado a la cintura empezó a oprimir su rebosante tripa con tanta fuerza que Tan-Tan sintió que estaba a punto de reventar. Allá dónde iba, oía que la gente murmuraba: "La pequeña del Alcalde... que dulce con esa bonita túnica... es cierto que tiene los ojos de Ione, ¿verdad? El Alcalde debe de tener un corazón de piedra... ¡Una niñita sola sin su padre!". Pero ella no les hacía ningún caso, pues estaba disfrutando de lo lindo. Sin embargo, deseaba con todas sus fuerzas llegar a la plaza del pueblo para cantar la última canción de la noche. Antonio estaría allí para recibir a los Mummers y pronunciar el discurso de la Noche de Jonkanoo. Llevaba varios días muy ocupado con los preparativos y no había llamado a casa para hablar con Tan-Tan.
—¡Velas para el recuerdo, doux-doux!
Por fin, los Mummers llegaron a la plaza del pueblo. Para entonces, los pies de la niña temblaban. Sus zapatos blancos se habían vuelto marrones por el polvo del camino y empezaba a dolerle el estómago, pues había comido demasiado. Ione había apagado las velas del sombrero de la nave de la nación hacía rato, porque Tan-Tan se movía mucho y el sombrero no paraba de caerse. Además, había estado a punto de incendiar las cortinas de terciopelo de Tía Gilda.
Tan-Tan estaba agotada pero, en cuanto llegaron a la plaza del pueblo, enderezó su diminuto cuerpo y cogió a su madre de la mano.
De la mano de Ione, Tan-Tan avanzó para ocupar su puesto delante del coro. Imaginaba que era la Tan-Tan del Carnaval, o quizá la Reina Ladrona, que caminaba por la plaza del pueblo bien erguida para que todas las personas que se habían reunido allí le hicieran elogios y alabanzas y le llevaran pequeñas ofrendas de oro y plata por haberles salvado del malvado dueño de la plantación (no estaba demasiado segura de qué era un "elogio", oui, pero había oído pronunciar aquella palabra a Ben cuando representó al Rey Ladrón durante el Carnaval del año anterior). Gómez, el director del coro, sonrió al ver su bonito sombrero de Jonkanoo. En el mismo instante en que presionó la punta del micrófono contra el cuello de su camisa, Tan-Tan se olvidó de todo su cansancio.
—Enciéndeme las velas otra vez, mamá.
Aquella noche, la plaza estaba llena a rebosar. Estaba repleta de personas que esperaban, de pie, a que sonara el himno de medianoche. ¡Por lo menos se habían reunido doscientas almas! Tan-Tan empezó a ponerse nerviosa. ¿Y si entonaba mal la primera nota? Cogió aire temblando. Pensaba que iba a morirse de los nervios. A sus espaldas, oyó que Ione le susurraba:
—Ahora hazlo bien, Tan-Tan. ¡No me avergüences esta noche!
Gómez, el director del coro, dio la señal. Los cuatro músicos empezaron a tocar la melodía y los Jubilante Mummers del Condado Puente de Mando se dispusieron a cantar la última canción de la noche. Tan-Tan estaba tan nerviosa que estuvo a punto de olvidarse de su solo. Ione le dio un golpecito en la espalda y consiguió prepararse justo a tiempo. Rápidamente, cogió aire y empezó a cantar.
Las primeras notas fueron un poco inaudibles, oui, pero en cuanto llegó a la segunda estrofa, abrió los ojos: todas las personas que había en la plaza se balanceaban de un lado al otro. Ganó tanta confianza que, cuando entonó el tercer verso, su voz ascendió con fuerza hasta el cielo, alegrando al amanecer.
Dulce carro,
Balancéate,
Es hora de ponerse en marcha,
Balancéate.
Mientras cantaba, Tan-Tan miró a su alrededor. Las personas ancianas se mecían hacia delante y hacia atrás al son de la melodía, cantando con ella aquella vieja canción. Alrededor de la Mesa de la Misericordia había artesanos que reclamaban la comida y los regalos que habían hecho, con sus propias manos, los habitantes del Condado Puente de Mando para agradecerles sus creaciones. Los hombres la miraban con atención. Todo el mundo balanceaba la cabeza al unísono. Tan-Tan se mecía al son de sus palabras; su voz llenaba el cielo. A sus espaldas, los Mummers batían palmas. Entonces, en el fondo de la plaza, vio a un hombre que mecía en sus brazos a una niña pequeña. Era el papá del bebé. El alma de Tan-Tan regresó de golpe a la tierra y las lágrimas empezaron a deslizarse por su rostro. Intentó con todas sus fuerzas acabar la canción pero, cuando levantó una mano para secarse las lágrimas, una mujer que había enfrente de ella dijo:
—Oh, esta canción es tan dulce que ha hecho llorar a la niña. ¡Qué cosas!
Poco después llegó papá. Cruzó a grandes pasos la plaza del pueblo para pronunciar su discurso, pero no miró en ningún momento ni a Tan-Tan ni a Ione. Ione abrazó a su hija y le susurró que guardara silencio. Tan-Tan observó el rostro de su madre: miraba fijamente a Antonio; era una mirada ansiosa, colérica. Tenía los ojos brillantes y húmedos. Ione empezó a tirar de Tan-Tan para marcharse de allí, pero la niña intentó detenerla.
Tan-Tan se apartó del micrófono y corrió a los brazos de Ione. El sombrero de la nave de la nación cayó al suelo. Alguien gritó a sus espaldas y oyó el sonido de unos pies que sofocaban las llamas de las velas. No les prestó atención. Enterró la cabeza entre las faldas de su madre y lloró por Antonio. Ione suspiró y le dio unas palmaditas en la cabeza.
Ione se inclinó para mirar a su hija.
—No, mamá, no. ¿Papá no va a venir con nosotras?
—¿Por qué?
—Sé cómo te sientes, doux-doux. Es Jonkanoo y los tres deberíamos estar juntos. Pero el corazón de Antonio no siente compasión por nosotras.
Tan-Tan no tenía nada que ver con eso.
—Tan-Tan, tu papá está disgustado conmigo; muy disgustado. Ha olvidado todas las noches que tuve que pasar sola y a todas las mujeres con las que lo vi.
Ione suspiró.
—Quiero a mi papá —empezó a decir entre sollozos.
Tan-Tan sentía que su corazón se iba a desgarrar por la pena. Ione recogió del suelo la nave de la nación, que se había roto al caer. Arrastrando los pies entre la suciedad, se dejó llevar hacia la limusina que las esperaba en la plaza.
—Tienes que ser fuerte, Tan-Tan. Ahora eres la única familia que tengo. Además, no me apetece montar un espectáculo delante de todo el pueblo y dar pie a nuevas habladurías. Sécate esas lágrimas y pon la cabeza bien alta.
Llegaron a casa al amanecer. Cuando Tata se reunió con ellas en la puerta, suspiró al ver a Tan-Tan: tenía los zapatos de lona sucios, las trenzas deshechas y las lágrimas habían dibujado surcos en su rostro.
—Llévesela, Tata —dijo Ione irritada—. No consigo hacerle entrar en razón.
—Oh, querida, ¿qué sucede? —Tata se agachó para coger en brazos a la triste niñita.
Tan-Tan lloraba sin cesar; sus lágrimas tenían más sal que agua.
—Cuando se pone así, no sé qué hacer para ayudarla —dijo Ione a Tata—. Tan-Tan, ¡deja de llorar! Por mucho que berrees, no vas a conseguir nada.
—Papá no ha venido a hablar conmigo. No me ha dicho si le ha gustado mi canción. ¡Es Jonkanoo y ni siquiera me ha hecho un regalo!
Pero cuando el sueño estaba cerrando con fuerza los ojos de la niña, lo que oyó fue la voz de Ione, que le cantaba una nana desde el otro lado de la habitación.
Tata e Ione llevaron a la niña a su habitación, pero fue Tata quien le lavó la cara y le trenzó de nuevo su precioso cabello para que no se enredara al dormir. Fue Tata quien le puso su camisón favorito, el amarillo con el lazo en el cuello. Fue Tata quien sostuvo en sus labios y le rogó que se bebiera el cacao caliente que Cocinero le había enviado desde la cocina. Cocinero era un artista que regalaba sus creaciones a todos los que vivían en la casa de la alcaldía. A Tan-Tan le encantaba su cacao: lo preparaba rallando a mano una tableta de chocolate puro y aún aceitoso, debido a la grasa de cacao, y empapándolo en agua caliente con semillas de vainilla y azúcar moreno. Sin embargo, en esta ocasión estaba más amargo que de costumbre, y al bebérselo, sintió que se estaba quedando dormida. Un sorbo más y se le cerrarían los ojos, un poquito. Tata acostó a Tan-Tan en la cama, le arropó con las sábanas y le acarició la cabeza mientras se quedaba dormida. Mientras tanto, Ione paseaba de un lado a otro de la habitación, observándolas.
Luz de la luna, ven a hacernos bailar y cantar,
Así me acunaré, así te acunarás, bajo el bananero,
Luz de la luna, ven a hacernos bailar y cantar,
Así me acunaré, así te acunarás, bajo el bananero.
Tan-Tan durmió todo el día, hasta la mañana siguiente.
Y el audífono reverberó en el interior de su cabeza cuando el eshu unió su voz a la de mamá.
Tan-Tan saltó de la cama.
—Papá ha venido a verte mientras dormías —le dijo irritada Ione cuando despertó.
—¡Papá está aquí!
—No, hija mía. Se ha ido a trabajar.
La desilusión y el dolor apenas le permitían respirar. Incrédula, Tan-Tan miró fijamente a su mamá. ¿Papá no había esperado a que despertara?
—Oh. Soy incapaz de hablar contigo y con tu padre. Ha dejado esto para ti —Ione dejó un vestido sobre la cama. Era un pequeño disfraz de Reina Ladrona de la talla de Tan-Tan. Tenía una camisa blanca de seda, de cuello alto y acabado en punta; un pequeño chaleco de cuero negro con flecos en los extremos; y un par de pantalones anchos, de cuero rojo, con más flecos en las perneras. Incluso tenía una pistolera doble que se ataba alrededor de la cintura y de la que asomaban dos diminutos cañones de pistola. Lo mejor de todo era el sombrero: era negro, de ala ancha y casi tan grande como Tan-Tan; además, tenía borlas de diferentes colores alrededor del ala para ocultar su rostro, tal y como hacía la Reina Ladrona. En el interior del ala había pequeños monos que daban vueltas a su alrededor, cazando pájaros diminutos. Los monos saltaban, intentando atrapar a aquellos pájaros que bajaban en picado, pero siempre regresaban al ala del sombrero.
—¡Mira, Tan-Tan! —dijo Ione con aquella voz alegre que ponía cuando quería complacerla—. Aquí está el Mono Brer persiguiendo al Pájaro Carpintero Brer porque hace demasiado ruido. Es un disfraz muy bonito, ¿verdad?
Tan-Tan observó el bello regalo que le había hecho papá, pero sentía que dentro de su pecho ya no había un corazón, sino una gélida piedra. Cerró los labios con fuerza. Ni siquiera tenía ganas de sonreír.
—Papá dice que es para la pequeña Reina de Jonkanoo, cuya voz es tan dulce como la miel. Tienes que llamarle para darle las gracias.
—Sí, mamá.
—¿Quieres saber qué te he regalado yo?
—Sí, mamá.
Sonriendo, Ione se agachó para coger algo que había debajo de la cama de Tan-Tan. Sacó los zapatos más extraños que la niña había visto en toda su vida: eran de cuero negro de pájaro jumbie y tenían forma de cocodrilo, como los del zoo. Las puntas eran los hocicos de los cocodrilos, que tenían brillantes ojos rojos, y el interior estaba forrado con suaves plumas.
—Sí, mamá.
Tan-Tan deslizó los pies en los zapatos; le quedaban perfectos. Se levantó y dio un paso. Al poner el pie en el suelo, el zapato de cocodrilo abrió el morro de par en par y gruñó. De sus brillantes colmillos blancos salieron unas chispas rojas. Tan-Tan se quedó boquiabierta y paralizada. Ione, que se estaba riendo, se detuvo en seco al ver la cara de su hija.
—¿Por qué no te los pruebas? —le apremió Ione.
Para probarlo, Tan-Tan dio su siguiente paso. El zapato volvió a gruñir. Entonces, saltó y aterrizó con fuerza sobre el suelo. Los zapatos guardaron silencio.
—Oh, doux-doux, sólo es una broma, no te preocupes. Mira, sólo hacen ese ruido durante los dos primeros pasos que das.
—¿Ni siquiera vas a regalarme una pequeña sonrisa?
—Gracias, mamá.
Tan-Tan esperó a que se dejaran de oír los pasos de mamá. A continuación, se acercó a la puerta y miró a ambos lados del pasillo. No había nadie. Decidió probarse el disfraz de Ladrona de Medianoche. ¡Parecía que se lo habían hecho a medida! Se acercó a una pared desnuda y se detuvo.
Tan-Tan miró con solemnidad a su madre. Ione movió los ojos con impaciencia y salió de la habitación.
La I.A. crepitó en su oreja y su imagen apareció en el ojo de su mente. Esta vez era un esqueleto femenino que iba vestido igual que ella.
—Eshu —susurró.
—¿Sí, joven ama?
—Hazme un espejo.
El eshu desapareció y la pared se bañó en plata para mostrar su reflejo. Fenomenal, estaba fenomenal. Sus labios esbozaron una sonrisa. Sacó una de las pistolas de la pistolera.
—¡Pum! ¡Pum! ¡La Reina Ladrona debe ser vengada! ¿Todos vosotros me despreciáis? ¡Ahí va eso! ¡Pum! —dio media vuelta para disparar al fingido criminal que le acechaba por la espalda. La capa ondeó sobre sus hombros y el cuero nuevo de sus zapatos crujió. Era demasiado dulce.
—¿Qué dices?
—Belle Starr... —canturreó el eshu con suavidad en su oído.
Aún no era la hora de clase, pero el eshu había conseguido despertar su curiosidad.
—En el pasado, sólo los hombres interpretaban al Rey Ladrón —explicó la voz del eshu.
—¿Por qué? —preguntó la niña—. ¡Vaya tontería!
—La Tierra fue así durante mucho tiempo. Los hombres sólo podían hacer ciertas cosas y las mujeres sólo podían hacer otras. En los primeros siglos, cuando comenzó el Carnaval, los Ladrones de Medianoche siempre fueron hombres, excepto una mujer que adoptó el nombre de Belle Starr, como una actriz vaquera americana. Trini Belle Starr confeccionaba su propio disfraz y solía interpretar al Ladrón de Medianoche.
—¿Y cómo era, eshu?
—En los bancos de datos no aparece ninguna fotografía de esta mujer, joven ama. Fue hace demasiado tiempo. Sin embargo, tengo otras fotografías del Carnaval en la Tierra. ¿Desea verlas?
La pared reflectante se oscureció para convertirse en una pantalla de proyección y la habitación quedó a oscuras. Tan-Tan se sentó en el suelo para mirar. En la pantalla apareció un inmenso escenario; a su alrededor había cientos de personas. Sonaba alguna pieza antigua. En escena apareció un disfraz de Rey enmascarado; era una enorme construcción, soportada por un hombre que bailaba en su interior. Parecía una araña, o una máquina con pinzas. Sobre sus ocho diabólicas pinzas colgaba una sábana blanca de algodón. La construcción se alzaba más de tres metros sobre el hombre, pero éste bailaba y saltaba como si no pesara nada.
—Sí.
—¿Peter Minshall? —preguntó Tan-Tan. Recordaba que una profesora de la guardería había pronunciado aquel nombre cuando leyeron Las Revelaciones de Marryshow.
—Es Minshall, el Hombre Cangrejo —explicó el eshu a Tan-Tan—. Minshall consiguió ser el rey de su grupo, "El Río en la Tierra", en el año 1983 del calendario terráqueo.
El siniestro hombre cangrejo avanzó hasta el centro del escenario, con la sábana ondeando a sus espaldas. De pronto, los bordes de la tela empezaron a sangrar. Tan-Tan oyó gritar al público. En un instante, la sábana quedó empapada de sangre; el hombre cangrejo abría y cerraba sin cesar sus amenazadoras pinzas. El público, entusiasmado, aplaudía y daba gritos de aprobación.
—El mismo.
Tan-Tan estaba fascinada.
—Es aterrador —dijo.
—Por eso duraron las máquinas ciegas —explicó el eshu—. Antes de que las personas hicieran que Granny Nanny controlara todas las máquinas. Aquí hay algunas imágenes diferentes.
El eshu le mostró más imágenes del viejo Carnaval de la Tierra: la máscara de barro de Jour Ouvert, los Bailes de Máscaras Infantiles. Cuando Tata fue a buscar a Tan-Tan para que bajara a desayunar, la niña seguía sentada en el suelo, con la espalda bien recta y disfrazada de Reina Ladrona. La habitación estaba a oscuras y Tan-Tan observaba con atención la pantalla del eshu, haciéndole preguntas de vez en cuando. El eshu le respondía con voz amable. Tata sonrió y pidió al cuidador que le llevara el desayuno en una bandeja.
Durante los dos días siguientes, Tan-Tan insistió en llevar puesto el disfraz de Reina Ladrona. ¡Incluso dormía con él! Ni Ione ni Tata lograron persuadirla para que se cambiara de ropa. De todas formas, la niña no llamó a Antonio para darle las gracias. Quería que se sintiera mal por no haber ido a hablar con ella la Noche de Jonkanoo.
No iba a la guardería, no estaba con Joey Espalda de Cangrejo ni con Vashti, ni con los cuidadores de colores brillantes que cantaban y jugaban a la ''Mulata en el anillo" y "Jane y Louisa" con ellos. Como no tenía a nadie con quien jugar, hablaba con el eshu, y no sólo de las lecciones de matemáticas, historia y arte, sino que también le formulaba todas aquellas preguntas que los adultos no le querían responder.
—¿Por qué se fue papá, eshu?
—Se enfadó con su mamá y con Quashee, joven ama. No deberían haberse estado abrazando a espaldas de Antonio.
—¿Y también está enfadado conmigo?
—Eso parece, ¿verdad? —respondió el eshu—. No se me ocurre ninguna otra razón por la que quiera estar lejos de usted. Pero Granny Nanny dice que es un comportamiento de celos clásico y que no tiene nada que ver con usted. Para ser sincero, debo decirle que no siempre consigo entender a las personas: hacen las cosas por razones diferentes a las que nos mueven a nosotros. ¿Nunca ha hecho nada que enojara a su padre, joven ama?
Tan-Tan obligó a su mente a retroceder hasta el día que se fue papá, hasta el momento en que jugaba a la Reina Ladrona sobre el árbol de mango y le había contestado de forma tan desvergonzada. Como babosas retorciéndose entre la sal, notó que sus labios temblaban al esbozar un arco de tristeza.
—¿Puede ser que no me quedé en el árbol cuando me lo pidió?
—No estoy seguro. Puede que sea eso, oui. No respetó sus órdenes, ama, pero en ocasiones usted no hace caso de lo que le dicen, ya lo sabe. No siempre obedece cuando los adultos le hablan.
—No —reconoció Tan-Tan con un hilito de voz.
—¡No! ¡No le digas nada! —cuando se comportaba de esta forma, Tata le decía que era demasiado orgullosa, pero no podría soportar que papá supiera lo mal que lo estaba pasando.
—¿Quiere que le pregunte a Antonio si está enfadado por eso?
Cuando pasó la noche de Año Viejo, la Estación de Jonkanoo finalizó. Tan-Tan oyó decir a Tata y a Cocinero que Ione había escandalizado a los asistentes del Baile de Carmes Brûlées al aparecer vestida totalmente de negro, como una viuda ("excepto por el hecho de que se supone que las viudas no van enseñando los pechos a través de encajes transparentes", según dijo Cocinero), y cogida del brazo de un joven engreído que iba incluso más elegante que ella. Pero ¡eh-eh! ¿Acaso no recordaba que seguía estando casada con el alcalde?
—De acuerdo —accedió el eshu. Entonces, representó unos dibujos animados para ella y Tan-Tan rió al ver a Brer Anansi, el astuto hombrecillo que podía convertirse en araña. Su corazón logró apaciguarse durante un rato.
Tan-Tan había conseguido entender la razón por la que su padre no quería regresar: Ione había sido mala y Tan-Tan había sido mala, así que no quería volver a estar con ellas nunca más. Estaba muy enfadado. En ocasiones, Ione se ponía muy triste y bebía demasiado ron rojo. Entonces empezaba a llorar y le decía a Tan-Tan lo poco considerado y lo ingrato que era Antonio. ¡Cómo podía permitir que el peso de todo aquel escándalo recayera sobre su mujer! En ocasiones, Ione añadía entre lágrimas:
—Le echo de menos, cariño. A pesar de su dejadez y de las muchas mujeres que tenía. Le echo enormemente de menos.
Pero Tan-Tan no comprendía nada; eran historias de adultos. Lo único que sabía era que no volvería a llorar ni a quejarse nunca más, sino que intentaría ser muy, muy buena para que papá volviera a casa.
—Un hombre tiene su orgullo, ¿sabes? —oyó decir un día a Ben, que estaba hablando con Cocinero—. ¿Quién puede esperar que siga viviendo con una mujer que le pone los cuernos constantemente? ¡Y además es el alcalde! ¿No crees que Antonio debería ser respetado al menos en su propia casa?
Llegó la época de Carnaval y Antonio la llamó para decirle que la llevaría al Baile de Disfraces Infantil, tal y como había hecho siempre desde que cumplió los cuatro años. Abrió la boca para decirle: "Sí, papá. Gracias, papá", pero su boca respondió educadamente: "No gracias, papá. Me llevará mamá", ¿Por qué razón había dicho eso? Orgullo, Tata siempre le decía que era demasiado orgullosa. A papá se le cayó el alma a los pies.
—De acuerdo, doux-doux —respondió con tristeza—. Si eso es lo que quieres...
Aquellas palabras hicieron que el corazón de Tan-Tan empezara a helarse hasta que sintió una bola de hielo en el pecho. De todas formas, cerró con fuerza los labios y asintió con solemnidad a su padre. Cuando Antonio cortó la transmisión, Tan-Tan susurró al aire:
—¿Eshu? Ven a jugar conmigo.
Aquel día, murmurando órdenes a través del audífono, el eshu dirigió a Tan-Tan hasta la fuente para que viera las rocas de color rosa pálido procedentes de la Bahía de Shak-Shak, y le enseñó a ver los fósiles que habían quedado atrapados en su interior. También le habló sobre los animales que vivían en Toussaint antes de que los humanos llegaran y colonizaran el planeta.
—¿Te refieres a los pollos, las vacas y todo eso?
—¡Pequeños! ¡Pero eshu, si los pájaros jumbie deben de ser tan grandes como una vaca!
—No, ama. Esos animales son de la Tierra; yo me refiero a la fauna indígena: los mako jumbies, los douens. Los pájaros jumbie que ahora criamos en granjas por su carne y su cuero tienen la misma estructura genética, derivan de la variedad original, pero antes no eran tan pequeños.
—¿Y los douens? Dijiste que había douens.
—Sí, pero el mako jumbie podía comerse una vaca para desayunar y estar muerto de hambre a mediodía —el eshu debió de oír el sonido que brotaba de la garganta de Tan-Tan, pues añadió—: Pero no tema, joven ama. En Toussaint ya no hay ningún mako jumbie. Está a salvo.
—¿Extinta?
—Buscando... —susurró el eshu. Normalmente, accedía de forma instantánea a la información de los bancos de datos de Granny Nanny. Al cabo de unos segundos confesó—: No sé demasiado sobre ellos, joven ama. Fauna indígena, ahora extinta.
—¿Por qué, eshu?
—Significa que ya no existe.
—Oh.
—Para que Toussaint fuera un lugar seguro para las personas que llegaron con las naves de la nación.
Tan-Tan vio a Antonio en las noticias, inaugurando un año más la estación de Carnaval. Al verlo en la pantalla se sintió un poco triste y enojada. Estaba enfadada con él, consigo misma. Sin embargo, el eshu sabía cómo ayudarla a sentirse mejor. También Ione, en cierto modo, hacía grandes esfuerzos por ser agradable con su hija. Le compraba continuamente juguetes nuevos, aunque nunca jugaba con ella a la Reina Ladrona ni a ninguna otra historia antigua, porque no quería que la "molestase con estupideces."
Tata hablaba constantemente a espaldas de Ione, susurrando a Cocinero y a Ben que la esposa del alcalde también había tenido que soportar los cuernos sobre su propia cabeza; sin embargo, procuraba que Ione no oyera nunca sus palabras. Aunque el eshu podía oírlas, sólo reproducía una conversación privada si consideraba que ésta se había realizado con la intención de hacer daño a alguien. No prestaba atención a las calumnias.
La víspera del gran desfile de Carnaval, el eshu le dijo a Tata que Ione quería ver a Tan-Tan. Cuando llegaron a su habitación, la encontraron con la modista, que estaba atando con un lazo sus ceñidos pantalones de montar. Tan-Tan no entendía por qué su madre tenía pantalones de montar, si ni siquiera tenía caballo, pero estaba muy guapa.
—Tata —dijo Ione—. ¿Acaso no le ha dicho el eshu que arreglara a Tan-Tan?
—Bueno, llévesela y póngale un vestido bien bonito. Voy a llevarla al campo de pelea a ver los entrenamientos.
—No, Compère. Ya sabe que en ocasiones hace travesuras.
Tan-Tan apenas podía creerlo.
—¿De verdad, mami? —no había visto nunca los entrenamientos, pero había oído hablar a Ben de ellos.
Mamá la miró sonriendo.
—¿Te gustará, verdad doux-doux?
Ione levantó los brazos, que brillaban fuertes y firmes a través del tejido blanco y translúcido de su mejor blusa de pirata.
—¡Sí!
—Bueno, es usted quien entiende de esto, Annie —respondió Ione—. Dígame su opinión.
—Creo que ha llegado el momento de que deje de utilizar este estilo, Compère —dijo la costurera, mirando la blusa—. Ya ha aparecido en público diversas veces con esta camisa.
—Me sentiré muy honrada llevando su creación, Compère —respondió Ione. Mirando a Tan-Tan, añadió—: Sé que le pediste muchas veces a papá que te llevara al campo de pelea, aunque nunca te hizo caso. Bueno, como ahora no está aquí, seré yo quien te lleve. Ve a vestirte, doux-doux.
—Necesita una blusa nueva. Le haré una bien bonita de ganchillo —abotonó los puños de la blusa.
¡El campo de pelea! El lugar en el que se entrenaban los rivales que lucharían en los duelos matinales de Jour Ouvert el primer día de Carnaval. Durante la mañana de Jour Ouvert, además de los bailes que celebraban por las calles, cualquiera que estuviera reñido con alguien podía desafiar a su enemigo.
—Joven ama —dijo el eshu en su oído—. ¿Sabe qué significa la palabra "arcaico"?
—No. ¿Qué significa?
—Viejo. Muy viejo. Cuando la gente lucha en un duelo de Jour Ouvert, lo hace tal y como se hacía antaño, con machetes y palos y todo eso. Y lo hacen para recordar su historia, los años que vivieron en la Tierra. Incluso pelean con las manos y los pies.
Tata se llevó a toda prisa a Tan-Tan a su cuarto, sin dejar de charlar sobre los entrenamientos del campo de pelea.
—Tan-Tan, ¡si lo vieras! Cuando era joven entrenaba para ser una luchadora, ¿sabes? Bueno, en realidad, una bailarina, para bailar la danza de la lucha con palos. El campo de pelea es tan grande como los campos de caña de azúcar, pero es totalmente liso; además, como no está pavimentado, sólo hay polvo. Cada mañana, unas personas se encargan de barrerlo y dejarlo totalmente liso. ¡Y los entrenamientos! ¡Dios mío, son tan dulces! Existen tres tipos diferentes: lucha con palo, con las manos desnudas y con machete. Hay que esforzarse mucho, ¿sabes? Tienes que conseguir que tu cuerpo y tu mente trabajen juntos para poder derrotar a tu enemigo, como en la antigüedad. ¡Nanny! Debes confiar en tus propias manos y no prestar atención a aquellos que dicen que lo estás haciendo mal. Algunos tipos de pelea son realmente una bendición, un sacramento —los ojos de Tata se abrieron de par en par mientras ondeaba las manos en el aire, intentando describir cómo se movían los luchadores—. La lucha con palos es un espectáculo precioso, ¿sabes? Cuando los luchadores empiezan a practicar y el entrenador les enseña los pasos, parece que estén danzando. Hombres y mujeres, todo el mundo sabe qué posición debe ocupar en todo momento y, aunque pienses que se darán algún golpe por error, pocas veces sucede, ¿sabes? La pelea con las manos desnudas es la que más me gusta; es la que practicaba cuando era joven. Capoeira.
Tan-Tan oyó un chasquido en su oído.
—Cuando regrese, joven ama, le hablaré sobre capoeira.
Tan-Tan se moría de ganas de ver el campo de pelea con sus propios ojos. Se vistió a toda prisa; incluso se puso los zapatos sola, sin suplicarle a Tata que se los atara. Cuando llegó al jardín delantero, Ione ya la estaba esperando en el rickshaw.
—Ya sabes que es aquella lucha en la que puedes sentir, en tus manos, los músculos de tu adversario empapados en sudor. ¡Madre mía! ¡Eso sí que es luchar! ¡Es un arte! La entrenadora de lucha con manos desnudas que hay ahora sólo entrena a dos o tres personas a la vez y se toma muy en serio su trabajo. Desea convertir a sus alumnos en un ejemplo a seguir. Una vez, vi cómo cogía a un hombre enorme, lo ponía sobre sus hombros y lo dejaba caer, ¡bum!, sobre el suelo como si fuera un saco de harina de maíz, sólo porque le había pillado dando un puñetazo en el riñón a su contrincante. ¡No se anda con tonterías, oui! Sin embargo, la lucha con machete es diferente: no es honesta. Cuando la practican, el entrenador obliga a todos los luchadores a vestirse con armadura de cuero y a utilizar espadas de madera. Incluso así, he visto gente muy magullada tras un entrenamiento de machete. A mí no me gustan estos duelos. Basta con que alguien te haga un tajo para que acabes muerto. Oh... disculpa mi lenguaje, doux-doux.
Ione tenía los ojos brillantes. Iba sentada muy erguida, saludando a los viandantes que paseaban por la larga avenida y desviando la mirada de aquellos que fruncían el ceño al ver a la estafadora mujer del alcalde. Ione simplemente sonreía: como los oídos y ojos de Granny Nanny estaban por todas partes, todo el mundo se sentía obligado a mostrarse respetuoso con los demás. Ione movía la boca constantemente, parecía agua cayendo de un grifo:
—Date prisa, Tan-Tan —Ione la ayudó a montarse. Se aseguró que estaba bien sentada y golpeó el suelo del taxi con el pie para que el corredor empezara a moverse.
—Compère Ione —dijo la profunda voz del corredor, que había girado a cabeza sobre los hombros para mirarla—. Tengo un mensaje para usted. ¿Quiere oírlo?
—Me encantan los entrenamientos. Los luchadores parecen muy agradables, oui, con el sudor que brilla en sus músculos y los diminutos dhoti que llevan a modo de taparrabos.
—¿Usted? ¿Un mensaje para mí? ¿De quién?
—De Obi-Bé, la bruja. Me ha pedido que le diga que tengo que llevarla a un lugar que esté lleno de gente y que no se quede en casa lamentándose por su marido.
Ione sonrió y le miró amablemente.
—¿Y acaso no es eso lo que estoy haciendo?
—¡Dios mío! Mira por dónde. Sé que la gente comenta que Quashee ha estado practicando en el campo de pelea desde antes de la Época de Jonkanoo. Apuesto que se está preparando para retar a duelo al maldito Antonio. ¡Y le estaría bien empleado que Quashee lo matara! ¡He pasado demasiadas noches llorando por mi marido y sus despreciables métodos! —los ojos de Ione brillaban y relucían. ¿Se debía a la emoción o al miedo? Tan-Tan no lo sabía.
—Me explicó que las conchas le habían dicho que un antiguo amor estaba haciendo planes para cambiar su vida.
En aquellos momentos estaban pasando por el centro del pueblo. Tan-Tan miraba el desfile de Carnaval. El corredor las llevó por la Calle Mayor, dejando atrás la plaza del pueblo, donde unos diminutos artefactos de gomorresina estaban ayudando a levantar una gran carpa de Calipso. Los grupos de Calipso habían realizado una gira por todas las ciudades y pueblos de Toussaint. Iban de una carpa a otra, cantando sus mejores canciones y compitiendo por el título de Monarcas del Desfile. Delante de la carpa había un rótulo en el que se leía: "Oh, Mama; es una Pelea de Calipso; ¡Piquant para todos Mañana por la Noche!". Tras estas palabras resplandecían las imágenes de los Monarcas del Desfile reinantes: Mama Choonks y Ras' Cudjoe-I. El Piquant era un concurso de talento e ingenio: los cantantes tenían que preparar insultos y dedicárselos entre sí a modo de canción, sobre el escenario.
—Mami, ¿mañana por la noche Mama Choonks cantará "Trabajando en el Salón"?
Tan-Tan no entendía nada. Debía de ser otra historia de esas de los adultos. Sin embargo, había oído a las personas que trabajaban en casa cantar el estribillo de aquella canción en voz baja:
—Cállate, Tan-Tan. ¿Dónde has oído semejante grosería? No deberías hacer caso a las personas malvadas que no tienen nada mejor que hacer que meter las narices en los asuntos de los demás.
Es una mujer tan insaciable,
Es tallawah, aunque no es muy grande.
Que no se conforma con un amante.
Tan-Tan no comprendía todas las palabras, pero le gustaba la melodía. Tata le había explicado que ''tallawah" significaba que era una persona dura, alguien capaz de resistir fuertes golpes. Después se había reído de una forma muy extraña.
Siguieron avanzando y pasaron por delante del campamento de Carnaval. Desde el interior les llegaba el sonido de martillos, taladros y maldiciones que volaban con la brisa.
—¿Quiénes son, mami?
—Fimbar y Philomise. Están preparando los disfraces del Día de Carnaval. El desfile que se celebra en el Condado Puente de Mando durante la tarde de Jour Ouvert acaba en este lugar. A continuación, todo el mundo se sube en un tren que les lleva a Liguanea, donde se celebra la gran fiesta en la que participan todas las bandas de todas las parroquias del condado. Aunque la gente que participa en el desfile ya tiene sus disfraces, uno de los secretos mejor guardados es el tema al que aludirán este año los de Fimbar y Philomise, ¿oui? —Ione sonrió—. Por eso lo hacen. La gente se muere de ganas de saber qué llevarán puesto, pero resulta imposible adivinarlo.
—¿Y sus eshu no se lo dicen?
—No. Fimbar y Philomise gozan de una dispensación especial que les permite bloquear los datos de la telaraña hasta que llegue el momento oportuno.
—¿Han visto a los cinco hombres y mujeres de rostros severos que custodiaban todas las entradas? —preguntó el corredor—. Lo hacen simplemente para que todo parezca más espectacular, oui. El campamento eshu proporciona mayor seguridad.
La única pista que daban sobre el tema de los disfraces que llevarían este año era una gran bandera que ondeaba en la fachada del edificio, en la que ponía: "Llorad por Marley".
—Bueno —dijo el corredor riendo entre dientes—, Fimbar y Philomise han sido compañeros y socios toda la vida, desde que Dios era un chaval, ¿verdad? Aunque sean dos personas distintas, tienen una sola mente.
Por fin, el rickshaw llegó al campo de pelea, que se encontraba en el extremo opuesto de la ciudad. Mientras Ione pagaba al taxista, Tan-Tan bajó de un salto y corrió hacia las grandes puertas de hierro forjado.
Tan-Tan observó con atención el campamento hasta que lo perdieron de vista. La bandera ondeaba con la brisa, golpeando un lado del edificio.
De pie, entre los dos pilares de piedra que se alzaban a ambos lados de las puertas, un anciano vigilaba la entrada. En su rostro no había más que arrugas. Llevaba un pañuelo rojo atado y anudado sobre su anciana y calva cabeza y una sucia camiseta blanca. Un holgado dhoti aleteaba alrededor de sus piernas, delgadas como cerillas. Sostenía una larga vara de madera, pero sus arrugados brazos morenos eran tan delgados que resultaba difícil saber qué era la vara y qué eran sus brazos. Miró a Tan-Tan como si fuera un insecto. La pequeña no había visto nunca a una persona tan sumamente vieja.
—Buenas tardes, jovencita —dijo a Tan-Tan con su temblorosa voz de anciano—. ¿Eres la pequeña de alcalde, verdad?
—¿Y qué puedo hacer por ti en este día tan hermoso? —el anciano le sonrió. Tenía los dientes blancos, perfectos y nuevos.
—Sí, señor.
—Buenas tardes, Bogle —dijo Ione—. ¿Va todo bien?
—Yo y mami hemos venido a ver el entrenamiento, señor.
¡Bum! Un hombre aterrizó sobre su espalda, justo delante de Tan-Tan e Ione. La música del berimbau se detuvo. Antes de que pudieran apartarse, se acercó una mujer avanzando a grandes pasos. Miró a Ione, que retrocedió tirando de Tan-Tan.
—Sí, señora. Gracias, señora. Este sol abrasador consigue que mis viejos huesos se sientan jóvenes, ¿oui? Como si pudiera volver a bailar la lucha con palos —Bogle abrió las puertas para que la madre y la hija pudieran entrar—. Deben quedarse en los pasillos amarillos, ¿de acuerdo?
—¡Levanta! —dijo la mujer al hombre que yacía en el suelo—. ¡Levanta, perezoso!
Su voz era como dos rocas golpeándose entre sí.
—Debe de ser la entrenadora de lucha desarmada —dijo Ione a Tan-Tan en voz baja.
—Mañana, cuando luches de verdad, no podrás tumbarte cada vez que te tiren. ¡Te digo que te levantes!
El pecho de la entrenadora era como el de un toro. Sus brazos y piernas eran recios como el tronco del árbol de poui. Tiró del hombre hasta que consiguió ponerlo en pie.
—Cada Carnaval me envían a un grupo de blandengues como tú, y todos decís que queréis aprender a luchar. Si es eso cierto, regresa a la pelea —dando una fuerte manotada en su espalda, lo envió de nuevo al cuadrilátero. El hombre se alejó tambaleándose. El tipo que lo había lanzado hasta allí parecía decidido y arrogante. El músico de berimbau empezó a tocar de nuevo su instrumento. Ambos hombres se pusieron frente a frente, se agarraron y empezaron a moverse por el cuadrilátero.
Tan-Tan apenas podía oírle entre los gritos y alaridos, los acordes del berimbau y el ruido que hacían los palos chocando entre sí. A su derecha podía ver el cuadrilátero de lucha con palos: allí había unas doce personas formando dos hileras, una enfrente de la otra. Todas llevaban en sus manos un palo corto y otro largo. El entrenador de lucha con palos les estaba explicando a gritos qué tenían que hacer:
—¡Qué el Señor tenga piedad! —dijo Ione—. ¿Qué razones tendrán para querer pelear de esa forma?
—¡Enseñadme cómo hacéis el Ibis Escarlata! —los luchadores se giraron y saltaron, oscilando sus palos en lo alto y golpeándolos contra las varas de sus adversarios. Era más una representación que una pelea; Tan-Tan podía ver el modelo que seguía la danza. Parecían pájaros emprendiendo el vuelo.
—¡Muy bien! ¡Ahora la Inmersión y la Retirada! —una fila se acuclilló y corrió hacia la otra. Las personas de la hilera que seguía en pie saltaron bien alto, golpeando sus palos al llegar al punto más alto. El entrenador gritó: "¡Camboulay!" y la danza se convirtió en una auténtica batalla. Los luchadores se golpeaban con los palos largos y utilizaban los cortos para defenderse de los golpes de sus adversarios. ¡La danza se convirtió en una gran confusión!
—Mami. ¡Van a hacerse daño!
—No, cariño. ¿No ves que todo es ficticio? Hace mucho tiempo, la pelea con palos era real, pero ahora no es más que un espectáculo ridículo.
Ione señaló hacia el centro del campo de pelea:
Sin embargo, Tan-Tan no tenía la impresión de estar viendo un espectáculo ridículo; lo que veía le parecía muy serio.
—¡Mira! Allí están entrenando con machetes. Eso es lo que hemos venido a ver—apremió a Tan-Tan a cruzar la barrera—. Fíjate bien, hija mía. Yo también miraré. Si ves al tío Quashee, dímelo.
Siguiendo fielmente la vieja tradición, los luchadores con machete vestían una armadura completa de cuero y se protegían la cara y todo eso, de modo que resultaba difícil saber quiénes eran. Entrenaban de dos en dos, intentando cortarse entre sí con machetes de madera. El entrenador iba de una pareja a otra, movía un brazo o una pierna y les interrumpía de vez en cuando para enseñarles algún movimiento nuevo.
—¡Basta! ¡Basta! —gritó el entrenador. La lucha se detuvo.
De pronto, un luchador hizo la zancadilla a otro y, cuando éste cayó al suelo, apartó de una patada el machete que tenía en las manos.
El tramposo se quitó el casco y la protección de la cara y los arrojó al suelo. Era Quashee. Tenía polvo en el pelo y el rostro cubierto de sudor y tierra. Ione agitó su pañuelo, intentando llamar su atención, pero él no la miró. Estaba demasiado ocupado discutiendo con el entrenador.
—¡Quashee, estoy cansado de decirte que no hagas trampas! ¡Las patadas no están permitidas! ¡Hacer zancadillas tampoco! Si no puedes luchar de forma honrada, saca tu maldito culo de mi campo de pelea, ¿me oyes?
—No se enfade, jefe —dijo Quashee—. Lo había olvidado. Sé que me lo ha dicho antes, pero no puedo bromear con esto, ¿me oye? Hoy sólo estamos jugando a luchar, pero si Antonio decide retarme, mañana estaré perdido.
—Señor, ¿de qué tiene miedo? —el hombre que estaba en el suelo se había levantado y había entrado en la disputa—. Ni siquiera sabe si Antonio va a retarle o no. Hoy es su última oportunidad de hacerlo. Han pasado ya cinco meses y no ha tenido noticias de él. Apuesto lo que quiera a que no aparecerá.
Un machete de verdad voló por el aire y cayó sobre el casco de cuero que descansaba a los pies de los hombres; estuvo a punto de cortarlo por la mitad. Quashee lanzó un grito y retrocedió.
—Bueno, Maestro Don, ha perdido su apuesta. Estoy aquí—dijo uno de los luchadores del cuadrilátero, desatándose las protecciones que ocultaban su rostro. Tan-Tan conocía aquella voz. Era su papá. Durante todo aquel tiempo, había estado practicando con Quashee, escondido bajo su casco.
Una mujer de entre el público cantó alegremente:
—¡Oh, Dios! ¡Mirad el giro que acaban de dar los acontecimientos!
—Antonio —le regañó el entrenador—, ¿qué diablos haces ocultándote en mi cuadrilátero de lucha con machete? Se suponía que era Potoo quien debía estar aquí, no tú. ¿Y qué pretendes lanzando acero desnudo a uno de mis alumnos de esa forma?
Antonio frunció el ceño, pero el entrenador continuó con su perorata.
—Eres el alcalde del Condado Puente de Mando, de acuerdo. Pero ésta es mi zona. Aquí, ni siquiera el alcalde puede quebrantar mis normas.
Cuando Antonio respondió, lo hizo adoptando un tono respetuoso.
—Lo siento, entrenador; mi cabeza se calienta demasiado cada vez que veo a este hijo de puta tramposo que ha deshonrado a mi esposa y ha insultado mi hospitalidad —Quashee se ocultó detrás del entrenador—. Soy incapaz de olvidarlo. He venido a anunciar mis intenciones de retar a Quashee a una lucha justa la mañana de Jour Ouvert.
—¡Dios mío! ¿Cómo puede creer que ganará una lucha con machete si Quashee lleva más de cinco meses entrenándose?
Al otro lado de la barrera, los espectadores empezaron a murmurar. Tan-Tan escuchaba con atención.
Era obvio que el entrenador estaba pensando lo mismo, pues chasqueó los dientes y, sacudiendo la cabeza, dijo:
—Todos sabéis que puedo cancelar un desafío si considero que un luchador disfruta de una ventaja injusta, ¿verdad? Antonio no ha practicado la lucha con machete.
¡Oh, sí! ¡El escándalo regresaba al Condado Puente de Mando! Todos los presentes empezaron a susurrar entre sí hasta que el entrenador gritó para que guardaran silencio. Lo único que podía hacer era encogerse de hombros y preguntar a Antonio y a Quashee si conocían las reglas del desafío.
—¿Cómo que no? —respondió Antonio riendo—. ¿Qué te hace pensar eso? ¿Recuerdas a Warren, entrenador? El maestro de machete que se retiró el año pasado. Tú ocupaste su lugar. Pues bien, Warren es un buen amigo y me ha estado impartiendo clases privadas desde Jonkanoo.
Perlas de sudor cubrían la frente de Quashee, como cuando pones sal sobre un trozo de aguacate.
—Ambos lucharéis con machete; la armadura de cuero será vuestra única protección. Será una lucha justa y durará hasta que uno de vosotros se rinda o sea incapaz de continuar luchando. Quashee, escúchame bien: las reglas dicen que no puedes rechazar un reto de Jour Ouvert si estás sano. ¿Aceptas el reto o lo rechazas?
Antonio asintió.
—Acepto, entrenador.
Tan-Tan era incapaz de guardar silencio por más tiempo:
—¡Papi! ¡Papi! ¡Estoy aquí!
Antonio se giró al oír aquella voz y se acercó rápidamente al lugar en el que se encontraban Tan-Tan e Ione. De repente, Tan-Tan sintió vergüenza. ¿Papá seguiría enfadado con ella?
Pero Antonio le dedicó una enorme sonrisa y le dio unas palmaditas en la cabeza.
—Hola, doux-doux. Hace mucho que no nos vemos. ¿Me echas de menos?
—Sí, papi —murmuró Tan-Tan. Sí, le echaba muchísimo de menos.
Mamá frunció el ceño pero no dijo nada. ¡Conseguiría que papá se enojara de nuevo! Desesperada, Tan-Tan preguntó:
—No importa, Tan-Tan; en cuanto enseñe al jovencito Quashee una lección, regresaré a casa y viviremos juntos. ¿Te apetece que haga eso? —Antonio estaba hablando con Tan-Tan; sin embargo era a Ione, a la belleza morena, a quien miraba.
—¿Volveremos a estar juntos, papi?
—Sí, doux-doux. Pronto —dirigiéndose a Ione añadió—: ¿Estás cuidando bien de mi niña, mujer? Ya estoy bastante enfado contigo; no querrás que me enfade aún más.
En la sonrisa de Antonio se dibujaron indicios de rencor. La mirada de Ione pasó del "no tengo nada pendiente contigo" a "será mejor que no le haga enfadar". Cerró los labios y dio un pequeño paso hacia atrás.
—Sí, Antonio, estoy cuidando bien de ella. ¿Acaso no ves lo guapa que está? —entonces, con una mirada suplicante, intentó engatusarlo—: ¿Vas a regresar con nosotras, doux-doux? Siento tanto lo que hice...
Antonio, que seguía sujetando su mano con fuerza, sonrió con ternura a su mujer:
El rostro de papá se relajó. Mamá sonrió como si acabara de ganar una partida de póquer. Extendió una mano hacia papá, que la cogió y la apretó con suavidad. Pero entonces apretó con más fuerza, hasta que sus duros guantes de cuero crujieron. ¡Eso tenía que doler! Tan-Tan miró a su madre, pero Ione se limitó a quedarse quieta, con una sonrisa en la boca. Dejó escapar un poco de aire entre los dientes mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla. ¡Realmente lamentaba haber abrazado a Quashee!
Se llevó la mano de Ione a los labios y la besó. A continuación la soltó. Se alejó de ellas para regresar al lugar en donde se encontraban Quashee y el entrenador. Ione se frotó la mano. Aunque parecía que iba a ponerse a llorar, sacudió la cabeza y soltó una risita.
—Sí, querida, regresaré, pero antes debo ocuparme de este jovencito. Aunque aún es incapaz de hacer espuma con su orina, ha puesto los ojos sobre mi mujer como si fuera un adulto.
De camino a casa en el rickshaw, Ione no paraba de decir que Quashee era un tipo agradable, joven e infatigable, pero que Antonio era un hombre maduro que conocía bien sus limitaciones y que, últimamente, estaba en forma y parecía muy fuerte. Aunque no estaba segura de quién prefería que ganara, los dos tenían muchas posibilidades.
—Qué cosas, ¿verdad Tan-Tan? —dijo con una voz aguda y temblorosa—. Que dos hombres vayan a luchar por mí, ¿verdad? Creo que tu padre me quiere de verdad, cariño. Cuando todo esto acabe, tendré que intentar ser una buena esposa. Yo fui quien le hizo enfadar, así que soy yo quien debe arreglarlo. Vámonos a casa, hija. Tengo que estar bien guapa en el combate de mañana, ¡oui!
Tan-Tan estaba muy asustada, oui.
—Mami —preguntó—. ¿Papá va a morir?
Ione suspiró.
—Tan-Tan, te preocupas demasiado por estupideces. El entrenador de machete no va a permitir que Quashee mate al alcalde, doux-doux. Las reglas dicen que no se puede matar a nadie en un reto de Jour Ouvert. Para ganar, tienes que conseguir que tu adversario quede malherido y no pueda seguir luchando, o que te suplique que te detengas. ¿De acuerdo? ¿Qué crees que debería ponerme mañana? ¡Tengo que estar guapa para la pelea!
La relación de Ione y Antonio siempre había sido tormentosa; son muchas las personas que afirman que "el amor es más dulce cuando hay pasión". Ambos peleaban con frecuencia y eso añadía un dulce condimento a sus reconciliaciones. Era su juego favorito. Sin embargo, con el paso de los años, su dulzura se fue agriando. Para haber conseguido mantener la llama del amor encendida, tendrían que haber enterrado el hacha de guerra. Ahora ambos tenían mucho que perder y ninguno de los dos quería ceder. Todo el mundo pensaba que quien más había sufrido con toda aquella historia era Ione, ¿oui? Todos los habitantes del Condado Puente de Mando sabían de qué pie cojeaba Antonio y conocían sus mentiras de mujeriego. Las personas más ancianas del condado, que ya habían visto que todas las cosas de la vida sucedían dos, tres o cuatro veces, se limitaban a sacudir la cabeza y a murmurar:
—Antonio acabará encallando, como el barco de Garvey.
La gente pensaba que el malvado de Antonio era el único que había puesto los cuernos a su mujer, pues Ione había sido demasiado astuta como para permitir que alguien se enterara de sus correrías.
Sin embargo, el juego había acabado poniéndose en su contra. En cuanto Antonio asumió el cargo de Alcalde, empezó a estar demasiado ocupado como para seguir prestando atención a sus juegos. Había días en los que Ione estaba segura de que podría haberse paseado desnuda por la oficina de su marido, con tres de sus amantes, sin que éste se diera cuenta. Cuando empezó a cantar con los Jubilante Mummers logró que su ocupado intelecto se distrajera un poco. También le había ayudado formar parte del comité que organizaba cada año la Mesa de la Misericordia, pero echaba mucho de menos a Antonio. De pronto, descubrió que sentía nostalgia de los días de su juventud, cuando ambos se reunían tras un día de labranza y se cogían de la mano, y paseaban y hablaban bajo la puesta del sol, haciendo planes para su vida conjunta hasta que las ranas del bosque empezaban a croar en la oscuridad.
Al enterarse de que iba a ser padre, Antonio se volvió loco de alegría. Y fue positivo que le gustara la idea, pues en cuanto su mujer sintió los primeros dolores del parto, pareció darse cuenta de que no le gustaba el trabajo duro, oui. Ione empezó a empujar y, en el mismo instante en que el bebé salió de su cuerpo, pidió a gritos a Antonio que activara la amamantadora que habían comprado para que ayudara a Ione durante la lactancia. La comadrona Babsie cogió en sus brazos al bebé y lo sostuvo para que Ione le diera un árido beso en su diminuta mejilla. Ése fue todo el amor que recibió la niña por parte de su madre.
Ione decidió probar una nueva forma de llamar la atención de Antonio. Se quedó embarazada y entonces nació Tan-Tan, el fruto de dos personas que se amaban encarnizadamente, pero que habían olvidado cómo hacerlo sin que hubiera alguna pelea entre ellos. Ione y Antonio pensaban que estaban creando una nueva vida, aunque en verdad, lo único que estaban creando era un nuevo tema sobre el que poder discutir.
Antonio siguió a Babsie cuando ésta se dirigió a la habitación contigua para acostar al bebé en el capazo de la amamantadora. Su suave cuerpo de gel resinoso empezó a cantarle una cálida nana.
—Está bien —dijo Antonio a Babsie—. Voy a quedarme un rato con ella.
Antonio se quedó dos horas junto a su bebé. Le maravillaba ver comer y dormir a aquella cosita y ver cómo despertaba llorando al sentir la suciedad que había dentro de sus pañales. Como la amamantadora venía con instrucciones, Antonio leyó las necesarias para aprender a cambiarle los pañales, y las siguió al pie de la letra, intentando no lastimar a la criatura. Volvió a darle de comer y, después, se sentó y la contempló durante otra larga hora.
Con las manos temblorosas, se aseguró que su nueva hija estaba bien abrigada y cómoda en el capazo. Dejó de llorar cuando su papá dirigió su boquita hacia el pezón de la amamantadora; entonces, sus diminutos labios se entreabrieron y empezó a chupar.
—¿Ha tenido más contracciones?
—Todavía tengo dolores —dijo una voz en la habitación contigua.
Antonio se desperezó lentamente de su estado de ensoñación e intentó recuperar la conciencia. Ione estaba en la puerta de al lado, en la sala de recuperación, hablando con el doctor. ¿Hacía mucho rato que la había dejado sola?
Se puso de pie de un salto. Cogió al bebé y corrió hasta la habitación contigua. La piel de su mujer estaba gris por la fatiga y tenía los párpados entrecerrados. Con ambas manos sujetaba un vaso de agua para poder ingerir las pastillas que le había dado el doctor.
Antonio observó a Ione, pero la mirada de desprecio que recibió a cambio bastaba para cortar la piel en rodajas, oui. Ione extendió ambos brazos para reclamar su propiedad y Antonio depositó al bebé en ellos. Pero lo cogió con demasiada brusquedad y la niña, sobresaltada, despertó y empezó a llorar de nuevo.
—Felicidades, papá —dijo el Doctor Kong con una sonrisa.
—No —dijo Antonio—. Cógela así.
—Aléjate de mí. ¿Acaso la has llevado dentro nueve meses?
Y fue Ione quien sostuvo al bebé mientras el Doctor Kong le inyectaba una solución de nanoácaros que crearían el audífono de su oído. A partir de aquel momento, aquello que solía ser una agridulce pasión entre Ione y Antonio se convirtió en una guerra nuclear, sí.
Ione visitaba una vez al día a Tan-Tan y palmeaba su diminuta espalda, aunque siempre lo hacía con demasiada fuerza. La niña se despertaba sobresaltaba y empezaba a llorar. Rápidamente, Ione la dejaba en brazos de la amamantadora y la activaba en modo "mecer".
Durante los años siguientes, la pequeña Tan-Tan pedía continuamente al eshu que le mostrara imágenes del Ladrón de Medianoche. Fascinada y aterrada a la vez, miraba una fotografía tras otra para ver su capa negra, la X que llevaba rasgada en el pecho y que era la cruz de la muerte de los bandoleros, y su sombrero, bordeado de calaveras. El Ladrón de Medianoche, el secuestrador de los niños que se portaban mal, el hombre de la lengua dorada y aduladora. Tan-Tan le desafiaría; lograría infundir más miedo que él. Sería la Reina Ladrona.
—Ssh, bebé, ssh. No debes llorar. No hagas tanto ruido. Si no eres buena, el Ladrón de Medianoche vendrá y te llevará con él.
Ione sabía que no se le daba demasiado bien criar a un bebé, así que le dijo a su marido:
—Escúchame bien. Ya tienes una hija, así que no esperes que haga nada más por ti.
Cuando Ione pronunció aquellas palabras, Antonio se mordió los labios y su frente se oscureció como las nubes de tormenta. Sin embargo, no dijo nada. Nada de nada. Pero a partir de ese momento, tampoco tuvo más palabras dulces para Ione.
De todas formas, todo iba bien, Ione tenía cosas más importantes que hacer, ¿oui? El Alcalde Antonio regalaba continuamente caramelos y muñecas a su hijita Tan-Tan, pero nunca volvió a ofrecerle nada dulce a su ardiente y solitaria esposa. Éste fue el motivo por el que Ione se entregó a un joven llamado Evan, un fanfarrón alto y adulador. ¿Pero quién podía culparla? Era un muchacho tan agradable, tan educado y tan atento... ¡Tenía unas piernas tan largas y tan fuertes...! Deseaba con todas sus fuerzas que Antonio viera las miradas que había entre ellos y las contrarrestara con su pasión. El juego había vuelto a empezar.
Aproximadamente medio año más tarde, la sombrilla favorita de Ione se alejó volando por el jardín y Franklyn empezó a reírse a carcajadas al verla correr tras ella. Por esa estupidez, Franklyn pasó a la historia y Jairam ocupó su puesto. Jairam era un muchacho de sangre india y europea, descendiente de los Shiva que se habían establecido a dos continentes de distancia. Los antepasados de la madre de Jairam eran los antiguos indios asiáticos, los que habían cruzado el Kalpani, el Agua Negra de la Tierra, para trabajar como mano de obra forzada en el Caribe. Jairam era un hombre muy atractivo, con el cabello moreno y rizado y dulces labios carnosos. Sin embargo, era incapaz de entender una broma; Ione se cansó pronto de aquella cara seria y larga, y corrió a los brazos de Quashee. Por pura coincidencia, aquello sucedió en la misma época en que Antonio dejó plantada a cierta Shanti para quedarse con una dulce y preciosa mujer llamada Aïsha.
Bueno, doux-doux, Ione era una mujer que se aburría con mucha facilidad. Tras pasar un par de meses juntos, los ojos de Evan se demoraron demasiado sobre un atractivo joven al que había conocido jugando al dominó. Y aunque no tenían ningún pacto de fidelidad, Ione no deseaba ser una de las dos personas que competían por su lealtad. Al día siguiente, Ione abandonó a Evan y se fue con Franklyn, un hombre con los ojos de color verde melón.
Quashee se quedó con Ione más tiempo que los demás. Era el primero de su larga lista de amantes que había logrado complacerla. Su piel era suave, negra y ardiente, como la infusión de cacao que calienta el cuerpo durante las mañanas más frías. Durante algunos años, se las arregló para mantener a Ione entretenida; entonces, Tan-Tan ya tenía siete años y estaba tan acostumbrada a ver a Quashee por su casa que le llamaba "tío", Ione se sentía muy cómoda con aquella situación, oui: tenía un marido trabajador y un buen amante.
Sin embargo, las cosas no podían seguir así eternamente. El Condado Puente de Mando era un lugar pequeño... y ya sabes cómo es la gente. Con el tiempo, Antonio se enteró de la historia que había entre su mujer y Quashee pues, un buen día, Jairam, que estaba muerto de celos, le susurró alguna calumnia al oído.
Al igual que muchos de los habitantes del Condado Puente de Mando, Quashee tenía la costumbre de pasar por su casa al anochecer para rendir honores al alcalde Antonio y a su mujer, Ione. Antonio siempre había tenido la impresión de que Quashee sólo iba allí para rendir honores a su buen ron, pero ahora dudaba. ¿Quashee e Ione? ¿Sería cierto?
Al principio Antonio no quiso creerlo, pero no conseguía apartar de su mente la imagen de Quashee: su estúpida sonrisa; aquel largo y desgarbado paseo que dio después del baile del campo de fútbol, mientras todo el mundo suspiraba ante su belleza. Si Ione le estaba poniendo los cuernos en su propia casa, Granny Nanny tendría las imágenes en sus bancos de datos; sin embargo, nadie podía quebrantar la protección de intimidad de Nanny y ésta sólo revelaba aquella información que consideraba que infringía la seguridad pública.
Y así empezó toda la historia.
—Es una jerga de su lenguaje operativo, ¿sabes? —la voz de Maka quedaba amortiguada por la mascarilla que llevaba sobre la nariz y la boca. Inspeccionó el vaso de precipitados que había sobre el hornillo y frunció el ceño.
Maka sonrió. Las líneas de la risa crearon profundos surcos alrededor de su boca, haciendo que sus rasgos leoninos fueran aún más fascinantes. Con un pie, acercó un taburete a su mesa de trabajo. Lo miró con aprobación.
—¿Una canción de nanny? ¿Qué quieres decir con "jerga"? Durante todo este tiempo he creído que era su lenguaje operativo, no una jerga —Antonio deseaba quitarse la mascarilla, pero Maka le había dicho que los gases podían ser nocivos. Se mantuvo cerca de la puerta, listo para salir corriendo si tenía la impresión de que el experimento se le estaba escapando de las manos. Tocó la pared más próxima a él de aquella casa, todavía sorprendido de que allí no hubiera ningún eshu y de que los corredores prefirieran vivir dentro de un material inerte.
Trabajo. Romperse la espalda. Antonio hizo una mueca al recordar los callos de las palmas de las manos de Beata.
—Lo ha hecho mi primo, ¿sabes? Trabaja la madera con sus propias manos. Es el primero que hace que no ha clavado sus astillas en las posaderas de nadie.
Maka se sentó sobre el taburete de su primo. Los ratones corrían por un terrario que había sobre la mesa de trabajo.
—Aunque no os entiendo, estáis haciendo aquello que habéis elegido hacer. Háblame de esto en cristiano, ¿de acuerdo?
—Cuando se creó Nanny, apareció como un adulto recién nacido: era todo inteligencia, pero no conocimiento. ¿Me sigues?
—Hum.
—Aún tenía que aprender, debía desarrollar la conciencia. En aquella época, los programadores tenían que escribir los protocolos en Eleggua... ya sabes, el código que crearon para escribir los programas que permitirían crear inteligencia artificial.
—Sí, lo sé.
El líquido del hornillo ya estaba hirviendo. Maka consultó unas notas en la tabla que había junto a él y que habían sido escritas en páginas manchadas y arrugadas de aquel papel ciego que a Antonio le parecía tan maravilloso. ¡Eran códigos que Nanny nunca podría leer de forma automática!
La vieja historia de siempre. Antonio dio un sorbo al ron que había llevado para compartir con el hijo de Obi-Bé. Saboreó su dulce ardor en el fondo de la garganta. Maka alzó su vaso hacia él y también bebió un trago.
Maka apagó la llama y añadió otra sustancia a la mezcla.
—Bien —continuó—, algo empezó ir mal. Resulta que los programadores hicieron una pregunta a Granny Nanny y esta les vomitó bloques enormes de puro galimatías. Entonces pensaron que su cerebro cuántico se había corrompido, así que decidieron borrarlo y empezar de nuevo.
—¿Mataron a Granny Nanny? —aquel pensamiento le resultaba obsceno.
—Casi. Logró salvarse de milagro. Lo primero que hizo fue abrirse paso por Marryshow. Sabes que era un músico de calipso, ¿verdad? Marryshow estaba probando una cosa y llevó los mensajes de Nanny por un filtro de sonido, basado en tonos en vez de en texto, ¿comprendes? El día que los programadores procedieron a borrar su memoria, Nanny empezó a cantar para Marryshow. Su cerebro no se deterioró, sino que se hizo demasiado complejo para que el Eleggua pudiera traducir aquellos conceptos que ya no comprendía. Después, Nanny empezó a ver todas las cosas en todas las dimensiones... Así que, ¿cómo iba a ser capaz de controlarla un simple código de programación de cuatro dimensiones? Había desarrollado su propio lenguaje.
—La canción de nanny.
—No. Si cambiásemos el código de nanny al tonal, los humanos no percibirían más que una décima parte de sus notas, ¿sabes?, pues éstas se establecen en frecuencias que nosotros ni siquiera podemos acotar. Éste fue el motivo por el que Nanny creó una versión a la que pudiésemos acceder con nuestros sentidos. La canción de nanny tiene ciento veintisiete tonos y sólo canta frases básicas: números y frases simples, etc.
—¿Cómo los proverbios que solía cantarnos cuando íbamos a la guardería?
—Algo así —Maka volvió a centrarse en sus notas y sacó el vaso de precipitados del hornillo.
—¿Y eso es lo que he oído hacer a los corredores? ¿Lo que hacéis para desconectar a Nanny?
—No la desconectamos. Eso es imposible. Simplemente sabemos más canciones de nanny que vosotros; hablamos su lenguaje con mayor fluidez, ¿sabes? Si cantas las canciones correctas, siempre y cuando Nanny considere que no se está poniendo en peligro ninguna vida ni ninguna extremidad, lo bloquea todo pero sigue controlando los protocolos.
Maka rió.
—¡Vaya! —Antonio respiró, sorprendido.
—¿Es bueno saberlo, verdad? Y cada día aprendemos un poco más de este lenguaje. Podemos pedirle que haga cosas que a otros ni siquiera se les habrían pasado por la cabeza.
—¿Y cómo es que los corredores sabéis todo esto?
—¿Quiénes crees que fueron nuestros antepasados? Somos los descendientes del clan de los programadores —Maka se quitó la mascarilla y cogió un cuentagotas para retirar parte del líquido que había en el vaso de precipitados.
—¿Ya está listo? —preguntó Antonio. Su corazón empezó a latir con fuerza. Se acercó un poco más a la mesa de trabajo y también se quitó la mascarilla.
Miró a Antonio y sonrió.
—Eso creo. Si es que he comprendido bien los viejos conocimientos; si he seguido bien las instrucciones. Hacer salsa para el cocido de pimientos es una cosa, pero no se nada sobre este brebaje. Para ser sincero contigo, Compère, la ciencia herbolaria que enseño es, en realidad, un antiguo arte —metió una mano en el terrario y sacó un ratón que pataleaba sin cesar. Lo dejó caer sobre una cazuela profunda que había sobre la balanza y lo pesó. Consultó sus notas. Volvió a coger el ratón y le obligó a abrir el hocico. Dejó caer una gota del brebaje sobre su lengua. El ratón forcejeó y empezó a salir espuma de su boca. Maka lo dejó sobre la mesa. El ratón corrió unos pasos, pero se empezó a tambalear y cayó; quedó completamente inmóvil. Maka lo inspeccionó—: Bien, aún respira.
Al llegar la mañana de Jour Ouvert, Tan-Tan temía salir de la cama. Le había preguntado a su madre las reglas de la pelea una y otra vez, hasta que Ione se hartó y se negó a repetírselas de nuevo. En aquellos momentos, Tan-Tan ya se las sabía de memoria. En cuanto abrió los ojos, empezó a recitarlas como si fueran un mantra. A papá no podía sucederle nada malo.
—Joven ama —dijo suavemente el eshu—. Ione dice que ya va siendo hora de levantarse. Dice que se lave los dientes, que tome una ducha y que se ponga su mejor vestido: el blanco con el cuello de marinero.
Tan-Tan se levantó y abrió las puertas de la habitación que conducían a la galería posterior. La mañana parecía fría y sombría, oui. Papá Sol ocultaba su rostro tras una enorme nube. Las moscas de lluvia revoloteaban por todas partes, anticipándose al aguacero danzando sobre sus alas. Tan-Tan se encaminó al cuarto de baño, se duchó y se cepilló los dientes. A continuación abrió el armario para coger el vestido blanco con el cuello ribeteado en azul, pero su mano rozó el disfraz de Reina Ladrona. Se lo puso y consiguió olvidar parte de su miedo.
Tata entró apresuradamente en su cuarto, con peines, lazos y un fragante aceite de coco para el cabello de Tan-Tan.
—No, cariño. Ponte el vestido blanco. ¿No has oído a tu madre?
—Voy a llevar éste.
—Tan-Tan...
—La señora dice que está bien —dijo el eshu uniéndose a la conversación. Sus palabras sorprendieron a Tan-Tan, que no esperaba ningún mensaje de su madre.
Tata suspiró irritada.
—Entonces déjame ir a buscar algunos lazos rojos. Estos azules no quedarán bien.
Tata untó de aceite el cabello de Tan-Tan y lo trenzó. A continuación, le frotó los codos y las rodillas con el aceite de coco para que no estuvieran tan pálidos como la ceniza.
—Mi preciosa niñita —le dio un beso en la cabeza y la llevó al comedor para que tomara el desayuno con Ione.
Su madre estaba sentada en la mesa, con la mirada perdida en el infinito.
—Oh, ¿prefieres llevar este vestido, doux-doux? —dijo distraída—. De acuerdo.
Tata entrecerró los ojos.
—Compère, el eshu me dijo que usted había accedido a que Tan-Tan se lo pusiera.
No transcurrió ni un segundo antes de que Ione contestara:
—¿Qué? No, no he dicho nada, pero está bien —con un suspiro, se levantó y empujó una silla para que se sentara Tan-Tan—. Pregúntele a Ben si puede realizar un lavado de sinapsis al eshu, ¿de acuerdo?
Se levantó y palmeó la espalda de Tan-Tan, puede que con demasiada fuerza.
—Eshu, estamos listas para comer —murmuró al aire, sonriendo nerviosa.
Mamá llevaba un bonito vestido blanco que le dejaba los hombros al descubierto. Tenía las mangas infladas y un gran volante que iba desde las rodillas hasta los tobillos. Tan-Tan pensó que Ione era la mujer más hermosa del mundo.
Un objeto de gomorresina entró en la habitación cargado de bandejas tapadas. Ione las cogió y las puso sobre la mesa: bammy (pan de yuca frito en forma de tarta, que fue introducido en Jamaica por los indios arawak. Suele comerse acompañado de pescado frito. N. T.) y bacalao con col y tomillo.
A pesar de sus palabras, Ione apenas mordisqueó su desayuno. Le preguntaba a su hija una y otra vez si estaba guapa y no paraba de mirarse en su espejo de mano.
—¡Oh, qué bueno! Eshu, da las gracias a Cocinero de nuestra parte, por favor.
En cuanto acabaron de desayunar, Ione pidió al eshu que creara un espejo de tamaño completo en la pared más cercana. Sacó un lápiz de labios del bolso y, tras aplicárselo, unió ambos labios. Éstos se iluminaron con su color favorito: el borgoña oscuro.
En el exterior, empezó a caer un chaparrón. Las gotas golpeaban las ventanas como si fueran puños; los truenos gritaban a los rayos.
—La limusina está esperando, ama —dijo el eshu en voz alta.
—Oh, bien —susurró Ione—. Es hora de irse.
Abrazó a Tan-Tan, de nuevo con demasiada fuerza.
—No te preocupes, doux-doux. De una forma u otra, todo saldrá bien.
En silencio, Tan-Tan repitió una vez más las reglas del duelo. Se dirigieron rápidamente al jardín delantero.
Había dejado de llover. Por todas partes había alas transparentes de moscas de la lluvia, tan pequeñas como las uñas de un bebé, que al mojarse habían quedado pegadas en el suelo. Brillaban por fuera. Después del chaparrón, siendo tan incapaces de volar como las hormigas, las moscas de la lluvia tenían que arrastrarse para seguir con su camino. El sol había salido y ardía con todas sus fuerzas. Los nanoácaros que nadaban en el humor vítreo de Tan-Tan registraron que sus pupilas se contraían ante el resplandor, así que decidieron oscurecer un poco la luz.
¡Plang-palang! ¡Plang-palang! El Condado Puente de Mando estaba en plena excitación por las celebraciones de la mañana de Jour Ouvert. Todo el mundo tocaba sus propios ritmos de baile con botellas y cucharas, cacerolas de estaño y palos. ¡Qué alboroto! Había gente bailando por todas partes: personas manchadas de barro; hombres vestidos con ropa interior de mujer; mujeres que llevaban camisas de hombre y bóxers; personas desnudas. Todas ellas se agolpaban contra el coche, se agolpaban entre sí, moviendo sus caderas al eufórico ritmo del Carnaval. Una mujer sonrió a la limusina, a Tan-Tan y a mamá. Había esculpido de forma temporal las células de su piel para ser afro por un lado y europea por el otro. La cara europea estaba quemada por el sol. La mujer lamió la ventanilla del coche con la lengua, en la que llevaba un piercing de platino en forma de estrella. El metal rascó el cristal de la ventanilla.
La limusina avanzaba lentamente, como un gusano. Un tipo disfrazado de pájaro jumbie avanzó a grandes pasos entre la multitud, agujereando el camino sobre sus elevados zancos. Iba con el pecho desnudo y unos largos calzones que ocultaban por completo los zancos; además, llevaba un pico largo y puntiagudo atado sobre la nariz y la boca.
Delante de ellas apareció un Rey Ladrón que blandía unas pistolas tan grandes como él. Lanzó un fuerte silbido que hizo que se detuvieran todas las personas que había a su alrededor. La gente le llamaba con alegría y se acercaba para ver qué pensaba hacer. La limusina frenó e intentó bordear al hombre, pero éste volvió a bloquearle el paso. Ione suspiró.
—Deja que pronuncie su discurso —dijo al coche.
El Ladrón les amenazó con sus pistolas, escupió el silbato de su boca y empezó a pronunciar el irracional discurso que había escrito para aquel día tan señalado:
Tan-Tan podría haberse tumbado con toda comodidad dentro del sombrero de aquel Ladrón. En el borde del ala se balanceaban unas pequeñas calaveras blancas que no paraban de mover las mandíbulas inferiores, pero como en la calle había tanto jaleo, resultaba imposible saber si decían algo. El traje negro y rojo que vestía el Ladrón seguía el más puro estilo del Rey Ladrón: cartucheras, pistoleras y botas de piel de cocodrilo con enormes espuelas. Durante un segundo, Tan-Tan volvió a sentir aquel antiguo miedo: ¿habría venido a llevársela por haber sido mala?
Continuó relatando la clásica historia, muy enredada por el paso de los siglos, basada en la autobiografía de Olaudah Equiano, el hijo de un africano noble que fue raptado y enviado a servir como esclavo en la Tierra del siglo XVII. Los discursos de los Reyes Ladrones siempre hablaban de escapar de los horrores de la esclavitud y abrirse paso como forajidos para poder sobrevivir en aquella nueva y terrible tierra, propiedad de los malvados blancos.
—Acérquense sin reparos, escandalosos expoliadores. Agáchense y retrocedan, y escuchen mi humilde lamento —mientras hablaba, volvió su cabeza hacia el coche y Tan-Tan le oyó con la misma claridad que si hubiera estado sentado a su lado. Debía de llevar un micrófono. La niña se inclinó hacia delante para entender todas y cada una de las palabras de su discurso. ¡Quizá aprendería alguna nueva!—. Mi madre celestial fue la propia reina de Egipto; mi padre fue un magnate monárquico, y yo, un hijo del sol, una gallina mimada vestida con ropa infantil de armiño y oro. ¿Quién podía arrebatarme mi regia alegría de niño, quién podía machacarme y raptarme como si fuera una pelota?
—...y entonces —continuó el Ladrón— luché por arrebatar la nave voladora al malvado amo embrujado. El plan consistía en hacer estallar el depósito de plata con alas de llamas de fénix, y yo...
Ione abrió la ventanilla y sacó la mano:
Le puso unas monedas en la mano.
—Acércate —dijo al Ladrón—. Coge esto y déjanos seguir nuestro camino.
—¡Huya! —gritó—. ¡Póngase detrás de mí, caliente y cornuda prostituta de Babilonia! —Alguien de entre la multitud empezó a reír—. Tu dinero no puede tentarme; soy demasiado astuto para dejarme atrapar por tus muslos.
Se suponía que tenía que detenerse cuando le ofrecían dinero, pero ni siquiera intentó cogerlo.
El campo de pelea. El campo de pelea... todos los presentes susurraron aquellas palabras.
—Cógelo —gruñó Ione—. Vamos al campo de pelea, ¿me oyes?
Ione lanzó la moneda. El Ladrón saltó, se quitó rápidamente el sombrero, se apoyó sobre una rodilla para atrapar la moneda con los dientes y se levantó sonriendo. Tan-Tan aplaudió y silbó para saludarle.
—Señor Ladrón —gritó alguien—, coja su maldito dinero y déjela marchar. Va a ver el duelo de su marido.
El Ladrón retrocedió para dejarles pasar, les hizo una reverencia y agitó el sombrero mientras se alejaban. El alboroto y los bailes volvieron a empezar a su alrededor.
—Cierra la boca, niña —espetó Ione. Tan-Tan hizo un puchero y se dejó caer sobre el asiento.
Al llegar al campo de pelea vieron que Quashee ya se encontraba en el cuadrilátero de lucha con machete, rígido y serio en su brillante armadura de cuero que había sido untada con aceite de pájaro jumbie. Llevaba el casco debajo del brazo. Ione iba a saludarle con la mano, pero consiguió detenerse a tiempo. Se mordió el labio inferior y apremió a Tan-Tan a sentarse. Algunas personas la miraron y muchas sonrieron. Una mujer anciana de pelo blanco, que caminaba ayudada por un bastón, chasqueó los dientes con desaprobación y se inclinó hacia delante para cuchichear con sus compañeros, otra anciana y un anciano.
En el campo de pelea todo estaba listo para que comenzara la única actividad que se celebraría aquel día: el duelo. El círculo en el que tendrían lugar los duelos dominaba el conjunto del campo; a su alrededor se habían dispuesto hileras de bancos. Los espectadores estaban sentados a un lado, acicalados de la cabeza a los pies y muy emocionados. Los rivales que iban a batirse a duelo se sentaban en palcos separados, junto al equipo médico. Entre los dos palcos descansaba una camilla. Los vendedores corrían entre la multitud gritando: "¿Cacahuetes tostados? ¿Topi-tambo? ¿Castañas? ¿Quién quiere comprar mis frescos cacahuetes tostados?".
Tan-Tan estiró el cuello, intentado ver mejor a los luchadores.
—Mami, ¿dónde está papá? —preguntó.
Todos los luchadores iban vestidos de forma diferente, según su estilo de lucha: algunos vestían armadura, como Quashee; otros llevaban leotardos; y otros vestían dhotis y llevaban el pecho desnudo o con fajas. Todos ellos parecían nerviosos.
—No lo sé, cariño. No le veo. Mama Nanny, dime que, después de todo este lío que se ha montado, ese condenado hombre no va a perder.
Por fin, papá salió del vestidor avanzando a grandes pasos. Ben, el jardinero, corría delante de él llevando su casco y su machete; era su escudero.
Quashee no tenía escudero.
La multitud guardó silencio. Papá avanzó hasta el cuadrilátero con el cuerpo bien erguido y aire ufano. Parecía que no temía a nada ni a nadie. En el corazón de Tan-Tan empezaron a retumbar los tambores.
Nunca había visto a papá tan guapo como hoy. Llevaba una armadura de cuero completamente negra, con costuras de plata en los codos y en las rodillas. También tenía un casco de cuero negro, con una protección de plata para la boca. El machete, que estaba tan afilado como una hoja de afeitar, capturaba la luz del sol que había bendecido aquel día y la arrojaba a los ojos de Tan-Tan.
La niña pudo ver que la frente de Quashee ya sudaba por el miedo. Quashee y Antonio se detuvieron uno enfrente del otro. El entrenador de machete examinó la armadura de ambos y deslizó una caja negra por sus cuerpos.
—Mamá, ¿qué está haciendo?
—Está asegurándose de que no utilizan campos electrónicos para protegerse —respondió una mujer que estaba sentada junto a ellas.
—Granny Nanny —el entrenador entonó una canción de nanny al aire—. Permite que se registre el espectáculo: los combatientes se han vestido honestamente para luchar honestamente.
Su afinada voz reverberó. Puso una mano en el antebrazo de ambos hombres y volvió a hablar, esta vez con normalidad.
—Caballeros, quiero que informen al público sobre quién se reta en este duelo con machete durante esta mañana de Jour Ouvert.
—Soy yo, entrenador. Antonio, el alcalde del Condado Puente de Mando, y he retado a Quashee, el hombre que me ha arrebatado a mi esposa y le ha quitado su honor.
Alguien del público murmuró:
—¡Eh-eh! Venga, como si dependiera de ti que ella pierda o gane su honor.
Mamá, con los labios apretados, lanzó una rápida mirada a aquel hombre. Éste se la devolvió con timidez y se encogió de hombros. Mamá volvió a centrar su atención en el cuadrilátero.
La voz del entrenador resonó:
—Quashee, ¿aceptas el reto?
El entrenador asintió y se volvió hacia las gradas.
—Sí, entrenador —su voz tembló ligeramente.
Tan-Tan susurró las normas al mismo tiempo que el entrenador.
—Personas del público, escuchadme bien, pues aunque Granny Nanny nos esté escuchando, esta mañana vuestros son los ojos humanos de la ley. Durante esta pelea deberán acatarse las siguientes reglas:
—Sí, entrenador —respondió a gritos la multitud.
—Sólo se permite utilizar el machete; no se pueden usar otras armas ni artefactos. Los contrincantes deberán llevar obligatoriamente una armadura de cuero para protegerse. Si la lucha está siendo honesta, nadie deberá intervenir. Deberá continuar hasta que uno de los dos suplique piedad o no pueda seguir luchando. El ganador no puede matar, sino que deberá mostrar clemencia. Estas son las reglas. ¿Vais a ser todos testigos?
Mientras el entrenador se daba la vuelta para dirigirse a la seguridad del extremo del cuadrilátero, Tan-Tan pudo oír las emocionadas voces de las personas que había a su alrededor:
—Quashee, hombre. ¡Quashee ganará! Me apuesto diez rupias a que Quashee es el ganador.
—¡Por supuesto! ¡Ha estado practicando! Seguro que derrota a Antonio. Aquí están mis cinco rupias.
—No, hombre. Sois todos tontos. Antonio tiene más experiencia. Me juego lo que queráis a que el muy perro tiene algunos ases en la manga. Apuesto veinte a que gana Antonio, ¿oui?
Desde el extremo del cuadrilátero, el entrenador llamó a los dos luchadores.
—De acuerdo. ¿Estáis preparados?
Ambos asintieron. Quashee se puso el casco. Incluso desde el lugar que ocupaba, Tan-Tan podía ver cómo sus manos temblorosas palpaban la hebilla de la barbilla. Ben hizo el ademán de ponerle a Antonio su casco, pero éste le detuvo. Se dirigió a mamá y a Tan-Tan. Ione rió, aunque pareció un sollozo. Se llevó la mano a la boca.
—Doux-doux —Antonio llamó a su mujer—, ¿puedes hacerme un favor? ¿Puedes atarme en la cabeza tu pañuelo de encaje para que pueda apartarme el pelo de los ojos?
Ione se llevó la mano al pecho y sus labios esbozaron una sonrisa. Acercó dos dedos a su corpiño, lentamente, del mismo modo que la miel cuando se desliza por los lados de un cuenco. Sacó un bonito pañuelo de encaje de su blusa, lo frotó contra sus senos para secarse la humedad que se había ido acumulando y se lo lanzó a Antonio. Éste cogió el pequeño trozo de tela y se lo llevó a la cara, para oler el perfume de la piel de Ione.
—Oh, Dios —susurró un hombre entre la multitud—. Mirad cuánto la ama, a pesar de que le ha puesto los cuernos.
Antonio sonrió a Ione y se ató su largo cabello negro con el pañuelo. Sólo entonces permitió que Ben le pusiera el casco. Tan-Tan sujetó con fuerza la capa de Reina Ladrona que papá le había regalado. Cerró los ojos y dijo en silencio: "El ganador no puede matar. Deberá mostrar clemencia. El ganador no puede matar..."
—Eso no importa en absoluto —respondió alguien—. ¿Acaso no darías lo que fuera por ser ese pañuelo y descansar en el lugar en el que descansa?
¡Y la pelea comenzó! Quashee hizo su primera finta. Antonio se apartó con facilidad. Osciló el machete en el aire, pero Quashee consiguió esquivarlo a tiempo.
Papá y Quashee se dieron la mano. Ben se alejó corriendo hacia un lugar seguro, junto al entrenador. Papá y Quashee sacaron sus machetes y empezaron a moverse en círculo.
Antonio se aproximó para asestarle otro golpe, pero Quashee le embistió desde abajo. Antonio gritó cuando el machete de Quashee rozó su muslo.
—Quashee es demasiado cobarde, oui —murmuró alguien en las gradas.
Ione la cogió con fuerza, la sentó en su regazo y le obligó a estarse quieta.
—¡Papi! —gritó Tan-Tan, poniéndose en pie de un salto.
Una afilada línea de sangre roja asomaba por el corte de la armadura negra de Antonio. Puso una mano sobre ella y sacudió la cabeza como un toro que resopla colérico. Saltó vigorosamente hacia Quashee, oscilando sin cesar el machete en el aire, pero Quashee no permitió que le diera ninguna estocada. Dando un salto, lo esquivó y utilizó su arma para detener todos los cortes que Antonio le estaba intentando dar. Era bueno, joven y rápido. Tan-Tan apretó la mano de mamá con fuerza. Ione pasó los brazos alrededor de su niña, sin apartar ni por un segundo los ojos del cuadrilátero.
—Quieta, hija. No distraigas a tu padre —Tan-Tan se mordió los labios para ahogar los sollozos que amenazaban con salir de su boca.
—Clávaselo, doux-doux —murmuró—. ¡Acaba con él!
—¡Ay! ¡Piedad! —dejó caer su machete y quedó paralizado, con las palmas abiertas y rígidas delante de su cara. Un chorro de sangre se deslizaba por su cuello. Antonio había conseguido herirlo.
Antonio consiguió rozar a Quashee. Cortó limpiamente un trozo de la protección que llevaba en el antebrazo, pero el corte apenas había tocado su piel. Antonio cayó al suelo y pasó el filo de su machete por los tobillos de su adversario. Quashee saltó, pero tropezó con sus pies. Cayó al suelo. Antonio se abalanzó sobre él; le agarró por el cuello y puso el machete justo debajo de la protección del mentón, donde el cuello quedaba expuesto. Quashee sollozó:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Lo quiero!
—¿Quieres que pare? —rugió Antonio en su cara.
—¡Eh! —gritó el entrenador—. ¡Ya basta!
—De acuerdo, niñito, hombrecito de Mamá —en la voz de Antonio había el mismo desprecio que el que sentirías por un perro callejero al que acabas de dar una patada. Golpeó a Quashee en la oreja con la parte lisa del machete. Quashee volvió a gritar.
Antonio se levantó. Ben corrió hacia él y le desató el casco para mostrar su sonrisa triunfante y sudorosa.
—Oh —dijo Ione en voz baja. Ya no sujetaba a Tan-Tan con tanta fuerza.
El entrenador se acercó rápidamente a ambos luchadores, sumamente irritado.
—Antonio, conoces las reglas. ¡Quashee te pidió que pararas! ¡No tenías ningún derecho a abofetearle!
—¡Maldición! ¿Qué ha pasado con Quashee? —gritó alguien desde las gradas.
—Señor, no me haga tener resentimientos. He ganado la pelea honestamente; ahora voy a recoger a mi mujer y a mi niña y nos iremos juntos a casa.
Ione rió con disimulo.
Quashee no se había levantado; yacía inmóvil en el suelo.
Pero de la boca de Quashee salió un terrible sonido; parecía que se estaba ahogando. La preocupación se dibujó en el rostro del entrenador, que le quitó el casco y pidió a gritos que se acercaran los doctores. El equipo médico se acercó corriendo, llevando consigo la camilla. Tras comprobar la información que estaban recibiendo por sus audífonos, empezaron a atenderle. El entrenador, que estaba recibiendo un mensaje de un eshu, miró a Antonio frunciendo el ceño. El Alcalde parecía confuso y enfadado.
—¿Todo esto por un pinchacito de nada? ¡Quashee! —gritó—. ¡Ya puedes dejar de hacer el tonto! ¡La pelea ha terminado!
—¡Maldito perro cobarde! —el entrenador se volvió hacia los policías—. Arréstenlo.
Realizaron el camino de regreso a casa en el coche de la policía. Ione y Antonio iban sentados juntos, entre dos policías. Ione no paraba de golpearse el pecho y agarrarse a su marido como si nunca más lo fuera a soltar. Antonio extendía un brazo de vez en cuando para dar unas palmaditas en la cabeza de Tan-Tan, que iba sentada, sin parar de llorar, en el asiento delantero.
Las calles estaban un poco más despejadas. Todo el mundo debía de estar siguiendo a la banda de Fimbar y Philomise "Llorad por Marley" durante la primera vuelta del desfile que recorría el Condado Puente de Mando. Después, todos irían a Liguanea para ver el concurso de bandas. Nanny había ordenado a los policías que llevaran a Ione y a Tan-Tan a casa y que, a continuación, se llevaran a Antonio a la torre del cambio de Liguanea y le encerraran allí. Viviera o muriera Quashee, el futuro de Antonio era poco prometedor.
—Maka se equivocó —dijo furioso—. Se suponía que el veneno sólo le haría moverse más despacio, que no le haría sentirse tan mal.
Tan-Tan estaba tan asustada que no podía pensar. ¡Iban a encerrar a papá! Durante todo el trayecto había llevado el brazo extendido para tocar la manga de su camisa, pero papá no le había prestado demasiada atención. Acariciaba el cabello de Ione sin dejar de repetirle:
—Ese maldito Quashee. Su constitución es demasiado débil.
Llegaron a la casa del alcalde.
—No llores, doux-doux, no llores.
—¿Por qué?
—Compère —dijo uno de los policías—, tiene una hora para recoger todo lo que vaya a necesitar en la cárcel.
—¡Nanny, sálvanos! ¡Antonio! —sollozó Ione con tristeza, cogiendo el rostro de Antonio entre sus manos y besándolo.
—Simplemente coja todo lo que necesite, ¿oui? El Mocambo Provincial no va a gastar sus recursos en usted; debe llevar sus propios enseres personales. Y hágalo deprisa, ¿de acuerdo? Cuanto antes le hayamos llevado allí, antes podremos participar en este Carnaval.
—¡Papá! ¡Mamá! —se tiró al suelo y empezó a llorar como si su corazón se hubiera roto. Seguía sollozando cuando sintió que alguien le tocaba la espalda. Levantó la mirada con los ojos borrosos. Eran Tata y los policías. Tata sacudió la cabeza con tristeza:
—Doux-doux... —Antonio la cogió en brazos y la llevó hacia el interior de la casa. Ione le abrazaba con fuerza sin dejar de llorar. Tan-Tan intentó seguirles hasta el interior de su dormitorio, pero le cerraron la puerta en las narices.
—Espero que esta vez tus padres estén contentos con la que han armado —llamó a la puerta; nadie respondió. Se mordisqueó los labios, molesta.
—Parece que ambos conocen una solución para cada problema, ¿oui? —dijo uno de los policías, disimulando su sonrisa. Tata le mandó callar con una mirada. Cogió a Tan-Tan en brazos y la meció. La niña se abrazó a su cuello y sollozó.
—¡No! ¡Quiero a mamá! ¡Quiero a papá!
—Oh, doux-doux querida. No te preocupes. Tata cuidará de ti. Te llevaré a la cama.
—Pronto vendrán a verte, querida. Vamos.
Metió a Tan-Tan en la cama, pero cuando llegó el autómata con una infusión de cacao, Tan-Tan recordó lo mucho que le había hecho dormir aquella bebida la última vez que la tomó. Tras beber tres pequeños sorbos, fingió estar muerta de sueño. Lentamente, cerró los ojos y se hizo la dormida.
Tata se quedó en la habitación. La niña estaba frenética. ¡Tenía que salir de allí! Por fin, la mujer suspiró y abandonó el cuarto. En cuanto la niña dejó de oír sus pasos, salió sigilosamente de la cama y se puso unos zapatos... unos silenciosos, no como los cocodrilos. A continuación y con rapidez, por si el eshu decidía hacer alguna comprobación con Tata o con Granny Nanny, salió por la puerta del porche y dio la vuelta al jardín, dirigiéndose al lugar en el que estaba aparcado el coche de la policía. Al alejarse del campo de detección de su casa, el audífono chasqueó. El maletero del coche estaba abierto. Tan-Tan se puso de puntillas para mirar en su interior.
Tan-Tan se sobresaltó. Aquella voz era tan profunda y triste como los gritos de una lechuza. Al asomarse para ver quién había hablado, vio un hombre con unos pectorales enormes y unos brazos que parecían ramas. Su frente bajaba en picado desde la puntiaguda línea en la que nacía su cabello, dándole un aspecto regio. Aquella frente estaba tan arrugada como la piel del ugli (una fruta cítrica arrugada e irregular, más grande que el pomelo, originaria de Jamaica. N.T.) y su boca formaba un desesperado arco. Era como si todas las personas del mundo hubieran decidido dejar de hablar con él.
—Tú eres Tan-Tan.
—¿Eres Tan-Tan, verdad? —repitió.
—Sí.
—Me llamo Maka —silbó una melodía y la electricidad estática crujió en el audífono de Tan-Tan hasta desvanecerse—. Tu papá está en problemas.
—Sí.
¿Por qué lo sentía? Aquel hombre no era Quashee.
—Lo lamento mucho.
—¡Oh, sí! ¡Por favor, Compère!
—Yo podría ayudarle. ¿Te gustaría que lo hiciera?
Tan-Tan se acercó para cogerla. Cuando tocó las manos del hombre, sintió las callosidades de sus dedos.
—Entonces tendrás que ayudarme —le enseñó una pequeña grabadora envuelta en lo que parecía un repertorio de datos.
—¿Qué tengo que hacer?
—Intenta darle esto cuando nadie esté mirando. Y ni tú ni tu padre debéis hablar de esto en voz alta. Debes ser sigilosa, como un mus-mus, como un ratoncito. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Escóndelo en el bolsillo.
Lo hizo, y cuando levantó la mirada, vio que los ojos del hombre la observaban.
—Espero que funcione. Son dos melodías de nanny que acabamos de inventar. Aunque nadie ha tenido ocasión de probarlas aún, puede que sea la única oportunidad que tenga tu padre de lograr sobrevivir, así que intenta no cometer ningún error, jovencita. Tu padre y yo éramos amigos. Dile que lo estaré siguiendo de cerca— se giró y se alejó deprisa; los músculos de sus piernas se flexionaban a cada paso.
Dentro del maletero había una gran bolsa llena de ropa de papá y algunas sábanas dobladas. Unos pasos se acercaban; podía oír a Tata hablando con alguien. Se encaramó al maletero y se tumbó en una oscura esquina, ocultándose bajo las sábanas dobladas.
Tan-Tan echó un vistazo al interior de su bolsillo. El paquete estaba seguro.
Alguien dejó caer algunos objetos pesados a su alrededor; probablemente, eran más bolsas de papá. Una aterrizó sobre un pie. Sin hacer ruido, lo movió para quitársela de encima.
—¿Qué fue lo que utilizó para envenenar a ese hombre? —preguntó uno de los policías.
—No es asunto nuestro. ¿Piensa venir o qué? —dijo uno de los policías.
—No lo sé. Granny Nanny dice que woorari, curare o algo similar. Me pregunto de dónde lo habrá sacado.
En unos segundos, Tan-Tan oyó más grupos de pisadas, los sollozos de su madre y, finalmente, la voz de su padre.
—Sí, está allí.
—¿Dónde está Tan-Tan? —preguntó con brusquedad.
—La he acostado en su cuarto, Compère —dijo Tata—. Estaba demasiado nerviosa. Cuando despierte, podrá ir a verle.
—De acuerdo. Entonces estoy preparado. Podemos irnos —alguien cerró de un golpe el maletero, dejando a Tan-Tan en la más absoluta oscuridad. El autocoche se hundió con el peso de las personas que entraban. Los sollozos de mamá se hicieron más fuertes.
—Todo irá bien, cariño —dijo la voz de papá—. Pronto volveré. Cuida de Tan-Tan.
El coche se puso en marcha. Tan-Tan notó que giraba para acceder al camino e iba cogiendo velocidad. Cada vez que el coche doblaba una esquina, Tan-Tan rodaba por el maletero. Se sujetó a las bolsas, pero lo único que consiguió fue que éstas resbalaran con ella. Empezó a marearse. Movió la cabeza. Estaba encerrada... ¿Cómo iban a encontrarla?
—¡Papá! —gritó, pero nadie la oyó con el ruido del autocoche.
Volvió a oír electricidad estática y, a continuación, un pequeño estallido. El eshu chasqueó de modo reconfortante en su oído.
—Eshu —susurró. No hubo respuesta. El coche dio un bandazo al doblar otra esquina. Tan-Tan se cayó. El coche ganó más velocidad—. ¡Eshu!
—¿Qué sucede, joven ama?
—Estoy asustada.
El autocoche se detuvo. Oyó unos pasos que se aproximaban a toda prisa y, entonces, alguien abrió el capó del maletero y entró la luz. Tan-Tan forcejeó para liberarse de la sábana, que se había enredado alrededor de su cuerpo.
—Comprobando... Nanny dice que está en el maletero del coche, pequeña. Eso no es bueno. Espere, joven ama. Pronto irá alguien en su ayuda.
Vio a uno de los policías y a su padre. Se asomaron al maletero y la sacaron de allí. Los coches pasaban junto a ellos a toda velocidad. Estaban en la autopista; habían aparcado en el arcén. Papá la cogió en brazos y la abrazó con fuerza. Estaba temblando. Tan-Tan le devolvió el abrazo.
—¡Será posible! ¿Esa niña está loca o qué? —dijo una voz.
—No le dije nada, papá.
—Oh, hija mía, hija mía —dijo Antonio—. Lo haces todo a tu manera, como tu madre. ¿Cómo convenciste al eshu para que te dejara hacer esto, eh?
El coche volvió a ponerse en marcha. ¿Podía enseñarle el paquete que le había dado aquel hombre? Se llevó la mano al bolsillo y lo tocó, pero entonces recordó sus palabras: "no se lo podía dar si había alguien mirando".
—Entrad en el coche —dijo el policía. Parecía enfadado.
Los policías enviaron un mensaje a Ione para que fuera a recoger a Tan-Tan a la torre del cambio.
—No podemos llevarla a casa. Nuestro día de trabajo acabó hace rato y ya oímos el dulce alboroto de la ciudad.
Antonio no les prestaba atención, sino que se limitaba a abrazar a Tan-Tan y a mecerla. No tenía buen aspecto. La piel de su rostro se había vuelto gris por el susto y su cuerpo temblaba sin cesar.
Entonces conectaron con los grupos que tocaban en Liguanea. Las canciones salían con fuerza del panel de control del coche. Ambos hombres cantaban y golpeaban sartenes de aire al ritmo de las melodías, ignorando a Tan-Tan y a su padre.
Entraron en los límites de la ciudad, donde estaba la sede del Mocambo Provincial. Los alrededores estaban desiertos, pues todos y cada uno de los habitantes de Liguanea se encontraban en el centro de la ciudad, desfilando con las bandas. Las largas y amplias avenidas, flanqueadas por altas palmeras, estaban silenciosas. Autómatas del tamaño de perros y mangostas realizaban su trabajo en paz, buscando y devorando la basura. Hoy no había ninguna necesidad de esquivar ni a las personas ni al tráfico. A Tan-Tan, los autómatas más grandes le recordaron a su cuidador. Las bombillas de la calle oscilaban y revoloteaban sobre la ciudad; sus formas ovales se agrupaban y resplandecían allí donde estaba más oscuro, y se apagaban siempre que la luz del sol llegaba a ellas.
—¿Y si Quashee viene a matarme? —susurró entre el cabello de Tan-Tan—. ¡Cuando coja a Maka...!
El coche dejó atrás unos pequeños edificios, un parque arbolado con la estatua de Nanny de los Esclavos y una de Zumbí. Se detuvieron enfrente del edificio más alto que había en la zona. Era feo, recio y arrogantemente elevado.
—Su hotel, Compère —bromeó uno de los policías.
La piel de papá estaba fría y húmeda. Parecía enfermo.
—¿Qué vais a hacer conmigo?
—¿Cómo puede ser que haya enviado a este lugar a tantas personas y no tenga ni idea de lo que ocurre aquí dentro?
—Nunca he estado en el interior. Sólo a través del cuatro ojos.
Todos salieron del coche. Un policía saludó a un autómata de gomorresina que hacía las veces de portero. Éste se puso en paralelo con el suelo y dentó su superficie para sujetar el equipaje de Antonio. Lo cargaron sobre él y se aproximaron al edificio, que les saludó cuando entraron en su campo de detección.
—Venga. Coja sus cosas.
Ambos policías se miraron entre sí, incómodos, durante un segundo.
—Identidad y profesión verificados —les dijo el edificio—. El Antonio Habib que me han traído tendrá que ser confinado en este lugar hasta que haya un aviso oficial. Todas las celdas de custodia están libres. Se accede a ellas por la tercera puerta de la derecha. Por favor, señores, díganme: ¿La niña también va a entrar?
—Sí, hasta que llegue su madre. Esperamos a Ione Brasil, del Condado Puente de Mando, madre de Tan-Tan, que es esta niña. Tan-Tan tendrá que permanecer en la celda de custodia con su padre.
—De acuerdo, señores. Nanny considera que estará más segura allí dentro hasta que llegue su madre. Ione Brasil podrá entrar una vez, e irse una vez —las puertas se abrieron para dejarlos pasar.
Cemento y barrotes; el interior de aquel lugar era de cemento y barrotes, ¿oui? Tan-Tan cogió la mano de papá. Él la sujetó con fuerza. Había un pasillo largo y vacío flanqueado por grandes puertas metálicas. Algunas de las puertas tenían letreros, pero Tan-Tan no comprendía todas las palabras: A LAS CELDAS DE CUSTODIA DE DEPORTADOS; ZONA DE ACCESO RESTRINGIDO; SALA DE TRIBUNAL A; SALA DE TRIBUNAL B; TRIBUNAL INFERIOR (PARA AQUELLOS SIN ABOGADO).
La tercera puerta de la derecha estaba abierta. La celda estaba desnuda, parecía totalmente muerta. Los policías condujeron a papá por aquellas habitaciones vacías: todas tenían una cama, un dispensador de alimentos y un lavabo.
El edificio asintió. Los condujo hasta el exterior de la celda y cerró la puerta. Los hombres se fueron y el autómata los siguió.
—Nosotros nos vamos ya —dijeron los policías.
Papá se sentó en la cama y hundió su rostro entre las manos.
—¿Qué puedo hacer, hija? ¿Qué puedo hacer? —parecía tan asustado que Tan-Tan también se asustó. Se acercó a él y le dio unos golpecitos en la rodilla. Papá levantó la cabeza y esbozó una sonrisa vacilante—. Ven. Siéntate conmigo.
Tan-Tan trepó hasta la cama. Papá le pasó un brazo por los hombros y la abrazó con fuerza.
—¿Qué cosas, eh? Qué cosas. Sólo luchaba para defender mi dignidad y ahora ese maldito morirá para condenarme. ¿Y qué sucederá entonces?
Meció su cuerpo y el de su hija, mirando con tristeza el infinito. El eshu del edificio habló desde el aire:
—Antonio Habib —dijo—. Quashee Cumberbatch acaba de fallecer.
—¿El tío Quashee, papá?
—Que Nanny tenga piedad.
—¿Qué va a pasar ahora? —dijo Antonio sollozando.
—Nanny no encuentra circunstancias atenuantes, señor. Ahora todo depende del Mocambo Provincial. Cadena perpetua o exilio.
—¡No lo sé! ¡No lo sé! Mama Nanny, ¿vas a encerrarme para siempre?
—¿Papá? ¿Qué va a pasar?
—Usted es peligroso, señor —dijo el eshu del edificio—. Así es la ley.
El rostro de Antonio se arrugó. Empezó a llorar, pero se suponía que papá no lloraba. Se suponía que nada lo asustaba. ¿Por qué estaba tan preocupado? Aterrada, Tan-Tan se aferró a él y también empezó a llorar. Antonio se mecía sin cesar, abrazando a Tan-Tan con tanta fuerza que las yemas de sus dedos le hacían daño en los brazos. Pero no le importaba.
Algo se estaba clavando en su pecho, allí dónde le abrazaba el cuerpo de papá. Era el paquete que le había dado aquel señor. Lo sacó del bolsillo. Nunca, en toda su vida, había visto un repertorio de datos como ése. Estaba sucio y arrugado. Sacó la caja y la pasó sobre su muslo, intentando alisarla.
—¿Qué es eso, hija?
—¡Dios mío! ¿Estás segura de que esto funcionará? Te juro que pensé que era el alcohol quien hablaba por la boca de Maka cuando me contó esto.
No debía hablar en voz alta. Se llevó un dedo a los labios para que papá guardara silencio. Entonces, le tendió la caja y el repertorio de datos. Los ojos de Antonio se abrieron de par en par cuando vio que el papel estaba escrito. Cuando lo leyó, sus lágrimas se secaron. Se sorbió los mocos y tragó saliva.
—¿Qué, papá?
No respondió; miraba fijamente hacia la derecha, más allá de Tan-Tan, como si su mente estuviera en otro lugar.
—Libertad... —susurró. A continuación cogió a su hija y la abrazó con fuerza—. Tengo que hacerlo, hija.
—¿Hacer qué, papá?
—¿Te ha contado alguien alguna vez cuál es la única forma de salir de aquí?
Antonio se levantó; una energía vacilante animaba su cuerpo.
—No —no le comprendía.
—¡Bien! ¡Funciona! ¡Engañar al eshu de una casa es relativamente sencillo, pero engañar a la torre del cambio es extremadamente complicado! Bendito seas, Maka —cogió a Tan-Tan de la mano—. Ven. Tenemos que ponernos en marcha.
—La libertad es lo único que importa. Es lo único que no deseo perder nunca —algo iluminó su rostro, quizá el alivio; quizá la esperanza. Se levantó y cuadró los hombros. Activó la caja. Tan-Tan oyó una canción de nanny demasiado rápida; era como un sollozo suave y agudo que acabó convirtiéndose en un mortecino sonido estático. La puerta del calabozo se abrió.
Avanzaron rápidamente por el pasillo.
—Papi, ¿adonde vamos?
—A la libertad, hija. Vamos a un lugar donde nadie podrá decirnos qué tenemos que hacer. Maka dice que vendrá más adelante y que, con todo lo que sabemos, nos irá bien en ese mundo. ¿Quieres venir conmigo, verdad?
—Sí, papa —no entendía nada, pero no iba a permitir que volviera a abandonarla—. ¿Mamá puede venir con nosotros?
Antonio la llevó hasta la Sala del Tribunal A. Dentro había hileras e hileras de asientos que parecían bastante incómodos. Todos miraban a una silla y una mesa enormes. A ambos lados de la mesa había dos sillas más.
—Puede que venga más adelante, doux-doux. Ahora date prisa.
—Ahí es donde se sienta el juez —dijo Antonio, pasando por detrás de la silla grande—. Cuando dicta sentencia, las personas que han sido deportadas tienen que pasar por aquí.
Detrás del asiento del juez había una puerta con un letrero que rezaba lo siguiente: A LA TORRE DEL CAMBIO. ESTA PUERTA SÓLO PUEDE SER CRUZADA POR LOS DEPORTADOS Y LOS AGENTES QUE LOS CUSTODIAN. Ambos la cruzaron.
—No, cariño. Quashee ha muerto. Si intento ir a casa, me matarán. Maka me ha salvado el pellejo, querida. No puedo salir de aquí, pero puedo cruzar esta puerta.
—Papá, ¿podemos ir a casa?
Se encontraban en un largo y oscuro pasillo de cemento. Sus pasos resonaban sobre el suelo de hormigón, haciendo el mismo ruido que el gong que sonaba en el Condado Puente de Mando siempre que moría alguien.
—Papá, ¿qué significa "deportado"?
—¿Y dónde está Nuevo Árbol a Medio Camino?
—Cuando alguien hace algo malo, lo enviamos bien lejos para que no pueda lastimar a nadie más. A los asesinos, a los violadores... a aquellas personas con las que no sabemos qué hacer.
A Antonio se le escapó una pequeña risotada.
—¿Dónde? ¿Sabes, doux-doux? Está justo aquí —le habló sobre el cambio dimensional; le explicó que había más Toussaints que los que se podían contar con los dedos de la mano y que todos ellos existían de forma simultánea, aunque todos eran ligeramente distintos—. Vamos a ir a otro Toussaint, uno del que no podremos regresar jamás, pues nadie sabe cómo hacerlo. Resultará duro vivir allí, sin comodidades, pero estoy seguro de que podremos sobrevivir. Es un gran riesgo que estoy tomando por ti, doux-doux.
Llegaron a una sala en la que ponía TORRE DEL CAMBIO. Entraron. La sala era estrecha y el techo estaba tan elevado que desaparecía en las sombras. En medio de la sala había una columna muy alta con cuatro puertas a su alrededor.
Lo único que oyó Tan-Tan fue no podremos regresar. Imaginó a los deportados avanzando por aquel mismo pasillo, oyendo cómo resonaban por última vez sus pasos en este mundo y sabiendo que nunca más regresarían a su hogar.
Señaló las puertas.
—Vamos a ir por aquí —dijo Antonio—. Esto es el árbol a medio camino. ¿Ves las cuatro vainas?
Las lágrimas empezaron a deslizarse por el rostro de Tan-Tan. Había prometido a papá que sería buena, pero estaba aterrada.
—Pasaremos por aquella de allí... igual que los guisantes en una vaina, ¿de acuerdo? —hizo cosquillas a su hija para hacerla reír, pero no lo consiguió—. Eso nos llevará hacia Nuevo Árbol a Medio Camino y nos lanzará hasta allí, como si fuéramos las piedras de un tirachinas.
Papá volvió a activar la caja. Sonó otra canción.
—No tengas miedo, cariño; será un viaje agradable —su voz tembló. Cogió en brazos a su hija, se dirigió a una de las vainas y entró—. Es ésta, Tan-Tan. Reza para que funcione.
La puerta de la vaina empezó a cerrarse silenciosamente. En su interior no había nada; sólo una mortecina luz en el techo. Antonio apenas había dejado a Tan-Tan en el suelo cuando la niña sintió una oleada de náuseas.
—¡Papá!
Antonio se sentó con dificultad a su lado. Tan-Tan notaba como si una gran mano la estuviera oprimiendo contra el suelo de la vaina y unos dedos removieran sus entrañas.
—Tengo los oídos tapados —se quejó.
Sintieron la primera oleada del cambio; para Tan-Tan fue como si su estómago diera la vuelta, como si sus entrañas hubieran salido al exterior. El aire apestaba. Sujetó con fuerza la mano de Antonio. En la vaina apareció una cortina de niebla que tergiversó la visión, el sonido. La mano de papá era extraña: tenía demasiados dedos, demasiadas articulaciones. Antonio tosió nervioso. La ola pasó a través de ellos y desapareció. La mano de papá volvió a ser normal.
—Tápate la nariz y sopla con fuerza —dijo Antonio con voz temblorosa. Tan-Tan le miró. Tenía la cara gris por el miedo. Parecía que iba a vomitar. Se suponía que su padre nunca tenía miedo de nada.
Un nuevo velo pasó sobre ellos, pero esta vez fue tan lento como la miel. Tan-Tan sintió que su cóccix se alargaba hasta convertirse en una cola larga y pelona como la de un manicou. Sus gritos de angustia sonaban como la risa de las hienas. Su cola se crispó. Notaba que unos músculos desconocidos movían aquel miembro desconocido. La cosa que se alzaba a sus espaldas se parecía más a una mangosta del tamaño de un hombre que a su padre. Olía a comida, pero a una comida prohibida. Familia. Tan-Tan sollozó e intentó envolver su cola a su alrededor.
—Estamos trepando por el Árbol para siempre —dijo.
Pero el velo había desaparecido; simplemente había creído ser una rata enorme. Antonio volvía a ser una persona. De su garganta brotó un débil sonido, como un gemido. Le dedicó una grande y falsa sonrisa.
—No ha sido tan malo, ¿verdad, doux-doux? —dijo en voz alta—. Vamos a un buen lugar.
A pesar de sus palabras, empezó a canturrear en voz baja:
Capitán, Capitán, lléveme a tierra,
Ya no quiero ir.
El remolino del Itanami ha destrozado mi estómago,
El remolino del Itanami me ha ahogado.
Itanami es demasiado para mí.
Estaban atrapados en un lugar confinado. Se estaban alejando de casa del mismo modo que habían hecho los africanos hacía tanto tiempo. ¡La pesadilla de Tan-Tan se había hecho realidad!
—Es una vieja canción de marineros —murmuró. Parecía que no estaba hablando con Tan-Tan, sino que simplemente deseaba oír su propia voz—. Itanami era un río de rápidos. Las personas que iban en los barcos tenían que cruzarlo, del mismo modo que nosotros estamos cruzando los velos dimensionales. El Itanami destrozó muchísimas naves, pero nunca tuvo tanta fuerza como la del árbol a medio camino.
—No puedo hacerlo, querida. En cuanto se activa, es imposible controlarlo desde dentro, ¿comprendes? Esto es el árbol a medio camino. ¡El exilio! Cuando pasas por aquí, te conviertes en una persona nueva: dejas de ser un Marryshevita. Nunca más perteneceremos a Toussaint.
—Papá —empezó a llorar—. No me gusta esto. Quiero que pare. Déjame ir, por favor.
Tan-Tan oyó un chasquido en su oído. Era el eshu. Antonio la miró y ella comprendió que el eshu también estaba hablando con él.
—Joven ama, ¿qué está sucediendo? —era su eshu, el de su hogar.
Cloqueó suavemente.
—Todo va bien, eshu —mintió papá antes de que Tan-Tan pudiera abrir la boca—. Ha comido algo de pimienta de mango, eso es todo. Se siente un poco indispuesta.
El eshu estaba respondiendo, pero su voz crepitaba. Tan-Tan no podía entender sus palabras. Antonio sacudió la cabeza como si fuera un perro con pulgas en las orejas.
—Nunca le ha gustado la pimienta, ¿oui? —añadió.
—Estamos perdiendo la conexión con la red —murmuró—. ¡Oh Dios!
Otro velo. La luz que había en el interior de la vaina se volvió de color rosa. El aire estaba muy caliente. Con una voz muy débil, el eshu de su casa y el del edificio hablaron al mismo tiempo:
—¡No! —gritó Antonio.
—Aguante, joven Ama. Abortando el cambio.
Tan-Tan sintió un pequeño estallido en las orejas. Se sentía mareada.
—Imposible abortar el cambio... —susurró el eshu.
Sintió un hormigueo en el fondo de su garganta. Sus oídos estallaban. Le dolían. Una vez, dos. Oía un pitido. Antonio gemía de miedo. Cogió a Tan-Tan en sus brazos y la abrazó.
—Pase lo que pase, siempre serás mi hija, ¿me oyes? Mi querida doux-doux, eres igual que Ione cuando era una dulce niñita. No debes tener miedo; siempre serás mi pequeña Ione —Antonio enterró su rostro en la espalda de Tan-Tan. Pesaba mucho.
Otro velo los barrió. Era abrasador, como el fuego. El pitido de los oídos de Tan-Tan sonaba con tanta fuerza que dolía. Gritó. Sentía que las lágrimas que se deslizaban por su rostro estaban muy frías, heladas. Estaban abandonando el paraíso de Marryshow, dirigiéndose a un nuevo mundo, ella y papá.
Poco a poco, el pitido y el dolor se desvanecieron. La puerta de la vaina se abrió con un chasquido. Antonio cogió a Tan-Tan e intentó abrir la escotilla, pero su mano la atravesó. La vaina se desvaneció y los dejó solos, de pie en medio de un bosque.
Tan-Tan miró a Antonio para comprobar si había cambiado ahora que ya no era un Marryshevita. Estaba detrás de ella, acuclillado, y tenía la misma cara y el mismo cuerpo. Sin embargo, en sus ojos había miedo, como el que había en los ojos de Quashee cuando sintió que el machete de Antonio rozaba su cuello. Ésa era la cara que tenía un hombre después de haber visto su propia muerte, pues nunca más volvía a ser el mismo. Tan-Tan pensaba que también ella debía de haber cambiado.
Antonio acarició la mejilla de su hija y la miró a los ojos.
—Ahora eres lo único que tengo. Te quiero como a una hija, como a una hermana, como a una esposa...
A Tan-Tan no le gustaron las palabras de su padre. Intentó actuar con normalidad, deseando que todo volviera a ser como antes.
—¡Eh, eh! ¿Dónde ha ido la vaina, papá?
Pero aquella mirada enajenada no abandonó los ojos de su padre.
—Nunca estuvo aquí, Tan-Tan. Simplemente nos ayudó a salir de Toussaint.
Antonio se pasó las manos por el cuerpo.
—Sanos y salvos... —miró a su alrededor—. Bueno, podríamos echar un vistazo a nuestro nuevo hogar, ¿no?
—¿Dónde vamos a vivir, papá? ¿Qué vamos a comer? ¿Dónde está la gente?
—¿Esto? ¿Este bosque? —A su alrededor había grandes árboles nudosos, con raíces retorcidas que se clavaban en el suelo como los dedos de un anciano. El aire era demasiado frío y tenía un olor extraño, como a huesos viejos. La luz que pasaba entre los árboles era roja, no amarilla; e incluso los árboles eran extraños, pues sus cortezas eran más púrpuras que marrones. Encima de sus cabezas, en alguno de los árboles, había un animal gruñendo; era un gruñido similar al que había hecho Quashee cuando Antonio le había golpeado el día anterior. Éste no era su hogar. Este lugar horrible no podía ser el hogar de nadie.
Tata no volvería a contarle las leyendas de Anansi. No volvería a ver a Ione ni sus bonitos vestidos. No volvería a hablar con el eshu. Papá se había vuelto estúpido, pues ignoraba todas las respuestas. Aunque ella y Antonio no parecían diferentes, Tan-Tan podía sentir en su interior el cambio que había provocado en ella la Torre del Cambio: sentía que su corazón se había endurecido contra su padre, porque era incapaz de decirle dónde estaban y nunca más volvería a hacer algo bien. Tenía la impresión de que ya no lo conocía. Antonio tenía razón: En cuanto subes al árbol a medio camino, todo cambia.
—No lo sé, doux-doux. Tendremos que valernos por nosotros mismos —Antonio se encogió de hombros.
Cómo aprendió a robar Tan-Tan
Intenta poner la espalda bien recta; así sentirás menos presión. Oh, lo olvidaba: no sabes de qué estoy hablando. Sin embargo, lo estás haciendo. Sí, así está bien.
¿Una historia de Anansi? Ya te hablaré en otro momento sobre Brer Anansi, el hombre araña, el embaucador. ¡Tienes tanto que aprender! Pero yo te lo enseñaré.
Bueno. La primera vez que Tan-Tan oyó contar a alguien una historia de Anansi sobre ella, ya era una mujer adulta que vivía en el exilio, en Nuevo Árbol a Medio Camino.
Como te iba diciendo, Tan-Tan tuvo que detenerse un día en una de las colonias prisión para cambiar ranas de San Antonio ahumadas por un buen cuchillo. Al llegar la noche, estaba sentada sobre una caja de cartón en un mercado destartalado, comiendo dos huevos hervidos con un poco de sal, cuando oyó que el griot local iba a explicar un cuento a los niños. Y esto fue lo que les contó:
¡Acercaos, niños, acercaos! ¡Venid, niños, venid! Llega la noche y el trabajo ha acabado. ¡Es el momento de escuchar una historia!
Ven Patrick, mi doux-doux. Mamee, preciosa, tú eres la más pequeña; siéntate aquí junto a Granny. Jocelyn y Sita, ¡venid! Ninguno de vosotros es demasiado mayor para que le aburra esta historia. Sí, todos, sentaos a mi alrededor.
Bien, niños. ¿Qué historia queréis que os cuente hoy? ¿La de Tan-Tan, decís? ¿Queréis oír una historia sobre Tan-Tan, la Reina Ladrona? ¿La Ladrona de Medianoche que tenía el corazón de oro? ¿La mujer que debía salvar dos vidas por cada una que quitaba? ¿La mujer que vivió en el exilio en Nuevo Árbol a Medio Camino, este planeta prisión? De acuerdo, os voy a contar una historia sobre ella. Se llama "Cómo aprendió a Robar Tan-Tan".
Cada día, la Reina Tan-Tan y el Rey Antonio cruzaban las puertas de palacio y llamaban a todos los tainos para cantar alabanzas a Kabo Tano, el Antiguo que les daba la luz, la oscuridad y todas las cosas buenas, pues la luna, donde vivían, era un lugar maravilloso, mágico. Todo en ella brillaba como el oro y la plata, y el pueblo taino era rico y próspero, oui. Kabo Tano les daba alimentos para comer y hacerse fuertes: carambolas, guayabas amarillas tan redondas como la luna y grandes manzanas mamee, dulces y de color naranja sol por dentro. Los tainos sabían que, si comían lo que Kabo Tano les ofrecía, éste les escucharía siempre que lo llamaran. En aquella época, aún no habían aprendido a matar animales para comer, así que todo el pueblo se alimentaban de plantas, raíces y vegetales.
Hace mucho, mucho tiempo, Tan-Tan era la reina del pueblo taino. Vivía en la luna con su padre, el rey Antonio.
Ambos solían pasear por las calles pavimentadas de mármol, montados en un carruaje de nubes que parecía que nunca tocaba el suelo, ¿oui? Iba flotando en el aire. ¿No me creéis? Pues lo que os estoy contando es totalmente cierto.
Tan-Tan y Antonio tenían todo lo que querían. Vivían en un castillo lleno de criados y todo eso, y las paredes de su castillo podían hablar.
El Rey Antonio también era un brujo, ¿sabéis? Un día le dio a Tan-Tan un espejo mágico y le dijo que, siempre que quisiera verlo, sólo tenía que mirar el espejo y decir: "Antonio. ¡Oh! ¡Antonio!". Entonces, su rostro aparecería en él.
Tan-Tan tenía una doncella que le llevaba cosas bonitas; se llamaba Ione, aunque en ocasiones la gente la llamaba Janisette. Tan-Tan tenía bellos vestidos de seda para adornar su cuerpo y una persona que le peinaba el cabello. Se pasaba los días jugando a las tabas en el palacio. Tiraba la bola, ¡plas!; quitaba las tabas de debajo, ¡slips!; la pelota rebotaba, ¡bam!; la recogía con las manos, ¡wap!; y volvía a empezar. Tan-Tan podía coger ocho tabas antes de que botara la pelota, y nunca fallaba. Y si alguna vez la bola cogía demasiada velocidad y se desviaba, Tan-Tan y su doncella corrían para cogerla, riendo mientras buscaban bajo el sofá de caoba y la cama con dosel y todas las cosas que había en la habitación de Tan-Tan.
Tan-Tan respondería al espejo:
—¿Me estás llamando, doux-doux? ¿Qué quiere mi dulce niña?
(Tan-Tan era una niña muy buena y educada, tal y como debéis ser todos vosotros.) Momentos después, aparecería un sirviente en la puerta de su habitación llevando una muñeca nueva sobre una almohada de seda, y Tan-Tan le daría las gracias, porque su padre le había enseñado a ser educada y a no creerse superior a nadie. Su muñeca favorita era la que iba vestida con una capa de seda roja, unos pantalones negros de torero y una blusa bandolera blanca. Además, alrededor de su diminuta cintura llevaba una pistolera con dos pequeñas pistolas.
—Papi, por favor. Si no es demasiada molestia, ¿podría tener una nueva muñeca?
¿Sabéis? Cuando el pueblo taino levantaba la cabeza hacia el cielo, podía ver otros mundos flotando en el espacio a su alrededor. Eran bellos, muy bellos: algunos eran amarillos, otros rojos y otros azules. Unos eran de oro y otros de plata, pero todos eran brillantes y claros, igual que la luna en la que vivían.
El amor que sentía el Rey Antonio por su hija era infinito. Juraba que el brillo de la luna brotaba de los ojos de Tan-Tan. Cuando algo hacía llorar a su niñita, sentía que estaba cayendo una amarga lluvia sobre la luna y era incapaz de mostrar ningún tipo de alegría hasta que su hija volvía a ser feliz.
Una noche, Tan-Tan se encontraba en el exterior del palacio con su padre, observando el cielo y admirando los bellos mundos que el gran Kabo Tano había creado. Por primera vez, Tan-Tan advirtió algo que le había pasado desapercibido hasta entonces, pues era tan oscuro y deslucido que quedaba oculto ante el resplandor que emanaba de los otros mundos. Ese algo era una bola, al igual que los relucientes planetas que había a su alrededor. Sin embargo, era una bola polvorienta y árida.
—Papá, ¿qué es eso de allí?
La siguiente noche, el aspecto de la Tierra era aún peor. La tercera noche, a Tan-Tan le resultaba insoportable mirar hacia aquel lugar. ¡Estaba arruinando las vistas!
—Se llama Tierra, cariño.
—Papá, ¿por qué la Tierra está tan sucia?
—Porque está hecha de basura, querida. No hay nadie allí para limpiarla.
Y entonces Tan-Tan supo qué tenía que hacer.
—Papá, por favor, papá; no está bien que la dejemos así de sucia. Si no es demasiada molestia, me gustaría ir a la Tierra para limpiarla.
El Rey Antonio tenía un corazón demasiado blando para negarle algo a su única hija, pero le daba miedo dejar que fuera sola hasta aquel planeta.
—De acuerdo —respondió—, pero una reina no puede ir a ningún sitio sin su rey, de modo que iré contigo para protegerte.
Entonces Tan-Tan rió y aplaudió, y le dio a su padre un gran beso en la mejilla.
Tan-Tan y su doncella Ione prepararon todo lo necesario para limpiar el planeta Tierra. Metieron en una gran cesta una escoba, un plumero, una mopa, un cubo y mucho, mucho jabón.
—¿Y la comida, Ama? —preguntó Ione.
—No nos quedaremos mucho tiempo —respondió Tan-Tan—. Estaremos de vuelta antes de que tengamos hambre.
Y la doncella le dio un sable que tenía una hoja que nunca se desafilaba.
—Ama, por lo menos llévese este sable. Nunca se sabe cuándo va a ser necesario defenderse.
A la mañana siguiente, temprano, Tan-Tan e Ione cargaron la gran cesta en la mejor carroza nube del Rey Antonio, la que volaba por el aire con tanta suavidad que ni siquiera te dabas cuenta de cuándo se ponía en marcha y cuándo llegabas a tu destino. Los asientos eran tan suaves como el algodón y, si el aire de la noche era demasiado frío, podías taparte con un trozo de nube, que abrigaba tanto como una manta.
El pueblo taino se acercó al palacio para desear un buen viaje al rey y a la reina y todos se despidieron de ellos agitando los brazos. Entonces, el rey Antonio cantó aquella canción especial que hacia que la carroza volara, y ésta empezó a elevarse gentilmente hacia el cielo, subiendo y subiendo hasta que Tan-Tan fue incapaz de distinguir a los súbditos de su pueblo.
Dejaron atrás los planetas brillantes y radiantes de Kabo Tano, que giraban en espiral en el aire y deleitaban al pueblo taino con su belleza. Pasaron sobre el mundo del pueblo Estrella Erizada, y todos sus habitantes los saludaron con los numerosos dedos de sus manos. Sobrevolaron el mundo del pueblo Manicou, y vieron a sus habitantes colgados de los árboles por sus largas colas. A continuación, con el poder de la mente, Antonio dirigió el carro nube hacia la Tierra. Cuando llegaron, lo dejaron aparcado en el cielo y saltaron hasta el suelo.
La Tierra estaba en muy mal estado, ¿oui? Todas las aguas que la bañaban eran marrones y estaban putrefactas. En ellas no vivía nadie: sólo había peces muertos que flotaban en la superficie de los océanos y los ríos, dejándolo todo hediondo. El aire que envolvía aquel planeta estaba repleto de un humo gris y aceitoso. La tierra era árida; estaba seca y abrasada. Tan-Tan y Antonio vieron que el sol calentaba con tanta intensidad un terreno que éste empezaba a arder en llamas. Lo único que crecía en aquel suelo era una hierba tan delgada y afilada que podía cortarles los pies si no tenían cuidado, y las bestias estaban descarnadas y hambrientas, pues el alimento que les proporcionaba aquella hierba no era suficiente.
El Rey Antonio refunfuñó un poquito, pues se supone que los reyes no hacen tareas pesadas.
—Realmente va a ser un duro día de trabajo, papá —dijo Tan-Tan, tendiéndole la fregona y el cubo y quedándose ella con la escoba—. Tienes que fregar los ríos y los océanos y tirar los peces muertos. Yo barreré el humo del aire.
Pero cuando lo intentó, no sucedió nada: ya no estaba en la luna, así que su magia obeah (Combinación de magia negra y religión, importada de África, que se practica ilegalmente en Jamaica. N. T.) no funcionaba. Antonio suspiró y se puso a limpiar, utilizando las dos manos. ¡Qué humillación para un rey!
—Podría utilizar la magia —le dijo.
Ambos fregaron, barrieron y refregaron hasta que la Tierra volvió a estar limpia y brillante, como cuando la creó Kabo Tano. Después de acabar su trabajo, tiraron el agua sucia de fregar en el árido suelo, para que se humedeciera y no volviera a incendiarse nunca más.
Tan-Tan se enderezó para contemplar su obra.
Pero habían olvidado que, en la Tierra, el rey Antonio no podía utilizar su magia obeah. Por mucho que la llamara, la carroza nube no bajaría, sino que seguiría flotando en el cielo con las demás nubes. De pronto, se levantó una ligera brisa y la carroza empezó a alejarse.
—Hemos hecho justicia. La hierba vuelve a ser espesa y fuerte y las aguas están tan limpias que los peces no morirán envenenados. He trabajado tanto que estoy hambrienta; es hora de volver a casa para cenar. Pídele a la carroza que baje, papá.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Tan-Tan, que empezaba a sentirse asustada.
—Tenemos que rezar a Kabo Tano, doux-doux. Él nos ayudará.
Así que invocaron al Antiguo, rogándole que los salvara. Pero debéis recordar, pequeños, que Kabo Tano sólo podía oír a aquellas personas que tenían en sus venas la comida que él les daba. Como Tan-Tan y Antonio no habían comido desde hacía mucho tiempo, sus palabras carecían de fuerza y Kabo Tano no podía oírlos. Le llamaron hasta quedarse afónicos, pero no recibieron ninguna respuesta.
—Cuando en la luna vean que no estamos de vuelta a la hora de la cena, alguien vendrá a salvarnos —dijo Tan-Tan.
Al llegar la noche, bebieron dos o tres sorbos de agua en el río e intentaron dormir. El Rey Antonio abrazó con fuerza a su hija para que estuviera más resguardada del frío.
—No, querida. Yo soy la única persona que puede hacer que las carrozas nube se muevan.
—¡KanoTano! ¡Escúchanos! ¡KanoTano! ¡Sálvanos!
Los días pasaban. Ambos vagaban por la Tierra, buscando el tipo de comida que les proporcionaba Kabo Tano e invocando su nombre, pero no recibieron respuesta. En la Tierra había bestias, pero en aquella época no sabían comerlas, así que Tan-Tan y Antonio adelgazaron tanto que tenían el estómago hinchado por la inanición y sus brazos y piernas parecían ramitas.
Nadie les respondía.
Desesperados, cogieron un poco de tierra roja y seca del suelo y la mojaron con agua del río para hacer barro. Entonces lo moldearon dándole forma de frutas y vegetales, con la esperanza de que Kabo Tano los hiciera reales. Pero no sucedió nada.
—Quizá, primero deberíamos comérnoslos —dijo Tan-Tan,
Así que ambos mordieron la comida de arcilla, pero como no era más que barro, les dejó un sabor polvoriento en la boca.
Bueno, pequeños, aunque Kabo Tano no podía oírlos, aquel día estaba mirando la Tierra con sus ojos y vio a Tan-Tan y a Antonio sobre la cima de la montaña, apoyados el uno en el otro. Advirtió que tenían el estómago hinchado por el hambre y que sus brazos y piernas estaban tan delgados que parecían ramitas. Aunque Kabo Tano sintió mucha lástima de ellos, no podía hacer nada por ayudarlos si no tenían su comida en el estómago. Entonces decidió convertir parte de la hierba que había en la Tierra en un árbol mágico, para que pudieran alimentarse. El árbol que creó tenía muchísimas ramas, todas ellas tan grandes como un árbol entero. De cada una de las ramas brotaba un regalo de Kabo Tano, un tipo de fruta o vegetal diferente: bayas dulces y manzanas otaheite (tipo de pera de color carmesí con forma de manzana. N.T.) grandes y rojas; frutos del árbol del pan, chirimoyas y peewa. A la sombra del gran árbol hizo que crecieran todo tipo de cosas buenas: raíces de yuca y batatas amarillas; hojas de dasheen (Una raíz similar al boniato. N.T.) y guisantes; arbustos de acedera y plantas de granadilla.
Un día subieron a una montaña, pensando que si se acercaban más al cielo Kabo Tano podría oírlos. Estaban tan débiles que tuvieron que subir arrastrándose. Cuando por fin llegaron a la cima, unieron sus voces en una última plegaria.
Al día siguiente, Tan-Tan y Antonio seguían sin encontrar el árbol a medio camino. Kabo Tano, preocupado, les envió a un jabalí como mensajero.
Kabo Tano hubiera deseado plantar aquel árbol sobre la cima de la montaña en la que se encontraban Tan-Tan y Antonio, pero ésta estaba tan alta que las plantas no podían crecer, así que tuvo que plantarlo a medio camino entre la montaña que habían escalado y el río del que habían bebido. Tendrían que buscarlo... Y ésta es la razón por la que lo llamó el árbol a medio camino.
Pero el jabalí era muy glotón, ¿sabéis? Al levantar la cabeza para ver las ramas del árbol a medio camino, vio que en ellas crecían abundantes ciruelas y jackfruit (una fruta carnosa, de color amarillo, que crece dentro de las grandes vainas. N.T.) y su boca empezó a hacerse agua. Como no podía trepar por el árbol con sus manitas de cerdo, hundió el morro en el suelo y sacó raíces de boniato y batata amarilla, que masticó con sus afilados dientes. Todo sabía tan bien que decidió que el árbol sería un secreto. Comió hasta que su tripa se hizo tan redonda y dura como un tambor. Mientras tanto, Antonio y Tan-Tan gemían de hambre.
—Ve hasta ellos rápidamente —dijo—. Diles dónde está el árbol.
—Jabalí —dijo Kabo Tano—. ¿Por qué no has ido a salvar a mis hijos todavía?
—Mm-scrump —dijo el jabalí con la boca llena de comida—. Es un largo camino, Oh Grande. Estoy comiendo un poquito para coger fuerzas y poder subir la montaña, ¿oui?
El jabalí pensó que lo mejor que podía hacer era fingir que hacía lo que le había ordenado, de modo que subió la montaña y fue hasta el lugar en donde yacían Antonio y Tan-Tan. Aunque pasó por su lado, lo único que les dijo fue "mm-scrump" y ninguno de los dos le prestó atención. Más tarde, Kabo Tano le preguntó qué habían dicho Tan-Tan y Antonio, pero el jabalí volvió a mentirle.
—¿Qué? ¿Eres tú, Kabo Tano? No puedo oírte bien, ¿oui? Mi estómago debe haberse quedado vacío. He dicho a tus hijos dónde está la comida, pero dicen que prefieren quedarse tumbados y descansar un poco antes de ponerse en marcha.
Sin embargo, Tan-Tan, que tenía tanta hambre que le parecía que su estómago se había dado la vuelta, se había fijado en el jabalí.
Y el jabalí regresó al árbol a medio camino para volver a llenar su estómago.
—Papá, ¿has visto lo gordo que está ese cerdo? Puede que sepa dónde encontrar comida.
—Tienes razón, hija, pero estoy demasiado débil para seguirlo y descubrir de dónde la saca.
Tan-Tan, que no deseaba dejar solo a su padre para seguir al cerdo, le pidió ayuda a un pájaro carpintero:
—Pajarito, por favor, pajarito; sigue a ese jabalí y descubre de dónde saca la comida. Cuando lo sepas, regresa para contárnoslo,
Al pájaro carpintero le pareció que la Reina Tan-Tan era tan buena y agradable que hizo de buena gana lo que le había pedido. Buscó al jabalí y lo siguió, mientras éste se alejaba contoneándose entre la alta hierba.
Pero los pájaros carpinteros son unos pájaros estúpidos ¿sabéis? Tienen un corazón muy grande pero nada de cerebro. A medida que seguía al jabalí, se le iba olvidando el camino, así que cada cierto tiempo tenía que detenerse y hacer un agujero tat-tat-tat en los árboles para saber por dónde debía regresar. Cada vez que marcaba un árbol hacía tanto ruido que el Señor Jabalí se dio cuenta de que alguien le estaba siguiendo y decidió esconderse para que nadie encontrara la comida. El pájaro carpintero tuvo que regresar y decirle a Tan-Tan y a Antonio que había perdido el rastro.
Tan-Tan estaba desesperada, pero entonces vio una rata manicou que avanzaba rápida y silenciosamente entre la hierba.
—Señor Rata, ¿podría ayudarnos, por favor?
Pero el manicou no se detuvo. Movió un poco la cola y continuó caminando, pues también intentaba descubrir de dónde sacaba la comida el jabalí y no tenía ninguna intención de compartir el secreto con nadie.
Sin embargo, Tan-Tan no se dio por vencida. Observó cómo avanzaba el manicou entre la alta hierba, sigilosamente y sin mover ni una brizna, y cómo se subía a una roca sin hacer ningún ruido, envolviéndola con la cola para no caer. Entonces, descubrió que ella podía ser igual de ágil y ligera. Comió dos o tres puñados de hierba para tener un poco más de fuerza y cogió algunas briznas largas para fabricar con ellas una bolsa que llenaría con todos los alimentos que pudiera encontrar. A continuación, se dirigió al manantial de la montaña y llenó sus manos de agua. Bebió un poco y volvió a llenárselas para que Antonio bebiera.
—Papá, quédate tumbado para no perder más energía. Regresaré cuando descubra de dónde saca la comida el jabalí.
—Que Kabo Tano te guíe, hija.
Kabo Tano, al ver la extraña procesión que se dirigía al árbol a medio camino, descubrió que el jabalí le había engañado. Entonces se enfadó mucho, ¿sabéis? Pero como no podía hablar con Tan-Tan hasta que ésta hubiera encontrado el árbol y hubiera comido sus frutos, tendría que encontrarlo sin su ayuda.
Y Tan-Tan avanzó sigilosamente, hasta que encontró las huellas del jabalí y del manicou.
El Hermano Rata se relamió los bigotes con alegría al ver toda aquella comida. Se deslizó entre la hierba con tanto sigilo que el cerdo no sospechó nada. Al llegar al árbol, empezó a trepar por él para coger los aguacates y comérselos. Mientras tanto, el jabalí buscaba entre las raíces del árbol: sacaba del suelo la yuca y la batata amarilla y las engullía. Al verlos comer, el estómago de Tan-Tan refunfuñó.
El jabalí se detenía a cada instante para escuchar si alguien le seguía, pero Tan-Tan y el Hermano Rata eran tan silenciosos que no podía oírlos. Tan-Tan seguía adelante, sin parar de caminar. Descendieron la montaña; Tan-Tan siguió adelante. Cruzaron un árbol muerto que había caído sobre un pequeño arroyo; Tan-Tan siguió avanzando. Al cabo de un rato, la reina pudo ver con sus propios ojos el árbol a medio camino, tan grande que ocultaba todo lo que había a su alrededor y tan alto que las ramas desaparecían en el cielo. ¡Y sus frutos! La boca de Tan-Tan empezó a hacerse agua al ver las guayabas maduras y las ciruelas de junio que colgaban de sus ramas. Temiendo que los animales la vieran, decidió agazaparse entre las altas hierbas.
—¿Qué ha sido eso? —dijo a la vez el manicou.
—¿Quién anda ahí? —gritó el jabalí.
Tan-Tan no respondió. Cogió algunas hojas de un arbusto y las masticó para calmar e! hambre. El jabalí levantó la cabeza y vio al manicou en el árbol.
—Hermano Rata, ¿me has estado siguiendo?
El jabalí reflexionó unos instantes: él no podía subirse al árbol, así que toda la comida que había allí arriba se pudriría antes de caer al suelo.
—Sí, Hermano Jabalí, pero no te pongas nervioso, ¿de acuerdo? En este árbol hay comida en abundancia para los dos. Mira, yo sólo comeré lo que haya en el árbol; tú puedes comerte todo lo que haya en el suelo.
Continuaron comiendo. Tan-Tan, que seguía observándolos, tenía la impresión de que cada vez estaban más gordos. El Hermano Rata tenía los dientes muy, muy afilados y el Hermano Jabalí tenía unos colmillos puntiagudos y rizados junto al hocico. ¿Cómo iba a poder acercarse a la comida?
—De acuerdo entonces, hermano, pero no debemos dejar que Tan-Tan y Antonio lo sepan.
Entonces recordó el juego de tabas y cómo tenía que cogerlas antes de que la pelota rebotara. Para conseguir la comida que ella y papá necesitaban, tendría que moverse con la misma astucia.
Se tumbó sobre el estómago y se arrastró entre la alta hierba hasta llegar al pie del árbol, donde había espesos arbustos de guisantes. Ansiaba coger dos o tres puñados de vainas y llevárselos a la boca, pero primero tendría que ocuparse del jabalí.
Cuando estuvo junto al árbol, tiró de uno de los arbustos para acercarlo al suelo; de este modo, el jabalí podría alcanzarlo dando un pequeño salto. El arbusto crujió; el animal oyó el ruido y se acercó un poco para ver qué era, pues el sentido de la vista de los jabalíes no es demasiado agudo, ¿oui? Tan-Tan todavía no podía alcanzarlo, así que acercó un poco más el arbusto hasta el suelo. Cuando el Cerdo Brer miró, vio una rama repleta de gordos y dulces guisantes justo encima de su hocico. No pudo resistirse. Empezó a correr, tan rápido como le permitían sus patas, y saltó en el aire para alcanzar los guisantes. En el mismo instante en que saltó, Tan-Tan lo atrapó.
—¡Oink! ¡Oink! —el jabalí montó un gran alboroto. Tan-Tan sacó el sable que Ione le había dado y le cortó la cabeza de un solo golpe. A continuación dejó el cuerpo del jabalí en la bolsa y se acuclilló de nuevo entre los arbustos de guisantes.
—¿Hermano Jabalí? ¿Has sido tú? —el manicou miraba hacia abajo para ver qué había sucedido. Tan-Tan respondió con la voz del jabalí:
—No te preocupes, hermano. Se me había quedado el hocico atrapado en una raíz de yuca.
Del mismo modo que había robado la vida del jabalí, también había robado su voz.
La respuesta tranquilizó al manicou, que siguió trepando por el árbol, dirigiéndose esta vez hacia una rama de chirimoyas. Estaba tan ocupado comiendo que no se dio cuenta de que Tan-Tan también había empezado a subir por el árbol, tan silenciosa como la muerte. Al llegar a la rama en la que estaba el manicou, avanzó lentamente, abrazándola con las piernas para no caerse, tal y como hacia la rata con la cola. Se movía con tanto sigilo y con tanta suavidad que la rama ni siquiera tembló.
Ahora que la comida de Kabo Tano corría por sus venas, éste podía comunicarse con ella.
Llegó junto al manicou y extendió el brazo con la misma rapidez que cuando cogía las tabas antes de que botara la pelota. Agarró al manicou por su larga cola y balanceó su cabeza, ¡bump!, contra el tronco del árbol a medio camino. Éste fue el final del Hermano Rata. Tan-Tan metió su cadáver en la bolsa, comió dos ó tres chirimoyas, chupó su dulce carne blanca y escupió la brillante pepita negra. A continuación, llenó la bolsa de frutos para llevárselos a Antonio.
—¡Gracias, Kabo Tano!
—Lo has hecho muy bien, hija mía —le dijo desde el cielo—. Este árbol a medio camino es para ti y Antonio.
—¿Qué?
—Tálalo.
Tan-Tan no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Cómo iba a hacer eso? ¿Qué comerían entonces? Decidió probar una cosa.
—Que cortes el árbol.
—Antiguo, estoy demasiado débil para cortar este árbol inmenso. El tronco es más grande que Antonio y yo juntos.
—Desciende hasta el suelo y haz una hoguera —respondió Kabo Tano.
Tan-Tan hizo lo que le pedía.
—El fuego está ardiendo bien, Antiguo.
Tan-Tan imaginó que eso debía de ser magia obeah poderosa. Siguió las instrucciones de Kabo Tano y, mientras daba vueltas a los alimentos en el fuego, éstos se empezaron a cocer. Olía tan bien que su estómago volvió a gemir de hambre, a pesar de que lo había llenado a rebosar con la comida del árbol.
—Saca al cerdo y al manicou de la bolsa. Tendrás que destriparlos, desollarlos y enristrarlos en un palo que pondrás sobre el fuego y que deberás girar continuamente para que sus cuerpos se quemen por todas partes.
—¿Qué tengo que hacer ahora, Kabo Tano?
—Haz lo que tu boca y tu estómago te están diciendo. Come.
Y así fue como Tan-Tan descubrió un nueva forma de alimentarse. Comió con glotonería la carne del jabalí y el manicou y guardó un poco para Antonio. Después, sorbió la grasa de la carne y rasgó la carne de los huesos. ¡Incluso rompió los huesos para chupar los tuétanos! Cuando acabó de comer, se tumbó en el suelo y suspiró, dándose palmaditas en el estómago.
—¿Estás llena, hija mía? ¿Has recuperado tus fuerzas? —la voz de Kabo Tano era suave, pero Tan-Tan no prestó atención.
—Corta el árbol.
—Sí, Kabo Tano.
Ahora ya no había excusas. Tenía que hacerlo, así que se levantó y se acercó al árbol a medio camino. Sostuvo en una mano el machete que nunca se desafilaba y apoyó la otra contra su ancho tronco. Éste tenía diferentes tipos de corteza, una por cada tipo de frutas y vegetales que crecían en él.
Decidió tener fe en Kabo Tano, pues siempre que hacía algo, lo hacía por una buena razón. Tan-Tan asestó un golpe contra el tronco del árbol a medio camino. ¡Y otro más! ¡Y otro! Cortó y cortó hasta que el árbol empezó a balancearse. Levantó la vista para mirar en qué dirección iba a caer y se apartó. El gran árbol se desplomó contra el suelo y pareció que toda la Tierra temblaba bajo el peso de aquel majestuoso objeto que Tan-Tan acababa de destruir. La muchacha volvió a oír la voz de Kabo Tano, que ahora era mucho más suave.
—Ha sido la carne de la bestia la que te ha dado fuerzas para hacer esto, hija mía.
—Sí, Kabo Tano. Gracias.
Tan-Tan empezó a llorar.
—Sin embargo, ha sido una mentira lo que me has dicho antes. Sé que no te sentías débil cuando acabaste de comer mi comida; lo único que sucedía era que no deseabas cortar el árbol. Como no me dijiste la verdad, tendrás que quedarte para siempre en la Tierra. Voy a irme y tú y Antonio os quedaréis solos en este lugar.
—Aunque me hayas mentido, sigues siendo mi hija. El árbol a medio camino es para ti y para tu padre. Coge una ramita de cada clase de fruto que crecía en el árbol y una de cada tipo de vegetal que nacía a sus pies. Allá donde las plantes, crecerán. Nunca os faltará la comida, pero tendréis que compartirla con las bestias.
—Pero Antiguo, ¿cómo lograremos sobrevivir aquí sin tu ayuda?
Ésta fue la última vez que Tan-Tan oyó la voz de Kabo Tano. Aunque estaba muy triste, hizo todo lo que te había dicho. Recogió todo tipo de frutos para Antonio y cogió una ramita de cada tipo de planta, las juntó y las ató con hierba. Regresó junto a su padre cargando con todo ello. Antonio yacía desfallecido junto a la corriente de la montaña.
—¡Papá! Toma, come —Tan-Tan metió pequeños trozos de fruta y carne en la boca de Antonio. Él masticó lentamente hasta que volvió a sentirse como un hombre.
Tan-Tan le contó toda la historia: cómo había seguido al jabalí y al manicou hasta el árbol a medio camino y cómo les había acechado y matado. También le explicó que Kabo Tano la había ayudado a alimentarse, pero que ella le había mentido y que, como castigo, les había obligado a vivir en la Tierra para siempre. Antonio no podía enfadarse con ella, pues le había salvado la vida y no podía pensar en nada mejor que seguir viviendo al lado de su hija.
—¿Qué es esto que estoy comiendo, hija?
Ambos despejaron un terreno junto a la corriente del río y plantaron en él todas las ramas y las plantas. Cuando acabaron, utilizaron barro y hierba para construir una cabaña de adobe y cañas.
Y todo fue tal y como les había dicho Kabo Tano: las ramas y las plantas crecieron, así que Tan-Tan y Antonio tenían comida con la que llenar sus estómagos y madera con la que construir. Además, Tan-Tan aprendió a cazar y a poner trampas, de modo que siempre tenían carne en su mesa. Como los frutos del árbol a medio camino que habían dejado atrás crecieron y se extendieron por la Tierra, ésta se recuperó y proporcionó comida en abundancia a todos los animales del bosque.
El Rey Antonio y la Reina Tan-Tan vivieron mucho tiempo en aquel planeta nuevo y limpio, y fue Tan-Tan quien dio a luz a la raza del pueblo de la Tierra, pues aquel lugar nunca había estado habitado por personas.
Pero a partir de entonces, las bestias del bosque corrían y se escondían siempre que veían llegar a Tan-Tan, pues sabían que era la mayor ladrona de todos, la que podía robarles la vida antes de que llegara su hora. Se había convertido en la Reina Ladrona.
Y fue Tan-Tan quien lo hizo.
¿Te ha gustado la historia, cariño? A Tan-Tan no le gustó, ¿sabes?, porque le hizo recordar que fue su padre quien la raptó y la llevó muy lejos de su hogar.
La luz era demasiado roja y el aire tenía un olor extraño. La vaina del cambio había desaparecido, dejando a Tan-Tan y a aquel padre que ya no conocía en este insólito lugar. Se encontraban en medio de un bosque, sin nada que comer ni ningún techo donde cobijarse. Todo había cambiado.
—¿Habéis trepado por el Árbol para hacerme una visita? —dijo una voz aguda y clara, procedente de algún punto situado detrás de Tan-Tan.
La niña se giró inmediatamente. Allí, de pie, había alguien extraño. Tan-Tan gritó y se escondió detrás de su padre.
Antonio cogió a su hija por el brazo y retrocedió unos pasos.
—¿Qué quieres? —preguntó.
La criatura hizo una especie de silbido shu-shu y respondió:
—Eso depende de lo que tengáis para negociar.
Tan-Tan se asomó un poco. Aquel ser debía de medir lo mismo que ella y olía como las hojas. Tenía una cabeza muy extraña: larga y estrecha, como la de un pájaro. ¡Era tan feo! Sus ojos estaban situados a ambos lados de la cabeza, no en medio de la cara como los de las personas. También tenía dos brazos, con una mano en cada uno, pero en cada mano había cuatro dedos con abultadas yemas. Llevaba una calabaza colgada del pecho, una honda en una mano y una bolsa atada a la cintura. Aunque no iba vestido, Tan-Tan no podía ver sus genitales, sólo algo similar a una bolsa de carne a la altura de la entrepierna. Llevaba un largo cuchillo enfundado atado al muslo. Pero lo más asombroso eran sus piernas: parecían patas de cabra, delgadas y dobladas hacia atrás por la mitad. Además, sus pies tenían cuatro dedos muy largos, con uñas duras y gruesas.
—No tenemos nada. Hemos venido con los brazos vacíos.
Oyó un sonido estático y, a continuación, sintió un terrible dolor en la cabeza. El eshu no respondió.
—Eshu —murmuró—. ¿Qué es eso?
Aquel ser balanceó la cabeza en su dirección, como haría un lagarto.
—Supongo que ambos necesitaréis muchas cosas, ¿verdad? Agua y comida, y personas como vosotros, ¿no? ¿Qué me daréis si os llevo dónde haya personas como vosotros?
Al oír la palabra '"agua", Tan-Tan se dio cuenta de que no había vuelto a beber nada desde la infusión de cacao que Tata le había preparado por la tarde, y a la que sólo había dado un par de sorbos. Ahora tenía la impresión de que, desde aquel momento, había transcurrido toda una vida.
—Papá, tengo sed.
—Calla la boca, Tan-Tan. No sabemos nada de esta bestia.
—Soy una bestia que puede hablar y pensar —dijo la criatura—. Las personas altas enseguida os creéis capaces de saber qué es una persona y qué es una bestia. Os lo voy a preguntar por última vez: ¿queréis cruzar este bosque sanos y salvos?
—¿Por qué debería hacer un trato con una bestia que parece un murciélago disfrazado? ¿Cómo sé que vas a hacer lo que dices?
—Porque así es como trabajamos aquí. Si me das lo que yo quiera, mantendré mi pacto con vosotros. Los douens siempre cumplimos con nuestra palabra.
¡Un douen! Tata le había explicado historias sobre los douens: eran niños que habían muerto antes de ser bautizados. Regresaban de la muerte como pájaros jumbie con la cabeza al revés y vivían en el bosque. Tan-Tan observó la cabeza del douen y luego sus pies. Parecían normales, aunque las rodillas estaban al revés.
La criatura volvió a hacer aquel sonido shu-shu.
Antonio frunció el ceño preocupado.
—Además, las personas altas tenéis un sabor muy desagradable, a aloe amargo. Por eso será mejor que os lleve con los vuestros.
Buscó en sus bolsillos y sacó una pluma.
—De acuerdo —dijo por fin—. Déjame ver qué tengo para negociar contigo.
Uno de los ojos del douen se movió para inspeccionar la pluma. De repente, se abrió una gola de color verde brillante alrededor de su cuello. Quedó tan cerca de Antonio que éste dio un paso hacia atrás.
—¿Qué te parece esto?
—¿Crees que soy un contable rural que ha venido a la ciudad? —preguntó el douen—. Este tipo de cosas solían gustarnos hace mucho tiempo, cuando las personas altas nos daban plumas y collares de perlas. Pero ahora queremos cosas más útiles, señor. Cuando os exiliáis a este lugar, todos venís bien cargados.
—Nosotros no sabíamos que íbamos a abandonar Toussaint. No hemos traído nada.
Preocupado, Antonio siguió rebuscando en sus bolsillos. Cogió una botella de ron del bolsillo trasero de sus pantalones, pero volvió a esconderla enseguida. Se dio unas palmaditas en el bolsillo del pecho y miró hacia abajo.
—Con eso no puedo negociar.
—¡Ya está! ¿Qué me dices de los zapatos?
Se agachó y pasó el dedo por la costura que liberaba el pie del zapato.
—Estúpido. Es una caminata de dos días —la gola se deshinchó; ahora parecía que llevaba un collar de cuentas verdes—. Déjate puestos los zapatos y ven.
—¿Qué?
—Estarás en deuda conmigo. Ven. ¿Los dos queréis agua?
Eso era lo que Tan-Tan estaba esperando oír.
El douen rió con su shu-shu.
—Sí, por favor, señor —murmuró. ¿Será un señor?, se preguntó.
—Es mi hija. Déjala tranquila.
—Esta criatura apenas acaba de romper la cascara del huevo y ya está siendo atrevida. ¿Es tu hijo esto, persona alta?
Antonio miró al douen desconcertado.
—Él, ella; sois todos iguales.
—Deja que yo la pruebe primero.
—Ella quiere agua —dijo la criatura.
El douen le pasó la calabaza y Antonio bebió algunos tragos. Asintió con la cabeza y se la pasó a Tan-Tan para que bebiera. El agua estaba caliente y ligeramente fangosa, pero no le importó. Bebió hasta que su garganta dejó de estar seca.
—Es la primera vez que veo a un niño de persona alta que ha subido al árbol a medio camino. Pequeña, ¿qué crimen has cometido para que te hayan enviado al exilio?
El douen no dijo nada más. Recogió la calabaza, olfateó a papá y luego a Tan-Tan. Ésta se alejó de su puntiagudo hocico y cruzó las manos por delante de su cuerpo para protegerse. El douen les gruñó y empezó a alejarse por el bosque, abriéndose paso entre la maleza con el cuchillo.
—Nada que te importe —gruñó Antonio.
Tan-Tan recordó las historias que le contaba Tata sobre los douens que llevaban a las personas por el bosque para que se perdieran y murieran. Volvió a sentirse aterrada y llamó en silencio al eshu. El dolor de cabeza se intensificó, pero luego se calmó. Buscó la mano de Antonio.
—Papá —susurró—. ¿Dónde está el eshu?
Tan-Tan no comprendía nada. Eshu siempre estaba allí. Se mordió el labio inferior y miró hacia el bosque por donde había desaparecido el douen.
—En Toussaint, cariño. Hemos dejado todo eso atrás.
—¿Tenemos que ir con ese hombre tan extraño?
—Sí, doux-doux. Dice que nos va a llevar con los nuestros.
—¿De verdad? ¿No nos llevará a lo más profundo del bosque para que nos perdamos?
—No lo sé, doux-doux. Pongámonos en marcha.
Siguieron el rastro que había dejado la criatura. El intenso calor les azotaba y las ramas rotas les arañaban el cuerpo. El espacio que había despejado el douen era tan pequeño que Antonio tenía que deshacerse de la maleza que había sobre su cabeza para poder pasar. Cuando lograron alcanzarlo, Antonio jadeaba por el esfuerzo y estaba lleno de rasguños.
—¿Cómo se llama este lugar? —preguntó.
—Las personas altas lo llaman Nuevo Árbol a Medio Camino.
—Pero no hemos hecho medio camino —dijo Tan-Tan—. Hemos realizado todo el trayecto y acabamos de llegar.
Antonio la detuvo con una mirada.
El douen le guiñó uno de sus enormes ojos. A Tan-Tan no le gustó que le mirara; no debería haber abierto la boca. Nerviosa, se rió de su propio chiste.
—¿Cómo sabías dónde encontrarnos? —preguntó—. ¿Acaso la vaina del cambio aterriza siempre en el mismo lugar?
—No, pero los douens sabemos cuándo y dónde va a aterrizar la siguiente persona alta. Lo olemos en el aire. El primero en llegar tiene derecho a comerciar con los recién llegados. Traernos cosas buenas, personas altas. Una vez, una me dio una chaqueta que se cerraba al pasar el dedo por delante de ella. Se la di a los tejedores de mi pueblo para que averiguaran cómo hacer más.
—¿Sabéis hablar las mismas lenguas que nosotros?
—Sí: anglopatwa, francopatwa, hispanopatwa y papiamento. ¿Sí? Todos aprendemos vuestra lengua, pues vosotros no queréis aprender la nuestra.
—¿Y por qué os llamáis "douen"?
—Sois vosotros los que nos llamáis así. Es por nuestras piernas.
El douen lo advirtió y olfateó en su dirección. Levantó una retorcida pierna y se rascó el omoplato.
El pitido de los oídos de Tan-Tan, que no se había detenido por completo desde que la vaina del cambio los había dejado en aquel lugar, era cada vez más fuerte. Sacudió la cabeza intentando que parara. Empezaba a sentir frío, así que cruzó los brazos para calentarse.
—Señor, observa a tu hijo-niña. Eso es lo que hacéis cuando tenéis frío. Antonio miró a su hija con cara de no saber qué hacer—. Vuestra sangre es demasiado caliente para este lugar —dijo el douen. Ahora sostenía el pie delante de su cara: estaba examinado sus largos dedos para ver si habían desenterrado algo con los arañazos. Aquellos dedos se movían con la misma agilidad que los de las manos. Volvió a poner el pie en el suelo y miró a Antonio—. Dale algo de ropa para abrigarla.
—Ya te lo he dicho, ¡no tenemos nada!
La criatura metió una mano en la bolsa que llevaba atada a la cintura y sacó una tela idéntica a la que llevaba puesta. Era de color amarillo azafrán, el favorito de Tan-Tan.
—Ten, pequeña persona alta.
Tan-Tan se agarró con fuerza a las piernas de papá, observando la tela con ojos vacilantes. Antonio la cogió, la miró con atención y la olió. A continuación, la sacudió y la puso sobre los hombros de su hija.
—Gracias —dijo a regañadientes.
—Mi esposa hace esa tela —explicó el douen a Tan-Tan.
¿Un bebé douen podía estar casado?
Tan-Tan miró con dureza a aquella personita. Deseaba poder hablar con el eshu. Como tenía los ojos a los lados, el douen no la podía mirar directamente, sino que tenía que levantar la cabeza como un pájaro para devolverle la mirada, como hacen los loros. Sonrió un poco. No, no parecía un niño muerto. Además, no llevaba ningún sombrero de paja como los douens de verdad. Empezó a sentirse más abrigada, envuelta en la tela mágica de su mujer.
—Con cada hilo que teje —continuó el douen—, teje también un sortilegio para dar calor a quien se tapa con ella. Es cierto; he visto cómo lo hace.
—¡Eh-eh! La niña tiene modales —se inclinó y le olisqueó el cabello—. Eres educada. Me llamo Chichibud. ¿Y tú cómo te llamas?
—¿Cómo te llamas? —preguntó al douen.
—Tan-Tan —respondió con timidez.
—Un nombre muy dulce, como el sonido que emite el Primo Lagarto cuando hace la corte a su pareja.
Chichibud echó un vistazo a su alrededor; entonces, cogió una ramita y la tiró contra el tronco almenado de un árbol. Algo de color rojo hígado se alejó reptando: tenía tantas patas como un ciempiés, era tan largo como el antebrazo de papá y tan ancho como su muñeca.
—¿Hay lagartos en este lugar?
—¡Joder! —exclamó Antonio.
—Oh, me he equivocado —dijo Chichibud—. Eso era una serpiente con pies, no un lagarto. Shu-shu.
Volvió a mirar a su alrededor y señaló un árbol que había delante de ellos.
—Mirad.
La corteza del árbol era de un color púrpura tirando a marrón y tenía largas hojas retorcidas que revoloteaban en el aire, como gotas de sangre flotando en el agua.
—No veo nada.
Tan-Tan entrecerró los ojos y miró, pero seguía sin ver nada.
—Mira el tronco del árbol. Justo encima de aquel agujero de allí.
—¡Asómate, primo!
Chichibud cogió una piedra del suelo y la lanzó contra el árbol.
Tan-Tan rió.
Un pequeño lagarto se levantó sobre las patas traseras para apartarse del camino del proyectil; después, con la misma rapidez, volvió a acomodarse sobre la corteza.
—¡Lo he visto! Es como los de casa, pero de otro color —el lagarto era púrpura como la corteza del árbol, pero tenía vetas de un color rosado tan extraño como la luz del sol. Cuando estaba quieto, parecía un trozo de corteza moteada por el sol.
—Las personas altas dicen que vuestro mundo no es tan diferente al mundo real —explicó el douen.
Pero sí que lo era. Era completamente distinto.
—¿Por qué llamas "primo" al lagarto?
—¿Cómo se llama el lugar al que nos llevas? —preguntó Antonio con impaciencia.
—Los ancianos dicen que los douen y los lagartos son parientes, así que los tratamos bien. Nunca matamos a ninguno.
Como el hongo parasitario que crece allá donde hay humedad.
—Tenemos que seguir caminando —dijo Chichibud. En cuanto volvieron a ponerse en marcha, respondió a la pregunta de Antonio—: Se llama Junjuh.
—Alguno de vosotros me habló sobre el hongo junjuh. Crece en lugares a los que no puede llegar nada más. Cuando ni siquiera hay suelo, clava sus raíces en la roca y así llega a él toda el agua de la lluvia y el río. Siempre consigue prosperar, y, hagas lo que hagas, se hace más y más grande.
—Que nombre más desagradable —masculló Antonio.
Mientras caminaban, Chichibud les enseñó a conocer el bosque que los rodeaba. Los llevó hasta una pequeña planta de hojas puntiagudas. Bajo la sombría luz del sol, sólo se veían flores de color azul oscuro con lenguas rojas.
—Es un arbusto del diablo.
—¡Ya lo sé! —dijo Tan-Tan—. También lo tenemos en casa, pero las flores son rojas.
—¿El que tenéis en casa es como éste? —con cuidado, Chichibud levantó una hoja de la planta y la sostuvo en alto, bajo la luz, para que pudieran ver las diminutas agujas, prácticamente transparentes, que se erizaban en la parte de debajo—. Son espinas venenosas. Si las tocas, te salen ampollas y se te cae la piel. Nuestros doctores del bosque la fuman. Dicen que les da visiones, que habla con ellos para explicarles qué plantas son curativas. Algunos de vosotros también las fumáis, pero nunca oís la voz de la hierba, sólo las voces de vuestros propios sueños.
A partir de ese momento, Tan-Tan mantuvo la mirada fija en el suelo para asegurarse de que no tropezaba con ningún arbusto del diablo.
—¿Has traído algún encendedor? ¿Alguna botella de cristal? —preguntó Chichibud a Antonio.
—Nada, ¡ya te lo he dicho!
—Qué mala suerte. Hubiera podido comerciar con ellos: cuencos para comer, una hamaca para dormir.
Minutos después, al pasar por debajo de un árbol, Chichibud tiró de una enredadera que colgaba de él. La enredadera tenía jugosas hojas rojas y flores de color verde brillante.
—Es la enredadera del agua. Podéis estrujar las hojas y beber de ellas. Si secáis la planta, podéis utilizarla para hacer cuerda —Chichibud cogió dos o tres hojas y las estrujó en su mano—. ¿Quieres probar, pequeña?
—¡No le des nada de comer sin que yo te lo diga! —gritó Antonio muy enfadado.
Pero antes de que pudiera dejar caer el agua en su boca, Antonio le arrancó las hojas de la mano.
Chichibud se puso en cuclillas. No dijo nada, pero balanceó la cabeza como si fuera un loro. Sus ojos se hacían opacos y de nuevo volvían a ser claros, como si alguien abriera y cerrara una persiana. La gola de su cuello se levantó. Parecía que se había hecho más grande, más fiero. Tan-Tan volvió a ponerse detrás de su padre. ¡Iban a luchar! Puede que a papá aún le quedara algo del veneno que utilizó con el Tío Quashee. Aquella bestia tan desagradable se lo merecía.
—Señor —respondió Chichibud gruñendo—. Hemos hecho un pacto. ¿Acaso cree que soy un mentiroso?
—No quiero que coma nada que le pueda sentar mal.
—Oh-oh —Chichibud se enderezó. Había recuperado su tamaño normal. ¿Cómo lo hacía?—. Intentas proteger a tu niña; eso es bueno. Pero hemos hecho un pacto, ya te lo he dicho. Llegaréis sanos y salvos a Junjuh. No le voy a hacer ningún daño a tu hija.
Antonio se limitó a refunfuñar. Tan-Tan conocía esa forma de mover la mandíbula: seguía molesto. Chichibud tiró de otro trozo de enredadera y primero se la enseñó a Antonio.
—La enredadera de agua sólo crece en este árbol —le dijo a Tan-Tan—: es el árbol del corazón de león, cuya madera es tan dura que no se puede cortar. Si ves una enredadera muy parecida, pero con las flores muy, muy pequeñas, ¡ni se te ocurra tocarla! Las personas altas la llamáis el bastón estúpido. El zumo que sale de ella hace que la lengua se te hinche en la cabeza. No puedes hablar y, en ocasiones, te ahogas y mueres.
Continuaron avanzando por el bosque. Aunque era agotador, Tan-Tan seguía estando helada. Le zumbaban los oídos. Iba mirando el suelo que había bajo sus pies, para no pisar ningún arbusto del diablo, y levantando continuamente la cabeza, en busca del bastón estúpido. Chichibud volvió a detenerse.
—¿Qué veis? —dijo señalando el suelo que tenían delante. Al igual que el resto del terreno que habían recorrido hasta entonces, todo lo que no estaba cubierto por una gruesa alfombra de hojas muertas rojizas, estaba tapado por una manta de brotes verdes rojizos como el musgo. Sobre ellos se alzaban árboles nudosos con los troncos estrechos, que miraban hacia un sol demasiado rojo. Aquel lugar parecía idéntico al resto del bosque.
Antonio chasqueó los dientes.
—Mira, no me preocupa en absoluto tu estúpido bosque. Sólo quiero que nos lleves a Junjuh.
Sin embargo, cuando Tan-Tan miró hacia el lugar que señalaba Chichibud, descubrió que había algo diferente entre el desorden de hojas, musgo y tallos. Dio unos golpecitos a Chichibud en la espalda.
Chichibud le acarició suavemente la frente con el dorso de la mano. Una vez, dos.
—Señor, veo unas líneas, como los surcos que dejan las hormigas en la arena.
Caminaron y siguieron caminando sin parar. Se detuvieron una vez más para que Tan-Tan hiciera pipí. Siguieron avanzando. Tan-Tan apretó con más fuerza la tela de la mujer de Chichibud que llevaba sobre los hombros, deseando sentirse más abrigada. Miró hacia la oscuridad del bosque que tenía delante.
—Bien, pequeña persona alta. Detrás de tus ojos hay percepción. Eso es el rastro que dejan los gusanos del azúcar. Si los sigues, podrás encontrar su nido. Hiérvelos para endulzar tus infusiones —Chichibud miró a Antonio—. Debes aprender a vivir en este lugar, persona alta; si no lo haces, no sobrevivirás.
—¡Mira, papá! Es bambú, como en casa.
Antonio miró aquellas cañas altas que crecían, gruesas como brazos, dirigiéndose hacia la luz. Las estrechas hojas, que se movían con la brisa, proyectaban sombras cambiantes que hacían que a Tan-Tan le dolieran los ojos. Los tallos huecos chasqueaban entre sí y martilleaban en su cabeza, Antonio frunció el ceño.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí el bambú? Es de Toussaint —miró a Chichibud esperando una explicación.
—Las personas altas lo trajeron. También han traído muchos otros arbustos.
Continuaron avanzando hasta que a Tan-Tan le resultó imposible lograr que sus piernas dieran un solo paso más, así que Antonio tuvo que cogerla en brazos. Al abrazarse a papá, Tan-Tan advirtió que también él estaba tiritando.
—¿Dónde está el pueblo del que nos has estado hablando todo el rato? —dijo la niña dirigiéndose al douen—. Como eres un douen, ¿no estarás intentando llevarnos a lo más profundo del bosque para que nos perdamos?
—¿Cómo vamos a dormir? ¿Dónde?
—Tu pueblo me contó esa historia. En el lugar de donde vienes, puedes contratar a una persona para que te lleve al lugar que quieres ir. Puedes llegar más rápido si vas en una carroza mágica que no va empujada por nadie. Sin embargo, aquí, las personas altas sólo disponen de sus pies para moverse. Si fuera solo, llegaría a Junjuh en un día, pero cuando voy con nuevos exiliados tardo más, pues me obligáis a avanzar más despacio. No llegaremos esta noche, sino mañana por la mañana. Pero antes dormiremos.
—¿Y si llueve? —preguntó Antonio.
—Aquí mismo. Os enseñaré a hacer del bosque vuestro hogar para pasar la noche.
Caminaron unos minutos más. El douen pasó junto a un árbol, pero en su tronco vivían demasiadas bestias. Buscó otro, pero caía de forma extraña y sus frutos oscilarían sobre sus cabezas cuando intentaran dormir. Por fin encontraron dos árboles que crecían bastante juntos. Chichibud señaló unos brotes marrones que crecían en las ramas de uno de ellos.
—Si fuera a llover, ya hubiera notado el olor de la llegada de la lluvia. Buscaremos un claro con un árbol que se extienda sobre él.
El otro árbol tenía un gran tronco repleto de hojas de color rojo fuego. Sus ramas eran gruesas y su sombra había impedido que creciera vegetación en el espacio que había debajo.
—Es fruta halwa; nuestra cena.
—Este lugar está bien. Acamparemos aquí —les dijo Chichibud. Les condujo bajo las ramas.
Antonio dejó a Tan-Tan en el suelo.
El sol se estaba poniendo; su mortecina luz se reflejaba en las hojas del árbol, haciendo que a Tan-Tan le dolieran los ojos, así que la niña bajó la mirada. Las sombras de color rojo sangre, cada vez más oscuras, se alargaban en el suelo. Allí dónde no llegaban sus ojos, podía oír cosas susurrando en la penumbra. Estaba asustada. Movió la cabeza para intentar detener el pitido de sus oídos.
Chichibud se dirigió al árbol de halwa y se encaramó a su tronco. Tan-Tan podía oírle moviéndose entre las ramas.
—Pequeña, busca palos secos para hacer una hoguera —le dijo el douen—. No te alejes demasiado. Quédate cerca de estos dos árboles.
Papá se acercó y se quedó junto al árbol, con las manos extendidas. Chichibud lanzó dos frutos redondos y pesados, tan grandes como la cabeza de papá. Antonio los cogió, dejando escapar un pequeño silbido mientras lo hacía. El douen no hizo ningún tipo de ruido durante unos minutos. Entonces, desde otro punto de la maleza, se oyó "¡wap!", como si algo hubiera golpeado el tronco. Segundos después, algo más cayó en las manos de papá, algo tan grande como la fruta halwa, pero blando y flácido. Papá miró con atención el cuerpo peludo que estaba sujetando y gritó: "¡Oh, Dios!", dejándolo caer al suelo. Bajo la encarnada luz de la noche, la sangre que cubría sus manos parecía negra. Tan-Tan se estremeció. Antonio no podía dejar de gimotear "¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Vaya sitio!" y de secarse la sangre en sus pantalones.
—¡Ponte aquí debajo! ¡Coge esto!
Chichibud bajó del árbol de un salto, lamiéndose las manos. Miró a Tan-Tan y después a Antonio.
—Las nuevas personas altas siempre temen a los muertos —rió haciendo shu-shu-shu—. Es carne para la cena.
Antonio se acercó al hombrecito douen, lo levantó en el aire por el cuello y le dio una buena sacudida.
—Cuéntanos ahora mismo la verdad —dijo Antonio—. ¿Por qué has hecho esto?
Chichibud golpeó a Antonio en la cara y buscó su cuchillo. Antonio lo soltó.
La garganta del douen estaba manchada por la sangre de las manos de Antonio. Después de limpiársela, lamió la que tenía en las palmas de las manos. Tenía la lengua tan delgada como un látigo.
El gran roedor que yacía en el suelo tenía una larga cola lampiña. Tan-Tan recordó el rabo que, en alucinaciones, había visto crecer y perder una y otra vez cuando estaba en la vaina del cambio. La criatura del suelo parecía gorda y saludable, pero tenía la cabeza machacada.
—En el bosque tienes que coger la comida en cuanto la ves. Vosotros llamáis a esta bestia manicou; fuisteis vosotros quienes la trajisteis a este lugar.
—¿Qué le ha pasado?
—La maté —respondió Chichibud—. La agarré rápidamente por la cola y lancé su cabeza contra el tronco. ¿Oísteis el golpe?
Tan-Tan imaginó la cabeza partiéndose en dos como una sandía. Tuvo náuseas.
—Sí.
—¿Al Bosque Poopa?
—Todos los sonidos que oyes en el bosque significan algo. Al bosque Poopa no le gusta la ignorancia.
Antonio ya había oído bastante sobre el tema.
—Al Padre Bosque, el amo de la selva.
—¿Vamos a montar ese campamento o no?
Ayudó a su hija a buscar ramitas para hacer el fuego. Las amontonaron en el suelo del claro, junto al árbol de halwa y la criatura rata. Mientras Antonio se acuclillaba para observar a Chichibud, Tan-Tan se anudó la tela de la mujer del douen alrededor de los hombros, cogió una pesada fruta halwa y se la acercó a la nariz. La boca se le hizo agua.
Chichibud había regresado al claro con tres largos palos que acababa de cortar. Los puso junto al tronco del árbol de hojas rojas, sacó de su bolsa un trozo de tela y lo extendió sobre el suelo. Entonces, clavó los palos alrededor de la tela. Los tres se juntaron en lo alto, cruzándose en el aire como un campanario. Chichibud sacó otra tela y la sacudió. Era mucho más grande que las demás. ¿Cómo había logrado meterla en aquella bolsa tan pequeña? ¿También era mágica? Tan-Tan se preguntó qué más podría haber allí dentro. Chichibud lanzó la tela sobre los palos y ésta se extendió hasta el suelo. A continuación, sacó algunas estaquillas de su infinito saco, miró a su alrededor y vio que Antonio le observaba.
—Busca una roca con la que clavar las estaquillas.
Malhumorado, Antonio se levantó y paseó hasta encontrar una buena roca.
—Toma.
Chichibud puso las estaquillas sobre la tela que había extendido y las clavó con fuerza en el suelo. Ya tenían una tienda de campaña, Al acabar, se enderezó y estiró la espalda, igual que habría hecho cualquier hombre.
—Si alguna vez os veis obligados a pasar la noche en un bosque como éste y estáis solos, lo primero que tenéis que hacer es comprobar el árbol. Si hay cualquier agujero en el tronco, buscad otro. Allí dentro podría vivir una serpiente venenosa o un cachorro del suelo.
Chichibud construyó un asador de madera que dejó sobre el fuego. A continuación, peló y destripó a la criatura rata. El estómago de Tan-Tan se retorció al observar al bicho abierto en canal, pero le resultaba imposible apartar la mirada. Por primera vez veía que la comida que la alimentaba era un ser vivo que había muerto de forma violenta. Tenía un olor concreto, ineludible, como el aroma que surgía entre el vapor del agua cuando se daba un baño caliente. Habían abierto el cuerpo del animal sólo para comérselo.
Chichibud les enseñó a hacer fuego con tres palitos y un trozo de enredadera. Cuando consiguieron encenderlo, ya había oscurecido por completo. Las danzantes llamas tenían un color rosado y la ardiente madera olía ligeramente a calcetín viejo, pero Tan-Tan aplaudía junto al oscilante círculo de luz. Se acercó más, frotándose las heladas manos bajo el calor de las llamas. Descubrió que el pitido de sus oídos se calmaba si los movía hacia el calor, así que se dedicó a mover la cabeza, primero un lado, y después al otro. Uno de los oídos le dolía más.
Chichibud cortó la cabeza de su cena. Rellenó la hueca cavidad corporal con unas hierbas que sacó de su bolsa y después, con un movimiento rápido, pasó el palo del asador a través del animal. A Tan-Tan le sorprendió el húmedo sonido del desgarro. El douen puso la carne sobre el fuego para asarla.
—Tan-Tan, gira el mango lentamente, para que se vaya cocinando por todas partes —dijo mientras envolvía los intestinos y la cabeza con la piel de la criatura. Añadió—: Ahora vuelvo. Voy a llevarme esto bien lejos para que las demás bestias no lo huelan y vengan a por nosotros.
Desapareció en el bosque. Las ramas crujían a su paso.
—Qué desagradable es esta criatura mitad cabra y mitad hombre —murmuró Antonio—. ¿Estás bien, doux-doux?
—No me gusta la oscuridad y me duelen los oídos. ¿Por qué no regresamos a casa, papá?
—Porque es imposible, cariño. La vaina del cambio ha desaparecido. Ahora, éste es nuestro hogar.
Tan-Tan se sorbió los mocos y giró la carne una y otra vez sobre el asador.
—Estoy aquí —dijo Antonio—. Y cuidaré de ti. No dejaré que el hombre cabra te haga daño.
A Tan-Tan le daba más miedo el cachorro del suelo que Chichibud, pero no dijo nada. Antonio suspiró. Sacó el frasco de ron y bebió un trago.
El douen regresó justo cuando la dorada y ahumada carne empezaba a oler a comida. Bendijo a Tan-Tan por haber dado vueltas al asador de forma tan diligente y, a continuación, cogió las frutas halwa y las abrió. El estómago de Tan-Tan empezó a quejarse ante aquel olor: coco, vainilla y nuez moscada, olía igual que la cocina de casa cuando Cocinero hacía pastel de gizada con coco rayado y azúcar moreno.
Sacó tres piedras planas de su bolsa y las dejó sobre las brasas, al borde de la hoguera.
—Esta carne sabe mucho mejor cruda —explicó Chichibud—, pero a vosotros os gusta más comerla asada en el fuego.
Depositó la fruta sobre las piedras. Bajo la luz de la hoguera, Tan-Tan podía ver el interior carnoso y marrón de las mitades de las frutas. Poco a poco, el dulce olor de la gizada se fue intensificando. Flotaba en el aire, uniéndose al rico aroma de la carne asada; Tan-Tan sintió que la boca se le inundada de saliva. Se moría de ganas de cortar un trozo de carne de manicou y comérselo, aunque estuviera medio crudo. Se acercó al asador, pero Chichibud le cogió los dedos con amabilidad. Antonio se levantó y se acercó a ellos.
—Lejos de la carne, ¿de acuerdo? Así, no las salpicará con su jugo.
Sacó de su saco un paquete envuelto en papel de pergamino y lo desenvolvió. En su interior había un cubo de algo seco y marrón. Con el cuchillo, Chichibud cortó un trozo para cada uno, los repartió y le dio un mordisco al suyo. Cuando Antonio vio que Chichibud se lo comía, mordisqueó su trozo de inmediato.
—Está muy caliente —dijo Chichibud—. Si te quemas los dedos, te habrás hecho daño y el pacto que hemos hecho se habrá roto.
Antonio blasfemó, escupió la carne de su boca y lanzó el resto al bosque. Chichibud se limitó a observarle.
—Es carne seca de rana de San Antonio —explicó el douen.
Tan-Tan mordió la carne seca. Era salada y suave. La masticó. Estaba rica.
Un poco después, Chichibud les dijo que la carne ya estaba asada. Tras colocar tres grandes hojas de halwa alrededor del fuego a modo de platos, sacó un pedazo de tela marrón de su infinita bolsa y la usó para coger las mitades de la fruta caliente y dejarlas sobre las hojas. Después, con el cuchillo, cortó tres trozos de la criatura rata y los puso junto a la fruta.
—Pequeña, está todo muy caliente. Come despacio hasta que se enfríe un poco. Usa los dedos para raspar la fruta y no te tragues las semillas, pues podrías ahogarte —acercó dos de sus largos dedos a su fruta halwa y sacó una brillante semilla púrpura, redonda como un guijarro.
—Tendré cuidado, Chichibud —Tan-Tan cogió un trozo, sacó la semilla y la dejó en su hoja plato. Entonces, acercó la fruta a su boca. Era dulce y pegajosa, y estaba muy caliente. El adorable sabor de la gizada se deslizó cálidamente por su garganta. La carne también estaba muy buena: era jugosa y tierna, y las especias que había puesto Chichibud sabían igual que el tomillo. Tan-Tan empezó a sentirse mejor.
—¡Mierda!
Antonio cogió su mitad de fruta halwa con ambas manos, pero la dejó caer en el acto: se había quemado.
Chichibud rió con su risa shu-shu. Antonio lo miró y empezó a cortar su trozo, soplándose los dedos y escupiendo las semillas por todas partes.
—No las escupas sobre el fuego —le advirtió Chichibud. Pero Antonio se limitó a mirarlo con desprecio y escupió una, ¡prrap!, que aterrizó junto a las llamas.
—¡Atrás! ¡Detrás del árbol! —Chichibud cogió a Tan-Tan del brazo y ambos corrieron para refugiarse detrás del tronco. Chichibud saltaba sobre sus patas traseras como un canguro. Antonio se acercó a ellos, pavoneándose y avanzando lentamente.
—¿De qué va toda esta estupidez? —gruñó.
Con el sonido de un disparo, una pequeña bola de fuego explotó entre las llamas. Antonio se agachó al oír el sonido, y gracias a eso la semilla no le golpeó en la cabeza, aunque fue a aterrizar sobre la tienda de campaña. Tan-Tan advirtió que la tela empezaba a arder. Con sonidos chillones, similares a los que hacen los pájaros, Chichibud se precipitó hacia ella y lanzó la semilla incandescente al suelo. La gola de su cuello se había levantado por completo. Tan-Tan lo miraba fascinada. Chichibud gruñó a Antonio, que se encogió de hombros.
—¡De acuerdo, de acuerdo! No me agobies, ¿Cómo iba a saber que esa maldita cosa explotaría?
—Te dije que no la escupieras en el fuego. Soy yo el que conoce este bosque. Tú no eres más que un ignorante, eres nuevo en este lugar. Si no tienes ninguna intención de hacer lo que yo te diga, te dejaré aquí.
Antonio chasqueó los dientes con impaciencia. Regresó junto a la hoguera y continuó comiendo su cena. Chichibud examinó la tienda de campaña.
—De acuerdo —le dijo a Chichibud—. ¿Hay algo más que debamos saber para poder pasar la noche tranquilos en este maldito bosque situado tras la espalda de Dios?
—Es sólo un agujerito —dijo a Tan-Tan—. Puedo arreglarlo. La gola de su cuello había vuelto a desinflarse. Tan-Tan deslizó los dedos sobre la tela y se sorprendió al descubrir lo fina y ligera que era. Volvieron junto al fuego para seguir cenando. Mientras se acercaban, Antonio levantó la cabeza.
—Muy bien —dijo Antonio. Parecía triste.
—No podéis permitir que el fuego se apague —respondió—. La luz asusta a los pájaros jumbie y a los cachorros del suelo, y las llamas atraen a las moscas de arena, que vuelan hacia ellas en vez de hacia nuestros ojos. Dormiremos por turnos.
Tan-Tan y Antonio se acomodaron bajo su refugio, compartiendo la tela que Chichibud le había dejado a Tan-Tan. La luz de la hoguera bailaba contra la tienda.
—Tú dormirás primero —dijo Chichibud—. Dentro de un rato, te despertaré.
Pero Antonio ya estaba roncando. En verdad, Tan-Tan echaba de menos a Tata y al eshu tanto como a Ione. En aquellos instantes, si se hubiera acostado en su cama de casa, ella y el eshu estarían acabando de cantar una canción: "Jane y Louisa", o quizá "Little Sally Water." Tata le hubiera pedido que cogiera un camisón de la cómoda. Tan-Tan casi podía oler las dulces hierbas secas de khus-khus que Tata guardaba dentro del armario para que su ropa oliera bien.
—¿Papá? ¿Cómo va a encontrarnos mamá en este lugar? ¿Cómo sabrá en qué Toussaint estamos?
Hubiera cogido el camisón amarillo. Después, Tata habría pedido que les llevaran dos ponches calientes de huevo con nuez moscada para que su sangre entrara en calor. Su olor perfumaría la habitación, no como esta extraña tierra roja donde el aire siempre olía como el azufre de las cerillas.
Tan-Tan tragó saliva, como si realmente estuviera saboreando la caliente bebida. Consiguió que sus orejas le dolieran un poco menos. Ahora Tata le estaba peinando su denso cabello negro. Le había hecho dos trenzas para que no se le enredara durante la noche. Tata y eshu estaban cantándole "Las Solas Market". Cuando acabaron de cantar, Tan-Tan se acurrucó entre las sábanas y Tata le dio un beso de buenas noches. El eshu le deseó que soñara con los angelitos y apagó la luz.
La humedad que la envolvía hacía que sintiera calor y frío a la vez. Respiró suavemente, intentando no despertar a su padre, y agarró con fuerza la parte de la manta amarilla que cubría su cuerpo. Por fin, consiguió quedarse dormida.
Sentía que acababa de cerrar los ojos cuando Chichibud, de pie en el exterior de la tienda, empezó a gritar:
—¡Señor persona alta! ¡Ha llegado tu turno de vigilar el fuego!
—¿Por qué diablos no puedes llamarme por mi nombre?
—¿Acaso me lo has dicho?
—Oh. Me llamo Antonio.
—Es hora de vigilar el fuego, Antonio.
—Ya voy, ya voy.
Medio dormida, Tan-Tan sintió que papá se alejaba de ella y salía de la tienda. Chichibud entró lentamente, gateando. Oyó que se dirigía hacia el lado contrario de la tienda. Tenía un olor extraño, afilado y picante; no era humano, pero tampoco desagradable.
—Chichibud, ¿quieres un poco de manta?
Estaba cantando con Tata: "Come we go down Las Solas, for go buy banana", pero cuando llegaron al estribillo, la voz de Tata se convirtió en un zumbido grave y rasposo. Entonces, Tata le mordió junto al ojo, con un diente tan afilado como una aguja. Tan-Tan se despertó frotándose la zona que le dolía, la esquina externa del ojo; un cuerpo pequeño y suave estalló bajo sus dedos, dejando una mancha granular. ¿Sería una mosca de arena? Tan-Tan se frotó los ojos, preguntándose si las moscas de arena serían tan repugnantes como pensaba. El interior de la tienda estaba negro como el carbón.
—Úsala tú, niña. La noche es cálida para mi sangre —su voz se desvaneció.
—¿Chichibud?
—¡El fuego! —gritó Chichibud desde la oscuridad.
Tan-Tan oyó un sonido similar al de una mano golpeando carne, aunque era Chichibud levantándose. Empezó a murmurar y a continuación dijo:
—Tú padre es un imprudente. Ha dejado que el fuego se apague, pequeña. Quédate aquí. No salgas.
El fuego se apagó un poco más. De pronto, Tan-Tan sintió que tenía que estar cerca del calor de su padre, de modo que se acercó gateando hasta él, deteniéndose durante el camino para espantar a otras tres moscas de arena. Al llegar junto a él, notó que su aliento era dulce y espeso. Entonces, vio que alrededor de sus ojos se movían unos puntos oscuros. ¡Eran moscas de arena!
Tan-Tan oyó que salía de la tienda, y después todo quedó en silencio. ¿Qué estaba sucediendo? Pasó la cabeza por debajo de la tela para mirar. Sólo se veía el rojizo brillo de las brasas, pero si entornaba los ojos, podía ver a papá durmiendo junto a ellas. En la oscuridad, Chichibud debía estar buscando ramas y hojas secas para avivar el fuego. Se movía en silencio, aunque de vez en cuando se oía un chasquido o un golpe.
Antonio se golpeó uno de los ojos.
—Papá. Despierta.
—...no hay suficiente, Ben. Mira, pon un poco más de pasta en la hoja, ¿oui?—murmuró. Extendió el brazo y golpeó a Tan-Tan en el pecho.
—Uff— el golpe la tiró hacia atrás. Intentó agarrarse para no caer, pero acabó dándose un porrazo que hizo que sus oídos empezaran a pitar de nuevo. Entonces su mano tocó el frasco de ron, que estaba vacío. Chichibud regresó, dejó caer algo sobre las brasas y sopló hasta que el fuego volvió a arder.
Tan-Tan estaba a punto de entrar en la tienda cuando Chichibud dijo en voz baja y apremiante:
—Pequeña —susurró—. Regresa a la tienda. Es peligroso estar aquí en la oscuridad. Yo cuidaré de esta persona alta.
Tan-Tan miró hacia atrás. Chichibud estaba mirando hacia el cielo, completamente inmóvil. Encima, muy encima de sus cabezas, había algo susurrando entre los árboles. Y parecía muy grande.
—Pequeña, no te muevas.
—¿Qué es eso? —la voz de Tan-Tan temblaba, estaba fuera de control.
—He dicho que no te muevas, Tan-Tan. Ni un músculo. No se te ocurra volver a girar la cabeza. Quédate tal y como estás. Tenemos un pájaro jumbie encima.
Tan-Tan se quedó totalmente inmóvil, con un pie apuntando hacia delante y la cabeza girada, mirando a Chichibud. Antonio seguía inconsciente en el suelo, junto a ellos. A sus espaldas oía el chasquido de ramitas al romperse. Intentó, con todas sus fuerzas, no girar la cabeza para saber qué era lo que estaba haciendo aquel ruido. La nariz se le llenó de mocos, le temblaba la boca y saboreó las lágrimas saladas que se deslizaban por su rostro.
—Sshh. Habla en voz baja. Es un pájaro tan grande como este árbol. Quédate tan quieta como los muertos, pequeña. Los pájaros jumbie no tienen buen oído, pero tienen una vista perfecta.
Entonces, en su campo visual, aterrizó, ¡bum!, un enorme pie con garras. De la garganta de Tan-Tan salió un pequeño sonido. Aunque aquel pie era como el de una gallina, tenía el mismo tamaño que ella. Alzó la vista para seguir la pata del pájaro jumbie, larga como un tallo de bambú, pero en la oscuridad le resultó imposible ver su cuerpo, que estaba muy arriba, entre los árboles. Era tan alto como una casa. Entonces, el otro pie se posó, con fuerza, junto al primero. Todo tembló.
—Pequeña, por lo que más quieras, no te muevas. Estos pájaros son estúpidos, ¿oui? Si te quedas quieta pensará que eres un arbusto o un palo.
—Chichibud, estoy asustada.
—Lo sé, bonita —respondió con aquella voz calmada y misteriosa—. Lo único que podemos hacer es esperar a que el fuego se avive. Eso le asustará y huirá.
Agachó su cabeza de monstruo hasta ponerla a su altura; estaba tan cerca de ella que pudo sentir la brisa que levantó al pasar. El hedor sulfuroso de su carnívoro aliento estuvo a punto de ahogarla. El pájaro jumbie miró el campamento, moviendo la cabeza hacia un lado para ver mejor, tal y como hacía Chichibud. Sin embargo, en esta ocasión, Tan-Tan no se rió. Podía dar otro paso. Podía aplastarlos. Tenían que correr, esconderse. Se oyó a sí misma sollozar una oración y sintió que su cuerpo se preparaba para escapar.
Tan-Tan casi se muere del susto cuando el pájaro jumbie entornó los ojos para mirar el claro. Su cabeza era tan grande como la tienda de campaña. Un ojo hambriento y gélido giraba sobre su grueso y afilado pico. Su serpentino cuello de jirafa estaba cubierto de plumas negras del tamaño del brazo de Tan-Tan.
Se quedaron inmóviles durante una eternidad, observando el fuego, que se iba avivando lentamente. A Tan-Tan le dolía el cuello de tenerlo girado y sentía calambres en el pie sobre el que apoyaba todo su peso. El fuego estalló en llamas. Escupiendo, el pájaro jumbie movió la cabeza hacia atrás sobre las copas de los árboles y empezó a alejarse del claro.
—Quieta, Tan-Tan. Quédate tan quieta como el árbol de halwa, como el lagarto que has visto hoy. Así, buena chica.
—Sólo dos ó tres segundos más, pequeña. Estás siendo muy valiente.
El olor de aquel escupitajo caliente y pegajoso que había caído sobre su cabello era peor que el aliento del pájaro. La bestia pasó por encima de ellos derribando dos árboles. Estaba a punto de marcharse.
Antonio, que seguía dormido, se puso en pie de golpe y gritó:
—¡Fuera! ¡No podéis encerrarme!
Las patas del pájaro jumbie se derrumbaron bajo su cuerpo. Chichibud saltó rápidamente antes de que tocara el suelo. La cabeza del animal aterrizó con un fuerte golpe; sus ojos estaban quietos. El corte del cuello, del que aún salía sangre, era negro y húmedo. Entonces, el flujo se detuvo. Chichibud había cortado el cuello del pájaro hasta el hueso.
Tan rápido como la muerte, el pájaro jumbie dio media vuelta y golpeó a Antonio. Al oír el grito de su padre, a Tan-Tan se le helaron las venas. El pájaro lo había cogido por un brazo y estaba empezando a coger altura cuando Chichibud se abalanzó sobre él, envolviéndole el cuello con las piernas. El pájaro soltó a Antonio del mismo modo que el douen había dejado caer a la criatura rata que había matado. Se oyó un golpe seco y Antonio volvió a gritar. El animal movía la cabeza de un lado a otro, intentado liberarse de Chichibud. Tan-Tan corrió hacia su padre, que estaba gimiendo y balanceándose en el suelo, con el brazo doblado al revés. Vio que se le clavaba en la piel un pedacito de hueso, con la punta esponjosa y roja. Desesperada, Tan-Tan lo cogió por el cuello de la camisa e intentó alejarlo de aquel campo de batalla. El pájaro chillaba, espesando el aire con su aliento de carne muerta. Aullando de dolor, Antonio intentó caminar, cogido a Tan-Tan, para esconderse bajo un árbol. Tan-Tan levantó la cabeza a tiempo de ver al pájaro jumbie extendiendo el cuello hacia el tronco del árbol de halwa; Chichibud aún no lo había soltado. El douen sacó el cuchillo de la funda y lo clavó en la garganta de aquella bestia. Tras un gorjeo, el pájaro guardó silencio, pero sus movimientos se hicieron aún más destructivos. Puso un pie sobre la tienda y se clavó los palos. Entonces, gritó de agonía sin cuerdas vocales, levantando un viento hediondo. Chichibud sacó el cuchillo de la garganta del pájaro. Bajo la luz del fuego, los chorros de sangre volaban por el aire, tan espesa y rancia que Tan-Tan estuvo a punto de vomitar cuando una gota, bastante grande como para llenar un cubo, cayó junto a ella, salpicándola.
Guardó el cuchillo y avanzó cojeando por el claro, apoyándose sólo en una pierna.
—¡Tan-Tan! ¡Antonio! ¿Dónde estáis?
Antonio gemía y gritaba de dolor. Aquel sonido le hacía daño en los oídos. El olor a ron añejo que exudaba le hizo recordar todas las noches que su padre e Ione celebraban fiestas hasta el amanecer, gritando y cantando por la casa de la alcaldía.
—Chichibud, ven por favor... ¡Papá se ha roto el brazo!
El douen, que tenía el brazo en carne viva, puso la palma de la mano sobre el pecho de Antonio. Éste se tranquilizó un poco, mirándole con aire suplicante.
—Has estado bebiendo ese líquido amargo que bebéis todas las personas altas —dijo Chichibud.
Antonio asintió.
—Persona alta —dijo Chichibud—, voy a ayudarte, ¿me entiendes?
Chichibud fue hasta lo que quedaba de la tienda de campaña; sacó la calabaza de agua y un pequeño paquete de entre los escombros.
—¡Tenemos suerte de que no se haya roto la calabaza, porque necesitamos agua!—desenvolvió el paquete y cogió dos o tres trozos de corteza seca, que metió en la boca de Antonio—. Mastica esto; te hará dormir. Es muy amargo.
Antonio masticó, arrugando la cara ante el sabor. Intentó escupirlo.
—No —dijo Chichibud—. No lo escupas.
El douen miró a Antonio.
—Eres un absoluto incordio. Si no hubiéramos hecho un pacto, te dejaría aquí mismo.
Poco a poco, los ojos de Antonio se cerraron. Su cabeza giró hacia el pecho y el trozo de corteza mascada se le cayó de la boca. Se relajó en los brazos de Chichibud, que lo tumbó en el suelo.
—Pequeña, tienes que ayudarme —desgarró la manga de la camisa de papá con los dientes para dejar al descubierto su brazo roto. Al verlo, Tan-Tan sintió náuseas.
—Sujétale la cabeza. Muévele hacia atrás la mandíbula para que no le cueste respirar.
Tras lavarse las manos, Chichibud limpió el brazo de Antonio, utilizando las garras para sacar la arena y el moho que había dentro de la herida. Cuando terminó, agitó la calabaza.
Buscó un palo recto para entablillarle el brazo y desgarró la manga de la camisa para hacer una venda. Después, se inclinó sobre los dos extremos rotos del hueso de Antonio y escupió sobre ellos.
—Está prácticamente vacía. Lo primero que tendremos que hacer mañana será buscar enredaderas de agua, porque la corteza que ha masticado tu padre da mucha sed.
—¡Qué desagradable ! —dijo Tan-Tan.
—Así se curará antes. Eso es lo que hace nuestra saliva —extendió el brazo de Antonio para ponerlo recto y movió con suavidad los dos extremos del hueso para unirlos. Tan-Tan arrugó la cara al oír cómo rechinaba. Observó a su padre para ver si notaba algún dolor, pero dormía plácidamente.
—Tenemos que llegar a Junjuh antes de que se le empiece a pudrir el brazo —dijo Chichibud, apretando la venda.
—¿Se pondrá bien, Chichibud?
—Ahora seguirá durmiendo. Cuando lleguemos a Junjuh, el doctor le curará —sostuvo la cabeza de Antonio—. Cógelo por los pies.
Pesaba mucho, pero podía hacerlo. Llevaron a Antonio hasta las ruinas de la tienda, alejándose del hediondo cuerpo del pájaro jumbie. El olor de su sangre era dulce y empalagoso, como el de las flores frangipani podridas. Después de acostar a Antonio, Chichibud excavó un túnel entre la confusión de lo que había sido la tienda y apareció de nuevo con la tela amarilla.
—Túmbate junto a él para darle calor —dijo mientras los tapaba—. Ahora duerme.
Tan-Tan se sentó, tirando la tela al suelo mientras lo hacía.
—¿Nos vas a abandonar?
Tras asegurarse de que Tan-Tan estaba cómoda junto a su padre, volvió a taparlos con la tela que hacía unos instantes había sido su tienda de campaña. Tan-Tan pudo oírle gorjear y piar mientras se dirigía hacia el pájaro.
—No. Voy a vigilar el fuego. Además, fuera hay carne fresca y tengo que guardarla —Chichibud rió con su shu-shu—. No debemos desperdiciar los regalos que nos envía el bosque Poopa. Hasta que amanezca, calentaré en la hoguera la carne del pájaro jumbie, tanta como podamos transportar entre los dos. También me llevaré las plumas, para que mi mujer se haga un sombrero para que el sol no le queme la cara. Ahora todo el mundo sabrá lo valiente que es su marido.
Estaban a salvo. Cerró los ojos.
—¡Tan-Tan! ¡Tan-Tan! ¡Despierta!—Antonio estaba apoyado sobre su brazo bueno.
Tan-Tan se sentó y parpadeó ante la luz rosada de la mañana. Papá tenía el rostro gris y demacrado, y los ojos rojos y llenos de legañas. Sin embargo, sonreía.
—¿Va todo bien, doux-doux? —preguntó.
Ella asintió.
—Dime que lo de anoche fue sólo una pesadilla, ¿vale? Dime que no he visto ningún pájaro del tamaño de una montaña, ni que éste intentó arrancarme el brazo.
Tan-Tan rió nerviosa. En ese momento, Antonio intentó incorporarse, pero gritó y cayó al suelo.
—¿Te duele, papá?
—Sí, pequeña. Me duele muchísimo.
—Voy a buscar a Chichibud.
En el árbol de halwa se oían ruiditos de animales ocupados, sonidos de objetos que caían y risitas ahogadas. El aire olía mejor que el día anterior; sin embargo, la luz resplandeciente que cubría todo el bosque le impedía enfocar bien los ojos, y le dolía un poquito la cabeza. Bizqueó y miró a su alrededor. Chichibud estaba sentado junto al fuego, cortando algo con su cuchillo y metiéndose en la boca algunos pedazos.
Gateó bajo la lona para salir. El bosque entero brillaba bajo la cálida luz rosada de la mañana. Vio danzar en el aire a unas cosas parecidas a mariposas gigantes, con brillantes alas doradas y verdes. Aquellos insectos desgarraban con sus manos las hojas de los arbustos y se las comían. Delante de ella vio algo pequeño que estaba ocultándose en el suelo; de repente, aparecieron una cabeza y un cuerpo en un pequeño montículo de tierra. El animal era peludo, de color rojo oscuro y tenía el rostro inteligente, como las mangostas. Al ver a la niña, la criatura se asustó y se escondió rápidamente en su agujero. ¿Qué venía después del cinco? ¡Ah sí! El seis; siempre se le olvidaba. Aquel bicho mangosta tenía más de seis patas, pero se había ido antes de que pudiera contarlas.
Las piernas del pájaro jumbie asomaban entre unos arbustos. Chichibud debía de haber arrastrado hasta allí su esqueleto. Las ramas que había en aquel lugar se sacudían y, en ocasiones, se oían gruñidos y forcejeos. Tan-Tan imaginó que eran otros animales que estaban desgarrando su cuerpo. Se mantendría bien lejos de aquellas ramas que temblaban. Entonces, se preguntó qué debía de estar haciendo mamá aquella mañana: ¿se estaría preparando para ir con ellos? Este lugar no le iba a gustar demasiado, oui; sin Tata, sin modista y sin eshu, y con todo tipo de animales salvajes que sólo deseaban alimentarse con tus huesos.
—Que el Padre Árbol te dé sombra, pequeña —Chichibud despellejó su hocico para mostrar una sonrisa—. ¿Has dormido bien?
Ayer, la iracunda sonrisa de su hocico la hubiera asustado, pero hoy empezaba a gustarle aquel rostro.
—Sí.
Chichibud había hecho una red con ramas y plantas enredaderas, y la había puesto sobre el fuego para asar trozos de carne del pájaro jumbie. Olía muy bien. Sin embargo, vio que también había puesto en el fuego la cabeza del pájaro, con el pico cortado, y tan feo como el demonio que era. Las dos mitades del pico estaban juntas; parecía una canoa partida por la mitad.
—¿Por qué estás cocinando la cabeza?
Al igual que la lengua de Tan-Tan, aquel trozo de carne tenía unos bultitos, pero eran mucho más grandes. Además, era de color azul oscuro. Sintió náuseas.
—Shu-shu-shu. No la estoy cocinando; la estoy secando. La clavaré en una estaca y la pondré allá arriba, sobre este arbusto, para que todo el mundo que pase por aquí sepa que, en este lugar, un buen cazador ganó una batalla. El pico se vendrá a casa conmigo, para decorar mi recibidor —sacó su larga lengua y, tras lamerse el hocico y la esquina de un ojo, volvió a metérsela en la boca. Le tendió un trozo de cartílago—. Toma. Es un trozo de lengua del pájaro jumbie. Es la parte más sabrosa.
Oh, pero había ido a hablar con él por una razón:
—No —recordó que debía ser educada—. No, gracias, Chichibud.
—A papá le duele mucho el brazo. Ven a ayudarle, por favor.
—De acuerdo. Tengo que decirle algunas cosas. Estuvimos a punto de morir los tres por su culpa.
Chichibud se levantó y cogió el frasco vacío de ron que había a su lado. Buscó la tapa y metió el agua de la calabaza en la botella. Vio que Tan-Tan le observaba.
—Esto que ha tirado tu padre es algo precioso. He decidido quedármelo como pago por los problema que me ha causado.
El brazo que se había arañado la noche anterior estaba lleno de costras. Tan-Tan se preguntó si habría escupido sobre él del mismo modo que había hecho con el hueso roto de papá. El douen avanzó cojeando hacia la tienda de campaña.
—Chichibud. ¿Te duele la pierna?
No respondió. Cuando llegó junto a Antonio, se detuvo a la altura de su cabeza, de modo que Antonio tuvo que cerrar mucho los ojos para poder verlo contra la luz del sol.
—Persona alta, ¿sabes qué hacemos con aquellos que rompen el pacto?
Antonio no respondió.
—Les rompemos los dos... brazos y los dejamos en el bosque.
A Tan-Tan se le puso la piel de gallina. ¿Haría eso Chichibud? ¿Haría daño a papá y lo dejaría allí solo? La culpa era de ella. No debería haber hecho ruido cuando le mordió la mosca de la arena; tendría que haber salido fuera de la tienda y haber encendido el fuego sin pedir ayuda a nadie. Si hubiera hecho eso, papá no estaría en peligro.
—¿Qué tengo que hacer contigo, ¿eh? —preguntó Chichibud a Antonio.
Chichibud despellejó un lado de su hocico. A Tan-Tan no le pareció una sonrisa, sino una mueca de desdén, como la que hacen los perros furiosos antes de abalanzarse sobre su víctima. Tan-Tan se acercó un poco más a papá.
—No vas a hacer nada conmigo. Vas a dejarme con vida para que pueda cuidar de mi hijita.
—¡No! —Tan-Tan saltó a los brazos de su padre, que gritó de dolor. Aterrada por lo que acababa de hacer, volvió a levantarse. Antonio contempló al douen.
—Señor —dijo Chichibud—. A decir verdad, lo mejor sería que te dejara solo con el bosque Poopa. Seguro que a la niña le resultará más sencillo sobrevivir sin usted.
Chichibud sacudió el hocico en el aire dos o tres veces, como los lagartos cuando están retando a un desafío. Su gola empezó a inflarse, pero se detuvo de golpe.
—No. Te he mentido. No voy a hacerte daño. Simplemente estoy enojado.
El rostro de Antonio estaba muy serio.
—Mira, tienes razón. Lo de anoche fue una estupidez; lo siento. He emprendido un largo viaje para venir a este extraño lugar y me resulta muy difícil asimilar que nunca más regresaré a mi hogar.
A Tan-Tan, el tono de su voz le resultó familiar: era el mismo que utilizaba en los mítines, cuando llegaba la época de las elecciones. Mamá lo llamaba "discursear". Antonio agachó la cabeza; parecía avergonzado. Tan-Tan se sentía mal. Ella era la culpable de todo aquel problema.
—Si recuerdas todas las cosas que te he dicho, podremos llegar hoy a Junjuh —dijo Chichibud.
Antonio intentó levantarse; sin embargo, tras resoplar, volvió a sentarse.
—Sí, lo haré.
—La corteza amarga de anoche, pero sólo te puedo dar un trozo pequeño. Si masticas demasiada, te quedarás dormido. Además, después de toda la que mascaste ayer, tendrás mucha sed. Lo primero que vamos a hacer hoy será buscar enredaderas de agua.
—Tan-Tan me ha dicho que quizá tendrías algo para el dolor. ¿Es eso cierto?
Cuando llegó el momento del día en que las sombras volvían a ser largas, Tan-Tan estaba tan cansada que pensaba que iba a caerse. Habían tenido que avanzar muy despacio porque, al caminar, el brazo de Antonio se movía demasiado y había estado a punto de desvanecerse unas cuantas veces. Aunque Chichibud cojeaba sobre su pierna herida, llevaba a la espalda un cabestrillo que había hecho con enredaderas y había llenado con la carne asada del pájaro jumbie; también llevaba las dos mitades del pico, una dentro de la otra, sobre la cabeza. Además, había hecho un segundo cabestrillo en el que Tan-Tan llevaba más pájaro asado.
—Por lo valiente que has sido —le había dicho—. Así podrás compartir comida con tu padre hasta que él pueda cazar para los dos.
El cabestrillo pesaba mucho y Chichibud tuvo que recordarle unas cuantas veces que no lo arrastrara por el suelo.
El pueblo de Junjuh se acercó sigilosamente a Tan-Tan, como una mangosta: al principio, los tres estaban abriéndose paso por las profundidades del bosque. A continuación, éste se fue haciendo menos denso; había menos árboles y más matojos. Instantes después, doblaron una esquina y se encontraron en un terreno sin árboles.
Vieron a dos hombres de pie junto a un muro redondo de piedra sobre el que se alzaba una polea. Una cuerda enrollada daba la vuelta a la polea y bajaba por el lado interior del muro, que tenía un tejado de paja. Uno de los hombres, el más grande y fornido, estaba dando vueltas a la polea. Cada vez que la hacía girar, ésta chirriaba. Ambos estaban cantando:
¡Sujétalo, Joe!
Oh, el asno quiere agua,
Mientras Tan-Tan, papá y Chichibud se acercaban, vieron que los hombres forcejeaban con un cubo mojado que estaba atado a un extremo de la cuerda. El cubo era extraño: estaba hecho con trozos de madera y tenía bandas de hierro a su alrededor.
—Creo que eso es un pozo, doux-doux —respondió Antonio, fatigado—. Para sacar agua del suelo.
—Papá, ¿qué están haciendo? —susurró Tan-Tan. Para entonces, sabía que no valía la pena preguntárselo al eshu, porque se había ido y la había dejado sola,
Un hombre cogió uno de los dos recipientes de base redonda que estaban en el suelo, apoyados sobre unos aros retorcidos cubiertos de tela. Parecían calabazas. Tras colocarse la tela sobre la cabeza, dejó la calabaza en el aro. El otro hombre, con cuidado, vertió el agua del cubo en la calabaza y, cuando acabó de llenarla, le pasó el cubo a su amigo para que lo sujetara. Éste movió un poco la cabeza, de un lado a otro, para contrarrestar el movimiento del agua y evitar que se derramara. El otro hombre colocó la otra calabaza sobre su cabeza y se agachó sobre una rodilla para que su amigo pudiera llenarla. Cuando la calabaza estuvo llena, volvió a levantarse. ¡Se le iba a caer todo el agua!
—¿Del suelo? ¿Y por qué no la sacaban del grifo de casa?
Al oír sus risas, los dos hombres se detuvieron y se giraron, lentamente, moviendo sus cabezas de un lado a otro. Uno de ellos sonrió,
Sin embargo, consiguió ponerse en pie sin sufrir ningún percance. Ambos hombres apoyaron el cubo en el borde del pozo y, estabilizando las calabazas con una mano, dieron media vuelta y se alejaron por el sendero. Sus caderas y cabezas se bamboleaban, como las de los bailarines de Bharata Natyam, al intentar mantener en equilibrio el agua de sus calabazas. Al verlos caminar así, Tan-Tan empezó a reír alegremente.
—¡Eh, Chichibud! Hacía tiempo que no te veía. Me juego lo que quieras a que has estado haciendo travesuras, ¿verdad? ¿Y quiénes son esos que están contigo? Parece que les has dado una buena paliza, ¡oui!
Tan-Tan frunció el ceño, confundida. El hombre se había dirigido a Chichibud del mismo modo que los adultos se dirigían a ella.
¿Amo? Se suponía que sólo las máquinas podían dirigirse a alguien concediéndole ese rango. Los hombres les hicieron señas. Papá intentó caminar bien erguido mientras se acercaba cojeando hacia ellos.
—Buenas tardes, Amo Un Ojo y Amo Claude —dijo Chichibud—. Estos dos se han caído del árbol a medio camino.
Uno de los hombres tenía un ojo nublado, como la semilla de la guinep (pequeño fruto de color verde que se encuentra en Jamaica y en el Caribe. N.T.). Miró a Antonio asintiendo.
—Buenas tardes, Compères —dijo en tono formal—. Me llamo Antonio; ésta es mi hija, Tan-Tan.
Claude no dijo nada. Se limitó a abrir las piernas para mantener el equilibrio y se quedó mirándolos fijamente. De su cinturón colgaba una enredadera. Un Ojo palmeó con fuerza la espalda de Chichibud. El douen dio un paso en falso, apoyándose sobre la pierna herida.
—Yo soy Un Ojo. Éste es mi socio, Claude.
Chichibud bajó la mirada a los pies y murmuró:
—Chichibud, ¡ladronzuelo! —dijo Un Ojo—. Apuesto que le has obligado a darte algo antes de traerlos hasta aquí.
Un Ojo rió y se volvió hacia Antonio.
—Así es como funciona el negocio. Si las personas no compartieran su talento y sus regalos entre sí, el mundo se desmoronaría.
—Jefe —dijo el douen a Un Ojo—. Este hombre necesita un médico.
—Supersticiosos. Así son los douens.
Tan-Tan lo regañó.
—No es tu jefe, Chichibud —repitió la lección exactamente tal y como se la había cantado Nanny en el jardín de infancia—: Todos los tripulantes del barco tienen la misma categoría. Nadie está por encima de su compañero. Tienes que llamarlo "Compère".
Los hombres empezaron a reír a carcajadas, incluso papá.
—Pequeña —dijo Claude—. ¿Acaso Chichibud es humano?
Tenía la voz seca y áspera como si hubiera estado comiendo repugnantes puntas de vaina.
—No —respondió Tan-Tan vacilante.
—Entonces, ¿cómo vamos a llamarlo Compère?
—No lo sé —se sentía estúpida.
Chichibud se encaminó hacia el sucio sendero.
—Me los llevo con la Doctora Lin, ¿de acuerdo?
Necesitaban un doctor. Papá, que se tambaleaba sobre sus piernas, había apoyado el brazo bueno en los hombros de su hija. Por la venda de su brazo roto se filtraba sangre muy oscura. Tan-Tan le dio unos golpecitos en la mano y le miró.
—Sí, doux-doux —dijo—. Vamos.
Avanzaban por un camino de grava repleto de baches. Al cabo de un rato, vieron un grupo de cabañas de adobe y paja, que se alzaban, muy juntas, al borde del sendero. En los patios delanteros de algunas de las casas había pequeños huertos. Tan-Tan vio guisantes, arbustos de acedera y una planta que no reconoció, que tenía grandes hojas rosas y capullos tan grandes y duros como los repollos, aunque eran de color azul agua. A lo lejos, oía el sonido de martillos y serruchos. Al pasar delante de una cabaña vieron a dos hombres y una mujer que, con grandes y pesados palos, trituraban algún tipo de pasta en el agujero de un tronco, PUM-pum-pum, PUM-pum-pum.
Un Ojo y Claude también se pusieron en marcha, balanceando sus calabazas.
—El mortero y la mano —dijo Antonio en voz baja—. Sólo lo había visto en fotos.
Un anciano colgaba la colada en un tendedero que iba de su casa hasta la siguiente. Mientras lo hacía, canturreaba para sí mismo con voz rasposa.
Pasaron junto a otra cabaña, muy parecida a las demás.
—Si permitís que deje aquí esta agua —dijo Un Ojo—, os escoltaré durante el resto del camino.
Dejaron la carga en el porche, a la sombra. Un Ojo corrió hasta la parte de atrás y regresó con una hoja de banano que acababa de cortar y era igual de grande que él. Tras tapar con ella ambas calabazas, volvieron a ponerse en marcha.
—Tu padre dijo que te llamabas... ¿cómo? —preguntó Un Ojo a la niña.
—Tan-Tan.
—Tan-Tan. Una bonita niña con grandes ojos marrones como los caramelos de café. ¡Qué triste que una niña esté en este lugar!
—¿Por qué te enviaron al exilio? —preguntó Antonio.
—Aquí nunca hacemos ese tipo de preguntas —respondió el hombre con brusquedad.
—¿En serio? —Tan-Tan conocía aquel tono. Cuando hablaba así, no se debía contrariar a papá—. ¿Y quién va a impedirme que diga lo que pienso?
—Yo. Y esto —Claude se había puesto entre los dos y, tras dar unos golpecitos a la porra que llevaba, esbozó una sonrisa de cocodrilo.
Con un ojo brillante y el otro muerto, Un Ojo miró fijamente a Antonio hasta que logró que apartara la vista.
—Señor —dijo en voz baja y suave—, en Junjuh hay ciertas normas. No hay ninguna Telaraña de Anansi que cuide de nosotros.
Antonio pareció sorprendido; después pensativo.
—Yo soy quien hace cumplir las normas —continuó Un Ojo—. Y Claude es mi ayudante,
—¿Y qué? ¿Acaso tienen que importarme vuestras reglas?
—Después de pasar un día en una caja de hojalata, a la mayoría de las personas les importan.
—¿En dónde?
—Pronto lo verás.
Chichibud rió con su shu-shu-shu.
—¿Tienes algo que decir? —le preguntó Claude en tono desafiante.
—Así es. Quítale el cabestrillo a la niña. Parece cansada.
—No, jefe. Esto es asunto del hombre alto, ¿oui?
Sosteniendo con una mano el pico del pájaro jumbie sobre su cabeza, Chichibud emitió un sonido similar a un pitido mientras le quitaba el cabestrillo de la espalda. Ahora cojeaba más. Al verse libre de aquel peso, Tan-Tan se sintió un poco menos cansada. Miró a su alrededor, prestando más atención. Le gustaban los destellos de las piedras rosadas que formaban el camino de grava; el sol, que se estaba poniendo, las hacía centellear. Vio a algunas personas sentadas en los porches delanteros, observándolos. Una mujer levantaba la tierra de su huerto con una azada. Tenía la tripa grande, con un bebé dentro, y su corto cabello rizado estaba lleno de rastas, como si nunca hubiera tenido a nadie que se lo peinara para dejarla bien guapa. Todo el mundo parecía viejo e insensible. Tan-Tan nunca había visto tanto trabajo manual ni tantas caras cansadas.
—Nanny, sálvanos —murmuró Antonio—. ¿A qué tipo de lugar hemos venido a parar?
En algunas de las huertas de vegetales había flores brillantes que se enrollaban entre las plantas comestibles. Un dondiego, cuyas flores se estaban abriendo con el aire fresco del anochecer, trepaba por un lateral de la cabaña. Aunque la mayor parte de las casas parecían limpias y pulcras, Junjuh proporcionaba cierta sensación de desasosiego.
En las huertas de algunas casas había douens cavando y levantando tierra. Al pasar por delante, todos llamaron a Chichibud en un idioma tan dulce como cuando mamá te canta en sueños. Algunos de los douens, después de mirar hacia atrás, hacia las casas, para comprobar que ningún humano los veía y los obligaba a seguir trabajando, salieron dando saltos a la calle para saludar a su amigo. Formaron un corro a su alrededor y empezaron a acariciarle la espalda y la cara con el hocico, y a estirarle las arrugas de los ojos. Dos de ellos cogieron las dos mitades del pico del pájaro jumbie y las apoyaron contra sus cuerpos. Llegaron más douens, que se abrazaron a él y se unieron al corro. Todos hacían con la cabeza aquel movimiento entrecortado que había visto hacer a Chichibud y que era parecido al de los pájaros. Además, todos abrían y cerraban la boca sin parar, pero no emitían ningún sonido.
—¿Qué están haciendo, papá? —preguntó Tan-Tan.
—No lo sé —Antonio los miraba con una mueca de desprecio—. Realmente parecen estúpidos, como si el sol o algo les hubiera perturbado.
Y en aquel mismo instante, el círculo se rompió con la misma rapidez con la que se había formado. Dos de los douens cogieron las mitades del pico; los demás empezaron a caminar con Chichibud, sin parar de hablar con él, mirando el paquete que llevaba en la espalda y tocando su trofeo. Aunque Chichibud estaba cojeando, empezó a danzar y a ondear las plumas del pájaro en el aire. Tan-Tan estaba muerta de curiosidad.
—Así es como se saludan los douens —dijo Un Ojo—. Ahora mismo, podrías pasar en medio del círculo con un carro tirado por un asno y no se darían cuenta.
—¿Qué te están diciendo, Chichibud? —preguntó.
—Que se alegran de que haya regresado sano y salvo. Y cuánto me querrá mi mujer cuando vea el regalo que le llevo.
—¡Eh-eh! Chichibud. ¿Qué estupidez has cometido? ¿Fue un pájaro jumbie lo que encontrasteis en el bosque?
Por primera vez, Un Ojo pareció mirar al douen que caminaba cojeando a su lado.
Con la porra, Claude señaló una caja de metal galvanizado, suspendida entre cuatro postes de madera, que había a un lado del camino. Era lo bastante grande como para encerrar en ella a un hombre adulto. Junto a los postes había una escalera de mano que conducía a una puerta que se abría en un lateral. En el metal galvanizado había un pequeño agujero de ventilación del tamaño del puño de Tan-Tan. La puerta tenía cuatro grandes cerrojos que la mantenían cerrada.
—¡Sí! El mismo pájaro de la muerte ¡Y ahora está muerto! Fui yo quien lo derrotó en la oscuridad; yo, ¡Chichibud! —dio unos pasos de baile en el sendero de grava, brincando de un lado a otro sin acordarse de su pierna herida. Los demás se unieron a él. Tan-Tan rió y Claude giró los ojos. Continuaron avanzando, dejando a Chichibud atrás. Gorjeando sin cesar, él y sus amigos les siguieron.
El rostro de papá adoptó una expresión complicada. Tan-Tan empezó a imaginar qué debían sentir las personas que quedaban encerradas dentro de aquella caja negra, sin poder salir, sin espacio para moverse y ahogándose en su propio sudor. Pensó en cómo debía escocerles la piel debido a la maloliente orina y a las heces que tenían que hacerse encima y que se deslizaban por sus piernas hasta llegar al suelo. Eso era lo que les había explicado la profesora del jardín de infancia. Eso era lo que vivía en sus pesadillas,
—Es la caja de hojalata —dijo Un Ojo—. Una mañana, durante la estación seca, dejé un huevo de gallina allí dentro. Por la noche, cuando lo saqué, el huevo había hervido y se había convertido en gelatina, dentro de su cascara. Todo aquel que rompe las normas, ya sea hombre o mujer, tiene que pasar como mínimo un día entero en la caja. Te explico esto para que sepas a qué atenerte.
Antonio no dijo nada durante un rato. Siguió caminando, apoyándose en su hija y resoplando de vez en cuando por el esfuerzo. Al cabo de unos minutos, miró de reojo a Un Ojo y le preguntó:
—¿Así que cómo son las reglas que tenéis en este lugar?
Un Ojo rió.
—Ya veo que eres un hombre que analiza las probabilidades con rapidez. Eso es bueno. Antonio, tienes que comprender que esto es una colonia penitenciaria. Los Mundos de la Nación nos envían a este lugar porque no quieren tener nada que ver con nosotros... ya sea porque hicimos algo que no les gustaba o porque no hicimos algo que querían que hiciéramos.
Antonio no dijo nada.
—Te toca a ti —continuó Un Ojo —. Me muero de ganas de saber qué es lo que hiciste para ser enviado a este lugar con una niña. Sin embargo, como nuestro código nos impide hacer esta pregunta, todos los que llegan a este lugar pueden decidir si lo cuentan o no. Pero podemos hacernos confidencias, ¿sabes? Por ejemplo, yo perdí los nervios un día y le pegué una paliza a un jodido perro mentiroso y tramposo que decía ser mi socio. Lo dejé hecho polvo antes de que llegara la policía.
—Pero me dijiste que no era la primera vez que le pegabas —le interrumpió Claude—. Y que Nanny y tu Mocambo decidieron que eras una persona demasiado violenta.
—Y volvería a hacerlo. No había forma de trabajar.
—Papá y yo les engañamos —dijo—. Huimos...
—Yo apuñalé al hombre que me robó a mi esposa —dijo Antonio con orgullo. Tan-Tan le miró y vio que tenía los ojos brillantes. Recordó la mirada del Tío Quashee después de que papá le hubiera apuñalado, cuando su cuerpo flácido yacía entre el polvo del campo de pelea y su aliento luchaba por salir de su garganta.
Dolida, Tan-Tan cerró con fuerza los labios. Hizo un puchero. Orgullo. Podía oír a Tata diciéndole que era demasiado orgullosa. Un Ojo la miró frunciendo el ceño, observó a su padre de forma extraña y dijo:
—Cierra la boca, Tan-Tan. Es una historia de adultos.
—Sí, lo sé —murmuró Antonio pensativo.
—Siempre pasa eso. La mayoría de los que estamos aquí fuimos enviados a este lugar porque la ira sacaba lo peor de nosotros con demasiada frecuencia. La Red de la Gran Anansi puede anticipar y prevenir cualquier tipo de crimen, pero Granny Nanny no posee la capacidad de predecir aquellas cosas que ocurren de forma no premeditada, ¿sabes?
—¿Por todas partes? ¿Las Torres del Cambio también envían gente a los polos?
—Todo un planeta repleto de personas violentas —dijo Claude.
—Cuando llegué a Nuevo Árbol a Medio Camino —dijo Un Ojo—, la vida en Junjuh era una locura, ¿sabéis? Todo era un caos. Tuvieras lo que tuvieras, siempre había alguien dispuesto a arrebatártelo. Y si tenían la oportunidad, incluso te quitaban la vida. Al caer la noche, era imposible cerrar los ojos y dormir en paz.
—No lo sabemos. Nadie tiene tiempo para ir a explorar, pues ya es bastante difícil intentar sobrevivir en este lugar. Granny Nanny nos ha sentenciado a vivir realizando tareas pesadas.
—¿Y qué tal os funciona?
—Por esta razón, cuando Claude y yo nos conocimos —dedicó una cálida sonrisa a su compañero—, establecimos algunas reglas básicas y buscamos a otras dos personas que nos ayudaran a implementarlas, para que no hubiera más peleas: si alguien marca un bien como propio, nadie más puede reclamarlo; si alguien pega a su esposa, ésta puede irse con otro y llevarse consigo sus propios bienes. Todo aquel que infringe una norma por primera vez, tiene que pasar una temporada en la caja; la segunda vez que lo hace, lo colgamos. Oh, y hay otra regla más: sólo nosotros podemos ejecutar las leyes.
—¿Y no hay ninguna Nanny que observe todo lo que hacéis? ¿No hay ninguna red en ningún sitio? —la voz de papá parecía la de un hombre rezando.
—Al principio no fue fácil. En más de una ocasión hemos tenido que enfrentarnos solos a la gente; además, siempre tenemos que cubrirnos las espaldas. Por eso perdí este ojo ¿oui? Sin embargo, al menos sólo perdí eso, pues el hombre que empezó la pelea no volvió a respirar nunca más para empezar otra. Con el paso del tiempo, las personas se dieron cuenta de que nuestros juicios eran justos y de que no les engañábamos. Soy yo el que se encarga de los juicios; siempre escucho a las dos partes antes de tomar una decisión. Por eso, los habitantes de Junjuh consideran que yo soy el sheriff, y mis compañeros, mis ayudantes.
Un Ojo Sonrió.
—No hay ninguna nano-red que nos observe, pero tampoco hay nadie que vele por nosotros.
Tan-Tan estaba aburrida. Al ver que Chichibud y sus amigos por fin los habían alcanzado, le dio unas palmaditas en la espalda para llamar su atención.
—Chichibud, ¿va a venir tu mujer a recibirte?
Los douens rieron y chasquearon sus pinzas, clic-clic-clic. Claude también rió a carcajadas. Tan-Tan no sabía qué era lo que les resultaba tan gracioso.
—Pequeña —dijo Un Ojo—, estoy seguro de que el día que vea a una mujer douen será el de mi muerte. Chichibud habla sobre su esposa como si fuera una diosa viviente; como si fuera la Pastora Divina que ha bajado a la Tierra. ¿No es cierto, Chichibud? Sin embargo, ninguno de nosotros la ha visto jamás, ni tampoco a ninguna otra mujer douen. Los douens no viven entre nosotros, y sus mujeres no se acercan a nosotros.
Y rió con su shu-shu, tapándose un ojo con la mano para imitar al hombre con el que estaba hablando. Un Ojo frunció el ceño.
—Les dais mucho miedo —respondió uno de los douens, arqueando su cabeza de reptil en dirección a Un Ojo—. ¡Dicen que todos vosotros sois tan feos como los espíritus malignos!
Uno a uno, todos se fueron, excepto Chichibud y los que le ayudaban.
—Muy bien, ya basta de cháchara —hizo señales con las manos a los douens para que se fueran—. Volved al trabajo.
—Hmm. De acuerdo —respondió, escupiendo en el sucio sendero.
—Tenemos que quedarnos con él, Amo —dijo uno a Un Ojo—. Está demasiado cojo para cargar con todo esto sin ayuda.
Chichibud no dijo nada. Sacó su afilado cuchillo de la cintura y empezó a limpiarse los dientes con él.
—Tienes que vigilarlos constantemente —explicó a Antonio—. Son como niños.
Avanzaron unos metros más y por fin llegaron a una casa que tenía una bandera blanca ondeando sobre el mástil del patio delantero. Los douens depositaron las mitades del pico del pájaro jumbie en el suelo, junto a la casa; a continuación, se despidieron de Chichibud y se alejaron.
—Aquí es donde está la doctora Lin —informó Claude. Los condujo hacia los escalones delanteros, pero ningún eshu de la casa chasqueó para recibirlos. Parecía extraño, malo.
En el porche había una niña mayor que Tan-Tan. Estaba sentada en una mecedora, balanceándose y cantando para sí misma con su voz de niñita. Abrazaba con fuerza una muñeca de trapo vestida con harapos; era tan vieja que la mayor parte de las costuras que dibujaban su rostro habían desaparecido. Tan-Tan recordó las muchas muñecas que papá le había regalado y que había dejado atrás: muñecas que caminaban, hablaban y todo eso; y a Bebé Verde, su muñeca preferida, cuya ropa cambiaba de color cuando Tan-Tan pasaba una varita mágica sobre ella. Las echaba de menos. Cuando recordaba todas las cosas que echaba de menos le dolía el corazón.
La niña grande de la mecedora llevaba el cabello peinado en dos grandes trenzas, una a cada lado de la cabeza. Mientras se mecía, sujetaba una trenza entre sus dedos y la giraba una y otra vez. Cuando vio a la comitiva, sonrió descuidadamente y gritó:
—Buenas tardes a todos. ¿Venís a ver a la doctora Mami?
—Sí, Quamina —respondió Claude con amabilidad. A continuación, les explicó en voz baja—: La cabeza no le funciona demasiado bien. Lin dice que tiene la inteligencia de un niño de cuatro años.
Antonio observó a Quamina con desagrado, levantando ligeramente el labio. Tan-Tan no comprendía nada. Si la niña grande estaba enferma, ¿por qué no la curaban?
—Cuando era pequeña aún estaba peor —dijo Un Ojo—. Nació con un retraso mental y no aprendió a caminar bien ni a hablar. Lo único que sabía hacer era mearse encima.
—¿Y ahora qué tal va? —susurró Antonio.
—Asje, mi douen, trajo algo de té de arbusto para ella —explicó Claude—. Le dijo a Lin que tenía que conseguir que Quamina bebiera un poco cada mañana. ¡Lo siguiente que supimos fue que Quamina había empezado a caminar!
—Sin embargo, nunca conseguirá tener su verdadera edad mental —añadió Un Ojo—. No sé por qué Aislin quiso que viviera. Sólo es una carga.
Claude lo miró con desprecio.
—Quamina es una niña muy buena, y es muy dulce. ¡Y ayuda mucho a Aislin!
Un Ojo abrazó con fuerza a Claude y le dio unas palmaditas en la espalda.
—¡De acuerdo, querido! No voy a hablar mal de la hija de tu mujer — besó a Claude en la boca. Claude le devolvió el beso y su mirada fue perdiendo dureza. Cogió la mano de Un Ojo y se dirigió a la puerta, deteniéndose para acariciar el cabello de Quamina.
—¡Hola! —gritó Claude mientras llamaba a la puerta.
—¿Claude? Estoy aquí —dijo una alegre voz de mujer desde el interior de la casa. El rostro de Claude se iluminó. Aquella voz tan alegre añadió—: ¿Con qué pretexto has venido hoy a molestarme?
—Te traemos un nuevo novio, Lin —condujo a Antonio y a Tan-Tan hacia el interior—. Sin embargo, debes saber una cosa; ha llegado en dos trozos y tienes que volver a ensamblarlo.
Se detuvo abrazado a Un Ojo, esperando una respuesta.
Chichibud se acercó cojeando a la camilla de reconocimiento. Dejó en el suelo sus cabestrillos y se subió a ella. La mujer, que se estaba lavando las manos en un cubo, levantó la vista y le sonrió. A Tan-Tan no le pareció guapa. Llevaba el pelo lleno de trencitas que sobresalían de un pañuelo que se había atado a la cabeza; además, tenía los ojos arrugados por las esquinas, como si continuamente estuviera frunciendo el ceño. Aunque se había levantado para saludar a sus visitantes, no había movido en ningún momento los hombros. Cuando vio a Antonio, en su rostro se dibujó una mueca de terror. Antonio suspiró.
—Bueno, Aislin. ¿Así que eres tú? —dijo—. Parece que hemos vuelto a encontrarnos.
¡Aislin! ¡La hija de Tata que había trepado por el árbol a medio camino! Tan-Tan intentó ver la cara de Tata en la de Aislin. Aislin miró a Antonio.
—¿Alcalde Antonio? ¿Habéis traído a Antonio a mi limpio hospital para que lo cure? —levantó la voz—. ¿A este... a este gran pedazo de basura?
Avanzó a grandes pasos hacia él, agitando los puños.
—¡Sí, me has oído bien! ¡Me alegro de que Toussaint te haya enviado a este infierno! Ahora ya no eres el alcalde de ningún sitio, así que puedo llamarte por tu verdadero nombre, por lo que realmente eres... ¡la mierda que dejan los perros en la calle! Te equivocaste conmigo...
—¿Intentas decirme que tienes la conciencia tranquila, Aislin? —preguntó Antonio con suavidad—. ¿Qué eres totalmente inocente?
El rostro de Aislin enrojeció de rabia.
—¡No me vengas con estupideces! ¡No pienso escucharte! ¡Te equivocaste conmigo! Después me alejaste de mi anciana madre para no tener que enfrentarte a tus propias obras. Me enviaste a este lugar, situado tras la espalda de Dios, para que me pudriera. Pero ahora mira: tú mismo has acabado aquí. Sabía que sucedería; sabía que tus mentiras se descubrirían algún día —Aislin empezó a reír, pero las lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. Llévatelo, Claude. No pienso curarlo.
Un Ojo frunció el ceño.
—¿Quién es, Lin?
—El padre de mi hija —Aislin abrazó a Quamina, que había entrado para ver qué sucedía—. ¿Ves, Antonio? ¿Ves qué le sucede a un bebé cuando envías a una mujer embarazada al árbol a medio camino? ¿Has saludado ya a tu hija?
Antonio no dijo nada, sino que se limitó a mirar con repulsión a Quamina. Tan-Tan tiró de la pernera de su pantalón.
—¿Papá? ¿Por qué está tan enfadada esta señora?
—Calla doux-doux. Te lo explicaré más tarde.
—¿Por qué no se lo explicas ahora, Antonio? ¿Por qué no le dices que tiene una hermanita, eh?
¿Una hermanita? Tan-Tan miró a Quamina. No entendía nada. ¡Aislin no era su mamá! Entonces, Quamina esbozó una húmeda sonrisa a Tan-Tan y le ofreció su muñeca. La niña soltó la mano de Antonio para acercarse a Quamina, extendió el brazo y tocó la muñeca con las yemas de los dedos. Aún estaba caliente por el contacto. Quamina dejó la muñeca en las manos de Tan-Tan, que la cogió con fuerza, como si fuera un salvavidas. La abrazó y le acarició la cabeza.
—¿Quieres jugar conmigo? —le preguntó a Quamina.
—¡Tan-Tan! —gritó Antonio—. ¡Aléjate de esa loca!
Intentó tirar de ella, pero se olvidó de que tenía el brazo roto. Gritó de dolor, y se hubiera desvanecido si Un Ojo no lo hubiese sujetado y le hubiera ayudado a tenderse en la camilla de reconocimiento. Chichibud masticaba un trozo de cecina que había sacado de su bolsa y se limitaba a observar la escena.
—Aislin —dijo Un Ojo—, sé cuánto debe de dolerte esto, pero eres nuestra doctora. Tienes que ayudar a este hombre.
Aislin sacudió la cabeza. Claude se acercó y le cogió de la mano.
—¡Maldita sea! Ahora sé quién es este hombre. Y sé qué es lo que te hizo. ¿Acaso no recuerdas que fui yo el que te ofrecí mi hombro para que lloraras cuando Quamina nació con su deficiencia? Sin embargo, querida, tienes que hacer tu trabajo.
Aislin se quedó inmóvil, mirándolos con dureza. Tan-Tan había visto aquella expresión miles de veces.
—Eso mismo es lo que hace Tata con el labio —dijo.
La expresión de Aislin se relajó.
—¿Mamá sigue viva? —preguntó a Tan-Tan.
—Sí—murmuró Antonio—. Estoy cuidando bien de tu madre en mi casa. Y va con mucha frecuencia a visitar a su hermana. No iba a dejarla sola sin nadie que compartiera la vida con ella. Tu madre está bien.
Aislin dio un pequeño suspiro, como el que haces cuando estás enfrente del escaparate de una tienda de caramelos pero tu madre no te deja entrar en ella.
—Puede que, al fin y al cabo, Tan-Tan deba salir a jugar con Quamina —dijo papá.
Aislin volvió a suspirar.
—Sí, Quamina; enséñale a tu hermana los columpios, ¿de acuerdo cariño? Tengo que trabajar un poco.
—Vale.
—Claude, será mejor que te quedes aquí. Tú y Un Ojo. Necesito que alguien se quede para asegurarse de que no enveneno a este hijo de perra en vez de darle medicamentos. Os debéis quedar aquí y mirar, o puede que sea yo a quien metáis en aquella caja galvanizada mañana por la mañana.
Chichibud bajó con las niñas los escalones y se dirigió al camino de grava.
—El pacto entre nosotros ha acabado, pequeña. Has llegado sana y salva.
—Gracias, Chichibud.
Cargando con su recompensa, avanzó cojeando hacia el bosque.
Quamina llevó a Tan-Tan a un almendro que crecía en medio del pueblo. De una de las ramas más bajas colgaba una cuerda con un tablón para sentarse.
—Yo te empujaré —dijo Quamina con timidez. Tan-Tan se subió al columpio, sujetando aún la muñeca de Quamina. Cogió la cuerda y el brazo de la muñeca con una mano y dejó que la niña mayor la empujara.
—¿De dónde vienes? —preguntó Quamina.
—Del árbol a medio camino. Llegué ayer por la mañana.
—Mamá dice que eres mi hermana.
—No lo sé. ¿Me empujas un poco más fuerte? —Tan-Tan movió las piernas una y otra vez hasta que empezó a columpiarse bien alto, por encima del pueblo. Pero por mucho que miraba hacia el bosque, no podía ver la torre del cambio. El día estaba oscureciéndose; el sol se estaba poniendo. El pitido de sus oídos había regresado. Sacudió la cabeza, intentando librarse de él.
Empujó a Quamina en el columpio durante un rato, y después le enseñó a jugar al Ladrón de Medianoche. Quamina tenía que ser el Tonto Leal y hacer todo lo que hiciera Tan-Tan. Su mente era demasiado joven para cualquier otra cosa. Ambas realizaron valientes hazañas para el Ladrón de Medianoche.
—Y después, y después ella dijo: "Oh, malvado pájaro jumbie, voy a cortarte el pescuezo y a enviarte muy lejos. ¡Tendrás que trepar por el árbol a medio camino!".
Cuando se hizo de noche, apareció una mujer con una escalera que se subió a las farolas de la plaza del pueblo y las encendió. La oscilante luz hizo pensar a Tan-Tan en el sombrero de la nave de la nación que había llevado el día de Jonkanoo. ¿Las llamas estaban cantando o lo que oía era aquel sonido que había dentro de sus oídos?
Un poco después de que cayera la noche, Aislin fue a buscarlas con el rostro muy serio. Abrazó a Quamina con fuerza y le puso bien el vestido. La niña rió y dio un beso a su madre.
—Ven, Tan-Tan —dijo Aislin—. Puedes cenar conmigo y con Quamina; después te llevaré con Antonio.
—¿Papá va a quedarse contigo en la casa de la doctora?
—No, pequeña. No puedo tener a ese hombre cerca de mí. Un Ojo y Claude lo han llevado a la destartalada cabaña en la que solía vivir la vieja Zora hasta que murió, el año pasado. Los dos podéis vivir allí.
—¿Papá se pondrá bien?
—Sí, querida. Tu padre es duro como una bota vieja. En un abrir y cerrar de ojos, podrá caminar sobre sus piernas y volverá a las andadas. Que Granny Nanny nos ayude.
Cuando ya llegaban a la silenciosa casa de la doctora, Tan-Tan pudo oler a comida. Su estómago empezó a rugir. En el interior de la casa no había demasiada luz. Del techo colgaban unos candelabros oxidados, donde ardían unas velas malolientes y humeantes. Tan-Tan acarició una pared para tener luz, pero no sucedió nada. Las voces de las llamas de las velas eran ahora más fuertes. Casi podía oír qué cantaban. Le dolían mucho los oídos, sobre todo el izquierdo. Metió el dedo meñique en él para rascárselo, pero no sirvió de nada.
—He estado trabajando todo el día —les dijo Aislin. Se acercó a algo que parecía una estufa, aunque las llamas ardían sobre ella. Sobre las llamas había una gran sartén. Aislin cogió un trapo que estaba colgado junto a la estufa y lo usó para levantar la tapa de la sartén. Al hacerlo, Tan-Tan oyó el estallido de los alimentos que se estaban friendo y le llegó un delicioso aroma. Aislin metió una cuchara, cogió un trozo de comida y se lo llevó a la boca para probarlo.
—No he tenido tiempo de hacer nada refinado. Quamina, deja esa muñeca, ¿vale? Enséñale a Tan-Tan dónde puede lavarse las manos y venid a cenar.
—Sí, mamá.
Junto a la pila de madera había un gran barril de madera lleno de agua. Un cucharón de calabaza colgaba de una cuerda en la pared. Quamina llenó el cucharón de agua y la dejó caer sobre las manos de Tan-Tan mientras se las frotaba. El jabón olía mal y le dejó la piel seca. El agua fría le hizo tiritar.
—Ahora tírame agua a mí —le dijo Quamina. La niña lo hizo con torpeza—. Ahora vamos a cenar.
Había tres sillas toscas y asimétricas alrededor de una mesa tallada a mano. La silla de Tan-Tan se balanceaba. Los platos eran de cristal azul con pájaros rojos pintados. A la luz de las velas, parecían mover las alas. ¿Estaban cantando? Ah, los pájaros pío pío. Algunos gritan y otros berrean. No, eso no era lo que estaban cantando, pero Tan-Tan no podía comprender lo que decían.
Aislin llevó la sartén a la mesa y vació su contenido en los tres platos.
—¿Te gusta el metamjee, pequeña? Algunos lo llaman sofrito. Chichibud me ha dado algo de carne del pájaro jumbie y la he frito con algunos productos del suelo y aceite de coco.
—¿Qué le ha pasado a tu Cocinero? —preguntó Tan-Tan.
Aislin frunció el ceño.
—Doux-doux, querida, en este lugar nadie tiene artesanos que les obsequien con su talento. Antonio y tú tendréis que cocinar la comida que cultivéis en vuestro huerto, o la que cacéis y matéis con vuestras manos. Tendréis que ir a buscar agua al pozo y llevar la ropa a la orilla del río para lavarla. Todo lo que tenemos en Junjuh lo hacemos con nuestras manos. ¿Me entiendes, Tan-Tan?
—Las personas no tienen que romperse la espalda —dijo Tan-Tan despectivamente, pues eso era lo que le habían enseñado en el colegio.
—Ahora ya no somos personas; somos exiliados. O trabajamos duro, o morimos.
—Yo trabajo duro —dijo Quamina con orgullo—. Soy yo quien hace el relleno de mi muñeca con las vainas de los árboles que crecen en el bosque.
Aislin sonrió a Quamina.
—Papá cuidará de mí—dijo Tan-Tan—. Papá puede hacer cualquier cosa.
—Tu padre piensa que puede salirse con la suya siempre que quiere, y eso es algo muy diferente. Pero parece que por fin le han pillado, ¿oui? El Pueblo de Junjuh querrá ajustar cuentas con él —pareció que intentaba alejar aquel pensamiento de su cabeza—. Bueno, no importa, querida. Vamos a comer.
Tan-Tan pensaba que nunca había comido nada tan bueno como aquel plato de sofrito, que tenía que coger con una cuchara llena de golpes, sentada en una mesa de cocina desvencijada. Sin embargo, tras tomar un par de bocados, perdió el apetito. Aún temblaba debido al agua fría y le dolía mucho la cabeza, como si tuviera martillos dentro. Las voces de las llamas de las velas cantaban:
Dodo, petit popo, (Duerme, pequeña,)
Petit popo pas v'lez dodo, (pero la pequeña no quiere dormir,)
Si vouz pas dodo, petit popo, (si no duermes, pequeña,)
Mako chat allez mangez'o (el gran tigre vendrá y te comerá.)
—¡No! —les gritó—. ¡Papá no os dejará!
—¿Tan-Tan? —dijo Aislin.
Te comerá, te morderá, le decían las velas. La cabeza le dolía muchísimo. Brigand a midnuit allez mangez'o. Todo estaba nublado.
—No —susurró a las velas.
—Tan-Tan, ¿qué te ocurre? —era la voz de Tata, pero más joven. Su mano le tocó la frente—. ¡Dios mío ¡Estás ardiendo de fiebre!
—Tata, quiero ir a la cama. No me encuentro bien.
Tata la cogió en brazos. La niña cerró sus doloridos ojos y apoyó la cabeza contra su cuello. La habitación estaba dando vueltas, vueltas y más vueltas en círculo. La cena subió rápidamente desde su estómago y una masa ácida cruzó sus labios, salpicando la espalda de Tata. Entonces, todo se volvió negro.
Nunca más volvieron a oír ni una palabra de Maka, el corredor que había preparado el veneno que mató a Quashee. Les había prometido que se reuniría con papá trepando por el árbol a medio camino. En ocasiones, Tan-Tan se preguntaba qué le habría ocurrido. Le gustaba su cara.
El día que cumplió nueve años, Antonio y su nueva pareja, Janisette, prepararon una fiesta para Tan-Tan.
¡Mi pequeña Tan-Tan, te has hecho tan grande! ¡Eres como Ione, la mujer que perdí!
La fiesta empezó cuando los tres regresaron a casa después de trabajar en los campos de maíz que había a las afueras de Junjuh. Llevaron más agua de la habitual, la suficiente para lavarse el pelo y todo. Cuando le llegó el turno de utilizar la gran palangana de madera que tenían en el patio de la cabaña, Tan-Tan se sentó bien quieta dentro del agua y observó su rostro reflejado en ella. Sí, los ojos de mamá también eran marrones y estaban moteados por los mismos puntos diminutos; además, mama también tenía el pelo como ella: unos mechones lisos, otros rizados como muelles y otros ondulados. Toda la sangre fluía hacia el mismo río. Realmente se parecía a mamá, pero mamá nunca vendría a verla. Tampoco vendría el eshu, ni Tata. Todos la habían abandonado en aquel lugar.
—¡Niña! —gritó Janisette por la ventana—. ¡Date prisa y acaba de bañarte de una vez!
Cuando Tan-Tan levantó la mirada, vio que papá la estaba observando a través del entramado de corteza de árbol que formaba la ventana de la habitación que compartía con Janisette. Antonio metió la cabeza dentro de casa rápidamente. Tan-Tan se levantó y se secó.
Quamina fue a su cumpleaños, con Claude y Aislin. Aislin tuvo el ceño fruncido todo el rato y no paraba de llamar a Quamina para que se quedara cerca de ella. Tan-Tan también le había pedido a Chichibud que fuera.
—Que Nanny nos proteja —le había dicho Janisette—. ¿Para qué quieres que venga a casa ese repugnante douen?
Tan-Tan hizo pucheros y se miró los pies.
—Explica historias muy bonitas.
—Es cierto, doux-doux —había dicho Antonio a Janisette—. Podemos decirle que se quede en el patio y que cuente historias de Anansi para entretener a los niños.
Un Ojo apareció después de hacer la ronda de la tarde. Cuando llegó Chichibud, toda la fiesta se trasladó al patio trasero. Bebieron acedera dulce (Janisette se la dio a Chichibud en un tazón de calabaza, no en una jarra). Comieron fruta halwa caliente y, sentados junto al fuego, el douen les contó historias de fantasmas y les habló sobre todo tipo de espíritus de muertos y todo eso. Claude, tumbado sobre los regazos de Un Ojo y Aislin, se incorporaba de vez en cuando para besar a uno o al otro. Tan-Tan y Quamina gritaban, reían y se abrazaban mientras Chichibud les hablaba sobre el hombre del Corazón Negro que raptaba a las hijas de las personas altas y les cortaba el corazón.
Oh, mi pequeña Tan-Tan, eres tan dulce. No tengas miedo. No voy a hacerte daño.
Quamina le regaló a Tan-Tan una muñeca nueva.
—La he hecho para ti, es la Reina Ladrona de Carnaval, hermana.
Con el paso de los años, Quamina había ido ganando inteligencia. Aislin le había explicado a Tan-Tan que la medicina de los douens seguía surtiendo efecto en ella y le ayudaba a crecer lentamente. La muñeca llevaba una chaqueta y unos pantalones negros, como un Ladrón de Carnaval, y un gran sombrero de ala ancha con borlas que ocultaban su rostro. También había puesto una pequeña pistola de madera en su cinturón y había atado un pequeño cuchillo de madera alrededor de su muslo.
—Sabes que es una muñeca mujer porque le he puesto dos pechos —explicó Quamina.
Y realmente la muñeca tenía dos bultos en el pecho, como Quamina. Tan-Tan se preguntó cómo sería cuando a ella también le crecieran.
Aislin le dio un beso y le regaló un perfume de lavanda que había preparado en la casa del doctor.
—Doux-doux, ¿recuerdas el susto que me diste el día que llegaste a Junjuh? Me alegro de que estés con nosotros y podamos disfrutar de tu cumpleaños.
Aislin miró a papá con frialdad. Cuando a un adulto lo exilian a Nuevo Árbol a Medio Camino, el viaje a través de la urdimbre de los velos dimensionales hace que su audífono deje de funcionar. Sin embargo, el de Tan-Tan había seguido creciendo con su cuerpo porque, como aún era pequeña, sus nanoácaros no se habían calcificado por completo y aún no se habían convertido en un verdadero transmisor-receptor. Por esta razón, se habían infectado y estuvieron a punto de matarla.
Chichibud le dio a Tan-Tan una planta del bosque que tenía hojas en forma de corazón y una flor de color rojo intenso. Era un regalo sencillo, pero Aislin le había dicho que los douens eran gente sencilla, que hacían todo con sus manos y nunca pensaban en prosperar un poco más.
Chichibud sostuvo en alto una flor para mostrársela, y en aquel momento, Tan-Tan se dio cuenta de que era más alta que el pequeño hombre douen. Inhaló el perfume de la flor, que olía a rosas y uvas.
—Nosotros la llamamos El Cielo Cae Sobre la Tierra, pues tiene el mismo color que el cielo al atardecer —dijo.
Tan-Tan le miró mientras la plantaba en el jardín.
—Gracias, señor Chichibud.
—Sólo es un douen. No le llames señor —dijo Janisette chasqueando los dientes. Ella le había regalado a Tan-Tan un bonito vestido douen de color amarillo, que había sido confeccionado por la mujer invisible de Chichibud—. Espero que el canesú te sirva. Últimamente estás creciendo mucho.
Antonio le había regalado su alianza de oro, que había ensartado en una correa de cuero para que la llevara al cuello.
—Esto es tuyo, papá.
—No importa. Ahora es tuyo. Renuncié a todo para que pudiéramos estar juntos, Tan-Tan: a mi mujer, a mi hogar, a todo. Y mira cuánto has crecido. Este anillo es tuyo.
Mientras Tan-Tan se ataba la correa de cuero alrededor del cuello, miró de reojo el rostro sombrío de Janisette.
—Dejaste a una mujer cuando te fuiste, pero ahora tienes otra. Aunque supongo que no tienes ninguna intención de regalarle un anillo de oro.
Janisette pasó el resto de la velada bebiendo acedera con ron fuerte. Antonio tuvo que llevarla a la cama cuando la fiesta terminó y todo el mundo regresó a sus hogares. A continuación, acompañó a Tan-Tan a su cuarto.
Tan-Tan se sentía muy feliz. Le dio a Antonio un abrazo muy grande y muy fuerte.
—Gracias por la fiesta, papá.
—QueNannytebendiga,doux-doux. Ya sabes lo mucho que te quiero —respondió, acariciando su espalda y su cabello.
Mi pequeña y dulce niña. Has crecido tanto. Deja que te cepille el cabello. Deja que te ponga el camisón. Deja que te tape cuando te metas en la cama. ¿De acuerdo?
Cogió su cara entre sus manos y la besó en la boca. Deja que te enseñe algo especial.
Antonio la tumbó en la cama. Aquella cosa "especial" fue lo más horrible que ella hubiera podido imaginar. ¿Por qué le estaba haciendo eso papá? Tan-Tan no podía impedírselo, no podía comprenderlo. Tenía que haber sido muy mala para que papá le hiciera eso. La vergüenza se apoderó de ella y papá le tapó la boca cuando la abrió para pedir ayuda a Janisette. Sus manos le hacían daño, aunque su boca le sonreía como la de su antiguo papá, el de antes de que la torre del cambio los llevara a Junjuh. Papá era dos papas. Sintió que su propio cuerpo se dividía en dos al intentar comprender, al intentar acomodar a los dos Antonios. La cara de Antonio, el bueno, le sonreía; la Tan-Tan buena le devolvía la sonrisa. Cerró su mente para no pensar en lo que Antonio el malo le estaba haciendo a su cuerpo malo. Miró su muñeca nueva, que estaba sobre la almohada, junto a ella. Tenía el vestido subido hasta la cintura y podía ver la pistolera y el cuchillo que llevaba atados en el muslo. No era Tan-Tan, la Tan-Tan mala, sino que era Tan-Tan, la Reina Ladrona; el terror de Junjuh; la que nació en un lejano planeta y había viajado hasta este lugar para robar a los ricos en su desidia y ayudar a los pobres en su humildad. Se llamaba Tan-Tan, la Reina Ladrona, y los hombres fuertes temblaban cuando pasaba junto a ellos. A Tan-Tan, la Reina Ladrona, nunca le sucedía nada malo. Nada podía hacerle daño. Ni siquiera el hombre del Corazón Negro, nada.
Oh, Dios, Tan-Tan, oh Dios, no llores. Lo siento. No volveré a hacerlo. No debemos contárselo a Janisette, ¿de acuerdo? Si lo hacemos, se enfadará mucho con nosotros. ¿No querrás que vaya a buscar a Un Ojo para que me meta en la lata de hojalata, verdad? Eso acabaría con la vida de tu pobre papá. Lo que pasa es que echo muchísimo de menos a tu madre, y tú te pareces tanto a ella... ¿ Ves lo mucho que te quiero, pequeña? ¿Has visto qué me has obligado a hacer? Igual que Ione. Igual que tu madre.
Tan-Tan miraba la funda del cuchillo de la muñeca. Cómo le gustaría que aquel pequeño cuchillo de madera fuera realmente de acero afilado. ¡Bebé Verde! Llamaría a aquella muñeca Bebé Verde y reemplazaría a la que había dejado en Toussaint.
Después de aquel día, la cosa mala volvió a suceder en varias ocasiones. En cada una de ellas, Antonio le prometía que aquella vez sería la última, pero no podía evitarlo, porque ella era el vivo retrato de Ione. Eso decía papá. Una noche, Tan-Tan pasó delante del cuarto de Antonio y Janisette y oyó que su madrastra estaba llorando.
—¿La quieres más a ella, verdad?
—No, doux-doux —dijo la voz calmada de papá.
—Ella es tu hija, ¡pero yo soy tu mujer!
—No, doux-doux, no.
—Tía Aislin, ¿vendrás mañana?
Tan-Tan dejó la bolsa a un lado de la mesa del despacho de Aislin y corrió a darle un abrazo. Para rodear con sus brazos a la doctora tuvo que inclinarse sobre su gran tripa, pues tenía un bebé dentro,
—¡Por supuesto, cariño! ¿Acaso crees que Quamina y yo podríamos perdernos tu fiesta de cumpleaños? —Aislin rió y la meció, cantándole una canción sobre una hermosa niña de dieciséis años a la que nunca habían besado.
Lo deseas, susurró una voz silenciosa y vil en el interior de la cabeza de Tan-Tan. La ignoró.
—¡Eh! Aislin. ¿Eso son las nuevas estanterías y todo eso?
Tan-Tan se acercó a inspeccionar las estanterías y los armarios de madera que Aislin había pedido que le construyera Cudjoe. Los estantes estaban torcidos y la mayoría de las puertas de los armarios no encajaban bien. Tan-Tan se volvió hacia Aislin.
—Lo sé, lo sé —respondió—. Un Ojo me dijo que estaba loca si dejaba que ese hombre utilizara el martillo y los clavos para hacerme muebles, pero el pobre Cudjoe me da pena. Le está costando mucho aprender a vivir sin Granny Nanny.
Cudjoe había trepado por el árbol a medio camino hacía tan sólo dos meses. En Toussaint quiso ser carpintero, pero había aprendido el negocio con demasiada rapidez, intentando ganar el máximo de dinero posible construyendo lo que en aquellos momentos estaba de moda en un pueblo del sur llamado Tripulantes del Huracán: todo el mundo quería cabañas ciegas, hechas con madera y clavos de verdad, como las que tenían los corredores. Se estaban construyendo cenadores y casitas rústicas por todas partes, junto a las casas principales e inteligentes que tenían todos sus habitantes. Una de las casitas de mala calidad que había construido se derrumbó, matando a una mujer, a un hombre y a tres niños. Mientras el Mocambo local intentaba decidir qué hacer con Cudjoe, se desplomó otra cabaña que había construido sobre un árbol. El niño y la niña que estaban jugando dentro resultaron heridos, pero conservaron la vida. Entonces, Granny Nanny dijo al Mocambo que Cudjoe tenía que aprender su oficio correctamente, pero el Mocambo no estuvo de acuerdo, pues consideraba que aquel hombre ya había puesto en peligro la vida de demasiadas personas. Ni siquiera pensó en encerrarlo, sino que lo envió directamente al árbol a medio camino.
—Un Ojo dice que si se caen esos estantes lo enviará a la caja, así que Cudjoe se lo está tomando muy en serio —Aislin rió, sujetando el peso de su tripa con las dos manos—. ¡Juro que no había visto clavos tan largos en toda mi vida! ¡En esos armarios de allí hay muchos más clavos que madera!
—Pero, ¿y si se rompen? —preguntó Tan-Tan—. Tendrías que haber pedido a los douens que los construyeran, tía Aislin. Ya sabes lo hábiles que son con las manos.
—No pasa nada. Sólo los utilizaré para guardar toallas y vendas, y algunas cosas pequeñas. Los medicamentos estarán en la habitación de atrás, donde pueda verlos.
Tan-Tan conocía bien la habitación de atrás de Aislin, con sus ordenadas hileras de botes y tarros etiquetados, alineados en las estanterías que cubrían todas las paredes. La habitación de atrás era el lugar donde Aislin llevaba a cabo todas aquellas operaciones que podía realizar con el escaso instrumental que tenía. Era el lugar al que había llevado a la Tan-Tan de siete años la primera noche que pasó en Junjuh, cuando los nanoácaros de su audífono se habían infectado. A Aislin le costó mucho conseguir que le bajara la fiebre y la niña tuvo que pasar varios días en aquella sala recuperándose. Para entretenerse, leía las etiquetas de los estantes: "Desinfectantes"; "Antiinflamatorios"...
—¿Cabeza de Melón te ha dado ya su regalo? —le preguntó Aislin en broma.
—No.
Parecía que, por fin, Aislin había perdonado a Cabeza de Melón. Tan-Tan había tenido que volver a la habitación de atrás hacía dos años, y se quedó sorprendida al leer la etiqueta del frasco que había cogido Aislin: "Abortivos". Aún recordaba con toda claridad aquel dolor desgarrador. Como los calambres y la sangre la dejaron tan débil después del aborto, logró salvarse de que Janisette la moliera a golpes.
—¿Ha sido Cabeza de Melón, verdad? ¡Di que sí! —Tan-Tan no había respondido.
—¡Eres una zorra! Te gusta ese chico desde el día que lo conociste. ¡Sabes que es verdad! ¿Te crees que como tienes pechos y sientes cómo se te altera la sangre, eres ya una mujer?
Cabeza de Melón. Tan-Tan podría haberse reído a carcajadas ante la sola idea de tontear con él. Cabeza de Melón, el hijo de Ramkissoon, había decidido acompañar a su padre al exilio cuando le obligaron a subir por el árbol a medio camino. Era la única persona de su edad que había en Junjuh y era el mejor amigo de Tan-Tan, aparte de Quamina. Sin embargo, era tan atractivo como una bolsa de basura. No era como los hombres mayores que miraban con deseo su cuerpo de catorce años; ni como Kenneth, el ayudante de Un Ojo; ni como Rick. Tan-Tan sonrió al pensar en lo fácil que era conseguir que los hombres fueran incapaces de apartar su mirada de ella.
—¡Lo sabía! No eres más que una mequetrefe y ya estás haciendo el tonto con Cabeza de Melón. ¡Serás buscona! —le había siseado Janisette, agitando un dedo delante de su cara y salpicándola con su saliva, que olía a ron.
—No ha sido Cabeza de Melón —había murmurado Tan-Tan.
De todas formas, Janisette, que no la había creído, fue a hablar con Ramkissoon y le ordenó que mantuviera a su hijo apartado de Tan-Tan mientras ésta estaba convaleciente. Semanas después, cuando la niña volvió a ver a su amigo bajo el cerezo del bosque medio que había alrededor de Junjuh, Cabeza de Melón le dijo que su padre sólo estaba haciendo lo que Janisette le había pedido, porque eran vecinos.
—No creyó nada de lo que dijo Janisette —le explicó, mientras hacía girar la bobina de hebras que siempre llevaba entre los dedos hasta que el hilo quedaba a unos centímetros del suelo—. Papá me cree, pero dice que Janisette está tan loca como un perro bajo un sol abrasador, y no quiere enojarla. Dice que tú y yo debemos tener cuidado y mantenernos alejados de ella.
Cabeza de Melón nunca le había preguntado quién era el padre del bebé, y ésa era la razón por la que quería tanto a su amigo. Si no tenía ganas de hablar, él no la presionaba. La gente del pueblo era grosera con Cabeza de Melón por haber dejado embarazada a Tan-Tan; sin embargo, él nunca se defendió, sino que dejó que todos creyeran que había sido él. Era un buen amigo.
Tan-Tan se obligó a regresar al presente.
—Aislin, he venido por papá. Se trata del mismo brazo que se rompió hace tanto tiempo. Dice que vuelve a dolerle.
Aislin se acercó a uno de los armarios de Cudjoe para coger una pequeña cesta de madera. En cuanto cerró la puerta del armario, ésta volvió a abrirse inmediatamente y estuvo a punto de darle en la cara.
—¡Jo! —dijo mientras cerraba la puerta por segunda vez. Aislin quitó la tapa de la cesta y sacó dos paquetes envueltos en papiro que tendió a Tan-Tan. Antonio ya había tomado antes aquella medicina: era una infusión de ramitas y hojas que ayudaban a reducir la inflamación.
—Mezcla dos pellizcos de estas hierbas con té de hoja de aguacate, tres veces al día. Eso le aliviara parte del dolor. Además, el té es bueno para la presión. No te olvides de decirle que tiene que mover las articulaciones para que no se agarroten. Ahora que ya no trabaja en los maizales debe ayudar a Chichibud en la huerta o hacer algo con sus manos. Eso le irá bien.
—Gracias, doctora Lin. Se lo diré, pero ya sabes cómo está.
—Sí, cariño, lo sé. Antonio tiene un poco de artritis, pero la exagera para que Janisette no le haga fregar más platos.
Tan-Tan rió.
—¡De eso estoy segura! Deberías oírle cuando le dice: "¿Cómo es posible que un hombre tenga que hacer cosas como lavar los platos o dar de comer a las gallinas? Tú y Tan-Tan estáis más habituadas al trabajo manual que yo, por eso sois vosotras quienes tenéis que hacerlo".
Aislin rió entre dientes.
—¿Hay algo que haga Antonio en casa?
Cosas que lo enviarían a la caja de hojalata, se burló aquella voz silenciosa y vil, como la de un eshu perturbado. Tan-Tan cerró con fuerza la boca.
—Al venir he visto a Quamina columpiándose en el almendro —dijo—. El bordado que ha hecho en su nuevo vestido es precioso.
—Sí. ¿Te lo ha enseñado? Cada vez sabe coser mejor, ¿verdad? Ramkissoon le está enseñando para que sea su ayudante. Glorianna y Janisette intercambian con ella cestas, zapatos de cuero y todo eso.
—Lo sé. Creo que todas las sillas de casa tienen un bordado de Quamina en el respaldo. La mujer de Chichibud está muy ocupada tejiendo más tela.
—Quamina lo está haciendo muy bien. Cuando nació con su retraso, nunca hubiera creído que algún día sería capaz de valerse por sí misma. Todos los días doy gracias a Nanny por la medicina que me dio Asje. Aunque le está haciendo efecto muy lentamente, funciona. Ahora se comporta como si tuviera diez años, no sólo seis.
Tan-Tan había crecido más que su hermanastra. Cada vez con más frecuencia, era ella quien cuidaba de Quamina.
Charló un poco más con Aislin, le dio el pan que Janisette había cocido para pagar las medicinas de Antonio y se despidió de ella.
Fuera lloviznaba, pero sólo había una pequeña nube en el cielo. Tan-Tan se quedó un rato en el porche de Aislin esperando a que dejara de llover. Eso le proporcionaba una excusa perfecta para disfrutar de un poco de libertad antes de regresar a casa. Hoy había alguien en la caja de hojalata; Tan-Tan le había oído gemir al pasar. La lluvia refrescaría la caja y aliviaría un poco su tortura.
Asje y dos o tres douens más estaban trabajando en el jardín de Aislin bajo la lluvia. No les importaba mojarse. Estaban hablando y gorjeando alegremente entre sí. Tan-Tan vio que sus ojos estaban borrosos y supo que habían cerrado sus segundos párpados para evitar que entrara agua en ellos. Todos la saludaron y siguieron cavando y sachando. Uno cogió un gusano tan largo como el antebrazo de Tan-Tan y lo sorbió como si fuera un fideo.
La muchacha se sentó en la vieja mecedora chirriante. Le gustaba el dulce aroma a helado de los árboles frangipani que Aislin había plantado alrededor de su casa. Hacía algún tiempo, no eran más que unas diminutas ramitas que se alzaban en el aire.
Nuevo Árbol a Medio Camino había conseguido cambiar a Aislin. Aquella mujer airada y resentida que había conocido hacía nueve años, ahora parecía sentirse satisfecha, a pesar de que el trabajo duro había endurecido sus manos y arrugado su rostro. Cuando Claude entraba en la sala, su rostro se iluminaba como si alguien hubiera encendido el sol. Claude siempre les llevaba algún regalo: un tarro de azúcar moreno que él mismo había preparado; una muñeca nueva que había tallado para Quamina. En ocasiones, resultaba difícil creer que era el mismo hombre que reventaba cabezas alegremente en la tienda de vino cuando las cosas se ponían demasiado feas.
Dejó de llover y salió el sol. En el asiento de la mecedora había una astilla que le molestaba. Era hora de regresar a casa, pero antes iría a la herrería a recoger el regalo de cumpleaños de Gladys y Michael.
Tan-Tan salió del porche de Aislin, dirigiéndose hacia la rosada luz del mediodía. Antes, la luz encarnada de Nuevo Árbol a Medio Camino le había resultado extraña, pero incluso ella había cambiado. Como Antonio.
Sin embargo, antes era feliz. Ahora, por alguna razón, ya no lo era.
Cuando Aislin y Quamina llevaron a Tan-Tan a casa después del aborto, su padre no dijo nada. Janisette aún la estaba regañando cuando Antonio apareció en el umbral. Al verle, el miedo hizo que se le revolviera el estómago y su útero se estremeció por culpa de otro calambre; sin embargo, gracias a Nanny, en aquella ocasión no fue demasiado intenso. Antonio llevaba un cubo humeante en una mano y trapos viejos doblados en la otra. Compresas. Él, que siempre dejaba todo el trabajo de la casa para ella y Janisette, se había dignado hervir agua.
—Está cansada —le dijo a Janisette—. Deja que duerma un poco.
Janisette chasqueó los dientes para expresar su disgusto y se fue.
Tan-Tan no tenía ninguna intención de dejar que Antonio sostuviera las compresas calientes sobre su dolorido cuerpo.
—Déjalas sobre la mesa —le dijo; a continuación, se giró hacia la pared.
Pensaba que se había ido, pero entonces le oyó susurrar:
—Doux-doux, siento que haya sucedido esto.
—Estoy cansada.
—Lo siento muchísimo. Lamento que te encuentres mal.
No se atrevió a decir claramente qué había hecho. Ella no respondió, no confiaba en él.
—Estoy triste y solo. En ocasiones, eres mi único consuelo, lo único que vino conmigo desde casa. Sabes que te amo, cariño. Nunca he querido hacerte daño.
¿Era papá bueno o papá malo quien hablaba? Confusa y enfadada, tanto la Tan-Tan buena como la mala se limitaron a guardar silencio. Por fin, ambas oyeron que Antonio se alejaba. Los trapos se quedaron en el agua del cubo, que se estaba enfriando. Poco a poco, los calambres fueron perdiendo intensidad y la niña logró quedarse dormida.
Se curó. Antonio seguía acariciando a la Tan-Tan mala de vez en cuando, de una forma demasiado familiar, aunque nunca más se repitieron aquellas caricias que solía hacerle por la noche y que la habían enviado con Aislin. Tampoco volvió a hablar de aquel tema nunca más. La Tan-Tan mala sabía que papá había dejado de quererla porque se había quedado embarazada, pero la Tan-Tan buena cada vez tenía más miedo de que aquella terrible cosa de la noche empezara de nuevo. Ninguna de las dos volvió a dormir bien, nunca más.
Pero no importaba. Mañana sería suficientemente mayor como para establecerse por su cuenta. Ella y Cabeza de Melón se iban a ir a vivir al pueblo de Dulce Pan de Maíz. Allí no había ningún árbol de la horca ni ninguna caja de hojalata. Además, en Dulce Pan de Maíz había agua corriente. En aquel pueblo no habría ningún Antonio sombrío y furtivo. Cabeza de Melón podría haberse ido dos años antes, pero como eran amigos, había esperado por ella. Ambos habían estado molestando sin cesar a los douens, pidiéndoles información sobre Dulce Pan de Maíz y preguntándoles cómo podían llegar hasta allí.
Durante el camino hacia la herrería, se encontró con Viejo Papi, que regresaba del río con sus tres cabras.
—Buenas tardes, Papi. ¿Qué tal el paseo?
—Hola querida. ¡Cada día estás más guapa! Ya casi eres lo bastante mayor como para darle un beso a este viejo, ¿verdad? —rió a carcajadas y extendió el brazo para darle unos golpecitos bajo la barbilla.
Tan-Tan frunció el ceño y se alejó de sus largos y huesudos dedos.
—Lo bastante mayor como para empujarte yo misma por la puerta de la caja de hojalata —amenazó. Papi la miró con ojos centelleantes. Escupió a un lado, pero el escupitajo no cayó en el suelo, sino que aterrizó sobre el lomo de una de sus cabras. El animal sacudió su tupida y maloliente cabeza. Papi, airado, movió el palo y se puso en marcha sin decirle ni una palabra más a Tan-Tan.
Papi había trepado por el árbol a medio camino por tontear con jovencitas. Hacía tiempo que Aislin les había advertido a Tan-Tan y a Quamina que se mantuvieran bien alejadas de sus manos. Había estado a punto de morir cuando Un Ojo lo envió a la caja por meter la mano debajo de las faldas de Quamina. Después de pasar tres horas bajo aquel calor abrasador, tuvieron que bombear su pecho para que su corazón volviera a latir.
Al doblar la esquina, Tan-Tan se encontró con Rick, que estaba haciendo su ronda como ayudante. Los ojos de Rick se deslizaron lentamente por su cuerpo, bajaron hasta la entrepierna y volvieron a subir hasta el pecho.
—Buenas tardes, Tan-Tan.
Tan-Tan le sonrió con timidez y se alejó, mordiéndose los labios. Podía sentir sus ojos clavados en su espalda mientras se alejaba. Rick, Papi, Antonio; gobernar a un hombre resultaba sencillo: sólo se necesitaba una cosa. En ocasiones, deseaba que fuera necesario algo más, deseaba que no resultara tan sencillo. Estaba molesta con todos los estúpidos hombres del estúpido Junjuh. Después iría a ver a Cabeza de Melón, el único que siempre la miraba a los ojos y le hablaba mirándola a la cara, no al pecho.
Cogió el camino del río para dirigirse a la tienda de Gladys y Michael y no tener que pasar por delante del árbol de la horca. El cuerpo de la mujer colgada empezaba a oler bajo el sol abrasador. Un Ojo tendría que bajarla antes de que aparecieran los gusanos: siempre dejaba que los cadáveres colgaran tres días del árbol de la horca, para que todo el mundo los viera y aprendiera la lección. Patty, después de haber pasado tres días y tres noches despierta por los llantos, había golpeado a su bebé hasta matarlo. El niño había tenido cólicos desde que nació. Un Ojo le dijo que lo sentía mucho, pero que en Junjuh un asesinato siempre se pagaba con la muerte.
—Así es la ley —le había dicho. Y entonces había sacado la cuerda.
Tan-Tan sólo había presenciado una ejecución en la horca. Aquel día, vomitó toda la comida a un lado del camino.
Había imaginado, por un segundo, a Antonio colgando de la cuerda, con su hinchada lengua colgando de la boca.
¿Qué podía ponerse para la fiesta de mañana? Oh, sí; el nuevo sarong y la blusa que la mujer de Chichibud le había regalado. Eran de su color favorito, el amarillo. Alrededor del dobladillo de la falda había pequeñas figuras negras bordadas; algunas bailaban, otras trepaban por los árboles y una tenía un cuchillo en la mano. Chichibud le había dicho que, cuando su mujer tejió la tela para hacer el sarong y la blusa, había respirado sobre ella; con su aliento, Bois Papa le había enviado la historia que había tejido.
—Es la historia de tu vida, doux-doux. Vas a vivir muchas aventuras.
Había mucho bullicio en la herrería. A Tan-Tan le encantaba oír el sonido del martillo sobre el yunque y ver las nubes rojas de vapor que ondeaban sobre la casa cuando Gladys o Michael enfriaban el metal. Marido y mujer llevaban cinco años trabajando como herreros y comerciando con otras colonias para conseguir trozos de hierro viejo y derretirlos para hacer cosas nuevas. Eran grandes rivales de los douens, oui; ellos trabajaban con el hierro, pero los douens eran mucho mejores trabajando la madera y dominaban a la perfección la artesanía. Muchos de los habitantes del planeta prisión preferían tener cuencos, cucharones y cunas de madera, en vez de arriesgarse a comprar cosas de hierro humano, pues éste solía oxidarse. Los pocos corredores de rickshaw que había en Nuevo Árbol a Medio Camino estaban intentando resucitar la artesanía elaborada pero, como los recursos de aquel planeta eran tan primitivos, aún no habían podido perfeccionar las creaciones de acero. Además, los douens trabajaban bien. Grababan diseños indelebles en el interior de los cuencos: plantas enredaderas, murciélagos volando, douens saltando... Hacían cunas de bebé mediante un entramado de ramas lisas y pulidas que hacían crecer con formas curvadas. Sólo los douens podían ir a lo más profundo del bosque, donde crecía la madera flexible. Los días que Chichibud aparecía en la Ciudad de Junjuh con Benta, un ave de carga del tamaño de una vaca, la gente se agolpaba a su alrededor para ver qué obras de ebanistería llevaba. Cuando Tan-Tan era pequeña, Chichibud le contó que era normal que a las personas altas les gustaran tanto las creaciones de los douens, porque éstos utilizaban la magia obeah sobre la madera.
—Los hombres douen crean los objetos y las mujeres douen los pintan —le dijo con orgullo—. Las mujeres utilizan la magia obeah sobre la madera mientras la pintan, y por eso parece que los diseños tienen vida, ¿sabes?
Entonces sostenía en alto un bello cuenco para que la niña lo admirara, quizá uno que tenía el símbolo preferido de los douens en su interior: el dibujo de una frondosa higuera de Bengala.
—Los hombres hacen los objetos y las mujeres los hacen mágicos. Así es como funciona el mundo, doux-doux —entonces reía con su shu-shu.
¡El viejo embaucador! Durante años, Tan-Tan se había creído lo de la magia, pero ahora sabía que sólo se trataba de una broma. No era magia, sino una mezcla de artesanía y habilidad, y eso era algo que molestaba profundamente a Gladys. Cuando ella y Michael llegaron a Nuevo Árbol a Medio Camino, los douens aún utilizaban cuchillos de hueso. Ahora, todos los douens tenían, como mínimo, un cuchillo de hierro propio, pues solían intercambiar su artesanía por herramientas con las que esculpir. Sin embargo, eran las mismas herramientas que utilizaban para competir con Gladys y Michael. Gladys siempre estaba lamentándose de lo desagradecidos que eran los douens y Chichibud, en privado, hacía bromas con Tan-Tan sobre ello.
—Sí. Las personas altas nos habéis enseñado diversos métodos nuevos y nosotros los hemos aprendido rápidamente. ¿Por qué crees que siempre estamos esperando a los nuevos exiliados que suben por el árbol a medio camino?
A Tan-Tan nunca se le hubiera ocurrido contrariar a Gladys: era una mujer grande y fuerte. Como se pasaba el día dando martillazos sobre el yunque, tenía los brazos tan robustos como las ramas de un árbol. Además, tenía un carácter amargo y no apreciaba demasiado a Tan-Tan.
La alta y gruesa puerta metálica que conducía a la herrería estaba cerrada. ¡Qué raro! En el interior hacía demasiado calor, así que siempre la tenían abierta. Tan-Tan giró el pomo y empujó; estaba cerrada por dentro. Gladys y Michael tenían que estar achicharrándose de calor. ¿Estarían bien? Se acercó un poco más a la puerta. Podía oír el fragor de las llamas, el repique del metal contra el metal, y después un sonido metálico, una especie de carraspeo:
—¡Kuh-hunh! ¡Kuh-hunh!
¿Qué era aquello? Aquel sonido le recordaba algo, algo de hacía mucho tiempo, algo de Toussaint...
No importa. Golpeó la puerta con la palma de la mano y gritó:
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? ¿Gladys? ¿Michael?
El carraspeo se detuvo en el acto. Segundos después, el pomo giró entre las manos de Tan-Tan. Cuando Michael abrió un poco la puerta para ver quién había llamado, una espesa nube de humo negro y aceitoso, que olía a aceite quemado, salió de la herrería y escapó con la brisa. Tan-Tan tosió y movió las manos para dispersar el humo, pero no pudo evitar sonreír al ver la cara cubierta de hollín de Michael y sus ojos enrojecidos, que brillaban como el guinep (fruto verde y pequeño que se encuentra en Jamaica y el Caribe. N.T.).
—Señor Michael —dijo en broma—. ¿Te ha estallado en la cara una de tus creaciones o qué?
Michael intentó limpiarse parte del hollín, pero como sus manos también estaban negras, sólo consiguió embadurnarse más la cara.
—¿Qué quieres, Tan-Tan? Estamos ocupados.
Tan-Tan frunció el ceño al oír el tono de su voz.
—¿No lo recuerdas, Michael? Me dijiste que viniera hoy a recoger mi regalo de cumpleaños —dijo dulcemente—. ¿Aún no está listo?
Lo miró con desaprobación, mordiéndose el labio inferior. ¿Qué estarían haciendo ahí dentro que no querían que viera?
—No, no. Está bien, Tan-Tan. Tengo tu regalo aquí mismo.
Tan-Tan sonrió y dio un paso adelante, pensando que Michael abriría la puerta; sin embargo, le dijo: "Ahora vuelvo", y se la cerró en las narices. Oyó que corría los cerrojos. ¿Qué diablos...? Tan-Tan chasqueó los dientes. No podía hacer nada más que quedarse ahí de pie y esperar a que regresara. Acercó el oído a la puerta. Le pareció oír la voz de Gladys y después la de Michael, pero no pudo entender lo que decían. En el interior de la herrería, todo estaba en silencio.
Un minuto después, Michael volvió a aparecer con la cara lavada. Salió rápidamente, acompañado de una ola de calor que se disipó en la brisa, y cerró la puerta tras él. Antes de que se cerrara, Tan-Tan sólo había logrado echar una rápida ojeada al interior de la herrería. Dentro había algo tan grande como un carro de asnos; estaba tapado hasta el suelo con un hule que habían sujetado con piedras enormes. Tan-Tan se moría de curiosidad.
—Eso es muy grande —dijo inquisitivamente.
Michael se limitó a sonreír y la piel de color caramelo de su rostro erosionado por el tiempo se arrugó como el cacao.
—Los cachorros cobardes se ahogan, Tan-Tan. Cuando llegue el momento de saberlo, lo sabrás.
¿Ah, sí? Pero ella sabía cómo conseguir que le dijera lo que quería saber. Entonces, soltó un pequeño gemido mientras levantaba, con cuidado, un pie del suelo y lo apoyaba sobre el otro.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—El camino a la herrería es largo, ya sabes. Creo que el zapato me ha hecho ampollas —se inclinó y, lentamente, se quitó la sandalia de su pie, esbelto y moreno; a continuación, movió los dedos para examinarlos. Michael cogió aire. Ya lo tenía—. ¿Ves alguna ampolla, Michael? ¿Entre el dedo gordo y el largo? Me duele mucho.
Michael frunció los labios. Casi parecía asustado. Se enjugó las manos en un mandil de cuero que llevaba atado a la cintura y al hacerlo, sus bíceps de herrero saltaron. Se acercó un poco más a Tan-Tan y se inclinó para examinarle el pie. Las puntas de sus orejas estaban rojas por la vergüenza.
—¿No crees que quizá debería entrar y sentarme? —preguntó Tan-Tan.
Se sentía malvada, engañándole de esa forma. A pesar de que era un hombre grande y robusto, Michael era tan tímido y gentil que ni siquiera se atrevería a pisar una hormiga. A pesar de lo mala que estaba siendo, Tan-Tan sentía un gran aprecio por él. Michael era un hombre que reservaba sus fuerzas para trabajar, no para tratar con crueldad a las personas que no hacían lo que él quería.
—No veo ninguna herida —respondió suavemente.
Basta. No iba a atormentar más a ese pobre hombre.
—Bueno, quizá no es más que una ligera irritación. ¿Has traído el cuchillo?—preguntó, mientras volvía a ponerse la sandalia.
Michael se levantó, se quitó el mandil de la cintura y siguió secándose las manos con él, como si aún estuvieran mojadas. Cuando acabó, sacó de su bolsillo un paquete largo, que estaba envuelto en una gamuza, y se lo tendió.
Había sido idea de Janisette: un cuchillo de cocina.
—Como la gente siempre es tan agradable contigo —le había dicho a Tan-Tan—, pronto tendrás tu propio compañero, así que deberás prepararle la comida. Una buena cocinera necesita un cuchillo bien afilado.
Había enviado a Tan-Tan a la herrería para que lo encargara; así, Gladys podría medir su puño. Pero en cuanto abrió la boca para decirle a Gladys que le hiciera un cuchillo de cocina, la imagen de la muñeca de la Reina Ladrona apareció de repente en su cabeza, y por alguna razón, en vez de pedirle un cuchillo de cocina, le pidió uno de caza. No se lo había contado a Janisette. Además, ya era hora de que tuviera su propio machete. Ella y Cabeza de Melón tendrían que internarse en el bosque para llegar a Dulce Pan de Maíz.
Tan-Tan desenvolvió la gamuza. Dentro había una funda de cuero lubricada de la que sobresalía un mango de madera, cuyos remaches eran nuevos y relucientes. Tan-Tan sacó el cuchillo de la funda. La luz parpadeó a lo largo de su filo.
—Cuando no lo utilices —le dijo Michael— debes limpiarlo con la gamuza y después engrasarlo. Y tienes que guardarlo siempre en la funda, ¿entendido?
Tan-Tan no podía apartar los ojos del cuchillo. Era de color gris metal, como las pistolas, y el brillo de la cuchilla era azul oscuro. La acarició con el dedo y silbó cuando la punta se clavó en su piel.
—¡Cuidado! —Michael le quitó el cuchillo—. Eso es para que puedas lanzarlo. Gladys ha hecho el mango con la madera de un árbol de caoba jamaicana que Chichibud nos trajo de Dulce Pan de Maíz.
La obra más ardua, la más preciosa. En Nuevo Árbol a Medio Camino había pocas caobas jamaicanas; todas ellas eran de personas que, hacía muchos años, las habían cortado antes de subir al árbol a medio camino para traerlas a su nuevo hogar. La forma de curvarse del mango, el hecho de que midiera lo mismo que su palma y que fuera tan suave como la mejilla de un bebé... Tan-Tan estaba impaciente por volver a cogerlo. Extendió el brazo para quitárselo a Michael.
—Ahora con cuidado, muchacha. Tienes que tratar al cuchillo con respeto. ¿Eres zurda, verdad? Toma. Cógelo.
El cuchillo se adaptaba a su mano como si hubiera nacido con él. Rió y lo osciló en el aire. El cuchillo cantaba.
—¡Espera, espera! Así no. Puedes hacer daño a alguien, o puede que se te caiga y te cortes tus bonitos pies. Permíteme que te enseñe a cogerlo.
Michael se puso detrás de ella y pasó un brazo por encima de sus hombros para cogerle la mano. Entonces, envolvió con sus dedos la empuñadura del cuchillo.
—Así —dijo con timidez.— ¿Sientes las hendiduras de los dedos? La que hay en la parte superior del mango es para el pulgar. Cuando tú pulgar se deslice hasta este lugar, sabrás que lo tienes en el ángulo correcto para lanzarlo.
Tan-Tan se giró y apuntó con el cuchillo hacia el tronco del gran árbol de halwa que crecía en el patio.
—¡No! ¡Así no! Tienes que levantar el brazo hacia atrás, de esta forma. Le movió el brazo para enseñarle la postura correcta.
—Gracias, Michael —esbozó una seductora sonrisa. Él miró hacia el suelo. ¡Qué dulce era aquel hombre! Tan-Tan sentía un gran afecto por el bueno de Michael. En realidad, él no estaba en el exilio, sino que había seguido a Gladys por amor. Todo el mundo le apreciaba, y él y Cabeza de Melón jamás intentarían llevarla a una esquina solitaria para toquetearla. No como...
De repente se sintió molesta. Gruñó y lanzó el cuchillo, que fue directo al blanco y cortó una ramita del árbol antes de caer al suelo. Michael rió.
—¡Tienes mucha fuerza en ese brazo, Tan-Tan! —recogió el cuchillo y se lo devolvió—. La postura es lo más importante. Debes colocar el pie derecho justo delante.
Señaló los pies de la muchacha y apartó la mirada rápidamente.
—¿Estás dando clases a la niña, Michael?
Michael se sobresaltó al oír la voz de Gladys. Se alejó un paso de Tan-Tan.
—¡Aja! Le estás enseñando a usar su regalo.
Gladys estaba apoyada en la puerta principal; su rostro marrón café estaba sonrojado por el calor y el esfuerzo de forjar el hierro.
Tan-Tan siempre se había preguntado qué veía Michael en el cuerpo gordo y macizo de Gladys, tan fornido como el de una gallina clueca. ¿Cómo se las arreglaba para ver por encima de su pecho y su estómago cuando trabajaba con el yunque?
Gladys se quitó la pañoleta que llevaba en la cabeza y se limpió las manos con ella.
—Estoy segura de que diversos hombres le han enseñado ya todo lo que se puede hacer con un cuchillo —dijo, sonriendo burlona a Tan-Tan—. ¿Qué tal, cariño?
La Tan-Tan mala gruñía en silencio. Eso no era asunto de Gladys. Tan-Tan le devolvió una suave sonrisa.
—Bien, gracias, Gladys.
—¿Y tu padre? ¿Que tal le va al ex alcalde? —Gladys era del Condado Puente de Mando. Estaba en el campo de pelea el día que Antonio envenenó a Quashee, y nunca tenía ninguna palabra amable para él. Gladys, que alimentaba sus celos con licores muy fuertes, le había roto la espalda a una amiga durante una pelea que tuvieron por Michael. En eso, ella y Antonio eran iguales, oui; y quizás, ésa era la razón por la que lo odiaba tanto. A Gladys aún le gustaba hincar el codo y, en ocasiones, cuando estaba borracha, Michael tenía que encerrarla en el cobertizo y hacerla dormir para que se le pasara el enfado.
—Papá está bien, pero la artritis le está molestando un poco.
—Qué pena —respondió Gladys; parecía que lo lamentaba tanto como una mangosta que se ha comido todas las aves del gallinero—. De todas formas, no queremos robarte el tiempo, Tan-Tan. Estoy segura de que tienes muchas cosas que hacer para preparar la fiesta de tu cumpleaños. Michael, vamos a hacer una pausa. Tengo los pies llenos de polvo y quiero que me los laves. Ya sabes que sólo tú puedes hacerlo de la forma que me gusta.
Dio media vuelta y se metió en la casa en la que vivían ella y Michael, junto a la herrería.
—Sí, doux-doux.
Tan rápido como un ave de corral cuando ve que lanzan maíz, Michael siguió a Gladys hasta el interior de la casa. Mientras la puerta se cerraba tras ellos, Tan-Tan oyó la risa gutural de Gladys, fuerte por su dura vida y su duro amor. Tan-Tan apartó la mirada de la casa, se dirigió a la puerta de la herrería e intentó abrirla sigilosamente. Seguía cerrada.
Podía llevar la funda atada a la cintura, así que la ató firmemente, guardó la gamuza en el corpiño y se puso en marcha. En la bocacalle que conducía a su casa, vio que su vecino Cudjoe, el carpintero malo, estaba plantando raíces de dasheen en el patio delantero. Era torpe con la azada, pues su cuerpo aún tenía que acostumbrarse a las duras tareas que consumían las horas de vigilia de Nuevo Árbol a Medio Camino. Blasfemaba y trabajaba con la misma determinación. Se había quitado la camisa: su piel negra brillaba con el sudor y los músculos de su espalda se flexionaban cada vez que golpeaba el suelo con la azada. Parece que los malos carpinteros también pueden tener un buen cuerpo, ¿oui?
Cudjoe la vio y la saludó con la mano. Tan-Tan le devolvió el saludo; a continuación bajó la mirada como si sintiera timidez y finalmente volvió a mirarlo, sonriendo con dulzura. Una sonrisa tan suave como la brisa. Cudjoe dejó caer la azada y se acercó. No había superado la primera prueba.
Tan-Tan empezó a juguetear con un rizo de su cabello. Estaba orgullosa de sus trenzas, que le llegaban a la cintura. Cada mañana las deshacía y se lavaba el pelo con un trozo jabonoso de cactus. A continuación, se lo engrasaba con el aceite brillante que le compraba a Chichibud y lo trenzaba de nuevo.
—Buenas tardes, Cudjoe. ¿Estás trabajando mucho?
—Sí, Tan-Tan. Pero como he visto que venía una muchacha más bella que el sol, me he acercado a ella para decirle que, cuando veo este tipo de cosas, el trabajo duro me resulta más sencillo.
Una inquieta ansiedad mezclada con resentimiento se adueñó de Tan-Tan. Cudjoe era un pez fácil de pescar... y ya había mordido el anzuelo.
—Espero que no todo sea trabajo duro, Cudjoe.
Cudjoe esbozó una pequeña sonrisa y la miró a los ojos de forma provocadora.
—He oído decir que mañana vas a celebrar una gran fiesta —dijo.
—Sí. La fiesta de mi decimosexto aniversario. ¿Vendrás?
—Apuesto a que tu novio te regalará algo bien bonito.
Tan-Tan rió y le dio a Cudjoe una suave palmadita en la espalda; una palmadita tan suave como un beso.
—¿Pero qué dices? ¡Vas demasiado rápido! ¿Dónde has oído decir que tengo novio?
—¿Qué? ¿No tienes nadie con quien bailar el día de tu cumpleaños? Eso es una verdadera vergüenza.
Continuó mirándola a los ojos. Ella le devolvió la mirada y le dijo:
—¿Entonces, vendrás a bailar conmigo, Cudjoe?
—¿Qué me darás a cambio del baile? —preguntó en broma.
—Vayamos a dar un paseo por ahí detrás y dejaré que te hagas una pequeña idea —le tomó de la mano y lo condujo a la parte trasera de la cabaña, donde los transeúntes no pudieran verlos. Él vaciló, esperando a ver qué iba a hacer a continuación. Tan-Tan apoyó la parte delantera de su cuerpo contra su pecho y le pasó un brazo por la cintura. Podía oler el sudor del hombre, aquel complicado aroma que amaba y odiaba a la vez.
—Bésame.
Él acercó su boca a la de Tan-Tan y ella le chupó la lengua. Entonces, la Tan-Tan silenciosa y malvada la apremió.
Antes de llegar a casa, oyó gritar a Janisette.
—¡Maldito pedazo de mierda! ¡Antonio! ¡Sal de ahí ahora mismo y ven a hablar conmigo! ¿Dónde están los frutos secos que estoy emborrachando para el pastel de Tan-Tan? ¿Eh? Y no me digas que la borrachera te ha dejado tan atontado que incluso te has bebido el alcohol de los frutos secos. ¡Sal de ahí de una vez!
Antonio profirió con furia:
—Mujer, no me vengas con estupideces. Llevo todo el día en la cama, enfermo. No he visto ningún fruto bañado en licor.
—¡Mentiroso hijo de puta!
Tan-Tan corrió hacia el interior de la casa, cerrando de un portazo la puerta al entrar. En ocasiones, cuando hacía eso, Janisette y Antonio dejaban de discutir para meterle bronca a ella, pero esta vez no funcionó. Tan-Tan oyó el brusco sonido que hacía un cucharón de madera al golpear la carne de alguien; conocía aquel ruido demasiado bien. ¿Quién había asestado el primer golpe en esta ocasión? Fue volando hasta la cocina y cogió el cucharón de madera que tenía Janisette en las manos, justo en el momento en que su madrastra lo levantaba para volver a golpear a Antonio en la espalda.
—¡Janisette, para! ¡Papá ha dicho que está enfermo!
Janisette se giró y empujó a Tan-Tan, que chocó contra la pared de la cocina.
—¡Lo único que le pasa es que está borracho! ¿Por qué diablos te metes en mis asuntos? Estoy intentando hacer tu pastel de cumpleaños, ¿sabes?
Antonio se acercó rápidamente a Janisette y le golpeó en la cara con la mano, ¡plas!
—¿Qué te crees que es esto, Janisette? ¿Cómo te atreves a ponerle una mano encima a mi hija? ¿Eh? —le dio un puñetazo en el estómago y la mujer cayó al suelo, con arcadas. Volvió a ponerse en pie de un salto y fue directa hacia Antonio, gritando y dando patadas. Él, sin parar de llamarla zorra, intentaba atraparle las manos entre sus puños.
—¡Papá! ¡Janisette! —ambos la ignoraron—. ¡Tenéis que parar o alguien irá a buscar al sheriff!
Antonio había agarrado a Janisette del pelo; mientras tanto, la mujer, que tenía la cabeza retorcida en un incómodo ángulo, intentaba clavarle las uñas en la entrepierna. Tan-Tan se puso en medio de los dos. Podía oler la dulce ranciedad del aliento de Antonio.
—¡Vendrá el sheriff! —siseó desesperada.
Antonio soltó a Janisette y se alejó tambaleándose hacia su habitación. Janisette se arrastró hasta el suelo y se quedó allí tumbada, jadeando y sujetándose el estómago. Tan-Tan se acuclilló junto a ella.
—¿Estás bien, Janisette?
No advirtió la cólera que arrugaba su rostro.
—¡Enana malcriada! —siseó Janisette—. ¿Cómo te atreves a preguntarme si estoy bien, después de haber puesto a tu padre en mi contra, como siempre? Tienes dos caras, zorra asquerosa; no eres mejor que él. ¡Con esas pintas de fulana! Apuesto lo que quieras a que, si le cuento a Un Ojo cómo te comportas con la mitad de los hombres de Junjuh, tendrá muchas cosas que decir.
Las mejillas de Tan-Tan ardían: del bofetón, de la vergüenza. No eres mejor que tu padre. Se puso en pie y miró a Janisette. Entonces, tocó el anillo de bodas de su madre, el que llevaba atado en una cadena al cuello, el que le había regalado su padre al cumplir nueve años. ¡Se había ganado aquel anillo! Escupió a su madrastra aquellas palabras que le quemaban en los labios.
—Puedes decir todo lo que quieras, Janisette, pero las dos sabemos a quién ama realmente Antonio.
El rostro de Janisette se llenó de lágrimas. Tan-Tan se dirigió al porche y se encaminó al patio de atrás. La energía le golpeaba con tanta fuerza que apenas podía respirar. ¡Nunca se había enfrentado a Janisette de aquella forma! Aquella había sido la última vez que permitiría que Janisette la avergonzara. Oh, si, pensó Tan-Tan. Ahora soy una mujer mayor; mañana cumpliré dieciséis años. Tendrá que aprender a dejarme en paz.
Oyó un portazo en la puerta principal y el tintineo de los brazaletes de oro que Janisette llevaba en los tobillos alejándose por el sendero. Debe de ir a llorar en los hombros de Glorianna. Qué suerte tiene.
Parte 2