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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    EL ALQUIMISTA DEL REY (Klauss Nitzsche)

    Publicado en diciembre 05, 2010
    Prólogo

    El hombre yacía a la entrada de la Kreuzkirche con el rostro en los tres escalones superiores, las piernas en un charco, ligeramente dobladas. Había caído un buen aguacero aquella noche. Los bordes de su túnica color arena y las medias ocres estaban empapadas de agua sucia.


    Dos guardianes del consejo le encontraron al alba mientras hacían su ronda.

    —Quizás pensó que la iglesia estaría abierta y quiso refugiarse en ella—supuso el más joven.

    El mayor se encogió de hombros.

    —Estaba borracho, resbaló, y por desgracia se quedó en el lugar.

    Se arrodilló, sosteniendo la cabeza del muerto.

    —No está herido. No hay sangre.
    —No veo rastro de puñaladas o disparos. Si le hubieran dado un golpe en el cráneo tendría un golpe en la cabeza. Y no le han robado, de lo contrario no llevaría estos preciosos anillos en las manos.
    —¡Dale la vuelta!

    El mayor rebuscó en la túnica. Además de un manojo de llaves y unas pocas monedas, halló un pergamino doblado, del tamaño de un octavo. Silbó entre dientes.

    —¡Mira esto! ¿Reconoces el sello?

    El más joven asintió.

    —Debemos dar parte de lo sucedido.
    —¿Ahora? ¿Crees que habrá alguien?
    —Siempre hay alguien. Ve corriendo, esperaré aquí.
    —¿Por dónde entro?
    —Rodea el edificio y llama a la primera puerta. La aldaba tiene forma de cabeza de águila.
    —¡Tú sí que sabes!—exclamó el joven, asombrado.

    Regresó con un caballero vestido de negro seguido de dos hombres de barba.

    El caballero se inclinó sobre el muerto, murmuró un «Dios mío» y se incorporó a toda prisa. Su rostro reflejaba callada sorpresa, pero ni rastro de pesar o compasión. Dio una moneda a los guardas del concejo y les ordenó que no dijeran palabra. Les pidió un recibo conforme habían recibido el dinero.

    Llevaron el cadáver a una habitación especial del hospital materno. El caballero de negro mandó llamar al doctor Wittig y dio orden de no dejar entrar a nadie más.

    El médico le comunicó el resultado del reconocimiento a las pocas horas:

    —No hay rastro de golpes, contusiones o puñetazos. Tiene las medias desgarradas a la altura de las rodillas y rasguños en la piel. Debió de haber resbalado un buen trecho.
    —¿Aguardiente?
    —Había bebido, pero está claro que no fue la causa de su muerte.
    —¿Qué opina?
    —Hay indicios de que podrían haberle envenenado. He citado los síntomas en mi informe.

    El caballero de negro echó un vistazo a los apuntes, asintió y le pidió al médico que redactara el parte de defunción.

    —¿Un ataque al corazón?
    —Por supuesto, un ataque al corazón. Nombre «desconocido». Lo completaremos cuando hayamos terminado nuestras investigaciones.
    —Al menos sabemos la fecha—dijo el médico, y escribió: «Dresde, 4 de septiembre de 1706».


    Capítulo 1


    Benedikt se enfunda su jubón, se mira al espejo y esconde bajo la peluca unos pocos cabellos rebeldes, de color castaño pálido, como los lunares de sus sienes. Su rostro es lozano y terso. Las damas del burdel de madame Slawinska le llaman «dulce muchacho» y no creen que tenga treinta años. Ningún inconveniente para un funcionario de la administración. Inofensivo por fuera, peligroso por dentro. Infundir terror al vecino en el momento justo lanzando miradas que practica a veces frente al espejo es una afición habitual en él. Con su aspecto, estrecho de hombros y no demasiado alto, no sería capaz de asustar a nadie.



    Vacila en la puerta de su casa, se da la vuelta y se echa al cuello un atrevido pañuelo de seda que compró en Viena. Naranja: el color de moda del verano de 1703. Con razón Haxthausen, su superior en la administración, pariente del difunto mentor de Augusto el Fuerte, arqueará las cejas al verle, pero Benedikt está seguro de que también le arrancará una sonrisa divertida. Aprecia que su patrón no mida a su gente por el mismo rasero. Consiente hasta cierto punto las extravagancias. «Sabia actitud», opina Benedikt, que no es tan imprudente como para poner a prueba la tolerancia de Haxthausen. Su experiencia le guarda de ello, oponiéndose a su carácter irascible, en ocasiones desenfrenado. Algo que su patrón ni se imagina. Cuando Haxthausen expone sus ordenanzas ante los empleados de la administración, Benedikt hace honor al apellido que su madre no había escogido: Demuth1.

    Había escuchado con humildad, por poner un ejemplo, las exigencias de Haxthausen acerca del buen vestir, que llenaron su cabeza de horror y le hicieron soñar con el matadero las dos noches siguientes, «el lema es: vestir con decoro, messieurs. Para nosotros significa lo siguiente: deben adecuarse al entorno. Si nuestro excelentísimo gobernador quisiera trasladar la administración a la calle Matarifes, nos pondríamos delantales de carnicero. ¿Entendido?»

    Entendido. En estos casos más vale asentir. Estaría dispuesto a todo por no jugarse su puesto fijo, excepto a tratar con los desharrapados, que se salvan de morir de hambre con las perras que ganan haciendo de soplones.

    Benedikt se apresura a grandes zancadas por la Brudergasse. Se inclina con devoción ante el consejero privado Schellenberg, que se dispone a sentarse en la silla de manos que le espera. Una zona distinguida: regidores, funcionarios de alto rango. Casas de piedra por doquier, otorgándole a la corte de Dresde un aire de gran capital europea. Es aconsejable saludar a todo el mundo por aquí. A Benedikt le encantaría hacerlo desde un carruaje o un palanquín, pero raras veces puede permitírselo. Además, está a un paso a la Casa de los arbitrios municipales que, como corresponde a las circunstancias, alberga el discreto domicilio de la administración.

    Al principio Benedikt se perdía en los vastos edificios. Puede alcanzar su miserable despacho por distintos caminos, pero incluso el más corto discurre por callejones sombríos, infinitos.

    Al poco de llegar le reclaman en el cuarto de su excelencia.

    Benedikt entrecierra los párpados ante la luz deslumbrante que recorta la silueta de Haxthausen, sentado a su mesa de espaldas a la ventana. Por un momento teme que su excelencia busque deslumbrarle, un efecto irritante al que recurren en la administración de vez en cuando en los interrogatorios. Tras la reverencia, cambiando ligeramente de posición, se da cuenta de que le ciega la fuerte luz del sol que entra por la ventana.

    Haxthausen le hace una seña desde un cómodo sillón. El gesto le sume en una nube de perfume, Esprit de Toilette francés, lo mejor de lo mejor. «Cuanto más viejo, más vanidoso», piensa Benedikt con rebeldía y examina—¿cuántas veces lo ha hecho ya?— las ropas de Haxthausen, la enorme peluca blanca con coleta, el chaleco repleto de bordados, la camisa de seda abullonada de color dorado, ridícula a sus sesenta años, y la chaqueta de brocado colgada del gancho, cargada de envidias, que debió de costarle como mínimo doscientos táleros.

    —Mando uno a mis funcionarios por el mundo, ¿y con qué regresa? ¡Con pañuelos de seda! Precioso, precioso—comienza Haxthausen.

    Benedikt se lo toma como una broma y le responde con una tímida sonrisa.

    —Y también con el criminal—responde, con un resto de fingida terquedad juvenil.

    Al jefe le gusta ese toque suyo, y de hecho no disimula su agrado.

    —He leído su informe inmediatamente, querido Benedikt. ¡Un trabajo fabuloso! El teniente coronel von Bomsdorff nunca habría encontrado al fabricante de oro. Es probable que hubiera ido cabalgando hasta Venecia. ¿Se puede saber cómo le descubrió?
    —Siguiendo sus enseñanzas, excelencia: «escucha y observa». Siempre con los oídos y los ojos bien abiertos, hablando con los mozos de cuadra y con el servicio.
    —¿Se hacía llamar Barón Schräder?
    —Un error me puso sobre la pista. ¿Cómo es que un barón viaja sin criados? Un mesonero me dio la última prueba: le había llamado la atención un caballero al que no le bastaba el cuchillo para cenar y que en todo momento exigía un tenedor. Al comer cambiaba los cubiertos de una mano a otra. Resultaba cómico y le recordó a un juglar de un circo ambulante. Un rasgo característico de Böttger que Starcke, el tesorero secreto, había advertido. Un buen observador.
    —Un fracasado miserable—murmura entre dientes Haxthausen.

    Benedikt siente un hormigueo que le recorre la piel cada vez que se inquieta. Como cuando era niño al escuchar historias de hadas malvadas y dragones comehombres. Como a los dieciséis años, al visitar por primera vez a la complaciente Mathilde. Y como alguna vez en la administración, igual que en este mismo instante, al ver a Haxthausen consciente del poder que ejercería con satisfacción. Ni siquiera el gobernador se atrevería a juzgar de un modo tan rotundo a Starcke, hombre de confianza del príncipe elector de Sajonia y rey de Polonia.

    —La huida de Böttger debe achacarse a los desvarios del tesorero secreto. El rey hizo responsable a Starcke de la custodia del alquimista, y no consentirá que se nos escape ni a ti ni a mí.
    —Por suerte le hemos vuelto a atrapar.
    —Su huida nos ha sentado como un jarro de agua fría—se queja Haxthausen, ignorando la objeción de Benedikt.
    —No tiene sentido culpar a la administración.
    —Amigo mío, la administración es omnipresente, y por lo tanto responsable de todo. Si Su Majestad no fuera rey de Polonia...—Interrumpe su discurso, enfadado al darse cuenta de que se va de la lengua. Últimamente comete muchos errores. ¿Acaso estará a punto de caer en otro confiándole a un subalterno poco cultivado, sin título y sin honores, una tarea de la que dependería el destino de Sajonia y Polonia? ¡Y arriesgando su puesto! Mira pensativo a Benedikt. Le cree todopoderoso, como todos en la administración. Haxthausen es considerado la eminencia gris del gabinete secreto. Algunos le temen. Pero por muy grande que sea el poder de la administración, un fracaso en estas circunstancias tendría consecuencias terribles. Ni siquiera podía confiar la misión a un funcionario de la nobleza, pues la sangre azul mitigaría sus errores. «¿A quién se lo ha encargado?», le preguntaría el gobernador, o quizás incluso Su Majestad. ¿A un tal Benedikt Demuth? Nacido en un orfanato, educado a palos en una escuela de pobres. En resumen: una calamidad.

    ¡No, eso no! ¿Quién había esclarecido el asalto al correo del rey y príncipe electo y arrestado al instigador prusiano? ¿Quién había advertido la existencia de quince mil ducados que el canciller Beichlingen ocultaba en Celle? ¡Benedikt Demuth! ¡Y acababa de cazar de nuevo a Böttger!

    —En este momento, ¿está ocupándose el asunto de los pasquines, Benedikt?
    —Voy tras una pista, excelencia.
    —En ese caso no pierda de vista a Kühne. Tengo algo importante para usted—Haxthausen se levanta, rodea la mesa y retira unos cuantos papeles con un gesto de fingida despreocupación. Debajo asoma una carpeta roja con una «B» cargada de arabescos. Las carpetas de piel de cerdo que se emplean en la administración son de distintos colores. Benedikt conocía de oídas las rojas, que guardan los documentos secretos más importantes del Estado. «B» significa, como es natural, Böttger, ese hombre pálido de manos manchadas, corroídas por los ácidos, que le ha prometido a Augusto el Fuerte, príncipe elector de Sajonia y rey de Prusia, que fabricará oro.


    Capítulo 2


    Un gélido viento de tormenta, propio de octubre y no de julio, sopla sobre las crestas de los Montes Metálicos del valle de Bärsdorf, sacude las castañas frente al «Buey Negro» y empuja a tantas almas en la miserable taberna que escasean las sillas. La muchacha de falda encarnada y corpiño negro que lleva las jarras de cerveza y los vasos de vino caliente a las mesas está bañada en sudor. Se llama Lisa, pero sus rizos rubios, su piel rosada y sus ojos azules hacen que los hombres la llamen cara de ángel. Adoran su sonrisa.



    «La sonrisa de un querubín», dice Roland. Bella, aniñada, inocente.

    Nadie sabe que la ha ensayado con esmero ante un espejo hecho añicos. No impide a los hombres que la manoseen ni que la agarren con brusquedad por las caderas cuando han bebido. Lisa finge no enterarse. Si armara un escándalo cada vez que le quitaran el pañuelo o que le dieran una palmada en el trasero, hace tiempo que Hinrichs, el tabernero, la habría echado.

    En realidad hoy no se entera de que la tocan. Está demasiado ocupada con Roland. Se obliga a no mirarle. Le gustaría que la gente se marchara, cogerle de la mano y llevarle a su habitación. Le gustaría, desnuda, rozarle los anillos y ponerse el collar de diamantes que le ha regalado. Un botín. Le da escalofríos. Se alegra. «Te quiero», le dice, pues a él le gusta escucharla pero, pensándolo bien, le asaltan las dudas. El amor va ligado a «para siempre», al amor eterno, del que le parloteaba su primer amor antes que una bala francesa hubiera atravesado su casco de soldado de infantería sajón. Ya no cree en el «para siempre», y menos en Roland. De lo contrario enloquecería de miedo. La incertidumbre no perjudica a su pasión: al revés. Las pocas noches fogosas que pasa con Roland no piensa ni en el pasado ni en el futuro. Se aman hasta caer rendidos. Cuando se marcha con su banda a una nueva correría, se despide como si fuera la última vez. Cualquier encuentro podría ser el último.

    Cuando piensa en Roland, llega a la conclusión que lleva la vida con la que ella sólo es capaz de soñar, pero que jamás osará emprender. Pero, ¿por qué iba a impedírselo? Piensa en él cuando no está, pero no le preocupa. No es posible disfrutar de libertad y seguridad a un tiempo.

    —¿Estás soñando, Lisa?—le increpa Hinrichs.

    Se ha apoyado un momento en el mostrador, holgazaneando. Toma las jarras llenas, sintiéndose culpable, y se las lleva a los clientes.

    Alguien ha volcado un vaso en la mesa de los mineros. Mientras limpia la madera con un trapo mojado, atrapa al vuelo retazos de conversaciones.

    —Han arrestado a Vesla, la jorobada, en Altpostiz.
    —¿La viuda del sastre bohemio?
    —Sólo sé que comerciaba con baratijas. Dicen que han encontrado un botín en su casa.

    A Lisa se le revuelve el estómago. La sangre abandona su rostro y se da la vuelta para que nadie advierta su palidez. El maldito fisgón que lleva semanas vagando por la zona y le pide malvasía cuando en el «Buey negro» sólo sirve un Meißner agrio, ha tenido éxito. Roland le había hablado de la encubridora. «Revelará el nombre de la banda en el penoso interrogatorio, a más tardar. ¿O lo habrá hecho ya?»

    —¡Lisa! ¡Mi cerveza!
    —¡Ya voy!

    Su sonrisa es una máscara. Quiere llamarle la atención a Roland, pero está cuchicheando con sus compañeros. Dos tipos gordos, desamañados, sudorosos, arrebolados de tanto beber. «¿Cómo puede su esbelto y distinguido Roland tratar con gente así?»

    ¡Al fin Roland mira hacia ella! Le hace su seña secreta con la mano.

    —Ahora no, más tarde—da a entender él—. ¿Habrá oído ya lo del arresto?

    Alguien le llama desde la mesa contigua a Roland. Una oportunidad de dirigirse a él mirándole fugazmente con un solícito «¿desean algo más?»

    Roland niega con la cabeza sin tolerarle ni una sonrisa furtiva. Habían acordado disimular ante los demás, pero está exagerando. Se siente rechazada, se aparta con brusquedad y susurra:

    —¡Vete al infierno!

    No la ha escuchado.

    —Tengo que salir un momento—le dice a Hinrichs en la barra, y va hacia la puerta.
    —¡Falta la cerveza!—le grita el tabernero.

    Se da la vuelta, ladea la cabeza como si le fuera la vida en ello y se coloca las manos ante el estómago para decir que necesita ir al baño.

    Hinrichs sonríe irónico y toma las jarras él mismo.

    —Puede que tarde un momento.
    —¿Sabes llegar sola o necesitas compañía, Lisa?—vocifera un muchacho para que todos le oigan.

    Le saca la lengua y da un portazo al salir. Pero no corre por el patio hasta el cuartucho del corazón recortado en la madera, sino que sube a su habitación, separada por el tendedero. Una vez allí, busca a tientas las cerillas de azufre y prende la lámpara de aceite. Abre su arca con sus hábiles manos y escarba entre la ropa buscando el cofre escondido. ¡Tiene que echar un vistazo rápido a lo que hay dentro! El diamante reluce en el collar, el rubí brilla en el anillo de oro, resplandecen las piedras preciosas de los pendientes, broches, pasadores y brazaletes. ¿Cuánto valdrán? Seguro que tanto como su cabeza si los encontraran en su habitación.

    Esconde la diminuta caja bajo el delantal y baja a tientas en la oscuridad. No se cruza con nadie.

    El viento silba en el patio. El perro lloriquea atado, pero no ladra. Las nubes se dan caza unas a otras en el cielo, ocultando la luna en el valle de Bärsdorf. Si fuera noche cerrada, necesitaría tiempo para encontrar el lugar secreto. Tiene suerte. Cuando llega al prado tras el granero se abre un gran claro entre las nubes. La enorme montaña Härmstein se recorta afilada a la luz de la luna, como pudiera tocarla. El pequeño gigante, la extraña mole rocosa, semejante a un hombre enorme al borde del macizo montañoso, la mira mientras levanta los terrones cortados de hierba. La tierra y los guijarros se mueven como si flotaran en el agua. No ha sido el espíritu de la montaña ni la voluntad de Dios la que ha sepultado por segunda vez a veintitrés mineros sino la maldita tierra ruidosa de la barriga excavada en la montaña Härmstein. Tras el accidente se habló de cerrar la mina de plata. Pero el rey Augusto el Fuerte, entonces en Dresde—¿o estaba en Varsovia en el momento de la desgracia?— no lo permitió. Necesita los tesoros subterráneos para el lujo principesco de este mundo. Lisa no se lo reprocha. Sueña despierta con que surca el Elba en la barca de recreo del rey Augusto y baila con un elegante caballero—que lleva una peluca blanca, empolvada, y ligas lilas— en una sala del castillo de Dresde iluminada por cientos de velas.

    «¡Hecho!». Coloca los montones de hierba sobre el cofre y se graba el lugar en la memoria. «¡Seguro que nadie encuentra este escondite!»

    De regreso—y por culpa del nerviosismo— su corazón late recortado.

    En el interior huele al humo rancio de la pipa de Hinrichs. Se ha vuelto a pasar una hora entera aquí sentado. Los demás han tenido que irse a los matorrales. Dice que necesita tiempo para reflexionar, y no hay otro sitio mejor que este.

    También Lisa reflexiona. Se arrepiente de haber mandado a Roland al infierno. Enseguida se acalora y pierde la calma. Seguro que estaba hablando de algo importante con sus compañeros. Con su segundo novio solía discutir mucho. Nunca estaría dispuesta a soportarlo todo como un corderito pero, ¡tiene que diferenciar lo que es importante de lo que no lo es! Al fin y al cabo ¡es un asunto de vida o muerte! Le pasará una nota a escondidas. ¿Por qué no se le habría ocurrido antes?

    Con las prisas, olvida echar el cerrojo. Crujen los goznes de la puerta, que no cesa de batir. El perro comienza a ladrar, y escucha todavía más ruidos: pasos, gritos a media voz. Hay un hombre a su lado.

    —¿No tiene miedo aquí sola en la oscuridad, señorita?

    El hombre lleva un sombrero de tres picos. A Lisa le flaquean las rodillas. La agarra con fuerza del brazo. Ella intenta soltarse. Sólo piensa en avisar a Roland.

    —Debo regresar con los clientes. Trabajo en la taberna.
    —¡No tan deprisa, muchacha, no tan deprisa! Ahora nos encargamos de la diversión. ¡De allí no entra ni sale nadie!

    Obedece.

    —¡Rodead la puerta trasera! Vosotros, ¡quedaos aquí! ¡Y vosotros seguidme!—Es la voz del comisario especial.

    Poco después salen con Roland y sus dos compañeros, encadenados de pies y manos. También han apresado a Hinrichs y a dos capataces de la mina. Las antorchas iluminan el patio. Lisa distingue una expresión de sorpresa en el rostro lívido de Roland. No contaba con que actuaran tan rápido. Ella siente deseos de salir corriendo, de abrazarle, acariciarle, besarle. Se agarra a la bomba de agua. ¡No debe perder los nervios!

    Los prisioneros pasan un buen rato aguardando la partida, rodeados de hombres con armas. Los hombres del comisario especial que buscaban un botín en el «Buey negro» y lo han puesto todo patas arriba, se toman su tiempo.

    Lisa se aparta del haz de luz. Se apoya en el tronco del castaño y mira fijamente a Roland, con los ojos muy abiertos, sin lágrimas.


    Capítulo 3


    Benedikt entra en la sofocante sala de la administración y cuelga su jubón en el gancho de la puerta. El penetrante olor a sudor, humo espeso y frío de pipa y Eau d'Adonis revela la presencia de Gründler incluso antes de que le vea, con la frente sudorosa, la mugrienta camisa de lino abierta, la rubicunda cabeza inclinada sobre el escritorio. Le había regalado a Gründler el agua de Adonis por su sesenta cumpleaños con la vana esperanza de que pudiera disimular su olor corporal.



    —¿No se ha movido de aquí desde anoche, monsieur Gründler?

    El «monsieur» es una concesión a la moda francesa, a Luis XIV que, en la distancia, determina las costumbres de la corte de Dresde e incluso las normas de la administración.

    El gordo suspira y, sin alzar la vista, le tiende la mano. Tiene el tacto de un trapo húmedo. Todo es blando en el voluminoso cuerpo de Gründler. Su cerebro ha absorbido los jugos fortificantes de su cuerpo y los ha almacenado en su enorme cráneo. Allí alimentan su aguda inteligencia: Benedikt le necesitará para el caso Böttger.

    Retira papeles, pedazos de pan, huesos de pollo a medio roer y la peluca de Gründler del escritorio para hacerle sitio a la carpeta roja de piel de cerdo.

    —Cuidado, va a manchar el informe final.—Le huele el aliento a aguardiente, un signo de su continua preocupación.
    —¿Todavía no ha vuelto a casa?—pregunta Benedikt, compadeciéndose.
    —Sí—dice Gründler—. Ayer por la noche. Hasta una ramera necesita un lugar donde refugiarse.
    —Debería usted echarla—le aconseja Benedikt, sin atreverse a añadir que en el exquisito burdel de madame Slawinska hay de todo.

    Gründler formaba parte de los hombres del general de división Flemming que, en el año 1797, compraban votos a favor de la elección de Federico Augusto para el trono de Polonia y, como los táleros sajones no eran pocos, también compraba algo más. Sin embargo, ¿por qué traer a Dresde a Malgorzata, la de cabello azabache, y por si no bastara casarse con ella? ¡Qué tontería! ¡Treinta y cinco años de diferencia! Si ella sólo quiere vivir aquí sin preocupaciones y pasárselo bien.

    —Un anciano hace lo que sea por el calor de una joven, pero usted no lo comprende—refunfuña Gründler; toma un trago de aguardiente de la botella y clava con descaro su mirada en las cifras para mostrar que no desea seguir hablando de ello.
    —¿Cuánto ha ganado Beichlingen con las monedas falsas de cinco peniques?
    —Según mis cálculos, más de seiscientos mil táleros. El cobre está recubierto de una fina capa de plata. Culpa al director de la Casa de la Moneda, sin embargo, nos consta que él dio la orden. Hizo dinero a expensas de todos, ¡si hasta el rey y príncipe elector se servía de él! ¡Nadie se habría atrevido a sacarle de la cama en plena noche para encerrarle en Königstein!
    —Eso iría en contra de las normas del buen vestir—afirma Benedikt.

    Gründler responde a su sarcasmo con una sonrisa forzada. La destitución del poderoso canciller y su creciente desconfianza en el rey y príncipe elector han mermado su fe en el inalterable orden mundial.

    Gracias a que Gründler había investigado las estafas de Beichlinger, Benedikt había descubierto la parte de león de la fortuna del canciller, lo que le valió su ascenso.

    —Debe terminar el informe, Gründler. Lo necesito para esto.—Benedikt señalarla carpeta roja.
    —No me costará nada, monsieur Benedikt. Si la vigilancia de Böttger se organiza bien...

    «Típico de Gründler: excelente talento para combinar el detalle, pero sin la más mínima visión de conjunto».

    —Se espera más de nosotros.

    Gründler le mira interrogante, pero Benedikt no le da ninguna explicación.

    —Va a viajar a Berlín, monsieur Gründler.
    —¿A Berlín?—pregunta con tristeza para asegurarse y le mira ofendido, como si quisiera decir: ¿cómo puede usted exigirme que haga un esfuerzo semejante?

    «Como engorde más, los bultos de grasa le van a tapar las cuencas de los ojos», piensa Benedikt, y se lo imagina con unos palillos metidos en la piel junto a las fosas nasales, para poder ver.

    —Al lugar del experimento. ¡Partiremos de allí!—añade impasible.
    —¿Figura todo en el expediente?
    —¡Muy poco!—Benedikt abre la carpeta y lee en alto: «cinco personas atestiguan que el ayudante de boticario Johann Friedrich Böttger fabricó oro químico a partir de quince monedas de diez peniques, cuyo peso equivalía a tres onzas de plomo, en el laboratorio de su patrón, Friedrich Zorn, el primero de octubre de 1701, en la segunda planta de la botica, situada en Molkenmarkt 4. El joyero real, Bose, afirmó al día siguiente que la muestra que acababa de examinar estaba hecha de oro puro». A continuación figuran los apellidos. ¿Qué fue lo que vieron exactamente esas cinco personas? ¿Qué clase de fórmula secreta le habrá revelado el misterioso monje Laskaris? Pregúnteles uno a uno. Y apunte todos los detalles. Los periódicos berlineses Einkommende Ordinari y Correo decían entonces que Leibniz había hablado con la gente y estaba convencido de que todo había sucedido de forma normal—observa Gründler en un último intento de evitar el incómodo y quizás arriesgado viaje—. Los prusianos exigen que Böttger sea restituido, pero no se sabe cómo reaccionarán cuando se enteren de semejante interrogatorio.
    —¿Leibniz? ¿Es alquimista?
    —Me refiero al profesor Leibniz, el conocido filósofo, monsieur Benedikt.

    Benedikt se encoge de hombros con indiferencia.

    —Ah, uno de esos caballeros ajenos al mundo. Seguro que lo habrá descifrado todo.

    Odia que Gründler presuma de su saber ante alguien sin formación como él. «Unos cuantos semestres en las escuelas superiores no le dan derecho a ser arrogante. Gründler no tiene título universitario, de lo contrario no habría venido a parar aquí».

    La cólera de Benedikt se va aplacando a medida que abandona las dependencias de la administración. Gründler no es tan malo. En su casa besa el suelo que pisa Malgorzata. Cómo no iba a causarle satisfacción que un joven compañero de la administración se quite el sombrero ante su inteligencia. Nadie se inclina ante él. Recuerda que Gründler acudió a un Collegium Chimycum experimentale en Leyden. Sus conocimientos podrían serle útiles. A pesar de todo, decide no preguntarle si cree que el vil metal puede transformarse en oro. Es tan listo como Gründler, él mismo puede informarse sobre el tema.

    Se encuentra con el pastor Lohse en la Schreibergasse. Demasiado tarde para darle esquinazo.

    —¡Buenas tardes, pastor!

    Los labios de Lohse están sellados. Sus ojos le miran con frialdad. Callado, como si no alcanzara a comprender, niega con la cabeza.

    «¡Lo sabe!», piensa Benedikt. En lugar de continuar, demora su paso y se detiene ante él, como si le detuvieran fuerzas sobrenaturales, con la cabeza algo baja, como entonces. Había vaciado la limosnera, dejando caer en el suelo unas monedas, y luego se las había metido en el bolsillo. El pastor le había reprendido con fuerza, pero al fin había posado la mano sobre su cabello, perdonándole.

    —¡Judas!—murmura ahora entre dientes.

    Benedikt levanta la cabeza. Se siente como un delincuente ante el inquisidor. No espera clemencia de este servidor de un dios airado, vengativo. Vacilante, sigue su camino. A los pocos pasos recobra su orgullo. «Nada puede hacerme la Iglesia. La administración me protege».

    En cierto modo, tiene que agradecerle a Lohse su puesto. Años atrás, le había llamado la atención su clara voz durante una misa en el orfanato. Pronto Benedikt vestía el hábito negro de los monaguillos, con su cuello blanco y duro, y cantaba en la capilla del castillo, en la Kreuzkirche, en la Sophienkirche y también a la mesa del príncipe. Al mismo tiempo, copiaba las notas para el director del coro de la Kreuzkirche, pisaba los pedales del fuelle del gran órgano y de vez en cuando limpiaba la nave. La comunidad le llamaba «nuestro Benedikt» y nadie se sorprendió de que, por recomendación de Lohse, ocupara el puesto vacante de sacristán. Escuchaba las prédicas del pastor, leía con pasión la Biblia y las Sagradas Escrituras y frecuentaba los círculos de la comunidad.

    Todo aquello sucedió el año en el que el príncipe se convirtió a la fe católica para tener opción a la corona polaca.

    Un domingo, un hombre de cabello blanco le pidió que le explicara parte de la prédica del pastor Lohse, pues era duro de oído. Al fin de semana siguiente le invitó a comer en el mesón de Küchler. En su tercer encuentro, se identificó como empleado de la administración.

    —En confianza: ¿qué opina el pastor Lohse acerca de la conversión del príncipe, estimado señor Demuth?

    Benedikt le informó solícito:

    —Teme que obliguen a los luteranos a abrazar la nueva fe.
    —¿Es eso lo que piensa la comunidad de la Kreuzkirche? Trate de investigar, nos interesan los detalles.—Le deslizó medio florín en la mano.

    En el cuarta cita y atendiendo a sus deseos, Benedikt le entregó su informe por escrito. Averiguó lo que le gustaba escuchar al hombre de cabello blanco y dio rienda suelta a su imaginación. Escribió que las reuniones de la comunidad se abrían siempre con la oscura canción: «Acompáñanos Jesucristo, pues se acerca la noche», se empleó a fondo refiriéndose a apoyar a la princesa contra los papistas, a los que no se les había perdido nada en Sajonia, y apuntó haber escuchado de boca del notario Lämmel que, si era necesario, defenderían la fe verdadera a capa y espada siguiendo el ejemplo de Gustavo Adolfo, rey de Suecia, y aniquilarían al gobernador Fürstenberg. Desde entonces, el notario Lämmel no ha vuelto a la comunidad. Se rumorea que está encadenado en la cárcel de Königstein. Y por su parte, Benedikt obtuvo el puesto en la administración. Le contó al pastor Lohse que trabajaba en los Arbitrios municipales y lo justificó con un certificado sellado. ¿Cómo se enteraría Lohse de la verdad? ¿Acaso habría un «topo» en la administración?

    Cae la noche cuando Hilscher llega a la librería. El librero, un hombre enjuto de la edad de Benedikt, está sentado al fondo de la tienda, medio oculto entre pilas de libros. La lámpara de aceite alumbra un pequeño cuaderno abierto. Sus muletas descansan al borde de la mesa. La pata de palo en el armazón parece un cepo. Años atrás, sólo verlo obligaba a dar limosna. Hoy nadie le suelta una perra a un hombre de pata de palo, aunque hubiera sacrificado su verdadera pierna luchando por Occidente contra los turcos. La interminable guerra contra los suecos deja a muchos mancos y cojos.

    Por suerte el librero no vive de la caridad. Su idea de comprar libros usados a mitad de precio y venderlos sacando beneficio ha tenido éxito. El negocio progresa. La campanilla de la tienda anuncia café con azúcar y todo el que entra en la librería—y la ha ampliado nada menos que a cinco habitaciones— se siente en su casa.

    Benedikt se para a observar al librero un buen rato. «Un lector silencioso», constata con envidia. Benedikt tiene que leer en alto, o al menos mover los labios. Una gran desventaja. Quien quiera saber lo que lee él sólo tiene que mirarle los labios. Podría llevarle a la ruina en un oficio como el suyo. Carraspea.

    —Ah, es usted, Benedikt. ¿Busca algo sobre cañones?
    —Esta vez sobre procesos químicos, las transformaciones de los metales—dice Benedikt. «¡Menuda memoria para los nombres!» Por un momento se le ocurre proponerle a Haxthausen que emplee al librero en la administración.
    —¿También está investigando sobre la fórmula secreta? Si todos los que quieren fabricar oro lo consiguen, pronto no nos quedará ni plomo ni hierro.

    Benedikt se ruboriza y el librero se disculpa. Los deseos de sus clientes no son de su incumbencia.

    —En la cuarta bóveda. ¿Puedo ayudarle?

    Benedikt responde antes de que coja las muletas:

    —Puedo arreglármelas solo.

    Su primera visita a la librería de Hilscher se remonta a dos años atrás. Una investigación que le había encargado Haxthausen. ¿Quién se interesa por los libros que la censura sajona califica de «muy escandalosos»? Para ello, había tenido que hacer un estudio general sobre los hábitos lectores de ciertos clientes. Por suerte pudo endosárselo a Gründler. Se pasa noches enteras leyendo escritos filosóficos y también ficción. La experiencia lectora de Roland se limita a: «Su Alteza Aramena de Siria», un regalo de la administración por su aniversario de entrada en servicio. El libraco le sirvió para practicar la lectura. En general, después de dos páginas se aburría, se le caían los ojos y se irritaba, porque no conseguía avanzar.

    La segunda sección está abarrotada de historias de ese tipo. Manejables volúmenes en piel del tamaño de un octavo, libros viejos manoseados, pliegos en pergaminos de color amarillo grisáceo con letras doradas en el lomo. No se va a leer ni Banisa de Asia ni Octavia de Roma. La librería entera le causa el efecto de «Su Alteza Armena de Siria»: una gota de sueño en cada volumen. Sólo le alegra la vista una bella mademoiselle subida a la escalera de los libros. «Lectora en casa de una anciana baronesa. Puede que sea quien mejor conoce a su señora y ahora tiene que estirarse para alcanzar los libros más altos». Benedikt se agacha, fingiendo que busca en la fila de más abajo, y echa un ojo debajo de su falda. Puede seguir el bordado de sus medias hasta los ligueros de color lila por encima de las rodillas. Satisfecho de haber disfrutado con algo en los estantes superiores, decide preguntarle al librero por un volumen de atrevidas estampas de París que ronda por la administración.

    En la cuarta cúpula las escaleras conducen hacia abajo. Carece de ventanas y tan sólo la alumbran las velas de los candelabros del techo y las lámparas de aceite. Igual que en su primera visita, a Benedikt le llama la atención el fuerte olor a incienso. Se pregunta si el librero quemará aloe, mirra, sándalo u otras especias aromáticas para ocultar la fetidez de las lámparas humeantes y el aire viciado del sótano. ¿O será que los aromas despiertan los sentidos y la fantasía de los clientes, y aligeran sus pasos hacia los misteriosos y complicados escritos de la cuarta estancia?

    Al entrar se siente observado, pero al examinar con atención a cada uno de los clientes se da cuenta de que pasa desapercibido. ¿Qué trae por aquí a Ahmad Ghalib, el dueño del café de la Brähnitzgasse? El turco está sentado en el suelo reluciente con las piernas cruzadas y unos pantalones bombachos amarillos con manchas castañas, como si estuviera anunciando su café. Su rostro está tan pegado a la página abierta que se le escurre el fez rojo de la cabeza. Un profesor de la escuela de Kreuz está sentado en el único taburete. Un hombre malhumorado, de barba rala y granos en la frente, se apoya en la columna limpiando sus anteojos con el revés de su miserable chaqueta gris. Repulsivas manos rojas, corroídas. ¿Será un curtidor o un tintorero de lanas que se ha perdido aquí? Ya le había visto en algún lugar, pero no le recuerda.

    Las estructuras de las paredes no bastan para las innumerables obras teológicas, astronómicas, médicas y filosóficas. Benedikt se queda perplejo ante las estanterías del tamaño de un hombre que cruzan la habitación, haciéndola angosta y laberíntica. El profesor le mira de reojo desde una esquina. En sus labios se dibuja una sonrisa irónica, como si dudara que supiera leer.

    Benedikt le vuelve la espalda y coge nervioso el primer libro que encuentra: un estudio teológico en latín. Le cuesta encontrar los tratados de química. Se queda cautivado ante un Promptuarium Alchemiae. «Todos los metales tienen su verdadero origen en el ph arriba citado». ¿A qué se refiere con «citado más arriba»? ¡Ya había aparecido una vez! ¡Y ahora otra! «Prima materia o también materia prima, la materia fundamental, el principio de toda sustancia metálica». Bien. ¿De qué hablaba? Ah, sí, del mercurio.

    «Mercurio—escribe el autor— es, por así decirlo, la cera virgen de los metales, que posee la capacidad de retener en sí mismo cualquier sigilo o huella, pero en ningún modo se mezcla con él».

    ¿Qué querrá decir? «(...) la simplicidad más absoluta (...) pero no la heterogeneidad o diferencia de la forma que le caracteriza en su origen metálico, y mucho menos la tosca impureza y mancha de la esencia del metal o de la luz del fuego del espíritu».

    ¡La luz del fuego del espíritu! Justo lo que necesita. Poco importaría que los disparates estuvieran escritos en una lengua extranjera, de todos modos no los entiende. ¡Y eso que no es estúpido! Dos años atrás, los libros de artillería, cañones y balística le habían sido de gran ayuda para demostrar la culpabilidad del corrupto capitán encargado del suministro de armas. No habían sido sencillos, pero esto de aquí...

    Reprime un suspiro, devuelve el Promptuarium a su sitio, coge otro volumen, vacilante. En realidad, ¿qué es lo que busca? Tiene que interrogar a Böttger. Sabe demasiado poco sobre su oficio, o sólo lo que todos saben. Es alquimista. Los alquimistas quieren fabricar la piedra filosofal, que transforma el vil metal en oro. La llaman piedra, aunque en realidad sea polvo rojo o, cuando se disuelve, un líquido. La verdadera piedra no sólo transforma los metales: también es la medicina que todo lo cura y la luz que brilla eternamente. ¿Cómo conseguir una maravilla semejante? Descubrirá lo que los fanáticos adeptos y académicos no han descubierto. O no han revelado. Sólo tiene que pensar como ellos.

    Lee acerca de un camino mojado y un camino corto y seco que conduce a la creación de la piedra, se atasca en confusas cifras, conjuros y combinaciones astrológicas. Los olores aromáticos le nublan los sentidos. El café que bebe es fuerte. Comienza a palpitarle el corazón, pero piensa con claridad. Dos ojos le miran burlones a través de un agujero. Separa los libros. Ve a un hombre con una chaqueta polaca azul con una faja escarlata, una boina húngara y un bastón de peregrino en la mano derecha como si fuera a emprender una marcha por la librería. Su descripción encaja con el informe y enseguida le reconoce: Laskaris, el misterioso monje griego. El hombre que, en Berlín, le dio a Böttger el elixir con el que fabricaba oro. ¿Laskaris, el poseedor de la piedra filosofal? ¿Qué busca aquí? El cerebro de Benedikt comienza a funcionar a toda velocidad y con una lógica asombrosa.

    Se dice que Laskaris recorre Europa recaudando dinero para comprar la libertad de los cristianos apresados por los turcos. ¡Dinero! Es laborioso conseguirlo y difícil transportarlo. ¡Cuánto más fácil sería que alguien fabricara oro! En junio, Böttger había huido no hacia el norte, sino hacia el sur. Hacia el imperio austrohúngaro y, ¿por qué no iba a llegar a Estambul? Laskaris, Ahmad Ghalib, el hombre de las manos corroídas cuyo nombre recordaba ahora: Johann Weißler, minero, y ahora uno de los ocho ayudantes de Böttger. Todo encaja. El monje griego, el turco, el ayudante de Böttger. Ayudantes. Conspiradores que se han citado en la cuarta cúpula. ¡Un complot para entregar al alquimista al sultán turco! Lo siguiente que se le ocurre es apresar a Laskaris e interrogarle según los métodos de la administración. Se apresura por entre los estantes.

    «¡Estaba ahí! ¡Imposible que haya desaparecido! Ya no está en la cuarta cúpula. Benedikt corre por las escaleras que conducen a la quinta habitación. Una corriente de aire entra por la ventana abierta. ¿Habrá bajado aquí? ¿O habrá regresado a la entrada?» El librero no ha visto a nadie, y ninguno de los caballeros de la cuarta cúpula ha advertido la presencia del monje.

    El incienso, el café fuerte... Quizás le engañaran los sentidos. ¡Un hombre no desaparece así como así!

    Benedikt regresa vacilante al punto de partida: los fantasmas siempre se aparecen más de una vez. Coge el Promptuarium sin razón aparente. Una hoja cae del libro. Se agacha y se esfuerza en descifrar las letras vetustas, enrevesadas.

    «Te aseguro que todo aquel que intenta comprender palabra por palabra lo que han escrito los filósofos herméticos, se pierde en los meandros de un laberinto del que jamás conseguirá salir. L.»

    «¡Laskaris!»

    Benedikt levanta la cabeza. «¡Ahí están otra vez los ojos negros, burlones!» Rodea el estante dando un salto.

    «¡Los ojos han desaparecido!»


    Capítulo 4


    Lisa deambula por el mercado viejo bajo el ardiente sol del mediodía. Ya lo ha rodeado tres veces, con la mirada perdida en las vitrinas de las tiendas porticadas, construidas en casas de piedra, y al mismo tiempo sin quitarle ojo a la entrada del ayuntamiento. Toma entre sus manos agua de la fuente Justitia y se refresca el rostro. Cuando se incorpora, ve que el secretario abandona el ayuntamiento acompañado de dos jueces de paz y del juez. Se ha reunido el tribunal que administra la pena capital. Roland entrará en el calabozo por la puerta lateral. Temblándole las rodillas, se dirige al puesto de los curtidores en la entrada de la Schössergasse. Se acerca al secretario judicial, que examina y manosea una bolsa para el dinero.



    —El juez le ha condenado—le susurra.
    —¿Cabe esperar clemencia?

    El hombre niega con la cabeza.

    —Le han torturado. Ni siquiera se ha planteado demostrar que no es culpable. Retractarse de su confesión y jurar su inocencia ante Dios sólo habría empeorado las cosas.
    —¿Hay algo peor que la pena de muerte?—musita Lisa, desesperada.
    —La clase de muerte que le darán, mademoiselle. En caso de perjurio, le ejecutarían cortándole la lengua de cuajo y partiéndole la mano. Por suerte ninguno de los ladronzuelos de la banda ha matado a nadie. El tribunal lo ha considerado una circunstancia atenuante. No será descuartizado ni sufrirá tormento alguno, simplemente le decapitarán, y a continuación despedazarán su cadáver en la rueda.

    «¡Simplemente le decapitarán!» Lisa busca apoyo en el palo del toldo y se esfuerza por no mostrarse afectada. No quiere rendirse. Había ido a Ostschatz disfrazada de viuda, con una peluca y un velo de luto, para vender dos cadenas, y a Nossen con el anillo de rubíes. Había seguido a Roland hasta Dresde con la delirante esperanza de contratar a unos cuantos muchachos que osaran sacarle del calabozo o apuñalar al juez, pero sólo había conseguido que el secretario judicial le contara algo sobre el desarrollo del proceso.

    —¿No existe la posibilidad de que lo demoren?
    —No. Será ejecutado hoy, una hora antes del anochecer. Pronto se hará público.

    Lisa baja corriendo los prados del Elba. Necesita tranquilizarse, aclarar las ideas, pero el dolor es demasiado fuerte. Solloza y se echa en la hierba. Levanta la cabeza al escuchar al pregonero en el puente. No alcanza a comprender sus palabras, pero sabe lo que está anunciando.

    Cerca de allí se posa una cigüeña con el pico apuntando al puente, como si la noticia le importara.

    Piensa en el dicho campesino de Hinrichs: «cigüeñas en tierra pasado San Bartolomé, invierno cercano». Hoy es san Bartolomé. Un 24 de agosto, un día funesto. Roland va a morir.

    «¡No quiero que llegue el invierno, no quiero pasar ni un día sin Roland!», grita al río, callada.

    La ejecución de Roland y su banda ante la Puerta Negra de la ciudad vieja de Dresde atrae a más gente que los últimos fuegos artificiales del Elba. Los maestros artesanos han dispensado a sus compañeros y aprendices, los comerciantes han cerrado antes sus tiendas. Se les permite a los criados acompañar a sus señores al lugar de la ejecución y hacer sitio a sus carruajes. Algunas damas van vestidas de domingo.

    —Creen que van a bailar con el jefe de los ladrones sin cabeza—bromea Gründler antes de despedirse de Benedikt—. Se dice que era un joven atractivo antes de la tortura.

    Aquella mañana, el delegado de Haxthausen había indicado a los empleados de la administración dónde debían colocarse según un plano dividido en cuadrículas. Benedikt se abre paso hasta la posición Q II. El sol brilla al oeste. Sobre su rostro cae la larga sombra de una columna de la vieja horca. No refleja ni curiosidad ni ansiosa esperanza, algo que le diferencia de las expresiones desencajadas de los presentes. Algarabía, risas, apuestas. ¿Le separará el verdugo la cabeza del tronco de un solo golpe? «¿Por qué despertará tanto interés una ejecución en público? ¡Si a la gente no le gusta pensar en la muerte!»

    Siente cierta conmoción al llegar al patíbulo. Haxthausen le ha dado órdenes: «observe a los espectadores, sus reacciones, su comportamiento, sus opiniones. Haga notar su presencia pero nunca intervenga, incluso si llegaran a asaltar el patíbulo. Para eso están los soldados y los alguaciles. Directiva 7 K, ¿entendido? ¡Quédese en segundo plano!»

    Aquel día habían encadenado a tres incendiarios a las columnas del patíbulo y les habían rodeado de madera, cerca de ellos. El ayudante del verdugo se encargó de prender fuego. Las llamas ascendieron con rapidez. Los hombres medio desnudos intentaban escapar del calor, desesperados. Derviches danzarines, marionetas grotescas contorsionándose. Benedikt no podía dejar de mirarles. El primero cayó sin vida. El aire olía a carne quemada. Las chispas se arremolinaban ante los ojos de Benedikt. Vomitó. A la mañana siguiente, Haxthausen le mandó llamar.

    —¡Me han dicho que se quedó petrificado mirando a los condenados y que, por si eso no bastara, se desmayó!
    —No sé cómo ha podido sucederme, nunca había presenciado antes una ejecución—balbuceó cabizbajo, trastornado por conocer de pronto aquella parte de la administración. Era observador y estaba siendo observado. Era cazador, pero le cazarían si tomaba el camino equivocado o... En algunas situaciones tendría que moverse como un funambulista y actuar con astucia como... ¡Como el Benedikt Demuth que era!
    —No volverá a suceder, excelencia.

    Nunca volvió a suceder.

    Aprendió a contemplar impasible el horror del patíbulo. Nunca participó del placer macabro del que disfrutaban los curiosos al ver cómo colgaban, cegaban, descuartizaban, destripaban, cortaban las manos o inventaban cualquier otro castigo, tortura o entretenimiento para reclamar la atención del público, y poco importaba cómo se comportara. Quien protesta a viva voz por un veredicto y exige sin cesar clemencia para un delincuente es culpable, pero hoy no es el caso. Al contrario: el hombre que está a su lado se queja porque a Roland no le han roto las extremidades en la rueda antes de decapitarle. Benedikt escribirá en su informe: «no se ha constatado ningún hecho destacable».

    Miente. Sí que se ha constatado: el día de san Bartolomé ha marcado su destino. Detrás de él, a un lado, es alta, delgada y tan preciosa que no puede dejar de mirarla. Un vestido veraniego de color claro, cabello rizado, rubio, rostro proporcionado pero lívido como el de un cadáver. Honda tristeza en sus ojos. Desearía que la bella mademoiselle se fijara en él. Sus pupilas dilatadas por el terror siguen al condenado a muerte al patíbulo.

    No se han esforzado en ocultar las huellas de la tortura. Señales de quemaduras rojas bajo la camisa hecha jirones y marcas de latigazos. Los brazos le cuelgan inertes, a los lados, sus pies no le obedecen ya. Parece que los alguaciles estuvieran arrastrando un muñeco de paja por el callejón que han despejado los hombres armados, subiendo las escaleras de piedra que conducen a la plataforma de la horca.

    Roland se arrodilla ante las grandes columnas. Las sogas se bambolean en los travesaños como enormes trampas para pájaros. La multitud se dispone a escuchar cómo encomienda su alma a Dios, o a deleitarse con sus maldiciones obscenas, insultos blasfemos e improperios que le dan aliento ante su brutal viaje sin retorno.

    Roland guarda silencio. Niega con la cabeza al pastor que le ofrece consuelo espiritual, pero Benedikt, muy cerca del lugar de los hechos, observa cómo los ojos del bandido escudriñan la multitud. En su rostro magullado se dibuja una callada sonrisa, como si acabara de distinguir a alguien. Mira en la dirección de Benedikt, se lleva la mano a la cabeza y juguetea con su cabello mugriento, abriendo las manos y doblando los dedos con energía. «¡No se estará contando los piojos en los últimos segundos de vida!»

    Benedikt se vuelve. Los dedos de la mademoiselle rubia también se enredan en su pelo. «¡Se están haciendo señas!» No consigue interpretar lo que dicen, pero deben de conocerse a fondo para entenderse así. ¿Será su amante o su hermana? Sólo se ha encontrado una parte del botín de la banda de Roland. Tiene que avisar al comisario.

    El ayudante del verdugo le venda los ojos a Roland. El ejecutor blande la espada en el aire dibujando un semicírculo, y como Roland no se mueve, le separa la cabeza del tronco con el primer golpe.

    Las voces de la multitud ahogan el grito de la muchacha, que se lleva un pañuelo a la boca e intenta no llamar la atención.

    Su dolor le impide seguir las ejecuciones de los bandidos restantes, pero se queda hasta que colocan los cuerpos decapitados en las ruedas de tortura frente al patíbulo, y espera a que se disipe la muchedumbre. A continuación se acerca despacio, entre sollozos, a la rueda que sobresale de entre las demás, y arroja una rosa al pecho magullado de Roland.

    El gesto despierta en Benedikt un sentimiento nuevo: le gustaría pasarle el brazo por los hombros y consolarla. En el burdel de madame Slawinska él paga un precio especial por el amor, pues su posición le permite hacerles pequeños favores a madame y a sus protegidas, pero de pronto ese amor no vale nada frente al de la muchacha.

    No va a avisar al comisario. El deseo de conocerla es tan fuerte que le gustaría hablar enseguida con ella, pero sin duda no es el momento oportuno. La sigue por la ciudad vieja de Dresde, marcada por el gran incendio, luego por el puente sobre el Elba hasta el centro de la ciudad. No le hacen falta los trucos que le enseñó el subsecretario durante su formación («persecución disimulada de un sujeto a seguir»). Su tristeza le impide prestar atención a lo que le rodea. Tras vacilar un instante, la sigue al edificio de tres plantas en las inmediaciones de la lujosa Rampischengasse. No es una zona nada barata.

    Ha desaparecido. Llama a la aldaba de la casa vecina.

    —Los señores no están en casa—dice una sirvienta de voz meliflua, con una cofia por la que asoman sus rizos negros.
    —Soy Rieger, del ayuntamiento. Departamento de orden público.—Benedikt le pone delante de las narices un escrito con un sello rojo—. Quizás pueda ayudarme— pasa delante de ella y cierra la puerta—. Estoy investigando una reclamación. Se me ha dicho que en esta casa hay una joven dama que mantiene una relación ilegítima, prohibida, con un hombre casado.

    Abre los ojos como platos y suelta una risita ahogada.

    —¿Tan grave es eso, señor consejero de la administración?
    —Como usted sabe, va contra las costumbres, la ley y los mandamientos.

    La sirvienta suspira y piensa en las veces que ha pecado con el esposo de su señora.

    —Si se refiere a Lisa, la que vive en la parte de atrás, es una muchacha decente. No mantiene ninguna relación deshonesta.

    Lisa Brunger, apunta Benedikt, reside en Salzgasse 4 desde hace tres semanas, trabaja en «El anillo dorado», en el mercado viejo.

    —Esta conversación es absolutamente confidencial. Si lo comentas por ahí, te meterás en un lío.

    La muchacha asiente. Ya había oído hablar de interrogatorios de este tipo.

    Benedikt sale de la casa por la puerta de atrás. Un fabricante de ruedas trabaja en el patio. Desde el tejado de su taller se alcanza con facilidad la ventana de la adorable joven.

    Al llegar a «El anillo dorado», en el mercado viejo, la posada más elegante y cara de Dresde, se presenta a la posadera como empleado del censo.

    —Lisa Brungler, ¿trabaja aquí de camarera desde hace algún tiempo?
    —¿Camarera? Hace tres semanas que empleamos a una tal Lisa para limpiar las habitaciones.
    —Las muchachas, ¿viven en la casa?
    —En la habitación de servicio, en la buhardilla. Pero Lisa es algo mejor. Tiene una habitación en la ciudad.
    —¿Puede permitírselo?

    La posadera sonríe con malicia.

    —No con lo que gana, si me entiende...

    Benedikt encarga al informador Gosel que vigile a Lisa y le paga unos pocos peniques de su bolsillo. Nadie de la administración debe meter las narices en esto.

    Dos días más tarde, Gosel le comunica que ha acudido a la tienda del joyero Marscher, en la Puerta Meißner, vestida de viuda, con velo y peluca.

    —¿Pasó mucho tiempo dentro?
    —Muy poco.

    Benedikt silba entre dientes.

    —Una dama no compra una joya en unos instantes.

    Pide un palanquín y se dirige a la Puerta Meissner.

    —Monsieur Marschner, ayer por la tarde una joven le compró una joya, una viuda.

    El joyero, un hombre menudo, nervioso, se balancea de arriba a abajo como el mecanismo de un reloj, se frota las manos y vigila a su ayudante, entretenido con un cliente.

    —Yo comercio con joyas, señor mío. La tienda va bien, compramos y vendemos, viene mucha gente. ¿Una viuda? No lo recuerdo.
    —Lástima, lástima.—Benedikt menea la cabeza pesaroso—. Mi empleado ha descubierto unas cuantas irregularidades en su declaración de impuestos y casi lo había olvidado. Si se acuerda, él le refrescará la memoria...
    —¿Una viuda... Ayer por la tarde...? Mire, ahora que lo dice... Me vendió un broche precioso.
    —¿Puedo verlo?
    —Por desgracia ya lo he...
    —Estos dichosos impuestos. Hay que pagar por todo—murmura Benedikt.
    —Qué razón tiene—suspira el joyero, desaparece en la parte de atrás de la tienda y regresa con la alhaja.

    Benedikt la examina tomándola entre los dedos.

    —Si no me equivoco es propiedad del concejal Clauser, de Freiberg. La banda del astuto Roland saqueó su casa. Es parte del botín. Podría denunciarle por encubrir un hurto. Le propongo hacerle un favor: permítame que me lo lleve para nuestras investigaciones y haré la excepción de no delatarle. El asunto queda entre nosotros—y añade en un tono peculiar—: ¿Precisa usted un recibo o confía en mí?
    —Por supuesto que cuenta usted con mi confianza, venerable monsieur Benedikt—le asegura el joyero, cohibido.


    Capítulo 5


    Gründler ha regresado de Berlín, satisfecho y sobrio. Lleva zapatos nuevos, con lazos, una pechera blanca como la flor del almendro, tiene las uñas limpias y da la sensación de haber rejuvenecido.



    —Malgorzata parece haber cambiado en Berlín, nos hemos entendido a las mil maravillas.
    —Por lo que veo he contribuido a una segunda luna de miel.

    El gordo de Gründler se ruboriza, pero no deja de ensalzar a su Malgorzata. En la botica de Zorn, en calidad de científico, mostró especial interés por los remedios basados en el metal, confesó sus ambiciones comerciales y planteó la posibilidad de vender los productos de Zorn en las boticas sajonas. Tuvieron algunas conversaciones.

    —Malgorzata agradó a la joven esposa de Zorn, y esta le mostró encantada su laboratorio. Malgorzata fingió interesarse por todos los hornitos, matraces, vasos de cristal y alambiques.

    «Así que aquí fabricaba Böttger el oro químico del que hablan las gacetas?». No me hizo falta pedirle a Zorn que me describiera el experimento: él mismo lo hizo.

    —Al fin llegamos al fondo del asunto—suspira Benedikt.
    —En principio está todo en nuestros documentos. Como es natural, quiso impresionar a Malgorzata adornando la historia con detalles horripilantes y convirtió su laboratorio en un aquelarre. Hizo que todo borboteara y silbara en la penumbra, que las llamas brotaran de los braseros de carbón y que el crisol ardiera al rojo vivo sin necesidad. Describió el tétrico efecto de la enorme sombra del alquimista en la pared. Imitó el terrible grito de su yerno: «¡Por Dios, el diablo en persona!» Se notaba que lo había practicado, no lo contaba por primera vez. Por supuesto que exageraba. Pero en nuestro informe falta algo—se callan—. Puede que no sea tan importante.
    —¡Hable de una vez!
    —Los testigos que lo presenciaron. Porst, colega de la administración, la esposa de Zorn, todos dicen lo mismo: en el momento en el que Böttger tiñó la plata fundida, salió una llama del crisol que les cegó. El humo era tan negro que les hizo toser y les irritó los ojos.
    —Se refiere a que podría haber echado algo en el crisol en ese momento... ¿Un pedazo de oro, tal vez, sin que nadie lo advirtiera?
    —Un pedazo de oro, tal vez—afirmó Gründler—. En Leyden nos hablaron de los engaños de supuestos adeptos. Emplean un crisol con doble fondo, usan varitas huecas que rellenan de polvo de oro y revuelven con ellas la plata fundida, agujerean pedazos de plomo y los rellenan de oro, y en la plata fundida...
    —¿Y Laskaris?
    —Al principio pensé que ese tal Laskaris era una invención de Böttger, pero resultó que merodeaba Berlín. Hablé con su posadero. ¿Por qué un monje de Mitileno le da a un joven la fórmula, mientras él vive en una fonda miserable e intenta recaudar dinero para los prisioneros cristianos? ¿Por qué no fabrica el oro él mismo?
    —¿Se le ocurre alguna explicación?
    —Hipótesis, monsieur Demuth... Eh... Monsieur Benedikt.

    A Benedikt no le gusta que le llamen por el apellido, suena demasiado modesto, pero Gründler se confunde a veces.

    —Zorner me describió a Böttger como un químico loco. Pasaba cada minuto que tenía libre en su laboratorio, entre alambiques, brasas ardientes y crisoles. Vertía líquidos en los metales y le mostraba a Zorn sus experimentos: «he cubierto granos de hierro con una solución de vitriolo de cobre. Pasadas veinticuatro horas se ha formado un líquido rojo espeso alrededor del hierro y la solución se ha vuelto verdosa. ¡Todo puede modificarse! ¡La transformación de los metales no preciosos en oro es una cuestión de tiempo!». ¡Por no hablar de sus ansias de saber! Se pasaba noches enteras leyendo escritos sobre la alquimia, Lullus, Libavius, Valentinus. Experimentaba siguiendo sus pautas, fundía, separaba, destilaba... Para un químico no existen principios como en la física o las matemáticas, monsieur Benedikt: lo único que cuenta es la práctica, la experiencia. Debe observar, oler, probar, intentarlo miles de veces.
    —Gründler, ¡deje de deleitarse con sus recuerdos del Collegium Chymicum y vaya al grano!
    —El famoso Kunckel invitó a Böttger a participar en sus experimentos—continúa Gründler, quitándose importancia.
    —¿Kunckel?

    Gründler arquea las cejas y mira a Benedikt como si su ignorancia le sorprendiera.

    —Un adepto que descubrió el fósforo cuando buscaba la piedra filosofal e inventó el cristal rubí. En su taller de vidrio en una isla de Havel fabricó perlas y cristales de colores inimaginables. ¿Cómo es que no se ha enterado?

    A Benedikt le irrita que descubran su ignorancia, y se justifica mordaz:

    —¿Por qué iban a interesarme cosas que no puedo permitirme? ¿Y qué tiene eso que ver con Laskaris?

    Se va a enterar el gordo si se atreve a burlarse. Está muy por debajo de él en la administración, y no puede permitirse tanta insolencia.

    Gründler conoce bien a su joven colega. Impasible, sigue con lo que estaba diciendo.

    —Böttger es famoso por sus experimentos en la botica de Zorn y se le conoce como un químico joven e inteligente. De acuerdo con varios testigos, se presenta ante él el misterioso Laskaris, que afirma poseer el lapis philosophorum. ¡Consideremos las posibilidades! Laskaris le da a Böttger una prueba del ansiado elixir y le revela las complejas instrucciones para crear oro químico. ¿Por simpatía? ¿Por sentimiento paternal? ¿Para impulsar su talento?
    —Tanta generosidad me parece poco probable.—Según Benedikt, las personas se mueven por el interés.
    —Entonces, ¿por qué? ¿Sólo porque el monje errante tenía necesidad de contárselo a alguien? Supongamos que su maravilloso remedio es una solución coloreada corriente con la que busca engañar a otros adeptos por una buena cantidad de dinero. Llega a un acuerdo con Böttger. Después del experimento, su nombre está en boca de todos. ¡La gente se lo quitaría de las manos!
    —¿Dos estafadores?
    —O pongamos por caso que Böttger no consigue llevar a cabo lo que le han ordenado. Es ambicioso, pues el rey de Prusia o quienquiera que sea le dará dinero para sus tentativas. Sabemos que el rey Friedrich Wilhelm mandó llamarle tras el experimento del que hablaba todo Berlín.
    —¡Y Böttger huyó a Wittenberg!
    —Donde nuestro rey y príncipe elector se hizo con él y le trajo a Dresde.
    —¿Se acobardaría? ¿O es que el elixir de Laskaris tuvo el efecto deseado y sólo fue suficiente para ese experimento en concreto?
    —Sabía que no podría repetirlo y huyó.
    —Ahora intenta fabricar el elixir en la Casa del Oro. ¿Habrá llegado a sus manos la fórmula de Laskaris? ¿O se la revelaría el monje frente a una copa de vino? Pasaban bastante tiempo juntos.
    —Lo averiguaré—dice Benedikt para sí, y pregunta de casualidad—. ¿Ha tenido dificultades en Berlín, monsieur Gründler? ¿Le han puesto algún obstáculo los prusos a la hora de realizar el interrogatorio? Como sabe...

    Gründler niega lacónico, con la mirada fija en el escritorio, como si estuviera buscando algo.

    —No me pareció que nadie me espiara.


    Capítulo 6


    —Querido Benedictus—dice Haxthausen con tanta familiaridad que Benedikt se asusta y se teme lo peor. Cuando Haxthausen le pide que asista a una reunión en su casa con el docto conde Tschirnhaus y Pabst von Ohaih, señor de las minas de Sajonia, respira tranquilo y se siente halagado. ¡Benedikt Demuth en casa del consejero secreto más importante de todos! Si su madre hubiera imaginado los honores que le esperaban, no le habría abandonado en las escaleras de la Kreuzkirche treinta años antes.



    Claro. Benedikt comprende las extrañas circunstancias que han desencadenado la invitación, pero su entusiasmo no disminuye.

    —¿Me permite ver sus archivos, excelencia?

    El archivo secreto de la administración fue trasladado del sótano al desván hace dos años para evitar la humedad. Benedikt no sabe cuántos hay registrados. Sólo el jefe de la administración y su representante tiene acceso al depósito.

    Cuando entra en la sala del archivero, un funcionario con un sueldo excesivo y obligado a guardar el más absoluto secreto profesional, los documentos ya están preparados.

    Todas las carpetas siguen el mismo esquema: en primer lugar, un resumen de los datos más importantes, a continuación un sinnúmero de detalles adicionales, en parte transcritos meticulosamente por un escriba, en parte apuntes garabateados. Informes tal cual los había entregado Benedikt al hombre de cabello blanco, extractos de cartas interceptadas, copias de cuentas y recibos... Un batiburrillo de papeles.

    El informe de Pabst von Ohain es delgado y sin contenido. Un destacado metalúrgico. El rey y príncipe electo le había encargado abastecer a Böttger de las herramientas y materiales necesarios, pero también que se preocupara de que «no escapara». ¡Por lo que parece Starcke no había sido el único culpable de la fuga de Böttger en el mes de junio!

    El dossier del conde Ehrenfried Walther von Tschirnhaus es inabarcable. Benedikt ojea a toda prisa lo que se sabe de él: Nacido en 1651. Apenas se preocupa de su patrimonio, estudia Ciencias Naturales y Medicina en Leyden. Viaja a Londres, París, Italia. Conoce astrónomos físicos y astrónomos de todo el mundo. Es aficionado a los espejos ustorios y a las lentes, a estudiar las rocas y los minerales. Escribe tratados científicos y un libro: Ars inveniendi. ¡Maldito latín! No, aquí está en alemán, El arte de inventar.

    Benedikt se concentra en las partes del informe que están tachadas, subrayadas en rojo o anotadas.

    Declaraciones poco afortunadas acerca de la política del rey y príncipe elector con respecto a Polonia. Tras conversar con el excelentísimo señor—el nombre empieza por W, el resto está tachado— añadió al título «para que Polonia florezca y prospere» las palabras «y arruinar a Polonia». Crítica la guerra contra Suecia. Casualmente mantiene una estrecha relación con Beichlingen.

    Benedikt deja de leer. Una idea le lleva a una nueva pista: Beichlingen no está encerrado en Königstein sólo por malversación de fondos. Le habían destituido porque quería inmiscuirse en la política. El rey y príncipe elector debía firmar la paz con los suecos y aliarse con Francia en la guerra de Sucesión española. Para ello. Beichlingen había aceptado cuantiosos sobornos de los ministros franceses. ¿Y si Tschirnhaus también lo hubiera hecho? Los franceses mantienen buenas relaciones con la Sublime Puerta. El rey y príncipe elector ansia con desesperación el oro de Böttger para financiar al ejército e incluso ganar la guerra. Si los franceses le pagaban a Tschirnhaus para que Böttger... Junto ese turco, Ahmad Ghalib... Laskaris... ¡Disparates! Pero nada es imposible.

    —Recopilen hechos, señores míos, pero no olviden emplear su imaginación—añade Haxthausen al final de sus instrucciones. Tiene que analizarlo todo, pero antes que nada debe descubrir el secreto de Böttger antes que Tschirnhaus. Está convencido de ello. El alquimista nunca le habría contado todo a Tschirnhaus, hay demasiada rivalidad entre los investigadores.

    La correspondencia de Tschirnhaus con físicos, matemáticos y químicos franceses, holandeses e ingleses, carece de comentarios al margen. Sin embargo, junto al nombre de un filósofo holandés aparecen palabras como «extraño», «muy dudoso» o «¡atención!»

    Baruch Spinoza. Le basta con oír su nombre para que a Benedikt le parezca sospechoso. Hombres de muy diversa condición acusan a Tschirnhaus de defender las ideas de Spinoza. Salta a la vista que son muy peligrosas.

    Es inquietante que el señor conde sea espinozista.

    —¿Espinozista? ¿Qué significa eso?—Haxthausen hace una mueca de sospecha.

    Benedikt calla, desconcertado.

    —No entre en terreno resbaladizo, querido amigo. ¡Limítese a los asuntos que puede alcanzar a comprender! A Tschirnhaus le dimos ese mismo consejo. Los científicos deben mantenerse al margen de la filosofía y de la política.
    —¿Y no le obedeció?
    —Ese tal Spinoza atrae a la gente como él. Se ha inventado un Dios según métodos geométricos, unido a la naturaleza y sin estar por encima de ella. Le reconoce en las leyes del orden natural y no en los milagros que ensalza la Iglesia y que van en contra de la naturaleza. Los milagros exigen fe, nada verdadero, ni siquiera conocimiento. Quien ataca a la fe, atenta contra los dogmas de la Iglesia y termina arruinando al Estado. ¿Sabe cuál era el fin último del Estado, según Spinoza? Salvaguardar la libertad, no el orden. Una tesis peligrosa. Nosotros...—tose y corrige sus palabras—. La censura del electorado de Sajonia se ha hecho cargo de sus textos.
    —Me sorprende, Demuth. ¿Acaso no está presente en nuestras conversaciones? ¿O tiene mala memoria? ¡Hacer distinciones, no cortar a todos por el mismo patrón! No podemos equivocarnos en el caso de un hombre como Tschirnhaus. Las fábricas y las vidrierías que ha fundado cuentan con el auspicio del rey y príncipe. ¿Quién las dirigiría si le encerramos? No podemos prender al científico más famoso de Sajonia, al primer alemán miembro de la Academia de las Ciencias de París. Sí observarle, influenciarle, protegerle, pero hemos de acercarnos muy poco a poco. Con guantes de seda, Benedikt, ¡con guantes de seda! No lo olvide cuando se dirija a él en mi granja.

    Lo de «granja» lo dice en broma. Haxthausen adornó con estuco y columnas dóricas la fachada de su casa, heredada hace años, dándole el aire de un palacio urbano. Retiró la puerta por la que pasaban los coches de caballos y transformó el patio en una cuidada entrada con árboles, macizos de flores y hasta una fuente.

    Benedikt cruza el elegante empedrado y le echa un vistazo al carruaje del conde Tschirnhaus. Bonito coche, a la última moda. No es que sienta envidia pero, como siempre que ve algo que desea, se da ánimos con una palmadita en el hombro. «Tendrás tu oportunidad, Benedikt Demuth. Un día te pasearás en tu propio coche».

    Antes siquiera de llamar la puerta, le abre un criado de librea.

    —Los señores acaban de comer y están tomando el café en el salón.

    Por supuesto. ¿Cómo iba el jefe a invitar a comer a un subalterno?

    Descansan en butacas tapizadas y no beben café, sino vino. La decoración no deja lugar a dudas de que a Haxthausen le tienta el lujo regio. Benedikt se fija en los detalles con el vistazo rutinario y rápido del funcionario que es. Brillantes tapices de piel de color castaño rojizo, bordados caros, la estructura del canapé de la pared revestido de pan de oro. Hace una reverencia y mantiene la cabeza gacha. ¡No quiere que se le note el nerviosismo!

    El «mi querido Demuth» de Haxthausen suena fingido. Puede que sus comensales le hayan dado a entender que consideran una osadía semejante invitación.

    Tschirnhaus, el de las mejillas ajadas, profundas, y el rostro alargado y macilento surcado de arrugas, tuerce el gesto. La expresión que Benedikt conoce muy bien, que significa «¿cómo es que un hombre joven y atractivo trabaja en la administración del príncipe?» El jefe le ha dado fuerzas para luchar. «Su función es vital para el Estado, lo que la convierte en algo honorable, Benedikt».

    —No se quede ahí parado en la puerta, monsieur Demuth—dice.

    Puede que esté demasiado sensibilizado. Pabst von Ohain le mira con simpatía. El conde Tschirnhaus desconoce la importancia de su posición. No debería llevar una ropa tan servil. Chaqueta negra, medias negras, como un criado de la cancillería. ¡Al menos debería de haberse atado un pañuelo al cuello!

    El jefe va de punta en blanco, como es natural. Los colores de su chaqueta bordada combinan con las alfombras y el tapizado de las sillas. El jubón verde oscuro que lleva Tschirnhaus, tejido con hilo de oro, debe de haberle costado una fortuna. El traje de seda negra con bordados en plata del consejero le recuerda a Benedikt al que llevaba en el último desfile de Freiberg.

    —De no ser por Monsieur Demuth no nos habríamos reunido aquí—continúa Haxthausen—. Ha vuelto a pillar a Haxthausen. Como recompensa le he cargado de trabajo y le he confiado el caso del alquimista.

    Pabst von Ohain asiente con una sonrisa jovial. «No es más que un joven, para qué dificultarle su misión». Por un momento parece que quisiera replicarle al robusto y menudo Consejero de Minas y devolverle a Benedikt su repetida reverencia.

    La expresión del conde no se suaviza ante los esfuerzos de Haxthausen por poner de relieve a Benedikt, pero no rehusa beber con los demás.

    No se conforma con un vaso. El vino relaja a Benedikt, pero ha sido una buena idea proteger su estómago con un buen trozo de tocino. No se le traba la lengua cuando le dan la palabra.

    —El sistema de vigilancia está perfectamente organizado. Es imposible que...—dice buscando la palabra adecuada— Que consiga fugarse, pero no debemos olvidar que sus ayudantes de la Casa del Oro podrían ayudarle a establecer contacto con el mundo exterior. Sabemos muy poco acerca de la misteriosa fuga. Uno de los jardineros le vio hablando con un hombre que llevaba el traje azul de la corte y una peluca rubia. ¿Quién era?
    —¿No recuerdas que nos lo dijo? El hombre se presentó como Jacobus von Sternfeld. Enviado especial de su majestad el rey y príncipe elector, procedente de Varsovia—responde Pabst—. ¡No insista en el tema!

    Se acaba el vino y coloca el vaso con violencia en la mesa. La ira tiñe de rojo oscuro su rostro redondo, ya de por sí encarnado.

    —Como saben, nunca se envió un mensajero—dice Haxthausen, entremetiéndose—. No existe ese tal Jacobus von Sternfeld. Un ladrón cualquiera se hizo llamar así. Al ver su letra, descubrimos que se trataba de un aventurero pruso, Pasch. Pero está prisionero en Königstein. ¿No lo recuerda, Pabst? En diciembre de 1701 estuvimos observando lo que sucedía en una casa frente al castillo que había comprado el entonces consejero secreto. Poco después de haberse trasladado, Pauscher se dejó caer por allí. Un personaje conocido donde los haya que en Wittenberg había intentado raptar a Böttger para llevárselo a Berlín. Quién sabe cómo un bribón como él consiguió ponerse en contacto con Böttger y burlar la estricta vigilancia. Su único fallo fue la indumentaria. Su plan estaba bien pensado. Le agarramos en el último momento. Si hoy...—calla, pensativo.
    —¿Qué propone que hagamos?—masculla Tschirnhaus sin quitarse la pipa de la boca.
    —En cuanto conozcamos el trasfondo del asunto podremos evitar que se repitan este tipo de... ejem... de sucesos. Pabst: habló usted con él entonces, pero hay algunas incoherencias.
    —Me gustaría volver a interrogar a Böttger, a ser posible aquí en la administración—aclara Benedikt—. Y después...
    —Maravilloso...—El conde golpea la pipa contra la mesa—. Sólo tenemos que torturarle un poco. El acusado firma un informe en el que lo confiesa todo por miedo al dolor. Muy sencillo. Si nuestra ciencia obtuviera resultados gracias a este método ni me molestaría en leerla.
    —Yo me refería más bien a... ejem... A ejercer cierta influencia física. Por ejemplo, trabajando con determinados reflejos luminosos...—Benedikt mira esperanzado a Pabst von Ohain buscando su apoyo, pero su simpatía inicial se ha desvanecido—. No debemos olvidar que Böttger sólo obtendrá resultados si no le presionamos. Preferiría que trabajara en libertad a que lo hiciera en la cárcel, conseguiríamos nuestro objetivo mucho más rápido. Torturarle... Como si no bastara con un interrogatorio...—El Consejero de Minas niega con la cabeza.
    —Conde Tschirnhaus, ¿tiene alguna sugerencia que nos pueda ser de ayuda?—observa Haxthausen.

    Tschirnhaus se levanta, estira la espalda agarrotada, da unas vueltas por la habitación y se detiene ante el óleo que hay sobre el canapé.

    —¡Un Parganti auténtico! El ciervo de sesenta y seis puntas. Siempre pinta ciervos de sesenta y seis puntas, a pesar de que seguro que nadie ha visto jamás una cornamenta así. ¿Cuánto ha pagado por él?
    —¡No cambie de tema!—le increpa Haxthausen en el tono cortante que emplea en los interrogatorios de la administración. Al minuto se arrepiente de su falta de tacto. ¡No debería tratar así al conde!

    Tschirnhaus le lanza una mirada fría y orgullosa:

    —Nuestro rey y príncipe elector nos ha ordenado que le facilitemos el trabajo a Böttger y evitemos que huya. Si revolvemos en el asunto lo único que haremos será mermar su confianza.

    «Sólo le falta decir que no se presta a hacer de espía», piensa Benedikt, y emprende un segundo intento.

    —¿Le importaría que hablara con Böttger en la Casa del Oro?—No sabe si precisa la aprobación de Tschirnhaus, pero desea esforzarse por forjar una buena relación con él.
    —Sólo en mi presencia.
    —¿Por qué? Parecería un interrogatorio con testigos sin propósito.—Si no hubiera bebido vino, no se habría atrevido a llevarle la contraria. ¡Tiene que tratarle con guantes de seda!

    Para su sorpresa, el conde cambia de actitud.

    —Pero trátete con tacto. Tiene un carácter voluble. No debe suceder nada que pueda alterar su espíritu de trabajo.

    Pabst von Ohain le debe sus viñedos a la peste. El Ohain del que los heredó huyó de la epidemia que asolaba en 1680 y se refugió en los viñedos de Loschwitz. Quedó prendado de las verdes laderas que caían en pendiente sobre el río, compró tierras y construyó su refugio a media altura, donde estableció su residencia de verano. Pabst mandó construir la terraza. Un muro de contención de arenisca lo protegía de los desprendimientos de tierra.

    Es un lugar agradable. Tras el meandro del río se ven los prados, y a lo lejos las montañas. Al suroeste se dibuja la fortaleza de la ciudad, flanqueada por sus torres.

    Pabst y Tschirnhaus beben vino del Elba secado al sol del crepúsculo. Mejor que el néctar dulce de aquella misma tarde en casa de Haxthausen.

    —Magnífica vista—fantasea Tschirnhaus, y Pabst sonríe, pues el conde siempre emplea las mismas palabras para expresar su satisfacción—. Un paisaje maravilloso. ¿No le recorre la espalda un escalofrío cada vez que ve a Haxthausen? Un hombre inquietante donde los haya. Cortés y peligroso. No pude evitar pensar en Beichlingen y en el autor de los pasquines, los dos presos en Königstein.
    —Nosotros no tenemos nada que temer. Nos necesitan.
    —Estaría mucho más tranquilo sin la administración. Interrogar a Böttger... Meten las narices en todo.
    —No sabían nada de la última orden del rey, de lo contrario lo habrían dicho.

    Tschirnhaus llevaba un rato aguardando a que lo dijera. En realidad se habían marchado para hablar de ello con tranquilidad, pero ni siquiera en la paz de los viñedos encontrarían la solución.

    —No sé qué podemos hacer, Pabst.
    —No tenemos elección. Böttger debe enviarle un elixir al rey y príncipe elector.
    —¿Un elixir? El elixir, el arcano, la piedra filosofal con la que quiere fabricar oro. ¡Pero si no existe! Por mucho que llene el crisol, el plomo es plomo y la plata, plata.
    —¿Quién le habrá metido esa idea en la cabeza?
    —Puede que alguien le convenciera de que con sus manos sería capaz de doblar algo más que herraduras. ¿No dice la leyenda que los reyes sanan las heridas imponiendo las manos? ¿Por qué no iba nuestro soberano a hacer un descubrimiento extraordinario en la alquimia? ¡Se cuentan tantas cosas! Unas pocas onzas de vil metal, un crisol, un horno, tintura... Y ya está el oro. Es tan fácil. ¡Todo el mundo puede hacerlo! Nuestro gobernador Fürstenberg es aficionado a la alquimia, han descubierto un laboratorio en casa de Beichlingen. Montones de imbéciles prohiben a sus mujeres que se acerquen a los fogones y se entretienen cocinando oro. Los clérigos prueban suerte y tienen sus propias máximas: «el Espíritu Santo funde la materia, el Padre la transforma, el Hijo es la tintura que hace el oro y le da forma». Empiezan así y acaban adictos como jugadores empedernidos.
    —Seguro que no es el caso de nuestro rey y príncipe. Ese afán va unido a la paciencia, algo que a él le falta. Si el experimento fracasa, no va a repetirlo.
    —Y por supuesto que fracasa.
    —¿Cree usted en la transmutación, Tschirnhaus?
    —Dios es la Naturaleza y sus leyes son inmutables.
    —No todas las leyes son conocidas, incorregible discípulo de Spinoza. ¿No cree que la transmutación podría ser una de ellas?
    —De ser así, ya lo habrían averiguado los alquimistas más inteligentes.
    —Hace falta tiempo para algo así.
    —Y a Böttger no le sobra. A Su Majestad se le agota la paciencia. ¿Tiene idea de cuántos adeptos mentirosos han acabado en el patíbulo?
    —Un aventurero desafía a su destino.
    —Böttger no es un aventurero. Es un loco. El químico más inteligente y entregado que he conocido nunca. ¡Si le viera analizar las muestras de mineral! Extrae hasta el último grano de plata de la roca casi estéril. Está claro que no encontrará el arcano del oro.
    —¿Quién sabe?—se pregunta Pabst, dubitativo.
    —Quizás otro arcano...
    —¿No ha renunciado a sus planes?
    —Nunca renuncio a algo que pueda conducir al éxito. Y para ello necesito a Böttger. También necesito el oro que le da el príncipe. En estos momentos lo utilizamos para experimentos comunes. No sé qué haré si la fuente se agota. Tengo deudas considerables, Pabst.
    —Si el experimento fracasa, se agotará.
    —En ese caso, más vale que funcione. Böttger tiene que revelarnos las artimañas que ha utilizado en el experimento de la botica de Zorn.
    —El rey y príncipe lo repetirá y querrá más oro.
    —¿Dónde está la solución, Pabst?
    —¿Tan difícil es? ¡El experimento no debe llevarse a cabo!—dice el Consejero de Minas sin dudarlo.
    —¿Y cómo piensa evitarlo? Le debe una respuesta.

    Contemplan el ocaso y las nubes anaranjadas y negruzcas en el horizonte. La silueta de la ciudad se recorta ante ellas. Las primeras luces de un barco flotan como una luciérnaga sobre las oscuras aguas del Elba.

    —Uno de los asistentes de Böttger le acompañará en su viaje y preparará el experimento—dice Pabst tras un largo silencio.
    —Johann Weißler se ocupará de ello. Me debe un favor. Nunca le había sacado partido, pero ahora...—En un susurro, como si temiera la existencia de un espía entre las cepas, le confía su plan a Tschirnhaus.


    Capítulo 7


    A los pocos días de la conversación, tres carruajes parten de Dresde en dirección este, escoltados por un grupo de soldados de la guardia real. En el primero va el gobernador Anton Egon, príncipe de Fürstenberg, con los ojos cerrados y la cabeza desnuda apoyada en su cojín de encaje. Sus dedos acarician en sueños los rizos rubios de la enorme peluca larga que lleva en el regazo. Una callada sonrisa suaviza las arrugas de su rostro y dulcifica su expresión severa.



    Al confesor del príncipe, encogido en una esquina para dejar espacio a las largas piernas de su excelencia, le gustaría saber quién es la dama con la que sueña el gobernador.

    Antes de quedarse dormido habían pasado un buen rato hablando de las dificultades del rey y príncipe, y a continuación habían rezado juntos por el éxito del experimento. El oro es la solución a la miseria. Cada mes que pasa, al gobernador le resulta más difícil satisfacer la necesidad de oro del rey. Crece la oposición a la guerra. Preocupado, el padre había informado a su colega de la administración, el confesor del emperador de Viena, que el número de nobles simpatizantes de los franceses iba en aumento. Algunos exigían abiertamente que liberaran a Beichlingen. Viena proponía actuar con dureza pero, ¿cómo? ¡No iban a encerrar a la mitad de los nobles sajones en Königstein!

    El carruaje rueda a trompicones por entre los baches. La peluca cae del regazo de Fürstenberg. Sus manos palpan el vacío. La expresión de su rostro cambia como si su hermoso sueño hubiera dado un giro inesperado. Maldice dormido. Habla entre dientes, pero el padre escucha con claridad tres palabras: ¡Auri sacra fames! ¡Estúpida sed de oro! ¿Quién se atreve a acusar a Su Excelencia? Se santigua asustado sin atreverse a despertarle.

    En el tercer carruaje, bien apretados, van el secretario de Fürstenberg y los criados imprescindibles.

    En el carruaje central tampoco sobra el espacio.

    El arca de roble con el misterioso arcano va encajada entre los pies de Johann Weißler.

    Uno de los mandos del ejército que los acompañaba le indicó que pusiera el bulto en otro lugar, pero el capitán allí presente, que en teoría regresaba con sus tropas rusas, negó con la cabeza.

    —Pueden dejarlo donde está.—La autorización sonó como una orden.

    La comitiva sigue la ruta sur que va a Varsovia, pasando por Görlitz y Breslau, pero el destino no es la capital de Polonia. Los suecos la han invadido. También Cracovia y otras ciudades polacas han caído en sus manos. No existe una línea divisoria clara entre las tropas suecas y sajonas.

    Tras cruzar la frontera polaca, Fürstenberg manda una avanzadilla para que investigue el terreno. No se descartan ataques sorpresa. La guerra ha tomado otro cariz.

    Hace semanas que no hay una gran batalla, pero sí muchas escaramuzas.

    Atraviesan una gran llanura. La luz de la luna cubre los campos con su manto plateado.

    El capitán y los dos mandos del ejército roncan a gusto. Weißler está inquieto. Acababa de soñar que iba en un elegante coche de caballos. Le gustaría saltar y salir corriendo pero, ¿adónde? ¡Si los suecos le asaltaran y le robaran el maldito arcano! Así se acabarían sus preocupaciones.

    Siempre se busca problemas porque no deja de soñar. En Freiberg, la paga del boticario no le alcanzó para cubrir de joyas a su adorada María y vivir con todos los lujos que deseaba. En secreto, comenzó a mezclar un brebaje amoroso con polvos de una receta italiana en el laboratorio de su patrón sin conocer exactamente el efecto del estramonio, el beleño y la cantárida. Una de sus primeras clientas fue la señora Pabst von Ohain. Pabst enfermó, y su mujer, horrorizada, le confesó que había echado en la sopa unos polvos que le había comprado a Weißler para que le prestara más atención.

    El Consejero de Minas no se ablandó ante sus súplicas y no le reveló la fórmula, pero dejó bien claro que le volvería la espalda a la botica y aceptaría el trabajo en la vidriería de Freiberg. No le perdió de vista y contrató a Böttger en la Casa del Oro porque le consideraba un hombre capaz. No olvidó exigirle una confesión por escrito, que ahora emplea como medio de presión para... ¡Maldita sea!

    Sus ansias de riqueza no le abandonaron en la Casa del Oro, y cuando Ahmad Ghalib le ofreció dinero por determinada información, no fue capaz de resistirse al intento. «Mi vida es un auténtico embrollo», se dice Weißler, abatido. «Si salgo de esta sano y salvo les devolveré a los turcos el dinero que les corresponde. ¡Y se acabaron las complicaciones!» Si no regresa, su esposa le enviará la carta a Pabst von Ohain explicando su relación con Ahmad Ghalib. Así podrá descansar en paz.

    El carruaje llega al patio de una casa señorial. Las antorchas alumbran una fachada ruinosa.

    —Kielce—dice el capitán—, pero me temo que no van a ver nada de la ciudad.

    «¿Cómo puede vivir el rey y príncipe en semejante poblacho y en una ruina como esta?», piensa Weißler.

    Los criados trabajan con ahínco en el horno de fundición de un sótano abovedado. Mientras Weißler les indica la necesidad de que adquieran fuelles y herramientas, se devana los sesos pensando cómo hacer el juego de manos sin ponerse la soga al cuello.

    Antorchas y lámparas de aceite alumbran la cúpula. En un recipiente sellado hay pedazos de plomo que Su Majestad desea ver transformados en oro. El horno de ensayo escupe calor. El crisol está al rojo vivo. El sacristán de la Marienkirche trae el fuelle. Weißler quema incienso, pero no tiene intención de nublar la vista de los ilustres señores. Su destino, y el destino de Böttger, se decidirá las próximas horas. ¡Engañar al rey y príncipe es un delito muy grave! Aún está a tiempo de postrarse ante él y admitirlo todo. ¿Y qué? Rodarían otras cabezas sin estar seguro de salvar la suya. ¿Y acaso no le había dado su palabra a Pabst y a Böttger?

    Fürstenberg llega mucho antes que Su Majestad, con una bata gris de alquimista, una docena de anillos en los dedos y la peluca revuelta y empolvada. Supervisa los preparativos y le susurra a Weißler.

    —Debemos asegurarnos el apoyo divino, aprendiz. Dios personifica a tres seres. Esta triple personalidad procede de la generatio, la creación del Hijo a partir del agua, y la spiratio, el Espíritu del aliento entre el Padre y el Hijo. A ello se añaden relationes, que compenetradas unas con otras sólo derivan en un espíritu... Actus purissimus.

    Weißler no entiende nada.

    —¡Lo que significa que un tercero, lo divino, constituye los metales no nobles y la piedra filosofal!

    Weißler se siente confuso.

    —He traído una botella de crisma. Por increíble que parezca, el aceite procede de las reliquias de santa Walpurga y ha sido bendecido por el papa. Si además añadiéramos unas cuantas gotas al arcano en el crisol...
    —Excelente idea que no se le ha ocurrido a ningún adepto de Su excelencia.—A Weißler le brillan los ojos. No es que le importe demasiado, pero el discurso sobre lo divino le hace ver el cielo abierto. ¡La idea de Fürstenberg podría ser su salvación!
    —Le aconsejo que vierta los santos óleos en el crisol antes que la tintura para que tenga efecto en el arcano, Excelencia.
    —¡Fantástico, aprendiz, fantástico!

    Es medianoche. El rey y príncipe anuncia su llegada. Lleva un jubón azul con botones dorados que no parece ni un traje ni el atuendo que llevaría un alquimista.

    —¡Comencemos!

    Sin más dilación se inclina sobre el recipiente con el plomo, examina el sello y asiente satisfecho. No le han engañado. Le hace una seña a Weißler.

    El aprendiz rompe el lacre, abre la tapa, saca el plomo y lo echa en el crisol ardiente.

    Fürstenberg le habla al oído a su confesor. A continuación se acerca al rey.

    —Nos gustaría hacer una oración antes de...
    —Tonterías. Es un experimento, no una cena solemne.
    —En ese caso permítame al menos... Los santos óleos bendecidos por Pabst...

    El rey titubea. Ha rechazado la oración demasiado rápido. Fürstenberg mantiene buenas relaciones con la corte. En Viena no debería dar la impresión de no ser un católico convencido.

    —Si desea otorgar al oro el brillo divino con unas gotas de crisma...

    Böttger ha escogido un matraz de cristal fino para el arcano. Weißler lo sostiene con cuidado entre los dedos y se lo alcanza al rey con una estudiada reverencia. Después revuelve el crisol con una varita. El rey a su izquierda y Fürstenberg a su derecha miran fijamente el plomo burbujeante como si fueran a leer el futuro en la masa líquida.

    —Listo, señores.

    El aceite de Fürstenberg gotea en el crisol. Detrás de él, su confesor murmura:

    —En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu...

    Brota una llama. Weißler grita y suelta el arcano golpeando al rey en la muñeca. Su Majestad, cegado y asustado, deja caer el matraz. El cristal se hace añicos dejando una mancha oscura en el suelo de piedra.

    —Un milagro—exclama el confesor con ojos brillantes, que afirma haber visto salir del crisol un ser luminoso, ascendiendo a los cielos.

    El rey recupera la calma.

    —No conviertas un desastre en un milagro, monje—gruñe enfadado, y mira a Weißler con disgusto. El aprendiz está lívido. ¿Se habrá dado cuenta Su Majestad de que he vertido el polvo gris plateado que tenía en la manga? ¡Imposible! ¡Lo he practicado cientos de veces!
    —¡Debe de haber sido por el aceite!
    —Cobarde—dice el rey, decidiendo en ese mismo momento el destino de Weißler—. ¿Tanto te asusta la luz que golpeas a tu rey con una preciosa botellita? ¡Ya te enseñaré yo lo que es el valor!

    Al día siguiente, Weißler viste el uniforme de soldado de infantería du Calais en la plaza de armas.


    Capítulo 8


    Lisa limpia las baldosas de la habitación «París». Un escudo de latón en la puerta dice que en el año 1700 se hospedó aquí la hermana de la marquesa von Montespan. El aposento de «El anillo dorado» es enorme. Le duele la rodilla. Cuando termine, cambiará la manta y los cojines de la cama con dosel por damasco limpio. Hace una mueca al sacar brillo al espejo veneciano. Lisa se muestra compungida. Han pasado tres días desde la ejecución de Roland. Cuando nadie la ve se deshace en sollozos. Tiene los ojos enrojecidos. «Es alergia», le había dicho al criado cuando le preguntó si le pasaba algo.



    Se suena la nariz y se pone a hablar con Roland frente al espejo.

    —Me siento fatal. Ya sé que no me quieres ver con esta cara de disgusto. Voy a dejar de lamentarme. No he olvidado cuánto admirabas a la mujer de Heinrich porque no permitió que el dolor se apoderara de ella. Deseaba aquel bebé más que nada en el mundo y murió. Se le partió el corazón, pero ahí estaba, detrás de la barra como si nada hubiera sucedido. «Una mujer valiente», dijiste. Yo también lo seré.

    Hablar así le ayuda a sentirse mejor.

    Cuando el criado abre la puerta se seca las lágrimas con el dorso de la mano y se lava la cara en el agua de la palangana. Trae el equipaje del nuevo huésped.

    —Un ruso. Tres maletas y dos arcas. Debe de ser boyardo o algo parecido. Desde que el rey se ha aliado con el zar Pedro tenemos la mitad de las habitaciones llenas de rusos.
    —Bueno, ¿y qué?
    —No tengo nada en contra de los rusos. Dan buenas propinas.

    Se pone a hablar de sus ahorros. No le quita ojo.

    —Hora de comer—dice Lisa y se marcha corriendo. Se va a una habitacioncita lejos de los cuartos de los huéspedes y se sirve puré de guisantes de una sopera de latón. Hay tres muchachas sentadas a la mesa.
    —Vaya porquería—se queja Juliane, la pelirroja. Lisa ha trabado amistad con ella. Es parlanchína, pero nunca critica a los demás.
    —El señor de Niesky se ha casado con Friederike.
    —Qué suerte tiene, me encantaría pasar el resto de mi vida en Niesky—suspira Lisa entornando los ojos. Ocupa el puesto de Friederike.
    —Todo el mundo tiene su oportunidad en «El anillo dorado»—añade la risueña Anna.
    —Unas con la barriga gorda de un cliente cualquiera, otras...—Juliane la interrumpe.

    La ha asustado la señora Herzlieb2, la posadera, de pie en la puerta.

    —¿Os vais a pasar todo el día aquí sentadas?

    La llaman señora Hartherz3 porque no perdona a nadie. Ni siquiera a su marido. El hombre, enfermo de los pulmones, vaga por la fonda como una sombra y sólo se hace notar con un saludo servil.

    Lisa llama a la señora Herzlieb.

    —Estaré unos días sin venir, madame. Mi hermana de Bärsdorf está muy enferma, en la cama, y no tiene a nadie excepto a mí.
    —De acuerdo. Justo iba a pedirte que sirvieras en las habitaciones de los invitados la semana que viene.

    Lisa esperaba que se lo ofreciera. La posadera conoce bien su negocio. En «El anillo dorado» sólo sirven muchachas guapas. La fonda se ha ganado esa fama, pero a la señora Herzlieb no le haría ninguna gracia que la compararan con el burdel de madame Slawinska. Está prohibido que las muchachas frecuenten a los huéspedes en sus habitaciones, aunque sabe que la señora Herzlieb no exige que se cumplan sus órdenes a rajatabla.

    —Estoy muy contenta aquí—dice Lisa, haciendo una reverencia.

    Bien entrada la noche, abandona de «El anillo dorado» dando un portazo. ¡Hasta nunca!

    Sólo tiene una vida. Y va a vivirla.

    Está todo previsto. Va a recorrer diez, quince ciudades, vendiendo sus alhajas a distintos joyeros, reunirá un pequeño capital y así se independizará. Hay una casa en venta en la Puerta Wildsruffer a un precio asequible. Va a abrir allí una posada, sabe algo del negocio. No habrá ningún Heinrich ni ninguna señora Herzlieb para decirle lo que tiene que hacer. Es libre.

    Se ha buscado unos cuantos disfraces más, aparte del de viuda. Nadie podría seguirle la pista.

    Brilla una luz en la casa de la Salzgasse que alumbra la entrada. Atrás está oscuro, pero conoce bien los peldaños. Cierra la puerta de su habitación. Corre el viento. ¿Habrá dejado la ventana abierta? Tropieza con la puerta del armario. Curioso. Bajo sus pies crujen los cristales. La lámpara de aceite no está sobre la mesa. Encuentra una vela, la enciende y reprime un grito. Su habitación parece un campo de batalla. El arcón está hecho pedazos, la ropa y las cosas del armario desperdigadas por el suelo. El cilindro de la lámpara hecho añicos, su vestido claro manchado de aceite. Poco importa todo eso.

    Se abalanza sobre el arcón. ¡Vacío! Se arrastra por el suelo y revuelve en sus cosas. El cofre con las joyas ha desaparecido. Se muerde el dorso de la mano. El dolor la convence de que no está soñando. Quiere salir corriendo de la habitación y pedir ayuda, avisar a la guardia. Recobra el juicio en el último momento. Si da parte del botín acabará como Roland.

    Enciende más velas y se fuerza a mantener la calma. La ventana chirría en el marco. El ladrón ha roto un cristal y abierto el pestillo desde dentro. Debe de haber entrado por el tejado del taller del fabricante de ruedas. Baja al patio para hacerse una idea de lo ocurrido. Se topa con una criada en las escaleras. Si algo le hubiera llamado la atención en la casa, se lo habría dicho. ¿Por qué le habrán robado sólo a ella?

    Vuelve a la habitación a buscar las joyas por segunda vez. ¡Nada!

    Tendría que haber escondido una parte debajo de las baldosas o de la cama. Toda su fortuna estaba en aquel cofre, incluso el anillo con el ópalo de fuego, el recuerdo más hermoso que tenía de Roland. Se lo había regalado después del primer año juntos y le aseguró que no era robado y que lo había mandado hacer expresamente para ella.

    ¿Por qué el ladrón no se llevaría nada de lo demás? ¿Sabría lo del cofre? ¡Imposible! Sólo conocía a Roland. Roland ha muerto. ¡Y claro que sí! Fija su mirada en el revoltijo. ¿Lo habrá desordenado todo a propósito para que se diera cuenta enseguida de que le habían robado?

    Esa noche no pega ojo. Grita llamando a Roland, grita por las joyas, por la esperanza enterrada y porque ha echado a perder su vida. Da vueltas en la cama. «Me quedo aquí, no pienso levantarme nunca más». No tiene a nadie, a nadie a quien echar de menos. ¿Qué puede hacer? Se imagina que le arrebata el botín al ladrón. Se asoma a la ventana y ve una joyería. Un hombre discute con el dueño. Junto a él, el cofre. Se desliza por la puerta, coge las alhajas... Un dolor punzante en el estómago la devuelve a la realidad. «Te vas a volver loca, Lisa Brunger, y además no has comido nada».

    Pasados cuatro días se obliga a regresar a «El anillo dorado».

    —Sí que te has curado pronto, hermana.

    Lisa murmulla algo acerca de un malentendido; la señora Herzlieb arquea las cejas al escucharla, pero la pone al corriente de sus nuevos deberes sin hacer preguntas.

    —¡No te vayas a creer que nuestros clientes son los campesinos de tu taberna de Bärsdorf! ¿Sabes qué es lo más importante en una camarera?
    —La amabilidad, señora.

    ¡Si la Herzlieb supiera lo difícil que le resulta hoy! La sonrisa se borra de su rostro cuando no la miran. Se convence de que es capaz de olvidar el cofre porque, como todo el mundo dice, el oro y las piedras preciosas no dan la felicidad. Tiñe su indiferencia de desesperación. Comprende a los que beben para tener otra visión del mundo. Se mueve entre los huéspedes como una marioneta. Es fácil ser valiente cuando se lucha por un objetivo pero, ¿luchar por nada sin un objetivo? ¿Es valiente sufrir sin quejarse? De alguna manera se salvará. Tiene que salir de su habitación, dirigirse al cuarto de la servidumbre y decirle a la risueña Anna: en «El anillo dorado» todo el mundo tiene su oportunidad.

    Se marcha de «El anillo dorado» poco después de medianoche. A esas horas debería desplazarse en coche, pero no puede permitírselo.

    Las calles están vacías. Sólo algunas ventanas están iluminadas. La luna creciente apenas alumbra su camino. Tuerce al llegar a la Schmiedegasse. Tres hombres salen tambaleándose de la «Posada del zorro», una tabernucha venida a menos.

    —¿Qué haces sola a estas horas, mujercita? ¡Te invitamos a una copa!

    ¡Lo que le faltaba! Cruza la calle.

    Los chicos la siguen y ella aprieta el paso.

    —¿Qué prisa tienes, muñequita?

    Se pone a correr. Oye los pasos de sus perseguidores. Para estar borrachos, van rápido. Uno le agarra de la muñeca, el otro le rodea los pechos y la cadera.

    —¡A ver qué llevas en el monedero del cinturón!

    Se da la vuelta y le mira. No tiene cara. Sus ojos amenazantes brillan tras una máscara negra.

    Está acostumbrada a que la molesten, pero se muere de miedo. Antes de poder pedir socorro le tapan la boca con la mano.

    —¡Tranquila niña!—Siente en su garganta el filo helado de un cuchillo. Le flaquean las piernas. Ella grita antes de que le ponga la mano en los labios.
    —¡Maldito diablillo!—La cogen por las manos y la arrastran.

    Después todo sucede muy deprisa. Frente a ella hay un hombre de capa negra y sombrero de tres picos. ¿Habrá venido desde el final de la calle o desde la entrada de una casa?

    —¿Le están molestando, mademoiselle?—pregunta, como si la estuviera invitando a bailar. ¿No ve que los bandidos la han atrapado y que uno le está tapando la boca? A pesar de que tiembla asustada, piensa: ¿no podría el destino haberme mandado un salvador algo más robusto? ¿Qué va a hacer un muchacho tan flaco contra tres enmascarados que son mucho más fuertes que él y le llevan una cabeza? Le mira suplicante y desesperada. Le gustaría pedirle que armara un escándalo, que llamara a la guardia, pero tiene la boca cerrada.
    —¡Esfúmate, desgraciado!—le gruñe el más gordo de los tres, cerrándole el paso.

    Ahora le va a agarrar por las piernas, sospecha Lisa mientras su desesperación va en aumento. Intenta soltarse, pero las manos del tipo son como pinzas de hierro.

    El hombrecillo no tiene intención de obedecer al gordo. Busca su daga, adopta la posición de ataque, con la mano izquierda en la cadera, y se echa a un lado. Los dos enmascarados se abalanzan sobre él. Da un salto atrás para recobrar el equilibrio.

    Se disponen a pelear, el hombrecillo se para en seco, se balancea hacia los lados, les esquiva y ataca sin dejar duda de que es mucho más ágil que sus contrincantes. Siguen peleando calle abajo. Ella no distingue bien lo que sucede, pero escucha el sonido de un arma contra el suelo y el grito de dolor de uno de sus perseguidores. Huyen. ¡El muchacho ha vencido a los dos bandidos!

    El joven regresa y se acerca al hombre que atormenta a la chica. El bandido la sujeta con la mano izquierda y en la derecha empuña una daga, pero a esa distancia no le sirve de nada. El muchacho le agarra el brazo en el que sostiene el arma. Lisa cree que se la va a clavar en el corazón, pero le da un golpe seco en el antebrazo. La daga cae al suelo. Su torturador la suelta. Por un momento parece que quisiera darle un puñetazo al agresor, maldice, se vuelve sobre los talones y echa a correr.

    El joven no va tras él. Se quita el sombrero ante Lisa y le hace una reverencia.

    —Ha sido un placer ayudarle, mademoiselle.
    —Se lo agradezco, señor mío—responde en el mismo tono, inclinándose ante él—. Me ha salvado la vida.

    La tensión la abandona de pronto. Sin saber por qué, las lágrimas afloran en sus ojos. Se echa a temblar y, sin darse cuenta, se apoya en el joven buscando amparo.

    —Ya ha pasado—su salvador le da unas palmaditas en la espalda—. No debería ir sola por la ciudad a estas horas.
    —¿Qué demonios querían de mí? ¡Si no tengo dinero!
    —No es eso lo que se busca en una hermosa señorita—responde, ambiguo—. ¿Recuerda sus caras?
    —Por supuesto que no. Iban enmascarados.
    —Va a ser difícil echarles el guante, pero tenemos que librarnos de esta gentuza.
    —¿«Tenemos que»?—repite, separándose de él—. ¿Cuál es su oficio, señor?

    Se demora en su respuesta y la acompaña hasta el final de la calle. Vuelve a quitarse el sombrero a la luz de la farola y se presenta.

    —Benedikt von Demuth, caballero de la corte.
    —Caballero de la corte—repite, impresionada y curiosa—. ¿Podría explicarle a una muchacha ignorante, a estas horas, a qué se refiere?
    —Es difícil decirlo con pocas palabras, señorita. Quizás esto le baste: me encargo de tareas especiales en la corte y en otros lugares. Si usted...—Se para, se lleva la mano derecha al brazo izquierdo y en su rostro se dibuja una mueca de dolor.
    —Dios, ¡está herido!

    Se ha desgarrado la manga del gabán, que cubre una camisa teñida de sangre.

    Lisa ve que puede hacer algo por él y duda un instante.

    —No es más que un rasguño—murmura Benedikt.
    —Quítese la capa y súbase la manga—le ordena con decisión—. Ha tenido suerte. La daga sólo le ha rozado. Creo que no es nada pero aún sangra. Dios mío, ¡cómo se ha arriesgado por mi culpa!

    Le quita importancia haciendo un gesto con la mano.

    Busca su pañuelo inmaculado y le envuelve la herida. Luego coge su pañoleta, se la ata al cuello y le pone el brazo en cabestrillo como si lo tuviera roto.

    —¡Me está convirtiendo en un héroe malherido!
    —Puede que Su Majestad le condecore por su hazaña. Yo daré fe de su valentía—dice con malicia.

    La acompaña a la puerta de su casa.

    —¿Le importaría que le devolviera mañana el pañuelo, señorita? ¿Quizás me concedería el honor de comer con usted?
    —Pero no en «El anillo dorado», porque sirvo allí—la respuesta se le escapa.

    Benedikt la sigue con la mirada. Se da la vuelta una vez más al llegar a la puerta de la casa. Le manda un beso a lo lejos. Da unos cuantos pasos con serenidad y a continuación se pone a dar saltos de alegría. ¡Magnífico! ¡Gosel ha montado la escena perfecta! Un talento, refinado e ingenioso. Sería una joya en la administración, pero a Benedikt no se le ocurre recomendarle a Haxthausen para un puesto fijo. Sería estúpido buscarse un enemigo. ¡Tienes que ser tan listo como los profesores de Leyden, Benedikt!

    Gründler le había contado que en Leyden una comisión de tres profesores buscaba cubrir un puesto vacante en la facultad de Derecho. Había diez candidatos.

    —¿Sabe a qué candidato eligieron, señor Benedikt? ¡Al más estúpido!


    Capítulo 9


    La Casa del Oro, un sólido edificio de arenisca al suroeste del castillo de Dresde, está entre la botica de la corte y el salón de baile. Ya el tatarabuelo de Augusto el Fuerte tenía allí su laboratorio de alquimista. Como ninguno de los muchos adeptos era humilde, no debe su nombre a los logros conseguidos sino al objetivo de sus esfuerzos.



    No tiene puerta que dé a la ciudad. La entrada desde el patio del castillo es fácil de vigilar, y el segundo acceso del pasadizo negro tampoco le plantea a Benedikt ningún problema. El camino que recorre las murallas, que comienza en la armería real y que pasa por el Bastión de la Doncella y por delante del castillo y de la escuela de equitación, también está bastante vigilado. El asombroso edificio, que rodea toda la ciudad y desde el cual se divisan los fosos es de madera pintada de negro, con angostas ventanas y protegido por pesadas puertas de hierro. Benedikt se cuenta entre las personas de confianza que posee una llave para entrar. ¿Cómo habrá conseguido von Sternfeld tener acceso al «pasadizo negro»? Le gustaría haber presenciado el encuentro de Böttger con el hombre misterioso.

    «Cuando hable con Böttger, olvídese de todo lo que ha aprendido en la administración acerca del arte del interrogatorio», le había aconsejado Haxthausen. Claro. Benedikt no puede despertar a los adeptos en plena noche ni hacerle confesar con determinados métodos en el sótano de la administración.

    Ha anunciado que se presentaría en la Casa del Oro esa misma tarde. Le aguarda un Böttger agotado de trabajar, demasiado cansado como para eludir la verdad con tretas e invenciones.

    Lo tiene todo bien pensado. Primero debe ganarse su confianza. Una alusión bromista a las extrañas circunstancias en las que se habían conocido. «Si no le hubiera apresado entonces, señor Böttger, jamás habría llegado al Edén de la alquimia. ¡La Casa del Oro es un paraíso para usted! Tres laboratorios, acceso al taller secreto del príncipe. Todo el material que pueda desear. ¡Libros! ¿Qué químico tendría semejantes posibilidades? Debería estarme agradecido. Si colabora, me comprometo a librarle de las trabas que puedan surgirle. ¡Merecerá la pena!» Su conversación sería algo similar.

    En un primer momento sólo le sangra la nariz. Los penetrantes vapores del gran laboratorio al que le guía un criado jorobado le irritan las fosas nasales. Los hornos de prueba despiden un calor infernal.

    Le aprieta la chaqueta. No para de sudar. El aire es denso como un baño turco. Le lloran los ojos. Los hombres de bata gris parecen sombras. Trabajan con matraces, remueven crisoles ardientes, se afanan con tenazas, separadores y embudos, alimentan a paladas de carbón vegetal las voraces gargantas al rojo de los hornos.

    Böttger suda con la mugrienta camisa de lino abierta, se acerca a él a través del vapor. En su rostro arden manchas encarnadas, su prominente nariz está cubierta de hollín. Sus ojos oscuros brillan como los del pastor Lohse cuando se acalora con cuestiones acerca de la fe.

    Benedikt se asusta ante la apariencia de Böttger. Cuando le apresaron no tenía las mejillas tan hundidas. ¡Esperemos que no haya contraído la peste!

    —Mire bien el infierno en el que trabajamos, señor Demuth.

    Benedikt busca distender el ambiente con observaciones graciosas, pero se le ha secado la garganta, tose y es incapaz de articular palabra.

    —No se lo había imaginado así, ¿cierto?
    —¿Le hace falta todo esto para el arcano?—grazna Benedikt con esfuerzo.
    —Sí y no. Aquí hacemos varias cosas. Pabst quiere análisis para derretir y sintetizar distintos metales y minerales. Extraemos antimonio, estaño y zinc del mineral. Buscamos pequeñas cantidades de plata y oro que no pueden detectarse con pruebas y mediciones corrientes. ¡Tratamos varios quintales de mineral al día, señor mío! Pero todo va a parar al arcano.

    Le arrastra ante los hornos de cocción, de calcinación y de tiro y le acosa con explicaciones.

    —¿No pueden parar esos malditos bufidos? Apenas le escucho.
    —Necesitamos altas temperaturas—le grita Böttger al oído—. Los fuelles no se detienen.

    Le conduce al otro lado, donde hay menos ruido.

    —Tengo que enseñarle este monstruo: nuestro último horno. De cobre, en su mayoría. Gracias al pentatium, el quinto elemento, pueden llevarse a cabo diversas operaciones a la vez. Weißler también lo utilizaba.

    Sus ojos se ensombrecen de pronto.

    —¡Me lo arrebataron! ¿Qué sabe de él? Fue a ver al rey con el arcano. ¿Por qué le vistieron con el uniforme de soldado? ¿Quién le disparó? ¿De verdad fueron los suecos?

    De repente se planta delante de Benedikt, le agarra del borde de la chaqueta y exclama:

    —¡Nadie va a disparar a mis hombres, Demuth! ¡Dígaselo a su superior en la administración, al rey o a quienquiera que tenga la culpa!

    Benedikt se suelta de él y se aparta, asustado.

    —¡La administración no tiene nada que ver, se lo juro!

    Un chorro de vapor sisea a su lado.

    —¡Cuidado!—exclama un trabajador sonriendo descarado.

    La mano de Benedikt toca un cristal ardiente. Grita de dolor, vuelve la cabeza y fija la mirada en un líquido burbujeante, de color castaño sucio. ¿Le habrá empujado Böttger? ¿No querrá que reviente el cristal y le escalde o le abrase el líquido? ¡Está metido en un atolladero! Mira a Böttger. El hechicero disimula una sospechosa sonrisa.

    Benedikt cierra un poco los párpados. ¡Tiene que tomar ventaja! ¡No mostrar inseguridad! El químico lo ha preparado todo para confundirle, en un lugar así, lo normal es no trabajar por la noche.

    —¡Está usted yendo demasiado lejos, Böttger!
    —¿A qué se refiere, monsieur Demuth?—pregunta Böttger con expresión de sincera inocencia.

    Benedikt vacila.

    —Me refiero a que deberíamos ir al grano y tratar los asuntos que me han traído aquí—dice, conteniéndose—. ¿Hay algún lugar tranquilo en esta casa?

    Böttger le lleva a una habitación apartada.

    —Desde aquí se ve el campo de higueras en el que estoy autorizado a pasear bajo vigilancia. El verde da serenidad. Ahora mismo vuelvo.

    Benedikt mira a su alrededor. La habitación se emplea como despacho y almacén de pesas y balanzas, extendidas en una larga mesa. Le llama la atención un gran secreter en la pared frontal, una joya de madera de nogal bien trabajada. Levanta la ancha tapa central, inclinada. Le caen encima unos papeles y al recogerlos se fija en una hoja. Albaranes de crisoles de Salzburgo y Hessen, alambiques, matraces, tenazas, copelas. Facturas de sal armoniaca, minera cupris, caput mortuum, sal nitru, aqua regis, aqua fort, varios minerales y sustancias químicas. ¡Cómo aclararse en este infierno! ¿Y si se mete en el bolsillo unas cuantas columnas de cifras, letras y símbolos misteriosos? Puede que Grundier comprenda algo del misterioso lenguaje de la alquimia, pero duda que Böttger deje sus secretos esparcidos por un secreter sin llave. Al cerrarlo se desliza entre sus dedos un pedazo de una carta rasgada perdida entre las cuentas. ¡Esa letra antigua, enrevesada, le es familiar! «Fundir... echar ha... arde y derrama un... y de este modo se purga en una influencia jov...» ¡Claro! Es la misma letra que la hoja del libro... ¡Laskaris!

    —¿Ha averiguado algo interesante, viejo fisgón?

    Benedikt se vuelve y ve dos ojos burlones clavados en él. Le ha pillado con las manos en la masa, pero el descaro de Böttger le envalentona.

    —¿Sabe con quién está hablando? Usted...

    Se pone al rojo vivo, tiembla y le amenaza con el puño derecho.

    Böttger se apresura en sacar una jarra de cerveza y dos vasos y le mira desafiante.

    La ira de Benedikt se aplaca. Es inútil.

    —Usted tiene sus obligaciones, y yo las mías—dice malhumorado, colocando las manos detrás de la espalda.

    Le pregunta por el monje en cuanto se sientan a la mesa.

    Böttger se sirve cerveza.

    —De Freiberg. Pabst siempre me manda unos cuantos barriles. Me sienta mejor al estómago que el brebaje de Dresde.

    A Benedikt casi le duele la garganta seca, pero no se le ocurriría jamás pedirle nada a un tipo como él.

    —Le he preguntado por Laskaris, señor Böttger.
    —Le vi por última vez en Berlín.

    «Miente», se dice Benedikt. «Tendría que haberle interrogado en el sótano de la administración, contra la voluntad de Tschirnhaus. Allí sí que le habría sacado la verdad. Pero ni siquiera el resultado convencería al refinado conde de la rectitud de su método». Se plantea si plantarle delante de las narices el pedazo de carta del secreter. Se decide por otra táctica.

    —¿Fue allí donde le dio el elixir para su experimento en casa de Zorn?
    —Me dio una solución, una sustancia fundamental para el arcano, por decirlo así, y también unos cuantos consejos. El resto tuve que hacerlo yo.
    —Entonces conoce la fórmula para el elixir, señor Böttger, y ha tomado nota de ella. ¡Por supuesto que la conoce! ¡Qué fácil es extraviar un papel tan importante! Un robo, un incendio, hasta la Casa del Oro podría sufrir una inundación si el Elba se desborda. El agua podría acabar con la obra de toda una vida. Deposite una copia en la administración, el lugar más seguro para guardar los documentos más secretos.

    Böttger sonríe.

    —Pues tendrá que arrancarme la cabeza, monsieur Benedikt: está todo dentro. Puede que algún día el rey y príncipe elector ordene que me la corten. ¡Cuídela bien!

    Benedikt tuerce el gesto.

    —Le creía un hombre serio a pesar de su juventud.
    —¿Juventud? Se envejece rápido en prisión. Tengo veintidós años y me siento como si tuviera ochenta. Siempre me han tomado en serio, monsieur, de lo contrario no estaría entre estos muros.
    —No le creo. En alguna parte...
    —Claro que conservo apuntes de la solución secreta, del agua seca y de la prima materia o de la goma de los maestros a partir de la cual se destila el Spiritus mercurii. El camino al vinum rubeum vel album está escrito en los papeles que ha registrado, y también cómo se funde el Spiritus mercurii, en el que se disuelve el oro con el aceite blanco y rojo. Pero eso lo encontrará también en los escritos de Valentinus, Lullus o Libavius. Y estaría lejos del arcano. Algo así se consigue a partir de una fórmula como la del ácido nítrico. Para ello...
    —¿Qué?—insiste Benedikt, esforzándose por parecer indiferente.

    Böttger se toma su tiempo. Se sirve cerveza, bebe y se relame con gusto la espuma de los labios. La sed de Benedikt se vuelve insoportable.

    —¿Le importaría ofrecerme un trago?
    —Lo habría hecho ya, pero temí que se sintiera corrompido.
    —Su preocupación le honra—dice Benedikt con la misma ironía educada—, pero se equivoca. Bebo de su vaso.

    Vacía el vaso de una vez, eructa y retoma el hilo con energía.

    —¿Y qué más?
    —Está aquí dentro, monsieur Benedikt: el ingenium—dice sin modestia, golpeándose el cráneo con los nudillos.
    —Ah, el ingenium—repite Benedikt, sorprendido—. ¿Y qué hay en su ingenium?
    —Lo que Dios me ha otorgado y las habilidades que he adquirido con el duro trabajo. Combinar, no experimentar a lo loco. Seguir el camino de los antiguos adeptos. Valentinus describe seis niveles, otros hablan de doce. Pero para llegar al objetivo hay que poner algo de cosecha propia. Poner una nueva piedra sobre los cimientos de otros, esa es la clave. Tener suerte y hacer lo correcto si los astros son propicios. Calcinatio bajo el signo de Aries, la congelatio en Tauro, solutio y digestio en Cáncer y Leo. Considerar las más diversas combinaciones y no olvidar que la obra, en toda su variedad, al final se reduce de nuevo a dos principios. ¡Solve et coagula! ¿Acaso el Señor no otorgó a sus discípulos el privilegio de hacer y deshacer? Por desgracia, un proceso nunca es igual al anterior. El modo de actuar es inimitable, si me entiende. A veces funciona, a veces...—se encoge de hombros y con un gesto da a entender que debe conformarse con las circunstancias.
    —¿Significa eso que nunca es capaz de predecir qué cantidad podrá obtener a partir del arcano?
    —En efecto, monsieur.

    Benedikt se dice enfadado: «lo único que he descubierto es que me tomas el pelo, me atosigas con definiciones y términos, no tienes intención de explicarme nada y quieres hacerme sentir estúpido e indefenso».

    —Poco importa optar por el camino largo y resbaladizo o el corto, peligroso y seco. Además, aquel también comienza por la solución secreta... Demasiado impreciso. Después de todo el resultado cabía en una pequeña botella. Se la mandé al rey a Polonia. Por desgracia la rompió.

    Solución secreta, fermentatio, digestio. Los conceptos se agolpan en el cerebro de Benedikt. Tiene que salir de ese mundo y regresar al que conoce y comprende. Ha dejado que Böttger llevara las riendas durante demasiado tiempo. En su próxima intervención encuentra la oportunidad para poner al adepto entre la espada y la pared:

    —En aquel entonces, antes de su fuga, usted guardó una parte. Al fin y al cabo, según su declaración le entregó al malvado señor von Sternfeld un quintal y medio de oro en el pasadizo negro.

    Böttger asiente.

    —¿Cómo lo transportó hasta allí?
    —Me ayudó Weißler—dice tras dudar un instante.
    —¡Así que Weißler! Qué bien. Y qué lástima que esté muerto. A ese si que no podemos interrogarle.

    Böttger se encoge de hombros y se enfrasca en su cerveza.

    A Benedikt le pone furioso que esté tan tranquilo. Pierde los papeles y le grita las sospechas que abrigaba desde el principio:

    —¡Nunca tuvo el oro! ¡Se lo ha inventado todo!
    —¿Y por qué?
    —Porque el rey le obligaba a entregárselo. No tenía nada. Entonces se le ocurrió lo de los supuestos mensajeros reales. A continuación le asaltó el miedo a que no creyeran su fantástica historia. Vio en la fuga la única solución. Un tal barón von Sternfeld le ayudó. ¿Quién era ese hombre en realidad?

    Böttger esboza una amplia sonrisa.

    —¡Averigüelo usted, señor comissarius!
    —¡Lo haré!—amenaza Benedikt.

    ¡Una derrota! No tenía que haber montado en cólera. Ya en el patio del castillo se plantea si dar media vuelta e intentarlo una vez más en un tono más suave. Su inteligencia le dice que no va a dar resultado. Su supuesto saber le da alas a Böttger. Se siente muy por encima de él y nunca se confiará a él a menos que sea necesario. Tiene que acercarse de otro modo pero, ¿cómo?

    Un chaparrón le obliga a tomar el pasadizo negro. Si lo abandona poco antes de la Sophienkirche sale a unos metros de su calle. El guardián de la entrada le da una vela y le abre la pesada puerta de hierro.

    El viento sacude las tablas de madera ennegrecida. Crujen y suspiran, el ruido retumba en el pasadizo. Se da la vuelta y ve una vela detrás de él. No sabe si esperar o salir corriendo. Los espíritus rondan por aquí a medianoche.

    Todavía no son las doce y el ser que está a su espalda no lleva capucha: lleva una boina húngara. ¡Laskaris! Esta vez no se le va a escapar. Benedikt se gira a toda prisa. El viento silba por entre las grietas. Su luz flamea y se desvanece. Le envuelve la oscuridad. Tropieza, se golpea la cabeza en las tablas, suelta una maldición. ¿Son imaginaciones suyas o acaba de escuchar una risa ahogada y una voz ronca?

    —Sigue mis instrucciones o te perderás en los meandros del laberinto y no saldrás de él.

    Benedikt vuelve a tropezar. Pide que le enciendan la vela en la salida de la Casa del Oro. Es inútil buscar a Laskaris.

    Gründler está más delgado. Las arrugas de su frente se han hecho más profundas. No existe ya el peligro de que le engorden los párpados. Pesadas bolsas surcadas de líneas han sustituido a los cúmulos de grasa. Benedikt deduce que se ha obligado a guardar dieta. Malgorzata le había dicho que pesaba demasiado en la cama, así que qué iba a hacer. Quizás sea porque ha vuelto a mascar tabaco. Su madame polaca lo encuentra más masculino que fumar en pipa. Benedikt lo probó una vez y le revolvió el estómago. La pérdida de peso no rejuvenece a Gründler, pero sus rasgos son más marcados. Parece más listo. Benedikt aprecia sus consejos más que antes.

    —¿Y?—pregunta Gründler, sentado a la mesa con el tabaco entre el labio inferior y los dientes. Compra paquetitos bien repletos en la botica, una masa pegajosa empapada de quién sabe qué.
    —Nada. Un tipo escurridizo. Y espabilado. Ha escenificado una representación teatral en mi honor en su laboratorio. Me trata como un joven estúpido. Me atosiga con palabras incomprensibles y se divierte haciéndolo. Como era de esperar, niega todo lo que tenga que ver con von Sternfeld. Se acabó, Gründler. No le soporto. Quiero verle con la soga al cuello.

    Gründler le escucha frunciendo el ceño y piensa: no te equivoques, pequeño.

    —¿Sabe una cosa, Gründler? No tiene el arcano y nunca lo tendrá. Es todo mentira. Le pasaremos un informe al jefe. Le pondremos en ridículo por charlatán. Le voy a tender una trampa. Fürstenberg tiene que obligarle a repetir su experimento. Volverá a intentar uno de sus trucos y le atraparemos.
    —¡Calma, calma, monsieur Benedikt! Está usted demasiado acalorado y decepcionado. Los sentimientos cambian, es difícil enmendar los errores cometidos. Tengamos paciencia. No es el momento adecuado para demostrar la ineptitud de Böttger.
    —¿Por qué no?
    —Estoy seguro de que el rey no quiere saber nada al respecto.
    —Está tirando el dinero con él.
    —No, no, se equivoca: le utiliza para amenazar a sus enemigos. Temen que se haga tan rico gracias al adepto prisionero que forme el ejército más grande de Europa. Encarna un arma peligrosa, incalculable. ¿Lo comprende, monsieur? Quien intente quitárselo de las manos sólo se buscará disgustos. Haxthausen se guardará de transmitir un informe semejante. Seguro que Böttger tiene pesadillas con el rey sueco. El pruso hace todo lo posible por apoderarse de él. ¿Ya se ha enterado de que Pasch se ha fugado de Königstein?
    —¡No puede ser!
    —¡Pues sí! ¡Qué bribón! El primero que lo consigue: huye por la escarpada muralla que creíamos infranqueable, ata unos paños, se deja caer, se golpea con una roca, se rompe el esternón, así y todo consigue cruzar a rastras la frontera bohemia y alcanzar Berlín. Estaba compinchado con un centinela. Figura todo aquí, en el informe.

    Benedikt le echa un vistazo sin leerlo.

    —No hay duda de que Pasch trama un nuevo complot. Tengo que viajar pronto a Berlín. Allí conozco a alguien que quizás pueda ayudarme a averiguar algo acerca de sus planes.

    Benedikt se pregunta qué atrae a Gründler a Berlín, pero está demasiado ocupado con sus argumentos. ¡Ahora comienza a tener una idea de conjunto! Entre tanta lógica, no se atreve a mencionar la espectral aparición de Laskaris en el pasadizo negro. No es cuestión de que el gordo se ría de él.

    —Olvide sus sentimientos y su rencor por una vez, monsieur Benedikt. ¿De verdad está convencido de que Böttger no puede conseguir la transmutación?
    —Yo le aseguro que no. No.

    Gründler chupa y sorbe su tabaco de mascar. Un hilillo de jugo de tabaco marrón asoma de sus labios y cae en la rodilla. Tiene la camisa manchada de salpicaduras castañas. ¡Esa Malgorzata tiene una idea singular de la virilidad! Benedikt no puede ni mirarle.

    —Y una cosa más—añade Grundier—: me he dado cuenta de que Pabst le ha suministrado gran cantidad de tierras a Böttger que nada tienen que ver con el arte de extraer minerales. Pizarra, ladrillo, caolín.
    —Bueno, ¿y qué? ¡Vaya a la Casa del Oro! Le hablará de sublimatio y descensio y le torturará con cientos de conceptos. ¡Pensará en el arcano y no entenderá nada!
    —¡Puede que sí! Tschirnhaus pasó años investigando la reacción al calor de las distintas tierras.
    —Oro a partir de porquería. Sí que sería una novedad.
    —No me refiero al oro, monsieur Benedikt, sino a la porcelana.
    —Qué es la porcelana frente al oro.
    —¡No se equivoque, querido!—dice Gründler, y se hace el listo una vez más para disgusto de Benedikt—. Los chinos han ganado millones con su porcelana, pero nadie ha conseguido desvelar el secreto de su fabricación. Si encuentra el arcano para hacerla...
    —¿Se refiere a...?
    —No cabe duda de que es tan valioso como la tintura roja para el oro químico. ¡No se precipite con su informe, monsieur Benedikt!—y añade con una sonrisa—: Además, no deberíamos privarnos de nuestro trabajo.

    Guardan silencio.

    Gründler hojea unos papeles. Benedikt abre la ventana, a pesar de que el aire no está cargado del frío humo de una pipa y el sudor de Gründler sea soportable.

    —Buscan un nuevo aprendiz para Weißler en la Casa del Oro—dice pasado un rato en un tono animado—. Quizá podamos serles de ayuda.


    Capítulo 10


    Lisa lucha contra el bandido. Es incapaz de soltarse de él. Su puño de acero le aprieta la garganta. Jadea y se despierta en la cama con un grito. Se siente feliz después de la maldita pesadilla. ¡Está viva! Le habría gustado quitarse la vida tras la ejecución de Roland. Ahora sabe lo valiosa que es. El desagradable incidente por el que acaba de pasar hace que le resulte más sencillo olvidar su pasado, tiene la esperanza de que así sea, lo cree o se convence a sí misma de ello.



    En «El anillo dorado» le cuenta lo de Benedikt a la rubia Juliane sin omitir detalles. Juliane le habla de su admirador, Luigi, el maestro de danza, del orfebre de la corte, Marschner, y por último de un editor de Leipzig que estuvo viviendo en «El anillo dorado».

    —Nos besamos, pero no quise seguir. Marschner acababa de regalarme un precioso brazalete. Me puso en un aprieto.

    Lisa sonríe. Conoce a Juliane. La risueña Anna la llama sin malicia «la alegría de los hombres».

    —¿Sucumbiste a su pasión?
    —A sus argumentos. Puso en juego la salvación de mi alma: «el día que estés a las puertas del cielo, te dirá san Pedro: Juliane, Dios te ha dado una carita pecosa, una cintura fina y un vientre blando y generoso. No has aprovechado sus dones y has cerrado tu vientre. No puedes pasar». ¿Qué se supone que debía hacer?
    —Caramba—dice Lisa, y le sorprende que Juliane le aconseje torturar un poco a Benedikt.
    —No se lo pongas fácil. Los señores sólo valoran lo que consiguen con esfuerzo. ¿Sabes cuánto tardó el rey en ganarse a la condesa Lubomirska?
    —Tres días—se aventura a decir Lisa, a pesar que un arminio de «El anillo dorado» clamó a los cuatro vientos la constancia de la condesa. Se mantuvo firme frente a los suspiros, obsequios y miradas de amor de Augusto el Fuerte. ¡El polaco del mostacho estaba bien informado! Pero hasta en el remoto Bärsdorf se sabe más de las aventuras amorosas del rey y príncipe elector que de sus victorias y derrotas. Hinrichs sólo tenía palabras de alabanza para su primera favorita, la mundana y graciosa condesa de Königsmarck. ¡Qué gran corazón! Mientras él compartía su lecho con Esterle y la turca Fátima, la mujer, con el corazón roto, cabalgó por él los peligrosos senderos que la llevaron al campo de batalla del rey sueco para acordar el fin de la terrible guerra. El maldito misógino ni siquiera la escuchó.

    Benedikt, el caballero de la corte, también esta al corriente de las aventuras amorosas de su rey. «En Polonia necesita una amante polaca», había asegurado con aplomo, tildando a Lubomirska de «romance político».

    —¡Tres días! Me tomas el pelo—dice Juliane—. ¡Semanas! El rey estuvo a punto de abandonar. Al final se vio obligada a fingir un desmayo para que la tomara en sus brazos. ¡No hay que exagerar siendo recatada!

    Jugar, piensa Lisa. ¿Aprende rápido? ¿Será que las miradas ardientes y las rosas de Benedikt no le llegan al corazón porque las ve como parte del juego amoroso de la corte? Roland no habría tardado tanto en tomarla entre sus brazos. Benedikt sólo suspira impaciente. ¿Será uno de los hombres de los que no puede enamorarse? No está mal, caderas finas, pantorrillas fuertes, para comérselo, dice Julie. No es ancho de espalda, y podría ser algo más alto pero, ¿existe el hombre perfecto?

    Su veneración le halaga y aplaca el dolor que aún le corroe por dentro. Le salvó de los bandidos. La une al mundo con el que soñaba en Bärsdorf. Le está agradecida de una forma infantil.

    Pasean en barca por el Elba. El elegante caballero de la corte la invita a un baile en palacio, en el gran jardín. ¡Qué lujo! Sólo ha visto de lejos el taconeo y las delirantes vueltas al son de los flautines y violas en la pieza «El señorío de Hainewald». ¿Saldrá del paso con las cinco horas de clases de minueto y demás danzas cortesanas que le ha dado Luigi, el amigo de Juliane? Le envía un vestido de tafetán rosa de volantes y lazos. Su generosidad le aterra, pero no devuelve el obsequio.

    El gobernador y príncipe Fürstenberg celebra la fiesta en honor de la coronación de Federico Augusto como rey de Polonia en el año 1697. Más vale olvidar el motivo. La corona le ha costado cara, los impuestos ahogan a los ciudadanos, la mayor parte de Polonia ha caído en manos de los suecos. Aún así, hay que celebrarlo.

    Les paran a la entrada. Benedikt habla con un lacayo y le muestra un papel. El hombre le lanza a Lisa una mirada fugaz, asiente y les hace pasar. Le tiemblan las rodillas al entrar en palacio, pero hay tantos invitados que no destaca en la multitud. El baile es maravilloso. Nadie advierte sus traspiés. Responde a las miradas de admiración con la sonrisa angelical tantas veces repetida en la cantina de Bärsdorf.

    —¿Cuántas velas arden en las salas, Benedikt?—pregunta al bajar del carruaje que la lleva a casa.

    Responde a su beso chasqueando los labios. Juliane lo llama «el último beso». Le hace una señal de afecto, un «hasta aquí y nada más».

    Respeta la frontera con educación. Para él no es una aventura fugaz.

    Qué hermoso es el mundo en el que vive Benedikt. Ropas elegantes, manjares exquisitos, baile, música. Pronto el rey se trasladará a la capital, Dresde, y con él las fiestas, los bailes de máscaras, desfiles y fuegos artificiales, un mundo de color. Y ella estará junto a Benedikt.

    —Necesito lecciones de buenas maneras, Luigi.

    El italiano no tiene tiempo para ella, pero sí palabras de ánimo.

    —Una criaturita espontánea, que atiende a ceremonias, resulta más fina que quien pretende aparentar decoro.
    —¿De dónde ha sacado algo así?
    —De un libro.
    —Sé leer—dice con orgullo, agradeciéndoselo en sus recuerdos al pastor de Bärsdorf.

    Le compra al librero Hilscher un tratado de costumbres de la corte, modales y buenas maneras. ¡Encuadernado en piel de cabra! Ya sabía que «la actitud grácil y la pose correcta» son importantes y que «el aspecto externo es lo que más llama la atención y afecta al ánimo».

    Pasa buena parte de la noche leyendo Su Alteza Aramena de Siria, con la que Benedikt alienta sus ansias de aprender. Para evitar confundirse, apunta a conciencia los nombres de los cincuenta y cuatro personajes, comparte sus alegrías y desventuras, se abre paso por un laberinto de intrigas, llora las muertes, se conmueve ante su espíritu de sacrificio y a veces se le cierran los ojos.

    —¿Contrae matrimonio Melquisedec Aramenas con Cimbers?—le pregunta a Benedikt.
    —No lo recuerdo—le susurra su caballero, y ella abriga la sospecha de que sólo ha leído por encima el Aramena.

    Por su cumpleaños, le regala una peluca blanca y polvos para el cabello. Se lo agradece con tanta alegría que le parece un momento propicio para hacerle una confesión.

    —No soy noble. Añadí el «von» a mi apellido para impresionarte.

    Benedikt no es tan perfecto como parecía. Tendría que mostrarse decepcionada y furiosa, pero ni siquiera se enfada. A los hombres les gusta cambiar de nombre, lo sabe por su primer novio y también por Roland. ¿Por qué iba a ser Benedikt una excepción? Las excepciones son siempre tipos raros, es decir, personas difíciles. Le ha mentido por amor, y ella sonríe conciliadora cuando le jura con gravedad no engañarla nunca más. Errar es de humanos, piensa, y se dice divertida: ¿acaso la humanidad no es algo digno de alabanza? Una muchacha de una taberna es más apropiada para alguien que no pertenece a la nobleza. El «von» ya no les separa.

    Le invita a sus aposentos en un arrebato de pasión y le prueba con creces que le perdona.

    —Es la última oportunidad—susurra ella entre almohadones y abrazos—. Mañana me traslado al cuarto de la servidumbre de «El anillo dorado».
    —No es necesario que lo hagas.
    —Se acabaron los sueños palaciegos—apunta Juliane, lacónica, cuando Lisa le cuenta la confesión de Benedikt.
    —Qué dices, ni lo había pensado.
    —¿Y a qué se dedica entonces?

    Lisa se encoge de hombros.

    —Tareas especiales de la corte, qué sé yo.

    Nunca le preguntó a Roland de dónde venían sus regalos hasta que él mismo se lo dijo. Tampoco se lo pregunta a Benedikt. Le paga el alquiler, se acuesta con ella y listo. Y no se siente una prostituta por ello. Cuando queda una habitación en la casa vecina, la alquila para Lisa. Nuestro refugio, dice él, pero no siempre se queda toda la noche.

    En todos sus encuentros le asegura lo mucho que la quiere. Ella sonríe feliz, pero no le corresponde con falsas promesas. No quiere engañarle. Le da a su cuerpo lo que necesita, pero no es como con su primer novio ni como con Roland. «No puedes pretender vivir un amor tras otro, Lisa», se consuela ella. Le está agradecida a Benedikt, le cae simpático, su relación irá creciendo, pero si hoy mismo desapareciera de su vida, apenas lloraría su muerte.

    —Pero si lo tienes todo—dice cuando le insiste en que le declare su amor—. ¿No es suficiente para ti?

    No se aburre en su compañía. La lleva a la comedia y a la ópera italiana. Van de excursión a Moritzburg. Bosques inmensos teñidos de rojo, amarillo y dorado. Los nenúfares relucen al cálido sol del otoño. Al ver el castillo, Lisa se siente en un cuento de hadas.

    —Si la Bella durmiente viviera allí, el príncipe que la despierta con un beso tendría que saber nadar.
    —Hay barcos—susurra Benedikt, y le describe a la luz del faro la gran batalla naval a las órdenes de Federico Augusto—. Yo era el comandante del buque insignia.

    Finge interés, pero le divierte más darle de comer a los patos. Se acercan remando a la pequeña isla y se aman en el lugar en el que el príncipe, en una tienda turca, se ganó el corazón de la condesa de Königsmarck con su galantería y un diamante gigantesco.

    Benedikt le cuenta chistes. Cómo Federico Augusto, se había retirado a una casita con la hermosa condesa de Königsmarck y la joven Fátima, la turca, después de una fiesta y, para consternación de ambas damas, había caído dormido al instante en el lecho de amor.

    Cómo el joven príncipe, durante sus tiempos de caballero por Europa, había hecho una apuesta con su mentor en un baile y había seducido a tres condesas en una noche, una tras otra.

    Su repertorio de historietas es inagotable. Nunca habla de sí mismo. Es como una anguila escurridiza, no hay quien lo atrape por mucho que se le declare. Cuando conoció a Juliane, la miró con sus radiantes ojos azules y se deshizo en cumplidos.

    —Es encantador—dice Juliane, sin precisar si era un elogio o un defecto—. Si quiere algo, lo consigue.

    Puede que sea galante, pero hay cosas de él que le molestan. Hace poco, el conde Tschirnhaus correspondió al saludo de Benedikt desde su carruaje abierto mirándole por encima del hombro.

    —Tú vas a pie en harapos y yo te miro desde mi fastuosa carroza—siseó Benedikt al verle pasar—. Le asustó de verdad.
    —¿Te da envidia? ¡Si no te falta de nada!
    —Un día lo tendré todo. ¡Qué sabrás tú del mundo, pequeña Lisa!

    A veces se comporta de modo extraño. En una ocasión hasta le creyó loco. Habían ido al mercado de Navidad. Le había comprado un bizcocho de especias. Hacía frío. Los primeros copos de nieve caían del cielo. Bebieron vino caliente y ella se apretó contra él. De pronto soltó una maldición, tiró el vaso y salió corriendo. Le siguió con la mirada a través de la multitud. ¿Adónde iba?

    Tardó en regresar, bañado en sudor y colorado.

    —Se me ha vuelto a escapar—jadeó sin aliento, y luego le preguntó—: ¿No has visto a ese viejo vestido de azul y con una extraña boina verde?

    Ella negó con la cabeza, sorprendida.

    No le dio explicaciones.

    No sabe si es el hombre con el que desea pasar el resto de su vida, pero cuando se va unos días—insiste en que de viaje— le echa de menos.

    Benedikt y Gründler están de acuerdo en una cosa: uno tiene más claras las ideas ante una tacita de «café calente» de Ahmad Ghalib que en el despacho.

    El café turco está lleno. La luz de los quinqués oscila sobre las mesas de madera oscura. Un vistazo al techo convence a Gründler de que, después de la última renovación, ni siquiera el color del profeta había conseguido ocultar por completo la cruz de la Pasión que habían pintado en el vértice de la cúpula con el café desierto. En algunas partes asoman humedades blancas a través del verde cálido, y con algo de imaginación se intuye la silueta del símbolo cristiano. El pastor Lohse dice que es un milagro, y en la más estricta intimidad habla de la señal divina del triunfo celestial sobre los no creyentes.

    A Gründler le recuerda a la absurda empresa que encabezó en el año 90. La ira del pueblo, animada y dirigida por la administración contra la reconquista de Belgrado por parte de los osmanos. Una protesta contra la amenaza islámica que la pagó con el mobiliario, los vasos y los tapices del café turco.

    Una orden arbitraria de Haxthausen, como se demostró más tarde. Gründler se vio en un aprieto. Cuando el príncipe criticó su actuación, culpó a sus subordinados.

    Por fortuna, Gründler había sido lo bastante previsor como para poner a salvo a Ahmad. Su acción le libró del castigo cuando, tras la victoria del noble caballero, el príncipe Eugen, sobre el ejército osmano, el temor desapareció y el recuerdo de aquellas intrusiones despertó la cólera dormida del pasado.

    Resultó asombrosa la rapidez con la que las tierras del Bosforo recuperaron su halo de exotismo y creció la fascinación por Oriente.

    Lo turco está de moda.

    De las paredes cuelgan de nuevo alfombras de colores con arabescos y ornamentos florales. Ahmad Ghalib lleva sus eternos pantalones bombachos amarillos, manchados de café, una bata azul de seda brillante y su fez color fresa en la cabeza. Su vestido turco es parte del café. A los habitantes de Dresde les gustan las cosas «buniitas y confurtables», como dice él.

    Les saluda con un «Salam malecún». Gründler bromea:

    —Si hubiéramos perdido en Viena frente a Kara Mustafá, estaríamos todos hablando turco y árabe.
    —Pues sería «buniito»—dice el turco con un acento bien sajón, acompañándoles a su mesa habitual por entre nubes de tabaco.
    —Nos quedamos con lo mejor de cada país—dice Gründler, mientras Ghalib les sirve de su cafetera de cobre—. De vosotros, el café, y de Polonia, las muchachas «bunitas».
    —También en Estambul tenemos muchachas «bunitas»—dice el turco, melancólico, despidiéndose con una profunda reverencia con la que se le escurre el fez sobre la frente.
    —No puede volver—dice Gründler— he leído su expediente y le he interrogado. Desertó antes de Viena. Se bautizó hace tres años. Si le prenden en Turquía, le estrangularían con un lazo de seda y ni siquiera se molestarían en colocar su cadáver mirando a la Meca.

    Benedikt menea la cabeza, dudando.

    —¿Y si fuera un espía que han enviado aquí? Deserción, bautizo... ¡Nada que sospechar de él! A mí me parece un chico demasiado inteligente como para estar sirviendo cafés. ¿Se ha asegurado que no se ve con los franceses?

    Por supuesto. Y la respuesta es no. Pero no puedo mandar que le vigilen permanentemente. Tenemos pocos empleados. Y además, usted ha estado enfermo.

    —Cierto.

    Lo que había pasado no era asunto de Gründler. Seguiría creyendo que había tragado demasiado mercurio contra la sífilis. Por suerte no había mandado llamarle. ¡Si lo supiera!

    No había sido tan sencillo vender las alhajas del cofre de Lisa en los comercios de joyería de Bischofswerd, Bautzen y Görlitz.

    —¿Es usted mercader, está de viaje y necesita el dinero para los negocios imprevistos que le puedan surgir por el camino? Qué raro. ¿Qué clase de negocios, señor?

    Se explicaba con todo detalle y les miraba candido.

    —¿Ha dicho herencias familiares?

    Benedikt montaba en cólera.

    —¿Acaso está intentando bajar el precio fingiendo desconfianza?
    —Nos gustaría mucho ayudarle dada su situación crítica, señor, pero los negocios...

    Al final se vio obligado a entrar en el juego. Los beneficios fueron menores de lo esperado. Puede que le hubieran ofrecido más en Frankfurt o Amsterdam, pero no tenía tiempo de viajar allí.

    Ninguno de los joyeros le reconocería. La administración le había instruido en «cambio de personalidad», algo de agradecer. Recordaba los consejos de Sprengler, el actor de la corte: la barba postiza, las cejas teñidas, una peluca de un color distinto al de su pelo... ¡Es pura apariencia señores! Meterse en la piel de otro, practicar un tic, cecear, balancear el hombro sin control, un parpadeo nervioso... ¡Eso es lo que transforma a uno por completo!

    —Puede que mis sospechas sean infundadas—afirma Benedikt, retomando la conversación—. Pero la situación que se produjo en la librería de Hilscher no fue fruto de la casualidad. Olvidemos la vigilancia permanente. Me encargaré de no perderle de vista. ¡Invito yo al café!

    A la salida, Benedikt finge tener que ir al excusado a toda prisa.

    —Enseguida vuelvo, Gründler.—Pasa por delante de la cocina y se queda de pie delante de una de las habitaciones de atrás.
    —No hay nadie dentro—dice Ahmad Ghalib. Benedikt no se sorprende de que le haya seguido.

    El turco abre la puerta, diligente. Un hombre alto, enjuto, con el rostro oculto bajo una capucha, se acerca a él, tambaleándose, roza a Benedikt, le aparta a un lado y zigzaguea hacia la salida.

    —No le había visto entrar, de verdad—le asegura Ahmad Ghalib.

    La habitación es pequeña. Se ve el patio desde una ventana angosta. Sobre la mesa tiembla la luz de una lámpara de aceite. No hay sillas. Tres divanes en las paredes. Una manta de lana revuelta. Un aroma dulzón envuelve el aire viciado.

    —¡Opio!
    —Se equivoca, señor Benedikt, no se fuma opio aquí.

    Benedikt siente el tacto de dos monedas.

    —Nadie volverá a fumar opio aquí—se corrige el turco.
    —Es la tercera vez que me lo prometes—dice Benedikt, guardándose el dinero.

    El viento le azota la cara al salir. Se encoge helado. Mete la mano en los bolsillos del abrigo y se para en seco: ¡Si yo no tenía ningún papel en el bolsillo derecho! Desdobla la hoja al caminar. ¿Cómo han llegado aquí los garabatos de Laskaris? ¡El hombre de la capucha! Se lleva la mano a la cabeza. ¡Tendría que haberle seguido! Le tiemblan las manos. Qué suerte que Gründler se haya marchado antes. Ni siquiera se esfuerza por leerlo en voz baja. «San Nicolás arrojó pedazos de oro por la ventana. Si deseas huir de los meandros del laberinto hermético y acercarte al secreto del gran Aurifex, reúnete conmigo el día que lleva su nombre una hora antes de la medianoche en la Fuente de los Turcos. L». Los meandros del laberinto hermético... El secreto del gran Aurifex... Benedikt sonríe. Laskaris no le va a engañar con su oscuro lenguaje. Ya está. Le va a echar el guante y no le va a soltar hasta que le cuente todo lo que sabe.

    El hombre se sorprende a sí mismo, repetía Gründler con melancolía filosófica. Benedikt había escuchado la frase sin decir nada, como muchas de sus máximas, y casi la había olvidado.

    La tarde del día de san Nicolás, estando junto a Lisa, descubre en sí mismo la verdad de las sabias palabras, sin esperarlo. No se imagina las consecuencias que tendrá para él el cambio imperceptible y despreocupado de sus sentimientos hacia su amada.

    Están sentados en la pequeña habitación. El horno de baldosas pintadas desprende un calor agradable. El vestido de muselina de Lisa es demasiado ligero para el frío invernal, pero excepto el de baile, sólo tiene dos, y el de color amapola y corte provocativo combina con su pelo; además sabe que le gusta a Benedikt.

    Benedikt le ha traído un regalo.

    —De parte de san Nicolás.

    Lisa abre el paquete, destapa un frasco delicado y lo huele.

    —Mmm...—Se pone unas gotas detrás de las orejas y se salpica un poco en el escote del vestido.
    —L'esprit d'Arabe—dice él— de París.

    Le pone la botellita delante de la nariz. Benedikt aparta su mano.

    —Quiero olerlo en tu piel. En la piel huele de otra manera.

    Sonríe cariñosa, con un brillo callado y desafiante en la mirada que le vuelve loco. Nunca había sentido ese deseo por ella. La besa en el escote, sus labios resbalan por el cuello y alcanzan la boca.

    —Espera—dice, cogiendo su presente: una botella de vino—. De Francia. Bordeaux.
    —¿Y yo qué pensaba que san Nicolás sólo hacía regalos a las mujeres?
    —En tu caso ha hecho una excepción. Eres una excepción.

    En su voz se escucha el eco de la ternura que había echado hasta entonces, y al fin pronuncia las palabras que tanto tiempo llevaba aguardando. Le besa con una pasión extraña y delicada.

    ¿Es el beso de «soy tuya» lo que desata ese repentino cambio en sus sentimientos que tanto le sorprende? ¿O le ciega ver resbalar el vestido? Está embarazada. Él espera en la cocina. Llega la matrona. Los gritos del bebé resuenan en la habitación. No es bueno que un niño esté solo, así que tienen dos más y se acabó la tranquilidad. Lisa es suya, toda suya. ¿Maravilloso? La administración le sube el sueldo unos peniques. «Por sus méritos», dice Haxthausen. ¿Qué méritos? Aún así es una miseria para la pequeña familia. Todo por soñar con un carruaje elegante.

    —¿Qué te pasa, Benedikt?
    —Nada—responde, dejando a un lado sus imaginaciones, que le volverán a asaltar mucho antes de que su relación desemboque en el matrimonio que Lisa ansía.

    Hacen el amor en la cama de Lisa. Ella le ofrece pasteles caseros. Se siente a gusto pero, ¿desea que el idilio dure para siempre?

    Beben ponche caliente. Lisa le habla de los huéspedes de «El anillo de oro». Él asiente, sonríe, menea la cabeza cuando parece conveniente, pero no deja de pensar en su encuentro con Laskaris.

    Haxthausen pone a su disposición tres hombres de la guardia sin hacerle preguntas. Benedikt les indica lo que deben hacer. Al caer la noche se instalan en sus puestos: uno en la esquina de la Moritzstrasse, dos en las entradas de la antigua Casa de Paños. Nunca se sabe, se dice Benedikt, a pesar de que no teme que el monje le vaya a tender una trampa. ¿Será que se va a ofrecer a venderle su secreto? Si se diera el caso, podría interrogarle en el sótano de la administración. En cualquier caso le dirá la verdad acerca del experimento de Böttger en Berlín.

    Cruza el mercado nuevo al dar las once. La luna da suficiente luz, se distingue la silueta de la fuente de los turcos con la Victoria a tamaño natural. Conmemora la victoria sobre los turcos en el año 83. Quizás Laskaris desea que la gloriosa dama le apoye en sus esfuerzos para rescatar a los cristianos de las garras de los turcos. ¡Este loco debe de tener alguna razón para que nos encontremos precisamente aquí!

    No hay nadie en la fuente. La rodea, y al fin le ve. Traje azul polaco, faja encarnada, boina húngara. Le da la espalda a la Victoria, inclina los hombros y la cabeza sobre la fuente, lo único que hace ver que no es un mendigo son sus manos: no están tendidas, abiertas, sino contraídas alrededor de su bastón de peregrino.

    —¿Laskaris?—¿O debería de haberle llamado hermano Laskaris? No importa. De todos modos, el monje no le oye. Sus ojos están fijos y muy abiertos. Cuando le cae encima, se aparta.

    ¡Muerto! ¡No puede estar muerto! Ahora que lo tenía todo planeado.

    —¡No me venga con bromas!

    El monje no se mueve.

    Se arrodilla, coloca a Laskaris con la espalda apoyada en la fuente y examina su rostro. La piel arrugada, color pergamino, la boca ajada y los ojos sin brillo no cuentan su secreto. Las manos lisas, sin manchas, muestran que ya no es tan viejo como dan a entender sus rasgos agotados.

    Le registra buscando una carta o un documento. Nada. Su cuerpo todavía está tibio. Los guardias afirman que le vieron dirigirse a la fuente a las once menos cuarto.

    —Vacilante, en zigzag, como si la Fuente de los Turcos estuviera en lo alto de una montaña—dice uno—. Me sorprendió que se sentara en el suelo desnudo. Yo habría tenido demasiado frío.
    —¿Se le acercó alguien?
    —No, señor.

    El reconocimiento médico del hospital materno no da indicios de muerte violenta.

    Benedikt pide que traigan a Böttger desde la Casa del Oro, pero la esperanza de averiguar algo nuevo acerca de su comportamiento enfrentándole cara a cara con la muerte no se cumple.

    —Laskaris Archimandrita—dice el adepto al reconocerle, tranquilo y sin inmutarse—. Le vi varias veces en Berlín.—No dice más.

    Ahmad Ghalib añade al informe que el fallecido había estado en su café, pero no con las ropas descritas por el comisario.

    —¿Estuvo allí anteayer?
    —Sí.
    —¿Con qué frecuencia le visitaba?
    —Dos, tres veces por semana. Pero no siempre. Estuvo bastante tiempo sin venir.
    —¿Y ni siquiera sabe su nombre?
    —Mis clientes no se me presentan.
    —¿Tenía amigos? ¿Con quién hablaba?
    —No me fijé.

    Sus respuestas son rápidas y seguras. A pesar de todo, Benedikt tiene la sensación de que le oculta algo. Pero interrogarle en el sótano echaría por tierra su recién establecida relación «comercial». Ha decidido ignorar el cuarto de olor dulzón al fondo del café. Para ello, Ahmad debe pagarle regularmente. Va a ser un poco difícil que el cadáver de Laskaris le desvele el secreto de Aurifex. Encontrará el modo de averiguar su papel en la historia. Pero eso tendrá que esperar.

    —¿Podría ser que su muerte se debiera al abuso de opio?—pregunta Benedikt al médico que efectuó el reconocimiento del cadáver.
    —He oído hablar de algún caso—dice el médico.
    —¿Se descarta que haya sido envenenado?
    —Somos incapaces de identificar todos los venenos que existen, señor comisario.


    Capítulo 11


    Entre Nochebuena y Año Nuevo el gobernador ofrece una recepción en el salón rojo del castillo a los habitantes de Dresde que, según reza el texto de la invitación, «han contribuido al orgullo de la corte y al prestigio del país y de su rey y príncipe elector mediante su actividad creadora». Hace años que se les concede ese honor a Pöppelman, el arquitecto de la corte, al arquitecto paisajista Karcher y al orfebre y joyero de la corte Melchior Dinglinger junto con sus hermanos. La mayoría de los nuevos talentos al final de la lista, pintores, poetas, compositores, sólo podrán disfrutar del ilustre marco una vez en la vida.



    Le había pedido a Tschirnhaus que ampliara la lista de invitados a unas cuantas personas que entretendrían a todos con sus sabias conversaciones.

    El conde propuso al constructor Leupold, que poco tiempo atrás había sido el centro de atención por su invención de «una máquina con dos chimeneas», y al mecánico Zarod, cuyas tuberías, grúas de puentes y hornos domésticos hacen la vida más fácil.

    —Demasiado profano—decidió Fürstenberg, y aceptó sólo a Böttger, pero con reservas. ¡Un prisionero en este ambiente!

    La comida, ocho platos como en un banquete principesco, es exquisita, y los vinos, selectos. Fürstenberg lleva un traje ligero, de seda, sin condecoraciones, un pañuelo anudado al cuello. Brinda por Caliópe, la musa de las musas.

    —Que la «musa por excelencia» como la llaman los artistas vieneses, le sea siempre favorable y le inspire. Me ahorra la necesidad de enumerar a todas las demás.
    —No tiene uno la obligación de conocer a todas sus amantes—replica con picardía Schmidt, el maestro de capilla de la corte, conocido por sus aventuras amorosas, y el gobernador se une al brindis.

    El escultor Permoser, el más veterano del grupo, con su rostro colorado y mofletudo y su poblada barba blanca, rodea la mesa con paso cansino, hinca la rodilla en el suelo, delante de Fürstenberg, y le entrega la escultura lacada de un negro, a modo de regalo conjunto.

    —¡Que hermosa estatuilla ha creado por arte de magia a partir de un simple pedazo de madera, maestro Permoser! Y seguro que ha sido el maestro Dinglinger el que la ha adornado con esta espléndida cadena de oro y plata. Rubíes y esmeraldas, nada menos. Sólo que...
    —¿Qué?

    Fürstenberg parece turbado.

    —Que no puedo aceptarla.

    El escultor le mira perplejo.

    Fürstenberg esboza una sonrisa y coge del brazo a Permoser.

    —No me haga una reverencia poniéndose de rodillas, querido maestro. ¡Levántese enseguida! Un artista de su calibre no se arrodilla ante nadie, igual que la genuflexión no es manera de estar frente a un hombre. Debe arrodillarse ante Dios, como todos.—Toma la figura entre las manos, a la altura de los ojos, y la mira extasiado.
    —¡Se lo agradezco, Permoser, y a todos ustedes!

    Tschirnhaus, a la derecha del gobernador, observa con más regocijo que sorpresa cómo el príncipe se desenvuelve entre los artistas. Un caballero que se adapta a las circunstancias. ¡Sabe cómo tratar a la gente!

    Tras tomar posesión de su cargo, exigió obediencia a todos los nobles sin excepción.

    ¡Cómo les lisonjea en su discurso, sentado a la mesa!

    Le agradece a Pöpelmann, el arquitecto de la corte, los primeros planos para la construcción del castillo, a Permoser la perfección de la imponente estatua de cantería de Hércules, el duodécimo que esculpe en su taller, esta vez cou una fuerza simbólica especial: al igual que el héroe de los dioses triunfa sobre el rey Busirus en el monumento, también el rey Federico Augusto someterá al rey de Suecia: el paralelo es indudable.

    —¡Este arte nos da fuerzas, amigos míos!

    A ello se añade la magnífica corte de Delhi, hecha de oro, plata, esmalte dorado e incontables piedras preciosas, en la que Dinglinger lleva ya tres años trabajando sin descanso.

    —Glorificando el imperio del poderoso emperador mongol Aureng Zeb en la lejana India, ensalza nuestro país del modo más artístico imaginable. Polonia y Sajonia bajo un único rey. ¿El principio o el fin? Una antigua profecía vaticina a un príncipe de Sajonia de nombre Augusto no sólo la corona polaca. Quizás un día se le pida que modele un imperio, maestro Dinglinger.

    El rostro rosado y rebosante de salud de Dinglinger esboza una sonrisa que hace innecesaria cualquier explicación: exagerada sorpresa por la osada interpretación de Fürstenberg, agradecimiento y satisfacción por su alabanza, burla por el derroche de arrogancia autocomplaciente y fanfarronería.

    Tras las muestras de opulencia, las circunstancias obligan a mostrar comprensión por la bancarrota real. Dinglinger no le reclama el dinero que le debe la corona. El maestro de capilla Schmidt tiene la osadía de solicitar los pagos atrasados. Sólo Permoser, el mayor de todos, palurdo maleducado, carece de tacto. Para alivio de todos pregunta con inocente sinceridad, cómo van los pagos de las cuentas pendientes.

    Fürstenberg reacciona con una frase hecha: la guerra cuesta dinero, pero la suerte pronto se pondrá de su parte.

    En lugar de saldar sus deudas con táleros, revela a los asistentes información confidencial.

    Los rostros de los comensales, aunque alargados, se contraen con viva curiosidad. Les honra la confianza que deposita en ellos. No sólo el simplón maestro de capilla tiende a pensar que quien conoce un secreto posee influencia. Por si fuera poco, la voz ronca con la que se anuncia la novedad le hace sentirse el más inteligente. Los demás ya sabían que el rey y príncipe elector tenía intención de estimular la confederación proagustina de Sandomierz y que en breve esperaba más ayuda del zar Pedro.

    El descontento se desvanece. Fürstenberg no se da por satisfecho con un «¡cuando ganemos pagará el sueco!». Por suerte su segundo argumento es más convincente que la improbable victoria en la guerra.

    —No nos va a hacer falta su dinero. ¡Entre nosotros se encuentra un hombre que fabricará dinero suficiente para la corona!

    Hasta el momento la presencia de Böttger había pasado inadvertida. Nadie sabe cómo es. Cualquiera que se hubiera fijado en el hombre de traje raído y camisa no muy limpia debió de tomarle por un «joven salvaje», un joven poeta o pintor que expresaba su inconformismo con su peinado de media melena, sin peluca.

    Entre un plato y otro, unos se levantaban, otros saludaban a sus amigos o hablaban con alguien que no conocían. Si nadie le dirigió una palabra de curiosidad a Böttger fue por su vecino, un joven de jubón oscuro, con un llamativo pañuelo naranja al cuello. Conocía al poeta Freidank por sus descarados versos, pues su nombre figuraba en una lista de personas que debían ser vigiladas, y que había redactado la censura del principado sajón, es decir, antes de la publicación de su alabado poema en el diario de la corte de Sajonia:

    Oh, gran rey Augusto

    Príncipe y señor

    Te honro con mi canto.

    Benedikt había intentado ganarse su confianza, pero un terco: «si desea saber algo de mí, pregunte. Si quiere saber algo de otro que no sea yo, pregunte a los demás», puso fin a sus constantes esfuerzos.

    El vecino de Freidank le había contado quién era Benedikt. No tardó en comentarse el oficio del caballero del pañuelo naranja. ¡Mejor sería mantenerse alejado de él!

    Gracias a Fürstenberg, todos los ojos se habían posado en Böttger.

    Agacha la cabeza y finge no comprender que el gobernador espera una expresión de asentimiento. Cuando el silencio se hace embarazoso, murmura entre dientes y sin entusiasmo:

    —Su prisionero hará lo que esté en su mano.

    Tschirnhaus tiembla ante el tono mordaz. No ha traído al adepto aquí para que arme un escándalo y no le haga perder las simpatías del gobernador. Antes de poder mitigar su vergüenza con una amable observación, Fürstenberg hace un brindis por la corona y el arte. Le susurra a Tschirnhaus:

    —Un hombre salvaje y difícil. Pero he oído decir que las estrellas nacen del caos. ¿Cree que es cierto, conde, o es una herejía?

    Después de la cena, los invitados estiran las piernas y se forman pequeños grupos. Cuando Tschirnhaus abandona la reunión junto a Fürstenberg, ve a Böttger conversando con Pöppelmann, Dinglinger y otros tres y se da por satisfecho. Fürstenberg le hace una seña a Benedikt para que se mantenga a cierta distancia.

    —Gracias por haber invitado a Böttger. Necesita airearse. Se nos va a volver loco ahí encerrado. Deberíamos procurarle compañía inteligente más a menudo.
    —Pensaré en ello—dice Fürstenberg, frío. Lo primero es la seguridad, que esté bajo estricta vigilancia, en ese aspecto concuerda por completo con los señores de la administración—. Podemos tener un pájaro en una gran pajarera, Tschirnhaus, pero no dejará de ser una jaula. Böttger lo sabe, y debe conformarse.

    Le atosigan a preguntas.

    ¿De verdad ha encontrado el elixir, o todavía está investigando? ¿Cuánto se necesita para un quintal de oro?

    ¿Pronto cualquiera podrá fabricar oro siguiendo una fórmula, como quien hace un bizcocho con una receta?

    Los que creen en los adeptos le preguntan con gravedad. Los escépticos, con ironía. Responde vagamente.

    Dinglinger le lleva a un lugar apartado.

    —A lo mejor podríamos unir nuestras fuerzas: el alquimista y el orfebre, una buena combinación. ¡Venga a verme!
    —Soy un prisionero, señor Dinglinger.
    —Ay, es cierto. Me había olvidado, pero seguro que las cosas cambian pronto.
    —Nunca van a cambiar—dice Böttger, enfadado.
    —¿Fabricará usted lo bastante como para que yo cubra de oro la cúpula entera de una iglesia?—desea saber George Bahr, el maestro carpintero del consejo, dejando su timidez a un lado. Sin esperar respuesta, habla de construir de nuevo la malograda Frauenkirche. Necesita una cúpula aún más bonita que la de santa María de la Salud de Venecia.
    —¡Mire!—dibuja con destreza la nave de una iglesia, la torre y la cúpula.
    —¿Dónde está la Frauenkirche? En Dresde sólo conozco la Casa del Oro, un pedazo del castillo y el jardín de higueras.

    Bahr le mira como si fuera de otro planeta.

    —A principios de año voy a Venecia. Allí mis planes...

    Böttger hace oídos sordos. Viajan, tienen planes, vuelven a casa con sus esposas o con sus amantes. ¿Qué es lo que ve él del mundo? ¿Qué tiene? Esta noche, vino. Tiene todo el vino que quiera. Bebe conmigo, hermano, fabricaré oro para vosotros, mañana, el año próximo, pero antes bebed. Quizás el alcohol desvele el gran misterio, bebed, bebed hasta perder el sentido.

    Escucha voces.

    —¡Böttger, despierte!

    Abre los ojos con dificultad. Son Tschirnhaus y David Köhler, su nuevo aprendiz. ¿Cómo es que están en mi dormitorio?

    —¿Qué sucede?—Le duele la cabeza. Todo le da vueltas. Le crujen las tripas y de pronto devuelve.

    Köhler llama al viejo Schmidtgen, que se ocupa de poner orden en las habitaciones y los cachivaches de Böttger dos veces por semana. Hoy no está, así que tiene que limpiar él el vómito.

    Le habían traído allí pasada la medianoche, no sabía ni dónde estaba.

    —¡Maldito cerdo!

    Le acompañan a su butaca, pero le fallan las piernas y tienen que ayudarle a levantarse. Más agua y unas sales.

    —¿Qué hora es?
    —Las nueve.
    —¡Escúcheme, Böttger!—Tschirnhaus le zarandea—. Mantenga los ojos abiertos. No se duerma otra vez. ¡Debe permanecer despierto! Anoche el rey apareció por sorpresa.
    —¿Y?
    —Está con Lubomirska. Quiere mostrarle la Casa del Oro esta tarde.
    —¿Esta tarde? No, esta tarde no. Tengo dolor de cabeza y una sed infernal.

    Tschirnhaus manda traer un vaso de agua y le echa unos polvos para el dolor de cabeza y las náuseas. Köhler le hace una seña para que abandone la habitación.

    Böttger bebe y cierra de nuevo los ojos, pero el conde insiste. Tarda un buen rato hacerle comprender el objetivo de la temprana visita.

    —El rey le pide que repita el experimento. Tiene que fabricar oro ante sus ojos, darle al menos una pequeña prueba.
    —Imposible. El arcano no está listo. Ha habido dificultades en la separatio bajo el signo de escorpio, la fermentatii en Capricornio no ha terminado, y en cuanto a la multiplicatio en acuario...
    —¡Déjese de disparates!
    —Señor conde, cómo se atreve a...

    Tschirnhaus le clava los ojos.

    Böttger vuelve la cabeza como si el cansancio volviera a apoderarse de él, pero en realidad su mirada le incomoda. El conde no cree en el elixir, y sin embargo le exige que fabrique oro. Significa... No quiere seguir pensando, ahora no.

    —Böttger, esta vez tiene que conseguirlo: se está jugando la vida. Si no lo hace, no habrá nada que pueda hacer por usted.

    Afuera, Tschirnhaus habla con Köhler.

    —Tiene que estar en pie hasta el mediodía. Caliente los hornos. Su majestad quiere silbidos y burbujas por todas partes. Y estaría bien que oliera mal. Las autoridades tienen que ver que un laboratorio de química no es ningún invernadero de rosas.

    Köhler sonríe.

    —Ya me encargo yo de echar unos cuantos ingredientes adecuados en el crisol.
    —Al rey le gustaría que saliera una llama del crisol, como en Kielce. Aquello le dejó impresionado. Köhler frunce'el ceño.

    «¿Sospecha mi aprendiz lo mismo que yo al escuchar esta petición?», se pregunta Tschirnhaus. «¡Imposible! Decir sospecha es decir demasiado. Imaginaciones mías».

    —¿Qué hace nuestro amigo, el señor Demuth?
    —Meternos prisa. Le he dicho que los procesos químicos son fenómenos lentos, y que sólo el maestro conoce la relación que existe entre ellos. Le he dicho que entiendo poco del tema y que primero tengo que observar. Le he soltado unos pocos detalles sin importancia aquí y allá. A veces maldice porque no se entera de nada.

    La astuta sonrisa de Köhler no encaja con su rostro de aire responsable.

    —Vaya a decirle que, tras grandes esfuerzos, una vez más Böttger ha conseguido fabricar una pequeña cantidad del arcano. Dadas las circunstancias, nos inventaremos unas cuantas cosillas para impresionar a Benedikt.

    Tschirnhaus le da unas palmaditas en la espalda y Köhler le guiña el ojo con complicidad.

    Köhler le había ido a visitar el día en que tomó posesión de su puesto. Un joven de la administración solicitaba que se le informara de todo lo que sucedía en la Casa del Oro.

    —¿Qué voy a hacer, señor conde?
    —¿Por qué no ha ido a ver a Böttger?
    —Tiene mi edad, y muy mal carácter. Me temo que no guarda ningún secreto. Ese monsieur me amenazó con que me metería en problemas si no mantengo la boca cerrada.
    —¿Y por qué habla?
    —Siempre he servido a un solo señor, y quiero seguir así.

    Benedikt da una vuelta delante de Lisa.

    —¿Qué tal estoy? Parezco un hidalgo. ¡Toca! Damasco de seda y brocado de plata.
    —¿Te han... ascendido?—Lisa está impresionada, aunque no sabe si un hidalgo es más que un caballero de la corte. Con ternura femenina, esconde unos cuantos cabellos rebeldes en su peluca empolvada de blanco.
    —¿También es nueva? ¡Te hace más joven!—Se apoya en él y le abrocha el chaleco y el jubón—. Un poco grande.
    —Y los pantalones me aprietan, mira tú. Me los han prestado.

    Ella frunce el ceño, pero no le pregunta quién ni para qué, y tampoco qué es un hidalgo.

    —¿Adónde vas?

    Se encoge de hombros, indeciso.

    —Una muchachita no puede saberlo todo.

    Un día le confesará su oficio en la administración. No importa contarle un secretillo de vez en cuando. No debe preocuparse por él. Así, cuando sepa la verdad no se sentirá desilusionada pero, ¿se preocupa por él? ¿Por eso nunca le atosiga a preguntas?

    —¿Cuándo perdiste tu curiosidad femenina?—le había preguntado.
    —Creo que fue con mi tercer amante—se le había escapado a ella, y se mordió la lengua.
    —Caramba, no hubiera creído que...
    —Nunca te dije que fuera virgen cuando me acosté contigo—le interrumpió enfadada, dándole a entender con un gesto que no quería hablar de ello.

    Gründler también se sorprende ante el atuendo de Benedikt.

    —Le quedan bien los colores del gobernador.

    Benedikt, satisfecho, se arregla la pechera de pico.

    —Por desgracia sólo lo voy a llevar puesto esta noche. Soy parte del séquito de Fürstenberg en la Casa del Oro.
    —Vaya vaya. ¡Con lo poco que le gustó visitar el laboratorio! ¿Quiere que vaya en su lugar? Mi Malgorzata se quedaría de piedra. ¡Su gordinflón al lado del gobernador y del rey! Si le describo con detalle el vestido de Lubomirska y le enseño dónde se pone los polvos de arroz, me va a mimar más en la cama.
    —Mañana se lo cuento yo.

    Nunca sabe si Gründler le está hablando en serio o no. Oculta su envidia tras ironía y compasión y siempre espera la oportunidad para hacerse destacar y sustituirle. Mejor que meta la nariz en asuntos importantes. Esta noche es importante, no sólo por el honor que supone estar cerca del gobernador y del rey.

    Haxthausen le pone al corriente de sus deberes:

    —Su misión principal es observar al adepto y las reacciones de los invitados. La guardia personal del rey se encargará de protegerle, pero aún así no le pierda de vista.

    No hay nada de extraordinario en sus instrucciones. Pero esta vez el que vigila es Benedikt, y esa oportunidad no va a presentarse nunca más. Siente un hormigueo. Se echa a temblar y baja la cabeza por miedo a ser descubierto.

    —¿Hay una lista de los presentes, excelencia?

    Haxthausen contesta que no.

    —Se espera que vendrán personas conocidas, de buena posición, con una pequeña comitiva, también Tschirnhaus, Pabst, puede que el conde Flemming: unas cincuenta en total.

    Un mal cálculo. Böttger, pálido y nervioso, se inclina ante el doble de personas en el vestíbulo del gran laboratorio.

    —Les pido por favor que no toquen los hornos, matraces, alambiques o herramientas.

    La visita les sorprende en plena faena. Suena como si los invitados no fueran bienvenidos.

    Fürstenberg menea la cabeza, indignado. «En lugar de un recibimiento elegante, respetuoso, dos frases torpes. Vergonzoso. ¿Qué van a pensar los ministros? ¿Y la joven condesa Lubomirska?» Está preciosa en su vestido entallado de paño gris claro. Bien escogido para la ocasión, si es que se puede hablar de un atuendo adecuado para una dama de su condición en un laboratorio de un alquimista. En su primer día en Dresde fue recibida con cálidas palabras de bienvenida. ¡Qué impresión debía de causarle este hombre a una polaca de su categoría!

    «¡Qué torpe y maleducado!» Benedikt hace un gesto de desaprobación, pero sin mostrar malicia por el desliz de Böttger. «Su majestad le pondrá en su sitio».

    El rey exclama vivaracho:

    —Queremos ver una prueba de tu trabajo, Aurifex. Hemos traído algo para agarrar lo que haga falta.—Con una sonrisa pícara alza la mano, teatral, y le da una palmadita en el trasero a Lubomirska.
    —¡Ay!—chilla la condesa, levantando la mano para darle una bofetada, pero suaviza el movimiento y le acaricia la mejilla—. Tenga cuidado con lo de tocarme, Majestad. Podría estar más caliente que un horno.

    Schemetjew, el enviado del zar ruso, ríe a carcajada limpia la ocurrencia. Du Heron, el embajador francés, reprime la risa al escuchar la frívola observación.

    —Très bien, très bien.

    Incluso el estirado diplomático inglés sonríe divertido.

    En el gran laboratorio, los fuertes vapores ahogan el buen humor del grupo.

    Todo está como en la primera visita de Benedikt. ¿Habrá colocado Böttger el fogón de experimentos delante del horno, los matraces y alambiques, para distraerles del experimento con siseos y borboteos? Los objetos a lo lejos, envueltos la niebla gris amarillenta de la habitación, engañan los sentidos y se convierten en espejismos. El horno astral, en una esquina, la cabeza de un dragón que escupe fuego, las sombras grises de los aprendices con sus delantales, espíritus que el maestro puede obligar a regresar a sus botellas de cristal grueso.

    Benedikt aprieta la bolsita de olor que ha traído en previsión contra su nariz, pero no puede proteger sus ojos, y suda sin parar.

    Su majestad se quita el abrigo y la chaqueta. Se pone un delantal que cubre la camisa de volantes, puntillas y bordados y los pantalones de seda, como si fuera a echarle una mano a Böttger. Pero sólo se sienta sobre la seda roja. A Lubomirska, sentada en su silla, le da un ataque de tos, el francés se rompe los anteojos empañados contra el saliente de un horno, el secretario del inglés corre al exterior, atormentado por espasmos estomacales. El rey manda abrir las ventanas y parar los fuelles.

    —Convertiré en oro tres táleros de plata con una quinceava parte de plomo—anuncia Böttger.

    Se acerca a la cuerda que impide a los visitantes acercarse demasiado al fogón de experimentos y a los aparatos, les alcanza las monedas con la efigie del rey para que las examinen y se prodiga en detalles. El plomo se utiliza tanto para darle peso a la moneda como para garantizar la conservación de la plata. Las aleaciones, como exige la ley de los peniques, son de un octavo de plomo, que para...

    Ha advertido la presencia de Benedikt. Le mira al hablar. Hay un brillo desafiante en sus ojos, un callado triunfo, seguridad. «No me vas a engañar con tus trucos», parece decir, o: «tengo el secreto y hoy te lo demostraré».

    Benedikt, contrayendo los párpados, le devuelve la provocación. «¡No me quita el sueño tus habladurías!» Estira el cuello y se queda mirando el fondo del crisol. «¡Vacío! No significa nada. ¿Por qué muestra el rey tanta indiferencia, sentado en su silla? Debería acercarse a los adeptos y asegurarse de que no le engañan».

    El fuelle comienza a bufar y aviva las brasas del horno hasta que surgen llamas. Köhler arroja los táleros en el crisol. Mezcla dos, tres líquidos, y se los alcanza al maestro. El adepto murmura:

    —En el último momento he decidido modificar el arcano.—Saca un pequeño matraz del bolsillo de su delantal y echa un poco de líquido dentro—. ¡Sólo un chorrito!—Agita el recipiente, mete la nariz por la abertura, asiente satisfecho, lo cierra y lo sostiene en alto.
    —¡El arcano!

    Un líquido amarillo azufre, no más de cuatro o cinco cucharaditas.

    A Benedikt le hubiera gustado arrebatarle la botellita y salir corriendo. Sabría muy bien qué hacer con ella. ¿Pero quizás sea sólo agua teñida de polvo de azufre y azafrán?

    Ahora Böttger revuelve el crisol rojo ardiente con una varita. Ascienden vapores blanquecinos.

    —La plata se ha derretido.

    «¿Por qué no le dejan ponerse al lado de Böttger? Si hubiera polvo de oro en la varita, no podría demostrar que les está engañando. Pero la varita es muy fina, así que seguro que no está hueca. Puede que Böttger tenga partículas de oro en la manga de su bata». No se le escaparía si la agitara. Observa con atención, un don natural que la administración le ha obligado a desarrollar. Ni siquiera los prestidigitadores del Mercado nuevo han podido embaucarle. Sacarse un huevo de la nariz o un conejo de una chistera ¡eso es cuestión de técnica! Atrapará a Böttger, se saltará la cuerda de seguridad, gritará ¡mentiroso! Y le mostrará a Su Majestad las partículas de oro.

    El rey le abraza.

    —Le ha ahorrado grandes pérdidas a este país, monsieur Benedikt.

    Los ministros le tienden la mano. En Londres, París y Moscú se escucha el nombre de Benedikt Demuth. Su Majestad le recompensa y hace al supuesto hidalgo miembro del gabinete y consejero privado.

    Como si le hubiera leído el pensamiento, Böttger se quita la bata, se sube las mangas de la camisa y le echa un vistazo burlón. Benedikt se enfrenta a su mirada, pero ya no se siente tan seguro.

    De pronto todo va muy deprisa. Böttger destapa el alambique y arroja el arcano en el crisol burbujeante.

    Si Benedikt hubiera tenido que hacer un informe, le habría bastado con copiar el experimento de Böttger en la botica de Zorn. Apunta con todo detalle lo que sucede. La deslumbrante llama del crisol, los gritos asustados de los presentes, la densa y sofocante nube de humo. Sólo habría que añadir que, haciendo gala de su estúpida presunción, el señor Benedikt esperaba ver algo extraordinario frente a la llama cegadora. Y no ha notado nada. ¡Si es que había algo que notar! Si es que Böttger no ha conseguido la verdadera e indiscutible transformación que agarra ahora con las tenacillas de la cubeta de agua fría. ¿Qué se supone que tiene que pensar Benedikt? Está confuso, y espera impaciente el resultado, como los demás.

    Dinglinger y Marscher pone a prueba el pedazo brillante, del tamaño de una nuez, con piedras de toque, agujas y ácidos. Se ayudan de una lente de aumento e intercambian impresiones en voz baja.

    Como si supieran de qué hablan, todos siguen los movimientos de sus manos e intentan leer en sus rostros. Los aprendices interrumpen sus labores, se acercan a los invitados y se ponen firmes.

    Al fin, los joyeros se dirigen al rey.

    —Oro, Majestad. Determinaremos su pureza con pruebas más exactas, pero no hay duda de que es oro auténtico.

    El rey da un salto de alegría.

    —¡Oro!

    Juguetea con él entre los dedos, se lo muestra a Lubomirska, a todos. Le da las gracias a Böttger y a continuación se lo tiende a du Heron con una sonrisa de orgullo.

    A Benedikt no se le escapa el gesto de sorpresa del ministro antes de darle la entusiasta enhorabuena a Su Majestad. Envidia al sajón por tener la fuente de la nueva riqueza. ¡La política es un juego a su lado! Federico Augusto no se pasará al lado francés sino tiene necesidad. ¿Qué había dicho Gründler? Quien diga que Böttger es un charlatán, le hará un flaco favor al rey. ¡El gordo tiene razón! A Benedikt se le han pasado las ganas de fastidiarle. Se dice: «puede que mi destino fuera no descubrir ningún engaño».

    Todos felicitan a Böttger. Lubomirska le habla sin parar, moviendo las manos. ¡Hasta le da un abrazo! Está tan contenta que Benedikt no se extraña de que, pasado un rato, vuelva a acercarse a él una vez más.

    Benedikt hace como si se interesara por los aparatos que hay junto al horno de ensayo, se acerca para escuchar y aguza el oído.

    —¿Sólo tiene usted que mezclar los ingredientes adecuados para su arcano o hay otras cosas importantes?—pregunta ella con curiosidad.
    —¿Otras cosas? Sí, claro.
    —¿Y cuáles?
    —Los buenos deseos de una hermosa mujer para alcanzar el éxito—dice con lengua afilada y mirada ardiente—. Nosotros los adeptos somos como caballeros andantes: necesitamos que una dama nos tire una rosa para estimularnos a actuar.

    Benedikt se queda de piedra al oírle hablar. Nunca habría imaginado que un tipo maleducado como él pudiera inventar cumplidos tan galantes.

    A Lubomirska parece gustarle.

    —Lo tendré en cuenta—dice risueña, mira a Federico Augusto e intenta averiguar algo más. Quiere conocer todos y cada uno de los detalles.
    —Las constelaciones, ¿también son importantes? Soy aficionada a la astrología.
    —La transformación no se produciría sin tener en cuenta las estrellas. Debe reinar la armonía entre el cielo y la tierra. El día de hoy ha sido propicio. Al menos tres planetas bajo el signo de Capricornio, Saturno en la casa vigesimoprimera. La pequeña cantidad de arcano que poseía ha sido suficiente.

    Benedikt está decidido a leer sobre astrología, y piensa: «no le hace falta emplear con ella los oscuros conceptos que ha utilizado conmigo».

    —¿Y habría sido mejor con más?—le escucha preguntar.
    —De ser así, el oro químico habría bastado para unas cuantas joyas y no sólo para una fina pulsera. Helvetius, el médico de cámara del príncipe de Oranien, empleó...

    Benedikt apenas le presta atención. Se desconcentra. El día ha sido largo. Renuncia a seguir escuchando los murmullos.

    Los aprendices se han marchado. La parte de atrás del laboratorio está sumida en oscuridad. Delante siguen ardiendo las velas. El factotum jorobado cambia las antorchas que hay junto a la puerta. Tschirnhaus y Fürstenberg acompañan al rey. Las sombras de los distinguidos caballeros danzan en la pared recién encalada.

    Benedikt da unos pasos y, en la penumbra se apoya en un viejo horno redondo. Observa soñoliento a Lubomirska. Registra en su memoria detalles de su rostro, como si estuviera redactando un informe rutinario: pómulos prominentes, eslavos, frente alta, nariz ligeramente aguileña, pequeña, barbilla redondeada, labios finos. La enumeración de detalles no da como resultado la imagen de su caprichoso rostro, dominado por sus ojos vivarachos. Su risa suena profunda y suave. Böttger se la come con los ojos. ¡Se muere por una mujer! ¿Por qué nadie ha pensado en ello? ¡Ni siquiera han hecho visitar la Casa del Oro a una de las muchachas de madame Slawinska!

    El adepto habla apasionado y gesticula. Por lo que parece, le divierte dar explicaciones. Si una mujer le da pie, le... No, no Lubomirska. La amante del rey apenas tendrá oportunidad de volver a ver al prisionero.

    Benedikt bosteza. Casi no se tiene en pie. El rostro de la condesa se desvanece. Sus ojos se iluminan, sus labios prominentes y suaves... «Lisa», murmura, y de pronto está completamente despierto. «¿Lisa? ¡No, no es Lisa!», repite con disgusto, asustándose de sí mismo.


    Capítulo 12


    Su Majestad llama a Tschirnhaus al gabinete.



    —Sienta bien conversar con eruditos y artistas y olvidarse de la política y de la maldita guerra, conde. Cuando haya salido de este embrollo fundaremos una sociedad de las Artes y las Ciencias, como los prusianos.

    ¿Cómo se supone que debería reaccionar Tschirnhaus ante su franqueza? Un rey es un rey, aunque vaya vestido de verde, desaliñado, y por muy arrugada que parezca su pañoleta oscura. No alcanza a comprender su alegría y se incomoda. Recordó la vez que un profesor universitario de Leyden le había pasado el brazo por el hombro con indiferencia para quitarle el miedo al examen y que poco le faltó para suspender.

    —Podría consultar a Leibniz. Tiene experiencia y méritos en la Academia de Berlín—dice engolando la voz, enfadado por no ocurrírsele nada más inteligente que decir. Mira de reojo al monarca. Sus ojos vagan por el ala oeste del castillo, arrasada por el gran incendio.
    —Es deprimente, ¿no cree? La condesa Lubomirska me aconsejó no descorrer las cortinas, pero de qué sirve ocultar la realidad. ¡Debemos mirar hacia delante! Ayer vino Pöppelmann. ¿Ha visto su proyecto para reconstruir y ampliar el palacio?
    —El arquitecto de la corte me dio la oportunidad de echarle un vistazo en nuestro encuentro con el gobernador.
    —¡Un hombre de grandes ideas! Usted puede ayudar a hacerlas realidad.
    —¿Yo? ¿Y cómo? No sé nada de arquitectura.
    —¡Con un espejo gigante!

    Tschirnhaus frunce el ceño. El rey había demostrado tener una aguda inteligencia ante Fürstenberg, pero no ve adónde quiere llegar con un concepto que le es tan familiar.

    —Estos días estoy haciendo pruebas con el espejo ustorio más grande que hayamos fabricado jamás en mi laboratorio—repone, vacilante—. Hemos alcanzado temperaturas extraordinarias. Pero...—Mira al rey, dudando. No es eso lo que quiere escuchar. Calla, confundido.
    —Me gustaría acabar cuanto antes con esta maldita guerra, conde. Quiero levantar edificios, ampliar mis colecciones, celebrar un carnaval en Dresde que deje al de Venecia a la altura de una fiesta de pueblo. Pero los suecos no me dejan en paz. ¡Necesito que me fabrique un espejo que queme a su condenado ejército!

    ¡Vaya una locura de arma! ¡Qué imaginación! Está de broma, claro.

    Federico Augusto vacía su copa por tercera vez.

    Tschirnhaus moja sus labios en el vaso.

    —Es por mi hígado, Majestad.

    No es la única razón por la que no le sigue el ritmo. Hacía años, el rey y un servidor de la corte se habían emborrachado juntos en una bacanal, abrazándose hermanados por el alcohol. ¿De qué hablarían? ¿Qué le habría dicho el servidor de la corte para acabar en una celda de Königstein?

    Mejor será mantener una actitud educada y amistosa frente a Su Majestad. Le va a costar. ¡Menudo rey! El sueco no deja de perseguirle por Polonia adelante. Pierde batalla tras batalla. Protegidos por las bayonetas suecas, en Varsovia reclaman un nuevo rey. Slanislaw Leszcynski, el joven Wojewode von Posen. ¡Y Federico Augusto habla de carnaval!

    —Me temo que es imposible crear un espejo de tales características, Majestad—dice al fin con pedante gravedad.
    —Nada es imposible, Tschirnhaus. Hemos presenciado un milagro en la Casa del Oro. Oro a partir de plata. En tiempos de mi abuelo y mi padre ahorcaron a tres adeptos tramposos. Tenemos más suerte. Böttger no nos defrauda. Queremos que la buena noticia llegue a oídos de todos—y sin venir a cuento, pregunta—: ¿Cómo le va a usted en su trabajo?
    —Puede que pronto Su Majestad no tenga que gastar ni un tálero sajón más en porcelana china.
    —Me ha costado cien mil pero no veo ni una perra. ¿Conoce a alguien que no coleccione nada, conde? Usted espejos y libros, yo... porcelana. Una pasión que me consume. Me produce una gran satisfacción.
    —¿Y las mujeres, Majestad?—se permite bromear porque sabe que al rey le gustan este tipo de comentarios.
    —Cierto, Tschirnhaus: nunca tengo suficiente de ninguna de las dos cosas.
    —Con una pequeña salvedad: a las mujeres hay que encontrarlas pero la porcelana se puede fabricar. Y podemos hacerlo, puesto que también somos personas. Las esperanzas fundadas se apoyan en la probabilidad. Desvelaremos el misterio.
    —Una lógica aplastante. ¿Y el oro químico?
    —Böttger es cumplidor y tiene talento. Además, necesita medios...

    El rey esboza una extraña sonrisa como diciendo: «¡A mí no me la juegas!».

    —Su trabajo es inestimable. Por desgracia tenemos problemas financieros. El ejército precisa soldados, armas, uniformes. Pero tras el afortunado experimento hemos desembolsado dos mil ducados más. Exclusivamente para el oro químico, señor conde.
    —Exclusivamente para el oro químico—corrobora Tschirnhaus, con la sensación de que le guiña un ojo. ¿Por qué había pedido el rey que saltara una llama durante el experimento? ¿Por qué no se había molestado en examinar los utensilios de Böttger? ¡Porque el experimento tenía que salir bien delante de los presentes! Ni le había preguntado cuándo tendría Böttger las toneladas prometidas de oro químico. ¿Será que le quiere ahorrar una mentira?
    —¿Conoce usted la frase de Demócrito acerca de la esperanza, Majestad?

    El rey le mira inquisitivo.

    —Demócrito dice: «las esperanzas de los hombres condescendientes son alcanzables, las de los obstinados, imposibles».
    —Inclúyame entre los condescendientes, conde.
    —¿Qué me haría si le incluyera en el segundo grupo?—dice Tschirnhaus con aplomo, tentado de preguntarle si es espinozista no reconocido. El rey no le respondería, seguro que no. Es listo. Es tan listo que nunca le dirá si cree o no en la transmutación.

    Entre Benedikt y Lisa se han ido desarrollando una serie de hábitos. Ella le lava la ropa sucia, se preocupa por su vestimenta, le mima con pato asado, deliciosa carpa especiada y un caldo de los Montes Metálicos del que nunca se cansaría.

    —¿Te ha gustado?

    Eructa satisfecho y piensa: «te haces pasar por el ama de casa perfecta para que me case contigo. ¿Y qué? ¿Qué te pasa, Benedikt Demuth? En el hospicio ansiabas que cuidaran de ti, cuando eras monaguillo soñabas con ir a la parroquia con tu mujercita, y ahora no te basta con tu suerte: eres un pozo sin fondo, siempre quieres más. Una carroza, tu propia casa... Vivir como un señor».

    Le acaricia el pelo a Lisa y la besa con dulzura porque se siente culpable. Menos mal que no le atosiga a preguntas.

    Se disculpa consigo mismo. Está demasiado ocupado. Durante el carnaval trabaja todo el día para la administración.

    Dresde vive días de locura. Los habitantes de la ciudad y los sirvientes de la corte vestidos con trajes regionales, disfrazados de holandeses, noruegos, franceses y de lugareños de la Selva Negra caminan por las calles para acudir a la junta de campesinos en el salón de baile. El carrousel comique con ocho cuadrillas de jinetes italianos en la plaza y delante del palacio, máscaras y música hasta el amanecer en el mercado viejo, la caza del oso en los patios reales. Antifaces y bailes de disfraces sin fin.

    Haxthausen reúne a sus colaboradores.

    —Empieza el espectáculo, messieurs, la ciudad es un hervidero. No debemos bajar la guardia, ¿entendido? Emborráchense y diviértanse cuanto quieran, confundan una grosería disfrazada con la libertad de opinión y critiquen a ministros de alto rango, ¡ándense con ojo! Si alguien se burla de una persona importante con disfraz e ingenio, apunten su nombre y, en caso necesario, que lo aprese la guardia real. ¡Mantengan los ojos y los oídos bien abiertos! ¡Averigüen lo que piensan las masas! Muestren indiferencia, ya saben. ¡Un informe completo al día!

    Benedikt, de sátiro, campesino, demonio, apunta nombres y opiniones. Un hombre vestido de notario, en un coche, lanza a la exaltada multitud papeles con la frase «nueva consulta de los arbitrios municipales». Benedikt, vestido de bufón, mueve los cascabeles al ritmo que marcan los demás.

    Dos jinetes pasan por allí de casualidad, sacan al hombre del coche sin cesar de bromear y se lo llevan entre los dos como si se fueran a la taberna.

    —Me está dejando de hacer gracia esto de espiar—se queja Benedikt ante Gründler.
    —Nos necesitan a todos durante unos días—le consuela el gordo—. Tengo entradas gratis para la comedia mañana. Nos divertiremos.

    Y lo hacen: Benedikt entre Lisa y Malgorzata, Gründler junto a ellas. El frío viento del este lleva la nieve por los callejones. El teatro está mal acondicionado, pero Benedikt entra en calor a la vista de los elfos del escenario, ligeros de ropa y con los pechos apenas cubiertos. Una obra de enredo, frivola, con un decorado de bosque de cuento de fondo. Un duendecillo hace de las suyas entre dos parejas de enamorados y confunde sus sentimientos echando polvos mágicos. Benedikt escucha sólo lo que le conviene a su estado de ánimo. ¡No hay que tomarse el amor muy en serio!

    —¿Acaso no tienes vergüenza? Lo que haces no es propio de una señorita decente—le chilla una joven actriz a su compañera de escena.

    Siente el tacto de Malgorzata acariciándole la mano. Sin apartarse, la observa con disimulo. Sus miradas se cruzan por un instante. Le desconciertan sus ojos brillantes y descarados e intenta no prestarle atención. A ella le gustaría que la confundiera con Lisa. Y quizás debería hacerlo: se uniría al grupo de jóvenes empleados de la administración que satisfacen su ardiente pasión con sonrisa maliciosa.

    ¡Pobre Gründler! No tendría que haber dejado a su primera mujer, aún está loco por ella. «Una muchacha maravillosa, fiel y tierna. Me leía el pensamiento. Tuvimos dos niños: un chico y una chica, lo que queríamos. Era una buena madre. La felicidad completa».

    —¿Y?
    —La dejé. No soportaba tanta armonía.

    ¿Se arrepentirá ahora? Puede que también necesite una Malgorzata como la suya. Los ojos de Benedikt vagan entre ella y Lisa. El rey había compartido su cama con la condesa de Königsmarck y la turca Fátima. ¡Si por una vez pudiera yacer entre su rubia y angelical Lisa y la morena y apasionada polaca! ¡Caramba! La obra le inspira este tipo de pensamientos. No en vano el pastor echa pestes contra los actores de comedia.

    Lisa no es tan apacible como la primera mujer de Gründler. No faltarían emociones en su matrimonio. Y aún así... A veces intenta evocar la sensación que le había provocado Lisa cuando lanzó la rosa al cadáver del jefe de los ladrones, pero no lo consigue.

    Los líos de escena se han resuelto.

    —Y fueron felices y comieron perdices—añade el rey de los elfos, y el duendecillo pide un aplauso.
    —Sí, sí—observa Benedikt con ironía. Lisa sabe que no va a decir mucho más de la representación.
    —¿Os apetece seguir con la fiesta?—pregunta Gründler a la salida.

    Les lleva a una habitación en una casa señorial de la calle Wildsruffer. Un criado de librea abre al escuchar su rítmico toc-toc.

    —Venimos con dos invitados—dice Gründler, por lo que Benedikt deduce que Malgorzata y él deben de ser conocidos allí.

    El hombre les mira de arriba abajo como un tratante de ganado estudiando los caballos que va a comprar. Se detiene a examinar a Lisa.

    —Les ruego que me sigan.

    La habitación es tan espaciosa como un pequeño salón regio. Las frondosas hojas de acanto doradas y las palmeras del tapiz de piel, rojo y azul, brillan a la luz de las velas. Sentadas a la mesa hay una docena de damas y caballeros vestidos de fiesta como si fueran a la ópera. La luz de la enorme araña de cristal se refleja en la reluciente mesa, en la que se recortan cartas de colores como pétalos de rosas en el mar.

    —¿Nos trae a una casa de juego, Gründler?
    —¿Es todo lo que tiene que decir de este ambiente selecto, monsieur Benedikt?

    El hombre de la cabecera le hace una seña a Gründler.

    —El signor Campioni de Venecia. Regenta este casino desde hace meses con la mayor discreción, decencia y, como es natural, con el beneplácito del rey y príncipe elector: nada que no merezca respeto.
    —Y por esa razón algunas damas ocultan su rostro tras un antifaz.
    —Pequeñas almas sensibles. No soportan la compasión de la derrota ni la envidia de la victoria—replica Gründler a la sarcástica observación—. ¡Gastan algo más que cuatro perras, querido!
    —¿A qué juegan?—pregunta Benedikt con creciente interés.
    —Al faraón. Un juego de azar muy en boga en Francia e Italia. El signor Campioni lleva la banca. Mire: coge dos cartas de la baraja de cada vez y las coloca a los lados. La carta de la derecha es la banca, la de la izquierda el jugador.

    Le susurra las complicadas reglas. Benedikt lo pilla al vuelo.

    —¡Fíjese en mí!—Gründler se acerca con decisión a una de las sillas que van quedando vacías.

    Malgorzata se coloca detrás de él y, fascinada, sigue el juego. Ya no tiene ojos para Benedikt.

    Frente a Gründler hay una montoncito de táleros y hasta unas cuantas monedas de oro. Le brillan los ojos.

    «¿De dónde ha sacado el dinero?—se pregunta Benedikt—. ¿Lo habrá ganado jugando?».

    Las monedas desaparecen a toda velocidad, pero la suerte de Grundier cambia: cuando se levanta ha triplicado sus ganancias.

    —¿No quiere intentarlo?
    —Sólo llevo encima dos táleros.
    —Yo le presto. ¿Veinte? Me lo devolverá cuando gane.

    Lisa le tira de la manga:

    —Quiero irme a casa.

    Apuesta tres táleros. Gana. La dama sentada frente a él juega con oro. ¡Qué habilidad la de Campioni repartiendo las cartas! Tiene práctica. Benedikt dobla la apuesta. Perdida. Le tiemblan las manos, le cae el sudor. Se recupera. ¡Sólo se trata de ir con cuidado! Vuelve a perder. Lisa le toca el hombro. ¡Seguro que le trae suerte!

    No se da cuenta que el banquero mira de reojo a Gründler por encima de la baraja como de casualidad, disimulando. Este le guiña el ojo y asiente con discreción.

    Benedikt está convencido de que la suerte le sonreirá. Va a hacer saltar la banca en su primera noche. Empuja todas las monedas al centro y cierra los ojos. Cuando los abre, el banquero atrae la plata hacia sí con su minúsculo rastrillo.

    —Lo siento, señor.

    Benedikt se queda lívido. El salario de cinco meses perdido en cuestión de minutos.

    —Vámonos—dice con la mayor indiferencia posible, y piensa: «¡Lo recuperaré!»

    En la administración, Haxthausen le manda llamar.

    —Pronto tendrá usted un montón de trabajo, Benedikt.
    —Estoy acostumbrado a trabajar, excelencia.
    —Va a haber cambios. Este mes Su Majestad ha estado dos veces en Meißen. ¿Se imagina por qué?

    No sería sensato asentir ahora. Al jefe le encanta plantear acertijos a sus empleados, pero no le gusta que los descifren a la primera. Hay que pretender que su pregunta es difícil. Benedikt pone cara de estrujarse el cerebro y tamborilea con los dedos.

    —¿Es por la iglesia de Meißen? ¿Desea Su Majestad transformarla en una catedral católica?
    —¡Benedikt! El rey ya tiene suficientes problemas como para buscarse líos con la religión.

    Benedikt espera a que Haxthausen termine de menear la cabeza.

    —¡Böttger! ¿No querrá...?
    —Al fin, querido. ¡Naturalmente que sí! Tschirnhaus que la Casa del Oro es demasiado pequeña para los experimentos químicos, el gobernador sigue creyendo que podría fugarse a pesar de nuestras precauciones y su Majestad teme que la guerra de un giro... Claro, puede que la Casa del Oro sea insegura de verdad, y todavía no se ha tomado la decisión definitiva, pero vaya y piense en la ubicación del castillo de Allbrecht, en Meißen. Desde el punto de vista de la seguridad. ¿Comprende?

    Benedikt asiente y piensa de mala gana: «por culpa de este tipo voy a acabar pudriéndome en Meißen».

    —¿Un castillo entero para Böttger?
    —Lleva años vacío—el tono de Haxthausen muestra que no está dispuesto a discutir con Benedikt sobre un nuevo emplazamiento. Una buena reverencia y se acabó. Haxthausen le llama en la puerta.
    —Por cierto, esta mañana nos llegó el duplicado del acuerdo sobre la... Mire, léalo usted mismo. Las cosas avanzan. Añádalo a la carpeta.

    Le pasa a Benedikt unas hojas atadas por un cordel rojo con un sello real bien visible en la última página.

    —Firmado por Su Majestad en persona.
    —Y por Fürstenberg, Tschirnhaus y Pabst.
    —¿Alto secreto, como todo lo demás? ¿Monsieur Gründler podría...?
    —No es alto secreto. Ponga al corriente a determinadas personas que hayan presenciado el experimento en la Casa del Oro, pero tenga cuidado. Estudiada indiscreción, ¿entiende?
    —¿A los embajadores, supongo?
    —En efecto, querido.

    Le echa un vistazo al escrito mientras va andando. Se queda de una pieza: ¡disposiciones sobre qué hacer con el oro de Böttger! ¡Ya han llegado a ese punto! La mayor parte para el ejército, por supuesto. Los mineros enfermos reciben veinte mil táleros anuales, los antiguos oficiales, treinta mil a modo de limosna. ¡Treinta mil para una futura academia! ¡Menuda cantidad! ¿Y cuánto se meterán ellos en el bolsillo cuando salgan las primeras toneladas del laboratorio?

    Cuanto más se fija en el texto, más nervioso se pone. Reparten el oro como si ya existiera. No cabe duda de que Böttger lo va a conseguir. Se van a hacer ricos. Y le pagarán tres perras más por sus servicios. ¿Qué significa eso de que el castillo de Allbrecht y los embajadores son lo más importante para él? No, señor von Haxthausen: tengo otras prioridades. Yo soy lo primero, Benedikt Demuth.

    Las decisiones maduran. ¿Cuándo ha decidido emplear el saber de Böttger en beneficio propio? ¿Cuando su jefe le dio la carpeta secreta? ¿Cuando Lisa entró en su vida? ¿Después de que Tschirnhaus le tratara con semejante arrogancia?

    Es el destino: debe actuar con rapidez o dejará pasar la ocasión.

    ¿O será todo una artimaña? ¿Una amenaza, una esperanza puesta en un alquimista mentiroso? No descarta nada, pero no lo cree.

    Le da vueltas a qué hacer con la fórmula. ¡Si la tiene! ¡Si es que existe!

    Se revuelve en la cama. Dinglinger y Marscher se inclinan sobre un experimento. ¡Oro! ¿Es un sueño?

    ¡Oro! Entrará a escondidas en la Casa del Oro. Tiene la llave. Acabará con Böttger, le hará confesar. Merece la pena el riesgo por el metal dorado.

    ¡No te hagas ilusiones, Böttger! Ya sabes que es imposible.

    Lubomirska. Cómo se apasiona el adepto al explicarle su trabajo. Con Lisa sería igual de parlanchín. Le confiaría todo si ella... Lisa a cambio de oro, amor a cambio de... ¡No! Pero suena poco convencido ese «no». ¿Acaso no vale la pena apostar por ello? Böttger se muere de deseo y Lisa es tentadora.

    En «El baile de las mil máscaras» del salón real los hombres se comen con los ojos a su Lisa, aunque no faltan mujeres hermosas. Su sencillo disfraz de campesina, una falda roja y una blusa de lino blanca, un corpiño negro y un toca por la que asoma su cabello rubio, llama la atención entre los muchos trajes rebosantes de imaginación, pero está guapísima.

    El motivo de la última gran fiesta antes de la cuaresma permite gran libertad: arlequines, señores en toga romana, indios, damas del harén, sultanes turcos y jeques árabes, cortesanos venecianos con zuecos altísimos y damas borgoñesas con largos vestidos de cola escotados, grandes cofias y vaporosos velos. Se mezclan épocas y naciones.

    Benedikt va de atractivo aristócrata italiano, con una falda corta y unos pantalones de media pierna abiertos a los lados.

    Malgorzata se interesa con descaro por su apretado atuendo.

    —¿Lleva relleno en las pantorrillas?
    —En Benedikt todo es de verdad—le asegura Lisa. La polaca, herida, se convence por sí misma.
    —Las mías tampoco están tan mal—dice, subiéndose hasta la rodilla el extremo de su deshilachado vestido rojo.

    «Anima la fiesta», piensa Benedikt. Gründler la pincha en un hombro con su pico de mentira con tanto ímpetu que grita «ay» y suelta el dobladillo.

    Su disfraz de pájaro despierta admiración, pero en cuanto se pone a bailar los comedidos minuetos y las rápidas danzas con giros, vueltas y saltos, suda y se agota dentro de su pesado disfraz de plumas.

    Corre el alcohol. Al principio Benedikt sólo baila con Lisa. A medida que el vino surte efecto y una alegría descarada se apodera de todo, Malgorzata le atrae hacia ella.

    Un baile con muchos brincos y saltos. Le arde el rostro. Le quema con sus ojos negros. Un vestido perfecto para su carácter: una gitana espigada, salvaje.

    —Abrázame fuerte—dice.
    —Mi maestro de baile me enseñó que apenas debía tocarle a la dama las puntas de los dedos.
    —¿Quién es tu maestro de baile?

    En lugar de responder la agarra por las caderas, la sostiene en alto y la lanza al aire, tan alto que da un grito de alegría. El maître de la administración no sólo les había enseñado las rígidas danzas palaciegas. Una formación de lo más amplia. Sabe moverse como el cortesano más elegante en un baile de la corte y como el campesino más gamberro en una fiesta de pueblo.

    Malgorzata le abraza y le besa apasionadamente en el centro de la sala. No llaman la atención de nadie. Las otras parejas no son menos discretas. El senador romano que está a su lado manosea los pechos de su dama borgoñesa. Un boyardo arrodillado mete la cabeza bajo la gran falda de una gatita doméstica. El desenfreno se apodera de todos. Lisa estaba a su lado, ¿habrá visto cómo besaba a Malgorzata?

    La busca mientras siguen bailando, pero no la encuentra. Grundier se apoya en una columna con una jarra de cerveza en la mano y los ojos vidriosos. «Tu disfraz te condena a ser el tonto de la fiesta», piensa Benedikt con mala idea.

    Pasada la medianoche busca a Lisa. La encuentra en una esquina poco iluminada de la habitación contigua, abrazada al musculoso torso de un moro.

    Se queda a cierta distancia y ni siquiera se le ocurre separarlos y enzarzarse en una pelea. Comprueba con una sonrisa maliciosa que también se comen a besos. El carnaval. Se ha divertido con Malgorzata, no tiene derecho a estar celoso y a pesar de todo se asombra de que no sea así. No le importa verla. No le molesta que haya tenido un amante antes que él. Ni siquiera le molestaría que fuera Böttger. «¿De verdad que no? ¿Pensarás igual cuando estés sereno? ¿Y ella? Puede que no le importara un segundo admirador. Ya se ve que no se toma muy en serio lo de la fidelidad».

    No tardará en dejarle porque tiene claro quién es su dueño. Quizás lleguen a casarse y entonces será sólo suya. Y podría prestarla y sustituirla por otra. De vez en cuando hay mujeres trabajando en la administración. «No eres una prostituta por acostarte con él», le dirá. «Eres una agente que utiliza todos los medios para alcanzar su objetivo». O simplemente: «te necesito, Lisa. Estoy arruinado. Tengo unas deudas terribles por culpa del juego. Si conseguimos la fórmula del arcano nos haremos ricos. Ricos como Fürstenberg y más ricos que Tschirnhaus. Vale la pena dejarse de remilgos. No, no quiero hablar de dinero y deudas en apuestas». Y no puede ni mencionar lo de las joyas de su cofre. Una norma de los empleados de la administración: desvelar sólo lo estrictamente necesario. Qué lástima que ya haya gastado los táleros que se había ganado con el botín.

    Se acerca a ella y le roza el hombro.

    —¡Oh!—dice ella, soltando al moro y despidiéndose de él con un besito.
    —¿Me has echado en falta?—le pregunta Benedikt con ojos de arrepentimiento.

    Ella se fija en su blusa y se estremece:

    —Ese tipo destiñe.


    Capítulo 13


    Tschirnhaus y Böttger hablan sin entenderse en el cuarto de las balanzas de la Casa del Oro.



    —¿Cuándo nos va a pagar el rey los dos mil ducados que nos ha concedido, señor conde? La semana que viene hay luna llena, los astros nos son favorables. Necesito el oro para el arcano.

    Tschirnhaus le responde a la pregunta con una historia:

    —Cuando estaba en Delft, un tal Mijnheer van Rijswijk me contó cómo había fundido en su laboratorio cincuenta florines de oro que había heredado de sus antepasados, mezclándolos con todo tipo de sustancias y transformándolos en cinco veces la misma cantidad de oro. Calentó la masa en aceite, le añadió mercurio y otros metales, probó formas de destilar y quién demonios sabe qué y al final sacó del crisol una mole maloliente, carbonizada.
    —¡Disparates! El oro no se carboniza.
    —Su mujer le dejó. Continuó experimentando. Se olvidó del oro, ya no le quedaba. Logró crear una loza fina: la porcelana holandesa. Primero fabricó una vajilla, después azulejos y se hizo rico. Su mujer volvió con él.
    —Dios busca un castigo apropiado para los que no cumplen con su destino. Soy alquimista. ¿Por qué quiere que me convierta en alfarero?
    —El rey sufre de la maladie de porcelaine. Sus ansias por coleccionar le han llevado a reunir veintidós mil piezas chinas y japonesas. Una enfermedad tiene cura. Una pasión exige ser saciada. Hasta el momento su pasión le ha salvado la vida, Böttger.
    —¿Y qué hay de mi experimento ante Su Majestad?
    —Por suerte a nadie se le ha ocurrido dudar de su farsa.
    —Ni siquiera usted podría—dice Böttger, obstinado.
    —Por supuesto que no—le tranquiliza el conde, que no está de humor para discutir. Rebusca en su bolsillo y le tiende una taza de un material mate, blanquecino—. El último resultado de mis intentos. ¿Qué opina?

    El adepto golpea con los nudillos el recipiente, raspa el borde con las uñas, lo arrima a la mejilla.

    —Un tipo de porcelana de cristal similar a la que describe Kunckel en su Ars vitraria. Horneada a partir de una masa de cristal fundido con barro, tiza o quizás marga calcárea.
    —Por desgracia tiene razón, Böttger. Los venecianos han fabricado algo similar, y también los florentinos. Porcelana sintética. Saben del tema. Le he dicho al rey lo mucho que la necesito. De los dos mil ducados, le concederemos trescientos. Necesitamos el resto para equipar los nuevos laboratorios del castillo Allbrecht en Meißen.

    Un robusto fabricante de cañones de Danzig se aloja en «El anillo dorado». Le duelen tanto los oídos que lleva unas orejeras de seda negras incluso dentro de la asfixiante posada.

    Orejeras, diez anillos en los dedos hinchados, una repugnante verruga en el labio inferior, la mirada clavada en Lisa. La agarra mientras le sirve, la piropea, bebe sin parar, quiere que le acompañe a la habitación. Es desagradable pero nada del otro mundo. Algún huésped que otro le hace proposiciones directas o indirectas. Los hay valientes: padres de familia que quieren distraerse, vividores, tímidos que en un ambiente desconocido se demuestran a sí mismos lo increíbles que pueden llegar a ser. El hombre de Danzig es fácil de clasificar: un comerciante con suerte, arrogante, de los de «yo tengo algo que ofrecer, preciosidad». Sabe cómo tratarles. La espera en la puerta se le echa encima y la aprieta con fuerza. Apenas se tiene en pie. Es fácil hacerle volver a la posada.

    —Ven conmigo, tesoro.
    —Sí sí, mañana. Ahora vayase a dormir la mona. A la cama sólito, señor.—Un criado le echa una mano. Nada raro. Olvidado.

    Al día siguiente la señora Herzlieb la manda llamar.

    —¿Es ella?—le pregunta al hombre de Danzig.

    Cuando el gordo asiente ella pone el grito en el cielo.

    —¡Qué vergüenza para esta casa! ¡Molestar a los huéspedes! «El anillo dorado» no es un burdel.
    —Por supuesto que no—dice Lisa.
    —Pero la mademoiselle hace que lo sea—afirma él. De nada sirve el testimonio del criado, que había vuelto a su habitación entrada la noche.
    —¡Fuera de mi vista!—grita Herzlieb.
    —Puede que sólo lo haya dicho porque estaba el hombre delante—opinan Juliane y Anna. Pero la señora Herzlieb hace honor a su apodo: «Hartherz». Qué empeño más estúpido. Si la semana anterior se quejaba de no tener suficientes sirvientes para las habitaciones de la cantina...

    Juliane vaticina:

    —Aquí hay gato encerrado.
    —¿A qué te refieres? Se encoge de hombros.
    —Pura intuición.
    —Si tú te vas nosotras nos vamos contigo— le aseguran las muchachas, quedándose. La despiden con lágrimas en los ojos. Ya se verán.
    —Ya te contaré de nuestro periódico del mundo—le promete Juliane. Una vez Lisa llamó a «El anillo dorado» «el periódico del mundo» porque Juliane se quejaba de no haberse ido nunca de Dresde.
    —¿Qué quieres? El mundo viene a nuestro encuentro.

    Los extranjeros siempre venían cargados de novedades e historias. Algunos fanfarroneaban, como el austriaco que presumía de su misión en la batalla de Blindheim: «El caballo del príncipe Eugen se derrumbó a mi lado. ¡Tome el mío, Alteza! El príncipe luchó a lomos de mi rocín negro. ¡Me debe la victoria!» ¡Y el ruso aquel! ¡Menudo excéntrico! Una trasnochada lady inglesa le azuzaba con detalles picantes acerca de sus aventuras amorosas con el duque de Marlborough en el campo de batalla, pero él seguía callado como una tumba mientras bebía. Abrió la boca cuando vació la botella de vino. Qué pena que no le prestamos atención:

    —Lisotschka, ¿sabes por qué se produjo el levantamiento contra los zares en Astracán, en el Volga? ¿No? ¡Porque hacía siete años que nuestro gran padre había prohibido a nuestros hombres que se casaran! Por eso. Quiere ir a buscar un montón de hombres y entregarles a las mujeres rusas.
    —Me gusta—refunfuñó su compañero de mesa, un mostachudo cosaco que venía de Polonia—. Mientras se permita el amor, no está mal prohibir el matrimonio durante siete años, amigo mío. Uno puede sobreponerse al matrimonio. ¿Por qué rebelarse contra alguien que limita su existencia?

    Iba a echar de menos las historias del periódico del mundo, pero no el trabajo.

    —Puedes servir en cualquier sitio—opina Benedikt, al que sólo le dice que ha discutido con la señora Herzlieb.

    Le aconseja «La rosa blanca», la posada «El ciervo» y cuatro más, pero nadie la necesita.

    —Tengo algo para ti—le dice cuando ve que lleva cinco semanas sin hacer nada.


    Capítulo 14


    Böttger jadea. No está acostumbrado a la empinada subida al castillo de Meißen. El aire húmedo del otoño se clava en sus maltrechos pulmones, contaminados por los vapores del laboratorio. Se detiene, se apoya a un lado con una mano y con la otra se enjuga el sudor de la frente. Los centinelas bajan las armas a la orden del oficial.



    —¿Tenemos que llevarle al castillo?—pregunta Benedikt, furioso—. ¡Dijo que quería hacer un trecho a pie!

    Böttger mira a lo lejos. Parece que el castillo y la catedral, en la meseta del macizo, estuvieran al alcance de la mano, pero su corazón no se acelera al ver el paisaje que con tanto fervor le había descrito Tschirnhaus. Le impresiona el tamaño. Se siente desfallecer. Los muros y las torres se le echan encima. Grita, cierra los ojos y aparta la vista. Cuando los abre se le ha pasado el ataque.

    —¿Qué le ocurre? ¿Quiere que mande llamar a un médico?
    —¿Usted qué cree? No se preocupe Demuth, puedo solo.—No había dado muestras de flaqueza ante al señor. O se lo gana preocupándole, o le intimida con amenazas. Sabe exactamente lo que piensa de él. Su vida habría sido muy distinta de no haberle apresado.

    Suben la montaña del castillo con coches cargados de ladrillos, barro y arena. Otros traen crisoles y matraces, herramientas para destilar y tubos del laboratorio desde la Casa del Oro hasta el castillo de Allbrecht. Böttger y sus aprendices llenan cajas de productos químicos y muestras de tierra.

    Benedikt y Gründler tratan de esclarecer un rumor acerca de un camino para huir del castillo.

    —¿Buscan habitaciones subterráneas y mazmorras ocultas?—pregunta Böttger con sorna—. Me acabo de encontrar con un espía pruso. Se había escondido con otros dos debajo del tejado. No se olviden de echar un vistazo por allí.
    —¡Se le va a acabar el sentido del humor!

    Las ventanas de la planta baja están tapiadas a media altura. Benedikt da órdenes de que no pase la luz.

    —¿Quiere que desempaquetemos las cajas en la oscuridad?—se queja Böttger.
    —Estaré encantado de ayudarles, así iremos más rápido.
    —¡Mejor ni las toque!

    Benedikt se queda a su lado, le azuza con preguntas estúpidas acerca del contenido de los recipientes y no se molesta por las respuestas socarronas de Böttger.

    ¡Maldito fisgón! Presumido y arrogante, poco más astuto que un campesino.

    El muy imbécil espera que le revele la fórmula secreta aprovechando el caos del traslado.

    Böttger sigue metiéndose con él. Pesca una botella de entre las virutas de la caja, la agita y la pone a contraluz. El líquido burbujea en el recipiente y salta el tapón.

    —¡Cuidado!—grita, pero ya es demasiado tarde.

    Las ropas de Benedikt se llenan de salpicaduras. Le cae una gota en la cara y le hace gritar de dolor.

    —¿Se ha hecho daño?—pregunta Böttger, preocupado—. Vaya, le ha levantado la piel. Una manchita de nada, casi no se ve. Que su amigo el mascatabaco le dé un poco de agua de Adonis para lavarla. Ya se le pasará el dolor, podría haber sido mucho más grave.
    —¿Y qué hay de mi chaqueta y mi pantalón?—maldice Benedikt pasado el susto—. ¡Me las va a pagar!
    —Dios mío, qué exagerado es. Ya le avisé. ¡Este ácido diabólico! ¡Mire cómo tengo las manos! Descuide, ya se lo compensará la administración. Si quiere hacer algo coja una pala y ayúdeme a colocar el horno.
    —¡Perro sarnoso!—farfulla Benedikt alejándose de él.

    Köhler sonríe con ironía:

    —Ya queda menos.
    —Ojalá—dice Böttger.

    Por la noche estudia escritos sobre alquimia. Lee una y otra vez los pasajes que refuerzan su creencia en la transmutación. Hay uno que se sabe de memoria.

    «Un ser sobrenatural: Dios, creador, espíritu del siglo, descubrió la materia primigenia y la convirtió en una forma múltiple. La sustancia original está formada por cuatro elementos: fuego, agua, aire y tierra. Todo cuanto existe es caliente o frío, está seco o húmedo. A partir de la reacción entre el fuego y el agua, el aire y el agua, el agua y la tierra, nacen los tres principios que componen todos los metales: azufre, mercurio y sal. En la proporción correcta, el plomo común se convierte en oro. Para lograrlo hay que ponerlo al rojo y enfriarlo, secarlo y mojarlo. Lo más importante es el calor».

    Ya en la Casa del Oro habían trabajado en hornos construidos por Böttger. Gracias a las salas abovedadas y la moderna ventilación llegaron a alcanzar temperaturas más altas. Los hornos del castillo Allbrecht habían sido construidos según un proyecto del conde. Böttger le explica los planos a Balthasar Görbig, el albañil de entre sus seis aprendices, y añade algunas mejoras. Los nuevos hornos despiden un calor infernal. Los crisoles corrientes se agrietan, los recipientes de cristal se derriten.

    Cuando Benedikt no merodea por allí, le dice al mascatabaco:

    —El calor me da sed—afirma, limpiándose el jugo castaño de las comisuras de los labios, sacándose dos vasos verdosos del delantal. Böttger ignora el tabaco de mascar que le ofrece y se pregunta por qué Gründler le dedica tantas atenciones.
    —Le va a sentar mal el cambio. Estando en Dresde podría ver de vez en cuando a la gente que conoció en la recepción del gobernador. El intercambio espiritual es tan importante como comer y beber. Aquí no lo tendrá.
    —Pero seré el señor del castillo.
    —¡Ya lo creo! ¿Sabe que estamos en el salón de los banquetes, la habitación más grande y lujosa de todas? ¡Perfecto para una fiesta entre hornos de laboratorio! Ya tiene el suelo de mosaico, pero el hollín y el humo estropearán la lujosa cúpula. ¡Qué desgracia! Las magníficas ventanas medio tapiadas y enrejadas. Ha fabricado usted oro delante de Su Majestad y él le recompensa con una prisión más dura. ¿Cómo lo soporta? ¿No piensa en cambiar su situación? Yo le entendería.

    ¡Cuidado con los aficionados al arte quejicas y las personas amables que trabajan para la administración! Quiere tenderle la misma trampa que Benedikt, a su manera. Si le confesara cuánto ansia la libertad, le sacaría el tema de la fuga para intentar chantajearle. Es demasiado peligroso investigar si el mascatabaco quiere decir algo con sus palabras. Prefiere callar y esperar y le dice:

    —Sírvame más aguardiente.

    Cuando la botella está casi vacía, Gründler lleva conversación al terreno del arcano.

    —Comprendo sus dificultades: yo estudié alquimia en Leyden unos cuantos semestres. ¿Sabe cuál fue mi conclusión?—Le patina la lengua, hace una pausa y le susurra su secreto al oído—: Se necesita la piedra filosofal por duplicado.
    —¡No me diga!
    —Se lo voy a explicar.

    Se mete otro rollo de tabaco en la boca, masca y habla a un tiempo. A Böttger le cuesta entenderle, pero presenta su teoría con una claridad asombrosa.

    —Para transformar un metal en otro es necesario reducirlo antes a prima materia. Para conseguirlo necesita un arcano. Y por supuesto un segundo arcano de otra fórmula para transmutar la materia original a su nueva forma, en oro. ¿Comprende?
    —Claro, pero no es nada nuevo.
    —¿Y qué? ¿Ha investigado en esa dirección?

    No es nada tonto el mascatabaco: intenta iniciar una conversación en el campo de la alquimia. Seguro que así cree que se acerca a su secreto. «Mala suerte, amigo. Ni ocho tragos me harían descuidarme». A Benedikt le habría soltado un par de oscuras máximas y habría disfrutado viendo cómo se devanaba los sesos. Con Gründler no habría funcionado. Es listo y sabe algo del asunto. Teorizarían juntos y quizás ni se daría cuenta de que le estaba tanteando. En la administración aprenden cómo sacar información con disimulo. Mejor dejarle contento con una sonrisa enigmática y una frase vacía:

    —Mis intentos van en diversas direcciones, monsieur Gründler. Gracias por el aguardiente.

    ¡Intentos! Construye hornos, es todo. Quiere fabricar oro con simples piedras. Sólo para no decepcionar a Tschirnhaus, su intercesor ante el rey.

    —Antes de verles el juego a los chinos fabricaremos en Dresde un horno como los holandeses—dice el conde—, con recursos nacionales, por supuesto.—El gran investigador condal siempre pensando en beneficiar a su rey.
    —¡Por eso revolvemos entre la porquería!—añade Böttger frente a sus aprendices. Les gusta cuando se queja. Así se dan cuenta de que el jefe está de su parte y se toman su suerte más a la ligera. No tienen nada que recriminarle. Fürstenberg los había atraído hasta allí desde la región minera de Freiberg por un buen sueldo y oscuras explicaciones acerca de tareas alquímicas para el misterioso fabricante de oro. ¡Y ni palabra de que vivirían como en una prisión! Durante tres meses no podrían visitar a su familia. Lo que pasaría después estaba escrito en las estrellas.

    No soporta más la visión de los montones de tierra y piedras en el pequeño salón de banquetes. ¡Y Pabst le manda nuevas muestras todos los días! Tendrá que asegurarle educadamente al conde que con ayuda de la química es posible lograr mejoras sustanciales en la loza holandesa pero, ¿cómo?

    Quema una masa de barro de Colditz, calcita pura y tiza en el nuevo horno. Alimenta sin cesar el fuego con madera dura, resinosa. La puerta despide una bocanada de calor infernal. Las chispas le chamuscan el pelo. Se envuelve la cabeza con un paño húmedo y llama a Köhler.

    —¡Más madera!
    —Esperemos que el horno aguante.
    —Necesitamos temperaturas más altas de lo normal.

    Las piedras crujen. El interior del horno crepita.

    —Eso es que las piedras se están partiendo—dice Köhler—. Si no abre el tiro... Tenemos que...

    Demasiado tarde. Una enorme grieta surca el horno, que estalla y se desmorona. La masa humeante escupe fuego.

    —¡Maldito ladrillo!—grita Böttger—. Acabo de decir que la arcilla no resiste tanto calor. ¡Ve a por arena! ¡Trae agua!

    Ahoga su frustración y su ira en cerveza y vino. El horno destruido es sólo una excusa para sentirse más miserable. No había huido de Berlín para vivir como una rata en Meißen.

    —Usted no va a salir de aquí—le había dicho Gründler con una sonrisita—. Treinta hombres armados montan guardia día y noche en los alrededores del castillo. No hay nadie en toda la montaña. Qué lástima que ni siquiera pueda ver la fachada. Las escaleras de caracol del interior son una obra maestra de Arnold von Westfalen. Al menos puede alegrarse la vista con las magníficas cúpulas. ¿Se ha dado cuenta de que son distintas en todas las estancias?
    —Son mi consuelo diario—le asegura él con sarcasmo.
    —Sólo se salvará si encuentra la fórmula de la porcelana china—dice Tschirnhaus.

    ¡Toda una vida por unos frágiles pedazos! Le da risa pensar una vida así. ¿Cuánto tiempo tendrá que pasarse mezclando porquería para desvelar el secreto?

    El entusiasmo del primer trago le da otra solución: tendría que ir a China a averiguar cómo la hacen.

    —¡Si nadie lo ha conseguido jamás!—objeta el rey.
    —¿Y quién ha estado en China, Majestad? Aventureros, piratas, mercaderes, misioneros. No sabían nada de alquimia. Yo lo conseguiré.

    Su nave zozobra en un mar de barro. Siente náuseas y vomita. Se tambalea sobre unas mulas por las montañas nubladas de Jingzdezhen. Se siente enfermo. Las nubes de humo y remolinos de chispas de cientos de hornos cubren la legendaria ciudad de la porcelana y protegen a los intrusos de las miradas de los centinelas. Cruza la puerta de la fábrica real sin ser visto. En la entrada, los obreros cargan cestas de mimbre en coches cubiertos. Descifra los gestos del vigilante:

    —¡No las volquéis! ¡Despacio!

    Los delgados y diáfanos recipientes de las cestas son duros, pero frágiles. Por mucho cuidado que tengan seguro que de camino a Cantón se romperán algunos.

    ¿Cómo habrían podido ocultar los chinos su secreto durante tanto tiempo? ¡Con lo fácil que le ha sido entrar!

    Una sala diez veces más grande que el laboratorio de la Casa del Oro. Reflejos de luz amarillos y rojizos de la puertas del horno corretean entre el vapor azul grisáceo de la habitación. Hombres con sombreros de paja puntiagudos trabajan sin cesar. Se mueven de una forma extraña, acompasada, como siguiendo un ritmo marcado. Sus túnicas largas, sin mangas, se hinchan con silenciosas bocanadas de calor trémulo. Le cuesta respirar. Lucha contra un cansancio atroz y tarda en advertir el carro de vajilla que pasa rodando muy cerca de él. ¡Tazas blancas sin cocer, jarras, jarrones y platos! Le sonríe la suerte. No lo duda. Golpea una taza del montón como por casualidad. Se hace añicos en el suelo. Se inclina. Los pedazos se desintegran en sus manos. No se ha secado bien. La examinará al llegar a Meißen. Una prueba sin forma de la masa sería mejor. La sala de modelado no puede andar lejos.

    Cuando incorpora le rodean media docena de chinos amenazándole con sus dagas. Uno se acerca tanto a él que casi le deja sin aliento. Grita y le araña los ojos. El rostro es pálido, de cabello dorado. ¡Pero si los chinos son morenos! Pestañea, se frota los ojos con la mano y mira otra vez.

    —¿Está usted despierto, al fin?

    Böttger fija la vista en ella. ¡Un ángel! ¡Le ha salvado un ángel!

    —Soy Lisa. Debo atenderle. Limpiar, ordenar y ese tipo de cosas.

    El ángel tiene una voz enérgica. Vuelve a cerrar los ojos.

    —Su aprendiz Köhler dice que ha bebido una barbaridad. No dejaba usted de gritar. Apesta.

    Lisa coge una palangana de agua y humedece el rostro sudado de Böttger.

    —¡Arriba!

    Se vuelve hacia un lado.

    —¡Déjame en paz!
    —No puede quedarse tumbado en su vómito.

    Va a la planta baja, se lava en una tina y se pone ropa limpia. Que nadie le diga que apesta. Se pasa los dedos por el pelo. Sus ojos vidriosos le miran en el espejo roto. Tiene la piel grisácea, nada raro con tanto humo. No se puede decir que haya tomado el sol en las últimas semanas. Parece un vagabundo con su barba de tres días, pero no se va a afeitar por la madame nueva. ¿Le habrá mandado Tschirnhaus a esa tal Lisa? ¿O habrán sido los señores de la administración? Al fin alguien se ha dado cuenta de que un alquimista no es ningún monje. No será porque no lo hubiera sugerido.

    Cuando vuelve le ha cambiado las sábanas.

    —¿Hay un comedor aquí? ¿Y dónde come?
    —Abajo, con los aprendices. Pero ahí donde está...—Señala la mesa del estudio que ha dispuesto junto a su dormitorio con muebles de la sala de las balanzas de la Casa del Oro, se repanchinga en un sillón junto a la biblioteca, estira las piernas y ve cómo en la alcoba, en la que ya no hay un tablón sobre unos soportes, le prepara una ensalada con movimientos rápidos y corta pan y queso. ¡Qué vestido más discreto! Blusa cerrada, modesto mandil gris azulado sobre una falda larga de la que no asoman ni los tobillos. ¿Querrá hacerse la recatada ante sus aprendices? Hasta la muchacha de «La Taberna del castillo» que trae provisiones y ayuda al criado con la comida enseña más. ¡Y esta tiene algo que lucir! Sus pechos tensan las cintas del mandil, su cintura es fina, y pronto va a averiguar qué se esconde debajo de su falda.
    —¿Quién te manda?
    —Me dieron el trabajo por un conocido del gobernador. Es él el que me paga.
    —¿Trabajo?—repite despacio.

    Ella ignora su evidente sonrisita.

    —¿No le parece bien?
    —Claro, claro, muy bien, pero podrían haberme preguntado.

    Extiende un mantel de lino sobre la mesa y pone un plato y un vaso.

    —Dos platos y dos vasos, muchacha. ¿Crees que lo voy a disfrutar sin tu compañía?

    Se ruboriza, esboza su sonrisa angelical y cumple con su deseo sin decir nada.

    El empeño con el que pone la mesa debería darle qué pensar. Pero no quiere pensar, ni comer. Sólo quiere sacar provecho lo antes posible de lo que le han enviado.

    Guarda silencio en la mesa, revuelve la ensalada y se la come con los ojos. Su estómago no está del todo bien y podría pensar con más claridad, pero la resaca no es tan fuerte teniendo en cuenta la cerveza y el vino que ha bebido.

    —Cuidaré de usted cuatro días a la semana, señor Böttger.
    —¿Cuatro días seguidos?—dice mordaz—. Brindemos por ello.

    «Una de estas tiene sus ventajas. No hay que esforzarse en darle conversación como con la condesa Lubomirska, ni en halagarla, ni dorarle la pildora». Cuando se haya cansado de ella pedirá otra, pero no se lo puede ni imaginar, porque le parece de lo más tentadora y hermosa con sus ojos claros y su cabello rubio y ondulado.

    Brindan.

    Ella moja los labios en su vaso.

    —¡Vamos, bebe muchacha! ¡Beber alegra la vida!
    —Ya, ya. Hable por usted—dice con sorna, dando un buen trago.

    Se levanta de la mesa con la jarra, pero en lugar de servir la posa, le abraza por detrás y le besa en la nuca.

    —¡Señor Böttger!—da un salto y le mira enfurecida.

    No le importa. La agarra con fuerza, le aprieta el muslo contra el abdomen y la acorrala.

    Se resiste, ya que tiene mucha fuerza para lo delgada que es.

    —¡Suélteme!
    —¿Qué significa esto, muchacha?

    No se toma en serio su hostilidad. Sólo quiere ponerle a tono. La arrastra por la sala hasta la habitación, la arroja sobre la cama, se echa encima de ella y le levanta la falda.

    Por un instante consigue soltarse y le pega un puñetazo en la cara.

    Grita e intenta reaccionar, confundido. ¿No es una de las chicas de madame Slawinkska? En sus ojos se mezcla disgusto, ira, lágrimas y una callada amargura. Es incapaz de reaccionar con violencia ante su expresión.

    Aprovecha el desconcierto para soltarse de él con un movimiento rápido, sale de la habitación a toda prisa y corre escaleras abajo. ¡Afuera! El centinela la mira perplejo. Baja la montaña del castillo como si fuera él quien la persiguiera y alcanza la Fleischergasse.

    —Me mudo—le grita a su casera sin aliento, como si ella tuviera la culpa del comportamiento de Böttger.
    —Pero, ¿qué ha pasado?

    Lisa rompe a llorar.

    —¿Acaso no le gusta nuestro pueblo? ¿Penas de amor? Como mi hija. Ya se le pasará, señorita—le consuela la gorda, maternal—. Le haré un chocolate, es bueno para todo.
    —Gracias—dice Lisa negando con la cabeza y entrando en su habitación.

    Eso le pasa por imbécil. En el mundo hay algo más que caballeros bien educados, ya lo sabes. ¡Como si fuera la primera vez que te abrazan contra tu voluntad! Pero esta vez ha sido distinto.

    —¡Cómo me clavaba los ojos! Cuando se me echó encima... ¡Qué ojos! Ha sido horrible. Nunca había pasado tanto miedo. Los vapores químicos le han afectado al cerebro—se queja a Benedikt buscando su calor—. Suerte que estás tú aquí.

    Van a «La jarra del rincón» y beben vino. Le acaricia el pelo.

    —¿Tan horrible ha sido?
    —No pienso volver al castillo de Allbrecht ni muerta—jura, estrechándose contra él.
    —Qué tipo más asqueroso. Pero puede que... Descansa.

    Se aparta de él. De pronto le da mala espina.

    —¿No querrás que vuelva con él?

    Bebe con la mirada perdida y sigue acariciándola.

    —Si pudiera hacer lo que quisiera construiría un castillo para los dos...
    —No me hace falta.
    —Al menos una casa en la que podamos tener muchos niños. Pero no tengo dinero y lo que tengo debo ganármelo.—Calla y apoya la cabeza en su hombro.
    —¿Qué quieres decir, Benedikt?

    Es la tercera vez que escucha gritar al sereno:

    —¡Oigan todos...!

    Son las dos de la mañana y no puede dormir. Su Benedikt, empleado de la administración. Alguien que espía y acusa a la gente. Roland había caído víctima de alguien como él. No, los de la administración son peores. El commisarius que apresaba a los amantes llevaba uniforme. Los de la administración se esconden. Nadie sabe quiénes son. Un poder secreto al que todos temen. Quien cae en sus redes jamás sale con vida.

    Un buen día desapareció el tabernero de «El anillo dorado».

    —Parece que pasaba información secreta a ciertos clientes—había contado Juliane muy nerviosa—. Alguien de aquí trabaja para la administración, están por todas partes. ¿Eres tú? ¿Será el señor Herzlieb? Vaya canallada que no dejen que Anna visite a su hermana en Prusia sólo porque tenía relación con él.
    —¡Calla, no tan alto!—había dicho Lisa mirando a su alrededor. Hasta en Bärsdorf se hablaba en voz baja de la administración.

    Un grupo de serenos pasa por delante de la casa. Sus gritos resuenan como un coro de cantores en el angosto callejón. «Tres cerrajeros montaña arriba, un pueblecito, un cementerio, una chiquilla...» El resto se ahoga poco a poco entre eructos y risas. «¿Acaban de salir de la taberna o qué?»

    Se había marchado pronto de «La jarra de la esquina» porque le dolía la cabeza. ¡Menuda noche! En principio Benedikt se avergonzó, y luego estaba cada vez más seguro de sí mismo. Nunca le engañó, pero nunca le hablaba de su oficio. Ahora había decidido confiar por completo en ella e insistía en la importancia de la administración: la lucha contra los espías peligrosos, el orden, la seguridad nacional y demás. El electorado se hundiría en el caos sin Benedikt, Gründler y el gran señor von Haxthausen. Todo lo que se repite sin cesar hasta que llegar a creérselo. Quizás esperaba ver en sus ojos un destello de orgullo. «¡Se equivoca, caballero de la corte! Le veo de otro modo». Pero no había sido tan estúpida como para dárselo a entender. Los consejos de Hinrichs y su sentido común le guardan de hacerlo.

    El tabernero había tenido relación con ellos después del accidente de la mina del Hohen Härmstein porque sospechaban que se trataba de un sabotaje. Le habían pedido que aguzara el oído en «El buey negro».

    —Ten cuidado cuando hablen contigo—le había aconsejado— o irán a por ti.

    Tras reaccionar con sorpresa a la confesión de Benedikt, fingió interés y no perdió ripio cuando la abrumó con sus hazañas. Había apresado a Böttger, capturado a espías prusos, encontrado el dinero oculto de Beichlingen...

    —¡Qué emocionante!
    —Exige sacrificio

    Una indirecta. Al fin lo confiesa todo.

    —Tienes que ayudarme a desvelar el secreto de Böttger.

    ¿Tenía que hacerlo? Podría huir sin más pero, ¿adónde? Después de aquella conversación no se sentiría segura en Dresde. «Juega, Lisa», piensa para sí. «¡Te toca jugar! Tú puedes, y quizás hasta te divertirías. Nunca te ha querido como Roland». ¿Y si sólo estuviera con ella para utilizarla? ¿Por qué había acabado precisamente con un tipo así? ¡Cómo iba a casarse con alguien de la administración, fundar una familia, vivir con él! Tenía la impresión de que la gente la iba a señalar con el dedo a sus espaldas. Le pedía mucho más que un favor y no le debía tanto. «Es mi vida, Benedikt Demuth, y haré lo que me plazca».

    —Creí que no volverías—Böttger evita mirarla mientras habla. Tiene media cara hinchada.

    Si fuera una bruja haría que la marca azulada de sus pómulos nunca se borrara para recordarle que sabe defenderse. Ante todo tiene que actuar con decisión y disimular su miedo. Que no se le ocurra ni por un momento importunarla.

    —Tengo un contrato y necesito el dinero. ¿Ha desayunado? En ese caso podría volver al laboratorio con sus hombres, quiero limpiar las habitaciones.

    Al mediodía comen en la mesa del estudio lo que ha traído la muchacha de «La taberna del castillo». Sorbe la sopa con la cabeza gacha.

    —No tienes por qué temerme. Pensé que te habían mandado... Dinglinger me habló de madame Slawinska...
    —Pues mal pensado. Además, ni siquiera a las muchachas de madame Slawinska las tratan así.

    Baja aún más la cabeza, se pone colorado hasta la nuca y casi mete la cara en la sopa.

    —No estoy acostumbrado a tratar con mujeres. Me paso la vida entre hombres...

    Evita decir que también ha olvidado disculparse. Mejor fiarse de su arrepentimiento. Las riñas sólo llevan a discusiones innecesarias. Tiene que llevarse bien con él.

    —¿Quiere que le compre un delantal nuevo y unas camisas en la ciudad?—le pregunta pasado un rato—. No puede ir así.
    —Puede que dos o tres—dice solícito, aliviado de que no aluda a lo del día anterior—. Ahí abajo sólo hay un delantal. No quiero que vayas al laboratorio. Los aprendices...—Calla avergonzado. «Ante todo no digas nada que le recuerde lo sucedido».


    Capítulo 15


    Juliane opina que la habitación de Lisa en Meißen es muy agradable.



    —¿Así que los haces con una jarra de leche, dos yemas de huevo y tres cucharadas de chocolate rallado? Qué rico. Y qué emocionante lo que cuenta del castillo de Allbrecht.
    —Y Böttger... Te ha vuelto a... ¿Molestar?
    —No, no. Es discreto y educado, pero todavía no me he recuperado del susto.
    —Yo le perdonaría el desliz. ¡Pobre diablo! Si lleva tanto tiempo sin una mujer... Al fin y al cabo no sabía quién eras.—Y añade frivola—: ¡Podrías verlo como algo positivo! Seguro que es mejor en la cama que muchos cortesanos aburridos. Esos se inventan cosas de lo más extravagantes sólo para...
    —¡Juliane!
    —Bueno, y qué. Está algo loco y es un poco bruto: un hombre hecho y derecho, al menos. Y la mar de interesante, con todos sus experimentos misteriosos.—Intenta aparentar satisfacción en un arrebato de vanidad, pero después se dice que no está bien engañar a una amiga.
    —¡Pues vete tú al castillo de Allbrecht! ¡Cambiamos! Quédate con mi envidiable vida.
    —¿Qué te pasa?
    —No es por Böttger. Es... Benedikt.
    —¿Te ha engañado?

    Niega con la cabeza.

    —Eso podría perdonárselo.

    En principio duda, pero acaba por contárselo a su amiga. La expresión del rostro de Juliane refleja sorpresa, burla y desprecio.

    —¡Me di cuenta enseguida de que tenía algo raro! ¡Un espía de la administración! ¡Mándale a paseo!
    —Es fácil decirlo—suspira Lisa.
    —¿Por qué?
    —La confesión de Benedikt ha roto un muro dentro de él, ¿entiendes?—Se le atraganta la frase. No puede contarle a Juliane lo de los interrogatorios, arrestos y reuniones secretas. Siente que haya sido tan franco con ella, pero todo encaja. Todos los compinches de Roland conocían los detalles del robo, y saber une. ¿No quieres continuar, amigo? Lo sentimos, pero no podemos dejar que te vayas.

    La administración del reino y electorado se rige por los mismos principios; es absurdo pero es un hecho. Y ella está obligada a actuar con tanta discreción como si trabajara allí.

    —Déjale—le aconseja Juliane—. Conozco a los de su calaña. Arribistas o fanáticos. Ambos son igual de terribles. Egoístas sin sentimientos. Ni siquiera cumplen con el sacramento del matrimonio. Un empleado de la administración acuchilló a su mujer por sus panfletos contrarios al gobierno y sus calumnias contra el Estado. Y seguro que ni se lo pensó.
    —Un modo práctico de separarse. Por suerte no estoy casada con él. ¿Es posible temer a un amante de un día para otro?—pregunta Lisa, más para sí que dirigiéndose a Juliane—. Me salvó la vida y le admiro por ello. Seguimos juntos.

    Juliane la comprende. Abraza a Lisa:

    —Creo que debes ser fuerte.
    —No exageres—. Lisa se siente como si tuviera que animarla—. Una vez una gitana me dijo que lo era.

    Juliane le guiña el ojo.

    —¿No querría decir gorda?
    —No te pases. Nunca he sido gorda.

    De camino al carruaje que lleva a Juliane a Dresde le cuenta lo de la gitana de «El buey negro» de Bärsdorf.

    —Una vieja extraña. Debía de venir de un campamento de Bohemia. Se desvaneció con la misma rapidez con la que había llegado. Hinrichs la dejó pasar porque atraía a los clientes. Me auguró un montón de disparates, entre otros oro y un asesinato.
    —¿Un asesinato? ¿Relacionado con el oro?
    —No lo entendí. Aparté la mano de miedo. Me tranquilizó: «chica huérfana, chica fuerte». No hablaba casi alemán. Me acuerdo de aquello a menudo. Puede que hasta tenga razón. Eso espero.

    El rey manda a Tschirnhaus a Holanda a comprar piezas para la colección de porcelana real.

    —Su Majestad, ¡no soy comerciante!
    —¡Pero sí alguien que distingue entre la calidad y las baratijas sin valor!

    En Amsterdam, los barcos de la Compañía de las Indias Orientales descargan la frágil mercancía de Cantón. Los ajetreados tratos en las subastas del puerto y en otras plazas reafirman su parecer: la porcelana no es una «enfermedad» insignificante, es una fiebre que va en aumento, ¡el gran negocio europeo!

    Agentes de la reina Ana de Inglaterra regatean sin piedad con un grupo de comisionistas de la corte vienesa y del Vaticano ofreciendo sumas astronómicas por platos exclusivos, jarrones y vajillas. Luis XIV compra para su «Trianon de Porcelaine» de Versalles, el rey de Prusia para la sala de porcelana del castillo de Charlottenburg. Nada impide que las lujosas piezas decoren las mesas burguesas. Los precios se han triplicado. ¡La porcelana de Sajonia nos hará ricos!

    No ve la hora de regresar. ¡Debe continuar con su trabajo en Meißen!

    Habla con Köhler nada más llegar al castillo de Allbrecht.

    —¿Qué está haciendo nuestro adepto?
    —Desde que está la chica apenas bebe.
    —¿Qué chica?
    —Lisa, la que se ocupa de sus cosas y limpia. La vieja Schmidtigen ya no es capaz de llegar a Meißen así que el gobernador le ha mandado a Lisa. Creí que lo sabía.
    —¿Fürstenberg?
    —Ella dice que le paga el gobierno. Es muy guapa y muy simpática. Nosotros...
    —¿Qué?

    Köhler se ruboriza.

    —Bueno, nos morimos por ella.
    —Va siendo hora de que conozca a la joven.—La voz de Tschirnhaus suena más pensativa que curiosa—. ¿Y cómo va el trabajo? Köhler se encoge de hombros.
    —Desde que se ha derrumbado el horno ha abandonado las muestras de tierra y ha dejado de fundir.
    —He mandado arcilla blanca. Soporta temperaturas más altas.
    —Görbig ha instalado tres hornos nuevos pero apenas se han utilizado. Se pasa día y noche estudiando libros de alquimia. En su laboratorio sólo experimenta con metales. Puede que tenga que ver con mademoiselle Lisa..
    —¿Por qué?
    —Me imagino que quiere regalarle una enorme pepita de oro.

    «Puede ser», piensa Tschirnhaus al ver a Lisa. «Una bellísima mujer, y muy educada. Quién no la cortejaría con oro».

    —¿Quiere que le ponga un servicio en la mesa, señor conde?—pregunta educada, sabiendo que se negará. En su libraco de piel de cabra no consta que un señor de su condición coma en la mesa de un adepto prisionero.
    —Hágalo—dice, desbaratando por completo las clases sociales en las que se divide el mundo al insistir en que les acompañe. Se ve obligada a hablarle sobre ella, pero no le cuenta demasiado. Sólo que ha perdido su trabajo en «El anillo dorado» y que de casualidad ha conseguido el puesto a través del gobierno.

    «Qué raro», se dice él, pero no va más allá. Ya averiguará cómo se produjo la casualidad.

    —Espero que no tenga que limpiar el laboratorio, mademoiselle.
    —Mis aprendices se encargan—responde Böttger en su lugar.
    —Köhler me ha dicho que sólo ha utilizado dos veces el nuevo horno.

    El adepto no se anda con rodeos.

    —He pasado demasiado tiempo delante del horno y abandonado la parte espiritual.
    —¿La parte espiritual?
    —Me ha quedado claro que hace falta algo más que práctica para transformar en oro los metales no nobles. ¡Lo dice el Musaeum Hermetkum! ¡Ars totum requirit hominem: el arte exige al hombre en todos sus aspectos! «La habilidad del alquimista, el grado divino de la perfección del espíritu es la condición...»
    —¡Qué honor! ¡Sentados a la mesa de alguien que es un hombre en todos los aspectos, mademoiselle Lisa! Al fin y al cabo ha logrado la transmutación en varias ocasiones, ¿no es cierto señor Böttger?

    ¿Por qué la muchacha reacciona torciendo el gesto y mirando fijamente a Böttger? ¿No capta la ironía o algo no va bien entre ellos?

    —No pienso en mis humildes intentos, conde. Pienso en un oro que da vida al espíritu puro, que crece en la tierra como una semilla germina a partir de otra semilla. ¡Llegar al fondo mediante la meditación y la magia de los secretos! También mediante...
    —¿Incienso y suplicio, quizás? ¡No debe olvidar estos ingredientes de uso universal del tiempo de la nebulosa ignorancia! ¡Incluso se han empleado para implorar al sol que saliera a la mañana siguiente! Cuando se constató que lo haría con regularidad de todos modos y sin tanto bombo, se ahorraron los gastos y se condenó al rey sol al mundo de los mitos.

    Böttger frunce el ceño, se encoge de hombros con arrogancia, se levanta bruscamente y empuja la silla con violencia.

    —No sé a qué se refiere, señor conde.

    «Está furioso», piensa Tschirnhaus. «Mi sarcasmo y la sonrisa cómplice y divertida de mademoiselle son demasiado para su naturaleza irritable». Teme que el hombre monte en cólera y abandone la habitación, y siente alivio cuando vuelve a sentarse a la mesa con una pipa en la mano.

    —Fumo con usted—dice, decidido a no dar su brazo a torcer—. ¿A qué me refiero? ¡Estamos en 1706, señor Böttger! Las leyes del movimiento planetario y de la gravedad han dejado de ser un enigma, conocemos las cualidades de la luz y el efecto de la presión atmosférica. Somos más listos que nuestros antepasados. «Para evolucionar, la ciencia debe alejarse de la superstición», me dijo el mismísimo Newton hace años en Londres, y me citó uno a uno los métodos que emplea para obtener resultados: observación, experimentación, cálculo. Un proceso laborioso, pero no hay otro. Su Philosophiae naturalis principia mathematica le convencería de ello. Por desgracia no es latín vulgar. Nuestro mundo se ha vuelto muy racionalista, querido: no hay sitio para su «el espíritu».

    Lisa se dispone a recoger la mesa pero Böttger la detiene.

    —Ahora escuche mi punto de vista, demoiselle: el oro es el metal más puro y más perfecto que existe. Quien desea fabricarlo debe alcanzar la perfección, y no lo conseguirá sino purifica su alma y se une a Dios. Puesto que ningún ser vivo excepto el hombre puede unirse a Dios...

    «Ni siquiera me ha escuchado», se dice Tschirnhaus, disculpándole aún así. «¡El amor! Sólo tiene ojos para la chica. Quiere impresionarla. No es posible que crea a pies juntillas lo que dice, tiene una forma de pensar demasiado práctica. ¿No será que sus explicaciones sobre su visión del alma pura y de su intento de convertirse en un hombre mejor tienen más que ver con la demoiselle que con la alquimia? ¿Se esconde una disculpa en sus florituras dialécticas? ¿Para qué? Ella no parece ni interesada ni especialmente conmovida. Recoge los platos mientras habla».

    —Ya discutiremos en otra ocasión, de lo contrario mademoiselle Lisa se va a aburrir—sugiere Tschirnhaus, chupa su pipa y rompe el cortante silencio con un amable—: ¿Le apetece probar mi tabaco holandés? Aún me queda y casi lo había olvidado...

    Saca un paquete de su bolsa de viaje y desenvuelve dos tazas envueltas en papel de embalar.

    Böttger coge una, le da la vuelta y golpea el borde con la yema de los dedos.

    —Porcelana china—dice sin entusiasmo. No le hace falta. Bebe té de un pote de arcilla. El «regalo» es sólo para recordarle su tarea de encontrar la fórmula. ¡Trabajo de alfarería indigno de un alquimista! ¿De verdad le interesa tanto al rey? Quizás sólo sea una fantasía del conde con su «maladie de porcelaine». De todos modos, a él le pide que fabrique oro. Böttger había soñado que le abrochaba a Lisa un collar alrededor del cuello. Ella le abrazaba y le perdonaba la torpeza de su primer encuentro. El oro conquista corazones y abrirá las puertas de su prisión. El Musaeum Hermeticum le ha dado nuevas esperanzas. «Guárdese sus cacharros», le gustaría decirle a Tschirnhaus, devolviéndole la taza con cierta brusquedad.
    —¡Cuidado! ¿Sabe cuánto cuesta?

    Lisa toma entre sus manos.

    —¡Qué dibujo más bonito! La señora Herzlieb tenía unas cuantas piezas blancas de China en «El anillo dorado». Cuando me decía «el blanc de Chine para las marquesas o los condes», tenía miedo de romper algo. Como es tan cara... Una vez tomé un chocolate en un blanc de Chine. En las tazas de arcilla sabe muy diferente. Y no hay que darse tanta prisa en servir. Conserva mejor el calor.

    Böttger se queda atónito. Nunca había visto a Lisa tan contenta. Pone la taza a contraluz. Le brillan los ojos. Está entusiasmada. Increíble. Mujeres. Pero le gusta tanto. ¡Maldita sea, cuánto le gusta!

    —¿Qué flor es esta, conde?
    —Son flores de loto en el agua gris azulada. ¿Ve las motitas? El agua turbia resalta la belleza de los lotos. Un símbolo del budismo, la religión de los chinos. Igual que ella se alza pura en el agua pantanosa, el creyente puede expiar las culpas de su oscura existencia terrena. Los pájaros de los cañaverales son martines pescadores. El borde de colores, una cenefa de minúsculos pétalos, peonías y crisantemos que da ganas de llevarse a los labios, ¿no es cierto?—Y le dice a Böttger—: Todo en esmalte de colores de la «famille verte», verde, turquesa, rojo hierro... Y azul y negro. Cuando hayamos resuelto el problema principal, nos...
    —¡Cuánto sabe, señor conde!—exclama Lisa, impulsiva.
    —¿Las tazas son mías?—se cerciona Böttger.
    —Las he comprado para usted en Amsterdam.
    —Si no le importa me gustaría regalárselas a mademoiselle Lisa, puesto que tanto le gustan.

    Lisa se ruboriza.

    —No puedo aceptarlas—replica con decisión—. Son demasiado valiosas para mí pero, ¿podría beber de ellas una vez?

    «¿Cuándo fue la última vez que vi semejante alegría natural, espontánea?», se pregunta Tschirnhaus. «Quizás pueda contagiarle su entusiasmo al adepto. Si ella y Böttger... Charlará con ella más a menudo. Poco importa quien la haya enviado al castillo de Allbrecht; estaría bien tenerla de mi lado».


    Capítulo 16


    El fin de semana, Lisa viaja a Dresde en carruaje. No echa de menos a Benedikt y aún así va a verle. «La costumbre es más duradera que la pasión», le había dicho Juliane. Ella había negado con la cabeza.



    Puede que vayan juntos a un baile. No quiere ni pensar a qué se estará dedicando. Estar con gente, ver algo distinto es lo que necesita después del castillo de Allbrecht.

    Comienza a perdonarle. Se había metido en aquello muy joven. ¿Qué posibilidades tiene un huérfano? Nada de trabajar de aprendiz. Oficios ocasionales. Sacristán. Una vida miserable dentro de unos límites. Entonces surge la administración, con sus emocionantes y misteriosos cometidos, algo variado, dinero. ¿Se habría resistido ella a la tentación? Sí, lo habría hecho. Influenciada por Roland pero, ¿y sin él? No lo sabe.

    Se baja en el mercado nuevo. La victoria a tamaño natural lleva una caperuza de nieve teñida de hollín. La plaza de la decrépita Frauenkirche aguarda melancólica la lluviosa noche de invierno, cuando las farolas que ha dispuesto el rey propagan su acogedora dulzura con su luz amarilla.

    Los militares le impiden cruzar la calle Wildsruffer. Largas filas de soldados sajones en uniforme azul y rojo al viento marchan haciael este. La misma imagen que la semana anterior. En el mismo lugar en el que había escuchado los comentarios sarcásticos de Gründler y Benedikt.

    —¡A Polonia con este frío! ¿Por qué no les mandan a los cuarteles de invierno? ¡Su Majestad no sabe lo que cuesta enterrar en la tierra helada a unos cuantos miles de muertos después de cada batalla!
    —La guerra del norte suena a frío, Benedikt, y también tiene sus ventajas. Los malditos pantanos polacos están helados, se pueden cruzar a pie, y los cadáveres se conservan mejor al aire libre.

    Qué graciosos los señores. Se lo pueden permitir. Sentados en su cómodo despacho de la administración desempeñando una labor imprescindible. Juliane había llorado con amargura porque su hermano era uno de los oprimidos. «En las aldeas sólo quedaban mujeres, niños y viejos—dice—, y el hambre se avecina, porque a principios de año muchos campos quedarán sin cultivar».

    Una unidad de franceses entre sajones. Apresados en la Guerra de Sucesión española.

    «Cambio de color, cambio de frente», observaba Benedikt, lacónico. Pero el cambio de color se refería sólo a la escarapela, pues el rey se había ahorrado el dinero de los uniformes nuevos. Benedikt añadía: «lo importante es que alguien les pague un sueldo, qué más les da contra quién luchen». ¡Su «caballero de la corte» lo sabe todo!

    Y luego los rusos. Habían armado una buena. Paktul, el embajador de los zares en Dresde, quería cedérselos al kaiser. Ahora luchan contra los suecos, y encierran al señor embajador en Sonnenstein por intentar debilitar la alianza de los ejércitos pruso y sajón. El mundo está loco. ¡Y qué frío! Vaya viento helado. Tiembla bajo su gastada mantilla. ¡Si tan sólo tuviera dinero para un abrigo de paño grueso!

    Al fin un hueco. Se apresura a cruzar la calle y corre a zancadas para entrar en calor.

    Benedikt la espera con vino y de mal humor. Ni un beso ni una palabra cariñosa. Sólo la necesita para descargar su enfado con Tschirnhaus. El elegante conde había conseguido que el gobernador no les dejara entrar en el castillo de Allbrecht ni a él ni a Gründler.

    —Por lo visto molestamos al alquimista e impedimos que haga su trabajo. Y por supuesto, debemos respetar los deseos del ilustre señor prisionero. Nadie ha preguntado cómo debemos llevar a cabo nuestro deber.

    Le da la razón en su discurso sobre Fürstenberg y Haxthausen, pero él no se tranquiliza. El informe de Lisa acerca de la conversación entre Tschirnhaus y Böttger pone la guinda a su mal humor. Se ruboriza y monta en cólera.

    —¿Oro químico mediante la sublime perfección humana? ¿Y Tschirnhaus le responde con principios matemáticos? ¡Es una broma! Se han divertido tomándote por tonta. Cuando están solos hablan de otra manera, de eso puedes estar segura.—Se habría dado cuenta. Tiene que hacerle frente. Sólo falta que la llame pardilla. Adiós baile. Adiós fin de semana de comodidades. Se encierra en sí misma y se consuela con vino. Le deja hablar. Ignora su expresión sarcástica. «Cara de mono», como diría Juliane. Juliane es muy expresiva contando las cosas. «Hace poco un cara de mono me puso unos ojos... Morritos, bolsas en los ojos, mandíbula hacia fuera. Pero tremendamente rico, decía Herzlieb, y buena persona. Se vació la taberna. Lo voy a emborrachar bien, pensé, y me acerqué a él».
    —¿De qué te ríes?—le pregunta Benedikt.
    —Me acabo de acordar de algo gracioso.

    No quiere escuchar nada gracioso. Lisa aguanta bien la bebida. Si una puede emborrachar a un tipo feucho, ¿por qué no a uno aburrido y amargado? Pero, ¿para qué? Puede renunciar a sus caricias. Nunca ha sido feliz con él. No como con Roland, así que sin su ternura tampoco será infeliz. Sólo estará un poco aburrida y herida en su orgullo. Y entonada. De ahí que cada vez esté más decidida a darle un giro a la noche sombría. Se arrima a él, le acaricia el pecho y le toquetea los botones de la camisa.

    —¿No sabes hablar de otra cosa que del maldito castillo de Allbrecht?

    Él deja de quejarse.

    No le disgustan sus besos. Como está un poco borracha se siente relajada y lo ve todo de color de rosa. Se ríe, le desaira, le abraza, se siente aliviada y con fuerzas para enfrentarse a cualquier cosa. Todo es sencillo. ¿Por qué no se habría dado cuenta antes? Olvidará la maldita fórmula del oro y dejará la administración por ella, empezarán juntos una nueva vida. Su poder sobre él crece con cada beso ardiente y aumenta con la unión de sus cuerpos.

    —Eres buena, eres maravillosa. Si te comportas así con él te lo va a decir todo.
    —¿Qué?—Se hace a un lado—. ¿Qué acabas de decir?
    —Si vuelves loco a Böttger como a mí, te lo contará todo. Deseará tanto tu cuerpo como yo y entonces...—Se da la vuelta hacia ella y vuelve a la carga—. Te acostarás con él, te acostarás con el por mí, ¿entiendes? Por nosotros.

    Le aparta con un empujón inesperado.

    —Estás loco.—No sabe lo que dice.

    Todo está permitido en el juego amoroso, pero no habla en broma, piensa, desengañada y furiosa. Pierde los estribos y le golpea el pecho y la cara con los puños cerrados.

    —Maldito cerdo. No soy una ramera. Búscate a otra, rufián asqueroso. No pienso acostarme con nadie porque me lo ordenen, nada ni nadie me obligará a hacerlo, ¿entendido? Nada ni nadie.

    Él se protege levantando las manos y aguarda. Cuando se calma intenta abrazarla.

    —¡Déjame tranquila!—Corre a la cocina, echa el cerrojo a la puerta, apoya la cabeza en la mesa y llora sin cesar.

    Durante el desayuno soporta su beso fugaz en la frente, aguarda que se disculpe. Lo que dije ayer es una tontería. ¡Olvídalo! Ha sido un malentendido. No volverá a pasar. Repite con frialdad lo que le había dicho en la cama presa de la excitación. No le resulta fácil pedírselo, pero sólo ve esa posibilidad. Cuando un hombre se entrega a una mujer le confía sus mayores secretos. Y añade afligido, ocultando el rostro entre las manos:

    —Si te acuestas con él... Me sentiré desgraciado, pero así debe ser. ¡Hazlo por nosotros, Lisa, no por la administración! ¡No querrás que me pase toda la vida espiando y rebajándome ante Haxthausen y los de su calaña por cuatro perras!

    En «La jarra de la esquina» hablaste de otro modo, piensa Lisa, guardando silencio.

    —¡Cuando consigamos el arcano seremos ricos! ¡Tendremos todo cuanto deseemos!

    Emplea un tono persuasivo, pero en sus ojos se esconde avaricia desmedida, como aquella noche en la mesa de juego. Un destello de locura y un brillo en el iris. ¡Esa mirada! No son imaginaciones. La misma que había visto en Schweiger, el tipo callado de la banda de Roland que sólo hablaba con los ojos. Al final se había vuelto contra él. Presa de la locura se había tirado por un barranco.

    Se siente incómoda. Está frente a un poseso. Vendería a su propia madre por el maldito oro. Se agita como si así pudiera quitarse la angustia.

    Quizás malinterprete sus movimientos. Quizás crea que se ha ido de la lengua. Se borra el brillo de sus ojos y su actitud cambia bruscamente.

    —Entiéndeme bien: todo irá como debe ser. Si consigo la fórmula del arcano para la administración el rey se librará del desagradable adepto. Y me recompensarán por ello.

    Le mira impasible. Quiere irse. Ni más ni menos. Sin mediar palabra. Quiere volver a Meißen o ver a Juliane.

    —¿Qué dices?
    —Lo que te respondí ayer.

    Se levanta, le da la espalda y se manosea los bolsillos de la chaqueta. Vuelve a sentarse, coge una rebanada de pan y sonríe con malicia.

    —No he entendido tu respuesta, Lisa.
    —Has...—Se calla. ¡El anillo en el dedo meñique! Nunca lo había llevado antes. ¡Un ópalo de fuego! ¡El regalo que le había hecho Roland! La forma, las vetas rojizas irisadas. Lo habría reconocido entre cientos de piedras.

    Le gustaría gritarle de dónde lo ha sacado, pero consigue mantener la calma. Agarra su taza, se traga la leche, coge el trapo junto al fogón y se limpia la boca. La pequeña maniobra le da tiempo para recomponerse. Que se acerque. ¡No puede rendirse!

    Le da vueltas al anillo. Su sonrisa se hace más grande.

    —Es bonito, ¿a que sí?

    Ella se inclina hacia delante, pero deja las manos debajo de la mesa para que no se dé cuenta de que le tiemblan.

    —Precioso, y seguro que el precio ha sido prohibitivo. Nunca te lo había visto puesto.
    —No es mío. La administración me lo presta para ocasiones especiales...

    ¡Tiene el resto de las joyas del cofre además del anillo! ¿Había sido él el que se había colado en su habitación? ¿Atraparía al ladrón?

    —Lo conseguí el mes en el que nos conocimos. El día de san Bartolomé ejecutaron al jefe de una banda de ladrones en la Puerta Negra. Apenas encontraron nada del botín de su banda. Entonces una viuda le ofreció al joyero Marschner un broche...—Calla y aguarda.

    La pausa se hace eterna. Se pellizca la rodilla debajo de la mesa para no temblar. Por alguna razón le ayuda a relajarse e intenta disimular su miedo con un «¿y qué más?» algo nervioso.

    —El broche pertenecía a Clauser, el consejero de Freiberg, una víctima de los bandidos. Encontramos la joya.
    —¿Y qué fue de ella?

    Duda un segundo y añade de pasada, como si no mereciera la pena mencionar algo tan evidente:

    —Se lo devolvimos a su propietario. Sólo este anillo quedó sin dueño.
    —¿Y la viuda?
    —Desapareció.—La sonrisa se borra de su rostro. Le mira fijamente a los ojos con expresión de «lo sé todo». Demasiado rebuscado como para atemorizarla de verdad. «¿Cuánto tiempo te has pasado practicando delante del espejo?», le gustaría preguntarle, pero burlándose no le va a quitar el triunfo de las manos.
    —Si siguiera investigando la encontraría y haría que la colgaran.

    La clara amenaza le despoja del poco agradecimiento, afecto o comprensión que quedaba en ella. No puede evitar que el nerviosismo se apodere de su cuerpo. Se echa a temblar, pero no de miedo sino de asco.

    —Tengo frío.
    —Voy a echar leña al fuego—dice, acercándose al hogar.

    Su hipócrita preocupación la saca de sus casillas. El odio prevalece por encima de todo lo demás. ¡Debería de saltarle encima y retorcerle el cuello! En el último momento se impone su sentido común. Quiere vivir. ¡Tiene que deshacerse de él de otra manera!

    —¿Por qué le cuenta cosas tan horribles a una inocente muchacha, monsieur Demuth?—Le pregunta con una teatral caída de párpados.
    —La inocente muchacha sólo tiene que hacerme un pequeño favor.
    —Benedikt, ¿de verdad nos haremos ricos con el saber de Böttger?
    —Sin duda.

    Se inclina y le besa en la boca. Ella no se aparta. Por lo que parece contaba con su aprobación, porque ya contaba con ella para esa misma tarde.

    —Gründler te está esperando.

    En otras circunstancias habría protestado de buena gana, pero hoy prefiere la compañía del mascatabaco a la de Benedikt. Su pequeño y asfixiante despacho en la parte antigua de Dresde, abarrotado de libros y papeles, le parece un agradable refugio.

    —¡Cuántos libros!
    —A veces me encierro aquí.

    Un Gründler distinto. El estudioso alejado del mundo. ¿Cómo habrá venido a parar a la administración?

    —Soy coleccionista. La mayoría de ellos los leeré cuando me haya retirado—murmulla, como si tuviera que disculparse por ello—. Seguro que tenía usted otros planes para una tarde de domingo.

    Coge un taburete y se sienta en silencio. Gründler sería la última persona a la que confiaría algo. Se enjuga el sudor y se toma un trago de aguardiente.

    —¿Quiere?

    Niega con la cabeza.

    —¿No está Malgorzata?

    Se encoge de hombros con resignación.

    —Puede que tenga una cita con monsieur Benedikt.
    —Tonterías, señor Gründler. El carnaval ha terminado.—De pronto siente lástima por él—. No hay nada entre ellos. Me habría dado cuenta.—Miente.
    —No importa—murmulla Gründler posando su mano regordeta sobre el hombro de Lisa—. Aquí está usted.

    Le aparta la mano con la punta de los dedos como si fuera un trapo mojado y la coloca sobre la mesa. Él esboza una sonrisa melancólica.

    —Nada debe temer de un hombre como yo. Ni esperar.
    —Quién sabe—dice, coqueta y segura de que no se aprovechará de que estén solos.
    —Ante todo no crea que la voy a convertir en una adepta. Monsieur Benedikt tiene una gran imaginación. Y si a eso le unimos su carácter obsesivo...—Se traga sus palabras, pero ella empieza a pensar que no está en sus cabales.
    —Sólo he venido para que me enseñe algunos conceptos básicos y los símbolos más importantes.
    —Sí, sí, pero de poco le servirá. Al principio, desde fuera, todo parece muy sencillo.—Aparta los papeles de la mesa y los cubre con un libro repleto de círculos, cuadrados, rectángulos, garabatos y dibujitos que parecen obra de un niño.
    —¿Le ha dicho Benedikt que los metales se componen de tres principios fundamentales?

    Lisa asiente.

    —Comencemos con ellos. Aquí, el triángulo con la cruz significa sulfur o azufre, el círculo con la raya, sal. Según la proporción se forman el hierro, el plomo u otro metal. Convertir el plomo en oro es cuestión de proporciones. Sencillo, ¿no cree? Cualquier estúpido se cree capaz de hacerlo y se monta en su casa un laboratorio de alquimista. Sólo que fracasa en el «cómo hacerlo». ¿Cómo descomponer un metal en partes para purificarlo y modificarlo? Las posibilidades para crear aquello que provoca el magistrium, la transmutación, el elixir, el arcano, la piedra filosofal, son infinitas. Unos toman la sal como base: alumbre, nitrato, borato sódico. Otros arsénico, marcasita, tutia, magnesia. Hay quienes lo buscan en los metales nobles, en el cristal o incluso en las plantas. ¡Mire! Sesenta páginas de símbolos distintos. Puede que usted tenga buena memoria, pero nunca va a comprender las combinaciones y los procesos. Yo estudié unos cuantos semestres de alquimia en Leyden. Al final hay más preguntas que respuestas.
    —Benedikt se dará por satisfecho con que copie algo del libro y me apunte algunas de sus explicaciones.
    —Puede ser—asiente Gründler—. «Apréndete el lenguaje de los símbolos, revuelve en los cajones de Böttger o en busca compartimentos secretos en su escritorio o en los armarios, copia sus apuntes y al final conseguiremos su secreto». Es lo que le ha dicho, ¿no es cierto?

    «Si eso fuera todo...», piensa Lisa.

    —En el fondo monsieur Benedikt es una persona muy simple—dice Gründler, pensando en voz alta—. Soluciones simples a los problemas complicados. En mi opinión es demasiado sencillo, porque no funciona. Puede decírselo sin problemas, a mí no me va la vida en ello. No me da miedo. Le diré algo, Lisa: ¡no va a encontrar nunca la fórmula del arcano!
    —¿Y por qué no? Yo pensaba que usted podría instruirme.

    Toma otro trago y aparta la botella con manos temblorosas.

    —No tanto como para que encuentre algo que no existe y que no existirá jamás. No se puede fabricar oro a partir de una fórmula como quien hace pólvora. Ni siquiera disponiendo de la descripción exacta de las etapas, desde la sublimatio hasta la fixatio pasando por la creatio, ni de la cantidad precisa de la mezcla: no sirve para nada. Para conseguirlo, el adepto tendría que poseer todas las sustancias metafísicas ocultas que derribe los impenetrables muros que rodean a la piedra filosofal. Y sólo uno entre mil es capaz de algo así.

    El escepticismo se refleja en sus ojos.

    —No entiendo lo que quiere decirme. Le creía un hombre—duda un instante y pronuncia la palabra que había escuchado de labios de Böttger— racionalista.

    «Es una muchacha despierta», se dice Gründler. Qué suerte la de Benedikt. Puede que le llevara más tiempo disipar sus dudas que convencer en Berlín al culto señor von Fuchs. El ministro del gabinete del rey pruso le había ofrecido dinero a cambio de la fórmula, y no una cantidad despreciable precisamente. No hay que pensárselo mucho. En Dresde, el signor Campioni, el dueño del casino, le paga una buena suma al mes por orden de Fuchs. En sus visitas a Berlín nadaba en la abundancia. ¡Y cómo le gustaba aquello a Malgorzata!

    —Nunca podré traerle la fórmula, señor ministro.
    —¿Y qué me traerá a cambio?
    —Al hombre en persona, excelencia: al señor Böttger.
    —¡Maravilloso!

    Gründler se queda pensando en la conversación con el ministro pruso. Le había hecho la promesa muy rápido y no sabía cómo cumplirla.

    —¿Böttger es uno de los elegidos?—aprovecha para preguntar Lisa.
    —Lo ha demostrado en dos ocasiones—musita Gründler, inclinándose otra vez sobre las hojas. Le insta a apuntar más símbolos mientras la aturde con sus explicaciones.
    —Necesito un descanso—suspira pasada una hora.
    —No envidio su cometido en el castillo de Allbrecht. ¿Fue lo que le hizo marcharse de «El anillo dorado»?
    —Herzlieb me echó porque un fabricante de cañones le dijo tonterías sobre mí.—Se le ocurre preguntarle si conoce al hombre de Danzig—. ¿No le conocerá por casualidad? Brieghusen o Bieghusen, le llamábamos «orejeras».
    —Bueghusen—replica Grundier—. Se comenta que estuvo envuelto en un caso de soborno relacionado con el presupuesto de la administración. Casi le detienen, pero Benedikt le sacó del lío.
    —Lo que significa que le debía un favor.
    —Es probable.

    Ya le había dicho Juliane que algo no le cuadraba. ¡Es adivina! ¡Lo que no le cuadraba era Benedikt! Instó al hombre de Danzig a que le mintiera a la señora Herzlieb con un soborno o una amenaza y se aseguró de que no le dieran trabajo en ninguna otra posada de Dresde. La administración está por todas partes.

    Teme que Gründler descubra la ira y la amargura de su rostro.

    —Me salvó de los bandidos—dice, para engañarle acerca de sus sentimientos mencionando su buena acción.
    —Nuestro Benedikt es un tipo valiente.—El brillo malicioso en sus ojos indica todo lo contrario.

    ¡No le guarda rencor! Los celos que le provoca con Malgorzata, la envidia de que ocupe un puesto más alto que el suyo en la administración... La verdad es que tiene motivos suficientes. ¿Sería buena idea aliarse con él para hacerle frente a Benedikt? Seguro que mascatabaco es astuto y listo. Unirse a alguien de la administración contra todos los demás. Darle su propia medicina. ¿Por qué no?

    «Lo consultaré con la almohada», piensa Lisa.

    —¿Continuamos?

    Vuelve al tema de las sustancias básicas:

    —Hay distintos tipos, pues los principios o sustancias básicas las integran en diversas proporciones. Por esa misma razón un asno no es igual a un hombre.

    Lisa asiente. «Un asno no es igual a un hombre. Hasta ahí todo claro».

    Esa noche sueña con Gründler. Inclina su enorme cabeza sobre la mesa. Sobre el papel amarillo azufre, lleno de símbolos, se agitan unos bichos que podrían ser lagartos, anfibios, salamandras. No entiende lo que significa. Gründler se humedece los dedos en el jugo del tabaco que cae de su boca y, moviendo los labios, dibuja con él cuadrados y triángulos llenos de círculos y curvas junto a los arabescos de color amarillo azufre.

    —Transformo la fórmula mágica y cambio las proporciones de las sustancias en tu cuerpo.

    El hechizo surte efecto. Se siente ligera. Vuela por encima de la mesa convertida en pájaro. La habitación parece más grande desde el aire. Siente un gran alivio. Libre, sin obligaciones. Puede hacer lo que quiera.

    Al alba, inclinado sobre su cuerpo, Benedikt observa cómo se borra de su rostro la callada sonrisa de felicidad.

    La habitación le marca límites. Choca contra las paredes, las ventanas cerradas y la puerta una y otra vez. Grita. Está atrapada ¡no puede salir! Se golpea con fuerza contra la manta, cae al suelo sin sentir dolor.

    Benedikt la oye suspirar. La sacude para despertarla.

    —¡Vas a perder la diligencia!


    Capítulo 17


    Lisa corre al coche. El conductor la espera ya sentado. Aguarda su orden para emprender la marcha.



    Hay poco espacio en el carruaje. Se coloca entre una campesina y un hombre vestido de guardabosques. Tiene que llegar al castillo de Allbrecht esa misma tarde.

    El viaje le da tiempo para pensar. «¡Es el último fin de semana que paso así! Prefiero ahogarme en la maloliente cocina de Böttger a respirar el aire que respira el asqueroso de Benedikt. ¡Se acabó!» Un sueño estúpido no le va a impedir abandonar la maldita Sajonia. No cree ni en los sueños ni en los malos presagios. Tarda dos o tres días en llegar a pie a la frontera bohemia, no la vigilan como en una cárcel.

    Mira por la ventana. ¡Hace un tiempo de perros! La tormenta sacude el coche. Las enormes bolas de granizo golpean el techo con tanta fuerza que tienen que subir la voz para poder escucharse. ¿Le ha preguntado algo el hombre que está a su lado? No quiere dar conversación. Quien habla consigo mismo no charla con los demás.

    «Quizás podría trabajar de sirvienta en un barco. Es normal que haya criadas en los barcos del Elba. ¡Iría hasta Hamburgo con toda comodidad! Juliane dice que allí los ricos comerciantes de la Hansase pelean por las guapas sajonas. ¿Me perseguiría Benedikt hasta allí? ¿Montaría en cólera? Los tentáculos de la administración no llegan hasta la desembocadura del Elba. ¿O sí? Me gustaría ver su cara de decepción y también verle furioso, así que mejor que no me escape. Me quedo aquí para vengarme y humillarle. Conseguiré lo que busca: la fórmula del arcano. Y me la guardaré para mí. Me haré rica con el saber al que cree tener derecho. Le saludaré desde mi lujosa carroza que es lo que más le fastidia. Es un envidioso. Le duele que otro consiga aquello en lo que él ha fracasado». Se ríe bajito. «¿Otro? ¡Otra, Benedikt!».

    Al llegar a Meißen se baja en el puente sobre el Elba. La tormenta le arrebata el picaporte de las manos y lanza la puerta contra el coche. Una flota de barcos intenta amarrar en contra de viento. Los hombres tiran de la amarra. El extremo está enrollado en el mástil de un barco. Lleva las velas recogidas. De nada sirve la corriente del río con este tiempo.

    Los hombres luchan contra el viento. Llegan a sus oídos retazos de su acompasado canto. La cuerda les corta las manos. Es inútil oponer resistencia.

    Benedikt debería ser uno de ellos: expulsado de la administración, el hazmerreír de todos, relegado a un oficio de menor categoría dejándose la vida con los marineros. ¡Tirad! Y ella le mira desde su suntuosa barcaza. ¡Qué bien le sentaría!

    No le dura mucho el sentimiento de satisfacción. Es listo y ella no está a su nivel. Tiene que marcharse o hacer lo que le diga.

    «No lo haré», se obstina una vocecita en su interior.

    Esta vez marcharse de Dresde había sido como una despedida. «Amamos un lugar si amamos a alguien allí», le había dicho Hinrichs con un guiño cuando, para su sorpresa, se marchó de Altenberg. Se alegró por él. Se había quedado viudo un año antes y tenía que seguir su vida. Ahora vive en su propia carne justo lo contrario: es el odio a Benedikt lo que le quita las ganas de volver de Dresde. No quiere regresar. Los dos fines de semanas siguientes le hace saber que está enferma.

    ¿Será que su rechazo al castillo de Allbrecht ha ido a menos para compensar la pérdida? ¿O porque ya no le tiene miedo a Böttger y se va borrando el recuerdo del desagradable primer encuentro? Acepta sus pequeñas atenciones sin darle las gracias, pero sin mostrar disgusto: un bombón junto a su plato, un minúsculo frasquito de perfume, una vez hasta un chal de colores. Si le sorprende mirándola lánguido, a escondidas, se ruboriza y baja la cabeza. ¡Es como un chico de quince años! Igual que una fruta sin sol, los años de prisión le han impedido madurar. Su primer encuentro lo ha confirmado: el «elegido» no sabe tratar a las mujeres. Una conclusión que le impide percibir su sensibilidad y también cómo se va introduciendo en su vida. «Me conoces bien», le dirá con el tiempo sin reprocharle nada.

    Pronto abandonó su intención de limitar su trato con él a lo más imprescindible. La distancia irónica que mantiene durante algún tiempo no le ayudará a averiguar algo sobre él. No tiene por qué hablarle con brusquedad. Nunca intenta tocarla y la trata con exagerado respeto. La trata de usted y la llama «demoiselle Brunger». A ella le suena tan raro que duda si pedirle que la llame «Lisa».

    Ahora trabaja en el castillo de Allbrecht de lunes a viernes y tiene que ocuparse también de los aprendices.

    —¿Por qué al principio me prohibía entrar en el laboratorio, señor Böttger?
    —Porque... Son hombres, demoiselle.—Una vez más se ruboriza y baja la vistan—. Le he exigido al gobernador que sus esposas puedan visitarles los fines de semana. Tschirnhaus y yo. Les está permitido ver a sus familias una vez al mes. Espero que cuando la vean se comporten como es debido.

    ¿Qué significa «como es debido» en esa cocina maloliente, burbujeante y repleta de reflejos de luz? Tosen, escupen en el suelo, se limpian con las manos el hollín y el sudor del rostro. Su ronca respiración se mezcla con los bufidos de los fuelles. Se afanan entre nubes de humo acercándose a los hornos y a las herramientas con movimientos lentos, imprecisos.

    —La antesala del infierno—le había dicho Benedikt.
    —¡Qué bueno eres mandándome aquí!
    —Mi valiente muchachita lo resistirá.

    Y lo hará. No está allí por él. Se adentra en el mundo de Böttger buscando su propio beneficio. Su curiosidad la hace insensible al calor y a los penetrantes vapores.

    Le muestra sus «piezas especiales». El pentatium de cobre del que le había hablado Benedikt. En el otro extremo de la sala, un dibujo con un torso femenino excesivamente gordo, partido en dos.

    —Un horno astral de varios niveles para destilar.

    Frente a él un armatoste al rojo vivo, de hierro y en forma de maza, mal vecino de un artístico pilar manchado de hollín.

    —Furnus pro cupellati...

    Apenas escucha sus susurros, y menos las palabras en lengua extranjera. Un gesto para impresionarla. Benedikt echaba pestes después de su visita a la Casa del Oro. ¡Menudo galimatías! Está bien para guardar secretos o para ocultar la ignorancia, como los médicos con su latín. Ella no es Benedikt. Siente que de buena gana se lo hubiera confiado. Contempla el dilema más divertida que disgustada. ¡A ver qué pasa!

    Le explica las herramientas de destilación, los matraces y alambiques como si fueran cacharros de cocina. Echa polvos en el crisol, crea llamas de colores y espera a que ella admire sus fuegos artificiales. En cuanto abre su armario de sustancias químicas ella mete un dedo en el aqua regis, huele el aqua fort y a sal armónica. Le advierte que no toque un recipiente de cristal lleno de polvo blanco:

    —Arsénico. Inodoro. Podría envenenar a todo un ejército.
    —¿Para qué necesita todos estos ingredientes?
    —El camino al arcano pasa por las sustancias más diversas—responde con vaguedad.

    Todo cuanto sucede allí es un secreto, por supuesto. Hace poco le había sugerido a Tschirnhaus que Lisa debía estar al corriente de algunas cosas para sentirse más unida al castillo.

    Se avergonzó ante la sonrisa comprensiva del conde, y se enfadó al escuchar un «todo a su tiempo». ¿Es que no se ha fijado en la muchacha? El vivo retrato de la inocencia. Si participa en su trabajo empezará a interesarse por él. «¡Con lo que le gusta la porcelana china! ¡Le explicaré lo que hago con las tierras!».

    Cuando está en el laboratorio sin Böttger los hombres hacen comentarios mordaces:

    —¡Una falda tan larga con este calor! Y seguro que llevas otras dos debajo. ¡Quítatelas, Lisa!
    —¿Para qué te pones un pañuelo en el pecho?

    Melchior Steinbrück refunfuña:

    —No les traigas más limonada a estos bribones, muchacha. Cuando estén con la lengua fuera dejarán de decir tonterías.

    Steinbrück goza de respeto. Trabaja mano a mano con Tschirnhaus. Lleva tres semanas en el castillo de Allbrecht por orden del conde, pero no le hace falta que le proteja de los torpes aprendices. Desde que trabajó en «El buey negro» sabe ponerlos en su sitio. No les responde cuando la cosa pasa de castaño a oscuro y se muestra simpática y amable con ellos.

    Los disparates cesan por sí solos.

    —Los aprendices de allá abajo le llaman «nuestro ángel». ¿Lo sabía?—Le pregunta Tschirnhaus, divertido. Y añade con sorna—: ¿No cree que pronto él la llamará «ángel mío»?

    Otro que quiere meterla en la cama de Böttger. No es la primera vez que se lo insinúa. Aunque parezca que habla en broma no lo dice por decir. Sabe lo que le espera, aunque nunca lo había tenido tan claro como ahora. Habla de cómo podría templar su carácter colérico. Del consuelo en la derrota. Una pizca de cariño surtiría mucho más efecto que el aguardiente y la cerveza en la que suele ahogar sus penas.

    —El eterno femenino, Lisa.

    Le gustaría responderle que nadie manda en su vida, pero es mejor callar. Que diga lo que quiera. Sabe a lo que se refiere y puede que esté en lo cierto. Puede que despierte su vanidad creer en su capacidad de influencia, y por eso menciona el elixir, del que ella no entiende nada, y le gustaría que entre los dos consiguieran poner a Böttger del otro lado.

    —¿No cree en la piedra filosofal?—pregunta ella haciendo referencia a la conversación entre él y Böttger.
    —¿Qué quiere decir con «creer»? La rana se convierte en príncipe en los cuentos. Sólo en las leyendas el carbón que el guarda del castillo le da a un pobre músico se transforma en oro puro. En realidad nada cambia. La mezcla de metales nos es desconocida. El plomo y el oro se parecen lo que un huevo a una castaña. Es imposible convertir uno en otro.
    —¡Pues él consiguió fabricar oro químico una vez!

    Insinúa un gesto de negación y no responde.

    —Si está tan convencido de que fracasará, señor conde, ¿por qué continúa buscando?
    —¿Buscando el elixir? Eso debería de preguntárselo a él.
    —El pastor de Bärsdorf nos habló de la escalera que conduce a las puertas del cielo, donde espera san Pedro con su manojo de llaves. Los chicos decidieron construir una igual, pero pronto desistieron. ¿Quiere que le cuente la historia y que le diga que hay cosas que son imposibles?
    —Seguro que la conoce. Pero parece que para él nada es imposible. Quién sabe, puede que la crea a usted más que a mí.—A continuación le pregunta de improviso, como si quisiera manifestar compasión por ella—: ¿Va a volver a Dresde el fin de semana?
    —Quizá lo haga.
    —¿Sabe que no debe contarle a nadie lo que ve aquí?
    —Ya me lo ha advertido, señor conde.
    —Quería recordárselo.

    Disimula su repentina preocupación con un «lo había olvidado». «No confía en mí», le dice su sentimiento de culpa, «o incluso conoce mi misión». En ese caso puede que sus comentarios sirvan para confundir a Benedikt e insinuarle: déjate de fisgar, el arcano no existe. O todo lo contrario: que sí existe y que una vez más Böttger está a punto de lograrlo. ¿Mostraría Böttger tanto interés por mí si lo supiera todo? Por no hablar de su cariño paternal. «No se mate a trabajar, Lisa», le dice ayudándole con la colada y los trabajos más duros. ¿Le estará subestimando? ¿Será un obstáculo para ella, o sólo se imagina que podría ser peligroso porque le remuerde la conciencia? «Caramba, Lisa Brunger», se dice, regañándose a sí misma, «lo complicas todo como si fueras de la administración. ¡Deja que las cosas sucedan!»

    A veces Böttger la conmueve. Tres días después de marcharse Tschirnhaus, cuando su preocupación comienza a desvanecerse, se le acerca con un cacharro gris amarillento. Ella deduce que se trata de un pequeño detalle, pero sería la primera vez que le trae un regalo con expresión de disgusto.

    —Quiero hacerle una taza como la que el conde la ha traído de Amsterdam, ¡verá qué éxito!
    —Claro, claro.
    —No me refiero a las abolladuras y los bultos. La he modelado con las manos. Me refiero al vidrio, al material. No es porcelana. Puede que sea por el nitrato. No voy a echar nitrato y así no se quemará. Algo parecido al vidrio. Mejor que el cristal opaco que ha fabricado Tschirnhaus en su laboratorio. Cójalo, demoiselle, para que pueda compararlo con la auténtica porcelana que algún día tendrá entre sus manos.
    —Gracias—dice, pensando con satisfacción: «he descubierto su primer secreto». Se había imaginado que allá abajo también experimentaban con porcelana. Ahora lo sabe, pero no significa un triunfo. En cierto modo le conmueve que confíe en ella. Ya se le ocurrirán miles de mentiras que contarle a Benedikt. Nunca le dirá lo que se cuece en el sótano.

    Le escribe a Juliane: «me está empezando a gustar de verdad», pero rompe la carta. Cómo iba a comprender su amiga que la fórmula del oro ya no tiene importancia. Que ha empezado a participar en su trabajo. Ni siquiera ella lo entiende. ¿Por qué? ¿Porque siente lástima de verle trabajar sin descanso? Diez, doce horas al día en el laboratorio. Con las manos agrietadas y cubiertas de costra de manipular sustancias químicas y tierras, con los ojos encendidos de tanto fijar la vista en los hornos de prueba para ver la cocción. ¿Será que le admira? ¿Qué tiene de admirable el sucio trabajo del laboratorio? Muelen, pulverizan, limpian montones de barro de Colditz, alabastro de Nordhausen, tierras de colores de los mercaderes de Leipzig. ¿Se puede fabricar porcelana blanca a partir del bol rojo, de la tierra de Nuremberg que tanto aprecia?

    —Claro que no—le dice sentado a la mesa de su estudio después de la cena hablando de su trabajo. Puede que no sea difícil esa especie de cerámica de color castaño rojizo que hacen los chinos. Seguro que aquí también hay tierras apropiadas. Las encontrará. Para ello tiene que analizar las condiciones de fundición y vitrificación de cientos de pruebas, pero de forma sistemática: Europa lleva siglos esperando una casualidad. Ya ha probado los dudosos consejos de tratados antiguos: «mezcla barro purificado con conchas de mar machacadas, conchas de caracol y cascaras de huevo. Entierra la masa plástica durante treinta días como mínimo, y una vez hecho esto quémala y obtendrás una finísima porcelana china». Y un cuerno. Lo único que había conseguido había sido una sustancia que avergonzaría hasta al peor alfarero.

    Lisa está cansada, pero sigue la cita de la Biblia que el pastor de Bärsdorf reinterpretaba para los distraídos en su prédica: «no descuidéis ni vuestras obras ni vuestra atención a lo que os dicen».

    —Sea como sea, la fórmula ha tenido un buen comienzo. Al menos el resultado no ha sido cristal, el error de mis primeras investigaciones. La apariencia brillante de la porcelana me llevó a pensar que tenía algo que ver con el cristal. Todos cometemos errores.

    Se encoge de hombros y le da a entender que con la verdad trivial alude a su primer encuentro.

    Ella ignora el doble sentido.

    —¿Por qué no iban a tener idéntico origen el cristal y la porcelana?
    —Piense en sus cualidades: la porcelana no estalla al entrar en contacto con agua hirviendo, no despide el calor infernal del líquido que contiene y no se funde. Al principio intenté obtener porcelana fundiendo cristal. Tschirnhaus compartía mi opinión. Entonces...

    Habla de bol blanco, de terra stringensis y terra sigellata, tierras amarillas, rojizas y castañas que cambian de apariencia con el calor, de distintas condiciones de fluidez dependiendo de la temperatura que le llevaban a la separación entre tierras más o menos fluidas. Suena muy profesional. Nada que ver con la «parte espiritual» del arcano de la porcelana.

    No es necesario que haga preguntas, basta con mirarle con atención. ¿Qué iba a decirle? No tiene interés por darle conversación, sería una insolencia y una estupidez. «Le ayudo con mi paciencia, dándole pie a que me explique su trabajo. Le sienta bien y se aclara las ideas».

    —¿No la estoy aburriendo?
    —Señor Böttger: su deseo es fabricar algo muy bello y útil y me lo hace saber. ¿Cómo iba a aburrirme?—dice exagerando un poco, pero con sinceridad, y añade—: Además, ¿por qué motivo?—Su perfumado caballero de la corte, de piel rosada y lisa: Benedikt. Habría que compararlo con el huesudo alquimista con sus pantalones flojos como los de un espantapájaros. Llevaba semanas sin mirarle a la cara. Hoy había visto a uno de esos soplones sentado junto a... «No la tomes con él sólo porque quiere hacer una vajilla de porcelana que a ti tanto te gusta. Has visto al señor Böttger borracho, y le has escuchado gritar enfurecido a sus aprendices, lanzando cacerolas de barro contra la pared diciéndoles que eran unos inútiles. Has visto cómo les invitaba a cerveza y les animaba cuando algo iba mal y el aire era tan espeso que apenas podían respirar. Sabes que darían la vida por él».

    Sus ropas están impregnadas del mal olor del laboratorio, y su piel manchada de hollín. Le huele el aliento a cerveza y a tabaco, tiene el rostro consumido. Los labios eran finos y su tacto duro cuando tocaron su boca...

    —La porcelana surge a partir de la vitrificación—dice.

    Ella comprende los fundamentos. Con el calor, la masa se apelmaza y cobra consistencia. Sólo se pregunta de qué está compuesta. Una vez en el horno, no debe perder la forma ni estallar. La materia debe ser transparente o traslúcida, sin olor ni sabor, y debería pulirse como si de una piedra preciosa se tratara.

    Durante el proceso de cocción, la vitrificación de las tierras menos fluidas es menor que la de las tierras más fluidas y más porosas. Mezcla ambas: las sustancias más fluidas se adentran en los poros de las menos fluidas, lo que resulta en una estructura cerrada. No añade otros compuestos a la mezcla. En ocasiones es demasiado blanda y en otras se agrieta una vez cocida.

    —Depende de la temperatura—le dice a Lisa—. Cuando el sol caliente, continuaremos nuestros experimentos en el patio con el espejo de Tschirnhaus.

    Aún no ha llegado la primavera. Los fríos rayos de la luna se cuelan por la gran ventana ojival. Se ponen románticos y dejan de hablar del trabajo. No se sorprende cuando Böttger, al calor de la lumbre de la habitación abovedada y al abrigo de un cielo estrellado, la llama con ternura «la princesita del castillo».

    —¿No conoce ninguna estrella más aparte de la Osa Mayor y el cinturón de Orión?—le pregunta con ironía para que no siga tan sentimental—. Creí que sabría más de astrología; al fin y al cabo influye en los experimentos de alquimia.

    Se hace el loco. No es astrónomo ni astrólogo, y por desgracia tampoco es escriba, organero ni curandero, oficios que podría haber desempeñado sin estar preso.

    —¿Por qué no sería mi padre pastor o letrado? ¡Trabajaba en la Casa de la Moneda! ¡Inspeccionando el dinero! Y era aficionado a la alquimia en secreto. Murió cuando tenía tres años de edad.
    —Yo también perdí a mi padre siendo muy joven. Apenas le recuerdo.
    —Lo que yo recuerdo es su lápida con su profesión y nombre grabados en la piedra: Maestro de la Casa de la Moneda de Sajonia. Tres magníficos táleros de Schleiz que había fabricado él mismo... Y los lamentos de mi madre. La casa apestaba. Los vapores de la alquimia se apoderaron de mi cerebro y provocaron mi pasión por el esfuerzo. Más bien debería culpar a la media docena de libros de alquimia y a mi abuelo, el difunto consejero de la Casa de la Moneda. Me dejaban mirar cuando fundía las monedas y los lingotes en el crisol, les añadía otras sustancias, precisaba el contenido en metales nobles, vertía el metal en cilindros, lo cortaba en láminas y soñaba con transformar el cobre en oro.
    —¿Y fue a Berlín con ese mismo sueño?

    Lisa se muerde la lengua. ¡No debe mostrar curiosidad! No puede sentirse presionado. Escuchar es su punto fuerte. Siempre ha sentido cuándo alguien quiere hablar con ella. Cuando había querido saber algo de Benedikt o de Roland lo mejor había sido no hacer preguntas. Un «qué bien» o «claro, claro» de vez en cuando y una mirada de comprensión: suficiente para alguien que está contándole su vida.

    —En efecto. Siempre lo tuve presente en la botica y también en el laboratorio que había en el sótano. Mi padrastro me recomendó para un puesto de aprendiz, una casualidad; justo lo que yo quería, y el comandante Tiemann buscaba deshacerse de su terco hijastro, un tal Bengel, dejándole en Magdeburgo. A los catorce años me puse a trabajar para Zorn, el boticario. A los diecinueve era libre. ¡Cinco años magníficos, locos!

    Las velas se han apagado. Sus rostros son manchas de color blanco grisáceo a la tenue luz de la luna. Deberían acercarse al fuego para poder verse. Es la hora de callar y cogerse las manos. A Böttger le falta valor, así que continúa escarbando en sus recuerdos. Tartamudea y habla sin ton ni son, pero Lisa puede imaginárselo muy bien.

    Ve a un muchacho menudo, imberbe, con una sombra de vello en el labio superior, con un brillo en la mirada, con ansias de saber, en una sala abovedada y de techo bajo, junto al boticario.

    —Zorn se había encaprichado con los elixires, polvos y píldoras de base metálica: compuestos de arsénico, sales de plomo, plata, cobre, mercurio—dice—. Zorn tenía sólo un horno, pero disponía de más herramientas que nosotros en nuestro laboratorio.

    Por la noche baja al sótano, experimenta con curiosidad con todo cuanto le cae en las manos: nitrato, azufre, polvo de magnesio. Todo es mal olor y explosiones. El otro aprendiz, el gordo de Schräder, que le lleva una cabeza a Böttger, se muere de miedo con los silbidos, chasquidos y llamas que brotan de pronto del crisol.

    —Calcinaba, cristalizaba, sublimaba. Observaba cómo reaccionaban las distintas sustancias y el efecto que producían unas sobre otras. Estudiaba los libros de alquimia. Era mi pasión.
    —¿Y las chicas?—¿Quién le manda preguntar?
    —Schräder hablaba de chicas de vez en cuando. Yo no tenía tiempo. Estaba como en una nube.
    —La pasión puede convertirse en una enfermedad.
    —¿Usted cree? Puede que sí. Sin pasión no se consigue nada. Cuando se unen el deber y la afición, se alcanza la felicidad.
    —¿Pensaba sólo en fabricar oro?
    —Todos pensábamos en el oro: Schräder, Zorn, Kunckel... Pero yo tenía claro que para triunfar debía saberlo todo acerca de los metales. Nunca creí en la casualidad.

    El cuarto año de aprendizaje consigue un pedacito de oro y, siguiendo las descripciones del famoso fabricante de rubíes Kunckel, prepara un fluido rojo oscuro con aqua regis y estannato. Schräder, convencido de que ha descubierto la piedra filosofal, cuenta maravillas de él. Los adeptos de pacotilla no le dejan en paz. Un mercader—un tal Röber, que después le ayudó a salir de Berlín a escondidas— financia sus experimentos. Laskaris, al que Lisa conoce por las historias de Benedikt, se interesa por él. ¡Qué honor! El misterioso monje de Metileno que tanto alababan los adeptos malgasta su sabiduría con un aprendiz de boticario. Afirma estar en posesión del arcano. Elogia sus capacidades y le regala una muestra del elixir. «Si tienes éxito, díselo a todos». Recalca su deseo con cinco monedas de oro y un rastro de súplica en sus ojos saltones que a Böttger le pone la piel de gallina. Significa: tiene que funcionar para que pueda vender la solución teniendo ganancias. Un zorro vestido de hábito. Pero en aquella época Böttger no le ve las intenciones. Es cuestión de esperar.

    —Demoiselle Brunger, ¿sabe lo que es un mago?
    —Un hechicero.
    —Sí, pero no de los que sacan un conejo de una chistera. Alguien con poderes mágicos. En quien los hombres confían, alguien a quien siguen. Creen en sus milagros. A veces puede ser muy necesario. Y como no siempre existe, se lo inventan. Lo que atraía a Siebert, Röber y a todos los adeptos a la ansiada transmutatio metallorum no era ni el dinero, ni el empeño ni la paciencia. Si ellos no tenían éxito otro debía demostrarlo: la transmutación es posible. Me convirtieron en su mago y yo lo consentí. En realidad yo quise que así fuera. Fui vanidoso. Para ser el mago que ellos buscaban tenían que creer en mis capacidades. Me jacté de ser capaz de fabricar oro.
    —Porque lo fabricó. Hasta en «El buey negro» de Bärsdorf hablaban de los exitosos experimentos de la botica de Zorn, y nos mostraron la gaceta de Berlín en la que se contaba.

    La luna ha dejado de brillar. Los leños se han apagado. Böttger se alegra de que no pueda verle la cara.

    —Nunca he fabricado oro—musita, tan bajo que apenas le entiende—. Ni en la botica de Zorn ni más adelante. Les engañé como un prestidigitador. Créame que preferían que les engañaran a que les decepcionaran. Quizás el rey buscaba también ser engañado. ¿Estaría yo con vida de no haberlo hecho? Le ruego que no me tome por mentiroso. ¡Sé que puedo llevar a cabo la transmutación!

    Lisa no se mueve. ¿Espera que le dé ánimos? Se siente confusa. «¡Nada de arcano, Benedikt Demuth! ¡Nada de oro químico! No he tenido ni que acostarme con él para averiguarlo. Benedikt no me creerá. No va a renunciar a sus sueños de riqueza. Un poseso no ve la realidad. ¿Y si resulta que me cree? ¡Dará parte a Haxthausen! Procesarían a Böttger. Y en su ejecución pensaré: así me vas a pagar tu intento de forzarme. No, no le guardo rencor».

    —Está oscuro—susurra, por decir algo.

    Enciende una vela de sebo. Su sombra se proyecta alargada y temblorosa sobre la pared desnuda. Encorvado, el caballero de la triste figura tras su lucha inútil contra los molinos de viento. Había escuchado su curiosa historia de boca de Hinrichs, y se la había contado a Juliane.

    —Hinrichs se burló de Don Quijote. Yo siento lástima por él.
    —No entregues tu corazón a los perdedores—advirtió Juliane. No te preocupes, Juliane. Ya veremos si Böttger es o no un perdedor.

    El rey de Prusia dio orden de encerrarme en el castillo. Schräder vio venir los soldados y me avisó. Huí a Wittemberg, electorado de Sajonia. Allí me convertí en prisionero de Augusto el Fuerte.

    —Que quería de usted lo mismo que el pruso: oro. Le salió cara la travesura.
    —Intenté huir dos veces. Hoy me digo: todo ha sucedido como debía ser. Nunca la habría conocido de quedarme en Berlín, y para mí...

    No es difícil adivinar el resto. Mañana, pasado mañana se armará de valor y terminará la frase. ¿Cómo va a reaccionar? Sus labios son finos y secos. Le ha confiado su mayor secreto. La necesita. Sus miradas, sus pequeñas atenciones y cumplidos no le desagradan. ¿Qué muchacha no apreciaría los pequeños signos de veneración de un hombre si no le disgusta? Nunca la volverá a molestar, seguro. Si se quedara dormida en ese mismo instante ni la tocaría. No se siente incómoda en su presencia, más bien todo lo contrario.

    —Puede que no debiera habérselo contado.
    —No, no. Su secreto está a salvo conmigo, pero no se lo cuente a nadie más, señor Böttger. A nadie más.

    Se levanta, se acerca a él de un impulso y le besa con dulzura en la mejilla.

    La coge del brazo y ella se aparta con suavidad.

    —Es tarde ya.

    Lisa no controla sus sentimientos, está confusa. En el caso de Böttger, se mezclan la compasión, la admiración y hasta una pizca de desprecio por el tipejo descuidado y tosco. Su sitio está en el laboratorio.

    —Los separadores de metal trabajan con soluciones muy corrosivas, curtidores al tanino, lixivia y tintes con sosa cáustica acida. Lo más valioso y bello de este mundo surge del fuego, el humo y el mal olor. La porcelana. El oro químico, demoiselle.

    Ella lo acepta y se ha acostumbrado a ello. Prefiere la peste del laboratorio a la Eau de Fleurs de Benedikt, su Eau de Sicilienne y todas sus aguas de colonia en cantidades industriales. Como quien entra en trance de tanto oler, los exóticos aromas le han hecho creer en las fantasías de la lujosa vida de la corte. Y ahora a todo ello le une su mezquindad, dureza, codicia. Cuando está en Dresde echa de menos el ambiente del castillo de Allbrecht. No puede ni oler a Benedikt, lo que no significa que esté empezando a amar a Böttger. ¡Bien lo sabe Dios! Cierto interés por su trabajo, un secreto en común... «No significa que le quiera», piensa, quedándose tan confusa como antes.

    Hasta que de pronto recobra el juicio. Todo un acontecimiento: visita del rey al castillo de Allbrecht con su nueva amante, la condesa Cosel.

    De un día para otro un enviado del rey se presenta allí con criados y doncellas, el cocinero de palacio, el ayudante y los pinches para hacer los preparativos.

    Lisa corre a ver a Böttger, sobresaltada.

    —Me da miedo ella.
    —¿Por qué?
    —Porque seguro que quiere que fabrique oro ante sus ojos. ¡Y usted no tiene nada!
    —No se ponga nerviosa, demoiselle. Puede que espere que haga un nuevo experimento para su amada.
    —¡Cosel no se dará por satisfecha con una pequeña demostración!
    —Pensándolo bien lo que nos unió fue una visita del rey—afirma al rato, sonriendo.
    —Te has aprovechado descaradamente de mi preocupación y compasión—responde.

    Así es, y lo hace como un niño. Exagera su inquietud. Busca su compañía. Ahora necesita consuelo, apoyo, consejo, afecto para afrontar con fuerza el desafío. No lo dice, pero se lo hace ver. ¡Y ella siente lo mismo!

    —¿Podría guardarme los tres táleros de Schleiz por si acaso? Si yo...—hace el gesto de una horca— si me colgaran en la Puerta Negra de Dresde, ¿los conservaría en mi memoria, demoiselle?

    Lisa niega con la cabeza, desconcertada. Asiente lívida, al borde del llanto.

    —¡Si volviera con Lubomirska! Pero esta amante nueva... Tschirnhaus ha contado unas cuantas cosas.

    Le gustaría tranquilizarle, pero lo que le ha oído decir a Juliane de Cosel no iba aliviar su preocupación.

    —Bellísima, pero calculadora. Está perdidamente enamorado y ella se aprovecha. Le saca cien mil al año. Casi tanto como la reina. Nadie antes había conseguido tanto dinero. Se inmiscuye en sus asuntos y él lo consiente. En «El anillo dorado» lo llaman «política de enaguas».

    Es probable que Cosel le reproche estar tirando el dinero con Böttger. Podría hacerle buena falta para decorar su palacio y vivir con más lujo. Por no mencionar que Böttger había hablado en confianza con su antigua rival, Lubomirska. Si lo supiera puede que se empeñara en desenmascararle. «¡Este charlatán le está poniendo en ridículo ante el mundo entero, Majestad! ¡Fuera!».

    No, eso no.

    —No llegará a ese extremo, señor Böttger—le asegura Lisa, solícita y añade—: Dicen que Cosel es una dama culta e interesada por todo.

    Se encoge de hombros con resignación.

    Se acerca a él.

    —¡Seguro que no!—repite, y siente el deber de consolarle. Le acaricia el pelo. ¿Sería capaz de apartarse de él cuando la abrace y acerque su mejilla a su rostro?

    La besa a modo de despedida, pero es el principio. Un principio absurdo. ¡Nada de eso! No sabe tratar a las mujeres. ¡Quién lo iba a pensar! «¿Por qué permito que me bese?», se pregunta. Demasiado tarde. Sus labios se han unido. Le quita la respiración. Ella tiembla, le besa y suspira.

    —Abrázame fuerte, más fuerte.

    Es un mago. Le ha dado un vuelco a su vida, despierta sentimientos dormidos desde su separación de Roland y que creía que jamás volverían.

    —Esos vapores químicos tuyos me han hecho perder el juicio—bromea la tercera noche que pasan juntos. A él no le hace gracia y suelta otros disparates. Habla del azufre, el principio masculino, y el mercurio, el femenino; contrarios que se unen sin que nadie pueda separarlos.
    —Nunca te vas a librar de tu alquimia.
    —Ni de ti. Viviremos juntos para siempre. Para siempre.
    —¿Tan seguro estás después de tres días?
    —Sí.

    No le toma a broma. Es feliz escuchándole.

    En realidad los interminables preparativos de la visita real deberían mitigar las preocupaciones de Lisa. Un ir y venir de artesanos y muebles. Se pintan con todo cuidado pasillos y escaleras, se cuelgan tapices y se extienden alfombras, la sala de los escudos y la pequeña sala de audiencias se decoran de nuevo. ¡No se esforzarían tanto sólo para acabar procesando a Böttger en Dresde! Parece que el rey fuera a mudarse a Meißen. Aún así siente un hormigueo en el estómago cuando, desde la ventana, ve bajar del carruaje a los altos dignatarios. El rey con abrigo de pieles, la Cosel a su lado. Les acompañan Fürstenberg y Tschirnhaus. Nada de trompetas ni de discurso de bienvenida. ¿Quién iba a pronunciarlo?

    Los aprendices se pegan un buen banquete. Lisa tiene la oportunidad de que el rey se fije en ella. Al menos lo intentará. Se pone su vestido de criada en honor a la ilustre visita y se arregla todo lo que puede. Lleva su falda color amapola y un corpiño negro bien ajustado.

    Según lo planeado, espera a la visita junto a la entrada del laboratorio. Está muy cerca de Su Majestad. Le contará a Juliane cómo le impresionó. Le lleva una cabeza a Cosel, un hombre elegante y atractivo. Sin peluca, cabello oscuro y ondulado le cae sobre el cuello de su falda de brocados dorados. Tiene un hoyuelo en la rodilla la mar de gracioso. ¡Qué piel tan tersa! No aparenta treinta y cinco años, y ni siquiera tiene arrugas por las batallas perdidas. Ya se le ocurrirán más detalles que contarle.

    Se hace a un lado, se inclina y le mira radiante, entornando los ojos. Él se comporta como en los cuentos: «el rey posó su mirada serena y satisfecha sobre la hermosa muchacha rubia, y se sintió conmovido». ¡Conmovido! Sólo se acordará de ella si las circunstancias le obligan a suplicarle que no ejecute a Böttger.

    ¡Ni siquiera la ha mirado! Sólo tiene ojos para Cosel. Quizás sea la razón por la que ni ve los hornos y las herramientas. En cualquier caso, no tarda en retirarse acompañado de Fürstenberg, Tschirnhaus y Pabst von Ohain.

    Böttger tiene que irle explicando todo a Cosel. Y le lleva su tiempo. El aire es caliente y seco. Pide algo de beber.

    Cuando Lisa le alcanza la limonada, Böttger le dedica una mirada tierna y le toca la mano. Cosel no pierde ripio. En principio ni había mirado a Lisa y ahora la examina con sincera curiosidad. Analiza su comportamiento con instinto femenino.

    —Cuando haya llevado a buen término sus investigaciones, y no dudo que será así, me costará renunciar a sus primeras piezas de porcelana, señor Böttger. Le ruego que se las regale a esta muchacha.—Mientras lo dice, la mira con sus vivarachos ojos negros y su belleza es tan natural y extraordinaria que Lisa comprende que el rey la quiera tanto. Añade con un guiño encantador—: Me resulta difícil no sentir celos de ella.
    —Condesa, he...
    —¡No me cuente nada! Sólo prométame que las siguientes serán para mí.
    —¡Y para Su Majestad!
    —¡Ya me tiene a mí!

    Esa noche, Lisa acosa a Böttger a preguntas.

    —¿Qué quería? ¿Un experimento nuevo? ¿Oro? ¿Por qué ha venido?
    —Las láminas quemadas le han impresionado. Se ha mostrado muy comprensivo. Ve que vamos avanzando y, gracias a Tschirnhaus, se lo toma con calma.

    Respira aliviada. Enseguida le asaltan más dudas.

    —¿Y por qué estás tan serio? ¡Hay algo más!

    Se aparta un poco de ella y le pregunta en voz baja:

    —¿Irías conmigo a Königstein?
    —¿A Königstein?—Se esfuerza por sonar indiferente. ¡Königstein! Esa maldita roca con mazmorras excavadas en la piedra. La fortaleza que todos temen. El destino de los criminales.
    —¿Te ha dicho que lo abandones todo? ¿Te va a encerrar?
    —Es por la dichosa guerra. No quiere que caiga en manos de los suecos.

    Se abraza a él y le besa. No hace falta que le jure que le seguirá allá donde vaya.

    —Los suecos—suspira, aliviada—. ¡Bah! ¡Si están lejísimos!

    Benedikt se acerca y sólo pensarlo le da dolor de barriga. Se ha enterado de la visita del rey, por supuesto. Una vez más está empeñado en creer que Böttger posee el arcano. Y la amenaza. Tiene que darle algo, y esta vez no basta con robar unas cuantas hojitas que no le sirven de nada. No se dará por satisfecho. La tiene atrapada y no sabe qué hacer. Por un instante se le ocurre contárselo todo a Böttger, pero en el último momento piensa: «nunca me perdonará».

    Ha llegado el mes de marzo. El sol brilla con más fuerza. En los días despejados experimentan con el espejo de Tschirnhaus en el patio del castillo. El conde le ha hecho ver a Lisa que está contento con su actitud hacia Böttger. ¡Ojalá no existiera Benedikt Demuth!

    No va a escapar de él, ahora no. «No dejes que el amor se te vaya de las manos cuando lo encuentres. Lucha por él si es necesario». Eso decía la risueña Anna, cosas banales y mil veces repetidas, pero muy ciertas. Y lo hará pero, ¿cómo? Benedikt puede acabar con el futuro del que la habla Böttger entre abrazo y abrazo. Después del descubrimiento logrará la libertad y dirigirá una fábrica de porcelana. No habla de riqueza pero, al contrario que Roland, habla de su vida en común y de niños. La hace partícipe de su trabajo.

    —Me gustaría pintar las tazas y las teteras que hagas.
    —Búscate un profesor. Ve a clases.
    —¿Crees que lo conseguiré?
    —Puede que se te dé bien. Averigúalo. ¡El que la sigue la consigue!

    ¿Será bueno saber tanto de él? Si Benedikt desconfía no dudará en emplear los métodos de la administración para sacárselo todo. ¿Lo resistirá? ¡Y Tschirnhaus! ¿Qué pensará? ¿Qué sabe? No se anda con medias tintas en lo que respecta a Böttger. Si Tschirnhaus le cuenta la verdad su amor se transformará en desprecio. No puede dejar que pase el tiempo. El conde es peligroso para ella, pero es el único que puede ayudarla. No tiene más remedio que ir a verle.

    —Perdone señor von Tschirnhaus, me gustaría...—Si parece ocupado o frunce el ceño, se disculpará como quien no quiere la cosa.
    —¡Hable, demoiselle!

    Hace de tripas corazón y exclama, decidida:

    —¡Júreme que Böttger nunca se enterará de lo que hablemos, conde!
    —¿Tengo que jurárselo ahora mismo?
    —¡Se lo ruego!

    Levanta la mano a escondidas para que nadie se dé cuenta.

    —Llevo tiempo esperándola, Lisa. Póngase cómoda.

    La acompaña a un banco bajo los soportales. Allí, a salvo de las miradas de los trabajadores del espejo ustorio, se lo cuenta todo.

    —¿Por esa razón se ha sometido a los deseos del señor Benedikt, por mucho que le desagrada?
    —Me tiene atrapada. No le diré el porqué. No tiene nada que ver con este asunto.

    No le obliga a dar detalles. No parece sorprenderle su confesión. «Has hecho bien en contárselo todo», piensa, aliviada.

    —No se preocupe, mademoiselle. Ahora lo único importante que es que Böttger siga ilusionado con su trabajo. Yo me ocupo del resto.

    Desahoga su furia con Pabst:

    —Se acabó. Se han pasado. Voy a ver a Haxthausen. Maldito funcionario. Le hemos pillado.
    —¿Por qué? ¿Puede demostrar que quiere el arcano para él sólito? Ya sabe que Haxthausen le tiene gran aprecio. No permitirá que caiga.
    —Tenemos que deshacernos de ese tal Benedikt.

    El Consejero de Minas cierra los ojos como si fuera a echarse a dormir, pero Tschirnhaus sabe que está reflexionando y le deja tranquilo.

    —Y lo haremos—dice, al fin—. Pero sin Haxthausen. ¿No le apetece armar una buena en la administración, Tschirnhaus? ¿Se acuerda de Weißler? Después de su muerte su mujer me dio una carta de su parte. Un tal Ahmed Ghalib, propietario de un café de Dresde, tuvo algo que ver en todo aquello. He ido por allí más de una vez desde entonces.

    Tschirnhaus frunce el ceño, hace preguntas y termina por sonreír.

    —Bien. Me tomaré un café turco con usted.


    Capítulo 18


    El mundo no se entiende sin contradicciones, afirma Gründler. «Sólo sabemos lo que es el frío y la humedad porque estamos a cubierto y nos quemamos los dedos en el hogar« o «¿Cree que alguien que siempre lo ha tenido todo encontrará el país de Jauja?»



    ¡Una lógica aplastante! Un gran consuelo a veces. Gründler le habla de los pobres perros que matan o dejan lisiados en Polonia en nombre del rey para demostrar que todo marcha bien, o que marcha, al menos. Banderitas pegadas en el mapa de la pared de su despacho de administración recuerdan las batallas perdidas: Narwa, Küssow, Pultusk, Grodno. Tras la devastadora batalla en Fraustadt le embarga un pesimismo tranquilizador.

    —¡Una catástrofe! ¿Ha leído los informes secretos, monsieur Benedikt? Nuestra caballería puso pies en polvorosa al ver a los suecos sin siquiera apretar el gatillo, los soldados de infantería abandonaron las armas. Puede que sólo lucharan dos docenas.
    —Y mire nuestros cuatro mil caídos en el campo de batalla.
    —¿Los ha vuelto a contar? Una tropa sin principios, se lo digo yo. El general al mando es un inútil. El ejército está perdido, derrotado, acabado.

    Benedikt, nervioso, vuelve la cabeza. No hay duda de que están solos en la habitación.

    —Qué va, qué va. Lo ve todo muy negro. Al final sólo se fija en los que se han ido al otro barrio.

    Gründler sigue en sus trece.

    —El rey debe renunciar a la corona polaca y romper la alianza con Rusia.

    Esas ideas debió de escucharlas en el consejo secreto y de boca de los nobles del entorno de Beichlingen. Puede pensarlo, pero de ahí a decirlo en voz alta... ¿Será que al imbécil le da igual irse de la lengua o sólo pretende provocarle? ¡Ten cuidado, Benedikt Demuth! El ambiente de la administración está enrarecido. Fíjate en Kühne, del departamento II. Le enviaron al regimiento sajón en Polonia hace dos semanas por hacer una observación fuera de tono. A saber a quién más han fichado. ¡No hay que despertar sospechas! Mejor será mantener a raya al mascatabaco con unas palabras a tiempo.

    —¿Qué le pasa, Gründler? ¡Tenía que haber escuchado lo que dijo el jefe sobre el estado de las cosas: la orden inmediata es guardar lealtad absoluta a la nación! Quien dude de la capacidad del rey para garantizar el buen rumbo de Sajonia que no venga a la administración. Nada de ser derrotista, querido amigo. ¡Confianza en la victoria! Movilización de las reservas locales, reestructuración del ejército, venguemos a Frauenstadt. Su Majestad tiene un par de ases en la manga, cuente con ello y guardará su palabra a los zares.

    Gründler no responde. Benedikt podría denunciarle pero, ¿y si los defensores de Beichlingen tomaran ventaja? Tienes que jugar a dos bandas, Benedikt Demuth, y contar con imprevistos, ¡siempre te ha ido bien así! Además necesitas a Gründler. La administración está desbordada por los últimos acontecimientos y no le sobra personal.

    Haxthausen le confirma sin rodeos la precaria situación:

    —Demuth, tenemos que confiarle un asunto más. Hace tiempo se encargó usted de un caso de corrupción en el abastecimiento del ejército.
    —Fue hace casi tres años, excelencia. ¿Se ha averiguado algo más?
    —No, no, todo está igual. Lo menciono porque tiene usted experiencia en lo militar. Se trata de los desertores de Fraustadt.
    —¿En lo militar? Es mucho decir. Yo...
    —Nada de excusas, Benedikt. Es el hombre ideal para esta cuestión delicada, y no tengo demasiadas opciones. Ya sabe lo que pasó. La caballería emprendió el galope, la infantería, tanto soldados como tropa, huyó al bosque sin luchar contra los suecos de gorrito. Han atrapado a un centenar de cobardes. Y los que quedan. Todos los días resucita alguno al que dábamos por muerto. El general von Schulenburg reclama un consejo de guerra, algo necesario pero delicado dada la situación. No podemos arriesgarnos a que se desate una revuelta, así que lo primero que hay que hacer es tomarle el pulso a los militares y a los ciudadanos de Dresde. Sólo lo necesario, no podemos permitirnos más de doce procesos: castigos ejemplares, por decirlo de algún modo. Y lo segundo: localizar a los elementos peligrosos: ¿quién sigue difundiendo palabras derrotistas? Schulenburg cuenta con sus propios hombres, como es natural, ¡pero espera nuestra ayuda y colaboración!

    Benedikt asiente, escucha y se ve soportando el peso de una labor titánica.

    —Tengo entre manos el caso de Böttger...

    Haxthausen hace un gesto de negación.

    —Ahora carece de importancia. En este momento ocúpese de una sola cosa: luche contra el desaliento, alimente la voluntad de comprensión mutua. Acepto sugerencias. Gründler ha propuesto un panfleto acerca de los crímenes de los suecos en la guerra de los Treinta Años. ¡Échele una mano!
    —Tendrían que llamar al poeta Freigedank.
    —¿Por qué?
    —Los crímenes inventados causan el mismo efecto que los sucesos reales, excelencia.

    Haxthausen asiente radiante:

    —¡Por supuesto! Ojalá tuviera más empleados ingeniosos. Llegará lejos, joven amigo.

    «Puede que al manicomio, si sigo así». Benedikt ya no sabe dónde tiene la cabeza. Siempre con nuevas misiones. Tiene que ir a Königstein y decidir dónde guardar los expedientes confidenciales del Estado y los tesoros de la cúpula verde, participar en acciones nocturnas para trasladar el archivo de la administración a «los tres lugares secretos» en las escarpadas montañas de Elbsandstein, idear planes, tomar precauciones, llevar el grano, el ganado y todo cuanto tenga valor a las ciudades fortificadas. Las murallas las protegerán de ser asaltadas, asegura Haxthausen a los empleados presentes.

    —¡Si los suecos se atreven a invadirnos tendrán que comerse sus propios caballos! No hallarán más que tierra yerma. ¡Y hombres que defienden su patria! ¡Formaremos un ejército popular que será imbatible, messieurs! Actuaremos desde bosques y desfiladeros inaccesibles, les pillaremos por sorpresa y les obligaremos a volver sobre sus pasos.

    Frases lapidarias. Una llamada a un último combate que Benedikt ya da por perdido. Quizás sólo porque el elegante y esmirriado gentilhombre no es el heraldo correcto. Incluso en una ocasión como esta lleva una chaqueta bordada con ribetes dorados y plateados, demasiado apretada para sus contundentes caderas, afeminada. El rostro empolvado, los ojos pintados con kohl, la peluca bien peinada. ¡Un hombre listo para la batalla!

    En la expresión de Benedikt no se adivinan sus irónicos pensamientos. La boca entreabierta, los ojos esperanzados, fijos en el jefe, asiente solícito y a cambio recibe una mirada amable de Haxthausen.

    Gründler murmura con desprecio:

    —No tiene sentido de la realidad. ¿Acaso no lee los informes sobre el descontento que provoca la guerra en los ciudadanos?

    Benedikt le da un codazo de aviso.

    Más tarde, a solas en el despacho, se niega a hablar de lo que han oído.

    —Tenemos que cumplir con nuestro deber.
    —¿De verdad? La princesa se ha marchado a Bayreuth, el príncipe heredero a Holanda. Al menos una docena de altos dignatarios han abandonado Dresde. No me creo ese tono dramático.
    —Puede creer lo que le dé la gana, pero trabaje como es debido y no sea bocazas. Recuerde que ni siquiera sabe montar a caballo, por lo que acabar de soldado de infantería contra los suecos no suena nada bien. ¡Y encima tiene los pies planos!

    El gordo intenta provocarle, pero en realidad Benedikt está preocupado por él. Puede que aún le necesite. Hace días que Lisa le trae hojas de fórmulas, dibujos y textos incomprensibles.

    —Los pasos para lograr el lapis philosopharum.
    —Quiero la fórmula completa.
    —Y la tendrás. Böttger trabaja según las constelaciones. Me da estos escritos intermedios para que los guarde. Si algo le sucediera, al menos tendrías...
    —¿Te lo pasas bien con él?—le pregunta Benedikt con mala idea, entre satisfecho y envidioso.
    —A los curiosos les crece la nariz.

    Benedikt se traga la hiriente respuesta de Lisa. ¡Qué arisca y descarada se ha vuelto!, dice, refiriéndose a sus breves visitas a Dresde:

    —Querías que me ocupara de él, ¿no es cierto?

    Qué demonios. Con todo lo que tiene que hacer, puede prescindir de ella. Si le corre prisa puede acudir a Malgorzata, y ahora las muchachas de madame Slawinska le salen gratis. Ya se ocupará de Lisa cuando haya alcanzado su objetivo.

    Los papeles del castillo de Allbrecht le dan dolor de cabeza. ¿Quién le iba a comprar fórmulas incompletas para fabricar oro? ¿Y si se lo contara a Gründler? Como si se imaginara sus problemas, el mascatabaco menciona a un conocido alquimista de Berlín.

    —Dippel. Un químico extraordinario, pietista.

    Un hombre devoto, por tanto. Los devotos suelen ser sinceros. Quizás el compañero perfecto. Tendría que repartir con él. Una idea nada tentadora.

    —El gobernador quiere una lista de sospechosos para encarcelarlos en caso de urgencia. Haxthausen solicita nuestra colaboración—le dice al gordo.

    Gründler menea la cabeza.

    —Esto va a acabar mal.

    «Puede que sí—piensa Benedikt—, es probable». Todas las mañanas se despierta con la misma sensación: hoy mi vida cambiará.

    Siente más curiosidad que temor. Parece que fuera el fin del mundo. Igual que en los tiempos de la peste, el miedo va de la mano de las ansias de vivir. Excesos en los palacios de los nobles, orgías en las casas de la burguesía. La estatua de la Victoria en el mercado nuevo lleva un cartel al cuello: «¡Ni una virgen sajona para los suecos! El pánico deja paso a la inquietud cuando los panfletos que reparte la administración sobre los crímenes suecos llegan a la gente. Aprovisionamiento de víveres, asesinatos. El efecto es totalmente inesperado».

    Se muestra impasible ante Gründler. No piensa sacrificarse por el rey o por la patria. Ya huirá cuando llegue el momento. Con la fórmula del oro. Le asaltan las dudas: ¿será cierto lo que dice Gründler acerca del misterioso toque metafísico que debería tener todo adepto que aspire al éxito? La fórmula, ¿valdrá para algo por sí sola? ¿Habrá apuntado demasiado alto?

    Ahmad Ghalib está de buen humor. A pesar de las complicaciones de la guerra, los cinco sacos de café verde que tanto esperaba han llegado al fin. Entre reverencias y con un «haga frío o calor, el café de Ahmad es un primor», le lleva a su rinconcito.

    Benedikt responde al estúpido lema con una sonrisa cansada.

    —Parece tenso.
    —Estando en su oasis no sabe lo que pasa ahí afuera—dice Benedikt, enfadado con todo el que parece más afortunado que él—. Escuche...—deja la frase a medias, nervioso—. He dormido muy mal.
    —¡Después del café nos fumaremos una pipa, Benedikt! El mundo tendrá otro color.
    —Esperemos.

    Ahmad no se refiere al tabaco, sino a esa cosa diabólica y prohibida que siempre ha rechazado. Puede que le anime.

    El comandante de la ciudadela ha conseguido tres cañones polacos para defender el fuerte. Una prueba de que el ataque de los suecos es inevitable.

    —Tres cañones nos salvarán, turco—dice sarcástico—. ¡Vamos a celebrarlo con tu veneno!

    Ahmad le mira estupefacto.

    Ha decorado la «sala de fumar» con más gusto que el «fumadero de opio» contiguo. Como era de esperar, de las paredes cuelgan tapices turcos. Los dos divanes, de rosa suave y cojines blandos, recuerdan al etablissement de madame Slawinska. En el centro, una mesa redonda de caoba con una vela encendida y una tabaquera plateada.

    Ahmad saca un pedacito de algo blanco, lo parte y forma dos bolas pequeñas.

    —No es opio. Es hachís del mejor cáñamo indio, cannabis indica.

    Benedikt manosea la corta y gruesa pipa de arcilla.

    —No puede usarla para fumar tabaco—dice Ahmad, explicándole cómo se mete la bola en la abertura del tamaño de un guisante prendiéndola a la luz—. Una bola como esta basta para dos o tres caladas. Siendo la primera vez no le recomendaría más de dos o tres pipas.

    Benedikt da una calada lenta, se tumba, se deja el humo dulzón en la boca, siguiendo el consejo de Ahmad, y lo echa por la nariz.

    Ahmad se pone a charlar desde el otro diván.

    —Aún le debo los... Ejem... Impuestos de las últimas dos semanas. Estaría encantado de pagarle el triple si...
    —Dígame, señor Ghalib, quedará entre nosotros. ¿Ha dicho el cuádruple?
    —Como prefiera, monsieur Benedikt, como prefiera. Me ha llegado una orden para cumplir con mi deber en las trincheras de la ciudadela y para hacer maniobras en la milicia. Labores necesarias de todo ciudadano, pero mi salud y mis obligaciones con los clientes... Como ve, en estos tiempos difíciles recobran fuerzas en la tranquilidad de mi café. Un permiso excepcional sería de interés público, monsieur.

    Benedikt se siente aliviado y contento. Con semejante humor nada le parece imposible.

    —No hay problema. Por el quintuple, no hay problema.

    El turco le prepara una segunda pipa, se disculpa por un instante y, apenas ha terminado de fumar, regresa con una bolsa de dinero.

    Se la ha ganado en el diván. Benedikt agita las monedas sobre su estómago, satisfecho. Incluso hay una dorada. No las cuenta. Las palpa y las hace tintinear. Suenan como las campanadas de la Kreuzkirche. De vez en cuando el invento diabólico agudiza el sentido del oído, había dicho el doctor Wittig del hospital materno en su discurso conferencia en la administración acerca de «Los delincuentes bajo la influencia de sustancias embriagadoras y anestesiantes». Y mucho más: inquietud y sentimiento de felicidad, placer exagerado, extrañas alucinaciones. Relajado y curioso, se pregunta qué le pasará.

    A la tercera pipa las palabras del turco resuenan en sus oídos. Se tapa las orejas con las palmas de las manos. Cuando las destapa, la voz de Ahmad se ha convertido en un susurro, como ensordecida por los gruesos tapices.

    —Podría hacerme usted un gran favor desde su posición, monsieur Benedikt.

    Benedikt ríe. Quiere explicarle que su salario no le da para vivir como un pachá, pero sólo es capaz de reír y reír.

    —No me refiero a algo sin importancia.

    «¿Y a qué?», le hubiera gustado preguntar a Benedikt, pero le pesa la lengua.

    —¿Ha pensado alguna vez en marcharse de aquí, monsieur Benedikt? Yo sí. No es sensato vivir en Dresde cuando me paso el día soñando con Estambul. Nunca he podido evitar sentir nostalgia, y ahora que los suecos van a quemarlo todo... «Para añorar la patria y los seres queridos hay que conocer el sufrimiento del extranjero», dice mi poeta preferido, Jalal ad-Din Rumi, pero en mi situación dudo si sería sabio esperar y exponerme a la miseria que me aguarda.

    ¿Adónde quiere llegar? ¿A qué viene ese sentido panegírico por la remota ciudad de Estambul? La ciudad de las siete colinas, el sultanato, Der-i-Seadet, la Puerta de la Felicidad.

    —No hay ningún lugar en todo el imperio otomano con tantas cúpulas y minaretes. Monsieur Benedikt: se quedaría sin aliento viendo las mezquitas más maravillosas de la tierra.

    «¡Piedras, piedras muertas! Me quedaré sin aliento cuando un sable turco me apunte a la garganta: eso le hacen a los «perros cristianos», le gustaría decirle a Benedikt, pero tiene la lengua de plomo.

    Ahmad le transporta a jardines orientales y palacios con bailarinas, harenes de mujeres, banquetes. «Qué cuentista». Se abren galerías de esbeltas columnas tras las que se ocultan moras cubiertas por un velo, asomándose entre patios de mármol y escondiéndose entre el murmullo de las fuentes.

    —¿Qué encanto tiene el velo más que descubrir lo que oculta? Quien sea lo bastante hábil y sutil para averiguarlo, recibirá una buena recompensa.

    Benedikt se siente muy relajado. Las palabras de Ahmad se van transformando en un murmullo cadencioso, incomprensible. Ante sus ojos cerrados bailan colores y visiones. Una luz dorada penetra por las ventanas redondas de una cúpula. A lo lejos se funde con los vapores aromáticos de una pila de mármol llena de agua verdosa. Cuerpos de mujeres, balanceándose y flotando, blancos como el alabastro y negros como el azabache, se acercan a él por entre la niebla ámbar. Cae en sus brazos abiertos embriagado por el fuerte perfume oriental. Una música de fondo se mezcla con suspiros, voces, gritos de deseo.

    Ahmad le devuelve a la realidad con un café cargado. Benedikt sonríe absorto, pero se va despejando y la lengua le obedece otra vez.

    —Creo que he estado en el hamán, el baño turco del que me ha hablado.
    —En Estambul estrechará entre sus brazos a muchas mujeres hermosas, monsieur Benedikt.

    Benedikt, desconcertado al pensar que el turco ha adivinado sus sueños lascivos, aparta la vista.

    —¿Cómo voy a ir a Estambul?
    —Conmigo.
    —¿Con usted? No puede regresar. Su expediente de la administración...
    —Los expedientes no lo dicen todo. Sí, tuve dificultades con la Sublime Puerta, pero nunca he cortado relaciones con mi país. Ahora me garantizan la seguridad y un buen sueldo, siempre y cuando no llegue con las manos vacías.
    —¿Y qué quiere llevarse de aquí, señor Ghalib?
    —El sultán está interesado en el alquimista. ¡Es su oportunidad, monsieur Benedikt!

    En la oscura sala de la administración las habladurías de Ghalib le parecen «imaginaciones». No es necesario contárselo a Gründler.

    El gordo recoloca las banderitas en el mapa con movimientos torpes.

    —Los suecos avanzan hacia la frontera sajona—constata nervioso, como si acabara de verlo en los emblemas de colores.
    —Puede que se trate de una estratagema. No se ponga nervioso, Gründler—dice Benedikt sin dudarlo, pero su descripción del campo de batalla le vuelve a empujar al café. «No hay que rendirse», se dice, tranquilizándose. «Tantear al turco. No tiene escapatoria. Podría llevarle al patíbulo por intento de traición». La huida de Böttger está justificada. «Usted le ayudó a huir de la Casa del Oro», le dice a Ahmad Ghalib, sintiéndose estúpido. Confesarlo no va a ser un orgullo para él. ¿Quién se acuerda de aquello? Seguro que Haxthausen no.

    El turco menea la cabeza tan decidido que se le escurre el fez. Su «¡le juro que no tuve nada que ver!» suena a defensa desesperada. Y aún más desconcertante la sinceridad confiada de la frase siguiente, como entre camaradas:

    —Los planes se pusieron en marcha una vez que usted le apresó...

    Laskaris se había presentado en su casa. Conocido por sus secretos y por su relación con Böttger, había sugerido secuestrarle.

    —Tardé un buen rato en comprenderle. Un charlatán adicto al opio. Con la muerte de Weißler todo quedó en agua de borrajas, pero ahora...

    Benedikt olvida amenazar de nuevo al turco.

    —A usted le atrae regresar a su patria libre de castigo pero, ¿qué se me pierde a mí en Estambul?
    —¡Vamos a fumarnos una pipa juntos!
    —Me gustaría estar despejado.

    Ahmad asiente, resignado.

    —No es mi intención incitarle a ello.

    «Quizás reaccione del mismo modo cuando rechace su siguiente propuesta», se dice Benedikt, preguntando con cierta brusquedad:

    —¿Quién me garantiza que no acabaré en un sucio calabozo turco o de esclavo en las galeras?
    —¡Alá Akbar! El todopoderoso es grande y misericordioso.—El turco se golpea el pecho con el brazo, asustado, y se inclina hacia delante—. ¿Cómo puede pensar algo así de nuestro ilustre sultán Ahmed III?
    —¡En su país sería un infiel del que todos huirían como de un leproso!
    —¡Tonterías! ¿No sabe que hay europeos cristianos viviendo en Estambul, ingenieros prestigiosos y bien pagados, armadores y artilleros? El sultán protege a aquellos que son de utilidad para el país. ¡Y usted lo será! La Sublime Puerta considera que su función en el plan es extraordinaria. ¡Y le recompensará por ello! En Estambul tendrá una vida que nunca habría podido imaginar: dinero, una buena casa, acceso al palacio del sultán, privilegios. Confidente del misterioso alquimista, mediador del Diván, el consejo del sultanato. ¡Y tiempo para disfrutar de lo mejor de la vida! Cuanto más elevada sea su posición, mayor será su libertad para hacer lo que desee, ya lo sabe. ¡Los altos dignatarios se pelearán por conocerle! Le envidio. Criados y, si quiere, cuatro mujeres al modo musulmán.
    —¿Esposas?—pregunta, escéptico—. ¿No hay algo parecido al etablissement de madame Slawinska por allí?
    —¿Para qué? Tendrá concubinas y esclavas. ¡En nuestros mercados de esclavos también hay mujeres, se lo digo yo!

    Ahmad chasquea la lengua y alaba con fruición la belleza de las muchachas nubias y circasianas, de las georgianas y las abhasias.

    Benedikt se acalora.

    —A su lado las chicas de madame son... Torpes prostitutas de pueblo.

    «No conoces a Zsuzsa», piensa Benedikt, y de pronto entra en razón sin saber por qué. El turco está loco. Ha fumado hachís y comido opio y ahora le atiborra de cuentos. ¡Y él empieza a creérselo!

    —Búsquese unos cuantos argumentos más y le recomendaré para reclutar muchachos en el ejército de Su Majestad.

    Ahmad ignora su ironía.

    —Aquí no es más que un funcionario. ¡En Estambul será un gran señor!

    Suena bonito, pero no disipa su repentino miedo. El Cuerno de Oro, el palacio del sultán, la Sublime Puerta... Todo desconocido, lejano, demasiado extraño para él, inquietante. Más vale pájaro en mano que ciento volando.

    —Adiós, señor Ghalib. Olvidémoslo. ¡No le escucho!

    Deja caer una moneda sobre la mesa antes de salir. No suele pagar. Es como si quisiera decir: «he acabado contigo».

    Al día siguiente vuelve al café.

    —He estado pensando. Si nosotros... Quiero todas las garantías por escrito con la firma del sultán. Tenemos que discutir las condiciones.

    El turco asiente radiante:

    —No dudaba de su inteligencia, monsieur Benedikt. Todo será como desee. Vamos en el mismo barco. Por Alá: no le engañaré.
    —Ha mordido el anzuelo—le dice Pabst von Ohain a Tschirnhaus en el castillo de Allbrecht—. ¿Le ha dicho Fürstenberg cuándo traerán a Böttger al Königstein?
    —El día X. Poco antes de que entren los suecos.
    —En ese caso preparémonos para el día X. O convenzamos a Fürstenberg de la necesidad de hacer un ensayo general.

    Pabst von Ohain saca un plano de su gastada bolsa de cuero.

    —Sea como sea iremos por la orilla izquierda. En este punto, al llegar a Reppina, el camino se bifurca hacia una zona de pizarra. Desde allí hay una carretera que va al sureste. He echado un vistazo. Un buen lugar para un ataque. Descartamos descansar aquí. El escolta se interna en el bosque para orinar y se lo pone fácil a los hombres de Ghalib y Demuth. Acorralan a los vigilantes y llevan a Böttger a su coche. Y al sur. Doscientos metros más adelante salimos a su encuentro y agarramos a Benedikt. Un caso de alta traición, no puede alegar nada. Como es natural, los hombres armados de ambos bandos son de los nuestros. Para ellos será como un practicar una maniobra.
    —Me ganaré el apoyo de Fürstenberg.
    —¿Es necesario?
    —En cualquier caso es mejor. Nos proporcionará unos cuantos hombres adecuados
    —¿Cree que va a colaborar?
    —Teniendo en cuenta lo que se pelea con Haxthausen, va a disfrutar descubriendo que un funcionario de la administración es un traidor. Empañará la intachable autoridad de Haxthausen.
    —¿Y el turco? ¿Podemos confiar en él?
    —Weißler lo confesó todo en su carta. Los planes de Ghalib no llegaron muy lejos entonces, pero no hay duda de que es culpable. Le tengo acorralado.
    —Como siga cultivando su talento para conspirar va a acabar usted en la administración—dice Tschirnhaus con irónica admiración.
    —¿Y Böttger?
    —No debe saber nada. Tenemos que evitar que se distraiga de su trabajo.


    Capítulo 19


    En secreto, Benedikt comparte con Gründler la sensación de rechazo frente a la histeria de la guerra. Aparta la vista cuando el ejército envía tropas de vigilancia a las murallas. Evita el mercado viejo de Dresde porque, cuando menos se espera, el comandante de la ciudad ordena que se agolpen allí barreras de carros contra el enemigo ausente. Evita las ejecuciones de los desertores de Fraustadt. Si se ve obligado a presenciarlas, cuando el verdugo les corta la cabeza a los pobres desgraciados en el patíbulo ante la Puerta Negra se vuelve hacia la Meca—el turco le ha enseñado en qué dirección mirar— y piensa en el mundo fantástico de Ahmad. Mantiene una actitud vigilante con respecto a Gründler.



    Se evade de su pequeño despacho de Dresde pensando en su maravillosa casa en Estambul. En sus frescos patios interiores con azulejos de mármol y sus fuentes cristalinas olvida el maldito calor de agosto que le hace estallar la cabeza dentro del edificio de los arbitrios municipales. Ahmad le ha descrito las habitaciones. Las mujeres de su harén, entre cortinas de seda y pilares recargados, se le hacen familiares. Se llevará a Lisa. Se había acostado con Böttger para cumplir sus deseos pero nunca se ha quejado del asqueroso y maloliente individuo. Parece estar a gusto en el castillo de Allbrecht y no ha vuelto a decirle que le ama. Se siente ofendido. Nadie le trata así. En Estambul se lo hará pagar. Allí se la repartirá con otros. ¿Se atreverá a llorar entonces?

    ¡Con qué decisión se había negado a convencer al alquimista de que la acompañara a Estambul! Se había visto obligado a amenazarla directamente para que cediera.

    Al llegar Gründler el despacho se vuelve irrespirable. El mascatabaco apesta otra vez a aguardiente, llena la mesa de comida suficiente para ocho días, le pega un bocado a una pechuga de pato grasienta y hace tanto ruido al tragar que le dan ganas de salir corriendo.

    —Hoy tiene que beber conmigo—dice con la boca llena, alcanzando la botella de aguardiente del estante escondida tras las carpetas. Le arrastra ante el mapa y suelta nervioso—: ¡Los suecos han traspasado la frontera de Silesia! Aquí, en Rawitsch. La suerte está echada: empieza la acción.

    Benedikt reacciona con frialdad:

    —Ayer presencié una conversación entre los encargados de las obras municipales. El abastecimiento de agua del castillo está asegurado incluso si el enemigo invade la ciudad.
    —No diga tonterías, Demuth. Eso ya es historia.

    Benedikt está tan asustado que se le hace un nudo en la garganta.

    Gründler se acerca a la puerta y gira la llave.

    —No quiero que nos molesten.

    Benedikt ha recuperado la calma, pero el gordo no le deja ni hablar.

    —Es hora de levantar el campamento, Demuth.
    —¿Qué quiere hacer?
    —No pienso quedarme con el agua al cuello. Me iré a donde no haya guerra. ¡A Prusia!
    —¿Se ha vuelto loco, Gründler? Eso es deserción y perjurio. ¡Le costará la cabeza!
    —¡No puede usted delatarme!—exclama, en un tono que no admite negativas.

    «¿Quién manda aquí? ¿Qué le pasa al gordo? Se ha transformado por completo. Puede que sea peligroso. ¿Tendrá una pistola a mano?»

    —Imagínese lo que pasará cuando estén aquí los suecos—continúa Gründler, más tranquilo—. ¡Seremos los primeros en caer en sus manos! Conocen la administración, saben lo que ha sucedido aquí. Y lo que no saben nos lo sacarán antes de liquidarnos. ¡Estamos acorralados! ¿Ha oído hablar del «trago sueco»? Colocan al prisionero boca arriba y le hacen beber un par de jarras de estiércol. Luego le dan la vuelta para que vomite y vuelta a empezar. ¡Mejor un licor de ciruela!

    Benedikt aparta la botella que le ofrece.

    —He leído su panfleto. Ha pasado demasiado tiempo charlando con Freigedank. A los poetas les sobra imaginación. No me dan miedo las tropas: quieren dinero, joyas y mujeres. ¿Qué les va a interesar de la administración? No hemos tenido nada que ver con los suecos. No saben nada sobre nosotros. Y si así fuera... ¡Puede que hasta nos necesiten!

    Gründler no da su brazo a torcer.

    —Por supuesto que no llegaremos a Berlín con las manos vacías: tendremos a Böttger.
    —¿Tendremos?
    —Demuth, ¡se unirá a nosotros! Lo tengo todo pensado.
    —¡Y también habrá pensado que le voy a llevar al patíbulo si no se calla inmediatamente!
    —Quién sabe cuál de nosotros acabará allí.—Gründler sonríe poniéndole unas cuantas hojas arrugadas delante de las narices—. ¿Reconoce su firma? He rescatado estos pagarés a nombre de la casa de juego del signor Campioni. La docena que falta está en manos del ministro del gabinete pruso, von Fuchs.
    —¿Qué significa esto?—pregunta Benedikt con demasiado ímpetu, revelándole a Gründler su nerviosismo.
    —¿No lo ve? ¡Importantes deudas de juego en Berlín! Las relaciones pruso-sajonas no están en su mejor momento, pero sí son lo bastante sólidas como para castigarle.

    Benedikt responde a la amenaza con un gesto de desprecio.

    —Ya lo arreglaré. Hágame el favor de aplazar el pago un tiempo y, en contra de lo establecido y rompiendo el juramento de mi cargo, olvidaré informar a Haxthausen de esta conversación. ¡Por mí váyase con los prusos!
    —Lo haré, joven amigo. ¡Pero no solo!

    Gründler acaricia la botella de aguardiente.

    —El viejo borracho de Gründler. No quería ir a ver al boticario Zorn cuando se lo pidió, ¿recuerda? Sabía que sería peligroso que los sajones se mezclaran con los prusos en el asunto de Böttger. Como es natural, enseguida me pusieron contra las cuerdas. No son tontos, y yo tampoco lo soy. Establecí una relación provechosa con el señor von Fuchs, especialmente después de que Pasch se fugó de Königstein... Bueno, yo eché una mano. ¡Malgorzata y yo pasamos unos días inolvidables en Berlín! Fuchs quería que le trajera a Böttger a toda costa, pero fue paciente. ¡Ahora es nuestra oportunidad! Su traslado a Königstein. Lo he dicho desde el principio, pero sin su ayuda, hermano de la administración, nunca lo conseguiré.

    Suena alegre y cínico y tan seguro de sí mismo que a Benedikt le da miedo. ¡No hay duda de que se guarda un as en la manga!

    —Pasch me dio un consejo estupendo.
    —Los espías rusos son conocidos por sus buenos consejos.—Gründler ignora la broma.
    —Me dijo lo siguiente: me sugirió que le observara, Demuth, que recopilara información sobre usted. Nos han enseñado a observar un objeto. No resultó difícil en su caso, y valió la pena. Extorsiona a Ahmad Ghalib, el propietario del café. Ha vendido al mejor postor el botín de la banda del astuto Roland. Se sorprende, ¿verdad? Sí, estuve con los joyeros de Bischofswerda, Bautzen y Görlitz. ¿Quiere ver sus declaraciones? Si se hace público, está usted acabado. Su estúpido disfraz no le sirvió de nada... ¡Será chapucero!

    Benedikt siente odio y temor a la vez. «¡Cerdo!», piensa, y le dice:

    —¿Me pasa su aguardiente?

    Al acabar la botella sabe que ha perdido.

    —¿Qué será de mí en Berlín si colaboro?
    —Si todo va bien obtendrá una buena recompensa. Los prusos le emplearán en su servicio público.
    —Y con mi sueldo podré pagar mis deudas con la casa de juegos.
    —Bueno—musita el gordo, arrastrándole una vez más hacia el mapa de la pared a modo de consuelo—. Le tenderemos una trampa aquí.

    Benedikt se siente miserable, pero ahora le toca sonreír. El rollizo dedo índice de Gründler apunta al lugar de Repina.

    El lunes Gründler se toma algo en «Los ciervos», el jueves en «La flor del lúpulo», de Schmitt. Lo importante es no llegar pronto a casa. Si lo hace no puede dormir y aguarda a Malgorzata. Si llega pasada la medianoche, se lo echa en cara. Ella se molesta y se niega a abrazarle en la cama. Se pone furioso. Mejor emborracharse en la taberna de Schmitt hasta la hora de cerrar. Conoce las reglas. Sale de allí dando tumbos y se acerca al puente del Elba sin buscar apoyo en la barandilla hasta llegar al crucifijo de metal.

    Está en la tercera columna, la más grande, la que le muestra a los barcos el camino más seguro: la que le salvó la vida. Cuando Malgorzata le dejó por primera vez quiso tirarse al Elba desde ese mismo lugar. La cruz le habló y le disuadió de su propósito.

    Se apoya en la barandilla un instante y mira al agua, brillante a la luz de la luna. Se forman olas en las columnas del puente. Le impulsan hacia abajo, pero él no cede. Berlín le espera, va a vivir como un señor. Casa, carruaje, tiempo para estudiar y para Malgorzata. Por no hablar de la satisfacción de ver cómo Benedikt se mata a trabajar para pagar sus deudas. ¡Ese estúpido arrogante con su astucia de campesino! La vida es un lodazal que hay que cruzar sin ensuciarse demasiado. Él se lo ha hecho ver. «¡Cómo le ha tratado! ¡Ya está bien de porquería, mi querido amigo!» Se encargará de ello. Ha planeado él solo el secuestro de Böttger, pero Lisa tiene que convencer al adepto a que regrese a Berlín y para eso necesita a Benedikt. Von Fuchs valora que Böttger esté de acuerdo.

    Gründler mira a su alrededor demasiado rápido como para percibir al hombre que se esconde tras la columna de al lado. El tramo que lleva al castillo está vacío. Una ocasión para intervenir. Gründler no es religioso, pero cree en la fuerza de la cruz.

    El hombre ve que se arrodilla, pero deja pasar la oportunidad. ¡No ante la cruz!

    Como si su charla con el símbolo santo le hubiera serenado, Grundier se dirige a toda velocidad a la ciudad vieja de Dresde, tambaleándose un poco. Quizás ya haya llegado Malgorzata. Últimamente siempre está en casa antes que él.

    Antes de doblar la esquina de su callejón, se para a orinar junto a un abedul, en unas ruinas. El árbol, creciendo entre escombros y maleza, se alza sobre los restos de la muralla. Veintiún años atrás, allí mismo, en casa del carpintero, había empezado el gran incendio. Todavía quedan zonas desiertas que la naturaleza va reconquistando. Cuando lleguen los suecos volverán a quemar todo lo que se ha reconstruido. No'le afecta. Leerá lo del nuevo incendio en el periódico Einkommende Ordinari de Berlín mientras se toma un chocolate.

    El viento de la noche juguetea con el abedul. De no ser por el murmullo de las hojas puede que hubiera escuchado el ligero chasquido.

    De pronto siente un agudo pinchazo en la espalda. Una avispa, un dardo... Su grito se ahoga en la agonía. La luna comienza a danzar entre el los tejados tiznados de hollín, que se abren y se cierran como un abanico.

    La punta de la daga se hunde en su omóplato y se clava en su corazón. Quiere volver la cabeza, pero cae hacia delante sin ver a su asesino.

    Benedikt quiere regresar a la época en la que conoció a Lisa. Y a Lisa le gustaría que así fuera. Regresar a la noche en la que la libró de los bandidos. «¿Quizás me concedería el honor de comer con usted?», le había preguntado. ¡Han pasado ya tres años! «No», le diría hoy, con todo lo que sabe, «estoy prometida, señor. Pero le recompensaré por su hazaña». Le hablaría de una herencia inexistente, le prometería dinero, le engañaría tal y como ha hecho él. ¡Nada de ser la amante de ese desgraciado!

    —Volvamos a la noche en la que me diste aquel beso de «soy tuya»—propone.
    —Y tú el «Esprit d'Arabe».

    Nunca renunció a la habitación cerca de la Rampischegasse que con tanta generosidad le había pagado él con las joyas robadas. Están en aquel cuarto, igual que entonces. Sólo que en otra época del año. Final del verano. Las ventanas abiertas de par en par. Las velas sobre la mesa tintilean a la brisa del atardecer. Una mariposa rara se quema las alas. La calle le parece más tranquila que nunca. Juliane le había dicho que muchos habían abandonado la ciudad a causa de los suecos, a pesar de que el comandante no dejaba de insistir en que podían sentirse seguros tras las murallas.

    —Llevabas el mismo vestido fino de muselina, y eso que era invierno—dice Benedikt.
    —Ardía la estufa de azulejos. Tenía una botella de Burdeos para ti. Y aún la tengo hoy.—Las palabras brotan con facilidad, pero por dentro está tan nerviosa que teme que se dé cuenta.
    —Brindemos por Gründler—dice, con exagerada solemnidad.

    Antes de coger el vaso, baja la cabeza y junta las manos como si estuviera rezando. No le tenía ninguna simpatía al gordo hermano de la administración, pero intenta decir unas palabras amables.

    —No lo entiendo. Era tan discreto y tan... culto.

    Benedikt suspira.

    —En la administración le llamábamos «el teórico». Y cómo hacía su trabajo... Haxthausen ha elogiado sus servicios. Le he dado a Gosel su tabaco de mascar y la media botella de aguardiente del despacho.

    ¿Cómo es capaz de tener los ojos llorosos y de secárselos con su pañuelo de seda cuando ella conoce perfectamente la situación?

    —¿Hay algún rastro de asesinato?
    —Una sospecha. Gründler desveló la relación de Beichlingen en el asunto de los sestercios falsos. El conde sigue preso en Königstein, pero cuanto más se acercan los suecos, más crecen sus defensores secretos. Podría haber sido un acto de venganza. Indagaremos en esos círculos.
    —Descubriste su dinero oculto, ¿no es cierto? ¿No tienes miedo?
    —Esta gente es muy poderosa, ya lo sabes. Malgastar su tiempo conmigo...—Aprovecha el rumbo de la conversación para preguntar por el día en que trasladarán a Böttger a Königstein.

    Una de sus malditas preguntas capciosas. Pero si la administración participa en los preparativos...

    —El martes. Tschirnhaus dice que los suecos podrían estar frente a Dresde en cuatro o cinco días. No paramos de cargar cosas. Iré vestida de hombre.—Lo cuenta todo con pelos y señales porque sabe que ya está al tanto de todo.
    —Nuestra última noche juntos en Dresde—suspira, sentimental, mientras le pasa el brazo por los hombros pero olvida pedirle el beso de «soy tuya». Añade, vivaracho—: ¡Tres días más y nos vamos al Bosforo!

    Se estrecha contra él.

    —¿Qué velos llevan en Estambul? ¿Me vas a pedir que me cubra el rostro en la cama?
    —¡Será una sorpresa!

    Si hubiera bebido un poco menos de vino su tono de complicidad le habría dejado desconcertado. Ante la perspectiva de una nueva aventura, la nueva armonía le parece algo natural y se siente tan relajado como después de fumar la primera pipa de Ahmad.

    —Voy a por otra botella y a cocinar algo.

    En la cocina tropieza con la mesa y respira hondo.

    —Se acabó—susurra—, se acabó.

    Se seca el sudor del rostro y de las axilas, se pone polvos y un poco de colorete. No puede mostrarse tensa, temblar ni olvidar la sonrisa de ángel. ¡Hasta el final! Se le ocurre confiarse a Tschirnhaus una vez más. ¡Es demasiado arriesgado! Si Benedikt albergara la más mínima sospecha de que juega a dos bandas destruiría su relación con Böttger. Es demasiado peligroso. ¿O se convence de ello porque quiere resolverlo sola? Dicen que el tiempo todo lo cura. ¿El odio también? ¡Ella detesta a Benedikt cada día más!

    —¿Y Böttger ha accedido?—insiste—. ¿No se resiste? Me gustaría que firmara.
    —Él me seguirá dondequiera que vaya, pero no quiere poner nada por escrito.
    —Es difícil escribir en la cama, pero en Estambul tendrás que renunciar a acostarte con él.
    —¿Te crees que disfruto? Hasta las sábanas huelen a azufre y a ácidos pestilentes. Como todo su ser. ¡Quiero ir a Estambul contigo y oler a almizcle!

    Qué bien se llevan. Benedikt está cada vez más contento. Le cuenta las historias orientales de Ahmad. No tiene tanta imaginación como el turco, pero sube la voz hasta casi dar gritos para describir las cúpulas de oro, los ajetreados bazares, los lujosos baños y los deliciosos manjares.

    Abre los ojos como platos. Es lo que quiere que haga.

    —¿De verdad me vas a llevar contigo, Benedikt?
    —¡Tengo que hacerlo, palomita!—piensa, insistiendo—: ¡No me iría sin ti!

    ¡Vaya noche! Despedida y principio. Se echa vino sin apreciar ni el aroma ni el sabor. Se bebe casi entera la tercera botella. No advierte el extraño sabor agridulce de la última copa y tampoco que le quita del dedo el anillo con el ópalo de fuego.

    —¿Te queda una botella?

    Menea la cabeza.

    —Es tarde y mañana por la mañana temprano tengo que ir a Meißen. Deberías irte.

    La abraza, cansado y borracho.

    —Dentro de tres días estaremos juntos para siempre.

    Al intentar besarla al despedirse no acierta a encontrar su boca. Se marcha sin insistir. No hay más que hablar.

    La puerta de la casa se cierra a su paso. Respira hondo. Le ve tambaleándose muy despacio calle abajo desde la ventana. Se debate entre seguirle o no. Le da vueltas al ópalo en el dedo, desconcertada. «Aguanta, mi valiente» le diría su amante. «¡No me falles!»

    Vuelve a la habitación y, de forma mecánica, hace lo mismo que en cada visita, recoge y friega los platos. «Tranquila. No ha pasado nada. Se ha ido. Ya está. Como otras muchas noches». Una brisa fresca hincha las cortinas. Vuelve a echar la cabeza antes de cerrar la ventana. El cielo está negro. Gruesas gotas de lluvia resuenan contra el pavimento abombado. Un rayo cae en las aguas del Elba. «Si no se da prisa le va a pillar la tormenta», una idea absurda.

    A Benedikt le da vueltas la cabeza y se marea. «¡Nunca más voy a beber tanto vino! De todos modos, los musulmanes lo tienen prohibido». Ahmad tendría que ocuparse de conseguírselo en Estambul.

    —A tu salud, vino—grita—. A tu salud, Rampischegasse.

    Hay una luz en el patio de los judíos. Por momentos parece más clara o más débil, se hace más grande, se extingue.

    —¡No me ciegues, sereno!—Benedikt alarga los brazos hacia él, pero le da un farol y le agarra. Jadea sin aliento como el viejo Gründler. ¡Lo que le faltaba! Se atraganta. Intenta vomitar en vano. ¿Por qué sudará tanto? Le arde la frente. Tiene la camisa pegada al cuerpo. Siente una quemazón en la garganta. Tiene que meterse en la cama, descansar, ponerse una bolsa de agua fría en la frente. Conseguirá llegar a casa. Da un par de vueltas y vuelve a orientarse. Schlossergasse, Wildsruffergasse, el mercado viejo. De pronto tiene frío. Estremecido, intenta cerrar los botones del cuello de su jubón, pero tiene los dedos agarrotados y no lo consigue. Le crujen las tripas y siente que en el estómago le estallan bolitas de cristal y le cortan las entrañas. Grita de dolor.
    —Estoy... Maldita sea.... ¡Lisa!

    Le falta el aire. «¡No ha sido sólo el vino! ¡Lisa!» Ha... La sospecha le aterroriza. Quiere pedir ayuda, pero tiene la garganta hinchada y cerrada y el grito se transforma en un graznido lastimero. ¡Un médico! Tiene que ir al hospital materno junto a la Frauenkirche. Allí le salvarán. Se agarra el abdomen. El dolor insoportable le nubla los sentidos y convierte cada paso en una tortura.

    De pronto se desata la tormenta. Los rayos iluminan el cielo negro como la noche. El extremo de la cruz de la Frauenkirche tiene un brillo dorado. Olvida el hospital materno y va a trompicones hacia la iglesia. Por unos segundos, la luz cegadora de los rayos rescata de la oscuridad columnas, ventanas y estatuas. «¡Aguarde, Reverendo Padre Lohse! Le traigo oro. He atrapado al alquimista en Austria. Es mío. Me va a fabricar montañas de oro. Cubriremos de oro la cruz y el púlpito. Quiero ofrecerle un cáliz de oro y un copón. Sólo tiene que ponerme la mano sobre la cabeza, como aquella vez que recogí las monedas del cepillo de la iglesia».

    Se arrastra por los cuatro peldaños en los que le había abandonado su madre siendo un recién nacido. Adiós. Su rodilla toca el último peldaño. Le parece sentir la mano del pastor. Alivia su dolor, pero no puede respirar.

    Ráfagas de lluvia azotan la plaza, le quitan la peluca y juegan con ella en el aire. Sus piernas se hunden en el agua.

    Pabst von Ohain vuelve de Dresde un día antes de lo previsto y va al castillo de Allbrecht. Va a ver a Tschirnhaus.

    —El plan de «el café turco» se ha venido abajo.

    El conde enarca las cejas.

    —Me han confirmado que nuestro hombre ha muerto.—Las palabras del Consejero de Minas suena como si le acabaran de aguar la fiesta.


    Capítulo 20


    Lisa se despierta asustada y vuelve a acostarse con cuidado. ¡No debe moverse! ¡Está en la «cama del paje»! Ayer, en su paseo por la meseta, la criada del comandante le había enseñado el pequeño saliente bajo el castillo de Christian que, desde la muralla exterior de Königstein, se suspendía en el abismo. Ella debió haber seguido el ejemplo del paje borracho que había trepado por una cañonera del castillo y se había echado aquí a dormir. La guardia le oyó roncar, le ató con una cuerda y le salvó la vida. Los borrachos y los lunáticos tienen un ángel de la guardia. Ella no es ninguna de los dos. No está atada. Un movimiento en falso y se despeña. La oscuridad la rodea por todas partes. Avanza a tientas, centímetro a centímetro. «¡Lana! ¿Quién ha cubierto la roca con una manta?» Se vuelve hacia un lado, poco a poco. Le cuelgan las piernas en el aire. Un giro cauteloso. Toca el frío suelo con los pies.



    Suspira y al fin se despierta en el castillo Georg, en Königstein, la prisión de los criminales de estado. Abre la puerta de la celda contigua sin hacer ruido y escucha la respiración acompasada de Böttger. Reprime el deseo de acostarse a su lado y abrazarle y regresa a su lecho.

    La plomiza luz del alba recorta una ventana angosta, enrejada, en la gruesa pared. Clava la mirada en la manta. Si vuelve a dormir puede que le asalte otra vez la misma pesadilla en la que nadie la salva de caer al vacío.

    No puede confiarle a nadie sus miedos, y menos a Böttger.

    La mañana después de despedirse de Benedikt no había sido capaz de quedarse en casa. Había vagado sin rumbo por las calles. «¿Seguirá vivo?» ¡Tiene que asegurarse! No está en el hospital. No se había atrevido a ir a su casa. Uno de los guardas de la ciudad le había mirado sorprendido al preguntarle si había tenido lugar algún suceso en la ciudad. Juliane le promete estar alerta. No le quedaba mucho tiempo. Tenía que marcharse a Meißen.

    En el castillo Allbrecht se palpa el nerviosismo. Se ha adelantado el día del traslado a Königstein. Nueva orden del gobernador: «¡Partís dentro de dos horas!»

    Un plazo muy justo para cargar el vehículo. Todo había sucedido muy deprisa. Tres aprendices les acompañaron. Uno de ellos era Köhler. Se lleva bien con él. Los demás regresaron a Freiberg obligados a guardar silencio.

    —¿Me cambio de ropa, conde?—le preguntó a Tschirnhaus.
    —¿Se refiere a ponerse ropa de hombre?
    —Así lo habíamos acordado.

    La miró, esforzándose por disimular su asombro con una sonrisa irónica.

    —De todos modos mademoiselle, nadie la tomará por un muchacho. Sembrará el desconcierto y la curiosidad. Pero mejor será que lleve su bonito vestido cuando esté a solas con Böttger.—A continuación fue directo—: ¡Han encontrado a Benedikt muerto en Dresde!

    ¡Así que había muerto de verdad! Se persignó como católica, pero no sintió ningún remordimiento. ¡Muerto! Se acabaron los encargos fastidiosos y las preguntas capciosas. Se acabaron las evasivas y las mentiras. Ya no tiene poder sobre ella. Nunca más se separará de su amado. ¡Es libre!

    No había sido capaz de fingir disgusto ante Tschirnhaus. Seguro que vio que estaba aliviada. Sólo dijo:

    —¡Cuide de nuestro adepto allá arriba!

    Recuerda a Benedikt: «Tienes que escoger: Estambul o Königstein, el suplicio pétreo. ¡No te resultará difícil decidir!»

    Pensar en vivir con él la aterrorizaba mucho más que la fama de «el suplicio pétreo». Resulta fácil convencerla. «No es tan horrible. Si es cierto que en las profundidades existen oscuras mazmorras excavadas en la roca, no las vas a ver. Así que sé razonable y no pienses en ello».

    Su cuarto en el castillo Georg es aceptable. Rejas en las ventanas... Claro, los hombres están presos. Ella puede pasear a sus anchas en la llanura.

    —Una pequeña ciudad en una montaña sin callejones estrechos. La mayoría de los edificios dan a preciosos jardines—le cuenta a Böttger, y esboza con destreza un plano para que se lo imagine—. El castillo de Magdalena, la antigua armería, la iglesia del cuartel, el bosquecito... Aquí arriba hasta crecen robles, hayas y pinos.
    —¿Estás practicando para pintar en la porcelana? A mí me llega con saber dónde está la fábrica de cerveza.
    —Ya sobornaré yo a la guardia para que no te deje entrar y seduciré al comandante para que te permita pasear conmigo en el bosquecito. Necesitas que te dé el aire.
    —¡Y amor!

    Y lo tienen. La puerta que separa sus habitaciones no está cerrada. Siempre pueden estar juntos y tienen tiempo. ¿Qué va a hacer Böttger sin su laboratorio de alquimia? Pide que le traigan libros, tinta y papel. Estudia matemáticas. Tschirnhaus se encarga de instruirle. Pero los días son largos.

    —¡Sin ti me pudriría en este lugar!

    Lisa no le molesta con simples palabras y responde a su suspiro con un beso.

    No es que esté descontenta con las circunstancias, pero tiene que tranquilizarse. Construir un muro en su interior que la proteja de los miedos y donde sus pesadillas se detengan como nubes cargadas de lluvia en una montaña. «Da dos vueltas a la llanura y métetelo en la cabeza: Benedikt ha muerto. Se acabó. Fin. Esta es tu nueva vida». Se tranquiliza durante un tiempo hasta que un oficial le dice:

    —Nos conocemos, demoiselle. ¿Recuerda? ¿El baile del gran jardín de palacio? Crux, comandante del fuerte. Tengo una pata de palo pero una memoria excelente. Estuvimos conversando los tres. ¿Cómo está Benedikt Demuth? Después de aquello vino a verme en varias ocasiones.
    —Se equivoca—tartamudea ella—. Hay muchas rubias, oficial. Una criada no asiste a los bailes de palacio.

    Aprovecha su desconcierto y se va a toda prisa. «No tiembles, respira. Tranquilízate mirando la vista desde el mirador de la muralla oeste». Entre las hojas rojizas de los árboles asoman llanuras y aldeas de juguete, brillando junto al Elba al sol del atardecer. Para disfrutarlo necesita apoyarse en el hombro de su amado y olvidar sus preocupaciones. No recuerda haber visto antes al oficial. ¿Trabaja en la administración? ¿Su mensaje será: «¿no te hemos olvidado?»

    En la lejana ciudad de Dresde. Ojalá los suecos la hayan ocupado y hayan acabado con la administración. Pero ha evitado la corte y ha instalado su cuartel junto a Leipzig. Los empleados de la casa de los arbitrios municipales podrán seguir trabajando con tranquilidad. ¡Si al menos pudiera hablar con Tschirnhaus! Pero, ¿hasta dónde llega su influencia? ¿Y si el hombre que la iba a sacar de aquí se ha marchado?

    No debería pensar así. Se dice a sí misma: «vives en esta roca igual que en una isla. Eres inalcanzable para los que están en el valle. No te empeñes en ver espías por todas partes» pero, ¿por qué la tantea la criada preguntándole por el comandante del fuerte? Que cómo se llama el señor, de dónde viene y quién es. La mujer le dobla la edad, es el dos veces más alta que ella y su «chica, a ver con quién te relacionas, lo digo por tu bien» no encaja con su mirada de desprecio. Lisa no la soporta.

    —Ni idea. Le vi por primera vez en la aldea de abajo.
    —Pues sabrás su nombre.
    —Le llamo «señor».
    —Mistierioso—dice la criada, que quiere decir «misterioso»—. Debe de ser barón o conde. Aquí tenemos presos muy ilustres: los hermanos Beichlingen, Romanus, que fue alcalde de Leipzig, y también el barón Paktul, el livonio que se rebeló contra los suecos y que nos metió en el lío. ¡Estos patriotas que llevan a los demás a la guerra son los peores! Mandó encerrar a los dos príncipes polacos del castillo de Magdalena porque podían disputarse con nuestro rey el trono de Polonia. Y todos respiran el mismo aire viciado. ¡Una broma pesada! Pero ninguno de ellos tiene una criada y tres lacayos. ¿Quizás tu señor esté enredado en estas historias? Si te enteras de algo...

    «¿Será que es espía de los suecos?» Seguro que le gusta toda la mascarada. No debe mencionar a su amado y en la cárcel tiene prohibido hacer experimentos. Podría descubrirse quién es y se lo llevarían pero, ¿cómo han mandado a una agente aquí arriba en tan poco tiempo? Puede que sólo esté preguntando por su señor. No le quita ojo al «libro de visitas»:

    Nombre y apellidos:

    Un señor con tres lacayos y una criada.

    ¿Se sabe algo de sus antecedentes y de su condición?

    Es un preso desconocido

    ¿Cuándo llegó?

    El cinco de septiembre de 1705

    Causa del arresto:

    Desconocida.

    Aunque no está prisionera, Lisa siente la necesidad imperiosa de moverse por la zona limitada como si así fuera. En el bosquecito se siente como en el campo. Cuando se topa con el muro, lo rodea y se queda boquiabierta en lo alto de la montaña.

    Para su segundo amante, el minero de Bärsdorf, una montaña era algo más que una elevación de piedra en el terreno: le infundía respeto. Los profetas se habían inspirado en sus cimas. Moisés había recibido las Tablas de la Ley en el monte Sinaí.

    No matarás.

    Había matado. Había creído que su recuerdo pronto se desvanecería. ¡Qué poco se conocía a sí misma!

    Benedikt la había engañado y humillado. Había amenazado su felicidad junto a Böttger. Pero también le había salvado la vida. ¿De verdad no había otra solución para librarse de él?

    La corroen las dudas y el sentimiento de culpa. Nada puede hacer frente a la administración y frente a los suecos, ¡pero tiene que quedarse tranquila consigo misma!

    Sigue el camino que bordea la muralla desde el castillo Friedrich hasta el Königsnase, el punto más al este de la llanura. Una pared de nubes negras se acerca a los altos cerros rocosos desde la lejana cordillera al suroeste, pero ella no retrocede. Los rayos surcan el cielo. Le dan miedo las tormentas, pero cuando la tempestad la alcanza se queda clavada en el saliente de roca.

    «Y el Señor envió truenos, rayos y granizo sobre la tierra». Grita al viento las palabras de la Biblia, medio loca de miedo.

    Un remolino de niebla gris envuelve las casas, las calles y el Elba. Las montañas y las nubes se funden en un embravecido mar de sombras. ¡Si Dios la va a castigar que lo haga ahora! Casi a ciegas se abre paso en la tormenta hasta llegar a la enorme encina que la había enseñado un día la criada: «La encina atrae a los rayos. En mayo mató a tres de una vez».

    Roland le había hablado de juicios divinos: «hace cientos de años los hombres caminaban con los pies desnudos sobre brasas ardientes. Si no sufrían daño, quedaban libres».

    ¡Que Dios juzgue!

    A cada rayo le sigue un estruendo ensordecedor, como si dispararan cañones a su lado. La roca tiembla.

    Se queda sin aliento. Espera que un rayo la fulmine.

    Dios le perdona la vida.

    La castiga con la enfermedad de Böttger. Fiebre, escalofríos, sudor. Sus heces son líquidas. Apenas puede moverse de lo débil que está.

    El doctor Bartolomei de Dresde le diagnostica fiebres tifoideas.

    —No sé si...

    Lisa le coge la mano.

    —¡Doctor, se lo ruego...!
    —Pruebe con tartarus stibiatus—susurra el enfermo—. El boticario Zorn de Berlín...—Está demasiado débil como para seguir hablando.

    Lisa se sienta en su cama, le cambia las sábanas, le sirve té y le aprieta la mano. Quizás debería dejarle solo. ¡Su sonrisa angelical! ¿Será su ángel de la muerte?

    En «El buey negro» había una escalera de madera en la pared, sobre las barras de cerveza, con cifras grabadas y figuras talladas de colores: a los diez años un niño, a los veinte un joven, a los treinta un hombre, a los cincuenta, la quietud, el punto más alto. Después las escaleras bajaban. Ninguno de sus amantes llegaba a los cuarenta. No había podido salvar a Roland de la muerte, y Benedikt...

    El tártaro hermético hace que Böttger se recupere.

    Las tormentas del otoño dejan desnudos a los árboles antes que en el valle. Las primeras nieves de diciembre cubren los tejados durante días, mientras que en la aldea no tardan en desaparecer. Böttger no puede acompañar a Lisa en sus paseos. Media hora de aire fresco en el balcón, al que llega desde su celda por un pasillo, diez metros ida, diez metros vuelta. El comandante no le consiente más.

    Lisa siempre ve a la misma gente en la llanura.

    La criada del comandante se queja porque no sabe nada de ella, pero se alegra cuando ve que la escucha con la boca abierta. Un periódico ambulante.

    —Y Su Majestad llega al cuartel general del rey de Suecia en Altranstädt. Nuestro rey, perfumado, vestido de seda azul, con puños de encaje y hebillas relucientes como corresponde a un monarca. ¡El sueco le recibe con su uniforme gastado y los zapatos sucios!

    Lisa menea la cabeza, indignada.

    —¿Quieres que te diga lo que le ofreció?
    —¿Qué?
    —¡Pan con mantequilla, pescado frío y cerveza suave! Untó con los dedos la mantequilla en el pan y se los limpió en el pelo.
    —¡Increíble!
    —No tiene modales.
    —¿Quién te lo ha contado?

    La gorda sonríe pícara:

    —Lo ha escupido el apareille—dice «abbareille».
    —Claro, claro, todo pasa por ahí—asiente Lisa, haciendo un esfuerzo por no enfadarse con la respuesta estúpida. ¡Qué mal pronuncia el nombre extranjero del oscuro pasadizo que conduce a la ciudadela! Sonaba muy diferente en boca de los franceses de «El anillo dorado». «La educación es la educación», piensa con malicia. Encima tiene la habilidad de seleccionar las noticias menos importantes de entre todo lo que le cuenta el comandante. Lisa se entera de casualidad de que su Majestad ha firmado el tratado de paz en Altranstädt y ha renunciado a la corona polaca. A cambio le ha hablado de los impuestos y de las contribuciones que ahogan a los suecos. Apenas tienen para comer. Los cocineros del cuartel habían tenido que alimentar a los soldados: dos libras de pan, dos libras de carne, mantequilla y tocino y tres barriles de cerveza al día. Iban por ahí llenos de energía dejando embarazadas a las chicas.
    —Qué suerte tenemos de poder vivir tranquilas aquí arriba.

    ¿Cuánto durará? Le gustaría no perder de vista la salida del apareille, pero es imposible. ¿Y de qué serviría? Olas de miedo y terror van y vienen.

    Una noche de abril la despiertan voces y el galope de caballos. ¡Es en la salida del apareille!

    Luz. Las voces se acercan. Escucha un «a la orden». No entiende lo demás. Un idioma extraño, debe de ser sueco. ¡Sí, sueco! Está segura, a pesar de que no lo ha oído nunca. ¡Se lo imaginaba! Espera temblando a que golpeen la puerta y se lo lleven. Irá con él. Mejor ir juntos al frío y desconocido Estocolmo que quedarse aquí sola.

    Las antorchas pasan ante la ventana a toda velocidad.

    —¿Qué ha pasado esta noche?—pregunta al día siguiente a los guardas de la puerta del castillo, con los que habla de vez en cuando.

    El soldado de infantería mira al frente sin quitarse el arma del hombro, pero responde en voz baja, casi sin mover los labios:

    —Los suecos se han llevado a Paktul.

    No preguntaron por Böttger. Sus esperanzas aumentan. Puede que todo salga bien.

    En septiembre los suecos abandonan Sajonia. Las tropas del rey Karl avanzan hacia Rusia para luchar contra el zar Pedro.

    Ese mismo mes trasladan a Dresde a «un señor con tres lacayos y una doncella».

    Para rematar el bastión nordeste que fortificaba la ciudadela en la orilla izquierda del Elba, los escultores de Dresde, le habían regalado al príncipe Christian una estatua de la Victoria con la esperanza de que encargara más estatuas. No merecía ocupar aquel lugar, pues no apreciaba la magnífica vista sobre las orillas del Elba.

    Tenía los ojos vendados. Había perdido la balanza y la espada en los ataques de los soldados, insolentes y borrachos. Un sargento sin conocimientos de mitología aseguró mirando la venda que llevaba el cinturón de castidad en el lugar incorrecto. «Ya me gustaría a mí alegrar a esta doncella».

    La Justina mutilada desapareció del bastión. «Alegrar a la doncella» se convirtió en una frase hecha. Así fue como se le dio nombre a la ciudadela.

    Nada más llegar, Tschirnhaus lleva a Böttger a su nuevo laboratorio en las casernas del Bastión de la doncella. Con hornos blancos de ladrillo cocido. Los utensilios los traen del castillo de Allbrecht.

    —¿Por qué no hemos regresado a Meißen, conde?
    —Su Majestad desea comprobar con más frecuencia que los trabajos avanzan.
    —¿Y la Casa del Oro?
    —Es demasiado pequeña—y añade, con un guiño—. Además, ahora ya no buscamos oro, ¿no es cierto?

    Se disculpa por las instalaciones. Más que en una casa parece que viva en un cobertizo.

    —Y menos mal que ha llegado el dinero para las empalizadas de alrededor. ¿Cuántas personas me vigilan esta vez?
    —Si lo logramos será libre, Böttger.

    ¡Lograrlo! Pararse y estar sin hacer nada le ha impedido seguir adelante. Ha perdido muchas anotaciones. Comienza un experimento y más tarde se acuerda de que ya había hecho lo mismo en el castillo de Allbrecht.

    —Hace falta tiempo. Todo irá bien—le consuela Lisa.
    —¡Qué va a ir bien! Los hornos de techo bajo no tiran. No guardan el calor. Nos atamos paños mojados a la cabeza para no quemarnos el pelo. Cada media hora sacamos del fuego pedazos de carbón frío. Tendríamos que construir una chimenea en el tejado, pero no podemos porque estamos justo debajo del palacio de recreo. ¡El humo podría estropearle la maravillosa vista a los caballeros ilustres! Qué gracioso, bailar encima de un laboratorio en el que unos pobres hombres se matan a trabajar en el fuego del purgatorio. Al fin y al cabo, qué atractivo tendría el cielo si no existiera el infierno.
    —Pero si no saben ni lo que pasa aquí—dice Lisa, que aparta la cerveza con la que ahoga sus penas y se estrecha contra él. Está acostumbrada a sus cambios de humor y le consuela. Como errar es de humanos, se puede deducir lo contrario: quien no comete errores no es humano, por lo tanto es un monstruo. Por nada del mundo cambiaría a su Böttger, violento, desmedido, terco, apasionado y un poco chiflado por un monstruo. ¿Qué iba a hacer ella con alguien que la aburra con su equilibrio constante?

    Rara vez va a su habitación en la ciudad. La mayor parte de las noches se queda con él. Tienen poco espacio. Cuatro habitaciones. Los seis aprendices se reparten entre dos. Las paredes son finas. Es probable que les oigan cuando están en la cama. La sonrisita de Köhler al darles los buenos días lo dice todo. ¿Y qué?

    Frente a su «choza», en el extremo de la ciudadela, está el palacio de recreo. El comandante de la ciudadela quiere demolerlo porque no desempeña una función militar y le quita importancia al carácter defensivo del lugar: más que asustar al enemigo, le atrae. Pero no puede enfrentarse al rey. Al rey le encanta su Belvedere. El repostero de la Rampischegasse ha hecho el palacio de mazapán y lo ha colocado en la vitrina: la primera planta a un lado, el tejado verde con pajaritos, cuatro amplios ventanales con sus marcos de frutas confitadas. Fiel a los detalles y a la vez incompleto sin la música, el tintineo de las copas y las risas que les trae el viento del palacete en las noches de baile.

    —Pronto nos invitarán. Al señor von Böttger, ennoblecido por su descubrimiento de la porcelana sajona, muy superior a la china, a su...
    —¿Amante?
    —Amantísima esposa—añade.

    Vuelve a tener esperanza. El nuevo horno que ha construido Tschirnhaus tira sin necesidad de una gran campana de chimenea. Los días de sol trabajan en la explanada con su moderno espejo de doble lente. Consiguen el balance térmico del vino, algo esperanzador.

    Los últimos experimentos confirman que el principio descubierto en el castillo Allbrecht es correcto. El barro debe mezclarse con un líquido para vitrificarse con el calor.

    Han reducido la cantidad de barro aprovechable y de tierras más fluidas. El barro de Colditz y el alabastro son las más adecuadas. Sólo tienen que encontrar la mezcla más oportuna y la mejor temperatura de cocción.

    Böttger comienza una nueva serie de experimentos. Las tareas habituales: moler, mezclar, limpiar, cocer. Algunas cocciones dan como resultado trozos que parecen de cristal sintetizado, otras veces loza muy tosca. Hay unas cuantas piezas... ¡Bien! ¡Muy bien!

    —¿Qué dice, conde Tschirnhaus?

    Tschirnhaus pone la muestra al trasluz, la examina de lejos y de cerca y desde distintos ángulos. Baja la mano y pregunta con fingida indiferencia:

    —¿Qué mezcla ha empleado aquí?
    —Ochenta y siete partes y media de arcilla de Colditz diluida y doce partes y media de alabastro molido.

    Tschirnhaus examina una vez más la muestra y murmulla:—Semediaphan tremuli narcissuli ideam lacteam.

    —¿Qué significa eso?
    —«Casi traslúcida y blanca como la leche, como un narciso». ¡Dura, fina, casi traslúcida, blanca como la leche!—Deja a un lado su asombro pensativo tan de pronto que Böttger se asusta. Tschirnhaus, siempre tan formal, ríe a carcajada limpia y le agarra por los hombros, sacudiéndole y gritando de alegría.
    —¿Que qué significa? ¡Significa que ya está! Caramba Böttger, ¡lo ha conseguido! Es auténtica porcelana china... Qué digo, ¡auténtica porcelana del electorado de Sajonia!
    —¿Yo? El mérito es suyo, conde. Si usted no...
    —Tranquilo, Böttger. Sin su intuición y su saber práctico...

    Se elogian el uno al otro, cuentan los méritos y se congratulan mutuamente: nunca lo habrían conseguido por separado.

    Juliane afirma que en la mayoría de los hombres se esconde un Quijote.

    —Desean impresionar a quienes desean mediante sus obras. ¿Por qué nuestro rey y príncipe se ha hecho con la corona polaca? ¡Para seducir a su amante y demostrar a quienes le otorgan su confianza de lo que es capaz! En su día fue la Königsmarck. ¡Hoy a quien quiere reconquistar es a la Cosel!
    —Puede que los hombres sólo nos necesiten como excusa para saciar su avaricia.—Lisa piensa en Roland. Le había mostrado los tesoros de su botín con los ojos brillantes, asegurándole que lo había hecho por ella. Y no le había creído ni por un instante.

    Lo mismo sucede cuando Böttger le dice: «Me he hecho alfarero por ti», pero a ella le gusta escucharlo. Entonces le muestra triunfante la lámina fina, sin esmaltar, del tamaño de media carta del tarot. ¿El gran descubrimiento? Le abraza y le besa, pero tiene sus dudas. No se lo creerá hasta que no salgan del laboratorio las primeras tazas, platos y jarrones sin esmaltar pero bien modeladas y torneadas por Fischer, el alfarero de la corte. Porcelana igual que la que empleaban en «El anillo dorado» para los huéspedes ilustres. El éxito le cambia. No se vuelve arrogante pero cada hornada con buen resultado le otorga más confianza en sí mismo.

    —¿Te acuerdas del miedo que me daba la visita del rey cuando estábamos en Meißen? Me había pasado todo el año preguntándome si no se le acabaría la paciencia conmigo. No te imaginas lo que sufrí. Un alquimista trabajando para un monarca no significa sólo calor, sudor y un olor insoportable: significa temer constantemente a la muerte. ¡Cuántas veces me habrá dicho Tschirnhaus que mi vida pendía de un hilo!

    Nunca le había hablado a su amada de aquello, pero ella siempre lo había sentido.

    Ahora afirma aliviado:

    —La lámina de porcelana es la prueba de mi renacer.
    —¿Crees que el rey la dará por buena?
    —Ha prometido dejarme libre—grita de júbilo la noche de san Silvestre de 1707, que recordarían siempre como la más feliz de sus vidas—. Ha estado con Fürstenberg en el laboratorio.
    —¿Le habíais enviado la lámina de porcelana?

    Böttger niega con la cabeza.

    —Tschirnhaus se lo ha metido en el bolsillo. Según él, el rey tenía que estar presente en el momento crucial.
    —¿Y? ¡Cuenta, cuenta!—le urge Lisa.
    —¿Qué voy a contar? ¡Lo hemos conseguido! ¡No podría haber salido mejor!

    Había mandado encender el horno con la mejor madera seca. Las piedras crepitaban. Temían que fuera a estallar. El rey y el gobernador sudaban y sudaban. Al ver que Fürstenberg quería marcharse dio órdenes de apagar el fuego y abrir los hornos. Del tiro salió una bocanada de aire soltando una lluvia de chispas.

    —¡No se acerque tanto, Majestad!—exclamó Fürstenberg, horrorizado, dando un salto atrás. El rey no reaccionó. Puede que quisiera demostrar su valentía o quizás no se movió porque Tschirnhaus le había prometido que pasaría algo extraordinario. Se quedó con la mirada clavada en las brasas.
    —Oiga, Egon: ¿eso de ahí dentro es porcelana?
    —No veo nada—susurró Fürstenberg, pero cuando las brasas cegadoras comenzaron a teñirse de rojo, pudo distinguir los contornos de la caja de arcilla refractaria, resistente al fuego.

    Un aprendiz la sacó del horno. Böttger la agarró con las tenazas una tetera aún al rojo y la arrojó en el barril de agua a su lado. Crujió e hizo un ruido infernal.

    El rey exclamó pesaroso:

    —Vaya, Böttger: se ha roto en mil pedazos.
    —No, Majestad. ¡La auténtica porcelana resiste algo así!

    Se remangó, metió la mano en el barril y sacó la tetera, intacta.

    Se la mostró al rey.

    —¡Aquí la tiene, Majestad!—dijo Tschirnhaus, un poco más solemne que días atrás, y añadió su frase latina: «Sediaphanam tremuli...» seguida de la traducción al alemán para que Su Majestad la entendiera de verdad.
    —¡Ni te imaginas lo que vino después! La maladie de porcelaine se transformó en alegría sin límites. Al abrazar a Su Majestad le tizné la mejilla de hollín y el ayuda de cámara se la limpió entre risas. Corrió el champán en el Belvedere. Todo eran alabanzas. Y planes. Quería erigir inmediatamente una fábrica para la porcelana dura del electorado de Sajonia. ¡Adivina a quién ha puesto al frente!
    —¿A un tal Johann Friedrich Böttger?
    —¡El mismo que viste y calza, demoiselle Brunger! Pero al prisionero.—Se levanta de un salto, coge a Lisa en brazos, la lleva en volandas por toda la habitación y repite lo que acababa de decir—: Al hombre libre; Lisa. ¡Seré libre!

    Hablan del futuro. Dentro de unas semanas podrá esmaltar los cacharros, empleará a los mejores alfareros de la región y a artistas para que pinten la porcelana. Ella se encargará de seleccionar los bosquejos más apropiados.

    Lisa cierra los ojos. Ve la porcelana de Böttger en grandes tablones cubiertos de damasco blanco y en una mesita de su habitación.

    Beben, se aman y sueñan.

    —Nuestra casa de la ciudad será tan grande como la de Dinglinger, y también tendremos viñedos a la orilla del Elba, como el orfebre—promete, derrochando generosidad.
    —«Como el vuelo de una mariposa en un campo de flores»—suspira Lisa, absorta.
    —¿Qué dices?
    —Nada, tonterías de cuentos de hadas.—Propias de un alma romántica.
    —No como tú—suspira, pensando antes de dormir en la protagonista de la historia. Sostiene la madeja de su destino entre las manos, un ovillo de hilos entrelazados, grises, negros y rojos. No tarda en desenredar los grises y los negros, pero los rojos le llevan más tiempo, pues significan felicidad y fortuna. Y su vida es, como dice el cuento, «como el vuelo de una mariposa en un campo de flores».

    Lisa había hecho lo mismo, sólo que ningún hada le había dado en la mano la maraña de su vida. Quien devanó su destino se había pasado mucho tiempo enredando las partes grises y negras, el trabajo, la tristeza y el dolor. ¿Será capaz de tirar del hilo rojo?

    La felicidad se compone de muchas cosas. Dicen que la esperanza es lo más importante.

    En enero de 1708 vuelve a reinar la esperanza. Veintitrés millones de táleros de contribución a los suecos han hundido a Sajonia en la miseria, pero la guerra se aleja. Los hombres rebosan optimismo. Carlos XII había sometido a sus soldados a una férrea disciplina. No habría podido obtener semejante suma de dinero de una región saqueada y arrasada. Dentro de lo malo, tiene suerte: los talleres y las fábricas no han sido destruidos. Pueden producir azufre y nitrato, polvo y tintes, lino, seda y fustán, armas, espejos, cristal... Algo que da beneficios. Por desgracia, los trabajadores escasean. Las deudas aumentan. Su Majestad promulga un decreto: «hemos decidido volver a poner en marcha las actividades comerciales, fuente de riqueza, por el bien de los ciudadanos y para que nuestro electorado recobre las fuerzas perdidas durante la guerra». También consta por escrito la promesa que le había hecho a Böttger, a la vista de todos: «Y, con los mejores propósitos, tengo la firme intención de poner en funcionamiento la fábrica de porcelana, lo que significa que grandes cantidades de materia prima producirán beneficios y estos alimentarán a mis subditos y les harán prosperar».

    Los proyectos del rey toman forma en Dresde. Su Majestad manda construir para la condesa Cosel en el Taschenberg, ordena diseñar el gran jardín con nuevos parterres de flores, setos y fuentes, comenta con Pöpelmann los planos de un Orangerie con galerías porticadas y dos pabellones para naranjos y limoneros, higueras y otras especies meridionales. Dispone que se construirá en el Zwinger, el espacio entre las murallas de la ciudadela. Los militares se quejan. ¡Una disminución de las instalaciones defensivas! Mientras habla con su maestro de obras sobre los detalles, bosqueja ideas para ampliar el conjunto a una grandiosa plaza para actos festivos.

    Los habitantes de Dresde lo interpretan como una buena señal. ¡La paz será duradera!

    —¿Cuándo empezaremos a vender nuestra porcelana en la feria, Böttger?—pregunta el rey antes de marchar de viaje.
    —Puede que el año que viene, Majestad.

    Lo ha dicho demasiado rápido. Todavía no está lista para vender. Pasa días y noches en el laboratorio. Pabst ha encontrado un tipo especial de arcilla blanca. Schnorr, un hombre emprendedor que se dedica a la metalurgia cerca de Aue, fabrica con ella un polvo para pelucas muy fino. Böttger mezcla la «tierra de Schnorr» con la arcilla de Colditz: los resultados son asombrosos. Cuece las piezas dos veces. Primero la hornada sobrecalentada. A temperaturas que funden el oro y la plata pero, ¿cómo calcularlo? Introduce barro moldeado en forma de cono, acabado en punta, en la caja de arcilla refractaria. En cuanto comienza a brillar o se hace líquida significa que ha alcanzado la temperatura correcta. Después del vidriado, la cochura final a más temperatura. Surgen contratiempos: a veces la porcelana blanca amarillea o sale del horno doblada o torcida o sin ser lo bastante maciza. A veces el vidriado no aguanta, se agrieta y estalla.

    —¿Por qué?—se pregunta, desesperado.
    —Debes tener paciencia. Aprenderás con la práctica.
    —¡Pero si no he parado de practicar! Unas hornadas salen bien, otras son un desastre. En idénticas condiciones. No lo entiendo. Tendré que resignarme. Estoy harto.

    No se toma en serio su enfado. Mañana se lo volverá a pensar. No es su última palabra. Le conoce demasiado bien para que sea sí: a veces está eufórico, a veces derrotado, pero sólo la muerte podría detenerle.

    —Voy a empezar de nuevo los experimentos de la transmutatio metallorum.—No suena muy contento.
    —¿Crees que ahora...?
    —El rey me ha exhortado a trabajar en ello.—Dice, con una mezcla de triunfo y disgusto—. Sin prisa. Tengo confianza en mí mismo. Como le soy indispensable para la porcelana, conservaré la cabeza aunque tarde años en conseguir oro. Me he topado con unos cuantos escritos... ¡Voy a dejar de piedra a Tschirnhaus y a los demás escépticos!
    —Pues que así sea. Pero antes me gustaría tanto que fabricaras una vajilla entera de porcelana para mí...

    Al poco se le acerca radiante, como si nunca hubiera dudado que hallaría una solución: he hecho que entre mucho menos aire durante el sobrecalentamiento. Las piezas no han cambiado de color.

    —¿Cómo se te ha ocurrido?
    —Bueno, en primer lugar...

    No le escucha de verdad. Piensa: Roland también hablaba de sus «negocios» pero nunca decía por qué hacía esto o aquello. Nunca le había pedido opinión y ocultaba los fracasos encogiéndose de hombros. Jugar a policías y ladrones viene de antiguo. Un buen jugador se toma las derrotas con tanta tranquilidad como sus victorias. Su serenidad rayaba la arrogancia. Al principio aquello le había causado una profunda impresión, pero con el tiempo sólo le enfadaba.

    Böttger no es más débil por pedirle consejo, necesitar de sus ánimos o dejarse consolar: al contrario. Quizás puedan ser felices juntos para siempre, porque la tiene en cuenta. Su obligación se ha convertido en la obligación de ella y ha borrado todas las sutilezas acerca del pasado. Su vida se compone de pasado y futuro. Al menos eso pensaba hasta tres días después del Domingo de Ramos.

    Un día de abril como el que describía el moderno poeta Freigedank en su conocido poema «El despertar del la primavera». Los restos de nieve desaparecen de las esquinas más sombrías. Un viento cálido sopla en el valle del Elba. Los narcisos florecen en los jardines. Los comerciantes del mercado viejo adornan sus puestos con hojas de abedul. Böttger le ha dado una bolsa llena para el mercado de Pascua. El rey se muestra generoso con su adepto después del éxito de su experimento. Cuando le recuerda su promesa de libertad, responde sin entrar en detalles: «Más tarde, Böttger. La fábrica está en pañales, y ya se sabe que a los niños hay que cuidarlos».

    La guardia se compone de más de cien soldados, oficiales y hasta un tambor.

    —Tocará cuando hayamos saltado por los aires—presagia Böttger.
    —¡No digas eso!

    Le gustaría vagar por la ciudad con su amado, ayudarle a vivir libre de nuevo entre los hombres, buscar una casa para los dos. No le gusta ir a su antigua habitación y si lo hace hoy es para preparar las sorpresas de Pascua antes de la fiesta. Va con sus compras por la Wildsruffergasse y por la Rampischegasse. Las calles están llenas de gente. No ve que la siga nadie entre la multitud. Puede que el hombre no la hubiera seguido y estuviera esperándola en la puerta de casa.

    —¿Demoiselle Brunger?
    —¿Sí?

    Se hace a un lado y le examina con la mirada estudiada con la que clasificaba a sus huéspedes: no más alto que ella, rostro ajado, algo triste, rasgos comunes, edad indeterminada, ropas discretas y correctas, un poco anticuadas pero no tanto como para reírse de ellas. Un hombre que pasaría desapercibido entre el gentío de «El Anillo Dorado» y del que una no se acuerda más. Pero antes de presentarse—«Gosel», dice con una cortés reverencia— ya lo sabe: el hombre ha hecho todo lo posible para hacerse el encontradizo. No es necesario que le diga su oficio ni que le muestre su papelito sellado.

    —¿Puedo hablar un momento con usted, demoiselle?

    ¡Gosel! Benedikt hablaba de él a menudo. Asiente de forma instintiva. Está tan asustada y confusa que más tarde no sabe por qué se ha dado tanta prisa en decirle: «¿quiere que subamos?»

    Mira a su alrededor mientras busca la llave. «¿Y si salgo corriendo?»

    Como si le hubiera adivinado el pensamiento y para que se dé cuenta, hace una seña a dos hombres en la acera de enfrente.

    —Por favor—dice, abriendo la puerta de un golpe.
    —¡Después de usted!

    En la época en la que pensaba que la administración la interrogaría, se había preparado y se había inventado respuestas y explicaciones. Como no la habían molestado, se había imaginado que con los problemas de la guerra habrían olvidado la muerte de Benedikt. No sabe lo que pensó entonces. Tiene el cerebro vacío. Está en sus manos. Le acusará del asesinato de Benedikt y ella guardará silencio. O simplemente dirá: «Sí, maté a ese miserable. Tenía que hacerlo. Haga conmigo lo que quiera».

    «Chica huérfana, chica fuerte», le había dicho la gitana. Una «chica fuerte» no se pone la soga al cuello tan rápido.

    Se disculpa por el olor a cerrado de la habitación y abre la ventana.

    —No vengo mucho por aquí.

    Puede que se equivoque. Si quisieran acusarla del asesinato de un colaborador la habrían interrogado en los sótanos de la administración. Gosel era uno de los informadores de Benedikt. Puede que le haya sustituido y le hayan encomendado el «caso Böttger». Querrá averiguar qué le había contado Benedikt. «Sé inteligente, muestra comprensión, esfuérzate por parecer amable», se dice.

    —¿Quiere tomar algo? ¿Limonada? ¿Un vaso de vino?
    —A veces es peligroso aceptar vino de una hermosa muchacha.

    Sus ojos revelan que lo sabe todo. Se pone pálida. «¡Qué estúpida! ¡Ofrecerle vino!» Esconde las manos temblorosas detrás de la espalda, pero no puede evitar ruborizarse.

    —¿No se encuentra bien, demoiselle? ¿Le ha molestado mi pequeña broma? Tiene razón: bebamos algo. Así hablaremos con más tranquilidad. Siéntese. ¿Dónde está el vino?

    Beben sin brindar.

    Después del primer trago pregunta con tranquilidad, como si estuviera repitiendo un hecho conocido:

    —¿Era la amante de Benedikt Demuth?

    No dice ni sí ni no.

    —Hace más de un año que no le veo—dice—. Me vi obligada a marcharme precipitadamente de Dresde antes de que entraran los suecos. Como ya sabrá soy la criada de Böttger, el alquimista.
    —No sólo su criada.

    Pasa por alto la indirecta.

    —Nos llevaron a Königstein de una forma un tanto inesperada. ¿Sabe cómo está el señor Demuth?
    —Por desgracia no. Puede que en el cielo, puede que en el infierno. De cualquier modo está muerto.
    —¿Muerto? ¿Cuándo murió? ¿Cómo?

    Gosel ignora su consternación.

    —Me puedo imaginar que sus sentimientos hacia Benedikt no eran lo que se dice de aprecio, demoiselle Lisa. Se portó muy mal con usted. Yo... En fin, siempre me sentí algo incómodo al respecto.

    No le entiende, pero al menos no suena amenazador.

    —Organicé aquel asalto por orden de Benedikt, ¿recuerda? ¿En la Schmiedegasse? Tres hombres enmascarados de la posada de Fuchs la rodearon, la agarraron y quisieron raptarla. Yo era uno de ellos.
    —¿Y por qué tanta complicación?
    —Para que Demuth pudiera hacerse el héroe delante de usted.
    —¿Nunca me salvó la vida?
    —Pues no. Nuestra misión era darle un buen susto. Calculó sus oportunidades con usted y no se equivocó.

    ¡Qué tunante! Lo único que le agradecía y resulta que era mentira. ¡Una farsa! La rabia que tenía por él se reaviva. A la vez siente alivio. Le remordía la conciencia sin motivo. La confesión de Gosel la libra de toda duda y despierta su instinto de supervivencia. ¡Se acábaron las noches sin dormir por culpa de Benedikt! ¡No le pondrán la soga al cuello por semejante desgraciado!

    —Demuth era un astuto conspirador. Tenemos pruebas de que quería apropiarse de la fórmula para hacer oro y raptar a Böttger para llevarle a Constantinopla. El plan...—Tose y deja de hablar—. Está en otra hoja, pero debía de saberlo. ¿Estaba dispuesta a convencer a Böttger?

    Duda un momento.

    —Esperaba que lo hiciera, pero nunca le dije ni palabra a Böttger.
    —Puede que Gründler supiera ciertos secretos de Demuth y este le amenazara o le chantajeara. Demuth no tuvo compasión de él. Lo siento por Gründler. Era uno de los mejores.
    —¿Porqué...?
    —¡Aquí el que pregunta soy yo!
    —Claro—murmura Lisa sin sobresaltarse. Gosel actúa siguiendo instrucciones. Primera etapa del interrogatorio. Sorprender e intimidar al criminal con preguntas inesperadas y formuladas con dureza dentro de una conversación amistosa e informativa. Benedikt se lo había contado todo. Era justo lo que estaba haciendo con ella. Incluso los gestos. Gosel frunce el ceño y sus claros ojos saltones, hasta ahora dulces, son témpanos de hielo que brillan con maldad.
    —Demuth había descubierto lo de las joyas robadas. ¿Quería librarse de él?

    Lo que le acaba de decir la deja desconcertada. ¡También sabe lo de las joyas! Está jugando al gato y al ratón. Tendría que hacerse la tonta, preguntar «¿Qué joyas?», pero no tiene sentido. Está atrapada. Paralizada y descorazonada sólo piensa: «¡Se acabó!» Que acabe y que se la lleve.

    —¿Por qué no ha venido antes, señor Gosel?

    Una vez más se transforma en el amable e inofensivo informador:

    —Hemos hecho averiguaciones en determinados aspectos pero lo principal era no entorpecerle a Böttger en su trabajo. El rey no lo habría consentido—y añade con frialdad—: la noche antes de trasladarse a Königstein, Demuth estuvo aquí con usted.

    Asiente. «¿Para qué negarlo? Tendrá testigos que lo confirmen».

    —¿Qué hicieron?
    —Comimos, bebimos. Habló de Estambul.
    —¿Bebieron algo?
    —Vino.
    —¿De aquí?
    —Sí, un Burdeos como este.
    —¿Cuándo se marchó él?
    —No muy tarde. A eso de las nueve, quizás. Mucho antes de la tormenta. Aquella noche estalló una tormenta. Me levanté temprano para ir a Meißen.
    —Y echó veneno en la última copa—dirá ahora, y ella lo negará. No puede demostrarlo. Sus ganas de vivir están por encima de sus dudas. Gosel llamará a los hombres a los que ha hecho señas. La esposarán y se la llevarán. Su confesión ya está escrita. No la va a firmar. Primero al sótano, y si no aguanta la tortura...
    —Demuth fue de aquí a la taberna de Küchler—dice Gosel—. Allí se peleó con dos hombres.

    Aguza el oído. Otra vez esa voz de «si soy su amigo». ¿Qué quiere? ¿Sigue jugando al gato y al ratón?

    —Hombres relacionados con Pasch, el espía pruso. Pudimos averiguar su identidad pero no conseguimos agarrarles. Salieron juntos. Se desplomó delante de la Kreuzkirche. Nuestro informe final dice que los espías prusos le envenenaron.

    Le zumba la cabeza. Agentes prusos... Ella no. Así que... ¿Se había rendido demasiado pronto?

    —Pensé que le interesaría el resultado de mis pesquisas. Es muy importante que no cuente nada a nadie si sale el tema.

    Espera. «Aquí hay gato encerrado».

    —Un buen vino, sí señor—dice—. ¿Dónde lo ha comprado, si me permite la pregunta?

    Nada más sobre Demuth. Recupera su valor con el siguiente vaso. No se la va a llevar. ¡Es libre! A punto está de dar un salto y abrazar al extraño hermano de la administración. Böttger había hablado de su renacer. Puede que aquel informe fuera la prueba de que volvía a vivir. ¿Por qué la había protegido? ¿Será que le daba lástima que muriera por culpa del desgraciado de Benedikt? ¿Lo haría por solidaridad con los pobres? Él de origen incierto, ella huérfana. ¿Agradecimiento porque de no ser por ella no habría alcanzado su puesto en la administración? Los prusos asesinos... Podría ser una forma de hacer presión en Berlín, pero qué sabrá ella de política. Qué suerte que el caso estuviera en manos de Gosel.

    Presa del entusiasmo, saca una tetera de porcelana y un platillo de té del armario de la pared y lo coloca junto a su vaso de vino.

    —¿Me permite darle las gracias por haber resuelto el caso, señor Gosel?—Él examina la tetera—. Porcelana blanca de Böttger. Muy fina y frágil. Tenga cuidado y guárdela bien. Algún día podría tener mucho valor.
    —Precioso, demoiselle. Precioso, de verdad. Unos meses más y quizás podrían haberme regalado porcelana con esmalte de colores—y añade en tono dramático—: la administración se encargará de que continúe trabajando en paz.

    «Siempre se han preocupado de que así fuera», se dice Lisa, disgustada.

    —Haremos todo lo que esté en nuestra mano por proteger a Böttger. Como es natural, también estamos obligados a tener observadores en el entorno del adepto... Medidas preventivas necesarias... Precisamente en esta etapa... Podría serle de gran utilidad a la administración.

    «Así que era eso. Tendría que haberlo sabido. Salgo de un lío para meterme en otro».

    No estoy dispuesta a hacerlo, señor Gosel.

    —Entiendo, demoiselle. Ha tenido malas experiencias con el señor Demuth, pero muchas cosas han cambiado. Las últimas reformas de gobierno de Su Majestad no han pasado desapercibidas en la administración. Han sustituido a Haxthausen. Le han mandado a tomar viento. Se pide un trabajo pragmático. El nuevo jefe dice: «la verdad al servicio del rey y del electorado». Hemos llegado a una verdad muy útil con el informe acerca del asesinato del señor Demuth. Como es natural, si averiguamos algo más tendremos que desempolvar el caso, pero a usted no le gustaría, ¿no es cierto?

    ¡Cómo podía haberse hecho ilusiones! La había amenazado con sus dos colegas al otro lado de la calle y había disfrutado acorralándola con sus agudas preguntas. No para hacerle confesar sino para demostrarle su poder, como un verdugo que muestra a sus víctimas el garrote antes de la tortura. No quería probar su culpabilidad. ¿Suerte que fuera Gosel? ¡Si es igual que Benedikt! Sabe la verdad y la utiliza para chantajearla.

    Le acompaña a la puerta. Siente náuseas. Escucha palabras sueltas confusas, como entre la niebla: «ha sido un placer... Me encantaría volver a conversar con usted...» Insinúa una reverencia, insinúa un beso en la mano.

    Al fin se ha ido.

    Se sienta. Respira hondo. Toma un vaso de agua. El sol de la primavera le calienta el rostro. Como en el sueño de la madeja roja del destino y el vuelo de mariposas por el campo de flores. La administración no la suelta. Está en la misma situación que antes de la muerte de Benedikt.

    «No—se dice pensativa— hoy es diferente». Gosel no es su amante. ¿Qué podría esperar de ella? ¿Que se acostara con Böttger? De todas formas lo hace de buena gana. No es probable que, como Benedikt, intente descubrir al secreto de Benedikt con su ayuda. Es demasiado arriesgado. ¿Y si así fuera? ¡Hasta ahora siempre ha conseguido escapar de las trampas que le han tendido la vida!

    Cenando con Böttger olvida pensar en Gosel.

    —¿Qué has comprado en la ciudad?
    —Una sorpresa. Tienes que esperar hasta Pascua.
    —Para mí Pascua es hoy—dice radiante, se levanta y le trae una figurita de porcelana blanca del tamaño del jarrón que está sobre la mesa.
    —La primera figura que fabrico. Heerman, el escultor la ha hecho imitando un modelo chino. La hemos esmaltado hoy. Nunca habría imaginado que pudiéramos hacerlo con este material. Mira cómo le cae el velo de la cabeza, o el collar de perlas sobre el pecho. Parece real, ¿no crees?
    —Sonríe como si estuviera viva. ¿Quién es?
    —Guayin, la diosa china de la misericordia y la caridad. Los marineros le rezan en la tormenta, los campesinos en la sequía y las mujeres cuando no pueden tener niños.

    «No me hará falta rezarle», piensa Lisa. Se ruboriza, se abraza a Böttger y esconde el rostro tras su hombro.

    Fantasea:

    —Le pediré a Hermann que haga otras figuras. Una igual que el rey, pastores, bailarinas y...
    —Las figuras decorarán salas de audiencias y gabinetes de reyes, estarán en el «Trianon de porcelaine» en Versalles, en Charlottenburg, las comprarán en América y... Serás conocido en todo el mundo, Johann Friedrich Böttger.
    —¡No me alargues el nombre!—se queja, sin saber de si hay una pizca de ironía en su cariñoso elogio, y refunfuña—: ¿Por qué me llamas siempre con mi nombre y apellidos, Lisa Brunger?

    Se estrecha fuerte contra él y le susurra al oído:

    —No lo sé, Böttger.


    * * *



    RESEÑA BIBLIOGRÁFICA


    Klaus Nitzsche nació en 1933. Licenciado en Filología Alemana e Inglesa ha sido lector de inglés en la Universidad Técnica de Dresde.

    KLAUS NITZSCHE
    Autor de varias novelas históricas de gran éxito en Alemania, con El alquimista del rey consolidó su prestigio como novelista. El argumento de esta novela está basado en un marco histórico real.

    «Un ser sobrenatural: Dios, creador, espíritu del siglo, descubrió la materia primigenia y la convirtió en una forma múltiple. La sustancia original está formada por cuatro elementos: fuego, agua, aire y tierra. Todo cuanto existe es caliente o frío, está seco o húmedo. A partir de la reacción entre el fuego y el agua, el aire y el agua, el agua y la tierra, nacen los tres principios que componen todos los metales: azufre, mercurio y sal. En la proporción correcta, el plomo común se convierte en oro. Para lograrlo hay que ponerlo al rojo y enfriarlo, secarlo y mojarlo. Lo más importante es el calor».

    EL ALQUIMISTA DEL REY
    Dresde, julio de 1703.

    El rey Augusto el Fuerte ordena al alquimista Böttger fabricar oro para agasajar a los invitados de sus lujosas fiestas y para financiar la guerra contra los suecos pero, ¿podrá confiar en él y en sus oscuras artes? Haxthausen, eminencia gris y jefe de la policía secreta sajona, encomienda a Benedikt Demuth que vigile al alquimista y descubra su secreto. Los intereses de Benedikt son otros: Lisa, su amada, sueña con una vida suntuosa en la corte sajona, pero Benedikt la chantajea recordándole su pasado y se sirve de ella para lograr sus propósitos...


    * * *


    © 2005 by Klaus Nitzsche
    Título original: Des Königs Alchimist
    Editor original: Emons, 09/2005
    © 2007, Marta Romaní, por la traducción

    © 2007, Styria de Ediciones y Publicaciones S. L.
    Primera edición: julio de 2007
    Diseño de cubierta: Enrique Iborra
    Maquetación: Cristina Paya
    ISBN: 978-84-96626-55-3
    Depósito Legal: B-20.498-2007
    Impreso y encuadernado por Industria Gráfica Domingo S.A.
    Impreso en España - Printed in Spain

    1.- Humildad, en alemán.
    2.- Queridísima, en alemán.
    3.- Odiadísima, en alemán.

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