GUILLERMO DETECTIVE (Richmal Crompton)
Publicado en
diciembre 19, 2010
Guillermo y los del campingGuillermo se aburría. Eran las vacaciones de verano; Pelirrojo, Douglas y Enrique habían ido a veranear y Guillermo se había quedado solo. El pobre Guillermo vagaba, desolado y triste, por bosques y senderos, jugando a juegos imaginarios inventados por él, pero no encontraba ningún sabor, ni gracia, ni aliciente en ellos. Guillermo no era, ni mucho menos, uno de esos espíritus enrarecidos que hayan su máxima plenitud y satisfacción en la soledad, sino precisamente todo lo contrario. Por consiguiente, nada tiene de extraño, que su ánimo se enardeciera un buen día, al ver los preparativos que se hacían para erigir unas tiendas en el campo del granjero Jenks.
Un hombrecillo vivaracho y entrometido, vestido con un pantalón corto que dejaba al descubierto unas rodillas delgadísimas era el que dirigía las operaciones. El hombrecillo se metía por todas partes, dando instrucciones con una vocecilla aguda que más parecía zumbido de insecto que voz humana, y atravesándose en el camino de todos. Tan pronto como vio a Guillermo, se le acercó, diciéndole:—¿Qué haces aquí, muchacho? Anda, vete.Guillermo, contrariado, se apartó unos pasos, pero siguió observando las maniobras desde una cierta distancia.Cuando las tiendas quedaron por fin afianzadas, el hombrecillo plantó un letrero sobre la verja que daba entrada al campo. “Asociación de Vacaciones al Aire Libre. Para informes dirigirse al secretario”, rezaba el rótulo. A continuación llegaron las provisiones. El chico del panadero, el del lechero, y el del carnicero, comparecieron sucesivamente, y fueron recibidos por el hombrecillo del pantalón corto y despedidos apresuradamente tan pronto como hubieron entregado la mercancía.En aquel momento Guillermo tuvo que abandonar su puesto de observación para ir a merendar, pero le faltó tiempo para regresar en cuanto hubo terminado la merienda para encontrarse, con gran satisfacción, con que los miembros del campamento ya empezaban a llegar. Eran unos tipos muy curiosos.Entre ellos había una muchacha con monóculo y el pelo corto como un muchacho, quien anunció a los demás que había acudido al campamento únicamente para dejarse crecer el pelo en soledad y recogimiento, y también había una mujer muy gorda, en pijama playero de cretona, que anunció que ella había venido al campamento para perder peso. Otro de los circunstantes era un joven larguirucho, de aspecto dispéptico, que había tomado al secretario por su cuenta y le estaba echando un discurso sobre su régimen dietético.—Las verduras las como al vapor y no hervidas, y además necesito absolutamente pan integral. Para la comida del mediodía necesito una zanahoria raspada y col cruda; y además, una taza de té chino, muy débil, media hora antes del té de las cuatro, porque nunca bebo durante las comidas.—¡Sí, sí, sí, sí, sí! –iba diciendo el secretario, que era el hombrecillo inquieto de los pantalones cortos, cada vez más inquieto y más ansioso.Había también una familia, consistente en mamá, papá y un muchachito de aspecto aburrido que no paraba de anunciar que “quería volver a casa”.Tampoco faltaba el complemento habitual en tales circunstancias, formado por jóvenes atléticos y musculosos, y muchachas con atuendos que variaban desde el pijama playero, al “short”, pasando por pantalones de montar, trajes ordinarios de algodón, y mandiles de cocina.Henchido de interés y curiosidad, Guillermo penetró en el recinto y se unió al grupo. Durante algún tiempo nadie se dio cuenta de su presencia, y por lo tanto, él pudo pasearse a sus anchas, escuchando lo que se decía y observándolo todo a placer. Todo el mundo parecía nervioso y suspicaz.—Yo sólo deseo que la comida sea comestible –decía una mujer de lúgubre aspecto, con el pelo teñido y gafas–.Realmente no sé por qué he venido.Siempre me he sentido muy bien y muy confortable en aquella pensión de Eastbourne durante las vacaciones veraniegas.—Yo, por mi parte –dijo la mujer gorda–, jamás hasta ahora había salido al campo para tomarme unas vacaciones y por lo que veo, el resultado es bastante decepcionante. No me parece que vaya a ocurrir nada aquí; no sé si me expreso, pero estos campos son tan deprimentes... y, bueno, en fin, no veo que vaya a ocurrir nada de particular.Guillermo coligió de todo ello que la Asociación de Vacaciones al Aire Libre era una sociedad de nuevo cuño, y que aquélla era su sesión inaugural.Por lo visto los socios habían sido atraídos por medio de anuncios en los periódicos, y no se conocían aún entre ellos. Además parecía como si hubiera cierto grado de fricción entre ellos.—Claro que –decía un buen señor calvo, en pantalón bombacho–, me gusta mucho el aire libre y me refocilo con la frescura de la brisa, pero eso de ponerme en la mismísima entrada de la tienda ya es el límite. Quiero decir que una cosa es la frescura del aire y otra cosa es una corriente continua.Y, además, no hay espacio suficiente en el interior de la tienda. Quiero decir que lo que yo quería es ir a la caza de mariposas y, por lo que veo, no podré disponer ni de un palmo de terreno donde colocar mis cajas de la colección.La señora gorda simpatizó vagamente con sus sentimientos para volver en seguida a sus cuitas.—Lo que más me preocupa es la comida –siguió diciendo–. Es cierto que he venido aquí para perder unos kilos de peso, pero, después de todo, seguir un régimen no quiere decir morirse de hambre. Precisamente he ido a echar un vistazo a esa tienda que dicen que va a servir de cocina y no he visto allí otra cosa sino barras de pan, conservas y unas pocas chuletas. Eso no puede ser suficiente para una mujer de mi tamaño y, como he dicho antes, una cosa es seguir un régimen y otra cosa es morirse de hambre.Una damisela delicadamente empolvada y maquillada, se estaba pintando los arqueados labios, mientras decía a sus amigas:—Yo no tenía la menor idea de que la cosa fuese a resultar así. No hay ni una tienda para ir de compras.Pero ni una. ¿Dónde se compran las cosas, pues? Creí que al menos habría algún comercio por ahí donde poder comprar polvos y cosas así. A una siempre puede acabársele algo. Ya sé que estamos en el campo, pero por campo que sea, la gente tiene que vivir como personas civilizadas.Un tipo de formas atléticas se estaba haciendo ligeramente impopular con tanto pasar y repasar por entre los grupos abriéndose paso a codazo limpio, sin contemplaciones, y repitiendo una y otra vez lo estupendamente magnífico que era aquello de encontrarse de nuevo en la inmensidad de la pradera sin fin.Por entre los grupos se escurría el mequetrefe del secretario, tranquilizando a unos, exhortando a otros, y replicando bien que mal a la granizada de preguntas y quejas que le asaltaba por todos lados.De pronto se fijó en Guillermo y reconociéndole como intruso, se volvió iracundo hacia él, contentísimo de hallar a alguien en quien volcar su irritación con impunidad.—¿Qué estás haciendo aquí? –le espetó–. ¿No sabes que está prohibida la entrada a los que no son socios?¡Márchate inmediatamente o llamo a la policía!Guillermo se retiró con silenciosa dignidad, para encontrarse precisamente con la policía, personificada en un joven agente metido en un uniforme bastante arrugado, que contemplaba las operaciones que tenían lugar en el interior del recinto, apoyado en la valla.—¿Para qué habrán venido aquí a hacer el mico, esos? –dijo el policía–. ¡Con lo grande que es Inglaterra!Las relaciones entre el susodicho policía y Guillermo eran más bien frías, pero frente a aqauella invasión forastera, tanto el policía como Guillermo habían sentido nacer en su interior un sentimiento que si no era exactamente de simpatía era, al menos de tolerancia recíproca.—Dijo que le llamaría a usted si yo no me marchaba –dijo Guillermo al policía.—¡Arrea! –exclamó el policía, a modo de comentarlo, pero recordando inmediatamente su posición oficial, añadió, con cierta frialdad–: Pero fíjate dónde te metes, muchacho.Introducirte en casa ajena sin permiso del propietario es un delito contra la ley, y no hay que darle vueltas.—Muy bien, hombre, muy bien –dijo Guillermo–. No se sulfure por tan poca cosa.Y con paso vivo se dirigió a su casa, donde en seguida quedó olvidada la Asociación de Vacaciones al Aire Libre, al enfrascarse en una caza imaginaria al león, con su perro “Jumble”, corriendo de un lado al otro del jardín.Sin embargo, al día siguiente, inmediatamente después del desayuno, volvió a encaminarse al campamento, donde se encontró con una escena de gran actividad. Unos cuantos de los acampados lavaban la vajilla del desayuno, mientras otros ya estaban haciendo preparativos para la comida del mediodía. El joven atlético estaba dirigiendo unos ejercicios de cultura física, que más bien parecían de sacudidas musculares, con aire garboso y jovial, pero con una entonación ligeramente gangosa, parándose de vez en cuando para estornudar.En un rincón del campo se había organizado un partido de cricket y en el extremo diametralmente opuesto un grupo de excursionistas, aparatosamente trajeados, se estaba reuniendo. A pesar de toda aquella actividad, flotaba en el ambiente cierta atmósfera de hastío. La señora gorda estaba quejándose amargamente de la calidad del desayuno, diciendo que el jamón estaba quemado, que con un solo huevo no había bastante, y que el pan sabía a cebolla, y a continuación repitió varias veces su ya conocido aforismo de que una cosa es seguir un régimen y otra cosa es morirse de hambre.La damisela coquetuela y archimaquillada que llevaba un pijama playero muy escotado por la espalda, seguía siendo el centro de un selecto círculo de amistades. Decía que se le había olvidado traerse la pasta para el maquillaje de fondo y que se había llegado hasta el pueblo para encontrarse con que allí no había ni tal pasta ni tal maquillaje de fondo ni nada parecido. En lugar de cremas de belleza sólo había encontrado en las tiendas zapatos, junto con cepillos, papel para escribir, caramelos ácidos, harina, herramientas de jardinería, fundas de almohada y guisantes secos, pero nada en cremas de belleza, ni pasta facial para maquillaje de fondo, ni cosa que ni remotamente se le pareciera.—Pero yo creía –decía la damisela en cuestión–, que no sería difícil encontrar un sitio que fuera al mismo tiempo salvaje y civilizado, ¿verdad?Supongo que se puede gozar de la frescura del aire lo mismo en un lugar que tengan crema de belleza que en otro que no la tengan. Veo que todo está muy mal organizado.El muchachito del día anterior seguía pregonando que quería irse a su casa, añadiendo que en el campamento no se podía hacer nada y que él había creído que lo llevarían a la playa.En otro grupito, los circunstantes se quejaban de que las tiendas dejaban pasar tremendas corrientes de aire, y que ellos no habían podido pegar el ojo en toda la noche. El escuchimizado secretario estaba más atareado y más ansioso que nunca. Iba de un lado para otro, intentando infundir un poco de ánimo y optimismo en las gentes, con una curiosa mezcla de exasperación y de entusiasmo.—¿No viene nadie más a la excursión? Es una excursión maravillosa, con un panorama espléndido, al otro lado de esas colinas... No, señora, no; lo siento, pero no hay manera de conseguir que le hagan la permanente aquí. Es totalmente imposible...Necesitamos más personas para la clase de gimnasia. No hay nada como la gimnasia... No; no he pensado en organizar una partida de manilla. No sé cómo se podría arreglar... ¿Hay alguien más que desee tomar parte en el campeonato de cricket? Vamos, vamos, necesitamos a siete personas más para completar un equipo de cricket...¿hay alguien que quiera jugar al “badminton”?... Sí, señora, las sábanas y colchones han sido debidamente aireados, se lo aseguro. Puede haber sido mosquito, pero de ningún modo una pulga... siento mucho esto que usted me dice de que la luna no le ha permitido conciliar el sueño, pero créame que yo no puedo hacer nada para remediarlo...No, no veo el modo de instalar calefacción central en las tiendas de campaña...En aquel momento, el secretario se dio cuenta de la presencia de Guillermo y una vez más aprovechó la ocasión para volcar toda su irritación sobre alguien que no estuviera en condiciones de poder resentirse de ello.—¿Aquí otra vez? –tartajeó, indignadísimo–. Creí que te había dicho ya que no te acercaras más por aquí. Si vuelvo a cogerte de nuevo...—Perfectamente –dijo Guillermo, con gran dignidad–. No tengo el menor interés en formar parte de este número de monos amaestrados.El secretario, con el rostro purpúreo de ira ante tamaña afrenta, alargó el brazo con ánimo de coger a Guillermo, pero éste saltó ágilmente por encima de la valla, echó a correr por la carretera y al llegar a la curva se volvió para sacar la lengua y hacer ademanes insultantes al secretario, quien seguía gesticulando furiosamente junto a la verja.Guillermo siguió carretera abajo, andando reposadamente; se había divertido mucho con aquel pequeño choque, pero se daba cuenta muy bien de que el incidente le impediría volver a visitar el campamento. El secretario estaría ojo avizor. Hasta incluso era posible que encargase a alguno de aquellos mocetones atléticos la tarea de castigarle cumplidamente si él volvía a poner los pies en el coto. En conjunto puede decirse que Guillermo no lo sentía. Ya había visto todo cuanto quería ver y por lo demás, se trataba de unos tíos chiflados. No quería perder más tiempo con semejantes sujetos. Sin dirección ni propósito anduvo por el pueblo, salió por el otro extremo, y se metió por un angosto sendero. No se encaminaba a ningún sitio en particular. Simplemente, dejaba que el destino se aprovechara de la ocasión y le deparara algo insospechado. Hacía ya algún tiempo que no había pasado por aquel sendero, pero recordaba muy bien que a mitad del camino había un gran caserón con un rótulo que decía: “Por alquilar”, y entonces se le ocurrió que podía ir a explorar sus posibilidades.Sabía por experiencia que las casas desiertas y vacías constituyen excelentes terrenos de juego, y sería estupendo poder ofrecer una casa deshabitada a Pelirrojo, Douglas y Enrique, cuando éstos regresaran. A menudo, en tales casas, se dejaban abiertas las ventanas de la planta baja o bien éstas se podían abrir fácilmente, y en todo caso, un jardín abandonado constituía una excelente selva virgen para ir de caza mayor o para jugar a indios. Siempre sería mejor que un campamento lleno de pringosos y aburridos lunáticos.Se acercó con cautela a la casa abandonada y miró por una rendija de la valla. Pero el destino le fue adverso. Ya no había el “Por alquilar”, colgado en el muro. Tras las ventanas habían puesto cortinas, el jardín estaba limpio y cuidado, y el césped recién cortado. Muy desilusionado, ya estaba a punto de volverse cuando apercibió a una muchachita pelirroja, que le estaba mirando desde una de las ventanas de la planta baja.Al encontrarse sus miradas, la muchachita hizo una mueca de ridiculez y desconfianza, a la vez muy expresiva. Guillermo le respondió con otra mueca, tan complicada y desafiadora como la de la niña. La chica en cuestión respondió a ello con una contorsión todavía más horrenda de sus facciones finas y, normalmente, bonitas.Guillermo, muy impresionado, pero determinado a no ser menos, aumentó la intensidad diabólica de su contorsionado rostro. Aquella silenciosa lucha mímica duró cuestión de cinco minutos y, de repente, la niña abandonó su puesto de observación y exhibición de muecas, tras los cristales de la ventana. Guillermo aguardó esperanzado.Al cabo de unos momentos se abrió la puerta principal, y de ella salió la niña, dirigiéndose hacia la verja del jardín.—Hola –dijo, de un modo que, aunque algo brusco, intentaba ser amistoso.El concurso de muecas había roto el hielo entre ambos.—Hola –respondió Guillermo.—La última que me has hecho estaba muy bien –dijo ella.—¡Oh! Es que he hecho mucha práctica –dijo Guillermo, modestamente, y añadió–: Las tuyas también han sido muy buenas.—¿Para qué has venido aquí? –preguntó la niña, dejándose de zalamerías y yendo al grano.—Oh... Pasaba por aquí... –dijo Guillermo, vagamente.—¿Quieres ser un pensionista? –le preguntó la niña–. Creí que querías ser pensionista.—¿Ser qué? –dijo Guillermo.—Pensionista –repitió la niña, con cierta irritación–, ¿Estás seguro de que no quieres ser un pensionista? El trato es muy razonable y no sé lo que vamos a hacer si pronto no llegan pensionistas.Guillermo se quedó mirándola unos instantes, asombradísimo.—No sé lo que quieres decir –dijo, por fin.—Entonces eres un estúpido –dijo la niña con severidad–. Jamás me he encontrado con nadie tan estúpido como tú. Bueno, menos en lo de hacer muecas, naturalmente. Ahora te lo voy a explicar todo: Verás, es que hemos alquilado esta casa para convertirla en pensión, pero no tenemos ningún pensionista, y no sé lo que vamos a hacer si no llegan los pensionistas pronto. Si tú no quieres ser pensionista, ¿no conocerías a nadie que lo quisiera ser? Las condiciones son muy razonables, la comida es muy buena y en todas las camas hay colchón de muelles.Guillermo seguía estupefacto, ante la vivacidad de la niña.—No, no conozco a nadie –dijo por fin.—Entonces procura buscar a quien sea –siguió diciendo la niña, con vehemencia–. Debe de haber gente por ahí. Tú vives aquí, ¿no es verdad?—S...sí –confesó Guillermo.—Entonces tendrías que conocer a varias personas que quisieran ir a vivir en una pensión. Tendrías que procurar que vinieran aquí tus amigos.Guillermo pensó en sus amigos...una pandilla abigarrada, despeinada y mugrienta más bien que otra cosa.—Es que –le explicó, con cierta reserva–, todos viven en sus casas.—Entonces, ¿no conoces a nadie que no viva aquí y que quiera venir a pasar las vacaciones?Tan acusadora e indignada se mostraba la chiquilla, que Guillermo se sintió miserablemente insuficiente, mientras mascullaba:—N...no. No conozco a nadie.La chiquilla dio un suspiro de exasperación.—No sé por qué todo el mundo es tan estúpido –dijo–. Bueno... ¿qué le vamos a hacer? –terminó diciendo, resignadamente.Y se volvió hacia la casa.Era una ocasión inmejorable para que Guillermo se largara también por su parte, dando por terminada aquella entrevista embarazosa, pero la chiquilla le atraía y le interesaba. Había en ella algo de indomable valor, de animoso desafío a los azares del destino, que le daba la sensación de que en ella había un alma hermana.—¡Eh! ¡Para un momento! –le gritó Guillermo–. Oye: Mira lo que te digo: Si encuentro a alguien que quiera ir a vivir en pensión le diré que tu casa es estupenda, y se la recomendaré.La muchachita se metió en su casa, sin responder. Sin embargo, a los pocos instantes, volvió a salir con un fajo de tarjetas en la mano. En cada una de estas tarjetas iba impreso lo siguiente: “Pensión Regina” Comida familiar Apacibles alrededores Condiciones moderadas Toda clase de confort —¡Toma! –le dijo la niña–. Dáselas a todas las personas que encuentres. Es preciso que tengamos pensionistas muy pronto; de lo contrario, no sé lo que vamos a hacer.—Sí, muy bien. Así lo haré –dijo Guillermo, metiéndose las tarjetas en el bolsillo.Le parecía que aquello de la pensión había sido tema de conversación durante demasiado rato, y ya empezaba a cansarse del sonsonete. Por consiguiente, pareció oportuno introducir otro tema de conversación.—¿A qué clase de juego te gusta más jugar? –preguntó a la muchacha.—A indios –respondió ésta, sin vacilar.Guillermo vio entonces que la intuición que había tenido de hallar en la niña un alma hermana estaba plenamente justificada.—A mí también –dijo–. Mira: Vente a jugar conmigo ahora mismo. Aquí cerca hay unos bosques estupendos para jugar a indios, y los amigos que suelen jugar conmigo están fuera.—¿Dónde están?—Han ido a la playa a pasar las vacaciones.—¿Por qué no vinieron aquí? –dijo la muchacha, con gran indignación–.No podrían haber encontrado mejor sitio para pasar las vacaciones que en nuestra pensión.—Sí, pero aquí no hay mar –objetó Guillermo.—¿Que no hay mar? –repitió la muchacha, con la misma indignación–.¿Y para qué quieren el mar?—Pues..., porque..., mira, les gusta –dijo Guillermo, como excusándose–. Nada, no te preocupes; tú ven a jugar conmigo a indios en el bosque.—¡Pero si no puedo! –exclamó la niña–. Tengo que quedarme aquí para ayudar a mamá por si viene alguien y tú tienes que ir a buscar a alguien que quiera venir a la pensión.—Bueno; pues me voy –dijo Guillermo.Y echó a andar carretera adelante.A la hora de la comida, Guillermo se acercó a su madre, empleando todos sus recursos de astucia y diplomacia, diciéndole:—Tienes cara de estar cansada, mamá.—¿Ah, sí? –dijo la madre de Guillermo, en cuanto hubo recobrado el uso de la palabra–. Pues me encuentro muy bien, gracias.—Me parece que te sentarían muy bien unas vacaciones, ¿no? –insistió Guillermo.—Claro que sí. Pero el mes que viene nos vamos a la playa y podré descansar cuanto quiera, entonces.—Pero, ¿no te gustaría irte a otra parte, antes del mes que viene? –sugirió Guillermo.—Sí, pero no puedo, hijo. Tu padre no puede dejar la oficina todavía.—Bueno, pero no tendríais que ir muy lejos. Sé que hay cierto sitio a la salida del pueblo que es estupendo, con moderado confort y toda clase de condiciones, y comida apacible, además.—No digas tonterías, hijo mío –dijo su madre, negándose a entablar discusión alguna sobre aquella maravilla.La siguiente persona a quien abordó Guillermo fue la esposa del boticario, se encontró con ella por casualidad, mientras la boticaria iba muy apresurada por la carretera. Guillermo fue derecho al grano, sin perder tiempo con explicaciones preliminares.—Muy buenas tardes tenga usted –le dijo con gran cortesía–. Le notifico que conozco un sitio estupendo donde usted puede pasar unas vacaciones estupendas, si quiere. Está muy cerca de aquí y posee moderado confort, toda clase de condiciones y comida apacible. Estoy seguro de que si usted lo viera...La señora del boticario con un gesto lo apartó de su camino.—Sí, niño –le dijo–. Estoy segura de que será un juego muy bonito, pero ahora no tengo tiempo de jugar. Tengo mucho que hacer.—Es un sitio magnífico –insistió Guillermo–. Es un sitio que, cuando usted lo vea, estará muy contenta de que yo se lo haya indicado. Tiene moderado...Pero la señora del boticario ya no podía oírle.Lenta y desconsoladamente, Guillermo volvió hacia la Pensión Regina. La niña de la casa salió a recibirle en cuanto le vio venir.—¿Has conseguido algo? –le preguntó vivamente.—No –dijo Guillermo–. He probado con gran empeño pero nadie quiere venir. Mira, lo mejor que puedes hacer es venirte a jugar a indios conmigo.—Ya te he dicho que no iré a jugar a indios contigo hasta que tengamos un cliente para la pensión.—Pues si no quieres jugar a indios, acompáñame y te enseñaré un campamento ridículo que hay ahí en la carretera, un poco más arriba. Yo no puedo acercarme mucho porque hay un tío que se pone como loco en cuanto me ve, pero te aseguro que es un espectáculo que vale la pena. Te reirás, ya verás.—¿Has dado a alguien alguna de esas tarjetas que te di?—Pues no. No he tenido ocasión.—Bueno, pues yo ya estoy harta de verte por aquí sin hacer nada. Vete ya y no me hagas perder más tiempo.Diciendo esto, se coló en la casa y cerró dando un portazo.Guillermo dio media vuelta y se fue lentamente, carretera adelante. Tenía el convencimiento de que él tenía que sentir antipatía hacia aquella niña y no sentir deseos de volver a verla.Era una de las personas menos razonables con quien había topado en toda su vida, y en cuanto a personas poco razonables, Guillermo había topado con muchas. Pero, a pesar de todo, la niña no le era nada antipática, y hasta deseaba volver a verla. Le parecía que una amistad sostenida con ella sería estimulante y emocionante. Y es que Guillermo siempre prefería a los que se peleaban con él, en lugar de preferir, como podría parecer más lógico, a los que estaban siempre de acuerdo con él.Así pues Guillermo se adentró en el bosque, a cazar leones imaginarios hasta que se cansó del juego y entonces, no atreviéndose a acercarse de nuevo a la casa de la niña, se encaminó con gran cautela hacia el campamento de la Asociación de Vacaciones al Aire Libre. Allí vio que las actividades habituales del campamento proseguían su curso normal, pero con la misma atmósfera de aburrimiento e indiferencia flotando en el ambiente.El joven atleta dirigía su clase de gimnasia, dando las instrucciones con una voz más gangosa que nunca y parándose aún más a menudo que antes para estornudar o sonarse las narices. El grupo de descontentos era el mayor y más animado del campamento. A oídos de Guillermo llegaron varias observaciones interesantes.—Es la humedad. A la fuerza tiene que ser la humedad. Jamás había padecido reuma hasta ahora.—Y yo tengo dispepsia desde que llegué aquí. La comida es muy poquita cosa y, además está pésimamente guisada. Todo está muy mal organizado.—Hola, tú.Guillermo miró a su alrededor, para encontrarse con aquel chiquillo que berreaba porque quería volver a su casa, que le estaba mirando fijamente.—Hola –le respondió Guillermo.—¿Cómo te llamas?—Guillermo. ¿Y tú?—Rodrigo. ¿Dónde vives?—Aquí.—¿Aquí? ¿En este sitio tan espantoso? Nunca había estado en sitio tan espantoso y aburrido como éste.—Pues este sitio no tiene nada de espantoso ni aburrido –dijo Guillermo, muy indignado, alzándose en defensa de su pueblo natal–. Es un pueblo mucho mejor y más divertido que el pueblo donde tú vives, ¡et!—¿Ah, sí? ¿Eso crees? –dijo el chiquillo, sarcástico–. Pues deja que te diga que te equivocas. Es el sitio más triste y aburrido que he visto en mi vida. ¡Aquí no ocurre nunca nada!—¿Ah, no? ¿Eso crees? –dijo Guillermo–. Pues deja que te diga que el que te equivocas eres tú.—Dime qué ocurre, pues; anda, dime qué ocurre.Guillermo se quedó un instante sin saber qué decir, pero en seguida se acordó de sus más recientes actividades.—En primer lugar te diré que hay un león en el bosque.—Apuesto a que no.—Pues perderás la apuesta, porque está ahí dentro.—¿Y cómo entró en el bosque?Guillermo se quedó callado, pensando en alguna explicación convincente de la presencia del león en el bosque.—Se escapó de un circo –dijo por fin.—No lo creo.—Pues es así.—Pues no lo creo.—Muy bien –dijo Guillermo–. Espérate y verás.—¿Qué es lo que veré?—No sé si lo verás, pero estoy seguro que lo oirás esta noche o la próxima. Mucha gente lo ha oído rugir por la noche.—¡Otra bola! ¡A que no!—Bueno. Ya lo verás.La inoportuna incredulidad del muchachito había excitado todo el ardor combativo de Guillermo, quien se convenció de que su honor iba involucrado en la existencia del león.Era “su” león, y aquel chiquillo despreciable lo había insultado...—Muy bien, muy bien –siguió diciendo Guillermo, con una breve risilla siniestra–. Aguarda hasta la noche.Pensaba Guillermo que sería muy sencillo acercarse de noche y soltar un rugido desde el otro lado del seto contiguo a la tienda donde dormía el chiquillo. ¡Ya le enseñaría él!En aquel momento, el atribulado secretario volvió a reparar en la presencia de Guillermo y se dirigió hacia él para echarlo. Mientras Guillermo se iba, el chiquillo todavía le gritó con irrisión:—¿Un león? ¡Un cuerno!Pero al anochecer se extendió por el campamento el rumor de que un león, escapado de un circo, vagaba por el bosque del pueblo, y la atmósfera se cargó de electricidad.—¡Tonterías! –iba diciendo el cansino secretario–. ¡Tonterías! ¡Jamás he oído necedad semejante!—Pero Rodrigo habló con un chico que lo había visto.—Tonterías. Eso es, solamente un invento de Rodrigo.—No, señor.Perdone usted, pero Rodrigo dice siempre la verdad. El otro chico con quien se encontró Rodrigo había visto con sus propios ojos el león en el bosque y por poco el león lo pilla. Afortunadamente, Rodrigo no lo cree, pero yo estoy seguro de que es verdad. Si no lo fuera, ¿qué interés tendría ese chico en propalar semejante rumor?—No sé. Pero yo no creo ni una palabra de todo eso.—Tal vez empiece a creerlo cuando se despierte mañana para encontrarnos a todos despedazados.El nerviosismo fue en aumento a medida que avanzaba el crepúsculo, y las personas que se habían burlado del rumor a primera hora de la tarde, se volvieron silenciosamente aprensivas.—Preferiría cualquier otra clase de muerte –decía una mujercita pequeña y vivaracha que se había unido a los del campamento para completar su colección de flores del campo–. ¡Es tan poco digno eso de morir despedazada por un león! Preferiría morir ahogada o fulminada por el rayo, o hasta aplastada por un terremoto.El cazador de mariposas exigía perentoriamente que le cambiasen de sitio en la tienda, apartándole de la abertura con sus corrientes de aire.—No tengo ninguna experiencia en cuestión de fieras –decía–; jamás he visto parque zoológico alguno. Me parece que aquí deberíamos tener a alguien que entendiera de esas cosas, alguien que hubiese vivido en el extranjero o que hubiera visto películas de fieras o algo parecido.Guillermo, naturalmente, estaba seguro de que no había allí ningún león, pero estaba decidido a asustar con su león inventado a cierto muchachito irónico y antipático, llamado Rodrigo. Al caer la noche Guillermo salió silenciosamente de su casa y se dirigió al campamento. Una vez llegado, fue avanzando pegado al seto hasta encontrarse detrás de la primera tienda, pasó a través del seto bien que mal y se puso contiguo a la tienda, junto a su parte posterior. Entonces emitió su rugido. Una gran práctica en juegos tales como “Leones y Domadores”, “Caza Mayor” y “Parque Zoológico” (todos ellos juegos de su propia invención), había proporcionado a Guillermo facultades suficientes para emitir un buen rugido. El tal rugido lo había practicado asiduamente. Naturalmente, Guillermo no sabía en qué tienda dormía el antipático Rodrigo, y por lo tanto, decidió rugir por turno junto a cada una de ellas. Así, pues, fue de una a otra, tropezando con las cuerdas que sujetaban las tiendas, dando de cabeza en las lonas y rugiendo ferozmente en los intervalos. Tan quietas y silenciosas estaban las tiendas que Guillermo creyó que sus habitantes estarían durmiendo a pesar de sus rugidos (aunque tenía esperanzas de que Rodrigo los oyese aunque sólo fuese en sueños), pero, al salir del campamento, arrastrándose, protegido por las tinieblas, oyó un agudo chillido, tan intenso que parecía hendir la bóveda del firmamento. Era la señora gorda que tenía un ataque de nervios.Al día siguiente, Guillermo se levantó para encontrarse de nuevo con otro día sin compañeros. Pensó melancólicamente en la chiquilla de la Pensión Regina. Habría sido una compañera de juegos ideal. ¡Si él pudiera encontrar a alguien que quisiera ir a pasar las vacaciones en la pensión! Se metió las manos en el bolsillo para contemplar las tarjetas de propaganda que ella le había dado; pero el bolsillo estaba vacío. Las tarjetas se le habrían caído la noche anterior cuando se arrastraba por los linderos del campamento. Iría a buscar más y él mismo iría a repartirlas por todas las casas del pueblo. Muy animado con la idea, echó a andar hacia el camino donde había la pensión, dando un rodeo para pasar por el campamento, con objeto de cambiar cuatro palabras con el incrédulo Rodrigo y preguntarle si había oído rugir el león la noche anterior. Pero con gran sorpresa vio que estaban desmontando las tiendas. Mientras varios mozos de tipo atlético se encargaban de ir enrollando cuerdas y doblando lonas, una pequeña procesión de personas, con sus maletas en la mano iba saliendo por la verja. Sin embargo, la procesión no se dirigía hacia la estación, sino que iba en sentido opuesto, porque aunque nada ni nadie podría persuadir a aquellas personas para que pasaran otra noche expuestas al ataque del noctámbulo león de la localidad, sin embargo, nadie quería volverse a su casa, abandonando las vacaciones empezadas. Y daba la casualidad de que en la misma noche en que al león del pueblo se le ocurrió ir a visitar el campamento, no se sabe quién había esparcido por el suelo del campamento un sinfín de tarjetas con la dirección de la pensión local.Los que formaban parte de la procesión iban conversando animadamente, mientras proseguían su camino.—Me quedé paralizada de terror.—Yo ya sabía que lo único que hay que hacer en tales circunstancias es quedarse petrificada, sin moverse ni chistar. Eso dicen todos los libros que tratan de animales y fieras. Lo tuve tan cerca que hasta le oí respirar.—Yo lo hubiera dado todo para poder dormir en una verdadera cama y dentro de una verdadera habitación. Y poder sentarme en una verdadera mesa para que me sirvieran una verdadera comida. Las gachas estaban completamente frías cuando me las sirvieron esta mañana.Guillermo siguió la procesión hasta la pensión, que inmediatamente se transformó en una escena de gran actividad. Guillermo aprovechó un momento para decir a la niña:—¿Quieres venir a jugar a indios conmigo, “ahora”?—?”Ahora”? –exclamó ella, horrorizada–. ¿Ahora, dices? ¿Cuando todos estamos tan ocupados en esta casa?Pero de pronto, pareció transigir.—Vendré mañana quizás. A última hora de la tarde, porque estaré atareada todo el día.Al día siguiente Guillermo compareció de nuevo en la pensión para reclamar lo prometido. Una atmósfera de paz y felicidad flotaba por la pensión. Se oía la música de una gramola, procedente de una sala, por cuya puerta entreabierta se veían parejas bailando. En otro salón había más gente, jugando a las cartas. Otras personas estaban en el jardín, cómodamente echadas en sendas gandulas. Un grupo de jóvenes atléticos regresaban en aquel momento de una excursión. El atribulado secretario (con un aspecto menos atribulado que antes) estaba hablando con la madre de la niña, junto a la puerta principal.—Todo está perfectamente –decía–.Es muy satisfactorio. Creo que en el futuro voy a escoger este sitio como local de nuestra asociación. La lona no puede decirse que haya sido un éxito.Entonces salió la niña para unirse a Guillermo.—Mañana iré contigo –le dijo–, porque ahora ya tenemos bastantes camareras. Estamos completamente llenos de clientes ahora y los que no caben en la casa los hemos repartido por las casas próximas. Oye –añadió–, ¿no te parece curioso y divertido que vinieran así, todos de una vez? No sé cómo se les ocurriría.Guillermo se quedó callado. Le hubiera gustado muchísimo poder vanagloriarse de haber sido él la causa de todo, pero todo lo que sentía en aquellos momentos era un gran sentimiento de culpa por haber perdido las tarjetas que la niña le había dado.—Yo tampoco –dijo–. Supongo que ocurrió así porque tenía que ocurrir.Guillermo el invisible
Bueno, pues este hombre que os digo, encontró algo que le hacía invisible –decía Guillermo–. Empezó a mezclar cosas y líquidos y demás hasta que descubrió una mezcla que le hacía invisible, y entonces... bueno, entonces se volvió invisible y lo pasó bárbaro.
—Pero eso es un cuento –dijo uno de los que le escuchaban–, y no ocurrió de verdad.—¡Pues claro que ocurrió de verdad! –exclamó Guillermo.Por casualidad había oído cómo Roberto y Ethel hablaban de la película titulada “El hombre invisible”, y había creído que hablaban de algo que había ocurrido en serio, como si fuese un verdadero hecho histórico.Aquella idea no le pareció a Guillermo que tuviera nada de absurdo.Guillermo tenía un criterio muy amplio y en su opinión, no había nada que no pudiera ocurrir en la vida ordinaria. En realidad, siempre había encontrado que la vida ordinaria era pródiga en milagros.—¡Pues claro que ocurrió de verdad! –repitió–. Ese hombre que os digo mezcló varios ingredientes y vio que la mezcla le hacía invisible. Y es que uno no sabe nunca lo que va a ocurrir cuando empieza a mezclar ingredientes. Es natural que no se sepa. Hay gente que va mezclando ciertas cosas y luego descubren...Se detuvo un momento a pensar, y añadió:—Descubren el gas y la electricidad y cosas así.Los conocimientos generales de Guillermo eran bastante esquemáticos, pero, afortunadamente para él, también lo eran los de sus auditores.—Y hay un montón de cosas que nadie ha mezclado hasta ahora –prosiguió diciendo–, y por lo tanto nadie sabe qué resultará de todo ello, si se mezclan. Pues como os digo, ese hombre encontró ciertas cosas que nadie había mezclado antes y que una vez mezcladas le hacían invisible. Apuesto a que si yo mezclara cosas y más cosas durante mucho tiempo, tarde o temprano daría con algo que también me haría invisible.—¡Anda! Eso sí que no lo creo –dijo firmemente un joven incrédulo.—¿Qué te apuestas? –le preguntó Guillermo.—No me apuesto nada –dijo el joven incrédulo, precavidamente–. Sólo digo que no lo creo. No podrás encontrar nada que te haga invisible, por más que mezcles.—¿Ah, no? –dijo Guillermo.—No –insistió el joven incrédulo.Un murmullo en el grupo de muchachos demostró bien a las claras que la mayoría opinaba igual que el joven incrédulo.Guillermo, que había lanzado su teoría con cierta indiferencia, se vio obligado a llevarla a la práctica contra viento y marea.—¿Crees por ventura –dijo con deliberada e impresionante firmeza– que no sé de lo que estoy hablando?—Sí –respondió simplemente el joven incrédulo.—Bueno, pues entonces, oídme todos –dijo Guillermo adoptando su mejor estilo oratorio–. Voy a probar de explicároslo si me escucháis atentamente. Supongamos que yo mezclara dos cosas y descubriera el gas...—Tú nunca lo hiciste –dijo el joven incrédulo.—Nunca hice, ¿qué?—Nunca descubriste ningún gas.—Yo no he dicho eso.—Sí que lo has dicho. Has dicho que mezclaste dos cosas y descubriste el gas. Bueno, pues, demuéstralo.Demuestra que descubriste el gas...—Yo nunca he dicho que lo descubriera –dijo Guillermo, irritado–.Quisiera que os limitarais a escuchar lo que digo y dejarais de discutir.—El gas ya existía antes de que tú nacieras –siguió diciendo apasionadamente el incrédulo–. Ya existía el gas en tiempos de Carlos V.—No digo lo contrario –dijo Guillermo–, y si no paras de hablar y discutir e interrumpir, te haré callar por la fuerza.Y volviendo a adoptar su mejor estilo oratorio, prosiguió:—Bueno, lo que yo quiero decir es que los hombres que mezclaron cosas y descubrieron el gas y la electricidad y todo lo demás, no sabían qué iban a descubrir y poco se pensaban que lo que descubrirían sería el gas y la electricidad, sino que fueron mezclando cosas y más cosas hasta que les salió el gas y la electricidad. Y apuesto a que si se van mezclando cosas y más cosas para descubrir la invisibilidad, al final hete aquí que la invisibilidad queda descubierta, igual que el gas y la electricidad y otras muchas cosas.El incrédulo abrió la boca para decir algo, pero encontrándose su mirada con la de Guillermo, prefirió cerrar la boca sin decir nada.—Apuesto –prosiguió diciendo Guillermo en el tono de quien intenta convencerse a sí mismo tanto como a sus oyentes–, a que si yo fuera mezclando cosas y más cosas durante mucho tiempo, es seguro que más tarde o más temprano, encontraría algo que me haría invisible.—Muy bien; hazlo pues –dijo un muchacho pelirrojo que estaba en la última fila del grupo.—Sí, señor. Lo haré –dijo Guillermo–. Y apuesto a que no tardaré mucho tiempo en lograrlo. No estaré tanto tiempo, ni de mucho, como estuvieron mezclando cosas esos inventores que descubrieron el gas y la electricidad. Me parece a mí que la gente se pasa demasiado tiempo intentando hacer cosas. ¡Los años que han tardado en poder trepar al Everest! Yo lo habría hecho en seguida. Habría ido subiendo arriba y más arriba hasta llegar. Es lo mismo que querer ir a encontrar el Polo Norte.—Al oírte hablar –dijo lentamente el incrédulo de marras– cualquiera diría que fuiste tú quien hizo el mundo. Primero has dicho que descubriste el gas y la electricidad y ahora nos dices que trepaste por el Everest y descubriste el Polo Norte.Guillermo lo cogió, lo derribó al suelo y se sentó sobre la cabeza del incrédulo.—Pruébalo –decía la voz amortiguada del incrédulo desde debajo de Guillermo–. Pruébame que descubriste el Polo Norte.—No hablo del Polo Norte dijo Guillermo–, sino de la invisibilidad.Y volviéndose hacia el grupo de oyentes, prosiguió.—Lo que os estoy diciendo es que es tan probable que yo descubra la invisibilidad como lo fue que esas otras personas descubrieran el gas, la electricidad y demás inventos. Todo es cuestión de suerte. Esos inventores fueron mezclando cosas y más cosas hasta que dieron con sus inventos, y yo apuesto a que voy a descubrir la invisibilidad del mismo modo y mucho más pronto que ellos.—Pues anda, hazlo –le desafió el muchacho pelirrojo.—Sí, lo haré.—¿Cuándo? ¿Dentro de una semana?—Sí. Podéis venir aquí mismo dentro de una semana justa y estoy seguro de que para entonces ya lo tendré dispuesto.—¡Ya lo creo que vendremos! ¡Y lo que nos vamos a reír!—¿Ah, sí? –dijo Guillermo, levantándose del asiento que le había proporcionado la cabeza del incrédulo y avanzando amenazadoramente hacia sus oyentes, los cuales se retiraron en buen orden.—Demuestra que fuiste tú quien descubrió el Polo Norte –volvió a decir el incrédulo, tocándose la quijada para asegurarse de que no había quedado dislocada de un modo permanente–. Esto es todo lo que quiero. Que me lo demuestres.Pero Guillermo ya estaba camino de su casa. Parecía muy decidido, muy diligente y hasta un poco preocupado.No abrigaba la menor duda sobre sus facultades para descubrir el secreto de la invisibilidad, pero, tal vez una semana había sido un lapso de tiempo demasiado corto, para comprometerse a ello en tan breve período.Sin embargo, no perdió ni un momento para dar principio a sus experimentos. Al día siguiente por la mañana durante la lección de ciencias, en lugar de contentarse con el sencillo experimento que les había ordenado el profesor, Guillermo mezcló en un tubo de ensayo un poco de todo lo que había en los frascos a su alcance. El resultado fue una explosión tan ruidosa e impresionante que al principio hasta creyó haber alcanzado su objetivo, pero los ulteriores acontecimientos dejaron bien demostrado que seguía siendo visible y tangible, a lo menos por lo que se refería al iracundo profesor de ciencias. El experimento siguiente consistió en substraer, por separado, de los frascos del laboratorio, unos cuantos productos químicos, llevárselos a su casa y allí mezclarlos secretamente, en su dormitorio.También en este caso el resultado fue explosivo. La tremenda detonación hizo que su padre y su madre echaran a correr escaleras arriba, y los acontecimientos ulteriores le demostraron una vez más que el experimento había fracasado. Entonces experimentó de otro modo. Cogió varias hierbas del jardín que cuidaba su madre y se frotó con ellas el cuerpo, mientras permanecía en el centro de un círculo mágico formado por setas, deseando ardientemente al mismo tiempo que cayera sobre él la gracia de la invisibilidad. No le sirvió de nada, de modo que cuando llegó el día fijado como límite del período experimental, Guillermo ya no era un hombre de ciencia realizando experimentos, sino que era un mago disponiendo sus trucos.La tarde del día anterior fijado para la publicación de su descubrimiento, Guillermo fue a visitar la escena donde había tenido lugar su jactanciosa temeridad y examinó cuidadosamente la disposición del terreno.Había un estanque allí cerca, pero le pareció que no podría utilizarlo de ningún modo. Del estanque se extendía una especie de grieta, demasiado angosta para poder ser denominada zanja o canal que, generalmente, estaba llena de agua, pero en aquellos momentos estaba seca, como resultado de la prolongada sequía. Aquella angosta zanja estaba fangosa en el fondo y toda cubierta de ortigas, bardanas y otros hierbajos que ocultaban completamente su abertura. No era un sitio nada agradable para pasarse allí unas horas, pero la alternativa era una pérdida segura de su prestigio.***
Se juntaron unos cuantos muchachos en el lugar donde habían acordado reunirse de antemano. Esta vez había más que cuando Guillermo se había jactado de descubrir el secreto de la invisibilidad, porque el rumor se había extendido y algunos de los antiguos enemigos de Guillermo se habían apresurado a acudir a la cita, con ánimo de divertirse presenciando su pública y vergonzosa derrota, que ya anticipaban alegremente.Hacía ya algún rato que los muchachos se hallaban allí reunidos. Por el ambiente flotaba una atmósfera de gran expectación y grandísima emoción.Se hacían apuestas en favor y en contra de Guillermo. El incrédulo de marras se hallaba delante de todos, musitando con gran indignación:—Dijo que él había descubierto el gas, que él había descubierto la electricidad, que había trepado hasta la cumbre del Everest, y que había descubierto el Polo Norte. También dijo que podría hacerse invisible.“Pues demuéstralo”, yo le dije, y él no pudo demostrarlo. Al oírle uno diría que fue él quien creó el mundo.De pronto se oyó la voz de Guillermo, y se hizo el más profundo silencio.—Señores, ya lo he dicho. Todo, menos los zapatos. No he podido lograr que el cuero se haga invisible.Puedo volverlo invisible todo; todo, excepto el cuero.Todo el mundo miró a su alrededor, boquiabierto. De pronto, con un grito de excitación, uno de los circunstantes señaló hacia los zapatos de Guillermo, que estaban dispuestos sobre la hierba, en un ángulo perfectamente convincente.—¡Hombre! –exclamó alguien–. ¿Estás ahí, Guillermo?—Claro que estoy aquí –respondió la voz de Guillermo–. He pasado lo mío antes de descubrirlo, pero al final lo he descubierto. Soy completamente invisible.Un niño pequeño que estaba en primera fila se echó a llorar ruidosamente y fue sacado de allí por su hermana mayor. Se hizo otro silencio..., el silencio de las grandes sorpresas y de las grandes consternaciones.—¿Estás... estás de veras ahí, Guillermo? –preguntó una niña en tono de gran admiración, muy satisfactorio para Guillermo–. Yo ya dije que lo harías, porque tú siempre haces cosas raras. ¿Estás ahí de veras con los pies metidos en los zapatos?—Claro que estoy aquí –repuso Guillermo.El incrédulo de marras dio unos pasos adelante y pegó un tremendo pisotón en uno de los zapatos. Guillermo, que no perdía de vista la escena, a través de un tupido velo de bardanas y ortigas, soltó un aullido muy convincente.—¡Repítelo! –exclamó, encolerizado–. ¡Repítelo y verás la patada que te doy!El grupo de admiradores se retiró a respetuosa distancia.—¿Te hice daño? –preguntó el incrédulo.—Tú dirás –le respondió Guillermo–. Písate tú mismo y verás.—Pues no me pareció que hubiera ningún pie dentro del zapato –dijo el incrédulo, sin querer convencerse del todo–. Tuve la impresión de que el zapato estaba vacío.—¡Pues claro! –exclamó Guillermo en tono zumbón–. La invisibilidad es igual que la vaciedad. Se siente lo mismo. ¿O es que no lo sabías?.—Y si yo te diera un fortísimo puñetazo, ¿lo sentirías?—Pruébalo –dijo Guillermo en tono amenazador–, y verás lo que recibes.La invisibilidad le hace a uno diez veces más fuerte de lo que es de ordinario.La multitud se apartó un poco más, y se hizo de nuevo silencio.—¿Cómo lo has hecho, Guillermo?–le preguntó la niña admiradora.—No os lo voy a decir –dijo Guillermo–, porque todos haríais lo mismo y luego habría una confusión tremenda.—¿Y puedes hacerte otra vez visible, si quieres?—¡Claro que sí!—Pues hazte visible ahora –le conminó el incrédulo–. ¡Anda! ¡Hazte visible ahora mismo!—No me da la gana.—Porque no puedes. Eso es. Porque no puedes. Te has hecho invisible y ahora no puedes volverte visible y te morirás de hambre. Eso es. Te morirás de hambre.—¡Oh, Guillermo! –gimió su pequeña admiradora.—No; no me moriré de hambre –le aseguró Guillermo–. Sé perfectamente cómo he de hacer para volverme visible otra vez. Me he ejercitado en ello.Me puedo volver visible o invisible cuando quiera. Puedo volverme visible e invisible tan rápidamente que os dará mareos verme.—Pues hazlo.—No. No quiero hacerlo ahora.—Entonces anda –le incitó el incrédulo, de pronto–. Anda para que veamos cómo se mueven los zapatos.Se hizo un momento de silencio antes de que Guillermo respondiera, diciendo:—Eso no puedo hacerlo yo. Cuando uno es invisible tiene el cuerpo ligerísimo; tan ligero tengo el cuerpo que no podría mover los zapatos. Pero puedo quitármelos, o mejor dicho, puedo salir de ellos dando un salto, que es lo que estoy haciendo ahora.Ya he salido de los zapatos y estoy dando saltos por ahí, descalzo. Ahora me he vuelto a meter en ellos y estoy aquí de pie, quieto. Ahora ya he salido otra vez y vuelvo a dar brincos.Acabo de pasar por tu lado, Jorge.¿No lo has sentido?Jorge palideció y se estremeció.—Ahora me vuelvo a mi casa para hacerme visible, y no me llevo los zapatos porque son demasiado pesados para una persona como yo que es invisible. Adiós. Me voy pitando.Tan convincente fue el tono de Guillermo, que todas las miradas se volvieron en dirección a su casa, como si con los ojos estuvieran siguiendo la invisible figura.Durante unos momentos permanecieron todos silenciosos e inmóviles; de pronto pareció como si se hubiera roto el hechizo y todos a una, como un solo hombre, cayeron sobre los zapatos, examinándolos con todo detalle en su interior y en su exterior, buscando indicios de la invisible presencia de Guillermo, tocándolos con las puntas de los dedos nada más, como si se hallaran medio preparados para dar una patada invisible todavía.—¡Mira! –exclamó la pequeña admiradora, muy excitada–: Ahí dentro llevan su nombre. “G. Brown”.¡Mira! Son sus zapatos. Sí que ha sido él el que habló. ¡Era invisible de veras!Guillermo, dándose cuenta de que a continuación procederían probablemente a la exploración del terreno, procuraba escurrirse a lo largo de la angosta zanja. Tan angosta era la zanja que casi no había espacio en ella para arrastrarse. Durante su trayecto a rastras tuvo que pasar por varias charcas cenagosas y como Guillermo tenía que arrastrarse como una serpiente, con la cara adelante y hacia abajo, pronto el cabello, la nariz y la cara entera quedaron completamente cubiertos de barro. La zanja describía, de pronto, un ángulo casi recto y seguía luego por el borde del campo.Precisamente en el momento en que Guillermo acababa de dar la vuelta al ángulo, uno de los más avispados del grupo descubrió la existencia de la zanja.—¡Mirad! ¡Quizá se esconde ahí dentro!Muy excitados empezaron todos a explorar la zanja, apartando la bardana y demás hierbajos y sondeando la profundidad de la zanja con palos.—No. No está aquí.—Además no pudo haberse metido aquí. Es demasiado estrecho eso.—Y no ha salido; de modo que si hubiera estado aquí, aquí estaría todavía.Guillermo se apresuró en su carrera cenagosa, procurando alejarse lo más, antes de que otro chico avispado sugiriera la idea de ir siguiendo la zanja para ver adónde iba a parar. Donde iba a parar la zanja, después de meterse debajo de un seto, era en un jardín y Guillermo se encontró, por lo tanto, dentro de un jardín, quedando, de momento, algo desconcertado por el cambio de paisaje, pero enseguida vio que tan imposible para él era salir de su escondite como volverse atrás. Desde su escondite oía las voces excitadas de sus ex oyentes, mientras iban explorando la escena de su misteriosa hazaña.—No pudo haberse subido a un árbol, porque aquí no hay árboles y tampoco pudo meterse en el estanque porque se habría ahogado.Después de todo, iba pensando Guillermo, con su proverbial optimismo, mientras se iba escurriendo por su cenagoso camino, si la zanja entra en un jardín, debe también salir de él por otra parte. En realidad, el jardín, le sería de una preciosa ayuda, ya que impediría que sus perseguidores le siguieran el rastro. Pasado el jardín, saldría de la zanja y se iría tranquilamente a su casa, y si, por el camino se encontraba con los investigadores, les diría con toda la frescura, que había vuelto a hacerse visible, explicando al mismo tiempo la presencia de aquel barro que le cubría como formando parte del misterioso proceso necesario para recobrar la visibilidad.Con gran lentitud y suma cautela, prosiguió Guillermo su camino. Aunque no veía nada, el jardín le parecía, por lo que oía, estar lleno de gente. Se percibía el rumor de varias voces.De pronto, se quedó estupefacto, al oír la voz de su madre junto al borde de su escondrijo.—Mi otro hijo tiene sólo once años –decía la buena señora.—¡Oh, qué bien! –exclamaba la otra voz–. Los niños, cuando son pequeños, ¡son tan agradables!—¡Hum...! Sí... –dijo la madre de Guillermo, sin mucho entusiasmo.Guillermo recordó entonces que aquella tarde su madre, junto con Roberto y Ethel, sus dos hermanos, tenían que haber asistido a una fiestecilla. Él, Guillermo, también había sido convidado, ya que la dueña de la casa había invitado a pasar unos días con ella a unos sobrinos, de edades aproximadas a la de Guillermo, pero tanto la señora Brown como el mismo Guillermo habían sido igualmente reacios a aceptar la invitación.Guillermo aborrecía con todo su corazón las fiestas que daban las personas mayores y, tal como hasta su propia madre tuvo que admitir, no aparecía nada ventajosamente en ellas. Guillermo, volviendo a pensar en su problema presente, decidió ir siguiendo la zanja hasta su salida del jardín, y luego... se detuvo, en aquel momento, desconcertado, porque la zanja, en lugar de quedar a cielo abierto, se transformaba en un angosto agujero que se perdía en el suelo. Sin embargo, a Guillermo no le arredraba un pequeño detalle como aquél, y discurrió que la zanja debía de volver a salir a cielo abierto en algún otro sitio; por lo tanto él se metería en el agujero, bajo tierra y volvería a salir a la luz del día cuando así lo hiciese la zanja, e inmediatamente se encogió cuanto pudo para penetrar en el cenagoso agujero. Pudo penetrar unos cuantos centímetros y entonces, lleno de horror sintió que alguien le tiraba de las piernas, y a continuación se sintió arrastrado al exterior para encontrarse encima de la hierba, en un rincón del jardín, mientras tres muchachos le estaban contemplando asombrados, boquiabiertos y perplejos.En realidad, Guillermo presentaba la facha de un objeto curiosísimo. De la cabeza a los pies iba cubierto de barro, de un barro sobre el cual se había pegado una especie de vestido variopinto, hecho con hierbas y hojas de los árboles. Mientras estaba sentado sobre el césped, jadeante, hasta su mismo aliento parecía consistir en hojas secas, hierba y barro. Sólo el blanco de sus ojos brillaba de un modo sobrenatural, en medio de tanta porquería.—Es un salvaje subterráneo –dijo entusiasmado, el mayor de los tres muchachos–. ¿No dije yo siempre que había salvajes bajo tierra? Viven bajo tierra y andan por túneles. Éste iba a meterse dentro de su túnel. Lo cogimos a tiempo.—Es mío. Yo lo vi primero.—Pero no habrías podido cogerlo si no hubiera sido por mí. Yo fui quien lo agarré.—Pues lucharé contigo y será del que gane.—Bueno. No vayamos a pelear por él. Será de los tres. Al fin y al cabo, los tres lo descubrimos casi al mismo tiempo.—Muy bien. ¿Y qué vamos a hacer con él? ¡Qué facha tiene! ¿No te parece?Los tres se quedaron contemplando a Guillermo en maravillado silencio, mientras Guillermo seguía expeliendo por el aliento hierbas y barro.Guillermo se dio cuenta de que estaba metido en un atolladero.Comprendió que sería un disparate revelar su identidad y lo que le traía metido en la zanja. La historia correría por el pueblo y adiós su leyenda de invisibilidad. Mejor era seguirles la vena y pretender escapar en la primera ocasión propicia que se le presentase.—Está completamente cubierto de barro –dijo el más pequeño de los tres, examinando a Guillermo con interés–. Completamente, de la cabeza a los pies.—Supongo que ya nacerán así los salvajes subterráneos –dijo otro–. Me gustaría saber si habla.—Si habla, lo hará en el idioma de los salvajes subterráneos. Vamos a probarlo, a ver cómo suena.Guillermo estuvo a punto de hablarles en el idioma de los salvajes subterráneos, convencido como estaba de ser muy capaz de inventar un idioma que hiciese crédito a toda la raza de salvajes subterráneos. Pero aquello le habría tomado algún tiempo y no había tiempo que perder. En cualquier instante, podía comparecer alguien procedente del lugar del jardín donde estaban reunidos los invitados, y descubrir su presencia. Y este alguien podía ser su madre o Roberto o Ethel. Guillermo miró a su alrededor. Había un boquete en el seto, cerca del lugar donde se encontraba.Podía echar a correr y traspasar el seto por el boquete. Pero para ello tenía antes que distraer la atención de sus raptores, quienes en aquel momento le estaban rodeando por todas partes.—¿Sabes hablar? –le preguntó uno de ellos.Guillermo meneó negativamente la cabeza.—No sabe hablar –interpretó su interlocutor–. Supongo que ninguno de los salvajes subterráneos sabe hablar, porque tampoco podrían oírse unos a otros, en medio de todo aquel barro.Deben de hablarse por signos.—Bueno, ¿Y qué vamos a hacer con él?—Podemos venderlo a algún circo o a algún museo –dijo el mayor de los tres, con cierta vaguedad–. Apuesto a que nos darán un montón de dinero por un salvaje subterráneo, especialmente tratándose de éste, porque es el primero que se ha descubierto en el mundo.—¿Y por qué no lo guardamos para nosotros y será nuestro esclavo? –sugirió el más pequeño de los tres.Un destello belicoso brilló un instante tras la máscara de barro de Guillermo.—Lo tendríamos encadenado en cualquier parte –prosiguió diciendo el menor de los tres–, y lo haríamos trabajar para nosotros, igual que hacían en la antigüedad. Siempre me ha hecho ilusión tener un esclavo. Es una lástima que la gente haya abandonado la esclavitud.—Sí, podríamos guardarlo como esclavo –dijo el mayor de los tres–.Vamos a pensar cómo podríamos hacerlo.—¿Dónde estáis, niños? –se oyó que llamaba una voz clara desde el otro extremo del jardín.—¡Pronto! Vamos a esconderlo –dijo el mayor de los tres–. Dentro de un minuto estarán aquí. Vamos a encerrarlo en la carbonera y cuando todos se hayan ido lo sacaremos otra vez y volveremos a mirarlo...Y, dicho esto, empezaron a empujar a Guillermo hacia la carbonera. Todo intento de escape sería imposible de realizar.—También podríamos ganar mucho dinero si se lo prestáramos a los demás como esclavo –dijo el menor de los tres–. O bien podríamos guardarlo nosotros como esclavo durante un año y después venderlo a un circo.—¡Niños! –volvió a llamar la voz maternal, en un tono más imperativo.Sin ceremonia, los muchachos empujaron a Guillermo dentro de la carbonera, cerraron la puerta y pasaron el pestillo. Hecho esto, salieron corriendo a acudir a la llamada materna. Guillermo intentó abrir la puerta, pero el cerrojo era muy firme.Sin embargo, en lo alto de la pared había una ventana que probablemente se podía alcanzar trepando por un montón de carbón que había debajo, y, en consecuencia, Guillermo no perdió el tiempo y empezó a trepar por el montón de carbón con ánimo de alcanzarla.Después de caer rodando por el montón de carbón varias veces, pudo alcanzar la ventana, pasar apretadamente por ella y saltar al exterior. Ya iba a dirigirse, sin más dilación, al boquete que había en el seto, cuando oyó un rumor de voces que se aproximaba.El único refugio a su alcance era un pequeño invernáculo y allí se metió de cabeza, escondiéndose debajo de un banco. Las voces fueron acercándose y Guillermo reconoció en una de ellas a la de Roberto. La otra era una voz de muchacha. Roberto y la jovencita entraron en el invernáculo y Guillermo pudo identificar a la muchacha como el más reciente amorío de Roberto, una rubia platino de ojos azules y de boquita de piñón.—Es una finca muy bonita –decía ella.—Muy bonita –repitió Roberto, mirando a la muchacha ardientemente.—Pero, ¡qué calor hace aquí dentro!—Permíteme que vaya a buscarte un helado –dijo Roberto, solícito.—Muchas gracias. Te lo agradezco mucho. Y tráete otro para ti, ¿quieres?—No estaré ni un minuto –le aseguró Roberto, y se marchó dejando la puerta abierta.Guillermo empezó a arrastrarse debajo del banco, en dirección a la puerta. La muchacha, llena de ensueños, tenía la mirada fija en la distancia. Guillermo tenía grandes esperanzas de que podría seguir arrastrándose hacia la puerta sin que la muchacha lo notase, y así por este procedimiento reptil, escapar sin ser visto. Ya había llegado al umbral de la puerta andando a gatas, cuando oyó un ruido como de respiración entrecortada. Se volvió y se encontró con que la muchacha le estaba mirando, con los ojos desorbitados por el horror. Durante unos segundos, ambos se quedaron mirando; los ojos de Guillermo, perceptibles por entre la costra de barro que le cubría el rostro, tan horrorizados como los de la muchacha. De pronto, la jovencita emitió un agudo chillido... Como un relámpago Guillermo desapareció por la puerta, pero no tuvo tiempo de llegar al seto.Todos los invitados habían echado a correr hacia el invernáculo, y a la cabeza de ellos iba Roberto, con la cara blanca como el papel.Guillermo tuvo el tiempo justo para echarse de cabeza debajo de un arbusto que crecía junto a la parte de atrás del invernáculo, antes de que llegara Roberto. Desde aquel refugio pudo oír todo lo que iba ocurriendo.—¿Qué pasa? –preguntó Roberto, jadeante, mientras corría aún–.¡Cielos! ¿Qué pasa aquí?Y penetró como un rayo en el invernáculo, justo en el momento en que la muchacha hacía acopio de fuerzas para soltar otro chillido.Roberto miró a su alrededor.—¡Dios mío! –exclamó–. ¡Creí que te estaban asesinando!—Ya estoy asesinada –dijo la muchacha–. Quiero decir que es como si lo estuviera de veras. Estoy tan asesinada como pueda estarlo cualquiera que todavía esté vivo.—¿Pero qué ocurre? –volvió a preguntar Roberto–. Cuando te he oído gritar de este modo, creí... bueno, ya te lo he dicho, creí indudablemente que te asesinaban.—Cualquiera diría que te ha decepcionado que no me hayan asesinado –dijo ella, muy irritada–. ¡No te quedes ahí plantado como un palo! ¿No se te ocurre nada?—¿Y qué quieres que haga?—Si tú no te atreves a hacer nada por ti mismo, vete a buscar ayuda.¿Quieres que nos asesinen a todos en nuestras propias camas y en este mismo instante?—¿Cómo pueden asesinarnos en nuestras camas si no estamos acostados? –dijo Roberto, que también se iba amoscando.—¿Esto es todo lo que te preocupa de mí? –exclamó ella, histéricamente–.¿Te quedas ahí plantado viendo cómo un monstruo me despedaza y me mata?¿Te parece bonito y caballeresco?—No veo que ningún monstruo te despedace ni te mate –protestó Roberto.En aquel momento llegaron los demás.—¿Qué diablos ha sucedido aquí?¿Qué ocurre?—Es el bicho más terrible que he visto en mi vida –dijo la muchacha–.Y a Roberto eso no le importa nada.Me ha dicho que los monstruos ya podían matarme en mi cama o despedazarme que a él eso le importaba un pito.—Nunca dije semejante cosa –protestó Roberto, indignado.—Pues obraste como si lo hubieras dicho. Te quedaste ahí plantado diciendo que creíste que me habían asesinado, con lo que implicabas tus deseos de que me hubiesen asesinado de veras.—¡Oh! –exclamó Roberto, mudo de asombro ante tamaña acusación.—Bueno, sí, pero, ¿de qué se trata? –preguntó la dueña de la casa, intentando suavizar la situación.—Se lo he estado explicando continuamente a Roberto, pero a él le importa un pito. Se queda aquí, plantado como una estaca. Fue el bicho más espantoso que en mi vida he visto.Igual que el monstruo marino del lago Ness.—Pero tú no has visto jamás el monstruo marino del lago Ness –dijo Roberto, que ya empezaba a preguntarse qué había visto él de particular en aquella muchacha, para considerarla tan superior a las demás.—¿Cómo lo sabes tú que no lo he visto? –le respondió ella, tajante–.Bueno; es cierto que no lo he visto, pero siempre he tenido una impresión muy clara de cómo es, y el monstruo que he visto ahora era igual. Muy grande, lleno de barro y de escamas, y con una cara horrenda.—Pero, ¿dónde lo viste? –le preguntó la dueña de la casa.—Aquí. En este invernáculo. Estaba en el umbral de la puerta mirándome con mirada salvaje. Nunca me han mirado de un modo tan salvaje las fieras del parque zoológico. Si hubiera tenido hambre me habría devorado de una dentellada. Fue una mirada así –prosiguió, lanzando una furibunda mirada hacia Roberto–, y ése quedándose ahí plantado...—Pero, ¿qué otra cosa puedo hacer, si se me permite expresar mi opinión?–exclamó el acosado Roberto–. Todo el mundo hace lo mismo. Mira: todo el mundo está ahí plantado, como yo.—No te preocupes de lo que diga ella –dijo alguien, con ánimo tranquilizador–. La pobre chica ha tenido un gran sobresalto y está muy nerviosa. Debe de haber sido un susto terrible. Dime, ¿qué clase de bicho era?—Os lo estoy diciendo a todos pero nadie quiere escucharme. Todos os quedáis aquí plantados como postes.Era un animal espantoso, horrible.Igual que el monstruo marino del lago Ness.—¿Tenía patas de ganso?—No me acuerdo... Sí; tenía patas de ganso. Ahora lo recuerdo muy claramente: Patas de ganso. Eso es.Seis patas de ganso. O más.—¿Tenía rabo?—Sí. Una cola muy larga. En conjunto era enorme. Casi tan grande como un elefante. Y una cabeza espantosa, de lo más salvaje y fiero que uno pueda imaginar.—¿Hizo algún ruido especial?—No lo recuerdo... Sí; dio un gruñido. Un tremendo gruñido que hizo que se me helara la sangre en las venas. El gruñido más horrísono que he oído en mi vida.Y la muchacha rompió a llorar desconsoladamente, añadiendo, entre sollozos:—¡Y vosotros aquí plantados sin hacer nada!—Vamos a ver –dijo el dueño de la casa–. Es evidente que la muchacha ha visto algo, de modo que lo mejor que podemos hacer es ir a buscar en el jardín y escudriñar todos los rincones. Aquí cerca, en Hadley, hay un circo y es posible que se haya escapado una fiera. Un gorila o algo parecido.—Los gorilas no tienen patas de ganso –objetó alguien.—No perdamos el tiempo en detalles de poca importancia –respondió tozudo, el dueño de la casa–. Vamos a registrar el jardín. Será mejor que cada cual se arme con palos y que las mujeres se queden en casa y no vengan con nosotros, por si hubiera un peligro real.Algunas de las mujeres se quedaron para consolar a la sollozante heroína, pero las demás, no queriendo perderse nada de lo que podía ocurrir, se juntaron al grupo de los hombres para ayudar en la búsqueda.En primer lugar fueron a registrar el plantío de arbustos, ya que ése era el lugar más apropiado para esconderse. Nadie pensó en registrar el arbusto que se hallaba junto al invernáculo. Uno de los buscadores pasó junto a un muchacho que estaba sentado en un rincón del jardín.—Vosotros, muchachos, también podríais venir a ayudarnos –le dijo.—No podemos –dijo el muchacho–, porque hemos perdido a nuestro salvaje y estoy vigilando este agujero para que no pueda volver a meterse en él.—¿Qué dices que habéis perdido?–preguntó el hombre.—Nuestro salvaje. Es como una especie de muchacho, pero todo negro, y queríamos quedárnoslo como esclavo, pero se nos ha escapado.—Bueno, pues si ves algún animal extraño por aquí, corre a decírmelo.—Muy bien –respondió el niño.El hombre siguió su camino y fue a reunirse con el grupo principal.—¿Vienen los niños a ayudarnos?–preguntó el dueño de la casa.—No. Han perdido a su compañero de juegos.—¿Qué compañero de juegos?—Un negrito, dicen. Iban a jugar a un juego de esclavos o algo así y se les perdió el negrito.—Pero, yo sé con seguridad, que en este pueblo no vive ningún negrito.—Pues me dijo que era un negrito.Supongo que todo sería cosa de juego.—Hay que suponerlo. Bueno, sigamos con la búsqueda.Otro niño acababa de entrar en el jardín, con un par de zapatos en la mano, preguntando por la señora Brown. Ésta se acercó a la dueña de la casa, muy pálida y descompuesta.—Discúlpeme de que me vaya. Siento mucho todo eso del animal y demás, pero me acaban de comunicar unas noticias terribles de mi hijo. Unos niños han encontrado sus zapatos en la orilla del estanque, pero sin hallar trazas de él. Y el estanque es muy peligroso. Le he dicho y le he repetido hasta cansarme, que por nada del mundo se fuera a jugar junto al estanque, y ahí están esos zapatos, lo que demuestra que, después de todo, fue allí a remar o a nadar o a qué sé yo –y añadió, sacándose el pañuelo del bolso–, no me atrevo a pensar lo que puede haber sucedido, y en lugar de venir a contármelo en seguida, esos niños estúpidos han estado jugando a un juego idiota diciendo que mi hijo era invisible y otras ridiculeces, de modo que han perdido horas de un tiempo precioso. No le molestará que me vaya en seguida, ¿verdad? Me voy de aquí directamente al puesto de policía.Un hombretón de aire decidido se reunió al grupo, diciendo:—Bueno. ¿Hay alguien que haya visto al bicho?Antes de que nadie pudiese responder, el muchacho más pequeño de los tres, compareció, diciendo, a su vez:—¿No hay nadie que haya visto a nuestro salvaje?La señora Brown dirigió una mirada arrasada en lágrimas a todos los del grupo, preguntando:—Supongo que nadie de ustedes habrá visto a mi hijo Guillermo esta tarde, ¿verdad?En aquel momento, un joven emprendedor y decidido se lanzó detrás del arbusto que había junto al invernáculo y salió inmediatamente de allí, llevando cogida por el cuello una rara figura de muchacho completamente cubierta de barro seco.—¡Es el monstruo! –exclamó la muchacha desde dentro del invernáculo.—¡Es nuestro salvaje! –exclamaron los tres niños al unísono.—¡Es Guillermo! –gimió la señora Brown.Guillermo el conspirador
Lo que yo creo es –dijo Guillermo–, que es una tontería celebrar la fiesta de Guy Fawkes (1) en noviembre y no tener nada más que celebrar en todo el resto del año. Deben de haber ocurrido muchísimas cosas más en la historia, que podrían ser celebradas igual que la fiesta de Guy Fawkes.
—¿Y qué otras cosas ocurrieron?–preguntó Douglas.—No lo sé. No sé gran cosa de historia. Pelirrojo y yo jugamos a un juego muy interesante con reglas y goma de borrar en la clase de historia y no nos queda tiempo para escuchar.(1) Esta fiesta se celebra en noviembre en Inglaterra, se caracteriza por las fogatas y los fuegos artificiales, y en este aspecto es muy parecida a la fiesta de San Juan, que en España se celebra en junio. (N. del T.).
—Pues espera a que tu madre vea las notas de historia –dijo Enrique, sombríamente.—Yo ya trato de explicarle toda la cuestión a mi padre –dijo Guillermo–, porque, ¿qué vamos a sacar con gastarnos todo el seso en la escuela, si luego ya no nos quedará nada para cuando seamos mayores y tengamos que ganarnos la vida? Prefiero quedarme con mis sesos frescos, sin usarlos, para cuando sea mayor y los necesite.Estoy seguro que es por eso por lo que los mayores son tan estúpidos; se han gastado los sesos en latín y en historia y en otras cosas inútiles parecidas a éstas, mientras iban a la escuela y luego no les queda sesera.Yo os aseguro que no voy a gastar nada de mis sesos en semejante forma.Y apuesto a que cuando sea mayor seré más listo que nadie porque no me habré gastado los sesos con lecciones inútiles como hace mucha gente.Los Proscritos, que ya habían oído aquello muchas veces y sabían que si no se le atajaba a tiempo el discurso continuaría durante horas, le interrumpieron.—¿Qué otras cosas hay en la historia que nosotros pudiéramos hacer?–volvió a preguntar Douglas.—Debe de haber algo –dijo Guillermo–, y tenemos que descubrir qué es. Debe de haber otros personajes en la historia, además de Guy Fawkes, si no, no podrían seguir dando lecciones de historia semana tras semana, tal como lo hacen ahora.Y volviéndose hacia Enrique, que era considerado generalmente como el mejor informado de los Proscritos, le preguntó:—¿Qué otras cosas sucedieron en la historia?—En primer lugar, siempre mataban a la gente –dijo Enrique.—¿Quién?—La otra gente.—¿Y por qué?—Pues porque tenían que hacerlo.¿Cómo podría haber habido historia si no se hubieran matado unos a otros?El argumento pareció incontrovertible.—Pero nosotros no podemos ir por ahí matando a la gente –dijo Guillermo, decididamente–, de modo que tenemos que encontrar otra cosa, algo así como lo de Guy Fawkes, pero que sea propio de este mes. ¿En qué mes estamos?—En febrero –dijo Enrique.—Muy bien. Dime entonces qué se hizo en la historia durante el mes de febrero.—No lo sé –dijo Enrique, encogiéndose de hombros.—Entonces, ¿de qué te sirve estar escuchando las lecciones de historia si cuando llega el momento resulta que no sabes nada? –dijo Guillermo, con una severidad muy poco razonable en él.—Supongo que algún personaje mataría a otro personaje. ¡Siempre estaban haciendo lo mismo! Tan pronto como alguien había acabado de matar a otro, salía otro alguien a matar a otro otro.—Ya te he dicho que eso no nos sirve de nada. No podemos empezar a matar a la gente porque sí. Esto que hacemos no es historia; es la vida real. A la gente le permitían hacer eso en la historia, pero no se lo permiten a nadie que lo haga en la vida real.—Te voy a decir otra cosa –dijo Pelirrojo, de pronto, como si de repente se hubiese acordado de algo importante–. Tengo en casa una especie de calendario que me regalaron por Navidad y allí pone todas las cosas que sucedieron en la historia en cada día del año. Voy a buscarlo.Dicho esto, Pelirrojo echó a correr hacia su casa para regresar unos minutos más tarde, jadeante, mientras iba volviendo las hojas de un cuadernito.—¡Ahí está! –exclamó, casi sin aliento–. Enero... febrero... Ahí está Siete de febrero: Anexión del reino indio del Oude.Y miró, interrogativamente a Guillermo.—No sirve –dijo Guillermo, adoptando una actitud superior para disimular su ignorancia sobre el significado de la palabra “anexión”.—Bueno. El día siguiente, ocho de febrero, dice: Ejecución de María Estuardo, reina de Escocia.—Pero, ¿cómo diablos te puedes imaginar que podemos ejecutar a alguien? –dijo Guillermo, severamente–. ¡Has de tener un poco más de sentido común, hombre!—Pero tengo que leerlos uno por uno, para ver lo que podemos hacer, ¿no es cierto? –replicó, animosamente Pelirrojo–. Al fin y al cabo, el libro es mío, y si me vas a criticar todo lo que voy leyendo, me llevo el libro a casa y santas pascuas.—Oh... bueno... Sigue leyendo...—Trece de febrero: Matanza de Glencoe.—¿Matanza dijiste? ¿Qué quiere decir matanza?—Pues matanza viene de matar –intervino Enrique.—Sí, ya lo sé –dijo Guillermo, insinceramente–. Lo que quiero decir es por qué mataron a Glencoe. ¿Qué había hecho?Pelirrojo volvió a examinar su calendario.—No lo sé. Aquí no lo dice.—Entonces tampoco podemos hacerlo nosotros. Sigue. ¿Qué dice más?–Quince de febrero: Se levanta el sitio de Kimberley.—¿Quién era Kimberley?—No lo sé.—¿Y por qué le levantaron el sitio?—Tampoco lo sé. Aquí no lo dice.—Entonces tampoco podemos hacer eso nosotros. De todos modos me parece una solemne tontería que pongan eso en el calendario. Será un calendario muy pocho, ése que tienes ahí. Bueno, sigue.—Dieciséis de febrero: Toma de Martinica por los ingleses.—¿Adónde se lo llevaron?—¿A quién?—Al Martín ése que tomaron.Pelirrojo volvió a consultar su nuevo calendario.—No lo sé. Aquí no lo dice.—Ya te he dicho que es un calendario muy pocho, ése. Tampoco podemos hacer nada esta vez si no dice adónde se lo llevaron. Sigue.—Veintitrés de febrero: Conspiración de la Calle de Catón.—Esto ya parece un poco más interesante. ¿De qué se trata?—Aquí no lo dice.—¿Hay algo más que sea interesante?Pelirrojo recorrió con la vista las fechas restantes.—No –dijo–. Sólo el incendio del teatro Drury Lane.—Eso se parece demasiado a lo de Guy Fawkes –dijo Guillermo–. No; hay que probar eso de la conspiración.A mí siempre me ha gustado eso de las conspiraciones. Pero en primer lugar tenemos que enterarnos de qué se trata. Apuesto a que los de mi casa no lo saben tampoco. Cuando le pregunto algo a mi padre sobre las lecciones siempre me dice que lo ha olvidado después de tanto tiempo, pero luego me dice que tengo que estudiar mucho en el colegio para que cuando yo sea mayor sepa muchas cosas. Y él no sabe nada. La cosa, para mí no tiene sentido. Tener que aprender cosas como el latín y la historia para olvidarlas luego, y...—Sí –le interrumpió apresuradamente Pelirrojo, para evitar que el discurso de Guillermo se hiciera interminable–. Pero, ¿qué te parece que vamos a hacer con eso de la conspiración de la calle de Catón? ¿Quién va a enterarse de lo que ocurrió?—Yo mismo –dijo Enrique–. En casa tenemos una enciclopedia.—¿Una... una qué? –dijo Guillermo.Enrique estuvo a punto de pronunciar otra vez la palabreja, pero, pensándolo mejor, se abstuvo, y en su lugar, dijo:—Una especie de libro que dice lo que quieren significar las cosas.—Ya. Un diccionario. ¿Por qué no lo dijiste antes en inglés? Siempre sueltas palabrejas en alemán, porque tu tía te enseñó cuatro frases en esa lengua. Muy bien, pues a ver si averiguas de qué se trata y nos lo dices luego, después de la merienda.Después de la merienda, Enrique volvió a reunirse con los otros Proscritos, dándose importancia, y con una sonrisa de gran complacencia en los labios. Y es que a Enrique le gustaba informar a los demás de sus conocimientos.—Ya me he enterado de todo –les comunicó–. Por lo visto había unos que querían libertad de palabra y por eso quisieron matar al gobierno, pero otros les descubrieron a tiempo y no pudieron hacerlo.—Pues eso es precisamente lo que queremos nosotros: libertad de palabra –dijo Guillermo, muy excitado–. Ya estoy harto de que siempre me hagan callar en el momento en que abro la boca. Casi no tengo ni tiempo de empezar una frase, y no digamos de terminarla. No creo –añadió, patéticamente– que jamás haya podido terminar una frase en toda mi vida. Y siempre ocurre lo mismo dondequiera que vaya. Me dicen “cállate”, o “estáte quieto”, antes de que yo haya soltado la primera palabra. Para mí es un milagro que yo sepa hablar, visto que nadie me deja pronunciar nunca ni una sola palabra. Claro que en la escuela todavía es peor. A veces, en casa, llego a la mitad de la frase, pero lo que es en la escuela, no se puede hablar en clase, ni en el pasillo, ni en la escalera, ni..., bueno, parece increíble que ninguno de nosotros se haya vuelto sordomudo. Y eso es lo que parecen querer de nosotros; que nos volvamos sordomudos. A menudo me parece que me estoy volviendo sordomudo, cuando me dicen “cállate” y “estáte quieto”, en el momento en que abro la boca.Se interrumpió al llegar aquí, para tomar aliento. Los otros se quedaron contemplándole admirativamente, impresionados por su elocuencia, e intrigados por la relación que al parecer había entre Guillermo el vociferador, el Guillermo que hablaba a troche y moche, tanto en la escuela como en su casa, tanto en los lugares donde estaba prohibido hablar como en aquellos en que estaba permitido, el Guillermo cuya voz penetrante constituía la constante aflicción de sus vecinos...y un sordomudo.—De todas maneras –continuó Guillermo, con su caudal de elocuencia ya agotado– a nosotros nos gusta la libertad de palabra tanto como les gustaba a ésos de la calle de Catón. ¿Y a quién dices que mataron?—Al gobierno. Pero en realidad no lo mataron.—Tampoco lo mataremos nosotros –dijo Guillermo, generosamente–.Todo lo que queremos es libertad de palabra, igual que los de la calle de Catón.—Nosotros no conocemos al gobierno –objetó Pelirrojo–, y no se puede matar a lo que no se conoce.—Acabo precisamente de decir que no lo mataremos –dijo Guillermo–.Además, no es el gobierno el que impide la libertad de palabra, sino que es el viejo Markie y todos sus secuaces.—Yo, por mi parte, no voy a hacerle ninguna jugarreta al viejo Markie –intervino Douglas, quien el día anterior había podido experimentar en su propia persona toda la fuerza de que era capaz el brazo derecho del anciano director de la escuela–. No es que le tenga miedo –añadió apresuradamente–, pero es que no creo que sea culpa suya. Él es sólo una especie de criado de la Junta Directiva.—¡Atiza! –exclamó Guillermo, para quien aquélla era una nueva idea–.¡Qué curioso que el viejo Markie sea el criado de alguien!—Pues lo es. Los de la Junta Directiva le pagan un sueldo y él tiene que hacer lo que le dicen.—¿Quién te ha dicho todo eso?–preguntó Guillermo, incrédulo.—Mi padre, que conoce a uno de los de la Junta que se llama Steadman.—¡Atiza! –repitió Guillermo, estupefacto ante la magnitud de aquella idea–. ¡Arrea! Eso sí que no lo sabía. ¡Qué gracioso es eso de que él haga lo que le dicen!—Así, pues, si hemos de empezar por alguien, será por los de la Junta Directiva.—Muy bien. Así lo haremos –dijo Guillermo, quien, habiéndose percatado, por fin, de lo que representaba la idea, ya estaba preparado a actuar en consecuencia–. ¿Y quiénes son los de la Junta Directiva? ¿Tú lo sabes?—No lo sé. Quiero decir que yo sólo conozco a ese que conoce mi padre, el que se llama Steadman, que es el presidente de la Junta.—Bueno, iremos a por él, pues. De todos modos, sólo podemos ir a por uno al día. No más. Y si ese que tú dices es el presidente, tanto mejor. Él se encargará de decir a los demás qué tienen que hacer y los demás se lo dirán al viejo Markie y así todo saldrá bien. Nuestros compañeros tendrían que levantarnos un monumento por eso de haber conseguido libertad de palabra para ellos. Siempre me ha gustado que me hagan una estatua.Guillermo, habiendo empezado únicamente con la idea de celebrar un acontecimiento histórico, se estaba inflamando con el celo del verdadero reformador social.—Sí, pero, ¿qué le haremos? –inquirió Enrique, como el más práctico que era de los cuatro.—Bueno, como he dicho antes, no podemos matarlo –dijo Guillermo–; es decir, no podemos matarlo de veras.Si en lugar de tratarse de la vida real, se tratase de la historia, la cosa ya sería diferente. ¿Sabéis lo que podemos hacer? Secuestrarlo.Siempre me ha gustado poder secuestrar a alguien.—¿Y cómo podremos hacerlo? –preguntó Pelirrojo realmente intrigado.—Hay que pensarlo bien primero.¿Qué día vamos a hacerlo?Pelirrojo volvió a consultar su calendario.—El veintitrés. O sea el sábado próximo.—Muy bien. El sábado nos dará más tiempo que otro día.Y volviéndose hacia Douglas le preguntó:—¿Dónde vive?—Vive en Marleigh –dijo Douglas–, pero viene a menudo aquí. Especialmente los sábados. Viene para jugar al golf. Viene en tren y se va en seguida al campo de golf en el coche de la estación.—Bueno, pues tenemos que pensar y reflexionar muy seriamente lo que vamos a hacer con él –dijo Guillermo–.Todos nosotros hemos de reflexionar mucho esta noche y mañana volveremos a reunirnos para discutir el plan.—Mañana tenemos que ir a jugar a indios en los Cuatro Caminos –le recordó Enrique.—¡Ah sí...! Es verdad –dijo Guillermo–. Bueno, pensaremos mientras jugamosDe pronto, su mirada se iluminó, y añadió: –Ya tengo idea de lo que voy a pensar, pero no estoy del todo seguro todavía.Los otros tres le miraron con interés, emoción y aun cierta aprensión.Era evidente que una idea estaba naciendo en el cerebro de Guillermo;en otras ocasiones les habían conducido a todos, a situaciones muy raras.* * *
Los Cuatro Caminos era un caserón, a la salida del pueblo, que había estado deshabitado durante cerca de un año. Era propiedad de cierta señorita Miggs, anciana señora, algo extravagante, quien hallándose demasiado pobre para poder mantener y cuidar toda la casa, se había metido a vivir en una casucha, en un rincón del huerto, donde antaño viviera su jardinero.Varios letreros torcidos con la indicación “Por alquilar” se hallaban colgados en todas las ventanas y en la verja de la entrada, pero aunque en alguna rara ocasión, alguien había entrado a examinar la finca, nadie la había alquilado todavía. Era una casa demasiado espaciosa para simple quinta de verano, y en cambio era demasiado pequeña para casa de campo. Una de las principales características de la excentricidad de la señora Miggs era que no le importaba que en su finca fueran a jugar los muchachos. Permitía que los Proscritos jugaran en el jardín de Cuatro Caminos y hasta les dejaba jugar dentro de la casa. Les prestaba la llave y ellos tomaban la casa por asalto, utilizándola como fortaleza, castillo o barco pirata, según la necesidad del momento. El jardín estaba abandonado y cubierto de altos hierbajos y arbustos, entre varios árboles por los que era relativamente fácil trepar. Los arriates y cuadros del jardín estaban completamente echados a perder y el césped en verano crecía hasta la altura de las rodillas. A los ojos de los Proscritos aquello era digno de admiración; constituía un jardín perfecto.—No sé por qué a la gente le gusta tanto las flores –decía Guillermo–, y tampoco comprendo por qué le gusta recortar tanto la hierba que se ven en seguida las huellas de las pisadas y las cenizas de las fogatas y cualquier otra de esas menudencias que hacen chillar a los mayores.La señorita Miggs fue a contemplarlos al día siguiente, cuando jugaban a indios en el jardín. Tenía un aspecto frágil y endeble, envuelta en su traje y capa negros y apoyándose en un bastón. Los Proscritos sospechaban que la señorita Miggs era más pobre de lo que creía la gente, pero siempre estaba alegre y amable.—¿Volveréis aquí el sábado? –les preguntó a los Proscritos cuando éstos regresaban de una expedición en la selva virgen donde habían luchado heroicamente y exterminado seis leones y diez tribus hostiles.El destello en la mirada que siempre acompañaba las ideas brillantes que tenía Guillermo, se dejó entrever.—Creo que sí –dijo Guillermo, añadiendo con un raro acceso de urbanidad–: si a usted no le molesta, claro está.—No, hijo, en absoluto. Pero puede que yo no esté aquí el sábado.Probablemente estaré fuera durante todo el fin de semana, de modo que si queréis ir a jugar dentro de la casa os dejaré la llave.—Muchísimas gracias –dijo Guillermo–. Probablemente querremos ir a jugar dentro de la casa. Hemos descubierto un juego nuevo y lo jugamos en el tejado. Es una especie de deporte de invierno, patinando y esquiando arriba y abajo.—Muy bien –dijo la buena de la señorita Miggs–; entonces os dejaré la llave en el alféizar de la ventana de al lado de la puerta, detrás de la hiedra.La señorita Miggs no les había dicho nunca “andad con cuidado”, o “este juego es demasiado peligroso”, como decían tan a menudo las otras personas mayores. Aunque actualmente la señorita Miggs era la única superviviente de su familia, en otro tiempo había tenido siete hermanos, todos ellos varones, y daba por sentado que los muchachos se hallan constantemente a un pelo de morir de muerte súbita y violenta, y sin embargo, siempre llegan a sobrevivir milagrosamente.—Me gusta mucho eso de que se vaya durante el fin de semana –dijo Guillermo gravemente cuando la señorita Miggs se hubo vuelto a su casita.—¿Por qué?—Porque se me ha ocurrido una idea y cada vez la veo más clara.Clarísima tenía que verla ya a media tarde, porque abandonando bruscamente su papel de Ojo de Halcón, el gran jefe indio, empezó a revelar todos sus detalles.—Tenemos que secuestrarlo –dijo–, traerlo aquí, encerrarlo, y dejarlo encerrado hasta que nos prometa que nos dará libertad de palabra.—?”Aquí”? –exclamaron los Proscritos, estupefactos.—Sí. Ella ha dicho que estaría ausente durante todo el fin de semana y que nos dejaría la llave. Lo dejaremos encerrado en la casa hasta que nos lo prometa.Guillermo dijo aquello en un tono tan natural e indiferente, como si lo que propusiera fuese ir a jugar a la pelota en el jardín de atrás.—S...sí, bueno, pero, ¿cómo vamos a traerlo aquí? –objetó Pelirrojo–.¿Y cómo podemos hacer que entre en la casa para dejarlo encerrado luego?Guillermo hizo un gesto con la mano, como apartando aquel detalle como demasiado insignificante para ser considerado seriamente.—Eso ya lo pensaremos luego –dijo con toda la frescura–. Apuesto a que será muy fácil. Siempre estáis poniendo dificultades a todo lo que yo digo. No conozco a nadie que ponga tantas dificultades como vosotros.Vamos, continuemos con el juego.La alegría que denotó Guillermo durante los días siguientes indicaba que seguía estando muy satisfecho con su portentosa idea.—Lo he pensado en todos sus detalles –dijo en cierta ocasión–, y todo lo que tenéis que hacer vosotros es seguir al pie de la letra lo que yo os diga. Estoy seguro –prosiguió diciendo alentadoramente–, de que os harán estatuas a todos. La mía será la mayor, naturalmente, pero estoy seguro que pondrán otras más pequeñas de vosotros por haberme ayudado.—¿Y qué tenemos que hacer? –preguntó Douglas con cierto nerviosismo.—Iremos todos a esperarle cuando venga en el tren el sábado (Douglas se encargará de enterarse de la hora de llegada del tren), y... bueno, entonces vamos nosotros y lo secuestramos.—Sí, pero...—¡Oh! ¡Deja de poner dificultades ya! –exclamó Guillermo en tono de disgusto–. ¿Cómo crees que hubieran podido suceder las cosas que han sucedido en la historia, si la gente hubiera puesto las dificultades que tú pones?* * *
El sábado, a primera hora de la tarde, los Proscritos se habían reunido en un grupito, algo disimulado, por la parte de afuera de la estación de ferrocarril (Douglas había descubierto, gracias a su padre, que iba a menudo a jugar al golf con el señor Steadman, a qué hora solía llegar éste), y el tren estaba ya a punto de llegar. Junto a la estación, por la parte de afuera, también había el coche de la estación, algo desvencijado, con el que el señor Steadman solía trasladarse al campo de golf. Era un vehículo prehistórico tirado por una yegua apolillada y conducido por un vetusto sujeto, de inteligencia subnormal, conocido con el apodo de Jaime el Loco.El vehículo tenía un aire anacrónico del que el pueblo se sentía orgulloso. Daba la impresión de que quería destacarse jactanciosamente de la vulgaridad de la civilización moderna. En otro tiempo alguien intentó hacer funcionar un servicio de taxis, pero fracasó en su empeño porque nadie lo empleó jamás.Así pues, el carricoche de Jaime el Loco estaba a la puerta de la estación, esperando la llegada del señor Steadman, quien ya había avisado previamente para que fuera a recogerlo a la llegada del tren, como de costumbre. Llegó el tren y los pasajeros empezaron a salir por la puerta de la estación. El señor Steadman salió con todos los demás, dio una orden a Jaime el Loco, se metió en el coche que olía a polvo acumulado durante siglos, y se arrellanó en el asiento con el aire de un hombre de negocios muy cansado, cerrando los párpados con complacencia.Guillermo, de un salto, se subió al pescante con Jaime el Loco.—Ese caballero dice –le anunció a media voz pero con clara dicción–, que no vaya adonde le ha dicho, que ha cambiado de idea y que le lleve, en su lugar, a los Cuatro Caminos.—¿Eh? –dijo Jaime el Loco, mirándole pasmado.—A los Cuatro Caminos –repitió Guillermo–. Ha cambiado de idea. A los Cuatro Caminos.Jaime el Loco sonrió ampliamente al comprender por fin lo que el otro decía. Ya. Tenía que ir a los Cuatro Caminos. Dio un empujoncito a Guillermo, quien se apeó de un salto, y dio un latigazo a la apolillada yegua. El señor Steadman, cómodamente sentado en el interior del coche, no había abierto los párpados. El vehículo se puso en marcha, con los cuatro Proscritos montados en la trasera.Muy a menudo hacían uso ilegal del coche de la estación, dejándose transportar de aquel modo. De vez en cuando Jaime el Loco daba un latigazo hacia atrás, pero en cierta ocasión los Proscritos le habían arrancado la mitad del látigo y ahora ya no llegaba hasta ellos. Al acercarse a los Cuatro Caminos el coche, hasta Guillermo se puso algo nervioso.—He pensado en varios procedimientos para meterlo dentro de la casa –susurró a sus compañeros–. Podríamos empujarlo dentro de la casa, pero es demasiado gordo... Probablemente lo mejor sería decirle que hemos visto un ladrón que se metía dentro de la casa, o que hay alguien que se está muriendo allí dentro, sin que nadie le socorra, o que la casa está deshabitada y hay allí dentro un montón de dinero sin dueño, y él seguramente irá a verlo por pura curiosidad. Claro que –añadió Guillermo, y en aquel momento pareció como si parte de su optimismo le abandonase–, esto será lo más difícil del plan. La cosa ya será más fácil cuando le tengamos encerrado bajo llave, porque todo lo que tendremos que hacer es mantenerle ahí encerrado hasta que prometa darnos libertad de palabra. Lo difícil será meterlo ahí dentro.Sin embargo, aquello resultó ser inesperadamente sencillo. El vehículo se detuvo ante la puerta de los Cuatro Caminos. El señor Steadman se apeó con la misma tranquilidad que si no le secuestraran, pagó a Jaime el Loco, miró a su alrededor, y tan campante se dirigió hacia la puerta de entrada que Guillermo ya había dejado abierta, dispuesta a recibir a la víctima.Los cuatro Proscritos, que se habían deslizado bajo la protección de la sombra proyectada por un gigantesco acebo, junto a la puerta, se miraron, boquiabiertos de estupor.—¡Atiza! –exclamó débilmente Guillermo.—A lo mejor anda en sueños –supuso Pelirrojo.—Bueno, sea lo que sea, vamos a cerrar las puertas, ahora que ya está dentro –dijo Douglas.Arrastrándose llegaron a la puerta, la cerraron y, sin hacer ruido, dieron vuelta a la llave en la cerradura.—Quizás se ha dado cuenta de que lo secuestrábamos y ha creído que no valía la pena luchar, porque todo estaba ya planeado y decidido –dijo Guillermo, sin quedar nada convencido por su propia explicación.Era evidente que el señor Steadman no se había dado cuenta de que lo secuestraban. Los Proscritos se habían sentido llenos de aprensión al pensar en una posible lucha contra una víctima obstinada en no serlo, pero mayores fueron sus aprensiones todavía al ver que no sólo la víctima no se obstinaba en nada sino que ni siquiera parecía darse cuenta de que fuese tal víctima.—¿Y qué vamos a hacer ahora? –preguntó Pelirrojo.Guillermo intentó recobrar su perdido aplomo.—Bueno. Ya lo tenemos secuestrado –dijo con cierto resentimiento–. Tanto da que él no quiera darse cuenta de que lo está porque más secuestrado ya no puede estar. Ahora tenemos que ir a hablarle de la libertad de palabra, y decirle que no vamos a soltarle hasta que nos haya prometido concedérnosla.—¿Y cómo se lo vamos a decir ahora que está encerrado? –quiso saber Pelirrojo.Guillermo, sin pronunciar ni una palabra, se sacó un papel del bolsillo.—Ya lo llevo aquí escrito –dijo–.He pensado que no habría tiempo para decírselo antes de encerrarlo y que una vez encerrado haría un escándalo tan tremendo, a gritos y patadas, que aunque se lo dijéramos, no lo oiría.Pelirrojo echó un vistazo a la casa, que estaba completamente silenciosa.—Pues ahora ni grita, ni patalea, ni nada –dijo.La expresión de resentimiento en la cara de Guillermo, se hizo más profunda.—No –dijo–. y es porque hay personas que no saben lo que tienen que hacer cuando se las secuestra. No se podrían escribir esos libros tan interesantes que se escriben sobre los secuestros, si los secuestrados se comportasen como él. Bueno, sea como sea, aquí está el papel.Desdobló un papel algo pringoso y arrugado para que todos pudieran ver lo que había escrito en él y era lo siguiente: “Esto es para azbertirle que quedará ahí de prisionero asta que nos dé livertá de palabra. Firmado cuatro secuestradores”. Debajo de lo escrito había un dibujo que quería representar una calavera y dos tibias cruzadas, cuya ejecución Guillermo había estado perfeccionando mucho en su calidad de jefe de los piratas.Los otros tres estudiaron el documento con ojo crítico.—No está bien escrito –dijo Douglas después de cierta vacilación.—Sí que lo está –dijo Guillermo–.El mes pasado me dieron muy buena nota de ortografía. Al menos me lo dijeron en una palabra que no entendí, pero apuesto a que quería decir que la ortografía era muy buena.En realidad la nota de ortografía del mes anterior había sido: “Ortografía execrable”, pero como Guillermo no se había encontrado con la palabra “execrable” en su vida, había preferido considerarlo como de significado elogioso.—Bueno, tanto da –continuó diciendo Guillermo–. Jamás he podido comprender por qué arma tanto lío la gente en cuestiones de ortografía. No sé por qué no le dejan escribir a uno las cosas como le dé la gana, y tienen mucho más sentido las palabras tal como las escribo yo, que como salen escritas en los libros. Por ejemplo...—Sí –le interrumpió apresuradamente Pelirrojo, para hacerle descender de las nubes y evitar que se desviara del tema principal a discutir–, pero, ¿qué vamos a hacer con ese hombre que hemos secuestrado? ¿Cómo vas a entregarle la nota?—Se la echaré en el buzón de la puerta –dijo Guillermo–. Le concederemos una hora para que se lo piense bien pensado, y luego iremos a preguntarle si nos quiere dar libertad de palabra y si dice que no, volveremos a encerrarle.—Bueno, pues vamos ya a echar la nota en el buzón –dijo Pelirrojo.Los cuatro se acercaron a la casa, que parecía estar extrañamente silenciosa. No se oían ni puñetazos contra la puerta, ni gritos de cólera, ni imploraciones, ni quejas ni nada.—¿No se habrá marchado por la puerta trasera? –dijo Douglas.Los cuatro dieron la vuelta a la casa. Tanto las puertas trasera y lateral como las ventanas estaban firmemente cerradas.—Está maquinando algo –dijo Enrique sobriamente.—A ver si va a prender fuego a la casa.—Pues si lo hace morirá abrasado –dijo Guillermo, tétrico.—Quizá se haya desmayado del susto –sugirió Pelirrojo.—Vamos a echar la nota en el buzón sin perder tiempo –dijo Enrique–, y entonces él sabrá que con sólo concedernos libertad de palabra le dejaremos libre.Deslizaron la nota en el buzón y se fueron a sentarse bajo unos arbustos, a esperar el desarrollo ulterior de los acontecimientos, con claros sentimientos de marcada aprensión.—Le diremos que tenemos armas aquí para asustarle –dijo Guillermo–, porque estando encerrado como está no sabrá que no las tenemos.Transcurrieron lentamente los minutos. Ninguno de los Proscritos poseía reloj propio, y es muy posible que su juicio sobre el tiempo transcurrido estuviera muy influido por sus sensaciones del momento.Cuando hubieron pasado tres minutos Guillermo se puso en pie.—Creo que ya ha pasado una hora –dijo–. Vamos ya a preguntarle si nos quiere conceder libertad de palabra.Los otros le siguieron hasta la puerta principal. Su aprensión se había transformado en pánico, pero Guillermo era su jefe, y le siguieron sin hacerse rogar.Guillermo metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.En aquel momento el señor Steadman bajaba por la escalera interior de la casa. No tenía el menor aspecto de secuestrado. Silbaba alegremente, con las manos en los bolsillos. En la parte de dentro del umbral había la nota, en el suelo. Por lo visto nadie la había recogido ni la había desdoblado para leerla.Pero en aquel momento ocurrió algo imprevisto. La señorita Miggs hizo su aparición, vestida de negro como siempre, y dirigiéndose por el sendero del jardín hacia la puerta de la casa.Los Proscritos se quedaron mirándola estupefactos.—Después de todo, decidí no irme –les explicó a los Proscritos.Entonces vio al señor Steadman y se detuvo.—Es muy bonita –dijo el señor Steadman, alegre y gozoso, sonriendo benévolamente a los cinco que tenía delante.—¿Qué es lo que es bonita? –preguntó la señorita Miggs.—Esta casa... Las Hayas.—¿Las Hayas? –preguntó perpleja la señorita Miggs.—Sí. Se llama Las Hayas, ¿no es cierto?Y a continuación el señor Steadman se saco unos papeles del bolsillo y añadió:—Llevo aquí la autorización escrita para visitarla, pero como que la puerta estaba abierta me colé de rondón. Es precisamente el tipo de casa que buscaba. Lo veo y no lo creo.—Esta casa –dijo la señorita Miggs–, se llama Los Cuatro Caminos. Las Hayas está a cinco kilómetros de aquí.—Me importa un bledo dónde esté Las Hayas. Le digo que ésta es la casa por la que estoy suspirando meses enteros. ¿A quién pertenece?—A mí –dijo la señorita Miggs.—¿De veras? Pues no está en la lista de ningún corredor de fincas, me parece, porque las he recorrido todas de cabo a rabo.—No; no está en ninguna lista –admitió la señorita Miggs–. Una vez fui a ver a un corredor de fincas y no me gustó nada. Llevaba un traje morado y tenía las uñas esmaltadas de rosa.Dio un suspiro y añadió:—¡Me gusta tanto mi finca! No hubiera soportado verla descrita como una “Residencia Cómoda y Agradable, con Hermoso Jardín”.—Me lo imagino –dijo el señor Steadman riendo–. Tampoco me hubiera gustado a mí. Pero está por alquilar, ¿no es cierto?—Ah, sí.—Bueno. Perfectamente.Estoy seguro de que nos pondremos de acuerdo sobre las condiciones del alquiler.Es la casa ideal, la que he estado buscando por todos estos alrededores, sin encontrarla hasta ahora. Pero –añadió con una mirada de perplejidad–, ¡qué raro es eso de que me haya traído aquí el cochero cuando yo le dije bien claro que me llevara a Las Hayas...! Mírelo; ahí viene.Efectivamente, el desvencijado vehículo se detenía en aquel momento junto a la verja de la entrada. Le habían dicho a Jaime el Loco que volviera dentro de un cuarto de hora, circunstancia que él había aprovechado para ir a dar una vuelta por la taberna y refrescar el gaznate.—¡Ah! Ya está usted de vuelta –dijo el señor Steadman cuando se hubo parado el armatoste–. Esto no es Las Hayas.—No –dijo Jaime el Loco.—¿Y quién le dijo que me trajera aquí?Jaime el Loco miró a su alrededor.—Ése –dijo señalando a Guillermo.Todos miraron a Guillermo.—¿Por qué diablos...? –empezó a decir el señor Steadman.Pero la señorita Miggs le interrumpió, diciendo:—Me parece que yo podré explicarlo. Esos niños tan simpáticos sabían que yo tenía la casa por alquilar y han querido ayudarme. Naturalmente, eso no teníais que haberlo hecho, niños, pero...—Bueno, de todos modos les estoy muy agradecido –dijo el señor Steadman–, ya que de no haber sido por ellos yo probablemente no habría visto la casa y... bueno, como ya he dicho antes, este tipo de casa es el que yo he andado buscando durante años.Se metió la mano en el bolsillo y la sacó llena de monedas de plata.—Vamos a ver, hoy es sábado, ¿verdad? No os vendría mal un poco más de dinero para gastarlo el domingo, ¿eh?Guillermo abrió la boca y volvió a cerrarla. Naturalmente, habría que explicar la verdad de todo a la señorita Miggs, pero luego. Su primer impulso de abordar audazmente la cuestión de la libertad de palabra con el señor Steadman, se iba desvaneciendo.El señor Steadman estaba escogiendo cuatro medias coronas (2), de su puñado de dinero, con gran deliberación. Cualquier referencia a la cuestión de la libertad de palabra podría distraerle del asunto de las medias coronas, y podría ser que luego el señor Steadman no se acordara ya de ello. Más vale media corona en la mano que libertad de palabra volando.(2) Una moneda inglesa equivalente a unas veinte pesetas. (N. del T.).
Los Proscritos, siguiendo el ejemplo de Guillermo, recibieron humildemente las medias coronas, dieron las más efusivas gracias a su inconsciente víctima y desaparecieron rápidamente de la escena del secuestro frustrado.Guillermo se aficiona a las ratas
Pajaritos! –exclamó Guillermo con asco–. Ya estoy bien harto del jaleo que arma la gente con los pajaritos, llamándolos “los amiguitos alados del hombre”, y otras necedades por el estilo. No veo a qué viene eso de la amistad. Precisamente muchas veces no podemos coger cerezas en la primavera porque se las han comido antes los pájaros; y lo mismo sucede con las fresas, los guisantes, las frambuesas y ¡qué sé yo cuántas cosas más! ¡Y después todavía dicen que son los amiguitos alados del hombre! ¡Con el jaleo que arma la gente cuando somos nosotros los que nos comemos las cerezas! Pero, en cambio, si son los pájaros, nada. A los pájaros se les permite todo. Oh, sí –continuó diciendo sarcástico–, un pajarito puede hacer lo que le dé la gana sin que nadie tenga nada que decir sino que es un amiguito alado del hombre. ¡Y en cuanto a agradecimiento, no te digo!
Uno está todo el invierno dándoles trocitos de coco y migas de pan y luego cuando nosotros queremos comer una cereza, vienen ellos antes y se la comen. Por lo visto la gente se lo aguanta todo a los pájaros porque tienen plumas. Hasta les dan de beber, como si ellos no pudieran ir a buscarse la bebida donde mejor les pareciera, con todos esos baños para los pájaros y mesillas para los pájaros que hay en los jardines. Pronto van a ponerles sillas para que se sienten y camas para que duerman. Y no me sorprendería que lo hicieran, del modo como van las cosas.Los oyentes de Guillermo murmuraron unas frases de asentimiento. También ellos estaban ya hartos de los pájaros. Una gran aficionada a los pájaros había ido a establecerse en el pueblo, y sus actividades, intensificadas hasta lo inverosímil, habían aniquilado por completo toda clase de afecto que los Proscritos hubieran podido sentir hacia los alados amiguitos del hombre. La aficionada en cuestión hablaba de los pájaros, tanto si venía a cuento como si no, con un sentimentalismo realmente nauseabundo.Su jardín era una verdadera selva de baños de pájaros y de mesas de pájaros, para que éstos pudieran beber y comer. Se había construido una pajarera en el bosque adyacente a su jardín, y allí iba diariamente a buscar la compañía de unos cuantos de sus amigos alados, tratados a cuerpo de rey y domesticados (una paloma medio imbécil, unos cuantos gorriones agresivos, un pomposo petirrojo que parecía un sacristán de la época victoriana, y una pareja de pinzones presumidos), a quienes alimentaba con migajas de pastel. Había regalado un baño de pájaros a cada una de las quintas del pueblo, y cada día hacía el recorrido para cerciorarse de que las pajariles bañeras estuvieran llenas de agua y evitar que se destinaran a otros usos oficiosos (tales como los de receptáculo para las hortalizas, jardincillo japonés, o simplemente, cubo de la basura) como a menudo solía encontrarse. Además había proporcionado a los dueños de las quintas otras tantas mesas para pájaros y allí iba diariamente para colocar encima de dichas mesas trocitos de nuez y migajas de pastel, que eran inmediatamente consumidos, así que la buena señora se había vuelto de espaldas, por los niños de la casa.—Ved a las ratas, por ejemplo –prosiguió diciendo Guillermo con gran elocuencia–. Nadie se preocupa para nada de las ratas ni de los ratones, y eso únicamente porque las ratas no tienen plumas y no saben volar ni cantar ni comportarse como pájaros.¿Por qué no hay baños para las ratas y mesas para las ratas en los jardines, del mismo modo que hay baños para pájaros y mesas para pájaros? Eso no es justo, y yo estoy dispuesto a empezar a dedicarme a las ratas sólo para enseñarles cómo se hacen las cosas.Tanto valen las ratas como los pájaros.—Dice que va a organizar la semana de los pájaros –dijo Pelirrojo sombríamente.—¿La qué? –preguntó Guillermo.—La semana de los pájaros.—¿Y eso qué es?—No lo sé. Más jaleo todavía.Creo que se propone conceder medallas a los niños que hagan algo bueno con los pájaros durante la semana. Y además dice que la gente no debiera de tener gatos en las casas, porque se comen los pájaros.—¿Y por qué no van a comerse los pájaros los gatos? –preguntó Guillermo en tono declamatorio, alzándose en defensa de un animal para el que habitualmente no sentía el menor afecto ni la menor simpatía–. ¿Por qué no pueden comerse pájaros? Los gatos tienen que vivir, igual que la señorita ésa.Y los pájaros ¿qué comen pues? Se comen a los gusanos. Y supongo que los gusanos también tienen sus sentimientos, como cualquiera. ¿Y qué come la señorita Chesterfield, sino terneras y cerdos y otros animales parecidos? ¿Es que las terneras y los cerdos no tienen sentimientos tampoco?—No come ternera ni cerdos –dijo Pelirrojo–. La señorita Chesterfield es vegetariana y sólo come verduras y frutas.—¿Y cómo sabe la señorita Chesterfield que las coles no tienen sentimientos? Como que las coles no tiene plumas, ni cantan ni saltan ni brincan como los pájaros, como si no hubiera en el mundo nada más que los pájaros que tuvieran sentimientos.Los otros estuvieron de acuerdo, pero sabían muy bien que era inútil oponerse a la señorita Chesterfield.Había en ella, y en su forma más exagerada, el mismo espíritu intrépido que conquistó en otro tiempo el Imperio Británico. No solamente la señorita Chesterfield no se daba cuenta de cuándo había perdido la partida, sino que volvía una y otra vez a la brecha en continuos y desesperados ataques, hasta que sus enemigos cedían y le dejaban el campo libre, de puro cansancio y aburrimiento.La señorita Chesterfield pronto tuvo muy adelantada la organización de su semana de los pájaros, auxiliada por un nutrido grupo de asistentes cuyas primeras negativas a colaborar en el asunto habían sido desechadas como inoportunas por dicha señorita, y que en aquellos momentos ya se encontraban trabajando sin descanso, día y noche, bajo sus órdenes. Se fijaron carteles en todos los graneros, en todas las vallas y en todas las ventanas. Estos carteles anunciadores del magno acontecimiento eran obra de una conocida casual de la señorita Chesterfield, que en cierta ocasión había tomado algunas lecciones de dibujo y pintura, y a quien la señora Chesterfield había hipnotizado de tal forma que desde entonces trabajaba incansablemente en todos sus proyectos. Considerados como obras de arte, aquellos carteles dejaban mucho que desear. Uno de ellos, en el que aparecía algo así como una rana flotando en un estanque quería representar un pajarito muerto de sed, panza arriba, sobre el césped. Debajo del dibujo había la siguiente leyenda: “Tú Podrías Haber Salvado Esa Pequeña Vida”. Otro cartel representaba un pájaro enjaulado, y debajo había las palabras siguientes: “Quiere Ser Libre Como Tú. Dale La Libertad”. Otro cartel representaba un pájaro de especie desconocida, volando sobre un fondo de azulete, y debajo de él, la siguiente frase: “Déjalos Que Sean Dichosos Y Libres Como Este Pájaro”.La señorita Chesterfield daba también en su quinta “recepciones de pájaros”, y a los invitados favoritos se los llevaba al bosque para que vieran cómo la paloma medio imbécil y el pomposo petirrojo se le posaban en el dedo y comían pastel de su propia mano. Además, concedía premios a las mesas de pájaros mejor arregladas que había en el pueblo, y daba medallas en premio a las buenas acciones realizadas con los pájaros. (Pelirrojo una vez solicitó una de esas medallas basándose en el hecho de haber dejado abierta accidentalmente la jaula del loro de su tía, pero la medalla no le fue concedida). En cierta ocasión se trajo un conferenciante para que diera una conferencia, en el Salón Municipal, a un auditorio consistente principalmente en su hipnotizado personal auxiliar, sobre las aves migratorias, bajo el título: “Nuestros pequeños invitados veraniegos”. La conferencia fue ilustrada con diapositivas. La señorita Chesterfield nunca se expresaba con una palabra tan vulgar como es la de “pájaro”, sino que para referirse a los pájaros, lo hacía con frases tales como “nuestros bípedos favoritos”, “nuestros emplumados amigos”, “nuestros alados hermanitos”, y otras cursilerías parecidas, que incesantemente se le escapaban de los labios.La clausura oficial de la “semana de los pájaros”, no puso fin a sus numerosas actividades, porque ya lo decía ella:—¿Qué utilidad tiene enardecer el entusiasmo si luego no se hace uso de él?Y ella hizo uso de él, entre otras muchas maneras, enseñando a los niños pequeños cierto poemita nauseabundo, compuesto por ella misma, titulado: “Pequeño pajarito chiquirritito”.El asco y el desaliento de Guillermo aumentaron.—¡Pájaros! –exclamó acerbamente–.¡Ya estoy mareado con tanto pájaro!A lo mejor se le ocurre a la señorita ésa proponernos que les cedamos nuestra casa a los pájaros y que nosotros nos vayamos a vivir por los árboles, para que los pájaros puedan vivir mejor.Por consiguiente Guillermo se animó de nuevo y se sintió profundamente interesado al oír que su padre mencionaba la organización de una “semana de las ratas”. Su padre y el boticario estaban hablando de la citada cuestión, y Guillermo oyó cómo el boticario decía:—Tenemos que hacer algo en serio para organizar este año una semana de las ratas, la cosa es de la máxima urgencia.—¿Una semana de las ratas? –preguntó Guillermo, aguzando las orejas.—Sí, una semana de las ratas –dijo concisamente su padre.—¡Hombre! Gracias a Dios que por fin oigo algo en favor de las ratas –dijo Guillermo fervientemente–. Me gustaría ayudar a que las ratas se lo pasen bien. Ya estoy harto de que todo el mundo hable nada más que de ayudar a los pájaros.—¿Qué quieres decir con eso de ayudar a que las ratas se lo pasen bien? –dijo su padre, irritado–.Nadie desea que se lo pasen bien las ratas. Lo que queremos es exterminarlas.—¿Exterminarlas? –repitió Guillermo, indignado–. ¿Y por qué?—¿Por qué? ¡Toma! Porque son unas alimañas que lo destruyen todo.—Lo mismo que los pájaros –dijo Guillermo–. Se comen todo lo que encuentran en el jardín y en el huerto. Y si lo que quieres es exterminarlas, no sé por qué organizas una semana en su beneficio.—Durante la semana de las ratas –le explicó pacientemente su padre–, todo el mundo hará cuanto pueda y esté a su alcance para exterminar tantos bichos de ésos como pueda.—¿Exterminar quiere decir matar?–preguntó Guillermo.—Exacto.Guillermo abrió la boca, ahogando un grito de incrédulo horror.—¡Atiza! ¡Todo ese jaleo con los pájaros y luego van y matan a las ratas! Y eso sólo porque las ratas no tienen plumas ni saben cantar. Es la cosa más injusta que he visto en mi vida.Pero el padre de Guillermo no estaba interesado en la opinión de su hijo sobre las ratas. Le apartó con un severo gesto y prosiguió su conversación con el boticario.Guillermo, todavía henchido de justa indignación, fue en busca de los Proscritos.—Con todo el jaleo que arman en favor de los pájaros y luego se dedican a asesinar ratas –les dijo, una vez los hubo encontrado y les hubo expuesto el cariz que tomaba la situación–. Tendría que haber una ley contra el diferente trato que se da a unos y a otros. Si se arma jaleo con los pájaros, deberían de armarlo también con las ratas. O se protegen a ambos animales o no se protege a ninguno de los dos. Yo me pondría furioso si fuese rata. Por lo tanto voto por que se haga algo para ayudar a las pobres ratas.—¿Y qué podemos hacer? –inquirió Enrique.Guillermo reflexionó durante unos momentos, y de pronto sus facciones se iluminaron.—Os voy a decir lo que podemos hacer –dijo–. Podemos organizar nuestra semana de las ratas. Una verdadera semana de las ratas. Lo mismo que la semana de los pájaros que organizó la Chesterfield. Con ello les podremos proporcionar alguna ayuda, al menos.La idea fue del agrado de los Proscritos. Era una idea original.Daría una franca salida a su desbordante energía, y les compensaría hasta cierto punto de la humillación que su espíritu había sufrido con el culto de la señorita Chesterfield hacia sus emplumados y alados amiguitos.—Y les construiremos una gran ratonera del mismo modo que ella ha construido esa gran pajarera para sus pájaros –siguió diciendo Guillermo–, y pondremos baños para las ratas y mesas para las ratas, igual que ella tiene para los pájaros, y en lugar de hacer una semana de las ratas haremos una quincena de las ratas, y que rabie la Chesterfield.Se pusieron a trabajar en aquel plan con gran entusiasmo. Se eligió el viejo granero como ratonera en el buen sentido de la palabra y dentro de él se dispusieron cajas de embalaje para mesas ratoniles y tazones de agua para baños ídem. Guillermo, que pensaba en todo, llevó allí unas brazadas de paja y unos sacos viejos para que sirvieran de camas para sus invitados.Los cuatro Proscritos trajeron restos de comida de sus respectivos hogares y pronto, encima de las “mesas para ratones” había una apetitosa parada de pan, queso, carne fría, patatas frías, migas de pastel y muchísimos más requisitos, pescados en la despensa o en el cubo de la basura.Se llenaron con agua los “baños para los ratones”, y los camastros de sacos y paja se dispusieron ordenadamente a lo largo de la pared. Lo único que faltaba era encontrar ratas para la ratonera. Cuando precisamente empezaban a abordar este problema, Pelirrojo hizo un gran descubrimiento. Pelirrojo descubrió que el jardinero de su casa estaba disponiendo unas cuantas ratoneras de veras en la cuadra abandonada que había en el fondo de su jardín. Eran ratoneras a la antigua usanza: sencillas jaulas con cebo y trampa, en las que sus víctimas quedaban cogidas vivitas y coleando y que luego el jardinero, cuando daba su vuelta mañanera por el jardín, cogía por su cuenta para ir a ahogarlas en el río. Ahí estaba, pues, el contingente de invitados para su gran ratonera. Cada día Pelirrojo se levantaba temprano, iba a coger las ratoneras del jardinero, se las llevaba a su refugio, soltaba a la víctima y volvía a dejar la ratonera en la cuadra. Más tarde llegaba el jardinero, el cual se rascaba la cabeza, perplejo, ante la ratonera vacía y sin cebo, preguntándose cómo aquellas ratas endiabladas se las habían podido arreglar para largarse con el cebo.Fue Guillermo quien se acordó de la cuestión de los anuncios.—Tenemos que fijar carteles, lo mismo que hizo ella –dijo.– Apuesto a que nosotros podemos dibujar ratas tan bien como ella dibuja pájaros.Sin embargo, los dibujos que hicieron de las ratas no tuvieron éxito alguno. La rata que dibujó Pelirrojo parecía un caballo, la de Enrique un león, la de Douglas una vaca, y la de Guillermo un avestruz. De nuevo fue Pelirrojo quien los sacó de apuros.Su padre, informado por el jardinero de que las “ratas endiabladas” habían descubierto misteriosamente la manera de entrar en la ratonera, coger el cebo y largarse de nuevo indemnes, se dedicó a investigar las posibilidades de otras ratoneras más modernas y hasta las de los raticidas. Durante unos días, en cada correo llegaba abundante propaganda ilustrada de raticidas y ratoneras, y entre todo el cúmulo de folletos publicitarios Pelirrojo encontró varias reproducciones muy realistas de ratas.Una de ellas representaba a un gran ratón, muerto y envenenado, que yacía panza arriba, yerto y tieso. Pelirrojo lo recortó cuidadosamente, lo pegó en un gran trozo de cartón blanco y escribió debajo lo mismo que escribiera la señorita Chesterfield en uno de sus carteles en defensa de los pájaros: “Tú Podrías Haber Salvado Esa Pequeña Vida”.En otro grabado se veía a una rata, seguramente aprisionada en una ratonera especial, con marca registrada y todo. Pelirrojo también recortó este grabado, lo pegó en otro cartón y escribió debajo: “Quiere Ser Libre Como Tú. Dale La Libertad”.En otro folleto se veía representada una rata muy ocupada en roer un saco de granero en un granero. También recortó Pelirrojo este grabado, lo fijó sobre cartón como los demás y escribió debajo: “Déjalas Que Sean Dichosas Y Libres Como Esta Rata”.Luego los Proscritos colgaron estos carteles alrededor del refugio–ratonera. Los ocupantes de dicho refugio iban en aumento con satisfactoria rapidez. La noticia de que había un refugio ratonil parecía haberse difundido ampliamente entre la población de las ratas del distrito. Todos los días, por la mañana, surgían unas oscuras formas de los oscuros rincones del refugio y se abalanzaban sobre las mesas ratoniles, generosamente provistas de alimentos. Guillermo las contemplaba con orgullosa satisfacción.—¡Qué bonito es ver que las ratas se lo están pasando tan bien como los pájaros! –dijo–. ¡Demasiado tiempo que han estado aguardando este momento, las pobrecillas!A medida que se iba difundiendo la noticia, acudían a reunirse con aquella familia ratonil, otras ratas de tierras lejanas. Los habitantes de las casas próximas al viejo granero, se consultaron mutuamente, llenos de ansiedad, en vista de la súbita y alarmante afluencia de ratas, porque, aunque puntuales y fieles en acudir a la hora de la comida que se les ofrecía en el refugio, las ratas no tardaron en descubrir las despensas de las casas próximas.La actitud de los habitantes de dichas casas próximas fue suficiente para que Guillermo comprendiera que, por el momento, debía de mantener sus actividades en secreto. El público no estaba todavía lo bastante educado como para poder apreciarlas.—Tendremos que hacerlo gradualmente –dijo a los Proscritos–. Tendremos que educar gradualmente a la gente a ser amiga de las ratas, del mismo modo que lo es de los pájaros. La Chesterfield ha estado años y años predicándoles sobre los pájaros. ¡Y mirad el jaleo que arma la gente cuando viene una rata y se les come una minúscula parte del alimento que tienen guardado en abundancia! Y, no obstante, los pájaros comen durante las veinticuatro horas del día, porque los pájaros no hacen otra cosa que comer, y entonces la gente les contempla arrobada y dice: “¡Pero qué preciosos son!” y otras memeces por el estilo. Tenemos que esforzarnos para que la gente sea también amiga de las ratas. No hay ningún motivo por que no lo sean. Tan preciosas son las ratas como los pájaros. Cada año organizaremos una quincena de las ratas y lo iremos haciendo todo gradualmente. Este año nos limitaremos a conocer a las ratas y a hacer que a la gente les gusten las ratas, que se aficionen a ellas. Pero tenemos que hacerlo gradualmente.* * *
Era muy cierto que las ratas ya empezaban a conocer a Guillermo. Estaban al acecho, esperando su llegada y en cuanto Guillermo se acercaba a la mesa se agrupaban alrededor de sus pies. Le habían aceptado como su amigo y protector y no demostraban tenerle temor alguno cuando Guillermo se acercaba a su mesa para contemplarlas cómo comían. En conjunto, Guillermo consideró que su quincena de las ratas había sido un éxito total. Había trabajado mucho en su organización y desarrollo, y no lamentó demasiado que la quincena tocara a su fin. Las familias de los Proscritos estaban ya entrando en sospechas sobre la cantidad de alimentos que iban desapareciendo de las respectivas despensas.Por otra parte, la señorita Chesterfield se mudaba de casa, y a Guillermo le pareció que ya era hora de que, tanto los pájaros como las ratas ocuparan un lugar menos prominente en el cuadro general de la Creación.La señorita Chesterfield había decidido celebrar su partida por medio de lo que ella llamaba una “fiesta infantil de animales”. Todos los niños del pueblo debían asistir a ella disfrazados y los disfraces debían de tener alguna relación con un animal.La comisión de auxiliares hipnotizados proporcionaría la merienda y al señor Gerardo Markham, dueño de la gran finca denominada Marleigh Manor también le habían hipnotizado para que actuara de presidente e hiciera la entrega de los premios. Don Gerardo era un buen señor que cuando se decidía a hacer algo, lo hacía a lo grande, y aunque no había llegado a comprender por qué se había avenido a actuar en un asunto como aquél que más bien le era antipático, como que, a fin de cuentas, le habían sonsacado la promesa de que ofrecería un premio, estaba decidido a ofrecerlo y gordo, y por eso se fue a Londres para adquirir una cámara cinematográfica del último modelo.La noticia se difundió rápidamente por todo el pueblo, y la población juvenil se sintió, de pronto, entusiasmada con la idea. Una prima de la señora Brown tenía un hijo de corta edad, el cual poseía un disfraz y la señora Brown le escribió inmediatamente para pedírselo prestado. El disfraz en cuestión llegó a vuelta de correo. Era un disfraz de características vagas y dudosas que tanto podía representar a un paje de María Estuardo, como al almirante Nelson.Era un traje arrugado y ajado y evidentemente pequeño para Guillermo, y además tenía un gran siete en la pernera de los pantalones. La señora Brown decidió que, con la adición de un gato y un hatillo en lo alto de un bastón, aquel traje podría representar al de Dick Whittington (1).—Yo no me pongo esos andrajos –dijo Guillermo, disgustadísimo–.(1) Dick Whittington es un personaje medieval legendario que fue tres veces alcalde de Londres y al que suele representarse con un hatillo y acompañado de un gato. (N. del T.).
No quiero disfrazarme de Dick Whittington. Quiero disfrazarme de otra cosa más importante, algo así como de Jonás y la ballena, por ejemplo.“Jumble” sería una ballena estupenda.—No digas tonterías, hijo –le dijo la señora Brown pacientemente.—O podría disfrazarme de Daniel con uno de los leones, o de aquel calvo que sale en la Biblia y que se lo comieron los osos.—No digas más tonterías, hijo. Lo que tú dices no puede ser.—Pues no sé por qué. O también podía disfrazarme de aquel personaje de la Biblia que hablaba con los asnos, o... de algo más interesante que ese palurdo de Dick Whittington.—No seas tonto, hijo. El traje de Dick Whittington es muy bonito y tendrías que estar contento de tenerlo a tu disposición.La noticia de que Huberto Lane, el mayor y más antiguo enemigo de Guillermo, también acudiría a la fiesta disfrazado de Dick Whittington, todavía dejó más deprimido a Guillermo, porque Huberto Lane iba a ponerse un magnífico traje nuevo, confeccionado especialmente para aquella ocasión, un traje fiel a la tradición en todos sus detalles. Además Huberto Lane llevaría consigo el gato de su madre, que era un bicho dócil, manso y semicomatoso, mientras que el gato que tenían en casa de Guillermo era semisalvaje e intratable, y perfectamente incapaz de entrar dentro del espíritu de la fiesta.—Te digo y te repito que no quiero ir a una fiesta tan birria –dijo Guillermo por décima vez–, y el gato que tenemos en casa, además, no sirve para eso. Me pondría lastimado de arañazos antes de que yo tuviera tiempo de llegar a la fiesta. No sabe siquiera obrar como un gato. Los gatos de la otra gente no hacen lo que él hace.El tío ése que dices jamás habría llegado a ser alcalde de Londres si hubiese tenido un gato como el nuestro.—”Trouncer” es un gato muy sociable –dijo la señora Brown–, y a ti sólo te araña porque le molestas siempre.—Apuesto a que encontraría otro motivo para arañarme aunque no le molestara –dijo Guillermo–. Tiene más de fiera que de gato. Oye: te diré una cosa –añadió, al ocurrírsele una nueva y brillante idea–. Déjame que vaya disfrazado con mi traje de indio con “Trouncer”, de modo que yo sería un Dick Whittington indio con su gato indio piel roja. Sería estupendo.—No, hijo mío. No existe ni existió nunca un Dick Whittington indio.No seas tonto. Tienes que ponerte este traje tan bonito que te ha enviado la prima Ágata tan amablemente, y debes portarte bien con “Trouncer” y ya verás como él también se portará bien contigo.—¿Ese gato? –exclamó Guillermo–.Ese gato no sabe portarse bien con nadie.Pero pronto se dio cuenta de que era inútil querer oponerse al destino.Tendría que ir al baile de disfraces metido en aquel traje que tan mal le sentaba, y contemplar cómo su enemigo y rival Huberto Lane, recibía el premio de la cámara fotográfica, que él, Guillermo, tanto ansiaba poseer.Huberto Lane había descubierto que Guillermo también asistiría a la fiesta disfrazado de Dick Whittington, pero vestido con un traje muy inferior al suyo, y así se lo hizo saber al interesado.—¿De veras? –le respondió con falso sarcasmo Guillermo–. ¿Crees de veras que voy a ir vestido de Dick Whittington? ¿Crees que voy a vestirme de mamarracho? Tú espera y verás de lo que voy a ir disfrazado, y te prometo que te quedarás sorprendido de veras.El día en que debía de tener lugar la fiesta, Guillermo simuló que se encontraba enfermo, diciendo que se sentía como si tuviera la escarlatina, la tos ferina, la bronquitis, el sarampión, el cáncer y la pulmonía, todo junto.—¡Pero no es posible que tengas todas esas cosas al mismo tiempo! –le dijo su madre.—Yo no he dicho que las tuviera al mismo tiempo –dijo Guillermo–. Ahora sólo tengo algunas de esas enfermedades que te he dicho, pero siento aquí, en mis adentros, que pronto voy a tener todas las demás. De todos modos, me siento demasiado enfermo para ir a la fiesta.—¡Tonterías, Guillermo! –volvió a decir firmemente la señora Brown.Y a continuación le vistió con el odiado traje, le dio un bastón y un hatillo, le puso a “Trouncer” en los brazos y le acompañó hasta la puerta.—Estás precioso, hijo mío –le dijo para animarle al despedirlo–. Estoy segura de que ganarás el primer premio.Guillermo no se dignó responder, y se marchó, arrastrando los pies, desconsolado, llevando a “Trouncer” firmemente cogido debajo del brazo. Su único consuelo consistió en comprobar que las nubes se iban amontonando sobre su cabeza, negruzcas e impresionantes, como si fuera a estallar una tormenta de un momento a otro, mientras el cielo se oscurecía.“Trouncer” se estaba removiendo y coleteando debajo del brazo que lo tenía asido, queriendo soltarse. Guillermo estaba seguro de que no lograría llevar al gato hasta la casa de la señorita Chesterfield. De pronto, el gato alargó la zarpa y dio un arañazo en la cara de Guillermo. Sorprendido por el zarpazo, Guillermo soltó su presa, y el gato, saltando de debajo del brazo, desapareció por el campo como un relámpago. Guillermo le tiró el bastón y el hatillo, los cuales cayeron en la acequia que bordeaba la carretera y Guillermo, sin molestarse en recogerlos, siguió abatido su camino.Andaba muy lentamente, esperando que se precipitara el diluvio que amenazaba, remojando de tal modo a todo el mundo que ni la señorita Chesterfield ni don Gerardo Markham pudiesen distinguir la inferioridad del disfraz de Dick Whittington que llevaba Guillermo, con respecto al que llevaba Huberto Lane. Y ciertamente oscurecía a marchas forzadas. Guillermo pasó ante la puerta del viejo granero sin mirar adentro, ni darse cuenta siquiera de él. Ya se había olvidado por completo de su quincena de las ratas. El día anterior había terminado, y desde entonces pertenecía definitivamente al pasado, mientras que los pensamientos de Guillermo estaban siempre demasiado ocupados con el presente para poder distraerse con lo pretérito. Sin embargo, sus antiguas amigas y protegidas, las ratas, no sabían que su opípara quincena había terminado y estaban agrupadas alrededor de las mesas vacías esperando que Guillermo fuera a visitarlas como de costumbre para ofrecerles deliciosas migajas de pan, de queso, de galletas y de pasteles, y no comprendían la súbita fallida de su amigo.De pronto, le vieron pasar ante la puerta del granero, le reconocieron a pesar de su disfraz de Dick Whittington, y se pusieron a seguirle, oscuras formas indistintas, disimuladas en su sombra. Guillermo, ensimismado en sus lúgubres pensamientos, no se dio cuenta de ellas. Las ratas fueron siguiéndole silenciosamente, animadas por la creciente oscuridad, sin renunciar a creer que aquel proveedor universal les fallara al final.Los participantes a la Fiesta Infantil de Animales habían acudido al jardín de la señorita Chesterfield.Los hipnotizados auxiliares estaban auxiliando todo lo que podían, tan hipnotizados como de costumbre. Don Gerardo estaba sentado ante una mesa, inspeccionando, abatido y desalentado, una abigarrada muchedumbre de niños disfrazados de Caperucita Roja con su correspondiente lobo, o de Gato con Botas, o de gitano con oso. El mejor disfraz que allí había era, sin duda alguna, el de Dick Whittington, que llevaba Huberto Lane, quien estaba en primera fila, con aire confiado, jactancioso y satisfecho, sin apartar los ojos de la cámara fotográfica que descansaba sobre la mesa y que ya consideraba como suya. Los auxiliares lanzaban temerosas miradas, de vez en cuando, al encapotado cielo.—¿No sería mejor que concediera el primer premio antes de que se nos eche encima la lluvia? –sugirieron al presidente.—Sí, pero, ¿a quién se lo doy?–dijo él.—El disfraz de Huberto Lane es el mejor.—Pero carece de originalidad –objetó el presidente–. No hay ni un ápice de originalidad en ninguno de ellos. Si uno de ellos siquiera tuviera una chispa de originalidad, sólo una chispa...De pronto, torciendo por la esquina de la casa, apareció en el jardín otra figura. Y no iba sola. Una pequeña procesión de bultitos negruzcos y arrastradizos la seguían. Dando alaridos de terror, el personal auxiliar echó a correr, yendo a refugiarse en el interior de la casa, en el invernáculo y en el cuartito de las herramientas. Los invitados también se dieron a la fuga y Huberto Lane realizó varios intentos tan ignominiosos como ineficaces para trepar a un árbol. Don Gerardo se adelantó hacia Guillermo. Guillermo se había quedado solo ya que sus seguidoras se habían retirado al ver la muchedumbre reunida en el jardín.—¿Eran de veras? –le preguntó don Gerardo Markham, profundamente impresionado.—¿Qué es lo que era de veras?–preguntó a su vez Guillermo, quien no se había dado cuenta todavía de su séquito.—Bueno, sea lo que sea, el efecto ha sido maravilloso. Jamás había visto cosa parecida. Muy original e impresionante. ¿Cómo te llamas?—Guillermo Brown –dijo Guillermo, absolutamente perplejo.Los demás volvían poco a poco al jardín, saliendo de sus escondrijos y mirando cautelosamente a su alrededor.Don Gerardo Markham pegó unos puñetazos en la mesa, reclamando silencio y seguidamente anunció:—Señoras y caballeros: Me toca ahora el agradable deber de conceder el premio.Huberto Lane sonrió y dio un paso adelante.—Concedo el premio –siguió diciendo don Gerardo Markham–, a Guillermo Brown, por su excelente disfraz del Flautista de Hamelín. No sé cómo pudo conseguir su efecto escénico, pero lo que sí puedo asegurar es que ha tenido una brillante idea y la ha llevado a cabo no menos brillantemente... ¡Guillermo Brown!Guillermo dio dos pasos adelante para recibir el premio concedido.Guillermo y la pantomima
Una oleada de interés pasó por el pueblo cuando se supo que los Pennyman habían alquilado la gran casa solariega que pertenecía a los Bott. Era la segunda vez que la alquilaban. Sus propietarios, los Bott, ya se la habían alquilado en otra ocasión, y el pueblo no lo había olvidado, porque los Pennyman eran una familia con una misión en la vida, y su misión consistía en hacer revivir la era de la belleza y de la artesanía, huyendo de la fealdad de la civilización moderna, y volviendo a la aurora de la Creación. El medio de que se valían para realizar su misión parecía consistir principalmente en llevar ropas tejidas a mano, de curiosísima hechura, en comer extraños manjares en una vajilla elaborada en el horno por el propio señor Pennyman, y con unos cubiertos metálicos batidos a mano por el susodicho caballero, y en el empleo de unos muebles fabricados por él mismo y adornados con calados y bordados de mano de la señora Pennyman. Estos productos no dejaban de tener sus inconvenientes. Las hechuras de las ropas que llevaban eran de un diseño algo errático, la vajilla cocida en su propio horno era deforme y abollada, los cubiertos de mesa batidos a mano eran excesivamente maleables y cedían ante la menor presión, mientras que los muebles de artesanía tenían la desconcertante propiedad de resolverse en cada una de sus partes componentes, bajo el peso del cuerpo humano.
Sin embargo, tanto el señor como la señora Pennyman se mostraban imperturbables ante estos pequeños contratiempos. Veían sus productos de artesanía tal como se habían propuesto que fuesen y no tal como realmente eran.Y no cabía la menor duda sobre su sinceridad. Inmediatamente de tomar posesión de su nuevo domicilio se propusieron convertir al vecindario y, a tal efecto, empezaron a dar clases de tejido a mano, de cerámica, de metalurgia, de calado, de bordado y de otros supuestos elementos de la era de la belleza, informando a sus alumnos, quizás innecesariamente, de que ellos las habían “aprendido intuitivamente”; y, no contentos con difundir sus luces de cultura manual por el pueblo, se fueron a visitar a todos los pueblos de las cercanías para exponer su credo y continuar con su misión. En cuanto a transporte, habían intentado utilizar diversas formas antiguas de locomoción, sugeridoras de la era de la belleza y de la aurora de la Creación, pero habían tenido que abandonarlas una tras otra, como impracticables. La señora Pennyman había llegado a cabalgar en el mismo caballo que montaba su marido, pero en una sola tarde había caído tres veces, y por lo tanto, llegó a perder la serenidad suficiente para montar por cuarta vez. Los esposos Pennyman llegaron a un compromiso con la era de la belleza y se compraron un auto moderno, pero vistieron al chófer con un sombrero de tres picos y una capa con valona que le daba el aspecto de un salteador del siglo Xviii. Como chófer era muy malo, pero había sido el único solicitante al empleo que no había puesto peros a la obligación de ir vestido de aquel modo. En realidad, se sentía muy bien con semejante traje ya que su empleo anterior había consistido en hacer de portero de un restaurante típico, donde debía permanecer de pie, junto a la puerta, vestido de pastor, con cayado y zamarra.Los Pennyman llegaron a ser considerados como parte integrante del paisaje mientras efectuaban aquellas breves peregrinaciones a los pueblos circundantes, con aquel auto y aquel chófer, para organizar conferencias (en las que se obsequiaba a los asistentes con refrescos, ya que de otro modo no iba nadie), dar clases, y redactar resoluciones para reintroducir en el mundo moderno la era de la belleza. La señora Pennyman era alta, delgada y vehemente, y poseía una fuente inacabable de optimismo y al mismo tiempo una continua volubilidad. El señor Pennyman también era alto y delgado, pero había en él un cierto tinte de malhumor y acrimonia. Daba la impresión de que, si su mujer alguna vez se hubiese callado el tiempo suficiente para que él hubiera podido meter baza, lo habría hecho quejándose de algo.Al principio los Proscritos tomaron un gran interés en esas actividades. Se divirtieron horrores viendo cómo los informes objetos, que los Pennyman denominaban pomposamente como “nuestra vajilla fabricada a mano”, se desintegraban en fragmentos de arcilla cocida, al ser puestos en uso.Se divirtieron viendo cómo los muebles fabricados a mano reventaban bajo el peso del cuerpo humano. Se divirtieron arrojando proyectiles de diversa naturaleza al chófer del tricornio y de la capa con valona. Pero su interés por los Pennyman fue decreciendo a medida que se acercaba la primavera con su día de limpieza general (1). Después del día de Navidad y del de Guy Fawkes, el día de limpieza general era el favorito de los Proscritos. Disfrutaban entonces con las comidas improvisadas, la falta de vigilancia y la atmósfera general de caos. Nadie paraba mientes en sus caras y manos sucias, porque todo el mundo las tenía por el estilo. Los zapatos cubiertos de barro parecían hacer juego con el plan general de las cosas. Se podía jugar entonces a unos juegos emocionantes, en pasillos y escaleras desprovistas de alfombras y esteras, donde se podían provocar estruendos atronadores. Las palas de picar y los plumeros, dejados desatendidos en todos los rincones de la casa, constituían eficacísimas armas.(1) Así como en España suele hacerse limpieza general de la casa los sábados, en Inglaterra esa limpieza general sólo se efectúa un día al año, al empezar la primavera. (N. del T.)
Naturalmente, todo el mundo estaba de mal humor, pero ello carecía de importancia, porque los Proscritos eran lo bastante ágiles para escapar del castigo inmediato y la memoria, en épocas de trabajo y barullo, suele ser afortunadamente escasa. A menudo los Proscritos decían, al referirse al día de limpieza general, lo mismo que decían con respecto al día de Navidad o al de Guy Fawkes, o sea que era una verdadera lástima que no durase todo el año.Pero la gloria culminante de la limpieza general de primavera la constituía, indudablemente, la visita del deshollinador. Aquél era el día cuya llegada todos los Proscritos esperaban ansiosamente, el día en que sus diversas ambiciones a ser dictadores, acróbatas, maquinistas de tren o “gangsters” se fundían en un solo deseo consumidor de ser deshollinadores.En general, no habían encontrado que los deshollinadores constituyesen una raza muy sociable o comprensiva. Los ofrecimientos que los Proscritos habían hecho a los deshollinadores, de ayudarles o de vigilar su trabajo, se habían encontrado siempre con bruscas negativas. Los Proscritos podían contemplar aquella operación fascinadora únicamente desde una ventana: echando a correr a cierta distancia, llegado el momento psicológico, para ver cómo el cepillo deshollinador surgía en lo alto de la chimenea. Luego, negro completamente de pies a cabeza, salía de la casa el deshollinador, cargado con su botín de hollín, negándose a entablar conversación con los Proscritos, no permitiéndoles siquiera que le ayudasen a llevar los trastos del oficio. Los Proscritos contemplaban entonces tristemente la partida de deshollinador.—¡Qué raro –decía Guillermo–, que se presente así en su casa y no le armen jaleo!—Estoy seguro de que su madre nunca le dice que vaya a lavarse la cara –decía Pelirrojo–. Apuesto a que la lleva siempre así. De nada le serviría lavarse porque a los cinco minutos ya volvería a estar igual que antes.Yo le digo lo mismo a mi madre cuando quiere que me lave la cara, pero no quiere hacerme ningún caso. Pues tendría que hacerme caso si yo fuese deshollinador.Por consiguiente, la emoción de Guillermo fue intensa al descubrir que el deshollinador que tenía que ir a trabajar a su casa al día siguiente, había llamado aquel mismo día por la tarde, para dejar sus trastos en el cobertizo de las herramientas que había en el jardín, a fin de tenerlas a punto cuando él llegara al día siguiente. A Guillermo le faltó tiempo para ir en busca de los demás Proscritos, y los cuatro se quedaron contemplando en silencioso éxtasis el emocionante descubrimiento.—¡Sus cepillos! –exclamó extasiado, Pelirrojo.—Une un mango con otro y con otro hasta que ha formado con ellos un bastón tan largo que sale por lo alto de la chimenea –le explicó Guillermo–.¡Uy! ¡Qué divertido debe ser!Se hizo un prolongado silencio, indicador de la profundidad de los pensamientos y de la agudeza de las especulaciones de los cuatro.—No podemos hacer nada en mi casa –dijo por fin Pelirrojo–, porque están allí mi padre y mi madre.—Los míos no están en casa –dijo Guillermo–, pero tampoco podemos probar la maniobra allí porque queda la cocinera y nos oiría y hoy está con un genio de todos los demonios. Esta misma tarde, después de comer casi me asesina, sólo porque yo quería ayudarla. Yo quería acoplar la escoba de la cocina a la radio, para transformarla en una aspiradora eléctrica y apuesto a que lo habría conseguido, de no venir ella a impedírmelo. Me dijo que había estropeado la radio pero estoy seguro de que la radio ya estaba estropeada antes de que yo empezara a fijarle la escoba. Después la cocinera se puso hecha una furia, porque le cogí el tazón grande que tiene en la cocina, sólo con el intento de ayudarla porque creí que estorbaba, y puse dentro del tazón a mis ranas, porque en alguna parte tenía que ponerlas para guardarlas y ella entonces me dijo que iba a hacer las gachas en aquel tazón, y como entonces el tazón ya se había roto, mientras yo enseñaba a las ranas a hacer acrobacias en él, todo el mundo se me echó encima insultándome y qué sé yo. ¡Ni que el tazón hubiese sido de oro! ¡Vaya escándalo que armaron! Bueno pues, con todo eso, ahora está hecha una fiera y ha dicho que al primer truco que hiciera yo, se despedía para no volver más, y si lo hace y cumple su palabra, después me echarán toda la culpa a mí.Siempre me echan a mí la culpa de todo lo que ocurre. De modo que vale más que, por esta vez, no vayamos a mi casa. Otro día será.—Pero mañana será demasiado tarde –dijo Pelirrojo–. Mañana por la tarde ya habrá deshollinado. ¿Dónde han ido tus padres?—Han ido a casa de los Pennyman, que creo que hacen una especie de fiesta. No querían ir, pero la señora Pennyman se puso tan pesada que han tenido que ir.—¡Oh! Ya me lo figuro. También quería que fuesen mis padres.—Creo que hacen allí una cosa que se llama “pantimoma”.—Pantomima –corrigió Enrique.—¿Y eso qué es?—No lo sé. Es como una comedia, pero sin hablar, me parece. Pero se entra pagando entrada. Hay que pagar para verlo.—Mi madre dijo que pagaría para no tener que verlo –dijo Pelirrojo.—Pues la mía dijo que estaba ya tan harta de la limpieza general, con toda la casa en desorden –dijo Guillermo–, que iría a cualquier parte con tal de estar unas horas sin verla.No comprendo cómo las personas mayores no saben divertirse más con esa limpieza general de la primavera.¡Serán tontas!Pero los pensamientos de Pelirrojo estaban concentrados en el festival que tenía lugar en aquellos momentos en casa de los Pennyman.—También está allí la hermana de la señora Pennyman, que ha venido a pasar unos días con ellos, y es igual que ellos; también lleva un traje raro y hace lo mismo que ellos. Quieren recoger dinero para hacer que la gente se vuelva como era en la antigüedad, en la que nadie tenía ningún quehacer.—¡Anda! –exclamó Guillermo, entusiasmado–. Vamos a ver si podemos enterarnos de lo que hacen. Jamás he visto una “pantimoma”.—Pantomima –le corrigió pacientemente Enrique.—Y si se puede sacar dinero con eso –prosiguió diciendo Guillermo–, también nosotros podríamos hacerlo.¡Vamos!Rápidamente se dirigieron hacia la casa de los Pennyman y, arrastrándose sigilosamente por el jardín, llegaron hasta las ventanas de la sala del billar que era donde tenía lugar la representación. Pero las ventanas estaban tapadas por gruesas cortinas.No había ni una sola rendija por la que los ejercitados ojos de los Proscritos pudieran atisbar lo que ocurría dentro. En consecuencia, los cuatro Proscritos, muy decepcionados, se retiraron.—¡Qué cosa tan mezquina! ¡Todo se lo guardan para ellos! –exclamó indignado Guillermo–. De todos modos estoy seguro de que esas viejas “pantimomas” no valen la pena.—Pantomimas –volvió a decir Enrique, pacienzudo.—¡Oh! ¡Cállate ya! –exclamó Guillermo–. ¿Qué importa cómo se llaman?¿Qué importa cómo les llame la gente si nadie sabe lo que son? Vámonos ya.¿Para qué estamos aquí parados si no podemos ver nada?Pero, una vez allí, aquel lugar cobraba una gran fascinación, y no deseaban irse tan aprisa, sin acabar de explorar todas sus posibilidades.Así pues, dieron vuelta al caserón, se encaminaron hacia la cocina e intentaron mirar por la ventana lo que pasaba dentro de la casa, pero la cocinera, creyendo que eran gatos, les arrojó un trozo de carbón que le dio a Pelirrojo de lleno detrás de la oreja. Entonces, los cuatro volvieron, con el mismo sigilo, a la parte anterior de la casa. Allí todas las habitaciones se hallaban a oscuras; ni siquiera habían echado las cortinas.Los anfitriones y los invitados se hallaban en la sala del billar, y el personal doméstico, en la cocina. No había nadie en el salón, ni en el comedor, ni en la salita... Sin embargo, la ventana de la salita estaba entreabierta...Los Proscritos se miraron y en sus rostros se reflejó simultáneamente la luz de la inspiración.—¡Vamos! –dijo Guillermo–. ¡Vamos a buscarlos! ¡Corriendo!Los cuatro echaron a correr hacia la casa de Guillermo, cogieron los cepillos del deshollinador, y volvieron rápidamente, llegando casi sin aliento otra vez a casa de los Pennyman. Se pararon ante la ventana entreabierta para ajustar los mangos del cepillo, pero, desgraciadamente, con las prisas, habían dejado algunas de las partes del mango en casa de Guillermo, y las partes que tenían en las manos no acababan de ajustarse bien. Sin embargo, por fin consiguieron montar un viejo cepillo con un mango razonablemente largo.—Esto es todo lo que necesitamos –dijo Guillermo, con su habitual optimismo–. Podré llegar muy arriba con esto. Apuesto a que llegaré hasta arriba del todo si me pongo de puntillas y me estiro.Saltaron por la ventana dentro de la salita desierta y durante unos momentos permanecieron quietos, escuchando. El silencio era absoluto. A continuación Guillermo procedió a examinar la chimenea. Era una chimenea muy grande, estilo Tudor de imitación y la abertura parecía tan grande como la de una alacena de las de mayor tamaño.—¡Toma! –exclamó Guillermo–. ¡Si me puedo meter ahí dentro con lo grande que es! ¡Y hasta puedo trepar sin dificultad por dentro! Apuesto a que puedo llegar arriba de todo.Se quedó callado un momento, luchando con ciertos escrúpulos de conciencia, de una conciencia no muy refractaria por cierto, a la que consiguió vencer sin grandes dificultades.—Bueno, de todos modos –prosiguió diciendo– tendrían que estar muy contentos de que alguien les limpiara la chimenea gratis. Apuesto a que me quedarán muy reconocidos cuando lo sepan. Tendrían que estarlo al menos... Voy a empezar ahora mismo. No me entretengo.Y dicho esto, desapareció por el interior de la abertura.—¡Hola! –se le oyó decir, con voz algo apagada–. ¡Si es facilísimo trepar por aquí! Voy a trepar hasta arriba del todo.La voz se hizo más apagada todavía, al decir:—Además hay mucho hollín para deshollinar aquí.Un pesado bloque de hollín que cayó en aquel momento en el centro del hogar demostró la veracidad de sus palabras.—Hay mucho hollín, muchísimo.Otro gran pedazo de hollín que cayó en el mismo sitio emitió una especie de nube negra al chocar contra el suelo, que luego fue posándose en forma de película negruzca sobre todo lo que había en la salita. La voz de Guillermo se oía cada vez más débil y apagada, y ya resultaba por completo ininteligible... Finalmente se hizo un silencio, que a los pocos segundos quedó roto por una especie de ruido de pataleo y un grito:—¡Oh! ¡Estoy cogido!Era evidente que la chimenea se había estrechado de pronto y Guillermo había quedado prensado. Pelirrojo miró hacia arriba, dentro de la chimenea y abrió la boca para darle un consejo, pero recibió en su boca abierta un puñado de hollín que, inadvertidamente se tragó y, en consecuencia, quedó transitoriamente privado del uso de la palabra. Douglas se acercó entonces, con más cautela.—¡Baja! –le recomendó.—¡No puedo! ¡Te digo que estoy cogido! –dijo la voz apagada y lejana.—¡Pues sube hasta el tope! –dijo Enrique.—¡Te digo que no puedo, que estoy cogido! –gimió la voz.—¡Atiza! –exclamó Pelirrojo, recobrando ya el uso del habla–. No tenía ni idea de que eso tuviese un sabor así!—Vamos a cogerle de las piernas y a tirar hacia abajo –sugirió brillantemente Douglas.Pero antes de que pudieran llevar a cabo esta sugerencia oyeron ruido de pisadas, procedentes del pasillo, y apresuradamente desaparecieron Pelirrojo, Enrique y Douglas, saltando por la ventana abierta, tan atropelladamente que cayeron en confuso montón en el jardín. Allí, después de deshacer el revoltillo, se quedaron contemplando ansiosamente, como mejor pudieron, la escena que se iba a desarrollar seguidamente.Una criada entró en la salita, cerró la ventana e iba a echar las cortinas cuando se detuvo, sorprendida por el ruido que había en el interior de la chimenea. Una expresión de gran asombro se dibujó en su rostro, y al cabo de un instante echó a correr de la habitación, para regresar a los pocos momentos, acompañada por el señor Pennyman y por una mujer en quien los Proscritos reconocieron a la hermana de la señora Pennyman.—¿Que hay un pájaro en la chimenea, dice usted? –decía el señor Pennyman.—¡Un pajarraco grandísimo! –respondió la criada–. Me parece que es un águila. ¡Oiga, oiga cómo aletea!Indudablemente el ruido del aleteo llenaba el ambiente, y al mismo tiempo, la caída de grandes pedazos de hollín, produjo como unas grandes nubes negras, flotando en el aire de la salita.—¡La porquería que está haciendo el bicharraco! –exclamó la criada, indignadísima–. ¡Quisiera retorcerle el pescuezo!—No tiene la culpa el pobre pájaro –dijo con suavidad, la hermana de la señora Pennyman–. El pobre animalito irresponsable, está en un apuro. ¡Pobre pajarito atemorizado! ¡Si casi pueden oírse los latidos de su corazoncito!En realidad, lo único que podía oírse era el ruido de los golpes que Guillermo daba con las botas contra la chimenea, mientras luchaba desesperadamente para apuntalar los pies.Guillermo ya no se quejaba, no tanto porque se hubiese conformado con su situación como porque tenía la cabeza tan firmemente cogida, que sus voces ya no llegaban a los de abajo. Pero no obstante, sus esfuerzos redoblaban en violencia. La hermana de la señora Pennyman puso la cabeza en la abertura de la chimenea.—¡Calma, calma, chiquitín! –le dijo, suavemente, para tranquilizarlo–. ¡Calma, calma, hermanito con plumas, calma! ¡Todo se arreglará!¡Ahora venimos en tu ayuda!Por toda respuesta recibió en la boca un trozo de hollín que, igual que antes hiciera Pelirrojo, se tragó inadvertidamente.—Pequeño, pequeño –siguió diciendo, con menos suavidad, después de toser, estornudar y expectorar sin éxito alguno durante unos momentos–.¡En qué estado se halla esta chimenea, por Dios! ¿Por qué no la haces deshollinar?—El deshollinador tenía que venir la próxima semana –dijo la criada, con mal humor.Y añadió, al hacerse todavía más frenéticos los esfuerzos de Guillermo:—¡Cielo santo! ¡Oigan ustedes el escándalo que está armando!—¡Pobre pajarito! –dijo la hermana de la señora Pennyman, aunque con una notable disminución de su gentil suavidad de antes en la voz–. Es muy extraño. Me parece muy raro todo eso.Y la culpa no la tiene el pobre pájaro. Debe de ser una chimenea muy mal construida. Y además, asquerosamente sucia. ¡Tenemos que hacer algo inmediatamente por el pobre animalito!—¿Y qué podemos hacer? –dijo el señor Pennyman, con una nota de irritación en la voz.—Tenemos que sacarlo de ahí –dijo firmemente su cuñada–. Mira hacia arriba a ver si puedes verlo.Prestamente, el señor Pennyman puso también su cara en el interior de la chimenea, mirando hacia arriba.Las botas de Guillermo eran apenas perceptibles, en sus esfuerzos para apuntalarse en la pared. El señor Pennyman retiró rápidamente la cara de la abertura de la chimenea, pero no con rapidez suficiente para poder esquivar una nueva dosis de hollín la cual, sin embargo, con gran presencia de ánimo, no llegó a tragarse.—¿Viste algo? –le preguntó su cuñada.—Sí. Vi cómo aleteaba contra la pared de la chimenea –dijo indistintamente el señor Pennyman–. ¡Qué torpe! –siguió diciendo con irritación creciente, al darse cuente de que tenía la boca llena de hollín, aunque, en realidad, había podido evitar su deglución–. Es evidente que el animal tiene ojos y sentido de la orientación. ¿Por qué no hace uso de ellos y de su instinto de pájaro en lugar de meterse en la chimenea del prójimo y cubrir al prójimo de hollín?—Calla, calla, Adolfo –dijo su cuñada, en tono de reproche–. Piensa en el terror y la desesperación del pajarito. Piensa en el pequeño nido que lo espera en alguna parte y en las boquitas abiertas en espera del gusanito, o de lo que sea que la sirva de alimento. Piensa en su corazoncito que late furiosamente como si quisiese...La criada, impulsada por la curiosidad, también metió la cabeza en la abertura de la chimenea. Ya caía menos hollín ahora, ya que la mayoría del hollín que había antes en las proximidades de Guillermo, había sido desalojado.—¡Cáspita! –exclamó–. ¡Qué pajarraco más raro! ¡Si más bien parece un perro o un caballo!—Pues no puede ser ni lo uno ni lo otro –dijo la hermana de la señora Pennyman–. ¿Cómo quiere usted que un perro o un caballo se hayan podido meter dentro de la chimenea?—¡Anda! –dijo la criada–. ¡Cosas más raras salen en los periódicos!Una vez leí que un fogón se había puesto a cantar el “God save the King” (2).Una vez más el señor Pennyman se había aventurado a meter la cabeza en el hueco de la chimenea.—Sí –dijo denotando gran interés–.Ciertamente pertenece a una especie muy curiosa. Indudablemente se trata de un ave, pero no creo que pertenezca a ninguna de las variedades corrientes.—Será un pulpo –sugirió la criada.En aquel momento se oyó un estrépito ensordecedor, al conseguir Guillermo soltar su cabeza aprisionada, juntamente con unos cuantos ladrillos.—¡Sopla! –exclamó la criada–. ¡Ya dije yo que era un caballo!(2) Himno Nacional Británico.
Inmediatamente, en medio de una lluvia de ladrillos y hollín, Guillermo descendió al hogar. Estaba negro de pies a cabeza. Sólo el blanco de los ojos se distinguían, brillantes, en medio de la más absoluta negrura. El efecto era apocalíptico, pero indudablemente se trataba de un niño de raza humana, a despecho de las apariencias.El señor Pennyman se enfrentó con él, con una voz que temblaba de contenida furia:—¿Qué estás haciendo aquí?Con una voz apagada por el hollín, Guillermo respondió:—He estado deshollinando su chimenea.El señor Pennyman le echó una mirada furiosa; jadeaba intensamente, pero no le salía ninguna palabra de los labios. La habitación estaba materialmente enterrada en hollín, como Pompeya después de la erupción del Vesubio. El mismo señor Pennyman estaba casi enterrrado en el hollín.Y lo mismo su cuñada y la criada. Y aquello... aquella forma negra era la causa de todo. Además, el señor Pennyman reconoció al muchacho, porque le conocía de tiempo. Sabía que era un indeseable, el más indeseable de todos los individuos que constituían la población juvenil de aquel lugar; le conocía como al muchacho que se había burlado repetidamente de su misión, que había parodiado sus discursos y conferencias, que había arrojado proyectiles de la más diversa especie a su chófer, el de la capa y el tricornio. Aquel muchacho representaba en su persona menuda y cubierta de hollín todas las fuerzas hostiles que el señor Pennyman se imaginaba tener dispuestas contra él en formación de combate. Y el Destino, no siempre aciago, le acababa de entregar aquella persona en sus manos. Por fin aquel retorcido sentimiento de agravio que durante tanto tiempo había estado fermentando en el alma del señor Pennyman, podría encontrar salida legítima. En la persona de aquel muchacho podría vengarse cumplidamente de todos sus enemigos. Y estaba dispuesto a llevar a cabo la venganza inmediatamente... Sus ojos brillaron de satisfacción anticipada y empezó a arremangarse las mangas de la chaqueta y enrollarse las de la camisa; luego, volviéndose hacia su cuñada y la criada, les dijo:—Dejádmelo para mí.Pero, tanto la cuñada como la criada se habían visto reflejadas en el espejo, completamente tiznadas y habían huido de la salita. El señor Pennyman avanzó lentamente hacia Guillermo, con los labios apretados y los ojos echando chispas. Guillermo se dio cuenta de lo que se le venía encima y de que no había escapatoria posible. Sin embargo, en el mismo momento en que se daba cuenta de la gravedad de la situación, se abrió la puerta de golpe y la señora Pennyman entró en la habitación. Se la veía pálida y parecía estar preocupada. No se fijó en Guillermo ni en el hollín que cubría la estancia.—¡Ay! –exclamó, dirigiéndose a su marido–. ¡Ay, Adolfo! No sé qué hacer. ¡Es espantoso! ¡Es–pan–to–so!Todo sale mal. ¡Todo, pero todo!¡Con lo estupenda que era la idea que había tenido! Una pantomima con versos de Blake. Fue una verdadera inspiración. Corderito, corderito, ¿quién te creó?... El pastor y su oveja... Jueves Santo... Tigre, tigre... Y todos los demás versos.Yo creía que resultaría maravilloso.Pero en su lugar, está resultando espantoso. El corderito y el tigre no han comparecido, y los niños que tenían que representar la poesía del Jueves Santo empezaron a pelearse tan pronto como se levantó el telón, y al pastor se le cayó la barba y... si tan sólo una de las pantomimas hubiese salido bien, tanto me daría que se hubieran echado a perder las otras.Todos están esperando la última, y yo creía que si la última nos salía bien, se olvidarían de lo mal que han salido las otras. Tenía que ser “La canción de la niñera”, y la niñera de la señora Greene tenía que venir a representarla, pero ahora mismo me han llamado por teléfono para decirme que no puede acudir porque a Juanito Greene le ha salido el sarampión, y no sé lo que les voy a decir a todos esos que están esperando, y...Se interrumpió de repente. Acababa de percibir la triste figura de Guillermo, cubierta de hollín, todavía con el cepillo deshollinador en la mano. Se quedó boquiabierta dando un grito ahogado.—¿De dónde ha salido ése? –preguntó.La expresión de cólera volvió a pintarse en el rostro de su marido.—Tanto da de donde haya salido –dijo éste–. Ahora mismo voy a ajustarle las cuentas y...—¡No! –exclamó la señora Pennyman–. Lo necesito. Está perfecto.¡Perfectísimo! Será el mayor éxito de la velada. Ven conmigo. ¡Aprisa!Y tomando a Guillermo de la mano, lo arrastró fuera de la salita. Guillermo, temiendo ser llevado hacia un castigo ejemplar, luchaba por desasirse con todas sus fuerzas.—¡Ven conmigo! –le suplicaba la señora Pennyman–, Te daré todo lo que quieras. Todo. Pero tienes que venir conmigo. Te lo daré todo. Te lo prometo.Como en sueños, Guillermo dejó que le introdujeran en otra habitación y le empujaran para que subiera a un estrado situado detrás de una cortina que hacía las veces de telón. Subió el telón y Guillermo se quedó allí plantado, tieso, inmóvil, bajo una luz deslumbrante, y mirando hacia abajo vio un verdadero mar de caras, entre las cuales pudo reconocer las de sus padres, y entonces oyó la voz de la señora Pennyman, que recitaba con gran emoción y sentimiento, los siguientes versos: Cuando era muy niño mi madre murió.Mi padre, a un gitano después me vendió.Dentro chimeneas oscuras, sin fin.Transcurre mi vida entre mugre y hollín.Guillermo no sabía lo que ocurría.Ni siquiera se dio cuenta de que estaba tomando parte en aquello que según él se llamaba “pantomoma”. Sólo sabía una vez más que la Providencia lo había salvado por milagro.Guillermo y la Liga del Perfecto Amor
Todos los vecinos del pueblo se sintieron muy satisfechos al enterarse de que los Bott volvían para hacerse cargo de la casa de los Pennyman.
Todo el mundo estaba más que cansado de las excentricidades de los Pennyman y habían esperado pacientemente la vuelta de la normalidad, en las personas de los Bott, porque el señor Bott era fundamentalmente una persona normal, tal como tenía que ser quien fabricaba una salsa especial que lo había elevado desde la posición de un pequeño tendero de ultramarinos en un callejón suburbano a la de un riquísimo fabricante. La gente decía que el descubrimiento de la salsa indiscutiblemente deliciosa había sido debido a la casualidad, ya que en cierta ocasión, la señora Bott, habiendo perdido el libro de cocina, había fabricado la salsa favorita del señor Bott, inventándoselo y mezclando varios ingredientes al azar. El resultado los había electrificado a ambos, debido a su maravilloso e inesperado sabor, y habiendo recordado, afortunadamente, la señora Bott las cantidades empleadas de los diversos ingredientes escogidos tan al azar, el señor Bott, después de realizar por cuenta propia unos cuantos experimentos, se decidió a lanzar al mercado el resultante néctar, con un éxito tal, que la cosa terminó adquiriendo la quinta de los Pennyman, donde fueron a vivir, con seis criados y cuatro asistentas domésticas externas. Pero esto nada tiene que ver con lo que vamos a relatar; sólo es para dejar remachado el hecho de que los Bott era gente fundamentalmente normal.Marido y mujer eran personas recias y rechonchas, de buen talante y buenos sentimientos, generosas e irremediablemente vulgares. Sin embargo, el único punto vulnerable en la armadura de normalidad de que parecía estar revestida la señora Bott, era cierto respeto extravagante a lo que podríamos llamar “buena sociedad”. A la vista de un título nobiliario perdía la chaveta; pero como, en el transcurso de su vida, había entrado en contacto con muy pocos títulos nobiliarios, hasta el presente aquella debilidad no había producido grandes desperfectos en su persona.La misión que se habían atribuido los Pennyman, de volver el mundo a sus días aurorales, al principio pareció gloriosamente divertida. Los vecinos del pueblo acudían en masa a las reuniones, discursos, conferencias y demostraciones, para luego volverse a sus respectivos hogares tronchándose de risa. Unas cuantas almas benditas de las que se encuentran en todas las comunidades algunos ejemplares, se tomaron en serio la propaganda de los Pennyman, y pillaron lumbago, a causa de llevar unas ropas inadecuadas a la estación del año, además de constantes indigestiones, debido al régimen alimenticio a base de nueces y macarrones, propugnado por los Pennyman.Gradualmente la broma se fue gastando, tal como suele suceder con semejante tipo de disparates, y poco a poco se hizo general la opinión de que los Pennyman eran unos pelmazos insoportables.—Gracias a Dios –se oía decir a menudo por el pueblo–, que los Bott estarán pronto aquí otra vez.Los Bott jamás habían sido recibidos por el pueblo con tal real magnificencia. En todas las ventanas se asomaban caras sonrientes que les saludaban amablemente al pasar. Por todas partes se veían saludos con las manos y gestos de bienvenida al pasar el “Rolls Royce” de los Bott en dirección a su quinta. La señora Bott se sintió emocionada con tal recepción.—Fíjate, Botty –dijo a su marido, empleando el cariñoso diminutivo que ella misma había inventado, años atrás, cuando tenían la pequeña tienda de ultramarinos en el callejón suburbano–: Nunca como hoy han parecido tan contentos de volvernos a ver. Se ve que les gusta de veras nuestra reaparición.—Sí, tanto como la de un forúnculo en el cogote –dijo el jocundo señor Bott, y se echó a reír a mandíbula batiente, complacidísimo con tan irónica agudeza.—Oh, no digas tonterías, Botty...De todos modos, sea por lo que sea, parecen muy contentos de que hayamos vuelto. En estos momentos me siento como si fuera Greta Garbo.—¿Cómo, Greta Garbo? –dijo su marido, con una mueca de desdén, mientras miraba admirativamente, las generosas proporciones de su esposa–.No te llega ni a la suela de los zapatos, la Greta Garbo ésa, María.Ni en la cara ni en la figura.—¡Anda! ¡No digas esas cosas, Botty! –dijo la señora Bott, riéndose como una chiquilla, pero muy satisfecha de lo que le había dicho su marido–. Mira: Ahí va la señorita Milton, saludándonos con la mano, y la señora Brewster, echándonos besos con la punta de los dedos... ¡Si es como si estuviésemos de regreso de nuestra luna de miel!—¿Y por qué no? –preguntó el señor Bott.De nuevo la señora Bott soltó su risilla y se arrimó afectuosamente a su barrigudo marido.Y así, en plena dicha y en plena serenidad, los Bott regresaron a su quinta. Y los vecinos del pueblo, dando un gran suspiro de alivio, volvieron a reanudar sus quehaceres normales.Pero al día siguiente se descubrió que aquel gran suspiro de alivio había sido algo prematuro, porque aunque los Bott habían vuelto a su hogar, los Pennyman no habían salido de él. Se habían encontrado con ciertas dificultades para emprender la marcha y habían solicitado de los Bott que les dejaran pernoctar allí un día más.Aquella noche había sido fatal porque en el transcurso de ella, la señora Bott había descubierto que la señora Pennyman era de noble origen. La señora Bott nunca se había encontrado con un noble en toda su vida, y aquello la desmoralizó completamente y se empeñó en tratarla de vuecencia, a pesar de todas sus protestas, y hasta se olvidó de sacar de su estuche las zapatillas del señor Bott y llevárselas a su marido, como tenía por costumbre, como se olvidó de azucararle el té, a pesar de saber que él tomaba dos terrones por taza, y asimismo se olvidó de pasarle el pan blanco a la hora de cenar y le dio en su lugar el pan integral, que el señor Bott aborrecía. Además, se empeñó en hablar en una especie de lenguaje culterano que siempre resultaba de mal augurio.El señor Bott se iba volviendo más taciturno y deprimido a medida que iba transcurriendo el tiempo. Tenía la terrible sospecha de que a María, su esposa, iba a darle un ataque de un momento a otro. Siempre le daba un ataque cuando veía un título nobiliario. Los títulos nobiliarios se le subían a la cabeza como si fueran champaña. En cambio, al señor Bott no le importaban un bledo tanto el champaña como los títulos nobiliarios, y el buen señor dio un profundo suspiro al alcanzar el azucarero, y otro suspiro tan profundo como el anterior, al sacarse por sí mismo las zapatillas del estuche. No es que le importara mucho tener que procurarse ambas cosas por sí mismo; lo que le preocupaba era que el hecho de no habérselas procurado su esposa María daba una clara indicación de la inminencia y de la intensidad del ataque que se avecinaba. La señora María tenía incluso un aspecto y una voz distintos de los habituales en ella. Los Pennyman le estaban explicando a detalle el significado de su misión (“¡Malditos payasos!”, murmuró entre tanto el señor Bott para sus adentros), a lo que la señora María respondía con leves chillidos afectados de contento o de admiración, entremezclados con exclamaciones tales como: “¡Oh, qué maravilloso!”, “¡Qué curioso!”, “¡Jamás lo hubiese creído!”, y “¿De veras?”.El señor Bott, mientras tanto, observaba y escuchaba con creciente pesadumbre. La conversación pasó de la misión de los Penny, a sus proyectos inmediatos y, por lo que se dedujo, no tenían ninguno. En principio, habían pensado ir a vivir con un primo lejano, pero habían surgido dificultades por este lado, y por otra parte, habían alquilado a otros su propia casa, por el término de un año.—Nuestros vecinos –decía la señora Pennyman–, son, y lamento tener que decirlo, unos materialistas. No han tenido la menor simpatía con nuestra misión.El señor Bott iba a soltar la carcajada, pero la transformó a tiempo en un golpe de tos.—De modo que, por ahora –prosiguió diciendo la señora Pennyman, con una valerosa sonrisa–, no tenemos materialmente adónde ir, a no ser que sea a un hotel, naturalmente, y a nosotros nos resulta sumamente antipática la atmósfera de hotel. ¡Somos tan sensibles a la atmósfera!La redonda cara mofletuda de la señora Bott se iluminó con una inspiración súbita. El señor Bott volvió a toser e intentó desesperadamente llamarle la atención con la mirada, pero fue demasiado tarde cuando lo consiguió.—Oh, sí, vuecencia –dijo la señora Bott–. Ya tengo la solución. Vuecencias se quedan aquí. Se quedan aquí tanto tiempo como les parezca.El señor Bott cayó de espaldas sobre el respaldo de su sillón, exhalando un gemido. Ya le había dado el ataque a su mujer. Un ataque con venganza.Al día siguiente, la noticia ya había corrido por todo el pueblo, y la fría recepción acordada a la señora Bott cuando salió de compras fue altamente decepcionante después de la ovación del día anterior.—Primero todo son sonrisas y zalamerías y luego casi ni te saludan –dijo la señora Bott–. Realmente, no lo comprendo.Entonces se le ocurrió cuál debía ser la explicación y sonrió.—Envidia –dijo–. Esto es lo que tienen. Más claro que la luz del día.Envidia. Bueno, no tiene nada de extraño; yo también me sentiría envidiosa en su lugar. Después de todo una vuecencia es una vuecencia y no hay que darle vueltas a la cuestión.La gente del pueblo esperaba, sin gran confianza, es cierto, que ahora que los Pennyman eran huéspedes de los Bott, tendrían la decencia y la discreción de retirarse a la penumbra y no exhibir sus excentricidades en público. Y, precisamente, las primeras noticias que se tuvieron parecían abonar esta suposición, porque, según se decía, los Pennyman habían abandonado definitivamente su misión. La civilización moderna había sido demasiado para ellos, y no se recataban en confesar que sus reuniones, conferencias y demostraciones habían constituido un rotundo fracaso, ya que no habían conseguido dar al traste con ella. Aunque su ideal seguía siendo la aurora de la Creación, se daban perfecta cuenta de que no era posible volver a instaurarla por sus esfuerzos únicos, durante el tiempo que les quedaba de vida. Una vez más el pueblo en general dio un suspiro de alivio. Y una vez más el suspiro de alivio resultó ser prematuro, porque las noticias que siguieron eran del orden que los Pennyman habían decidido aceptar la civilización moderna, pero sólo para purificarla, y estaban en trance de organizar la Liga del Perfecto Amor, con la señora Pennyman como presidenta, la señora Bott como secretaria, y el señor Pennyman como tesorero. La señora Bott se había lanzado en cuerpo y alma en el movimiento en cuestión, máxime al enterarse de que la señora Pennyman era amiga de otras personas con título, y especialmente era amiga íntima de una baronesa, que vivía por aquellos aledaños y que se había tomado un gran interés en la organización de la Liga del Perfecto Amor. Si uno no hubiese sabido que aquella buena señora era una baronesa, se la habría tomado por una fregatriz en mal estado pecuniario. Así era la buena mujer.Pero, no obstante, no había la menor duda de que se trataba de una auténtica baronesa, viuda de un auténtico barón, y que traía en pos a la prima de una verdadera duquesa y otra con tratamiento de vuecencia de categoría inespecificada.La señora Bott vivía en un perpetuo sueño de éxtasis. Títulos...Títulos que acudían a su casa todos los días, que entraban y salían, que la trataban, a ella, a la señora Bott, de tal para cual, como si fueran antiguas amigas de colegio. Luego vinieron otras personalidades de Londres para colaborar en el movimiento, en su mayor parte amigas del señor y de la señora Pennyman, todas extrañamente vestidas, de aspecto algo sobado, todas ellas adictas a rarísimos regímenes alimenticios, pero de estirpe indudablemente aristocrática.Eran personas que no tenían otra cosa que hacer sino colaborar en movimientos, personas que jamás en su vida habían tenido una cosa tan vulgar como un empleo. Un joven de ésos que tienen una cara que parece consistir únicamente en una nariz y nada más, logró enfurecer al señor Bott más que cualquiera de los demás.—He soñado en cosas así después de haberme comido una langosta con salsa a la mahonesa –dijo ferozmente el señor Bott–, pero nunca hasta ahora lo había visto en la realidad.—No digas tonterías, Botty –dijo su esposa–. Este joven heredará un día el título de caballero.—Los títulos de caballero no se heredan. Ni tú ni nadie puede heredar ningún título de caballero en absoluto.—Nunca dije que fuera yo quien lo heredara –dijo la señora Bott–. Dije que era él.—Pues no puede ser.—Cálmate, Botty –le reprendió su esposa–, y no digas tonterías sólo porque te sientes incomodado. El padre de este joven es don Marmaduke Cassack, y es un caballero con título; por lo tanto su hijo será el que heredará el título.Con todo este plan, las reuniones en la quinta de los Bott se reanudaron con redoblado vigor, y a todo aquel a quien podían enredar le hacían inscribirse como socio de la Liga del Perfecto Amor. Los socios de la Liga del Perfecto Amor prometían no quitar la vida a nada, por minúsculo e insignificante que fuese. El bicho más diminuto e insignificante, decía la señora Pennyman, tiene el mismo derecho a la vida que tenemos todos nosotros. Todo el servicio doméstico de la quinta quedó inscrito y se ordenó a los jardineros que de entonces en adelante el jardín no debía contaminarse con la muerte de nada, ni aun del más minúsculo e insignificante de los insectos.—La vida de una babosa –dijo la señora Pennyman al corpulento y rubicundo jefe de los jardineros–, es tan preciosa como la de usted.El jefe de los jardineros se volvió más rubicundo que de costumbre, pero después de un breve silencio, henchido de frases no pronunciadas, se limitó a responder:—Perfectamente, señora Pennyman.Y, dicho esto, volvió a su tarea de rociar los rosales con un insecticida.Afortunadamente, los defensores de la vida en todas sus formas, poseían conocimientos escasísimos o nulos sobre el arte de la jardinería, y aceptaron las seguridades que les dio el jardinero, de que el líquido con que estaba rociando los rosales era nutritivo y refrescante para los pulgones y demás insectos.Las ratoneras quedaron, desde luego, prohibidas.—Es debido a nuestra falta de amabilidad, lo que ha llevado a los animales a comportarse de un modo salvaje y antisocial –decía la señora Pennyman–. ¿No es bastante grande el mundo? ¿No caben en él los animales lo mismo que nosotros, las personas?¿No es lo bastante pródiga la naturaleza que no pueda alimentarlos a ellos y a nosotros al mismo tiempo? ¿Por qué, pues, consideramos a nuestros hermanitos los animales como enemigos y nos abalanzamos a ellos para matarlos? ¿Me quieren decir por qué? ¿Me lo quieren explicar? ¿Por qué fueron creados los animales si había que exterminarlos luego? ¿Me quieren explicar esto, también?Las criadas escucharon esta arenga con la cara totalmente inexpresiva, y dijeron:—Perfectamente, señora Pennyman.Luego se fueron a colocar las ratoneras y a distribuir el raticida por los puntos más estratégicos de la casa, como de costumbre.La mayoría de los socios de la Liga eran dueños de perros, de unos perros, por lo regular, pequeños, ridículos, de mal genio, gordísimos por falta de ejercicio y exceso de comida, perrillos falderos, perros pomeranos, pequineses o grifones. Después de cada reunión se servía un piscolabis, que consistía en té, pasteles y emparedados para los seres humanos, y en platos de gallina con crema para “nuestros hermanitos perrunos”.* * *
Guillermo no prestaba la menor atención a esta clase de actividades, que, por su parte, consideraba desastrosamente aburridas. Los Pennyman habían hecho su aparición en el pueblo, habían constituido en realidad una broma monumental, pero, gastada ya la broma, tiempo era de que los Pennyman se hubieran ido con la música a otra parte. Habían sido la diversión del pueblo durante tanto tiempo que ya habían cesado de ser divertidos. Guillermo había acordado prescindir de ellos.Ya tenía la vida bastante ocupada, sin tener que contar con los Pennyman. Luchaba contra sus enemigos, realizaba incursiones en las propiedades de los granjeros vecinos, vivía horas inolvidables y complicadísimas como indio piel roja, como pirata, como jefe de bandoleros, o como dictador de Inglaterra, y se había ya olvidado completamente de la existencia de los Pennyman hasta que un día, después de comer, al surgir de la cuneta donde se había agazapado, junto a la puerta de la quinta de los Bott, se encontró con su hermano Roberto, que iba a franquear dicha puerta para entrar en dicha quinta.Guillermo dio un grito de sorpresa y de contrariedad manifiesta.—¡Hombre! –exclamó–. ¿No irás a formar parte de ese grupo de chalados, supongo? ¿O es que te has hecho socio?Roberto se quedó contemplando en silencio durante unos momentos la visión cubierta de barro que había surgido de las profundidades de la tierra frente a él. Al cabo de unos instantes, dijo desdeñosamente:—En mi vida he visto a nadie con un aspecto tan asqueroso como el que tienes ahora.—Es que soy un espía –le explicó Guillermo–, y estoy intentando volverme a mi país con unos planos que he robado al enemigo. He matado a seis enemigos y desde entonces me voy escondiendo por ahí. Ahora salgo de mi escondite porque les he hecho seguir una pista falsa, y me están buscando por el otro lado del país mientras yo estoy en éste... Y a propósito, te diré que más vale que no entres ahí. Ya no son tan divertidos como eran antes. Uno de ellos le dijo a Pelirrojo que la carcoma tiene tanto derecho a vivir como nosotros. ¡La carcoma! ¡Atiza!—Bueno, si quieres saberlo –dijo Roberto con cierta frialdad–, te diré que sólo voy a pedirles que nos renueven el alquiler del campo de deportes.Roberto lo dijo dándose importancia, tal como correspondía al secretario de los clubs de tenis y de fútbol del pueblo. El campo de deportes se lo había alquilado el señor Bott, y lo habían dejado tan liso y aplanado que era, o así se lo imaginaban los socios, el orgullo del distrito.—Bueno –dijo Guillermo–, pues dime entonces cuando salgas, si hacen algo raro que sea más divertido que lo que hacen de costumbre.—Muy bien –dijo Roberto, dispuesto a ser amable por esta vez.Por pura coincidencia resultaba que en aquellos momentos ninguno de los dos hermanos tenía agravio alguno con el otro, de modo que se hallaban en relaciones relativamente amistosas.Era aquél un estado de cosas que ocurría con tanta rareza que bien podía considerarse como fenomenal.Guillermo se encaminó a su casa, vagando por los caminos de los aledaños y dando un gran rodeo para despistar a sus enemigos. Trepó a lo alto de una pared y anduvo por allí como un funambulista, luego bajó de la pared para subirse a un árbol y saltar de allí a otro árbol, en cuya copa se escondió, escuchando cómo un grupo de sus imaginarios enemigos mantenían un conciliábulo debajo de la copa, sin verle, ignorantes de su cercana presencia, en cuyo conciliábulo se debatían diversos proyectos para llevar a cabo su captura, sin que el enemigo se diera cuenta de que le estaba revelando todos sus planes. Guillermo se quedó en la copa del árbol, observando cómo sus enemigos se marchaban conjuntamente en una dirección, y él inmediatamente echó a andar en la dirección diametralmente opuesta, donde se encontró con algunos rezagados, pero escapó de ellos, echándose de cabeza en la cuneta y permaneciendo allí agazapado hasta que sus enemigos hubieron pasado. Otro grupo de rezagados le vio, pero él entonces echó a correr campo a traviesa, dio la vuelta a un pajar, se subió al tejado de un granero y desde allí contempló cómo sus enemigos, completamente despistados corrían en su persecución en dirección opuesta. Luego volvió a encontrarse con un nuevo grupo de rezagados, una docena poco más o menos, que le rodearon amenazándole con espadas y revólveres, pero no pudieron con él, y a los dos minutos, todo el terreno a su alrededor estaba cubierto de cadáveres, mientras uno o dos supervivientes corrían a todo correr carretera abajo, para salvar la vida. Entonces Guillermo, siguió tomando las precauciones, hacia su casa, pegándose a la pared tanto como pudo, para disimular, y ocasionalmente subiéndose a un árbol para vigilar desde allí los movimientos del enemigo. Un observador imparcial hubiera visto allí a un muchacho que se comportaba de un modo errático y extrañísimo, pero en realidad no había por allí observador alguno y, por otra parte, a Guillermo, tanto le hubiera importado. Tanto rodeo dio y tantas dificultades encontró en su camino de regreso a casa que llegó allí casi pasada la hora de la merienda. Cuando su madre le reprochó la tardanza, Guillermo sonrió sardónicamente, diciendo:—Tú no sabes lo que me ha pasado.Puedes estar contenta de que haya podido volver a casa.La madre de Guillermo ya estaba acostumbrada a las enigmáticas explicaciones de su hijo, y hacía ya mucho tiempo que había dejado de darles la menor importancia y de intentar desentrañar su significado.—Anda, siéntate a la mesa a tomar el té, pues –dijo–, si es que quieres tomar algo, porque a la hora de comer te serviste postre tres veces, de modo que no puedes tener mucha hambre ahora.—¿Que no? –exclamó Guillermo, extrañadísimo–. Hace semanas que no he comido aquello que se dice una verdadera comida. He estado escondiéndome en una cueva durante diez días sin otra cosa que bayas para comer y agua de mar para beber. Luego luché contra unos contrabandistas y maté a seis.Después he tenido que volver a mi país con los planos, de modo que...—No hables con la boca llena, hijo mío –dijo plácidamente la señora Brown.La señora Brown estaba ocupada en su sempiterna tarea de remendar calcetines y evidentemente no paraba la menor atención a lo que decía Guillermo, de modo que éste se entregó por completo a otra tarea: la de liquidar la pila de rebanadas de pan con mermelada, que constituían su ración.Sin embargo, a irregulares intervalos iban saliendo frases incoherentes de su ocupadísima boca.—Les traspasé de un tiro a los tres, de una vez... Les corté la cabeza en redondo de un solo mandoble...Me subí a un árbol...Se tragó el último bocado de pan con mermelada y dio una mirada circular por la mesa.—¿No viene hoy Roberto a tomar el té? –preguntó.—Dijo que vendría tarde –respondió la señora Brown–. Ha ido a casa de los Bott para pedir que le renueven el alquiler del campo de deportes...¡Oh! Míralo: ahí viene.Por la ventana podía verse a Roberto que se dirigía a la casa por el sendero del jardín, luego se oyó cerrar la puerta principal de un portazo y Roberto hizo su aparición en el comedor, pálido y con la mirada ausente.—¿Qué te pasa, hijo mío? –le preguntó la señora Brown, con calma.Su larga experiencia como madre de Roberto y de Guillermo le había enseñado a estar preparada para cualquier rara contingencia, y a tomársela sin gran perturbación cuando dicha contingencia llegara a producirse.—No quiere renovar el alquiler –dijo Roberto, furioso.La señora Brown rompió cuidadosamente con los dientes un hilo de la lana con que remendaba los calcetines y dijo:—No tiene el mismo tono azul que el calcetín, hijo mío, pero como que está en el talón, no se verá...¿Quién es que no quiere renovar eso?—¡No quiere renovar el alquiler!–repitió gritando Roberto–, a menos que nos hagamos socios de su liga idiota, ésa cuyo propósito, al parecer, es evitar que se quite la vida a nada. ¡Ni a un maldito mosquito!—Cálmate, hijo mío –dijo la señora Brown–. Y no hables de este modo frente a tu hermano menor. ¿Estás seguro de que ella comprendió perfectamente lo que tú deseabas?—¿Que si no comprendió lo que yo deseaba? –estalló Roberto–. ¡Pues, claro! No quiso arrendarnos más el campo de deportes si no ingresábamos a la Liga del Perfecto Amor. ¡La Liga del Perfecto Amor! ¡La Liga de la Perfecta Burrada! Me gustaría retorcerles el pescuezo a todos.—¿Y no puedes alquilar otro campo de deportes, hijo mío? –dijo la señora Brown, metiendo la mano en otro calcetín, éste de Guillermo, hasta salirle los dedos por el talón–. No sé, Guillermo, cómo puedes hacerte agujeros como éste.—¡Claro que no puedo alquilar otro! –respondió Roberto–. Ya lo intentamos antes de alquilar el de los Bott. Pero no hay otro. No hay otro en quince kilómetros a la redonda. ¡Y pensar que lo hemos allanado y cuidado, y que hemos sudado sangre para dejarlo como está ahora...!—No grites tanto, hijo mío. No hay que exagerar.—...Y ella ahora no quiere arrendárnoslo. ¡No quiere arrendárnoslo!Y todo porque no queremos prometerle que... Es bastante para que uno se vuelva asesino. ¡Con los aspavientos que hacía! Y mientras tanto, sus malditos perrillos falderos se estaban engullendo unos platos tremendos de gallina con crema. Bueno, ¿y qué vamos a hacer si el campeonato de cricket empieza el mes que viene?La señora Brown paró de remendar.Estas interrupciones de su tarea habitual sólo le ocurrían en momentos de profunda emoción.—¡Sí que es una lástima! –dijo.—¡Una lástima! –repitió Roberto, como un eco.Y hallando que la palabra era completamente inadecuada a la tragedia que estaba viviendo, soltó una sarcástica carcajada y salió del comedor dando otro portazo.Guillermo alcanzó una pequeña rebanada de pan con mermelada que inadvertidamente había pasado por alto.—¡Atiza! –exclamó, profundamente impresionado.* * *
Al día siguiente por la tarde, acompañado por su perro de raza indefinible, “Jumble”, Guillermo se lanzó de nuevo en el camino de las aventuras. Raras veces repetía el mismo tipo de aventura, de modo que decidió que aquel día seguiría la pista de un espía en vez de ser espía él. Cuando Guillermo llegó a esta decisión estaba paseando por allí un insignificante e inofensivo señor bajito, al cual, sin él sospecharlo, le fue atribuido inmediatamente el papel de espía. El paseíto de primera hora de la tarde le resultó muy incómodo al buen señor bajito, debido a lo que primeramente le pareció ser extraño comportamiento de un muchacho, pero más tarde creyó que se trataba tal vez de una curiosa y lamentable alteración mental de su propia persona.La primera vez que se fijó en el muchacho en cuestión fue cuando se volvió en una curva de la carretera y lo vio andando cautelosamente, pegado a la sombra de un seto, con la gorra metida hasta los ojos, y el cuello de la camisa vuelto hacia las orejas. La segunda vez que el buen señor se volvió, el muchacho estaba a gatas examinando meticulosamente lo que evidentemente era la huella que había dejado el zapato del buen señor sobre el asfalto de la carretera. El buen señor empezó a sentirse incómodo...Era raro lo que hacía aquel muchacho y al buen señor todo lo que era raro le resultaba incómodo. Sin embargo, la tercera vez que se volvió, el muchacho había desaparecido. Muy aliviado, siguió andando vivamente dedicándose exclusivamente a disfrutar de su paseo, inspirando profundamente el aire en los pulmones, para asegurarse de un provecho completo. Su procedimiento consistía en inhalar aire durante nueve pasos, aguantar la respiración durante otros nueve pasos, y exhalarlo lentamente durante nueve pasos más. Fue precisamente cuando daba el sexto paso de la serie de aguantarse la respiración que, al mirar hacia un lado de la carretera, vio el rostro del muchacho que le estaba observando por entre la alta hierba que bordeaba la cuneta. Tan sorprendido quedó el buen señor que exhaló el aire que se aguantaba, dando un resoplido y, en seguida, recobrándose, hizo un colérico ademán en dirección a aquella cara. La cara desapareció y el buen señor prosiguió su paseo. Al llegar a la próxima curva de la carretera el buen señor se volvió de nuevo y vio que el muchacho se hallaba en medio de la carretera, comportándose de la manera más extraordinaria, saltando, embistiendo, esquivando y golpeando el aire con sus puños como si estuviera luchando contra varios adversarios invisibles. Finalmente echó a correr en la dirección opuesta llevando agarrado de la mano un bastoncito con el que, volviéndose a frecuentes intervalos, evidentemente disparaba contra unos perseguidores imaginarios, mientras seguía corriendo.En aquel momento, el buen señor llegó a la conclusión de que el muchacho estaba loco de remate.Afortunadamente, entre brincos y aspavientos el muchacho terminó por desaparecer, de modo que el buen señor pudo continuar su paseo sin ya más interrupciones. Inhaló aire cuidadosamente durante nueve pasos, se aguantó la respiración, exhaló... inhaló, aguantó, exhaló..., mientras mentalmente iba considerando las bellezas del ambiente rural. Una, dos, tres, cuatro, cinco... El paisaje ya se estaba poniendo decididamente primaveral... Seis, siete... ¡Qué cosa tan maravillosa son los árboles...! Ocho, nueve. Frunció el entrecejo y apretó los labios durante el período de aguante. Una, dos, tres... ¡Qué hermoso árbol centenario...! Cuatro, cinco... Casi le habían salido ya todas las hojas... Seis. Se quedó contemplando un momento la tupida copa del árbol y vio por entre las hojas la cara del muchacho de marras que le estaba contemplando a él. Otra vez soltó el aire que aguantaba en los pulmones dando un resoplido. Y fue en aquel momento cuando llegó a la conclusión de que el que estaba loco de remate era él y no el muchacho. No había tal muchacho. No había muchacho que pudiera conducirse como aquel muchacho se estaba conduciendo. No era humanamente posible. ¿Sería la sidra que había bebido a la hora de comer? ¡Claro que no...! Además, en semejantes casos no eran precisamente muchachos lo que se veía... Recobrándose un poco, hizo otro ademán amenazador a la cara que le estaba mirando.En aquel momento, “Jumble”, que hasta entonces había estado ocupadísimo, husmeando por la cuneta rastros de supuestos conejos, se dio cuenta de que aquel hombre era el enemigo mortal de Guillermo y abalanzándose sobre él, con un feroz gruñido, le pegó un mordisco en el tobillo.Guillermo se dejó caer del árbol, y gritó:—!”Jumble”! ¡Aquí! ¡Aquí, “Jumble”!Y echó a correr campo a traviesa, con toda su alma.“Jumble” acababa de poner punto final a su juego de espionaje, lo cual, en realidad, no era cosa que sintiese mucho, porque ya se estaba cansando del juego, aunque había sido muy emocionante mientras duró, porque el buen señor se había ido transformando gradualmente en un verdadero batallón de espías a los que Guillermo solo y sin ayuda, había dado cumplidamente su merecido. Ahora que el buen señor ya no era un batallón de espías, sino simplemente un hombre que había sido mordido por el perro de Guillermo, era preferible poner tierra por medio. Guillermo se sentía alegre y optimista por lo que le había ocurrido aquella tarde. Se sentía un superhombre, capaz de enfrentarse con cualquier problema y resolverlo a satisfacción, y “Jumble” era un superperro, capaz de morder a un batallón completo de espías y ponerlos en fuga...De pronto, se detuvo. Se hallaba ante el corral de una granja y junto al corral había un hombre y dos muchachos, apoyados en un cercado de piedras, con un foxterrier a sus pies.Guillermo fue a reunirse con ellos.“Jumble” fraternizó con el foxterrier. Guillermo vio entonces, con gran placer y no menor sorpresa, que el recinto cercado estaba lleno de ratas. El hombre apoyado en el cercado que, al parecer, estaba en disposición amistosa, le explicó que aquello era el resultado de una campaña antirrática que se había llevado a cabo en la granja con profusión de ratoneras, y señalando al foxterrier, añadió:—Es un campeón ratonera. Lo voy a meter ahí dentro y voy a calcular el tiempo que tarda en terminar con todas.El éxito que había tenido Guillermo, tanto en funciones de espía como de antiespía, se le había subido a la cabeza. Hasta se olvidó de que últimamente, había representado el papel de amigo y protector de la tribu ratonil, y señalando a “Jumble”, dijo:—Éste también es campeón ratonero.El hombre miró a “Jumble” con mirada de duda.—Muy bien –dijo sucintamente–.Les daremos cinco minutos a cada uno.Entusiasmadísimo, pero levemente aprensivo (porque aunque “Jumble” siempre, y en principio, había demostrado una intensa excitación al oír la palabra “¡Ratas!”, sin embargo, no puede decirse que se hubiera distinguido nunca como ratonero), Guillermo se quitó el abrigo, lo arrojó diestramente sobre la valla de piedra del cercado y se dispuso a preparar a “Jumble” para el concurso con admoniciones y palabras de ánimo a todo lo cual prestó la máxima atención “Jumble”, con las orejas enhiestas y la cabeza ladeada. En el primer “round” “Jumble” perdió por una diferencia de quince ratas, pero, en conjunto, no lo hizo mal del todo.—¡Vamos a probarlo otra vez! –gritó Guillermo, cárdeno de entusiasmo.De nuevo se introdujo en el recinto el foxterrier, el cual mejoró su anterior plusmarca. Luego se introdujo a “Jumble”. “Jumble”, que a pesar de su triste figura era un perro de inteligencia más que regular, ya se había dado cuenta del significado de todo aquello y comprendía lo que de él se esperaba. Su temperamento pacífico quedó disipado en el acto al recibir un mordisco de una rata particularmente gorda y feroz, y animado por los gritos frenéticos de Guillermo, el cual tuvo que ser retenido a la fuerza por el hombre y los dos muchachos, ya que de otro modo, habría caído de cabeza dentro del recinto, empezó a dar dentelladas a derecha e izquierda sembrando la muerte y la destrucción, como un pequeño rayo del Olimpo. Con indescriptible alegría por parte de Guillermo, ganó aquel segundo “round”, por diez ratas de ventaja.El hombre entonces lo miró con cierto respeto, al ser sacado del recinto con la boca espumeante de insaciables ansias de matar, y esforzándose a tirones y ladridos para volver a emprenderla con sus enemigas, las ratas.—No está mal, no está mal –dijo el hombre, mientras Guillermo le escuchaba atentamente y se henchía de orgullo.Luego volvieron a meter a ambos perros en el recinto, esta vez juntos, para que terminaran de una vez con las ratas que quedaban y cuando se hubieron terminado éstas, se abalanzaron ambos perros uno contra otro, luchando ferozmente. La lucha terminó cuando el foxterrier saltó por la pared del cercado y desapareció en la lejanía, perseguido de cerca por “Jumble”.—¡Caramba! ¡Vaya perro que tienes! –dijo admirativamente el hombre a Guillermo.El orgullo y la satisfacción de Guillermo fueron casi imposibles de soportar, y le pareció que tanto le importaba ahora, que el fin del mundo ocurriese más tarde o más temprano.Había saboreado el máximo triunfo que la vida pudiera depararle. Sin embargo, recobró lo suficiente su presencia de ánimo, para poder decir:—Sí; no está mal.Lo dijo con un afectado aire de indiferencia que no podía convencer a nadie. Y también tuvo suficiente presencia de espíritu para recoger el abrigo que, durante la caza de las ratas había caído en el interior del recinto.Los dos perros volvieron, saltando y jugando como si nada hubiese ocurrido; por lo visto, habían zanjado sus anteriores diferencias.—Bueno –dijo el hombre silbando a su perro–, tengo que irme.Guillermo, imitando el silbido y el tono del hombre, dijo que él también tenía que irse, y así los dos se despidieron, marchándose el hombre a la granja y Guillermo, con “Jumble” a sus talones, al pueblo.* * *
El superhombre y el superperro siguieron juntos camino adelante. Guillermo no solamente había puesto en vergonzosa fuga a un batallón de espías sino que había resultado ser el propietario del perro ratonero campeón del mundo. “Jumble” no solamente había mordido a un enemigo de su dueño en el tobillo, sino que había matado hordas y más hordas de ratas, tantas como sólo en sueños pueden matar los otros perros. Probablemente los sentimientos de ambos, amo y perro, eran idénticos mientras proseguían carretera adelante, orgullosísimos de sus hazañas...Al acercarse al pueblo, Guillermo retardó el paso. Aquello de ir a merendar a su casa era un final muy manso a tan heroica jornada. Lo que quería Guillermo era continuar con su heroica carrera. Estaba convencido de que en el mundo no había tarea, por grande que fuese, que él no pudiese llevar a cabo, ni enemigo, por poderoso que fuese, que él no pudiese vencer y sojuzgar.Pasaba por delante de la verja de entrada de la quinta de los Bott, cuando se le ocurrió una súbita idea: la de Roberto y su campo de deportes.Se había olvidado completamente de Roberto y de su campo de deportes.Pues bien, él, Guillermo, iba a ayudar a Roberto a conseguir la deseada renovación del arriendo. Entraría y haría que los Bott concedieran a Roberto la renovación.Una mujer elegantemente vestida con un abrigo de pieles y llevando en los brazos un perrito pomerano que parecía apolillado, entraba en aquel momento en casa de los Bott. Aquello significaba que había reunión en la Liga de la Perfecta Burrada, tal como la llamaban Guillermo y sus amigos.Bueno, esperaría hasta el día siguiente. Pero no, pensándolo mejor, no. No esperaría hasta mañana. Si por allí quedaba algún plato de gallina con crema, “Jumble”, el perro ratonero campeón del mundo, también tendría su parte. Se lo merecía más que todos aquellos pequineses y pomeranos y birrias por el estilo. Sí, él acudiría a la reunión y aguantaría como un hombre su terrible aburrimiento para que “Jumble” pudiese tener su parte de los requisitos con que se alimentaban todos aquellos perritos falderos, y luego, cuando se hubiera marchado todo el mundo, él. Guillermo. la emprendería con los Bott respecto a la cuestión de Roberto y del campo de deportes, y conseguiría con sus fuerzas sobrenaturales, que los Bott asintieran a la propuesta de renovación del contrato de arriendo.Evidentemente, aquel que había puesto en fuga a batallones enteros de espías y que además era el dueño del perro ratonero campeón del mundo, podría convencer facilísimamente a los Bott, a los Pennyman y a todos los socios de la Liga de la Perfecta Burrada, juntos. Al menos, Guillermo, pensaba eso, mientras se acercaba a la casa por la avenida del jardín, con grandes aires de matón. Pero su primer contratiempo ya tuvo lugar en la misma puerta de entrada. Allí estaba la señora Pennyman, con un pequinés legañoso debajo del brazo, para dar la bienvenida a la recién llegada, dueña del pomerano apolillado.La señora Pennyman se volvió hacia Guillermo y, mirándole por encima de sus lentes de pinza, le dijo:—¿Qué quieres, niño?Guillermo quedó algo desconcertado, pero tuvo bastante presencia de ánimo para responder:—He venido a la reunión. –Y señalando a “Jumble”, añadió–: Y he traído a mi perro.La señora Pennyman levantó la cabeza y le miró por debajo de los lentes, como para cerciorarse de que estaba todavía allí. Evidentemente era así, de modo que tuvo que conformarse con lo inevitable y entonces le miró a través de los lentes, dando un profundo suspiro, como expresión de que su paciencia no era ilimitada.—Mira, niño –le dijo–. No puedes asistir a la reunión en ese estado en que vas.Guillermo se miró de arriba abajo.Su carrera de contraespía y de dueño del perro ratonero campeón del mundo, había dejado sensibles huellas en su persona. Las cunetas por donde se había arrastrado y los árboles a los que se había subido habían contribuido diversamente al efecto general. Afortunadamente Guillermo no podía verse la cara y la cabeza, pero aunque las hubiera visto, no por ello se habría sentido poco ni mucho cohibido. Después de todo, aquél era su aspecto habitual.—¿Por qué no? –preguntó sencillamente.Ahora le tocó a la señora Pennyman quedarse desconcertada. Después de todo, ¿por qué no? En la puerta de la casa de correos se había colocado un aviso de la reunión en la que se decía expresamente y en letras mayúsculas que “Todos Serían Muy Bienvenidos”. ¿Se podría legalmente negar la admisión a una reunión pública como aquélla a nadie, bajo el pretexto de que la persona que solicitaba su admisión iba cubierta de barro, con adornos de hierbas y trocitos de paja y cañas, y además iba despeinada y con la cara sucia? La señora Pennyman dudaba de que aquello fuese legal. La señora Pennyman no sabía gran cosa de leyes, pero así y todo, dudaba mucho de que negar la admisión a semejante persona fuese un acto legal.—Bueno. Puedes pasar –dijo por fin, echándose a un lado para dejar el paso libre a Guillermo.Guillermo entró, seguido por su fiel “Jumble”.Al ver aquello, la señora Pennyman emitió un agudo sonido inarticulado de protesta y dijo:—Pero este perro no puede entrar.De los perros sí que estaba segura.Siempre se puede negar la entrada a un perro. Naturalmente ella, en principio, era muy aficionada a los perros, pero de ningún modo quería que aquel perro, cuya sola apariencia le inspiraba menos amor que a cualquier otro bicho viviente, entrase en su casa en el momento de la reunión.—Pues los otros perros han entrado –dijo Guillermo, lleno de indignación.—Pero son perros bonitos –dijo la señora Pennyman, severamente–. Un perro tan feo, sucio y maloliente como éste no puede entrar en la casa.Puedes dejarlo ahí en la verja, y lo recoges al salir.Con el corazón hirviente de rabia, Guillermo ató a la verja al perro ratonero campeón del mundo, y entró en la casa, cejijunto y sin perro.En aquel momento salía el señor Bott, profundamente preocupado, hundido en las más negras reflexiones.Aquella pesadilla parecía que iba a continuar indefinidamente. Los títulos no sólo se le habían subido a la cabeza a su esposa María, sino que también daba la impresión de que habían sentado allí sus reales de un modo permanente. Hasta entonces jamás le había dado el ataque nobiliario con tanta violencia. El buen hombre no veía solución al problema.Guillermo hizo su entrada en el salón. La señora Bott se hallaba sentada en el estrado, entre la baronesa y el “heredero del título de caballero”. La prima de la duquesa estaba sentada al otro lado de la baronesa viuda. La señora Bott se hallaba completamente intoxicada con la gloria de alternar con la alta sociedad. Cada vez que oía que alguien se dirigía a la baronesa llamándola “milady”, poco le faltaba para que cayera en éxtasis. Y cuando la baronesa la instó a que la llamara por su nombre de pila, la señora Bott comprendió que ya podía morirse, porque en la vida no podía esperarse mayor placer que aquél.La señora Pennyman, mientras tanto, miraba a Guillermo con creciente aprensión.—Quítate este abrigo tan sucio antes de entrar en el salón –le dijo secamente.Guillermo se quitó el abrigo y lo echó con descuido sobre el sofá que había junto a la puerta. No lo iba a llevar colgado del brazo y menos ahora que habían prohibido la entrada a su perro. ¡Mira que eso de dejar entrar a todas aquellas birrias apolilladas y dejar afuera al perro ratonero campeón del mundo...!Guillermo fue a sentarse en su sitio, cejijunto y feroz.Unos cuantos vecinos del pueblo comparecieron, y la señora Pennyman no esperó más para abrir la sesión, dedicando en primer lugar profusos cumplidos a “nuestra encantadora anfitriona, la señora Bott”, después de lo cual el “heredero al título de caballero”, se levantó para tomar la palabra. El heredero en cuestión tenía una voz de falsete que a veces tomaba una entonación agudísima, como el chillido de una rata, y aunque era evidente que tenía ojos y boca a uno y otro extremo de la famosa nariz, lo cierto es que dicha nariz era tan prominente que parecía como si viera y hablara por ella, además de respirar y oler. Su voz ratonil temblaba apasionadamente, mientras iba entusiasmándose con el tema de su discurso.—Tenemos, señoras y caballeros –decía–, un escandaloso entuerto a enderezar, una escandalosa injusticia a remediar. Algunos de nuestros hermanitos de pelo y pluma tienen defensores en abundancia. El caballo, como gran animal que es, está perfectamente capacitado para cuidarse de sí mismo y, sin embargo, tiene ejércitos enteros de campeones por su causa; el perro –añadió, sonriendo con sonrisa ratonil al apolillado pomerano–, y dicho sea incidentalmente, puedo asegurar que nadie me gana en mi afecto por ese noble animal, el perro como digo, está rodeado por todas partes de protectores y admiradores, y hasta de batallones de veterinarios. El gato tiene sociedades enteras que se dedican nada más que a su bienestar. Hay infinidad de libros que tratan de los gatos. Los veterinarios también les curan sus enfermedades. Incluso existen pensiones para gatos adonde se pueden llevar esos animales cuando sus dueños se marchan de vacaciones. La gente que maltrata a los gatos es severamente castigada por la ley. Las vacas, los cerdos, las cabras, las gallinas, los patos, etc., puede decirse que están rodeados de toda clase de comodidades. Se les cuida como niños cuando enferman, se les alimenta con los mejores productos de la tierra y de ellos no se espera nada, no tienen que trabajar; lo único que tienen que hacer es vivir y no salir del corral. Hasta las fieras y los animales salvajes están protegidos. No se puede cazar más que un determinado número de elefantes, y así sucesivamente. Y hasta hay algunos animales salvajes contra los que no está permitido disparar. Hasta los pájaros tienen sus refugios y sus nidos y sus baños y su migaja de pan y qué sé yo cuántas cosas más proporcionadas por el hombre...Guillermo continuaba fermentando de rabia. No escuchaba ni una palabra de las que pronunciaba el conferenciante.Cada vez se iba dando más cuenta de la proporción que habían ido tomando los insultos de que él había sido objeto... A su hermano Roberto le habían quitado el campo de deportes...A “Jumble” no le habían permitido entrar en la casa donde los apolillados pomeranos y similares pronto estarían engullendo gallina con crema.La voz de falsete, mientras tanto, proseguía diciendo:—Pero yo quisiera ahora romper una lanza en pro de nuestros hermanitos indefensos que viven entre nosotros y que diariamente son maltratados, asesinados, exterminados. Me refiero, señoras y caballeros, al gentil pulgón, a la paciente babosa, a la inocente oruga, a la tímida rata, a la activa tijereta, a la ágil mosca, a la delicada pulga, y hasta a nuestro hermanito pardo, el ratón. Digo y repito, señoras y caballeros, que el asesinato deliberadamente organizado de estas minúsculas criaturas, tan confiadas, que conviven con nosotros, es una vergüenza para nuestra nación y para nosotros mismos. Ni nadie piensa en sus necesidades, ni nadie se cuida de ellas. Nadie les da de comer.Nadie las cuida cuando están enfermas. Por lo que a nosotros se refiere, dejamos que se mueran de hambre y, no obstante, cuando ellas intentan tomar la parte que por derecho propio les corresponde del sustento que abarca el amplio regazo de nuestra madre la Naturaleza, derecho tanto suyo como nuestro, ¿qué hacemos entonces nosotros? Las asesinamos, señoras y caballeros, las asesinamos en circunstancias horrendas, de bárbara y sanguinaria crueldad. Las matamos con torturas lentas. ¿Alguno de ustedes por casualidad ha podido observar los sufrimientos del pulgón que expira bajo la acción de un insecticida? Si yo pudiera hacerme oír, haría que todo aquel que sometiera a un ser viviente a semejante género de muerte, fuera a su vez condenado a muerte por el mismo procedimiento.Se oyeron entonces unos débiles aplausos desde algún rincón del público. Y el conferenciante prosiguió:—¡Y qué inocentes, qué simpáticos son esos animalitos que nosotros tratamos tan mal! Su mismo estado de indefensión debería darnos vergüenza.¡Qué mansamente se someten a su destino! ¡Qué acerbos deben ser los sentimientos del pulgón y de la babosa ante el inmerecido final que les espera! Y, sin embargo, ¿hay nadie que haya visto que dichos animalitos quisieran vengarse o intentaran tomar la revancha por su cuenta? ¡No, y mil veces no! Con inmensa paciencia, sin lanzar ni una queja estos animalitos se someten a una muerte que no merecen, en manos de sus atormentadores sicarios. Y estos mismos animalitos nos avergüenzan, no sólo por la hermosura de su carácter, sino también por la belleza de su persona. ¿Puede alguien de los asistentes a esta reunión jactarse de poseer belleza o gracia iguales, ni siquiera semejantes, a los de la oruga o del pulgón?Y hasta el ratón con sus vivísimos ojuelos, con su abrigo de pieles de color pardo...El conferenciante se quedó de pronto petrificado, mientras miraba atónito el abrigo que Guillermo había echado sobre el sofá junto a la puerta. Del bolsillo del abrigo surgía cautelosamente una forma parda. Y otra. Y aun otra... Eran los supervivientes de la caza de ratas que habían considerado que la discreción es la parte principal del valor y se habían ido a refugiar dentro de los bolsillos del abrigo, cuando esta prenda había caído en el interior del recinto durante la refriega. Las ratas supervivientes habían permanecido discretamente ocultas durante el camino hacia la casa de los Bott (y Guillermo no había reparado en la añadida pesadez del gabán, acostumbrado como estaba a llevar en sus bolsillos piedras y otros objetos pesados), pero en vista de que ahora parecía haberse terminado el paseo, se habían decidido a explorar el nuevo vecindario...Las miradas expectantes del público pronto se desviaron del conferenciante al objeto que tanto reclamaba su atención. La tercera rata estaba surgiendo del bolsillo del abrigo de Guillermo... Durante un instante todo el mundo quedó paralizado por el terror, y el salón parecía una sala de museo de figuras de cera. Luego, una rata se deslizó rápidamente por el suelo del salón para ir a cobijarse debajo de una cortina. Otra rata desapareció detrás de la biblioteca. La tercera permaneció junto a la puerta, cortando todo posible intento de retirada. Los circunstantes, con la única excepción de Guillermo, saltaron sobre sillas, sillones y sofás, recogiéndose las faldas el elemento femenino. El orador fue a refugiarse encima del piano de cola. Los pequineses, los pomeranos y los grifones huyeron a cobijarse bajo el sofá, gruñendo lastimeramente de terror.—¡Socorro! –chilló la señora Pennyman, desde su precario sustentáculo, consistente en la mesilla donde había una maceta con un helecho–.¡Hagan algo! ¡Que alguien haga algo, por favor! ¡Aprisa!Un destello de inspiración brilló en los ojos de Guillermo. Ahora era él el amo del cotarro.—Muy bien –dijo–. Yo voy a hacer algo, tal como lo pide esa señora.Ahí fuera tengo un perro que es el ratonero campeón del mundo y ahora salgo a buscarlo y les aseguro que matará a esas ratas en menos de un minuto, si ustedes quieren.Una rata se deslizó rápidamente por el suelo del salón, desde la cortina al hogar.—¡Corre a buscarlo! ¡Date prisa!–gimió la señora Pennyman.Los demás chillaron su conformidad.Guillermo echó una mirada de basilisco a la señora Bott.—¿Me promete que renovará para mi hermano Roberto el contrato de arriendo del campo de deportes?—¡Sí! –sollozó la señora Bott.—¿Sin que tenga que hacerse socio de su liga?—¡Sí!—¿Y le dará un poco de gallina a “Jumble”, igual que a los otros perros?—!¡Sí!!Guillermo salió entonces en busca de “Jumble”, pasando cuidadosamente por encima de la rata que había junto a la puerta, sin hacerle daño. A continuación entró “Jumble” e inmediatamente el salón se transformó en una especie de pandemonium de ladridos, gruñidos y roturas de jarrones y de muebles... Luego de aquel caos surgió “Jumble”, vencedor, el cual, muy orgulloso de su hazaña, dejó tres cadáveres a los pies de Guillermo.—Ahora voy a buscar a Roberto –dijo Guillermo en el tono de un hombre de negocios–, y puede usted arreglar con él las condiciones antes de que se le olvide lo prometido.Dicho esto, salió dignamente de la casa, seguido por unos cuantos jóvenes del pueblo, ansiosos de difundir la noticia antes que nadie.A los pocos minutos Guillermo ya estaba de regreso, acompañado de un Roberto, completamente estupefacto, que se perdía dando explicaciones que nadie le había pedido.—Pero es que yo no lo comprendo –decía Roberto–. ¿Qué ha ocurrido aquí?—No te lo puedo explicar ahora con todo detalle –le respondió Guillermo, jadeante–, porque no hay tiempo que perder. Es cuestión de ratas y de “Jumble” y qué sé yo qué más. Bueno, sea como sea, lo cierto es que te arrendarán el campo de deportes y te dejarán matar a todos los animales que te dé la gana.—Pero, ¿cómo lo sabes? –preguntó Roberto, atónito.—Ella me lo prometió. Acaba de prometérmelo, ahora mismo. Además el salón estaba lleno de gente, de modo que no puede desdecirse aunque quisiera. Bueno, lo que tú tienes que hacer ahora es firmar el contrato, y aprisa...Dentro de la casa todo era trajín y confusión. La baronesa se había ido.El “heredero del título de caballero”, también se había ido. Asimismo, la prima de la duquesa se había ido.Los Pennyman se iban. La Liga del Perfecto Amor había quedado automáticamente disuelta. Ninguna liga con semejantes objetivos habría podido sobrevivir al incidente que acababa de tener lugar. Nadie de los que vivían en bastantes kilómetros a la redonda, se olvidarían jamás del modo cómo los socios de la liga habían implorado a Guillermo para que fuera en busca de su perro para que les matara todas las molestas ratas, a la mayor urgencia posible.En aquel momento sacaban de la casa el baúl de la señora Pennyman, y el coche que había de llevarla a la estación, juntamente con su marido que ya estaba aguardando a la puerta. Sin embargo, los Pennyman se iban con todas las banderas ondeando al viento.Ni por sus palabras, ni por sus miradas, ni por sus ademanes querían admitir que la Liga del Perfecto Amor se hubiese desacreditado. No; según decían, se marchaban así, tan de repente, porque habían recibido una llamada urgente. Una llamada urgente y totalmente inesperada. Debían ir a trabajar en su empeño en otra parte (en realidad, tan lejos como fuera posible, de aquella última escena de sus actividades) y, tal como decía la señora Pennyman, ellos jamás habían desatendido una llamada urgente, y estaban dispuestos a cumplimentar esta última con la mayor celeridad posible.Se cerró la última maleta y la señora Pennyman se encasquetó el sombrero frente al espejo, cosa que hacía por puro hábito, ya que el sombrero que llevaba era de esos que no necesitan espejo para ponérselo en la cabeza, ya que parecía igual tanto por delante como por detrás, como por los lados, como visto por cualquier ángulo.—Nuestro trabajo aquí, Adolfo –decía la señora Pennyman a su marido–, no ha sido apreciado. En conjunto, se puede decir que nuestros esfuerzos han resultado inútiles.Aquí no hay ni un alma, ni fuego sagrado, ni un destello siquiera de la inspiración. Ya es hora de que lleguemos a una conclusión y nos vayamos a otra parte.—Ciertamente, ya es hora –dijo su esposo, convencidísimo.En su despacho de la planta baja, el señor Bott estaba frente a frente con Guillermo y Roberto. Tenía, de nuevo, una expresión de salud y felicidad, como hacía tiempo que no se le había visto. Se frotaba las manos con gran satisfacción y sonreía ampliamente.—Sí –decía–; todo está perfectamente. Lo firmaré con gran placer, joven. No podía hacerlo contra los deseos de María. Nunca en mi vida he hecho nada contra los deseos de María. Pero ahora es diferente.Ella ya está de acuerdo. Está un poco cansada y ha ido a echarse a la cama hasta la hora de cenar, pero está perfectamente de acuerdo con ello. Ya vuelve a ser como antes.El señor Bott se fue de puntillas a la puerta que estaba entreabierta, la cerró, y ejecutó una pequeña cabriola, añadiendo:—Se han ido. Escuchad: Ahora sale el coche.El ruido del coche que se iba por la avenida del jardín, era claramente audible. El señor Bott ejecutó otra pequeña cabriola y volvió a su escritorio, donde, tomando un documento, dijo, con la seriedad de un perfecto hombre de negocios:—Ahí está, joven... Yo firmo aquí... y usted firme ahí...Unos minutos más tarde, Roberto y Guillermo salían a su vez por la avenida, aunque a pie, con el contrato en el bolsillo de Roberto. “Jumble” les seguía, pisándoles los talones. De pronto, Guillermo se paró, exclamando:—¡Atiza! Me olvidé de pedir la gallina con crema para “Jumble”.Y mirando al perro, añadió:—Bueno. Tanto da. No le gustan las gallinas. A él lo que le gustan son las ratas.Se necesita papel viejo
Roberto había tenido invitado en su casa durante una quincena a un amigo suyo, y Guillermo, como de costumbre, había tomado un gran interés por dicho amigo. Aquel amigo era, como la mayor parte de los amigos de Roberto, de una disposición más bien altiva y orgullosa, y parecía ignorar completamente la existencia de Guillermo. El chico ya estaba acostumbrado a ello y no le importaba. Sabía que había como un especial convenio entre los muchachos de la edad de Roberto, en virtud del cual se pretendía que los hermanos menores no existían. Naturalmente, había ocasiones en que era imposible ignorar su presencia, pero siempre que esta presencia se podía ignorar, se ignoraba. Era como cualquier otro de los aspectos más desagradables de la naturaleza. Se soportaban en silencio...
Roberto y su amigo, cuyo nombre era Ward Hadloü, se pasaban muchos ratos en el dormitorio de este último, y Guillermo, impulsado también por su curiosidad congénita, se pasaba también largos ratos escuchando por el ojo de la cerradura, le parecía como si Ward leyese en voz alta algo a Roberto; pero como Ward sufría de vegetaciones adenoideas y tenía la voz gangosa, resultaba muy difícil para Guillermo comprender lo que decía la mayoría de las veces.Guillermo, frustrado así en sus intentos de información, procuró enterarse de lo que ocurría dentro del cuarto de Ward por medio de la diplomacia, pero Roberto contestó a su astuto interrogatorio tal como suelen responder los hermanos mayores, o sea, haciendo comentarios que no venían al caso, sobre el estado del cabello, del cuello de la camisa y de las rodillas de Guillermo.—No creo que haya muchos hombres –siguió diciendo acerbamente Robertoque tengan hermanos con el aspecto que tú tienes. No sé lo que Ward se va a creer de ti.—¿Por qué no se lo preguntas? –replicó Guillermo completamente impertérrito ante los denigrantes comentarios de su hermano y hasta ligeramente interesado en cuál pudiera ser la opinión que Ward tenía de él.—Tenemos cosas más importantes de qué tratar.—Tú dime qué son estas cosas –dijo Guillermo, con lo que él imaginaba ser la más sutil astucia–, y yo te diré entonces si son más importantes que yo.Pero Roberto se limitó a encogerse de hombros y se fue a buscar la compañía de Ward.En vista de lo cual, Guillermo perdió todo interés en el asunto.Sabía que a Roberto y a sus amigos les gustaba hacer un misterio de las cosas más vulgares. Probablemente estarían empollando en vistas a los exámenes y, en efecto, la próxima vez que Guillermo aplicó el oído al ojo de la cerradura oyó clara y distintamente las siguientes palabras:—Mil setecientos cuarenta y cuatro.Y siguiendo su camino, sonrió con indulgencia. Estaba visto. Lo que hacían aquellos dos era, efectivamente, empollar en vistas al examen de historia y no querían que Guillermo se enterara porque siempre pretendían saberlo todo sin haberlo estudiado.Guillermo corrió a reunirse con los Proscritos, ya que se había convocado una importante reunión en el viejo granero. El objeto de la reunión era discutir los detalles de una carrera de galgos que había de tener lugar al día siguiente.—Y apuesto a que voy a tener montones de papeles para la carrera –anunció Guillermo, dándose importancia–, porque Roberto y su amigo están sudando tinta, preparándose para un examen. Estudian fechas históricas y memeces por el estilo. Y como que su amigo se marcha mañana, estoy seguro de encontrar todos los papeles que han usado para practicar todo eso de las fechas históricas. De todos modos, lo voy a registrar todo.Al día siguiente Ward se marchó, con sus aires de olímpico desdén, sin dignarse despedirse siquiera de Guillermo, del mismo modo que no se había dignado tampoco saludarle a su llegada. Guillermo sacó la lengua al coche que se alejaba y en seguida subió al cuarto que hasta entonces había ocupado Ward para registrar la papelera.Sin embargo, tuvo la gran decepción de encontrarse con la papelera vacía; tampoco había ni un papel en el hogar de la chimenea ni debajo de la mesa escritorio. A continuación Guillermo registró los cajones, primero uno y después otro, empujándolos luego con furia, para volver a dejarlos en su sitio, al encontrarlos vacíos. De pronto se quedó petrificado y boquiabierto al abrir uno de los últimos cajones, porque aquello era una verdadera cueva de Aladino de papel; había allí dentro cuartillas y más cuartillas. La primera cuartilla empezaba así: “En el año 1739”. En cada página había varias correcciones con tinta roja. Indiscutiblemente aquél era un examen escrito de historia, que se lo habían devuelto a Ward debidamente corregido. Ward y Roberto habían estado estudiando las correcciones juntos en el cuarto de Ward.Guillermo sabía que Roberto y Ward tomaban un interés que él creía exagerado en los temas que aprendían en el colegio y que se pasaban días enteros traduciendo tontamente idiomas extranjeros y buscando palabras en diccionarios. Guillermo aceptaba esta visión pervertida de la instrucción como formando parte de la irracionalidad general que dominaba el mundo de los adultos, lo que le hacía reafirmarse en su decisión de ser él completamente diferente cuando llegase a tener la edad de Roberto.—¡A ver si van a cogerme a mí –solía decir–, perdiendo el tiempo estudiando lecciones de tonterías, si no hay nadie para obligarme a ello, cuando puedo aprovecharlo subiéndome a los árboles y jugando a indios!Sea lo que fuere, lo cierto es que aquellos papeles de exámenes que era evidente que ya habían servido y no se necesitaban para nada, le venían de perilla para su carrera de galgos con papeles, a modo de “gimkhana”.Desgraciadamente los papeles tenían cierta tonalidad grisácea, lo que los hacía menos visibles que si hubieran sido blancos del todo, pero esta desventaja cromática quedaba compensada con creces por su cantidad. Las liebres que debían dejar rastro, lo dejarían abundante con tal cantidad de papeles. Guillermo se metió las cuartillas en un gran fajo debajo del abrigo y se encaminó a casa de Pelirrojo, a quien encontró en su cuarto contemplando, muy desanimado, media docena de sobres, muy arrugados por cierto.—Es todo lo que he podido recoger de las papeleras de esta casa –le explicó–. Me parece extraordinario que la gente no tire más papeles en la papelera. Y es que son unos mezquinos y unos avaros. Es cuestión de avaricia y nada más.Guillermo entonces le reveló su tesoro.—Mira –dijo dejando el montón de cuartillas manuscritas encima de la mesilla que a Pelirrojo le habían proporcionado sus padres con el objeto de que pudiera estudiar cómodamente las lecciones, pero que era utilizada más a menudo por los Proscritos como cueva, fortaleza o jaula de fieras.Las profundas trazas de quemaduras que habían en la superficie de la mesa constituían claras pruebas de los intentos, que con éxito parcial habían llevado a cabo los Proscritos en la fabricación de la pólvora, mientras que su aspecto general, francamente deteriorado había quedado aún más en evidencia por los esfuerzos de los Proscritos que más de una vez la habían echado en el estanque del pueblo, de manera subrepticia, con el intento de convertirla en piragua. Sobre aquella mesa amiga, despintada, semirrota y lamentable, pero amiga de toda confianza, a pesar de todo, Guillermo vertió incontables cuartillas de papel grisáceo.—¡Atiza! –exclamó Pelirrojo.Y repitió:—¡Atiza!—Sí –convino Guillermo, muy complacido–. Supongo que tendremos bastante para la carrera de papeles.—Pero, ¿qué es eso? –preguntó Pelirrojo, examinando y dando vuelta a las cuartillas corregidas en tinta roja.—¡Oh! Nada; son papeles viejos de los exámenes escritos de Roberto –dijo Guillermo, con indiferencia–.Esta noche los voy a romper a pedacitos pequeños y nos servirán para la carrera de mañana. Y como que ya es hora de comer, ahora mismo me voy a casa.A la hora de comer, y gracias a la partida del amigo de Roberto, había en casa de los Brown una atmósfera más despejada y alegre que la que había reinado durante varios días. Todos los Brown, con la notable excepción de Roberto, encontraban que los amigos de éste eran más bien pesados y antipáticos. Se trataba generalmente de unos jóvenes altivos y silenciosos que se tomaban con exagerada seriedad al mundo en general y a ellos mismos en particular. Hasta el mismo Roberto parecía volverse más humano después de su partida. Sin embargo, en aquellos momentos, Roberto seguía muy serio, como si se sintiera todavía cubierto por la sombra de la grandeza del gran Ward.—De veras –decía, cuando Guillermo se sentó en la mesa–, que es un chico brillantísimo. Es aún más brillante de lo que a primera vista parece. Me hizo prometer que no os lo dijera hasta que se hubiese ido, porque es un chico tan modesto como brillante, pero lo cierto es que ha escrito una novela.Se calló un momento, esperando evidentemente que sus palabras iban a causar una inmediata sensación. Sin embargo, lo único que ocurrió fue que el señor Brown hizo el siguiente comentario:—¡Ajá!Y aún lo hizo sin levantar los ojos del plato.Por otra parte, la señora Brown, dijo:—Esta carne está muy dura, ¿verdad? Tendré que decirle cuatro palabras al carnicero.Solamente Guillermo demostró cierto interés por la noticia.—¿De qué trata? –inquirió.Roberto se volvió con desgana hacia Guillermo y continuó con el aire de tener plena conciencia de estar dando margaritas a cerdos:—Es una novela histórica. Ha tenido que documentarse muchísimo para poder dominar la parte histórica, naturalmente, pero, le ha salido al final una novela positivamente brillante. Tiene un argumento estupendo.Estoy seguro de que en cuanto los editores se enteren se pelearán para poder publicarla sin perder tiempo.—¿Ah, sí? –dijo Guillermo, con interés–. Pues me gustaría mucho verlo. ¿Dónde será eso?—¿Será qué?—La pelea.Roberto se encogió de hombros y se volvió hacia su padre, diciendo:—Me la leyó en voz alta en su cuarto esos días que estuvo aquí, porque no quería que vosotros lo supierais, ya que Ward es extraordinariamente modesto, y realmente, tengo que reconocer con toda imparcialidad que es una novela brillantísima.—¡Ajá! –volvió a comentar el señor Brown, y volviéndose hacia su esposa, añadió–: No es que la carne sea dura, es que no hay tal carne; casi todo es ternilla.—Absolutamente brillantísima –persistió Roberto, con gran determinación.—Será mejor que no vuelva por aquí –dijo la señora Brown.—Oh, no –dijo vivamente Roberto–.No os debéis asustar por eso, aunque, a decir verdad, yo mismo me asusté un poco, es decir, me quedé como intimidado cuando me enteré de que había escrito una novela. Es un chico brillantísimo, pero también es modestísimo. Quiero decir que no le importa encontrarse con gente vulgar...—Me refiero al carnicero, hijo mío – explicó la señora Brown–. Le diré que no vuelva a traernos más carne, después de esto. Como dice tu padre, prácticamente todo es ternilla. Probaremos el nuevo carnicero que hay en Hadley. Hace reparto todos los días.Roberto volvió resueltamente al ataque.—Estoy seguro de que esta novela va a revolucionar el arte de escribir novelas en Inglaterra. Yo, por ejemplo, que soy un hombre de gran experiencia, jamás me he encontrado con una novela como ésa.—Estas patatas tampoco valen nada –dijo el señor Brown.—Realmente son bastante malas –dijo su esposa–. ¡Qué calamidad! El jardinero dice que es a causa de la sequía. Él ya las ha regado mucho, pero dice que no es lo mismo.—¿Hay algún asesinato en ella?–preguntó Guillermo.Nuevamente Roberto se vio obligado a echar unas cuantas margaritas en su dirección.—No se trata de ninguna novela de este género –dijo con frialdad–. Sin embargo, hay en ella varios desafíos.Y el traidor rapta a la heroína y la guarda prisionera en un castillo en ruinas. Es una novela originalísima en todos sentidos. Tan original como brillantemente escrita.—Pues creo que tendría que haber puesto unos cuantos asesinatos –dijo Guillermo firmemente convencido–.Los desafíos no son lo mismo. ¿Por qué no puede poner unos cuantos asesinatos, además de los desafíos?—¿Has oído hablar alguna vez de lo que se llama reserva artística? –dijo Roberto, distante.—No –respondió Guillermo–, pero si yo fuera él no empezaría a poner artistas de por en medio. Los artistas siempre van pringosos y estropean cualquier historia decente.En aquel momento entró la muchacha y entregó un telegrama a Roberto.Éste lo rasgó y leyó en voz alta:—”Olvidé manuscrito novela en cajón derecha escritorio. Ruego me lo mandes correo certificado”.—¡Caramba! –exclamó Roberto–.Voy a buscarlo inmediatamente, porque una cosa así es de un valor inmenso, y se lo enviaré por correo en cuanto terminemos la comida.Y salió de estampía del comedor.Guillermo continuó comiendo, aunque algo pensativo. Pronto regresó Roberto pálido y perplejo.—Ha desaparecido –exclamó dramáticamente.—¿Qué es lo que ha desaparecido?–preguntó la señora Brown.—Su novela.—No puede haber desaparecido, hijo mío. Nadie ha entrado todavía en su cuarto desde que se fue. Esta tarde iban a limpiarlo y a cambiar las ropas.—Pero... ¡ha desaparecido! –persistió diciendo Roberto, como alelado–. ¡Te digo que ha desaparecido!—Se la habrán comido las ratas –insinuó Guillermo–. Las ratas se comen el papel.—¡Pero no podrán haberse comido trescientas cuartillas en dos horas!–objetó Roberto.—¿Por qué no, si tenían hambre feroz? Apuesto a que si yo fuera rata me comería tranquilamente trescientas páginas en dos horas.—¡Cállate! –exclamó Roberto.—Una vez leí un cuento –siguió diciendo Guillermo, imperturbable–, en que se había perdido una sortija de gran valor, y luego la encontraron en el nido de una urraca.—Pero no hay ninguna urraca que se pueda llevar trescientas cuartillas manuscritas a su nido –dijo Roberto, exasperado.—No sé por qué no –insistió Guillermo–. Apuesto a que yo podría llevármelas si fuese una...—¡Cállate! –volvió a ordenarle Roberto.—Bueno, pero también hay otros animales, además de las ratas y de las urracas –siguió diciendo Guillermo, como si nada, con el propósito de apartar cualquier sospecha de sí mismo–. Tal vez alguno de esos editores que quieren pelearse para publicar la novela, se descolgó por la ventana y robó el manuscrito.—No digas más imbecilidades ya –le conminó Roberto, furioso.—No son imbecilidades –dijo Guillermo–. Tú mismo dijiste que iban a pelearse para conseguir publicar la novela. ¿Pues qué tiene de extraño que uno de esos editores haya venido, ocultándose de todos los demás, muy solapadamente, y la haya robado? Yo bien lo haría, por mi parte, si fuese...—¿Quie–res ha–cer el fa–vor de ca–llar–te ya? –exclamó Roberto en el colmo del furor.—Roberto, hijo mío –interpuso apresuradamente la señora Brown–, piensa que es muy posible que, después de todo, tu amigo haya dejado la novela en otro cajón y luego se le haya olvidado. Me parece que lo mejor que podrías hacer es subir al cuarto y registrar todos los cajones y todos los armarios.Roberto salió de la habitación con semblante trágico y ademanes resueltos.—La carrera de un escritor brillantísimo totalmente arruinada –dijo mientras se iba–. Y todo por...Se interrumpió indeciso, no sabiendo a quién cargar las culpas. Guillermo, para ayudarle, murmuró:—Las ratas.Pero Roberto no le hizo caso, y salió hecho una furia, dando un gran portazo.—¡Qué extraño es –hizo notar Guillermo a su madre–, que Roberto no quiera creer que las ratas comen papel! ¡Se ha puesto hecho un loco cuando se lo he dicho! ¡Qué raro es que uno se ponga hecho una fiera, tal como hace Roberto, porque se le diga simplemente que las ratas comen papel!Me parece que Roberto está majareta.Y que Ward también lo está. Y además no creo que haya escrito ninguna novela. Y tampoco creo que hubiera nada en el cajón. Me parece que Ward debe estar chalado si dice que escribió una novela, y que a consecuencia de esto, también pilló un poco de chaladura Roberto, pero Roberto probablemente se pondrá bueno al cabo de algún tiempo. Será una chaladura pasajera. Eso es, por lo menos, lo que yo pienso.—¿Qué tonterías estás diciendo, hijo mío? –le dijo plácidamente su madre–. Voy a subir para ayudar a Roberto a buscar esos papeles.Tan pronto como se hubo ido su madre, Guillermo salió pitando, dirigiéndose a casa de Pelirrojo. Muy contra su gusto, había llegado a la conclusión de que aquellos papeles que tenían que haber sido el orgullo y la gloria de la carrera de galgos, debían ser devueltos a Roberto. Se los pediría a Pelirrojo y, sin que nadie le viera, volvería a depositarlos en el mismo cajón de donde los había sacado.Mientras tanto inventaría alguna historia para explicar su desaparición misteriosa y su aún más misteriosa reaparición. ¡Si Roberto no hubiera sido tan escéptico con aquello de las ratas! Tal vez podría hacérsele creer que Guillermo había visto cómo un editor, evidentemente agobiado por los remordimientos, había trepado al tejado con los papeles bajo el brazo y había entrado en el cuarto que ocupara Ward, con el propósito de restituirlos al cajón donde los había encontrado.Pelirrojo estaba sentado en su maltrecho pupitre y estaba ocupadísimo en romper los papeles grisáceos en pequeños pedazos. Frente a él había un montoncito de papeles rotos.—¡Atiza! –exclamó Guillermo, completamente desanimado.Pero en seguida su habitual optimismo acudió en su ayuda. Sería muy fácil volver a pegar aquellos trocitos de papel. Se trataba únicamente de encontrar algunas tiras de papel engomado y luego ir buscando los trozos de frase que pudieran corresponderse en los fragmentos de papel, y pegarlo todo, en consecuencia con sumo cuidado.El rostro de Pelirrojo revelaba su convencimiento de estar empleando el tiempo esta vez en una acción virtuosa.—Bueno, ya ves que me he puesto a trabajar pronto, ¿eh?—Sí, es cierto –convino Guillermo–. Demasiado pronto.Y acto seguido le explicó cuál era la situación. La expresión de consciente virtud que había en el semblante de Pelirrojo se transformó en otra de consternación.—No está tan mal como parece, sin embargo –dijo Guillermo para tranquilizarle–. No has terminado de romperlos todos y los que has roto los podremos pegar. ¿Comprendes? Si vemos que en un trozo hay escrito “jar”, y en otro “dín”, los juntaremos para que se lea “jardín”, y así sucesivamente. Será facilísimo. Y de todos modos no nos queda otro remedio que hacerlo así, porque Roberto está como un loco de furioso y no quiere oír ni una palabra de lo que le he dicho referente a las ratas, a las urracas y a otras cosas por el estilo. De modo que vamos a buscar unas cuantas tiras de papel engomado y manos a la obra.Pero la expresión de consternación no se borró del semblante de Pelirrojo.—Pe... pe... pero –tartamudeó–, eso no es todo.—¿qué quieres decir con que eso no es todo? ¿qué falta, pues?Con aire contrito, Pelirrojo le refirió toda la historia. Al parecer, por la mañana, cierta señorita Fairman, que muy recientemente había venido a vivir en el pueblo, en cierta quinta denominada “Las Madreselvas”, había acudido a casa de Pelirrojo pidiéndoles que le dieran todo el papel usado que pudieran, diciendo que recogía todo el papel usado que se hallaba a su alcance y después lo vendía y lo que le daban lo entregaba a un asilo de niños sordomudos que ella patrocinaba.Daba la casualidad de que cuando llamó la buena señora, Pelirrojo estaba en la salita con su madre. De haber venido sola él no se habría dejado conmover en absoluto por la demanda. Pero no había venido sola, sino acompañada por una sobrina suya de doce años de edad con unos rizos dorados, unos ojos azules y unas larguísimas pestañas que tiraban de espaldas. La sobrina había mirado largamente a Pelirrojo y había pestañeado coquetamente, y Pelirrojo se había rendido de un modo abyecto.Seguro como estaba de que la mitad del papel que le había traído Guillermo sería ampliamente suficiente para la carrera de galgos, había subido a su cuarto y vuelto a bajar inmediatamente con unas ciento cincuenta cuartillas bajo el brazo.—Son viejos papeles de exámenes –había dicho con aire negligente– de un amigo mío, y se los ofrezco para este asilo de sordomudos de que ha hablado usted ahora. Yo procuraré conseguirle más. A mí... a mí me interesan mucho los sordomudos. Se los llevaré yo mismo a su casa. ¿No quiere? Bueno, como usted quiera, pero ya le traeré más luego.Y había sonreído lánguidamente a la sobrina. Pelirrojo, como es natural, no le explicó a Guillermo lo ocurrido con esas mismas palabras, ni mucho menos, pero, de todos modos, Guillermo se dio perfecta cuenta de lo sucedido, y exhaló un triste suspiro.—Pues nos has metido en un berenjenal –dijo–. Vamos a tener que pensar de firme en lo que hay que hacer.La dificultad de la situación estribaba en que Guillermo ni por un momento estaba dispuesto a confesar, ni siquiera a la señorita Fairman, que el manuscrito en cuestión era de mucho valor y que él, Guillermo, era el responsable de su desaparición del sitio donde estaba bien guardado.Cualquier explicación de esta índole era muy posible que llegara, tarde o temprano, a oídos de Roberto, y una vez éste se hubiera enterado, le faltaría tiempo para darle cumplido castigo.Después de muchas discusiones y de bastantes recriminaciones mutuas, inevitables dadas las circunstancias, Pelirrojo y Guillermo decidieron poner en práctica un plan. El plan se le ocurrió a Guillermo en un destello de inspiración, de lo que se envaneció acaso excesivamente.—¡Eso sí que es una buena idea!–exclamó dirigiéndose a Pelirrojo–.Apuesto a que a ti solo no se te hubiera ocurrido.—No. No habría tenido necesidad alguna de pensar en ello, de no haber sido por ti, que fuiste quien sacó los papeles del cajón –le recordó Pelirrojo–, y ahora no te envanezcas de ello hasta ver cómo acaba la cosa.—Oh, acabará estupendamente –le dijo Guillermo con todo el aplomo–.Todos mis planes me salen estupendamente.—¿Ah, sí? –le dijo Pelirrojo.Y a continuación procedió a recordarle diversos planes que le habían fallado estrepitosamente.Siguiendo este tipo de conversación llegaron ambos a “Las Madreselvas”.Se pararon unos momentos ante la verja de entrada para hacer acopio de valor, y atravesando el jardín, fueron a llamar con fuertes aldabonazos en la puerta de la casa pintada de verde.La señorita Fairman en persona vino a abrirles la puerta.—¡Caramba, caramba! –les dijo en tono reprobador–. ¡Qué escándalo!¡Qué conmoción! ¿Qué diablos queréis?—Perdone usted –dijo Pelirrojo con humildad–, pero ¿podríamos entrar un momento? Quisiéramos hablarle cuatro palabras.—Sí. Pasad –dijo la señorita Fairman, conduciéndolos a la salita de estar.Pelirrojo quedó muy decepcionado al ver que no estaba allí la sobrinita de los ojos azules, pero dándose cuenta de que la situación no era del todo compatible con hacer el oso con niñas de ojos azules, pensó que quizás era mejor así.—Sentaos aquí, quietecitos, y decidme para qué habéis venido –dijo la señorita Fairman.Se sentaron en dos sillas, ante una mesilla cubierta con un tapete con flecos, y la señorita Fairman se sentó enfrente.La señorita Fairman recordaba perfectamente a Pelirrojo quien poco antes tan amablemente le había ofrecido papel usado, pero a Guillermo era la primera vez que lo veía.—Bueno –empezó a decir lentamente Pelirrojo–; usted recordará que me habló de cierto asilo para sordomudos en el que usted se interesaba y para cuyo asilo usted recogía papeles usados, ¿no es eso?—Muy cierto.—Pues bien –dijo Pelirrojo, señalando con el pulgar a Guillermo–, éste es sordomudo.La señorita Fairman volvió la cabeza para mirar a Guillermo con profundo interés. Guillermo la miró, con mirada vidriosa y una sonrisa de las más insinuantes.—¡Caramba, caramba! –exclamó la señorita Fairman–. ¡Cuánto lo siento! ¿Es completamente sordo?Guillermo, recordando que era mudo, pero olvidándose de su sordera, afirmó vigorosamente con varias cabezadas.—Es sordo –explicó Pelirrojo, dándole una patada en la espinilla a Guillermo por debajo de la misa–, pero comprende lo que dice la gente.—Deberá leer los movimientos de los labios –dijo la señorita Fairman.—Sí; eso es lo que hace –convino en seguida Pelirrojo, Muy agradecido por la explicación–. Lee el movimiento de los labios.—¿Y es completamente mudo?—Sí. Yo qui... –empezó a decir Guillermo con aire de gran convicción, pero al recibir otra patada en la espinilla, cayó en el más profundo silencio.—Ya ve usted –explicó Pelirrojo–; éste es el tipo de mudez que tiene.Puede empezar las frases pero no sabe terminarlas.—¡Qué cosa más rara! –exclamó la señorita Fairman, mirando con gran interés a Guillermo.Guillermo aguantó impertérrito la mirada de la señorita Fairman.—Supongo que sabrá hablar con las manos, ¿verdad? –preguntó la señorita Fairman–. Desgraciadamente no he aprendido el lenguaje de las manos.Tranquilizado con esta información, Guillermo empezó a hacer rápidos pases magnéticos con las manos, como si fuera un hipnotizador. La señorita Fairman se quedó contemplándole perpleja, con una mezcla de interés y asombro.—¡Qué extraños son esos gestos!–declaró.—No, pues él los hace muy bien precisamente –le aseguró vivamente Pelirrojo–. Son los otros los que los hacen mal. Hasta tiene medallas y certificados por lo bien que habla con las manos.—¿De veras? –dijo la señorita Fairman, profundamente interesada y todavía crédula–. ¿De veras? No sabía que se concedieran medallas por eso.—Pues sí... –empezó a decir Guillermo, en ayuda de Pelirrojo, pero se interrumpió bruscamente al recibir un tercero y más violento puntapié en la espinilla, que le propinó su amigo, debajo de la mesa.—Éste es el tipo de mudez que tiene, como ya le he dicho –volvió a explicar Pelirrojo a la señorita Fairman–. Empieza a decir algo y luego no sabe terminarlo. Ha ido a ver a toda clase de médicos especialistas en sordomudos para que le enseñen a terminar las frases y le curen el mal, pero ninguno de ellos ha podido curarlo.—Pero, ¡qué extraño! –dijo la señorita Fairman.—Sí; eso es lo que dicen todos –dijo Pelirrojo–. Todos dicen que es un caso muy extraño, lo mismo que ha dicho usted, pero es una verdadera mudez al fin y al cabo. Hay muchísimas personas que tienen lo mismo que éste.—¿De veras? –volvió a decir la señorita Fairman, con la voz velada por la sorpresa.Sin embargo, era tan decidida la expresión de Pelirrojo y tan convencido y convincente el tono de su voz, que a pesar de su asombro, la credulidad de la señorita Fairman permaneció inquebrantable.—Y... ¿está bien de la cabeza?–prosiguió diciendo la señorita Fairman, mirando a Guillermo, pero dirigiéndose a Pelirrojo, a media voz–.Muchos de estos sordomudos son retrasados mentales.Guillermo, dispuesto a actuar según el personaje que de él se requiriera, se volvió hacia la señorita Fairman sacándole la lengua con la boca abierta y bizqueando horriblemente. La señorita Fairman por poco se cae de espaldas presa de un ataque de nervios.—Mire usted: A veces sí y otras veces no –dijo Pelirrojo, ansioso por apoyar a Guillermo por una parte y por tranquilizar a la señorita Fairman por otra–. Le viene y se le va, así de pronto. Vea usted: ya está bien otra vez.Apresuradamente Guillermo volvió a adoptar su sonrisa insinuante y su mirada vidriosa.—S...sí; ya veo –dijo la señorita Fairman, aún algo nerviosa, sin quitar el ojo de Guillermo–; pero ¿quieres decirme por qué motivos habéis venido a verme tú y tu amigo?—Pues bien –dijo Pelirrojo con lentitud–. Usted dijo que había aceptado aquel papel usado que le ofrecí para contribuir a la ayuda de los niños sordomudos, ¿no es cierto?—Sí. Lo vendo, y entrego lo que me dan al asilo de sordomudos.—Pues resulta que este muchacho que aquí ve es sordo y mudo y más le gustaría tener el papel que el dinero que dan por él.La señorita Fairman se quedó mirando a uno y otro muchacho, con creciente asombro. Pelirrojo continuó pacientemente explicándole cuál era la situación.—Es que él cree que usted podrá ayudarle porque él es sordo y mudo y a usted le gusta ayudar a los sordomudos, pero él preferiría tener el papel en seguida; así directamente, sin que usted tuviera que tomarse la molestia de ir a venderlo por cuenta de él.—Pero..., ¿para qué quiere el papel? –preguntó estupefacta la señorita Fairman, sin acertar a salir de su asombro.—Para fabricar cosas –dijo Pelirrojo.—¿Qué cosas?—Toda suerte de cosas –dijo Pelirrojo–. Es muy hábil para hacer cosas con papel. Especialmente si el papel es gris. Si usted tiene papel gris, a él le gustaría más ése que otro.Pelirrojo estaba convencido que aquello que acababa de decir constituía una gran maniobra diplomática.La expresión de perplejidad que tenía la señorita Fairman se trocó en otra casi de alivio.—Sí –dijo–. Todos los papeles los tengo en el cuarto de al lado. Ve allí y coge los que tú quieras y se los das a tu amigo. Pero, espera un momento. ¿Dónde vive tu amigo?—Vivo en... –se apresuró a decir Guillermo, pero la frase terminó en un aullido involuntario, al recibir sus espinillas otro puntapié de Pelirrojo, disparado con gran puntería.—¡Ahí lo ve usted otra vez!–exclamó tristemente Pelirrojo–. A veces grita como ahora en la mitad de la frase, pero nunca puede terminarla del todo. Y esto le viene de nacimiento.—¿Y dónde vive? –repitió la señorita Fairman.Pelirrojo, ansioso por evitar que Guillermo volviera a intervenir en la conversación dio su verdadera dirección e inmediatamente, pero ya demasiado tarde, se arrepintió de no haber inventado otra a tiempo. La señora Fairman quedó más sorprendida que nunca.—Pero... ¡si son gente rica en su casa! En la obra de caridad que estoy realizando sólo intervengo para ayudar a los niños sordomudos y pobres.Pelirrojo pestañeó un momento, pero al instante, una sonrisa seráfica se extendió por su rostro, al recibir, de nuevo, un destello de inspiración.—¡Oh! Quiero decir que los que viven allí no son sus padres. Mi amigo es el hijo de la asistenta que va a fregar allí. Es un chico muy pobre, realmente.—Ya. Bueno, pues ve a coger tú mismo el papel que quieras del cuarto de al lado si es que tiene que ser de alguna utilidad para este pobre muchacho.Y a continuación condujo a Pelirrojo a la habitación contigua, donde encima de las sillas y de la mesa había gran cantidad de periódicos viejos, sobres de cartas, prospectos y circulares de todas clases. Vivamente Pelirrojo se abalanzó sobre un montón de cuartillas grises manuscritas que estaban encima de una silla, junto a la ventana.—Ésta es la clase de papel que a él le gusta –explicó–. Podrá hacer un sinfín de cosas con esto. Muchísimas gracias, señorita. Y ahora ya será hora de que me lo lleve a casa. Mi amigo, como que es sordomudo, se cansa muy pronto. Anda, vámonos, Guillermo.La señorita Fairman se quedó perpleja y pasmada en el umbral de la puerta de su casa, contemplando cómo se iban los dos muchachos, mientras Guillermo levantaba los brazos por encima de la cabeza y se ponía a agitar manos y dedos en sus esfuerzos improvisados para expresar una cordial despedida con el lenguaje de las manos.Una vez los dos muchachos hubieron dado vuelta al recodo de la carretera, que los ocultaba a la vista de la señorita Fairman, Guillermo se detuvo, frotándose el mentón.—Por poco me rompes la pierna –dijo muy enfurruñado.—¡Es que te has puesto tan bobo!–le dijo Pelirrojo–. ¿Por qué tenías que ponerte a hablar si habíamos quedado en que eras mudo?—Pero no hay por qué romperle la pierna a uno, aunque uno hable todo lo que quiera –dijo Guillermo, muy resentido.—Pero yo no te la rompí. Bueno, vamos a juntar ordenadamente los pedazos de papel con tiras engomadas.Dos horas más tarde se encaminaron a casa de Guillermo. Bajo su abrigo Guillermo llevaba la parte del manuscrito que había sido rescatada de la colección de la señorita Fairman.La operación de pegar los fragmentos de la otra parte había demostrado ser más difícil de lo que a primera vista les había parecido y, en resumidas cuentas, habían decidido devolver inmediatamente la parte entera del manuscrito para propiciarse al atribulado Roberto, con la idea de reanudar más tarde la tarea de pegar también la otra parte.Con gran sorpresa y consternación vieron ante ellos la figura pequeña y regordeta de la señorita Fairman que acababa de pasar la verja del jardín de la casa de Guillermo, en dirección a la puerta de entrada.—¿Para qué diablos habrá venido aquí? –dijo Guillermo, lleno de inquietud.—Quizá sólo haya venido a pedir más papel usado –dijo Pelirrojo–, pero tú, si te ve, te pones a hacer el sordomudo otra vez, como si nada con todo disimulo.—Sí, pero tú no te empeñes en romperme la pierna como hiciste antes –le advirtió severamente Guillermo.Con gran sigilo ambos dieron vuelta a la casa, para esconderse en la parte trasera.Cuando la señorita Fairman estaba ya junto a la puerta de entrada, ésta se abrió de repente para dar paso a la señora Hobbin, la asistenta de los Brown, que se puso inmediatamente a frotar los latones de la aldaba y del buzón.—Usted perdone –le dijo la señorita Fairman–, pero, ¿es usted la asistenta de esta casa?La señora Hobbin se volvió hacia ella, lenta y majestuosamente.—De vez en cuando vengo a ayudarles en las faenas de la casa, si es esto lo que usted quiere decir –le respondió con gran dignidad.—Bueno..., sí... claro... –se apresuró a decir la señorita Fairman–. Sí... eso es precisamente lo que yo quería decir.—¿Y qué? –siguió diciendo la señora Hobbin, desafiadoramente, con los brazos en jarras y apoyada en el quicio de la puerta.—He venido a hablarle de su hijo –empezó a decir la señorita Fairman.—¿Ah, sí? ¿Ha venido usted a eso?–dijo la señora Hobbin, ceñudamente–.Pues déjelo usted tranquilo y él la dejará tranquila a usted. ¿Entendido?—S...sí –convino la señorita Fairman nerviosamente–. Estoy segura de que así será. Pero no he venido a quejarme de él.—Pues está usted de suerte –dijo la señora Hobbin, sin desarrugar el ceño.—No. He venido para ofrecerle mi ayuda y mi simpatía. Un niño así debe ser una gran prueba y una gran pena para usted.La señora Hobbin pareció como si aumentase de estatura tres o cuatro veces su tamaño normal. Con los brazos todavía en jarras bajó lentamente los peldaños. La señorita Fairman fue retirándose ante su avance.—¿Una gran qué? –dijo la señora Hobbin, con una voz que hacía pensar en la calma que precede a la tormenta.—Un... una gran... pe... pena –tartamudeó la señorita Fairman, aguantando noblemente el tipo–. Un muchacho así es natural que sea una gran prueba y una gran pena para sus padres. Pe... pero hay instituciones y escuelas especiales para niños así, ¿sabe usted? Y eso es lo que he venido a decirle. Yo misma podría encargarme de hacer ingresar a ese desgraciado hijo suyo en una de esas instituciones, y... yo, desde luego...Pero no pudo decir más. Hasta entonces la señora Hobbin había escuchado en silencio, en un silencio cada vez más henchido de frases tácitas. Y ahora estalló la tormenta. Las frases tácitas dejaron de serlo y se convirtieron en expresas. La primera ráfaga furiosa de cosas hasta entonces no dichas, hizo que la señora Brown saliera de su casa.—Pero, ¿qué le pasa, señora Hobbin? –le preguntó.—¡A mí nada! ¡A ella le pasa todo! –gritó en respuesta la señora Hobbin, señalando con su índice furibundo a la estupefacta señorita Fairman.“A ella le pasa que ha venido a insultarme, porque soy una mujer decente que se gana el pan con las manos, y ha venido para raptarme a mi hijo también. ¡Tendría que estar en presidio una mujer así! ¡Allí es donde debiera estar! ¡Y yo bien podría encerrarla allí, con las cosas que me ha dicho! ¡Eso es! ¡Calumnias y más calumnias! Con que una gran prueba y una gran pena, ¿eh? ¡La gran pena y la gran prueba es lo que es ella! ¡Me dijo así, cara a cara, con la mayor desfachatez del mundo, que mi hijo tendría que estar en un reformatorio!¡Y voy a llevarla ante los tribunales, por todo lo que me ha dicho, especialmente por eso del reformatorio!—¡Jamás he dicho semejante cosa!–protestó la señorita Fairman.La señora Hobbin acercó tanto su cara a la de la señorita Fairman que ésta, involuntariamente, dio tres pasos atrás.—¿De modo que usted no lo dijo?–aulló la señora Hobbin–. ¿De modo que usted no dijo nada de eso? ¿Es que no tengo oídos yo? ¡Dígame usted ahora que no tengo oídos, que soy sorda! ¡Dígame usted que soy sordomuda, yo! ¡Ande, dígalo!—Vamos, vamos, señora Hobbin –le dijo la señora Brown, apaciguadora–.Entre usted en la casa que yo ya hablaré con esta señorita.Protestando y amenazando con los tribunales de justicia, la señora Hobbin permitió, sin embargo, que la acompañaran al interior de la casa.En seguida volvió a salir sola la señora Brown y se dirigió hacia la señorita Fairman quien, siendo persona de ideas fijas, no había abandonado el firme propósito que la llevara allí.Sucedió que en aquel momento, Guillermo y Pelirrojo, salían sigilosamente y con gran disimulo, por la puerta de entrada para dirigirse hacia la parte trasera de la casa. No obstante, la señora Brown los vio y los llamó.—Oye, Guillermo –dijo–. ¿Quieres hacer el favor de decirme por qué tienes que pasar entre los arbustos poniéndote los zapatos perdidos de barro, en lugar de pasar por el sendero?Guillermo hizo como si no lo oyese, pero la señorita Fairman evidentemente le reconoció y su interés por el pobre sordomudo se acrecentó.—¿Es ése su hijo? –preguntó a la señora Brown.—Sí –respondió ésta, dando un suspiro.La señorita Fairman se quedó mirando a la señora Brown, llena de dudas. La señora Brown le parecía muy distinguida para ser una asistenta doméstica, pero, desde luego, había algunas asistentas que tenían un aspecto distinguido y respetable.Ella misma había tenido en otro tiempo una asistenta que parecía una duquesa.—Discúlpeme –dijo la señorita Fairman–. Mucho me temo que me habré equivocado. No me di cuenta de que la asistenta doméstica era usted. Bueno –siguió diciendo, convencida de su gran tacto y diplomacia–, supongo que usted será más bien una señora de compañía. Ya sabe usted lo crudamente que los muchachos dicen las cosas. He venido a verla para hablarle de su hijo.—¿Cuál? –preguntó la señora Brown, mirando de reojo a su visitante, perpleja.—Me refiero al pequeño sordomudo que acaba de pasar por ahí.—¡Sordom...! –exclamó la señora Brown, pero le faltó la voz y no pudo terminar la palabra–. No comprendo lo que usted quiere decir –añadió con voz insegura.—Sí. Me refiero a ése a quien usted le ha dicho que no se embarrara los zapatos pasando por los arbustos.El pobrecillo no podía oírla a usted, como es natural, y no creo que pueda leer en los labios a esa distancia.¡Debe ser una pesadumbre tan terrible! Y a pesar de ello, ¡qué alegre tiene el semblante el pobre niño!La señora Brown, completamente muda de asombro, se quedó mirando boquiabierta a su visitante, sin poder articular palabra.Pero en aquel momento les distrajo de aquella situación la aparición de Roberto, por la puerta de entrada, con la cara reluciente de extática alegría.—Mira, mamá, ya está arreglado todo –dijo casi gritando, pero viendo a la señorita Fairman se apresuró a excusarse, añadiendo: Perdóneme usted, señorita, pero he pasado un día espantoso y ahora tengo buenas noticias por fin. ¿No le importará que se las participe ahora mismo a mi madre?Y volviéndose hacia la señora Brown, prosiguió diciendo:—Ward acaba de llamarme en conferencia telefónica para decirme que lo de la novela ya está arreglado. Se había equivocado. Después de todo, la novela se la llevó consigo y lo que dejó aquí era el borrador, que de todas maneras también iba a echarlo al fuego.Guillermo, impulsado por su insaciable curiosidad se había acercado a Roberto y también oyó la noticia. De pronto todos los circunstantes se dieron cuenta de su presencia y se volvieron hacia él. La señorita Fairman posó su mano sobre la despeinada cabellera de Guillermo, diciendo:—Y aquí está este pobre niño sordomudo. ¡Qué alma tan alegre tiene a pesar de su aflicción!Guillermo pestañeó y se quedó mirando impasible al horizonte, evitando las miradas de su madre y hermano, que le estaban contemplando estupefactos.—¿Sordomudo? –dijo por fin la señora Brown–. ¿Sordomudo Guillermo?—¡Dios mío Todopoderoso! –exclamó Roberto.—Guillermo –dijo la señora Brown severamente–: ¿Dijiste a esta señorita que eras sordomudo?—No le dije exactamente eso –dijo Guillermo–. Bueno, quiero decir que la cosa fue así...Miró a su alrededor, buscando el apoyo de Pelirrojo, pero Pelirrojo, convencido de que la discreción es la mejor parte del valor, había optado por la discreción y había puesto mucha tierra entre él y aquella crisis.Guillermo se quedó mirando la figura de su compañero, que se alejaba rápidamente y decidió seguir su ejemplo.Todas las personas mayores estaban rodeándole, esperando que les diera una explicación, y Guillermo siempre había encontrado poco satisfactorias las explicaciones. Roberto, dándose cuenta de sus intenciones, alargó el brazo para cogerle por el cuello de la chaqueta, pero Guillermo evitó la descendente mano de su hermano y escabulléndose, echó a correr por el sendero, atravesó la verja de entrada, y se perdió a lo lejos, carretera abajo.Mientras corría, se iban desprendiendo de su persona innumerables cuartillas de un tono grisáceo...Guillermo el persa
A Guillermo le interesó levemente la noticia de que la señorita Cliff, de “Las Lilas” y la señora Nichol, de “Los Olmos” iban a intercambiar sus quintas durante un mes, porque daba la casualidad que a la señorita Cliff le interesaba vivir en una casa mayor, y a la señora Nichol en una menor. La madre de la señora Nichol que, por lo general, vivía con ella, iba a marcharse unos días, y la tía de la señorita Cliff, por el contrario, iba a vivir con ella, mientras la compañera que vivía con dicha tía se tomaría unas bien ganadas vacaciones.
La tía era una inválida, que no podía moverse de la cama, y era muy rigurosa en sus gustos; exigía vivir en una habitación espaciosa que diera al sur, y como no había ninguna habitación que reuniera semejantes condiciones en la quinta de la señorita Cliff y como, por otra parte, el dormitorio de la madre de la señora Nichol en “Los Olmos”, sí que reunía las necesarias condiciones y la señora Nichol era conocida por su cicatería y sus esfuerzos por ahorrarse una perra gorda siempre que podía (el alquiler de “Las Lilas” era, naturalmente, más reducido que el de “Los Olmos”), el intercambio se realizó rápida y alegremente. A Guillermo le interesó aquello porque dicha situación era nueva y única en su experiencia.Había visto en su vida, como es natural, muchos traslados; había visto personas que venían al pueblo y otras personas que se iban a vivir a otra parte, todas ellas acompañadas de sus mundos, y maletas y conductoras y cestas para la comida en frío; había visto alacenas o grandes pianos de cola depositados en el jardín antes de ser cargados en las conductoras o después de ser descargados y antes de entrar en las casas, pero jamás había visto a dos personas que salieran de sus respectivas casas para irse a vivir cada una de ellas en la de la otra, sólo a pocos pasos de distancia.Era como una nueva clase de juego y él inmediatamente decidió tomar parte en él y, a dicho efecto, convino Pelirrojo que una noche también ellos dos irían cada uno a acostarse en casa del otro, sólo para disfrutar de aquella nueva experiencia, desgraciadamente el plan fue descubierto por los padres de los protagonistas y fracasó antes de que hubieran podido ponerlo en práctica. Sin embargo, quedó tan interesado Guillermo en esa nueva idea, que durante toda una mañana estuvo vagando por los alrededores de “Las Lilas” intentando descubrir el momento en que la señora Nichol se trasladase al domicilio de la señorita Cliff. Aquella situación parecía descubrirle un nuevo horizonte de posibilidades. En opinión de Guillermo, si cada persona, una vez al año tuviese que irse a vivir en casa del vecino, aquello contribuiría considerablemente a la alegría del vivir, porque los objetos pertenecientes al prójimo eran siempre más interesantes que los propios. Si uno se trasladaba todos los años, así, poquito a poco, uno iría viajando por toda Inglaterra y, si uno vivía lo bastante, daría la vuelta al mundo. Quizá sería mejor trasladarse de vivienda todos los días para ir más rápido. Entonces (y ello constituía una magnífica idea) pronto quedaría uno fuera del alcance de la escuela, y se acudiría a otra durante una o dos semanas, y luego a otra, y después de ésta a otra y así sucesivamente. Uno iría a una escuela diferente todas las semanas. Las posibilidades de aquella nueva situación iban siendo cada vez más estupendas, a medida que Guillermo iba pensando en ellas. Cada semana una nueva escuela.Ya era bastante divertido tener un maestro nuevo, con que, ¡lo divertido que iba a ser que toda la escuela estuviese llena de maestros nuevos!¡Y eso, cada semana!Decidió que pondría el plan inmediatamente en práctica en cuanto fuese dictador de Inglaterra, empleo que pensaba ocupar tan pronto como terminara de la escuela, y se admiró muchísimo de que nadie hubiese pensado en ello hasta entonces.Pero, aunque permaneció junto a la verja de entrada de “Las Lilas” durante una buena media hora, no pudo ver ni trazas de la señora Nichol en el interior de la casa. Presa de un súbito impulso, se encaminó a la puerta de entrada de la casa y llamó. La misma señorita Nichol en perdona le abrió decidida la puerta.—¿Qué quieres? –le preguntó.Durante unos segundos Guillermo pudo disfrutar del espectáculo de la señora Nichol en el vestíbulo de la señorita Cliff y abriendo la puerta de la casa de la señorita Cliff. No sabía por qué aquel espectáculo le resultaba tan satisfactorio, pero lo cierto es que así era. Aquello daba variedad a la monotonía de la vida y a Guillermo le gustaba todo aquello que daba variedad a la monotonía de la vida.—¿Qué quieres, muchacho? –repitió, en tono impaciente la nueva ocupante de la finca.La señora Nichol se hallaba muy ocupada, adaptándose a la nueva casa y, por otra parte, Guillermo le era antipatiquísimo.Guillermo hizo acopio de todas sus fuerzas y adoptó una expresión insinuante y casi zalamera, diciendo:—He venido a ver si podía serle a usted de alguna ayuda.La señora Nichol se quedó mirándolo en silencio. En aquellos momentos Guillermo iba relativamente aseado, teniendo en cuenta quién era él, y había adoptado aquella expresión que siempre hacía pensar a las personas mayores que tal vez se hubieran equivocado al juzgarle. En realidad, Guillermo podría ser de alguna ayuda a la señora Nichol en varios aspectos.—Ah, bueno... Pues, muchas gracias –dijo la señora Nichol, adoptando un aire menos distante–. Sí, puedes ayudarme en dos o tres cositas.Entra y límpiate los zapatos en la esterilla antes de entrar.Guillermo se limpió los zapatos y entró, y en seguida se puso a ser útil de un modo que habría provocado cínicos comentarios en su círculo familiar. Cortó leña, llevó carbón del cobertizo a la casa, cambió muebles de lugar, sacó el brillo a los latones y sobre todo disfrutó del espectáculo de ver cómo la señora Nichol se movía entre los muebles y objetos propiedad de la señorita Cliff, dentro de la casa de la misma señorita Cliff.Cuando ya estaba preparándose para irse, notó que la señora Nichol le estaba mirando pensativamente.—Guillermo –dijo la señora Nichol, por fin–: ¿No pasarías por casualidad por la casa de la señorita Cliff?—Bueno... Es que... –empezó a decir, precavidamente, Guillermo, a pesar de que había tenido toda la intención de ir de visita a casa de la señorita Cliff para disfrutar del espectáculo de ver cómo se movía entre los muebles y posesiones de la señora Nichol.—Es que si vas por allí, Guillermo –le interrumpió la señora Nicholte agradecería muchísimo que entraras en el salón y te cercioraras de que no me ha colocado el piano en medio de una corriente de aire. Me gustaría mucho saber si lo ha cambiado de sitio. Tiene que estar contra la pared, junto a la chimenea. No le digas que te he enviado yo para que lo vieras y luego me lo dijeras, claro, pero si tienes que ir allí por cualquier motivo, quisiera que te fijaras en ello.Te daré un penique si luego vuelves y me dices dónde está el piano.Guillermo se fue inmediatamente, andando aprisita, en dirección a la casa donde ahora vivía la señorita Cliff. Vio claramente que había amplias posibilidades de saneados ingresos en aquella situación si él sabía manejarla con tacto y diplomacia.La señorita Cliff, de estatura pequeña y aspecto cansino le abrió personalmente la puerta y se quedó mirándolo interrogativamente. Una vez más Guillermo adoptó su expresión amable y tierna.—He venido a ver si puedo ayudarla en algo –dijo.—¡Oh! Has sido muy amable, Guillermo –le respondió la señorita Cliff, abriendo de par en par la puerta para dejarle pasar.La señorita Cliff había tenido una mañana muy pesada con aquella tía inválida que tenía en la casa, y estuvo muy contenta de poder distraerse del modo que fuera. Además, igual que en el caso de la señora Nichol, había allí varias pequeñas tareas que realizar, perfectamente al alcance de la capacidad del muchacho. Tentativamente le sugirió algunas de esas tareas y Guillermo se puso inmediatamente manos a la obra, cerciorándose, incidentalmente, de que el piano se hallaba efectivamente adosado a la pared, junto a la chimenea, en el salón. Cuando ya estaba dispuesto a marcharse, la señorita Cliff le miró, con aire dubitativo y le dijo:—¿No pasarías, por casualidad por mi casa, donde ahora vive incidentalmente la señora Nichol, de camino a tu casa?—¡Oh, sí! –respondió Guillermo–.Oh, sí. Tengo que pasar frente a su casa.—Pues entonces quizá pudieras echar un vistazo al pasar y ver si la señora Nichol ha dejado la maceta con el helecho junto a la ventana. Porque ya debes saber que a los helechos no les aprovecha nada la luz a menos que les dé el sol directamente. Si quieres hacerme el favor de ir a verlo y luego vuelves y me lo cuentas, te daré un penique, Guillermo.A partir de entonces dio comienzo una nueva existencia para Guillermo, una existencia muy atareada y lucrativa. Visitaba ambas casas como espía de su legítima propietaria, íbale luego con el cuento a la otra y cobraba. La señora Nichol deseaba saber si la señorita Cliff utilizaba su servicio de té de porcelana de Worcester. (“Le dije que no lo usara, pero una nunca sabe”). La señorita Cliff, por su parte, deseaba saber si la señora Nichol regaba sus helechos con regularidad. (“Se lo pedí, Guillermo, pero no me pareció que tuviera ningún interés por los helechos”). La señora Nichol deseaba saber si la señorita Cliff tenía echadas las cortinas del comedor al mediodía. (“El sol entra allí de lleno y sorbe el color de todo lo que toca si una no anda con cuidado”). La señorita Cliff, por su parte, deseaba saber si la señora Nichol usaba un precioso tazón chino para poner en él flores o azúcar o cualquier otra cosa baladí.(“Le dije que era de mucho aprecio, Guillermo, pero no estoy segura de que ella se diera cuenta cabal de lo que le dije... Lo heredé de mi abuelo y nunca he permitido a nadie que lo tocara”).Ninguna de las dos buenas mujeres sabían, como es natural, que Guillermo actuaba también de emisario de la otra, y ambas admiraban mucho el tacto y la destreza con que conseguía ganar acceso en casa de la otra, sin soñar siquiera que cuando Guillermo se iba en busca de información a casa de una de ellas, le llevaba también sus valiosos informes de la casa de la otra.Había cierto elemento de intriga en aquella situación que entusiasmaba el fondo romántico que había en Guillermo. Por ejemplo, Guillermo podía pretender que aquellas dos casas eran dos reinos distintos. Cuidaba luego de poblar el trecho de carretera que había entre las dos casas, con innumerables peligros y se imaginaba entonces que los fragmentos de información que él podía reunir eran asuntos de una importancia incomparablemente más elevada que la mera de regar las plantas, de echar las cortinas o de usar el tazón chino.Pero, aunque continuaba sirviendo a dos damas, pronto se sintió más favorablemente inclinado hacia una de ellas, decidiendo que la señorita Cliff era muchísimo más amable que la señora Nichol. La señora Nichol se burlaba sarcásticamente a menudo de la pequeñez de la casa de la señorita Cliff y de la disposición de sus muebles y enseres domésticos y pronto se mostró agobiante e imperiosa en sus tratos con Guillermo. Además, era tan avara que generalmente encontraba cualquier pretexto o excusa para no darle el penique prometido. Por otra parte, la señorita Cliff, aunque todo el mundo sabía que se hallaba en situación económica algo precaria se mostraba amable y generosa y siempre muy agradecida a la ayuda que le prestaba Guillermo, y no le dolían prendas cuando se trataba de recompensarle con peniques o con porciones de pastel. Además se mostraba siempre lealmente contenta con las ventajas que para ella representaba la casa de la señora Nichol que provisionalmente ocupaba. Por si ello fuera poco, la señorita Cliff se mostraba siempre alegre y satisfecha, a pesar de que su tía inválida era una de esas tías inválidas típicas que disfrutan tiranizando a amigos, conocidos y demás parientes y la llamaba una docena de veces cada hora para que subiera a su cuarto del piso superior, simplemente por el placer de hacerle subir las escaleras.Ya antes del incidente de las cucharillas de plata, Guillermo había empezado a sentir remordimientos por espiar a la señorita Cliff y en realidad, el único motivo que tenía para persistir en esa actividad era que le daba ocasión a echar un vistazo a los artículos propiedad de la señorita Cliff y así él era quien le regaba los helechos que la señora Nichol descuidaba de un modo flagrante.Pero el episodio de las cucharillas de plata le convirtió por completo en el campeón de la señorita Cliff. El hecho ocurrió como sigue: La señora Nichol había rogado a Guillermo que echase un vistazo en cierto cajón del aparador del comedor de “Los Olmos” a fin de asegurarse de que las cucharillas de plata seguían allí dentro y de que la señorita Cliff no las hacía servir para nada, puesto que eran uno de sus más preciosos objetos, recibidos en herencia de su abuelo, y ella ya había indicado claramente a la señorita Cliff que aquellas cucharillas no se debían ni tocar. Guillermo, con gran indignación, se negó a la maniobra, por lo que la señora Nichol envió una nota a la señorita Cliff recordándole que las cucharillas de plata que se hallaban en un cajón del aparador, no debían ser usadas bajo ningún concepto. Guillermo se conformó en ser el portador de la nota porque quería estar presente cuando la señorita Cliff la recibiera, a fin de reconfortarla en el caso de que su alma cándida y sensible se sintiera alarmada ante la brusquedad de su redacción. Y, visto lo que sucedió después, Guillermo estuvo muy satisfecho de haber podido estar presente en aquella ocasión porque, efectivamente, la señorita Cliff se volvió pálida de ansiedad y súbitamente se le trasmudó el rostro al leer la nota.—¡Ay, Dios mío! –exclamó la señorita Cliff–. Sí, ya recuerdo que me habló de las cucharillas. Y no las he usado. En realidad ni siquiera he notado que estuvieran en el cajón, pero claro que deben estar allí dentro.Fue apresuradamente hacia el aparador, pero a mitad de camino la llamó imperiosamente arriba la tía inválida; volvió a bajar apresuradamente la escalera cuando hubo descubierto que su tía inválida no quería absolutamente nada y empezó una febril y prolongada búsqueda de las cucharillas en el aparador, mientras su rostro se iba volviendo cada vez más pálido, al ver que a pesar de lo minucioso del registro no daba con las dichosas cucharillas.—¡Pero tienen que estar aquí!–exclamó, desesperadamente, volviendo y revolviendo manteles, hules y tapetes, junto con los demás objetos, de naturaleza algo misteriosa que, por lo común, suelen congregarse en semejantes lugares.—¡Guillermo, no están aquí!–exclamó, desencajada, la señorita Cliff.Guillermo le ayudó en la búsqueda.Manteles, servilletas, tapetes se vertieron en cascada, mientras él buscaba y husmeaba entre la blancura de la mantelería, como un “foxterrier” buscando un ratón. Pero ni con esa especie de cacería caótica se consiguió dar con las cucharillas. Juntos Guillermo y la señorita Cliff, buscaron luego en la vitrina del comedor, en una alacena rinconera y en todos los nichos y rendijas que pudieron encontrar en el comedor. Las cucharillas no aparecieron. Las cucharillas no estaban en el comedor. A la señorita Cliff casi le saltaban las lágrimas.—¿Qué voy a hacer yo ahora, Guillermo? –exclamó–. ¡Es terrible! Yo jamás las he visto, pero ella no las tiene, de modo que tienen que estar en alguna parte de esta casa.Pero no estaban en ninguna parte de la casa y, finalmente, la señorita Cliff se sentó a escribir una aturullada nota a la señora Nichol rogándole que se cerciorase bien de no haberse llevado las cucharillas consigo.Guillermo fue el que llevó la nota a la señora Nichol. Al leerla, la señora Nichol frunció el ceño.—¡Qué descuidada es la muchacha ésa! –exclamó la señora Nichol, frunciendo la nariz–. Pues si no las encuentra tendrá que pagármelas como nuevas. Eso es todo. Y advierto que no van a salirle baratas.Esta misma información la participó en seguida a la señorita Cliff por medio de una tensa nota, al leer muy detenidamente la cual, la señorita Cliff se echó a llorar.—Guillermo, mira: No tengo la menor idea de dónde podré encontrar el dinero para pagar las cucharillas si es que realmente se han perdido. Porque serán carísimas. Las heredó de su abuelo, ¿sabes?Guillermo registró infatigablemente el invernáculo y el cobertizo de las herramientas del jardín, porque sostenía la teoría de que todos los objetos perdidos se encuentran al fin y a la postre en semejantes lugares, pero sin resultado. La noticia se difundió por el pueblo, y el policía del lugar fue a casa de la señora Nichol con la esperanza de descubrir allí huellas de ladrones. Desde que aquel policía había entrado a servir a la fuerza pública había suspirado por encontrarse con un robo, pero hasta entonces no había podido encontrarse con nada más excitante que con dos automovilistas sin carnet de conducción, pero que pudieron enseñárselo al día siguiente.Un registro completísimo que llevó a cabo en la casa de la señora Nichol le demostró que allí no había habido robo con allanamiento de morada, y por lo tanto, el desespero de la señorita Cliff fue en aumento.—Es que, como ves, Guillermo –decía–, no puedo dejar de tener la impresión de ser sospechosa. Como que no tengo criada ni asistenta, cae de su peso que si alguien ha tomado las cucharillas debo de ser yo. Naturalmente que yo no he sido, pero no puedo evitar la impresión de que eso debe ser lo que piensa la gente...La pobrecilla de la señorita Cliff se pasaba todo el tiempo buscando las cucharillas de plata, con la única excepción de los momentos en que subía y bajaba escaleras a requerimiento de su inválida tía. Tal era su ansiedad que se olvidaba de comer y se iba adelgazando sensiblemente.Por todo lo cual, Guillermo se sintió muy contento de poder distraerse de aquel ambiente de ansiedad y pesadumbre, por medio del muchacho persa.El muchacho persa en cuestión era ni más ni menos que un verdadero muchacho persa que estaba de turista en Inglaterra y tenía que ir a pasar un día en casa del boticario del pueblo de Guillermo, porque dicho boticario conocía a cierta persona, la cual conocía a otra persona que había conocido en Persia al padre de dicho muchacho persa. Dio la casualidad que el boticario se encontró con la señorita Cliff en el pueblo, en el mismo día en que se enteró de que venía el persa, y la señorita Cliff le rogó que le dejara ir a su casa a tomar el té. El boticario se excusó diciendo que él tenía necesariamente que acudir a cierta reunión que tenía lugar en Hadley aquel día, pero que el muchacho persa ya iría solo a tomar el té con ella. Con esta noticia, la señorita Cliff quedó tan entusiasmada que casi se olvidó de las cucharillas de plata y volvió a tomar interés por la comida, llegando hasta a quejarse al carnicero sobre cierto solomillo durísimo que le había servido (el carnicero había estado cotilleando sobre las cucharillas de plata y sobre las impertinencias de la tía inválida).El placer que sentía no disminuyó, por cierto, al enterarse de que la señora Nichol también había invitado al persa a tomar el té en su casa, pero que el boticario le había contestado que era imposible, puesto que el muchacho estaba sólo un día en el pueblo y había ya aceptado la invitación de la señorita Cliff. La señora Nichol se molestó y se quedó murmurando Dios sabe qué sobre ciertas cucharillas de plata y sobre la insuficiente capacidad doméstica de ciertas personas. Pero la señorita Cliff había vuelto a su ánimo alegre, como antes, e invitó también a Guillermo a ir a tomar el té con ella, con objeto de conversar con el muchacho persa y entretenerle, y hasta le consultó en detalle sobre las particularidades de dicho té. Siguiendo el consejo de Guillermo, la señorita Cliff pidió que le enviaran grandes cantidades de bollos, de pastelillos helados, de lionesas y de bizcochos de chocolate.La señorita Cliff por su parte, elaboró jalea y un pastel y se pasó mucho tiempo arreglando el comedor del modo que le pareció que más le gustaría al persa.—¡Lástima que la alfombra sea de Axminster, Guillermo! –exclamó la señorita Cliff–. Supongo que el persa no se molestará por ello. ¡Claro que una alfombra persa habría sido mejor! ¿Crees que se sentará de cuclillas en el suelo, Guillermo?¿Tendría que poner la mesilla del té orientada hacia Levante? Me parece que eso es una costumbre oriental. Y si no se sienta en el suelo, ¿pondrá inconvenientes en sentarse en un sillón con asiento de cuero? ¿O serán acaso los indios los que ponen objeciones a ello?Al final, la señorita Cliff dispuso varios almohadones por el suelo, para el caso de que el muchacho persa quisiera sentarse en cuclillas, y un sillón de mimbre orientado hacia el Este, junto a la mesilla de té, por si no deseara sentarse en el suelo.El hecho de que la señora Nichol, que había intentado, sin conseguirlo, apoderarse del persa para que fuera a tomar el té con ella, y que había adoptado una actitud muy antipática en lo concerniente a las cucharillas de plata, pudiese contemplar la casa donde habitaba la señorita Cliff y, por ende, la llegada del persa, desde la ventana de su salón, contribuía mucho al placer que sentía en aquellos momentos la señorita Cliff, aunque ésta procuraba contenerse y no demostrarlo abiertamente. La señorita Cliff no se preocupaba ya en absoluto de la cuestión de las cucharillas de plata; estaba demasiado excitada pensando en la próxima llegada del persa. Ya se preocuparía más tarde; se preocuparía mucho más que antes, para compensar...Tan excitada estuvo desde el día anterior la señorita Cliff, que apenas si pudo conciliar el sueño aquella noche. Mientras se hallaba acostada, completamente despierta, se le iban ocurriendo brillantes ideas, tales como la de procurarse una bandera de Persia para colgarla en la ventana, o un disco de gramófono con el himno nacional persa, para tocarlo durante toda la tarde, ideas todas ellas, que a la fría luz de la mañana siguiente le parecieron mucho menos inspiradas de lo que le habían parecido durante la noche.La señorita Cliff se pasó la mañana elaborando jaleas y pastelillos y galletitas y tartas y una mezcla de plátanos, mermelada de fresa y natilla que le había recomendado insistentemente Guillermo.La señorita Cliff había pedido a Guillermo que acudiera temprano a tomar el té y Guillermo, interpretando en un sentido muy alto la palabra “temprano”, salió de su casa, limpio, peinado y aseado, a las dos de la tarde. Las horas convencionales para el trato social, significaban poca cosa para el despreocupado Guillermo.Cuando ya casi llegaba a la casa de la señorita Cliff, Guillermo se encontró con el boticario que andaba apresuradamente, mirando a su reloj, y saludó efusivamente a Guillermo en cuanto le vio.—Guillermo, oye –le dijo–.¿Quieres hacerme un favor?Guillermo murmuró una precavida aquiescencia.—¿Quieres ir a casa de la señorita Cliff y darle un recado de mi parte?Mucho me temo perder el autobús de Hadley si me entretengo, y precisamente hoy tengo una reunión muy importante. No creía que fuese tan tarde.Seguramente se me retrasa el reloj.Dile de mi parte que lo siento mucho, pero que ahora resulta que Hassan no podrá ir a tomar el té con ella esta tarde. Ha tenido que volverse inmediatamente a Londres, después de comer. Según parece, sus amigos tenían ya un plan preparado para esta tarde y yo no lo sabía. Te ruego que presentes mis excusas a la señorita Cliff por este desgraciado malentendido y que le digas cuánto lo siento yo mismo. Espero que no haya hecho preparativos especiales para la ocasión.Y dicho esto, se apresuró hacia la parada del autobús. Guillermo se quedó inmóvil, reflexionando sobre la improvisada noticia.—¡De modo que esperaba que no hubiera hecho preparativos especiales y no ha hecho otra cosa durante toda la semana! –exclamó para sí mismo Guillermo–. ¡Si no ha pensado en otra cosa!El persa ocupaba todo su horizonte, todas sus perspectivas; hasta le había quitado de la mente el problema de las cucharillas de plata.Aquel golpe del destino era tan cruel que parecía increíble. Guillermo podía imaginarse cuán amarga sería la desilusión de la señorita Cliff, cuán implacablemente las cucharitas de plata volverían a dominar sus pensamientos. Desde la elevadísima exaltación de su ánimo, la señorita Cliff se derrumbaría en las profundidades de una negra depresión. Y, mientras tanto, la señora Nichol, al ver desde detrás de las cortinas de su ventana, que el persa no acudía a la cita, se envanecería triunfalmente del fracaso de su vecina. Esta última consideración fue lo que, en último término, decidió a Guillermo. Rápidamente formó todo un plan. Vivamente atravesó el jardín de la señorita Cliff y llamó a la puerta. La misma señorita Cliff salió a abrirle, quedando algo sorprendida al verle llegar sin esperarlo, pero, reponiéndose en seguida, se hizo a un lado para dejarle pasar, sonriéndole amablemente.—¡Qué contenta estoy de verte, Guillermo! –empezó a decir la señorita Cliff.Pero Guillermo la interrumpió, diciendo:—Sólo he venido a decirle que siento mucho no poder asistir esta tarde a su té, pero mi madre quiere que la ayude, porque ella no se encuentra bien y la cocinera ha salido, y la camarera también está enferma, y mi madre quiere tenerme en casa para que vaya a abrir la puerta y haga otros menesteres por el estilo. Me encargó que le dijera a usted que lo siente muchísimo, pero que la cosa está así.A la señorita Cliff se le alargó el rostro.—Yo también lo siento mucho, Guillermo –dijo–. Te voy a echar mucho de menos, pero lo comprendo y me hago cargo de la situación. ¡Claro! Tú tienes que quedarte para ayudar a tu madre.—Y –añadió Guillermo, adoptando su famosa actitud inexpresiva– acabo de encontrarme con el boticario, ahí, junto a la verja de la entrada y me ha dicho que le dijera a usted que ese muchacho persa vendrá a las cuatro, pero que vendrá vestido con su traje de indígena, con velo y todo. Tiene obligación de ponerse velo siempre que sale a tomar el té. Se lo prometió a su madre.La señorita Cliff quedó algo perpleja.—¡Ay, caramba! No lo sabía –dijo cándidamente–. ¿Un velo me has dicho que llevaría, querido Guillermo?—Sí, igual que el que llevan todos los muchachos que son naturales de Persia –dijo Guillermo, imperturbable.—Sí, claro –dijo la señorita Cliff vagamente–. No me había dado cuenta...—Le prometió a su madre que se lo pondría siempre que saliera a tomar el té.—Claro; pues entonces debe cumplirlo. Lo comprendo perfectamente. Y, a propósito, supongo que, desde luego... habla inglés, ¿verdad?Guillermo negó con la cabeza.—No gran cosa –dijo–. Sólo un poquitín, pero no es gran cosa. Y además es muy tímido. A menudo, cuando sale a tomar el té, permanece callado todo el rato, sin que pronuncie ni una sola palabra, tanta es su timidez.Y, convencido de que tenía que prepararla para cualquier contingencia, añadió:—A veces habla un poquito, y otras veces no dice nada. No sabe gran cosa de inglés pero, desde luego, puede pronunciar dos o tres palabras seguidas, y además, comprende perfectamente el inglés si se le habla en este idioma.Y sintiendo que había demostrado una familiaridad algo sospechosa con las costumbres y hábitos del invitado, se apresuró a añadir:—Al menos eso es lo que he oído decir al boticario.—¡Tanto como me gustaría que vinieras también tú! –exclamó la señorita Cliff–, pero ya lo comprendo.Tienes toda la razón y debes quedarte en casa para ayudar a tu mamá. Mañana ya te lo explicaré todo. Y puedes venir mañana y entonces podrás acabarte los pastelillos, la jalea y las tortas que él no se haya comido.—Muchas gracias –dijo Guillermo, y añadió–: Pero el persa come mucho.Es muy tragón. Al menos eso es lo que me ha dicho el boticario.—Tal vez encuentres un momento para venir esta tarde, aunque sea después del té, y te lo explicaré todo...—Sí –dijo Guillermo pensativamente–. Sí; tal vez pueda. Muchísimas gracias. Bueno, ya es hora de que me vaya a mi casa a ayudar a mi madre.Efectivamente, se fue directo a su casa, pero no para ayudar a su madre sino para dar comienzo a sus preparativos para llevar a cabo el plan que se había propuesto. Afortunadamente su hermano Ethel había salido y no volvería hasta la noche, de modo que él podría revolver todas sus cosas sin que nadie le estorbara. Se cubrió el cuerpo con un gran chal bordado, y se puso en la cabeza, de modo que le cayera por delante de la cara, una pieza cuadrada de “cr(pe de China”, que se sujetó con un bordado arrollado alrededor de la cabeza, igual que si fuera una corona. Así vestido, su figura, aunque pequeña, resultaba impresionante. Sólo podía ver a través del cuadrado de “cr(pe de China”, y aquello le obligaba a adoptar unos andares lentos y dignos que cuadraban muy bien con lo impresionante de su aspecto.Procuró escapar de su casa sin que nadie le viera, se protegió con la sombra de la tapia del jardín parroquial y de allí se encaminó directamente a la casa donde vivía la señorita Cliff, seguido por dos o tres chicos del pueblo que creían que aquella extraña figura se había escapado del circo que funcionaba en el pueblo de al lado.Con el rabillo del ojo vio que la señora Nichol le estaba espiando cuando él entró en el jardín de la señorita Cliff, y vio también la mirada de rabiosa envidia de dicha señora Nichol al darse cuenta de lo adornado y majestuoso de la figura del persa. Con aquello Guillermo ya tuvo bastante, convencido de que la aventura era un glorioso éxito. La señorita Cliff lo recibió con una amplia sonrisa de bienvenida y se lo llevó al salón, señalando, con un gesto vago de la mano, los cojines esparcidos por el suelo y con la otra mano, el sillón que miraba a Oriente. Guillermo, con una cortés reverencia, fue a ocupar el sillón que miraba a Oriente.—Estoy contentísima de que hayas venido –dijo la señorita Cliff, yendo y viviendo como una mariposa, ante el muchacho–. ¡Contentísima estoy!¡Tantos días como he esperado que llegara este momento! Había invitado a otro muchacho como tú para que viniera también a tomar el té con nosotros. Es un amiguito muy simpático que tengo. Estoy segura de que os habríais hecho amigos en seguida. ¡Es un chico tan amable, tan servicial y de tan buena compañía!Guillermo sonrió satisfecho detrás de su velo, y la señorita Cliff prosiguió diciendo:—Pero tuvo que quedarse en casa para ayudar a su madre esta tarde.Supongo que te harás cargo del compromiso. Estoy segura de que si se hubiera tratado de ti habrías hecho lo mismo, ¿no?Guillermo emitió un leve gruñido de asentimiento, detrás del velo.—Tú entiendes el inglés, ¿verdad?Pero no sabes hablarlo bien, ¿no es cierto?Guillermo emitió un nuevo gruñido de asentimiento tras el velo.—Perfectamente, pues, querido niño; no pretenderé que me hables porque ya sé lo difícil que es intentar hablar en una lengua con la que se está poco familiarizado. Una vez hice un viaje a Alemania y me resultó casi imposible hacerme comprender, a pesar de que en el colegio había aprendido alemán. Había tomado clases de alemán con un profesor de alemán muy entendido que incluso había pasado algunos meses en Hetidelberg. Pero a pesar de todo, para mí, aquel idioma extranjero fue una barrera infranqueable, y me echó por tierra todas las posibilidades de divertirme durante aquellas vacaciones, de modo que no es necesario que me hables. Ni lo intentes.Disfruta con este té que te he preparado. Prefiero que te bebas el té con gusto a que me hables en el mejor inglés que se hable en cualquier parte del mundo.Ella misma se echó a reír y Guillermo también se rió obedientemente tras el velo.—¡Muy bien, niño! ¡Qué agradable resulta oírte reír! ¿No te gustaría ahora tomar un poco de jalea con natilla, para empezar?Guillermo emitió otro gruñido indicando asentimiento y se puso a merendar con ardor. Hay que reconocer que lo hizo muy bien, apartándose el velo del rostro con una mano, y metiéndose la comida en la boca con la otra.Jalea, pastelillos, lionesas, pastel helado, bizcochos de chocolate, todo, en fin, desapareció tras el velo como por arte de magia. A frecuentes intervalos iba emitiendo pequeños gruñidos, expresando apreciación y gratitud. La señorita Cliff estaba contentísima. Después del té se lo llevó a dar una vuelta por el jardín, mientras la señora Nichol los espiaba, tensa de celos, tras las cortinillas de su ventana. Luego la señorita Cliff condujo a Guillermo otra vez al salón, donde estaba preparada la gran sorpresa del día. En efecto, después de todo, la señorita Cliff había logrado hacerse con una gramola y con un disco en el que había grabado “En un mercado persa”. Al poner el disco en la gramola, la señorita Cliff sonrió en un verdadero éxtasis de placer.—¡Ahí tienes, querido niño! –le dijo–. Esta música te llevará a tu querido hogar, más allá de los mares, ¿no es verdad?Guillermo escuchó el disco, emitiendo de vez en cuando gruñidos de apreciación. Todo había salido mejor que lo que cabía esperar y ya era hora de dar fin a la comedia. Por consiguiente, Guillermo se levantó de su asiento y señalando el reloj, que marcaba las cinco y media, emitió nuevos gruñidos como de excusa por tener que despedirse muy contra su voluntad.Mientras estaba en eso alguien llamó a la puerta de entrada y la señorita Cliff se apresuró a ir a abrir, para dejar entrar a la señorita Milton, una buena señora de mediana edad con la que Guillermo vivía en estado de perpetua enemistad, debido a que el perro de Guillermo, “Jumble”, tenía la costumbre de perseguir y atacar al obeso perrito de dicha señora Milton, una birria de perro llamado “Pom”, y la señorita Milton sospechaba con razón que Guillermo era a la vez cómplice y encubridor de los nefandos delitos de su perro.La señorita Cliff se apresuró a presentar a la señorita Milton a Guillermo, bajo el nombre de Hassan.—Hassan: te presento a la señorita Milton: le presento a Hassan, un niño persa, amigo mío recién llegado.—Ah, sí –dijo la señorita Milton, mirando fijamente a Guillermo–. Ya le conozco. Me lo presentaron esta mañana en casa del boticario. Pero no iba vestido de esta forma entonces.Llevaba un traje corriente.—Es que ahora lleva el traje nacional –explicó la señorita Cliff–.Es encantador, ¿no le parece?—S...sí –dijo la señorita Milton con cierta vacilación.—Tiene que ir vestido así cuando sale a tomar el té en otra casa. Se lo prometió a su madre.Sonrió amablemente a la figura tapada, y añadió:—No sabe hablar en inglés, ¿comprende usted?—Ya lo sé –dijo la señorita Milton–. Lo habla algo, pero no puede hablarlo de corrido. En cambio habla en francés estupendamente. Precisamente esta mañana en casa del boticario, ?”n.est–ce pas”, Hassan?Y a continuación procedió a verter un torrente de palabras francesas sobre el infeliz Guillermo, al final de las cuales, evidentemente le hizo una pregunta y se quedó esperando la respuesta. A Guillermo le sobrevino un violento acceso de tos. Había perfeccionado este arte por medio de una larga práctica, para utilizarlo luego en los rincones más sombríos de la escuela y había adquirido un tono hueco y sepulcral que era realmente escalofriante. Las dos señoras se quedaron mirándolo, muy preocupadas.—¡Qué tos tan espantosa! –exclamó la señorita Milton.—Sí –convino ansiosamente la señorita Cliff–. Supongo que no será por haber cogido un resfriado en el jardín. Hasta este momento no le he oído toser. Le ha venido así, de pronto.—A veces ocurre así –dijo la señorita Milton, y añadió con un siniestro tono de voz–. A mí me parece que le viene del pulmón.Entonces dirigió una pregunta en francés a Guillermo, que indudablemente era para interesarse por su salud. Aquello provocó un nuevo paroxismo de tos, más agudo y penetrante todavía que el otro. La señorita Cliff le dio unas palmaditas en la espalda, con tanto entusiasmo que puso en peligro la estabilidad de la especie de corona que llevaba Guillermo en la cabeza.La señorita Milton exclamó:—¡Agua! ¡Pronto! ¡Que traigan agua!Y Guillermo, sospechando que a aquella corta distancia sería difícil beber agua sin revelar sus facciones, se apresuró a cesar de toser y en su lugar empezó a jadear, abriendo la boca en busca de aire de manera que evidentemente le impedía hablar. En aquel momento volvieron a llamar a la puerta. A Guillermo le pareció de perlas aquella distracción hasta que oyó claramente la inconfundible voz del boticario en el vestíbulo.—Vengo para testimoniarle lo mucho que he sentido que Hassan no pudiera acudir a su invitación, señorita Cliff –decía el boticario–. Ya habrá usted recibido el mensaje, ¿no? Tuvo que volverse a Londres inmediatamente después de comer. También él lo sintió mucho.—¡Pe–pe–pe–pero si está aquí!–tartamudeó la señorita Cliff–. Está en el salón.—Imposible –dijo el boticario, abriendo de par en par la puerta.A Guillermo le pareció que no había tiempo que perder y saltó por la ventana abierta, tumbando al saltar una mesa y dos sillas. Le cayó el chal y su corona con velo se quedó enganchada en un arbusto que había junto a la ventana. Con ello desapareció Hassan, y la figura de Guillermo Brown pudo ser vista corriendo desesperadamente hacia la verja.Muy compungido, al anochecer, compareció de nuevo en casa de la señorita Cliff, para presentar excusas.Con indescriptible sorpresa se encontró con que la señorita Cliff le recibía con una amplia sonrisa y con profusas manifestaciones de placer y de agradecimiento.—¡Oh, Guillermo! –le dijo–. Claro que lo que me has hecho esta tarde ha sido una trapisonda, pero ya sé que lo hiciste únicamente para evitarme una desilusión y... ¡oh!, ¿sabes?, ha ocurrido algo milagroso, algo milagroso que nunca hubiera ocurrido a no ser por ti.De la relación algo incoherente que siguió a aquellas palabras Guillermo dedujo que la mesa que él había tumbado al saltar por la ventana era un verdadero objeto de arte, muy antiguo, que contenía un cajón secreto en el que la señora Nichol guardaba las pocas joyas de oro que poseía. Antes de irse a la otra casa, había dejado allí también las cucharillas de plata, y una vez lo hubo hecho se le olvidó por completo. Al caer la mesa había soltado el resorte secreto, el cajón se había abierto y habían rodado por el suelo un broche de brillantes, algunas sortijas, un brazalete de oro y las famosas cucharillas de plata.La señorita Cliff no había perdido tiempo en enviar las cucharillas de plata a la señora Nichol juntamente con una cartita en la que no pudo evitar poner cierta nota de triunfo y de reproche.La señora Nichol había acudido personalmente para presentarle sus excusas, rebajándose abyectamente y sin paliativos. La señorita Cliff había sido muy amable con ella, perdonándole sus anteriores insolencias, y había disfrutado horrores con ello.—Por lo tanto, no me importa la broma de Hassan, Guillermo.Comprendo perfectamente por qué lo hiciste y te quedo muy agradecida. Y tú ya debes volver a tener apetito, de modo que puedes pasar y entre tú y yo acabaremos de liquidar el té de Hassan, con todas las pastas.Guillermo y el monstruo
Bueno, ya lo ves –le dijo Pelirrojo–. Hay un monstruo en el lago y nadie lo puede coger.
—Apuesto lo que quieras a que yo lo cogería si estuviera allí –dijo Guillermo.—¡Oh, tú puedes hacerlo todo!¿Verdad que sí? –le replicó burlonamente Pelirrojo.—Puedo hacerlo casi todo –replicó a su vez, modestamente, Guillermo–.De todos modos eso de coger un monstruo no tiene nada de particular.—¡Pues anda! ¡Ve y cógelo! –le desafió Pelirrojo.—¡Hombre! Aquí no hay monstruos –dijo Guillermo– y no tengo dinero bastante para ir al lago Ness, que si lo tuviera, derecho allí me iba y lo cogería como si nada.—¿Y cómo lo sabes que no hay ningún monstruo por aquí? –le dijo Pelirrojo–. Nadie sabía que ese monstruo se hallaba en el lago Ness hasta que alguien lo vio por casualidad y, no obstante, debió de estar en el lago durante años y años, desde el día que nació y como que es un monstruo prehistórico hete aquí que ha estado en el lago desde siempre. Apuesto a que también hay monstruos prehistóricos en los estanques de estos alrededores, pero da la casualidad que nadie los ha visto todavía. Viven en el fondo del estanque y sólo salen a la superficie para ver qué pasa una vez cada cien años y por eso nadie los ha visto aún.—Apuesto a que yo lo vería –se jactó Guillermo–, y lo cazaría tan pronto como lo viera. Ya ves.—¿Pues por qué no lo haces ya?—Espérate y verás.Esta conversación había sido provocada por una discusión sobre el monstruo del lago Ness, noticia que había aparecido en la primera página de los periódicos. Pelirrojo había oído comentarla a sus padres a la hora del desayuno y la cosa le había interesado muy levemente, pero aquella noticia al ser comunicada a Guillermo había inspirado a éste un insaciable deseo de capturar al monstruo prehistórico. Aquel deseo fue en aumento al enterarse Guillermo de que el director de un circo había ofrecido una cantidad fabulosa a quien le trajera el monstruo vivo o muerto.“Si se lo llevara a ese director, me podría comprar por fin una escopeta decente de aire comprimido”, se dijo a sí mismo Guillermo, mientras iba ejerciendo una meticulosa inspección de todos los estanques y balsas de las granjas del pueblo.Pero aquellas inspecciones eran desalentadoras. Ni siquiera la fertilísima imaginación de Guillermo podía concebir que un reducido estanque, en cuya superficie nadaban grandes manadas de patos y ocas sin que los molestara nadie y donde hasta se metían las vacas para rumiar a su placer, pudiese contener en su fondo un monstruo prehistórico.“Si estuviera ahí un monstruo ¡no haría pocos años que se hubiera comido las vacas, los gansos y los patos!”, decía tristemente Guillermo para sus adentros, mientras contemplaba aquellas escenas de paz y tranquilidad rural.Sin embargo, aunque contrariado, no perdió sus esperanzas. Habiendo decidido que un monstruo prehistórico estaba al acecho por aquellos aledaños, se propuso no descansar hasta haberlo descubierto. Además aquello borraría el recuerdo de la ignominia de su reciente captura como salvaje subterráneo, recuerdo que todavía afrentaba a su sentimiento de dignidad. En vista de lo cual, Guillermo se dedicó a buscar en los arroyos, porque él pensaba que, a fin de cuentas, también podían existir pequeños monstruos prehistóricos juntamente con los mayores, los estanques, las balsas y el río, pero todo en vano.Es cierto que descubrió un lagarto y tuvo la fantástica idea de cebarlo hasta que hubiera alcanzado las proporciones de un monstruo prehistórico convencional, pero aunque intentó alimentarlo con todos los alimentos más a propósito para una cura de engorde en que pudo pensar, gachas, mantequilla, leche, y aceite de hígado de bacalao inclusive, el lagarto languidecía de una manera tan evidente en lugar de engordar, que al final hasta el propio Guillermo tuvo lástima del pobre reptil y lo devolvió a su elemento natural. Fue en este momento, cuando ya casi había perdido las últimas esperanzas, que se acordó del lago que había en la finca de los Bott. Era un lago bastante grande y profundo, de aspecto siniestro y abandonado, rodeado de árboles y con un decrépito puente de piedra que se extendía de una a otra orilla. Tan pronto como los pensamientos de Guillermo se enfocaron hacia este lago, allí se encaminó él. Empezaba a anochecer y las sombras de los árboles se proyectaban, negrísimas, sobre la superficie de la otra orilla. La brisa rizaba la superficie del lago, haciendo que se movieran algunas de aquellas sombras negras... Y entonces Guillermo ya no tuvo la menor duda de que acababa de ver a un auténtico monstruo prehistórico.Al día siguiente se reunió con los Proscritos y les informó de su trascendental descubrimiento.—Yo lo he visto con mis propios ojos –les dijo con voz cavernosa y de un modo impresionante–. Lo he visto tan claramente como os veo ahora a vosotros. Era un gran bulto negro que se movía en la superficie del agua.Supongo que habría salido un momento a respirar. Probablemente sólo sale a respirar una vez cada cien años y dio la casualidad de que yo estaba allí cuando le tocó salir a respirar en este siglo. Bueno, pues, ahora que ya sabemos que está aquí, vamos a cogerlo.Los demás se entusiasmaron con la idea y empezaron a discutir la manera de ponerla en práctica. Enrique tenía una nueva red de pescar, con mango, y pensó que podría serles útil.—Cuesta nueve peniques –dijo–, y tiene que ser muy resistente.A Guillermo, en cambio, le pareció de dudosa utilidad.—Es que es un monstruo prehistórico muy grande –dijo.La idea de Douglas de pescarlo con caña fue recibida con irrisión.—¿Con caña? –dijo Guillermo–. De modo que con caña, ¿eh? ¿Has oído decir nunca que los monstruos prehistóricos se alimentaran de lombrices?—Pues dime entonces de qué viven.—Es muy posible que se alimentaran con lombrices prehistóricas en la época prehistórica, pero no querrán comer lombrices modernas.—Todas las lombrices son prehistóricas –dijo Enrique, que estaba informado de un modo desconcertante–.Lo he leído en un libro. En la antigüedad toda la tierra estaba poblada de lombrices. No había nada más que lombrices. Todas las personas eran lombrices.—¡Oh, cállate ya y no digas más tonterías! –le dijo Guillermo con impaciencia–. Tú sí que hubieras podido ser una lombriz, pero yo no.—Si Enrique es una lombriz prehistórica, vamos a pescar con él –sugirió Pelirrojo–. Lo ataremos al final del hilo de la caña de pescar y...Enrique se molestó mucho con aquella burla; se molestó tanto que la discusión terminó, como de costumbre en una sesión de lucha libre. Cuando hubo terminado la sesión, los Proscritos convinieron en acompañar a Guillermo hasta el lago aquella misma tarde, para echar ellos también un vistazo al monstruo prehistórico.* * *
De nuevo la brisa rizó las negras sombras que se proyectaban en la superficie de la otra orilla del lago, y los Proscritos, con la imaginación inflamada por la descripción de Guillermo, declararon que ellos también veían claramente al monstruo prehistórico, Pelirrojo llegó a decir que le había visto los cuernos; Douglas percibió claramente el rabo; y Enrique, que era la autoridad más competente en cuestiones de prehistoria dijo haber visto un instante los pies palmados del animal, que eran característicos de su especie.—¿Qué? –dijo Guillermo con aire de triunfo–. ¿No os lo dije?—¡Atiza! –exclamó Pelirrojo–.¡Pues sí que era un monstruo prehistórico de veras! Y si ha salido a la superficie dos tardes seguidas no puede ser de la clase de ésos que sólo salen a respirar una vez cada cien años. Probablemente es de una clase que sale a la superficie todas las tardes, de modo que así será más fácil cazarlo que no si fuera de los otros.El problema consistía, desde luego, en lo que debía hacerse. Pelirrojo sugirió dragar el lago con una gran red, pero como que los Proscritos no poseían ninguna gran red, la cosa demostró ser impracticable. Douglas sugirió la idea de dejar algún manjar tentador en la orilla y capturar el monstruo cuando saliera para devorarlo, pero el inconveniente de la idea era que ninguno de los Proscritos sabía qué clase de manjar podía ser bastante tentador para un monstruo prehistórico. Enrique tuvo otra idea: la de vaciar el lago, dejándolo seco, y así dejar también expuesto el monstruo a la captura, pero no pudo aconsejar nada sobre cuál sería el mejor procedimiento para llevar la operación a cabo. En conjunto, el mejor consejo fue el de Guillermo.Tenían que permanecer pacientemente en vigilancia en las orillas del lago, esperando la aparición del monstruo prehistórico, para así conocer sus costumbres, y acostumbrarle a su vez a la presencia de ellos, de modo que, poco a poco, fuesen trabando amistad con él.—Y entonces se lo venderemos al hombre del circo –terminó diciendo Pelirrojo.Pero Guillermo tenía sus dudas.La idea de llevar consigo, con una cuerda atada al cuello y siguiéndole por todas partes, a un monstruo prehistórico, era algo que se aparejaba muy bien con su sentido de lo dramático. Además, creía que aquello aumentaría enormemente su prestigio entre sus compañeros.—Puede que se lo alquilemos por un mes o así, de vez en cuando –dijo–.Pero en cuanto a vendérselo, yo voto en contra.—Pero tiene que pertenecer a todos nosotros –estipuló Pelirrojo.— Muy bien –concedió Guillermo generosamente–. Yo fui el primero que lo vio, pero es como si hubiéramos sido todos nosotros.—Claro, porque todos nosotros habremos contribuido a capturarlo –dijo Pelirrojo, y añadió–: ¿Y dónde lo guardaremos?—En el viejo granero –dijo Guillermo–. Le pondremos paja para yacija y repararemos las goteras que hay en el techo y le proporcionaremos comida, que veamos que le gusta... y me parece que se encontrará allí muy cómodo. Dejaremos que duerma allí y pertenecerá a cada uno de nosotros, por turno.—¿Y cuánto tiempo durará el turno?–preguntó Douglas.Guillermo propuso una quincena, Pelirrojo una semana y Enrique un día, de modo que pasaron el resto de la mañana discutiendo animadamente esta cuestión.Al día siguiente volvieron a reunirse y decidieron iniciar al momento la captura de su nuevo animal favorito. Por regla general el lago estaba desierto, ya que se hallaba en la parte trasera y más alejada de la finca de los Bott, mientras que las otras amenidades se hallaban en la parte delantera, como el prado y las pistas de tenis. Aquel día, sin embargo, los Proscritos al pasar directamente de la carretera al lago, a través del seto y del jardín de los Bott, del modo más disimulado posible, se encontraron con gran sorpresa y contrariedad, que el puente estaba ocupado. Allí estaba Roberto, apoyado en el parapeto, y junto a él, una bonita y pintoresca muchacha vestida con un exquisito traje primaveral.Roberto se encaró muy serio con los Proscritos. Guillermo llevaba una cuerda, que era la de tender la ropa, y que él había cogido del lavadero de su casa, con cuya cuerda pretendía sujetar al monstruo y llevárselo, tirando de ella, al viejo granero; Enrique, a pesar de la guasa con que le recibieron los demás, había traído una redecilla de pescar; Douglas llevaba en un paquete un grumo de huevos de hormiga, un hueso de cordero y media libra de bifes, para que el monstruo pudiera escoger el más tentador de aquellos manjares; y Pelirrojo llevaba una estaca para pegar estacazo, al monstruo si demostraba ser demasiado fiero, aunque a Guillermo le parecía mal, en principio, lo de la estaca y el estacazo.—¡Vamos a ver! –había exclamado Guillermo, muy indignado–. La primera semana el monstruo va a pertenecerme a mí y no quiero que tú me lo estropees.—No voy a estropeártelo –le había asegurado Pelirrojo–. Le voy a pegar un ligero estacazo en la cabeza, nada más, sólo para atontarlo si se pone a hacer el salvaje. Pronto volverá en sí.Así armados pues, los Proscritos tuvieron que enfrentarse en el puente con el indignado Roberto. La pintoresca y bonita muchacha del exquisito traje primaveral había ido a pasar unos días en casa de los Bott, y Roberto, que anteriormente ya se había enamoriscado de ella, hacía frecuentes visitas a dicha casa. La muchacha en cuestión se había torcido el tobillo el día anterior jugando al tenis y el médico le había recomendado que no anduviera ni jugara a ningún deporte durante unos días, en vista de lo cual, como quiera que ella tenía un temperamento romántico, había hecho que le llevara la gandula al puente que franqueaba el tenebroso lago.Roberto se había constituido por derecho propio en su acompañante. Al parecer, la expresión de sus sentimientos se estaba abriendo paso y estaba ya a punto de declarar a la muchacha que ella era el único amor de su vida, cuando su catastrófico hermano, acompañado de toda la pandilla hizo su aparición precisamente en aquel dichoso lugar.—¿Qué haces tú aquí? –le preguntó severamente.—Yo, nada. ¿Y tú? –le respondió Guillermo con la mayor serenidad.—Lo que a ti no te importa –le replicó Roberto–. En primer lugar sabrás que a mí me han invitado a venir aquí y a ti no. Tú no tienes ningún derecho a estar aquí. Te estás metiendo en un terreno que no es tuyo, y no tienes permiso de estar en él.Lárgate inmediatamente.La voz y la actitud de Roberto eran tan amenazadoras que los Proscritos, muy contra su voluntad, se retiraron.—¡Qué caradura! –exclamó Guillermo, indignado–. ¡Como si él fuese el amo del cotarro! ¿Quién se habrá creído que es? Pues, nada; sólo tenemos que esperar a que se haya ido y entonces iremos nosotros a echar un vistazo al monstruo.Mientras tanto, Melisa dirigía sus ojos claros, hechiceramente, hacia Roberto, y decía:—¡Qué muchachos tan horrendos!—Sí. Son horrendos de veras –convino Roberto.Melisa no se había encontrado nunca, hasta aquel momento, con Guillermo. De momento, a Roberto le pareció muy bien y estuvo a punto de negar que tuviera ninguna relación con su hermano, pero finalmente, sus honrados y caballerosos sentimientos le impulsaron a confesar, muy a pesar suyo, a medias su parentesco.—Uno de ellos –dijo con un afectado tono de indiferencia–, es pariente mío.—Oh, bueno; no tiene importancia –dijo la muchacha para animarle–.Nadie puede escogerse los parientes que tiene. Conozco a muchas personas muy simpáticas que tienen unos parientes sencillamente horrorosos... No hablemos más de eso. Olvidémoslo y volvamos a... ¿De qué estábamos hablando?—De ti –dijo Roberto sencillamente.—Ah, sí. Decías que jamás te habías encontrado con nadie que tuviese el cabello del color que yo lo tengo... Continúa, continúa.Pero, por lo que fuere, Roberto no supo cómo continuar. Melisa seguía siendo su único amor, pero el hechizo se había roto. Roberto estaba seguro de que los Proscritos no habían tomado la repulsa de que habían sido objeto, tan mansamente como aparentaron tomarla. Tenía la incómoda sospecha de que en aquellos momentos le estaban espiando entre los arbustos y malezas de la orilla del lago, además de otra sospecha, todavía más incómoda, de que estaban planeando la manera de echarle a él de aquel lugar donde ellos, evidentemente, habían decidido pasar la mañana.—Hace un poco de fresco aquí, ¿no te parece? –dijo Roberto con estudiada indiferencia–. ¿Y si nos fuéramos a otra parte?Ella volvió hacia él sus ojos claros, azul–violeta, llenos de mudos reproches.—Pero yo creía que estabas de acuerdo conmigo en que este sitio es el más romántico de toda la finca.Creí que esto precisamente demostraba lo mucho que nosotros dos tenemos en común.—Bueno..., sí, pero me ha parecido que tal vez ahora hacía demasiado fresco.—Pero, ¿tienes frío?—Bueno..., no. No es que tenga frío, precisamente. Pero creí que a ti tal vez te gustaría ir a otro lado.—Si estás cansado de hacerme compañía –dijo Melisa con frialdad–, ¿por qué no lo dices así, clarito, y terminamos de una vez?—Es que no es eso –dijo Roberto, rojo como una cereza–. De veras que no estoy cansado de estar a tu lado.¿Cómo puedes decir semejante cosa?Lo sabes tú muy bien. Claro que no es eso. Ni que decir tiene. Yo...yo... yo... Bueno, ya sabes lo mucho que tú significas para mí. Precisamente si he dicho esto ha sido pensando en ti. Nunca me perdonaría que por culpa mía hubieras pillado un resfriado.—Me extraña que hayas cambiado tan radicalmente, así de pronto –dijo Melisa todavía sin apaciguarse–.Primero me hablas elogiosamente del color de mis cabellos y luego, de pronto, quieres marcharte a toda prisa de mi lado.—No quiero marcharme de tu lado –insistió Roberto, sintiéndose muy desgraciado–. Ya sabes lo muchísimo que tú significas para mí. Tú misma debes saberlo, lo muchísimo que significas para mí.—¿Por qué debo saberlo, lo que significo para ti? –le replicó Melisa–. Lo único que sé es que te pones a hablar del color de mis cabellos y al minuto ya me estás diciendo prácticamente que ya estás harto de mí y que no quieres volver a verme en tu vida.Quiero decir que justo en el momento en que yo estaba ya creída de lo mucho que teníamos en común, al haberme dicho tú que te gustaba tanto como me gusta a mí este sitio tan romántico, vas y me demuestras todo lo contrario al querer irte de aquí.Roberto estuvo tratando de convencerle con todas sus fuerzas durante la media hora siguiente y, habiendo apaciguado en parte a la muchacha, volvió a insistir sobre el color de sus cabellos.Mientras tanto, los Proscritos tenían una reunión en el viejo granero.—¡Qué mala suerte hemos tenido que encontrárnoslos allí en el puente, que es un sitio donde yo nunca me había encontrado con nadie en toda mi vida!–decía Guillermo–. Pero, ¿qué otro remedio nos queda? Tendremos que volver por la tarde. No estarán allí por la tarde si ya han estado por la mañana.Pero, con gran sorpresa y disgusto de los Proscritos, allí estaban los dos tórtolos, por la tarde. Melisa se había hecho llevar la gandula de nuevo al puente.—Yo soy así –le decía Melisa a Roberto–. Amo a la belleza. Ya sé que hay personas que lo encuentran extraño en mí, pero yo soy así. Voy a quedarme aquí para disfrutar de esta maravillosa vista toda la tarde, pero si hace demasiado fresco para ti, Roberto, no te quedes a hacerme compañía. Puedes irte.De nuevo Roberto afirmó su completa devoción por ella.—Antes moriría congelado que perder un momento de estar contigo.Quiero decir que no tengo frío, sino calor. Yo no siento el frío, y estoy completamente de acuerdo contigo en que ésta es la vista más maravillosa que en mi vida he visto.Mientras decía esto iba escrutando con la mirada los arbustos de la orilla, para ver si, por casualidad, descubría por allí a los Proscritos.—En un lugar como éste quisiera morir –dijo Melisa románticamente–.¿Y tú?—Bueno... sí; también yo –dijo Roberto con moderado entusiasmo.—¿Sabes? –continuó diciendo Melisa–. Es muy extraño, pero siempre he creído que soy vidente. Y es que, naturalmente, soy mucho más sensible a la belleza que la mayoría de la gente, y será por esa cualidad.Roberto, con la mirada ausente, convino en que sería así. Un movimiento entre los arbustos había atraído su atención, pero después de mucho fijarse llegó a la conclusión que no era nada más que el soplo de la brisa.Melisa bajó el tono de su voz de un modo impresionante, y dijo:—¿Sabes? En cuanto vi este sitio sentí en mi interior que había algo raro, algo sobrenatural en él. Y así es. Lo descubrí este mediodía, antes de la comida... Tú no eres vidente, ¿verdad, Roberto?—No –dijo Roberto, con el pensamiento todavía en otra parte.—¡Qué lástima! Al principio creí que teníamos más cosas en común de las que en realidad tenemos, después de todo.—Bueno..., sí, soy algo vidente yo también –se apresuró a informarle Roberto.Pero seguía mirando ansiosamente hacia las orillas del lago en busca de los muchachos al acecho que pudieran ocultar arbustos y malezas.—Tú sentiste también que sobre este lago flotaba un efluvio sobrenatural en cuanto lo viste, ¿no es cierto? –siguió diciendo Melisa–. ¿O quizás no lo sentiste?—Yo... sí –dijo Roberto, deseando ardientemente que Melisa le permitiera volver al tema, más fácil y agradable, de sus atractivos personales.—Pues oye –prosiguió diciendo ella–: Una de las criadas me lo ha contado antes de la comida. Dicen que este puente está hechizado y que un día cada año, no me acuerdo cuál, por la noche, si se mira hacia acá desde aquella ventana, una hora después de haberse puesto el sol, se puede ver aquí a un hombre con capa y chambergo, vestido de época, ¿comprendes?, que atraviesa el puente, y cuando llega a la mitad, si es una muchacha la que mira, el hombre aquél se quita el chambergo y la muchacha ve entonces la cara del hombre con quien se casará.¿No te parece romantiquísimo?De pronto, se le ocurrió a Roberto una idea. En realidad, no había adelantado mucho con Melisa aquel día, gracias en gran parte a la intervención extemporánea de aquellos condenados muchachos. Y recordó que él tenía en su casa una capa y un chambergo que tenía preparados para ponérselos en una representación teatral en la que debía tomar parte al mes siguiente.Entonces él podría probar de un modo tajante e irrevocable que el Destino los juntaba, que eran uno para el otro, etcétera. Al fin y al cabo, aquella muchacha era su único amor.—Sí. Ya lo sabía –dijo mintiendo con toda la caradura–. Ya me lo habían contado a mí también. Y, ¡ya ves qué casualidad!, hoy es precisamente la noche en que tiene lugar la aparición.Ella se mostró tan entusiasmada con la noticia, como él habría podido desear.—¿De veras? –exclamó, boquiabierta.—Sí –dijo él–. Pero yo claro, no lo creo. Estoy convencido de que es una paparrucha, aunque, de todos modos, hoy es la noche de la aparición, según me han dicho.Ella le miró fijamente, con sus claros ojos de color azul–violeta.—Esta noche estaré en la ventana –dijo de un modo lento e impresionante–, y si hay algo por ver, lo veré.Después de lo cual, permitió que la conversación volviera a deslizarse por el siempre candente tema de sus atractivos personales.El hecho de que Roberto y Melisa aguantaran en el puente, como los Horacios de la Historia romana, durante el transcurso de la tarde, impacientó, pero no desanimó a los Proscritos.—Bueno, pero no van a pasarse toda la noche ahí –dijo Guillermo–. Es lógico que no van a dormir en el puente. Esperaremos hasta que ya no puedan permanecer en el puente, porque la noche se les va a echar encima y entonces iremos nosotros y cazaremos el monstruo. Tenemos que pensar en el nombre que vamos a ponerle cuando lo tengamos suficientemente amaestrado.Entonces cada uno empezó a proponer nombres. Pelirrojo sugirió el de Príncipe, que era el nombre del perro de su tía; Douglas sugirió el de Nelson, nombre que combinaba las ideas de lo heroico con lo marítimo; Enrique propuso el de Monny, como abreviación de monstruo; y Guillermo, con su modestia habitual, propuso que lo llamaran simplemente Guillermo, en honor a sí mismo. La discusión se prolongó desmesuradamente y la cuestión estaba todavía por decidir cuando los Proscritos tuvieron que volverse a sus respectivas casas porque había sonado la hora de la merienda.—Bueno –dijo Guillermo finalmente–. Ahora, de momento, tanto da el nombre. Ya se lo pondremos luego, cuando lo hayamos cogido. Lo primero que hay que hacer es cogerlo y yo propongo que no vayamos a capturarlo hasta que haya anochecido por completo y tengamos la absoluta seguridad que no va a surgir nadie de improviso para aguarnos la fiesta. Además, yo diría que es de noche cuando sale el monstruo para echar un vistazo por ahí sin que nadie lo vea, de modo que entonces será más fácil de capturar.Mientras tanto, Roberto sacaba el chambergo y la capa de conspirador, de la caja de cartón donde los guardaba.No cabía la menor duda de que el chambergo era demasiado grande y la capa demasiado larga. Chambergo y capa se los había prestado un individuo que era mucho más alto y ancho de espaldas que Roberto. Así y todo, pensó Roberto que si se aguantaba la capa con el brazo y se echaba el chambergo hacia atrás, aún podría quedar bastante bien. Afortunadamente, el chambergo llevaba una cintilla elástica para sujetarlo debajo de la barbilla, de modo que no había peligro de que una ráfaga de viento se lo tirara al lago.Roberto, así disfrazado, esperó a que fuera exactamente una hora después de la puesta de Sol. Una vez llegado el momento echó a andar por el parque y de pronto, lenta y deliberadamente, de una manera impresionante y espectacular, se dispuso a atravesar el puente. Era una noche oscurísima, sin Luna y sin estrellas, tan sin Luna y sin estrellas, que Roberto empezó a sospechar que sus impresionantes andares serían esfuerzo perdido. No era posible que nadie pudiera verle desde la ventana, por mucho que aguzara la vista. Él se había imaginado que aquella escena fantasmagórica ocurriría en una clara noche de Luna. La mala suerte le perseguía. Las cosas nunca le ocurrían del modo que él las hubiera deseado. De pronto tuvo una idea.El parapeto del puente era ancho y completamente horizontal en su borde.Sería muy fácil andar por encima del parapeto y así Melisa, con toda seguridad, podría divisar su silueta, destacándose contra el fondo menos oscuro del cielo. Él se quedaría parado, en actitud teatral en el centro, se quitaría el chambergo, y era seguro que entonces ella le reconocería. Hasta podría soltar unos golpecitos de tos, a fin de que ella pudiera reconocerle, si no por otra cosa, por la voz. Así dispuesto, Roberto, de un salto se subió al parapeto y echó a andar por él. Se imaginaba que ella le estaría observando y vería claramente cómo su negra silueta se recortaba contra el fondo del cielo. Hasta cierto punto aquello resultaba más impresionante que si acaeciera bajo la luz de la Luna... Roberto llegó al centro del puente, levantó la mano para quitarse el chambergo, tropezó con la capa, perdió el equilibrio, durante unos segundos dio unos manotazos desesperados en el aire y cayó con un gran chapuzón en el lago. En seguida salió a la superficie e, impedido como se hallaba por el chambergo y la capa, se puso a nadar desesperadamente hacia la orilla.En aquel mismo momento los Proscritos llegaban al lago. Guillermo llevaba la cuerda, Enrique la redecilla de pescar, Douglas toda su variedad de comida tentadora, y Pelirrojo, la estaca. Tomando muchas precauciones, habían venido arrastrándose hasta el lago, a través de los matorrales. Y al llegar a la orilla los cuatro se quedaron pasmados y boquiabiertos, porque allí, ante sus propios ojos, una gran bestia negra surgía del agua del lago, para volver a hundirse y surgir de nuevo. Inmediatamente los cuatro se metieron en el agua para apoderarse del monstruo.El chambergo de Roberto, completamente empapado de agua se le aplicaba sobre el rostro, ocultándolo, la capa se le había quedado adherida al cuerpo y realmente el aspecto de Roberto, a lo que más se parecía era a un monstruo marino, algo semejante a una foca. Cogido por los cuatro Proscritos, Roberto se dejó arrastrar a la orilla, sin oponer resistencia. Se había tragado tanta agua que no estaba seguro de si se había ahogado o no.No podía ver, ni hablar, ni oír.Sólo sabía que le estaban ocurriendo unas cosas muy extrañas. Le arrastraban y le empujaban de una manera rarísima. Tal vez se había levantado una tempestad y aquello era el oleaje.Fuera lo que fuese, estaba demasiado extenuado para poder hacer nada por su cuenta. Si se había ahogado, pues nada: se había ahogado y era inútil hacer nada porque estaba muerto. Sólo deseaba que ella se hubiese enterado de que él había muerto por ella, pero reconocía que aquello era improbable.Ella no podía enterarse. Nadie la enteraría ya. La mala suerte seguía persiguiéndole. Por consiguiente, él no podía hacer otra cosa sino rendirse a los azares del destino. Probablemente, sin él saberlo, a estas horas ya estaría en el cielo o en el infierno. Vete a saber. Pero de lo que ya estaba seguro era de que estaba muerto y ahogado. Triunfalmente los Proscritos acabaron de arrastrar su pesca a la orilla. Apresuradamente Guillermo le pasó la cuerda por el cuello, y los cuatro, al mismo tiempo, empezaron a tirar.—¡Vamos, Príncipe! –le animaba Pelirrojo.—¡Adelante, Nelson! –le gritaba Douglas.—¡Arre, Monny! –voceaba Enrique.—¡Guillermo! ¡Guillermo! ¡Guillermo! –iba exclamando el propio Guillermo, convencido de que le metería en la mollera el nombre, por la frecuente repetición del mismo.Roberto, confundido por aquel galimatías, habiendo perdido las facultades de hablar y de comprender y casi casi la de moverse, todavía tuvo la presencia de ánimo suficiente para aligerarse con las manos el dogal que tenía en el cuello.—Mira. ¡Anda! –exclamó Guillermo, muy excitado.—¡Y tiene los pies palmados, tal como yo dije! –dijo Enrique.Entonces a Roberto no le cupo la menor duda de que había muerto ahogado. Se había ahogado y había ido a parar al infierno, adonde lo estaban arrastrando unos demonios, reducidos en número, pero de ánimo feroz. En su mente revivió escenas leídas en “La Divina Comedia”, de Dante, y se atemorizó todavía más pensando en las refinadas torturas que seguramente estarían aguardándole. En aquel momento uno de los demonios habló:—¡Atiza! –dijo en voz alta–. ¡Qué monstruo tan bonito!En el tono de aquella voz había algo familiar que penetró hasta en lo más profundo de las anegadas facultades de Roberto. Al oír aquella voz, Roberto dio un respingo que hizo perder el equilibrio a sus captores y a continuación levantó el ala del chambergo que los Proscritos habían tomado como una especie de cara prehistórica.—¡Arrea! –exclamó el demonio más próximo–. ¡Si es Roberto!—¡Dios Todopoderoso! –exclamó el monstruo–. ¡Si es Guillermo!Fue imposible dar y recibir más explicaciones, porque en aquel momento se abrió de par en par una ventana por encima de sus cabezas, y la argentina voz de Melisa gritó histéricamente:—¡Cielos! ¿Qué ha ocurrido?Roberto intentó explicarlo, pero había tragado tanta agua que sólo le salió una especie de gargarismo.—Pero, ¿qué ha ocurrido? –volvió a preguntar Melisa.Roberto se volvió hacia los Proscritos, pero éstos se habían desvanecido misteriosamente. Roberto volvió a emitir otro gargarismo, un gargarismo explicativo esta vez, un gargarismo tranquilizador, ardiente, expresivo, de los sufrimientos valientemente soportados, pero desprovisto de verdaderas palabras. Melisa se asomó más a la ventana e intentó percibir algo entre las sombras.—Estás mojado –dijo–. Estás mojadísimo.—Grl–grl–grl–grl–grl–grl–grl –respondió Roberto, mientras le castañeteaban los dientes.—Debes irte en seguida a casa y secarte al fuego –continuó diciendo Melisa.—Grl–grl–grl–grl–grl–grl–grl repitió Roberto.Y, girando sobre sus talones, se volvió a su casa tan aprisa como pudo, subió a su dormitorio sin que nadie se diese cuenta, tomó un baño caliente y una vez seco y habiéndole vuelto la facultad de la palabra, bajó a la planta baja y entró en la salita.—¿Dónde está Guillermo? –preguntó.Tenía que liquidar cierta cuestión con Guillermo y no quería perder tiempo.—Está acostado y durmiendo, hijo mío –dijo su madre–. Ha llegado tan cansado que ha dicho que iba a acostarse inmediatamente. Y acostarse y quedarse dormido ha sido todo uno. Lo sé porque yo misma lo he visto. Jamás le había visto dormirse tan pronto.Supongo que no estará enfermo.—Tanto si está enfermo como si no lo está, tengo que decirle algo –dijo Roberto intencionadamente, y sin perder tiempo volvió a subir, esta vez al dormitorio de Guillermo.Pero Guillermo estaba profundamente dormido. Hasta tenía los párpados fuertemente apretados, como demostración de lo profundo de su sueño. Ni las reconvenciones, ni los insultos, ni las imprecaciones consiguieron despertarle, y como que no es nada deportivo atacar a un niño dormido, Roberto se vio obligado a dejarle durmiendo, sin haber podido apaciguar sus ansias de venganza.—Muy bien –dijo al marcharse–. Tú espera hasta mañana y verás lo que te pasa. Eso es todo por hoy.Pero al día siguiente Guillermo no compareció a la mesa a la hora del desayuno.—¿Dónde está Guillermo? –volvió a preguntar intencionadamente Roberto.—Ha salido –dijo la señora Brown–. Se ha levantado muy temprano y se ha desayunado antes que nadie.Ha dicho que hacía un día tan bueno que era una lástima perder ni un solo minuto de él. Me ha complacido mucho ver que toma la costumbre de levantarse temprano. Eso es muy saludable.En aquel momento Guillermo se hallaba con los Proscritos en el viejo granero.—Bueno, yo ya estoy harto de monstruos prehistóricos –decía–. No quiero ver más monstruos prehistóricos en mi vida. Nos hemos mojado como esponjas y casi nos hemos matado al pescarlo, y todo por nada. Para mí ya pueden quedarse todos en el fondo del lago por el resto de su vida que a mí me importan un pepino.Los otros estuvieron completamente de acuerdo con él.—¡Qué tontería, la de Roberto, de ir a nadar a esa hora de la noche!–comentó Pelirrojo–. ¡Y con sombrero y todo! Debe de estar loco.—Lo está –dijo Guillermo con convicción–. A menudo se lo he dicho a mi madre, pero ella no quiere creerme... ¡Mira que ir a nadar de noche, vestido de mamarracho! ¡Y luego, ponerse como una furia porque lo habíamos sacado del agua, cuando éramos nosotros los que hubiéramos debido enfadarnos porque resultó que él no era el monstruo! Anoche seguro que me habría matado si no me hubiera encontrado durmiendo... Bueno, no hablemos más de él... Ni de los monstruos. Ya estoy harto de Roberto y de los monstruos prehistóricos.¡Vamos a jugar a indios!Mientras tanto, Roberto iba andando lentamente, muy descorazonado, por la carretera que conducía a la finca de los Bott. No sabía todavía lo que le diría a Melisa. Y tampoco sabía, desde luego, lo que Melisa le diría a él. Ella había sido testigo ocular, la noche anterior, de cómo cuatro muchachos pequeños le sacaban ignominiosamente del agua y luego lo arrastraban con una cuerda al cuello.Desesperadamente intentó pensar en alguna clara explicación de la escena, pero no se le ocurrió ninguna, ni sencilla ni complicada.Melisa ya le estaba esperando en el puente.—Tengo el pie mucho mejor hoy –le dijo Melisa–. Me parece que ya podré dar un paseíto..., pero antes quería encontrarme aquí contigo porque..., bueno, ya sabes por qué, supongo.—Ah... sí –dijo Roberto, pensando todavía en si podría explicar la escena de la noche pasada diciendo que era sonámbulo.—Pues el por qué no es necesario que te lo diga, pero así y todo te lo diré; porque vi cómo realizabas aquella heroicidad. ¡Oh, Roberto! ¡Qué orgullosa me siento de ti!Roberto pestañeó, mudo de asombro.—Sí, Roberto, la noche era muy oscura pero no lo era tanto que yo no pudiera ver lo que ocurrió. Me asomé a la ventana justo en el momento preciso para poder ver cómo te lanzabas al agua desde el parapeto del puente y te zambullías en el lago para ir a salvar aquellos muchachos, y, ¡oh, Roberto!, cuando vi que habías logrado poner a los cuatro a salvo en la orilla, ¡tan agotado como estabas por tus heroicos esfuerzos! Yo... ¡oh!, yo me sentí tan orgullosa de ti! Temí tanto que no fueras a pillar un mal resfriado que no quise entretenerte hablándote anoche, pero... ¡oh, Roberto! ¡Me sentí tan orgullosa de ti!¡Fuiste un verdadero héroe! Ahora, Roberto, hazme el favor de explicarme cómo sucedió todo.Roberto había adoptado inmediatamente la actitud de un tímido heroísmo.—Ah, bueno –dijo con una leve risilla de modestia–, ya viste tú misma cuanto había por ver y realmente, yo no tengo nada que añadir.Un regalo de Guillermo
Lo que no me gusta de las Navidades –dijo Pelirrojo–, es que vengan a verte tantos parientes. A mí, más bien me molestan los parientes.
—Lo peor son las tías –dijo Guillermo, dando un suspiro–. Siempre arman jaleo por nada, todo porque uno hace un ruido discreto con una trompeta o algo así. El año pasado tuvimos una en casa que pretendía que la música de mi armónica se le subía a la cabeza. Y la cosa es, evidentemente, imposible. Porque supongo que ella tendría la cabeza sólida como todo el mundo y allí no podía subirle la música ni nada. Luego, otra vez, un guisante que salió disparado de mi catapulta le dio, por equivocación, en el ojo, y entonces dijo que aquello le había dado un ataque de nervios. Era una tía espantosa. Gracias a Dios este año no tenemos tías. Mis padres invitaron a la misma tía y ella les respondió que si estaba yo en casa, prefería no venir y que muchas gracias. Y yo digo lo mismo de ella.—Nosotros este año tenemos una –dijo Pelirrojo con aire contrariado–. Es una especie de prima.—Las primas no son tan malas como las tías –dijo Guillermo.—Pero ésa sí lo es. Es una especie de prima de segundo grado y es más vieja que mi madre. Y además, trae un gato.—Yo también tuve una vez que nos trajo un gato –dijo Guillermo tristemente–. Era un gato horrible. Se ponía furioso cuando yo intentaba enseñarle trucos y martingalas. Y ella, la pariente, se ponía furiosa si uno miraba al gato nada más. Yo procuré que el gato se hiciera amigo con “Jumble”, y sólo lo hice por pura bondad de corazón, porque quería que el gato tuviese un amigo, y entonces la pariente va y le cuenta a mi madre que yo azuzaba al perro contra el gato. “Jumble” sólo le había mordido un poquito el rabo jugando, y la pariente armó un escándalo tan tremendo que cualquiera hubiera dicho que yo acababa de asesinarle su precioso bicho.Las tías son siempre malas, pero las que tienen los gatos son las peores.—Pues para mí se avecinan unas Navidades muy pochas –dijo Pelirrojo–, y además no tengo dinero para comprar regalos para mis amigos.—Tampoco yo tengo –dijo Enrique.—Ni yo –dijo Douglas.—Hace tanto tiempo que yo no tengo dinero –dijo Guillermo, patético–, que ya no sé qué impresión le da a uno tenerlo.—Dicen que es la voluntad lo que importa y no el regalo –dijo Pelirrojo–, Pero bien he notado que les gusta muy poco a la gente que les des la voluntad nada más, y no el regalo.—Y después dicen que les gusta más que les des cosas hechas por nosotros en lugar de darles cosas que hemos comprado, pero cuando uno les regala algo fabricado por uno mismo, te lo desprecian. Una vez con un sombrero viejo de Ethel fabriqué una maceta para poner flores, y luego resultó que el sombrero no era viejo y todo el mundo se puso hecho una furia.Siempre que he intentado fabricar algo para alguien, se me han puesto como furias, de modo que no voy a intentarlo otra vez. ¡Es curioso que cada año, al llegar las Navidades nos encontramos sin blanca! Y nadie nos da nunca dinero como regalo. Sólo corbatas y libros y lápices de colores y otras tonterías así.—A mí me gustaría poder regalar a mi madre algo bonito –dijo tristemente Pelirrojo.Los otros dijeron que a ellos también. A todos les hubiera gustado poder regalar algún objeto bonito a sus respectivas madres...—Apuesto a que la mía me daría un poco de dinero si se lo pidiera –dijo Douglas–, pero no me parece que esté bien recibir el dinero de la persona a quien se intenta hacer el regalo.Los otros fueron de la misma opinión. Realmente, aquello no estaría bien.—El año que viene voy a empezar a ahorrar dinero muchísimas semanas antes de Navidad.Los otros también concordaron con el mismo propósito. Todos los años decían lo mismo.—Lo que lo enreda todo es el día de Guy Fawkes (1) –dijo Enrique acerbamente–, porque entonces se gasta todo el dinero que uno tiene en fuegos artificiales, y luego hay que pagar los cristales y demás cosas que se rompen con los cohetes y petardos, y cuando llega Navidad ya no nos queda ni una perra. A mi entender tendría que haber una ley que colocara el día de Guy Fawkes en mitad del verano; entonces tendríamos tiempo de resarcirnos y podríamos contar con algún dinero para cuando llegara Navidad.Todos estuvieron de acuerdo. Cada año estaban de acuerdo...(1) El día de Guy Fawkes es el 8 de noviembre, en cuya fecha se conmemora en Inglaterra el fracaso de la llamada “Conspiración de la Pólvora”, con el disparo de fuegos artificiales, de un modo parecido a nuestra verbena de San Juan. (Nota del traductor).
—¿Qué tal esa prima que va a pasar las Navidades en tu casa? –dijo Guillermo, algo esperanzado, a Pelirrojo–. Tal vez nos quiera dar algo...Podríamos tantearla...—¡Quiá! –exclamó Pelirrojo–. No tiene ni cinco. Es pobre. Es una especie de ama de llaves o algo así.Fue a trabajar de ama de llaves en casa de un tío viejo que todos creían rico, y cuando murió resultó que no tenía nada, y por eso ella tuvo luego que salir a trabajar; no sé en qué trabaja ahora, pero no gana casi nada.Los demás consideraron el panorama sin ningún entusiasmo.—Pues no parece que nos vaya a ser de ninguna utilidad –dijo Guillermo, por fin–. Tendremos que pensar en otra cosa.La prima en segundo grado de la madre de Pelirrojo llegó aquella misma tarde y Pelirrojo se reunió con los Proscritos después de la cena, para tenerles al corriente.—Supongo que será espantosa –dijeron los otros tres.—Pues no –dijo Pelirrojo–. No está mal. Venid mañana a mi casa y la veréis.Al día siguiente los otros tres fueron a casa de Pelirrojo para inspeccionar a la prima y encontraron que era una señora bajita, delgada y vivaracha, con el pelo entrecano, que, al verles les dijo:—Estoy muy contenta de conocer a los amigos de Pelirrojo. Traigo unos caramelos para vosotros.Era una persona tímida y amable, muy diferente de las otras parientas viejas con quienes se habían encontrado en el curso de la vida. En seguida les fue simpática.—Y voy a enseñaros mi gato –siguió diciendo–. Era el gato de tío Josias cuando yo era su ama de llaves, y cuando el gato murió, tío Josias lo hizo disecar y me lo dejó en su testamento.El interés de los Proscritos aumentó al enterarse de que el gato no era un gato vivo. A Guillermo, especialmente, le interesaban mucho los animales disecados. En cierta ocasión había intentado, sin que le acompañara el éxito, disecar una rata muerta.La prima de la madre de Pelirrojo los acompañó a los cuatro a su cuarto y les enseñó el gato disecado, puesto encima de una silla, junto a la cama.Era un gran animalote, de pelo brillante, con unos ojos de cristal que parecían lanzar siniestros destellos.—¡Pobre gatito! –exclamó la señorita Carrol, pasando la mano por la brillante cabeza negra del gato disecado–. Mi tío era un inválido y el gato se le subía a la cama y allí se quedaba mirándole durante horas enteras. Parecía como si ellos dos estuvieran conversando y cuando mi tío se reía el gato parecía reírse también.A mí, el gato no me era nada simpático. Me parecía ver en él algo irreal, algo sobrenatural, que yo no podía comprender. Mi tío le llamaba “Plutón” al gato. ¡Vaya nombre pagano! Pero un día murió el gato, y mi tío lo hizo disecar y luego lo colocó sobre una silla, junto a su cama, y a nadie le estaba permitido sentarse en aquella silla. De vez en cuando mi tío, mirando al gato, se reía y aún entonces parecía que el gato se riera también. Luego murió mi tío y me dejó en herencia el gato disecado, y desde entonces lo tengo. Lo trato como lo trataba mi tío, porque eso es lo único que puedo hacer en su memoria. Parece una tontería eso de traérmelo conmigo, pero cuando pienso que mi tío lo tenía siempre junto a la cama no me parece bien dejarlo solo en casa durante las Navidades, pobre gatito, y al correr del tiempo se me ha ido haciendo más simpático al igual que le ocurriera a mi tío, y ahora lo quiero de veras.El gato disecado fascinaba a los Proscritos. Les gustaba acudir al cuarto de la señorita Carrol y allí contemplar el gato y escuchar las historias del señor Josias, el tío de la señorita Carrol. Ese señor Josias parecía haber sido un viejo muy raro, con un sentido del humor sardónico y deformado. Le gustaba hacer bromas pesadas a su sobrina, como por ejemplo, hacerle buscar objetos en lugares donde él sabía muy bien que no podían estar, o despertarla con los quejidos de una agonía simulada, o llamarla a su cuarto del primer piso con el único objeto de hacerla luego bajar a la planta baja, o esconder su dedal y su labor debajo de la almohada, mientras él disfrutaba contemplándola en su búsqueda, o tirarle de los pelos o retorcerle la nariz cuando ella se inclinaba para alisarle la almohada. El viejo tío no había sido ciertamente una persona simpática ni amable...—Pero todo eso –decía la buena señorita Carrol, como para excusar al difunto energúmeno–, le divertía y a mí no me hacía ningún daño. Yo sentía mucho el deplorable estado en que él se encontraba y siempre procuré tener bien cuidado al gato disecado, tal como a él le gustaba, espolvoreándolo con naftalina y cepillándolo bien cada dos o tres días.Los Proscritos acompañaron a la señorita Carrol por el pueblo y le enseñaron sus lugares preferidos. La invitaron a tomar el té en el viejo granero, y prepararon el té y las tostadas ellos mismos, encendiendo el fuego en el suelo. Tanto el té como las tostadas tenían cierto saborcillo peculiar, pero la señorita Carrol dijo que todo lo encontraba delicioso.Los Proscritos confiaron sus ambiciones a la señorita Carrol: Pelirrojo pensaba ser maquinista de locomotoras, Enrique acróbata, Douglas “gángster” y Guillermo multimillonario. Por su parte, la señorita Carrol confió a los Proscritos sus propias ambiciones, las cuales se limitaban a ser propietaria de una pequeña casita de campo. Entonces los Proscritos le encontraron la casita de campo que mejor le convenía a ella, “Las Madreselvas”, una pequeña casita de campo, toda cubierta de madreselvas, que, por casualidad, estaba por alquilar. Con su potente imaginación la ayudaron a amueblarse y equiparse la casita.Atraídos los Proscritos por la tímida amabilidad de la señorita Carrol le explicaron todo lo referente a los regalos que ellos bien quisieran hacer a sus padres, de haber tenido dinero. Con la ayuda verbal de la señorita Carrol escogieron un reloj de viaje para la mamá de Pelirrojo, un chal de seda para la de Guillermo, un frasquito de perfume con vaporizador para la de Enrique y un bolso de piel para la de Douglas, y se sintieron extrañamente reconfortados y contentos con ese juego.—Ahora, voy a descansar a mi casita de campo hasta la hora de cenar –dijo la señorita Carrol–, y vosotros podéis ir a esconder los regalos, muy bien escondidos, para que vuestras mamás no puedan encontrarlos.Jamás se habían encontrado los Proscritos con una persona adulta que supiera entrar tan perfectamente en el espíritu del juego.Fue al día siguiente cuando a Guillermo se le ocurrió la idea de presentar “Plutón” a “Jumble”.—Lo que quiero hacer es enseñárselo y ver lo que hace “Jumble”. No permitiré que “Jumble” lo toque ni nada de eso; sólo quiero ver si “Jumble” cree que es un gato de veras. Vamos a pedirle permiso a la señorita Carrol. Apuesto a que nos lo concede.Los cuatro se fueron, muy decididos, a la habitación de la señorita Carrol, pero la señorita Carrol no estaba. No obstante, “Plutón” sí que estaba, encima de la silla, junto a la cama, y con su habitual mirada feroz.Después de una ligera vacilación, entraron los cuatro y se quedaron alrededor de la silla, contemplando el gato disecado.—Apuesto a que no le importará nada que cojamos el gato y nos lo llevemos un momento para que lo vea “Jumble” –dijo por fin Guillermo–.No podrá hacerle ningún daño porque no vamos a permitir que “Jumble” lo toque siquiera.Los otros estuvieron de acuerdo y, metiéndose “Plutón” debajo del abrigo, Guillermo, seguido de los otros tres, bajó al jardín, donde “Jumble” los esperaba. Se quedaron los cuatro en semicírculo expectante, mientras Guillermo sacaba lentamente a “Plutón” de su escondrijo. “Jumble” ladeó la cabeza y meneó el rabo.—Le gusta –dijo Guillermo–. Se lo presentaremos y haremos que se hagan amigos. Apuesto a que la señorita Carrol estará muy contenta cuando sepa que a “Jumble” le es simpático su gato y que los dos son amigos. A ella le es muy simpático “Jumble”.Y, dicho esto, Guillermo dejó con gran cuidado a “Plutón” sobre la hierba, para poder contemplar cómo la evidente amistad que hacia él sentía “Jumble”, se iba transformando en sincero afecto. “Jumble” se acercó, meneando alegremente el rabo y de pronto se encontró con la funesta mirada de aquellos siniestros ojos verdes. Aquello pareció enloquecerlo y, de pronto, dio un brinco hacia “Plutón” y le pegó una salvaje dentellada en el cogote. Los Proscritos acudieron inmediatamente en ayuda del gato, pero “Jumble” se metió por entre los arbustos, con su presa en la boca, sacudiéndola y masticándola mientras corría, ignorando las amenazas y las imploraciones de Guillermo.Por fin, dándose cuenta “Jumble” de que Guillermo le iba ganando terreno y considerando por otra parte que aquella mirada insolente con los siniestros ojos verdes ya estaba bastante vengada, dejó caer de la boca a “Plutón”, y se adentró como una centella en el bosque donde pasó todo el resto del día, porque sabía por experiencia que la ira de Guillermo nunca duraba más de unas pocas horas.Los Proscritos se agruparon alrededor del maltrecho “Plutón”, examinándolo con gran consternación, porque “Jumble” había roído y magullado el negro cogote del gato de tal modo, que la cabeza colgaba a un lado, cogida sólo por la piel, mientras los verdes ojos parecían mirar hacia el firmamento, en una mirada de impotente estupefacción. Los Proscritos se pusieron a trabajar febrilmente sin perder tiempo, para enmendar el estropicio, pero todos sus esfuerzos fueron vanos para restituir una rigidez suficiente a la cabeza. Probaron cordel y alambre, probaron goma y cola, pero nada, el éxito distó mucho de coronar su empresa. La cabeza continuó ladeada, balanceándose, y la piel del cuello, antes fina y brillante, estaba roída y lacerada, pegajosa de goma y húmeda gracias a los esfuerzos de Guillermo para lavar metafórica y realmente los indicios del crimen.Después de una hora de incesantes esfuerzos por parte de los Proscritos, hasta Guillermo, el optimista, tuvo que admitir que “Plutón” presentaba peor aspecto que cuando empezaron a trabajar en su reparación.—Se pondrá furiosa cuando lo vea –dijo aprensivamente.—Hasta lo prefiero –dijo Pelirrojo–, porque las cosas irán mucho peor si no se pone furiosa que si se pone.Le dieron la noticia a la señorita Carrol con la mayor suavidad, quedándose frente a ella en semicírculo, mientras se la relataban, muy avergonzados, y al final de la rapsodia sacaron el maltrecho “Plutón” de debajo del abrigo de Guillermo. La señorita Carrol se puso pálida de horror al verlo.—¡Oh, Dios mío! –exclamó–. ¡Pero claro que no es culpa vuestra, pobres niños! Así pues, no tenéis que preocuparos más por ello.Fue, tal como había predicho Pelirrojo, mucho peor que si se hubiera puesto furiosa.Aquel incidente pareció enfrentar a los Proscritos con las serias realidades de la vida: Habían destrozado el gato disecado de la señorita Carrol, que constituía su única y apreciadísima posesión; no tenían ningún regalo de Navidad para sus respectivas madres; y no tenían ningún dinero para comprarles dichos regalos. El reloj de viaje, el chal de seda, el frasquito de perfume con pulverizador y la bolsa de piel, existían solamente en sus imaginaciones. Se sintieron invadidos por una ola de depresión y se volvieron irritables, acusándose mutuamente de ser responsables por su estado de absoluta insolvencia y por el lamentable drama plutónico.—Si no te hubieras gastado aquellos cinco chelines que tu tía te dio para tu cumpleaños...—¡Hombre! ¡Me gusta eso! ¡Si tú gastaste tanto como yo! ¿Y qué hay de aquella media corona (2) que te dio aquel hombre que vino a tomar el té con Ethel?—¿No vinisteis todos a los fuegos artificiales que disparamos con aquel dinero?—Sí y por poco me haces volar la cabeza. ¡Como que no sabías cómo se disparaban!—Perdóname, pero sabía perfectamente cómo se disparaban. El que se disparó antes de tiempo no fue ninguno de los que compré, sino el que fabriqué con mis propias manos, porque puse demasiada pólvora. Y además, como tú no tienes cabeza, ni yo ni nadie te la puede hacer volar, de modo que puedes ahorrarte preocupaciones por ello.—¡Ah! ¿De modo que yo no tengo cabeza?—No. Tienes una calabaza.—Pues permíteme que te diga que tengo mucha más cabeza que tú.(2) La media corona es una moneda de dos chelines y medio. El chelín es una moneda de plata que actualmente vale unas ocho pesetas. (N. del T.).
—¿Ah, sí?—Sí, y además, ¿de quién era el perro que destrozó el gato disecado?Hay ciertos perros de ciertas personas que no tienen sentido común.—¿Ah, no?—No.—Bueno, pues permíteme que te diga que “Jumble” es un perro muy civilizado. Y que en esta ocasión, como en todas, fue muy valiente.—Ah, de modo que fue muy valiente, ¿eh?—Sí. Lo fue. Jamás había visto un gato disecado, y por lo que él sabía hubiera podido tratarse de un animal peligroso. Supongamos que hubiera sido un león que hubiese estado a punto de saltar sobre ti, pues “Jumble” se le habría echado encima y te habría salvado la vida. ¿Entonces también habrías dicho que “Jumble” no tenía sentido común?—Pero no era ningún león.—Nunca he dicho que lo fuese.—Sí; lo dijiste.—No. No lo dije.—Que sí.—Que no.Esta conversación siguió su curso hasta su conclusión inevitable, y después de la lucha libre todos se sintieron más alegres y reconfortados, de modo que se separaron para ir a comer, dándose muestras de la más efusiva amistad. Después de la comida, Pelirrojo fue a reunirse con los otros tres, en un estado de evidente excitación.—¿Sabéis qué? –dijo–. Tengo un chelín. Teníamos un invitado a comer en casa y me dio un chelín. Por algo se empieza, ¿no es verdad? Puede que otra persona nos dé otro chelín o algo así. O hasta que no sea un chelín; con una moneda de a tres peniques (3) me contentaría. También se puede comprar algo con tres peniques.Guillermo se quedó contemplando el chelín pensativamente.(3) Un chelín tiene doce peniques; por consiguiente, una moneda de tres peniques equivale a un cuarto de chelín. (Nota del Traductor.).
—A mí me parece –dijo por fin–, que tendríamos que comprarle un nuevo gato disecado, antes que comprar otra cosa.Las caras de los tres se alargaron.—Apuesto a que nos cuesta más de un chelín –dijo Pelirrojo–, y además no creo que podamos comprarlo. Lo que tememos que hacer es apoderarnos de un gato muerto y luego disecarlo.—Bueno; eso de apoderarnos de un gato muerto no cuesta nada –dijo Douglas–. La última vez que fuimos a pescar en el estanque pescamos un gato muerto, y supongo que todavía está allí. Podríamos ir a verlo.—Es que no creo que la señorita Carrol quiera un gato disecado cualquiera –dijo Enrique–. Ella lo que quiere es a “Plutón”, porque su tío se lo dejó en herencia. Pero un gato disecado cualquiera más bien le daría asco.El rostro de Guillermo brilló de pronto con la luz de una gran idea.—Ya sé lo que vamos a hacer –dijo–. Vamos a disecarle otra vez el viejo “Plutón”. Apuesto a que será facilísimo. Lo disecaremos de modo que la cabeza quede rígida como antes.Miraremos a ver si hay alguna substancia disecadora para disecar gatos y si la hay la compraremos con el chelín. Y hasta todavía nos sobre algún dinero para hacer algún regalito a nuestras madres.Los demás le miraron con aire de duda.—Tengo la idea –dijo Pelirrojo lentamente–, que es muy difícil disecar animales. Y no creo que sea cosa que cualquiera pueda hacerlo.—Pues, no, señor, no es nada difícil –dijo Guillermo–. Y es muy lógico que no sea difícil. Se les mete substancia disecadora dentro de la piel hasta que estén llenos de ella, igual que cuando estaban vivos.—¿Ya no te acuerdas de la rata que quisiste disecar?—Aquélla era una mala rata. No podía ser una buena rata ni estando viva. No tenía ni forma de rata.Pero el gato es diferente. Cualquiera puede ver que es un buen gato.Lo vamos a descoser y disecar, de modo que se le aguante la cabeza, y luego lo volvemos a coser y le damos una agradable sorpresa a la señorita Carrol.Como de costumbre, la confianza que respiraba Guillermo no era altamente contagiosa y el acto de disecar a “Plutón” se transformó de pronto en el simple proceso que él les había descrito con todos sus detalles.—Muy bien –dijo Pelirrojo–. Vamos a decírselo ahora mismo.—No. De ninguna manera –dijo Guillermo–. Será mucho mejor si le damos una sorpresa. Quedará muy agradablemente sorprendida si, al entrar en casa se encuentra al gato disecado de fresco con la cabeza erecta, tal como estaba antes. Será mucho mejor si es una sorpresa para ella.—Perfectamente –dijo Pelirrojo–.Esta tarde la señorita Carrol sale para ir a tomar el té en otra casa.Vamos a disecarle el gato mientras esté fuera.Estuvieron los cuatro al acecho en el jardín, esperando que hubiera salido la señorita Carrol, y en cuanto lo hubo hecho penetraron silenciosamente en su habitación. Guillermo llevaba bajo el brazo un haz de periódicos y un poco de paja que había encontrado en una caja de embalaje.—Tendremos más que de sobra con esto –dijo con su habitual optimismo–.Apuesto a que son papeles y paja lo que se usa para disecar.“Plutón” seguía encima de la silla, junto a la cama de la señorita Carrol, con la cabeza colgando miserablemente a un lado, y los verdes ojos brillando malévolos, con la mirada invertida y fija en el techo.—Vamos –dijo Guillermo con aire de hombre atareado, que no quiere perder el tiempo–. Ahora es el momento.Empecemos ya.Se sentó en el suelo con “Plutón” sobre sus rodillas y lo examinó cuidadosamente.—Aquí es donde se junta la piel –dijo, y sacándose un cortaplumas del bolsillo, empezó a despedazar la piel del infortunado “Plutón”.—He cortado un poco de piel –dijo con afectada indiferencia–, pero volveré a coserla al final, cuando cosa todo lo demás.Los demás le contemplaron con vivo, aunque algo aprensivo interés. Guillermo siempre se embarcaba ligeramente en aventuras cuyo final nadie podía prever.Habiendo practicado un amplio agujero, procedió a sacar un material de relleno de color grisáceo–pardusco y finalmente unas hojas de papel de periódico retorcido.—¡Ya está! –exclamó triunfalmente–. Ya os lo decía yo que empleaban papel de periódico para disecar animales. Es lógico. Ahora voy a meterlos de nuevo, más apretados, de modo que se enderece el cuello y la cabeza quede elevada. Primero voy a utilizar el material de relleno que ya tenía el gato y luego voy a completarlo con el material que he traído yo. Apuesto a que la señorita Carrol quedará muy contenta.Los otros se sentían menos optimistas, pero murmuraron una vaga aquiescencia.—Es facilísimo –prosiguió diciendo Guillermo tranquilamente, mientras embutía periódicos y material de relleno en el boquete abierto en la piel de “Plutón”–. Apuesto a que cuando sea mayor seré disecador de animales. Sólo se trata de coger un animal muerto, sacarle las entrañas y rellenarlo de papeles y otras cosas por el estilo. Empezaré con animales pequeños, como orugas, y seguiré con otros animales mayores hasta que llegue a los leones y luego a los elefantes. Apuesto a que seré el mejor disecador de elefantes del mundo, cuando sea mayor. Sólo se trata de cantidad.Se necesita más relleno para disecar un elefante que para disecar una oruga. Eso es todo. Es facilísimo.Mira: ¡Ya está!Y colocó el “redisecado” “Plutón” sobre la alfombra. Pero el desagradecido “Plutón” se ladeaba, como si estuviera borracho.—No se me está de pie aún –dijo Guillermo–. No está recto del todo.Voy a aplanarlo un poquito.Los otros se quedaron mirando a “Plutón” con creciente consternación.Guillermo esta vez no había exagerado; más bien se había quedado corto.Porque el gato no sólo no había quedado recto del todo, sino que no tenía nada recto. La cabeza le colgaba aún más acusadamente que antes. El cuerpo era una masa informe de bultos incomprensibles.—Está peor que antes –dijo Pelirrojo, cejijunto.Guillermo dio un paso atrás, para contemplar a distancia su obra de artesanía. Él mismo iba perdiendo la confianza que tenía en sí mismo.—Sí –admitió pensativamente–, ¡sí que tiene un aspecto raro! Será mejor que vuelva a empezar. A lo mejor el viejo material de relleno está demasiado usado. Voy a sacarlo y voy a utilizar nada más que mi paja y mis papeles.Volvió a sacar todo el material de relleno y se puso de nuevo manos a la obra. Cuando hubo terminado las expresiones de consternación de los Proscritos se habían transformado en otras de horror. “Plutón” había perdido completamente la semejanza que antes tuviera consigo mismo. La cabeza se le balanceaba; las patas también se balanceaban; el cuerpo era completamente amorfo. Hasta la siniestra mirada parecía haber abandonado sus ojos verdes.—No se parece a nada –dijo débilmente Pelirrojo.—Parece la funda de la tetera –dijo Douglas.—Pues digámosle que lo hemos transformado en funda para la tetera, como regalo de Navidad –sugirió Enrique.—No. Voy a probar de nuevo –dijo Guillermo en voz apenas perceptible.Hasta Guillermo quedó desmoralizado por el resultado de su trabajo.—Quizá eso de disecar no sea tan fácil como creí –prosiguió diciendo Guillermo–. Quizás es algo que hay que aprender primero. Hubiera querido poder practicarlo primeramente y luego ir mejorando de un modo gradual.Sacó el material de relleno y se quedó mirando el pellejo de “Plutón”, con ojo crítico.—No creo que nunca tuviera buena forma, ni siquiera cuando estaba vivo –dijo–. Apuesto a que si el gato hubiese tenido buena forma, yo lo habría podido disecar sin dificultad.Fue en aquel momento en que Guillermo estaba sentado en el suelo, rodeado de papel de periódico y con el maltrecho y vacío pellejo de “Plutón” en la mano, cuando la señorita Carrol entró en su cuarto. Enfrascados en su tarea, los Proscritos se habían olvidado de la hora que era, y la señorita Carrol había vuelto de su té. La señorita Carrol, al entrar en su cuarto, se quedó boquiabierta y pasmada, sin comprender aquello. Guillermo intentó explicárselo, pero a sus explicaciones les faltaba la confianza en sí mismo, el aplomo y la volubilidad tan característicos de todas las explicaciones de Guillermo.—Es que... –tartajeó– es que... lo hacíamos para darle a usted una sorpresa... queríamos disecar el viejo gato, de modo que la cabeza le quedase rígida. Y hemos tardado más tiempo del que creíamos al principio. Bueno, en realidad, no lo tenemos terminado todavía. Voy a probar de nuevo.Voy...La voz se desvaneció en su garganta al mirar de nuevo a “Plutón” y convencerse del irremediable fracaso.—Ahorraremos dinero... cuando tengamos –siguió diciendo Guillermo– y se lo haremos disecar por un disecador de oficio.La señorita Carrol estuvo a la altura de las circunstancias. Tenía un aspecto entristecido y lastimero, ya que “Plutón” había sido su amigo y compañero diario durante muchos años, pero no reaccionó con ningún ataque de furia. Ni se enojó siquiera. Ni tan sólo quiso aprovecharse de la ocasión para espetarles un sermón sobre lo sagrados que son los bienes ajenos.—Nada, no os preocupéis, niños –dijo–. Era una tontería eso de llevarme el gato a todas partes. No, ya no quiero tenerlo disecado; ya está bien como está. No debéis preocuparos más. Bueno, ahora vamos a limpiar todo eso, ¿no os parece? ¡Pero qué cantidad de periódicos!—Sí –explicó Guillermo–. Algunos los he traído yo para rellenar el gato, pero otros ya estaban en el interior del gato antes. Los papeles amarillos son los que estaban dentro del gato.La señorita Carrol recogió la pelota del viejo papel amarillento y la abrió, dando un grito de asombro, porque dentro del papel de periódico había un buen fajo de billetes de Banco, unos billetes arrugados y crepitantes de cien libras esterlinas, el total de la fortuna de tío Josias, que no se había podido encontrar en ninguna parte, a su muerte. Aquélla había sido su broma pesada final, una broma pesada de ultratumba: había dejado toda su fortuna embutida dentro del gato que a ella siempre le había sido tan antipático.* * *
La señorita Carrol, Guillermo, Pelirrojo, Enrique y Douglas, todos tensos de excitación, subieron al autobús, en dirección a Hadley.Cada uno iba allí por un asunto distinto.La señorita Carrol iba a ver al corredor de fincas, con objeto de adquirir su soñada casita de campo, “Las Madreselvas”. Guillermo iba para comprar un chal de seda para su madre. Pelirrojo iba para comprar un reloj de viaje para la suya. Enrique iba para comprar un frasquito de perfume con pulverizador para la suya.Douglas iba para comprar un bolso de piel para la suya.Después de todo, se proponían pasar unas Navidades estupendas.Fin