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noviembre 14, 2010

(Oregón 01)
Inicio de la serie protagonizada por el enigmático capitán de barco Juan Cabrillo.
1950. Mao Tse Tung envía un ejército de 80.000 soldados para resolver definitivamente el asunto del Tíbet. 1959. Cerca de 87.000 tibetanos perecen en la represión de una manifestación espontánea. Una estatua de Buda de grandes dimensiones desaparece durante la accidentada huida del Dalai Lama tras la invasión china. Cuarenta años después, un peculiar grupo de mercenarios al servicio de las causas justas tendrá que recuperar la figura, cuyo interior guarda un secreto trascendental. Una aventura trepidante, con buenas dosis de acción y exotismo, en la mejor línea de las novelas de Clive Cussler
A mis hermanos Larry, Steve, Cliff y John, y a mi hermana Dawn, que nunca permiten que un día atareado les impida disfrutar de una buena siesta.Prólogo Solo para que lo sepan, esta no es una aventura de Dirk Pitt, ni una historia de los archivos de la NUMA donde aparece Kurt Austin. Este libro está basado en el Oregón, un viejo barco carguero que describí en El imperio del agua, uno de los relatos de Pitt.
A pesar de su superestructura ruinosa y su casco oxidado, el Oregón es una maravilla mecánica de tecnología y genio científico. Está tripulado por un grupo de brillantes mercenarios que actúan al amparo de múltiples empresas filiales de una compañía multinacional. Están al servicio de gobiernos, corporaciones e intereses privados de todo el mundo para luchar contra la corrupción y enfrentarse a las siniestras amenazas de los bribones en los exóticos puertos de los siete mares.
Craig Dirgo y yo hemos trabajado juntos para crear una serie de aventuras absolutamente nuevas con un grupo de personajes que no se parecen en nada a los anteriores.
Confío sinceramente en que lo encontrarán muy interesante y divertido de leer.
CLIVE CUSSLER.
PersonajesLos miembros de la corporación JUAN CABRILLO: director ejecutivo.
MAX HANLEY: presidente.
RICHARD TRUITT: vicepresidente de operaciones.
La tripulación (por orden alfabético) GEORGE ADAMS: piloto de helicóptero.
RICK BARRETT: cocinero.
MONICA CRABTREE: coordinadora de abastecimientos y logística.
CARL GANNON: operaciones especiales.
CHUCK GUNDERSON, CANIJO: timonel.
MICHAEL HALPERT: tesorero.
CLIFF HORNSBY: operaciones generales.
JULIA HUXLEY: oficial médico.
PETE JONES: operaciones generales.
HALI KASIM: experto en comunicaciones.
LARRY KING: tirador.
FRANKLIN LINCOLN: operaciones generales.
BOB MEADOWS: operaciones generales.
MARK MURPHY: especialista en armamento.
KEVIN NIXON: especialista en efectos especiales.
SAM PRYOR: ingeniero mecánico.
GUNTHER REINHOLT: ingeniero mecánico.
TOM REYES: operaciones generales.
LINDA ROSS: seguridad y vigilancia.
EDDIE SENG: director de operaciones terrestres.
ERIC STONE: jefe de la sala de control.
Los demás DALAI LAMA: líder espiritual del Tíbet.
HU JINTAO: presidente de China.
LANGSTON OVERHOLT IV: agente de la CIA que contrata a la corporación para liberar el Tíbet.
LEGCHOG ZHUREN: presidente de la Región Autónoma del Tíbet.
SUNG RHEE: inspector jefe de la policía de Macao.
LING PO: inspector de la policía de Macao.
STANLEY HO: Multimillonario de Macao y comprador del Buda de oro.
MARCUS FRIDAY: Multimillonario estadounidense.
que acepta comprar el Buda robado.
WINSTON SPENSER: traficante de obras de arte que intenta robar el Buda de oro.
MICHAEL TALBOT: galerista de San Francisco que trabaja para Friday.
Preludio 31 de marzo de 1959.
Las flores que rodeaban el palacio de verano de Norbulingka estaban a punto de abrirse. El parque del complejo lucía precioso. Unos muros de piedra muy altos lo rodeaban; dentro había árboles y un gran jardín, y en el centro una pared amarilla más pequeña, a la cual solo tenían acceso el Dalai Lama, sus consejeros y unos pocos monjes escogidos. Aquí se encontraban los plácidos estanques, el hogar del Dalai Lama y el templo para la plegaria.
Era un remanso de paz en el centro de un país sumido en el caos.
No muy lejos, en la ladera de una colina, se alzaba el imponente palacio de invierno de Pótala. La enorme estructura parecía colgar de la ladera. En Pótala había más de mil habitaciones; allí vivían centenares de monjes y su construcción databa de muchos siglos atrás. Había un orden en el edificio que impresionaba. Escaleras de piedra en zigzag conducían desde los niveles medios del palacio de siete pisos hasta el gigantesco muro que formaban los cimientos. Los bloques de piedra, perfectamente ensamblados, alcanzaban una altura de casi treinta metros.
En la base había una gran explanada donde se habían reunido decenas de miles de tibetanos. Todas aquellas personas, lo mismo que otro numeroso grupo que se encontraba en Norbulingka, habían acudido para proteger a su líder espiritual.
A diferencia de los odiados chinos que ocupaban el país, los campesinos no llevaban fusiles sino arcos y cuchillos. En lugar de artillería, solo contaban con su cuerpo y su espíritu. Los superaban en armamento, pero para proteger a su líder estaban dispuestos a entregar su vida.
Bastaba una palabra del Dalai Lama para que se sacrificaran.
Al otro lado de la pared amarilla, en el santuario, el Dalai Lama rezaba a Mahakala, su protector personal. Los chinos le habían ofrecido llevarlo a su cuartel general para protegerlo, pero él sabía que no era esa la verdadera razón. Era de los chinos de quienes necesitaba protección, y la carta que acababa de recibir de Ngabo Ngawang Jigme, el gobernador de Chamdo, le explicaba el estado real de la situación. Después de una entrevista con el general Tan, el oficial chino que tenía el mando de la región, Jigme estaba seguro de que los chinos no dudarían en atacar a la multitud para dispersarla.
El fuego de la artillería provocaría una matanza.
El Dalai Lama acabó de rezar y se levantó para tocar una campanilla. La puerta se abrió casi en el acto y entró el jefe de los Kusun Depon, la guardia personal del Dalai Lama. A través de la puerta abierta vio a algunos guerreros Sing Gha. El aspecto de los policías del monasterio daba miedo. Todos medían casi dos metros de estatura, llevaban unos grandes mostachos y vestían unos trajes negros acolchados que los hacían parecer todavía más grandes e invencibles.
Los acompañaban algunos dogkhyi, los feroces mastines tibetanos.
- Por favor, llama al oráculo -dijo el Dalai Lama en voz baja.
Langston Overholt III seguía el desarrollo de los acontecimientos desde su casa en Lhasa. Se encontraba junto al operador de radio mientras este ajustaba el dial.
- Situación crítica. Cambio.
El técnico giró el dial para reducir la estática.
- Creo que el gallo rojo entrará en el gallinero. Cambio.
El operador de radio observó las agujas atentamente.
- Necesitamos apoyo inmediato. Cambio.
Otro silencio mientras el operador ajustaba el dial.
- Recomiendo águilas y camellos. Cambio.
El hombre permaneció mudo mientras se oían las descargas estáticas y el indicador mostraba la calidad de la sintonía. Las palabras viajaban por el espacio; el resto estaba fuera de su control. Overholt quería que acudieran los aviones, y los quería ya.
El oráculo, Dorje Drakden, estaba en trance. La luz del sol poniente entraba por un ventanuco situado cerca del techo y marcaba un sendero de luz que acababa en el incensario. Las volutas de humo bailaban en el rayo de luz y un olor extraño, muy parecido a la canela, llenaba el aire. El Dalai Lama permanecía sentado en la posición del loto, sobre un cojín junto a la pared, a unos pasos de Drakden, que estaba de rodillas e inclinado hacia delante, con la frente apoyada en el suelo de madera. De pronto, con una voz cavernosa, el oráculo dijo:
- ¡Vete esta noche! ¡Márchate!
Luego, con los ojos cerrados, todavía en trance, se levantó, cruzó la estancia y se detuvo a exactamente treinta centímetros de una mesa. Después cogió una pluma, la mojó en el tintero y dibujó un mapa muy detallado en una hoja de papel; a continuación se desplomó hecho un ovillo.
El Dalai Lama corrió en ayuda del oráculo, le levantó la cabeza y le palmeó la mejilla. El hombre comenzó a despertar poco a poco. Después de colocarle un cojín debajo de la cabeza, el Dalai Lama se levantó para llenar un vaso con el agua de un cántaro. Volvió junto al oráculo y le acercó el vaso a los labios.
- Bebe, Dorje -le dijo en voz baja.
El anciano se recuperó lentamente y se sentó. En cuanto el Dalai Lama tuvo la seguridad de que el oráculo se encontraba bien, se acercó a la mesa para mirar el dibujo.
El mapa mostraba con gran precisión la ruta que debía seguir para escapar de Lhasa y llegar a la frontera india.
La carrera profesional de Overholt estaba predestinada. En cada generación al menos un Overholt había participado en todas las guerras que Estados Unidos había librado desde la Revolución.
Su abuelo había sido espía en la guerra civil, su padre en la Primera Guerra Mundial, y Langston III había servido en el OSS en la Segunda Guerra Mundial antes de incorporarse a la CIA cuando la fundaron en 1947. Overholt tenía en la actualidad treinta y tres años y llevaba quince en el mundo del espionaje.
Durante todos esos años, Overholt nunca había visto una situación siquiera remotamente parecida a esta. No se trataba de un rey, una reina, un presidente o un dictador; era el líder de una religión. Un hombre que era un dios-rey, una deidad, un líder cuyos antepasados se remontaban al año 1351. Si no se hacía algo pronto, los comunistas no tardarían en hacerlo prisionero. Entonces, la partida de ajedrez se habría acabado.
El mensaje de Overholt se recibió en Mandalay, Birmania, y se envió a Saigón. Desde allí lo mandaron a Manila y luego por un cable telefónico submarino a Long Beach, California; acabó su recorrido en Washington.
A medida que la situación en el Tíbet se deterioraba, la CIA comenzó a reunir un contingente armado en Birmania. El grupo no era lo bastante grande para derrotar a los chinos, pero sería suficiente para retrasar su avance hasta que llegaran las tropas de combate.
Disfrazada como una empresa llamada Himalayan Air Services, la fuerza consistía en catorce C-47: diez que se encargarían de lanzar suministros con paracaídas y cuatro reconvertidos en aviones de combate. Además, contaba con seis cazas F-86 y un único bombardero pesado Boeing B-52 recién salido de la línea de montaje.
Alan Dulles había ido al Despacho Oval para explicarle la situación al presidente Eisenhower. Cuando acabó, el director de la CIA se reclinó en la butaca y fumó su pipa en silencio mientras el presidente pensaba. Pasaron los minutos y Dulles añadió:
- Señor presidente, la CIA se ha tomado la libertad de organizar una fuerza de ataque en Birmania. Si usted da la orden, despegarán dentro de una hora.
Desde su elección en 1952, Eisenhower había tenido que hacer frente al senador McCarthy y su Comisión de Actividades Antinorteamericanas, al envío de los primeros asesores militares a Vietnam y a un infarto. Se había visto obligado a enviar diez mil soldados a Little Rock, Arkansas, para que se cumpliera la integración; había visto cómo los soviéticos tomaban la delantera en la carrera espacial y su vicepresidente había sido apedreado por las multitudes hostiles en Latinoamérica.
Cuba, a solo ciento cincuenta kilómetros de suelo norteamericano, tenía en esos momentos un líder comunista. Estaba cansado.
- No, Alan -respondió en voz baja, después de una pausa-. Aprendí como general que hay que saber escoger las batallas. Ahora mismo tenemos que mantenernos apartados de lo que sucede en el Tíbet.
Dulles se levantó sin demora y estrechó la mano del presidente.
- Se lo comunicaré a mis hombres, señor.
En el puesto de mando de Overholt en Lhasa, el cenicero que había junto a la radio rebosaba de colillas. Llevaban horas sin recibir ningún mensaje excepto el OK de la transmisión.
Los mensajeros tibetanos llegaban con nuevos informes cada media hora. Según estos, la multitud apiñada delante de los palacios cercanos a Lhasa crecía por momentos, pero los mensajeros no estaban en condiciones de dar un número preciso. Los tibetanos continuaban bajando de las montañas, armados con palos, piedras y cuchillos. Toda aquella gente acabaría destrozada en cuanto los chinos utilizaran el armamento pesado.
Los chinos aún no habían emprendido ninguna acción, pero los informes mencionaban la presencia de tropas cada vez más numerosas en las carreteras que conducían a la legendaria ciudad. Overholt había sido testigo de una situación semejante cinco años antes en Guatemala, cuando una muchedumbre que apoyaba a los rebeldes anticomunistas al mando de Carlos Armas se había descontrolado. Las fuerzas del gobierno presidido por Jacobo Arbenz habían disparado contra los manifestantes para restablecer el orden, y antes del amanecer los hospitales y las morgues habían llegado al límite de su capacidad. Overholt había organizado la manifestación y el recuerdo de lo sucedido nublaba su mente como un sudario.
En aquel momento, se escuchó una voz en la radio:
- Sombrero de copa. Negativo. Cambio.
A Overholt le pareció que se le paraba el corazón. Los aviones que había pedido no vendrían.
- Papá Oso aprobará barrer el sendero si se presenta una situación crítica durante la salida. Comunique partida y recorrido. Cambio.
«Eisenhower no ha autorizado el ataque a Lhasa -pensó Overholt-, pero Dulles ha aceptado por su cuenta y riesgo proteger la huida del Tíbet si es necesario. Si hago las cosas bien -se dijo el agente-, no arriesgaré la cabeza de mi jefe».
- ¿Señor? -preguntó el operador de radio.
Overholt salió de su ensimismamiento.
- Esperan una respuesta -añadió el técnico.
Overholt cogió el micrófono.
- Recibido y aceptado -respondió-. Y gracias, Papá Oso, por el gesto. Llamaremos desde la carretera. Cierro la oficina. Corto.
El operador de radio miró a su jefe.
- Bueno, se acabó.
- Destrúyelo todo -le dijo Overholt en voz baja-. Nos vamos.
Al otro lado de la pared amarilla, los preparativos para la marcha del Dalai Lama al exilio se hacían a toda prisa. Overholt pasó el control de la guardia y se sentó a esperar ser recibido. Cinco minutos más tarde, el Dalai Lama, vestido con su túnica amarilla, entró en la oficina de la administración. En la expresión del líder espiritual se mezclaban el cansancio y la resignación.
- Puedo ver por su rostro que no recibiremos ayuda -dijo con voz serena.
- Lo siento mucho, su santidad -contestó Overholt-. He hecho cuanto he podido.
- Sí, Langston, no me cabe la menor duda. Sin embargo, dada la situación -señaló el Dalai Lama-, he decidido marchar al exilio. No puedo correr el riesgo de que hagan una carnicería con mi pueblo.
Overholt había ido con la idea de que debería utilizar todas sus dotes de persuasión para convencer al Dalai Lama de la conveniencia de huir, y en cambio se encontraba con que ya se había tomado la decisión. Tendría que haberlo adivinado. Había llegado a conocer muy bien al líder religioso, y nunca le había hecho dudar de su profundo compromiso con su gente.
- A mis hombres y a mí nos gustaría acompañarlo -dijo Overholt-. Disponemos de mapas, radios y suministros.
- Nos encantará contar con su compañía -declaró el Dalai Lama-. Nos marcharemos en cuestión de horas.
El Dalai Lama se volvió hacia la salida.
- Lamento no haber podido hacer más -dijo el agente.
- Las cosas son como son -replicó el Dalai Lama desde la puerta-. Ahora lo importante es que reúna a sus hombres y se encuentre con nosotros en el río.
El cielo sobre Norbulingka aparecía salpicado por infinidad de estrellas. La luna, muy próxima a ser llena, iluminaba el suelo con un suave resplandor amarillento. Reinaba una quietud casi absoluta. Las aves nocturnas que normalmente llenaban la noche con sus trinos guardaban silencio. Los animales encerrados en los corrales -ciervos almizcleros, cabras montesas, camellos y un viejo tigre- y los faisanes que corrían sueltos apenas si se movían. Una leve brisa que bajaba de las cumbres del Himalaya llevaba el olor de los bosques de pino.
Desde una de las laderas de las afueras de Lhasa llegó el escalofriante rugido de un leopardo de las nieves.
El Dalai Lama observó el terreno, luego cerró los ojos y visualizó el regreso. Había reemplazado la túnica color azafrán por un pantalón, y la capa por un grueso abrigo de lana. Llevaba un fusil en bandolera en el hombro izquierdo, y el viejo thangka de ceremonia -un tapete de seda bordada- enrollado y colgado del hombro derecho.
- Estoy preparado -le dijo a su Chikyah Kenpo-. ¿Has guardado el icono?
- Está guardado y protegido -respondió su segundo-. Los hombres están dispuestos a defenderlo con su vida si es necesario.
- Es su deber -señaló el Dalai Lama en voz baja.
Los dos hombres salieron por la puerta de la pared amarilla. El Chikyah Kenpo empuñaba un gran sable corvo con la guarda enjoyada. Lo metió en la vaina de cuero antes de volverse hacia su jefe.
- No se aparte de mí.
Luego, escoltados por un pelotón de Kusun Depon, cruzaron la puerta de la muralla y se confundieron con la muchedumbre. El grupo avanzó rápidamente por un sendero de tierra. Una pareja de Kusun Depon se mantenía en la retaguardia hasta que todos pasaban, atentos a la presencia de cualquier perseguidor. Una vez que se cercioraban de que nadie los seguía, avanzaban hasta la siguiente pareja de guardias, que permanecían en sus puestos hasta garantizar que no había ningún riesgo inminente. Gracias a este sistema de relevos, los guardias se aseguraban de proteger la retaguardia en todo momento.
Mientras tanto, en la cabecera, otras parejas se ocupaban de explorar el terreno y, en respuesta a sus señales, la columna avanzaba. Un monje muy fornido se encargaba de llevar la carretilla con el cajón del icono. Con las varas bien sujetas, el monje marchaba a paso ligero como el conductor de un rickshaw que llegara tarde a una cita.
Todos avanzaban al trote, y el ruido de las pisadas sonaba como el rumor de un aplauso.
El sonido del agua llegó acompañado por el olor del musgo. Se trataba de un afluente del río Kyichu. El grupo lo vadeó sin demora gracias a las piedras colocadas en el cauce a modo de calzada y continuaron avanzando rápidamente.
En la orilla más lejana del río Kyichu, Overholt miró la esfera luminosa de su reloj y se puso de pie. Varias docenas de Kusun Depon que habían llegado horas antes se ocupaban de los caballos y las muías que utilizarían en la huida. Los guardias miraron al norteamericano rubio sin malicia ni miedo, solo con resignación.
Las barcazas que habían empleado para cruzar el río estaban en esos momentos amarradas en la orilla, a la espera de la llegada del Dalai Lama. Overholt vio una señal luminosa en la ribera opuesta, como un aviso de que se podía realizar el cruce sin peligro. A la luz de la luna vio cómo embarcaba el grupo y luego escuchó el ruido apagado de los remos que se hundían en el agua.
La primera barcaza llegó a la orilla de cantos rodados, y el Dalai Lama desembarcó ágilmente.
- Langston, ¿ha conseguido abandonar la capital sin ser descubierto? -preguntó.
- Sí, su santidad.
- ¿Lo acompañan todos sus hombres?
Overholt le señaló los siete hombres que formaban su grupo. Permanecían a un lado del camino con varias cajas de equipos. Al llegar a la orilla opuesta, el Chikyah Kenpo saltó de la barca y mandó montar a su tropa. A cada uno de los soldados se le entregó una lanza con un estandarte de seda. También los caballos estaban enjaezados con mantas y adornos ceremoniales. Después, como el graznido de un ganso que emprende el vuelo hacia el sur, sonó un toque de corneta. Había llegado la hora de marchar.
Los guardias ayudaron a Overholt y a sus hombres a montar y ocuparon sus puestos detrás del Dalai Lama. Cuando el sol asomó en el horizonte, se encontraban bien lejos de Lhasa.
Al cabo de dos días de viaje y tras cruzar el paso de Che-La, a casi cinco mil metros de altitud, y el río Tsangpo, el grupo se detuvo a pasar la noche en el monasterio de Ra-Me. Los mensajeros a caballo llegaron con la noticia de que los chinos habían bombardeado Norbulingka y ametrallado a la multitud indefensa. Habían muerto miles. La noticia apenó profundamente al Dalai Lama.
Overholt había comunicado por radio los progresos de la marcha y se sentía más tranquilo al ver que no había necesitado pedir ayuda. La ruta había sido trazada con mucho cuidado para evitar cualquier conflicto con los chinos. Él y sus hombres estaban agotados, pero los curtidos nepaleses marchaban sin pausa. Dejaron atrás la ciudad de Lhuntse Dzong y el pueblo de Jhora.
El paso de Karpo, en la frontera con la India, estaba a menos de un día de marcha.
Entonces comenzó a nevar. Una tormenta acompañada por un vendaval se abatió sobre Mangmang, la última ciudad tibetana antes de la frontera india. El Dalai Lama, exhausto por el viaje y angustiado por el conocimiento de que muchos de sus compatriotas habían muerto o agonizaban, cayó enfermo. La última noche en su país fue un tormento.
Para facilitarle el viaje, lo colocaron a lomos de un animal llamado dzomo, que era un cruce de yak y caballo. Cuando el dzomo subía la ladera hacia el paso de Karpo, el Dalai Lama se detuvo para mirar su amada tierra tibetana una última vez.
Overholt se acercó con su cabalgadura y esperó a que el Dalai Lama se volviera.
- Mi país nunca olvida -dijo-, y algún día conseguiremos que regrese a su hogar.
El Dalai Lama asintió al tiempo que palmeaba el cuello del dzomo y reanudaba la marcha al exilio. Al final de la columna, el monje que tiraba de la carretilla con el valioso icono se preparó para el descanso en cuanto coronó el paso. Los trescientos kilos que tanto le había costado subir ahora amenazaban con despeñarlo. Clavó los talones en la tierra.
1 En el presente.
Las ocho de la tarde. Por el sur, como un insecto oscuro que se arrastrara por un arrugado mantel azul, un viejo carguero navegaba lentamente por las aguas del Caribe hacia la entrada de la bahía de Santiago en la isla de Cuba. Una suave brisa del este disipaba el humo que escapaba de su única chimenea, mientras el sol se ponía y se convertía en una enorme bola naranja ampliada por la atmósfera terrestre.
Se trataba de uno de los últimos vapores volanderos, un carguero que surcaba los mares rumbo a los más exóticos y lejanos puertos del mundo. Quedaban unos pocos en activo y no seguían las rutas habituales. Sus viajes respondían a las exigencias de las cargas y de sus propietarios, así que iban de puerto en puerto. Entraban, descargaban y zarpaban para perderse como fantasmas en la noche.
A dos millas de la costa, una lancha que cabalgaba las olas se acercó al barco y, después de virar, navegó a su lado. El timonel se aproximó al casco oxidado y arrojó una escalerilla de mano por una escotilla.
El práctico, un hombre cincuentón de piel morena y abundante cabellera gris, observó el viejo buque. La pintura negra estaba desconchada y necesitaba con urgencia una nueva mano. En todas las aberturas del casco había churretes de óxido. La pesada ancla, bien sujeta al escobón, estaba corroída desde el cepo hasta la cruz. El práctico leyó las letras apenas visibles en la proa. El viejo carguero se llamaba Oregón.
Jesús Morales sacudió la cabeza, asombrado. Era un milagro que no hubieran desguazado el barco veinte años atrás, pensó.
Parecía más un cascajo que un carguero en servicio. Se preguntó si los burócratas del partido del Ministerio de Transporte tenían alguna idea de las condiciones del barco que habían fletado para traer una carga de abonos químicos destinados a las plantaciones de azúcar y tabaco. Le parecía increíble que la nave hubiese podido pasar la inspección del seguro marítimo.
Mientras el barco reducía la velocidad hasta detenerse casi del todo, Morales aguardó junto a la borda y esperó a que los flotadores de la lancha se apretaran contra el casco. En el mismo momento en que una ola levantó la lancha, Morales saltó ágilmente para sujetarse a la escalerilla y subió hasta la escotilla. Era algo que hacía diez veces al día. Junto a la escotilla había un par de tripulantes, que lo ayudaron a subir a cubierta.
Ambos eran individuos corpulentos y no se molestaron en saludarlo. Uno de ellos se limitó a señalar una escalera que conducía al puente. Después dieron media vuelta y lo dejaron solo. Mientras se alejaban, Morales deseó no tener que encontrarse nunca con ellos en un callejón oscuro.
Antes de subir la escalera hizo una pausa que aprovechó para observar la superestructura del barco.
Gracias a su larga experiencia y conocimiento de barcos, calculó que debía de tener unos ciento setenta metros de eslora y veinte de manga. Probablemente el arqueo bruto sería de unas once mil toneladas. Cinco grúas, dos detrás de la chimenea y tres en la cubierta de proa, se encargarían de la descarga.
Contó seis bodegas con doce escotillas. Por el modelo, estimó que lo habrían botado a principios de los sesenta con la categoría de barco de carga rápido. La bandera que ondeaba en el mástil de popa era iraní. No era una bandera que Morales hubiese visto con frecuencia.
Si el Oregón parecía un cascajo visto desde el agua, la impresión que daba desde cubierta era mucho peor. Toda la maquinaria, desde las grúas hasta las cadenas, estaba cubierta de óxido, aunque al menos parecía utilizable. En cambio, las grúas no parecían haber sido utilizadas en años.
Como si fuera poco, por toda la cubierta había desparramados bidones de combustible, herramientas y cosas que solo podían ser descritas como restos de un desguace. En sus muchos años como práctico, Morales nunca había visto un barco en peores condiciones.
Subió la escalera hasta el puente y a su paso vio mamparos con la pintura desconchada y ojos de buey con los cristales sucios y rajados. Hizo una pausa antes de decidirse a abrir la puerta. El interior del puente de mando ofrecía un aspecto aún más cochambroso. Todo estaba cubierto de polvo, y había quemaduras de cigarrillos en todos los mostradores y en lo que otrora había sido un suelo de teca encerado. En los marcos se amontonaban moscas y otros insectos muertos, y el hedor resultaba asfixiante. El capitán no desmerecía en nada a su barco.
Morales fue saludado por un hombretón con una impresionante barriga que le caía por encima del cinturón. Tenía cicatrices en el rostro y la nariz tan deforme que se desviaba hacia la mejilla izquierda. La abundante cabellera negra se veía pringosa, lo mismo que la barba descuidada. El capitán era un arco iris de colores: ojos inyectados en sangre, dientes amarillos y los brazos cubiertos de tatuajes azules. Una mugrienta gorra le tapaba la coronilla y vestía un mono grasiento. El calor tropical y la humedad de la cabina sin aire acondicionado informaron a Morales de que el hombre no se había bañado al menos en un mes. El hombre le tendió una mano sudorosa y lo saludó en inglés.
- Bienvenido a bordo. Soy el capitán Jed Smith.
- Jesús Morales, práctico de la capitanía del puerto de Santiago. -Morales se sentía incómodo. Smith hablaba inglés con acento americano, algo que no había esperado en un barco de registro iraní.
Smith le ofreció un fajo de papeles.
- Aquí tiene los documentos de registro y el manifiesto de la carga.
Morales solo echó un rápido vistazo a los documentos. Los funcionarios de la capitanía ya se encargarían de leerlos a fondo. A él solo le interesaba que el barco tuviera el permiso para entrar a puerto. Devolvió los documentos.
- ¿Comenzamos? -preguntó.
Smith le señaló una rueda de timón de madera que parecía muy anticuada para un barco construido en los sesenta.
- Es todo suyo, señor Morales. ¿Cuál es el muelle donde atracaremos?
- No hay ningún amarre disponible hasta el martes. Tendrá que permanecer fondeado en la bahía.
- Faltan cuatro días para el martes. Tenemos un programa que cumplir. No podemos quedarnos de manos cruzadas durante cuatro días a la espera de vaciar las bodegas.
El práctico se encogió de hombros.
- No tengo control sobre el capitán del puerto. Además, los muelles están ocupados con las naves que descargan la nueva maquinaria agrícola y los automóviles, ahora que han levantado el embargo. Tienen prioridad sobre su carga.
El capitán levantó las manos en un gesto de indefensión.
- De acuerdo. No es la primera vez que tenemos que rascarnos la barriga mientras esperamos turno para descargar. -En su rostro apareció una sonrisa libidinosa-. Creo que mi tripulación y yo tendremos que ir a tierra para disfrutar de la compañía de las bellezas cubanas.
A Morales se le puso la carne de gallina solo de pensarlo.
Sin más comentarios, se acercó al timón mientras Smith ordenaba a la sala de máquinas que avanzaran a media velocidad.
El práctico notó en los pies las vibraciones en el suelo cuando el viejo barco comenzó a moverse, y él enfiló la proa hacia la angosta entrada de la bahía, que estaba bordeada de altos farallones.
Desde mar adentro, el canal de acceso a la bahía con forma de fuelle era invisible hasta que el barco casi estaba encima. En lo alto de los farallones a estribor, a una altura de unos sesenta metros, se alzaba la vieja fortaleza colonial conocida como castillo del Morro.
Morales advirtió que Smith y los miembros de su roñosa tripulación que se encontraban en el puente parecían interesados en las defensas excavadas en los farallones cuando Fidel Castro creyó que Estados Unidos iba a atacar Cuba. Miraban los emplazamientos de la artillería y de las baterías de misiles a través de unos prismáticos muy caros.
El práctico sonrió para sus adentros. Que miraran cuanto quisieran; la mayoría de las defensas estaban desiertas. Solo quedaban dos emplazamientos con un pequeño retén de soldados para atender las baterías de misiles en el muy hipotético caso de que un navio invasor pretendiera entrar en la bahía.
Morales llevó al barco entre las boyas y guió al Oregón entre los vericuetos del canal, que no tardó en abrirse en la amplia y hermosa bahía en cuyas orillas se alzaba la ciudad de Santiago. Notaba algo extraño en el timón. La extraña sensación apenas si era perceptible, pero allí estaba. Cada vez que hacía girar la rueda, se producía una pausa muy breve antes de que el timón respondiera. Efectuó un giro a estribor, rápido pero muy leve, antes de volver la rueda a babor. Allí estaba, casi como un eco, una demora de dos segundos. No notaba una pesadez en la transmisión, sino algo más parecido a una pausa. Tenía algún otro origen. Sin embargo, cuando se producía la respuesta era rápida y firme. ¿A qué se podía deber la vacilación?
- La rueda tiene algo extraño -comentó.
- Sí -asintió Smith-. Hace días que lo noto. En el próximo puerto que disponga de un astillero, haré que revisen el eje del timón.
A Morales no le pareció una explicación lógica, pero el barco ya entraba en la bahía, y se despreocupó de todo lo que no fuera la maniobra. Llamó por radio a los funcionarios del puerto para informarles, y le indicaron el lugar donde debía fondear.
Le señaló a Smith el lugar marcado por las boyas y ordenó reducir la velocidad. Luego hizo virar el carguero hasta situarlo de proa a la marea antes de ordenar que pararan las máquinas. El Oregón se detuvo lentamente entre una nave portacontenedores canadiense y un petrolero liberiano.
- Ya puede soltar el ancla -le dijo a Smith, quien de inmediato cogió el altavoz.
- ¡Echad el ancla! -gritó a los tripulantes que estaban en la proa.
En respuesta a la orden se escuchó el ruido de los eslabones contra el escobén, seguido por el fuerte chapoteo cuando el ancla se hundió en el agua. De la caja de la cadena salió una nube de polvo que ocultó la proa durante unos segundos.
El práctico soltó los gastados rayos de la rueda y se volvió hacia el capitán.
- Tendrá que pagar la tarifa del práctico cuando entregue la documentación a los funcionarios del puerto.
- ¿Por qué esperar? -replicó Smith. Metió la mano en un bolsillo del mono y sacó un fajo de arrugados billetes de cien dólares. Contó quince billetes; luego titubeó, vio la expresión de asombro en el rostro de Morales y añadió-: ¡Qué diablos!
Digamos dos mil y se acabó.
Sin la más mínima vacilación, Morales cogió el dinero y se lo guardó.
- Es usted muy generoso, capitán Smith. Comunicaré a los funcionarios que ha pagado la tarifa.
Smith firmó los documentos y anotó en el cuaderno de bitácora el lugar y la hora de entrada en puerto. Luego apoyó uno de sus musculosos brazos en los hombros del cubano.
- Ahora hablemos de las chicas. ¿Cuál es un buen lugar en Santiago para conocerlas?
- En los locales del muelle encontrará todas las chicas que quiera y buena bebida a buen precio.
- Se lo diré a mi tripulación.
- Adiós, capitán.
Morales no le tendió la mano. Ya se sentía sucio con solo estar a bordo; era incapaz de tocar la mano grasienta del aborrecible capitán. Toda su cordialidad cubana había desaparecido en aquel entorno y no quería permanecer ni un segundo más a bordo del Oregón. Salió del puente de mando y regresó rápidamente a la lancha, todavía asombrado por la experiencia de haber entrado en la bahía con el barco más roñoso del mundo. Esto era precisamente lo que los propietarios del Oregón deseaban que creyera.
Si Morales hubiera observado el barco más detenidamente, quizá se habría dado cuenta de que todo era una fachada. El Oregón se hundía en el agua porque tenía unos tanques de lastres que, cuando estaban llenos de agua, hacían que la línea de flotación bajara como si llevara carga. Incluso la vibración de las máquinas era simulada. Los motores del barco eran absolutamente silenciosos y no vibraban.
En cuanto a la capa de óxido que parecía cubrirlo todo, no era más que pintura de camuflaje.
No bien vio que la lancha que llevaba al práctico se alejaba del Oregón, el capitán Smith se acercó a una barandilla montada en la cubierta que no parecía tener ningún uso particular. Se sujetó a ella y apretó un botón colocado en la parte inferior. Una sección cuadrada de la cubierta donde se encontraba Smith comenzó a descender hasta que se detuvo en una gran sala brillantemente iluminada donde había ordenadores, controles automáticos y varías grandes consolas desde donde se controlaban las comunicaciones y los sistemas de armas. Una mullida moqueta cubría el suelo del centro de mando, los mamparos estaban recubiertos con maderas exóticas y el mobiliario parecía haber sido sacado directamente de una casa de muebles de diseño. Esta sala era el centro neurálgico del Oregón.
Seis personas -cuatro hombres y dos mujeres-, elegantemente vestidas con pantalones cortos, camisas estampadas y blusas blancas, se ocupaban de atender los diversos sistemas.
Una mujer observaba una batería de monitores de televisión donde aparecían todos los sectores de la bahía de Santiago. Un hombre mantenía enfocada una cámara en la lancha del práctico, que navegaba hacia el canal principal. Nadie se molestó en dirigirle una mirada al obeso capitán. Solo se le acercó un hombre vestido con pantalones cortos caqui y un polo verde.
- ¿Todo ha ido bien con el práctico? -preguntó Max Hanley, presidente de la compañía propietaria del barco, que tenía a su cargo todos los sistemas de operaciones, incluidos los motores de la nave.
- Advirtió la demora en la respuesta del timón.
- Si hubiese sabido que estaba moviendo un timón de utilería.-Hanley sonrió-. En cualquier caso, tendremos que hacer algunos ajustes. ¿Hablaste con él en castellano?
- Usé mi mejor inglés yanqui. -Smith le devolvió la sonrisa-. ¿Qué necesidad tenía de hacerle saber que hablaba su idioma? De esa manera, comprobé que no intentó hacernos ninguna mala pasada cuando habló por radio con los funcionarios del puerto. -El capitán consultó la hora en su reloj Timex con el cristal agrietado-. Falta media hora para el anochecer.
- El equipo está preparado en el tanque.
- ¿Y el grupo de desembarco?
- A la espera de la orden.
- Tengo el tiempo justo para quitarme estas prendas roñosas y asearme -dijo Cabrillo. Se dirigió a su camarote por un pasillo adornado con pinturas de artistas modernos.
Los camarotes de la tripulación estaban ocultos en el interior de dos de las bodegas y eran tan cómodos y lujosos como las habitaciones de un hotel de cinco estrellas. En el Oregón no había distinciones entre oficiales y tripulantes. Todos eran personas descollantes en sus especialidades, hombres y mujeres de élite que habían servido en las fuerzas armadas. El barco era propiedad de todos ellos, que eran accionistas de la empresa.
No había rangos. Cabrillo era el director ejecutivo; Hanley, el presidente; los demás se repartían los cargos. Todos eran mercenarios, trabajaban por dinero -aunque eso no impedía que pudieran hacer buenas obras-, y se ponían al servicio de los gobiernos y las grandes compañías para realizar operaciones clandestinas por todo el mundo, a menudo muy arriesgadas.
El hombre que salió de la sala de mando no se parecía al que entró al cabo de veinte minutos. La peluca grasienta, la barba descuidada y el mono roñoso habían desaparecido, lo mismo que el hedor. También había desaparecido el Timex, reemplazado por un cronógrafo Concord de acero inoxidable. Además, el hombre había perdido unos cincuenta kilos.
Juan Rodríguez Cabrillo se había transformado del mugriento lobo de mar a como era en la realidad: un hombre alto, cuarentón, no mal parecido y con ojos azules. Llevaba los cabellos rubios cortados muy cortos y un bigote al estilo vaquero.
Caminó rápidamente por el pasillo hasta llegar a una puerta casi en el otro extremo y entró en una sala de control instalada en la parte superior de una enorme cavidad ubicada en el centro de la nave. El tanque -o piscina lunar, como lo llamaban-, que tenía una altura de tres cubiertas, era el lugar donde se guardaban todos los equipos submarinos del Oregón: equipos de buceo, sumergibles, tripulados y no tripulados, y un vasto despliegue de sensores electrónicos submarinos. Un par de naves submarinas de última generación fabricadas por U. S. Submarines -un Nomad 1000 de veintidós metros de eslora y un Discovery 1000 de diez metros de eslora- descansaban en sus soportes. Se abrieron las compuertas en el fondo del casco y el agua entró hasta un nivel idéntico al de la línea de flotación.
El extraordinario barco no era lo que parecía desde el exterior. El estado de la cubierta superior y del casco eran un disfraz para que pareciera una ruina flotante. El puente de mando, los camarotes de los oficiales y el sollado de la tripulación se mantenían sucios y desordenados para evitar las sospechas de los funcionarios portuarios o los prácticos.
Cabrillo entró en la sala de mando de las operaciones submarinas y se acercó a una mesa donde se mostraban imágenes holográficas tridimensionales de todas las calles de la ciudad de Santiago. Linda Ross, la analista de seguridad y vigilancia del Oregón, se valía de las imágenes para darle explicaciones a un grupo vestido con uniformes de fajina del ejército cubano; Linda había sido capitán de navío en la marina, hasta que Cabrillo la convenció de que se diera de baja y se uniera al Oregón. En la marina había sido oficial de inteligencia a bordo de un crucero portamisiles de la clase Aegis antes de pasar cuatro años en Washington en el departamento de inteligencia naval.
Linda miró de reojo a Cabrillo, que se situó junto a la mesa sin interrumpirla. Era una mujer atractiva, sin llegar a ser una belleza, pero la mayoría de los hombres la consideraban bonita. Medía un metro setenta, pesaba sesenta kilos y mantenía el cuerpo en forma con ejercicio, pero no perdía ni un minuto en maquillajes ni en peinados. Era una mujer inteligente, de modales amables, y gozaba del respeto y la admiración de todos sus compañeros.
Los cinco hombres y la mujer que observaban la detallada imagen tridimensional de la ciudad escuchaban atentamente mientras Linda les iba señalando diferentes áreas con un puntero láser y les daba las instrucciones de última hora.
- La fortaleza de Santa Úrsula. Fue construida durante la guerra entre España y Estados Unidos, y luego utilizada como almacén hasta que Castro y sus revolucionarios se hicieron con el poder. Entonces se convirtió en una cárcel.
- ¿Cuál es la distancia exacta desde nuestro punto de desembarco hasta la cárcel? -preguntó Eddie Seng, el maestro del subterfugio y director de las operaciones terrestres del Oregón.
- Mil cuatrocientos metros -respondió Linda.
Seng se cruzó de brazos y en su rostro apareció una expresión pensativa.
- Podremos engañar a los guardias con nuestros uniformes cuando entremos, pero si a la vuelta tenemos que abrirnos paso a la fuerza a lo largo de casi un kilómetro y medio hasta llegar a los muelles con dieciocho prófugos a nuestro cuidado, no puedo garantizar que lo consigan.
- En las condiciones físicas que encontraremos a esa pobre gente desde luego que no -señaló Julia Huxley, el oficial médico a bordo del Oregón.
Ella acompañaría al grupo para cuidar de los prisioneros.
Era una mujer baja, con mucho pecho y un cuerpo adecuado para la práctica de la lucha libre, y se la consideraba la persona más simpática de la tripulación del Oregón. Había servido como jefe médico durante cuatro años en la base naval de San Diego, donde había destacado en el desempeño de su profesión.
- Nuestros agentes en la ciudad han preparado el robo de un camión para veinte minutos antes de que vosotros desembarquéis. Se utiliza para el reparto de verduras a los hoteles. El camión con un conductor estará aparcado a una manzana de la caseta de herramientas situada en el muelle donde desembarcaréis. Él os llevará hasta la cárcel, os esperará y luego os conducirá de regreso al muelle. Después abandonará el camión y se irá a su casa en bicicleta.
- ¿Tiene un nombre? ¿Hay un santo y seña?
Linda esbozó una sonrisa al escuchar la pregunta.
- El santo y seña es «dos».
- ¿Dos? -repitió Seng con un tono escéptico-. ¿Nada más?
- Así es. Él te responderá «uno». Así de sencillo.
- Por lo menos es conciso.
Linda hizo una pausa mientras apretaba una serie de interruptores en un control remoto. Las imágenes de la ciudad dieron paso a otro holograma tridimensional de la cárcel de Santa Úrsula sin techo, cosa que permitía ver las salas, las celdas y los pasillos.
- Nuestras fuentes dicen que solo hay diez guardias en toda la cárcel. Seis en el turno de día, dos hasta la medianoche y otros dos hasta las seis de la mañana. No tendréis problemas para reducir a los dos en el puesto de vigilancia. Creerán que sois de alguna unidad que ha ido para trasladar a los prisioneros a otra cárcel. Tenéis que entrar a las diez de la noche, reducir a los dos guardias, liberar a los presos, llevarlos al submarino y estar aquí a las once. Si llegáis más tarde, no podremos escapar de la bahía.
- ¿Cómo es eso? -preguntó uno de los miembros del equipo de Seng.
- Nos dicen que los sistemas de defensa de la bahía prueban los equipos todas las noches a las doce. Tenemos que estar en mar abierto mucho antes.
- ¿Por qué no esperamos hasta después de la medianoche para ir a la cárcel, cuando la mayoría de la población esté durmiendo? -quiso saber otro integrante de la fuerza de desembarco-. A las diez habrá gente en las calles.
- Despertaréis menos sospechas que si aparecierais en las calles antes del amanecer -respondió Linda-. Además, los otros ocho guardias suelen frecuentar los bares hasta la madrugada.
- ¿Estás segura? -preguntó Seng.
- Nuestros agentes en la ciudad han vigilado sus movimientos durante dos semanas.
- A menos que la ley de Murphy asome la cabeza -intervino Cabrillo-, liberar a los prisioneros y escapar no tendría que presentar problemas. Lo difícil será cuando estéis a bordo y tengamos que salir de la bahía. En cuanto las fuerzas de seguridad de Castro nos vean recoger el ancla y enfilar el canal en busca de mar abierto, sabrán que pasa algo y se armará la gorda.
- Disponemos de armamento para acabar con ellos -afirmó Linda.
- Es verdad -asintió Cabrillo-. Pero no podemos hacer el primer disparo. En cambio, si ellos atacan primero al Oregón, no podremos hacer otra cosa que defendernos.
- Nadie nos ha dicho quiénes son las personas que vamos a sacar de la cárcel -señaló Seng-. Tienen que ser importantes o no nos hubieran contratado para el trabajo.
- Queríamos mantenerlo en secreto hasta que llegáramos aquí -dijo Cabrillo-. Son médicos, periodistas y empresarios cubanos que se oponen al gobierno de Castro. Todas son personas muy respetadas y Castro sabe lo peligrosas que pueden ser si están en libertad. Si se unen a la comunidad cubana en Miami, pueden utilizarla como base para propiciar un movimiento contrarrevolucionario.
- ¿Es un buen contrato?
- Nos darán diez millones de dólares si los dejamos en territorio norteamericano.
Seng y los demás que estaban alrededor de la mesa sonrieron.
- Un buen pellizco que servirá para engordar nuestros ahorrillos -opinó.
- Hacer el bien a cambio de un modesto beneficio -replicó Cabrillo con una sonrisa de oreja a oreja-. Ese es nuestro lema.
A las ocho y media en punto de la noche, Seng y su pequeño grupo subieron a bordo del Nomad 1000 junto con dos tripulantes que pilotarían el submarino y lo vigilarían mientras se desarrollaba la operación de rescate. La nave se parecía mucho más a un yate de lujo que a un submarino. Capaz de alcanzar grandes velocidades en la superficie gracias a sus potentes motores diesel, navegaba sumergido propulsado por motores eléctricos. Con una velocidad de doce nudos debajo del agua, el Nomad podía sumergirse hasta una profundidad de trescientos metros. El diseño original permitía llevar a bordo a una docena de personas con toda comodidad, pero Cabrillo lo había hecho reformar para que cupiera el triple, aunque estuvieran apretados como sardinas, para misiones como aquella.
Cerraron la escotilla, y la nave, sujeta a la eslinga, fue levantada por una grúa hasta el centro del tanque. El operador miró hacia la sala de control, y Cabrillo le dio la orden de que la bajara. Luego, poco a poco, el submarino bajó hasta el agua. En cuanto se posó, los submarinistas retiraron la eslinga y subieron cogidos a ella hasta una pasarela junto a la grúa.
- Control de radio -dijo Seng-. ¿Me escucháis?
- Alto y claro como si estuvieras a mi lado -le aseguró Linda.
- ¿Está despejado el camino?
- No hay movimiento de barcos, solo se ven tres barcas de pesca que van hacia el canal. A diez metros de profundidad estarás muy por debajo de las quillas y las hélices.
- Tened el café preparado -dijo Seng.
- Bon voyage -le deseó Cabrillo.
- Eso es fácil de decir -replicó Seng.
Al cabo de unos segundos, se apagaron las luces del Nomad y desapareció en las oscuras aguas de la bahía.
Los pilotos del submarino utilizaron el GPS para fijar el rumbo exacto hasta la sección de los muelles que era su punto de destino. Gracias al sistema láser que les permitía detectar los pilones, se colaron entre la popa y la proa de dos barcos portacontenedores que estaban descargando y buscaron su camino entre los enormes pilones. Una vez debajo del muelle y fuera de la vista de cualquiera que estuviese en este, emergieron y acabaron la maniobra con una cámara de visión nocturna que aumentaba la intensidad de las luces de la ciudad que se filtraban entre las tablas del muelle.
- Tenemos el muelle flotante de mantenimiento a proa -anunció uno de los pilotos.
No hubo necesidad de comprobar las armas o el equipo de supervivencia. Aunque todos llevaban armas cortas, querían parecer un pequeño pelotón de soldados que cruzaba la ciudad sin ninguna aviesa intención contra sus ciudadanos. Solo se preocuparon de asegurarse de que sus uniformes estuvieran presentables. Todos los miembros combatientes del equipo habían pertenecido a las fuerzas especiales. Tenían órdenes estrictas de no cometer una matanza a menos que fuera absolutamente necesario para proteger su vida. Seng había comandado un grupo de reconocimiento de la infantería de marina y nunca había perdido un hombre.
Cuando el Nomad chocó suavemente contra el muelle flotante, Seng salió del submarino, seguido de cerca por su equipo, y subió la escalera hasta la caseta donde se guardaban las herramientas de los trabajadores de mantenimiento. Abrió fácilmente la puerta desde el interior y, después de asomar la cabeza para verificar que no había nadie cerca, hizo un gesto para avisar a los demás de que lo siguieran.
Las luces de las grúas y los barcos que estaban descargando alumbraban el muelle como si fuera pleno día, pero afortunadamente la puerta daba al otro lado y el equipo formó en las sombras. Luego, en columna de dos en fondo y al paso, atravesaron el muelle y rodearon el almacén.
Seng miró su reloj: las nueve y treinta y seis de la noche.
Disponían exactamente de veinticuatro minutos para llegar a la entrada de la cárcel. Encontraron el vehículo nueve minutos más tarde, aparcado cerca de una farola junto al almacén. Se trataba de una furgoneta Ford de 1951 que parecía haber superado hacía tiempo la marca de los tres millones de kilómetros. Las letras rojas pintadas en el costado de la caja de cuatro metros de longitud decían GONZÁLEZ FRUTAS Y VERDURAS. La presencia del conductor solo era visible por el resplandor del cigarrillo.
Seng se acercó a la ventanilla abierta, con una mano en la culata de la Ruger P97 45 con silenciador, y dijo en voz baja:
- Dos.
El conductor exhaló una nube de humo al interior de la cabina y respondió:
- Uno.
- Subid atrás -ordenó Seng al equipo-. Yo iré con el conductor.
Abrió la puerta del pasajero y subió al vehículo. No cruzaron palabra mientras el conductor ponía la furgoneta en marcha y salía de la zona portuaria para circular por las calles de la ciudad. No había ni una sola farola encendida en toda la avenida que bordeaba la bahía, ya fuera porque nadie había reemplazado las bombillas fundidas o para ahorrar electricidad.
Después de unas pocas manzanas el conductor dobló para entrar en una de las arterias principales e inició la suave subida hacia la colina de San Juan.
Santiago, la segunda ciudad más grande de Cuba, estaba en la provincia de Oriente y había sido la capital de la isla en el siglo XVII. Rodeada de colinas donde había plantaciones de azúcar y tabaco, la ciudad era un laberinto de callejuelas, con plazas pequeñas y edificios de estilo colonial español con grandes balcones.
Seng permanecía en silencio, concentrado en observar las calles laterales y las coordenadas que aparecían en la pantalla de su GPS para asegurarse de que el conductor seguía la dirección correcta. Casi no había tráfico, y solo se veían viejos coches aparcados. En cambio, las aceras estaban atestadas de personas que habían salido a dar un paseo después de cenar o a tomar una copa. El sonido de los ritmos cubanos era omnipresente.
La mayoría de las fachadas de las tiendas y los edificios de apartamentos tenían la pintura desvaída y desconchada, aunque algunas lucían brillantes colores. Las alcantarillas y las aceras se mantenían limpias, pero todos los cristales de las ventanas estaban sucios. En general, la gente parecía feliz. Se escuchaban risas y voces que cantaban. Nadie se fijó en la furgoneta que avanzaba lentamente por el centro de la ciudad.
Seng vio a unos pocos hombres de uniforme, al parecer más interesados en hablar con las mujeres que en estar atentos a una invasión extranjera. El conductor encendió otro cigarrillo que olía a rayos. Seng nunca había fumado y se apretó más contra la puerta al tiempo que acercaba el rostro a la ventanilla abierta con expresión de disgusto.
Diez minutos más tarde la furgoneta llegó a la puerta de entrada de la fortaleza. El conductor detuvo el vehículo a unos cincuenta metros de distancia de la puerta.
- Los esperaré aquí-dijo, en un inglés casi perfecto. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde el muelle.
- ¿Es usted profesor? -le preguntó Seng.
- Enseño historia en la universidad.
- Gracias.
- No tarde mucho. La furgoneta despertará sospechas si continúa aquí pasada la medianoche.
- Nos marcharemos mucho antes -le aseguró Seng.
Seng se apeó de la cabina y miró a un lado y otro de la calle con cautela. Estaba desierta. Golpeó suavemente en la puerta trasera. Los miembros del equipo bajaron en el acto y marcharon en formación hasta la puerta. Seng tocó el timbre. Escucharon cómo sonaba en la sala de guardia al otro lado de la puerta. Al cabo de unos pocos minutos apareció un guardia frotándose los ojos. Era obvio que había estado durmiendo.
Estaba a punto de decirle a los intrusos que se marcharan cuando vio las insignias de coronel en el uniforme de Seng y se apresuró a abrir la puerta, tras lo cual dio un paso atrás y saludó marcialmente.
- Coronel, ¿qué lo trae a la fortaleza a estas horas de la noche?
- Soy el coronel Antonio Yarayo. Me envían del Ministerio de Seguridad del Estado con este equipo para interrogar a uno de los presos. Una nueva investigación ha descubierto una presunta operación de espionaje estadounidense. Creemos que conoce ciertas informaciones que podrían sernos útiles.
- Con su permiso, mi coronel, pero debo pedirle la autorización.
- Como debe hacer todo buen soldado -afirmó Seng, muy en su papel. Le entregó un sobre al guardia-. ¿Por qué no hay más personal de servicio?
- Hay un guardia más que vigila las celdas.
- Bien, no veo ninguna razón para estar aquí fuera toda la noche. Lléveme a la sala de guardia.
El vigilante los condujo inmediatamente a una sala donde no había más mobiliario que una mesa, dos sillas y una fotografía de Castro joven, colgada en la pared.
- ¿Quién es el oficial que tiene el mando?
- El capitán Juan López.
- ¿Dónde está?
- Tiene una novia en la ciudad. Volverá mañana por la mañana a las nueve.
- Un arreglo muy conveniente -comentó Seng en tono aburrido-. ¿Usted cómo se llama?
- Soy el teniente Gabriel Sánchez, señor.
- ¿Cómo se llama el guardia que vigila las celdas?
- Es el sargento Ignez Maceo.
- Verifique los documentos para que podamos continuar.
Mientras el teniente se sentaba a la mesa y abría el sobre, Seng se situó a su espalda y sacó del bolsillo una pistola de aire comprimido. Sánchez extrajo del sobre un par de tebeos. Los miró desconcertado.
- Coronel, no entien…
Eso fue todo lo que llegó a decir antes de que Seng le disparara en el cuello un pequeño dardo cargado con un tranquilizante. El teniente miró a Seng con expresión de asombro y se desplomó inconsciente sobre la mesa.
Seng le arrojó un rollo de cinta adhesiva a uno de sus hombres. Habían ensayado los movimientos tantas veces que no era necesario dar órdenes. Dos de ellos se encargaron de maniatar al guardia dormido y, tras revisarle los bolsillos y apoderarse de una curiosa llave redonda, lo encerraron en un armario. Otro miembro del equipo se ocupó de destrozar sistemáticamente todos los sistemas de alarma y comunicaciones.
Mientras recorrían a buen paso los pasillos y túneles y bajaban la escalera de piedra que conducía a las celdas, Seng sabía exactamente dónde se encontraba gracias a la imagen holográfica de la fortaleza que se había aprendido de memoria.
El tiempo no los apremiaba, pero tampoco podían permitirse desperdiciarlo. Ahora comprendía por qué no había más que unos pocos guardias vigilando la cárcel. Las paredes eran muy gruesas, y solo había un camino de entrada y salida de las celdas ubicadas por debajo del nivel de la calle. La única vía de escape de un preso era la misma por donde había llegado el equipo del Oregón: desde el exterior. Una serie de bombillas eléctricas alumbraban el pasillo. El techo era muy alto, pero el corredor era angosto. La escalera acababa delante de una puerta de acero que tenía el grosor de la puerta de una cámara acorazada. Una cámara de vigilancia apuntaba amenazadoramente a Seng y a sus hombres. Habían llegado a la parte más difícil, pensó, mientras introducía la curiosa llave redonda en la cerradura. Rogó para sus adentros que la llave hiciera su función sin necesidad de añadir algún código.
Sus temores se vieron confirmados cuando hizo girar la llave y se escuchó un timbre al otro lado de la puerta. Un minuto más tarde una voz preguntó por el interfono:
- ¿Quién llama?
- Soy el coronel Antonio Yarayo, de la Seguridad del Estado. Vengo con un equipo para interrogar a los traidores.
Hubo una pausa. Seng no esperó la respuesta.
- Abra. Traigo la autorización y todos los documentos. El teniente Sánchez no ha podido acompañarnos porque dijo que no podía dejar sin vigilancia la puerta principal. Usted es el sargento Ignez Maceo, ¿no? -Seng sostuvo el sobre en alto-. Si tiene alguna duda, aquí tengo su hoja de servicios.
- Pero, señor -protestó la voz de Maceo-, si se abre la puerta antes de las ocho de la mañana, sonarán las alarmas en la central de vigilancia del fuerte Canovar.
- Le ordené al teniente Sánchez que desconectara la alarma -mintió Seng.
- Señor, él no puede hacerlo. La puerta está conectada a un sistema independiente en la oficina del jefe de seguridad. No se puede abrir hasta las ocho de la mañana.
Era un obstáculo más por superar, pero no del todo inesperado. Seng confiaba en que los oficiales de seguridad creerían que se trataba de un fallo en el sistema de alarma y que llamarían a la cárcel para comprobarlo antes de enviar a los agentes.
Maceo cayó en la trampa. Unos segundos más tarde se oyó el chasquido de la cerradura y de los cerrojos que salían de los encastres, y la enorme puerta se abrió silenciosamente. El sargento Maceo saludó a su supuesto superior.
Seng no se molestó en devolverle el saludo. Apuntó el arma a la garganta de Maceo y apretó el gatillo. El sargento puso los ojos en blanco y se desplomó como un saco de patatas.
La cárcel no tenía nada de moderna. Las puertas de hierro de las celdas databan del siglo XIX y aún necesitaban de la vieja llave sujeta al cinturón de Maceo. Seng cogió la llave y comenzó a abrir las puertas. No bien franqueado el paso, Julia Huxley entraba rápidamente en la celda para comprobar el estado de su ocupante. El equipo de Seng colaboró ayudando a salir al pasillo a los aturdidos reclusos, que se temían lo peor.
- Hay cinco que no están en condiciones de subir la escalera y salir a la calle -informó Julia-. Habrá que sacarlos en angarillas.
- En ese caso los cargaremos a la espalda -respondió Seng-. No somos bastantes para llevar cinco angarillas.
- Estos pobres diablos creen que los vamos a fusilar -comentó un miembro del equipo, un hombre alto y fornido de cabellos rojo fuego.
- ¡No tenemos tiempo para explicaciones! -replicó Seng en tono seco. Sabía que los oficiales de seguridad se estarían preguntando por qué la alarma de la cárcel de Santa Úrsula se había disparado a esas horas de la noche. Sin duda llamarían y entonces descubrirían que las líneas estaban cortadas. No tenía idea de cuánto tardarían en enviar a sus agentes para investigar la situación-. Julia, reúne a los que puedan valerse por sus propios medios. Los demás que carguen con aquellos que no pueden caminar.
Se pusieron en marcha. Cada miembro del equipo llevaba a un cubano al hombro, mientras que con el brazo libre sostenía a otro de los presos, que apenas si conseguían subir los escalones. Julia iba a la retaguardia con dos mujeres a las que sujetaba por la cintura sin dejar de susurrarles palabras de aliento cuyo significado solo podrían entender por la suavidad de su tono, ya que apenas sabía el castellano necesario para pedir un cóctel Margarita.
Subir la interminable escalera fue un suplicio para los exhaustos presos, pero no había vuelta atrás. Si los capturaban los ejecutarían en el acto. Continuaron subiendo, con el inmenso esfuerzo reflejado en el rostro. Esos hombres y mujeres que habían renunciado a toda esperanza hacía mucho tenían ahora una oportunidad de llevar una vida normal gracias a este grupo de locos que estaban arriesgando la vida para rescatarlos.
Seng no podía permitirse compadecerse de sus sufrimientos. Cualquier sentimiento de compasión quedaba para más tarde, cuando se encontraran todos sanos y salvos a bordo del Oregón.
Se concentró en llevarlos hacia la puerta principal, sin distraerse ni un momento de su objetivo. Por fin la cabeza de la columna llegó a la sala de guardia, junto a la puerta. Seng espió el exterior con mucha cautela. No había ni coches ni personas a la vista. La furgoneta continuaba aparcada en el lugar donde la habían dejado.
Los hombres que cargaban con aquellos que no podían caminar jadeaban por el esfuerzo, empapados en sudor. Seng observó la calle y los edificios vecinos con sus gafas de visión nocturna. La zona estaba despejada. Más tranquilo, hizo que todos salieran a la calle y los envió hacia donde esperaba la furgoneta.
Corrió de nuevo a la sala de guardia para ver al vigilante.
Continuaba inconsciente. Vio una luz roja en una centralita junto a la mesa. La alarma se había activado cuando habían abierto la puerta que daba a las celdas. Comenzó a sonar un teléfono. Lo descolgó sin vacilar y dijo:
- ¡Un momento!
Colgó el auricular y salió corriendo.
El equipo de rescate y los cubanos estaban amontonados en la caja del vehículo como empleados japoneses en el metro a la hora punta. El conductor metió la marcha con un sonoro rechinar de engranajes, y la furgoneta se puso en camino. Las calles mostraban la misma tranquilidad de antes, casi sin coches, mientras los cubanos disfrutaban de la noche sentados en los balcones de sus casas y en las terrazas de los bares.
Seng asomó la cabeza por la ventanilla, atento al sonido de las sirenas o de las alarmas. Solo escuchó la música que salía de los locales nocturnos, mezclada con el traqueteo del tubo de escape, que parecía estar a punto de desprenderse, y los estampidos cada vez más frecuentes del silenciador. El ruido del tubo de escape acabó por ahogar a todos los demás. Vio que algunos de los transeúntes miraban por un segundo la furgoneta y después se despreocupaban. Los tubos de escape sueltos y los silenciadores perforados eran algo común entre las antiguallas que circulaban por las calles de Santiago. La gente tenía cosas más interesantes en que pensar.
El chófer conducía a una velocidad de tortuga, pero Seng no rechistó. Una furgoneta que circulaba sin prisas por la ciudad no despertaría sospechas. Después de lo que le pareció una hora, aunque en realidad no fueron más que quince minutos, llegaron al lugar de donde habían salido. Seng miró el muelle de un extremo a otro y luego ordenó que bajaran para ir a la caseta. En los cinco minutos que tardaron no se produjo ningún incidente.
La suerte aguantaba. La única actividad visible era la descarga de los dos grandes barcos portacontenedores. Aunque sin relajar la vigilancia, Seng respiró un poco más tranquilo.
Abrió la puerta de la caseta y los hizo bajar por la escalera de madera. En la penumbra vio la vaga silueta de uno de los pilotos del Nomad, que estaba en el muelle flotante para ayudar a los cubanos a subir a la nave. El otro se encontraba abajo, encargado de acomodarlos lo mejor posible en la cabina principal del submarino.
En cuanto Seng y Julia, que fueron los últimos en subir, pisaron la cubierta, el piloto soltó las amarras, miró por un instante hacia la caseta y comentó:
- Vamos bien de tiempo.
- Regresa al barco lo más rápido que pueda llevarnos este cacharro -replicó Seng-. No pudimos evitar que sonara una de las alarmas. Me sorprende que los agentes de seguridad no nos estén pisando los talones.
- Si no os han seguido hasta aquí -señaló el piloto tranquilamente mientras cerraba la escotilla-, nunca adivinarán cómo habéis llegado.
- Al menos hasta que descubran que el Oregón ha desaparecido de su fondeadero.
El submarino tardó unos segundos en sumergirse por completo. Un cuarto de hora más tarde emergió en el tanque del Oregón. Los submarinistas lo sujetaron con la eslinga, y la grúa levantó delicadamente al Nomad hasta el nivel de la segunda cubierta. El equipo médico de Huxley esperaba en la pasarela junto con varios miembros de la tripulación para trasladar a los cubanos hasta la enfermería del barco, excelentemente equipada.
Eran las once y tres minutos de la noche.
Un hombre casi esquelético, con los cabellos prematuramente blancos, identificó a Cabrillo como uno de los oficiales y se acercó a él con paso vacilante.
- Señor, me llamo Juan Tural. ¿Puede decirme quiénes son ustedes y por qué nos han rescatado de la cárcel de Santa Úrsula?
- Somos una empresa, y nos contrataron para hacer este trabajo.
- ¿Quién los contrató?
- Unos amigos suyos en Estados Unidos -respondió Cabrillo- No le puedo decir nada más.
- Entonces, ¿no tiene ningún propósito idealista, ninguna causa política?
Cabrillo esbozó una sonrisa al escuchar la pregunta.
- Siempre tenemos un propósito.
Tural exhaló un suspiro.
- Había esperado que la salvación, cuando llegara, fuera desde otro sector.
- Su gente carece de medios para hacerlo. Así de sencillo.
Por eso apelaron a nosotros.
- Es una lástima que su única motivación sea el dinero.
- No lo es. El dinero no es más que un medio -declaró el capitán-. Le permite a nuestra empresa escoger sus misiones y financiar nuestras obras de beneficencia. Es una libertad de la que ninguno de nosotros disponíamos cuando trabajábamos para nuestros respectivos gobiernos. -Miró su reloj-. Ahora, si me perdona, aún no estamos fuera de peligro.
Se alejó sin más mientras Tural lo miraba, asombrado.
«Las once y diecisiete. Si vamos a largarnos, ahora es el momento», pensó Cabrillo. Sin duda a esas horas ya habrían descubierto la fuga, y los agentes estarían recorriendo la ciudad y el campo en busca de los fugitivos y las personas que los habían rescatado. El único vínculo era el conductor de la furgoneta, pero el hombre no podría suministrar ninguna información a los servicios de seguridad aunque lo torturaran. La persona que se había puesto en contacto con él no había mencionado el Oregón. El conductor solo sabía que el grupo de rescate había desembarcado en otra parte de la isla.
Cabrillo cogió el teléfono y llamó al presidente de la empresa a la sala de máquinas.
- ¿Max?
- Hola, Juan -respondió Hanley en el acto.
- ¿Los tanques de lastre están vacíos?
- Hasta la última gota y el casco está levantado para ir a máxima velocidad.
- Está a punto de cambiar la marea y nos hará girar. Será mejor que nos marchemos cuando la proa todavía apunte hacia el canal principal. En cuanto comencemos a recoger el ancla, pondré los motores a marcha lenta. No tiene sentido alertar de nuestra partida a cualquier observador que esté en la costa. A la primera señal de alarma o cuando lleguemos al canal, lo que suceda antes, pondré el programa a toda máquina. Necesitaremos toda la potencia que puedan darnos los motores.
- ¿Crees que podrás guiarnos por un canal tan angosto en plena noche y a máxima velocidad sin un práctico?
- El ordenador de la nave registró cada centímetro del canal y la posición de las boyas cuando entramos. Nuestra ruta de escape está calculada y programada en el piloto automático.
Dejaremos que Otis se encargue de sacarnos.
Otis era el nombre que la tripulación le había puesto al sistema de pilotaje automático de la nave. Podía pilotar al Oregón con una desviación mínima de la ruta trazada.
- Por muy bueno que sea el ordenador, no será sencillo navegar por ese canal a una velocidad de sesenta nudos.
- Lo haremos -afirmó Cabrillo, y colgó. Marcó otro número-. Mark, quiero un informe de nuestros sistemas de defensa.
Mark Murphy, el especialista en armamento del Oregón, respondió con su acento tejano:
- Al primer movimiento de cualquiera de los lanzamisiles cubanos, los borraremos del mapa.
- Recuerda que quizá envíen aviones cuando estemos en mar abierto.
- También nos ocuparemos de ellos.
Cabrillo miró a la encargada de seguridad y vigilancia, que estaba a su lado.
- Linda…
- Todos los sistemas están operativos -le informó Ross sin inmutarse.
Cabrillo colgó el teléfono y se relajó. Encendió un habano.
Observó a los tripulantes que se encontraban en el centro de control. Todos lo miraban, expectantes.
- Bien, creo que ha llegado el momento de marcharnos -anunció con voz pausada.
Dio la orden al ordenador. El cabestrante comenzó a girar y el ancla empezó a subir lenta y silenciosamente desde el fondo de la bahía, gracias al forro de teflón que habían colocado en el escobén para evitar el roce de los eslabones. Otra orden y el Oregón inició la navegación a una velocidad prácticamente imperceptible.
En la sala de máquinas, Max no apartaba la mirada de los indicadores del panel de control. Los cuatro enormes motores magneto-hidrodinámicos eran un invento revolucionario en el transporte marítimo. Aumentaban la electricidad existente en el agua de mar antes de hacerla pasar por un núcleo magnético que se mantenía al cero absoluto con helio líquido. Con la corriente eléctrica así generada se producía la energía necesaria para impulsar agua a través de las turbinas que propulsaban la nave.
Los motores del Oregón no solo eran capaces de mover el carguero a una velocidad increíble, sino que además solo necesitaban como combustible el agua de mar que pasaba por su núcleo magnético. La fuente de propulsión era inagotable.
Otra ventaja era que el barco no precisaba depósitos de combustible y por lo tanto podía aprovechar dicho espacio para otros propósitos.
Solo había otros cuatro barcos en todo el mundo equipados con esta clase de motores: tres cruceros y un petrolero. La empresa que había instalado los motores en el Oregón se había comprometido a guardar el secreto.
Hanley cuidaba estas máquinas de alta tecnología con mucho mimo, si bien eran de toda confianza y casi nunca causaban problemas. Las atendía como si fuesen una parte de sí mismo, y las tenía siempre a punto para funcionar al máximo y durante mucho tiempo. En esos momentos las vigilaba mientras se ponían en marcha automáticamente y comenzaban a mover el barco hacia el canal que los llevaría a mar abierto.
Arriba, en el centro de mando, los paneles blindados se deslizaron sin ruido para dejar a la vista un gran ventanal en el mamparo de proa. Los hombres y mujeres que miraban atentamente las luces de la ciudad hablaban en voz muy baja, como si los soldados a cargo de los sistemas de defensa cubanos pudieran escuchar sus palabras.
Cabrillo vio otro barco que salía de la bahía por delante de ellos.
- ¿Qué barco es ese? -preguntó.
Uno de los miembros del equipo buscó en el ordenador la lista de los barcos que arribaban y zarpaban.
- Es un mercante de bandera china que transporta un cargamento de azúcar a Hangchou -informó-. Está saliendo del puerto casi una hora antes del horario fijado.
- ¿Cómo se llama? -preguntó Cabrillo.
- Aurora, Roja. La compañía naviera es propiedad del ejército chino.
- Apaga todas las luces exteriores y aumenta la velocidad hasta situarnos a popa de la embarcación que tenemos a proa -ordenó Cabrillo al ordenador-. La utilizaremos como el señuelo que nos sacará de aquí.
Las luces de navegación y de la cubierta se apagaron, y la oscuridad envolvió al buque mientras se acortaba la distancia que los separaba del mercante chino. En el interior de la cabina de mando, las luces se redujeron a un resplandor verde azulado.
Cuando el Aurora Roja enfiló el canal y dejó atrás la primera hilera de boyas, el Oregón se encontraba a unos cuarenta metros de su popa. Cabrillo mantuvo su barco a suficiente distancia para que las luces de cubierta de la embarcación china no iluminaran su proa. Era una maniobra muy arriesgada, pero confiaba en que la silueta de su barco se confundiera con la sombra del Aurora Roja.
Cabrillo echó una ojeada al gran reloj colocado en el mamparo, encima de la ventana; el minutero marcaba las once horas y treinta y nueve minutos. Solo faltaban veintiún minutos para la prueba de los sistemas de defensa cubanos.
- Seguir al Aurora Roja nos está demorando -comentó Linda-. Estamos perdiendo un tiempo precioso.
- Tienes razón, no podemos seguir esperando -admitió Cabrillo-. Ya ha cumplido su propósito. -Se inclinó para hablar ante el micrófono del ordenador-. ¡A toda máquina, y adelanta al barco que tenemos delante!
Como si se tratara de una lancha de carreras con unos motores descomunales y un piloto que apretara el acelerador al máximo, el Oregón hundió la popa en el agua y levantó la proa muy por encima de las olas cuando los impulsores funcionaron a toda potencia y crearon un enorme cráter en su estela. Avanzó de un salto por el canal y se adelantó al mercante chino con tal facilidad que parecía que este se hubiese detenido. Los marineros chinos lo vieron pasar con una expresión de asombro e incredulidad. Cada vez más rápido se alejó en la oscuridad como un caballo desbocado. La velocidad era la gran baza del Oregón. Cuarenta nudos, cincuenta. Cuando pasó por delante del castillo del Morro, en la entrada de Santiago, navegaba a una velocidad cercana a los sesenta y dos nudos. No había en el mundo ningún otro barco de aquel tamaño que pudiera igualar su velocidad.
Las luces de los faros en lo alto de los acantilados no tardaron en convertirse en unos puntos de luz intermitentes en el horizonte nocturno.
En tierra se dio la alarma de que un barco había zarpado sin autorización, pero los operadores de los radares y las baterías no dispararon los misiles. Los oficiales se resistían a creer que un barco de tales dimensiones pudiera avanzar a la velocidad que marcaban los instrumentos. Concluyeron que se trataba de un fallo en los radares, y no quisieron lanzar los misiles contra lo que no podía ser un blanco real.
El Oregón ya se encontraba a veinte millas de la costa cuando un general de la seguridad cubana llegó a la conclusión de que la súbita partida del barco y la fuga de los presos de Santa Úrsula podían estar relacionadas. Ordenó que dispararan los misiles contra el barco fugitivo; pero cuando la orden llegó a las baterías el Oregón ya estaba fuera del alcance de los proyectiles.
Entonces ordenó que despegaran los aparatos de caza de la fuerza aérea cubana con la misión de interceptar y hundir al misterioso navío antes de que alcanzara la protección de un barco del servicio de guardacostas de Estados Unidos. Era imposible que escaparan, pensó, mientras se sentaba, encendía un puro y exhalaba una nube de humo azul hacia el techo. A cien kilómetros de su despacho, dos viejos MIG despegaron de su base y pusieron rumbo hacia donde los radares cubanos situaban al Oregón.
Cabrillo no necesitaba estudiar la carta marina para ver que navegar alrededor de la punta de Cuba desde Santiago por el canal de Barlovento y después continuar rumbo al noroeste hacia Miami era un suicidio. Durante casi seiscientas millas, el Oregón se encontraría a menos de cincuenta millas de la costa cubana, lo que equivalía a pasearse por una galería de tiro. La opción más segura era poner rumbo al sudoeste alrededor de la punta sur de Haití y luego seguir al oeste hacia Puerto Rico, que era un territorio bajo jurisdicción norteamericana. Allí podría desembarcar a sus pasajeros para que recibieran atención médica antes de ser trasladados a Florida.
- Se acercan dos aviones no identificados -anunció Linda.
- Los tengo -confirmó Murphy, que miraba la consola donde aparecían varias pantallas de radar con una multitud de botones e interruptores.
- ¿Puedes identificarlos? -preguntó Linda.
- El ordenador los identifica como una pareja de MIG-27.
- ¿A qué distancia se encuentran? -preguntó Cabrillo.
- A sesenta millas y acercándose -contestó Murphy-, Esos pobres tipos no tienen idea de lo que les espera.
Cabrillo se volvió hacia el experto en comunicaciones, Hali Kasim.
- Intenta ponerte en comunicación con ellos en castellano.
Avísales de que llevamos a bordo misiles tierra-aire y que los abatiremos si se muestran hostiles.
Kasim no necesitaba hablar castellano para transmitir la advertencia. Solo tuvo que comunicarle al ordenador que tradujera el mensaje emitido por la radio en veinte frecuencias diferentes. Al cabo de un par de minutos sacudió la cabeza.
- Nos reciben pero no responden.
- Creen que se trata de un farol -opinó Linda.
- Continúa emitiendo -dijo Cabrillo-. ¿Cuál es el alcance de sus misiles? -le preguntó a Murphy.
- De acuerdo con las especificaciones, van armados con misiles de corto alcance. Unas diez millas.
- Si no interrumpen la persecución antes de llegar a las treinta millas, abátelos -manifestó Cabrillo con una expresión grave-. Espera, mejor todavía. Dispara uno de los nuestros y guíalo manualmente para que les pase muy cerca.
Murphy hizo los cálculos necesarios y apretó un botón rojo.
- Misil fuera -anunció.
En el centro de mando se escuchó un sonido similar al de una fuerte ráfaga de viento cuando un misil salió de la lanzadera por una abertura situada en la cubierta y se elevó hacia el cielo nocturno. Siguieron su recorrido hacia el noroeste en los monitores hasta que desapareció de las pantallas.
- Cuatro minutos para la pasada -informó Murphy.
Todas las miradas se centraron en el gran reloj colocado encima de la ventana. Nadie dijo ni una palabra. Les pareció que el minutero tardaba una eternidad en dar una vuelta completa.
Por fin, Murphy comunicó en tono neutro:
- El misil ha pasado a ciento cincuenta metros por encima y entre los aparatos hostiles.
- ¿Han captado el mensaje? -preguntó Cabrillo, con un leve toque de aprensión en la voz.
Siguió una larga pausa mientras el operador comprobaba las lecturas de los instrumentos.
- Han emprendido el camino de regreso -manifestó Murphy, satisfecho-. Dos cubanos que han estado de suerte.
- Dos tipos lo bastante listos para darse cuenta de que llevaban las de perder.
- Desde luego -asintió Linda, con una sonrisa de oreja a oreja.
- Hoy no nos hemos manchado las manos con sangre -comentó Cabrillo, sin disimular su complacencia. Se inclinó hacia delante en la silla para hablarle al ordenador-. Pasa a velocidad de crucero.
La operación clandestina casi había acabado: habían cumplido el contrato. El Oregón y su tripulación de ejecutivos no se consideraban afortunados: el logro era el resultado de una combinación de capacidades especiales, experiencia, inteligencia y un estudio exhaustivo de la operación. A partir de ese momento, excepto por el técnico que vigilaba el centro de mando y los sistemas de navegación, todos podían relajarse. Algunos se dirigieron a sus camarotes para disfrutar de un bien merecido descanso, mientras los demás se reunían en el comedor del barco para tomar un bocado y comentar los acontecimientos.
Cabrillo se retiró a su camarote con los mamparos revestidos de teca y sacó un abultado paquete de la caja de seguridad instalada en el suelo, debajo de la alfombra. Era el siguiente contrato. Cogió los documentos y, cuando acabó de leerlos, dedicó casi una hora a planear los primeros niveles de las tácticas y estrategias que seguirían.
El Oregón entró en el puerto de San Juan de Puerto Rico después de dos días y medio de navegación, y descargó a los exiliados cubanos. Antes de que se pusiera el sol, la notable embarcación había zarpado de nuevo con su curiosa tripulación de ejecutivos para dirigirse a su siguiente misión. En su transcurso, robarían un objeto de un valor incalculable, restituirían en el poder a un líder divino y liberarían a una nación.
Pero, cuando el Oregón abandonó el puerto, Cabrillo no se encontraba a bordo. Volaba hacia el este contra el sol naciente.
2 El Falcon 2000EX color burdeos despegó del aeropuerto de Heathrow a las seis de la mañana y aterrizó en Ginebra a las nueve y media hora suiza. El reactor tenía una velocidad de crucero de 0,80 mach y una autonomía de vuelo de siete mil cuatrocientos cuarenta kilómetros; costaba veinticuatro millones de dólares. Winston Spenser era el único ocupante.
A su llegada al aeropuerto internacional de Ginebra en Cointrin, Spenser fue recibido por un chófer que lo llevó en un Rolls-Royce hasta el hotel. Allí, fue acompañado de inmediato hasta una suite sin tener que pasar por la recepción. Una vez en su habitación, Spenser dedicó unos minutos a su aseo personal.
De pie delante de un espejo de cuerpo entero, contempló su imagen. Tema una nariz aristocrática, ojos de un color azul pálido y una piel a la que no le habría venido mal un poco de sol.
La barbilla y las mejillas eran poco definidas. En honor a la verdad, su imagen siempre parecía un tanto desenfocada, como si le faltara carácter. El suyo no era el rostro de un hombre al que los demás seguirían; era el de un simple empleado muy bien pagado.
Cuando acabó de mirarse, guardó el frasco de su carísima colonia en un neceser Burberry y abandonó la habitación para ir a almorzar. La subasta de arte a la que asistiría en Ginebra no tardaría en empezar.
- ¿Desea algo más, señor Spenser? -preguntó el camarero.
Spenser miró por un momento los restos de su almuerzo.
- No, creo que esto es todo.
El camarero asintió y retiró los platos; luego sacó un recogedor y un cepillo del bolsillo del delantal y barrió las pocas migas que había en el mantel. Después se retiró discretamente.
Nadie llevó la cuenta, ni el dinero cambió de manos. El coste del almuerzo y la propina se incluirían en la cuenta de la habitación, que Spenser nunca vería.
En el otro extremo del comedor, Michael Talbot observaba a Spenser. Talbot, un marchante de San Francisco, se había cruzado con Spenser en otras ocasiones. A lo largo del último año, el rechoncho británico había pujado más que los clientes de Talbot, porque los clientes de Spenser parecían disponer de unos recursos ilimitados.
Talbot solo podía rogar que ese día fuese diferente.
Spenser vestía un traje gris con chaleco y llevaba una pajarita azul a lunares. Sus zapatos negros resplandecían, lo mismo que sus uñas, y sus cabellos cortos, impecablemente peinados, teman hebras grises propias de su edad, que rondaría la sesentena.
En una ocasión, cuando Talbot se encontraba en Londres por asuntos de negocios, había intentado visitar las oficinas de Spenser. No encontró ningún número de teléfono, no había ninguna placa en la entrada del pequeño edificio de piedra gris, y la presencia de una muy discreta cámara de vigilancia colocada encima del timbre era el único detalle moderno. Talbot había llamado dos veces, pero nadie respondió.
Spenser intuyó que Talbot lo estaba mirando pero se limitó a espiarlo de reojo. De los otros siete hombres que según Spenser estarían interesados en el objeto que él había ido a comprar, el norteamericano sería quien haría las ofertas más elevadas. El comprador de Talbot era un millonario de Silicon Valley aficionado al arte asiático. La prepotencia del multimillonario era un punto a favor de Spenser. El orgullo del hombre lo llevaría a sobrepasar su límite; pero, como había sucedido en otras ocasiones, cuando llegaba la hora de la verdad y había que pujar en serio, se enfadaba y abandonaba la subasta.
Los nuevos ricos no eran rivales, pensó Spenser. Se levantó dispuesto a volver a su habitación. La subasta comenzaría a la una de la tarde.
- Lote treinta y siete -anunció el subastador en tono reverente-. El Buda de oro.
Acercaron a la tarima una gran caja de caoba y el subastador apoyó una mano en el cierre de la tapa.
El público era reducido. Se trataba de una subasta secreta y las invitaciones se habían cursado únicamente a aquellos pocos escogidos que podían permitirse pagar fortunas por obras de arte de procedencia un tanto dudosa.
Spenser no había hecho ni una sola oferta. El lote veintiuno, un bronce de Degas que sabía que había sido robado de la colección de un museo doce años atrás, le había interesado, pero la puja había subido por encima del límite fijado por su cliente sudamericano. Se distanciaba cada vez más de los clientes con un presupuesto fijo, incluso si el límite era de millones.
La subasta de ese día era el primer paso de su plan de retiro. El subastador abrió la tapa de la caja al mismo tiempo que Spenser apretaba un botón en el minúsculo teléfono móvil que llevaba en el bolsillo del chaleco. Susurró en el micrófono sujeto en el ojal de la solapa.
- Dígale a su patrón que están exhibiendo el objeto -le comunicó a un ayudante que estaba a miles de kilómetros de Ginebra.
- Pregunta si es lo que usted esperaba -dijo el ayudante.
- Y más aún -afirmó Spenser en voz baja.
Transcurrieron unos segundos mientras el ayudante retransmitía la respuesta.
- Compre al precio que sea -dijo el ayudante.
- Será un honor -repuso Spenser mientras recordaba la historia del objeto.
El Buda de oro databa del año 1288, cuando los emperadores de lo que más tarde se convertiría en Vietnam habían encargado la estatua para celebrar su victoria sobre los ejércitos de Kublai Kan. Doscientos setenta kilos de oro extraídos de las minas de Laos se habían convertido en una efigie del Iluminado de casi dos metros de altura. Los ojos eran trozos de jade de Tailandia y un collar de rubíes de Birmania le rodeaba el cuello. La barriga del Buda estaba ceñida por un cinturón de zafiros tailandeses y el ombligo era un ópalo grande como un puño con un brillo iridiscente. La estatua había sido entregada como un regalo al primer Dalai Lama en el año 1372.
Durante quinientos ochenta y siete años, el Buda de oro había permanecido en un monasterio del Tíbet y después había acompañado al Dalai Lama en su exilio. Mientras lo transportaban en el mismo avión en que viajaba el Dalai Lama para exponerlo en Estados Unidos, la obra de arte había desaparecido cuando el aparato hizo una escala en el aeropuerto de Manila.
El presidente Ferdinando Marcos siempre había sido el principal sospechoso. Desde entonces, no se había vuelto a saber nada más del Buda, hasta que de pronto había reaparecido misteriosamente para esta subasta. La identidad del vendedor continuaba siendo un enigma.
Si bien era prácticamente imposible fijar un valor a tan extraordinario objeto, eso era lo que estaba a punto de pasar. Las estimaciones más cautas hablaban de un valor entre los cien y los ciento cincuenta millones de dólares.
- Comenzaremos la subasta con un precio de salida de cincuenta millones de dólares americanos -anunció el subastador.
Una cantidad muy modesta, pensó Spenser. Solo el oro ya valía el doble. Eran la historia y la belleza, no el material, lo que lo convertían en una obra de arte sin precio. «Será por la mala situación económica mundial», se dijo Spenser.
- Tenemos cincuenta millones. Ahora sesenta -avisó el subastador.
Talbot levantó su paleta cuando se ofrecieron ochenta.
- Ochenta, ahora noventa -comunicó el subastador sin cambiar el tono.
Spenser miró a Talbot, que se encontraba al otro lado de la sala. Típicamente americano, con el móvil pegado al oído y la paleta con el número en la mano, como si le preocupara que el subastador pudiera no ver sus señales.
- Noventa, ahora cien -continuó el subastador.
La oferta de cien millones era de una marchante sudafricana. Representaba a un cliente que había hecho su fortuna con los diamantes. Spenser admiraba a la mujer -había compartido con ella una copa de jerez en más de una ocasión-, pero también conocía las costumbres de su patrón. Cuando el valor sobrepasaba la cantidad que a su juicio podría obtener en una venta posterior, dejaba de pujar. El hombre amaba el arte, pero solo compraba a su precio y si tenía la seguridad de que después obtendría una ganancia.
Alguien ofreció ciento diez millones desde el fondo de la sala. Spenser se volvió para mirar al postor. Resultaba difícil determinar su edad, pero parecía rondar los sesenta a juzgar por las canas de la larga cabellera y la barba del hombre. No obstante, había dos cosas extrañas. Spenser conocía a todos los presentes, al menos de vista o por la reputación, pero este era un desconocido. Además parecía totalmente despreocupado, como si estuviese pujando en la subasta de alguna entidad de beneficencia y no en una donde las cantidades en juego equivalían al presupuesto anual de un pequeño país. Sin duda el desconocido tenía todo el derecho a estar presente -la empresa de subastas se habría encargado de verificar a fondo sus antecedentes-, pero ¿quién era?
Un magnate farmacéutico alemán ofreció ciento veinte millones.
- Ciento veinte, ahora ciento treinta.
Era la oferta de Talbot, que agitaba la paleta como un agente de tráfico.
Las pujas se hicieron más lentas a partir de los ciento cuarenta millones ofrecidos por el hombre de cabellos grises. Spenser volvió a mirarlo y sintió una ligera aprensión. El desconocido lo miraba directamente a los ojos. Luego le hizo un guiño.
El inglés sintió que un sudor helado le recorría la espalda.
Miró a un lado. Talbot conversaba animadamente a través del móvil. Intuyó que el millonario de Silicon Valley comenzaba a desanimarse.
- Dígale -susurró Spenser en su teléfono- que ahora estamos en los ciento cincuenta, y que quizá todavía haya otra oferta.
- Él quiere saber si usted ya ha pujado.
- No -respondió Spenser-, pero saben que estoy aquí.
Spenser conocía al subastador desde hacía años y le había comprado en multitud de ocasiones; el hombre no dejaba de observarlo como un halcón. Cualquier sonrisa, cualquier gesto suyo sería interpretado como una oferta.
- Dice que ofrezca doscientos -le transmitió el ayudante- y acabe con ellos.
- De acuerdo -asintió Spenser.
Luego, casi en cámara lenta, separó dos dedos y se los llevó a los labios.
- Tengo una oferta de doscientos millones -anunció el subastador, impertérrito.
Una subida de cincuenta millones cuando el subastador había estado insistiendo para que ofrecieran diez más.
- Ofrecen doscientos millones -repitió el subastador en voz baja-. ¿Alguien sube a doscientos diez?
En la sala reinó un silencio sepulcral. Spenser se volvió para mirar hacia el fondo. El hombre de los cabellos grises había desaparecido.
- Doscientos a la una -dijo el subastador-. Doscientos a las dos. ¿Alguien da más? -Hizo una pausa-. ¡Vendido por doscientos millones más la comisión!
Se escucharon unos discretos aplausos en honor del comprador.
Spenser tardó media hora en arreglar todos los detalles del embalaje y el transporte al aeropuerto, y a las cinco de la tarde emprendió el vuelo hacia Oriente para entregar el Buda. Había contratado un avión que no se podía rastrear hasta el multimillonario de Macao que era su cliente. La compañía se encargaba de todo: lo transportaría a Oriente y, una vez allí, un camión blindado llevaría el valioso objeto a su nuevo hogar.
Todo había ido sobre ruedas.
3 Seis días después de desembarcar a los cubanos en San Juan, el Oregón había rodeado el cabo de Buena Esperanza. En la sala de mando, el mar delante de la proa aparecía en una pantalla panorámica de alta definición de un metro veinte por dos metros cuarenta. No se veía gran cosa. El sol se ponía por el oeste, y el Oregón se encontraba en una parte desierta del océano índico que quedaba fuera de las rutas marítimas habituales.
Veinte minutos antes, Hali Kasim había avistado una ballena azul. Había conectado de inmediato los sensores submarinos para realizar una medición del enorme mamífero y calcular su peso, y a continuación había introducido los datos en el ordenador para ver si aparecía en los registros.
- Es nueva -dijo Kasim, complacido.
Franklin Lincoln, el gigantón negro que compartía la guardia, desvió por un momento la mirada del solitario que aparecía en la pantalla de su ordenador.
- Tendrías que buscarte otro entretenimiento -señaló.
- Ayuda a matar el tiempo -replicó Kasim.
- También esto, y casi no ocupa memoria -afirmó Lincoln.
Se escuchó un timbrazo. Las máquinas redujeron la velocidad hasta punto muerto y el barco se detuvo.
Un hidroavión negro había aparecido por el norte. El piloto hizo una pasada por encima del Oregón para comprobar la dirección del viento por la bandera que ondeaba en el mástil de popa, y después de posarse en el agua se acercó a la nave.
- Ha llegado el presidente -anunció Kasim.
Una vez a bordo del Oregón, Juan Rodríguez Cabrillo se dirigió a su camarote. Entró, cerró la puerta, arrojó la maleta con la barba y la peluca postizas sobre la cama, se quitó los zapatos y comenzó a desabrocharse la camisa mientras caminaba hacia el baño.
A diferencia de la mayoría de los barcos, donde los baños eran poco más de un armario, el suyo era grande y lujoso. Una bañera de hidromasaje estaba instalada contra el casco, con un ojo de buey panorámico que permitía ver el mar. En ángulo con la bañera había una ducha decorada con azulejos mexicanos. En el lado de proa había un mueble integrado con un lavabo de cobre y cajones. El suelo era de parqué cubierto con mullidas alfombrillas de algodón. El inodoro estaba frente al lavabo y un banco de caoba filipina adornaba el otro mamparo.
Cabrillo contempló su imagen en el espejo encima del lavabo.
Su cabellera rubia cortada muy corta necesitaba un retoque y se dijo que debía pedirle hora al peluquero del barco, que también era el masajista. Su tez mostraba una ligera palidez que era, como bien sabía, consecuencia del estrés, y tenía los ojos inyectados en sangre. Estaba cansado y le dolían las articulaciones.
Se sentó en el banco para quitarse el pantalón y miró su pierna ortopédica. Era la tercera desde que le habían amputado la pierna después de una batalla naval con el destructor chino Ckengdo, ocurrida cuando la corporación había participado en una operación de la NUMA en Hong Kong. Era una prótesis de primera calidad, casi tan buena como la pierna que había perdido.
Se levantó y abrió los grifos para llenar la bañera.
Aprovechó para afeitarse mientras se llenaba la bañera.
Luego se lavó los dientes, se quitó la pierna ortopédica y se sumergió en el agua caliente. Mientras disfrutaba del baño, sus pensamientos volvieron al pasado…
Cabrillo pertenecía a una familia descendiente del primer explorador que había descubierto California; pero, a pesar de su apellido español, se parecía más a un surfista de Malibú que a un conquistador. Se había criado en Orange County, en el seno de una familia de clase media alta. California en los años setenta había sido un lugar desenfrenado, con los jóvenes entregados al sexo y las drogas, pero Cabrillo se había mantenido apartado de los movimientos contestatarios. Era conservador y patriota por naturaleza. Cuando todos sus amigos se dejaban crecer el pelo, él llevaba el suyo corto y bien peinado. Cuando todos vestían téjanos andrajosos y camisetas, su vestuario había continuado siendo tradicional. Pero aquello no había sido su protesta contra lo que ocurría en la sociedad, sino sencillamente la manifestación pública de quién era.
Incluso en la actualidad seguía siendo una persona que prestaba mucha atención a su atuendo y aliño personal.
En la universidad se había licenciado en ciencias políticas, y había sido un miembro muy activo del programa universitario del Centro de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva. Por tanto, no tuvo nada de particular que la CIA le ofreciera un trabajo en cuanto acabó los estudios. Juan Cabrillo tenía exactamente todo lo que la agencia buscaba en los nuevos agentes.
Era brillante sin ser un erudito, equilibrado sin ser aburrido y flexible dentro de ciertos límites.
Después de aprender castellano, ruso y árabe, demostró ser un hacha en las misiones de capa y espada. Cuando lo enviaban a un país, era capaz de sintonizar con el pulso del pueblo instintivamente. Intrépido pero controlado, no tardó mucho en convertirse en un agente de primer orden.
Entonces llegó la misión en Nicaragua.
En equipo con otro agente, lo enviaron a Nicaragua para acabar con el desarrollo de las fuerzas procomunistas del movimiento sandinista, y Cabrillo no tardó en hacer progresos. Pero en menos de un año la situación había escapado de todo control. Era la historia más vieja del mundo: demasiados caciques y muy pocos indios. Los jefes en Washington adoptaban las decisiones, y los indios de Nicaragua pagaban el pato.
Luego, cuando estallaron las bombas, tuvieron que afrontar las consecuencias.
A Cabrillo le tocó asumir la responsabilidad del fracaso, y exculpó de cualquier falta a su compañero de equipo.
Ahora su compañero, ascendido a las altas jerarquías de la CIA, le estaba devolviendo el favor. Era él quien le traspasaba las misiones que realizaban, pero ninguna se podía comparar ni de lejos con lo que en esos momentos tenían entre manos.
Solo se les pedía a Cabrillo y su equipo que hicieran lo imposible.
Mientras Cabrillo acababa de bañarse y se vestía, Kasim y Lincoln continuaban de guardia. Para la medianoche, cuando serían relevados, Kasim habría incorporado una ballena más a su registro, Lincoln habría jugado treinta y dos partidas de Carta Blanca, y ambos habrían leído tres de las revistas que habían comprado en San Juan. Lincoln era aficionado a la aeronáutica y Kasim un apasionado de los automóviles.
En honor a la verdad, los dos hombres tenían poco que hacer. El Oregón se cuidaba solo.
Media hora más tarde, aseado y vestido con un pantalón marrón, una camisa blanca almidonada y una americana Bill Blass, Juan Rodríguez Cabrillo ocupaba su lugar en la gran mesa de caoba de la sala de juntas. Linda Ross estaba sentada al otro lado con un vaso de Coca-Cola baja en calorías en la mano.
Junto a ella, Eddie Seng hojeaba una pila de páginas. Mark Murphy, sentado un poco más allá, afilaba un cuchillo de lanzar en una tira de cuero. Era una actividad que lo relajaba y probó el filo en una hoja de papel.
- ¿Qué tal ha ido la subasta? -preguntó Max Hanley.
- Pagaron doscientos millones por el objetivo -respondió Cabrillo tranquilamente.
- Vaya, lo que se dice una minucia -comentó Ross.
Al otro extremo de la mesa, delante de una batería de monitores que iba desde el suelo hasta el techo, Michael Halpert encendió un puntero láser y luego apretó el botón del mando a distancia que ponía en marcha los monitores. Esperó a que Cabrillo le indicara que podía comenzar.
- El trabajo le llegó desde Washington a nuestro abogado en Vaduz, Liehtenstein. Un contrato normal. Mitad del pago ahora y el resto al final. Ya hemos recibido cinco de los diez millones estipulados. El blanqueo del dinero se hizo a través de nuestro banco en Vanuatu, y luego se transfirió a Sudáfrica y se invirtió en la compra de monedas de oro, tal como habíamos acordado.
- A mí me parece -dijo Murphy mientras cortaba limpiamente una hoja de papel en dos- que, después de todas estas maniobras, podríamos robar el Buda de oro. Nos ahorraríamos un montón de tiempo y complicaciones. En cualquier caso, siempre nos quedaríamos con el oro.
- ¿Dónde está tu orgullo empresarial? -replicó Cabrillo con una sonrisa, consciente de que Murphy bromeaba, pero dispuesto a dejar las cosas claras-. Tenemos que considerar nuestra reputación. En cuanto le hagamos una mala jugada a un cliente, se correrá la voz y entonces ¿qué? No he visto que en las ofertas de trabajo pidan marineros mercenarios.
- Es que tú no lees los periódicos que las publican -le reprochó Seng en tono risueño-. Prueba con el Manila Times o el Bulgarian Bugle.
- Ese es el problema que se presenta cuando uno roba objetos sacados de los libros de historia -apuntó Ross-›. Son muy difíciles de revender.
- Conozco a un tipo en Grecia -replicó Murphy- dispuesto a comprar la Mona Lisa.
Cabrillo levantó las manos para pedir orden.
- Ya está bien, volvamos a lo nuestro.
Un planisferio llenó la pantalla del monitor central. Halpert señaló el punto de destino.
- A vuelo de pájaro, hay más de dieciséis mil kilómetros desde Puerto Rico hasta este punto. Por mar, mucho más.
- Solo tener que ir hasta allí incrementará nuestros costes -opinó Cabrillo-. ¿Tenemos algún otro trabajo en cartera para aquella zona del mundo cuando acabemos este?
- Todavía no tenemos nada -contestó Halpert-, pero estoy en ello. En cualquier caso, le pedí al abogado que incluyera una gratificación si entregábamos el objeto en una fecha determinada.
.-¿De cuánto es la gratificación y cuál es la fecha? -preguntó Cabrillo.
- La gratificación es de otro millón -informó Halpert-. La fecha señalada es el treinta y uno de marzo.
- ¿Por qué el treinta y uno de marzo? -preguntó el capitán.
- Porque es la fecha en que el líder volverá a reunirse con su pueblo.
- Ah. Bien. De acuerdo, o sea que disponemos de siete días, tres de los cuales se irán en el viaje. Eso nos deja cuatro días para entrar en un edificio custodiado, robar un objeto de oro que pesa doscientos setenta kilos y después transportarlo a lo largo de casi cuatro mil kilómetros hasta un país montañoso que la mayoría de las personas solo conocen porque se lo mencionaron en la escuela.
Halpert asintió con un gesto.
- Promete ser divertido -afirmó Cabrillo.
4 Chuck Gunderson, Canijo, comía lonchas de queso Cheddar y rodajas de salchichón mientras pilotaba el Citation X y contemplaba las montañas que sobrevolaba. Gunderson medía poco más de un metro noventa, pesaba alrededor de ciento veinticinco kilos y había jugado de zaguero en el equipo de la Universidad de Wisconsin antes de licenciarse y entrar al servicio de la Agencia de Inteligencia de Defensa. Los años que había pasado en la AID habían aumentado su pasión por volar, algo que había mantenido cuando se marchó para trabajar en el sector privado. En esos momentos, sin embargo, lo que Gunderson deseaba era tener una botella de cerveza para acompañar su comida. En cambio, tuvo que conformarse con una botella de ginger ale Blenheim's que ni siquiera estaba fría.
Comprobó una vez más los indicadores de vuelo; todos estaban en verde.
- El señor Citation es feliz -comentó en voz alta mientras daba unas palmaditas al interruptor del piloto automático.
Spenser fue hasta la cabina del piloto, llamó a la puerta y la abrió sin esperar respuesta.
- ¿Su compañía ha hecho los arreglos para que el camión blindado nos espere en el aeropuerto de Macao? -preguntó.
- No se preocupe -respondió Gunderson-. Se han ocupado de todo.
En el puerto de Aomen la actividad era frenética. Los sampanes y las barcazas compartían las vías acuáticas con modernos barcos mercantes y lujosos yates. El viento soplaba de tierra, y el olor de los fuegos de las cocinas de la China continental se mezclaba con el aroma de las especias que descargaban en los muelles. A dieciocho kilómetros en el mar de la China, y cuando solo faltaban unos minutos para el aterrizaje, Gunderson recibió instrucciones para la aproximación final.
Spenser miró la caja con el Buda de oro amarrada al suelo al final del pasillo.
En aquel mismo momento, Juan Cabrillo disfrutaba de un espresso después de una excelente comida que había consistido en un solomillo con verduras, una selección de quesos y un postre helado. Se limpió los labios con la servilleta antes de hablar desde la cabecera de la mesa en el comedor del barco.
- Tenemos un hombre en Macao -dijo-. El se encargará del transporte en cuanto nos hayamos hecho con el Buda.
- ¿Cuál es su plan? -preguntó Hanley.
- Todavía no lo tiene claro -admitió Cabrillo-, pero siempre se le ocurre algo que funciona.
- Tengo los planos detallados del puerto y de toda la ciudad -informó Seng-. Tanto el puerto como el aeropuerto están a poco más de un kilómetro del lugar donde creemos que llevarán el Buda de oro.
- Eso es un golpe de suerte -afirmó Linda Ross.
- El país entero tiene unos veinte kilómetros cuadrados -le recordó Seng.
- ¿Fondearemos fuera del puerto? -preguntó Mark Murphy.
Cabrillo asintió con un ademán.
- Entonces necesitaré las coordenadas GPS de todo el país -manifestó Murphy-. Solo como medida de precaución.
Pasó una hora antes de que los directivos de la empresa acabaran de analizar los detalles.
- Om -susurró el hombre-. Om.
El hombre que más se beneficiaría con la devolución del Buda de oro no tenía idea de la tremenda actividad que lo rodeaba. Meditaba en el tranquilo jardín de una casa en Beverly Hills, California. Próximo a cumplir los setenta años, no parecía haber envejecido como el común de los mortales. El paso del tiempo sencillamente lo había moldeado en un ser humano más completo.
En 1959, los chinos lo habían obligado a escapar de su país y a refugiarse en la India. En 1989 le habían otorgado el premio Nobel de la Paz por su continuada labor en pro de la restauración de la liberad en su país por medios no violentos. En un país donde una casa centenaria era considerada histórica, este hombre era la decimocuarta reencarnación de un antiguo líder espiritual.
En ese instante, el Dalai Lama viajaba de regreso al hogar transportado por los vientos de su mente.
Winston Spenser estaba cansado e irritable. No había descansado desde que había salido de Londres, y el aburrimiento viaje y los años comenzaban a pasarle factura. El Citanon X carreteó por la pista hasta detenerse en un extremo apartado del aeropuerto, y Spenser esperó a que el piloto abriera la escotilla para bajar a tierra. El furgón blindado aguardaba a unos pocos metros de distancia, con las puertas traseras abiertas. A cada lado del vehículo había un guardia armado vestido con un uniforme negro. Parecían tan amigables como un grupo de matones. Uno de los guardias se le acercó.
- ¿Dónde está el objeto? -preguntó sin rodeos.
- En una caja en la cabina principal -respondió Spenser.
El hombre llamó a su compañero con un gesto.
En aquel mismo instante, Gunderson bajó la escalerilla.
- ¿Quién es usted? -le preguntó uno de los guardias.
- Soy el piloto.
- Vuelva a la cabina hasta que hayamos terminado.
- Eh -exclamó Gunderson cuando el más corpulento de los guardias lo sujetó por un brazo y lo obligó a entrar en la cabina de mando y cerró la puerta.
Luego los dos hombres bajaron la caja por una rampa con ruedas y la empujaron hasta el furgón. Volvieron a utilizar la rampa para meterla en el vehículo. Una vez cargada, movieron el furgón para cerrar las puertas. Uno de los guardias cerraba las puertas con llave cuando reapareció Gunderson.
- Puede estar seguro de que informaré de lo ocurrido -afirmó el piloto.
El guardia se limitó a esbozar una sonrisa y fue a sentarse en el asiento del copiloto.
- ¿Al templo A-Ma? -preguntó el conductor, que asomó la cabeza por la ventanilla.
- Sí -contestó Spenser.
El guardia le señaló una limusina Mercedes-Benz verde oscuro que estaba aparcada a poca distancia.
- Usted nos seguirá en aquel coche.
El conductor subió el cristal de la ventanilla y puso el furgón blindado en marcha.
Spenser se apresuró a subir a la limusina y siguió al furgón.
El vehículo blindado y la limusina con Spenser cruzaron el puente Macao-Taipa, giraron en la rotonda, pasaron por delante del hotel Lisboa y tomaron por Infante Dom Henrique hasta que cambió de nombre y la calle se convirtió en San Mo La, o Carretera Nueva. En el extremo oeste de la isla, llegaron al cruce con rúa das Lorchas y tomaron la dirección sur a lo largo del muelle.
El muelle parecía el escenario de una película de aventuras.
Los juncos y sampanes se apiñaban en el puerto, mientras que la calle costanera estaba atestada de tiendas que ofrecían desde pollos desplumados hasta pipas de opio de plata. Los turistas no se cansaban de hacer fotos mientras clientes y vendedores regateaban con el típico sonsonete del chino cantones.
En el cruce con rúa do Almirante Sergio, la caravana se desvió a la izquierda, pasó por delante de la estación de autobuses y entró en los jardines del templo A-Ma. El templo, construido en el siglo xrv, era el más antiguo de Macao y se alzaba en una colina densamente arbolada desde donde se veía el mar. El complejo religioso consistía en cinco santuarios unidos por sinuosos senderos de gravilla. En el aire flotaba un olor a incienso cuando Spenser se apeó de la limusina y se acercó al furgón blindado. En aquel momento, alguien arrojó un petardo para espantar a los malos espíritus. Spenser se agachó instintivamente, con la mirada puesta en la ventanilla abierta.
- ¿Está usted bien, señor? -le preguntó el conductor.
- Sí -respondió Spenser un tanto avergonzado mientras se erguía-. Tengo que entrar un momento. Tenga la bondad de esperarme.
El conductor asintió y Spenser se alejó por el sendero.
Spenser entró en el templo y se dirigió hacia una de las habitaciones traseras que el jefe de la congregación utilizaba como despacho. Llamó a la puerta. Un hombre con la cabeza afeitada y vestido con una túnica amarilla respondió a la llamada. Sonrió al ver al visitante.
- Señor Spenser, ha venido a recoger su caja.
- Así es.
El monje hizo sonar una campanilla y aparecieron otros dos monjes.
- El señor Spenser ha venido a buscar su caja -les comunicó-. El les explicará lo que deben hacer.
Una muy generosa contribución al templo había asegurado que el señuelo estuviera allí hasta que lo necesitara. Una buena mentira solucionaría el resto.
- He traído un Buda de oro que me gustaría exhibir durante un tiempo -explicó Spenser con una amable sonrisa-. ¿Tiene algún lugar donde ponerlo?
- Por supuesto. Tráigalo.
Veinte minutos después habían terminado con el cambio.
El Buda de oro estaba ahora oculto y a la vista de todos. Media hora más tarde, y a poco más de un kilómetro, el furgón blindado hizo la última entrega del día. Después de despedir a los guardias, Spenser y su cliente de Macao contemplaban el preciado objeto.
- Es más de lo que había soñado -afirmó el multimillonario.
«Pero menos de lo que cree», pensó Spenser.
- Me complace que le agrade -respondió en voz alta.
- Ha llegado el momento de celebrarlo -dijo el millonario con una amplia sonrisa.
Las bandejas de plata colmadas de exquisitos bocados ocupaban la mesa de cerezo en el inmenso comedor de la casa.
Spenser no había tocado la carne de mono ni los erizos de mar, y había optado por el pollo en salsa de cacahuetes. Así y todo, el picante de los acompañamientos le estaba destrozando el estómago, y no veía la hora de dar por acabada la velada.
Spenser ocupaba un extremo de la mesa y el dueño de la casa la cabecera. En los laterales se hallaban seis concubinas, tres a cada lado. Después de tomar el postre, que consistió en una crema de frambuesas heladas, y de los puros y el brandy de rigor, el millonario se levantó.
- ¿Nos refrescamos un poco, Winston, y dejamos que las damas hagan su trabajo? -sugirió.
El hombre no tenía idea de que sería el dueño del falso Buda de oro durante menos de una semana.
Winston Spenser no tenía manera de saber que le quedaban menos de quince días de vida.
5 Langston Overholt IV estaba en su despacho en Langley, Virginia, sentado en una silla de respaldo alto puesta de costado respecto a la mesa. Sujetaba una raqueta de paddle negra, con el mango envuelto en cinta adhesiva blanca manchada de sudor. Golpeaba lenta y metódicamente la dura pelota de goma negra hasta una altura de sesenta centímetros. Cada cuatro golpes, hacía girar la raqueta para pegarle con el otro lado. La acción mecánica lo ayudaba a pensar.
Overholt era delgado sin llegar a ser flaco, más enjuto y nervudo que huesudo. Medía un metro ochenta y cinco y pesaba setenta y cinco kilos, con la piel tensa sobre unos músculos largos y cuadrados más que redondeados y gruesos. Su rostro, rectangular y muy anguloso, no era mal parecido. Tenía los cabellos rubios salpicados con algunas canas en las sienes, y se los cortaba cada dos semanas en la peluquería de la CIA que estaba en el mismo edificio.
Overholt era un corredor.
Había comenzado durante su último año en el instituto, cuando el furor por correr se había extendido por todo el país gracias al libro The Complete Runner de Jim Fixx. Había continuado corriendo en la universidad. El matrimonio, el ingreso en la CIA, el divorcio y su segundo matrimonio no habían aminorado su pasión. Correr era una de las pocas cosas que aliviaban el estrés de su trabajo.
El estrés era un estado permanente en Overholt.
Desde que había ingresado en la CIA a poco de licenciarse, había servido a las órdenes de seis directores diferentes. En la actualidad, por primera vez en décadas, Langston Overholt IV tenía la oportunidad de cumplir con la promesa que le había hecho su padre al Dalai Lama, y al mismo tiempo saldar la deuda pendiente con su viejo amigo Juan Cabrillo. No había perdido ni un segundo en poner en marcha sus planes. En aquel momento, sonó el teléfono.
- Señor-dijo su ayudante-, es el DDO. Quiere reunirse con usted lo antes posible.
Overholt cogió el teléfono.
La temperatura en Washington no tema nada que envidiarle al desierto del Sahara, y la humedad rivalizaba con la de los pantanos de Florida. En el interior de la Casa Blanca, los acondicionadores de aire funcionaban a pleno rendimiento, pero no conseguían reducir la temperatura por debajo de los veinticinco grados centígrados. La casa del presidente era vieja, y había un límite a las reformas que se podían hacer a un edificio antiguo sin poner en peligro su estructura tradicional.
- ¿Existe alguna foto oficial del presidente trabajando en camiseta en el Despacho Oval? -preguntó el presidente en tono burlón.
- Lo comprobaré, señor -respondió el ayudante que acababa de hacer pasar al director de la CIA.
- Gracias, John -dijo el presidente.
El mandatario extendió la mano por encima de la mesa para estrechar la del director de la CIA, mientras el ayudante cerraba la puerta y los dejaba solos. El presidente le señaló una silla al visitante.
- Mis ayudantes son más listos que el hambre -comentó-, pero carecen de sentido del humor. Es probable que el chico lo esté consultando ahora mismo con el historiador de la Casa Blanca.
- Si alguien lo hizo alguna vez -señaló el director con una sonrisa-, tuvo que ser Lyndon Johnson.
Cuando uno tiene diecisiete años y conoce al director de la Agencia Central de Inteligencia, jugar a los espías resulta divertidísimo. Cuando después llega a presidente, tiene la oportunidad de ver cómo son las cosas en la realidad. El tiempo no había disminuido su entusiasmo; al presidente continuaba apasionándolo jugar a los espías.
- ¿Qué tienes para mí? -preguntó el presidente.
- El Tíbet -contestó el director sin preámbulos.
El presidente asintió. Luego acomodó el ventilador que tenía sobre la mesa para que la corriente de aire les llegara a los dos.
- Explícamelo.
El director de la CIA buscó en su cartera y sacó unos cuantos documentos.
Después explicó su plan.
En Pekín, el presidente Hu Jintao leía unos documentos que mostraban la realidad de la situación económica china. El panorama era sombrío. La carrera por la modernización exigía cada vez más petróleo, y los chinos aún no habían conseguido nuevos yacimientos rentables dentro de sus fronteras. La situación no había sido un problema grave unos años antes, cuando el precio del barril de petróleo estaba bajo mínimos; pero, con las recientes subidas, el aumento de los costes representaba un auténtico desastre. Por si fuese poco, estaban los japoneses, cuyas propias necesidades energéticas los llevaban a una puja que los chinos no podían ganar.
Jintao miró a través de la ventana. Ese día el aire estaba más limpio de lo habitual; una ligera brisa se llevaba el humo de las fábricas lejos del centro de la capital, pero no era lo bastante fuerte para llevarse la carbonilla amontonada en el marco de la ventana. El mandatario observó un gorrión que se había posado en el marco. El gorrión caminó de un lado al otro, dejando la huellas de sus diminutas patas en el polvo negro, y luego se detuvo para mirar directamente a Jintao a través del cristal.
- ¿Cómo harías tú para bajar los costes? -le preguntó Jintao-. ¿Sabes dónde podríamos encontrar petróleo?
6 El Oregón dejó atrás las islas Paracelso en plena noche y en medio de un tremendo aguacero. El viento soplaba en fuertes rachas sin dirección ni propósito. Durante unos minutos golpeaba al barco por la banda, y luego cambiaba rápidamente ora a proa ora a popa. En la popa, las empapadas banderas giraban en los mástiles con la misma velocidad con que un niño explorador frotaría dos astillas para encender un fuego.
En la sala de mando, Franklin Lincoln miraba la pantalla del radar. El borde de la tormenta comenzó a desaparecer poco antes de que el barco cruzara el paralelo de los veinte grados.
Se acercó a uno de los terminales del ordenador, tecleó las órdenes y esperó mientras se cargaban las imágenes de satélite de la costa china.
Una nube de smog cubría la zona de Hong Kong y Macao.
Miró por un momento a Hali Kasim, que compartía con él la guardia nocturna. Kasim dormía profundamente, con los pies apoyados en el panel de control y la boca entreabierta.
Kasim era capaz de dormir durante un huracán, pensó Lincoln, o en esta parte del océano, un ciclón.
A la misma hora en que el Oregón navegaba con rumbo este, Winston Spenser se despertó, sobresaltado. Durante la tarde había ido al templo de A-Ma para ver el Buda de oro. La estatua continuaba en la caja de caoba, con la tapa abierta, en la habitación donde lo habían colocado. El marchante había ido solo; era una cuestión de sentido común que el menor número posible de personas supiera dónde estaba el Buda, pero la experiencia le había resultado inquietante.
Sabía que la estatua no era más que una masa de oro y piedras preciosas, pero por alguna extraña razón se diría que el objeto poseía una fuerza vital. Aquella montaña de oro resplandecía en la penumbra de la habitación como si estuviese iluminada por una luz interior. Los grandes ojos hechos con placas de jade parecían seguir cada uno de sus movimientos.
Por otro lado, si para algunos su expresión era bondadosa -la de un profeta obeso y bonachón-, Spenser tenía la impresión de que se burlaba de él. Como si no lo hubiese sabido desde el primer momento, Spenser se convenció de que lo que había hecho no era un golpe maestro. El Buda de oro no era un vulgar trozo de tela con manchas de pintura: era la encarnación de la reverencia, hecho con amor y respeto, y él lo había robado como quien roba una golosina.
El Dalai Lama oía el lento correr del agua sobre las piedras mientras meditaba. En los bordes de su mente había una perturbación, y centró su voluntad en disiparla. Veía la esfera de luz en el centro de su cabeza, pero los bordes eran desiguales y latían. Poco a poco alisó las señales, y la esfera comenzó a condensarse hasta que no quedó más que un punto de luz blanca.
Después comenzó a inspeccionar el envoltorio físico.
Había una perturbación, y crecía por momentos.
Dieciocho minutos más tarde, volvió a su cuerpo físico y se levantó.
A una distancia de siete metros, sentado a la sombra de una sombrilla verde junto a la piscina con forma de riñón de la finca de Beverly Hills, estaba su Chikyah Kenpo. El Dalai Lama se acercó. El actor de Hollywood que era su anfitrión sonrió y se puso de pie.
- Es hora de que regrese a casa -manifestó el Dalai Lama.
El actor no puso ningún reparo a la decisión de su invitado.
- Su santidad -respondió-, mandaré que preparen mi avión.
En el norte del Tíbet, en la frontera entre las provincias de U-Tsang y Amdo, la montaña de Basatongwula Shan dominaba las llanuras. El pico nevado era un centinela que montaba guardia en una zona donde pocos hombres se aventuraban.
Para el ojo inexperto, las tierras alrededor del Basatongwula Shan parecían áridas y desoladas, un páramo que no tenía ningún uso. Esto podía ser cierto en la superficie.
Pero debajo, oculto durante siglos, había un secreto conocido por unos pocos elegidos.
Un yak avanzaba con paso cansino por un sendero pedregoso. En el lomo llevaba un pájaro negro que permanecía en silencio mientras se dejaba llevar por la bestia. Primero poco a poco, pero cada vez con mayor intensidad, una onda sísmica sacudió la tierra. El animal comenzó a temblar con tanta fuerza que el pájaro remontó el vuelo. El yak hundió las pezuñas en el suelo y se mantuvo firme mientras la tierra se sacudía. En cuanto la tierra se tranquilizó, el yak reanudó su marcha.
En cuestión de minutos, la piel de las patas y el vientre quedó cubierta con el polvillo de un mineral que a lo largo de innumerables generaciones había hecho ricos a algunos hombres y enloquecido a otros muchos.
El vicepresidente de operaciones Richard Truitt continuaba despierto. Su reloj biológico aún no había acabado de acomodarse y su noche correspondía al día de Macao. Conectó el ordenador para consultar su correo electrónico. Había un mensaje de Cabrillo enviado unas pocas horas antes. Como todos los mensajes que recibía del presidente, este era breve:
«Confirmación recibida de la casa de George. Todos los sistemas en marcha. ETA 33 horas».
La CIA continuaba en el tema y el Oregón llegaría en menos de dos días. Truitt tenía mucho trabajo por delante y poco tiempo. Llamó al servicio de habitaciones para que le llevaran un plato de huevos con jamón. Después fue al baño para afeitarse, ducharse y ponerse el disfraz.
7 Juan Cabrillo acabó el último bocado de su tortilla de beicon ahumado y queso gorgonzola, y apartó el plato.
- Es un milagro que no pesemos todos más de cien kilos -comentó.
- Pues valió la pena levantarse para desayunar los bocaditos de queso jalapeño -señaló Hanley-. Estoy seguro de que si mi ex esposa hubiera consultado con el cocinero, quizá hoy aún estaría casado.
- ¿Qué tal va el divorcio? -preguntó Cabrillo.
- Bastante bien -respondió Hanley-, si tenemos en cuenta que según mi última declaración de la renta solo ingresé treinta mil dólares.
- No te pases -le advirtió Cabrillo-. No quiero que ningún abogado comience a husmear en las cuentas.
- Sabes que no lo haré. -Hanley cogió la jarra termo y sirvió más café-. Solo espero a que Jeanie se calme.
Cabrillo bebió un par de sorbos de café y se levantó.
- Quedan menos de veinticuatro horas para que lleguemos a Macao. ¿Qué tal van las cosas en la tienda de magia?
- Ya están acabados la mayoría de los decorados y ahora me pondré con los disfraces.
- Excelente.
- ¿Tienes alguna preferencia para el tuyo? -preguntó Hanley.
- Reduce los aditamentos capilares al mínimo -contestó Cabrillo-. Será un incordio con el calor que hace en Macao.
- Sahib, tus deseos son órdenes.
Cuando reformaron el Oregón en los astilleros de Odessa de acuerdo con las especificaciones de la empresa, instalaron dos cubiertas más en el interior del casco, con lo cual disponía de tres niveles, sin incluir la superestructura del puente de mando.
El nivel inferior albergaba la sala de máquinas, junto con el tanque lunar, los talleres, la armería y los almacenes. En el nivel medio, al que se accedía a través de las escalerillas o el montacargas, estaban la sala de comunicaciones, los sistemas de armamento, diversos despachos, la biblioteca y un cuarto de mapas. En el tercer nivel se encontraban el comedor, las salas de estar y un gimnasio completo, además de los camarotes y la sala de juntas. Todo el nivel tres estaba rodeado por una pista de carreras de dos vías. El Oregón era como una pequeña ciudad flotante.
Hanley salió del comedor, cruzó la pista de carreras y en lugar de utilizar el ascensor bajó por la escalera. Abrió la puerta y miró hacia abajo. Los laterales estaban revestidos en caoba y la iluminación era indirecta. Bajó los peldaños cubiertos por una mullida moqueta y se detuvo por un momento en el vestíbulo, donde se exhibían las placas y medallas otorgadas por los agradecidos clientes y países a los hombres y mujeres del Oregón.
Cruzó el vestíbulo y caminó por un pasillo en dirección a proa hasta un lugar donde los mamparos metálicos de la banda de babor habían sido reemplazados por otros de cristal. Al otro lado del cristal había lo que se parecía mucho a una tienda y taller de disfraces de Hollywood. Kevin Nixon levantó la cabeza y le hizo un gesto.
Hanley abrió la puerta del taller y entró. En el interior la temperatura era fresca y el aire olía a grasa, plástico y cera. La voz de Willie Nelson sonaba a través de los altavoces ocultos.
- ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -preguntó Hanley.
Nixon estaba sentado en un taburete alto delante de un banco de trabajo, con todas las herramientas que utilizaba colocadas en los bordes. En las manos sostenía un tocado de ceremonia con una cola de seda dorada que llegaba hasta el suelo.
- Dos horas -respondió-. Me levanté temprano, miré el correo y busqué las especificaciones preliminares.
- ¿Has desayunado?
- Comí un par de piezas de fruta -dijo Nixon-. Necesito perder por lo menos cinco kilos.
Nixon era un hombre corpulento aunque llevaba bien el peso. Si uno lo veía en la calle, pensaba que era robusto pero no obeso. Sin embargo, mantenía una lucha permanente con el peso, que oscilaba entre ciento diez y noventa y cinco kilos, de acuerdo con su voluntad de cumplir con la dieta. El verano anterior, cuando se había tomado unas semanas de vacaciones que había dedicado al senderismo por los Apalaches, había conseguido bajar a noventa, pero la vida sedentaria a bordo y los platos del cocinero lo habían hecho recaer.
Hanley se acercó al banco para mirar el trabajo de Nixon.
- ¿Eso es una prenda religiosa?
- Lo es para una macaense en la procesión del Viernes Santo.
- Necesitaremos un total de seis disfraces -le informó Hanley.
- Tengo en marcha dos de chamán y otros cuatro de penitentes.
- Me ocuparé de las máscaras -dijo Hanley, yendo a buscar otro banco de trabajo de los varios que había en la habitación.
Nixon asintió. Cogió el mando a distancia del equipo de música y apretó un botón. Se interrumpió la balada de Willy Nelson y comenzó a sonar Secret Agent Man, de Johnny Rivers.
- Te encanta hacer esto, ¿no? -comentó Hanley.
- «Hay un hombre que vive una vida peligrosa» -cantó Nixon con su voz de barítono.
- Truitt ha enviado un plano donde aparece la ruta del desfile de Viernes Santo -dijo Cabrillo-. El tráfico estará cortado en toda la zona centro.
Eddie Seng cogió una de las copias del plano.
- Es sorprendente que los chinos permitan la celebración de algo que es exclusivamente cristiano.
- Macao fue una posesión portuguesa desde 1537 a 1999 -le recordó Linda Ross-. Aproximadamente unos treinta mil habitantes son católicos.
- Además, a los chinos les encantan las fiestas -comentó Mark Murphy-. Por nada te montan un desfile.
- Truitt dice que harán lo mismo del año pasado, con una gran exhibición de fuegos de artificio que dispararán desde unas barcazas fondeadas en la bahía -explicó Cabrillo.
- Por lo tanto no podemos contar con la protección de la oscuridad ni la ausencia de luna -señaló Franklin Lincoln.
Era una ocasión que Hali Kasim no podía desaprovechar para burlarse de su amigo.
- Una verdadera lástima, Frankie, con lo bien que te fundes con el paisaje cuando está oscuro.
Lincoln se volvió hacia Kasim y se tocó la nariz con el dedo del corazón.
- Tranquilo, Kas, los fuegos de artificio también se lo pondrán difícil a los tíos paliduchos estilo Hugh Grant como tú.
- Todavía nos queda por resolver la cuestión del peso -recordó Cabrillo sin hacer caso de las pullas entre los compañeros-. El Buda de oro pesa casi trescientos kilos.
- Cuatro hombres de cada lado podrían levantar ese peso sin forzar mucho la espalda -apuntó Julia Huxley.
- Les pediré a Hanley y Nixon que construyan algo para facilitarles la carga-dijo Cabrillo-. ¿Alguna sugerencia?
El equipo continuó preparando la operación. Les quedaba menos de un día para llegar a Macao.
El presidente de la Región Autónoma del Tíbet, Legchog Raidi Zhuren, leía un informe sobre los combates en la frontera con Nepal. La noche anterior, las fuerzas gubernamentales habían matado a casi trescientos insurgentes maoístas. La ferocidad de los ataques contra los rebeldes comunistas había ido en aumento desde la primavera de 2002. Después de varios años de creciente actividad rebelde, el gobierno de Nepal había comenzado a sentirse amenazado y finalmente se había decidido a actuar con firmeza. Estados Unidos había enviado a un grupo de boinas verdes como asesores para coordinar las operaciones, y desde entonces las bajas entre los rebeldes eran cada vez mayores.
Para evitar que los combates cruzaran la frontera y el Tíbet se convirtiera en escenario de la lucha, Zhuren había llamado Pekín para solicitar el envío urgente de tropas a fin de desplegarlas en los pasos de montaña que comunicaban Nepal con el Tíbet. El presidente Jintao se había mostrado poco receptivo a la solicitud. En primer lugar, los costes de la ocupación del Tíbet eran cada vez mayores en un momento en que el presidente necesitaba recortar gastos. En segundo lugar, la presencia de los asesores de las fuerzas especiales complicaba todavía más la misión. Si un solo soldado norteamericano resultaba muerto o herido por las fuerzas chinas que custodiaban la frontera tibetana, cabía la posibilidad de que la situación se escapara de control y China se viera envuelta en otra Corea.
Por otro lado, Legchog no sabía que Jintao comenzaba a considerar al Tíbet más un riesgo que una ventaja. Había que tener en cuenta el momento; si los tibetanos se lanzaban a una revuelta popular ahora, podían sobrevenir episodios similares a los de la plaza Tiananmen, y la opinión mundial había cambiado mucho desde 1989. Con la caída del comunismo en la Unión Soviética y las relaciones cada vez más estrechas entre Moscú y Washington, cualquier represión violenta de las manifestaciones despertaría una enérgica réplica por parte de los dos frentes.
Las fuerzas norteamericanas podían lanzar sus ataques desde los portaaviones estacionados en el golfo de Bengala y las bases de Afganistán, mientras que los nasos podían desplazar sus tropas desde las repúblicas de Kirguizistán y Kazajstán, y desde la zona de la Rusia oriental limítrofe con el norte del Tíbet. Entonces sería una sarracina.
¿Para conseguir qué? ¿Quedarse con un pequeño y mísero país montañoso que China había ocupado ilegalmente?
La recompensa no justificaba los riesgos. Jintao necesitaba algo para salvar la cara, y lo necesitaba de inmediato.
8 Winston Spenser calculó sus mal habidas ganancias. La comisión del tres por ciento de los doscientos millones de dólares pagados en la subasta por el Buda de oro equivalía a seis millones. No era una cantidad despreciable. En realidad, era cinco veces más que sus ingresos del año anterior, pero era una gota en el mar comparado con el dinero que iba a cobrar por revenderlo.
En primer lugar, del cheque de seis millones de la comisión tenía que descontar lo que había pagado por la imitación. Los falsificadores de Tailandia le habían cobrado casi un millón. En segundo lugar, la compañía que había contratado en Ginebra para transportar el Buda hasta Macao y luego llevarlo en el furgón blindado hasta el templo de A-Ma le había cobrado nada menos que un millón neto por sus servicios, mientras que Spenser solo le había cargado al multimillonario una décima parte de esa cantidad para no despertar sospechas. Los sobornos que había pagado, y los que pagaría en los próximos días, cuando tenía dispuesto sacar el original de Macao para llevarlo a Estados Unidos, sumaban más o menos otro millón. La consecuencia era que, de momento, a fines prácticos, Spenser estaba en la ruina.
El marchante había utilizado todos los ahorros disponibles y todas sus líneas de crédito para financiar la operación; si no conseguía tener en sus manos el cheque de la comisión, se vería en problemas. Si Spenser no hubiese estado absolutamente seguro de que tema un comprador para el Buda de oro, quizá se habría preocupado. Arrancó la hoja de papel del bloc, la rompió en trozos minúsculos, los arrojó en el inodoro y descargó la cisterna. Luego se bebió medio baso de whisky para calmar sus nervios. Había tardado media vida en labrarse su reputación, y, si descubrían su fechoría, se hundiría en un segundo, El dinero y el oro impulsan a los hombres a hacer cosas extrañas.
Casi al otro lado del mundo, a una distancia de dieciséis husos horarios, era casi medianoche, y el multimillonario de Silicon Valley se entretenía haciendo modificaciones en su último yate.
Los planos para la enorme embarcación de cien metros de eslora habían sido creados, diseñados y corregidos en un ordenador, y era posible resaltar y modificar cada pieza, hasta los tornillos que sujetaban los treinta inodoros a la cubierta. En esos momentos, el multimillonario jugaba con los cambios en el mobiliario y la decoración, y no cabía en sí de orgullo.
El ordenador generaba un holograma de cuerpo entero de él dando la bienvenida a los invitados en el salón principal, y eso era todo un detalle, pero en ese instante quería decidir cuál sería el mejor tipo de letra para sus iniciales, que irían bordadas en el tapizado de todos los sofás, sillones y butacas. Unos años antes había comprado un título nobiliario británico de menor importancia pero que contaba con un escudo de armas, así que insertó en el emblema la inscripción que había seleccionado y después lo trasladó a la tela. «Un retrato de mi cara quedaría mejor pensó, mientras miraba el timbre real-. Así la gente podría sentarse sobre mi rostro.» La idea lo hizo sonreír; aún sonreía cuando el criado filipino entró en la habitación.
- Señor, siento interrumpirlo -dijo con voz pausada-, pero tiene una llamada de larga distancia.
- ¿Han dicho quién llama?
- Dijo que es un amigo del gordo de oro -respondió el sirviente.
- Pásame la llamada ahora mismo -ordenó el multimillonario con una amplia sonrisa.
Faltaban unos minutos para las cuatro de la tarde en Macao, y, mientras esperaba a que el multimillonario se pusiera al teléfono, Spenser jugueteaba con un distorsionador de voz que había instalado en su teléfono. Le había puesto pilas nuevas y el testigo luminoso brillaba con un color verde intenso, pero él aún tenía sus dudas sobre si el artilugio funcionaría tal como prometía la publicidad.
- Hola -dijo el multimillonario cuando se puso al teléfono-. ¿Qué tiene para mí?
- ¿Sigue usted interesado en ser el propietario del Buda de oro? -replicó una voz metálica.
- Por supuesto -afirmó el millonario. Al mismo tiempo, tecleó las órdenes en el ordenador conectado al teléfono para contrarrestar los efectos del distorsionador-. Pero no a un precio de doscientos millones.
- Yo pensaba -la voz del hombre continuó sonando distorsionada, pero entonces el ordenador obró el milagro y la voz sonó en su tono normal- en un precio de cien millones.
«Tiene acento británico», pensó el multimillonario. Talbot le había mencionado que un marchante británico había ganado la puja por el Buda, y que quizá lo había adquirido para un coleccionista de su país, pero eso no tenía sentido. Nadie compraba una cosa por doscientos millones para después salir a venderla al cabo de unos pocos días por la mitad de precio. El marchante había dado el cambiazo, o le estaba ofreciendo una falsificación.
- ¿Cómo sé que me está ofreciendo el objeto verdadero?
- preguntó el coleccionista norteamericano.
- ¿Tiene a alguien capaz de datar el oro? -replicó Spenser.
- Puedo conseguir a alguien -respondió el multimillonario.
- Entonces le enviaré una lámina del metal junto con un vídeo del momento en que se sacó de la parte inferior del objeto -prometió Spenser-. El oro utilizado para fundir el Buda fue extraído en…
- Conozco la historia -lo interrumpió su interlocutor-. ¿Cómo me mandará la muestra?
- Se la enviaré por FedEx esta noche -respondió Spenser.
El multimillonario le dio una dirección, y después preguntó:
- Si es legítima, ¿cómo querrá el pago?
- Aceptaré una transferencia en dólares americanos a una cuenta cuyo número le facilitaré en el momento de hacer el ingreso.
- Me parece razonable. Lo prepararé todo esta noche. Una cosa más. Espero que sea usted mejor ladrón que comprador de artilugios electrónicos. Su distorsionador de voz es de la peor calidad. Su acento es claramente británico, y eso me da una idea muy aproximada de quién es usted.
Spenser miró la luz verde con una expresión de disgusto, pero no dijo nada.
- Así que no lo olvide -añadió el multimillonario-: si lo que pretende es timarme, puedo ser un tipo muy desagradable.
- Paren las máquinas -ordenó Hanley El Oregón había llegado a la entrada de la bahía a las once había recogido al práctico. Varios buques portacontenedores que abandonaban el puerto habían demorado la maniobra, y la marcha hasta la boya de amarre duró casi una hora. Era mediodía cuando acabaron de fondear.
Cabrillo se encontraba junto a Hanley en el timón y contemplaba la ciudad, que rodeaba toda la bahía. El práctico acababa de marcharse, y el capitán miró por un momento la lancha que lo transportaba de regreso a tierra.
- ¿Crees que ha visto algo fuera de lo normal? -preguntó Cabrillo.
- Creo que estamos a salvo -respondió Hanley.
El primer barco de la corporación, el Oregón I había participado unos pocos años atrás en una batalla naval frente a la costa de Hong Kong que había acabado con el hundimiento del Chengdo, un navío de la armada china. Si las autoridades chinas descubrían que esta era la misma tripulación que había hundido su destructor, los colgarían a todos por espías.
- Truitt se ha ocupado de que comencemos las operaciones de carga a partir de pasado mañana -comentó Cabrillo, después de consultar la planilla donde figuraban todas las actividades planeadas-. Esto te encantará. Llevaremos un cargamento de fuegos de artificio a cabo San Lucas.
- Me parece algo muy apropiado -afirmó Hanley.
La terminal destinada a los aviones privados en el aeropuerto de Honolulú era lujosa sin llegar a la ostentación. En el interior la temperatura era de veintiún grados. Los cristales ahumados del vestíbulo permitían ver las pistas con toda claridad, y Langston Overholt IV se entretuvo mirando cómo los reactores aparecían en el cielo nocturno, aterrizaban y carreteaban por la pista para dirigirse a la zona de reaprovisionamiento de combustible cerca de los hangares particulares, Overholt no vio a ninguno de los pasajeros de los aviones; a la mayoría los esperaban las limusinas o los vehículos todoterreno al pie de las escalerillas para llevarlos a su destino final, o bien permanecían a bordo mientras cargaban combustible y reanudaban el viaje. Las tripulaciones iban y venían -consultaban los últimos partes meteorológicos, utilizaban los lavabos, o tomaban una taza de café o una pasta en el autoservicio del vestíbulo- pero, por lo demás, todo estaba tan tranquilo como si fuese la hora de la siesta. Overholt se levantó del sofá para ir hasta el mostrador. Se sirvió una taza de café y había cogido un plátano del cesto con frutas cuando sonó su teléfono móvil.
- Overholt -dijo en voz baja.
- Señor, los servicios de rastreo avisan de que el objetivo está realizando la aproximación final -le comunicó una voz desde unos cuantos miles de kilómetros de distancia.
- Gracias -respondió Overholt, y cortó.
Peló el plátano, se lo comió sin prisas y luego se acercó al mostrador de la recepción. Sacó del bolsillo una cartera de cuero, la abrió y se la entregó al empleado. El hombre vio la insignia del águila dorada y echó una ojeada a la tarjeta de identidad donde aparecía la foto de Overholt y su cargo.
- Sí, señor -dijo el recepcionista.
- .Necesito hablar con el pasajero del Falcon que aterrizará dentro de unos minutos.
- Lo comunicaré a la tripulación de tierra y le pediré un coche eléctrico -respondió el empleado al tiempo que cogía el radiotransmisor portátil-. ¿Necesita alguna cosa más?
Overholt se volvió para mirar a través de los cristales del vestíbulo. La bruma comenzaba a convertirse en llovizna.
- ¿Puede prestarme un paraguas?
El empleado estaba hablando con la tripulación de tierra, y respondió a la petición del agente con un gesto.
- Puede usar el mío -dijo cuando acabó la conversación.
Metió la mano debajo del mostrador y sacó un paraguas.
Overholt extrajo el billetero, buscó un billete de cincuenta dólares y se lo dio al empleado.
- La CIA quiere invitarlo a cenar esta noche -manifestó con una amable sonrisa.
- ¿Ahora viene cuando me dice que usted nunca estuvo aquí? -replicó el recepcionista en tono divertido.
- Más o menos.
El empleado le señaló la puerta.
- Su coche eléctrico ya está aquí.
Al otro lado de los cristales, las luces de aterrizaje del Falcon se reflejaron en la lluvia y el pavimento mojado cuando las ruedas tocaron la pista. Un vehículo guía con un panel luminoso en la parte trasera entró en la pista. Era el encargado de guiar el reactor hasta la zona de repostaje.
Entonces Overholt subiría a bordo y le preguntaría al Dalai Lama si estaba preparado para el viaje.
9 Macao es un país minúsculo formado por tres pequeñas islas conectadas por puentes. Al norte está Macao, que alberga las dependencias gubernamentales; en la isla del medio, Taipa, se encuentra el aeropuerto, construido sobre espigones y comunicado con Macao a través de dos carreteras; la isla más al sur es la de Coloane. Al norte y al oeste está la China continental, y al este, al otro lado del estrecho de Zhujiang Kou, se encuentra Hong Kong.
La antigua provincia portuguesa de ultramar había sido devuelta a China en 1999 y se administraba por un estatuto especial similar al de Hong Kong. La superficie de Macao es de poco más de veintitrés kilómetros cuadrados, y la población ronda los cuatrocientos treinta mil habitantes.
El Oregón había, fondeado frente a Coloane, muy cerca de las aguas internacionales.
- Dick -dijo Cabrillo cuando acabó de subir la escalerilla y pisó el muelle-, ¿qué tal van las cosas?
- Señor presidente -respondió Truitt-, creo que todo está en orden.
Bob Meadows y Pete Jones, antiguos SEAL de la armada y especialistas en operaciones, junto con la encargada de seguridad y vigilancia Linda Ross, se reunieron con sus compañeros.
Al ver que ya estaban todos, Truitt los llevó hasta la furgoneta.
- Voy a enseñaros el terreno -dijo Truitt en voz baja cuando subieron al vehículo.
Truitt puso en marcha la furgoneta y encaró el puente de dos kilómetros de longitud que los llevaría hasta Taipa. En el interior del vehículo reinaba el silencio, y el único sonido que se escuchaba era el de los neumáticos cuando pasaban por encima de las juntas de dilatación.
- Esto es Taipa -explicó Truitt cuando la furgoneta llegó a la isla-. Hay dos puentes que la comunican con Macao.
Cruzaremos por el más corto, que tiene un poco más de dos kilómetros de longitud.
Mientras Truitt se dirigía al segundo puente, Cabrillo miró hacia el este, donde se encontraba el otro puente y Hong Kong. Había un gran número de camiones que transportaban cargas a la terminal marítima y aérea, pero el tráfico era fluido.
- ¿Las autoridades pueden cerrar los puentes? -preguntó.
- No hay ningún sector levadizo -respondió Truitt-, aunque para cerrarlos bastaría con atravesar un par de camiones a modo de barrera. Si lo hacen podríamos tener problemas.
Las colinas de Macao se hicieron visibles.
- Algo me dice que no tendremos la suerte de que el edificio esté en el frente marítimo. ¿Me equivoco? -dijo Linda Ross.
- Lo siento, Linda -manifestó Truitt, que miró a la mujer por el espejo retrovisor-. La casa está en una ladera.
Cabrillo no desvió la mirada de la multitud y los edificios cuando la furgoneta recorrió los últimos metros del puente.
- Así que si nos pillan cuando estemos… -Su voz se apagó.
Truitt aminoró la velocidad y dobló por una calle lateral donde los coches avanzaban a paso de tortuga.
- Así son las cosas, patrón -declaró Truitt en voz baja.
- ¿Cómo es que nunca robamos cosas que estén ocultas en medio de ninguna parte? -protestó Meadows.
- Porque nos pagan para robar cosas que nunca están en medio de ninguna parte -replicó Jones con una sonrisa.
Langston Overholt había necesitado más tiempo del previsto para explicarle al Dalai Lama su propuesta, así que hizo una llamada rápida a Washington y después subió al Falcon. Volar contra el sol había hecho que la noche fuera muy larga, así que todavía estaba oscuro cuando aterrizaron en Manila para repostar. En cuanto despegó del aeropuerto internacional de Manila, el piloto fijó un rumbo que rodeaba Vietnam para luego pasar por el extremo sur de Tailandia, por encima de Hat Yai.
Después de sobrevolar Tailandia, viraría hacia el norte para cruzar el mar de Andamán y, tras otra escala técnica en Rangún, acabaría su viaje en el Punjab. Allí el Dalai Lama subiría a otro avión más pequeño que lo llevaría hasta la Pequeña Lhasa, su hogar en el exilio en el norte de la India.
En cuanto el avión alcanzó la altura de crucero, Overholt continuó con la conversación.
- Su padre era amigo mío -afirmó el Dalai Lama con voz suave-, así que he escuchado atentamente su propuesta. Pero aún tiene que explicarme cómo haremos para que los chinos me devuelvan mi país de buenas a primeras. Usted sabe que no aceptaré ningún plan que implique derramamiento de sangre.
- El presidente cree que, si conseguimos la ayuda de Rusia, la amenaza de una guerra puede hacer que los chinos cedan. Su economía está pasando por una crisis muy grave, y el coste de mantener la ocupación de su país comienza a pesarles cada vez más.
- Así que para usted el tema económico bastaría para zanjar el problema? -preguntó el Dalai Lama.
- Quizá podría ayudar el que usted ofreciera entregarles el Buda de oro -replicó Overholt, que continuó guardándose su as de triunfo para el final.
El Dalai Lama esbozó una sonrisa al escuchar la mención al Ruda de oro.
- Lo mismo que su padre, es usted un buen hombre, Langston, pero en este caso su información es errónea. Robaron el Buda de oro cuando marché al exilio. El gobierno en el exilio ya no lo puede ofrecer.
El sol acababa de aparecer en el horizonte y tiñó el fuselaje y las alas del Falcon de un color dorado. En la parte de atrás de la cabina, un auxiliar de vuelo preparaba un desayuno ligero a base de zumos y bollos. Había llegado el momento para que Overholt jugara su carta.
- Estados Unidos tiene un plan para recuperar el Buda de Oro -explicó-. Lo tendremos en nuestro poder dentro de unos pocos días.
El Dalai Lama sonrió, complacido.
- Debo confesar que es una noticia del todo inesperada.
Ahora entiendo sus motivos para acompañarme en un vuelo al otro extremo del mundo.
Overholt también sonrió.
- ¿Cree que los chinos aceptarán la estatua como pago si la acompaña la amenaza de una guerra?
El Dalai Lama sacudió la cabeza.
- No, amigo mío, no lo creo. El verdadero secreto del Buda de oro está en su interior… y los chinos pagarían lo que fuera por hacerse con el secreto.
10 Truitt salió del puente y atravesó un trébol de circulación. El hotel casino Lisboa, con sus mil habitaciones, estaba a la derecha cuando circularon en dirección oeste por la avenida Dr. Mario Soares. Al otro lado se alzaba el rascacielos de granito rosa y cristal del Banco de China. Desde los últimos pisos se tenía una visión panorámica de la China continental.
- Aunque sean anticapitalistas, saben construir bancos -comentó Meadows en voz baja.
Nadie le respondió; todos estaban enamorados del paisaje.
El centro de Macao era una mezcla de lo nuevo y lo antiguo, de estilo europeo y asiático, de lo tradicional y lo moderno.
Truitt llegó a la rúa da Praia Grande y giró a la izquierda.
- Por lo que me han dicho, esta era una hermosa avenida -explicó Truitt- hasta que comenzaron las obras para ganar tierras en el lago Nam Van.
Una multitud de camiones, mezcladoras de cemento y montañas de materiales dificultaban la circulación. Un poco más adelante, la calle pasaba a denominarse avenida da República y bordeaba el lago Nam Van.
- Aquella es la residencia del gobernador. -Truitt señaló una de las colinas-. Os llevo por el camino largo que rodea el extremo de la península para que os hagáis una idea del terreno.
La colina al norte de la residencia del gobernador se llama Penha. La que está en el extremo es Barra. Nuestro objetivo se encuentra entre las dos, en una calle llamada estrada da Penha.
Giraron a la izquierda y subieron una cuesta hasta que la furgoneta llegó a la estrada de D. Joao Paulino. Doblaron a la derecha y, después de unos metros, giraron de nuevo a la derecha para entrar en estrada de Penha, que formaba una sinuosa curva en U alrededor de la cumbre de la colina para volver a unirse con Joao Paulino.
La furgoneta pasó por el final de la curva y estaba en mitad de la subida cuando Truitt redujo la marcha.
- Allí la tenéis.
La elegante y antigua mansión era digna de un noble rural.
Un alto muro de piedra rodeaba el terreno, interrumpido solo por una verja de hierro forjado y por las hiedras. Unos árboles gigantes, plantados varias generaciones atrás, salpicaban la extensión de césped verde esmeralda. A un lado de la casa había un campo de croquet. Un poco más allá, a la derecha, al final del camino de carruajes, había un garaje de dos plantas. Un hombre lavaba una limusina Mercedes-Benz.
La mansión parecía el lugar idóneo para que la ocupara un rico armador del siglo XIX; la única concesión a la modernidad eran las cámaras de vigilancia instaladas en lo alto del muro.
- Hay seis cámaras instaladas estratégicamente en todo el perímetro.
La furgoneta se acercaba a la esquina con Joao Paulino, y Truitt aminoró todavía más la velocidad.
- Esas cámaras nos complicarían bastante las cosas -comentó Truitt, mientras frenaba al llegar al stop-, si no fuera por algo que olvidé mencionar.
- ¿Qué has olvidado decirnos? -preguntó Cabrillo.
- Nuestro objetivo ofrece una fiesta por todo lo alto -respondió Truitt. Giró a la izquierda y añadió-: Nos han contratado para amenizar la velada.
Truitt regresó por la ruta turística, pasaron por delante del templo y siguieron por la avenida junto al mar.
- ¿Y bien? -preguntó el multimillonario en tono incisivo.
Mil dólares habían proporcionado los servicios de un científico de Stanford; una llamada al rector de la universidad para recordarle la generosidad de las anteriores donaciones había conseguido la autorización para utilizar el laboratorio.
- La datación señala que pertenece al siglo XIII, pero para que pueda darle una estimación más precisa de la zona donde fue extraído tendré que fundir la mitad de la muestra.
- ¿Se puede saber a qué espera?
- Tardaré entre treinta y cuarenta y cinco minutos -respondió el científico, que ya estaba un poco harto de los malos modales del multimillonario-. ¿Por qué no va a la cafetería y toma algo?
- ¿Tienen té chai?
- No -contestó el científico, irritado-, pero cerca hay un Starbucks donde sí tienen.
Después de indicarle cómo llegar al Starbucks, esperó a que el hombre saliera y cerrara la puerta del laboratorio.
- Idiota -masculló.
Buscó un crisol y echó en el interior las limaduras de oro.
Fundió la muestra, y luego colocó el crisol en un analizador que le daría los porcentajes de los otros metales presentes. La comparación de los porcentajes con otros ya conocidos le permitiría determinar la ubicación general del yacimiento de procedencia.
Mientras aguardaba que la máquina hiciera su trabajo, el científico se entretuvo con la lectura de una revista de esquí. Al cabo de veinte minutos, el analizador le dio los resultados.
El presidente de Estados Unidos estaba sentado en una silla Adirondack detrás de la casa principal en Camp David, Maryland. Al otro lado de la mesa se encontraba el presidente de Rusia. Aunque era invisible, sobre la mesa había un paquete de dos mil millones de dólares de ayuda extranjera.
- ¿Qué le parece, Vlad? -preguntó el presidente.
- Usted sabe que nunca he sido un gran amante de los chinos -respondió el ruso-, pero la ayuda extranjera no es más que un parche. Las fábricas de mi país necesitan pedidos para que se recomponga la economía nacional.
El presidente asintió con expresión comprensiva.
- Los pedidos más importantes en mi presupuesto son siempre los aviones y las naves de guerra. El gobierno de Taiwan tiene una lista de compras más larga que mi brazo. ¿Qué le parece si desvía algunos de los pedidos a sus fábricas?
- Es usted un zorro -afirmó el mandatario ruso con una sonrisa-. Ha conseguido darme lo que mi país necesita al tiempo que nos pone en contra de los chinos, quienes, como usted sabe muy bien, consideran enemigo a cualquiera que se haga amigo de Taiwan.
El presidente se levantó de la silla y se desperezó.
- Bueno, Vlad, ¿no es ese el fondo de toda negociación, dar a las dos partes lo que quieren?
- Creo -respondió el ruso mientras se levantaba a su vez- que tenemos un trato.
- Muy bien. -El presidente señaló la casa-. ¿Qué le parece si entramos y vemos qué nos ha preparado el cocinero?
- El oro fue extraído en algún lugar de la zona de Birmania -informó el científico cuando el multimillonario regresó con un vaso de papel en la mano.
- ¿No puede ser más específico?
- Al sur del paralelo veinte, o sea, Vietnam del Sur, Laos, Tailandia y Birmania. Puedo afinar un poco más, pero eso llevará tiempo.
El multimillonario bebió un sorbo de té. Después asintió enérgicamente.
- No se preocupe. Ha dicho la palabra mágica.
Miró hacia la puerta al tiempo que cogía el móvil.
- Traiga el coche -le ordenó a su chófer.
Guardó el teléfono y se dirigió a la salida.
- ¿Quiere la muestra de oro? -le preguntó el científico desde el otro extremo del laboratorio.
- Se la regalo -gritó el multimillonario-. Tengo mucho más.
- Es usted muy generoso -murmuró el científico mientras recogía el trozo del platillo y lo guardaba en un sobre con la otra mitad de la muestra.
Guardó el sobre en un cajón de su mesa. Después fue hasta la puerta, apagó las luces y cerró la puerta al salir. Unos minutos más tarde cruzaba el campus en su monopatín, todavía desconcertado por el extraño encuentro.
En uno de los almacenes del nivel inferior del Oregón, Hanley y Kevin Nixon pasaban revista a los vehículos.
- Para estar seguros, debemos tener preparadas un par de motos y por lo menos uno de los coches todoterreno -opinó Hanley.
Nixon asintió y se acercó a una de las motos. Desde la última vez que la había utilizado, la habían sometido a una revisión a fondo. Todas las herramientas y vehículos que empleaba la corporación se mantenían siempre en perfecto estado; era una de las maneras más sencillas de asegurar el éxito.
- Me encargaré de comprobar el funcionamiento de las motos y el coche -dijo Nixon-. ¿Quieres que fabrique las placas de matrícula de Macao para todos?
- Me parece una buena idea. Hazlas normales. Olvídate de las diplomáticas.
Nixon echó un vistazo a la hoja que Cabrillo había preparado antes.
- Ross quiere equipos de comunicación con audífonos para todo el equipo de tierra, con un segundo canal para conectar con el barco.
- Comprueba que las baterías estén cargadas, y verifica que todo funcione -dijo Hanley-. Yo me encargaré de montar un repetidor para instalarlo en Barra, así no tendremos que utilizar los canales locales.
- De paso instala también una baliza -le avisó Nixon, tras otra ojeada al papel-. Murphy quiere un punto de referencia fijo por si tiene que lanzar un misil.
- Murphy es de los tipos que utilizan un ariete para clavar una chincheta -afirmó Hanley en tono de resignación.
Nixon puso en marcha el extractor de humo, tras lo cual se montó en una de las motos y accionó con el pie la palanca de arranque. El motor se puso en marcha con un tremendo rugido. Nixon lo aceleró un par de veces en vacío, y después lo tuvo funcionando al ralentí durante un par de minutos antes de apagarlo. Luego se acercó a la segunda moto y repitió la operación. Las horas pasaron mientras los dos hombres repasaban el equipo una y otra vez.
En el mismo momento, más cerca de la popa, Mark Murphy se encontraba en la armería. En la habitación había un banco con equipos de recarga y varias estanterías con municiones, cargadores, temporizadores y detonadores. En los mamparos había hileras de cajas con todo tipo de armas automáticas, fusiles y pistolas. El recinto olía a pólvora, metal y aceite.
Sobre un paño colocado encima del banco había un fusil M-16 desmontado del ejército estadounidense. Murphy puso en marcha un cronómetro digital, cogió la culata y comenzó a montar el arma. En cuanto acabó, detuvo el cronómetro; un minuto y cuatro segundos, una marca superior a lo habitual. Se acercó a uno de los cajones de municiones, sacó varios cargadores y los cargó con diferentes tipos de proyectiles.
- Dios, me encanta este trabajo -exclamó en voz alta.
La furgoneta entró en el puente que iba de Macao a Taipa.
- Los Minutemen -dijo Cabrillo-. ¿Cómo es que se te ha ocurrido ese nombre?
- Podría ser considerado como un homenaje a Paul Reveré y a la revolución -replicó Truitt, entre risas.
- En ese caso, ¿no sería mejor Paul Reveré y The Raiders?
- preguntó Jones.
- En realidad -respondió Truitt-, es el nombre del grupo que ya habían contratado.
- ¿No será una exageración que se presenten dos grupos con el mismo nombre? -señaló Ross.
- Lo sería si no fuese porque los auténticos Minutemen, un grupo californiano que está de gira por Extremo Oriente, están detenidos en Bangkok después de dos semanas de bolos por los bares de Phuket. Al parecer un oficial de aduanas encontró un canuto en el neceser del batería.
- ¿Un montaje? -preguntó Cabrillo.
- Necesario -declaró Truitt-. Los Minutemen probablemente sea el único grupo que actúa por aquí y que está limpio.
Llevan juntos desde que eran unos críos.
- Parecen buenos chicos -opinó Meadows-. No sería justo que los dejáramos pudrirse en una cárcel tailandesa.
- No te preocupes, tenemos en nómina al oficial de aduanas -manifestó Truitt-. No hay ninguna constancia oficial de la detención. Uno de los nuestros en California llamó a la compañía promotora y les explicó la situación. Además, les hemos reservado pasajes en primera clase en el vuelo de regreso a casa, dado que la actuación en Macao era la última de la gira. Ahora mismo, los Minutemen están convencidos de que son una pieza clave en la lucha contra el terrorismo y se creen a pie juntillas la historia que nos sirve de tapadera.
La furgoneta llegó a Taipa y comenzó a cruzar la isla.
- Solo me queda una pregunta -dijo Cabrillo-. ¿Quién de nosotros será el cantante?
11 El Dalai Lama bajó la escalerilla del avión en Jalandhar, en la provincia india del Punjab, en un día extraordinariamente caluroso. A pesar de que llevaba cuarenta y cinco años de exilio en la India, no había conseguido acostumbrarse al clima. Su santidad era un hombre de las montañas y echaba de menos la nieve y el frío. Olió el aire para captar el más leve olor de los glaciares en el norte. En lugar del olor de la nieve y la fragancia de los pinos, su olfato sufrió la agresión del hedor del asfalto caliente y de los humos de los centenares de camiones que circulaban por la autovía junto al aeropuerto.
De todas maneras sonrió y dio las gracias.
- Al parecer, mi transporte ya está aquí -le dijo a Overholt, que acababa de bajar del Falcon.
Un monomotor Cessna Caravan estaba aparcado a poca distancia. El piloto caminaba alrededor del aparato para comprobar que todo estuviera en orden.
- Muy bien, su santidad -respondió el agente de la CIA, -En cuanto llegue, me reuniré con mis consejeros y el oráculo -prosiguió el Dalai Lama, sin desviar la mirada del rostro de Overholt-. Si ellos están de acuerdo y usted me asegura que no habrá derramamiento de sangre, entonces aceptaré el plan que hemos preparado.
- Gracias, su santidad.
El Dalai Lama se alejó en dirección al Cessna. Cuando le faltaba poco para llegar al avión, se volvió.
- Rezaré por su padre y por usted -manifestó en voz baja-, y también para que todo esto salga como deseamos.
Overholt se limitó a sonreír mientras el Dalai Lama subía la escalerilla y entraba en el avión que lo llevaría en la última etapa de su viaje. El Dalai Lama se dirigió a uno de sus ayudantes en cuanto se sentó.
- No bien lleguemos a Pequeña Lhasa, necesito que lleven a mi despacho el cofre con todos los documentos del Buda de oro.
El ayudante tomó nota en una libreta.
- Después quiero ver a mi médico -prosiguió el Dalai Lama-. Hay algo que no está bien en mi cuerpo físico.
- Me ocuparé de que así sea, su santidad -dijo el ayudante.
El piloto arrancó el motor y realizó las últimas comprobaciones. Cuatro minutos más tarde carreteaba hacia la pista que le había indicado la torre de control, y poco después despegaba. Overholt permaneció en la pista hasta que vio despegar el Cessna y virar hacia la derecha. El Caravan era un punto contra las nubes blancas en el horizonte cuando el agente de la CIA se volvió hacia el piloto del Falcon.
- ¿Le importa si lo acompaño en el viaje de regreso a Santa Mónica? -preguntó.
- De todas maneras tenemos que regresar allí, señor -respondió el piloto-. Será un placer tenerlo a bordo.
Overholt tenía una capacidad que a menudo se pasaba por alto en los buenos agentes. Era capaz de dormir en cualquier parte.
Cuando el reactor se detuvo a repostar en Taiwan, las horas que había dormido como un bendito habían renovado su vigor. Mientras cargaban el combustible, aprovechó para dar un breve paseo y hacer una llamada desde su móvil. Se sabía el número de memoria.
La señal telefónica rebotó en un satélite que la envió a las islas Marshall, y desde allí fue retransmitida a su destino final.
La señal era codificada e imposible de rastrear, y no había manera de saber dónde se encontraba el receptor de la llamada.
Una voz respondió con el número de una extensión:
- Veinticinco veinticuatro -Juan, soy Langston -dijo el agente.
- ¿Qué pasa, amigo? -respondió Cabrillo.
- Todo parece ir a pedir de boca -manifestó Overholt-, ¿Qué tal tu equipo?
- Preparado a tope.
- Bien.
- Al parecer tenemos la oportunidad de hacer un trabajo colateral -explicó Cabrillo-. ¿Hay algún problema si lo aceptamos?
- Ninguno mientras no perjudique la operación -repuso Overholt-. Los negocios de la compañía es algo que no me concierne.
- Excelente. Si todo sale de acuerdo con lo planeado, no habrá necesidad de cargarte los gastos de viaje.
- El dinero no es problema, muchacho. Este es un asunto ordenado por la cumbre. Aquí lo importante es el tiempo. Tienes que hacerlo todo antes de Pascua.
- Precisamente nos pagan lo que pedimos porque somos la puntualidad en persona, Lang -replicó Cabrillo, de muy buen humor- Tendrás lo que necesitas, te doy mi palabra.
- Eso es lo que me encanta de ti, que eres un tipo la mar de modesto.
- Te llamaré cuando esté hecho -dijo Cabrillo.
- Solo te pido no tener que leerlo en los periódicos.
Overholt apagó el móvil, lo guardó en un bolsillo y luego hizo unos cuantos ejercicios de estiramiento antes de subir de nuevo al avión. Veinticuatro horas más tarde, subió a un avión de transporte militar en el sur de California que lo trasladó a la base de Andrews en Maryland. Allí lo esperaba un coche de la CIA que lo llevó al cuartel general.
En la mansión de estrada da Penha, los preparativos para la fiesta se hacían a marcha forzada. Un camión tras otro cruzaba la verja, aparcaba y descargaba. Tres grandes tiendas de lona blanca y amarilla a rayas fueron montadas en un santiamén, y conectaron los acondicionadores de aire para reducir un poco la temperatura en el interior. Luego colocaron dos grandes fuentes luminosas cuyos surtidores lanzaban chorros de agua hasta una altura de seis metros, alfombras rojas por las que caminarían los invitados, equipos de sonido, un piano de cola para el pianista que tocaría durante la hora del cóctel, papagayos, palomas y pavos reales, y mesas, sillas y manteles.
La organizadora de la fiesta era una portuguesa de mediana edad llamada Iselda, que llevaba los cabellos recogidos en un moño muy apretado. Fumaba sin cesar unos delgados puntos de hoja con boquilla azul mientras gritaba órdenes al personal.
- Estas no son las copas que ordené -dijo cuando un trabajador entró con un cesto en la tienda y comenzó a desembalarlas-. Pedí las copas con el filete dorado. Lléveselas.
- Lo siento, señorita Iselda -dijo el trabajador chino después de mirar la hoja de pedido-. Estas son las que aparecen en la lista.
- Lléveselas, lléveselas -repitió la mujer mientras exhalaba nubes de humo.
Un pavo real entró en la tienda y se cagó en el suelo. Iselda cogió una escoba y lo obligó a salir al jardín.
- ¿Dónde están los focos láser? -gritó sin dirigirse a nadie en particular.
En aquel mismo momento, Stanley Ho, el anfitrión de la fiesta, se encontraba en uno de los tres despachos de la casa. Este estaba en el último piso y era su refugio privado. Nadie del personal tenía autorización para entrar allí. La habitación estaba decorada de acuerdo con los gustos de Ho, que tendían a ser un tanto eclécticos. La mesa había pertenecido al mobiliario de un antiguo bergantín, mientras que el televisor tenía una pantalla de plasma.
Una biblioteca cubría toda una pared, pero en los estantes no había tomos de obras clásicas como los que se veían en las habitaciones donde tenían acceso los visitantes; aquí los estantes estaban llenos con noveluchas de espías, de pornografía blanda con damiselas en apuros y del oeste.
Una enorme alfombra de lana con el dibujo de un ave fénix, tejida por un indio navajo de Arizona, cubría gran parte del suelo de parqué, mientras que en las demás paredes había carteles publicitarios de películas populares antiguas y modernas.
La superficie de la mesa era un completo desorden. Montañas de papeles, un coche en escala, una taza de Disney World donde guardaba los lápices y una polvorienta lámpara de latón compartían el espacio.
Ho se acercó a una pequeña nevera que imitaba la forma de una caja de seguridad y sacó una botella de agua. Desenroscó el tapón, bebió un par de tragos y luego miró al Buda de oro, que continuaba metido en la caja de caoba.
El millonario intentaba decidir si sería prudente exhibir su última adquisición en la fiesta.
En aquel momento sonó su teléfono privado. Era el agente de seguros que quería saber cuándo podía ir a verlo para firmar la póliza. Ho le dijo una hora, y después continuó mirando su tesoro.
- A menos que perdamos potencia -comentó Kevin Nixon-, nadie se dará cuenta de nada.
- ¿Tienes la lista de canciones? -preguntó Cabrillo.
- La tenemos. -Hanley le entregó la lista-. Ya están programadas en el ordenador.
- Abundan las canciones de los años sesenta y setenta -señaló Cabrillo-, con muchos solos de guitarra.
- Lamentablemente, no podemos cambiar las canciones sin despertar sospechas -apuntó Hanley.
- Solo me preocupa que, si entre los invitados hay alguien que sepa tocar la guitarra, se dará cuenta de que es una farsa -dijo Cabrillo.
- He instalado unas luces en la guitarra que solo son visibles con unas gafas especiales -le informó Nixon, muy ufano-. Señalan un código de colores para el intérprete. Todo lo que tiene que hacer es colocar los dedos donde le marcan las luces.
Nixon le dio a Cabrillo la guitarra y unas gafas de sol con montura negra. Cabrillo se colocó la correa alrededor del cuello y Nixon enchufó la guitarra al amplificador y la fuente de energía.
- El lila corresponde al pulgar, el rojo al índice, y después amarillo, azul y verde para los demás dedos -explicó Nixon-. Lo mismo en los trastes. Espera un segundo. Encenderé el ordenador.
Cabrillo se puso las gafas y esperó. En cuanto se encendieron los puntos luminosos, pulsó las cuerdas en el orden que le marcaban las luces. Una interpretación un tanto burda de Star Splangled Banner sonó por los altavoces del taller de disfraces, -No creo que vayamos a ganar ningún Grammy -opinó Cabrillo, cuando se apagaron las luces-, pero será suficiente para no llamar la atención del público.
Hanley se acercó al banco y cogió una botella que contenía un líquido azul claro.
- Hay una cosa más que debes tener en cuenta -dijo con una amplia sonrisa-. Esto viene directamente de los laboratorios de Fort Dietrich, en Maryland. En cuanto echemos un poco de esto en la ponchera, la fiesta se desmadrará un poco.
- No tiene efectos permanentes, ¿verdad? -preguntó Cabrillo.
- No, son de corta duración -respondió Hanley-. Al parecer, basta un sorbito de este elixir para que vivas la juerga de tu vida.
12 - La muestra concuerda -dijo el multimillonario.
Spenser había descartado el distorsionador de voz, pero en su tono había un deje de aprensión que deformaba su acento de clase alta.
- Entonces, ¿está interesado? -preguntó.
- Por supuesto, pero he decidido que quiero hacer la operación en persona. Tengo el presentimiento de que usted es tan poco de fiar como una puta enganchada al crack.
Spenser frunció el entrecejo. Su plan comenzaba a desmoronarse. Con todo lo que había gastado, su única posibilidad de salvación era una venta rápida; no tenía tiempo para buscar otro comprador. Estaba en la peor de las situaciones posibles: era un vendedor que necesitaba desesperadamente vender, y el comprador tenía todos los triunfos en la mano.
- En ese caso tendrá que venir aquí y llevárselo -respondió.
- ¿Dónde es aquí?
- En Macao.
El multimillonario echó un vistazo a su agenda.
- Estaré allí el Viernes Santo por la tarde.
- Quiero dinero en efectivo o bonos al portador -dijo Spenser-. Nada de transferencias bancarias.
- Me parece justo, pero no intente nada raro. Llevo refuerzos, -Usted traiga el dinero y se llevará el Buda -replicó el marchante.
El multimillonario colgó el teléfono y Spenser permaneció pensativo durante unos momentos.
La espera no sería excesivamente larga.
- Monica es una de las invitadas -dijo Cabrillo después de leer una larga lista-. Para esta operación, será un pariente lejano de la familia real danesa.
- Todo es tan vulgar -manifestó Crabtree con falso acento escandinavo.
- Con ese acento necesitarás fingir alguna dificultad vocal -comentó Hanley-. Pasa por la tienda de magia y te haremos un protector bucal que añadirá un ceceo.
- Fantástico -dijo Crabtree-. Me toca hacer de dama de compañía ceceosa.
- Podría ser peor -afirmó Cabrillo-. Linda reemplazará a Iselda, la portuguesa organizadora de la fiesta que es una fumadora empedernida.
- ¡Qué bien! -Linda Ross soltó una carcajada-. Me costó Dios y ayuda dejar de fumar y ahora la corporación quiere que vuelva a engancharme.
- Por cierto -señaló Hanley-, creemos que Iselda también lleva un estilo de vida alternativo.
- Así que soy una lesbiana portuguesa que enciende un pitillo con la colilla del anterior. Bueno, al menos no es tan malo como cuando me tocó hacer de ama transexual alemana.
- Lo hiciste muy bien -dijo Murphy-. Parecías Madeline Kahn en aquella película de Mel Brooks.
- Pues recuerdo que a ti te iba el rollo -replicó Ross.
- Íbamos a darle el papel a Julia, pero no pudo ser por razones obvias -explicó Cabrillo.
Julia Huxley, la oficial médico del Oregón, sonrió.
- Sabía que tener las tetas grandes acabaría por ser útil.
- Lo tuyo es hacer de Pamela Anderson -dijo Hanley.
- ¿Tengo que hacer de prostituta? -preguntó Huxley alegremente.
- De amiguita de uno de los miembros del grupo -contestó Cabrillo.
- Es lo mismo -dijo Huxley-. ¿Max me pintará unos cuantos tatuajes?
- Será un placer -respondió Hanley-. Si quieres podríamos hacerte unos cuantos piercings falsos.
- Pasemos ahora al grupo -dijo Cabrillo-. Yo me encargaré de los teclados. Hay muchas canciones que no los necesitan, así que eso me dará tiempo para rondar por ahí. Murphy será el primer guitarra, Kasim tocará la batería y Franklin se encargará del bajo.
- Perfecto -afirmó Lincoln-. El ritmo es lo mío. Lo llevo en la sangre.
- ¿Quién será el cantante? -preguntó Huxley.
- La parte vocal estará a cargo del señor Halpert -respondió Cabrillo.
Todas las miradas se centraron en Michael Halpert. Como jefe del departamento de finanzas y contabilidad, no parecía ser el más indicado para el trabajo. Era el más conservador de la tripulación, y decían los rumores que se almidonaba hasta los pañuelos. La idea de hacerlo pasar por un cantante de rock parecía tan ridícula como proponer a Courtney Love para hacer de la Virgen María.
- Desafortunadamente, el cantante de los Minutemen es alto y delgado, y el propietario ha visto un vídeo de la actuación del grupo. Si a nadie se le ocurre otra alternativa, Mike es nuestro hombre.
- Puedo hacerlo -afirmó Halpert sin vacilar.
- ¿Estás seguro? -preguntó Hanley-. La tienda de magia tiene un límite en sus hazañas.
- Para tu información, me crié en una comuna en Colorado -replicó Halpert-. He olvidado más cosas del estilo de vida rockero de lo que la mayoría de vosotros sabéis.
Cabrillo era el único de los presentes que estaba al corriente; solo él tenía acceso a los expedientes personales de los miembros de la corporación.
- Tío -dijo Murphy-, creía que cuando eras un bebé ya te vestían con traje y chaleco.
- Pues, para que lo sepas -añadió Halpert-, mi familia estaba metida en el rollo. Jerry Jeff Waler fue mi padrino y Commander Cody me enseñó a montar en bicicleta.
- Caray, tío -exclamó Hali Kasim-, y yo convencido de que te conocía.
- Volvamos a la operación -manifestó Cabrillo.
Sabía que a Halpert le molestaba hablar de su infancia y adolescencia. El día que Halpert se alistó en la infantería de marina, su padre dejó de hablarle. Pasaron diez años antes de que volviera a dirigirle la palabra, y aún ahora la relación era tensa.
Halpert esperó a que Cabrillo continuara.
- Ahora mismo tenemos a dos de los nuestros que están trabajando como jardineros en el lugar. Instalarán micrófonos parabólicos en los árboles que están podando. Los micros captarán las vibraciones en los cristales de las ventanas y así nos enteraremos de todo lo que ocurre en el interior.
- En cualquier caso, estamos teniendo algunos problemas ara pinchar los teléfonos -comentó Linda Ross-. Casi iempre los pinchamos en la central; pero cuando los chinos se hicieron cargo del servicio telefónico, se llevaron la central a Hong Kong. Intentaremos instalar algo en la caja de conexión que sirve a la casa, pero no estamos muy seguros de la calidad de la recepción.
- ¿Es posible entonces que únicamente consigamos escuchar a uno solo de los interlocutores en las llamadas? -preguntó Hanley.
- Así es -contestó Ross-. Cualquiera que hable en el interior hará que vibren los cristales, y eso sí que lo podemos captar.
- A mí eso no me preocupa -señaló Cabrillo-, pero necesitamos estar en condiciones de cortar las líneas que entran en la casa. El sistema de alarma funciona a través de la línea telefónica.
- Eso está hecho -afirmó Ross-. Claro que siempre podrán utilizar los móviles.
La discusión se prolongó. Faltaban menos de treinta horas para el comienzo de la fiesta.
Como un derviche, el oráculo comenzó a dar vueltas y a temblar.
El palacio del exilio en la India era mucho más pequeño que el de Pótala, pero cumplía los mismos propósitos. El hogar del Dalai Lama y sus consejeros contaba con un templo, dormitorios y una gran sala de reuniones con el suelo de lajas, donde ahora el Dalai Lama se encontraba sentado en su trono.
El oráculo vestía las togas rituales. La última, de seda amarilla, tenía unos bordados verdes, azules y rojos que sostenían en el pecho un espejo rodeado con amatistas y turquesas. Un arnés aguantaba una multitud de banderitas y estandartes, y todo el conjunto pesaba alrededor de cuarenta kilos. En cuan to el oráculo había acabado de vestirse y había entrado en trance, sus ayudantes le habían colocado en la cabeza un pesado casco de metal y cuero y lo habían sujetado bien fuerte.
De no haber estado el viejo oráculo poseído por un espíri.
tu ajeno al propio, no habría podido soportar el peso del casco y las prendas. En cambio, después de alcanzar el trance profundo, fue como si el peso hubiese desaparecido, y el anciano saltaba como un astronauta en la superficie de la Luna. Era un torbellino. Con los brazos en jarras, bailaba como una mantis religiosa de un lado al otro de la sala. Unos extraíaos sonidos guturales brotaban de las profundidades de su cuerpo, mientras que con la pesada espada de plata que empuñaba en la mano izquierda trazaba el símbolo del infinito en el aire.
Al cabo se detuvo delante del trono y se sacudió de pies a cabeza como un perro que sale del agua.
El Dalai Lama esperó a que el oráculo se serenara.
- ¿Es el momento de regresar a casa? -preguntó.
El oráculo le respondió con una voz que no se parecía en nada a la propia.
- El Dalai Lama regresa, pero a un Tíbet más pequeño.
- El oráculo explica -dijo el Dalai Lama.
Un salto atrás, un aleteo con los brazos, y de nuevo la inmovilidad.
- El norte tiene la llave -afirmó el oráculo con voz sonora-. Daremos a los agresores la tierra que una vez ocuparon los mongoles. Entonces ellos se irán.
- ¿Podemos confiar en los occidentales? -preguntó el Dalai Lama.
El oráculo dobló las rodillas y caminó en círculos como un ato. Cuando volvió a detenerse frente al Dalai Lama, respóndala pregunta.
- Muy pronto tendremos algo que ellos quieren; será el regalo que fortalecerá nuestra amistad. Estamos recuperando nuestro poder, nuestro hogar está cerca.
Entonces, sin más, como si una ráfaga de viento le hubiese arrebatado el esqueleto, el oráculo se desplomó hecho un ovillo. Sus ayudantes se acercaron a la carrera y le quitaron el casco luego hicieron lo mismo con las túnicas empapadas en sudor. Comenzaron a bañar al anciano con agua fresca, pero transcurrió casi una hora antes de que volviera a abrir los ojos.
13 - Estamos en línea -susurró el técnico de la corporación.
A bordo del Oregón, otro técnico de comunicaciones ajustó la frecuencia del receptor. Escuchó a través de los auriculares los ruidos que hacía una asistenta en su trabajo. Puso en marcha el magnetófono, y después encendió el micrófono.
- Vale, estamos grabando -comunicó.
El técnico bajó del árbol, recogió las ramas que había podado y después dedicó las horas siguientes a recortar los setos.
Cuando acabó con el trabajo y terminó de cargar la camioneta alquilada con las ramas y la hojarasca, era mediodía. Luego fue hasta la entrada de servicio y le entregó la factura por los trabajos al administrador de la casa. Cumplido este trámite, subió a la camioneta y se marchó.
En el Oregón, el técnico controlaba las conversaciones en la mansión y tomaba notas en un cuaderno. No pasaba gran cosa, pero eso podía cambiar en cualquier momento.
Bajo cubierta, en el recinto de la tienda de magia, el grupo estaba en mitad del ensayo. Kevin Nixon les indicó que dejaran de tocar para hacer unos reajustes en la mesa de sonidos.
- Muy bien -dijo-, otra vez desde el principio.
Murphy comenzó a tocar la guitarra, y los primeros acordes de Fortúnate Son de los Creedence Clearwater Revival sonaron en la habitación. El resto del grupo se unió a la interpretación. Para sorpresa de todos, Halpert tenía muy buena voz. Después de pasar por los filtros del ordenador, resultaba difícil distinguir su interpretación de la original. También sabía moverse bien, algo que no se podía decir del resto del grupo.
Cabrillo, que tocaba el teclado, parecía Liberance después de ingerir una fuerte dosis de anfetaminas. Kasim se movía como Buddy Rich en un combate de lucha libre. Lincoln lo hacía un poco mejor; tocaba el bajo con los ojos cerrados y conseguía marcar el ritmo con el pie; el único problema era que tema las manos tan grandes que daba la impresión de no mover los dedos. Nixon esperó a que terminaran de tocar.
- No está mal -comentó-, pero tengo unos cuantos vídeos de grupos musicales y os recomiendo que los veáis para que tengáis una idea de cómo es la coreografía.
Tres horas más tarde, el grupo estaba todo lo preparado que podía estar aunque hubiese dispuesto de un día entero.
Esta era la parte de su trabajo que a Iselda le gustaba por encima de todo lo demás: los mil y un detalles de última hora.
Buscó en el bolso y sacó un paquete de puritos. A diferencia de la mayoría de los fumadores, que son fieles a una marca, Iselda llevaba en el bolso tres o cuatro marcas diferentes. Elegía el tabaco de acuerdo con una multitud de factores.
El dolor en los pulmones, el ardor en la garganta, la cantidad de nicotina que necesitaba para el trabajo. Mentolados para los trabajos tranquilos; puntos cuando precisaba un poco más de ánimo; otros delgados y largos cuando necesitaba resaltar ciertos puntos en la conversación, y que le servían como la batuta de un maestro. Encendió el purito y le dio una larga calada.
- Pedí específicamente cubitos cuadrados para los cócteles -le gritó al proveedor-, no cubitos redondos para los tragos largos.
- Pidió de los dos -replicó el proveedor-, pero los cuadrados todavía no han llegado.
- ¿Los tendrá aquí a tiempo? -preguntó la organizadora.
- Están en los congeladores del almacén, Iselda -dijo el hombre con toda la paciencia de que fue capaz-. No queremos que se fundan.
Iselda miró al operario que, al otro lado de la tienda, se ocupaba de la máquina que producía humo a partir del hielo seco.
- Necesitaremos más humo -le gritó. Se acercó a la carrera a la máquina y comenzó a abroncar al operario.
El hombre realizó una serie de ajustes y puso la máquina en marcha de nuevo. Unas grandes nubes de humo helado salieron por el tubo de emisión, y después comenzaron a extenderse sobre el suelo.
- Bien, bien -dijo Iselda, satisfecha-. Ahora solo falta asegurarnos de que tenemos todo el hielo seco que necesitemos.
Un técnico estaba realizando las últimas comprobaciones en el sistema de iluminación y ella corrió en aquella dirección.
A bordo del Oregón, el técnico que controlaba las conversaciones en la mansión escribió una nota en su cuaderno. Luego encendió el micrófono para hablar por el sistema de comunicaciones interior.
- Presidente Cabrillo -dijo-, creo que debe venir a la sala de comunicaciones.
La limusina se detuvo al llegar a la verja que cerraba la entrada de la pista en el aeropuerto de San José, en California. El chófer bajó el cristal de la ventanilla para hablar con un guardia armado que vigilaba la entrada.
- Son las nuevas medidas de seguridad -le informó el guardia-. No se puede entrar en la pista en coche.
El multimillonario también había bajado el cristal de su ventanilla. Aquella era una molestia del todo inesperada, y muy desagradable, por cierto. En realidad, intolerable.
- Espere un momento -gritó desde el asiento trasero-. Hace años que mi coche me lleva hasta mi avión.
- Pues ahora ya no -replicó el guardia.
- Oiga, ¿sabe usted con quién está hablando? -dijo el multimillonario con grandes ínfulas.
- No -admitió el guardia-, pero sí sé quién soy. Soy el tipo que le dice que se aparte de la verja ahora mismo.
Convencido de que no había nada más que decir, el chófer dio media vuelta y se dirigió a la terminal. Aparcó delante de la entrada y esperó a que su patrón se bajara. El incidente había puesto a su jefe de muy mal humor y lo escuchó mascullar mientras lo seguía con las maletas a una distancia prudencial.
Cuando se acercaron a la puerta que daba a la pista, vieron el surtido de reactores que esperaban a sus dueños. Había un trío de Gulfstream, un par de Citation, media docena de King Air y un único gigante color burdeos que parecía pertenecer a una flota regional.
Al multimillonario le gustaba hacer gala de su riqueza.
Si los ricos tenían reactores privados, él quería uno grande.
Un avión que proclamara su éxito y su fortuna como el collar de un perro hecho de diamantes. El multimillonario se había decidido por un Boeing 737. La aeronave estaba equipada con una bolera, un baño con bañera y un dormitorio más grande que muchas casas. Había un televisor de pantalla panorámica, la última palabra en equipos de comunicación, y en la cocina un cocinero que había trabajado en el Cordón Bleu. La pareja de bailarinas que había pedido a un servicio de acompañantes ya estaban a bordo. Las encargadas de amenizarle el viaje eran una rubia de California y una pelirroja que se parecía muellísimo a una joven Ann-Margret.
El multimillonario no estaba dispuesto a aburrirse durante las muchas horas de vuelo.
Salió por la puerta de la terminal sin esperar al chófer con el equipaje y caminó rápidamente hacia el 737. Subió la escalerilla y, en cuanto entró en la cabina, gritó a todo pulmón:
- Señoritas, al salón.
El Boeing despegó al cabo de un cuarto de hora.
En el Oregón, el técnico estaba ocupado con el ordenador cuando se abrió la puerta y entró Cabrillo.
- ¿Qué pasa? -preguntó sin más preámbulos.
- Ho acaba mantener una conversación telefónica con un perito de una compañía de seguros que irá a la mansión para peritar el Buda.
- Maldita sea -exclamó Cabrillo. Cogió el micrófono-. Max, ven ahora mismo a la sala de comunicaciones. Tenemos un problema.
Mientras el técnico continuaba rastreando el origen de la llamada, Cabrillo se paseó por la sala como una fiera furiosa.
Hanley llegó al cabo de unos pocos minutos.
- ¿Qué ocurre, Juan?
- Ho ha hablado con alguien de una compañía de seguros que irá esta tarde a la casa para peritar el Buda de oro.
- ¿A qué hora?
- A las cuatro.
El técnico apretó una tecla y la impresora se puso en marcha.
- Aquí tiene el lugar desde donde se hizo la llamada, jefe -dijo y le entregó una hoja-. Lo he señalado en el plano de Macao.
- Necesitamos encontrar una solución a este problema -afirmó Cabrillo-, y la necesitamos ya.
Winston Spenser estaba jugando con fuego.
Solo sus muchos años como buen cliente del banco le habían permitido obtener una ampliación de su línea de crédito, pero el director le había dejado claro que tenía un plazo máximo de setenta y dos horas para liquidar el préstamo. Sus tarjetas de crédito estaban al límite, y en su despacho en Londres ya habían recibido varias llamadas que exigían una explicación.
Visto desde cualquier ángulo, Spenser estaba metido en graves problemas financieros. En cuanto cerrara el trato con el multimillonario quedaría limpio de polvo y paja, con una situación económica envidiable, pero de momento ni siquiera podía comprar un pasaje de avión para volver a casa.
Todo lo que le quedaba por hacer al día siguiente era sacar el Buda del templo, llevarlo hasta el aeropuerto y recibir sus mal habidas ganancias. Después contrataría un avión y volaría hacia el ocaso con su fortuna. Ya estaría muy lejos cuando su cliente en Macao descubriera que lo había estafado.
14 Juan Cabrillo se encontraba en su camarote y releía el informe por tercera vez.
Faltaban nueve minutos para que el reloj marcara las doce y el comienzo del Viernes Santo. El día de la misión. Siempre había una parte de suerte combinada con la flexibilidad cuando la corporación ponía en marcha una operación. La clave estaba en reducir al mínimo las sorpresas con una rigurosa preparación, y tener siempre un plan alternativo.
En esto la corporación no tenía rivales.
El único problema era el objeto en sí. El Buda de oro no era un microchip que se pudiera guardar en el bolsillo o coser en una prenda. Era un objeto pesado del tamaño de un hombre que requeriría un gran esfuerzo para moverlo y que resultaba muy difícil de esconder. Por mucho que le diera vueltas, sería necesario recurrir a hombres y máquinas para transportarlo a un lugar seguro.
El tamaño y el peso del Buda de oro lo condicionaban todo.
Después estaban los otros participantes. El marchante, Ho, los invitados a la fiesta, las autoridades chinas, y ahora el perito de la compañía de seguros. Cualquiera de ellos podría dar al traste con la misión, y si eso ocurría, el retirarse para volver a intentarlo no parecía una opción viable.
Cabrillo detestaba las operaciones donde la retirada no estaba clara.
Los participantes podían acabar capturados, heridos o muertos cuando había que ejecutar los planes a cualquier precio. La última vez que habían tenido bajas había sido en la operación en Hong Kong, donde Cabrillo había perdido la pierna y otros habían resultado muertos. Desde entonces había evitado las misiones de alto riesgo. La operación para robar el Buda de oro había comenzado como una tarea sin excesivas complicaciones, pero se estaba convirtiendo en algo cada vez más peligroso.
«Solo son los nervios previos a cualquier operación», se dijo Cabrillo mientras dejaba el informe sobre la mesa. Esa misma noche tendrían en su poder el Buda, y comenzaría el proceso de llevárselo al Dalai Lama. Dentro de unos pocos días la corporación cobraría el resto de la cantidad acordada, estarían fuera de peligro y habrían emprendido la navegación hacia otra parte del mundo.
Winston Spenser se bebió la copa de Glenmorangie como si fuese agua.
Su brillante plan había topado con una piedra que le había roto el cárter, y el motor se estaba quedando sin aceite. Ho lo había llamado hacía un par de horas, y sus palabras habían tenido el mismo efecto que un hacha que le hendiera el cráneo.
- Por favor, venga a la fiesta un poco antes de la hora -le había dicho Ho-. Quiero que esté aquí cuando el perito de la compañía de seguros examine el Buda.
Un día más y Spenser habría estado muy lejos.
Uruguay, Paraguay, alguna de las islas del Pacífico sur, en cualquier parte menos allí. El falso Buda estaba muy bien hecho -había pagado una fortuna para que hicieran una imitación de primera calidad-, pero si el perito era bueno en su trabajo acabaría por descubrirlo. No habría problemas con el oro.
La dificultad estaba en las piedras preciosas. Si el perito tenía conocimientos de gemología, se daría cuenta de que las piedras eran perfectas. Unas gemas grandes como las que adornaban el Buda eran muy raras, y no había ninguna que no tuviera una imperfección.
Tan solo las gemas producidas en los laboratorios eran perfectas.
Bebió otra copa de whisky, se acercó a la cama y se acostó.
Pero la cama no dejaba de dar vueltas y le costó mucho dormirse.
Resultaba fácil imaginar que el Dalai Lama había vivido aislado de todo lo que acontecía en el interior de su país desde el momento en que había marchado al exilio. Sin embargo, no había sido así en absoluto. Casi desde el momento en que había cruzado la frontera se había montado a nivel popular un sistema de inteligencia local que transmitía toda clase de información a su cuartel general en Pequeña Lhasa.
Las noticias eran transmitidas boca a boca por una serie de mensajeros que cruzaban por los pasos de las montañas alejados de la vigilancia de los chinos, y después se comunicaban personalmente o a través de intermediarios. Como los tibetanos leales al Dalai Lama se contaban en cientos de miles, la red de información se extendía hasta el último rincón del país. Se informaban los movimientos de tropas, los mensajes interceptados y las conversaciones telefónicas.
Puntualmente se transmitía información sobre las riadas, las nevadas y otros temas medioambientales. Se controlaba a los turistas y se mantenían con ellos conversaciones en apariencia inocentes, pero con la intención de obtener detalles sobre los chinos y su comportamiento. Los comerciantes que vendían sus productos a los soldados chinos informaban sobre sus ventas y la moral de la tropa. Se tomaba buena nota y se comunicaba inmediatamente al sur cualquier medida de alerta en las fuerzas chinas y también cuando disminuían las medidas de seguridad. Se celebraban reuniones informativas a las que asistían el Dalai Lama y sus consejeros, y en general los exiliados en la India tenían una información muchísimo más amplia y veraz de lo que pasaba en el interior del Tíbet que los odiados jefes de los invasores chinos.
- ¿Así que las tropas están comprando más baratijas? -preguntó el Dalai Lama.
- Sí-respondió uno de sus consejeros-. Compran todo aquello que sea típicamente tibetano.
- ¿Ha ocurrido esto antes? -quiso saber el Dalai Lama.
- Nunca -admitió el consejero.
- ¿Se han confirmado los informes de que las reservas de combustible en las bases están al mínimo?
- Eso afirman los tibetanos que trabajan en las bases -contestó el consejero-. Las patrullas motorizadas por las zonas rurales son cada vez menos frecuentes, y no hemos recibido informes de que se hayan realizado maniobras con carros de combate en casi todo un mes. Es como si la ocupación se estuviera estancando.
El Dalai Lama abrió una carpeta y echó una ojeada al contenido.
- Todo eso coincide con los informes de la firma de consultores que hemos contratado en Virginia. Su último informe confirma que la economía china está en crisis. Sus importaciones de petróleo superan a las de cualquier otro país, al tiempo nue disminuye el valor de sus inversiones en el extranjero. Si el presidente Jintao no se decide a adoptar unas severas medidas de ajuste económico, su país entrará en una recesión a gran escala.
- Solo podemos confiar en que así sea -opinó otro de los asesores.
- Todo esto me lleva al tema principal de la discusión -manifestó el Dalai Lama-. Haremos una pausa para meditar y despejar nuestras mentes, y luego me explicaré.
El Boeing 737 color burdeos era un palacio del sibaritismo volante.
El multimillonario se estaba tratando con una muy bien calculada mezcla de éxtasis y grageas contra la impotencia para pasar el tiempo. El éxtasis lo hacía sentirse cariñoso, pero las grageas lo contrarrestaban al estimular su apetito sexual, que era un tanto agresivo.
En aquel instante, en otro lugar del avión cerca de la proa, un auxiliar de vuelo escribía en un ordenador de bolsillo. En cuanto acabó, lo conectó a la línea telefónica y envió el documento. Ahora solo le quedaba esperar la respuesta.
La otra auxiliar de vuelo parecía más preocupada. Era su primer vuelo en el avión del multimillonario, y el comportamiento absolutamente licencioso del propietario la inquietaba.
Dejó de mirar hacia la sección de popa para dirigirse al hombre de cabellos rubios.
- ¿Ya habías pasado por esto antes? -preguntó.
- Es mi primera vez -contestó el hombre.
- Si no fuera porque necesito el dinero -comentó la morena-, no haría el viaje de regreso en este avión.
El rubio hizo un gesto comprensivo.
- Háblame de ti -dijo.
Media hora más tarde, el auxiliar de vuelo sonrió. La muchacha le había contado aquello que él sabía que era la verdad, aunque con algunas exageraciones.
- Hay una oportunidad que quizá te interese aprovechar -manifestó despreocupadamente.
En aquel momento, por el intercomunicador se escuchó la voz del multimillonario.
- Traed otras dos botellas de champán.
- No te vayas. Me interesa -dijo la morena-. Voy a llevarles la bebida y vuelvo.
En Macao las calles estaban abarrotadas de un público dispuesto a disfrutar de las diversiones nocturnas. El coche en el que viajaban los dos hombres avanzaba lentamente por la avenida Conselheiro Ferreira de Almeida. El ocupante del asiento del pasajero no apartaba la mirada de la pantalla del GPS mientras daba las indicaciones. Giraron al llegar a la avenida Coronel Mesquita y se dirigieron hacia el noroeste hasta que llegaron a una calle transversal que llevaba a una zona residencial a poco menos de un kilómetro de la China continental.
- Busca un lugar donde aparcar -dijo el navegante.
El conductor escogió un sitio a la sombra de un árbol, aparcó la furgoneta y apagó el motor. Su acompañante le señaló una casa un tanto apartada de la calle.
- Aquella es la casa.
- ¿Vamos? -preguntó el conductor.
El navegante bajó de la furgoneta y se detuvo en la acera mientras esperaba a que el conductor cogiera un maletín que estaba debajo del asiento y cerrara el vehículo.
- ¿Te has fijado en que nadie por aquí parece tener perro?
- comentó el conductor.
- Algunas veces no está mal que nos favorezca la suerte.
Ambos vestían prendas negras que los hacían invisibles en la oscuridad. Calzaban zapatos con suelas de goma y llevaban guantes negros. Se movían con una tranquilidad que era producto de su competencia, sin la menor relación con la arrogancia. Caminaron sin ser vistos a lo largo del muro que rodeaba la casa y se detuvieron al llegar a la verja de entrada. El conductor metió la mano en el bolsillo, sacó una ganzúa y abrió la cerradura en un santiamén. Abrió la verja, dejó que su compañero entrara primero y después cerró la verja.
Lo hicieron todo en silencio. No necesitaban hablar porque se sabían el plan de memoria.
Fueron hasta la parte posterior de la casa, donde estaba oscuro, desactivaron el sistema de alarma, utilizaron de nuevo la ganzúa para abrir la puerta y entraron silenciosamente. Se detuvieron al llegar al pie de la escalera. El conductor abrió una pequeña caja de plástico negro y se colocó un auricular en la oreja. Apuntó la caja hacia el piso superior y escuchó durante unos momentos.
Después sonrió al tiempo que le hacía un gesto de asentimiento a su compañero. Unió las manos, inclinó la cabeza hacia un lado y apoyó las manos en la mejilla para dar a entender que todos dormían. Luego señaló con un dedo el rincón izquierdo de la planta baja. Con el otro, indicó hacia donde se encontraba el otro dormitorio en la planta alta. Por último señaló hacia un punto en el lado izquierdo. Objetivo primario allí, objetivo secundario allá. A continuación se inclinó y separó las manos como insinuando una reverencia.
Luego cogió una bolsa que llevaba sujeta al cinturón y de su interior sacó una caja de cuero de unos veinte centímetros de longitud. Se la entregó al navegante con una sonrisa. Su compañero cogió la caja y se encaminó lentamente hacia la escalera. Pasaron varios minutos mientras el conductor esperaba en silencio. Entonces escuchó la voz de su camarada.
- No sé tú -manifestó el navegante al tiempo que bajaba la escalera-, pero tengo hambre.
El conductor se quitó el auricular y lo guardó con el cable en la caja negra.
- Pues vayamos a comer -respondió.
El navegante se reunió con su compañero y encendió una linterna minúscula.
- Es inútil preguntarles a nuestros anfitriones qué nos pueden ofrecer. Duermen como angelitos.
- Además, cuando se despierten ya nos habremos marchado.
Los dos hombres fueron hasta la cocina y miraron en la nevera, pero no encontraron nada de su agrado. Así que volvieron a la furgoneta, cruzaron toda la ciudad para ir hasta el casino y pidieron huevos fritos con beicon.
15 El 25 de marzo de 2005, Viernes Santo, el sol salió a las seis y once minutos.
Los comerciantes chinos comenzaron a moverse por las cubiertas de los sampanes amarrados en la dársena interior. A lo largo de la avenida Amizade, delante del hotel Lisboa, una docena de mujeres vestidas con prendas de algodón y sombreros cónicos con las cintas bien anudadas debajo de la barbilla comenzaron a limpiar la acera. Mojaban las escobas de paja en el agua jabonosa de los cubos y barrían la basura dejada por los jugadores de la noche anterior. Unos pocos trasnochadores salieron del hotel y se protegieron los ojos ante el resplandor del sol naciente.
Unos cuantos rickshaws con motor recorrían la avenida, y sus conductores se detenían un momento para comprar un vaso de café solo bien cargado antes de continuar con el transporte de las mercaderías y los pasajeros a sus destinos. A unos doscientos metros al noroeste del casino, el propietario de un pequeño restaurante acabó de fumar su cigarrillo y entró en el local. En la cocina tenía una olla de caldo verde, un guiso portugués hecho con patatas, salchichas y verduras de la huerta local. Removió el guiso con una cuchara de madera, la dejó en el mostrador y comenzó a marinar trozos de pollo en una mezcla de leche de coco, ajo, pimientos verdes, guindillas y sal marina.
Más tarde, ensartaría los trozos en broquetas y los asaría a fuego lento en la parrilla.
Al este, Hong Kong estaba oculto por la niebla y la contaminación, pero se escuchaba el sonido de los motores del primer transbordador. Los primeros aviones del día, la mayoría aparatos de carga, aparecieron en el horizonte y volaron en círculos esperando la autorización para aterrizar. Una corbeta china zarpó del muelle situada al pie de la colina donde se encontraba el templo de A-Ma, mientras el capitán de un enorme yate de lujo con un helicóptero a popa se comunicaba con las autoridades portuarias para saber en qué muelle debía atracar, Un solitario barco mercante, que a duras penas se mantenía a flote, entró en el puerto para entregar un cargamento de bicicletas fabricadas en Taiwan. En otra nave mercante, de aspecto sucio y ruinoso, un hombre de cabellos rubios cortados muy cortos leía en su camarote.
Juan Cabrillo llevaba despierto desde hacía horas. Había estado analizando todas las situaciones posibles. Llamaron a la puerta, y Cabrillo se levantó a abrir.
- Estaba seguro de que te encontraría despierto -dijo Hanley, cargado con una bandeja con platos tapados que humeaban-. El desayuno -anunció.
Cabrillo despejó una parte de la mesa. Hanley dejó la bandeja y destapó uno de los platos con una sonrisa. El capitán asintió al tiempo que le señalaba una silla.
Hanley se sentó. Sirvió dos tazas de café y luego quitó la tapa del otro plato.
- ¿Ha pasado algo fuera de lo normal durante la noche?
- preguntó Cabrillo.
- No -respondió Hanley despreocupadamente-. Todo va de acuerdo con el plan.
Cabrillo probó el café.
- Ha muchas cosas que pueden ir mal en esta operación -señaló.
- Siempre las hay.
- Por eso mismo nos pagan toda esa pasta.
- Así es -confirmó Hanley.
- ¿También sabes cuándo perdí la virginidad? -preguntó la auxiliar de vuelo morena-. Lo digo porque pareces estar al corriente de todo lo demás.
- Eso es demasiado personal. -El hombre de cabellos rubios se echó a reír.
- Pero sí conoces mis fracasos románticos y los estados de cuenta de mis tarjetas de crédito, ¿no? -La muchacha sonrió.
- Lamento la intromisión en tu vida privada. El grupo para el que trabajo tiene pasión por los detalles.
- Hablas como si fueras un espía -comentó la auxiliar.
- ¡Diablos, no! -exclamó el rubio-. Solo trabajamos para ellos.
- ¿Los ingresos serán libres de impuestos y bastarán para retirarme?
- El sueño de todo el mundo -asintió el hombre.
La morena miró hacia la cabina principal. En realidad no era más que una camarera en un restaurante de lujo volante.
- ¿Cómo puedo decir que no? -manifestó la mujer.
- Bien. -El auxiliar se levantó.
- ¿Dónde vas? -le preguntó ella.
- Voy a matar al piloto -contestó el rubio como si tal cosa.
La expresión en el rostro de la auxiliar morena no tenía precio.
- Es una broma -se apresuró a aclararle el hombre-, Voy al lavabo. Estoy autorizado a pilotar 737, pero creo que al señor Fabuloso le parecería extraño si desapareciera.
- ¿Quiénes sois? -murmuró la joven cuando el hombre entró en el lavabo.
- ¿Estás seguro de que este cascajo podrá ir hasta la frontera y volver? -preguntó Cari Gannon.
Gannon miraba con ojo crítico el desvencijado camión de dos toneladas y media aparcado a la sombra de un árbol delante de un edificio de piedra en una callejuela de Thimbu, en Bután. En algún tiempo remoto la pintura del camión había sido color verde oliva, pero ya había desaparecido en su mayor parte y lo que dominaba era el color del óxido. El parabrisas de dos paites estaba rajado en el lado del pasajero, y los seis neumáticos carecían casi de dibujo. El capó, que tenía una bisagra en el centro para permitir levantarlo por secciones a fin de trabajar en el motor, estaba abollado y las soldaduras eran un testimonio de que lo habían reparado en varias ocasiones. Los estribos eran listones de madera sin cepillar. El tubo de escape se aguantaba con varias vueltas de alambre oxidado.
Gannon caminó hasta la parte de atrás del vehículo para inspeccionar la caja. Faltaban algunas de las tablas del piso y otras estaban rajadas. La lona que cubría la caja parecía datar de la Segunda Guerra Mundial.
- Oh, sí, señor -dijo el propietario nativo, muy seguro-. Tiene el corazón fuerte.
Gannon acabó de dar la vuelta. Se montó en el estribo de la puerta del pasajero y miró la cabina. En el desvencijado asiento se veían las marcas de los resortes, pero no había ningún indicador rajado en el salpicadero y todos parecían estar en uso.
Saltó del estribo y levantó la tapa del capó correspondiente al lado del pasajero. Se llevó una sorpresa al ver lo limpio que estaba. Olía a grasa y aceite limpio. Las correas y los manguitos no eran nuevos, pero el estado era bueno, lo mismo que los cables y la batería.
- ¿Puede ponerlo en marcha? -le preguntó al dueño.
El hombre se apresuró a sentarse en el volante.
Tiró del cebador, bombeó el pedal del acelerador y después conectó el arranque. Se escuchó un sonido que no parecía muy prometedor, pero se puso en marcha casi a la primera. Un humo negro escapó por un agujero del silenciador oxidado.
Gannon escuchó el ruido del motor mientras funcionaba al ralentí. No oyó golpeteo de válvulas, aunque no por eso dejó de apoyar una mano en la tapa para asegurarse. Todo parecía estar en orden.
- Acelere -gritó.
El propietario pisó el acelerador. Repitió la maniobra cuatro veces.
- Está bien -dijo Gannon-. Apagúelo.
El hombre apagó el motor, se guardó la llave y bajó de la cabina. Era bajo, de poco más de un metro cincuenta, tenía la piel muy morena y los ojos ligeramente almendrados. Esperó el veredicto del norteamericano con una sonrisa.
- ¿Tiene manguitos y correas de recambio?
- Los puedo conseguir.
Gannon metió la mano en el bolsillo y sacó un grueso fajo de billetes sujetos con una banda elástica. Quitó la banda y abrió los billetes en un abanico.
- ¿Cuánto quiere por llevarme a mi y a una carga hasta la frontera con el Tíbet? -preguntó-. Amnesia incluida.
- ¿Amnesia? -repitió el hombre, que desconocía la pa labra.
- Después del viaje -le explicó Gannon-, quiero que se olvide de que nos vimos alguna vez.
El dueño del camión asintió.
- Mil dólares -dijo- y un reproductor de DVD.
- Me parece muy razonable -afirmó Gannon-. ¿Sabe dónde puedo comprar un buey?
16 El Oregón era una colmena. Bajo cubierta, en la tienda de magia, los integrantes del grupo musical comprobaban sus instrumentos y se arreglaban los trajes. Juan Cabrillo atendió una llamada en su móvil.
- Aquí la situación está estabilizada -le informó Linda Ross- Ahora me dirijo al lugar.
- Tenemos a tres hombres en el interior y uno que vigila desde el exterior -dijo Cabrillo-. Si alguien te descubre, grita y la ayuda llegará en el acto.
- Está chupado -afirmó Ross.
Cabrillo cortó la comunicación y acto seguido se volvió hacia Max Hanley.
- Iselda está haciendo su entrada.
- Hasta aquí todo en orden -manifestó Hanley.
Mark Murphy acabó con Kasim y le dio una palmada en la espalda.
- Chico, ya está.
Michael Halpert jugaba con un micro. Murphy lo llamó.
- Vamos, muchacho, déjame que te cargue.
Halpert se acercó y se puso de espaldas a Murphy, que le levantó la camisa.
- Esta es una treinta y ocho superliviana, Mike -dijo Murphy mientras sujetaba una pistolera con cinta adhesiva un poco más abajo de la cintura-. Ahora enséñame cómo sacas la pipa.
Era una frase que Murphy había escuchado en una película del oeste y desde entonces la usaba a la primera ocasión. Halpert se llevó la mano a la espalda y desenfundó la pistola.
- Un momento. Está demasiado alta. Doblas demasiado el codo.
Acomodó la pistolera y esperó a que Halpert probara de nuevo.
- Eso ya está mejor -opinó Murphy-. Enséñame la bota.
Halpert se volvió y levantó la pernera. Murphy le sujetó una vaina de plástico con un puñal.
- Ten mucho cuidado con esto, Mike -le advirtió-. La hoja está untada con un veneno paralizante. Si las cosas se ponen feas, no tienes más que pinchar al tipo y se desplomará. El peligro está en que, si te lo quitan, lo mismo te pasará a ti. Asegúrate de que esté cerca y de tener controlada la situación.
- De acuerdo, Mike -asintió Halpert.
Mike acabó de ajustar la vaina y se levantó.
- ¿Estás preocupado? -le preguntó.
- Un poco -admitió Halpert-. No suelo formar parte del grupo de operaciones.
- No te preocupes, muchacho -manifestó Murphy con una sonrisa-. Yo estaré a tu lado. Si hay problemas, primero tendrán que vérselas conmigo.
Halpert asintió con un gesto y a continuación fue a recoger el micro.
- Jefe -le dijo a Cabrillo-, es tu turno.
Cabrillo sonrió mientras se acercaba a Murphy. Llevaba un traie que habría hecho ruborizar a Elton John. Murphy le levantó la tapa de uno de los bolsillos del chaleco de lentejuelas y metió en su interior dos agujas hipodérmicas en sus fundas de plástico. En el otro bolsillo introdujo una hoja de fibra de carbono con agujeros en la parte superior para meter los dedos.
- La hoja también está untada con el veneno paralizante -le explicó Murphy. Hizo que se girara y le sujetó una funda con una pequeña pistola automática un poco más abajo de la cintura- Lleva balas con la punta perforada, pero los proyectiles son de baja potencia, así que tendrás que disparar casi a quemarropa.
- Confiemos en que no haga falta -replicó Cabrillo.
Lincoln, que ya estaba equipado, se entretenía ensayando con el bajo.
Cabrillo sonrió, antes de dirigirse a los presentes.
- Muy bien, prestadme atención. Ha llegado el momento de actuar. Recordad el orden de las operaciones y no olvidéis la salida. En el momento en que dé la señal de retirada, tenéis que dirigiros al punto de encuentro. Tened presente que esto es solo una parte del plan general; si algo sale mal, todavía tenemos otras alternativas para salvar la misión. No se os ocurra jugar a ser héroes. Las armas solo las utilizaremos como último recurso y en el caso de que alguno corra peligro de acabar muerto o herido. Lo que queremos, como siempre, es una operación ordenada donde hagamos nuestro trabajo y regresemos a la base sanos y salvos. ¿Alguna pregunta?
Todos los presentes en la sala de la tienda de magia permanecieron en silencio.
- De acuerdo -añadió Cabrillo-. En ese caso, dadle vuestras cartas a Julia.
La doctora Julia Huxley detestaba esa parte de su trabajo Las cartas daban instrucciones muy detalladas sobre los cuida dos médicos que cada hombre deseaba recibir en el caso de sufrir heridas mortales. También explicaban el destino del dinero depositado y otros legados. Huxley sería la encargada de cum plir con los deseos manifestados en las cartas. Recogió los sobres sellados que le entregaron sus compañeros. Cuando acabó, volvió a reinar el silencio.
- Esto siempre acojona un poco -comentó Murphy, y se echó a reír-. A ver, que no vamos a desarmar una cabeza nuclear. Solo tenemos que robar una montaña de oro.
El humor sombrío se disipó en el acto y se reanudaron las conversaciones.
- Aún disponemos de unos minutos antes de marcharnos -dijo Hanley-, así que si queréis comer algo o lo que sea, ahora es el momento.
Todos salieron de la habitación, excepto Cabrillo y Hanley.
- ¿Meadows y Jones están preparados? -preguntó Cabrillo, -En sus puestos desde la hora convenida -respondió Hanley.
- ¿Qué hay del aviador?
- Vuela hacia aquí tal como acordamos.
- Entonces todo está preparado para que comience la diversión.
Dos hombres montados en motos con sidecar aparcadas en la rúa de Lourenco observaban a los trabajadores del departamento de Obras Públicas de Macao que instalaban las vallas a lo largo del camino que seguiría el desfile del Viernes Santa Cerrarían todas las calles laterales, pero las barreras no eran más que simples caballetes de madera y no representaban un obstáculo capaz de resistir al golpe del parachoques de un coche o la rueda delantera de una moto.
- Vayamos a echar una ojeada a las carrozas -propuso uno de los hombres.
El otro asintió. Pusieron las motos en marcha y recorrieron unas cuantas manzanas antes de detenerse en la esquina de una de las calles transversales. El tramo que iba hasta la zona de concentración estaba engalanado con banderolas y cintas multicolores. Había centenares de farolillos de papel con velas que encenderían al anochecer. Los vendedores ambulantes se ocupaban de instalar los puestos de comida y bebida para el público que presenciaría el desfile, mientras un barrendero hacía una última pasada para asegurarse de que la calle estuviese limpia por lo menos al comienzo del desfile.
- Desde luego, son muy aficionados a los dragones -comentó uno de los hombres al ver la larga columna de carrozas.
Había por lo menos setenta carrozas diferentes. Unas simulaban barcos, otras eran escenarios rodantes donde actuarían los grupos musicales, los tragasables y los malabaristas, y después estaban los dragones. Monstruos hechos de papel rojo.
Había una que reproducía la figura de un dragón amarillo y azul con una cola que se alzaba varios metros en el aire.
Las carrozas estaban construidas sobre unas plataformas motorizadas. Se hacía un armazón de alambre de la figura y luego se lo recubría con tela, papel o, según vieron en una de ellas, con lo que parecía ser cobre batido. El conductor iba sentado en el interior de la estructura y miraba la calle a través de una pequeña abertura practicada en la parte delantera de la carroza. Los humos del motor de combustión interna de baja cilindrada salían al exterior por uno de los costados.
A esas horas reinaba la calma; pero, a juzgar por la cantidad de altavoces instalados en las carrozas, era obvio que cuando comenzara el desfile el estrépito sería tremendo.
- Voy a echar una ojeada -dijo uno de los hombres, que se apeó de la moto y se acercó a la carroza más cercana.
Levantó la cortina lateral y se entretuvo observando la estructura hasta que se acercó un policía y lo echó del lugar.
- Ahí abajo hay lugar para ocultar a un batallón -le comentó a su compañero mientras volvía a sentarse en el sillín de la moto.
Vieron pasar a una banda de música, seguida por un elefante con el cornaca sentado en un asiento de mimbre sujeto en el lomo del animal.
- Menuda faena -opinó el otro en voz baja-. Menuda faena.
Richard Truitt se miró en el espejo del baño de la habitación de su hotel en la avenida de Almeida Ribeiro y se arregló la corbata. Abrió el neceser, sacó un recipiente pequeño y lo abrió.
Sumergió la punta del dedo en el líquido que contenía el recipiente para coger la lentilla de color. Se la puso en el ojo y después parpadeó un par de veces para acomodarla. Repitió la operación con el otro ojo. A continuación, volvió a mirarse en el espejo para comprobar el resultado. Sonrió, complacido.
Luego buscó en otra bolsa. Sacó una prótesis dental y se la colocó en los dientes superiores. Ahora tenía un aspecto ligeramente dentudo. De la misma bolsa cogió unas gafas de montura de carey. Enganchó las patillas detrás de las orejas y se las ajustó en el puente de la nariz. Si lo que buscaba era un aspecto excéntrico había acertado de lleno. Ya solo le faltaba peinar con brillantina y ensuciar el cuello y las hombreras de la chaqueta con un poco de caspa artificial. Perfecto.
Entró en la habitación y cogió una hoja de papel de la bandeja de la impresora. Le echó una ojeada. Tenía un aspecto recargado y pomposo, como correspondía a un documento británico. «Por designación de Su Majestad la Reina», rezaba el encabezamiento. «Desde 1834», comenzaba otra línea. Truitt dobló la hoja de papel y la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. A continuación desconectó el ordenador y la impresora y los guardó en el maletín. Ya tenía hechas las maletas.
Volvió al baño para recoger los artículos de aseo personal y los guardó en un bolsillo lateral de una de las maletas que estaban junto a la puerta de la habitación. Hecho esto, cogió el teléfono y marcó un número.
- Voy de camino -dijo en voz baja.
- Buena suerte -respondió Cabrillo.
Solo le quedaba escabullirse de la habitación sin ser visto.
Linda Ross era amable y positiva por naturaleza. Por eso le resultaba muy divertido interpretar el papel de Iselda. La mayoría de las personas tienen un lado desagradable, que sencillamente mantienen reprimido. Dado que los informes sobre Iselda afirmaban que era de aquellas personas que reprimen lo mejor en beneficio de lo peor, Ross estaba dispuesta a aprovechar al máximo la posibilidad de comportarse de la manera más despreciable.
Salió del ascensor que la había llevado al garaje subterráneo, se acercó a la ventanilla del encargado y frunció el entrecejo. El hombre salió disparado de la garita para ir a buscarle el coche.
Mientras Ross esperaba, intentó calcular cuál sería la propina de Iselda y concluyó que seguramente no daba propinas.
El encargado apareció con un Peugeot desvencijado. Se bajó del coche y dejó la puerta abierta. Ross se sentó al volante, le masculló algo al hombre y cerró de un portazo. El interior del coche apestaba como un vertedero. Las alfombrillas estaban cubiertas de ceniza, en el cenicero no cabía ni una colilla más, y los cristales de las ventanillas y el parabrisas aparecían cubiertos con una película de nicotina.
- Allá vamos -susurró mientras abría la guantera, sacaba un paquete de cigarrillos y encendía uno.
Puso el Peugeot en marcha y salió del garaje. Diez minutos más tarde llegó a la entrada de la mansión; había llegado el momento de la primera prueba.
- Abre la verja -le gritó al guardia, que miró al interior del coche y, al ver que era ella, apretó un botón-. Llego tarde.
Aparcó a un lado del camino de entrada, se apeó del coche y encendió otro cigarrillo.
- Vacía el cenicero de mi coche cuando tengas un momento -le ordenó a un jardinero que pasaba por allí.
El hombre no le hizo caso y siguió su marcha. Ross fue hasta la puerta principal, tocó el timbre y esperó a que el mayordomo le abriera la puerta.
- Fuera de mi camino -dijo al mayordomo, y se dirigió como una tromba al lugar donde, de acuerdo con los planos que había visto, se encontraba la cocina. Entró en la cocina, miró los fogones y se volvió hacia uno de los cocineros que había contratado Iselda-. ¿Esa es la sopa de marisco? -preguntó.
- Sí, señora -respondió el cocinero chino.
Ross se acercó al fogón, levantó la tapa de la olla y olió.
- Una cuchara, por favor.
El cocinero le alcanzó una cuchara y ella probó la sopa.
- No se nota mucho el sabor de la langosta -opinó.
- Le añadiré más.
- Bien, bien -dijo Ross-. Si el señor Ho me necesita, estaré en el jardín. Avíseme cuando acabe de cocinar los buñuelos de gambas, quiero probarlos.
- Muy bien -contestó el cocinero mientras Ross salía por la puerta que comunicaba con el jardín.
El proveedor de las bebidas se acercó a ella en cuanto la vio salir de la casa. Hizo una pausa y la miró con atención.
- Hoy está usted radiante, señorita Iselda -afirmó.
- Sus halagos no me interesan -replicó Ross-. ¿Lo tiene todo preparado?
- Solo falta aquello de lo que hablamos ayer -dijo el proveedor.
«Maldita sea», pensó Ross.
- ¿A qué se refiere? No puede esperar que me acuerde de todo.
- Los cubitos -respondió el proveedor-. Los traerán dentro de una hora más o menos.
- Bien, bien. Ahora ocúpese de que la cristalería esté impecable.
Se alejó a la carrera hacia el lugar donde un cocinero con una sierra eléctrica modelaba una escultura de hielo.
El proveedor sacudió la cabeza mientras la veía alejarse. El porte y el comportamiento eran los mismos, pero habría jurado que el lunar en la mejilla de Iselda estaba unos centímetros más abajo. Se encogió de hombros al no encontrarle solución al misterio y fue a ocuparse de la cristalería.
Ross aplastó la colilla con el tacón alto. La cabeza le daba vueltas de tanto fumar, así que se detuvo un momento para hacer varias respiraciones profundas.
- Un poco más de detalle en las alas -le dijo al cocinero que asintió y continuó con su trabajo.
Un hombre alto cargado con una pila de sillas le sonrió y le guiñó un ojo a la mujer cuando pasó a su lado.
En la copa de una pacana, un empleado de la corporación vestido con prendas de camuflaje que se confundían con las hojas conectó su radio.
- Linda está dentro y trabajando -informó en voz baja.
Stanley Ho observaba los preparativos de la fiesta a través de la ventana de su despacho en el último piso. Había visto a Iselda en el jardín, pero no le interesaba en absoluto hablar con ella, La virago portuguesa lo irritaba; era muy buena en su trabajo, pero se daba demasiadas ínfulas. Después de todo, aquello no era más que una fiesta, no un musical de Broadway. Por experiencia propia sabía que en pocas horas la mayoría de los invitados estarían tan borrachos que ni siquiera se darían cuenta si les servía ratas de primer plato.
A Ho le preocupaba mucho más el perito de la compañía de seguros.
La visita del perito y el hecho de que en la historia del Buda de oro que había adquirido se hablaba de un supuesto compartimiento secreto en la estatua, compartimiento que Ho aún no había conseguido encontrar. Aparentemente el perito era un experto en arte antiguo asiático. Ho esperaba que el visitante fuera capaz de aclararle el misterio.
Si no era así, tendría que esperar a que llegara Spenser y preguntárselo.
Richard Truitt, al volante de un coche de alquiler, subió lentamente por la colina hasta la verja de la mansión. Detuvo el coche bajó el cristal de la ventanilla y le entregó la invitación al guardia.
- Llamaré a la casa -dijo el guardia. Marcó el número de la extensión del dueño y esperó a que le atendieran-. Señor Ho, ha llegado el señor Samuelson de la compañía de seguros.
«No es la persona con la que he hablado antes», pensó Ho.
- Déjelo pasar -respondió Ho-, y dígale que tenga la bondad de esperar en la planta baja. -Colgó y de inmediato marcó otro número.
- Adelante -le dijo el guardia a Truitt-. Aparque junto al garaje y espere en la planta baja.
Ho rascó la superficie de la mesa con la uña mientras sonaba el teléfono.
- Residencia Lassiter -anunció una voz con acento cantones.
- Habla Stanley Ho. ¿Está el señor Lassiter?
- Señor Lassiter enfermo -le comunicó la voz-. Doctor venir pronto.
- ¿Le dejó algún mensaje para mí?
- Aguarde -dijo la voz.
Ho esperó unos minutos. Luego escuchó una voz rasposa.
- Lo siento -se disculpó su interlocutor-. Me parece que he pillado una gripe. El señor Samuelson, de nuestra oficina central, está en la ciudad, y aproveché para pedirle que fuera en mi lugar.
«Lassiter no parece el mismo», pensó Ho. Lo que había pillado debía de ser grave.
- Ya está aquí -le explicó Ho.
- No se preocupe, señor Ho -dijo la voz, cada vez más ronca-. Conoce su trabajo. Es un experto en arte antiguo asiático.
- Confío en que se recupere en breve -le deseó Ho.
El sonido de una tos agónica se escuchó durante casi un minuto.
- Yo también -manifestó la voz-, y espero tener la ocasión de ver el Buda de oro muy pronto.
Ho colgó el teléfono y se dirigió a la puerta del despacho para ir a la planta baja.
A bordo del Oregón, el técnico cerró la línea y miró al hombre que se había hecho pasar por Lassiter.
- Trabajarás de cocinero -comentó-, pero tú has nacido para ser espía.
17 Winston Spenser no estaba hecho para una vida de crímenes y traiciones. En aquellos momentos vomitaba en el baño de la habitación de su hotel. Alguien podría haber dicho que era la consecuencia de la borrachera que había pillado la noche anterior, pero en realidad la culpable era la tensión que le desgarraba los intestinos. La tensión proveniente de vivir una mentira, de rodearse de engaños, de hacer lo que se sabe que está mal. Pero ya solo le quedaba la bilis; hacía horas que había vomitado el último gramo de comida, y el único rastro de licor estaba en los poros. Cogió una toalla y se limpió los labios.
Se incorporó con un gran esfuerzo y se miró en el espejo.
Tenía los ojos inyectados en sangre y la piel de color grisáceo.
La tensión que sentía se reflejaba en los músculos del rostro, que se contraían y saltaban como palomitas en la sartén. Levantó la mano para quitar una lágrima de la comisura del ojo izquierdo, pero le temblaba tanto que tuvo que ayudarse con la otra para conseguirlo. Después se metió en la ducha con la intención de quitarse el olor del vómito y el miedo.
Richard Truitt esperaba en la sala. Echó un vistazo a la habitación para hacerse una idea de su objetivo. Por lo que veía del mobiliario y la decoración, diría que el hombre que vivía allí había hecho carrera por sus propios méritos y que su riqueza la había conseguido no hacía mucho. Todo lo que había en la sala era caro pero carecía de personalidad, y estaba dispuesto de una manera que favorecía la ostentación por encima de la comodidad. Los objetos que eran propiedad de las viejas fortunas siempre tenían una historia. En cambio, allí lo único que veía eran cosas compradas para llenar un espacio y ofrecer una imagen del ocupante que era ficticia y carente de imaginación.
Había un león disecado, pero Truitt dudaba de que el propietario lo hubiese cazado. Había asimismo algunos cuadros de pintores contemporáneos como Picasso, si bien ninguna de las obras correspondía a los mejores trabajos de los artistas. Truitt dedujo que los habían comprado para aparentar, para impresionar a los huéspedes sin cultura ni riqueza. Un viejo escudo de armas que tenía todo el aspecto de ser una copia, un sofá estilo Luis XVI que seguramente quien tuviera la osadía de sentarse en él encontraría incómodo como una cama de clavos.
- Señor Samuelson -dijo una voz desde la escalera.
Truitt se volvió para ver quién era su interlocutor.
El hombre era bajo. Un metro sesenta y cinco de estatura y constitución delgada. Llevaba los cabellos negro azabache peinados al estilo de un chulo californiano de los años setenta. La boca era pequeña y los dientes recordaban los de un lobo.
Aunque Truitt se dijo que la sonrisa del hombre pretendía ser amistosa, su efecto casi lo llevó a palparse el bolsillo para verificar si aún tenía el billetero.
- Soy Stanley Ho -añadió el hombre, acercándose y tendiéndole la mano.
La sala se había convertido en un escenario y Truitt en actor.
- Paul Samuelson -respondió. Estrechó la mano con una actitud un tanto afeminada-. La oficina central me pidió que reemplazara al señor Lassiter, ya que está en cama al parecer como consecuencia de una gripe.
La interpretación que Truitt hacía del personaje de Samuelson parecía la de un Michael Caine de estar por casa.
- ¿Conoce usted este clase de esculturas?
- Oh, sí -mintió Truitt-. El arte asiático fue el tema de mi trabajo de licenciatura. Es algo que me apasiona.
Ho le señaló la escalera y comenzó a subir.
- La estatua se llama el Buda de oro. ¿Conoce la historia de esta pieza?
Llegaron al primer rellano y luego continuaron subiendo.
- Me temo que no -respondió Truitt, sin aliento-. ¿La han exhibido en alguna ocasión?
- No -se apresuró a contestar Ho-. Ha formado parte de una colección privada desde hace décadas.
- Entonces lo valoraré tomando como referencia otras esculturas que conozco.
Sin detenerse a descansar comenzaron a subir el tercero y último tramo de escaleras.
- Tiene usted una casa preciosa -mintió Truitt-. La escalera es de caoba, ¿verdad?
- Así es. -Ho se detuvo al llegar a la puerta de su despacho y utilizó una tarjeta magnética para abrirla-. Es caoba de Brasil y encajada de tal manera que no hay clavos ni tornillos. -Abrió la puerta y se apartó para dejar pasar primero al falso perito.
- Un despacho magnífico -opinó Truitt y, al ver la resplandeciente estatua del Buda de oro, añadió-: Pero en absoluto comparable a esta soberbia obra de arte.
Truitt se acercó a la estatua escoltado por el millonario.
- Es extraordinaria -comentó Truitt con toda naturalidad-. ¿Puedo tocarla?
- Por favor.
El perito se comportaba tal como había esperado Ho. Con el respeto y la admiración adecuados. Era muy probable que el peritaje le fuera beneficioso. Si no era así, siempre podría apelar a otros medios para convencer al agente de seguros.
Truitt frotó la cara del Buda con una mano y después miró los trozos de jade que imitaban los ojos.
- ¿Puedo preguntarle por la historia de esta pieza?
- La hicieron en el siglo XIII en Indochina -respondió Ho.
Truitt abrió la pequeña cartera que había dejado sobre la mesa y sacó una lupa de joyero. Se la acomodó sobre el ojo y observó las piedras.
- Una talla perfecta.
Ho permaneció en silencio mientras el perito examinaba la estatua centímetro a centímetro. El hombre parecía competente, así que decidió preguntarle por el compartimiento secreto.
- Según el historiador que me facilitó los antecedentes de esta pieza es posible que tenga un compartimiento secreto como otras correspondientes al mismo período.
- Es probable que esté en la parte del Buda donde no hay ego -respondió Truitt en el acto-. En el vacío.
- Entonces, ¿ya tenía conocimiento de esta idea? -preguntó Ho.
- Por supuesto -afirmó Truitt.
Agradeció para sus adentros que la corporación hubiese considerado oportuno facilitarle un pequeño resumen sobre el arte asiático antiguo. El término «vacío» lo había leído en el resumen.
- No he conseguido encontrarlo -dijo Ho.
- Pues en ese caso vamos a buscarlo -propuso Truitt.
Los dos hombres dedicaron los veinte minutos siguientes a revisar toda la superficie de la estatua, pero no consiguieron encontrar el compartimiento secreto. Truitt decidió aprovechar el fracaso en su favor.
- ¿Nos sentamos? -le preguntó al millonario. Después de sentarse a la mesa, Truitt añadió-: ¿Cuál es la cantidad que tenía pensada para la póliza?
- Pensaba en una cantidad vecina a los doscientos millones -manifestó Ho.
- Un vecindario de lujo -replicó Truitt con expresión risueña.
Se inclinó hacia delante y, como si se tratara de un descuido, volcó el contenido de la cartera en el suelo. Mientras recogía los objetos, aprovechó para fijar un micrófono en la parte inferior de la mesa.
- Qué torpe soy -exclamó, después de fijar el micrófono y de cerrar la cartera.
- ¿Qué opina de la cantidad? -preguntó Ho.
- Creo que la ausencia del compartimiento secreto es un detalle más en favor de la antigüedad de la estatua -mintió Truitt descaradamente-. La sitúa en una fecha por lo menos varías décadas antes de lo que había estimado. Los vacíos aparecen a partir del siglo xn en adelante. Es posible que tenga usted aquí algo que impide una tasación precisa.
Ho exhibió su sonrisa feroz. Lo hacía feliz saber que había aventajado a alguien en un trato, y comenzaba a creer que había sido más listo que algunos de los más importantes coleccionistas de arte del mundo entero. En un primer momento, los doscientos millones de dólares que había pagado por el Buda le habían parecido una enormidad, pero por lo visto había conseguido una ganga.
- En ese caso, ¿cuál es la cantidad que propone?
- No tendría inconveniente en asegurarlo por el doble de lo que usted quiere -declaró Truitt-, pero por supuesto la prima estaría en consonancia con el valor asegurado.
Aquello estaba resultando mucho mejor de lo que había imaginado, pensó Truitt. La codicia había despejado cualquier duda que Ho hubiese podido tener sobre su identidad. Había llegado como un extraño y en esos momentos era un amigo que le traía un regalo. Los timos solo funcionan cuando el tonto quiere creer. Ho quería creer.
- Si lo aseguro por más -manifestó Ho, con un leve titubeo-, los bancos estarían dispuestos a aumentar el importe de los créditos avalados por la pieza.
- Desde luego. Los bancos tienden a seguir siempre nuestras pautas.
- ¿Podría calcular la prima que debería pagar por una póliza de cuatrocientos millones?
- Es un cálculo que harán en la oficina central, y no creo que haya ningún inconveniente después de que reciban el informe favorable.
Ho se arrellanó en la silla. Poco a poco comenzaba a calar en él la idea de que era el propietario de una obra de arte de un valor incalculable. Ya solo le faltaba escuchar un coro de alabanzas. Un reconocimiento que únicamente podían darle las personas de su mismo círculo.
- Esta tarde doy una fiesta -dijo.
- He visto los preparativos.
- Está usted invitado, por supuesto, pero pensaba en mostrar la estatua a mis invitados. Me sentiría mucho más tranquilo si tuviese un seguro aunque solo fuera de veinticuatro horas hasta que reciba la póliza definitiva. Algo que cubra los riesgos de hoy.
- Tiene usted la intención de exhibirla en la planta baja -señaló Truitt.
Ho no lo había pensado, pero ahora estaba dispuesto a hacerlo.
- Sí. ¿Qué le parece en el jardín?
- Permítame que haga una llamada -dijo Truitt.
El dueño de la casa le señaló el teléfono que tenía en la mesa. Truitt lo rechazó con un gesto amable al tiempo que sacaba un móvil y apretaba la tecla de marcado rápido.
- Aquí Samuelson.
- Richard, eres un cabrón de cuidado -respondió una voz-. Te hemos estado escuchando durante los últimos minutos. Buen trabajo.
- Necesito que calculen el importe de un seguro por un día a nombre del señor Ho para un objeto artístico valorado en cuatrocientos millones, mientras se prepara la póliza definitiva.
- Menuda comisión te llevarías, chico, si esto fuera de verdad. Muy bien -respondió el operador a bordo del Oregón-. Te daré una cantidad a ojo de buen cubero. ¿Qué te parecen veinte mil dólares, o lo que tú quieras? Pero yo me aseguraría de cobrar en mano. Así tendríamos para un festejo cuando esto se acabe.
- Entendido -asintió Truitt con cara de póquer-. Así que habrá que aumentar la seguridad. Espere un momento.
- Truitt tapó el micro del teléfono con la mano.
En el Oregón, el operador miró a Hanley.
- Truitt se supera a sí mismo -le comentó-. Yo ni siquiera había pensado en esa posibilidad.
Mientras tanto, Ho esperaba la respuesta del falso perito -La prima por un día es de dieciocho mil quinientos dólares. Claro que mi compañía insiste en aumentar las medidas de seguridad. Afortunadamente, hay una empresa local con la que solemos trabajar. Los llamarán desde la oficina y tendremos a unos cuantos guardias dentro de una hora a más tardar, si usted está de acuerdo.
- ¿La prima incluye el servicio de vigilancia? -preguntó Ho.
Truitt pensó durante una fracción de segundo y decidió no presionar demasiado.
- La prima cubre el servicio de tres guardias, pero la oficina quiere el cobro en efectivo -respondió Truitt, impávido.
El millonario se levantó para ir a la caja de seguridad.
- Me parece razonable.
Truitt sonrió para sus adentros. La oferta podía ser cualquier cosa menos razonable, claro que Ho no podía saberlo.
- Se lo diré.
Ho comenzó a marcar la clave de la caja.
- El cliente está de acuerdo -le dijo al operador en el Oregón-. Necesitamos que los guardias estén aquí cuanto antes.
- Tío, eres extraordinario -declaró el operador.
- Sí, lo soy -contestó Truitt en voz baja, y colgó.
Ho volvió con dos fajos. En cada una de las cintas de papel figuraba la cantidad: diez mil dólares. El millonario retiró quince billetes de cien dólares de uno de los fajos, y le entregó a, Truitt el resto. Truitt guardó el dinero en la cartera, y le sonrió a Ho.
- ¿Tiene una hoja de papel?
- ¿Para qué? -preguntó Ho.
- Tengo que darle un recibo -respondió Truitt.
Hanley cogió el teléfono y llamó a Cabrillo.
- Dick Truitt acaba de conseguir que tengamos otros tres hombres en la casa. Se harán pasar por guardias de seguridad.
- Excelente -exclamó Cabrillo-. ¿Algún problema con el peritaje?
- Lo ha hecho todo a pedir de boca, como corresponde a un profesional.
- ¿Tenemos uniformes de guardias en la tienda de magia?
- Por supuesto. Ahora mismo llamaré a Nixon y le diré que cosa unos escudos bien bonitos.
- Pues adelante -dijo Cabrillo-, porque así podremos sacar a Truitt sin demora.
- Lo han invitado a la fiesta -le informó Hanley-, y se quedará a menos que tú dispongas lo contrario.
- Que espere hasta que aparezcan los nuestros. De esa manera podrá verificar su identidad a Ho. Dile que no se marche.
Tengo otro trabajo para él.
- Hecho.
Cabrillo colgó el teléfono y Hanley llamó a la tienda de magia.
- Kevin, necesito tres uniformes de guardias de seguridad con los escudos de la empresa.
- ¿Cuál es el nombre?
Hanley pensó un momento antes de responder.
- Redman Security Services.
- ¿Cómo en la peli de Redford y Newman?
- Eso es. El golpe.
- Tardaré unos veinte minutos en tener preparados los escudos -dijo Nixon-. Envíame enseguida a los tres que irán a la fiesta. Les probaré los uniformes mientras se hacen los escudos.
- Los tendrás allí en cinco minutos -prometió Hanley.
Miró la planilla en la sala de control. La mayoría de los accionistas ya estaban cumpliendo sus misiones en el terreno. En esos momentos podía disponer del segundo cocinero, Rick Barrett, un ingeniero llamado Sam Pryor y un hombre de mediana edad que trabajaba en la armería, Gunther Reinholt.
Ninguno de ellos había participado antes en las operaciones.
Pero los pobres no pueden elegir.
- Llama a Reinholt, Pryor y Barrett -le dijo a uno de los técnicos-. Que se reúnan conmigo en la tienda de magia.
El técnico comenzó a llamar a los hombres por los altavoces.
- No te preocupes -le dijo Murphy a Halpert-, solo huele como la marihuana.
Murphy agitaba lo que parecía una barrita de incienso cerca de los integrantes del grupo cuando Cabrillo entró en la sala de conferencias.
- Aquí dentro apesta como en un concierto de los Grateful Dead -comentó.
Murphy se acercó y dejó que el humo impregnara las prendas del presidente.
- Son los pequeños detalles los que aseguran el éxito de la corporación -afirmó con una sonrisa.
- El grupo verdadero no consume drogas -le recordó Cabrillo.
- Eso Ho no lo sabe.
- Escuchadme. Dick Truitt ha conseguido meter a otros tres de los nuestros. Irán vestidos como guardias de seguridad.
Dentro de unos minutos me dirán el nombre de la empresa.
Tened cuidado, porque puede haber otros guardias contratados Por Ho. No os vayáis a equivocar y toméis a los suyos por los nuestros. -En aquel momento sonó el teléfono de Cabrillo. Atendió la llamada y añadió-: El nombre de la empresa que aparecerá en los uniformes es Redman Security.
Se abrió la puerta y Julia Huxley entró en la sala.
- ¡Caray con la nena! -exclamó Kasim.
Huxley vestía un pantalón de cuero ajustadísimo con aberturas desde las caderas hasta los tobillos que dejaban ver la piel de las piernas entre los cordeles que unían los dos trozos. El top era un chaleco con tachones que apenas podía contener los grandes pechos. Alrededor del cuello llevaba una gargantilla de cuero enganchada con un cierre que era un gancho con forma de D. En un brazo se había pintado un tatuaje de alambre de espino y hojas. Se había peinado los cabellos al estilo punky y el maquillaje tenía un dedo de grueso. Unos tacones de doce centímetros y una abundante capa de purpurina en la piel de las piernas completaban su figura.
- ¿Qué tal se me da hacer de putorra, chicos?
- No sabía que en la tienda de magia teman trajes de ese estilo -comentó Halpert.
Huxley se acercó a Halpert y le rozó el brazo con los pechos. Como la voz del grupo, a él le tocaba, por supuesto, quedarse con la chica.
- ¿A qué te refieres? -replicó ella-. Esto pertenece a mi vestuario personal.
Huxley mentía, por supuesto, porque toda la actuación era pura fachada.
- A ver quién me discute ahora -manifestó Kasim- que Estados Unidos es el mejor país del mundo.
18 Ross estaba comprobando el funcionamiento de las máquinas productoras de humo cuando Ho apareció en el jardín y se acercó.
- Señorita Iselda -dijo-, tengo una obra de arte que he decidido exhibir en el jardín.
Ross observó atentamente al millonario que le señalaba uno de los lados del pabellón. Ho la miraba expectante, sin dar muestras de advertir nada anormal.
- ¿Es una pintura? -preguntó Ross.
- No, se trata de una estatua.
Dos trabajadores esperaban junto a las baterías de luces de colores.
- Tomaos un descanso -les dijo Ross.
Los hombres se alejaron en busca de la sombra del pabellón.
- Descríbame la estatua.
- Mide un metro ochenta de altura y está hecha de oro -respondió Ho.
- Quizá podríamos ponerla allí -propuso Ross, indicando un lugar unos metros más allá-. Al final de la alfombra roja en la entrada del pabellón. Como si fuese un centinela.
- La pareja caminó hasta el lugar-. Podría iluminarla con los reflectores azul y rojo.
- ¿Que más?
Ross se estrujó el cerebro. ¿Qué podía proponer que ayudara a sus compañeros a realizar el robo?
- ¿Qué le parece si añadimos unas cuantas nubes de humo? -sugirió-. De esa manera la estatua aparecerá y desaparecerá como un espejismo.
- Magnífico -afirmó Ho, entusiasmado.
Ross sonrió. Por el rabillo del ojo vio al trío de hombres del Oregón, vestidos con uniformes de guardias. No sabía cómo lo habían conseguido, pero el equipo le había mandado ayuda.
Barrett, que hacía de jefe de los guardias, se acercó a la pareja.
- ¿Es usted el señor Ho? -preguntó.
- Así es.
- Nos envía la compañía de seguros.
Barrett se llevó un dedo a un ojo y le hizo un guiño a Ross cuando Ho no miraba.
- Bien. Me alegra que hayan llegado puntuales. La señorita Iselda está a cargo de la organización. Ahora mismo estamos decidiendo cuál es el mejor lugar para exhibir el objeto que deben proteger.
Barrett se limitó a asentir con una inclinación de cabeza.
- Hablábamos de ponerlo allí -prosiguió el millonario-, cerca de la entrada del pabellón.
Barrett observó el lugar y la zona como si quisiera evaluar la idoneidad del sitio propuesto.
- La compañía me dijo que se trataba de una estatua.
- Así es. Un Buda de un metro ochenta de altura.
Barrett asintió de nuevo. Tardó apenas unos momentos en preguntar:
- ¿Cuánto pesa?
- Unos doscientos setenta kilos. ¿Por qué lo pregunta?
- Verá, señor, quizá usted quiera hacer que sea parte de J fiesta, moverlo de un lugar a otro junto con los invitados. Claro que mis hombres no podrán mover algo de ese peso.
Ross captó la idea de Barrett.
- ¿Se refiere a que la estatua se convierta en uno de los invitados? -dijo con evidente entusiasmo.
- Algo así -manifestó Barrett-. La estatua estará más segura cuantas más personas tenga a su alrededor.
- Una idea interesante -opinó Ho.
- La fiesta casi está a punto de empezar -señaló Ross- pero veré si puedo conseguir otras estatuas de Buda y montar todo un tema.
- ¿A qué se refiere?
- Quizá pueda hacer traer unos cuantos Budas de yeso y distribuirlos por el jardín -respondió Ross.
- Eso contribuiría a aumentar la seguridad -declaró Barrett-, porque resultaría difícil distinguir el verdadero entre los falsos.
- ¿Cree que podrá hacerlo? -preguntó Ho.
- No se preocupe, señor Ho -contestó Ross-. Mi compañía puede hacer milagros.
El grupo estaba reunido en la sala de conferencias del Oregón.
Hanley y Cabrillo se encargaban de dar las instrucciones finales.
- Como sabéis, tenemos a otros tres hombres en la fiesta -dijo Cabrillo-, disfrazados como guardias de seguridad, así que no debemos preocuparnos de cómo transportar el objeto hasta la planta baja. Ya estará allí cuando lleguemos.
- Un detalle a nuestro favor -opinó Lincoln.
- Por lo tanto, llevarnos el objeto nos resultará más sencillo -añadió Hanley-, pero se plantea el problema de que también habrá un mayor número de testigos.
- Eso significa que casi con toda seguridad tendremos que drogar a los invitados -apuntó Kasim.
- Eso es lo que parece -admitió Cabrillo.
- La actuación del grupo se divide en tres partes -prosiguió Hanley-. Eso nos da dos intervalos entre actuaciones, durante los cuales vosotros, como integrantes del grupo, os podréis mover libremente. Estad atentos a lo que haga el presidente y sed flexibles. Toda la operación todavía está desarrollándose.
- ¿Tendremos un avión para que se encargue de transportar la estatua después del robo? -preguntó Halpert.
- Eso ya está arreglado -respondió Cabrillo-. Ahora mismo vuela hacia aquí.
- ¿A qué hora se realizará la extracción? -quiso saber Monica.
- Diez minutos antes de la medianoche -le contestó Hanley.
- El Oregón zarpará en algún momento de mañana -explicó Cabrillo-, sea cual sea el resultado. Así que haremos nuestro trabajo y nos largaremos.
- Un poco más ricos como premio a nuestros esfuerzos -declaró Murphy con un sonrisa.
- Esa es la idea -afirmó Cabrillo.
Las delgadas columnas de humo perfumado de las barritas de incienso ascendían hacia el techo del templo de A-Ma.
Numerosos fieles recorrían las zonas públicas y deposita.
ban sus ofrendas a los pies de los Budas. Hombres, mujeres y niños caminaban por los senderos de gravilla, se sentaban en los bancos de madera y contemplaban el mar, pensativos. El templo era un remanso de paz, un puerto de aguas tranquilas en medio de una tormenta de confusión y prisas.
Winston Spenser no estaba tranquilo.
Lo dominaba el miedo. Estaba seguro de que el Buda de oro se reía de él. La mirada serena y la imperturbable solidez de la estatua le provocaban una profunda inquietud. Spenser no veía la hora de recoger su dinero y librarse de la maldición, Ya se imaginaba la escena. El furgón blindado que recogía la estatua y la transportaba hasta el avión del multimillonario. Las maletas con el dinero prometido.
Salió del templo principal y bajó la colina para dirigirse a la zona de aparcamiento donde lo esperaba la limusina. Había muy pocos coches aparcados. La mayoría de los habitantes de Macao se estaban preparando para el desfile y las fiestas de la noche. Un par de motociclistas descansaban a la sombra de un árbol. Spenser, abstraído en sus pensamientos de fracaso, no advirtió su presencia.
Subió a la limusina y le dijo al chófer que lo llevara a la residencia de Ho. Un minuto más tarde, el coche salió del aparcamiento.
- Ya he visto todo lo que necesitaba ver -comentó uno de los motociclistas.
- Yo también -dijo el otro.
Seis criados chinos recibían a los invitados. Después de enseñarle las invitaciones al guardia, cruzaban la verja, seguían por el camino circular y se apeaban de los coches cerca de la puerta principal de la casa.
El sol se ponía lentamente por el oeste, y desde la mansión veía la vasta extensión del mar iluminada por la dorada luz del ocaso. Spenser bajó de la limusina y contempló el paisaje.
Vestía un esmoquin negro que ocultaba las manchas de sudor de las axilas. Hizo de tripas corazón y entró en el vestíbulo.
Juan Cabrillo bajó el cristal de la ventanilla de la furgoneta y le entregó al guardia una hoja de papel.
- Aparque junto al garaje -le indicó el guardia-, descarguen el equipo y llévenlo a la parte de atrás de la casa.
Cabrillo asintió. En cuanto se abrió la verja, fue hasta el garaje, y después dio marcha atrás para dejar el vehículo junto a la zona de césped.
- Comienza la función -anunció.
Los integrantes del grupo bajaron rápidamente de la furgoneta y comenzaron a trasladar el equipo a la zona trasera de la casa.
Cabrillo dio unos cuantos pasos por el jardín, buscando a Ross. La vio a lo lejos hablando por teléfono. Había varias personas cerca.
- Somos los Minutemen -le dijo cuando la joven acabó la conversación telefónica.
- Bienvenidos -respondió Ross-. El escenario está allí.
- Tenemos unos altavoces muy grandes -añadió Cabrillo-. Necesitaremos ayuda para moverlos.
- Ahora mismo llamo a alguien para que los ayude.
- Preferimos encargarnos nosotros -replicó Cabrillo-. Nos bastarán algunos carretones.
Ross asintió. Buscó con la mirada a uno de los proveedores y lo llamó.
- Este es el líder del grupo musical -le informó-. Necesita algunos de los carretones que usted utiliza para transportar las mesas.
- Acompáñeme -dijo el hombre.
Mark Murphy subió al escenario y miró en derredor. Habían instalado tres pabellones que formaban una Y, con el escenario en el extremo más apartado. La tarima estaba elevada sobre el suelo, y en la parte de atrás del pabellón había unas aberturas que permitían el paso. Los cables eléctricos para alimentar los altavoces y los focos salían del interior del pabellón.
Dejó la guitarra en el escenario y se coló en la tienda. Detrás del pabellón, a una quincena de metros, se alzaba el muro que rodeaba la finca. A unos veinticinco metros del lado derecho del brazo de la Y se encontraba la pared trasera de la mansión y la puerta de acceso a la cocina. Comenzó a caminar por los lados del pabellón.
En la parte delantera de la Y estaban las entradas de los invitados. En la abertura que formaban los brazos de la Y había una fuente portátil y una pequeña plataforma de madera que de momento se hallaba vacía. Murphy continuó por el otro lado, atento a la forma como habían sujetado los pabellones al suelo. En los bordes había unas grandes estacas metálicas con tensores clavados en el suelo que se alargaban más allá de la lona. A continuación miró hacia la parte superior. Unos largos parantes metálicos, dos por cada sección de los tres pabellones, asomaban por las cumbreras. Buscó una abertura y se acercó a uno de los parantes. El extremo inferior se sujetaba en una base de plástico.
Murphy dedujo que no costaría mucho apartarlo y hacer que el pabellón se viniera abajo.
Ho caminaba de regreso a la casa cuando se detuvo en seco.
Varios melenudos iban hacia uno de los pabellones, aunque no era eso lo que le interesaba, sino la mujer que los seguía. Ho dio media vuelta y fue a su encuentro.
- Hola, soy Stanley Ho -se presentó con una sonrisa-. Soy el anfitrión.
- Hola, soy Candace -respondió Julia Huxley.
La mirada de Ho no se apartaba de los pechos de Huxley.
.-Me resulta difícil de creer -añadió el millonario-, pero no recuerdo haberla visto antes.
.-Estoy con el grupo -dijo Candace, con una sonrisa provocativa-. Por lo menos he venido con ellos.
- ¿Actúa? -preguntó Ho.
.-De muchas maneras -contestó Candace y le sonrió.
Ho comenzaba a tener la sensación de que, si jugaba bien sus cartas, la suerte podría sonreírle.
- Tengo que ir a atender a mis invitados -se disculpó Ho rápidamente al ver por el rabillo del ojo que se acercaba Isel‹Ja-. Quizá podamos hablar más tarde.
Sin perder tiempo se alejó hacia la puerta trasera de la casa.
- Señor Ho -le gritó Ross-. Creo que tenemos el lugar adecuado.
- Muy bien. Lo dejo en sus manos -le contestó Ho por encima del hombro.
- Puta -susurró Ross cuando pasó junto a Huxley.
- Lesbiana -replicó Julia.
Max Hanley estaba sentado en el centro de mando del Oregón.
- Muy bien, gente -les dijo a los tres técnicos que lo acompañaban-. Allá vamos. Vista desde el árbol -ordenó.
La imagen transmitida desde una diminuta cámara instalada en la copa de un árbol apareció en la pantalla de uno de los monitores del centro de mando. Hanley vio a Cabrillo, que tiraba de un carretón cargado con varios altavoces de gran tamaño. Ross acababa de pasar junto a Huxley y en esos momentos daba la vuelta para ir hacia el pabellón. Murphy apareció por lateral de una de las tiendas. Como si supiera que estaba en pantalla, se volvió hacia el árbol y sonrió.
- Larry -llamó Hanley-, ¿todo en orden?
Larry King era el miembro de la corporación oculto en la copa del árbol. Movió apenas el fusil para acomodar el pequeño micrófono junto a los labios.
- ¿Qué tal se ve la imagen, jefe? -preguntó.
- Muy bien. ¿Qué tal lo llevas?
King había ocupado su posición desde donde dominaba el jardín un poco después de las tres de la mañana. Ya llevaba en el árbol más de doce horas. Cabía la posibilidad de que tuviera que quedarse allí otras tantas.
- Una vez estuve seis días en Indonesia -respondió King-. Esto no es nada.
- ¿Tienes marcados los campos de tiro? -inquirió Hanley, aunque ya sabía la respuesta.
- Los he señalado unas mil veces, jefe. -King apartó un moscón que se le había posado en el brazo.
King era un francotirador entrenado en el ejército estadounidense. Si Hanley le daba la orden, efectuaría una docena de disparos en un santiamén. Hanley confiaba en que no fuera necesario; pero, si alguien del equipo estaba en problemas y no había otra alternativa, King salvaría la situación.
- Mantente a la espera, Larry. Te llamaremos si tienes que actuar.
- Bien -contestó King mientras observaba el terreno a través de la mira telescópica.
- Prueba el interior del pabellón -le ordenó Hanley al técnico.
La imagen que apareció a continuación en la pantalla la transmitía la cámara instalada en el teclado de Cabrillo. No estaba bien centrada.
- Juan -llamó Hanley.
Cabrillo, que arrastraba el carretón alrededor de la tienda para llegar al escenario, escuchó la llamada de Hanley a través del auricular.
- Tendrás que acomodar el teclado un poco a la derecha.
No alcanzamos a ver del todo el lado izquierdo del pabellón.
Cabrillo asintió con un gesto disimulado.
Hanley se dio por enterado y le dio otra orden al técnico:
- Ve a la furgoneta.
En un segundo monitor aparecieron dos imágenes separadas por una línea vertical. Las cámaras estaban sujetas en los espejos retrovisores laterales del vehículo. Ambas mostraban la mayor parte de la fachada de la mansión. En esos momentos Lincoln retiraba una caja de la parte de atrás de la furgoneta.
- Frankie -llamó Hanley.
Franklin se apartó de la parte trasera y miró hacia uno de los espejos laterales como si se estuviera peinando.
- No muevas la furgoneta a menos que te obliguen -le avisó Hanley-. Habéis tenido suerte y está aparcada en un lugar que nos da un amplio campo de visión.
Lincoln hizo una señal para confirmar que había recibido el mensaje.
- Bueno, chicos -le dijo Hanley a su grupo-, somos los ojos y los oídos del equipo, así que estad alerta.
19 Winston Spenser entró en la mansión, cogió una copa de champán de la bandeja del primer camarero que pasó a su lado y se bebió la mitad de un trago antes de unirse a la cola de la recepción. Stanley Ho sonreía y estrechaba la mano de cada uno de los invitados. En esos momentos saludaba a una pareja de australianos, y delante del marchante estaba el cónsul portugués. Spenser esperó pacientemente. Se acabó la copa y llamó al camarero para que le sirviera otra. Llegó su turno.
- Winston -dijo Ho con una gran sonrisa-, es un placer verlo. Llega tarde. El perito de la compañía de seguros ya ha estado aquí.
- Lo siento -se disculpó Spenser-. Me pilló un atasco.
Spenser intentó marcharse, pero el millonario se lo impidió.
- No tiene importancia. Ha llegado en el momento preciso -manifestó Ho. Le señaló la escalera.
El marchante contuvo la náusea al ver que unos guardias de la empresa Redman Security bajaban al Buda de oro sujeto a una camilla, como si fuese un paciente en una clínica psiquiátrica.
- He decidido exhibir mi nuevo tesoro -le explicó Ho-, para que todos los invitados puedan disfrutar de esta maravilla.
No se preocupe, les diré a todos los que me pregunten quién me ayudó a conseguirlo.
Un millar de pensamientos cruzaron por la mente de Spenser, y ninguno era agradable.
- Señor… -comenzó a decir Spenser, pero la cola se movía y Ho ya se preparaba para saludar al siguiente invitado-. No creo…
- Ya hablaremos cuando salgamos al jardín -le dijo Ho en voz baja, volviéndose para estrechar la mano del siguiente en la cola.
- La puerta trasera -dijo Hanley, señalando una de las pantallas.
Apretó uno de los interruptores en la mesa de comunicaciones.
- Juan, están sacando el Buda.
En uno de los monitores se veía a Cabrillo, que controlaba las conexiones del teclado. Levantó la cabeza y asintió con un gesto. Ross se acercó a la entrada del pabellón mientras llevaban el Buda y luego supervisó su emplazamiento junto a la fuente.
El objetivo de la operación estaba ahora a la vista de todos.
El inspector jefe de la policía de Macao, Sung Rhee, observó la estatua desde su posición cerca de la puerta trasera de la casa.
Rhee conocía a Stanley Ho desde mucho antes de que se convirtiera en millonario. Era un conocido, no un amigo. El primer barco que había comprado Ho, los inicios de su triunfal carrera como armador, habían sido como una espina clavada en el corazón del policía.
Por aquel entonces el inspector jefe era un miembro más de la brigada de narcóticos y contrabando, y desde el primer momento había tenido la firme sospecha de que Ho utilizaba el barco para transportar drogas, pero nunca había podido pillarlo con las manos en la masa. La fortuna de Ho había crecido rápida mente, y el inspector jefe sabía lo que eso significaba: el problema era que, a medida que aumentaba su riqueza, también crecía su poder. En dos ocasiones durante la pasada década le habían ordenado a Rhee que se mantuviera apartado de la actividad de Ho cuando había estado a punto de conseguir las pruebas necesarias para detenerlo. A esas alturas, Rhee comenzaba a comprender que, si Ho conseguía afianzarse como un probo miembro de la sociedad, nunca pagaría por los delitos cometidos.
Rhee había sido invitado a la fiesta únicamente por su cargo, para dar lustre. Por la misma razón estaban presentes el alcalde, los embajadores de varios países y algunos miembros de la realeza. Todos contribuían a garantizar la legitimidad que Ho tanto deseaba.
El no era más que un decorado, pero eso no hacía que desapareciera el policía que llevaba dentro. Miró aquella montaña de oro y piedras preciosas y, como un ejercicio, se planteó cómo haría si tuviera que robarlo. Rhee miró en derredor. Lo primero era buscar el camino para escapar. El muro que rodeaba la finca hacía casi obligado que la huida tuviera que hacerse por la verja. El hecho de que el objeto estuviese colocado a la vista de todos colaboraba a su seguridad. En todo momento habría alguien contemplándolo, Miró de nuevo a un lado y a otro, y luego se encogió de hombros, Rhee llegó a la conclusión de que el robo no era un problema y entró en la casa para probar los buñuelos de gambas.
Una limusina Mercedes-Benz color verde oscuro se detuvo ante la verja y el guardia autorizó la entrada. Tom Reyes, el chófer, condujo el coche por el camino circular y aparcó delante la puerta principal. Se apeó de la limusina, abrió la puerta rasera y ayudó a bajar a la pasajera.
En cuanto Crabtree salió de la limusina, Reyes corrió a la entrada y le dijo al mayordomo:
- Es la princesa Aalborg de Dinamarca.
El mayordomo se hizo a un lado mientras la supuesta princesa entraba en el vestíbulo con su espectacular vestido de seda y encajes, y se acercaba a Ho, que ahora estaba solo.
- La princesa Aalborg -anunció Reyes desde dos pasos más atrás.
Ho se inclinó amablemente y acercó la mano de la princesa a sus labios. Luego levantó la cabeza y sonrió.
- Me siento muy honrado de recibir su visita en mi humilde casa.
- Es un placer -respondió Monica Crabtree con un acento curioso.
Ho levantó una mano y un camarero apareció en el acto.
- ¿Puedo ofrecerle una copa?
- Una copa de champán con una fresa no estaría mal.
El camarero corrió a buscar la bebida.
- Jeeves -le dijo Crabtree al chófer-, no necesitaré de sus servicios por ahora. Puede retirarse.
Reyes caminó de espaldas unos pasos antes de volverse y salir de la casa. Subió a la limusina y la aparcó cerca del garaje.
Después se apoyó en el capó del coche, se echó la gorra hacia atrás y encendió un cigarrillo.
- Monica ya se encuentra dentro -le informó Hanley a Cabrillo.
La luz del crepúsculo se extendió sobre el terreno acompaña.
da por una suave brisa que llevaba consigo el olor del mar, Unos pocos kilómetros más allá, en el lugar de la concentración, se pusieron en marcha los motores de las carrozas. La banda de música que sería la encargada de abrir el desfile comenzó a formar, atenta a la señal de marcha. Macao se preparaba para pasar la noche, y en el centro de la ciudad y a lo largo del frente marítimo comenzaron a encenderse las primeras luces. En el mar se hicieron visibles las luces de navegación de los barcos que se acercaban al puerto, y en el cielo los aviones que se disponían a aterrizar o los que despegaban aparecían como puntos luminosos.
Ya habían llegado todos los invitados a la fiesta y la zona de aparcamiento delante de la casa parecía la sala de exposición de un concesionario de coches de lujo. Había Jaguar, BMW, un par de Ferraris y un solitario Lamborghini. Una docena de limusinas, un Humvee acorazado y un viejo Rolls-Royce completaban la lista. En lo alto del muro que daba a la carretera, las cámaras de seguridad barrían la zona, pero no había más coches a la vista, y el guardia que vigilaba la entrada se cansó de mirar la pantalla del monitor.
Así que nadie vio a la pareja de motociclistas que pasaron a poca velocidad por delante de la mansión.
Si alguien lo hubiese hecho, y de haber sabido qué debía buscar, quizá se habría dado cuenta de que el sidecar de una de las motocicletas era un poco más grande de lo habitual y que lo habían reforzado. Las modificaciones apenas eran perceptibles, pero un observador atento habría advertido que habían añadido un cuarto neumático y quitado el asiento para convertir el sidecar en un compartimiento de carga. Las motocicletas continuaron en dirección norte hasta llegar a la señal de stop; luego giraron a la izquierda y continuaron hacia el puerto interior.
Los conductores tenían una cita en un lugar no muy lejano.
El grupo estaba realizando una prueba de sonido. La batería de altavoces, colocada en la parte de atrás del escenario, contribuía a dar el aspecto de que se trataba de un concierto de rock por todo lo alto, pero el sonido que salía de ellos no tenía la potencia que era de esperar. A menos que alguien estuviese junto a los altavoces, no podía saber que la mayoría de ellos no funcionaba. Algunos no eran más que cajas vacías mientras que otros guardaban útiles necesarios para la operación.
Ross se acercó para hablar con Cabrillo.
- La primera parte comienza a las siete. ¿Estáis preparados?
Cabrillo miró a sus compañeros, y luego a la multitud que ocupaba el pabellón. Había personas sentadas, pero la mayoría continuaba yendo de mesa en mesa.
- Pondré en marcha la música de fondo en unos momentos. Eso avisará de que estamos a punto de empezar.
Apretó uno de los botones en la mesa de sonido y luego graduó el volumen. Al oír música, los invitados comenzaron a ocupar los asientos que tenían asignados. Stanley Ho se encontraba en la entrada del pabellón que formaba el brazo izquierdo de la Y. Intentaba impresionar a Huxley con historias de su gran riqueza y poder.
- Me encanta el Buda -comentó Huxley en tono mimoso-. Quizá tenga usted otras obras de arte que esté dispuesto a enseñarme más tarde.
- Sería un placer -respondió Ho-. Tengo otras muchas obras de arte en mi despacho que podrían interesarle. Quizá podríamos escabullimos para que pueda contemplarlas.
- Fantástico.
Ho asintió, entusiasmado. Ya se estaba imaginando todo lo que podía ofrecerle la rubia despampanante para satisfacer su lujuria. Si para ello tenía que desatender a sus invitados, que así fuera.
- Ahora tengo que dar mi discurso de bienvenida -dijo Ho-, pero podemos reunimos más tarde.
Huxley se limitó a sonreír con mucha coquetería y se alejó.
El millonario caminó entre las mesas y se detuvo en varias para intercambiar comentarios con sus huéspedes. Por fin, llegó al escenario.
- Soy Stanley Ho -le dijo a Halpert-. ¿Me permite el micrófono para dirigir unas palabras a mis invitados?
Halpert le entregó el micrófono. Ho le dio unos golpecitos para comprobar si funcionaba.
- Damas y caballeros… -comenzó.
Los conversaciones cesaron de inmediato.
- Quiero darles la bienvenida a mi fiesta de Viernes Santo.
La multitud aplaudió.
- Espero que la comida y la bebida sean de su agrado.
Otra salva de aplausos.
- Me gustaría que todos tuvieran la oportunidad de contemplar mi última adquisición, un amuleto de la buena fortuna.
Está colocado en la entrada del pabellón. Lo mismo que aquel a quien rendimos homenaje esta noche, representa el conocimiento y la espiritualidad, que es el tema de las fiestas de hoy.
Ahora les pido que guardemos un minuto de silencio en memoria de todos aquellos que se sacrificaron por nuestra libertad.
Todos guardaron silencio.
- Muchas gracias -prosiguió Ho al cabo de un momento-. Esta noche disfrutaremos de un espectáculo de fuegos de artificio y de la actuación de un magnífico grupo musical estadounidense, de California. Un aplauso de bienvenida para los Minutemen.
El millonario le devolvió el micrófono a Halpert. Al mismo tiempo la iluminación de la tienda se redujo al mínimo y un único foco alumbró a Halpert, que estaba de espaldas al público. A una señal de su líder, los intérpretes comenzaron a tocar Already Gone, una canción de los Eagles.
Michael Halpert se volvió hacia los espectadores y comenzó a cantar.
Por encima de cualquier otra cosa, la clave para que un robo tenga éxito es el sigilo. Los dos motociclistas lo sabían y por eso se movieron sigilosamente cuando entraron en el templo de A-Ma en busca de su objetivo. Los turistas se habían marchado hacía horas y los monjes estaban cenando en el comedor del templo. La estancia donde se encontraba el objetivo estaba en penumbra y los hombres, vestidos con prendas negras y los rostros cubiertos con pasamontañas, eran solo sombras en la oscuridad de la noche.
- Allí está -susurró uno de ellos.
El hombre empujaba una carretilla tipo toro para trabajos pesados que habían robado la noche anterior en una tienda que alquilaba máquinas para la construcción. Entró en la estancia y esperó a que su compañero cerrara la tapa de la caja y la inclinara para poder meter la carretilla debajo. Después de asegurarla con cuerdas, se dirigieron hacia la salida.
Winston Spenser había pasado del vino al brandy. Notaba una sensación agradable y comenzaba a creer que quizá conseguí ría su objetivo. Consultó su reloj. Aún disponía de tiempo antes de que llegara el momento de escabullirse y regresar al tem plo, donde lo esperaría el furgón blindado. Después solo le quedaba ir al aeropuerto y acabar la venta con el multimillonario estadounidense.
Se marcharía de Macao con la primera luz del día, y entonces ya no tendría necesidad de beber tanto.
Se acabó la copa y de inmediato llamó a un camarero para que le sirviera otra.
- Un grupo muy bueno.
- Ya lo creo -respondió Crabtree.
A trescientos sesenta y cinco kilómetros de Macao, en el mar de la China, el reactor color burdeos volaba sobre la isla de Tungsha, en su ruta de aproximación. El multimillonario salió de la cabina principal y se dirigió a proa en busca del auxiliar de vuelo. Mientras caminaba, acabó de anudar la faja de su kimono de seda negra.
- Las damas están cansadas -comentó, con un mal disimulado orgullo-. ¿Puede prepararnos café, zumo de naranja y algunos bollos, y llevarlos a la cabina?
- Ahora mismo, señor -respondió el hombre rubio.
El multimillonario llamó a la puerta de la cabina de mando. El copiloto le abrió la puerta.
- ¿Señor? -preguntó.
- ¿Cuánto falta para que lleguemos?
- Menos de media hora -respondió el copiloto después de consultar la hoja de ruta.
- ¿Tienen arreglado el repostaje?
- Ya nos hemos ocupado de todo, señor -dijo el piloto, que volvió la cabeza para mirar hacia la puerta.
Al pasar junto a la cocina, el multimillonario olió el café.
- Dentro de media hora más o menos estaremos en tierra.-comentó.
El hombre rubio esperó a que se alejara antes de sacar un busca del bolsillo y apretar unas cuantas teclas. Luego le dedicó una sonrisa a la auxiliar de vuelo morena y continuó preparando el desayuno.
El trío de falsos guardias de Redman Security se preparó en cuanto el grupo acabó de interpretar la última canción de la primera parte del concierto. Sam Pryor se volvió hacia una de las cámaras y se tocó la nariz. En el Oregón, Max Hanley cogió el micrófono al ver la señal.
- Julia -dijo-, ya puedes empezar.
Huxley se escabulló detrás de la batería de altavoces y llamó a Halpert. Cabrillo, Lincoln y Murphy comenzaron a desenchufar algunos de los altavoces. Ho se acercó a los músicos.
- Todavía tienen que interpretar otras dos partes -protestó.
- Tenemos problemas eléctricos -le respondió Cabrillo-. Tres de los altavoces no funcionan. No se preocupe. Nadie se ha dado cuenta porque el grupo ha sonado de maravilla.
- ¿Queréis que me los lleve a la furgoneta? -preguntó Huxley.
- Ese es tu trabajo -contestó Halpert.
Ho miró a Huxley. La sola idea de que aquella rubia despampanante pudiera sudar le inquietaba.
- Le diré a uno de los guardias que les eche una mano -in tervino Ho-. La señorita Candace me preguntó si podía acompañarla en un recorrido por la casa y creo que es el mo mentó de complacerla.
- Muy bien, señor Ho -manifestó Cabrillo-. Los sacaremos hasta la entrada de la tienda y después le pediremos a uno de los guardias que nos ayude a transportarlos hasta la furgoneta.
- Como quieran-dijo Ho-. ¿Qué, Candy? ¿Preparada para que le enseñe mi casa?
Ross llamó al encargado de las bebidas.
- Antes de que los músicos comiencen con la segunda parte, el señor Ho quiere hacer un brindis especial.
- ¿El ponche de fruta de la pasión? -preguntó el encargado.
- Así es.
- ¿Antes de servir la cena?
- Ese es el plan.
- En ese caso, me encargaré de enfriar el ponche -dijo el hombre.
- Usted parece estar muy ocupado. Yo me encargaré del ponche.
En cuanto el encargado se volvió, Ross cogió la botella y la destapó. El líquido viscoso tenía un extraño color azul verdoso con unas partículas brillantes que parecían limaduras de plata. Agitó la botella y luego vertió el contenido en la ponchera, Con una cuchara de madera revolvió la mezcla y por ultimo añadió hielo en abundancia.
El encargado de las bebidas estaba en el otro extremo de la cocina, muy entretenido en hablar con el cocinero. Ross le gritó:
- Llene las jarras de cristal y que lleven el ponche al pabellón- Los camareros pueden comenzar a servirlo.
El encargado le respondió con un ademán, y Ross volvió al jardín.
- Una señal de Ross -comunicó Larry King.
A bordo del Oregón, Hanley estaba atento a las imágenes que mostraban las pantallas de los monitores.
- La hemos visto, Larry.
Hanley enfocó el Buda; Reinholt, Pryor y Barrett mantenían una formación delta alrededor de la estatua, mientras que a la izquierda había tres de los grandes altavoces montados en carretones para transportarlos hasta la furgoneta.
- En cuanto Ho haga el brindis y el grupo comience a tocar, podremos iniciar la extracción -anunció Hanley-. ¿Alguien ha visto dónde ha ido Ho?
- Iba hacia la casa en compañía de Huxley -informó King.
- Lo tengo en audio en el despacho del último piso -avisó uno de los técnicos del Oregón.
- Conéctalo al altavoz -ordenó Hanley.
- Es un Manet -decía Ho.
- Siempre me confundo entre Monet y Manet -replicó Huxley-. Claro que la pintura no es mi fuerte.
- ¿Cuál es exactamente su fuerte? -preguntó Ho con doble intención.
En aquel momento, Hanley conectó el minúsculo auricular que Huxley llevaba en la oreja.
- Julia -susurró-, tienes que llevar a Ho de regreso al pabellón para que haga el brindis. Date prisa.
- Es algo que no se puede decir. Tengo que mostrárselo -manifestó Huxley en su tono más insinuante-, pero para eso necesito tiempo. En cuanto el grupo comience a tocar la última parte y mi novio esté ocupado, me sentiré mucho más segura.
- Me parece muy apropiado -afirmó el millonario.
Huxley se acercó a Ho y le rozó el brazo con los pechos.
- Acabaré con el brindis en un santiamén -añadió Ho con la voz ronca por el deseo.
- Yo también tengo que hacer una aparición-dijo Huxley-. Después tendremos todo el tiempo del mundo.
Ho le señaló la puerta y la pareja salió del despacho.
En el interior del pabellón, los camareros retiraron las bandejas de los aperitivos. Luego fueron de mesa en mesa con las jarras de cristal y sirvieron el ponche en copas pequeñas. La mayoría de los invitados ya estaban sentados cuando Ho entró en la tienda. El anfitrión cogió una copa de la bandeja de uno de los camareros y se dirigió al escenario.
Mark Murphy acabó de colocar la última de las cargas explosivas por todo el perímetro del jardín y el pabellón. Se guardó en el bolsillo el mando a distancia que utilizaría para detonar las cargas. Después caminó hasta la parte de atrás del escenario. Juan Cabrillo estaba en un costado, atento a los movimientos de los invitados. Crabtree tenía el bolso en el suelo y lo tocó con un pie para asegurarse de que seguía allí. Kasim, Lincoln y Halpert esperaban en el otro lado del escenario la orden de actuar. En la entrada del pabellón, el trío de Redman Security continuaba vigilando el Buda.
Ho se reunió con Cabrillo.
- ¿Está conectado el micrófono? -le preguntó.
- Un momento. -Cabrillo apretó un interruptor-. Ya está, señor.
Ho dio un par de golpecitos en el micrófono para comprobar que funcionaba.
Un monje salió del comedor del templo de A-Ma, y se detuvo como si hubiese chocado contra un muro invisible. Alguien había colgado una pancarta con una inscripción en árabe en la estancia donde estaba el Buda de oro, pero ahora la estatua no se veía por ninguna parte. Corrió de regreso al comedor para avisar a los demás. Una docena de monjes vestidos con sus túnicas amarillas entraron en el templo principal. El superior del templo comprendió que se trataba de un robo y sin demora fue a su despacho para llamar a la policía.
- ¿Por qué no fabrican carretones con frenos? -protestó uno de los motociclistas mientras clavaba los tacones en su afán por aminorar la velocidad del descenso por la ladera de la colina donde se alzaba el templo.
Su compañero, colocado delante del carretón, también intentaba frenar un poco, pero la tierra suelta le impedía afianzarse y la bajada era cada vez más rápida.
- Pasaré atrás a ver si así entre los dos conseguimos que no salga disparado -susurró.
Con muchos esfuerzos consiguieron llegar abajo. En cuanto recuperaron el control del carretón, lo empujaron rápidamente hasta situarlo al costado del sidecar de una de las motocicletas y cortaron las cuerdas que sujetaban la estatua. Uno de los hombres abrió la portezuela del sidecar.
- Vamos a cargarlo.
No había acabado de decirlo cuando comenzó a sonar un batintín en la explanada del templo.
- Maldita sea -exclamó uno mientras empujaban la mole al interior del sidecar-. Creía que al menos estaríamos fuera del aparcamiento antes de que alguien se diera cuenta del robo.
- Yo me encargaré de sujetarlo -dijo el otro-. Tú ponla moto en marcha.
El primero se montó en el sillín y apretó el botón del arranque. El motor se puso en marcha con un rugido. El segundo acabó de sujetar el Buda, se montó en la moto y arrancó. Miró por un instante hacia lo alto de la colina, vio que un grupo de monjes corrían ladera abajo y tocó la bocina. Su compañero volvió la cabeza y, al ver a los monjes que bajaban, apretó el embrague, puso la marcha y luego aceleró. En un par de segundos habían salido del aparcamiento.
- Una vez más -dijo Ho-, quiero agradecerles su presencia. Antes de proponer el brindis, premiemos la actuación de los Minutemen con un fuerte aplauso.
Los presentes aplaudieron a rabiar.
- Ahora -añadió-, si alzan sus copas. -Hizo una pausa-. Brindo por la paz y la prosperidad de este día sagrado.
Recordemos los sacrificios que hicieron unos pocos para que tantos pudieran encontrar la paz.
El millonario acercó la copa a sus labios y bebió un buen trago. Los demás lo imitaron.
- Gracias. Ahora servirán la cena y el grupo interpretará la última parte del concierto.
- Se han bebido la pócima -comunicó Hanley a todos los participantes-, así que nos pondremos en marcha dentro de cinco minutos.
Algunas veces, si se sabe dónde mirar, es fácil ver que la vida es un ballet muy bien planeado. Si la persona sigue el compás, una serie de episodios aparentemente sin relación entre sí comienzan a revelarse. Si dicha persona estuviese ahora observando la fiesta desde arriba vería inmediatamente dos grupos claramente diferenciados. Por un lado los integrantes del equipo de la corporación, que comienzan a moverse como las piezas en un tablero de ajedrez, mientras que por el otro los invitados a la fiesta actúan como si fuesen una unidad.
Sung Rhee intentó enfocar la mirada, pero lo que veía en el interior del pabellón era como el movimiento de las olas. Unos puntos azules salpicaban los bordes más lejanos de la visión periférica. Luego vio por el rabillo del ojo lo que parecía ser una comadreja roja y amarilla, pero cuando movió la cabeza ya había desaparecido. En aquel mismo momento, sonó su móvil.
- Rhee.
- Apenas si lo oigo, señor -dijo uno de sus detectives.
Rhee miró el pequeño teléfono. Lo tenía a un palmo de la boca, como si no pudiese calcular las distancias. Intentó moverlo a la posición correcta, pero se dio un golpe en la sien con el móvil.
- ¿Qué tal ahora?
- Mejor, señor. Acabamos de recibir una llamada del superior del templo de A-Ma. Ha dicho que un par de hombres acaban de robar un gran Buda de oro que tenían en exposición.
Rhee pensó por un momento. El Buda estaba en la entrada del pabellón.
- Tranquilos, no pasa nada -respondió-. He visto a nuestro amigo hace unos minutos.
- ¿De qué está hablando, señor?
Rhee miró el ramo de flores en el centro de la mesa. La cabeza de un caballo pigmeo apareció de entre las flores y comenzó a cantar con un claro acento británico: Take me for a ride.
- Escúcheme bien -respondió Rhee-. Mi caballo está aquí.
- Señor -replicó el detective-, ahora mismo voy para allá.
El inspector jefe guardó el móvil y se volvió hacia la persona que tenía más cerca.
- ¿Ha visto mi caballo?
La persona era un troll y le contestó en un idioma que Rhee no consiguió entender.
Por encima del rugir de los motores de las motos se escuchó el aullar de una sirena desde el otro lado de la colina. Los conductores se detuvieron, apagaron los motores y escucharon con atención. El sonido no aumentaba de intensidad ni disminuía.
- Bien -comentó uno de los hombres-. Están en un atasco, tal como habíamos planeado.
- Pues sigamos con lo nuestro -dijo el segundo.
Volvieron a poner en marcha los motores y se alejaron.
El detective Ling Po hablaba a gritos por la radio mientras conducía a gran velocidad hacia la mansión. Cuando estaba a poco menos de un kilómetro de su punto de destino se encontró metido en un atasco que lo obligó a detenerse.
- ¿Hay alguien que pueda llegar al templo? -gritó.
Las unidades fueron informando por turnos. Solo el coche que circulaba por la carretera del puerto interior conseguía avanzar.
- Tenemos a un par de motoristas que han robado un Buda de oro -añadió, mientras hacía sonar la sirena-. ¿Alguien los ha visto pasar?
Todas las respuestas fueron negativas.
Po subió el coche a la acera y avanzó sin hacer caso de las protestas de los peatones.
El grupo estaba interpretando una canción de Thin Lizzie, The Boys Are Back in Town.
En el Oregón, Hanley miraba las imágenes que aparecían en los monitores con expresión de estupor. Habían esperado comportamientos poco habituales después de que los asistentes a la fiesta bebieran la pócima, pero lo que estaba viendo en esos momentos era un caos. Un gran número de invitados había invadido la pista de baile, y varias de las mujeres se estaban desnudando.
Stanley Ho se movía entre la multitud con paso inseguro.
Notaba una sensación muy extraña, pero no sabía a qué atribuirla. Al ver a Candace en el otro extremo del pabellón, se dirigió hacia ella.
- Atención todos. Empezamos dentro de sesenta segundos -ordenó Hanley.
- Oigo sirenas -informó King-. Suenan cada vez más cerca.
- ¿Monica, me escuchas? -preguntó Hanley.
Crabtree se volvió para mirar hacia la cámara instalada en el teclado y guiñó un ojo.
- Ahora -dijo Hanley.
Crabtree mordió una pastilla que había sacado del bolso y se había metido en la boca. Ho se encontraba unos pocos pa sos más allá y la mujer se le acercó con paso tambaleante; una espuma blanquecina le chorreaba por la comisura de los labios.
Echó los brazos al cuello del millonario y lo sujetó con fuerza, -Adelante, Murphy -ordenó Hanley.
Murphy metió la mano en el bolsillo y pulsó el detonador.
Casi en el acto se produjeron una serie de sonoras explosiones, y luego se apagaron todas las luces.
- Haced el cambio -añadió Hanley.
Sin perder ni un segundo, Barrett y Pryor cogieron uno de los altavoces y abrieron la tapa trasera. Un réplica de yeso del Buda de oro se deslizó al suelo. En el mismo momento, Reinholt cubrió el Buda en exhibición con el faldón de la tienda.
Varias plantas colocadas en el interior del pabellón protegían los movimientos de los guardias de cualquier mirada curiosa.
- Todo oscuro en el frente occidental -comunicó King, que observaba el terreno con unas gafas de visión nocturna.
- ¿Alguien se mueve? -preguntó Hanley.
King volvió a mirar la zona y luego miró colina abajo.
- Hay un coche camuflado de la policía con una luz de emergencia en el techo que se acerca por la avenida República.
Está a una distancia de trescientos cincuenta metros.
- ¿Puedes darle a esa distancia?
- Ay, hombre de poca fe -exclamó King-. Es un coche, no un escarabajo. Dudo que pueda hacer diana en la nariz del conductor, pero nunca se sabe.
- Me conformo con un neumático -dijo Hanley.
- Espera.
Apoyó el fusil en una rama y respiró rítmicamente mientras esperaba que el vehículo de la policía entrara en el campo ¿e tiro. Su concentración era la misma de un monje zen. Cuando el objetivo apareció en la mira telescópica, fue como si lo hiciera en cámara lenta. King apretó el gatillo, y después deseó que el proyectil no fallara. En la recámara del fusil, el percutor golpeó en la base del casquillo y encendió el detonante; luego estalló la pólvora, que impulsó la bala fuera del casquillo y la hizo girar por las estrías en el interior del cañón. Después de salir del cañón y pasar por el silenciador, el proyectil voló en línea recta ladera abajo hacia el objetivo.
- ¡Mierda! -exclamó Po cuando reventó uno de los neumáticos delanteros.
Retiró el pie del acelerador y frenó muy suavemente para que el coche se detuviera sin desviarse. Luego bajó del vehículo sin preocuparse en cerrar la puerta. Miró la calzada con la intención de ver qué había pinchado el neumático. No vio nada a simple vista, aunque eso no significaba nada. A continuación miró hacia lo alto de la colina, que era su punto de destino. Decidió que la cuesta era demasiado empinada para subirla andando. Volvió a sentarse al volante y cogió el micrófono de la radio.
- El objetivo se ha detenido y ahora pide ayuda -informó King.
- Buen trabajo -respondió Hanley.
Hanley miraba los monitores, pero con todas las luces apagadas no se veía nada. Consultó su reloj y luego echó una ojeada al plan de operaciones. Pasaron treinta segundos. King continuaba observando el terreno. Parte del personal de cocina había salido de la casa y permanecía junto a la puerta trasera.
Miró a continuación hacia la entrada y advirtió que la reja se había abierto automáticamente cuando se había interrumpido el suministro eléctrico. Diez segundos.
- ¿Tienes en la mira la carga de los fuegos de artificio?
- preguntó Hanley.
- La tengo -respondió el tirador.
- Protégete los ojos después del disparo -le recomendó Hanley.
- Pasaré a la mira normal -contestó King.
- Allá vamos. Cinco, cuatro, tres, dos, uno.
King apretó el gatillo, y el proyectil dio en la carga explosiva que Murphy había colocado unas horas antes. La explosión de los fuegos de artificio fue impresionante. Los cohetes se elevaron a gran velocidad y estallaron en una lluvia de estrellas multicolores, y los morteros descargaron una sucesión de bombas de estruendo. El ruido era ensordecedor. King se frotó los ojos y miró la escena iluminada por el estallido de los cohetes y los petardos, Tres destellos de una linterna en la entrada de la tiende llamaron su atención.
- Tengo la señal de que han efectuado el cambio -comunicó.
- Llama al helicóptero -ordenó Hanley a uno de los técnicos.
- ¡Tiene un ataque! -gritó Ho.
Monica Crabtree continuaba aferrada al cuello del millonario con los ojos en blanco. Un doctor conocido de Ho bailaba encima de una de las mesas, pero no hizo caso de los gritos del anfitrión para que acudiera en su ayuda. En aquel momento, se acercó Barrett.
- Esta mujer está enferma -le informó Ho.
El falso guardia sujetó a Crabtree y la acostó en el suelo. El interior del pabellón era un caos. La música sonaba a todo volumen, aunque en la oscuridad nadie advirtió que los intérpretes habían abandonado el escenario. Ho se sentía cada vez más mareado y tenía dificultades para concentrarse. Barrett apoyó los labios en los de Crabtree dispuesto a hacerle el boca a boca.
- Con la lengua no, por favor -le susurró Crabtree.
Barrett se volvió hacia Ho.
- Esta mujer se está muriendo -afirmó.
- Pida ayuda -replicó Ho.
El guardia cogió la radio y pidió que enviaran una ambulancia.
- Juan -dijo Hanley-, ya llega el pájaro.
- Es hora de largarnos -le informó Cabrillo a su equipo-. Reunid a los demás.
Reinholt y Pryor arrastraron el carretón con los altavoces falsos a través del jardín hacia el extremo más alejado del helipuerto. En cuanto acabaron de situar el carretón, sacaron de los bolsillos unos tubos de luz verde y los doblaron por la mitad. La reacción química hizo que los tubos brillaran. Se apresuraron a distribuirlos para formar un círculo que le indicaría al piloto del helicóptero el punto de aterrizaje.
En el interior de la tienda la situación continuaba siendo caótica. Los invitados brincaban, gritaban, rodaban por el suelo. Sung Rhee intentaba meterle mano a una mujer, el alcalde de Macao se bebía el agua de un florero.
Solo Winston Spenser mantenía la compostura. Cuando tenía malestar de estómago, era incapaz de beber zumos de fruta. Había simulado brindar con todos los demás y luego había visto cómo las cosas comenzaban a desmadrarse. Se sentía cada vez más horrorizado ante aquella bacanal y fue entonces cuando notó un pinchazo en el cuello. Un segundo más tarde, gol peo la mesa con la frente.
El atasco se había deshecho, y el coche de policía que circulaba por la carretera que bordeaba el puerto interior recuperó parte del terreno perdido. El conductor vio las motos que giraban por calcada da Barra. Pisó el acelerador a fondo y continuó la persecución.
- Los tengo a la vista -comunicó por la radio-. Van por Calcada en dirección noroeste.
El hombre que conducía la moto cargada con el Buda vio por el espejo retrovisor que el coche policial acortaba distancias. Levantó una mano y trazó un círculo en el aire. El otro motorista advirtió la señal y miró por encima del hombro. Redujo la velocidad y esperó a que el coche se le pusiera a la zaga.
Entonces se inclinó sobre el sidecar y tiró de una palanca.
20 La fiesta organizada con tanto interés y esmero por parte de Stanley Ho había degenerado en una bacanal.
Juan Cabrillo se acercó al lugar donde el millonario permanecía junto a Crabtree, que estaba tumbada en el suelo. Ho parecía completamente desbordado por los acontecimientos. A su alrededor estaban pasando una infinidad de cosas que su cerebro trastornado por la droga era incapaz de comprender. Un par de minutos antes, la lesbiana que se encargaba de la fiesta le había comunicado que no sabía cómo restablecer la iluminación en el interior del pabellón y le había propuesto llamar a unos cuantos trabajadores para que levantaran los faldones y así permitir que entrara la luz de la luna. En esos momentos se veía un poco más, pero muchos de los invitados habían optado por salir al jardín.
- Señor -le dijo el guardia-, el tráfico está atascado en todas las calles de acceso y las ambulancias no pueden pasar.
Recomiendan una evacuación aérea.
Ho miró a la mujer tendida en el suelo. Si un miembro de una familia real moría en su fiesta, ya podía despedirse de sus aspiraciones sociales.
- Hágalo -ordenó Ho con el cerebro obnubilado.
- Ya lo he hecho -repuso el guardia-, pero tenemos otro problema.
«Como si no tuviera ya bastantes», se dijo Ho.
- ¿De qué se trata?
- Hay otro invitado que también parece estar grave. -El hombre le señaló a Spenser, caído sobre una mesa.
- Lléveselo también-dijo el millonario.
- Señor Ho -intervino Cabrillo-, algunos de los miembros de mi grupo tienen molestias. Es muy probable que sea consecuencia de los aperitivos que tomamos. Yo le recomendaría que diera por acabada la fiesta y buscara asistencia médica inmediata para toda esta gente.
Ho comprendió que su fiesta se había ido al garete.
- Mi grupo quiere marcharse -añadió Cabrillo-. Ahora mismo traeremos la furgoneta y cargaremos el equipo.
- Necesito el micrófono para hacer un anuncio -replicó Ho.
- Ya lo hemos desmontado con todo lo demás -contestó Cabrillo-. Si quiere le puedo prestar un megáfono. Lo voy a buscar.
- ¿Quién está vigilando el Buda? -le preguntó Ho al guardia.
- Mis dos compañeros. Creo que lo prudente sería trasladarlo al interior de la casa.
- Llévenlo a mi despacho -ordenó Ho.
El ruido de los rotores de un helicóptero apagó todos los demás sonidos.
El guardia cogió la radio y ordenó que llevaran el Buda al despacho de Ho. A continuación se agachó para recoger a Crabtree. Llevándola en brazos salió del pabellón para dirigirse a la zona de aterrizaje. Cabrillo cruzó el jardín a la carrera en busca de la furgoneta. En cuanto se sentó al volante, ajustó el espejo retrovisor lateral y miró a la cámara.
- Estamos recogiendo el decorado -comunicó al tiempo que ponía en marcha el motor.
En el Oregón, Max Hanley contemplaba la escena con expresión de asombro.
Los dos grupos estaban claramente diferenciados. Los integrantes del equipo de la corporación se movían con paso decidido, mientras que el resto de los presentes parecían presa del mayor desconcierto. El caos superaba todo lo concebible. Había llegado el momento de poner en marcha la evacuación.
- Murphy, Lincoln, Halpert -dijo-. Juan se acerca con la furgoneta. Subid sin demora y dirigíos hacia la verja.
Vio los gestos de asentimiento.
- Ross, ocúpate de tirar lo que queda del ponche y vacía las copas. Larry, ¿qué ves?
- El policía está sentado en el capó del coche. Espera que llegue la grúa. Creo que está fuera de combate. Uno de los guardias acaba de salir de la tienda. Lleva a Monica en brazos y se dirige hacia el punto de extracción. -King miró el jardín con el visor nocturno-. Los otros dos guardias llevan el falso Buda hacia la puerta trasera.
- Bien -dijo Hanley-. Todo en orden. Puedes largarte cuando lo consideres oportuno. Si saltas el muro y esperas en la calle, le diré a Juan que reduzca la velocidad cuando pase.
- Comprendido -respondió King.
Comenzó a desmontar el fusil y guardó los trozos en su caja. Luego bajó del árbol hasta llegar a la parte superior del muro, se descolgó ágilmente y caminó hacia el oeste.
- ¿A quién no hemos utilizado? -le preguntó Hanley uno de los técnicos.
- A Truitt -contestó el técnico después de consultar rápidamente la lista de participantes.
- ¿Dónde está Julia?
- La última vez que la vimos, entraba en la tienda. Pero no tenemos visión interior desde que el presidente desmontó el teclado.
- Dick -llamó Hanley-, si me escuchas, hazle una señal a cualquiera del equipo.
Cabrillo condujo la furgoneta hacia la parte posterior del pabellón. Había tardado más de lo previsto debido a la gran cantidad de personas que deambulaban por el jardín. Detuvo el vehículo y abrió la puerta trasera. Truitt apareció por la parte de atrás de la tienda y levantó una mano delante de la cámara instalada en el espejo retrovisor lateral.
- Dick, necesito que encuentres a Julia -le explicó Hanley-. Se encargó de inmovilizar al marchante. Llevadlo a la zona de aterrizaje. Después quiero que los dos os marchéis en la limusina de Crabtree.
Dick cerró un puño y levantó el pulgar delante de la cámara.
Los miembros del equipo cargaban el resto de los altavoces y el teclado en la caja de la furgoneta. Sobre el lago Nam Van, las luces de aterrizaje del helicóptero se veían cada vez más grandes. El ruido de los rotores del aparato aumentó a medida que se acercaba.
En el interior de la tienda continuaba el caos. Truitt encontró a Huxley conversando con Ho. El millonario parecía no estar en condiciones de moverse. Pasaban tantas cosas y con tal velocidad que su cerebro era incapaz de asimilarlas.
- El megáfono -dijo-. Tengo que advertir a los invitados.
- ¿Quién lo tiene? -le preguntó Truitt.
- El grupo -respondió Ho-. El líder del grupo dijo que tenía uno.
- Acabo de verlo en la parte de atrás de la tienda -le informó Truitt-. Tendría que ir allí.
Ho se alejó a toda prisa.
- ¿Dónde está el marchante? -le susurró Truitt a Julia.
Huxley lo guió hasta una de las mesas, y entre los dos llevaron a Spenser hasta el jardín.
El piloto del helicóptero disminuyó la velocidad de avance y mantuvo al aparato en la vertical del punto de aterrizaje. El Eurocopter EC-350 que la corporación había alquilado era una máquina de primera. Se mantenía inmóvil en el aire sin que tuviera que utilizar continuamente los controles. El piloto acercó una mano al tablero y cambió la frecuencia de la radio.
- Estoy a la espera -transmitió al Oregón.
- ¿Qué ves?
El piloto encendió las luces de aterrizaje.
- Veo a dos personas que cargan un cuerpo hacia la zona de aterrizaje -respondió-. Todo lo demás está en orden.
- Aterriza en cuanto lleguen a la zona, pero mantente atento a otro grupo que no tardará en aparecer. Necesitaremos a cuatro para subir el objeto a bordo. ¿Tom?
El conductor de la limusina de Crabtree estaba sentado al volante. Hizo una ráfaga con los faros del coche.
- Veo un coche que hace señales con los faros -informó el piloto.
- Cruza el jardín y aparca junto a la zona de aterrizaje.
Ayuda a cargar el helicóptero.
Los faros volvieron a encenderse por un momento y la limusina se puso en marcha.
- Te ha escuchado -transmitió el piloto.
Hanley se paseaba por la sala de control como una fiera enjaulada. Varias acciones cuidadosamente cronometradas estaban en marcha al mismo tiempo. Si todos se atenían al plan, el equipo se marcharía del lugar en cuestión de minutos. Esto era lo que la corporación denominaba «momento crítico», el momento en que todo podía irse al demonio en un santiamén.
- Juan está haciendo señales -dijo uno de los técnicos y señaló un monitor.
En aquel instante se le acercó Ho.
- ¿Qué está haciendo? -preguntó.
Cabrillo se tocó los cabellos una vez y se volvió hacia el millonario.
- Me estaba peinando.
- Usted me dijo que tenía un megáfono para prestarme.
¿Dónde está?
Cabrillo asintió. Buscó entre los asientos, sacó un megáfono y se lo dio.
- Funciona con pilas. No tiene más que apretar el interruptor.
Ho apretó el interruptor.
- Probando.
Funcionaba. Miró al interior de la furgoneta, donde los demás miembros del grupo estaban tumbados en los asientos y sobre las cajas de los instrumentos.
- ¿Dónde está Candace? -preguntó Ho.
El millonario comenzaba a despejarse. Eso era peligroso.
- La recogeremos al otro lado de la tienda -respondió Cabrillo mientras se sentaba al volante-. Tengo que llevar a mi gente al hospital.
- Dígale que puede quedarse si quiere.
- Se lo diré.
Cabrillo encendió el motor, puso la marcha y avanzó lentamente entre la multitud.
Ho entró de nuevo en la tienda. Cada vez pensaba con mayor claridad. El megáfono no tenía mucha potencia, pero si encontraba un lugar por encima del jardín los invitados oirían su mensaje. El despacho, su despacho estaba en el último piso.
El helicóptero se posó y Truitt abrió la puerta lateral.
Barrett, Truitt, Reyes y Huxley metieron la caja en la zona de carga. En cuanto aseguraron el Buda de oro, colocaron a Spenser junto a la caja y ayudaron a subir a Crabtree. Truitt cerró la puerta y le dio dos palmadas para señalarle al piloto que podía despegar. A continuación se agacharon y se protegieron los rostros de la violenta corriente de aire producida por los rotores del Eurocopter cuando se elevó.
Reyes fue el primero en levantarse cuando el helicóptero ya estaba a una distancia prudencial.
- Creo que me toca a mí llevaros de paseo -comentó despreocupadamente.
En aquel mismo momento, Reinholt y Pryor acabaron de bajar la escalera. Abrieron la puerta principal y salieron al jardín. Un par de segundos después, Ho entró en la casa y subió la escalera para ir a su despacho.
- ¿Cómo va la salida? -preguntó Hanley a uno de los técnicos.
- En el helicóptero está Crabtree; en la limusina van Reyes, Barrett, Truitt y Huxley. Reyes conduce. Cabrillo tiene al grupo en la furgoneta. -El técnico señaló una pantalla-. Acaban de pasar por delante de la tienda y durante un par de minutos estarán en la carretera.
- ¿Dónde está Ross?
- Allí, en el jardín. -Señaló otro de los monitores.
Una de las cámaras de la furgoneta transmitió la imagen de la joven. Unos minutos antes, Ross les había ordenado a los ca mareros que vaciaran todas las copas de ponche, mientras ella sacaba la mesa rodante con las jarras y la volcaba en el jardín.
- Linda -dijo Hanley-, vete al coche. ¡Quiero que te largues inmediatamente!
Ross se apresuró a cumplir la orden.
- ¿Quién más? -preguntó Hanley.
- King está en el muro a la espera de que lo recojan, los otros dos guardias ya deben de estar delante de la casa. No queda nadie más -señaló el técnico.
- ¿La furgoneta está llena? -le preguntó Hanley a Cabrillo.
Cabrillo hizo un gesto de asentimiento a la cámara.
La furgoneta entró en el camino, con la limusina Mercedes Benz un par de metros más atrás. Ross siguió a la caravana.
Llegó al Peugeot y lo puso en marcha.
- Aminora la velocidad cuando llegues a la casa y diles a los guardias que Ross los recogerá -le ordenó Hanley a Cabrillo, que asintió.
Un par de segundos más tarde, aminoró la velocidad, transmitió el mensaje a los guardias y continuó hacia la verja. El primer equipo ya casi estaba fuera de la propiedad.
Stanley Ho abrió la puerta del despacho. Dio un paso hacia la ventana para hablar con los invitados, y entonces se detuvo en seco.
Cabrillo cruzó la verja y giró a la derecha.
- Aminora y no te apartes del muro -dijo Hanley-. Tienes que recoger a King.
La limusina no estaba lejos de la furgoneta; redujo la velocidad al cruzar la verja para girar en el mismo momento en que se frenaba delante de la casa para que Reinholt y Pryor subieran al Peugeot. Luego continuó en dirección a la verja.
- ¡Cierre la verja! -gritó Ho.
- No hay electricidad -respondió el guardia-. No se puede cerrar.
- ¡Pues entonces detenga a cualquiera que intente salir!
- chilló el millonario.
Ross estaba a unos seis metros de la verja cuando el guardia salió de la garita con una mano en la pistolera. Ross no dudó ni por un momento. Pisó el acelerador a fondo y dirigió el coche contra el hombre. En el mismo segundo en que el guardia tema que tomar una decisión de vida o muerte, Cabrillo escuchó un golpe cuando Larry King saltó desde el muro y cayó sobre la furgoneta. El tirador se descolgó, con la caja del fusil en una mano, abrió la puerta del pasajero, la arrojó entre los asientos y se sentó en los muslos de Halpert. La limusina adelantó a la furgoneta y después se saltó el stop al final de la calle.
En la verja el guardia no conseguía desenfundar el arma. Al ver que el Peugeot se le echaba encima, no pudo hacer otra cosa que apartarse de un salto. Ross cruzó la verja a una velocidad cercana a los ochenta kilómetros por hora, después dio un frenado y giró el volante a fondo.
El Peugeot dobló en dos ruedas. Ross pisó el acelerador. La furgoneta ya había arrancado otra vez. Cabrillo no hizo caso del stop y dobló a la derecha para seguir a la limusina. El guardia consiguió desenfundar el arma y corrió hasta la mitad de la calzada. Apuntó al último coche y comenzó a disparar.
El primer proyectil destrozó el faro trasero izquierdo. El segundo y el tercero fallaron. El cuarto perforó el cristal de la ventanilla trasera e hizo añicos el retrovisor cuando Ross llegaba al final de la calle y giraba a la izquierda en dirección al mar.
21 Una vez accionada la palanca, la carga que llevaba el del sidecar de la motocicleta se deslizó por una tobera y se desparramó por la calle. Los pequeñas bolas de metal tenían el tamaño de las canicas con las que juegan los niños. La diferencia con aquellas canicas era que estas tenían una docena de puntas afiladas como navajas. Rebotaron en el asfalto y se desparramaron a todo lo ancho de la calle.
La motocicleta aceleró mientras el coche de la policía aplastaba las bolas de metal.
Los dos neumáticos estallaron y lo mismo ocurrió con los traseros un segundo más tarde. El vehículo viró bruscamente fuera de control, mientras el conductor luchaba con el volante al tiempo que pisaba a fondo el freno. El coche derrapó hacia la izquierda, se estrelló contra un quiosco de periódicos y luego se empotró contra un poste de teléfono junto al quiosco.
Un fracción de segundo más tarde, entró en funcionamiento el airbag que aplastó al conductor contra el asiento. Cuando se disipó la nube de polvo del airbag, las motocicletas estaban a una distancia de dos manzanas.
El policía apartó el airbag de su rostro y cogió el micrófono de la radio.
- He tenido un accidente y los he perdido -les comunicó.
El detective Ling Po escuchaba la radio en el interior de su coche averiado cuando apareció la grúa. La jefatura acababa de informar del robo en la mansión y Po sabía que su superior inmediato, Sung Rhee, se encontraba en la fiesta. Po no tenía idea de por qué Rhee no estaba coordinando la persecución de los ladrones. Unos pocos minutos antes había escuchado el informe del agente que perseguía a los motoristas que habían robado en el templo de A-Ma, y estaba seguro de que los robos estaban relacionados entre sí. Saltó del coche y corrió hasta la grúa.
- Enganche el coche, y después lléveme a estrada da Penha.
- Solo tardaré un minuto -dijo el conductor.
Po cogió una radio portátil. Continuó escuchando las transmisiones mientras el conductor enganchaba el coche. No tardaron mucho en ponerse en marcha y subir la colina. Ocho minutos más tarde, la grúa llegó a la calle donde estaba la casa, y Po corrió hacia la verja. Lo detuvo el guardia que estaba junto a la garita a oscuras y Po le mostró su placa.
- Soy el detective Ling Po. Policía de Macao.
- Me alegra verlo -manifestó el guardia-. El señor Ho está hecho una furia.
- Explíqueme qué ha pasado.
El guardia le hizo un rápido resumen de lo ocurrido.
- Efectué varios disparos pero no se detuvieron.
Po tomó nota de la descripción de los vehículos y la transmitió a la jefatura.
- Quiero que avisen a todas las unidades. Si alguien ve cualquiera de los vehículos debe seguirlo, pero que no intenten detenerlo si no tiene refuerzos.
Después de recibir la confirmación de la jefatura, Po se dirigió al guardia.
- ¿Ha visto a algún otro funcionario de la policía? -Le preguntó-. Mi jefe, el señor Rhee, era uno de los invitados -Lo vi cuando llegó -comentó el guardia-. No se k marchado.
Po asintió con un gesto y se alejó a la carrera. Cruzó el jardín para acortar la distancia, llegó a la puerta principal y la abrió sin molestarse en llamar. Stanley Ho estaba sentado en un sofá de la sala con un teléfono portátil. El inspector jefe Rhee lo acompañaba.
- ¿Qué ha sucedido, señor? -le preguntó Po a su superior.
Rhee se frotó el rostro antes de responder.
- Creo que me drogaron. Los efectos de la droga comienzan a desaparecer, pero todavía me cuesta concentrarme.
Po asintió. Luego prestó atención a la conversación que mantenía Ho.
- ¿A qué se refiere? -gritó el millonario-. Llamamos al número de emergencia.
- No tenemos registro de ninguna llamada -contestó la operadora.
- La volveré a llamar -replicó Ho y colgó. Miró a Po-, ¿Quién es usted?
- Es el detective Ling Po -respondió Rhee-. Uno de mis mejores hombres.
- La situación es la siguiente -explicó Ho-. Esta noche me han robado una obra de arte que no tiene precio.
- ¿Puede describírmela, señor? -preguntó Po.
- Es una estatua de Buda de oro macizo y de un metro ochenta de altura.
- Una estatua de las mismas características fue robada del pío de A-Ma hace un par de horas -señaló Po-. Dudo ncho que se trate de una coincidencia.
- No sabe lo mucho que me tranquiliza saberlo -replicó el millonario en tono sarcástico.
- ¿puedo preguntarle con quién hablaba por teléfono? -inquirió el detective-. ¿Tenía alguna relación con el caso?
- Una de las invitadas se indispuso y pedimos que enviaran un helicóptero ambulancia para trasladarla al hospital -contestó Ho-. Allí me han dicho que no tienen constancia de la llamada.
- ¿Pidió usted personalmente que enviaran el helicóptero?
- No, lo hizo uno de los guardias de seguridad -explicó Ho-. Yo estaba a su lado.
- Interrogaré al guardia -dijo Po.
- Ese es otro problema -manifestó Rhee-. Los guardias han desaparecido.
- ¿Los contrató usted? -le preguntó Po.
- Los envió la compañía de seguros -dijo el dueño de la casa.
- ¿Cómo se llama la compañía?
Ho sacó una tarjeta del bolsillo del esmoquin. Po marcó el número. Después de explicar quién era, interrogó a la empleada de la compañía, le dio el número de su móvil y colgó.
- Ahora llamará a su jefe, señor Ho. Sin embargo, la empleada dice que no tienen constancia de haberse puesto en contacto con usted desde hace un mes.
- Eso es una tontería -protestó Ho-. Enviaron un perito y suscribí una póliza por un día con el agente.
- ¿Era su agente habitual? -preguntó el policía.
De pronto el millonario lo vio claro. Había sido víctima de un montaje desde el primer momento.
- ¡Malditos cabrones! -gritó. De un manotazo tiró al SUP lo todas las piezas de porcelana que había en una mesa y, no conforme con eso, cogió una silla y la arrojó contra la pared, -Un poco de calma, señor Ho -le pidió el detective en voz baja-. Cuénteme todo lo sucedido desde el principio.
Hanley observó los puntos luminosos en la pantalla del GPS que mostraban los movimientos de la furgoneta, la limusina y el Peugeot. Todo iba de acuerdo con el plan, así que pasó a la siguiente hoja del guión.
- Es hora de informar de los secuestros -le dijo a uno de los técnicos.
El hombre marcó el número de teléfono de la policía de Macao y dio las direcciones de Iselda y Lassiter. Dos minutos más tarde, los coches de la policía se dirigían a toda velocidad a los domicilios indicados. Era un elemento más de confusión y discordia en lo que ya era una situación harto complicada.
Al pie de la colina del templo de A-Ma, cerca del Museo Marítimo, Linda Ross aparcó el Peugeot y se apeó del coche, Reinholt, que ocupaba el asiento del pasajero, había sido alcanzado por la bala que había destrozado el espejo retrovisor y sangraba profusamente de la oreja derecha.
- Ayúdalo a llegar a la lancha -le ordenó Ross a Pryor, Después corrió hasta el muelle donde estaba amarrada un?
lancha Scarab de diez metros de eslora. Saltó a bordo, fue hasta el timón y puso en marcha los motores. Esperó a que funcionaran al ralentí para desembarcar y volver al Peugeot.
- Llévalo a bordo y mantenle la cabeza erguida -dijo cuando Pryor pasó a su lado.
Cogió la llave del Peugeot, abrió el maletero y miró en el interior. Puso en marcha un temporizador, esperó a ver que funcionara correctamente y a continuación corrió de regreso a la embarcación.
- ¿Sabes conducir una lancha? -le preguntó a Pryor.
- Por supuesto -respondió Pryor y arrancó.
Ross se ocupó de suministrarle los primeros auxilios al herido mientras el Scarab se apartaba del muelle. La embarcación va estaba a un centenar de metros de tierra y comenzaba a planear cuando el Peugeot estalló en una gran bola de fuego que iluminó el cielo nocturno.
- Se ha producido una explosión cerca del Museo Marítimo -le comunicaron a Po desde la jefatura.
- Que envíen a los bomberos y los equipos de rescate -ordenó Po-. ¿Qué hay de las denuncias de secuestro?
- Las unidades están llegando ahora a la primera escena -respondió el agente-. Es una casa en la sección norte. El segundo grupo llegará en un par de minutos a la casa en las colinas.
- Manténgame informado -dijo Po. Se acercó a la ventana y contempló la columna de humo que se elevaba junto al mar.
En el asiento del pasajero de la limusina que conducía Reyes, Barrett comenzó a quitarse el uniforme de Redman Security.
Debajo llevaba un pantalón de verano y una camiseta negra.
- ¿Qué, Rick, prefieres trabajar en la cocina o participar en las operaciones? -le preguntó Huxley.
Huxley viajaba en el asiento trasero con Richard Truitt. Se había puesto un suéter azul sin mangas sobre el chaleco de cue ro y ahora se ocupaba de desprenderse de la prenda. En cuan to acabó de desabrocharla, la deslizó por debajo del suéter bajó el cristal de la ventanilla y la arrojó a la calle. Barrett había observado toda la maniobra por el espejo retrovisor.
- Confieso que trabajar en la cocina no resulta muy emocionante -admitió.
Truitt encendió una luz en la consola central del compartimiento trasero de la limusina. Sacó un bigote postizo de un bolso y se lo puso. Después de comprobar que estaba colocado correctamente, extrajo una dentadura postiza y la encajó sobre sus dientes. Observó el resultado en el espejo. Mientras se frotaba los cabellos con un tinte gris, comentó:
- A estas alturas ya deben de tener la descripción de este vehículo y lo estarán buscando.
Reyes se llevó una mano al pecho y se arrancó de un tirón la camisa del uniforme de chófer. Debajo llevaba otra camisa.
Luego tiró de las presillas para quitar las pinzas del pantalón.
«Gafas de sol», le dijo a Truitt, que se las alcanzó por encima del respaldo del asiento. Se las puso. Al mismo tiempo, Huxley se quitó las perneras del pantalón, que estaban enganchadas con Velero. Buscó en un cajón de la limusina y sacó una falda muy discreta. Se la puso y cerró la cremallera. A continuación se quitó las pestañas postizas; luego cogió un neceser de plástico que le alcanzó Truitt y con una toallita húmeda se limpió el ridículo maquillaje.
- Ya estamos preparados para irnos -anunció Truitt.
Reyes aparcó a un costado de la calle y los cuatro abandonaron el coche. Entraron en un callejón que los llevó hasta el Mercado Central y allí se dividieron en dos grupos. Habían dejado la limusina con el motor en marcha y las puertas abiertas. Allí la encontraría un agente de policía al cabo de diez minutos. Pero habían eliminado todas las huellas y el agente no tendría mucho de que informar.
Cabrillo apretó el control remoto de la puerta del garaje cuando estaba en mitad de la manzana, y la puerta comenzó a abrirse.
En cuanto aparcó la furgoneta, todos se bajaron.
- La policía ya tiene las descripciones de todos nosotros -dijo mientras quitaba la tapa de un bidón de doscientos litros que contenía las mudas de ropa y los disfraces-, así que cambiaos sin demora. Tenemos que marcharnos cuanto antes.
Cogió un paquete que estaba encima de las prendas, y luego se cambió. Después, abrió el paquete y sacó los documentos que contenía.
- Dos de vosotros pasaréis la noche en la ciudad -dijo mientras repartía los pasaportes y las reservas de hotel-. No queremos que haya mucho tráfico de regreso al Oregón.
Como siempre, la regla es no beber y permanecer en un sitio donde podamos ponernos en contacto si se produce algún cambio.
Les explicó los pasos siguientes y después miró al grupo.
- Hasta ahora todo va sobre ruedas -comentó.
En aquel momento se escuchó una sirena.
Cabrillo corrió a la ventana, pero el vehículo pasó por delante del garaje sin detenerse.
- Era un camión de bomberos -dijo-. Ross ha escapado sin problemas. -Volvió a reunirse con los demás-. Muy bien, largaos.
Los hombres salieron por una puerta lateral y se dispersaron.
Pryor llevó al Scarab alrededor del extremo de la península sur y después puso rumbo hacia el Oregón. Ross pasó por el hue co entre los asientos para llegar al timón.
- ¿Qué tal está? -gritó Pryor para hacerse oír por encima del ruido de los motores.
- No muy bien -respondió Ross-. Ha perdido mucha sangre y la parte superior de la oreja.
- ¿Le duele?
- Claro que me duele, maldita sea -exclamó Reinholt.
- Tenemos que llamar al Oregón -dijo Piyor-, para que vayan preparando la enfermería.
- No podemos utilizar la radio -replicó Ross-. Las autoridades podrían captar la comunicación.
Pryor volvió la cabeza para mirar a su compañero herido, Reinholt le sonrió con bravura.
- El Oregón controla todas las frecuencias, ¿no? -preguntó Pryor.
- Aire, mar y tierra -confirmó Ross.
- Así que debemos mantener silencio en las frecuencias marítimas.
- Efectivamente.
- En cambio el helicóptero puede hablar; porque, si se calla, el control de tráfico aéreo sabría que algo no va bien, ¿no es así!
- Así es -contestó Ross, que pilló la idea al vuelo.
Pryor cogió la radio portátil.
- Estos aparatos a veces pueden transmitir por las frecuencias de aviación.
Ross le quitó la radio de las manos y apretó el botón di búsqueda. Unos segundos más tarde, un 737 color burdeos pasó por la vertical de la embarcación y Ross escuchó al piloto responder a la autorización para el aterrizaje. Apretó el botón de comunicar y transmitió el número de llamada del helicóptero. El piloto había aterrizado para ayudar a Crabtree a trasladar a Spenser hasta un coche. Acababa de volver para quitarse los auriculares cuando escuchó la llamada. Otros dos minutos y ya no lo habrían encontrado.
- Helicóptero cuatro-dos, rayos X, alfa. Adelante.
- Seis-tres comunica un indio -gritó Ross por encima del rugir de los motores.
Sesenta y tres era el número de Ross; «indio» era la palabra en clave correspondiente a una persona herida.
A bordo del Oregón, Hanley cogió el micrófono.
- Helicóptero cuatro-dos, rayos X, alfa, lo tengo. Continúe hacia el punto acordado. Seis-tres, informe indio.
- Ocho-cuatro.
- El expediente del ochenta y cuatro -le gritó Hanley a uno de los técnicos, que buscó el expediente de Reinholt en la memoria del ordenador y lo puso en pantalla.
El tipo sanguíneo aparecía en primer término.
- Seis-tres, recibido -dijo Hanley-. Bravo afirmativo.
- Seis-tres, ETA en cinco.
- Finalizar comunicación -ordenó Hanley.
Ross apretó el botón tres veces.
- Acelera -gritó.
- Ve a la enfermería y comprueba las reservas de sangre.
- Hanley miró la pantalla-. Necesitamos sangre del grupo AB positivo. -Se dirigió a otro de los técnicos-: Tú, sube a cubierta, ponte las gafas de visión nocturna y permanece atento a la aparición de Linda. En cuanto veas la lancha, haz una señal con las luces de cubierta y después ayúdala a descargar al herido.
- Muy bien -dijo el técnico. Corrió hacia la salida.
En aquel mismo momento, el piloto del helicóptero cruzaba la verja en el extremo de la pista al volante de un todoterreno Chevrolet blanco. Tomó un camino lateral, se detuvo al llegar al stop y después se unió al tráfico que salía del aeropuerto Circulaba a una velocidad próxima a los cincuenta kilómetros por hora cuando se cruzó con dos coches de la policía que avanzaban a gran velocidad con las sirenas y las mees encendí das. Los coches aminoraron la marcha cuando giraron por el camino del que había salido. Pisó el acelerador para adelantar un autobús.
- Nos hemos librado por los pelos -comentó por encima del hombro.
Crabtree tenía un dedo puesto en la yugular de Spenser para controlarle el pulso.
- Es cierto, pero ya estamos a salvo -respondió.
La lancha llegó al costado del Oregón, y Pryor cogió el cabo que le arrojaron desde la cubierta. Amarró el Scarab a la eslinga que lo levantaría hasta la cubierta y esperó a que Ross y el técnico de la sala de control se llevaran a Reinholt. Después soltó el cabo y colocó el Scarab sobre las eslingas que ya estaban en el agua. Apagó los motores y entró en la nave por una compuerta del casco. Apretó un interruptor en un panel instalado en un mamparo, y el Scarab comenzó a subir lentamente.
En cuanto estuvo por encima de la borda, apretó otro interruptor que hizo girar los pescantes y colocó la lancha sobre la cubierta. La operación duró unos pocos minutos y Pryor dio gracias por la rapidez, porque vio a lo lejos el haz de luz del reflector de una lancha patrullera de la policía.
En cuanto cesó el movimiento de los pescantes, apretó un tercer interruptor. Cuatro planchas de hierro manchadas de óxido se levantaron en la cubierta y rodearon la lancha. Luego apretó un botón y un techo retráctil se deslizó por encima de la embarcación. Cuando la lancha de la policía pasó por el canal a un centenar de metros del barco, Pryor ya iba de camino a la enfermería.
22 Juan Cabrillo llevaba un disfraz que lo hacía parecer un académico mayor o un burócrata retirado, y no el jefe de un grupo de operaciones especiales. Mientras caminaba por el centro de Macao, envió un aviso de llamada a Hanley.
En aquellos momentos, su grupo había cumplido una cuarta parte de la misión, y aún había una multitud de variables. La primera parte del plan había ido bien; el equipo había cargado el Buda en el helicóptero y había huido sin tropiezos, pero no tenía información alguna sobre lo que pasaba con el segundo equipo. Dicha información se la debía suministrar la sala de control del Oregón.
Cabrillo acababa de pasar por delante de una joyería cuando sonó su busca.
Había una dirección en la pantalla y dirigió sus pasos hacia el lugar señalado.
- Sí, señor -dijo el agente de policía de Macao que hablaba por el móvil con Po-. Los encontramos maniatados en la cama -¿Presentaban algún tipo de lesiones? -preguntó el detective.
- No, señor. Los que lo hicieron tuvieron el detalle de dejar la radio sintonizada en una emisora musical, y una nota de disculpa-¿Cómo los capturaron? ¿Le han facilitado una descripción de los asaltantes?
- No los vieron -respondió el agente-. Ambos presentan unos pequeños pinchazos en los brazos, como si les hubiesen clavado una aguja hipodérmica. Los maniataron con cinta adhesiva. Despertaron cuando entramos en la habitación.
Po reconoció para sus adentros que los autores eran verdaderos profesionales.
- Lleve la nota al laboratorio y haga que los técnicos inspeccionen la casa a fondo en busca de pistas.
- Ya lo están haciendo, señor.
- Bien. Lo volveré a llamar -dijo Po. Miró a su superior-. Drogaron al hombre de la compañía de seguros y a su esposa -le explicó en voz baja-. Dejaron una nota de disculpa.
Stanley Ho estaba cada vez más furioso. No solo lo habían tomado por tonto, sino que lo habían engañado a la vista de todo el mundo. Todo era culpa del maldito marchante inglés.
- Así que me engañaron desde el primer momento -exclamó-. La princesa no era tal, su indisposición una farsa y la evacuación aérea otra mentira.
Po levantó una mano para pedir silencio cuando sonó su móvil.
- Po.
- Señor -dijo un agente-, estamos en el apartamento de la colina. Encontramos a una mujer llamada Iselda maniatada en el interior de un armario.
- ¿Presenta alguna lesión?
- Nada aparte de una fuerte crisis por carencia de nicotina -respondió el agente-. Se ha fumado medio paquete de ciga rrillos desde que la desatamos.
- ¿Vio a los asaltantes?
- Dijo que fue como mirarse en un espejo -explicó el po licía-. Una mujer vestida y maquillada como su doble salió del armario y le tapó la boca y la nariz con un pañuelo empa pado con algún líquido. Eso es todo lo que recuerda.
Po tapó el micrófono del móvil con la mano y se dirigió a Rhee.
- Sustituyeron a la organizadora de la fiesta.
Ho se llevó las manos a la cabeza y lanzó una maldición.
- Que revisen el apartamento a fondo. A ver si encuentran algún rastro -le ordenó Po al agente-. Después lleve a la secuestrada a comisaría y que haga una declaración.
- De acuerdo, jefe -respondió el policía.
Rhee ya había vuelto a la normalidad. Fue de un extremo a otro de la sala mientras hablaba.
- Esta ha sido una operación muy bien organizada y con mucho presupuesto. Así que vamos a tomarmos un minuto y a repasarlo todo desde el principio.
- Suplantaron al perito de la compañía de seguros -manifestó Ho-. Reemplazaron a la organizadora de la fiesta y al grupo musical, y después introdujeron a unos falsos invitados.
- Por lo que parece incluso trajeron a los suyos como guardias -señaló Rhee-. Los que supuestamente debían vigilar la estatua fueron los ladrones.
En aquel momento, el conductor de la grúa que había lfl vado a Po a la mansión entró en la sala.
- ¿Qué quiere? -le preguntó el detective.
- He cambiado el neumático -explicó el conductor-, pero encontré también un agujero en la aleta interior del guardabarros.
- ¿A qué se refiere?
- Creo que alguien disparó al neumático. Seguramente hay bala alojada en la caja del motor.
- Ya le echaremos una ojeada. Si el coche está listo, puede marcharse. Envíe la factura a mi departamento.
El conductor se marchó.
- Este no es un grupo de ladrones cualquiera -comentó Rhee-. Tienen francotiradores de primera, pilotos de helicóptero y son unos maestros del disfraz.
- Desde luego que no son elementos locales -afirmó Po en voz baja.
- Eso me hace sentir mucho mejor -dijo mordazmente Ho-. Al menos ahora sé que me robaron unos profesionales.
¿Qué les parece si ustedes dos se ocupan primero de recuperar mi Buda, y después se dedican a analizar su modus operandi?
En esos momentos diecisiete agentes y dos detectives de la policía de Macao revisaban el jardín y la mansión. Además, se habían enviado tres equipos al aeropuerto y a las casas de las personas secuestradas. Habían movilizado a todo el personal, y Ho se quejaba.
- Estamos haciendo todo lo que está a nuestro alcance, señor Ho -respondió el detective-. Los cogeremos.
Ho sacudió la cabeza con disgusto y abandonó la sala.
El desfile bajó la colina en el momento en que desde la barcaza fondeada en la rada interior se disparaban las primeras salvas de los fuegos de artificio. La policía de Macao se había apresurado a acordonar la zona del desfile en cuanto habían recibido el aviso de que habían visto a la pareja de motoristas. No tenían ninguna posibilidad de escapar a menos que se abrieran paso a tiro limpio. Solo era cuestión de tiempo detener a los hombres. El motorista que transportaba el Buda se metió una callejuela lateral y se abrió paso entre la multitud a fuerza de bocinazos. Su compañero lo seguía casi pegado a la rueda mientras las sirenas sonaban cada vez más cerca.
Una carroza con un dragón ocupaba el final de la callejue la. La bestia de cartón escupía fuego a intervalos regulares.
En el Oregón, Max Hanley miró la pantalla y luego movió el joystick un poco a la izquierda. El dragón se movió al centro de la calle. En otra pantalla aparecía la imagen que transmitía una cámara lateral. Hanley vio a los motoristas. Una tercera pantalla mostraba un plano GPS de la ciudad, y los puntos luminosos en movimiento indicaban la ubicación de los coches de la policía. La red se cerraba y le faltaba poco para atrapar a los motoristas. Ajustó de nuevo el movimiento de la carroza, y después echó un vistazo a los planos robados del departamento de Obras Públicas del ayuntamiento de Macao.
Cliff Hornsby estaba cansado y sudoroso. Después de consultar el reloj, se levantó del cajón donde estaba sentado en una alcantarilla para hinchar una bolsa elevadora al pie de la escalerilla. Una vez colocada, subió la escalerilla. Mientras subía, comprobó la solidez de la rampa de madera. Satisfecho, tocó la parte inferior de la tapa de la alcantarilla, que ya había levantado una vez a primera hora de la noche para asegurarse de que no estaba atascada.
Ya solo tenía que aguardar la señal.
Hanley miró la caja del control remoto. Los sopletes de gas para las llamas que salían de la boca del dragón, cargas de pólvora para el incendio, el joystick para dirigir la carroza. En aquel instante sonó una voz en la radio.
- Han cerrado la avenida Infante Dom Henrique -comunicó Halpert.
- Recibido -respondió Hanley-. Ya has acabado, Michael. Márchate.
Halpert comenzó a caminar en dirección al hotel donde pasaría la noche.
- Adelante -ordenó Hanley a los motoristas.
Hanley guió la carroza del dragón hasta situarla sobre la alcantarilla y la detuvo. En el monitor que recibía las imágenes transmitidas por la cámara lateral vio a los motoristas que se acercaban.
- Levanta la tapa, Hornsby -transmitió por la radio.
Hornsby empujó la tapa, primero hacia arriba y después lateralmente. A continuación miró las entrañas de la bestia que se había detenido sobre su guarida. Cogió la linterna que llevaba enganchada al cinturón e iluminó el interior. Vio un armazón metálico hecho con tubos soldados y luego cubierto con la tela. Había una bombona de gas conectada a una manguera sujeta en uno de los laterales, y al otro lado una pequeña carga explosiva. En la caja del detonador había un piloto verde encendido. En aquel instante, Hornsby escuchó los motores de las motos que se acercaban y se ocultó en la alcantarilla.
La primera moto atravesó el faldón de tela y frenó en seco.
Era como estar en el interior de una tienda. El interior de la carroza tenía casi cinco metros de largo y tres de ancho, y una altura de dos metros. El motorista se sintió como un niño oculto en un fortín secreto mientras se apeaba de la moto. El segundo motorista entró por el mismo lugar que el primero y se detuvo. Hornsby salió del agujero.
Bob Meadows se quitó el casco y lo tiró al suelo.
- He visto a los polis -comentó rápidamente-. Están al final de la calle.
Pete Jones tiró el casco al suelo.
- Pues que estén -respondió.
- Hola, Hornsby -saludó Meadows mientras comenzaba desatar las cuerdas que sujetaban la caja del Buda de oro.
Jones se acercó para bajar los laterales del sidecar.
- Esto pesa mucho, Cliff.
- Tengo instalada una rampa -dijo Hornsby-. Si lo arrastramos hasta la alcantarilla, no tendremos más que dejarlo caer. Bajará por la rampa y caerá sobre la bolsa elevadora que está en el fondo.
- Fantástico -opinó Meadows. Comenzó a forcejar con el Buda.
Hanley miró la imagen facilitada por la cámara delantera.
Los agentes de la policía de Macao se habían organizado y, con las armas desenfundadas, avanzaban cautelosamente entre la multitud que les dejaba paso. Apretó el botón del lanzallamas y la boca del dragón escupió fuego.
Los tres hombres colocaron el Buda de oro en posición y luego lo lanzaron por la rampa. La caja golpeó la bolsa elevadora, que amortiguó el impacto, y cayó de lado. Hornsby apartó la rampa y señaló el agujero a Meadows y Jones.
- Vosotros primero -dijo-. Apartad la rampa cuando lleguéis abajo. Yo colocaré la tapa.
Meadows y Jones comenzaron a bajar por la escalerilla.
Hornsby se acercó a la carga explosiva sujeta al armazón y puso en marcha el reloj del detonador. La luz verde pasó a roja.
Se acercaba a la alcantarilla cuando escuchó la voz de Hanley en la radio.
- La policía está a unos treinta metros. ¿Dónde estáis?
Hornsby bajó unos cuantos escalones y a continuación colocó la tapa de la alcantarilla. Después apretó el interruptor del micrófono que llevaba en la solapa de la americana.
- El temporizador está en marcha y la tapa colocada -informó- Dame diez segundos para llegar abajo.
- Comprendido -respondió Hanley.
Hornsby acabó de bajar la escalerilla y miró la caja que contenía el Buda de oro.
- ¿Así que esto es el producto de lo que estabais haciendo?
- dijo.
Hanley apretó un botón para aumentar la cantidad de gas que salía de la espita. Una llamarada de casi doce metros de longitud salió de la boca del dragón. La multitud retrocedió, espantada. Después apretó el botón para detonar la carga. Una pequeña explosión rompió el tanque metálico que contenía clorato de potasa. La sustancia comenzó a arder con una fuerte luz blanca.
Casi al instante el fuego se propagó a la tela que cubría la carroza. En cuestión de segundos, la carroza ardía de un extremo al otro y las llamas se elevaban a una altura de seis metros.
- Necesitamos un camión de bomberos y un equipo de rescate -comunicó un agente a la jefatura y dio la dirección.
Después miró cómo ardía la carroza a la espera de ver salir corriendo a los dos motoristas.
Sin embargo, nadie salió de la inmensa pira.
El todoterreno Chevrolet blanco aparcó a un lado de la calle.
Cabrillo subió al vehículo y se sentó en el asiento del pasajero.
El piloto del helicóptero, George Adams, puso en marcha el coche y se apartó del bordillo.
- Bello George, ¿algún problema? -preguntó Cabrilla El apodo se lo había puesto porque Adams parecía la encarnación del ideal del joven norteamericano. Tenía la mandíbula bien delineada, el cabello castaño muy corto peinado con raya al costado y una sonrisa que era el sueño de los publicistas de dentífricos. Por curioso que resultara, a pesar de su belleza varonil no era nada presumido. Se había casado con la novia del instituto y había sido suboficial del ejército antes de unirse a la corporación.
- No, señor.
Cabrillo se volvió para dirigirse a la ocupante del asiento trasero.
- ¿Monica?
- No, jefe, aunque nuestro invitado continúa inconsciente.
Cabrillo miró a Spenser, desplomado contra la ventanilla, y luego a la caja del altavoz que contenía el Buda falso.
- ¿La rampa plegable funcionó? -le preguntó a Adams.
- De fábula -afirmó el piloto-. Solo tuvimos que graduar las patas para ponerla a la misma altura que la plataforma de carga del helicóptero, y después empujar la caja sobre las ruedas.
- Bien. Hemos alquilado una parte de un hangar pequeño en el aeropuerto -explicó Cabrillo-. Es hora de dirigirnos hacia allí.
Adams asintió y tomó la carretera de regreso hacia el puente.
23 Una ligera llovizna había comenzado a caer sobre Macao. Sung Rhee y Ling Po se encontraban en la galería de la mansión que daba a la ciudad. Po apagó el móvil y se volvió hacia su superior. Colina abajo, en las cercanías del Museo Marítimo, se veían las luces de los camiones de bomberos que habían apagado el incendio que había calcinado el Peugeot. A la derecha, en la ruta del desfile, una columna de humo iluminada por las luces de la ciudad marcaba el lugar donde ardía la carroza.
- Las personas que robaron los Budas estaban muy bien entrenadas y disponían de fondos y medios para realizar la operación -comentó Po.
La mente de Rhee había recuperado la normalidad. Estaba furioso como un dóberman. Por si fuera poco que una banda de ladrones estuviera utilizando su ciudad como teatro de operaciones, el insulto final había sido que a él también lo hubiesen hecho quedar como un tonto.
- En cualquier caso -replicó-, todavía tienen que sacar las estatuas de la ciudad.
- Tengo agentes en el aeropuerto, en los muelles y lanchas patrulleras. Además, hemos avisado a los guardias fronterizos de que estén alerta. No podrán salir de Macao. Eso está claro.
- Todos los sospechosos excepto el marchante inglés son estadounidenses -señaló Rhee-. ¿Tiene la lista de los visados turísticos?
- La oficina está cerrada por la noche -contestó Po-. Mañana a primera hora enviaré a un agente.
- Estos tipos son profesionales -afirmó Rhee en voz baja-. No se quedarán. Para mañana por la mañana, cuando tengamos la lista y comencemos a interrogar a todos los turistas estadounidenses, ya se habrán largado.
Sonó el teléfono de Po y el detective atendió la llamada.
- Po.
- El incendio se ha propagado a uno de los edificios vecinos -le informó un agente-. Los bomberos ya lo tienen controlado. Ahora están remojando los restos de la carroza, pero el armazón todavía está caliente y se ha fundido. Lo que queda es un montón de hierros retorcidos. No podremos inspeccionarlo hasta que se enfríen.
- ¿Ve las motocicletas entre los restos?
- Creo que están entre los restos -manifestó el agente-, pero no lo puedo asegurar.
- Ahora mismo salgo para allí -dijo Po-. Mantenga a la multitud apartada y ordene que las carrozas se dirijan al final del trayecto. El desfile se ha terminado.
- Muy bien, señor. Lo espero.
Po apagó el móvil y miró a Rhee.
- Voy a reunirme con mis hombres. ¿Quiere acompañarme, señor?
Rhee permaneció en silencio durante unos segundos.
- No, Ling. Todo este asunto provocará un aluvión df protestas. Creo que lo mejor será que vaya a la jefatura para ocuparme de la coordinación de los esfuerzos.
- Tiene razón, señor -dijo Po, mientras se alejaba para buscar su coche.
- Encuentre a esos hombres y recupere los objetos robados.
- aré todo lo que esté a mi alcance, señor.
Rhee abrió la puerta y entró en la casa para informar al alcalde de Macao de todo lo realizado hasta el momento.
En el interior del Chevrolet, Juan Cabrillo se comunicó por radio con el Oregón.
- ¿Cómo están las cosas, Max?
Se produjo una leve demora mientras la señal era codificada antes de transmitirla.
- El equipo de Ross sufrió una baja -respondió Hanley-. Lo están atendiendo en la enfermería.
- Infórmame de su estado en cuanto te lo comuniquen. ¿Qué más?
- El equipo del templo ya se encuentra en las catacumbas, de acuerdo con el programa.
- Vi el humo. ¿Algún herido?
- Ninguno. Hasta el momento todo en orden. Están comenzando la extracción.
- ¿Qué hay de los demás?
- La mayoría de los que están en la ciudad ya se han puesto en comunicación. King está en el barco y se ocupará de dirigir las acciones ofensivas hasta que vuelva Murphy.
- ¿Qué pasa con el objetivo tres?
- El 737 aterrizó hace unos minutos -respondió Hanley-. Ahora mismo deben de estar en el control de aduanas.
- ¿Nuestro hombre sigue con ellos?
- Espera instrucciones.
- ¿Qué más?
- Podremos activar la segunda parte del viaje según el pro grama. Si todo se mantiene como hasta ahora, entregaremos el paquete en el plazo previsto.
- Bien. Ya prácticamente estamos en el aeropuerto.
Hanley miró el punto luminoso que se movía en la pantalla -Te tengo en pantalla, Juan.
- Ahora solo me queda acabar con la operación secundaria, y luego podremos largarnos.
- Buena suerte, señor presidente.
- Cabrillo fuera.
Meadows, Jones y Hornsby tenían el aspecto de tres turistas de visita en una mina.
Llevaban cascos de metal prensado, con una pequeña lámpara de pilas sujeta que proyectaba su haz de luz para alumbrar el camino. Hornsby llevaba un plano del sistema de alcantarillado de la ciudad. El mapa mostraba unos trazos que parecían los tentáculos de un pulpo. Jones miró el techo de la bóveda cuando las primeras gotas de la lluvia que caía en la superficie se filtraron por una vieja tubería de cerámica sujeta a la pared.
- ¿El plan de operaciones calculó la posibilidad de que lloviera? -preguntó.
- Mientras no se produzca una tromba de agua -respondió Hornsby-, no hay razones para preocuparse.
- ¿Qué pasa si ocurre? -insistió Jones.
- En ese caso la situación se complicaría -admitió Hornsby.
- Por lo tanto, tenemos que salir de aquí cuanto antes -apuntó Meadows.
- Así es. Claro que tampoco es cuestión de echar a correr.
Según se explica en el plano, tiene que llover ininterrumpidamente durante seis horas para que los desagües se llenen hasta cubrimos el pecho.
- Podemos salir de aquí mucho antes de que se cumpla ese niazo -manifestó Jones.
- Esa es la idea -dijo Hornsby.
La caja del Buda de oro descansaba sobre la rampa de madera. Cuando Hornsby había entrado en la alcantarilla por un túnel lateral, había llevado también una bolsa con cuatro ruedas para colocarlas en la rampa. Era una solución un tanto pedestre, pero permitiría a los tres hombres transportar la pesada estatua por los túneles. Sobre la caja del Buda de oro había dos macutos de lona color verde oliva; contenían raciones de emergencia, armas y municiones. El conjunto alcanzaba una altura de un metro y medio.
- Yo entré por aquí -señaló Hornsby-. Es una pena que no podamos salir por el mismo camino. Hay menos de doscientos metros hasta la salida. El problema es que al salir nos encontraríamos en pleno centro y con la policía por todas partes.
Meadows miró en la dirección que señalaba Hornsby.
- ¿Cuál es la ruta que la sala de control quiere que sigamos?
Hornsby se la marcó en el plano.
- Es un camino muy largo -comentó Jones.
- Poco más de tres kilómetros. Pero saldremos en un lugar aislado del puerto interior, donde nos podrán recoger.
Meadows pasó una mano por el borde del casco para quitar las gotas de lluvia. Después se situó detrás de la caja del Buda de oro.
- Tú eres quien tiene el plano, muchacho, así que ponte delante y guíanos. Jones y yo empujaremos desde atrás.
A paso lento, los tres hombres iniciaron la marcha por la al cantarilla. En el exterior, la lluvia fue en aumento. Al cabo de una hora, era un monzón en toda regla.
Linda Ross entró en la sala de control del Oregón. Max Hanley se estaba sirviendo una taza de café de la jarra. Las huellas de la tensión se reflejaban claramente en su rostro.
- Reinholt está fuera de peligro -le informó Ross-. pa recia peor de lo que era. Si controlamos cualquier posibilidad de infección, no habrá problemas.
- ¿Le quedará alguna huella permanente? -Hanley le señaló la jarra y Ross se sirvió una taza.
- Ha perdido la parte superior de la oreja. Necesitará una operación de cirugía plástica.
- ¿Cómo ha reaccionado?
- Hubo un momento en que preguntó dónde estaba. Cuando le respondí que se encontraba en el Oregón, pareció feliz.
- Los jefes de máquinas siempre parecen estar más felices cuando se encuentran a bordo -opinó Hanley.
- ¿Qué tal va el resto de la operación? -preguntó Ross.
- El Buda de oro auténtico está en una alcantarilla. -Hanley señaló un monitor-. El equipo lo transporta en estos momentos hacia el muelle.
- Creía que se lo había llevado el helicóptero -manifestó Ross.
- Ese era el falso.
- Pero… -comenzó a decir Ross.
- Todo forma parte de un plan más amplio. ¿Recuerdas cuando el presidente llegó en el hidroavión?
- Por supuesto. Fue cuando navegamos hacia aquí.
- Venía de asistir a la subasta donde vendieron la estatua.
Fue entonces cuando la corporación entró en el juego. Nosotros nos encargamos de transportarla a Macao. Gunderson era el piloto. Después un par de nuestros hombres esperaron al avión con un furgón blindado. Estuvimos a punto de robarlo entonces. Sin embargo, el marchante tenía otras intenciones. Planeaba timar al propietario con una falsificación, así que nos acoplamos a su plan, con la ventaja de saber desde el primer momento dónde estaba escondida la estatua verdadera.
- ¿Así que todo nuestro trabajo en la fiesta no era más que fachada?
- Se hizo para despistar a las autoridades y enmascarar el verdadero objetivo -explicó Hanley-. Mientras tanto, si todo va bien, Cabrillo realizará la venta que había planeado el marchante y la corporación se embolsará el dinero.
- Por lo tanto, Reinholt acabó herido sin ninguna razón que lo justifique.
- Hay cien millones de razones para su herida -replicó Hanley-. Un millón una si cuentas que hemos despistado a la policía de Macao y al mismo tiempo hemos hecho que el marchante sea el principal sospechoso.
- El marchante pagará las consecuencias.
- Es nuestro Oswald -declaró Hanley.
- Diabólico.
- Todavía no se ha acabado -le recordó Hanley-. Todavía no hemos cobrado, ni hemos salido de aquí.
En Pekín, el presidente Hu Jintao, el ministro de Asuntos Exteriores y el comandante en jefe del ejército chino observaban atentamente las fotografías tomadas por los satélites.
- Desde ayer el aeropuerto de Novosibirsk, en Siberia se ha convertido en el más activo del mundo -señaló el ministro-. Los rusos están descargando suministros militares a un ritmo impresionante. Los aviones de carga aterrizan a intervalos de unos pocos minutos.
Hu Jintao miraba una foto a través de una lupa.
- Veo tanques, transportes de tropas y helicópteros de ataque.
El jefe del ejército le entregó otra fotografía.
- La cantidad de suministros que ya han descargado son suficientes para mantener una fuerza de combate de unos cuarenta mil soldados, y continúan descargando más cada minuto.
- Me he puesto en comunicación con Legchog Zhuren en el Tíbet -explicó Jintao-. Ha movilizado a sus tropas y ya han salido para ocupar posiciones en la frontera norte.
- ¿Cuál es el número de soldados que tiene al mando?
- preguntó el ministro de Asuntos Exteriores.
- Dispone de veinte mil hombres entre tropas de combate y de apoyo -respondió el militar.
- O sea que son dos contra uno -señaló el ministro.
El presidente hizo a un lado las fotografías.
- Para mantener el control interior del Tíbet hemos trasladado a gran cantidad de inmigrantes desde otras regiones de China. Zhuren ha movilizado a los ciudadanos chinos en el Tíbet y ya se han incorporado a filas. Eso nos permite disponer de otros veinte mil hombres en edad militar. Parte de los nuevos reclutas ya han salido de Lhasa con destino al norte. Procuraremos darles la instrucción básica sobre la marcha.
- Los rusos disponen de tropas veteranas -declaró el comandante en jefe-. Acabarán con nuestra nueva tropa formada por agricultores y tenderos.
- Eso siempre y cuando los rusos crucen la frontera -le recordó el ministro-. Sus diplomáticos insisten en que solo se rata de unas vulgares maniobras de rutina.
- Pues no tienen nada de vulgares ni de rutina -afirmó Jintao.
Se reclinó en la silla mientras pensaba. Lo que menos le interesaba era un enfrentamiento con los rusos, pero tampoco podía hacer caso omiso de la amenaza.
24 Cabrillo y los demás llegaron al hangar alquilado cuando aún no se habían completado los trámites aduaneros del Boeing 737. Spenser había comenzado a salir de la inconsciencia pocos minutos antes. Adams abrió la puerta trasera del todoterreno blanco y acercó un frasco de sales a la nariz del marchante.
Spenser sacudió la cabeza varias veces y después abrió los ojos.
Adams lo ayudó a bajar del vehículo. Al inglés apenas si lo sostenían las piernas mientras intentaba recordar lo sucedido.
- Vamos -le dijo Adams. Lo llevó hasta una silla junto a un banco de trabajo y lo hizo sentar.
Cabrillo y Kevin Nixon estaban montando una rampa plegable para descargar el altavoz que contenía el falso Buda. Nixon había llegado al hangar varias horas antes y desde entonces había estado muy atareado.
- ¿Está todo preparado? -preguntó Cabrillo.
- Sí, señor -respondió Nixon mientras sujetaba la caja por un costado.
Los dos hombres colocaron la caja sobre la rampa. Cuando acabaron de bajarla, la pusieran recta, plegaron las patas de la rampa, la doblaron por la mitad y la volvieron a guardar en el vehículo.
- ¿Tienes su ropa? -preguntó Cabrillo.
- pasé por la habitación de su hotel cuando venía hacia mí -dijo Nixon-. Ya tenía las maletas hechas.
- Muy bien. Continuemos.
Cabrillo y Nixon se acercaron a Spenser. El marchante miró al presidente de la corporación.
- Usted me resulta conocido -afirmó el marchante con cierta dificultad.
- Nunca nos han presentado -replicó Cabrillo en tono desabrido-, aunque sé mucho de usted.
- ¿Quiénes son ustedes? -Spenser sacudió la cabeza en un intento por disipar la bruma de su mente-. ¿Qué quieren de mí?
Adams estaba a unos pasos de Spenser. Aunque su expresión no era en absoluto amenazadora, el inglés estaba seguro de que si hacía algún movimiento para levantarse no llegaría muy lejos. Cabrillo se colocó delante de Spenser, miró al marchante a los ojos y cuando le habló lo hizo en voz baja y pausada.
- Ahora mismo no está en la situación más favorable, así que cállese y escuche. A pocos kilómetros de aquí hay un millonario asiático que está convencido de que usted le ha robado doscientos millones de dólares y quiere recuperarlos. En contra de lo que usted pueda creer, no es un tipo muy agradable. Hizo su fortuna con el transporte de narcóticos para una organización criminal asiática y, aunque ahora sea un empresario aparentemente respetable, todavía mantiene sus contactos.
Diría que ya ha hecho una llamada, y que ahora mismo todos los delincuentes de este país están ojo avizor.
- ¿Qué está…? -comenzó Spenser.
- No me escucha -lo cortó Cabrillo sin miramientos-. Sabemos que cambió los Budas y que lo tenía todo preparado para revender la estatua. Si coopera, le daremos una oportunidad para que escape. Si no acepta, nosotros haremos la venta y después llamaremos a Ho para decirle dónde lo puede encontrar. No tiene muchas alternativas.
Spenser analizó la situación en una fracción de segundo. Sin el dinero de la venta del Buda estaría en la ruina. Además, en cuanto corriera la voz de lo que había intentado hacer en Macao, se habría acabado su actividad como marchante. La única manera de salvarse era cambiar de identidad y desaparecer.
Huir a algún lugar lejano y empezar una nueva vida. Era obvio que no tenía otra alternativa.
- No puedo huir sin documentos. ¿Puede ayudarme a conseguirlos?
El inglés había mordido el cebo y ya solo era cuestión de sacarlo del agua.
- Kevin, ¿estás conectado al barco? -preguntó Cabrillo.
- Sí, señor.
- Bien. Entonces dispárale al señor Spenser por mí.
- Será un placer -contestó Nixon.
El último transbordador de Hong Kong se acercó al muelle y el capitán dirigió la maniobra de atraque. En la proa, un hombre calzado con unos mocasines Colé Haan impecablemente lustrados y vestido con un pantalón de verano y una camisa de tela de seda y algodón esperaba para saltar a tierra. Tenía los cabellos ondulados y algo más largos de lo normal. Parte de la corbata de seda estaba metida debajo de la camisa entre dos botones. Las huellas de un lifting facial eran apenas visibles. Había que saber dónde mirar porque la intervención había sido realizada por un cirujano plástico de primera. Excepto por el hecho de que el hombre estaba agotado por el largo vuelo desde Indonesia hasta Hong Kong, y lo ajetreado de su día, probablemente nadie hubiese notado nada fuera de lo normal.
El hombre tenía cuarenta y cinco años pero aparentaba diez años menos.
Observó a los marineros asegurar las amarras. Los hombres eran jóvenes y fuertes y eso le agradaba. Le gustaba la variedad étnica y disfrutaba con la pasión de los jóvenes. En el país donde residía, buscaba la compañía de hombres de ascendencia latina: había muchos donde él vivía, y afortunadamente les resultaba atractivo. En realidad en esos momentos deseaba estar en su país, dedicado a recorrer las empinadas calles de su ciudad en busca de amor o lujuria. Pero no era así. Se encontraba a miles de kilómetros de su casa y tenía un trabajo que hacer. Le sonrió a uno de los marineros cuando pasó a su lado, pero el hombre no le devolvió el saludo. La rampa del transbordador bajó lentamente.
Junto con el puñado de pasajeros que habían compartido la travesía, subió la pendiente y entró en el edificio de la aduana por la puerta señalada para los visitantes. Entregó el pasaporte a uno de los funcionarios y esperó a que le autorizaran la entrada a Macao. Diez minutos más tarde, salió del edificio y subió a un taxi. Mientras el taxista arrancaba para llevar a su pasajero, el hombre sacó el móvil del bolsillo para leer el correo electrónico.
A bordo del Oregón, Max Hanley echaba una cabezada. Dormía con los pies apoyados en su mesa en la sala de control y la cabeza inclinada sobre el pecho. Uno de los técnicos lo tocó en un hombro, y se despertó en el acto.
- Señor, creo que tenemos un problema -dijo el técnico, Hanley se frotó el rostro, se levantó de la silla y fue a servirse un café bien cargado.
- ¿Qué pasa?
- Alguien marcado acaba de pasar por la oficina de inmigración de Macao.
La corporación contaba con una inmensa base de datos. A lo largo de los años, habían introducido en los ordenadores los nombres de muchísimas personas. Cada vez que alguno de.
ellos aparecía en cualquiera de los numerosos sistemas a los que los ordenadores de la corporación estaban conectados, la información era analizada con todo detalle. Hanley bebió un sorbo de café mientras leía la hoja que le había entregado el técnico.
- Habíamos considerado la posibilidad de que se presentara -comentó Hanley-, y ahora está aquí.
Nixon se acercó a Spenser, apuntó a la cabeza y apretó el botón. Después miró la imagen en la pantalla de la cámara digital.
- ¿Puede dejarse crecer la barba? -preguntó Cabrillo.
- Sí, aunque la tengo rala -respondió Spenser.
- ¿Qué tenemos para cambiarle el aspecto? -le preguntó Cabrillo a Nixon.
Nixon se acercó al banco de trabajo y buscó en la caja de disfraces.
- Tenemos pelucas, barbas, maquillaje y prótesis dentales.
¿Hasta dónde lo quieres transformar?
- Quiero convertirlo en otra persona. -Cabrillo se dirigió a Spenser-. ¿Dónde tenía planeado esconderse?
Spenser tardó unos segundos en responder. Por un lado, no le interesaba que nadie conociera su destino final. Por el otro, por lo que había visto hasta el momento, estas personas lo averiguarían de todas maneras.
- Pensaba ir a algún lugar de América del Sur.
- En ese caso -le dijo Cabrillo a Nixon-, prueba con un moreno claro, bigote a juego, no muy grande, y los cabellos un poco más largos.
Nixon comenzó a sacar de la caja todo lo que necesitaba.
- Sé por su expediente que no habla español ni portugués, así que si yo estuviera en su lugar elegiría Uruguay o Paraguay, donde hay tantos británicos que su acento no llamará mucho la atención.
- ¿Por qué no haces que Kevin lo convierta en canadiense?
- propuso Crabtree.
- Buena idea -asintió Cabrillo. Después se dirigió de nuevo al marchante-. Este es el trato. Usted se encarga de la venta y nosotros le damos una nueva identidad. Se convertirá en un canadiense que ha emigrado a Paraguay hace unos años y tiene la ciudadanía. Le daremos un millón de dólares para que comience su nueva vida y un billete de avión de Hong Kong a Asunción. Lo que haga después es cosa suya y del destino.
- Las autoridades me detendrán si intento salir de Hong Kong con un millón de dólares en efectivo -señaló Spenser, más animado.
- Nosotros nos encargaremos de esa parte -afirmó Cabrillo-. Elija un nombre.
Nixon se acercó y comenzó a aplicar el maquillaje.
- Norman McDonald -dijo Spenser.
- Hecho. De ahora en adelante es usted Norman McDonald.
Gunderson observaba a los funcionarios de aduanas que inspeccionaban el 737 cuando vibró su busca digital. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla. Memorizó el mensaje, lo borró y luego guardó el busca. Uno de los aduaneros se acercó a Gunderson, firmó una hoja de papel y se la entregó al piloto.
- Ahora iremos a cargar combustible -informó el piloto a los funcionarios que abandonaban el aparato.
Uno de ellos asintió con un ademán y bajaron la escalerilla El conductor apartó la escalerilla y se alejó. El piloto le dijo a Gunderson que cerrara la puerta y después llevó el avión hasta la zona de repostaje.
Media hora más tarde, acabada la carga de combustible, el piloto aparcó el avión muy cerca del lugar donde esperaban Cabrillo y su equipo. El multimillonario marcó un número en su móvil.
Hornsby, Meadows y Jones hicieron una pausa para recuperar el aliento. Las tuberías de metal y cerámica instaladas en las paredes del túnel descargaban torrentes de agua en la alcantarilla, Había casi un palmo de agua en el canal, que arrastraba colillas, papeles y otros desperdicios del mundo de la superficie.
- El nivel del agua sube un par de centímetros cada pocos minutos -comentó Meadows.
Hornsby miraba el plano a la luz de la linterna sujeta al casco. Recorrió la ruta con un dedo y luego echó una ojeada a la brújula.
- No creo que el agua suba a esa velocidad, pero no deja de ser un motivo de preocupación.
Jones miró en derredor. No le gustaban los espacios cerrados y no veía la hora de salir del túnel.
- ¿Qué dirección debemos seguir, Hornsby?
- Iremos por el ramal de la izquierda.
En la sala de control del Oregón, Max Hanley observaba con atención la imagen suministrada por el radar meteorológico.
Una formación de nubes con una mancha roja en el centro estaba situada sobre el mar entre Hong Kong y Macao.
- Enséñame la proyección -le ordenó a un técnico.
El hombre tecleó la orden en el ordenador y la imagen mostró cómo las nubes se movían lentamente hacia el oeste.
A la velocidad actual, el centro de la tormenta pasaría sobre Macao alrededor de las cuatro de la mañana. Para la hora del desayuno, la tormenta estaría en la China continental y Macao disfrutaría de un día despejado. Pero, hasta entonces, nada les evitaría la lluvia.
- Eddie -dijo Hanley-, necesito que lleves un equipo al túnel.
Eddie Seng era el comodín de la corporación. Había servido en el cuerpo de operaciones de la marina, había dirigido muchos de los proyectos de la corporación y tenía la capacidad innata de sacar el máximo de provecho de una situación desfavorable. Hasta el momento, Cabrillo y Hanley lo habían mantenido apartado de la operación. Era el hombre de reserva para el caso de que aparecieran circunstancias imprevistas, y a esas alturas se moría de ganas por participar en el juego.
- Necesitaré un par de embarcaciones neumáticas, y un sistema de localización de los hombres si el agua continúa subiendo -respondió Seng.
- Tienes a Murphy, Kasim y Huxley -manifestó Hanley en el acto-. Mandaré que preparen las embarcaciones y el material. Reúne al equipo y vuelve aquí.
Seng salió a la carrera de la sala de control.
- Sin comentarios -dijo Sung Rhee.
El inspector jefe colgó el teléfono, furioso.
Los reporteros de los periódicos locales se habían enterado de que ocurría algo, aunque no sabían qué era. El hospital se había llenado con los invitados a la fiesta de Ho, pero a medida que desaparecían los efectos de la droga se marchaban. La explicación oficial era que habían sufrido una intoxicación alimentaria. Así y todo, era una explicación poco fiable y no tardaría en descubrirse la mentira. Los reporteros que escuchaban las comunicaciones de la policía habían sabido de los secuestros y reclamaban detalles sobre el robo cometido en el templo de A-Ma, la explosión del Peugeot y el incendio de una de las carrozas del desfile. El único lugar donde no tenían acceso era la mansión de Stanley Ho. En cuanto se había marchado la policía, el millonario había cerrado la puerta a los extraños. Cuando llegara la mañana, Rhee tendría que dar una conferencia de prensa. En aquel momento el teléfono sonó de nuevo.
- Los restos de la carroza se están enfriando, pero todavía tendremos que esperar para examinarlos -dijo el detective Po-. Creo que los motoristas murieron en el incendio.
- ¿Mantuvieron vigilada la carroza mientras ardía? -preguntó el inspector jefe.
- Sí, señor.
- En ese caso, quiero que busque dientes y oro fundido.
- De acuerdo.
Po miró a los bomberos, que continuaban rociando los metales retorcidos. Al cabo de una hora podría acercarse. Mientras tanto, el robo cometido en la mansión de Ho pasaba a primer plano. En alguna parte de Macao había otro Buda de oro.
Po estaba dispuesto a encontrarlo.
- Acordamos que el pago sería en efectivo -dijo Spenser en respuesta a una pregunta de Cabrillo.
Monica Crabtree hablaba con la sala de mandos del Oregon por una línea segura. Tomó unas notas mientras hablaba y después cortó la comunicación.
- Señor presidente, creo que debería ver esto.
Nixon estaba preparando las plantillas de los nuevos documentos de Spenser. En cuanto acabara, teclearía la orden y los enviaría vía telefónica al Oregón, donde disponían de pasaportes documentos de inmigración y tarjetas de crédito en blanco.
Alguien a bordo se encargaría de imprimir los documentos y los enviaría al hangar.
Cabrillo leyó las notas y se las devolvió a Crabtree.
- Destrúyelas.
Tora Reyes conducía a toda velocidad. Franklin Lincoln viajaba en el asiento del pasajero. Lincoln echó una ojeada a la lista de llamadas del servicio de taxis y luego miró de nuevo a través del parabrisas.
- Enviaron tres taxis al embarcadero del transbordador -dijo-. El doce, el ciento veintiuno y el cuarenta y dos.
- Tengo sintonizada su emisora -manifestó Reyes-. El cuarenta y dos acaba de dejar a su pasajero en el hotel Lisboa, y el número doce circula por Carretera Nueva. El objetivo tiene que ser el pasajero del ciento veintiuno. Llamó al control dor para comunicar que iba al Hyatt Regency en Taipa, y que allí debía esperarlo para llevarlo a otra dirección.
Reyes entró en el puente que llevaba a Taipa.
- Llama a Hanley y explícale la situación.
Lincoln conectó su radio para llamar a la sala de control -Dame un par de minutos -dijo Hanley. Se volvió hacia Eric Stone, uno de los técnicos-. Entra en el ordenador del Hyatt y busca este nombre. -Le dio una hoja de papel-. Averigua la habitación.
Las manos de Stone volaron sobre el teclado; un segundo después miró a Hanley.
- ¡Qué precisión! -exclamó Stone-. Acaba de registrarse. -Esperó a que la información apareciera en la pantalla-, Habitación veintidós catorce.
- Hyatt Regency, habitación veintidós catorce -le transmitió Hanley a Lincoln-. Cogedlo deprisa. Si le ha pedido al taxista que lo esperara, es que no tardará en ir al aeropuerto.
- Muy bien. ¿Qué hacemos después?
- Traedlo aquí.
Reyes entró en el camino del Hyatt Regency.
- Habitación veintidós catorce -dijo Lincoln-. Hay que cogerlo y llevarlo al Oregón.
Reyes aparcó el coche.
- ¿Llevas dinero?
- Por supuesto. ¿Para qué? -preguntó Lincoln.
- Allí está el taxi -respondió Reyes, señalando el coche-. Págale la carrera y dile al taxista que se marche. Luego reúnete conmigo en el piso veintidós.
Michael Talbot le dio una propina al botones y esperó a que se retirará. Le esperaban en el aeropuerto, pero estaba sucio del viaje y decidió darse una ducha rápida. Se desnudó, entró en el baño y se metió bajo la ducha.
Tom Reyes sacó el billetero y cogió una tarjeta llave maestra. La pasó por la rendija y esperó a que el piloto cambiara a verde. Abrió la puerta lentamente. Por un momento creyó que no había nadie en la habitación, pero entonces escuchó el ruido de la ducha. Reyes se disponía a cerrar la puerta cuando oyó el sonido de unas pisadas en el pasillo. Asomó la cabeza y vio a Lincoln. Se llevó un dedo a los labios y después le hizo un gesto a su compañero para que entrara.
- Barrett, ¿sabes cómo funciona la tienda de magia? -preguntó Hanley.
- Trabajé allí durante un tiempo.
- Ve y calienta la máquina del látex.
- Eso está hecho, jefe -dijo Barrett y salió de la sala de control.
Talbot pensó en su atuendo mientras se secaba. Salió del baño y al entrar en el dormitorio vio a un negro corpulento sentado a la mesa; la imagen lo sorprendió tanto que su mente tardó un segundo en reaccionar.
Entonces, una mano le tapó la boca y se vio arrojado boca abajo en la cama. El atacante invisible lo amordazó y le vendó los ojos. Después le ató las manos y los pies con cinta adhesiva. Por último, le puso tapones en los oídos. No oyó a Reyes decirle a Lincoln:
- Voy a buscar un carro del servicio de habitaciones. Quédate aquí.
Lincoln asintió con un gesto y encendió el televisor. El prisionero no iría a ninguna parte. Estaba tieso como una momia.
Ocho minutos más tarde, Lincoln y Reyes lo sacaron en el carro por una de las salidas traseras del hotel. Luego Reyes fue a buscar el coche y cargaron a Talbot en el asiento trasero.
- Tengo hambre -comentó Reyes mientras ponía el coche en marcha.
- Tío, siempre dices lo mismo -se quejó Lincoln.
25 En el mismo momento en que Reyes y Lincoln aparcaban en el muelle donde se encontraba amarrado el Oregón, Max Hanley controlaba el funcionamiento de un aparato en la tienda de magia- En el fondo, en uno de los numerosos bancos de trabajo, la máquina que calentaba el látex líquido emitió un pitido para señalar que había alcanzado la temperatura adecuada, y después pasó automáticamente a la espera.
Hanley echó una ojeada a la máquina y luego volvió a prestar toda su atención a la pequeña caja que tema en la mano.
- Muy bien -le dijo a Barrett-, vamos a intentarlo una vez más.
- Probando, uno, dos, tres -canturreó Barrett-. La vaca negra saltó sobre la luna roja, hace ochenta y siete años nuestro…
- Ya es suficiente -lo interrumpió Hanley.
Miró la pequeña caja, la apoyó en la garganta y repitió lo que había dicho Barrett. Después miró la pantalla, que mostraba un gráfico de columna, observó las discrepancias y ajustó una serie de diminutos tornillos de acero inoxidable en la parte posterior de la caja con un destornillador de relojero.
- Otra vez.
- No tuve relaciones sexuales con aquella mujer, la señorita Lewinsky -dijo Barrett-. Lea mis labios, no aumentarlos impuestos. Por respeto a la familia, no responderé a la pregunta, la, la, la.
- Para.
Repitió las tonterías de Barrett sin apartar la mirada de la pantalla. Barrett, que lo observaba trabajar, enarcó una ceja Era su voz la que salía de la boca de Hanley. Era algo espeluznante y sorprendente al mismo tiempo.
- Ni siquiera mi madre notaría la diferencia -manifestó -La tecnología moderna no deja de asombrarme.
- ¿Cómo harás para sujetarlo? -preguntó Barrett.
Hanley le hizo una demostración.
Reyes miró a un lado y a otro del muelle. No había nadie a la vista. Con la ayuda de Lincoln, sacó a Talbot del asiento trasero, y después lo subió por la pasarela del Oregón. Julia Huxley los esperaba y el grupo se dirigió a la tienda de magia. Talbot, con la venda en los ojos, recorrió los pasillos con paso inseguro hasta el ascensor y de allí hasta la tienda de magia. Lincoln abrió la puerta y Reyes guió a Talbot hasta una silla. Le ordenó que se sentara y le sujetó fuertemente los brazos, las piernas y el pecho con unas correas. Colocaron una lámpara delante de la silla y la encendieron. Talbot notó el calor de la lámpara en el rostro. Un segundo más tarde, le quitaron la venda de los ojos y la intensidad de la luz lo obligó a entrecerrar los párpados.
- ¿Usted es Michael Talbot? -preguntó Hanley.
- Sí. -Talbot intentó mover la cabeza para escapar de la luz que lo cegaba.
- Mire al frente -le ordenó Hanley.
Talbot obedeció, aunque mirar el foco era un sufrimiento.
Percibió que había alguien detrás de la silla, pero las correas le impedían girarse.
- ¿Mantuvo relaciones sexuales con un adolescente en Indonesia?
- ¿Quiénes son ustedes? -replicó Talbot.
Un segundo más tarde, sintió que algo le tocaba el cuello y continuación una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo.
- Aquí somos nosotros los que hacemos las preguntas -dijo Hanley-. ¿Mantuvo relaciones sexuales con un adolescente?
- Me dijo que tenía dieciocho años -afirmó Talbot cuando se recuperó del dolor provocado por la descarga.
- Estamos hartos de los degenerados como usted que vienen a Asia para satisfacer sus repugnantes deseos -declaró Hanley-. Mancilla el nombre de nuestra patria.
- Estoy aquí por asuntos de ne… -comenzó Talbot.
La descarga eléctrica lo obligó a callar.
- ¡Silencio! -gritó Hanley.
Talbot tenía miedo, el miedo a lo desconocido e invisible que invade la mente y trastorna los nervios y los órganos internos de un hombre. Por la frente y las mejillas le corrían churretes de sudor, y la necesidad de orinar era tremenda.
- Tengo que orinar -dijo.
- Nosotros le diremos cuándo puede orinar -replicó Hanley-. Primero haremos un molde de su cabeza. A continuación generaremos una imagen tridimensional del molde y la transmitiremos por la red. A partir de ahora, las policías de Asia lo estarán buscando. Luego leerá una confesión. Si coopera y hace lo que le indiquemos, lo llevaremos a Hong Kong para que pueda coger el primer vuelo a Estados Unidos. Ni se le ocurra intentar hacernos una mala pasada porque entonces encontrarán su cadáver en cualquier playa de la China continental. Usted decide.
- Está bien, de acuerdo -masculló Talbot-. Pero estoy a punto de mearme en los pantalones.
- Llevadlo al lavabo -ordenó Hanley.
Le colocaron la venda en los ojos, lo llevaron hasta el lavabo y le desataron las manos.
Cuatro minutos más tarde estaba de nuevo amarrado a la silla. Al cabo de un cuarto de hora, ya habían acabado de hacer el molde y de grabar la confesión. Solo transcurrieron unos pocos minutos más, y Michael Talbot se encontró tumbado otra vez boca abajo en el asiento trasero del coche que lo llevaría al embarcadero del transbordador.
Winston Spenser se esforzaba por encontrar una salida. No la había. Había intentado llevarse el premio gordo y no lo había conseguido. Ahora solo podía optar entre la vida y la muerte, y las personas que lo tenían prisionero le habían hecho una oferta tentadora. Podría marcharse con una nueva identidad y un millón de dólares. Decidió que era un trato al que haría honor.
El marchante miró el pasaporte y los demás documentos que le habían entregado, y después observó a la mujer del grupo que hablaba por el móvil. La mujer acabó la conversación y se dirigió al jefe.
- El director está de camino, señor presidente. Se ha ocupado de solucionar el problema.
Spenser no tenía idea de las identidades de las personas que lo habían secuestrado. Solo sabía, por lo que había visto hasta el momento, que disponían de un poder inimaginable. Parecían existir en un mundo propio donde lo teman todo controlado, cual les había permitido estar siempre un paso por delante los planes que él había trazado. Entonces se le hizo la luz.
- Usted estaba en la subasta en Ginebra -le dijo al jefe.
Cabrillo miró al marchante, como si estuviese valorando si debía responderle o no.
- Sí, asistí a la subasta -admitió.
- ¿Cómo se enteró de que había cambiado los Budas?
- Usted contrató a nuestra compañía para que transportáramos la estatua a Macao y la lleváramos al templo en un furgón blindado.
- Entonces, ¿todo lo que sucedió en la fiesta solo fue una tapadera?
- Así es. Ahora queremos cumplir con el trato que usted hizo con el hombre que espera en el avión.
- Fantástico -exclamó Spenser-. ¿Qué pasará con los cien millones de dólares?
- Serán para la beneficencia -dijo Cabrillo-. Nos contrataron para devolver el Buda a su legítimo propietario. Este asunto no es más que la guinda del pastel.
- ¿Cuál es su ideología, la motivación de su grupo? -preguntó Spenser, después de una breve pausa.
- Somos una corporación -declaró Cabrillo-. Esa es la única ideología que necesitamos.
- Por lo tanto, lo que buscan es obtener un beneficio.
- Lo que buscamos -replicó Cabrillo- es hacer el bien y reparar el mal. De paso aprendimos cómo convertir nuestras actividades en una empresa muy lucrativa.
- Sorprendente -opinó Spenser.
- No tan sorprendente como esto -dijo Cabrillo cuando se abrió la puerta del hangar y entró el coche en el que viajaba Hanley. Cerraron la puerta y Hanley se apeó del todoterreno-. Le presento a Michael Talbot -añadió Cabrillo.
El marchante miró al recién llegado, boquiabierto.
El multimillonario cogió la llave que llevaba en la cadena alrededor del cuello y abrió el maletín de cuero que estaba sobre la mesa. Sacó del interior un sobre y contó las hojas que contenía El fajo tenía casi tres centímetros de grosor y estaba formado por bonos al portador de diversas cantidades. La mayor era de un millón de dólares, y la más pequeña de cincuenta mil. Los bancos que habían emitido los bonos pertenecían a una multitud de países, desde el Reino Unido a Alemania, si bien la mayoría de los bonos correspondían a entidades bancarias de Suiza y Liechtenstein. En total había cien millones de dólares.
Era el rescate de un rey para obtener una recompensa principesca.
Sin embargo, para el multimillonario no era más que dinero. Solo vivía para la satisfacción de sus deseos. No era la belleza del Buda de oro lo que le interesaba ni la historia que rodeaba a la escultura, sino que lo hubiesen robado y que ahora lo hubiesen robado de nuevo. Era el delito lo que lo apasionaba, el orgullo que sentiría al saber que era la única persona en el mundo que poseía el objeto. En honor a la verdad, ya era el propietario de una colección de arte robada que rivalizaba con cualquier museo europeo. Obras de Manet, Monet, Daumier, Delacroix, bocetos de Leonardo da Vinci, bronces de Donatello, manuscritos ilustrados, joyas de la corona, documentos históricos.
En California tenía almacenes llenos con automóviles antiguos, motocicletas históricas y aviones de los primeros años de la aeronáutica. Objetos de la guerra de Secesión, iconos de la familia Romanov robados de un museo de San Petersburgo, los escritos del científico Nikola Tesla saqueados de un museo en Rumania después de la caída del comunismo, cartas presidenciales secretas, incluso un inodoro de la Casa Blanca.
El primer ordenador, el primer ordenador personal, el primer ordenador producido en serie.
Estos últimos los tenía como un recuerdo personal, dado que había hecho su fortuna con los ordenadores. Aún conservaba el disco duro con el primer programa que había vendido su empresa, el que le había robado a un confiado programador convencido de que estaba ayudando a un aficionado a la informática. Aquel había su primer robo, y había marcado la pauta para todos los demás.
Echó otra ojeada al paquete de los bonos y después cogió el teléfono.
Eddie Seng esperó mientras subían las dos embarcaciones Zodiac color verde oliva en un montacargas instalado en mitad de la cubierta del Oregón. No bien el elevador se detuvo a nivel de cubierta, Sam Pryor enganchó un cable en la anilla central de la primera embarcación, puso en marcha la grúa, levantó la lancha por encima de la borda, y a continuación la bajó hasta depositarla en el agua. Murphy, que esperaba abajo, cogió el cabo y amarró la embarcación en uno de los noray. Mientras Pryor levantaba la segunda lancha, Murphy subió a bordo de la primera y comprobó los niveles de aceite y combustible del motor fueraborda de cuatro tiempos. El cárter estaba lleno de aceite nuevo, y los depósitos a tope. Murphy giró la llave de contacto a la primera posición para encender los testigos del tablero; una vez que hubo comprobado que todo estaba en or den, conectó el arranque y el motor se puso en marcha casi si ruido.
Kasim imitó las acciones de Murphy cuando la grúa dejó la segunda embarcación en el agua. Mientras los motores funcionaban al ralentí, Seng subió a la lancha de Murphy y verificó los suministros de las bodegas del Oregón que habían cargado en la neumática antes de subirla a cubierta. No faltaba nada. Se volvió hacia Huxley.
- ¿Lo tienes todo? -le preguntó.
Huxley acabó de hacer la verificación.
- Está todo.
Seng se inclinó por encima de la borda para entregarle a Kasim un CD.
- Aquí tienes las coordenadas del GPS a bordo. Nosotros llevamos las mismas en esta lancha. Tenemos que mantenernos a una distancia no superior a los tres metros, de forma tal que el escudo nos proteja a los dos de la detección del radar.
- De acuerdo, Eddie -respondió Kasim.
- Vamos, Mark -dijo Seng mientras quitaba la amarra-, ya podemos irnos.
Murphy movió la palanca de mando y la embarcación se movió marcha atrás para apartarse del muelle. Unos minutos más tarde, las dos lanchas navegaban bajo la lluvia a una velocidad cercana a los treinta nudos. Eran prácticamente invisibles. Todos los radares que hubiesen podido detectarlos estaban interferidos; cualquiera que intentara escuchar el ruido de los motores no podría hacerlo debido al estrépito de la tormenta. La ayuda estaba en camino.
Las dos de la madrugada y el trío en el túnel aún disponía de entre tres y cuatro horas antes de que aparecieran las primeras luces en el cielo.
Por ese lado no había problemas. El riesgo principal era el peligro de ahogarse. Hornsby miró una tubería de gran diámetro que descargaba las aguas pluviales en la alcantarilla principal. Lo que había comenzado como chorros de poco volumen se había convertido en torrentes. El agua que salía de la tubería llevaba tanta fuerza que chocaba contra la pared opuesta.
- A partir de aquel punto en adelante -señaló Meajas-; solo podremos caminar por los costados.
El agua en el centro de la alcantarilla ya les llegaba casi hasta los muslos y el nivel seguía subiendo. En esos momentos estaban en un punto crítico, pues desde allí hasta el final del túnel la corriente les impediría avanzar a pie.
- Es hora de utilizar las balsas -manifestó Jones con una voz que reflejaba cansancio.
Hornsby abrió uno de los macutos y sacó un par de balsas plegables. Después cogió una botella de aire comprimido, la conectó a la válvula y abrió la llave de paso. La balsa comenzó a hincharse y en un par de minutos quedó rígida. Hornsby cerró la llave.
- Tendremos que colocar el Buda en una de las balsas -dijo Hornsby-, y nosotros tres embarcarnos en la otra.
- ¿Hay problemas de peso? -preguntó Jones.
- Cada balsa puede transportar un máximo de trescientos quince kilos -explicó Hornsby-. Dado que ninguno de nosotros pesa menos de cuarenta y cinco kilos, la estatua tendrá que viajar sola.
Meadows se ocupó de la segunda balsa. Después de desplegarla, conectó la botella de aire comprimido a la válvula.
- ¿Qué os parece? -les preguntó a sus compañeros mien tras esperaba a que se hinchara la balsa-. ¿El Buda tiene que ir adelante o seguirnos?
Hornsby consideró la pregunta.
- Si va detrás, el peso podría hacer que chocáramos.
- En cambio, si dejamos que vaya delante -opinó Jones-, siempre podemos soltar el cabo si surge algún problema.
Meadows miró el canal, que se llenaba a un ritmo vertiginoso.
- No creo que debamos preocuparnos por el pilotaje, -Señaló el canal-. Creo que bastará con que nos dejemos llevar por la corriente.
- En ese caso, que vaya delante. -Hornsby cogió uno de los extremos de la caja para cargarla en la balsa-. Nosotros lo seguiremos.
- A mí ya me vale -afirmó Meadows.
- A mí también -añadió Jones.
26 - ¿Talbot? -dijo Spenser-. ¿Usted está metido en esto?
Hanley se acercó a Spenser y permaneció quieto mientras el marchante lo miraba. Al menos parecía haber pasado la prueba visual; ahora Spenser esperaba que le respondiera.
- Win… ston Spen… ser, mi que… -graznó Hanley.
Su voz sonaba como si saliera de un viejo altavoz en una escuela ruinosa. Hanley apartó la pequeña caja de su garganta y habló con su voz normal.
- Kevin, ven y échale una ojeada. Creía que lo había calibrado correctamente.
Nixon se acercó. Le dio la vuelta a la caja. Cogió un bolígrafo del bolsillo de la camisa y con la punta movió uno de los pequeños interruptores.
- Tenía conectada la demora para las transmisiones telefónicas, jefe. Pruebe ahora.
- Hola, Winston. Hacía tiempo que no nos veíamos.
Spenser lo miró boquiabierto y sacudió la cabeza. De no haber visto el fallo del aparato, habría creído que estaba en presencia del verdadero Talbot. Recordó todo lo que había pasado. Ahora estas personas habían creado un autómata. ¿Quién sabía de lo que podían ser capaces?
- Señor Talbot -murmuró Spenser.
- Creo que lo has arreglado, Kevin -manifestó Hanley, El marchante no abrió la boca.
- Muy bien, escuchadme -dijo Cabrillo-. Ya casi es la hora.
El detective Ling Po contempló la masa de metal fundido. El fuego había dado formas grotescas a las vigas del armazón de la carroza, que envolvían los restos calcinados de las motocicletas como los tentáculos de un pulpo. Un pastor alemán husmeaba entre los restos.
- Señor -dijo el agente encargado del animal-, el perro no encuentra restos humanos.
- ¿Eso significa que no los hay? -preguntó Po.
- Por lo general, el fuego tiene que alcanzar unas temperaturas muy elevadas para convertir un cuerpo en cenizas. El perro olería cualquier trozo por pequeño que fuese.
Po observó los restos del incendio. El fuego había derretido el asfalto y había trozos de metal que se habían incrustado en la calle. No había manera de saber con certeza qué había debajo.
- Enganchen una cadena en un extremo y que uno de los camiones arrastre la carroza. Quiero ver qué hay debajo.
Un bombero se apresuró a sacar una cadena de un cajón de su vehículo. En cuestión de minutos había enganchado un extremo en los restos y el otro en el parachoques. El camión se puso en marcha lentamente y arrancó los restos del asfalto.
Después de arrastrar la carroza unos pocos metros hacia el norte, el conductor detuvo el vehículo. Asomó la cabeza por la ventanilla.
- ¿Está bien así? -le gritó al detective.
- Perfecto -respondió Po con la mirada puesta en la tapa de la alcantarilla.
Po se agachó con intención de levantar la tapa, pero no nudo. Otro de los bomberos cogió una palanqueta del camión acudió en su ayuda. Deslizó la palanqueta por uno de los agujeros de la tapa y después de levantarla la apartó. Po sacó una linterna del bolsillo e iluminó el hueco.
- ¡Bingo! -exclamó. Cogió el móvil y marcó el número de la jefatura-. Señor, creo que sé por dónde se llevaron el Buda del templo de A-Ma.
Había un total de dieciséis salidas en la red de alcantarillado en Macao que desembocaban en la bahía. Seng y su equipo llegaron a la única que les interesaba. Amarraron las embarcaciones a unas rocas junto a la salida. Seng se acercó para observar la rejilla cuadrada. Estaba hecha de tubos, y cada cuadrado tenía unos sesenta centímetros de lado, tamaño más que suficiente para permitir el paso de cualquier desperdicio arrastrado por el agua. Unos pernos la sujetaban al marco de cemento. Seng volvió a la Zodiac para coger la caja de herramientas. Buscó la llave de la medida de la cabeza de los pernos, la sujetó en el cabezal de un taladro eléctrico, volvió junto a la reja y comenzó a desenroscar los pernos.
Cuando acabó de quitarlos, Seng, Huxley, Murphy y Kasim se colocaron en las cuatro esquinas de la reja y la levantaron. El agua salía a raudales, y Murphy y Kasim, que estaban en el extremo más apartado, tuvieron algunas dificultades para dejar la reja sobre las rocas. Una vez apartada, miraron al interior del túnel.
- Tiene toda la pinta de haberse convertido en un río -comentó Huxley.
Seng arrojó un trozo de plástico amarillo al interior del túnel y después cronometró el movimiento. Miró con atención el avance del segundero. Cuando el trozo de plástico estaba a cincuenta metros de la salida, calculó la velocidad.
- La corriente se mueve a unos dieciséis kilómetros por hora-dijo-, pero irá en aumento.
- Eso es pan comido para las Zodiac -afirmó Murphy.
Seng asintió con un ademán.
- Siempre que no nos quedemos sin espacio para la cabeza -señaló Kasim-, no veo inconveniente para que recojamos a los muchachos y regresemos al Oregón en una hora.
Seng se acercó a una de las embarcaciones.
- De acuerdo. Vosotros dos os encargaréis de recoger al equipo. Julia y yo nos ocuparemos de la vigilancia, tal como habíamos planeado.
- Ahora mismo volvemos -dijo Kasim mientras subía a la embarcación.
Como si fuese la mar de sencillo.
27 Cabrillo cogió un rotulador para escribir en una pizarra colocada en uno de los bancos de trabajo.
- Lo acabo de comprobar de nuevo y el 737 está estacionado aquí. -Cabrillo trazó una equis en la pizarra-. No se moverá hasta que tengan que dirigirse a la pista. Adams llevará a Spenser en el todoterreno hasta la escalerilla y aparcará.
Adams asintió con un gesto.
- Después de aparcar, bajas y montas el toldillo portátil en la parte de atrás -añadió Cabrillo-. Cuando acabes, podrás abrir la caja para enseñarle el Buda.
- ¿Qué pasará si el comprador quiere que subamos el Buda a bordo del avión? -preguntó Spenser.
- Respóndale que no. Tiene que inspeccionar el objeto sin sacarlo de la caja y tomar posesión de él en suelo macaense.
El marchante asintió, aunque no parecía muy convencido.
- Max -prosiguió Cabrillo-, dentro de unos minutos tendrás que ir a la terminal. Allí cogerás un taxi para que te lleve hasta el 737.
- Entendido -dijo Hanley.
Cabrillo hizo una pausa, que aprovechó para mirar a todos los integrantes de su equipo.
- Todo esto tendría que ir como la seda -opinó con voz serena-. Hanley verificará la autenticidad de la estatua, Spenser recibirá el pago, y después el millonario podrá subir el Buda a bordo. ¿Alguna pregunta? -Nadie abrió la boca-. De acuerdo. Buena suerte, Max.
Hanley se despidió con un gesto y caminó hacia una de las salidas traseras del hangar.
- George -dijo Cabrillo-, tú y Spenser ya podéis subir al coche. Tendremos que darle unos minutos a Hanley para que haga el contacto y charle un rato, antes de que nos aproximemos.
Adams movió la cabeza en un gesto de asentimiento y a continuación le indicó a Spenser el asiento del pasajero del Chevrolet.
El multimillonario bebía té con leche de coco y fumaba un punto. La intriga de la operación lo entusiasmaba y unos minutos antes había ido a su dormitorio en la parte de atrás del avión para vestirse de negro. Su éxito en la industria informática, una combinación de suerte y oportunismo más que de conocimientos y capacidad, había hecho que a lo largo de los años su vanidad creciera desmesuradamente. Comenzaba a creerse sus delirios de grandeza. En aquel instante, mientras desaparecían los efectos de las drogas y el sexo para ser reemplazados por la cafeína y la nicotina, se veía a sí mismo como un agente secreto. Solo faltaba el pago final y entonces emprendería la huida. Ya se imaginaba lo mucho que se divertiría cuando contara la hazaña a sus amigos.
Hanley se acercó al primer coche en la parada de los taxis y se sentó en el asiento trasero. El taxi rodeó el edificio de la terminal y siguió por un camino interior del aeropuerto hasta el lugar donde estaba el Boeing 737. En cuanto llegó junto a la escalerilla, Hanley le ordenó al taxista que se detuviera y tocara la bocina.
El multimillonario escuchó el bocinazo y miró a través de una de las ventanillas del avión. Vio a Talbot sentado en el interior del taxi. Se levantó para ir hasta la puerta de la cabina y luego salió a la plataforma de la escalerilla para recibir a su visitante. Hanley se apeó del taxi. El millonario lo invitó a subir con un gesto. Hanley comenzó a subir los escalones.
En aquel mismo momento, Juan Cabrillo cogió la radio.
- Matamoscas -dijo-, ¿cómo lo llevas?
Larry King estaba apostado en el interior de la entrada del sistema de aire acondicionado del hangar. De vez en cuando la lluvia entraba en la tubería impulsada por el viento, pero al menos se hallaba a cubierto.
- Pasé por el Oregón después de la fiesta -respondió King-, para recoger un termo de sopa de tomate, una funda impermeable para el visor nocturno y una caja de proyectiles de uranio empobrecido. Estoy como un rey.
Cabrillo valoraba mucho la profesionalidad de King. La corporación podía lanzarlo en paracaídas en un lugar desértico con unas cuantas latas de conserva y un fusil, y en cuestión de horas ya habría encontrado dónde apostarse y tendría fijado el campo de tiro. Después esperaría pacientemente a que decidieran si necesitaban o no sus servicios especiales, sin quejarse.
Gracias a que Cabrillo tenía acceso a los expedientes personales, sabía que King era el propietario de un piano bar en Sedona, Arizona. Había sido toda una coincidencia que en la única ocasión que Cabrillo había pasado por la zona se hubiese encontrado a King en el trabajo. Cabrillo no había disimulado su asombro al ver al tirador vestido de esmoquin en lugar del uniforme de camuflaje y al escucharle cantar con una voz dulce baladas de amor.
- ¿Qué tal es la recepción, Larry?
- Las gotas de lluvia que chorrean por los cristales distorsionan la recepción de la parabólica -informó King-, así que solo escucho parte de lo que dicen.
- Avísame si hay alguna novedad importante.
- De acuerdo. -El tirador miró a través del visor nocturno y después transmitió-: Hanley acaba de saludar al objetivo.
Monica Crabtree estaba en el extremo más alejado del hangar espiando lo que ocurría en el exterior por la puerta entreabierta.
- Hanley acaba de entrar -avisó.
- Entre, Michael -escuchó King que decía el multimillonario.
Hanley pasó junto a Gunderson cuando seguía al anfitrión.
Se tocó la ceja con el dedo anular de la mano izquierda como si quisiera quitarse una gota de lluvia. La respuesta de Gunderson fue rozarse la barbilla con el pulgar.
- Siéntese -dijo el multimillonario cuando entraron en un compartimiento en la sección delantera del 737, donde había una mesa y varias sillas.
Hanley se sentó y miró al hombre.
- No podía decirle por teléfono lo que estaba pasando -añadió el multimillonario-. El Buda que no pudo comprar para mí en la subasta ha salido de nuevo a la venta.
- Sí que se han dado prisa -comentó Hanley.
El hombre asintió sin dar más detalles.
- Tiene la voz un poco áspera. ¿Quiere beber alguna cosa?
- Es culpa de la lluvia y del aire acondicionado en los aviones. Creo que he pillado un resfriado.
El multimillonario apretó un botón, y Gunderson respondió a la llamada.
- Traiga un té con limón y miel para el señor Talbot.
- ¿El señor tomará algo?
- Una copa de ouzo caliente.
- Muy bien, señor -dijo Gunderson.
King escuchó la conversación desde su puesto en el techo del hangar.
- Acaban de pedir un té y ouzo, señor.
- Monica, abre la puerta -ordenó Cabrillo.
Crabtree apretó el botón del mando a distancia y levantó la puerta del hangar solo lo suficiente para que saliera el todoterreno.
- Es el momento de ponerse en marcha, muchachos -gritó Cabrillo a Adams y Spenser.
Adams puso la primera y el Chevrolet avanzó lentamente hacia la puerta. Después salió del hangar en medio de una lluvia torrencial.
Gunderson entró en el compartimiento con las bebidas y se encontró con que el multimillonario miraba a Hanley en silencio.
- El piloto me ha pedido que le comunique que se acerca un vehículo -dijo Gunderson.
El multimillonario se volvió para mirar a través de la ventanilla. Un todoterreno Chevrolet blanco aparcó cerca de la escalerilla, y un desconocido se bajó del asiento del conductor para dirigirse a la parte de atrás del vehículo. Una vez allí, abrió la puerta trasera, sacó un toldillo portátil con parantes de aluminio y lo instaló. Luego el multimillonario vio a Spenser bajar del asiento del pasajero.
- Vamos -le dijo a Hanley-. El objeto ya está aquí.
Mientras Hanley y el multimillonario caminaban hacia la escalerilla, Adams acercó la caja que contenía el Buda al borde de la puerta y levantó la tapa. A continuación fue a sentarse de nuevo al volante para protegerse de la lluvia.
El multimillonario salió al rellano de la escalerilla y Spenser refugiado debajo del toldillo, le hizo un gesto para que bajara Los dos hombres descendieron del avión.
- No es necesario que hagamos esto en medio de la lluvia -dijo el multimillonario en cuanto pisó la pista-. Subamos al avión.
Spenser sacudió la cabeza.
- No lo conozco, y usted no me conoce -replicó-. Así que hasta que no me pague y usted acepte la entrega, el Buda de oro se queda en tierra.
El multimillonario se volvió hacia Hanley.
- ¿Es este el marchante que compró el Buda en la subasta?
- Sí.
- Usted es Mike Talbot -dijo Spenser.
- Michael -lo corrigió Hanley.
- ¿Ha traído el dinero como acordamos? -preguntó el marchante.
- Bonos al portador -respondió el multimillonario-. Se los entregaré después de la verificación.
Hanley esperaba en silencio. La lluvia arrastrada por el viento le salpicaba la máscara.
- Compruébelo -le dijo el multimillonario.
Hanley se acercó a la caja para inspeccionar el Buda a fondo. Luego se agachó para cortar una minúscula lámina de oro de un pie.
- ¿Ha traído la otra muestra? -le preguntó al multimillonario, que metió la mano en un bolsillo y sacó un sobre.
Hanley se ajustó una lupa de relojero en un ojo y fingió observar la muestra durante unos minutos.
- Coinciden -afirmó finalmente.
- Voy a buscar el pago -dijo el multimillonario.
En aquel mismo instante, Chuck Gunderson terminaba de colocar la mordaza en la boca del copiloto. Después ató los brazos de los dos hombres con ligaduras de plástico, y por último tumbó al piloto y al copiloto en el suelo de la cabina.
- El objetivo se acerca a la escalerilla -informó King a Cabrillo.
- Haz la llamada -le ordenó Cabrillo a Nixon.
En el interior del 737, Gunderson llamó a la auxiliar de vuelo morena.
- Hazme un favor. Cierra la puerta.
El estrépito de la tormenta impidió que el multimillonario escuchara las pisadas de Adams, Spenser y Hanley, que corrían bajo la lluvia hacia la parte trasera del hangar mientras él subía la escalerilla. Solo pensaba en el Buda de oro y en recoger el maletín donde tenía el dinero para pagar el codiciado objeto.
No había llegado a la mitad de la escalera cuando la puerta del avión comenzó a cerrarse, y cuando puso un pie en la plataforma superior ya se había cerrado del todo. Comenzó a aporrear la puerta al tiempo que gritaba a voz en cuello.
Al otro lado de la ciudad, Ling Po se disponía a bajar por la alcantarilla cuando sonó el teléfono móvil.
- Las cosas se han puesto que arden para nosotros -dijo una voz desconocida-. Usted gana, detective. En una de las pistas del aeropuerto hay un Chevrolet Tahoe blanco. En el interior está el Buda que robaron de la fiesta. Adiós.
Se cortó la comunicación. El inspector miró el teléfono con expresión de asombro y después se apresuró a marcar el número de Sung Rhee.
- Acabo de recibir una llamada de los ladrones -le informó-. Dicen que el Buda está en un Chevrolet blanco en una de las pistas del aeropuerto.
Hanley, Spenser y Adams llegaron a la parte de atrás del hangar, donde los esperaba una limusina con el motor en marcha Mónica Crabtree estaba sentada al volante. En cuanto los tres hombres se sentaron en el asiento trasero, puso el coche en marcha y se dirigió rápidamente hacia la salida.
- Muy bien, Kevin -dijo Cabrillo.
Por medio de un control remoto que había instalado horas antes, Nixon comenzó a apartar la escalerilla del 737. En el momento en que la escalerilla se movió, el multimillonario comprendió que no podía hacer nada más. Se volvió en la plataforma y miró abajo. El Chevrolet seguía allí, pero Spenser y Talbot al parecer habían desaparecido.
Larry King observaba el 737 a través del visor nocturno, Menos de un minuto antes había visto a Gunderson acomodarse en el asiento del piloto, y luego hacerle la señal de que estaba preparado. King dirigió un rayo láser rojo desde la mira del fusil a la ventanilla del piloto, y, al recibir la señal, Gunderson puso en marcha los motores. La escalerilla se movía cada vez más rápido, y Nixon la guió a un costado. Cuando alcanzó una distancia prudencial del avión, Nixon puso la palanca del control remoto en punto muerto y la escalerilla fue perdiendo velocidad hasta detenerse. Guardó el aparato en una caja, y a continuación él y Cabrillo hicieron una última inspección visual del hangar. Crabtree y él lo habían guardado todo en el maletero de la limusina media hora antes de que Spenser saliera para encontrarse con el multimillonario. A partir de ese momento lo único que les quedaba por hacer a Nixon y Cabrillo era salir pitando del aeropuerto.
King esperó a que la escalerilla estuviera a una distancia prudencial del aparato para repetir la señal y Gunderson aceleró los motores.
Cabrillo y Nixon caminaban a paso rápido hacia la puerta trasera del hangar cuando King transmitió:
- Chuck ha puesto en marcha el taxi.
La escalerilla había reducido la velocidad lo suficiente para que el multimillonario saltara a la pista. De inmediato comenzó a correr detrás del 737. En menos de un minuto comprendió que no tenía el menor sentido, así que corrió hacia el Chevrolet. Llegó junto al vehículo y se sorprendió al ver que el Buda continuaba en el interior. Apartó el toldillo, cerró la puerta trasera y luego se sentó al volante. Otro golpe de suerte. Las llaves estaban puestas. Había perdido los cien millones de dólares en bonos, pero el Buda valía el doble. Ahora el plan era escapar con el Buda de oro y después preocuparse en averiguar quién le había robado el avión. Puso el coche en marcha y se dirigió hacia la salida.
A bordo del 737, la auxiliar de vuelo morena vigilaba la puerta de la cabina de mando. Nadie le había dicho que lo hiciera, pero le había parecido una buena idea. Una de las prostitutas apareció por el pasillo y se acercó a la puerta.
- No te acerques -le advirtió la morena.
- Tengo que hablar con el piloto -respondió la rubia.
Intentó pasar junta a la morena y la muchacha le lanzó un puñetazo que nunca llegó a destino. La rubia paró el golpe y replicó con un directo en la boca del estómago.
- Chucky -gritó la rubia por encima del aullido de los motores-, ¿quieres decirle a esta puta que me necesitas ahí adentro?
La morena estaba encogida y boqueaba como un pez fuera del agua cuando se abrió la puerta de la cabina de mando. A través de la abertura, la morena vio que el avión carreteaba hacia la pista de despegue y a Gunderson sentado en el asiento del piloto. El hombre volvió la cabeza y le sonrió.
- No pasa nada, cariño -se apresuró a decirle Gunderson-. Es mi copiloto.
El taxi estaba aparcado detrás del hangar con el motor en marcha. La nube de humo negro que salía por el tubo de escape se mezclaba con la lluvia. Cabrillo y Nixon acababan de sentarse cuando King transmitió otro informe.
- Todo en orden, jefe -informó tranquilamente-. Ya se ha subido al coche.
- Sal del refugio -dijo Cabrillo-. Ahora mismo pasamos a recogerte.
King salió a su encuentro en el mismo momento en que el multimillonario pisaba el acelerador y se dirigía a gran velocidad hacia el edificio de la terminal.
En la cabina de mando del 737, Gunderson echó una ojeada al radar meteorológico y respondió a la llamada de la torre de control. Luego apretó el interruptor que conectaba los altavoces de la cabina principal.
- Señoras, os agradecería que os sentarais y os abrocharais los cinturones ya que vamos a despegar. Después, si alguna de vosotras tuviera la amabilidad de preparar café y unos cuantos bocadillos y traerlos a la cabina, seré su esclavo. -Cortó la comunicación y miró a la rubia sentada a su lado-. Hola, Judy. Cuanto tiempo sin verte.
Una docena de coches de policía con las luces de emergencia y las sirenas encendidas avanzaban como una barrera rodante por el puente que une Macao con la isla donde está situado el aeropuerto.
- Allá van -comentó Crabtree mientras conducía en la dirección opuesta. Observó por el espejo retrovisor cómo se desplegaban los coches en cuanto acabaron de cruzar el puente, para formar una barricada en los carriles en ambos sentidos.
- Nos hemos librado por los pelos -señaló Adams.
El taxista condujo lentamente alrededor del hangar y esperó mientras King se descolgaba por una tubería de desagüe y se sentaba en el asiento del pasajero. Después volvió la cabeza para mirar a Cabrillo.
- Llévenos al extremo sur del aeropuerto delante de Coloane -le ordenó Cabrillo-. Tenemos que coger un barco.
El piloto del 737 recibió la autorización para despegar en el mismo momento en que el Chevrolet blanco pasaba por delante de la terminal. El multimillonario vio a lo lejos los coches de la policía que habían cortado los accesos del puente. Volvió la cabeza y entre la lluvia vio los destellos de las luces de posición en las alas y el fuselaje de su avión que despegaba.
- ¿Destino? -preguntó Judy.
- Singapur -respondió Gunderson-. Ahora dime una cosa, ¿qué tal os ha ido a ti y a Tracy?
- Nos echó dos a cada una -dijo Judy-, y después se cansó.
28 La tormenta descargó con toda su furia sobre Macao solo unos minutos después de que el 737 pilotado por Gunderson trazara una amplia curva sobre el mar de la China meridional para poner rumbo al sur. En el interior de la alcantarilla, el nivel del agua crecía por momentos, y las balsas que transportaban el Buda de oro y a sus tres libertadores se movían cada vez más rápido hacia la salvación o la destrucción.
Antes de llegar a los cruces, uno de los hombres saltaba de la balsa y tiraba del cabo para frenar la balsa cargada con el Buda de oro. A continuación empujaba la balsa hacia el ramal correcto y dejaba que la corriente hiciera el resto. Los tubos de desagüe desperdigados al azar por las paredes del túnel descargaban miles de litros de agua en la alcantarilla principal, y cada vez que las balsas pasaban por fuerza por debajo de los chorros se acumulaba agua en el fondo de las embarcaciones. Los hombres utilizaban los sombreros para achicar, pero con cada kilómetro que recorrían la tarea requería mayores esfuerzos.
Hornsby estudió el plano del alcantarillado atentamente.
- Hemos recorrido más de la mitad del trayecto -comentó-; pero si continuamos avanzando a la misma velocidad y el nivel del agua sigue subiendo al mismo ritmo que ahora, cuando lleguemos a la salida en el puerto interior el agua estará casi tocando el techo.
- El Oregón ya nos habrá enviado ayuda -señaló Jones- disponen de una copia del plano.
Meeadows se enjugó el agua de la frente antes de dar su opinión.
- Eso no cambia en nada el problema al que nos enfrentamos. La única diferencia es que habrá más personas en peligro.
Hornsby había saltado de la balsa y estaba con el agua a la cintura, ocupado en empujar con la cadera la balsa con el Buda hacia un túnel que estaba a la izquierda. En cuanto la balsa entró en el ramal y la corriente comenzó a arrastrarla, Hornsby volvió a embarcar.
- No solo eso -manifestó-. Si seguimos a este paso, cuando lleguemos al puerto interior, si es que llegamos, será con la luz del alba y correremos el peligro de que nos descubran.
Hornsby miró por encima del hombro. Vio una sonrisa en el rostro de Jones, alumbrado por la luz cada vez más débil de la linterna sujeta al casco.
- Somos la corporación -declaró Jones con mucha flema-. Siempre estamos un paso por delante.
Los tres asintieron mientras las balsas eran arrastradas cada vez con mayor rapidez por la impetuosa corriente hacia la cita con un equipo de rescate que también tenía sus propios problemas.
El motor fueraborda de cuatro tiempos de la Zodiac que pilotaba Mark Murphy levantaba un gran chorro de agua. La corriente era cada vez más fuerte a medida que avanzaba por el interior del túnel, pero el potente motor impulsaba la embarcación a pesar de la resistencia que ejercía el agua contra la popa. En el centro de la neumática, Halim Kasim estaba des montando el armazón de tubos de aluminio que soportaba la toldilla y los sensores electrónicos para evitar que rozaran con.
tra el techo. Acabó de desmontar los tubos, los acomodó en el fondo de la embarcación y miró a Murphy -Ahora tienes el máximo de altura disponible. Acelera a fondo. Si no nos reunimos pronto con el otro equipo y los sacamos de aquí, dentro de poco nos veremos nadando.
Murphy movió la palanca del acelerador y pasó por una curva. Se alumbraba con un reflector de mano y para guiarse utilizaba un equipo de GPS portátil que sujetaba entre las rodillas.
- Busca la sirena -le dijo a Kasim-. Tengo el presentimiento de que no tardaremos en necesitarla.
La lluvia impulsada por el fuerte viento se movía de este a oeste mientras Rick Barrett pilotaba el Scarab hacia el extremo sur de la isla artificial donde estaba el aeropuerto de Macao. Barrett vestía un traje de agua de un color amarillo brillante que lo habría hecho muy visible en condiciones normales; pero, en la oscuridad de la noche y con semejante aguacero, él y la embarcación eran prácticamente invisibles. Estaba atento a cualquier comunicación que pudiera recibir a través del auricular, pero solo se escuchaban las descargas de estática.
Observó la costa con los prismáticos de visión nocturna y comenzó a temerse lo peor.
- ¿Qué me está diciendo? -gritó Po, furioso.
El director del departamento de Obras Públicas de Macao estaba precisamente contento. Lo habían despertado en mitad de la noche para que fuera a su oficina a buscar los planos de la red de alcantarillado. Una vez allí, no había encontrado sus documentos.
- Digo que han desaparecido -respondió el director-. Alguien se ha llevado los planos físicos de los archivos y también los ha borrado en el ordenador central.
- ¿Está usted seguro? -insistió el detective.
- El personal del turno de noche los ha buscado por todas partes -le explicó el funcionario-. No queda nada.
- Por lo tanto no tenemos manera de saber dónde desembocan las alcantarillas -dijo Po.
- No tenemos los planos, pero hay una manera de averiguarlo -replicó el director.
- Pues en ese caso, dígamela.
- Eche pintura en la alcantarilla y después vea por dónde sale al mar.
Po se volvió hacia el agente que tenía más cerca.
- Busque una ferretería abierta -le ordenó- y compre cincuenta litros de pintura.
Miró de nuevo al interior de la alcantarilla. No serviría de nada entrar en el laberinto; el agua echaría a las ratas fuera del agujero, y entonces él las estaría esperando. Una sonrisa apareció en su rostro mientras pensaba complacido en su idea, y en su distracción no vio a un individuo que estaba a unos tres metros más allá, en la entrada de un bar restaurante. El hombre se tocó la oreja para acomodar el auricular y después entró en el local.
El multimillonario detuvo el Chevrolet. No podía hacer otra cosa. Delante, tres vehículos de la policía formaban una barricada a través de la carretera. Los agentes estaban detrás de los coches con las armas en las manos. Más atrás había más coches y transporte blindado de tropas que servía de puesto de mando. En el interior del transporte, Sung Rhee miró el vehículo detenido a través de una tronera. Cogió el micrófono y sus pa labras sonaron en el altavoz.
- Está rodeado. Salga del vehículo lentamente con las manos por encima de la cabeza. -El inspector jefe se volvió hacia uno de los conductores del transporte-. Ilumínelo con el reflector.
El agente apretó un interruptor y la luz del reflector, de una potencia de cuatro millones de bujías, convirtió la noche en día. Rhee observó mientras la puerta del conductor se abría lentamente. Luego un hombre vestido de negro se apeó del Chevrolet y se apartó un par de metros.
- Alto -ordenó Rhee.
El hombre se detuvo de inmediato.
- Mantenga los brazos levantados -dijo Rhee-. Si es el único ocupante del vehículo, mueva el brazo izquierdo lentamente.
El multimillonario movió el brazo atrás y adelante.
- Dé seis pasos en dirección a la luz.
Una vez más, el hombre obedeció sin rechistar.
- Ahora póngase de rodillas, y después boca abajo.
El hombre se tumbó hasta que quedó tendido en la carretera.
- Que se acerquen dos agentes e inmovilicen al sospechoso.
Dos agentes dejaron sus posiciones detrás de uno de los coches y se acercaron con mucha cautela al hombre. Mientras le apuntaba con el arma, el otro le esposó las manos detrás de la espalda. Después lo levantó sin miramientos.
- Soy estadounidense -gritó el multimillonario-. Exijo ver al embajador.
Rhee esperó a que bajaran la puerta del transporte. Caminó bajo la lluvia hasta el Chevrolet. Iluminó el interior con una linterna para comprobar que todos los asientos estaban vacíos, después alumbró la zona de carga. Fue entonces cuando vio el Buda. Abrió la puerta trasera y contempló la estatua de oro macizo de casi dos metros de altura. Sin perder ni un segundo, sacó el móvil del bolsillo.
La limusina que llevaba a Hanley aparcó en el muelle delante del Oreg ó n.
- Límpiala a fondo y después apárcala en un callejón -le dijo a Crabtree, y luego se dirigió a Spenser-: Venga conmigo.
Spenser siguió a Hanley, que subió ágilmente la pasarela.
Una vez a bordo del barco, le hizo un gesto para que lo siguiera al interior y a continuación fue a la sala de control. Abrió la puerta y saludó a Eric Stone.
- Eric, llama a un guardia para que se ocupe de Spenser.
Stone transmitió la llamada por los altavoces.
- ¿Dónde está el presidente? -preguntó Hanley.
Stone señaló una pantalla donde aparecía un destello luminoso casi al final de la isla del aeropuerto y una segunda luz separada por muy poco.
- Allí-respondió Stone-. El otro es Barrett, que está haciendo la extracción.
Hanley observó mientras la primera luz se movía más despacio y luego se detenía.
- Avisa a Barrett de que han llegado.
Spenser lo miraba todo con expresión de asombro. Se disponía a formularle una pregunta a Hanley, cuando se abrió la puerta de la sala de control y entró Sam Pryor.
- Lleva a este hombre al calabozo -le ordenó Hanley y tenlo vigilado.
- ¿Cuál es el nivel de seguridad? -preguntó Pryor.
- Mínimo, pero quédate con él. No puede utilizar ningún sistema de comunicación ni hablar con nadie. Puedes darle de comer, dejarlo dormir o que use el sistema de entretenimiento si quiere ver la televisión o alguna película, pero no puede utilizar el ordenador.
- De acuerdo.
- Ha cumplido su parte del trato -le dijo Hanley al marchante-. No se le ocurra ahora hacer ninguna estupidez y nosotros cumpliremos con nuestra promesa.
Pryor apoyó una mano en el brazo de Spenser y le señaló la puerta.
- ¿Cuándo me dejarán marchar? -preguntó el inglés.
- Ya se lo diremos -contestó Hanley-. No tardaremos mucho.
Pryor abrió la puerta y sacó al prisionero al pasillo. Spenser volvió la cabeza un segundo antes de que se cerrara la puerta y vio a Hanley que comenzaba a quitarse la máscara de látex.
Barrett escuchó un pitido en el audífono y de nuevo miró la costa con los prismáticos. El rápido destello de unos faros apareció como un estallido gemelo en la pantalla verde del visor nocturno; luego los puntos blancos desaparecieron.
Respondió a la señal con las luces de navegación del Scarab y después se acercó a la orilla.
Tom Reyes acabó de limpiar sus huellas digitales del volante y el salpicadero, y apagó el motor. Se volvió en el asiento para mirar a Cabrillo y a Nixon.
- Está todo limpio y tenemos luz verde, jefe -dijo y se guardó las llaves del taxi en el bolsillo.
- En ese caso vamos a mojarnos -respondió Cabrillo mientras abría la puerta trasera de su lado y salía del taxi.
Nixon fue el último en salir y lo hizo cargado con la caja de las herramientas y los artículos de disfraz. Siguió a Reyes y a Cabrillo hasta la costa. Miró al este y vio una luz muy tenue en el horizonte. El viento del oeste comenzaba a amainar. Dentro de unas pocas horas sería de día y la tormenta se habría alejado de Macao, pero de momento el aguacero continuaba azotando las islas.
Barrett se acercó a la orilla todo lo posible y levantó el motor para que el propulsor no chocara con las rocas. Cabrillo se metió en el agua para sujetar la proa. Reyes subió a la embarcación y cogió la caja que llevaba Nixon. La depositó en el fondo y luego ayudó a este. Cabrillo esperó a que Nixon estuviera a bordo para empujar el Scarab y buscó la mano de Reyes. Mientras la embarcación retrocedía, se encaramó a la borda. Barrett movió la palanca a la posición de marcha atrás.
El Scarab se apartó poco a poco del extremo sur de la isla del aeropuerto.
Una vez libre de obstáculos, Barrett movió la palanca hacia delante y puso rumbo al Oregón.
- ¿Que están haciendo qué? -preguntó Hanley.
- El detective que comanda la operación ha ordenado que traigan botes de pintura -repitió Michael Halpert en voz baja-. Vaciarán la pintura en la alcantarilla para seguir el ras tro hasta la desembocadura.
- Comprendido -dijo Hanley-. Buen trabajo. Ya puedes regresar al Oregón.
Stone vigilaba en la pantalla del radar el regreso de los compañeros.
- Barrett ya ha emprendido el regreso -le comunicó a Hanley-. Llegará dentro de unos minutos.
Hanley observaba la pantalla del radar meteorológico.
- Ocúpate de que un par de marineros los esperen -ordenó Hanley-. Tenemos que meter el Scarab en la bodega cuanto antes.
- Sí, señor. -Stone cogió el micrófono.
Sung Rhee se acercó al sospechoso, que en esos momentos se encontraba debajo de la marquesina de la entrada de la terminal del aeropuerto. Iluminado por las luces, el rostro del hombre le resultaba vagamente conocido.
- Uno de sus compinches lo traicionó -dijo Rhee-. Nos llamó para decirnos dónde se encontraba.
El multimillonario miró a Rhee con una expresión donde se mezclaban la compasión y el desprecio por partes iguales.
- No tengo la más remota idea de lo que habla.
- No hay ningún motivo para que no quiera decirnos la verdad -replicó el inspector jefe-. Lo hemos pillado con las manos en la masa.
- Usted no ha pillado a nadie -declaró el hombre-. Estaba comprando un objeto de arte y una banda de ladrones me estafó. Es a ellos a los que debe atrapar, no a mí.
- ¿Cuándo llegó a Macao? -preguntó el policía.
- Hace un par de horas.
- El último transbordador llegó hace tres horas -señaló Rhee-, y el siguiente no sale hasta dentro de dos. Además, no hay llegadas de vuelos comerciales desde la una a las cinco de la mañana. Su explicación es una mentira.
- Tengo mi propio avión -afirmó el multimillonario.
- Vaya. ¿Dónde está ahora?
- No lo sé. Los ladrones se lo llevaron.
- ¡Qué oportunos! -exclamó el inspector-. Verá, si rehúsa contestar a nuestras preguntas, esto puede convertirse en algo muy desagradable para usted.
La cólera del multimillonario crecía por momentos. Sus tratos con los burócratas se limitaban generalmente a decirles lo que él quería que hicieran. Estaba cansado, tenía resaca y echaba de menos sus cien millones de dólares. Miró al inspector a los ojos.
- Escúcheme, imbécil. Me han robado mi 737 de su aeropuerto, y a bordo hay un maletín con cien millones de dólares en bonos al portador. No sé qué demonios ha estado pasando esta noche en esta mierda de país, pero si me quita las esposas y me permite utilizar un teléfono puedo aclarar todo este asunto en diez minutos.
Si Rhee hubiese escuchado al multimillonario, quizá habrían podido seguir el rastro al 737. En cambio, la actitud beligerante predispuso al inspector en su contra. Rhee miró a uno de los agentes que sujetaban al detenido.
- Llévelo a la jefatura.
Barrett situó el Scarab en las eslingas. En cuanto acabó la maniobra, Barrett, Cabrillo, Reyes y Nixon subieron a bordo por la pasarela mientras los marineros se encargaban de izar la lancha.
- Esta noche te has estrenado en las operaciones -le dijo Cabrillo a Barrett-. ¿Qué te ha parecido?
- No es tan sencillo como preparar una tarta -reconoció Barrett-, pero resulta muchísimo más divertido.
Los cuatro hombres entraron en el Oregón por una escotilla. Cabrillo señaló un pasillo.
- Id a lavaros. Yo todavía tengo trabajo pendiente.
Los hombres se alejaron por el pasillo para ir a sus respectivos camarotes.
- Eh -gritó Cabrillo cuando los demás ya estaban lejos-. ¡Buen trabajo!
Se dirigió a la sala de control y abrió la puerta. Entró en la sala y, mientras se quitaba la camisa empapada, le preguntó a Hanley:
- ¿Cómo están las cosas, Max?
Solo quedaba un metro veinte de separación entre el nivel del agua y el techo del túnel. Las pilas de las linternas fijadas en los cascos se agotaban, el nivel del agua seguía subiendo, y los hombres ya no podían saltar de la balsa para guiar la embarcación con el Buda de oro.
Meadows había unido las dos balsas, y él y Jones estaban uno a cada lado y agachados. Mientras la corriente arrastraba las balsas, apoyaban los pies en las paredes del túnel para guiarla.
- ¡Se acerca otro cruce! -gritó Hornsby-. Tenemos que seguir por el ramal de la izquierda.
El canal principal se dividía en dos ramales, y el torrente se abría al chocar contra la pared que los separaba como si fuera la proa de un submarino nuclear. El agua arrastraba desperdicios de todo tipo, y el techo del túnel tenía tantas goteras que era como estar en el exterior. Además, las balsas se movían ya a tanta velocidad que casi no podían controlarlas.
Jones miraba adelante, atento al momento preciso para hacer la maniobra. Cuando las balsas llegaron a unos seis metros de la bifurcación, apoyó los pies en la pared y empujó con todas sus fuerzas. Las balsas se movieron hacia la izquierda, y después la corriente los metió en el ramal correcto.
- Ya estamos dentro -gritó Jones-; pero, si este lleva más agua, tendremos problemas con el siguiente.
- Si no vienen en nuestra ayuda ya mismo -replicó Meadows-, tendremos que soltar la balsa con el Buda y preocuparnos de salvar el pellejo.
29 - Uno de una vez -le ordenó el detective Po al agente.
El policía utilizó el destornillador que llevaba en el llavero para abrir el primer bote de pintura y vació el contenido por el agujero de la alcantarilla en el agua que corría por esta. Por que alumbraba el interior con la linterna, vio cómo la pintura roja se mezclaba con el agua y se desparramaba en una gran mancha. El agente dejó a un lado el bote vacío, destapó el segundo y repitió la operación. Mientras lo hacía, sonó el móvil de Po y el detective se alejó unos pasos antes de atender la llamada.
- Ling -dijo Sung Rhee-, quiero que venga a la jefatura.
Hemos capturado a un sospechoso.
- Voy para allá, jefe -respondió Po.
- La policía ha decidido echar pintura en la alcantarilla para descubrir dónde desemboca -le informó Hanley a Cabrillo.
Cabrillo se estaba secando el rostro y los cabellos empapados con una toalla. Cuando acabó, dejó la toalla sobre una mesa y se peinó rápidamente.
- Confiaba en que, si descubrían que nuestros hombres habían escapado por las alcantarillas, la desaparición de todos los planos de la red demoraría la persecución el tiempo necesario para recogerlos -comentó-. Por lo visto, tendremos que poner en marcha uno de los planes de emergencia.
Hanley le señaló una de las pantallas.
- La boca que elegimos para la salida a la bahía es la única en el extremo sudoeste de la península sur. La alcantarilla pasa por el lago Nam Van y descarga el agua al norte de la isla de Taipa.
Cabrillo miró la imagen en la pantalla. La red de alcantarillas tenía el aspecto de un árbol retorcido con las ramas caídas.
La alcantarilla que utilizaría el equipo para salir estaba en el tronco, muy cerca de las raíces.
- ¿Has podido establecer comunicación con ellos? -preguntó Cabrillo.
- No hemos tenido suerte con Hornsby, Meadows y Jones -repuso Hanley-. Las radios portátiles que llevan no parecen tener potencia suficiente para atravesar la capa de tierra que tienen encima.
- ¿Qué hay de Murphy y Kasim?
- Lo estamos intentando, pero la transmisión de sonido se corta. Sin embargo, parece que la información sí que pasa.
Mantenemos el contacto con señales alfanuméricas.
- ¿Quieres decir que podemos transmitirles órdenes a las Zodiac y que ellos pueden responder?
- Hasta ahora sí -contestó Hanley.
Eric Stone interrumpió la conversación de sus jefes.
- Señores -dijo y señaló otra de las pantallas-, la cámara portátil que Halpert dejó junto a la entrada de la alcantarilla transmite una señal que quizá les interese ver.
Cabrillo y Hanley vieron cómo un agente vaciaba un bote de pintura por el agujero.
- Calcula una simulación del tiempo que tardaría la pintura en llegar a nuestros hombres -le pidió Cabrillo rápidamente.
Las manos de Stone volaron sobre el teclado, y en cuestión de segundos se vio en la pantalla cómo los canales del alcantarillado comenzaban a tomar un color rojo. Los hombres observaron en silencio mientras el color avanzaba por las arterias de la red. Un reloj en una esquina de la pantalla mostraba el tiempo transcurrido.
- Diecisiete minutos hasta que la pintura llegue al lugar donde suponemos que está ahora nuestro equipo -manifestó Stone con voz pausada-. Veintidós hasta que llegue a la desembocadura en el extremo de Taipa.
En aquel mismo instante, una impresora se puso en marcha. Hanley esperó a que terminara de imprimir y recogió la hoja de la bandeja.
- Acaban de transmitir la orden para que las lanchas de la policía y dos guardacostas chinos comiencen a recorrer la costa para ver dónde aparece el agua coloreada y después permanecer en posición.
- Pon en marcha el reloj -ordenó Cabrillo en el acto-, Estamos en situación de emergencia. Asegúrate de que todos estén a bordo y prepara al Oregón para zarpar. Quiero a mi equipo y al Buda de oro fuera de la alcantarilla y a bordo. Tendremos que salir de Macao con la primera luz del alba. La presencia de los guardacostas chinos significa un grave peligro para nuestro barco.
- ¿Operación Flecha Rota? -preguntó Hanley.
- Así es. Flecha Rota -respondió Cabrillo.
- Transmita la orden, señor Stone -dijo Hanley.
Stone hizo sonar la alarma. En pocos minutos, la actividad en el Oregón era frenética.
Gunderson estaba comiendo un bocadillo de salchichón acompañado de un vaso de té helado mientras volaban sobre el mar de la China meridional. La auxiliar de vuelo morena, Rhonda Rosselli, ocupaba el asiento del ingeniero de vuelo. La puerta de la cabina estaba abierta, y la copiloto rubia, Judy Michaels, entró y fue a acomodarse en su asiento. Vestía un mono de vuelo caqui y se había quitado el maquillaje.
- Tracy se está cambiando -dijo.
- ¿Te he comentado que habéis hecho un gran trabajo?
- preguntó Gunderson-. Ambas habéis interpretado el papel de prostitutas a la perfección.
- Licenciada en ciencias políticas por la Universidad de Georgetown y cuatro años en el consejo de seguridad nacional, y acabo durmiendo con el enemigo -replicó Michaels.
Gunderson se acabó el bocadillo, se quitó las migas de las manos y bebió un sorbo de té helado.
- Creo que te olvidas de que hace unos años tuve que seducir a una condesa rumana -manifestó-. Debemos hacer lo que sea cuando se trata de conseguir un objetivo.
- Si no me falla la memoria, Chuck -señaló Michaels-, creo que no lo pasaste nada mal.
- ¿Eso quiere decir que tú sí? -Gunderson sonrió.
Michaels tomó nota de las lecturas del panel de instrumentos.
- El tío era un verdadero imbécil -afirmó-. Un gilipollas con mayúsculas.
- Pues entonces se tiene bien merecido que le hayamos robado el avión. -Gunderson se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó.
- Tomo el control -anunció Michaels.
- Tengo que ir al lavabo -le dijo Gunderson a Rosselli-. Ahora mismo vuelvo.
Winston Spenser se encontraba en el comedor del Oregón. Pensaba en su futuro mientras tomaba una taza de té. En otra mesa.
un guardia lo vigilaba en silencio. Juan Cabrillo entró en el comedor, se acercó al marchante y le entregó una hoja de papel, -Aquí tiene el número de una cuenta en un banco de Paraguay. Ya se ha hecho la transferencia y los fondos están disponibles. Si la cuenta no se utiliza en un plazo de un año a partir de ahora, los fondos volverán automáticamente a una de nuestras cuentas. Sin embargo, en el momento en que haga un depósito o retire una cantidad, empezará a contar el plazo de un año y cuando se cumpla el ordenador borrará todos los registros de los movimientos de la cuenta y la procedencia del dinero.
- ¿Por qué un año? -preguntó Spenser.
- Porque, a la vista de su actual situación económica, si no toca el dinero en un año es porque está muerto.
Spenser admitió la veracidad del razonamiento. Cabrillo le entregó un billete de avión.
- Este es el billete de Hong Kong a Dubai, y después a Paraguay, en primera clase. Es para el primer vuelo de mañana por la mañana.
El inglés cogió el billete.
- En este sobre hay diez mil dólares americanos -añadió Cabrillo-. Una cantidad mayor podría despertar sospechas.
El marchante cogió el sobre.
- Esto concluye nuestro acuerdo, señor Spenser -manifestó Cabrillo-. Hemos llamado un taxi que lo llevará donde usted diga. Llegará al muelle dentro de unos minutos.
El guardia se levantó y esperó a que Spenser lo imitara. Cabrillo caminó hacia la puerta.
- ¿Puedo hacerle una pregunta? -dijo Spenser.
Cabrillo se detuvo cuando ya había abierto la puerta, y se volvió.
- Todo esto parece demasiado perfecto -comentó el marchante-. ¿Cuál es la pega?
- Todavía tiene usted que llegar a Hong Kong -respondió Cabrillo y salió.
En la cubierta de popa del Oregón, George Adams esperaba a que el montacargas llegara al nivel de la cubierta. La lluvia arreciaba y el viento soplaba de este a oeste con una fuerza de cuarenta kilómetros por hora. Miró a Tom Reyes.
- En cuanto los marineros acaben de asegurar la plataforma, tendremos que girar el pájaro de cara al viento -dijo-. Tendré que despegar al máximo de potencia con este viento.
Reyes asintió con un gesto mientras miraba a uno de los tripulantes que se acercaba al montacargas con un carro metálico cargado con varias cajas. El encargado del montacargas les avisó con un ademán de que la plataforma estaba asegurada, y Adams y Reyes se acercaron.
El helicóptero Robinson R-44 era un aparato de tamaño medio propulsado por un motor convencional que le permitía alcanzar una velocidad máxima de doscientos diez kilómetros por hora. Pesaba seiscientos cincuenta kilos, la potencia del motor era de doscientos sesenta caballos y costaba alrededor de trescientos mil dólares.
Los dos hombres sujetaron unas ruedas a los patines del aparato, lo hicieron girar en la plataforma, quitaron las ruedas y se las entregaron al tripulante.
- Hemos distribuido el tinte en bolsas de plástico tal como nos ordenó -dijo el marinero.
- Mantén la caja junto a los pies, pero apartada de los pedales -le indicó Adams a Reyes-. Volaré todo lo bajo que pueda, pero el vuelo será complicado por culpa del viento.
- Me hago cargo -asintió Reyes.
Adams caminó alrededor del helicóptero para hacer una última inspección visual, comprobó el nivel de combustible y los demás indicadores.
- Sube -le dijo a Reyes cuando acabó-. Comienza la función.
Una vez sentados en la cabina, Adams hizo todas las comprobaciones previas al despegue. Verificó el último punto de la lista, asomó la cabeza por la ventanilla para ordenar que despejaran la plataforma y apretó el botón de arranque. El motor arrancó a la primera y los rotores comenzaron a girar cada vez con mayor velocidad hasta que el helicóptero se sacudía como una coctelera. Adams vigilaba los indicadores y, cuando el motor alcanzó la temperatura adecuada, se comunicó con Reyes a través de la radio.
- Sujétate bien, Tom. Esto será como un salto gigante.
Adams neutralizó el cíclico, levantó rápidamente el colectivo, y el pequeño helicóptero se elevó sobre la cubierta. Un segundo más tarde, Adams movió el cíclico hacia delante y el aparato se encaró al viento. Comenzó a subir al mismo tiempo que avanzaba.
Esperó a estar lejos del Oregón para volar directamente -mitra el viento y en dirección contraria a la costa. Después giró para dirigirse a Macao. En el muslo llevaba sujeta una tablilla, y en la tablilla había una hoja de papel donde estaban selladas todas las bocas de desagüe de las alcantarillas.
- Allá vamos -dijo Adams, al ver el agua sucia en el lugar donde una de las alcantarillas desaguaba en la bahía.
Reyes metió una mano en la caja, sacó una bolsa, rompió la parte superior y después la arrojó por la ventanilla de la puerta ¿el pasajero. La bolsa cayó al agua, que estaba tres metros más abajo, y de inmediato apareció una mancha que tenía el color de la sangre de un bistec poco hecho.
A lo lejos, los tripulantes de una lancha de la policía escucharon el ruido del helicóptero pero la lluvia les impidió verlo.
Adams continuó volando a lo largo de la costa este de Macao mientras Reyes lanzaba más bolsas al agua. Luego rodeó el extremo de la península entre Macao y Taipa para repetir la operación.
El detective Po aparcó delante de la jefatura de policía de Macao y caminó bajo la lluvia hacia la puerta principal. En el este el cielo parecía más despejado, pero de momento el aguacero continuaba descargando con furia.
Entró en el edificio, subió en el ascensor hasta el piso donde estaba el despacho de Rhee, salió del ascensor y caminó por el pasillo. En cuanto entró en la recepción, comprendió en el acto que algo pasaba. El cónsul de Estados Unidos, un general chino y cuatro reporteros rodeaban a un hombre vestido de negro.
- Este no es un vulgar robo en una tienda -proclamó a viva voz el hombre vestido de negro-. Por todos los santos me han robado un Boeing 737.
El multimillonario había recibido un regalo del cielo. No le habían permitido hacer la llamada telefónica que reclamaba lo habían llevado a la jefatura para que Rhee se encargara del interrogatorio. Había sido entonces cuando, al entrar en el despacho del inspector jefe, había visto un ejemplar de la revista Fortune en una mesa de centro. Su rostro aparecía en la portada. En cuanto se la señaló a Rhee, las cosas habían cambiado rápidamente.
El multimillonario había pasado de sospechoso a víctima en un abrir y cerrar de ojos.
Po se acercó a su jefe. Lo escuchó maldecir por lo bajo cuando se abrió la puerta del ascensor y Stanley Ho salió al pasillo.
- ¿Han encontrado mi Buda? -preguntó Ho cuando aún no había llegado a la recepción.
- ¿Quién demonios es este tipo? -preguntó el multimillonario.
- Soy Stanley Ho -replicó el otro, ofendido-. ¿Quién demonios es usted?
- Marcus Friday -respondió el multimillonario-. Quizá ha oído hablar de mí.
- Y usted de mí -dijo Ho, furioso-. La revista Forbes me cita como uno de los hombres más ricos del mundo.
- Conozco a todas las personas que me preceden en la lista. Usted no es una de ellas -le espetó Friday.
El detective Po sonrió para sus adentros. Si todo lo que decían era cierto, estaba presenciando un espectáculo absolutamente ridículo. Dos multimillonarios que se peleaban por llamar la atención de los demás como los niños que quieren ser escogidos para un equipo de fútbol.
- Lo que quiera, pero esta es mi ciudad, y usted puede… -comenzó Ho.
- Señor Ho -lo interrumpió el detective-, ¿por qué no me acompañan a mi despacho y así aclaramos este asunto definitivamente?
- No pienso ir a ninguna parte -afirmó Ho, petulante.
- Por favor, un poco de calma -dijo Rhee.
Señaló una sala, les dijo a los reporteros que esperaran en la recepción, y después hizo entrar a los demás. Esperó a que todos estuvieran sentados antes de coger el teléfono y pedir que les sirvieran té.
- Muy bien, ¿quién quiere comenzar? -preguntó pausadamente.
Ho miró al inspector jefe con expresión furibunda.
- Esta noche, en el transcurso de una fiesta en mi casa y a la que usted asistió, me robaron un Buda que compré por doscientos millones de dólares en Suiza. Exijo saber si ya lo ha recuperado.
- Pues a mí una banda de ladrones me ha robado cien millones de dólares en bonos al portador y mi 737. Quiero saber qué está pasando en este condenado país.
El detective Po abandonó su silla y se paseó durante unos momentos por la sala.
- ¿El valor de su avión supera los cien millones de dólares?
- le preguntó a Friday.
El multimillonario respondió que no con un gesto.
- En ese caso hablan primero los doscientos millones.
30 La alcantarilla se estaba convirtiendo rápidamente en una tumba submarina.
Ya no había más que noventa centímetros de separación entre el nivel del agua y la bóveda del túnel. Los chorros de agua que salían por los tubos de desagüe en el techo hacían que el caudal aumentara constantemente. Por los tubos también caían los desperdicios que el agua había arrastrado de las calles. Hornsby vio una rata que nadaba hacia ellos y la apartó con un golpe de remo. Se acercaban a otro cruce.
- Tenemos que tomar una decisión -gritó por encima del estrépito del agua-. Hundirnos o nadar.
Meadows miró hacia el lugar adonde se dirigían. La poca luz de la linterna en el casco apenas si le permitía ver el torrente, una cascada de espuma blanca que haría imposible controlar las balsas.
- Atentos a la maniobra. Sujetad bien los remos -avisó Meadows a voz en cuello-. El caballo delante del carro.
Hundieron los remos por la banda de babor de la balsa y consiguieron que la popa se moviera hacia estribor. La proa de la balsa que transportaba el Buda tendía a desviarse a babor, pero acabó por virar por el ramal correcto. La maniobra fue mucho más difícil para la balsa que llevaba a los tres hombres.
Chocó de lado contra el inicio de la pared de separación, y Jones recibió un golpe tremendo en las costillas. Durante casi un minuto estuvo apretado contra la pared de cemento. Luego el cabo que sujetaba la balsa a la otra se tensó y los arrastró por el canal.
- ¡Jones está herido! -gritó Meadows por encima del estrépito.
Pete Jones se sujetaba el costado del pecho y jadeaba al respirar. Hornsby volvió la cabeza para alumbrarlo con la débil luz de la linterna y vio la camisa hecha jirones y la expresión de dolor en el rostro de su compañero.
- Mis costillas -gimió Jones.
- Tenemos que soltar la balsa -gritó Hornsby-. No podremos tomar el siguiente desvío si no lo hacemos.
- Quizá tendríamos que pinchar los flotadores y dejar que se hunda con el Buda -sugirió Meadows-. Así podríamos regresar cuando baje el agua y sacarlo.
Jones escuchó la propuesta de Meadows y consultó su reloj.
- El Oregón tiene previsto zarpar esta mañana -replicó con gran esfuerzo-. Si no lo sacamos ahora, nunca más lo haremos.
Hornsby reflexionó durante unos segundos y tomó una decisión. Solo faltaban unos pocos minutos para llegar al siguiente ramal. Cogió el bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la camisa, miró la pantalla del GPS y a continuación dibujó en el dorso de su mano el trayecto que les quedaba por recorrer.
- Bob, voy a pasar a la otra balsa -dijo-. Mi peso hará que se hunda un poco más. En cuanto me monte en la caja del Buda, corta el cabo.
Le dio a Meadows el GPS.
- ¿Estás seguro, Horny?
Hornsby lanzó el remo sobre la caja del Buda, sujetó el cabo para acercar la balsa y después se volvió.
- Prepara el cuchillo.
Meadows cogió la navaja que llevaba sujeta al cinto y la abrió.
Hornsby tomó impulso y saltó a la balsa del Buda. En cuanto Meadows vio que Hornsby estaba bien sujeto, cortó el cabo y a continuación hundió el remo para frenar un poco la balsa. La otra embarcación se alejó rápidamente. Meadows ya solo veía la caja y la cabeza de Hornsby apenas por encima del agua.
- Primero a la derecha -le gritó Hornsby mientras se alejaba-, y luego a la izquierda.
El diámetro de la alcantarilla aumentaba a medida que se acercaba al mar para evitar que el agua hiciera demasiada presión y rompiera el muro. Había seis lugares bajo la superficie donde se habían construido grandes depósitos donde se almacenaba el agua y que servían para que perdiera velocidad antes de recorrer el último tramo y descargar en la bahía.
Murphy y Kasim navegaban en círculos en uno de estos depósitos.
- Cinco minutos más -gritó Murphy-. Si no aparecen, entraremos a buscarlos.
Kasim hizo sonar la bocina tres veces.
- Ya tendrían que estar aquí -dijo.
En aquel instante el busca digital de Murphy emitió una señal, y él apretó el botón para iluminar la pantalla. Fue pasando el texto del mensaje y luego asintió.
- Han echado pintura en la alcantarilla para seguir el rastro -le comunicó a Kasim mientras daba otra vuelta con la Zodiac- Si llega hasta aquí, tendremos problemas.
- ¿A qué te refieres? -preguntó Kasim.
- a pintura traerá a los chinos a la zona, y también pintará los flotadores de la Zodiac. Si nos pillan nos interrogarán.
- ¿Qué recomienda el Oregón?
Murphy tardó unos segundos en responder.
- Quieren que volemos el túnel que desemboca aquí para impedir que la pintura llegue al mar.
- ¿De cuánto tiempo disponemos?
- Seis minutos y cuarenta y siete segundos.
Murphy cogió una carga explosiva de una de las bolsas que había en el fondo de la embarcación.
- ¿Qué pasará con los demás? -preguntó Kasim.
- Si no han aparecido, el Oregón dice que debemos suponer que se han equivocado de camino o que han muerto. Por lo tanto, debemos cubrirnos las espaldas y asegurarnos la retirada.
Murphy fue con la Zodiac hasta la desembocadura del túnel. Utilizó la potencia del motor fueraborda para mantener la embarcación atravesada en la salida hasta que Kasim acabó de colocar las cargas explosivas en la parte superior del arco. En cuanto acabó, Kasim puso en marcha el temporizador digital.
Cuatro, tres, dos, uno, y se encendió la luz roja.
- Vuelve a repetir la señal -dijo Murphy mientras apartaba la Zodiac de la boca del túnel.
Hornsby tenía la sensación de estar cabalgando sobre un tronco por una zona de rápidos. Estaba casi hundido del todo en el agua y la distancia que lo separaba del techo del túnel disminuía rápidamente a medida que continuaba subiendo el nivel Para hacer el último desvío, había hundido el remo en el agua para que la proa girara un poco. Ahora se preparaba para apoyar los pies en la pared y empujar. Había perdido de vista a sus compañeros. Las pilas de la linterna estaban prácticamente agotadas y no tenía manera de saber si Meadows y Jones habían virado por el ramal correcto. En cualquier caso, no podía hacer nada por ellos si habían errado. Le preocupaba mucho más su propia supervivencia. Empujó con los pies contra la pared y la balsa entró en el siguiente ramal.
Entonces, como el canto de una hembra que llama a sus polluelos, escuchó a lo lejos tres toques de bocina. La balsa con Hornsby encaramado sobre la caja del Buda de oro, continuó la enloquecida carrera hacia el lugar donde había sonado la bocina.
Kasim intentaba mantener iluminada la salida del túnel con una lámpara portátil mientras continuaba navegando en círculos. El tiempo que quedaba para la detonación se consumía y comenzaba a perder la fe en que la operación terminara con éxito.
- Dos minutos -gritó por encima del ruido del motor.
Murphy escuchaba con atención. Algo que sonaba como el rugido de una bestia herida llegaba desde el túnel. Entonces, como si fuese una bala de cañón, Cliff Hornsby salió disparado por la boca con tanta fuerza que la balsa cruzó hasta la mitad del depósito. Murphy se acercó velozmente y Kasim sujetó la balsa.
- ¿Dónde están los demás? -preguntó Murphy.
Hornsby se quitó el agua de los ojos y miró hacia la salida iluminada por la luz que se centraba en el temporizador.
- Los tema casi pegados a mí.
- ¿Has visto si el agua se coloreaba? -preguntó Kasim.
- ¿A qué te refieres?
- Han echado pintura en la alcantarilla para seguir el rastro de la corriente hasta la desembocadura -respondió Murphy-. ¿Has visto pintura en el agua?
- No.
- Un minuto y treinta segundos -avisó Kasim.
- ¿Qué está pasando? -exclamó Hornsby.
- Nos han ordenado sellar la salida -le explicó Murphy-, para asegurarnos la retirada. Toca la bocina.
Jones estaba tendido en el fondo de la balsa, casi sin poder moverse. Si tenían que lanzarse al agua o hacer cualquier otro intento para salvarse, Meadows tendría que cargar con su compañero. Habían conseguido entrar de puro milagro en el último ramal. Cualquier cosa que tuvieran que hacer a partir de entonces no tendría muchas probabilidades de éxito.
- ¿Qué tal lo llevas, compañero? -preguntó.
Jones escuchó algo que le pareció una llamada. Abrió los ojos.
- ¿Lo has escuchado? -replicó.
- ¿Qué? -quiso saber Meadows, convencido de que Jones deliraba.
- Han venido a rescatarnos -respondió Jones.
Dieciocho segundos más tarde, la balsa salió despedida por la boca del túnel que daba al depósito.
- No hay tiempo para explicaciones -le gritó Murphy a Meadows-. Sujeta el cabo.
- Treinta segundos -anunció Kasim.
Murphy acabó de amarrar las balsas a la popa de la Zodiac y movió la palanca del acelerador hasta el tope. El motor respondió con toda su potencia y la embarcación solo tardó unos segundos en cruzar el depósito y meterse por el túnel de salida -Agachad la cabeza -ordenó Murphy con la mirada puesta en el cronómetro.
En aquel mismo instante estallaron las cargas, y el estruendo de la explosión reverberó en el túnel de salida. Un segundo más tarde se desmoronó la boca del túnel que desaguaba en el depósito y la abertura quedó sellada. La onda expansiva creó una ola que atravesó el depósito y buscó la única salida posible. La cresta de la ola estaba por encima de la boca y la consecuencia fue que ocupó todo el diámetro del túnel. Kasim dirigió la luz del foco hacia popa y vio cómo se acercaba el tsunami.
- Se acerca la onda expansiva -gritó mientras la Zodiac y las balsas entraban en el túnel que desembocaba en la bahía.
31 A bordo del Oregón, los preparativos para zarpar se desarrollaban a una velocidad de vértigo. Juan Cabrillo llamó a la capitanía del puerto.
- No se preocupe -le dijo al funcionario, después de contarle la mentira de que la empresa armadora le había ordenado zarpar sin demora-. Hay otro barco que vendrá de Manila para transportar la carga a Estados Unidos. Llegará aquí pasado mañana.
El hombre no manifestó ningún reparo. Como era plena madrugada y todo estaba tranquilo, tenía ganas de charla.
- Vamos a Singapur -manifestó Cabrillo en respuesta a la pregunta-. No me han comunicado cuál será la carga, solo que debemos estar allí dentro de setenta y dos horas.
La distancia desde Macao a Singapur era de mil quinientas millas en línea recta, y, por lo que el funcionario había escuchado comentar del barco, el Oregón tendría problemas para alcanzar una velocidad de veinte nudos por hora. No podía saber de ninguna manera que, si el barco salía a mar abierto con el amanecer, podría estar en Singapur al mediodía del día siguiente. Tampoco sabía que el Oregón no pondría rumbo a Singapur.
- Así es -dijo Cabrillo-, es un poco justo, pero hay que cumplir con las órdenes. ¿Ya ha salido el práctico?
El funcionario respondió que sí, y Cabrillo se apresuró a concluir la conversación.
- Estaremos atentos a su llegada. Muchas gracias.
Cabrillo colgó el teléfono y se volvió hacia Hanley. El reloj marcaba las cuatro horas y cuarenta y un minutos.
- No ha puesto pegas -comentó-. Avisa al vigía que esté atento a la llegada del remolcador.
- Ahora mismo. El helicóptero con Adams y Reyes ya está a bordo, y todas las escotillas están cerradas. Eso significa que tendremos que recoger a las Zodiac en mar abierto.
- ¿Qué sabemos de ellos? -preguntó Cabrillo.
- Seng y Huxley comunicaron que permanecen a la espera -contestó Hanley. Consultó su reloj-. Murphy tiene orden de volar el túnel interior para impedir que el agua coloreada llegue a la salida y ponerse a salvo. Según el último mensaje recibido hace unos minutos, Hornsby, Jones y Meadows aún no han aparecido con el Buda de oro.
- Esto no me gusta -afirmó Cabrillo.
- Tuve que tomar una decisión mientras tú estabas con el marchante -dijo Hanley en voz baja-. Si la pintura que el helicóptero arrojó al agua no despista a los chinos, no solo perderemos a los hombres en el túnel sino también al equipo de rescate.
- Lo sé, Max. Solo has cumplido con las reglas.
Los dos hombres intercambiaron una mirada. Eric Stone se dirigió a ellos.
- Señores -dijo, al tiempo que señalaba una de las pantallas-, acabamos de detectar la onda expansiva de una explosión.
Murphy mantenía la palanca del acelerador en el tope. La Zodiac y las dos balsas se movían velozmente por el túnel que desembocaba en la bahía. Solo iban unos tres metros por delante de la ola provocada por la explosión, pero desde que navegaban al máximo de velocidad el margen de ventaja se mantenía constante.
- Intenta comunicarte con Seng -gritó Murphy por encima del estruendo-, y dile lo que está pasando.
Kasim cogió la radio y estableció la comunicación.
- Eddie, tenemos el objetivo a bordo. Despejad la salida, vamos a toda velocidad.
- Recibido -respondió Seng, que estaba delante de la salida.
Seng y Huxley habían escuchado el ruido de una explosión pocos minutos antes y se habían apresurado a subir a la segunda Zodiac. Se apartaban de la orilla cuando Kasim había llamado. Seng hizo virar la embarcación para adentrarse en la bahía.
En cuanto llegó al límite de la faja de niebla y lluvia, viró de nuevo para que la proa mirara a tierra y alumbró la salida con el reflector.
- Llama al Oregón -le dijo a Huxley- y avísales de que el segundo equipo está a punto de salir.
La lancha que transportaba al práctico llegó junto al Oregón.
Un remolcador que esperaba las órdenes del práctico permaneció al pairo. El práctico saltó ágilmente a la pasarela, subió a cubierta y miró en derredor. No vio otra cosa que máquinas en un estado lamentable y óxido por todas partes. Miró la chimenea, que contaminaba el aire con una espesa nube de humo maloliente. El barco pedía a gritos que alguien acabara con sus sufrimientos.
- ¡Qué montón de chatarra! -murmuró el práctico.
En aquel momento vio aparecer a un hombre por una escotilla.
- Soy el capitán Smith. Bienvenido a bordo.
El capitán vestía un chubasquero amarillo andrajoso y sucio de grasa. La abundante barba mostraba manchas de nicotina alrededor de la boca, y, cuando Smith sonrió, el práctico vio los restos de unos dientes amarillos.
- Me ocuparé de guiarlo hasta el canal -dijo el práctico sin acercarse mucho para evitar el hedor del hombre.
- Venga por aquí -lo invitó Smith.
El práctico siguió al capitán entre los montones de chatarra acumulados en la cubierta hasta llegar a la escalerilla que llevaba al puente de mando. Cuando estaba más o menos por la mitad, al piloto se le ocurrió sujetarse y se quedó con un trozo de la balaustrada en la mano.
- Capitán -llamó.
Smith se volvió, y al ver lo sucedido bajó unos cuantos escalones. Cogió el trozo de metal oxidado de la mano del práctico y lo arrojó por encima del hombro a la cubierta.
- Tomaré nota para que la reparen -prometió mientras volvía a subir.
El práctico sacudió la cabeza. No veía la hora de abandonar esa carraca.
Seis minutos más tarde, el remolcador había hecho girar al Oregón y lo había llevado hasta el canal principal. El práctico dio la orden de que soltaran la maroma, y el Oregón inició la navegación por sus propios medios.
La montaña de Macao comenzó a desaparecer en medio de la niebla y la lluvia. A popa solo se veían unas pocas luces del aeropuerto.
- ¿Cuánto falta para que vengan a recogerlo? -preguntó Smith.
El práctico señaló una boya a unos treinta metros a proa.
La luz de gran potencia destacaba en la oscuridad. Unos pocos minutos más y podría salir de ese trasto.
- Veo una luz al final del túnel -gritó Murphy.
La embarcación avanzaba a toda velocidad en dirección a la bahía con una mínima ventaja respecto a la ola que ocupaba todo el diámetro del túnel. Hornsby se sujetaba a la balsa y a la caja del Buda de oro, mientras que Meadows, bien sujeto a la borda de la Zodiac, miraba a Jones, que permanecía tumbado en el fondo de la balsa.
- Un par de minutos más, Pete -dijo-, y estaremos fuera.
Jones asintió con un gesto, sin fuerzas para responder.
La salida del túnel fue como saltar por una cascada. El agua salía por la abertura con una fuerza tremenda. El chorro se proyectaba unos seis metros en el aire antes de bajar otros dos y mezclarse con el agua de la bahía. Murphy se aferró a la rueda del timón cuando la Zodiac voló por los aires. En el mismo momento en que la embarcación perdió el contacto con el agua, cerró el acelerador para evitar que el motor se pasara de revoluciones, y luego se preparó para el choque contra la superficie del agua.
- ¡Soltadlas! -les gritó a Hornsby y Meadows.
Los hombres soltaron las amarras que sujetaban las balsas y se separaron un par de metros de la Zodiac. No habían acabado de sujetarse cuando la pared de agua que llenaba el túnel llegó al final y salió como una tromba.
- ¡Madre mía! -exclamó Seng al ver cómo las balsas volaban por los aires.
- ¡Sujétate! -le gritó Meadows a Jones cuando la balsa acabó el vuelo y comenzó a caer. La embarcación chocó de Heno contra la superficie del agua y después comenzó a balancearse suavemente, empujada por las olas.
- ¿Estás bien? -preguntó Meadows cuando se recuperó del susto-. ¿Necesitas alguna cosa?
Jones se secó como pudo el rostro y después se acomodó mejor para aliviar el dolor de las costillas rotas.
- Recuerdo momentos mejores -respondió-. Ya que estás tan dispuesto, ¿qué tal si me cantas alguna tonadilla?
Po se encontraba en la sala con Rhee, Ho y Marcus Friday. Un sargento entró en la habitación y se acercó al inspector para susurrarle algo al oído.
- ¿De qué demonios está hablando? -preguntó el detective.
- Algunos de nuestros agentes escucharon algo que sonaba como un helicóptero. Ahora todo el mar alrededor de Macao está teñido de un color rosa brillante.
- ¡Malditos cabrones! -exclamó Po-. Están cubriendo el rastro.
- ¿Quiénes? -preguntó el sargento.
- No lo sé -respondió el inspector-, pero pretendo averiguarlo.
Po despidió al sargento, y después se acercó a su jefe y lo llevó a un aparte para hablar en privado. En cuanto Po le comunicó la información que había transmitido el sargento, el inspector jefe ordenó:
- Que cierren el puerto. No puede entrar ni salir ninguna embarcación.
Murphy esperó mientras Kasim ayudaba a Meadows y a Jones a pasar a la Zodiac y después cortó los flotadores de la balsa con un cuchillo. La embarcación solo tardó unos segundos en hundirse. Al mismo tiempo, Seng y Huxley ayudaron a Hornsby y entre los tres trasladaron la caja con el Buda de oro a bordo. Murphy mantuvo su Zodiac cerca hasta que los tres acabaron con la maniobra.
- Acabo de hablar con Hanley -le dijo Murphy a Seng-. El Oregón está muy cerca de la boya de salida. Tendremos que encontrarnos con ellos en mar abierto.
Kasim levantó una mano para pedir silencio cuando sonó su radio. Escuchó atentamente.
- Recibido -dijo. Se volvió hacia los demás-. Era otra vez el Oregón. Acaban de interceptar una transmisión de la policía a la capitanía de puerto. Han dado órdenes de cerrar el puerto.
Nadie puede entrar ni salir. La orden añade que deben disparar contra cualquier embarcación que intente saltarse el cierre.
- Mi… -comenzó a decir Seng.
El sonido de una nave a toda marcha que se acercaba lo interrumpió.
- Ya vienen -dijo Seng.
El capitán Smith acompañó al práctico hasta la pasarela. El práctico bajó la pasarela y saltó a la lancha que lo esperaba. La embarcación se separó rápidamente del Oregón y viró para dirigirse a tierra. Smith observó cómo la lancha se alejaba en me dio de la cortina de lluvia.
Aún era visible cuando comenzó a virar en redondo.
Cabrillo cogió el pequeño radiotransmisor que llevaba en el cinto y lo encendió.
- Max, ¿qué está pasando? -preguntó.
- Las autoridades han ordenado que cierren el puerto -respondió Hanley-. El práctico tiene orden de llevarnos de regreso al muelle.
Cabrillo echó a correr a través de la cubierta sin interrumpir la conversación.
- Adelante a toda máquina -gritó-. Estaré en la sala de control dentro de unos minutos.
Rhee se encontraba en su despacho. Hablaba por teléfono con el funcionario que estaba al mando de la capitanía de puerto durante el turno de noche.
- ¿No se detienen? -preguntó.
- Desde la lancha del práctico informan que no consiguen establecer contacto -respondió el funcionario-. El práctico que los guió hasta la salida mencionó que el barco está en un estado lamentable. Quizá no les funciona la radio.
- Mande a que la lancha los alcance y les transmita el mensaje en persona.
- Ya se lo he ordenado -manifestó el funcionario en tono de enojo-. Pero el barco navega cada vez más rápido. La lancha no consigue darle alcance.
- Creía que me había dicho que era una carraca oxidada -replicó el inspector jefe.
- Es una carraca oxidada muy rápida -señaló el funcionario-. Nuestras lanchas superan los treinta nudos por hora.
- ¡Maldita sea! -exclamó Rhee-. ¿Cuánto falta para que el barco llegue a aguas internacionales.
- No mucho -repuso el funcionario.
- Llame a la marina -le gritó Rhee a Po.
El detective cogió otro teléfono.
- ¿Qué quiere que hagamos nosotros? -preguntó el hombre de la capitanía.
- Nada más. Ya han hecho más que suficiente.
Colgó el teléfono con un ademán furioso y cogió el que le ofrecía Po. El segundo al mando del destacamento naval chino en Macao estaba al aparato.
- Soy el jefe de la policía de Macao. Necesitamos que detengan un barco que va rumbo al mar de la China meridional -le informó rápidamente.
- Tenemos un hidroplano que alcanza los sesenta y cinco nudos -dijo el oficial-, pero no lleva armamento pesado.
- No es más que un viejo carguero -afirmó Rhee-. Dudo que pueda oponer mucha resistencia.
Rhee no podía saberlo, pero acababa de cometer el error más grande de su vida.
Cabrillo entró en la sala de control como una tromba. Se quitó el chubasquero roñoso al tiempo que se sacaba la dentadura postiza. Arrojó las dos cosas a un lado. Luego comenzó a tirar de la barba postiza.
- Muy bien, ¿cuál es la situación?
- Acabamos de interceptar una orden de la marina china al capitán del hidroplano. Le han dicho que nos apresen. Una fragata y una corbeta zarparán en cuestión de minutos.
- ¿Alguna otra nave?
- No -contestó Hanley-. Esas son todas las unidades que la marina china tiene en Macao.
- ¿Dónde está nuestro equipo con el Buda de oro? -Cabrillo arrojó la barba sobre el chubasquero, y a continuación escupió un trozo de látex de la dentadura postiza que se le había quedado pegado.
- Están saliendo del puerto a toda velocidad -informó Stone. Señaló una pantalla-. Pero por lo visto los persiguen.
- Llama a Adams -dijo Cabrillo-. Mientras viene, que la tripulación suba el Robinson del hangar inferior a la cubierta.
- Ahora mismo -respondió Stone.
- Max -prosiguió Cabrillo-, comunícame con Langston Overholt por una línea segura.
Hanley comenzó a preparar la comunicación vía satélite.
Cabrillo miró la pantalla de radar que mostraba el avance de las Zodiac y la nave que las perseguía. Después miró otra pantalla donde aparecía la posición del Oregón y la ruta que seguían los barcos de la marina china que tenían órdenes de detenerlo o hundirlo si era necesario. Los cambios en las pantallas eran constantes.
- Adams estará aquí en un par de minutos -informó Stone.
- Zafarrancho de combate -ordenó Cabrillo con voz tranquila.
Stone apretó un interruptor y por todos los altavoces del Oregón comenzó a sonar la llamada de alarma.
Reinholt, que se encontraba en la enfermería situada bajo cubierta, escuchó la llamada y se sentó en la cama. Tardó un segundo en levantarse. Se calzó las pantuflas y se anudó el cinturón de la bata. Luego se cogió del soporte del suero fisiológico para utilizarlo como bastón y salió de la enfermería con paso lento para dirigirse a la sala de máquinas.
Reinholt sabía que si el Oregón entraba en combate necesitaría que todos estuvieran en sus puestos.
32 El capitán del hidroplano de la marina china Gale Force, Deng Ching, miraba a través de la pared de cristal de la cabina de mando con unos prismáticos de visión nocturna. La embarcación ya se había elevado sobre los patines de cuatro metros de altura y en esos momentos navegaba a una velocidad cercana a los cincuenta nudos. Ching bajó los prismáticos para mirarla pantalla del radar. El barco mercante todavía estaba lejos, perú la distancia se acortaba visiblemente.
- ¿Las armas de proa están preparadas? -le preguntó a su segundo.
- Sí, señor.
- En cuanto estemos a distancia de tiro -ordenó-, que disparen una salva de advertencia por delante de su proa.
- Creo que eso será más que suficiente -afirmó el segundo.
Langston Overholt se encontraba en su despacho en Langley, Virginia. En la oreja izquierda tenía el auricular del teléfono conectado vía satélite con la sala de control del Oregón. En la derecha tenía el teléfono con el cual hablaba con el almirante al mando de la flota del Pacífico.
- Directiva presidencial cuatro-dos-uno -le dijo al almirante-. ¿Qué tiene por la zona?
- Ahora lo estamos comprobando -respondió el almirante-. Lo sabré en unos minutos.
- ¿Puede emprender alguna acción contra los chinos sin que la relacionen con nosotros?
- Comprendido, señor Overholt -manifestó el almirante-. Presión a distancia.
- Eso es, almirante.
- Déjelo en manos de la marina -afirmó el almirante-. Ya se nos ocurrirá algo.
Overholt colgó el teléfono y reanudó la conversación con Cabrillo.
- Aguanta, Juan -dijo en voz baja-. Ya llega la ayuda.
- De acuerdo -respondió Cabrillo.
En las películas, cuando en un submarino suena el zafarrancho de combate, lo hace con gran estrépito de sirenas y batintines.
Los marineros corren por pasillos muy angostos para ir a ocupar sus puestos y la tensión domina en la sala.
La realidad es un tanto diferente.
El ruido en el interior o el exterior de un submarino es el gran enemigo; las consecuencias pueden ser la detección y la muerte. A bordo del Santa Fe, un submarino de ataque de la clase Los Ángeles, los preparativos para el combate se parecían más a los de un grupo de trabajadores que montan el escenario para un concierto de rock que al caos que se produce cuando alguien grita «Fuego» en un cine abarrotado. Las luces rojas que anunciaban el zafarrancho de combate se encendían y apagaban en todos los pasillos y compartimientos. La tripulación se movía sin prisas innecesarias. Las acciones que ejecutaban las habían repetido un millar de veces. Eran para ellos algo tan natural como afeitarse y ducharse. El comandante del Santa Fe el capitán Steven Farragut, estaba en el puente de mando y recibía los informes de la tripulación con la mayor tranquilidad -Verificación de los sistemas electrónicos de los cuartos de torpedos uno y dos completada -informó un oficial.
- Recibido -dijo Farragut.
- El submarino está en la profundidad de tiro óptima -comunicó el timonel.
- Excelente -manifestó el capitán.
- Contramedidas y detección a máximo nivel -avisó otro oficial.
- Perfecto.
- Los sensores indican todo despejado, señor -informó el contramaestre-. Al parecer estamos solos. Podremos comenzar la operación dentro de ocho, repito ocho, minutos.
- Recibido, contramaestre.
La gran bestia ascendió desde las profundidades, preparada para morder si era necesario.
Adams entró precipitadamente en la sala de control del Oregón. Vestía un mono color arena. Acabó de cerrar la cremalleras mientras se acercaba.
- Señor presidente -preguntó con una sonrisa deslumbrante-, ¿qué puedo hacer por usted?
Cabrillo le señaló una de las pantallas.
- George, tenemos un problema. Hay dos Zodiac con siete de los nuestros a bordo que intentan salir de las aguas de Macao.
No podemos virar para recogerlos porque también nos persiguen a nosotros. -Cabrillo le señaló otra pantalla-. Como ves, están intentando cazarlos. Tienes que suministrarles apoyo aéreo.
- Montaré las barquillas experimentales que diseñó el señor Hanley para el Robinson. Dispondré de minimisiles y una ametralladora. Creo que bastará para cubrirles la retirada.
- ¿Qué me dices del sistema de extracción? -preguntó Cabrillo.
- No puedo cargar a siete personas a bordo -replicó el piloto- No hay espacio.
- No estaba pensando en eso -dijo Cabrillo-. Te lo explicaré.
El capitán Ching se fijó en la pantalla del radar. Había visto un barco y supuso que era un mercante llamado Oregón. Por la descripción, el barco era poco más que un balde de herrumbre.
Por alguna razón, Ching había comenzado a dudar: el Gale Force era un barco que alcanzaba quince nudos y, si el radar no mentía, aquel barco iba a cuarenta y cinco. A esa velocidad, el Oregón estaría a salvo en aguas internacionales en cinco minutos. Se corría el riesgo de un incidente grave si los marineros del Gale Force intentaban un abordaje.
- Máxima velocidad -ordenó a la sala de máquinas.
- El hidroplano está acelerando -avisó Hanley-. A esta velocidad, nos interceptarán uno o dos minutos antes de que lleguemos a la línea de demarcación.
Cabrillo echó una ojeada a la pantalla donde se veía el agua delante de la proa del Oregón. Las nubes comenzaban a despejarse y muy pronto se encontrarían fuera de la niebla.
- Ponte en comunicación con ellos -le ordenó Cabrillo a Stone-, y explícales la situación.
Stone comenzó a sintonizar la radio mientras Cabrillo cogía otro micrófono.
- Sala de máquinas.
- Señor, aquí Reinholt.
Cabrillo no se molestó en preguntar por qué el herido no se encontraba en la enfermería como le habían ordenado. Era obvio que el jefe de máquinas estaba en condiciones de ayudar.
- Reinholt -dijo Cabrillo rápidamente-, ¿hay alguna posibilidad de conseguir unos pocos nudos más?
- En eso estamos -respondió Reinholt.
Bajo cubierta, ya habían sujetado las barquillas en los costados del R-44. Mientras el montacargas subía el helicóptero a la cubierta, Adams se enfundó unos guantes de vuelo Nomex y se puso unas gafas de sol con los cristales amarillos. Pasaba el peso de un pie a otro como un reflejo de su impaciencia, y, en cuanto el montacargas se detuvo y lo fijaron, corrió hasta el aparato, realizó una rápida comprobación previa y verificó el arnés instalado debajo. A continuación abrió la puerta de la carlinga del Robinson. Se estaba sentando cuando un tripulante se acercó a la carrera.
- ¿Quiere que retire los pasadores? -preguntó el tripulante.
- Monta las armas -respondió Adams-, y después despeja la cubierta. Despegaré en cuanto el motor alcance la temperatura correcta.
El hombre retiró los pasadores de los misiles y verificó!
carga de la ametralladora. Una vez más, se acercó a la ventanilla -Compruebe la consola de disparo.
Adams miró la pequeña pantalla sujeta a un costado del tablero.
- Todas las luces están verdes.
El tripulante se apartó del helicóptero. Adams esperó a que estuviera bien lejos de las palas y luego pulsó el botón de arranque. Cuatro minutos y veintiocho segundos más tarde, Adams se valió del viento de superficie creado por el Oregón como apoyo para despegar, luego hizo girar el R-44 y puso rumbo de regreso a Macao.
Las Zodiac saltaban sobre las olas a una velocidad de treinta nudos. Según la indicación del rudimentario radar, se mantenían por delante de la embarcación que las perseguía, si bien por muy poco. La neumática de Seng, con el peso añadido del Buda de oro, apenas si conseguía mantener la velocidad máxima. Mantenía el acelerador abierto hasta el tope, pero el motor no podía darle más potencia. La niebla espesa y el aguacero ocultaban las lanchas de la visión de los perseguidores, pero Seng tenía el presentimiento de que estaban apenas fuera del límite del alcance visual y auditivo. Si algo fallaba en esos momentos -un error, el recalentamiento del motor o una pérdida de aire en los flotadores- se convertirían en un blanco fijo.
En el mismo instante en que Seng tenía estos lúgubres pensamientos, Huxley escuchó la llamada del Oregón. Se llevó una mano a la oreja para asegurar el auricular. Debido a la posibilidad de una intercepción, el mensaje fue breve y al grano.
- La ayuda va de camino -informó Stone.
- Comprendido -respondió Huxley. Se volvió hacia Seng y Hornsby-. El Oregón nos manda la caballería.
- Bienvenida sea -exclamó Seng, que vigilaba atentamente el indicador de la temperatura, porque la aguja comenzaba a entrar en la zona roja.
En la Zodiac donde iban Kasim, Murphy, Meadows y Jo nes también habían recibido el mensaje. Kasim llevaba el ti món. Meadows se encontraba a su lado, y Jones estaba tendido a popa. Meadows escuchó la comunicación, se agachó junto al herido y le transmitió la nueva a gritos para hacerse oír por encima del ruido del viento, las olas y el motor.
- De haberlo sabido antes -comentó Jones-, les habría pedido que trajeran aspirinas.
- ¿Quieres otra botella de agua? -preguntó Meadows.
- No a menos que haya un lavabo a bordo -respondió Jones con una mueca de dolor.
- Aguanta, compañero -dijo Meadows-. Dentro de muy poco estaremos en casa.
La silueta del Oregón comenzó a formarse en los prismáticos de Ching como la visión distante de un ratero en una tienda abarrotada a medida que la niebla comenzaba a disiparse. El capitán se fijó en la estela que dejaba el mercante en su carrera.
La estela y la velocidad del barco no se parecían a nada que hubiese visto antes. La mayoría de los buques de carga, y Ching había perseguido e interceptado a muchos, navegaban como un manatí herido, y en cambio el barco de bandera iraní corría como un purasangre.
El movimiento del agua en la popa no se correspondía con el batir de la hélice, como era el caso de todos los barcos que conocía, sino que parecía formar unos vórtices concéntricos que allanaban el mar, como si hubiesen volcado una gran cantidad de glicerina. Ching observó las cubiertas, pero no vio ni un solo tripulante. No había a la vista nada más que metal oxidado y montañas de chatarra.
Aunque las cubiertas estuviesen desiertas, el Oregón no tenía la apariencia de un barco fantasma. No, pensó Ching, dentro de la nave estaban pasando muchas cosas. En aquel instante un helicóptero de tamaño mediano voló sobre el Gale Force a un centenar de metros de la banda de babor, casi a ras del agua.
- ¿De dónde ha salido ese aparato? -le preguntó Ching al oficial que atendía el radar.
- ¿Qué, señor? -replicó el oficial, que apartó la mirada de la pantalla.
- Un helicóptero que volaba hacia la costa -respondió Ching.
- El radar no lo ha detectado, señor. ¿Está usted seguro de que lo ha visto con esta niebla?
- Sí -afirmó, irritado-. Lo he visto. -Se acercó a la pantalla y observó los ecos-. ¿Qué está pasando? -preguntó al cabo de unos segundos.
El oficial era bajo y delgado y parecía un jockey con uniforme de gala. Sus cabellos eran lacios y negros como el azabache y tenía los ojos inyectados en sangre de tanto mirar la pantalla.
- Señor -contestó finalmente-, no estoy seguro. Lo que está viendo es algo que ocurre intermitentemente desde que comenzamos la persecución. Durante unos segundos tenemos una señal de retorno clara, luego pasa al otro lado de la pantalla como si se tratara de un partido de tenis en un videojuego.
- La imagen ni siquiera tiene el tamaño correcto -comentó el capitán.
- Primero aumenta, después disminuye hasta convertirse en un punto -señaló el oficial-, y luego salta al otro lado de la pantalla.
Ching miró de nuevo a través de la ventana; se acercaban al Oregón.
- Están interfiriendo nuestros equipos.
- Eso ya lo he detectado -manifestó el oficial.
- Entonces, ¿qué es? -preguntó Ching.
El oficial se tomó un momento antes de responder.
- Leí en la traducción de un artículo publicado en una revista científica que un ingeniero estadounidense estaba desarrollando un sistema experimental. En lugar de hacer que los objetos desaparecieran, como ocurre con los aviones invisibles a los radares, o emplear el agregado de ecos, como en la mayoría de los equipos de interferencia, este sistema utiliza un ordenador que recibe las señales de los cascos y los devuelve con diferentes tamaños e intensidades.
- ¿Quiere decir que el sistema puede hacer que aparezcan y desaparezcan a voluntad? -preguntó Ching, incrédulo.
- De eso se trata, señor.
- En cualquier caso -opinó Ching-, no puede ser que esa carraca tenga instalado un equipo ultramoderno.
- Confiemos en que tenga usted razón -dijo el oficial.
- ¿Por qué lo dice? -replicó el capitán.
- Porque en el artículo también se decía que, al cambiar las dimensiones del objeto, se puede convertir al perseguidor en un objetivo.
- No le entiendo.
- Quiero decir que, si la fragata o la corbeta que tenemos a popa dispara con algo más que balas, y ellos tienen un sistema como este, podrían hacer que los disparos fueran hacia nosotros, -¿Misiles chinos para hundir barcos chinos?
- Así es, señor.
- Interferencia en marcha -gritó Eric Stone.
Lincoln se encontraba en el otro extremo de la sala. Tenía a su cargo el control de artillería primario, y en esos momentos se ocupaba de hacer una rápida comprobación de la batería de misiles. Observó atentamente los gráficos que aparecían en la pantalla del ordenador.
- Señor presidente, batería preparada -anunció unos segundos más tarde.
- La situación tal como la veo es la siguiente -le dijo Cabillo a Hanley-. El objetivo de esta operación era recuperar el Buda de oro. Lo tenemos, pero aún está dentro del círculo de influencia china. Nuestra prioridad principal es traer a bordo a nuestros equipos y al Buda de oro, al tiempo que escapamos.
- Me disgusta decirlo, Juan -manifestó Hanley-, pero preferiría que continuase lloviendo.
- Un deseo desperdiciado, aunque estoy de acuerdo.
- No sabemos qué ayuda nos envía la marina -añadió Hanley-. Sin embargo, todo indica que no participarán buques de superficie. Nuestros sensores no han detectado ninguna otra nave en un radio de cien millas.
- Lanzaron misiles de crucero desde el golfo Pérsico al centro de Bagdad -señaló Cabrillo-. Por consiguiente, sería lógico esperar que nos diesen apoyo aéreo o con misiles.
- El enemigo dispone de misiles en la corbeta, y piezas de artillería de grueso calibre. Además, la fragata seguramente dispone de algún tipo de misiles de crucero de fabricación china.
- ¿Son buenos? -preguntó Cabrillo.
- No tienen la precisión de los nuestros -respondió Hanley-, pero pueden hundir un barco.
- ¿Qué pasa con el hidroplano?
- Solo lleva ametralladoras pesadas.
- ¿A las Zodiac las persiguen las lanchas de la policía?
- Efectivamente. Dos embarcaciones de aluminio de quince metros de eslora propulsadas por motores diesel. Cada una monta una ametralladora en la proa.
- ¿Equipos de radio?
- Nada especial -dijo Hanley.
- Así que, aun en el caso de que elimináramos las lanchas las Zodiac tendrían que rebasar al trío que tenemos a popa.
- Eso me temo -admitió Hanley.
Cabrillo comenzó a dibujar en una hoja amarilla con un rotulador negro. Cuando acabó, le entregó la hoja a Hanley.
- ¿A ti te parece que tiene sentido?
- Por supuesto.
- Entonces en marcha -declaró Cabrillo, decidido-. Todo a estribor. Volvemos hacia la costa.
33 Adams movió el cíclico a la izquierda para virar con el R-44.
Unos segundos antes había pasado por la banda de babor de la corbeta china y acababa de atisbar la nave entre la niebla. Era un milagro que desde la corbeta no le hubiesen disparado; sin duda tendrían que haber detectado la presencia del helicóptero en su vuelo hacia la costa. La fragata avanzaba a toda velocidad y Adams estaba dispuesto a apartarse el máximo posible.
Mantenía el Robinson a una altura entre dos y tres metros por encima de las crestas de las olas; quizá era eso lo que lo protegía de la detección electrónica, pero lo dudada. Para evitar la detección del radar, necesitaba estar más cerca de las crestas: entre sesenta y noventa centímetros. Con las barquillas de las armas colgadas a cada lado de los patines y los problemas que el agua salada podría provocar en su funcionamiento, Adams no estaba dispuesto a correr riesgos. Si para ayudar a sus amigos tenía que volar más alto estaba dispuesto a hacerlo.
Adams movió el cíclico hacia delante y vio cómo variaba la velocidad del rotor. Volaba a unos doscientos kilómetros por hora, y de acuerdo con sus cálculos vería a la primera Zodiac un minuto y cuarenta y cinco segundos después de pasar la fragata. Forzó la mirada para ver si descubría el buque chino, al tiempo que permanecía atento al radar meteorológico que le suministraba toda la información pertinente sobre la tormenta.
Huxley señaló el medidor de temperatura en el tablero de la Zodiac aunque no hizo ningún comentario. Seng asintió y después se inclinó hacia Julia para gritarle al oído:
- Creo que hay algo que ha obturado en parte las tomas de la bomba de agua. Quizá algo tan mínimo como un trozo de papel mojado o una bolsa de plástico. El problema es que tendríamos que detenernos y sacar el motor del agua para comprobarlo.
- No parece ir a más -comentó Huxley.
- No, no lo parece -admitió Seng-. Estamos en la parte baja de la zona roja y por ahora se mantiene. Si el motor continúa funcionando un poco más en estas condiciones, quizá consigamos salir de aquí con vida.
Huxley miró en derredor entre la niebla mientras continuaban avanzando a toda velocidad. Vio por un momento la Zodiac que pilotaba Kasim a popa por la banda de estribor. Las dos lanchas con motor diesel aún tenían que acercarse más para verlos, pero si mantenían la velocidad que llevaban nunca lo conseguirían.
- Es una pena que no podamos pedir un tiempo muerto -dijo Huxley-. Así podría limpiar las entradas de la bomba.
Eddie Seng tuvo que hacer un esfuerzo para oír la voz de Huxley en medio del estrépito del motor. Había algo más que le había hecho prestar atención: un suave batir en algún lugar a proa. Entonces, entre la niebla, distinguió al R-44. Un segundo más tarde, una voz sonó en la radio.
En el puente de mando del Gale Force las órdenes se sucedían.
Los mensajes se repitieron más de una vez cuando la noticia de que el Oregón comenzaba a virar para dirigirse a la costa pasó del operador de radar al capitán, del capitán al timonel, y después a los otros oficiales. En cuanto se comunicó la maniobra a los capitanes de la fragata y la corbeta, ambos dieron la orden de reducir la velocidad.
El capitán Ching calculó que el Oregón recorrería casi una milla antes de completar la vuelta.
Una vez más, el capitán Ching cometió un error.
Los motores magnetohidrodinámicos que impulsaban al Oregón hacían innecesario reducir la velocidad para cambiar la dirección de los propulsores. No había que torcer ejes, doblar hélices, ni quitar engranajes. Los chorros de agua que salían por la popa lo hacían a través de unos tubos que terminaban en unas toberas que se podían mover como los motores de un Harrier, el avión de caza de despegue vertical. Cualquiera de los ingenieros de propulsión no tenía más que apretar unos pocos interruptores para que un chorro continuara en la posición normal y el otro en la posición contraria. De esta manera el Oregón casi pivotaba sobre la quilla, siempre que la velocidad fuese inferior a los treinta nudos. La brusquedad de la maniobra hacía que el barco se inclinara peligrosamente y la borda casi rozara el agua, pero era algo que la corporación había hecho en más de una ocasión. Aparte de algunos platos rotos y unos cuantos objetos desparramados por el suelo, el barco no había sufrido nunca ningún daño estructural.
El ingeniero calculó el perfil del giro en el ordenador y en la pantalla apareció una imagen similar a la de una vuelta en U.
Después avisó a la sala de control de que estaban preparados. En cuanto el capitán diera la orden, el ingeniero apretaría un interruptor y se sujetaría a una mesa mientras el Oregón viraba en la superficie del agua como si se moviera por unos raíles. Abajo, en la sala de máquinas, Sam Pryor miró a Gunther Reinholt, que acaba de quitarse la aguja del suero y bebía una taza de café bien cargado después de teclear la orden para el giro.
- Elemental, señor Reinholt -manifestó Pryor con una sonrisa.
- Indudablemente, señor Pryor -respondió Reinholt.
Ambos hombres miraron la imagen de la vuelta en U en la pantalla del ordenador.
- Señor presidente -dijo Reinholt por el intercomunicador-, estamos preparados.
- Efectuaremos una vuelta rápida para agrupar a los tres barcos que nos persiguen -explicó Cabrillo en una transmisión codificada-. Tendrás que ocuparte inmediatamente de las dos lanchas que persiguen a las Zodiac para que tengan tiempo de reducir la velocidad y evitar estrellarse contra la popa de la fragata.
- Recibido -dijo Adams.
- Avisaremos a Seng y Kasim para que aminoren la velocidad en cuanto las lanchas queden fuera de combate.
- Dispararé los misiles de la barquilla de babor contra la primera lancha -manifestó el piloto-, y los de estribor contra la segunda. Eso bastará para frenarlos en seco.
- Haz todo lo posible para que los misiles impacten en la popa -le pidió Cabrillo-. Debemos procurar que el número de bajas sea pequeño dentro de lo posible.
Casi en el mismo instante en que la lancha de la policía que encabezaba la persecución vio la Zodiac de Kasim entre la niebla, el vigía también informó de que un helicóptero se acercaba desde el mar. Adams había hecho un giro con el R-44 para interceptar a la embarcación por la banda y cerca de la popa.
Centró la mirilla del ordenador de tiro en el tercio posterior de la lancha de aluminio de quince metros de eslora, y a continuación apretó el interruptor para que todos los misiles de la barquilla de babor apuntaran al mismo punto apenas por encima de la línea de flotación.
Hizo una respiración profunda y apretó el disparador.
El vigía vio la barquilla sujeta al helicóptero un segundo antes de que se produjera la andanada de los cuatro misiles. Los proyectiles eran pequeños -apenas un poco más gruesos que el brazo de un hombre-, pero sus cabezas cónicas contenían explosivos de gran potencia. Unas lenguas de fuego de casi dos metros de largo salieron por las toberas de los misiles, que tardaron unos pocos segundos en hacer impacto en la banda de la lancha y la partieron en dos con la misma facilidad con que un machete corta una pina.
El capitán apenas si tuvo tiempo de hacer sonar la alarma para que la tripulación abandonara la lancha antes de que la sección de proa comenzara a hundirse.
- Ahora, señor Reinholt -ordenó Cabrillo mientras una alarma sonaba de un extremo al otro del barco.
Reinholt apretó un botón rojo en la consola y después se sujetó a una mesa con todas sus fuerzas. El Oregón se escoró violentamente y comenzó a virar. Era como si el barco estuviese se montado en los carriles de una montaña rusa. La acción de la fuerza de la gravedad se multiplicó. Todos en el barco se sujetaron al objeto fijo más cercano y doblaron las rodillas corno esquiadores expertos en un descenso muy peligroso. Un par de minutos más tarde, el Oregón había acabado el viraje y estaba en la posición vertical.
Lincoln, sentado en un taburete atornillado al suelo delante del panel de control de tiro, y bien sujeto con un cinturón de seguridad, gritó:
- ¡Bien hecho, chico!
- Pasaremos junto al hidroplano dentro de veinte segundos -informó Hanley.
- Apunte al flotador, señor Lincoln -ordenó Cabrillo.
- ¿Qué demonios…? -comenzó a decir Ching mientras miraba cómo el enorme barco de carga daba la vuelta a una velocidad inusitada-. Todo a babor -ordenó.
El timonel no tuvo tiempo para hacer la maniobra porque el Oregón ya se les echaba encima.
- Everywhere I go, I'm just a gigolo… -canturreó Lincoln mientras fijaba el blanco y disparaba.
La batería de misiles de la proa del Oregón giró hacia el objetivo. A una orden de Lincoln, un par de misiles Harpoon salieron de las lanzaderas y volaron en línea recta. Hicieron diana en el delgado flotador y lo cortaron limpiamente como haría una guillotina con un dedo.
El Gale Force avanzaba al máximo de velocidad cuando recibió los impactos. En cuanto desapareció el flotador que le permitía levantarse sobre la superficie del agua, se desplomó sobre la banda y la escora fue tan pronunciada que la cubierta casi rozó la vertical. Sin embargo, no dio una vuelta de campana sino que fue como si se desintegrara en el agua. El piloto pudo parar los motores antes del hundimiento, y así consiguió salvar muchas vidas aunque no la embarcación.
Un minuto después de ser alcanzado, las olas barrían la cubierta del Gale Force y este se hundía rápidamente.
El capitán Deng Ching sangraba profusamente por la nariz y la boca como consecuencia del golpe que se había dado contra la consola de mando. Estaba aturdido por el dolor. El segundo oficial dio la orden de abandonar el barco.
- Nos acaba de atacar un helicóptero -avisó el capitán de la lancha que se hundía mientras embarcaba en una balsa salvavidas-. Nuestra embarcación se está hundiendo.
- Recibido -respondió el capitán de la otra lancha-. Vamos a rescatarlos.
- Lanzaré una bengala.
- Estaremos atentos. -El capitán se volvió hacia uno de los marineros-. Vaya a la ametralladora de proa y, si se acerca un avión, derríbelo.
La primera vez había sido todo un éxito y Adams decidió repetir la proeza. Se aproximó de nuevo por la banda de babor, centró la mirilla en la segunda lancha y apretó el disparador. No pasó nada. Quizá la barquilla de estribor se había mojado más que la de babor. También podía ser sencillamente que en los minutos transcurridos la niebla y la lluvia hubiesen humedecido los circuitos, o bien podía tratarse de un fallo -esta era la primera vez que se utilizaban las barquillas- y casi nunca un sistema funcionaba a la perfección en su estreno.
La cuestión era que los misiles no salían de las lanzaderas El R-44 voló por encima de la lancha de la policía en el momento en que el marinero echaba hacia atrás la palanca de la ametralladora, quitaba el seguro y, haciendo girar el arma para situarla a la altura correcta, comenzaba a disparar contra el helicóptero que se alejaba. Adams notó un cambio en el cíclico cuando un proyectil arrancó un trozo de una de las varillas de control del rotor principal. Buscó rápidamente la protección de la niebla para evaluar los daños.
- Control -llamó por un canal seguro de la radio-. He eliminado uno de los objetivos, pero ahora mi caballo está herido y me han roto el arco.
Hanley recibió la llamada en la sala de control del Oregón, Observó la pantalla antes de responder:
- ¿Tienes el control del aparato?
- No está mal -manifestó Adams, con voz calma-. Creo que podré posarlo sin problemas.
- Ahora vamos en tu dirección -dijo Hanley-. Expulsa las barquillas y trae el pájaro a casa.
- ¿Cómo quieres que lo haga? -preguntó el piloto.
- Hay un fiador en el panel de control de las armas. Levanta la tapa, aprieta el interruptor y se desprenderán las barquillas. Nosotros nos ocuparemos de la segunda embarcación, Adams viró para poner rumbo de nuevo hacia la lancha.
- Me demoraré un par de minutos -informó-. Tengo una idea.
Al otro extremo de la sala, Juan Cabrillo hablaba de nuevo vía satélite con Langston Overholt en Virginia.
- Hemos hundido la embarcación más cercana a nosotros -explicó-. Pero todavía nos queda enfrentarnos a una fragata y una corbeta.
Overholt se paseaba por el despacho mientras hablaba. Delante de su mesa, sentado en una silla y vestido con el uniforme completo, se encontraba un comandante de la marina de Estados Unidos que estaba asignado a la CIA.
- Tengo en mi despacho a un oficial de la marina. Mis superiores están preocupados por las consecuencias si atacas y hundes los otros dos buques. ¿A qué distancia estás de ellos?
- Por ahora la situación no es grave pero puede cambiar en unos minutos -respondió Cabrillo.
- ¿Si los detenemos podrás escapar? -preguntó Overholt.
Cabrillo pensó unos momentos antes de contestar.
- Podemos recuperar a nuestros hombres y el objeto que hemos venido a buscar y alejarnos a toda máquina en unos diez minutos. Si los chinos no envían aviones, creo que podremos largarnos sin problemas.
- En este momento -señaló Overholt-, la única transmisión de radio habla de un helicóptero que atacó a una lancha de la policía. Ahora mismo, al menos en lo que se refiere a los chinos, no sois más que un barco mercante con el que no consiguen comunicarse. Sin embargo, eso podría cambiar después de que recojan a los náufragos de la lancha que habéis hundido.
- Cuando los rescaten, nosotros ya estaremos navegando hacia el sur -replicó Cabrillo-, y ocultos en la niebla. Con los equipos electrónicos que tenemos a bordo podemos desaparecer de sus radares. La niebla nos mantendrá protegidos de la búsqueda aérea.
Overholt se volvió hacia el comandante.
- ¿El nuevo equipo afectará también a nuestro barco?
- Siempre que desconecten todos los equipos electrónicos cuando pase a su lado, no tendrán problemas.
- Juan, ¿lo has escuchado?
- Sí, pero no lo entiendo.
- Es un nuevo juguete de la armada. Se llama FRITZY Está diseñado para provocar un cortocircuito en todos los sistemas eléctricos y creemos que bastará para detener a tus perseguidores. Tendrás que desconectar todos los sistemas del Oregón cuando te demos la orden.
- Nos acercamos a las Zodiac -comunicó Eric Stone, que atendía el radar.
- Paren las máquinas -ordenó Cabrillo-. Preparados para subir a los nuestros.
Adams subió hasta los mil metros para luego bajar hacia la lancha en el ángulo más picado que podía soportar el R-44. Notó cómo su cuerpo pesaba menos sobre el asiento, y después sintió la presión del arnés contra los hombros. Vio a través del parabrisas de plexiglás de la carlinga la silueta de la embarcación de la policía y cómo aumentaba de tamaño a medida que continuaba bajando en picado.
El artillero de proa intentó disparar contra el helicóptero, pero su campo de tiro quedaba limitado por la cabina de mando que tenía directamente detrás. El artillero consiguió disparar unos cuantos centenares de proyectiles mientras el helicóptero todavía estaba a tiro aunque erró el objetivo, y luego soltó los gatillos.
Adams mantuvo el picado hasta el último momento. Cuando llegó a unos veinticinco metros por encima de la popa, movió hacia atrás el cíclico y subió el colectivo. Esto hizo que se redujera la velocidad del descenso y que después se levantara el morro del aparato. En el momento en que el R-44 llegó al punto más bajo de la trayectoria, el piloto levantó la tapa del fiador y apretó el interruptor. Las dos barquillas se desprendieron de los costados del helicóptero para caer directamente sobre la cubierta de popa de la embarcación. Una descarga de electricidad estática en una de las barquillas al soltarse puso en marcha el mecanismo de uno de los misiles, que cruzó como un rayo los últimos seis metros. El impacto abrió un boquete y de inmediato se inició un incendio incontrolable.
Adams comprobó que, libre del peso y el arrastre de las barquillas, podía controlar mucho mejor el aparato averiado.
Puso rumbo hacia donde suponía que estaba el Oregón, atento a la aparición de la nave entre la espesa niebla.
- Eliminado el segundo objetivo -transmitió-. Regreso a casa.
Cuando una persona se encuentra en alta mar y hace mal tiempo, la visión de cualquier objeto hecho por el hombre le aporta solaz y consuelo. Para las siete personas que viajaban con el Buda de oro en las pequeñas embarcaciones perseguidas por la marina china, la aparición de la proa del Oregón entre la niebla fue algo tan maravilloso como lo es para un jugador que pierde ver que le han dado un póquer de ases.
- Situad las embarcaciones debajo de los pescantes -comunicó Hanley por la radio-. Tenemos que subirlas a la carrera.
Los timoneles de las Zodiac redujeron la velocidad y las colocaron en la vertical de los pescantes a babor y estribor de la popa del Oregón. En una maniobra que podían hacer a ciegas, los marineros izaron las embarcaciones y a sus tripulantes en menos de dos minutos. Murphy se disponía a salir de la Zodiac cuando se acercó Franklin Lincoln.
- He estado divirtiéndome con tu juguete -dijo-. Ya puedes poner otra pegatina de barco en la consola.
- Buena puntería, Franklin -lo felicitó Murphy con una gran sonrisa.
- ¿Todos sanos y salvos? -preguntó Lincoln.
- Todos menos Jones -contestó Murphy, señalando la otra neumática-. Hay que llevarlo a la enfermería.
Lincoln cruzó la cubierta para acercarse a la otra Zodiac.
Miró al herido.
- Jones, tienes un aspecto repugnante -comentó, divertido.
- No me hagas reír -replicó Jones-. Las costillas me están matando.
- ¿Has hecho lo que tenías que hacer?
- Por supuesto. -Jones le señaló la caja del Buda de oro-, Ahora ten la bondad de llevarme a la enfermería y atiborrarme de calmantes.
- Pues allá vamos -respondió Lincoln.
Se agachó y con mucho cuidado levantó a Jones del fondo de la embarcación como si levantara a un cachorrillo que acaba de nacer.
- Tres minutos para el disparo -anunció una voz por el sistema de megafonía del Santa Fe.
Dos misiles Tomahawk equipados con los módulos de destrucción electrónica experimentales ya estaban en los silos de lanzamiento. El sistema FRITZY utilizaba una descarga de ondas para sobrecargar los circuitos de cualquier aparato electrónico. El capitán Farragut esperaba con ansia que se efectuara el lanzamiento. No era el desempeño de sus tripulantes lo que le preocupaba, ya que todos estaban muy bien preparados y cumplirían con la tarea de una manera impecable, sino lo desconocido. A Farragut lo dominaba la curiosidad de saber si el FRITZY respondería a lo que habían prometido sus diseñadores, y si podría reclamar el honor de ser el primer comandante que lo había utilizado en combate. Era algo que podría ayudarlo cuando fuera el momento de los ascensos, o por lo menos significaría que lo invitarían a unas cuantas copas cuando el submarino regresara a su base.
- Compuertas abiertas -informó el contramaestre-. Todo en orden.
- Te vemos -le comunicó Hanley a Adams-. Tienes que aterrizar ya.
Adams estaba realizando la aproximación por la popa del Oregón.
- Tardaré unos dos minutos en situarme en la vertical.
- Dentro de un minuto y treinta segundos -replicó Hanley, cronómetro en mano- dejarán de funcionar todos los sistemas electrónicos.
- Despejad la cubierta -dijo Adams-. Voy a ganar altura, apagaré el motor y aterrizaré con la autorrotación.
- Cubrid de espuma las cubiertas -ordenó Hanley a través de los altavoces-. Dentro de un minuto cortaremos todo el suministro eléctrico.
Muchas personas creen que los helicópteros se desploman en cuanto se para el motor. En la realidad, cuando no hay potencia para los rotores, el piloto puede valerse del viento del descenso para hacer girar las palas. El procedimiento, conocido con el nombre de autorrotación, tiene sus dificultades, pero la maniobra ha salvado unas cuantas vidas a lo largo de los años. Por lo general, el piloto dispone de mucho espacio donde aterrizar. Hacerlo en una plataforma apenas un poco más grande que el tamaño del propio helicóptero requiere un temple y unos nervios de acero. Adams utilizó el minuto para ganar altura. A continuación se situó en línea detrás de la plataforma de aterrizaje. Cuando su reloj señaló que era la hora apagó el motor, desconectó los ejes transmisores del rotor principal y el de cola, y conectó la unidad de giro libre.
Sin el ruido del motor, en el interior de la carlinga reinó un silencio que resultaba extraño. Los únicos sonidos eran el del viento al rozar el fuselaje y el que producía Adams mientras silbaba una canción de Bobby Darrin, Mackie el Navaja. El R-44 bajaba en un ángulo más empinado que el normal, pero Adams tenía el control absoluto.
Solo cuando se apagaron todas las luces del Oregón y el barco desapareció en la niebla se preocupó un poco.
- Uno fuera -anunció el contramaestre en voz baja-, Dos fuera.
Los misiles de crucero salieron de los silos de lanzamiento y se elevaron para después descender al nivel de las olas. Dirigidos por un avanzado programa informático, los misiles volaron hacia la corbeta y la fragata china a una velocidad de cuatrocientos cincuenta kilómetros por hora. En cuanto los misiles de crucero llegaron a la distancia que les marcaba el programa, lanzaron una descarga de fricción electrónica similar a la que se produce inmediatamente después de una explosión atómica.
Los circuitos eléctricos de los dos buques se cerraron como si alguien hubiese accionado el interruptor. Los motores dejaron de funcionar y se apagaron todos los mecanismos de control. Las naves de guerra se detuvieron poco a poco y se mecieron con las olas mientras el viento y la lluvia azotaban el mar.
Cuando el viento sacudió el R-44, Adams gritó como un vaquero que monta un caballo salvaje para domarlo.
Se encontraba a unos veinticinco metros de la popa del Oregón y a una altura de seis metros cuando inició la maniobra de aterrizaje. Tiró hacia atrás el cíclico a fin de levantar el morro del aparato y utilizar el arrastre en los rotores para conseguir velocidad de avance. Estaba a poco más de un metro de altura sobre la plataforma de aterrizaje cuando cesó la velocidad de avance y el Robinson cayó sobre la cubierta con gran estrépito. La espuma llegaba casi hasta la mitad del fuselaje en el momento en que Adams accionó el freno del rotor para detener el giro de las palas. Después abrió la puerta de la carlinga y comenzó a desabrochar el arnés.
Richard Truitt caminó entre la espuma para acercarse al aparato en cuanto se detuvieron las palas.
- ¿Estás bien? -preguntó.
- Solo un poco agitado. -Adams sonrió-. ¿Alguna novedad?
En aquel instante las máquinas del Oregón se pusieron en marcha de nuevo.
- Nos vamos -dijo Truitt.
- Mar abierto, ¡allá vamos! -exclamó Adams mientras salía de la carlinga.
- Rellena el parte de daños -le dijo Truitt-, y después ven a reunirte conmigo en la cafetería. Tenemos que planear un par de cosas.
Los dos hombres llegaron al borde de la espuma cuando uno de los tripulantes comenzaba a quitarla con el potente chorro de una manguera. Se limpiaron unos copos de los pantalones mientras caminaban hacia una de las puertas.
- ¿Tengo que llevar algo en particular? -preguntó el piloto.
- Los gráficos de rendimiento a gran altura -respondió Truitt.
34 El Oregón navegaba rumbo al sur casi en el borde de la tormenta. Eran las seis de la mañana y en la cafetería olía a beicon, salchichas, huevos y bollos con canela. Cabrillo compartía mesa con Julia Huxley cuando Hanley se acercó con una taza de café humeante en la mano. Sonrió a la pareja mientras se sentaba.
- No se puede negar que ha sido emocionante -le dijo a Cabrillo.
- Por aquí la vida nunca es aburrida -admitió Cabrillo.
- ¿Qué tal están Reinholt y Jones? -le preguntó Hanley a Huxley.
- Jones tiene un par de costillas rotas. Le he suministrado un calmante y duerme en la enfermería -respondió Huxley-. Reinholt afirma que ya está recuperado del todo, pero lo mandé a su camarote con la orden de que haga reposo.
- ¿Has ido a ver cómo van las reparaciones del R-44?
- preguntó Cabrillo.
- Sí, señor presidente. -Hanley esperó a que el camarero le sirviera un bollo y añadió-: Tiene torcida una de las varillas que controlan el movimiento de la cabeza del rotor. Ahora la están cambiando y calculan que estará en condiciones de volar dentro de un par de horas.
- Bien. En cuanto el Oregón se acerque a la costa, necesitaré que Adams me lleve al aeropuerto.
- Tal como habíamos planeado -manifestó Hanley.
- Ahora solo nos queda encontrar el compartimiento secreto en el Buda de oro -señaló Cabrillo-, y ver si el contenido sigue intacto.
Sung Rhee vio a través de la ventana a los cuatro hombres que se acercaban a su despacho. No parecían muy felices, y el ayudante no se molestó en llamar antes de abrir la puerta. Rhee se levantó para recibir a los visitantes mientras el ayudante se apartaba para dejar paso al almirante.
- Hemos conseguido colocar flotadores debajo del hidroplano con el fin de evitar que se vaya a pique hasta que llegue una nave para remolcarlo hasta el astillero -dijo el almirante sin ningún preámbulo-, pero mis hombres dicen que tardarán seis meses en repararlo.
- Señor… -comenzó Rhee.
- Silencio -tronó el almirante-. Tengo una nave fuera de servicio, además de una fragata y una corbeta convertidas en dos cascarones a merced de las olas. Me ha metido en una buena y pagará por esto.
- Señor -dijo Rhee rápidamente-, ¿cómo podíamos imaginar tal cosa? El barco tenía todo el aspecto de ser un mercante decrépito.
- Pues nada más lejos de la realidad -replicó el almirante, furioso-. Acabó con el hidroplano como si estuviese haciendo un ejercicio de tiro. Todavía no sabemos qué pasó con los otros dos buques.
Junto a la puerta del despacho, el ayudante mantenía una conversación telefónica en voz baja. Asomó la cabeza en el despacho de Rhee.
- Almirante, Pekín al aparato.
Chuck Gunderson le sonrió a Rhonda Rosselli y le enseñó uno de los bonos al portador.
- Este es el trato. Tracy, Judy y yo tenemos que bajarnos.
En cuanto salgamos del avión, podrás desatar a los pilotos.
- ¿Me abandonas? -preguntó Rosselli en tono acusador-. ¿Todo aquel rollo de que me uniría al equipo solo era una mentira?
Gunderson sacó un puro del bolsillo de su mono de vuelo y se lo pasó por debajo de la nariz. Después cortó una punta de un mordisco y lo encendió con un mechero de oro. Dio varias caladas para acabar de encenderlo.
- Nunca le miento a una chica bonita -afirmó con una sonrisa-, y no voy a empezar ahora.
- Entonces, ¿cuál es el trato?
Gunderson metió el bono al portador en un sobre de plástico y lo guardó con los demás.
- El bono que acabas de ver te lo enviarán a tu domicilio cuando yo llegue a tierra. Será el pago por un trabajo bien hecho.
- ¿Qué debo decir cuando aterricemos? -preguntó Rosselli.
- Yo se lo contaría todo, excepto lo del bono. Ese continuará siendo nuestro pequeño secreto.
- ¿Así de sencillo, contárselo todo? -repitió la muchacha, incrédula.
- ¿Por qué no? -replicó Gunderson-. No te he dado ninguna información que pueda acusar a mi grupo. El equipo se asegurará de que la embajada estadounidense del país donde aterrice el avión reciba un aviso. Tú cuéntalo todo y te dejarán marchar en cuestión de días. Una vez que regreses a California alguno de los que trabajan conmigo se pondrá en contacto contigo cuando sea el momento oportuno.
- ¿Eso significa que nunca más te volveré a ver?
- Nunca se sabe -dijo Gunderson en el momento en que entraba la pelirroja Tracy Pilston.
- Solo faltan unos pocos kilómetros para nuestro punto de destino -informó Pilston-, y ya estamos preparadas para volar del gallinero.
- ¿Ya están avisados? -preguntó Gunderson.
- Sí. Nos enviarán una señal para que podamos calcular el salto.
Gunderson sacó dos paracaídas del armario donde los había escondido un miembro de la corporación cuando el 737 se encontraba en su hangar en California. Ayudó a Pilston con el arnés, y después se sujetó el suyo. Sacó tres gafas de una bolsa y las repartió.
- Avisaremos a Judy -dijo con voz tranquila- y saltaremos por la rampa. -Se dirigió a Rosselli-. Ve a la cabina de mando. Dile a Judy que es la hora, y después quédate allí.
- ¿No saldrá todo despedido por la abertura? -preguntó Rosselli.
- La cabina no está presurizada -respondió Gunderson-, así que no será muy malo. De todas maneras, yo no me arriesgaría a caminar por la cabina principal. Quédate en la cabina de mando y, cuando suene el despertador, abre la puerta trasera y desata a los pilotos.
- Vale -dijo Rosselli mientras se dirigía a la cabina de mando, abría la puerta y le transmitía el mensaje a Michaels.
- Comprendido -contestó Judy Michaels.
Verificó de nuevo la velocidad, se aseguró de que el piloto automático funcionaba correctamente y después movió la palanca para bajar la rampa trasera. La rampa comenzó a descender lentamente y de inmediato empezaron a sonar las alarmas en el panel de instrumentos. Michaels puso en marcha un reloj de plástico de los que se emplean para medir la cocción de los huevos y se lo dio a Rosselli.
- Mantén la puerta cerrada y, cuando suene la campanilla, ya sabes lo que debes hacer.
Rosselli asintió con un gesto.
- Ha sido un placer conocerte -añadió Michaels y salió de la cabina de mando.
Caminó rápidamente por el pasillo y se detuvo cuando llegó junto a Gunderson para que su compañero la ayudara a sujetarse bien el arnés del paracaídas. Cuanto más bajaba la rampa, mayor era la fuerza del viento que entraba en el fuselaje del 737. Las páginas de las revistas se levantaban y cualquier objeto suelto se agitaba con el viento. Gunderson vio cómo un kimono de seda se hinchaba como una vela y salía despedido polla abertura. El trío caminó hasta la parte de atrás, donde los escalones de la rampa apuntaban directamente por debajo de la cola del Boeing.
- ¿Qué crees que le harán a Rhonda? -preguntó Pilston.
- No pueden hacerle gran cosa -contestó Gunderson mientras se ponía las gafas. Luego ayudó a Michaels a ponerse en la posición para saltar.
- Creo que le gustabas -comentó Pilston, que se situó detrás de Michaels.
- Es el encanto de los hombres que usamos Aqua-Velva -replicó en tono burlón.
En aquel instante, su busca alfanumérico recibió la señal enviada vía satélite. El busca comenzó a vibrar. Gunderson sujetó a sus compañeras, corrió hasta el extremo de la rampa y saltó al vacío. En cuanto quedaron fuera del alcance de las turbulencias de los motores, las soltó.
El timonel del Kalia Challenger, que navegaba por el mar de la China meridional, vio que el cielo comenzaba a despejarse.
Se dio cuenta sobre todo porque de pronto advirtió la presencia de dos aviones antisubmarinos de la fuerza aérea china y de un helicóptero de largo alcance. El Kalia Challenger había sido construido en 1962 para la United States Line como parte de una flota de once barcos de transporte rápido. Años después lo había comprado una empresa armadora griega para el transporte de carga desde Asia a la costa occidental de Estados Unidos.
Tenía ciento cincuenta metros de eslora y veinte de manga.
En la cubierta había media docena de grúas para la carga y descarga de las bodegas. El casco estaba pintado de rojo por debajo de la línea de flotación y de negro hasta la borda. Era un barco de trabajo que había tenido una vida útil, y los años se notaban, pero aunque era anticuado sus dueños confiaban en sacarle todavía mucho provecho. Solo tenía un defecto grave.
Desde lejos, para un ojo poco avezado, se parecía al Oregón.
Estaban claramente en aguas internacionales cuando el avión antisubmarino lanzó la primera carga de profundidad, Cayó a un centenar de metros por delante de la proa y el surtidor de agua que levantó al estallar se elevó a una altura de veinticinco metros.
- ¡Paren las máquinas! -gritó el capitán.
En la sala de máquinas obedecieron la orden en el acto, y el Kalia Challenger redujo rápidamente la velocidad hasta detenerse del todo.
Pasaría casi una hora antes de que un grupo de abordaje de la marina china subiera a cubierta.
Nunca nadie pidió disculpas ni explicó la parada ilegal.
Delbert Chiglack contempló el cielo con expresión de asombro. Había visto algunas cosas increíbles en los catorce años que llevaba trabajando en las plataformas petrolíferas; extrañas criaturas marinas que desafiaban cualquier explicación, objetos voladores no identificados, curiosos fenómenos meteorológicos. Pero en todos los años dedicados a la extracción de petróleo en alta mar nunca había visto a un trío de paracaidistas aparecer de la nada e intentar posarse en la plataforma.
Gunderson, Michaels y Pilston habían saltado del 737 a una altitud de casi cinco mil metros, por encima de la capa de nubes que ocultaba el avión de la vista. Provistos con botellas de oxígeno para poder respirar mientras descendían, flotaron alrededor del objetivo antes de dirigir los paracaídas en un movimiento de espiral para situarse en la vertical del helipuerto de la plataforma.
La plataforma estaba a treinta kilómetros de la costa de Vietnam, a mil trescientos kilómetros de Macao, y pertenecía a la Zapata Petroleum de Houston, Texas. George Herbert Walker Bush era el propietario de la compañía, y alguien de Virginia le había pedido un favor.
Tracy Pilston aterrizó prácticamente sobre la X que marcaba el centro del helipuerto, y Judy Michaels dos metros más allá. Chuck Gunderson se llevó la peor parte. Aterrizó a un lado de la plataforma. El viento arrastró el paracaídas antes de que pudiera soltarlo, y, de no haber sido porque Chiglack lo sujetó en el último momento, quizá habría caído al mar.
Después de que Chiglack lo apartó del borde y tras desprenderse del paracaídas, Gunderson se volvió hacia el jefe de la plataforma con una sonrisa.
- Si mis amigos no me han mentido, creo que tenemos una reserva para tres.
Chiglack escupió un poco de jugo de tabaco.
- Bienvenidos a bordo. El transporte no tardará en llegar, -Gracias.
- Si usted y las señoras quieren acompañarme, los invito a una taza de café.
En la sala de control del Oregón, Hanley le comunicó a Cabrillo las últimas novedades.
- Acabamos de recibir un mensaje de Gunderson. Ahora mismo se encuentran sanos y salvos en la plataforma. Tienen los bonos y esperan el transporte para regresar a casa.
Cabrillo asintió con un gesto.
- Pareces agotado -comentó Hanley-. ¿Por qué no vas a dormir unas cuantas horas y me dejas a mí a cargo del fuerte?
Cabrillo estaba tan cansado que ni siquiera tenía ánimos para discutir. Se levantó de la silla y se dirigió a la salida.
- Despiértame si me necesitas.
- ¿No lo hago siempre? -replicó Hanley. Esperó a que saliera Cabrillo y luego se dirigió a Stone-. Truitt llegará dentro de unos minutos para relevarte. Vete a dormir y vuelve dentro de cuatro horas.
- Sí, señor -respondió Stone y se marchó.
Hanley tecleó una orden en su ordenador y comenzó a repasar de nuevo todo el plan.
Langston Overholt durmió durante todo el viaje hasta París. El reactor Challenger que lo transportaba estaba registrado como perteneciente a una compañía llamada Strontium Holding PLC, que aparentemente tenía su sede en Basilea, Suiza. En realidad, las ruedas del reactor nunca habían tocado suelo suizo.
El Challenger CL-640 había sido comprado a un agente de bolsa en Londres con fondos de la CIA. En un taller de Alexandria, Virginia, cerca de la base de Bolling, le habían instalado los equipos electrónicos de última generación. El reactor de fabricación canadiense tenía capacidad para diez pasajeros, una velocidad de crucero de setecientos ochenta kilómetros por hora y una autonomía de vuelo de siete mil cuatrocientos cincuenta kilómetros.
La distancia entre Virginia y París era de poco más de seis mil cien kilómetros. En la capital francesa cargaron combustible y provisiones. En la segunda parte del viaje, desde París a Nueva Delhi, recorrieron seis mil quinientos ochenta kilómetros. La primera parte la habían hecho en ocho horas; en la segunda, gracias al viento de cola, tardaron un poco más de siete.
Después de recibir el mensaje de Cabrillo a las seis de la mañana, hora de Macao, de que la corporación tenía en su poder el Buda de oro, Overholt había tardado menos de una hora en abandonar el territorio estadounidense. En Virginia eran las seis de la tarde del Viernes Santo. Cuando el Challenger aterrizó en Nueva Delhi, eran las nueve de la mañana del sábado.
El viaje en un avión turbohélice hasta Pequeña Lhasa, en el norte de la India, había durado poco más de dos horas, así que casi era mediodía del sábado cuando Overholt se reunió de nuevo con el Dalai Lama. El reverenciado líder del Tíbet había dejado claro que, si se iba a producir un golpe de Estado, tendría que ser el domingo de Pascua, el 31 de marzo, fecha en que se cumplía el cuadragésimo sexto aniversario de su marcha al exilio.
Por consiguiente, Overholt y la corporación disponían de veinticuatro horas para hacer un milagro.
Cari Gannon se había ganado merecidamente el sueldo durante los últimos días. Después de conseguir el camión en Thimbu, Bután, y de planear una ruta hasta el Tíbet, había recibido una larga lista de compras enviada desde la sala de control del Oregón. Como encargado de logística de la corporación, Gannon estaba acostumbrado a conseguir lo imposible. Para obtener lo que se necesitaba en esta ocasión, Gannon tendría que utilizar la amplia red de contactos que había tejido con mucho cuidado a lo largo de los años.
Los fondos vendrían del banco de la corporación en la isla de Vanuatu, en el Pacífico sur, y el Oregón había dejado muy claro que lo único importante era el tiempo, no el coste. Gannon disfrutaba cuando recibía una autorización de esta índole.
Conectó el ordenador portátil a un teléfono móvil y comenzó a teclear de corrido una larga serie de números de teléfono, códigos y contraseñas a razón de setenta palabras por minuto.
En una nación amiga de Oriente Próximo compró ochenta misiles Stinger que serían transportados a Bután por una compañía sudafricana que siempre había cumplido. Alquiló ocho helicópteros Bell 212 con depósitos de combustible adicionales pertenecientes a una compañía indonesa especializada en explotaciones petrolíferas en el subsuelo marino, para que transportaran los misiles y el armamento ligero. Contrató a dieciocho pilotos de diferentes países asiáticos, dieciséis para el servicio activo y dos como suplentes por si alguno de los otros enfermaba. Compró en secreto provisiones para todos los participantes y combustible, y guardó todo en una serie de hangares vigilados por miembros de las fuerzas especiales filipinas.
El último artículo de la lista de Gannon era el más curioso.
El Oregón quería que consiguiera un avión de gran tamaño pero de poca velocidad en Vietnam. Además del avión, querían una grúa con treinta metros de cable de acero que se pudiera montar en el suelo del avión. Gannon tuvo que hacer dos llamadas para encontrar un Antonov AN-2 Colt fabricado en Rusia en 1985 y que era propiedad de una compañía maderera laosiana que trabajaba para el gobierno vietnamita. El enorme avión, con una envergadura de dieciocho metros, una velocidad de crucero de solo ciento noventa kilómetros por hora y una velocidad crítica de cien kilómetros por hora, se podía describir muy acertadamente como un camión volante. El interior era una gran caja donde entraban dos toneladas y media de carga.
La grúa la compró nueva a un vendedor de Ho Chi Minh City y la pagó con una tarjeta de crédito de la compañía.
Cumplido el último encargo, Gannon se acabó la Coca-Cola y llamó al Oregón. Esperó mientras en el teléfono sonaban una serie de pitidos que correspondían a la codificación de la llamada.
- Adelante, Cari -dijo Hanley un minuto más tarde.
- Tengo el avión, pero no me has dicho nada de un piloto.
- Uno de los nuestros se encargará de pilotarlo.
- Es un Antonov ruso -le informó Gannon-. Dudo que tengamos a alguien que conozca el modelo.
- En ese caso, bajaremos algunos manuales de Internet. Es todo lo que podemos hacer.
- Tiene los depósitos de combustible cargados al máximo y está aparcado en el aeropuerto del viejo Saigón. El mecánico terminará de instalar la grúa dentro de una hora. Te enviaré una foto por fax.
- Nos veremos dentro de poco. ¿Todo tranquilo por ahí?
- Todo va como una seda -respondió Gannon con una sonrisa.
En la plataforma de la Zapata Petroleum, frente a la costa de Vietnam, Delbert Chiglack cogió la hoja que acababa de imprimir el fax, y después llamó de nuevo al helicóptero que se acercaba. Cuando acabó de hablar con el piloto, volvió al comedor y le entregó la hoja a Gunderson.
- Esto acaba de llegar para usted.
- Gracias -dijo Gunderson y se apresuró a mirar la foto del biplano que le había enviado el Oregón antes de doblarla y guardarla en el bolsillo de su mono de vuelo.
En aquel momento, una sirena sonó dos veces.
- Su transporte acaba de llegar -anunció Chiglack.
Acompañó al trío hasta que llegaron debajo del helipuerto.
El encargado de la plataforma esperó a que el helicóptero se posara y a continuación gritó para hacerse oír por encima del ruido de los rotores:
- Suban la escalera. Mantengan la cabeza gacha. La puerta estará abierta.
- Gracias por la hospitalidad -gritó Michaels.
- Cuidado con el peinado, señoras -respondió Chiglack cuando comenzaron a subir la escalera.
El helicóptero despegó al cabo de cuatro minutos y puso rumbo a tierra. Chiglack lo observó alejarse y luego se dirigió a su despacho para informar que los visitantes habían abandonado la plataforma.
Gunderson le dio la foto del biplano al copiloto.
- Está aparcado en el lado norte del aeropuerto -le explicó mientras el copiloto sujetaba la foto en el muslo-. Le estaremos muy agradecidos si aterriza lo más cerca posible.
El copiloto volvió a colocarse los auriculares y le transmitió la información al piloto, que respondió con un gesto. El copiloto le sonrió a Gunderson y le señaló que volviera a su asiento.
Al cabo de veinte minutos vieron la costa sur de Vietnam.
Cuando sobrevolaron la zona menos profunda, Gunderson vio los restos de un barco hundido. En una zona de arbustos cercana a la costa distinguió lo que parecían ser los restos de un tanque de la guerra librada treinta años atrás.
Pilston tocó el brazo de Gunderson cuando el helicóptero se aproximó al aeropuerto y el Antonov se hizo visible desde el aire. El piloto redujo la velocidad al acercarse al gran biplano, y después inició el descenso. Se posó en la pista con mucha suavidad a unos quince metros del Antonov. El copiloto se desabrochó el cinturón de seguridad y se apresuró a abrir la puerta del Bell.
- ¡Hasta luego, cocodrilos! -gritó.
Gunderson, Pilston y Michaels saltaron a tierra y corrieron agachados para protegerse de los rotores.
El piloto esperó a que se alejaran para acelerar, tirar del colectivo y mover el cíclico. El Bell despegó rápidamente y efectuó un viraje cerrado. Emprendió el vuelo hacia el sur en medio de una nube de polvo.
El trío estaba por llegar al biplano cuando Michaels preguntó:
- ¿Qué tenemos que hacer con esta bestia?
- El plan es -respondió Gunderson mientras se acercaba a la puerta abierta y miraba el interior- volar con este monstruo hasta el Oregón.
- ¿Se puede saber para qué? -preguntó Pilston.
- Nuestro presidente tiene que asistir a una reunión.
35 En la tienda de magia del Oregón, Kevin Nixon estaba quitando con una palanqueta la tapa de un cajón de grandes dimensiones. El cajón llevaba un rótulo que decía U.S. AIR FORCE, OPERACIONES ESPECIALES. El texto de la segunda línea era: SISTEMA DE RECUPERACIÓN AÉREA FULTON, VERIFICADO EL 11-02-90, y a continuación aparecían las iniciales del técnico que había comprobado que el sistema estaba en condiciones. Nixon dejó la tapa a un lado y miró en el interior. Después comenzó a sacar el contenido.
Lo primero era un arnés confeccionado con un tejido de nailon similar al de los paracaídas. En la parte delantera del arnés había un gancho giratorio. Luego sacó un carrete de cuerda, y por último un globo plegado con todo lo necesario para montarlo. Nixon verificó cuidadosamente cada una de las piezas a medida que las sacaba del cajón. Todo parecía estar en perfecto estado. En aquel momento, se abrió la puerta.
- ¿Qué te parece? -preguntó Hanley.
- Tiene buena pinta -respondió Nixon.
Hanley señaló un gancho de tres brazos que estaba en el suelo.
- ¿Qué es eso?
Nixon le indicó la parte de atrás de la tapa del cajón, donde estaban escritas las instrucciones de montaje.
- Ese es el gancho que recoge la cuerda en el extremo inferior del globo.
- ¿No tendría que estar a bordo del avión que lo recoge?
- Eso sería en la situación ideal -repuso Nixon.
- ¿Entonces? -preguntó Hanley.
Nixon señaló uno de los mamparos.
- Es una suerte que aquí tengamos normas.
- «Siempre hay que tener un plan de reserva» -leyó Hanley y sonrió.
- Efectivamente.
- Avisaré al avión -dijo Hanley-. Aún disponemos de unas cuantas horas.
- Señor Hanley, no tiene más que decirme cuándo.
El único motor del Antonov Cok producía un sonido monótono mientras Gunderson, Michaels y Pilston volaban por el mar de la China meridional. El cielo estaba despejado, pues el frente de tormenta se hallaba a centenares de kilómetros.
Gunderson solo rogaba que el Oregón, que navegaba a máxima velocidad, consiguiera alejarse de la tormenta antes de que llegaran al barco. Era un magnífico piloto, pero incluso con buen tiempo lo que iban a intentar se parecía mucho a hacer diana en un blanco de dardos a una distancia de diez pasos con los ojos vendados.
Gunderson tenía abiertas las ventanillas de la carlinga y las de la bodega para ventilar los vapores de gasolina. Los tanques del Antonov cargaban mil doscientos litros de gasolina; pero, como el avión se utilizaba para transportar cargas desde lugares remotos, la compañía había instalado otros dos tanques de mil cien litros cada uno en el centro de la bodega. Era de agradecer. Sin los tanques suplementarios, no podrían llegar al Oregón y regresar a Vietnam, un trayecto fuera del alcance de cualquier helicóptero. El problema era que el interior del avión olía como una gasolinera de la Exxon donde se hubiera derramado el combustible. Gunderson miró la pantalla de su receptor GPS portátil.
- ¿Cómo lo ves, Chuck? -preguntó Michaels.
- Hasta ahora todo está en orden -respondió Gunderson-, pero esta unidad consume pilas como un niño con una consola de videojuegos. ¿Alguien habrá traído pilas por casualidad?
Pilston, que estaba agachada entre los asientos de los pilotos, buscó en el interior de dos bolsas de papel.
- Lo siento, Chuck, no ha habido suerte.
- ¿Qué nos han traído?
Pilston volvió a buscar en las bolsas para hacer un inventario.
- Dos termos con lo que supongo que es café, chocolatinas, galletas, botellas de agua, mapas y un antiséptico bucal.
- ¿Hay toallas y jabón?
Pilston rebuscó en el fondo de una de las bolsas.
- Sí.
- Gannon nunca se olvida de los pequeños detalles. -Gunderson bostezó.
- Nos quedan otras cinco horas de vuelo para llegar al Oregón -comentó Michaels después de mirar el indicador de velocidad-. Tracy y yo pudimos dormir unas cuantas horas.
¿Por qué no te aseas y duermes? Te despertaremos cuando estemos cerca.
- ¿Crees que podrás hacer de copiloto? -le preguntó Gunderson a Pilston.
- Saqué la licencia de piloto el año pasado -contestó Tracy-. No tengo muchas horas de vuelo, pero creo que estoy capacitada para ver cómo se mueven las agujas.
- Traspaso los controles -anunció Gunderson.
En cuanto se aseguró de que Michaels controlaba el avión dejó su asiento y Pilston se apresuró a ocuparlo. El Antonov tenía los mandos duplicados, así que no era necesario que Michaels se moviera de su asiento. Pilston acabó de acomodarse y luego volvió la cabeza para dirigirse a Gunderson.
- Hay un catre plegable en la bodega y un lavabo que desagua al exterior. ¿Quieres comer algo?
- No, gracias. Señoras, despertadme si me necesitáis.
Fue a la zona de carga, encontró el catre, se quitó la camisa y la plegó para usarla como almohada. Se quedó dormido en cuanto se tendió en el catre. El Antonov continuó su lento viaje hacia el norte para cumplir con la cita.
A lo largo de sus años de existencia la corporación había invertido en diversas empresas legales. Era propietaria de explotaciones mineras, un cocotal, una fábrica de armas y otra de maquinaria, hoteles e incluso una compañía de vuelos chárter con filiales en América del Norte y el Sur, Europa y Asia.
Ninguno de los empleados de estas empresas tenía idea de cuáles eran las fuentes de financiación de la compañía matriz ni de sus verdaderos propósitos. Solo sabían que estaban muy bien pagados, que trabajaban en unas condiciones excelentes y que no se veían amenazados por las habituales reducciones de plantilla como en otras compañías. En general, la parte operativa de la corporación -el ejército especializado y la sección de inteligencia que formaban el núcleo de la creciente fortuna- dejaba que estas compañías trabajaran con total independencia.
Sin embargo, había ocasiones en las que resultaban útiles. Esta era una de esas ocasiones.
Max Hanley entró en la sala de control y se sentó en su silla.
- Busca el centro de operaciones de Pegasus Air -le pidió a Stone.
Stone tecleó las órdenes, y unos pocos segundos después apareció un planisferio en una de las pantallas grandes.
- ¿Cuál es la ruta más rápida para llevar al presidente a su cita?
Stone tecleó de nuevo, y la ruta apareció trazada en el planisferio.
- Es un vuelo largo y, si no me equivoco, lo quiere sin escalas.
- Por supuesto.
- En ese caso creo que necesitaríamos el G550.
- ¿Dónde está ahora?
Una vez más, los dedos de Stone volaron sobre el teclado.
La situación de los G550 apareció en la pantalla.
- El G550 asiático vuela hacia Hawai, así que no nos sirve -señaló Stone-. París en… Un momento, el G550 sudamericano acaba de aterrizar en Dubai. Tiene previsto salir mañana.
- ¿Cuánto tardaría en llegar a Da Nang?
- Está a cinco mil ochocientos kilómetros, así que aproximadamente unas seis horas y media.
Hanley cogió una hoja de papel y un lápiz y comenzó a hacer cálculos.
- Será un poco justo -dijo cuando acabó-. Tendremos que saltarnos husos horarios, reducir al mínimo los tiempos de carga de combustible y de aterrizaje y despegue, pero se puede hacer.
- ¿Quiere que reserve el avión? -preguntó Stone.
- Aquí tienes el plan de vuelo. -Hanley le entregó una hoja.
- ¿Qué más?
- Asegúrate de que unten a nuestro hombre en la fuerza aérea vietnamita para que no tengamos ningún problema cuando aterrice para repostar -contestó Hanley.
- ¿Algo más?
- Quiero una línea segura con Karamozov. Necesito una confirmación.
- ¿Queda algo más? -preguntó Stone mientras tomaba nota.
- Cuando acabes -dijo Hanley-, llama a Truitt para que te releve y vete a dormir.
- ¿Usted no tiene intención de dormir, señor?
- Echaré una cabezada aquí mismo -respondió Hanley-, que es donde me gusta estar.
El Dalai Lama rezaba delante de una estatua de Buda cuando Overholt entró en la habitación. Esperó en silencio a que terminara sus oraciones y se levantara.
- Presentí que había entrado usted en la habitación -afirmó el Dalai Lama-. Parece estar feliz.
- ¿Está preparado para el regreso, su santidad? -preguntó Overholt.
- Sí, por supuesto.
- Bien. Será mañana.
- ¿Su gente ha recuperado el Buda de oro?
- Efectivamente -respondió el agente de la CIA.
- ¿Ya han encontrado el compartimiento secreto?
- Todavía lo están buscando.
El Dalai Lama asintió con una amplia sonrisa.
- Acabarán por encontrarlo y sabrán qué hacer con su contenido cuando lo encuentren. -Hizo una pausa-. Resulta difícil creer que algo que ha estado en poder de mi pueblo desde siempre será nuestra salvación.
- Todavía no ha acabado todo, su santidad -señaló Overholt.
El Dalai Lama sonrió de nuevo mientras pensaba.
- No, señor Overholt, todavía no, pero se acabará muy pronto. La codicia trajo a los chinos a mi país, y también la codicia nos devolverá la libertad.
El agente de la CIA se limitó a asentir.
- La vida es un círculo -manifestó el Dalai Lama-. Llegará un día en que lo verá.
Overholt sonrió mientras el Dalai Lama caminaba hacia la puerta.
- Ahora deje que mi gente lo atienda -dijo el Dalai Lama-. Tendrá hambre después de su largo viaje.
Los dos hombres salieron de la habitación hacia un destino decidido por un oscuro navio tripulado por mercenarios.
A las once de la mañana hora local, el Oregón salió del banco de niebla. Delante del frente de tormenta, el tiempo era perfecto, la calma que precede a la tempestad. El cielo tenía un color azul brillante y el mar en calma reflejaba la luz como un espejo. Desde que había zarpado de Macao, el Oregón había avanzado a toda velocidad. El barco navegaba en aguas internacionales a la altura de la isla Hainan. Con la velocidad que llevaba pasaría frente a las costas de Singapur al mediodía hora local.
Después de virar para atravesar el estrecho de Malaca y dirigirse al norte, llegaría a la bahía de Bengala, frente a Bangladesh alrededor de las dos de la tarde del domingo.
Para entonces, si todo se desarrollaba de acuerdo con el plan, el Dalai Lama habría vuelto a su país, y la corporación habría desaparecido de la escena sin que nadie lo supiera.
Juan Cabrillo despertó de un sueño reparador, se duchó y se vistió.
Salió de su camarote y caminó por los pasillos hasta la sala de control. Al abrir la puerta vio que Max Hanley dormía en la silla, pero Hanley se despertó en cuanto Cabrillo entró en la sala. Hanley se levantó y fue a buscar la cafetera. Sirvió dos tazas y le dio una a Cabrillo.
- ¿Estás mejor? -le preguntó.
- Es notable lo que pueden conseguir un par de horas de sueño -respondió Cabrillo, cogiendo la taza que le ofrecía Hanley, -¿Y tú, Richard? -preguntó Hanley.
Truitt, que estaba mirando una de las pantallas, se volvió, -Estoy bien -contestó.
- ¿Cuál es la situación? -preguntó Cabrillo sin más preámbulos.
Hanley volvió a su silla y le hizo un gesto a Cabrillo para que se sentara. Después le señaló una pantalla donde aparecía una línea roja que iba desde Ho Chi Minh City al Oregón.
- La línea corresponde a Gunderson y su equipo. Llegarán para recogerte dentro de una media hora.
- ¿Están a bordo del hidroavión?
- No. Estaba demasiado al sur para llegar aquí a tiempo.
- ¿Así que habéis conseguido otro hidroavión? -preguntó Cabrillo.
- Gannon removió cielo y tierra -afirmó Hanley-, pero no encontró ni uno solo disponible.
- ¿Me vais a alzar por los aires? -exclamó Cabrillo.
- Lo siento, señor presidente -se disculpó Hanley-. Era la única manera de conseguir que llegaras a tiempo para coger tu vuelo en Vietnam.
- ¿Qué pasa con el Buda?
- Irá primero.
- ¿Por qué siempre me toca bailar con la más fea? -protestó Cabrillo.
- ¿Por dinero? -sugirió Truitt con una sonrisa.
- ¿Por el placer de la victoria? -propuso Hanley.
A bordo del Antonov, Gunderson se cepilló los dientes y se lavó la cara. Escupió a través de la ventanilla abierta y se secó con una toalla. Notó el roce de la tela contra la barba. Cuando acabó con el aseo, fue a la carlinga y le dijo a Pilston:
- Te relevo. -Pilston abandonó el asiento y Gunderson se sentó-. ¿Qué tal lo ha hecho? -le preguntó a Michaels.
- No es mal piloto -respondió Michaels-. Ha llevado los mandos mientras yo echaba una cabezada.
Gunderson sonrió, complacido por la información.
- No te olvides de apuntar las horas -le recomendó a Pilston-. Cuando tengas doscientas horas podrás solicitar una licencia comercial. Al último de los nuestros que obtuvo la licencia, Cabrillo le dio una gratificación de cinco mil dólares.
- Esta vieja bestia vuela de maravilla -comentó Pilston-. Es lenta como un caracol pero estable como una mesa.
- ¿A qué distancia estamos? -le preguntó Gunderson a Michaels.
Michaels miró la lectura del GPS, leyó las anotaciones he chas en la carta y luego hizo un par de cálculos en el ordenador de vuelo.
- Unos veinticuatro minutos.
- ¿Has mantenido el silencio radiofónico?
- Estrictamente -afirmó Michaels.
Gunderson ajustó la mezcla del motor, atento a los indicadores. Después de comprobar que todo estaba en orden, se dirigió a Tracy.
- ¿Puedes servirme una taza de café? Es hora de llamar al barco nodriza.
Pilston desenroscó la tapa del termo que también servía como taza, colocó un trozo de celo en la parte de abajo, sirvió el café y se la dio a Gunderson. El piloto bebió un sorbo y luego dejó la taza sobre una superficie plana, donde se quedó sujeta gracias al celo. Después sintonizó la radio y llamó al barco.
- Chuck llamando al presidente de la junta. ¿Estás allí?
Transcurrieron unos segundos antes de que llegara la respuesta.
- Aquí control, adelante.
- Las señoras y yo -dijo Gunderson- pasaremos a recogerte dentro de unos minutos.
- Os tenemos en la pantalla. No tardaréis en vernos -manifestó Cabrillo.
- ¿Cuál es el programa?
- Tendrás que hacer dos recogidas -le explicó Cabrillo-. La primera será el objeto. Recuerda que es pesado.
- Disponemos de una grúa con una cincha, pero este viejo pájaro tiene la puerta en un costado -respondió Gunderson-. Mi plan era subir la carga todo lo cerca posible de la puerta, y después hacer unas cuantas piruetas para meterla a bordo.
En el Oregón, Cabrillo dio un respingo.
- Ni se te ocurra hacer lo mismo con la segunda carga.
- ¿Por qué, jefe?
- Porque la segunda carga soy yo.
Michaels miraba a través del parabrisas. Apareció a la vista un punto que era el Oregón.
- Tengo contacto visual -anunció.
- Os tenemos a la vista -informó Gunderson-. Nos ocuparemos de subirlo con todo cariño, señor presidente, no se preocupe.
- Voy a prepararme para la recogida -dijo Cabrillo-. ¿Necesitáis alguna cosa?
Gunderson miró a Pilston y Michaels. Las dos mujeres respondieron con un gesto de negación.
- Quizá algunos bocadillos de jamón y queso -contestó.
- Veré lo que puedo hacer.
- Iniciamos el descenso. Nos vemos dentro de unos pocos minutos.
Cabrillo abrió la puerta y entró en la tienda de magia. Nixon tenía el Buda de oro sobre una mesa pequeña y pasaba un aparato de detección electrónica por encima de la barriga de la estatua. Miró el monitor y sacudió la cabeza.
- Tiene un hueco en la barriga, jefe -le dijo a Cabrillo-, pero no se me ocurre cómo llegar a él.
Cabrillo analizó el problema durante unos segundos.
- Pásame la pistola calentador.
Nixon se acercó al banco de trabajo y cogió lo que le pedía.
Conectó el cable y llevó la herramienta hasta el Buda de oro, Cabrillo la puso en marcha y comenzó a calentar la barriga de la estatua.
- ¿Qué se le ha ocurrido, jefe? -preguntó Nixon por encima del estrépito de la máquina.
- Todos los que tienen un Buda le frotan la barriga para que les sonría la fortuna -contestó Cabrillo-. Si frotas algo durante mucho rato acaba por calentarse.
Nixon apoyó una mano en el vientre de la estatua. Comenzaba a calentarse como la piel humana. Cabrillo no dejaba de observar el vientre y después de un par de minutos dijo:
- Trae una hoja de afeitar.
Nixon fue de nuevo hasta el banco, encontró una caja de hojas de afeitar, sacó una y le quitó el envoltorio. Después volvió con su jefe.
- Allí. -Cabrillo señaló un punto-. Se está abriendo una grieta.
Nixon deslizó la hoja por la minúscula abertura.
- Pon otra y comienza a sacar la tapa.
La grieta se fue ampliando a medida que pasaban los minutos. Cabrillo dirigió el chorro de aire caliente por debajo de la tapa para ablandar el adhesivo utilizado varios siglos atrás. Por fin la abertura fue lo bastante grande para meter la mano. Cabrillo le entregó la pistola a Nixon, deslizó los dedos por la raja y comenzó a tirar suave pero firmemente mientras Nixon continuaba calentando el adhesivo hecho con pezuña de yak.
La tapa se fue despegando poco a poco hasta que, de pron to, Cabrillo se encontró con ella en la mano.
Miró a través de la abertura. En el interior había un rollo d viejos pergaminos sujetos con una tira de cuero crudo. Cabri llo metió la mano y sacó el rollo con mucho cuidado. Nixon miró al presidente de la corporación y sonrió.
- ¿Qué hacemos ahora, jefe?
- Los copiaremos -respondió Cabrillo- y los volveremos a guardar.
Sung Rhee se encontraba en el centro de una tormenta de gente furiosa. El almirante de la marina china había llamado a Pelan para informar de los daños sufridos por sus buques, los dos multimillonarios habían reaparecido con sus respectivas legiones de abogados y su ayudante acababa de avisarle de que el alcalde de Macao había entrado en la jefatura y se dirigía a su despacho. Entonces sonó el teléfono.
- Le ordené que no me pasara ninguna llamada -le dijo a su secretario.
- Llaman desde el despacho del presidente Hu Jintao.
- Pásemelo. -Rhee hizo un gesto para que lo dejaran solo.
- El presidente Jintao está al teléfono, señor -anunció una voz.
- Buenos días, señor presidente.
- Buenos días, señor Rhee -respondió Jintao con voz serena-. Tengo entendido que anoche tuvo algunos problemas.
El inspector jefe comenzó a sudar.
- Un robo de… de me… menor importancia -tartamudeó-. Nada que no pudiéramos atender, señor presidente.
- Señor Rhee, esta mañana hemos recibido llamadas de la embajada de Estados Unidos, del jefe de la marina china y del vicepresidente de Grecia, que deseaba saber por qué un barco de su flota mercante fue detenido ilegalmente y abordado por orden suya. Eso a mí no me parece un robo de menor importancia.
- Hemos tenido algunos pequeños problemas -admitió Rhee.
Durante unos segundos reinó un silencio absoluto. Después se escuchó la voz del presidente en tono helado:
- Señor Rhee, quiero que me cuente lo que ha pasado. Ahora mismo, con todos los detalles.
Rhee comenzó a relatarle los sucesos.
Gunderson se dispuso a dar una larga vuelta alrededor del Oregón. Mientras miraba a través de la ventanilla, vio cómo hinchaban un globo y cómo este subía arrastrando un cable de acero.
En la cubierta de popa del Oregón, Kevin Nixon verificó de nuevo la solidez de las amarras de la caja que contenía el Buda de oro. El gancho de tres puntas estaba sujeto con cinta adhesiva a la caja y lo utilizarían para izar a Cabrillo si conseguían subir la estatua a bordo del Antonov. Hanley, que estaba a un costado, comprobó las hebillas del arnés en el pecho y los muslos de Cabrillo. Satisfecho, enganchó en una de las correas del arnés una pequeña bolsa con los bocadillos.
- El viejo sistema de recuperación Fulton -comentó Cabrillo-. Cualquiera diría que con nuestros fondos podríamos haber comprado algo más nuevo.
- Es poco frecuente que estemos a tanta distancia de la costa -replicó Hanley-. Estamos más allá del radio de acción de un helicóptero y no encontramos ningún hidroavión disponible.
- ¿Alguna vez has tenido que usar este aparato? -preguntó Cabrillo.
- Nunca he tenido el placer -respondió Hanley con una sonrisa.
- Es como si una muía te pateara el trasero.
- Tal como yo lo veo, esa es la menos importante de tus preocupaciones.
- ¿A qué te refieres?
- La única grúa que pudimos encontrar es para camiones ligeros -explicó Hanley-. Confío en que pueden izarte a toda prisa antes de que te golpees con el estabilizador trasero.
- Haces que parezca muy atractivo -afirmó Cabrillo en tono agrio.
El sonido del motor del Antonov era cada vez más fuerte.
- Despejen la cubierta para la primera aproximación -gritó Nixon.
Gunderson era famoso por su flema. Fuera cual fuera la gravedad de la situación, siempre se mantenía sereno. Bajó los alerones del Antonov, redujo la velocidad hasta apenas por encima de la velocidad crítica y después se situó a popa a unos treinta metros de altura por encima de la cubierta.
- ¿Alguien tiene un chicle? -preguntó.
Michaels se apresuró a sacar uno de la caja y se lo metió en la boca.
- Ve atrás para ayudar a Tracy -añadió Gunderson-. Engancharé al gordo en la primera pasada, y después gritaré antes de dar la vuelta.
Las pantallas instaladas en el interior del Oregón reproducían las imágenes captadas por las cámaras en la cubierta. Todos estaban atentos a la maniobra que realizaba Gunderson.
En el compartimiento de carga, Pilston y Michaels miraban a través de la puerta abierta. Veían un trozo del cable de acero pero el gancho del extremo estaba oculto por debajo y atrás del avión. Gunderson miraba alternativamente a través del parabrisas y la ventanilla, como un espectador en un partido de tenis de mesa en los Juegos Olímpicos. En el extremo del cable conectado al sistema de recuperación de Fulton, apenas por debajo del globo, había un enganche con forma de Y. Gunderson masticó el chicle con energía mientras pilotaba el Antonov en línea recta.
- ¡Comienza el espectáculo! -gritó.
El gancho fijado en el extremo del cable que colgaba del avión se deslizó limpiamente dentro de la Y y la enganchó.
Una fracción de segundo más tarde la caja con el Buda de oro se alzó por los aires como una pluma arrastrada por el viento.
Gunderson notó de inmediato el tirón en el aparato y le gritó a Pilston que pusiera en marcha la grúa.
La muchacha movió una palanca hacia delante, y el tambor de la grúa comenzó a enrollar el cable al mismo tiempo que Gunderson inclinaba un poco el avión para facilitar la maniobra. Hanley lo observaba todo desde la cubierta con expresión de asombro.
- ¡Avisadme cuando la carga esté a tres metros! -gritó Gunderson.
Michaels tardó poco más de un minuto en darle el aviso.
- Ya está, Chuck.
Gunderson realizó un rápido picado lateral hacia el mar, que estaba solo veinticinco metros más abajo, y la caja flotó ingrávida durante un segundo.
- Vuelo horizontal -avisó Gunderson.
Pilston y Michaels se apartaron de la puerta. El cable se tensó y la grúa llevó a bordo el Buda de oro como quien colóca un libro en un estante. La caja chocó contra la pared opuesta del fuselaje y se detuvo. Las maderas se rajaron solo un poco. Pilston paró el motor de la grúa.
Gunderson echó un vistazo por encima del hombro, muy feliz con el resultado, y cogió la radio.
- Señor Hanley, le he astillado un poco la caja, pero la carga está en perfecto estado.
Hanley apretó el botón de su radio en el momento en que Gunderson comenzaba a subir para efectuar la segunda pasada.
- Gran trabajo, Chuck. Hay un gancho de otro modelo sujeto a la caja. Tienes que sacar el que tienes en el cable y poner ese antes de subir al presidente.
- Recibido -respondió Gunderson.
Le gritó a Michaels que cambiara el gancho del extremo del cable. Cuando Gunderson comenzaba a dar la vuelta para situarse en posición después de volar de nuevo por encima del Oregón, Pilston ya había cambiado el gancho y soltaba el cable de nuevo. Gunderson ajustó los controles de vuelo, y la velocidad del Antonov volvió a reducirse a casi la velocidad crítica.
- En cuanto enganche al jefe, tienes que subirlo lo más rápido posible -avisó Gunderson-, y cuando esté junto a la puerta, sujetadlo y metedlo dentro.
- Comprendido -gritó Pilston.
- Allá voy, jefe -anunció Gunderson a través de la radio-, y que sea lo que Dios quiera.
Cabrillo se encontraba en la cubierta de popa junto a Nixon, que tenía el globo preparado. Lo soltó cuando el Antonov estaba a un centenar de metros de la proa.
- Despejen la cubierta -gritó Nixon y echó a correr.
Juan Cabrillo esperó en silencio. En realidad no tenía manera de prepararse para lo que estaba a punto de ocurrir. Dentro de unos pocos segundos, se vería arrancado de la seguridad del Oregón y volaría por encima del océano. De lo conocido a lo desconocido en una fracción de segundo. Así que Cabrillo sencillamente dejó la mente en blanco y esperó.
Gunderson masticó el chicle, atento a la trayectoria, y lue go metió el gancho de tres puntas directamente en el centro de la Y. ¡Bam! En un abrir y cerrar de ojos, los pies de Cabrillo se separaron de la cubierta y se vio alzado por los aires. Movió las piernas atrás y adelante como si intentara caminar a paso rápido. El viento se coló por las gafas que llevaba y comenzó a lloriquear mientras el Antonov se hacía cada vez más grande. Cabrillo vio las manos que asomaban por la puerta a medida que subía, cada vez más cerca de la seguridad. Giró la cabeza para mirar por encima del hombro. El cable golpeaba intermitentemente contra el estabilizador trasero y se preparó para apartarse a medida que se acercaba.
- Va a chocar contra la cola -le advirtió Pilston a Gunderson.
Cabrillo levantó los pies para apartarse del estabilizador.
Solo estaba a un par de metros cuando Gunderson movió la palanca hacia atrás para subir el morro del Antonov. Cabrillo, colgado del cable como un péndulo, bajó un poco y pasó por debajo de la cola. Unos segundos más tarde se encontraba junto a la puerta. Michaels y Pilston lo sujetaron por los brazos y lo metieron dentro.
Gunderson continuó subiendo y, cuando niveló el aparato se volvió para mirar hacia el compartimiento de carga.
- Eh, jefe, ¿qué tal el viaje? -gritó.
36 Michael Halpert encendió el ordenador en la biblioteca del Oregón. Formar parte del equipo en Macao había sido emocionante; el peligro de la operación había sido el ingrediente principal. Incluso así, el fuerte de Halpert era la secreta red de cuentas bancarias y empresas fantasmas que había construido para ocultar las actividades de la corporación. En este campo no tenía rivales. La enrevesada estructura era para él la mar de excitante; le encantaba esconder los fondos de la corporación como un penique debajo de un glaciar, y disimularlos en compañías tan absolutamente enmarañadas que una legión de contables tardarían años en desentrañar.
Había llegado el momento de utilizar al máximo todos sus conocimientos.
Halpert estaba construyendo lo que llamaba un esqueleto, o sea una serie de corporaciones que darían soporte al centro nervioso de la operación. Debían estar estructuradas e interrelacionadas a tal punto que el verdadero propietario resultara tan brumoso como una mañana londinense. Buscó en la base de datos las compañías disponibles.
Primero necesitaba el cráneo, el propietario de los bienes que iba a crear. Para eso escogió una empresa domiciliada en Andorra. La compañía, Cataluña Esteme, había sido fundada en 1972 con el fin de dedicarse a las actividades mineras y la venta de plomo.
Andorra, con una superficie de cuatrocientos setenta kilómetros cuadrados, se encuentra enclavada en los Pirineos, limitada por España al sur y por Francia al norte. La población ronda los sesenta y cinco mil habitantes, y la industria primaria es el turismo, sobre todo el de los aficionados al esquí. El principado, que data de 1278, tiene una sólida reputación financiera y para Halpert disponía de la ventaja de que nunca lo había utilizado en sus operaciones.
Cataluña Esteme se había dedicado a la venta de plomo hasta 1998, cuando su anciano propietario había fallecido durante una visita a París. Al año siguiente, los bienes de la empresa habían sido repartidos entre los herederos, y a partir de entonces Cataluña Esteme solo había existido en los documentos guardados en el despacho de un abogado en Andorra la Vella.
Halpert leyó el historial de la empresa y le pareció la más idónea para sus propósitos. La compañía tenía unos antecedentes bancarios intachables, había hecho transacciones de gran volumen y, lo que era muy importante, estaba protegida por el riguroso secreto bancario establecido por las leyes andorranas. Las acciones de la compañía se hallaban a la venta por una cantidad equivalente a cincuenta mil dólares. Por este precio tendrían el control absoluto de una empresa con más de treinta años de existencia, con unos fines declarados similares al uso que se le iba a dar, y que era imposible de rastrear.
Halpert decidió comprar Cataluña Esteme.
Para los pies del esqueleto utilizó dos compañías que ya eran propiedad de la corporación. Una era Gizo Propendes, con domicilio en las islas Salomón, en el Pacífico sur. La otra era Paisen Industries, radicada en San Marino, un minúsculo país incrustado en territorio italiano, cerca de la costa adriática.
Halpert entró en las cuentas corrientes de las empresas a través del ordenador. Ingresó ochocientos setenta y cuatro mil dólares en Gizo Properties y cuatrocientos dieciocho mil dólares en Paisen Industries. En un instante, Halpert había ingresado un millón doscientos noventa y dos mil dólares en las cuentas ya existentes. El dinero no se quedaría allí durante mucho tiempo.
A continuación, Gizo Properties y Paisen Industries, autorizadas por una resolución especial de los accionistas que Halpert redactó y aprobó, acordaron la compra de acciones en otras dos empresas. La primera era Alcato, con sede en Lisboa, y la segunda, Tellemedics de Asunción, Paraguay. Ambas empresas estaban en activo. Alcato se dedicaba a la fabricación de equipos electrónicos para la navegación. Tellemedics producía equipos de telemetría que se empleaban en los hospitales de toda Sudamérica. La compañía portuguesa tenía un valor contable de tres millones de dólares, y la paraguaya de casi diez millones. Ambas eran propiedad de la corporación desde hacía poco más de una década. Halpert entró en las cuentas de ambas empresas y vio que había dinero más que suficiente para su plan.
Una vez que tema las piernas, buscó el torso.
Necesitaba una plataforma estable que resultara atractiva para los que serían los nuevos socios de la corporación. Para esto solo podía utilizar algún país centroeuropeo. Tenía que ser una empresa con sede en algún país con una estabilidad política absolutamente garantizada, una moneda fuerte y con un prestigio financiero a nivel mundial. Buscó en la base de datos y descubrió que podía escoger entre tres compañías: una estaba en Basilea, Suiza; otra en Luxemburgo; la última, que le pareció la mejor, en Vaduz, Licchtenstein.
Se decidió por Liechtenstein.
Albertinian Investments SA era una empresa dedicada a la compra y venta de divisas y oro y con una cartera de clientes cada vez más grande debido al interés por los metales preciosos. La compañía, controlada en secreto por la corporación, poseía un edificio de seis plantas en el centro de Vaduz, donde ocupaba los últimos dos pisos. Tenía más de dieciocho millones de dólares en la cuenta, y con frecuencia invertía en otras empresas con excelentes perspectivas de futuro.
A continuación, Alcato y Tellemedics decidieron otorgar sendos préstamos de un millón doscientos cincuenta mil dólares a Albertinian Investments. Estas cantidades correspondían al dinero transferido desde las cuentas de Gizo Properties y Paisen Industries, además de dinero propio. Albertinian Industries aceptó pagar a cada compañía un interés del siete por ciento por los préstamos, además de la opción de convertir los préstamos en acciones a un precio fijo durante un período de cinco años. El rastro del dinero se confundía por momentos.
Ya había otros cinco millones de dólares de fondos legales en Albertinian Investments.
Halpert bebió un sorbo de té helado. Después tecleó las órdenes, y Albertinian Investments ofreció comprar Cataluña Esteme por los cincuenta mil dólares que se pedían. El abogado andorrano tardaría unas horas en formalizar la transacción.
A continuación, Halpert buscó en la base de datos los nombres de los abogados que la corporación había contratado anteriormente en España. Encontró a uno en Madrid y llamó.
- Carlos Segundo, por favor -dijo en castellano cuando la recepcionista atendió la llamada-. Soy el señor Halpert.
El abogado tardó exactamente cuarenta y dos segundos en ponerse al teléfono.
- Lamento haberle hecho esperar, señor Halpert. ¿Qué puedo hacer por usted?
- Necesito que vuele a Andorra de inmediato -respondió Halpert-. Vamos a comprar otra compañía.
- ¿El protocolo habitual? -preguntó el abogado-. ¿Cuentas de banco, alquiler de oficinas y todo lo demás?
- Así es, y lo necesitamos para ayer.
- En ese caso tendré que contratar un vuelo chárter. Dudo que haya vuelos comerciales a estas horas.
- Aprobaremos los gastos -dijo Halpert.
- ¿Cuál será el monto de la inversión?
- La primera partida será de diez millones -manifestó Halpert-. Cinco serán un préstamo directo de una de nuestras divisiones en Liechtenstein. Los otros cinco serán en forma de una línea de crédito, disponible inmediatamente.
- Entendido, señor. Saldré ahora mismo.
- Una cosa más -dijo Halpert-. Busque una firma de relaciones públicas en Andorra. Creo que lo que estamos organizando despertará el interés de la prensa.
- ¿Alguna cosa más?
- Si lo hay -contestó Halpert-, lo llamaré cuando llegue a Andorra.
- Muy bien -dijo el abogado y colgó el teléfono.
El abogado se reclinó en la silla y sonrió. Sabía que su minuta más que abultada sería pagada en efectivo, algo que le permitiría no declararla a Hacienda. Cogió el teléfono y llamó a una compañía de taxis aéreos para arreglar su viaje al norte.
- Es como si te coceara una muía -respondió Cabr¡llo por encima del ruido del motor.
Pilston estaba cerrando la puerta lateral del Antonov. La puso en posición y la sostuvo mientras Michaels accionaba el cerrojo. Cabrillo apoyó una mano en la caja del Buda de oro para no perder el equilibrio. Luego desenganchó el paquete con los documentos y la bolsa de los bocadillos. Lo dejó tordo en el suelo, y a continuación abrió los cierres del arnés. Después de dejar el arnés a un lado, echó una ojeada al compartimiento de carga del aparato antes de dirigirse a la cabina de mando.
- ¿Qué tal vuela, Chuck? -preguntó al tiempo que se sentaba en el asiento del copiloto.
- Es lento y seguro como una barca de arrastre -respondió Gunderson.
- ¿Has dormido?
- Sí. Tracy necesitaba hacer horas de vuelo, así que ella y Judy pilotaron desde que despegamos de Vietnam.
Cabrillo asintió con un gesto y volvió la cabeza para mirar hacia el compartimiento de carga.
- ¿Qué tal fue la experiencia con el señor Silicon Valley?
- les preguntó a las mujeres.
- No muy agradable -repuso Michaels.
- Quiero pediros disculpas a las dos -añadió Cabrillo en tono grave-. Si hubiese habido alguna otra manera…
- Lo sabemos, señor -afirmó Pilston-. No fue más que un trabajo y lo tomamos como tal.
- Así y todo -insistió Cabrillo-, fue una exigencia más allá del deber. He aprobado una gratificación especial para las dos, y Hanley ya tiene aviso de que dispondréis de un mes de vacaciones pagadas en cuanto acabemos esta misión.
- Gracias, señor -dijo Michaels-. Además, esto ayudó a suavizar la pena.
Levantó la bolsa con los bonos al portador.
- Confío en que hables en sentido figurado -intervino Gunderson-, y no literalmente.
El embajador de Estados Unidos en Rusia bebió un sorbito de la copa de vodka, y le sonrió al presidente Putin. Los hombres estaban sentados delante de la chimenea en una de las salas presidenciales. En el exterior, una tormenta de primavera había cubierto las calles de la capital con un manto de casi treinta centímetros de nieve. Muy pronto brotarían las primeras flores. Después todo se volvería verde.
- ¿De cuánto estamos hablando? -preguntó Putin.
- Miles de millones -respondió el diplomático.
- ¿Cuál será la estructura?
- Como sabe -dijo el embajador después de beber otro sorbo-, esta no es una operación del gobierno estadounidense. A todos los fines usted estará haciendo los acuerdos con una compañía independiente que tenemos subcontratada.
- Así y todo, trabajan para ustedes, ¿no? -insistió Putin.
- No en el papel -contestó el embajador-, pero ya hemos trabajado con ellos en el pasado.
- Déme más detalles. -El presidente se levantó para avivar el fuego con un atizador-. Prefiero saber con quién me voy a la cama.
- Se llaman a sí mismos la corporación -manifestó el embajador en voz baja-. Se ocupan de los asuntos especialmente sensibles que nosotros y otros países les encomendamos. La corporación está muy especializada, dispone de grandes recursos financieros y tiene una fama intachable.
- ¿Se puede confiar en ellos?
- Con los ojos cerrados -confirmó el embajador.
- ¿Quién dirige la corporación? -quiso saber Putin.
- Un hombre llamado Juan Cabrülo.
- ¿Cuándo conoceré al señor Juan Cabrillo? -Putin se apartó de la chimenea, dejó el atizador en el colgador y se sentó de nuevo en su butaca.
- Llegará a Moscú a última hora de la tarde -respondió el diplomático.
- Bien. Me agradará escuchar sus explicaciones.
El embajador se acabó la copita de vodka y rechazó cortesmente el intento de Putin de servirle otra.
- ¿Han tenido muchos problemas con los chinos?
- No dejan de incordiarnos -admitió el presidente ruso-, pero no más de lo habitual.
- Si fuera necesario, ¿estaría dispuesto a entrar?
Putin le señaló una gruesa carpeta que estaba sobre una mesa de centro.
- Ese es el plan de operaciones. En menos de veinticuatro horas podemos cruzar la cuenca del Tarim en un ataque relámpago y llegar a la frontera del Tíbet.
- Confiemos en que no sea necesario -opinó el embajador.
- Si tengo que ordenar el avance -replicó Putin-, quiero que su presidente me dé su apoyo por escrito. No hay otra manera.
- No creemos que tenga que ordenarlo. Las cosas no llegarán a esos extremos.
- Solo quiero dejar claro que, si nos la jugamos, él también.
- Se lo comunicaré -prometió el embajador.
- Han aparecido de la nada -afirmó el jefe de la seguridad nacional china.
El presidente Hu Jintao miró al hombre con un desprecio apenas disimulado.
- ¿Quinientos monjes budistas que se materializan sin más en la plaza del Pueblo en el centro de Pekín? -replicó Jintao-. Menudo truco de magia.
El hombre permaneció en silencio. No había nada que decir.
- ¿Qué hacen? ¿Cantan estribillos y gritan consignas reclamando la independencia del Tíbet?
- Sí, señor -respondió el jefe de la seguridad.
- ¿Cuándo fue la última vez que nos enfrentamos con una protesta tibetana?
- ¿En Pekín? Hace más de una década. Eran un puñado y se dispersaron en cuanto aparecimos.
- ¿Y esta?
- La multitud crece por momentos -repuso el funcionario.
- Tengo unas maniobras militares rusas a gran escala en la frontera con Mongolia, a los separatistas tibetanos en el centro de Pekín, y no estoy seguro de lo que está sucediendo en Macao. La primavera no nos regala precisamente unas flores muy delicadas.
- ¿Quiere que ordene a las tropas que dispersen a los manifestantes? -preguntó el jefe de la seguridad nacional.
- Ni se le ocurra -respondió Jintao-. El mundo todavía no nos ha perdonado los sucesos en la plaza de Tiananmen, y aquello pasó en 1989. Si emprendiéramos cualquier acción contra unos monjes budistas que se manifiestan pacíficamente, las repercusiones durarían décadas.
- Entonces, ¿no hacemos nada?
- Primero tendremos que averiguar qué está pasando -dijo Jintao.
- ¿Hasta dónde estamos metidos en este asunto? -preguntó el presidente de Estados Unidos.
- ¿Extraoficialmente, señor? -replicó el director de la CIA.
- No lo he hecho venir a la Casa Blanca por los pasadizos subterráneos para poder discutirlo esta noche en el programa de Larry King, director. Sí, extraoficialmente.
- Todo marcha a pedir de boca. Además, tenemos un millar de excusas para negarlo todo. No hay manera de que puedan complicarnos.
- ¿Cuándo necesita que haga mi parte?
- Mañana -contestó el director-, si todo va de acuerdo con el plan.
- En ese caso, asegúrese de que así sea -dijo el presidente, y se levantó.
- Sí, señor presidente -dijo el director mientras el presidente salía del despacho para acudir a una cena oficial que ya había comenzado.
El Oregón navegaba a toda máquina. El programa estipulaba que debía recalar en Ho Chi Minh City. Una vez allí, desembarcarían todos los que participarían en la operación en el Tíbet para subir a un C-130 que los llevaría rumbo noroeste a Bután. Después el Oregón reanudaría el viaje. Pasaría por delante de Singapur, atravesaría el estrecho de Malaca y, a partir de allí, se dirigiría hacia el norte a través del golfo de Bengala, para llegar frente a las costas de Bangladesh el día de Pascua.
Eso sería lo más cerca que el Oregón estaría del Tíbet.
Nadie de la corporación se sentía cómodo cuando el Oregón, con sus equipos electrónicos y sus baterías, estaba lejos del teatro de operaciones. El barco era como un cordón umbilical para la tripulación, su segundo hogar, el ancla que los aseguraba en el tormentoso mar de intrigas en el que actuaban.
Ross y Karim hacían todo lo posible para obviar el problema.
- He probado con la conexión vía satélite -dijo Kasim-. El Oregón estará en condiciones de mantener el mando y el control de las operaciones. Estaremos en contacto con todos por radio o mantendremos una conexión telefónica segura.
- Estoy programando los aviones espía -comentó Ross, que apartó la mirada de la pantalla para mirar a su compañero-. Tenemos dos. Son menos de lo que me gustaría, pero es que son carísimos.
- ¿Quién los controlará? -preguntó Kasim.
- El controlador tendrá que estar en un radio de cuatrocientos ochenta kilómetros -respondió la jefa de seguridad-. En Timbú o dentro mismo del Tíbet. -Echó una ojeada a la lista del personal capacitado-. Somos cuatro los que sabemos pilotarlos. Tú, yo, Lincoln y Jones.
- Lincoln destacaría en el Tíbet como un pulpo en un garaje -opinó Kasim-. Si tiene que pilotar el robot, al menos estará oculto en el interior de una tienda. Si yo estuviese en tu lugar, le recomendaría a Hanley que le encargase el trabajo.
- Es muy bueno -afirmó Ross-, y los aviones son básicos. Serán nuestros únicos ojos en el cielo. Si Lincoln consigue mantenerlos volando sobre el aeropuerto de Lhasa, desde la sala de control podremos ver cómo se desarrollan las operaciones.
- ¿Qué tienen los chinos en el Tíbet que puedan usar para derribarlos? -preguntó Kasim.
Ross consultó la lista de las defensas chinas que había sido sacada de contrabando del Tíbet por miembros de la resistencia clandestina.
- Unas cuantas viejas piezas de artillería antiaérea y una batería de misiles de hace diez años. En el aeropuerto de Gonggar tampoco hay gran cosa. Un par de aviones de carga, varios helicópteros y la tropa armada con fusiles.
- Le enviaré una nota a Hanley para que marque los cañones antiaéreos como el primer objetivo para destruir -dijo Kasim-, y que Lincoln envíe un único avión espía.
- Eso mismo pensaba yo. Si lo hace volar a gran altura, podrá ver toda la ciudad y además mantendrá al pájaro fuera del alcance de los fusiles.
- Tiene sentido -afirmó Kasim.
- ¿Qué hay de las emisoras de radio y televisión?
- Solo hay un canal de televisión y dos emisoras de radio.
Tendremos que hacernos rápidamente con el control de la televisión y la radio para mantener informada a la población.
- ¿Qué dice el informe? -preguntó Ross-. ¿Los tibetanos se levantarán contra los chinos cuando llegue el momento?
- Eso creemos -dijo Kasim-, y que Dios se apiade de los chinos cuando lo hagan.
- ¿Los dungkar?
- La palabra tibetana que significa mirlo de pico rojo. El ejército de la resistencia.
Ross leyó en voz alta un párrafo en la hoja donde estaban los últimos informes recogidos:
- «Cuando sea la hora, nos comeremos los cadáveres de nuestros opresores y los picos se teñirán con la sangre y el día se teñirá de negro con la muerte».
- Me produce escalofríos -declaró Kasim.
- Vaya, y yo que pensaba que teníamos el aire acondicionado demasiado bajo.
En la armería, una cubierta por debajo del lugar donde Ross y Kasim organizaban la misión, Murphy se ocupaba del armamento necesario. Sam Pryor y Cliff Hornsby cargaban las cajas de municiones y explosivos hasta el montacargas para subirlas a un almacén donde estarían hasta que llegara el momento de descargarlas en Da Nang. Murphy pegaba una etiqueta roja en cada una de las cajas y después escribía el contenido con un rotulador. Cantaba una tonadilla mientras trabajaba.
Piyor se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo antes de agacharse para levantar otra caja y llevarla hasta el montacargas.
- Oye, Murphy, ¿no crees que exageras un poco con el C-6?
- Nunca hay demasiado -replicó Murphy alegremente-. Esa al menos es mi opinión. No se estropea y nunca se sabe cuándo se puede necesitar.
- Aquí tienes más que de sobra para volar una pirámide egipcia -afirmó Hornsby, que volvía de dejar otra caja en el montacargas- y minas suficientes para que los sismógrafos registren la explosión.
- Son para el aeropuerto -explicó Murphy-. No querrás que los chinos puedan desembarcar sus tropas, ¿verdad?
- ¿Desembarcar? -exclamó Pryor-. Si las usas todas, no quedará ni rastro del aeropuerto.
- Tengo otros planes para algunas de ellas -dijo Murphy.
- No sé por qué, pero tengo la sensación de que es algo que esperas con ansia -comentó Hornsby.
Murphy volvió a canturrear mientras se acercaba a los cajones de los misiles Stinger para pegar las etiquetas rojas. Había momentos en que soltaba un largo silbido y lo remataba con el sonido de una explosión.
Hornsby y Pryor cogieron una caja cada uno y se dirigieron al montacargas.
- Te aseguro que me asusta la idea de que alguna vez pueda enfadarse conmigo -dijo Pryor.
37 El Antonov volaba con rumbo oeste hacia Da Nang, que estaba a menos de ciento cincuenta kilómetros. A la velocidad que llevaba, el avión aterrizaría en unos cuarenta minutos, o alrededor de las cuatro y media de la tarde, hora local. El biplano, aunque lento, había funcionado de una manera impecable.
Gunderson sujetó la palanca de mando entre las rodillas y se desperezó con fruición.
- Este juguete es una maravilla -comentó.
- Después de acabar esta misión, puedes comprar uno para la compañía, si crees que lo usaremos con una frecuencia que lo haga rentable.
- Si le quitamos las alas, estoy seguro de que lo podríamos meter en un contenedor de doce metros -señaló Gunderson-. Le decimos a Murphy que monte un cañón en la puerta y tendríamos un avión de ataque de primera.
Durante la última hora Cabrillo había estado en contacto telefónico con el Oregón para comprobar que todo iba de acuerdo con el plan. Hanley le había informado en su última llamada de que el Gulfstream G550 estaba aterrizando en el aeropuerto de Da Nang. Cabrillo acababa de asentir al comentario de Gunderson cuando su teléfono sonó de nuevo.
- El Gulfstream ya está en tierra y ha acabado de cargar combustible -le comunicó Hanley-. El piloto espera que le autoricen el plan de vuelo. He llamado al general Siphondon en Laos y ya tienes autorización para cruzar su espacio aéreo.
- ¿Cómo está el general? -preguntó Cabrillo.
- Como siempre -respondió Hanley-. Hizo un par de comentarios sobre un coche clásico que le gustaría tener.
- Al menos es claro con sus deseos -manifestó Cabrillo-, y más en un aficionado a los coches. ¿Qué es lo que busca?
- Un descapotable Hemi Roadrunner. Al parecer algún piloto de Air America se hizo traer uno durante la guerra. Por aquel entonces el general no era más que un adolescente, pero se le quedó grabado.
- ¿Hay alguno disponible?
- Le dije a Keith Lowden, en Colorado, que averigüe qué hay en el mercado. Se pondrá en contacto con nosotros en cuanto lo sepa.
- Muy bien. ¿Qué pasa con Tailandia y Myanmar?
- Todo despejado -contestó Hanley-, así que será prácticamente un vuelo directo a la India.
- ¿Y el C-130?
- Está a punto de salir de Bután y aterrizará en Da Nang poco después de las ocho de la noche.
- ¿Tienes al equipo preparado? -preguntó Cabrillo.
- Estará preparado para cuando el Oregón entre en el puerto.
- Este es un horario muy ajustado -comentó Cabrillo-, y solo tenemos una oportunidad.
- ¿No hay repetición?
- No la hay -replicó Cabrillo.
En el norte de la India, en Pequeña Lhasa, el oráculo estaba en trance. El Dalai Lama permanecía un tanto apartado mientras el hombre se retorcía y bailaba. De vez en cuando el oráculo se interrumpía para escribir furiosamente en una hoja de papel de arroz y luego continuaba con los movimientos rituales. Un extraño sonido casi animal escapaba de su garganta y las gotas de sudor salpicaban el aire mientras giraba.
Siguió así hasta que se desplomó hecho un ovillo en el suelo y sus ayudantes se apresuraron a quitarle el tocado y las pesadas túnicas.
El Dalai Lama cogió un cuenco de madera con agua, humedeció un trozo de piel de oveja y luego se agachó junto al anciano para lavarle el rostro.
- Lo ha hecho muy bien -dijo en tono muy suave-. Hay mucha información en las páginas que ha escrito.
El oráculo dejó que el Dalai Lama vertiera un poco de agua en su boca. Hizo un buche y la escupió.
- Vi luchas y derramamiento de sangre -declaró en voz baja-. Mucha sangre.
- Recemos para que no sea así -replicó el Dalai Lama.
- Sin embargo, vi también una segunda vía -añadió el oráculo-. Creo que eso es lo que escribí.
- Trae té y tsampa -le ordenó el Dalai Lama a uno de sus ayudantes, que salió corriendo de la sala.
Veinte minutos más tarde, el oráculo y el Dalai Lama estaban sentados a la mesa en la gran sala. El té tibetano, sazonado con sal y mantequilla de yak, y el tsampa, unas gachas hedías con cebada tostada y leche o yogur, habían devuelto el color a las mejillas del oráculo. Si solo unos momentos antes había parecido muy viejo y débil, ahora se lo veía animado y en pleno control de sus facultades.
- Su santidad -dijo en tono ansioso-, ¿leemos lo que he recibido?
- Por supuesto.
El oráculo miró las hojas de papel de arroz. Las letras correspondían a un alfabeto que solo él y unos pocos más sabían leer. Las leyó dos veces y después le sonrió al Dalai Lama.
- ¿Alguien de Occidente viene o ha venido a verlo? -preguntó.
- Sí -respondió el Dalai Lama-. Vendrá hoy a última hora.
- Aquí está lo que usted tiene que decirle.
Treinta minutos más tarde, el Dalai Lama asintió y acompañó el gesto con una sonrisa.
- Mandaré que mis ayudantes preparen las notas para respaldar nuestras propuestas -dijo-. Muchas gracias.
El oráculo se levantó de la silla y salió de la habitación con paso inseguro.
Langston Overholt se encontraba en un despacho que le habían facilitado en el recinto de Pequeña Lhasa. Hablaba en voz muy baja con el director de la CIA por una línea segura.
- Yo no ordené tal cosa. Es que sencillamente no tengo a nadie en China con la estructura necesaria para montar semejante movilización.
- Los informes de nuestra gente en el terreno señalan que hay unos quinientos y el número crece por momentos.
- Se lo preguntaré al contratista, pero es algo que no podría ser más oportuno.
- La cuestión es que los chinos están siguiendo con mucha atención el desarrollo de la protesta.
- ¿Qué se sabe de los mongoles? -preguntó Overholt.
- Mantuve una reunión secreta con su embajador -respondió el director-. Participarán en el juego.
- ¿A qué precio? -quiso saber el agente.
- No pregunte, pero le diré que las reservas estratégicas de tungsteno y molibdeno no necesitarán reponerse en mucho tiempo.
- Eso le posibilitará al contratista ofrecerles diversas opciones a los rusos -opinó Overholt.
- En cuanto acabe las conversaciones con ellos -manifestó el director-, necesito saber inmediatamente qué han decidido.
- ¿No importa la hora?
- Tanto da que sea de día como de noche -afirmó el director, y colgó.
Gunderson estaba pasmado con el sustentamiento que las alas le daban al Antonov. Aunque él y sus compañeras llevaban casi ocho horas pilotando el avión, era la primera vez que aterrizaba. Enfiló la pista y comenzó a bajar como una pluma que aletea hacia el suelo. Ya había recorrido casi la mitad de la longitud de la pista, cuando se dio cuenta de que necesitaba forzar al avión para que se posara. Movió la palanca de mando hacia delante y así consiguió que las ruedas tocaran la pista.
- Lo siento, jefe -se disculpó, al tiempo que le señalaba a través de la ventanilla el Gulfstream al otro extremo de la pista-. Es que vuela como una mariposa. Daré la vuelta para acercarme al Gulfstream.
Cabrillo se desabrochó el cinturón. Fue al compartimiento de carga y comenzó a recoger sus cosas. Cogió el paquete de bonos al portador y los metió en la bolsa, pero luego cambió de idea. Volvió la cabeza hacia la cabina.
- ¿Tienes que llevar el avión de regreso al sur? -le preguntó a Gunderson.
- No, señor -contestó el piloto mientras carreteaba por la pista para acercarse al Gulfstream-. Gannon se puso de acuerdo con la compañía para que lo recogieran aquí. Las señoras embarcarán en el Oregón, y yo volaré en el C-130 en cuanto llegue.
Cabrillo comenzó a separar los bonos. Cuando terminó, les dijo a todos:
- Os dejaré la mitad. Dádselos a Hanley cuando llegue.
Decidle que me llevé el resto al norte. Quizá los necesite para engrasar algunas ruedas.
Gunderson frenó el Antonov, y a continuación cogió la lista para efectuar la revisión.
- De acuerdo, jefe -respondió.
Comenzó a ejecutar los pasos necesarios para apagar el motor. Michaels se ocupó de abrir la puerta con la ayuda de Pilston.
- Tendréis que entreteneros con algo hasta que llegue el Oregón -dijo Cabrillo-. Vendrán guardias de la fuerza aérea vietnamita, pero yo me mantendré en contacto. Hanley se encargará de pagarle a su general cuando llegue, así que no tendréis mucho trato con ellos.
- ¿Nos llevarán a un baño? -preguntó Michaels.
- Estoy seguro de que lo harán -contestó Cabrillo mientras caminaba hacia la puerta-. Id por turnos, por favor. Una última cosa: no permitáis que nadie se entere de que tenéis los bonos.
- Comprendido, jefe -repuso Gunderson.
- Señoras, Chuck, nos volveremos a ver muy pronto -dijo Cabrillo con una sonrisa.
Bajó del Antonov y caminó hacia el Gulfstream. El piloto y el copiloto lo esperaban junto a la puerta abierta. El piloto le sonrió a Cabrillo y señaló la escalerilla.
- Estamos preparados para despegar, señor. Bienvenido a bordo.
- Hay una caja en el biplano. Buscad a alguien que os ayude y subidla a bordo.
Cabrillo subió la escalerilla, se sentó y esperó mientras los pilotos cargaban la caja, cerraban las puertas y ponían en marcha los motores. Despegaron cuando apenas habían pasado dos minutos. El Gulfstream continuaba subiendo para alcanzar la altitud de vuelo cuando cruzaron las montañas de Laos.
El general Alexander Kernetsikov miraba una gran pizarra instalada en un hangar del aeropuerto de Novosibirsk, Rusia. Las tropas y el material continuaban llegando a la zona a un ritmo muy pocas veces visto en tiempos de paz. Había miles de detalles a los que atender, pero uno preocupaba a Kernetsikov por encima de todos los demás.
- ¿No ha llegado todavía la respuesta? -le preguntó a su ayudante-. Si esto va en serio, necesito saber cuál de los caminos debo seguir cuando lleguemos a Barnaul. Podemos violar las fronteras de Kazajstán y entrar en China cerca de Tacheng, o si no tendremos que llevar las tropas a Mongolia, tomar la carretera hacia Altai, cruzar las montañas y a continuación avanzar a marchas forzadas a través de la llanura y rebasar Lop Nur.
El ayudante miró al general. En Lop Nur se encontraba la base de pruebas nucleares china y sin duda estaría fuertemente defendida. La otra ruta significaba cruzar por una cordillera donde todavía abundaba la nieve. Era como salir de la sartén para caer en las brasas.
- No hemos recibido ninguna comunicación, general -respondió el ayudante-. Ni siquiera nos han informado de si esto es algo más que unas maniobras de despliegue rápido.
- Es solo un presentimiento -señaló el general en voz baja-, pero creo que, antes de que todo esto acabe, nos veremos cruzando las montañas como Aníbal.
El ayudante asintió. Todos los comandantes a cuyas órdenes había servido tenían grandes conocimientos históricos.
Solo esperaba que el general estuviese en un error; enfrentarse a los chinos, incluso con la potencia de fuego que habían reunido, no era algo deseable.
En Pekín, el general Tudeng Quing le estaba planteando al presidente Jintao una posible solución.
- Si retiramos todas las tropas del Tíbet excepto unos dos mil soldados que quedarían concentrados en Lhasa, podríamos enviarlas a Urumchi, en la provincia de Sinkiang. Comenzarían a llegar a la zona a partir de mañana.
- ¿Cuántas serían? -preguntó el presidente.
- Podríamos transportar por vía aérea unos mil soldados en las próximas horas -respondió el general-. Los tanques y los transportes blindados se enfrentan a un viaje de casi mil quinientos kilómetros. Si lo hacen a la velocidad máxima de sesenta y cuatro kilómetros por hora y sumamos el tiempo para repostar, podrían estar en posición mañana a esta misma hora, -¿No tenemos tropas en zonas más próximas?
- Podemos traerlas por vía aérea desde cualquier parte -señaló Quing-. El problema lo tenemos con los tanques.
La división acorazada más próxima, aparte de la del Tíbet, se encuentra casi el doble de lejos, y tendría que desplazarse por terrenos abruptos. Mis ayudantes calculan que tardarían entre tres o cuatro días como mínimo.
Jintao se reclinó en la silla con la mirada puesta en el techo del despacho. Al cabo de un minuto se volvió hacia Legchog Raidi Zhuren, el presidente de la región autónoma del Tíbet, quien hasta el momento había permanecido en silencio.
- ¿Bastarán dos mil soldados para que tenga un nivel de seguridad aceptable hasta que podamos reemplazar sus blindados en un plazo de cuatro o cinco días? -le preguntó.
- Señor presidente -respondió Zhuren-, el Tíbet ha vivido en calma desde hace varios años. No veo ningún motivo para que se produzca cambio alguno. Ahora, si me perdona, tengo que regresar al Tíbet sin demora.
- Ordene que se haga -le dijo Jintao al general Quing, y a continuación se dirigió al embajador chino en Rusia-. Usted tiene que averiguar cuáles son los planes de los rusos. Si tienen intención de anexionarse Mongolia, hágales saber que no lo toleraremos. Los mongoles nos conquistaron una vez. No estoy dispuesto a permitir que lo intenten de nuevo.
Dos horas después de la reunión, los primeros aviones de transporte chinos comenzaron a aterrizar en el aeropuerto de Lhasa e iniciaron el traslado de las tropas a la provincia de Sinkiang, en el norte. La prisa por hacer frente a la amenaza rusa le costaría cara al ejército chino en el Tíbet. Los batallones, reducidos al mínimo, quedarían al mando de oficiales subalternos, y se encontrarían casi sin armas pesadas y municiones. Su misión se vería gravemente comprometida.
Cabrillo dormía en su asiento en el Gulfstream cuando sonó su teléfono móvil. Se despertó en el acto.
- Adelante.
- Soy yo -dijo Overholt-. Tengo buenas noticias. La Agencia de Seguridad Nacional acaba de llamar al director, y él me ha transmitido la información. El farol ruso funciona. Los aviones de transporte están aterrizando en el aeropuerto de Lhasa para llevarse las tropas al norte. Además, una columna de tanques acaba de salir de la ciudad y se desplaza a toda velocidad.
Cabrillo consultó su reloj.
- Estaré allí dentro de una hora más o menos. ¿Está todo preparado para la reunión?
- Todo está listo, solo faltas tú -contestó Overholt.
- Bien. En ese caso, si llegamos a un acuerdo, continuaré el viaje al norte.
- ¿De verdad crees que podrás convencerlos a todos de la bondad de tu idea? -preguntó Overholt.
- Esta misión es como una cebolla -afirmó Cabrillo-. Cada vez que quito una capa, me encuentro con que hay otra debajo.
- Pues, para que lo sepas -señaló Overholt-, el Dalai Lama tiene un nuevo plan.
- No veo la hora de saber cuál es.
- Creo que te gustará -afirmó Overholt.
38 El Oregón fondeó fuera del puerto de Ho Chi Minh City. El equipo que viajaría al Tíbet fue transportado en una lancha hasta el puerto. Allí los esperaba un camión de la fuerza aérea vietnamita que los trasladó hasta el aeropuerto, donde se encontraba el C-130. La fuerza expedicionaria la formaban doce personas.
Seis hombres -Seng, Murphy, Reyes, King, Meadows y Kasim- serían los encargados de las operaciones ofensivas. Se unirían a los dungkar, que ya estaban en el interior del país, y los dirigirían en los ataques contra los objetivos primarios.
Crabtree y Gannon, que se encontraban en Bután a la espera del equipo, se encargarían de los suministros y la logística.
Adams y Gunderson pilotarían los aviones, mientras que Lincoln sería el encargado de guiar los aviones espías Predator. En cuanto a Huxley, tenía la misión de montar una base médica para atender a los heridos.
El miembro número trece era Cabrillo. Llegaría en cuanto acabara con el par de reuniones pendientes.
Para alguien inexperto en las lides militares, la misión era poco más que un suicidio: trece contra una fuerza de dos mil soldados. Una relación de ciento sesenta a uno. Todo indicaba que se avecinaba una matanza. En cambio, el experto rezara por las tropas chinas. En primer término, había que tener en cuenta a los dungkar, el ejército de resistencia clandestina, que contaba con miles de hombres en Lhasa. Cuando recibieran la orden de presentar batalla, los dungkar lucharían con la fuerza que anima a todos aquellos que luchan contra un ejército invasor. En segundo lugar, estaba el factor sorpresa. Los chinos desconocían totalmente que unos expertos llevarían a cabo un golpe de Estado en las próximas veinticuatro horas. Por último, había un hecho básico que era una verdad como un templo: una ofensiva bien planeada se impondría siempre a una defensa desorganizada.
Era en este punto donde descollaba la corporación.
En ese momento, la mayor parte de las fuerzas chinas en el Tíbet se dirigían hacia el norte en un despliegue precipitado que no había dado tiempo a elaborar planes. Las tropas que quedaban en los cuarteles de Lhasa distaban mucho de ser las mejores; eran oficinistas, mecánicos, personal de mantenimiento.
Los oficiales carecían de entrenamiento de combate, no conocían las fortalezas y debilidades de los soldados, y no tenían idea de lo que era un ejército en su conjunto.
El ejército que había quedado en el Tíbet se parecía mucho más a un rompecabezas con todas las piezas dispersas.
Kasim saltó del camión para acercarse al operador de radio del C-130.
- ¿Qué novedades tienes del interior? -preguntó.
- Tenemos otro avión que sobrevuela la zona fuera de la vista del despliegue chino, que captura sus señales y nos las reenvía -respondió el operador-. Ahora mismo, la mayoría de las comunicaciones se refieren a la instalación de depósitos de combustible en la carretera que va al norte. Los tanques se están quedando con los depósitos vacíos.
- ¿Sabes algo de dónde está el final de la columna?
El operador, un norteamericano de ascendencia china que había pertenecido al servicio de inteligencia de la defensa y en la actualidad estaba adscrito a la compañía aérea propiedad de la CIA que había suministrado el C-130, echó una ojeada a sus notas.
- A las diecinueve y treinta, hora local, el final de la columna había pasado por Naggu.
- Avanzan a muy buen ritmo -comentó Kasim-. A esta velocidad, pasarán por Amdo antes de las once de la noche, y en un par de horas más llegarán a la frontera con la provincia de Tsinghai.
El operador observó la fotografía tomada desde un satélite y la comparó con un mapa de la agencia topográfica del Departamento de Defensa.
- Se retrasarán un poco en el paso de Basatongwula Shan; es un camino muy sinuoso y angosto, a una altura de casi seis mil cien metros.
- Eso es mucho -comentó Kasim-. La frontera está a unos cuatrocientos kilómetros de Lhasa, y según nuestros informes los tanques son del viejo modelo tipo cincuenta y nueve. Por lo tanto, pueden recorrer unos cuatrocientos treinta kilómetros con un depósito, y otros ciento sesenta más si llevan depósitos suplementarios externos.
- He estado vigilando la marcha -señaló el operador-. El tipo cincuenta y nueve en carretera puede alcanzar los cincuenta kilómetros por hora. Sin embargo, lo normal es que estos lo hagan a unos treinta.
- ¿Qué quieres decir? -preguntó Kasim.
El operador sonrió mientras cogía un paquete de cigarrillos. Sacó uno, lo encendió con un mechero Zippo, aspiró el humo y soltó una bocanada antes de responder.
- Quiero decir que estos tipos están circulando con el acelerador a fondo sin preocuparse del consumo de combustible.
Tendrán que detenerse en Amdo para repostar si quieren cruzar el paso. Luego tendrán un largo descenso que los llevará a Kekexili, donde volverán a llenar los depósitos.
- Por consiguiente, a la hora del desayuno del día de Pascua -dijo Kasim- estarán a unos seiscientos cincuenta kilómetros de Lhasa, con un paso que está a seis mil metros de altitud entre ellos y nosotros.
- Así es -manifestó el operador.
- Gracias por tu ayuda -respondió Kasim.
Un grupo de soldados de la fuerza aérea vietnamita cargó las últimas cajas en el C-130. Hanley permanecía a un lado, muy entretenido en su conversación con un general vietnamita que se había encargado de organizado todo en tierra. Kasim vio cómo Hanley le entregaba un sobre al militar y después compartían una carcajada. Hanley se despidió del general con un apretón de manos y se acercó al avión.
- Señor Hanley -dijo Kasim-, tengo un plan.
El Gulfstream G550 que transportaba a Juan Cabrillo y el Buda de oro aterrizó en Amritsar, India, y desde allí Cabrillo y la estatua fueron llevados en helicóptero hasta Pequeña Lhasa, cerca de Dharamsala, en la región de Himachal Pradesh, en el norte de la India.
El ayudante se apresuró a llevarlo a la presencia del Dalai Lama.
- Su santidad -dijo Cabrillo cuando entró en la sala, y agachó un poco la cabeza.
El Dalai Lama miró a Cabrillo durante un minuto sin decir palabra. Luego sonrió.
- Es usted un buen hombre -manifestó-. Langston me lo dijo, pero necesitaba comprobarlo por mí mismo.
- Muchas gracias, señor. Estos son los documentos que encontramos en el interior del Buda. -Se los entregó al ayudante del Dalai Lama-. Necesitaré que los copien antes de mi reunión con los rusos.
- Que los copien y los traduzcan al inglés -le ordenó el Dalai Lama a su ayudante-. El señor Cabrillo tiene que marcharse y dispone de poco tiempo. -Le señaló un diván donde estaba sentado Overholt. Cabrillo se sentó en el otro extremo y el Dalai Lama lo hizo entre los dos hombres-. Explíqueme su plan.
- Creo que los rusos apoyarán su jugada para recuperar su país. Ofrecerán su fuerza para desanimar a los chinos de cualquier intento de atacar después de que nos hagamos con el control de Lhasa, a cambio de los derechos para explotar lo que usted dice que ofrecen los documentos: las inmensas reservas de petróleo en el Himalaya.
- Solo nosotros sabemos dónde se encuentran -afirmó el Dalai Lama-. En dichos documentos. Su presidente consiguió que los rusos fueran a la frontera con la promesa de los contratos de armamento, pero para que acepten combatir necesitan más.
- Así es -admitió Cabrillo.
- ¿Qué pasa con usted y su compañía? -preguntó el Dalai Lama-. ¿Para qué los contrataron?
- Nos contrataron para que robáramos el Buda de oro y para allanar su regreso al país. Una vez que se encuentre usted en el Tíbet, se acabarán nuestras obligaciones. Así reza en el contrato.
- Así que me quedaré solo y desamparado -dijo el Dalai Lama.
- Es duro decirlo -manifestó Cabrillo-, y es algo que nos tiene preocupados a mí y a mis compañeros.
- ¿Por qué? -quiso saber el Dalai Lama-. ¿No son ustedes mercenarios? Cuando se acaban sus contratos, ¿no desaparecen en la noche?
Cabrillo pensó durante unos momentos sobre cómo responder a la pregunta. El Dalai Lama esperó pacientemente.
- Es un poco más complicado, su santidad. Si lo hiciéramos solo por el dinero, ya nos habríamos retirado todos. Hay algo más de por medio. En el pasado, la mayoría de nosotros trabajó para esta o aquella agencia gubernamental, y nos vimos obligados por el gobierno, o la opinión pública, a hacer cosas que sabíamos o considerábamos que estaban mal. Ya no las hacemos. Nos unimos para obtener un beneficio, eso por supuesto; pero, aunque nos guste mucho el dinero, también somos conscientes de las oportunidades que se nos presentan para reparar de alguna manera el daño hecho por otros.
- Habla usted del karma -señaló el Dalai Lama-. Un tema del que soy muy consciente.
- Hemos decidido -añadió Cabrillo- que dejar que se enfrente solo a los chinos está mal. La solución se nos ocurrió cuando nos dimos cuenta de la importancia de los papeles ocultos en el interior del Buda de oro.
- Deduzco que su compañía sacará un provecho del trato, ¿me equivoco?
- ¿Acaso está mal? -preguntó Cabrillo.
- No necesariamente -admitió el Dalai Lama-, pero explíqueme algo más.
Cabrillo terminó su explicación al cabo de diez minutos.
- Estoy impresionado -manifestó el Dalai Lama-. Ahora permítame que le explique el mío.
Pasaron otros cinco minutos mientras el Dalai Lama hablaba.
- Sencillamente brillante -opinó Cabrillo cuando el Dalai Lama acabó.
- Muchas gracias -respondió el Dalai Lama-. Sin embargo, para cambiar el voto harán falta fondos. ¿Está dispuesto a asumir el coste?
- Ganamos unos dinerillos con un trabajo que surgió mientras hacíamos este -contestó Cabrillo con los cien millones de dólares en bonos al portador en mente-. Por lo tanto, el coste no es un problema.
Overholt había permanecido en silencio mientras los otros dos hablaban. Entonces intervino en la conversación.
- Si consigues hacerlo -dijo en un tono que reflejaba su entusiasmo-, el presidente te dará un beso.
- Señor Cabrillo, esto nos brinda a ambos la oportunidad de reducir al mínimo el derramamiento de sangre, y al mismo tiempo dará a nuestras acciones una legitimidad que no admite discusión -declaró el Dalai Lama-. Si lo consigue, aceptaré su trato tal como lo ha planteado.
- Muchas gracias, su santidad.
- Buena suerte, señor Cabrillo -añadió el Dalai Lama-. Que Buda bendiga su misión.
Después de un breve aparte con Overholt, Cabrillo cogió las notas traducidas y los mapas, subió al helicóptero y voló de regreso a Amritsar. El presidente Putin había prometido que la reunión merecería el esfuerzo. Cabrillo cumpliría con su compromiso.
El C-130 que transportaba a los miembros del equipo de la corporación aterrizó en Thimbu, Bután, poco después de la medianoche. Doce soldados de las fuerzas especiales filipinas rodearon el aparato. A un lado de la pista había ocho helicópteros Bell 212 alineados, separados entre sí por una distancia de tres metros.
Cari Gannon salió de un hangar cercano y le tendió la mano a Eddie Seng.
- Me han dicho que estás al mando hasta que llegue el presidente -dijo-. Te mostraré lo que tenemos montado.
Los demás siguieron a Gannon y a Seng al interior del hangar.
- He conseguido varios equipos de radio y tenemos comunicación con el Oregón. -Gannon señaló una mesa de madera donde había un ordenador y una pila de papeles-. Las últimas informaciones están en la página de arriba.
Junto a la mesa había varios tableros de corcho con mapas del Tíbet, imágenes enviadas por un satélite meteorológico y otros documentos. Había una pizarra instalada en un caballete para que Seng pudiera tomar notas y dibujar los esquemas de las operaciones, y en otra mesa un gran plano de la ciudad de Lhasa montado sobre un tablero de contrachapado y cubierto con una hoja de plástico transparente.
Un poco más allá, reunidos alrededor de un bar improvisado donde había una cafetera, una nevera y las cajas de provisiones, se encontraban los dieciocho pilotos mercenarios.
Murphy se acercó a la mesa para servirse un café y saludar a un viejo amigo.
- Gurt, muchacho, ¿cómo estás?
Gurt, un cincuentón con el pelo rubio muy corto y un diente de oro, sonrió.
- Murphy, estaba seguro de que te encontraría metido en este asunto. Tenía el presentimiento de que era una operación de las vuestras.
Los hombres charlaron entre ellos mientras Seng leía la información que había recopilado Gannon. Cinco minutos más tarde, invitó a todos a sentarse en las mieras de sillas plegables colocadas delante de los tableros. Los pilotos se sentaron detrás del equipo de la corporación. Seng miró al grupo antes de hablar.
- Para información de todos aquellos que no me conocen, me llamó Eddie Seng. Por favor, llamadme Seng y no Eddie para evitar cualquier confusión. Tendré el mando de esta operación hasta que llegue nuestro presidente, Juan Cabrillo.
Se escucharon algunas voces de asentimiento.
- Nos repartiremos las tareas de la siguiente manera: seis de los helicópteros realizarán operaciones ofensivas, otro será para el presidente y el restante para el servicio médico. Sortearemos las tareas para que sea más justo. Cada helicóptero llevará a un miembro del equipo, y los pilotos tendrán que acatar sus órdenes. Caballeros, es posible que en el transcurso de las próximas veinticuatro a cuarenta y ocho horas disparen contra nosotros. Si no estáis dispuestos a aceptar el riesgo, decídmelo ahora para que os pueda reemplazar. Si no es así, quiero que tengáis muy claro que responderéis ante el miembro del equipo a bordo. Aquel de vosotros que dude o rehúse cumplir cualquiera de sus órdenes, será reemplazado por alguien de nuestro equipo que esté capacitado para pilotar helicópteros, y no percibirá la segunda mitad del pago. ¿Alguna pregunta?
- ¿Cuándo recibiremos la primera mitad? -preguntó Gurt.
- Ah, un auténtico piloto -exclamó Seng-. La recibiréis en el momento en que acabemos esta reunión. ¿Todos estáis de acuerdo?
Esta vez los pilotos asintieron a coro.
- Si tenéis objetos personales, cartas para vuestros familiares, o queréis enviar la paga a una tercera persona por si algo os ocurre durante la misión -añadió Seng-, Gannon o Crabtree se encargarán de hacerlo. -Gannon y Crabtree levantaron la mano para identificarse a los pilotos-. ¿Hay algún otro tema antes de que comience a explicar la operación? -Nadie abrió la boca-. Muy bien, este es el plan.
El Gulfstream G550 volaba rumbo a Moscú a máxima velocidad y a una altura de doce mil metros mientras Cabrillo mantenía una conversación telefónica vía satélite con el Oregón.
- Repítemelos -dijo. Escribió unos nombres en una hoja-. Vale, ya los tengo. -Cabrillo repasó la lista en silencio, antes de añadir-: Halpert fijó la sede social de la empresa en Andorra, ¿no?
- Así es -respondió Hanley.
- Pues ha sido algo afortunado -comentó Cabrillo-, aunque, por lo que se ve en esta lista, también lo ha sido el Dalai Lama. Si hubiésemos tenido que hacer esto el año pasado, creo que no habríamos podido conseguirlo.
- Tienes toda la razón -dijo Hanley.
- Te diré cómo lo veo. De los quince miembros del consejo de seguridad de Naciones Unidas, tenemos tres de los cinco países permanentes: Estados Unidos, Reino Unido y Rusia. Es obvio que China no votará a nuestro favor, y Francia está tratando de venderles cuanto pueda a los chinos, así que probablemente votará con ellos para no perjudicar las negociaciones de los convenios comerciales que tienen en marcha. Los diez restantes son más peliagudos; necesitamos seis de los diez votos para sacar adelante la resolución. Vamos a repasarlos. No conseguiremos el de Afganistán, a pesar de la ayuda estadounidense que está recibiendo en los últimos años, porque todavía hay una gran cantidad de revolucionarios antibudistas como para que sus dirigentes se arriesguen a votar por nosotros. Suecia es y continuará siendo neutral, al menos en principio, y lo mismo vale para Canadá. Cuba recibe una muy considerable ayuda de China y no se arriesgará a darnos el voto, por no mencionar que siempre vota en contra de cualquier propuesta estadounidense.
- Hasta ahora el análisis es irreprochable -señaló Hanley.
- Por consiguiente nos quedan Brunei, Laos, Qatar, Andorra, Kiribati y Tuvalu.
- Correcto.
- Es una gran suerte que haya dos pequeñas naciones del sur del Pacífico en el consejo de seguridad al mismo tiempo.
- Recuerda que hace un par de años, Camerún y Guinea fueron miembros durante el mismo período -comentó Hanley-. Suele ocurrir.
- Cada país miembro de Naciones Unidas tiene un voto -dijo Cabrillo-, pero esta es la primera vez que soy consciente de su importancia.
- Lo mismo digo.
- Conozco al emir de Qatar -manifestó Cabrillo, después de una breve pausa-. Si le prometemos algo a cambio, le ordenará a su representante que nos dé el voto. ¿Qué tenemos para ofrecerle?
- Ahora mismo no tenemos nada, pero eso puede cambiar -respondió Hanley-. La última vez que se puso de nuestra parte, se llevó algo así como ochenta millones de dólares. Si se lo recordamos, y además le ofrecemos algo para más adelante, tendrás su voto.
- Tienes razón. Lo llamaré para hablar del tema.
- Laos no tendría que representar ningún problema -afirmó Hanley-. Son budistas, y el general quiere su coche.
- Ofrécele unos cuantos.
- ¿De dónde sacaremos los fondos para todo esto? -preguntó Hanley.
- Utilizaremos la mitad de los cien millones que nos cayeron del cielo.
- Como vienen se van. Brunei no pondrá pegas. El quince por ciento de la población es budista y el sultán no querrá provocarlos.
- Además, le salvamos la vida a su hermano hace un par de años -le recordó Cabrillo.
- ¿Qué pasa con Andorra?
- Es una buena cosa que Halpert decidiera comprar una empresa local. ¿Cuál es su producto nacional bruto?
Hanley buscó la información en la guía económica.
- Alrededor de mil doscientos millones.
- El petróleo nos permitirá añadir otro veinte por ciento a la oferta -puntualizó Cabrillo-. Si alguien se lo explica a su embajador, sería una tontería de su parte no darnos su voto. El dinero manda, y por otro lado esta es la opción correcta.
- Estoy de acuerdo.
- Eso nos deja a los pequeños -señaló Cabrillo-. Kiribati y Tuvalu.
- El producto nacional bruto de Kiribati es de sesenta millones de dólares. El de Tuvalu es mucho menos. Como unos ocho millones a repartir entre diez mil habitantes. Si los pones en habitaciones dobles, cualquiera de los grandes hoteles de Las Vegas podría albergar a todo el país.
- Llama a Lowden en Colorado y que comience a comprar coches para el general -dijo Cabrillo tras una pausa-. Después envía a Halpert a Andorra para explicar la repercusión que tendrá nuestra empresa en su economía. Yo me ocuparé del emir de Qatar y del sultán de Brunei.
- ¿Quién se encargará de los pequeños?
- Truitt está disponible, ¿no?
- Así es.
- Mételo en un avión con una bolsa de bonos.
- ¿Quieres que compre los votos? -preguntó Hanley.
- Exactamente.
39 La tormenta que había descargado las lluvias torrenciales en Macao se había convertido en nieve de primavera cuando volaron por el territorio ruso. De no haber sido de noche, Cabrillo habría visto Moscú cubierto por un manto blanco que suavizaba las aristas de los edificios y amortiguaba los sonidos. Cuando miró a través de la ventanilla del Gulfstream, mientras los pilotos apagaban los motores, vio un trío de limusinas Zil negras con policías de escolta delante y atrás. Guardó en el maletín con los demás documentos el fax que le había enviado Overholt unos minutos antes, se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó. El copiloto ya había abierto la puerta.
- ¿Necesitáis alguna cosa? -preguntó Cabrillo.
- Creo que tenemos de todo, jefe -respondió el copiloto-. Iremos a repostar y esperaremos a que usted vuelva.
Cabrillo asintió con un gesto y esperó a que bajaran la escalerilla.
- Deseadme suerte -dijo y sin más demora bajó a la pista cubierta de nieve.
Un hombre alto bien resguardado del frío con un grueso abrigo de lana azul esperaba a unos pasos de la escalerilla. Se cubría la cabeza con un gorro cosaco de piel y su aliento formaba nubéculas en el aire helado. Se acercó a Cabrillo al tiempo que se quitaba el guante para ofrecerle la mano. Cabrillo se la estrechó. El hombre le señaló la limusina del medio.
- Soy Sergei Makelikov -se presentó el hombre en el momento en que el chófer abría la puerta-, ayudante especial del presidente Putin.
Cabrillo se sentó junto a Makelikov en el asiento trasero de la limusina.
- Juan Cabrillo, presidente de la corporación.
El chófer cerró la puerta, y unos segundos más tarde los coches de la policía se pusieron en marcha seguidos por las tres limusinas.
- El presidente está muy interesado en escuchar sus explicaciones -afirmó el ayudante-. ¿Puedo ofrecerle algo de beber, un vodka o un café?
- Café, por favor.
Makelikov cogió una jarra y sirvió el café en una taza roja con el escudo de la república rusa. Se la dio a Cabrillo.
- ¿Qué tal el vuelo?
Las calles estaban desiertas a esa hora de la noche. La caravana circulaba a gran velocidad por la carretera hacia el centro de Moscú. Cabrillo bebió un sorbo de café.
- Muy tranquilo -respondió Cabrillo amablemente.
- ¿Un habano?
- Será un placer.
Cabrillo escogió uno de la caja que le ofreció Makelikov.
Cortó la punta del puro y lo encendió con el mechero que sostenía el ayudante.
- No tardaremos en llegar -le informó Makelikov-. ¿Quiere escuchar un poco de música? -Señaló el reproductor de CD y los discos. Todos eran de jazz.
- Veo que conoce mis aficiones musicales -comentó Caballo.
- Sabemos muchas cosas de usted -admitió el ayudante con toda naturalidad-. Por eso el presidente Putin no ha tenido inconveniente en esperarlo a pesar de lo avanzado de la hora.
- Un puro de primera -dijo Cabrillo con una sonrisa.
- La verdad es que sí -asintió Makelikov después de encender el suyo.
Cabrillo puso un CD en el reproductor y los dos hombres permanecieron en silencio mientras escuchaban la música.
Catorce minutos más tarde la caravana se detuvo delante de una casa cercana al parque Gorky. Makelikov esperó a que el chófer le abriera la puerta para pisar la acera cubierta de nieve.
- Una de las residencias privadas del presidente -comentó cuando Cabrillo bajó de la limusina-. Aquí podremos hablar sin interrupciones.
Los dos hombres cruzaron la acera y subieron la escalinata hasta la puerta, donde un sargento del ejército ruso montaba guardia. Saludó al ayudante y abrió la puerta. Makelikov y Cabrillo entraron en la casa.
- Señor presidente -anunció Makelikov-, ya está aquí su visitante.
- Estoy en la sala -contestó una voz desde una habitación a la derecha.
- Permítame su abrigo. -Makelikov ayudó a Cabrillo a quitarse el abrigo-. Ya puede pasar. Me reuniré con ustedes dentro de unos minutos.
Cabrillo entró en la sala, que se parecía a la biblioteca de un muy exclusivo club de caballeros. El revestimiento de las paredes era de madera oscura y había numerosas pinturas de escenas de caza y de aves. En la pared derecha había una gran chimenea donde ardía un buen fuego de leña. Un par de sillones de oreja de cuero rojo enmarcaban el hogar, y había un sofá un poco más cerca de la puerta. La mullida alfombra roja que cubría el suelo de parqué llegaba casi hasta el borde de la chimenea. Dos lámparas de latón a cada lado del sofá marcaban dos círculos de luz sobre la alfombra. No había más luces en la sala.
El presidente Putin estaba ocupado en avivar el fuego. Cuando acabó, se volvió para saludar a su visitante.
- Señor Cabrillo -dijo con una sonrisa-, pase y siéntese.
Cabrillo se sentó en el sillón de cuero rojo a la izquierda de la chimenea y Putin lo hizo en el de la derecha.
- Cuando estaba en el KGB, tenía un abultado expediente con su nombre -añadió Putin.
- Lo mismo digo -manifestó Cabrillo en ruso.
El presidente asintió antes de mirar a Cabrillo directamente a los ojos.
- Habla usted el ruso mucho mejor que yo el inglés.
- Muchas gracias, señor.
- Doy por hecho que ha encargado un nuevo perfil psicológico de mi persona -comentó-. ¿Aventura algo sobre cuál podría ser mi respuesta?
- No hace falta consultar a los psicólogos para saber que responderá afirmativamente.
- En ese caso, ¿por qué no me dice qué he aceptado? -replicó Putin en tono divertido.
Cabrillo abrió el expediente que sacó del maletín.
- Señor, nos contrataron para que el Dalai Lama recupere el poder en su país. Creemos que hemos dado con una solución beneficiosa para todos. Solo necesitamos un poco del poderío ruso.
- Explíquemelo.
Cabrillo le entregó el documento que Overholt le había enviado por fax al Gulfstream.
- Esta es una imagen tomada desde un satélite espía de las posibles reservas de petróleo en el Tíbet. Hace unos días recuperamos unos antiguos documentos que mencionan miles de afloramientos de alquitrán en la región norteña.
- ¿Del Buda de oro que su compañía robó en Macao? -preguntó Putin.
- Sus servicios de inteligencia son buenos -opinó Cabrillo.
- Sí, lo son -afirmó Putin con la mirada puesta en la imagen.
- Según las estimaciones preliminares, las reservas se aproximan a los cincuenta mil millones de barriles.
- No está nada mal. Es casi la mitad de la reserva de Kuwait, y un cinco por ciento de las reservas mundiales conocidas.
- Es descomunal -declaró Cabrillo-. Aun cuando sea menos, creemos que es mucho más grande que el campo de la vertiente norte de Alaska.
- Si es así, estaría entre las veinte primeras de todas las reservas conocidas -señaló Putin.
- Efectivamente, señor.
- No obstante, ahora mismo los chinos tienen el control del campo y ni siquiera saben de su existencia -manifestó Putin-, así que usted quiere que los expulsemos del Tíbet.
- No exactamente, señor. Nuestra propuesta es que Rusia participe en un consorcio para explotar los yacimientos. El Tíbet tendría un cincuenta por ciento de las acciones y su país un cuarenta por ciento.
- ¿Qué pasa con el diez por ciento que falta?
- El otro diez por ciento será propiedad de mi compañía -respondió Cabrillo-, por haberlo organizado todo.
- No es una mala propina -opinó Putin con una sonrisa-. Pero me está pidiendo que comprometa a mis fuerzas para obtener un beneficio. En cuanto se produzcan las primeras bajas, los ciudadanos se olerán algo sucio.
Cabrillo asintió. Después arrojó el cebo.
- A continuación haremos un trato con China -añadió con toda naturalidad-. Jintao lo aceptará. Su economía se está estancando y la necesidad de aumentar las importaciones de petróleo acelera sus problemas. Envíe una misión diplomática a China y ofrézcale la mitad de la producción a un precio de quince dólares el barril durante los próximos diez años. No creo que ponga ninguna pega.
- ¡Brillante! -exclamó Putin y se echó a reír.
- Hay una cosa más -dijo Cabrillo con voz pausada.
- ¿Sí?
- Necesitamos su voto en la reunión del consejo de seguridad de Naciones Unidas convocada para el próximo lunes.
- ¿Tiene intención de legitimar el golpe de Estado? -preguntó Putin.
- Creo que podremos conseguir los votos necesarios.
- Hay muchas cosas que podrían salir mal, pero el plan podría funcionar -apuntó Putin-. ¿Cuál es exactamente la participación de Rusia?
- Primero necesitamos que sus tropas entren en Mongolia -respondió Cabrillo-. Tengo entendido que el gobierno mongol aprobará la incursión. Eso hará que las tropas chinas se alejen del Tíbet. En segundo lugar, necesitaría que, tan pronto como se produzca el regreso del Dalai Lama, envíe al país el máximo número de paracaidistas posible para estabilizar la situación. El Dalai Lama ha aceptado invitar a Rusia para que se haga cargo de la seguridad interior. La invitación será anunciada a la comunidad mundial, así que nadie protestará mucho aparte de China. Tercero, necesitamos que ustedes se encarguen de abordar a los chinos para ofrecerles el petróleo. Me han comunicado que Estados Unidos no desea verse implicado directamente en la liberación del Tíbet.
- He hablado con su presidente -dijo Putin-. Recalcó la necesidad de mantener el secreto.
- Bien. Después necesito su voto en la ONU. Tenemos que contener a los chinos hasta que se efectúe la votación y lleguen los cascos azules para relevar a las tropas rusas.
Putin se levantó del sillón para atizar el fuego.
- Así que Rusia no invierte ni un rublo, solo pone las tropas.
- La compañía que explotará el campo ya esta constituida.
Todo lo que necesito es su firma en este documento que ya lleva la firma del Dalai Lama, y su palabra de que hará lo que hemos convenido, y entonces seguiremos adelante con el plan.
Makelikov entró en la habitación en el momento en que Putin colgaba el atizador. Se acercó a Cabrillo, cogió el documento y lo leyó rápidamente.
- Sergei -ordenó-, tráigame una estilográfica.
- Te lo cambio si no te importa -le propuso Gurt a uno de los pilotos mercenarios.
- ¿A ti qué te ha tocado? -preguntó el otro.
- El servicio médico.
- En ese caso, encantado -afirmó el piloto-. A mí me ha tocado lo que parece ser la misión más peligrosa de todas.
- Yo ya he trabajado con Murphy en otras ocasiones. Además, tengo más horas de vuelo a gran altura que tú. No me importa.
- Como quieras. Transportar una carga de explosivos al norte no es algo que me entusiasme.
- Voy a decírselo a Seng -dijo Gurt y se alejó.
- La manera más rápida de llevarte hasta allí -explicó Hanley- es desembarcarte en Singapur y luego transportarte hasta Vanuatu en un reactor. Una vez allí, te meteremos en un turbohélice STOL que puede aterrizar en los aeródromos más pequeños de Kiribati y Tuvalu.
Truitt se limitó a asentir.
- Necesitamos esos votos -insistió Hanley-. Haz lo que sea para conseguirlos.
- No te preocupes -respondió Truitt-. Aunque tenga que sobornar hasta el último habitante, cuando tenga lugar la votación el lunes su voto será para nosotros.
Aquella noche, el Oregón cruzó el rompeolas y entró en el puerto. Truitt solo tardó lo mínimo en subir al avión que lo esperaba para llevarlo hasta el Pacífico sur, en un vuelo de nueve horas de duración. Llegaría la mañana de Pascua.
40 La limusina Zil se detuvo a un costado del Gulfstream G550.
Cabrillo se apeó del vehículo, con el maletín que contenía los documentos, y subió la escalerilla sin vacilar. El copiloto la levantó inmediatamente y cerró la puerta. Luego se volvió hacia la cabina de mando.
- ¡Listo para marcharnos! -gritó.
El piloto puso en marcha los motores. Cabrillo se dirigió a su asiento y se abrochó el cinturón mientras el copiloto iba a ocupar su sitio.
- Recibimos su llamada, señor -dijo por encima del hombro al tiempo que se sentaba-. Ya hemos trazado la ruta y recibimos la autorización preliminar.
- ¿Cuál es la distancia que recorreremos? -preguntó Cabrillo.
- En línea recta, son casi cinco mil quinientos kilómetros -contestó el copiloto-. Tendremos el viento a favor, así que hemos calculado que el vuelo durará unas seis horas.
El Gulfstream inició el carreteo hacia la cabecera de la pista.
- Las siete de la mañana del día de Pascua.
- Ese es el plan -asintió el copiloto.
Hay ocasiones en que todo se reduce a lo mínimo. Unos pocos minutos, un par de golpes de suerte, unas cuantas personas.
En este instante, eran dos hombres, Murphy y Gurt, un helicóptero con depósitos de combustible suplementarios y una carga de explosivos lo que formaría el equipo de vanguardia para la liberación del Tíbet.
Despegaron unos minutos pasadas las cuatro de la mañana, en una pista alumbrada por la débil luz de la luna en cuarto creciente.
Una vez que Gurt subió con el Bell 212 a una altura de trescientos metros sobre el nivel del suelo y comenzaron a volar en horizontal, estableció comunicación con su compañero por el circuito interno.
- Nuestra misión parece casi un imposible.
- ¿Lo dices por la altura del paso, o es que te preocupa más no tener combustible para el vuelo de regreso? -preguntó Murphy.
- Ninguna de las dos cosas. Es perderme el oficio del domingo y el pollo.
Murphy buscó detrás del asiento para coger una mochila pequeña. De su interior sacó un bote y un libro con las tapas azules.
- Carne en conserva y una Biblia.
- Fantástico -exclamó Gurt-. Todo solucionado.
- ¿Necesitas alguna cosa más?
- Solo una más -dijo el piloto.
- ¿Qué es?
- Que no apartes los ojos del camino. No me gustaría perderme.
- No te preocupes -replicó Murphy-. El Oregón se encarga de controlarlo todo. Esta misión funcionará como una máquina de coser bien aceitada.
- Me habría sentido mejor -afirmó Gurt- si hubieses dicho como un ordenador. -Señaló a su compañero un rebaño de ciervos iluminado por la luna.
- La temperatura ha subido un poco -le avisó Murphy, que estaba atento al panel de instrumentos-. Baja un poco.
Gurt hizo el ajuste. Continuaron el viaje hacia el norte.
Casi en el mismo momento en que el Bell 212 tripulado por Gurt y Murphy entraba en el espacio aéreo tibetano, Briktin Gampo conducía un camión de dos toneladas y media por una carretera de tierra llena de baches. Se desvió de la carretera al ver el lugar que le había señalado el jefe de su célula dungkar y aparcó.
Gampo se encontraba un poco más abajo de Basatongwula Shan, en un prado rodeado por árboles achaparrados. Salió de la cabina y fue a la parte trasera del vehículo. Descargó varios tubos metálicos y los palpó. Estaban fríos. Recordó que se lo habían advertido y las instrucciones que le habían dado. Sacó de la caja del camión una estufa de petróleo, se apartó del camión y la montó. En cuanto acabó de montarla, fue a buscar los parantes de la tienda, los deslizó por el interior de los dobladillos de la lona y luego levantó la tienda, que tenía la forma de una cúpula, para colocarla sobre la estufa. Clavó las estacas para asegurar la lona, encendió la estufa y metió los tubos en el interior para que se calentaran. Luego fue de nuevo hasta la caja del camión para coger una radio, una silla plegable y una manta de piel para abrigarse mientras esperaba. Encendió la radio.
Fuera de la tienda, millones de estrellas salpicaban la oscuridad del espacio profundo. Un viento helado soplaba desde las montañas. Gampo se arrebujó en la manta mientras la estufa caldeaba el ambiente poco a poco. Después esperó pacientemente a que pasaran las horas.
A bordo del Oregón, Hanley observaba los monitores de pantalla plana. De pronto, la pantalla que reproducía las imágenes suministradas por el satélite espía que controlaba la concentración de las tropas rusas cerca de Novosibirsk mostró el termograma de los tanques, que arrancaban los motores. En el mismo instante, comenzó a sonar el teléfono.
- Tenemos luz verde -anunció Cabrillo.
- Tengo la confirmación del satélite -le informó Hanley-. Los tanques rusos están calentando los motores.
- Conecta mi ordenador con el banco de datos del Oregón -le pidió Cabrillo-. Quiero controlar la situación desde aquí hasta que llegue.
Hanley le hizo un gesto a Stone, que se apresuró a teclear las órdenes en su ordenador.
- Ya estamos emitiendo la señal -comunicó Stone al cabo de un minuto.
En el Gulfstream G550, Cabrillo miró la pantalla de su ordenador portátil. Primero se iluminó con un destello cegador, después se oscureció y al fin se encendió lentamente. Esta vez apareció dividida en seis cuadrados donde se reproducía lo mismo que veía Hanley.
- La tengo -confirmó Cabrillo.
- Señor presidente -dijo Hanley-, cuando usted mande.
- Pon en marcha la operación, y comunícame con Seng.
- Hecho -respondió Hanley.
Eddie Seng se paseaba por el hangar en Thimbu, Bután. De vez en cuando se acercaba a la mesa donde la pantalla del ordenador mostraba un punto rojo intermitente que marcaba el vuelo del helicóptero tripulado por Gurt y Murphy. Después reanudaba su paseo como una fiera enjaulada. Atendió el teléfono antes de que sonara una segunda vez.
- Eddie -dijo Cabrillo-, tenemos luz verde.
- Sí, señor. Ya tenemos un equipo en el aire que vuela hacia el norte. Me tomé la libertad de enviarlo, consciente de que siempre podíamos ordenarle que regresara si era necesario.
- Buen trabajo -lo felicitó Cabrillo-. ¿Max?
- Aquí estoy -respondió Hanley desde el Oregón.
- Envíale a Seng toda la información del aeropuerto próximo a Lhasa.
- Ahora mismo se la están enviando.
Seng se acercó a la impresora. Solo pasaron unos segundos antes de que apareciera la primera página.
- Ya la estoy recibiendo -informó Seng.
- Muy bien -dijo Cabrillo-. Ahora tienes todo el plan y los últimos informes.
- Sí, señor.
- Pues ve y toma el aeropuerto de Gonggar.
- Eso está hecho, jefe -respondió Seng con entusiasmo.
Las cinco de la mañana. Las primeras horas del día, cuando los borrachos sudan y las pesadillas se hacen espantosas.
Un viento helado azotaba la pista del aeropuerto de Gonggar, a noventa y cinco kilómetros de la capital tibetana. Un par de aviones de transporte chinos estaban aparcados en el extremo más alejado de la pista junto con tres helicópteros. Los demás aviones con base en el Tíbet habían sido enviados al norte para dar apoyo aéreo a la columna de carros blindados.
El aeropuerto de Gonggar se veía desierto como un cementerio un día entre semana.
Un único empleado del servicio de limpieza barría el suelo de cemento del mísero edificio de la terminal. El hombre lió un cigarrillo y salió al exterior para fumárselo junto a una pared que lo resguardaba del viento. Las pocas tropas que tenían a su cargo la vigilancia del aeropuerto estaban durmiendo. Aún faltaba una hora para que tocaran diana.
Desde el valle llegó un sonido que semejaba al de una pelota de fútbol que sale disparada. Después un objeto volador pintado de blanco resplandeciente pasó como una exhalación a una altura de diez metros por encima de la pista. El extraño artefacto llegó al final del aeropuerto, trazó una curva y se dispuso a hacer una segunda pasada. De pronto se encendieron dos torrentes de fuego en sus costados, y dos misiles volaron hacia los aviones de transporte estacionados en la cabecera de la pista.
El Depredador había encontrado a sus presas.
En el hangar en Bután, Lincoln miraba las imágenes transmitidas por las cámaras instaladas en el Depredador. Movió la palanca de control remoto para que el avión trazara la curva y, cuando tuvo delante a los helicópteros, apretó el disparador.
Luego hizo otra vuelta para ver los resultados.
Los aviones de transporte se consumían en un mar de llamas. Los helicópteros no tardarían en sumarse al incendio.
En aquel mismo instante, a unos ciento cincuenta metros del borde de la pista, casi un centenar de soldados dungkar salieron de debajo de las lonas blancas que los habían camuflado en el terreno cubierto de nieve. El aire vibró con su grito de guerra mientras corrían hacia el edificio de la terminal aérea.
Vestidos con una túnica negra y el puñal de ceremonia en el cinturón y armados con las pistolas y los fusiles que habían entrado de contrabando en el país pocos días antes, se lanzaron como langostas sobre las posiciones que les habían indicado. El helicóptero que transportaba a Seng asomó por encima de la meseta, y el jefe interino de la operación vio cómo los incendios provocados por el ataque del Depredador ardían con furia en la luz del alba.
Entonces, como si unas luces divinas descendieran sobre la tierra, unos bastones de luz roja comenzaron a brillar en los laterales de la pista. Los dungkar enviaban la señal de que podían aterrizar.
- Aterriza dentro del rectángulo marcado -le ordenó Seng al piloto.
- Allá voy -respondió el piloto y comenzó el descenso.
El helicóptero no había acabado de posarse cuando Seng saltó a tierra desde la carlinga mientras King lo hacía por la puerta lateral. Seng corrió hacia el edificio de la terminal, donde lo esperaba el jefe de los dungkar. King, por su parte, llamó a los soldados para que comenzaran a descargar las cajas de armas y municiones que transportaba el aparato.
- ¿Cuál es el informe? -le preguntó Seng al hombre, que no parecía tener más de treinta años.
- En aquellos hangares -respondió al tiempo que señalaba los edificios- hay un avión de combate, un transporte y un par de helicópteros de ataque. En aquel otro funciona el taller mecánico. Hay un helicóptero desmontado y un avión de observación sin el motor.
Cabrillo le había pedido al Dalai Lama que escogiera oficiales dungkar que hablaran inglés. No disponía de tiempo para que su equipo aprendiera el tibetano y menos todavía para errores en la comunicación.
- ¿Dónde aprendió inglés? -preguntó Seng.
- En Arizona State -contestó el oficial, complacido por haber impresionado a Seng con su excelente pronunciación-. Adelante, Sun Devils.
- Bien -dijo Seng-, estoy seguro de que se alegra mucho de estar de nuevo en su país; ahora, vamos a ver si podemos conseguir que siga siendo así. En primer lugar, quiero un par de sus hombres para que trabajen con el tipo que viene en aquel helicóptero. -Señaló otro Bell que acababa de aterrizar a veinte metros de distancia-. Necesitamos instalar las cargas en todos estos edificios para volarlos si es necesario.
- Mandaré una docena de mis mejores hombres para que se ocupen de la tarea -manifestó con el mismo entusiasmo de antes.
- ¿Cuántos chinos ha capturado? -preguntó Seng.
- Menos de una docena, señor. Murió uno de mis hombres y dos de ellos.
En el aeropuerto reinaba una actividad frenética. Los incendios ardían en el extremo del campo contra el telón de fondo del amanecer, y el estruendo de los helicópteros que aterrizaban añadía un toque surrealista a la escena. De pronto, el silencio había dado paso a una salva de artillería.
- Escúcheme con mucha atención -le dijo Seng al líder de las fuerzas dungkar-, esta orden la ha dado el Dalai Lama en persona. No se maltratará a ninguno de los prisioneros. Asegúrese de que sus hombres lo tengan bien claro. Una vez que acabe toda esta operación, devolveremos a China a todos los prisioneros que tengamos. Mi compañía no tolerará que se cometa ninguna atrocidad. Esto es un golpe de Estado, no una limpieza étnica. ¿Está claro?
- ¿Compañía, señor? -preguntó el hombre-. ¿No son ustedes tropas de Estados Unidos?
- Somos estadounidenses -le explicó Seng-, al menos la mayoría de nosotros, pero pertenecemos a una empresa privada que trabaja a las órdenes de su líder. Si usted y los demás dungkar hacen lo que les ordenemos, el Tíbet volverá a ser un país libre en menos de cuarenta y ocho horas.
- ¿Han hecho esto en otras ocasiones? -quiso saber el hombre, que no salía de su asombro.
- No hay tiempo para charlas -manifestó Seng en tono desabrido-. Cumpla las órdenes al pie de la letra y todo esto saldrá a pedir de boca.
- Sí, señor.
- Traiga al prisionero de mayor rango a la terminal, siéntelo en una silla y manténgalo vigilado. Vamos a instalar allí el puesto de mando dentro de unos minutos. Cuando acabemos, quiero hablar con él.
El hombre gritó las órdenes en tibetano. Los soldados dungkar corrieron a formar. Les explicó todo lo dicho por Seng, y ordenó que se acercaran seis sargentos. Después un pelotón al mando de un sargento fue a buscar a los prisioneros, y otro se dirigió al helicóptero de Kasim.
- Hali -le gritó Seng-, llévate a estos hombres y que coloquen los explosivos en los otros hangares por si hay que volarlos.
Kasim llamó al pelotón y corrió hacia el aparato.
El helicóptero que había transportado a Seng y a King hasta el aeropuerto ya estaba descargado. King le indicó al piloto que podía despegar. El piloto subió hasta una altura de trescientos metros y luego comenzó a volar en círculos. Llegaron otros dos helicópteros, y Crabtree y Gannon saltaron a tierra.
- ¿Cómo se llama? -le gritó Seng al líder de los dungkar por encima del estrépito de los rotores.
- Rimpoche, Pache Rimpoche.
Gannon y Crabtree se acercaron a la carrera. Seng hizo las presentaciones.
- Cari, este es el general Rimpoche. Dile lo que necesitas.
Gannon se apartó unos pasos, donde podían hablar sin tanto ruido y explicar lo que necesitaba. Rimpoche llamó a un sargento y a una docena de hombres.
- Necesito que descarguen los suministros y los lleven a uno de los hangares -le dijo Crabtree a Seng.
- El general Rimpoche se encargará de que lo hagan -respondió Seng. Cogió la radio portátil que llevaba enganchada en el cinto-. Tenemos controlado el aeropuerto -informó a Hanley a bordo del Oregón-. ¿Qué ves?
Hanley miró la imagen que enviaba el satélite antes de responder.
- Todavía no se ven movimientos de tropas. Si aparecen, lo harán por la carretera que entra por el este. Hay lo que parece ser un puente a poco más de un kilómetro en dirección a Lhasa. Captúralo, y entonces podrás defenderte si es necesario.
- ¿No se ve ninguna actividad de aviones o helicópteros?
- preguntó Seng.
- Nada. Cualquier cosa que no esté en el suelo se encuentra ahora muy al norte. Incluso si les dan la orden de regresar, todavía dispondrás de más de una hora.
- Bien -aprobó Seng. Meadows apareció a su lado-. Llámame si hay algún cambio en la situación.
- Estamos en alerta máxima -señaló Hanley-. Todo este asunto depende de lo que pase en las próximas horas.
Seng volvió a enganchar la radio en su cinturón antes de atender a Meadows.
- Bob, llévate a cincuenta soldados y el armamento por aquella carretera. -La señaló-. Hay un puente que necesitamos controlar.
- ¿Quién comanda la tropa? -preguntó Meadows.
- El general Rimpoche. -Seng le indicó al oficial.
En aquel momento, tres camiones aparecieron por el camino de entrada a la terminal y Gannon les hizo señas para que se detuvieran. Tom Reyes se acercó a Seng.
- ¡General! -gritó Seng.
- ¿SÍ?
- Necesito a cuatro de sus mejores hombres. Valientes y tiradores de primera.
Rimpoche se volvió hacia la tropa y gritó los nombres de los elegidos. Cuatro soldados se separaron de la formación.
Ninguno de ellos llegaba al metro setenta, y ni siquiera con los uniformes mojados sobrepasarían los setenta kilos.
- ¿Alguno de ellos habla inglés? -preguntó Seng.
- Todos hablan por lo menos un poco -contestó Rimpoche.
- Explíqueles lo siguiente -añadió Seng-. Irán a Lhasa con dos de mis hombres para capturar a una persona muy importante. Tiene que hacer exactamente lo que ellos les digan, sin vacilar.
Rimpoche tradujo las órdenes. En cuanto acabó, los cuatro gritaron «Hub!» y dieron un golpe con un pie en la pista.
- ¿Tienes el expediente? -le preguntó Seng a Reyes.
- Sí, señor.
King se encontraba unos pocos pasos más allá, ocupado en sacar un largo estuche negro de un cajón.
- Muy bien, Larry -gritó Seng-. Tú y Tom ya podéis ocuparos de lo vuestro.
King se acercó con unas gafas de visión nocturna en la mano.
- Vamos allá -dijo.
Reyes hizo una seña a los cuatro tibetanos, que esperaban impacientes.
- Vamos a pillar a un tipo muy importante, y lo haremos con el mínimo de disparos posibles. ¿Lo habéis entendido?
- Yo hablo inglés bastante bien -manifestó uno de los soldados-. Yo traduciré. -Repitió la orden de Reyes, y después preguntó-: ¿Cuál es el helicóptero?
- Por aquí.
Reyes los llevó al helicóptero en el que había llegado. King siguió a los cuatro soldados. El piloto despegó cuando se sentó el último de los tibetanos y puso rumbo hacia el centro de la ciudad.
- ¿A quién van a capturar? -preguntó Rimpoche.
- Al presidente de la región autónoma del Tíbet, Legchog Zhuren.
El último helicóptero se posó en la pista. Huxley bajó del aparato.
- Es nuestra oficial médico -le dijo Seng a Rimpoche-. Pregunte a sus hombres si hay alguno que tenga conocimientos de medicina o experiencia como enfermeros. Si lo hay, necesitamos que trabajen con Julia. Sin embargo, ahora mismo precisamos que descarguen el helicóptero y que lo lleven todo a la terminal. La señorita Huxley montará un hospital de campaña inmediatamente. Si alguno de sus hombres necesita atención médica, ella lo atenderá.
Rimpoche dio las órdenes pertinentes y los soldados corrieron a descargar el helicóptero. Adams y Gunderson esperaban junto al aparato a que Seng terminara.
- Vosotros dos tendréis que encargaros de ver qué tienen los chinos que podamos utilizar -les dijo Seng-. Yo tengo que interrogar a un prisionero.
Los dos pilotos se alejaron hacia los hangares. Seng entró en el vestíbulo de la terminal, donde cuatro soldados tibetanos de aspecto feroz vigilaban a un teniente de la fuerza aérea china.
41 - Un paisaje muy bonito -comentó Murphy, mientras miraba a través de la ventanilla-. Es como Alaska pero a lo bestia.
Gurt estaba atento al medidor de altitud mientras subían cada vez más hacia la imponente cadena de montañas que tenían delante. El sol aún no había asomado por encima del horizonte, aunque su aparición era anunciada por el resplandor rosado que teñía las cumbres.
- Quizá podríamos reclamar el récord de altitud para helicópteros -dijo.
- No lo creo -replicó Murphy-. Hay un tipo que hace un par de años subió hasta los ocho mil metros para efectuar un rescate en el Himalaya.
- Lo leí en alguna parte -señaló Gurt-, pero lo hizo en un Bell 206 que estaba equipado con unas palas de rotor especiales.
- Me parece que estás un poco preocupado -opinó Murphy.
- No estoy preocupado, solo inquieto.
Gurt señaló a través del parabrisas la inmensa muralla de piedra. Los árboles eran cada vez más escasos a medida que se aproximaban. Entonces dominaban las rocas negras y grises marcadas con los tentáculos de nieve y hielo que chorreaban por las laderas de la imponente cordillera como los churretes de helado por la mano de un niño. Una fuerte ráfaga de viento lateral sacudió el helicóptero. Comenzaron a aparecer las primeras nubes alrededor del Bell. Gurt miró de nuevo el altímetro.
El instrumento marcaba cinco mil quinientos metros y aún tenía que subir más.
El helicóptero que transportaba a Reyes, King y los soldados dungkar bajó hasta situarse a unos seis metros del suelo y se acercó a la capital tibetana por el sur. El ruido del río Lhasa ayudó a tapar el estrépito de los rotores cuando el piloto aterrizó en un pequeño banco de arena al este de lo que los chinos llamaban isla de Ensueño, un paraje que antes había sido un lugar idílico para las meriendas campestres y que en la actualidad estaba invadido por tiendas de baratijas y bares de karaoke.
- ¡Descargad las cajas! -gritó Reyes a los dungkar.
Los tibetanos descargaron las cajas rápidamente y después corrieron detrás de King para ponerse a cubierto de la tormenta de arena provocada por los rotores del helicóptero cuando despegó. El aparato se alejó velozmente río abajo, y Reyes esperó a que se perdiera de vista y no se escuchara el ruido para abrir una bolsa y sacar un equipo de escucha dotado de una pequeña antena parabólica. Encendió el equipo y movió la antena a izquierda y derecha, atento al sonido de las alarmas en la ciudad. No escuchó más que el ruido de la corriente. Satisfecho de que su llegada no hubiera alertado a los chinos, le susurró a uno de los soldados:
- Mira. -Levantó la tapa de una de las cajas y señaló el interior. Contenía una pila de banderas tibetanas que habían sido prohibidas por los opresores chinos. La bandera mostraba un leopardo de las nieves sobre un fondo de rayos rojos y azules.
El hombre se agachó para tocar la primera de la pila y, cuando se levantó y miró a Reyes, lo hizo con lágrimas en los ojos-. Tenemos que llevar todas estas cajas al otro lado del río -añadió Reyes-, y ocultarlas. Después tú y los demás vendréis conmigo y King a la casa de Zhuren.
- Sí -respondió el dungkar, entusiasmado.
- Necesitamos que uno de vosotros vigile las cajas y que otro acompañe al señor King. Los otros dos -dijo Reyes en voz baja- entrarán en la casa conmigo.
El tibetano asintió con un gesto y luego se apresuró a traducir las órdenes a sus compañeros.
Cinco minutos más tarde, habían cruzado el río sin problemas y avanzaban hacia el barrio de Barkhor. King y su compañero tibetano se separaron del grupo para dirigirse al edificio más alto en la acera opuesta a la casa que ocupaba el presidente de la región autónoma. Las calles estaban prácticamente desiertas. Solo había unos pocos comerciantes que barrían la plaza donde instalarían los tenderetes. King y el soldado subieron la escalera de dos en dos hasta la azotea. Después de ocupar su posición, King abrió la mochila, sacó una pequeña botella de oxígeno, se colocó la mascarilla y respiró profundamente unas cuantas veces. Le ofreció la botella al tibetano, que rechazó la invitación con una sonrisa. Después King observó la zona a través de la mira telescópica.
La fachada de la residencia de Legchog Zhuren daba al sur, sobre la plaza Barkhor. Al este de la casa se alzaba el Jokhang, un templo construido en el siglo XVIII. El Jokhang, el edificio más venerado de Lhasa, tenía docenas de estatuas, filigranas de oro y unas treinta capillas.
King vio a Reyes cuando pasaba por delante del Jokhang, Su compañero se detuvo por un segundo y levantó un puño.
Después Reyes y los dos tibetanos entraron en un callejón entre el templo y la residencia oficial y desaparecieron de la vista.
El tirador apretó el botón de su cronómetro plateado, fijó el tiempo en un minuto y miró el movimiento de la manecilla.
Cuando faltaban quince segundos, King sacó de la mochila un cuerno de carnero y se lo dio al tibetano.
- Cuando yo te lo diga, comienza a soplar y no te detengas hasta que te lo ordene, o acabaremos muertos.
El soldado asintió vigorosamente y cogió el cuerno. King respiró un poco más de oxígeno. Faltaban cinco segundos para que se detuviera el cronómetro. Miró a los centinelas que vigilaban la casa de Zhuren. Había dos en la acera junto a la verja de hierro forjado, y otros dos sentados delante de la puerta principal. Ajustó la distancia de tiro.
- Ahora -ordenó.
El sonido del cuerno se parecía mucho al de un gato pillado por una aspiradora.
Como si fueran espectros que escaparan de las tumbas, en la plaza aparecieron de pronto cuarenta y ocho guerreros dungkar. Muchos habían simulado ser comerciantes y transeúntes madrugadores, y otros habían estado escondidos en los barriles de especias y semillas. Corrieron hacia la verja de la residencia profiriendo su escalofriante grito de guerra. El sonido del cuerno y los alaridos despertaron a uno de los centinelas que dormitaba en una silla junto a la puerta principal. Se levantó inmediatamente con la intención de hacer sonar la campana de alarma. En ese mismo momento escuchó una fuerte detonación. Como si se tratara de una pesadilla, vio cómo su mano y el antebrazo seccionado a la altura del codo caían al suelo. Luego comenzó a gritar mientras la sangre salía del muñón con la fuerza de un surtidor.
Al mismo tiempo, los dungkar se lanzaron sobre los dos centinelas que se encontraban en la acera; murieron antes de que pudieran darse cuenta de lo que sucedía, degollados como cerdos.
El centinela herido se volvió para mirar con expresión de horror el avance de los dungkar. Su compañero abrió la boca pero antes de que pudiera decir palabra un disparo le arrancó la cabeza de los hombros. La cabeza cayó al suelo de la galería con un golpe sordo; los labios se movieron durante una fracción de segundo, como si quisieran responder a un impulso que ya estaba muerto. El primer dungkar subió los escalones con el sable por delante como si fuese una lanza. El centinela intentó desenfundar la pistola, pero sin mano no tuvo ninguna oportunidad.
El sable lo atravesó de lado a lado y lo clavó en la puerta de madera como si fuese una macabra guirnalda navideña. Pronunció unas palabras antes de morir, pero de su boca no salió más que un chorro de sangre. La fuerza del impacto contra la puerta hizo saltar la cerradura.
La puerta se abrió de par en par y los dungkar entraron en la casa como una tromba.
En la parte de atrás de la casa la escena fue menos violenta. El único centinela que custodiaba la puerta de la cocina dormía profundamente. Su descuido le salvó la vida. Reyes se acercó en silencio, lo paralizó con una descarga de la porra eléctrica, y después le ordenó a uno de los tibetanos que lo amordazara y lo atara de pies y manos antes de que pudiera tener la oportunidad de resistirse. A continuación, Reyes forzó la cerradura con una ganzúa y entraron en la casa. El y los dungkar subían la escalera para ir al dormitorio de Zhuren cuando aún no había sonado el cuerno.
Entonces Reyes los vio.
Había tres hombres desarmados en el rellano. Echó mano a la pistola; pero, antes de que pudiera efectuar un disparo, un criado tibetano apareció por detrás, pasó una soga por encima de sus cabezas y la tensó. Se escuchó un sonido a hueco cuando las cabezas chocaron entre sí, y luego los hombres comenzaron a patalear a medida que el criado apretaba cada vez más la soga. Reyes ordenó a uno de los tibetanos que fuera a ayudar al criado mientras él corría hacia la puerta de Zhuren. Se detuvo un instante para ponerse en posición y luego descargó un tremendo puntapié por encima de la cerradura. La puerta se abrió violentamente y Reyes entró en la habitación. El hombre acostado en la cama se incorporó lentamente, se frotó los ojos y al ver al intruso tendió la mano hacia la mesilla de noche. Reyes disparó contra el espaldar por encima de la cabeza de Zhuren, y el olor a pólvora se extendió por el dormitorio.
- Yo en su lugar no lo haría -le advirtió Reyes.
- No veo gran cosa -dijo Gurt.
Las nubes los habían envuelto a medida que se acercaban al paso. La nieve golpeaba contra el parabrisas del Bell. El 212 ascendía poco a poco, pero apenas si avanzaba. Volaban a ciegas casi al límite del rendimiento del helicóptero.
- Acabo de ver una carretera por la banda de babor -gritó Murphy.
Gurt vio la cinta negra sobre el fondo blanco. El paso de los vehículos por la carretera había quitado la mayor parte de la nieve y había dejado la piedra a la vista.
- ¿Qué es aquello? -preguntó Gurt, que forzaba la vista al máximo.
- Creo que es una columna de tanques -respondió Murphy.
- Me desplazaré a un lado para mantenernos ocultos entre las nubes -dijo Gurt.
A un costado de la carretera, el comandante de un tanque chino observaba a sus hombres, que reparaban una cadena que se había soltado. Escuchó a lo lejos el sonido característico de un helicóptero, así que subió al blindado para llamar a su superior.
- No sé quién puede ser -le respondió su superior-, pero será mejor que lo averigüe.
El comandante del tanque asomó la cabeza por la torreta, llamó a sus hombres y comenzó a repartir los fusiles. Dos minutos más tarde, los soldados se alejaban a la carrera del tanque averiado.
- Allí está la cresta -gritó Murphy-. Busca un lugar donde podamos aterrizar.
Gurt movió el colectivo, pero a esa altitud casi no tenía control.
- ¡Sujétate que allá vamos!
El aterrizaje fue más bien un choque controlado. Los patines del 212 golpearon violentamente contra el terreno, pero resistieron. Murphy ya se estaba quitando el arnés de seguridad.
- Conductor, no apague el motor -dijo en tono divertido-. Solo tardaré un minuto.
Salió de la carlinga y fue a abrir la puerta lateral. Sacó un par de raquetas de nieve y se las puso. A continuación, se colocó otro abrigo sobre el que llevaba, para después sacar lo que necesitaba de un cajón y meterlo en una mochila.
- Defiende el fortín -gritó hacia la carlinga-. Voy a colocar las cargas.
Gurt miró a su compañero hasta que desapareció en la cortina de nieve. Luego se entretuvo buscando emisoras en la radio. No encontró nada que le interesara, así que volvió a la frecuencia asignada.
- Sherpa, Sherpa, Sherpa, aquí el Oregón, cambio.
En la sala de control, Eric Stone miró a Hanley con expresión casi de angustia.
- Esta es la quinta vez y nada.
- Sherpa, Sherpa, Sherpa, aquí el Oregón, cambio.
- Oregón, aquí Sherpa -respondió Gurt-. Lo leo ocho sobre ocho.
Hubo una demora de dos segundos mientras la señal rebotaba en la ionosfera y llegaba al barco.
- ¿Dónde está? -preguntó Hanley.
- Estamos en el lugar -informó Gurt-. Su hombre acaba de marcharse a la cita.
- Acabamos de interceptar una comunicación de los malos -añadió Hanley-. Alguien los escuchó pasar y han pedido que lo investiguen.
- Esa es una mala noticia, Oregón -replicó Gurt-. No tengo manera de reunirme con Murphy para avisarle. Además, tardaremos un poco en despegar.
- De acuerdo. Nosotros enviaremos una señal al busca de Murphy. Le diremos que regrese cuanto antes al helicóptero.
Mientras tanto, vigile y si ve que aparece alguien despegue sin más demora. -Hanley miró a Stone-. Envía un mensaje a Murphy para que se retire.
El técnico tecleó rápidamente la orden para que el ordenador enviara el aviso.
- La visibilidad es de aproximadamente diez metros -comunicó Gurt-, y no pienso abandonar a Murphy.
- No, no queremos que… -comenzó a decir Hanley.
- Oregón -lo interrumpió Gurt-, veo un grupo de soldados chinos que avanzan hacia aquí.
Murphy estaba de rodillas enterrando las cargas en la nieve cuando sonó el busca. Acabó de sujetar el cable del detonador antes de levantarse y sacar el busca del bolsillo.
- Maldita sea -murmuró.
Levantó la tapa del interruptor para poder detonar la carga por control remoto. Después cogió el M-16 que llevaba en bandolera y emprendió el camino de regreso hacia el helicóptero.
Gurt buscó la pistola que tenía debajo del asiento. Los soldados chinos se movían a través de la fuerte nevada con paso lento y seguro hacia el Bell. Avanzaban con los fusiles preparados, pero aún no habían hecho ni un solo disparo.
Murphy corría con toda la velocidad que le permitían las raquetas. Mientras corría, montó un lanzagranadas. Metió la mano en la mochila, sacó una granada y comenzó a colocarla en el lanzador. Bajaba por una pendiente cuando vio a los chinos. Se encontraban a unos ocho metros del helicóptero.
Murphy calculó el ángulo de tiro y disparó la granada. El proyectil pasó por encima de las cabezas de los soldados y estalló.
Los chinos se lanzaron cuerpo a tierra como un solo hombre.
- ¿Qué demonios…? -comenzó a decir Gurt.
Entonces se volvió y vio a Murphy que corría.
Aceleró el motor con la intención de despegar. El Bell no se movió. Murphy se encontraba en esos momentos a unos seis metros y seguía corriendo. Un puñado de soldados chinos se levantaron dispuestos a disparar. Gurt sacó el brazo por la ventanilla y apretó el gatillo de su automática. Un par de segundos más tarde, el M-16 de Murphy se sumó al tiroteo.
Tres metros. Gurt se inclinó para abrir la puerta del copiloto. Murphy dejó de disparar, se quitó la mochila, la colocó con mucho cuidado detrás del asiento y subió al helicóptero. Se sentó con el M-16 sobre los muslos. Gurt continuó disparando al tiempo que movía el colectivo.
- Buenos días -dijo Murphy cuando hubo un momento de calma-. ¿Ha pasado algo interesante durante mi ausencia?
- No tenemos potencia para despegar -le explicó Gurt.
Efectuó unos cuantos disparos más-. Tendré que bombear el cíclico para levantarnos del suelo.
Los soldados chinos habían interrumpido el avance y estaban tomando posiciones para rematar al enemigo.
Murphy se deslizó entre los asientos para acceder al compartimiento de carga y abrir las dos puertas.
- Deja de disparar y despega de una vez, Gurt. Yo me encargaré de esos tipos.
Bombear el cíclico no es bueno para los helicópteros. Consiste en mover el cíclico a uno y otro lado al tiempo que se sube y baja el colectivo. Puede crear una fuerza de ascenso cuando no hay ninguna, pero también es probable que el mástil que soporta al rotor choque contra otras partes del helicóptero. Entonces se corre el riesgo de partir el mástil.
Si se pierde el mástil, se pierde el helicóptero.
El tiroteo se había iniciado de una manera tan imprevista que el comandante del tanque chino no había tenido tiempo de organizar a sus hombres. Una vez que dispuso de unos minutos para prepararse y los soldados estuvieron bien situados en la nieve, comenzó a gritar las órdenes para qué concentraran los disparos en la dirección correcta.
Gurt movió violentamente el cíclico y el 212 comenzó a elevarse lentamente.
En aquel mismo momento, el comandante gritó a sus hombres que avanzaran, y la primera fila se levantó. Murphy apretó el gatillo; la granada salió del lanzador con un rugido y un fuerte olor a quemado llenó la cabina. El proyectil golpeó en la nieve dos metros por delante del soldado que iba en cabeza y estalló. Murphy disparó todo el cargador del M-16. Lo reemplazó y se preparó para disparar de nuevo.
Por fin Gurt consiguió que el Bell despegará y empezara a virar para alejarse del fuego graneado.
Estaban a unos treinta metros de los soldados chinos cuando Murphy agotó el segundo cargador y la nieve manchada de sangre donde había estado el enemigo comenzó a perderse de vista. Murphy metió otro cargador, dejó el M-16 a un lado y cogió el control remoto del detonador.
El C-6 estalló con una fuerza equivalente a cinco toneladas de TNT. Una enorme masa de nieve se desprendió de la ladera y el alud sepultó a los chinos. Después continuó su carrera y cubrió la carretera con una pared de nieve y hielo de seis metros de altura. La onda expansiva provocó otros aludes en la ladera opuesta. Estos aludes añadieron otros tres metros de nieve a la barrera. Los pocos chinos que habían sobrevivido al combate acabaron enterrados debajo del muro de nieve.
42 El piloto del Gulfstream miraba atentamente la pantalla del navegador. Volaba por una ruta que casi no le dejaba margen de error. Tenía que mantenerse en un angosto corredor del espacio aéreo indio entre Bangladesh y Nepal. El ancho del corredor era de treinta kilómetros en la parte más angosta.
La franja era motivo de una agria disputa entre las tres naciones.
Comenzó a trazar una curva hacia la izquierda.
- Señor -gritó para que lo escucharan en la cabina principal-, ya hemos pasado lo peor.
El Gulfstream volaba en esos momentos por la parte más ancha del corredor entre Nepal y Bután.
- ¿Cuánto tardaremos en llegar al espacio aéreo del Tíbet?
- preguntó Cabrillo.
- Menos de cinco minutos -respondió el piloto después de mirar la pantalla del GPS.
Juan Cabrillo tendría que haber estado exhausto, pero no era así. Miró por la ventanilla el terreno montañoso que sobrevolaban. El sol naciente estaba envuelto por el resplandor de mil tonos de rosa y amarillo. Tenían el Tíbet delante. Cogió el teléfono y marcó un número.
En Pekín, a Hu Jintao lo despertaron temprano. Los acontecimientos de la plaza Barkhor no habían pasado inadvertidos.
Jintao se levantó rápidamente, se lavó la cara y bajó la escalera, todavía vestido con el pijama.
- ¿Cuál es la situación? -le preguntó a un general sin andarse con rodeos.
- Es muy cambiante, señor presidente -repuso el general- La columna de tanques rusos ha comenzado a entrar en Mongolia. El embajador mongol afirma que la entrada forma parte de unas maniobras en las que participan tropas de su país y Rusia. Sin embargo, a la velocidad que avanza, podrían entrar en China por el paso de las montañas Altai y la cuenca del Tarim dentro de las próximas horas.
- ¿Qué pasa con la aviación? -preguntó Jintao.
- Tienen varias unidades de paracaidistas en la zona de reunión dentro de territorio ruso -informó el general-. Nuestros satélites han captado el movimiento de los aviones de transporte en los aeródromos. Pero ninguno ha despegado hasta el momento.
Jintao se volvió hacia el ministro de Asuntos Exteriores.
- En la actualidad no tenemos ninguna disputa con los rusos. ¿Qué razón pueden aducir para lanzar un ataque contra nuestras fronteras?
- Ahora mismo, nuestras relaciones son cordiales.
- Es muy extraño -opinó Jintao.
- El embajador ruso ha solicitado ser recibido esta mañana, a las diez -añadió el ministro-. La petición llegó anoche por un canal prioritario.
- ¿Mencionó el motivo de la petición?
- No -respondió el ministro.
Jintao hizo una pausa mientras pensaba en la situación.
- Señor presidente -dijo el general-, hay más. Acabamos de recibir informes desde la capital del Tíbet que hablan de una manifestación en una de las principales plazas de la ciudad.
- ¿Qué ha dicho al respecto el presidente de la región autónoma?
El general tardó unos instantes en dar su respuesta.
- Verá, señor presidente, ese es otro problema. No hemos podido ponernos en contacto con el presidente Zhuren.
- Maldita sea, Gurt -exclamó Murphy-. Casi nos matamos.
- Creo que una de las balas alcanzó uno de los tubos hidráulicos que controlan el avance. En cuanto a mí, me han herido en el hombro izquierdo.
- ¿Es grave? -preguntó Murphy, preocupado.
- Volará -respondió Gurt-, aunque no será un paseo agradable.
- Me refiero a ti, Gurt -gritó Murphy-. ¿La herida es grave?
Gurt llevaba al helicóptero paralelo a la ladera que los alejaba del paso a través de una gruesa capa de nubes. El morro del aparato apuntaba hacia abajo y los arneses se clavaban en los cuerpos de los dos tripulantes.
- Espera. Me inclinaré hacia delante para que puedas echarle un vistazo.
Gurt apartó el tronco del respaldo del asiento y Murphy se inclinó para mirar. Después metió la mano en el espacio y comenzó a tantear. Un segundo más tarde sacó un proyectil aplastado de la gomaespuma del asiento.
- La bala te atravesó limpiamente y se deformó al golpear contra el metal del respaldo -comentó-. Estás perdiendo sangre.
- No me ha dolido hasta ahora -declaró Gurt-. Creo que tenía tal subidón de adrenalina que casi no me di cuenta.
- Tendré que vendarte la herida. Espera un momento. Déjame que haga una llamada.
Cogió el radiotransmisor portátil y llamó al Oregón.
- Mételo allí-dijo Gunderson-, pero asegúrate de que los casquillos puedan salir por la puerta lateral. No quiero munición viva en la zona de carga.
El dungkar que ayudaba a Gunderson asintió. Diez minutos antes habían sacado una ametralladora antiaérea de su emplazamiento junto a la pista del aeropuerto de Gonggar. En esos momentos la estaban instalando en el transporte para convertirlo en un rudimentario avión de combate. Los soldados trabajan deprisa, lo mismo que sus compañeros al otro extremo del hangar.
George Adams observaba a los dungkar que se encargaban de llenar los depósitos de combustible del helicóptero de ataque. Los últimos diez minutos los había pasado en el interior del aparato para ver los controles y el sistema de armamento.
Estaba convencido de que podría pilotar el helicóptero, pero utilizar el armamento sería un poco más complicado.
- Bienvenido a la fuerza aérea dungkar -le dijo Gunderson-. Nosotros volamos, usted la palma.
- ¿Cómo están las cosas por tu lado? -preguntó Adams, que respondió a la jocosidad de su amigo con una sonrisa.
- No estoy muy seguro -repuso Gunderson-. Hemos instalado la ametralladora en el compartimiento de carga y la hemos sujetado con tantos tablones que podríamos construir un granero. Si no sale por la otra puerta por efecto del retroceso cuando efectuemos los primeros disparos, no nos pasará nada. ¿Qué tal tú?
- Mi chino está un poco oxidado -respondió Adams-, Tanto como un barco de hierro en el fondo del mar. Aun así, creo que podré pilotar esta bestia.
- Te propongo un pacto, muchacho -dijo Gunderson y sonrió.
- ¿De qué se trata?
- Cuando lleguemos al lugar de los hechos vamos a intentar no derribarnos mutuamente. -Se volvió y comenzó a caminar hacia el avión de carga-. Buena suerte -añadió por encima del hombro.
- Para ti también -dijo Adams.
En aquel momento comenzó a levantarse la puerta del hangar, y la luz del sol y un viento helado entraron en el recinto.
Un minuto más tarde habían sacado el helicóptero al exterior y un pequeño tractor comenzó a arrastrar al avión de transpone hasta la cabecera de la pista.
Los tibetanos acudían en masa a la plaza Barkhor. El primitivo sistema telegráfico humano que se activa en los momentos de crisis funcionaba a marchas forzadas. Cuatro manzanas más allá, el vehículo blindado que transportaba un pelotón de soldados chinos desde los cuarteles a la plaza, después de recibir un aviso de los incidentes ocurridos en la residencia del presidente, avanzaba a paso de tortuga.
La multitud abarrotaba las calles y no se apartaba.
- Flautista, Flautista, aquí Mascarada.
- Mascarada, aquí Flautista, te leemos.
- Solicitamos extracción inmediata -dijo Reyes-. Tenemos al objetivo.
- Fije el punto de extracción, Mascarada.
- Punto uno, uno, primario, Flautista. Punto uno tres, secundario.
- Recibidas coordenadas de extracción, Mascarada, llegarán en tres.
Después de recibir la orden, el helicóptero que los había transportado hasta el río despegó del lugar donde el piloto había estado esperando el aviso, a quince kilómetros entre Lhasa y el aeropuerto de Gonggar. En cuanto puso el helicóptero en vuelo hacia delante, el piloto miró el mapa donde figuraban los puntos de extracción que habían fijado previamente, y luego echó una ojeada a la nota que había escrito y que tenía en el soporte sujeto al muslo. Voló a toda máquina y a baja altura hacia la plaza Barkhor.
En Pequeña Lhasa, el Dalai Lama esperaba en la sala de comunicaciones junto a los equipos de radio. En los últimos minutos, su red de espías en el interior del Tíbet había comenzado a informar del desarrollo de las operaciones. Si no surgía un imprevisto, hasta el momento todo iba sobre ruedas. Se volvió hacia uno de sus ayudantes.
- ¿Han finalizado los preparativos para nuestro regreso al país? -preguntó.
- Marcharemos en cuanto recibamos el aviso del señor Caballo, su santidad. Será un vuelo de dos horas en un reactor.
El Dalai Lama hizo una breve pausa antes de formular otra pregunta.
- Una vez emprendido el viaje, ¿cuánto tardaremos en entrar en el espacio aéreo tibetano?
- Una media hora más o menos.
- Ahora iré a rezar al templo -dijo el Dalai Lama, levantándose de la silla-. Vigile la situación.
- Sí, su santidad -respondió el ayudante.
Chuck Gunderson ayudó a George Adams a colocarse en el asiento del helicóptero de ataque. Ninguno de los cascos chinos que había en el hangar era lo bastante grande para su cabeza, así que utilizaba el suyo, conectado a la radio para comunicarse. Estaba embutido en el asiento como una chica obesa en una faja.
- No fabrican estos trastos para tipos grandes como nosotros -bromeó Adams.
- Pues tendrías que ver el mío -replicó Gunderson-. Los chinos todavía creen en la cantidad por encima de la calidad. Mi cabina me hace sentir como si estuviese en la Segunda Guerra Mundial. Solo falta que escuche por la radio la orquesta de Glenn Miller.
- Mira este tablero -dijo Adams cuando Gunderson acabó de abrocharle el arnés y se irguió en la escalerilla-. Tiene más adornos metálicos que un Chevy del cincuenta y siete.
En aquel momento, Eddie Seng se acercó a ellos a paso ligero.
- Tenéis que despegar inmediatamente. Cabrillo acaba de llamar. Estará aquí dentro de cinco minutos.
Gunderson bajó el escudo de plexiglás sobre la cabeza de Adams y lo sostuvo mientras él lo aseguraba. Luego descargó una palmada en el escudo y le hizo una seña a su compañero con el puño cerrado y el pulgar en alto. Bajó de la escalerilla y ordenó a los tibetanos que la apartaran. Caminaba con Seng hacia el avión de transporte cuando escuchó el ruido de la turbina del helicóptero de ataque que se ponía en marcha.
- Señor Seng, ¿cuál es la última información?
- Interrogué al teniente chino que tema el mando. No tuvo tiempo para comunicarse con Pekín antes de que los hiciéramos prisioneros.
- Así que por ahora no tenemos que preocuparnos por un ataque de los cazas de las bases en China -manifestó Gunderson, que se detuvo ante la puerta del avión.
- Si los rusos hacen su trabajo y mantienen ocupados a los chinos -afirmó Seng-, tu trabajo ahora mismo será dar apoyo aéreo a las tropas dungkar.
- Haré todo lo que pueda -prometió Gunderson.
Entró en el avión por la puerta del compartimiento de carga.
- Así me gusta -replicó Seng. Dio una palmada en el fuselaje-. Ahora ponte a trabajar, que viene el jefe.
En aquel instante Adams movió el colectivo, y el helicóptero chino se elevó. El aparato se tambaleó un poco mientras el piloto se hacía con los controles, después se movió hacia delante, rompió el efecto tierra y puso rumbo a Lhasa.
Gunderson caminó por la pendiente hasta la carlinga, se acomodó en su asiento y luego comenzó el procedimiento de encendido de los motores. En cuanto los dos motores alcanzaron el nivel correcto de revoluciones, miró por encima del hombro a los cuatro soldados dungkar que formaban la dotación de la ametralladora instalada en el compartimiento de carga.
- Nos vamos, muchachos -gritó por encima del estrépito de los motores-. Os diré cuándo y dónde disparar. Por el momento, solo volaremos.
Sonaba muy sencillo, pero ninguno de los tibetanos había estado antes a bordo de un avión.
En la sala de control del Oregón, Hanley hablaba por el micrófono con voz alta y clara.
- Acabo de comunicarme con vuestro contacto. Las luces rojas serán la señal.
- ¿Es el mismo lugar que ya teníamos asignado? -preguntó Murphy.
- Así es -respondió Hanley-. En lo que se refiere a Gurt, se lo hemos consultado a Huxley. Tienes que aplicar una presión directa sobre la herida lo antes posible.
- ¿Nos tienes en observación desde el satélite? -preguntó Murphy.
- Te tengo en la pantalla -afirmó Hanley-. Estás a unos cinco minutos del punto de llegada.
- Nos volveremos a comunicar en cuanto aterricemos -manifestó Murphy, y apagó la radio.
Hanley marcó el número del móvil de Seng y esperó a que atendiera la llamada.
Briktin Gampo comprobó de nuevo que todas las luces estuviesen encendidas antes de mirar el cielo. La capa de nubes bajas casi rozaba el suelo, pero de vez en cuando se abrían huecos que dejaban ver el cielo. Escuchó en la distancia el ruido característico de un helicóptero que se acercaba. Volvió al interior de la tienda de campaña, puso a calentar la tetera en el infiernillo y después salió para esperar la llegada del aparato.
- Veo una luz roja -anunció Murphy y la señaló.
El rostro de Gurt había adquirido un tono grisáceo en los últimos minutos. Murphy vio las gotas de sudor que le perlaban la frente y cómo le temblaban las manos que sujetaban los controles.
- Aguanta, ya casi hemos llegado.
- Comienzo a ver negro en los bordes -respondió Gurt-. Tendrás que guiarme para que pueda aterrizar.
El ruido del bimotor al despegar era tremendo. Eddie Seng se vio obligado a gritar en el teléfono.
- ¿Es muy grave? -le preguntó a Hanley.
- No lo sabemos -contestó Hanley-. En cualquier caso, tendríamos que enviar a alguien ahora mismo. Son casi dos horas de vuelo hasta allí. Si después resulta que la ayuda no es necesaria, siempre le podemos ordenar que regrese.
- Recibido -dijo Seng.
Fue al hospital de campaña para averiguar si Huxley había encontrado entre los dungkar a alguien que tuviera conocimientos de primeros auxilios para que participara en la misión.
Cinco minutos más tarde, despegaba un helicóptero con suministros médicos y un soldado tibetano que tema conocimientos rudimentarios de primeros auxilios.
- Ya estás muy cerca, Gurt -le avisó Murphy-. A unos tres metros y medio del suelo.
Gurt comenzó a descender y luego vomitó sobre el tablero del Bell.
- En el caso de que no pueda hacerlo -dijo mientras se limpiaba los labios con la manga del mono de vuelo-, espera a que este indicador señale verde y entonces aprieta estos tres interruptores. Así apagarás los motores.
A dos metros del suelo en un descenso controlado, Gurt hizo una pausa muy breve y después completó el aterrizaje. Los patines no habían acabado de tocar el suelo cuando perdió el conocimiento y solo el arnés lo mantuvo erguido en el asiento.
Murphy comenzó a desabrocharle las hebillas del arnés mientras esperaba a que el helicóptero se enfriara; luego apagó los motores y, en cuanto las palas dejaron de girar, saltó del aparato y corrió a abrir la puerta del piloto. Con la ayuda de Gampo, llevó a Gurt al interior de la tienda.
Lo acomodaron en el suelo sobre la piel que había llevado el tibetano para abrigarse, y Murphy empezó a cortarle el mono de vuelo con un cuchillo. La tela estaba empapada con la sangre que manaba de la herida.
- Señor -anunció el piloto del Gulfstream-, estamos en la aproximación final.
Cabrillo miró a través de la ventanilla. Todavía se alzaban las columnas de humo de los incendios en el extremo más apartado del aeropuerto de Gonggar. El sol ya estaba sobre el horizonte y por un momento vio Lhasa, que estaba a una distancia de un centenar de kilómetros. Miró a lo largo del pasillo, a través de la puerta abierta de la cabina de mando y el parabrisas, y a una veintena de metros por encima de la pista vio un avión bimotor que comenzaba a virar. En tierra varios camiones se alejaban del aeropuerto.
Estaban a unos treinta metros sobre la pista y a unos doscientos metros de la cabecera. Dos minutos más tarde, las ruedas tocaron el pavimento con un chirrido. El piloto continuó el carreteo hasta llegar muy cerca de la terminal y pisó los frenos. Las turbinas aún estaban en marcha cuando Cabrillo descendió del aparato.
El presidente Zhuren tenía los ojos vendados y las muñecas atadas detrás de la espalda. El hombre de cabellos oscuros que había entrado en su dormitorio lo obligaba a caminar a paso rápido. Zhuren escuchó los gritos de una multitud fuera de la casa. Luego los sonidos de disparos un poco más lejos.
El ruido de un helicóptero se impuso a todos los demás.
King observó a través de la mira telescópica cómo Reyes guiaba a Zhuren entre la multitud y cómo su compañero ordenaba a los soldados dungkar que lo acompañaban que se ocuparan de despejar la zona de aterrizaje. A continuación, desde su posición privilegiada en la terraza del edificio, se volvió para mirar hacia los transportes blindados de tropas que avanzaban hacia la plaza. Los tibetanos intentaban cerrarles el paso pero caían como moscas, abatidos por el fuego de las ametralladoras. El primer transporte avanzaba por una callejuela, precedido por los tibetanos que corrían en busca de refugio. El tirador se horrorizó al ver cómo el vehículo pasaba sobre el cuerpo caído de un combatiente de la libertad. Lo aplastó como a una rana pisada por un tren.
Abrió la mochila, sacó una cinta con balas anticarro y cargó la ametralladora de calibre cincuenta. El helicóptero estaba a punto de aterrizar cuando King abrió fuego.
Diez disparos en siete segundos. Otros diez para asegurarse.
El blindado se detuvo. Los demás que lo seguían lo imitaron.
El ruido del helicóptero ensordeció a Zhuren. Unas manos lo cogieron desde el interior del aparato y lo arrojaron sobre un asiento. Notó que alguien se sentaba a su lado. Olió el aire.
Se trataba del hombre de cabellos oscuros que lo había arrancado de la seguridad de su cama para introducirlo en un universo desconocido. El helicóptero despegó.
- Ahora vendrán a recogernos. Prepárate -le dijo King al dungkar.
- Señor, ¿puedo quedarme? -preguntó el tibetano.
- ¿Cuál es tu plan? -replicó King.
El soldado señaló a sus compatriotas que asaltaban el transporte averiado. El helicóptero apareció sobre la azotea. King metió la mano en la mochila para sacar una bolsa de tela negra.
- Aquí tienes unas cuantas granadas de mano. ¿Sabes cómo utilizarlas?
- ¿Quito la anilla y salgo corriendo? -dijo el dungkar con una sonrisa.
- Lo tienes claro, pero procura que los tuyos no estén cerca cuando las uses. Estas destrozan a una persona como si fuese una loncha de queso puesta a gratinar.
El helicóptero comenzó a bajar sobre la terraza. El tibetano cogió la bolsa y corrió hacia la escalera.
- ¡Muchas gracias, señor! -gritó.
- ¡Buena suerte! -le deseó King. Se cogió a las manos que asomaban por la puerta de carga del helicóptero para apoyar un pie en el patín y de un salto meterse en el interior del aparato.
- ¿Cómo están las cosas? -le preguntó Reyes después de cerrar la puerta y poner rumbo al aeropuerto de Gonggar.
- Ya sabes lo que se dice -respondió King con voz fatigada-. Nosotros hacemos más antes de la comida que la mayoría de la gente en todo el día.
43 - Señor Seng, un excelente trabajo hasta el momento -manifestó Cabrillo.
Un viento helado soplaba desde el norte. Llevaba consigo el olor de los bosques, los glaciares, la gasolina de los aviones y la pólvora. Cabrillo se cerró hasta el cuello la cazadora de cuero; luego sacó del bolsillo trasero del pantalón un pañuelo blanco impecablemente planchado y se sopló la nariz.
- Muchas gracias, señor -respondió Seng-. El último informe es el siguiente: Murphy y el piloto contratado colocaron las cargas y provocaron una avalancha en el paso. Los blindados chinos están inmovilizados. Aun cuando decidan no hacer caso del avance ruso e intenten dar la vuelta para regresar a Lhasa, la única ruta que podrán seguir hará que tarden por lo menos cuarenta y ocho horas en llegar aquí. Eso siempre y cuando el tiempo aguante.
- ¿Hay algún problema con esa operación? -preguntó Cabrillo.
- El piloto contratado, Gurt Guenther, fue alcanzado pollos disparos de armas ligeras -dijo Seng-. No sabemos la gravedad de las heridas.
- ¿Has enviado un equipo de apoyo?
- Un helicóptero con Kasim a bordo vuela ahora mismo hacia el lugar. Sin embargo, a la vista de que han conseguido llegar al punto de repostaje y han aterrizado, es posible que el estado de Guenther no sea crítico. A primera vista diría que, si el equipo de Murphy está en condiciones de pilotar el helicóptero sin ayuda, podríamos ordenarle a Kasim que regrese.
- Muy bien -asintió Cabrillo-. Quizá resulte más útil tenerlo aquí.
- En cuanto al tiempo -añadió Seng-, esta tarde tendremos una tormenta de finales de primavera. A partir de mañana y los días siguientes disfrutaremos de buen tiempo. El pronóstico dice que caerán entre cinco y ocho centímetros de nieve, y que las temperaturas bajarán por debajo de los cero grados antes de iniciar una lenta recuperación.
- El tiempo afecta a los chinos tanto como a nosotros -opinó Cabrillo-, pero quizá sea una ventaja para las tropas dungkar. Lo tendremos en cuenta como un punto a favor del Tíbet.
Desde el este les llegó el sonido de un helicóptero que se acercaba. Cabrillo miró en aquella dirección e intentó descubrir qué modelo era.
- Es uno de los nuestros, señor. A bordo se encuentran Reyes, King y Legchog Zhuren.
- Magnífico.
Los dos hombres caminaron hacia la terminal. Zhuren no tardaría mucho en estar en el mismo edificio.
- Hemos conseguido poner en servicio un helicóptero de ataque arrebatado a los chinos y que ahora mismo pilota el señor Adams. También hemos dotado de artillería a un avión de transporte con Gunderson en los controles. Además, contamos con los Bell alquilados y los dos Depredadores.
- Una magnífica fuerza aérea para el resucitado ejército tibetano -declaró Cabrillo.
- Todos los demás puntos del plan se han realizado en los horarios establecidos -informó Seng-, pero nada es perfecto. Ha surgido un problema. Lo descubrí cuando interrogué a un teniente chino que capturamos.
- ¿De qué se trata?
- Dado que las tropas chinas en el Tíbet siempre han estado en inferioridad numérica -respondió Seng-, elaboraron un plan para el caso de que se vieran arrolladas. Me refiero a una situación sin ninguna posibilidad de salvación. El plan dispone la utilización de un agente químico paralizante transportado por el aire contra los rebeldes tibetanos.
- Los bidones tienen que estar marcados con algún símbolo específico -opinó Cabrillo-. No tenemos más que llamar a Washington para que nos digan cómo desactivarlo.
- Ese es el problema -manifestó Seng, que se vio obligado a levantar la voz para hacerse oír por encima del estruendo del helicóptero que aterrizaba-. El teniente no sabe dónde lo tienen almacenado. Solo sabe que existe.
Cabrillo metió la mano en un bolsillo de la cazadora y sacó un habano. Le cortó la punta de un mordisco, escupió el trozo al suelo, sacó el Zippo con la otra mano y lo encendió.
Le dio varias caladas al puro hasta que este quedó bien encendido.
- Tengo la sensación, señor Seng, de que este será un día muy largo.
Murphy estaba furioso. Gampo lo había dejado solo en la tienda de campaña con Gurt, que estaba cada vez más débil por la pérdida de sangre. Si esta era la manera como los temibles dungkar reaccionaban ante la visión de la sangre, perderían la guerra antes de iniciarla. El Oregón había enviado un equipo de ayuda; pero, aunque el Bell volara a la máxima velocidad, tardarían horas en llegar. Gurt, su amigo y camarada de armas, empeoraba por momentos. Su piel tenía un feo color grisáceo y deliraba.
En ese momento Gampo entró en la tienda. Llevaba en una mano un gran manojo de hierbas y lo que parecía un terrón de tierra húmeda en la otra. Además, sujetaba con la barbilla contra el pecho un trozo de carne de, alguna bestia desconocida.
- ¿Dónde demonios te habías metido? -lo increpó Murphy.
- Aumenta el fuego de la estufa -respondió Gampo sin alterarse. Dejó las hierbas y el terrón de tierra en el suelo-, y después echa esto en el fuego. -Le dio a Murphy una bolsa de cuero que contenía minerales pulverizados-. Necesitamos que haya mucho humo en la tienda. En cuanto acabes cocina esto con el té -añadió al tiempo que le señalaba el trozo de carne- y prepara un buen caldo de carne.
Murphy miró a Gampo como si se hubiera vuelto loco.
Pero, al ver que el tibetano ya estaba ocupado limpiando la herida de Gurt, Murphy hizo lo que le había pedido. Dos minutos más tarde, la tienda estaba llena de un humo que olía a canela mezclada con limón. Pasaron otros tres minutos y Gampo se irguió para mirar a Murphy. Le pidió con un gesto que lo ayudara a sentar a Gurt. Con las hierbas y el barro había improvisado dos vendajes de forma oblonga que tapaban la herida delante y atrás. Estaban pegados a la piel del piloto como si fuese yeso blanco mezclado con pegamentos. Gurt abrió los ojos y respiró más tranquilo.
- Dale de beber el caldo de oso -dijo Gampo-. Voy a llenar los depósitos de combustible de tu aparato volador.
En la frontera entre Rusia y Mongolia, el general Alexander Kernetsikov tenía los pulmones llenos del humo que salía de los tubos de escape de los blindados. Después de abandonar Novosibirsk, la columna de tanques había cruzado la región del Altai a la velocidad de un coche de fórmula uno. Kernetsikov iba en el blindado que encabezaba la columna, con medio cuerpo fuera de la torreta. Llevaba el casco con el micrófono y el auricular para comunicarse con los oficiales, y vestía un uniforme con tantas condecoraciones que habrían bastado para adornar un árbol de Navidad. En la boca tenía un habano sin encender, y en la mano sostenía un GPS que utilizaba para medir la velocidad de la columna.
Se encontraban a unos ochocientos kilómetros de la frontera tibetana, y viajaban a una velocidad de cincuenta y seis kilómetros por hora.
Kernetsikov echó hacia atrás la cabeza para mirar una escuadrilla de aviones de combate que aparentemente realizaba una misión de reconocimiento. Luego se comunicó por radio con su oficial de inteligencia para enterarse de las últimas novedades. Anunciaban un cambio de tiempo y la posibilidad de nevadas en las próximas horas. Aparte de eso, no había nada nuevo.
En Macao, Sung Rhee estaba llegando al límite de su paciencia.
Marcus Friday se había enterado de que habían encontrado su avión y había ordenado que regresara inmediatamente para marcharse de la ciudad. Stanley Ho continuaba rabiando por el robo de su precioso Buda. El posterior descubrimiento de que el Buda hallado en poder de Friday era falso solo había añadido sal a la herida.
La marina china, por su parte, después de comprobar que el buque mercante que habían detenido ilegalmente en alta mar no tenía ninguna relación con los sucesos en Macao, había ampliado la búsqueda y había rastreado al Oregón hasta Vietnam.
Po había hecho unas cuantas llamadas a un amigo de la jefatura de policía de Da Nang y se había enterado de que un C-130 había despegado del aeropuerto local con destino a Bután. Algunas llamadas más y unos generosos sobornos le habían permitido saber que el grupo que había robado la estatua iba camino del Tíbet.
Po era un detective de la policía china y el Tíbet era una región china, así que decidió seguir el rastro. Había volado de Macao a Chengdu, y desde allí a Gonggar con el último vuelo de la noche anterior. Cuando llegó a los despachos del Departamento de Seguridad Pública de la policía tibetana, ya habían cerrado. Por lo tanto, se alojó en un hotel de la capital a esperar hasta el día siguiente.
La mañana había sido caótica en la capital, pero había conseguido reunirse con el jefe de policía y le había pedido que le facilitara una media docena de agentes para que lo ayudaran en las investigaciones antes de que la lucha callejera fuera a más.
A esas alturas ya sabía quién era el jefe de la banda. El rostro de Cabrillo, que aparecía en el vídeo de la única cámara de vigilancia que había funcionado, lo tenía grabado a fuego en su mente y solo la muerte o la locura podrían borrarlo.
Po salió a recorrer las calles dispuesto a encontrar a su presa, totalmente ignorante de que estaba a punto de estallar una guerra.
Cuando Po y los agentes subían a una furgoneta para recorrer Lhasa, los militares chinos comenzaban a entender la gravedad de la situación. Decidieron llamar a la tropa para tomar el control de la ciudad y aplastar a las fuerzas rebeldes.
También los dungkar empezaron a ejecutar sus planes.
El tiempo era lo más importante, y Cabrillo no podía perder ni un segundo. Para ser un hombre al que habían arrancado de su sueño para después trasladarlo con los ojos vendados y maniatado a un aeropuerto en el sur, Legchog Zhuren se comportaba de una manera sorprendentemente beligerante. Cabrillo había intentado apelar a los buenos sentimientos de Zhuren y le había pedido que le revelara dónde estaban almacenados los bidones con el gas tóxico y el procedimiento dispuesto para lanzarlo, pero Zhuren le había escupido a la cara y había hinchado el pecho como un gallo de pelea.
Era obvio que Zhuren valoraba muy poco los buenos sentimientos.
- Atadlo -ordenó Cabrillo.
Hasta entonces Cabrillo había intentado mostrarse respetuoso con el presidente de la región autónoma y había permitido que estuviera tranquilamente sentado como si fuese un invitado. Sin embargo, había llegado el momento de obtener las respuestas a lo que necesitaba saber, y para eso se requería que el funcionario chino no pudiera moverse. Seng y Gannon lo amarraron de pies y manos con cinta plástica adhesiva y a continuación lo sujetaron a la silla.
- Prepara el suero -le dijo Cabrillo a Huxley.
- ¿Qué va usted…? -comenzó a protestar Zhuren.
- Le pedí de buenas maneras -lo interrumpió Cabrillo- que me ayudara a salvar las vidas de los chinos en el Tíbet y de los habitantes de este país. No ha querido cooperar. Disponemos de un suero que ayudará a aflojarle la lengua. Créame, nos lo dirá todo, desde su primer recuerdo consciente hasta la última vez que se fue a la cama con una mujer. Solo hay un problema. No siempre acertamos con la dosis correcta. Si le inyectamos demasiado borraremos su memoria como un paño mojado borra una pizarra. Por lo general comenzamos con una dosis pequeña y la vamos aumentando gradualmente para evitar que eso ocurra, pero usted es un imbécil, así que nos saltaremos ese paso.
- Está mintiendo -replicó Zhuren en un tono que dejaba traslucir su miedo.
- Por favor, doctora Huxley, inyecte veinte centímetros cúbicos en el brazo del teniente.
Huxley se acercó al teniente chino, que permanecía atado a la silla. Descargó un chorro por la aguja hasta tener la cantidad indicada, luego con la otra mano pasó un algodón con alcohol en el brazo del militar, y a continuación lo pinchó en la vena.
Cabrillo miró el segundero del reloj y esperó a que pasaran quince segundos.
- Dígame su nombre y el lugar de nacimiento -le dijo al teniente.
El prisionero le dio la información como si le quemara en la boca.
- ¿Cuántos soldados hay en la guarnición de Lhasa?
- Había alrededor de ocho mil cuatrocientos -respondió el militar-. Poco más de seis mil han sido enviados al norte, a la frontera con Mongolia. Así que ahora quedan unos dos mil cuatrocientos. De estos, unos doscientos cincuenta están heridos o enfermos. Las compañías son la S, la L…
- Ya es suficiente -dijo Cabrillo.
- No me importa decírselo -repuso el teniente con una sonrisa-. Disponemos de los siguientes vehículos blindados: cuatro T-59…
- No necesito nada más -insistió Cabrillo.
Zhuren miraba al teniente con expresión de horror.
- Doctora Huxley -dijo Cabrillo lentamente-, prepare cien centímetros cúbicos.
Zhuren comenzó a hablar y transcurrió casi media hora antes de que terminara.
Cabrillo repasó las notas de la declaración del presidente de la región autónoma. Se volvió hacia Seng, señaló un punto en el mapa y después juntos observaron atentamente una fotografía de la zona tomada desde un satélite.
- Quiero ocuparme de esta misión personalmente -manifestó Cabrillo-. Necesitaré una docena de hombres, protección aérea y algo para destruir los bidones de gas.
- Señor, hice un inventario del hangar -intervino Gannon-. Hay un par de bombas de fragmentación en el depósito de municiones.
- Eso tiene que bastarnos -asintió Cabrillo.
Por mucho que Stanley Ho fuera el propietario de una mansión en Macao y tuviera toda la apariencia de una persona respetable, en realidad solo estaba un peldaño por encima de un pandillero. En cuanto comprendió que Spenser lo había estafado con el Buda de oro, no había dejado ni por un momento de pensar en cómo vengarse. No era solo el hecho de que Spenser lo había timado. Ese era otro tema. Lo importante para él era que había tratado con Spenser durante años, que Spenser se había mostrado siempre como un amigo para después apuñalarlo por la espalda. Para Ho, eso significaba que Spenser había estado jugando con él, que todos los halagos y el aprecio que le había mostrado no habían sido más que la preparación del gran engaño. Lo había hecho quedar como un imbécil, y eso era lo que más detestaba.
Ho había ido en persona a la oficina de inmigración de Macao para sobornar al funcionario. Así había conseguido la lista de todos los viajeros que habían abandonado el país al día siguiente del robo. Con la lista en su poder, todo se había reducido a eliminar a los improbables hasta que se quedó con solo tres nombres. Después había contratado a tres sicarios del jefe de la mafia local y los había enviado a Singapur, Los Ángeles y Asunción, en Paraguay. Los dos primeros habían sido un fracaso; los asesinos habían vigilado a sus objetivos y habían acabado por descartarlos y los hombres habían regresado. Ho comenzaba a pensar que quizá tendría que ampliar la búsqueda, que había eliminado a Spenser en la primera criba sin darse cuenta. Empezaba a creer que esto le llevaría más tiempo de lo planeado.
Entonces el fax se puso en marcha. Ho miraba la reproducción de la fotografía que le habían enviado cuando sonó el teléfono.
- ¿Sí o no? -preguntó una voz con áspero acento chino.
El millonario miró la foto durante un par de segundos más y sonrió.
- Las manos y la cabeza -ordenó en voz baja-. Métalas en hielo y envíemelas.
Su interlocutor colgó.
Paraguay en general y Asunción en particular tienen mucho más de europeo que de sudamericano. Los grandes edificios y los enormes parques con las fuentes recuerdan a Viena, no a Río de Janeiro. Spenser arrojó a las palomas un puñado de granos de maíz que había comprado en una máquina y después se enjugó el sudor helado que le perlaba la frente.
Un hombre que comete un delito nunca es libre del todo, ni siquiera cuando todo indica que se ha librado del castigo.
El conocimiento de que ha infringido la ley nunca se aparta de su mente, pesa en su psique, y el no poder revelarlo solo empeora las cosas. Únicamente el psicópata no siente remordimientos; el delito lo cometió algún otro, si es que se cometió.
Spenser se sacudió de las manos los restos de maíz, miró cómo las palomas se disputaban la comida y luego se levantó del banco. Decidió volver a su modesto hotel y dormir una siesta antes de salir a cenar. Al día siguiente comenzaría a buscar una casa para alquilar y se dedicaría a la tarea de reconstruir su vida. El plan para esa noche era cenar, dormir e intentar olvidar.
El marchante no era estúpido. Sabía que Ho removería cielo y tierra hasta dar con él.
Sin embargo, en esos momentos Spenser intentaba borrar todo eso de su mente. Disponía de unos cuantos días antes de que pudieran encontrar su rastro, si es que lo conseguían. Eso le daría tiempo para abandonar la capital e instalarse en el campo. Allí haría amigos que le avisarían si algún extraño hacía demasiadas preguntas, e incluso lo ocultarían si se acercaban demasiado.
Sumido en sus pensamientos y cansado, relajó la vigilancia.
Por la mañana se preocuparía, esa noche cenaría un filete de carne argentina acompañado con una botella de vino tinto.
Cruzó el parque y caminó por la calle adoquinada que subía la colina donde estaba su hotel.
La acera estaba desierta, pues a esa hora la ciudad entera se entregaba a la siesta. Eso lo consoló. Comenzó a tararear I Left My Heart in San Francisco mientras caminaba. Cuando llegó a la mitad de la manzana, vio la marquesina que señalaba la entrada de su hotel.
Spenser continuaba tarareando cuando se abrió una puerta y un garrote se descargó sobre su cabeza y ahogó su canto.
El sicario de la mafia china mató a Spenser con una velocidad pasmosa y arrastró el cadáver hasta el jardín trasero de la casa. Los propietarios estaban fuera de la ciudad, pero ese era un tema menor para el asesino; de haber tenido la mala fortuna de encontrarse en su hogar, también los habría asesinado.
Pasaron cuatro días antes de que encontraran el cuerpo de Spenser. Le faltaban la cabeza y las manos, pero tenía los brazos cruzados sobre el pecho y el pasaporte canadiense metido en el cinturón.
44 Truitt miró el mar a través de la ventanilla cuando el avión turbohélice hizo la última aproximación para aterrizar en Tarawa, la capital de Kiribati. El agua tenía un suave color zafiro y los arrecifes de coral se veían claramente debajo de la superficie.
Las barcas y las lanchas con motor fueraborda de los pescadores surcaban las aguas, y en el muelle del puerto había amarrado un viejo carguero con el casco negro.
Parecía una escena sacada de South Pacific.
El avión no iba lleno. Solo Truitt y un isleño rechoncho que no había dejado de sonreír ni un instante, y la carga en la parte de atrás. La cabina olía a sal, arena y ese moho que parece invadirlo todo en los trópicos. La temperatura y la humedad eran muy altas, y Truitt se secaba el sudor de la frente con un pañuelo.
El piloto enfiló la pista de tierra y aterrizó.
Un golpe, la sensación del frenado hasta que el avión se detuvo casi del todo y luego el lento carreteo hasta el edificio de la terminal. Truitt continuó mirando a través de la ventanilla hasta que el aparato se detuvo delante mismo de la terminal, y después notó el impacto del aire húmedo que olía a flores cuando el piloto abrió la puerta. El isleño fue el primero en bajar. Lo esperaba una mujer que sostenía a dos chiquillos sonrientes en los brazos. Truitt cogió la maleta que tenía debajo del asiento.
Luego se levantó y descendió del avión. Lo esperaban los presidentes de Kiribati y Tuvalu.
El abogado contratado por Halpert estaba sentado en una de las terrazas del lujoso chalet alpino. Delante de la casa se extendía un prado delimitado por un muro de piedra, y más allá un campo de cultivo. Esperó mientras su anfitrión, un hombre de cabellos oscuros, acababa de encender una estufa de butano y luego se sentaba a la mesa.
Marc Forné Molné, jefe del gobierno de Andorra, fue directamente al grano.
- Puede decirles a sus clientes que aprecio muy sinceramente la inversión en mi país. Siempre hemos acogido con agrado a todas las empresas dispuestas a radicarse aquí. No obstante, hay una cosa muy clara: aunque no hubiesen escogido instalarse aquí, nuestro voto sería en favor de un Tíbet libre y soberano. -Molné se levantó para subir la temperatura de la estufa-. La lucha contra la tiranía y la opresión forma parte de la tradición andorrana. -Se sacudió unas gotas de agua de las manos-. Dígales que pueden contar con nuestro voto, y también que, si necesitan algo más, solo tiene que decirlo.
- Muchas gracias, señor -agradeció el abogado. Se levantó-. Me pondré en contacto con ellos inmediatamente.
Molné levantó una mano y el mayordomo apareció como por ensalmo.
- Acompañe al señor a mi despacho -le ordenó-. Tiene que usar el teléfono.
Truitt tardó dos horas en establecer el acuerdo. Se establecerían dos fondos, uno para cada nación. Dado que la población de Kiribati era de ochenta y cuatro mil personas, recibiría ocho millones cuatrocientos mil dólares. Tuvalu, con una población de diez mil ochocientos sesenta y siete habitantes, recibiría un millón cien mil dólares. Otros cinco millones y medio serían dedicados al desarrollo del ecoturismo en los dos archipiélagos. Para promover el turismo, los dos países se inclinaron por la construcción de pequeñas urbanizaciones donde los nativos trabajarían como guías, instructores de submarinismo y supervisores. Las viviendas no tendrían servicio de habitaciones. Los turistas deberían ocuparse de los trabajos domésticos.
Truitt partió en el último vuelo del día de Pascua.
Hanley miraba una fotografía del Tíbet enviada desde un satélite mientras hablaba por teléfono.
- ¿Estás seguro, Murphy? -preguntó-. ¿Está en condiciones de pilotar?
- Ha sido algo realmente mágico -afirmó Murphy con entusiasmo-. Gurt tiene mejor aspecto que antes de recibir el disparo. Ahora mismo está haciendo unas reparaciones en el helicóptero.
- Espera un momento -le pidió Hanley desde el Oregón-. Voy a decirle a la caballería que dé media vuelta. -Hanley cogió el micrófono de la radio codificada y llamó al helicóptero de rescate-. Quedaos donde estáis y esperad. Si mis cálculos de combustible son correctos, tendríais que disponer de poco más de medio tanque. Esperad hasta que aparezcan los otros Bell, y regresad con ellos a Gonggar.
- Recibido -confirmó el piloto-. ¿Cuál es la hora estimada de llegada?
- Están a una hora de vuelo de vosotros -respondió Hanley-. Yo me ocuparé de controlar la posición y os avisaré cuando estén cerca.
- Nos disponemos a aterrizar. Esperaremos hasta nueva orden -dijo el piloto.
En Washington se había pasado del distanciamiento a una participación total.
Langston Overholt esperaba en un despacho de la Casa Blanca a que volviera el presidente. Truitt había comunicado a Hanley el éxito de su misión. Hanley, a su vez, había enviado un fax a Cabrillo en el Tíbet donde le explicaba los detalles.
Hecho esto, había llamado a Overholt para informarle de las novedades. Overholt, por su parte, había ido a la Casa Blanca para informar al presidente.
- Para ser alguien que se supone que no tiene nada que ver con este asunto -comentó el presidente al entrar en el despacho-, estoy metido en este embrollo como un gatito en una madeja de lana.
Pasaban unos minutos de la medianoche, y el presidente estaba a punto de irse a la cama cuando lo habían llamado.
Vestía un pantalón de chándal gris y una camiseta azul. Tenía un vaso de zumo de naranja en la mano. Miró a Overholt y sonrió.
- Debe saber que me quedo levantado hasta tarde para ver el Saturday Night Live.
- ¿No lo hacen todos los políticos, señor? -preguntó el agente de la CIA.
- Es probable -admitió el presidente-. No olvide el rumor de que no hacerlo le costó a Gerald Ford las elecciones.
- ¿Qué tal ha ido, señor?
- Qatar no planteó ningún problema -afirmó el presidente con toda naturalidad-. El señor al-Thani y yo somos viejos amigos. Brunei me costó un poco más. El sultán quería ciertas concesiones, así que se las di y asunto resuelto.
- Lamento haber tenido que mezclarlo en todo esto, señor -manifestó Overholt-. Nos vimos obligados porque los contratistas no disponían de bastantes hombres ni de tiempo.
- ¿Hemos conseguido ya el último voto? -preguntó el presidente-. ¿Tenemos a Laos en el bote?
Overholt consultó su reloj antes de responder.
- Todavía no, señor, pero lo tendremos dentro de unos quince minutos.
- Le diré a nuestro embajador ante las Naciones Unidas que solicite una votación especial por la mañana. Si ustedes consiguen defender el fortín unas seis horas más, estaremos del otro lado.
- Me pondré en contacto con ellos inmediatamente.
Overholt se levantó.
- Muy bien -dijo el presidente-. Me voy a la cama.
Un agente del servicio secreto acompañó a Overholt en el ascensor y en el recorrido por el túnel secreto. Veinte minutos más tarde conducía su coche de regreso a Langley.
El 747 blanco llegó hasta el final de una de las pistas del aeropuerto de Vientiane, y a continuación carreteó hasta la zona de descarga y apagó los reactores. Luego el piloto accionó el mecanismo que levantaba el morro del avión y dejaba libre el acceso a la inmensa bodega. En cuanto el morro se levantó del todo, los operarios instalaron las rampas en el borde del fuselaje. Después comenzaron a descargar los coches.
El primero era un Plymouth Superbird color verde lima con un motor Hemi. El segundo, un Ford Mustang Boss 302 modelo 1971, color amarillo, con toma de aire en el capó, cortinillas en la luneta trasera y un cuentarrevoluciones gigante en el tablero. El tercero era un Pontiac GTO descapotable del año 1967, de color rojo y tapizado negro, los neumáticos con banda roja y aire acondicionado. El último era un Corvette modelo 1967 verde brillante, con un equipo especial de fábrica y diferencial autoblocante.
El hombre que se encargaba de bajar los coches de la bodega del 747 era de estatura mediana y tenía los cabellos castaños. En cuanto bajó el Corvette a la pista, abrió la guantera, sacó un sobre, y después de salir del coche, encendió un Camel con filtro.
- Usted debe de ser el general -le dijo a un oficial que se acercaba con una escolta de una docena de soldados.
- Así es -respondió el interpelado.
- Me llamo Keith Lowden. Me dijeron que le entregara esto.
El general leyó la carta, la dobló y la guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
- ¿Todos son originales?
- Así es. Todos los números de serie concuerdan -afirmó Lowden. Invitó al general a acercarse al Superbird y comenzó a explicarle todos los detalles del coche y los accesorios especiales que tenía. El general lo interrumpió cuando Lowden había acabado con el segundo vehículo, el Boss 302.
- Quiere usted… -comenzó a decir, pero en ese momento sonó el móvil de Lowden.
- Con su permiso. -Lowden atendió la llamada. Escuchó durante un minuto y luego se volvió hacia el general con una mano sobre el teléfono-. Quieren saber si acepta el trato.
El general asintió con un gesto.
- Lo acepta -informó Lowden. Apagó el teléfono-. ¿Qué quería preguntarme?
- Me preguntaba si tendría usted tiempo para pasar la noche en mi país -dijo el general- y conversar sin prisas sobre los coches.
- No lo sé -respondió Lowden con una sonrisa-. ¿En este país tienen cerveza?
- La mejor de todas -afirmó el general y le devolvió la sonrisa.
- Entonces acepto. Porque no se puede hablar de coches cuando uno está sediento.
Po y su grupo recorrían las calles de Lhasa, pero hasta el momento no habían visto ni a un solo ciudadano norteamericano o europeo. Los seis miembros de su equipo eran todos tibetanos, y le parecían despreciables. En primer lugar, como la mayoría de las personas, detestaba a los traidores, y por muchas vueltas que se le diera los tibetanos que trabajaban para el Departamento de Seguridad Pública estaban vendidos a los chinos. En segundo lugar, los agentes eran unos gandules; sus preguntas eran vagas y no parecían demostrar el menor interés en encontrar a las personas que buscaba el detective. Por último, para ser miembros de un cuerpo de élite, no parecían saber gran cosa del trabajo policial.
Como no tenía otra alternativa, Po redobló sus esfuerzos con la ilusión de obtener algún resultado.
- ¡Malditos hijos de puta! -gritó Cabrillo fuera de sí-. ¡Es como poner una bomba atómica en el Vaticano!
Zhuren acababa de informarles del lugar donde tenían almacenados los bidones del gas tóxico. Era nada menos que en el Pótala, el palacio del Dalai Lama y el edificio más sagrado del Tíbet. El plan chino era malvado a la vez que ingenioso. El Pótala se levantaba en lo alto de una colina con la ciudad a sus pies; si se esperaba a que el viento soplara desde el cuadrante adecuado, la nube de gas tóxico cubriría Lhasa en cuestión de minutos.
Seng asintió antes de atender la llamada que sonaba en su radio.
- Adelante, Oregón.
- ¿Tienes a Cabrillo contigo?
- Espera. -Seng le pasó la radio a su jefe.
- Juan, tenemos los votos -le informó Hanley rápidamente-. Ahora solo tienes que aguantar durante unas seis horas. La ayuda ya está en camino.
- ¿Cuál es la última noticia de los rusos? -preguntó Cabrillo.
- Se encuentran más o menos a unas cinco horas de la frontera entre Mongolia y el Tíbet -contestó Hanley, que miraba la pantalla donde se registraba el avance ruso.
- Llámalos y diles que aminoren la velocidad de la columna. Si alcanzan la frontera antes de que se realice la votación, podríamos encontrarnos con la Tercera Guerra Mundial.
- Ahora mismo los llamo. ¿Qué está pasando en el terreno?
- Acabo de descubrir que los chinos se guardaban un as en la manga. Un gas tóxico para acabar con la población.
- ¿Sabes dónde lo guardan y qué tipo de gas es? -preguntó Hanley.
Cabrillo le recitó la composición química.
- Nos pondremos a trabajar para descubrir cómo convertirlo en inerte y ya te avisaremos -prometió Hanley.
- Perfecto. Eso me deja las manos libres para encontrar el almacén.
- No sé por qué pero sabía que ibas a decir eso -declaró Hanley.
45 El Oregón entró en el golfo de Bengala como el paso previo para la extracción del equipo. Las noticias de los combates callejeros en Lhasa habían llegado a las redacciones de los medios de comunicación. Los equipos de televisión y de las cadenas de radio y los reporteros de diarios y revistas estaban haciendo los últimos preparativos para viajar al país. Para mantener el secreto imprescindible que necesitaba la corporación a fin de realizar sus operaciones, tenían que salir del Tíbet antes de que aparecieran los periodistas.
Si bien hasta el momento el plan había funcionado como un reloj, aún tenían que enfrentarse a un peligro muy grave.
El farol ruso había conseguido llevarse al ejército chino muy al norte, pero a partir de entonces la amenaza estaba en la fuerza aérea china. Si Pekín ordenaba a sus escuadrillas de bombarderos y cazas que atacaran el país, los resultados serían catastróficos. Las fuerzas dungkar solo disponían de una defensa antiaérea muy limitada. Un bombardeo intensivo de la capital provocaría innumerables bajas en la población civil.
La única posibilidad residía en que los medios de comunicación contaran la verdad de lo que estaba ocurriendo en el país.
Si el mundo veía a través de la televisión que los tibetanos habían expulsado a los opresores por sus propios medios y que el control del país estaba en manos del pueblo y de su líder divino el Dalai Lama, entonces los bombardeos chinos serían considerados como lo que eran: un despiadado acto de brutalidad. La condena mundial sería una carga que ni siquiera China podría soportar.
Hanley llamó a Bután y ordenó que prepararan al C-130 para evacuar a su equipo.
- Escalador uno -llamó Murphy-, a Rescate uno.
Gurt pilotaba el Bell 212 por encima de una meseta bordeada por cumbres dentadas. El helicóptero de rescate posado en tierra era visible desde una distancia de varios kilómetros.
Mientras Murphy lo observaba a través de los prismáticos, el rotor comenzó a girar lentamente y después fue aumentando la velocidad hasta convertirse en un círculo luminoso.
- Aquí Rescate uno -sonó una voz en la radio-. Tenemos contacto visual. Los seguiremos.
Murphy vio cómo el helicóptero despegaba verticalmente y a continuación avanzaba. Cuando lo adelantaron, giró la cabeza para confirmar que volaban en formación con el segundo aparato un poco más atrás y a un lado.
- ¿Qué tal estás? -le preguntó a Gurt por el intercomunicador.
- Noto como si una muía me hubiese dado una coz en el hombro -comentó el piloto-. Aparte de eso, estoy bien.
- Me gustaría saber qué te dio Gampo -dijo Murphy.
- Alguna antigua pócima tibetana. -Gurt miró los indicadores-. Solo espero que el efecto dure.
- Hablé con el Oregón. Uno de los pilotos de reserva te llevará a Bután.
- No está mal. Por un momento me di por muerto.
- Yo también, compañero -repuso Murphy en voz baja-. Yo también.
Para los chinos, la batalla de Lhasa distaba mucho de estar acabada. Habían perdido la iniciativa cuando King había conseguido frenar el avance de la columna blindada. A partir de ese momento, los soldados dungkar habían demostrado una ferocidad sin límites.
Los pelotones al mando del general Rimpoche se habían desplegado por toda la ciudad y habían hecho prisioneras a las tropas chinas en los cuarteles y en otros puntos estratégicos. El asalto al cuartel de blindados había sido encarnizado. Después de más de media hora de combates, los dunkgar se habían hecho con el control.
- Esta es toda la pintura roja que encontré en la ciudad -informó un soldado dungkar que acababa de cruzar la verja que rodeaba el cuartel de blindados.
El general Rimpoche estaba sentado en el asiento del pasajero de un todoterreno chino. Tenía un vendaje con manchas de sangre en una de las pantorrillas. Un trozo de metralla al rojo vivo de una granada de fragmentación lo había alcanzado cuando dirigía la última carga contra el cuartel.
- Pinte los transportes de tropas blindados y los tres tanques con el símbolo del Dalai Lama -ordenó, entre toses-. Después avise a la tropa de que los vehículos están en nuestro poder.
El soldado partió a la carrera para cumplir la orden. En el mismo momento apareció el ayudante del general.
- He encontrado a una docena de hombres con conocimientos básicos de conducción -afirmó el oficial-. Podremos sacar los blindados a la calle en cuanto estén pintados.
- Muy bien -aprobó el general-. Necesitamos demostrar que tenemos el control.
Levantó la cabeza al escuchar que se acercaba un helicóptero desde Gonggar. Lo siguió con la mirada cuando pasó por encima del cuartel y continuó rumbo al Pótala.
El detective Po y sus subordinados tibetanos acababan de escapar de una multitud de tibetanos que habían intentado capturarlos. Po se encontraba en uno de los barrios del sector este de Lhasa. Cada vez se convencía más de que su misión estaba condenada al fracaso. Nadie había visto a las personas que buscaba, o en todo caso nadie estaba dispuesto a decírselo. Por otro lado, la situación parecía haberse complicado. En la última media hora Po había percibido un cambio.
La sensación de que ya no era el cazador sino la presa crecía por momentos.
Nadie había atendido su última llamada al Departamento de Seguridad Pública, y, aunque podía ser solo una jugarreta de su imaginación, comenzaba a creer que los agentes tibetanos a sus órdenes lo miraban de otra manera.
El paso de un helicóptero en vuelo rasante, que un minuto después aterrizó en el llano al pie de la colina donde se alzaba el Pótala, lo sacó de su ensimismamiento.
- Detenga el vehículo -ordenó.
El conductor aminoró la velocidad y frenó. El helicóptero se encontraba a una distancia de doscientos metros y los patines acababan de tocar el suelo. Po esperó a que se disipara la nube de polvo levantada por el rotor y que los ocupantes salieran del aparato para mirarlos con los prismáticos. El líder del grupo llevaba casco, y señalaba un punto en el palacio a los hombres que lo acompañaban. En aquel instante, Po vio que el cabecilla cogía el móvil que llevaba en el cinturón y se quitaba el casco para acercarse el aparato a la oreja.
El detective ajustó al máximo el enfoque de los prismáticos.
El hombre tenía el cabello rubio cortado muy corto, y las facciones le resultaban conocidas. Continuó observándolo.
- ¿Estás seguro, Max? -preguntó Cabrillo.
- Acabo de recibir la confirmación -respondió Hanley desde el Oregón, a mil quinientos kilómetros del Tíbet.
- De acuerdo, me dispongo a entrar.
- Los periodistas están de camino -añadió Hanley-, y el Dalai Lama ya ha salido de la India. Todos llegarán a Lhasa dentro de una hora más o menos. Tenéis que salir de allí pitando. El C-130 ya ha despegado de Thimbu, y Seng está reuniendo a todos los demás. Acaba con el trabajo y lárgate.
- Solo te puedo decir que más te vale que encuentre unas cuantas cervezas en ese avión -dijo Cabrillo, y se echó a reír.
- Eso está hecho -afirmó Hanley.
La sonrisa. La sonrisa era la misma del hombre de la cinta de vídeo. Po guardó los prismáticos en el estuche y se volvió hacia el conductor.
- Al Pótala -ordenó.
- Os subirán hasta aquella plataforma -explicó Cabrillo y señaló una sección central del palacio pintada de un blanco resplandeciente-. En cuanto acabéis de descargar el helicóptero, iniciad la búsqueda. Me reuniré con vosotros en el patio al pie de la torre más alta.
El jefe del grupo de dungkar asintió.
- Yo subiré la escalera y buscaré en los niveles inferiores -añadió Cabrillo.
Sacó una botella de oxígeno pequeña de la cabina del helicóptero y se la sujetó a la espalda. Luego se metió un extremo del tubo de plástico en la nariz y abrió el grifo antes de subir.
El helicóptero despegó y transportó a los dungkar y la carga hasta la plataforma. Cuatro minutos más tarde, la furgoneta donde viajaban Po y los agentes del Departamento de Seguridad Pública llegaba al pie de la escalera. Po desenfundó la pistola y, seguido por los demás, comenzó a subir. Cabrillo desapareció de la vista en el primer edificio junto a la escalera.
El helicóptero, ya vacío, aterrizó cerca de la furgoneta.
El piloto advirtió la presencia del vehículo y llamó al Oregón.
- Tiene las insignias del Departamento de Seguridad Pública -informó.
- Llamaré a Cabrillo -respondió Hanley-, pero yo no me preocuparía, al menos por ahora. Estamos captando unas señales de radar esporádicas. Aún tenemos que descubrir la procedencia. Vigila el cielo.
George Adams había aterrizado dos veces para llenar los tanques de combustible del helicóptero de ataque chino. Chuck Gunderson aún disponía de la mitad de los tanques. Hasta el momento la misión había sido tranquila. A Gunderson lo habían llamado para que prestara apoyo aéreo en los combates por la toma del cuartel de los blindados, pero los dungkar se habían hecho con el control antes de que pudieran necesitar su ayuda. Adams seguía sin encontrar un objetivo contra el que disparar. En los últimos veinte minutos la situación había cambiado; más allá de unos pequeños núcleos de resistencia donde solo se empleaban armas ligeras, todo indicaba que Lhasa estaba ya en manos de los dungkar. Ambos pilotos veían claramente la transformación desde el aire; la guerra estaba prácticamente acabada.
- Bello George, aquí Chuck -llamó Gunderson.
- Eh, Chuckie -respondió Adams-, ¿te aburres tanto como yo?
- Pues sí… -comenzó a decir Gunderson.
- Aquí Escalador uno -lo interrumpió la voz de Murphy-. Un trío de cazas chinos acaban de pasar por encima de nuestra formación. Estamos a ochenta kilómetros de Lhasa con rumbo a Gonggar.
- A todos los miembros de la corporación, aquí el Oregón -dijo Hanley-. Acabamos de detectar a tres cazas chinos procedentes del norte. Consideradlos hostiles. Poneos a cubierto. Quiero la confirmación de todas las fuerzas ofensivas.
- Depredador, listo -informó Lincoln desde su remota posición en Bután.
- Ataque uno, listo -dijo Adams.
- Artillero uno, listo -confirmó Gunderson.
- Lo siento, muchachos -añadió Hanley-. Han desaparecido de la pantalla. Solo captamos señales intermitentes y suponemos que llegarán allí dentro de unos minutos.
Los tres cazas volaban entre las paredes de un cañón en dirección a Lhasa.
Cabrillo entró en una gran sala con pequeñas capillas a cada lado. Buscó en cada una de ellas, pero la tarea era lenta. Po y su equipo subieron la escalera. El detective se detuvo al llegar a la puerta con la pistola preparada y asomó la cabeza. Luego, al no ver a nadie, entró. Cabrillo revisaba una pila de cajones de madera en un almacén. Concentrado en la búsqueda de los bidones de gas tóxico, no se dio cuenta de que Po y sus hombres estaban en la sala. Los cajones contenían pergaminos, viejos libros de texto y documentos. Se limpió las manos y salió del almacén.
Po lo esperaba junto a la puerta con la pistola apuntada al pecho de Cabrillo. Los seis agentes del Departamento de Seguridad Pública le apuntaron con sus fusiles.
- Buenos días, caballeros -dijo Cabrillo con toda naturalidad y su mejor sonrisa-. Estaba cambiando los filtros de la caldera. En este viejo palacio hace mucho frío cuando nieva.
- Soy el detective Ling Po de la policía de Macao, y queda usted detenido por robo y asesinato.
- ¿Asesinato? -repitió Cabrillo sin alterarse-. No he matado a nadie.
- El robo del Buda y la fuga dejó como saldo la muerte de tres ciudadanos chinos.
- ¿Se refiere usted a cuando la marina china atacó mi barco? -preguntó Cabrillo-. Ellos dispararon primero.
En aquel momento, el primero de los cazas voló sobre Lhasa, y se desató el infierno.
La advertencia de Murphy les dio a Adams y a Gunderson el tiempo justo para prepararse. Adams se pegó a la ladera de una montaña al oeste de Lhasa, con la cola hacia los cazas. Gunderson voló lo más cerca posible de las montañas del lado este con la ametralladora lista para disparar. El Depredador volaba en círculo sobre Gonggar para proteger la zona.
Los cazas volaron sobre Lhasa y abrieron fuego con las ametralladoras contra la multitud; mataron a decenas de civiles de una pasada, y después continuaron vuelo hacia el aeropuerto. Tardaron poco más de un minuto en acercarse a Gonggar, y las baterías antiaéreas comenzaron a disparar. El líder de la escuadrilla voló entre la metralla y a continuación viró a la izquierda para emprender el regreso a Lhasa. Un helicóptero se separó lentamente de la ladera de la montaña. Luego se vio una nube de humo y una lengua de fuego que salía por debajo del fuselaje.
Adams siguió en la pantalla de la videocámara la trayectoria del misil y fue haciendo pequeñas correcciones mientras volaba hacia el caza. Había apuntado al fuselaje pero el misil estalló contra una de las alas. El piloto accionó la palanca de eyección, y Adams vio cómo se abría el paracaídas.
En una maniobra de manual, el piloto del segundo aparato había virado bruscamente a la derecha. Volaba de nuevo hacia Lhasa cuando en la pantalla del radar apareció un objetivo situado delante de su ala izquierda. Antes de que pudiera reaccionar se encontró con un avión de transporte chino. Engañado por un segundo por lo que parecía ser una fuerza amiga, el piloto titubeó en apretar el disparador.
- ¡Fuego! -gritó Gunderson.
El artillero tibetano disparó una ráfaga que perforó el costado del caza como los perdigones de una escopeta el vientre de un pato. El dungkar continuó disparando aunque el avión había desaparecido.
Creo que le has dado -vociferó Gunderson, feliz-. ¡Alto el fuego!
Gunderson vio cómo el avión envuelto en llamas se estrellaba contra una montaña. Esta vez el piloto no se había salvado.
En cuanto el piloto del tercer aparato se dio cuenta de que les disparaban, comenzó a subir. El Depredador lo siguió.
- Disparo cuatro -comunicó Lincoln por radio mientras disparaba todos los misiles en una sola andanada.
El caza continuó subiendo a toda potencia, pero los misiles más pequeños y livianos eran más rápidos.
Desde tierra, los tibetanos vieron cómo la estela blanca del caza trazaba una línea vertical en el cielo. Cuatro estelas mucho menos visibles la seguían. Después, a gran altura sobre Lhasa, apareció una gran bola de fuego. Los tres cazas ya no volverían a cazar.
- Vaya a ver qué ha sido eso -le ordenó Po a uno de los agentes.
El hombre salió y miró hacia la ciudad; luego volvió.
- Ataque aéreo -informó lacónicamente.
- Eso quiere decir que los chinos recuperarán la ciudad -afirmó Po-. Dentro de unos minutos…
Se interrumpió al escuchar que sonaba un móvil. Cabrillo atendió la llamada.
- Con su permiso -le dijo al detective, con una mano sobre el teléfono-. Sí. De acuerdo. Muy bien. No, todavía no, ha surgido un pequeño inconveniente. Tengo aquí a un policía de Macao que…
Po guardó la pistola y de un manotazo hizo volar por los aires el móvil de Cabrillo.
- No tendría que haber hecho eso -le reprochó CabriUo-. No pagué la ampliación de la garantía.
Po hervía de rabia. Estaba perdiendo el control y lo necesitaba más que nunca.
En el Oregón, Hanley escuchaba por la línea abierta.
- Contra la pared. -Po empujó a Cabrillo contra la pared de piedra y se apartó.
Cabrillo comenzó a entender cuál era la intención del policía.
- ¿Qué se cree que es, Po? -preguntó en tono de profundo desprecio-. ¿Que es juez, jurado y verdugo?
- Agentes, a formar -ordenó Po.
Los tibetanos formaron en hilera, con los fusiles al hombro.
Eric Stone, que se encontraba junto a Hanley en el Oregón, no se perdía palabra.
- Señor, ¿qué podemos hacer? -preguntó.
Hanley levantó una mano para hacerlo callar.
- En nombre de las autoridades de Macao -declaró Po-, lo he escuchado declararse culpable de asesinato. Lo condeno a muerte y la pena será ejecutada aquí y ahora.
Stone miró horrorizado a Hanley, que se mostraba impasible.
- ¿Quiere hacer una última declaración? -preguntó Ho.
- Sí. Le pido que deje de hacer tonterías. Hay una carga de gas tóxico en algún lugar de este palacio, y, si no la encuentro pronto, moriremos todos.
- ¡Basta ya de mentiras! -gritó Ho-. Pelotón, apunten.
Cabrillo se pasó una mano por los cabellos. Sonrió y le guiñó un ojo al detective.
- ¡Fuego! -ordenó Po.
Se escucharon los disparos y la sala se llenó con el olor de la pólvora.
- Aquí están -dijo el jefe del pelotón dungkar. Señaló los tres cilindros de acero inoxidable con rótulos en chino.
El jefe preparó el aparato para quemar el gas, y después él y sus hombres se pusieron las máscaras antigás y guantes. Los cilindros estaban donde Zhuren había dicho.
- ¿Alguien ha visto al americano? -preguntó el jefe.
La negativa fue unánime.
- Comiencen a destruir el gas. Háganlo lentamente y con mucho cuidado -añadió-. Bajaré a informar.
Se disipó el humo de los disparos y Cabrillo continuaba de pie.
Uno de los agentes del Departamento de Seguridad Pública se acercó a Po y le quitó la pistola. Luego lo palpó para ver si tenía otra arma oculta.
- Erraron el blanco, muchachos -comentó Cabrillo, que se quitó unas gotas de sangre de la mejilla, donde lo había herido una esquirla de piedra.
Stone miró con expresión incrédula a Hanley, que sonreía.
- Los tibetanos están con nosotros -le explicó este-. Lo han estado desde el principio.
Stone levantó los brazos como una muestra de su enfado.
- Nunca nadie me dice nada -protestó.
Cabrillo estaba recogiendo el móvil cuando el líder dungkar entró en la sala. Miró la escena, asombrado. En la pared aparecía la silueta de un hombre trazada por los impactos de las balas. Cinco agentes del Departamento de Seguridad Pública estaban apoyados en sus fusiles mientras que el sexto esposaba a un hombre.
- Encontramos el gas -dijo el dungkar-. Lo estamos quemando.
- Max, ¿lo has escuchado? -preguntó Caballo.
- Sí, Juan. Lárgate ahora mismo.
Cabrillo apagó el teléfono y se lo guardó en el bolsillo.
- Usted debe de ser Norquay, ¿no? -le preguntó al jefe de los agentes.
- Sí, señor.
- Ayude a los dungkar en la destrucción del gas. Después vigile el lugar. El general Rimpoche no tardará en ponerse en contacto con usted. Muchas gracias por la ayuda.
Norquay asintió.
- Por un Tíbet libre -gritó Cabrillo.
- Por un Tíbet libre -corearon los agentes.
Cabrillo caminó hacia la puerta.
- Señor, una cosa más -dijo Norquay.
Cabrillo se detuvo.
- ¿Qué hacemos con él? -preguntó el agente y señaló a Po.
- Déjelo marchar -contestó Cabrillo con una sonrisa.
Abrió la puerta antes de añadir-: Eso sí, quítele el uniforme y los documentos. Es un tipo demasiado emotivo para ser policía.
Cabrillo bajó la escalera y subió al helicóptero. Cinco minutos más tarde estaba de regreso en el aeropuerto de Gonggar.
Pasados otros diez, el C-130 despegó con Cabrillo y su equipo a bordo. Se cruzaron en el aire con la escuadrilla de helicópteros que regresaban a Bután. El piloto del C-130 movió las alas y los helicópteros le devolvieron el saludo con un guiño de las luces de vuelo.
Después el equipo se acomodó en sus asientos. No tardarían mucho en estar a bordo del Oregón.
46 En Pekín, comenzaron a llegar las noticias de lo que estaba ocurriendo en el Tíbet y se convocó una reunión de urgencia.
El presidente Jintao no se anduvo con rodeos.
- ¿Cuáles son nuestras opciones? -preguntó.
- Podríamos ordenar el bombardeo de Lhasa -respondió el jefe de la fuerza aérea-, y tener preparado un regimiento de paracaidistas para un asalto posterior.
- Eso nos obligaría a retirar aviones y tropas de la frontera con Mongolia -señaló Jintao-. ¿Cuáles son las últimas informaciones sobre los movimientos de los rusos?
El jefe de los servicios de inteligencia era un hombre de corta estatura y barrigón. Se ajustó las gafas antes de contestar.
- Los rusos disponen de fuerzas más que suficientes para rodear a nuestras tropas, que todavía están cruzando el paso para entrar en la provincia de Tsinghai. Si disponen de apoyo aéreo, podríamos perder las provincias de Tsinghai y Sinkiang, o sea, toda la frontera occidental.
- Eso les daría el control de nuestras fábricas de armas secretas en Lop Nur, además de una buena parte de nuestro programa espacial -manifestó Jintao en tono de cansancio.
- Eso me temo, señor -admitió el jefe de la inteligencia.
- Muy bien. -Jintao iba a añadir algo más cuando su ayudante entró en la sala precipitadamente y le murmuró algo al oído-. Señores, continúen con el análisis de la situación -dijo-. El embajador ruso insiste en hablar conmigo y se ha presentado antes de la hora convenida.
El embajador ruso esperaba en un despacho. Se levantó cuando Jintao entró en la habitación.
- Señor presidente, le pido disculpas por haberme presentado antes de hora, pero el presidente de mi país insistió en que lo viera inmediatamente.
- ¿Ha venido a entregarme una declaración de guerra?
- preguntó Jintao sin andarse por las ramas.
Invitó al diplomático a sentarse en un sofá cerca de una de las ventanas con vista al jardín.
El embajador ruso tomó asiento en el lado izquierdo del sofá. Jintao se sentó a la derecha.
- No, señor presidente -contestó el embajador, que se arregló las perneras para no estropear la raya del pantalón-. Traigo una propuesta comercial que podría poner fin a las tensiones entre nuestras naciones, además de dar un nuevo impulso a la consolidación del desarrollo económico de su país.
- Dispone usted de cinco minutos -manifestó Jintao después de consultar su reloj.
El embajador solo necesitó cuatro para explicarlo todo.
- ¿Están ustedes convencidos de que podrán conseguir la votación favorable en el consejo de seguridad de Naciones Unidas? -preguntó Jintao cuando el diplomático acabó su explicación.
- Lo estamos -afirmó el ruso.
- ¿Qué conseguiremos nosotros si apoyamos la resolución? -quiso saber Jintao-. ¿Si China vota con la mayoría?
El embajador ruso sonrió.
- ¿La paz mundial?
- Yo pensaba en algo más concreto, como una mayor participación en los yacimientos.
El diplomático tardó dos minutos en tener su oferta.
- Señor presidente, permítame que haga una llamada telefónica.
- Dígales que quiero que las columnas acorazadas detengan el avance inmediatamente -dijo Jintao-, confirmado por la información de los satélites.
Ocho minutos más tarde se establecieron los nuevos porcentajes de participación, y las columnas rusas recibieron la orden de detenerse. Las negociaciones continuarían hasta el momento de la votación en el consejo de seguridad.
En el mismo momento en que el embajador ruso llamaba a Moscú, el C-130 que transportaba al equipo de la corporación atravesaba la frontera india. Se cruzaron con el avión que llevaba al Dalai Lama de regreso a su país. Ambos pilotos se saludaron con un movimiento de las alas.
En menos de una hora, el equipo llegó a Calcuta, donde lo esperaba el hidroavión de la compañía. En cuestión de minutos, Cabrillo y sus hombres bajaron del C-130 y subieron al hidroavión que los llevaría hasta el barco.
Al atardecer del 31 de marzo, el Oregón cruzaba el golfo de Bengala con rumbo sur.
En la cubierta, Hanley y Cabrillo contemplaban la puesta de sol.
- Recibí una llamada de Overholt después de que saliste de Calcuta -dijo Hanley.
- Estoy seguro de que dijo lo mismo de siempre. Hurra, hurra, hurra, gran trabajo. El cheque está en el correo.
- Así es. Halpert ha confirmado que ya han hecho la transferencia.
- ¿Qué más? -preguntó Cabrillo.
- Tiene otro trabajo para nosotros.
- ¿Dónde?
- En la tierra del sol de medianoche, señor presidente -contestó Hanley-. El círculo ártico.
Cabrillo aspiró el olor del mar y luego se dirigió a una escotilla.
- Vamos, ya me lo explicarás mientras cenamos.
- Si no tienes inconveniente me gustaría beber algo además de cenar -dijo Hanley-. No he tomado una copa desde que estuvimos en Cuba.
- Cuba -repitió Cabrillo-. Es como si hubiese pasado un siglo desde entonces.
Epílogo Hay episodios de la historia tan perfectos que quizá nunca más vuelvan a reproducirse. Parecen escritos por un guionista con un conocimiento exacto del momento y bendecidos con escenas que no conocen límites, y son dignos de ser recordados por los siglos de los siglos.
Estos episodios no ocurren con frecuencia. Son tan escasos como un giro perfecto con los esquís, deliciosos como el helado casero en una tarde calurosa. Existen para recordar al hombre que hay esperanzas, para demostrar que hay un porvenir.
Existen para las generaciones futuras.
El regreso del Dalai Lama a Lhasa fue uno de estos episodios.
El 1 de abril de 2005 amaneció despejado y sin viento. Las montañas que encierran la ciudad parecían tan cercanas que se habrían podido tocar sus cumbres nevadas. Incluso el aire en Lhasa parecía cargado de energía. Llenaba los pulmones de los fieles con una esperanza acallada durante décadas al tiempo que apagaba y enfriaba los fuegos de la guerra.
- Increíble -murmuró respetuosamente el reportero de un periódico de Los Ángeles.
Se refería a una imagen que parecía sacada de Shangri-La. El Pótala resplandecía como un espejismo en la mente de un hombre confuso. La ladera donde se alzaba el palacio estaba cubierta con un manto de flores rojas y azules que llegaba hasta el llano como una catarata de color. Un millar de monjes budistas ataviados con las túnicas amarillas ocupaban las escaleras desde el primer peldaño hasta el último, como una cadena de moléculas de ADN coloreada. Se veían trozos de los tejados verdes de los edificios más bajos, que agregaban otra nota de color, mientras que las piedras blancas de las construcciones parecían brillar más intensamente una vez libres del manto oscuro de la opresión. En las alturas, un halcón volaba en círculos.
El elegido regresaba a su hogar.
A casi un kilómetro y medio, en la gran planicie al pie de la ladera, un monje se acercó al batintín de dos metros de diámetro colgado en el travesaño de un armazón de madera oscura tallada. Miró al Dalai Lama, sentado en el trono de un palanquín dorado. La silla estaba cubierta por un toldillo de seda con flecos y montada en una parihuela que sostenían sobre los hombros seis fornidos monjes que caminaban con paso acompasado.
Los seis monjes repitieron la sílaba sagrada y el mazo de madera y cuero golpeó el batintín.
El sonido se propagó por el aire. Una, dos, hasta que sonó tres veces. Entonces comenzó la procesión. El Ngagpa, cargado con el símbolo de la rueda de la vida, encabezaba la columna. Detrás del Ngagpa iban los jinetes tibetanos, con los caballos enjaezados con las mantas de ceremonia decoradas con preciosos bordados que reproducían escenas de la historia milenaria del país. Los jinetes hacían caracolear sus monturas de acuerdo con las pautas de una muy ensayada coreografía. En las manos llevaban mástiles de bronce donde ondeaban pendones triangulares. A los jinetes los seguía una compañía de arqueros con los arcos terciados al hombro. Marchaban con una sincronización perfecta. A estos los escoltaban una docena de porteadores con jaulas de pájaros que entonaban con sus trinos un canto de libertad y alegría. A continuación marchaban cincuenta y cinco monjes del monasterio de Namgyal, primer hogar del Dalai Lama. Eran los encargados de llevar los textos sagrados y desfilaban al son de un himno que entonaban con voz melodiosa.
Después seguían más jinetes, cuarenta y ocho en total, que también eran músicos. Tocaban las flautas y los instrumentos de cuerda al tiempo que dirigían sus monturas con las rodillas.
Tras los músicos a caballo iban los monjes de la orden de Tsedrung, que representaban al gobierno del Tíbet, seguidos por niños que hacían ondear unas banderitas de colores que bailaban en el aire como cometas sin cola.
A los niños los escoltaba otro escuadrón de jinetes ataviados con el uniforme de la caballería tibetana, capas verdes y sombreros rojos. Hacían avanzar a los corceles unos metros y se detenían. Otros metros más y una nueva pausa. Estos hombres de expresión grave cargaban los sellos del estado del Tíbet. Inmediatamente detrás de los custodios de los sellos marchaban diez monjes descalzos vestidos con las túnicas amarillas. Los diez monjes repetían incesantemente la sílaba sagrada.
Los seguía el Buda de oro. Iba en una carreta sin adornos tirada por un único caballo.
A solo unos pasos de la estatua se hallaba el palanquín del Dalai Lama.
Doscientos mil tibetanos ocupaban los laterales del camino hasta el Pótala. Se apiñaban en los bordes de la senda que atravesaba el prado. Por fin había llegado el día por el que habían rezado durante tantas décadas, y dejaron que su alegría se extendiera sobre la tierra. En cuanto apareció el Buda de oro, la muchedumbre enloqueció.
Se escuchó una ovación, y los fieles se prosternaron en el duro suelo y comenzaron a cantar con una única voz.
El Dalai Lama desfiló entre la multitud y vio las lágrimas de alegría que corrían por las mejillas de los creyentes. La visión le produjo una intensa sensación de felicidad, deber y honor, y no pudo reprimir una sonrisa.
Detrás del palanquín caminaban los miembros del círculo privado del Dalai Lama, el Kasag. Luego los Kusun Depon, los guardaespaldas del Dalai Lama, vestidos con sus uniformes negros acolchados y armados con los sables corvos. A la guardia personal la seguía el comandante en jefe del ejército tibetano, el Mak-chi, y una compañía de soldados.
El Mak-chi y la tropa vestían el uniforme de gala, pantalón azul y casaca amarilla con alamares dorados. Marchaban con una lenta y perfecta cadencia, marcada por el golpe de las botas contra el suelo. Los seguían los tutores religiosos y maestros del Dalai Lama, además de sus familiares y amigos.
Cerraba la procesión la carreta que transportaba un leopardo de las nieves enjaulado, custodiada por un solitario jinete que sostenía el mástil de diez metros en cuyo extremo ondeaba la hasta entonces prohibida bandera del Tíbet. La procesión era un espectáculo soberbio. Tenía una tradición de dos mil años reforzada por cincuenta y cinco años de exilio.
La procesión continuó la lenta marcha hacia el Pótala.
Al pie de la muralla de casi treinta metros de altura del Pótala, cuatrocientos obreros habían trabajado durante toda la noche para construir una escalera de piedra desde el llano hasta lo alto de la muralla. En cuanto la cabeza de la procesión llegó al primer peldaño, los obreros se apartaron como una corriente de agua que se encuentra con un peñasco en su camino, y luego ocuparon sus posiciones a lo largo de la escalera.
Los diez monjes descalzos que habían seguido al Buda de oro fueron los encargados de subir a pulso la estatua para colocarla en lo alto del muro. Después bajaron mientras el palanquín donde iba sentado el Dalai Lama se detenía junto a la base. A una señal del Dalai Lama, los monjes que sostenían las varas del palanquín lo giraron y se pusieron de rodillas. Sostuvieron el palanquín a unos centímetros por encima del suelo.
El Dalai Lama se apeó del trono y pisó la mullida alfombra extendida delante de la escalera. Los monjes respiraron más tranquilos por el alivio de la carga, y esperaron a que el Dalai Lama comenzara a subir la escalera antes de dejar el palanquín en el suelo y erguirse.
Con el alma fortalecida por la tradición y la inspiración divina, el Dalai Lama subió los peldaños.
Se volvió para mirar a la muchedumbre cuando llegó a lo alto del muro. Los fieles ocupaban todo el llano y las laderas que lo rodeaban. Agachó la cabeza, cerró los ojos por un instante y después declaró sencillamente:
- Os he echado de menos.
La multitud, que se había mantenido en silencio, comenzó a gritar enfervorizada.
Transcurrirían otros veinte minutos antes de que el Dalai Lama pudiera seguir con su discurso.
FIN
DATOS DE LA PUBLICACION Título original: Golden Buddha.
Diseño de la portada: Departamento de diseño de Random House Mondadori.
Fotografía de la portada: © Bob Krist/Corbis.
Primera edición en DeBOLS!LLO: enero, 2006.
© 2003, Sandecker, RLLLP.
Publicado por acuerdo con Peter Lampack Agency, Inc.
551 Fifth Avenue, suite 1613, Nueva York 10176-0187.
© 2003, Clive Cussler, por el prólogo.
© 2005, Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona.
© 2005, Alberto Coscarelli, por la traducción.
Printed in Spain - Impreso en España.
ISBN: 84-9793-857-7 (vol. 244/21).
Depósito legal: B. 47.275 - 2005.
Compuesto en Fotocomposición 2000, S. A.
Impreso en Novoprint, S. A.
Energía, 53. Sant Andfeu de la Barca (Barcelona).
P 83 85 77.
Title Info
genre: adventure
author: Clive Cussler
author: Craig Dirko
title: (Oregón 01) El Buda De Oro
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Document Infoprogram used: Book Designer 5.0
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