Publicado en
octubre 17, 2010
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Estudio preliminar de Luis Antonio Bolaños de la Cruz
Presentación
Cuando el autor británico J. G. Ballard propugnó la necesidad de que la SF se ocupara menos del espacio exterior y más del «espacio interior» del hombre, e incorporó a su singular narrativa diversos conceptos freudianos, así como la teoría del inconsciente colectivo y los arquetipos de Jung, se habló de que la SF había descubierto la psicología.
Sin embargo, aunque no de una forma tan deliberada y explícita como en el caso de Ballard, la SF casi siempre ha conllevado una importante preocupación psicológica. Y eso, a pesar de que a menudo –como gustan de repetir los detractores del género– sus personajes carecen de «auténtica dimensión humana».
La explicación de esta paradoja estriba, por una parte, en que la SF es, en gran medida, una literatura simbólica, y, por otra, en su básica preocupación por los efectos que en él hombre y la sociedad pueda causar el progreso tecnológico, preocupación que implica necesariamente consideraciones psicosociológicas generales, independientemente de que los personajes estén más o menos individualizados.
En Vermilion Sands la preocupación psicológica, totalmente deliberada, se plasma en imágenes de una belleza y una sugestión difícilmente igualables, imágenes hechas de la inestable materia de los sueños, en un Mundo donde la nostalgia es un paisaje ondulado y la soledad un barco que navega por la arena.
El autor británico J. G. Ballard constituye, tanto por su estilo como por su temática, un caso aparte dentro de la SF. Influido por el surrealismo y, sobre todo, por la psicología junguiana, los regresivos ámbitos descriptos por Ballard, a los que dota de un extraordinario poder de evocación, son en realidad estados de ánimo, paisajes íntimos donde las sombras del inconsciente vagan como huidizos fantasmas.
El propio Ballard ha descripto Vermilion Sands como «la zona donde se encuentran y funden el mundo exterior de la realidad y el mundo interior del espíritu».
Carlo Frabetti
Estudio preliminar:
Ecología, teatro, locura, y relaciones de pareja en Vermilion Sands
Luis Antonio Bolaños de la Cruz
© Junio de 2003 by Luis Bolaños. En fanzine Alfa Eridiani 17, Mayo-Junio de 2005, y una versión anterior en fanzine Velero 25, Julio de 2003 (en: http://www.velero25.net/2003/jul2003/jul03pg02.htm).
Luis Bolaños analiza en este artículo la antología Vermillion Sands. En sus cuentos encuentra semejanzas estructurales y metodológicas que conectan unos con otros de forma inequívoca, a la vez que permiten ver la evolución del autor hacia la exploración del mundo interior.
Este colombo-peruano es sociólogo pero no fanático, consultor del Ministerio de Educación y del Consejo Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Tecnológica, realizó Estudios de Impacto Ambiental e investigaciones sobre Psicobiología, y da clases en un par de universidades e institutos. Además de un apasionado de la ciencia-ficción, codirige, junto a Víctor Pretell, Daniel Mejía e Isaac Robles: Velero 25 (http://www.velero25.net/), también es responsable con Víctor de los ejemplos cimeros que exponen del arte gráfico relacionado con la fantasía y la cienciaficción en BitImagen y Galería.
Durante tres lustros J. G. Ballard se dedicó a describir una ribera oceánica interminable, probablemente atemporal «que se extiende sin interrupción en todas direcciones, mezclándose con las playas vecinas, extensiones de las mentes crepusculares de sus habitantes», cuyos personajes y peripecias transcurren en un Universo paralelo aparentemente encallado en las doradas décadas de los 60’ y 70’. Las peripecias y conversaciones aluden a personajes que oscilan desde Marilyn Monroe hasta el Sha Reza Pahlevi de Irán, pasando por Giacometti o Le Corbusier, no obstante los mismos se encuentran drenados en cierta forma de su vitalidad histórica, despojados de sus atributos y mutados en iconos. Vermilion Sands es como un brote casi congelado, hermoso y surrealista, en un rango que no admite repeticiones, ya que Ballard es cuidadoso en el manejo de las situaciones, pero si variaciones casi infinitas, algunas de las cuales se nos presentan como los mitos que acontecen en ese litoral intemporal.
Hay semejanzas estructurales y tratamientos metodológicos, además de procesos conductuales en los personajes, que conectan los relatos unos a otros hasta tornar sus vínculos tan borrosos como esa misma playa donde se despliegan sus avatares, no obstante discernibles como las nervaduras de una hoja cuando el resto de su substancia ha desaparecido triturada por las circunstancias. El punto en el cual se separan el tempo narrativo del tempo histórico se enlaza fuertemente con la decisión de Ballard de convertirse en un escritor de New Worlds, igualmente en estos relatos podemos rastrear quizás más fácilmente que en sus novelas su evolución hacia la exploración del Universo interior que lo caracterizará posteriormente.
Un mar fósil recorrido por yates de arena con ruedas, estatuas sónicas con hélices (tanto cultivadas como silvestres), rayas de arena voladoras, y una parafernalia de animales mutados, ojos enjoyados (¿chips-bits o piedras preciosas incrustadas en las órbitas?), lagos de sílice fundidos (¿relacionados con bombas atómicas o de otro tipo que provocaron ese marasmo temporal y esa costa imperecedera?), flores cantantes, personas mejoradas por ingeniería genética, mansiones vivientes que se expanden de acuerdo a los diseños fabulados por sus propietarios, esculturas que abandonadas a sí mismas pueden terminar por devorarlo todo, locales ruinosos y preñados de recuerdos melancólicos por doquier, emergen en un torrente efervescente de las páginas, asombrando o demoliendo rechazos previos de su obra.
La tendencia de los objetos a flotar o a tener vida propia lo acercan a los mundos ingrávidos de los surrealistas y de ciertos cómics (Jodorowsky y Moebius), y podemos imaginar a los protagonistas gozando del paisaje columbrado desde sus terrazas, recostados en long chaises, rodeados de medusas que pulsan en una gama de tenues colores, mientras las propias copas de vino anuncian la cantidad de licor trasegado y algún comentario salaz sobre las neumáticas y globulosas esculturas que yacen alineadas bajo los parasoles en la arena.
La ingeniería genética juega un papel primordial en el peculiar bosquejo de semejante mundo, aunque también surge de inmediato la estampa del chip incorporado en el cristal para convertirlo en utensilio inteligente y sensores empotrados en los adornos o en las telas para captar los datos del ambiente y elaborar frases para el usuario.
La tecnología no explicada se encuentra tan presente como si le dedicarán dilatadas explicaciones o referencias permanentes y es allí donde surge la sensación de maravilla, en la intersección entre tecnología presentida, ambiente surrealista, referencias sociales y relaciones de pareja complejas que pueden ser catalogadas como postmodernas, aunque el instante de su surgimiento como movimiento y corriente se encontraba aún en lontananza para el autor y sus contemporáneos.
No todo es felicidad: el sistema económico tiene sus parias: artistas, escultores de nubes, marginales románticos y poetas, vinculados con sus prósperos mecenas o con negocios extraños siempre al borde de lo insólito, pero con la suficiente potencia para extraer peculio o recursos del entorno.
La especial belleza de algunas líneas demuestra el intento de experimentar con la forma y el ritmo, con los perfiles y los escorzos, para lograr poemas en prosa con arco argumental, y nutrir la pretensión de crear sitios: Lagoon West, Red Beach, Ciraquito, Stellavista, con la suficiente coherencia para que la panoplia de biotipos y biocenosis entregadas al lector sean un constituyente importante del ecosistema, mas con la libertad requerida para que al interior de esos parámetros se oculte la sorpresa. Reglas laxas siempre actuantes, aunque sea en sordina, aportan tegumento sustentador y una cierta articulación con las peripecias (ambiente y cadencia, ensueño y premonición) le proporciona el andamiaje preciso de CF que solicitamos.
Pasemos a comentar los relatos sin vulnerar el orden de publicación del tomo y sin acogernos a la tentación cronológica, que deviene circunstancial:
En Los escultores de nubes de Coral D se parte de un love story y se llega a un bitter moon ambos signados por el amour fou. Quizás para escamotear el fracaso que no desea aceptar, cultivar el retrato (algo fijo ya terminado y no mejorable) que su amante le dedicó, se convierte para Leonora Chanel (¿evocación de Coco Chanel?) bella, rica y demente en un substituto de la vida. Cada uno de sus momentos, más extraño que el anterior, le demanda un esfuerzo creciente y los intervalos se encuentran asolados por un duermevela donde la conciencia naufraga, la ecuanimidad se disipa y la cordura se canibaliza. Nolan, su amante, aún aceptándola como zombí mantiene una reserva de esperanza, sin embargo, ella se propone doblegarlo... y cree que las esculturas que brotarán de sus incursiones creativas en las nubes (efímeras, tan rápidamente cambiantes que las variaciones se siguen ipso facto y que hasta en sus momentos de decadencia y disolución a merced del viento pueden volver a resplandecer con hermosura) le proporcionarán la ocasión para humillarlo. En su soberbia no cuenta con que una Némesis particular surgida desde la Naturaleza como desagravio por la ruptura de la armonía de la pareja, guiará a las nubes de tormenta para que la aniquilen a ella, demostrando que aquellos seres que se obsesionan por mantenerse idénticos a si mismos perecen ante la inevitable transformación del ecosistema.
Algo frecuente en los relatos consistirá en que los personajes cuestionables tengan problemas con la ecología, mientras que los de estatura ética elevada sean armónicos con ella. El paisaje es de una variedad suculenta, en las cabezas de las torres de coral se amontonan los cúmulos bañados con la luminosidad del verano y simultáneamente los vientos barren las dunas donde resuenan las estatuas cantantes.
El grupo de pintores constituido por Nolan: un artista doliente cuyo sufrir lo estimula (Ballard como creador abstracto) y propietario del lugar donde surge la aventura, un enano jorobado (Petit Manuel no es acaso una perífrasis del propio Ballard como un niño caprichoso y deforme, refugiado de un campo de concentración en Shangai), un glamoroso y musculoso atleta con diversas habilidades pero con voluntad retorcida (otro reflejo físico de Ballard adulto interpretado por Charles van Eyck), son apoyados por un piloto retirado de espíritu libre y romántico (Ballard como observador) cuya decisión de construir los planeadores precipita la historia y una secretaria bonita y eficiente (como esencial ancla de salvación), con un particular vibrar pragmático que salvará la vida sentimental del piloto (pareja asimétrica con la de Nolan-Chanel, donde se aglutina la felicidad que ha sido drenada desde la otra, una especie de homeostasis vibrando). Quizás esta sea la parte tópica, la de una soft story, pero que por su continuidad enlaza los incidentes con su trama dulzona suavizando a la tragedia griega de fondo.
En Prima Belladona la vida transcurre tranquila, sin sobresaltos, plagada de Tecnología Bizarra, con un sistema macroeconómico que funciona sin sobresaltos y acorde con mixturas aún por descubrirse, el goce de habitar en una vacación perenne sin las molestias del stress, la competencia o la insatisfacción permiten esquivar el terrible panorama de los océanos secándose (acaso como una versión optimista de La sequía o un instante temprano de la misma, Ballard autopoiético constantemente se autorreferencia y se autorreconstruye); la ciencia parece haber logrado éxitos espectaculares pero no para evadir la crisis ambiental sino para alcanzar la vida muelle, quizás por eso a pesar de las dificultades, el agua no falta y el planeta se desliza por la cuesta sin fin de la irresponsabilidad opulentamente vivida, sin que aparentemente nadie tenga que preocuparse de cultivar o producir bienes o servicios (es inevitable recordar a los moradores de Rascacielos abandonados a si mismos, lo cual demuestra nuevamente ese proceso de autopoiesis a que Ballard se somete).
Los personajes encabezados por Parker, el dueño de una coroflorería o tienda de música vegetal que atiende a sus flores cantantes y las afina paseándose entre las macetas, enamorado de Jane Cyracylides, una hermosa cantante cuya genética profundamente alterada por la bioingeniería se expresa en una espléndida piel dorada, un cuerpo macizo y espectacular donde la imaginación puede resbalar y deleitarse sin prisas, una voz estupenda que le consiente vivir de ella y unos ojos de insecto multifacetados que le permiten seguramente observar el entorno total, y los dos rodeados de sus amigos: Tony Miles, vendedor de cerámica y Harry Devine, arquitecto, habituales de Vermilion Sands y cuyas circunstancias se enlazaran con otras derivadas de los relatos presentados en la recopilación.
El odio y la desilusión aportan su cuota, el primero irónicamente con la competencia entre las divas (Jane y las flores) y el segundo con la erosión de la relación amorosa, que aquí no alcanza a cuajar por una especie de castigo emanado desde la coroflorería. Una vez más se entremezclan ecología y relaciones de pareja, aunque aquí sin mediaciones que la alteren. El enfrentamiento es poderoso y de consecuencias dolorosas para los amantes. La intromisión de la humana con ADN alterado o con prótesis provenientes de la manipulación del proteoma empuja a un final quizás doloroso.
El juego de los biombos transcurre en medio de las colosales ruinas óseas de Lagoon West, donde la arquitectura de la mansión, mezcla de Piranesi y Escher, enmarca la desventura de una mujer con los desplazamientos de insectos enjoyados y el complejo edípico de un aristócrata con las veleidades propias de un mecenazgo a la producción cinematográfica esperpéntica y costosa.
En flashback retornamos al drama, gracias a los efluvios decadentes del sempiterno verano que se agregan a las agresiones del paisaje natural y artificial: mientras una continua amenaza parece emanar de las galerías de arrecifes colgantes, la descomposición de la tecnosfera es rauda, tan sólo de un año para otro se ha deteriorado la infraestructura y hasta las estatuas sónicas dejan de vibrar en consonancia con los visitantes para emitir trémolos sin sentido o permanecer mustias y silenciosas, generándose, no obstante, por tales motivos otros espacios de dispersión y propagación, tanto para las faenas de los protagonistas como para los habitats de distintas especies desérticas. Con las rayas voladoras de arena y los escorpiones enjoyados más activos que en pasados veranos, con el delirio rondando a los protagonistas y con una producción cinematográfica en marcha, un plato con profundo sabor a duna marina, celuloide terapéutico y tragedia griega está servido.
Paisaje y fatalidad de nuevo entrelazados como las fibras de una alfombra. Y para la evolución de la una se requiere la filmación de una película mediante una combinación de decorado laberíntico con biombos casi etéreos, en medio de las jorobas desérticas y las agujas de arena, escenario que intenta repetirlas, develándolas y ocultándolas simultáneamente (¿el arte copia a la Naturaleza?... o ¿viceversa?), apoyándose en la guía de airados guiones futuristas que derivan hacia visiones terroríficas. Un panorama que incluye una caricatura de Orson Welles, un pintor (Golding) que calca algunos aspectos de Nolan y una mujer desdichada que no logrará remontar las cascadas de su infortunio. Ya tenemos servidos los nervios abiertos de las semejanzas y a pesar de los distintos compases con que la melodía particular del relato se instalará en nuestros oídos, tampoco renunciamos a reconocer arpegios comunes.
La figura de Emerelda, domadora de insectos y arácnidos mutados (capaces de incorporar diamantes, zafiros o rubíes en su quitina y de obedecer órdenes de liquidar a alguien específico), obsesa y sensible, condensa en su perfil de actriz la posibilidad de reproducir el pasado para borrar culpas y reengancharse con el Mundo que ha extraviado en su demencia, de explicarse una pretérita relación disuelta en la violencia del asesinato y de tender puentes para la salvación de Charles van Stratten, el mecenas del mastodonte fílmico. Mientras juega el ritual de perderse y recobrarse entre los biombos de cartón con una alfombra de invertebrados embellecidos a sus pies, teje como Ariadna (con su danza que replica la de la vida y claro está, la de la muerte: acaso no son simétricas y mutuamente necesarias), el sendero aciago que cerrará el episodio, pautado por las notas de las estatuas sónicas resucitadas.
Las estatuas cantantes, entes a medio camino entre mecanismo y organismo, anexando capacidad de reproducción por esqueje y unidad central de control de sonido, turgentes y tentadoras en ocasiones, punzantes y rechazadoras en otras, son entes que recuerdan a la serie de Alessandro Bavari sobre Sodoma y Gomorra o a los torturados de John Jude Palencar en su serie de los Mitos Lovecraftianos chillando desde la cárcel de su cuerpo, donde músculos castigados e instrumento atormentador conforman un único artilugio. Extiendan su uso a la mayoría de las plazas y mansiones del planeta y tendrán una pesadilla estruendosa en marcha y rumien las consecuencias prácticas para una formación socioeconómica concreta que posee una miríada de ingenios semejantes, con una legión de diseñadores, constructores, reparadores y vendedores alborotando entre sus diapasones para obtener una imagen apocalíptica como las surgidas al amparo del ciberpunk o de Trillo y Altuna en sus álbumes de CF.
Ballard, profundamente visual (de allí la tentación de graficar su pensamiento) sugiere con una potencia extraordinaria y crea ecosistemas poblados de criaturas fantásticas con habilidad portentosa; si le añadimos interlocutores vitales que se vinculan múltiplemente y que erigen ágilmente (aún recostados en sus hamacas) andamiajes multidimensionales, su lectura se torna un lance lúcido, una aventura perspicaz donde se hace presente la macroeconomía mediante un dato que desnuda la relación entre el artista y su agente: se lleva el 90% de comisión sobre el valor de la obra.
Lunora, la mecenas melancólica y desfigurada y Milton el escultor de efigies sónicas quedaran enmarcados por el encanto repelente que se desprende de tales artefactos vivientes, preparados para captar un suspiro y tornarlo una melodía abstracta en consonancia con la persona que lo emita. La oportunidad para Milton, tararear un estribillo, surgido del azar como dependencia sensitiva de las condiciones iniciales, será el acontecimiento desencadenador, aún con su ligero gustillo a estafa, que llevará a ligarlo con Lunora. Lo que deviene luego: las visitas furtivas para mantener el engaño, la observación de la durmiente mientras el enamoramiento se abate sobre el voyeur, el síndrome de Narciso y el rechazo del amante por la orate, culmina con la precisión quirúrgica de un cronómetro en un párrafo que si tuviera un adjetivo más sería cursi, pero que posee el gemido del desencanto y la fragilidad dolorosa del enamorado impugnado.
Clama esperanza, clama furia: navíos espectrales que trazan periplos sobre dorados océanos arenosos, terceros que narran una desgraciada historia de amor, pseudohéroes que surcan rutas para cazar rayas voladoras entre arrecifes impulsados por corrientes termales (con escasa diferencia podría ser una viñeta de Milo Manara si coexistiesen en lo gozoso) y altozanos ondulantes bajo el espejo del Sol nos dibujan la atmósfera donde se mezclan una vez más ecosistema fantástico, relaciones de pareja en degradación y obsesiones que rozan lo patológico.
El azar flamante y ramificado: –a una llanta desinflada se aúna el casual golpe de aleta de una raya moribunda (amaestrada para atraer a ciertos elegidos)–, mezclará los hilos vitales de los actores, por que siempre toda narración de Ballard posee una veta teatral briosa y exaltada. Hope, que se inviste con las características de Circe; Robert, que reúne los impulsos de un Argonauta fortuito con los de un aciago Oberón accidental; Foyle, que queda señalado a modo de un Hamlet raquítico; Barbara, expresando una esfinge fea y aburrida; y Charles, como una amasijo de Ulises y Holandés Errante, serán los actores que irán logrando una especie de pantomima escabrosa con regusto macabro.
Capítulo aparte merecen los pigmentos fotosensibles que por su funcionamiento consiguen efectos similares a los alcanzados por Marcel Duchamp en Desnudo bajando una escalera y que barajan incansable los multiyoes de la persona que posa en los breves momentos de exposición hasta alcanzar una especie de síntesis mística, en la que apenas interviene el pintor o el modelo, y que va emergiendo desde los colores elegidos bosquejando un rostro asombroso por el parecido pero virado hasta el paroxismo por las pasiones apenas entrevistas y que van delatando la auténtica imbricación y superposición de las personalidades que acechan en cada una de nuestras máscaras. Táctica mecánica-psicológica que acude en ayuda del argumento con elegancia y madurez, ya que su manipulación permitirá desatar los odios e iras acumulados en el elenco genuino.
Venus sonríe: cuando una Municipalidad encarga una escultura sónica, no puede adivinar la calamidad que liberará al ignorar lo que puede un fractal. Lorraine, una escultora será su ejecutora. El sarcasmo campea por doquier y las sonrisas se desdoblan y multiplican desde cualquier ángulo o pliegue de sus párrafos. Las descripciones destilan gracia y humor, las peripecias se combinan como los gags de un guión cómico y aunque el desastre en ciernes sea demoledor, el tratamiento no deja de ser irónico. La relación de pareja aquí será secundaria, entre el miembro de la Junta de Arte de la Municipalidad y su secretaria, el ecosistema será en lo fundamental urbano y la locura será algo similar a la represalia excesiva, pero se dejan percibir.
Crecimiento significa expansión y cuando sintetiza los originales y sorpresivos resultados de su evolución con los despliegues sucesivos de las cualidades que yacían escondidas en su programación y perfeccionamiento posterior, podemos presentir el núcleo de la catástrofe que se avecina y se esparcirá consistente y devastadora como un fractal, conservando su homotecia en cada dimensión o escala, aunque la forma sea distinta y la percibamos intuitivamente como algo con semejanza y discontinuidad sincrónicamente. O lo que es igual, una estatua sónica programada para vengar la humillación sufrida por su creadora posee la competencia para estrangular el Mundo. El castigo será desproporcionado al motivo, pero quien será capaz de explicarlo a una geometría delirante y obsesionada con la retaliación.
La performance de un fractal se repetirá interminablemente por que su aliento apunta al infinito, e irá redimiéndose a si mismo en la forma inicial cada vez que cambie de escala, así que los fragmentos por más diminutos que sean retornarán a su quehacer apenas queden separados del cuerpo o masa principal, sólo hay que darles el tiempo necesario para un nuevo emprendimiento y ya lo tendremos prosperando desaforadamente otra vez. Las hélices sonoras brotarán dondequiera, los retoños reproductores de música clásica se entremezclaran con los pimpollos emisores de rock, los cogollos de canciones folklóricas con las yemas de ritmos afrocaribes y en la medida que irradie hacia otras regiones se apoderará de cualquier sonido que capte. En realidad: una de las más insólitas invasiones, una de las más peligrosas hecatombes explicadas en un texto de CF. Una salva de cañonazos de homenaje para Ballard. Lástima que este relato considerado menor no sea tan conocido como merece.
Dile adiós al viento: una escena inicial cargada con el hálito de la podredumbre de la pobreza, con la decrepitud de los vagabundos y el sonambulismo de quienes recorren los pasillos de la locura se liga a la exposición de motivos de los negocios que germinan de ese verano eterno y con un esclarecimiento sobre las biotelas (las noticias sobre telas que nos tornan invisibles, que pueden imitar cualquier textura, que mimetizan eficientemente los soldados, que emiten sonidos, que se escanean sobre los contornos del usuario, que incorporan medicamentos para terapias diversas, etc. están apareciendo con frecuencia y tornando actual esta premonición de Ballard) temperamentales y rutilantes.
Las telas vivas que evaden lo inerte se combinan con la psicobiología de sus compradores y con la manipulación genética para lograrlas. La sensibilidad en captar las emociones del usuario y en amoldarse a la silueta del usufructuario le conceden una innegable destreza que se confunde con la semiconciencia, con el duermevela de un insomne. Y entonces se precipita con patetismo el desgranar de los acontecimientos y la desdicha, el retrato del suceso por un observador azaroso que muta en amante ocasional (Samson), la rica obsesa y enardecida (Raine Channing) que desea mantenerse adolescente mediante permanente cirugías, y así derrotar el inexorable devanar del tiempo, pero las pérdidas que se acumulan y que requieren ser abordadas la perturban; quizás también en sordina, la voz de Gavin: el diseñador desaparecido, el elemento misterioso en las capas de información.
Una vez más encontramos esa mixtura sui generis de tecnología rara, de obsesión patológica rayana en la locura y relaciones de pareja quebradas y no cicatrizadas y un entorno que incorpora elementos novedosos y se adapta a los procesos complejos soltados desde la moda y los avances tecnológicos realizados aún sin conocer cuales serán las consecuencias no esperadas de los mismos. Las biotelas devienen como un reflejo del alma humana, como un paquete de recuerdos desdichados, como emotividad expresada en prendas de vestir, no sólo como la piel de la piel, sino como el residuo del alma, como el espectro oculto de lo que realmente somos cuando rompemos con la esencia humana y deseamos la destrucción y la muerte del otro, de la pareja odiada pero que no nos resignamos a abandonar. En ese sentido el relato adquiere una fuerza tremenda, cuando prefiguramos lo que las biotelas pueden guardar y hacer (asesinar por ejemplo, si han conservado en sus fibras el resentimiento para lanzar un ataque), pero no obstante ser incapaces de servir como testigos en un juicio o en apoyos psicológicos para una terapia reconstructiva.
Estudio 5, Las Estrellas trata de poemas flotando como mariposas, enredándose en las barandas, lloviendo sobre las terrazas, abrazándose a las hojas de las plantas, colgando como inflorescencias de las ventanas, enroscándose en las cornisas, envolviendo el paisaje en palabras, creando el Mundo desde la metáfora. Muchas de las imágenes de Ballard traen encastrada la belleza y la potencia sin menoscabo de la claridad. Una vez más los actores: la mujer enigmática (de rostro blanco hasta ser hielo o parecer enharinado como mimo) aparentemente inaccesible; el probable amante u observador omnisciente (editor de una revista de poemas) que prepara en una dirección el relato mientras una corriente oculta lo empuja hacia otro costado y en un momento determinado ambos itinerarios se conjugan y se explican al unísono; los amigos (que reiteran la fauna humana permanente de Vermilion Sands) y el chofer (que vira a doctor o secretaria/o dependiendo de los relatos), semifauno y cómplice de la bella, aunque frecuentemente su victimario o guardián de sus secretos.
IBM se encarga de hacer el mantenimiento de las VT (máquinas de producir poemas) y sin embargo los poetas a pesar de la ayuda o quizás precisamente por eso se dedican a dormitar en las reposeras de sus terrazas, trasegando licores y debatiendo hasta el cansancio caprichosos temarios colindantes con el absurdo y el chisme. Descubrimos las nervaduras comunes, adosamos compartimientos y bosquejamos similitudes, es Ballard otra vez con el espíritu crítico y golpeando –con el tercer pie que Prévert prefería apuntar a las posaderas de los idiotas–, a los intelectuales de opereta. La tarea que se ha impuesto Aurora Day (el nombre es de una lucidez anonadante) es la de reinventar la poesía en ese mundo degradado por máquinas que reemplazan la creatividad humana. Ransom (otro nombre transparente, que colinda con el anterior) será el evaluador aleatorio de ese intento.
El misterio que se cierne desde Aurora se expresa en los sueños enojosos, fronterizos con la pesadilla que acosan a Ransom, y en los desperfectos que estropean su salud. Una brujería hermanada con lo sardónico se propaga desde Estudio 5, la casa de la bruja, un encantamiento letal para la personalidad del editor lo acompaña y excava el sendero de su derrota; un Universo fantástico que bulle y se derrama desde el enigma de Aurora y su entorno, la obediencia que las rayas voladoras le muestran, la destreza en operar sobre el entorno, la maestría en reorganizar la materia, le otorgan tanto el papel de diosa como de musa de la poesía encarnada. Paradójicamente si bien este es el relato más fantástico del volumen, es también junto a Venus sonríe el más humorístico, y si aquel era el que detallaba la mayor amenaza jamás exhibida en el texto (los demás atañen sólo a los protagonistas) este es el que con mayor enjundia crítica a los supuestos creadores e intelectuales.
La cacería de rayas obrara como un exorcismo para provocar el ilusorio sacrificio de Tristam (otro nombre mágico) que supuestamente salvará definitivamente a la poesía (siguiendo al pie de la letra la leyenda de Melandra y Coridón), lo cual es simétrico con la contaminación sónica proveniente de la estatua cantante desintegrada, pero mientras allá se cuece el infortunio acá se manifiesta la farsa, otro cuento donde Ballard saca la garra del humor.
Los mil sueños de stellavista: algo que no se puntualiza ha sucedido (el Receso) y las circunstancias han cambiado, el tiempo denso y repetido se ha diluido y de nuevo funciona hacia adelante, Vermilion Sands queda atrás, es un recuerdo y nuevas tecnologías que trastornan el entorno proliferan. La arquitectura contigua en su concepción y plasmación a Buckminster Fuller o a Lloyd Wright se ajusta a los modelos psicotrópicos que permiten la incorporación de elementos a partir de los deseos de los habitantes o… de sus traumas, gracias a la multitud de sensores de emociones que proliferan en sus paredes. Si Bertold Brecht señaló que Igual mata una habitación que un hacha, en las casas de Stellavista tal afirmación puede convertirse en literal, pero no por un entorno de pauperización degradante sino por que acumulan el odio y los impulsos tanáticos de sus moradores.
Las fallidas relaciones de pareja estimuladas por el ecosistema artificial de la residencia terminarán por reproducir las establecidas en el pasado entre la esposa asesina (actriz) y el esposo asesinado (arquitecto diseñador de la casa). La crisis que rampa sobre las ocurrencias cotidianas (encajarían en Crash sin esfuerzo), y que van retroalimentando el deseo extraviado y nunca satisfecho del abogado que desplaza hacia su antigua clienta el vínculo concreto fundado en la sexualidad y el compartir emociones que debería tener con su esposa. Además el recuerdo del juicio donde Howard participó como ayudante del abogado defensor revive la pasión sofocada por el tiempo pero nutrida por la presencia de la personalidad de la asesina en la casa. Ese paquete de variables precipita las decisiones, a partir de allí la caída en barrena y el reemplazo de las personalidades, escoltado por agresiones mortales de las instalaciones y de las habitaciones es un hecho. El entorno artificial para la pareja se ha convertido en un horror viviente, les espera la separación y el divorcio, pero al enamorado le queda una ilusión, quizás capeado el temporal y expulsada la personalidad del arquitecto: para volver a sentir la de la actriz sólo tiene que encender la casa.
Hay en sus párrafos un sabor a despedida, a cambio de ciclo logrado con tal desparpajo que cuando lanzamos nuestra mirada hacia las anteriores narraciones constatamos que los indicios ya se podían barruntar en algunos, pero los dejamos pasar (una preocupación por la macroeconomía, la reorganización de los espacios formales, la pugna entre tecnología y creatividad humana, etc.); podría relacionarse fácilmente por su tema con Casa inteligente de Kate Wilhelm o con Moya, la nave viviente de Farscape, pero el enfoque de Ballard sofoca cualquier liviandad en ese sentido, su propuesta literaria en el relato de cierre es armónica con el conjunto, culmina como brillante y amargo remate de una obra donde se expresa que el entorno sea natural o artificial y habitualmente surreal, plagado de biotecnologías o animales y plantas mutados, puede atentar contra las relaciones de pareja, floreciendo la locura y la obsesión como acólitos endémicos y camaradas de viaje y dejando abierto un resquicio para reinterpretar a esa triple luz sus siguientes novelas.
Colofón: es probable que el plan de trabajo estuviera claro en su mente desde antes de escribir la obra, no obstante es probable que la plasmación de la idea no se expresase de igual forma en la implementación editorial, sujeta a diversos vaivenes. Para corroborarlo parcialmente transcribiré como anexo final los títulos originales, la revista donde se publicaron y su fecha de edición al lado para comparar el orden de publicación. Las conclusiones que pueden extraerse son diversas, pero no comprometen esencialmente lo que he preferido exponer sobre las múltiples vinculaciones encontradas entre ecosistemas, demencia y relaciones amorosas en el conjunto de los relatos.
Una impresión primeriza se apoya en pensar que los cuatro primeros constituyen una unidad, sobre la cual se injertaron derivaciones o enriquecimientos temáticos que expandieron o engordaron a Vermilion Sands: de un inicio signado por la carcajada se desliza a un registro más sombrío y pesimista, paralelo no sólo a su divorcio, sino a su decantamiento hacia el slipstream, es así como en los tres primeros campea el humor y en cierta forma enuncian la alegría del descubrimiento del creador con su material y de las posibilidades que encierra la CF, de allí que las catástrofes ecológicas y emocionales no abandonan el terreno del ridículo y la carcajada:
Prima Belladona es una exquisita y placentera introducción de los moradores de la playa y de alguna de sus criaturas: las flores melódicas; Venus sonríe es el desaforado y humorístico impacto fractal de algunos de sus actores sobre el entorno global; Estudio 5, Las Estrellas es la continuación de los estropicios aplicados al oficio de la poesía a ritmo de screwball y demencia suave, las rayas de la arena serán protagónicas; sin embargo Los mil sueños de Stellavista se cierra cual colofón paródico y amargo tras el retorno a una cierta normalidad con la inclusión de los elementos aportados por la playa, se ubica en la periferia casi conectado con el Mundo que emerge de una catástrofe nunca explicada y la entidad vital es la casa. Del eterno verano sin normas retornamos al centro de poder y las estaciones, de la Naturaleza nos trasladamos a la artificialeza. Faltaban componentes y procesos para exponer el cambio. A ello se consagrará en la década siguiente, a liquidar el optimismo germinal.
Si aceptamos esa versión podemos agregar que el fracaso de la relación de pareja y la locura se instalan tardíamente en la costa conjeturada: ya Los escultores de nubes de Coral D (penúltimo en ser publicado) era una representación shakesperiana en clave de tragedia griega que retorna a la presentación del litoral, sus criaturas y personajes son revelados desde el ángulo del deterioro pero equilibrado por la esperanza, quizás en su concepción a posteriori debería aminorar y complementar el desenfado de Prima Belladona (personalmente preferiría alterar ese orden y mantenerla encabezando los relatos).
Los dos siguientes constituyen un período intermedio y se reflejan mutuamente: El juego de los biombos se constituye en un ensanchamiento arquitectónico hacia la cinematografía con misterio y neoanimales incorporados, su lectura aflige y la esperanza se ha diluido; Las estatuas cantantes se dedica a uno de los componentes esenciales del paisaje, casi un indicador surreal de la existencia de la playa y sus personajes, pero con sabor acre.
Los sucesivos ahondan en la perturbación y el tormento: Clama esperanza, clama furia (antepenúltimo) se mantiene en el área de la descomposición emocional y del engaño mutuo, es otra dosis de acíbar; finalmente Dile adiós al viento (último) partiendo de los procesos biotecnológicos acude a una cita con el padecimiento y clava otra escarpia en la caja del dolor en que se ha ido transmutando la serie de relatos, el humor se ha escapado y la enajenación y el sufrimiento se han emplazado en el centro de Vermilion Sands para teñirlo y no abandonarlo.
La carga que transmiten los relatos escritos posteriormente al grupo original inclina la balanza y lo que se inició bajo el signo de la alegría culmina bajo el estandarte de la tristeza. Algo que la vida del propio autor corroboraría enlazándose con su obra: el entusiasmo de la new wave se había diluido y tenía que enfrentar otras circunstancias.
Uno quisiera decir: los primeros proporcionan las bases sustentadoras de ese Universo paralelo, bizarro y preñado de extraños procesos tecnológicos y ecológicos, los centrales se enfocan en la desintegración de la pareja, los últimos cierran magistralmente el periplo, pese a que utilicé tal tamiz con afán esclarecedor no fue posible reducirlos a ese esquema, lo que si observé es que el conjunto va enlazando ese meandro alternativo de la playa intemporal con reflexiones que parecen emanadas de obras posteriores como Rascacielos o Mitos de un futuro cercano. Sin ser bucles que se retroalimentan mantienen coherencia y conectes abundantes entre sí, tanto como para proporcionar pistas de la evolución del pensamiento ballardiano y sus mutaciones estilísticas.
Orden cronológico de publicación
Prima Belladona: Science Fantasy 20 / 1956
Mobile or Venus smile: Science Fantasy 26 / 1957
Studio 5, The Stars: Science-Fantasy 45 / 1961
The thousand dreams of Stellavista: Amazing / March62
The singing statues: Fantastic / July62
The screen game: Fantastic / Octuber63
Cry hope, cry fury: The Magazine of Fantasy & Science Fiction / Octuber67
The cloud-sculptors of Coral D: The Magazine of Fantasy & Science Fiction / Dic67
Say goodbye to the wind: Fantastic / Agosto70
Orden de presentación de la recopilación
Los escultores de nubes de Coral D
Prima Belladona
El juego de los biombos
Las estatuas cantantes
Clama esperanza, clama furia
Venus sonríe
Dile adiós al viento
Estudio 5, Las Estrellas
Los mil sueños de Stellavista
Prefacio
Vermilion Sands es como yo imagino que será el futuro. Por una curiosa paradoja casi toda la ciencia ficción, aunque esté muy alejada en el espacio y en el tiempo, se refiere en realidad al presente. Muy pocas veces se ha intentado imaginar un futuro único e independiente que no nos ofrezca advertencias. Quizás a causa de ese tono aleccionador tantos futuros imaginarios son zonas totalmente lúgubres. Hasta los cielos de esa ciencia ficción son como los infiernos de otra gente.
Por contraste, Vermilion Sands es un sitio donde yo viviría feliz. Una vez describí ese balneario desértico e hiperiluminado como un suburbio exótico de mi mente, y algo de la palabra «suburbio» –que entonces utilicé en un sentido peyorativo– me convence ahora de que andaba por el buen camino en mi búsqueda del día de pasado mañana. Mientras el campo desaparece bajo el abono de productos químicos y las ciudades sirven apenas de contexto urbano para cruces de tránsito, empiezan por fin a hacer valer sus méritos los suburbios. Los cielos son más amplios; el aire, más generoso; el reloj, menos urgente. Vermilion Sands tiene más que su cuota de sueños e ilusiones, miedos y fantasías, pero en un marco menos limitado. Además me gusta pensar que celebra las descuidadas virtudes de lo cursi, lo extravagante y lo grotesco.
¿Dónde está Vermilion Sands? Supongo que su hogar espiritual se encuentra en algún sitio entre Arizona y la playa de Ipanema, pero en años recientes me ha encantado ver cómo irrumpe en otras partes: ante todo en segmentos de la ciudad lineal de casi cinco mil kilómetros de largo que se extiende por las costas norteñas del mar Mediterráneo, desde Gibraltar hasta la playa de Glyfada, y donde Europa se tiende boca arriba, al Sol, todos los veranos. Esa postura es, desde luego, el distintivo de Vermilion Sands y, espero, del futuro: no sólo que nadie tiene que trabajar sino que el trabajo es el juego último, y el juego, el trabajo último. El más antiguo de estos relatos, Prima belladonna, fue el primer cuento que publiqué, hace diecisiete años, y desde entonces, notablemente, la imagen de ese balneario desértico no ha variado. Espero con optimismo que se materialice a mi alrededor.
J. G. Ballard, 1973
Los escultores de nubes de Coral D
The cloud-sculptors of Coral D. En Vermilion Sands, Ediciones Minotauro, 1993.
En; http://303.ubik.com.ar/coral.html
Durante todo el verano los escultores de nubes venían de Vermilion Sands y volaban con sus planeadores pintados por encima de las torres de coral que se levantaban como pagodas blancas al lado de la carretera de Lagoon West. La torre más alta era Coral D, y allí un montón de cúmulos blancos, parecidos a cisnes, dominaba el aire que subía de los arrecifes de arena. Alzados por los hombros del aire sobre la corona de Coral D, tallábamos caballos marinos y unicornios, retratos de presidentes y de estrellas de cine, lagartos y pájaros exóticos. Mientras la gente miraba desde los coches, caía sobre los techos polvorientos una lluvia fresca, lágrimas de las nubes esculpidas que navegaban atravesando el suelo del desierto hacia el Sol.
De todas las esculturas de nubes que habríamos de tallar, las más extrañas fueron las de Leonora Chanel. Al recordar esa tarde del último verano, cuando apareció ella en su limousine blanca para mirar a los escultores de nubes de Coral D, sé que casi no nos dimos cuenta de la seriedad con que esa mujer hermosa pero demente observaba las esculturas que flotaban por encima de ella en ese cielo sereno. Más tarde sus retratos, tallados en el torbellino, llorarían lágrimas de tormenta sobre los cadáveres de los escultores.
Yo había llegado a Vermilion Sands hacía tres meses. Piloto retirado, me estaba acostumbrando a una pierna rota y a la perspectiva de no volar nunca más. Un día fui en coche al desierto, y me detuve cerca de las torres de coral en la carretera de Lagoon West. Mientras contemplaba esas inmensas pagodas varadas en el lecho del mar fósil, oí una música que salía de un arrecife de arena, a unos doscientos metros de distancia. Balanceándome sobre las muletas atravesé la arena resbaladiza, y encontré entre las dunas una cuenca poco profunda donde unas estatuas sónicas se habían echado a perder al lado de un estudio en ruinas. El propietario se había ido, abandonando el edificio parecido a un hangar a las rayas de arena y al desierto, y obedeciendo a un impulso vago comencé a visitar ese lugar todas las tardes. Con los tornos y las vigas que habían quedado construí las primeras cometas gigantes, y luego planeadores con cabina. Atados con cables, flotaban allí arriba en el aire de la tarde como cifras amistosas.
Un anochecer, mientras enrollaba los cables de los planeadores con el cabrestante, se desató un ventarrón sobre la cresta de Coral D. Me esforzaba por sujetar la manija enloquecida, tratando de anclar las muletas en la arena, cuando se acercaron por el suelo del desierto dos figuras. Una era un jorobado pequeño, de ojos infantiles demasiado brillantes y mandíbula deforme, torcida hacia un lado como la lengüeta de un ancla, que se escabulló hasta el cabrestante, apartándome de un empellón con hombros fuertes, e hizo bajar los andrajosos planeadores hasta el suelo. Me ayudó a ponerme las muletas y espió en el hangar, donde tomaba forma mi planeador más ambicioso hasta el momento, no una cometa sino un avión velero con elevadores y cuerdas de control.
El jorobado abrió una mano grande sobre el pecho.
–Petit Manuel... acróbata y levantador de pesas. ¡Nolan! –vociferó–. ¡Mira esto! –su compañero estaba en cuclillas al lado de las estatuas sónicas, retorciéndoles las hélices para que sonaran mejor las voces–. Nolan es un artista –me confió el jorobado–. Le fabricará planeadores como cóndores.
El hombre alto caminaba entre los planeadores, tocándoles las alas con manos de escultor. Tenía ojos malhumorados en un rostro de boxeador aburrido. Echó una mirada a mi pierna enyesada y a mi descolorida chaqueta de aviador, y señaló los planeadores.
–Les ha puesto cabinas, comandante –en la observación había una total comprensión de mis motivos; señaló las torres de coral que subían a nuestro lado hacia el cielo del anochecer–. Con yoduro de plata podríamos tallar las nubes.
El jorobado me hizo una seña alentadora, los ojos encendidos por una astronomía de sueños.
Así se formaron los escultores de nubes de Coral D. Aunque me consideraba uno de ellos, nunca volé en los planeadores, pero les enseñé a volar a Nolan y a Manuel, y más tarde, cuando se unió al grupo, a Charles Van Eyck. Nolan había encontrado a ese pirata rubio de las terrazas en Vermilion Sands, un teutón lacónico de ojos duros y boca débil, y lo había llevado a Coral D cuando terminaba la estación y los turistas prósperos y sus hijas núbiles regresaban a Red Beach.
–Mayor Parker... Charles Van Eyck. Es un cazador de cabezas –comentó Nolan con humor frío– ...cabezas de doncellas –a pesar de la incómoda rivalidad que había entre ellos, me di cuenta de que Van Eyck le daría a nuestro grupo una útil dimensión de glamour.
Desde el comienzo sospeché que el estudio en el desierto pertenecía a Nolan, y que estábamos todos al servicio de algún capricho personal de ese solitario de pelo negro. Pero en ese momento yo estaba más preocupado por enseñarles a volar: primero con un cable, para dominar los ascendentes movimientos de aire que barrían la cúspide enana de Coral A, la torre más pequeña, luego las pendientes más inclinadas de B y C, y finalmente las poderosas corrientes de Coral D. Un atardecer, cuando yo empezaba a enrollar los cables, Nolan cortó el suyo. El planeador cayó a plomo hacia atrás, picando para empalarse en las agujas de piedra. Me arrojé al suelo mientras el cable azotaba mi coche, destrozando el parabrisas. Cuando levanté la mirada, Nolan volaba alto, planeando en el aire colorido por encima de Coral D. El viento, guardián de las torres de coral, lo llevó entre las islas de cúmulos que velaban la luz del ocaso.
Mientras yo corría hacia el cabrestante se cortó un segundo cable, y el pequeño Manuel cambió de rumbo para unirse a Nolan. Cangrejo feo en el suelo, en el aire el jorobado se transformó en un pájaro de alas inmensas que dejó atrás tanto a Nolan como a Van Eyck. Miré cómo giraban alrededor de las torres de coral y luego aterrizaban juntos en el suelo del desierto, agitando las rayas de arena, que se levantaron como nubes de hollín. Petit Manuel estaba alborozado. Se pavoneó a mi alrededor como un Napoleón de bolsillo, despreciando mi pierna rota, recogiendo puñados de vidrio roto y arrojándolos por encima de la cabeza como quien ofrece al aire ramilletes de flores.
Dos meses más tarde, cuando íbamos en coche hacia Coral D el día que conoceríamos a Leonora Chanel, ya se había perdido parte de ese regocijo inicial. Ahora que había terminado la estación pocos turistas viajaban a Lagoon West, y a menudo realizábamos nuestras esculturas para la carretera vacía. A veces Nolan se quedaba en el hotel bebiendo solo en la cama, o Van Eyck desaparecía durante varios días con alguna viuda o divorciada, y Petit Manuel y yo salíamos solos.
Sin embargo, esa tarde, cuando íbamos los cuatro en mi coche y vi las nubes esperándonos encima de la aguja de Coral D, se me fue toda la fatiga y la depresión. Diez minutos más tarde los tres planeadores subieron en el aire y los primeros coches empezaron a detenerse en la carretera. Nolan iba al frente en su planeador de alas negras, trepando por encima de la corona de Coral D, a casi cien metros de altura, mientras Van Eyck iba y venía un poco por debajo, mostrándole la melena rubia a la mujer madura del convertible color topacio. Detrás de ellos volaba el pequeño Manuel, cuyas alas acarameladas resbalaban y batían el aire agitado. Manejaba el aparato con las rodillas torcidas, gritando alegres obscenidades y gesticulando con los brazos enormes fuera de la cabina.
Los tres planeadores, brillantes juguetes pintados, giraron como aves perezosas por encima de Coral D, esperando el paso de las primeras nubes. Van Eyck se alejó para ir al encuentro de una. Flotó rodeando la blanca almohada, rociando los bordes con cristales de yoduro y recortando el tejido que parecía un mechón de lana. Los fragmentos humeantes cayeron hacia nosotros como hielo picado. Mientras las gotas de rocío se condensaban sobre mi cara vi que Van Eyck daba forma a una inmensa cabeza de caballo. Planeó subiendo y bajando por la larga frente, y esculpió los ojos y las orejas.
Como siempre, la gente que miraba desde los coches parecía disfrutar de ese trozo de mazapán aéreo que voló pasando por encima, empujado por los vientos de Coral D. Van Eyck la siguió, holgazaneando con las alas alrededor de la cabeza equina. Mientras tanto, Petit Manuel trabajaba en la nube siguiente. Mientas le rociaba los costados, apareció entre la niebla que caía una cabeza humana conocida. Manuel caricaturizó en la nube, mediante una serie de hábiles pases, la melena alta y ondulada, la mandíbula fuerte y la boca blanda; mientras salía y entraba en el retrato las alas casi se tocaban las puntas.
La cabeza blanca y brillante, una inconfundible parodia de Van Eyck en su peor estilo, atravesó la carretera hacia Vermilion Sands. Manuel se deslizó bajando por el aire y aterrizó detrás de mi coche mientras Van Eyck salía de su cabina con una sonrisa forzada.
Esperamos la tercera demostración. Sobre Coral D se formó una nube que en pocos minutos se desarrolló hasta convertirse en un prístino cúmulo de buen tiempo. Mientras la nube flotaba allí arriba brotó del Sol el planeador de alas negras de Nolan y voló alrededor recortándola. El suave vellón cayo hacia nosotros como una lluvia fresca. Salió un grito de uno de los coches. Nolan se deslizó apartándose de la nube, como quitándole con las alas el velo a su obra. Iluminado por el Sol de la tarde, apareció el rostro sereno de un niño de tres años. Las mejillas anchas enmarcaban una boca plácida y un mentón rollizo. Mientras una o dos personas aplaudían, Nolan voló sobre la nube y le rizó en el techo cintas y bucles.
Pero yo sabía que todavía faltaba la verdadera culminación. Afectado por algún virus maligno, Nolan parecía incapaz de aceptar su propia obra, y siempre la destruía con el mismo humor frío. Petit Manuel había tirado el cigarrillo, y hasta Van Eyck había dejado de prestar atención a las mujeres de los coches.
Nolan sobrevoló la cara del niño, como un matador que espera el momento de la estocada. Se produjo un minuto de silencio mientras trabajaba en la nube, y entonces alguien, asqueado, cerró de golpe la puerta del coche.
Flotando sobre nosotros estaba la imagen blanca de una calavera.
La cara del niño, transformada por unos pocos toques, había desaparecido, pero en los dientes mellados y en las órbitas abismales, tan grandes que cabría en ellas un coche, veíamos todavía un eco de los rasgos infantiles. El espectro nos pasó por encima; los espectadores arrugaban el ceño mientras miraban esa calavera llorona que les goteaba en la cara.
Sin demasiado ánimo saqué mi viejo casco de piloto del asiento trasero y empecé a pasarlo entre los coches. Dos de los espectadores arrancaron antes de que yo pudiese llegar a donde estaban. Mientras vacilaba de un lado para otro, preguntándome por qué diablos un oficial de la fuerza aérea, retirado y próspero, tenía que andar tratando de juntar esos pocos dólares, apareció Van Eyck a mis espaldas y me quitó el casco de la mano.
–Ahora no, mayor. Mire lo que llega ahí: mi Apocalipsis...
Un Rolls-Royce blanco, conducido por un chofer de librea color crema se había desviado de la carretera. A través de la ventanilla de comunicación polarizada una joven con traje diurno de secretaria hablaba con el chofer. Al lado de ella, sosteniendo todavía la correa de la ventanilla con una mano enguantada, una mujer de pelo blanco y ojos enjoyados observaba las alas del planeador que giraba entre las nubes. El rostro fuerte y elegante, encerrado detrás del vidrio obscuro de la limusina, parecía el rostro de una enigmática madona de una gruta marina.
El planeador de Van Eyck subió en el aire, apuntando a la nube que flotaba sobre Coral D. Yo regresé a mi coche, mirando hacia el cielo en busca de Nolan. Allá arriba Van Eyck estaba fabricando una Mona Lisa de pastiche, una Gioconda de tarjeta postal tan auténtica como una virgen de yeso. La lustrosa terminación relucía en el aire hiperbrillante como si fuese una espuma cosmética esmaltada. Entonces Nolan salió del Sol y se zambulló por detrás de Van Eyck. Se le adelantó con el planeador de alas negras, atravesó el pescuezo de la Gioconda y con un movimiento de ala derribó la cabeza de mejillas anchas, que cayo hacia los coches. Los rasgos se desintegraron formando un revoltijo fláccido, y se derrumbaron entre el vapor pedazos de la nariz y de la mandíbula. De pronto hubo un roce de alas. Van Eyck le disparó con la pistola de espuma a Nolan, y se produjo un desgarro de telas. Van Eyck cayó desde el aire, llevando el planeador a un aterrizaje accidentado. Corrí hacia allí.
–Charles, ¿tiene que hacerse el von Richthofen? ¡Por Dios, no se molesten así!
Van Eyck me echó con un ademán.
–Hable con Nolan, mayor. No soy yo el responsable de esa piratería aérea –desde la cabina miraba los jirones de tela que caían sobre los coches, a su alrededor.
Regresé a mi coche, pensando que había llegado la hora de dispersar a los escultores de nubes de Coral D. A cincuenta metros de distancia, la joven secretaria del Rolls-Royce había bajado del coche y me llamaba por señas. Desde la puerta abierta, su ama me observaba con ojos enjoyados. El pelo blanco, en un bucle, le caía sobre un hombro como una serpiente nacarada.
Fui con mi casco de piloto hasta donde estaba la joven. Sobre una frente alta se había recogido el pelo castaño en un rodete defensivo, como si deliberadamente escondiese una parte de sí misma. Miró perpleja el casco que yo le tendía.
–No quiero volar... ¿qué busca usted?
–Una gracia –expliqué–. Por el reposo de Miguel Angel, Ed Keinholz y los escultores de nubes de Coral D.
–Ay, Dios mío. Creo que el único que tiene algo de dinero es el chofer. Oiga, ¿actúan en algún otro lugar?
–¿Actuar? –dejé de mirar esa joven bonita y agradable y observé la pálida quimera de ojos enjoyados sentada en el obscuro compartimiento del Rolls; la mujer miraba la figura decapitada de la Mona Lisa que se alejaba por encima del desierto hacia Vermilion Sands–. No somos un grupo profesional, como tal vez se haya dado cuenta. Y desde luego necesitaríamos una nube de buen tiempo. ¿Dónde, exactamente?
–En Lagoon West –sacó del bolso una agenda de piel de culebra–. La señorita Chanel está organizando una serie de fiestas en el jardín. Quiere saber si les interesaría actuar. Habría, claro, una recompensa grande.
–Chanel... ¿Leonora Chanel, la...?
El rostro de la joven recobró la postura defensiva, disociándola de lo que pudiese venir a continuación.
–La señorita Chanel pasa el verano en Lagoon West. A propósito, debo señalar una condición: la señorita Chanel será el tema exclusivo. ¿Me entiende?
A cincuenta metros de distancia Van Eyck arrastraba su planeador dañado hacia mi coche. Nolan, una caricatura de Cyrano abandonado en el aire, había aterrizado. Petit Manuel cojeaba de un lado para otro, juntando el equipo. En la escasa luz del atardecer parecían una gastada compañía de circo.
–Está bien –dije–. Le entiendo. Pero ¿las nubes, señorita...?
–Lafferty. Beatrice Lafferty. La señorita Chanel proporcionará las nubes.
Anduve alrededor de los coches con el casco, y luego repartí el dinero entre Nolan, Van Eyck y Manuel. Se quedaron allí en la creciente obscuridad, los pocos billetes en la mano, mirando la carretera.
Leonora Chanel bajó de la limusina y echó a andar por el desierto. Su figura de pelo blanco, enfundada en una chaqueta de piel de cobra, se paseó entre las dunas. A su alrededor se levantaban rayas de arena, alborotadas por los movimientos aleatorios de ese ambulante fantasma de la tarde abrasada. Sin prestar atención a los aguijones que le rondaban las piernas, observó el bestiario aéreo que se disolvía en el cielo, y la calavera blanca que se había desflecado a casi un kilómetro de distancia, sobre Lagoon West.
La primera vez que la vi, observando a los escultores de nubes de Coral D, no tenía una impresión muy formada sobre Leonora Chanel. Hija de uno de los financistas más importantes del Mundo, no sólo había heredado por derecho propio sino por la muerte del marido, un tímido aristócrata monegasco, el conde Louis Chanel. Las misteriosas circunstancias de la muerte del conde en Cap Ferrat, en la Riviera, explicadas oficialmente como suicidio, habían puesto a Leonora en el centro de la publicidad y el chismorreo. Para escapar de eso se había dedicado a vagar por todo el globo, de la villa amurallada en Tánger a una mansión alpina en las nieves sobre Pontresina, y de allí a Palm Springs, Sevilla y Miconos.
Durante esos años de exilio algo de su carácter asomó en las fotografías de revistas y periódicos: visitando melancólica una obra de caridad española con la Duquesa de Alba, o sentada con Soraya y otros miembros de la sociedad en la villa de Dalí en Port Lligat, observando con ojos enjoyados, desde un rostro aristocrático, el mar diamantino de la Costa Brava.
Inevitablemente, ese papel de Garbo parecía demasiado calculado, y lo socavaba la continua sospecha de que había intervenido en la muerte del marido. El conde había sido un playboy introspectivo que piloteaba su propio avión a lugares arqueológicos del Peloponeso y cuya amante, una hermosa joven libanesa, era una de las más notables intérpretes de Bach en teclado. Nunca se aclaró por qué ese hombre reservado y agradable se había suicidado. Lo que prometía ser una prueba significativa para la investigación, un retrato mutilado de Leonora en el que el conde estaba trabajando, fue destruido por accidente antes de la audiencia. Tal vez el cuadro revelaba más sobre el carácter de Leonora de lo que ella quería ver.
Una semana más tarde, mientras iba en el coche hacia Lagoon West la mañana de la primera fiesta, entendí muy bien por qué Leonora Chanel había venido a Vermilion Sands, a este extraño balneario cercado por la arena con su letargo, fatiga de playa y perspectivas cambiantes. A lo largo de la playa crecían estatuas sónicas silvestres que chillaban al pasar yo por la carretera. El sílice fundido de la superficie del lago formaba un inmenso espejo irisado que reflejaba los trastornados colores de los arrecifes de arena, aún más vívidos que los paneles color cinabrio y ciclamina de las alas de los planeadores que flotaban allá arriba. Nolan, Van Eyck y Petit Manuel venían con ellos desde coral D; suspendidos en el cielo sobre el lago parecían unas vacilantes libélulas.
Habíamos entrado en un paisaje inflamado. A un kilómetro de distancia las angulosas cornisas de la casa de verano sobresalían en el aire vívido como distorsionadas por una unión defectuosa del espacio y el tiempo. Detrás, como un volcán exhausto, subía en el aire vidriado una meseta de pico ancho que levantaba en los hombros las corrientes termales del lago recalentado.
Enviándoles a Nolan y al pequeño Manuel esas tremendas corrientes ascendentes, más poderosas que todas las que habíamos conocido en Coral D, continué hacia la villa. Entonces desapareció la neblina que había a lo largo de la playa y vi las nubes.
Flotaban treinta metros por encima del techo de la meseta como almohadas de un gigante insomne. Adentro se movían columnas de aire turbulento que hervían subiendo hacia las cabezas de yunque como líquido en un caldero. Esos no eran los plácidos cúmulos de buen tiempo de Coral D sino nimbos de tormenta, masas inestables de aire recalentado que podían aferrar un avión y levantarlo trescientos metros en unos pocos segundos. Aquí y allá los bordes de las nubes tenían bandas obscuras, y unos valles y hondonadas atravesaban las torres. Pasaban sobre la villa, ocultas por la bruma, y luego se disolvían en una serie de cambios violentos en el aire desordenado.
Cuando entré en la calzada detrás de un camión cargado de equipo de son et lumiere una docena de miembros del personal estaba acomodando hileras de sillas doradas en la terraza y desplegando un toldo.
Beatrice Lafferty se acercó pisando cables.
–Mayor Parker... ahí tiene las nubes que le prometimos.
Volví a mirar los bultos obscuros que flotaban como mortajas sobre la villa blanca.
–¿Nubes, Beatrice? Esos son tigres, tigres con alas. Nosotros somos manicuros del aire, no domadores de dragones.
–No se preocupe, una manicura es exactamente lo que se espera de ustedes –con una mirada pícara agregó–: ¿Sus hombres comprenden que habrá un único tema?
–¿La propia señorita Chanel? Desde luego –la tomé del brazo mientras caminábamos hacia el balcón que daba sobre el lago–. ¿Sabe una cosa? Me parece que disfruta de estos maliciosos apartes. Que los ricos escojan sus materiales: mármol, bronce, plasma o nube. ¿Por qué no? La pintura de retratos siempre ha sido un arte descuidado.
–No aquí, Dios mío –esperó a que pasase una camarera con una bandeja cargada de manteles–. Eso de tallar el propio retrato en el cielo utilizando el Sol y el aire... algunos dirían que eso huele a vanidad, o a pecados todavía peores.
–Es usted muy misteriosa. ¿Qué pecados, por ejemplo? –la muchacha revoleó los ojos–. Ya le diré dentro de un mes, cuando termine mi contrato. ¿Y sus hombres, cuándo vienen?
–Están aquí –señalé el cielo sobre el lago.
Los tres planeadores flotaban en el aire recalentado; al lado de ellos pasaban masas de nubes algodonosas que luego se disolvían en la bruma. Seguían a un yate de arena que se acercaba al muelle levantando con las ruedas el polvo color cereza.
Detrás del timonel iba sentada Leonora Chanel con un traje de pantalones de piel amarilla de cocodrilo, el pelo blanco oculto debajo de una toca de rafia.
Mientras el timonel atracaba la embarcación, Van Eyck y Petit Manuel improvisaron una actuación, dando forma a los fragmentos de nubes que flotaban treinta metros por encima de la superficie del lago. Primero Van Eyck talló una orquídea, luego un corazón y un par de labios, mientras Manuel formaba la cabeza de un periquito, dos ratones idénticos y las letras «L. C.» Se arrojaban y se zambullían alrededor de Leonora, tocando a veces el lago con las alas, y ella, desde el muelle, saludaba cortésmente con la mano cada una de esas breves composiciones.
Cuando aterrizaron junto al muelle Leonora esperó a que Nolan se pusiese a trabajar en una de las nubes, pero él subía y bajaba sobre el lago, delante de ella, como un pájaro cansado. Mirando esa extraña dueña y señora de Lagoon West, descubrí que se había perdido en algún sueño personal: tenía la mirada clavada en Nolan y se había olvidado de todos los que la rodeaban. Recuerdos, carabelas sin velamen, atravesaban los sombríos desiertos de esos ojos abrasados.
Más tarde, esa noche, Beatrice Lafferty me hizo entrar en la villa por la ventana de la biblioteca. Allí, mientras Leonora saludaba a los invitados en la terraza, con un vestido de zafiros y organdí sin parte superior, los pechos cubiertos nada más que por un contorno de piedras preciosas, vi los retratos que poblaban la villa. Conté más de veinte, desde los retratos formales de sociedad en los salones, uno por el presidente de la Real Academia, otro por Annigoni, hasta los extraños estudios psicológicos de Dalí y Francis Bacon en el bar y en el comedor. En todos los sitios por donde pasábamos, en las alcobas entre las semicolumnas de mármol, en las miniaturas doradas de las repisas, hasta en el mural ascente que seguía la escalera, vimos el mismo rostro absorto. Ese narcisismo colosal parecía haberse convertido en su último refugio, en la única protección para ese yo fugitivo mientras huía del Mundo.
Luego, en el estudio de la azotea, encontramos un retrato grande que acababa de ser barnizado. El artista había producido una deliberada parodia de los tintes sentimentales, azulinos, de los pintores de moda de la sociedad, pero bajo ese lustre había representado a Leonora como una Medea muerta. La piel estirada debajo de la mejilla derecha, la frente angulosa y la boca torcida le daban la apariencia aterida y luminosa de un cadáver.
Mis ojos buscaron la firma.
–¡Nolan! Dios mío, ¿estaba usted aquí cuando pintó esto?
–Lo había terminado cuando llegué, hace dos meses. Leonora no permitió que lo enmarcasen.
–Es natural –fui hasta la ventana y miré hacia los dormitorios ocultos detrás de los toldos–. Nolan estuvo aquí. El estudio cerca de Coral D era suyo.
–Pero ¿por qué lo habrá vuelto a llamar Leonora? Deben haber...
–Para que le vuelva a retratar. Conozco mejor a Leonora que usted, Beatrice. Pero esta vez lo quiere del tamaño del cielo.
Salimos de la biblioteca y caminamos entre los cócteles y los canapés hasta donde estaba Leonora recibiendo a las visitas. Detrás de ella, con un traje de gamuza blanca, se había puesto Nolan, que de vez en cuando miraba a Leonora, como barajando las posibilidades que esa mujer obsesiva ofrecía a su humor macabro. Ella, con esa hilera de diamantes alrededor de los ojos, me recordaba a una sacerdotisa arcaica. Debajo del contorno de joyas, los pechos parecían culebras ansiosas.
Van Eyck se presentó con una exagerada reverencia.
Detrás de él apareció Petit Manuel; la cabeza torcida esquivaba nerviosa los trajes de etiqueta.
La boca de Leonora se cerró en un rictus de fastidio.
Echó una mirada al yeso blanco de mi pie.
–Nolan, llenas tu mundo de lisiados. Tu enanito... ¿también va a volar?
Petit Manuel la miró con ojos que parecían flores aplastadas.
La actuación comenzó una hora más tarde. El Sol que se ponía detrás de la meseta iluminaba las nubes de bordes obscuros, y atravesaban el aire unos cirrus espectrales, como los marcos dorados de los cuadros que vendrían. El planeador de Van Eyck ascendió en espiral hacia la cara de la primera nube, perdiendo velocidad y volviendo a subir cada vez que lo azotaban las corrientes turbulentas.
Cuando empezaron a aparecer los pómulos, tan lisos e inertes como una espuma tallada, se oyó el aplauso de los invitados sentados en la terraza. Cinco minutos más tarde, mientras el planeador de Van Eyck bajaba en picada para aterrizar sobre el lago, vi la hazaña. Iluminado por los reflectores, y con la overtura de Tristán atronando por los altoparlantes instalados en las laderas de la meseta, como inflando esa enorme chuchería, el retrato de Leonora nos pasó por encima dejando caer una lluvia tenue. Por fortuna la nube se mantuvo estable hasta que pasó la orilla, y entonces se deshizo en el aire del anochecer como desgarrada por una mano furiosa.
Petit Manuel comenzó a ascender y, como un pillo que aborda a una matrona de mal genio, apuntó hacia una nube de bordes obscuros. Voló para adelante y para atrás, como si no supiera bien qué forma darle a esa columna de vapor, y de pronto comenzó a tallarle un perfil aproximado de cabeza de mujer. Nunca lo había visto tan nervioso. Cuando terminó estalló una segunda ronda de aplausos, seguida de risas e irónicos vítores.
La nube esculpida, de un halagador parecido con Leonora, empezó a inclinarse y a rotar en el aire agitado. La mandíbula se estiró, la sonrisa vidriosa se volvió la sonrisa de una idiota. Un minuto más tarde la cabeza de Leonora flotaba cabeza abajo sobre nosotros.
Ordené discretamente que apagasen los reflectores, y la atención de la audiencia se dirigió hacia el planeador de Nolan, de alas negras, que subía hacia la nube siguiente. Del aire cada vez más obscuro caían unos fragmentos de tejido disuelto, y la espuma ocultaba la ambigua creación que tallaba Nolan. Para mi sorpresa, el retrato que brotó de allí parecía verdaderamente vivo. Hubo una explosión de aplausos, unos pocos compases de Tannhäuser y los reflectores alumbraron la elegante cabeza. De pie entre los invitados, Leonora levantó la copa para brindar por el planeador de Nolan. Desconcertado por la generosidad de Nolan, miré con mayor atención el rostro brillante, y entonces entendí qué era lo que había hecho. El retrato, con cruel ironía, era demasiado real. La curva descendente de la boca de Leonora, la barbilla alzada para alisar el cuello, las carnes flojas debajo de la mejilla derecha: todo eso aparecía en el rostro de la nube, al igual que en el cuadro del estudio. Los invitados rodeaban a Leonora felicitándola por la actuación. Ella miraba el retrato, que comenzaba a desintegrarse sobre el lago, viéndolo por vez primera. La sangre se le subió a las venas de la cara. Entonces una exhibición de fuegos artificiales en la playa borró esas ambigüedades con explosiones rosadas y azules.
Poco antes del amanecer Beatrice Lafferty y yo caminamos por la playa entre los cascos quemados de los cohetes y las ruedas giratorias. En la obscuridad de la terraza desierta unas pocas luces alumbraban las sillas desparramadas. Cuando llegamos a los escalones oímos un grito de mujer que venía de más arriba. Hubo un ruido de cristales rotos. Alguien abrió de un golpe una puerta ventana, y un hombre de pelo negro y traje blanco corrió entre las mesas.
Mientras Nolan desaparecía en la calzada, Leonora caminó hasta el centro de la terraza. Miró las nubes obscuras que ondulaban sobre la meseta, y con una mano se arrancó las joyas de los ojos. Las joyas quedaron parpadeando en las baldosas, a los pies de la mujer. De pronto la figura encorvada de Petit Manuel saltó de su escondite junto al estrado de la orquesta. Se escabulló corriendo con esas piernas deformes.
En la entrada arrancó un motor. Leonora echó a andar de vuelta hacia la villa, mirándose en los vidrios rotos al pie de la ventana. Se detuvo: un hombre alto y rubio, de ojos fríos y anhelantes había aparecido junto a las estatuas sónicas, delante de la biblioteca. Molestas por el ruido, las estatuas habían comenzado a gemir. Mientras Van Eyck avanzaba hacia Leonora, las estatuas imitaron el ritmo lento de los pasos.
La actuación del día siguiente fue el último espectáculo de los escultores de nubes de Coral D. Toda la tarde, antes de que llegasen los invitados, una luz mortecina había cubierto el lago. Detrás de la meseta se acumulaban unas inmensas tiras de nimbos de tormenta, volviendo improbable cualquier actuación.
Van Eyck estaba con Leonora. Cuando yo llegué Beatrice Lafferty miraba el yate de arena que llevaba a la pareja, no muy serenamente, las velas azotadas por las ráfagas.
–No hay señales de Nolan ni del pequeño Manuel –me dijo–. La fiesta comienza dentro de tres horas.
La tomé del brazo.
–La fiesta ya terminó. Cuando dejes de trabajar aquí, Bea, ven a vivir conmigo a Coral D. Te enseñaré a esculpir las nubes.
Van Eyck y Leonora desembarcaron media hora más tarde. Van Eyck me miró a la cara cuando pasó a nuestro lado. Leonora le aferraba el brazo, y las joyas diurnas que le rodeaban los ojos esparcían su luz dura por la terraza. A eso de las ocho, cuando empezaron a aparecer los primeros invitados, Nolan y Petit Manuel todavía no habían llegado. En la terraza el anochecer era cálido e iluminado, pero allá arriba las nubes de tormenta se cruzaban furtivas como gigantes inquietos. Subí por la cuesta hasta donde estaban atados los planeadores. Las corrientes de aire ascendente les hacían temblar las alas.
Apenas medio minuto después de subir en el aire cada vez más obscuro, empequeñecido por una inmensa torre de nimbos de tormenta, Charles Van Eyck giraba hacia el suelo, derribado el planeador por el aire enloquecido. Se recuperó a veinte metros de la villa y trepó a las corrientes que subían del lago, lejos del pecho cada vez más hinchado de la nube. Volvió a embestir. Mientras Leonora y los invitados miraban desde las sillas, el planeador fue arrojado hacia ellos en una explosión de vapor, y luego cayó hacia el lago con un ala rota.
Caminé hacia Leonora. De pie junto al balcón estaban Nolan y Petit Manuel mirando cómo Van Eyck bajaba de la cabina del planeador a trescientos metros de distancia.
–¿Por qué se molestó en venir? –le dije a Nolan–. No me diga que va a volar.
Nolan se inclinó sobre la baranda, las manos en el bolsillo del traje.
–No, no voy a volar... exactamente por eso estoy aquí, mayor.
Leonora llevaba un vestido de noche de plumas de pavo real que arrastraba alrededor de las piernas como una inmensa cola. Los cientos de ojos fulguraban en el aire eléctrico que anunciaba la tormenta, enfundándole el cuerpo con sus llamas azules.
–Señorita Chanel, las nubes están como locas –me disculpé–. Se acerca una tormenta.
Me miró con ojos alterados.
–¿Ustedes no piensan correr riesgos? –señaló el nimbo de tormenta que giraba sobre nuestras cabezas–. Para nubes como esas necesito un Miguel Angel de los cielos... ¿Y Nolan? ¿También él está asustado?
Al gritar ella el nombre, Nolan la miró, y luego nos dio la espalda. Había cambiado la luz sobre Lagoon West. Medio lago estaba cubierto por un manto mortecino. Sentí que me tiraban de la manga. Petit Manuel me miró con astutos ojos de niño.
–Yo puedo ir, mayor. Déjeme buscar el planeador.
–Por Dios, Manuel. Se matará...
Manuel echó a correr como una flecha entre las sillas doradas. Leonora arrugó la frente cuando el enano le aferró la muñeca.
–Señorita Chanel... –la boca floja ensayó una sonrisa alentadora–. Le haré una escultura. Ahora mismo, una nube grande de tormenta, ¿eh?
Leonora miró con cierta repugnancia ese ansioso jorobado que la miraba insinuante al lado de los cientos de ojos de la cola de pavo real. Van Eyck había salido del planeador accidentado y volvía cojeando hacia la playa. Tuve la sensación de que Manuel, de un modo extraño, se estaba midiendo con Van Eyck.
Leonora hizo una mueca, como si tragase una flema venenosa.
–Mayor Parker, dígale que... –miró hacia la nube obscura que hervía sobre la meseta como el efluvio de un volcán de corazón negro–. ¡Espere! ¡Veamos qué puede hacer el pequeño lisiado! –se volvió hacia Manuel con una sonrisa demasiado brillante–. Adelante, entonces. ¡Veamos cómo esculpe el torbellino!
En la cara de Leonora el diagrama de huesos formó una geometría criminal.
Nolan atravesó la terraza corriendo, aplastando las plumas de pavo real mientras Leonora reía. Intentamos detener a Manuel, pero se nos escapó cuesta arriba. Herido por la burla de Leonora, saltó entre las rocas y desapareció de la vista en el aire obscuro. En la terraza se juntó a mirar una pequeña muchedumbre.
El planeador amarillo y mandarina subió en el cielo y trepó sobre la cara de la nube de tormenta. A cincuenta metros de las olas obscuras lo abofeteó una ráfaga, pero Manuel se remontó y empezó a tallar la superficie obscura. Unas gotas de agua negra cayeron sobre la terraza a nuestros pies.
Apareció el primer esbozo de una cabeza de mujer, los ojos satánicos iluminados por las aberturas de la nube, una boca escurridiza como una mancha obscura empujada por el hervor de unas desmedidas olas. Desde el lago, Nolan lanzó un grito de advertencia mientras subía al planeador. Instantes más tarde una poderosa corriente ascendente levantó el aparato del pequeño Manuel y lo arrojó sobre el techo de la nube. Luchando contra el aire demente, Manuel arrojó el planeador hacia abajo y arremetió de nuevo contra la nube. Entonces la cara inmensa se abrió, y con un repentino espasmo la nube onduló hacia adelante y se tragó el planeador. Se produjo un silencio en la terraza mientras el cuerpo aplastado del planeador giraba en el centro de la nube. La nube avanzó hasta ponerse encima de nuestras cabezas: dentro de la cara que se disolvía circulaban pedazos destrozados de las alas y del fuselaje. Al llegar al lago la nube comenzó a sufrir su violento final. Pedazos de la cara rotaron, perdió la boca, le explotó un ojo. Una breve y última racha de viento la hizo desaparecer.
Del aire brillante cayeron los pedazos del planeador de Petit Manuel.
Beatrice y yo fuimos al lago a buscar el cuerpo de Manuel.
Después del espectáculo de esa muerte dentro de la explosiva réplica de la cara de su anfitriona, los invitados empezaron a marcharse. En pocos minutos la calzada se llenó de coches. Leonora miró cómo se iban acompañada por Van Eyck, entre las mesas desiertas. Beatrice no habló mientras nos internábamos en el lago. Los restos del planeador despedazado estaban desparramados por la arena fundida, fragmentos de lienzo y tensores rotos, las cuerdas de control enredadas y anudadas. A diez metros de la cabina encontré el cuerpo de Petit Manuel, una pelota mojada que parecía un mono ahogado.
Lo llevé al yate de arena.
–¡Raymond! –Beatrice señaló la orilla.
A lo largo de todo el lago se habían acumulado nubes de tormenta, y caían los primeros relámpagos en los cerros, detrás de la meseta. En el aire eléctrico la villa había perdido brillo. A un kilómetro de distancia andaba un tornado por el suelo del desierto, inclinando el tronco hacia el lago. La primera ráfaga de viento golpeó el yate. Beatrice volvió a gritar:
–¡Raymond! ¡Allí está Nolan... volando adentro!
Entonces vi el planeador de alas negras que daba vueltas bajo el paraguas del tornado, el propio Nolan montado en el torbellino. Las alas se mantenían estables en el aire que giraba alrededor del embudo. Avanzaba como un pez piloto, como llevando el tornado hacia la villa de Leonora. Veinte segundos más tarde, cuando el torbellino chocó contra la casa, perdí de vista a Nolan. Arrolló la villa una explosión de aire obscuro, una vorágine de sillas y baldosas destrozadas que estallaron sobre el techo. Beatrice y yo saltamos del yate y corrimos a refugiarnos en una falla de la superficie vítrea. Mientras se alejaba el tornado, perdiéndose en el cielo de tormenta, quedó sobre la villa destruida un viento obscuro que de vez en cuando levantaba escombros en el aire. Alrededor de nosotros cayeron pedazos de lienzo y plumas de pavo real.
Esperamos media hora antes de acercarnos a la casa. La terraza estaba cubierta por cientos de copas y sillas rotas. Al principio no vi rastros de Leonora, aunque su cara estaba en todas partes, los retratos con los perfiles acuchillados esparcidos sobre las baldosas húmedas. Una sonrisa arremolinada vino flotando hacia mí en el aire alborotado, y se me enroscó en una pierna. El cuerpo de Leonora yacía entre las mesas rotas, cerca del estrado de la orquesta, envuelto a medias en un lienzo ensangrentado. Su rostro estaba ahora tan magullado como la nube de tormenta que Manuel había intentado tallar.
Encontramos a Van Eyck entre los restos del toldo.
Colgaba del pescuezo de una maraña de cables de electricidad, el rostro pálido ceñido por un lazo de bombillas eléctricas. La corriente pasaba intermitentemente por los cables, encendiendo los globos de color.
Me apoyé en el Rolls volcado, abrazando a Beatrice.
–No se ven rastros de Nolan... ni pedazos de su planeador.
–Pobre hombre. Raymond, él traía el torbellino hacia aquí. De algún modo lo controlaba.
Caminé por la terraza húmeda hasta donde estaba tendida Leonora. Empecé a taparla con los jirones de lienzo, los desgarrados rostros de ella misma.
Llevé a Beatrice Lafferty a vivir conmigo en el estudio de Nolan en el desierto, cerca de Coral D. Nunca más tuvimos noticias de Nolan, ni volvimos a utilizar los planeadores. Las nubes llevan demasiados recuerdos. Hace tres meses un hombre que vio los planeadores abandonados delante del estudio se detuvo cerca de Coral D y vino hasta donde estábamos. Nos dijo que había visto a un hombre en un planeador volando a gran altura sobre Red Beach, tallando en los estrato-cirros imágenes de joyas y de caras de niños. Una vez apareció la cabeza de un enano. Pensándolo bien, parece que fuera Nolan, así que tal vez consiguió escapar del tornado. Por las tardes Beatrice y yo nos sentamos entre las estatuas sónicas y escuchamos las voces mientras las nubes suben por encima de Coral D, esperando que un hombre en un planeador de alas negras, quizá pintadas ahora de color caramelo, llegue en el viento y nos talle imágenes de hipocampos y unicornios, de enanos y joyas y caras de niños.
Edición digital de Ubik
Prima Belladonna
Prima Belladona. En Vermilion Sands, Ediciones Minotauro, 1993.
En: http://303.ubik.com.ar/prima.html
Conocí a Jane Ciracylides durante el Receso, aquella depresión universal de hastío, letargo e intenso verano que nos hizo vivir a todos diez años dichosamente inolvidables, y supongo que eso debe haber influido mucho sobre lo que pasó entre nosotros. No creo, por cierto, que pudiese ahora ponerme tan en ridículo, aunque conviene no olvidar que quizá fue todo obra de la propia Jane.
Se dijera lo que se dijese de ella, todo el mundo se veía obligado a admitir que era una chica hermosa, aunque tenía una historia genética un poco mezclada. Los charlatanes de Vermilion Sands decidieron en seguida que había en ella una buena dosis de mutante, porque tenía una piel espléndida, como una pátina dorada, y unos ojos que parecían insectos, pero nada de eso me importó a mí ni a mis amigos, algunos de los cuales, como Tony Miles y Harry Devine, han dejado de ser lo que eran para sus mujeres.
En esos días pasábamos casi todo el tiempo en el balcón de mi apartamento frente a la Costanera, tomando cerveza –siempre teníamos una excelente provisión apilada en el refrigerador de mi tienda de música de la planta baja–, divagando y jugando al i-Go, una especie de ajedrez retardado que se había popularizado en esa época. De los demás ninguno trabajaba; Harry era arquitecto y Tony Miles vendía a veces cerámicas a los turistas, pero yo por lo general dedicaba dos horas cada mañana a la tienda, despachando los pedidos del extranjero y dando vuelta a las botellas de cerveza.
Un día particularmente caluroso e indolente yo acababa de envolver una delicada mimosa soprano pedida por la Sociedad del Oratorio de Hamburgo cuando Harry me llamó por teléfono desde el balcón.
–¿Coroflorería Parker? –dijo–. Eres culpable de exceso de producción. Ven aquí. Tony y yo tenemos algo hermoso para mostrarte.
Cuando subí los encontré sonriendo con caras felices, como dos perros que acaban de descubrir un árbol interesante.
–¿Y? –pregunté–. ¿Dónde está?
Tony ladeó apenas la cabeza.
–Allí.
Miré la calle, a un lado y a otro, y la fachada del edificio de apartamentos de enfrente.
–Con cuidado –me advirtió–. No te quedes boquiabierto.
Me deslicé en un uno de los sillones de mimbre y miré alrededor con cautela, estirando el cuello.
–Cuarto piso –explicó Harry hablando despacio, por un costado de la boca–. Un balcón a la izquierda del de enfrente. ¿Contento ahora?
–Soñando –dije, echándole una lenta y larga mirada–. ¿Qué otra sabrá hacer?
Harry y Tony soltaron un suspiro de gratitud.
–¿Y? –preguntó Tony.
–No pertenecemos a la misma clase –dije–. Pero no creo que ustedes tengan dificultad. Vayan y díganle cuánto los necesita.
Harry lanzó un gemido.
–¿No ves que ésta es poética, emergente, algo que nace del océano apocalíptico primordial? Quizá sea una diosa.
La mujer se paseaba por la sala, reacomodando los muebles, vestida con poco más que un enorme sombrero metálico. Los contornos sinuosos de los muslos y de los hombros retenían el brillo dorado y ardiente hasta en las sombras. Era una andante galaxia de luz. Vermilion Sands nunca había visto nada parecido.
–El abordaje tiene que ser ambiguo –prosiguió Harry, mirando la cerveza–. Tímido, casi místico. Nada de urgencias ni de rebatiñas.
La mujer se agachó para abrir una maleta y las aspas metálicas del sombrero le aletearon sobre la cara. Vio que la estábamos observando, miró un instante alrededor y bajó la cortina.
Nos miramos pensativos, como tres triunviros ante la tarea de repartirse un imperio, sin hablar demasiado y alertas por si se presentaba la oportunidad de una traición.
Cinco minutos más tarde comenzó el canto. Al principio pensé que se trataba de uno de los tríos de azaleas perturbado por un pH alcalino, pero las frecuencias eran demasiado altas. Casi resultaba inaudible, un trino agudo que salía de la nada y subía por detrás del cráneo.
Harry y Tony me miraron arrugando el ceño.
–Tu ganado anda triste por algo –dijo Tony–. ¿Puedes ir a calmarlo?
–No son las plantas –dije–. No es posible.
La intensidad del sonido aumentó, raspándome los huesos occipitales. Iba a bajar a la tienda cuando Harry y Tony saltaron de los sillones y se zambulleron contra la pared.
–¡Cuidado, Steve! –me gritó Tony; señaló frenético la mesa en la que yo me apoyaba, levantó una silla y la aplastó contra la tapa de vidrio.
Me levanté y me saqué los fragmentos del pelo.
–¿Qué demonios pasa?
Tony miraba la maraña de mimbre trenzada en los soportes metálicos de la mesa. Harry se adelantó y con cautela me tomó del brazo.
–Faltó poco. ¿Estás bien?
–Se fue –dijo Tony, rotundo.
Observó cuidadosamente el piso del balcón, y miró por encima de la baranda hacia la calle.
–¿Qué era? –pregunté.
Harry me miró con atención.
–¿No lo viste? Lo tuviste a menos de diez centímetros. Un escorpión emperador grande como una langosta –se sentó débilmente en una caja de cerveza–. Debe haber sido un escorpión sónico. Ya no se oye el ruido.
Después que se fueron arreglé el desastre y me tomé tranquilo una cerveza. Podría jurar que no había aparecido nada en la mesa.
En el balcón de enfrente, luciendo un vestido de fibra ionizada, me observaba la mujer de oro.
Supe quién era ella a la mañana siguiente. Tony y Harry habían bajado a la playa con sus mujeres, y quizá hablaban del escorpión; yo estaba en la tienda afinando una orquídea Khan-Arácnida con la lámpara ultravioleta. Era una flor difícil, con una escala normal de veinticuatro octavas, pero si no hacía mucho ejercicio tendía a sumirse en transportaciones neuróticas de tono menor que costaba un Infierno interrumpir.
Y como se trataba de la flor más antigua de la tienda, naturalmente afectaba a todas las demás. Todas las mañanas, cuando abría la tienda, aquello sonaba como un manicomio, pero en cuanto alimentaba a la Arácnida y le hacía subir o bajar un poco el pH, el resto en seguida se dejaba guiar por ella y se aplacaba en los tanques de control, dos tiempos, tres/cuartos, los multitonos, todo en perfecta armonía. Sólo había una media docena de Arácnidas en cautiverio; casi todas las demás eran o mudas o injertos de tallos de dicotiledóneas, y yo podía considerarme afortunado de tener la mía. Había comprado la tienda hacía cinco años a un hombre casi sordo llamado Sayers, y el día antes de mudarse ese hombre había sacado un montón de plantas y las había llevado al vaciadero de basura que había detrás del edificio de apartamentos. Mientras recuperaba algunos de los tanques me había topado con la Arácnida, que medraba con una dieta de algas y tuberías de goma podridas.
Nunca había podido descubrir por qué Sayers había querido deshacerse de ella. Antes de llegar a Vermilion Sands había sido curador del Conservatorio de Kew, donde habían desarrollado la primera flora coral, y había trabajado bajo las órdenes del director, el doctor Mandel. Mandel había descubierto la primera Arácnida en la selva de Guiana cuando era un joven botánico de veinticinco años. La orquídea recibía su nombre de la araña Khan-Arácnida, que polinizaba la flor mientras ponía sus propios huevos en el carnoso óvulo, guiada o, como insistía siempre Mandel, hipnotizada por las vibraciones que emitía el cáliz de la orquídea en la época de la polinización. Las primeras orquídeas Arácnidas sólo emitían unas pocas frecuencias aleatorias, pero mediante la hibridación y la técnica que las mantenía artificialmente en estado de polinización, Mandel había creado una variedad que abarcaba un máximo de veinticuatro octavas.
No es que hubiese podido oírlas alguna vez. En la culminación de su obra Mandel, al igual que Beethoven, estaba sordo como una tapia, pero aparentemente le bastaba con mirar una flor para oír su música. Sin embargo, lo más curioso de todo era que, al volverse sordo, nunca más miró una Arácnida.
Esa mañana casi entendí la razón. La orquídea estaba arisca. Primero se negó a alimentarse, y tuve que persuadirla con un chorro de aldehído de fluorita; entonces empezó a volverse ultrasónica, lo que me valió las quejas de todos los dueños de perros de la zona. Por último intentó romper el tanque mediante la resonancia.
La tienda estaba alborotada, y yo casi me había resignado a silenciarlas y a despertarlas a mano, una por una –un trabajo agotador teniendo ochenta tanques en la tienda– cuando todo se apaciguó de pronto.
Volví la cabeza y vi que entraba la mujer de piel dorada.
–Buenos días –dije–. Me parece que la quieren.
La mujer soltó una risa simpática.
–Hola. ¿No se estaban portando bien?
Bajo la bata negra de playa la piel de la mujer era más suave, más tiernamente dorada; pero me atrajeron ante todo esos ojos. Los vi bajo el ala ancha del sombrero. Unas delicadas patas de insecto oscilaron girando alrededor de dos puntos de luz púrpura.
Se acercó a unos helechos mixtos y se quedó mirándolos.
Los helechos se estiraron hacia ella y cantaron afanosamente con voces aflautadas y líquidas.
–Qué dulces, ¿verdad? –dijo la mujer, acariciando con suavidad las frondas–. Necesitan tanto afecto.
La voz de la mujer era una voz grave, una bocanada de arena fría colmada de música.
–Acabo de llegar a Vermilion Sands –dijo–, y mi apartamento parece horriblemente silencioso. Quizá si tuviese una flor, con una bastaría, no me sentiría tan sola.
No podía sacarle los ojos de encima.
–Sí –dije, en tono enérgico y neutro–. Algo pintoresco, ¿verdad? Por ejemplo esta Samphire de Sumatra. Es una mezo-soprano de raza, del mismo folículo que la Prima Belladonna del Festival de Bayreuth.
–No –dijo la mujer–. Parece bastante cruel.
–O este Lirio Laúd de Louisiana. Si le diluye un poco el SO2 le canta hermosos madrigales. Le mostraré cómo se hace.
La mujer no me escuchaba. Despacio, las manos alzadas delante de los pechos casi como si estuviera rezando, caminó hacia el exhibidor donde estaba la Arácnida.
–Qué hermosa es –dijo, observando las espléndidas hojas amarillas y moradas que colgaban del vibrocáliz de nervaduras escarlatas.
Seguí a la mujer y conecté el audio de la Arácnida para que pudiese oír la planta. Inmediatamente la planta se animó. Las hojas se endurecieron y se llenaron de color, y el cáliz se infló y las nervaduras se pusieron tersas. Se oyó un chisporroteo de notas agudas e inconexas.
–Hermosa pero mala –dije.
–¿Mala? –repitió–. No, orgullosa –se acercó otro poco a la orquídea y le miró la malévola cabeza.
La Arácnida se estremeció y las espinas del tallo se doblaron y se arquearon amenazadoras.
–Cuidado –le advertí–. Es sensible hasta a los sonidos respiratorios más débiles.
–Tranquilo –dijo, apartándome con un ademán–. Creo que quiere cantar.
–Ésas son sólo escalas –le expliqué–. No canta. La utilizo como un indicador de frecuencia...
–¡Escuche! –me agarró el brazo y me lo apretó con fuerza.
De las plantas de la tienda había estado saliendo una débil melodía rítmica; por encima oí el llamado de una voz individual, más fuerte, primero un sonido chillón que comenzó a latir y a volverse cada vez más grave hasta terminar en barítono, excitando a las demás plantas y ordenándolas en un coro.
Nunca había oído cantar a la Arácnida. La estaba escuchando con toda mi atención cuando sentí que un calor me quemaba el brazo. Di media vuelta y vi a la mujer que miraba la planta con atención, la piel inflamada, los insectos de los ojos retorciéndose frenéticos. La Arácnida se estiraba hacia ella, el cáliz erecto, las hojas como sables rojo sangre.
Esquivé rápidamente a la mujer y corté la alimentación de argones. La Arácnida se sumió en un lloriqueo, y quedó a nuestro alrededor una pesadillesca babel de notas sueltas que empezaban en un do o un la agudos y terminaban en disonancia. Por encima del silencio se oía un leve susurro de hojas.
La mujer aferró el borde del tanque y se compuso. La piel se le apagó y los insectos de los ojos se aquietaron, fluctuando apenas.
–¿Por qué la apagó? –preguntó la mujer, triste.
–Lo siento –dije–. Pero tengo aquí mercadería por valor de diez mil dólares y ese tipo de tormenta emocional dodecafónica puede hacer saltar muchas válvulas. La mayoría de estas plantas no están equipadas para la gran ópera.
La mujer miró la Arácnida, cuyo cáliz se estaba vaciando de gas. Una por una, las hojas se doblaban y perdían color.
–¿Cuánto cuesta? –me preguntó la mujer, abriendo la cartera.
–No está en venta –dije–. Francamente no sé cómo hizo para pescar esos compases...
–¿Está bien mil dólares? –preguntó, mirándome fijo.
–No puedo venderla –dije–. Sin ella no conseguiría nunca afinar a las demás. De todos modos –agregué, tratando de sonreír–, esa Arácnida no duraría ni diez minutos si se la saca del vivero. Dentro de su apartamento todos esos cilindros y esas hojas parecerían un poco raros.
–Sí, claro –dijo, devolviéndome de pronto la sonrisa–. Fui una estúpida –echó una última mirada a la orquídea por encima del hombro y caminó hacia la larga sección de Tchaikovsky, tan popular entre los turistas.
–Pathétique –leyó en un cartel, al azar–. Llevo ésta.
Envolví la escabiosa y deslicé dentro de la caja el manual de instrucciones, sin dejar de vigilar a la mujer.
–No ponga esa cara de alarma –dijo, divertida–. Nunca había oído nada parecido.
Yo no estaba alarmado. Era que treinta años en Vermilion Sands me habían estrechado los horizontes.
–¿Cuánto tiempo se va a quedar en Vermilion Sands? –le pregunté.
–Debuto esta noche en el Casino –dijo.
Me contó que se llamaba Jane Ciracylides y que era una cantante especializada.
–¿Por qué no viene a verme? –dijo, revoloteando los ojos con malicia–. Mi actuación comienza a las once. Quizá le resulte interesante.
Fui a verla. A la mañana siguiente Vermilion Sands canturreaba. Jane creó sensación. Después de la actuación trescientas personas juraron que habían visto de todo, desde un coro de ángeles que cantaba la música de las esferas hasta la Banda de Alejandro. En mi caso, quizá había escuchado demasiadas flores, pero por lo menos sabía de donde había salido el alacrán del balcón.
Tony había oído a Sophie Tucker cantando St. Louis Blues, y Harry al viejo Bach dirigiendo la Misa en Si Menor.
Vinieron a la tienda y discutieron sobre sus respectivos espectáculos mientras yo luchaba con las flores.
–Asombroso –exclamó Tony–. Dime, ¿cómo hace?
–La partitura de Heidelberg –se extasió Harry–. Sublime, absoluta –miró fastidiado las flores–. ¿No puedes tranquilizar esas cosas? Están haciendo un lío tremendo.
Era cierto, y yo tenía para eso una explicación astuta. La Arácnida se había descontrolado del todo, y cuando conseguí sujetarla en una débil solución salina, había quemado más de trescientos dólares de plantas.
–La actuación de anoche en el Casino no fue nada comparada con la que ofreció aquí ayer –les conté–. El Anillo de los Nibelungos interpretado por Stan Kenton. Esa Arácnida enloqueció. Estoy seguro de que quería matar a la mujer.
Harry observó las convulsiones de las hojas de la planta, los movimientos rígidos y espasmódicos.
–Si me preguntaras te diría que está en un avanzado estado de celo. ¿Por qué tendría que querer matarla?
–La voz de la mujer debe tener armónicos que le irritan el cáliz. A ninguna de las demás plantas le molestó. Arrullaron como tórtolas cuando las tocó.
Tony se estremeció de felicidad. Afuera, en la calle, fulguró una luz. Le pasé la escoba a Tony.
–Prepárate, amante. La señorita Ciracylides se muere por conocerte.
Jane entró en la tienda luciendo una falda de cocktail de un amarillo encendido y otro de sus sombreros.
Se la presenté a Harry y a Tony.
–Esta mañana las flores parecen muy tranquilas –dijo–. ¿Qué les pasa?
–Estoy limpiando los tanques –le expliqué–. A propósito, queremos felicitarla por lo de anoche. ¿Qué se siente al poder nombrar la quincuagésima ciudad?
Sonrió con timidez, y se fue a curiosear por la tienda.
Como yo esperaba, se detuvo al lado de la Arácnida y la miró fijo.
Quería ver qué decía, pero Harry y Tony le revoloteaban alrededor, y en seguida la llevaron a mi apartamento, donde pasaron una mañana muy divertida haciendo payasadas y saqueándome el Scotch.
–¿Por qué no vienes con nosotros esta noche, después del espectáculo? –le preguntó Tony–. Podemos ir a bailar al Flamingo.
–Pero los dos están casados –protestó Jane–. ¿No les preocupa la reputación?
–Bueno, llevaremos a las chicas –dijo Harry, en tono frívolo–. Y aquí Steve puede venir con nosotros y tenerte el abrigo.
Jugamos juntos al i-Go. Jane dijo que era la primera vez que probaba ese juego, pero no le costó entender las reglas, y cuando empezó a ganar las partidas supe que hacía trampa. La verdad es que no todos los días se tiene la oportunidad de jugar al i-Go con una mujer de piel de oro e insectos en vez de ojos, pero igual me molestó. A Harry y a Tony, desde luego, no les preocupó.
–Es encantadora –dijo Harry después que ella se fue–. ¿A quién le importa? Después de todo es un juego estúpido.
–A mí me importa –dije–. Esa mujer hace trampa.
Los tres o cuatro días siguientes en la tienda fueron un Apocalipsis audiovegetal. Jane iba todas las mañanas a mirar la Arácnida, y la presencia de esa mujer era más de lo que la flor podía soportar. Por desgracia, yo no podía hambrear a las plantas más allá de cierto límite. Necesitaban ejercicio, y para eso era imprescindible la guía de la Arácnida. Pero en vez de atenerse a sus escalas armónicas la orquídea sólo chillaba y gemía. Lo que más me preocupaba no era el ruido, del que se quejó nada más que un par de docenas de personas, sino el daño que les hacía a las cuerdas vibratorias de las plantas. Las de los catálogos del siglo diecisiete soportaban bien la tensión, y las modernas eran inmunes, pero a las Románticas les estallaban todo el tiempo los cálices. Al tercer día de la llegada de Jane yo había perdido Beethoven por valor de doscientos dólares, y más Mendelssohn y Schubert de lo que me atrevía a pensar.
Jane parecía no darse cuenta de los problemas que me estaba creando.
–¿Qué les pasa? –preguntó, examinando el caos de cilindros de gas y goteros esparcidos por el suelo.
–Me parece que no te quieren –le dije–. Al menos la Arácnida. Tu voz puede provocar en los hombres visiones extrañas y maravillosas, pero a esa orquídea le produce una aguda melancolía.
–Disparates –dijo Jane, riéndose de mí–. Dámela y te enseñaré a cuidarla.
–Tony y Harry ¿te hacen feliz? –le pregunté.
Me molestaba no poder ir a la playa con ellos y tener que emplear el tiempo en vaciar tanques y preparar soluciones que nunca funcionaban.
–Son muy divertidos –dijo–. Jugamos al i-Go y yo les canto. Pero me gustaría que pudieses venir más a menudo.
Después de otras dos semanas tuve que desistir. Decidí cerrar la tienda hasta que Jane se fuese de Vermilion Sands. Sabía que me llevaría tres meses volver a orquestar las plantas, pero no tenía alternativa.
Al día siguiente recibí del Coro del Huerto de Santiago un pedido grande para herbáceas de coloratura mixta. Querían recibirlo en tres semanas.
–Lo siento –dijo Jane cuando se enteró de que yo no podría complacer el pedido–. Debes desear que yo nunca hubiese venido a Vermilion Sands.
Miró pensativa uno de los tanques obscurecidos.
–¿No podría orquestarlas yo? –propuso.
–No, gracias –dije, riendo–. De eso ya tuve bastante.
–No seas tonto. Claro que podría hacerlo.
Dije que no con la cabeza.
Tony y Harry me dijeron que estaba loco.
–La voz de ella tiene amplitud suficiente –dijo Tony–. Tú mismo lo admites.
–¿Qué tienes contra ella? –preguntó Harry–. ¿Que hace trampa cuando juega al i-Go?
–No es ése el problema –dije–. Además, su voz tiene un registro más amplio de lo que ustedes creen.
Jugamos al i-Go en el apartamento de Jane. Jane nos ganó diez dólares a cada uno.
–Tengo suerte –dijo, muy satisfecha consigo misma–. Pareciera que nunca pierdo.
Contó los billetes y los guardó cuidadosamente en la cartera; le brillaba la piel dorada.
Entonces Santiago me reiteró el pedido. Encontré a Jane entre los cafés, manteniendo a raya un cerco de admiradores.
–¿Ya te rendiste? –me preguntó, sonriéndoles a los jóvenes.
–No sé qué me haces –dije–, pero estoy dispuesto a probar lo que sea.
Al volver a la tienda excité por encima del umbral a una hilera de perennes. Jane me ayudó a conectar el gas y las tuberías hidráulicas.
–Probemos primero con estas –dije–. Frecuencias 543-785. Aquí está la partitura.
Jane se quitó el sombrero y comenzó a subir por la escala con voz clara y pura. Al principio las Aguileñas vacilaron y Jane volvió a bajar y se las llevó con ella. Subieron juntas un par de octavas y luego las plantas vacilaron y se fueron por una tangente de acordes escalonados.
–Prueba un mi sostenido –dije.
Eché un poco de ácido cloroso en el tanque y las Aguileñas la siguieron ansiosamente, gorjeando con los infracálices delicadas variaciones atipladas.
–Perfecto –dije.
Tardamos sólo cuatro horas en preparar el pedido.
–Eres mejor que la Arácnida –la felicité–. ¿Quieres un empleo? Te pondré en un tanque grande y frío con todo el cloro que puedas respirar.
–Ten cuidado –dijo–. Puedo aceptar. ¿Por qué no afinamos algunas más ya que estamos?
–Estás cansada –dije–. Vamos a tomar un trago.
–Déjame probar con la Arácnida –me propuso–. Sería un desafío.
Los ojos de la mujer no se apartaban nunca de la flor. Pensé qué harían si las dejaba solas. ¿Intentaría cada una matar a la otra cantando?
–No –dije–. Tal vez mañana.
Nos sentamos juntos en el balcón, los vasos junto al codo, y conversamos toda la tarde.
Me contó poco sobre ella misma, pero entendí que su padre había sido un ingeniero de minas en Perú y su madre una bailarina en una taberna de Lima. Habían andado de mina en mina, el padre cavando las concesiones y la madre cantando en el burdel más cercano para pagar el alquiler.
–Claro que no hacía otra cosa que cantar –agregó Jane–. Hasta que apareció mi padre –sopló burbujas en el vaso–. Así que piensas que en el Casino les doy lo que quieren. A propósito, ¿qué ves tú?
–Me temo que soy tu único fracaso –dije–. No veo nada. Sólo te veo a ti.
La muchacha bajó la mirada.
–Ocurre a veces –dijo–. Me alegro de que ésta sea una de ellas.
Sentí que adentro me latía un millón de soles. Hasta ese momento la opinión que tenía sobre mí mismo me la había reservado.
A pesar de la desilusión, Harry y Tony fueron corteses.
–No lo puedo creer –dijo Harry, con voz triste–. No lo creo. ¿Cómo hiciste?
–Utilicé el abordaje místico y malicioso, claro está –dije–. Todo océanos antiguos y pozos obscuros.
–¿Cómo es? –preguntó Tony, ansioso–. Me refiero a si arde o sólo hace cosquillas.
Jane cantaba en el Casino todas las noches de once a tres, pero fuera de esas horas supongo que estuvimos siempre juntos. A veces, al atardecer, salíamos en coche bordeando la playa hasta el Desierto Perfumado y nos sentábamos juntos a orillas de uno de los charcos y mirábamos cómo el Sol se ponía detrás de los arrecifes y de las montañas, arrullándonos en el aire rosáceo. Cuando empezaba a soplar sobre la arena un viento frío, nos deslizábamos en el agua y nos bañábamos y regresábamos al pueblo llenando de jazmín y almizcle y heliantemo las calles y las terrazas de los cafés. Otras noches íbamos a alguno de los tranquilos bares de Lagoon West y cenábamos en las mesas de afuera, y Jane fastidiaba a los mozos y cantaba pájaros y tortas para los niños que se acercaban por la arena a mirarla.
Ahora me doy cuenta de que debo haber alcanzado una cierta notoriedad en la playa, pero no me importaba darles a las viejas –y al lado de Jane todas parecían viejas– motivo de conversación. Durante el Receso a nadie le importaba mucho ninguna cosa, y por ese motivo nunca cuestioné demasiado mi relación con Jane Ciracylides. Sentado con ella el balcón mirando la noche fresca, o sintiendo a mi lado, en la obscuridad, ese cuerpo brillante, no me permitía demasiadas angustias.
Por absurdo que parezca, la única desavenencia que tuve con ella se debió a sus trampas.
Recuerdo que una vez la censuré por ese tema.
–¿Sabes, Jane, que me has sacado más de quinientos dólares? Lo sigues haciendo. ¡Incluso ahora!
Jane rió de una manera traviesa.
–¿Dices que hago trampas? Un día te dejaré ganar.
–Pero ¿por qué lo haces? –insistí.
–Hacer trampas es más divertido –dijo–. Si no, se vuelve muy aburrido.
–¿A dónde irás cuando te vayas de Vermilion Sands? –le pregunté.
Me miró sorprendida.
–¿Por qué dices eso? No pienso irme.
–No me tomes el pelo, Jane. Tú eres hija de otro mundo.
–Mi padre era peruano –me recordó.
–Pero la voz no la heredaste de él –dije–. Ojalá hubiera podido oír cantar a tu madre. ¿Tenía mejor voz que tú, Jane?
–Eso pensaba ella. Mi padre no nos soportaba a ninguna de las dos.
Ésa fue la última noche que vi a Jane. Nos habíamos cambiado, y en la media hora antes de que ella saliese para el Casino nos sentamos en el balcón y escuché su voz, que como una fuente espectral derramaba en el aire notas luminosas. La música, suspendida débilmente en la obscuridad alrededor de la silla que ella había dejado, me acompañó aun después que ella se hubo ido. Sentí una curiosa modorra, casi como si me asfixiase el aire que ella había dejado, y a las once y media, cuando calculé que ella estaría en el escenario del Casino, fui a caminar por la playa.
Al salir del ascensor oí una música que venía de la tienda.
Al principio pensé que había dejado uno de los audios conectados, pero conocía demasiado esa voz.
Las persianas estaban bajas, y tuve que entrar por el pasillo que comunicaba con el garage de la parte trasera del edificio.
Las luces estaban apagadas, pero colmaba la tienda un resplandor brillante que arrojaba un fuego dorado sobre los tanques colocados en los mostradores. En el cielo raso bailaba un reflejo de colores líquidos.
La música que había oído antes, pero sólo como obertura.
La Arácnida había triplicado su tamaño. Asomaba tres metros por encima de la destrozada tapa del tanque de control, las hojas hinchadas y enardecidas, el cáliz grande como un balde, locamente enfurecida.
Inclinada hacia ella, la cabeza echada hacia atrás, estaba Jane.
Corrí hacia allí mientras los ojos se me llenaban de luz, y la tomé del brazo y traté de alejarla.
–¡Jane! –grité por encima del ruido–. ¡Tírate al suelo!
Me apartó la mano. Le vi en los ojos un fugaz destello de vergüenza.
Mientras yo estaba sentado en los escalones de la entrada llegaron en auto Tony y Harry.
–¿Dónde está Jane? –preguntó Harry– ¿Le ha pasado algo? Estábamos en el Casino –ambos giraron hacia la música–. ¿Qué diablos pasa?
Tony me miró con suspicacia.
–Steve, ¿hay algún problema?
Harry dejó caer el ramo de flores que llevaba en la mano y echó a andar hacia la entrada posterior.
–¡Harry! –le grité–. ¡No vayas!
Tony me puso una mano en el hombro.
–¿Jane está aquí?
Los alcancé cuando abrían la puerta de la tienda.
–¡Dios mío! –chilló Harry–. ¡Suéltame, imbécil! –forcejeó tratando de desasirse–. ¡Steve, la planta quiere matarla!
Los hice salir y cerré la puerta.
Nunca más vi a Jane. Esperamos los tres en mi apartamento.
Al apagarse la música bajamos y encontramos la tienda a obscuras. La Arácnida había recuperado su tamaño normal.
Al día siguiente murió.
No sé a dónde se fue Jane. Poco después terminó el Receso, y llegaron los grandes planes del gobierno que pusieron en marcha todos los relojes y nos mantuvieron demasiado ocupados recuperando el tiempo perdido para preocuparnos por unos pocos pétalos magullados. Harry me contó que habían visto pasar a Jane por Red Beach, y hace poco oí que alguien muy parecido a ella actuaba en los clubes nocturnos a este lado de Pernambuco.
De modo que si alguno de ustedes pone aquí una coroflorería, y tiene una orquídea Khan-Arácnida, cuidado con una mujer de piel dorada e insectos en vez de ojos. Quizá juegue con ustedes al i-Go pero, lamento tener que decirlo, siempre hará trampa.
Edición digital de Ubik
El juego de los biombos
The screen game. En Vermilion Sands, Ediciones Minotauro, 1993.
En: http://303.ubik.com.ar/biombos.html
Todas las tardes, durante el verano en Ciraquito, nos entretenemos con el juego de los biombos. Hoy, después del almuerzo, cuando las galerías y las terrazas de los cafés estaban vacíos y todo el Mundo dormía en sus casas, tres del grupo salimos en el Lincoln de Raymond Mayo por la carretera hacia Vermilion Sands.
La temporada había terminado, y el desierto ya había comenzado a instalarse de nuevo para el verano, apilándose contra las persianas amarillentas de los kioscos de cigarrillos, rodeando el pueblo con inmensos bancos de ceniza luminosa. En el horizonte, las mesetas de pico chato subían al cielo como los conos pintados de una jungla de volcanes. Las casas de la playa habían estado vacías durante semanas, y en el centro de los lagos se veían yates de arena abandonados, embalsamados en el calor opaco. Sólo la carretera –escultura móvil de cemento que se desplegaba sobre el paisaje– mostraba signos de actividad.
Treinta kilómetros antes de Ciraquito, donde la ruta se bifurca hacia Red Beach y Vermilion Sands, nos topamos con los restos de un viejo camino de grava que se extendía entre los arrecifes de arena. Sólo un año antes ésa había sido una carretera privada en perfecto estado de conservación, pero la entrada ornamental había caído hacia un lado, y la casa del guardián era un nido de escorpiones y rayas de arena.
Pocas personas se aventuraban a internarse en esa carretera. Constantes desprendimientos de rocas perturbaban la zona y porciones considerables de la superficie habían resbalado llegando a los arrecifes. Además, flotaba sobre el lugar, privilegiándolo del resto del desierto, una atmósfera amenazante, curiosa pero inconfundible. Las galerías colgantes de los arrecifes eran más tortuosas y siniestras, como los atormentados demonios de las catedrales medievales. Sobre la carretera, como horcas de piedra, se alzaban unas macizas torres de obsidiana, de oxidadas cornisas. La luz, a diferencia del resto del desierto, no parecía allí tan brillante, y fulguraba a veces con una fosforescencia fúnebre, como si una nube de fuego subterráneo hubiese hervido subiendo hasta la superficie de las rocas. Alrededor, los picachos y las agujas encerraban la llanura desértica, y los únicos sonidos que se oían eran los gruñidos del motor que rebotaban en las colinas y los chillidos de las rayas de arena que giraban como pájaros hieráticos sobre las bocas abiertas de los arrecifes.
Por espacio de casi un kilómetro seguimos la carretera que se retorcía sobre los arrecifes como una serpiente petrificada, y nuestra conversación se fue volviendo cada vez más esporádica hasta que se apagó del todo; la reanudamos cuando estábamos llegando a un valle angosto. A los lados del camino se levantaban unas pocas esculturas abstractas. En otra época esas esculturas habían sido sónicas, y reaccionaban ante el paso de los coches con vibratos de advertencia, pero ahora el Lincoln pasó por delante de ellas sin que se diesen cuenta. De pronto, detrás de una curva cerrada, desaparecieron los picos y los arrecifes, y se extendió ante nosotros la inmensa vastedad de un lago de arena, con la enorme mansión de Lagoon West en la orilla. Sobre las dunas, como nubes sueltas, flotaban unos fragmentos de bruma leve. Los neumáticos surcaban suavemente la arena color cereza, y pronto pasamos por encima de lo que parecía ser el borde de un inmenso tablero de ajedrez de cuadrados blancos y negros de mármol. Aparecieron más estatuas, algunas enterradas hasta la cabeza, otras derribadas de los plintos por las dunas movedizas.
Esa tarde, al mirarlas, volví a sentir que todo el paisaje estaba formado por ilusiones, y que vagaban por él los armatostes de sueños fabulosos como galeones abandonados. Mientras íbamos por el camino del lago, las colosales ruinas de Lagoon West pasaron despacio a nuestra izquierda. No se veía a nadie ni en las terrazas ni en los balcones, y la fachada en otro tiempo blanca como el mármol estaba rayada y deslucida. Las escaleras terminaban bruscamente en el aire y los pisos colgaban como marquesinas combadas.
En el centro de la terraza, donde los habíamos dejado la tarde anterior, estaban los biombos, con emblemas zodiacales que destellaban como serpientes. Caminamos hacia ellos bajo la ardiente luz del Sol. Durante la hora siguiente nos entretuvimos con el juego de los biombos, empujando los bastidores por las intrincadas sendas, avanzando y retrocediendo en el liso suelo de mármol. Nadie nos miraba, pero una vez, fugazmente, creí ver a una figura alta vestida con una capa azul oculta entre las sombras de un balcón del segundo piso.
–¡Emerelda!
De pronto, siguiendo un impulso, le grité, pero casi sin moverse la mujer había desaparecido entre los hibiscos y las buganvilias. Mientras su nombre se perdía entre las dunas supe que ya no volveríamos a seducirla para que bajase del balcón.
–¡Paul! –Raymond y Tony estaban junto al coche, a veinte metros de distancia–. Paul, nos vamos.
Les di la espalda y miré el enorme y descolorido armatoste de Lagoon West, inclinado hacia el Sol. En algún sitio, en la orilla del lago de arena, brotaba una música suave que resonaba entre las vetas de cuarzo. Comenzó con unos pocos acordes aislados, y los fragmentos, de trémolos sostenidos que pasaban sobre mi cabeza como un zumbido de insectos invisibles, flotaron en el aire de la tarde. Mientras las frases se unían recordé la primera vez que habíamos practicado el juego de los biombos en Lagoon West. Recordé la última y trágica batalla contra los insectos enjoyados, y recordé a Emerelda Garland...
Vi por primera vez a Emerelda Garland el verano anterior, poco después que la compañía cinematográfica llegó a Ciraquito y fue invitada por Charles Van Stratten a utilizar los exteriores de Lagoon West. La compañía, Orpheus Productions, Inc. –conocida como «el reflujo de la nueva ola» por los aficionados de los cafés de las terrazas como Raymond Mayo y Tony Sapphire– era uno de esos grupos experimentales cuya producción está destinada a una única exhibición extática en el Festival de Cine de Cannes, y que cuentan, para su respaldo financiero, con la generosidad de muchos millonarios diletantes que aparentemente sienten una necesidad compulsiva de representar el papel de Lorenzo de Medici.
No es que faltase profesionalismo en el equipo o en los recursos técnicos de Orpheus Productions. La flota de camiones de exteriores y de estudios de grabación que descendieron sobre Ciraquito una de esas vacías tardes de agosto parecía la fuerza de operaciones del Día D, y hasta los cálculos más conservadores del presupuesto de Afrodita 80, la película que ayudamos a rodar en Lagoon West, ascendían a por lo menos el doble del producto nacional bruto de una república centroamericana. Lo único no profesional era la indiferencia hacia las limitaciones comerciales corrientes, y la constante dedicación a los niveles estéticos más elevados.
Todo eso, desde luego, era posible gracias a la largueza de Charles Van Stratten. Cuando nos aceptaron para trabajar en Afrodita 80 a algunos de nosotros nos divertían los ingenuos esfuerzos de Charles por producir una obra maestra, pero luego descubrimos que en ese ahínco había algo de conmovedor. Pero ninguno de nosotros sabía de la tragedia personal que lo empujaba a atravesar el calor y el polvo de aquel verano en Lagoon West, ni de la horrible venganza que lo aguardaba detrás de the canvas floats and stage props. En el momento en que se convirtió en propietario único de Orpheus Productions, Charles Van Stratten acababa de celebrar su cuarentavo cumpleaños, pero en el fondo seguía siendo un estudiante serio y tranquilo. Descendiente de una de las familias de banqueros más ricas del mundo, había estado casado brevemente dos veces a poco de cumplir los veinte años, primero con una condesa napolitana y luego con una estrellita de Hollywood, pero la figura más influyente de la vida de Charles era su madre. Esa bruja mandona, sentada como una inmensa araña dorada en su lúgubre mansión eduardiana de Park Avenue, rodeada de galerías obscuras colmadas de obras de Rubens y Rembrandt, había enviudado poco después del nacimiento de Charles, a quien sin duda consideraba un substituto del marido, enviado por la providencia. Manipulando con habilidad una telaraña de fondos y de herencias residuales, eliminó sin piedad a las dos esposas de Charles (la segunda se suicidó en una góndola veneciana, la primera se fugó con el analista de Charles), y luego ella misma murió en circunstancias algo misteriosas en la casa de verano de Lagoon West.
A pesar de la inmensa publicidad asociada con la familia Von Stratten, poco se supo de la muerte de la vieja viuda –oficialmente cayó del balcón de un segundo piso–, y durante los cinco años siguientes Charles abandonó del todo las luces de la celebridad internacional. Aunque de vez en cuando hacía una breve aparición en la Bienal de Venecia, o patrocinaba alguna fundación cultural, se había retirado al vacío dejado por la muerte de la madre. Se rumoreaba –al menos en Ciraquito– que el propio Charles había sido responsable de esa muerte, como si hubiera vengado (¡cuán tardíamente!) la tragedia de Edipo cuando la viuda, oliendo la perspectiva de un nuevo enlace, había caído como Yocasta por Lagoon West y sorprendido a Charles y a su querida in flagrante. Por mucho que me gustase la historia, la primera imagen que tuve de Charles Van Stratten aventó esa posibilidad. Cinco años después de la muerte de la madre, Charles seguía comportándose como si ella estuviese observando cada uno de sus movimientos a través de unos gemelos de ópera montados sobre un trípode en algún balcón lejano. La figura juvenil de Charles era un poco más corpulenta, pero su hermoso rostro aristocrático, en el que una indefinible fragilidad alrededor de la boca le contradecía la reciedumbre de la mandíbula, parecía de algún modo atemorizada e indecisa, como si careciese de toda convicción en su propia identidad. Poco después de la llegada a Ciraquito de Orpheus Productions, el jefe de utilería visitó los cafés del barrio de los artistas buscando diseñadores para los decorados. Como la mayoría de los pintores de Ciraquito y Vermilion Sands, yo pasaba por una de mis pausas creativas más largas. Me había quedado en el pueblo después que terminó la estación, y me pasaba las tardes vacías y largas bajo el toldo del Café Fresco, y comenzaba ya a mostrar síntomas de fatiga de playa: aburrimiento e inactividad irreversibles. La perspectiva de un trabajo concreto parecía casi una novedad.
–Afrodita 80 –explicó Raymond Mayo cuando volvió a nuestra mesa luego de una conversación en la acera–. El asunto apesta a integridad: quieren artistas locales para pintar los decorados, enormes diseños abstractos para las tomas del desierto. Pagarán un dólar por pie cuadrado.
–No son muy generosos –comenté.
–El jefe de utilería pidió disculpas, pero Van Stratten es un millonario: el dinero no significa nada para él. Si te sirve de consuelo, a Rafael y a Miguel Angel les pagaron menos por pintar la Capilla Sixtina.
–Van Stratten tiene un presupuesto más grande –le recordó Tony Sapphire–. Además, el pintor moderno es más complejo, y necesita otras seguridades y apoyos. ¿Paul es un pintor de la tradición de Leonardo y Larry Rivers, o un pintor barato, de brocha gorda?
Malhumorados, miramos la figura distante del jefe de utilería que iba de café en café.
–¿Cuántos pies cuadrados quieren? –pregunté.
–Cerca de un millón –dijo Raymond.
Luego, esa misma tarde, cuando salimos de la carretera de Red Beach y la guardia de Lagoon West nos franqueó la entrada, oímos cómo los esculturas sónicas que se erguían entre los arrecifes resonaban y ululaban saludando la cabalgata de coches que aceleraban por las colinas. Bandadas de rayas asustadas se esparcían en el aire como nubes de hollín explosivo, y sus gritos frenéticos se perdían entre las torrecillas y los arrecifes. Preocupados por la perspectiva de nuestros abultados honorarios –yo me había apresurado a nombrar a Tony y a Raymond como mis asistentes–, apenas prestamos atención al extraño paisaje que estábamos atravesando, las enormes gárgolas de basalto rojo que se arrojaban al aire como chapiteles de catedrales dementes. Desde la Red Beach –la carretera de Vermilion Sands– las colinas parecían permanentemente veladas por la bruma arenosa, y Lagoon West, aunque había gozado de cierta notoriedad a raíz de la muerte de la señora Van Stratten, permanecía aislada e ignota. Desde las casas de playa de la orilla sur del lago de arena, a tres kilómetros de distancia, y por encima de la arena fundida, se veían las distantes terrazas e hileras de balcones de la casa de verano que subían hacia el cielo color cereza del atardecer como una pila de dominós. No se podía llegar a la casa desde la playa. Las vetas de cuarzo abrían grietas profundas en la superficie, y los arrecifes de piedra arenisca se elevaban en el aire como oxidados esqueletos de barcos olvidados. Toda Lagoon West era una zona de desmoronamientos continuos. Periódicamente un estampido blando perturbaba el silencio de la mañana, y una de las galerías de arena compacta, de intrincadas grutas y columnatas que parecían un invertido palacio barroco, se disolvía de pronto y bajaba en un alud suave por el precipicio interno que había debajo. La mayoría de los años Charles Van Stratten estaba en Europa, y se creía que la casa estaba vacía. El único sonido que oían los ocupantes de las casas de la playa era la débil música de las esculturas sónicas que las ondas térmicas llevaban por encima del lago.
Era a ese paisaje, con su imperceptible transición entre lo real y lo superreal, a donde Charles Van Stratten había llevado los equipos de filmación y los camiones de exteriores de Orpheus Productions, Inc.. Cuando el Lincoln se unió a la columna de coches que avanzaba despacio hacia la casa de verano, vimos los enormes bastidores de lona, de por lo menos doscientos metros de ancho y diez metros de alto, que un grupo de obreros de la construcción estaba instalando entre los arrecifes a casi medio kilómetro de distancia de la casa.
Decorados con símbolos abstractos, esos bastidores servirían de fondo para la acción, y formarían un laberinto fragmentario que se retorcería entrando y saliendo de las montañas y las dunas.
Una de las amplias terrazas al pie de la casa de verano servía de lugar de estacionamiento para los coches, y caminamos entre las cuadrillas de descarga hasta un grupo de hombres vestidos con pantalones de piel de cocodrilo y camisas de rafia –entonces el uniforme de los cineastas vanguardistas– reunidos alrededor de un hombre de mandíbulas grandes parecido un oso sudoroso que sostenía una pila de libretos debajo de un brazo y gesticulaba impetuosamente con el otro. Ese era Orson Kanin, director de Afrodita 80 y copropietario con Charles Van Stratten de Orpheus Productions. Kanin, en otros tiempos enfant terrible del cine futurista y ahora cincuentón corpulento, de vientre abultado, se había labrado su reputación hacía unos veinte años con Orfeo ciego, versión cinematográfica neofreudiana, de terror, de la leyenda griega. Según la interpretación de Kanin, Orfeo deliberadamente rompe el tabú y mira a Eurídice a la cara porque quiere librarse de ella; en una famosa secuencia pesadillesca que proyecta la repugnancia inconsciente de Orfeo, éste toma cada vez más conciencia de que hay algo frío y extraño en su mujer resucitada, y descubre que es un cadáver en descomposición.
Cuando llegamos a le periferia del grupo, estaba en su apogeo una típica conferencia de Kanin, una interminable pantomima de incidentes dramatizados a partir del guión imaginario, anécdotas, promesas salariales y malos juegos de palabras, recitado todo con una sonora voz de barítono. Sentado en la balaustrada al lado de Kanin había un hombre bien parecido, de aspecto juvenil y rostro sensible que reconocí como Charles Van Stratten. De vez en cuando, sotto voce, intercalaba algún comentario que era anotado por una de las secretarias e incorporado al monólogo de Kanin. A medida que avanzaba la conferencia, deduje que empezarían a rodar en unas tres semanas, y que trabajarían enteramente sin guión. Sólo un hecho parecía perturbar a Kanin: que todavía no habían encontrado a nadie para representar el papel de Afrodita en Afrodita 80, pero Charles Van Stratten intervino aquí para asegurarle a Kanin que él mismo proporcionaría la actriz. Esto hizo levantar algunas cejas.
–Claro –murmuró Raymond–. Droit de seigneur. ¿Quién será la próxima señora Van Stratten?
Pero Charles Van Stratten parecía no percatarse de esos comentarios sarcásticos expresados en voz baja. Al verme se excusó y vino a donde estábamos.
–¿Paul Golding? –me tomó la mano en un apretón suave pero cálido; nunca nos habíamos visto, pero supuse que me reconocía por las fotografías en las revistas de arte–. Kanin me dijo que usted había aceptado hacer los decorados. Nos halaga profundamente –hablaba con voz clara y agradable, sin ninguna afectación–. Hay aquí tanta confusión que resulta un consuelo saber que por lo menos los decorados serán de primera –no me dejó protestar; me tomó del brazo y echamos a andar por la terraza hacia los tableros que había a lo lejos–. Tomemos un poco de aire. Kanin tiene por lo menos para otro par de horas.
Dejando a Raymond y a Tony, lo seguí por encima de los enormes cuadrados de mármol.
–Kanin sigue preocupado por la actriz principal –dijo–. Kanin siempre se casa con su última protegida: sostiene que ésa es la única manera de hacerlas responder del todo a su dirección, pero yo sospecho que dentro del galán se esconde un puritano anticuado. Esta vez se llevará un chasco, aunque no por parte de la actriz. La Afrodita que tengo en mente eclipsará a la de Milo.
–Parece una película ambiciosa –comenté–, pero no dudo de que Kanin está a su altura.
–Claro que sí. Es casi un genio, y supongo que con eso basta –se detuvo un instante, las manos en los bolsillos del traje gris paloma, y luego se movió como una pieza de ajedrez por una casa diagonal–. Usted sabe, es un tema fascinante. El título es engañoso, una concesión a la taquilla. En realidad se trata del examen final, por parte de Kanin, de la leyenda de Orfeo. Todo el tema de las ilusiones que existen en cualquier relación para hacerla factible, y las barreras que aceptamos de buena gana para escondernos unos de otros. ¿Cuánta realidad podemos soportar?
Llegamos junto a uno de los enormes tableros que se extendían entre los arrecifes. Se elevaba sobre las espiras y las grutas y parecía tapar la mitad del cielo, y en seguida sentí esa atmósfera que rodeaba a Lagoon West, una atmósfera de ilusión y realidad, de sutil desplazamiento del tiempo y el espacio. Los grandes tableros parecían tanto barreras como corredores. Salían radialmente de la casa y fragmentaban el paisaje, del que mostraban porciones repentinas e inconexas, e introducían en la tarde apacible un elemento de incertidumbre curiosamente atractivo, una impresión reforzada por el vacío y por la presencia enigmática de la casa de verano.
Caminamos por el borde de la terraza, volviendo a la conferencia de Kanin. La arena se había apilado sobre la balaustrada que separaba el sector público del privado. Al mirar la hilera de balcones de la fachada sur, advertí que había alguien en las sombras, debajo de uno de los toldos. Se produjo un brillante destello en el suelo, junto a mis pies. Reflejando por un instante el disco lleno del Sol, como un pulido nódulo de zafiro o de cuarzo, la luz relampagueó entre el polvo y luego pareció que se escabullía de costado metiéndose debajo de la balaustrada.
–¡Dios mío, un escorpión! –señalé el insecto que se escondía de nosotros agitando despacio la guadaña roja de la cola.
Supuse que la quitina condensada en el casco reflejaba la luz, y entonces vi que le habían incrustado una pequeña piedra facetada en el cráneo. Cuando se asomó a la luz, la gema ardió al Sol como un cristal incandescente.
Charles Van Stratten se me adelantó. Casi apartándome de un codazo, miró hacia los balcones cerrados. Amagó hábilmente con un pie hacia el escorpión, y antes que el insecto pudiese recuperarse lo aplastó contra el polvo.
–Tiene usted razón, Paul –dijo con voz firme–. Pienso que los diseños que ha propuesto son excelentes. Ha captado con precisión el espíritu de la cosa, como sabía que lo haría –abotonándose la chaqueta, echó a andar hacia el equipo de filmación, deteniéndose apenas para sacarse del zapato la húmeda cáscara del carapacho aplastado.
Lo alcancé.
–Ese escorpión estaba enjoyado –dije–. Tenía un diamante o un circón embutido en la cabeza.
Hizo un ademán impaciente y luego sacó un par de anteojos grandes de Sol del bolsillo superior de la chaqueta (breast pocket). Oculto, su rostro parecía más duro y autocrático, y me recordó cuál era nuestra verdadera relación.
–Una ilusión, Paul –dijo–. Algunos de los insectos que andan por aquí son peligrosos. Debe usted tener más cuidado –dicho eso, se aflojó y me regaló su sonrisa más simpática.
Volví a donde estaban Tony y Raymond, y miré cómo Charles Van Stratten caminaba entre los técnicos y los utileros. Su andar era ahora mucho más decidido, e ignoró a un asistente de producción sin molestarse en volver la cabeza.
–Y bien, Paul –Raymond me saludó efusivamente–. No hay guión, ni estrella, ni película en las cámaras, y nadie tiene la menor idea de lo que debería hacer. Pero hay un millón de pies cuadrados de murales esperando a que los pinten. Todo parece muy claro.
Miré atrás, por encima de la terraza, hacia donde habíamos visto el escorpión.
–Supongo que sí –dije.
En algún sitio, en el polvo, brilló con fuerza una gema.
Dos días más tarde vi otro de los insectos enjoyados. Reprimí mis dudas sobre Charles Van Stratten y me concentré en preparar los diseños de los tableros. Aunque el millón de pies cuadrados del primer cálculo de Raymond era una exageración –haría falta menos de la décima parte–, la cantidad de trabajo y de materiales necesarios sería considerable. En verdad yo estaba nada menos que ante la tarea de pintar de nuevo el desierto entero. Iba todas las mañanas a Lagoon West y trabajaba entre los arrecifes adaptando los diseños a los contornos y a los colores del terreno. Pasaba la mayor parte del tiempo solo al Sol ardiente. Tras el frenesí inicial, Orpheus Productions había perdido ímpetu. Kanin se había ido a un festival de cine en Red Beach y casi todos los asistentes de producción y los guionistas se habían retirado a la piscina del Hotel Neptuno en Vermilion Sands. Los que quedaban en Lagoon West estaban ahora medio adormecidos bajo las sombrillas coloreadas instaladas alrededor del bar móvil. La única señal de movimiento venía de Charles Van Stratten, que se paseaba incansablemente entre los arrecifes y las agujas de arena. De vez en cuando oía que una de las esculturas sónicas de los balcones superiores de la casa de verano cambiaba de nota, y al volverme lo veía a él allí de pie, al lado de la estatua. El perfil sónico de Charles evocaba una secuencia de acordes extraña y suave, entremezclada con notas más agudas, casi quejumbrosas, que se alejaban atravesando el aire inmóvil de la tarde hacia el laberinto de inmensos tableros que ahora rodeaban la casa.
Caminaba entre ellos todo el día, midiendo a pasos los perímetros y las diagonales como quien trata de encontrar la cuadratura del círculo de algún enigma personal, director de un psicodrama wagneriano que nos involucraría a todos en su catártico despliegue.
Poco después del mediodía, cuando un intenso palio de luz amarilla cubría el desierto, disolviendo los colores en su vidrioso manto, me senté en la balaustrada a esperar el paso del meridiano. El lago de arena resplandecía en el calor como un inmenso charco de cera perezosa. A pocos metros de distancia algo parpadeó en la arena resplandeciente, un reflejo conocido. Protegiéndome los ojos, encontré la fuente, la diminuta portadora prometéica de esa brillante corona. La araña, una Viuda Negra, se acercó caminando con patas tiesas, emitiendo con la corona una llamarada de señales entrecortadas. Se detuvo y giró sobre sí misma, mostrando el enorme zafiro incrustado en la cabeza. Parpadearon más puntos de luz. En un instante toda la terraza se cubrió de luz enjoyada. Rápidamente conté una veintena de insectos: escorpiones con turquesas, una mantis púrpura con un topacio gigantesco que parecía una corona de hileras, y más de una docena de arañas, de cuyas cabezas brotaban chispazos de luz esmeralda y zafiro.
Allá arriba, oculta en las sombras entre las buganvilias del balcón, me observaba una figura alta, de rostro pálido, vestida de azul.
Salté por encima de la balaustrada, evitando cuidadosamente los insectos inmóviles. Separado del resto de la terraza por el ala oeste de la casa de verano, yo había entrado en una zona nueva: allí las columnas óseas de la galería, la centelleante superficie del lago de arena y los insectos enjoyados me encerraban en un repentino limbo vacío. Me quedé unos instantes debajo del balcón del que habían salido los insectos; me seguía mirando la extraña figura sibilina que presidía ese mundo privado. Sentí que había atavesado sin darme cuenta las fronteras de un sueño, metiéndome en un pasaje subjetivo de la psiquis proyectado en las soleadas terrazas de alrededor.
Pero cuando iba a llamar a la mujer chirriaron unas pisadas suaves en la galería. Entre las columnas había un hombre de unos cincuenta años, pelo obscuro, rostro taciturno e inexpresivo y traje negro elegantemente abotonado, que me miró con los ojos impasibles de un director de funerales. Se cerró la persiana en el balcón, y los insectos dieron por terminada su correría. Rodeándome, esas brillantes coronas centellearon con dureza diamantina.
Todas las tardes, cuando volvía de los arrecifes con el bloc de bocetos, veía los insectos enjoyados que se movían a la luz del Sol, a orillas del lago, mientras su ama vestida de azul, la perturbada Venus de Lagoon West, los observaba desde el balcón. A pesar de la frecuencia de las apariciones de la mujer, Charles Van Stratten no se molestaba en explicar esa presencia. Casi había concluido la esmerada preparación del rodaje de Afrodita 80, y se lo veía cada vez más preocupado.
Se había aprobado un esbozo de guión. Para mi sorpresa la primera escena tendría lugar en la terraza, y tomaría la forma de un ballet imaginario para el que pinté una serie de biombos que podrían ser movidos de un lado a otro como piezas de ajedrez. Cada uno de esos biombos, de cuatro metros de alto, una lona grande montada en un bastidor de madera, representaba uno de los signos del zodíaco. Como el protagonista de El gabinete del Dr. Caligari, atrapado en un laberinto de paredes inclinadas, el héroe órfico de Afrodita 80 aparecería buscando a su perdida Eurídice entre las cambiantes estaciones del tiempo.
Así apareció el juego de los biombos, con el que nos entretendríamos incansablemente en tantas ocasiones. Cuando terminé el último biombo y observé los primeros movimientos del juego, representados por un grupo de extras dirigido por Charles Van Stratten, empecé a comprender hasta qué punto éramos todos actores secundarios de una charada gigantesca ideada por Charles.
Pronto se hizo claro el verdadero propósito del juego.
La casa de verano estaba desierta cuando viajé a Lagoon West el fin de semana siguiente; sobre el lago y las colinas circundantes flotaba un inmenso dosel de silencio. Los doce biombos se erguían en la terraza sobre la playa, y los vívidos diseños heráldicos se derretían en borrosos charcos de turquesa y carmín que se desangraban por el aire en capas horizontales. Alguien había reordenado los biombos para formar un estrecho corredor espiral. Mientras los volvía a su lugar, la cola de un vestido blanco desapareció entre las sombras con un floreo sobresaltado.
Adivinando la probable identidad de esa pálida y nerviosa intrusa, me metí silenciosamente en el corredor.
Aparté uno de los biombos, un enorme Escorpio de púrpura real, y me encontré de pronto en el centro del laberinto, a poco más de un brazo de distancia de la extraña figura que había visto en el balcón. Por un instante la mujer no advirtió mi presencia. El exquisito rostro blanco, como una máscara de mármol, veteada por una tenue sombra violácea que parecía una delicada rosa interior, miraba hacia el dosel de luz solar que hería los bordes superiores de los biombos.
Llevaba una bata larga de playa con una capucha acampanada que le rodeaba la cabeza como una enramada protectora. En un pliegue, encima del pescuezo, anidaba uno de los insectos enjoyados. Había en ese rostro una curiosa inmovilidad satinada que le daba a la piel blanca una cualidad casi sepulcral. El vello suave que lo cubría parecía el polvo de una tumba.
–¿Quién...? –sobresaltada, la mujer dio un paso atrás.
Los insectos se desparramaron a sus pies y parpadearon en el suelo como una alfombra enjoyada. Me miró con sorpresa, echándose la capucha de la bata sobre la cara como una flor exótica que se esconde en el follaje. Consciente del círculo protector de insectos, alzó la barbilla y se calmó.
–Lamento interrumpirla –dije–. No me di cuenta de que había alguien aquí. Me halaga que le gusten los biombos.
La barbilla autocrática bajó unos milímetros, y la cabeza brotó de la capucha con un remolino de pelo azul.
–¿Usted los pintó? –confirmó–. Pensé que eran del doctor Gruber... –se interrumpió, cansada o aburrida de traducir los pensamientos a palabras.
–Son para el film de Charles Van Stratten –expliqué–. Afrodita 80. El film sobre Orfeo que está rodando aquí –agregué–: Tiene que pedirle un papel. Usted sería un gran adorno.
–¿Un film? –la voz de ella atravesó la mía–. Oiga, ¿está usted seguro de que son para ese film? Es importante que yo sepa...
–Completamente seguro –ya estaba empezando a parecerme una mujer agotadora; hablar con ella era como caminar por un suelo compuesto por bloques de diferentes alturas, semejanza que reforzaban los cuadrados de la terraza a la que la presencia de ella había agregado otra dimensión aleatoria–. Van a filmar aquí una de las escenas. Desde luego –añadí, cuando vi que la noticia le hacía fruncir el ceño–, tiene usted libertad para jugar con los biombos. Incluso, si usted quiere, le pinto algunos.
–¿De veras? –por la velocidad de la respuesta vi que había penetrado por fin hasta el centro de su atención–. ¿Puede empezar hoy? Pinte todos los que pueda, como ésos. No cambie los diseños –miró alrededor los símbolos zodiacales que brotaban de las sombras como los murales pintados con polvo y sangre en las paredes de un corredor funerario tolteca–. Son maravillosamente vivos, a veces pienso que son todavía más reales que el doctor Gruber. Aunque... –vaciló–... no sé cómo pagarle. Ocurre que no me dan dinero –me sonrió como una niña ansiosa, y de pronto se le iluminó el rostro; se arrodilló y recogió del suelo uno de los escorpiones enjoyados–. ¿Aceptaría uno de estos? –el movedizo insecto, de brillante corona rubí, se tambaleó en la palma blanca de la mano de la mujer.
Se acercaban unos pasos, el golpeteo firme de cuero en mármol.
–Quizá ensayen hoy –dije–. ¿Por qué no viene a mirar? La llevaré a conocer los escenarios.
Cuando empecé a correr los biombos sentí en el brazo los largos dedos de la mano de la mujer. Estaba muy agitada.
–Tranquilícese –dije–. Les pediré que se vayan. No se preocupe, no le estropearán el juego.
–¡No! ¡Escuche, por favor! –los insectos se dispersaron y huyeron mientras alguien sacaba el círculo exterior de biombos; en unos pocos segundos todo ese mundo de ilusión quedó desarmado y expuesto a la ardiente luz del Sol.
Detrás del Escorpio apareció la cara atenta del hombre de traje negro, en cuyos labios culebreaba una sonrisa.
–Ah, señorita Emerelda –ronroneó–. Me parece que debería entrar. El calor de la tarde es muy fuerte y usted se cansa con facilidad.
Los insectos se apartaron de los zapatos negros de charol. Al mirarlo a los ojos vi las profundas reservas de paciencia de un enfermero experimentado, acostumbrado al talante díscolo e inestable de un inválido crónico.
–Ahora no –insistió Emerelda–. Iré en un momento.
–Le estaba describiendo los biombos –expliqué.
–Ya veo, señor Golding –dijo él con voz tranquila–. Señorita Emerelda –llamó.
Por un momento pareció que había un equilibrio de fuerzas. Emerelda, los insectos enjoyados a los pies, se quedó a mi lado, apoyándome una mano en el brazo, mientras su guardián esperaba con la misma sonrisa delgada en los labios. Se acercaron más pasos. Alguien apartó los biombos que quedaban y apareció la figura rolliza y acicalada de Charles Van Stratten saludando con voz cortés.
–¿Qué es esto... una conferencia para tratar el guión? –preguntó, jocoso; se interrumpió al ver a Emerelda y al guardián–. ¿Doctor Gruber? ¿Qué pasa... Emerelda, querida?
El doctor Gruber habló con suavidad.
–Buenas tardes, señor. La señorita Emerelda va a regresar a su habitación.
–Muy bien, muy bien –exclamó Charles.
Por primera vez desde que lo conocía lo vi inseguro. Intentó acercarse a Emerelda, que lo miró con firmeza. La mujer se envolvió en la bata y echó a andar rápidamente entre los biombos. Charles caminó unos pasos, sin decidirse a seguirla.
–Gracias, doctor –murmuró.
Hubo un destello de tacos de charol y Charles y yo nos quedamos solos entre los biombos. En el suelo, a nuestros pies, había una solitaria mantis enjoyada. Sin pensar, Charles se inclinó para recogerla, pero el insecto lo atacó y él retiró los dedos con una sonrisa tenue, como aceptando la irrevocabilidad de la partida de Emerelda.
Charles se recuperó y me reconoció con esfuerzo.
–Bueno, Paul, me alegra que usted y Emerelda se lleven tan bien. Sabía que usted haría un excelente trabajo con los biombos.
Salimos a la luz del Sol. Tras una pausa, Charles dijo:
–Ésa es Emerelda Garland. Ha vivido aquí desde que murió mamá. Fue una experiencia trágica. Según el doctor Gruber, quizá no se recupere nunca.
–¿Es el médico de ella?
Charles dijo que sí con la cabeza.
–Uno de los mejores que encontré. Por algún motivo Emerelda se siente responsable de la muerte de mamá. No ha querido irse de aquí.
Señalé los biombos.
–¿Cree usted que pueden ser de alguna utilidad?
–Desde luego. ¿Por qué cree que estamos aquí? –bajó la voz, aunque Lagoon West estaba desierta–. No se lo diga todavía a Kanin, pero acaba usted de conocer a la estrella de Afrodita 80.
–¿Qué? –me detuve, incrédulo–. ¿Emerelda? ¿Quiere usted decir que ella va a desempeñar el papel de...?
–Eurídice –Charles hizo un gesto afirmativo–. ¿Quién mejor que ella?
–Pero, Charles, ella está... –busqué un término discreto.
–Ése es el detalle. Créame, Paul –aquí Charles me sonrió con una expresión de sorprendente astucia–, que este film no es tan abstracto como piensa Kanin. En realidad, su único propósito es terapéutico. Usted sabe, en otra época Emerelda fue una estrella de cine menor, y estoy convencido de que los equipos de filmación y los decorados ayudarán a devolverla al pasado, al período anterior a ese pasmoso shock. Es el único camino que queda, una especie de psicodrama total. La elección del tema, la leyenda de Orfeo y sus asociaciones, se ajusta exactamente a la situación: me veo como un Orfeo de nuestros días que trata de rescatar a su Eurídice del Infierno del doctor Gruber –sonrió desoladamente, consciente tal vez de la pobreza de la analogía y de las escasas esperanzas que encerraba–. Emerelda se ha refugiado del todo en su mundo personal, y se pasa el tiempo incrustando sus joyas en esos insectos. Con suerte, los biombos la llevarán al resto de este paisaje sintético. Después de todo, si descubre que todo lo que la rodea es irreal, dejará de temerlo.
–Pero ¿no puede usted aunque sea sacarla físicamente de Lagoon West? –pregunté–. Quizá Gruber no sea el médico indicado para ella. No entiendo por qué la tuvo usted guardada aquí todos estos años.
–No la tuve guardada, Paul –dijo, serio–. Se ha aferrado a este sitio y a sus recuerdos. Ahora ni siquiera me deja acercarme a ella.
Nos separamos y él se alejó entre las dunas desiertas. Al fondo, los enormes tableros que yo había diseñado ocultaban los arrecifes y las mesetas distantes. Inmensas manchas de color, salpicadas sobre los diseños, superponían al desierto un nuevo paisaje. Las formas geométricas asomaban y ondulaban en la bruma como los cambiantes símbolos de un sueño tentador.
Mientras miraba cómo se iba Charles, tuve una repentina sensación de lástima por esa determinación tan sutil pero ingenua. No sabiendo si advertirle que fracasaría casi con certeza, me froté las magulladuras en carne viva del brazo. Mientras lo miraba fijamente, Emerelda había cerrado los dedos sobre mi brazo con evidente ferocidad, y sus uñas afiladas lo habían atravesado como dagas.
Entonces, cada tarde, empezamos a entretenernos con el juego de los biombos, moviendo sobre la terraza los emblemas zodiacales. Sentado en la balaustrada y mirando los primeros y tímidos esfuerzos de Emerelda Garland por acercarse, pensé hasta qué punto nos estaban atrapando Charles Van Stratten, el desierto pintado y la escultura que cantaba en las elevadas terrazas de la casa de verano. Dentro de todo eso había brotado ahora Emerelda Garland, como un fantasma bello pero nervioso. Primero se deslizaba entre los biombos agrupados debajo de su balcón, y luego, oculta detrás del enorme Virgo del centro, avanzaba por el suelo hacia el lago, cercada por la cambiante figura de los biombos.
Una vez dejé mi asiento al lado de Charles e intervine en el juego. Maniobré poco a poco con mi biombo, un pequeño Sagitario, hasta el centro del laberinto donde encontré a Emerelda en un estrecho cubículo cambiante, balanceándose como extasiada por el ritmo del juego, los insectos desparramados a sus pies. Al acercarme me apretó la mano y echó a correr por un pasillo, arrastrando la bata floja sobre los hombros desnudos. Cuando los biombos llegaron de nuevo a la casa de verano, recogió la cola del vestido con una mano y desapareció entre las columnas de la galería.
Mientras volvía a donde estaba Charles encontré una mantis enjoyada anidada como un broche en la solapa de mi chaqueta; la corona de amatista se derretía bajo la menguante luz solar.
–Está saliendo, Paul –dijo Charles–. Ya ha aceptado los biombos, y pronto podrá prescindir de ellos –frunció el ceño al ver la mantis enjoyada en la palma de mi mano–. Un regalo de Emerelda. Supongo que de doble filo; esas cosas son peligrosas. Pero le está agradecida, Paul, lo mismo que yo. Ahora entiendo que sólo el artista puede crear una realidad absoluta. Quizá tendría que pintar algunos biombos más.
–Con mucho gusto, Charles, si usted está seguro de que...
Pero Charles se limitó a asentir distraídamente, y echó a andar hacia el equipo de filmación.
Durante los días siguientes pinté varios biombos nuevos, duplicando los emblemas zodiacales; así, tarde tras tarde, el juego –en el que los treinta biombos formaban un laberinto múltiple– se fue volviendo más lento y más intrincado. Por unos minutos, en el clímax del juego, encontraba a Emerelda en el centro obscuro mientras los biombos se empujaban y la rodeaban y la escultura del techo ululaba en el estrecho hueco de cielo abierto.
–¿Por qué no participa usted en el juego? –le pregunté a Charles, que se estaba impacientando tras el júbilo inicial.
Todas las noches, cuando regresaba en coche a Ciraquito, el penacho de polvo que levantaba su veloz Maserati subía cada vez más alto en el aire pálido. Había perdido interés en Afrodita 80. Por fortuna Kanin había descubierto que ninguno de los procesos de color conocidos podían reproducir el desierto pintado de Lagoon West, y se estaba rodando ahora el film con maquetas en un estudio alquilado en Red Beach.
–Quizá si Emerelda lo viese a usted en el laberinto...
–No, no –Charles negó categóricamente con la cabeza, luego se levantó y empezó a pasear alrededor–. Paul, ya no estoy tan seguro.
Sin que él lo supiese, yo había pintado otra docena de biombos. Esa mañana, temprano, los había escondido en la terraza, entre los demás.
Tres noches más tarde, cansado de cortejar a Emerelda Garland dentro de un laberinto pintado, fui en coche a Lagoon West, subiendo entre colinas obscurecidas cuyas formas retorcidas subían ante los faros oscilantes como nubes de humo de un Infierno hundido. A lo lejos, junto al lago, las terrazas angulosas de la casa de verano colgaban en el aire opaco y gris como suspendidas por alambres invisibles de las nubes color añil que se extendían como terciopelo hacia las pocas y tenues luces que bordeaban la playa, a tres kilómetros de distancia.
Las esculturas de los pisos superiores estaban casi calladas, y pasé por delante de ellas con cuidado, arrancándoles nada más que unos pocos acordes apagados. Los débiles sonidos pasaban de una estatua a otra, subían al techo de la casa de verano y se perdían en el aire de medianoche.
Desde la galería miré el laberinto de biombos, y los insectos enjoyados esparcidos por la terraza que centelleaban sobre el mármol negro como el reflejo de un campo de estrellas.
Encontré a Emerelda Garland entre los biombos, el rostro blanco una aureola oval en las sombras, casi desnuda con un vestido de seda que parecía un velo de luz lunar. Se apoyaba en un enorme Tauro, los brazos pálidos extendidos a los lados, como Europa suplicante ante el toro, rodeada por los luminosos espectros de la guardia zodiacal. Sin mover la cabeza, miró cómo me acercaba y le tomaba las manos. Su pelo azulado dibujó remolinos en el viento obscuro mientras sorteábamos los biombos y atravesábamos la escalinata que llevaba a la casa de verano. La expresión de esa cara, cuyos planos de porcelana reflejaban la luz turquesa de los ojos, era de una serenidad casi aterradora, como si anduviese por un paisaje onírico interior de la psiquis con la confianza de un sonámbulo. Rodeándole la cintura con un brazo, la guié por las escaleras hacia sus habitaciones, consciente de que más que su amante era el arquitecto de sus fantasías. Por un momento, la naturaleza ambigua de mi papel y la dudosa moralidad de raptar a una mujer hermosa pero demente me despertaron algunas dudas.
Habíamos llegado al balcón interior que rodeaba el patio central de la casa de verano. Allá abajo, una escultura sónica de gran tamaño emitió unas vibraciones tensas y nerviosas, como si mis pasos vacilantes la hubiesen despertado de su silencio de medianoche.
–¡Espere! –contuve a Emerelda, que iba a subir otro tramo de escaleras, despertándola de ese adormecimiento autohipnótico–. ¡Allá arriba!
Junto a la baranda, delante de la puerta de la habitación de Emerelda, había una figura silenciosa vestida de negro, la cabeza visiblemente inclinada hacia abajo.
–¡Oh, Dios mío! –Emerelda me aferró el brazo con ambas manos; un rictus de horror y de anticipación le atravesó el rostro sereno–. Es ella... está allí... Por piedad, Paul, lléveme...
–¡Es Gruber! –dije–. ¡El doctor Gruber! ¡Emerelda!
Mientras volvíamos a cruzar la entrada la cola del vestido de Emerelda arrancó a la estatua un sollozo disonante. A la luz de la Luna los insectos seguían centelleando como una alfombra de diamantes. La tomé de los hombros y traté de reanimarla.
–¡Emerelda! Nos iremos de aquí... La sacaré de Lagoon West y de este sitio demente –señalé mi coche, estacionado entre las dunas junto a la playa–. Iremos a Vermilion Sands o a Red Beach y olvidará para siempre al doctor Gruber.
Corrimos hacia el coche; el vestido de Emerelda iba recogiendo los insectos a nuestro paso. Oí que lanzaba un grito seco a la luz de la Luna y me soltó la mano. Tropecé entre los insectos parpadeantes. De rodillas, vi cómo desaparecía entre los biombos.
Durante los diez minutos siguientes, mientras observaba desde la obscuridad junto a la playa, los insectos enjoyados caminaron hacia ella por la terraza, hasta que su última luz se apagó como un río nocturno que desaparece. Caminé volviendo hacia mi coche, y una figura silenciosa, de traje blanco, apareció entre las dunas y me esperó en el fresco aire ambarino, las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta.
–Es usted mejor pintor de lo que cree –dijo Charles cuando me senté al volante–. En las dos últimas noches me eludió de la misma manera.
Miró pensativo por la ventanilla mientras regresábamos a Ciraquito y las esculturas del desfiladero plañían como ánimas a nuestras espaldas.
La tarde siguiente, como suponía, Charles Van Stratten participó al fin en el juego de los biombos. Llegó apenas habían empezado los movimientos, caminando entre la multitud de extras y camarógrafos reunida cerca del aparcamiento de coches, las manos todavía hundidas en los bolsillos del traje blanco, como si su repentina aparición entre las dunas la noche anterior y esa llegada fuesen continuas en el tiempo. Se detuvo junto a la balaustrada, del otro lado de la terraza, donde estaba yo sentado con Tony Sapphire y Raymond Mayo, y miró pensativo los lentos movimientos de traslación del juego, los ojos grises ocultos bajo cejas rubias. A esa altura había tantos biombos en el juego –más de cuarenta (secretamente yo había agregado más en un esfuerzo por salvar a Emerelda)– que casi todo el movimiento estaba restringido al centro del grupo, como para acentuar el carácter de autosacrificio del ritual. Lo que había empezado como un agradable divertimento, una pintoresca introducción a Afrodita 80, había degenerado en una charada macabra, transformando la terraza en la zona de entrenamiento de una pesadilla.
Desalentados o aburridos por la lentitud del juego, los extras que participaban empezaron a abandonarlo uno por uno, sentándose en la balaustrada al lado de Charles. Finalmente sólo quedó Emerelda –en mi mente la veía deslizándose por los nexos de los corredores, protegida por las deidades zodiacales que yo había pintado –y de vez en cuando alguno de los biombos del centro se ladeaba apenas.
–Le has diseñado una trampa maravillosa, Paul –reflexionó Raymond Mayo–. Un asilo de cartón.
–Fue idea de Van Stratten. Pensamos que le podría ayudar.
En algún lugar de la playa había comenzado a sonar una escultura, y su voz quejumbrosa reverberaba sobre nuestras cabezas. A algunas de las esculturas más viejas, cuyos centros sónicos se habían oxidado, las habían desarmado y abandonado en la playa, donde habían vuelto a echar raíces. Cuando los cambios de temperatura las despertaban emitían unas pocas notas musicales sofocadas, parodias fracturadas de su antigua melodía.
–¡Paul! –Tony Sapphire señaló por encima de la terraza–. ¿Qué sucede? Hay algo...
A cincuenta metros de donde estábamos, Charles Van Stratten había bajado de la balaustrada y se lo veía ahora de pie en uno de los cuadrados negros de mármol, las manos flojas a los lados, enfrentando como una solitaria pieza de ajedrez la apretada formación de biombos. Se habían ido todos los demás, y estábamos ahora nosotros tres solos con Charles y la oculta ocupante de los biombos.
El canto áspero de la escultura salvaje seguía taladrando el aire. A tres kilómetros de distancia, a través de la bruma que todavía obscurecía a medias la costa distante, asomaban entre las dunas las casas de verano, y la fundida superficie del lago, en la que estaban incrustados tantos objetos, costurones de jade y obsidiana, era como un segmento de tiempo embalsamado del que se fugaba lentamente la música de la escultura. El calor, sobre la superficie bermeja, era como un cuarzo derretido que se movía con pereza mostrando las mesetas y los arrecifes distantes. La bruma se disipó y pareció que brotaban las agujas y los arrecifes de arena, arañando por el aire, hacia nosotros, con púas rojas. La luz corrió por la superficie opaca del lago, iluminando las vetas fosilizadas, y el canto fúnebre de la escultura moribunda alcanzó el clímax.
–¡Emerelda! –cuando nos levantamos, excitados por ese grito, Charles Van Stratten corría por la terraza–. ¡Emerelda!
Antes que pudiésemos movernos, comenzó a tirar de los biombos, volcándolos hacia atrás en el suelo. En unos instantes la terraza se transformó en una mezcla de lienzos desgarrados y bastidores derrumbados; los enormes emblemas iban quedando a los lados de su camino como carrozas que se desintegran al finalizar un carnaval. Sólo se detuvo, las manos en la cintura, cuando quedó el núcleo original de media docena de biombos.
–¡Emerelda! –grito con voz apagada.
Raymond se volvió hacia mí.
–¡Paul, detenlo, por Dios!
Charles dio una zancada y tiró del último biombo. Tuvimos una repentina imagen de Emerelda retrocediendo ante la invasión de luz solar, envuelta en la llamarada del vestido blanco que le colgaba como las alas rotas de un enorme pájaro. De pronto, con un explosivo destello, brotó del suelo, a los pies de Emerelda, un brillante vórtice de luz, y una nube de arañas y escorpiones enjoyados subió en el aire y envolvió a Charles Van Stratten. Las manos alzadas con impotencia para protegerse la cabeza, Charles echó a correr por la terraza, perseguido por la flota de insectos enjoyados que giraban y picaban hacia él. Antes de desaparecer entre las dunas, al lado de la playa, lo vimos durante un último y aterrador instante, arañando inútilmente el casco enjoyado cosido sobre el rostro y los hombros. Entonces resonó su voz, un grito sostenido en la misma nota que ensayaban las esculturas agonizantes y que se perdió en la punzante bandada de insectos.
Lo encontramos entre las esculturas, caído boca abajo sobre la arena ardiente, la tela blanca del traje blanco lacerada por cien pinchaduras. A su alrededor estaban esparcidos las piedras preciosas y los cuerpos aplastados de los insectos que había matado; las patas y las mandíbulas nudosas parecían ideogramas abstractos, y la luz disolvía los zafiros y los circones.
Las manos hinchadas de Charles estaban repletas de piedras preciosas. La nube de insectos regresó a la casa de verano, donde la figura vestida de negro del doctor Gruber se recortaba contra el cielo como un amenazante pájaro de pesadilla. Los únicos sonidos que se oían eran los que salían de las esculturas, que habían recogido el último grito de Charles Van Stratten y lo habían incorporado a su propio autoréquiem.
–...«Ella... mató»... –Raymond se interrumpió y meneó la cabeza con asombro–. Paul, tú las oyes, son palabras inconfundibles.
Pasé entre las púas metálicas de la escultura y me arrodillé junto a Charles, mirando cómo uno de los escorpiones enjoyados salía arrastrándose de abajo de la barbilla y se escabullía en la arena.
–No se refería a él –dije–. Lo que gritaba era Ella mató... a la señora Van Stratten. La vieja viuda, su madre.
Ésa es la verdadera clave de este revoltijo fantástico. Anoche, cuando vimos a Gruber junto a la baranda, delante de la habitación de ella... ahora me doy cuenta de que era allí donde estaba la anciana cuando Emerelda la empujó. Durante años Charles la tuvo allí encerrada a solas con su culpa, quizá temiendo que lo incriminasen si se conocía la verdad... tal vez era más responsable de lo que imaginamos. De lo que no se daba cuenta era de que Emerelda había vivido tanto tiempo con esa culpa que la había confundido con la persona del propio Charles. Matarlo era la única manera que tenía de liberarse...
Callé y descubrí que Raymond y Tony se habían ido y ya estaban llegando a la terraza. Se acercaban algunos integrantes de la compañía cinematográfica, y se oían voces excitadas a lo lejos, y silbidos que se destacaban por encima del ruido del escape de los coches. La corpulenta figura de Kanin se acercó entre las dunas, flanqueada por un trío de asistentes de producción. Los rostros incrédulos miraron boquiabiertos el cuerpo postrado. Las voces de las esculturas se apagaron por última vez, llevándose a las profundidades del lago fósil el quejumbroso grito final de Charles Van Stratten.
Un año más tarde, después de la partida de Orpheus Productions de Lagoon West y cuando el escándalo que rodeaba a la muerte de Charles se había aplacado, volvimos en coche a la casa de verano. Era una de esas tardes tediosas y opacas, en las que el desierto carece de brillo y unos relámpagos breves iluminan las colinas distantes, y la enorme casa parecía apagada y sin vida. Los criados y el doctor Gruber se habían ido, y la finca comenzaba a deteriorarse. La arena cubría largos tramos de la calzada y las dunas rodaban por las terrazas abiertas derribando las esculturas, que ahora estaban mudas; nada quebraba el vacío sepulcral fuera de la presencia oculta de Emerelda Garland. Encontramos los biombos donde habían quedado, y en un arranque nos pasamos la primera tarde desenterrándolos de la arena. Quemamos en una pira, en la playa, los que se habían podrido a la luz del Sol, y quizá los penachos de humo púrpura y carmesí le anunciaron nuestra presencia a Emerelda.
A la tarde siguiente, mientras nos entreteníamos con el juego de los biombos, me di cuenta de que ella nos observaba y vi, entre las sombras, un destello de su vestido azul. Pero aunque jugamos todas las tardes durante el verano ella no vino nunca a acompañarnos, a pesar de que yo había pintado y agregado biombos nuevos al grupo. Sólo bajó la noche que visité Lagoon West solo, pero oí de nuevo las voces de las esculturas que gritaban y escapé al ver ese rostro pálido.
Por alguna rareza acústica, las esculturas muertas de la playa habían revivido, y volví a oír los frágiles y fantasmagóricos ecos del último grito de Charles Van Stratten antes de que lo matasen los insectos enjoyados. Por toda la casa desierta las estatuas recogieron el débil estribillo, y lo repitieron en las galerías vacías y las terrazas alumbradas por la Luna, y lo llevaron hasta las bocas de los arrecifes de arena, última música obscura de la noche pintada.
Edición digital de Ubik
Las estatuas cantantes
The singing statues. En Vermilion Sands, Ediciones Minotauro, 1993.
En: http://303.ubik.com.ar/estatuas.html
Anoche, otra vez, cuando el aire crepuscular que venía de Lagoon West empezó a atravesar el desierto, oí fragmentos de música que traían las ondas termales, fragmentos remotos y fugaces, ecos de la canción de amor de Lunora Goalen. Caminé por la arena cobriza hasta los arrecifes donde crecen las esculturas sónicas y vagué en la obscuridad entre los jardines de metal, buscando la voz de Lunora. Ahora nadie cuida las esculturas, y la mayoría se ha echado a perder, pero en un arranque corté una hélice y la llevé a mi villa y la planté en el lecho de cuarzo debajo de balcón. La hélice me cantó toda la noche, hablándome de Lunora y de la extraña música que ella tocaba...
Debe hacer poco más de tres años que vi por primera vez a Lunora Goalen, en la galería de George Nevers de la Costanera. Todos los veranos, en el apogeo de la temporada de Vermilion Sands, Georg montaba una exposición especial de escultura sónica para los turistas. Una mañana, cuando acabábamos de abrir, yo estaba sentado dentro de Orbita Cero, mi enorme estatua, enchufando los amplificadores estereofónicos, y Georg soltó de pronto un jadeo en el micrófono de piel y un estampido como un trueno por poco no me dejó sordo.
Bajé de la escultura con la cabeza que me resonaba como un gong, dispuesto a coronar a Georg con la primera maqueta que encontrase. Llevándose un dedo elegante a los labios me miró con esa expresión que entre artista y comerciante sólo significa una cosa: Cliente rico.
Las esculturas de la entrada de la galería habían comenzado a zumbar anunciando la llegada de alguien, pero el Sol que reflejaba la capota de un Rolls-Royce detenido allí afuera obscurecía la puerta.
Entonces la vi, revoloteando alrededor del exhibidor de publicaciones de arte, acompañada por la secretaria, una francesa alta y fruncida, que las revistas habían hecho casi tan famosa como su ama.
Lunora Goalen, pensé, ¿pueden cumplirse todos nuestros sueños? Llevaba un helado torzal de seda azul que resplandeció mientras se acercaba a la primera estatua, una toca de violetas negras y unos voluminosos anteojos obscuros que le ocultaban el rostro y constituían una pesadilla para los camarógrafos. Cuando se detuvo junto a la estatua, uno de los enredos frenéticos de Arch Penko, que parecía una rueda de bicicleta sin llanta, a escuchar cómo vibraban y aullaban los brazos, Nevers y yo buscamos involuntariamente apoyo en la aleta de mi escultura.
Quizá haya algo de verdad en que la especie más calumniada de la Tierra es la del adinerado mecenas del arte moderno. Ridiculizado por el público, explotado por los comerciantes, hasta los artistas los ven nada más que como vales para comer gratis. La excelente colección de esculturas sónicas que tenía Lunora Goalen en el techo de su palazzo veneciano,y el millón de dólares de generosas compras repartidas en sus apartamentos de París, Londres y New York, representaban la libertad y la existencia para una veintena de escultures, pero no muchos de ellos sentían algo de gratitud hacia la señorita Goalen.
Nevers titubeaba, aparentemente dominado por un nerviosismo repentino, y le di un ligero codazo.
–Vamos –murmuré–. Esto es el Apocalipsis. En marcha.
Nevers me miró con frialdad. Daba la sensación de que reparaba por primera vez en mis pantalones manchados de óxido y en mi barba de tres días.
–¡Milton! –dijo–. ¡Por Dios, esfúmate! Escabúllete por la puerta de carga –se volvió bruscamente hacia mi escultura–. ¡Y apaga esa cosa demente! ¿Por qué te habré dejado traerla aquí?
La secretaria de Lunora, madame Charcot, nos encontró en el fondo de la galería. Georg exhibió diez centímetros de puño inmaculado y se inclinó hacia adelante ensayando una sonrisa ancha como una topadora. Yo retrocedí y me refugié detrás de mi escultura; no tenía intenciones de irme y dejar que Nevers rebajase mi precio nada más que por el prestigio de venderle algo a Lunora Goalen.
Georg anduvo haciendo reverencias por toda la galería, ajeno a la mueca de desprecio de madame Charcot. Llevó a Lunora hasta uno de los objetos exhibidos y manipuló con torpeza los mandos del tablero, buscando el elevador de contraltos que haría resonar más halagadoramente la escultura antes los tonos corporales de la mujer. Por desgracia la estatua era El Gran Final de Sigismund Lubitsch, un cilindro regordete de cuello robusto, parecido a un enorme sapo, cuyo sonido más dulce no pasaba de un gruñido áspero. Cualquier magnate ferroviario de los de antes podría haberle arrancado un acorde afín, pero la reacción que despertó Lenora se pareció a la de un toro que ve una mariposa.
Caminaron hasta otra escultura, y madame Charcot le hizo una seña al chofer de guantes blancos que esperaba junto al Rolls-Royce. El hombre subió al coche y lo llevó calle abajo arrastrando a la multitud de bañistas (beach crowds) que se había reunido delante de la galería. Ahora veía con claridad a Lenora, recortada contra las paredes de color blanco crudo; subí a Orbita y la miré con atención entre las hélices.
Desde luego, yo ya sabía todo acerca de Lunora Goalen.
Mil revelaciones a la prensa habían catalogado ad nauseam su belleza extraña e imperfecta, sus ataques de melancolía y de vagabundeo compulsivo por las capitales del mundo. Su breve carrera de estrella cinematográfica había tropezado al principio, menos a causa de sus talentos modestos aunque siempre interesantes que por el simple hecho de no ser fotogénica. Por un macabro giro del destino después que un grave accidente automovilístico le hubo herido seriamente la cara, obtuvo un éxito extraordinario. Ese perfil extrañamente desfigurado y esa mirada nerviosa había colmado cines desde París hasta Pernambuco. Incapaz de soportar ese tributo a sus cirujanos plásticos, Lunora había abandonado de golpe la carrera y se había convertido en una importante mecenas de las bellas artes. Como la Garbo en los años cuarenta y cincuenta, revoloteaba evasiva por las columnas de chismes y las páginas de sociales en una interminable huida de sí misma.
La pista estaba en el rostro. Cuando se quitó los anteojos vi la curiosa sombra que lo atravesaba, opacando la piel blanca y suave. Había una mirada inexpresiva en esos ojos azul pizarra, una tensión ansiosa alrededor de esa boca. Tuve una vaga impresión de algo malsano, de una Venus con un vicio secreto.
Nevers, como un mago loco, encendía esculturas a diestra y siniestra, y el ruido era una babel de células sensoriales que competían entre sí: algunas de las estatuas respondían a la presencia enigmática de Lunora, otras a Nevers y a la secretaria.
Lunora meneaba la cabeza lentamente; a medida que la iba fastidiando el ruido se le endurecía la boca.
–Sí, señor Nevers –dijo con esa voz ligeramente ronca–, es todo muy ingenioso pero también un poco molesto. Yo vivo con mis esculturas, y quiero algo íntimo y personal.
–Desde luego, señorita Goalen –convino inmediatamente Nevers, mirando desesperado alrededor.
Sabía de sobra que la escultura sónica estaba llegando ahora al apogeo de su fase abstracta; la mayoría de las estatuas no emitían otra cosa que pitidos y zumbidos dodecafónicos. Hacía diez años que no se fabricaban sonidos figurativos que respondiesen a Lunora, por ejemplo, con un rondó de Mozart o (mejor aún) con un cuarteto de Webern. Mi impresión era que se le estaban gastando las primeras esculturas que había comprado y que recorría las galerías más baratas de lugares turísticos como Vermilion Sands con la esperanza de encontrar algo pensado para consumidores de bajo nivel cultural.
Lunora miró pensativa hacia Orbita Cero, que se erguía en el fondo de la galería, al lado del escritorio de Nevers, aparentemente sin darse cuenta de que estaba yo escondido adentro. De pronto, al darme cuenta de que las posibilidades de vender la estatua habían aumentado milagrosamente, me acurruqué dentro del tronco y empecé a respirar pesadamente, activando los circuitos sensoriales.
La estatua cobró vida inmediatamente. De unos cuatro metros de alto, tenía la forma de un enorme tótem metálico coronado por dos alas heráldicas. Los micrófonos de las puntas de las alas tenían potencia suficiente para captar ruidos respiratorios a una distancia de casi diez metros.
Había cuatro personas dentro de ese radio, y la estatua comenzó a emitir una serie de latidos rítmicos y graves.
Al ver que la estatua le respondía Lunora se acercó, interesada. Nevers retrocedió con discreción, llevándose a madame Charcot, dejándonos solos a Lunora y a mí, separados por una delgada piel metálica y un metro de aire vibrante.
Buscando alguna manera de ampliar las respuestas, aflojé las válvulas que elevaban el volumen. La neurofonía no ha sido nunca mi fuerte –anticuadamente, me considero escultor, no electricista–, y la estatua sólo estaba equipada para tocar una secuencia sencilla de variaciones de acordes sobre el perfil sónico que enfocaba. Sabiendo que Lunora se daría cuenta pronto de que el repertorio de la estatua era demasiado limitado para ella, tomé el micrófono de mano que utilizábamos para probar los circuitos y me puse espontáneamente a canturrear el estribillo de Creole love call. Las arrulladores subidas y caídas, reinterpretadas por los centros sónicos y transmitidas luego por los altoparlantes, eran agradablemente sedantes; los armónicos electrónicos disfrazaban mi voz y amplificaban los temblores de emoción mientras yo hacía de tripas corazón (la estatua estaba tasada en cinco mil dólares: aun sacando la comisión de Nevers, el noventa por ciento, me quedaba dinero suficiente para pagarme el viaje de regreso en autobús).
Lunora se acercó a la estatua y la escuchó inmóvil, los ojos abiertos de asombro, aparentemente convencida de que la escultura reflejaba, como un espejo, sus impresiones subjetivas sobre ella. Como en seguida me quedaba sin aliento, y levantaba el tempo con la aceleración del pulso, repetí una y otra vez el estribillo, variando los bajos para simular un clímax.
De pronto vi por la escotilla los zapatos negros de charol de Nevers, que simulando meter la mano en el panel de mandos dio un golpe seco en la estatua. La apagué.
–¡No, por favor! –gritó Lunora mientras cesaban los sonidos.
Miró alrededor, vacilante. Madame Charcot se estaba acercando con una expresión curiosamente atenta.
Nevers titubeó.
–Por supuesto, señorita Goalen, todavía le falta un poco de afinación...
–La llevo –dijo Lunora.
Se calzó los anteojos de Sol, dio media vuelta y salió apresuradamente de la galería, ocultándose el rostro.
Nevers miró cómo se iba.
–Por Dios, ¿qué pasó? ¿La señorita Goalen está bien?
Madame Charcot sacó una chequera de la cartera de cocodrilo. Una sonrisa sardónica le jugueteó en los labios, y tuve a través de la hélice una visión fugaz pero aguda de su relación con Lunora Goalen. Fue entonces, creo, cuando me di cuenta de que Lunora era tal vez algo más que una diletante aburrida.
Madame Charcot echó una ojeada a su reloj, un guisante dorado atado a la muñeca huesuda.
–La entregará usted hoy. A las tres en punto. Ahora, por favor, dígame el precio.
Con voz suave, Nevers dijo:
–Diez mil dólares.
Sofocado, salí como pude de la estatua, y le farfullé algo a Nevers.
Madame Charcot me miró con asombro, frunciendo el ceño al ver mis ropas sucias. Nevers me pisó un pie con ferocidad.
–Desde luego, nuestros precios son modestos pero, como usted ve, el señor Milton es un artista inexperto.
Madame Charcot asintió sabiamente.
–¿Ése es el escultor? Qué alivio. Por un momento temí que viviese dentro de la estatua.
Después que se fue madame Charcot, Nevers cerró la galería por el día. Se quitó la chaqueta y sacó una botella de ajenjo del escritorio. Sentado con el chaleco de seda, el agotamiento nervioso lo hacía temblar un poco.
–Dime, Milton, ¿podrás algún día pagarme esta deuda de gratitud?
Lo palmeé en la espalda.
–¡Georg, estuviste brillante! Ella es otra Catalina la Grande, y tú la trataste como un diplomático. Cuando vayas a París tendrás un enorme éxito. ¡Diez mil dólares! –di unos pasos de baile alrededor de la estatua–. Ése es el tipo de redistribución de la riqueza que me gusta. ¿Qué te parece si me das un adelanto a cuenta de mi parte?
Nevers me observó taciturno. Ya estaba en la Rue de Rivoli, ofreciendo demasiado por Leonardos con un lánguido movimiento de párpado maquillado. Miró la estatua y se estremeció.
–Una mujer extraordinaria. Completamente sin gusto. Esto me recuerda que volviste a instrumentar el cilindro de la memoria. Fue hermoso como se insertó el aria de Tosca. No me había dado cuenta de que la estatua contenía eso.
–No lo contiene –le dije, sentándome en la mesa–. Era yo. No exactamente Caruso, admito, pero él tampoco era gran cosa como escultor...
–¿Qué? –Nevers saltó de la silla–. ¿Quieres decir que usaste el micrófono de mano? ¡Imbécil!
–¿Qué importa? Ella no se enterará –Nevers gemía contra la pared, golpeándose la frente con el puño–. Relájate, o no oirás nada.
Al día siguiente, exactamente a las nueve y un minuto, sonó el teléfono.
Mientras iba en la camioneta hacia Lagoon West las advertencias de Nevers me resonaban en los oídos:
–...seis listas negras internacionales, me entablará un juicio por representación fraudulenta... –pidió efusivas disculpas a madame Charcot, y le aseguró que los estampidos monótonos que emitía la estatua no eran con seguridad la respuesta natural de la escultura; era evidente que se había dañado algún circuito durante el traslado, y el propio escultor iba en camino para corregirlo.
Tomé el camino que bordeaba la laguna y miré hacia la mansión Goalen, un palacio veraniego abstracto que me recordaba un diseño de Frank Lloyd Wright para una tienda experimental. En todos los ángulos sobresalían terrazas, y aquí y allá se veían unas enormes esculturas metálicas, móviles de Brancusi y Calder, que giraban en la brillante luz del desierto. De vez en cuando una de las estatuas sónicas emitía un mugido lastimero, como un vudú distante.
Madame Charcot me recibió en el vestíbulo, y me llevó por una amplia escalera de cristal. Las paredes estaban cargadas de Dalís y Picassos, pero a mi estatua le habían dado el sitio de honor en el otro extremo de la terraza sur. Del tamaño de una cancha de tenis, sin barandas (o red de seguridad), esa terraza asomaba hacia la laguna, contra la silueta de Vermilion Sands; en el centro, formando un cuadrado, se agrupaban unos muebles bajos. Dejé caer el bolso de herramientas e hice como que desarmaba el tablero de mandos; me puse a jugar con el amplificador para que la estatua emitiese una serie de chasquidos entrecortados. Eso la ponía en la misma categoría que el resto de las esculturas de Lunora Goalen. En la terraza había una docena de piezas, la mayoría de un período sónico temprano, la década del setenta, cuando los escultores fabricaron una increíble serie de estatuas que gruñían, atronaban, ladraban y vibraban, y las galerías y las plazas públicas de todo el Mundo resonaban día y noche con amenazadores estampidos y descargas.
–¿Ha tenido suerte?
Volví la cabeza y vi a Leonora Goalen. Había atravesado la terraza sin que yo la oyese y ahora estaba allí delante, las manos en las caderas, observándome con interés. Con pantalones y camisa negros, y el pelo rubio sobre los hombros, parecía más relajada, pero los anteojos de Sol seguían enmascarándole el rostro.
–Una válvula floja, nada más. No me llevará ni un par de minutos –le ofrecí una sonrisa tranquilizadora mientras ella se recostaba en la meridiana delante de la estatua.
Acechando junto a las puertas-ventanas del otro extremo de la terraza estaba madame Charcot, contemplándonos con una sonrisa afectada. Fastidiado, puse la estatua a todo volumen y tosí fuerte en el micrófono de mano.
El sonido tronó sobre la terraza abierta como una descarga de artillería. La vieja bruja retrocedió rápidamente.
Lunora sonrió mientras los ecos retumbaban sobre el desierto y las estatuas de las terrazas inferiores respondían con latidos apagados.
–Hace años yo solía ir a la terraza cuando no estaba papá, y gritar con toda mi voz; se ponían en marcha maravillosas cadenas de ecos. Todo el sitio resonaba durante horas, enloqueciendo a los criados –el recuerdo la hizo reír simpáticamente, como si esas cosas hubiesen ocurrido hacía mucho tiempo.
–Pruebe ahora –le sugerí–. ¿O madame Charcot ya está loca?
Lunora se llevó a los labios un dedo de punta verde.
–Cuidado, me va a meter en problemas. De todos modos, madame Charcot no es mi sirvienta.
–¿No? ¿Y entonces qué es? ¿Su carcelera? –hablábamos en tono burlón, pero puse un cierto énfasis en la pregunta; algo en la francesa me hacía sospechar que no tenía poco que ver con que Lunora mantuviese esas ilusiones acerca de sí misma.
Esperé la respuesta de Lunora, pero la muchacha me ignoró y miró hacia la laguna. En el transcurso de unos pocos segundos su personalidad había cambiado de nivel: volvía a ser una princesa distante y autocrática. Sin que me viese, metí la mano en el bolso de herramientas y saqué una cinta. La coloqué y encendí el tablero. La estatua vibró ligeramente, y brotó un canto suave y melodioso que murmuró en el aire tranquilo.
Desde atrás de la estatua, vi cómo Lunora respondía a la música. La potencia de los sonidos aumentó a medida que Lunora se acercaba al foco de la estatua. Poco a poco se aceleró el ritmo, el tono se volvió lastimero y perentorio: sin duda el canto apasionado de un amante. Un musicólogo en seguida habría identificado los sonidos como el dúo del balcón de Romeo y Julieta, pero para Lunora el origen de todo eso estaba sólo en la estatua. Yo había hecho la grabación esa mañana, convencido de que sería la única manera de salvar la escultura. Cuando Nevers confundió Tosca con «Creole love call», me acordé de que tenía en reserva toda la ópera clásica. Por diez mil dólares iría encantado todos los días a visitarla y a ponerle todas las arias, desde Fígaro hasta Moisés y Aarón.
De pronto cesó la música. Lunora se había alejado del foco de la estatua, y estaba ahora a casi diez metros de distancia. Detrás de ella, en la puerta, había aparecido Mme. Charcot.
Lunora esbozó una breve sonrisa.
–Parece que funciona perfectamente –dijo; me estaba señalando la puerta, sin duda.
Vacilé. No sabía si debía decirle la verdad, y mis ojos buscaron ese rostro hermoso y secreto. Entonces Mme. Charcot se interpuso entre nosotros, sonriendo como una calavera.
Lunora Goalen ¿creía de verdad que la escultura le cantaba? Durante quince días, mientras durara la grabación, no importaba. Después de ese período Nevers habría cobrado el cheque y los dos estaríamos llegando a París. Pero dos o tres días después me di cuenta de que quería ver de nuevo a Lunora. Pensando, llegué a la conclusión de que había que revisar la estatua, que Lunora podía descubrir el fraude. En dos ocasiones durante la semana siguiente, fui hasta la casa de verano con el pretexto de afinar la escultura, pero Mme. Charcot me interceptó. Llamé una vez por teléfono, y volvió a interceptarme. Cuando la veía, Lunora andaba a gran velocidad por Vermilion Sands en su Rolls-Royce, un vago destello de oro y jade en el asiento trasero.
Busqué finalmente entre mis discos, escogí a Toscanini dirigiendo Tristán e Isolda, en la escena en que Tristán llora a su amante muerta, y grabé con cuidado otra cinta. Esa noche fui a Lagoon West, estacioné el coche en la playa de la orilla sur y eché a andar por la superficie del lago. A la luz de la Luna la casa de verano, a un kilómetro de distancia, parecía un estudio de cine abstracto; una luz solitaria, en la terraza superior, iluminaba el perfil de mi estatua. Avancé despacio hacia allí, pisando con cuidado el sílice fundido; la brisa baja traía fragmentos de la canción de la estatua. A doscientos metros de la casa me tendí en la arena caliente, y miré cómo se apagaban una a una, como piedras de un collar, las luces de Vermilion Sands.
Por encima, en la noche azul, resonaba la canción de la estatua. Lunora debía de estar sentada a pocos centímetros de la escultura, envuelta en la fuente rebosante de la música. Poco después de las dos se apagó el sonido y la vi apoyada en la baranda; mientras miraba la Luna brillante, el viento le agitaba sobre los hombros la blanca capa de armiño. Media hora más tarde trepé por la pared del lago y caminé por el borde hasta la escalera espiral de incendios. Las buganvilias entrelazadas en las barandas amortiguaban los ruidos de mis pies en los escalones metálicos. Llegué a la terraza superior sin que nadie se diese cuenta. Allá abajo, en sus habitaciones del lado norte, Mme. Charcot dormía. Salté a la terraza y caminé entre las estatuas obscuras, arrancándoles unos débiles susurros. Me acurruqué dentro de Orbita Cero, abrí el tablero de mandos e inserté la nueva grabación, levantando apenas el volumen.
Mientras me marchaba miré la terraza oeste, siete u ocho metros más abajo, donde Lunora dormía bajo las estrellas en una enorme cama de terciopelo, princesa lunar en un catafalco púrpura. El rostro brillaba a la luz de las estrellas, y el pelo suelto le ocultaba los pechos desnudos. Detrás de ella montaba guardia una estatua, salmodiando suavemente al compás de la respiración de la muchacha.
Tres veces visité la casa de Lunora después de medianoche llevando otra cinta, otra canción de amor de mi biblioteca. Durante la última visita miré cómo dormía hasta que el amanecer despuntó en el desierto. Huí por la escalera de incendios y atravesé la arena, ocultándome en los fríos charcos de sombra cada vez que pasaba un coche por la costanera.
Me pasé todo el día junto al teléfono en mi villa, con la esperanza de que ella me llamase. Por la noche caminé hasta los arrecifes de arena, trepé a una de las agujas y miré a Lunora que había salido a la terraza después de la cena. Estaba acostada en un canapé delante de la estatua, que le cantó sin interrupción hasta mucho después de medianoche. La voz era ahora tan potente que los coches aminoraban la velocidad al llegar a unos pocos cientos de metros, y los conductores buscaban el origen de las melodías que atravesaban el vívido aire nocturno.
Por fin grabé la última cinta, que por primera vez contenía mi propia voz. En pocas palabras le describía la cadena de falsedades, y con tranquilidad le pedía si posaría para mí y me dejaría diseñarle una nueva escultura para reemplazar el fraude que había comprado. Apreté con fuerza la cinta mientras atravesaba el lago y miraba el perfil rectangular de la terraza. Cuando llegué a la pared una figura vestida de negro asomó la cabeza por el borde y me miró. Era el chofer de Lunora.
Sobresaltado, seguí caminando por la arena. A la luz de la Luna, la cara blanca del chofer tenía un parpadeo descarnado.
A la noche siguiente, como sabía que ocurriría, sonó por fin el teléfono.
–Señor Milton, la estatua ha vuelto a estropearse –la voz de Mme. Charcot sonaba aguda y cortante–. La señorita Goalen está muy enfadada. Debe usted venir y repararla. ¡Inmediatamente!
Esperé una hora antes de salir, escuchando la cinta que había grabado la noche anterior. Esta vez yo estaría presente cuando la escuchase Lunora.
Mme. Charcot esperaba junto a las puertas de vidrio.
Estacioné en el patio, junto al Rolls. Mientras caminaba hacia ella percibí un misterioso sonido en toda la casa. Las estatuas susurraban y chasqueaban y crepitaban, como perturbados ocupantes de un zoológico que empiezan a calmarse, con dificultad, luego de una tormenta. Hasta Mme. Charcot parecía fatigada y tensa. Al llegar a la terraza se detuvo.
–Un momento, señor Milton. Veré si la señorita Goalen está preparada para recibirlo –caminó despacio hacia la meridiana apoyada en la estatua en el otro extremo de la terraza; Lunora estaba tendida encima, desgarbada, el pelo desarreglado; al acercarse Mme. Charcot se incorporó irritada.
–¿Está aquí? Alice, ¿de quién es ese coche? ¿No ha llegado?
–Está preparando el equipo –dijo Mme. Charcot, con voz sedante–. Señorita Lunora, permítame peinarla...
–¡No moleste, Alice! ¿Qué lo estará reteniendo, Dios mío? –se levantó de un salto y caminó hasta la estatua; al salir de las sombras, en silencio, tenía en el rostro una expresión colérica; mientras Mme. Charcot se alejaba Lunora se arrodilló delante la estatua y apoyó la mejilla derecha contra la superficie fría.
Comenzó a sollozar sin control; unos profundos espasmos le sacudieron los hombros.
–¡Espere, señor Milton! –Mme. Charcot me apretó con fuerza el codo–. No querrá verlo durante unos minutos –y agregó–: Usted es mejor escultor de lo que cree, señor Milton. Le ha dado a la estatua una voz notable. Le dice a Lunora todo lo que ella necesita saber.
Me desasí de Mme. Charcot y corrí en la obscuridad.
–¡Lunora!
La muchacha volvió la cabeza, el pelo de la cara empapado en lágrimas. Se apoyaba débilmente en el obscuro tronco de la estatua. Me arrodillé y la tomé de las manos y traté de levantarla.
Apartó las manos.
–¡Repárela! Vamos, ¿qué espera? ¡Hágala cantar de nuevo!
Yo tenía la certeza de que ya no me reconocía. Retrocedí con la cinta en la mano.
–¿Qué le pasa? –le pregunté a Mme. Charcot, con un susurro–. Supongo que se da cuenta de que los sonidos no salen en verdad de la estatua.
Mme. Charcot levantó la cabeza.
–¿Qué quiere decir con eso de que no salen de la estatua?
Le mostré la cinta.
–Esta no es en realidad una escultura sónica. La música nace de estas cintas magnéticas.
Mme. Charcot ahogó una risita molesta.
–Bueno, póngala de todos modos, monsieur. A ella no le importa de dónde sale. Le interesa la estatua, no usted.
Vacilé mientras miraba a Lunora, que seguía encorvada como un suplicante al pie de la estatua.
–¿Quiere usted decir...? –balbuceé, incrédulo–. ¿Quiere usted decir que está enamorada de la estatua?
Los ojos de Mme. Charcot resumieron toda mi ingenuidad.
–No de la estatua –dijo–. De ella misma.
Permanecí un momento entre las estatuas susurrantes, dejé caer la cinta al suelo y di media vuelta.
Se fueron de Lagoon West al día siguiente.
Me quedé una semana en la villa, y luego, una noche, después que Nevers me dio la noticia de esa partida, salí en el coche por la costanera hacia la casa de verano.
La casa estaba cerrada, las estatuas inmóviles en la obscuridad. Mis pasos resonaron entre los balcones y las terrazas; la casa se elevaba en el cielo como una tumba. Habían apagado todas las esculturas, y comprendí cuán muertas y monumentales debían de haber parecido las esculturas no sónicas.
También faltaba Orbita Cero. Supuse que se la habría llevado Lunora, tan sumergida en la egolatría que prefería un espejo empañado que alguna vez le había hablado de su belleza antes que quedarse sin espejo. Sentada en la terraza de algún penthouse en Venecia o en París, con la enorme estatua que se erguía en el cielo obscuro como un símbolo extinto, volvería a escuchar las melodías que esa estatua le había cantado.
Seis meses más tarde Nevers me encargó otra escultura.
Salí una noche hasta los arrecifes, donde crecen las estatuas sónicas. Mientras me acercaba crepitaban en el viento respondiendo a los cambios de temperatura. Subí por las largas pendientes, escuchando los quejidos y los gimoteos, buscando una que me sirviese de núcleo sónico para una nueva estatua.
Allá adelante, en la obscuridad, brotó una frase conocida, un confuso fragmento de una voz humana.
Sobresaltado, eché a correr, palpando entre púas y hélices obscuras.
Entonces, en un hueco al pie del arrecife, encontré la fuente. Enterrados a medias en la arena como el esqueleto de un pájaro extinto, había veinte o treinta piezas de metal, el tronco y las alas desmembradas de mi estatua. Muchas de las piezas habían vuelto a echar raíces y emitían un sonido débil y obsesivo, fragmentos inconexos del testamento a Lunora Goalen que yo le había dejado en la terraza. Mientras bajaba por la pendiente la arena blanca se derramó en mis huellas, formando una hilera de relojes de arena. Los sonidos de mi voz gimoteaban débilmente en los jardines de metal, como un amante olvidado que le susurra algo a un arpa muerta.
Edición digital de Ubik
¡Clama esperanza, clama furia!
Cry hope, cry fury!, © 1967 by Mercury Press Inc.. Traducido por García-Borrón, Segur Giralt & D. Navarro en Ciencia Ficción Selección-12, Libro Amigo 438, Editorial Bruguera S. A., primera edición en Septiembre de 1974.
En: http://espaiderman.iespana.es/html/textos/esperanza_furia.html
De nuevo, anoche, mientras se levantaba el viento del atardecer en Vermilion Sands, vi el débil estremecimiento de un aparejo en los arrecifes, y el extremo del mástil que se movía como una linterna de plata por entre los acantilados. Desde la terraza de mi casa, en la playa, seguí su curso hacia el abierto mar de arena y vi las espectrales velas de aquel espectral navío. Cada anochecer había visto el mismo yate; aquella goleta nocturna soltaba sus silenciosas amarras y se balanceaba en el desierto coloreado. La noche pasada, un segundo yate partió en busca de su escondite entre los arrecifes, con una mujer de cabello claro y los ojos de una triste Medea, al timón. Mientras los dos yates desaparecían en el mar de arena, recordé mi primer encuentro con Hope Cunard, y su extraño asunto con el holandés Charles Rademaeker...
Todos los veranos, durante la temporada de Vermilion Sands, cuando la ciudad estaba llena de turistas y compañías de películas avant-garde, yo cerraba mi oficina y alquilaba una de las casas de la playa, muy cerca del mar de arena a diez kilómetros de Ciraquito. Allí, los largos atardeceres exhibían brillantes puestas de Sol en el cielo y el desierto, cruzándose las velas de los yates con sombras jeroglíficas, señales de todas las extrañas cifras del mar de dunas. Durante el día, tomaba mi yate, una chalupa con aparejo de las Bermudas, y navegaba hacia las dunas del desierto. Las fuertes corrientes de aire me conducían majestuosamente por una estela de dorada arena.
Persiguiendo a las rayas, a veces me encontraba a muchos kilómetros dentro del desierto, fuera de la vista de los arrecifes costeros que presidían, como deidades erosionadas, sobre las jerarquías de la arena y el viento. Me dirigía tras una bandada de esquivas rayas volantes, dunas onduladas y velas triangulares.
Contra estos materiales, la más desnuda geometría del tiempo y el espacio, se perfilaban las extrañas figuras de Hope Cunard y su séquito, como ilusiones nacidas de este mar de ensueños.
Una mañana, salí temprano para perseguir a una bandada de extrañas rayas blancas, que el día anterior había visto a lo lejos en el desierto. Me moví durante horas por la firme arena, evitando las velas de otros navegantes y con el horizonte como único destino. A mediodía no divisaba tierra pero había encontrado las rayas blancas, y corrí tras ellas a través de las salientes dunas. Las veinte raya, parecidas a blancas perlas, volaron delante, como si me condujesen a algún destino desconocido.
Las dunas dieron paso a una serie de llanuras valladas, cruzadas por venas de cuarzo. Orillando un ancho barranco, cuya boca ornamentada se abría como las puertas de una catedral medio sumergida, noté que el yate se inclinaba hacia un lado; se había abierto un boquete en la banda de estribor y un neumático había reventado. El aire parecía iluminarse a mi alrededor mientras arriaba la vela. En aquel momento descubrí que quien se había servido del yate por última vez no se había preocupado de mantener hinchado el neumático de repuesto.
Dando un puntapié al inútil neumático, observé el paisaje: sumergidos arrecifes de arena, un océano de dunas y el casco de un buque abandonado a media milla de distancia, en el estuario de una vena de cuarzo que resplandecía como las mandíbulas de un cocodrilo enojado. Yo estaba a veinte millas de la costa, y mis únicas provisiones consistían en un termo lleno de martini helado, que guardaba en el pañol de las velas.
Las rayas, dirigidas por algún reflejo misterioso, también se habían detenido, posándose en la cresta de una duna cercana. Armado con el arpón, me dirigí hacia el barco naufragado con la esperanza de encontrar una bomba de aire.
La arena era como polvo de cristal. A unos quinientos metros de distancia, cuando tenía destrozadas las suelas de mis zapatillas de rafia volví atrás. Decidí no fatigarme, descansar a la sombra de la vela mayor, y volver a Ciraquito cuando se pusiera el Sol. Mis pies dejaban huellas de sangre en la arena.
Estaba apoyado contra el mástil, mojando mis labios en el frío martini, cuando apareció una gran raya blanca por encima de mi cabeza. Separándose de las otras, que descansaban tranquilamente sobre una duna, había vuelto para inspeccionarme. Con unas alas de casi tres metros y un cuerpo tan grande como el de un hombre, volaba sobre mí en monótonos círculos mientras yo sorbía los templados restos del martini. Pese a su curiosidad, el gran pájaro no daba muestras de querer atacarme.
Diez minutos después, como continuaba dando vueltas sobre mi cabeza, tomé el arpón del armario y le disparé en el ojo izquierdo. Atravesado por la flecha de acero, cayó en picado sobre la vela, desgarrándola desde el mástil, y se precipitó por el aparejo hasta la cubierta. Su ala chocó contra mi cabeza como un ataque del cielo.
Permanecí durante horas en el desierto mar de arena, con la gigantesca raya muerta como compañero, abrasado por el aire enjoyado. El tiempo parecía haberse detenido en un mediodía inalterable y el cielo estaba lleno de parhelios, pero fue probablemente a primeras horas de la tarde cuando vi una inmensa sombra sobre mi yate. Me incorporé por encima del cadáver que yacía sobre mí, mientras una enorme goleta de arena, cuyo bauprés de plata era tan largo como mi propio navío, corrió por la arena sobre sus ruedas blancas. Con los rostros escondidos tras sus gafas obscuras, la tripulación me observaba desde el timón.
En pie, con una mano en la baranda de la cabina y los pies rodeados de aureolas que formaban las portillas de metal, estaba una mujer alta, de estrechas caderas y cabello tan claro que me recordó inmediatamente la pesadilla de vida en muerte del Antiguo Marino. Sus ojos me observaban como obscuras magnolias. Levantados por el viento. Sus cabellos de ópalo, como plata antigua, formaban una casulla del viento.
Sin estar seguro de si la extraña nave y su tripulación eran una aparición conjurada por mi mente, llena del asesinato de la raya, levanté el termo vacío de martini hacia la mujer. Me miró de arriba a abajo con ojos decepcionados. Me acordé de los vidrios rotos que resonaban en mi cráneo. Entonces, dos miembros de la tripulación corrieron hacia mí. Cuando recogían el cuerpo de la raya a mis pies, miré sus rostros con atención. A pesar de estar bien afeitados y tostados por el Sol, parecían máscaras.
Éste fue mi rescate por Hope Cunard. Acostado en la cabina inferior, mientras uno de los tripulantes vendaba las heridas de mis pies podía ver su cabeza de cabellos claros a través del techo de cristal. Su rostro preocupado estaba fijo en el desierto, como si buscara una presa mucho más importante que yo mismo.
Al cabo de media hora entró en la cabina. Me alargó mi permiso de conducir y se sentó en la litera, a mis pies, tocando los blancos vendajes con mano cuidadosa.
–Robert Melville... ¿es usted poeta? Hablaba del Viejo Marino cuando le encontramos.
Hice un gesto vago.
–Era una broma que me hacía a mí mismo –no podía decirle a aquella remota pero bella y joven mujer, que al principio me había parecido la bruja de la pesadilla de Coleridge, y añadí–: He matado a una raya que daba vueltas sobre mi yate.
Ella jugó con los colgantes de jade que descansaban en lagunas de esmeralda en los pliegues de su traje blanco. Los ojos presidían su rostro pensativo como pájaros confusos. Tomando al parecer mi referencia al Marino con absoluta seriedad, dijo:
–Puede descansar en Lizard Key hasta que se mejore. Mi hermano le reparará el yate. Siento lo de las rayas... le confundieron con otra persona.
Mientras estaba allí sentada, mirando a través de la portilla, la gran goleta se deslizó silenciosamente por la enjoyada arena, con las rayas blancas volando a pocos metros del suelo a nuestra espalda. Más tarde, comprendí que habían devuelto la presa equivocada a su compañera.
Al cabo de dos horas llegamos a Lizard Key, donde yo debía permanecer durante las tres semanas siguientes. Levantándose sobre las dunas termales, la isla parecía flotar en el aire divisándose la villa con su terraza y el muelle vacío a través de la bruma. Rodeada por tres lados por los altos minaretes de los acantilados de arena, tanto la villa como la isla parecían haber surgido de alguna fantasía mineral del desierto. Los escollos se erguían como cipreses junto al camino que conducía a la villa, rodeados de esculturas silvestres.
–Cuando mi padre descubrió la isla, estaba llena de monstruos de Gila y de basiliscos –explicó Hope mientras me ayudaban a subir por el camino–. Ahora venimos aquí todos los veranos a navegar y a pintar.
En la terraza nos saludaron los otros dos habitantes de aquel Paraíso privado: el hermanastro de Hope Cunard, Foyle, un joven de cabellos blancos peinados hacia la frente, labios gruesos y mejillas marcadas por la viruela, que me observaba desde la balaustrada como un sombrío Hamlet, y la secretaria de Hope, Bárbara Quimby, una esfinge de rostro vulgar, que llevaba un bikini negro y cuyos ojos indiferentes parecían dos espejos.
Ambos contemplaron cómo me subían detrás de Hope, con miradas curiosas que se transformaron en corteses cuando les fui presentado. Casi antes que Hope terminara de contar mi rescate, se fueron hacia las tumbonas de playa que había en un extremo de la terraza. Durante los próximos días, tendido en un diván cercano, tuve más tiempo para estudiar aquel extraño ménage. Pese a su dependencia de Hope, que había heredado de su padre la villa de la isla, su actitud, con veladas bromas y miradas secretas, se parecía a la de unos conspiradores cortesanos. Sin embargo, Hope no advertía sus rastreros apartes. Al igual que la atmósfera de la propia villa, su personalidad carecía de concentración; se hallaba en otro lugar.
¿A quién esperaban Foyle y Bárbara Quimby que Hope trajese a la villa? ¿A qué navegante del mar de arena buscaba Hope Cunard con su goleta y su bandada de blancas rayas? Yo la veía poco, aunque de vez en cuando salía a la terraza de su estudio para dar de comer a las rayas, que volaban hacia ella desde sus nidos en las afiladas rocas. Todas las mañanas, Hope zarpaba en su goleta y escudriñaba el mar desierto con su mirada melancólica y sus cabellos color de ópalo al viento. Pasaba las tardes a solas en su estudio, pintando. No hizo ningún esfuerzo para enseñarme sus pinturas, pero al atardecer, cuando cenábamos los cuatro, me contemplaba mientras sorbía su licor como si viera mi perfil en una de sus pinturas.
–¿Quieres que pinte tu retrato, Robert? –me preguntó una mañana–. Te veo como el Antiguo Marino, con una raya blanca alrededor del cuello.
Tapó el vendaje de mis pies con una bata de brocado de oro, abandonada, supongo, por uno de sus amantes.
–Hope, me estás convirtiendo en un mito. Siento haber matado a uno de tus rayas, pero, créeme, lo hice sin pensar.
–Igual que el Marino –me rodeó, con una mano en la cadera y tocándome con la otra los labios y el mentón, como si tocara una estatua antigua–. Te pintaré leyendo Maldoror.
La noche anterior les había hablado en defensa de los surrealistas, jactándome ante Hope e ignorando la mirada aburrida de Foyle, apoyado sobre los codos. Hope me había escuchado con atención como si se sintiese insegura de mi verdadera identidad.
Mientras miraba la tela blanca que Hope se hiciera bajar del estudio, me preguntaba qué imagen de mí surgiría de sus pinceles. Como todas las pinturas hechas en Vermilion Sands en aquella época, no necesitaría la mano del pintor. Una vez elegidos los colores, la pintura fotográficamente sensible, produciría imagen de cualquier naturaleza muerta o paisaje al que fuera expuesta. Aunque se tratara de un proceso lento, que requeriría una exposición de por lo menos cuatro o cinco días, tenía la inmensa ventaja de no exigir la presencia continua del modelo. Disponiendo de unas pocas horas al día, las pinturas de sensibilidad fotográfica se amoldarían a los perfiles de una silueta.
A esta discontinuidad se debía todo el encanto y la magia de tales pinturas, en lugar de ser una simple réplica fotográfica, los movimientos del modelo originaban una serie de proyecciones múltiples, tal vez con las formas analíticas del cubismo, o bien, menos exageradamente, con la agradable vaguedad del impresionismo. Sin embargo, estas imprevisibles variaciones en el rostro y la forma del modelo eran a menudo desconcertantes en su percepción del carácter. El trazado de la silueta, o la separación de tonalidades, podía revelar indiscretas arrugas en la textura de la piel y en los rasgos, o generar extraños círculos en los ojos del modelo, como las epilépticas espirales de los últimos paisajes dementes de Van Gogh. A estos desafortunados efectos venía a añadirse con facilidad cualquier movimiento nervioso del modelo.
La probabilidad que mi propio retrato le revelara más de mis sentimientos por ella de lo que yo quería admitir, se me ocurrió cuando la tela ya estaba instalada en la biblioteca. Me recliné con rigidez en el sillón esperando que las pinturas estuvieran dispuestas, cuando apareció el hermanastro de Hope, con una segunda tela entre las manos.
–Querida hermana, siempre te has negado a posar para mí –cuando Hope empezaba a protestar, Foyle la interrumpió–. Melville, ¿se da usted cuenta que ella nunca en su vida ha posado para un retrato? ¿Por qué, Hope? ¡No me digas que las telas te asustan! Deja que te veamos con tu verdadero disfraz.
–¿Disfraz? –Hope le miró con ojos perspicaces–. ¿A qué estás jugando, Foyle? Esa tela no es un espejo mágico.
–Claro que no, Hope –Foyle le sonrió como Hamlet contemplando a Ofelia–. Sólo puede decir la verdad. ¿No está de acuerdo, Bárbara?
Con los ojos ocultos tras las gafas obscuras, la señorita Quimby asintió con presteza.
–Totalmente. Señorita Cunard, será fascinante ver lo que sale. Estoy segura que usted saldrá muy hermosa.
–¿Hermosa? –Hope contempló la tela a los pies de Foyle; por primera vez parecía hacer un esfuerzo consciente para recobrar el dominio de sí misma y de la villa de Lizard Key; entonces, aceptando el reto de Foyle y negándose a ser humillada por su sonrisa burlona, dijo–: De acuerdo, Foyle. Posaré para ti. Mi primer retrato... quizá te sorprendas de lo que veas en mí.
Poco nos imaginábamos los peces de pesadilla que nadarían en la superficie de aquellos espejos.
Durante los días siguientes, mientras nuestros retratos emergían como pálidos fantasmas de las pinturas, extraños duendes nos rodearon. Todas las tardes veía a Hope en la biblioteca, cuando posaba para el retrato y me escuchaba leer Maldoror, pero sólo estaba interesada en observar el desierto mar de arena. Una vez que ella había salido a navegar con las rayas blancas por las dunas vacías, yo me escabullí hasta su estudio. Allí encontré una docena de sus cuadros montados en caballetes junto a las ventanas mirando hacia el desierto. Como centinelas acechando al Marino fantasma de Hope, revelaban con monótono detalle el contorno y la textura del desierto paisaje.
En comparación, los dos retratos que se desarrollaban en la biblioteca eran mucho más interesantes. Como siempre, recapitulaban en sentido inverso, como un extraño embrión, una completa filogenia del arte moderno, una regresión a través de las principales escuelas del siglo XX. Después de las primeras ondas líquidas y el movimiento de una fase cinética, se estabilizaban en los colores de la escuela rígida, y desde allí, como un millar de arterias de color, irrigaban la tela en una brillante réplica de Jackson Pollock. Éstos se fundían en las crudas formas de los últimos Picasso, en los cuales Hope aparecía como una madonna parecida a Juno, con hombros macizos y rostro concreto, y después en fantasías surrealistas de anatomía hacia los múltiples trazos del futurismo y el cubismo. Por último surgió un período impresionista que duró unas horas, un rosáceo mar de polvorienta luz en la cual parecíamos una tranquila pareja doméstica en los parques suburbanos de Monet y Renoir.
Contemplando esta evolución a la inversa, yo esperaba algo al estilo de Gainsborough o Reynolds, un retrato de Hope de cuerpo entero vestida de escarlata bajo un cielo azul, como una belleza inglesa de pálida piel en su casa de campo.
En vez de eso, retrocedimos al bajo Mundo de Balthus y Gustave Moreau.
Mientras surgían los extraños trazos de mi propia figura, yo estaba demasiado sorprendido para observar los raros elementos del retrato de Hope. A primera vista, la pintura había reproducido una semejanza fiel, aunque estilizada de mí mismo sentado en el sofá, pero por un sutil énfasis del diseño, la escena estaba totalmente transformada. Las cortinas de color púrpura que había detrás del sofá se parecían a una inmensa vela de terciopelo doblada sobre la cubierta de un barco fondeado, mientras los asideros en espiral emergían como una proa ornamentada. Lo más impresionante de todo era que los almohadones de encaje blanco contra los que me apoyaba parecían el plumaje de un enorme pájaro marino posado sobre mis hombros como un ancla caída del cielo. Mi propia expresión, de amargo patetismo, completaba la identificación.
–Otra vez el Antiguo Marino –dijo Hope sopesando mi ejemplar de Maldoror en la mano, mientras se paseaba alrededor de la tela–. El destino parece haberte encasillado en un tiempo, Robert. Sin embargo, éste es el papel en que siempre te he visto.
–¿Mejor que el Holandés Errante, Hope?
Ella se volvió de improviso, con un tic nervioso en una comisura de la boca.
–¿Por qué has dicho eso?
–Hope, ¿a quién estás buscando? Puede que yo me cruce con él.
Se apartó de mí y fue hacia la ventana. En el extremo de la terraza, Foyle jugaba con las rayas, derribándolas con sus pesadas manos y lanzándolos después sobre las puntiagudas rocas. Los largos picos arañaban su cara marcada por la viruela.
–Hope... –me acerqué a ella–. Tal vez será mejor que me vaya. Ya no hay motivo para que permanezca aquí. Mi yate está reparado –añadí, señalando la goleta atracada junto al muelle con neumáticos nuevos en sus ruedas.
–¡No! Aún estás leyendo Maldoror, Robert.
Hope me miró con sus enormes ojos como si me viese el rostro a través de un microscopio y esperase a que se estabilizara algún elemento ausente de mi carácter.
Durante una hora leí para ella en voz alta, con la intención de calmarla. Por alguna razón, ella seguía escrutando la pintura que mostraba mi velado parecido con el Marino, como si esta imagen ocultara algún otro marinero del mar de arena.
Cuando se fue a recorrer las dunas con su goleta, yo me acerqué a su retrato. Fue entonces cuando comprendí que había aparecido un intruso más en aquella casa de ilusiones.
El retrato mostraba a Hope en una posición convencional, sentada como cualquier heredera en una silla tapizada de brocado. Atraía la vista su cabello de ópalo, que caía como un arpa blanda sobre sus fuertes hombros, y también la firme boca con las comisuras ligeramente caídas. Lo que Hope y yo no habíamos observado era la presencia en el cuadro de una segunda figura. Apoyado en la terraza detrás de Hope, destacándose en el horizonte, estaba la imagen de un hombre con chaqueta blanca y la cabeza baja, mostrando la despejada frente. El borroso perfil de su figura (sus manos colgaban a los lados como pálidas manchas) le asemejaba a un hombre llegado de algún mar sumergido, cubierto de algas blancas.
Asombrado por este espectro que surgía en el fondo de la pintura, esperé a la mañana siguiente para ver si era alguna aberración de luz y pigmento. Pero la figura continuaba allí, incluso con más fuerza, con los rasgos huesudos emergiendo a través del empaste. Paseaba su mirada obscura a través de la habitación. Mientras leía para Hope después de comer, esperaba que ella me hiciera algún comentario sobre aquel extraño intruso. Alguien, que desde luego no era su hermanastro, pasaba por lo menos una hora al día frente a la tela para imprimir su imagen en la superficie.
Cuando Hope se levantaba para irse, el rostro del hombre, pensativo y triste, le llamó la atención.
–¡Robert... tienes algo de mágico! ¡Estás allí otra vez!
Pero yo sabía que aquel hombre no era yo. La chaqueta blanca, la frente huesuda y la boca dura eran características de otra persona. Después que Hope se fuera a caminar por la playa, subí a su estudio y examiné las telas que continuaban vigilando el paisaje para ella.
Y, en efecto, en las dos pinturas que miraban a los arrecifes del sur, encontré el mástil de un barco que esperaba, medio oculto entre los bancos de arena.
Todas las mañanas, la figura emergía con más claridad y sus ojos observadores parecían acercarse. Una noche, antes de irnos a la cama, cerré las ventanas de la terraza y cubrí la pintura con una cortina. A medianoche oí algo que se movía en la terraza, y encontré abiertas las ventanas de la biblioteca y descorrida la cortina del retrato de Hope. En la pintura, el rostro duro pero melancólico de un hombre me observaba desde arriba con una intensidad casi espectral. Salí corriendo a la terraza. A través de la luz polvorienta, la envuelta figura de un hombre caminaba con firmes pasos por la playa. Las rayas blancas revoloteaban en el aire obscuro sobre su cabeza.
Cinco minutos después, la figura de claros cabellos de Foyle surgió de la obscuridad. Sus labios gruesos hicieron una mueca de mal humor al volver. En sus zapatillas de seda negra no había rastros de arena.
Un poco antes que amaneciera, me hallaba en la biblioteca, devolviendo la mirada a aquel fantasmal visitante que acudía cada noche para velar ante la pintura de Hope. Saqué mi pañuelo, restregué su rostro de la tela y permanecí durante dos horas con mi propio rostro cerca de la pintura. Rápidamente la pintura borrosa tomó mis propios rasgos y los pigmentos cambiaron de lugar en una convección de tonalidades. Una parodia apareció ante mí: un hombre con blazer blanco, de fuertes hombros y ancha frente, el físico de un inteligente hombre de acción, en el cual estaban superpuestos mis propios rasgos y mi corto bigote.
La pintura se recoció cuando la primera luz del incierto amanecer tocaba la terraza sembrada de arena.
–¡Charles!
Hope Cunard entró por el ventanal abierto, con una bata blanca ondeando alrededor del cuerpo desnudo, como un tembloroso fantasma. Se colocó a mi lado y observó mi cara en el retrato.
–Así que eres tú; Robert, Charles Rademaeker ha vuelto con tu imagen... El mar de arena nos trae extraños sueños.
Cinco minutos después, mientras íbamos tomados del brazo por el pasillo hacia su dormitorio, entramos en una habitación vacía. Hope sacó un blazer blanco del armario. El hilo estaba usado y manchado de arena. Una mancha de sangre seca rodeaba el agujero de una bala en el talle.
Me lo puse como si fuera una diana.
La imagen de Charles Rademaeker surgió ante los ojos de Hope cuando se sentó en su cama, como un sonámbulo agotado, y me miró mientras corría las cortinas de su dormitorio.
Durante los días que siguieron, mientras navegábamos juntos en el mar de arena, me contó algo de sus relaciones con Charles Rademaeker, el holandés solitario e intelectual que vagaba en su yate por el desierto, catalogando la singular fauna de las dunas. Escapando, dos años antes, del viento del atardecer con una verga rota, había fondeado en Lizard Key. Desembarcó para tomar el aperitivo y su estancia duró varias semanas, ya que surgió un extraño idilio entre él y aquella tímida y hermosa pintora, idilio que tuvo un final violento. Hope nunca me aclaró lo ocurrido. A veces, cuando llevaba la chaqueta manchada de sangre con el agujero de bala, suponía que ella le había disparado, quizá mientras posaba para un retrato. Era evidente que había ocurrido algo raro con una tela, como si hubiese revelado a Rademaeker alguno de los elementos desconocidos que había empezado a sospechar en el carácter de Hope. Después del trágico final, cuando Rademaeker había sido asesinado o se había escapado, Hope recorría el mar de arena todos los veranos, buscándole en su blanca goleta.
Ahora Rademaeker había vuelto (del desierto o de la muerte), surgiendo de la agrietada arena en mi propia persona. ¿Creía Hope en realidad que yo era su amante reencarnado? A veces, por la noche, cuando se acostaba junto a mí en la cabina, con la luz reflejada por las vetas de cuarzo moviéndose como collares sobre su seno, me hablaba como si conociera mi distinta identidad. Luego, después de hacer el amor, deliberadamente me impedía dormir, como si incluso le molestara este intento de abandonarla, y me llamaba Rademaeker, con el rostro desfigurado de una mujer neurótica y desequilibrada. En tales momentos, yo entendía por qué Foyle y Bárbara Quimby se habían refugiado en su mundo particular.
Ahora, al mirar hacia atrás, creo que sólo proporcioné a Hope una tregua en su obsesión por Robert, una oportunidad de vivir su ilusión en aquella extraña pantomima emocional. Mientras tanto, el propio Rademaeker nos esperaba allí cerca, en los escondites del desierto.
Un atardecer llevé a Hope a navegar por el obscuro mar de arena. Hice que la tripulación encendiera las luces del aparejo y las bombillas del toldo de cubierta. Conduciendo aquel navío de luz por la negra arena, permanecí con Hope apoyado en la barandilla de popa, con el brazo alrededor de su cintura. Adormeciéndose, apoyó la cabeza en mi hombro. Su cabello de ópalo se levantaba sobre la obscura estela, como el esqueleto de algún pájaro primitivo.
Cuando llegamos a Lizard Key, una hora después, vi una goleta blanca que levaba el ancla entre los acantilados de arena y se adentraba en el desierto.
Ya sólo el hermanastro de Hope me recordaba mi precaria unión con ella y con la isla. Foyle se había mantenido fuera de mi camino, dedicado a sus juegos particulares en los arrecifes bajo la terraza. De vez en cuando, al vernos pasear tomados del brazo, nos miraba desde la tumbona con festivos, pero astutos ojos.
Una mañana, poco después de haberle sugerido a Hope que mandara de nuevo a su hermanastro y a la señorita Quimby a la casa de Red Beach, Foyle entró en la biblioteca. Percibí una marcada arrogancia en sus maneras. Con una mano ante la boca, señaló con escepticismo mi retrato y el de Hope.
–Primero el Antiguo Marino, ahora el Holandés Errante... para ser un mal marinero interpreta usted muchos papeles marinos, Melville. Treinta días en un sofá abierto, ¿eh? ¿A quien encarnará la próxima vez? ¿Al capitán Akab, a Jonás?
Bárbara Quimby entró detrás de él, y ambos me sonrieron con afectación, Foyle con su fea cabeza de fauno.
–¿Qué hay de Próspero? –interrogué a mi vez–. Esta isla está llena de visiones. Con usted como Calibán, Foyle.
Haciendo un gesto con la cabeza, Foyle se acercó a las pinturas. Una gran mano trazaba perfiles obscenos. Bárbara Quimby empezó a reír. Enlazados por la cintura, se fueron juntos. Sus risas se mezclaron con los gritos de las rayas, que volaban en círculo sobre los escollos en el aire rojizo.
Poco después, empezaron a ocurrir los primeros cambios curiosos en nuestros retratos. Aquella tarde, cuando estábamos juntos en la biblioteca, vi una ligera pero precisa alteración en los planos del rostro de Hope, unas huellas como de viruela en la piel. La textura de su pelo se había alterado, tenía un resplandor amarillento y los bucles más rizados.
Esta transformación se hizo más pronunciada al día siguiente. Los ojos de la pintura habían empezado a bizquear, como si la tela hubiera comenzado a reconocer algún desequilibrio en la mirada de Hope. Me volví hacia mi propio retrato. Aquí también se producía un cambio notable. Mi rostro había empezado a desarrollar una nariz similar a un hocico. La carne se había amontonado alrededor de los labios y las ventanas de la nariz, y los ojos se empequeñecían, sumergidos en rollos de grasa. Incluso la textura de mis ropas era diferente: los cuadros blancos y negros de mi camisa de seda recordaban el traje de algún extraño arlequín.
A la mañana siguiente, esta horrible metamorfosis era tan asombrosa que incluso Hope la hubiera notado. Con la luz del amanecer las figuras que me observaban eran las de unos monstruos saturninos. El cabello de Hope era ahora amarillo brillante. Los bucles rizados enmarcaban un rostro parecido a una polvorienta calavera.
Y en cuanto a mí, el rostro de hocico de cerdo se parecía a una de las caras de pesadilla de los negros paisajes de Hieronymus Bosch.
Corrí la cortina sobre las pinturas y me examiné la boca y los ojos en el espejo. ¿Era ésta la falsa imagen que teníamos Hope y yo en realidad? Llegué a la conclusión que los pigmentos estaban defectuosos (Hope raramente renovaba sus existencias) y que por eso producían aquellas enfermizas imágenes. Después de desayunar, vestimos nuestras ropas marineras y bajamos al muelle. No le dije nada a Hope. Navegamos durante todo el día sin perder de vista la isla, y no volvimos hasta el anochecer.
Poco después de medianoche, acostado junto a Hope en su dormitorio bajo el estudio, fui despertado por las rayas blancos, que chillaban en la obscuridad frente a las ventanas. Volaban en círculos como luces agitadas. En el estudio, con cuidado de no despertar a Hope, examiné las telas junto a las ventanas. En una encontré la fresca imagen de un navío blanco, con las velas ocultas por una cala, a media milla de la isla.
Así que Rademaeker había vuelto y su maligna presencia había falseado de algún modo los pigmentos de nuestros retratos. Convencido en seguida por esta lógica demente, hundí los puños en la tela, destruyendo la imagen del barco. Con los brazos y manos untados de pintura fresca, bajé al dormitorio. Hope dormía sobre las almohadas cruzadas, con las manos juntas sobre el pecho.
Tomé la pistola automática que ella guardaba en la mesilla. A través de la ventana, se levantaba el blanco triángulo de la vela de Rademaeker en el aire nocturno, levando anclas.
Desde media escalera pude ver la biblioteca. Habían colocado focos en el suelo, que bañaban las telas con poderosa luz, acelerando el movimiento de los pigmentos. Delante de las pinturas, en posiciones obscenas, se hallaban dos criaturas de pesadilla. La más alta llevaba una túnica negra como la casulla de un cura y una máscara de cerdo de papel maché en el rostro. A su lado, como monaguillo de esta misa negra, estaba una mujer con una peluca amarilla, el rostro empolvado y los labios y los ojos brillantes. Ambos se acicalaban y arreglaban delante de las pinturas.
Abriendo la puerta de un puntapié, vislumbré estas figuras de pesadilla con sus máscaras dementes. En las pinturas, la carne se fundía como cera sobrecalentada mientras mi imagen y la de Hope adoptaban su propia posición obscena. Al otro lado del resplandor de los focos, la mujer de la peluca amarilla se escurrió a la terraza a través de las cortinas. Mientras yo sorteaba los cables, observé brevemente detrás de mí a un hombre cubierto por una capa. Entonces, algo me golpeó bajo la oreja. Caí arrodillado y las negras túnicas me arrastraron a la ventana.
–¡Rademaeker! –exclamé, llevando a mi cuello una mano llena de pintura.
Tropecé con la pequeña estatua de latón con la que había sido golpeado, y corrí hacia la terraza. Las frenéticas rayas revoloteaban en la obscuridad como retazos luminosos. Debajo de mí, dos figuras corrían entre los escollos hacia la playa.
Llegué exhausto hasta la playa y caminé por la obscura arena, con los ojos irritados por la pintura que manchaba mis manos. A cincuenta metros de la orilla, las velas blancas de una inmensa goleta se elevaban en el aire nocturno con la proa señalando hacia mí.
Sobre la arena, a mis pies, estaban los restos de una peluca amarilla, un hocico de cerdo y la vieja casulla. Al tratar de recogerlos, caí de rodillas.
–¡Rademaeker...!
Un pie me golpeó el hombro. Un joven esbelto y altanero, que llevaba una gorra de marino, me miraba con ojos irritados. Aunque era más bajo de lo que yo me había imaginado, reconocí inmediatamente el austero y melancólico rostro.
Me ayudó a levantarme con una mano fuerte. Señaló la máscara y el disfraz y mis brazos manchados de pintura.
–Dígame, ¿qué son estas locuras? ¿A qué están jugando?
–Rademaeker... –dejé caer la peluca amarilla en la arena–. Creí que era...
–¿Dónde está Hope? –miró hacia la villa con las mandíbulas tensas–. Esas rayas... ¿Está ella aquí? ¿Qué es esto, una misa negra?
–Algo condenadamente parecido –miré hacia la playa desierta iluminada por la luz que reflejaban las grandes velas de la goleta. Comprendí a quién había estado viendo frente a la tela–. ¡Foyle y la chica! Rademaeker, ellos estaban ahí...
Él ya estaba subiendo por el sendero, deteniéndose sólo para gritar a sus dos marineros, que nos contemplaban desde el bauprés del yate. Corrí tras él, secándome la pintura del rostro con la peluca. Rademaeker abandonó el sendero para tomar un atajo hasta la terraza. Su figura compacta se movía rápidamente entre las rocas, sorteando las estatuas que se elevaban de la arena.
Cuando llegué a la terraza él ya estaba en la obscuridad, junto a los ventanales de la biblioteca, mirando hacia la brillante luz del interior. Se quitó la gorra con un gesto cuidadoso, como un cortesano cortejando a su novia. Sus cabellos suaves, ondulados por la presión de la gorra, le daban un aspecto sorprendentemente juvenil, muy distinto del duro vagabundo del desierto que yo había imaginado. Mientras estaba allí contemplando a Hope, cuya figura blanca se reflejaba en las ventanas abiertas, pude representármelo en la misma posición en sus secretas visitas a la isla, contemplando durante horas el retrato de ella.
–Hope... déjame...
Rademaeker tiró su gorra y corrió hacia delante. Se oyó un fuerte disparo cuyo impacto rompió uno de los cristales del ventanal, y resonó entre las afiladas rocas, asustando a las rayas, que echaron a volar. Apartando las cortinas de terciopelo, entré en la habitación.
Las manos de Rademaeker se agarraban al sillón tapizado de brocado. Empezaba a avanzar lentamente, tratando de llegar hasta Hope antes que ella le viera. Ella, de espaldas a nosotros, se hallaba ante la pintura con la pistola en la mano.
Excitados por la intensa luz de los focos, los pigmentos casi se habían fundido sobre la superficie de la tela. Los lívidos colores del descompuesto rostro de Hope eran como carne en putrefacción. Junto a ella, el sacerdote con hocico de cerdo que era yo, presidía sobre su cuerpo como un fiscal del Infierno.
Con una mirada de hielo, Hope se volvió hacia mí y Rademaeker. Miró fijamente la peluca amarilla que yo tenía en las manos, y la pintura de mis brazos. Su rostro era impasible. Toda expresión había desaparecido de él como arrastrada por una avalancha.
El primer disparo había agujereado el retrato de Hope. Y la pintura empezaba a correr por el agujero de bala. Como un vampiro, el monstruo de cabellos amarillos que era Hope empezaba a desintegrarse.
–Hope... –Rademaeker dio unos pasos cautelosos hacia delante.
Antes que pudiera sujetarla por la muñeca, ella se volvió y disparó contra él. El disparo rompió el cristal de la ventana, muy cerca de mí.
El siguiente disparo alcanzó a Rademaeker en la muñeca izquierda. Cayó sobre una rodilla, agarrándose la herida llena de sangre. Confusa por las explosiones que casi le habían arrancado la pistola, Hope sostenía el arma con ambas manos, apuntando a la sangre seca de mi chaqueta. Antes que pudiese disparar, yo di un puntapié a uno de los focos. La habitación se movió como un escenario giratorio. Tomé a Rademaeker por el hombro y le empujé hacia la terraza.
Corrimos hasta la playa. A medio camino, Rademaeker se detuvo, como si quisiese volver. Hope estaba en la terraza, disparando a las rayas que gritaban en la obscuridad sobre nuestras cabezas. La goleta blanca se disponía a levar anclas, y sus velas se desplegaban en el aire nocturno.
Rademaeker me hizo una seña con su muñeca ensangrentada.
–Vamos al barco. Ahora ella está sola... para siempre.
Nos pusimos en cuclillas ante el timón de la goleta, escuchando, mientras los últimos disparos sonaban en el desierto vacío.
Al amanecer, Rademaeker me dejó a un kilómetro de la playa en Ciraquito. Había pasado la noche al timón, con su muñeca vendada contra el pecho como si fuera una condecoración, dirigiendo con su mano sana. En el frío aire de la noche, traté de explicarle por qué Hope le había disparado, en un último intento de escapar de las ilusiones que se multiplicaban a su alrededor y alcanzar alguna especie de realidad.
–Rademaeker... yo la conocía. No le ha disparado a usted, sino a una ficción de usted... a la imagen del retrato. ¡Maldición! Ella estaba obsesionada con usted.
Pero él ya no parecía interesado, y sus labios inquietos no pronunciaron ninguna respuesta. En cierto modo, me había decepcionado. Quienquiera que fuese el que sacara a Hope de Lizard Key tendría primero que aceptar las múltiples ilusiones que eran parte integrante de la isla. En su negativa a admitir la realidad de sus fantasías, Rademaeker la había destruido.
Dejándome entre las dunas, cerca de las casas de la playa, me saludó con brusquedad, giró el timón en redondo, y su figura no tardó en desaparecer detrás de las crestas de arena. Tres semanas después, alquilé un yate a uno de los pescadores locales, y volví a la isla para recoger mi balandro. La goleta de Hope estaba atracada. Ella misma, tranquila, pálida y bella, vino a saludarme.
Las pinturas habían desaparecido, y, con ellas, todo recuerdo de aquella noche horrible. Los ojos de Hope me miraron con serenidad. Sólo sus manos se movían con una inquietud propia.
Al extremo de la terraza su hermano se hallaba tendido en una de las tumbonas, con la gorra de Rademaeker calada hasta los ojos. Bárbara Quimby estaba junto a él. Yo no sabía si explicar a Hope la morbosa y macabra farsa que habían organizado a su costa, pero ella se fue a los pocos minutos. Los labios burlones de Foyle eran el último residuo de aquel mundo. Carente de malicia, aceptaba la realidad de su hermanastra como la suya propia.
Sin embargo, Hope Cunard no ha olvidado enteramente a Charles Rademaeker. A medianoche la veo a veces navegando por el mar de arena, en persecución de un navío blanco con blancas velas. Anoche, actuando por un extraño impulso, me vestí con la chaqueta manchada de sangre que una vez usara Rademaeker, y navegué hasta la orilla del mar de arena. Esperé junto a un arrecife por donde sabía que ella pasaría. Cuándo se deslizó por mi lado en silencio, destacada su alta silueta contra los últimos rayos del Sol, permanecí inmóvil en la proa, para que viera la chaqueta. De nuevo la llevaba como si fuera una diana.
Pero otros navegaban por este extraño mar. Hope pasó a cincuenta metros de mí sin verme; pero media hora más tarde pasó un segundo yate, un queche de contrabando con ojos de dragón en la proa y al timón un hombre alto, de labios gruesos, que llevaba una peluca amarilla. Junto a él, una mujer de ojos obscuros sonreía al viento. Al pasar, Foyle me saludó con la mano, y una risa irónica resonó por la arena muerta hasta donde yo estaba con la chaqueta que me convertía en diana. Disfrazados de sacerdote loco, sirena o bruja de las dunas, cruzan el mar de arena a su antojo. Por las noches, mientras pasan navegando cerca de mí, los oigo reír.
Edición digital de Arácnido
Venus sonríe
Venus smiles . En Vermilion Sands, Ediciones Minotauro, 1993.
En: http://303.ubik.com.ar/venus.html
Notas graves en una tarde alegre.
Mientras nos íbamos en el coche, después de la inauguración, mi secretaria dijo:
–Señor Hamilton, supongo que se da usted cuenta de cómo se ha puesto en ridículo.
–No seas tan severa –respondí–. ¿Cómo podía saber que Lorraine Drexel produciría eso?
–Cinco mil dólares –musitó–. Un montón de vieja chatarra. ¡Y el ruido! ¿No miraste los bocetos? ¿Para qué está la Comisión de Bellas Artes?
Mis secretarias siempre me han hablado en ese tono; en ese momento entendí por qué. Detuve el coche bajo los árboles al final de la plaza y miré hacia atrás. Habían sacado las sillas y ya se había juntado una pequeña multitud alrededor de la estatua, mirándola con curiosidad. Un par de turistas golpeaba una columna, y la delgada estructura se estremecía pesadamente. No obstante, brotaba de la estatua un estridente gemido que atravesaba el agradable aire de la mañana, haciendo rechinar los dientes a los transeúntes.
–Raymond Mayo hará que la desmonten esta tarde –dije–. Si ya no la han desmontado. Quisiera saber dónde anda la señorita Drexel.
–No te preocupes, no la verás nunca más en Vermilion Sands. Apostaría a que en este momento está llegando a Red Beach.
Palmeé a Carol en el hombro.
–Tranquilízate. Estabas hermosa con la nueva falda roja. Los Médici tuvieron quizá el mismo problema con Miguel Angel. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar?
–Tú –dijo Carol–. Tú estabas en la comisión, ¿no es cierto?
–Querida –expliqué pacientemente–. La moda ahora es la escultura sónica. Estás tratando de librar una batalla que el público ya perdió hace treinta años.
Volvimos a mi oficina en un silencio enrarecido. Carol estaba molesta porque había tenido que sentarse a mi lado en la plataforma, mientras presentábamos la estatua, cuando la gente se puso a insultarme en la mitad de mi discurso, pero de cualquier modo la mañana había sido desastrosa en casi todos los sentidos. Lo que hubiese sido perfectamente aceptable en la Expo 75 o la Bienal de Venecia era sin duda muy anticuado en Vermilion Sands.
Cuando decidimos encargar una escultura sónica para la plaza del centro de Vermilion Sands, Raymond Mayo y yo estuvimos de acuerdo en patrocinar a un artista local. Había docenas de escultores profesionales en Vermilion Sands, pero sólo tres de ellos se habían dignado a presentarse al comité.
Los dos primeros que vimos eran hombres grandes y barbudos de puños enormes y proyectos imposibles: un pilón vibratorio de aluminio de treinta metros de altura, y un inmenso grupo familiar que demandaba más de quince toneladas de basalto montadas sobre una pirámide megalítica. Nos llevó una hora echar a cada uno de los hombres de la sala de la comisión.
El tercero era una mujer: Lorraine Drexel. Esa criatura elegante y autocrática, con un sombrero que parecía una rueda de carreta, de ojos como orquídeas negras, había sido modelo e íntima de Giacometti y de John Cage. Con un vestido azul de crespón adornado con serpientes de encaje y otros emblemas del art nouveau, se sentó ante nosotros: una Salomé fugitiva del mundo de Aubrey Beardsley. Sus ojos inmensos nos miraron con una tranquilidad casi hipnótica, como si ella acabase de descubrir, en ese instante, alguna singular cualidad en esos dos afables diletantes de la Comisión de Bellas Artes.
Hacía sólo tres meses que vivía en Vermilion Sands, a donde había llegado vía Berlín, Calcuta y el Chicago New Arts Center. La mayoría de sus esculturas, hasta el momento, habían sido instrumentadas para varios himnos tántricos e hindúes, y recordé su breve aventura con un cantante popular mundialmente famoso, muerto luego en un accidente automovilístico, que había sido un fervoroso fanático de la cítara. Pero en ese momento no prestamos atención a los plañideros cuartos de tono de ese infernal instrumento, tan rechinante para el oído occidental. Nos había mostrado un álbum de sus esculturas, interesantes construcciones de cromo que podían compararse favorablemente con las ilustraciones que habíamos visto en las últimas revistas de arte. En media hora habíamos firmado contrato.
Vi la estatua por primera vez aquella tarde treinta segundos antes de hablarle a un grupo selecto de celebridades de Vermilion Sands. No comprendo por qué ninguno de nosotros se había molestado hasta entonces en mirar la estatua. El título impreso en las tarjetas de invitación («Sonido y Quantum: Síntesis Generativa 3») había parecido un poco extraño, y la forma general de la estatua cubierta era aún más sospechosa.
Yo esperaba una figura humana estilizada, pero la figura debajo de la lona acústica tenía las proporciones de una antena de radar mediana. Pero Lorraine Drexel se había sentado a mi lado en el estrado, y estudiaba con ojos dulces a la multitud reunida allí abajo. La sonrisa ensoñadora le daba un aspecto de dócil Mona Lisa.
No quise ni pensar en lo que vimos cuando Raymond Mayo tiró de la cinta. Incluyendo el pedestal la estatua medía unos cuatro metros de altura. Tres delgadas patas de metal, ornamentadas con espigones y travesaños, salían del plinto y sostenían una cúspide triangular. Empalmada a esa cúspide había una estructura dentada que a primera vista parecía la rejilla del radiador de un viejo Buick, torcida en forma de U, de casi dos metros de diámetro. Los dos brazos sobresalían horizontalmente en una sola hilera de núcleos sónicos, cada núcleo de unos treinta centímetros de largo, como dientes de un enorme peine. Soldadas aparentemente al azar, sobre toda la estatua, había veinte o treinta aspas afiligranadas.
Eso era todo. Toda la estructura estaba cubierta de arañazos, y tenía ese aspecto marchito de las antenas de radar abandonadas. Inicié mi discurso un poco sobresaltado por los primeros chillidos agudos que emitía la estatua, y cuando llegué a la mitad me di cuenta de que Lorraine Drexel se había ido de mi lado. Parte del público empezaba a levantarse y a taparse los oídos, y le pedía a gritos a Raymond que volviese a poner la lona acústica. Un sombrero voló en el aire por encima de mi cabeza y aterrizó limpiamente en uno de los núcleos sónicos. La estatua propalaba ahora un quejido agudo e intermitente, una especie de maullido de cítara que parecía a punto de abrirme las suturas del cráneo. Respondiendo a los abucheos y a las protestas, comenzó de pronto a aullar caprichosamente, confundiendo con sus bocinazos a los conductores de coches que pasaban por el otro lado de la plaza.
Terminé el discurso con un tartamudeo inaudible, mientras la audiencia abandonaba los asientos en masa y los gritos y las burlas interrumpían el lloriqueo de la estatua.
Carol me tironeó bruscamente del brazo, los ojos encendidos como diamantes. Raymond Mayo señaló con una mano nerviosa.
Estábamos los tres solos en la plataforma; las hileras de sillas volcadas cubrían la plaza. De pie, a veinte metros de la estatua, que había empezado a gimotear quejumbrosamente, estaba Lorraine Drexel. Yo esperaba encontrar en su cara una expresión de indignación y de furia, pero esos ojos inmóviles mostraban en cambio el desprecio tranquilo e implacable de una viuda insultada en el funeral del marido. Mientras esperábamos con torpeza, mirando cómo el viento se llevaba los programas rotos, Lorraine Drexel dio media vuelta, y con un taconeo de diamantes atravesó la plaza.
Nadie quería saber nada de la estatua, así que finalmente me la tuve que llevar a casa. Lorraine Drexel abandonó Vermilion Sands el día que la desmontaron. Raymond habló brevemente con ella por teléfono antes de que se fuera. Supuse que estaría bastante desagradable, y no me molesté en escuchar la conversación.
–¿Y bien? –dije–. ¿Quiere que se la devolvamos?
–No –Raymond parecía un poco preocupado–. Dijo que nos pertenecía a nosotros.
–¿A ti y a mí?
–A todos –Raymond se sirvió del botellón de Scotch que había en la mesa de la terraza–. Luego se echó a reír.
–¿De qué?
–No lo sé. Dijo que todo era cuestión de crecimiento, y que ya nos gustaría.
Como no había otro sitio donde ponerla, planté la estatua en el jardín. Sin el pedestal de piedra sólo tenía dos metros de altura. Ahora, oculta por los ligustros, se había calmado, y emitía una agradable armonía melódica, de suaves rondós que gorjeaban en el calor de la tarde. Los punteados de cítara que la estatua había emitido en la plaza como un patético llamado de amor de Lorraine Drexel a su amante muerto, había desaparecido por completo, casi como si alguien hubiese instrumentado de nuevo la estatua. La desastrosa inauguración me había hecho huir tan precipitadamente que casi no había podido verla, y pensé que daba mucho mejor aspecto en el jardín que en Vermilion Sands; las columnas y las figuras abstractas resaltaban contra el desierto como parte de un anuncio de vodka. Al cabo de unos pocos días casi pude ignorarla.
Aproximadamente una semana más tarde estábamos en la terraza luego del almuerzo, descansando en las hamacas. Yo casi me había quedado dormido cuando oí la voz de Carol.
–Señor Hamilton, me parece que se mueve.
–¿Qué cosa se mueve?
Carol se había incorporado, torciendo a un lado la cabeza.
–La estatua. Parece diferente.
Miré la estatua, a menos de veinte metros de distancia.
La reja de radiador se había ladeado un poco, pero las tres patas parecían todavía verticales.
–La lluvia de anoche debe de haber ablandado el terreno –dije.
Escuché las tranquilas melodías que llevaban los remolinos de aire caliente, y luego volví a tenderme en la hamaca, somnoliento. Oí que Carol encendía un cigarrillo con cuatro cerillas y se iba caminando por la terraza.
Cuando me desperté una hora más tarde, estaba sentada en la hamaca, muy derecha, la frente arrugada.
–¿Te tragaste una abeja? –pregunté–. Tienes cara de preocupación.
Noté algo entonces, y observé un rato la estatua.
–Tienes razón. Se mueve.
Carol asintió. La forma de la estatua había cambiado de manera perceptible. La reja se había extendido a los lados transformándose en una especie de barquilla abierta en la que los núcleos sónicos parecían palpar el cielo, y los tres pies estaban más separados que antes. Todos los ángulos parecían diferentes.
–Pensé que finalmente se daría cuenta –dijo Carol, mientras nos acercábamos a la estatua–. ¿De qué está hecha?
–De hierro forjado, pienso, pero con mucho cobre o plomo. Se tuerce con el calor.
–Entonces ¿por qué se tuerce hacia arriba y no hacia abajo?
Toqué la curva superior de una pata. El metal se estremecía como si fuera elástico, y vibraba contra mi mano mientras el aire se movía entre los adornos. Tomé la barra con las dos manos y traté de mantenerla rígida. Un latido débil pero perceptible me golpeó rítmicamente.
Solté la pieza y di un paso atrás, limpiándome la herrumbre de las manos. Habían desaparecido las armonías mozartianas, y la estatua producía ahora una serie de acordes graves de Mahler. Carol estaba de pie junto a la estatua, descalza, y recordé que las especificaciones de altura que habíamos dado a Lorraine Drexel habían sido exactamente dos metros. Pero la estatua era casi un metro más alta que Carol, y la barquilla tenía por lo menos dos metros de diámetro. Las columnas y las barras parecían más gruesas y más fuertes.
–Carol –dije–. Tráeme una lima, por favor. Hay algunas en el garaje.
Carol volvió con dos limas y una sierra.
–¿Va a cortarla? –preguntó, esperanzada.
–Querida, esto es un Drexel original –tomé una de las limas–. Sólo quiero convencerme de que no me estoy volviendo loco.
Comencé a hacer una serie de pequeñas muescas en la estatua, asegurándome de que fuesen exactamente del ancho de la lima. El metal era blando, y el trabajo fácil; la superficie estaba cubierta de herrumbre pero debajo había algo jugoso y brillante, como savia.
–Muy bien –dije al terminar–. Vayamos a tomar algo.
Nos sentamos en la terraza y esperamos. No aparté los ojos de la estatua y podría jurar que no se movió. Pero cuando volvimos allí una hora más tarde la barquilla había vuelto a girar de algún modo hacia la derecha, y colgaba hacia nosotros como una inmensa boca metálica.
No necesité comparar las muescas con la lima. Tenían por lo menos el doble del ancho original.
–Señor Hamilton –dijo Carol–. Mire esto.
Señaló uno de los espigones. Bajo la capa exterior de herrumbre asomaban asomaban unos pequeños brotes afilados.
Uno o dos comenzaban ya a ahuecarse. Evidentemente eran núcleos sónicos incipientes.
Examiné con atención el resto de la estatua. Por todas partes salían nuevos retoños metálicos: arcos, púas, afiladas hélices dobles que transformaban la estatua original en una construcción más voluminosa y elaborada. Por encima murmuraba una mezcolanza de sonidos casi familiares, fragmentos de una docena de oberturas y sinfonías. La estatua tenía ya bastante más de cuatro metros de altura. Palpé una de las pesadas columnas y noté que los latidos eran más fuertes, y golpeaban con regularidad a través del metal, como si los gobernase el sonido de su propia música.
Carol me miraba con preocupación.
–Tranquilízate –dije–. Sólo está creciendo.
Volvimos a la terraza y miramos.
A las seis, aquella tarde, la estatua tenía el tamaño de un árbol pequeño. En el jardín atronaban simultáneamente, en fogosas versiones, la Overtura académica festiva de Brahms y el Primer Concierto de Piano de Rachmaninoff.
–Lo más extraño de todo –dijo Raymond Mayo a la mañana siguiente, levantando la voz por encima del estrépito– es que sigue siendo un Drexel.
–¿Quieres decir una escultura?
–Más que eso. Toma cualquier parte y verás que los motivos originales se repiten. Cada aleta, cada hélice, tiene todos los manerismos auténticos de Drexel, casi como si Drexel en persona estuviese allí dándole forma. La verdad es que esa afición por los compositores románticos no pega demasiado con el punteado de cítara, pero no está mal. Ahora quizá habría que esperar algo de Beethoven, por ejemplo la Sinfonía Pastoral.
–O los cinco Conciertos para Piano... tocados al mismo tiempo –dije ácidamente; me molestaba ese placer locuaz de Raymond por el monstruo musical que había en el jardín; cerré las ventanas de la terraza deseando que él mismo tuviese instalada la estatua en el living de su apartamento del centro–. Supongo que no crecerá eternamente.
Carol le pasó otro scotch a Raymond.
–¿Qué le parece que deberíamos hacer?
Raymond se encogió de hombros.
–¿Para qué preocuparse? –dijo irreflexivamente–. Cuando comience a tirar abajo la casa, córtenla. Gracias a Dios que la desmontamos. Si esto hubiera ocurrido en Vermilion Sands...
Carol me tocó el brazo.
–Señor Hamilton, quizá fue esto lo que esperó Lorraine Drexel. Quería que creciese y se extendiese por todo el pueblo, y que la música enloqueciese a todo el mundo...
–Cuidado –dije–. Te estás dejando llevar por tu imaginación. Como dice Raymond, podemos cortarla en cualquier momento que queramos y fundirla.
–Entonces ¿por qué no lo hace?
–Quiero ver hasta dónde llega –dije–. En realidad mis motivos eran más confusos. Era evidente que, antes de irse, Lorraine Drexel había puesto en marcha, dentro de la estatua, alguna perversa maldición, una rara venganza hacia todos nosotros por haberle ridiculizado la obra. Como había dicho Raymond, la presente babel de música sinfónica no tenía ninguna relación con el llanto melancólico que la estatua había emitido al principio. Esos acordes desolados ¿pretendían ser un réquiem por el amante muerto, o eran tal vez el llamado de un corazón obstinado? Fueran cuales fuesen los motivos de Lorraine Drexel, ahora habían desaparecido en esa extraña parodia instalada en mi jardín.
Miré cómo la estatua se extendía despacio por el césped.
Se había derrumbado a causa de su propio peso y estaba tendida de costado formando una especie de enorme espiral angular de siete metros de largo por cinco de alto, como el esqueleto de una ballena futurista. De ella brotaban fragmentos de la Suite del Cascanueces y de la Sinfonía Italiana de Mendelssohn, tapados por repentinos y atronadores pasajes de los últimos movimientos del Concierto para Piano de Grieg. La elección de esos clásicos trillados parecía deliberadamente calculada para fastidiarme.
Yo me había quedado despierto junto a la estatua la mayor parte de la noche. Después que Carol se fue a la cama llevé el coche hasta la estrecha cinta de césped junto a la casa y encendí las luces delanteras. La estatua se destacaba casi luminosamente contra la obscuridad, y tronaba y retumbaba mientras aparecían más y más brotes de núcleos sónicos a la luz amarilla del coche. Gradualmente perdió la forma original; el radiador dentado se plegó sobre sí mismo y luego echó nuevos puntales y púas que subieron en espiral, echando a su vez retoños secundarios y terciarios. Poco después de medianoche comenzó a torcerse y al fin se desplomó.
La estatua se movía ahora como un tirabuzón. El plinto había quedado suspendido en el aire, en el centro de la maraña, girando despacio, y los principales focos de actividad estaban en los dos extremos. El ritmo de crecimiento se estaba acelerando. Vimos cómo brotaba un nuevo retoño. Uno de los puntales se combó de pronto, y un bulto puntiagudo asomó entre la herrumbre de la superficie. En un minuto creció hasta convertirse en un aguijón de tres centímetros de largo; engordó, comenzó a torcerse y cinco minutos más tarde era un núcleo sónico completo de treinta centímetros.
Raymond señaló a dos de mis vecinos que observaban desde los techos de sus casas, a cien metros de distancia, alertados por la música.
–Pronto tendrás aquí a todo Vermilion Sands. En tu lugar, yo la taparía con una lona sónica.
–Si encuentro una del tamaño de una cancha de tenis. De todos modos es hora de que hagamos algo. Tú trata de dar con Lorraine Drexel. Yo averiguaré qué la hace crecer.
Aserré un miembro de cincuenta centímetros de largo y se lo entregué al doctor Blackett, un vecino excéntrico pero amistoso que a veces también se dedicaba a la escultura.
Caminamos hasta la comparativa tranquilidad de la terraza. El núcleo sónico emitía algunas notas aleatorias, fragmentos de un Cuarteto de Weber.
–¿Encuentra alguna explicación? –pregunté.
–Notable –dijo–. Casi plástico –se volvió para mirar la estatua–. Una circunnutación evidente. Quizá sea fototrópica, además. Hmm, casi como una planta.
–¿Está viva?
Blackett lanzó una carcajada.
–Mi querido Hamilton, claro que no. ¿Cómo podría estar viva?
–Entonces, ¿de dónde saca los nuevos materiales? ¿Del suelo?
–Del aire. Todavía no lo sé, por supuesto, pero yo diría que sintetiza rápidamente una forma alotrópica de óxido ferroso. En otras palabras un reordenamiento puramente físico de los elementos de la herrumbre –Blackett se acarició el poblado bigote y miró pensativo la estatua–. Musicalmente, es bastante curiosa, un pasmoso compendio de casi todas las malas notas que se han compuesto en la historia de la música. En algún sitio la estatua debe haber sufrido un trauma sónico grave. Se porta como si la hubieran dejado una semana en una playa de maniobras del ferrocarril. ¿Tiene usted alguna idea de lo que pasó?
–No, ninguna –le esquivé la mirada mientras volvíamos junto a la estatua, que pareció percibir nuestra proximidad y empezó a trompetear los compases iniciales de la marcha Pompa y Circunstancias de Elgar; cambiando de paso deliberadamente, le dije a Blackett–: Entonces, para silenciarla, bastaría cortarla en trozos de cincuenta centímetros de largo.
–Si la estatua le preocupa. Sin embargo sería interesante dejarla, si soporta el ruido. No hay ningún peligro de que continúe creciendo indefinidamente –Blackett alzó una mano y palpó una de las barras–. Todavía firme pero diría que no falta mucho. Pronto se ablandará como una fruta demasiado madura, y luego comenzará a desmenuzarse, a desintegrarse, ojalá que a consumirse, con la interpretación del Réquiem de Mozart y el final del Goterdammerung –Blackett me sonrió, mostrándome esos extraños dientes–. A morir, si así lo prefiere.
Pero no había tomado en cuenta a Lorraine Drexel.
Al día siguiente me despertó el ruido a las seis de la mañana. La estatua tenía ahora casi veinte metros de largo y cruzaba los macizos de flores a ambos lados del jardín.
Parecía como si una orquesta completa estuviese interpretando una Sinfonía Demente en el centro del césped. Del otro lado, junto a los canteros, los núcleos sónicos continuaban ofreciendo el catálogo romántico, una babélica mezcla de Mendelssohn, Schubert y Grieg, pero cerca de la terraza los núcleos empezaban a emitir los ritmos discordantes y sincopados de Stravinsky y Stockhausen.
Desperté a Carol y tomamos un nervioso desayuno.
–¡Señor Hamilton! –gritó–. ¡Tiene que detenerla!
–Los tentáculos más cercanos estaban a sólo dos metros de los ventanales de la terraza. Los miembros mayores tenían casi diez centímetros de diámetro y los latidos golpeaban adentro como la presión del agua en una manguera de incendio.
Cuando los primeros coches de la policía comenzaron a pasar por la calle, delante de la casa, fui al cobertizo de las herramientas y saqué una sierra.
El metal era blando y la hoja se hundía rápidamente.
Apilé a un lado los trozos que iba cortando, mientras subían al aire unas notas aleatorias. Separados del cuerpo principal, los fragmentos eran casi inactivos, como había dicho el doctor Blackett. A las dos de la tarde ya había cortado la mitad de la estatua, reduciéndola a proporciones manejables.
–Eso la mantendrá a raya –le dije a Carol; caminé alrededor y cercené algunas de las barras más ruidosas–. Mañana concluiré el trabajo.
No me sorprendí cuando llamó Raymond para decir que no había rastros de Lorraine Drexel.
A las dos de la madrugada me despertó el estallido de un vidrio de una ventana contra el piso del dormitorio. Una inmensa hélice metálica se cernía como una garra entrando por el agujero, chillándome con el núcleo sónico.
Había media Luna, y una luz grisácea y débil se derramaba en el jardín. La estatua había vuelto a crecer y era ahora dos veces más grande que en la mañana anterior. Se extendía por todo el jardín en una enmarañada red, como el esqueleto de una casa aplastada. Los primeros tentáculos ya habían llegado a las ventanas del dormitorio, y otros habían trepado al cobertizo de herramientas y brotaban hacia abajo taladrando el techo, arrancando las láminas galvanizadas.
La luz de la ventana alumbró miles de pequeños núcleos sónicos que cubrían la estatua. Finalmente, al unísono, esos núcleos cantaron el final de la Sinfonía apocalíptica de Bruckner.
Fui al dormitorio de Carol, que por suerte quedaba en el otro extremo de la casa, y le hice prometer que no se levantaría de la cama. Luego bajé y llamé por teléfono a Raymond Mayo, que llegó una hora más tarde trayendo en el asiento trasero del coche un soplete oxiacetilénico y unas garrafas que le había pedido a un contratista local.
La estatua crecía casi con la misma rapidez con que nosotros la cortábamos, pero cuando llegaron las primeas luces, poco antes de las seis, ya la habíamos derrotado.
El doctor Blackett miró cómo rebanábamos los últimos fragmentos de la estatua.
–Hay un trozo junto a los canteros que quizá sea audible. Pienso que valdría la pena conservarlo.
Me limpié el sudor de la cara y sacudí la cabeza.
–No. Lo siento, créame, pero una vez es bastante.
Blackett asintió, y miró tristemente hacia los montones de chatarra, todo lo que quedaba de la estatua.
Carol, que parecía como aturdida por todo lo que había pasado, servía café y brandy. Mientras nos desplomábamos en dos de las hamacas, los brazos y las caras negros de herrumbre y limaduras, pensé irónicamente que nadie podría acusar a la Comisión de Bellas Artes de no dedicarse con empeño a sus labores específicas.
Hice una recorrida final por el jardín, y recogí el trozo que había mencionado Blackett; luego orienté al contratista local, que había venido con el camión. Él y sus dos hombres tardaron una hora en cargar la chatarra (una tonelada y media, según calculamos) en el vehículo.
–¿Qué hago con esto? –preguntó después de subir a la cabina–. ¿Lo llevo al museo?
–¡No! –dije casi con un grito–. Deshágase de todo. Entiérrelo en algún sitio o, mejor todavía, fúndalo. Lo antes posible.
Luego que se fueron, Blackett y yo caminamos un rato por el jardín. Parecía como si hubiese estallado allí una granada de metralla. Había enormes terrones esparcidos por todas partes, y nosotros mismos habíamos pisoteado la poca hierba que no había sido arrancada por la estatua. Las limaduras de hierro cubrían el césped como polvo, y unas débiles notas perdidas ondeaban flotando a la luz del Sol cada vez más fuerte.
Blackett se agachó y levantó un puñado de granos.
–Dientes de dragón. Mañana se asomará usted a la ventana y verá crecer la Misa en Si Menor –dejó que las limaduras se le deslizaran entre los dedos–. Sin embargo, pienso que aquí acaba el asunto.
No podía haber estado más equivocado.
Lorraine Drexel nos demandó. Quizá encontró la noticia en los diarios y comprendió que era su oportunidad. No sé dónde había estado escondida, pero sus abogados se materializaron rápidamente, blandiendo el contrato y señalando la cláusula donde garantizábamos proteger la estatua de cualquier daño que le pudiesen ocasionar vándalos, ganado o algún otro estorbo público. La acusación principal se refería al daño que según ella habíamos hecho a su reputación: si habíamos decidido no exhibir la estatua deberíamos haber supervisado su traslado a algún lugar de depósito, y no desmembrarla y vender luego los fragmentos como hierro viejo. Esta afrenta deliberada, insistía, había significado para ella la pérdida de varios pedidos importantes, por un total de por lo menos cincuenta mil dólares.
En las audiencias preliminares pronto advertimos que nuestra mayor dificultad consistiría en probar a alguien que no hubiera estado allí que la estatua había crecido de veras.
Tuvimos suerte, conseguimos varios aplazamientos, y Raymond y yo tratamos de rastrear lo que pudimos de la estatua. Todo lo que encontramos fueron tres pequeñas barras, ahora totalmente inertes, que se herrumbraban en la arena, al borde de un basural en Red Beach. Aparentemente el contratista, siguiendo mi consejo, había llevado el resto de la estatua a una acería para que lo fundiesen.
Nuestro argumento no pasaba de ser un alegato de defensa propia. Raymond y yo declaramos que la estatua había empezado a crecer, y luego Blackett pronunció una larga homilía ante el juez detallando lo que él consideraba deficiencias musicales de la estatua. El juez, un viejo rudo e irascible de la escuela de la horca, decidió en seguida que queríamos tomarle el pelo. Estábamos perdidos desde el principio.
La sentencia final no fue dictada hasta unos diez meses después de haber descubierto la estatua en el centro de Vermilion Sands, y el veredicto no nos sorprendió.
Lorraine Drexel sería indemnizado con treinta mil dólares.
–Parece que tendríamos que haber aceptado el pilón, después de todo –le dije a Carol mientras salíamos de la sala del tribunal–. Aun aquella especie de pirámide nos hubiera creado menos problemas.
Raymond se unió a nosotros y los tres salimos al balcón, al final del pasillo, a respirar un poco de aire.
–No importa –dijo Carol valientemente–. Al menos todo ha terminado.
Miré por encima de los techos de Vermilion Sands, pensando en los treinta mil dólares y preguntándome si tendríamos que pagarlos de nuestros propios bolsillos.
El edificio del tribunal era nuevo y por una extraña ironía nuestro caso lo había inaugurado. Una buena parte del piso y del enyesado estaba todavía sin terminar, y en el balcón faltaba el mosaico. Yo estaba de pie sobre una viga cruzada de acero, y uno o dos pisos más abajo alguien debía estar clavando un remache en una viga maestra, pues la que yo tenía bajo los pies vibraba con un movimiento sedante.
De pronto me di cuenta de que no se oía ningún ruido de remaches, y que el movimiento bajo mis pies era menos un vibración que una pulsación rítmica.
Me incliné y puse las manos encima de la viga. Raymond y Carol me miraron con curiosidad.
–Señor Hamilton, ¿qué pasa? –preguntó Carol cuando me levanté.
–Raymond –dije–. ¿Cuánto hace que empezaron a trabajar en este edificio? En el esqueleto de acero, al menos.
–Unos cuatro meses, creo. ¿Por qué?
–Cuatro –asentí lentamente–. Dime, ¿cuánto tiempo crees que tarda un pedazo de chatarra en ser reprocesado y volver a la circulación?
–Años, si ha andado por los depósitos de basura.
–¿Y si hubiera llegado directamente a la acería?
–Entonces un mes. Menos.
Ahogándome de risa señalé la viga.
–¡Toquen eso! ¡Vamos, tóquenlo!
Arrugando el ceño, los dos se arrodillaron en el suelo y apoyaron las manos en la viga. De pronto Raymond me miró.
Dejé de reír.
–¿Sientes?
–¿Si siento? –dijo Raymond–. Oigo. Lorraine Drexel... la estatua. ¡Está aquí!
Carol acariciaba la viga y escuchaba.
–Me parece que hay un zumbido –dijo, perpleja–. Como si fuera la estatua.
Me eché a reír otra vez, y Raymond me tomó el brazo.
–Cálmate, ¡pronto cantará todo el edificio!
–Ya lo sé –dije con un hilo de voz–. Y no será sólo este edificio –tomé a Carol del brazo–. Vamos, tenemos que ver si hay algunos brotes.
Subimos al último piso. Los yeseros estaban a punto de entrar a trabajar y había unos caballetes grandes y pilas de listones por todas partes. Todavía no habían puesto el revoque, y las paredes eran de ladrillo desnudo, con vigas separadas por intervalos de tres metros.
No tuvimos que buscar demasiado.
Brotando de una de las viguetas de acero, debajo del techo, había una larga hélice metálica que se ahuecaba formando un delicado núcleo sónico. Sin movernos contamos una docena más. Emitían una débil vibración, como si fuesen los primeros músicos de una inmensa orquesta de ejecutantes de cítara que se instalaban en cada llanura y cada cima de montaña de la Tierra. Recordé la última vez que habíamos oído esa música, cuando Lorraine Drexel estaba a mi lado en la inauguración de su obra en la plaza de Vermilion Sands. La estatua había llamado a su amante muerto, y ahora iba a repetir de nuevo el estribillo.
–Un Drexel auténtico –dije–. Todos los amaneramientos.
Todavía no hay mucho que ver, pero esperen a que se ponga en marcha.
Raymond andaba de un lado a otro, boquiabierto.
–Hará pedazos todo el edificio. Piensen en el ruido.
Carol miraba uno de los retoños.
–Señor Hamilton, usted dijo que habían fundido todo.
–Lo fundieron, ángel. Y así volvió todo a la circulación, contagiando a todos los metales con los que entró en contacto. La estatua de Lorraine Drexel está aquí, en este edificio, y en otra docena de edificios, en barcos y aviones, en un millón de automóviles nuevos. Aunque sólo sea un tornillo o una tuerca, eso bastará para contaminar al resto.
–Encontrarán una forma de detenerla –dijo Carol.
–Puede ser –admití–. Pero probablemente volverá de algún modo. Algunos pedazos siempre volverán –le rodeé la cintura con el brazo y comencé a bailar al compás de la extraña música abstracta que ahora, por algún motivo, era tan hermosa como los ojos melancólicos de Lorraine Drexel–. ¿Dijiste que todo había terminado? Carol, apenas ha empezado. El Mundo entero se pondrá a cantar.
Edición digital de Ubik
Dile adiós al viento
Say goodbye to the wind. En Vermilion Sands, Ediciones Minotauro, 1993.
A medianoche oí una música que salía del club nocturno abandonado entre las dunas, en Lagoon West. Todas las noches, esa deshilachada melodía me había despertado mientras yo dormía en mi villa sobre la playa. Cuando empezó de nuevo bajé desde el balcón a la arena caliente y caminé por la orilla. En la obscuridad los vagabundos se quedaban junto a la marca de la marea, escuchando la música que llegaba hasta ellos en las ondas termales. Mi linterna iluminó las botellas rotas y las ampollas hipodérmicas tiradas en el suelo. Vestidos con ropas inertes, esperaban en el aire obscuro como payasos descoloridos.
El club nocturno había estado desierto desde el verano anterior, y las dunas cubrían las paredes blancas. Las letras obscurecidas de un letrero de neón se inclinaban sobre el bar al aire libre. La música salía de un tocadiscos en el escenario, un foxtrot que yo había olvidado hacía años. Entre las mesas cubiertas de arena caminaba una joven de pelo coralino, canturreando en voz baja mientras seguía con manos enjoyadas el ritmo de ese viejo tema. La mirada baja y el andar reflexivo, de niña pensativa, me hizo suponer que era una sonámbula atraída desde una de las mansiones de la orilla a ese abandonado club nocturno.
A mi lado, cerca del bar, estaba uno de los vagabundos. Las ropas opacas le colgaban del cuerpo musculoso como la cascara de un fruto violado. El aceite del pecho obscuro le encendía los ojos colmados de droga, y daba al rostro decrépito un momento de lúcida calma. Mientras la joven bailaba sola con su camisón negro, él se adelantó y la tomó de los brazos. Juntos dieron vueltas por el suelo de madera, la mano enjoyada de la muchacha en el hombro con cicatrices del vagabundo. Cuando terminó el disco la joven se apartó de él, con el rostro totalmente inexpresivo, y caminó entre las mesas hacia la obscuridad.
¿Quién sería esa vecina hermosa que se movía con la certeza de una sonámbula y bailaba todas las noches con los vagabundos en el club nocturno abandonado? Mientras iba en coche hacia Vermilion Sands a la mañana siguiente, miré hacia las villas de la costa con la esperanza de verla de nuevo, pero la playa no era una zona de madrugadores, y todos dormían con los toldos bajos. La estación en Vermilion Sands estaba ahora en su apogeo. Los turistas llenaban las terrazas de los cafés y las tiendas de curiosidades. Luego de dos o tres agitadas semanas de festivales dedicados a todo, desde música no aural hasta comida erótica, la mayoría arrojaba las compras por las ventanillas del coche mientras regresaba a la seguridad de Red Beach. En los arrecifes de arena de las periferias de Vermilion Sands, las flores cantantes y las estatuas eran la única flora del paisaje, una isla cercada por extraños sonidos.
Yo había abierto mi propia boutique, «Topless in Gaza», especializada en modas de biotela, hacía dos años. Cuando llegué a la galería cerca de la Costanera a las once de la mañana, ya había una pequeña multitud mirando el escaparate, fascinada por los diseños de arte óptico que se desplegaban a medida que los vestidos exhibidos se doblaban y se arqueaban al Sol de la mañana. Mi socio, Georges Conté, el parche art nouveau levantado sobre la ceja izquierda, acomodaba en un stand una bata de playa de color amarillo eléctrico. Por algún motivo la tela estaba inusitadamente caprichosa, y se aferraba a él como una viuda neurótica. Asiéndole las muñecas con una mano, Georges la puso por la fuerza en su lugar, y luego dio un paso atrás antes de que la tela lo agarrase otra vez. El vestido irritado golpeó a derecha e izquierda; la tela latía como un Sol inflamado.
Al entrar en la tienda vi que iba a ser uno de nuestros días más difíciles. Por lo general, cuando yo llegaba encontraba los vestidos y los trajes ronroneando en las perchas como soñolientos habitantes de un exquisito zoológico arborícola. Ese día algo los había perturbado. Los percheros de modelos bullían; los diseños parecían lívidos y discordantes. Cada vez que se tocaban entre ellos, las telas retrocedían como membranas en carne viva. Las ropas de playa pasaban por el mismo estado de desasosiego: los pañolones y los trajes de baño despedían alrededor figuras estridentes, como piezas de una demente exhibición de arte cinético.
Georges Conté se me acercó con los brazos en alto, en un ademán de heroica desesperación. El traje blanco de seda le centelleaba como un arco iris colérico. Hasta mi camisa diurna color malva estaba alterada; las costuras empezaban a descoserse y a deshilacharse.
–Georges, ¿qué pasa? ¡Todo está alborotado!
–¡Señor Samson, yo me lavo las manos! Es un problema de temperamento. ¡Son intratables!
Se miró la manga moteada, y trató de cepillarse los colores lívidos con una mano manicurada. Trastornado por la atmósfera alterada, el traje se le expandía y contraía con latidos irregulares, torciéndose sobre el pecho como las fibras de un corazón enfermo. En un rapto de exasperación sacó uno de los vestidos de la percha y lo sacudió con furia.
–¡Quieto! –gritó, como un empresario que llama al orden a una indócil fila de coristas–.¿Qué es esto? ¿«Topless in Gaza» o un zoológico demoníaco ?
En los dos años que hacía que lo conocía, Georges siempre se había referido a los vestidos como si fueran un grupo de actores humanos. A las telas más caras y sensibles, engendradas a partir de las estirpes más antiguas, las trataba con la distinción y la elegancia reservadas para una duquesa temperamental. En el otro extremo, manipulaba la extravagante ropa de playa con el caballeresco encanto que desplegaba ante las bellezas adolescentes que a veces entraban por accidente en la boutique.
A veces me preguntaba si para Georges los vestidos y los trajes no estarían más vivos que sus compradores. Sospechaba que veía a los eventuales usuarios como poco más que animadas libretas de cheques cuya única función era alimentar y ejercitar a las exquisitas criaturas que él les ponía en las espaldas. Por cierto, la cliente distraída o informal que cometía el error de meterse en la prenda incorrecta o, peor aún, que estaba dotada de una figura que no alcanzaba las proporciones de Marlene Dietrich, recibía de Georges un tratamiento brusco y la indicación, con el ademán de un puño de encaje, de ir a las tiendas de ropa inerte del parque de diversiones del pueblo.
Esa, desde luego, era una burla particularmente amarga. Nadie, con excepción de algunos excéntricos o vagabundos, llevaba ya ropas inertes. La única prenda inerte de uso común era la mortaja, y hasta en ese caso la mayoría de las gentes elegantes preferían que no las viesen muertas envueltas en una de esas telas. El macabro espectáculo de la extraña flora sepulcral que brotaba de las tumbas agrietadas como la pesadillesca colección de una Quant o un Dior del otro Mundo, pronto había puesto fin a todas las formas de biotelas para ataúd, y establecido con firmeza el principio: «Desnudos llegamos al Mundo y desnudos lo dejamos».
El éxito y la selecta clientela de la boutique habían sido casi obra exclusiva de la devoción de Georges, a quien yo le consentía de buena gana la extravagante idea de que cada vestido y cada traje tenían una personalidad individual. Esos dedos delgados podían persuadir a un dobladillo para que se acortase en segundos en vez de horas, hacer un pliegue o agrandar una nesga casi antes de que la cliente tuviese tiempo de firmar el cheque. Un vestido particularmente exótico, alterado porque alguien se lo ponía por primera vez, era tranquilizado y consolado por Georges, que lo palmeaba acomodándolo al cuerpo de la propietaria, acariciando con manos suaves los tejidos nerviosos sobre los contornos poco conocidos de la cadera y del busto.
Pero ese día de nada le servían el encanto y la experiencia. Los vestidos de las perchas se estremecían inquietos y los colores se les corrían en charcos borrosos. Una de las desventajas de las biotelas es su extrema sensibilidad. Criados originalmente a partir de las cepas genéticas de delicadas glicinas y mimosas, los hilos tejidos han conservado algo de la notable respuesta de esas enredaderas a la atmósfera y al contacto. El movimiento repentino de alguien que anda cerca, y no digamos del que lleva puesta una prenda, produce una inmediata respuesta de esos tejidos casi nerviosos. Un vestido puede cambiar de color y de textura en unos pocos segundos, y volverse más escotado al acercarse un admirador ansioso, más formal ante un encuentro casual con un gerente de banco.
Esa sensibilidad al estado de ánimo explica la verdadera popularidad de las biotelas. Las ropas ya no se hacen con fibras muertas de color y textura fijos, que sólo se pueden aproximar toscamente a la figura humana del vagabundo, sino con tejidos vivos que se adaptan a los contornos y a la personalidad de quien las usa. Otras ventajas son el crecimiento continuo de los materiales, alimentados por los olores corporales y la transpiración, los dulces licores destilados por los propios poros de la dueña de la prenda, y la constante renovación de las fibras, reparando las fallas y los puntos sueltos y eliminando la necesidad de bañarse.
Pero mientras andaba por la tienda esa mañana pensé que esas inmensas ventajas tenían un precio. Por algún motivo habíamos acumulado una colección particularmente temperamental. Se hablaba de casos de pánico repentino causados por el tubo de escape de un motor, en los que un surtido completo de modelos se había destruido en un paroxismo de violencia.
Le iba a sugerir a Georges que cerrásemos la tienda durante la mañana cuando noté que había entrado ya la primera cliente del día. Parcialmente oculta por los percheros de ropa de playa, sólo vi un rostro elegantemente arreglado, velado por un sombrero de ala ancha. Cerca de la puerta un joven chofer esperaba a la luz del Sol, observando a los turistas con mirada aburrida.
Al principio me molestó que llegase una cliente rica justo en el momento en que nuestro surtido estaba intranquilo: todavía me estremecía al recordar la bikini de tejido nervioso que le bajó hasta los tobillos a la dueña mientras estaba en el trampolín alto, sobre la abarrotada piscina del Hotel Neptuno. Me volví para pedirle a Georges que usase todo su tacto para conseguir que ella se fuese.
Pero por una vez Georges había perdido el aplomo. Con el cuerpo doblado hacia adelante, enfocando los ojos miopes, contemplaba a nuestra cliente como un miserable voyeur de los bulevares deslumbrado por una belleza preadolescente.
–¡Georges! ¡Domínate! ¿La conoces?
Me miró con ojos inexpresivos.
–¿Qué? –el traje ya se le había empezado a alisar como un espejo, su invariable respuesta cada vez que estaba frente a una mujer hermosa; murmuró–: La señorita Channing.
–¿Quién? –Raine Channing... –repitió–. De antes de su época, señor Samson, de antes de la época de cualquiera...
Lo dejé pasar; iba con las manos tendidas como Parsifal al acercarse al Santo Grial. Claro que la recordaba, en otra época modelo internacional y epítome de la eterna juventud, el rostro melancólico y travieso recreado por una docena de cirugías plásticas. Raine Channing era una reliquia macabra de la década del 70 y de su culto de la adolescencia. Mientras en el pasado las actrices de cine habían recurrido a la cirugía plástica para levantar una mejilla floja o para borrar una arruga delatora, Raine Channing, una joven modelo de poco más de veinte años, había entregado su cara al escalpelo y a la aguja para recobrar la frescura infantil de una adolescente candorosa. No menos de una docena de veces había regresado a la sala de operaciones y salido envuelta en vendajes que le sacaban bajo los reflectores para mostrar una helada máscara adolescente. A su repulsiva manera, quizás había ayudado a terminar con ese culto lunático. Desde hacía algunos años no aparecía en público, y recordé que sólo unos pocos meses atrás había leído sobre la muerte de su confidente y empresario, el brillante costurero y diseñador de las primeras modas de biotela, Gavin Kaiser.
Aunque andaba cerca de los treinta, Raine Channing conservaba todavía su aspecto infantil, ese extraño montaje de rostros adolescentes sobre unos ojos melancólicos. Llevaba en la mirada los suicidios latentes de Carole Landis y Marilyn Monroe. Mientras le hablaba a Georges con esa voz grave, me di cuenta de dónde la había visto: bailando con los vagabundos en el abandonado club nocturno de Lagoon West.
Cuando compré la boutique, las descoloridas revistas de modas estaban repletas de fotografías de Raine... Raine con los ojos heridos, mirando por encima de los vendajes que le cubrían las mejillas rehechas, o llevando la última creación de biotelas en una discoteca exclusiva, sonriéndole a la bien parecida cara de gángster de Kaiser. En muchos sentidos la relación entre Raine Channing y ese genio de la moda, de veinticinco años, resumía toda una desastrosa época, de la que el rostro mutilado de Raine era un relicario olvidado. Pronto, antes de que cumpliese los treinta años, hasta ese rostro se disolvería.
Sin embargo, mientras visitaba nuestra boutique, esa obscura perspectiva parecía muy lejana. Georges estaba encantado de verla, de conocer al fin de igual a igual a una de las rutilantes luminarias de su época de aprendizaje. Sin pensar en nuestro perturbado surtido, abrió las vidrieras y los exhibidores. Curiosamente, todo se había tranquilizado, y los vestidos se agitaban con suavidad en las perchas, como pájaros dóciles.
Esperé a que Georges disfrutase de ese momento de reminiscencias y luego me presenté.
–Ha calmado todo –la felicité–. Deben quererla.
Se echó alrededor el cuello blanco de zorro, y frotó la mejilla contra él. La piel se le deslizó por el cuello y por los hombros, envolviéndola en una caricia.
–Ojalá –dijo–. Sin embargo, ¿sabe usted que hace unos pocos meses las odiaba? Quería de verdad que el Mundo entero fuese desnudo para que muriesen todas las prendas –soltó una carcajada–. Ahora tengo que buscar todo un nuevo vestuario.
–Nos encanta que haya empezado por aquí, señorita Channing. ¿Se va a quedar mucho tiempo en Vermilion Sands?
–Sólo un rato. Vine aquí por primera vez hace mucho tiempo, señor Samson. En Vermilion Sands nunca cambia nada, ¿se ha dado cuenta? Es un buen sitio para volver.
Caminamos por delante de los exhibidores. De vez en cuando ella acariciaba una tela con una blanca mano de niña. Al abrirse la chaqueta, una joya sónica, como una rosa de cristal, emitió una música diminuta entre los pechos de Raine. Alrededor de las muñecas le anidaban como ratones unos juguetes de terciopelo. Parecía enteramente oculta en ese viviente nido de juegos, como una grotesca Venus infantil.
¿Qué era entonces lo que tenía Raine Channing que me atraía tanto? Mientras Georges le ayudaba a escoger un brillante vestido pastel, y las demás prendas murmuraban en las sillas alrededor de ella, se me ocurrió que Raine Channing parecía una Eva-niña en un Edén de costura, una Eva que infundía vida a todo lo que tocaba. Entonces la recordé bailando con los vagabundos en el desierto club nocturno de Lagoon West.
Mientras el joven chofer salía llevando las compras, dije:
–La vi anoche. En el club nocturno al lado de la playa.
Por primera vez me miró directamente a la cara, con los ojos alerta y adultos encima de la blanca máscara adolescente.
–Vivo cerca –dijo–, en una de las casas de la orilla del lago. Había música y gente bailando.
Cuando el chofer le abrió la puerta del coche vi que los asientos estaban cubiertos de juguetes y joyas sónicas. Se fueron como dos adultos que juegan a ser niños.
Dos días más tarde volví a oír una música que salía del club nocturno abandonado. Sentado en el balcón, el aire polvoriento amortiguaba los secos sonidos metálicos de esa suave música nocturna. Caminé por la orilla en la obscuridad. Los vagabundos se habían marchado, pero Raine Channing andaba entre las mesas del club, trazando en la arena, con el vestido blanco, unas rúbricas sin sentido.
Había un yate de arena encallado en los bajíos. Al lado del yate, un joven de pecho descubierto miraba con las manos en las caderas. En la obscuridad, debajo de los shorts blancos, se le destacaban unos muslos fuertes; las olas térmicas que le rompían alrededor de los pies hacían ondular el polvo. De cara ancha y aplastada nariz de Miguel Ángel, parecía un obscuro ángel de la playa. Esperó mientras yo me acercaba, luego echó a andar y se cruzó conmigo, casi rozándome el hombro. El aceite de su espalda reflejaba las distantes luces de Vermilion Sands mientras avanzaba entre las dunas hacia el club nocturno.
Luego de ese encuentro pensé que no volveríamos a ver a Raine Channing, pero a la mañana siguiente, cuando llegué a la tienda en Vermilion Sands, encontré a Georges esperando nervioso en la puerta.
–Señor Samson, intenté comunicarme con usted por teléfono... La secretaria de la señorita Channing ha estado llamando, ¡todo lo que compró ha enloquecido! Nada le sienta bien, tres de los vestidos se le están destejiendo...
Conseguí tranquilizarlo, y luego llamé a la secretaria de Raine, una francesa cáustica que me informó bruscamente que todo el guardarropa que había comprado en «Topless ín Gaza», dos vestidos de noche, un vestido de cóctel y tres trajes diurnos, se le había echado a perder, y sabía por qué.
–Pero le sugiero, señor Samson, que venga inmediatamente a la residencia de la señorita Channing y reemplace cada prenda o reembolse el precio total de la compra, seis mil dólares. La alternativa...
–Mademoiselle Fournier –insistí, ceremonioso, con el poco orgullo que pude reunir–, no hay alternativa.
Antes de irme, Georges me trajo con exquisito cuidado un traje sport color ciclamino, de biotela de shan-tung, que había pedido para uno de nuestros clientes millonarios.
–Si a usted no le interesa, hágalo aunque sea por mi buen nombre, señor Samson... En momentos como éste hay que mostrar la bandera.
El traje se me aferró como una cobra esbelta, cubierta de encajes, ajustándose a mi pecho y a mis piernas. Los colores brillaron y ondularon mientras me exploraba los contornos del cuerpo. Cuando salí para subir al coche, la gente se dio vuelta para mirar esa exquisita y escurridiza piel de serpiente.
Cinco minutos después de llegar a la villa de Raine Channing, la prenda ya se había tranquilizado bastante, y me colgaba de los hombros como una flor herida. La atmósfera de la villa parecía preparada para el desastre. El joven chofer que se encargó de mi coche se lo llevó con un chillido de neumáticos después de mirarme la cara con unos ojos como navajas. Mademoiselle Fournier me saludó con una perentoria inclinación de cabeza. Francesa de rostro afilado, de unos cuarenta años, llevaba un vestido negro de bruja que se le agitaba alrededor de los hombros con movimientos de ave de rapiña.
–¡Todo un guardarropa arruinado, señor Samson! No sólo los vestidos que le ha comprado a usted, sino inapreciables originales de París de esta estación. ¡Es una locura!
Hice todo lo posible para calmarla. Uno de los peligros de las biotelas es que entran en pánico con facilidad. Momentos de crisis doméstica, un grito de rabia o hasta un portazo pueden desencadenar un paroxismo de autodestrucción. Mi propio traje ya se estaba marchitando bajo la ominosa mirada de mademoiselle Fournier. Mientras subíamos por la escalera alisé y acomodé el encrespado terciopelo de las cortinas.
–Quizá no las usa lo suficiente –contemporicé–. Esos tejidos necesitan contacto humano.
Mademoiselle Fournier me echó una mirada sorprendentemente socarrona. Entramos en unas habitaciones de la planta alta. Detrás de las ventanas con cortinas había una terraza, y allá abajo se veía la superficie pintada del lago de arena. Mademoiselle Fournier señaló con un ademán los guardarropas abiertos del enorme cuarto de vestir.
–¿Contacto humano? Precisamente, señor Samson.
El alboroto era total. Los vestidos estaban desparramados sobre los sofás enfrentados. Algunos habían perdido todo el color y se los veía pálidos e inertes. Otros se habían convertido en fieltro, y tenían los bordes encrespados y ennegrecidos como secas cascaras de plátano. Dos vestidos de noche echados sobre el escritorio se habían corrompido, y los hilos se les entrelazaban en un abrazo macabro. En los guardarropas, los vestidos colgaban de las perchas en hileras inquietas, y los colores latían como soles dementes.
Mientras mirábamos tuve la impresión de que se estaban apaciguando con dificultad, luego de un estallido emocional más temprano, esa mañana.
–Alguien los ha estado enfureciendo –le dije a mademoiselle Fournier–. ¿La señorita Channing no sabe que uno no puede hacerse el tonto temperamental cerca de estas telas?
Mademoiselle Fournier me tomó del brazo y me apuntó a los labios con un dedo cortante.
–¡Señor Samson! Todos tenemos dificultades. Haga lo que pueda. Los honorarios se le pagarán inmediatamente.
Después que se fue me puse a recorrer los percheros y a sacar los vestidos más dañados. Al resto los separé, calmando las telas alborotadas hasta que se relajaron y se les fijaron los colores.
Estaba registrando los roperos del dormitorio de al lado cuando hice un curioso descubrimiento. Apiñada detrás de las puertas corredizas había una inmensa colección de ropas, descoloridos modelos de las estaciones anteriores que habían sido abandonados hasta morir en los percheros. Algunos conservaban todavía un leve rastro de vida. Colgaban inertes de las perchas, respondiendo a la luz con un centelleo débil.
Lo que me sorprendió fue la condición en que estaban. A todos los habían deformado, dándoles proporciones extrañas, y los colores sangraban por la tela como heridas, reflejando el mismo pasado traumático, una violenta serie de sucesos que habían presenciado entre Raine Chanmng y quien había vivido con ella en los años anteriores. Recordé las ropas que le había visto a una mujer muerta en un accidente automovilístico en Vermilion Sands: brotaban de los restos del coche como una monstruosa flor del Infierno; y el demente vestuario que me había ofrecido la familia de una heredera suicida. Recuerdos como ésos sobrevivían a quienes habían llevado las ropas. Se contaba la historia apócrifa de un asesino que se escondía en un abrigo robado y era estrangulado por la prenda cuando ésta recapituló la agonía del dueño.
Abandoné esos despojos inquietos al obscuro fin que les esperaba y regresé al cuarto de vestir. Cuando estaba poniendo en las perchas los últimos vestidos inquietos, se abrió la puerta de la terraza, a mis espaldas. Raine Chanmng salió del Sol. En vez de la apegada piel blanca de zorro, llevaba ahora una bikini de biotela. Las dos tazas amarillas, como manos dormidas, le abrigaban los pechos abultados. A pesar de la clara evidencia de una disputa feroz esa mañana, Raine parecía relajada y tranquila. Mientras miraba los ahora plácidos ocupantes de su guardarropa, ese rostro blanco, de adolescente tortuosa, se asemejó más que nunca a una máscara quirúrgica, el empolvado rostro infantil de una emperatriz manchú.
–¡Señor Samson! ¡Se han tranquilizado! Parece usted...
–¿San Francisco calmando a los pájaros? –sugerí, todavía molesto por esa convocatoria a Lagoon West; señalé con un ademán los guardarropas cerrados que tenía en el dormitorio–. Discúlpeme, pero aquí hay recuerdos desdichados.
Raine tomó mi chaqueta y se la echó sobre los hombros desnudos, un gesto de falsa modestia que con todo no dejó de tener su encanto. La tela se le adhirió como una flor rosada, acariciándole los brazos y los pechos.
–Me temo que el pasado es algo así como una zona de catástrofe. Sé que lo hice venir con engaños. Pasó una cosa esta mañana, y es usted el único vecino que tengo –fue hasta la ventana y miró hacia el lago pintado–. Vine a Vermilion Sands por razones que quizá parezcan absurdas.
La observé con cautela, pero su aparente franqueza desbarataba toda precaución. Tal vez el nocturno amante del yate de arena había abandonado el escenario, inmerso sin duda en un holocausto de emociones.
Salimos a la terraza y nos sentamos en las sillas de playa al lado del bar. Durante las horas siguientes, y las muchas que pasaron en esa casa sin espejos sobre el lago pintado, me habló de sus años con Gavin Kaiser, y cómo ese joven genio del mundo de la moda la había encontrado cantando en el club nocturno al aire libre, en Lagoon West. Viendo en esa hermosa quinceañera la apoteosis del culto a la adolescencia, Kaiser la había hecho la modelo estrella de las modas de biotela que él diseñaba. Cuatro años más tarde, a los diecinueve, Raine se había sometido a una primera cirugía plástica facial, a la que se sumó otra todavía más completa en los años siguientes. Al morir Kaiser, regresó a Lagoon West, a la casa cercana al abandonado club nocturno.
–Dejé tantos pedazos de mí misma en todas esas clínicas y hospitales. Pensé que tal vez los podría encontrar aquí.
–¿Cómo murió Kaiser? –pregunté.
–De un ataque al corazón... dijeron. Fue una horrible especie de convulsión, como si lo hubieran mordido cien perros rabiosos. Trataba de arrancarse la cara a pedazos. –Raine se llevó las manos a su propia máscara blanca.
–¿No hubo ninguna duda...? –vacilé; me aferró el brazo.
–¡Gavin estaba loco! No quería que nada cambiase entre nosotros. Esas cirugías faciales... Me mantenía en los quince años, pero no por imperativo de la moda. Quería que yo fuese siempre la que era cuando lo amé por primera vez.
Pero en ese momento poco me importaban los motivos que habían llevado a Raine Channing a regresar a Lagoon West. Yo iba todas las tardes en coche hasta su villa y nos tendíamos bajo el toldo, junto al bar, y mirábamos los cambiantes colores del lago pintado. Allí, en esa casa sin espejos, ella me contaba unos sueños extraños, todos relacionados con el miedo a volverse joven. Por las noches, cuando la música comenzaba a sonar en el abandonado club nocturno, atravesábamos las dunas y bailábamos entre las mesas salpicadas de arena.
¿Quién habría llevado al club nocturno ese tocadiscos, con su único disco sin rótulo? Una vez, mientras regresábamos caminando, volví a ver al joven de hombros vigorosos y nariz rota, de pie al lado del yate de arena. Miró cómo caminábamos abrazados, la cabeza de Raine apoyada en mi pecho. Mientras escuchaba la joya musical que llevaba en la mano, Raine observó con ojos de niña ese rostro bien parecido.
Yo lo veía a menudo al mediodía, navegando en su yate por el lago, a pocos cientos de metros de la costa. Supuse que era uno de los pasados amantes de Raine, que observaba a su sucesor con complaciente curiosidad y que nos hacía escuchar esa música obedeciendo a un extraño sentido del humor.
Sin embargo, una tarde, cuando se lo hice notar a Raine, ella dijo que no lo conocía, y que jamás lo había visto. Se incorporó apoyándose en un codo y miró el yate de arena varado en la orilla, a trescientos metros de distancia. El joven caminaba por la marca de la marea, buscando algo entre unas ampollas hipodérmicas rotas.
–Puedo pedirle que se vaya, Raine –cuando vi que ella meneaba la cabeza, dije–: Estaba aquí. ¿Qué pasó entre vosotros?
Raine se volvió hacia mí bruscamente.
–¿Por qué lo dices?
No quise insistir. Los ojos de ella lo seguían a todas partes.
Dos semanas más tarde volví a verlo, más de cerca. Poco después de medianoche desperté en la terraza de la villa de Raine y oí la música conocida que salía del club nocturno abandonado. Allá abajo, en la penumbra, Raine Channing caminaba hacia las dunas. A lo largo de la playa las ondas térmicas azotaban la arena blanca, levantando unas magníficas olas.
La villa estaba en silencio. Mademoiselle Fourmer había ido a Red Beach por unos días, y el joven chofer dormía en su apartamento encima de los garajes. Abrí los portones al final de la obscura calzada, bordeada de rododendros, y eché a andar hacia el club nocturno. La música gemía a mi alrededor, sobre la arena muerta.
El club nocturno estaba vacío, y el tocadiscos funcionaba solo en el escenario desierto. Caminé entre las mesas buscando señales de Raine. Esperé unos minutos junto al bar. Al inclinarme sobre el mostrador la figura del chofer se incorporó y me embistió, apuntándome a la frente con el puño derecho.
Esquivé el golpe y le aferré la mano y se la apreté contra el mostrador. El rostro pequeño se le retorció en la obscuridad en un rictus de ira. El chofer se libró de mi mano dando un tirón mientras miraba por encima de las dunas hacia el lago. La música seguía gimiendo: había recomenzado el disco.
Los encontré junto a la playa. Raine apoyaba la mano en la cadera del joven, que estaba inclinado soltando el yate. Sin saber qué hacer, y confundido por la naturalidad que él mostraba ante Raine, me quedé entre las dunas, en la parte alta de la playa.
Se oyeron unas pisadas en la arena. Yo miraba la cara de Raine, cuyas máscaras blancas se multiplicaban a la luz de la Luna, cuando alguien se me acercó por detrás y me golpeó encima de la oreja.
Desperté en la cama de Raine en la villa desierta; la blanca luz lunar esperaba en la terraza como una mortaja. A mi alrededor las sombras de unas formas dementes hervían por las paredes como huéspedes deformes de un aviario de pesadilla. En el silencio de la villa oí cómo se despedazaban; parecían criaturas condenadas atormentándose en el patíbulo.
Bajé de la cama y miré mi reflejo en la ventana abierta. Llevaba puesto un traje de lamé dorado que resplandecía a la luz de la Luna como la armadura de un espectro arcangélico. Sosteniéndome con una mano el cuero cabelludo herido, salí a la terraza. El traje dorado se me adhería al cuerpo, y las solapas me acariciaban el tórax.
En la calzada, la limusina de Raine Channing esperaba entre los rododendros. Aferrado al volante, el chofer de cara delgada me miró con ojos hastiados.
–¡Raine! –en el asiento trasero del coche se movió un muslo enfundado en una media blanca; entre los almohadones se agazapaba la figura de un hombre con la espalda desnuda.
Enfurecido por tener que mirar ese espectáculo vestido con un traje tan absurdo, empecé a arrancármelo de los hombros. Antes de que pudiese gritar de nuevo, algo me aferró las pantorrillas y los muslos. Intenté dar un paso pero tenía el cuerpo agarrado en una prensa de oro. Me miré las mangas. La tela fulguraba con una luminiscencia feroz mientras se contraía alrededor de mi brazo y las fibras se anudaban como mil cierres automáticos.
Respirando ya en espasmos vacilantes, intenté dar media vuelta, y no pude levantar las manos hasta las solapas que me apretaban el cuello. Mientras caía hacia la baranda los faros delanteros del coche iluminaron la calzada.
Quedé tendido boca arriba en el canal del tejado, con los brazos sujetos a la espalda. El traje dorado brillaba en la obscuridad, y su luz ardiente se reflejaba en los mil cristales de la casa. Allá abajo el coche giró, atravesó el portón y salió rugiendo a la noche.
Minutos más tarde, cuando me recobré, sentí que unas manos me tiraban del pecho. Me levantaron y me apoyaron contra el balcón y allí quedé, desmadejado, empezando a mover de nuevo las costillas lastimadas. El joven de pecho desnudo estaba arrodillado frente a mí, con una navaja plateada en la mano, cortando las últimas tiras doradas que me aferraban las piernas. Los restos descoloridos del traje ardían como ascuas sobre las baldosas obscuras.
Me empujó la frente hacia atrás y me miró el rostro, luego cerró la navaja.
–Parecías un ángel moribundo, Samson.
–Dios mío... –me apoyé en la baranda; una red de cardenales me cubría el cuerpo desnudo–. Esa cosa maldita me estaba aplastando... ¿Quién eres?
–Jason... Jason Kaiser. Me has visto. Mi hermano murió dentro de ese traje, Samson.
El rostro fuerte me miraba, y la nariz rota y la boca ancha esbozaron un cierto parecido.
–¿Kaiser? ¿Quieres decir que tu hermano... –señalé los jirones de lame que había en el suelo– fue estrangulado?
–En un traje de luces. Sólo Dios sabe qué es lo que vio, pero el traje lo mató. Quizás ahora puedas imaginártelo, Samson. Una forma de justicia, el sastre matado por su propia tela –pateó los andrajos incandescentes tirándolos en el canal del tejado y miró hacia la casa desierta–. Estaba seguro de que regresaría. Tenía la esperanza de que escogiese a uno de los vagabundos pero apareciste tú. Sabía que tarde o temprano querría deshacerse de ti.
Señaló las ventanas del dormitorio.
–El traje estaba ahí, en algún sitio, aguardando poder revivir ese ataque. Estábamos juntos en el coche mientras ella tomaba la decisión de usarlo. Samson, Raine transforma a sus amantes en ángeles.
–¡Espera...! ¿No te reconoció?
El joven meneó la cabeza.
–Nunca me había visto... Yo no soportaba a mi hermano, Samson. Pero digamos que hay ciertas cifras en el rostro, parecidos que uno puede utilizar. Ese disco era todo lo que yo necesitaba, la vieja tonada del club nocturno. Lo encontré en el bar.
A pesar de las costillas magulladas y de la piel atormentada, yo seguía pensando en Raine, y en el rostro que esa extraña niña llevaba como una máscara. Ella había vuelto a Lagoon West a empezar de nuevo, pero se encontró con que los hechos se repetían, atrapándola en esa siniestra recapitulación de la muerte de Kaiser.
Jason caminó hacia el dormitorio mientras yo permanecía allí desnudo.
–¿Adonde vas? –grité–. Ahí está todo muerto.
–Ya lo sé. Nos costó bastante meterte en ese traje, Samson. Sabían lo que iba a ocurrir –señaló los faros de un coche que aceleraba por la carretera del lago, siete u ocho kilómetros hacia el sur–. Dile adiós a la señorita Channing.
Miré cómo el coche desaparecía entre las colinas. Junto al club nocturno abandonado, el aire obscuro dibujaba sus vanas rúbricas en las dunas.
–Dile adiós al viento.
Edición digital de jbarbikane
Estudio 5, Las Estrellas
Studio 5, the stars. En Vermilion Sands, Ediciones Minotauro, 1993.
Todas las tardes, durante el verano en Vermilion Sands, los poemas demenciales de mi hermosa vecina se acercaban a mí flotando por el desierto desde Estudio 5, Las Estrellas: madejas rotas de cinta coloreada que se desenredaban en la arena como hilos de un tejido desmembrado. Toda la noche aleteaban alrededor de los contrafuertes al pie de la terraza, enroscándose en las barandas del balcón, y por la mañana, antes de que yo las barriese, colgaban sobre la fachada sur de la villa como vívidas buganvilias de color cereza.
Una vez, al regresar después de haber pasado tres días en Red Beach, encontré toda la terraza cubierta por una enorme nube de cintas de color, que irrumpieron en la sala cuando abrí los ventanales y se desparramaron por los muebles y las bibliotecas como los delicados zarcillos de una planta voluminosa y tierna. Luego, durante días, encontré fragmentos de los poemas por todas partes.
Me quejé varias veces: caminaba los trescientos metros por las dunas para entregar una carta de protesta, pero nadie salía a recibirme. Sólo había visto una vez a mi vecina, el día de su llegada, conduciendo por Las Estrellas un inmenso El Dorado convertible, con el largo cabello flotándole sobre la espalda como el tocado de una diosa.
Había desaparecido como una exhalación, dejándome una imagen fugaz de ojos súbitos en un rostro blanco como el hielo.
Nunca comprendí por qué se negaba a atenderme, pero descubrí que cada vez que iba hacia Estudio 5 el cielo se llenaba de rayas de arena, que giraban y chillaban como murciélagos atormentados. En la última ocasión, mientras estaba delante de la puerta de vidrio negro hundiendo deliberadamente el timbre, una raya gigantesca había caído del cielo a mis pies.
Pero, como comprendí más tarde, ésa era la estación loca en Vermilion Sands, cuando Tony Sapphire oyó cantar a una raya de arena, y yo vi pasar al dios Pan al volante de un Cadillac.
Quién era Aurora Day es algo que yo ahora me pregunto con frecuencia. Atravesando como un cometa estival el plácido cielo fuera de estación, parece haberse presentado ante cada uno de nosotros, en la colonia de Las Estrellas, en un papel diferente. Para mí, al principio, era una neurótica disfrazada de femme fátale, pero Raymond Mayo la vio como una de las explosivas madonnas de Dalí, un enigma que capeaba serenamente el Apocalipsis. Para Tony Sapphire y para el resto de los admiradores de la playa era una reencarnación de la mismísima Astarté, una hija del tiempo con ojos de diamante y treinta siglos de edad.
Recuerdo con claridad cómo encontré el primero de sus poemas. Una noche, después de cenar, estaba descansando en la terraza –cosa que hacía casi todo el tiempo– cuando descubrí una serpentina tirada en la arena al pie de la baranda. Había otras unos metros más allá, y durante media hora miré cómo el viento las arrastraba levemente sobre las dunas. En la calzada de Estudio 5 brillaron los faros de un coche, y supuse que habría un nuevo inquilino en la villa, que durante meses había estado deshabitada.
Finalmente, por curiosidad, trepé a la baranda y salté a la arena, donde recogí una de las cintas de material rosado. Era un fragmento de casi un metro de largo y tenía la textura de un pétalo de rosa, tan frágil que empezó a descamarse y a deshacerse entre mis dedos.
Sosteniéndola con las dos manos, leí:
...TE COMPARÉ CON UN DÍA DE VERANO, Y TÚ ERES MÁS HERMOSA...
La dejé volar en la obscuridad, al pie del balcón, y luego me incliné y recogí otra con cuidado, desenredándola de uno de los contrafuertes.
En la misma tipografía florida, neoclásica, decía:
...PROA A LAS ROMPIENTES, SURCANDO ESE PIADOSO MAR...
Miré por encima del hombro. Ya no había luz sobre el desierto, y a trescientos metros de distancia la villa de Aurora Day brillaba como una corona espectral. Las vetas de cuarzo de los arrecifes de arena paralelos a Las Estrellas centelleaban como collares, barridas por los faros de los coches que iban hacia Red Beach.
Volví a mirar la cinta.
¿Shakespeare y Ezra Pound? Mi vecina tenía gustos muy curiosos. Con menos interés, volví a la terraza.
En los días siguientes las cintas continuaron llegando por encima de las dunas, apareciendo por algún motivo al anochecer, cuando las luces de los coches iluminaban los trozos de gasa coloreada. Pero en primer lugar yo casi no reparaba en ellas: en ese entonces yo dirigía Ola IX, una revista vanguardista de poesía, y el estudio estaba repleto de autocintas y de viejas pruebas de galera. Tampoco me sorprendió que tuviese una vecina poeta. Casi todos los estudios a lo largo de Las Estrellas estaban ocupados por pintores y poetas, la mayoría abstractos e improductivos. Muchos de nosotros padecíamos diversos grados de cansancio de playa, ese malestar crónico que destierra a la víctima a un limbo de interminables baños de Sol, gafas obscuras y terrazas vespertinas.
Pero con el tiempo las cintas que venían por la arena se volvieron una molestia. Como las notas habían sido inútiles, fui hasta la villa de mi vecina decidido a hablar con ella personalmente. En esa última ocasión, cuando una raya de arena cayó a plomo del cielo y casi me picó en un último espasmo, comprendí que había pocas esperanzas de verla.
Un chofer jorobado, con un pie deforme y cara torcida como un fauno senil, limpiaba el Cadillac color cereza en la calzada. Me acerqué a él y señalé las hebras que bajaban de las ventanas del primer piso y caían en el desierto.
–Esas cintas me están invadiendo la villa –le dije–. Parece que la señora tiene un aparato de VT en secuencia abierta.
Me miró por encima de la ancha capota de El Dorado, se acomodó en el asiento del conductor y sacó una pequeña flauta de la guantera.
Mientras yo caminaba alrededor del coche hacia él, empezó a tocar unos acordes agudos e irritantes. Esperé a que terminara y le pregunté levantando más la voz:
–¿Puede decirle que cierre las ventanas?
El hombre no me hizo caso, y siguió apretando contra la flauta unos labios malhumorados. Me incliné y estaba a punto de gritarle en la oreja cuando una ráfaga de viento sopló sobre una de las dunas, del otro lado de la calzada, y en un instante giró sobre la grava levantando un diminuto tornado de polvo y ceniza que nos envolvió por completo, cegándome los ojos y llenándome la boca de arena. Me protegí la cara con las manos y me alejé de la calzada, mientras las largas cintas golpeaban a mi alrededor.
La ráfaga terminó de repente, como había empezado. El polvo se asentó, dejando el aire tan inmóvil como un rato antes. Vi que me había alejado unos treinta metros de la calzada, y descubrí sorprendido que el Cadillac y el chofer habían desaparecido, aunque la puerta del garaje seguía abierta.
La cabeza me zumbaba de un modo raro, y me sentía de mal humor y sin aliento. Iba a acercarme otra vez a la casa, molesto porque me habían impedido entrar, exponiéndome a la sucia agresión de la ráfaga de polvo, cuando oí que sonaban de nuevo en el aire aquellas notas aflautadas y agudas.
Las sentí en el oído, débiles pero claras y extrañamente amenazadoras; los planos de sonido cambiaban en el aire a mi alrededor. Busqué la fuente, y vi que el polvo flameaba en la superficie de las dunas a ambos lados de la calzada.
No esperé más. Di vuelta rápidamente y regresé a mi villa lo antes posible.
Furioso conmigo mismo porque me habían puesto tan en ridículo, y decidido a insistir con una queja formal, anduve primero por la terraza recogiendo todas las hebras y metiéndolas en el depósito de basura. Bajé al pie de la villa y corté las marañas de tiras.
Leí al azar algunas de las cintas. En todas había los mismos fragmentos caprichosos, frases de Shakespeare, Wordsworth, Keats y Eliot. El aparato de VT de mi vecina parecía tener un grave defecto de memoria, y en vez de producir una variante del modelo clásico la cabeza selectora se limitaba a regurgitar una versión descuartizada del propio modelo.
Por un momento pensé seriamente en llamar a la agencia de la IBM en Red Beach y pedir que mandasen un mecánico.
Pero esa noche, al fin, hablé personalmente con mi vecina.
Me había acostado a eso de las once, y más o menos una hora después algo me despertó. Una Luna brillante, en el apogeo, se deslizaba por detrás de las hilachas de una nube de color verde pálido que iluminaba débilmente el desierto y las Estrellas. Salí a la galería y descubrí en seguida un resplandor luminiscente que avanzaba entre las dunas. Al igual que la extraña música de la flauta del chofer, el resplandor parecía no salir de ninguna parte, pero supuse que venía de la Luna, asomada a un estrecho claro entre las nubes.
Entonces la vi, apareciendo un instante entre las dunas, paseándose por la arena de medianoche. Llevaba un largo vestido blanco que ondulaba detrás de ella, y sobre ese vestido el pelo azul flotaba suelto al viento, como la cola abierta de un ave del paraíso. Unas cintas le flotaban alrededor de los pies, y dos o tres rayas purpúreas giraban arriba incesantemente. Ella caminaba aparentemente sin reparar en ellas; a sus espaldas brillaba una sola luz, en una ventana del piso alto de la villa.
Me ceñí la bata, me apoyé en una columna y la miré en silencio, perdonándole por un momento las cintas y el chofer maleducado. De vez en cuando desaparecía detrás de una de las dunas sombreadas de verde, la cabeza apenas erguida, alejándose del bulevar hacia los arrecifes de arena al borde del lago fósil.
Estaba a unos cien metros del arrecife más cercano, una larga galería invertida de aristas sinuosas y grutas colgantes, cuando algo en esa trayectoria recta y en ese paso regular, invariable, me hizo pensar si ella no sería una sonámbula.
Dudé un instante, mientras miraba las rayas que le giraban alrededor de la cabeza, y luego salté por encima de la baranda y corrí por la arena hacia ella.
Los pedernales de cuarzo me pinchaban los pies descalzos, pero logré alcanzarla cuando se acercaba al borde del arrecife. Al llegar junto a ella empecé a caminar y le toqué el codo.
A un metro de mi cabeza las rayas escupían y daban vueltas en la obscuridad. La extraña luminosidad que yo había creído producto de la Luna parecía emanar en realidad de ese vestido blanco.
Mi vecina no andaba sonámbula, como yo había pensado, sino perdida en un profundo sueño o fantasía. Esos ojos obscuros miraban opacos hacia adelante, y el rostro delgado, de piel blanca como una máscara de mármol, permanecía inmóvil e inexpresivo. Volvió la cara hacia mí sin verme, alejándome con un ademán. De repente se detuvo y se miró los pies, y tuvo de pronto conciencia de sí misma y de ese paseo de medianoche. Se le aclaró la vista y se encontró con la boca del arrecife de arena. Retrocedió involuntariamente, y la luz que emitía su vestido aumentó con el susto.
Allá arriba, las rayas subieron en el aire, ampliando los círculos ahora que ella estaba despierta.
–Lamento haberla asustado –me disculpé–. Pero se estaba acercando demasiado al arrecife.
Se apartó de mí, arqueando las largas cejas negras.
–¿Qué? –dijo, vacilante–. ¿Quién es usted? –para sus adentros, como si completase un sueño, murmuró sotto voce–: Oh, Dios, Paris, escógeme a mí, no a Minerva... –se interrumpió, y me miró con vehemencia, moviendo los labios carmesíes.
Echó a andar a zancadas por la arena, llevándose el charco de luz ambarina; por encima de ella, en el aire obscuro, las rayas oscilaban como péndulos.
Esperé a que llegase a la villa, y luego volví la cabeza. Al mirar hacia el suelo noté que algo brillaba en la pequeña depresión formada por una de sus pisadas. Me agaché y recogí una gema diminuta, un diamante perfectamente tallado, de un solo quilate, y luego vi otro en la pisada siguiente. Me adelanté con rapidez y recogí media docena de gemas, y estaba a punto de gritarle a esa figura evanescente cuando sentí algo húmedo en la mano.
En el hueco de la palma, donde habían estado las gemas, había ahora un charco de rocío helado.
Descubrí quién era ella al día siguiente.
Después del desayuno, mientras estaba en el bar, vi que El Dorado entraba en la calzada. El chofer del pie defectuoso saltó del coche y renqueó con aquel curioso balanceo hasta la puerta delantera. En la mano enguantada de negro llevaba un sobre rosa. Lo hice esperar unos minutos, luego abrí la carta en el escalón mientras él regresaba al coche y se sentaba a esperarme con el motor encendido.
Lamento haber sido tan descortés anoche. Usted se metió en mi sueño y me asustó. ¿Podría enmendarme invitándolo a un cóctel? Mi chofer pasará a buscarlo a mediodía.
Aurora Day
Miré el reloj. Eran las 11:55. Los cinco minutos, presuntamente, me daban tiempo para tranquilizarme.
El chofer estudiaba el volante, indiferente por lo visto a mi reacción. Dejando la puerta abierta, entré y me puse la chaqueta de playa. Al salir metí un juego de pruebas de Ola IX en uno de los bolsillos.
Casi sin darme tiempo a subir, el chofer aceleró el coche y bajamos rápidamente por la calzada.
–¿Hasta cuándo se quedan en Vermilion Sands? –pregunté, dirigiéndome a la franja de pelo rojizo que había entre la gorra con visera y el cuello negro.
El hombre no me contestó. Mientras íbamos por Las Estrellas, se trasladó de pronto al carril opuesto y aceleró bruscamente el Cadillac para adelantar a otro coche.
Me calmé, le repetí la pregunta y esperé la respuesta, luego le golpeé con los dedos el hombro de sarga negra.
–¿Es usted sordo o sólo maleducado?
Por un segundo los ojos del hombre se apartaron de la carretera y me miraron. Tuve una momentánea impresión de pupilas de un rojo brillante, ojos obscenos que me observaron con una mezcla de desprecio y abierta ferocidad. De la comisura de la boca le brotó un repentino torrente de imprecaciones violentas, una breve ráfaga hedionda que me aplastó contra el asiento.
El hombre saltó del coche cuando llegamos a Estudio 5 y me abrió la puerta, invitándome con señas a subir por las escaleras de mármol negro, como una araña sirviente que hace pasar a una mosca muy pequeña a una telaraña especialmente grande.
Una vez adentro, pareció esfumarse. Caminé por la sala suavemente iluminada hacia un estanque interior, donde brotaba una fuente y giraban incansables unas carpas blancas. Detrás de la fuente, en el salón, vi a mi vecina reclinada en un diván, el vestido blanco desplegado alrededor como un abanico, las joyas bordadas rutilando a la luz de la fuente.
Mientras me sentaba me observó con curiosidad, guardando un delgado volumen encuadernado en piel amarilla que parecía un libro de poemas en edición privada. Esparcidos en el suelo junto a ella había una variedad de volúmenes, muchos de los cuales pude identificar como colecciones y antologías de publicación reciente.
Noté que colgaban de las cortinas de la ventana unas serpentinas de colores, y miré hacia dónde tenía el aparato de VT, mientras me servía un cóctel de la mesa baja que nos separaba.
–¿Lee usted mucha poesía? –pregunté, señalando los volúmenes de alrededor.
La muchacha asintió.
–Toda la que puedo soportar.
Me reí.
–Sé a qué se refiere. Yo me veo obligado a leer más de lo que quiero –saqué del bolsillo un ejemplar de Ola IX y se lo di–. ¿Conoce esto?
Miró la portada con gesto colérico y autocrático. Me pregunté por qué se habría molestado en invitarme.
–Sí, lo conozco. Espantoso, ¿verdad? «Paul Ransom» –advirtió–. ¿Es usted? ¿Es usted el editor? Qué interesante.
Lo dijo con una entonación especial, como si estuviese considerando una cierta línea de conducta. Me observó pensativa un instante. Parecía tener una personalidad totalmente disociada, y me percibía con bruscas variaciones de nivel, como los cambios de luz en una mala película. Pero aunque ese rostro parecido a una máscara seguía inmóvil, detecté en él un destello de interés.
–Bueno, hábleme de su obra. Usted debe saber muy bien qué es lo que falla en la poesía moderna. ¿Por qué es tan mala?
Me encogí de hombros.
–Supongo que hay ante todo un problema de inspiración. Yo mismo solía escribir bastante hace algunos años, pero en cuanto pude comprarme un aparato de VT desapareció el impulso. Antiguamente los poetas tenían que sacrificarse para dominar su herramienta. Ahora que la destreza técnica consiste nada más que en apretar un botón, en escoger en un dial la métrica, la rima, la asonancia, no hay necesidad de sacrificio, no hay un ideal de inventar, que justificaría el sacrificio...
Dejé de hablar. La muchacha me miraba con una expresión notablemente alerta, casi como si fuese a engullirme.
–También he leído mucho poesía suya –dije, cambiando de tono–. Discúlpeme que se lo mencione, pero creo que algo anda mal en su versotranscriptor.
La muchacha cambió bruscamente de expresión; irascible, apartó la mirada.
–Yo no tengo una de esas máquinas horribles. Cielos, no pensará usted que yo sería capaz de utilizar algo así.
–Entonces, ¿de dónde vienen las cintas? –pregunté–. Las serpentinas que atraviesan el desierto todas las tardes. Están cubiertas de fragmentos de poemas.
–¿Ah, sí? –dijo, en tono informal–. No lo sabía –miró los volúmenes esparcidos en el suelo–. Aunque yo debería ser la última persona del Mundo en escribir poesía, últimamente me vi obligada a hacerlo. Por pura necesidad, para preservar un arte moribundo.
Me había desconcertado completamente. Si no me fallaba la memoria, la mayoría de los poemas de las cintas ya habían sido escritos.
Levantó la mirada y me sonrió con intensidad.
–Le enviaré algunos.
Los primeros llegaron a la mañana siguiente. Fueron entregados por el chofer del Cadillac rosa, pulcramente impresos en cuarto de vitela y atados con una cinta floral. La mayoría de los poemas que me presentaban venían por correo en cinta perforada de ordenador, enroscados como los billetes de una máquina expendedora, y era un verdadero placer recibir manuscritos tan elegantes.
Pero los poemas eran imposiblemente malos. Había seis en total, dos sonetos petrarquistas, una oda y tres piezas más largas, en verso libre. Todos estaban escritos en el mismo tono intimidatorio, al mismo tiempo amenazador y obscuro, delirios oraculares de una bruja demente. En conjunto eran extrañamente perturbadores, no tanto por el contenido de los poemas como por la mente trastornada que había detrás. Estaba claro que Aurora Day vivía en un mundo privado que ella tomaba muy en serio. Decidí que era una neurótica rica que podía dar rienda suelta a sus fantasías personales.
Pasé las hojas con los dedos, oliendo el aroma a almizcle que brotaba de ellas. ¿De dónde había desenterrado ese curioso estilo, esos manierismos arcaicos, ese «videntes terrenales, levantaos, y en vuestros antiguos cursos encerrad ahora vuestros más genuinos votos»? Mezclados en algunas de las metáforas, había extraños ecos de Milton y de Virgilio. En realidad, el tono me recordaba a la sacerdotisa de la Eneida que suelta unas invectivas feroces cada vez que Eneas se sienta un momento a aflojar los músculos.
Todavía estaba pensando qué hacer con los poemas –a las nueve en punto de la mañana siguiente el chofer me había entregado un segundo lote– cuando llamó Tony Sapphire por teléfono para ayudarme a preparar el próximo número. Tony pasaba la mayor parte del tiempo en su chalet de la playa en Lagoon West, programando una novela automática, pero se reservaba uno o dos días por semana para trabajar en Ola IX.
Cuando Tony llegó, yo estaba verificando las rimas internas de una secuencia de sonetos IBM de Xero París. Mientras sostenía la tabla de códigos encima de los sonetos, comprobando el ordenamiento de las rimas, Tony recogió una de las hojas en cuarto rosa en las que estaban impresos los poemas de Aurora.
–Un aroma delicioso –comentó, abanicando el aire con las hojas–. Vaya manera de llegar a un editor –empezó a leer el primero de los poemas, arrugó el ceño y dejó la hoja en la mesa–. Extraordinario. ¿Qué son?
–No estoy muy seguro –admití–. Ecos en un jardín de piedra.
Tony leyó la firma al pie de las hojas.
–«Aurora Day». Supongo que una nueva suscriptora. Quizá le parezca que Ola IX es el VT Times. Pero ¿y esto...? «Ni salmos, ni cánticos, ni un hueco registro que alabe a la reina de la noche...» –meneó la cabeza–. ¿Qué se supone que son?
Lo miré con una sonrisa. Como la mayoría de los demás escritores y poetas, Tony había pasado tanto tiempo sentado delante de su aparato de VT que había olvidado el período en el que la poesía se escribía realmente a mano.
–Son poemas, desde luego. Un cierto tipo de poemas.
–¿Quieres decir que los escribió ella misma?
Asentí.
–Fueron hechos de esa manera. En realidad el método estuvo bastante de moda durante veinte o treinta siglos. Lo ensayaron: Shakespeare, Milton, Keats y Shelley... Entonces funcionaba razonablemente bien.
–Pero no ahora –dijo Tony–. No desde que existe el aparato de VT. ¿Cómo podría alguien competir con un ordenador analógico logomático de IBM? Pero, por Dios, mira éste. Suena como si fuera T. S. Eliot. No lo hace en serio.
–Tal vez tengas razón. Quizá la muchacha me esté tomando el pelo.
–Muchacha. A lo mejor tiene sesenta años y se bebe el agua de colonia. Qué triste. Pero los poemas, dentro de la locura, quizá signifiquen algo.
–Espera –dije.
Estaba armando uno de los pastiches satíricos de Xero sobre Rupert Brooke y me faltaban seis líneas. Le pasé a Tony la cinta original. Tony la metió en la IBM, ajustó la métrica, el esquema de rimas, los pares verbales, y luego encendió el aparato. Esperó a que la cinta saliese de la cabeza impresora, arrancó seis líneas, y me las entregó. Ni siquiera tuve que leerlas.
Trabajamos duro durante las dos horas siguientes. Al anochecer habíamos completado más de mil líneas. Suspendimos la tarea para tomar un trago bien merecido. Salimos a la terraza y nos sentamos bajo la fresca luz crepuscular a mirar cómo los colores se disolvían sobre el desierto y a escuchar las rayas de arena que chillaban en la obscuridad, junto a la villa de Aurora.
–¿Qué son todas esas serpentinas? –preguntó Tony; tiró de una, que se le rompió en la mano, y juntó los trozos y los puso sobre la mesa de tapa de vidrio–. «...ni cánticos, ni un hueco registro...» –leyó en voz alta; luego soltó la cinta y dejó que se la llevase el viento.
Miró por encima de las dunas sombrías hacia Estudio 5. Como siempre, brillaba una sola luz en una de las habitaciones superiores, iluminando las serpentinas que se desenredaban atravesando la arena hacia nosotros.
Tony asintió.
–Así que vive ahí –recogió otra cinta que se había enroscado en la baranda y le aleteaba contra el codo.
–¿Sabes una cosa, mi amigo? Estás literalmente sitiado.
Lo estaba. Durante los días siguientes recibí un bombardeo incesante de poemas cada vez más obscuros y extraños, siempre en dos entregas, la primera traída por el chofer a las nueve en punto de la mañana, la segunda al anochecer, cuando empezaban a llegar las serpentinas. Los fragmentos de Shakespeare y de Pound habían desaparecido, y las cintas contenían versiones incompletas de los poemas que había recibido por la mañana, casi como si se tratase de borradores.
Después de examinar atentamente las cintas llegué a la conclusión de que, tal como había dicho Aurora Day, no eran productos de un aparato de VT. Las cintas eran demasiado delicadas para haber pasado por los carretes de alta velocidad de un mecanismo de ordenador, y la tipografía que aparecía en ellas no estaba impresa sino estampada mediante algún proceso que yo no conseguía identificar.
Todos los días yo leía los últimos poemas, y cuidadosamente los guardaba en el cajón central de mi escritorio. Por fin, cuando reuní la producción de una semana, los metí en un sobre que decía «Aurora Day, Estudio 5, Las Estrellas, Vermilion Sands», y escribí una diplomática nota rechazándolos y sugiriéndole que en el fondo se sentiría más satisfecha si su obra aparecía en otra de las numerosas revistas de poesía.
Esa noche tuve el primero de una serie de sueños extremadamente desagradables.
A la mañana siguiente, mientras me preparaba un café fuerte, esperé con ojos legañosos a que se me aclarase la cabeza. Salí a la terraza pensando en qué me habría provocado esa pesadilla incoherente que me había acosado toda la noche. Se trataba del primer sueño de cualquier tipo que yo tenía en años: una de las agradables características del cansancio de playa es el sueño profundo, sin ensueños, y la repentina irrupción de una noche poblada de pesadillas me hizo pensar si Aurora Day, y en especial sus poemas dementes, no estaría empezando a devorarme los sesos más de lo que yo sospechaba.
El dolor de cabeza tardó en irse. Me recosté y observé la mansión Day, las ventanas cerradas, las persianas bajas, los toldos recogidos: una corona sellada. ¿Quién era ella después de todo y qué era lo que estaba buscando?, me pregunté.
Cinco minutos más tarde vi que el Cadillac aparecía en la calzada y bajaba por las Estrellas hacia mí.
¡Más poemas no! La mujer era incansable. Esperé en la puerta delantera, y bajé a recibir de manos del chofer un sobre lacrado.
–Mire –le dije en confianza al chofer–. No me gustaría desalentar a un futuro talento, pero pienso que podría usted utilizar sus influencias y, bueno, usted sabe... –dejé flotando la idea, y agregué–: A propósito, todas esas serpentinas que trae el viento se están convirtiendo en un maldito estorbo.
El chofer me miró con esos ojos astutos, bordeados de rojo, la cara picuda retorcida en una monstruosa sonrisa. Moviendo apesadumbrado la cabeza, regresó cojeando al coche.
Mientras se alejaba abrí la carta. Adentro había una sola hoja de papel.
Señor Ransom:
Me asombra que haya usted rechazado mis poemas. Le aconsejo seriamente que reconsidere su decisión. No se trata de algo trivial. Espero ver mis poemas impresos en su próximo número.
Aurora Day
Esa noche tuve otro sueño demente.
La próxima selección de poemas llegó cuando yo estaba todavía en cama, tratando de recuperar un poco de cordura. Me levanté y me serví un Martini grande, sin prestar atención al sobre que asomaba por debajo de la puerta como la hoja de una lanza de papel.
Cuando conseguí serenarme lo abrí, y examiné los tres poemas cortos que traía dentro.
Eran terribles. En medio de la confusión mental, pensé en cómo decirle a Aurora que el talento era un elemento indispensable. Sosteniendo el Martini en una mano y mirando los poemas en la otra, caminé despacio hasta la terraza y me dejé caer pesadamente en una de las sillas.
Lancé un grito y salté, y el vaso se me cayó de la mano. Me había sentado en algo grande y esponjoso, del tamaño de un almohadón pero de contornos irregulares y huesudos.
Miré hacia abajo y vi una enorme raya de arena muerta, caída en el centro de la silla: el aguijón de punta blanca asomaba de la vaina dos o tres centímetros, encima de la cresta craneana.
Apretando los dientes de indignación, entré directamente en el estudio y metí los tres poemas en un sobre con un papel en el que garabateé:
Lo siento, son totalmente inapropiados. Por favor, pruebe en otras publicaciones.
Media hora más tarde fui en coche a Vermilion Sands y despaché yo mismo el sobre. Mientras volvía me sentí discretamente satisfecho de mí mismo.
Esa tarde me salió un colosal divieso en la mejilla derecha.
Tony Sapphire y Raymond Mayo vinieron a la mañana siguiente a compadecerse. Ambos opinaron que me estaba comportando de manera terca y pedante.
–Publícale uno –dijo Tony, sentado al pie de la cama.
–Ni borracho –dije.
Miré por encima del desierto hacia Estudio 5. De vez en cuando se movía una ventana y reflejaba el Sol, pero no vi a mi vecina.
Tony se encogió de hombros.
–Todo lo que tienes que hacer es aceptarle uno y se sentirá satisfecha.
–¿Estás seguro? –pregunté con cinismo–. Quizás esto no sea más que el comienzo. Por lo que sabemos, bien puede tener una docena de epopeyas en el fondo de la maleta.
Raymond Mayo se acercó a la ventana, a mi lado, se puso las gafas obscuras y escudriñó la mansión. Noté que lucía aún más apuesto que de costumbre, el pelo obscuro y liso peinado hacia atrás, el perfil ajustado para conseguir el máximo impacto.
–La vi anoche en el «psycho i» –dijo, distraído–. Tenía un balcón privado en el entresuelo. Extraordinaria. Tuvieron que parar la obra dos veces –asintió con la cabeza–. Hay en ella algo informe, algo inexpresado. Me recuerda la Venus cosmogónica de Dalí. Me hizo comprender lo absolutamente aterradoras que son todas las mujeres. Si yo estuviera en tu lugar, haría loque ella me pidiera.
Levanté la barbilla, todo lo que pude, y negué con la cabeza dogmáticamente.
–Vayanse. Ustedes, los escritores, desprecian siempre a los editores, pero cuando las cosas se ponen difíciles, ¿quién es el primero que cede? Ésta es la clase de situación para la que estoy preparado: mi formación y mi disciplina me dicen instintivamente lo que debo hacer. Esa neurótica loca trata de hechizarme. Piensa que puede convocar una plaga de rayas muertas, diviesos y pesadillas, y con eso doblegar mi conciencia.
Entristecidos por mi terquedad, Tony y Raymond se fueron.
Dos horas más tarde el divieso se había deshinchado tan misteriosamente como había aparecido. Estaba empezando a imaginar alguna explicación cuando llegó una camioneta de The Graphis Press de Vermilion Sands con los primeros quinientos ejemplares del nuevo número de Ola IX.
Llevé las cajas hasta el salón y las abrí, pensando con placer en la promesa de Aurora Day: que sus poemas serían publicados en el próximo número. No se había dado cuenta de que yo había entregado las últimas páginas con dos días de anticipación, y que difícilmente hubiera podido publicar sus poemas aunque quisiera.
Abrí un ejemplar y busqué el editorial, parte de una serie de estudios míos sobre el malestar actual que afectaba a la poesía.
Pero en vez de la acostumbrada media docena de párrafos en cuerpo 10, me asombró ver una sola línea en cuerpo 24 que anunciaba en cursiva y mayúsculas:
¡UN LLAMADO A LA GRANDEZA!
Cerré la revista y miré rápidamente la tapa para ver si me habían mandado los ejemplares correctos. Luego hojeé de prisa todo el número.
Reconocí en seguida el primer poema. Yo lo había rechazado hacía sólo dos días. También había leído y rechazado los tres siguientes, y luego venía un grupo que era nuevo para mí, todos firmados «Aurora Day» y que ocupaban el sitio de los poemas que yo había enviado en pruebas de página.
¡Habían saboteado todo el número! No quedaba ni un solo poema original, y había una nueva diagramación. Volví corriendo a la sala y abrí media docena de ejemplares. Todos eran iguales.
Tres minutos más tarde había llevado las tres cajas hasta el incinerador, y después de volcarlas adentro, había empapado los ejemplares con gasolina y había arrojado una cerilla encendida en el centro de la pira. Simultáneamente, a unos pocos kilómetros de distancia Graphis Press hacía lo mismo con el resto de los cinco mil ejemplares. No podían explicarse el error. Buscaron los originales, todos escritos a máquina en papel membretado de Aurora Day ¡pero con anotaciones manuscritas mías! Mis propios originales habían desaparecido, y pronto negaron haberlos recibido alguna vez.
Mientras las llamas subían a la luz calurosa del Sol, creí ver entre el humo pardo y espeso una repentina ráfaga de actividad en la casa de mi vecina. Se estaban abriendo las ventanas debajo de los toldos, y la figura jorobada del chofer se escabullía por la terraza.
Desde el tejado, rodeada por el vestido blanco que ondeaba como un enorme vellón de plata, me miraba Aurora Day.
No supe bien si era la gran cantidad de Martini que había bebido aquella mañana, el reciente divieso en la mejilla o el humo de la gasolina, pero al volver hacia la casa noté que me tambaleaba. Me senté con pereza en el último escalón y cerré los ojos mientras el cerebro me daba vueltas.
Luego de unos segundos la cabeza se me despejó. Apoyado en las rodillas, enfoqué con los ojos el escalón de vidrio azul que tenía entre los pies. Talladas en la superficie, en letras bien dibujadas, había estas palabras:
¿Por qué tan pálida y triste, amor mío?
Dime, te lo ruego, ¿por qué tan pálida?
Todavía demasiado débil para otra cosa que registrar una protesta automática contra ese acto de vandalismo, me puse de pie y saqué del bolsillo de la bata la llave de la puerta. Mientras la metía en la cerradura descubrí, grabado en el bronce:
Que la llave gire diestramente en guardas aceitadas...
Había otras inscripciones en los paneles de cuero negro de la puerta, grabadas en la misma limpia tipografía, y las líneas se entrecruzaban al azar, como las filigranas que adornan una bandeja barroca.
Cerré la puerta y entré en el salón. Las paredes parecían más obscuras que de costumbre, y descubrí que todas las superficies estaban cubiertas de hileras e hileras de letras, interminables fragmentos de versos que llegaban desde el techo hasta el suelo.
Levanté la copa que estaba en la mesa y la acerqué a los labios. El cuenco de cristal azul había sido estampado con las mismas hermosas líneas, que bajaban en espiral por el pie hasta la base.
Brinda por mi sólo con tus ojos.
En el salón todo estaba cubierto por los mismos fragmentos: el escritorio, los pies y las pantallas de las lámparas, los estantes de la biblioteca, las teclas del piano, hasta el borde del disco que estaba puesto en la bandeja del estéreo.
Aturdido, llevé una mano a la cara y vi horrorizado que en la superficie de mi piel se entrelazaban miles de tatuajes que se retorcían y enroscaban sobre mis manos y brazos como serpientes enloquecidas.
Dejé caer la copa, corrí al espejo que colgaba sobre el hogar, y vi mi cara cubierta por los mismos tatuajes, un manuscrito viviente en el que todavía resbalaba la tinta, y donde las letras se movían y cambiaban como si una pluma las estuviera dibujando.
Vosotras, sierpes moteadas de lengua bífida...
Arañas tejedoras, fuera de aquí.
Me alejé del espejo, corrí a la terraza, resbalando en las pilas de serpentinas de colores que el viento arrastraba sobre el balcón y salté a la arena por encima de la baranda.
Recorrí en instantes la distancia que separaba nuestras mansiones y subí por la calzada hacia la negra puerta de entrada. La puerta se abrió cuando yo iba a tocar el timbre, y me zambullí en el vestíbulo de cristal.
Aurora Day me esperaba en el diván al lado de la fuente, alimentando a los viejos peces blancos que se apiñaban alrededor. Mientras yo me acercaba no dejó de sonreírles ni de hablarles en voz baja.
–¡Aurora! –grité–. ¡Por Dios, me rindo! ¡Toma lo que quieras, todo lo que quieras, pero déjame en paz!
Por un momento me ignoró, y siguió dando de comer a los peces. De pronto me cruzó por la mente un pensamiento aterrador. Las enormes carpas blancas que le rozaban ahora los dedos, ¿habrían sido alguna vez sus amantes?
Estábamos sentados juntos a la luz del crepúsculo. En la pared detrás de Aurora, las largas sombras recorrían el paisaje purpúreo de La persistencia de la memoria de Dalí, y los peces giraban despacio en la fuente, allí al lado.
Aurora había dictado sus condiciones: nada menos que el control absoluto de la revista, libertad para imponer su propia política y para elegir el material. Nada se publicaría sin su aprobación.
–No te preocupes –dijo con un tono alegre–. Este acuerdo sólo tendrá validez para un número –asombrosamente, no se mostraba ansiosa por publicar sus propios poemas: la edición saboteada sólo había sido una estratagema para conseguir mi rendición.
–¿Te parece que un número será suficiente? –pregunté, pensando en qué haría ella ahora con la revista.
Me miró distraída, mientras hacía dibujos en la superficie del estanque con un dedo de uña verde.
–Todo depende de ti y de tus compañeros. ¿Cuándo recobrarán el juicio y volverán a ser poetas?
Miré los dibujos del estanque. Milagrosamente, no se borraban de la superficie.
En las horas que habíamos pasado allí sentados, horas que parecían milenios, era como si le hubiese contado todo acerca de mí mismo; pero de Aurora casi no sabía nada. Sólo una cosa era evidente: la obsesión de esta mujer por el arte de la poesía. De un modo curioso, se consideraba personalmente responsable de la decadencia actual del género, pero el único remedio que ofrecía parecía totalmente retrógrado.
–Tienes que venir a conocer a mis amigos en la colonia –sugerí.
–Sí, lo haré –dijo–. Ojalá pueda ayudarlos. Tienen tantas cosas que aprender...
Esas palabras me hicieron sonreír.
–Me parece que les va a costar un poco compartir ese punto de vista. La mayoría se consideran virtuosos. Para ellos la búsqueda del soneto perfecto terminó hace años. El ordenador no produce otra cosa.
–No son poetas sino mecánicos –se burló Aurora–. Mira esas colecciones de lo que ellos llaman versos. Tres poemas y sesenta páginas de instrucciones. Sólo voltios y amperios. Cuando digo que tienen todo para aprender, no hablo de la técnica sino de sus propios corazones; no hablo de la forma sino del alma de la música –hizo una pausa para estirarse; el cuerpo hermoso se le desenroscó como un pitón; se echó hacia adelante y se puso seria–. Hoy la poesía está muerta, no a causa de esas máquinas sino porque los poetas han dejado de buscar su auténtica inspiración.
–¿Qué inspiración?
Aurora movió la cabeza, apenada.
–¿Te llamas poeta y me lo preguntas?
Miraba el estanque con ojos lánguidos. Por un momento le cruzó el rostro una expresión de profunda pena, y comprendí que sufría una intensa sensación de culpa o de incapacidad, que la llevaba a suponer que el malestar actual en la poesía se debía a alguna falla suya.
Quizá fue esa sensación de incapacidad lo que me hizo perderle el miedo.
–¿Te contaron alguna vez la leyenda de Melandra y Coridón? –preguntó.
–Tengo una idea vaga –dije, buscando atrás en la memoria–. Si mal no recuerdo, Melandra era la Musa de la Poesía. ¿Coridón no era un poeta de la corte que se mató por ella?
–Muy bien –dijo Aurora–. Después de todo no eres completamente iletrado. Sí, los poetas de la corte descubrieron que habían perdido la inspiración y que las damas los desdeñaban y preferían la compañía de los caballeros, así que buscaron a Melandra, la Musa, quien les dijo que les había echado este encantamiento porque habían dado su arte por sentado, olvidando la fuente de donde realmente provenía. Los poetas protestaron diciendo que desde luego, siempre pensaban en ella –una mentira descarada–, pero Melandra se negó a creerles y les advirtió que no recobrarían el poder mientras uno de ellos no sacrificase su vida por ella. Naturalmente, ninguno estaba dispuesto a hacerlo, excepto un joven poeta de enorme talento llamado Coridón, que amaba a la diosa y era el único que conservaba el poder. Coridón se mató por el bien de los demás poetas...
–...y para eterno dolor de Melandra –concluí–. Ella no esperaba que Coridón diese la vida por el arte. Un hermoso mito –agregué–. Pero temo que aquí no encontrarás ningún Coridón.
–Quién sabe –dijo Aurora con voz dulce.
Agitó las aguas del estanque, y las ondas de la superficie proyectaron sobre las paredes y el techo unos rizos de luz. Vi entonces que había alrededor de la sala una larga serie de frisos que representaban la leyenda que Aurora acababa de contar. El primer panel, comenzando por mi izquierda, mostraba a los poetas y trovadores reunidos alrededor de la diosa, una figura alta, vestida de blanco, cuyo rostro mostraba un notable parecido con el de Aurora. A medida que recorría la historia, de un panel a otro, el parecido aumentaba, y llegué a la conclusión de que Aurora había posado para el papel de Melandra. ¿Se habría identificado ella, de algún modo, con la diosa del mito? Y en ese caso, ¿quién era su Coridón? Tal vez el propio artista. Busqué en los paneles al poeta suicida, un joven delgado de melena rubia, cuyo rostro me resultaba vagamente conocido pero que no podía identificar. Sin embargo, detrás de las figuras principales, en todas las escenas, sí reconocí a otro, el chofer de cara faunesca, pintado con patas de asno y un instrumento de viento, representando nada menos que a Pan. Casi había detectado otro parecido entre las figuras de los frisos cuando Aurora descubrió que yo miraba los paneles. Dejó de agitar el estanque. Las ondas se aquietaron y los paneles volvieron a obscurecerse. Aurora me observó durante unos segundos como si hubiese olvidado quién era yo. Parecía cansada y retraída, como si ese resumen del mito le hubiese hecho evocar recuerdos personales de dolor y de cansancio. Al mismo tiempo, el vestíbulo y el pórtico se obscurecieron y ensombrecieron, reflejando el estado de ánimo de Aurora: la presencia de ella era tan dominante que el propio aire parecía más pálido. Volví a sentir que ese mundo, en el que yo había entrado, era totalmente ilusorio.
Se había dormido. Alrededor de ella la habitación estaba casi a obscuras. Las luces del estanque se habían desvanecido, las columnas de cristal que habían alumbrado a nuestro alrededor estaban apagadas y parecían troncos de cristal opaco. Toda la luz salía ahora de la joya parecida a una flor que Aurora tenía entre los pechos dormidos.
Me levanté y me acerqué a ella en silencio y miré ese rostro extraño, de piel lisa y gris, como una novia faraónica en un sueño de basalto. Entonces, a mi lado, junto a la puerta, noté la figura jorobada del chofer. La gorra de visera le ocultaba la cara, pero sus ojos vigilantes me miraban como ascuas.
Mientras nos íbamos, en el suelo del desierto iluminado por la Luna había esparcidas cientos de rayas de arena dormidas. Pasamos entre ellas en silencio con el Cadillac.
Cuando llegué a la villa fui directamente al estudio, dispuesto a empezar a preparar el número siguiente. Durante el viaje de regreso había decidido de prisa cuáles serían los temas dominantes y las imágenes principales que introduciría en los aparatos de VT. Programados todos para máxima repetición, en veinticuatro horas tendría un folio de ditirambos a la Luna y a las Musas que asombrarían a Aurora Day por su sincera sencillez e inspiración.
Al entrar en el estudio mi zapato tropezó con algo afilado. Me agaché en la obscuridad, y descubrí unos despedazados circuitos de ordenador clavados en el cuero blanco del suelo.
Cuando encendí la luz vi que alguien había destrozado los tres aparatos de VT. Con un salvaje exceso de violencia los había convertido en una pulpa retorcida.
Mis aparatos no habían sido los únicos blancos. A la mañana siguiente, mientras estaba sentado en el escritorio contemplando los tres ordenadores destrozados, sonó el teléfono con la noticia de desmanes similares cometidos todo a lo largo de Las Estrellas. Habían destrozado a martillazos la IBM de 50 vatios de Tony Sapphire, y habían dejado en estado irreparable las cuatro nuevas Philco Versomatics de Raymond Mayo. Hasta donde pude entender, no quedaba un solo aparato de VT sano. El día anterior, entre las seis y la medianoche, alguien había bajado rápidamente por Las Estrellas, había entrado en los estudios y apartamentos y arruinado resueltamente todos los aparatos de VT.
Yo tenía una buena idea de quién había sido. Cuando bajé del Cadillac, al regresar de la casa de Aurora, había visto dos llaves inglesas muy pesadas en el asiento al lado del chofer. Sin embargo, decidí no llamar a la policía y hacer una denuncia. En primer lugar, el problema de llenar Ola IX parecía ahora casi insoluble. Cuando hablé por teléfono a Graphis Press descubrí, como más o menos esperaba, que los manuscritos de Aurora Day habían sido misteriosamente traspapelados.
Seguía teniendo un problema: ¿qué poner en el número? No podía darme el lujo de omitir una edición. Mis suscriptores se esfumarían como fantasmas.
Llamé a Aurora por teléfono y le expliqué todo.
–Deberíamos tener un número preparado para la imprenta dentro de una semana. De lo contrario vence nuestro contrato y nunca más firmarán otro conmigo. Y la devolución de un año de suscripciones anticipadas me llevaría a la ruina. No nos queda más remedio que encontrar algún material. Como nueva jefa de redacción, ¿tienes alguna sugerencia?
Aurora soltó una risita.
–¿Acaso piensas que yo puedo misteriosamente reparar todas esas máquinas rotas?
–Es una idea –dije, saludando con la mano a Tony Sapphire, que acababa de entrar–. De lo contrario temo que no tendremos materiales nunca más.
–No te entiendo –respondió Aurora–: Hay sin duda un método muy sencillo.
–¿Ah, sí? ¿Cuál es?
–¡Que tú mismo escribas algo!
Antes de que yo pudiese protestar, Aurora estalló en una carcajada.
–Tengo entendido que hay, en buen estado físico, unos veintitrés versificadores y presuntos poetas en Vermilion Sands –ése era exactamente la cantidad de sitios atacados la noche anterior–, así que veamos cómo versifican algunos de ellos.
–¡Aurora! –repliqué–. No hablas en serio. Escucha, por favor, esto es importante...
Pero ella había colgado el teléfono. Miré a Tony Sapphire, me senté flojamente y contemplé un carrete de cinta intacto que había recuperado de uno de los aparatos.
–Parece que soy una víctima. ¿Oyeron eso? «Que tú mismo escribas algo.»
–Tiene que estar loca –dijo Tony.
–Todo se debe a esa trágica obsesión –expliqué, bajando la voz–. Cree sinceramente que es la Musa de la Poesía, y que ha venido a la Tierra a inspirar de nuevo a la moribunda raza de los poetas. Anoche mencionó el mito de Melandra y Coridón. Pienso que espera de verdad que algún joven poeta dé la vida por ella.
Tony asintió.
–Pero no entiende lo esencial. Hace cincuenta años unas pocas personas escribían poesía, pero no la leía nadie. Ahora nadie la escribe. El aparato de VT lo único que hace es simplificar el proceso.
Yo estuve de acuerdo, pero la opinión de Tony no era desde luego imparcial: como otros, estaba convencido de que la literatura no se podía leer ni escribir. La novela automática que había estado «escribiendo» tenía más de diez millones de palabras, destinada a convertirse en uno de esos grotescos gigantes que se alzan al borde de la autopista de la historia literaria, aterrorizando al viajero incauto. Por desgracia no se había molestado en imprimirla, y el tambor de memoria que contenía los códigos electrónicos había sido destrozado en el pogrom de la noche anterior.
Igual me molestó. Uno de mis aparatos de VT había estado trabajando de manera sistemática en una transliteración del Ulises de James Joyce a un marco helénico griego. Este agradable ejercicio académico habría proporcionado un estudio objetivo de la obra maestra de Joyce, mostrando el grado de exactitud con que la transliteración se acercaba a la Odisea original. Eso también había sido destruido.
Miramos Estudio 5 a la brillante luz de la mañana. El Cadillac de color cereza había desaparecido, así que Aurora tal vez andaba por Vermilion Sands, asombrando a los clientes de los cafés.
Levanté el teléfono de la terraza y me senté en la baranda.
–Supongo que debería llamar a todo el Mundo y ver qué pueden hacer.
Disqué el primer número.
Raymond Mayo dijo:
–¿Escribir algo yo mismo? Paul, estás loco.
Xero Paris dijo:
–¿Yo? Claro que sí, Paul, con los dedos de los pies.
Fairchild de Mille dijo:
–Sería una cosa muy elegante, pero...
Kurt Burtterworth dijo:
–¿Lo intentaste alguna vez? ¿Cómo se hace?
Marlene McClintic dijo:
–No me atrevería, querido. Podría desarrollar músculos que no conviene desarrollar o cosas por el estilo.
Sigismund Lubitsch dijo:
–No, no. Prueba una zona nueva. La escultura electrónica, el plasma de colisiones supercósmicas. Escucha...
Robin Saunders, Macmillan Freebody y Ángel Petit dijeron:
–No.
Tony me llevó un trago y seguí con la lista.
–No se puede hacer nada –dije al fin–. Ya nadie escribe versos. Seamos realistas. Después de todo, ¿acaso escribimos versos vosotros o yo?
Tony señaló la libreta.
–Queda un nombre... Por lo menos barramos las cubiertas antes de partir para Red Beach.
–Tristram Caldwell –leí–. El joven tímido con cuerpo de jugador de fútbol. Nunca le funciona bien el aparato de VT. Podríamos probar con él.
Contestó el teléfono una joven de voz dulce.
–¿Tristram? –ronroneó–. Eh, sí. Creo que está aquí.
Se oyeron unos sonidos de lucha en la cama, el teléfono rebotó varias veces en el suelo y luego atendió Caldwell.
–Hola, Ransom, ¿qué necesitas?
–Tristram –dije–, supongo que te habrán hecho anoche la correspondiente visita sorpresa. ¿O no te diste cuenta? ¿Cómo está tu aparato de VT?
–¿Mi aparato de VT? –repitió–. Bien. Está bien.
–¿Qué? –grité–. ¿Quieres decir que no lo estropearon? Tristram, serénate y escucha –le expliqué rápidamente nuestro problema, pero de pronto Tristram se echó a reír.
–Bueno, eso es muy divertido, ¿no te parece? Realmente gracioso. Pienso que tiene razón. Volvamos a los viejos oficios...
–Olvídate de los viejos oficios –dije, malhumorado–. Lo único que me interesa es juntar algunos materiales para el próximo número. Si tu aparato funciona estamos salvados.
–Está bien, espérame un minuto, Paul. Últimamente he andado con algunas preocupaciones y no he tenido oportunidad de ver el aparato.
Esperé mientras él iba a ver. Por el ruido de las pisadas y el grito impaciente de la chica, al que él respondió desde lejos, daba la impresión de que había salido al patio. En algún sitio se abrió de golpe una puerta y alguien se puso a revolver cosas. Un curioso lugar para tener el aparato de VT, pensé. Luego se oyó una especie de martillazo fuerte.
Por fin Tristram levantó de nuevo el tubo.
–Lo siento, Paul, pero parece que ella también me visitó a mí. El aparato está totalmente destrozado –hizo una pausa, mientras yo maldecía el aire, y luego agregó–: De todos modos, ¿es cierto que quiere material escrito a mano? Supongo que por eso me llamabas.
–Sí –dije–. Te puedo asegurar que imprimiré cualquier cosa. Pero lo tiene que aprobar Aurora. ¿Te queda por ahí algún texto viejo?
Tristram soltó otra risita.
–¿Sabes una cosa, mi amigo?, creo que algo me queda. Casi había perdido la esperanza de verlo impreso, pero ahora me alegra haberlo conservado. Lo organizaré y te lo entregaré mañana, ¿de acuerdo? Hay unos pocos sonetos, una o dos baladas, pienso que te va a interesar.
Tenía razón. Cinco minutos después de abrir el sobre, a la mañana siguiente, supe que estaba tratando de embaucarnos.
–Es lo mismo de antes –le expliqué a Tony–. El astuto Adonis. Mira esas asonancias y esas rimas femeninas, la cesura flotante: el inconfundible sello de Caldwell, cintas gastadas en los circuitos del rectificador, y un condensador que pierde. Tendría que releer esos poemas durante años para arreglarlos. Después de todo, el aparato le funciona.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó Tony–. Él lo negará.
–Obviamente. De todos modos, puedo utilizar el material. A quién le importa que todo el número sea de Tristram Caldwell.
Estaba metiendo las páginas en un sobre para llevárselas a Aurora cuando se me ocurrió una idea.
–Tony, se me acaba de ocurrir otra de mis genialidades. El método perfecto para curar a esa bruja de su obsesión y cobrarnos al mismo tiempo una dulce venganza. Supongamos que le seguimos el juego a Tristram y que le decimos a Aurora que esos poemas fueron escritos a mano. El estilo es completamente retrógrado y los temas son todo lo que Aurora podría pedir; escuchen esto: Homenaje a Cleo, Minerva 231, El silencio se vuelve Electra. Ella los aprobará, los imprimiremos este fin de semana, y luego, escuchen bien, revelaremos que esos poemas en apariencia nacidos del inflamado pecho de Tristram Caldwell no son más que una colección de transcripciones, plagadas de clichés, de un abandonado aparato de VT, las peores divagaciones automáticas posibles.
Tony lanzó un grito de alegría.
–¡Estupendo! No se va a olvidar. Pero ¿te parece que ella dejará que la engañen?
–¿Por qué no? ¿No te has dado cuenta de que pretende sinceramente que nos sentemos todos a producir ejercicios de modelo clásico sobre temas como Día y Noche, Verano e Invierno, y cosas por el estilo? Si sólo Caldwell produce algo, ella con mucho gusto dará su imprimátur. Recuerden que nuestro acuerdo se limita a este único número, y que la responsabilidad recae sobre ella. De algún sitio tendrá que sacar el material.
Pusimos en práctica nuestro plan. Acosé a Tristram toda la tarde, diciéndole que Aurora había adorado los primeros textos y que quería ver más. Por supuesto, al día siguiente llegó otro lote, y quiso la suerte que estuviesen todos escritos a mano, aunque la letra se veía notablemente descolorida para un material copiado del aparato de VT el día anterior. Pero todo lo que reforzase la ilusión me encantaba. Aurora estaba cada vez más satisfecha, y no parecía abrigar sospechas. De vez en cuando hacía alguna pequeña crítica, pero se negaba a que se alterasen o se reescribiesen los poemas.
–Pero siempre reescribimos, Aurora –dije–. No se puede esperar una selección infalible de imágenes. El número de sinónimos es demasiado grande –temiendo haber ido demasiado lejos, agregué–: Sea el autor hombre o robot, el principio es el mismo.
–¿De veras? –dijo Aurora en tono zumbón–. Sin embargo, creo que vamos a dejar esto tal como lo escribió el señor Caldwell.
No me molesté en señalarle la irremediable falacia de esta actitud; me limité a recoger los manuscritos aprobados y a llevarlos corriendo a casa. Tony estaba en mi escritorio, muy concentrado en el teléfono, tratando de sacarle más material a Tristram.
Tapó el micrófono con la mano y me hizo un ademán.
–Se hace el coqueto, quizá para tratar de subir a dos centavos las mil palabras. Simula que no le queda material. ¿Vale la pena que le señale la fanfarronería?
Dije que no con la cabeza.
–Es peligroso. Si Aurora descubre que estamos metidos en este fraude de Tristram, hará cualquier cosa. Déjame hablar con él –agarré el teléfono–. ¿Qué ocurre, Tristram? Está bajando tu producción. Necesitamos más material, muchacho. Simplifica las cosas, ¿para qué gastas cintas en todos esos alejandrinos?
–Ransom, ¿de qué demonios hablas? Soy un poeta, no una maldita fábrica, y escribo cuando tengo algo que decir y de la única manera en que eso se puede decir.
–Sí, sí –repliqué–, pero tengo que llenar cincuenta páginas y sólo me quedan algunos días para hacerlo. Me has dado unos diez, así que tienes que seguir produciendo. ¿Qué has hecho hoy?
–Bueno, trabajo en otro soneto que está saliendo bastante bien... precisamente sobre la propia Aurora.
–Magnífico –dije–, pero ten cuidado con esos selectores de vocabulario. Recuerda la regla de oro: la oración ideal es la que no pasa de una palabra. ¿Qué más tienes?
–¿Qué más? Nada. Esto me va a llevar toda la semana, quizás un año.
Casi tragué el teléfono.
–Tristram, ¿qué pasa? Santo cielo, ¿es que no has pagado la cuenta de la luz? ¿Te la han cortado?
Pero antes de que yo pudiese enterarme colgó.
–Un soneto por día –le dije a Tony–. Dios mío, debe de estar trabajando con la máquina en posición manual. Qué idiota, quizá no se da cuenta de lo complicados que son esos circuitos.
Nos quedamos esperando. No llegó nada la mañana siguiente, ni la otra. Pero por suerte Aurora no se mostraba nada sorprendida; en realidad estaba contenta de que la producción de Tristram fuese cada vez más lenta.
–Un poema es suficiente –me dijo–, una manifestación completa. No hace falta decir más, se cierra para siempre un intervalo de eternidad.
Pensativa, alisó los pétalos de un jacinto.
–Quizá necesite un poco de aliento –decidió.
Me di cuenta de que quería conocerlo.
–¿Por qué no lo invitas a cenar? –sugerí.
Se alegró inmediatamente.
–Sí, lo haré –levantó el tubo del teléfono y me lo dio.
Mientras discaba el número de Tristram sentí una súbita punzada de envidia y de decepción. A mi alrededor los frisos contaban la historia de Melandra y Coridón, pero yo estaba demasiado preocupado para prever la tragedia que ocurriría una semana más tarde.
Durante los días siguientes Tristram y Aurora Day anduvieron siempre juntos. Por la mañana solían ir a los estudios cinematográficos de Lagoon West, el chofer al volante del enorme Cadillac. Por las noches, mientras yo estaba sentado solo en la terraza, mirando cómo las luces de Estudio 5 brillaban en la cálida obscuridad, oía las voces fragmentadas que venían por la arena, los tenues sonidos de música cristalina.
Me gustaría decir que me ofendió esta relación, pero en verdad me importó muy poco después de la desilusión inicial. El cansancio de playa que sufría me entumecía insidiosamente los sentidos, y me embotaba tanto la desesperación como la esperanza.
Cuando tres días más tarde Aurora y Tristram propusieron que fuésemos todos a pescar rayas de arena a Lagoon West, acepté encantado, ansioso por observar más de cerca esa relación.
Mientras bajábamos por Las Estrellas no hubo ningún indicio de lo que vendría. Tristram y Aurora iban juntos en el Cadillac, y Tony Sapphire, Raymond Mayo, y yo los seguíamos en el Chevrolet de Tony. Los veíamos por la azulada ventanilla trasera del Cadillac; Tristram le leía a Aurora el soneto que acababa de escribir. Cuando bajamos de los coches en Lagoon West y echamos a andar hacia los viejos estudios de cine abstracto cerca de los arrecifes, caminaron tomados de la mano. Tristram, con zapatos y traje de playa blancos, parecía un dandi eduardiano preparado para un paseo en barca.
El chofer llevaba los cestos, y Raymond Mayo y Tony los arpones y las redes. Allá abajo, en los arrecifes, vimos las rayas que anidaban por millares, decenas de mambas dobles de piel lustrosa que hibernaban fuera de estación.
Después de instalarnos bajo los toldos, Raymond y Tristram trazaron un plan. Ordenados en fila, echamos a andar hacia uno de los arrecifes, Aurora del brazo de Tristram.
–¿Pescaste rayas alguna vez? –me preguntó Tristram mientras entrábamos en una de las galerías bajas.
–Nunca –dije–. Esta vez sólo voy a mirar. Sé que eres todo un experto.
–Bueno, con suerte saldré vivo –señaló las rayas que se aferraban a las cornisas allá arriba, y que al acercarnos daban vueltas en el cielo silbando y chillando; en la penumbra, las puntas blancas de los aguijones se les movían dentro de las vainas–. No se acercarán a menos que se asusten mucho –nos explicó–. El arte consiste en impedir que se asusten, elegir una y acercarse tan despacio que el animal se queda allí mirando hasta que uno puede dispararle.
Raymond Mayo había descubierto una enorme mamba púrpura que descansaba en una grieta a poco más de tres metros a nuestra derecha. Se acercó a ella despacio, mirando cómo el aguijón brotaba de la vaina y se movía amenazadoramente, y esperó a que el animal lo guardase, arrullándolo con un tarareo bajo. Por fin, cuando tuvo la raya a menos de dos metros de distancia, levantó el arpón y apuntó con cuidado.
–Quizá no parezca –nos susurró Tristram a Aurora y a mí–, pero en este momento Raymond está totalmente a merced de la raya. Si ella decidiese atacarlo, él no podría defenderse –el disparo salió del arpón de Raymond y golpeó a la raya en la cresta vertebral, aturdiéndola instantáneamente.
Raymond se acercó en seguida y la recogió con la red, donde el animal revivió luego de unos segundos. Batió en vano las triangulares alas negras, y luego quedó inmóvil.
Avanzamos por las grutas y galerías; allá arriba el cielo era una franja estrecha que daba vueltas mientras nosotros descendíamos por senderos curvos hacia el lecho del arrecife. De vez en cuando, las rayas que levantaban vuelo al acercarnos rozaban el arrecife y unas cascadas de arena fina caían sobre nosotros. Raymond y Tristram cazaron algunas rayas más, y dejaron que el chofer llevase las redes. Poco a poco el grupo se partió en dos: Tony y Raymond tomaron un camino con el chofer y yo seguí con Aurora y Tristram.
Mientras caminábamos noté que el rostro de Aurora estaba menos relajado, que pensaba y se dominaba más que de costumbre. Tuve la impresión de que observaba a Tristram con atención, mirándolo de reojo mientras iba con él del brazo.
Entramos en la bóveda terminal del arrecife, una cámara profunda que parecía una catedral y de la que salían hacia la superficie una veintena de galerías como los brazos espirales de una galaxia. En la obscuridad, a nuestro alrededor, colgaban inmóviles millares de rayas; los aguijones fosforescentes asomaban y se escondían como estrellas titilantes.
A casi cien metros de distancia, en el lado opuesto de la cámara, salieron de una de las galerías Raymond Mayo y el chofer. Esperaron allí unos instantes. De repente oí gritar a Tony. Raymond dejó caer el arpón y desapareció dentro de la galería.
Disculpándome, eché a correr. Los encontré en un corredor estrecho, mirando en la obscuridad.
–Te lo aseguro –insistía Tony–. Oí cantar a ese maldito bicho.
–Imposible –dijo Raymond.
Discutieron, y al cabo de un rato abandonaron la búsqueda de la misteriosa raya cantora y bajaron a la cámara. Mientras caminábamos me pareció ver que el chofer se metía algo en el bolsillo. Con su cara picuda y sus ojos de loco, y el cuerpo encorvado cargado de redes repletas de rayas movedizas, parecía una figura de Hieronymus Bosch.
Crucé algunas palabras con Raymond y con Tony y luego di media vuelta para irme con los otros, pero habían salido de la cámara. Preguntándome qué galería habrían elegido, entré algunos metros en la boca de cada una, y finalmente los vi en una de las rampas que se torcían allá arriba.
Estaba a punto de volver sobre mis pasos y alcanzarlos cuando vislumbré el perfil de Aurora, y volví a notar esa expresión de vigilante interés. Cambié de idea, y empecé a moverme despacio por la espiral, justo debajo de ellos; la arena que caía ahogaba mis pisadas, y los vigilaba entre las columnas voladizas.
En un momento yo estuve a sólo unos pocos metros de ellos, y oí con claridad que Aurora decía:
–¿No se dice que es posible atrapar a las rayas cantándoles?
–¿Hipnotizándolas? –preguntó Tristram–. Intentémoslo.
Siguieron caminando, y se oyó la voz de Aurora, una voz suave y arrulladora. Poco a poco el sonido aumentó, y resonó en las bóvedas altas, donde se movían las rayas en la obscuridad.
A medida que nos acercábamos a la superficie aumentaba la cantidad de rayas, y Aurora se detuvo y guió a Tristram hacia un ruedo pequeño e inundado de Sol, cercado por muros de treinta metros de altura, bajo el cielo abierto.
Como ahora no podía verlos, retrocedí hasta la galería y subí por la pendiente interior al nivel siguiente, y desde ahí a la plataforma que tenía encima. Me acerqué al borde de la galería, desde donde veía con facilidad el ruedo. Pero en ese momento advertí un sonido extraño y penetrante, un sonido monótono que salía de todas partes, que colmaba el arrecife entero, como los silbidos que perciben los epilépticos antes de sufrir un ataque. Abajo, en el ruedo, tapándose los oídos con las manos, Tristram buscaba en los muros, tratando de identificar la fuente del ruido. No miraba a Aurora, que estaba detrás de él, las manos inmóviles a los lados, las palmas alzadas apenas, como una médium en trance.
Fascinado por esa curiosa postura, me aturdió de pronto un chillido de terror que salió de los niveles inferiores del arrecife. Acompañó a ese grito un confuso aleteo correoso, y casi al mismo tiempo brotó de abajo, de las galerías, una nube de rayas voladoras que trataron frenéticamente de escapar del arrecife.
Al llegar al ruedo, sobrevolando a poca altura las cabezas de Tristram y Aurora, parecieron perder el sentido de la orientación, y en pocos segundos pobló el ruedo un enjambre de rayas que giraban y subían y se zambullían sin saber adonde ir.
Aurora salió del trance y empezó a gritar de terror al ver las rayas que le pasaban como látigos por delante de la cara. Tristram se había quitado el sombrero de paja y las golpeaba con furia, protegiendo a Aurora con el otro brazo. Juntos retrocedieron hacia una estrecha falla en el muro trasero del ruedo, que podría servir como ruta de escape hacia las galerías del fondo. Seguí esa dirección hasta el borde del risco, y me sorprendió ver la figura rechoncha del chofer, despojada ahora de las redes y de los pertrechos, que observaba desde arriba a la pareja.
Los cientos de rayas que se entrechocaban dentro del ruedo casi ocultaban a Tristram y a Aurora. Ella reapareció saliendo de la falla, sacudiendo la cabeza con desesperación. ¡La ruta de escape estaba cerrada! Tristram le pidió por señas que se arrodillase y luego saltó al centro del ruedo, golpeando furiosamente a las rayas con el sombrero, tratando de alejarlas de Aurora.
Durante unos segundos lo consiguió. Como una nube de avispas gigantes, las rayas revolotearon alejándose. Horrorizado, vi cómo volvían a descender sobre él. Tristram cayó sin darme tiempo a gritar. Las rayas arremetieron girando sobre el cuerpo extendido, luego se marcharon en remolino subiendo hacia el cielo, aparentemente liberadas del vórtice.
Tristram quedó tendido boca abajo, el pelo rubio derramado sobre la arena, los brazos retorcidos y flojos. Lo miré asombrado por la rapidez con que había muerto, y luego miré a Aurora allá atrás.
Ella también miraba el cuerpo, pero con una expresión que no denotaba lástima ni terror. Recogió la falda con una mano, dio media vuelta y se metió por la grieta.
¡Así que la ruta de escape había estado abierta! Atónito, comprendí que Aurora le había hecho creer a Tristram que el camino estaba cerrado, prácticamente obligándolo a enfrentar a las rayas.
Un minuto más tarde Aurora salió de la boca de la galería y por un instante se asomó al ruedo, acompañada por el chofer de uniforme negro, para observar el cuerpo inmóvil de Tristram. Luego se marcharon de prisa.
Corrí rápidamente detrás de ellos y empecé a gritar con todas mis fuerzas, tratando de atraer la atención de Tony y de Raymond Mayo. Cuando llegué a la boca del arrecife mi voz tronó y resonó allá abajo en las galerías. A cien metros de distancia Aurora y el chofer subían al Cadillac. Con un rugido de motor, el coche se alejó entre los estudios, levantando nubes de polvo que obscurecían los enormes diseños abstractos.
Corrí hacia el coche de Tony. Cuando llegué, el Cadillac estaba a un kilómetro de distancia, echando fuego como un dragón que huye.
Ése fue el último día que vi a Aurora Day. Logré seguirlos hasta la carretera de Lagoon West, pero allí, en pleno camino, el enorme coche se alejó aún más, y después de otros quince kilómetros, al llegar a Lagoon West, los había perdido del todo. En uno de los puestos de gasolina, donde la carretera se bifurca hacia Vermilion Sands y Red Beach, pregunté si alguien había visto pasar un Cadillac de color cereza. Dos de los empleados dijeron que sí, que iba por el camino hacia mí, y aunque ambos juraron que decían la verdad, supongo que la magia de esa mujer los habrá confundido.
Decidí probar en la villa de Aurora y doblé hacia Vermilion Sands, maldiciéndome por no haber previsto lo que acababa de pasar. Yo, aparentemente un poeta, no había tomado en serio los sueños de otro poeta.
Aurora había pronosticado explícitamente la muerte de Tristram.
Estudio 5, Las Estrellas estaba silenciosa y vacía. Las rayas se habían ido de la calzada, y la puerta de vidrio negro estaba abierta de par en par; sobre el polvo que se acumulaba en el piso se veían restos de serpentinas. El vestíbulo y el salón estaban a obscuras, y sólo la carpa blanca del estanque emitía un destello de luz. El aire no se movía, como si la casa hubiese estado vacía durante siglos.
Miré rápidamente los frisos del salón, y vi que conocía todas las caras de las figuras de los paneles. El parecido era casi fotográfico. Tristram era Coridón; Aurora, Melandra; el chofer, el dios Pan. Y me vi a mí mismo, a Tony Sapphire, a Raymond Mayo, a Fairchild de Mille y a los demás miembros de la colonia.
Dejé los frisos y fui al otro lado del estanque. Ahora era de noche, y por la puerta abierta se veían las luces distantes de Vermilion Sands, y las tejas de cristal de la villa reflejaban las luces de los coches que pasaban por Las Estrellas. Se había levantado un viento leve, que agitaba las serpentinas, y mientras bajaba los escalones una ráfaga de aire atravesó la casa y movió la puerta, que se cerró de golpe. El portazo retumbó dentro de la casa, punto final a la secuencia de fantasía y desastre, último aviso de la partida de la hechicera.
Mientras atravesaba el desierto las últimas serpentinas se movían por la arena obscura; caminé entre ellas con firmeza, tratando de organizar de nuevo mi realidad. Los fragmentos de los poemas locos de Aurora Day reflejaban la menguante luz del desierto antes de disolverse a mis pies, como residuos evanescentes de un sueño.
Al llegar a la villa vi que las luces estaban encendidas. Entré corriendo y descubrí asombrado la figura rubia de Tristram tendida perezosamente en una silla de la terraza, sosteniendo un vaso lleno de cubos de hielo en una mano.
Me miró con afabilidad, y antes de que yo pudiese decir una palabra me guiñó jovialmente un ojo y llevó un dedo índice a los labios.
Me acerqué a él.
–Tristram –susurré con voz áspera–. Pensé que estabas muerto. ¿Qué demonios pasó allá?
Tristram sonrió.
–Lo siento, Paul. Tuve la sospecha de que estabas mirando. Aurora se fue, ¿verdad?
Dije que sí con la cabeza.
–El coche de ellos era demasiado rápido para el Chevrolet. Pero ¿no te picó una de las rayas? Te vi caer, y pensé que habías muerto instantáneamente.
–Lo mismo pensó Aurora. Ustedes no entienden mucho de rayas, ¿no es cierto? Mi amigo, esos aguijones son inofensivos durante la temporada; de lo contrario prohibirían a todo el mundo acercarse –hizo una mueca–. ¿Oíste alguna vez el mito de Melandra y Coridón?
Me senté flojamente en la silla de al lado. En dos minutos me explicó lo que había sucedido. Aurora le había contado el mito y él, en parte por simpatía hacia ella y en parte por diversión, había decidido desempeñar su papel. Mientras le describía a Aurora la peligrosidad y la crueldad de las rayas, la había incitado deliberadamente, y le había ofrecido una oportunidad perfecta para llevar a cabo ese crimen expiatorio.
–Claro que fue un crimen –dije–. Te puedo asegurar que le vi la chispa en el ojo. De verdad quería matarte.
Tristram se encogió de hombros.
–No te asombres tanto, muchacho. Después de todo la poesía es un asunto serio.
Raymond y Tony Sapphire no sabían nada de lo que había pasado. Tristram inventó la historia de que Aurora había salido precipitadamente después de sufrir un repentino ataque de claustrofobia.
–¿Qué hará ahora Aurora? –pensó Tristram en voz alta–. Se ha cumplido su profecía. Quizá se sienta más segura de su propia belleza. Tenía una colosal sensación de incapacidad física. Como la Melandra original, que se sorprendió cuando se mató Coridón, Aurora confundía su arte con su propia persona.
Asentí.
–Espero que no se desilusione demasiado cuando descubra que se sigue escribiendo la poesía de la vieja e inadecuada manera. Eso me recuerda que tengo que llenar veinticinco páginas. ¿Cómo anda tu aparato de VT?
–Ya no tengo. Lo encontré destrozado la mañana que me llamaste. Hace años que no lo uso.
Me incorporé.
–¿Quieres decir que esos sonetos que mandaste fueron escritos a mano?
–Claro que sí. Gemas, arrancadas todas del corazón.
Me recosté en la silla con un gemido.
–Dios mío, confiaba en que tu aparato me salvaría. ¿Qué demonios voy a hacer?
Tristram sonrió.
–Empieza a escribir poesía tú mismo. Recuerda la profecía. Quizá se cumpla. Después de todo, Aurora cree que estoy muerto.
Lo maldije rotundamente.
–Por mí, ojalá lo estuvieras. ¿Sabes cuánto me va a costar todo esto?
Después que se fue subí al estudio, junté todo el material que me quedaba y descubrí que me faltaba resolver exactamente veintitrés páginas. Curiosamente, eso representaba una página por cada uno de los poetas registrados en Vermilion Sands. Sólo que ninguno de ellos, fuera de Tristram, era capaz de escribir una sola línea.
Era medianoche, pero los problemas que enfrentaba la revista me ocuparían hasta el último minuto de las veinticuatro horas siguientes, después de las cuales expiraría el plazo para entregarla a la imprenta. Casi había decidido escribir algo yo mismo cuando sonó el teléfono. Al principio pensé que era Aurora Day –la voz era aguda y femenina– pero sólo se trataba de Fairchild de Mille.
–¿Qué haces levantado tan tarde? –le rezongué–. ¿No deberías estar durmiendo?
–Bueno, supongo que sí, Paul, pero ¿sabes?, esta noche me ha sucedido algo increíble. Dime, ¿todavía buscas poesía escrita a mano? Hace un par de horas me puse a escribir algo que no salió del todo mal. En realidad es sobre Aurora Day. Creo que te gustará.
Me levanté y lo felicité exageradamente, anotando el número de líneas.
Cinco minutos más tarde volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Ángel Petit, que también había escrito a mano algunos versos que tal vez me podrían interesar. De nuevo dedicados a Aurora Day.
Durante la media hora siguiente el teléfono sonó veinte veces. Parecía que todos los poetas de Vermilion Sands estaban despiertos. Hablaron conmigo Macmillan Freebody, Robín Saunders y el resto. Esa noche, misteriosamente, todos habían sentido de pronto la necesidad de escribir algo original, y en unos pocos minutos habían compuesto un par de estrofas a la memoria de Aurora Day.
Pensaba en todo eso cuando me levanté después de la última llamada. Era la una menos cuarto de la madrugada y tendría que estar rendido, pero mi cerebro se sentía vivo y apasionado, y lo atravesaban miles de ideas. Se me formó una frase en la mente. Busqué el bloc y la anoté.
Pareció que el tiempo se disolvía. Cinco minutos más tarde había terminado el primer verso que yo escribía en más de diez años. Detrás de ese verso, apenas debajo de la superficie de mi mente, esperaba otra docena de poemas, una veta de oro que habría que desenterrar y sacar a la luz del día.
El sueño podía esperar. Busqué otra hoja de papel y entonces descubrí una carta sobre el escritorio dirigida a la agencia de IBM en Red Beach y que incluía un pedido de tres nuevos aparatos de VT.
Sonriendo para mis adentros, rompí la carta en una docena de pedazos.
Edición digital de jbarbikane
Los mil sueños de Stellavista
The thousand dreams of Stellavista. En Vermilion Sands, Ediciones Minotauro, 1993.
Nadie viene ahora a Vermilion Sands, y supongo que poca gente la habrá oído nombrar alguna vez. Pero hace diez años, cuando Fay y yo fuimos a vivir a Stellavista 99, poco antes de nuestra separación, la colonia era recordada aún como el antiguo lugar de recreo de astros del cine, herederas criminales, y cosmopolitas excéntricos en esos fabulosos años anteriores al Receso. Es verdad que la mayoría de las villas abstractas y de los falsos palazzi estaban vacíos, los enormes jardines cubiertos de vegetación, las piscinas de dos niveles secas desde hacía mucho tiempo, y que todo el lugar estaba deteriorándose como un parque de diversiones abandonado, pero había aún suficiente extravagancia rara en el aire como para darse cuenta de que los gigantes apenas acababan de irse.
Recuerdo el día en que llegamos por primera vez a Stellavista en el coche del vendedor de la inmobiliaria, y lo excitados que estábamos Fay y yo a pesar de nuestra falsa fachada de respetabilidad burguesa. Creo que Fay hasta estaba un poco impresionada –uno o dos de los famosos vivían aún detrás de los ventanales de las terrazas– y éramos sin duda los clientes más fáciles que el joven vendedor había visto en los últimos meses.
Quizá fue por eso que trató de sacarse de encima los sitios realmente extravagantes. La primera media docena era obviamente la vieja guardia, fielmente exhibidos uno tras otro con la esperanza de que algún cliente incauto llegara a aturdirse y comprase uno de ellos o, si esto fallaba, perdiese transitoriamente todo criterio de comparación y se quedase con la primera mole medianamente convencional.
Uno de esos sitios, cerca de Stellavista y M, hasta habría estremecido a un viejo surrealista con una dosis de heroína en la sangre. Oculto desde la calle por una masa de rododendros polvorientos, consistía en seis grandes esferas recubiertas de aluminio suspendidas de un enorme pescante de cemento, como los elementos de un móvil. La esfera más grande contenía el salón, y las otras, cada vez más pequeñas y dispuestas en una espiral que subía en el aire, los dormitorios y la cocina. Había agujeros en muchas de las planchas del casco, y toda la estructura, ligeramente deslustrada, colgaba sobre la maleza y hurgaba en el cemento agrietado como una colección de naves del espacio olvidadas en un solar vacío.
Stamers, el vendedor, nos dejó sentados en el coche, ocultos a medias por los rododendros. Corrió a la entrada y encendió la casa (no hace falta decir que en Vermilion Sands todas las viviendas eran psicotrópicas). Se oyó un chirrido sordo y las esferas se ladearon y empezaron a girar, rozando la maleza.
Fay no se movió del coche, y miró asombrada esa cosa horrible y hermosa, pero empujado por la curiosidad yo bajé y caminé hasta la entrada; la esfera principal se movió más lentamente, como titubeando, y vino hacia mí, seguida por las esferas más pequeñas.
Según el folleto, la casa había sido construida ocho años antes para un magnate de la televisión, como refugio de fin de semana. La genealogía era larga e incluía a dos jóvenes estrellas de cine, un psiquiatra, un compositor ultrasónico (el difunto Dmitri Shochmann, loco célebre; recordé que había invitado a una veintena de amigos a la fiesta de su suicidio, pero ninguno había ido a mirar; disgustado, había fracasado en el intento) y un diseñador de coches. Con semejante barniz de respuestas, producto de personas más o menos ilustres, tendrían que haberles sacado la casa de las manos en una semana, aun en Vermilion Sands. Que hubiese estado en el mercado meses, si no años, indicaba que los propietarios anteriores no habían sido allí muy felices.
A tres metros de distancia, la esfera mayor seguía suspendida, indecisa, mientras la entrada se alargaba hacia abajo. Stamers me sonreía desde el umbral con expresión alentadora, pero la casa parecía nerviosa por algún motivo. En cuanto di un paso adelante, retrocedió bruscamente, casi alarmada, y la entrada se replegó haciendo vibrar a las demás esferas.
Siempre es interesante mirar cómo una casa psicotrópica trata de adaptarse a gente extraña, especialmente a los que parecen desconfiados o sospechosos. Las respuestas varían, una mezcla de distintas reacciones a emociones negativas del pasado, a la hostilidad de los propietarios anteriores, un encuentro traumático con un alguacil o con un ladrón (aunque tanto uno como otro suelen evitar las casas PT; los peligros de un balcón que se invierte o de un pasillo que repentinamente se estrecha son demasiado grandes). La primera reacción puede ser una indicación más clara sobre la verdadera condición de una casa que cualquier cantidad de charla sobre caballos de fuerza y módulos de elasticidad.
Ésta estaba decididamente a la defensiva. Cuando subí hasta la entrada Stamers manoseaba desesperado el panel de mando empotrado en la pared detrás de la puerta, bajando el volumen todo lo posible. Por lo general los vendedores de las inmobiliarias ponen los controles en mediano/máximo para tratar de intensificar las reacciones PT.
El hombre me sonrió débilmente.
–Los circuitos están un poco gastados. Nada serio, los cambiaremos por contrato. Algunos de los propietarios anteriores eran gente del espectáculo y tenían una visión demasiado simplista de lo que es la verdadera vida.
Asentí y salí al balcón que rodeaba la amplia y hundida sala de estar. Era una bonita habitación, con paredes de plástex opaco y techo de fluocristal blanco, pero algo terrible había ocurrido allí. En respuesta a mi presencia, el techo se elevó ligeramente y las paredes perdieron opacidad, reflejando mi necesidad de perspectiva. Noté que se formaban unos curiosos nudos moteados donde habían forzado y curado mal la sala. Unas grietas ocultas empezaron a deformar la esfera, inflando una de las alcobas como si fuese una tirante burbuja de chicle.
Stamers me dio un golpecito en el codo.
–Qué respuestas enérgicas, ¿verdad, señor Talbot? –apoyó la mano en la pared que teníamos detrás; el plástex se estremeció y se arremolinó como una hirviente pasta dentífrica y se estiró formando una pequeña repisa; Stamers se sentó en el extremo, que rápidamente se expandió para ajustarse a los contornos de su cuerpo y proporcionó respaldo y apoyabrazos–. Siéntese y aflójese, señor Talbot. Haga como si estuviera en su casa.
El asiento se ahuecó a mi alrededor como una enorme mano blanca, y las paredes y el techo se calmaron: sin duda la primera tarea de Stamers era conseguir que los clientes se sentasen, antes de que las nerviosas pisadas pudieran causar daño. Algún anterior habitante de la casa tenía que haberse paseado mucho de un lado a otro, angustiado y haciendo crujir los nudillos.
–Desde luego, en este lugar todo está hecho a la medida –dijo Stamers–. Las cadenas de vinilo de este plástex fueron fabricadas a mano, literalmente molécula por molécula.
Sentí que la habitación cambiaba a mi alrededor. El techo se dilataba y se contraía en latidos regulares, una respuesta absurdamente exagerada a nuestros propios ritmos respiratorios, pero por encima de esos latidos había unos bruscos espasmos transversales, producto de alguna enfermedad cardíaca.
La casa no sólo estaba asustada de nosotros, sino seriamente enferma. Alguien, tal vez Dmitri Shochmann, rebosando odio hacia sí mismo, se había hecho algún daño espantoso, y la casa recapitulaba ahora respuestas anteriores. Iba a preguntarle a Stamers si la fiesta del suicidio había tenido lugar en esa habitación cuando el hombre se incorporó y miró alrededor, inquieto.
Al mismo tiempo empezaron a zumbarme los oídos. Misteriosamente, la presión del aire aumentó dentro de la sala, y se levantaron unos remolinos de polvo que corrieron por el vestíbulo hacia la salida.
Stamers estaba de pie, y la silla se metía telescópicamente en la pared.
–Señor Talbot, salgamos a dar una vuelta por el jardín, esto produce una sensación de...
El vendedor calló, la cara arrugada de miedo. El techo estaba a sólo metro y medio de nuestras cabezas, y se contraía como una enorme vejiga blanca.
–... descompresión explosiva –concluyó Stamers automáticamente, agarrándome del brazo–. No lo entiendo –murmuró mientras corríamos al vestíbulo y el aire silbaba pasando a nuestro lado.
Tuve una sospecha acerca de lo que estaba sucediendo y, efectivamente, encontramos a Fay mirando la consola de mando y moviendo las palancas de volumen.
Stamers se metió por delante de ella de un salto. Casi fuimos arrastrados de vuelta a la sala cuando el techo inició la fase de expansión y aspiró el aire por la puerta. El vendedor buscó con la mano el panel de emergencia y apagó la casa.
Se abotonó la camisa con ojos desorbitados.
–Por poco, señora Talbot, realmente por poco –soltó una risita histérica.
Mientras regresábamos al coche, y las gigantescas esferas descansaban en la maleza, el vendedor dijo:
–Bueno, señor Talbot, es una magnífica propiedad. Con una notable genealogía para una casa de sólo ocho años. Le diré que es un desafío emocionante, una nueva dimensión de vida.
Esbocé una sonrisa.
–Puede ser, pero no exactamente para nosotros, ¿verdad?
Habíamos ido a Vermilion Sands por dos años, mientras yo abría un bufete en Red Beach, a treinta kilómetros de distancia. Fuera del polvo, del smog y de los precios inflacionarios de los bienes raíces en Red Beach, un poderoso motivo para ir a Vermilion Sands era que había allí muchísimos clientes potenciales desmoronándose en las viejas mansiones: olvidadas reinas del cine, empresarios misóginos y otros personajes por el estilo, la gente más litigiosa del Mundo. Una vez instalados, yo podría recorrer las mesas de bridge y las fiestas, estimulando discretamente aquí y allá justificados deseos de recortar herencias y de romper contratos.
Pero mientras íbamos por Stellavista en nuestra gira de inspección, me pregunté si encontraríamos algo adecuado. Rápidamente pasamos por delante de una imitación de ziggurat asirio (el último propietario había tenido el mal de San Vito, y toda la estructura seguía temblando como una Torre de Pisa galvanizada), y de un dique submarino convertido (aquí el problema había sido el alcoholismo, y sentimos la melancolía y la impotencia que bajaban por esas enormes paredes húmedas).
Finalmente Stamers se dio por vencido y nos hizo poner de nuevo los pies sobre la tierra. Por desgracia las propiedades más convencionales no eran mucho mejores. El verdadero problema era que casi toda Vermilion Sands está hecha con psicotrópicos tempranos o primitivo-fantásticos: las posibilidades que ofrecían los nuevos materiales bioplásticos marearon a los arquitectos. Pasaron algunos años antes de que se adoptase un término medio entre las estructuras ciento por ciento sensibles y las casas rígidas e insensibles del pasado. En las primeras casas PT había tantas células sensorias, reflejando cada cambio de estado de ánimo y de postura de los ocupantes, que vivir en una de ellas era como habitar el cerebro de otra persona.
Por desgracia los bioplásticos necesitan mucho ejercicio, de lo contrario se endurecen y se agrietan, y mucha gente cree que se sigue dotando a las construcciones PT de recuerdos de innecesaria sutileza, exageradamente sensibles. Se contaba la historia apócrifa del millonario de origen plebeyo que fue literalmente echado de una mansión de un millón de dólares comprada a una familia aristocrática. Esa casa había sido entrenada para responder a la habitual grosería y mal genio de los ocupantes originales, y reaccionó de un modo discordante cuando tuvo que reajustarse al millonario: sin querer le parodiaba el hablar suave y las maneras corteses.
Pero aunque los ecos de habitantes anteriores pueden ser un estorbo, también tienen desde luego sus ventajas. En muchas casas PT de precio mediano resuenan las pasadas risas de familias felices, la distendida armonía de un matrimonio afortunado. Algo así buscaba yo para Fay y para mí. En el último año nuestra relación había empezado a perder un poco de encanto, y una casa verdaderamente armoniosa con un conjunto de sanos reflejos –por ejemplo los de un próspero presidente de banco y de su devota esposa– haría mucho por curar las fisuras que había entre nosotros.
Mirando los folletos cuando llegamos al final de Stellavista, vi que no había habido mucha abundancia de presidentes de banco domesticados en Vermilion Sands. Las genealogías estaban llenas de ejecutivos de TV plagados de úlceras y con no menos de cuatro divorcios, o las habían dejado discretamente en blanco.
Stellavista 99 pertenecía a esta última categoría. Mientras bajábamos del coche y caminábamos por la breve calzada busqué la genealogía para saber algo de los anteriores ocupantes, pero sólo se daba el nombre de la primera propietaria: una tal señorita Emma Slack, de la que no se precisaba la orientación psíquica.
Que era la casa de una mujer no había dudas. Con la forma de una enorme orquídea, se asentaba en una plataforma de cemento en el centro de un patio de grava azul. Las blancas alas de plástex, con la sala a un lado y el dormitorio principal al otro, pasaban por encima de las magnolias que había al final de la calzada. Entre las dos alas, en el primer piso, había una terraza abierta con una piscina de forma de corazón. La terraza se extendía hasta el bulbo central, un segmento de tres pisos que contenía el apartamento del chofer y una amplia cocina de dos niveles.
La casa parecía estar en buenas condiciones. No se veía ninguna cicatriz en el plástex, y las finas junturas se extendían lisas hasta el final como las nervaduras de una hoja gigantesca.
Curiosamente, Stamers no mostraba ninguna prisa por encender la casa. Señaló a derecha e izquierda mientras subíamos por la escalera de cristal hacia la terraza, subrayando varios detalles atractivos, pero no hizo ningún esfuerzo por encontrar la consola de mando, y empecé a sospechar si la casa no sería una conversión estática: un buen número de casas PT se congelan en una u otra posición al final de sus vidas útiles, y funcionan como tolerables casas estáticas.
–No está mal –admití, mirando por encima del agua azul pálido mientras Stamers acumulaba superlativos; a través del fondo vitreo de la piscina, el coche detenido allí abajo parecía una ballena de color dormida en el lecho oceánico–. Bueno, ésta es la clase de vivienda que buscamos. Pero ¿qué le parece si la encendemos?
Stamers pasó por delante de mí, y se acercó a Fay.
–Antes querrán ver la cocina, señor Talbot. No hay prisa, pónganse cómodos.
La cocina era fabulosa: montones de relucientes paneles de instrumentos y unidades automáticas. Todo estilizado y empotrado, complejos aparatos que desaparecían dentro de armarios automáticos y se integraban en una armónica combinación de colores. Hervir allí un huevo me habría llevado un par de días.
–Qué instalación –dije; Fay iba de un lado a otro aturdida de placer, acariciando distraídamente el cromado–. Parece que la hubieran montado para fabricar penicilina –golpeé el folleto con el dedo–. Pero ¿por qué tan barata? A veinticinco mil es casi un regalo.
Los ojos de Stamers se animaron. Me lanzó una ancha sonrisa cómplice que indicaba que éste era mi año, mi día. Me llevó a recorrer el cuarto de juegos y la biblioteca y empezó a machacarme con los méritos de la casa, ensalzando el plan de facilidades de compra del trigésimo quinto aniversario de la empresa (querían cualquier cosa menos dinero en efectivo: no había en esa operación ningún interés financiero) y la belleza y la sencillez del jardín (casi todas las plantas eran perennes de poliuretano flexible).
Por último, aparentemente convencido de que la venta estaba hecha, encendió la casa.
Yo todavía no sabía qué era, pero algo extraño había ocurrido en esa casa. Emma Slack había sido por cierto una mujer de personalidad fuerte y esquiva. Mientras andaba despacio por la sala vacía, sintiendo cómo las paredes se alejaban y las puertas se ensanchaban a mi paso, unos curiosos ecos despertaron de los recuerdos grabados en la casa. Las respuestas eran indefinidas, pero extrañas y perturbadoras, como si lo estuvieran observando a uno continuamente por encima del hombro; cada habitación se adaptaba a mis pisadas suaves y casuales, como si en esas pisadas estuviese la posibilidad de un explosivo arranque de pasión o de genio.
Incliné la cabeza y me pareció oír otros ecos, esta vez delicados y femeninos, un gracioso remolino de movimiento reflejado en una curva breve y fluida en un rincón, el decoroso despliegue de una arcada o de un nicho.
Luego, de pronto, el estado de ánimo se invertía, y volvía aquella sensación de misterio hueco.
Fay me tocó el brazo.
–Howard, es extraña.
Me encogí de hombros.
–Pero interesante. Recuerda que nuestras propias reacciones se impondrán a éstas en unos pocos días.
Fay negó con la cabeza.
–No lo podría soportar, Howard. El señor Stamers debe de tener algo normal para ofrecernos.
–Querida, Vermilion Sands es Vermilion Sands. No esperes encontrar pautas suburbanas. Aquí todos fueron individualistas.
Miré a Fay. El pequeño rostro ovalado, de boca y barbilla infantiles, de flequillo rubio y nariz picara, parecía preocupado y perdido.
Le rodeé los hombros con el brazo.
–Está bien, mi amor, tienes razón. Busquemos un sitio donde podamos estirar las piernas y relajarnos. ¿Qué le diremos a Stamers?
Para nuestro asombro, Stamers no parecía tan desilusionado. Cuando dije que no con la cabeza, ensayó una protesta automática, pero pronto cedió y apagó la casa.
–Sé cómo se siente la señora Talbot –concedió mientras bajábamos por la escalera–. Algunos de estos sitios han absorbido demasiada personalidad. Vivir con alguien como Gloria Tremayne no es muy fácil.
Me detuve dos escalones antes de llegar al final; tenía una curiosa sensación de reconocimiento.
–¿Gloria Tremayne? Pensé que la única propietaria era una tal señorita Emma Slack.
Stamers asintió.
–Sí. Gloria Tremayne. Emma Slack era el nombre verdadero. No diga que se lo conté, aunque todos los que viven por aquí lo saben. Tratamos de revolver el asunto lo menos posible. Si dijéramos Gloria Tremayne nadie vendría siquiera a mirar el lugar.
–Gloria Tremayne –repitió Fay, intrigada–. La estrella de cine que mató al marido, ¿verdad? Él era un famoso arquitecto... Howard, ¿no trabajaste en ese caso?
Mientras la voz de Fay seguía parloteando, yo di media vuelta y miré escaleras arriba, hacia la solana; mi mente retrocedió diez años, hasta uno de los juicios más famosos de la década, un juicio cuyo desarrollo y veredicto marcarían, casi como ningún otro hecho, el fin de toda una generación, y mostrarían las irresponsabilidades del Mundo que habían precedido al Receso. Aunque habían absuelto a Gloria Tremayne, todo el Mundo sabía que ella había matado a sangre fría al marido, el arquitecto Miles Vanden Starr. La había salvado el elocuente alegato de Daniel Hammett, su abogado defensor, asistido por un joven llamado Howard Talbot. Le dije a Fay:
–Sí, ayudé a defenderla. Parece que fue hace mucho tiempo. Mi amor, espérame en el coche. Quiero verificar algo.
Antes de que ella pudiese seguirme, subí corriendo por las escaleras hasta la terraza y cerré a mis espaldas las puertas dobles de vidrio. Las paredes blancas, ahora insensibles e inertes, se elevaban hacia el cielo a ambos lados de la piscina. El agua inmóvil era un bloque transparente de tiempo condensado a través del cual vi las imágenes sumergidas de Fay y Stamers sentados en el coche, como un embalsamado fragmento de mi futuro.
Durante las tres semanas que duró el juicio, diez años antes, estuve sentado a sólo unos pocos metros de Gloria Tremayne y, como cualquiera de las personas reunidas en aquella apretada sala, no podré olvidar jamás ese rostro que parecía una máscara, los ojos sosegados que examinaban cada testigo –el chofer, el médico de la policía, los vecinos que oyeron los disparos– cuando daba su testimonio, como una brillante araña que no reaccionaba a las acusaciones de sus víctimas, que no mostraba nunca la menor emoción. Mientras le deshacían la telaraña, hilo por hilo, ella seguía sentada impasiblemente en el centro, sin dar ánimos a Hammett, descansando en la imagen de sí misma («El Rostro de Hielo») proyectada a través del Mundo durante los quince años anteriores.
Eso, al fin, quizá la salvó. El jurado no pudo vencer la mirada del enigma. Para ser francos, en la última semana del juicio yo ya había perdido todo interés. Mientras apoyaba la intervención de Hammett abriendo y cerrando su maletín rojo de madera (el sello de Hammett, un excelente recurso para distraer jurados) cada vez que me lo indicaba, toda mi atención estaba puesta en Gloria Tremayne, tratando de encontrar alguna falla en la máscara que me permitiese ver la personalidad que había detrás. Supongo que yo no era más que otro joven ingenuo que se había enamorado de un mito fabricado por mil agentes de publicidad, pero para mí nada era más auténtico que esa sensación, y cuando la absolvieron el Mundo empezó a girar de nuevo.
Que se hubiese faltado a la justicia no importaba. Hammett, curiosamente, la creía inocente. Como muchos abogados de éxito, había basado su carrera en el principio de demandar a los culpables y defender a los inocentes: de esa manera se aseguraba una proporción suficientemente alta de éxitos como para tener una reputación de profesional brillante e imbatible. Cuando defendió a Gloria Tremayne la mayoría de los abogados pensaron que el estudio de Gloria, mediante un abultado soborno, había intentado apartarlo de ese principio, pero en realidad se había ofrecido voluntariamente para llevar el caso. Quizá también él trataba de liberarse de una chifladura secreta.
Por supuesto, no volví a verla nunca más. En cuanto distribuyeron su siguiente película, el estudio la despidió. Más adelante reapareció fugazmente, involucrada en una acusación por narcóticos después de un accidente automovilístico, y luego desapareció en un limbo de hospitales para alcohólicos y en pabellones psiquiátricos. Cuando murió, cinco años más tarde, pocos periódicos le dedicaron más de un par de líneas.
Abajo, Stamers hizo sonar la bocina. Volví atravesando despacio la sala y los dormitorios, examinando los pisos vacíos, pasando las manos por las lisas paredes de plástex, preparándome para sentir de nuevo el impacto de la personalidad de Gloria Tremayne. Felizmente, la presencia de ella estaba en toda la casa: impresa en cada matriz y en cada célula sensorial, cada momento de emoción grabado en una réplica más íntima de lo que nadie, fuera de su marido muerto, podría saber nunca. La Gloria Tremayne de la que yo había estado enamorado había dejado de existir, pero esa casa era el sepulcro que guardaba las signaturas de su alma.
Al comienzo todo fue tranquilo. Fay protestó, pero le prometí un nuevo abrigo de visón con lo que ahorrábamos al comprar esa casa. Además, tuve el cuidado de no subir el volumen durante las primeras semanas, para que no se produjese un choque de voluntades femeninas. Un importante problema de las casas psicotrópicas es que luego de varios meses uno tiene que aumentar el volumen para recibir la misma imagen del último propietario, y eso incrementa la sensibilidad de las células de la memoria y la rapidez con que se contaminan. Al mismo tiempo, la amplificación de la base psíquica acentúa los aspectos emocionales más primitivos. Uno empieza a sentir el sabor de las heces, y no de la crema, del anterior propietario. Yo quería saborear la quintaesencia de Gloria Tremayne durante el mayor tiempo posible, así que la racionaba deliberadamente bajando el volumen durante el día, mientras no estaba, y encendiendo luego sólo las habitaciones donde yo andaba por la noche.
Desde el principio descuidé a Fay. No sólo estábamos preocupados por los habituales problemas de adaptación que enfrenta toda pareja casada cuando se muda a una casa nueva (desvestirnos en el dormitorio principal esa primera noche fue una verdadera recreación del debut de la luna de miel): yo además estaba completamente inmerso en la estimulante persona de Gloria Tremayne, y la buscaba explorando cada alcoba y cada nicho.
Por las noches me sentaba en la biblioteca y la sentía a mi alrededor, palpitando en las paredes, flotando cerca cada vez que yo vaciaba alguna caja de la mudanza como un súcubo ayudante. Sorbiendo un scotch mientras la noche se cerraba sobre la obscura piscina azul, analizaba con cuidado esa personalidad, cambiando deliberadamente de humor y evocando una gama de respuestas igualmente amplia. Las células de memoria de la casa estaban perfectamente instaladas, nunca mostraban fallas de carácter, siempre reposadas y serenas. Si yo saltaba del sillón e iba al estéreo y cambiaba bruscamente de Stravinsky a Stan Kenton y al MJQ, la habitación ajustaba el humor y el ritmo sin ningún esfuerzo.
Pero ¿cuánto tiempo tardé en descubrir que había otra personalidad en esas habitaciones, y empecé a sentir la curiosa y extraña presencia que Fay y yo habíamos notado en cuanto Stamers encendió la casa? Por lo menos durante algunas semanas la casa siguió respondiendo a mi desaforado idealismo. Mientras mi devoción por el difunto espíritu de Gloria Tremayne fue el estado de ánimo dominante, la casa respondió de la misma manera, evocando sólo los aspectos más serenos de la personalidad de Gloria Tremayne.
Pero el espejo pronto se obscurecería.
Fue Fay quien rompió el hechizo. En seguida se dio cuenta de que a las respuestas iniciales se estaban superponiendo otras que venían de una zona más amable –y, según Fay, más peligrosa– del pasado. Después de hacer todo lo posible por aguantarlas, intentó con cautela deshacerse de Gloria subiendo y bajando los mandos de volumen, poniendo al máximo los bajos, que acentuaban las respuestas masculinas, y al mínimo los agudos.
Una mañana la sorprendí de rodillas delante de la consola, hurgando con un destornillador en el tambor de la memoria, aparentemente intentando borrar todo lo que había allí.
Le saqué la herramienta, cerré la unidad y guardé la llave en mi llavero.
–Querida, la compañía hipotecaria nos podría demandar por la destrucción del pedigree. Sin él la casa carecería de valor. ¿Qué estás intentando hacer?
Fay se limpió las manos en la falda y me miró directamente a los ojos, alzando la barbilla.
–Estoy intentando restablecer aquí un poco de cordura y, si fuera posible, encontrar de nuevo mi propio matrimonio. Pensé que podría andar por allí.
La rodeé con el brazo y la llevé hacia la cocina.
–Querida, te estás poniendo otra vez demasiado intuitiva. Tranquilízate, no perturbes todo esto.
–¿Perturbar...? Howard, ¿de qué hablas? ¿No tengo derecho a mi propio marido? Estoy harta de compartirlo con una neurótica homicida que murió hace cinco años. ¡Esto es decididamente macabro!
Me estremecí al oír esas palabras, y sentí que las paredes del vestíbulo se obscurecían y se apartaban a la defensiva. El aire se nubló y se enfureció como si fuese un día de tormenta.
–Fay, tú sabes que no te falta talento para exagerar... –busqué la cocina, desorientado de pronto por el movimiento de las paredes del pasillo–. No sabes la suerte que...
No me dejó seguir. En cinco segundos estábamos en el medio de una pelea feroz. Fay abandonó toda cautela, supongo que adrede, con la esperanza de dañar la casa para siempre, y yo, como un estúpido, dejé que aflorasen muchos de mis resentimientos inconscientes. Por último Fay corrió furiosa a su dormitorio y yo me encaminé a la sala destrozada y me dejé caer enfadado en el sofá.
Por encima de mi cabeza, el techo, del color de las tejas, temblaba y se arrugaba, manchado por unas venas rabiosas que apretujaban las paredes. La presión del aire aumentó, pero me sentía demasiado cansado para abrir una ventana y seguí cocinándome en una caldera de rabia negra.
Debe de haber sido entonces cuando reconocí la presencia de Miles Vanden Starr. Todos los ecos de la personalidad de Gloria Tremayne habían desaparecido, y por primera vez desde que nos habíamos mudado me sentía dueño de mi capacidad normal de observación. La ira y el resentimiento que flotaban en la sala persistían de una manera notable, mucho más tiempo de lo que podía esperarse de algo que había sido poco más que un disgusto. Las paredes siguieron latiendo y retorciéndose durante más de media hora; a mí hacía ya rato que se me había pasado el enojo y me había levantado y examinaba la habitación con la mente despejada.
La rabia, frustrada y profunda, era sin duda masculina. Supuse, correctamente, que provenía de Vanden Starr, que había diseñado la casa para Gloria Tremayne y antes de su muerte había vivido allí durante más de un año. Que el tambor de memoria hubiese quedado tan intensamente grabado significaba que la atmósfera de hostilidad ciega, neurótica, se había mantenido durante la mayor parte de ese tiempo.
El resentimiento se dispersó despacio, y vi entonces que por primera vez Fay había conseguido lo que quería. La serena persona de Gloria Tremayne ya no estaba. El motivo femenino seguía allí, en un tono más agudo y estridente, pero la presencia dominante era sin duda la de Vanden Starr. El nuevo humor de la casa me recordó las fotografías que se habían mostrado durante el juicio, y en las que Vanden Starr aparecía en grupos de la década del cincuenta mirando ceñudo en compañía de gente como Le Corbusier y Lloyd Wright, paseando airado, como un pequeño dictador, por algún complejo de viviendas en Chicago o en Tokio, exhibiendo una gran papada que sugería algún problema de tiroides y ojos grandes y opacos; y luego las de Vermilion Sands: fotos de 1970 en las que se lo veía encajando tan bien en la colonia cinematográfica como un tiburón en una pecera.
Pero había fuerza detrás de esos funestos impulsos. Atraída por nuestra rabieta, la presencia de Vanden Starr había descendido sobre Stellavista 99 como un nubarrón. Al principio intenté recuperar el agradable ánimo de días anteriores, pero todo eso había desaparecido, y mi enojo ante esa pérdida sólo sirvió para espesar el nubarrón. Un aspecto desafortunado de las casas psicotrópicas es el factor de resonancia: personalidades diametralmente opuestas pronto estabilizan su relación, y es inevitable que el eco ceda a la nueva fuente. Pero cuando las personalidades tienen la misma frecuencia y amplitud, se refuerzan y se adaptan unas a otras. Muy pronto asumí la personalidad de Vanden Starr, y la creciente irritación que sentía hacia Fay no hizo más que provocar en la casa una mayor ola de antagonismo.
Más tarde supe que en realidad estaba tratando a Fay exactamente de la misma manera en que Vanden Starr había tratado a Gloria Tremayne, y que repetía los pasos de esa tragedia con consecuencias igualmente desastrosas.
Fay reconoció en seguida el nuevo estado de ánimo de la casa.
–¿Qué le ha pasado a nuestra huésped? –preguntó a la noche siguiente, mientras cenábamos–. Parece que nuestra hermosa fantasma te desdeña. ¿Se niega el espíritu aunque la carne sea débil?
–Sólo Dios lo sabe –gruñí malhumorado–. Me parece que has arruinado todo esto.
Miré el comedor buscando algún eco de Gloria, pero ella se había ido. Fay entró en la cocina y yo me quedé mirando el plato sin terminar cuando sentí una curiosa ondulación en la pared que tenía a mi espalda, una plateada flecha de movimiento que desapareció en cuando levanté la cabeza. Intenté sin éxito captar ese movimiento, el primer eco de Gloria desde la pelea, pero más tarde, esa misma noche, cuando fui al dormitorio de Fay después que la oí llorar, volví a notarlo.
Fay había entrado en el baño. Cuando iba a buscarla sentí el mismo eco de angustia femenina. Esa angustia, inspirada por las lágrimas de Fay, duró –al igual que el humor de Vanden Starr desencadenado por mi rabia– hasta mucho después del estímulo. Cuando desapareció del cuarto lo seguí por el pasillo, pero se difundió subiendo hacia el techo y se quedó allí flotando, inmóvil.
Mientras echaba a andar hacia la sala me di cuenta de que la casa me vigilaba como un animal herido.
Dos días más tarde se produjo el ataque a Fay.
Acababa de regresar de la oficina y estaba enfadado como un chico porque Fay había guardado su coche en mi lado del garaje. En el guardarropa traté de refrenar mi rabia; las células sensoras habían recibido el estímulo y empezaron a absorber mi irritación y a volcarla en el aire hasta que las paredes del guardarropa se obscurecieron e hirvieron de furia.
Lancé un insulto gratuito a Fay, que estaba en la sala. Un segundo más tarde ella gritó:
–¡Howard! ¡Ven! ¡Pronto!
Corrí hacia la sala y me arrojé contra la puerta, esperando que se retrajese. Pero la puerta permaneció rígida, clavada en el arco. Toda la casa parecía tensa y gris; allá afuera la piscina era un tanque de plomo frío.
Fay volvió a gritar. Agarré la palanca metálica del control manual y abrí la puerta con violencia.
Fay estaba casi oculta sobre uno de los sofás en el centro de la habitación, enterrada bajo el combado dosel del techo que le había caído encima. El pesado plástex se le había derramado directamente sobre la cabeza, formando una gota de un metro de diámetro.
Levanté el flaccido plástex con las manos y conseguí sacárselo de encima a Fay, que estaba tendida sobre los almohadones, asomando nada mas que los pies. Salió de allí como pudo y me echó los brazos al cuello, sollozando en silencio.
–¡Howard, esta casa está loca, pienso que intenta matarme!
–Por Dios, Fay, no digas tonterías. No fue más que una acumulación anormal de células sensorias. Quizá lo provocó tu aliento –le palmeé el hombro, recordando a la niña con la que me había casado hacía unos pocos años; sonriendo para mis adentros, miré cómo el techo se retiraba poco a poco, y cómo se aclaraban las paredes.
–Howard, ¿podemos irnos de aquí? –balbuceó Fay–. Vayámonos y vivamos en una casa estática. Sé que son aburridas, pero ¿qué importa...?
–Bueno –dije–, no son aburridas, están muertas. No te preocupes, mi ángel, ya aprenderás a tomarle el gusto a esta casa.
Fay se desasió de mis brazos.
–Howard, no puedo quedarme un minuto más en esta casa. Has andado tan preocupado últimamente que ya no eres la misma persona –empezó a llorar de nuevo, y señaló hacia el techo–. Si yo no hubiese estado acostada, ¿te parece que me habría matado?
Sacudí el polvo del borde del sofá.
–Sí, veo las marcas de tus tacones –la irritación creció como bilis antes que yo pudiese contenerla–. Me parece que te dije que no te tendieras aquí. Esto no es una playa, Fay. Sabes que me molesta.
A nuestro alrededor las paredes comenzaron de nuevo a mancharse y a obscurecerse.
¿Por qué Fay me encolerizaba con tanta facilidad? ¿Me movería, como creí en ese momento, un resentimiento inconsciente, o sería yo nada más que un vehículo para el antagonismo que se había acumulado durante el matrimonio de Vanden Starr con Gloria Tremayne y que se descargaba ahora en esta desventurada pareja que los había sucedido en Stellavista 99? Quizá sea demasiado caritativo conmigo mismo si me inclino por esto último, pero Fay y yo habíamos sido tolerablemente felices durante los cinco años de matrimonio, y estoy seguro de que mi nostálgico enamoramiento de Gloria Tremayne no me podía haber perturbado tanto.
Fuera lo que fuese, Fay no esperó un segundo intento. Dos días más tarde, al regresar a casa, encontré una cinta nueva en el memófono de la cocina. Encendí el aparato y oí que ella me decía que no me aguantaba más, ni a mí ni a mis críticas ni a Stellavista 99, y que volvía al este a vivir con su hermana. Cruelmente, mi primera reacción, después de la punzada inicial de indignación, fue de alivio puro. Yo seguía creyendo que Fay tenía la culpa del eclipse de Gloria Tremayne y de la aparición de Vanden Starr, y que al irse ella yo recuperaría los antiguos días de idilio y romance.
Acerté sólo en parte. Gloria Tremayne regresó, pero no en el papel que yo esperaba. Yo, que había ayudado a defenderla en el juicio, tendría que haberlo sabido.
Unos días después de la partida de Fay me di cuenta de que la casa había iniciado una existencia individual, y que sus recuerdos codificados se descargaban con independencia de mi comportamiento. A menudo, cuando regresaba por la noche ansiando relajarme con media jarra de scotch, encontraba a los fantasmas de Miles Vanden Starr y Gloria Tremayne en plena disputa. La negra y amenazadora personalidad de Starr acosaba a la tenue pero cada vez más resistente quintaesencia de su esposa. A esa resistencia –una especie de esgrima– se la podía observar literalmente: las paredes de la sala se endurecían y se obscurecían en un vórtice de cólera que convergía en una pequeña zona de claridad oculta en uno de los nichos de la pared, como intentando borrar su presencia, pero en el último momento la persona de Gloria se escabullía ágilmente, dejando esas paredes en ebullición convulsiva.
Fay había desatado ese espíritu de resistencia, e imaginé a Gloría Tremayne pasando por un período similar de Infierno viviente. A medida que reaparecía en ese nuevo papel yo la observaba con atención, el volumen al máximo a pesar del daño que la casa podía hacerse a sí misma. Una vez pasó por allí Stamers y se ofreció a revisar los circuitos. Había visto la casa desde la calle haciendo flexiones y cambiando de color como un calamar dolorido. Le di las gracias, inventé algún pretexto y dije que no. Más adelante me contó que lo había echado de allí con no mucha cortesía: aparentemente le había costado reconocerme; yo daba zancadas dentro de la casa obscura y trepidante como un loco en una tragedia de horror isabelino, inconsciente de todo.
Aunque inundado por la personalidad de Miles Vanden Starr, comprendí poco a poco que él había enloquecido deliberadamente a Gloria Tremayne. No puedo saber con certeza qué había incitado esa implacable hostilidad: quizá lo ofendía el éxito de Gloria, quizás ella le había sido infiel. Cuando ella finalmente se vengó y le disparó, estoy seguro de que era un acto de defensa propia.
Dos meses después de marcharse al este Fay me inició un juicio de divorcio. Frenético, la llamé por teléfono y le expliqué que le agradecería que aplazase la demanda pues la publicidad del asunto quizás acabase con mi nuevo bufete. Pero Fay fue inexorable. Lo que más me molestó fue que hacía años que no la oía tan bien; volvía a ser feliz de verdad. Cuando le insistí con mis súplicas me dijo que necesitaba el divorcio para casarse de nuevo y luego, para colmo, se negó a decirme quién era el hombre.
Cuando estrellé el teléfono contra la horquilla mi humor estaba despegando como un cohete lunar. Salí temprano del bufete y empecé a recorrer los bares de Red Beach, regresando despacio a Vermilion Sands. Caí sobre Stellavista 99 como una fuerza expedicionaria de un solo hombre, segando la mayoría de las magnolias de la calzada, metiendo el coche en el garaje a los tumbos en el tercer intento, después de derribar las dos puertas automáticas.
Las llaves se me atascaron en la cerradura de la puerta y para entrar tuve que romper un vidrio a patadas. Subí corriendo por las escaleras y salí a la terraza a obscuras, arrojé el sombrero y la chaqueta a la piscina y entré en la sala dando un portazo.
A las dos de la mañana, mientras me preparaba un trago en el bar y ponía el último acto del Götterdämmerung en el estéreo, la casa se estaba animando de verdad.
Camino a la cama me tambaleé hasta el dormitorio de Fay para ver qué daño podía hacer a los recuerdos que todavía conservaba de ella; pateé un armario y tiré el colchón al suelo, poniendo literalmente verdes las paredes con una salva de epítetos.
Poco después de las tres me dormí. A mi alrededor la casa giraba como un enorme plato de tocadiscos.
No debían de ser más de las cuatro cuando me desperté, consciente de un curioso silencio en la habitación a obscuras. Estaba atravesado sobre la cama, rodeando con una mano el cuello de la jarra y con la otra sosteniendo la colilla de un cigarro apagado. Las paredes estaban quietas; ni siquiera las perturbaban los remolinos residuales que recorren las casas psicotrópicas cuando los ocupantes duermen.
Algo había alterado las perspectivas normales de la habitación. Intentando enfocar el bulto gris que se había formado en el techo, creí oír unos pasos afuera. En efecto, la pared del pasillo empezó a retraerse. El arco, habitualmente una hendedura de quince centímetros de ancho, subió para dejar entrar a alguien. No apareció nadie, pero la habitación se expandió y el techo se infló para alojar una presencia adicional. Asombrado, traté de no mover la cabeza, y miré cómo la zona de presión no ocupada se movía rápidamente por la habitación hacia la cama, señalada en el techo por una pequeña depresión.
La zona de presión se detuvo a los pies de la cama y vaciló unos segundos. Pero en vez de estabilizarse, las paredes empezaron a vibrar rápidamente, temblando de manera extraña y vacilante, irradiando una aguda sensación de urgencia y de indecisión.
Y de pronto la habitación se calmó. Un segundo más tarde, mientras me apoyaba en un codo, un violento espasmo dobló las paredes y levantó la cama del piso. Toda la casa empezó a sacudirse y a retorcerse. Afectado por el ataque, el dormitorio se contrajo y se expandió como la cavidad de un corazón moribundo. El techo subía y bajaba.
Me afirmé en la cama oscilante y la convulsión disminuyó poco a poco y las paredes volvieron a su sitio. Me levanté, preguntándome qué loca crisis repetía ese grande mal psicotrópico.
La habitación estaba a obscuras; por el trío de aberturas circulares que había detrás de la cama entraba un poco de luz lunar. Esas aberturas se contraían a medida que las paredes se acercaban unas a otras. Apoyé las manos en el techo y sentí cómo empujaba hacia abajo con fuerza. Los bordes del piso se fundían con las paredes mientras la habitación se convertía en una esfera.
La presión del aire aumentó. Fui tropezando hasta las aberturas, que me apretaron los puños mientras el aire se escapaba silbando entre mis dedos. Apoyé la cara en las aberturas y tragué el fresco aire nocturno e intenté abrir el plástex, forzándolo con las manos.
El interruptor de seguridad estaba encima de la puerta, en el otro lado de la habitación. Salté hacia allí, trepando por la cama, pero el flujo de plástex había tapado todo el mecanismo.
Con la cabeza inclinada para esquivar el techo, me quité la corbata tratando de respirar el aire ruidoso. Atrapado entre las paredes, me sofocaba mientras la habitación imitaba la respiración de Vanden Starr después de recibir el disparo. Ese tremendo espasmo había sido su reacción convulsiva al impacto en el pecho de la bala de la pistola de Gloria Tremayne.
Revolví los bolsillos buscando una navaja, encontré el encendedor, lo saqué y lo hice funcionar. La habitación era ahora una esfera de poco más de tres metros de diámetro. Unas venas gruesas, tan anchas como mis brazos, se anudaban sobre la superficie, aplastando el armazón de la cama.
Levanté el encendedor hasta la superficie del techo, y lo pasé por el opaco fluocristal, que en seguida empezó a hervir y a ampollarse. Se incendió y se abrió, y los labios se separaron en una brillante bocanada de calor.
Mientras el capullo se bisecaba, vi la boca torcida del pasillo que desembocaba en la habitación bajo el techo pandeado del comedor. Patinando en el plástex derretido, fui como pude hasta el pasillo. La casa entera parecía quebrada. Las paredes estaban combadas; los pisos, arqueados en los bordes. El agua se escapaba de la piscina, que había quedado inclinada hacia afuera sobre los debilitados cimientos. Las losas vitreas de la escalera estaban destrozadas, y los salientes brotaban de la pared, afilados como navajas.
Corrí al dormitorio de Fay, busqué el interruptor e hice funcionar el rociador automático.
La casa siguió latiendo, pero un momento más tarde se trabó y se endureció. Me apoyé contra la mellada pared y dejé que la espuma de los rociadores me cayese sobre la cara.
A mi alrededor, con las alas desarregladas y rotas, la casa se alzaba como una flor torturada.
De pie sobre los pisoteados macizos de flores, Stamers miraba la casa con cara de perplejidad y respeto. Eran poco más de las seis. El último de los tres coches de la policía se había marchado, después que el teniente a cargo de la patrulla admitió finalmente la derrota.
–Maldita sea, no puedo arrestar a una casa por intento de homicidio, ¿verdad? –me preguntó en tono un tanto agresivo; le contesté con una gran carcajada; el susto inicial había pasado, y tenía ahora una sensación de diversión casi histérica.
Stamers tampoco conseguía entenderme.
–¿Qué demonios hacía ahí dentro? –preguntó con un susurro.
–Nada. Le digo que estaba profundamente dormido. Y aflójese. La casa no lo oye. Está apagada.
Caminamos por la grava revuelta y vadeamos el agua que parecía un espejo negro. Preocupado Stamers meneó la cabeza.
–Esta casa debe de haber estado loca. Para mí que necesita un psiquiatra.
–Tiene usted razón –dije–. En realidad ése fue exactamente mi papel: reconstruir la situación traumática original y liberar el material reprimido.
–¿Por qué tomarlo en broma? Trató de matarlo.
–No diga tonterías. El verdadero culpable es Vanden Starr. Pero, como insinuó el teniente, no se puede arrestar a un hombre que murió hace diez años. Fue el recuerdo reprimido de esa muerte lo que intentó matarme. Aunque Gloria Tremayne se vio obligada a apretar el gatillo, quien apuntó con la pistola fue Starr. Yo viví ese papel durante dos meses, créame. Lo que más me preocupa es que si Fay no hubiera tenido la sensatez de irse, quizá la persona de Gloria Tremayne la hubiera empujado a matarme.
Para gran sorpresa de Stamers, decidí quedarme en Stellavista 99. Aparte del hecho de que no tenía dinero para comprarme otra casa, había para mí en ese sitio ciertos recuerdos que no quería abandonar. Gloria Tremayne aún seguía allí, y yo estaba seguro de que al fin Vanden Starr se había ido. La cocina y las unidades de servicio funcionaban todavía, y, aunque deformados, la mayoría de los cuartos eran habitables. Además, yo necesitaba descansar, y nada es tan tranquilo como una casa estática.
Desde luego, en su estado actual difícilmente se podría considerar a Stellavista 99 una vivienda estática típica. Pero las habitaciones deformadas y los pasillos torcidos tienen tanta personalidad como cualquier casa psicotrópica. La unidad PT funciona todavía, y un día la voy a encender. Pero hay algo que me preocupa. Los violentos espasmos que arrumaron la casa pueden haber dañado de algún modo la personalidad de Gloria Tremayne. Vivir con esa personalidad quizá signifique la locura para mí, y hay en la casa un encanto sutil, a pesar de sus deformidades, como la ambigua sonrisa de una mujer hermosa pero demente.
Muchas veces abro la consola de mando y examino el tambor de memoria. La personalidad de Gloria, sea lo que sea, está allí. Borrarla sería muy fácil. Pero no puedo.
Un día de éstos, pase lo que pase, sé que tendré que encender de nuevo la casa.
FIN