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octubre 17, 2010
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Nº 12 Serie Hugo Corbett
Para Doreen y Jack Steel
de Ann Arbor, Saline, Michigan
Índice
Argumento
El caso al que se enfrenta Hugo Corbett en esta ocasión parece ser el de un despiadado asesino en serie, al que se creía haber ajusticiado en la persona de un oscuro lord que parece ya olvidado. Es más, pocos son los que hacen caso a la vehemente defensa que hace su hijo, Maurice, de la inocencia de su difunto padre. A partir de ahí surgen las primeras dudas, y poco a poco Corbett va atando cabos y ajustando la hipótesis de que no todas las jóvenes violadas y descuartizadas has sido asesinadas con los mismos métodos, y probablemente por la misma persona. El enigma entonces es saber a cuántos asesinos debe enfrentarse Hugo Corbett.
En esta ocasión Doherty aprovecha para mostrar los métodos forenses de la época y de cómo se sirve de ellos Corbett en su investigación. En esta novela Corbett se afirma como un protagonista complejo, rico en matices y con una mente poderosa, pero sin dejar de ser verosímil.
Capítulo I
El párroco John Grimstone subió lentamente las gradas que llevaban al púlpito y fijó la vista adormilada en la nave de la parroquia de San Edmundo. A través del grueso cristal de las ventanas se filtraba la luz gris del alba, mientras la niebla de la mañana que se colaba bajo la puerta iba extendiéndose por la nave como una nube de incienso frío. Todos los burgueses, aldeanos y campesinos de la real villa de Melford, en Suffolk, habían acudido a la iglesia a la primera misa del domingo, como de costumbre. Los más ricos estaban instalados en sus bancos y sitiales adquiridos especialmente, tallados con diseños y motivos individuales. Los menos acomodados, granjeros y campesinos, se situaban más atrás, en tanto que los pobres formaban un grupo hacinado alrededor del baptisterio. El resto se había acomodado bajo la sombra de los cruceros, sentados de espalda a las paredes y con las punteras de las botas cubiertas de barro.
El párroco John tomó aliento, intentando ignorar las pesadas emanaciones del vino de la noche anterior. Hoy, a sólo unos pocos domingos del comienzo de Adviento, iba a hablar de la muerte: el silencioso y súbito mensajero que no dejaba de hacer sentir su presencia en Melford con una historia de asesinatos sangrientos y un juicio público seguido de ejecución. El párroco sacó la pieza de pergamino de su casulla y la colocó en la espalda del águila tallada a cierta altura sobre el púlpito donde había un pequeño facistol. Tenía frío, la iglesia le parecía triste y recordó sus propias pesadillas: cómo los que yacían enterrados bajo las lápidas grises podían apartarlas para sacar sus manos esqueléticas como garras y arrastrarlo al mundo subterráneo; una alucinación que lo había perseguido desde niño. Su madre le había contado que los muertos dormían bajo esa iglesia, esperando que sonara la trompeta del arcángel Gabriel.
Grimstone se aclaró la garganta. Tenía que poner fin a esa sensación inquietante. Era un hombre pequeño y robusto, con las mejillas encendidas de los bebedores y una mata de pelo blanco. Se consideraba un buen sacerdote. Miró a los feligreses que se apretujaban ante él. Había bautizado a sus hijos, había sido testigo de sus votos de matrimonio y, por lo menos años atrás, había salido a cualquier hora del día o de la noche para atender a los enfermos y moribundos.
Su congregación le devolvía la mirada, expectante. Era uno de los puntos culminantes de la semana. Cuando estaba sobrio era un buen predicador. Siempre llegaba a sus corazones valiéndose de las pinturas que colgaban de las paredes e incluso de las pocas vidrieras que engalanaban San Edmundo. Era otoño y todo iba muriendo; acaso su párroco lo recordase. Podría hablar sobre los horrores del Infierno, los peligros del Purgatorio o bien, aunque no era tan interesante, sobre la felicidad del Paraíso.
El clérigo miró a su coadjutor, Robert Bellen, un hombre joven y de rostro fino, blanco como la leche bajo las greñas negras, boca débil y ojos inexpresivos. Era un ayudante bueno y voluntarioso, aunque Grimstone se preguntaba si estaría en plena posesión de sus facultades mentales: los pecados sexuales le inspiraban horror. Tal vez por eso no se le soltaba la lengua cuando estaba en presencia de mujeres. El padre Robert, con las manos en las rodillas, miraba fijamente hacia una de las gárgolas, un demonio de rostro horrible colocado encima de uno de los pilares redondos y rechonchos que se levantaban a cada lado de la nave. ¡Al coadjutor le interesaban tanto los demonios y el infierno! Su amigo más cercano, Adam Burghesh, que había sido soldado, estaba en su asiento especial a la izquierda del pulpito, y habría podido llegar a afirmar que el joven coadjutor debía de haber visitado el infierno, de lo bien que conocía sus horrores.
Burghesh se removió en su asiento, reflejando perplejidad en su cara larga e hirsuta ante la demora del clérigo que aún no empezaba su sermón. El párroco Grimstone le devolvió la sonrisa, ocultándole su propia ansiedad. Ambos habían crecido en Melford, eran hermanos de padre y grandes amigos, aunque cada cual había seguido su propio rumbo. Burghesh, que había hecho fortuna en las guerras del rey, había regresado a Melford. Allí compró la vieja casa del guardabosque, que estaba tras la iglesia. El párroco se había acostumbrado a confiar en él, incluso más que en su coadjutor.
La congregación comenzó a toser y mover los pies. Grimstone posó la mirada en la primera fila y advirtió que faltaba Molkyn, el molinero. Pero estaba su mujer, Úrsula, con su hija Margaret, extraña, rubia y pálida. De modo que ¿dónde estaba Molkyn? El domingo el molino cerraba, no se molía maíz ni se ensacaba harina. Molkyn debería estar presente, especialmente para escuchar su sermón.
El párroco levantó la cabeza.
—¡Muerte! —tronó.
La congregación se regocijó; sería un sermón de los buenos.
—La muerte —prosiguió el clérigo—, es como una campana cuya función es despertar a los cristianos a la oración. Pero los perezosos, tras oír las primeras campanadas, esperan las segundas, y a menudo su sueño es tan pesado que ni siquiera las oyen.
Lanzó una mirada rápida hacia la mujer de Molkyn.
—Las campanas tienen diferentes sonidos —dirigió una sonrisa a Simón, el campanero— y el de la campana de muerte es: «Si recordáis vuestro final, jamás pecaréis».
El párroco se echó hacia atrás el manípulo que llevaba en la muñeca izquierda, entrando en calor para acometer el tema.
—La muerte es como un inquisidor.
Hizo una pausa mientras su congregación asentía y murmuraba. Todos odiaban al inquisidor, el terrible funcionario de la corte del archidiácono, que venía a olisquear el pecado y el escándalo. Cuando lo encontraba, aunque se tratase de una mujer casada que hacía travesuras con su amante, convocaba a las partes en falta para que se presentaran en el tribunal.
—Oh, sí —continuó el párroco Grimstone— la muerte es como el inquisidor y lleva como atributo de su función una vara más aguda y cruel que la flecha más fina. La muerte es también como un señor a caballo. Tiene un gran escudo, inteligentemente dividido. En la primera sección hay un mono haciendo muecas que representa a los verdugos del hombre, que se ríen de él y gastan su fortuna. En la segunda, hay un león enfurecido, porque la muerte devora todas sus presas. En la tercera, un escribano indica cómo todos nuestros hechos quedarán escritos y serán recitados ante el tribunal de Dios. Y en la cuarta...
La puerta de la iglesia se abrió de golpe. El clérigo bajó las manos. La congregación volvió la cabeza. Peterkin, el tonto del pueblo, hombre con poco cerebro y menos ingenio, recorrió la nave andando con torpeza. Su pelo apelmazado casi ocultaba unos ojos desorbitados, y sus calzas y sus botas estaban cubiertas de barro.
El párroco Grimstone bajó lentamente del púlpito. Peterkin era uno de los elegidos de Dios. Dependía de la caridad de la parroquia y dormía en graneros, o con la abuela Crauford, y comía y bebía lo que los vecinos le daban. El párroco notó que estaba agitado. De hecho había estado llorando, y en la cara del pobre necio las lágrimas habían dibujado surcos de suciedad. El hombre abrió la boca, pestañeó, pero no le salieron palabras. La congregación ya comenzaba a agitarse al ser interrumpida tan abruptamente su rutina del domingo por la mañana.
—Tranquilo —ordenó el párroco Grimstone—. Peterkin, ¿qué te pasa? Estás en la casa de Dios. Estamos celebrando la misa, ¿lo sabes? ¿Tienes hambre? ¿Tienes sed? ¿O tuviste una de tus pesadillas?
Peterkin no escuchaba. Miraba fijamente hacia la izquierda, señalando una de las pinturas del crucero. Temblaba y la parte interior de sus calzas tenían una mancha de orina. El clérigo le tomó la mano.
—¿Qué te pasa? —le preguntó con firmeza—. Muéstrame.
Como un niño, Peterkin lo condujo hacia el crucero, mientras los campesinos y aldeanos se apartaban. Peterkin señaló un cuadro que representaba la decapitación de san Juan Bautista. La cabeza del santo estaba siendo colocada en una bandeja por una Salomé de aspecto perverso, que se preparaba para llevársela a su vengativa madre.
—¿Soñaste con eso? —le preguntó el párroco, controlando la impaciencia.
Peterkin negó con la cabeza.
—Molkyn —respondió su voz áspera.
—¿Molkyn el molinero?
—Molkyn el molinero —repitió Peterkin como un escolar—. ¡Su cabeza está flotando!
Los que estaban cerca de él, oyeron lo que decía. Algunos se pusieron de pie fijando la mirada en Úrsula y su hija Margaret, que tenían los ojos muy abiertos. El párroco Grimstone se quitó la casulla y se la lanzó a su coadjutor. Se recogió la sotana bajo el cinturón y cogió a Peterkin por la muñeca.
—¡Ha de venir! ¡Ha de venir! —decía Peterkin—. Padre, yo no miento. La cabeza de Molkyn está flotando.
Tomando a Peterkin de la mano, Grimstone recorrió rápidamente la nave. El resto de los parroquianos secundó su iniciativa y lo siguió. Bajaron las escaleras del cementerio hacia el pórtico. En vez de seguir recto en dirección a Melford, Peterkin dobló a la izquierda para ir al molino. La neblina matinal seguía espesa y envolvente, y cubría los campos. El párroco era consciente de que el miedo se estaba apoderando de él, un frío que sentía en la nuca. Sólo la respiración trabajosa de Peterkin y el ruido que hacían sus feligreses rompían el silencio ominoso. Atravesaron el puente de madera que cruzaba el Swaile y la puerta de cañas por la que se accedía al remanso del molino. Las malezas y el tojo, a cada lado, estaban empapados de lluvia. El clérigo veía poco a causa de la niebla. Peterkin se detuvo y señaló con el dedo.
—Sí, sí —el párroco siguió la dirección indicada—. Ese es el molino de Molkyn.
Contempló las grandes aspas de lona tendidas como los brazos de un monstruo entre el gris movedizo de la niebla.
—¡Venid! —murmuró Peterkin.
Subieron una pequeña colina y bajaron por la otra vertiente hasta el remanso rodeado de cañas. Peterkin volvió a señalar un punto.
El párroco tomó aliento, incrédulo. Tanto él como sus seguidores ya podían verlo. Una mujer lanzó un chillido. La esposa de Molkyn se adelantó, abriéndose paso a empellones; Repton, el baile, la sostuvo. El clérigo se limitó a mirar. A Peterkin no se le había ido la cabeza. Era la cabeza de Molkyn la que había sido cercenada limpiamente de los hombros, y luego la habían depositado en una bandeja de madera para que fuese a la deriva por la charca.
* * *
Cuatro noches más tarde, Thorkle, uno de los principales agricultores de Melford, estaba trillando en su granero. Miraba los haces de trigo, los últimos de la cosecha de aquel año. Las puertas de la zona de aventar estaban abiertas y corría una brisa fría; Thorkle lo prefería así. Se limpió el sudor de la frente. Deseaba haber acabado su tarea.
Caía la noche, señal inequívoca de que se acercaba el invierno. No tardaría en llegar la fiesta de Todos los Santos. Los vecinos de Melford encenderían fuegos para mantener alejadas las almas en pena de los muertos. Él y los demás habían tenido poca paz desde que colgaran a sir Roger Chapeleys en el gran cadalso del cruce de caminos fuera de la ciudad. ¡Tantos asesinatos terribles! Primero el asesino del halcón. Y todas esas mujeres, incluida la viuda Walmer, violadas y cruelmente estranguladas. Habían acusado a sir Roger, y éste había pagado con su vida. Aquello debería haber sido el final de todo.
Pero ahora, cinco años más tarde, habían asesinado a otra joven. ¿Y qué había pasado con Molkyn? Le habían cercenado limpiamente la cabeza para dejarla flotar en una bandeja de madera. Thorkle y otros, urgidos por su párroco, habían subido la escalera para entrar al molino, donde encontraron un espectáculo más horrible aún. El cuerpo decapitado de Molkyn estaba sentado en una silla, empapado en su propia sangre. Sí, como una broma macabra, el asesino había puesto una jarra de cerveza a medio llenar entre los dedos fríos y blancos del cadáver. ¿Qué estaba ocurriendo?
Chapeleys no debería haber muerto. Thorkle tragó con dificultad. Molkyn y él lo sabían. ¿Y ahora qué? Sir Maurice, el hijo de Roger, había escrito al consejo real en Londres, exigiendo que se investigara todo el asunto.
Thorkle miró hacia la puerta de salida del granero. La oscuridad esperaba como la neblina, lista para entrar. Observó las dos lámparas colgadas de sus ganchos, y luego volvió la vista hacia los haces de trigo. La granja estaba en silencio. Hubiera querido tener su perro allí, pero andaría por los alrededores de la casa, esperando las sobras que le tirase su esposa. Tuvo un sobresalto súbito. ¿Había oído un gallo que cantaba? ¿No decían los viejos que cuando un gallo cantaba de noche era señal de que se aproximaba una muerte violenta?
Thorkle oyó un ruido en las profundidades del granero. Cogiendo el mayal, una vara de dos piezas sujeta por una bisagra de piel de anguila, avanzó hacia la puerta. Más allá del patio lleno de barro y heno, divisó la luz de las velas que alumbraban su casa. Oyó el canto de su mujer. ¡Tenía mucho que cantar! Una esposa alegre y liante, ocupada en batir la mantequilla. Volvió al granero, dejó el mayal, cogió algunos granos y los lanzó al aire. La brisa se llevaría la paja, y el trigo caería en el depósito de cuero. Lo hizo sin pensar. Ya era muy tarde para seguir trabajando.
Thorkle se sentía tan oprimido por el silencio como por sus propios temores. Era cierto lo que el párroco Grimstone le susurró en el confesionario. Los pecados vuelven como fantasmas que nos persiguen. Había sido tan distinto cuando él y los demás bebían cerveza en el Vellocino de Oro, festejándose en la sala especial dispuesta para el jurado antes de cruzar la plaza adoquinada para ir al Consistorio, sintiéndose muy importantes. El verano estaba en su plenitud: el sol brillaba fuerte y vibrante, la hierba crecía alta y jugosa, prometiendo una cosecha abundante, generosa. Los recuerdos hicieron que Thorkle tomara una decisión. Volvería a casa, calmaría el hambre con pan y carne e iría al Vellocino de Oro. Quería compañía, vida y risas, un fuego crepitante, la seguridad que le daban sus amigos, sus semejantes.
Thorkle fue al extremo del granero y salió, cerrando con candado. Observó el techo. La cubierta de heno estaba bien hecha, no había goteras. Acabaría el trabajo al día siguiente. Volvió y se detuvo. Una de las lámparas del otro lado se había apagado. A Thorkle se le secó la garganta. De la oscuridad había surgido una figura envuelta en una capa, con un gorro embutido en la cabeza. ¿Qué ocultaba? ¿El mayal? Thorkle sacó el cuchillo.
—¿Quién vive? ¿Quién es?
—El aventador que separa el trigo de la paja.
Thorkle estaba seguro de reconocer la voz velada.
—¿Y qué deseáis? —preguntó Thorkle acercándose.
—¡Justicia!
—¿Justicia? —repitió Thorkle con voz temblorosa.
Se quedó helado. La figura se acercaba con rapidez. Thorkle estaba confundido. Intentó moverse, pero el asesino fue más rápido. El mayal giró hacia atrás y el mazo del extremo golpeó a Thorkle en un lado de la cabeza, haciéndolo caer al suelo con una voltereta. El dolor era intenso. Ya podía sentir la sangre caliente. Levantó la vista. El palo volvió a golpearlo una y otra vez, aplastándole la cabeza hasta que sus sesos se desparramaron.
* * *
Elizabeth, la hija del carretero, temía a los espíritus, a los duendes y a todas las demás horribles criaturas de forma oscura que vivían en las tinieblas, pero no ese día. Descartaba dichas historias por fantasiosas, trucos de los padres para que los niños no frecuentaran parajes solitarios y caminos desolados. Estaba enamorada, o eso creía. Había ido a Melford a gastar los peniques de su regalo de cumpleaños, pero desde luego el motivo real... bueno, mejor no pensar en ello. Tal vez la abuela Crauford tenía razón, el aire podría atrapar sus sueños y hacer que se estrellaran en el taller de su padre o donde su madre se afanaba en la cocina.
Elizabeth se detuvo un momento al final de la callejuela y miró hacia atrás. El mercado seguía en plena actividad. Adela había intentado interrogarla, pero eso formaba parte del juego ¿no? No había que contarle a nadie los asuntos secretos. Si un admirador oculto hacía notar su presencia ¿por qué iba a compartirlo con alguien como Adela? Era lo mismo que ir al Vellocino de Oro a contárselo a todo el mundo. Además no le hubiera permitido marcharse tan rápido. Querría saber por qué, cómo y con quién. Elizabeth sonrió, se echó hacia atrás su larga cabellera y se alisó el vestido. ¿Cómo iba a contárselo a alguien como Adela? No le diría cómo le llegó el mensaje ni, menos aún, quién había sido el mensajero; eso sólo despertaría más curiosidad.
Elizabeth se volvió y echó a correr. Se mantuvo en las sombras. Sabía bien por dónde ir para que nadie la viera ni la acosara. Después de todo, no quería que la interrogaran cuando volviera a casa. Elizabeth había crecido en Melford. Conocía cada rincón y escondrijo. Se acercó a la iglesia y divisó al maestro Burghesh afanado cavando una tumba en el cementerio. Siguió corriendo. No debía haberla visto. Sólo le interesaba el párroco Grimstone y esa iglesia sombría. Se detuvo para recuperar la respiración. El chapitel de la iglesia y las lápidas la hacían sentirse ligeramente incómoda, evocando el recuerdo de la pobre Johanna, tan bárbaramente asesinada cerca de Brackham Mere. Johanna siempre había sido más aventurera: iba a menudo al campo a recoger flores, o eso decía. Esto era diferente. Dos personas sabían adónde se dirigía: el mensajero y el remitente.
Elizabeth agitó su cabello y su paso fue más decidido. Cruzó una zanja, pasó por un cerco, e hizo un momento de pausa. Tal vez era demasiado pronto. Había visto la hora en el gran velón cubierto del mercado, de modo que esperaría un poco. Miró hacia el cielo. Tener un admirador, un admirador secreto que ¡había pagado para verla! Era tan bueno encontrarse bajo el cielo de Dios, lejos del ajetreo del mercado y la plaza mayor, y la atmósfera más bien opresiva de su familia donde su madre le decía que hiciera esto o lo otro.
Elizabeth se quedó con la vista fija en la arboleda que estaba en la cima de aquella suave colina. ¿Los adultos sabían de amor? Su padre sólo hablaba de la cabeza de Molkyn y los sesos de Thorkle. A Elizabeth nunca le había gustado ninguno de los dos, Molkyn en particular, y su pobre hija ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Margaret, siempre tan silenciosa y reservada... Cruzó el césped y miró hacia la derecha: le pareció ver un movimiento entre los árboles distantes. ¿Había alguien allí? Elizabeth tembló, el tiempo estaba cambiando. Debería haber traído un chal o una capa.
Elizabeth se adentró en la arboleda. Le encantaba ese lugar. De niña lo frecuentaba, imaginando que era una reina o una doncella capturada por un dragón. Siguió andando por la hierba fría y húmeda y se sentó en el borde de un pequeño claro, en la misma roca que solía imaginar como el trono del castillo del dragón. Todo estaba muy silencioso. Por primera vez desde el comienzo de la aventura sintió remordimientos por haber engañado a sus padres. Su felicidad estaba mezclada con culpa y algo de miedo. Era un lugar tan solitario, sólo se oía el canto distante de los pájaros y el débil rumor de los helechos.
—Esperaré poco rato —se prometió.
Pasó el tiempo. Elizabeth se frotaba los brazos y golpeaba el suelo con los pies. No debería haberse mostrado tanto, balanceando los brazos mientras cruzaba ese campo. ¿Acaso su admirador secreto había visto a alguien más y se había asustado? En Melford los cotilleos y las murmuraciones, sin mencionar las risas burlonas, podían hacer muchísimo daño. Debería haber tomado Falmer Lane para cruzar el cerco en el Roble del Diablo.
Elizabeth oyó un sonido tras ella, una ramita que se rompe. Se volvió con la boca abierta en un grito. Una figura horrible y enmascarada estaba justo a su espalda. La cuerda del garrote le rodeó la garganta y Elizabeth, la hija del carretero, dejó de existir.
Capítulo II
Los castigos en la real villa de Melford siempre atraían a multitudes, más que un fuego en una encrucijada o una feria. Los buenos vecinos se hacinaban para ver la aplicación de la justicia, y también para recoger retazos de escándalos y murmuraciones. ¿Qué comerciantes habían estado vendiendo por debajo del peso? ¿Qué panaderos mezclaban un poco de tiza con la harina o recortaban las medidas exigidas por el mercado? Sobre todo querían saber qué atracadores habían sido atrapados y que rateros habían acabado en la cárcel.
Ese día de octubre, en particular, la gente tenía un motivo mayor para reunirse. Había corrido la noticia y los asesinatos de Molkyn el molinero, de Thorkle, y sin mencionar el de la pobre Elizabeth Wheelwright, cuyo cadáver mancillado estaba amortajado esperando el sepulcro en la cripta de la parroquia, finalmente habían llegado al consejo real en Londres. El propio rey había intervenido, no para despachar jueces o comisionados para que se hiciesen cargo de la investigación, sino a dos funcionarios de su propia cámara, un escribano real, el Guardián del Sello Secreto del rey, sir Hugo Corbett y su ayudante Ranulfo-atte-Newgate, escribano de la Cancillería del Sello Verde. Los vecinos de Melford querían ver esto. También deseaban que los horribles crímenes concluyeran, y además, no querían perderse la llegada de un hombre del rey investido con todo su poder y autoridad, para investigar esto o aquello, para ejecutar la Real Orden, poner a los malhechores ante la justicia y hacerla pública, mostrándola a la vista de todos.
Y desde luego aquí radicaba el misterio. ¿Quién era responsable de los horribles asesinatos de Molkyn y Thorkle? Hasta en un pueblo como Melford había crímenes, pero decapitar a alguien como Molkyn y poner su cabezota abultada en el remanso de su molino; o a Thorkle, un agricultor arrogante que acabó en su propio granero con los sesos desparramados como si fuesen un huevo roto. Alguien tenía que acabar colgado por todo eso.
Y los demás asesinatos horribles, la muerte y la violación de jóvenes doncellas. Habían vuelto a suceder. Una muchacha fue asesinada a finales del verano, y su cuerpo destrozado apareció en el propio mercado. Y ahora Elizabeth, la hija del carretero, con su pelo alborotado y su bonita cara. Muchos de los vendedores del mercado la conocían bien, con sus andares de piernas largas y su risa alegre. No deberían haber ocurrido jamás unos asesinatos tan horribles. ¿No habían atrapado al culpable hacía cinco años y lo colgaron en la horca del cruce de caminos, mirando hacia los prados donde pastaban las ovejas de Melford? ¡Y vaya culpable! Nada menos que sir Roger Chapeleys, un terrateniente noble, el señor de una mansión. Las pruebas contra Chapeleys, sin mencionar los relatos de los testigos, lo habían llevado al cadalso pese al favor real. No obstante los crímenes volvían a empezar y el rey había intervenido. ¿Cómo se llamaba su representante? Sí, sir Hugo Corbett. Un nombre bien conocido. ¿No había estado investigando asesinatos en las costas solitarias de Wash, del cercano condado de Norfolk, hacía unos años? Un hombre formidable, murmuraba la gente, de gran ingenio y mirada aguda. Si Corbett hacía las cosas a su modo, y tenía todo el poder del mundo para que fuese así, alguien acabaría en la horca.
El día estaba nublado y frío, pero los vecinos se apretujaban alrededor de los tenderetes. Los que lo sabían mantenían los ojos puestos en la gran puerta de roble del Vellocino de Oro, la taberna donde se alojaría el enviado del rey. Probablemente llegaría a Melford con un trompetero, un heraldo con el estandarte real y una larga comitiva. Los pillastres habían recibido una paga para vigilar los caminos que llevaban al pueblo.
Mientras tanto, seguían los negocios y el trueque. Melford era un lugar próspero, y los crecientes beneficios de la producción de lana se notaban en las chimeneas y los hogares. El oro y la plata comenzaban a abundar. Sus mercados importaban cada vez más mercancías desde las grandes ciudades de Londres y Bristol, e incluso del extranjero: pergamino y papel de vitela, pieles y seda, cuero rojo de Córdoba, en España. Palios, mantas y chales de los telares de Flandes y Hainault, sin mencionar las estatuillas, los candelabros y los preciosos ornamentos hechos por los orfebres de Londres y, ocasionalmente, por los grandes artesanos del norte de Italia.
A Walter Blidscote, el alguacil de la ciudad, le gustaban mucho aquellos bulliciosos días de mercado. Daba un gran espectáculo apresando a los vagabundos, los borrachos y a quienes transgredían la ley, poniéndolos en los diversos cepos instalados en el centro del mercado. Ese día en particular había expuesto al carterista Peddlicott. La mañana anterior el propio Blidscote había cogido al delincuente intentando desvalijar el cesto de un granjero. El alguacil era gordo, y estaba empapado de sudor, pero parecía muy pomposo. Bebía tanto que era un milagro que detuviera a alguien. Peddlicott, sin embargo, fue arrastrado como si hubiese sido culpable de alta traición y no de un hurto pequeño. Lo exhibieron en la plataforma de castigo con gran ceremonia mientras soplaban el cuerno del mercado para llamar la atención de todo el mundo cuando la cabeza y las manos del ratero fueron puestas en el cepo. Blidscote proclamó a voz en cuello que seguiría así las siguientes veinticuatro horas. Si le hubiesen permitido hacer su voluntad, habría añadido insultos a la injuria atando una bolsa de excrementos de perro al cuello del pobre hombre. Algunos mirones lo incitaban. Peddlicott movió la cabeza, pidiendo clemencia.
Blidscote estaba a punto de atarle la bolsa cuando una voz de mujer, alta y clara, le advirtió:
—No tienes autoridad para hacer eso.
Blidscote se volvió agarrando la bolsa con sus dedos grasientos. Reconoció la voz y frunció los ojos, que tenía muy juntos.
—Ah, eres tú, Sorrel.
Lanzó una mirada a la mujer de mediana edad, rubicunda y fuerte, que se había abierto camino hasta la primera línea de los mirones. Su vestido manchado era marrón y verde, y en una mano tenía un saco y en la otra una pesada porra.
—No tienes derecho a interferir en la justicia —le dijo severamente Blidscote—. Soy yo quien reparte los castigos. ¿Y qué tienes en ese saco? —le preguntó, acusador.
—Bastante más de lo que tienes en los calzoncillos —replicó la mujer, provocando las carcajadas de los mirones.
Blidscote dejó la bolsa y bajó de la tarima.
—¿Qué tienes en ese saco, mujer? ¿Otra vez has estado de caza furtiva, no?
Sorrel se echó la capa hacia atrás y levantó su porra, amenazante.
—No me toques, Blidscote —susurró roncamente—. No tienes autoridad sobre mi persona. No vivo en este pueblo y no he hecho nada malo. Tócame y diré que es un asalto.
Blidscote se detuvo. Se cuidaba de esa mujer, la viuda de hecho de Furrell, el cazador furtivo.
—¿Has estado ocupada, no? —añadió despectivamente—. ¿Todavía andas por los bosques y los campos, buscando a tu esposo? Fue sensato y no se quedó con una fulana como tú. Anda por los cerros, a millas de aquí.
—No hables de mi hombre —gruñó Sorrel—. ¡Mi hombre, Furrell, ha muerto! Uno de estos días encontraré su cuerpo. Si fueras un buen alguacil, me ayudarías. Pero no lo eres, ¿no es así Walter Blidscote? De modo que guarda tus garras.
Blidscote hizo un gesto brusco y grosero con el dedo medio de la mano. Fue a recoger la bolsa de excrementos.
—Y deja tranquilo al pobre Peddlicott —le advirtió Sorrel—. El castigo no dice nada sobre este tipo de humillaciones. Y afloja un poco el cepo.
Señaló la cara de Peddlicott, que se había puesto rojiza.
El alguacil estaba a punto de ignorarla.
—Es verdad —gritó alguien que sintió lástima por el dolor del ratero—. Nadie ha hablado jamás, señor alguacil, de cacas de perro, y si muere estando aquí un representante del rey...
Blidscote repasó al grupo con la mirada. Reconoció la voz. Era el señor Adam Burghesh, antiguo soldado y amigo del clérigo Grimstone, que se abrió paso hacia el frente.
—¿Por qué, señor Burghesh? —Blidscote sonó más inseguro.
—La señora Sorrel tiene razón —añadió Burghesh—. No hace falta humillarlo de ese modo.
Hubo otros que comenzaron a hacer oír su apoyo. Blidscote apartó la bolsa de inmundicia de una patada. Volvió a subir a la plataforma y soltó las abrazaderas que rodeaban el cuello y las muñecas de Peddlicott. Burghesh intercambió unas palabras con la señora Sorrel; la multitud, que había perdido el interés, comenzó a dispersarse.
—¡Un momento! —llamó Blidscote.
Sorrel se volvió. El alguacil bajó y acercó su cara a la suya. Ella hizo un gesto de disgusto ante el olor a cerveza de su aliento.
—Uno de estos días, señora, voy a atraparla poniendo trampas donde no debe. Voy a ponerla en el cepo y apretaré a más no poder las abrazaderas que le rodeen ese tosco pescuezo.
—Y un día —replicó Sorrel— podrá poner rayos de luna en una jarra y venderlos en Melford, señor Blidscote. ¿Por qué no se reúne conmigo en el campo?
Entrecerró los ojos y prosiguió:
—Tal vez llegue a Beauchamp Place. Le diré lo que veo cuando merodeo por los campos, los bosques y las arboledas solitarias. Es fantástico lo que Furrell y yo aprendimos a lo largo de los años. ¿Le gusta ir al campo, señor Blidscote? ¿A pescar jovencitos vagabundos?
Blidscote empalideció visiblemente y dio un paso atrás.
—No sé... no sé qué...
—Pero yo sí —dijo ella con una sonrisa, y sin esperar respuesta se abrió camino entre el gentío.
Apartó a los aprendices que trataban de cogerle las muñecas preguntando a voces: «¿Qué quiere, señora? ¿Qué quiere?».
Sorrel llegó a la cruz del mercado y se sentó en la grada con el saco entre los pies. Sorrel y su pasado eran conocidos para casi todos. Que su esposo había intentado ayudar al acusado sir Robert Chapeleys, y que había desaparecido hacía unos años. Era frecuente verla recorriendo los campos que rodeaban la ciudad. Si alguien se detenía alguna vez para interrogarla, recibía siempre la misma respuesta:
—Estoy buscando el cadáver de mi pobre esposo.
Por algún motivo extraño, Sorrel creía de veras que Furrell había sido asesinado y que sus restos mutilados habían sido enterrados secretamente, sin una bendición ni una plegaria. Era una mujer fuerte y pese a cazar algún conejo o faisán ocasional, también era honesta a su manera. La gente, aparte de Blidscote y los de su ralea, la dejaban tranquila.
Sorrel ocultó su agitación, pues el corazón le latía rápido y sentía presión en su garganta. Era su día de salvación. Era el día por el que había rezado ante la pequeña y maltrecha estatua de la Virgen María, que guardaba en su habitación de Beauchamp Place. Se haría justicia, la autoridad del rey se haría sentir. El mentado sir Hugo Corbett ayudaría a resolver el misterio y aparecería el cadáver de su esposo. En sus vagabundeos, Sorrel había encontrado hojalateros y trashumantes, el Pueblo de la Luna, todos los que iban por los caminos. Había hablado con algunos que sabían de este comisario del rey.
—Es como un lebrel —le informó uno—. Oscuro y delgado. Busca las presas del rey. Nadie puede comprarlo ni venderlo.
Sorrel había esperado ese momento durante mucho tiempo. Quería atraer la atención del enviado del rey, acaso solicitar una audiencia. Miró hacia la entrada del Vellocino de Oro. No notó indicios de su presencia. En la esquina de una callejuela cercana divisó la figura de la abuela Crauford, arrastrando los pies, apoyada en el brazo de Peterkin, el bobo. Extraña pareja, reflexionó Sorrel. La abuela era tan anciana como las colinas y como todos los viejos, era una auténtica Jeremías, llena de las quejas y malicias de su edad. Sorrel había intentado conversar con ella muchas veces, especialmente sobre Furrell. La anciana intuía cosas, recuerdos macabros, que Melford había sido siempre un lugar de crímenes, pero no quería hablar más. Cerraba la boca, sus ojos tomaban una expresión astuta y se alejaba con su paso cansino.
Sorrel no podía acusarla por su reticencia. Los jóvenes de la villa murmuraban que la vieja arpía era bruja. ¿Era por eso por lo que mantenía a Peterkin cerca de ella? ¿Quería protección? ¿O sólo compañía? Sorrel se preguntaba si eran parientes de la misma sangre. Estudió a la pareja con cuidado. La abuela estaba regañando a Peterkin y lo amonestaba moviendo su dedo nudoso ante su cara. ¿Seguía molesta por la forma en que el bobo había interrumpido la misa del domingo? ¿O se trataba de otra cosa? Notó que la anciana le había quitado algo de las manos. Las mejillas del joven parecían hinchadas. Sorrel sonrió. ¡Chucherías! Su sonrisa se desvaneció. Le asaltó un recuerdo. Muchas veces había visto a Peterkin llenándose la boca. Una vez, en el campo, se había encontrado con el tonto trayendo una pequeña caja de naranjas, fruta rara y muy cara. Entonces se había preguntado, y seguía haciéndolo, cómo era posible que Peterkin pudiese permitirse ese lujo. De hecho, en esa ocasión no había sido tan tonto, sino agudo y muy reservado. Agarró la caja y se largó. ¿Cómo podía ser que un necio de esa envergadura ganara plata? Es cierto que Melford se estaba haciendo próspera y a Peterkin lo utilizaban, especialmente los jóvenes galanes y pretendientes, para llevar cartas a sus adoradas.
Sorrel divisó por el rabillo del ojo a un hombre instalado sigilosamente en las gradas de la cruz que alargaba la mano para coger su saco. En un instante dejó caer su porra y le golpeó los dedos. Repton, el baile, con la cara agria atragantada de cólera, retrocedió.
—No toques lo que no es tuyo —advirtió Sorrel.
—He sabido que has cruzado unas palabras con el alguacil —dijo despectivamente Repton, sobándose los dedos—. ¿Vuelves a robar, Sorrel?
—No, no he estado robando. Soy una mujer honesta, señor Repton. Digo la verdad, bajo juramento o no.
De la cara de Repton desapareció la expresión odiosa:
—¿Qué quieres decir?
Miró rápidamente a izquierda y derecha. Ahora el baile lamentaba su acción. Había bebido dos cuartos de cerveza en el Vellocino de Oro y sabía que Adela, la criada, lo estaba observando desde una ventanuca. Había visto a Sorrel, «la furtiva», como la llamaba, subir las gradas de la cruz del mercado y se había pavoneado diciendo que descubriría qué llevaba en su saco. Ahora le dolían los dedos y la cerveza se le agriaba en la garganta.
—Sabes qué quiero decir —prosiguió Sorrel con calma— la noche que asesinaron a la viuda Walmer mi esposo me contó lo que había visto.
Repton hizo un ruido grosero con los labios:
—No quiero hablar contigo —replicó con insolencia y se alejó.
Sorrel abrió el saco, miró su contenido e hizo una mueca. Tres faisanes. Los había atrapado uno a uno, les había cortado el pescuezo y los había tenido colgados un día entero. El tabernero Matthew Alliot, del Vellocino de Oro, le pagaría un buen dinero por ellos.
—¡Aquí vienen! —exclamó un hombre.
Sorrel se puso de pie. Tres jinetes habían entrado en el mercado justo cuando las campanas llamaban al Ángelus del mediodía. A primera vista no tenían aspecto de ser emisarios reales: no había un trompetero, ni heraldo, sólo unos hombres montados con una capa oscura sobre los hombros, y capuchas que casi ocultaban sus rostros. Sorrel recogió el saco, y se abrió camino entre la gente y los puestos del mercado. Cuando llegó a la entrada del Vellocino de Oro, los tres recién llegados habían desmontado, y un mozo de cuadra retiraba sus caballos. Como hombres que habían hecho un largo recorrido, estaban soltándose las capas, y se estiraban para aliviar el dolor de cintura, muslos y pantorrillas. Uno de ellos era claramente un mozo de cuadra, más bajo que sus dos compañeros y vestido con una chaqueta de cuero, como un soldado: una cara común, excepto por la sombra en un ojo. El hombre alto y pelirrojo, con la figura ágil de luchador callejero, debía de ser Ranulfo-atte-Newgate.
Sorrel sonrió al dirigir la mirada hacia sir Hugo Corbett. De la misma altura de su compañero pelirrojo, Corbett era moreno, tenía el pelo negro con mechones grises, y lo llevaba atado en una coleta. Su ropa era de buena calidad: una chaquetilla sin mangas, una camisa blanca y calzas de lana azul; sus botas con tacón eran del mejor cuero español. Corbett se puso la capa en un brazo y se dedicó a quitarse el talabarte con la espada. Antes de volver la vista hacia el mercado observó el Vellocino de Oro como si memorizase cada detalle. A Sorrel le gustaba comparar a los hombres con animales o pájaros. Sí, pensó, eres un lebrel, oscuro y veloz como una flecha, un cazador de almas. ¿O un halcón? Sí, un ave rapaz que volaba alto, deslizándose y avanzando, con los ojos siempre atentos antes de lanzarse sobre la presa como un rayo. Sorrel sintió un estremecimiento de placer. Este hombre llevaría las cosas hasta las últimas consecuencias. No era un pomposo funcionario real, envuelto en una capa de colores vistosos con los blasones de su cargo, proclamando cada paso a bombo y platillo. Un hombre sigiloso, se dijo Sorrel, que aparecería como un ladrón nocturno, y pocos sabrían el día o la hora.
Sorrel vio a los recién llegados entrar en el Vellocino de Oro, y luego los siguió de cerca. Sufrió una decepción. Había esperado encontrar a los visitantes en el salón de la taberna, pero los tres habían desaparecido. El tabernero Matthew debía habérselos llevado a sus habitaciones de inmediato.
Sorrel avanzó más allá de las mesas y sillas, y se instaló en un pequeño asiento junto a la ventana. Un vendedor ambulante sentado en una mesa cercana estaba alimentando a su hurón con pequeños bocados; éste olisqueó, bajó de un salto de la mesa y se lanzó al saco. El hombre tiró de la cuerda, y luego gritó cuando del entablado salió una rata a la carrera y huyó hacia la puerta trasera seguida por el hurón. Hubo un instante de caos y confusión. El hojalatero se puso de pie amenazando a Sorrel con el puño. Ella golpeó la mesa con la porra hasta que se alejó.
—¡Bien, bien, bien!
Adela, la picara doncella de la taberna se acercó con aplomo, con la suntuosa cabellera echada hacia atrás. Su blusón era deliberadamente estrecho para su rellena figura, y las cintas de su corpiño estaban desatadas con descuido.
—¿Ha venido a ver al tabernero? —tocó el saco con sus sandalias—. Él y Blidscote están arriba con los altos y los poderosos. —Adela se limpió el sudor de la cara con la muñeca—. Han venido a buscar furtivos, Sorrel...
—¿Es cierto, Adela? —fue la fría respuesta—. Entonces les diré lo que he visto en Hamden Mere...
El rostro de Adela se ruborizó y se alejó cimbreando las caderas.
Poco después apareció el tabernero y ordenó a los camareros que ofreciesen refrescos a sus huéspedes. Sorrel se reclinó y cerró los ojos. El hojalatero había recuperado su hurón y estaba en otra mesa. Ese rincón de la sala estaba tranquilo. Sorrel disfrutaba de la brisa que llegaba del jardín de especias; el aroma de la despensa era especialmente fragante. ¿Qué estaba guisando el cocinero? ¿Capones al horno, gordos y suculentos, o venado, tierno y jugoso, cociendo en una salsa de cebollas? Oyó un ruido y abrió los ojos. El tabernero Matthew estaba ante ella, con una jarra espumosa en una mano, y un plato de carne y pan en la otra. Los dejó en la mesa, ocultando dos monedas de plata.
—¿Cuántos? —le preguntó.
—Tres faisanes —respondió Sorrel—. Y la próxima vez le traeré dos gratis, si me permite subir y ver al enviado del rey.
El tabernero suspiró y se sentó en un piso.
—Lo haría si pudiese, Sorrel —replicó con bondad—, pero están cansados y tienen cosas que hacer. Dicen que quieren lavarse, cambiarse y comer algo. Corbett ya está mandando mensajes: habrá una reunión en la iglesia.
—¿Y qué va a hacer, este Hugo Corbett? —le preguntó Sorrel—. ¿Va a descubrir la verdad, señor tabernero?
—No lo sé. No habla mucho, el pelirrojo es su portavoz. Corbett es amable, aunque de pocas palabras. Lo primero que me pidió fue que le describiese la noche que la viuda Walmer fue asesinada y que le dijese lo que sabía sobre los demás crímenes —lanzó un resoplido—. ¿Qué puedo decirle? Adela conocía a la joven Elizabeth, y la noche que encontraron el cuerpo de la viuda Walmer, los hombres de la taberna fueron rápidamente a su casa.
—¿Y Molkyn y Thorkle?
—Es un misterio —el tabernero se limpió las manos en su delantal manchado de sangre.
—Los dos eran miembros del jurado, señor tabernero.
—Sí, así es. Ahora hay otros que tienen miedo. Incluso he oído murmuraciones de que sir Roger era inocente.
—Sí que lo era —replicó Sorrel—. Mi esposo decía que lo era.
El tabernero le dio unos golpecitos cariñosos en la mano y movió la cabeza con lástima:
—Ya he oído esa letanía, Sorrel. Ahora tengo cosas que hacer.
Volvió a la cocina y Sorrel bebió su jarra con ansia. Un camarero se acercó y, sin mediar palabra, cogió el saco. Sorrel vació la jarra y miró la sala. ¿Debería intentar ver a sir Hugo? Movió la cabeza y suspiró. No, sería mejor si lo encontraba en su propio terreno. En cualquier caso tenía cosas que mostrarle, hacer que se reuniera con el Pueblo de la Luna. Luchó por contener las lágrimas. ¿Podría ayudarla a encontrar al pobre Furrell? ¿Acaso probar que había dicho la verdad e incluso podrían haberle creído si los otros...? Sorrel miró la viga manchada de humo de la cual colgaban las piezas de jamón y bacon que estaban curándose. Le encantaría mostrar a Corbett los huesos, las cosas extrañas que había visto en sus idas y venidas, como el misterio cómico con su grotesca máscara de demonio y su caballo silencioso. Pero ¿podría creerla? Se habían reído de Furrell. ¿Y por qué? Por Deverell, el carpintero, y los demás de su ralea.
Sorrel se metió las monedas al bolsillo y cogió su porra. Advirtió que el vendedor ambulante había dejado su capa en la esquina y recordó sus maldiciones. A hurtadillas, levantó la capa y se marchó por la puerta trasera. Se detuvo a oler las hierbas, disfrutando con los aromas ácidos de la menta y el tomillo. Salió por el pórtico del cementerio, volvió a la calle principal y a las callejuelas que conducían al taller de Deverell, el carpintero, en la trastienda de su casa. La puerta estaba cerrada y ella golpeó con su porra.
—¿Quién es? —preguntó una voz.
De modo que tienes miedo, pensó Sorrel, detectando una nota de tensión.
—Tengo noticias, señor Deverell. Soy Sorrel.
—¿La mujer del furtivo? —la respuesta fue cortante y dura.
—Sí, la mujer del furtivo.
Sorrel calló. Estaba segura de haber oído un susurro, como si Deverell le hubiese estado diciendo a alguien que callara. Dio la vuelta, pero no había otra entrada. Volvió a aporrear la alta puerta de madera.
—¡Vete! —ordenó la voz—. ¡Estoy ocupado!
—¿De qué tiene miedo, Deverell? —ironizó Sorrel.
Volvió al frente de la casa y entró al sendero. Observó la mirilla a su derecha. Deverell debía de estar asustado si vigilaba a todos los que se acercaban. Golpeó la puerta, pero no obtuvo respuesta, de modo que volvió a la entrada y reanudó los golpes. Esta vez Deverell retiró el cerrojo y abrió de golpe. Era un hombre alto y grueso, de cara huesuda y macilenta, labios finos y mirada ansiosa. Su escaso pelo negro estaba cubierto de polvo y tenía un corte en la mano derecha.
—Puedo hacerle una cura —le ofreció Sorrel.
—¿Qué quieres? —Deverell se chupó el corte sangrante.
—He visto al enviado del rey.
—¿Y?
—Pensé que le interesaría. Podemos hablar aquí en la calle, o puedo decir a gritos lo que sé.
Deverell suspiró y le hizo un gesto para que entrara. La llevó por un patio empedrado donde había pilas de madera. Sorrel notó que había apilado la madera cerca de la reja trasera, pero que luego la había apartado, como si Deverell temiese que un intruso trepase por la verja y usara la madera para facilitar su bajada al patio. La condujo a su taller, un cobertizo largo y oscuro con una mesa de carpintero, madera, hileras de martillos y cinceles. Le indicó un taburete, pero no dejó de mirar sobre su hombro.
—¿Qué pasa? —le preguntó Sorrel—. ¿Está solo?
—Mi mujer fue al mercado —respondió el carpintero—. Dices que eres aguda y lista, Sorrel. Sabes que no tengo doncella ni sirviente.
—De eso quiero hablarle —exclamó Sorrel, aunque mentía.
Sabía poco sobre la vida privada de Deverell, pero estaba intrigada. Era un buen carpintero, un maestro artesano. Hasta Furrell había alabado su trabajo.
—¿Por qué un hombre rico como usted no tiene un aprendiz, ni doncella o criada? —le preguntó.
—Porque me gusta así.
—¿Por qué? ¿Qué oculta?
—Me gusta mi privacidad.
Deverell estaba sentado en la esquina de la mesa como si quisiera bloquearle la vista.
—Y ahora ¿de qué se trata en realidad? ¿Por qué has venido a molestarme?
—He visto al comisario, maestro carpintero. Y tiene una mirada aguda y los labios bien cerrados. Va a comenzar a hacer preguntas...
—Entonces le daré la misma respuesta que di bajo juramento en el tribunal. La noche que la viuda Walmer fue asesinada, vi a sir Roger Chapeleys escurriéndose por Gully Lane. Parecía afligido y preocupado.
—¿Y usted ve tan bien de noche?
—La noche estaba clara. Se puede decir por el modo de cabalgar, la forma en que lleva la capa, si pasa algo.
—¿Y usted qué hacía esa noche?
—Estaba entrando madera a mi taller.
—Pensé que se hacía traer la madera.
Deverell se encogió de hombros para controlar su ira:
—Soy un carpintero y súbdito leal del rey —respondió—. Si quiero buscar determinado tipo de madera, es asunto mío.
—¿Y fue entonces cuando vio a sir Roger? Furrell alegaba que no era posible que lo hubiese visto, afligido y huyendo por Gully Lane.
—Bien, no está aquí para contradecirme ¿no es así?
—No, pero Furrell también testificó ante el tribunal. Dijo haber visto a sir Roger esa noche, y que de ningún modo parecía afligido.
—Vamos —el carpintero movió la mano con menosprecio—. Pensé que tenía algo que decirme.
—Y es cierto. El representante del rey va a hacer las mismas preguntas. ¿Dónde estaba usted? ¿Cómo vio a sir Roger? ¿Qué estaba haciendo realmente aquella noche? —Sorrel se inclinó hacia él—. ¿Y por qué usted que gusta de mantener distancia con sus congéneres se dio tanta prisa para deshacerse de la vida de otro?
—Sir Roger asesinó a la viuda Walmer. —Deverell se levantó—. Y también mató a las demás mujeres. No olvides, furtiva, que no hubo más pruebas, y que el veredicto de culpable fue del jurado, y no mío.
—Y bien —replicó—. Un jurado que encabezaban Molkyn y Thorkle y ya sabe lo que les ha ocurrido. Yo he visto la mirilla —continuó haciendo un gesto con el pulgar sobre el hombro—. Y la puerta con cerrojo.
Las manos de Deverell distrajeron su atención cuando señaló hacia la puerta. Estaban manchadas y cubiertas de serrín, pero notó asimismo que sus dedos eran muy largos y finos.
—Es cosa mía. Y ahora, señora, tendría la amabilidad de marcharse.
—¿Duerme bien por la noche? —lo tanteó—. ¿O tiene pesadillas con la cabeza de Molkyn flotando en el remanso?
Deverell la cogió por un brazo:
—Me parece que harás mejor marchándote.
Sorrel se soltó. Rehízo el camino por el empedrado. Las puertas seguían abiertas y ella salió. Se volvió para decir algo a modo de despedida, pero Deverell había cerrado la puerta tras ella, asegurándola con el cerrojo.
El carpintero oyó los pasos de la mujer que se alejaba, suspiró y se persignó. Recorrió el patio verificando que todo estaba bien, y sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Debería ser más precavido. ¿Había habido otro visitante misterioso que se marchase tan silenciosamente como había llegado?
Desde el taller le llegó un silbido apagado. Deverell volvió de prisa. Se sentó en el taburete y miró hacia los rincones oscuros de la habitación. Su corazón latió con más fuerza y tragó saliva. Debería cerrar mejor; lo habían atrapado tan fácilmente. ¿Seguía allí su visitante misterioso? Su corazón dio un salto cuando apareció desde uno de los rincones del fondo la figura encapuchada que se detuvo ante él, con las manos en las mangas de su capa voluminosa. Deverell se mordió los labios. Había estado ocupado mientras serraba un trozo de madera y al mirar hacia arriba, se encontró con el hombre vestido como un monje vagabundo en su taller, aunque llevaba una máscara además del manto con capucha. En cuanto habló, Deverell reconoció la voz que había oído hacía cinco años, ¿Y qué podía hacer? ¿Cómo iba a protestar?
—¿Oísteis lo que se dijo? —Deverell intentó romper el silencio ominoso—. Esa entrometida...
—Ya me ocuparé de ella —fue la respuesta de una voz áspera—. Sólo dice sandeces y despropósitos. Nadie la cree.
—Hizo las mismas preguntas que hará el comisario del rey.
—Y vos daréis las mismas respuestas.
—¿Cómo habéis entrado aquí? —Deverell hizo un gesto para levantarse.
—No quise acercarme más —respondió la voz—. Sólo quería mostraros cuán cuidadoso habéis de ser, maestro Deverell. Salté vuestra cerca. No es peligroso ni difícil. Vuestra esposa está en el mercado y vos siempre estáis solo.
—Hice lo que me pedisteis —masculló Deverell.
—Y volveréis a hacerlo —fue la precipitada respuesta—. Aquella noche visteis a sir Roger saliendo de Gully Lane a toda prisa. Aceptasteis el juramento y habéis testificado. ¿Qué otra cosa podéis decir?
—Pero, pero, Molkyn, Thorkle —tartamudeó Deverell—, están muertos.
—Y bien que lo están. Tal vez no respetaron su palabra, maestro carpintero. Pero ello no me preocupa. He venido para que hagáis memoria sobre lo que acordamos hace unos años.
—Yo cumplí mi parte del trato —protestó Deverell.
—Y yo la mía —fue la áspera respuesta—. No volveré a molestaros. Sólo quiero que no olvidéis lo que sé y lo que puedo hacer. Si viene el representante del rey, y lo hará, tened la historia bien preparada, como el monje que sabe sus salmos.
La boca de Deverell se secó.
—Tenéis un buen negocio, Deverell —lo instigó la voz—. Vuestro trabajo es admirado, y tenéis una esposa cálida y anhelante en esa gran cama vuestra. ¿Qué van a pensar de vos los burgueses de Melford? ¡Un gran artesano! Acaso un día seréis elegido para el concejo o bien os permitirán llevar alguno de sus estúpidos estandartes en sus procesiones. Es un pequeño precio que hay que pagar.
—Lo haré —aceptó Deverell.
—¡Bien! ¡Vamos, hombre! —continuó la voz—. ¿Quién recordaría dónde estabais cierta noche de hace cinco años? Ése es el atractivo de un hombre como vos, Deverell. Sois reservado, y os mantenéis a buena distancia del salón del Vellocino de Oro. Podríais estar en la otra cara de la luna y nadie lo sabría.
Deverell sintió un aguijonazo de rabia:
—¿Cómo sabéis sobre mí? —preguntó.
—Es evidente, carpintero, por vuestra forma de andar, vuestra forma de hablar. Un hombre reservado. Tenéis mucho que ocultar.
—¿Quién sois? —gruñó Deverell.
Se hubiese puesto de pie, pero el fraile disfrazado dio un paso hacia atrás y sacó las manos de las mangas. Deverell vio una daga larga.
—No perdáis la calma —le advirtió el visitante—. Sería inútil, hermano. El silencio es vuestra mejor protección. ¿Puedo contar con vuestra palabra? La misma historia de antes.
—Tenéis mi palabra.
El fraile señaló la puerta:
—Quitad el cerrojo y me marcharé.
El carpintero obedeció. Abrió la puerta y volvió al taller.
—Volved a la casa y cerrad tras de mí.
Deverell obedeció. Entró en un pequeño almacén que estaba junto a la despensa. Oyó el golpe de la puerta y volvió. No había nadie en el taller ni en el patio. Corrió hacia la puerta y dio un paso hacia la callejuela, pero estaba llena de gente. El carpintero miró, pero no distinguió a ningún monje, ni tampoco a Sorrel, gracias a Dios.
Deverell volvió al patio. Cerró la puerta y se apoyó en ella. Tenía el cuerpo empapado de sudor. Y sus piernas no dejaban de temblar. Se dejó caer en el empedrado con los brazos cruzados sobre el pecho, intentando controlar el pánico. Cerró los ojos. Sólo pudo ver a sir Roger Chapeleys en el carro de los condenados que lo llevaba desde la iglesia al cadalso, por la senda llena de baches.
—Oh miserere nobis Jesus —susurró.
Al abrir los ojos, Deverell notó que el corte en la mano había dejado de sangrar. Abrió los dedos, como un cura que da la bendición.
—Pax vobiscum —le susurró al fantasma de su antigua vida que lo rodeaba—. Que estéis en paz.
Deverell se levantó y, todavía temblando, volvió a la casa. Entró a la limpia y pulcra cocina y, cogiendo una copa, abrió el pequeño barril de vino de Burdeos que le había regalado un cliente agradecido. Llenó la copa hasta el borde y se sentó ante la mesa de la cocina, bebiendo con ansia. No había presenciado la ejecución de sir Roger, pero le habían descrito los estertores de su muerte, la forma en que el cuerpo se había contorsionado al colgar de la cuerda. ¿Por qué? se preguntó Deverell. ¿Por qué había sido tan necesario que ese hombre muriese? Oyó un ruido en la puerta principal. Acabó su copa, la escondió bajo un paño y volvió al pasadizo. Se le ocurrió atisbar por la mirilla. Su mujer, Ysabeau, lo miraba sorprendida.
—¡Por amor de Dios y todos los ángeles! —exclamó—. Deverell, ésta es mi casa. Abre la puerta.
Puso la llave en la cerradura y la hizo girar. Su mujer entró. Él le cogió la cesta y la puso en el suelo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó observándolo—. Parece que hubieses visto un fantasma.
—Es el ataúd —mintió—. El que hice para la jovencita, la hija del carretero. Todavía me conmueve.
—Bien, esa alma fue a reunirse con su Hacedor —replicó su mujer—. ¿Ya sabes las noticias? —continuó—. Ha llegado el enviado del rey.
—Sí, ya lo sé —casi gritó Deverell—. Se pondrá a hacer sus malditas preguntas.
—Tranquilo, hombre —lo calmó su mujer—. Todos saben que dijiste la verdad.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó Deverell. —Adela me dijo que el representante ha convocado una reunión en la iglesia. Parece que quiere interrogar al cachorro de sir Roger y al otro magistrado... ¿cómo se llama?
—Tressilyian.
Ysabeau llegó al fin del pasillo. Deverell cerró los ojos.
—De modo que ya comenzó —dijo en un susurro—. Se hará la justicia divina.
Deverell abrió los ojos y contempló el crucifijo clavado en la pared. Durante la ejecución de sir Roger, recordó, ¿no había jurado éste que volvería de entre los muertos para que se hiciese justicia?
Capítulo III
La cripta bajo la iglesia de San Edmundo, en Melford, era cavernosa y sombría. Las luces movedizas y las lámparas de aceite hacían que las sombras danzaran, haciendo que la atmósfera pareciese aún más tenebrosa. Sir Hugo Corbett contemplaba las sepulturas a nivel de los ojos que rodeaban la sala. Algunos de los ataúdes estaban carcomidos y en estado de putrefacción, y mostraban fragmentos de huesos. Una caja había caído y el esqueleto amarillento estaba a su lado, con la mandíbula colgando. Corbett pensó que le hacía un gesto burlón, como algunas imágenes de la muerte, listas para saltar sobre uno. Esperó mientras el párroco Grimstone aflojaba la tapa del ataúd que estaba en un soporte en el centro de la sala. El sacerdote quitó la tapa y el paño púrpura que cubría el cuerpo. Corbett contempló con atención el rostro cerúleo del cadáver. Quienes habían vestido a la joven para ser enterrada lo habían hecho con esmero. Corbett movió la cabeza con un dedo. Observó las magulladuras que le rodeaban el cuello, como un collar esperpéntico.
—Parece un garrote —comentó—. ¿Dónde la encontraron?
—Cerca del Roble del Diablo. Habían empujado el cuerpo bajo un seto. La encontraron dos niños que buscaban leña y dieron la alarma.
Corbett miró al párroco. Éste estaba visiblemente nervioso, con los ojos hinchados por la falta de sueño, y las manos temblorosas. Parecía no haberse afeitado y su sotana tenía manchas de comida. El clérigo puso la tapa en su sitio y se acercó al asiento de piedra construido en la pared. Se sentó al lado de su amigo, Adam Burghesh, y se cubrió la cara con las manos.
—Estáis muy conmovido.
Sir Hugo Corbett se acercó a él. El párroco levantó la vista y tragó saliva. Estaba asustado, no sólo por los horribles asesinatos, sino por la presencia del comisario real, con su pelo negro atado en una coleta, y la cara larga y reflexiva, tensa y observadora. Se podía haber dicho que Corbett era moreno, salvo por sus peculiares pómulos altos, y sus reflexivos ojos oscuros que parecían no pestañear nunca. Miraban con fijeza, ansiosos por captar y recordar todos los detalles. Al párroco Grimstone no le gustaba el aspecto del representante principal del Sello Secreto. Sir Hugo vestía una capa militar gris atada al cuello; debajo llevaba una chaquetilla de cuero marrón sin mangas, calzas del mismo color, casi negras, botas de montar manchadas de barro; no se había quitado las espuelas, que repiqueteaban.
Corbett se sacó los guantes largos y los guardó en el talabarte con la espada. Sí, me asustáis, pensó el clérigo. Y más aún su compañero ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Ranulfo-atte-Newgate; alto, pelirrojo, vestido como su señor. Un pendenciero pese a su calidad de escribano de la Cancillería del Sello Verde. Burghesh había murmurado que era el matón de Corbett. Grimstone dio una rápida mirada a la cara blanca y afeitada, con ojos verdes, perezosos y de párpados pesados. Le recordó al gato salvaje que andaba por el cementerio. Hombre pensativo, Ranulfo estaba con la espalda contra la puerta, observando a su señor, que a su vez parecía fascinado por la cripta y su bóveda de nervadura.
—Extraño lugar para reunimos —Burghesh rompió el silencio—. ¿No podíamos habernos encontrado en otro sitio?
—Aquí hace frío —se quejó Robert Bellen.
El coadjutor estaba acurrucado en una de las sillas, casi oculto por el gran pilar central que sostenía el techo.
—Este lugar huele a muerte.
Walter Blidscote, el alguacil de Melford, regordete, casi calvo y de cara roja, movió la cabeza tan vigorosamente que sus mandíbulas temblaron: las múltiples papadas se aplastaron contra la capa militar que lo envolvía como si fuese un bebé arrebujado en su manta.
—Un buen lugar para la justicia —dijo el joven y rubio sir Maurice. Había echado su capa en el suelo y estaba sentado inclinándose ligeramente hacia delante, golpeándose las rodillas con los guantes. Arrastró los pies al caminar con impaciencia, como si esperase que el comisario real formase allí mismo un tribunal, para luego declarar que su difunto padre era inocente.
—¿Quién la construyó? —preguntó Corbett paseándose por la cripta de forma circular, e inclinándose para mirar los ataúdes—. Nunca he visto algo parecido.
—Aquí había una antigua capilla sajona —explicó Grimstone—. Fue demolida durante el reinado del segundo Enrique. Y este era un lugar de enterramiento. Construyeron la iglesia actual sobre él. Los ataúdes pertenecen a los antiguos párrocos, aunque ahora ha cesado la práctica de enterrarlos aquí. —Rió de pronto—. Yo estaré con los demás en el cementerio.
—¿Por qué habéis pedido que nos reunamos aquí? —le preguntó Burghesh—. Podéis ver que el párroco no se siente bien.
—Por dos motivos —Corbett se sentó en un asiento. Movió una lámpara de aceite que estaba en la sepultura que tenía a la espalda y dejó sus guantes al lado—. Como sabéis, me alojo en el Vellocino de Oro, donde sospecho que las paredes tienen oídos. —Sonrió con los labios aunque su mirada siguió siendo dura—. En segundo lugar, quería echarle una mirada al cadáver. Y, a propósito, ¿por qué está aquí y no en la iglesia?
—Es la costumbre —suspiró Grimstone—. Esta es nuestra casa de la muerte. La pobre niña fue encontrada el lunes pasado. Trajeron su cuerpo a la iglesia ayer por la tarde. Mañana lo colocaremos tras el parteluz. Cantaré una misa de réquiem y la enterraremos inmediatamente después.
—Ciertamente es un lugar severo.
Corbett se rascó la cabeza. Se humedeció los labios secos. Hubiese preferido estar de vuelta en el Vellocino de Oro. Él, Ranulfo y su palafrenero, Chanson, habían llegado a media mañana, cuando las campanas de la iglesia llamaban al Ángelus. Blidscote los había estado esperando en el salón. Corbett sospechaba que había bebido más de la cuenta. Insistió en ver el cadáver y también manifestó que quería interrogar a algunas personas con más detalle. Hubiese preferido que Burghesh estuviera en otra parte, pero el párroco Grimstone vacilaba. Había insistido en tener la compañía de su amigo en el trayecto desde la casa espaciosa y bien amueblada del párroco, situada detrás de la iglesia.
—¿Por qué motivo un representante del rey, custodio del Sello Secreto —Bliscote hablaba con cuidado, intentando que no se notara la torpeza de borracho en su dicción— ha decidido honrar esta villa y mercado?
—Porque ése es el deseo del rey —respondió Corbett con energía—. Es posible que Melford sea una villa y mercado, señor alguacil, pero también es la guarida de un asesino que ha venido perpetrando crímenes brutales desde hace años.
Entrecerró los ojos:
—En la fiesta de san Eduardo confesor, el trece de octubre, año de Nuestro Señor, 1303. Hace cinco años —señaló hacia sir Maurice— su padre, sir Roger Chapeleys, fue ahorcado en el cadalso común de las afueras de Melford por el asesinato de unas doncellas y una viuda joven y más bien rica ¿cómo se llamaba?
—Era la viuda Walmer —respondió sir Maurice.
—Ah, sí, la viuda Walmer. Sir Maurice sólo tenía catorce años, pero al llegar a los dieciséis —Corbett sonrió al joven amo de la mansión— ha enviado carta tras carta a la cancillería real sosteniendo la inocencia de su padre y que lo ocurrido fue una terrible perversión de la justicia. Poco podía hacer el rey. Sir Roger había sido declarado culpable por un jurado popular, ante el magistrado sir Louis Tressilyian. Se habían presentado pruebas y el veredicto fue de culpabilidad. El rey no pudo ver fundamentos de perdón, y se estableció la condena.
—¡Mi padre era inocente! —protestó sir Maurice levantando la voz—. Y vos lo sabéis. —Apuntó amenazante hacia Grimstone.
—¿Y cómo lo voy a saber? —replicó el párroco.
—Antes de que lo colgaran —a sir Maurice le costaba hablar— tomó confesión. Conocisteis su última confesión. ¿Reconoció su pecado?
—No puedo deciros lo que escuché bajo el secreto de confesión.
—Pero podéis decirnos lo que no se dijo —declaró Corbett.
—¡Me lo habéis dicho! —afirmó sir Maurice a voces.
—Es cierto, es cierto —Grimstone se frotó las manos—. Sir Roger no confesó ningún asesinato.
—Lo tenían aquí ¿no es verdad? —preguntó Corbett observando la cripta.
—Sí —confirmó Grimstone—. A veces esto sirve como prisión. Sólo hay una entrada y puede vigilarse bien. En efecto, escuché la confesión de sir Roger, pero como recordaréis, lo tuvieron aquí dos semanas esperando que se resolviera su apelación al rey. También fue visitado por un fraile itinerante. Es posible que haya confesado...
—Basta —dijo Corbett—. Volvamos al presente, a octubre de 1303. En el verano de este año se encontró el cuerpo de una campesina que había sido asesinada. Hace tres días —señaló el ataúd— otra víctima fue asesinada del mismo modo, con un garrote, como lo fuese la viuda Walmer y las demás víctimas de cinco años atrás —hizo un gesto a Blidscote—. ¿Cómo llaman los lugareños al asesino?
—El asesino del halcón —respondió Blidscote—. Cuando murió una de las víctimas, estaba cerca un cazador furtivo local llamado Furrell. Tuvo miedo y se escondió, dijo que estaba oscuro como el alquitrán. Oyó el grito de la joven seguido por un repiquetear de campanillas, como los que llevan los halcones o gavilanes en las garras.
—¿Y dónde está el tal Furrell? —preguntó Corbett.
—Ha desaparecido —respondió Blidscote—. Nadie sabe dónde se ha ido. Algunos dicen que huyó. Otros afirman que borracho como solía estar, debió caer en algún pantano, o ciénaga. Hay bastantes en los bosques que rodean Melford.
—¡Probablemente lo asesinaron! —explicó sir Maurice—. Fue el único que defendió la inocencia de mi padre.
—¿Y por qué lo haría? —preguntó Corbett.
—No lo sé. Desapareció muy poco después del juicio.
—¿Habló a favor de vuestro padre durante el juicio?
Sir Maurice agitó una mano:
—Furrell era un vagabundo que pasaba más tiempo borracho que sobrio. Dormía en las ruinas de Beauchamp Place. ¿Quién podría haberle creído? Proclamó su opinión en el tribunal y en el Vellocino de Oro. Dijo que mi padre jamás escapó por Gully Lane la noche que la viuda Walmer fuese asesinada.
—Sí, pero vuestro padre —dijo Blidscote— admitió que aquella tarde había visitado a la viuda Walmer. Sir Roger debió pasar por Gully Lane camino a casa.
—¿Estáis diciendo que mi padre es culpable? —sir Maurice se puso de pie de un salto.
—Tranquilo —le ordenó Corbett.
—¿Lo estáis diciendo? —sir Maurice se acercó amenazante al alguacil.
Ranulfo-atte-Newgate se deslizó ágilmente de un lado a otro de la iglesia y puso su mano en el hombro del joven.
—Os sugiero que os sentéis —le sonrió—. Cuando mi señor dice algo, es mejor obedecer.
Apretó con fuerza. Los dedos de Maurice buscaron la empuñadura de su daga.
—No lo hagáis —Ranulfo negó con la cabeza—. Os lo ruego, señor.
Sir Maurice miró los ojos verdes ligeramente rasgados y tragó saliva. Corbett le parecía intimidante, pero este luchador que olía a una ligera fragancia en que se mezclaba el cuero y el sudor de caballo, y esos ojos verdes que sonreían, aunque sostenían su mirada sin pestañear... Sir Maurice inspiró profundamente y volvió a su asiento. Sólo entonces notó que Ranulfo guardaba su cuchillo en la vaina que guardaba bajo el puño.
Ranulfo se apoyó contra la puerta e hizo una mueca. Maese Cara Larga volvía a las andadas, pensó. Corbett los había reunido a todos con alguna intención. No sólo para ver el cuerpo o estar lejos del Vellocino de Oro. Quería que se sintieran libres para lanzarse al cuello del otro. Y decir cosas que lamentarían más tarde. Corbett recogería sus palabras, las escribiría y se concentraría como si estuviese jugando ajedrez. Sir Hugo ignoró a Ranulfo y se dedicó a mirar la cúpula del techo.
—Tenemos aquí —medía sus palabras— tres grupos de asesinatos. La joven asesinada hace cinco años, las víctimas de este año, y por supuesto, las otras. Molkyn, el molinero, cuya cabeza fue puesta a flotar en el remanso. Alguien le dio un golpe silencioso y mortal. Difícil ¿no? Molkyn, entiendo, era un zoquete corpulento. Así es como Matthew, el tabernero y mi anfitrión en el Vellocino de Oro, lo ha descrito. Fuerte como un buey y de mal carácter. Me hubiese gustado ver su cadáver, pero ya está enterrado. —Corbett hizo una pausa para morderse el labio—. Lo mataron hace quince días. Y pocos días después fue asesinado Thorkle, el granjero.
—¿Queréis decir que todas las muertes están relacionadas? —le preguntó Adam Burghesh.
Corbett hizo un gesto mientras estudiaba la cara de ese veterano de las guerras del rey. Burghesh parecía enfermo, tenía la piel apergaminada, pero sus grandes ojos grises como el mar seguían pareciendo firmes. Un rostro de soldado con un entresijo de cicatrices en la mejilla derecha, cejas muy pobladas, pelo entrecano y corto, barba y bigote. Un buen espadachín, pensó Corbett, con brazos largos y amplio pecho. También debía de haber sido un buen arquero, especialmente con el arco de tejo que habían traído las tropas inglesas de la guerra en Gales. Capitán de las mesnadas reales, Burghesh había recibido cálidos elogios del rey cuando él y Corbett se habían reunido en la Cámara del Sello Blanco, en Westminster.
—¿Pensáis que las muertes están relacionadas? —preguntó Corbett—. Después de todo estabais aquí cuando sir Roger fue ejecutado.
—Adam ha sido mi fuerza y mi apoyo.
El párroco Grimstone había hablado tan abruptamente, que Corbett llegó a preguntarse si no estaría algo mal de la cabeza. El impacto emocional y la posterior confusión ¿no le habrían trastornado? Pero ignoró la interrupción.
—¿Y bien? —repitió— ¿Están relacionadas las muertes? Es cierto que Thorkle y Molkyn no eran doncellas y no las estrangularon —Corbett se pasó el pulgar por los labios— No los violaron. Pero ambos eran vecinos de esta villa y formaron parte del jurado que condenó a sir Roger. ¿No resulta raro? Recomienzan los asesinatos de doncellas en tanto que dos de los hombres que condenaron al supuesto asesino encuentran una muerte espeluznante.
—¿Y por qué se interesa el rey? —interrumpió Blidscote.
—Me parece que ya lo habéis preguntado antes.
—Pero me habéis dado una respuesta a medias.
—Entonces escuchad ahora.
Corbett se levantó. Cogió sus guantes y los golpeó contra la pierna.
—Es posible que sir Roger Chapeleys haya sido un asesino —hizo un ademán con los guantes para indicar a sir Maurice que guardara silencio—, pero era también uno de los compañeros del rey, y un buen soldado. Es cierto que a veces le gustaba beber, y también alguna cara bonita, pero no son delitos que merezcan la horca. De no ser así, mi buen amigo Ranulfo-atte-Newgate hubiese sido colgado unas cien veces.
Corbett golpeó la tapa del ataúd con los dedos:
—Pero ¿qué hubiese ocurrido si sir Roger hubiese sido completamente inocente? Después de todo el asesino ha vuelto. No sólo a violar y estrangular doncellas, sino también para realizar crímenes espantosos, asesinando a los implicados en la injusta ejecución de sir Roger Chapeleys. Son crímenes graves, señor: no sólo son delitos horribles, sino una burla brutal de la justicia del rey. Molkyn el molinero y Thorkle fueron miembros, e incluso cabecillas, del jurado que condenó a sir Roger.
—Como bien decís —gruñó Blidscote— encabezaban el jurado.
—Pero —continuó Corbett— ¿por qué aquellos dos? ¿Por qué no alguno de los otros diez? ¿O es que el asesino sólo acaba de empezar? ¿Estará planeando dar muerte a todos los implicados en la muerte de sir Roger?
—En cuyo caso —se mofó sir Maurice Chapeleys— seguiré a mi padre en el cadalso. El dedo de la acusación ya me está señalando por llevar a cabo la venganza.
—Sí, es posible. Me alegra que lo hayáis mencionado, para no haber sido yo quien lo hiciese —Corbett volvió a sentarse—. ¿Podéis decirme dónde estabais durante las primeras horas del domingo por la mañana hace quince días? ¿O bien la noche en que murió Thorkle?
—Estaba en la iglesia con los demás —tartamudeó sir Maurice—, y respecto a la tarde del miércoles siguiente —tragó con dificultad— estaba en mi casa: mi servidumbre jurará que es así. —Se ruborizó ligeramente y se movió incómodo—. Hace frío aquí —añadió—. ¿Cuánto más queréis que dure esto?
—Falta una persona —Ranulfo-atte-Newgate se movió hacia el centro de la luz, con los pulgares metidos en el talabarte con la espada—. Blidscote, habéis recibido el mensaje de mi señor. ¿Dónde está el magistrado?
—Pedí a sir Louis que se presentara aquí —indicó el alguacil—. No soy el guardián de mi hermano, y desde luego no lo soy de sir Louis.
—Señor Blidscote —lo atajó Corbett—. Concentrémonos por ahora en el asesinato de las jóvenes. Durante los últimos seis años, más o menos, ha habido seis víctimas de este tipo. ¿Y ello incluye también a la viuda Walmer?
—No hay conexión ni motivo —replicó Blidscote—. Son mujeres de los alrededores, con frecuencia bonitas, que van y vienen entre el mercado y la villa.
—¿Y no es peligroso? —preguntó Ranulfo—. Los caminos y senderos de estos parajes son solitarios. Hay bosquecillos, arboledas oscuras, buenos escondrijos para forajidos y asaltantes.
Blidscote lo miró con ojos turbios.
—Buena pregunta —insistió Corbett—. ¿Por qué esas cinco jóvenes, sin incluir a la viuda Walmer, andaban solas? Si he entendido bien lo que dicen los archivos del tribunal, y lo mismo se aplica a las dos muertes más recientes, las cinco fueron asesinadas fuera de la villa. Ahora bien, si sigo la historia aceptada, sir Roger fue juzgado culpable de cuatro de los asesinatos, pero en verdad no pudo haber matado a las últimas dos ¿no? —Corbett señaló el ataúd. —Por ejemplo esta pobre joven ¿cómo se llama?
—Elizabeth, la hija del carretero.
—¿Y su cadáver fue encontrado bajo un seto?
—Sí, desapareció hace dos noches.
—¿Y cuándo fue vista por última vez?
—El padre está allí arriba, en la iglesia —respondió el alguacil.
—Id a buscarlo, será mejor.
Blidscote respiró pesadamente por la nariz y salió dando zancadas. Oyeron voces y regresó con el carretero tras él. Era un hombre grueso y de cara carnosa, con la piel verrugosa y pálida, que se quedó en la puerta arrastrando los pies y pasándose el bastón que llevaba de una mano a la otra.
—Adelante, señor Wheelwright —lo invitó Corbett.
El hombre no le oía. Tenía la mirada fija en el ataúd, sus hombros comenzaron a temblar mientras las lágrimas se deslizaban silenciosamente por sus curtidas mejillas. Adelantó una mano grande, rojiza y magullada, como si pudiese devolver a su pobre hija a la vida.
—Adelante, señor Wheelwright.
Corbett se levantó y se acercó a él. Abrió una faltriquera y puso una moneda de plata en la mano tendida del hombre.
—Sé que es poco consuelo —dijo—, pero lamento su dolor. Señor Wheelwright, me llamo sir Hugo Corbett. Soy el comisario del rey.
—Sé quién sois —el hombre levantó la cabeza y miró a Corbett con expresión siniestra—. Y yo soy un gusano, señor.
—No, no lo sois —lo interrumpió Corbett—. Señor carretero, sois un ciudadano de esta villa y un súbdito leal del rey. Juro por todo lo sagrado —Corbett levantó la voz— que estoy aquí para dar caza al asesino de su hija. Y que luego me ocuparé personalmente de que sea ejecutado.
—Ya lo dijeron antes —murmuró el carretero—. Dijeron que no habría más muertes después de colgar a sir Roger.
—Y se equivocaban, pero —Corbett tocó el brazo del hombre— si Dios me da la fuerza, descubriré la verdad y la muerte de vuestra hija será vengada. ¡Ahora entrad!
Hizo que el carretero se sentara a su lado en uno de los sitiales extrañamente tallados. Entonces el hombre se dio cuenta de dónde estaba y miró en derredor nerviosamente.
—¿Cuántos hijos tenéis?
—Elizabeth y dos muchachos. Ella era la mayor.
—¿Y el día que murió?
Corbett esperó pacientemente. El carretero se encogió de hombros y volvió a llorar. Por fin tosió y se limpió los ojos con el dorso de la mano.
—Tengo una casa con patio a las afueras de Melford. Elizabeth era una joven muy bonita. Era día de mercado. Quería ir a comprar algo a la villa. Por san Miguel había sido su cumpleaños. Tenía dos peniques. ¿Sabéis cómo son las jovencitas? Una cinta, alguna chuchería, o tal vez quería ver a algún bellaco.
—¿Tenía novio? —le preguntó Corbett.
—No —el carretero sonrió—. Tenía quince años y una imaginación loca. Fue al mercado.
—¿Y?
—Hice averiguaciones. Vio a los demás jóvenes en la esquina de la plaza donde han puesto el palo para las fiestas del primero de mayo. Su buena amiga Adela, que trabaja como moza de taberna en el Vellocino de Oro, fue la última que la vio. Dijo que estaba bien, con las mejillas encendidas de emoción. Adela le preguntó adónde iba. Elizabeth le dijo que debía volver a casa a toda prisa. Eso fue entre las cuatro y las cinco. Nadie la vio después.
—¿Y Adela sabía dónde iba Elizabeth?
—Cruzó la plaza en dirección a la calle que sale de Melford.
—¿Y la tal Adela dijo que tenía las mejillas encendidas, y parecía feliz, como si tuviera un designio secreto?
El carretero pareció perplejo.
—Un encuentro de enamorados —explicó Corbett—. ¿Hacía cosas en secreto?
El carretero cerró los ojos.
—No. Se daba sus aires y tenía gracia. Quería casarse bien. «No quiero casarme con un campesino» decía a menudo, «sino con alguno que tenga profesión o negocio».
—¿Y los días antes de su muerte parecía cambiada?
—Al principio, cuando Blidscote me preguntó —el carretero chasqueó los dedos para demostrar que despreciaba al alguacil—, dije que no, pero sí, había algo. —Hizo una pausa—. No diría que furtivo, pero sí, secreto, algo que atesoraba. Pero siempre estaba enamorándose y desenamorándose. —El carretero hizo un esfuerzo para mantener la voz firme—. Nunca imaginé que acabaría en esto.
—Señor Blidscote —Corbett se volvió hacia el alguacil—, cuando fue encontrado el cuerpo de la joven ¿vos fuisteis a buscarlo?
—Tomé la carreta, recogí el cadáver, lo traje de vuelta y mandé a uno de mis hombres en busca del carretero.
—¿Y el cadáver? —insistió Corbett. Le dio un golpecito amable en el hombro al carretero cuando éste rompió en sollozos—. ¿No había ninguna señal del asesino o del garrote que utilizó?
Blidscote negó con la cabeza.
—¿Y no notasteis nada extraño cerca del cadáver?
Corbett ocultó su cólera. La mirada turbia de Blidscote le indicaba que ni siquiera había mirado.
—¿Dónde es el lugar? —insistió Corbett.
—En el Roble del Diablo. Es un árbol muy grande y antiguo que está en Falmer Lane.
—Pero por allí no se va a casa de su padre.
—No. No se va.
—De modo que Elizabeth fue encontrada en un lugar donde no debería haber estado. En pleno campo.
—Sí, sí, así es.
—En cuyo caso —concluyó Corbett—, o bien acudió a reunirse con alguien o bien fue llevada hasta allí, antes o después de que la mataran. ¿Correcto?
Blidscote eructó, asintiendo.
—¿Cómo estaba el cadáver? —insistió Corbett.
—Le habían subido la falda y el blusón muy por encima del estómago —murmuró el alguacil—. Pienso que la mataron muy cerca de donde encontramos el cadáver.
—¿Y el otro asesinato? —preguntó Corbett.
—Fue cerca de Brackham Mere.
—¿Y la muerte?
—Igual.
Blidscote se secaba las manos sudorosas en sus calzas gruesas y manchadas. Era evidente que se sentía incómodo sentado en una cripta fría ante el escribano del rey y su lista de preguntas implacables. Sólo había encontrado cadáveres: los había traído a la villa, pero ahora se daba cuenta de que había cometido errores; debió haber sido más cuidadoso.
—¿Y la víctima? —preguntó Ranulfo.
—Se llamaba Johanna —dijo Blidscote—. Tenía la misma edad que Elizabeth. Eran amigas. Estaba haciendo un encargo de su madre que le había pedido que comprara algo en el mercado. La vieron y hubo personas que hablaron con ella, y luego desapareció hasta que el cadáver fue encontrado cerca de Brackham Mere.
Corbett puso otra moneda en la mano del carretero y le dio unos golpecitos amistosos en el hombro.
—Volved a la iglesia —le pidió—, y encended una vela para vos y Elizabeth en la capilla de la Virgen. Podéis marcharos cuando queráis.
El carretero se alejó arrastrando los pies. Corbett se miró las manos. Esperó hasta que se cerró la puerta del final de la escalera.
—Párroco Grimstone, estas dos jóvenes ¿eran decentes?
—Sí, de buenas familias. Claro que coqueteaban y reían, pero venían a la iglesia. Tenían la cabeza llena de sueños, querían enamorarse de un apuesto caballero. Siempre listas para bailar y celebrar, y decirse secretillos unas a otras. Hasta —el cura sonrió para sí— cuando deberían haber estado escuchándome.
Corbett se puso de pie y se estiró.
—Estas dos últimas víctimas —declaró— aparecieron en lugares a los cuales no iban habitualmente. Sospecho que conocían al asesino. Pero ¿qué podría atraer a una mujer a un lugar tan desolado?
—Dinero —replicó Ranulfo.
—¿Estáis diciendo que eran licenciosas? —preguntó Burghesh cortante.
—No, señor, eran como vos y yo, codiciosas. ¡Ambiciosas! Eran buenas niñas campesinas, chiquillas de mejillas sonrosadas. —Ranulfo golpeó la empuñadura de su daga con los dedos—. Pero eran pobres. Ya escuchó lo que dijo el carretero. Comprar una cinta o una chuchería...
—Y estaban dispuestas a vender sus favores —la cara pálida y delgada del coadjutor se encendió, y en sus mejillas aparecieron manchas rojas de rabia.
—No quiero insultar su recuerdo —replicó Ranulfo— pero eran jóvenes de campo. Del tipo que comparte el dormitorio con padres y hermanos. Conocen el placer que nos da el acto sexual. No quiere decir que fuesen fáciles. Que Dios nos perdone. Sólo quiero decir que era fácil engañarlas o seducirlas.
—¡No lo creo! —el cura se puso en pie de un salto.
—¿No? —replicó irritado Ranulfo—. Sois sacerdote ¿no? Deberíais conocer a vuestra propia grey.
—Sentaos, sentaos —se levantó Grimstone tirando la sotana del coadjutor—. Nuestro invitado —recalcó con voz sardónica—, dice la verdad.
—¿Y qué estás diciendo, Ranulfo? —le preguntó Corbett.
—Tenemos dos jóvenes, señor. Son de familias pobres; sus cerebritos están llenos de fantasías y sueños. Van por el mercado comprando pan y queso, lo más indispensable. Y luego pasan ante el tenderete de un vendedor o ante la bandeja de un buhonero que tiene cintas azules y rojas, tal vez un broche, un anillo o un brazalete. Para nosotros son baratijas, pero para ellas parecen objetos más preciosos que las joyas del rey. Tal vez el asesino les puso un señuelo. ¿Un regalo? Compra esto o lo otro ¿a cambio de un beso? Lo dan. Por supuesto, la joven jura mantener el secreto y así les tienden la segunda trampa. Sólo que esta vez es en un lugar solitario y desolado. Y la joven piensa ¿por qué no? Nunca ha recibido tanto dinero con tanta facilidad y tan livianamente, y así parte contenta a encontrarse con la muerte.
Corbett observó a su ayudante.
—Pero ¿dónde está el dinero?
—Si el señor alguacil —Ranulfo se acercó y le puso las manos en los hombros— hubiese ido a las casas de ambas víctimas y hubiese buscado de arriba abajo, apuesto una moneda de plata que se encontrarían los escondrijos de las jóvenes, y también el dinero recibido o lo que compraron con él.
—Hacedlo, Blidscote —ordenó Corbett—. Si el señor Ranulfo no se equivoca, me encontraréis en el Vellocino de Oro. ¿Adónde vais, señor?
Sir Maurice Chapeleys se había puesto de pie.
—He respondido vuestras preguntas, señor —replicó el joven caballero—. La tumba de mi padre —tragó con dificultad—. No me dieron permiso para llevar su cuerpo a casa, pero el padre Grimstone fue bastante gentil...
Corbett no supo si el joven estaba siendo irónico o no.
—¿Queréis visitar la tumba de vuestro padre?
Sir Maurice asintió.
—Esto me ha traído recuerdos. Si hay más preguntas, nuestro buen párroco sabe dónde estoy.
Corbett lo dejó partir. Hizo una breve recapitulación de la reunión cuando oyeron que la puerta al final de la escalera se abría y cerraba de golpe, seguido por el sonido de unos pasos apresurados.
—¡En nombre de Dios!
Ranulfo se apartó rápidamente cuando un señor alto y de pelo blanco, cubierto por una capa azul marino, se lanzó a la cripta. Tenía la cara cortada y sangrante, y la ropa manchada de barro.
—¡Me han atacado!
—¡Sir Louis! —el párroco Grimstone se puso de pie de un salto.
El recién llegado se quitó el guante que le quedaba y lo lanzó al suelo.
—¡Me atacaron! —repitió.
—¿Forajidos? —preguntó Corbett.
—No lo sé.
Tressilyian se dejó caer en una silla secándose la cara con el borde de su capa.
—Gracias a Dios que Chapeleys no está aquí.
—¿Por qué decís eso? —preguntó Corbett.
—Juraría que era el fantasma de su padre.
Capítulo IV
El magistrado necesitó algún tiempo para calmarse. El párroco Grimstone subió a su casa y trajo una jarra de cerveza, una jofaina y un trapo. Tressilyian liquidó la cerveza en un par de tragos, y luego se limpió la cara. Tenía un corte en la mejilla, y pequeñas erosiones en el dorso de las manos.
—¿Qué pasó? —le preguntó Corbett.
—Bajaba por Falmer Lane —respondió el magistrado e hizo una pausa—. Vos debéis de ser Corbett.
Cuando Corbett hizo las presentaciones, la confusión fue mayor.
Tressilyian lo estudió de pies a cabeza.
—Supongo que ya os habrán preguntado —sonrió sir Louis— por qué estáis aquí. El rey podría haberme pedido que investigara.
—Sí, señor, pero vos fuisteis el magistrado principal que juzgó a sir Roger. Los sucesos actuales prueban que es un asunto que requiere la intervención del rey. Después de todo, vos, el juez del rey, fuisteis atacado en el camino real. Nos estabais contando qué os había sucedido.
—Cabalgaba por Falmer Lane —prosiguió Tressilyian—. Había un árbol caído en medio de la vía, un renuevo. Sabéis que esas cosas asustan mucho a los caballos. Las ramas sin hojas, o las hojas secas. No pensé nada especial. Desmonté y me quité los guantes para coger la rama, y por eso tengo estos cortes. De pronto voló una flecha por el aire —sir Louis se tocó la herida de la mejilla—. Apenas me rozó la cara. Me oculté entre el follaje y sus ramas me hicieron cortes. No llevaba un arco conmigo. Mi caballo se había espantado y reculaba. Volaron otras dos flechas. Decidí que no iba a esperar. Calculé dónde debía de estar el arquero misterioso, desenvainé la espada y cargué como si estuviese en un campo de batalla.
—¿Y vuestro asaltante escapó?
—Ni siquiera llegué a verlo, sólo un crujido de los helechos y luego oí la voz —Tressilyian hizo una pausa mientras fijaba la vista en el ataúd—. ¡Por todos los santos, Corbett, qué lugar más lúgubre! —Tendió la mano—. Y esa pobre mujer.
—¿Y qué dijo vuestra voz? —insistió Corbett.
—«Recuerda»; eso fue lo que dijo. Una voz de hombre. «Recuerda, juez del rey que colgasteis a un hombre inocente. Vos y los demás pagaréis por ello». —Tressilyian se estremeció—. Luego el silencio fue total. Ya no podía hacer nada. Volví a mi caballo y cabalgué hasta aquí. Vi al joven Chapeleys yéndose por el camposanto. ¿Fue a visitar la tumba de su padre?
—Sí —respondió Grimstone.
—¿Y por qué pensáis que era un fantasma? —le preguntó Corbett.
Tressilyian lo miró sin expresión.
—Cuando entrasteis —insistió Corbett— dijisteis que creíais que os había atacado un fantasma.
—Es evidente —replicó Tressilyian, con los ojos claros oscurecidos por la ira—. Hay una joven muerta y otra ha sido asesinada. Los miembros del jurado que pensaron que sir Roger era culpable también han pagado con sus vidas.
—Sí, pero a sir Roger lo colgaron —comentó Ranulfo—. ¿Estuvisteis presente en la ejecución?
—Sí, lo estuve. No obstante, después de emitir la sentencia, antes de que se llevaran la carreta —Tressilyian se limpió el sudor de la frente y las mejillas macilentas—, sir Roger siguió alegando que era inocente. Dijo que su nombre sería vengado. Haría un pacto con Dios y volvería a arreglar las cuentas con nosotros.
Las palabras fantasmales de sir Louis en un entorno tan lóbrego, provocaron un silencio tenso. Grimstone y Burghesh se miraron. El alguacil Blidscote abrió y cerró la boca, frotándose los labios como si desease beber y olvidar lo que estaba ocurriendo.
Corbett miró a su alrededor. Incluido el juez, todos estaban nerviosos. Sir Roger Chapeleys había sido el señor de su tierra, un caballero, un soldado, un hombre que había prestado buenos servicios en los ejércitos del rey, tanto en su patria como en el extranjero. También era cierto que era promiscuo y bebedor, pero ¿y si su ejecución había sido un error?
—¡Sir Hugo!
Corbett se levantó de un salto cuando oyó la voz que lo llamaba desde arriba.
—¡Señor escribano!
Corbett corrió a la puerta. Chapeleys ya estaba a medio camino de la escalera y tenía los ojos desorbitados.
—Sir Hugo, por favor, venid a ver esto.
Corbett y Ranulfo, seguidos por el resto, salieron de la cripta y subieron a la iglesia, cruzaron el pórtico y recorrieron el cementerio. La luz del día empezaba a menguar. El cielo estaba cubierto y amenazante. Los primeros flecos de la niebla de la tarde comenzaban a envolver los tejos nudosos, creando una cambiante penumbra en torno a las cruces y las tumbas. Sólo rompía el silencio el graznar de los cuervos que reposaban en las ramas desnudas de los árboles. Si la cripta les había parecido un lugar tenebroso, el cementerio no se le quedaba corto. Corbett ocultó su molestia por haber sido llamado de ese modo y se envolvió mejor con su capa. Chapeleys los hizo seguir un sendero muy hollado hasta un pequeño bajío del terreno en el extremo más alejado del camposanto.
—Lo llamamos el Bajo —explicó Grimstone sin aliento, acercándose a Corbett—. Es allí donde enterramos los cuerpos —bajó la voz— de los criminales que han sido ejecutados.
Chapeleys encabezaba la marcha a grandes zancadas. Se detuvo ante un túmulo. Corbett lo siguió y miró las letras casi borradas por las inclemencias del tiempo, pintadas en la lápida de piedra. Era el nombre de sir Roger Chapeleys, sus fechas de nacimiento y muerte, con la invocación Jesu Miserere, en una incisión hecha más abajo.
—¿Qué pasa? —preguntó Corbett santiguándose rápidamente para indicar respeto.
Chapeleys, que estaba de pie al otro lado, le hizo una seña para que se acercara. Corbett lo vio al instante. Alguien había garrapateado la palabra RECORDAD. Tocó el líquido, todavía húmedo, y se frotó los dedos.
—Es sangre —declaró—. Y lo han hecho muy recientemente.
—¿Sangre de quién? —preguntó Grimstone.
—No lo sé.
Corbett se inclinó y se limpió los dedos en la hierba mojada.
—Haré que lo limpien. Acaso sea un juego.
—No es ningún juego —replicó Chapeleys.
Luego se acercó al juez y le tomó la mano, como si fuesen muy cercanos, el mejor de sus amigos.
Corbett estaba intrigado y Tressilyian captó su mirada de desconcierto.
—No hay mala sangre entre nosotros, escribano. Sir Maurice sabe que me limité a llevar a cabo mi deber. —Abrió las manos—. A lo largo de los años he hecho todo lo que he podido por el muchacho.
Su rostro duro y severo esbozó un gesto amable.
—Y ahora me lo devuelve enamorándose de mi hija.
Corbett asintió y observó el cementerio. Se fijó en la construcción, en las secciones de sillería, en un montón de albañilería que se asomaba bajo un toldo de cuero.
—¿Y qué es eso? —preguntó.
—Es mi obra —respondió Burghesh—. Sir Hugo, puede que sea un soldado, pero en los días locos y ansiosos de mi juventud fui aprendiz de un cantero. Y de hecho firmé mis piezas de artesanía. Y entonces vinieron las guerras del rey. —Se encogió de hombros—. Luchar y beber me pareció más glorioso que esculpir la piedra. Hago muchos trabajos por aquí. Estoy haciendo una cruz nueva para el cementerio, para el párroco Grimstone.
—Es un pueblo muy activo —afirmó el cura—. Tal vez no en un frío día de octubre, pero tenemos pequeñas ferias y mercadillos y también nuestras ceremonias de cata de cerveza. Es un lugar donde los feligreses gustan de encontrarse.
Corbett asintió con la mente en otra parte. Miró la torre, alta, con su techo de pizarra y sus laterales recubiertos de cantos rodados.
—Una iglesia bien cuidada, padre Grimstone —señaló.
—Sí, y a mi padre le encantaba —dijo sir Maurice—. Fue una pena, padre Grimstone.
El joven señor se mordió el labio.
—¿Qué fue una pena? —le preguntó Corbett.
—Mi padre encargó un tríptico que fue hecho especialmente, y fue colocado en una capilla lateral.
—¿Y por qué es una pena?
El párroco Grimstone suspiró ruidosamente.
—El tríptico estaba en una pared. Cuando sir Roger fue ejecutado, alguien lo arrancó de allí y lo quemó aquí, en el cementerio.
El párroco ocultó las manos en las mangas.
—Me muero de frío, sir Hugo. ¿Ya ha acabado aquí?
—Por ahora —murmuró el escribano—. El pórtico del cementerio está en el otro extremo ¿no?
Y sin esperar respuesta, Corbett, ensimismado en sus pensamientos, se alejó. Se detuvo y se volvió.
—Os agradezco que hayáis venido sir Louis, y lamento el ataque. Dijisteis que fue en Falmer Lane, el mismo lugar donde encontraron a la pobre Elizabeth. Me pregunto si podríamos cabalgar hasta allí.
—Yo también iré —se ofreció sir Maurice.
Corbett y Ranulfo se despidieron del resto y volvieron a la puerta donde el mozo de cuadra de sir Hugo, Chanson, sostenía sus caballos, envuelto en su capa. La cara pálida del palafrenero era la imagen de la miseria, y su mirada torva era evidente.
—Sir Hugo, me estoy helando.
—Deberías haber cantado —lo provocó Ranulfo—. Y así todos hubieran corrido de vuelta. —Le dio unos golpecitos en el hombro—. Son las cosas del rey —añadió burlón—. Todos nos estamos helando, Chanson.
—Le di un buen cepillado a los caballos —murmuró Chanson.
Corbett oía a medias. A Chanson le desagradaba esperar casi tanto como a Corbett le desagradaba su canto. Chanson no era su nombre real. Se había unido al servicio de Corbett como Baldock. Ranulfo, en broma, lo había bautizado «Chanson», burlándose de su voz horrible. Desde entonces, el joven insistía en que Chanson era su nuevo nombre y se negaba a responder a ningún otro. Era un buen mozo de cuadra y tenía talento para hablar con los caballos, además de ser un diestro tirador de cuchillo, habilidad con que solía ganar premios en las ferias locales.
—¿Podríamos volver a la taberna, señor? Tengo helados los dedos de los pies y los testículos.
Corbett cogió las riendas y montó. Observó que Tressilyian, con la mano en el hombro de sir Maurice, iba algo más allá a recoger a sus caballos.
—Ranulfo —ordenó—. Llévate a Chanson y que se caliente en una cervecería.
—¿Y luego voy a fisgonear, señor?
Corbett se echó la capucha sobre la cabeza y frunció los ojos.
—Sí, quiero que vayas a meter tu nariz por ahí y que descubras todo lo que puedas.
Levantó la cabeza y miró a los otros que salían de la iglesia, a Blidscote, el gordo alguacil, a los dos curas y a Burghesh.
—¿En qué pensáis, señor?
—No lo sé, Ranulfo. La olla está comenzando a borbotear. Tal vez éste sea un lugar muy bonito en un día de verano, pero... ahora...
Un ruido a sus espaldas le hizo darse la vuelta. Por la calle venía una mujer muy vieja, apoyándose pesadamente en su bastón. Se acercó con la espalda curvada y la cabeza gacha. Corbett pensó que iba a pasar junto a ellos, pero se detuvo y los miró, apartándose los mechones de pelo blanco y sucio de su cara arrugada. Se mordía las encías y se limpió la gota de saliva que se escurría por una comisura. Miró a Corbett con ojos acuosos, como si con un vistazo pudiese saber quién era y por qué estaba allí.
—Buen día, abuela.
Ranulfo se acercó a ella. Abrió su monedero y sacó una moneda. La mujer se la arrebató.
—¿Sois el enviado del rey?
Tenía la voz firme, pero carraspeaba por la flema de su garganta. Se volvió a escupir, se acercó y cogió la brida de Corbett.
—Vos debéis de ser el escribano del rey.
—¿Y vos, abuela?
—Para todos soy la abuela Crauford. ¿Cuántos años tengo?
—No muchos más de veinticuatro —bromeó Ranulfo.
La cabeza de la mujer se volvió con la rapidez de un pájaro.
—Y éste sí que es un gracioso. Ya te he visto venir —lo señaló con el dedo huesudo—. ¿Qué edad tengo?
—¿Setenta? —preguntó rápidamente Corbett.
—Ya pasé mis ochenta y cinco veranos.
Corbett la miró incrédulo:
—Está muy bien para sus años, abuela.
—Id a leer la fe de bautismo —la anciana señaló hacia la iglesia—. Nacida en el otoño de 1218. Recuerdo cuando el padre del rey vino aquí. Era pequeño y gordo, y tenía el pelo dorado como el trigo.
Corbett seguía mirando perplejo a la anciana que en su juventud había visto al padre del rey.
—¿Y habéis venido a cazar fantasmas, no? —siguió—. Melford está llena de fantasmas. Siempre ha sido un lugar perverso.
—Parece tenerle mucho cariño a su villa —le dijo Ranulfo para molestarla.
—No le tengo mucho cariño a nadie, pelirrojo. Es verdad lo que dice el cura. Los hombres están untados en maldad.
—¿Os referís a las muertes? —le preguntó Corbett.
—Asesinatos es mejor.
La anciana soltó las riendas del caballo.
—Siempre ha habido asesinatos en Melford. Es un lugar de sangre. ¡No hay que sorprenderse! Dicen que aquí había un pueblo incluso antes de que llegaran los curas; y no han hecho mucho. En cualquier caso, os deseo suerte.
Siguió su camino. Corbett la miró alejarse. Había visto lo mismo en muchos pueblos y villas, los ancianos meneando la cabeza en desaprobación de lo que hacían los más jóvenes y fuertes.
Tressilyian y sir Maurice llegaron en sus caballos.
—Así que habéis conocido a la abuela Crauford —sonrió sir Maurice—. Los vecinos la llaman Jeremías. Escucharon un sermón del párroco, que narraba cómo el profeta Jeremías no dejaba de lamentar los pecados de los demás. Desde entonces le han dado ese nombre. No tiene una buena palabra para nadie ni nada.
Corbett observó cómo la anciana desaparecía en la niebla. Cuando empiece a indagar de verdad, pensó, le haré una visita. Los viejos siempre conocen todas las habladurías.
—¿Sir Hugo?
—Lo siento —se disculpó Corbett—. Ranulfo, Chanson, los encontraré en el Vellocino de Oro para quitarnos el frío de los huesos.
Hizo girar el caballo y siguió a Tressilyian y Chapeleys por el sendero que llevaba al camino real. Ya había oscurecido casi del todo. Estaban quitando los puestos del mercado a ambos lados de la senda. Corbett miró a su alrededor. Pese a las lamentaciones de la anciana, Melford parecía un lugar próspero: casas de piedra y madera bien construidas, con un enlucido reciente, y cristales en las ventanas. La gente no era muy diferente a la de cualquier otra villa próspera. Llegaron al final de la calle y entraron en la plaza rodeada de tiendas, casas de mercaderes con sus altos aleros de madera y sus techos de pizarra inclinados. La plaza incluso presumía de un grandioso consistorio con una escalinata que llevaba a una entrada con columnas y también un mercado de la lana cubierto, donde los comerciantes vendían sus productos.
—¿Por qué no está aquí la iglesia? —preguntó Corbett.
—Melford ha crecido —le respondió sir Maurice por encima del hombro—. Comenzó alrededor de la iglesia vieja, pero todas las cosas cambian.
Sí que lo hacen, pensó Corbett, observando a los dos señores terratenientes. Tanto Chapeleys como Tressilyian iban bien vestidos, con ropa de buena lana y remates de piel de ardilla. Llevaban botas de montar españolas, espuelas doradas, y sus sillas de montar y arneses eran del mejor cuero cosido, brillante y pulido. Corbett observó los anillos en los dedos de los hombres y las vainas de sus espadas con forro de terciopelo. Ambos señores habían desenvainado y las llevaban sobre la cruz de la montura. Corbett había escuchado al rey hablar sobre la creciente riqueza de estos señores campesinos que habían transformado sus campos de granos y cebada en pastizales para las ovejas, pues había mucha demanda de lana en los telares de los Países Bajos. Melford hacía gala de esa prosperidad. La superficie del mercado estaba empedrada, con una acera en un extremo. Los garrotes y cepos estaban llenos de malvados: vagos, jóvenes borrachos que pasaban los días en las tabernas y cuyas voces pendencieras habían puesto en peligro el comercio del día. Los guardas del mercado se paseaban entre los puestos. Llevaban balanzas especialmente calibradas para pesar el género y cuchillos para probar los diferentes productos. En la puerta de una taberna, los catadores de cerveza, o conocedores, habían abierto un barril y estaban ocupados en probar su contenido para ver si el tabernero estaba vendiendo cerveza ligera por un precio más alto.
—Allí está vuestro albergue —dijo sir Maurice señalando el Vellocino de Oro, en la esquina de una callejuela.
Era un edificio de tres pisos, con madera oscura y enyesado color rosa pálido, y tenía ventanas de vidrieras que brillaban a la luz de las teas puestas en ganchos que colgaban de la viga que iba de un extremo a otro de la planta baja.
—¿Os sirve bien el tabernero Alliot?
—Tiene una buena propiedad —replicó Corbett—. Matthew Alliot presume de lo que tiene.
—Así es —replicó agriamente Chapeleys.
—También fue testigo del juicio de vuestro padre, ¿no?
Corbett adelantó su caballo. Estaban en una esquina de la plaza. Chapeleys tiró de las riendas mientras seguía mirando hacia la taberna. Corbett había notado que cuando entraron en la plaza había disminuido el ruido y el movimiento del mercado, y los gritos de los vendedores, aunque seguían las llamadas habituales de los comerciantes: «¿Qué desea? ¿Qué desea?».
Por todas partes corrían perros y niños. Los aprendices en busca de clientes iban de un lado a otro, pero Corbett sintió que muchos de ellos estaban mirando. ¿Era por la presencia del comisario y escribano del rey?
—Sir Hugo —Tressilyian se inclinó tocando el hombro de Corbett amablemente—. Puedo leer vuestros pensamientos, señor comisario, y tal vez responderlos. La gente del pueblo entiende que estáis aquí por los asesinatos. Es un asunto habitual, pero causa preocupación.
—¿Y podéis leer en la mente de sir Maurice? —replicó Corbett—. Es cierto, ¿no? ¿El tabernero Alliot fue uno de los testigos que condenaron a vuestro padre?
—Sí, sí lo fue. —Chapeleys despertó de su ensoñación—. La noche que asesinaron a la viuda Walmer, mi padre había ido al Vellocino de Oro a beber algo. Según el tabernero, mi padre dijo que pensaba ir a la casa de la viuda.
—Pero no mintió, ¿no es así?
Lanzó un juramento cuando se acercó un perro ladrando a las patas de su caballo.
—No, no mintió —sir Maurice recogió las riendas en la mano—. Bien, no importa. Sigamos, que ya está oscureciendo.
Recorrieron una callejuela estrecha, varios callejones, huertas y establos de algunas casas. Doblaron por un sendero empedrado y llegaron al cruce de caminos, un ligero promontorio desde donde se podía contemplar el panorama rural. En parte era tierra arada, aunque la mayor extensión la ocupaban praderas punteadas de ovejas. El verde lo interrumpían pequeñas arboledas y setos. A la izquierda de Corbett empezaba un gran bosque que se extendía hacia el norte. Haciéndose una pantalla sobre los ojos, divisó el río Swaile.
—Una tierra próspera —murmuró—, extensa e irrigada. Me hace añorar mi casa.
Se preguntó qué estaría haciendo Maeve en su mansión de Leighton. ¿Estaría en la cocina ocupada con el mayordomo y los alguaciles, comprobando sus cuentas, planificando qué harían mañana? Eleanor revolotearía a su alrededor y el tío Morgan se inclinaría sobre la cuna haciendo cosquillas al pequeño Edward. O bien, si Maeve no estaba mirando, intentaría volver a cogerlo en brazos para jugar.
—Odio este lugar.
Corbett se sobresaltó. Sir Maurice se había adelantado con la vista fija en la gran horca, con sus tres postes oscuros que se perfilaban contra la luz del anochecer. Corbett había estudiado un mapa de Melford. Éste era el lugar donde habían ejecutado a sir Roger. El cadalso era inmenso, y su poste principal estaba firmemente hundido en la tierra, reforzado con mortero. También sir Louis levantó la mirada, como si lo fascinaran los ganchos puestos al final de cada poste. Sir Maurice se santiguó y se sentó con la cabeza baja. La brisa fría se metió en sus capas y les tironeó de las capuchas.
—¿Fue aquí? —preguntó Corbett—. ¿Estabais vos presente?
—No, no lo estaba —susurró Tressilyian como respuesta—. Era sólo un niño. Sus criados lo dejaron en la mansión, Thockton Hall.
Corbett estaba a punto de proseguir su interrogatorio cuando sir Maurice lanzó una maldición y saltó del caballo. Fue hacia el cadalso. Corbett divisó un trozo de pergamino clavado justo encima de la base de la viga. Sir Maurice lo cogió y se lo mostró.
—Es lo mismo que había en la lápida —murmuró pasándoselo a Corbett.
El pergamino era una pieza grasienta de vitela. Bajo la escasa luz Corbett descifró las letras garrapateadas en rojo: RECORDAD.
—Alguien ha estado trabajando. Sir Maurice, ¿puedo guardar esto?
Su acompañante asintió. Corbett dobló el trozo de papel y lo guardó en su cartera. El comisario miró en derredor. El cruce de caminos y los campos que lo rodeaban ya no parecían tan amables. La brisa era fría, el cielo se había vuelto más gris y amenazante y la bruma formaba un velo de gasa en movimiento. Se imponía un sentimiento de miedo, de amenaza silenciosa. Se habían segado las vidas de muchos habitantes de Melford. Sus secretos, sus pecados ocultos, podían salir a la luz y manifestarse en muertes sangrientas y brutales, especialmente durante un atardecer como aquél.
Tressilyian insistió en que siguieran cabalgando; Chapeleys iba algo más adelante. Corbett había pensado instar a Tressilyian a hablar sobre el juicio, pero decidió que no eran ni el momento, ni el lugar adecuados. El propio juez parecía estar de un humor sombrío, con la cabeza gacha, la barbilla hundida en su manto y la capucha cubriéndole la cara. Corbett se dio cuenta de que Tressilyian debía de estar alarmado, seriamente preocupado por haber condenado y supervisado la ejecución de un hombre inocente. El silencio se hizo opresivo. El comisario pudo entender los motivos de Ranulfo, una criatura de las calles y callejones de Londres, para tenerle miedo al campo, especialmente durante la hora silenciosa que precede a la noche, como si los seres nocturnos estuviesen esperando a que cayera la oscuridad. El camino que habían tomado no era más que una huella ancha y llena de baches, con canaletas a Cada lado y altos setos espinosos. De vez en cuando, la línea era interrumpida por una puerta o entrada con escalones.
Corbett tiró de las riendas e hizo que los demás se detuvieran.
—Soy forastero —les recordó—. Intento ubicarme. ¿Es ésta Falmer Lane?
—Sí.
—Y la villa de Melford está —Corbett hizo un gesto con las manos —¿al sur? La iglesia está en un extremo. Tenemos calles y pasos, el mercado está en el centro y luego se curva ligeramente hacia el campo.
—No sois tan forastero —replicó Tressilyian—. Pero está bien. Es una buena manera de describir la ciudad.
—¿Y hay muchas sendas y caminos de salida?
—Sí, ya os lo dije. Melford prospera tan bien como los vellones de una oveja.
—¿Y el molino de Molkyn está en el extremo donde está la iglesia?
—Correcto. El molino y la granja de Thorkle están cerca. De hecho es casi una pequeña aldea. Tiene una laguna para el molino.
—¿Y la casa de la viuda Walmer?
—Está a casi una milla del molino.
—¿Y hay suficientes senderos y caminos? —preguntó Corbett.
—Buen Dios, sí —rió Tressilyian—. Si leéis el informe del juicio, un testigo llegó a describir Melford como una madriguera de conejos. Hay caminos y salidas de la villa. Habéis visto las puertas y las entradas. Hay senderos que cruzan las praderas. Dios sabe —suspiró— que como magistrado siempre tengo que fallar qué es invadir la propiedad ajena y qué no lo es. Veréis, Corbett, la tierra por aquí ha cambiado. La medida de la riqueza de un hombre son las ovejas y no el grano. Y por ello se talan bosques, se plantan cercos, y emergen los cierres y las puertas.
—Sí, entiendo dónde quiere ir a parar —dijo sir Maurice—, pretende decirme que es un lugar excelente para asesinar, ¿no es así, sir Hugo?
—Cualquier lugar es ideal para asesinar —replicó Corbett—. A Ranulfo no le gusta el campo. Dice que es más peligroso que las callejuelas de Londres. Por una vez estoy de acuerdo con él. Cuando cae la oscuridad, un hombre que conozca el terreno puede deslizarse sin ser visto por las callejuelas y senderos y hacer lo que le plazca. Estaría tan bien protegido como en los oscuros barrios bajos de Whitefriars o en el laberinto de Southwark.
—Conozco ambos lugares —replicó Tressilyian— pero prefiero Melford.
Siguieron por el sendero. El campo se cerró en un bosquecillo a ambos lados. Corbett sintió como si estuviese bajando por un pasadizo hueco y oscuro. El sendero subió, bajó, y volvió a subir. Corbett identificó el Roble del Diablo antes de que Tressilyian lo señalara. Era un gran árbol achaparrado que estaba allí para marcar un lindero. Había sido golpeado por un rayo, pero sus ramas sin hojas seguían alzándose hacia el cielo del anochecer. Corbett desmontó y miró los campos a su izquierda: una pradera inundada que bajaba a los bancos del Swaile. Divisó las ruinas cerca de la orilla.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Beauchamp Place —explicó Chapeleys—. En un tiempo fue una pequeña casa señorial con cerdos, palomares y establos, pero el hombre que la construyó estaba loco. La tierra está anegada. Cuando llueve mucho tiende a inundarse. Ya hace unos treinta años que está en ruinas. La última reliquia de los Beauchamp fue un viejo trastornado que apareció ahogado en uno de los subterráneos. La gente de por aquí dice que habitan fantasmas —mostró el roble—. Dicen lo mismo de éste y del fantasma de la pobre Elizabeth.
Corbett saltó sobre el zanjón. A cada lado del roble había una abertura en el seto. Corbett entró por una de ellas.
—¿Fue aquí donde encontraron el cadáver de Elizabeth?
—Sí —replicó Chapeleys—. Es lo que dijo Blidscote, a la derecha del gran roble, en el campo junto al seto.
Corbett se puso en cuclillas. La hierba estaba fría y se le pegó a la piel sudorosa de la muñeca. La apartó y miró las ramas duras y retorcidas de la cerca, pero no notó nada extraño. Palpando con la mano enguantada, buscó cuidadosamente por el área, escarbando con los dedos.
—¿Qué buscáis? —le preguntó Tressilyian.
Corbett se levantó. El juez estaba apoyado en el roble y Chapeleys estaba sentado en el extremo de la zanja. Corbett reprimió un sentimiento de inquietud ante la atmósfera de peligro. No le gustaba el Roble del Diablo. Estaba allí con dos extraños en un lugar donde se había cometido un asesinato brutal. Casi deseó que Ranulfo hubiese estado con él.
—¿Por qué será —murmuró Corbett— que estos lugares transmiten desolación? ¿Son imaginaciones de nuestra propia alma? ¿Un engaño de la inteligencia? ¿O es que un lugar como éste sigue emanando los horrores que lo visitaron?
Corbett se adelantó a Tressilyian y saltó la zanja. Cogió las riendas de su caballo, acariciándole el morro.
—¿Qué estabais buscando? —volvió a preguntarle Tressilyian.
—No lo sé —respondió Corbett—. Siento curiosidad y me pregunto por qué una joven como Elizabeth vendría a un lugar como éste. No debería haberlo hecho, ¿no? Ninguna mujer con la cabeza sobre los hombros iría a un lugar tan alejado de la villa para encontrarse con un hombre a campo abierto.
—¿Estáis diciendo que la mataron en otra parte? —le preguntó Chapeleys.
—Sé que la mataron en otra parte —respondió Corbett—. Veréis, cuando los dos rapaces encontraron su cuerpo se asustaron mucho, ¿no? Corrieron a la villa a buscar al señor Blidscote y los demás alguaciles. La vieron allí y la sacaron con mucho cuidado.
—¿Y? —preguntó sir Maurice intrigado por aquel comisario moreno y misterioso.
—El hombre que violó a la joven Elizabeth no debía de ser muy tierno. Fue brutal. La atacó, la violó y luego la ahorcó con la cuerda de un garrote. Hasta un hombre como Blidscote, pese a toda la cerveza que lleva en el cuerpo, hubiese visto signos de un ataque violento aquí, en el Roble del Diablo. —Hizo una pausa—. También esperaba encontrar restos de pelo, ropa, hasta algún signo de que el cuerpo había sido empujado bajo el seto. Y eso Blidscote también lo hubiese notado. Pero el asesino parece haber actuado tan tiernamente como una madre con su bebé.
—¿No es lo que creéis? —lo tanteó Tressilyian.
—No. No lo creo.
Corbett miró hacia el campo y su corazón perdió un latido. Era la figura de una mujer —estaba seguro de ello— que merodeaba por el bosquecillo, al borde de la loma.
—Sir Hugo, estabais hablando del asesino...
—No creo que haya sido tierno —replicó Corbett, que seguía con la vista fija en el punto a través del hueco en el seto—. Creo que trajo el cuerpo de Elizabeth hasta aquí en una sábana y lo hizo rodar bajo el seto.
Cogió las riendas y saltó a su montura.
—¿Decir que el asesino era tierno? No, no, señores. Estamos tratando con un lobo sanguinario.
Capítulo V
Cabalgaron bajando la colina; a cada lado, los setos y los campos fueron transformándose en pequeñas arboledas. Por fin se detuvieron en el lugar donde habían atacado a sir Louis. Las señales seguían allí: el renuevo que el juez había apartado del camino y que aparentemente había sido cortado con un hacha. Tressilyian encontró una flecha en una zanja alejada, con el asta rota. La grava del camino parecía removida por las patas de los caballos, y Corbett todavía pudo distinguir las malezas aplastadas donde sir Louis había cargado contra su asaltante. El comisario sacó la espada para limpiar los brezos y zarzas, y observó las huellas.
—Estoy seguro de que estaba allí —dijo sir Louis.
Corbett siguió sus indicaciones: un grueso fresno donde la maleza no era tan densa. Fue hacia allí y se arrodilló. No había hierba y el lodo estaba liso debido a la lluvia del día anterior. Corbett pudo distinguir las marcas de las botas de sir Louis, pero luego notó las huellas de unos dedos y un talón desnudos.
—¡Qué raro! —anunció—. Sir Louis, vuestro asaltante iba descalzo.
—Lo que sea, era un fantasma —replicó el juez.
Corbett levantó la vista y divisó una senda estrecha, que se curvaba en medio del bosque, lodosa y resbaladiza. Volvió y estudió la flecha recordando sus días en el ejército del rey, en Gales. Y cómo los galeses, con sus arcos largos, acostumbraban a luchar descalzos para estar mejor aferrados al suelo.
—¿Qué significa todo esto, Corbett? —preguntó Tressilyan.
—Quisiera saberlo.
El comisario del rey observó las débiles hilachas de niebla que se enroscaban en los árboles:
—Ya os he retenido bastante tiempo con mis pesquisas.
—¿Qué diantre es eso?
Tressilyian se acercó al borde de la zanja. Corbett lo siguió. Allí, bajo las ramas de un árbol, había una mujer con capa y capucha. Pudo distinguir su cara pálida y el pelo que se le escapaba en mechones de dentro de la capucha.
—¡Acercaos! —le ordenó Corbett.
Aferró la empuñadura de su espada.
La mujer no se movió.
—¡Acercaos! ¡No vamos a haceros daño!
La mujer parecía vacilar. Chapeleys cogió las riendas de su caballo y montó. La mujer dudó y dio un paso adelante, largo y decidido, segura de donde pisaba. Cruzó la zanja y se limpió la hojarasca de su gastada ropa de lana; la ropa interior de lino parecía sucia y colgaba sobre sus maltrechas botas de cuero. Llevaba una capa corta y un tosco chal de lino que le envolvía la cara ancha y maltratada por la intemperie; tenía la nariz ligeramente torcida, una boca agradable y llena, y la mirada alerta. En su frente su pelo negro tenía mechas blancas.
—¿Quién sois? —le preguntó Corbett.
—Soy Sorrel.
—¿Sorrel? —Corbett rió—. ¿Cómo la hierba aromática?
—Así es como me llamaba Furrell.
Corbett oyó una exclamación de Chapeleys.
—¡Pero bueno, si sois la mujer de Furrell, el cazador furtivo!
—Era la mujer de Furrell, el campesino —replicó apartándose rápidamente el pelo de la cara.
—¿Y qué hacéis recorriendo los bosques —le preguntó Corbett— sin armas ni compañía?
—No voy desarmada, comisario. Oh sí, sé quién sois —sonrió—. Tengo un garrote. Lo he dejado entre los árboles con mi bolso de cuero. No lo necesito con un magistrado del rey, el agraciado sir Maurice y el temible comisario real. Y en cuanto a andar sola, ¿quién podría hacerle nada a una pobre mendiga?
—Os había visto antes —declaró Corbett— en el bosquecillo de la pradera donde está el Roble del Diablo.
—Y yo también os vi. —Sorrel miró hacia el cielo y suspiró—. De modo que es cierto lo que dicen. Sois un comisario muy agudo. Habéis venido a expulsar al demonio de Melford, ¿no? Por Dios y su corte celestial, que necesita que lo expulsen.
—Cuidado con esa lengua —gruñó Tressilyian.
—Mi lengua y mis modales son cosa mía —la cara de Sorrel adquirió una expresión agresiva—. Ya no estáis en vuestro tribunal, sir Louis. Por vuestra culpa ha desaparecido mi hombre, sólo por decir la verdad.
Corbett miró a sir Louis por encima del hombro; éste se limitó a hacer un gesto. No era un encuentro casual. Sorrel los había seguido desde Melford. Hasta se había informado un poco sobre él.
—Sir Louis, sir Maurice —los llamó Corbett—. Ya os he retenido demasiado tiempo. He de regresar a Melford.
—¿Serán mis invitados? —preguntó sir Louis—. Os ofreceré una cena mañana en el Consistorio. Podéis ir con vuestro compañero.
Corbett aceptó.
Vio cómo los dos caballeros se alejaban.
—Será mejor que recojáis vuestro bolso y la porra —le sonrió Corbett—. Os esperaré aquí.
La mujer saltó la zanja, corrió entre los árboles y volvió con el bolso de cuero sobre un hombro, y un sólido bastón en la otra. También traía una capa que se había echado sobre los hombros, sujetándola en el cuello. Le hizo un guiño:
—Tengo dos capas. Ésta es robada. Es mejor que el juez del reino no lo sepa.
—Queréis hablar conmigo, ¿no es así?
—Sí, comisario, deseo hablaros.
—¿Dónde vivís?
—En las ruinas de Beauchamp. Son pastizales comunes. Nadie sabe exactamente quién es dueño de qué, así que no pueden expulsarme. —Observó el magnífico caballo bayo de Corbett—. ¿Puedo montar vuestro caballo? Por favor. Siempre quise ser una dama y cabalgar en una montura alta.
Corbett la ayudó, acortó los estribos y sostuvo las riendas.
—No podéis marcharos y alegar que os habéis encontrado un caballo perdido —bromeó el comisario.
Sorrel se inclinó y rozó las mejillas de Corbett con sus manos callosas.
—Tenéis cara de cura, con la piel olivácea y recién afeitada. Y os hacéis una coleta de guerrero. Tenéis los ojos tristes pero agudos. Me recordáis un halcón prisionero. ¿Os sentís prisionero, comisario del rey?
Corbett hizo una mueca.
—Así está mejor —le devolvió la sonrisa—. Podéis ser un seductor, pero tenéis escrúpulos, ¿no es así?
—No sabía que fuese tan fácil leerme la mente.
—No, no lo he hecho. No obstante, cuando una se queda quieta en un rincón del Vellocino de Oro, es maravilloso todo lo que se puede oír. Vuestra reputación corre más rápido que vos, sir Hugo Corbett. El hombre del rey en la paz y la guerra. ¿Sois el hombre del rey?
Corbett recordó el rostro de Eduardo, duro y arrugado, con ojos cínicos, la forma en que hablaba con él con los ojos puestos en Ranulfo, como si el escribano de la Cancillería del Sello Verde fuese su confidente real, el hombre que acaso hacía cosas que la ley no contemplaba.
—Intento serlo —replicó Corbett—. Pero ya oscurece, señora. Tengo frío, estoy hambriento y vos tenéis una historia que contar.
Hizo avanzar el caballo, caminando a su lado. Levantó la vista. Sorrel cabalgaba como si fuese una dama, con los ojos semicerrados y entonando en voz baja una canción.
—Sois muy simpática —le dijo—. ¿Cuál es vuestro nombre auténtico?
—Sorrel, así es como me llamaba Furrell. Es lo que soy.
—¿Y por qué vagabundeáis por los bosques?
—No vagabundeo. Busco. —Su voz sonó dura—. Estoy buscando la sepultura de Furrell.
Corbett hizo una pausa:
—¿Estáis segura de que está muerto?
Se golpeó la frente y el pecho.
—Sí lo estoy. Quiero encontrar su sepultura. Quiero rezar sobre sus restos. Si consigo encontrar su tumba, tal vez pueda desenmascarar a su asesino. Él era un buen hombre. Yo era una mujer errante. Lo encontré hace doce años. Intercambiamos votos bajo un tejo, en el cementerio. Éramos marido y mujer, y estábamos tan cerca y tan unidos como cualquier pareja bendecida por la iglesia. Era alegre. Tocaba el laúd y bailaba gigas. Era el mejor cazador y leñador. Se lanzaba sobre un conejo, silencioso como una sombra. Nunca pasamos hambre y vendíamos todo lo que no necesitábamos.
—La caza furtiva es un pasatiempo peligroso.
—Oh, un ciervo de vez en cuando, o un corderillo perdido que nadie echa en falta. Pero ¿quién nos podía acusar? ¿Los campesinos a quienes se lo vendíamos? Carne fresca en la olla para sus hijos.
—¿Y ha cambiado todo? —preguntó Corbett.
—Sí que ha cambiado. La noche que asesinaron a la viuda Walmer.
—¿Y ella quién era? —preguntó Corbett.
—Vivía en una casa a la salida de la villa. Era rara; bonita como un ángel, con el pelo como el trigo maduro y los ojos azules como el cielo. Siempre llevaba el vestido algo ajustado. Se pintaba la cara y lucía collares, brazaletes y anillos. Nadie sabía de dónde había venido. Geoffrey Walmer era alfarero, y muy bueno. Vendía hasta en lugares lejanos, como Ipswich. Se marchó una semana y volvió con ella. Sabéis cómo son esas cosas, comisario. A la vejez, viruelas. No hay peor necio que un viejo enamorado. En cualquier caso, Geoffrey murió y ella quedó viuda. Con su ropa de luto parecía todavía más atractiva. Los hombres revoloteaban a su alrededor como abejas sobre la miel.
—¿Y ella, os gustaba?
—Nos entendíamos. ¿Sabéis lo que era, comisario? Son historias muy repetidas. Un comerciante próspero se va a la gran ciudad. Hace buenas ganancias, entra en una taberna y conoce una joven atractiva que vende sus favores. Está más que dispuesta a dejar los horrores de la calle y cambiarlos por una vida apacible y todo lo que desee.
—¿Habláis por experiencia propia?
—Muy sagaz, comisario. Sí, lo conozco en propia carne. Y ahora la viuda Walmer tenía una casa, algo de tierra con un gallinero, palomar, pocilgas y sabrosos faisanes y perdices de los campos cercanos. Furrell fue allí la noche que la asesinaron. A veces la visitaba para tomar una jarra de cerveza. Entró al jardín y vio la puerta abierta, y a sir Roger Chapeleys que se marchaba. Vamos, pensó Furrell, aquí tenemos un hombre satisfecho. El señor montó con aspecto de estar repleto de cerveza y placer. La viuda Walmer estaba en la puerta. Se apoyaba en el dintel con los brazos cruzados y el pelo suelto sobre los hombros. Furrell decidió olvidarse de su cerveza y se alejó.
—De modo que la viuda estaba sana y salva cuando sir Roger se marchó.
—Pues sí. No creo que sir Roger matara a esas mujeres. Era promiscuo y borrachín, pero era bueno conmigo y con Furrell. Sabía que cazábamos en sus tierras, pero en Navidad siempre nos mandaba una gallina o un ganso. Quiero decir que sir Roger, con todas sus doncellas y criadas en su propia casa, no iba a salir a asaltar mujeres en el campo.
—Pero visitó a la viuda Walmer.
—Ah, sí, pero ella era diferente —rió Sorrel—. Era una cortesana de tomo y lomo. Sir Roger sabía en qué aguas pescaba.
—¿Gustaba a la gente? —preguntó Corbett.
—No, ni los vecinos ni los curas le tenían simpatía. Sir Roger era muy suyo y reservado, aunque una noche en la taberna llegó a decir que todos los curas eran mentirosos e hipócritas, a pesar de que parecía tenerle cierta simpatía al párroco Grimstone.
—Pero no era motivo para que tanta gente hablara mal de él.
—No lo sé. Furrell dijo algo raro. Al día siguiente de la condena de sir Roger, mi esposo y yo estábamos cenando en las ruinas. Furrell se emborrachó un poco y soltó de sopetón que el demonio había llegado a Melford. «¿Por qué?», le pregunté. «Oh», dijo, «para hacer que esa gente diga lo que hizo».
—¿Os referís a los testigos?
—A todo —respondió—. Que habían encontrado un brazalete en casa de sir Roger que pertenecía a una de las mujeres asesinadas. A cómo Deverell el carpintero estaba tan seguro de haber visto a sir Roger huyendo de casa de la viuda Walmer.
—¿Huyendo? —preguntó Corbett.
—Es la forma en que lo contaron. Muy furtivo todo.
—Pero entiendo, por los archivos del juicio, que también encontraron allí la vaina de su daga.
—Furrell no creía que sir Roger la hubiese dejado allí. De hecho me contó algo más.
—¿Más? —le preguntó Corbett.
—La noche que la viuda Walmer fue asesinada, Furrell vio que sir Roger se marchaba, pero al menos tres hombres más, por separado, se habían encaminado a Gully Lane, hacia la casa.
—¿Tres?— preguntó Corbett.
Se detuvo y la contempló.
—Repitió lo mismo en el tribunal. Según él, la viuda Walmer debió de estar muy ocupada esa noche. Pero puede que se equivocase. Sea lo que fuese en su vida anterior, Cecile Walmer desempeñaba su papel de viuda. Si hubiese actuado de otro modo en un lugar como Melford, las lenguas no hubieran tardado en desatarse.
—Y vuestro esposo, Furrell, ¿lo dijo en el tribunal?
—Lo dijo bajo juramento, pero nadie le creyó. Dijeron que estaba borracho y todos sabían que sir Roger era bueno con él. Llegaron a afirmar que lo había sobornado.
Corbett cerró los ojos y recordó las actas del juicio: Furrell, el cazador furtivo, había defendido a sir Roger.
—¿Y qué quería decir vuestro esposo al referirse a que el demonio había hecho que mintieran? ¿Que estaban sobornados?
—Sobornados o amenazados. ¡Qué importa! Murió un buen hombre.
—Os vendría bien tener cuidado —le advirtió Corbett.
—Oh, no os preocupéis, señor comisario, mantengo la boca bien cerrada. Voy por ahí fingiendo que soy un poco demente, y con la lengua bien guardada en la boca. La vieja Sorrel no ve nada, ni sabe nada.
—Pero creéis que Furrell ha sido asesinado y enterrado.
—Sé que asesinaron a Furrell y lo enterraron. Pretendo encontrar su tumba.
—¿Después de cinco años? —le preguntó Corbett.
—Yo sólo sé que salió una noche y que nunca más volvió. Melford y el campo que lo rodea es un entramado de senderos, zarzas, bosquecillos, bosques y ciénagas, pero yo rezo. Cada noche antes de dormirme, rezo para descubrir el cuerpo de Furrell.
—¿Y lo asesinaron por lo que dijo en el juicio?
—Tal vez. Como he dicho Furrell era astuto, tan sigiloso como la noche. Hasta conmigo podía ser reservado, si no estaba borracho.
—De modo que creéis que vio algo.
—Juraría por Dios y sus santos que así fue, y por eso había que silenciarlo. Después de todo fue el único que supo algo del asesino del halcón.
—Oh, sí —Corbett dejó que el caballo le tocara la mano—, eso he oído. ¿Qué fue lo que vio u oyó Furrell en realidad?
—Había salido a cazar, no lejos de aquí. La noche había caído. Vio una forma y oyó una respiración entrecortada, y el sonido de campanas. Furrell estaba visitando uno de sus escondrijos, donde había guardado carne de ciervo. No quería que lo cogiesen con las manos en la masa. Pensó que era alguna vecina con su amigo o alguien de la villa con su amada. Recordad, señor comisario, que Melford es una villa pequeña: sus murallas y sus caminos tienen ojos y oídos. Si alguien se encapricha con la doncella de la esposa, será mejor gozarla a campo abierto. Y están los jóvenes, con sus amores y sus encuentros a la luz de las estrellas. Furrell se alejó. Cuando Blidscote estaba haciendo preguntas, Furrell le contó lo que había oído. Siempre insistió en que había sido un error. Lamentó para siempre haber abierto la boca.
—Pero lo hizo por sir Roger Chapeleys.
—Sí, pero era diferente. Estaba en el tribunal bajo juramento y frente al magistrado del reino. Furrell pensó que era seguro.
—¿Y qué más sabéis? Si vais por los bosques y arboledas, debéis de ver cosas que otros no ven. Me habéis seguido desde Melford. Estabais informada de que llegaría. Estabais impaciente por hablarme.
—Os hablaré, comisario, pero os ruego que nunca contéis a nadie lo que os diga —Sorrel echó una mirada al camino.
—¿Teméis a Tressilyian o a Chapeleys?
—No.
Le sonrió en medio de la oscuridad.
—Hago bien mi parte. Son grandes señores de la tierra. Piensan que uno piensa como ellos. ¿Y quién iba a creerle a la pobre loca de Sorrel?
Tiró de las riendas del caballo y Corbett se detuvo. Era consciente de que la oscuridad se había cerrado rápidamente. Habían dejado la zona arbolada. A cada lado crecían setos, y los campos que se extendían en la distancia. El cielo estaba iluminado por las estrellas y una luna llena blanca y poderosa.
—A Furrell le encantaban las noches como ésta —susurró—. Olvidad las historias sobre la oscuridad. A Furrell le gustaba saber dónde estaba.
Corbett podía sentir la tensión de la mujer. Actuaba astutamente, era lo que quedaba de un cazador furtivo desaparecido, pero era una mujer consumida por la necesidad de justicia y el deseo de venganza.
—¿Oráis, Sorrel?
—Tengo una imagen de la Virgen —replicó—. Es de madera y está maltrecha y golpeada. Me la dio el párroco Grimstone. Cada mañana y cada noche le enciendo una vela de cera especial hecha por los fabricantes de velas. Le rezo: «Querida Madre, nunca perdisteis a vuestro esposo, pero yo sí».
Corbett sonrió ante la oración.
—¿Y yo soy la respuesta, Sorrel?
Ella se inclinó y le puso la mano en el hombro. A la luz de la luna Corbett pudo ver que Sorrel debía de haber sido de joven una mujer adorable.
—Quiero justicia, comisario. —En sus ojos brillaban las lágrimas—. ¿Es demasiado pedir en las oraciones? ¿No puede el buen Dios en su Paraíso otorgarme algo de justicia a mí, una pobre viuda? Sois la respuesta a mis ruegos. Cuando os vi cruzar a caballo por el mercado, me dije que el propio Dios había llegado a Melford.
—Eso es una blasfemia —se burló Corbett.
—No, comisario, es la verdad; si hacéis justicia a la pobre Sorrel; si podéis descubrir dónde está mi hombre; si los responsables pueden ser mandados al tribunal de Dios, entonces voy a encender una vela por vos, todos los días.
Corbett contuvo un estremecimiento. Había estado en los tribunales del rey en Westminster. Había escuchado las peticiones de reparación. Había perseguido a los hijos de Caín que tenían las manos ensangrentadas, pero nunca había visto tanta pasión, aquel profundo deseo de justicia que brotaba de lo más profundo del alma.
—¿Vais a ayudarme? —le preguntó Sorrel.
—¿Alguna vez habéis estado en un laberinto, señora Sorrel? Allí es donde estoy ahora. Melford es un entresijo de hondonadas, caminos y esquinas sombrías. Las sombras giran y giran. Tenemos las muertes de todas aquellas jóvenes, la de la viuda Walmer, y ahora las de Molkyn y Thorkle.
—No sé nada de eso —masculló Sorrel—. Dios me perdone, señor comisario. Cuando supe de sus muertes mi corazón dio un brinco. Así comienza, pensé, la justicia de Dios.
—¿Qué queréis decir? —le preguntó Corbett.
La miró y vio la expresión enérgica de sus ojos. ¿Era una asesina? pensó Corbett, ¿tan grande era su sed de justicia? ¿Creía que Thorkle y Molkyn eran en alguna forma responsables de la muerte de su esposo?
—Sé lo que estáis pensando, comisario —murmuró—. Dije que me alegraba, no que era responsable.
—Pero, ¿por qué habían de morir? —le preguntó Corbett—. ¿Es posible que alguien más crea que sir Roger era inocente y esté llevando a cabo una venganza?
—No lo sé. Deberíais hablar con sus viudas. Estoy segura de que estarán juntas. Las viudas de Molkyn y Thorkle son parientes de sangre, aunque lejanas.
Sorrel sacó los pies de los estribos y Corbett la ayudó a bajar.
—Ya he cabalgado suficiente.
Puso su mano en la de Corbett, áspera pero cálida. El comisario se preguntaba qué pensaría lady Maeve si le viera en pleno campo y caminando de la mano con esa extraña cazadora furtiva.
—Escuchad. Tengo tres cosas que contaros y después me daré por satisfecha —declaró—. En primer lugar, os vi en el Roble del Diablo. Estabais mirando donde habían encontrado el cuerpo de Elizabeth. ¿No es así?
Corbett asintió.
—Yo la divisé al comienzo de la tarde del día que desapareció —continuó Sorrel—. Elizabeth tenía un lugar secreto en el bosquecillo de la parte más alta de la pradera.
—¿Un lugar secreto?
—Oh, señor comisario, ¿alguna vez fuisteis niño? Vivíais en una casa con vuestros padres, hermanas, hermanos, perro. Teníais un lugar secreto. Elizabeth Wheelwright tenía uno, al igual que los demás jóvenes y mujeres, lugares donde pueden verse.
—¿De modo que fuisteis la última que la vio viva?
—Sí, y antes de que preguntéis, Elizabeth iba con prisa. Yo me escondí y la miré pasar. Se notaba en su cara que estaba ansiosa, complacida.
—En ese caso —Corbett confesó—, estoy realmente perplejo. Lo único que prueba este dato es que probablemente mataron a Elizabeth entre aquel bosquecillo y el Roble del Diablo. Su asesino escondió cuidadosamente las huellas de su acto nefasto. Sólo puedo deducir que llevaron su cadáver desde el lugar donde la mataron, al que fue encontrada. De modo que —suspiró— perdería el tiempo buscando por allí. ¿Qué más?
—Durante los últimos cinco años, han matado a cinco jóvenes, incluida la viuda Walmer. Todas fueron violadas y asesinadas cerca de Melford, pero no son las únicas. —Se retorció las manos—. Recordad que voy por los caminos, y hay otros que también lo hacen: el Pueblo de la Luna, los hojalateros, los vendedores viajeros, familias que buscan trabajo. He llegado a conocerlos bien. Charlamos a menudo. —Hizo un gesto con los hombros—: han desaparecido dos o tres de sus mujeres.
—Pero eso no es raro —replicó Corbett—. A menudo sus mujeres...
—No, no, escuchad lo que os digo —lo interrumpió Sorrel—. Han aparecido cadáveres, pero me pregunto cuántos asesinatos más habrá habido. ¿Se esperaba que descubrieran el cuerpo de Elizabeth? ¿Alguna vez habéis visto cómo cazan las comadrejas, señor comisario? Tienen un almacén. Esconden la carne de sus víctimas para volver a comer más tarde. El asesino del halcón es como una comadreja: mata y se oculta, aunque a veces no es lo suficientemente rápido. Preguntadle a Blidscote, él recoge los cadáveres.
—¿No os gusta el señor alguacil?
—Es corrupto y estúpido —dijo como si escupiese las palabras—. No hay nada que le guste más que permanecer en el salón de la taberna contando sus historias y las de los demás a cualquiera que quiera oírlo. No olvide que fue él quien organizó la búsqueda en la casa de sir Roger.
Corbett le apretó la mano.
—¿Queréis decir que lo sobornaron para que encontrara esas pruebas?
—Pensaba que erais agudo —bromeó ella—. Y sir Roger, ¿por qué iba a matar a una joven, robarle sus oropeles y guardarlos en su casa? Habría que pensar con más claridad y actuar con rapidez...
Corbett captó la risa en su voz.
—...O de otro modo el señor Blidscote irá a reunirse con Thorkle y Molkyn. No tardarán en depositar su gordo cuerpo en la madre tierra.
—¿Y finalmente? —le preguntó Corbett.
—Oh sí, el enmascarado.
—¿El enmascarado?
Sorrel rió con una risa profunda:
—Una vez, hace muchos años, aprendí algo de latín. ¿Recordáis esa frase de los Evangelios, comisario, cuando Judas decide traicionar a Cristo? —hizo una pausa—. Es algo como «Judas se marchó y cayó la oscuridad». Melford es así. Cuando cae la oscuridad ocurre todo tipo de cosas. Es lo que pasa con la gente que vive en los pueblos. Piensan que si pueden llegar al campo y a los bosques, estarán solos, pero no lo están. Veo cosas, algunas cómicas y otras tristes. Oh, no sólo al potro en celo que quiere gozar de la moza elegida. Otras cosas. Hombres como el joven cura Robert Bellen. Hay que decir que es muy raro. Lo he visto cerca del río Swaile de rodillas y desnudo en el barro con sólo un taparrabos, y azotándose la espalda con una vara, los ojos cerrados y los labios invocando una oración.
—Es curioso.
—No, comisario. Es verdad. ¿Por qué un joven servidor del Señor podría sentir que tiene que castigarse de ese modo?
Corbett tragó saliva. Conocía de oídas dichas prácticas en monasterios y abadías, el deseo de flagelarse, de castigarse. A veces era sólo una forma extrema de mortificación, y en otras ocasiones se trataba de un hondo sentimiento de culpa. El propio rey Enrique ¿no se había hecho azotar en Canterbury por la muerte de Thomas Beckett?
—¿Tenéis tratos con Bellen? —le preguntó.
—Muy poco, pero me pareció un espectáculo patético, señor comisario. ¿Por qué querría hacer eso un cura joven? ¿Cuáles son los pecados secretos que oculta?
—¿Podría ser el asesino?
—Todo es posible, sir Hugo. No hizo mucho por ocultarse el día que lo vi.
—¿Y el párroco Grimstone?
—Es un hombre bueno. Le gusta la buena mesa, su cerdo asado, sus capones servidos con salsa y las copas de clarete, pero jamás he oído una murmuración ni un escándalo que lo implique. Algunas veces tiene mal carácter. Él y el otro, Burghesh, son inseparables, como dos viejecitas cotillas.
—¿Y el enmascarado? —le preguntó Corbett.
—Ocurrió justo antes de que volvieran a producirse los crímenes. Furrell había mencionado algo sobre un hombre a caballo que llevaba una máscara, pero había sido hacía años. Dije que estaba borracho, empapado en vino. En cualquier caso era un día tranquilo, uno de esos momentos bonitos cuando cambia el tiempo. Yo estaba en Sheepcote Lane, que es un sendero estrecho que cruza el campo. Disfrutaba del sol reposando detrás de unos peñascales, cuando oí un caballo. No suele haber nadie por ahí, pero miré y durante unos segundos pude ver a ese hombre con una capa. En la cabeza llevaba una máscara del tipo que usan los cómicos de la legua cuando representan un auto sacramental. Ésta correspondía al actor que representa al demonio, rojo sangre, la boca torcida y cuernos. Me impresionó tanto que me escondí de inmediato. En un instante se había alejado. Yo no hubiera pensado más en él pues lo había tomado por un joven bromista. Hay tantas locuras por aquí. Luego recordé las palabras de Furrell: cómo uno de los viajeros que había encontrado de paso, había visto algo similar. —Tocó la mano de Corbett y señaló un hueco en el seto que llevaba a la pradera inundada—. He de marcharme —dijo apoyando su bastón en la senda—. Si queréis, podéis acompañarme —hizo el gesto de beber—. Tengo muy buen vino.
Corbett tenía la vista fija en la oscuridad.
—¿Visteis a Elizabeth Wheelwhrigt cruzando el campo cerca del Roble del Diablo? —le preguntó—. ¿No sospechasteis nada? ¿Por qué no la seguisteis?
—No vi a nadie más, señor comisario. No soy de Melford. No le gusto a casi nadie, pero en general me toleran. No quiero que me acusen de espiar o meterme donde no debo. Vi que Elizabeth entraba en el bosquecillo. No había nadie cerca, ni nada que pareciese sospechoso, así que seguí mi camino.
—De modo que debe de haberse reunido con su asesino. ¿Por qué —insistió Corbett— podría salir una joven al campo solitario para reunirse con alguien? ¿Cómo sabía dónde ir? Apostaría que apenas sabía leer.
—No lo sé, comisario, pero si me acompañáis, podría ilustraros.
Corbett cogió las riendas de su caballo.
—Ya es noche cerrada —murmuró.
—No os referís sólo a la noche ¿no es así, Corbett?
—No. No es eso —se estremeció—. ¿Creéis en los fantasmas, Sorrel?
—Creo que los muertos se mueven e intentan hablarnos.
—Espero que hablen conmigo —replicó Corbett—. Todas esas pobres mujeres violadas y asesinadas tan brutalmente. Es hora de que sus fantasmas delaten al asesino.
Capítulo VI
Corbett condujo su caballo siguiendo a Sorrel más allá de la zanja, para adentrarse en la pradera inundada. El suelo estaba mojado, pero firme. Corbett sintió que se desplazaba por un paisaje de sueños, con los árboles y matorrales bañados por la luz de la luna. Sorrel caminaba ante él a pasos largos, moviendo su bastón y canturreando en voz muy baja. Una lechuza predadora voló como una sombra blanca sobre sus cabezas. El caballo de Corbett se espantó y él hizo un alto para acariciarle los belfos. No podía dejar de pensar en qué diría Maeve si lo viera, un servidor del rey y señor de sus tierras, yendo por los campos envueltos por la noche con esta mujer misteriosa. La lechuza, que se había posado en unos árboles distantes, comenzó a ulular, en un lamento bajo y claro, que traspasaba el aire nocturno.
—Mi esposo —dijo Sorrel por encima del hombro— siempre decía que las lechuzas eran el alma de los curas que nunca dijeron misa.
—En cuyo caso —replicó Corbett— los bosques estarían llenos de esos pájaros.
Sorrel rió y siguió andando.
—¿Qué podéis contarme acerca de la gente de Melford?
—Oh, podría contaros muchas cosas, comisario, pero entonces se darían cuenta de que habéis estado hablando conmigo. Me parece mejor que lo descubráis solo. Os mostraré lo que tengo y os dará qué pensar. No obstante, —hizo una pausa y esperó que Corbett se pusiese a su lado— dijisteis que estabais en un laberinto, así que dejad que os ayude. Blidscote es gordo y corrupto. Deverell, el carpintero, tiene mucho que ocultar. Repton, el baile, es duro y frío. Ése es el problema, señor comisario, ¿no os parece? Si aquellos hombres estuviesen aquí, o sus esposas o queridas, dirían cosas parecidas sobre mí.
—¿Y la abuela Crauford, la Jeremías de Melford? —le preguntó Corbett.
—Oh, ella y el tal Peterkin. Lo pondré de este modo, comisario: puede que haya un enmascarado con su disfraz, pero los semejantes a la abuela Crauford y Peterkin también llevan máscaras. No son lo que parecen ser, aunque se me escapa qué son realmente. Ella masculla y se queja. Él parece chalado, le hace los recados a unos y otros y gasta el dinero en dulces.
—¿Y la historia de Melford?
La mujer se detuvo y hundió su bastón un palmo en el suelo:
—Como podéis imaginar, no soy de Melford. Hace doce años andaba por aquí y conocí a Furrell. Fue bueno y me enseñó las cosas del campo. Pensé ¿y qué tiene de malo? Mejor los árboles y praderas del Señor que las callejuelas empapadas de pis de...
Corbett estaba seguro de que iba a añadir «Norwich», pero se mordió los labios.
—Furrell decía que Melford era un lugar extraño. Aquí había un asentamiento antes de que llegaran los romanos. ¿Sabéis quienes eran, comisario? ¿No los encabezaba el rey Guillermo?
Corbett rió y movió la cabeza:
—No, no, eran gente diferente, en momentos diferentes.
—En cualquier caso —continuó Sorrel, ansiosa por mostrar sus conocimientos—, Furrell creía que aquí habían vivido tribus salvajes que sacrificaban personas —señaló un bosquecillo lejano— sobre grandes piedras planas o bien las colgaban de los árboles.
—¿Creéis que es por eso que la abuela Crauford dice que Melford es un lugar sangriento?
—Tal vez —murmuró Sorrel—. Esta noche voy a mostraros algo. También podréis conocer a mis amigos.
—¿Amigos? —le preguntó Corbett.
—El Pueblo de la Luna —explicó—. Tienen historias que podrían interesaros. Pero hay algo que quiero enseñaros, comisario, algo que me intriga.
Siguió andando más resueltamente. Habían comenzado a bajar. Corbett divisó el río y la masa oscura de Beauchamp Place, sus muros derruidos y sus ventanas vacías dibujados contra un trozo de cielo iluminado por las estrellas. Corbett recordó una casa habitada por fantasmas cerca de su propio pueblo, cuando niño. Cómo lo habían desafiado a pasar allí una noche y la furia de su madre cuando encontró su lecho vacío.
Finalmente llegaron a un puente improvisado que cruzaba un estrecho curso de agua fétida.
—A veces se limpia cuando el río se llena —le explicó Sorrel.
Corbett estaba más preocupado por su caballo, nervioso e inquieto al poner las patas en el puente de tablas. Finalmente se encontraron ante la casa del vigía y cruzaron la puerta que llevaba al patio interior empedrado. Por alguna coincidencia —y acaso el constructor lo había planeado así—, el patio parecía atraer la luz de la luna, haciendo que la casa diera una impresión aún más fantasmagórica.
—Una casa con fantasmas —exclamó Corbett—. ¿No os inquietan?
—La gente dice que hay fantasmas —masculló Sorrel—. Y yo enredo la historia para que nadie se acerque.
—¿No os ponéis nerviosa?
—Oh, los fantasmas —exclamó—. Es cierto que por la noche se oyen ruidos raros y a menudo me pregunto si es Furrell que viene a verme, pero a mí me preocupan los vivos. Y antes de que preguntéis, comisario, los extraños y forajidos no me asustan. ¿Por qué iban a hacer daño a alguien como yo? Especialmente —dijo en voz alta cruzando el patio— si tengo una porra y una daga, sin mencionar la ballesta y los dardos.
Guió a Corbett al vestíbulo en ruinas. Casi todo el techo había desaparecido, dejando las vigas a la intemperie. Sorrel encendió teas y en su danza temblorosa, Corbett divisó pinturas desteñidas en la pared más apartada. La plataforma superior había tenido un techo, pero gran parte de las tejuelas de pizarra habían desaparecido.
—Aquí podéis dejar el caballo —le indicó Sorrel.
Corbett lo hizo y la siguió a la plataforma. La puerta de la pared posterior había sido reparada y se sostenía por goznes de cuero. La gran sala interior debía de haber sido la estancia principal o sala de la familia, para el señor y los suyos. El techo seguía en su sitio y tenía un enlucido nuevo. A Corbett lo sorprendió la limpieza y el orden. Había taburetes, un banco, una mesa con caballetes, dos arcones grandes, una alacena y, en la otra esquina, una cama con un dosel rojo. En toda la sala había soportes de hierro que sostenían palmatorias y también teas que Sorrel no tardó en encender.
—Podéis poneros cómodo —lo invitó Sorrel.
Corbett miró en derredor y susurró:
—Es muy acogedor.
—Sí que lo es —replicó Sorrel.
Fue a un pequeño cuarto adyacente y trajo un brasero de metal con tapa. Corbett la observó mientras encendía los carbones con mano experta y, tomando un manojo de hierbas, echaba unos polvos en la tapa. Un perfume cálido y dulce invadió la sala.
—¿Quién hizo todo esto? —le preguntó Corbett.
—Furrell. Veréis. Beauchamp Place no tiene dueño. La gente le tiene pavor a los fantasmas, y si el río se desborda puede ser un lugar peligroso; pero el vestíbulo, la sala y mi despensa son seguros —añadió con orgullo—. Mi marido era un buen cazador furtivo. Hace un rato estuve en Melford con tres faisanes para el Vellocino de Oro. Pagan bien por la carne buena y fresca, bien limpia. Furrell le compró la cama a un comerciante que se marchaba a Londres. Los demás muebles son de personas como Deverell. Así le pagaban.
Corbett advirtió las pinturas en la pared del fondo. Se levantó y se acercó. Estaban hechas en carbón y rellenas con pintura gruesa, pequeñas escenas de la vida campesina; la mayoría representaba a un hombre y una mujer atrapando una liebre o conejos en el heno. Otras eran más agresivas: un faisán que saltaba de la maleza, con la cabeza torcida como si lo hubieran alcanzado con una honda; un ciervo, con la cornamenta en alto y las rodillas doblándose, como si un dardo en el cuello lo hubiese traspasado.
—¿Quién las hizo? —le preguntó Corbett.
—Furrell. No olvidéis que se suele trabajar de día, pero mi hombre trabajaba de noche.
Corbett siguió estudiando las pinturas. Sorrel trajo dos jarras de peltre. Las llenó de vino y las puso en el brasero encendido. Las sacó, entibió el vino y le añadió algo de nuez moscada. Envolviendo una jarra con un trapo, se la pasó a Corbett.
—Es buen vino ¿no? —dijo sentándose en un taburete frente a él, con los ojos brillantes y expectantes.
Corbett se sentía algo incómodo.
—Decidme —le preguntó—. ¿De verdad creéis que puedo descubrir la verdad?
—Así ha de ser —Sorrel señaló un pequeño nicho con la estatuilla de la Virgen, y una vela de cera ante ella—. Le rezo todos los días. Sois la respuesta de Dios.
Corbett bebió un sorbo de vino. Estaba tibio y suave. Se sintió relajado, casi adulado. La mayor parte de los desconocidos no soportaban estar frente a él. Un comisario real, en particular el guardián del Sello Secreto, era considerado peligroso: un hombre que era, asimismo, los oídos del rey.
—Bien —Corbett bebió otro sorbo—. Hace cinco años colgaron a sir Roger Chapeleys. Furrell se presentó ante los jueces y lo defendió.
—Ya os lo he dicho.
—¿Y qué pasó entonces?
—Bien —Sorrel hizo una mueca—, sir Roger pasó un tiempo en prisión. Sir Louis hizo apelaciones en Londres, pero el rey devolvió la orden. Un jurado había declarado que sir Roger era culpable —Sorrel bebió un trago de vino—. El pobre hombre incluso ofreció limpiar su nombre en combate singular, pero se lo negaron. Se confirmó la sentencia de muerte y lo colgaron.
—¿Acudisteis a la ejecución?
—Oh, no. Tampoco fue Furrell.
—¿Y cuándo desapareció vuestro esposo?
Sorrel entrecerró los ojos.
—Más o menos un mes después de la ejecución de sir Roger. Furrell era raro. Tenía muchos defectos. No sé si yació con otras mujeres, pero a su modo era leal. Como he dicho, hicimos un voto bajo el tejo y me cuidaba. Era bueno y tierno, nunca me levantó la mano, ni siquiera borracho. Podía ser pendenciero, y otras veces se quedaba mustio, ladrando frases cortas como cuando mencionó al enmascarado. —Señaló la pared—. Pienso que por eso le gustaba pintar. Tenía mucho miedo de que se le fuera la cabeza, que la soledad le entorpeciera el pensamiento.
—¿Y la ejecución de sir Roger? —Corbett la trajo amablemente de nuevo al tema en cuestión.
—Ah, sí. —Se apartó el pelo de la cara con el antebrazo y apoyó la mejilla en su jarra—. Después de la ejecución mi esposo no fue el hombre más popular de Melford: miradas torvas en el Vellocino de Oro, desaires en el mercado. Furrell, sin embargo, era un hurón: tenía la cabeza puesta en la inocencia de sir Roger. Se obsesionó con eso. Quisiera —suspiró— haber escuchado sus monsergas con más atención. Nunca cambió de canción. Sir Roger no atacó a la viuda Walmer. Dejó su casa muy tranquilo, lleno de vino y amor, mientras ella seguía en buena salud.
—¿Y? —le preguntó Corbett.
—Furrell volvió a casa de la viuda. Podéis imaginar lo que ocurrió después de su muerte. La villa confiscó sus propiedades. Ya lo han vuelto a vender, así que no encontrará nada de interés. En cualquier caso, Furrell volvió. Desde la noche de la muerte, las autoridades habían puesto guardias y alguaciles en su propiedad. Ya sabéis qué se suele hacer: sellaron las puertas y ventanas, pero ello no impidió que la gente desvalijara su gallinero y se llevase todo lo que pudo coger. No hay nada como un funeral —dijo sabiamente— para que salga lo más mezquino de la gente. Y Furrell hizo averiguaciones concienzudamente. —Señaló la puerta de su propio dormitorio—. Por mucho que presuma de tener una ballesta y una daga, por la noche echo las cerraduras. ¿No lo haríais vos, señor comisario?
Corbett asintió.
—Y bien —continuó ansiosamente Sorrel poniendo la jarra en el suelo y gesticulando con las manos para ilustrar lo que decía—, la noche que murió la viuda Walmer había recibido a sir Roger, ¿no es así?
Corbett asintió.
—Y cuando se hubo marchado, ¿qué hizo ella? Había bebido vino, había hecho el amor y estaba cansada. Si yo hubiera estado en su lugar habría apagado el fuego y las lámparas...
—Y cerrado las celosías y echado cerrojo a la puerta —Corbett acabó la frase por ella.
—¡Exactamente! Especialmente si estás sola. ¿Y si alguien hubiese venido a atacarla, violarla y asesinarla?
—Hubiese forzado la puerta —declaró Corbett.
—Furrell descubrió que no había sido así. Nadie había tocado las puertas ni las celosías. De modo que nuestra viuda debía de conocer a su visitante.
—No soy abogado —replicó Corbett— pero diría que tal vez sir Roger hizo una segunda visita. Y que la viuda Walmer lo dejó entrar.
—Es cierto —asintió—. Pero ¿por qué se había marchado, en primer lugar? ¿Y si pensaba matarla, por qué volvió? ¿Por qué no lo hizo antes?
Corbett acarició la jarra que tenía en la mano.
—Entonces demos la palabra al abogado, señora. Sólo por el argumento, supongamos que sir Roger se marcha y no regresa. Pero el asesino baja sigilosamente por la callejuela —hizo una pausa—, ¿y qué ocurre entonces? El asesino llama a la puerta, la viuda Walmer está tan segura de él que abre y lo deja entrar. Tan segura de él que probablemente le vuelve la espalda y es entonces cuando le pone el garrote en el cuello. He visto asesinatos parecidos en Londres. No se necesita mucho tiempo para aprender a utilizar el garrote: es silencioso y muy rápido. No sé —se frotó la cara con las manos— si primero la dejó inconsciente, y luego la violó, o si lo hizo con su cuerpo muerto. Pero estoy seguro de que no iba enmascarado. La viuda Walmer jamás habría dejado entrar una criatura así en su casa. De modo que, ¿a quién le abrió la puerta?
—La lista es infinita —replicó Sorrel—. Sir Louis, el tabernero Matthew, Repton el baile, que estaba enamorado de ella. El párroco Grimstone, Burghesh, el coadjutor Bellen, ni siquiera Molkyn y Thorkle pueden ser obviados.
Corbett se balanceó en su taburete. Una viuda, se preguntaba, ¿por qué podría abrir su puerta con noche cerrada? No cabía duda de que era respetable. Tenía la protección de un hombre como sir Roger. Su visitante ¿fue un acomodado burgués o un cura de Melford...?
—El asesino —afirmó—, debió poner algún pretexto para entrar en la casa.
—Es fácil —sonrió Sorrel—. La viuda Walmer estaba llena de vino y alegría. Tal vez el visitante fingió ser un enviado de sir Roger. —Percibió la mirada sesgada de Corbett—. Sé lo que estáis pensando comisario.
—¿Y qué estoy pensando, señora?
—Furrell era un cazador furtivo, ¿no? Y la viuda Walmer le tenía simpatía. Esa noche estaba cerca de su casa. La viuda no habría visto peligro en él. Furrell le había cazado muchos faisanes y perdices.
—Lo estoy pensando —aceptó Corbett —y vos debéis de haber meditado sobre lo mismo los días que siguieron a la ejecución de sir Roger.
—Y por eso le dije a Furrell que cerrara la boca. Le expliqué lo que la gente podría pensar, incluso llegar a lamentar la muerte de sir Roger, y señalarlo con el dedo. Le dije que no quería saber más del asunto y que se lo guardara para él.
—¿Alguna vez dio la impresión de saber la verdad?
—A veces. Una vez mencionó a Repton, el baile, pero como le he dicho se puso misterioso.
—¿Fue a alguna parte? ¿Se reunió con alguien?
—Si lo hizo, no me lo contó.
Corbett se sobresaltó al oír un ruido en el vestíbulo. Su caballo relinchó. La mano de Corbett se dirigió a la daga que llevaba en la cintura.
—Oh, no hay peligro —lo tranquilizó Sorrel—. He pasado muchas noches aquí. Estamos a solas —hizo un gesto pícaro—, fuera de los fantasmas.
—Y la noche que desapareció Furrell. ¿Decís que se marchó una noche?
—Furrell ya no me hablaba. Bueno, hablábamos del tiempo, de lo que había cazado, de qué deberíamos comprar. También evitaba el Vellocino de Oro y bebía en otras tabernas. Cada vez hablaba más sobre el demonio. Una noche se marchó con su capa y su capucha.
—¿Iba armado?
—Como yo, con una daga y una porra. No volvió a la mañana siguiente. Me preguntaba si se habría emborrachado y estaría dormido en alguna parte. O si lo habrían detenido. Fui a Melford, pero nadie lo había visto. Pasó una semana. Una noche estaba rezando delante de la Virgen. El otoño había llegado temprano. Recuerdo que la neblina entraba por el vestíbulo. ¿Sabe, comisario? —los ojos se le llenaron de lágrimas—. Supe que Furrell estaba muerto y enterrado en algún lugar y comencé a vagar por el campo. No creía los rumores. Furrell no se habría escapado, no me habría dejado ni a mí ni a su casa.
Pestañeó.
—No estoy tocada. No creo en visiones o sueños, pero solía tener pesadillas en que veía el cuerpo de Furrell en una tumba baja y lodosa, herido y sin amortajar. Recuerdo lo que solía decir. Que cuando muriera, quería que su cuerpo fuese bendecido en la iglesia y que se dijera una misa por su alma.
—¿Fuisteis a ver al párroco Grimstone?
—Sí, lo hice. Él y el señor Burghesh fueron muy bondadosos. El párroco dijo que diría una misa por él y no me aceptó la moneda que le ofrecí. Todavía quiero encontrar su tumba. He descubierto muchas cosas —y es lo que quiero mostraros—, pero no a Furrell.
—¿Muchas cosas? —le preguntó Corbett.
—Venid conmigo.
Sorrel dejó su jarra. Cogió una tea de la pared, se la pasó a Corbett, y ella tomó otra. Lo condujo al vestíbulo, al patio y a una pequeña puerta enmarcada en piedra.
—Cuidado —le dijo mientras le indicaba que subiera por unos escalones gastados.
Corbett la siguió despacio. Los escalones eran estrechos, empinados y resbalosos. Llegaron a una escalera. Corbett intentó tomar con calma la presencia de las ratas. Finalmente llegaron a un cuarto largo y estrecho, cuyas paredes de yeso estaban empapadas por la lluvia. Corbett, por la forma de las ventanas vacías, pudo discernir una pequeña plataforma en un extremo y los nichos en las paredes, parecía que estaban en la capilla de la mansión.
—Quiero mostraros algo.
Un pájaro, asustado por su llegada, saltó de pronto de su nido en las vigas y voló hacia el cielo nocturno. Corbett cerró los ojos y aspiró con fuerza. Luchaba contra las oleadas de cansancio. Debería haber vuelto al Vellocino de Oro, pero camino a Melford les había repetido a Ranulfo y Chanson que debían actuar con gran rapidez.
—Hay que tomar a la gente por sorpresa —les había dicho—, sin darles tiempo para componer sus historias.
—Señor comisario, ¿os habéis dormido?
Corbett abrió los ojos. Le pesaba la tea, la bajó y sonrió, disculpándose.
—¿De qué se trata? —le preguntó.
Ahora Sorrel estaba sacando ladrillos de la pared, Corbett la ayudó y observó que había un hueco. Sorrel le dijo que retrocediera y sacó una tapa falsa.
—Es una parte de la puerta —le explicó.
Tiró la sucia tela de lino. Corbett observó incrédulo el esqueleto que estaba oculto allí. Bajó la tea. Los huesos amarilleaban por los años. La mandíbula estaba caída, y también se habían soltado los dientes ennegrecidos; de la calavera todavía colgaban algunos mechones de pelo. Dijo una oración, movió los huesos y observó el brazalete de oropel verde que estaba en el suelo.
—¿Qué es esto? —murmuró—. ¿Un antiguo habitante de Beauchamp Place?
—No, no —replicó ella—. Todos los dueños están enterrados en el cementerio de la parroquia. Yo he puesto aquí estos restos.
—¿Y por qué no se lo habéis contado a nadie?
—Vamos, señor comisario —Sorrel tomó el brazalete de sus dedos—. Conocéis la antigua ley. Quienquiera que encuentra un cadáver es inmediatamente sospechoso. ¿Sabéis lo que dirían? ¿Estás implicada en esto, Sorrel? ¿Es esto obra de tu esposo, Furrell? ¿Por eso escapó?
—Dirán lo mismo si vienen aquí.
Sorrel negó con la cabeza.
—Seré astuta. Diré que nunca supe que los huesos estuviesen aquí. No sé nada de ellos. Tal vez perteneciesen a una dama o criada que vivió aquí en algún momento.
—De modo que sabéis que es una mujer.
Sorrel cerró los ojos.
—Por supuesto es una mujer y por eso lleva un brazalete. También encontré un anillo barato, los restos de una diadema. Los guardo como tesoro.
Corbett, todavía con la tea en la mano, se sentó en el suelo frío y húmedo.
—Pero ¿por qué Sorrel? ¿Qué hace aquí este esqueleto?
Ella le quitó la tea de la mano y la puso en un nicho de la pared; hizo lo mismo con la suya, y luego se puso cómoda frente a él.
—No lo contéis a nadie —le advirtió—. No quiero que me molesten por esto. Soy tan inocente como un niño.
—Contadme —insistió Corbett.
Sorrel se frotó la cara con las manos:
—Furrell era un buen cazador. Conocía todos los caminos y escondrijos del bosque. Cuando yo iba de caza con él, siempre me decía que me mantuviese alejada de un lugar u otro. Le preguntaba por qué. Y fue entonces que me contó cómo era Melford... los sacrificios. Intentaba asustarme con historias de muertos que iban por el bosque —lanzó una carcajada—. Sólo quería que estuviese segura en las noches oscuras. En casa junto al fuego.
Corbett la miró con curiosidad. Aquí estaba en este lugar sacrílego y morada de fantasmas, con el cielo visible entre el envigado, y el viento frío que hacía bailar las llamas. Y ante él estaban los restos de alguna pobre mujer y esta viuda contando historias fantasmagóricas sobre el oscuro pasado de Melford.
—En cualquier caso —continuó Sorrel—, yo no le hacía caso. Os dije que se hablaba de asesinatos, de otras mujeres desaparecidas. No me parecía que fuese asunto mío.
—¿Hasta que desapareció Furrell?
—Sí. Entendí que Furrell nunca entraría en casa de nadie. La noche que desapareció no fue al Vellocino de Oro ni a ninguna otra taberna o cervecería de los alrededores de Melford. Pensé que si lo habían matado, debía de haber sido en el campo, donde lo habrían enterrado en secreto. Comencé a buscar. —Se mordió el labio—. ¿Ponemos los restos en su sitio?
—Dentro de un momento —replicó suavemente Corbett—. Por favor continuad la historia.
—¿Y no me harán responsable?
—No. Nadie os hará responsable —le confirmó Corbett, pero añadió cansado—, pero quisiera que pusieseis carne a los huesos.
Rió por la broma macabra.
—En su tiempo Furrell fue un forajido. Sabía todo sobre Sherwood y los demás bosques al norte del Trent. Me contó cómo los forajidos, cuando mataban a un viajero, nunca llevaban el cuerpo lejos, sino que lo enterraban cerca del camino o senda donde habían realizado la emboscada. Los lugares donde Furrell no me dejaba acercarme estaban siempre cerca de los caminos y sendas. Y ahora conocéis el Roble del Diablo y Falmer Lane. Si fueseis un pájaro, señor comisario, si... —cerró los ojos—. Imaginaos como un halcón que vuela sobre las praderas y campos que rodean Melford. Vamos, cerrad los ojos.
Corbett obedeció:
—Es extraño —murmuró—. El día no está claro, sino gris y cubierto.
—Bien —confirmó Sorrel—. Y ahora recordad que los campos a cada lado de Falmer Lane se ondulan y se hunden, ¿no es así? Las vías y senderos son profundos, y más bien parecen trincheras que cruzan el campo. Y así era como los llamaba Furrell.
—Sí, sí. He pensado en ello —confirmó Corbett—. Es una imagen que se refuerza por la altura de los setos.
—Es obra de los ovejeros.
Corbett abrió los ojos:
—¿Qué estáis sugiriendo? —la interrumpió.
—Un cazador furtivo —respondió— siempre actúa a cubierto. Siempre que puede avanza por una zanja o seto. Es de sentido común. Está protegido por un flanco y no quiere que lo cojan a descubierto. Es lo mismo que hacen los conejos y los faisanes. La noche que Furrell desapareció, debió de seguir la linde de un seto para encontrarse con alguien. Probablemente lo mataron allí. —Mantuvo la voz firme—. Y su pobre cuerpo fue enterrado. Bien, pensé, por allí voy a empezar.
—Pero os encontré en una arboleda a bastante distancia del Roble del Diablo.
—Paciencia —murmuró Sorrel—. He mencionado una senda que seguía Furrell, pero también le gustaban los bosques secretos, unos árboles ocultos. Busqué en ambos lugares. Durante la primera semana, sir Hugo —tocó la calavera— encontré esto. Estaba tras un seto cerca de Hamden Mere, lugar del que Furrell quería mantenerme apartada y me lo había advertido. Sentí curiosidad. Cavé no más de un pie y me encontré con la tumba, no era más que un hoyo en el suelo, donde habían tirado los restos. Vi el anillo, el brazalete y el resto de una diadema. Estaba a punto de dejarlo ahí, pero me llamó la conciencia. Estaba buscando el cuerpo de mi pobre Furrell, pero podía dar adecuada sepultura a esos pobres restos. No confío en Blidscote ni en ninguno de los burgueses ricos. Pensé en visitar al párroco Grimstone pero ¿quién iba a creerme? Tomé el anillo como pago, envolví el esqueleto en un cuero, y lo traje hasta aquí.
—Y esto en su tiempo fue capilla, ¿no? —le preguntó Corbett—, y a vuestros ojos es un lugar sagrado.
—Sí, y más tarde lamenté mi acto caritativo.
—¿Por qué? —le preguntó Corbett.
—Encontré dos tumbas más —confesó.
—¿Qué?
—Lo que os digo. Encontré dos tumbas más, y por eso afirmo que el asesino de estas jóvenes es un hurón... —hizo una pausa.
—¿Qué? —le preguntó Corbett.
—Y cómo podía yo saber si las pobres mujeres fueron asesinadas. Examiné los huesos. No se veía golpe alguno en la cabeza ni siquiera marcas en las costillas ¡Nada!
Corbett se levantó. Tenía los dedos fríos y los acercó al calor de la tea. ¿Qué tenemos aquí? pensó contemplando el corazón de la llama. Sorrel era una cazadora experta. Conocía los campos que rodeaban Melford. Había conocido gente así en su propio terreno. Podían saber si algo había alterado la tierra, y qué animales habían seguido qué huellas. Furrell debía de haber descubierto aquellas tumbas desparramadas por el campo. Como era astuto e inteligente, las habría registrado, y al darse cuenta de su hallazgo las volvió a cubrir, manteniendo alejada a Sorrel por superstición. De modo que ésta, a su vez, al buscar su tumba, fue sagaz, recordó lo aprendido, y encontró una tumba: por respeto o superstición había trasladado aquellos restos patéticos a la capilla en ruinas. Pero ¿eran víctimas de asesinato?
—¿Qué está pensando, señor comisario?
—Podrían haber sido asesinadas —Corbett dijo lo que pensaba—. Podrían ser otras presas del asesino de Elizabeth Wheelwright y las demás, pero, una vez más, pudo haber otro asesino, años antes. Mirad el esqueleto. La carne y la ropa se han podrido y no quedan más que frágiles huesos amarillentos. De hecho, es posible que estas tumbas no tengan nada que ver con un asesinato. —Se sentó en el suelo—. En Londres, señora Sorrel, todas las noches mueren mendigos en las calles, en particular en invierno. Sus cuerpos son enterrados en el barro del Támesis, en las marismas, o incluso en algún jardín. Melford es un lugar próspero —continuó—. Pensad en las jóvenes de Norwich o Ipswich, el Pueblo de la Luna y los trashumantes. Una mujer enferma y muere de fiebre o, decaída por la edad, sufre un accidente. ¿Y qué hace esa gente? Dejan la senda. No van muy lejos y cavan una sepultura, colocan el cuerpo de la mujer en algún bosquecillo o arboleda retirada. Un esqueleto no significa asesinato —concluyó—. Ni siquiera sabemos cuándo murió esta pobre mujer. ¿Todavía tenéis el anillo?
Negó con la cabeza:
—Lo negocié con un vendedor ambulante por agujas e hilo.
Corbett examinó el brazalete:
—Es de cobre y la humedad de la tierra lo ha vuelto verde. —Lo levantó contra la llama—. Pero diría...
—¿Qué, comisario?
Corbett sacó su daga y la golpeó contra el brazalete.
—No es cobre puro —confirmó—, sino alguna pacotilla barata. Y acaso la ropa y la diadema sean de la misma calidad.
Se acuclilló junto al esqueleto y lo examinó con cuidado. Sorrel tenía razón. No tenía ninguna costilla rota, ni pudo detectar fracturas en la cabeza, brazos o piernas. Examinó el pecho y la espina dorsal: no tenía marcas o contusiones.
—Los efectos del garrote pueden haber desaparecido con la putrefacción —murmuró—. ¿Cuántas otras tumbas así habéis visto?
—Dos más y los cuerpos no están en mejor estado que éste.
Corbett, intrigado, devolvió el brazalete. Puso los huesos en el tablero, los cubrió con el paño y los devolvió al hueco en la pared. Sorrel volvió a taparlo con ladrillos. Corbett la ayudó, intentando recordar la conversación con su amigo, un médico del Hospital de San Bartolomé, en Londres.
—¿No encontrasteis una cuerda? ¿Nada alrededor del cuello? —le preguntó.
—No, no encontré nada.
Corbett quería seguir su interrogatorio cuando oyó un ruido. Se puso de pie y se acercó a la ventana.
—Tenéis buen oído, comisario —Sorrel parecía imperturbable.
—Creí haber oído un caballo, un jinete en un poni...
—Ya os lo dije. Es alguien que quería que conocierais —le explicó.
Corbett se quedó junto a la ventana con una mano en su daga. Oyó el tintinear de un arnés. Quienquiera que hubiese llegado, ya había cruzado el puente. Ululó una lechuza, pero el sonido vino de abajo. Sorrel se acercó a la ventana e imitó el mismo sonido. Tomó la mano de Corbett.
—Nuestro visitante ha llegado.
—¿Del Pueblo de la Luna?
—Se cansaron de esperar —le explicó Sorrel—. Siguen las horas con la misma regularidad que los monjes hacen sus oraciones.
Corbett contempló el cielo nocturno. Sí, reflexionó, y yo hago lo mismo. ¿Qué hora era? Había dejado la iglesia con sir Louis y sir Maurice más o menos una hora antes de que cayera la noche. Por lo menos debían de ser, calculó, unas tres horas antes de la medianoche y todavía tenía cosas por hacer. Para empezar, hablar con la viuda de Molkyn. Oyó un ruido. Sorrel estaba en la entrada con su tea.
—Entra —urgió.
Llegaron al patio adoquinado. El visitante de Sorrel estaba en el centro. Corbett distinguió su perfil difuso.
—Me he quedado aquí a propósito —la voz tenía un fuerte acento campesino. El comisario reconoció la entonación del sudoeste—. No quería asustarte.
El hombre entró en la parte que bañaba la luz. Era alto y tenía el pelo negro como ala de cuervo hasta los hombros y con raya al medio; los ojos agudos como los de los pájaros, la nariz torcida, y la boca y la barbilla ocultas por una abundante barba y bigote negros. Era moreno y Corbett notó que en cada lóbulo llevaba un arete. Olía a humo de leña y cuero teñido. Estaba vestido de la cabeza a los pies con pieles de animales, y las mangas de la chaqueta eran de cuero, el delantero de piel de topo, y perneras de piel de ciervo teñida metidas en unas fuertes botas negras. En el talabarte guardaba una daga y un cuchillo. Llevaba brazaletes en las muñecas y sortijas en los dedos.
El desconocido estudió a Corbett, mirándolo de arriba abajo:
—De modo que éste es el comisario del rey.
—Deberías haber esperado —le reprochó Sorrel—. Lo hubiera llevado yo.
La mirada del hombre sostenía la de Corbett.
—No quería verlo —replicó con insolencia—. No me gustan los representantes del rey, ni me gustan los escribanos. Sólo dije que lo vería porque me lo pediste. No tengo mucho que decir. Dijiste que si podías lo traerías a visitarme.
Corbett miró a Sorrel y sonrió. Lo intrigaba pensar en todo lo que habría preparado esa mujer para aquella velada.
—¿Me encuentra divertido? —preguntó el hombre, amenazante.
—No, señor —replicó Corbett con cautela—. No me parecéis divertido. Sois el jefe del Pueblo de la Luna, ¿no es así?
—De uno de sus clanes.
—¿Y habéis venido aquí no porque estéis cansado de esperar, sino porque no me queríais en vuestro campamento?
Los ojos del hombre brillaron.
—No os gustan los representantes de la corte —siguió Corbett— porque pasan por vuestros carromatos como Dios Todopoderoso. Os roban vuestras mercancías, molestan a los hombres y acosan a las mujeres. Os llevan los caballos y os acusan de delitos que no habéis cometido. Y sólo se marchan si les ofrecéis plata u oro. ¿Creéis que soy así, señor? Pues no lo soy.
Corbett abrió su monedero y sacó dos monedas:
—Habéis venido por amistad hacia Sorrel. Os ofrezco esto por la molestia, por favor.
El hombre se apoderó de las monedas.
—Tienes muy malos modales, patán —exclamó Sorrel—. El comisario no es Blidscote.
El hombre tendió la mano.
—Me llamo Branway y he venido a contarle algo.
Corbett le tomó la mano.
—Le diré lo que quiero aquí, en este lugar, bajo el cielo de Dios. Así sabrá que le digo la verdad. Pertenezco al Pueblo de la Luna. Viajamos desde Cornualles a la vieja muralla romana en el norte. Tenemos nuestros carromatos y caballos. Somos hojalateros, costureras, carpinteros y pintores. Y también compramos y vendemos, y si nuestros hijos pasan hambre, robamos. Conocemos el reino mejor que el propio rey. Hemos llegado hace dos días y partiremos mañana por la mañana.
—¿Qué queréis decir? —le preguntó Corbett.
—Tenemos que usar estos caminos —explicó Branway— y no podemos dejar de pasar por Melford camino a la costa. Pero no encontrará a ninguna de nuestras mujeres por las calles. A lo largo de los años han desaparecido algunas.
Corbett se adelantó.
—¿Queréis decir desaparecidas? ¿No se han escapado?
—Sé lo que está pensando, comisario. Nos hemos hecho cargo de algunas jovencitas que escapan de sus ciudades y villas. Nuestras mujeres no escapan. Siempre charlamos entre nuestros clanes y sabemos que a lo largo de los años han desaparecido seis o siete de nuestras mujeres: básicamente jóvenes tontas que se pierden, intrigadas por lo que hay en el mercado. Se marcharon y nunca volvieron. Buscamos, pero sin encontrarlas. Y también hemos sabido lo mismo de otros trashumantes. Es todo lo que puedo contar.
—¿Y habéis ido al Consistorio?
Branway echó la cabeza hacia atrás y rió.
—¿Para qué además nos apaleen? No, señor comisario. Nos limitamos a evitar Melford, y nuestras mujeres se quedan en el campamento.
—¿Y habéis notado algo raro?
—Le he dicho todo lo que sé. Ni más ni menos.
El hombre saludó a Corbett, besó a Sorrel en las dos mejillas y desapareció en la oscuridad.
Corbett lo miró partir.
—También yo he de marcharme. Os agradezco lo que me habéis contado.
Corbett saludó a Sorrel, le deseó unas buenas noches, recogió su caballo y cruzó la pradera encharcada. Se detuvo un momento y miró el cielo para reflexionar sobre lo que había sabido.
—Es cierto —murmuró a la oscuridad—. En este lugar se cometen asesinatos horribles.
Capítulo VII
Walter Blidscote tenía pesadillas. No estaba dormido, pero rogaba a Dios que así fuese. Después de haberse reunido con el intimidante comisario en la cripta bajo la iglesia de San Edmundo, Blidscote se había marchado blandiendo su porra de mando. Había andado con rapidez, pomposamente, con toda la autoridad que pudo reunir. Pero cuando ya nadie podía verlo, se dejó caer con todo el peso de su corpulencia bajo un sicómoro y se echó a temblar. El sudor le corría por la espalda y el estómago se le encogía y le dolía tanto que tuvo que adentrarse entre la arboleda para aliviarse.
Blidscote se había quedado petrificado.
—Estoy viviendo en el valle de los fantasmas —había musitado mirando a su alrededor.
Creía ver formas entre los árboles. ¿O eran sólo ramas envueltas por la niebla? Blidscote se sintió perseguido por los fantasmas. Recordó las palabras de un predicador: los pecados, como los perros hambrientos, descubren un olor aunque hayan pasado los años, y llegan aullando. La mente del alguacil regresó al pasado. No podía olvidar el día de la ejecución de sir Roger Chapeleys, de pie en la carreta con la soga al cuello, alegaba su inocencia, imprecando que algún día iba a ser vengado.
Blidscote se miró las manos. ¿Estaban cubiertas de sangre? ¿O sólo estaban sucias? Se las limpió en los pantalones y sintió el lodo frío. ¿Qué ocurriría si el perro de presa que era el comisario empezaba a desenterrar los huesos del pasado? No era un asunto local. Había intervenido el propio rey. El gran consejo de Westminster había emitido órdenes judiciales con el Gran Sello. Blidscote algo sabía de leyes. Por mucho que sir Hugo llevase ropa negra y botas manchadas por los caminos, representaba a la corona. Podía ir a todas partes, ver cualquier cosa, hacer cualquier pregunta. Que Dios y sus ángeles se apiadasen de quienquiera que intentara entorpecer la marcha de su investigación. Blidscote tenía tanto que esconder. A veces buscaba consuelo en la iglesia, confesando sus pecados, jurando arrepentirse, encendiendo velas, pero la carga que llevaba a las espaldas se hacía cada vez más pesada.
Blidscote se asustó tanto que se levantó y volvió a Melford en busca de compañía. Entró en una cervecería cochambrosa, y ahora se sentía enfermo por haber bebido tan rápidamente de la tinaja contaminada y de la sucia bota de cuero. Había disfrutado un manoseo rápido con un mozo seboso en una de las casetas, pero ya se habían despejado las emanaciones de la cerveza, y su sentimiento de placer había sido reemplazado por el remordimiento. Blidscote iba a tropezones, dirigiéndose a la plaza y el Vellocino de Oro. La culpa se le colgaba del hombro como un enorme cuervo. Ignoró la petición de Corbett de visitar a las familias de las víctimas. No le dirían nada. Las imágenes iban y venían en estallidos en su mente embotada. Volvía a ser el niño con la nariz húmeda y el trasero magullado, ante el párroco Hawdon, el viejo cura que había estado en la iglesia de San Edmundo, mucho antes de que llegara el párroco Grimstone.
—No mientas, niño —le había gritado—. Una mentira tiene el eco de una campana en el lago del infierno, y los demonios la oyen.
Blidscote se detuvo, limpiándose el sudor de la cara sin afeitar. Siempre le había tenido un terrible temor a la iglesia: aquellas gárgolas que lo miraban desde lo alto con sus muecas; las tallas de madera representando el territorio de los muertos, los esqueletos que bailaban... Tenía tanto calor, que se preguntaba si sería por la furia del infierno. Hizo una pausa y se apoyó contra la pared escayolada de una casa, limpiándose la cara con el borde de su capa. Estaba a punto de seguir andando cuando sintió que un acero frío le tocaba el cuello sudoroso. Blidscote intentó volverse.
—¡Quieto, alguacil de Melford!
El acero afilado presionó un poco más. Blidscote no podía contener el temblor. La voz era baja, vacía, apagada, como si quien hablaba llevara una máscara. Volvió la cabeza con esfuerzo. Era una máscara macabra y chillona, como la cara de un demonio. Blidscote cerró los ojos y sollozó. ¿Era una pesadilla? ¿Estaba muerto? ¿Era un enviado del infierno que venía a buscarlo? Pero reconoció la voz, la había oído hacía muchos años.
—Bien, bien, señor Blidscote. Volvemos a encontrarnos.
—He sido leal —murmuró Blidscote—. Y he tenido la boca cerrada.
—¿Y por qué no lo habrías hecho, señor Blidscote? —fue la fría respuesta—. ¿Qué podéis hacer? ¿Confesar ante la justicia o tener una charla privada con el comisario del rey? ¿Pensáis decirle la verdad? Podrían colgaros por perjurio, Walter —el tono se había vuelto amenazante—. ¿O no sabéis las noticias? Que el parlamento del rey en Westminster ha emitido un nuevo estatuto. Ahora el perjurio equivale a traición, hermano y ¿sabéis qué le pasa a un traidor?
Blidscote se limitó a gemir.
—Entonces voy a decíroslo, señor alguacil. Porque todos estamos solos en la oscuridad. Es lo que somos, ¿no? Criaturas de la noche. Ratas que se escurren con nuestra horda de secretos.
Rápidamente apartó la espada.
—¡Quedaos quieto! —siseó la voz mientras la figura demoníaca desaparecía.
Blidscote obedeció. Por la calle venía un mendigo tirando una carretilla llena de trapos y basura recogida del vertedero de la villa. El chisme rechinaba y retumbaba sobre el empedrado. Blidscote se volvió. Le hubiera encantado correr, pero sabía que su torturador seguía acechando en las sombras en la acera de enfrente. El mendigo se acercaba. Reconoció a Blidscote, dejó la carretilla y sonrió con un despliegue de encías infectadas y aliento fétido. Blidscote se apartó, moviendo la mano.
—Buenas tardes, señor Blidscote.
—Andando, andando.
El hombre iba a protestar, pero Blidscote lo cogió del hombro.
—Sigue andando o en menos que canta un gallo te pongo en el potro por vagancia.
El mendigo recogió su carretilla y casi se echó a correr mascullando maldiciones a los alguaciles poco caritativos.
Blidscote dio un paso, pero el acero afilado volvió a apoyarse en su cuello.
—Que espere el Vellocino de Oro —murmuró la voz—. Os estaba contando la pena por traición y perjurio. Os llevarán a Londres y os alojarán en Newgate. Luego os atarán a un caballo y os arrastrarán hasta Smithfield. Os subirán a una escalera y os colgarán, y vuestras gordas piernas bailarán, la cara se os pondrá negra y os colgará la lengua. Después os cortarán, medio muerto o medio vivo. ¿Importa algo? Os despedazarán el tronco lamentable, lo pincharán y lo meterán en alquitrán para ponerlo sobre las puertas de la ciudad. Y los viajeros comentarán: «Ahí está el señor Blidscote».
—Oigo lo que decís —masculló Blidscote—. Ya os lo he dicho. Tendré la lengua quieta y así estará hasta el día de mi muerte.
—Así me gusta, señor Blidscote. Y decidme ahora... la muerte de Molkyn y la de Thorkle...
—No sé nada, os lo aseguro, no sé nada. Si supiese...
—Si supieseis, señor Blidscote, volveré para seguir charlando. Y ahora de cara a la pared. ¡Vamos, volveos de cara a la pared!
Blidscote obedeció.
—La cara contra la pared —ordenó la voz— hasta que oláis el pis... y contad cinco veces diez.
Blidscote se quedó inmóvil durante lo que le pareció una eternidad. Cuando se volvió, sólo había sombras. Una luz a la entrada de la callejuela lo hizo avanzar. Blidscote se sacudió los horrores de la noche y corrió. Llegó a la plaza del mercado donde la humedad de la noche hacía brillar los adoquines. El lugar estaba silencioso. Las casas y las tiendas tenían cerradas las puertas y ventanas, pero se notaba el resplandor de lámparas y teas, un agradable alivio después de la oscuridad y el frío. Blidscote se dio cuenta de que había perdido su bastón. Volvió a la callejuela, lo recogió y regresó al mercado. La impresión del encuentro con el demonio le había devuelto la sobriedad. Se ajustó la capa sobre los hombros y cruzó la plaza dando grandes zancadas. Se detuvo ante el cepo donde Peddlicott, el ratero, tenía la cabeza y las manos fuertemente sujetas: estaba sentenciado a permanecer allí hasta el alba.
Peddlicott levantó la cabeza:
—Señor alguacil, por caridad.
Blidscote le dio una bofetada en la mejilla y siguió andando hacia la calidez brillante del Vellocino de Oro.
* * *
Ranulfo-atte-Newgate y Chanson estaban en la cómoda casa del señor John Samler, en una calle a las afueras de Melford. Ranulfo contemplaba lo que tenía a su alrededor. Los juncos en el suelo estaban limpios y mezclados con hierbas. Las paredes enyesadas estaban recién enlucidas con limo para que no se acercasen las moscas, y tenía paños de colores como decoración. De la viga central colgaban cebollas y un jamón curándose con el humo del fogón abierto. Chanson estaba sentado en el banco junto a Ranulfo, comiendo con hambre su cuenco de guisado de carne con especias que realzaban el sabor. Ranulfo tomó un pan, le sonrió a su anfitrión y metió el pan en su cuenco.
—¿De modo, John, que vuestro oficio es hacer techados de paja?
Su anfitrión, que estaba sentado al frente con los ojos muy abiertos por estar charlando con una persona tan importante, asintió. A su lado estaba su mujer, con las mejillas sonrosadas por la excitación. Sus hijos, supervisados por la hija mayor, contemplaban la escena desde la escalera. A Ranulfo le recordaban un grupo de búhos, con la cara pálida y los ojos redondos. Se sintió incómodo. El artesano era un hombre próspero con un jardín en la parte delantera de la casa y una pequeña huerta detrás. Se había impresionado tanto cuando Ranulfo llamó a la puerta que lo había recibido como si fuese el rey en persona, y le sirvió la mejor cerveza preparada por su esposa.
—¿Tenéis cinco hijos, maestro Samler?
—Ocho en total... dos murieron —y la voz del artesano se desvaneció.
—Y Johanna —insistió Ranulfo mirando a los niños.
—Sí, Johanna.
—Entiendo —siguió Ranulfo con suavidad— que Elizabeth Wheelwright fue asesinada hace pocos días, y que a principios del verano vuestra hija Johanna también fue asesinada. ¿Es así?
La esposa de Samler sollozó. Chanson dejó de comer y soltó la cuchara en señal de respeto.
—Era una joven muy buena —replicó el maestro Samler—. No era nada atrevida.
—¿Y el día que murió? —le preguntó Ranulfo.
—Estaba trabajando. Johanna fue a hacer un encargo. Le encantaba poder ir al mercado y hablar con sus amigas —hizo un gesto de desesperación—. Fue, pero nunca volvió.
—¿Había alguien especial? —insistió Ranulfo—. ¿Alguien? —levantó la cabeza—. ¿Cómo os llamáis? —le preguntó a la hija mayor.
—Es Isabella —respondió Samler—. Es dos años mayor que Johanna.
Ranulfo estudió a la joven. Era agradable, con el pelo muy rubio que le llegaba a los hombros, la cara delgada y los ojos vivaces. Pero un cambio de expresión la traicionó, acaso sabía más de lo que había confesado a sus padres.
—¿Y no podéis imaginar ninguna razón para que la mataran?
—¿Por qué alguien querría matar a una joven como Johanna? —replicó el artesano—. Ya os lo he dicho, señor. No tenía secretos. Es cierto que bailaba y coqueteaba, pero no había nadie especial, ¿no es así, Isabella?
Ranulfo sonrió a la joven sentada en la escalera, en un lugar más alto que sus hermanos y hermana.
—Pero la mataron a campo abierto —insistió Ranulfo—. Cerca de Brackham Mere.
—Ya os he dicho lo que sé, señor —respondió Samler—. Una tarde la mandamos a hacer un encargo al mercado y no volvió más.
—¿Va a detenerlo, señor? —preguntó ansiosa Isabella Samler.
—Sí que lo cogeremos —replicó Ranulfo—. Mi señor es un halcón: con la vista aguda, y muy rápido. Va a revolotear sobre Melford y sin importar dónde se encuentre el asesino, en el matorral más espeso o entre la hierba más alta —Ranulfo se levantó e hizo gestos con las manos, mientras Isabella lo observaba—, va a dejarse caer con las alas plegadas y las garras dispuestas para coger al asesino de vuestra hermana.
—Pero eso son cosas que se dicen.
—No, señora. Os lo prometo.
Ranulfo abrió su monedero y puso una moneda de plata en la mesa. El artesano hizo un gesto como para rechazarla.
—No, no, es vuestra —insistió Ranulfo. Le dio un golpecito en el hombro a Chanson—. Es para vos y vuestra familia.
Se dirigió a la puerta, recogió su capa y el cinturón con la espada y miró en derredor. Ranulfo sintió que se le apretaba el corazón. Parecían un grupo de conejillos fascinados por una comadreja.
—Quiero lo mejor para vosotros, sinceramente. Pero ¿es cierto que no tenéis nada que decir? ¿Nada más que contarme sobre la muerte de Johanna? —dirigió una mirada rápida a Isabella.
—Era una joven encantadora —añadió la esposa.
Ranulfo puso la mano en la cerradura y la giró:
—¿Y no estaba enamorada de nadie?
—No —respondió precipitadamente Isabella—. Sólo tenía pretendientes de los que se burlaba.
—«¡Y un lugar secreto? —insistió Ranulfo—. Todo el mundo tiene un lugar secreto.
—Igual que Elizabeth Wheelwright —exclamó Isabella—. Solían visitar el bosquecillo en la colina que mira hacia el Roble del Diablo. No es realmente un lugar secreto.
—¿Podrías indicarme el camino?
—Está oscuro —replicó Samler.
—No, no —sonrió Ranulfo—. Sólo quería que Isabella nos muestre el camino para volver al Vellocino de Oro.
La hija de Samler no necesitó una segunda petición y cogió su manto del colgadero de la pared. Ranulfo se despidió, y también Chanson, con la boca todavía llena. Recogieron sus caballos. La callejuela estaba oscura y enfangada. Isabella marchó delante.
—Seguid andando por aquí —explicó cuando llegaron al final de la callejuela. Señaló un pasaje—. Por aquí se va a la plaza del mercado.
Ranulfo indicó a Chanson que siguiera andando.
—Será mejor que regreséis.
Isabella observó cómo Chanson conducía los caballos. Se acercó y miró al extraño escribano de ojos verdes. Isabella Samler había vivido una vida protegida. Nunca antes había conocido a un hombre así: alto, delgado, que olía a caballo, cuero y jabón fragante. Tenía la camisa blanca abierta en el cuello, que permitía divisar el brillo de una cadena de plata, y la punta de su espada le golpeaba las botas. Estaba asustada, pero llena de interés. Era peligroso. Si su señor era un halcón, él también lo era.
—¿Vais a alcanzarlo?
Ranulfo le tocó la barbilla.
—Si me decís lo que sabéis, será mejor ahora que más tarde.
Isabella, entre atemorizada y coqueta, se acercó algo más.
—¿Vuestra hermana os hacía confidencias? ¿Sabéis por qué fue, con quién iba a encontrarse?
—A veces nos quedábamos despiertas en nuestra alcoba. Nos asustábamos con historias sobre caminantes nocturnos.
—Pero no los hay en Melford, ¿no?
Isabella se balanceó como si estuviese disfrutando con el acertijo.
—Os sorprendería mucho saber quiénes van por las calles y callejuelas de Melford por la noche. Hablad con el párroco Grimstone. Hay más pecados aquí, encubiertos por la oscuridad, que en vuestra gran ciudad.
Ranulfo sacó una moneda de plata y la sostuvo firmemente entre los dedos.
—Le di una a vuestro padre, pero vuestra hermana tenía una, ¿no es así? ¿Por eso se marchó? ¿Fue al campo? No, no. —Ranulfo sonrió y le rozó la mejilla con su dedo enguantado—. Johanna era una buena chica, pero no hay mucho dinero, ¿no es así? Y los hojalateros y comerciantes tienen cosas tan bonitas: ¿una cinta, un broche, un brazalete, acaso un collar de cuentas pulidas y brillantes? ¿Vais a contármelo?
Isabella miró la moneda y se humedeció los labios.
—Mi hermana no tenía una moneda así.
—¿Y con quién se encontró, entonces?
—No lo sé. Tal vez con un admirador. Tal vez con el enmascarado.
—¿El enmascarado? —le preguntó Ranulfo.
—Es alguien del que he oído hablar.
—¿Me estáis contando un cuento?
—No lo creo —Isabella seguía mirando la moneda—. Una vez conocí a una viajera. Dijo que había visto a un enmascarado. Llevaba la cara cubierta con una máscara y su caballo se movía como un fantasma por los senderos que rodean Melford.
Ranulfo recordó las huellas solitarias que habían recorrido camino a Melford. Sintió una punzada de temor al pensar en la imagen horrible de un enmascarado que cabalga en un corcel silencioso.
—Os aseguro, señor —cogió la chaqueta de Ranulfo— que es todo cuanto sé.
—¿Nada más? ¿Y la joven viajera?
—Anochecía. No pudo ver mucho. Nunca volví a pensar en su historia hasta que murió mi hermana. No me atreví a contárselo a nadie; temía meterme en problemas.
Ranulfo le dio la moneda.
—Será mejor que regreséis.
Ella cogió la moneda.
Ranulfo le sostuvo la muñeca.
—No salgáis al campo y cuidaos del enmascarado.
La dejó ir y ella corrió, desapareciendo en la oscuridad.
—¿De qué se trataba? —Chanson había vuelto con los caballos—. Ranulfo, estoy cansado y tengo frío. Aunque Samler nos dio algo, mi estómago piensa que no pasa nada por mi gaznate. Tengo la boca tan seca que ha olvidado cómo se bebe. ¿Dónde está sir Hugo?
—Oh, Maese Cara Larga —Ranulfo tomó las riendas de su caballo—. Cabalga por las callejuelas oscuras, a horcajadas en su montura y con la capucha cubriéndole la cara. Debe de estar reflexionando. Se preocupa mucho, este sir Hugo, y da vueltas a las cosas una y otra vez en la cabeza, como si fuese un molino. Volverá y se sentará en su cuarto a mirar por la ventana, irritable y silencioso.
—¿Estáis seguro? —preguntó Chanson—. Quiero decir que lady Maeve le dijo que tuviera cuidado.
—Lo atacaron en Oxford —replicó Ranulfo—. Recibió una flecha en la parte alta del pecho, pero los médicos del rey lo curaron.
—¿Ama a lady Maeve? ¿Es en eso en lo que está pensando?
Llegaron al final de la callejuela. Ranulfo miró al pobre desdichado que seguía en el cepo. El mercado estaba vacío y se habían llevado la basura. Sólo se veían algunas sombras fugaces de la gente que avanzaba hacia las luces del Vellocino de Oro. De cuando en cuando se oía el golpe de una puerta, el grito de un niño, el ladrido lastimero de un perro en su perrera, todos los ruidos de la noche.
—Sir Hugo es un hombre de orden —declaró Ranulfo—. Tú me sirves, Chanson. Sírveme bien y algún día puedes llegar a tener un cargo real, como yo.
Chanson detuvo al caballo y le acarició los belfos.
—¿Creéis de veras que puedo llegar a ese cargo, señor Ranulfo?
—Oh, sí, los que están en los establos son muy poderosos porque tienen a su cargo los caballos del rey. En cualquier caso te describo la forma en que están ordenadas las cosas. Yo soy escribano de la Cancillería del Sello Verde, y primero está el pequeño Edward y la hija de sir Hugo Corbett, Eleanor.
—¿Y después? —preguntó Chanson—. ¿Sir Hugo?
—Sí, sir Hugo y luego el rey, Dios —le hizo un guiño a Chanson—. Y arriba del todo, lady Maeve.
Chanson lo miró con los ojos entrecerrados, pero de la delgada cara de Ranulfo había desaparecido la sonrisa. De hecho, el palafrenero sabía que no estaba bromeando. Ranulfo no le temía a nadie y Chanson lo admiraba profundamente por eso. Como auténtico matón que era, Ranulfo podía presentarse en una taberna y las jóvenes sonreirían y Ranulfo sacaría su dado marcado para invitar a los presentes. Era rápido como un gato, y demostraba cierta ironía hacia sir Hugo. No obstante, le tenía pavor a lady Maeve, aunque fuese pequeña y su pelo dorado enmarcase una cara que a Chanson le recordaba la representación de un ángel en una iglesia antigua. Una vez que estaba bebido, Ranulfo había confesado cuánto lo asustaban los ojos de lady Maeve.
—Son azul brillante —había balbuceado—, rápidos y agudos, y no se les escapa nada. Alguna vez has escuchado la expresión «lobo con piel de cordero» —Ranulfo se había echado hacia atrás—. Así es nuestra lady Maeve. Creo que nuestro Maese Cara Larga también le tiene miedo en secreto.
Ranulfo comenzó a guiar su caballo por los adoquines.
—¿Estáis enamorado, señor Ranulfo? ¿Oí hablar de cierta lady Alice...?
Ranulfo se volvió con la rapidez de una serpiente a punto de morder, con los labios recogidos en una mueca. Chanson dio un salto tan súbito que hasta su caballo se sobresaltó y levantó la cabeza.
—¡So, so! —lo tranquilizó Chanson, sin dejar de mirar a Ranulfo todavía enfurecido—. Lo siento —murmuró.
Ranulfo se relajó.
—No es tu culpa —le hizo un gesto para que se acercara y le puso su brazo en el hombro—. Te diré algo: yo la quería y ella me dejó. Entró en un convento. Tal vez me una a ella.
Chanson lo miró boquiabierto.
—No puedo imaginaros en un convento de monjas.
Ranulfo se echó a reír y apartó el brazo.
—No, Chanson, no me refiero a un convento de monjas, sino a la iglesia. Lo he pensado a menudo. ¿Puedes imaginarte al archidiácono Ranulfo, acaso obispo Ranulfo de Norwich?
Chanson, que había conocido a aquellos poderosos prelados, contuvo una sonrisa. Ranulfo-atte-Newgate en aquellos ropajes suntuosos y flotantes, con mitra y cruz, recorriendo lentamente el pasillo de la abadía de Westminster.
—¿Y de qué os hablaba esa joven? —le preguntó, cambiando de conversación.
Se detuvieron ante el pozo para dar de beber a sus caballos. Ranulfo miró al cielo, y de nuevo al bonito frontal de la plaza del mercado, sus edificios de madera, sus linternas y la brillante pintura.
—Maese Cara Larga va a querer saber qué hemos estado haciendo, de modo que ¿qué tenemos aquí, Chanson? Una villa plena y próspera, donde todos obtienen buenas ganancias. Los señores de la tierra, como sir Maurice y Tressilyian, el juez. Los mercaderes, agricultores, molineros, y curas bien cebados. Mira al maestro Samler: hace techos y gana buen dinero. No es rico, pero dentro de unos años podrá enviar a sus hijos al colegio en Ipswich —Ranulfo hizo una pausa—. Durante el día los mercados bullen de actividad y el comercio es próspero. El oro y la plata cambian de manos, pero donde hay riqueza también florece la corrupción, rica y maloliente. La gente tiene más tiempo. Un hombre desea a la mujer de su vecino. Los pecados secretos comienzan a propagarse como la mala hierba entre el trigo. Se desatan las rivalidades y se alimentan las ofensas. Y aparecen todas las cosas extrañas.
—¿Qué queréis decir? —le preguntó Chanson.
—Por ejemplo la familia de Samler. Observa a las chicas, jóvenes, rollizas y bien alimentadas. Tienen tiempo libre, no como cuando toda una familia trabajaba de sol a sol. Se llenaban la panza con cerveza aguada y pan duro y dormían como cerdos hasta el alba. Todo ha cambiado. Y en este pequeño paraíso entra un demonio, un hombre al que no sólo le gusta violar, sino también matar.
—¿Existen hombres así? —Chanson parecía absolutamente perplejo. Le tenía terror a las mujeres y prefería la sonrisa de la más fea y desarrapada.
—Vete a Londres, Chanson, y habla con las damas de la noche en Southwark. Te contarán que hay hombres a quienes les gusta golpearlas y hacerles daño, a veces gravemente, antes de poseerlas.
—Como el potro que necesita dar coces antes de montar a la yegua.
—No podría yo decirlo de mejor modo —comentó secamente Ranulfo—. Y así es nuestro asesino. Melford es un lugar ideal para él. No tiene murallas ni puertas y debe de haber por lo menos veinte salidas que llevan al campo que rodea la ciudad, con praderas solitarias, bosques y arboledas. Es tan fácil —prosiguió Ranulfo— para un asesino que quiera entrar y salir.
—¿Incluso a caballo?
—Trabajas con caballos —replicó Ranulfo—, y dime ¿cómo podría apagar el sonido de las pisadas de mi caballo?
—Con tela o paja —replicó el palafrenero. Se inclinó y levantó una pata del caballo—. No se puede sacar la herradura porque le haría daño al animal y quedaría cojo. Pero con pequeños sacos llenos de heno o hierba para envolverles las patas, pisarían muy silenciosamente. ¿La joven ha visto a alguien?
—A uno que llamó el enmascarado, que iba a caballo.
—Sería muy fácil —confirmó Chanson. Montó y cogió las riendas—. Si pusiera envolturas en las patas de mi caballo podría conducirlo por el empedrado y nadie sabría que estaba allí.
Ranulfo le hizo una mueca.
—Pero imagina que soy una joven atractiva. Si me encontrara contigo, Chanson, cabalgando por una callejuela y llevando una máscara, yo me echaría a correr, huyendo para salvar mi vida.
El palafrenero bajó de la montura, haciendo un gesto de duda.
—No había pensado en eso.
—De hecho —anotó Ranulfo— con máscara o sin ella, cualquier chica campesina que te mire echaría a correr para salvar su vida.
—No puedo evitar lo de mi ojo —Chanson se sonrojó—. Nací así.
—Bromeaba —dijo Ranulfo golpeándole la espalda—. Pero piensa, Chanson. Eres el jinete. Te diré una cosa —Ranulfo señaló en dirección al Vellocino de Oro—. Resuelve el enigma y te compraré el pastel más sabroso y una jarra con espuma y brillante, como si estuviese llena de alimento de los ángeles.
Chanson se humedeció los labios.
—¿Cumpliréis vuestra promesa?
Ranulfo levantó la mano izquierda.
—Por la cola de tu caballo.
Chanson volvió a montar, cogió las riendas y miró en derredor con hambre. Luego con un suave golpe de talón se acercó donde Peddlicott, el ratero, dormitaba en silencio en el cepo. El palafrenero desmontó, sacó la botella de agua que llevaba en la montura y la acercó a los agradecidos labios del hombre.
—Escucha —dijo abriendo su bolso. Sacó un trozo de carne seca y se la dio al asombrado delincuente para que mascara—. Dame el nombre de una moza de la taberna —e hizo un gesto en dirección al Vellocino de Oro.
—Intente con Adela, la hija de Matthew. Es bastante pechugona.
Chanson le dio las gracias, desmontó y se acercó a Ranulfo.
—¿De modo que decís que soy feo, señor Ranulfo?
—No en tantas palabras —rió Ranulfo—, pero he visto gárgolas más bonitas.
—Una jarra, un pastel y una moneda de plata —exigió Chanson.
—¿Por qué?
—Porque puedo hacer que salga de la taberna una chica guapa.
—Pero ya os conocen —replicó Ranulfo.
—No, no es así. Sólo os han visto a vos, el Todopoderoso, y a sir Hugo Corbett.
—Se acepta la apuesta.
—Pensándolo mejor —añadió Chanson—, dos monedas de plata.
Ranulfo hizo un gesto, asintiendo. Chanson, lleno de ira justificada, desapareció por la puerta del Vellocino de Oro. Ranulfo, ignorando a Peddlicott que pedía más tocino salado y agua, esperó perplejo. Chanson sabía todo sobre caballos, pero su temor al sexo femenino lo incapacitaba totalmente con las mujeres, quienes también se asustaban de él.
—Sé lo que piensa hacer —murmuró Ranulfo—. Va a cantar. Escucharán unas notas y la taberna va a vaciarse como si estallase un incendio.
Estaba a punto de acercarse a cruzar unas palabras con Peddlicott cuando, para su sorpresa, se abrió la puerta de la taberna y apareció Chanson trayendo de la mano a una joven pelirroja. Cruzaron el empedrado como dos enamorados. La joven tenía una cara bonita y audaz, con la nariz respingona y la boca insolente. Miró a Ranulfo de la cabeza a los pies.
—Bien, sí, lo conozco. ¿Qué es esto? —soltó la mano de Chanson y se frotó los brazos—. Hace frío y tengo que hacer. Me prometiste una moneda de plata.
Ranulfo miró la sonrisa triunfante de Chanson, suspiró, abrió el monedero y le pasó una moneda. La chica la cogió, lanzó una risilla y corrió de vuelta a la taberna.
—¿Y la otra moneda? —pidió Chanson—. También yo estoy cansado de estar aquí.
Ranulfo se la pasó, reticente.
—Deberíais estar agradecido —sonrió Chanson—. ¿Recordáis lo que me dijisteis sobre Johanna? Ninguna chica de campo se resiste a una moneda de plata.
—¿Qué hiciste? —le preguntó Ranulfo.
—Entré en la taberna y llamé a Adela y ella se presentó, alerta como un petirrojo. «¿Eres Adela?», le pregunté. «¿Por qué?», respondió. «Afuera hay alguien que quiere darte una moneda de plata». —Chanson se encogió de hombros—. Casi me empujó a la puerta.
—Por supuesto —Ranulfo cerró los ojos—. Es eso lo que debe de haber hecho el enmascarado. No debe de haberse acercado. Sólo habrá llamado «Elizabeth Wheelwright, Johanna Samler, tengo algo bueno para vosotras». Ranulfo abrió los ojos y golpeó a Chanson en el hombro:
—Habrá prometido dejar una moneda en un lugar determinado y así las habrá atraído a la muerte. ¿Lo ves así, Chanson?
—Yo lo he probado.
—Si le dijese a cualquier joven de esta villa —declaró Ranulfo— que hay una moneda de plata especialmente para ella en el Roble del Diablo, se reiría, se sentiría intrigada, pero también podría sentir curiosidad.
—Y no se lo contaría a nadie.
—No, seguro que no lo haría —murmuró Ranulfo—. En una villa como Melford podrían matarse por una moneda de plata. ¡Y así es como ha ocurrido!
Capítulo VIII
La iglesia de San Edmundo permanecía a oscuras. Sólo brillaba la lámpara roja del santuario que arrojaba un pequeño haz de luz contra la noche que avanzaba. El rostro tallado de Cristo miraba fijamente hacia abajo y el de Su madre y el de San Juan lo hacían hacia arriba con expresión de angustia. La neblina se filtraba a través de las grietas de las ventanas y pasaba por debajo de la puerta, deslizándose por la iglesia como si fuese un vapor que congelaba las piedras del pavimento. Los ratones correteaban por el transepto buscando algún bocado o restos de la cera de las velas. No había nadie que fuese testigo de la angustia y el tormento que padecía el coadjutor Bellen mientras se arrodillaba en el reclinatorio de la capilla de la cancillería. Se había quitado el manto, las calzas y las botas. Estaba arrodillado en el frío como acto de mortificación y miraba hacia arriba a la estatua del rey martirizado de East Anglia. Bellen se apretaba las manos con tanta fuerza que le dolían los nudillos. Rezaba para obtener protección, sabiduría e indulgencia.
—¡Tantos pecados! —murmuró. ¡El diablo nunca los hubiera imaginado!
El coadjutor Robert Bellen, que fue ordenado por el obispo de Norwich, no estaba acostumbrado a las maldades y argucias de este mundo. Sólo conseguía vivir manteniendo su mirada firme en el más allá. Él también estaba seguro de que Satanás había venido a Melford, y ¿no era él mismo tan culpable como los demás?
Bellen suspiró y, murmurando, se puso de pie. Se sacó la muda y se estiró sobre las frías piedras del suelo. Mejor esto, pensó, que las playas congeladas de los lagos del infierno. ¿Qué más podía hacer además de rezar y expiarse? El frío se apoderó de su cuerpo y empezó a tiritar, tanto que su mente tuvo que ponerse a luchar contra la progresiva incomodidad. Apretó las cuentas de su rosario con más fuerza. Rezaría y haría penitencia tras penitencia. Tal vez san Edmundo, patrón de esa iglesia, pediría a Dios que enviase un ángel para reconfortarlo. ¿Pero había ángeles? ¿Estaba Dios interesado en él?
El coadjutor cerró los ojos. Debía de haber sido monje. Bellen intentó despejar su mente cantando estrofas del Oficio Divino. Miraba fijamente hacia arriba en la oscuridad. Las tallas le devolvían la mirada: ángeles, demonios, rostros de los santos, incluso representaciones talladas de los sacerdotes y coadjutores que habían servido allí antes que él. ¿Qué podía hacer? ¿Escribir al obispo? ¿Hacer una confesión completa? Aunque ¿qué pruebas tenía? ¿O debía presentarse ante el enviado del rey de mirada penetrante? Era un comisario real, pero también era un hombre; lo entendería.
Bellen oyó cómo el viento hacía chirriar y crujir las ramas retorcidas de los tejos que había fuera. De pronto escuchó un sonido que parecía el chasquido de una aldaba. ¡Pero era imposible! ¿Estaba seguro de haber cerrado la puerta del cadáver tras él? Suspiró y se puso de pie. Salió de la capilla de la cancillería y atravesó el transepto hasta la puerta lateral. La aldaba seguía en su sitio. Temblando y sintiéndose bastante estúpido, Bellen la levantó y tiró de la puerta abierta. El aire frío de la noche entró con fuerza. Afuera, el camposanto estaba en silencio bajo la luz de la luna. Cuando ya iba a cerrar la puerta miró hacia abajo y su espalda congelada se erizó de miedo. Podía ver en el suelo las manchas de unas botas. Alguien había entrado en la iglesia como un ladrón nocturno y había estado observándolo en medio de la oscuridad.
* * *
Sir Hugo Corbett detuvo su marcha y miró a lo lejos hacia la iglesia. El pórtico del cementerio estaba cerrado, pero con la luz de la luna podía adivinar el camino, los cruces, las esculturas y las tumbas. La hierba y el tojo ya brillaban, cubiertos de escarcha. Corbett se sintió cansado y con frío. Un búho ululaba profundamente en lo más hondo del cementerio. Corbett sonrió. La próxima vez que contara un cuento a la pequeña Eleanor, recordaría ese lugar con sus sombras, la luz de luna que salpicaba de manchas el paisaje, el silencio inquietante y el canto de mal agüero del ave nocturna. Corbett también sintió hambre. Cerró los ojos y pensó en el salón de Leighton Manor. Allí podría instalarse en su asiento de gran respaldo o en unos cojines ante un gran fuego ardiendo con furia para observar cómo el atizador se ponía al rojo vivo entre las llamas. Entonces lo agarraría y calentaría tazas de leche y vino caliente endulzado para él y Maeve. Ella cantaría suavemente, susurrante, una de sus tristes canciones galesas. Los troncos crujirían y crepitarían, las llamas subirían más alto... Corbett abrió los ojos.
—Oh, Señor —rezó— el viento es frío y la noche es dura. Quisiera, Dios, que estuviese en mi cama rodeado por los brazos de mi amada.
Corbett rió por lo bajo. Maeve lo habría llamado trovador. Su caballo lanzó un relincho discreto y, levantando una pezuña volvió a ponerse en marcha por el camino. Corbett le dio unos golpecitos en el cuello.
—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Buen chico! —dijo calmándose—. He cabalgado mucho y has hecho un buen trabajo. Habrá avena y una cama de paja para ti esta noche.
El caballo pardo giró sus cabeza hacia atrás y relinchó como si ya pudiese oler la calidez acida de su establo en el Vellocino de Oro.
Corbett había dejado a Sorrel y llevaba casi una hora cabalgando por los senderos y caminos en torno a Melford. Creía saber orientarse, pero se había perdido algunas veces.
—Es como un laberinto —murmuró.
Melford no era como esas ciudades antiguas que había a lo largo de la costa meridional, o los municipios reales de los alrededores de Medway, con sus muros y sus puertas. Melford había comenzado siendo una aldea y se había extendido a medida que se incrementaba la riqueza que producían las ovejas. Un asesino se podría escabullir fácilmente de un lado a otro de una villa de esas características. En un momento, Corbett podía pasar de estar entre granjas y viviendas, para después tomar un camino lleno de barro que lo llevaba a campo abierto. Pero por fin tenía un mapa en su mente y ya estaba barajando posibilidades. Era todavía imposible de deducir cómo y dónde el asesino había llevado a cabo sus crímenes. Corbett sólo se podía formar una vaga hipótesis. Ahora estaba decidido a visitar a la viuda del molinero Molkyn. Quería actuar con rapidez. Mientras más tiempo permaneciera en Melford, y más espacio diera a la gente para reflexionar, sería más probable que le contaran lo que querían hacerle escuchar, en vez de la verdad.
Corbett animó a su caballo para que continuara adelante, pasaron la iglesia y, siguiendo la dirección que había tomado anteriormente, atravesaron por un camino embarrado. Entró en la propiedad del molinero y se detuvo delante de la laguna que brillaba bajo la luz de la luna. Corbett podía imaginarse la bandeja portadora de la cabeza cortada de Molkyn flotando y desplazándose sobre su superficie vítrea. Desmontó y dejó a su caballo junto a la laguna. Sobre él se alzaba el gran molino con sus brazos de tela extendiéndose sobre la noche. Vislumbró una luz y avanzó siguiendo el camino que iba hasta la casa. De las tinieblas apareció un perro gruñendo. Corbett se detuvo, adelantando una mano.
—Ya, tranquilo —susurró—. No hace falta.
El perro siguió ladrando. Se abrió una puerta y Corbett pudo ver en la oscuridad una sombra que llevaba un farol.
—¿Quién está ahí? — dijo desafiante.
—¡Sir Hugo Corbett, comisario real! ¡Le rogaría que llamara a su perro!
Un silbido leve rompió las tinieblas. El perro se fue de inmediato y Corbett entró. El hombre que llevaba el farol era joven y tenía la cara ancha, era pelirrojo, pendenciero y agresivo. Estaba vestido con una cota que le llegaba hasta las rodillas. Tanto ésta como los pantalones de malla que llevaba debajo estaban manchados de harina.
—¿Qué desea?
—¡Ser bien recibido! —contestó bruscamente Corbett—. Traigo un encargo del rey.
—¡Ralph, Ralph! —llamó una voz de mujer desde el vano de la puerta—. Hazte cargo del caballo de nuestro visitante. —La voz era profunda y cálida—. Será mucho mejor que entre, sir Hugo Corbett, escribano real, está helando.
El joven se llevó el caballo. Corbett se desabrochó el talabarte de la espada, se quitó la capa y siguió a la mujer hasta la cálida cocina, una habitación alargada de losas de piedra impregnada de un olor dulce. Las ventanas del fondo tenían las contraventanas cerradas, un fuego ardía alegremente en el hogar y el aire olía exquisitamente a la masa que se hacía en los hornos que había a cada lado del fuego. La mujer que lo recibió era rubia y delgada, con cara sonriente y agradable. Tras ella otras dos mujeres estaban sentadas ante una mesa. Una era, sin duda, la hija de Molkyn. Tenía el cabello rubio y la expresión dulce. La otra tenía los rasgos más toscos: la nariz plana, las mejillas gruesas y la mirada alerta y hostil. Su cabello gris estaba cubierto con una toca azul oscura que llevaba ligeramente torcida. La viuda se sentó, tenía las mangas del vestido arremangadas, y en sus manos llevaba un afilado cuchillo de podar. Estaba ayudando a cortar unas verduras y las echaba en una olla que había en la mesa sin dejar de mirar ni un momento el rostro de Corbett.
—Soy Úrsula —dijo la mujer que le dio la bienvenida.
—¿La viuda del molinero?
Con los ojos sonrientes estudió a Corbett detenidamente.
—Sí, soy la viuda del molinero y vos sois mucho más guapo de lo que dicen.
Corbett se sonrojó. La mujer lanzó una carcajada profunda. Debió de notar que su traje verde sorprendía a Corbett.
—La ropa de luto es para estar triste, señor emisario. Molkyn está muerto y enterrado, y ése es el final del asunto. Ésta es mi hijastra, Margaret, y la dama que os mira tan descaradamente es otra viuda, Lucy, la esposa de Thorkle.
Corbett se sintió incómodo. Allí había tres mujeres que habían perdido a sus hombres. Dos a sus maridos, y la más joven a su padre, pero no había paños funerarios en las paredes. No había telas púrpuras cubriendo el crucifijo, los arcones o los armarios. La cocina se parecía a las de la casa real, brillante y limpia.
—No quiero importunarlas.
—No nos molesta —dijo Úrsula con sus ojos azules que seguían calmados—. Todas nos hemos enterado de vuestra llegada. Aquí hemos tenido enviados del rey listos para robarnos nuestro grano, pero nunca un comisario real. ¡Estamos muy honrados! Seremos la comidilla de la parroquia. ¡Venga por aquí!
Úrsula lo cogió del codo y lo condujo hasta el asiento que había al final de la mesa. Ella no iba a aceptar una negativa y le sirvió pan recién horneado, y puso ante él un cuenco con mantequilla, otro con miel y una jarra de peltre llena de cerveza que sacó de un barril que había en un rincón.
Su hijo Ralph volvió. Corbett calculó que debía de tener unos veinte veranos y aparentemente se había hecho cargo del molino. Se sentó de manera arisca y descortés en el banco, y se puso a tomar sorbos de la bebida que su madre le sirvió, demostrando su mal humor. La viuda de Thorkle y Margaret continuaron cortando verduras. Úrsula se sentó en el banco a la izquierda de Corbett.
—¿Habéis venido a hablar sobre Molkyn?
Corbett masticaba cuidadosamente el pan. Sentía como si esa mujer estuviese burlándose sutilmente de él.
—Realmente no he venido por Molkyn. Más bien por su asesino. Al pasar por el cruce he visto el patíbulo. Antes de irme quiero ver a ese asesino colgando de él.
—¿Y al de mi marido?
—Sí señora. ¡Creo que el asesino de vuestros maridos es uno y el mismo!
—¿Qué os hace pensar eso? —preguntó Úrsula.
—Aquí tenemos —Corbett ahora le echó una mirada— a dos nobles burgueses de la ciudad de Melford: un próspero molinero y un igualmente próspero pequeño terrateniente. Alguien cortó la cabeza de Molkyn, la puso en una bandeja y la envió flotando a través del remanso. El mismo asesino, más adelante, esa misma semana, fue al cobertizo de la era de Thorkle, cogió un mayal y aplastó los sesos de vuestro marido.
—Un hombre malvado —la cara de Lucy tenía una expresión obstinada.
—¿Quién dijo que fuese un hombre? —preguntó Corbett—. En Gales vi cómo una mujer cortaba la cabeza de un soldado con un cuchillo de esquilar.
Lucy miró el que llevaba y lo dejó sobre la mesa.
—Y un mayal lo puede usar cualquiera. —Corbett se encogió de hombros—. Un arma poderosa. Ahora bien —continuó—, ¿por qué alguien querría matar a vuestros maridos? Pertenecían a la misma parroquia, sus esposas eran parientes pero tenían algo más en común que eso, ¿o no? Molkyn fue presidente, y Thorkle vicepresidente del jurado que condenó a sir Roger Chapeleys por sus horribles crímenes. Gracias a su veredicto fue ejecutado un caballero del rey en la horca comunal.
—Y muy justificadamente. —Ralph se bebió su jarra de cerveza de un trago—. Entonces yo tenía quince años. Asistí al juicio. Sir Roger era un borracho y un lascivo. Tenía las manos manchadas con la sangre de todas aquellas jóvenes.
—¿Estáis seguro de eso? —preguntó Corbett.
—Todos estamos seguros —replicó Úrsula con frialdad y miró brevemente a Lucy—. Molkyn y Thorkle a menudo lo hablaban. Ni una vez dudaron acerca de su culpa.
—Entonces eran dos valientes —contestó Corbett—. Vieron a un caballero colgado...
—¿Qué diferencia habría por ser un caballero? —interrumpió Ralph—. Aunque lo hagan los caballeros es un asesinato, ¿o no es así? Ser señores de la tierra no los hace diferentes.
—No, claro que no —Corbett asintió—. Pero Chapeleys era un caballero del rey. Había hecho la promesa de mantener la ley y murió alegando su inocencia. Es raro que vuestro padre y Thorkle nunca dudaran de su decisión.
—Tenían la prueba. —Lucy recogió el cuchillo de pelar.
Corbett percibió que la joven Margaret apenas le miraba y evitaba mostrarle su pálido rostro como si considerase que su presencia era desagradable.
—¿A qué prueba os referís? —insistió Corbett—. ¿Por qué estaban tan convencidos de que sir Roger era un asesino?
—Visitó a la viuda Walmer la noche en que murió. Deverell, el carpintero, lo vio alejándose precipitadamente por Gully Lane. Cuando registraron su casa, encontraron entre sus posesiones el brazalete de una de las muchachas. Era un hombre muy conocido por sus actitudes lascivas.
—¿Por quién? —preguntó Corbett.
—Para empezar por la viuda Walmer.
—¿Pero por las mujeres del pueblo? —indagó Corbett— ¿Alguna salió al paso alegando que la hubiera abordado?
—Era muy conocido entre las doncellas y mujerzuelas de su señorío.
—Es verdad —Corbett estuvo de acuerdo—, pero eso no es lo que he preguntado. ¿Por qué el propietario de un señorío, con doncellas propias a las que perseguir, habría de atacar, violar y matar a jóvenes del pueblo?
—¿Tal vez le gustaba matar? —intercaló Ralph agriamente.
—Entonces, ¿por qué a la viuda? Sir Roger había declarado en el salón del Vellocino de Oro que iba a visitar a la señora Walmer. ¿Por qué proclamar que iba a matar a alguien? Lo que intento decir —continuó Corbett— es que la prueba contra sir Roger no era final ni completa.
—Pero existía —dijo Lucy mientras se restregaba el mango de hueso del cuchillo entre los dedos—. Señor comisario, debéis entender que unas mujeres del pueblo fueron asesinadas. Sir Roger fue visto cerca de la granja Walmer. Cuando se registró su casa se encontraron pertenencias de las mujeres muertas, y además dejó su cuchillo con la funda en la granja de la viuda Walmer.
—Tengo mis dudas —declaró él—. ¿Pero estáis seguras de que ni Molkyn ni Thorkle no mencionaron nunca que hubiera algo fuera de lugar?
—Ya tenéis la respuesta— sonrió Lucy insolentemente.
Ella pensó que Corbett miraría hacia otro sitio, pero el comisario captó cómo miraba a hurtadillas a Ralph con la boca levemente abierta y la lengua entre los dientes. Corbett concluyó que era una lasciva. Ahí ocurría algo extraño. Aquellas mujeres no eran dos viudas afligidas por la muerte de sus maridos. Lo mismo pasaba con Ralph y su hermana. Eran conspiradores aparentando estar tristes aunque secretamente estaban alegres. ¿Existía una relación entre Lucy con sus ojos picaros y el joven molinero? ¿Y por qué Margaret no podía levantar la vista y mirarlo a los ojos? Ella estaba sentada como una sordomuda, cortando las verduras como si estuviese sonámbula, casi inconsciente de lo que hacía. En algunas ocasiones, Corbett había tratado asuntos en pueblos como Melford. Y había advertido a Ranulfo y a Chanson lo que esperaba encontrar: relaciones complicadas, miedos secretos, lujurias, rencores y reivindicaciones. Todo esto se podía manifestar abruptamente a través de una embestida de puñal o un hachazo.
—¿Estáis cansado, sir Hugo?
Úrsula echaba sal en la herida con frialdad burlona. Él se sentía como si estuviese llamando a una puerta sabiendo muy bien que los que había dentro lo oían, pero se negaban a abrirle. Apartó la jarra. Quería ser directo, decirles lo que pensaba pero sentía que le estaban tendiendo una trampa. No estaban afligidos aunque debían estarlo. Si los enfrentaba contra él sólo conseguiría que mintieran. ¿Eran asesinos? No iba a ser la primera vez en que el demonio de Caín entraba en una familia. Y lo mismo valía para Lucy, sentada con arrogancia al final de la mesa, como si disfrutara de alguna broma secreta. ¿Había entrado en aquel granero para matar a su marido con el mayal y así poder acostarse con el hijo de Molkyn? Corbett volvió a tomar la jarra.
—No estoy cansado —replicó—, sólo pongo en orden mis pensamientos.
—Tengo cosas que hacer —dijo Ralph.
Corbett abrió su cartera y sacó la Real Orden en la que aparecía el sello del rey. No se fiaba de aquel joven cuyo resentimiento era tan tangible. Estaba representando el papel de molinero muy ocupado y cansado, pero su aspecto arisco era tan amenazante como el de su perro, que había aparecido en la oscuridad, gruñendo.
—También estoy ocupado —dijo Corbett suavemente. —El rey está ocupado. Y vos, señor, os sentaréis ahí, o donde deseéis, para responder a mis preguntas.
—No queremos ofenderos —dijo Úrsula mientras jugaba con los rizos de su cabellera rubia—. Pero sir Hugo, nos preguntáis cosas sobre un jurado que deliberó hace cinco años. Ellos sólo dieron un veredicto. Sir Louis Tressilyian dictó la sentencia que condenaba a sir Roger.
—Ya os preguntaré en su debido tiempo— respondió Corbett—. Cinco años es mucho tiempo, pero unos pocos días son como un simple latido, ¿no? Vuestro marido era un buen molinero, rico y próspero —dijo haciendo un gesto que abarcaba el interior de la cocina—. ¿Qué tenéis en la casa? ¿Una sala para recibir, despensas, un despacho y arriba dormitorios?
—Sí, una cama blanda como una pluma.
—¿Y estabais descansado allí —preguntó Corbett— la noche en que vuestro marido fue tan bárbaramente asesinado?
—A Molkyn le gustaba la cerveza —le respondió agriamente.— Los sábados por la tarde cerraba el molino. En primavera y verano jugaba a los tejos o iba a torneos en el Swaile, o a pequeñas cacerías con el perro, o a peleas de gallo al foso que hay detrás del Vellocino de Oro.
—¿Y en otoño e invierno?
—Se tomaba un pequeño barril de cerveza en el molino, sentado en medio de su riqueza y, francamente, señor, bebía hasta quedar tan atontado que se orinaba encima.
Corbett se arredró por su tosquedad.
—Y que Dios se apiadara de cualquiera, sir Hugo, que interrumpiera su placer. Eso me incluía a mí, a su hijo y a su hija.
—Yo nunca iba —Margaret miró hacia arriba con los ojos brillando en medio de su delgado y blanco rostro—. Nunca iba. Vos lo sabéis bien, madre.
—¡Calla!
Por primera vez desde que la había conocido, Úrsula parecía desconcertada, implorando con los ojos a Lucy y a Ralph para que la ayudaran con Margaret.
—¿Por qué no ibais? —preguntó Corbett—. ¡Continuad, muchacha!
—No soy una muchacha. —Margaret no hizo ningún intento de esconder su odio—, soy una joven. Ya estoy desarrollada. No me gusta el molino. —Se detuvo brevemente—. ¡Nunca me ha gustado el molino! Las muelas de moler, los ratones correteando y ese remanso que incluso en verano desprende humedad.
—Mi hija todavía está disgustada —intervino rápidamente Úrsula.
Corbett casi respondió que ella era la única que lo estaba, pero se tragó la contestación.
—Entonces —continuó—, tenemos a Molkyn relajándose después de su trabajo los sábados por la tarde con un cuarto de barril de cerveza. ¿Seguro que no os preocupabais cuando no volvía borracho a la cama?
—¿Por qué me habría de importar? —sonrió Úrsula—. Olía y roncaba como un cerdo.
—¿Enviabais a alguien al molino para comprobar que todo iba bien?
—Allí tenía una cama. ¿Por qué habría de pedirle que ensuciara las sábanas limpias?
—¿Comenzó a beber más después de la ejecución de sir Roger?
—No. Durante un tiempo Molkyn parecía contento, si ello hubiese sido posible en él, por la muerte de sir Roger.
Por un instante la mujer parpadeó rápidamente y la boca le tembló ligeramente. Corbett se quedó helado por la manera en que Úrsula pronunció el nombre de sir Roger: sin dureza, sin desdeñarlo por ser un gran asesino. Corbett decidió cambiar de tema.
—Señora, ¿alguna vez conocisteis a sir Roger?
La sonrisa de sus ojos desapareció.
—¿Lo conocisteis? —insistió
—Yo —echó una rápida mirada a Ralph— le vi algunas veces en la iglesia —dijo moviendo la cabeza—. Y también en el pueblo. Le conocía de vista.
Otra mentira, pensó Corbett. Más piezas para el rompecabezas; por lo menos le estaba dando sentido. Úrsula era una mujer de mirada ardiente, bastante guapa y atractiva. No era extraño que sir Roger hubiese sido enviado a la horca. ¿A cuántos otros hombres de Melford engañó, plantándoles un par de cuernos sobre sus cabezas? Sir Roger, un caballero con encanto y engatusador, podía cabalgar por el pueblo y hacer cumplidos a cualquier dama de su elección. Se sentirían halagadas. Tal vez se dejaban seducir. ¿Fue eso lo que hizo que Molkyn decidiera su veredicto? ¿Por vengarse tanto de sir Roger como de su mujer por haberlo engañado?
Úrsula se levantó y sin que se lo pidiera, cogió la jarra de Corbett y se la rellenó. Volvió a su puesto y con una mirada Corbett supo que había dado con la verdad. A pesar de ese pequeño movimiento, sus mejillas siguieron teñidas de rubor.
—¿Quién eligió al jurado? —preguntó Corbett.
—Preguntad a Blidscote —respondió Lucy con desdén—. ¿No es ésa la misión del alguacil?
—Pero él no lo eligió —insistió Corbett—. Según la ley se supone que se elige por sorteo.
—¿Es así? —preguntó Lucy con sorna—. Todo lo que sé es que se reunieron en la cervecería del Vellocino de Oro. Inscribieron los nombres de aquellos que estaban en el censo electoral en trozos de pergamino. Y sacaron doce. Molkyn y Thorkle fueron los primeros. Aunque —añadió Lucy dulcemente—, es posible que tal sistema pueda corromperse.
Ralph puso su cabeza entre las manos y bufó tranquilamente, riéndose. Lucy se estaba burlando abiertamente de Corbett.
Una y otra vez Corbett había denunciado la elección de los jurados y sus corruptos manejos. Tales prácticas eran un tema constante que provocaba estridentes peticiones en la Cámara de los Comunes. Corbett se secó el sudor del cuello. Estaba ansioso por reunirse con sir Louis Tressilyian la tarde siguiente.
—¿Entonces, Molkyn fue asesinado, le cercenaron la cabeza y la colocaron en una bandeja que fue puesta en la laguna? ¿Era un hombre fuerte?
—Estaba borracho como una cuba —dijo Ralph levantándose— ¿Qué no entendéis, señor comisario?
Corbett lo miró fijamente.
—El molino está a cierta distancia. El perro sólo ladra si alguien se acerca a la casa. Os llevaré allí si lo deseáis.
Corbett movió la cabeza.
—Entonces ¿qué pensáis que ocurrió?
—Molkyn estaba en su cama como un cerdo —explicó Ralph—. En algún momento temprano por la mañana, el asesino subió por la escalera y entró en el molino. Llevaba una espada, un hacha grande o un hacha de cocina. Y rebanó la cabeza de mi padre —señaló a Lucy— como si cortara una cebolla. Un golpe rápido. Puso la cabeza en una bandeja, empujó el cuerpo hasta una silla y le puso una jarra entre las manos. Después el asesino se fue. Cuando lo hizo se llevó la bandeja con la cabeza de Molkyn y la envió flotando a través del agua. Así la encontró más tarde el pobre Peterkin. —El joven, con las manos sobre la mesa, acercó su cara a Corbett—. Dios me perdone, señor comisario. Sé lo que pensáis. No nos lamentamos. ¿Sabéis por qué? ¡Porque no somos hipócritas! Molkyn era un patán, rápido con los puños o con la porra. Tenía muchos enemigos; id a Melford, y preguntad en cualquier puerta, especialmente a los panaderos. Ellos os contarán cómo Molkyn usaba falsos pesos y medidas, cómo añadía tiza y polvo a la harina. Y la manera como timaba a los granjeros y fijaba sus precios. No le hubiera dado ni un vaso de agua a un moribundo. Estoy encantado de que haya muerto. En cuanto a lo que a mí concierne ¡se podría pudrir en el infierno!
El joven salió furioso y cerró la puerta de un golpe.
—¿Habla por todos? —preguntó Corbett.
—Sí, así es —contestó Margaret rápida e incisivamente—. Sobre todo habla por mí. —Y miró desafiante a su madre.
—¿Y vos, señora?
Úrsula se deslizó un dedo por el labio inferior.
—Margaret —ordenó—, ¡déjanos y sube! ¡Asegúrate de que estén listos los calentadores de las camas!
La muchacha estuvo a punto de negarse a hacerlo.
—¡He dicho que subas!
La joven soltó bruscamente el cuchillo y salió airadamente de la estancia, tan enfadada como su hermano.
—No son mis hijos —explicó Úrsula.
—Os ruego que me disculpéis, señora.
—Yo soy la segunda esposa de Molkyn.
—¿Su primera esposa falleció durante el alumbramiento?
Lucy tuvo que contener la risa. Corbett se negó a mirarla.
—Se cayó —Úrsula señaló las escaleras—. Un desgraciado accidente.
—Sabéis, señora, estoy cansado —Corbett dio unos sorbos a la jarra— de mentiras, de risas a escondidas, de juegos oscuros como si fuésemos niños. Ella no se cayó, ¿o sí? Se sospecha que la empujaron. ¿Es eso lo que me estáis diciendo?
—Molkyn abusaba de sus puños. Su primera esposa tenía la cara magullada y el cuello roto cuando cayó. Molkyn alegó que él estaba trabajando en el molino cuando eso ocurrió.
—¿Pero vos no le creísteis?
—No señor, no. Era muy matón: a mí me hubiera hecho lo mismo. Pero me defendí bien. Le dije que me pararía en el cruce del mercado y le contaría a todo el mundo lo que era y, seré honesta, que si me golpeaba alguna vez, una noche iría a su molino y le rebanaría su cuello de borracho. Pero —se echó el pelo hacia atrás— respondiendo a vuestra pregunta, no lo hice. Molkyn puede haber sido un hombre grande, pero tenía la mente y la barriga de un niño egoísta. Por supuesto que no siento pena por él. En cuanto a la cama —se cubrió la boca con la mano para ocultar una risilla— tengo una opción mejor con ese coadjutor pálido del párroco Grimstone.
—¿Y ésa es la opinión de la viuda de Thorkle? —preguntó Corbett.
Lucy cortó una verdura más y después se limpió la boca con el dorso de la mano.
—Si Molkyn era como un perro rabioso —contestó— Thorkle parecía un ratón. Y, para saber sobre su muerte, venid a mi granja, señor comisario. O incluso mejor, preguntad al joven Ralph. Él estaba en mi casa, sentado en la cocina hablando conmigo y mis hijos cuando mataron a Thorkle. No sé por qué murió Thorkle. Se quedó con la boca cerrada como un pequeño ratoncito. Siempre tenía miedo de Molkyn.
—¿Y vuestra hija, señora? —preguntó Corbett—, ¿no está disgustada?
—¡Ah! —Úrsula se levantó limpiándose lentamente las manos sobre la pechera de su bata de tafetán—. Si está disgustada, señor emisario, es porque habéis mencionado a la viuda Walmer. ¿No sabéis que a menudo ella trabajaba como su doncella? —y tras decirlo se rió ante la sorpresa de Corbett—. Bueno, no como doncella —no olvidemos que sólo era una niña de doce años— sino más bien como acompañante. A menudo dormía allí o pasaba la tarde acompañando a esa buena viuda.
—¿Y la noche en que supuestamente sir Roger la asesinó?
—Bueno, la viuda estaba esperando compañía, ¿no es así? A Margaret se le dijo que no fuera, eso es todo lo que supo y lo que os puedo contar.
Corbett miró hacia el fuego. Ya se había enterado de lo suficiente. Había obtenido unas cuantas piezas a las que tenía que dar algún tipo de orden aunque, tal vez no esa noche. Echó hacia atrás su taburete, recogió su capa y el talabarte con la espada, agradeció a los anfitriones y salió al patio.
Capítulo IX
El viento soplaba con más fuerza, agitando las ramas y esparciendo las hojas secas. Las nubes corrían a través del cielo iluminado por la luna. Corbett hincó sus talones y guió su caballo por el puente, en dirección al camino que llevaba de vuelta a la iglesia.
—Una noche endemoniada —murmuró Corbett.
Se acordó de los cuentos de su niñez. Su madre solía sentarlo sobre sus rodillas y le hablaba del salvaje hombre de madera cubierto de pelo enmarañado y ojos brillantes, que supuestamente vivía en el bosque a tiro de flecha de su granja. Corbett cerró los ojos y sonrió. ¡Vaya cuentos! Cada árbol, cada arbusto, ocultaba un mundo fantástico de duendes malvados y malignos habitantes del bosque; dragones, grifos y halcones de tamaño humano. Ya había comenzado a contarle las mismas historias a su hija Eleanor, aunque siempre en susurros. Maeve tenía las ideas muy claras sobre tales leyendas.
—¡El tío Morgan solía aterrorizarme cuando era niña!
—A mí todavía me asusta —musitó Corbett.
El tío Morgan había llegado hacía unos años para hacer una «visita corta» pero se había instalado y no mostraba ni la más ligera inclinación por regresar a Gales. En una noche como aquélla, sin embargo, estaba contento de que el tío Morgan estuviese de nuevo en Leighton.
Corbett sostenía las riendas con fuerza cuando la figura surgió con gran rapidez de la oscuridad. Un crujido en la maleza, una pisada que se desliza y Corbett atisbo la porra que apuntaba directo hacia su pierna. El caballo relinchó sobresaltado. Corbett maldijo y volviéndose sobre la montura, buscó con los dedos la empuñadura de la espada. Después su atacante desapareció, silenciosa y misteriosamente.
—¿Qué demonios...?
Corbett se bajó de la montura y dio unas palmaditas a su caballo, hablándole para tranquilizarlo. El bayo, sin embargo, no se calmaba. Movía sus cuartos traseros amenazando a su retaguardia y agitaba la cabeza, expresando su fastidio con agudos relinchos. Corbett agarraba las riendas hablándole dulcemente, como le había enseñado Chanson.
Al fin el animal se calmó. Corbett permitió que le rozara las manos y la cara con la nariz antes de volverlo a montar. De todos los ataques que había sufrido, éste era el más sorprendente. Un hombre a pie realmente podía hacer muy poco daño a un jinete. El golpe había ido directo a su pierna; sólo la suerte los había salvado tanto a él como al caballo de un dolor considerable. Pero ¿por qué?
Corbett emergió del bosque y dirigió la mirada hacia la iglesia bañada por la luna. Respiraba profundamente para aquietar su mente y calmar su ánimo. Ya había tenido suficiente. ¡Llevaba demasiado tiempo en la oscuridad! Obligó a su caballo a ir a medio galope y se sintió complacido cuando alcanzó la plaza y el cálido resplandor del Vellocino de Oro. Se dirigió hacia un lateral de la taberna y entregó el caballo a un mozo de cuadra.
—Quiero que lo traten verdaderamente bien— ordenó Corbett—. Necesita un buen cepillado. ¿Tenéis las mantas? Aseguraos de alimentarlo y de que le den agua.
El muchacho de ojos somnolientos prometió que lo haría. Corbett le lanzó un penique, se sacó el talabarte con la espada, tomó las alforjas y se dirigió hacia la puerta trasera y el pasadizo que daban a la atiborrada taberna: un agradable alivio tras el frío y la oscuridad.
La taberna estaba concurrida, iluminada por faroles y velas y un fuego vivo daba calor al ambiente. El aire estaba cargado con el olor de la grasa de las velas y el humo de la madera. En alguna parte, un pastor tocaba una cadenciosa melodía con el laúd. La boca de Corbett se llenó de saliva al llegar a su nariz el sabroso olor del trozo de cerdo que asaban en la chimenea, bajo el cuidado de dos jóvenes de cara colorada que permanecían en cuclillas. Lo hacían girar lentamente mientras lo rociaban con aceite aromatizado con hierbas. Unos mastines estaban echados delante de la chimenea y babeaban ante tan placenteros aromas. Las mozas de la taberna, con las manos llenas de jarras de cerveza espumosa, tenían que abrirse paso apartando las manos intrusas de buhoneros y hojalateros. Ranulfo y Chanson estaban sentados en un rincón rodeados de lugareños. Ambos parecían bien comidos y relajados. Ranulfo estaba sentado como Herodes entre los inocentes, enseñando aquellos preciosos dados que tenía en la mano, mientras animaba a sus «invitados» a que hicieran una apuesta.
—¡Por fin habéis regresado!
Corbett miró tras él. En la zona más fría y oscura de la taberna estaban sentados Blidscote y Burghesh. Burghesh era el mismo de siempre, y Blidscote parecía legañoso y con la nariz colorada, como si hubiera bebido demasiado y muy deprisa. Burghesh hizo señas a Corbett.
—Os recomiendo el pastel de codorniz y un trozo de ese cerdo.
Matthew, el tabernero, llegó hasta ellos diligentemente. Corbett pidió comida para él y cerveza para sus compañeros. No tuvo que esperar mucho. El tabernero le sirvió personalmente: una gran bandeja de madera con medio pastel humeante, trozos de cerdo crujientes y verduras cortadas en trozos que cubría una salsa de queso. Corbett sacó su cuchara de cuerno y un pequeño puñal que guardaba envainado en la parte alta de su bota derecha. Comió rápidamente y con mucha hambre, saboreando cada bocado. Escuchaba sólo a medias la charla que mantenían Blidscote y Burghesh sobre los cambios en el tiempo y las celebraciones de Todos los Santos.
—¿Habéis tenido un día muy ajetreado, sir Hugo? —preguntó Burghesh una vez que el comisario hubo terminado de cenar.
El viejo soldado brindó con él con su jarra.
Corbett respondió. Blidscote podía ser un borrachín, pero la cara ancha de Burghesh, con ojos gris claro y boca sonriente, era amistosa. Corbett se preguntó cuánto sabrían sobre Melford estos veteranos de las guerras del rey.
—Os contaré, señor Burghesh —Corbett se limpió la boca con el dorso de la mano— que si alguna vez somos invadidos por los franceses, Melford será muy difícil de conquistar. La tendríais que rodear con un círculo de acero.
—Ah, pero si los franceses nunca vendrán —sonrió Burghesh—. Una de las cosas buenas de este lugar es que se puede deambular de un lado a otro —levantó su jarra—. Dios sabe que hay bastante gente en esta taberna que siempre estará pendiente de lo que hagáis y donde vayáis.
—¿Y qué hay de los vendedores ambulantes y los hojalateros?
Corbett señaló hacia donde estaba sentado un grupo con sus bandejas cuidadosamente apiladas tras ellos. Había uno que estaba afanado en alimentar una ardilla que tenía de mascota, una pequeña bola roja de piel que llevaba en el hombro y que roía graciosamente los restos que le ofrecían. De vez en cuando el animalejo rompía a parlotear con un hurón de mirada maligna que tenía otro de ellos.
—Me refiero —continuó Corbett— a si pueden ir de un lado a otro cuando quieren sin pagar el impuesto del mercado.
—Pueden intentarlo —dijo Blidscote articulando mal—, pero ¿quién les compraría? Sólo conseguirían que los denunciaran, los pusieran en el cepo y se les prohibiera volver en un año y un día. Están deseando venir a la plaza del mercado y pagar lo que corresponda.
—¿Sois vos responsable de eso? —preguntó Corbett.
Estudió el rostro regordete de mentón escaso, boca babeante y ojos legañosos del alguacil. Corbett recordó su conversación en el molino. Blidscote era un hombre peligroso: débil y presuntuoso, pero si se sentía amenazado, podía hacer daño de una manera astuta y furtiva.
—Soy alguacil jefe —replicó Blidscote—. Hago bien mi trabajo.
Corbett dio unos sorbos a su jarra y dijo:
—¿Y fuisteis vos uno de los primeros en ver el cadáver de la viuda Walmer?
—Sí señor —el alguacil asintió con la cabeza—. Nunca olvidaré esa noche. Estaba aquí en la taberna, ¿no estábamos aquí, Burghesh, contigo y con Repton, el baile?
—Contadme exactamente cómo fue —pidió Corbett.
—De acuerdo —respondió Burghesh—. ¿Recuerdas, Blidscote, que nos encontramos temprano? Estábamos nosotros dos, Matthew, el tabernero, y Repton.
—¿Quién es el tal Repton? —preguntó Corbett.
—Está por allí.
Corbett siguió la dirección.
—Es aquel individuo de pelo lacio, delgado como un espárrago. Es viudo y tenía pensamientos lujuriosos con la viuda Walmer. Quería casarse con ella, sí señor.
Repton era un hombre alto, delgado y anguloso; su cara amarillenta reflejaba amargura, el cabello moreno y lacio le llegaba hasta los hombros. Vestía una cota verde oscura. De carácter colérico, estaba enfrascado en una acalorada discusión con sus amigotes.
—En todo caso —continuó Blidscote— Repton contaba que iba a visitar a la viuda Walmer. «Ah», le dijo Matthew el tabernero, «sir Roger Chapeleys está pescando en ese estanque esta noche.»
—¿Cómo sabía Matthew eso? —preguntó Corbett, aunque sospechaba la respuesta.
—¡Porque sir Roger había estado aquí temprano ese día y mientras bebía había contado muchas cosas! —Burghesh continuó la historia—. De todos modos, Repton estaba muy enfadado, y durante un rato estuvo murmurando cosas para sí mismo. Quería ir a verla. El baile se comportó de manera extraña toda la noche. Salía y después volvía.
—¿A qué hora fue eso?
Burghesh hizo una mueca.
—Oh, debió de ser entre las diez y las once de la noche. Recuerdo haber estado mirando el velón que da las horas —señaló hacia donde ardía con fuerza bajo su casquete de bronce cerca de la puerta de la cocina—. Repton estaba borracho. Me pidió que fuera con él —Burghesh dio un sorbo a su jarra—. Entonces acepté. Era una noche bastante agradable. Bajamos hasta Gully Lane. Me di cuenta de que algo iba mal en cuanto nos acercamos a la casa: la puerta delantera estaba sin su aldaba, y una de las cerraduras todavía estaba abierta. Adentro, la viuda Walmer yacía en el suelo de la cocina, ¡una escena horrible! Su vestido y las enaguas estaban torcidas, tenía las piernas abiertas, la cabeza girada de manera extraña, el vestido rasgado, y tenía marcas azul oscuro en la garganta. En Escocia vi a un hombre que había sido estrangulado con la cuerda de un arco. Ella estaba igual, con la cara color negro azulado, los ojos salidos y la boca completamente torcida. Le dije a Repton que se quedara allí y yo volví a buscar a Blidscote.
—¿Señor alguacil? —interrumpió Corbett.
—Yo había bebido un buen poco —confesó el hombre—. Saqué a algunos hombres de la taberna y fuimos. Fue como lo ha descrito Burghesh: espantoso y horrible. A mí me entraron náuseas. Buscamos en la casa. No había robado nada pero, debajo de la mesa de la cocina, encontramos el cuchillo de sir Roger, un pequeño puñal decorado con sus armas en el mango de marfil y en la hoja.
—¿Y qué dijo sir Roger cuando se le mostró una prueba semejante?
—Dijo que se lo había dado como regalo a la viuda Walmer.
Corbett ocultó su inquietud. Debía rechazarse cualquier teoría acerca de que ese alguacil corrupto, o cualquier otro, hubiera dejado deliberadamente esa prueba incriminatoria, a pesar de que si alguien sabía que ella había recibido tal prenda de amor, podía haberla usado para incriminar a sir Roger.
—¿Estáis seguro de eso?
—Sí, como que el Buen Dios existe.
—¿Y después qué ocurrió? —insistió Corbett.
—A la mañana siguiente —respondió Blidscote— fui a ver al magistrado Tressilyian. Al principio no podía creer lo que le contamos, después firmó la orden de arresto. Yo fui a Thockton Hall. Sir Roger, por supuesto, lo negó todo, pero le enseñé la orden judicial. El grupo armado que llevé buscó en sus aposentos. Encontraron un brazalete y un broche en su cofre privado: se los había cogido a dos de las jóvenes muertas.
—¿Y sir Roger negó tenerlos?
Blidscote sonrió astutamente y se dio un golpecillo a un lado de la nariz.
—¿Qué estáis dando a entender, sir Hugo? ¿Que alguien de mi comitatus, mi grupo armado, puso allí aquellas fruslerías? No, no, sir Roger confesó que se las habían enviado en un pequeño bolso de cuero como regalo. Las había puesto en el cofre y no les había dado más importancia.
—¿Queréis decir que eran una especie de prenda de amor?
—Así es, señor comisario, ¡una especie de prenda de amor! Le preguntamos sobre el cuchillo. Nos contestó lo que ya os he dicho. Después le preguntamos acerca de las tres jóvenes que habían sido asesinadas. Nuevamente, sir Roger confesó que una de ellas había trabajado en Thockton Hall y que él había yacido con la moza. —Blidscote hinchó las mejillas—. Pero alegó que era inocente de los asesinatos. Yo le expliqué que eso lo decidiría un jurado. El magistrado Tressilyian vino con otros dos al Consistorio, pero él era el magistrado principal. Se organizó un tribunal y se tomaron declaraciones.
—Y estaba lleno de testigos hostiles. ¿Sir Roger no era querido en el pueblo?
—No, no lo era —Burghesh continuó la historia —Melford es una villa próspera, sir Hugo. Se están acabando las viejas costumbres. La gente se ofende ante un terrateniente señorial, un caballero que guiña el ojo a sus mujeres, que se comporta como el gran señor de la tierra. Sir Roger tenía mucho temperamento y cuando se enfadaba decía todo lo que pensaba. Entonces, los vecinos tuvieron la posibilidad de responderle.
—Pero eso no prueba nada.
—No sir Hugo, no prueba nada. Admito que hubo muchas habladurías y comentarios. Pero entonces, Deverell, el carpintero, compareció ante el magistrado. Prestó juramento y declaró que había visto a sir Roger abandonar Gully Lane alterado y en completo desorden.
—¿Y qué respondió sir Roger a esto?
—Desestimó a Deverell tildándolo de mentiroso e hijo de ramera.
—¿Pero qué hacía Deverell en Gully Lane por la noche?
—Oh, volvía a Melford con una carga de leña.
—Entonces —Corbett acarició su jarra—. Tenemos el cuchillo, el broche y el brazalete. Tenemos la certeza de que sir Roger Chapeleys visitaba a la viuda Walmer y había confesado su relación con una de las mujeres asesinadas.
—Hubo otra prueba —continuó Blidscote—. Sir Roger no pudo demostrar dónde estuvo cuando esas tres mujeres fueron asesinadas. Se le preguntó una y otra vez. Su respuesta era simple y escueta: «no podía recordar nada».
—¿Y los pergaminos que quemó? —añadió Burghesh.
—¿Qué? —inquirió Corbett.
—Ah, sí —Blidscote se inclinó hacia delante moviendo un dedo—. Cuando llegué a Thockton Hall con la orden judicial, los sirvientes de sir Roger dieron la alarma. Hubo un poco de lucha; tuvimos que abrirnos paso. Encontramos a sir Roger en su alcoba con las manos y los dedos negros de hollín. Había quemado algunos papeles. Examiné los fragmentos. Eran cartas de amor que ofrecían constancia de sus conquistas.
—¿Y cuál fue la respuesta de sir Roger?
—Dijo que podía hacer lo que quisiera con sus cosas. El magistrado Tressilyian fue muy justo. «Díganos sir Roger qué quemó», le preguntó. «Papeles privados», fue la respuesta.
Corbett se volvió y llamó a voces a la moza de la taberna para que trajera cerveza fresca.
¿Qué habría ocurrido si hubiese sido Tressilyian, pensó, y si hubiera tenido esa prueba ante mí? Ciertamente parecía desolador. Sir Roger había tenido un juicio y habría podido defenderse, pero había fracasado al hacerlo. No había negado ninguna de las pruebas, excepto la de Deverell, pero había tenido un amigo...
—¿Sir Hugo?
Corbett miró a Burghesh.
—¿Qué estáis pensando?
—En Furrell el cazador furtivo. ¿Por qué no creyeron su prueba? Declaró que había visto a sir Roger dejar a la viuda Walmer viva, y que incluso había atisbado que llegaban otros con intención de visitarla.
—Furrell era un cazador furtivo —se mofó Blidscote—. Le encantaba la cerveza. —El alguacil se sonrojó cuando se dio cuenta de la hipocresía de lo que estaba diciendo—. Incluso más que a mí —murmuró—. También estaba comprado por sir Roger.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Corbett.
—Bien, sir Roger era generoso. Creo que Furrell sabía sobre sir Roger más de lo que le convenía. Nuestro buen caballero no iba a la iglesia demasiado a menudo, estaba más interesado en los asuntos oscuros.
—¿Estáis diciendo que era brujo o nigromante? —dijo Corbett mofándose.
—Algo hay de verdad en eso —interrumpió de repente Blidscote.
—¡Oh, vamos, vamos! —Corbett bebió de su jarra—. Si os creyera pensaría que sir Roger no tenía virtudes. ¿Estáis ahora diciendo que bailaba con la reina de las hadas en un claro del bosque iluminado por la luz de la luna? ¿O que hacía sacrificios de sangre a los demonios de los bosques?
Burghesh sonrió de oreja a oreja.
—No, no. Sir Roger estaba interesado en la magia: en esas zonas crepusculares donde ni la luz ni la oscuridad son demasiado pronunciadas. Alguna vez habló aquí sobre esto.
—¿Y la prueba de Furrell? —preguntó Corbett, devolviendo la conversación a terreno firme—. Teníamos a un hombre dispuesto a jurar que sir Roger había dejado a la viuda Walmer viva y bien.
—Debió volver —replicó Blidscote.
—Pero Furrell también insinuó que había divisado a otras personas yendo por Gully Lane en dirección a la casa de la viuda Walmer.
—Ah, bueno —Blidscote sonrió detrás de la jarra—. ¿Y como sabemos si no era sir Roger que volvía? También tenemos la prueba de Deverell, el carpintero.
—¿Y el jurado? —Corbett decidió cambiar de dirección.
—Fue elegido como siempre, y la elección se hizo aquí en la taberna.
—Pero es raro, señor alguacil, que el presidente y el vicepresidente de ese jurado... —Corbett hizo una pausa—, ...bueno, ¿ciertamente Molkyn, no era amigo de sir Roger?
—¿Qué estáis suponiendo? —la expresión de Blidscote se volvió hostil—. ¿Que soy culpable de prevaricación? —El alguacil se tropezó con el término oficial que definía corromper a un jurado—. La elección fue abierta y justa. Ya os he explicado que sir Roger no tenía amigos. Y además yo soy sólo el alguacil, no soy el magistrado. Sir Louis Tressilyian podía haber enviado a sir Roger ante el Tribunal Real en Londres.
—Sí, sí, pudo haberlo hecho —Corbett movió la jarra—. Me pregunto por qué no lo hizo así.
Cuando Corbett fue recibido por el rey en Westminster, hizo la misma pregunta. Eduardo, a quien le encantaba discutir sobre las sutilezas de la ley, se había limitado a negar con la cabeza.
—Creo que sir Louis —le había contestado el rey— intentó hacerlo pero yo me negué. Hubiera sentado precedente, Corbett. ¿Os podéis imaginar lo que ocurriría si cada caso de asesinato fuese referido a Westminster? Los tribunales estarían tan atascados como la rueda de un carro en un camino enfangado.
—¡Sir Hugo Corbett! ¡Sir Hugo Corbett!
El comisario se volvió. Un mensajero real, con su capa emblasonada con los leopardos de Inglaterra que mostraban los colmillos en un gruñido, permanecía bajo el vano de la puerta con sus botas y espuelas cubiertas de barro. En una mano llevaba una cartera, y en la otra la vara blanca de su cargo.
—¡Estoy aquí! —le indicó Corbett.
El hombre avanzó cansadamente hacia ellos y puso la cartera en la mano de Corbett con cierta brusquedad.
—Mensajes de Westminster —declaró.
Sir Hugo miró los ojos enrojecidos del hombre.
—¿Cómo os llamáis?
—Varley, señor.
—¿Y bien, Varley? —Corbett entonces llamó al tabernero.
—Me tengo que marchar con la primera luz del alba —advirtió el mensajero.
—En este momento no tengo ninguna respuesta que dar —declaró Corbett—. Señor tabernero, dad a este hombre una cama limpia y algo de comer y de beber.
—Todas nuestras camas están limpias —replicó el tabernero con su cara cuadrada con un marco de patillas pelirrojas, rompiendo a reír—. Aunque entiendo a qué os referís.
Salió, guiando al mensajero. Corbett rompió los sellos y abrió la cartera. El primer rollo era una copia del juicio de sir Roger que había solicitado antes de abandonar Westminster. El segundo era de la Cancillería del Sello Secreto, donde se daban detalles sobre el servicio militar de sir Roger en Gasconia y en la marcha sobre Escocia y Gales. Corbett pidió una vela y lo leyó cuidadosamente. Gruñó y lo volvió a guardar en la cartera. Miró hacia el punto de la taberna donde estaba Repton. El baile levantó la cabeza. Corbett retiró la mirada ante la hostilidad de sus ojos, estrechos y muy juntos. Observó a Blidscote.
—Ya es hora de conversar con el señor Repton. Después de todo él comenzó esta danza.
Blidscote se levantó con alivio y se marchó tranquilo. Corbett esperó. Cuando sintió la presencia del hombre tras él, miró hacia arriba.
—Siéntese, señor Repton —le ofreció—. Le invito a una cerveza.
El baile acercó una banqueta.
—Yo bebo con mis amigos.
De cerca, la cara de Repton parecía aún más agria.
—¿Podríais decirme —Corbett apuró su jarra— si estabais bebiendo aquí la noche en que fue asesinada la viuda Walmer?
—Es correcto. Estaba aquí con mis amigos mientras ese asesino violaba y estrangulaba a la mujer que quería.
—¿Y ella os quería?
El baile parpadeó.
—Nunca tuve la oportunidad de preguntárselo, comisario. Pero si hubiera respondido, lo hubiera hecho en la puerta de la iglesia intercambiando votos.
Corbett estudió al baile. Su cota era de buen paño. El cinturón marrón que ceñía su estrecha cintura era de buen cuero; sus calzas estaban hechas de estambre azul oscuro; incluso sus botas eran obra de un artesano. Corbett concluyó que era un hombre próspero.
Podía actuar como baile, como administrador de las propiedades de la ciudad. También podía ser que tuviera su propio terreno, que produciría tanto para el mercado como para su cocina.
—¿Qué ocurre, comisario?
—Me pregunto por qué sois tan hostil. Habéis contado vuestra historia miles de veces. ¿Seguramente la podréis contar una vez más?
—Está bien, os contaré mi historia. —Las palabras le salían como si fuesen un gruñido—. Estaba aquí bebiendo. Quería visitar a la viuda Walmer. Pedí a Burghesh que me acompañara.
—No, no, eso no es verdad, ¿o sí?
—¿Me llamáis mentiroso? —la mano de Repton buscó su cuchillo en la funda.
—No, sólo digo que sois bastante olvidadizo. Estabais bebiendo aquí y decidisteis visitar a la señora Walmer. Sin embargo, Matthew el tabernero había anunciado que la viuda estaba recibiendo a otro visitante aquella noche.
El baile tragó con fuerza. Corbett se apercibió de lo tranquila que se había quedado la taberna.
—Ésa es mi primera pregunta —sonrió Corbett—. ¿Por qué tan tarde por la noche decidís repentinamente visitar a una mujer que sabéis que se está divirtiendo con otro? A ella no le hubiera gustado y sir Roger se hubiera opuesto. Sir Roger era un hombre de armas tomar. No creo que le hubiera parecido bien que llegara algún otro.
—Por eso me llevé a Burghesh.
—Ah —suspiró Corbett—. ¿Siempre lleváis un acompañante cuando visitáis a una dama amiga?
El baile se agarró de la esquina de la mesa.
—¿Qué estáis suponiendo?
—No estoy suponiendo nada, señor. Estoy intentando llegar a la verdad de este asunto. ¿Habíais visitado antes a la viuda Walmer? ¿Lo habíais hecho?
—Sí, pero eso es asunto mío.
—Está bien, ¿y pedisteis a alguien que os acompañase? —Corbett se inclinó acercándose—. Dadme un ejemplo, nombrad a un acompañante.
—Aquella noche sir Roger estaba allí, yo necesitaba...
—¿Realmente? ¿Pero seguramente era muy tarde? ¿Sir Roger debía de haber partido?
—No sé qué insinuáis.
Repton se levantó de un salto. De un movimiento sacó su daga de la funda. Retrocedió y permaneció ligeramente agachado con las piernas separadas.
Corbett pensó que estaba acostumbrado a luchar, era un matón de taberna.
—¿Qué hace aquí este comisario fisgón? —vociferó Repton en la taberna donde todos se habían quedado en silencio.
Su pregunta provocó un murmullo de apoyo.
—¿Quién creéis que sois? ¡Chapeleys era un asesino!
Sus palabras recibieron un coro de aprobación.
—Asesinó a la viuda Walmer y a aquellas otras mujeres. Por eso fue colgado. Ahora su cachorro gime con cartas a Westminster.
—Sentaos señor —ordenó Corbett—. Guardad vuestro cuchillo y sentaos.
—¿Pensáis que haré lo que digáis, comisario? —Repton levantó el cuchillo—. ¿O sólo sois bueno para eso? ¿Una nariz larga con una lengua habladora? Esto es Melford, no Westminster. ¡No seríais el primero en ser enviado de una coz!
Entonces algunos de los parroquianos le abuchearon.
—¡Vamos! —Repton agitó las manos.
—Traigo las credenciales del rey.
—Traigo las credenciales del rey —imitó Repton.
Esto provocó más carcajadas. Corbett miró hacia Ranulfo, movió negativamente la cabeza y se puso de pie.
—Sólo quiero hablar con vos, eso es todo. Quiero saber la verdad. El rey quiere saber la verdad.
—Os he dicho la verdad. Ya no estáis en los Colegios de Oxford, comisario.
—Intento ser razonable —Corbett dio un paso adelante—. No os deseo ningún mal.
Corbett observó los ojos del hombre. Repton estaba muy bebido. Estaba más allá de la razón.
—Mirad —Corbett jugueteaba con el anillo de la cancillería en su dedo—, lo siento. Disculpadme si os he molestado.
Las carcajadas crecieron. Repton no podía resistirse al público. Se levantó, blandiendo el cuchillo. Corbett lo paró con la bota, dando al desafortunado de lleno en la ingle. Repton chilló de dolor y se desplomó de rodillas, y el cuchillo cayó con estrépito en el suelo alfombrado de juncos. Intentó avanzar a gatas, pero Corbett puso suavemente su tacón sobre el dorso de su mano.
—¡Soy el comisario real! —proclamó—. No deseo ningún mal a nadie, pero si quisiera, Repton podría ser colgado por traidor. De modo que les diré por qué estoy aquí. Hace cinco años sir Roger Chapeleys fue ejecutado acusado del asesinato de al menos cinco mujeres —miró a su alrededor—. Bien, ahora prestadme atención. Si sir Roger era culpable, entonces merecía morir. Pero he aquí el misterio. No sólo ha habido más asesinatos sino que a ellos se han agregado las bárbaras muertes de dos miembros del jurado responsable de su condena. ¡Llegaré a la verdad ya sea en Melford o incluso en la propia prisión del rey en Newgate!
Chanson lo observaba con la boca abierta. Ranulfo, sonriendo de oreja a oreja, estaba ocupado embolsándose sus ganancias.
—Ahora, señor Repton —Corbett presionó el tacón de su bota hasta que el hombre retrocedió—, ¿aceptáis mis disculpas?
—Sí —respondió con la voz entrecortada.
—¿Y aceptaréis una jarra de cerveza?
—Sí.
Corbett ayudó al baile a ponerse de pie. Ahora parecía desconsolado. No sabía si masajearse la mano o la ingle. Corbett levantó el taburete y acomodó al hombre en él. Burghesh y Blidscote se sentaron fascinados, como si no pudieran comprender lo que había ocurrido. Corbett ordenó traer más jarras de cerveza. Puso una en las manos del baile.
—El peltre está frío —lo animó Corbett— ponéoslo en la ingle, os aliviará el dolor. —Se inclinó hacia delante—. ¡Estáis loco —dijo siseando—, por eso podrían haberos colgado!
Repton contuvo un sollozo.
—No estáis enfadado, ¿verdad? —continuó Corbett—. Estáis asustado.
Observó que Ranulfo y Chanson se unían a ellos, tomando unos taburetes; se sentaron detrás del baile.
—¿Qué queréis decir? —dijo el baile tartamudeando.
—Aquella noche vinisteis dos veces al Vellocino de Oro, ¿no es así? Llevabais todo el día bebiendo. ¿Supisteis por Matthew el tabernero cómo se estaba divirtiendo la viuda Walmer, y entonces salisteis tambaleante hacia Gully Lane para ir a su casa?
—No lo hice —susurró el baile y bebió un trago de cerveza—. ¡Juro por Dios que no lo hice!
—¿No hiciste qué? —interrogó Blidscote.
—Llegasteis hasta la casa ¿o no? —Corbett ignoró al alguacil—. ¿Y la puerta estaba abierta?
—Sí, la puerta estaba abierta. —El baile hablaba como si recitase una lección—. La viuda Walmer yacía en el suelo —se apretó el estómago—. Os puedo contar lo que había ocurrido, su vestido estaba arrancado por arriba y tenía unas marcas horribles en la garganta. Su cuerpo y sus piernas estaban retorcidos. Yo me asusté. Pensé que el asesino todavía podía estar por allí. Me dio pánico. ¿Y si me acusaban a mí?
—Entonces volvisteis al Vellocino de Oro —explicó Corbett— donde bebisteis aún más, dándole vueltas y vueltas en vuestra mente a lo que habíais visto. Cuando os volvió el valor, pedisteis a Burghesh que os acompañara. Así que ambos volvisteis juntos.
—Así fue —masculló el baile.
—A nosotros no nos contaste lo mismo —señaló Blidscote.
—¿Cómo podía? —el baile parpadeó—. ¡Pero yo no la maté!
—¿Y el cuchillo de sir Roger? —preguntó Burghesh.
—Os lo dije. Me quedé en el vano de la puerta. No toqué nada. Sólo echar un vistazo fue suficiente. Salí y vomité entre los arbustos. Después me volví hasta aquí.
—¿No visteis nada de sir Roger?
El baile negó con la cabeza. Corbett apartó la jarra; recogió su cartera de cuero, su capa, su talabarte y las alforjas de la montura.
—¿Veis? —sonrió a Blidscote—. Estoy aquí para averiguar la verdad, pero ahora ya estoy cansado.
Se despidió dándoles las buenas noches, cruzó el salón de la taberna y subió las escaleras.
—Vuestro señor es un hombre extraño —declaró Burghesh.
—Maese Cara Larga es bastante extraño —afirmó Ranulfo sonriendo mientras se ponía de pie. Se inclinó sobre la mesa y elevó la voz para que se oyera en toda la taberna—. Es muy extraño, este sir Hugo. Persiste y persiste hasta que consigue saber la verdad. Nunca se da por vencido. Pero —levantó las cejas—, está noche estaba de buen humor.
—¿Por qué? —preguntó el baile—. ¿Acaso creéis que me hubiera matado?
—No —dijo Ranulfo agarrando al baile por los hombros—. Sir Hugo no os hubiera matado, ¡pero yo sí lo hubiera hecho! —y acercó aún más su cara—. Y si ocurre de nuevo, ¡lo haré! ¡Decídselo a las gentes de Melford!
Capítulo X
Un día muy interesante, señor.
Ranulfo, a horcajadas en un taburete, le hizo un guiño por encima del hombro a Chanson, que estaba en cuclillas cerca de la puerta. Corbett estaba sentado en su cama bajo la pequeña ventana con forma de nicho. Observaba su dormitorio, un lugar cómodo y que olía bien. Estaba particularmente intrigado por la gran cama con doseles y una cabecera ornamentada y cortinas de lana color mora.
—Se diría que es un dormitorio de esponsales —murmuró—. Ciertamente es cómodo; hasta tiene alfombras en el suelo.
—Por lo menos nuestro tabernero sabe cómo tratar a un representante del rey —rió Ranulfo.
—Estoy tan cansado —replicó Corbett— que dormiría en una pocilga. No seas demasiado duro con los buenos vecinos de Melford. Están asustados.
Observó el brasero con tapa que estaba en una esquina, donde los carbones ardiendo eran visibles a través de los cortes hechos en el metal. De vez en cuando percibía el sabor de la primavera que emanaban las hierbas con que había sido rociado. Corbett no había pedido tanto lujo, pero lo apreciaba.
—No hay nada mejor que una patada bien puesta, ¿verdad señor?
—Repton fue un necio, pero no podía dejarlo pasar. Bien, sé qué has encontrado algo y ¿quieres saber de qué me he enterado?
Pasaron más o menos una hora intercambiando información. Corbett estaba particularmente intrigado por la forma en que la historia que le había contado Ranulfo sobre el enmascarado coincidía con la de Sorrel.
—¿Y cuál era esa información de Westminster? —le preguntó Ranulfo.
—Un archivo del juicio del Tribunal del Rey. El resto era una investigación que he organizado. Nunca —Corbett hizo un gesto con la mano—, ni una vez, cuando sir Roger sirvió en los ejércitos del rey en muchos lugares, fue acusado de atacar o violar mujeres. Como sabes, cuando las tropas están en un país hostil, quienes gustan de abusar de las mujeres aprovechan la oportunidad con satisfacción. He visto colgar a cinco o seis en Gales por violación y rapto.
—¿Y qué queréis decir por «satisfacción»? —preguntó Chanson.
—Cuando volvamos a Londres, Chanson, Ranulfo podrá llevarte a las cocinas de Southwark para presentarte a alguna de sus amiguitas.
—¿Queréis decir rameras? Ranulfo me ha hablado de ellas.
—Ninguna mujer es una ramera —exclamó Ranulfo—. Yo las llamo mis señoras de la noche. Y son las damiselas más bonitas que jamás hayáis visto.
—Deberías hablar con ellas —siguió Corbett—, y te contarán sobre determinado tipo de hombre que sólo puede disfrutar del sexo después de haberle pegado a una mujer. Las damas de la noche los hacen pagar por el privilegio. Durante la última fiesta de san Miguel salimos con el señor de Craon, el enviado de Francia. Cuando no está ocupado urdiendo complots a favor de su rey, Felipe de Francia, o intentando robar secretos o matar a nuestros espías, De Craon es utilizado como yo para seguir criminales. Mencionó un caso en particular cerca del real pabellón de caza en Fontainebleau. Hace unos dos veranos atrás, atacaron, violaron y asesinaron a unas jóvenes. Finalmente De Craon atrapó al asesino y vio cómo el potro de Montfaucon lo desmembraba. Estaba fascinado por lo mucho que había disfrutado ese hombre con lo que había hecho. De Craon lo describía como un animal, un lobo humano, un depredador: disfrutaba más con la violencia que con la muerte.
—¿Y es esto lo que tenemos en Melford?
—Sí, Ranulfo, pero nada de lo que he ido sabiendo es coherente —Corbett se inclinó hacia delante—. Os quiero contar una historia.
Chanson se acercó y se sentó al lado de Ranulfo, con las piernas cruzadas.
—Hubo una vez —Corbett sonrió a sus compañeros— una villa real de Melford, que tenía un mercado. Era un lugar muy próspero donde ya no se cultivaba la tierra, pues se sembraba pasto. Criaban ovejas y la lana producía grandes beneficios. Habéis visto los efectos de la prosperidad: edificios buenos y sólidos, una taberna como el Vellocino de Oro, una Casa Consistorial, tiendas, artículos de lujo traídos por los comerciantes de Londres. Y todo fue agradable en este pequeño Edén, hasta hace cinco años...
—¿Y quién apareció hace cinco años? —preguntó Ranulfo.
—Lo he estado investigando —replicó Corbett—. Nadie. La mayor parte de los personajes que tenemos entre manos, incluidos los Chapeleys, han estado aquí por lo menos diez años, como el párroco, su coadjutor y Burghesh, Molkyn el molinero, etc. No obstante, sé lo que ello implica. El primer asesinato fue cometido hace cinco años pero, según Sorrel, ha habido otros: las mujeres de los comerciantes, de los buhoneros, hojalateros, del Pueblo de la Luna. Estos últimos evitan el lugar como a la peste. Sin embargo —siguió Corbett— hace cinco años y en el espacio de unos pocos meses, atacaron, violaron y mataron con el garrote a tres vecinas, y sus cuerpos fueron encontrados en diferentes lugares del campo. Habéis visto que en esta ciudad no hay murallas ni puertas. Todo un ejército podría entrar y salir sin ser notado. He cabalgado por los alrededores: en un momento se está en una villa trabajadora y próspera con su mercado, y al siguiente uno se encuentra en medio del campo más solitario. Es un escenario que le encantaría a nuestro asesino: se ondula y repliega. Ha desaparecido una parte de los bosques, pero todavía hay arboledas y bosquecillos.
—Y ya nadie ara la tierra —declaró Ranulfo.
—¡Buen hombre, Ranulfo! Todavía podríamos hacer un buen granjero de ti. Cuando se ara la tierra hay un flujo constante de trabajadores que van y vienen: rastrillando, abonando, sembrando, limpiando. Las praderas son diferentes y por eso es tan rentable criar ovejas. Mientras más crezca el pasto, mejor. Las ovejas van a pastar y ¿quién las mira? Tal vez un pastor, y sus hijos y sus perros. Y como las ovejas van de un lado a otro, se han plantado setos al borde de los senderos. Hay lugares donde los senderos parecen trincheras. Alguien podría moverse por ellas sin ser visto por un pastorcillo que dormita bajo un árbol, un terreno perfecto para asesinar. Sin embargo —golpeó el suelo con el pie—, nosotros estamos ante un problema inescrutable. ¿Por qué una joven iría al campo solitario a encontrarse con su asesino? Sí, Chanson, acepto que sobornasteis a la tabernera y la hicisteis ir donde Ranulfo. Pero ¿habría ido al campo, a un lugar tan solitario como el Roble del Diablo? ¿Y este enmascarado en su caballo silencioso? ¿Es el asesino? De ser así, su víctima tendría que estar en el campo, para empezar. Y por audaz que sea, Adela no se acercaría a un ser vestido de tal guisa en un sendero solitario.
—¿Ni por plata?
—Sí, acepto la lógica de lo que dices, Ranulfo. Si le dijera a cualquiera de las criadas que en el Roble del Diablo había una moneda de plata, no se lo contaría a nadie para no perderla. Cerraría la boca. Entendería que Adela fuese una segunda vez si su primera excursión hubiese dado beneficios. Pero ¿de qué modo podía ser inducida en primer lugar?
Ranulfo chasqueó los dedos:
—Señor, el enmascarado ha sido visto cabalgando por los senderos del campo.
—Sí, es lo que me dijo Sorrel.
—De modo que puede haber estado yendo a poner la plata en el lugar secreto para encontrarse con su víctima. ¿O incluso de regreso después del asesinato?
—¿Y?
—Apuesto —continuó excitado Ranulfo— que el asesino primero se acerca a sus víctimas aquí, en la ciudad, en las callejuelas oscuras o los callejones. Dice un nombre. Tal vez cubre la trampa con miel. Dice que éste o el otro es su admirador. Tal vez el enmascarado, de ser el asesino, no da un nombre, sino que dice que en determinado lugar habrá una moneda de plata.
—Estoy de acuerdo. Pocas jóvenes resistirían tal acercamiento. La víctima sentiría curiosidad, preguntándose si es verdad o no. De modo que se arma de valor y va a algún lugar desolado. La moneda de plata está allí. Tal vez la matan en la primera ocasión, pues el asesino acecha a poca distancia. O acaso esa primera vez sólo tiene que acercarse y cuando el asesino ha tendido la trampa para asegurarse que caerá en ella, golpea la segunda vez, incitándola a ir más lejos, a un lugar adecuado.
Corbett inclinó la cabeza y puso atención a los sonidos que venían del patio y las caballerizas, las despedidas en voz alta, mientras el salón se iba desocupando.
—Dejadme continuar mi historia, en cualquier caso. A nuestro asesino le gustan las jóvenes. Se acerca con su disfraz y su máscara. Atrae a la víctima a la soledad del campo y la mata. Por lo que sabemos, es posible que haya habido mujeres que no se dejaron engañar tan fácilmente, pero puede que no sea fácil probarlo. Y ahora —siguió Corbett frotándose la barbilla— la historia es sencilla, es como seducir a un niño con golosinas. Yo sospecho que el asesino es el enmascarado. Va por los senderos y caminos del campo buscando a sus posibles víctimas como un zorro que busca conejos. Recordad que se han encontrado los cuerpos de las víctimas porque sus familias se preocuparon. Pero ¿qué ocurre con las otras víctimas, las mujeres viajeras que están de paso? Sus parientes pueden creer que se han escapado, que se han marchado a cualquier otra parte. Acaso ni siquiera se preocupan. En el área cercana a Whitefriars, en Londres, Dios nos perdone, se puede comprar a una niña de doce años por un miserable penique.
—Pero la viuda Walmer no encaja en el modelo.
—No, Ranulfo, no encaja. Tenemos una bonita viuda que probablemente ha visto mundo, conoce su maldad y es astuta como para no caer en la trampa. Vivía sola, aunque Margaret, la hija del molinero, era su acompañante. La noche que murió esperaba a sir Roger, es bien sabido, y solicitó a la joven Margaret que se quedara en casa.
—¿Y cómo pudo saberlo el asesino?
—Por deducción, Ranulfo. Si sir Roger, que Dios lo tenga en Su gloria, estaba anunciando en la cervecería que iba a visitar a la viuda y el asesino lo oyó —Corbett hizo una mueca—... pero ése no es el problema: el acertijo es el porqué. ¿Por qué la viuda Walmer?
—Casi parecería, señor, que ella tenía que morir.
—¿Qué quieres decir?
—Si no fuese así, sir Roger no hubiera quedado atrapado, nadie hubiera registrado su casa. El carpintero no hubiera recordado haberlo visto en Gully Lane.
Corbett se sentó y reflexionó:
—¿Estás insinuando, Ranulfo, que la viuda Walmer fue asesinada porque guardaba algo? ¿O que la mataron deliberadamente para coger a sir Roger?
—Ambas cosas, pero yo preferiría la última posibilidad.
Corbett movió la cabeza, incrédulo:
—Eres un hombre muy inteligente, Ranulfo. No había pensado en eso. Sigamos ese camino. Sir Roger sospecha quién es el auténtico asesino de la joven dama. Tal vez sugiere que lo sabe. Y así nuestro misterioso enmascarado teje su propia red para atrapar al señor. La única debilidad del argumento es que sir Roger era un hombre de carácter fuerte. ¿Por qué entonces no acusó al asesino abiertamente? ¿O lo hizo arrestar? ¿O lo arrastró ante el juez Tressilyian?
Ranulfo, que se ufanaba por las alabanzas de Corbett, le devolvió una mirada sin respuesta.
—No, no —Corbett se inclinó para darle unos golpecitos en la rodilla—. Acepto tu hipótesis. Volvamos a la viuda Walmer. Sir Roger se presenta para gozar de su velada de amor y se marcha. Hemos de creer que Furrell estaba diciendo la verdad, pero el furtivo también dijo que había visto a otras personas que iban disimuladamente por Gully Lane en dirección a la casa de la viuda Walmer. Alguno podría haber sido el asesino, y los otros dos pueden haber sido las idas y venidas de Repton.
—¿No creéis que Furrell decía la verdad, realmente?
—Sí, Ranulfo, lo creo. Tiene sentido. El asesino sabía que sir Roger dejaría a la viuda Walmer. Probablemente ella había insistido para que no pasara la noche ahí. Y entonces se presenta el asesino, mata a la viuda y encuentra, por buena fortuna, el cuchillo de Chapeleys y su vaina, que le ha dejado de regalo. Lo deja en el suelo y desaparece en la noche. Repton pasa una vez y habiéndose fortificado con cerveza y la compañía del señor Burghesh, regresa. Se conoce el asesinato y comienza la cacería. Después ocurre lo previsible. Visitan al magistrado local y se emiten órdenes de captura. Revisan Thockton Hall y se encuentran más pruebas incriminatorias.
—No entiendo —intervino Chanson que había estado siguiendo atentamente la discusión— ¿Qué hacía un señor terrateniente con las baratijas de las jóvenes de la villa?
—Sí, mi querido palafrenero, nuestro noble escribano de la Cancillería del Sello Verde no se equivoca, me parece que el asesino se las envió a sir Roger, quien creyó equivocadamente que eran recuerdos de algunas de las damiselas que había conquistado. Es como si la joven Adela de la cervecería me mandara una sortija o un broche.
—Lady Maeve os haría decapitar —intervino Ranulfo.
—Claro que sí, es lo que haría —sonrió Corbett—, pero si yo fuera sir Roger no querría tirar esos recuerdos. Los dejaría en un cofre sin dedicarles un segundo pensamiento, que es lo que ocurrió. Y ahora, debemos concentrarnos en sir Roger —Corbett se rascó la cabeza—. No ayudó a su caso en nada. No era querido y era rudo, pero negó rotundamente tres cosas: el asesinato de las jóvenes, el asesinato de la viuda Walmer y la prueba de Deverell, el carpintero.
—Deberíamos haberlo visitado a él primero —declaró Ranulfo.
—No va a cambiar su historia. No es Repton, el baile. Deverell juró. Juró la condena de muerte de una vida humana. Si ahora cambia su historia, lo colgarán mañana, y él lo sabe. Y sospecho que por eso no se encontraba en la taberna esta noche.
—¿Se estará escondiendo de nosotros?
—Y también del auténtico asesino. Volveré a él en un momento.
—De modo que —dijo Ranulfo— se han hecho los alegatos y sir Roger está detenido en la cripta. Llega el juez Tressilyian a Melford y ocupa su puesto en el Consistorio. Los sentimientos populares se están exacerbando contra el señor y se convoca un jurado.
Corbett tocó el rollo del Tribunal con la puntera de la bota.
—Aquí encontraremos los nombres de los demás miembros del jurado. Tressilyian tiene la orden de reunirlos para que yo los interrogue. No obstante pienso, en efecto, que es una coincidencia notable que el jurado haya estado bajo la conducción de un hombre que odiaba a sir Roger.
—Incluso así —declaró Ranulfo— las pruebas contra el terrateniente fueron impresionantes.
—Excepto en un punto: el garrote, que jamás fue encontrado. Pero tienes razón, Ranulfo, las pruebas son impresionantes y el juicio sigue su curso. El magistrado Tressilyian intenta que sea referido al Tribunal del Rey en Westminster, pero la solicitud le es denegada. Se dictamina que Chapeleys es culpable. El magistrado sólo tiene una sentencia posible y, aunque de nuevo se envían cartas a Westminster, esta vez pidiendo clemencia, el rey, aconsejado por su propio fiscal del Tribunal Supremo, deniega el perdón y sir Roger es colgado. —Corbett hizo una pausa—. Los pies me están matando —gruñó sacándose las botas que tiró a un rincón—. Melford vuelve a su pacífica existencia, pero —hizo una pausa— eso no significa que cesen los asesinatos. No estoy muy seguro de cuántas mujeres más, familiares de los trashumantes, habrá matado el asesino.
—Sin olvidar a Furrell, el furtivo.
—No, no debemos olvidarlo. Todas las evidencias indican que Furrell vio algo, y sabía más de lo conveniente para él. Había de ser silenciado. Creo a Sorrel. Furrell está frío en su tumba, sabe Dios dónde. Sorrel conoce estos campos como la palma de su mano, pero es posible que el cadáver de su esposo esté en las profundidades del Swaile, con pesos y piedras colgándole de las piernas. Pero volvamos a Melford. En apariencia, todo está tranquilo. Los asesinatos han sido vengados y se ha ejercido la justicia del rey, pero los crímenes recomienzan.
—¿Por qué? —intervino nuevamente Chanson—. Eso no tiene sentido, señor —sonrió—, no es lógico —añadió citando la frecuente frase de Corbett.
—¿Y qué sabes tú de lógica? —le preguntó enfadado Ranulfo.
—Casi tanto como vos sabéis de caballos.
—Silencio ahora, Chanson ha señalado algo válido. Durante cinco años no hubo asesinatos de mujeres en la villa. Ha de haber motivos para ello. En primer lugar, había que confirmar que el culpable era Chapeleys. En segundo lugar, hemos de entender el alma del asesino. Es un hombre que sabe que hace mal pero, como el perro que devora su propio vómito, no puede contenerse. Su frustración crece con los años. Va por las calles y callejones de Melford y ve una cara bonita, un cuello suave, tobillos bien torneados. Desea en secreto. Y finalmente vuelven los demonios. Y por fin... —Corbett mira más allá del dormitorio...
—¿Sí, señor?
—Hemos seguido a asesinos, Ranulfo, a los que planean asesinatos, al asesinato mismo. Hay un rasgo de estos hijos de Caín que siempre me fascina: su increíble arrogancia. Son como los académicos pomposos en los vestíbulos de Oxford. Se creen diferentes a todos los demás, más inteligentes, más astutos. Disfrutan con el juego, y verdaderamente creen que nadie les dará caza. En cierto sentido, el asesino está burlándose de Melford, ridiculizando a los vecinos. «Mirad», les dice, «maté antes y escapé. Ahora vuelvo a matar y ¿qué podéis hacer?»
—Por supuesto podríamos estar equivocados —dijo Ranulfo—. Existe la posibilidad de que sir Roger haya sido culpable y que ahora exista alguien que esté copiando los asesinatos.
—Es verdad —sonrió Corbett— pero la lógica indica que es el mismo asesino, que utiliza el mismo método. La joven Elizabeth, la hija del carretero, una joven encantadora, es seducida y atraída por el enmascarado. Tal vez ya la haya probado y ella haya mordido el anzuelo. Y entonces acude al lugar secreto en algún punto cercano al Roble del Diablo. La primera vez recogió una moneda de plata, pero la segunda vez el asesino está esperándola: era un dinero bien gastado, tomando en cuenta el placer que experimenta.
—¿Y los demás asesinatos? ¿Molkyn y Thorkle? —preguntó Ranulfo.
—Ah, sí, ese precioso par. Vamos a analizarlos junto con Blidscote y Deverell, el carpintero. Digamos, sólo para alimentar el análisis, que los cuatro son corruptos. ¿Cómo podría hacerse?
—¡Dinero! —Chanson levantó tanto la voz que Ranulfo dio un salto.
—Casi estoy de acuerdo —replicó Corbett—, pero ya no estamos hablando de jovencitas. Se trata de burgueses de Melford, acomodados y responsables. Tendrían que haber recibido un gran soborno para participar en un acto corrupto que llevaría a la horca a un inocente. También deberían haber sido conscientes de que si alguna vez eran descubiertos, les esperaba una muerte horrorosa.
—¿Chantaje? —preguntó Ranulfo.
—Sería la explicación más lógica. Pero, una vez más, ¿quién podría saber tanto como para que los cuatro temieran a Dios? También debemos recordar que estaban siguiendo el camino de Judas: no querían a sir Roger y eran sensibles a cualquier instigación.
—Lo cual significa que deben de haber conocido al asesino —Ranulfo se frotó las manos, disfrutando. Le encantaba seguir la mente tortuosa de su señor. Le recordaba un perro de caza que se mete entre los matojos como una serpiente, siguiendo su pista pase lo que pase, decidido a encontrar a su presa:
—Tal vez —sugirió— deberíamos recoger al señor Blidscote y al señor Deverell y ponerlos en un coche que los lleve a Londres.
—Lo dudo —Corbett se aflojó los cordones del cuello de la camisa—, cuando más nos dirán que eran corruptos. El asesino, el chantajista, probablemente se acercó a sus víctimas de modo silencioso y clandestino. —Suspiró—. Y en cuanto al asesino de Molkyn y Thorkle, tenemos dos opciones. La primera es que el enmascarado los silenció. Tal vez los dos tenían escrúpulos, se sentían culpables aunque no haya pruebas de ello. Y de hecho por lo poco que sé de Molkyn, es muy improbable.
—¿Y en segundo lugar? —preguntó Ranulfo.
—Que hay un segundo asesino en Melford. Alguien que sabe que sir Roger era inocente o bien porque encontró pruebas o, sencillamente, porque los asesinatos han recomenzado. Este hombre o mujer comprende que la justicia ha cometido un grave error y está decidido a vengar la muerte de sir Roger. Molkyn y Thorkle mueren y sir Louis es atacado —Corbett se mordió la comisura del labio—. Sí, debe de ser un ángel vengador, y de ahí las advertencias escritas en la tumba de sir Roger y en la horca.
—¿Y quién podría ser el ángel vengador? —preguntó Chanson.
—Bien, la lista es infinita. Tal vez los curas, quienes pueden haber oído algo en confesión. El hijo de Chapeleys, sir Maurice, ansioso por vengar el nombre de su padre. ¡Y sabe Dios! Hasta podrían haber sido sus esposas.
—¡Sus esposas! —exclamó Ranulfo.
—Os lo dije. Las vi esta noche. Y creedme, Ranulfo, que si un asesino me corta el cuello y lady Maeve mostrara tan poca pena como esas dos —sonrió—, estaría tentado de volver y ser su fantasma. Nunca he visto viudas como aquéllas. Dios me perdone, pero estaban casi felices de que sus maridos estuviesen fríos en la tumba. Creo que Úrsula puede haber conocido a sir Roger más íntimamente de lo que le hubiese gustado a su marido. Y no hay duda de que a Lucy, la mujer de Thorkle, se le enternece la mirada cuando pone los ojos en el hijo del molinero. A quien quisiera haber interrogado, y pretendo hacerlo, es a la joven Margaret.
—¿Por qué?
—Simplemente, Chanson, porque sospecho. De algún modo u otro, sabe mucho. Era la hija de Molkyn, la acompañante de la viuda Walmer, y odiaba a su padre.
—Tantas teorías —susurró Ranulfo—. Tantos caminos y ¿cuál seguir?
—No lo sé —el comisario abrió las manos—. Tantas posibilidades. El asesino de hace cinco años ¿es también responsable de las muertes de estas dos jóvenes? ¿Es responsable de las muertes de Molkyn, Thorkle, del ataque a Tressilyian y de los mensajes secretos? ¿O bien hay dos, o acaso tres asesinos? ¿El asesino del garrote y el enmascarado son la misma persona? ¿Y cómo, pese a todas nuestras teorías, los asesinos han conseguido atraer a sus víctimas a algún lugar desolado? ¿Por qué mataron a la viuda Walmer? ¿Qué pasó con Furrell? Y Blidscote, Deverell, Molkyn y Thorkle, ¿eran corruptos? Y de ser así, ¿por qué? ¿Quién los sobornaba?
Corbett se puso de pie, se abrió la chaqueta, se dirigió al lavatorio y se echó agua en la cara. Se secó con una toalla de lino.
—Deberíamos interrogar al señor Deverell, pero será tan informativo como si hablásemos con el dosel de su cama. Podría volver al molino y, desde luego, están los dos curas. Mañana, Chanson, Ranulfo vendrá conmigo. Y tú busca al señor Blidscote. Llévalo al Consistorio. Quiero saber si ha habido otros informes sobre jóvenes desaparecidas durante los últimos diez años.
—¿Y nosotros? —preguntó Ranulfo.
—Iremos a la misa del alba en San Edmundo —Corbett miró el suelo—. Esta noche me atacaron. No veo ninguna lógica en ello, ni tampoco imagino qué pasó con el juez Tressilyian. Bajo la superficie serena de esta villa hay pasiones sangrientas y anhelos criminales. Necesito ir a misa y comulgar.
Ranulfo observó a su extraño señor.
—En cosa de días —siguió Corbett— celebraremos Todos los Santos. Dicen que entonces vuelven las almas de los muertos. Cuando era niño, solíamos encender un círculo de hogueras alrededor del pueblo, para defendernos de los fantasmas. Bien, los fantasmas han entrado en Melford para penar, buscar justicia, e incluso venganza. No sólo enfrentamos las traiciones de los vivos, Ranulfo, sino las traiciones de los fantasmas. Las viejas mentiras, fuertemente arraigadas, los pecados antiguos que se desencadenan y se imponen. Debemos cuidarnos al andar. Tal vez sea la última vez que me mueva por Melford bajo el manto de la oscuridad.
Se sentó en el borde de la cama:
—Será mejor que durmamos. No tardará en amanecer.
Dio las buenas noches a sus compañeros y los invitó a dejarlo solo.
Ranulfo condujo a Chanson a su propia habitación al final de la galería, con vista a los establos.
—Está de un humor sombrío —declaró el palafrenero, cuando se preparaban para dormir.
—Siempre está de humor sombrío —respondió Ranulfo sentándose a la mesa para encender más velas.
—¿No pensáis dormir?
—He de escribir una carta —declaró Ranulfo con orgullo.
Abrió uno de los estuches y sacó una hoja de vitela que dejó en la mesa y luego su bandeja de escribir y las plumas, la tinta y la piedra pómez. Ranulfo oyó que Chanson hablaba, pero no estaba escuchando. Quería escribirle a Alice en su solitario convento de Wiltshire. Sería su sexta carta, y todavía no recibía respuesta. Cada vez le parecía más difícil. ¿Le escribía porque la echaba de menos? ¿Porque la amaba realmente? ¿O porque disfrutaba con su habilidad recién estrenada? Ahora era maestro de escritura cursiva, de la frase elegante. Ranulfo sentía pasión por la erudición. Algún día iba a tener un alto cargo en la Cancillería del Sello Secreto.
Escribió las palabras: «Mi muy querida Alice» e hizo una pausa. ¿Llegaría a alto funcionario? Sonrió por su ambición secreta: tomar las órdenes sagradas. ¿Y por qué no? Era un hombre del rey, ¿no? Una y otra vez, en Westminster, el viejo Eduardo se acercaba a él y lo tomaba del brazo, como si hubiese sido uno de sus compañeros de gran ayuda. El rey compartía sus penas y problemas; adulaba a Ranulfo prometiéndole cosas para el futuro. Era la única parte de su vida que jamás compartía con Corbett. Pero a veces, más ahora que antes, Corbett se sentaba y lo observaba. ¿Con ironía? ¿Con cinismo? ¿O con tristeza?
Ranulfo suspiró. Le dijo a Chanson que se fuera a dormir y continuó su carta.
Corbett, en su habitación, estaba echado en la cama con las manos abiertas, mirando a través de la oscuridad del dosel bordado. El viento golpeaba las celosías. Los sonidos distantes de la taberna que se preparaba para la noche, se apagaban. Las imágenes iban y venían: Maeve vistiéndose para irse a la cama; el pequeño Edward, regordete y sonrosado, roncando suavemente en su cuna, bien apartada de las corrientes de aire de las ventanas. Abajo estaba el tío Morgan, ocupado en hostigar a la servidumbre. Corbett dejó desvanecerse las imágenes. Estaba bajo el Roble del Diablo en Falmer Lane. Observaba cómo una joven se deslizaba por la pradera hacia la arboleda que estaba en lo alto de la colina. Allí esperaba el enmascarado o el asesino del garrote. «¡Las campanas! —murmuró Corbett para sí—. No era el del garrote. El enmascarado llevaba una máscara con campanas a los dos lados. ¿Quién haría algo así? ¿Y por qué?»
A sólo unas calles de distancia, Ysabeau, la esposa de Deverell, el carpintero, también estaba preocupada por los horribles asesinatos ocurridos en el campo. Se había echado en su cama a contemplar la oscuridad, y tener el oído bien atento a los ruidos que vinieran de la planta baja. Nada había sido igual desde el juicio de sir Roger. Deverell, que era un hombre amargado, se había ensombrecido cada vez más, y se había vuelto más reticente. Nunca había hablado de las pruebas que había presentado, pero cuando le preguntaban repetía el verso de memoria, como si fuese un trovador con su relato. ¿Había dicho la verdad su esposo? ¿Por qué había insistido tanto en que había visto a sir Roger aquella noche? Nunca podría entender la desdicha de Deverell. Era carpintero, artesano. Incluso había trabajado en Ipswich. A su taller acudían mercaderes y burgueses. ¿Por qué estaba siempre triste? ¿Qué tenía que ocultar?
Deverell había venido a Melford hacía unos siete años. Era un oficial artesano y tenía práctica con el martillo y el cincel, y no tardó en establecer su propio taller. Sabía mucho. Podía leer y escribir, y a veces daba indicios de saber latín y francés. En una ocasión, estando bebido, incluso había discutido el sermón del párroco Grimstone sobre el cuerpo y alma de Cristo. Era un buen esposo, leal, fiel y no la había golpeado jamás, ni siquiera borracho. ¿Cuál era entonces su gran temor? ¿Y por qué ahora?
Por Melford se había propagado la noticia de la llegada del comisario del rey. Deverell había empalidecido y parecía taciturno. Cada vez pasaba más tiempo en su taller. Cuando le llevaba comida y bebida, Ysabeau descubría que lo había transformado en una especie de fortaleza, con ventanas y puertas cerradas con tranca y candado. Y lo mismo ocurría con la cocina en la planta baja. Deverell había llegado al punto de reemplazar la puerta y construir una mirilla en la pared. Nunca le explicó por qué. Y se negaba a ir a la cama; se quedaba en su sillón de respaldo alto, bebiendo y meditando frente al fuego. Si alguien llamaba a la puerta, iba a la mirilla y miraba para ver quién estaba en el porche.
La mujer del carpintero se sobresaltó. ¿Habían llamado a la puerta? ¿A estas horas? Echó atrás las mantas y se sentó. Sí, alguien golpeaba. Podía oírlo, sacó las piernas de la cama y se puso unas zapatillas para acercarse a la ventana con postigos. Abrió y miró.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
Seguía oyendo los golpes, pero no podía ver a nadie porque estaba en el hueco del porche. Quienquiera que estuviese allí, quedaba bien oculto. Cerró la ventana y cruzó el dormitorio. Oyó un ruido que parecía un gemido, una silla que caía, y los golpes en la puerta que no se habían interrumpido. No esperó más y bajó a la carrera pasando por el pasillo a la cocina. Todavía estaban encendidas las teas y las velas, y la puerta seguía trancada, pero Deverell se había desplomado frente a la chimenea. El dardo de una ballesta le había dado en plena cara, rompiéndole la piel y los huesos. La sangre salía a borbotones de la horrible herida, y se derramaba por la boca entreabierta.
La mujer de Deverell se aferró al respaldo de la silla y miró horrorizada. No podía respirar. Oyó gritos y, justo antes de perder el conocimiento, se dio cuenta de que salían de su propia garganta.
Capítulo XI
Ecce Corpus Christi. He aquí el cuerpo de Cristo.
—Amén —murmuró Corbett.
Recibió la hostia consagrada en la lengua y volvió a arrodillarse en el parteluz. Las piedras del suelo estaban frías como el hielo. Corbett ignoró la distracción cerrando los ojos y rezando. Ranulfo fue a reunirse con él. El párroco Grimstone volvió al altar y continuó la misa hasta el final. Luego levantó el cáliz y la patena y se retiró a la sacristía. Corbett se persignó y miró en derredor. Había un grupo de feligreses en torno a las gradas del santuario. Notó divertido que Burghesh tenía su propio prie-dieu y cuando el sacerdote dejó el santuario, el viejo soldado se apresuró a apagar las velas y quitar las telas sagradas.
También estaban la abuela Crauford y Peterkin, con la boca abierta. La anciana se levantó con muchos resoplidos. Tomó el bastón en una mano, el brazo de Peterkin con la otra, pasó por el parteluz y salió.
Corbett se santiguó y recorrió la nave seguido por Ranulfo. La iglesia estaba fría y húmeda, pero parecía bien cuidada y barrida. Los bancos estaban bien ordenados en los cruceros. El parteluz de roble, la silla del santuario, los muebles y las estatuas de madera estaban limpios y pulidos. De los pilares no colgaban telarañas y se había invertido mucho dinero en una serie de murales que atraían las miradas. Uno en particular mostraba a Cristo tras la crucifixión, cuando bajaba al mundo de los muertos. El Salvador estaba en las playas del lago del infierno, mirando al ejército de condenados con tristeza.
—Muy imaginativo —murmuró Corbett—. Cada iglesia tiene sus cuadros, Ranulfo. Y como contratan a artistas locales, cada cuadro es diferente.
Se detuvo a admirar un tríptico. Cristo niño, María a un lado y José al otro. Corbett sonrió por la forma notable en que la villa que se veía al fondo se parecía a Melford. Volvió al santuario. Los tres palcos de cada lado tenían las sillas levantadas, con sus tallas de misericordias. Como de costumbre, el artista había tallado escenas locales o incidentes: una esposa que golpeaba a un marido borracho; un perro con una pata de cordero en el hocico; un clérigo que se llevaba una jarra de cerveza a la boca. El santuario era la pieza central de la iglesia. En las ventanas detrás del altar brillaban los cristales coloreados. De una cadena de filigrana colgaba una patena de oro y plata que sostenía la hostia sagrada: había candelabros de bronce pesado que resplandecían y titilaban a la luz de la lámpara del santuario; más pinturas en las paredes; alfombras mullidas en las gradas que subían al altar de roble genuino, cepillado y pulido.
Con Ranulfo tras sus pasos, Corbett salió para entrar en la capilla de Nuestra Señora. La imagen de la Virgen sentada con el Niño Jesús en los brazos le recordó el santuario de Walsingham. Corbett puso una moneda en la alcancía y encendió algunas velas. Las encendió con una candela murmurando:
—Una para Maeve, una para Eleanor...
Apenas había terminado cuando se unieron a ellos el párroco Grimstone acompañado por el coadjutor Robert, y Burghesh.
—¿Os gustaría visitar la iglesia?
Corbett aceptó y el párroco los guió mientras explicaba las pinturas con orgullo, y los diferentes objetos comprados por los feligreses. El parteluz era nuevo, y la fuente bautismal cerca de la puerta de entrada debía ser reparada. Luego los llevó al campanario, con escaleras estrechas y en espiral, las cuerdas de colores y las profundas entradas en pendiente de las ventanas en el muro exterior.
—Esta es la parte vieja de la iglesia —explicó.
Corbett observó las estrechas ventanas que se recortaban al fondo de los nichos.
—Me recuerda un campanario en la frontera escocesa —declaró—. Los soldados subían a los nichos para defenderla.
—Éste es el dominio del coadjutor Robert —explicó el párroco Grimstone, con la cara rubicunda arrugada en una sonrisa, aunque tenía los ojos húmedos y su mirada parecía nerviosa. Le dio un golpecito en el hombro, orgullosamente.
Pero Bellen parecía cualquier cosa menos orgulloso. Con su sotana negra y una cuerda blanca en la cintura, el coadjutor parecía lívido y los ojos le pesaban. De vez en cuando movía los labios sin emitir sonidos, como si hablase consigo mismo.
—Entiendo —dijo Grimstone en tono neutro al salir del campanario— que anoche ha conocido a algunos de mis feligreses, y que se encontró con Repton en persona.
—Fue interesante —replicó Corbett—. Párroco Grimstone, tenéis una iglesia muy bella. ¿Tenéis un Libro de los Muertos? —preguntó de improviso.
—Por supuesto, en la sacristía —el párroco se sobresaltó.
Los condujo de vuelta a la iglesia y entraron en la habitación con paneles de roble, con armarios y cestas. Olía a las fragancias del incienso y la cera de abeja de las velas, y dominaba el espacio un enorme crucifijo negro clavado sobre los paneles. El párroco Grimstone, con las manos temblorosas, abrió el cofre de la parroquia y hurgó entre los documentos y libros. El sudor le corría por la cara, se frotaba el estómago discretamente, y buscaba con torpeza.
Estáis nervioso, pensó Corbett, pero también sois un borracho. Corbett había visto el mismo fenómeno entre los escribanos de la cancillería que pasaban las noches en tabernas y cervecerías: un rubor inexplicable en la cara, mientras las manos les temblaban como si tuvieran una afección nerviosa. Advirtió que el coadjutor permanecía cerca de la puerta. Burghesh era solícito, y fue a ayudar al cura como una madre que cuida a su hijo. Grimstone encontró por fin el libro festoneado de plata y lo sacó. Las páginas eran gruesas y crujieron cuando las abrió.
—Es obra de un encuadernador de Ipswich —señaló—. Tiene unos cien años pero está muy bien empastado. ¿Por qué os interesa, sir Hugo?
—¿Está aquí el nombre de Elizabeth, la hija del carretero?
—Claro —respondió inquieto el párroco Grimstone—. Por supuesto que está aquí. Celebramos su misa de réquiem esta mañana al mediodía, y después la enterraremos. —Señaló los paños negros y dorados sobre un baúl—. Robert cantará la misa. Tiene buena voz. Y conoció a la joven mejor que yo.
—¿De qué modo? —preguntó Corbett inquisitivo.
El coadjutor dio un paso adelante, rascándose el mechón de pelo. No está tan nervioso como parece, pensó Corbett. Los ojos de Bellen parecían preocupados, pero tranquilos.
—Se confesó conmigo.
—¿Pero nunca la visteis fuera de vuestros deberes sacerdotales?
—No, sir Hugo, ¿por qué iba a hacerlo? Soy sacerdote y he jurado celibato. Escuché sus pecadillos y le di la absolución. Conocéis la ley canónica, comisario.
—Conozco la ley de la iglesia, sacerdote. No tengo intenciones de preguntaros qué habéis oído bajo el secreto de confesión. Es algo sagrado, ¿no es así?
El coadjutor sonrió con los ojos.
—No quería ofender —Corbett se quitó los guantes y los metió en su talabarte—, pero la pobre muchacha está muerta.
—Sí, sir Hugo, así es, pero su alma está con Dios. Elizabeth Wheelwright no era culpable de ningún pecado serio, por lo menos de ninguno que me confesase.
—¿Y sir Roger Chapeleys? —preguntó Corbett mirando a Grimstone.
—Ya hemos tenido esta conversación antes, sir Hugo. Os he dicho lo que sé. La última confesión de sir Roger fue con un cura visitante, pero afirmó que sir Roger no había confesado ningún asesinato.
—¿Creéis que era inocente?
—Ningún hombre es inocente.
—¿Y creéis que era un asesino? —le preguntó Corbett.
—No lo sé —el párroco Grimstone estaba sentado en una silla de respaldo alto entre dos baúles—. No sé nada sobre sir Roger. No lo describiría como un hombre de Dios. Si bien es cierto que iba a misa los domingos y cada vez que era necesario. Regaló un tríptico a la iglesia que se quemó.
—¿Y por qué se quemó? —preguntó Ranulfo.
—Ya me lo habéis preguntado. Tal vez algún miembro de la parroquia se sintió resentido de que un recuerdo de Chapeleys colgase de las paredes de esta iglesia.
—Molkyn, el molinero, y Thorkle, ¿venían a la iglesia con frecuencia?
—Thorkle más que Molkyn —replicó Grimstone—. El molinero no le temía a Dios ni a los hombres. No le gustaban los curas.
Corbett se acercó y tomó el Libro de los Muertos de manos del párroco.
—Sois sacerdote, ¿confesáis a los feligreses?
—Sí, tanto en el confesionario como en otros muchos lugares.
—Padre —Corbett se inclinó para mirarlo a los ojos—. Hay un asesino en Melford que campa a sus anchas. Ha matado a la viuda Walmer y a otras mujeres. Y creo que fue responsable de la horrible ejecución de un hombre inocente. ¿No sabéis algo que pueda ayudarme?
—Preguntadme —tartamudeó el párroco—. Preguntadme lo que queráis.
Corbett tocó el Libro de los Muertos. Se puso de pie y miró al cura.
—Melford es un lugar muy activo. Comercia en lana, y tiene buenas comunicaciones y caminos. La gente va y viene. ¿Alguien ha llamado a vuestra puerta alguna vez preguntando por una joven perdida? ¿Familias de hojalateros, comerciantes, del Pueblo de la Luna? —sonrió a Burghesh— ¿Acaso soldados profesionales que trasladan a sus familias de castillo en castillo?
—Ha habido algunos casos —respondió el coadjutor— a lo largo de estos años. Pero no estoy seguro de si las jóvenes regresaron o si habían escapado. La primavera pasada encontré un grupo de buhoneros con su hato de mujeres y niños. Preguntaban por una jovencita perdida. Los escuché, pero, ¿cómo podría haberlos ayudado?
—El coadjutor Robert tiene razón —añadió Burghesh—. Por amor de Dios, sir Hugo, acercaos a Ipswich. Encontraréis que las calles y callejones están repletos de mujeres que han escapado de sus familias o su señor. En este sentido la viuda Walmer es un buen ejemplo.
—¿La conocisteis?
—No, sir Hugo, pero me hubiese gustado.
Corbett hojeó el libro y las entradas. Aceptó lo dicho por Burghesh. Si era cierto respecto a Ipswich, ciertamente ocurría lo mismo en Londres. Los burdeles de Southwark estaban siempre a la espera de chicas que hubiesen huido de sus casas. Los proveedores de carne fresca no dejaban de buscar novedades; era un tema tan serio que hasta el consejo del rey lo había debatido.
Dio una mirada a Ranulfo que estaba junto a la puerta, y deseó que ocultase su incomodidad. Era fácil quedarse en la habitación elaborando teorías como algunos académicos de Oxford, pero ahora necesitaba pruebas evidentes.
—Quiero haceros otra pregunta —Corbett se dirigió a la pequeña ventana con celosías como para estudiar las anotaciones con mayor cuidado—. La parroquia de San Edmundo cubre la mayor parte de Melford, ¿no es así? En el cementerio tenéis una parte llamada Campo del Alfarero.
—Así es —afirmó el párroco Grimstone—. Es una parte del camposanto reservada para los cuerpos de forasteros, víctimas de la violencia súbita o algún contagio. A menudo ni siquiera conocemos sus nombres. Ha habido muertes así en Melford: un hojalatero enferma de las fiebres, o una carreta aplasta a un mendigo.
—¿Y los cuerpos de las mujeres desconocidas? —le preguntó Corbett.
Grimstone se mordió el labio inferior y miró al coadjutor en busca de ayuda.
—Robert, no recuerdo. ¿Recordáis algo?
—Hubo una —declaró Burghesh tomando el libro de manos de manos de Corbett—. Hace unos dos años. Sacaron el cadáver de una joven del Swaile.
—Oh, sí, ahora recuerdo —el párroco Grimstone chasqueó los dedos—. Aquella pobre criatura. Había estado demasiado tiempo en el agua y tuvimos que amortajarla de inmediato para enterrarla.
—Aquí —Burghesh había encontrado la entrada.
—Enterrado el cuerpo de una mujer desconocida: el día de la fiesta de san Juan Bautista, 1301.
—¿Y este libro —Corbett se lo devolvió al párroco— no contiene otras anotaciones que despierten sospechas? ¿Dónde encontraron este cuerpo desconocido?
—Cerca de Beauchamp Place —respondió Burghesh—. Pensamos que probablemente hubo cazadores furtivos en el río y lo descubrieron. Estaba flotando entre las plantas acuáticas.
—¿Cazadores furtivos? —sonrió Corbett—. Ayer conocí a Sorrel, la mujer de Furrell, el furtivo.
—Oh, esa pobre ignorante.
—¿Alguna vez vino Furrell a veros? —preguntó Corbett.
El párroco asintió con la cabeza.
—Sí, lo hizo —declaró Robert, el coadjutor—, y fue justo después de que sir Roger fuese ejecutado.
—¿Y qué pasó? —preguntó el párroco Grimstone.
—¿No recordáis, padre? —insistió el coadjutor—, lo visteis en el vestíbulo.
Grimstone pestañeó. Corbett lo estaba observando. En la cara del párroco resaltaban las venillas alrededor de la nariz. Corbett notó tres marcas oscuras: una en el cuello, la otra en la frente y la tercera en la mejilla derecha. Corbett recordó que un médico amigo le había dicho en Londres que esas marcas ponían en evidencia a un bebedor inveterado.
—Sí, así fue —afirmó el párroco Grimstone—. Vino a verme y contó historias fantásticas sobre la inocencia de sir Roger. No le creí. De hecho lo escuchaba a medias, aunque dijo algo interesante acerca de un enmascarado. Pero Furrell no paraba de contar historias.
—¿Y por qué Sorrel sigue buscando su cuerpo? —preguntó Burghesh.
Se acercó y se quedó detrás de la silla para darle un golpecito en el hombro al párroco.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Corbett.
—Bueno, no soy campesino —replicó el viejo soldado— pero habéis visto cómo es la tierra por aquí, sir Hugo. Está enteramente cubierta de pastos, y Furrell y Sorrel conocían los bosques como la palma de sus manos.
Corbett le siguió la idea:
—Puede ser —murmuró— que una tumba nueva puede ser ignorada por un forastero, pero alguien como Sorrel no tardaría en encontrarla. Y si se excava una pradera, un pastor o un campesino la descubrirían, sin mencionar los animales salvajes que hubiesen podido oler la carne en putrefacción y desenterrarla.
—De modo que su cadáver ha de estar bien oculto —declaró Ranulfo.
—Y ello me convence de la inocencia de sir Roger —continuó Corbett—. Furrell se presentó a defenderlo, y Furrell desapareció.
—Pudo haber huido.
—¡Pamplinas! —replicó Corbett al coadjutor Robert—. Bien sabe Dios que Sorrel lo ama y sin duda él la quería. Ella cree que lo asesinaron, y yo también lo creo. Volvamos a Molkyn el molinero.
Corbett se sentó en uno de los baúles.
—¿Recordáis aquellos rompecabezas que teníamos de niños? ¿Palabras desordenadas que traen un mensaje? ¿O imágenes que al componerlas representan un caballero en su caballo, o una doncella en un castillo? Mi madre, que Dios tenga en su gloria, siempre me enseñó a buscar una palabra en particular, o una pieza, que era la clave.
Frotó la bota contra el brillante suelo de madera y miró a Ranulfo, que había bajado la cabeza para ahogar la risa, con reprobación. Cada vez que Maese Cara Larga se permitía un rodeo, quería decir que las cosas estaban poniéndose peligrosas. El escribano de la Cancillería del Sello Verde se preguntaba qué curiosas ideas estaban formándose en la mente efervescente y ocupada de su amo.
—¿Y Molkyn el molinero es esa pieza? —preguntó el coadjutor Robert.
—Muy bien, señor. Muy bien, excelente —afirmó Corbett tomando aire—. Molkyn el molinero, un palurdo que le pegaba a su mujer, un matón.
—No se debe hablar así de los muertos —protestó el párroco Grimstone.
—Muy cierto, señor. Pero no lo digo yo. Es la opinión de su familia. Visité el molino anoche. No podría hallarse un grupo de personas menos apenadas, especialmente su hija, la joven y bella Margaret. ¿Qué edad tiene?, ¿dieciocho, diecinueve primaveras? ¿Vino alguna vez a confesarse?
—Robert pasa más tiempo que yo en el confesionario.
—Y me debo al secreto de la confesión.
—Así es, así es —Corbett cruzó una pierna sobre la otra y jugueteó con su espuela—. ¿Y su padre, Molkyn, el molinero? Un hombre que no le temía ni a Dios ni a los hombres.
—Ya os hemos contado sobre él.
—Y vuelvo a preguntarlo por vuestra lealtad al rey. ¿Alguna vez vino Molkyn el molinero a hablaros sobre temas que no estuviesen protegidos por el secreto de la confesión? Coadjutor Robert, bien sabe Dios que sois un buen sacerdote y que vuestro rostro es un libro abierto.
—Sí, vino una tarde, hace unos cinco años, más o menos al mismo tiempo que fuese arrestado sir Roger Chapeleys. Llamó a la puerta de nuestra residencia, y dijo que quería ver la Biblia.
—¡La Biblia! —exclamó Ranulfo.
—Sí, preguntó por unos versículos del libro de Levítico. Me sorprendió, pero insistía. Y Molkyn sabía leer, pero no en latín. Eran unos diez versículos. No recuerdo el capítulo pero era la prescripción mosaica sobre que un hombre no debe yacer con la mujer de su hermano, ni con animales, ya sabéis —el coadjutor Robert hizo un gesto con la mano—. Yo leí, traduciendo los versículos para él. Molkyn escuchó muy atentamente, luego dio media vuelta y se marchó.
—¿Y por qué creéis que estaba tan interesado en el Levítico?
—No lo sé.
—¿Nunca os preguntasteis por qué un molinero podía estar tan interesado en unos versículos oscuros del Antiguo Testamento?
—Sir Hugo —replicó el coadjutor —si supieseis las cosas raras que nos piden... pero en aquel momento, pues sí.
—Bien, aquí hay algo extraño —Corbett se levantó y se dirigió a la puerta que llevaba al jardín—. Tenemos un molinero a quien la iglesia le importaba un bledo. No obstante, más o menos al mismo tiempo que encabezaba un jurado que mandaría un hombre a la horca, sintió una gran curiosidad sobre algunos versículos oscuros del Levítico. ¿No diríais, señores —Corbett habló por encima del hombro— que el molinero sabía cuál era la enseñanza divina? Buen Dios, el campesino más humilde del reino, analfabeto y sin educación, sabe que no se debe yacer con la mujer del hermano, ni con ovejas ni cabras. Entonces ¿qué hizo que Molkyn viniese hasta aquí a hacer tales preguntas? —se volvió y los miró.
Grimstone seguía tembloroso. La cara del coadjutor Robert parecía cenicienta. Burghesh tenía la boca abierta.
—Podríamos —dijo Corbett moviendo los dedos— hacer un giro como el de una peonza. Apuesto a que si fuese al Vellocino de Oro, nadie recordará a Molkyn hablando de las Escrituras.
—¿Qué estáis sugiriendo? —preguntó el párroco Grimstone algo irritado—. Sir Hugo, vais y venís como una liebre encerrada en un jardín.
—Ésta es mi teoría —respondió Corbett— pero todavía tengo que reflexionarla. Pienso que Molkyn el molinero estaba amenazado. Alguien hizo que esos versículos del libro del Levítico le llamaran la atención. Molkyn estaba asustado. Siendo un hombre arisco, no habría dado un penique de harina por los pensamientos de la gente, pero esto era diferente. De modo que viene a la iglesia. No es tonto. No indica el capítulo ni el versículo exacto, sino una colección de versículos y le pide al coadjutor Robert que los traduzca.
—¿Y en ese pasaje? —preguntó Ranulfo.
—En ese pasaje —respondió Corbett— había una advertencia que perturbaba a Molkyn. Es como si yo dejase una cita de las Escrituras en esta mesilla de noche, junto a la cama del coadjutor Robert: el Evangelio según San Mateo, capítulo trece, versículo cinco. Os intrigaría, ¿no?
El sacerdote asintió.
—Es muy interesante —sonrió Corbett, enfatizando sus palabras con los dedos—. ¿Quién le haría una advertencia a Molkyn, el molinero? ¿Y por qué aquella advertencia? ¿Cuánta gente conoce el Levítico?
—Y ahora estáis acusando a los curas ¿no? —la cara de Burghesh enrojeció.
—Tranquilo —siguió Corbett—. Incluso si así fuese, ello no los convertiría en asesinos.
—No, en efecto —replicó Burghesh acalorado—. Yo tengo un conocimiento académico de la Biblia. Y también muchas otras personas de Melford. Sorrel puede leer. Deverell, el carpintero, el señor Matthew, el tabernero...
—Yo sólo digo —lo interrumpió Corbett— que alguien le dijo algo a Molkyn que lo inquietó. Ello no lo convierte en asesino, pero resulta interesante.
—Estoy confundido —el párroco Grimstone apoyó la cabeza en las manos—. ¿Hay más preguntas, sir Hugo? No me encuentro bien —dijo levantándose—. Señor Burghesh, ¿podríais hacer los honores a nuestros visitantes? ¿Robert...?
Y sin esperar respuesta el cura, ayudado por el hermano, abandonó la sacristía.
—¿Está bien el párroco Grimstone? —preguntó Ranulfo.
—Sí, todavía está fuerte —respondió Burghesh, hojeando el Libro de los Muertos, que devolvió al baúl, cerrándolo con candado—. Es algo mayor que yo, ya tiene más de cincuenta y cinco, y a veces su mente olvida cosas.
—Bebe mucho, ¿no es así?
Burghesh se levantó y se volvió.
—Sí, señor comisario, bebe. Es sacerdote, está solo y ha cometido errores, y se confunde. Pero no tiene mujeres, ni mete las manos en el cepillo de los pobres. Sale por la noche a consolar a los moribundos. El párroco Grimstone intenta ser un buen pastor, pero sí, bebe. De joven era un buen sacerdote —se le llenaron los ojos de lágrimas—, muy instruido. Pudo haber llegado a arcediano, incluso a obispo. Tiene una buena casa, pero vive tan frugalmente como un soldado. Su debilidad es el clarete, una flaqueza menor; sus feligreses se lo permiten.
—¿Lo conocéis bien? —le preguntó Corbett.
—¿Nadie os lo ha contado? —rió Burghesh—. Somos medio hermanos. Con nombres diferentes, pero con la misma sangre —hizo una mueca—. Sé que no nos parecemos. Crecimos aquí, bien... no en Melford mismo, sino en una granja cercana. Nuestro padre se casó dos veces. La madre de John murió en el parto. A los dos nos mandaron al colegio en Ipswich. Yo siempre quise ser albañil. Recuerdo cuando acabaron una parte de esta iglesia. Me gustaba venir a ayudar a los constructores hasta que me llamó la vida de soldado. Llegué a ser maestro con la ballesta, sargento en campaña. Me entregué al pillaje, di mi dinero a los lombardos y cuando tuve mi cuota de luchas, volví aquí.
—¿Os casasteis alguna vez? —le preguntó Corbett.
—Hace muchos años. Pero ella murió y eso fue todo. Uno se cansa de la muerte, ¿usted no, sir Hugo? Una noche comiendo y bebiendo junto al fuego del campamento con los amigos, y a la mañana siguiente uno de ellos recibe un flechazo en el cuello. Volví aquí, digamos, hace unos doce años. Compré la vieja casa del guardabosque, detrás de la iglesia, pero si se ha de saber la verdad, volví para cuidar a John.
—¿Y el coadjutor Robert? —preguntó Corbett.
—Oh, es tal como lo habéis descrito, un libro abierto. Un buen sacerdote pero ansioso, siempre está inquieto.
—¿Y por qué? —preguntó Corbett.
—Le gustan las mujeres — la voz de Burghesh bajó a un murmullo—. No hay nada malo en ello. Muchos sacerdotes pueden manejarlo. Pero él se ha ido al lado opuesto. No deja de sermonear sobre las exigencias de la carne. Es una broma entre muchos feligreses.
—¿Pero es buen sacerdote? —preguntó Corbett.
—Oh, sí, tiene buenas dotes, especialmente con los jóvenes. Es un hombre amable y su rostro severo oculta un corazón bondadoso.
—Y alguien como Margaret, la hija del molinero, ¿podría haberse acercado a él?
—Es posible. Pero vamos, sir Hugo. Todavía no habéis desayunado. Dejemos al párroco Grimstone.
Los hizo salir al cementerio. Ahora había rayos de sol que hacían que el hielo de la hierba se transformase en una humedad brillante. Los pájaros volaban sobre las lápidas, y en algún lugar graznaba un cuervo o una corneja. Dejaron atrás la cruz semiacabada. Corbett vio la carretilla, la azada y la pala, la tumba recién hecha, la tierra color marrón apilada a su lado.
—Pobre Elizabeth —murmuró Burghesh—. Éste será su último hogar.
—¿La habéis cavado vos? —le preguntó Ranulfo.
—Sí, así es. Yo soy el sacristán y hombre para todo servicio en la parroquia. Tengo que hacerlo. Los negocios van bien, todo el mundo está ocupado y nadie dispone de tiempo. Sí, tenemos la cerveza de la parroquia, el pago de los diezmos, pero ¿por qué iba nadie a cavar una tumba si puede ganar más criando ovejas?
Pasaron ante la casa del cura y siguieron el sendero, por un patio pequeño con establos, un gallinero y un pequeño palomar. Al final había una pequeña huerta con manzanos y perales.
—Me dan buena fruta en el verano —Burghesh observó las ramas de arriba—, pero necesitan una poda.
Los guió por la huerta que se abría en un campo pequeño. Al final, y flanqueada por árboles a cada lado, estaba la casa del guardabosque. Era estrecha y de tres plantas, con encalado blanco y vigas negras. Había ampliado las ventanas que tenían cristales, y el techo estaba recién reparado con tejas.
—Solía soñar con esto —confesó Burghesh.
Los condujo por el sendero, sacó un gran llavero de su cinturón y abrió la puerta. El pasadizo interior tenía piso de piedra, limpio y bien barrido. Las paredes tenían una capa de enlucido y había estanterías con potes que contenían hierbas. Corbett distinguió olor a lavanda, tomillo, romero y cilantro.
—Soy un buen jardinero —declaró Burghesh.
Los guió al interior por el agradable vestíbulo, la cocina y la despensa, hasta el jardín trasero, que era de hierbas medicinales. Tenía forma de media luna y estaba rodeado por un muro de ladrillos rojos. Burghesh señaló con orgullo el orden en que había distribuido las hierbas de acuerdo a su uso: las hierbas para las picaduras y ponzoñas, y otras para la cocina y la casa. Luego los condujo al interior y los hizo sentarse ante la mesa de cocina de madera maciza mientras les servía su cerveza hecha en casa y un pan recién horneado.
—¿También sois cocinero? —le preguntó Ranulfo, disfrutando su parte.
—No. Les vendo a los boticarios y compro el pan.
—¿Sois cazador? —le preguntó Corbett.
Burghesh echó la cabeza hacia atrás y rió.
—Soy tan torpe como un caballo de tiro. —Sorbió su cerveza—. Entiendo que volveremos a vernos esta noche.
—Oh, sí —recordó Corbett—. Sir Louis Tressilyian nos ha invitado a cenar.
—Y al párroco Grimstone. Todos nos veremos allí.
—Contadme algo sobre los pecadillos del coadjutor Robert.
Burghesh ocultó una sonrisa tras su jarra.
—¿Quién le ha estado hablando?
—Bien, nadie —Corbett sonrió por su mentira a medias—. Creo que lo sabéis, la flagelación.
—Sí, el párroco John habla a menudo de eso. Y no lo hizo más. Pero —Burghesh sonrió—, el coadjutor Robert ha sido visto en el campo. Sabe Dios qué pecados cree haber cometido. Todos tenemos nuestros secretos, ¿no es así, señor comisario?
Corbett estaba a punto de contestar cuando oyó pasos que se acercaban a toda prisa y fuertes golpes en la puerta. Burghesh fue a abrir. Louis Tressilyian, con capa y espuelas, y sir Maurice Chapeleys a sus espaldas, entraron en la cocina.
—Sir Hugo, os necesitan en Melford.
—¿Qué ocurre? —preguntó Corbett levantándose.
—Nos hemos encontrado con vuestro criado Chanson. ¿Todavía no lo sabéis? Han asesinado a Deverell, el carpintero.
Capítulo XII
La casa de Deverell se levantaba en su propia tierra entre dos callejones. Era un edificio ancho y de dos pisos, con jardín y taller. Ya se había formado un gran grupo frente a la casa, y Tressilyian y Chapeleys hicieron entrar a Corbett por la puerta principal, llevándolo a la cocina. Los curiosos, pese a los grandes esfuerzos de Blidscote y Tressilyian, apoyaban las caras en las ventanas. Ranulfo hizo que todos salieran de la cocina, menos la esposa de Deverell. Estaba en una silla, con la cara blanca y los ojos vacíos, mirando fijamente la mancha de sangre que había en el suelo empedrado. De pie, junto a ella, se hallaba una vecina que, por propia confesión, había venido a pedirle prestada un poco de miel. Había golpeado insistentemente, pero la esposa del carpintero se había negado a abrirle la puerta. La vecina, que era una mujer remilgada y comedida, había mirado por una mirilla del postigo y había dado la alarma.
—Estaba en Melford —explicó Tressilyian— para convocar al jurado presente en el juicio. Blidscote nos encontró en el mercado. Sir Maurice fue a buscaros —señaló a Chanson que estaba sentado en el peldaño más bajo—. Nos dijo que habíais ido a la primera misa.
—¿Y qué pasó? —preguntó Corbett.
—La noche pasada Deverell no quiso irse a la cama. Aparentemente estaba muy inquieto por vuestra aparición, sir Hugo; agotado y temeroso, como ha estado estos últimos días. Se sentaba allí a pensar, preocupado y bebiendo, mirando fijamente hacia la chimenea. Ahora su esposa alega...
Corbett levantó la cabeza y estudió a la esposa del carpintero. Era bonita, tenía el pelo negro y largo, pero su expresión era lastimosa, gris y demacrada, y tenía grandes ojeras oscuras. Estaba sentada moviendo los labios, hablando para sí, casi inconsciente de lo que pasaba a su alrededor. De vez en cuando parecía recomponerse, miraba en torno suyo y volvía a sus propios pensamientos.
—Seguid —pidió Corbett.
—Ysabeau —dijo Tressilyian señalando a la viuda de Deverell— se marchó a la cama. No podía hacer nada por su esposo. Había cerrado la puerta con candado, y había hecho lo mismo con los postigos. Ella estaba arriba preguntándose qué hacer cuando oyó un golpe en la puerta. Se levantó y se acercó a la ventana. ¿Habéis visto el porche frente a la casa? La puerta está dentro del porche y ella no podía ver al visitante. Y entonces oyó un ruido fuerte, incluso cuando seguían golpeando a la puerta —Tressilyian hizo una pausa—. Bien, que Dios nos proteja, Deverell recibió un dardo de ballesta justo debajo del ojo izquierdo. Muerte instantánea. Su mujer corrió hacia él, vio lo que vio, y se desmayó.
—Comisario —Ysabeau lo estaba mirando con los ojos llenos de odio.
—Sí, señora.
—¿Sois el comisario del rey?
—Lo soy.
—Él os temía —su labio superior se levantó—. No quería que vinieseis a Melford.
—¿Por qué, señora?
—Nunca lo dijo. Mi Deverell era un hombre de muchos secretos —dirigió sus ojos oscuros a sir Maurice—. ¿Y vos sois el cachorro de Chapeleys? Nunca fue el mismo después de que colgaran a vuestro padre —se acomodó en la silla—. Nunca volvió a ser el mismo —repitió.
—Encontramos más —Blidscote abrió su cartera y les pasó un trozo de pergamino hecho una bola—. Aparentemente Deverell lo tenía en la mano. Fue encontrado cerca de su cadáver.
Corbett abrió el pergamino. Estaba amarillento y sucio, y rasgado en los bordes. Las palabras garrapateadas parecían haber sido escritas por un niño pequeño.
—Es una cita —murmuró Corbett—, de los Mandamientos —sonrió a Ranulfo—. ¡Vaya!, están apareciendo muchas. ¿La habéis leído, señor Blidscote?
—Sí, sir Hugo.
—¿Qué dice? —preguntó sir Maurice.
—No daréis falso testimonio.
—No lo hizo —la esposa de Deverell se levantó a medias de su silla, con el rostro transfigurado en una máscara de furia—. No dio falso testimonio.
La vecina la devolvió suavemente a su sitio, dándole golpecitos amables en el hombro.
—Esta muerte de Deverell es un auténtico misterio —siguió Blidscote.
—Explicaos.
—Bien, sir Hugo. Los postigos seguían cerrados, y todas las puertas de la casa también lo estaban. De modo que, ¿cómo mataron a Deverell? ¿Y cómo consiguió el asesino pasar este mensaje a la víctima?
Corbett observó al alguacil de cara pastosa. Eran las primeras horas de la mañana, pero Blidscote ya había estado bebiendo, aunque todavía no se había recuperado de la borrachera de la noche anterior. Estás asustado, pensó Corbett: cuando llegue el momento te retorceré las orejas como un médico que abre un furúnculo para ver cuánto pus hay dentro.
—Quiero decir que tuve que forzar la puerta —tartamudeó Blidscote.
Corbett miró a sus espaldas y vio la cerradura. Se dirigió a la puerta y salió al porche. A cada lado había paredes de yeso color rosa. Observó la mirilla para espiar a los visitantes, colocada en la parte alta del lado derecho.
—Aparentemente Deverell reparó esta puerta —explicó Blidscote—. Tuvimos que abrirla con un ariete.
—¿Y no existe alguna otra entrada a la casa que esté abierta? —preguntó Corbett, consciente de que los demás se unían a él en el porche.
—Os lo aseguro, sir Hugo —gimoteó el alguacil—. Tanto la puerta trasera como las contraventanas estaban cerradas. La vecina se preocupó. Miró por el agujero de una de las cerraduras y vio el cuerpo tumbado en el suelo. Golpeó con fuerza y gritó. Finalmente, Ysabeau abrió la puerta y se dio la alarma.
—Entonces ¿por qué tuvo que forzarla? —le preguntó Corbett.
—La señora Deverell estaba en un estado lamentable. Decía que el asesino volvería por ella. Volvió a encerrarse. Gritamos e intentamos razonar con ella —señaló una madera a medio quemar sobre los adoquines—. Tuvimos que forzar la entrada.
—El asesino pudo haber utilizado la mirilla —razonó Corbett—. Tiene el ancho de una mano y la misma profundidad. Se puede apoyar en él una ballesta. Y el dardo hubiese dado limpiamente en la cara de quien estuviese al otro lado.
—Lo sé —replicó Tressilyian— pero según Ysabeau, los golpes seguían aún cuando ya habían matado a su esposo. Lo recuerda claramente. Ella estaba en el dormitorio, oyó los golpes en la puerta y el ruido que hizo su esposo al caer, pero los golpes seguían.
Corbett se quedó junto a la mirilla. Por más que intentase conseguirlo, sosteniendo al tiempo una ballesta en la mano, no podía seguir golpeando la puerta simultáneamente porque estaba demasiado lejos.
—Habrá otro problema.
Corbett miró a Ranulfo que estaba al otro lado de la mirilla.
—¿Qué es esto, escribano del Sello Verde?
—Bueno —la voz de Ranulfo sonaba vacía—. Deverell fue asesinado al final de la noche. Estaba oscuro, ¿cómo sabrías si yo apareciese en la mirilla? Estas aberturas están hechas para espiar, ¿no es así? Si alguien hubiese querido abrir un cerrojo, Deverell seguro que lo hubiese sabido.
Corbett pidió a todos que volvieran a entrar. Cerró la puerta y se quedó en el porche. Llamó a la puerta.
Al mismo tiempo intentó sostener una ballesta apuntando a través de la mirilla. No podía alcanzarla.
—No puedo hacer ambas cosas al mismo tiempo —murmuró.
Entonces pidió a Ranulfo que representara a Deverell, pero las cosas se complicaron más aún. No llegó a descubrir el momento en que Ranulfo, con su calzado suave, estuvo frente a la mirilla. De noche hubiese sido más difícil aún, se confesó a sí mismo Corbett. Abrió la puerta y volvió a la cocina. Se preguntaba si había habido dos asesinos. ¿Uno que llamaba a la puerta y el otro frente a la mirilla, con la ballesta preparada? ¿Pero, cómo podía saber el asesino cuándo se iba a acercar Deverell?
—¿Estáis seguro —preguntó Corbett a Blidscote— de que los golpes siguieron hasta después de que hubiesen matado a Deverell?
—Eso ha dicho Ysabeau.
Corbett levantó el pergamino arrugado y le dio vuelta. Advirtió unas pálidas manchas de sangre.
—¿Es de Deverell?
—Sí —replicó Blidscote.
Corbett volvió a la puerta y miró hacia fuera. Todavía había curiosos en la entrada del callejón. Desde donde estaba, Corbett podía oír los ruidos del ajetreo del mercado. La anciana abuela Crauford estaba al frente del gentío, con una mano apoyada en el bastón, y la otra en el brazo del joven de pelo lacio y expresión vacía.
Peterkin, pensó Corbett, el que había encontrado la cabeza de Molkyn flotando en el remanso. La mujer levantó el bastón, saludándolo. Corbett estaba a punto de responderle con un gesto de la mano, pero cerró los ojos y rió.
—¿Señor? —Ranulfo estaba tras él.
—Lo que quiero, Ranulfo, es un leño largo para el fuego, un paño y una copita de vino.
Siguió a su sorprendido compañero a la cocina. Ranulfo trajo un leño largo de los que se usan para encender el fuego, un trapo húmedo de la despensa y una jarra de peltre llena de cerveza hasta la mitad.
—No pude encontrar una botella de vino —se disculpó Ranulfo.
—¿Sir Hugo? —Tressilyian, que estaba en un banco junto al fuego, se levantó.
—Por favor, sentaos aquí y veamos qué ocurre —lo invitó Corbett—. Ranulfo, haz como si fueseis el carpintero. Cuando llame a la puerta, haz lo que creas que hizo Deverell anoche. No vaciles ni te demores.
Ranulfo asintió. Corbett salió y cerró la puerta. Dejó la jarra de cerveza, hizo una bola con el trapo y lo introdujo por la mirilla tan lejos como pudo. Luego tomó el leño con una mano y la jarra de cerveza con la otra. Se quedó junto a la mirilla, usando el leño para golpear la puerta. Oyó un movimiento en el interior, seguido por una exclamación de Ranulfo. Sacó el trozo de trapo y en ese momento Corbett lanzó el contenido de la jarra a través de la mirilla. La maldición de Ranulfo fue larga y detallada.
—Así se hizo —declaró Corbett volviendo a la cocina—. No hubo dos asesinos, sólo uno. Puso el pergamino en la mirilla y apoyó la ballesta en el borde, apuntando para darle a cualquiera que estuviese al otro lado. Estaba oscuro y el asesino conocía los temores de Deverell, de modo que siguió llamando insistentemente a la puerta con una vara o un bastón. No lo oyó acercarse a la mirilla, pero oyó y vio cuando recogían el pergamino. En ese momento soltó la cuerda y el dardo dio de lleno en la cara de Deverell.
—¿Será posible? —balbuceó Blidscote.
—Es lógico —replicó Corbett—. Y muy fácil. Imaginad a Deverell asustado. Oye unos golpes constantes en la puerta. Piensa que está a salvo. Deverell conocía bien su propia casa: no se puede golpear la puerta y mirar por la mirilla al mismo tiempo. No se da cuenta de que el asesino está usando un bastón. Va a la mirilla para ver quién es, pero se siente confundido. El pergamino no le deja ver nada. Naturalmente, lo saca, y ésa es la señal para el asesino. Ve un débil reflejo de luz de la cocina, sabe que Deverell está allí, prepara la ballesta. Con sólo tocarla la flecha se dispara. Deverell no habrá sabido qué estaba ocurriendo. Todavía siente curiosidad sobre el pergamino. Acaso piense que es un mensaje. Ha estado bebiendo y su mente no está alerta, no se aparta. En pocos instantes está muerto, y cae finalmente en el suelo de la cocina. El pergamino arrugado escapa de sus dedos. Ni siquiera tuvo tiempo de leerlo.
Sir Maurice aplaudió con suavidad.
—Bien hecho, sir Hugo, pero ¿quién es el asesino y por qué?
—No sé quién. Pero sí sé por qué. Deverell fue testigo en el juicio de vuestro padre, dijo haber visto a sir Roger huyendo por Gully Lane la noche que mataron a la viuda Walmer. Sir Louis, creo sinceramente que mintió, y que ejecutaron a un hombre inocente.
—¿Tan pronto? —el rostro de sir Maurice había empalidecido—. ¿Tan pronto ha llegado a esa conclusión?
—Sir Maurice, no hace falta ser un erudito muy listo ni muy leído: Molkyn y Thorkle fueron asesinados, y ahora Deverell.
—¿Y por qué? —preguntó sir Maurice.
—No lo sé —replicó Corbett—. No sé si ha sido para castigarlos o para cerrar sus bocas para siempre. Aquí tenemos una continuación de los horribles asesinatos de jóvenes mujeres y las horribles muertes de quienes tuvieron un lugar prominente en el juicio de vuestro padre —Corbett se frotó la barbilla—. No sé si estamos ante un asesino, o dos.
—Y también a mí me atacaron —anotó Tressilyian punzante.
—Sí, sir Louis, también eso —Corbett le dio un golpecito a Blidscote en el hombro—. Si yo fuese vos, señor alguacil, tendría mucho cuidado al salir de noche. Sir Louis, ¿quiénes eran los demás jurados?
—Les dije que nos reuniéramos en el salón del Vellocino de Oro. Eran diez, pero sólo quedan cinco. Los demás han muerto durante estos años —sonrió fríamente—. Oh, no se inquiete, sir Hugo. Aparte de Molkyn y Thorkle, el resto murió de muerte natural.
Blidscote estaba balanceándose, apoyándose en un pie y en otro, nerviosamente, con las manos en las ingles.
—¿Estoy en peligro, sir Hugo? No he hecho nada malo.
Corbett se acercó.
—¡Estáis en peligro de haceros pis, señor Blidscote! —le susurró al oído—. Por todos los cielos, si queréis aliviaros, por favor, id.
Blidscote salió apresuradamente. Corbett se preguntaba si debería interrogarlo ahora, ¿pero qué pruebas tenía de corrupción o connivencia? Blidscote negaría cualquier negligencia o complicidad. Tenía que hacerlo para que no lo colgaran.
El comisario se acercó a Ysabeau y se puso en cuclillas. Parecía más calmada, y ya no hablaba para sí. Levantó los ojos y le sonrió de mala gana. Su mirada heló a Corbett. No cabía duda de que tenía la cabeza perturbada. Corbett sintió un ramalazo de pena, lo lamentó mucho. Deverell había muerto porque el comisario del rey había llegado a Melford. Debía hacerse justicia, pero el precio sería alto.
—Lo siento —murmuró Corbett—. Señora, lamento profundamente la muerte de su esposo. Pongo a Dios por testigo de que no quiero mancharme las manos con su sangre.
Ysabeau se limitó a mirar al alguacil, que había vuelto.
—Decidme —Corbett miró a la vecina—, ¿cuántas personas conocían la mirilla?
—No muchas —respondió la vecina—. Deverell, que en paz descanse, era un hombre muy reservado, pero había gente que le hacía encargos.
Corbett miró sobre su hombro:
—Señor Blidscote, ¿vos lo sabíais?
—Sí y no —fue la respuesta a la defensiva—, si bien vengo de visita, lo había olvidado.
—¿Sir Louis? ¿Sir Maurice?
Ambos caballeros negaron con la cabeza.
—¿Ha habido extraños en la casa? —preguntó Corbett.
La mirada de Ysabeau no cambió.
—Pude ver un cura —respondió la vecina—. Uno de esos monjes vagabundos, sucios y con la ropa hecha jirones. Vino hace poco. Deverell dijo que era un majadero. Sólo se marchó cuando le dieron algo de beber y comer.
—¿Alguien más? —preguntó Corbett.
La mujer negó con la cabeza.
—Voy a mirar arriba —anunció Corbett—, quiero ver el cadáver.
Dejó al grupo y subió por la amplia escalera pulida a una pequeña galería. La puerta del dormitorio estaba abierta; era una habitación bien amueblada, con muebles brillantes a juego con el trabajo de talla de la cama de cuatro doseles. Corbett se acercó a la ventana y miró. Todavía quedaba mucha gente abajo. Burghesh estaba con el grupo. La campana de la iglesia comenzó a llamar, y Corbett se dio cuenta de que San Edmundo debería de estar preparándose para el funeral de Elizabeth, la hija del carretero.
Se acercó al lecho y apartó las cortinas. El cuerpo de Deverell estaba envuelto en una sábana ensangrentada. La apartó con cuidado y se estremeció ante la horrible herida. La flecha le había sido disparada desde muy cerca, convirtiendo una parte de la cara en una masa sanguinolenta. Había entrado justo bajo el ojo y la imagen era terrible, repugnante. Corbett murmuró un réquiem. Dios tendría piedad de ese hombre, tan lleno de miedo y enviado tan súbitamente a la oscuridad.
Aunque Corbett lo lamentó profundamente, sabía que la causa profunda del asesinato de Deverell había sido la muerte de sir Roger. Ya no cabía duda de que Deverell había mentido en el juicio, pero ¿por qué? ¿Qué había forzado a aquel artesano acomodado a cometer perjurio y mandar a un hombre al patíbulo? ¿Quién en Melford tenía el poder de crear las peores pesadillas? ¿El propio Deverell había comenzado a lamentar su pecado? ¿Fue él quien escribió en la tumba de Chapeleys y puso la nota en el patíbulo? Si en efecto había sido Deverell, ¿quién lo había asaltado tan misteriosamente la noche anterior?, ¿un hombre atemorizado que había atacado para acobardarse y huir?
—Una muerte terrible —murmuró Corbett, volviendo a taparlo con las sábanas ensangrentadas.
Oyó un ruido a sus espaldas; debía de ser Ranulfo.
—He visto muchos cadáveres, pero cada vez es diferente.
Nuevamente crujió el suelo. Corbett se volvió. Ysabeau se acercaba sigilosamente a él con un gran cuchillo en la mano. Corbett estaba inmovilizado por la cama que tenía a sus espaldas. Se movió hacia un lado. Ella se movió con él. Cambió la posición del cuchillo. Sus ojos oscuros no se apartaban de Corbett. El comisario sabía que estaba en peligro mortal. Ysabeau sólo tenía un pensamiento: matar al responsable de la muerte de su esposo. Corbett se apartó. Ella lo siguió. Intentó desequilibrarla, pero ella le siguió de puntillas, como una bailarina. Corbett no tuvo elección. Se acercó. Ysabeau era más rápida, y tenía el cuchillo en ristre, pero él le cogió la muñeca. Su fuerza lo sorprendió. Puso una mano en la muñeca que sostenía la daga. Intentó ponerle la otra mano bajo la barbilla para alejarla. Estaba tan tensa y dura como la cuerda de un arco.
Corbett comenzó a asustarse. Trataba de defenderse, pero por más que lo intentaba no podía deshacerse de la mujer. No estaba loca ni era una forajida, sólo era una mujer enloquecida por la pena. La empujó hacia la puerta entreabierta.
—¡Ranulfo! —llamó.
Ysabeau, con los ojos brillantes de odio, súbitamente se liberó de la otra mano y arañó a Corbett en la cara. El comisario la golpeó y la lanzó hacia el pasillo donde chocó con Ranulfo. Se volvió. Ranulfo consiguió quitarle el cuchillo de una patada. El resto subió precipitadamente; mientras tanto le hizo una llave, sujetándole los brazos a un costado.
—¡Hijo de Satanás! —los labios de Ysabeau estaban cubiertos de espumarajos—. ¡Bastardo!
Luchó contra Ranulfo. El comisario la sujetó con fuerza. Apareció la vecina con una taza en la mano. Ranulfo arrastró a la desdichada al pasillo, abrió una puerta de una patada y la lanzó adentro. Los siguió la vecina, acompañada por Blidscote, y cerró de golpe. Corbett notó que echaba el cerrojo. Se palpó el arañazo de la cara, cogió el cuchillo y lo lanzó con fuerza por la escalera.
—Lo siento —masculló sir Maurice—. Hace un minuto estaba aquí, luego dijo que quería ver el cuerpo de su esposo y pediros disculpas. Debe de haber ocultado el cuchillo.
—Está bien, está bien. —Corbett recuperó la respiración.
Volvió al dormitorio, se lavó la cara y las manos, y se secó con una toalla de lino.
—Sólo es un rasguño —declaró lacónicamente Ranulfo—. Hará que os veáis más favorecido.
—Gracias, Ranulfo.
Corbett se quitó el agua de las cejas.
—¡Qué fuerza tenía! Sir Louis, vos sois el juez local, ¿no es así? Quiero que enviéis a Chanson en busca de un boticario o un médico. Esa mujer necesita un somnífero. Ha de ser vigilada noche y día. Por lo menos —añadió secamente— hasta que me vaya de Melford. También registraré la casa.
—No podéis hacerlo —replicó el magistrado—. No tenéis una orden.
Corbett se tocó la faltriquera.
—Tengo todas las órdenes que pueda necesitar. Podéis esperarme en la cocina. Ranulfo os atenderá.
Cuando se marcharon, Corbett cerró la puerta tras ellos y comenzó el registro: cofres, alacenas, baúles, cajones... No encontró nada raro. En su mayor parte eran cosas relacionadas con el negocio de Deverell: recibos, libros de cuentas, y compras diversas. El dormitorio no le reveló nada. Corbett bajó. Ignorando al resto, buscó en la cocina y en el pequeño vestíbulo. Encontró una pequeña estancia en la parte trasera.
La puerta estaba cerrada. Ranulfo encontró las llaves y Corbett entró.
Era una sala pequeña y polvorienta con una ventanuca en la parte alta del muro; había un escritorio y un taburete alto. Corbett encendió las velas. Tuvo que forzar la puerta del mueble, pero no halló nada. Aunque al fondo había un cofre pequeño con tres cerraduras que parecía más interesante. Buscó en la cartera del muerto hasta encontrar las llaves. Corbett abrió las tres cerraduras y levantó la tapa. Había un pequeño breviario, un Libro de las Horas, aunque no la colección de oraciones, sino el Oficio Divino: Prima, Maitines y Laudo. Estaba escrito con la cuidada caligrafía de un monje, y las páginas parecían muy leídas.
—¿Un carpintero que entendía latín? —murmuró Corbett.
También había una cuerda blanca con tres nudos y un escapulario marrón, dos piezas de cuero en una cuerda tosca. Corbett se la pasó por la cabeza, y una parte se apoyó en su pecho, y la otra en su espalda. La cuerda parecía muy usada y estaba raída en algunas partes. Revisó lo demás: una medalla, un rosario y una pequeña peana para llevar la hostia.
—De modo que eras eso —declaró Corbett—. No me sorprende que hayas sido tan reservado.
Se quitó el escapulario y devolvió el contenido al cofre, lo cerró con llave y volvió a la cocina.
Los dos señores y Ranulfo estaban ante la mesa de la cocina. Chanson entró con un hombre robusto que se presentó como el médico de la localidad. Ordenó bruscamente a Corbett que lo dejara pasar y subió a ver a su paciente.
—Hemos de marcharnos —anunció Corbett recogiendo su capa.
—¿Encontrasteis algo? —le interpeló sir Maurice.
—¿Blidscote sigue aquí? —le preguntó Corbett a Chanson.
—Sí, señor, pero prefiere permanecer tan alejado de vos como sea posible.
—No tardaré en hablar con él —replicó Corbett.
—¿Qué habéis descubierto, Corbett? —inquirió Tressilyian.
—Es posible que Deverell haya sido carpintero, pero en el pasado fue monje.
—¡Monje! —exclamó sir Maurice.
—Un cura sin sotana —replicó Corbett—. Un monje que se escapa de su monasterio. No es tan raro. Y nunca pudo realmente cerrarle las puertas al pasado. Guardó algunas cosas como rosarios, el escapulario que llevan algunos monjes bajo la ropa, su cuerda con tres nudos que simbolizan los votos de castidad, pobreza y obediencia. Sospecho que el señor Deverell, como monje, tuvo una enorme habilidad en el oficio de carpintero. Acaso se cansase de su vocación. Acaso se enfadase con el padre abad. Y escapó. Llegó a una ciudad tan próspera como Melford, se casó y se instaló.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con la muerte de mi padre?
—Mucho, sir Maurice. Recordad que Deverell era un artesano, un digno burgués de esta villa. Su palabra tenía mucho peso —Corbett bajó la voz—. Bajo juramento su declaración sería creída por un juez y un jurado. ¿No es así, sir Louis?
El juez asintió sin abrir los labios. Corbett percibió la ira en su mirada. Los jueces y magistrados cometen errores. Sir Louis no sería el primero, y no iba a ser el último que lamentaría una sentencia en firme.
—Entiendo, señor, que esto es difícil para vos —se disculpó Corbett.
—Al final, sir Hugo, se hará justicia. Si Deverell dio falso testimonio como otros muchos, lo llevaría en la conciencia. Yo sólo puedo aceptar el veredicto del jurado. Dios sabe que rogué por la vida de sir Roger.
—Lo sé —Corbett miró por encima del hombro en dirección a la escalera—. Deverell, que en paz descanse, mintió y cometió perjurio. ¿Por qué? ¿Oro, o quizá plata? —hizo una mueca—. Un hombre como Deverell no arriesgaría su vida y su reputación por algo así. No. Lo estaban chantajeando. Alguien de aquí sabía que era monje y que se había escapado, lo cual significaba que su matrimonio no era válido. Podría llegar un representante del arcediano, y él podía ser excomulgado, o bien ser devuelto al monasterio a cumplir un castigo a pan y agua.
—¿De modo que Deverell cometió perjurio?
—Sí. Así fue. El problema es saber quién conocía su secreto. Me pregunto si fue Deverell —continuó Corbett— el que envió a Molkyn ese versículo del Levítico.
—¿Qué versículo? —preguntó sir Louis.
—Os lo diré más tarde —respondió Corbett.
Salieron al sol. Corbett oyó que lo llamaban y de uno de los callejones apareció Sorrel.
—De modo que Deverell ha muerto —murmuró con los ojos brillantes—. Justo castigo para quien comete perjurio.
Devolvió a Corbett la moneda que él le había dado la tarde anterior.
—No debí aceptarla.
—¿Por qué no? —Corbett la separó del resto.
—No os lo dije —confesó—. Tengo plata de sobras.
—¿Y de dónde sale?
—Tres veces al año —explicó— aparece una pieza de plata en Beauchamp Place, envuelta en un trozo de pergamino. Sin mensajes. Ha sido así desde la muerte de Furrell. Cada enero, cada Semana Santa y cada san Miguel.
—Guardadla.
Corbett cerró los dedos sobre la moneda. Estaba a punto de reunirse con el resto, pero la abuela Crauford se acercó vacilante, palpando los adoquines con el bastón, mientras le daba la mano a Peterkin. Apartó un gato callejero.
—Más muertes, representante del rey. Melford debería llamarse Hacéldema.
—Campo de sangre —tradujo Corbett—. ¿Por qué lo decís?
—Siempre ha habido muertes —declaró.
—¿Qué pasa? —preguntó Corbett mirando a Peterkin, que temblaba de miedo.
—Vive conmigo —explicó la anciana— y siempre está asustado. Piensa que habéis venido a llevarlo a un asilo de idiotas, donde lo azotarán y lo tendrán a pan y agua.
La cara de Peterkin estaba sucia y sin afeitar, tenía los ojos llenos de terror, y el labio inferior tembloroso. Si la abuela Crauford no lo hubiese agarrado de la muñeca, habrían escapado como un conejo. Corbett sacó una moneda de su bolsa y tomándole la mano, le hizo aceptarla.
—No he venido a llevaros —le dijo con suavidad—. Peterkin es mi amigo. La abuela Crauford es mi amiga. Comprad dulces o un pastel, o venid a verme al Vellocino de Oro. A beber una cerveza.
El cambio de expresión del simple fue maravilloso de ver. Se liberó y bailó saltando en un pie y el otro, canturreando y murmurando.
—¡Peterkin es rico, Peterkin es rico!
—¡Y también es amigo del rey! —añadió Corbett.
Estaba a punto de alejarse cuando la abuela Crauford le cogió por los dedos.
—Habéis sido bondadoso, comisario —susurró—. Pero tened cuidado al ir por Hacéldema.
Capítulo XIII
El jurado era un grupo indefinido de comerciantes y agricultores. Estaban en un rincón de la taberna moviendo los pies, inquietos, preocupados y temerosos de encontrarse con el comisario del rey. Se habían envalentonado bebiendo cerveza. Tressilyian hizo que todos los demás saliesen de la taberna. Sir Maurice Chapeleys estaba a cierta distancia, con los pies en un taburete, tamborileando los dedos en la mesa. Chanson fue a ver a los caballos. Ranulfo se sentó junto a Corbett. Tressilyian se hizo cargo de la situación presentando al comisario con una sonrisa triste.
—El tiempo pasa rápidamente —declaró—. Cinco de los jurados que juzgaron a sir Roger han muerto.
Desapareció su sonrisa.
—Dos han sido asesinados. Supongo que recordáis bien los días del otro juicio, ¿sí? ¿El que tuvo lugar en el Consistorio?
Todos asintieron como un grupo de mastines obedientes.
—Nunca os lo he pedido —siguió Tressilyian—. Habitualmente, las deliberaciones de un jurado son secretas, pero ¿por qué emitieron un veredicto tan rápido, en menos de una hora?
—Fue por su alegato final —dijo decidido un grueso comerciante, carnicero, a juzgar por la sangre que manchaba su delantal.
—Sí, así fue —concedió Tressilyian—. Os llamáis Simón, ¿no? ¿Sois carnicero?
—Así es, señor.
—Por favor, responded a mi pregunta.
—No recuerdo los detalles —replicó el carnicero—, pero las pruebas eran claras. Sir Roger había visitado a la viuda Walmer, Deverell el carpintero lo había visto, y sí, ya sabemos que ha muerto —miró a sus acompañantes—. Y a propósito, ¿qué protección tenemos nosotros? No fue culpa nuestra que ejecutaran a sir Roger.
—Nadie ha dicho que lo fuese —replicó Corbett—. Continuad, por favor.
—Sir Roger fue visto escapando de la casa de la viuda. Tenía objetos de otras mujeres asesinadas.
—Lo que me interesa —declaró Tressilyian—, y lo que sir Hugo quiere saber, es qué ocurrió en la sala del jurado cuando os retirasteis. Molkyn lo encabezaba y el secretario era Thorkle.
—Bien, para ser honesto —replicó Simón—, Molkyn era un cabrón. No me gustaba vivo, ni me gusta muerto. Tenía muchas ganas de que colgaran a sir Roger. Culpable, dijo, en cuanto cerraron la puerta. Y por supuesto Thorkle dijo lo mismo.
—¿Y el resto de vosotros? —les preguntó Corbett.
Miró al resto de los hombres de caras curtidas y manos toscas. Sintió lástima por ellos. Era frecuente que los jurados se sintieran intimidados, pero podían resultar sorprendentemente testarudos, en particular cuando estaba en juego la vida de un hombre.
—Algunos de nosotros objetamos. No voy a decir quién. Sujeta el caballo, le dijimos a Molkyn. Era evidente que no le gustaba sir Roger.
—Fue Furrell —afirmó uno de los compañeros de Simón—. Las pruebas de Furrell me preocuparon. Dijo que la viuda Walmer estaba viva cuando sir Roger se marchó. Y también dio a entender que otros habían sido vistos yendo a su casa.
—Oh, sí —Simón reanudó la historia—. Pero Molkyn nos hizo callar. Alegó que sir Roger había sobornado a Furrell. El caballero pudo haber vuelto, y los hombres que vio dirigiéndose a la casa de la viuda Walmer eran probablemente Repton, el baile, y los demás que descubrieron el cadáver.
—¿Y cómo votasteis? —preguntó Corbett.
—Levantando la mano.
—¿Y qué os convenció?
Corbett se acomodó en el taburete. Hubiera querido que Ranulfo, que estaba sentado a su lado, hubiese dejado de canturrear por lo bajo. Su ayudante lo miró y le hizo un guiño. Corbett se preguntó qué iba mal. Se volvió al carnicero.
—¿La prueba? Mencionasteis el último alegato del juez. Os preguntó cómo votasteis —insistió de nuevo Corbett.
—Fue por el testimonio de Deverell —suspiró el carnicero—. La visita a la viuda Walmer y las cosas que se encontraron en la mansión de sir Roger. Molkyn nos metió prisa; finalmente todos tuvimos que aceptar —se encogió de hombros—. Entregamos el veredicto.
—¿Y desde entonces? —preguntó Corbett.
—Oh, lo hemos discutido... cuando volvió a haber asesinatos. —Simón hizo un gesto de asentimiento—. Sí, nos preguntamos si se había ejecutado a un inocente.
El carnicero bajó la mirada al suelo y movió los pies.
—¿Qué más? —le preguntó Corbett—. Tenéis algo más que decirme, ¿no?
Simón se limpió la frente sudorosa con el dorso de la mano.
—Quisiera hacer una confesión. —Las palabras salieron a borbotones—. Sir Louis, quisiera haberlo dicho antes.
—¿Qué? —le preguntó Corbett.
—Unos dos años después del juicio estaba en una taberna llamada La Grosella, que está en un extremo de la villa. Molkyn entró. Acababa de hacer una entrega de harina y pensaba beberse los beneficios. Molkyn era casi siempre un rufián que no dejaba de buscar pelea, pues tenía puños como jamones. Me llamó. Fue muy insistente, de modo que me acerqué. Estaba muy borracho. Hablamos de una cosa y la otra. «¿Crees en fantasmas?» me preguntó de repente. «¿Qué quieres decir, Molkyn?», le pregunté. «Sir Roger Chapeleys», respondió. «¿Crees que podría volver y acosarnos por lo que hicimos?» Me quedé inquieto. No me gustó el giro de la conversación. «Era culpable», le dije. «¿Y si te digo que no lo era?», se mofó Molkyn.
—Un momento —lo interrumpió Corbett—. ¿Molkyn dijo eso?
—Sí, y me asusté. Lo interrogué, pero se volvió astuto y reservado, e hizo un gesto con su nariz bulbosa. Me contó una pelea que había tenido con Furrell, el furtivo. «¿Qué pelea?», le pregunté. Al parecer, después del juicio, Furrell se había dirigido a Molkyn diciéndole que sir Roger era inocente y que podía probarlo. Molkyn lo había mandado adónde ya os imagináis y Furrell acusó a Molkyn de perjurio. Y luego dijo algo muy raro. Dijo que en Melford se podía probar quién era el auténtico asesino y que todos podían verlo tan claro como un cuadro.
—¿Y? —le preguntó Corbett.
—Es todo lo que me contó Molkyn. Estaba embotado y muy borracho, de modo que lo dejé solo.
—¿Y hay algo más? —le preguntó Corbett.
Su pregunta fue recibida por un coro de negativas. Corbett les dio las gracias y los hombres se marcharon, ansiosos por alejarse de ese escribano de mirada penetrante y preguntas acuciantes.
—Estáis muy callado, sir Maurice —comentó pensativo Corbett.
El joven le dirigió una mirada torva.
—¿Y qué puedo hacer, sir Hugo? Cuando colgaron a mi padre yo era un niño. ¿Cómo podía ir por Melford haciendo preguntas? —Su rostro se endureció—. Puedo verlo en los ojos de todos ellos, sir Hugo. Siguen considerándolo un asesino —su mirada se suavizó—, pero confío en vos. Se hará justicia.
—Sir Louis —Corbett miró en derredor para asegurarse de que nadie escuchaba furtivamente. Pero Matthew, el tabernero, había tenido el buen criterio de mantener a su servidumbre alejada—, ¿os sentisteis incómodo en el juicio de sir Roger?
—Desde luego, pero ¿qué podía hacer yo? La única prueba que sir Roger negó de plano fue la de Deverell.
—¿Y la de Furrell? —le preguntó Corbett.
Sir Louis suspiró y se sentó en un taburete frente a él. El magistrado no había dormido bien: sus ojos parecían cansados y tenían los bordes enrojecidos.
—Sir Hugo, Furrell era un protegido de sir Roger —bajó la voz—, y hay algo más. Tres jóvenes fueron asesinadas con anterioridad al caso de la viuda Walmer, ¿no es así?
Corbett asintió.
—Sea lo que fuese que Sorrel os ha dicho, y os he visto hablando con ella, Furrell era un malandrín. Era un ladrón que cazaba en mis tierras y en las de todos los demás pero, por supuesto, lo tolerábamos. Sólo se llevaba lo que necesitaba y no había mucha maldad en él. Excepto —continuó sir Louis— que era un seductor. Cuando se trataba de la festividad de mayo, o había baile de máscaras en la pradera, Furrell podía ser tan lascivo como los gorriones si iba bebido. Y cuando ocurrieron estos asesinatos, tanto Blidscote como yo los investigamos. El dedo de la sospecha señalaba marcadamente a Furrell. Era bien conocido por hablar con las doncellas. Y las abordaba, aunque fuera a escondidas de Sorrel y, sobre todo, conocía los caminos y los senderos del campo.
—Pero Furrell está muerto.
—¿Lo está, Corbett? ¿Dónde está el cadáver? ¿Qué señales o pruebas tenemos de su muerte? ¿Cómo podemos saber que no está viviendo en los bosques o escondido en Beauchamp Place? Podía haber recomenzado sus asesinatos. Podría ser responsable de las muertes de Molkyn, Thorkle o Deverell. Furrell conoce este lugar, sus senderos y callejas. A menudo llamaba a una u otra casa; es posible que supiese lo de la mirilla de Deverell.
—Pero ¿podría haber matado a un hombre como Molkyn?
Corbett estaba intrigado por la línea argumental que emprendía Tressilyian.
—Nuestro molinero era forzudo, pero también borracho. Se le podía cortar la cabeza como quien mata a una mosca, y Thorkle parecía más bien un conejo asustado.
—Si os sigo bien —recapituló Corbett—, Furrell habló a favor de sir Roger no sólo por bondad, sino porque sabía la verdad. Al mismo tiempo Furrell se daba cuenta de que sus pruebas no serían tomadas muy en serio.
—Y después —anadió el magistrado—, Furrell confesó algo parecido a Molkyn, y al darse cuenta de lo que había dicho, desapareció. Se oculta como cualquier forajido, pero cuando todo está en calma, empieza a matar.
—Aceptaría lo que me decís —declaró Corbett—, pero hay otra persona que todavía debo conocer.
Informó rápidamente a Tressilyian y sir Maurice sobre el enmascarado.
—Nunca he sabido nada de eso —susurró Tressilyian—, pero podría ser Furrell.
Corbett observó el interior de la taberna. Podía oír los gritos de Matthew desde la cocina, los ruidos y la agitación del patio, donde los parroquianos se preguntaban, molestos, por qué no los dejaban entrar.
—Hablaremos sobre esto mañana en el Consistorio —dijo sir Louis—, después de vísperas.
Sir Louis y Chapeleys se despidieron, y Corbett condujo a sus dos compañeros a su habitación.
—¿Pensáis que la teoría de Tressilyian puede ser posible? —le preguntó Ranulfo.
—Todo es posible —replicó Corbett. Se quitó las botas y se tumbó en la cama—, pero lo que sí sé es que Furrell conocía la verdad. Me parece difícil aceptar que sea el asesino. Sorrel no es una mentirosa. Es posible que sir Louis tenga razón. Furrell puede ser la clave del misterio, pero sigo creyendo que el pobre hombre está muerto. El carnicero también dijo la verdad. No tiene nada que ocultar.
Corbett hizo una pausa y luego:
—¿Qué le dijo exactamente Furrell a Molkyn? ¿Qué era tan claro como un cuadro?
Contempló los emblemas de la tela que colgaba del dosel.
—Claro como un cuadro —repitió. Se volvió hacia un lado—. Chanson: ¿has hecho indagaciones en el Consistorio?
—No encontré mucho —respondió el palafrenero—. Todos los años se anota alguna desaparición.
Corbett fijó la mirada en un pequeño tríptico en la pared.
—Quiero hacerte un encargo.
—Sí, señor.
—Un mensaje para sir Maurice.
—Pero si acaba de marcharse.
—Lo sé, y te pido disculpas.
Corbett se levantó y fue a su escritorio. Ranulfo miró a Chanson moviendo la cabeza para indicarle que no protestara. Corbett escribió rápidamente, y selló la nota con una pieza de lacre.
—Dale esto personalmente a sir Maurice. No debe decirle a nadie lo que le pido, ni debe mencionarlo esta noche, salvo para decir sí o no. ¿Entiendes? Y ahora, tómate una jarra en la taberna y márchate.
Chanson cogió el mensaje y partió.
—¿Y por qué estabas tan contento en la taberna? —le preguntó Corbett a Ranulfo—. Canturreando bajito.
—Adela. Es una parlanchina —replicó Ranulfo—. Me dijo que...
—¿Qué te dijo? —interrumpió Corbett— ¿Y cuándo te lo dijo, Ranulfo?
Su ayudante se sonrojó.
—Anoche tuve sed. Chanson no es el compañero más ideal: no sólo ronca como un caballo, también huele a caballo.
—De modo que bajaste a cortejar a la dulce Adela. Ranulfo, si quieres ser cura, esta sed de media noche tiene que acabar.
—Bien, me había aceptado una moneda de plata —Ranulfo acercó un taburete y se sentó—. Las chicas de taberna son un pozo de cotilleos. A Grimstone le gusta el vino. Burghesh es más cura que él, un auténtico metomentodo. A sir Louis Tressilyian no le gustan los vecinos, y sir Maurice, antes de enamorarse de la hija de sir Louis, a menudo juraba una terrible venganza por la muerte de su padre. El molinero era un matón. Su señora es coqueta y puede que haya recibido a sir Roger cuando él estaba ausente.
—Pero ya sabemos todo esto —lo interrumpió Corbett—. Ésta es una villa, una parroquia. En cualquier lugar así de este reino...
—El señor Blidscote —replicó Ranulfo.
—Oh, nuestro buen alguacil.
—Es soltero.
—Para algunos hombres puede ser la felicidad. Supongo que le gustarán las jovencitas.
—Sí, señor, y los jovencitos.
—¿Estás seguro?
—Es lo que se rumorea.
—¿Niños más que hombres?
—Ése es el rumor que circula —replicó Ranulfo—. Incluso hay una historia. Se dice que sir Roger tuvo algunas palabras con él, hace años, sobre su propio hijo, sir Maurice. También dicen que es corrupto. Cobarde a veces, matón otras, y que su alma está permanentemente en venta.
—De modo, Ranulfo, que puede ser chantajeado con facilidad. Blidscote perjudicó a sir Roger asegurándose de que Molkyn estuviese en el jurado, en tanto que los demás eran personas que dejarían que el molinero se saliese con la suya.
—¿Las actas del juicio revelan algo?
—No, Ranulfo, las llaman transcripciones, pero en verdad son un resumen que no contiene nada nuevo. El proceso fue presentado por un sargento de Ipswich, un abogado real vinculado al Consistorio.
—¿Y cogeremos al auténtico asesino?
—No lo sé —murmuró Corbett—. Como ves Ranulfo, lo que sabemos es lo que la gente nos dice. Y como ya sabes, es algo que se puede controlar fácilmente. Algunos olvidan, otros ocultan, y unos pocos dicen lo que queremos saber. Y, además, están las mentiras. Por supuesto el asesino, o acaso debería decir asesinos, pueden equivocarse.
—¿De modo que estamos ante dos?
—Oh, sí. Al primero le gusta aterrorizar a las jóvenes, violarlas y asesinarlas. El segundo, él o ella, está en una guerra encarnizada contra quienes mandaron a sir Roger a la horca.
Corbett recordó las palabras de la abuela Crauford sobre Hacéldema. Se sentó y escuchó a medias los sonidos que les llegaban de la taberna.
—¿Y qué ocurrirá si no podemos probar nada?
—Pues que no probaremos nada. El rey nos ha dado poco tiempo. Ha convocado un consejo en Winchester para poco después de Todos los Santos y debemos estar presentes. Mira, ve a la iglesia. Pregunta al párroco Grimstone si puede prestarme el Libro de los Muertos.
—¿Por qué?
—Porque lo quiero.
Ranulfo hizo una mueca y salió. Cerró la puerta tras él, haciendo un gesto grosero en su dirección. Bien, pensó, Maese Cara Larga se sentará a reflexionar y luego saltará como un gato tras un ratón. Pero ¿los asesinos se dejarán atrapar tan fácilmente?
Ranulfo bajó la escalera ruidosamente. Estaba tan inmerso en sus propios pensamientos que ni siquiera se molestó en detenerse a coquetear con Adela.
De vuelta en su dormitorio, Corbett se tumbó en la cama. Intentó imaginar un mapa de Melford, la ciudad que se extendía hacia el campo silencioso y secreto que la rodeaba. Tressilyian tenía razón en una cosa: un hombre como Furrell podría ocultarse allí, pero, ¿y los asesinatos? Intentó ponerse en el lugar de la joven Elizabeth, que ya había sido enterrada. Una jovencita llena de ideas románticas, probablemente incómoda con los estrechos confines de una casa familiar, y siempre dispuesta a hacer encargos para ir al mercado, cualquier excusa que le sirviera para hablar y cotillear con los demás. No, decidió, el enmascarado no hacía sus contactos en la villa. ¿Se detendría Elizabeth Wheelwright porque una voz cavernosa la llamaba desde un porche? Pero hubiera tenido incluso más miedo si hubiese encontrado una criatura de tal guisa en un sendero del campo. No, había algo que no encajaba. Tenía que cubrir ese hueco en su razonamiento. De algún modo Elizabeth, como las otras, fue atraída al campo, a algún lugar desolado donde la esperaba el asesino. Éste gozaba como el demonio que es y luego ocultaba el cuerpo, o lo intentaba. Algo salió mal cinco años atrás. Acaso sir Roger comenzó a sospechar sobre la auténtica identidad del asesino. Y fue atrapado y acusado del asesinato de la viuda Walmer. Tarea sencilla, pues si los rumores decían la verdad, sir Roger era tan lascivo como un macho cabrío. El asesino había preparado bien su trampa. No sólo mataba mujeres jóvenes, sino que había reunido informaciones sobre los residentes de Melford que podía utilizar. Incluso había enviado objetos de sus víctimas a sir Roger. Corbett se apoyó en el cabezal. Pero no era suficiente. Blidscote, Molkyn, Thorkle y Deverell estaban siendo chantajeados. Se vieron forzados a bailar la melodía del asesino, y ello hizo que se sellara el destino de sir Roger.
—Disfruta —declaró Corbett—. El asesino disfruta de su poder.
Lo llaman el asesino del halcón, razonó Corbett, el enmascarado, pero es más bien un jugador de ajedrez. Mira a los demás como piezas que ha de mover como mejor le conviene. Le gusta verlos hacer lo que quiere. Pero ¿quién tendría tanto poder? ¿Sir Louis? ¿Sir Maurice? Ambos tenían casas solariegas. Tendrían espías y un séquito escuchando sus charlas. Pero el propio sir Louis había sido atacado. También había tenido un papel protagonista en la ejecución de sir Roger. ¿Y sir Maurice? Un hombre dedicado a limpiar el nombre de su padre no podía querer mucho a los vecinos de Melford. ¿Pero en qué asesino estaba pensando? Corbett hizo un movimiento con la cabeza. Y estaban los demás. El párroco Grimstone con su bebida y su aislamiento; el coadjutor Robert, con su ansiedad oculta y su profundo sentimiento de culpa. ¿O Burghesh? ¿Podía Blidscote ser un asesino? ¿Un hombre al que ni siquiera le gustaban las mujeres? ¿O había alguien que olvidaba? Corbett se golpeó el muslo con el puño. ¿Dos asesinos, pensó, o uno? El asesinato de Molkyn y el resto sólo había ocurrido cuando volvieron a suceder los asesinatos de jóvenes. ¿Qué podía significar? Corbett suspiró al oír pasos precipitados fuera. Entró Ranulfo con Burghesh tras él.
—He traído personalmente el Libro de los Muertos —declaró el viejo soldado, sacándolo del bolso de cuero para ponerlo en el taburete que estaba junto a la cama de Corbett.
—Realmente no debería hacerlo —dijo con un gesto—, pero sois el comisario del rey. Puedo quedarme en la taberna y llevármelo después.
La mano de Corbett se dirigió a la faltriquera que tenía en el cinturón.
—No, no —dijo Burghesh—, puedo pagar mis cervezas. Sir Hugo, estaré abajo.
Ranulfo cerró la puerta tras él. Corbett cogió el libro y se puso a hojearlo.
—Bien, Chanson está galopando tras sir Maurice —anunció Ranulfo— y vos bajáis al mundo de los muertos.
Corbett sonrió sobre el libro.
—Si estuvieras implicado en la muerte de sir Roger —hizo una pausa—. No. Hay que formularlo de otro modo. ¿Quién estará más atemorizado?
—¿Sir Louis?
—Pero él es un señor.
—Entonces Blidscote —señaló Ranulfo.
—Estoy de acuerdo y podemos hacer muy poco por salvarlo. Vamos, Ranulfo, recorre Melford para ver si podemos coger a nuestro gordo alguacil, y tráelo para que lo interrogue.
—¿Alguien más?
—Pídele a la joven Adela que suba. Dile que no tiene nada que temer.
—¿Y si lo supiese lady Maeve? ¿No debería quedarme a hacer de carabina?
—Pídele que suba —repitió Corbett—. Tiene más que temer al mensajero que al mensaje.
Ranulfo recogió su capa y su talabarte, y bajó. Poco después, Adela llamó a la puerta. Entró nerviosa, pero sin que sus ojos perdieran el aplomo, simulando una actitud dócil, con las manos colgando a los lados del cuerpo.
—Tomad asiento —dijo Corbett señalando el taburete—. Me parece que conocéis a Ranulfo.
La joven esperaba ser tratada con sarcasmo, pero no fue así. La mirada del comisario no era ni burlona ni lasciva, sino más bien amable y gentil.
—¿Qué queréis, señor?
—Sólo un poco de vuestro tiempo. Lamento el truco de Ranulfo y Chanson para haceros salir de la taberna —añadió rápidamente.
Adela se encogió de hombros.
—¿Y qué mal puede hacer un hombre en un mercado lleno de gente?
—¿Algún hombre ha intentado haceros algún daño, Adela?
Sonrió con dulzura.
—La mayoría de los hombres son niños. Piensan con su sardina.
—Lo sabemos —rió Corbett—. Pero ¿sois capaz de cuidaros bien?
—Una buena defensa es una bofetada rápida y una patada más rápida aún, señor.
—¿Fuisteis la última que habló con Elizabeth, la hija del carretero.
—Sí, pero ya lo he dicho. Tenía prisa por marcharse. Pensé que iría a casa.
—¿Habló alguna vez del enmascarado o de alguna otra criatura?
—No.
—Decidme, Adela, si encontráis un hombre en el campo, a caballo y con una de aquellas máscaras que usan en los autos sacramentales...
—Correría a esconderme —rió.
—¿Y si una tarde fueseis a casa y una voz llamase «Adela» desde las sombras?
—Me detendría si hubiese alguien conmigo.
—¿Y si la voz os dijera que debíais ir a un lugar determinado, donde os esperaba un admirador u os habían dejado un regalo?
—No lo creería. No me quedaría allí. Vería quién era.
—¿Y si el hombre llevase una máscara?
—Chillaría y correría. ¿Por qué me hacéis estas preguntas? Sé cómo comportarme cuando...
—¿Qué queréis decir? —le preguntó Corbett de inmediato.
—Hace unos cuatro meses, Peterkin el tonto, que no es tan tonto como parece, me trajo un mensaje.
—¿Y qué decía el mensaje?
Cerró los ojos.
—Hay un regalo esperando a mi adorada en Hamden Mere. Aparecerá cuando suene el cuerno del mercado.
Corbett le pidió que lo repitiera.
—Es poesía barata —murmuró.
—Peterkin es así —continuó Adela—. Corre de un lado a otro como un conejillo. Preguntadle al tabernero, pues desde niño Peterkin era el mensajero que usaban los galanes en celo.
—¿Y fuisteis a Hamden Mere?
—Sí. Es un cenagal en un bosquecillo al sur de la villa. Estaba impaciente y quería saber quién era: la taberna se llena cuando suena el cuerno y acaba el mercado.
—¿Y por qué Hamden Mere? ¿Por qué no el Roble del Diablo o Gully Lane? —preguntó Corbett.
Sonrió.
—Es donde yo solía jugar de niña.
—¿Y donde lleváis a vuestros enamorados?
—Sí, pero no se lo contéis al tabernero Matthew. Siempre presume diciendo que lleva una buena casa.
—¿Y qué pasó? —le preguntó Corbett.
—Fui y esperé. Busqué y miré, pero no había nada. Fue una broma cruel. Así que me volví.
—¿Se lo preguntasteis más tarde a Peterkin?
—Sí, lo hice, como si no me importara. No quería parecer una tonta de remate, igual que él. Me miró, me dijo que era un poema que había aprendido y no dijo más.
—Pero la primera vez le creísteis.
—Me mostró una moneda. Le habían pagado para que la entregara. —Se encogió de hombros—. Eso me convenció.
Adela pareció nerviosa.
—¿Sabéis lo que voy a preguntar? —dijo suavemente Corbett—. Es así cómo atraparon a Elizabeth.
—No tengo pruebas —susurró—. Estaba asustada y no quería que se burlaran de mí. La taberna nunca me dejaría olvidar el día que creí en Peterkin el tonto. Incluso si hubiese dicho algo, ¿quién me hubiese creído? ¿Qué pruebas tenía?
Corbett sacó una moneda de su faltriquera, se acercó y la puso en la mano de la joven.
—¿Para qué es esto? —preguntó osadamente.
—Por la compañía —replicó Corbett—. Si yo estuviese en vuestro lugar, iría a la iglesia, compraría una vela y la encendería.
La criada de la taberna parecía perpleja. Corbett abrió la puerta. Ella salió, él cerró con llave.
—Bailasteis con la muerte —murmuró— y os permitieron escapar.
Corbett se acercó a la ventana y observó cómo abrevaban los caballos en el patio.
¡Con razón!, pensó Corbett. Pobre Peterkin. Asustado de que se lo llevasen, aterrado tan fácilmente, sobornado tan pronto. ¿Quién le iba a prestar atención? Podía ser un inocente, pero le habrían enseñado el mismo truco y la rima una y otra vez; sólo cambiaba el lugar. Corbett se preguntó cuántas otras mujeres de la ciudad habían recibido la misma invitación. Algunas la habrían ignorado, sin hacer caso a Peterkin por estar loco como una cabra. Otras, como Adela, habían acudido tal vez en el momento equivocado, sin encontrar nada. La pobre Elizabeth no tuvo tanta suerte. Por supuesto, no se lo había contado a nadie. No habría querido que nadie conociese el secreto o, como había dicho Adela, aparecer como una tonta si no había nada.
Corbett volvió la espalda a la ventana. Nadie conectaría nunca a los dos. Al tonto Peterkin y los asesinatos. Era débil y desvalido. No le parecería amenazante a una chica como Adela. Corbett sonrió sombríamente. El asesino era listo: mensajes, promesas románticas. Tal y como había probado Adela, a las jóvenes no les gusta que sus mayores se enteren de esas cosas, conspiración de silencio que explotaba el asesino.
Corbett levantó el Libro de los Muertos.
—No golpeó dos veces —murmuró—. Lo hizo una vez.
Elizabeth había sido atraída a un lugar donde la esperaba el enmascarado. Llegó a la conclusión de que Peterkin era el mensajero perfecto. Probablemente después de un día o así, el mensaje desaparecía de su memoria y si el bobo entendía que había algo raro, ¿cómo iba a proclamar lo que había hecho? Corbett se propuso charlar con Peterkin. Mientras tanto... abrió el Libro de los Muertos y, retrocediendo veinte años, comenzó a leer. Recordó unos versos:
He andado entre los muertos,
Y entre ellos he encontrado la verdad.
Corbett estudió cuidadosamente el libro y encontró lo que estaba buscando: muertes inexplicables. Lo cerró y volvió a sentarse. ¡Melford era un lugar de muertes violentas! Recordó Beauchamp Place y el patético esqueleto del cadáver oculto en la pared de la capilla.
—Algunos quedan —murmuró Corbett—, a algunos los entierran, lo cual significa que no los han descubierto a todos.
Recordó lo que había dicho Tressilyian sobre el furtivo. ¿Sería posible?
—Dos asesinos —masculló Corbett.
Pensó en Furrell y Sorrel: él, un cazador lascivo y ella, dedicada a qué. ¿Justicia? ¿Venganza? Ambos conocían el campo, pero, ¿qué quiso decir Furrell al anunciar que la verdad era tan clara como un cuadro?
Corbett apartó la silla, se levantó y cogió su capa y su talabarte de soldado.
Capítulo XIV
Sorrel contemplaba las pinturas de la pared de Beauchamp Place. De cuando en cuando se volvía y aguzaba el oído para percibir los ruidos del exterior. A veces venía alguien a comprar carne fresca. Había oído rumores de que esa noche habría un banquete importante en el Consistorio.
—El mejor momento para cazar algo —murmuró.
Sorrel se dirigió al nicho donde estaba la estatua de la Virgen. Buscó tras ella y sacó el rollo grasiento, un trozo de vitela que había comprado en el mercado de Melford. Lo llevó a la mesa, lo alisó y estudió los nombres anotados. Sorrel sabía leer. Después de todo, era la hija de una comerciante educada que tuvo la desgracia de enamorarse de un galán y ser rechazada por él y la familia. Los nombres no estaban escritos correctamente, y las letras eran deformes, pero Sorrel los reconoció bien. Recorrió con el dedo los nombres de Tressilyian, Molkyn, Thorkle, Deverell, Repton...
—Sí —susurró—, y unos cuantos más. Sacó la daga y dibujó una cruz tosca en los nombres de los asesinados. Levantó la vitela. Un nombre llamó su atención.
—¡Walter Blidscote! —dijo—. Ya llegará tu hora.
Sorrel se felicitó por la muerte de Deverell, se relamió los dientes y se preguntó qué progresos estaría haciendo el comisario. No le había contado todo. ¡Oh, no! Guardó el pergamino y movió uno de los trozos de tapicería de la pared. El tosco dibujo no era de Furrell sino suyo: un mapa del campo.
Melford estaba en el centro de arboledas y bosques. El círculo estaba dibujado con cruces allí donde Sorrel sabía que se hallaban otros cadáveres, por lo menos siete u ocho. Sorrel lo estudió con atención. Entendió por qué el Pueblo de la Luna se mantenía alejado del pueblo y sus senderos. No podía contarle todo esto al comisario. Algunas veces la propia Sorrel dudaba. ¿Y si Furrell estuviese vivo? Podía deslizarse entre los árboles como un fantasma. Una lechuza cazando hacía más ruido que Furrell. Puso la tapicería en su sitio. Su mirada se detuvo en la cama con doseles y cortinajes rojos. ¡Furrell no era capaz de una cosa así! Era normal en la cama. Recordó sus encuentros amorosos. Era tan vigoroso como un potro en celo. ¿Por qué iba a buscar jóvenes solitarias? Hubiese querido haberle prestado más atención durante las semanas posteriores a la ejecución de sir Roger.
Sorrel oyó un ruido y se paralizó. ¿Venía del vestíbulo? ¿Estaba sola? Cogió la ballesta que tenía apoyada en la pared. Abrió el cofre y sacó un puñado de dardos. Puso uno y tensó la cuerda torpemente. Tal vez el ruido sólo fuese viento, nada de que asustarse. Sorrel salió. Por el vestíbulo se filtraban pálidos jirones de niebla.
—¿Hay alguien ahí?
Una paloma que anidaba en un hueco levantó el vuelo agitando las alas. Sorrel se tranquilizó. Si hubiese alguien más, el pájaro ya habría volado. Salió al patio adoquinado cruzando el vestíbulo. Nada raro. Se volvió y se acercó a la caseta, miró el puente de madera y se quedó helada. Hacía horas que no lo cruzaba. A trechos la madera parecía blanca como hueso, limpiada por el viento y la lluvia, de modo que el trozo húmedo y reciente le llamó la atención. Alguien o algo acababa de cruzar. Se volvió. ¿Se había colado un intruso en Beauchamp Place? La práctica habitual en el campo era gritar un saludo para disipar el temor y la sospecha. Sorrel se dio cuenta de que no podía impedir que le temblaran las manos. Volvió a la entrada y miró por los agujeros: pequeños ojos de buey para que los defensores dispararan flechas o fuego si el enemigo entraba por la puerta principal. No había señales de nada en los bordes. Un inconveniente de Beauchamp Place, reflexionó Sorrel, es que era una guarida de paredes derruidas y peldaños en ruinas. Podía refugiar un grupo de forajidos y, si andaban con cuidado, podían esconderse durante horas antes de ser descubiertos.
Sorrel preparó la ballesta, pero la palanca no había sido bien engrasada y le costó tensar la cuerda. Recorrió la entrada de adoquines. ¿Un sonido, un paso? Sorrel echó a correr. Presa del pánico, no entró al vestíbulo sino que subió las gradas de la capilla. Llegó a la escalera y se volvió, sin entrar, para acceder al cuarto más alto. Furrell solía llamarlo el puesto de vigía. Sorrel entró como un rayo. Cerró la puerta maltrecha y se apoyó en ella, con el corazón desbocado y sin aliento. Intentó calmarse, limpiándose el sudor de la palma de las manos y aguzando el oído para que no se le escapase ningún ruido que indicara que la seguían. Esperó pasos o que empujaran la puerta, pero no pasó nada.
Se acercó a la ventana y miró el campo en dirección a Melford. Sus ojos captaron un movimiento, un jinete que iba por Falmer Lane, pero ¿quién era? Se alejó del antepecho en ruinas, volvió a la puerta, y escuchó con atención. Después de un rato se relajó, maldiciendo su estupidez. Abrió la puerta con cautela y bajó. No encontró rastros del intruso. La capilla estaba vacía. Cogió la ballesta con más firmeza al llegar al último peldaño y entrar en el patio.
Sorrel no entendió bien lo que ocurrió a continuación. En el mismo instante en que huía, desde su derecha se movió una sombra. El atacante había estado oculto tras una columna, esperando su regreso. Divisó la cuerda blanca sobre su cabeza e instintivamente levantó la mano para evitar que la soga se apretara en torno a su cuello. Le apretó la mano. Sorrel intentó inclinarse hacia delante, pero el atacante la tiraba hacia atrás. Entendió que debía dejarse llevar para disminuir la tensión del garrote y con su mano libre golpeó hacia atrás. La cuerda ya le segaba la mano y el dolor era intenso. Sorrel pensó que no podría respirar, y, de pronto, comprendió que era su propio terror, y no la forma en que le apretaban el cuello. Se balanceó hacia atrás y adelante. Sólo percibió que la agarraban y que una rodilla se le clavaba en la cintura. Usando toda su fuerza empujó hacia atrás e hizo que su asaltante quedara en la esquina de la columna. Al mismo tiempo, levantó su mano libre y le clavó las uñas en el brazo. La cuerda se soltó. Sorrel quedó libre. Se lanzó hacia delante y miró por encima del hombro. Su asaltante retrocedió y chocó contra el muro, raspándose hombros y nuca. Iba vestido como uno de esos monjes mendigos, con una capa y capucha oscuras y una máscara de tela sobre la cara.
Sorrel no esperó y huyó por el vestíbulo. Llegó al estrado y cayó. Tras ella oyó ruidos de persecución, pero ya había entrado por la puerta y la cerró con sus dos aldabones. Se hizo un ovillo en el suelo tras la puerta, consciente de los latidos del dolor. Tenía la parte izquierda del cuello seriamente magullada, la palma de su mano estaba lacerada, la cintura le dolía como si la hubiese golpeado una porra, y los brazos le pesaban. Oyó que su asaltante intentaba forzar la puerta, pero ésta no cedió.
—¡Vete, hijo de puta! —le gritó.
Los golpes pararon y fueron reemplazados por rasguños, como si un animal salvaje usara sus garras. Sorrel se puso de rodillas. ¡Eso estaba haciendo! Su asaltante había sacado la daga, y buscaba la abertura en el dintel para ver si podía soltar los goznes de cuero. Sorrel miró a su alrededor; había dejado caer la ballesta. Corrió al baúl, sacó el largo cuchillo galés y cogió su porra. Los rasguños seguían. Sorrel volvió a la puerta y estudió los goznes, unas fuertes cuñas de cuero. Tomaría algún tiempo hacer que cedieran. Miró hacia la ventana. Podía intentar la escapada. Acaso, si llegaba a los bosques, pudiese despistar a su asaltante. Tomó aliento y se alejó en puntillas.
Entreabriendo los postigos miró a derecha e izquierda. Estaba a punto de entrar la cabeza cuando vio que una sombra oscura se deslizaba por la gran abertura de la pared del vestíbulo. Su atacante había estudiado el lugar a fondo. Se apartó rápidamente, cerrando los postigos, y bajó la barra. Se quedó con el oído atento. Los rasguños se habían interrumpido. Oyó un ruido y se sobresaltó por el golpe que dio en los postigos. Ahora intentaba entrar por allí. Sorrel corrió. Los postigos eran de roble macizo y los goznes eran fuertes, pero había un hueco donde se unían. Vio la daga deslizándose hacia dentro. Su asaltante intentaba levantar la barra. Ella golpeó con la porra y la daga desapareció.
Sorrel estaba cubierta de sudor. ¿Y qué pasaría si el atacante la sitiaba, esperando la noche? Entonces oyó el grito. Un fuerte saludo que hizo eco por Beauchamp Place, seguido por su nombre.
—¡Estoy aquí! —gritó Sorrel.
Se dejó caer en un taburete. Aparentemente, su asaltante había desaparecido, pero estaba tan asustada que no tenía fuerzas para levantarse. Parecía estar en una semipenumbra, consciente del punzante dolor de la mano y del cuello. Sólo después de un rato percibió los fuertes golpes en la puerta. Cogió la porra y el cuchillo.
—¿Quién es? —llamó débilmente.
—Sir Hugo Corbett.
—No os creo.
—Sorrel, por Dios, ¿qué está pasando?
Sorrel cerró los ojos e intentó pensar. La voz parecía familiar, pero, ¿sería una trampa?
—A la derecha —dijo— en el vestíbulo la pared tiene una abertura grande. Entrad por allí para veros.
—Sorrel ¿qué es toda esta comedia?
—¡Donde pueda veros! —ordenó.
Oyó una maldición. Sorrel se acercó a los postigos.
—¡Acercaos a la ventana! —ordenó por la abertura—. ¡Quedaos allí!
Oyó el ruido de las botas de montar de tacón alto. Debía de ser el comisario. Entrecerró los ojos y apoyó la cabeza contra la juntura de los postigos. Allí estaba sir Hugo Corbett con la capa echada hacia atrás y la mano en la empuñadura de la espada. Sorrel quitó la barra y abrió.
—¡Cielo santo! —exclamó Corbett.
Corrió al vestíbulo mientras Sorrel quitaba las cerraduras, y abría la puerta. Sorrel casi se desmayó en sus brazos. Corbett la levantó, la llevó a la cama, apartando los cortinajes, y la depositó suavemente en la manta de desteñido color azul y dorado. Llenó un tazón de agua de una jarra, y le limpió los cortes en la mano y las magulladuras del cuello. Ella se echó a temblar, y él la tapó con un chal.
—¿Quién os ha atacado?
Le tomó la mano:
—No me dejéis —le rogó—. Pudo haberse colado tras vos.
Corbett la tranquilizó. Siguiendo sus instrucciones fue a la despensa, encendió el brasero y, maldiciendo y tosiendo por el humo, lo llevó a la estancia. Entonces calentó vino. Cuando hubo acabado, Sorrel estaba sentada al borde de la cama.
—No seríais una buena esposa —le sonrió débilmente—, pero os lo agradezco, sir Hugo.
Bebió el vino de un trago.
—¿Y el atacante? —le preguntó Corbett.
—No lo sé. Estaba sola aquí. Me di cuenta de que alguien había entrado en Beauchamp Place. Yo estaba en la capilla. Oí un ruido que no reconocí y huí en la dirección equivocada.
Contó la historia con frases entrecortadas, mirando a Corbett con ojos de espanto.
—¿Y cómo sabré que no fuisteis vos?
—No digáis necedades —Corbett acercó un taburete—. Os he dado vino caliente, y no os he amenazado con la cuerda de un garrote.
Fue a poner la barra en los postigos.
—Cerrad tras de mí con la barra —le pidió.
Corbett salió al vestíbulo. Pudo detectar en el polvo del estrado y a la entrada del vestíbulo las señales de lucha y persecución. Fue a la caseta de vigilancia y observó el puente. Corbett miró tras su hombro hacia el lugar donde había dejado su caballo. El atacante debía de haber venido a pie. Al oír que Corbett se acercaba, dejó que entrara y se escabulló por el puente. Los árboles y la hierba alta lo ocultarían. Ya debería de estar de regreso en Melford.
Corbett volvió donde Sorrel, en la estancia. Se había recuperado gracias a una pequeña jarra en la mesa que tenía ante ella. Se estaba poniendo algún tipo de pomada en las manos y el costado del cuello.
—Es jugo de musgo —explicó— mezclado con telaraña y leche seca. Es un remedio excelente.
Corbett pensó en su propia herida en el pecho. Se había curado, pero a veces, como ahora, los músculos y los huesos se le acalambraban de dolor.
—Tenéis mucha suerte.
—Os vi —sonrió Sorrel— cuando me refugié en el cuarto sobre la capilla. Vi que un jinete venía por Falmer Lane. Si no hubieseis venido... ¿habéis encontrado mi ballesta?
Corbett se encogió de hombros.
—No la estaba buscando. ¿Visteis a vuestro atacante? ¿Reconocisteis algo de él?
Negó con la cabeza.
—¿Estáis seguro de que se ha marchado? —le preguntó.
—Sí que se ha marchado, como el asesino silencioso que es. Me pregunto por qué vino aquí, en primer lugar.
—¿Y por qué vinisteis vos?
—Bien, por dos motivos, señora, del mismo modo que creo que hay dos asesinos en Melford. Seguro, tenemos dos asesinos. El primero es el del garrote, o el enmascarado, el violador y asesino de mujeres. Como me habéis contado, ha estado depredando por estas trincheras y senderos como una comadreja. A veces ataca a las hijas de los hojalateros, mujeres como vos, que se van de las ciudades en busca de una nueva vida, trabajo, pan para echarse a la boca y unas monedas. Son víctimas fáciles —Corbett hizo una pausa para elegir las palabras—. Pero de vez en cuando, no obstante —continuó—, este asesino no puede controlar sus deseos. A veces induce a alguna joven a salir de la ciudad e ir al campo, donde las viola y las mata con un garrote.
—¿Y el segundo asesino? —preguntó lacónicamente.
—Al segundo no le interesan las violaciones ni los asesinatos, sino, y de modo extraño, la justicia. Es alguien que cree que colgaron a un inocente. Que sir Roger Chapeleys no tenía culpa alguna, que su juicio fue una farsa, una burla. De modo que ahora él —Corbett se detuvo—, o ella, ha emprendido una campaña de venganza contra los responsables. Tressilyian fue atacado camino a Melford. A Deverell le dispararon una ballesta en la cabeza. Reventaron los sesos de Thorkle. Decapitaron a Molkyn, ¿extraño, no —reflexionó—, que los tres hayan recibido heridas en la cabeza? Y dos personas —siguió Corbett— creían que Chapeleys era inocente: sir Roger, que ya está ante Dios...
—Y mi esposo Furrell.
—Sí, Sorrel, vuestro esposo Furrell.
—Pero también está en la Villa del Señor.
—¿Es así? —le preguntó Corbett—, ¿o sigue escondido, moviéndose como un fantasma vengativo entre los árboles? Perdiendo flechas con sir Louis, visitando a Deverell a medianoche, sin mencionar a sus viejos enemigos Molkyn y Thorkle. Vamos —le exigió Corbett—. Es posible. Después de todo, ¿quién os deja ese dinero? ¿No podría ser Furrell, que se siente culpable de haberos abandonado?
—No, no lo haría. Pienso que el dinero viene del joven Chapeleys, agradecido por lo que intentamos hacer por su padre. Os digo, comisario, que Furrell está muerto —Sorrel se golpeó el pecho—. Algunas veces me lo he preguntado, pero sé que está muerto, enterrado en alguna tumba anónima.
—Sólo por argumentar —Corbett se acomodó en su taburete—. Digamos que es verdad. —Hizo una pausa—. Y a propósito, ¿habéis visto a Blidscote? Ranulfo está buscándolo. A Furrell tampoco le gustaba Blidscote, ¿no es así?
—¡A nadie le gusta Blidscote! —dijo Sorrel malhumorada—. Los hojalateros con niños le tienen antipatía. Os diré algo, comisario: si Furrell hubiese querido matar a Blidscote, podría haberlo hecho hace años. Tal vez debió hacerlo. Nuestro alguacil es una cagarruta —movió la cabeza e hizo una mueca por el dolor en el cuello—. Pero Furrell está muerto.
—En cuyo caso, Sorrel, llegamos a vos.
Ella lo miró boquiabierta.
—No os hagáis la inocente —murmuró Corbett—. Sois una mujer fuerte y capaz, Sorrel. Conocéis el campo que rodea Melford. Podéis usar una ballesta, sois fuerte como para blandir una espada o una porra. Podéis deslizaros por los campos sin que nadie os descubra. Odiabais a Molkyn y los demás porque se burlaron de Furrell, menospreciando su declaración. Por su culpa colgaron a sir Roger y más tarde Furrell desapareció. Vuestro contento por la muerte de Deverell fue evidente —le miró a los ojos—. Me pregunto si alguno de ellos mató a Furrell. ¿Se volvió tan molesto que uno de ellos lo eliminó? ¿Acaso su cuerpo esté enterrado bajo el molino de Molkyn? ¿O en las tierras de Thorkle? Siempre os mantuvisteis apartada de ellos, ¿no es así?
Sorrel bajó la cabeza.
—Observad las pruebas —insistió Corbett—. Cuando sir Louis Tressilyian cabalgaba a Melford a reunirse conmigo, fue atacado. Esa tarde todo el mundo estaba en la cripta, excepto vos.
—Repton no estaba allí.
—¿Y por qué iba a atacar Repton a un magistrado del rey? —Corbett señaló sus botas gastadas—. Pudisteis quitaros las botas, coger un arco y una aljaba de flechas e intentar dar muerte a Tressilyian.
—¿Y por qué? No estoy enfadada con él.
—Pero fue responsable de que colgaran a Chapeleys provocando, indirectamente, la desaparición de Furrell. Vuestro hombre persistía en recordar a sir Louis un error de la justicia.
—Vi el lugar donde se produjo la emboscada —replicó Sorrel—. Si yo hubiese lanzado una fecha a sir Louis, habría dado en el blanco. Tal vez no la primera vez, pero seguro que la segunda lo habría alcanzado.
Corbett se quedó mirando un punto detrás de su cabeza. No lo había pensado. Y además, ¿no había mencionado sir Louis una voz de hombre que se mofaba de él?
—Pero aquella tarde andabais por las praderas y los bosques. Debéis de haber visto a alguien. El arquero misterioso que, acaso, era la misma persona que ponía mensajes en la tumba de sir Roger y también en algunos otros lugares.
Una vez más Corbett se preguntó sobre las auténticas circunstancias de Furrell, el cazador furtivo.
—No merodeaba por parte alguna, comisario. Fui a Melford a ver vuestra llegada. Visité a Deverell — declaró y se mordió el labio.
—Ya hablaremos de él — dijo Corbett.
—Luego fui a esperar en los alrededores —continuó Sorrel—. Seguí vuestros pasos desde el momento en que dejasteis la cripta y, antes de que me lo preguntéis, nunca vi a ningún arquero misterioso aunque, concedo, atacaran a sir Louis.
—De modo que visitasteis a Deverell. ¿Conocíais el porche y la mirilla que usaba para espiar a sus visitantes?
—Sí, la conocía.
—¿Y estabais allí cuando examiné el cadáver?
—Como la mitad de Melford. Eso no me convierte en asesina. ¿Vais a decirme que maté a Thorkle y Molkyn?
—Es posible —replicó Corbett—. Podríais haberlos tomado a ambos por sorpresa. Un golpe hubiese bastado.
—Pero no lo hice —protestó Sorrel. Se puso de pie—. ¿Y por qué me acusáis?
—Como he dicho, en Melford hay dos asesinos. Y ahora pasemos al ataque del que fuisteis víctima hoy. Acaso al enmascarado le fastidia vuestra interferencia en sus sangrientos asuntos y quiera silenciaros.
—No puedo probar mi inocencia —Sorrel se acercó a la ventana y abrió los postigos, ansiosa por respirar aire fresco—. Nunca he matado a nadie, señor comisario.
—¿Es así, Sorrel? ¿Nunca habéis levantado la mano por violencia?
Se quedó ante la ventana, con un temblor en los hombros.
—¿No es por eso que huisteis de Norwich? —continuó Corbett sin piedad—. ¿Acaso un cliente fue demasiado violento? ¿Por qué tanto secreto? ¿El cambio de nombre?
—Sí, maté a un hombre en defensa propia. —Sorrel se volvió apoyándose en el antepecho—. Quería hacerme daño, cortarme el cuerpo y verme gritar de dolor. Estaba borracho. En la pelea cogí su cuchillo y se lo clavé en el corazón. No sé quién era ni de dónde venía: fue en un callejón inmundo. Yo era sólo una ramera que tiene un cliente. Partí de Norwich a la hora de su muerte, y nunca regresé. Y ahora, señor comisario, ¿vais a arrestarme?
Corbett negó con la cabeza.
—Algunos hombres atraen su propia muerte. A mí me importa más el presente.
—¡Y a mí también, comisario! No he matado a nadie. Pero sí, la idea se me cruzó por la cabeza en varias ocasiones. Tomemos por ejemplo a sir Louis Tressilyian. ¿Realmente cree, señor comisario, que hubiera errado? ¿Y por qué iba a matar a Deverell, Thorkle o Molkyn? —retrocedió y se puso frente a él—. Rogaba por el día que vinieseis. Hubiese sido feliz viendo a esos hombres ante el tribunal para ser interrogados, como me interrogáis ahora a mí.
Corbett observó a la mujer detenidamente. Siempre se enorgullecía por su lógica y su raciocinio, pero como solía aconsejarle Maeve: «Hay que escuchar lo que dice el corazón, Hugo. La verdad tiene su propia lógica».
—Muy bien
Corbett le tomó la mano. Dobló los dedos y examinó la tela de lino blanco con que se había envuelto la herida.
—Os creo, Sorrel, y todavía debo preguntarme por qué el enmascarado —y creo que era él— vino a Beauchamp Place a daros muerte.
—¿Y la respuesta?
Corbett se mordió los labios.
—La primera vez que nos vimos, dijisteis que teníais mucho que decir sobre Melford, pero que me dejaríais sacar mis propias conclusiones. Tal vez el asesino se dé cuenta. Tal vez sospeche que sabéis más de lo que sabéis y quiere silenciaros de una vez por todas. —Corbett chasqueó los dedos—. O algo diferente —se puso de pie—. Acaso Furrell os contó algo. Un conocimiento compartido de lo que produjo su propia misteriosa desaparición.
Sorrel negó con un gesto.
—Si pudiese, lo recordaría.
—No —insistió Corbett—. Hablé con otro de los jurados. Se encontró a Molkyn borracho. Nuestro buen molinero confesó que Furrell había declarado que la verdad sobre el asesino estaba tan clara como un cuadro. ¿Sabéis qué quería decir con eso?
—Furrell decía muchas cosas —respondió con suavidad—. Pero eso no. O si lo hizo, yo nunca lo oí. Quiero mostraros algo, comisario.
Avanzó y quitó el tapiz y le enseñó el torpe mapa que había dibujado.
—No os conté toda la verdad —explicó—, pero aquí está Melford y ésta es Falmer Lane —señaló el esbozo de mapa —. El Roble del Diablo. Las cruces marcan los lugares de donde Furrell me advirtió de que me mantuviera apartada.
Corbett estudió con detenimiento el dibujo. El mapa estaba bastante mal hecho. No lo habría entendido si ella no le hubiera explicado cada símbolo. Movió la cabeza.
—¡No creo que Furrell haya estado hablando de un mapa!
Fue hacia los otros murales y comenzó a estudiarlos atentamente. Sorrel se acercó a él.
—No veo nada —dijo Corbett moviendo la cabeza—, nada en absoluto. ¿Dónde más pueden estar esos cuadros, Sorrel?
—En una iglesia, aunque Furrell las visitaba raras veces. En el Vellocino de Oro, donde Chapeleys, en el Consistorio, donde sir Louis Tressilyian —Sorrel abrió las manos—. Furrell iba por todo el campo. Incluso hacía encargos para sir Roger, y alcanzaba hasta Ipswich y las ciudades de la costa.
Corbett observó la habitación.
—¿Y Furrell no tenía un Libro de las Horas, un salterio?
—No —Sorrel rió de pronto—. Sabía leer como yo, pero no era un erudito.
Corbett se acercó a la puerta:
—Vamos a la capilla —le pidió—. Quiero volver a examinar el esqueleto.
Sorrel se encogió de hombros y lo guió por el patio. Corbett se detuvo para ver si su caballo estaba bien. Cuando subió la escalera, Sorrel ya había quitado los ladrillos y sacado el esqueleto.
—¿Qué estáis buscando? —le preguntó.
Corbett cogió la calavera, palpando su textura.
—Tengo un amigo —dijo—, un cura que es también un buen médico en el gran hospital de San Bartolomé de Smithfield, Londres. A menudo me habla sobre las propiedades de las cosas.
Corbett notó la extrañeza en la cara de Sorrel.
—Cómo son las cosas y cómo cambian. Los huesos de este esqueleto están secos y amarillean, lo cual significa que ha estado en tierra probablemente más de cinco o seis años —golpeó la calavera con los dedos—. Es fina y la carne ha desaparecido, los huesos están secos. Si los hubieran dejado tumbados de espalda se habrían acabado transformado en polvo. Y ahora mi buen amigo —continuó Corbett— ha recibido una licencia especial de la iglesia para examinar los cadáveres de los hombres que cuelgan en la horca cercana. —Corbett levantó la calavera. Se acercó a la ventana y, levantándola, miró su interior—. Cuando cuelgan a alguien —explicó Corbett—, si tiene suerte la caída le parte el cuello y la muerte es instantánea. Si no, se estrangula lentamente.
—¿Como con el garrote?
—Sí, Sorrel, como con el garrote. Ahora bien, según este médico, los humores del cerebro se rompen y la calavera se llena de sangre como si hubiese una herida interna —Corbett le dio golpecitos a la calavera—. Aquí parece haber una inflamación, en que la sangre reseca ha dejado su marca —Corbett miró con más atención y descubrió una pálida mancha rojiza.
—¿Y ésta? —le preguntó Sorrel.
—Hay una marca aquí, pero no sé si es sangre o el efecto de la descomposición.
—¿Qué intentáis probar?
—La abuela Crauford tiene razón. Melford es un lugar sangriento. Sospecho que aquí han asesinado a jóvenes durante muchos años. Algunos cuerpos aparecen, y otros quedan ocultos en el campo. La pregunta es quién y cómo —devolvió la calavera a su lugar con mucho cuidado—. Y ahora, señora, tengo que volver y será necesario que vengáis conmigo.
—Estaré segura aquí —replicó Sorrel—. El asesino no volverá a atacar.
—Venid conmigo —exigió.
Sorrel aceptó.
—Me puedo quedar con amigos.
Sacó un par de viejas alforjas de su cesto y comenzó a llenarlas de prisa. Corbett se sentó y para romper el silencio canturreó un himno: «Ave María Stella».
—Tenéis buena voz —Sorrel dejó caer las alforjas—. ¡Ya está! —exclamó—. Mi esposo Furrell siempre cantaba, pero a veces eran canciones groseras de taberna —se quedó con la boca abierta, recordando súbitamente—. Durante las semanas que siguieron a la ejecución de sir Roger Chapeleys, siempre canturreaba lo mismo, como si no quisiese olvidar las palabras.
—¿Y qué era? —le preguntó Corbett.
Sorrel se quedó inmóvil con un dedo en los labios, contemplando la estatua. No lo haría, pensó. Si movía la estatua el astuto comisario vería el pergamino. Sorrel no quería alimentar sus sospechas.
—¡Ya recuerdo! Decía que se podía estar entre demonio y ángel. Nunca le pregunté qué quería decir.
Corbett se acercó a la puerta.
—Será mejor que nos demos prisa —urgió—. Empieza a atardecer y esta noche tenemos una fiesta con los altos y poderosos.
Volvió al patio y desató su caballo. Sorrel se unió a él. Eran las primeras horas de la tarde, la neblina comenzaba a ser más espesa, y la brisa más fría. Chilló un pájaro mientras volaba. Corbett, sujetando las riendas, miró hacia el río, cortado entre la hierba alta y los matorrales. Estaba satisfecho de haber venido. De no ser así, habrían asesinado a Sorrel. En Melford había dos asesinos en acción, pero ¿cuál era la solución? Iría al banquete pero... ¿qué pasaría al día siguiente? Si Ranulfo hubiese podido encontrar a Blidscote. El alguacil había sido visto en casa de Deverell, pero cuando Corbett había partido a Beauchamp Place, Ranulfo no lo había encontrado todavía. Corbett se rascó la barbilla. Pero ¿qué podía aportar ese interrogatorio? Se sintió algo culpable. Era fácil interrogar a gente como Sorrel, pero a Blidscote... El alguacil no estaría dispuesto a confesar que había cometido perjurio y reunido un jurado corrupto. ¿Y qué pensar de los dos curas? Si Corbett los interrogaba, presionando realmente, protestarían, alegando sus derechos de acuerdo a la Ley Canónica. La Corona inglesa tenía muy presente el martirologio de Thomas Beckett y la decidida defensa de la iglesia de los derechos de los sacerdotes. ¿Acaso podría persuadir a Burghesh?
—No, no —susurró Corbett—. Nunca traicionaría a sus amigos.
Sintió que Sorrel estaba a su lado.
—Os estáis pareciendo a mí —sonrió—, hablando a solas. Podríamos hacer de vos un buen conocedor del campo, comisario real.
—Lo dudo —replicó Corbett—. Hay algo más que quería preguntaros, pero se me escapa por ahora.
Cruzaron el puente, y sólo su charla rompía el silencio. Corbett miraba el foso lleno de basura. Sorrel le soltó la mano y se adelantó. Llegó al final y tropezó de pronto, cayendo en la hierba. El caballo de Corbett se encabritó, levantándose en las patas traseras. Durante unos segundos, Corbett se preguntó si no estaban a punto de caer en el foso, pero el caballo estaba bien entrenado. Sorrel se levantó, frotándose el tobillo.
—¡Asesino hijo de puta! —chilló.
El caballo de Corbett temblaba.
—¡Quieto! —lo tranquilizó el comisario.
Se detuvo un momento hasta que el caballo se calmó por completo.
Sorrel sacó un cuchillo de su bolso y cortó algo al final del puente.
—Ya es seguro —anunció.
Corbett hizo cruzar su caballo y lo dejó pastar.
—Un viejo truco de cazador furtivo — dijo Sorrel levantando la cuerda.
Corbett se arrodilló a su lado. Con los matorrales a ambos lados del puente, el lugar no podía verse desde la vieja mansión.
—Un truco típico de cazador furtivo —confirmó— y bastante mortal. El bramante es fuerte y estaba muy tenso.
—¿Sería para mí? —se preguntó Sorrel.
—No —replicó Corbett—. Fuisteis atacada y yo vine a Beauchamp Place. El asesino se me escabulló cruzando el foso. Esperaba que lo siguiese con ímpetu y —sonrió apenas— es posible que lo hubiese hecho, pero hace años —señaló la casa de vigía vacía—. Habría cargado por aquí y por el puente: mi caballo habría resbalado y me habría desmontado, hiriéndome, matándome incluso. El asesino se protegía mientras al mismo tiempo permanecía a la espera de que sufriese algún accidente horrible.
Sorrel se puso de pie con dificultad. Corbett la cogió del brazo.
—Vamos, mi señora, entraréis en Melford como una princesa, conducida por el mismísimo representante del rey.
Sorrel le permitió que la ayudara a levantarse. Corbett cogió las riendas e hicieron el camino que atravesaba la pradera.
¿Quién podía ser el asesino? Pese a lo desierto del paraje, Melford estaba a poca distancia. Corbett estudió el terreno y recordó las palabras de Sorrel: el asesino podía mantenerse oculto entre los senderos y los setos. Podía llegar a Beauchamp Place sin descubrirse. Corbett siguió la marcha.
—¿Qué estáis pensando, comisario?
—Pienso —replicó Corbett—. Pero vos debéis manteneros alerta. Si el asesino golpeó una vez, es posible que vuelva a hacerlo.
Capítulo XV
U na hora más tarde llegó otro visitante a las orillas del Swaile. El señor Blidscote, alguacil jefe de la villa, estaba a punto de morir, pero no lo sabía. Lo habían llamado a la gran marisma que cubría la pradera que bordeaba el río. Los habitantes locales la llamaban «la barca», aunque había desaparecido hacía tiempo, barrida por alguna tormenta. Blidscote se quedó obedientemente en la orilla, contemplando los juncos entre los que se arremolinaba el agua lodosa. Era un lugar desolado donde sólo el canto de los pájaros rompía el silencio.
Blidscote sentía como si su vida hubiese sido arrastrada por la corriente violenta de un río. La llegada del comisario real significaba justicia y venganza. Estaba atrapado. A lo largo de los años había recibido sobornos, se había tapado la nariz y había cerrado los ojos ante una cosa u otra. Sólo mantenía su posición aviniéndose a lo que le pidieran quienes tenían poder y atropellando a quienes no lo tenían. El mensaje garrapateado que le habían pasado por la puerta de su casita en Fardun Street, le decía dónde ir. Blidscote estaba nervioso. No le gustaba el campo —los campos verdes y fríos, los árboles y sus ramas que parecían negras contra el cielo bajo y oscuro. Había ido al funeral de los Wheelwright, lo cual sólo había aumentado su pesimismo. No debería haberse presentado, pero no tuvo elección. De acuerdo a las instrucciones recibidas, se aseguró de que el jurado que dictaría su veredicto en el caso de sir Roger, lo consideraría culpable. Blidscote podía ser colgado por ese delito. Incluso si no era así, le quitarían su cargo y ¿qué podría hacer entonces? ¿Mendigar? ¿Ser objeto de las pequeñas crueldades de sus conciudadanos? Muchos celebrarían la oportunidad de hacerle pagar por las ofensas cometidas y el resentimiento que se había granjeado. Blidscote se limpió los labios y miró hacia las colinas. ¿Era un jinete? Sentía el vientre revuelto por haber bebido de prisa unas cervezas. Temblaba de miedo. El campo le traía recuerdos de sus atropellos, sus bravatas con los hijos de los trashumantes. ¿Alguien conocía su horrible pecado secreto? Volvió a mirar hacia el río. De nuevo oyó el retumbar de los cascos. Blidscote se volvió gimiendo de horror. Un jinete vestido de negro y con la capa al viento, una figura del valle del infierno, se había detenido en la pendiente de la colina. Tenía dificultades con su caballo. ¿Era el comisario? El odioso Corbett ¿lo había hecho venir hasta aquí para interrogarlo? El jinete hizo avanzar su cabalgadura. La cabeza del caballo subía y bajaba, y los cascos repiqueteaban, mientras la capa del jinete se hinchaba alrededor de su cuerpo. Blidscote recordó sus pesadillas de la infancia. La muerte se le acercaba retumbante. Se quedó clavado donde estaba. No era consciente del lodo donde chapoteaba con sus viejas botas, del grito estridente de los pájaros, del sonido fantasmagórico y apagado del río. Sólo este jinete del infierno, esta pesadilla viva cargaba directamente contra él.
Blidscote esperaba que el jinete frenara, pero no lo hizo. El alguacil se movió a la derecha y luego a la izquierda, pero sin escapatoria. Trastabilló. Estaba entre los juncos y mientras se debatía el lodo rezumaba de sus botas. El jinete lo siguió. Blidscote intentó coger las riendas, pero sólo recibió una fuerte patada. Le fue haciendo retroceder cada vez más. Blidscote miró la cara, pero llevaba capucha y se cubría el rostro.
—Mi viejo amigo Blidscote.
El terror del alguacil era mortal. Estaba al borde de los juncos y ya podía sentir la corriente del río arrastrándolo. Intentó volverse. El jinete blandió su porra y la dejó caer con fuerza en la cabeza del alguacil. Blidscote cayó de cabeza al río. El agua fría y sucia le llenó la nariz y la boca. El jinete desmontó, dejó que su caballo buscase el camino a la orilla y empujó el cuerpo de Blidscote hacia las aguas bajas. Recorriendo la orilla velozmente, recogió pesadas piedras que lanzó dejando que la capa forrada del alguacil las envolviese. Empujó el cuerpo tal como lo haría con un esquife. El alguacil, inconsciente, llegó al centro de la corriente. Flotó un momento y luego se hundió lentamente bajo la superficie. El jinete esperó. Miró a su alrededor para asegurarse de que seguía solo y, montando en su caballo, regresó a la pradera.
* * *
El banquete en el Consistorio resultó notable. Corbett y Ranulfo, con su ropa algo deslucida por el viaje, se sentían fuera de lugar entre los burgueses ricamente vestidos y sus mujeres. Sir Louis Tressilyian, con su cota de tejido oscuro y botas suaves, les dio la bienvenida desde lo alto de la amplia escalera. Los condujo al salón principal y a Corbett le pareció estar en una iglesia, tantas eran las teas y velas encendidas. Las ventanas eran alargadas, y la mayor parte de ellas tenía cristales de color. La mesa de honor estaba en un estrado dominado por un fantástico salero de plata fundida que llevaba las armas de la villa. La carta real que había otorgado sus privilegios a Melford estaba en el centro de la estancia en una mesa cubierta con un mantel de damasco. Los burgueses subían y eran presentados: un conjunto mareante de caras y nombres. Corbett les dio la mano y con Ranulfo a su lado, se abrió camino hacia la mesa elevada.
Llegó sir Maurice ataviado con un chaleco azul y oro sobre una camisa blanca de cuello abierto. Les presentó a Alinor, la hija de sir Louis, una joven menuda y de cara bonita. Tenía el pelo rubio y ojos azul pálido como las azulinas y estaba exquisitamente vestida con un traje rojo oscuro y toca blanca. Se interesó mucho por Ranulfo. Corbett tuvo que seguir de cerca a su compañero, como recordatorio serio de que la joven estaba casi prometida a sir Maurice. Ranulfo le susurró que su comportamiento sería impecable, pero que tenía la intención de coger la mejor comida para Chanson. El palafrenero, con otros criados, había sido dejado a su suerte bajo las escaleras.
El párroco Grimstone y Burghesh también se unieron a ellos en el estrado. El cura hizo una oración de agradecimiento, bendijo la mesa y todos se sentaron. Como primer plato se sirvió pescado y vino blanco: lampreas en una salsa especial, porciones de carpa tierna con especias y guarniciones. Se hicieron brindis y hubo discursos. Todos subrayaban la creciente prosperidad de Melford y lo honrados que se sentían con la presencia del comisario real. El contraste con el silencio del campo o su propio dormitorio en el Vellocino de Oro era enorme.
Se sirvieron más platos con un estruendo de trompetas y vítores; carpa frita con rosas y almendras; salmón asado con salsa de cebollas al vino; lucio ahumado; ensalada en hojaldre; salmón en crema de fresas. La sala resplandecía con todas las luces mientras se ofrecían bandejas de plata y trincheros, diferentes copas y vasos que se ponían en orden ante los invitados.
Corbett comió poco y bebió todavía menos. Decidió ignorar los robos de comida que hacía Ranulfo subrepticiamente mientras escuchaba la charla de un burgués gordo, que parloteaba como una urraca sobre los impuestos que ponía el rey a la madera y la necesidad de más protección en los mares estrechos. Corbett intentaba parecer interesado con tanto empeño, que le dolía la cara. Hubiese querido excusarse, pero hubiera sido insultante. De modo que escuchaba al burgués mientras su mente vagaba. Había descubierto que el Libro de los Muertos era un tesoro de información. Necesitaba desesperadamente interrogar a Peterkin y estaba preocupado por el fracaso de Ranulfo en encontrar a Blidscote.
—¿Creéis que está a salvo? —le preguntó Ranulfo.
—No, no lo creo en absoluto —había respondido Corbett al terminar sus preparativos para marcharse del Consistorio.
—Como el furtivo Furrell, es posible que el señor Blidscote jamás vuelva a ser visto...
—¿Y la guerra del rey en Escocia, sir Hugo? —el burgués estaba ansioso por parecer experto en estrategia militar. Corbett contuvo un suspiro. Escuchaba la denuncia cuidadosamente redactada del ciudadano acerca de la guerra en el norte, y de la alteración que provocaba en los negocios, además de esquilmar el tesoro.
Corbett se sintió aliviado cuando el burgués tuvo que renunciar a su representación de Héctor mientras servían más platos.
—Es un veneno —murmuró el burgués—. Por Dios, ¿qué ocurre ahora?
Miró hacia el lugar de la mesa donde estaba el párroco Grimstone.
El buen sacerdote ya estaba completamente borracho. Intentaba ponerse de pie, pero Burghesh lo hacía sentarse amablemente.
—Iré —declaró—. Algo va mal en la iglesia, pero estoy seguro de que no es nada —y con un manojo de llaves en la mano salió deprisa.
Su partida fue seguida de ceños fruncidos y comentarios apagados. Corbett contuvo una sonrisa. Había visto la misma escena en muchas ciudades prósperas.
Los burgueses se hacían ricos, dejaban de temer al cura o a la parroquia, y acaso el párroco Grimstone no fuese el hombre que hubiesen elegido como pastor. Finalmente construirían su propia iglesia y crearían una parroquia separada. Adornarían ricamente su nueva casa de oración, utilizándola para destacar su nuevo poder y dignidad. Corbett cogió su copa de vino y escuchó el ataque poco encubierto del burgués contra las ambiciones militares del rey.
—Habría que capturar a Wallace, colgarlo y negociar después. Si hay paz en el norte, se crearán nuevos mercados...
Volvieron a tañer las campanas de San Edmundo, pero brevemente. Los comerciantes reunidos se limitaron a hacerse gestos. El festejo continuó imperturbable, y también el belicoso burgués que ahora peroraba contra los rebeldes escoceses.
—Vamos —Ranulfo interrumpió sus hurtos para intervenir—. Coger a los rebeldes escoceses es como querer cazar moscas a pedradas. Se puede hacer, pero nadie sabe cómo se hace.
Corbett le hizo un gesto agradecido a Ranulfo y éste continuó momentáneamente su provocación. Corbett estaba a punto de intervenir, cuando la puerta se abrió de golpe. Entró Burghesh apartando con el hombro al criado de librea.
—Sir Hugo —llamó—. Haríais bien en venir.
Corbett le hizo una seña a Ranulfo para que lo acompañara. Burghesh se acercó rápidamente a sir Louis y le dijo al oído que se ocupara del párroco Grimstone. Condujo a ambos representantes de la Corona a la planta baja, sin decir nada hasta que estuvieron en medio del aire frío de la noche.
—Es el coadjutor Robert —murmuró—. Se ha colgado.
Corrieron por el mercado y entraron en las penumbras de la iglesia. Burghesh cogió una tea chisporroteante que estaba en el porche y los condujo a la torre del campanario. Con tan poca luz el cadáver del coadjutor, que se balanceaba lentamente de una de las cuerdas de las campanas, hacía que las sombras bailaran.
—No lo he cortado. Entré, encendí la tea y...
Corbett ordenó a Ranulfo que trajera velas del santuario. Fueron encendidas de prisa para revelar la escena en toda su magnitud. El coadjutor Robert, con su sotana y sus sandalias, colgaba con las manos caídas y el cuello torcido. Tenía la cara lívida, la boca abierta y la lengua ligeramente fuera, mientras que en los ojos había quedado atrapada una mirada de horror. Corbett subió las gradas y atrajo hacia él el cuerpo que se balanceaba. El nudo estaba muy bien anudado tras la oreja izquierda del sacerdote.
Utilizando su daga, Corbett aflojó el nudo. Ranulfo y Burghesh sostuvieron el cuerpo y lo dejaron en el suelo, en el frío embaldosado de campanario. Corbett tomó una tea y subió unos peldaños. La torre estaba oscura y helada. Un poco más allá oyó chillidos de ratas y su huida en la oscuridad. Observó una ventana y volviendo atrás, examinó cuidadosamente las tres cuerdas restantes de las campanas. Cada una tenía un peso atado en el extremo, para mantenerlas firmes. A la que había usado Bellen le habían quitado el peso. Corbett lo encontró tras la puerta de la torre.
—¡Señor!
Corbett acudió y Ranulfo le pasó un trozo de pergamino.
—Estaba en la manga de su sotana.
Corbett abrió el pergamino arrugado.
—Es una cita de los salmos —señaló—. «He pecado y mis pecados están siempre ante mí.»
Se acercó y se arrodilló junto al cadáver, hizo la señal de la cruz acompañándola con una breve oración.
—¿Es un suicidio? —preguntó Ranulfo.
—Tiene que haberlo sido —Burghesh señaló la puerta del campanario, con un llavero colgando por fuera.
—Pudo haber esperado que nos marcháramos, vino aquí, cerró la puerta tras él y subió al campanario. Quitó un peso, se ató la cuerda al cuello y saltó de los peldaños.
—¿Y eso hizo que tañeran las campanas? —preguntó Corbett.
Burghesh asintió.
—Se hace rápidamente. ¡Mirad!
Los llevó de vuelta al campanario, cogió la cuerda y subió las gradas. Luego saltó unos tres o cuatro peldaños sujeto a la cuerda y al hacerlo la campana sonó sobre su cabeza.
—Probablemente volvió a oír su sonido —añadió—. Fue cuando entré. Toqué el cuerpo para ver si todavía tenía pulso en el cuello o la muñeca. No tenía y por eso volví al Consistorio a la carrera.
—Hará falta que le den los últimos sacramentos —declaró Corbett—. Sería conveniente ir a buscar al párroco Grimstone.
—Está borracho.
—Pero sigue siendo cura —replicó Corbett—. Y es el único que tenemos. Señor Burghesh, os agradecería que hicierais lo que os pido.
Corbett esperó hasta que se hubo marchado y cerró la puerta. Volvió al campanario y revisó la cuerda y las gradas antes de volver a arrodillarse junto al cadáver. Examinó la marca roja que le rodeaba el cuello y luego las muñecas del coadjutor. El cadáver no estaba frío todavía.
—¿Creéis que fue un suicidio? —le preguntó Ranulfo.
Corbett volvió el cuerpo. No pudo encontrar otra herida o corte que no fuese la fea marca en su cuello.
—Debe de haberlo sido —declaró—. Bellen vino aquí —olfateó el aliento del hombre—, había bebido algo de vino, y luego sabe Dios qué ocurrió. ¿Acaso la fría oscuridad finalmente le nubló el entendimiento? No hubo lucha, no hay señales de ataduras en las muñecas o un golpe en la cabeza. El señor Burghesh tiene razón: el coadjutor debe de haber venido aquí con intención de suicidarse.
Tocó el pergamino que estaba junto al cadáver:
—Puso esta nota en el puño de su manga, se aseguró que la puerta de la iglesia estuviese cerrada y subió a la torre —Corbett hizo una pausa—. Luego quitó el peso de una de las cuerdas, se la ató al cuello, subió los peldaños y saltó. Fue la campana que oímos. Burghesh acudió y descubrió el cadáver.
—¿Podría ser que el asesino fuese el propio Bellen? —preguntó Ranulfo—. Tenía fuerza suficiente para matar a Molkyn y Thorkle, y, siendo un cura que visitaba a los feligreses, seguro que sabía que la casa de Deverell tenía una mirilla. También era flagelante, y se castigaba por pecados secretos, acaso el asesinato de aquellas mujeres. Tal vez —añadió Ranulfo— el enmascarado era el propio coadjutor Robert disfrazado. Y, asimismo, es posible que una mujer vaya al campo a reunirse con un cura.
—Es cierto —aceptó Corbett—. Bellen también era cura confesor. Es probable que conociera todos los secretos de la parroquia y, de haberlo deseado, habría podido chantajear.
La puerta se abrió. Tressilyian y sir Maurice, y el párroco Grimstone entre ambos, seguían a Burghesh y entraban en la iglesia. Grimstone parecía cercano al colapso. Echó un vistazo al cadáver de su coadjutor, gimió y hubo de ser ayudado a sentarse en un plinto de piedra. Burghesh se sentó a su lado, hablándole en silencio.
—¿Suicidio? —preguntó Tressilyian.
—Aparentemente —respondió Corbett—. Sir Maurice, ¿os ha llevado un mensaje Chanson, mi palafrenero?
—No puedo encontrarlo —dijo sir Maurice negando con la cabeza—. He buscado entre los documentos de mi padre pero... —abrió las manos.
Corbett ocultó su decepción. Había esperado encontrar detalles acerca del cuadro misterioso donado a la iglesia por su padre.
—Bueno —susurró—, atendamos a los muertos.
Burghesh los dejó. Trajo los óleos sagrados y persuadió amablemente a Grimstone, para que murmurara las palabras de la absolución y ungiera al muerto.
Corbett observaba. Era una escena auténticamente lamentable, con el joven cura echado sobre las baldosas y su cara contraída por una muerte violenta.
—Burghesh —murmuró Corbett—, necesito las llaves de la casa. He de revisar el cuarto del coadjutor Robert.
—¿Pero es correcto hacerlo?
—No, no lo es —admitió Corbett—, pero Ranulfo piensa que el joven cura era responsable de los asesinatos de Melford. Quizá tenga razón. Aunque...
—Aunque qué.
—Nada —replicó Corbett—. Nada por ahora. Me llevaré las llaves.
Burghesh se las entregó con reticencia. Corbett indicó a Ranulfo que lo siguiera. Dejaron la iglesia y fueron a la casa de los curas. Corbett abrió la puerta y entró en un pasadizo de olor dulce. Las paredes tenían paneles hasta media altura, y la madera brillaba y olía a buena cera. Corbett, que había encendido más velas, abrió puertas y observó el escenario. Era un lugar cómodo, con sillas tapizadas de respaldo alto, mesas, taburetes y bancos. Incluso hurgó entre algunos libros atados por una cadena a una estantería del vestíbulo. Las escaleras que iban a los dormitorios eran amplias y pulidas y había macetas con plantas en los descansillos. Las ventanas tenían un borde de plomo: en algunas los cristales eran de color, o habían sido pintados.
Corbett subió. Había tres dormitorios en la galería; el de Bellen estaba al final. Corbett abrió la puerta y entró. El olor de la habitación era más bien rancio, una mezcla de sudor y cera de vela. Abrió los postigos y la ventana. Esperó mientras Ranulfo encendía las velas.
El pequeño catre estaba sin hacer. La ropa y las sotanas se hallaban tiradas en desorden. Había una bota de vino vacía en el suelo y al lado un vaso volcado. En una estantería sobre la mesa descansaban varios libros encuadernados en piel de ternero: un salterio, un volumen que contenía el Calendario de los Santos y el orden ritual de diversas misas y también un Libro de las Horas, algo ajado y deslucido.
Corbett se sentó ante la mesa y revisó los diversos trozos de pergamino. Notó que algunos, como la nota encontrada en el cadáver, tenían citas del Antiguo Testamento sobre el pecado y el perdón. Corbett siguió la búsqueda. Al mover un pie dio con un baúl pequeño bajo la mesa y lo sacó. Vació el contenido en el suelo: una camisa pequeña y gruesa de piel áspera, un flagelo con tiras de cuero duro sujetas a una empuñadura de hueso.
—Pobre hombre —murmuró Ranulfo—. Parecía más consciente del pecado que de la gracia divina.
Corbett prosiguió la búsqueda.
—Es extraño —murmuró.
—¿De qué se trata, señor?
—Bueno, Bellen era un hombre con cultura, pero no tiene cartas ni sermones escritos. Después de todo, había estado aquí unos años. Conozco a los curas. Guardan homilías, comentarios, escriben cartas a sus amigos y colegas. Aparentemente, Bellen no hacía nada de eso.
Levantó el salterio y lo sacudió. Cayó un trozo de pergamino amarillento, oscurecido por el tiempo.
—Bueno, aquí hay algo —declaró Corbett—. Es un borrador dirigido a su obispo.
Acercó la vela y lo estudió. Aparentemente Bellen había comenzado la carta, pero no la había acabado. Estaban los saludos habituales y luego la línea: «tengo algo que confesar en secreto...» pero no había seguido escribiendo.
Corbett oyó que Ranulfo se movía al otro lado de la habitación.
—Es posible que no haya escrito cartas, señor, pero le gustaba dibujar.
Corbett miró en derredor. Ranulfo había sacado un cofre pequeño lleno de rollos de pergamino. Se acercó y observó a su compañero, que los revisaba. La mayoría eran dibujos de la iglesia, más bien torpes e infantiles: la cara de una gárgola, un pilar, la entrada al altar. Corbett miró uno y lo cogió. Luego, al oír pasos en la escalera, lo dobló rápidamente y a continuación se lo guardó en la cartera. Burghesh llamó a la puerta y entró.
—¿Habéis acabado, sir Hugo?
A la luz del farolillo que llevaba, el rostro de Burghesh reflejaba preocupación y cansancio.
—Sí, sí, he acabado.
—¿Y habéis encontrado algo? Quiero decir —Burghesh tartamudeó—, algo que nos dé una idea sobre los motivos de Robert para quitarse la vida.
—No lo sé —Corbett sonrió apenas—, pero Ranulfo y yo tenemos que volver al Vellocino de Oro. Los burgueses de Melford tendrán que quedarse sin nuestra compañía esta noche.
Él y Ranulfo pasaron junto a Burghesh, y tras recorrer la galería, salieron por la puerta entrecerrada.
—¿Sería un suicidio? —preguntó Ranulfo—. Debe de serlo. Todos estábamos en el Consistorio.
—El asesino podría ser otro —replicó evasivamente Corbett.
—¿Cómo quién?
—Peterkin, Ralph, el hijo del molinero...
Ranulfo tomó a su señor del brazo.
—No lo creeréis, ¿verdad? Mirad en derredor, sir Hugo.
Hizo un gesto en la oscuridad, el cementerio envuelto en niebla, la hierba alta y mojada, las cruces inclinadas, las lápidas deterioradas y, detrás, la masa oscura de la iglesia, con la puerta que seguía abierta, y los peldaños bañados por un pequeño pozo de luz.
—Sólo los muertos pueden oíros —murmuró Ranulfo—. No os creéis que Bellen se haya suicidado, ¿no es así?
—No —replicó Corbett—. No lo creo. Ponte en la cabeza del hombre, Ranulfo. Bellen podía ser esto o aquello, pero era un cura, un hombre de Dios. Tenía un extremado sentido del pecado: la desesperación y el suicidio son los pecados más grandes. Bellen estaba angustiado, pero sabía controlarse. Creo que sabía mucho más de lo que llegó a decirnos.
—Pero ha muerto —insistió Ranulfo—. Burghesh lo encontró colgando del extremo de la cuerda de la campana. Si Bellen era un hombre de Dios, consciente de que el suicidio es pecado, lo mismo vale para el asesinato. Tenía fuerza suficiente; no hubiese ido a su muerte como un cordero al sacrificio.
—Sí.
Corbett se quedó mirando un matorral que casi cubría una lápida pequeña. Durante un instante se preguntó si importaba realmente. Ante la cara de Dios, todos los seres humanos acababan sus días en lugares como éste. Elizabeth Wheelwright, sir Roger Chapeleys, dormían juntos su sueño eterno.
—Hace frío —dijo Corbett.
—No encontré a Blidscote. Puede haber tenido algo que ver con esto.
—Lo dudo —replicó Corbett.
Se envolvió con la capa y se puso los guantes. Escuchó el ulular de una lechuza en los árboles del extremo más alejado del cementerio.
—Apuesto una jarra de vino contra otra jarra de vino, Ranulfo, que Blidscote está tan muerto como cualquiera de los que están allí.
—¿Sólo porque yo no lo encontré?
—Me pregunto si lo encontraremos algún día. Pero vamos Ranulfo, tengo que sentarme a pensar y hacer planes.
Entraron por el pórtico. Corbett miró hacia la calle solitaria, fantasmagórica bajo la pálida luz de la luna. Estuvo tentado de ir a visitar a la abuela Crauford y Peterkin, pero oyó voces. Al propagarse la noticia, la gente venía hacia la iglesia. Tenía que poner un poco de orden en lo que había llegado a saber.
Volvieron al Vellocino de Oro y fueron recibidos por insultos y maldiciones calladas. Corbett ignoró todo y se limitó a mirar a su alrededor.
—¿A quién queréis? —preguntó Matthew, el tabernero, acercándose.
—Al señor Blidscote, ¿supongo que no lo habéis visto esta noche?
—No, sir Hugo, no ha estado aquí —el tabernero le dedicó una mirada rencorosa—, pero ya todos conocen la noticia sobre el coadjutor Robert. Os han puesto el mote de mensajero de la muerte.
—No, no lo soy —replicó irritado Corbett—. Señor tabernero... —Pero pensó mejor lo que había estado a punto de decir—. Si alguien quiere verme estaré en mi cuarto.
Ranulfo se quedó, decidido a que ni las miradas torvas, ni la hostilidad que bullía en el bar lo molestaran. Cuando llegó a su habitación, Corbett encendió una vela y preparó su escritorio. Sacó el trozo de pergamino encontrado en el cuarto del coadjutor y estudió el diseño del tríptico.
—Me pregunto... —murmuró.
Lo alisó, cogió un trozo de vitela y comenzó a anotar todo lo que había visto, oído o conocido desde su llegada a Melford. La primera tarde en la cripta; la conversación; las señales dejadas en la tumba; el pergamino clavado en el cadalso. Escribió una lista de nombres y repasándolos uno por uno, recordó cuidadosamente qué le habían parecido, y lo que habían dicho.
Pasó una hora. Volvió Ranulfo, pero Corbett estaba tan inmerso que se limitó a dar las buenas noches y volvió a sus deducciones. La taberna se vació. Corbett permaneció un rato echado en su cama, pensando, intentando estudiar a cada persona, cada muerte. Blidscote podría haber sido de ayuda.
—Fue un error —murmuró Corbett—. Debería haberlo interrogado antes. Pero está claro que no me habría dicho la verdad.
Volvió a sus anotaciones y lento, pero seguro, comenzó a emerger un patrón.
—Tomemos un asesinato —murmuró—. El de Deverell. No.
Negó con la cabeza. Escribió el nombre de Molkyn. ¿Molkyn el molinero? Borracho y pendenciero y ¿asustado por un versículo del Levítico? Corbett ya estaba seguro de que en Melford había dos asesinos y que Molkyn era el puente entre ambos. Lo habían elegido para formar parte de ese jurado, por lo tanto debían de haberlo chantajeado. Pero ¿lo mataron para que tuviera la boca cerrada? ¿O lo habían ejecutado por su papel en la muerte de sir Roger? Corbett subrayó la palabra «ejecutado». Se sentó y reflexionó, casi en sueños. Se quedó dormido y se despertó sobresaltado. Durante un momento estuvo de nuevo en el campanario frío y desolado con el terrible cadáver colgado del cuello.
Se levantó y se lavó la cara con agua fría. Tenía algunas sospechas pero ¿quién podría ayudarlo? ¿Peterkin? Tendría que esperar hasta la mañana. No obstante, las cosas se estaban desencadenando muy velozmente. La hostilidad de la taberna podría propagarse y al conocerse la noticia de la muerte de Bellen se diría que el asesino había confesado, colgándose. De modo que ¿por qué seguía el comisario metiendo la nariz en los asuntos de los demás?
Corbett estuvo a punto de ponerse el talabarte y salir, pero entonces pensó en Maeve, su rostro pálido e inquieto, los ojos que lo estudiaban. Sus palabras de despedida hicieron eco en su cabeza. Las había susurrado al envolverle el cuello con los brazos y besarlo en la mejilla.
—Tened cuidado de las sombras —había murmurado—. Recordad que si perseguís criminales, ellos pueden perseguiros a vos.
Corbett se detuvo con la mano en la aldaba, y cambió de idea. En cambio, fue a sentarse en la cama para pensar en el campanario, el cuerpo colgado y las demás cuerdas con sus pesas en el extremo. Si pudiese resolver aquello, podría atrapar al asesino y, con ayuda de la hija de Molkyn, hacer que las muertes en Hacéldema llegaran a su fin.
Volvió a sus estudios. Dejó momentáneamente de lado el asesinato de Bellen y volvió a su teoría de que en Melford había dos asesinos.
—No son Furrell y su mujer —murmuró, pues ahora estaba seguro de ello, pero ¿quién?
De nuevo examinó el pergamino encontrado en el cuarto de Bellen y recordó la canción de Furrell sobre el ángel y el demonio. ¿Qué más le había contado Sorrel? ¿Si no era su venganza, entonces quién se estaba tomando la justicia por su mano? ¿Había algo raro en su historia? Corbett siguió trabajando y, al hacerlo, el misterio comenzó a disiparse.
Capítulo XVI
¿Quién es el enmascarado?
Corbett estaba en la pequeña casa enlucida con barro de la abuela Crauford. El interior estaba ahumado y oscuro. El fuego en la chimenea improvisada no ardía bien y los maderos verdes resistían gallardamente el lamido de las llamas. La abuela Crauford dejó el fuelle y miró por encima del hombro a Peterkin, que estaba sentado en un escabel. El bobo tenía un tazón de sopa de puerros en el regazo. Dejaba caer la cuchara de cuerno haciéndola sonar, con los ojos asustados pegados en Corbett. Lentamente dejó el tazón en el suelo, a su lado.
—¿Qué tontería es ésta? —le preguntó la abuela Crauford—. Apenas ha amanecido y venís a llamar a mi puerta. No tenemos nada que ver con Hacéldema.
—Sé por qué le dais ese nombre, abuela —replicó Corbett—. No, no... —Corbett negó con la mano.
Peterkin miraba ahora hacia la puerta, pero estaba bloqueada por Ranulfo.
—No debéis escaparos —le dijo Corbett con amabilidad—, porque os atraparía. Tranquilo —y levantó una mano para que la mujer no le hiciese más preguntas—. Mira, Peterkin —Corbett le mostró la moneda de plata que tenía entre los dedos
El rostro macilento se relajó. Peterkin sonrió, abriendo la boca y asomando la lengua como si ya estuviese saboreando el dulce que iba a comprar.
—Es un pobre tonto, sin seso —masculló la abuela Crauford.
—No es tan tonto como pensáis —replicó Corbett—. Lo sabéis, abuela, y él también. Peterkin no es realmente necio, ¿no? ¿O el tontorrón Peterkin?, ¿o el sin seso? —Corbett notó un cambio en la expresión de los ojos, un brillo, un reconocimiento—. Entiendes lo que digo, ¿no es así? —siguió Corbett.
La respuesta fue en voz baja y ronca.
—Peterkin no entiende.
—Sí que me entiendes. Voy a contarte una historia a ti y a la abuela Crauford. Pero antes, me pregunto dónde tienes tu lugar secreto, Peterkin. Dónde escondes las monedas que te da el enmascarado.
—¿Qué lugar secreto? —preguntó la abuela Crauford.
Acercó un taburete y estudió a Peterkin más que a Corbett, como si las palabras del comisario hubiesen desencadenado un recuerdo.
—Lo que voy a hacer —anunció Corbett— es contarte mi historia y luego probaré. Voy a acosarte con todo tipo de terribles castigos, Peterkin, pero si me ayudas —sonrió—, habrá una moneda de plata para el listo Peterkin. La parroquia de San Edmundo en Melford —siguió Corbett— es un lugar raro para un hombre como tú, Peterkin. La gente se hace rica, llegan viajeros, comerciantes, mercaderes, vendedores y viajantes. Vuestro mundo está cambiando, ¿no es así, abuela Crauford? Hace cuarenta años, ¿a quién le importaba Melford? Entonces los arados abrían la tierra y los campesinos pasaban sus horas pensando en sus cosechas. Ahora todo es diferente: hay grandes praderas divididas por cercas donde pastan las ovejas, todos engordan y los beneficios crecen. Peterkin ha de ser cuidadoso. No tiene familia y la gente dice que es idiota. Hace ese papel, pero es muy astuto. Tiene que protegerse de los nuevos ricos bien pensantes. Peterkin teme una cosa: que se lo lleven y lo internen en un hospicio. Nadie lo sabe mejor que el enmascarado. ¿Dónde te encuentra, Peterkin? ¿Viene a esta calle, Peterkin? ¿Y te ha enseñado una rima?
La abuela Crauford tenía la mirada fija en Corbett.
—A lo largo de los años, ¿no es así?, llevaste mensajes de amor a una u otra joven. Que un amante o admirador había dejado un regalo, una muestra de su admiración cerca del Roble del Diablo, Brackham Mere o algún lugar cercano a Gully Lane. Peterkin llevaba el mensaje. Todos te ignoran porque vas de un lado a otro, de punta a punta del mercado.
—Es verdad —intervino la abuela Crauford—. Pero es sólo el pobre Peterkin. Muchas veces habla con las jóvenes, pero sin malas intenciones. Y ninguna se ofende.
—Por supuesto que no se ofenden —replicó Corbett—. Miradlo. Es inocente como un cordero. Quiere ser aceptado y habla. Nuestro asesino reconoce esta cualidad. Y así, hace cinco años, se acerca a Peterkin. Le enseña la copla y le da el mensaje...
—¿Y por qué iba a obedecer? —lo interrumpió la abuela Crauford.
—Porque el enmascarado da miedo. Tiene una máscara horrible. Amenaza. Si Peterkin no hace lo que dice, los dueños del hospicio vendrán a buscarlo con una carreta y un látigo. El pobre Peterkin ya lo ha visto, ¿no es así? Cuando la parroquia se deshace de un mendigo. Peterkin está aterrado.
Corbett hizo una pausa y miró a Ranulfo. En esta casita sombría y húmeda todo lo que había reflexionado la noche anterior alcanzaba el equilibrio. Estudió la cara macilenta y sin afeitar de Peterkin. Tenía la boca entreabierta, pero los ojos no reflejaban miedo; estaba alerta.
—También Peterkin recibe una recompensa. Porque el enmascarado sostiene una vara en una mano y una moneda en la otra. Y Peterkin sólo tiene que ir a Melford, buscar a cierta joven, y entregar un mensaje. Podría negarse, pero veamos, ¿por qué iba a hacerlo? Nunca, en toda tu triste vida habías ganado una moneda tan fácilmente. Te dan instrucciones sencillas, como acercarte a la joven cuando está sola, nunca en un grupo. Y decirle que no diga nada, aunque, ella no se lo contaría a nadie, ¿no es verdad?
—Oh, Dios mío —gimió la abuela Crauford—. Oh dulce Virgen María y todos los santos.
La anciana había comenzado a seguir la lógica de Corbett.
—Una simple estratagema —siguió Corbett, presionando con su idea—. Peterkin da el mensaje. Y poco después aparece el cadáver de la joven en el campo...
—Peterkin no le haría daño a una mosca —lo interrumpió la abuela Crauford.
—No he dicho que lo haga, pero está atrapado. Sabe que la víctima fue la misma joven a la cual dio el mensaje. Pero no puedes contárselo a nadie, ¿no es así, Peterkin? La siguiente vez que el enmascarado se acerca, te lo recuerda. Y bien —Corbett suspiró—. Peterkin está asustado. El terrible enmascarado lo tiene por el cuello, sin duda. Si confesara lo ocurrido, ¿quién iba a creerle? La gente lo apuntaría con el dedo. No serías el primero, Peterkin, atrapado como rata en tu propia trampa.
La mandíbula de Peterkin había comenzado a tiritar. Se echó a temblar y le tendió una mano a la abuela Crauford.
—No es más que un bobo —repitió la abuela.
—No tan bobo como creéis, abuela Crauford. ¡Y lo sabéis! ¿Nunca os habéis preguntado por qué Peterkin se come un pastel o un dulce? ¿O cómo compró alguna chuchería en el mercado?
—Hay gente buena —respondió.
—No lo dudo —afirmó Corbett—. Pero retrocedamos cinco años. Sir Roger Chapeleys fue acusado de los asesinatos. Murió en la horca. Los asesinatos de jóvenes acabaron abruptamente y también las visitas del enmascarado, o por lo menos creo que fue así. Pero a fines del verano de este año, el enmascarado reaparece. A Peterkin no le queda otra salida que obedecer sus instrucciones. De un modo u otro llevaste el mensaje a Elizabeth, la hija del carretero, ¿no fue así?
La abuela Crauford tomó la mano de Peterkin y la frotó entre las suyas.
—No tenéis pruebas de nada —susurró.
Tendió la mano y acarició la cara de Peterkin.
Corbett se preguntó cuál sería la auténtica relación entre los dos. ¿Algún lazo de sangre? ¿Algún parentesco? Todos en Melford representaban sus papeles. Blidscote, el próspero alguacil, Adela, la atrevida muchacha de la taberna. ¿Por qué no la abuela Crauford y Peterkin? Era muy vieja, pero en realidad su mente y su memoria eran tan agudas y vivas como las de cualquier otro, tal y como había probado el estudio que había hecho Corbett del Libro de los Muertos. ¿Y Peterkin? De hecho su vida era cómoda: poco inteligente, pero sin ser el idiota que simulaba ser.
—Podrían colgarte —dijo Ranulfo, preguntándose cómo había descubierto esa información su señor.
—¿Qué queréis decir? —preguntó con violencia la abuela Crauford—. ¡No podrían colgar a Peterkin!
—Podrían —replicó Ranulfo— y a vos con él. ¿No conocéis la palabra «cómplice»? Sir Hugo tiene razón. Algunos podrían llegar a decir que el asesino es Peterkin. Se puede ver en su cara que está enfrentándose con la verdad.
—Podrían colgarte —Corbett se inclinó—. Debías de haber sabido cuáles eran las verdaderas intenciones del enmascarado. Pero, de nuevo estabas asustado, ¿no es así?, y después del primer asesinato no tuviste elección —miró a la abuela Cauford—. Y me pregunto cuánto sabíais. ¿Alguna vez Peterkin os contó o comenzó a contaros qué ocurrió? ¿Le pusisteis el dedo en la boca ayudando así al enmascarado en su pantomima mortal? Sabíais que Peterkin no le haría daño a una mosca. Después de todo, los asesinatos habían estado ocurriendo desde mucho antes del nacimiento de Peterkin. Pero os diré esto —concluyó sumariamente Corbett—: si Peterkin dice la verdad será recompensado. Algunas monedas y una carta con el sello real proclamando que no debe ser molestado por nadie. Y cuando llegue el nuevo cura... —Corbett hizo una pausa, porque hubiera preferido morderse la lengua—, en años futuros, tal vez, tal vez el cepillo de la parroquia podría ofrecer una pequeña suma anual para Peterkin y la abuela Crauford.
Corbett dejó de parlotear con una mirada calculadora en los ojos.
—Y antes de que la abuela Crauford empiece a contarnos la verdad —prosiguió Corbett—, añadir que Peterkin también debe de haber estado perplejo: a veces daba el mensaje, pero no pasaba nada porque la joven había acudido demasiado pronto o se había retrasado.
—¿Cómo quién? —preguntó la abuela Crauford.
—Como Adela, de la taberna.
—Oh, no —la abuela apretó la mano de Peterkin con más fuerza—. Esa picara atrevida e insolente, no. Es increíble que no sospechara.
—No le pasó nada —sonrió Corbett—, de modo que ¿por qué iba a sospechar? Todos conocen a Peterkin. ¿No es verdad, abuela Crauford, que hace unos años, mucho antes de que comenzaran los asesinatos, Peterkin era utilizado por los galanes para llevar mensajes a sus amadas? Por eso lo eligió el enmascarado, en primer lugar. No obstante, si yo fuese al Vellocino de Oro y le contase a Adela la auténtica historia...
—Peterkin fue tonto —murmuró el necio con la cabeza gacha—, y también fue malo.
—Mírame —le ordenó Corbett.
El hombre levantó la cabeza. A Corbett le pareció que la mirada compungida era auténtica. Bajo la suciedad y la pelambrera, la cara de Peterkin había empalidecido.
—¿Dónde se encontraban? —le preguntó Corbett.
—Él me esperaba —fue la balbuceante respuesta—, al final de la calle. La primera vez sentí curiosidad.
—¿De qué altura es? —le preguntó Corbett.
—No lo sé. Me hacía quedarme detrás de un roble y él estaba al otro lado. A veces asomaba la cara. La máscara era horrible, roja como la sangre. Llevaba... —Peterkin imitó un brazalete en la muñeca.
—¿Una cuerda? —le preguntó Corbett—, ¿con una campana?
—Sí, y por eso sabía que estaba allí. Salía temprano por la mañana. Casi siempre hay neblina. Entonces oía el tintineo. Al principio pensé que era una broma tonta. Me dijo cómo sabía quién era yo. Dijo que tenía la oreja del magistrado Tressilyian. Sí —Peterkin se pasó la lengua por los labios—. Fue así como lo dijo. Sabía que yo espiaba a las jóvenes. Que en verano seguía a las parejas que iban al campo. También me dijo que había robado cosas, que se lo contaría al señor Blidscote, que me pondría en el cepo.
—¿Y también te enseñó el verso? —le preguntó Corbett.
—Sí, me lo enseñó, pero al principio no mencionó ningún nombre. Volvió unas mañanas después con su campanilla tintineando, tilín tilín. Me dijo que repitiera el verso y yo lo hice. Entonces me dijo que llevara el mensaje a una chica... —movió la cabeza—. No me acuerdo de quién.
—Ése sería el nombre de su primera víctima.
—Sí —parpadeó Peterkin—. Yo pensaba que era un juego. Pobre Peterkin —juntó las manos y miró a Corbett implorante—. El pobre Peterkin no sabía.
—¿Y qué te ordenó el enmascarado que hicieras?
—Tenía que encontrar a la joven a solas. Tenía un gran secreto para ella que no debía contar a nadie. Sólo cuando me hubiese prometido solemnemente persignándose, le daba el mensaje.
—¿Y qué pasó? —preguntó Ranulfo acercándose intrigado por la forma en que su astuto jefe había conducido el interrogatorio—. ¿Qué pasó? —repitió—. La joven Elizabeth, la última víctima, ¿qué hizo?
—La encontré en la calle de vuelta del mercado —Peterkin cerró los ojos—. «Elizabeth», le dije, «tengo un gran secreto para ti». «Oh, Peterkin, no seas tonto», me respondió. «No, no», le susurré, «es verdad».
—Luego le mostraste una moneda, ¿no es así? —le preguntó Corbett.
Peterkin asintió, aterrorizado.
—Le dijiste que un admirador te había dado la moneda para que Elizabeth supiese que no era una broma, ¿no es así?
El bobo asintió.
—«Oh, Peterkin», dijo, «¿quién es?». Negué con la cabeza. Había jurado no decírselo. Le di el mensaje y escapé.
—Muy hábil —murmuró Corbett—. Todas cayeron en la trampa. Peterkin debía dar el mensaje. Le habían dicho que mostrara una moneda a la víctima para que ella le creyera. ¿Comprendéis ahora, abuela?
—Ya lo creo —los ojos de la anciana estaban llenos de lágrimas—. Sabe Dios que la pobre Elizabeth no soñaría con contárselo a nadie más, pues irían tras sus pasos. Desde luego nadie le cree al pobre Peterkin. Puede ser una de sus ideas tontas. Ella no habría querido aparecer como una tonta...
—Sí, pero Elizabeth, como las demás víctimas, sintió curiosidad. El mensaje de Peterkin era tan claro y no obstante tan misterioso. Habían pagado al tonto del pueblo para que lo llevara, de modo que debía de significar algo. No se atrevió a contárselo a nadie, y ello selló su suerte.
—¿Cómo era su voz? —preguntó Ranulfo.
—No sé —gimoteó Peterkin—, pero era suave.
—¿Alguna vez la habías oído antes?
—¡Por Dios, sir Hugo, el hombre llevaba una máscara! —exclamó la abuela Crauford.
—¿Alguna vez lo seguiste?— le preguntó Ranulfo.
Peterkin, con los ojos llenos de espanto, negó con la cabeza.
—Después de la primera muerte, ¿qué podía hacer? —lloriqueó.
Peterkin se frotó las manos mientras las lágrimas hacían surcos en su cara sucia.
—Tenía miedo, tenía miedo. ¿Dónde podía ir? ¡Pobre Peterkin! —se golpeó el pecho.
Corbett miró a Ranulfo y movió la cabeza. Peterkin intentaba parecer más tonto de lo que era en realidad, pero lo que decía tenía su propia lógica. Era como un perro entrenado, gobernado por la codicia y el miedo, que iba de un lado a otro haciendo los encargos de su señor.
—Lo atraparéis.
La abuela Crauford miró a Corbett que se había puesto de pie, ajustándose el talabarte.
—Sí que voy a hacerlo caer. Lo atraparé como a un pájaro en la red. Y luego voy a colgarlo, abuela Crauford, en el cadalso que está en las afueras de Melford, como el alma cruel que es.
Corbett se dirigió a la puerta. Puso la mano en la aldaba.
—¿Y sabéis ahora por qué digo que este lugar es Hacéldema? —exclamó.
—Sí, abuela, lo sé.
Corbett miró hacia atrás. La abuela Crauford se había secado las lágrimas.
—Sospechabais desde el comienzo, ¿no es así?
La anciana apartó su mirada astuta.
—¿No pudisteis hacer nada? —le preguntó Corbett.
—Soy una anciana, comisario. No tengo un escudero —se tironeó el vestido sucio—. No llevo espada ni daga. Ni tengo una escritura del rey con un sello al final que le diga a todo el mundo que se aparte e incline la cabeza. ¿Habláis de ayuda? ¿Cómo podría sugerir mis sospechas? ¿Alguna vez habéis visto a una mujer quemada por brujería, sir Hugo? ¿Habéis visto su viejo cuerpo colgando sobre las llamas mientras sus ojos estallan y su piel se encoge como si fuese un fruto podrido? Os ruego que no hagáis de predicador conmigo.
Corbett sonrió sombrío, e hizo un gesto de comprensión. Fueron donde Chanson sostenía sus caballos. Corbett se negó a responder la pregunta de Ranulfo y saltó a la montura, encabezando la corta cabalgata hacia el molino.
Esta vez Corbett no gastó tiempo en ceremonias. Cuando salió Ralph, el molinero, gritando y gesticulando que era un hombre ocupado, Corbett dio una orden. Ranulfo sacó la espada y dejó caer la cara plana en el hombro del joven.
—Expresaos con respeto —advirtió el escribano de la Cancillería del Sello Verde—. Mi señor tiene muy mal carácter.
Corbett desmontó de un salto, pasó las riendas a Chanson y abrió la puerta de la cocina de un empujón. Úrsula se hallaba ante el fuego. No estaba completamente vestida y llevaba una bata marrón oscuro con bordes de piel de ardilla, atada a la cintura con una cuerda. Ya no parecía tan bonita, pues tenía los párpados pesados de sueño. Se apartó el pelo que le caía sobre la cara.
—Pensé que erais Molkyn —dijo irónica—. Solía entrar a la carga como vos.
—Molkyn está bailando con el diablo —contestó Corbett con dureza— ¿Y qué está bailando, eh, Úrsula? Vuestro esposo era corrupto y un matón deshonesto, y sólo menciono sus delitos menores.
—¿Qué queréis decir? —el rostro de Úrsula empalideció.
—¿Por qué enviasteis a Margaret a ser la compañera de la viuda Walmer? ¿Para hacerla salir de casa? ¿Para que estuviese lejos de Molkyn?
—¿Por qué? —tartamudeó.
—He estado en muchas ciudades y villas, señora. He visto qué les ocurre a los hombres que cometen incesto con sus hijas, que abusan de sus propios hijos. ¡Es un pecado inmundo ante los ojos de Dios y de los hombres!
—¿Cómo os atrevéis?
—Oh, sí, me atrevo —replicó Corbett. Observó la cocina—. Sois la segunda esposa de Molkyn, ¿no es así? ¿Qué edad tenía Margaret cuando Molkyn se metió en su dormitorio? ¿Doce? ¿Trece?
—¿Cómo sabéis todo esto? ¡Es mentira!
—¿Lo es? —le preguntó Corbett—. Es posible que Molkyn asesinase a su primera mujer. Ciertamente cometió abusos con su hija y cuando os casasteis con él, caísteis en su pequeño nido de horribles secretos. Pero sois una buena mujer, tras esa mirada atrevida y las respuestas descaradas, ¿no es así, Úrsula? Protegisteis a Margaret. Y advertisteis a Molkyn. Pero alguien más conocía el secreto del molinero. Cuando Blidscote, ese bastardo perezoso y deshonesto, lo eligió para formar parte del jurado que juzgaría a sir Roger Chapeleys, llegó el tiempo de la retribución. Molkyn fue chantajeado: tenía que decir que Chapeleys era culpable o todo Melford descubriría su pecado oculto.
Corbett se sentó ante la mesa.
—¿Y qué más le dijeron a Molkyn? ¿Sospechas acerca de la muerte de su primera mujer? ¿O que su segunda esposa, bonita y encantadora, había recibido a sir Roger más de una vez cuando Molkyn estaba ausente?
Úrsula se balanceó suavemente. Se dirigió a un aparador y, abriéndolo, puso vino en una copa. Bebió con ansias, dejando que le corrieran gotas por la barbilla.
—Me pregunto quién lo sabía —comentó Corbett—. Por primera vez en su vida, Molkyn estaba atrapado. Motivado por el miedo y el deseo de venganza, clavó los clavos del ataúd de sir Roger, ayudado por Thorkle.
Úrsula se sentó y se aferró a la mesa.
—Es una pena que Lucy no esté aquí —Corbett se levantó y cerró la puerta de un golpe—. También tiene mucho que ocultar, ¿no es así? Molkyn conoció otros secretos. Que Lucy deseaba al joven Ralph, el hijo de Molkyn. Thorkle era más comprensivo. A ningún hombre le gusta ser un cornudo. Molkyn quería la muerte de sir Roger y le habían dado informaciones sobre Thorkle. Puedo imaginar cómo ocurrió. «Haz lo que te digo», le habrá dicho amenazante a Thorkle, «o te pondrán una cornamenta para el resto de la vida». No creo que Thorkle haya necesitado demasiada persuasión. Él, como Molkyn y los demás, no quería mucho a sir Roger.
—No tenéis pruebas —Úrsula intentó reafirmarse.
—Sí que las tiene, madre.
Margaret, en camisón, envuelta en una capa, y con las sandalias en la mano, había bajado silenciosamente la escalera para quedarse en la sombra. Se acercó al fuego, estirando las manos.
—¿Estáis bien, señor comisario?
Miraba por encima del hombro, con el rostro pálido iluminado por una sonrisa. En esa luz matinal y con el pelo rubio cayéndole en una cascada por la espalda, su belleza parecía frágil.
—La primera vez que vinisteis, pensé que volveríais. El cuervo del rey, listo para picotear en nuestras podredumbres. Oh, sí, así es como os llaman —sonrió—. El cuervo del rey, con los ojos negros y el pico afilado, ¿no?
Se puso de pie para ir a sentarse en el banco entre Corbett y su madre.
—Padre Nuestro que estáis en los Cielos —recitó—. ¿Sabéis cuál es mi idea de un padre? —los ojos de Margaret se llenaron de lágrimas, y sus labios temblaron, pero se controló—. ¿Cómo era vuestro padre, Corbett? ¿Iba a arreglaros las mantas por la noche? Mi padre me visitaba en la cama. Molkyn, con su cuerpo grande y fuerte y las manos pesadas.
—¿Y lo habéis confesado? —le preguntó Corbett.
Ocultó su propia pena ante la expresión herida de la joven.
—Me sentía sucia. Cuando Molkyn se casó con Úrsula se lo conté. ¿En quién más podía confiar?
—Y yo os protegí —replicó Úrsula—. Cada vez que podía mandaba a Margaret a un lugar u otro. La viuda Walmer me ayudó. Creo que sospechaba.
—Me gustaba estar allí —siguió Margaret soñadora—. Era muy bonita. Creo que estaba enamorada de sir Roger y él de ella.
—¿De modo que creéis que era inocente?
—Lo creo.
—¿Y se lo contasteis a vuestro padre?
—Nunca hablé con mi padre. Éramos extraños. Cuando alguien lo degolló, me alegré de que ese extraño terrible estuviese muerto.
—La viuda Walmer... —Corbett intentó relajar la tensión— ¿quién creéis que la mató?
—El día que murió —replicó Margaret— me mandó un mensaje para que no fuese esa noche. Más o menos sospechaba sus motivos. Conocía el regalo que le había hecho sir Roger. Después de que la mataron, sólo pensé que Melford era un lugar perverso donde los vecinos cometen pecados mortales.
Corbett estudió a la joven con intensidad. Se preguntó si los abusos terribles le habían llegado a alterar la mente, haciéndola inestable.
—Molkyn está muerto —murmuró—. Responderá ante Dios por sus crímenes. ¿A quién se lo habéis contado?
—Casi se lo conté al cura joven, el que murió la noche pasada —movió la cabeza—. Pero ¿quién podría creerme?
—Yo —afirmó Úrsula.
Corbett apoyó los codos en la mesa.
—¿Y?
—Os dejaré especular, comisario, sobre mi relación con Molkyn: borracho, abusador, un bestia, un hombre que acosaba a su propia hija. Algunas veces sentía ganas de vomitarle en la cara.
—¿Y por eso rehusabais ir al molino los sábados?
—Por supuesto, que bebiese y durmiese como un jabalí, si quería. ¿Sabe, comisario? A veces pensaba matarlo y prender fuego al molino. Solía rezar para que un día tropezase y se cayera al agua.
—¿Y a quién se lo contasteis? ¿Alguna vez lo acusasteis abiertamente?
—Lo intenté.
—Confesasteis, ¿no fue así? —murmuró Corbett—. Todas estas cargas os parecían demasiado pesadas: vuestro matrimonio con Molkyn, el abuso de Margaret, Lucy y Ralph.
Ella asintió:
—Hace seis años, un miércoles de ceniza, fui al confesionario.
—¿Con el coadjutor Robert?
—No, era demasiado joven. Me tenía miedo —añadió casi riendo—. Había un fraile visitante, pero no estaba allí, así que me quedé en la iglesia llorando. Entró el párroco Grimstone. Se lo conté todo. Mi matrimonio, Margaret, Molkyn, Ralph y Lucy.
—¿Y se lo contaría a alguien más?
—¿Y cómo iba a hacerlo? Estaba bajo secreto de confesión.
—¿Alguna vez os acusó Molkyn de haberlo contado?
—No —apoyó las manos en la mesa—. Pero a veces notaba esa mirada asesina en sus ojos. Se sentaba donde estáis y fijaba la vista en mí. Fue un tema que nunca discutimos y nunca volví donde el párroco Grimstone.
—¿Y la noche en que murió?
—Os hemos contado la verdad —respondió Úrsula—. Estábamos felices. Molkyn fue al molino, acabó su trabajo y se echó como el cerdo que era a llenarse la panza de cerveza. Alguien entró, le cortó la cabeza y la puso en la bandeja en que la mandó flotando por el remanso. Estoy contenta de que ya no esté. Y Margaret también.
—¿Y vos —Corbett se volvió hacia donde la joven estaba sentada lánguidamente— alguna vez revelasteis vuestro secreto, Margaret?
—¡Nunca! —echó la cabeza hacia atrás con violencia, y los ojos brillantes de furia—. ¿Sabéis algo, señor comisario? Me siento como si hubiese vuelto de la tumba. Molkyn se pudre en la suya. Quiero encontrar un buen hombre y casarme. No quiero que mi vergüenza sea proclamada en Melford.
Corbett se levantó:
—En ese caso, no volveré a molestaros.
Dio la vuelta, se puso en cuclillas junto al banco y tomó los dedos de Margaret:
—Tenéis las manos frías —dijo suavemente—. Podéis estar tranquila. Vuestro secreto está a salvo conmigo. El padre Grimstone se marchará: se hará la justicia divina, y también la del rey.
Le soltó la mano y se levantó. La besó en la cabeza y salió al patio.
—¿Dónde está Ralph?
—Se encerró en el molino —sonrió Ranulfo. —Dijo que había cosas mejores que hacer que discutir con los atareados magistrados.
—Y estamos muy atareados —sonrió Corbett.
Montaron en sus caballos y volvieron por el sendero. Corbett estaba a punto de doblar la esquina, cuando de un matorral salió una figura con tal rapidez que el caballo de Corbett se encabritó. Él le habló de inmediato, dándole golpecitos en el cuello.
—Lo siento, lo siento... —Sorrel se echó hacia atrás la capucha, mostrando el tosco vendaje que le cubría la herida del cuello.
—¿Habéis estado cazando? —le preguntó Corbett señalando el saco que llevaba.
—Trampas para conejos —su rostro ajado se arrugó de preocupación—. ¿Otro asesinato, comisario? ¿El coadjutor Robert? Dicen que se colgó. ¿Fue él quien mató a mi pobre Furrell?
—No. No creo que lo haya hecho. Decidme Sorrel —Corbett cogió las riendas y se inclinó—, ¿es posible que hayan escondido el cuerpo de Furrell en un pantano o ciénaga? Ayer quería haceros la pregunta.
—Habláis como hombre de ciudad —replicó Sorrel—. Los pantanos de los alrededores no son tan profundos. Y todo lo que baja, sube finalmente. ¿Por qué? —le preguntó—. ¿Sabéis dónde está enterrado?
—Sí, sí, lo sé. Conozco el lugar preciso.
—¿Dónde? —Sorrel dejó caer el saco y cogió las riendas, apretando la rodilla de Corbett con la otra mano.
Corbett le apartó el pelo de la cara.
—Confiad en mí —susurró—. Dejadme seguir el juego. ¡Y hasta entonces, permaneced en Melford!
Sorrel soltó las riendas. Corbett hizo avanzar su caballo y, seguido por Ranulfo y Chanson, cabalgó por el sendero que llevaba de regreso a la ciudad. En las afueras, justo después de la iglesia, tiró de las riendas.
—Ranulfo, Chanson, voy a desayunar en el Vellocino de Oro. Vosotros debéis ir donde sir Louis Tressilyian y sir Maurice Chapeleys. Traedlos a los dos. Decidles que han de venir por lealtad al rey.
—Chapeleys y Tressilyian —exclamó Ranulfo.
—Traedlos, simplemente —afirmó Corbett—. Decidles que tengo cosas que discutir.
Capítulo XVII
Corbett volvió al Vellocino de Oro, donde desayunó con cerdo salado, pan recién hecho, rebanadas de queso y una jarra de cerveza suave. La sala estaba bastante vacía aunque, al terminar, comenzaron a llegar otros parroquianos que iban camino al mercado. Los viajantes habituales: un vendedor de reliquias con su bandeja de objetos benditos; buhoneros que vendían cintas atadas a una pértiga; un artesano que hacía objetos de cobre; dos apostadores con un tejón, esperando iniciar una pelea con un perro. Eran extranjeros en la villa, entraban en silencio y se mantenían apartados. Cuando Repton y los demás llegaron, Corbett decidió que era hora de marcharse. Volvió a su cuarto y se sentó ante su mesa, repasando las conclusiones a que había llegado por la mañana. Sólo había dormido unas horas. No podía concentrarse, pero se alegraba del modo en que se estaba desenvolviendo su plan. Sentía lástima por Margaret. No podía compartir realmente su dolor, pero posiblemente pudiese darle un poco de paz. Corbett pensó en la pequeña Eleanor y se preguntó cómo era posible que un padre abusase de su propia hija. Para distraerse, preparó la habitación para sus visitantes, asegurándose de que tanto la espada como la daga estuviesen fácilmente al alcance de su mano.
Dormitó un rato y lo despertaron los fuertes golpes que Ranulfo daba a la puerta. Llegaban Chapeleys y Tressilyian. Ambos parecían haberse vestido de prisa, no estaban afeitados y llevaban el pelo revuelto. Ranulfo trajo taburetes y Corbett les ofreció asiento. Ninguno de los dos protestó. Chapeleys parecía nervioso. Tressilyian tenía una media sonrisa en la cara, como si supiese lo que estaba ocurriendo.
—¿Tenéis noticias? —comenzó sir Maurice—. Han de ser urgentes.
—No, no tengo noticias —replicó Corbett—, pero he llegado a algunas conclusiones. Vuestro padre, sir Maurice, no fue culpable de nada peor que ser bebedor y promiscuo. No mató a la viuda Walmer. Ni violó o mató a ninguna mujer de esta ciudad. Fue enviado al patíbulo por un asesino astuto y perverso. Le habéis pedido una investigación tanto a la Corte como la Cancillería, incluso el perdón para vuestro padre. Será todo ello emitido.
—¿Qué es esto? —susurró sir Maurice.
—Ahora bien, cuatro hombres sabían que vuestro padre era inocente —continuó Corbett—. Vos, él mismo, el asesino y sir Louis Tressilyian.
Maurice miró sorprendido al magistrado.
—Hace cinco años —continuó Corbett con un tono de voz neutro—, sir Louis fue llamado al Consistorio, como correspondía. Tomó declaraciones y pruebas contra vuestro padre. Puede que dudara pero, sobre la base de las pruebas, sir Roger parecía culpable. Sir Louis probablemente esperaba que el jurado, como suele ocurrir, diera a sir Roger el beneficio de la duda. Ciertamente la negativa lo tomó por sorpresa. Postergó la ejecución de vuestro padre. Le escribió al rey. Sin embargo, el aspecto significativo del veredicto de un jurado es que también se considera el veredicto de la comunidad. Si sir Louis seguía protestando, el dedo de la acusación se dirigiría a un terrateniente que protegía a otro. ¿No es así, sir Louis?
—Estoy escuchando lo que decís —replicó el juez.
Habló con tanta ecuanimidad que Corbett se preguntó si su conclusión sería la correcta: Tressilyian parecía imperturbable.
—Vuestro padre murió —Corbett pasó a sir Maurice—, y los asesinatos acabaron. Sir Louis debe de haberse sentido aliviado. Hizo todo lo que pudo por vos, y os trató como al hijo que nunca tuvo. ¿Acaso os estimuló para que escribieseis a Westminster? No obstante, tres cosas le confirmaban lo correcto de la sentencia. Las pruebas, el veredicto y el hecho de que los asesinatos hubiesen concluido. Pero sentía curiosidad. Furrell había desaparecido y sir Louis debía saber algo acerca de la reputación de Molkyn, y que también vuestro padre despertaba grandes antipatías en la zona —Corbett hizo una pausa—. Pero entonces recomenzaron los asesinatos. La creencia de sir Louis en la culpabilidad de vuestro padre se vio gravemente en entredicho. Incluso cabe la posibilidad de que haya sospechado que el auténtico asesino podría ser responsable, sabe Dios cómo, de la ejecución ilegal de vuestro padre. Por lo tanto, sir Louis decidió iniciar algunas acciones. Llevaría a cabo su propia justicia.
—¿Qué estáis diciendo? —le preguntó sir Maurice.
Su rostro había empalidecido. No dejaba de pasarse los dedos por el cuello de su túnica.
—Sir Louis —Corbett lo enfrentó directamente—, me parece que sois responsable de los asesinatos de Molkyn, el molinero, de Thorkle, y de Deverell, y apuesto que sabéis dónde puede encontrarse el cadáver del señor Blidscote.
—Decís que soy juez —dijo Tressilyian—, y lo soy. ¿Qué pruebas tenéis de todo esto?
—Sois un buen hombre, sir Louis —replicó Corbett—. Equivocado, pero bueno en el fondo. Sospechabais que había habido un mal uso de la justicia. Sentíais pena por Sorrel, la viuda de Furrell, de modo que le disteis una pensión, una moneda de plata en determinadas fechas del año. ¿Por qué dar esos regalos anónimos en momentos específicos? Siempre el abogado, ¿no es así, sir Louis? Son fechas que marcan el comienzo de los períodos legales en las cortes de Westminster. Fue vuestro modo de redimiros. Cuidasteis de Sorrel, del mismo modo que cuidasteis de sir Maurice.
Sir Louis sonrió, pasándose un dedo por el bigote.
—Sólo un magistrado podría permitirse tanta generosidad —declaró Corbett—. En cuanto al ataque de que fuisteis víctima en Falmer Lane, el día que vinisteis a Melford a reuniros conmigo, fue curioso. ¿Por qué vinisteis solo? ¿Por qué buscasteis una excusa para llegar tarde? No quisisteis que sir Maurice cabalgara con vos, ¿no? Queríais aparecer en peligro, temiendo ser atacado a causa de aquel horrible error de la justicia. Os detuvisteis en el sendero. Mirasteis en derredor. No se veía nadie. Cortasteis el árbol para interceptar el paso por ese camino. Fuisteis hacia los árboles, os quitasteis las botas y lanzasteis aquellas flechas. Luego seguisteis viaje.
—Podía haber sido visto —señaló Tressilyian.
—No. Es un lugar solitario. Hay dos cosas que me intrigaron sobre el asalto. En primer lugar, ¿quién era el arquero descalzo? Dio en el blanco una vez y nada más. Sorrel, que conoce esos bosques como la palma de la mano, no vio ningún arquero misterioso. En segundo lugar, si el arquero se tomó tantas molestias, ¿por qué no logró nada? Molkyn, Thorkle, Deverell y probablemente Blidscote están muertos. Pero vos sólo recibisteis cortes, que desde luego os hicisteis vos mismo. Os deshicisteis del arco y de la aljaba, y asegurasteis que las señales del ataque fuesen visibles. Luego continuasteis viaje. Ensuciasteis las aguas. También dejasteis la tosca nota clavada en la horca y un mensaje similar en la lápida de sir Roger. Ese día todas vuestras acciones pudieron ser fáciles. Había muchísima niebla. El cementerio es un lugar solitario y cuando estuvisteis preparado, irrumpisteis en la cripta como un juez asustado y ofendido.
—¿Y las ejecuciones? —preguntó sir Maurice.
Corbett notó que el joven señor, en cierta medida, aceptaba lo que le estaba diciendo.
—Oh, fueron muy fáciles. Molkyn era bien conocido por sus hábitos alcohólicos las tardes de los sábados. Sir Louis fue al molino y le cortó la cabeza como quien corta una flor. Thorkle fue igual. Melford, en particular en otoño con la niebla que envuelve el campo desolado, es ideal para esos ataques. También Deverell, el carpintero, fue bien planeado. Sir Louis conocía su mirilla.
—¿Y dónde están las pruebas de todo esto? —preguntó sir Louis.
Corbett ocultó su sorpresa ante el comportamiento tranquilo de Tressilyian. Quiere que lo atrapen, pensó Corbett; espera que lo atrapen.
—Las pruebas, sir Louis, son poco sólidas. En primer lugar la nota en casa de Deverell ¿Recordáis la cita? «No dar falso testimonio contra vuestro vecino». La mayoría lo entiende como «no dar falso testimonio...» Utilizasteis la palabra «testimonio» al hablar de las declaraciones de los testigos en el juicio de sir Roger. En efecto dijisteis: «Si dan falso testimonio, que lo lleven en la conciencia» ¡Qué coincidencia! Molkyn perdió la cabeza, los sesos de Thorkle se desparramaron. El dardo de ballesta le dio a Deverell en la cara, rompiéndole el cerebro. Cuando encontremos el cadáver de Blidscote, se sabrá que el golpe mortal fue en la cabeza.
El magistrado estaba sentado con las manos en las rodillas, mirando el suelo.
—Voy a haceros una pregunta, sir Hugo —levantó la cabeza—. ¿Habéis cogido al auténtico asesino?
—Sé quién es —replicó Corbett.
—¿Lo juraríais?
—Puedo jurarlo.
Sir Louis levantó el borde de su capa y sacó algunos hilos.
—Si pensáis juzgarme, pido que me lleven a Westminster.
Corbett ignoró la profunda inspiración de aire de sir Maurice.
—De acuerdo.
—Soy magistrado —prosiguió sir Louis. Se mordió el labio—. Juré preservar la verdad y la ejecución de las leyes del rey, ya os lo he dicho antes, sir Maurice. No quería mucho a vuestro padre: era promiscuo y un don Juan, y gracias a Dios sois diferente. Hasta mi difunta esposa... —hizo una pausa—. Ninguna mujer estaba a salvo cuando sir Roger andaba cerca, pero nunca creí que fuese asesino. ¿Por qué iba a matar a la viuda Walmer, de cuyos favores disfrutaba? Pero las pruebas estaban allí, en particular del maestro Deverell, sin mencionar los brazaletes y el cuchillo. No obstante pensé que el jurado entregaría un veredicto de «no probado». Sir Roger habría sido declarado inocente, pero en desgracia, viéndose obligado a marcharse del condado. Me sorprendió cuando Molkyn volvió con una sentencia a la horca: «Culpable sin derecho a piedad». Y la justicia siguió su curso cruel, por supuesto.
Sonrió.
—Sir Hugo tiene razón. Oculté mis dudas y recordé las pruebas: el jurado era el responsable. Y, sobre todo, ya no había asesinatos —hizo una pausa para humedecerse los labios.
Corbett fue a buscar una copa de vino que llenó hasta la mitad y se lo pasó. Sir Louis se lo agradeció con los ojos.
—Hice mis propias averiguaciones. Descubrí que Molkyn había actuado como un matón ante el jurado. Tenía grandes sospechas sobre la desaparición de Furrell. Sentía lástima por Sorrel y por vos, Maurice. Hice lo que pude. Intenté ser el padre que tan brutalmente había arrebatado de vuestra vida —acarició la copa—, pero cuando recomenzaron los asesinatos, supe que me había equivocado. Alguien se había infiltrado en mi juzgado. No había sido más que un títere, el sello para la maldad del auténtico asesino. Él y el resto habían utilizado la ley para mandar a un hombre inocente al patíbulo —chasqueó la lengua—. Me sentí como un tonto. Entendí por qué a veces Molkyn me miraba con desprecio, o que Deverell se escabullera como la rata que era. Supe que el rey tendría que intervenir. Estimulé a sir Maurice para que escribiera esas cartas, pero me pregunté qué ocurriría si escapaban a la justicia. El resto, sir Hugo, es como lo habéis relatado. Desde mi punto de vista, realicé ejecuciones legales. Molkyn, Thorkle y Deverell eran para mí culpables. Podía no coger al auténtico asesino, pero soy un magistrado del rey. El perjurio y el soborno son delitos capitales. Aprendí todos sus hábitos: que Molkyn era borracho, que Thorkle iba al granero, lejos de los ojos ansiosos de su mujer, y supe del furtivo Deverell y su mirilla.
—¿Y Blidscote? —le preguntó Corbett.
—Oh, sí, nuestro alguacil gordo y corrupto. No fue coincidencia que Molkyn y Thorkle fuesen elegidos. Era tan culpable como ellos. Lo invité a reunirse conmigo cerca del río Swaile. Quería ver cómo su cara gorda se encogía de horror. No quería que escapase: su cuerpo, cargado de piedras, todavía está allí —Tressilyian dejó la copa de vino en el suelo—. No lamento nada, Corbett. Nada en absoluto.
—¿Y por qué no me esperasteis? —le preguntó Corbett.
—Para ser honesto, sir Hugo, no sabía cuán listo erais. No quería que escapasen con sus mentiras. Se habían burlado de mi magisterio, no del vuestro. No podía verlos escapar. Lamento las mentiras, pero quería oscurecer las aguas para tener tiempo de acabar mi tarea. Deverell, en particular, era difícil de coger. Pese a sus alegatos en el juzgado, no era hombre de salir a dar un paseo por la noche —se encogió de hombros—. ¿Qué más podría decir? ¿Qué queda por decir?
Sir Hugo se levantó y lo tocó en el hombro:
—Sir Louis Tressilyian, os arresto en nombre del rey por asesinato. Seréis llevado a Londres y alojado en un lugar adecuado, y en el momento que señale la Corona, seréis juzgado —Corbett sostuvo su mirada—. Es lo que esperabais, ¿no es así?
—Ya os conocía de oídas —Tressilyian sonrió débilmente—. Con el correr de los días sabía que era cuestión de tiempo, pero, ¿y el auténtico asesino?... —escupió las palabras.
—Oh, lo cogeremos, no le quepa duda. Las almas de las asesinadas están ante el tribunal divino pidiendo justicia.
—Os veis como un Hijo de la Luz —lo provocó sir Louis.
—No, señor, no —Corbett se puso el talabarte—. Pero trabajo para ellos. Ranulfo, Chapeleys, podéis permanecer con sir Louis. Será alojado en una de las habitaciones de la taberna. La puerta permanecerá cerrada y vigilada por Chanson.
—No voy a escapar —declaró sir Louis—, tenéis mi palabra. Tampoco haré nada irresponsable. ¿Podéis sospechar en qué va a consistir mi defensa, Corbett? Soy un magistrado del rey. En mi tribunal se cometió perjurio y asesinato. Llevé a cabo la justicia del rey.
Corbett hizo una pausa ante la puerta.
—Ni siquiera la justicia del rey, sir Louis, está por encima de la ley.
—¿Dónde vais? —le preguntó Ranulfo.
—Voy a la iglesia. Reúnete conmigo allí. Tengo pasión por las cuerdas de los campanarios y su funcionamiento.
Corbett cerró la puerta tras él y bajó. El mercado estaba en plena actividad, con un griterío ronco. Los viajantes y los aprendices voceaban sus precios, incitando a los clientes a comprar telas de Brujas, cuero español, fruta traída por los comerciantes de Londres, joyas y ornamentos de Ipswich. El vendedor de reliquias se había unido a la algarabía general, ofreciendo una copa sellada que, decía, tenía el último hálito vital de san Jorge. Corbett se abrió camino, rechazando manos y negando con la cabeza cuando los comerciantes le bloqueaban el paso ofreciéndole un nuevo cinturón, botas de montar o espuelas. Finalmente se sentía libre. Tomando la empuñadura de la espada avanzó decidido hacia la iglesia. Hizo una pausa ante la tumba de Elizabeth y vio que en la tierra recién abierta habían dejado una rosa blanca.
—Ayudadme —susurró Corbett.
Entró al santuario por la puerta de la sala del ataúd; había velas, aunque el lugar estaba vacío. Los vapores del incienso de la misa de la mañana formaban volutas y endulzaban el aire. Fue al campanario, abrió la puerta y entró. Permaneció un tiempo examinando las pesadas cuerdas y los pesos colgados de los extremos.
—Si supiese quién es el patrón de los campaneros —murmuró Corbett—, le rezaría.
Cogió una cuerda, la dejó caer por el alféizar de la ventana y volvió a la iglesia, cerrando la puerta tras él. Se sentó unos minutos y oró. Sólo quería estudiar su teoría y ver si era cierta. Fue a la capilla de la Virgen, encendió una vela y se arrodilló en el reclinatorio almohadillado, mirando el rostro de la estatua.
—Me recordáis a Maeve —murmuró Corbett.
Se sintió culpable por la distracción, se persignó y volvió a la parte trasera de la iglesia. Se abrió la puerta. Entró un feligrés, una anciana que encendió una vela, dijo una oración y se marchó. Corbett comenzó a impacientarse. Estaba a punto de volver al campanario cuando sonó una campana y su corazón dio un vuelco.
—Es lo que pensaba —murmuró abriendo la puerta con violencia.
La cadena que llevaba el peso de plomo había caído del antepecho de la ventana y al caer había provocado el ligero temblor que hizo sonar las campanas. Corbett volvió a levantar la cuerda y la puso más lejos en el antepecho. Se quedó observando. El peso, hecho de cobre o bronce, estaba brillante y liso. Vio que comenzaba a deslizarse muy lentamente por el alféizar.
—Mientras más lejos la ponga —se dijo Corbett— más tiempo tardará.
Y ahora, pensó, sólo tengo que esperar. Se sentó en las escaleras del campanario y se preguntó dónde estaría Ranulfo. Se abrió la puerta. Se oyó el eco de pisadas recorriendo la nave. La puerta se abrió de golpe y entró Burghesh.
—¿Qué está pasando? —exclamó—. ¿Por qué suena la campana?
Miró la cuerda y su peso en el antepecho. Abrió la boca y dio un paso atrás.
—¿Qué estáis haciendo, sir Hugo?
—Me preguntaba —replicó Corbett— cómo puede sonar una campana si no hay nadie aquí. La noche pasada, cuando murió el coadjutor Robert, no había nadie en la iglesia. ¿Recordáis? Estábamos todos en el Consistorio comiendo a dos carrillos, y orgullosos de la riqueza de Melford. Y entonces sonó la campana. Y vos saltasteis, señor Burghesh, como una liebre y corristeis a ver qué había provocado el sonido. Poco después volvisteis rápidamente y muy alterado: el coadjutor Robert se había colgado del modo más evidente. No había señales de violencia ni de que nadie lo hubiese colgado. Además, en el puño de su camisa había un trozo de pergamino, una cita de los salmos sobre el pecado que estaba siempre ante él. Parecía evidente que el coadjutor Robert debía de haber sido el asesino de todas aquellas mujeres. Incapaz de afrontar su culpa, o temeroso de ser atrapado, aprovechó la oportunidad de venir al campanario y colgarse cuando no había nadie en la iglesia.
—Y eso es lo que ocurrió —tartamudeó Burghesh.
Corbett apoyó los codos en sus rodillas y le sonrió.
—No es verdad, señor Burghesh. En primer lugar: ¿Por qué os marchasteis del Consistorio? ¿Porque sonó una campana? ¿No era normal que lo solucionara el coadjutor Robert, y que si algo iba mal recorriese la corta distancia al Consistorio para informar al párroco Grimstone o a vos mismo?
—Al coadjutor Robert le gustaba el vino —declaró Burghesh con acritud—. Era o una cosa o la otra: limpiarse de sus pecados, orar postrado en las baldosas frías, o ahogar sus penas en una abundancia de vino.
—Sin duda era así, señor Burghesh. La noche pasada, sin embargo, vino aquí a orar y a pensar, en tanto que vos y el párroco Grimstone os preparabais para el banquete. Os unisteis a él, muy solícitos, con una gran jarra de vino mezclada con una fuerte poción para dormir. Cultiváis esas hierbas en vuestro jardín. El coadjutor Robert no estaba invitado a la celebración y probablemente la habría evitado. Quería estar aquí, en la oscuridad, sintiendo lástima por él mismo. Si el vino no lo hizo dormir, ciertamente lo hizo la pócima. Mientras bebía, trabajasteis en la iglesia como siempre. Vinisteis al campanario, cogisteis una de las cuerdas y la pusisteis muy alto, lo más alto posible en el antepecho de una ventana: algo que habíais aprendido de niño o a lo largo de los años. El alféizar tiene bastante inclinación. La cuerda, arrastrada por su peso, se desliza como un hombre que es colgado. Cae el peso y la vibración hace sonar las campanas. Acabo de probarlo personalmente. Sospechaba que si la ponía bien tardaría un tiempo considerable antes de caer —añadió Corbett con aire pensativo.
—¡Tonterías! —exclamó Burghesh.
—Puedo probarlo —murmuró Corbett—. No estudié ciencias mecánicas en Oxford, pero sé un poco sobre pesos y medidas. En cualquier caso, teníais la señal para volver a la iglesia a toda prisa. La casa estaba cerrada. El pobre coadjutor Robert había bebido su vino y estaba profundamente dormido. Entonces lo subisteis al campanario, escaleras arriba, le atasteis la cuerda al cuello y soltasteis el cuerpo. El coadjutor nunca recobró la conciencia. Acaso le hayáis tirado de los pies para acelerar la muerte. Y es posible que ello causase que las campanas sonasen por segunda vez esa noche. Escondisteis la jarra de vino, lo que no es difícil en un lugar como éste. Limpiasteis la boca del pobre Robert y observasteis. Todo estaba en calma y volvisteis al Consistorio a anunciar la triste noticia.
—¿Y qué hay de la carta?
—¿Qué carta?
—El trozo de pergamino que estaba oculto en el puño de Robert.
—Lo pusisteis allí. Trajisteis el vino para él. Antes de marcharos de la casa de los curas con el párroco Grimstone, buscasteis en el dormitorio de Bellen, mientras él estaba en la iglesia, y os llevasteis todo aquello que pudiese provocar sospechas. También buscabais un trozo así de pergamino. Apuesto que el coadjutor Robert era conocido por escribir versículos, citas de la Biblia para meditar. El que elegisteis se acomodaba a vuestras intenciones, aunque cualquiera hubiese servido. Lo pusisteis en vuestra faltriquera y os marchasteis al Consistorio.
Burghesh había recuperado la serenidad. Se cruzó de brazos como para mostrar a Corbett que no tenía las manos cerca de la daga.
—¿Y qué hubiese ocurrido si el peso no hubiese caído? ¿Y si hubiese ocurrido algo?
—En ese caso, el coadjutor Robert hubiese despertado sintiéndose indispuesto por el exceso de vino, y con un gran sentimiento de culpa, como de costumbre. Vos hubieseis disfrutado de un banquete espléndido en el Consistorio y esperado una nueva oportunidad. Es cierto que habíais revisado el cuarto del coadjutor. Acaso él notaría que faltaban algunos papeles, que había alguna alteración. Pero una vez más podría culparse a sí mismo. No podría recordar muy claramente, ¿no es así? O podría culpar al párroco Grimstone que, borracho, olvida cosas y entra donde no debe.
—¿Y por qué iba a matar yo al coadjutor Robert?
—Porque sois un asesino, señor Burghesh. Os gusta matar. En particular, os gusta observar el terror de algunas jóvenes mientras las violáis, y luego las matáis con el garrote.
Burghesh tragó con fuerza:
—¡No tengo que prestar oídos a esta interminable sarta de mentiras!
—¿Y dónde podrías ir? —mintió Corbett—. Mis hombres rodean la iglesia. Os van a arrestar en cuanto salgáis. ¿Queréis saber por qué matasteis al coadjutor Robert?
—Tenéis teorías —se mofó Burghesh—. ¿Por qué iba a matar al hombre con quien he vivido tantos años? Era mi amigo.
—También era el coadjutor de esta iglesia —replicó Corbett— y os estabais preocupando mucho. El párroco Grimstone bebía en exceso, comenzaba a olvidar cosas. Lo que preocupaba realmente al coadjutor Robert —y reconozco que no tengo pruebas auténticas de esto— fue que alguien le contó, sabe Dios quién, por qué o cómo, que los pecados confesados en el confesionario eran conocidos por otros.
—¿De modo que no tenéis pruebas?
—En cierto modo las tengo. Probablemente el coadjutor Robert estaba profundamente alarmado, perplejo. ¿Lo discutió con el párroco Grimstone que a su vez os lo contó? ¿O bien hurgasteis en su cuarto y descubristeis que podía estar escribiéndole al obispo? Bellen se estaba volviendo peligroso y por eso lo matasteis. Al mismo tiempo, encajaba como posible asesino. De hecho, el coadjutor sabía poco sobre los asesinatos. No obstante, cualquier cura con una chispa de conciencia se preocuparía si el secreto de confesión fuese violado. Me preguntaré hasta el día de mi muerte, y vos también —añadió Corbett— ¿quién era esa persona? ¿El estrepitoso Molkyn? ¿Su hija? ¿O Deverell, nuestro carpintero furtivo? ¿Acaso era Blidscote?
—¿Vais a acusarme asimismo de las muertes de Molkyn y Deverell?
—Por cierto que no —replicó Corbett—. Fueron ejecutados, o asesinados por sir Louis Tressilyian, quien se dio cuenta de que debido a su falso testimonio habían colgado a un inocente.
Burghesh se sobresaltó, evidentemente agitado.
—¡Oh, sí, sir Roger era inocente! Vos matabais, Burghesh, y otros mintieron por vos, cometieron perjurio y, finalmente, fueron asesinados para proteger vuestro pecado.
Corbett se puso de pie y subió unos peldaños, agrandando la distancia entre él y el asesino de manos sangrientas.
—Siempre habéis sido un asesino, Burghesh. Os quedaréis allí a escuchar la verdad. Os hicisteis soldado para matar. Os encanta ver chorrear sangre caliente, el olor de la muerte, y eso ha sido así desde vuestra juventud en una granja cercana a Melford. ¿Hace cuántos años? ¿Cuarenta? ¿Durante el reinado del padre de nuestro rey? He estudiado el Libro de los Muertos. Menciona a dos o tres jóvenes que fueron asesinadas hace décadas y también referencias elípticas a cadáveres «desconocidos». ¿Quiénes eran aquellas «desconocidas»? ¿Itinerantes pobres? ¿Prostitutas? ¿Rameras? ¿Mujeres que escaparon y tuvieron la desgracia de llegar a Melford? Y vos predabais por los senderos del campo como una comadreja que busca conejos. Nunca cogieron a nadie por esos asesinatos, y tal vez a nadie le importó mucho. Estabais a salvo. Ante los ojos de todos, vuestro papel era del Burghesh honesto, el fuerte Burghesh, el medio hermano del joven Grimstone, destinado al sacerdocio. Me pregunto si alguna vez abristeis ese libro para buscar los nombres de vuestras víctimas. ¿Nunca sentís una punzada de arrepentimiento?
Burghesh se limitó a devolverle la mirada.
—Aprendisteis el oficio de albañil, pero finalmente os atrajo la llamada de las guerras, una oportunidad para satisfacer vuestra sed de sangre. Sabe Dios de cuántas muertes sois responsable en todos los rincones del reino. En comarcas de Escocia y Gales, en sus lodazales, cuando pasabais a espada villas y ciudades enteras y ¿quién iba a ocuparse de los cadáveres putrefactos?
—Fui un buen soldado —replicó Burghesh despectivo—. Nunca ningún superior bajo las órdenes del rey me acusó de cargo alguno.
—Por supuesto no lo hicieron. Los ejércitos avanzan con rapidez. Nadie habrá notado nada. He conocido soldados como vos, Burghesh, fuertes y valientes, pero asesinos natos hasta la médula. Y ganabais un buen dinero. Saqueabais a las víctimas de la guerra, ¿no? No sólo a las que asesinabais, sino a todos los demás en que podíais poner las manos.
—Son las fortunas de la guerra —fue la fría respuesta.
—Y trajisteis vuestra fortuna de vuelta a Melford, para mostrar a todos lo bien que lo habíais hecho. Comprasteis la vieja casa del guardabosque y volvisteis a ser el medio hermano y el amigo prudente del párroco Grimstone.
—Necesitaba mi ayuda.
—¡Por supuesto! Los años no han sido bondadosos con el párroco Grimstone, ¿no es así? Se han desvanecido los sueños, el idealismo. Solitario y aficionado al vino, probablemente Grimstone os recibió con los brazos abiertos.
—Os lo he dicho. Somos medio hermanos y él era un buen cura.
—Oh, estoy seguro de que hicisteis lo posible por ocultar los demonios que acosan vuestra alma cruel. Pero los viejos hábitos son duros de eliminar, ¿no es así, Burghesh? Sois un soldado inteligente. Sabéis cómo acallar las pisadas de un caballo. Además, Melford ha crecido, es cada vez más próspero y el campo está cada vez más solitario: grupos de árboles, bosques, bosquecillos. Praderas cubiertas de hierba y setos que convierten los senderos estrechos en algo parecido a trincheras, un lugar cruzado de viejas sendas y caminos. Es muy fácil entrar en Melford, sin murallas ni puertas con rejas de hierro. Y partís a cazar nuevamente, oculto bajo la máscara.
—¿Una máscara?
—Sí, una máscara. Algo que descubristeis en vuestros viajes, o encontrasteis aquí, en Melford. Soléis llevarla en la cruz de la montura, tal vez en una bolsa o envuelta en una tela. Era vuestro disfraz, en caso de que alguna de vuestras víctimas escapase. Al comienzo tuvisteis cuidado. Asaltabais a las más vulnerables, débiles, a la niña de paso, la esposa o hija de un hojalatero, alguna ramera itinerante. Atacabais, violabais y asesinabais. Sabe Dios dónde estarán algunos de esos cadáveres, aunque volveré a eso en un momento.
—Si no tenéis cadáveres, no tenéis pruebas —replicó Burghesh—. Sir Hugo, se supone que sois el comisario del rey. Pero sólo escucho teorías sin fundamento, amenazas vacías. ¡Lo que decís sobre mí podría decirse sobre muchos hombres de Melford!
—Es verdad.
Corbett abrió las manos y se preguntó dónde podría estar Ranulfo. Burghesh había cerrado la gruesa puerta de roble. Corbett estaba algo inquieto. Si Ranulfo venía a la iglesia podría pensar que no había nadie y acaso fuese a buscarlo en otro lugar.
—Sois cazador, Burghesh, pero de carne tierna de inocentes. Estáis en Melford como amigo y confidente del párroco. Os quedáis aquí en la iglesia y estudiáis la congregación como un zorro que observa a las gallinas en una granja. Melford ha cambiado, ¿no es así? Las jóvenes están mejor alimentadas, mejor vestidas, tienen más tiempo. El mercado las atrae. Las veis con sus caras bonitas, como capullos a punto de florecer. Crece vuestro deseo. Ya no se trata de una viajera andrajosa, y sucia. Pero ¿cómo las atrapáis?
Corbett hizo una pausa. Miraba el peso en la cuerda de la campana deslizándose progresivamente por el antepecho.
—De modo que elegisteis a Peterkin, el tonto. Lo atrajisteis para que llevase mensajes a una u otra mujer. Utilizabais a Peterkin. Le enseñasteis un verso sencillo que pocas jóvenes podían resistir, en especial aquellas con las que Peterkin parecía insistente, mostrándoles que le habían pagado por llevar el mensaje. ¿Cómo no iba a ser curiosa una joven? De modo que callaba, ¿no? Para evitar que otras lo supiesen si el mensaje resultaba falso. No quería que se rieran de ella. Después de todo, sólo podría culpar al pobre Peterkin. Vuestra primera víctima mordió el anzuelo. Fue al lugar solitario donde la estabais esperando. Aparentemente, la mayor parte de los asesinatos se produjeron a primeras horas de la tarde. Violabais, asesinabais, con la maldita máscara en la cara. Ocultabais el cadáver y regresabais a Melford —Corbett se encogió de hombros—. ¡La pesadilla había comenzado!
Capítulo XVIII
¿No os sentís culpable? —preguntó incisivo Corbett—. A primera hora de la mañana, o por la noche, ¿no se reúnen los fantasmas alrededor de vuestro lecho? ¿No teméis a Dios o a la justicia?
—Me gustan las buenas historias —fue la burlona respuesta.
—Elizabeth, la hija del carretero —siguió Corbett con objetividad—. Su fantasma está aquí. Cuando entré en la iglesia, recé por ella. Tal vez sea el mejor ejemplo que podamos usar. Os acercáis al pobre Peterkin, como siempre, y le dais una moneda, haciéndole repetir el mensaje. Normalmente Elizabeth hubiese ignorado a Peterkin, pero es joven y está llena de ideas locas. Peterkin cumple, pues le han pagado para dar un mensaje. De modo que esa tarde aciaga ella va a su lugar secreto en el bosquecillo cercano al Roble del Diablo. Va al encuentro de la muerte: vos, que la esperáis con la máscara horrible sobre la cara, y el brazalete que tintinea colgado de la muñeca. La atacáis, violáis y asesináis. Cuando pasa el ansia de sangre, lleváis cuidadosamente el cadáver a un seto próximo al Roble del Diablo. Tal vez la intención era volver y ocultarlo. Si hubieseis podido hacerlo, acaso habríais escondido todos los cadáveres, excepto el de la viuda Walmer.
—De modo que también soy culpable de su muerte.
—Sí, hace cinco años, matasteis por lo menos a tres mujeres. Hubierais vuelto a matar, pero ocurrió algo extraño. Sir Roger Chapeleys regaló un tríptico a la iglesia. Dios sabe por qué. ¿Un regalo? ¿Una expresión de culpa y remordimiento?
Corbett se quitó la cartera que llevaba en el cinturón y sacó el dibujo torpe que había encontrado en el cuarto del coadjutor Robert.
—¿Reconocéis esto, Burghesh? En el fondo hay una imagen de Cristo crucificado; en el frente hay tres figuras. La figura central es un cura, el hombre de la derecha parece un escribano; puede ser un coadjutor o acaso un ángel. El de la izquierda es esta figura enmascarada. ¿Lo veis? Con chaleco, calzas y botas y, en la cara, una máscara parecida a la de los cómicos que representan autos sacramentales. Pensasteis que Chapeleys se burlaba, señalando la verdad. Si la figura central era el párroco Grimstone, el escribano era el coadjutor Robert, y esta figura enmascarada os representaba.
—Es verdad que nunca me gustó el cuadro —dijo despectivamente Burghesh—. Me alegré cuando alguien lo quemó.
—No. Lo quemasteis vos mismo, ante el temor de que alguien leyera el mismo mensaje. ¿Sabéis, Burghesh? No creo que Roger Chapeleys quisiese señalar nada. Estos dibujos son muy comunes en las iglesias de Londres. El hombre a la derecha del sacerdote representa la sabiduría del mundo y la figura de la izquierda, su necedad. Se refiere a una cita de san Pablo. Subraya las tentaciones que sufren muchos curas y los exhorta a ignorarlas.
Corbett notó en los ojos de Burghesh que había dado en el blanco.
—Sois un necio —continuó Corbett—. No era una acusación contra nadie. Lo tomasteis como un insulto personal, una acusación sutil de vuestros hechos sangrientos. Apuesto a que os disteis cuenta más tarde. Si sir Roger hubiese sospechado realmente de vos, os habría acusado ante un tribunal.
Burghesh abrió y cerró la boca.
—Sir Roger Chapeleys tenía problemas con la bebida. Era bien conocido por su lascivia y sus abusos alcohólicos. Era una figura poco popular. Decidisteis destruirlo.
Corbett no esperó la respuesta.
—Aquella noche aciaga, sir Roger visitó a la viuda Walmer. Cuando se marchó, llegasteis vos. Tal vez la habíais visitado antes. Conocíais su casa, y el regalo de un cuchillo de sir Roger. Ella os dejó entrar y luego la matasteis.
—Estaba en el salón del Vellocino de Oro.
—Por supuesto que estabais allí, antes y después del asesinato. Nadie se preocupó de vuestras idas y venidas. Como Lucifer os acercasteis a Repton, el baile. También él conocía las visitas de sir Roger y estaba ahogando sus penas. «Vamos», lo instigasteis, «enfrentad a la mujer en su infidelidad, confesadle vuestro amor». Repton no necesitó más estímulo. Allí fue, pero tuvo la inteligencia de comprender el peligro cuando la encontró muerta. Se aterró. Volvió corriendo a la taberna. Se disculpó y dijo que había cambiado de opinión. Quería que alguien lo acompañara para volver. Una oportunidad ideal para vos. El buen amigo Burghesh lo acompañó, y el resto ya lo sabemos.
—¿Os lo ha contado Repton?
—No —sonrió Corbett—, pero lo hará. Cuando le atemos las manos y permitamos que los representantes del rey lo interroguen, será fantástico ver todo lo que recuerda. ¿Estabais con Repton, verdad? El bueno de Burghesh que iba de un lado a otro. Sospecho que vos fuisteis quien me atacó cerca del molino mi primera noche en Melford. Intentabais confundirme. Cuando llegué al Vellocino de Oro, allí estabais, acariciando una jarra, jovial y sincero, lejos de cualquier sospecha.
El peso en la cuerda de la campana llegó al extremo del antepecho, y cayó. Corbett ignoró el ruido.
—Todo estaba preparado. Registraron la casa de sir Roger. Enviasteis los objetos de las demás víctimas a sir Roger. Conocíais su modo de pensar. Los consideraría regalos o recuerdos de algunas de sus conquistas. Y los guardaría en un baúl sin dedicarles mayor atención.
—¿Y Deverell?
—Y ahora llegamos al resto de vuestra estratagema. Dije que el párroco Grimstone es un borrachín. También es solitario. Y aunque es bien intencionado, también es peleón cuando está bebido. —Corbett se tocó un lado de la nariz—. Conoce todos los secretos del pueblo ¿no es así? Especialmente los de Molkyn. La muerte de su primera mujer y asimismo su relación ilícita con su propia hija, Margaret. Lo mismo puede decirse de Thorkle. Que su mujer le estaba poniendo los cuernos con el joven Ralph. Y desde luego sabía la verdad sobre el carpintero Deverell, un monje que había escapado de su monasterio, disfrutando de un matrimonio ilícito mientras se ocultaba de los ojos de la iglesia.
La frente de Burghesh empezó a perlarse de sudor.
—Ésos son secretos de confesión —masculló.
—Algunos lo son y otros no —Corbett suspiró—, pero el párroco Grimstone se siente solo. Bebe con su mejor amigo y medio hermano, Burghesh, que a lo largo de los años ha ido recogiendo los suculentos bocados. Conocéis bien esos escándalos.
—No diré nada —replicó Burghesh.
—Me pregunto cómo os acercasteis a vuestras víctimas de chantaje. ¿Escribíais en un trozo de pergamino alguna cita de la Biblia? ¿Como la que recibió Molkyn y que citaba el Levítico, condenando estrictamente el incesto? ¿Era una visita personal al final de la noche o en algún callejón? Haz esto, haz lo otro, o deberéis enfrentar las consecuencias. Todos estaban aterrados. Deverell tenía la ruina ante sí, Thorkle el ridículo, y Molkyn la ira pública.
—Yo no los elegí para formar el jurado. Lo hizo Blidscote.
—¿Blidscote? —le preguntó Corbett—. Buen Dios, no hacía falta ser amigo del párroco para saber sobre Blidscote. Es sinónimo de corrupción, o más bien, lo era. Ya está muerto. ¿Conocíais su pasión por los niños? Lo que unía a todas las víctimas de vuestro chantaje no eran solamente sus temores secretos, sino su abierta antipatía hacia sir Roger. Vos, el enmascarado, el asesino del halcón, habíais creado el escenario.
Corbett subrayaba los puntos con su dedo enguantado.
—Chapeleys había estado con la viuda Walmer la noche que murió; sumando el cuchillo y que tuviera algunas baratijas de las muertas; el testimonio de Deverell; la antipatía generalizada que inspiraba y finalmente un jurado controlado por vos. En ese marco, ¿qué posibilidades tenía el pobre hombre?
Corbett se movió en la escalera. Se tranquilizó con un ruido que vino del exterior, una pisada ligera. Esperaba que fuese Ranulfo y no el párroco Grimstone.
—La única pieza que no encajaba era Furrell, el cazador furtivo. Conocía las idas y venidas del campo. La noche que murió la viuda Walmer, vio que sir Roger la dejaba sana y salva. Habló de otras personas deslizándose en la oscuridad hacia la vivienda de la pobre mujer. Sabemos que Repton acudió dos veces. Sospecho que el tercero fuisteis vos, el asesino —Corbett se inclinó, señalándolo con el dedo—. Y será Furrell quien os cuelgue, Burghesh, porque seréis colgado. Sintió mucha curiosidad por lo que había visto, las mentiras que contaron sobre sir Roger. Estoy seguro de que tomasteis parte en la campaña de rumores.
Corbett hizo una pausa:
—Más que nada, Furrell había visto un tríptico: comenzó a preguntarse si la verdad era tan clara como el tríptico. ¿Y dónde va un hombre preocupado? —Corbett señaló el suelo—. Vamos, señor Burghesh, va a la iglesia. Os aseguro que habló con el párroco Grimstone, ¿o se dirigió directamente a vos? ¿Os acusó abiertamente? Sea como sea, no salió vivo de esta iglesia.
—Tonterías, Furrell era un borracho. Dejó a su mujer y se fue a otra parte.
—Os prometí que Furrell os colgaría. El señor Burghesh, el que está siempre ocupándose de todo, de la iglesia, el que quemó el tríptico, el que limpia, el que toca las campanas, y cava las sepulturas.
Burghesh parecía claramente agitado, con una mano en la empuñadura de la daga.
—¿Dónde pondríais un cadáver como el de Furrell —siguió Corbett— cuando estáis ante una mujer como Sorrel que conoce el campo como la palma de su mano? Lo ponéis con los demás cadáveres. Revisé el Libro de los Muertos para coger a Burghesh, el excavador de tumbas. Por la tarde caváis la sepultura para la mañana siguiente. Sólo que algunas veces la hacéis algo más profunda y enterráis a alguna de vuestras víctimas, alguien como Furrell o las mujeres itinerantes. Haré que la mitad de Melford venga aquí con palas y azadas y revisaremos el libro de enterramientos. Sacaremos los ataúdes e iremos a más profundidad. Los muertos os acusarán. La traición de los fantasmas ¿eh, Burghesh? Representan pruebas que no podéis desmentir. Después de todo, sois el único que cava las sepulturas. También interrogaremos al párroco Grimstone, registraremos vuestra casa, en particular el pequeño establo que está detrás. Buscaremos sacos llenos de paja para apagar las pisadas de los caballos. Y, desde luego —Corbett tiró la cuerda de la campana— volveremos al coadjutor Robert.
Corbett se levantó:
—Haremos un tribunal aquí, en la iglesia. Llevaré el Sello del Rey. Le pediré a los muertos que os acusen. ¡La nave estará repleta! ¡Sois un asesino, Burghesh, y merecéis la muerte!
Burghesh echó hacia atrás la cabeza y la apoyó contra la puerta, mirando a Corbett con sus ojos turbios.
—Sorrel dijo que erais una comadreja, Burghesh. Me pregunto cuál será la suma total de vuestro justo castigo. ¿Cuántas tumbas secretas hay en los alrededores de Melford? Furrell y su mujer descubrieron algunas: el cazador furtivo fue vuestro justo castigo. ¿Sabéis el significado?
Su oponente hizo una mueca despectiva.
—Es el juicio de Dios —le explicó Corbett—. Sospecho que Furrell trajo aquel tríptico de Ipswich para sir Roger, y lo recordó cuando el pobre señor fue colgado. Furrell sospechaba de vos. Hizo una cancioncilla sobre estar entre el demonio y el ángel, refiriéndose al tríptico de Chapeleys.
—Era un borrachín estúpido.
—Pero era un estúpido sagaz. Para citar las Escrituras, señor Burghesh, la estupidez de los hombres es a menudo la sabiduría de Dios. También descartasteis a Sorrel por vagabunda, pero cuando llegué, cambiasteis de opinión. Os disteis cuenta de todo lo que podía saber, y por eso fuisteis a Beauchamp Place para asesinarla. También me habríais asesinado con la cuerda tendida sobre el puente. Un viejo truco de cazador furtivo o, en vuestro caso, Burghesh, un viejo truco de soldado. He visto a los arqueros reales usando el mismo artilugio para hacer que caigan las cabalgaduras. Oh, sí —Corbett estudió a Burghesh—, salisteis de Melford a escondidas y, si yo no hubiese estado en Beauchamp Place, Sorrel habría desaparecido. ¿Me pregunto dónde la hubierais enterrado? Atrajisteis a algunas de vuestras víctimas al bosque que está detrás de vuestra casa y, como a Furrell, las enterrasteis en el cementerio —Corbett avanzó un paso—. Volvamos a la iglesia, Burghesh. La nave debe de estar llena de fantasmas, todos clamando justicia a Dios. Os traicionarán y seréis entregado para que os castiguen, en esta vida y en la próxima.
Burghesh sacó la daga de su vaina.
—¿Qué pensáis hacer? —se mofó Corbett—. ¿Matar al comisario del rey? —Sacó su propia daga—. No me llamo Elizabeth y no soy una niña tierna y asustada.
—¡No, no lo sois! —se burló irónicamente Burghesh—. Sois un comisario muy listo. No sabéis qué es tener demonios golpeando dentro de la cabeza. Tenéis razón sobre una cosa. Es muy fácil salir de Melford y...
Antes de que Corbett pudiese detenerlo, Burghesh había salido por la puerta, cerrándola con llave. Corbett oyó un breve altercado y bajó. Quitaron la llave a la puerta y la abrieron de golpe. Allí estaba Ranulfo, con la punta de la espada bajo la barbilla de Burghesh.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Corbett acusador.
—Os buscaba.
Los ojos de Ranulfo no se apartaban de Burghesh. Presionó con la punta de la espada, forzándolo a mirarlo.
—No podía encontrar a esta criatura, pero recordaba vuestras palabras acerca del campanario. Estuve oyendo detrás de la puerta, captando algunas frases. ¡Y mirad qué hemos atrapado!
—Átale las manos —le ordenó Corbett— y cuando lo hayas hecho, toca la campana.
Ranulfo obedeció. Corbett se dirigió al sitial del santuario y lo puso frente al parteluz. El párroco Grimstone entró con su paso vacilante, muy confundido. Cuando llegó, Corbett le dijo a Repton, el baile, que lo llevase a casa del cura y lo encerrara. No pasó mucho tiempo antes de que la nave estuviese repleta de gente que venía presurosa del mercado. Corbett ordenó que trajesen el Libro de los Muertos. Les dijo lo que pensaba hacer y acalló los clamores.
—¿Es verdad? —preguntó Repton a gritos— ¿El señor Burghesh está detenido? ¿Él y sir Louis Tressilyian?
—Sí —replicó Corbett—, pero tengo que descubrir algunas pruebas —levantó la voz y gritó sobre los murmullos—. Habrá que abrir determinadas tumbas, y sacar los ataúdes y los cuerpos. —Hizo una pausa para esperar que se acallaran las voces—. Descubriremos algo malo —continuó—, y os ruego que confiéis en mí.
—Será mejor que hagamos lo que decís —replicó sardónicamente Repton. Bajó la mano a la ingle—. No queremos enfadar al comisario real, ¿no es así?
Corbett condujo a un grupo de hombres al cementerio. Indagó la última vez que Furrell fue visto y comparó las fechas en el Libro de los Muertos. Abrieron una tumba, sacaron el ataúd enmohecido y envuelto en una tela. No encontraron nada más. La segunda vez, no obstante, Repton se puso de pie sobre la tumba y dijo que sentía algo bajo los pies.
—¡No es suelo firme! —exclamó.
Poco después apareció un cadáver horrible y descompuesto, que sacaron cuidadosamente para dejarlo en la hierba húmeda. La piel estaba arrugada, y sólo quedaba un poco de pelo. Corbett se puso los guantes y señaló el golpe en la nuca.
—Sí que es Furrell —murmuró Repton—. Dios se apiade de él. Reconozco su cinturón y sus botas.
Se oyó un grito de mujer y apareció Sorrel, que cruzó el cementerio con el pelo al viento. Miró al cadáver y, si Corbett no la hubiese sostenido, se habría desplomado. La dejó arrodillarse, sollozando con la cara entre las manos, y pasó a otras tumbas. Avanzaba el día. A veces no encontraban nada pero, con bastante regularidad, desenterraban otros restos desconocidos: cadáveres terribles, reducidos a esqueletos.
—¿Qué es esto? —preguntó Repton.
—Burghesh mataba —replicó Corbett— y traía los cuerpos por la noche. Cavaba la tumba para la misa fúnebre o bien temprano por la mañana o al caer la tarde. Luego enterraba a su víctima antes del funeral. Éstas son las pruebas que necesitaba.
Se había reunido una multitud. Las noticias se habían propagado y Corbett se inquietó. El ánimo de los presentes se ensombrecía. Cayeron palos y piedras por el muro del cementerio, y en el pórtico ya se había juntado un grupo amenazante. Ranulfo se armó, y también lo hizo Chanson. Corbett hizo jurar a Repton y los demás como miembros de su comitiva, y luego se dirigió a la puerta del cementerio y se enfrentó a la multitud.
—¿Se hará justicia?
Corbett reconoció al burgués que lo había aburrido la noche pasada en el Consistorio. El comisario levantó su orden de arresto para que pudiera ver el sello.
—¡Soy el representante del rey! —gritó—. Tengo autoridad para juzgar y sentenciar, y es lo que haré.
—¿Y qué hay de un jurado? —preguntó el burgués.
—No hace falta jurado —replicó Corbett—. Burghesh ha amenazado a un comisario real, con autoridad otorgada por el rey para juzgar y dictar sentencia: eso es traición. Sin embargo —aceptó a regañadientes Corbett— sería mejor si Burghesh confesara.
Trajeron al prisionero que estaba en la cripta. Echó una ojeada a la multitud y oyó sus gritos amenazantes. Corbett hizo que lo pusieran bajo un tejo, y luego lo acercaron al cuero que contenía los restos de Furrell y de las demás víctimas. Burghesh las miró y apartó la vista.
—¿Vais a confesar? —le preguntó Corbett.
Burghesh tomó aire ruidosamente.
—¿Qué puedo decir? —murmuró medio sonriendo a Corbett—. Lo que habéis dicho es cierto, la traición de los fantasmas. Los muertos me han traicionado.
—Los muertos os reclaman —replicó Corbett—. Tenéis una confesión pendiente. Vos y el párroco Grimstone.
—Bien ¿es esto, pues, lo que queréis? —le preguntó Burghesh.
—Era vuestro cómplice —insistió Corbett.
—No, no lo era. Sólo es débil.
—¿Es ésta una confesión? —inquirió Corbett.
—No, no lo es, comisario. Si la queréis, vais a tenerla, pero sólo cuando haya hablado con el párroco Grimstone.
Corbett aceptó. Ranulfo y Chanson llevaron al prisionero atado a la casa del cura. Corbett volvió a la iglesia y se dedicó a estudiar las tallas del parteluz. Intentó rezar, pero se sintió cansado, presa de un agotamiento súbito, y se quedó a los pies del pilar dormitando unos momentos. Se sentía enfermo por Burghesh y la fría crueldad de sus asesinatos. Quería alejarse de Melford.
Debió de pasar una hora antes de que Ranulfo y Chanson trajeran a Burghesh de vuelta a la iglesia. El prisionero parecía estar en trance.
—Grimstone está aniquilado —murmuró Ranulfo—. Gimotea como un niño. Dentro de una hora la borrachera lo habrá dejado inconsciente.
—¿Y el asesino? —Corbett señaló a Burghesh.
Ranulfo buscó algo en su pelliza y sacó un rollo. Corbett lo desenrolló y reconoció la caligrafía de Ranulfo. La confesión había sido recogida en el modo gris y elíptico utilizado por los escribanos. Corbett pidió que encendieran una vela y leyó.
—Por lo menos quince —murmuró—. Ha matado a quince personas.
Se levantó.
—Traed al prisionero al santuario.
Corbett se quedó de pie ante el altar mayor. Cogió un pequeño crucifijo de una mesilla lateral y lo puso en un extremo, con las credenciales del rey al lado. Burghesh permanecía de pie al otro lado del altar, flanqueado por Ranulfo y Chanson.
—Adam Burghesh —comenzó Corbett —estáis acusado de terribles asesinatos cometidos en Melford y los alrededores. La lista —golpeó la confesión con un dedo— habla por sí misma.
—Soy culpable —la boca de Burghesh parecía moverse apenas—. He hablado con Grimstone. Pienso que me perdonará.
—Tengo poder para juzgaros —declaró Corbett.
—¿Qué más da? —sonrió débilmente Burghesh—. Si hay que hacerlo, que sea rápido. Tenéis autoridad, tenéis pruebas y ahora tenéis mi confesión. Lo único que lamento es no haberos matado. Debería haberlo hecho. Lo supe desde el día que llegasteis a Melford. Soy tan culpable como Judas y no me importa si me cuelgan como a él.
—Adam Burghesh, por el poder que se me ha otorgado como comisario del rey de Oyer y Terminer, por vuestra propia confesión y las pruebas presentadas, os declaro culpable de homicidios terribles. Tenéis derecho a apelar...
Burghesh estalló en una carcajada amarga.
—Asimismo, amenazasteis con vuestra daga contra el comisario del rey, y ello constituye traición.
Corbett hizo una pausa, sentía una profunda repugnancia hacia aquel hombre de ojos fríos que había segado tantas vidas, que había mentido y forzado a otros a mentir para salvar el pellejo.
—Sois sentenciado a ser ahorcado en la horca común. Se os dará la posibilidad de tener la compañía de un sacerdote. ¡La sentencia se cumplirá antes de la caída del sol!
* * *
Durante las horas siguientes, Corbett y sus hombres, con ayuda de sir Maurice y otros, recogieron sus pertenencias. El joven señor se había hecho cargo del proceso, y había enviado órdenes de que viniesen hombres de sus tierras. Corbett y sir Louis Tressilyian, custodiado por Ranulfo y Chanson, se reunieron con sir Maurice y los encargados de la ejecución en el cruce de caminos de las afueras de Melford. Allí se había reunido una multitud que llegaba hasta los campos colindantes. Burghesh se mostró desafiante hasta el último momento. Lo colocaron en la escalera y fue empujado hacia arriba por dos hombres de Chapeleys, que le pusieron la soga al cuello.
Ya oscurecía y se había levantado el viento. Corbett montaba su caballo y estaba frente al cadalso. Odiaba las ejecuciones, la conclusión lógica de la justicia del rey, pero esta vez se sentía diferente. No estaba excitado ni contento; sólo lo guiaba la decisión sombría de ver que todo concluía allí.
Miró por encima del hombro. Tressilyian, quien había jurado no escapar, estaba en su caballo con las manos atadas en la cruz de la montura. Parecía no ser consciente de nada que no fuese el hombre en la escala, con la soga al cuello. Sir Maurice estaba a su lado, con el rostro pálido y la mirada dura. Corbett miró en derredor. Sorrel estaba de pie, cerca, con un ramillete de flores en la mano. Reconoció al carretero, a Repton, y a los demás del Vellocino de Oro.
—¡Adam Burghesh! —llamó su atención—. ¿Tenéis algo que decir antes de que se cumpla la sentencia legítima?
Burghesh bajó la cabeza y escupió en dirección a Corbett.
Corbett hizo retroceder su caballo, y sus patas resbalaron en los guijarros del sendero. El comisario levantó la mano.
—¡Que se cumpla la justicia del rey!
Quitaron la escala, pero Burghesh fue rápido. Saltó, su cuerpo tembló y se contrajo unos momentos, y luego quedó colgando, inmóvil. Nada rompía el silencio fantasmal, excepto el murmullo del viento y los ligeros crujidos de la cuerda de la horca.
—¡El cadáver permanecerá en el lugar un día y una noche! —ordenó Corbett—. Luego podrá ser enterrado.
Se volvió e hizo un gesto a sir Maurice para que se acercase.
—Poned guardia en el cadalso —susurró—. Aseguraos de que el asesino quede colgando, como advertencia.
—Así lo haré, sir Hugo. ¿Y sir Louis?
—No lo sé —replicó Corbett—. Es un abogado inteligente: argumentará que llevó a cabo la justicia del rey. Burghesh es prueba de ello.
—¿Correrá la misma suerte?
—Lo dudo —respondió Corbett— pero deberá enfrentar un castigo muy severo: prisión o una temporada de exilio —añadió quitándose el guante—. Os deseo lo mejor, sir Maurice.
El joven le dio un apretón de manos. El comisario volvió su cabalgadura y miró la figura ahora silenciosa que se balanceaba ligeramente del extremo de la cuerda. Sintió que le tocaban la rodilla y miró hacia abajo. Sorrel le ofrecía el pequeño ramillete de flores. Corbett lo recibió. Ella le apretó la rodilla.
—Gracias —susurró—. Ahora tengo un cuerpo que llorar y una tumba para visitar. Se ha hecho la justicia del rey.
Corbett se agachó y le acarició la cara.
—¡Sí, señora Sorrel, y también se ha hecho la justicia divina!
Fin
Nota del autor
Los asesinos en serie no son producto del siglo veinte, aunque nuestro conocimiento de ellos sea resultado de la tecnología moderna. Los crímenes descritos en esta novela representan un cuadro general de diferentes modelos de asesinatos cometidos durante la Edad Media. Existían, de hecho, comunidades cerradas como Melford donde podían producirse muertes sangrientas y violentas. El problema era que a menos que la víctima tuviese parientes poderosos, o que el caso llamara la atención de la justicia del rey, se podía hacer muy poco. Los magistrados eran sobornados y los jurados eran comprados o estaban bajo fuertes presiones, no sólo en casos de asesinato, sino también en situaciones de rebelión y traición. La vida podía valer muy poco y, durante el siglo catorce, la prosperidad económica produjo desplazamientos y un marcado aumento de campesinos que tenían que marcharse de la tierra para ir errantes por el país en busca de trabajo. Estos grupos eran siempre altamente vulnerables, aunque La traición de los fantasmas se basa más bien en asesinatos que ocurrieron en Londres y Norwich, y no en el campo.
Los cambios producidos por la demanda creciente de lana inglesa llevaron a cambios radicales en nuestros sistemas agrícolas y de pastos. He paseado a menudo por los senderos estrechos y profundos que se describen aquí; ¡hasta Eduardo I reconoció que eran un peligro para la ley y el orden!
La justicia, por otra parte, podía ser rápida, y la ejecución del asesino ordenada por Corbett sigue un modelo medieval existente. El campanario de San Edmundo y el avieso uso de las cuerdas de las campanas también están basados en hechos y observación. Durante el siglo catorce los hijos de Caín podían ser tan aviesos en sus designios como sus descendientes modernos.