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octubre 24, 2010
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HISTORIA DE MARIE SCHÄRER 2
PRIMERA PARTE
LA TRAICIÓN
Capítulo I
La mirada de Marie se paseó fugazmente por los rostros de los cazadores allí reunidos antes de detenerse en su esposo. Bastaba con mirarlo montando sobre su caballo para darse cuenta de que era el más diestro de todos, sosteniendo las riendas con aparente displicencia en su mano izquierda mientras sujetaba con la derecha la ballesta, siempre lista para disparar. Junto al esposo de Marie se hallaba su anfitrión, Konrad von Weilburg, a quien también podía considerarse un gallardo caballero. Ambos eran de estatura media y de hombros anchos y musculosos; sin embargo, mientras que Von Weilburg ya comenzaba a presentar los primeros indicios de una tripa demasiado abultada, Michel seguía manteniendo la cintura delgada y las caderas estrechas de un hombre joven, y su rostro, su ancha frente enmarcada por sus cabellos castaños, sus agudos ojos claros y su fuerte mandíbula le otorgaban un aspecto más enérgico que el de su anfitrión. Konrad von Weilburg no prescindía jamás de sus calzas ajustadas ni de su sayo bordado, ni siquiera para ir de caza. Michel, sin embargo, vestía unos pantalones de montar amplios y cómodos y un sencillo chaleco de cuero sobre una camisa verde. Calzaba unas recias botas y tan sólo su birrete engalanado con dos plumas de faisán permitía adivinar que no se trataba de un siervo, sino de un oficial imperial al servicio de un noble señor.
Michel se percató de la mirada de Marie, ya que se giró agitando orgullosamente la ballesta y regalándole una sonrisa enamorada antes de espolear a su caballo y desaparecer entre el follaje del bosque, repleto de colores otoñales. Marie recordó entonces aquel día —hacía ya diez años— en que había sido desposada con su amigo de la infancia. Ese «sí, quiero» por el que ni siquiera le habían preguntado durante la ceremonia en el monasterio de la isla lo pronunciaría sin pensárselo si fuese necesario, pues no era capaz de imaginar mayor felicidad que la compartida a su lado durante esos diez años.
Irmingard von Weilburg guio a su yegua negra hasta ponerse a la par de Marie y le hizo un guiño cómplice.
—Realmente podemos estar más que satisfechas con nuestros esposos. Ambos son muy apuestos y de carácter muy afable, y en lo que respecta a nuestras noches, con mi Konrad no podría haber corrido mejor suerte. Pero venid conmigo, regresemos al punto de reunión. A mí me desagrada dispararle a los animales tanto como a vos; a mi entender, la caza es asunto de hombres, al igual que la guerra. Además, me apetece un trago de vino aromático, aunque dudo de que sea tan delicioso como el que nos ofrecisteis el año pasado —comentó, relamiéndose al recordarlo.
Marie sonrió.
—Oh, sí. Realmente era muy bueno. La mezcla de hierbas la hizo mi amiga Hiltrud, la dueña de la granja de cabras. Conoce los secretos de muchas plantas y sabe cuáles sirven para curar enfermedades y cuáles poseen un exquisito sabor.
—Conozco a esa mujer —comentó Irmingard a la vez que acariciaba con cariño el cuello de su yegua—. Hace poco, cuando mi Azabache padeció unos cólicos muy dolorosos, envié a uno de los siervos del establo a pedirle que preparara una infusión para mi yegua. Apenas terminé de dársela, noté que ya se sentía mejor, y al día siguiente amaneció curada.
Marie se alegró dé oír esos elogios. La dueña de la granja de cabras era mucho más que su mejor amiga: la había hallado medio muerta en un camino, la había recogido y curado y la había ayudado a sobrellevar los cinco peores años de su vida. Sólo había una persona a quien Marie quisiese más que a Hiltrud: su Michel, por quien sentía un amor cada vez más profundo.
Su caballo alzó la cabeza en señal de desagrado y Marie se dio cuenta de que la señora Irmingard aún seguía mirándola, esperando una respuesta. En ese instante, asintió con un gesto.
—No tengo inconveniente alguno en seguir el desarrollo de la cacería desde donde decís, ya que, a diferencia de vos, no soy tan buen jinete.
En realidad, aquélla era una forma diplomática de aceptar su invitación y rehusar dar más explicaciones. Con la yegua mansa como un cordero que Michel le había conseguido," Marie prefería ir al paso o al trote por rutas y caminos menos agrestes. Aún no se sentía del todo cómoda sobre la montura. Se había criado en Constanza, una ciudad en donde se podía ir a pie al mercado y a la iglesia o visitar en barco los lugares de los alrededores. Por ese motivo, jamás había montado a caballo allí. Más tarde, en sus años de destierro, tuvo que recorrer miles de millas a pie, pero tras su matrimonio, al convertirse en la esposa de un castellano, no podía pasearse alegremente como si fuese una criada. Si quería visitar los castillos vecinos o la granja de cabras de su amiga Hiltrud, debía hacerlo en carruaje o a caballo. Como no deseaba mandar que enganchasen a los animales cada vez que salía del castillo de Sobernburg, le había pedido a Michel que la enseñara a montar, pero muy pronto supo que jamás llegaría a ser una amazona tan audaz como la señora Irmingard, la anfitriona de la primera cacería otoñal de ese año. Aquélla era una de las tradiciones propias de la región y consistía en que uno de los señores de los castillos de la zona inaugurara junto con su esposa la temporada de las cacerías otoñales con una celebración a la que invitaba a todos los vecinos de los alrededores.
Marie seguía distraída en sus pensamientos, mientras la señora Irmingard hablaba sin parar. La señora del castillo de Weilburg era de origen noble, al igual que el resto de los señores de los castillos vecinos allí presentes y sus esposas. Tan sólo Marie y su esposo eran de origen burgués. Sin embargo, Ludwig von der Pfalz no había considerado esa circunstancia impedimento alguno para nombrar a Michel alcaide del distrito de Rheinsobern, nombramiento que suponía darle un lugar superior al de la mayoría de los aristócratas allí presentes. A pesar de todo, Irmingard y Konrad habían trabado amistad con ellos, y ambas parejas cultivaban una buena relación de vecindad. Casi todos los que pertenecían al distrito de Rheinsobern habían aceptado el nombramiento de Michel, y si alguno se mofaba del hecho de que la pareja no fuera de origen noble, no expresaba abiertamente su rechazo; nadie quería tener a Michel Adler como enemigo debido a la estima en que era tenido por el conde. Algún día el señor Ludwig armaría caballero a su fiel vasallo: era sólo cuestión de tiempo.
Irmingard se quedó mirando a Marie, que permanecía en silencio.
—Vuestro nuevo traje os sienta espléndidamente bien. ¿Seríais tan amable de mostrarme el corte? —Con mucho gusto.
Marie salió de su ensimismamiento y devolvió una sonrisa agradecida a su paciente anfitriona. En ese momento comenzaron a acercarse otras damas que también habían abandonado la cacería. Todas ellas conocían algún chisme nuevo con el que entretenerse y así fue desarrollándose una conversación muy animada que no cesó ni siquiera al llegar al lugar de reunión al pie del castillo de Weilburg, en donde ya estaba todo dispuesto para la celebración de un banquete generoso y muy bien preparado. En cuanto las damas desmontaron de sus caballos, los pajes —vestidos con los colores de los Weilburg— se apresuraron a ofrecerles unas copas de vino aromático caliente. El día era soleado y sin apenas nubes, pero el clima comenzaba a ser fresco por aquellos últimos días de octubre, así que todas agradecieron la calidez de aquel trago caliente. Marie incluso estuvo a punto de quemarse los labios, pero saboreó con placer aquel vino, mucho más delicioso de lo que Irmingard había augurado.
—Un trago así siempre viene bien —comentó satisfecha la señora Luitwine von Terlingen, extendiéndole la copa vacía al paje para que le sirviera nuevamente. Marie prefirió no repetir y se quedó mirando a los siervos de caza, que iban trayendo a los animales cazados, poniéndolos unos junto a otros en un lateral de la explanada. El lugar que ocuparían en la despensa de Weilburg, enfriada con hielo del invierno anterior, ya era más que considerable.
Cuando comenzaron a llegar los primeros cazadores, Marie no halló rastros de Michel por ninguna parte y comenzó a preocuparse, pensando que tal vez se había arriesgado demasiado y había terminado por hacerse daño. Pero cuando por fin apareció junto con su anfitrión, tenía un aspecto alegre y vivaz. Marie corrió a su encuentro y lo abrazó con fuerza en cuanto hubo descendido del caballo.
Michel recibió su efusivo abrazo entre risas, luego apartó suavemente a su mujer y le hizo cosquillas en la nariz. —Mi amor, ¿cuántos ciervos has cazado hoy?
Marie resopló.
—Ninguno, ya lo sabes...
—No os preocupéis, señora Marie, vuestro esposo ha cazado muchísimos en vuestro nombre. Sin duda alguna, ha sido el auténtico rey de nuestra cacería.
Konrad von Weilburg llamó al vencedor de la cacería, mandó traer una corona hecha de ramas de abeto y la puso ceremoniosamente en la cabeza de Michel.
Mientras tanto, el resto de los cazadores ya había bebido la primera copa de vino aromático y comenzaba a llenar la segunda. Michel también vació su vaso por segunda vez, aunque lo hizo más por cortesía que para dejar que sus húmedos huesos entraran en calor. Luego atrajo a Marie hacia sí y la besó en la mejilla.
—Deja que las otras mujeres cacen ciervos. Yo te amo tal y como eres.
—Ésa sí que es palabra de hombre.
Konrad von Weilburg le hizo un guiño a Michel y le dio a la señora Irmingard un beso en los labios. Ella se dejó besar entre risitas, pero enseguida se apartó haciendo una señal hacia las mesas del banquete.
—Deberías pensar en tus invitados en lugar de en tu propia diversión. Salir de cacería despierta el apetito, y no querrás que alguien piense que en el castillo de Weilburg dejamos a nuestros huéspedes con el estómago vacío.
—Por supuesto que no. ¡Venid todos a la mesa y ocupad vuestros sitios! Tenéis servido todo lo que el estómago y el hígado puedan desear. —El señor Konrad abrazó a su mujer, la alzó y la llevó en volandas hasta su lugar—. Y ahora atrévete a decir que no te trato como mereces —declaró, alegre.
—Por hoy te daré la razón.
La señora Irmingard lanzó un beso con la mano a su esposo e instó a sus invitados a que se sirvieran a su gusto. Mientras se llenaban los estómagos reinó un silencio interrumpido únicamente por los ruidos de los mordiscos a la carne y de los eructos. En cuanto los invitados empezaron a saciar su hambre, comenzaron a comentar las anécdotas de la cacería. Los comensales elogiaron la labor de los cazadores que habían logrado mayor número de piezas y se burlaban de la torpeza de los menos afortunados. Al cabo de un rato, los mayores desviaron la conversación hacia la política.
Gero, el esposo de la señora Luitwine, se quedó mirando su plato vacío como si allí se hallara el origen de todos los males del mundo y dejó escapar un suspiro.
—Ojalá el año que viene vuelva a encontrarnos otra vez aquí, sentados alegremente y disfrutando.
—¿Qué podría impedírnoslo? —preguntó desconcertado el anfitrión.
—¡Esa maldita rebelión en Bohemia! El emperador volverá a solicitar a Ludwig su apoyo militar, y el conde palatino no puede negarse a ello, ya que incluso el Alto Palatinado se halla en juego. Me temo que, cuando llegue el próximo otoño, algunos de los nuestros estarán añorando regresar a casa.
—O puede que estén muertos... —añadió otro con voz quebrada. El resto lo amonestó por agorero, pero todos se estremecieron al escucharlo. La rebelión en Bohemia no era una revuelta más desencadenada por unos pocos nobles displicentes, ni una rebelión campesina fácil de reprimir, sino una sangrienta guerra entre el emperador Segismundo, que ostentaba la corona del Reino de Bohemia, y los herejes husitas, quienes habían ganado la mayoría de las batallas hasta el momento.
—Esperemos que el conde palatino sea lo suficientemente astuto como para no exigir que nos unamos al ejército, sino que tome voluntarios a quienes la gloria y el botín les importe más que una alegre cacería en su tierra natal.
Konrad von Weilburg alzó su copa y brindó en honor de sus invitados, con la esperanza de poder disipar la sombra que se había cernido sobre el grupo.
Capítulo II
La fiesta se prolongó hasta bien entrada la noche y continuó en el salón de los caballeros hasta que las campanas dieron la medianoche, momento en el que algunos de los invitados tuvieron que ser trasladados con la ayuda de las criadas y los siervos a sus habitaciones. Marie y Michel habían bebido menos vino que la mayoría, por lo que a la mañana siguiente pudieron desayunar en abundancia. Luego se despidieron de sus anfitriones y emprendieron el regreso a Rheinsobern.
—Volved a visitarnos antes de que la nieve torne intransitables los caminos —los instó el caballero Konrad, mientras su esposa Irmingard le pedía a Marie que le enviara al castillo al mercader que le proporcionaba sus telas.
—Lo haré con gusto —le prometió Marie, al tiempo que Michel la subía a su delicada yegua marrón, cuyo trotar lento no le hacía ningún honor a su nombre: Liebrecilla. Michel montó también en su caballo, saludó con la mano a los Weilburg y al resto de los invitados y cabalgó hacia las puertas. Marie lo seguía de cerca mientras que Timo, el siervo de Michel, un muchacho con el rostro surcado de cicatrices, se mantenía a una distancia prudencial para no importunar a la pareja.
Michel cabalgaba a un ritmo sosegado para que Marie fuera a la par de él y ambos pudieran conversar. Con todo, al cabo de un rato ya habían llegado a la llanura del Rin, y desde allí divisaron la ciudad de Rheinsobern, que se erigía al pie de un ramal de la Selva Ne gra y constituía su hogar desde hacía diez años. Bajo su regencia, el lugar se había convertido en un activo centro comercial cuyos campanarios saludaban a los viajeros desde lejos. Rodeaba la ciudad una fuerte muralla de protección que Michel había hecho ampliar en dos sectores, creando así espacio para construir casas nuevas. El castillo de Sobernburg, el hogar de Michel y Marie, se encontraba en un promontorio que se erguía en el centro de la ciudad. Allí también se habían reforzado las murallas durante los últimos años y además se habían construido torreones nuevos; sin embargo, la fortaleza seguía teniendo la apariencia de un cajón gris toscamente esculpido que desentonaba con el paisaje otoñal, revestido de su hermoso follaje amarillo y rojo.
Marie dirigió su mirada hacia el norte, hacia el lugar en donde se encontraba la magnífica granja de cabras de su amiga Hiltrud en medio de un conjunto de granjas más pequeñas. Con Liebrecilla habría podido llegar allí en poco tiempo, y durante algunos instantes tuvo que esforzarse para resistir la tentación de cabalgar hasta allí. Hubiese querido pasar unas horas en la acogedora cocina de su amiga, bebiendo un té delicioso mientras conversaba con ella. Pero era la señora del castillo de Sobernburg y no podía descuidar sus obligaciones. Después de tres días de ausencia, debía regresar primero allí para asegurarse de que todo estuviese en orden antes de dedicarse a su propia diversión.
Michel le acarició la espalda con suavidad.
—De repente, pareces tan callada...
Marie le sonrió.
—¿De veras? Es que acabo de decidir que esta tarde iré a visitar a Hiltrud.
—Si no te molesta, te acompañaré. El vino aromático de la señora Irmingard no estaba mal, pero el de Hiltrud sabe muchísimo mejor. —Michel se inclinó hacia Marie riendo con alegría y le dio un beso en la mejilla—. Te amo, mi amor.
—Y yo a ti.
Marie se entregó a la agradable sensación que le habían provocado las caricias de Michel, y hubiese querido invitarlo a sus aposentos en cuanto llegaran. Sabía que sus criados, sobre todo Marga, el alma de llaves, la considerarían una desvergonzada por irse a la cama con Michel a plena luz del día, pero aun así, tenía ganas de darse Un revolcón entre las sábanas con él. Le dirigió una mirada insi nuante, que él respondió con una sonrisa, y azuzó a Liebrecilla para que acelerara el paso.
Pero sus intenciones iban a tener que quedarse en nada, al menos de momento, ya que poco antes de llegar a la ciudad, Marie descubrió no lejos del camino a una pareja que se besaba abstraídamente bajo un haya. Marie reconoció el peinado y el vestido de la muchacha y sujetó instintivamente las riendas de su yegua.
Michel también aminoró el paso.
—¿Qué sucede?
Marie señaló hacia la pareja, que en su ardorosa pasión ni siquiera había notado la presencia de los jinetes.
—Me pregunto qué tiene esta Ischi en la cabeza, ¡cómo se le ocurre encontrarse en secreto con un joven!
Michel soltó una carcajada.
—¡Yo no lo llamaría precisamente en secreto!
Sin embargo, sabía muy bien a qué se refería Marie antes de que ella resoplara indignada. Ischi era su criada personal, su preferida entre los criados del castillo de Sobernburg, y hasta entonces jamás le había dado motivos de queja. Descubrirla ahora en brazos de un joven la había escandalizado notoriamente, ya que la señora del castillo era responsable de la moral de sus criadas. Si alguna de ellas llegaba a quedarse embarazada, tenía que ser azotada o incluso desterrada de la ciudad como castigo. En esos casos, el sacerdote también hablaba con la dueña de la casa, examinando su conciencia y obligándola a arrepentirse de su descuido con oraciones y penitencias.
Marie sacudió la fusta en el aire con violencia, poniendo nerviosa a Liebrecilla. Michel se apresuró a tomar las riendas, que ella había dejado caer en un descuido, y tranquilizó a la yegua para que dejara de cocear.
—En primer lugar, cuando estás montando debes conservar la calma. Liebrecilla es tranquila y mansa, pero tampoco es un fardo de paja con el que uno puede hacer lo que quiera.
—Lo siento.
Marie bajó la cabeza compungida, pero enseguida volvió a dirigir la vista hacia el lugar donde se hallaba su criada. Hasta entonces siempre había estado convencida de que Ischi le guardaba lealtad únicamente a ella, pero ahora se preguntaba si podía seguir confiando en una muchacha que frecuentaba hombres a sus espaldas.
—Tengo que aclarar este asunto. Adelántate, yo te alcanzo enseguida.
De momento, había relegado al olvido aquel rato agradable que pensaba pasar con Michel. Marie guio a la yegua hacia donde se encontraba la pareja. Michel se quedó un instante observándola, al tiempo que meneaba la cabeza. Luego le hizo señas a Timo, que se había quedado detenido a cierta distancia, y espoleó a su caballo. Le parecía que Marie también podría haber dejado para más tarde la charla con Ischi. Después de eso, seguramente ya no estaría de humor para seguirlo a sus aposentos cuando regresara.
Cuando Liebrecilla se acercó al galope hacia el lugar en donde estaba la pareja, ambos se sobresaltaron. Los ojos de Ischi no reflejaban el sentimiento de culpa que Marie hubiese esperado, y su furia se dirigió no tanto a la criada sino más bien al joven. Se trataba de Ludolf, el hijo y futuro sucesor de Elias Stemm, el maestro tornero y consejero de Rheinsobern, uno de los notables de la ciudad. Era seguro que el muchacho no tenía intenciones honestas, ya que en los círculos que frecuentaba, las criadas se consideraban a lo sumo un pasatiempo de carácter pasajero y, por lo general, las dejaban plantadas al poco tiempo, incluso, y sobre todo, si el encuentro dejaba secuelas que fuesen motivo de grave castigo para la muchacha. A ojos de Marie, Ischi era demasiado valiosa como para que un muchacho sin escrúpulos se aprovechara de ella, por eso decidió intervenir en aquel asunto.
Probablemente, la expresión de rostro reflejaba con suficiente claridad sus intenciones y pensamientos, ya que Ludolf la miró como si estuviese a punto de librar una batalla perdida de antemano.
—Señora, seguramente os habéis llevado una mala impresión de nosotros, pero permitidme que os asegure que no se trata de lo que pensáis.
Ischi se interpuso y se sujetó al estribo de Marie.
—¡Señora, os lo ruego, no os enfadéis! Ludolf y yo nos amamos, y si Dios quiere contraeremos matrimonio.
—¿Te lo ha prometido para que te entregues a él? —preguntó Marie, sarcástica.
Ischi sacudió enérgicamente la cabeza.
—No, señora, Ludolf no me ha solicitado nada por el estilo. Sigo siendo tan inmaculada como el día de mi nacimiento. Haced que la partera me revise si no me creéis.
Al no notar en los ojos de la muchacha ninguna señal de que estuviese mintiendo, la expresión de Marie se suavizó. Incluso sus labios esbozaron una sonrisa fugaz. Ludolf notó cómo su furia cedía, se puso al lado de Ischi suspirando de alivio y la rodeó con el brazo.
—Señora, os juro que sólo tocaré a Ischi cuando ella sea mi esposa. No será fácil lograr que mis padres aprueben esta unión, pero si vos habláis con ellos, tendrán que dar su consentimiento.
—¡Sí! ¡Señora, os lo ruego, hacedlo por mí! ¿Acaso no os he servido fielmente durante todos estos años?
A Ischi comenzaron a llenársele los ojos de lágrimas, ya que sabía que el suyo era un amor sin esperanzas.
Sin embargo, a Marie le pareció que hacían una buena pareja. Ischi era pequeña y delicada, y poseía un rostro bien formado, con grandes ojos azules y preciosos cabellos castaños. Ludolf le sacaba apenas media cabeza y aún era bastante delgado, aunque se podía adivinar que con el tiempo ganaría en peso y corpulencia. Sin embargo, sus manos, ya capaces de moldear verdaderas obras maestras en el torno, con toda certeza seguirían siendo tan delgadas y flexibles como lo eran ahora. Su rostro tenía una apariencia más sincera que bella, y en sus ojos claros había una expresión que inspiraba confianza.
—Está bien. Me ocuparé de vuestro asunto, aunque no me agrada la idea de tener que buscar una nueva criada tarde o temprano.
Marie asintió para otorgarle más énfasis a sus palabras y se vio recompensada por los rostros encendidos de felicidad de la pareja. Sin embargo, tampoco quería ponérselo todo tan fácil.
—Pero primero quiero estar segura de que vuestra mutua inclinación es sincera. Si dentro de un año aún deseáis contraer matrimonio, yo misma lo dispondré todo para vuestra boda. Hasta entonces, os comportaréis con decencia en vuestros encuentros, y no quiero oír ni un solo comentario negativo sobre vuestra conducta. ¿Habéis entendido?
Ischi le cogió la mano y se la llevó a los labios.
—¡Os lo agradezco tanto, señora! —exclamó con efusividad, como si Marie acabara de permitir que celebraran la boda de inmediato. Ludolf también expresó su agradecimiento en forma muy elocuente y juró obedecer la voluntad de Marie y volver a ver a Ischi únicamente con su consentimiento.
Marie les interrumpió a ambos con un gesto brusco de sus manos.
—Daos un último beso y regresad a vuestros quehaceres. El padre de Ludolf seguramente se mostrará más inclinado a consentir una boda si ésta le da alas a las manos de su hijo.
—Tenéis razón, señora. Realmente debo darme prisa si quiero terminar con el trabajo que tengo para hoy.
Ludolf atrajo a Ischi brevemente hacia sí, le estampó un beso en los labios y se marchó deprisa hacia la ciudad.
La muchacha se quedó unos instantes contemplándolo alejarse y luego levantó la vista hacia Marie, avergonzada.
—¡Os ruego que me perdonéis por no haber hablado antes con vos, señora! Sé muy bien cuan bondadosa sois.
—¡Oh, pero también puedo llegar a ser muy mala! —respondió Marie, sonriendo—. Ahora ven, apresúrate, ¿o quieres que desate sola los broches de mi traje de montar?
En ese momento recordó que también podría haberla desvestido Michel, y se reprochó por no haberlo acompañado.
La muchacha se agarró del estribo para no quedar rezagada, y a pesar de que el camino hacia Sobernburg era cuesta arriba no se agitó en ningún momento, ya que Marie hizo que Liebrecilla fuese al paso. Cuando doblaron para entrar en el patio del castillo vieron a cuatro criadas jóvenes sentadas bajo la sombra de la torre de entrada, jugueteando. Marie las examinó y se preguntó cuál de ellas podría servir para suceder a Ischi. La elección le resultaría harto difícil, ya que Ischi era una joya de las que no se encontraban todos los días, por eso se alegró de contar con un año por delante para escoger y conocer a otra.
—Y bien, vosotras cuatro, ¿ha llegado ya mi esposo? —les preguntó a las criadas, que seguían cuchicheando sin dejar de reír.
—Sí, señora. Y nos envía a decirle que os espera en sus aposentos —respondió una de ellas, jacarandosa.
—Entonces no lo haré esperar —dijo Marie, guiando a Liebrecilla hasta un banco que había contra la pared. Desde allí se apeó sin ayuda. Después le arrojó las riendas a la muchacha que había hablado—. Lleva mi yegua al establo y entrégasela a uno de los siervos.
La muchachita hizo una reverencia, tomó el extremo de las riendas con cautela y clavó la vista en Liebrecilla con desconfianza, como si la yegua pudiese morderla en cualquier momento. Marie se alejó riendo y se apresuró a subir las escaleras que conducían al edificio principal. Ischi la siguió de cerca, por eso ninguna de las dos llegó a ver a una mujer de mediana edad vestida de colores oscuros que asomó en ese momento por la esquina y sin dejar de proferir insultos se lanzó sobre las criadas. Éstas, al ver[a, se quedaron heladas.
—¡Vamos! ¡A trabajar! ¡Hatajo de vagas e inútiles! ¿O acaso habéis olvidado lo que os encargué?
Toda la alegría que había en los rostros de las cuatro desapareció, dando paso a una expresión de susto.
—No, señora Marga, nosotras... —balbuceó una.
El ama de llaves del castillo de Sobernburg alzó la mano como si tuviese intenciones de golpear a la muchacha.
—Deja de quedarte aquí de brazos cruzados y ve a trabajar o verás la que te espera. ¿Y qué hace este jamelgo aquí? Que se ocupen de él los siervos del establo.
—La señora me ordenó llevar a Liebrecilla al establo —se defendió la criada que sostenía las riendas del caballo.
—¿Y entonces por qué sigues ahí parada? —le preguntó el ama de llaves, furiosa—. ¡Si vuelvo a veros cacareando aquí en el patio en vez de hacer lo que os digo, os reemplazaré por otras criadas más dóciles!
Mientras las cuatro muchachas partían en todas las direcciones para alejarse del ama de llaves, Marga alzó la vista hacia las ventanas detrás de las cuales se encontraban las habitaciones del señor y la señora del castillo y frunció el gesto. Con la vida disipada que llevaban, era lógico que las criadas fuesen rebeldes y holgazanas.
Entretanto, Marie había llegado al salón de caballeros, y ya se dirigía hacia la escalera para subir a sus aposentos cuando de pronto descubrió a Michel sentado en su silla a la cabecera de la mesa. Tenía una expresión pensativa y la mirada clavada en un pergamino abierto entre sus manos.
—¿Qué sucede? ¿Malas noticias?
Michel soltó el aire que había contenido y asintió.
—También es un motivo para sentirme honrado. Ayer estuvo aquí un emisario del conde palatino y dejó este mensaje para mí. El señor Ludwig me ordena armar una tropa de soldados durante el invierno y partir con ellos hacia Bohemia la próxima primavera.
Capítulo III
Marie se quedó escuchando la respiración acompasada de su esposo, que yacía a su lado, y dejó escapar un leve suspiro. Hubiese querido decirle muchas más cosas, pero prefirió dejarlo descansar, ya que al día siguiente debería partir hacia la guerra y necesitaba toda las energías que pudiera reunir. Ella, en cambio, seguramente no sería capaz de conciliar el sueño esa noche, e intuía que la aguardaban muchas más noches de miedo y angustia. En los diez años que llevaban de matrimonio, jamás habían pasado más de dos o tres noches separados, en cambio, esta vez, cuando Michel dejara el castillo sin ella, saldría rumbo hacia lo desconocido.
La luz de la luna entraba por la ventana abierta en su habitación, iluminándola como si de una antorcha se tratase. Su resplandor plateado se paseaba por los cofres repletos de dinero, prueba de su riqueza, pero no llegaba a las paredes revestidas de madera, de modo que parecían más oscuras que la propia noche. Negras como la muerte, pensó Marie, y se dio, la vuelta sin querer hacia donde estaba Michel, cuya silueta se recortaba contra la ventana. La cama en la que estaban acostados era muy grande y había sido diseñada para dos personas que necesitaban mucho espacio. Mandaron hacerla inmediatamente después de mudarse al castillo de Rheinsobern, ya que Marie no estaba acostumbrada a dormir cerca de otra persona. Sin embargo, aquella noche hubiese preferido que durmiesen acurrucados uno junto al otro, como lo hacían otras parejas, y no a una dis tancia de más de un brazo entre sí. Pero no se atrevió a acercarse a Michel por miedo a despertarlo.
Justo cuando estaba a punto de recostarse otra vez, él comenzó a inquietarse. Soltó un leve ronquido apenas perceptible cuyo ruido lo despertó. Al ver a Marie sentada a su lado, se deslizó junto a ella y apoyó la mano sobre su pierna. Aquel contacto le quemó como fuego sobre la piel.
—No quería despertarte, Michel —susurró Marie.
Él la atrajo hacia sí, acarició su cabello y enrolló su dedo índice en uno de sus hermosos mechones. A pesar de que sus rizos rubios habían ido oscureciéndose después de sus años de peregrinaje, el resplandor de la luna los hacía brillar de nuevo como si fuesen oro recién acuñado, y su rostro seguía siendo tan suave y tan dulce que podía equipararse a cualquier imagen de la Virgen María.
—¿Sabes que jamás has estado tan hermosa como esta noche, Marie?
Al pronunciar esas palabras, los ojos de Michel brillaron de deseo. Era su mujer y, al amanecer, la abandonaría sin saber cuándo volvería a tenerla entre sus brazos.
Marie alzó las manos en un gesto apenado.
—Daría toda mi hermosura con tal de que pudieras permanecer a mi lado.
Michel meneó enérgicamente la cabeza.
—Yo no lo permitiría, ya que quiero alegrarme de poder regresar a mi hogar junto a mi hermosa mujer.
Marie bajó la cabeza con tristeza.
—Siento mucho no ser la esposa que merecías, Michel.
—¿Qué estás diciendo? Eres lo mejor que me ha pasado. Mantienes mi hogar en orden, me apoyas en mis quehaceres y me regalas en la cama placeres con los que otros hombres no se atreven siquiera a soñar. ¿Cómo podría estar disconforme?
En sus palabras flotaba un tono de irritación.
Marie no lo notó, y se abrazó a él, intentando mantener su voz bajo control.
—Estoy triste por no haber podido darte hijos, Michel. Pero cuando regreses, te buscaré una criada para que puedas engendrar un heredero.
—¡Nunca miraré ni desearé a otra mujer que no seas tú!
Michel soltó una carcajada puerilmente orgullosa y le besó uno de sus pezones sonrosados, que se le había escapado indiscretamente del escote del camisón. Antes de que Marie pudiese responder algo, se balanceó sobre ella, separándole los muslos con una leve presión.
—Vamos, hermosa mía, regálame una vez más tu pasión para que sepa qué alegrías me esperan a mi regreso.
—¿Por qué el conde palatino tiene que enviarte justo a ti?
Marie no estaba de ánimo para holgar con él en su lecho, pero cuando Michel comenzó a mordisquearle suavemente el lóbulo de la oreja derecha, no tuvo fuerzas para rechazarlo. No quería privarlo de ese placer, y mientras él la penetraba, ella comenzó a sentir que su propia excitación iba en aumento. Sería la última vez en mucho tiempo, se dijo, y por eso ambos debían guardar un buen recuerdo de su encuentro. Michel era un amante muy vigoroso y resistente, pero también tierno; sabía cómo darle placer a una mujer. Marie se abrazó a él, alentándolo con exclamaciones suaves, y comenzó a sentir que la invadía una ola inmensa de placer.
Al cabo de un rato, él yacía a su lado, jadeante, mientras su cuerpo se estremecía con los ecos de la excitación. Marie lo tomó y volvió a besarlo.
—¡Qué pena que debas partir precisamente ahora!
—Se trata de una tarea importantísima, Marie, y me honra que Ludwig von der Pfalz me haya encomendado a mí el mando de esta tropa. Por orden suya, incluso los caballeros nobles que me acompañarán con sus acólitos deberán obedecerme.
A sus treinta y seis años, Michel aún era lo suficientemente joven como para entusiasmarse ante la campaña militar que le había sido encomendada, y no pensaba en las batallas duras y sangrientas que lo aguardaban, sino en el honor y la gloria que obtendría. Si bien el enemigo al que se enfrentaba tenía fama de ser perverso y cruel, Michel confiaba plenamente en el poder del emperador y de su conde palatino.
—¡Ya verán esos herejes bohemios! En el otoño, como muy tarde, todos esos fantasmas que nos acechan se habrán disipado y entonces regresaré contigo.
Marie asintió sin mucha convicción.
—Seguramente tienes razón. Pero hasta entonces te echaré muchísimo de menos.
Sus pensamientos regresaron al concilio que se había celebrado diez años antes en su ciudad natal, Constanza. Vio ante sus ojos la imagen de la hoguera en la que el emperador y los obispos habían ordenado quemar a Jan Hus. Esa hoguera no había hecho más que avivar otro fuego mucho mayor, pero los poderosos del Imperio Germánico no lo comprendieron sino hasta mucho tiempo después. Tras la muerte de Jan Hus, en Bohemia se produjo un levantamiento terrible, en el transcurso del cual sus partidarios diezmaron y pulverizaron a los ejércitos de caballería que se enfrentaron a ellos. Con sus primeras victorias, los husitas ganaron tanta popularidad que en lo sucesivo lograron asolar tanto las regiones de Bohemia que habían permanecido fieles al emperador Segismundo, que también era el rey de Bohemia, como los territorios vecinos. Hasta entonces, nadie había logrado someter a los rebeldes, de manera que los husitas habían ido ganando en audacia hasta llegar al extremo de despojar a su rey del derecho al trono, a pesar de que el monarca no sólo ostentaba la corona imperial del Sacro Imperio Romano Germánico, sino que también poseía la corona real húngara y varios títulos soberanos más.
Marie sintió que la preocupación por su esposo se cernía sobre su alma como el más gris y pesado de los mantos.
—¡Ten cuidado, Michel! El emperador Segismundo ya ha fracasado en sus reiterados intentos de someter a los husitas. ¿Cómo sabes que esta vez lo logrará?
Michel intentó disipar sus reservas con una carcajada.
—¿Cómo puedes dudarlo, amor mío? Después de todo, esta vez yo estaré de su lado.
Michel pronunció esas palabras con tanta convicción en sí mismo que Marie no pudo menos que reír a su pesar, y con ello su corazón se alivió un poco. Lo besó en la punta de la nariz y apoyó la cabeza de Michel en la almohada improvisada de su pecho.
—Ahora duérmete, Michel, así mañana no estarás demasiado cansado cuando llegue la hora de partir.
—Lo único que espero es despertarme lo suficientemente temprano como para poder volver a sentirte debajo de mí —respondió él alegremente.
Sin embargo, cuando Michel se despertó a la mañana siguiente, el sol ya había asomado en el horizonte, y desde fuera llegaba el ruido de los siervos ensillando los caballos y enganchando los bueyes a los carros. Sonrió a Marie y bromeó con ella mientras se lavaba la cara y las manos. Cuando ella se dispuso a abandonar la habitación, le acarició las nalgas con una sonrisa picara.
—Ansio la hora de regresar.
—Yo también.
Marie salió al encuentro de la criada que subía la escalera cargando una pesada bandeja y le sirvió ella misma el desayuno a su esposo.
—Sé cauteloso y cuídate. Yo... —Marie se tragó las lágrimas e intentó sonreír con el mismo ánimo que él.
Michel le dio un golpecito cariñoso en la nariz.
—Siempre lo hago, amor mío. Además, el peligro ya no es tan grande como antes, ya que Jan Ziska, el temible líder de los husitas, cayó víctima de la peste. Su sucesor, ese tosco Prokop, no nos causará mayores problemas.
A Marie le pareció que su esposo se tomaba demasiado a la ligera aquella campaña. Aunque Bohemia quedaba al otro extremo del imperio, al territorio palatino llegaban continuamente rumores que no contribuían precisamente a calmar sus miedos. Se decía que los bohemios eran unos verdaderos monstruos que ni siquiera se apiadaban de los niños que aún estaban en el vientre de sus madres y que, más de una vez, los rebeldes habían obligado a emprender la retirada a los ejércitos que habían marchado contra ellos, masacrando a todo aquel que caía en sus garras. Le confesó a Michel todos estos miedos, pero sólo cosechó como respuesta una sonrisa condescendiente.
—¡Mi valiente Marie, aquella que alguna vez supo desafiar a señores tan poderosos como el conde de Keilburg y el mismísimo emperador, se ha convertido en una muchachita temerosa! Regresaré, te lo prometo. ¿Acaso crees que permitiré que un par de bohemios andrajosos me lo impidan? Cabalgaremos hasta allá, los derrotaremos, reinstauraremos a Segismundo en su trono y, antes de que puedas darte cuenta, ya estaré de regreso en casa.
—Ojalá tengas razón. —Marie dejó escapar un nuevo suspiro y se esforzó para mostrarse al menos medianamente confiada—. Te deseo toda la suerte del mundo, amor mío, y espero que la distancia no haga que te olvides de mí.
Michel la miró meneando la cabeza, la besó y le acarició dulcemente la frente.
—Olvidarte es imposible, amada mía. Pero ahora he de darme prisa; mi gente ya debe de estar reuniéndose en el patio del castillo.
Se asomó y miró por la ventana. Sus siervos de infantería ya estaban formándose allí abajo. Eran un grupo de muchachos rústicos y vigorosos, acostumbrados a realizar grandes esfuerzos. Vestían unas túnicas guerreras grises burdamente tejidas que les llegaban hasta poco más arriba de la cintura y que se distinguían de las túnicas campesinas vulgares únicamente por el escudo del león palatino que llevaban cosido. Debajo vestían unos petos de cuero con unos apliques de placas metálicas para protegerse de los golpes del enemigo. Sus cabezas estaban protegidas con unos cascos toscamente forjados que parecían cacerolas de cocina.
El herrero que había confeccionado los cascos normalmente se ganaba el pan haciendo y reparando utensilios de uso cotidiano. Como no había nadie en Rheinsobern que supiera fabricar partes de armadura y armas, a Michel no le había quedado más remedio que acudir a aquel hombre. Pero más que la impericia del herrero, lo que realmente le molestaba a Michel era haber tenido que pagar el armamento con fondos provenientes de sus arcas privadas, ya que el conde palatino Ludwig había enviado órdenes de armar a las tropas, pero en ningún momento había puesto a su disposición los medios necesarios para hacerlo. A pesar de todo, Michel estaba dispuesto a hacer cuanto estuviese a su alcance para no defraudar la confianza de su señor, sin importarle cuan malas fueran las noticias que llegaban hasta él.
Al contrario de la que era su costumbre, en esta ocasión le había ocultado a Marie la gravedad real de la situación en las regiones orientales del imperio. El Alto Palatinado, situado en la frontera con Bohemia, que teóricamente estaba bajo las órdenes de su señor y era gobernado por sus primos Juan y Otto, estaba a punto de volver a ser atacado y devastado por los husitas, e incluso en Sajonia, en Fran-conia y en Austria la gente estaba aterrorizada por los guerreros bohemios, que querían vengar a su mártir Jan Hus y sacudirse el yugo de los barones y condes alemanes. Los husitas caían sobre los territorios vecinos como una plaga de langostas, dejando tras su paso únicamente tierras abrasadas.
—¡Hay que detenerlos!
—¿Perdón?
Ante la pregunta de Marie, Michel se dio cuenta de que había pronunciado esas últimas ideas en voz alta.
—¡La revuelta bohemia! —replicó él con una sonrisa que no llegó a reflejarse en sus ojos—. Bajemos.
En la cámara donde se hallaban sus armas lo aguardaba su siervo Timo, un hombre mayor, robusto, con una cicatriz blanca como la nieve que le nacía en la frente, le cruzaba la nariz y terminaba atravesándole la mejilla derecha. Timo acompañaría a Michel en calidad de primer sargento y furriel. Esa mañana desempeñó sus servicios como de costumbre, trajo la armadura de Michel y le ayudó a ponérsela. Marie también intervino para ajustarle las correas de cuero y para acomodarle la ropa a su esposo. Como alcaide de Rheinsobern, a Michel le había sido conferido el derecho de vestir la armadura de un caballero. Sin embargo, para esta campaña Michel había desistido de una armadura completa, que le limitaba mucho los movimientos, y había optado por una cota de malla con una placa de acero en el pecho que le llegaba hasta los muslos. Su sayo y sus calzas de cuero estaban provistos de placas de acero remachadas, y en la cabeza llevaba un bacinete sin visera con un protector para la nuca. Una vez que se hubo puesto la armadura, Michel movió los brazos y dio unos pasos hacia atrás y hacia delante para evaluar su movilidad. Marie se quedó observándolo con la cabeza ladeada y sonrió unos instantes abstraída, pero enseguida volvió a ponerse seria. A sus ojos, Michel parecía uno de esos legendarios héroes de guerra cuyas hazañas narraban los juglares. Sin embargo, lo que importaba en una batalla no era tanto la apariencia ni el armamento, sino la experiencia de combate, y Michel adolecía de esa experiencia a pesar de las campañas en las que había participado al servicio del conde palatino en sus años mozos.
«No subestimes la capacidad de tu esposo», se reprochó en sus pensamientos. Para no apesadumbrarle aún más, apoyó su mano sobre la de él, le sonrió animándolo, y lo acompañó hasta el salón principal, en donde ya se habían reunido los caballeros que habrían de acompañarlo y sus propios subalternos. En los últimos años, aquella sala despojada y con corrientes de aire se había transformado en un salón de caballeros distinguido y de aspecto confortable al mismo tiempo. Sin embargo, a pesar de los tapices bordados que adornaban las paredes, los trofeos de caza y las alfombras tejidas, ese día a Marie se le antojó que aquel lugar era increíblemente frío e inhóspito. Por eso se alegró cuando Michel les invitó a todos a salir. El patio interno, flanqueado por un lado por la casa de armas construida contra el muro del castillo y por el otro por el edificio principal, ya estaba lleno de gente que se agolpaba entre las cinco carretas grandes y los caballos de los caballeros.
Los siervos de infantería armados por Michel estaban recibiendo las lanzas que cargarían al hombro durante la marcha. Michel los saludó con una sonrisa. Durante los últimos días había hablado con cada uno de sus hombres y se sentía muy seguro de todos ellos. Pero no sucedía lo mismo con los catorce caballeros que el conde palatino había puesto expresamente a sus órdenes junto con sus acólitos. Algunos de los caballeros de la nobleza le habían dado a entender con claridad que les desagradaba sobremanera el hecho de tener que obedecer las órdenes de un alcaide burgués, hasta el punto de que tampoco su gente estaba dispuesta a dejarse comandar por él o por alguno de sus subalternos. Michel pensó que tendría que ir resolviendo ese problema sobre la marcha. Estaba orgulloso de que el conde palatino lo hubiese designado para liderar las tropas y no pensaba permitir que le quitaran el control.
Mientras su mirada se paseaba por las carretas y los hombres, Marie se detuvo a su lado, lo abrazó y le dedicó la más dulce de sus sonrisas.
—¿No quieres que te acompañe un trecho, sólo uno o dos días de marcha?
Michel meneó la cabeza, sonriendo.
—Será mejor que te quedes aquí. Sería injusto para los que ya han tenido que dejar a sus familias atrás. Además, preferiría tener los ojos puestos en mis nuevos camaradas antes que dejar que se embelesen con tus encantos.
Si bien Michel había pronunciado esas palabras en tono de broma,; Marie comprendió lo que Michel tenía en mente. Quería detectar a los rebeldes y ponerlos en su lugar, y ella podría distraerlo de esa tarea. Marie asintió con una sonrisa preocupada. —Tienes razón. Será mejor que no pierdas de vista a tus hombres, ya que no todos están dispuestos a servir bajo tus órdenes.
Sin dar su nombre, Marie había hecho una referencia solapada a Falko von Hettenheim, un caballero arrogante y presumido para quien lo único que importaba era ser de linaje noble con una lista de antepasados que se remontara al pasado más remoto posible. El mismo día de su llegada, creyendo estar a solas con los de su misma clase, el hombre había difamado a Michel, diciendo que no era más que el hijo de un tabernero y un inútil advenedizo. Marie lo había escuchado, y había tenido que contenerse con enorme dificultad para no enfrentarse a ese muchacho presumido y avergonzarlo delante de todos de forma no muy femenina. Era sabido por todos que Michel había venido al mundo siendo el quinto hijo de un tabernero de Constanza, y no de un caballero, pero que le había demostrado al conde palatino su valor, recibiendo como recompensa por sus méritos el puesto que ahora ostentaba.
Pero el caballero Falko se creía con derecho a disponer de todo aquel que no fuera de su mismo rango como si fuese un siervo de la gleba. El día anterior había acechado a Marie en un corredor, la había arrastrado a una habitación vacía como si se tratase de una criada cualquiera, le había levantado la falda y restregado sus caderas contra los muslos. Cuando él necesitó una mano para abrirse el pantalón, ella logró zafarse y librarse de él. Los insultos que él le profirió aún continuaban resonándole en los oídos, al igual que sus palabras acerca de que una ramera como ella debía quedarse quieta. Marie había pensado si debía contarle o no a Michel aquel episodio, y finalmente optó por el silencio. Dado que Michel y Falko von Hettenheim debían marchar juntos a la guerra, prefería no provocar ninguna pelea entre ellos.
Michel notó que Marie tenía los labios fruncidos y la tomó entre sus brazos.
—Ya llegó la hora, amor mío. Te deseo lo mejor. Deséame lo mismo tú también.
—¡Te lo deseo de todo corazón, y ya ansio la hora de volver a verte!
Marie lo abrazó, lo besó en la boca y luego retrocedió unos pasos. Timo trajo el caballo de Michel, un vigoroso alazán algo más pequeño que los caballos de batalla de los caballeros, pero a cambio más resistente y veloz. Michel se montó con agilidad, cogió la brida en su mano derecha y alzó la izquierda para captar la atención de sus hombres.
—Partimos. ¡Un hurra por nuestro conde palatino!
Los palatinos agitaron las lanzas y exclamaron «¡Hurra!» aviva voz, mientras que del resto apenas se oyó un débil eco.
Luego fueron alineándose uno tras otro detrás de la caravana que Michel encabezaba, Falko von Hettenheim tuvo que contenerse para no impedir que el alcaide de origen plebeyo lo precediera, pero condujo a su caballo de manera tal que la cabeza de su animal casi tocaba la pierna de Michel. Cuando la mirada del caballero se posó en Marie y luego en la espalda de Michel, en su rostro se reflejaron la envidia y el odio, ya que no podía evitar la comparación entre la bella señora del castillo y su desgarbada e insulsa esposa, que hacía mucho tiempo que había dejado de atraerlo. Sin embargo, no podía rechazar a su consorte, ya que era la hija del conde Rumold von Lauenstein, a quien el conde palatino tenía como un vasallo de muy alta estima e íntimo consejero.
Si ese inútil hijo de un tabernero hubiese sido un campesino cualquiera o un burgués de poca monta, lo habría apuñalado allí mismo, se habría apoderado de su mujer y se habría aprovechado de ella hasta hartarse. Pero ahora tendría que saciar su apetito con prostitutas de campaña y aldeanas, que podía poseer a su antojo, y atenerse a lo que le correspondiera como botín de guerra a! terminar las batallas. Había oído que las mujeres en Bohemia eran bellísimas, de modo que probaría sus encantos hasta que se agotaran, no importaba si debía forzarlas o si se sometían por propia voluntad.
Enfrascado en esos pensamientos, Falko había dejado caer las riendas, por lo que su caballo empezó a rezagarse hasta quedar trotando junto a Godewin von Berg.
Godewin, amigo de la infancia de Falko, le dio con el codo y le sonrió detrás de la visera levantada.
—¿En qué pensabas tan ensimismado?
—En las hembras que montaré por el camino —respondió Falko sin mentir.
—Ojalá encontremos suficientes para todos nosotros. Ese bastardo hijo del tabernero quiso hacerse el cortés y se negó a contratar prostitutas de campaña.
Godewin suspiró, dolorosamente resignado.
Falko soltó una carcajada maligna.
—Tal vez el alcaide rata de albañal temió que su hembra se alistara entre las mujeres a la venta. Parece ser que, antes de que él la desposara, era una ramera errante. Para mí sigue siendo un misterio por qué nuestro conde palatino puso como alcaides de Rheinsobern a ese par de roñosos indignos.
—Tal vez doña Marie haya sabido levantarse la falda ante las personas adecuadas. Ha de ser uno de esos bocados que no se encuentran todos los días. A mí también me gustaría visitar su entrepierna.
Aquellas palabras de Godewin aumentaron la excitación de Falko de tal modo que la bragueta comenzó a apretujarle hasta provocarle dolor.
—Quisiera regresar ya mismo y clavarle la parte más dura de mi cuerpo hasta chocar contra lo más hondo de sus entrañas.
Godewin echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—¿No estarás afirmando que posees un hueso en el lugar donde otros hombres suelen tener un trozo de carne por lo general flaccida?
—Al menos puedo afirmar que lo tengo más grande que tú.
El caballero Falko le enseñó los dientes y espoleó a su caballo hasta que volvió a juntarse con el alazán de Michel. A sus ojos, Godewin no era más que un lunático y un bravucón, pero estaba seguro de que, cuando llegara el momento de la verdad, se echaría como un perro rastrero ante ese alcaide sin rango ni nombre. Ese mocoso aún no había entendido que, en la guerra, lo importante era la propia gloria, y él, Falko von Hettenheim, jamás se la cedería al infame hijo de un tabernero, por más que el conde palatino lo nombrase líder.
Cuando Michel vio asomar a su lado la sombra del caballo, se dio la vuelta hacia donde estaba Falko, y pudo leer su rostro como un libro abierto. En realidad, lo leyó mejor que si de un libro se tratase, había aprendido a leer y a escribir gracias a las enseñanzas de Marie pero aún seguía costándole muchísimo descifrar más de un par de renglones. Falko se retorcía de rabia por tener que obedecer las órdenes de un hombre que ante sus ojos no era un hombre, sino un don nadie. Sin embargo, no podía modificar la situación, ya que para cuando él llegó a unirse a la tropa junto con su escudero, dos soldados de caballería y cinco arqueros mal equipados, el conde palatino ya había elegido a Michel como líder. De ahí que, al menos por el momento, no le quedaba más remedio que subordinarse a él.
Michel estaba convencido de que lograría imponerse ante Von Hettenheim y los otros caballeros, pero intuía que no le resultaría nada fácil. Por su propia seguridad tenía que afirmar su posición an tes de que llegara el momento de las primeras batallas. Además, había otra circunstancia que le preocupaba. Lo más natural para unas huestes de la envergadura de las suyas habría sido tomar algunas de esas barcas grandes propias del Rin, navegar hasta desembocar en el Meno y desde allí continuar remontando el río con unas embarcaciones más pequeñas sirgadas por caballos*. De esa manera habrían recorrido las tres cuartas parte del viaje cómodamente por agua, ahorrando la energía de los hombres y los animales. Pero entonces el camino habría demandado como mínimo el doble de semanas que el que estaban transitando ahora, y el conde palatino había dado la orden de unirse cuanto antes a las tropas del emperador Segismundo en Núremberg.
A pesar de los problemas que le acarrearía el camino que aún tenían por delante, Michel estaba de buen ánimo. Las carretas que acarreaban los bártulos y las provisiones estaban en excelente estado y tan repletas de alimentos y armamento que no necesitaba perder tiempo reponiendo provisiones. En realidad, las provisiones que tenía estaban destinadas a él y a sus infantes, pero, le gustara o no, también tendría que alimentar a los caballeros y a sus séquitos, ya que la mayoría de ellos no llevaba consigo más que dos caballos de carga con los enseres personales de sus nobles señores. Finalmente, Michel mitigó sus reservas con la idea de que acaso ese gesto de generosidad permitiría que los miembros de la nobleza terminaran de aceptar que era él quien estaba al mando.
Involuntariamente paseó su mirada por sus acompañantes nobles, que lo seguían en forma tan desordenada como un grupo de pollitos, sin preocuparse por sus infantes, y se preguntó cuál de los hombres sería el primero en ceder. Estaba seguro de que no sería Falko yon Hettenheim, sino más bien Godewin von Berg, cuya actitud y expresión revelaban lo inseguro que se sentía. Michel saludó sonriendo alegremente al hidalgo con un gesto de la cabeza y comprobó que el joven respondía a su saludo casi temeroso.
Capítulo IV
Marie se quedó de pie en el patio del castillo hasta que la última carreta hubo rodado a través de las puertas y el crujir de las ruedas de hierro sobre el adoquinado hubo cesado. Al fin, el único testimonio de que desde ese patio habían partido a la guerra doscientos hombres valientes era un par de montoncitos de bosta. Marie se rodeó el cuerpo con los brazos, ya que sentía escalofríos de solo pensar lo que tendrían que pasar Michel y sus hombres en aquellas lejanas tierras bohemias. ¿Qué destino les aguardaría allí? ¿Una campaña corta y gloriosa y un regreso feliz o... la muerte?
Marie se sacudió para tratar de despejar esas visiones sombrías que pugnaban por apoderarse de ella y regresó no sin cierto desagrado a las habitaciones llenas de corrientes de aire del castillo de Sobernburg. A pesar de que ya llevaba diez años viviendo allí, ahora más que nunca sentía que en Rheinsobern nunca había llegado a sentirse totalmente como en su casa. De no ser porque Michel y ella habían compartido alegrías y tristezas, intentando llevar una vida lo más agradable posible, jamás habría soportado tanto tiempo allí. Juntos se habían brindado mutuo apoyo y habían logrado que la pequeña ciudad al pie del castillo floreciera de tal forma que ahora le deparaba al conde palatino más del triple de recaudaciones que bajo la regencia del alcaide anterior. Su propia riqueza había ido en aumento junto con la de la ciudad, hasta el punto de que Marie ya no era capaz de nombrar de memoria qué viñedos, granjas y casas le pertenecían. La mayoría de los caballeros que residían en las cercanías no poseía ni la décima parte de las propiedades que ella y Michel podían llamar suyas. Ni siquiera ahora, después de haber tenido que gastar para la campaña doce bolsas de tres docenas de ducados de oro cada una, que sumaban la totalidad de los ahorros de los últimos tres años, se habían empobrecido por ese esfuerzo. Marie, sin embargo, no se lamentaba por el dinero transformado en armas, ropa, harina, tocino, arvejas, vino y demás provisiones, ya que tal vez ello contribuyera a que Michel regresara junto a ella sano y salvo. Él estaba convencido de que recuperaría estos y otros gastos más con botines de guerra. Marie no estaba tan segura de ello, y tampoco le interesaba si aparecía un día con los bolsillos llenos o vacíos: lo único que deseaba era volver a verlo lo antes posible.
Después de quedarse un rato pensando en el patio, mirando a ningún lugar, recordó sus deberes. Extrajo su libro de cuentas y volvió a guardarlo enseguida, ya que no llegó a ningún resultado adecuado. Después se dirigió hacia la habitación en la que estaban los baúles con la ropa interior, ropa de cama, vajilla y demás objetos necesarios para el hogar y trató de clasificarlos para ver qué era lo que (necesitaba un reemplazo urgente. Pero esa tarea tampoco le resultó tan sencilla como de costumbre. Finalmente renunció a simular que todo era como siempre y llamó a su ama de llaves.
—¡Marga, dile a Timo que ensille a mi yegua! —No había acabado de pronunciar esas palabras cuando recordó que Timo estaba acompañando a Michel, y agregó enseguida—: O a otro siervo.
El ama de llaves asintió y abandonó la habitación tan rápida y calladamente como había entrado en ella. Poco después, Marie oyó resonar el eco de su voz en el patio. Marga era una mujer enérgica que acostumbraba a imponerse con pocos pero elocuentes gestos y poseía una voz tan potente que habría despertado la envidia de más de un sargento.
La mujer ya ostentaba el cargo de ama de llaves del castillo de Sobernburg con el alcaide anterior. Como era muy eficiente y conocía muy bien todos los asuntos referentes a su área de influencia, Marie la había conservado a su servicio, pero por desgracia la rela-.ción entre ambas seguía siendo muy fría a pesar de los años. Marie lamentaba que las cosas fueran así, ya que hubiese querido tener una -convivencia tan llena de confianza como la que existía entre su ami ga Mechthild von Arnstein y su ama de llaves. Con una mujer como Guda, ella no sólo habría podido hablar de todo lo referente a la economía hogareña, sino también de todo aquello que le sucedía en lo personal, compartiendo así sus alegrías y tristezas.
Precisamente en ese momento, Marie necesitaba a alguien con quien poder desahogar las penas que le oprimían el corazón. El levantamiento de los husitas duraba ya más de seis años, en. el transcurso de los cuales Segismundo aún no había obtenido ningún triunfo digno de mención contra ellos, a pesar que había mandado a recaudar un impuesto bohemio en todo el imperio y de que año tras año reunía nuevas tropas que echaba sobre los rebeldes.
El regreso de Marga arrancó a Marie de sus cavilaciones.
—La yegua está lista.
El ama de llaves hizo una reverencia, pero no miró a su señora a los ojos. Jamás lo hacía, ya que los rumores que corrían acerca del castellano y de su esposa le habían generado un rechazo hacia la pareja que no podía superar. Marie Adlerin no era una mujer de clase noble... peor aún: ni siquiera era una mujer honorable. Se decía que en el pasado un tribunal la había condenado por ramera y que había recibido azotes con vara. Marga había podido constatar con sus propios ojos las delgadas cicatrices blancas que surcaban la espalda de su ama, cicatrices que sólo unos azotes podían haber causado. Dado que el alcaide tampoco era de origen noble, sino el hijo de un simple tabernero, Marga lamentaba la suerte que corría desde hacía unos diez años, cuando el destino había elevado a dos personas tan indignas muy por encima de la clase a la que pertenecían, colmándolas de riquezas y otorgándoles el gobierno de Rheinsobern. Despreciaba con toda el alma a esos advenedizos, pero se veía obligada a tragarse su aversión y a agachar la cabeza frente a una antigua prostituta, ya que de otro modo habría perdido su puesto, que la elevaba por encima del vulgo e incluso por encima de la mayoría de los burgueses de Rheinsobern. Marie no prestó atención a la expresión airada y hostil de Marga, sino que salió aliviada de la habitación. Tenía que dejar atrás al menos por un rato esas murallas, en las que cada mueble y cada piedra le recordaban a Michel, y también necesitaba a alguien con quien poder hablar. Por eso iría en busca de la única persona
que podía comprenderla: su vieja amiga Hiltrud, a quien en Rheinsobern y sus alrededores identificaban como «la dueña de la granja de cabras», dada su manifiesta predilección por los cabritos.
Marie también podría haber ido a casa de su prima Hedwig, que vivía en la ciudad al pie del castillo, junto con su esposo, el maestro tonelero Wilmar Háftli. Pero ellos la trataban como si fuera una especie de santa, sin darse cuenta de que sólo era un ser humano que también podía tener problemas y preocupaciones como todo el mundo. A diferencia de Hedwig, Hiltrud no sólo la escucharía, sino que además comprendería su situación y haría todo lo que estuviera a su alcance para ahuyentar sus miedos.
Marie se subió a Liebrecilla ayudándose con el banco, sin solicitar la ayuda del siervo, y abandonó el castillo. Mientras iba cabalgando por la calle principal, los burgueses se inclinaban a su paso, saludándola con gran respeto. Ella correspondía a los saludos mostrándose más animosa de lo que en realidad se sentía, e incluso detuvo a Liebrecilla en dos ocasiones para recibir los escritos con peticiones que le extendían, pero finalmente se alegró cuando hubo traspasado las puertas de la ciudad.
No lejos de allí había un lugar desde el cual podía contemplarse la ruta que conducía desde el Rin hacia el este. Sostuvo las riendas de Liebrecilla y se quedó mirando a lo lejos, donde una nube de polio mostraba el lugar por donde debían de estar cabalgando las trojas de Michel. Durante un instante consideró la posibilidad de salir a su encuentro para poder abrazarlo una vez más. Pero luego comprendió que, si lo hacía, lo convertiría en el hazmerreír de los caballeros que lo acompañaban, y entonces decidió renunciar con el co-razón lleno de tristeza. Liebrecilla, que conocía el camino a la granja de Hiltrud por las incontables visitas que Marie le hacía, le facilitó la decisión, ya que continuó trotando y se encaminó hacia la propiedad, de su amiga sin que Marie interviniera.
La granja de cabras se contaba entre las principales haciendas en el distrito de Rheinsobern. Constaba de varias casas cuyas paredes habían sido construidas con un entramado de madera relleno de :ejido de mimbre y cubierto de adobe y, con excepción del granero,sus cimientos eran de piedras. El techo del establo y del granero era de tablillas de madera, mientras que la vistosa casa en la que ellos vivían tenía un techo de tejas naranjas. En la pradera, junto a la hacienda, había al menos una docena de vacas pastando, y en otro sector una criada joven cuidaba de un rebaño de cabras bastante grande, Thomas, el esposo de Hiltrud, estaba trabajando en los campos sembrados pertenecientes a la hacienda junto con un grupo de sier vos y criadas, y Hiltrud se encontraba de pie en una pequeña galería techada, revolviendo el barril de manteca, tarea que no interrumpió ni siquiera cuando su visita se apeó de la montura, ayudándose con la verja que cercaba la huerta.
Marie ató a Liebrecilla a uno de los dos manzanos que había entre la casa y la huerta y se dirigió apresurada hacia donde estaba Hiltrud.
—¡Mmmm! ¡Manteca fresca! Creo que he llegado en el momento justo.
Hiltrud examinó a su amiga con la mirada y volvió a comprobar que apenas si había cambiado desde el Concilio de Constanza. A lo sumo estaba aún más bella. Hiltrud, en cambio, había engordado un poco con los años, y en su rostro ya habían comenzado a grabarse las primeras arrugas. Sin embargo, a pesar de su inusual altura, podía seguir considerándose una mujer bien parecida. Su esposo, un antiguo pastor de cabras siervo de la gleba, también había aumentado de peso en los últimos años, y ahora ambos constituían un respetable matrimonio de campesinos satisfecho consigo y con el mundo. Contribuía a ello en no poca medida el hecho de tener descendencia, algo que Marie ansiaba ardientemente y que aquí en la granja de cabras se había producido en generosa medida. Hiltrud había dado a luz siete hijos, de los cuales cinco habían sobrevivido, dándoles a sus padres esperanzas de que llegarían a la edad adulta. Michel y Marie, los dos mayores, a quienes llamaban Michi y Mariele para diferenciarlos de sus padrinos, ya ayudaban con ahínco en las tareas de la granja, mientras que la pequeña Mechthild, de cinco años, se ocupaba de cuidar a sus dos hermanitos más pequeños, Dietmar y Giso.
Marie vio a los tres hermanos más pequeños jugando en la puerta del establo y experimentó de golpe una profunda envidia. El destino parecía haber sido demasiado generoso con Hiltrud, mientras que ella misma se afligía porque hasta el momento no había podido darle un hijo a Michel. Inmediatamente se reprochó ese sentimiento, se disculpó con su amiga en silencio y le deseó toda la felicidad del mundo, ya que jamás olvidaría que en el pasado Hiltrud le había salvado la vida a pesar de numerosos obstáculos.
—Parece que sufres más dolor del que puedes soportar, amiga mía.
Hiltrud aún era capaz de interpretar las expresiones en el rostro de Marie y sabía que su amiga no sólo había venido a comerse un par de rebanadas de pan con manteca fresca y a intercambiar un par de nimiedades. Su mirada se dirigía hacia el este, donde aún se divisaba una nube de polvo llamativamente extensa.
—Yo sé lo que te oprime el corazón. Allá está Michel, marchando hacia Bohemia, ¿no es cierto? ¡Que Dios lo acompañe!
—Si espoleara a Liebrecilla, podría reunirme con él en menos de una hora, y sin embargo me siento tan desdichada como si me hubiese abandonado hace ya meses. —Marie suspiró y se forzó a sonreír—. Estoy un poco loca, ¿no crees?
Hiltrud meneó la cabeza, resuelta.
—No estás loca. En absoluto. Cuando una deja de echar de menos a su esposo significa que el amor ha muerto. Cuando Thomas se va, aunque sea sólo un día, me pongo inquieta como una gallina clueca que ha perdido a uno de sus polluelos. —Se detuvo un instante, miró el barril de manteca y asintió, satisfecha—. Listo, Marie. Ahora sí podré ofrecerte unos bocados de los que a ti te gustan.
—Tu manteca sabe muchísimo mejor que la que nos sirven en la mesa en el castillo. —Marie se relamió los labios y volvió a pensar en su esposo—. Espero que Michel también tenga suficiente alimento allá en Bohemia.
—¡Anímate, Marie! Seguro que no se morirá de hambre. Es un hombre muy ingenioso. Cuando la soga le apriete demasiado, sabrá cómo quitársela del cuello.
Hiltrud abrió la puerta y entró primero. Sus tres hijos más pequeños estaban mirando hacía rato de reojo hacia donde estaban ella y Marie, y atravesaron el patio corriendo con sus piernecitas para llegar; a la cocina al mismo tiempo que ellas. A pesar de que estaban en marzo, no habían echado leña en el horno a causa del soleado cli-ma primaveral del que gozaban, por lo que dentro hacía más fresco que, fuera. La cocina no era muy grande, pero tenía una mesa larga con una gruesa tabla de madera que también servía como superficies de trabajo, y bancos y banquetas para más de media docena de personas. Como la puerta que daba a la despensa estaba abierta, Marie pudo ver que Hiltrud todavía contaba con abundantes provisiones, a pesar de que el año apenas acababa de comenzar, y que poseía además una variedad de cestos, cubos y cacerolas inusual para una campesina. En la cocina, las salchichas y el tocino colgaban del techo por docenas, dando testimonio del buen pasar de los dueños de la casa.
Los pensamientos de Marie volvieron a detenerse en Michel, quien gracias al tiempo soleado y seco podría avanzar a buen ritmo a pesar de lo cargadas que iban sus carretas tiradas por bueyes, y deseó que las condiciones climáticas se mantuvieran favorables el mayor tiempo posible. Cuanto antes llegara a Bohemia, antes regresaría con ella, pensaba. Pero después recordó que cada paso que daba ahora lo acercaba más al enemigo, y se estremeció.
—En realidad, los bohemios no son enemigos de Michel, sino del emperador o, mejor dicho, son los enemigos de Segismundo de Bohemia, ya que se alzaron contra su rey y lo depusieron.
Al escuchar su propia voz, Marie se dio cuenta de que había expresado sus pensamientos en voz alta.
—Michel se ha ido a combatir contra los bohemios, así que ellos también son enemigos suyos.
Hiltrud tenía una visión del mundo mucho más simple que la de Marie, y jamás malgastaba su tiempo en pensamientos superfluos sobre los poderosos de este mundo. Por un lado, consideraba que esos asuntos no le competían a alguien de su clase y además, de todos modos, los condes y los príncipes siempre hacían lo que se les antojaba. A ella lo único que le importaba era que la hacienda y los animales le pertenecían, y tenía los documentos que lo probaban bien guardados en el fondo de su cofre. Su derecho de propiedad también estaba consignado en las actas de la alcaidía de Rheinsobern, y habían dejado otra copia más en el monasterio de Niederteufach. Como ambos tenían el estatuto de campesinos libres, el esposo de Hiltrud incluso podía acudir al conde palatino para reclamar sus derechos, por eso estaba en condiciones de ponerle freno a cualquier intento de sus vecinos nobles de apropiarse de sus tierras.
Hiltrud vio que Marie le dirigía una mirada llena de súplica, se dirigió deprisa a la despensa y volvió enseguida con una hogaza grande de pan.
—Bien, ahora podemos comer. ¿Quieres una taza de té o prefieres vino?
Marie hubiese preferido té, pero eso habría significado trabajo extra para su amiga, ya que Hiltrud solía mezclar sus hierbas en el momento cada vez que lo preparaba.
—Beberé vino rebajado con dos partes de agua. Después de todo, quiero regresar a casa esta noche.
—Puedes quedarte a dormir con nosotros cuantas veces quieras.
—Lo sé. Pero como no he avisado a mi gente, vendrían a buscarme.
Mientras Hiltrud cortaba unas rebanadas de pan que tenían el grosor de un pulgar y despedían un exquisito aroma y las untaba a continuación con una espesa capa de manteca, el pequeño Giso se dirigió hacia Marie, tambaleante, y extendió sus bracitos hacia ella.
—¡Tía, upa!
Marie se inclinó hacia él, sonriente, y lo alzó en sus brazos. —¡Dios mío, cómo has crecido!
—A esta edad, los niños aún crecen muy rápido. —Hiltrud se alegró de las palabras de Marie, ya que la hacían sentir que se ocupaba bien de sus hijos, pero al mismo tiempo notó un fugaz gesto de contrariedad en el rostro de su amiga—. ¿Bebiste la última infusión que te preparé?
Marie asintió afligida.
—Sí, pero no sirvió de nada.
—Es demasiado pronto para saberlo. Al fin y al cabo, Michel apenas acaba de irse.
Marie sonrió abstraída, pensando en la apasionada última noche que habían pasado juntos, pero luego meneó la cabeza.
—Hace ya diez años que estoy casada, y he probado todos los métodos que me habéis aconsejado tú, la partera y los médicos.
—Entre los que había algunos bebedizos más bien repugnantes y en su mayoría inútiles desde el comienzo... Pero hace muy poco recordé una de las recetas de Gerlind y te preparé un bebedizo que tendría que surtirte efecto. Ella se lo hizo una vez a una mujer que quería darle un heredero a su esposo a toda costa.
Marie se inclinó hacia delante.
—¿Y? ¿Funcionó?
—En lo sucesivo dio a luz a muchos descendientes. Eso sí: ¡fueron todas niñas!
Hiltrud se rio al recordarlo, y Marie sintió que la esperanza, pugnaba por renacer dentro de ella.
—¡Qué no daría por tener una hija! Marie miró al pequeño Giso y se imaginó lo hermoso que sería poder tener en brazos a un hijo propio. Hiltrud vio que a su amiga comenzaban a rodarle lágrimas por las mejillas. En ese momento deseó tener los poderes de una santa para poder ayudarla. Al mismo tiempo, tuvo que reprimir una son risa. En lugar de conformarse con los hechos, Marie volvía a rebelarse contra su destino, al igual que en aquel entonces, cuando Rupper-tus Splendidus destruyó su vida para hacerse con la riqueza de su padre, obligándola a convertirse en una ramera errante para poder sobrevivir. Ahora llevaba una vida estupenda, era rica y mucho más respetada de lo que hubiese sido como burguesa acaudalada de Constanza. Hiltrud se sacudió el recuerdo de aquellos agitados años que habían vivido ella y Marie, cogió dos vasos de loza de la alacena empotrada en la pared, que su esposo había construido con madera de abeto, y los llenó casi hasta la mitad de vino, mientras Mechthild iba al pozo y regresaba con un jarrón de agua para rebajarlo.
—¡Aquí tienes, Marie! ¡Salud! Me alegro de que podamos estar sentadas aquí juntas otra vez. ¿Quieres otra rebanada de pan?
Cuando Marie asintió, Hiltrud le cortó otra rebanada y la untó con mucha más manteca.
—No te imaginas cuántas veces ansié comer pan con manteca en las épocas en las que errábamos juntas por todo el territorio.
—¿Qué hacíais entonces la tía Marie y tú, mamá?
Mechthild estaba en la edad en la que los niños se interesan por todo.
Marie esperó intrigada la respuesta de su amiga. Si bien Hiltrud no tenía empacho en hablar sobre su pasado como ramera errante enfrente de ella, hasta el momento había mantenido su pasado oculto a sus hijos.
—¿Qué hacíamos? Íbamos viajando de feria en feria, ofreciendo nuestras mercancías.
«También podría describirse de ese modo», pensó Marie, alegrándose de que su amiga hubiese podido salir del brete con tanta sutileza. Mechthild asintió y señaló hacia un botijo que había en un rincón, donde estaba sazonándose el requesón con hierbas que habían ligado por la mañana.
—Ah, vendíais queso y esas cosas en las ferias...
Hiltrud acarició los cabellos albinos de su hija, iguales a los del resto de sus niños, y señaló hacia afuera con el mentón.
—Deberías ir al patio con Dietmar y con Giso. La tía Marie y yo tenemos que conversar sobre algo.
La pequeña asintió con gesto serio y se llevó a Giso, a pesar de los gritos de protesta del niño, que hubiese preferido quedarse en el regazo de Marie. Después cogió a Dietmar y arrastró a ambos ha cia fuera. Una vez que los niños desaparecieron, Hiltrud dejó escapar un suspiro.
—Amo a mis pequeños traviesos, pero a veces son demasiado curiosos. —Hiltrud se inclinó hacia delante y examinó la expresión en el rostro de Marie—. Te he visto más feliz otras veces, Marie.
—Ya te dije que echo de menos a Michel.
—Pero eso no es motivo para que te abandones a la amargura.
Indignada por esa crítica, Marie echó la cabeza hacia atrás.
—¿Abandonarme, yo?
Hiltrud se rio en voz baja.
—Me refiero a que estás intentando encerrarte en ti misma y deshaciéndote en angustia y preocupación. No puedes cambiar el hecho de que Michel haya tenido que marchar a la guerra, pero en lugar de andar llorando su ausencia por los rincones deberías hacer todo lo necesario para que a su regreso se encuentre con un hogar bien ordenado.
—¿Insinúas acaso que no mantengo el orden en mi hogar?
Ahora Marie estaba realmente enfadada.
Hiltrud se reía cada vez con más ganas.
—Seguro que en este momento está todo en orden, pero a partir de ahora tendrás que colaborar con Michel para que las cosas sigan así. Al fin y al cabo, eres la esposa del castellano y alcaide condal de Rheinsobern y tienes la obligación de encargarte de que durante su ausencia todo siga su curso normal. ¿O acaso quieres que, a su regreso, los burgueses acosen a Michel reclamándole decisiones que tú deberías haber tomado mucho antes?
—¡No, claro que no! Mi esposo confía en mí y no puedo decepcionarlo.
Marie asintió, enérgica, abrazó a Hiltrud y la estrechó con fuerza.
—Representaré a mi esposo dignamente en todos sus asuntos, te lo prometo. Perdóname por haberte contestado así.
—Ya estoy curada de espanto. Al fin de cuentas, anduve errando contigo por los caminos el tiempo suficiente como para conocerte, a menudo sin saber cómo hacer para protegerte de tus locuras.
En el rostro de Marie se reflejó la época en la que había dudado tanto de la existencia de la justicia terrenal como de la gracia de Dios. Le respondió con gesto adusto.
—Si llamas locura al hecho de querer vengarme de aquellos que me ultrajaron, robándome mi patria y arrojándome al polvo de los caminos, entonces puede ser que lo haya sido.
—Por aquel entonces tuviste una suerte increíble en Constanza. Si un mínimo detalle en tus planes hubiese salido mal, nuestros cadáveres habrían aparecido poco después flotando sobre el Rin.
—Como casi siempre, tienes razón. Pero si yo no me hubiese arriesgado, ahora no serías una campesina libre y próspera con hacienda propia, un esposo bueno y un establo lleno de niños retozones.
—Mientras que tú eres la pobre y desdichada esposa de un guerrero que llora por su cuna vacía y por su esposo, enviado a luchar a la batalla. Marie, tengo la sensación de que nunca te conformarás del todo. Acepta el destino que te ha tocado en suerte y verás que, a pesar de los terribles años que vivimos juntas en los caminos, la Fortuna te ha acabado favoreciendo.
Hiltrud volvió a llenar el vaso de Marie y se puso a hablar de sus hijos, su tema predilecto. Marie la escuchó con profundo interés, ya que ella era la madrina-de todas las hijas de su amiga, mientras que Michel era el padrino de todos los varones. Pocos niños campesinos tenían padrinos más generosos, de eso Hiltrud estaba segura. Incluso en cierta ocasión, durante una conversación con Hiltrud y con Thomas, Michel les había dado a entender que si su mujer traspasaba la edad de fertilidad, adoptaría a uno de sus niños. Marie no sospechaba nada de aquellos planes, y Hiltrud, absolutamente consciente de lo atractivo de aquel ofrecimiento, deseaba sin embargo de todo corazón qué su amiga pudiera tener hijos propios. Al fin y al cabo, apenas superaba los treinta años y era tan sana como podía esperarse de alguien que se alimenta bien y se mueve lo suficiente al aire libre.
Poco después, Thomas regresó de los sembrados y saludó a la visita con esa amable timidez que no se había aplacado en todos aquellos años. Marie le había dado la posibilidad de desposar a la única mujer por la que había sentido inclinación, además de encargarse de que él, que en el pasado había sido un pastor de cabras jorobado y siervo de la gleba que habitaba un castillo apartado en la Selva Negra, se transformase en un rico campesino libre. En el transcurso de los diez años que llevaba casado con Hiltrud, el amor hacia su es posa no había ido más que en aumento, afianzándose y profundizándose cada día, y haría lo que fuese para agradecerle a Marie tanta felicidad.
—Michel se marchó, ¿no es cierto? —preguntó, mientras Hiltrud le alcanzaba un vaso de vino rebajado con agua.
Marie asintió con un suspiro y se quedó mirando por la ventana en dirección hacia el este. La polvareda que había levantado la tropa de su esposo ya se había disipado hacía rato, y aquel horizonte despejado no hizo más que aumentar la angustia en su corazón. Tilomas apoyó el vaso en la mesa sin haber bebido, le cogió la mano entre las suyas y se la apretó con fuerza.
—Michel volverá. Ya sabes, mala hierba nunca muere.
Marie se echó a reír a su pesar.
—Tú y Hiltrud, vosotros sí que sabéis cómo levantarle el ánimo a la gente. Estoy tan feliz de teneros a mi lado... Yo sola no podría con mi pena.
—Te has vuelto demasiado cómoda —se burló Hiltrud, pero enseguida volvió a ponerse seria y le cogió la otra mano—. Si tienes cualquier problema o necesitas ayuda, no dudes en acudir a nosotros enseguida. Siempre puedes contar conmigo y con Thomas.
Marie respiró profundamente y le regaló una mirada de agradecimiento a Hiltrud. El consuelo de sus amigos le había dado fuerzas, y ahora se sentía mucho mejor que a su llegada a la granja de cabras. Sus pensamientos volvieron a volar hacia la distancia, donde se encontraba otra amiga suya, Mechthild, la enérgica señora del castillo de Arnstein. Si su esposo tuviese que marchar a la guerra, Mechthild jamás daría un espectáculo tan patético como el que estaba dando ella ahora. Aunque, por otra parte, al ser la hija de un caballero, Mechthild había sido educada para ser la esposa de un guerrero, ya que los duelos y la lucha eran parte de la vida cotidiana de los nobles, como lo era para los pobres la lucha por ganarse el pan de cada día.
—Bueno, ahora he de dejaros. En el castillo hay mucho trabajo esperándome.
Marie se puso de pie, abrazó a Hiltrud y le estrechó la mano a Thomas.
Pero no pudo partir tan rápidamente como esperaba, ya que los hijos del matrimonio comenzaron a reclamar sus derechos a viva voz. Michi, el primogénito, se había convertido en un mucha chito despierto y diligente a pesar de sus nueve años, y había notado enseguida que su madrina estaba triste.
—Estoy deseando que regrese el tío Michel. Nos traerá algo a todos nosotros, ¿no crees?
Marie asintió con una sonrisa.
—Seguro que sí. ¿Qué te gustaría que te trajera?
El niño comenzó a dar rodeos, cohibido.
—Oh, no lo sé. Pero seguro que a ti te regalará alguna joya muy bonita. Siempre lo hace.
—¡Yo también quiero una joya! —exclamó su hermana Mariele. La niña era apenas un año menor que él y, según su madre, apuntaba maneras ¿le vanidosa. Los tres más pequeños tampoco habían aguantado más tiempo fuera y ahora rodeaban a Marie, observándola con ojos suplicantes, pero finalmente se dieron por satisfechos ante la perspectiva de recibir uno de esos panes grandes de jengibre de los que Michel les traía todos los años. Aquella banda de pequeños traviesos y retozones no dejaba lugar para la tristeza, y cuando Marie logró por fin montar sobre Liebrecilla y partir, siguió riéndose durante un buen rato de las ocurrencias de los niños. Aunque a veces la vida le deparara tormentas, amigos como Hiltrud y Thomas y sus hijos las hacían más fáciles de sobrellevar.
Capítulo V
A pesar de que el tiempo era seco e inusualmente estable para esa época del año, el ánimo de Michel era realmente malo. En realidad, ya había abandonado toda esperanza de que los caballeros y sus acólitos lo reconocieran como líder de la campaña y le demostraran cierta confianza. Era obvio que Falko von Hettenheim hacía todo lo que estaba a su alcance para poner al resto de les aristócratas en su contra, pero él no era la única causa de las desavenencias suscitadas durante el viaje; el principal obstáculo era el orgullo de clase de los nobles señores. Al ser hijos de caballeros, les contrariaba profundamente tener que obedecer las órdenes del hijo de un tabernero, y se lo hacían saber cada vez que tenían ocasión. Sin embargo, a Michel no le quedaba más remedio que seguir alimentando a esa banda de arrogantes, ya que de otro modo habrían saqueado a los campesinos por el camino sin piedad. Sin embargo, en respuesta a su generosidad no recibió más que burlas e ironías.
Cuando Michel ya empezaba a pensar que las cosas no podían ir peor, los hechos se encargaron de demostrarle lo contrario. La pequeña caravana que conformaba aquella expedición militar había pasado el día anterior por la ciudad de Waiblingen, y ahora continuaba su marcha por un camino enmarcado a ambos lados por sierras boscosas, cuando de pronto, en un claro algo alejado del camino, apareció un diminuto pueblo. Consistía en un par de chozas miserables apenas cubiertas con un delgado techo de paja y albergaba a poco más de una docena de personas, que a esa hora del día trabajaban en los pequeños campos dispersos en los claros de los alrededores. Algo más alejada del resto, una muchacha cuidaba los rebaños de cabras de los pueblerinos. A Michel le interesaba más el estado del camino que las personas que se cruzaban a su paso, y por eso le echó apenas un breve vistazo a la pastora. Falko von Hettenheim, en cambio, que como siempre iba cabalgando detrás de él, pisándole los talones, se quedó observando a la muchacha con lujuria, experimentando en la zona lumbar una sensación de ardor que clamaba alivio. Cuando comprobó que Michel no estaba prestándole atención, comenzó a aminorar la marcha, se dio la vuelta y cabalgó hacia la pastora de cabras.
La muchacha se alarmó ante la presencia del caballero y retrocedió asustada. Falko se apeó de un salto, cogió a la pastora y la arrastró un trecho, internándose un poco más en el bosque. Cuando ella abrió la boca para gritar, se la tapó introduciéndole su guante derecho.
—Ahora no actúes como si jamás hubieses estado con un hombre —se burló el caballero mientras la tiraba al suelo a pesar de su enérgica resistencia. Ella pataleó con todas sus fuerzas, pero él se lanzó sobre ella, empujándola con todo su peso. Con la mano que le quedaba libre, le levantó la falda por encima de los muslos hasta dejar su vientre desnudo, a merced de la mirada y el deseo del caballero—. Ahora verás lo que es un hombre de verdad —le susurró el caballero a la muchacha en el oído, jadeante. Se movió hasta hallar la posición adecuada y la penetró de golpe con violencia.
En ese mismo momento, Michel notó la ausencia de Falko y se dio la vuelta, buscándolo. Al principio pensó que el caballero estaría descargándose y que por eso se habría rezagado, pero entonces descubrió su caballo bastante alejado del camino, en medio de la pradera en la que pastaban las cabras, donde había delicioso pasto fresco. Como Michel no podía encontrar ni a la pastora ni a Von Hettenheim, tironeó de su caballo, maldiciendo, cabalgó hacia el rebaño y miró a su alrededor. Un ruido que no podía provenir de un animal le delató el lugar donde debía buscar, y entonces fue guiando a su alazán a través de unas hayas cuyas ramas tenían un resplandor verdoso, internándose en la semioscuridad que había debajo de aquel techo de hojas, y al poco tiempo halló por fin a Falko, que seguía embistiendo violentamente a la pastora. El rostro de la muchacha es taba desfigurado de miedo y de dolor, y ella luchaba tanto contra el hombre que tenía encima como contra el guante que había dentro de su boca, que amenazaba con asfixiarla.
—¡Dejad a la muchacha ahora mismo! —le gritó Michel, lleno de ira, pero Falko continuó sin inmutarse. Acabó antes de que Michel lo alcanzara, se levantó con provocadora lentitud y le arrancó a la muchacha el guante de la boca con tal brutalidad que le hizo brotar sangre de los labios. Luego se dio la vuelta hacia donde estaba Michel y le dirigió una mirada desafiante.
—Si queréis a la ramera, adelante. Pero no olvidéis que yo la penetré antes.
La pastora se cubrió con las manos la zona ensangrentada y rompió a llorar.
—¡No soy una ramera!
La mano de Michel tanteó en busca de su espada, y por un instante pareció que desenvainaría el arma y acabaría con Falko.
—¡Sois el cerdo más repugnante que se haya cruzado jamás en mi camino!
Falko von Hettenheim se agachó instintivamente y retrocedió un par de pasos. Pero luego se incorporó e hizo un gesto de desdén.
—Seríais un demente si iniciarais una pelea conmigo por una mísera campesina. Si no la hubiese desflorado yo, lo habría hecho otro en mi lugar, tal vez incluso esta misma noche.
—Dadle al menos un par de monedas como resarcimiento por su virtud perdida.
Michel se enojó consigo mismo antes de terminar de pronunciar esas palabras, ya que se dio cuenta de que con ellas estaba respaldándolo.
—¿Pagarle a una campesina mugrienta? Debería alegrarse de haber sentido dentro de ella a un verdadero hombre por una vez en su vida.
El caballero se dio media vuelta con una horrenda carcajada y se dirigió hacia su caballo.
Michel cerró los puños con impotencia, bajó la vista para mirar a la muchacha que lloraba y se apeó del caballo.
—Debería haberle partido el cráneo —maldijo, al tiempo que le extendía la mano derecha a la pastora de cabras—. Vamos, niña, levántate. No te haré daño.
La pastora se bajó la falda, se enrolló sobre sí misma como un animalito y se cubrió el rostro con las manos. En ese momento Michel deseó que Marie estuviese con él. Ella habría sabido cómo tratar a una criatura tan salvajemente ultrajada. Finalmente abrió su bolsa y extrajo un par de monedas.
—Toma, son para ti. El dinero no podrá devolverte lo que has perdido hoy, pero tal vez te ayude de otro modo. —Como la muchacha no reaccionaba, cogió una de sus manos, depositó sus monedas en ella y le cerró los dedos formando un puño—. Que Dios te acompañe, pequeña. Estoy seguro de que no te ha abandonado, aunque tal vez eso sea lo que crees ahora.
La pastora de cabras se apartó de él aún más, y la furia contra Falko von Hettenheim comenzó a ascender dentro de Michel hasta cerrarle la garganta. Sabía que las posibilidades de pedirle cuentas por sus actos eran casi nulas, ya que eso le correspondía al señor del castillo local, o bien al propietario de la muchacha si es que se trataba de una sierva de la gleba. Pero, por lo general, esa gente jamás iniciaba una querella por una muchacha campesina con alguien que pertenecía a la misma clase social que ellos.
Michel abandonó a la pastora, que seguía sollozando, tomó las riendas de su caballo y salió a campo abierto. Allí divisó a algunos campesinos que ya habían comenzado a sospechar que algo no andaba bien y se dirigían hacia la pradera con hachas y azadas, y entonces volvió a trepar a la montura y azuzó a su alazán. Le irritaba soberanamente tener que poner pies en polvorosa, pero los campesinos lo confundirían con el violador y en su furia ciega querrían desquitarse con el hombre equivocado.
Un jinete siempre es más veloz que cualquier campesino, por más alas que la ira dé a los pies de este último, y el espectáculo de los soldados marchando no alentaba precisamente a los campesinos a buscar pleitos. Por eso, muy pronto fueron quedando atrás, maldijeron a esos señores que habían tomado a una de sus muchachas como presa, y al mismo tiempo dieron gracias a Dios de que la tropa entera de guerreros no hubiese caído sobre su pueblo y sus mujeres. Se reunieron en el linde del bosque, se persignaron y en sus plegarias oraron para que los caballeros y los soldados encontraran una sepultura fría en tierra enemiga.
Michel no estaba dispuesto a dejar pasar por alto la acción de Falko. Guio su caballo hasta alcanzar el tosco rocín del caballero y le dirigió una mirada furiosa.
—No volváis a hacerlo, señor Falko, ya que la próxima vez no podré volver a contener mi mano.
Falko von Hettenheim escupió y miró a Michel fijamente a la cara con gesto burlón.
—¡Atreveos, bocón!
La mano de Michel se deslizó hacia el mango de la espada, pero entonces los demás caballeros llevaron también la mano a sus armas, con evidentes intenciones de apoyar a su compañero. Como los acólitos de estos últimos también se preparaban para la lucha y sus propios hombres parecían alegrarse de poder darles una amarga lección a esos caballeros que tanto odiaban y a sus infantes, Michel dejó caer la espada y levantó la mano.
—¡Regresad al orden de marcha! ¡Y pobre de aquel que provoque una riña! —Luego se volvió hacia Falko y agregó, furibundo—: Estáis advertido. La próxima canallada la pagaréis.
Hettenheim parecía tener intenciones de seguir provocándolo, pero Godewin von Berg, que sabía tan bien como Michel que los sobrevivientes de un enfrentamiento armado eran castigados con penas muy severas si, a diferencia de Falko, no tenían parientes ni amigos poderosos en la corte del conde palatino, tomó a Hettenheim del brazo y lo retuvo.
—No vale la pena entrar en una riña por algo así —le susurró, preguntándole en voz igualmente baja qué había sucedido.
Falko rechinó los dientes.
—El bastardo hijo del tabernero se puso prepotente porque me follé a la pastora de cabras.
—¿Qué? ¿Pudiste clavar tu estaca en un pedazo de carne jugosa de hembra? Por Dios, Falko, tú sí que tienes una suerte obscena. Maldición, ¿no podrías haberme llevado contigo?
Falko von Hettenheim le dirigió una socarrona mirada de soslayo.
—Una pastora de cabras para dos hombres... eso no habría sido muy placentero para ti, y además no habrías llegado a disponer de ella porque ese bastardo hijo del tabernero te lo habría impedido.
—Entre los dos podríamos haberle quitado la prepotencia de una paliza.
Godewin clavó la vista en la espalda de Michel y lamentó no haber estado allí.
Von Hettenheim se quedó elucubrando la manera de provocar una ocasión oportuna para acabar con la vida de Michel Adler con ayuda de Godewin. Una vez que ese bastardo hubiese sido eliminado, él podría convertirse en líder de aquel ejército y hacerse con el dinero que aquel desvergonzado llevaba en el arcón de una de las carretas para darle un destino mejor que un par de hogazas de pan y un poco de carne fresca. Ante esta idea, Falko von Hettenheim soltó una carcajada. Claro que sí, él usaría ese dinero para comprar carne... deliciosa carne de mujer.
Mientras Falko von Hettenheim esperaba el momento oportuno para empujar a Michel a cometer una imprudencia y deshacerse así de él de una vez por todas, éste buscaba con la vista al resto de las tropas que se encaminaban hacia el punto de reunión en Nú-remberg. El emperador había leído una convocatoria a todos los nobles del Imperio, y el papa Martín V, a quien Segismundo había puesto en el Trono de Pedro en el Concilio de Constanza, había equiparado la lucha contra los husitas a las cruzadas contra los musulmanes. Sin embargo, no se cruzaron con ninguna otra tropa en mucho tiempo. Cuando por fin se toparon con dos caballeros francos y su séquito, Michel se alegró de que no fueran más que unos pocos, ya que los dos aristócratas no tardaron en unirse a Falko von Hettenheim, ignorándolo de forma casi insultante y tratando a sus lanceros como si fuesen siervos de la gleba.
Durante dos días, Michel observó aquella insufrible situación con los puños cerrados, hasta que finalmente llegó el escándalo que preveía. Al caer la noche, los hombres de Michel habían dispuesto sus cinco carretas en círculo en un pequeño claro a la izquierda del camino formando una barrera, mientras que los caballeros y sus hombres prefirieron acampar más allá del camino, bajo un par de hayas que habían sido partidas por rayos. Cuando Michel fue a servirse un vaso de vino del barril que estaba sobre el caballete, se le acercó Gunter von Losen, uno de los caballeros francos, extendiéndole un vaso en actitud exigente.
—Tabernero, sírveme del mejor que tengas.
Su voz desbordaba sarcasmo.
Michel aspiró profundamente, reprimiendo el deseo de echar por tierra de un puñetazo a aquel hombre que apenas le llegaba al mentón. Con una sonrisa suave, cogió el vaso de Gunter, lo puso debajo del agujero de la piquera y lo llenó hasta el borde. El caballero esbozó una amplia sonrisa y les dirigió una mirada triunfal a sus nobles congéneres, que seguían la escena con gran expectación. Sin embargo, cuando quiso coger su vaso lleno, Michel se lo impidió.
—Me habéis llamado tabernero, por lo tanto, os trataré como tal. El vino cuesta tres kreuzer, a pagar por adelantado, ya que no otorgo crédito. Esto rige a partir de ahora también para el resto de los caballeros y sus acólitos.
Gunter von Losen aspiró profundamente para evitar ahogarse.
—¡No podéis hacer eso! ¡Ese vino le pertenece al conde palatino!
Michel le apoyó la mano derecha sobre el hombro con tal fuerza que lo obligó a ponerse de rodillas.
—Os equivocáis, amigo. El vino ha sido pagado con mi dinero, al igual que el resto de las provisiones que llevamos, y no pienso seguir compartiéndolas con gente como vos. Así que comeréis lo que hayáis traído, y no creáis que podréis saquear a los campesinos por el camino. Si lo intentáis, acabaréis muy mal.
El caballero franco se quedó mirando a Michel, indignado.
—¡No podéis hacer eso con nosotros! ¿Acaso somos mercaderes como para andar cargando provisiones? Más vale que nos atendáis porque si no, tomaremos lo que necesitemos de los campesinos, os guste o no.
De esa forma, Losen puso a Michel frente a un dilema, ya que él no hubiese querido darle nada más a esos caballeros altaneros, ni siquiera una corteza de pan duro. Pero como jefe de la tropa era responsable por los caballeros palatinos, y por eso decidió tratar de llegar a un acuerdo.
—Los caballeros y la gente que partió conmigo desde Rheinsobern recibirán alimento suficiente como para no pasar hambre. Pero vos, vuestro amigo y vuestra gente me tienen sin cuidado. Desapareced o rogadle a los palatinos que os arrojen un par de mendrugos.
Su interlocutor se puso de pie, morado y boquiabierto, pero luego volvió a cerrar la boca sin decir palabra. Furioso, extendió la mano para coger su vaso al mismo tiempo que se daba la vuelta para emprender la retirada. Pero Michel alzó la mano con el recipiente por encima de su cabeza.
—Tres kreuzer.
—¡Al diablo, tabernero bastardo!
El caballero mostró los clientes, aunque no se atrevió a coger a Michel del brazo y bajar el vaso, sino que dio media vuelta y se fue. —Olvidasteis algo.
Michel volcó el vino con gesto apesadumbrado y le arrojó al otro el vaso vacío. Losen lo atrapó, regresó con el resto entre gruñidos y maldiciones y les transmitió lo que Michel le había dicho. En respuesta, el resto de los caballeros y sus hombres cubrieron a Michel con miradas asesinas.
Él no se dejó amedrentar ni por las expresiones furiosas ni por los gestos amenazantes, y ordenó al cocinero y a sus ayudantes que las raciones que les tocaban a los aristócratas y sus infantes fueran escasas, y que no les sirvieran vino si no se lo pagaban. Su gente, que ya se había enfadado en más de una ocasión con aquella estirpe de arrogantes, sonrió complacida mientras se mofaba de los acólitos de los caballeros nobles, que ahora tendrían que beber agua, mientras que ellos mismos saboreaban el delicioso vino de Michel. Esto no contribuyó a mejorar el clima dentro de las huestes, de ahí que Michel suspirara aliviado cuando la ciudad de Núremberg comenzó a divisarse a lo lejos.
Media milla antes de llegar a la puerta de la ciudad, que saludaba a los viajeros desde sus dos torres, un mariscal imperial salió al encuentro de los recién llegados y les asignó un lugar para acampar a orillas del Pegnitz. Cuando Michel le preguntó por qué los hacían acampar tan lejos de la ciudad, el hombre le mostró los dientes.
—Es por las mujeres. Es para que los hombres se atengan a las prostitutas de campaña y no anden por la ciudad acechando a las mujeres burguesas.
—Una idea muy razonable. Pero ¿dónde están las prostitutas?
El procurador señaló hacia un lugar un poco más adelante, río arriba, en donde un grupo de carpas de colores asomaba resplandeciente por entre los verdes alisos de la vegetación.
—Allá están sus carpas, a la derecha para los aristócratas y a la izquierda para los soldados rasos. >
Michel iba a preguntarle qué lado le correspondía a él, ya que no era un aristócrata, pero tampoco un soldado. Sin embargo, como de todos modos no tenía interés alguno en requerir los servicios de una prostituta, se quedó con la pregunta en la punta de la lengua, se tragó sus palabras y en su lugar le preguntó al procurador dónde podía completar sus provisiones y qué tropas se habían reunido hasta el momento.
—Espero que no hayamos sido los últimos en llegar —agregó con una sonrisa de disculpa. —Ya lo creo que no.
La expresión agria en el rostro del procurador revelaba que hasta entonces habían llegado allí muchos menos guerreros de los que él y su señor imperial esperaban. Ese hecho asombró a Michel, ya que él se había imaginado que los condes y los caballeros del imperio confluirían hacia allí desde todas partes si el emperador los llamaba. Pero cuando poco más tarde salió a caminar por el campamento para hacerse una idea de la situación, se dio cuenta de que la afluencia de hombres no tenía la fuerza de un torrente, sino más bien de un arroyuelo. No habían llegado hasta allí más de quinientos caballeros bien y fuertemente equipados para participar de la cruzada de Segismundo, y el resto del ejército tampoco superaba los mil entre soldados de armas livianas a caballo, arqueros y lanceros a pie, de los cuales casi ninguno estaba tan bien armado como los infantes de Michel. No sumaban ni la mitad los siervos de guerra que poseían una vestimenta medianamente adecuada para un combate y armas que merecieran recibir el nombre de tales. La mayoría vestía sus túnicas de campo y tenía aspecto de no saber qué hacer con la lanza que habían puesto en sus manos.
Timo sacó a Michel de aquellas observaciones sombrías.
—Perdonad, señor, pero las carpas ya están armadas, y los hombres quieren saber si pueden hacer una visita a ¡as mujeres.
Michel se quedó unos instantes pensando y finalmente habló.
—Dale a cada uno dinero suficiente como para que pueda pagarse una prostituta y dos vasos de vino en las tabernas, pero no más que eso. No quiero que los muchachos se embriaguen.
—Estaré atento para que eso no suceda, señor.
Timo sonrió avergonzado, ya que sabía que la noche sorprendería a algunos de sUs camaradas ebrios en un rincón. Pero si el resto se comportaba decentemente, no llamarían la atención, y de eso sí que se encargaría.
—¿Y qué hay de los caballeros? ¿Seguiremos abasteciéndoles? En realidad, ya no tenemos por qué darles más comida, ya que armaron sus carpas con otra gente.
Timo se quedó mirando a su señor con una expresión casi de súplica, ya que odiaba con toda el alma a aquellos huéspedes arrogantes.
Michel le apoyó la mano en el hombro.
—No les debemos nada a esos caballeros, así que si ellos no quieren saber nada de nosotros, que los alimente otro.
—Estoy totalmente de acuerdo con vos, señor.
Timo regresó con una sonrisa satisfecha al lugar donde se encontraba su gente, que lo esperaba llena de expectación y vitoreó a su capitán antes de ponerse en fila para recibir las monedas que le tocaban. Michel se alegró al oír que lo aclamaban: eso significaba que el altercado que mantenía con los caballeros no había menguado su popularidad en el seno de sus propias filas, sino que más bien la había aumentado. Ahora esos muchachos lo seguirían dondequiera que fuese, incluso hasta el mismísimo infierno. Mientras seguía caminando por el campamento, Michel escudriñó en busca de algún rostro conocido. Durante el Concilio de Constanza había tenido la oportunidad de conocer a mucha gente de alto rango y renombre y a muchos otros jóvenes valientes, pero o todos ellos habían cambiado tanto su aspecto durante los últimos diez años que ya no era capaz de reconocerlos, o ninguno de ellos se hallaba entre las filas del ejército imperial.
Cuando el sol ya comenzaba a desaparecer en el horizonte, el campamento empezó a alborotarse, ya que el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico había venido cabalgando desde Núremberg para darles la bienvenida a los recién llegados, y los soldados se aglomeraron para admirarlo. Junto a Segismundo cabalgaba Friedrich, el burgrave de Núremberg, leal al emperador, de quien había conseguido en feudo la marca de Brandeburgo. Ciertos rumores aseguraban que Friedrich también se había hecho ilusiones de obtener el electorado de Sajonia, pero finalmente Segismundo se lo había transferido al margrave de Meissen. Tal vez había sido el miedo a los husitas lo que había motivado al burgrave a tragarse su inquina por el supuesto desaire y a inclinar nuevamente su cabeza ante el emperador. Sin embargo, para desilusión de los soldados allí reunidos, no apareció ningún otro noble caballero del imperio. Michel se sintió abatido, ya que esperaba encontrarse allí con el conde palatino Ludwig, y al igual que los demás, también él lamentaba la ausencia de los hijos de Eberhard von Württemberg, de Ludwig, landgrave de Hesse, y del príncipe elector de Sajonia y mar-grave de Meissen, Federico el Pendenciero, quien a pesar de su apodo evitaba pisar aquel campamento militar tanto como los duques bávaros y los señores del territorio de los Habsburgo. Todos ellos le habían denegado al emperador su ayuda militar con los pretextos más diversos para obligarlo de ese modo a hacerles concesiones, y ahora parecían querer repetir esa estrategia.
Michel seguía allí de pie, ensimismado en sus pensamientos, cuando el sol en declive del ocaso arrojó uña sombra larga sobre él.
—¡A ti te conozco de alguna parte!
Segismundo de Luxemburgo, rey de Sajonia, rey de Hungría, duque de Brabante, duque de Silesia, margrave de Moravia y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se detuvo delante de él y lo observó con expresión exigente.
Michel se apresuró a flexionar la rodilla.
—Michel Adler, a vuestro servicio, su majestad. Yo fui uno de los capitanes palatinos durante el Concilio de Constanza.
—Oh, sí, claro. Ya me acuerdo. Tú eres el joven que por entonces desposó a la muchacha burguesa condenada injustamente por prostitución.
El emperador asintió, satisfecho, dio una palmada en el hombro a Michel y se dejó conducir por él hasta donde se encontraban los lanceros palatinos. Si bien algunos de los hombres seguían en las carpas de las prostitutas o en los puestos de los taberneros, al emperador le agradó lo que veía.
—Una infantería con armadura liviana que tenga movilidad es precisamente lo que necesitamos para combatir a los husitas, Michel. Si contaras con mil de estos hombres contigo, te nombraría en recompensa caballero del imperio y te daría un hermoso feudo.
—Lamentablemente, no son más que ciento veinte, mi noble señor.
Michel no pudo contener una sonrisa, ya que el elogio del emperador lo había dejado perplejo. Lo observó con disimulo y constató que Segismundo había envejecido mucho más de los diez años que habían pasado desde su último encuentro.
La barba larga del emperador, que le llegaba hasta el pecho, estaba surcada de mechones grises y, al igual que sus cabellos, tenía un aspecto desgreñado y descuidado. Las arrugas en su rostro también estaban mucho más marcadas que por entonces, y su expresión iba de un momento a otro del agotamiento profundo, casi diríase de la total desesperanza, a un optimismo sin límites, para luego volver a perderse en un ensimismamiento sombrío. Un rasgo terco en tor no a su boca daba cuenta de las muchas decepciones vividas. Incluso la vestimenta de aquel señor que reinaba sobre el Sacro Imperio Romano Germánico parecía carcomida por los estragos del tiempo, aunque seguía estando confeccionada con un género de aspecto suntuoso y finamente trabajado. Encima de su armadura liviana, el emperador llevaba una guerrera roja que le llegaba casi hasta el suelo bordada con águilas, leones y otros blasones negros y dorados, tal y como le correspondía a aquel noble señor por ser propietario de tantos y tan vastos territorios.
—Bien, bien —murmuró Segismundo, mientras se despedía con una palmadita amistosa de Michel, quien se quedó rascándose la cabeza, confundido, después de que el emperador le diera la espalda. Las cosas no deberían ir nada bien para Segismundo si se alegraba tanto de la llegada de apenas un centenar de infantes y saludaba al líder de esas tropas, que no pertenecía a la nobleza, como si se tratase de un viejo amigo.
Michel se quedó contemplando cómo el emperador se alejaba sin darse cuenta de que los caballeros palatinos que habían levantado sus carpas río arriba lo observaban con expresión sombría. Falko von Hettenheim hubiera dado la mitad de cuanto poseía con tal de que el emperador se dignara a mirarlo aunque no fuese más que una vez, y hervía de rabia al ver que Segismundo le había regalado tanta atención a Michel.
Godewin von Berg se puso al lado de Von Hettenheim y se encogió de hombros.
—Espero que con nuestra actitud durante la marcha no nos hayamos metido en camisa de once varas, ya que por lo visto Michel Adler posee amigos muy influyentes.
Ese comentario no contribuyó en exceso a suavizar la furia de Falko. Iba a reconvenir a su vecino con aspereza, pero finalmente lo dejó plantado sin decir nada y se acercó a Gunter von Losen, que profesaba un odio tan intenso como el suyo hacia el hijo bastardo del tabernero.
Capítulo VI
En realidad, Segismundo hubiese querido aguardar hasta reunir tropas suficientes en Núremberg, pero una semana después de la llegada de Michel aparecieron unos mensajeros cabalgando a toda prisa, con sus caballos echando espuma por la boca, trayendo malas noticias. Los husitas habían partido en diversas columnas hacia la marca de Meissen, Austria y el Alto Pa-latinado, y una de sus huestes se dirigía infatigablemente hacia Núremberg.
Cuando Michel se enteró de las noticias, comenzó a entender el porqué de la ausencia de los grandes del imperio. El yerno del emperador, Alberto V de Austria, estaba más preocupado por sus propias ciudades que por la corona bohemia de Segismundo, y el duque de Sajonia también prefería defender su territorio a dejarlo sin protección, a merced del enemigo. Sin embargo, al defender sus intereses particulares, estos señores no hacían otra cosa que fragmentar sus fuerzas en lugar de unirse para doblegar a los bohemios.
A Michel no le quedó mucho tiempo para reflexionar sobre aquella situación desacertada, ya que durante los dos días sucesivos comenzaron a reunirse a orillas del Pegnitz los acólitos del burgra-ve de Núremberg, lo cual indicaba que se acercaba el momento de la partida. Por eso le ordenó a Timo que mantuviera a sus hombres alejados del vino y que tuviera todo listo para una pronta partida, e hizo muy bien, ya que, a la mañana siguiente, los cuernos y las trompetas comenzaron a resonar desde las torres del castillo indicando que era hora de partir, y el emperador atravesó las puertas cabalgando seguido por su séquito.
A diferencia de su última visita al campamento, esta vez el emperador había elegido un atuendo especialmente suntuoso, que le hacía sobresalir entre sus caballeros como un faisán entre unas gallinas. Su coraza constituía la maravillosa obra de arte de un forjador de armaduras y le calzaba como anillo al dedo. Las ataujías de oro en los brazales y quijotes del emperador resplandecían bajo la luz del sol tanto como el casco, adornado con una corona de oro, y el gabán, debajo del águila imperial, que tenía bordado en hilos de oro un león a punto de saltar, señalando que Segismundo marchaba al frente de batalla sobre todo en calidad de rey de Bohemia.
El burgrave Friedrich y el resto de los nobles señores también estaban armados como si la batalla estuviese a punto de comenzar. Sin embargo, no parecían saber si alegrarse de que las huestes partieran de una buena vez o lamentar la escasa cantidad de guerreros con los que tenían que partir. Detrás del emperador había unos quinientos caballeros blindados y unos mil quinientos soldados a caballo e infantes. A ellos se sumaban los pertrechos, compuestos por varias docenas de grandes carretas tiradas por bueyes con sus correspondientes conductores y boyeros, cocineros, cirujanos de campaña, artesanos, un número cercano a los cien sirvientes y por lo menos el doble de prostitutas de campaña y vivanderas, que se alinearon al final de la caravana, inmediatamente detrás del grupo de Michel.
El emperador había nombrado capitán de las tropas de infantería al caballero imperial franco Heribald von Seibelstorff, un hombre de mediana edad de rostro redondo, enmarcado por una barba rojiza, quien con su armadura negra, que le sentaba a la perfección aunque carecía de adornos, daba la impresión de ser un valiente y experimentado guerrero. Sin embargo, hasta el momento había pasado revista a los soldados alistados por el emperador y al resto de los infantes una sola vez de forma rápida, y al hacerlo había vertido un par de frases ofensivas. Para él, la guerra sólo parecía tener validez si se desarrollaba como un desafío caballeresco entre dos ejércitos blindados y, en ese tipo de contiendas, los siervos y los soldados no tenían nada qué hacer. A Michel le parecía un error por parte del emperador haberle confiado la dirección de sus infantes precisamente a ese hombre, ya que él mismo había tenido la oportunidad de reunir experiencia con los infantes del conde palatino y estaba firmemente convencido de que podría haber conducido a las tropas muchísimo mejor que Von Seibelstorff.
De ahí en adelante, el caballero imperial tampoco siguió ocupándose de su gente. Ni siquiera había dado la orden de marcha, sino que le había encomendado a Gisbert Pá"uer, el procurador, la tarea de poner orden en aquella infantería de tan variada composición, de la cual, salvo los palatinos de Michel, apenas una docena provenía de la misma región. A su vez, Pauer se limitó a impartirles un par de órdenes sucintas a los líderes de cada grupo, a menudo auto-proclamados, y luego volvió a cabalgar hacia delante para estar cerca del emperador, de manera que no había ningún oficial controlando a la gente.
Timo, que marchaba junto al caballo de Michel, se abrazó a su lanza como si quisiera asfixiarla y se quedó mirando hacia delante como si no pudiese dar crédito a lo que veían sus ojos. Finalmente, sacudiendo la cabeza, habló.
—Señor, ¿podéis decirme cómo quiere el emperador ganar una guerra con esa banda de gallinas que va delante de nosotros? Esos hombres se desperdigarán por todas partes en cuanto un bohemio suelte una ventosidad.
—¡Bueno, bueno, Timo! Este ejército tampoco es tan malo. El camino es largo, verás que las filas ya irán cerrándose a lo largo de la marcha.
El siervo suspiró y escupió hacia el camino.
—No lo toméis a mal, señor, pero en Núremberg he tenido la oportunidad de oír algunas cosas sobre los husitas. Un jinete blindado es uno de los mejores regalos que uno puede hacerles a esos blasfemos. Vos también habéis oído ya historias acerca de las batallas en Morgarten y en Sempach, en las que los helvecios destruyeron a los Habsburgo y a sus aliados. De nada les sirvieron a los Habsburgo sus pesadas armaduras ni sus corceles contra las lanzas del bastión suizo. Parece que los husitas también luchan de ese modo, y hasta ahora siempre se han retirado victoriosos del campo de batalla. ¿Queréis que os enumere los combates y las batallas en las que los husitas obligaron a esos engreídos caballeros a emprender la retirada?
Michel hizo un gesto de desdén, pero Timo no se dejó detener. Cubrió a su señor con una catarata de nombres: las batallas en las cuales los husitas habían ganado, las ciudades arrasadas y saquea das que habían dejado a su paso y los caballeros de viejas y conocidas estirpes que habían encontrado un humillante final bajo las lanzas y los manguales de los rebeldes.
—El año pasado destruyeron hasta los cimientos de la ciudad austríaca de Pretz, hicieron una carnicería con los habitantes de la ciudad que no lograron escapar a tiempo y dicen que lo mismo sucedió en otros cientos de ciudades en Austria, Baviera y Franco-nia, y también más al norte,, hasta llegar incluso a Sajonia y a Bran-deburgo.
Timo levantó la vista y miró a Michel como a la espera de que éste lo felicitara por el informe que le había dado, pero en cambio su señor se limitó a mirarlo con ojos centellantes de enojo.
—Guárdate para ti solo esos relatos disparatados. Ni una palabra de ello a nuestros hombres.
La mirada culpable de su sirviente le hizo comprender que esa antología de rumores exagerados e informes aterradores ya estaba en boca de todos. Claro que Timo no podía ser el autor de esos chismes, ya que él sólo podía haber accedido a esa información durante su estancia en Núremberg. Los chismosos, que no faltaban en ningún ejército, llevaban y traían cualquier palabra que alguno dejaba caer, transformando una brisa en un huracán que destruiría el imperio.
Dos días después, Michel comenzó a preguntarse si esos rumores que Timo había escuchado realmente serían tan carentes de fundamento como él había creído en un comienzo. La expedición militar imperial había avanzado desde Núremberg hacia el este, internándose en las sierras de Sumava, y ahora llevaba varias horas marchando a través de unas lomas extensas, cubiertas de espesos bosques. La expedición no avanzaba ni a la mitad de la velocidad que habían demostrado las huestes de Michel camino hacia Núremberg. La causa de tanta lentitud no era tanto el mal estado del camino, sino más bien la pesadez de los pertrechos y la mala calidad del material. A cada milla ocurría un nuevo traspié. Por lo general, sólo se trataba de una soga que se cortaba y que había que volver a remendar con gran trabajo, ya que no había suficientes sogas de repuesto; otras veces alguna rueda se salía de su eje, y en dos ocasiones tuvieron que cambiar la carga de una carreta que se había descuajeringado a otra. Al tercer día ya se podía vislumbrar que las provisiones no alcanzarían hasta llegar a Bohemia, y Michel se preguntó qué haría el emperador para abastecer a un ejército que sumaba unas tres mil almas entre nobles, soldados y bagajeros, incluyendo a las prostitutas de campaña. De acuerdo con las palabras de Timo, los husitas eran como langostas, y por donde pasaban no dejaban más que tierras yermas que ya no servían ni siquiera para alimentar a los sobrevivientes de sus masacres.
Al llegar el cuarto día, las sospechas de Michel encontraron nuevos fundamentos de qué alimentarse. La expedición militar se detuvo, y cuando Michel hizo parar a sus hombres y se adelantó para ver cuál era la causa de la demora, el corazón se le contrajo de compasión ante el espectáculo de aquellas figuras desdichadas que bloqueaban el camino. Aquellos hombres, mujeres y niños aún tenían el horror grabado en sus rostros, y casi ninguno de ellos llevaba puesta más que su túnica, de modo tal que sus heridas mal curadas quedaban a la vista.
Todos ellos alzaron sus brazos en señal de súplica.
—¡Los husitas vienen detrás de nosotros! Han asesinado a todos los demás e incendiado nuestras aldeas. Sólo nosotros logramos escapar por obra y gracia de Dios.
Eso no era del todo cierto, ya que cuando esas personas dejaron por fin de franquearles el paso, la expedición militar se topó varias veces más con refugiados cuyos relatos estremecieron incluso a los guerreros más curtidos. Los husitas debían de ser unos diablos que provenían directamente del infierno, ya que mataban a sus prisioneros de la manera más cruenta posible, mientras que ellos mismos parecían ser invulnerables por arte del demonio.
A primera hora de la tarde del quinto día divisaron no muy lejos de donde ellos estaban unas columnas de humo elevándose hacia el cielo que no podían provenir más que de una aldea recién incinerada por los husitas. Poco después comenzaron a llegar los primeros campesinos con los rostros aún surcados de espanto y les contaron nuevas atrocidades.
El emperador obligó a las personas a que dejaran el camino de inmediato y ordenó a sus subalternos que se acercaran a él. Entre aquellos a los que el heraldo llamó hacia el frente figuraban Michel y Urs Sprüngli, el jefe de los soldados helvecios, que se había puesto al servicio del emperador con al menos una docena de sus mercenarios suizos y que lamentaba mucho la ausencia de un grupo fuerte de sus compatriotas de Appenzell. Falko y otros caballeros que tampoco habían sido llamados se acercaron de todas formas, em pujando sin consideración a los que habían sido convocados hasta quedar ellos también frente al emperador.
Segismundo masajeaba el mango de su larga espada con ambas manos, y su mirada se desvió varias veces hacia los refugiados, que se habían sentado al otro lado del camino creyendo estar seguros bajo la protección del ejército imperial.
—Señores, hemos llegado a nuestra primera meta. El enemigo está a menos de una hora de distancia, muy ocupado en saquear una aldea. Con la ayuda de Dios podremos sorprender a esos despiadados herejes bohemios y batirlos en forma contundente. Dejad a un pequeño grupo custodiando los pertrechos y preparaos para la lucha. Avanzaremos tan rápido como sea posible.
A la mayoría de los presentes se le notaba que hubiesen preferido mil veces estar en sus castillos natales hablando de las hazañas que realizarían frente a los husitas en lugar de tenerlos realmente enfrente, y por eso los vítores al emperador sonaron algo débiles. Incluso Michel se descubrió deseando volver con su mujer a su seguro Rheinsobern. No podía quitarse de la cabeza las palabras «con la ayuda de Dios», y recordó lo que Marie le había dicho estando en Constanza:
—¡No hay que fiarse tanto de la ayuda de Dios, sino confiar más en las propias fuerzas!
«En fin», pensó Michel, «tal vez Dios nos ayude si le mostramos nuestra buena voluntad».
Aun sin los pertrechos, las huestes avanzaban a paso tan lento que no alcanzaron a sorprender a los saqueadores, ya que cuando por fin llegaron a la aldea, a orillas de un riachuelo, los edificios ya habían sido incendiados y sólo quedaban en pie sus cimientos. Los husitas, cuyos espías evidentemente eran mejores que los propios, se habían replegado todos, hombres y carretas, hacia la cima pelada y llana de una colina no lejos de la aldea, construyendo allí una posición defensiva prácticamente inexpugnable. Varias docenas de carros, todos ellos más pequeños y maniobrables que los que llevaban los pertrechos imperiales, habían sido dispuestos formando una barrera, y los rebeldes incluso habían tenido tiempo suficiente como para levantar barricadas de ramas y arbustos espinosos para tapar los huecos.
Las laderas de la colina eran en la mayoría de sus tramos demasiado escarpadas para los jinetes y, además, los espesos matorrales les ofrecían a los defensores una protección adicional. El emperador sujetó a su caballo y alzó la vista hacia el lugar donde se encontraba el enemigo, como si considerara una ofensa personal esa jugada de ajedrez de los bohemios, al tiempo que abría y cerraba los puños en un gesto de impotencia.
Timo quiso rascarse la cabeza, pero se chocó con el casco.
—Esto no se ve nada bien, señor. Deberíamos cercar a esos hombres allá arriba y asediarlos, ya que si intentamos tomar por asalto su barrera de carros, perderemos la mitad de nuestros hombres antes de llegar a la cima.
Al principio, Michel asintió en señal de acuerdo, pero luego lo pensó mejor.
—Nosotros no llevamos con nosotros provisiones suficientes, en cambio los husitas deben haberse hecho con un gran botín. Además, la cantidad de soldados con los que contamos no alcanza para rodear la colina.
—Entonces, tendrá que ayudarnos Dios.
—En ese caso, sólo nos resta esperar y rezar.
Michel palmeó el hombro de su fiel ayudante y volvió a mirar hacia arriba. Delante de la barrera de carros habían aparecido unos hombres que comenzaron a cubrir al emperador de burlas e improperios para provocarlos. Si bien la mayoría de sus palabras resultaban incomprensibles, ya que la mayor parte de ellos hablaba checo, sus gestos no dejaban lugar a dudas, y aquellos que dominaban el idioma alemán gritaron con palabras terminantes lo que pensaban de su rey oriundo de Luxemburgo y de sus acólitos alemanes. Mientras tanto, agitaban en el aire unas banderas en las que se podía distinguir un ganso. Los caballeros alemanes interpretaron ese símbolo como una afrenta al águila imperial y respondieron acaloradamente a los insultos.
Godewin von Berg se volvió hacia los suyos con gesto enfurecido.
—Mi caballo podrá con esa ladera escarpada, y con sólo cien de vosotros que me sigáis, lograremos que esa calaña emprenda despavorida la retirada.
Sin aguardar una respuesta, espoleó a su caballo y lo impulsó cuesta arriba. El animal cerdeaba a cada paso, exhalando unos quejosos gemidos, pero siguió luchando, subiendo cada vez más y más sin resbalar hacia abajo. Era una demostración incomparable de des treza ecuestre, pero también una tarea infame para el equino. Godewin alcanzó en poco tiempo la barrera de carros, la atravesó al galope y apuntó con su lanza hacia los hombres que estaban en sus carretas agitando sus picas y sus manguales y mirándolo desconcertados.
Durante algunos instantes pareció que el valor de aquel caballero había paralizado a los bohemios. Pero, de pronto, al menos una docena de ellos saltó de las carretas y rodeó al atacante. Los manguales le destrozaron las patas al caballo, haciéndolo caer, mientras Godewin era atrapado por varias picas con gancho al mismo tiempo y arrojado al suelo. Después resonaron fuertes golpes que bajaban de la colina, como si unos gigantes le estuviesen pegando con palos a una olla de hierro. Los imperiales alcanzaron a oír desde el valle los aullidos de Godewin, que se interrumpieron poco después, y vieron cómo su corcel se revolvía en el suelo lanzando unos relinchos de dolor. Un grito salvaje de venganza colmó el aire, y los caballeros se precipitaron junto con algunos de sus acólitos sin preocuparse por el resto de las huestes ni por la llamada de sus líderes. Al principio, sus caballos avanzaban bien, pero cuando la ladera comenzó a tornarse más escarpada, los animales más débiles perdían rápidamente la velocidad inicial y se caían o se tropezaban. Muchos rodaban, aplastando a sus jinetes, y caían arrastrando consigo a los que venían detrás.
Michel, que se había quedado con sus hombres, apenas podía dar crédito a sus ojos. ¿Acaso los señores no se daban cuenta de que esos embates absurdos no hacían más que favorecer al enemigo? Según sus cálculos, por cada uno de ellos habría -al menos- cinco bohemios bien armados esperando el momento de liquidar a los caballeros indefensos tendidos en el suelo con sus clavas y manguales capaces de atravesar las corazas. De pronto, el emperador, que hasta el momento también había permanecido al pie de la colina, comenzó a dirigirse hacia la cima, y un poco más atrás, torturando a su caballo cuesta arriba para no ser el último de los caballeros en enfrentarse con el enemigo, iba Heribald von Seibelstorff, que debía haber liderado la infantería.
Michel advirtió la catástrofe que se avecinaba. Se apeó del caballo, extrajo su espada y señaló con el filo al enemigo.
—¡Soldados, seguidme!
Con esas palabras salió corriendo, y suspiró aliviado al ver que no sólo sus palatinos se habían puesto en movimiento, sino también gran parte de los demás infantes. Un poco más a su derecha, Urs Sprüngli asintió con el gesto, agitó su mandoble y soltó un grito de guerra.
En los minutos siguientes, Michel apenas pudo prestar atención a lo que sucedía más arriba, ya que bastante tenía con encontrar un buen asidero en aquel terreno flojo y escarpado, esquivar a los caballos caídos que pataleaban desesperados en todas direcciones y animar a sus hombres con gritos salvajes. De golpe, un estruendo sordo sacudió el aire. Michel levantó la vista, asustado, y divisó una pequeña nube de humo disipándose delante de uno de los carros. Al mismo tiempo oyó gritos de hombres heridos y los sonidos sobre-cogedores que proferían los caballos moribundos.
—¡Esos cerdos tienen cañones! —exclamó Timo a su lado. Michel sacudió la cabeza sin poder creerlo. Los cañones, con los que se podían perforar los muros de los castillos, eran armas para una batalla a campo abierto.
—¡Debe de haber sido un trueno! —le gritó a Timo, animando a seguir a los infantes que se habían quedado paralizados del susto—. ¡Adelante, hombres! ¿O queréis pasar la noche aquí en la ladera?
Los soldados iban pisándole los talones. No habían pasado dos segundos cuando volvió a sentirse una nueva explosión, y esta vez Michel vio la pieza de artillería. Estaba sujeta a una de las carretas y casi parecía de juguete comparada con los cañones que él conocía, pero su efecto era devastador. Al parecer, los enemigos no arrojaban balas de piedra, sino pedacitos de hierro que abrían brechas entre las filas de los atacantes. La línea de los caballeros ya había sido desbaratada y los cañones bastaban para volar en pedazos al resto de los grupos que continuaban avanzando al ataque. Ahora, los primeros hacían dar la vuelta a sus caballos agotados y descendían para escapar del fuego mortal. Pero eso no hizo más que aumentar la confusión. Los husitas bailaban sobre sus carretas y agitaban sus armas.
Algunos caballeros resistieron al fuego y llegaron a la barrera rante un momento, Michel consideró la posibilidad de obligar a sus hombres a detenerse para que pudieran replegarse lentamente sin que cundiera el pánico. Pero luego prefirió tomar un camino que les ofreciera protección durante el mayor tiempo posible.
Cuando los husitas vieron que las filas de los caballeros comenzaban a disminuir, saltaron de sus carretas en nutridas bandadas y se abalanzaron aullando sobre los imperiales. Los manguales volaban por los aires, destrozando huesos de caballos y armaduras de caballeros, las picas con gancho tiraban a los caballeros de sus corceles, y sobre cada caballero que caía al suelo se abalanzaban tres o cuatro husitas que no se andaban con ningún tipo de rodeos. Entonces cundió el pánico, todos huían sin fijarse en los demás, y de pronto, el emperador, quien a esa altura se había quedado protegido apenas por un par de guardias personales, se vio a sí mismo frente a una horda de bohemios impetuosos que comenzaron a llamar a los compañeros husitas que estaban en la barrera de carros al grito de «¡Zygmunt! ¡Zygmunt!».
Michel se oyó gritar «¡Adelante!» y salió corriendo, sin fijarse en si sus hombres lo seguían o no. Pero cuando se topó con los primeros enemigos e intentó abrir una brecha en el muro triunfante de bohemios rugientes a espadazo limpio, percibió a sus espaldas los gritos roncos de sus propios hombres y el sonido agudo del hierro chocando contra el hierro. Aquel ataque inesperadamente disciplinado tomó por sorpresa a los husitas, que creían que ya habían batido al enemigo, y los hizo retroceder. Incluso los hombres que habían tirado al emperador de su caballo y estaban por rematarlo lo soltaron y huyeron con sus compatriotas. Michel apartó una jabalina que volaba en dirección a ellos, volvió a poner de pie al emperador y lo arrastró con él a pesar de su pesada armadura.
Un bohemio que no quería que le arrebataran el triunfo de asesinar al emperador saltó desde atrás de un arbusto y los atacó por la espalda. Michel advirtió justo en el último momento el mangual listo para descargarse sobre ellos. Sin pensarlo, empujó al emperador hacia abajo, a los brazos de su gente, que contemplaba la escena impotente, se dio media vuelta y embistió con todas sus fuerzas. El mangual le arañó la espalda, le desgarró el sayo de cuero y atravesó algunos eslabones de su cota de malla, pero no le dejó más que una herida superficial abierta en la espalda, mientras que el husita rodaba por la ladera sin cabeza.
Michel no tuvo tiempo de fijarse en su herida, ya que vio cómo los bohemios corrían juntos para atacar con todo su poder reunido a la tropa de infantería que había aparecido de improviso, y entonces ordenó a sus hombres que formaran un cordón alrededor del emperador para protegerlo. Al mismo tiempo les gritó a los caballeros que aún quedaban en la ladera que se unieran a él y a sus infantes.
—¡Si emprendéis la retirada vosotros solos, los husitas os alcanzarán fácilmente! Pero aquí podemos ser nosotros quienes hagamos correr a esos tíos bajo un tumulto de lanzas y jabalinas.
Para su sorpresa, los hombres acudieron a su llamada. Urs Sprüngli condujo hacia él a sus hombres de Appenzell y a varios infantes más, ayudándolo a formar una muralla humana alrededor del emperador, que fue descendiendo paso a paso hacia el valle, manteniendo a los husitas a distancia con sus lanzas y jabalinas. Cerca de la aldea en llamas se fueron uniendo los caballeros e infantes que habían escapado, formando un conjunto desordenado, y ahora atacaban a los husitas por uno de los flancos laterales. De ese modo, aliviaban la tarea de los hombres que rodeaban al emperador.
Michel oyó la voz ronca de furia y excitación del burgrave de Núremberg.
—¡Vamos! ¡Acabad con esos cerdos o seguirán avanzando hasta Núremberg! —gritó mientras conducía a sus hombres.
El ataque de los husitas perdió algo de fuerza en el valle, y Michel logró unir a los infantes y a los caballeros para formar una columna de marcha blindada compacta que fue replegándose como un erizo de mil patas dotado de cientos de púas. Poco después cesaron los ataques de los bohemios, pero cuando los hombres ya estaban empezando a suspirar de alivio, oyeron unos gritos de mujer chillones y penetrantes que provenían del lugar donde estaban los pertrechos. Un instante después, el aire se llenó de gritos salvajes y del rechinar de las armas. Una tropa de husitas había tomado por asalto las carretas de pertrechos y se disponía a incendiarlas, como podía inferirse de las nubes ascendentes de humo que se divisaban a lo lejos. Michel ordenó a sus hombres que aceleraran la marcha. Sin embargo, no llegaron a enfrentarse otra vez, ya que cuando los saqueadores advirtieron la cercanía de los guerreros, desaparecieron como fantasmas entre los arbustos, y sus compañeros dejaron de perseguir a los imperiales. Los espías informaron de que los husitas estaban reuniéndose junto a la aldea destruida.
Michel sabía que no quedaría mucho tiempo para descansar y se dirigió hacia el emperador. Segismundo aún tenía grabados en el rostro el espanto y el pánico mortal, y su mano tembló al cederle en silencio la palabra a Michel.
—Majestad, nosotros también debemos formar una barrera de carros para poder defendernos mejor. Estoy seguro de que los husitas volverán a atacarnos.
Segismundo asintió, ausente.
—Hacedlo, Adler.
Cuando Michel ordenó a sus hombres que empujaran las carretas para juntarlas, poniendo el hombro él también, vio cómo la figura paralizada del emperador recobraba vida de repente y el señor del Sacro Imperio Romano Germánico se ponía a empujar un carro para poner el pesado vehículo en la posición correcta. El resto de los nobles señores siguió su ejemplo y, al igual que los infantes sobrevivientes y las prostitutas de campaña, echaron una mano para mover las ruedas a través del barro espeso. En breve habían formado un rectángulo alargado que les otorgaba cierta protección frente a las flechas enemigas, que les arrojaban casi sin pausa desde la espesura del monte.
Los husitas no se atrevieron a atacarlos abiertamente ni aprovechando la protección de la noche, que se acercaba a gran velocidad, sino que se conformaron con disparar cada cierto tiempo sus cañones desde la cima de la colina a la vez que ordenaban disparar a sus arqueros a todo blanco móvil que se desplazara bajo el pálido resplandor del fuego de vigilancia. Mientras lo hacían, no paraban de aullar y gritar como una horda de demonios. La mayoría de los disparos no causaban ningún efecto y terminaban desvaneciéndose entre las ramas del bosque de hayas macizas, pero el ruido y los quejidos de los heridos dentro de las propias filas enervaba a los aliados imperiales y debilitaba la capacidad de lucha de los sobrevivientes.
Michel calculó que de los más de dos mil caballeros e infantes originales apenas si había quedado la mitad. Los demás estaban muertos, ya hubiesen caído en esa lucha desigual o hubiesen sido asesinados con posterioridad por los bohemios. Los pocos que pudieran haber escapado al bosque caerían tarde o temprano en manos del enemigo, y por eso debían ser contabilizados como bajas. Michel se atrevía a dudar de que aquellos soldados agotados, aún atravesados por el miedo, lograran resistir el inevitable ataque de los husitas. Podrían rellenar parte de sus propias filas armando a los sirvientes, pero era más que dudoso que resultaran valiosos para la lucha. Sólo cabía esperar que el miedo a la muerte guiara sus manos.
Durante un rato, Michel se quedó pensativo, observando cómo las prostitutas atendían a los heridos y hacían todo lo posible para dar ánimo a los soldados. Las mujeres sabían lo que les esperaría si los imperiales eran vencidos allí, y les prometían a la Virgen María y a su patrona, María Magdalena, grandes ofrendas si lograban salir medianamente sanas y salvas de aquella campaña.
En algún momento, ya pasada la medianoche, el estruendo dio paso a un silencio espeluznante. Hasta los ruidos acostumbrados del bosque parecían haberse acallado, y en el cielo ya no se dejaba ver ninguna estrella, de modo que no era posible calcular la hora exacta. Daba la impresión de que el destino estuviese conteniendo el aliento antes de tomar una decisión sobre el emperador. Tal como Michel esperaba, los husitas atacaron poco antes del amanecer, cuando la oscuridad se había transformado en un gris fantasmagórico. Pero si pensaban que iban a encontrarse con un enemigo en parte adormilado, desmoralizado, estaban muy equivocados, ya que esta vez fueron ellos los que sintieron en carne propia lo efectivo de una barrera de carros defendida con fiereza.
Todos y cada uno de los imperiales —desde Segismundo hacia abajo, hasta llegar al más joven de los sirvientes— era consciente de que estaban jugándose su supervivencia, y por eso pelearon con el valor de la desesperación. Michel vio no lejos de él al emperador luchando en primera fila, y a su lado agitaba su espada Falko von Hettenheim, que parecía haber olvidado todos sus pruritos de clase, ya que sus golpes contundentes salvaron tanto como la hoja de la espada de Michel a varios siervos mal armados de un final seguro. A la izquierda de Michel estaba Timo, firme como una muralla viviente, luchando con golpes tan precisos como si se encontrara en un campo de práctica. De tanto en tanto sonreía, como si el asunto le resultara divertido. Al verlo, Michel recordó los tiempos en los que él era apenas un recluta del ejército palatino y Timo aquel sargento que le había enseñado los rudimentos en el oficio de la guerra.
Durante cuatro horas, los bohemios arremetieron contra la barrera de carros de los imperiales sin poder romper la formación, y finalmente resonaron los cuernos llamando a sus guerreros a replegarse. Los abanderados agitaron una vez más sus banderas con el gan so, que, según supo Michel de labios de un hombre de confianza de Segismundo, no representaban una burla hacia el águila imperial, sino que eran un símbolo de Jan Hus, ya que «husa» significaba «ganso» en checo. Luego, todo terminó. Era evidente que los líderes de los husitas se habían dado cuenta de que si seguían atacando acabarían por desangrar a su ejército. Los bohemios desaparecieron como sombras en la niebla matutina, que aún no se había disipado, sino que yacía sobre el ancho valle como una mortaja; se marcharon dejando atrás solamente a sus muertos, que yacían tiesos y yertos alrededor de la barrera de carros. Michel bajó la espada, pesada como el plomo en su mano dolorida, y miró a su alrededor, asombrado. No podía creer que ya hubiese terminado todo; por el contrario, al igual que la mayoría de sus compañeros, suponía que aquella retirada sólo había sido un ardid del enemigo. Sin embargo, el tiempo transcurrió y los husitas no regresaron. Ante una señal del burgrave de Núremberg, un par de muchachos valerosos fueron tras las huellas de los enemigos y finalmente regresaron con la noticia de que los bohemios habían disuelto su propia barrera de carros y se habían replegado en dirección al este. Uno de los caballeros propuso seguir a los enemigos y atacarlos durante la marcha. Pero nadie le hizo caso, ya que los hombres estaban contentos de haber sobrevivido a la batalla. Ninguno de ellos tenía ni fuerzas ni ánimo como para perseguir al enemigo que se replegaba y volver a quedar al alcance de sus cañones.
Michel debía comprobar cuáles de sus hombres aún seguían con vida. Justo cuando se disponía a ocuparse de los que estaban heridos, el emperador lo mandó llamar. Segismundo no dijo una sola palabra, sino que se le echó al cuello y lo abrazó como a un hermano. Por un instante pareció que el emperador rompería en llanto. Sin embargo, volvió a calmarse, apartó a Michel un poco de sí y le apoyó la mano sobre el hombro.
—En el día de hoy me has salvado la vida a mí y a mi ejército. Sin ti, los herejes bohemios habrían podido ufanarse de haber asesinado a su propio rey y habrían aplastado como a gusanos a mis gallardos caballeros y a mis fieles infantes. Arrodíllate, Michel Adler. —Michel obedeció, confundido, y vio cómo el emperador alzaba su espada bañada en sangre tocándole los hombros y la cabeza—. Ahora ponte de pie, caballero imperial Michel Adler. Más tarde, cuando hayamos doblegado al enemigo, te otorgaré un feudo que te dará nombre.
Michel se quedó mirando al emperador sin terminar de entender lo que acababa de sucederle. Falko von Hettenheim había contemplado la escena hirviendo de furia. Ahora ese bastardo del hijo del tabernero había dejado de ser un simple vasallo imperial a quien su señor feudal armaría caballero algún día en agradecimiento por los extensos servicios prestados, pero que, a pesar de esa distinción, en el futuro seguiría teniendo casi el mismo rango; ahora era un bien nombrado caballero imperial del Sacro Imperio Romano Germánico, con voz y voto en la Dieta Imperial de Regensburgo. Así, ese advenedizo pasaba a tener un rango mayor que él, un descendiente de ocho nobles señores cuyo árbol genealógico no incluía ningún nombre burgués que lo desvalorizara.
Durante la noche, cuando el peligro de un ataque enemigo fue definitivamente descartado, Michel comprendió al fin el significado que esas palabras del emperador tenían para él. Había dejado de ser un vasallo del conde palatino para adquirir el mismo rango que Heribald von Seibelstorff. A partir de ese día, él, Michel Adler, hijo del tabernero de Constanza Guntram Adler, era digno de conducir la infantería del emperador. Michel no podía dormir a pesar del cansancio que sentía, ya que pensaba en Marie y se preguntaba qué diría ella de aquel giro que habían dado los acontecimientos. El destino ya los había elevado mucho más allá de la clase en la que habían nacido y los había bendecido con dinero y felicidad, y ahora además les regalaba honores que los ubicaban incluso muy por encima de la mayoría de las personas de origen noble. Pero, de pronto, Michel suspiró con desencanto al sentir un sabor amargo en el fondo de aquella supuesta copa de felicidad. Por primera vez poseía algo que valía la pena dejar como herencia a su hijo, pero hacía mucho tiempo que había perdido las esperanzas de tener descendencia. A diferencia de sus bienes materiales, el rango que acababa de obtener no podía traspasarse a un niño campesino adoptado, una posibilidad que sí había estado evaluando un tiempo atrás.
Durante unos instantes fantaseó con la idea de aceptar la propuesta de Marie y tomar a una criada bien dispuesta que pudiera darle la alegría de ser padre. Pero la sola idea de tener que recordarle a su mujer el ofrecimiento que ella le había hecho le inspiraba rechazo. Ella cumpliría con su palabra, él lo sabía, aunque probablemente quedaría tan herida por dentro que la relación entre ambos nunca volvería a ser la misma. En su vida sólo había habido una mujer, y esa mujer era Marie. Si quería conservar la felicidad de la que disfrutaban juntos, jamás debería darle a conocer sus anhelos más íntimos, ya que ella sería capaz de remover cielo y tierra con tal de ayudarlo a tener un heredero legítimo. Incluso podría llegar a abandonarlo para que él pudiera volver a contraer matrimonio. Sin embargo, como el matrimonio era indisoluble ante Dios y los hombres, a Marie le quedaría un solo camino: desaparecer silenciosamente y regresar a su antigua vida. Debería salir a vagar por los caminos como una ramera errante, y él no podría empujar a tan cruel destino ni siquiera a su peor enemiga.
Capítulo VII
Marie se despertó de su pesadilla, sobresaltada, pero no consiguió ahuyentar aquellas imágenes. Había visto a Michel en medio de una batalla sangrienta, rodeado de enemigos que lo hacían caer. De alguna manera, él había logrado liberarse con golpes contundentes de su espada y había obligado a sus enemigos a huir. Sin embargo, sus oponentes no eran bohemios husitas, sino caballeros alemanes, y el que con mayor dureza le atacaba era Falko von Hettenheim.
Las imágenes eran tan nítidas como si realmente hubiese visto lo que estaba sucediendo, y tuvo que recordarse a sí misma, como tantas otras veces en los últimos tiempos, que no había sido más que un sueño provocado por el miedo de que algo le sucediera a su amado esposo. Consideró la posibilidad de confesarse con el capellán del castillo, pero éste habría empezado otra vez con ese cuento de que quienes le enviaban esas imágenes eran demonios malignos y la habría hecho rezar durante horas en la capilla por el alma de Michel y por la suya propia. Tal como le había sucedido con el ama de llaves, Marie tampoco había podido establecer una relación de confianza con este hombre, pero en su caso no le importaba demasiado. Después de que la Iglesia la condenara injustamente y del trato inhumano que había recibido de parte de algunos de sus hombres, nunca había vuelto a tener confianza en ningún sacerdote. Por eso tenía que arreglárselas sola con su preocupación y su angustia, y solo podía rezarle a la madre de Dios para que Michel superara todos los peligros y regresara con ella sano y salvo.
Marie sabía que su rechazo hacia los caballeros que habían acompañado a Michel la llevaba a transformarlos en enemigos en sus fantasías, e intentó ignorar las imágenes espantosas que aún seguían danzando ante sus ojos. Volvió a acostarse y a escuchar los latidos de su corazón, que golpeaba contra su garganta con la fuerza de un martillo. Desde fuera llegaba la voz estentórea con la que Marga hacía trabajar a las criadas y a los sirvientes. Marie se dijo que ya era hora de levantarse también y de ocuparse de sus obligaciones. Sin embargo, tardó un buen rato en decidirse, y cuando finalmente se incorporó, un fuerte malestar le atravesó el cuerpo. Alcanzó apenas a asomar la cabeza fuera de la cama antes de vomitar. Su estómago sufrió dolorosas contracciones y pasó bastante tiempo hasta que pudo sentarse en el borde de la cama sin que la atormentaran más esos espasmos sofocantes, temblorosa y bañada en sudor.
Marie seguía dominada por los malestares cuando alguien golpeó a su puerta. Ella respondió apenas con un gemido medio ahogado, y así se arrastró a través de la habitación y abrió. Frente a ella estaba Marga, que miró el rostro pálido de su señora con gesto extrañado para luego olfatear como un perro en busca dé una pista. El olor agrio del vómito le hizo desviar la vista hacia la jarra de vino que estaba sobre una rinconera y tuvo que reprimir una sonrisa de desdén. Al parecer, su señora había abusado del vino como remedio para su soledad.
Marie se sentía demasiado mal como para notar el sarcasmo en los ojos del ama de llaves, y se sintió avergonzada por no haber llegado siquiera a usar el bacín. Por eso le pidió amablemente a Marga que enviara a una criada a recoger y lavar la alfombra manchada.
Marga señaló con el mentón hacia el lugar que se había ensuciado.
—Puede que la mancha no salga.
Marie asintió afligida y abandonó la habitación detrás de ella, ya que el olor a vómito le provocaba nuevamente aquel malestar en el estómago. Notó que aún llevaba puesto su camisón, y quiso regresar, pero entonces vio que su criada personal estaba subiendo las escaleras.
—Ischi, ¿podrías llevar la alfombrilla de al lado de mi cama al lavadero y ponerla en remojo? Vomité y la manché.
Ischi la condujo de regreso a su habitación, enrolló la alfombra y se la llevó. Apenas la muchacha hubo abandonado la habitación, en traron dos criadas jóvenes que vertieron agua fresca en la palangana y dejaron listas unas toallas. Saludaron a su señora con sonrisas tímidas y se retiraron tan silenciosamente como habían entrado, aunque Marie las oyó conversar excitadas en la escalera. Ambas eran aún casi niñas y estaban desbordantes de felicidad de poder servir en el castillo, pero el comportamiento autoritario de Marga las intimidaba tanto que no se atrevían a levantar la cabeza y mirar a los ojos a la señora del castillo. Marie había querido tomar confianza con ambas para ver cuál de las dos podía llegar a ser la sucesora de Ischi, pero en ese momento la atormentaban demasiadas preocupaciones de otra índole. Marie se enjuagó bien la boca y se lavó. Como Ischi estaba ocupada con otras tareas, se buscó ella misma la ropa que se pondría ese día y se vistió sin ayuda. Cuando dejó la habitación para dirigirse a la cocina, aún seguía sintiendo cierto malestar, pero esperaba sentirse mejor después del desayuno. Al contemplar las -viandas que le habían servido, el olor de la comida le dio náuseas, por lo que dejó el plato a un lado sin haber probado un solo bocado.
' La cocinera, ofendida, se quedó mirando a su señora, pero Marie no le prestó atención, sino que abandonó precipitadamente la sala. Por eso no llegó a ver que Marga entraba en la cocina por otra puerta y le murmuraba a la cocinera que la señora había empinado demasiado el codo la noche anterior.
La cocinera meneó la cabeza, sorprendida.
—¿La señora Marie, ebria? No me lo imagino. Ella nunca ha bebido demasiado.
—Ahora que su esposo se ha ido lo necesita para que se le hagan más cortas las noches solitarias. Ya sabemos lo fogosa que es en la cama, y seguramente no le habrá de resultar nada fácil renunciar a la polla erecta de un hombre.
—No está bien hablar así de los señores —la amonestó la cocinera.
Marga hizo un gesto de desdén, riendo. —Yo sé lo que me digo.
Y diciendo esto, el ama de llaves desapareció de la habitación, dejando a la cocinera víctima de sentimientos encontrados. Hasta entonces, aquella mujer rolliza, cuya madre ya había servido en ese mismo castillo, siempre había tenido la mejor de las opiniones de su señora, pero entonces recordó muchos otros comentarios del ama de llaves y comenzó a dudar.
Entretanto, Marie había ido a la recámara en la que Michel solía recibir los informes de sus súbditos, se había sentado a la mesa de nogal macizo y estaba ocupada revisando la pequeña pila de documentos que contenían listas de mercados y de impuestos sin examinar, solicitudes e inventarios de las mercancías encargadas a ios mercaderes que aún no habían sido entregadas. Los dominios de Rheinsobern estaban muy bien administrados, y tenía muy poco trabajo pendiente. Aún faltaba una semana para el próximo día de audiencias, y había muy pocas quejas por parte de los burgueses de la ciudad. Marie examinó a conciencia todo lo que encontró, olvidándose así por un rato de su malestar.
Sin embargo, cuando apoyó la pluma y cerró el tintero, las molestias físicas regresaron con toda su violencia. Marie salió disparada para llegar a tiempo al retrete, y allí expulsó dolorosa y ruidosamente la bilis amarillenta que tenía atragantada. Al final ya no sabía ni cuánto tiempo llevaba atormentada por esos dolores. Cuando por fin se le fueron las náuseas, se recostó en un sillón mullido, con una manta tibia envolviéndole los hombros, sorbiendo un té que le calmara el dolor. Pero por encima de todo echaba de menos no contar con una persona que le enjugara el sudor del rostro con mano suave y la consolara en su desdicha. Marga no era a quien ella se encomendaría si llegaba a estar realmente enferma, ya que el ama de llaves no le demostraba paciencia ni cariño.
Con excepción de Michel, que estaba a una distancia inalcanzable, sólo contaba con una única persona con la cual se sentía protegida, y esa persona era Hiltrud. Marie consideró la posibilidad de enviar a buscar a su amiga con un mensajero. Sin embargo, la sola idea de permanecer en cama en ese castillo frío y lleno de corrientes de aire le generaba un inmenso rechazo, y anheló la calidez acogedora de la granja de Hiltrud. Regresó a su habitación, afirmándose sobre sus pies no sin cierta dificultad, y volvió a enjuagarse la boca. Pero el sabor amargo de las náuseas se le había quedado pegado en la lengua y en el paladar como si las llamas del infierno lo hubiesen grabado a fuego.
Ya estaba a punto de dar la orden de enganchar una carreta cuando comprobó con alivio que lentamente iba recobrando sus fuerzas. Ansiosa por degustar algún té curativo de los que preparaba Hiltrud, se puso su traje de montar y bajó al establo.
—¡Kunz, ensíllame a Liebrecilla! —le ordenó al primer siervo que se le cruzó en el camino. El enjuto hombrecillo salió a toda pri sa y regresó pocos minutos más tarde con la yegua. Liebrecilla alzó la cabeza con altivez y saludó a Marie resollando y dando empu-joncitos con la cabeza, como si estuviese feliz de volver a salir al aire libre. La última semana había estado lloviendo, y por eso Marie había renunciado a sus acostumbradas cabalgatas. Cuando se sentó en la montura, el animal, que todavía no se había tranquilizado del todo, mordió el freno y giró de golpe. Marie tensó las riendas e impulsó a la yegua.
Cuando por fin atravesó cabalgando la gran puerta del castillo, que formaba un amplio arco, y divisó la ciudad, toda su sensación de debilidad había desaparecido, y en su lugar comenzó a sentir un apetito voraz que casi la hizo regresar. Sin embargo, la perspectiva de tomar un bocado en la granja de cabras la impulsó a continuar. Espoleaba a Liebrecilla de tal modo que los cascos del animal tamborileaban el adoquinado con un agudo staccato y los buenos burgueses asomaban las cabezas por puertas y ventanas para ver por qué la señora del castellano llevaba tanta prisa.
Hiltrud estaba alimentando a los animales cuando Marie entró barriendo con todo y dominando a Liebrecilla en el último momento.
—¿Te pasa algo? ¿Has tenido alguna noticia de Michel?
Marie sacudió enérgicamente la cabeza.
—Lamentablemente, no. Simplemente tenía ganas de visitarte. En realidad, quería que me prepararas alguna de tus bebidas curativas, porque esta mañana me sentía muy mal, pero ahora sólo tengo un apetito voraz.
Mientras decía esto, miraba con tanta avidez los restos de comida que Hiltrud estaba arrojándoles a los cerdos como si quisiese abalanzarse sobre ellos.
—Realmente pareces estar muy hambrienta. Ven a la casa.
Hiltrud volcó los restos de comida que quedaban en el comedero de los cerdos, se lavó las manos en el aljibe y condujo a Marie hacia la cocina. Allí le cortó un par de rebanadas de pan y le puso sobre la mesa salchichas, tocino, queso y un perol con mermelada de escaramujo, que sabía preparar como nadie.
Marie se abalanzó sobre la comida como un lobo hambriento. Cuando hubo limpiado el plato de madera que tenía delante, escudriñó hambrienta en la despensa donde Hiltrud tenía guardados sus nutritivos tesoros.
Su amiga lo notó y meneó la cabeza, con asombro. —¿Quieres más? No sientas vergüenza de pedir. Marie se pasó la mano por el vientre y tuvo la sensación de que últimamente había engordado. Claro que ya no estaba tan delgada como antes, pero hasta entonces había conservado su buena figura y su aspecto juvenil, así que no quería perderlos. Sin embargo, el agujero que sentía en el estómago aún no se había llenado, y por eso pidió una pequeña porción extra. Hiltrud asintió con un tono de picardía y desapareció en la despensa. Cuando regresó, llevaba en la mano una rebanada de pan que había untado con manteca y mermelada, y a la que además le había añadido un trozo de tocino del grosor de un dedo. Marie apenas lo miró y devoró el pan como si fuese su plato favorito.
—¡Estaba muy bueno! —exclamó cuando por fin dejó de tener la boca llena.
Hiltrud giró alrededor de ella y le acarició el rostro.
—¿Ya habías tenido esos ataques repentinos de apetito voraz?
—En realidad, no -respondió Marie—. Y espero no volver a tenerlos en mucho tiempo. De lo contrario, cuando Michel regrese estaré redonda como un tonel.
—¿Dijiste que te habían dado ganas de vomitar cuando te despertaste?
Marie asintió enérgicamente.
—¡Vaya que sí! Ni siquiera pude levantarme de la cama.
—¿Cuándo tuviste tu última menstruación?
—¿Por qué lo preguntas? —Marie alzó la cabeza, asombrada, pero intentó recordar—. Bueno, hace cierto tiempo ya. Creo que Michel aún estaba aquí cuando la tuve. Yo no soy tan regular como tú. Ha de ser por las cosas que tomaba para no quedarme embarazada cuando estábamos juntas. Temo que esas tisanas de hierbas me hayan dejado estéril.
Hiltrud sonrió y luego sacudió enérgicamente la cabeza.
—Sin embargo, todos tus síntomas indican que tendrás un hijo.
—¡Tonterías! —Marie soltó una amarga carcajada e hizo una mueca como si fuera a llorar. Luego tomó aire profundamente—. ¿Acaso es posible?
—No hay por qué descartarlo. —Hiltrud estrechó a Marie en sus brazos—. ¡Deseo tanto por ti que así sea, pequeña!
A Marie le brillaron los ojos.
—¡Sería tan maravilloso que así fuera! Le escribiré a Michel de inmediato y le enviaré un mensajero a caballo. Hiltrud negó con la cabeza.
—En tu lugar, yo esperaría hasta que estemos seguras. No querrás que se haga ilusiones y que luego se lleve una decepción.
—¡Es cierto, no puedo hacer eso! —Marie suspiró y trató de escuchar en su interior. Pero lo único que oyó fue el latido de su propio corazón, que se aferraba a una esperanza desesperada—. Dime, Hiltrud, ¿cuando podré estar segura?
—Ten un poco de paciencia. En un par de semanas comenzarás a sentir al bebé. Bueno, ahora prepararé un buen té para las dos. Seguramente estarás sedienta.
Hiltrud salió de la cocina para ir a buscar fuera agua del pozo y, cuando regresó, le señaló con el mentón hacia donde estaba Liebrecilla.
—No deberías cabalgar de la manera en que lo hiciste al venir. Lo mejor será que dejes de montar a caballo. Después de esperar diez años para tener un hijo, no puedes ponerlo en peligro por nada.
—¡Y no lo haré, no te preocupes!
Marie abrazó a Hiltrud sin prestar atención a la marmita que su amiga llevaba en la mano, y se quedó mirándola con los ojos bien abiertos.
—¡Si tienes razón, hoy es el día más feliz de mi vida!
Hiltrud se apartó de sus brazos sonriendo y colgó el recipiente en el trípode sobre el fogón de la cocina.
—Entonces nos encargaremos de que siga siéndolo.
Cuando Marie regresó al castillo al caer la tarde, estaba radiante de felicidad. Su buen talante llamó la atención de Marga, que se dirigió a sus aposentos a la hora de siempre a informarle de lo que había sucedido ese día en el hogar. Sin embargo, aquel día encontró sumamente distraída a su señora.
Tras haber conversado con Marie al menos de lo más indispensable, se dirigió a la cocina a toda prisa.
—La señora quiere cenar ahora —le comunicó a la cocinera. Pero luego se le acercó un poco más—. La señora Marie está de lo más risueña hoy. Parece que la pastora de cabras le ha servido vino en abundancia.
Capítulo VIII
El emperador y el brugrave de Núremberg calificaron de “gran victoria” la escaramuza al pie de la colina Krauthügel; para Miguel, en cambio, sólo la suerte los había salvado de que acabara en una catástrofe.
Buena parte de los caballeros habían muerto o estaban imposibilitados para combatir durante largo tiempo, y él mismo había perdido un tercio de sus infantes palatinos. Pero lo que más le preocupaba era el destino de Timo. Una flecha le había atravesado la pierna a su sargento y como se trataba de una lesión más bien sencilla, Timo no se había ocupado lo suficiente de ella. Un par de días más tarde, la herida había comenzado a supurar, y finalmente se le había gangrenado, por lo que el cirujano de campaña había tenido que amputarle la pierna. Ahora el viejo bonachón estaba en Núremberg, ahogando en vino e hidromiel la pena de haberse convertido en un inútil tullido con una sola pierna. Los soldados de infantería que aún estaban en condiciones de luchar habían sido puestos bajo las órdenes de Sprüngli, el hombre oriundo de Appenzell, mientras que el emperador había asignado a Miguel un grupo de caballeros que lucharían por cuenta propia contra los husitas bajo las órdenas de Heribald von Seibelstorff.
Durante todo el verano, e incluso buena parte de otoño, la tropa montada realizó incursiones hasta el corazón de Bohemia. Pero en lugar de espantar a los saqueadores que asolaban las regiones vecinas del imperio, estos hombres atacaron aldeas husitas, actuando con la misma crueldad que sus enemigos. Seibelstorff y el resto de los caballeros no perdonaron a nadie que cayera bajo el filo de sus espadas. A los hombres y a las ancianas los degollaban en el acto, mientras que a las mujeres y a las muchachas más jóvenes las violaban antes. Quienes más se destacaban en esas crueldades eran Falko von Hettenheim y Gunter von Losen; Michel, en cambio, se negaba a tocar a las mujeres o a hundir su espada en el pecho de un indefenso, a pesar de que con su actitud se exponía a las burlas de sus camaradas.
La última de sus incursiones los había conducido a una región impenetrable en la que probablemente hubiesen buscado asilo muchos refugiados de las regiones vecinas. Al menos, la aldea que habían atacado parecía demasiado grande para encontrarse en un bosque en medio de las montañas. Michel se detuvo en un extremo del caserío como una sombra lúgubre mientras, no lejos de donde él se encontraba, una muchacha de unos catorce años se retorcía debajo del caballero Falko, gritándole —con el rostro desfigurado de dolor— que se pudriera en los infiernos. Michel se moría de ganas de desenvainar su espada y concederle el deseo a la muchacha. La manera de actuar de sus acompañantes no podía sino sembrar el odio en los corazones de los bohemios, arrojándolos a los brazos de los rebeldes. Aún había ciudades y castillos en esas tierras que hasta el momento se habían resistido a los husitas, y a Michel le hubiese parecido más razonable apoyarlos en lugar de incendiar las aldeas, degollar a sus habitantes y enviar a los niños que apenas habían aprendido a caminar a los castillos de los caballeros participantes para que fuesen siervos de la gleba, o bien venderlos como esclavos a los roñosos lombardos, que habían aparecido hacía poco en Núremberg, a cambio de un par de relucientes monedas de oro.
Cuando Michel no pudo soportar más los gritos de la muchacha violada por Falko, se subió a su caballo y lo guio hacia un camino que conducía a una colina boscosa. Sin embargo, los aullidos y las súplicas de las mujeres que estaban siendo ultrajadas siguieron persiguiéndolo como una pesadilla de la que no podía despertar. Ludwig, su nuevo escudero —así podía llamarlo ahora que ya era caballero—, lo siguió con la cabeza gacha. El muchacho, de diecisiete años, era el hijo bastardo de un caballero de poca monta y una criada sierva de la gleba, y se consideraba más que afortunado de poder servir a Michel. En sus sueños, Ludwig, a quien todos llamaban Wig-gó, ya se veía enfundado en su reluciente armadura, cabalgando so bre un campo de batalla en el que, sin embargo, no debía combatir contra unos husitas con cañones que despedían piedras y chatarra, sino contra otros nobles caballeros a caballo. Al mismo tiempo, estaba molesto con su señor, que se negaba a seguir el ejemplo del resto de los aristócratas, privándolo a él también de las delicias que la guerra ofrecía en abundancia.
Wiggo se encontraba en el umbral de la edad adulta y también hubiese deseado sentir el cuerpo suave de una mujer debajo del suyo. El resto de los escuderos tomaban lo que sus señores les dejaban, pero su señor le había prohibido terminantemente participar en los ultrajes, amenazándolo con expulsarlo de su servicio si no cumplía sus órdenes. Hasta el momento, Wiggo había obedecido, pero la tensión de la excitación iba cada día más en aumento, y pensaba desesperado cómo poder darse un poco de satisfacción sin perder por ello el favor de Michel. Cuando se unió a su señor, lo hizo con la esperanza de que éste lo dejara atrás enseguida, permitiéndole buscar a escondidas alguna criada que el resto hubiese despreciado y con la cual poder probar por fin su hombría. Pero Michel lo llamó a su lado, señalando hacia delante.
—Allá enfrente hay alguien.
—¿Dónde? —preguntó Wiggo, pero entonces lo vio él también. Unos cien pasos más adelante, un hombre estaba acuclillado detrás de un árbol. Parecía sentirse seguro, pero lo delataba la sombra que proyectaba el sol sobre el camino de grava clara. Debía de tratarse de algún pobre muchacho que tenía que soportar escuchar lo que le estaban haciendo a su esposa o a sus hijas. En ese caso, Michel se sentía dispuesto a dejarlo ir. Sin embargo, el contorno de la sombra indicaba más bien que se trataba de un hombre armado, probablemente un espía que no podría dejar escapar.
Michel hizo galopar a su caballo y pasó de largo por donde estaba el hombre para hacerle creer que no lo habían descubierto. Pero en el último momento hizo girar a su caballo sobre sus cuartos traseros, salió a todo galope hacia donde estaba el espía y lo alcanzó antes de que éste pudiera desaparecer entre algún arbusto impenetrable para un jinete. Michel se inclinó sobre su montura, cogió al bohemio y lo subió a su caballo. En el ataque inesperado, el hombre perdió la maza, pero tuvo aún la presencia de ánimo suficiente como para extraer su cuchillo del cinturón. Sin embargo, Michel se dio cuenta a tiempo y lo dejó sin sentido de un puñetazo.
Entretanto, Wiggo alcanzó a Michel y lo ayudó a atar al prisionero.
—¡Si éste no es un espía, no volveré a tomar una gota de vino! —exclamó, lleno de ardor.
—A tu edad, deberías evitar el vino de todas formas.
Michel recordó sus propios años mozos, en los que rara vez había recibido una jarra de cerveza, y un sorbo de vino únicamente en algún día de fiesta muy especial, a pesar de que las laderas del lago Constanza que rodeaban su ciudad estaban desbordadas de vides. Incluso ahora era raro que bebiera hasta el extremo de no poder recordar a la mañana siguiente. Pero los hombres con los que andaba no tenían ningún interés en tener dominio de sí mismos, sino que vertían en sus entrañas todo el alcohol que podían conseguir. La tropa no había encontrado vino en la aldea, sino sólo una cerveza agria con un regusto extraño. Michel había probado un trago y lo había escupido con asco, pero sus camaradas no habían sido tan exquisitos como él, ya que cuando regresó a la aldea con su prisionero no quedaban sobrios más que unos pocos.
Heribald von Seibelstorff se quedó contemplando al prisionero bohemio como si no pudiera terminar de entender lo que Michel le traía.
—¿De dónde habéis sacado a ese muchacho, Adler?
—Acabo de atraparlo en el bosque. Creo que es un espía hu-
sita.
Heribald asintió furioso. —Yo también lo creo.
Heribald ordenó a su escudero que vaciara un cubo de agua sobre el bohemio, y cuando el hombre comenzó a moverse, le dio un puntapié en las costillas.
—Habla, muchacho, si aprecias tu vida. ¿De dónde vienes y dónde se encuentra el resto de tu calaña hereje?
El husita logró ponerse de pie, a pesar de que llevaba las manos atadas a la espalda, y escupió al caballero en el rostro por toda respuesta.
Heribald retrocedió y se limpió con la manga la saliva que le había quedado en la mejilla y la nariz. —¡Matadlo! ¡Pero lentamente!
Cuatro soldados a caballo cogieron al prisionero, le arrancaron las ropas del cuerpo y lo arrastraron gritando hacia el árbol que había en medio de la aldea. Allí lo colgaron de las manos y comenzaron a llevar a cabo su sangrienta faena. El husita apretaba los dientes, intentando no demostrar ningún sentimiento, pero su voluntad no resistió la tortura, y al cabo de un rato sus gritos penetraban en toda la aldea, resonando con el eco disonante que volvía desde el linde del bosque.
Michel se apartó, molesto consigo mismo por haber dejado al hombre a merced de Seibelstorff. Habría sido más piadoso de su parte darle muerte al bohemio en el acto. Al mismo tiempo, se daba cuenta de que aquel guerrero bohemio seguramente no andaba solo por la zona.
—Tenemos que enviar espías —le aconsejó a Seibelstorff—. Si la suerte no nos acompaña, puede que haya un ejército entero aguardándonos detrás de la próxima loma.
Su líder torció el gesto.
—Ojalá que así fuera, ya que entonces podríamos demostrar a esa horda de rebeldes quién manda aquí.
Su mirada se paseó por entre los hombres que contemplaban los tormentos aplicados al husita con rostros excitados, algunos furiosos y otros regocijados, y se encogió de hombros, incómodo. Con treinta caballeros y cincuenta escuderos y siervos a caballo no podía verse envuelto en una batalla de envergadura.
Seibelstorff le hizo una mueca de disgusto a Michel.
—Sí, tenemos que inspeccionar los alrededores. Adler, Hettenheim, Losen, llevad con vosotros cinco soldados a caballo más y fijaos hacia dónde conduce aquel camino.
Falko von Hettenheim y Gunter von Losen no eran precisamente los hombres que Michel hubiese querido llevar como acompañantes. Pero para su desgracia, no había ningún otro aristócrata en condiciones de montar un caballo. Miró a su alrededor, buscando a Wiggo, pero su escudero no aparecía por ninguna parte, y tampoco vino cuando lo llamó. Así que apretó los labios para que no se le escapara ninguna blasfemia, se subió a su alazán y salió detrás de Falko von Hettenheim, que ya había partido a todo galope.
Capítulo IX
Hacia tres días que los checos les pisaban los talones a los caballeros alemanes, pero seguían siendo inferiores en número como para poder evitar el ataque a aquella aldea, a la que en su idioma llamaban Mleko Vesnice. Mientras los alemanes perpetraban una masacre entre los campesinos, ellos hacían planes en el bosque, oían los aullidos de sus compatriotas torturados y mordían las ramas para no gritar a voz en grito su ira y su odio. Uno de ellos había logrado acercarse más a la aldea porque allí vivía su hermana con su esposo, y él no había querido perder la esperanza de salvar a sus parientes de algún modo. Pero los alemanes lo habían tomado prisionero a él también y ahora estaban torturándolo hasta matarlo.
Vyszo, el líder del grupo, le hizo señas a uno de sus seguidores para que se acercara.
—Haremos que los alemanes paguen por esto. Ve con nuestra gente, Przybislav, y condúcelos hasta aquí. El resto de nosotros seguiremos a esos cerdos y os dejaremos señales para que podáis encontrarlos.
Przybislav asintió con un gesto.
—Seré tan veloz como un halcón, Vyszo. A lo sumo dentro de tres días estaré de vuelta con hombres jóvenes y valerosos para poder enviar al infierno a esos canallas.
Vyszo le palmeó los hombros para darle ánimos y se quedó mirándolo mientras se alejaba hasta que desapareció entre los árboles. En ese momento, otro de los suyos levantó la cabeza.
—¡Oigo jinetes acercándose! ¡Vienen directamente hacia nosotros!
—Escondeos en el bosque.
Vyszo espantó a su gente del camino y, después de dar unos pasos hacia atrás, se quedó parado entre unos arbustos altos para poder observar a los aliados imperiales, que avanzaban cabalgando tan despreocupados como si estuvieran en sus hogares, yendo a cazar.
«Si no los detenemos, alcanzarán a Przybislav y lo matarán a él también», pensó Vyszo, y contó a los jinetes. Eran ocho, igual que ellos, pero los alemanes estaban a caballo y tenían mejores armas.
—En breve tendrán que atravesar una quebrada. Allí tendremos ocasión de sorprenderlos —le susurró uno de sus hombres, que se había deslizado en cuclillas hasta donde él se encontraba.
Vyszo giró hacia donde se encontraban sus hombres y vio que estaban dispuestos a seguirlo hasta el mismísimo infierno.
—Vamos, tendámosle una trampa a esos cerdos y matemos a tantos de ellos como podamos. Przybislav tiene que llegar hasta los nuestros y advertirles.
Mientras el eco de los cascos de los caballos montados por los jinetes alemanes resonaba en todo el bosque, los checos se deslizaron como sombras silenciosas por entre los troncos antiquísimos, cubiertos de musgo. Llegaron antes a la quebrada y aguardaron a los alemanes con los ojos ardientes. Se trataba de dos caballeros con armadura completa, un jinete con armas más livianas y cinco siervos que vestían chaquetas guerreras de cuero reforzadas con placas de hierro y unos bacinetes sencillos. Vyszo sabía que tenían que prepararse para una lucha a muerte si realmente querían detener a sus contrincantes, porque si Przybislav no llegaba a su meta, los alemanes atacarían más aldeas y masacrarían más habitantes.
Los dos caballeros blindados y los siervos se adentraron a todo galope en la quebrada, sin vacilar, mientras que el hombre que tenía la armadura más liviana contuvo su caballo, mirando atentamente a su alrededor. Vyszo les ordenó a sus hombres con un breve gesto que se agacharan un poco más, pero era demasiado tarde. El jinete vio el movimiento y emitió un penetrante grito de advertencia.
En ese momento, Vyszo corrió por el extremo de la quebrada y se abalanzó sobre el caballero que iba delante. El hombre esquivó su martillo de guerra, se arrojó al suelo y quedó tendido allí, inerte. El checo dejó de ocuparse de él y corrió a ayudar a sus compañeros, que estaban enredados en una lucha sangrienta con el resto de los alemanes. Uno de sus camaradas ya estaba tendido en el suelo, y otro estaba desplomándose cubierto de sangre. Al mismo tiempo se caía muerto de su caballo el primer alemán, pero los restantes se resistían en una lucha encarnizada, sobre todo el jinete que les había advertido a sus amigos. El hombre descargaba su espada sobre sus enemigos, luchando como un oso enfurecido, y acorraló a uno de ellos con su caballo. Al hacerlo, quedó de espaldas a Vyszo. El líder checo aprovechó la oportunidad, corrió hacia delante y dio impulso a su maza.
En ese mismo momento se dio cuenta de que uno de los caballeros estaba observando el ataque y se detuvo para defenderse de aquel contrincante. Sin embargo, el hombre se dio la vuelta, atravesándole el cuerpo con la espada desde atrás a uno de los amigos de Vyszo, con una sonrisa casi provocadora en el rostro. El husita apretó los dientes y corrió hacia su contrincante tomando impulso con todas sus fuerzas. Sin embargo, su golpe alcanzó a darle únicamente en el muslo, haciendo que el hombre se doblara sobre la montura. Vyszo vio que la sangre manaba a través del pantalón con apliques metálicos del alemán y retiró con un violento tirón el arma que se había quedado atascada en la armadura del contrincante. Al hacerlo, la cabeza del martillo se quebró. Vyszo gruñó, furioso, tomó impulso antes de que el alemán volviera a recuperar el equilibrio y le descargó el palo sobre el casco con todas sus fuerzas. El hombre resbaló de la montura silenciosamente mientras era arrastrado por su caballo desbocado.
Vyszo se volvió hacia sus camaradas, que por lo visto no podían resistir más, y les ordenó dando gritos que se internaran en el bosque. Sólo dos de ellos lograron seguirlo; el resto ya había sido abatido por los alemanes. Sin embargo, para alivio de Vyszo, los alemanes desistieron de ir tras ellos, tal vez porque ellos también habían sufrido pérdidas demasiado grandes.
Falko von Hettenheim había sido el primero en ser derribado de su caballo, pero apenas si había sufrido algún rasguño, en tanto que Gunter von Losen y dos siervos más tenían heridas más considerables. Mientras los dos soldados a caballo revisaban a sus cama-radas para determinar si alguno de ellos aún estaba con vida y Gunter von Losen les separaba a los bohemios muertos y heridos las cabezas de los hombros con furiosos hachazos, Falko se dirigió hacia donde estaba Michel, cuyo cuerpo había quedado enganchado en un arbusto. La herida del muslo seguía sangrando, y debajo de su casco también brotaba un torrente púrpura constante. Sin embargo, para asombro de Falko, Michel movió los dedos y soltó un quejido largo y suave.
Falko apretó los puños.
—Este hombre es más duro de lo que pensé. Pero no le servirá de nada —comentó, apartándose con una mueca burlona en los labios—. Debemos desaparecer de aquí cuanto antes —le dijo a Losen—. Donde hay un husita, nunca tardan en aparecer más.
—¿Vamos a dejar a nuestros muertos aquí tirados? —preguntó uno de los siervos, indignado.
—¿Acaso quieres quedarte aquí esperando a que uno de estos herejes bohemios te rompa el cráneo con su maza hasta hacértelo puré? Rápido, coged los caballos que podáis encontrar y trepad enseguida a vuestras monturas. ¡Debemos regresar a nuestro campamento cuanto antes!
Los siervos estaban acostumbrados a obedecer y cogieron las riendas. Falko von Hettenheim esperó a que se pusieran en marcha y luego montó él también. Cuando pasó por donde estaba Michel, lo miró desde arriba y escupió.
—¡Ahí tienes tu título de caballero, tabernero bastardo! Los lobos y los osos se disputarán tu cadáver.
En ese momento, Michel abrió los ojos y miró a Falko como desde muy lejos. El caballero alzó su espada como si fuera a rematarlo con saña, pero después la dejó caer soltando una carcajada maligna.
Gunter von Losen, que estaba observando a Falko, se giró y se puso con su caballo a la par de él.
—¿Qué pasa con ese tabernero bastardo?
—¡Aún sigue con vida! Se lo dejaremos a los bohemios. Ellos volverán, seguro, y se encargarán de enviarlo al infierno.
Falko von Hettenheim no hacía ningún esfuerzo por ocultar su satisfacción.
Gunter von Losen soltó una carcajada maliciosa.
—Ahí tiene su merecido por el vaso de vino que me negó. Si entonces se hubiese comportado de otra manera, ahora lo llevaría de regreso al campamento.
—No creo que yo te lo hubiese permitido.
Falko von Hettenheim giró a su caballo y le hizo señas a Gun-ter de que lo siguiera. Una hora más tarde, Falko le informaba a Heribald von Seibelstorff de que habían sido atacados por una horda de bohemios y que habían logrado escapar en el último momento.
—Un ejército de herejes viene pisándonos los talones. Debemos retirarnos de aquí de inmediato, antes de que sus jinetes nos alcancen.
Heribald von Seibelstorff vio la sangre que había en la armadura de Falko para dar fe de sus palabras, asintió con los dientes apretados y dio orden de prepararse para partir. Los que no podían sostenerse sobre la montura fueron recostados sobre el lomo de sus caballos, y la tropa emprendió la retirada a toda prisa.
Capítulo X
Cuando los tres checos que habían logrado escapar vieron que nadie los seguía, se detuvieron, apoyándose casi sin aliento contra los troncos de los árboles. Vyszo volvió a mirar hacia el lugar donde habían caído cinco de sus compañeros y apretó los dientes para no estallar en gritos de furia.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó uno de sus hombres.
—Lo que nos hemos propuesto. Seguiremos a los alemanes y le dejaremos a nuestra gente señales para que sepan hacia dónde deben dirigirse, y entonces...
Vyszo simuló con sus manos un degollamiento y le indicó a uno de sus hombres que mantuviera vigilado el campamento de los enemigos. Para su asombro, éste regresó al poco rato.
—Los alemanes han abandonado la aldea y se repliegan con tanta prisa que parece que los persiguiese el diablo.
Vyszo alzó las manos al cielo y aceptó aquel regalo inesperado sin hacer más preguntas.
—Vamos, hombres, sigamos a esos cerdos. Pero primero veamos si allá en la quebrada alguno de nuestros camaradas aún sigue con vida.
Enseguida, los checos llegaron al lugar donde se había producido el ataque, apretaron de rabia los puños al descubrir los cuerpos decapitados de sus amigos y comprobaron luego que los alemanes habían dejado tirados a sus propios muertos, como si hubiesen huido presa del pánico. Mientras sus dos acompañantes saqueaban a los siervos, Vyszo se quedó de pie junto al caballero armado que había descubierto la emboscada y miró satisfecho el charco de sangre que se había formado debajo de su cuerpo. La cota de malla de aquel hombre estaba intacta, y parecía estar hecha a su medida. Se la quitó, ayudado por sus hombres, la limpió con unos manojos de pasto y se la puso. Caminó un par de pasos hacia delante y hacia atrás, balanceando los hombros.
—Esto es exactamente lo que estaba buscando hace mucho tiempo.
Uno de sus camaradas asintió y señaló hacia las figuras inertes diseminadas por el camino.
—¿Qué hacemos con los muertos? Si los enterramos, los alemanes se nos escaparán.
—Nuestra gente se encargará de ellos cuando pase por aquí. A los alemanes, arrojadlos allá, al río.
Vyszo señaló hacia un torrente de agua que corría un tramo en forma paralela al camino, más allá de la quebrada, para luego volver a desaparecer en las profundidades oscuras del bosque. Él mismo se inclinó sobre Michel y le pareció que su ropa también le sería útil. Por eso, fue quitándole todas sus prendas hasta dejarlo completamente desnudo, lo arrastró hasta la orilla ayudado por un camarada y lo arrojó al agua. Se quedó allí parado un instante más, mirando cómo la corriente capturaba al hombre y se lo llevaba. Luego se dio la vuelta y ordenó a los otros dos que se dieran prisa. La guerra aún no había terminado, y cada triunfo que obtuvieran los acercaba un paso más a liberarse del yugo alemán.
SEGUNDA PARTE
LA VIUDA
Capítulo I
Marie se despertó con sus propios gritos. Se incorporó temblando, puso con fuerza las manos sobre su corazón, que latía salvajemente, y luchó por tomar aire, pues se sentía tan fatigada como si acabara de subir corriendo todas las escaleras del castillo. Había vuelto a soñar con Michel, y las imágenes aún seguían danzando ante sus ojos y burlándose de ella. Esta vez también lo había tenido tan cerca que casi podía tocarlo, al igual que a los caballeros que lo acompañaban. Ellos se burlaban cruelmente de él y lo dejaban luchando solo contra unas figuras demoníacas muy superiores que terminaban por enterrarlo debajo de sus cuerpos. Esta pesadilla había sido aún peor que las anteriores, ya que esta vez había tenido que contemplar cómo Michel caía bañado en sangre a un río cuyas aguas ya estaban teñidas de rojo. En vano había extendido la mano hacia él para salvarlo, y el agua lo había alejado de ella, llevándolo hasta un remolino espumoso que lo había atraído hacia las profundidades.
Una fuerte patada del bebé, que aún estaba en su vientre, la arrancó de su parálisis y le recordó que no podía pensar solamente en Michel y en el pasado, sino sobre todo en el futuro. Apoyó las manos sobre su vientre y comenzó a acariciarlo con suavidad. El bebé volvió a tranquilizarse, y Marie volvió a repasar mentalmente: Michel había partido en marzo, y ahora estaban a principios de noviembre, de modo que su bebé nacería como muy tarde en un mes y medio. Hasta entonces debía seguir siendo sumadamente cautelosa y hacer todo lo posible por impedir que le hicieran daño a ella o a la criatura que llevaba en sus entrañas.
Marie se levantó y llenó una copa con té frío que ya estaba preparado para ella en la mesita junto a la cama, y le agradeció en silencio a Hiltrud que hubiera reunido todas las hierbas que le hacían bien a una embarazada y las hubiera mezclado siguiendo una de sus recetas. Durante el verano, Marie había pasado más tiempo en la granja de cabras que en el castillo de Sobernburg, que se le antojaba más sombrío y opresivo con cada día que pasaba sin que Michel regresara. Odiaba la idea de tener que pasar el invierno entre aquellos muros helados, pero como ya no podía cabalgar y la carreta sacudía con saña sus huesos cada vez que la usaba, el camino hacia la granja de cabras se había vuelto demasiado fatigoso para ella. Hiltrud le había aconsejado que se quedara en su casa, y ahora era ella la que realizaba casi todos los días el largo trayecto hacia el castillo. Si bien Marie se alegraba de las visitas de su amiga, hubiese preferido que Hiltrud la malcriara en su hogareña granja de cabras. Marga no comprendía sus necesidades y la miraba con desaprobación cada vez que ella hacía o decía algo que hería la moral del ama de llaves.
—¡Al diablo con Marga y al diablo con este castillo! —la maldecía Marie. Habría querido pedirle al conde palatino que eligiese un sustituto temporal para Michel, de modo que ella pudiese mudarse a la granja de cabras. Pero si hubiese dado un paso semejante, habría decepcionado profundamente a su esposo. Ambos habían dirigido juntos los destinos de Rheinsobern durante más de diez años, y ella sabía que su esposo confiaba en ella y suponía que cumpliría con su deber., ,
«Si es que aún está vivo», pensó, y la idea la estremeció por completo. Mientras volvía a acostarse y respiraba profundamente para relajarse, se preguntó, como tantas otras veces, por qué hasta entonces no había recibido una sola noticia de Michel. Ella ya le había escrito dos veces a Núremberg, suponiendo que las tropas imperiales se reunían allí antes de cada nuevo avance contra los bohemios. En la primera carta le había comunicado que estaba esperando un bebé, y a finales del verano le había asegurado que tanto ella como el bebé que llevaba en el vientre estaban bien. Sin embargo, Michel no le había enviado respuesta alguna ni le había hecho llegar sus saludos a través del conde palatino. Las únicas noticias que le llegaban de Bohemia provenían de mercaderes y de juglares, y no auguraban nada bueno. Aquel año, el emperador tampoco había conseguido derrotar a los rebeldes husitas; ni siquiera había podido evitar que los ejércitos enemigos volvieran a penetrar una vez más en los territorios vecinos y dejaran una masacre a su paso.
Los pensamientos de Marie volvieron a girar en torno a Michel, y ella sintió que todas las preocupaciones y todos los miedos renacían en su interior. Intentó dejarlos a un lado para volver a conciliar el sueño, pero no logró más que dar vueltas y vueltas en la cama, luchando con las lágrimas. Las horas transcurrieron con tortuosa lentitud hasta que una franja de luz opaca en el este anunció la llegada de un nuevo día y al fin pudo levantarse.
Poco después de que dieran las diez, un heraldo del conde palatino franqueó las puertas y detuvo su caballo frente al edificio principal del castillo.
—¡Traigo noticias para la señora! —le anunció a Marga, que había asomado la cabeza por la puerta con su curiosidad habitual.
—Veremos de qué se trata —respondió el ama de llaves, encogiéndose de hombros.
El heraldo abrió su zurrón de piel de oveja, se alisó la chaqueta adornada con un blasón que llevaba debajo y soltó una alegre carcajada.
—El emperador ascendió al señor Michel Adler a la categoría de caballero imperial debido a la valentía demostrada en combate. Si eso no constituye un buen motivo para festejar y para poner un buen vino en las manos del mensajero, entonces no sé cuál puede serlo.
—Claro que recibirás tu copa de vino, y más también.
Marie había aparecido en la puerta del edificio principal y, tras extender la mano para coger el escrito provisto de múltiples sellos, lo abrió. Estaba tan nerviosa que apenas podía leer lo que decía el documento, pero lo que el mensajero le había informado era cierto. Su Michel había sido elevado a la categoría de caballero imperial libre, por lo que ahora estaba al mismo nivel que Dietmar, el esposo de Mechthild von Arnstein.
—Lleva al mensajero a la cocina, Marga, y dale vino y una buena comida. Pero antes llama a Kunz para que se ocupe de su caballo. Que no les falte nada, ni al hombre ni al animal —le indicó al ama de llaves. La mujer asintió, tan malhumorada como si tuviese que pagar de su propio bolsillo la ración del heraldo, y lo invitó bruscamente a seguirla. Marie no se fijó en el mal humor de Marga, sino que apretó contra su mejilla el mensaje que contenía la primera señal de vida de su esposo. Sentía ganas de bailar y cantar, y lamentó enormemente no poder andar más a caballo, ya que todo en su interior pugnaba por salir corriendo a la granja de Hiltrud y compartir esa alegría con ella.
Con súbita decisión se dio la vuelta y salió corriendo detrás del siervo que estaba llevando el caballo del mensajero a los establos.
—Kunz, engancha los caballos a la carreta más pequeña. Iré a la granja de cabras.
El enjuto siervo arrojó una mirada desconfiada hacia el cielo cubierto de nubes.
—Yo no tomaría la carreta descapotada, señora. Si bien ahora el tiempo está bastante templado por ser un día de noviembre, más tarde lloverá.
Marie se rio.
—Hablas directamente como si la granja de cabras estuviese más lejos que Heidelberg, donde reside actualmente el conde palatino. En menos de media hora estaremos allí. Para combatir el frío puedes poner sobre el asiento las pieles que uso siempre para el trineo, y para protegerme de la lluvia, un toldo alquitranado.
El siervo asintió, refunfuñando, le entregó el caballo del mensajero a uno de los muchachos encargados del establo y se dirigió al cobertizo para empujar la carreta al patio. Le había hecho esa advertencia más preocupado por sí mismo que por la seguridad de su señora. Él estaba más expuesto que ella a las inclemencias del tiempo, ya que no tenía una prenda larga que lo protegiera, ni tampoco pieles que le calentaran el regazo y las piernas, sino sólo una capa de fieltro que se empapaba completamente con la lluvia y le hacía sentir el reúma en los huesos con el doble de intensidad. Pero cuando a la señora se le metía algo en la cabeza, no le quedaba más remedio que obedecer. De modo que se puso a trabajar de mala gana, y tardó tanto en terminar los preparativos que antes de partir ya habían empezado a caer las primeras gotas.
Marie se había cambiado, y dejó que Ischi la arropase dentro de la carreta hasta que sólo su nariz quedó al descubierto.
—¡Vamos, Kunz, apresúrate! —le instó la criada. El hombre se caló su viejo sombrero en la cabeza y se cubrió con la capa. Molesto por tener que abandonar el cálido establo por un capricho de su señora, descargó su furia en el caballo, de modo que la carreta liviana iba rebotando por los baches del camino como una pelota de cuero. Marie tenía que sujetarse con ambas manos, pero no dijo nada: estaba tan nerviosa que disfrutó de aquel viaje rápido a pesar del traqueteo y de los golpes. Cuando llegaron a la granja de cabras, dejó que Mariele la ayudara a quitarse las pieles y esperó hasta que Hiltrud pusiera sobre la mesa comida abundante y una jarra de vino para Kunz. La expresión del anciano se iluminó al ver el tocino y las salchichas.
Su amiga se volvió hacia ella y la condujo a la sala de estar, donde podían sentarse cómodamente a conversar en unos bancos cubiertos con almohadones de crin. Cuando se sentó, la emoción le impedía hablar.
Hiltrud le acarició el cabello.
—¡Tranquila, querida! Piensa en tu bebé. ¿Qué novedades te hacen llegar tan jadeante?
—He recibido noticias de parte de Michel o, mejor dicho, sobre él. Se ha comportado de manera tan valerosa que el emperador lo ha nombrado caballero imperial.
Marie casi no podía estarse quieta a causa de la emoción. Hiltrud se rascó la cabeza, asombrada.
—¿El emperador? ¿Se trata del mismo Segismundo que en Constanza se daba tantas ínfulas, el que andaba tan inflado que parecía a punto de reventar?
Marie asintió enérgicamente y le puso el documento en la mano.
—¡Aquí! ¡Lee! Me lo ha traído hoy un mensajero del conde palatino.
Hiltrud había aprendido a deletrear con ayuda de Marie, sin embargo le costó mucho descifrar aquel escrito plagado de expresiones desconocidas. Pero lo que sabía le alcanzó para comprender que ahora Michel Adler era un caballero libre del Sacro Imperio Romano Germánico, por lo cual era subdito únicamente del emperador.
Hiltrud suspiró y contempló a su amiga con emociones mezcladas.
—Mis felicitaciones, Marie. Realmente es una gran noticia para ti. Lo único que me apena es que tal vez debamos separarnos pronto.
Marie meneó la cabeza.
—Pero ¿por qué? No entiendo...
—¡Mira! Ahí dice que el emperador quiere cederle a Michel un feudo imperial. Eso significa que no permaneceréis mucho tiempo más en Rheinsobern, sino que deberéis mudaros al lugar que el emperador le asigne a Michel.
Marie leyó por encima el pasaje al que su amiga hacía referencia y suspiró profundamente.
—No se me había ocurrido pensar en ello.
Toda la alegría de Marie se disipó en ese mismo momento y casi deseó no haber recibido ese escrito. Habría preferido recibir un saludo breve de puño y letra de Michel asegurándole que se encontraba bien.
Hiltrud descifró como pudo el resto del texto y frunció la nariz, —Aquí dice que lo armaron caballero en junio. Vaya si se han tomado su tiempo en avisarte... —¿En junio, dices?
Marie le arrebató el escrito de las manos a su amiga y volvió a leer el texto completo. Hiltrud tenía razón, hacía ya seis meses que Michel había sido nombrado caballero imperial. Eso le daba a aquella noticia apenas la mitad de su valor, ya que las campañas contra los bohemios habían continuado hasta entrado el otoño, y Michel podía haber sido herido o incluso asesinado en cualquiera de ellas. Marie recordó el sueño cuyas imágenes aún no había podido ahuyentar y se estremeció de golpe.
Hiltrud la vio temblar y se levantó de un salto.
—No deberías haber salido con la carreta descapotada con este clima. Te prepararé una bebida para que entres en calor.
Hiltrud se dirigió a la despensa, regresó con un par de ramitas de los manojos de hierbas que tenía colgados allí y los echó en una olla. En la cocina, extrajo agua del caldero de cobre que estaba sobre el horno junto a la pared y llevó el preparado a la sala, que inmediatamente se inundó de un agradable y fresco aroma.
Mientras el té reposaba, la sala se cubrió de un silencio que resultaba opresivo. Hiltrud se dio cuenta de que Marie se había ensimismado en sus sombríos pensamientos y decidió levantarle el ánimo. Sirvió una jarra de té endulzado con una buena porción de miel y la puso en manos de su amiga.
—Aquí tienes, bebe, y luego olvídate de tus preocupaciones. Si tu Michel ha sido nombrado caballero imperial, seguro que no tiene motivos para temer a un par de husitas.
Marie pensó en contarle a su amiga la pesadilla que había tenido, pero después cambió de idea. Hiltrud se ocupaba de ella como si fuese su madre y no quería parecer desagradecida, así que se esforzó por esbozar una sonrisa.
—Tienes razón. Deberíamos alegrarnos por el mensaje. Quién sabe, tal vez Michel ya se encuentre camino a casa, porque no creo que el emperador continúe la guerra durante el invierno.
Con esa esperanza en el corazón y con dos jarras de té tibio pero refrescante en el estómago, el mundo ya comenzaba a verse mucho mejor otra vez, y cuando Marie se sentó poco más tarde en la carreta y emprendió el regreso a la ciudad, no le molestó ni el viento frío que bajaba de las montañas ni la lluvia que caía del cielo a cántaros.
Capítulo II
Dos semanas más tarde llegó el invierno. Alrededor de Rheinsobern, el paisaje estaba cubierto de escarcha, pero los picos de la Selva Negra y de los Vosgos, que podían verse en las escasas horas de sol en las que se desvanecían la niebla y las espesas nubes grises, ya estaban cubiertos de nieve. Marie esperaba cada mañana que Michel regresara a su lado ese mismo día, así que cuando sus ocupaciones se lo permitían, solía sentarse junto a la ventana que daba al patio del castillo.
Una mañana especialmente lluviosa y tormentosa, Marie se estremeció de solo pensar que Michel podría estar cabalgando bajo la lluvia helada en ese momento, o incluso bajo la tormenta de nieve que arreciaba en las alturas. Se envolvió más en la manta que le cubría los hombros y se dedicó a su bordado, una funda para la almohada de su futuro bebé. Mientras bordaba con delicadas puntadas los zarcillos alrededor de las flores, pensó esbozando una sonrisa lo sorprendido y feliz que estaría Michel de encontrarla embarazada a su regreso. Ahora que se había convertido en un caballero del Sacro Imperio Romano Germánico se alegraría más que nunca de tener un hijo varón. Aunque una hija podría casarse con un noble caballero y heredar de ese modo para sus hijos el feudo cedido por el emperador, tal como se había dejado asentado en el diploma de su nombramiento.
Enfrascada en sus sueños de un futuro feliz junto a Michel, al principio Marie no advirtió los tres carros que atravesaron las puertas del castillo, tirados por dos bueyes cada uno. Sólo levantó la vista al oír el ruido de las ruedas de hierro sobre el adoquinado. Al principio pensó que se trataba de Michel con el equipaje que por entonces se había llevado, pero sus esperanzas se desvanecieron ante la vista de aquellos carros decrépitos y de los enjutos animales de tiro. Seis hombres a caballo escoltaban la caravana, y sus gruesos abrigos brillaban de tan mojados que estaban, al igual que los toldos de los carros, mientras que los cuatro hombres y las tres mujeres que iban caminando junto a los carros se protegían de la lluvia y el frío apenas con unas capas sencillas hechas de paja entretejida. Marie se sorprendió al ver la cantidad de huéspedes que irrumpían en el castillo sin haber anunciado previamente su llegada, y se preguntó quiénes serían esas personas. Cuando los carros se detuvieron, el toldo del primero se descorrió, dejando al descubierto a una señora gorda, vestida con el traje y el tocado de una dama de la nobleza, que asomó la cabeza con curiosidad. A su lado comenzaron a descender del carro una mujer vestida con sencillez y un grupo de niños de distintas edades. Para alivio de Marie, en los otros dos coches parecía que sólo viajaban los cocheros. Marie recordó sus deberes como señora del castillo y bajó deprisa al salón.
Cuando llegó, el grupo de visitantes estaba entrando por la puerta principal. Iban encabezados por la dama noble, cuya silueta era de la misma anchura y altura. Cuando fue alumbrada por las lámparas de sebo, que a esa altura del año estaban todo el día encendidas, Marie comprobó que el vestido de la señora y su capota adornada con piel de conejo correspondían a una moda que, como podía verse en los cuadros de la capilla del castillo, había sido popular hacía cincuenta años. Hoy únicamente se vestiría de ese modo la esposa de un caballero empobrecido cuyos dominios se encontraran lejos de toda gran ciudad y de las rutas comerciales conocidas. Los hombres que seguían a la mujer pisándole los talones también parecían venir de algún confín apartado del imperio. Dos de ellos habían franqueado hacía tiempo la barrera de los cuarenta, mientras que los cuatro más jóvenes parecían ser descendientes de uno de ellos con la mujer gorda, y los hijos más pequeños de esos jóvenes entraron en el salón junto con los criados y se pusieron a probar de inmediato si las paredes del castillo les devolvían el eco de sus gritos.
La mujer gorda paseó su mirada codiciosa por los muebles del salón, como un niño que espera abalanzarse sobre sus regalos. Avanzó hacia donde se encontraba Marie y la miró de arriba abajo.
—¿Vos sois Marie Adlerin? —Marie asintió y se dispuso a saludar a la dama, pero ella continuó hablando sin parar—. Yo soy Kunigunde von Banzenburg. Mi esposo, Manfred, es el nuevo castellano y alcaide del conde palatino en Rheinsobern —explicó, señalando al mejor vestido de los dos hombres mayores.
Marie casi no le prestó atención a aquel hombre, sino que hizo una mueca burlona, torciendo el gesto y meneando la cabeza como si estuviese tratando de espantar alguna mosca obstinada. Al parecer, el conde palatino Ludwig no había perdido el tiempo buscando un sustituto para el puesto de Michel en cuanto éste había sido nombrado caballero imperial. Marie pensó que aquel noble señor al menos podría haber aguardado a que Michel regresara de la guerra.
Como Marie no respondía, la señora Kunigunde arrastró hacia delante al más viejo de sus acompañantes.
—Éste es mi primo, Götz von Perchtenstein.
Von Perchtenstein estaba tan flaco como si no hubiese recibido alimento suficiente en toda su vida, y su cabeza se veía rodeada por una rala corona de cabellos grises. Parecía prematuramente envejecido y, cuando abrió la boca, Marie pudo ver que no le quedaban más que un par de dientes partidos, amarillentos y casi podridos.
—Me alegra enormemente conoceros, señora Marie. Permitidme que os transmita mis más sinceras condolencias por vuestra pérdida —dijo con una desagradable voz, seguramente producto de su falta de dientes.
Marie lo miró sin entender.
—¿Qué pérdida?
La señora Kunigunde torció la cabeza. —¿Acaso no lo sabéis aún?
Su esposo, que hasta el momento no había emitido sonido alguno, se puso a su lado, apoyando su mano derecha en el mango gastado de su espada.
—Vuestro esposo, el caballero imperial Michel Adler, cayó en la batalla hace siete semanas mientras luchaba contra los herejes bohemios.
Marie sintió que aquellas palabras la atravesaban como un rayo. Apretó las manos sobre su boca para reprimir el grito que quería escaparse de sus labios y sacudió la cabeza, desesperada.
—Os doy mi más sincero pésame yo también —continuó Man-fred von Banzenburg, en un tono tan informal como si estuviese preguntándole a un siervo si el establo ya estaba limpio—. Sucedió durante un ataque en territorio bohemio en el cual él participaba bajo las órdenes del honorable Heribald von Seibelstorff. La tropa cayó en una emboscada y la mayor parte fue masacrada por los herejes husitas. Los supervivientes se salvaron gracias a la heroica intervención del caballero Falko von Hettenheim, que cubrió la retirada a pesar de la superioridad de los rebeldes. Como hubo que dejar a los muertos, vuestro consorte no pudo recibir cristiana sepultura.
Era imposible comunicar la noticia de la viudedad con palabras más desabridas, crueles y brutales. En el interior de Marie pugnaban la furia por la insensibilidad del nuevo castellano con la desdicha que se apoderaba de ella. Marie apretó los dientes para no perder el dominio de sí misma. Lo único que atinaba a pensar era que Michel había sobrevivido apenas unos pocos meses a su gloria y ascenso, y sólo con imaginarse el cruel final que había padecido se sentía tan mal que quería esconderse como un animalito asustado.
—Ocúpate de nuestros huéspedes —le ordenó a Marga, para luego desaparecer sin pronunciar una sola palabra más. Pocos minutos más tarde, mientras estaba tendida sobre su cama y daba rienda suelta a sus lágrimas, de pronto se dio cuenta de que ahora el huésped en ese lugar era ella, y no el caballero Manfred y su familia.
Tras pasar toda la noche en vela llorando, Marie se sentía completamente agotada, y se levantó con una persistente sensación de debilidad en sus miembros. Durante las últimas horas, sus pensamientos habían estado girando alrededor de una sola pregunta: ¿para qué seguir en este mundo ahora que Michel ya no estaba con ella? Su fe no era lo suficientemente grande como para darle fuerzas o para insuflarle miedo al castigo divino que esperaba a los suicidas. Sin embargo, el bebé que llevaba en su vientre había estado tan inquieto durante toda la noche como si temiera por su existencia, y entonces tomó conciencia de que no podía abandonarse y dejarse morir. Tenía una responsabilidad sagrada para con Michel: traer al mundo sano y salvo el fruto de sus entrañas y criarlo como correspondía al hijo o la hija de un caballero imperial. Aunque por el momento no era ningún consuelo para ella la certeza de que era lo suficientemente rica como para ofrecerles una vida desahogada a su bebé y a sí misma.
En lugar de aguardar a que Ischi le trajera agua tibia de la cocina, se lavó con la que quedaba en el cántaro. La sintió tan fría como si se hubiera frotado la piel con nieve, y eso le levantó el espíritu. Cuando abandonó la recámara, su dominio de sí parecía dar a entender que nada hubiese sucedido. La servidumbre debía de haber estado esperándola, ya que sus siervos y criadas se acercaban uno detrás de otro a transmitirle sus condolencias. Sus rostros consternados no sólo expresaban tristeza, sino también preocupación por su futuro. La primera impresión que habían tenido del nuevo alcaide del castillo y de su esposa ya les había mostrado con claridad que los buenos tiempos que habían vivido junto a sus antiguos amos probablemente había terminado. Ischi, la criada personal de Marie, era quien estaba más estrechamente unida a su señora, y también la única que no se sentía preocupada, pues Marie le había prometido una buena dote para poder desposar a su Ludolf al año siguiente. De todos modos, sentía tanto la muerte de Michel como si se tratase de uno de sus familiares más queridos.
Se enjugó las lágrimas con la punta del delantal, sin poder reprimirse, y le cogió la mano a Marie.
—Señora, lo siento tanto por vos y por el caballero Michel...
Marie le sonrió a Ischi con tristeza y le acarició los cabellos, agradecida. Luego se dirigió a la cocina para pensar en otra cosa. Había más gente que antes para atender, de modo que la cocinera necesitaría algunas criadas y algunos ayudantes de cocina adicionales. Cuando entró, una muchacha que normalmente fregaba el suelo le alcanzó un cuenco con puré al tiempo que la observaba temerosa. Marie la miró, asintió con la cabeza para darle ánimos y comió un poquito. Si bien él puré estaba igual que siempre, Marie sintió que estaba masticando un trozo de pergamino seco y polvoriento, y le costó un gran esfuerzo tragar lo poco que se había llevado a la boca. Mientras seguía masticando un par de granos triturados, descubrió que aún no había una olla con agua fresca sobre el trípode encima del horno, y entonces reprendió a la cocinera.
—Nuestros huéspedes seguramente querrán lavarse, y con este tiempo no pueden hacerlo fuera, en el pozo.
Aún no lograba ver al caballero Manfred y a su esposa Kunigunde como los señores del castillo; al contrario, los percibía como intrusos en su pequeño mundo, un mundo que no había hecho más que traerle disgustos. Seguramente pasarían algunos días hasta que pudiera acostumbrarse a ellos y dejara de verlos como huéspedes indeseables. Para abstraerse un poco del dolor lacerante por la muerte de Michel, buscó a Marga y le preguntó dónde estaban los recién llegados.
—Alojé provisionalmente al nuevo castellano, a su familia y a su séquito en el salón, señora, y ahora me dirigía a servirles el desayuno.
—Sí, por favor, ocúpate de ello. Yo bajaré a ver qué puedo hacer por ellos.
Marie se dirigió hacia el salón y observó desde las escaleras a la familia reunida allí abajo. Esa gente debía de haber habitado antes uno de esos castillos en condominio de herederos, llenos de corrientes de aire y superpoblados, en los que las camas hechas de manojos de paja constituían todo un lujo y la servidumbre se acurrucaba por las noches en rincones lúgubres, abrazados a los perros para no morirse de frío. Marie ya había pasado alguna que otra noche en castillos de ese tipo cuando cabalgaba con Michel a las grandes ferias anuales.
Ahora su salón también se parecía más a un establo que al salón de los caballeros que con tanto esmero había amueblado, y Marie se estremeció ante la idea de tener que vivir como muchos de los viejos linajes de caballeros, a quienes no les había quedado nada más que su noble apellido, una incómoda fortaleza como hogar y un pequeño pueblo habitado por campesinos siervos de la gleba que pasaban hambre para poder alimentar a sus señores.
La señora Kunigunde ya había descubierto a Marie y salió corriendo a su encuentro con los brazos abiertos. Parecía querer hacerle olvidar la torpeza con la que su esposo le había comunicado la muerte de Michel, ya que la estrechó entre sus brazos y forzó un par de lágrimas.
—Siento tanta pena por vos, querida. Me imagino perfectamente lo que ha de ser perder al esposo cuando el momento de dar a luz está ya tan cercano.
«Jamás entenderéis lo que siento por Michel ni tampoco cuánto le echo de menos», pensó Marie. Volvió a quedarse sin voz, pero la señora Kunigunde parecía estar acostumbrada a hablar sola.
—No creáis que queremos desplazaros, señora Marie —le aseguró con gestos ampulosos—. Por el contrario, seguiréis siendo la señora de la casa todo el tiempo que así gustéis. Mi familia y yo nos daremos por conformes con un par de habitaciones modestas y no deseamos otra cosa que vivir en armonía con vos.
Marie se sintió reconfortada por aquellas amables palabras y se soltó de los brazos de la mujer con un profundo suspiro.
—Os agradezco vuestra preocupación, señora Kunigunde, y también vuestra comprensión con lo difícil que me resulta en este momento aceptar mi destino. Pero tened por seguro que no os quitaré el lugar que os pertenece.
Marie no llegó a advertir cómo le brillaron los ojos a Kunigunde al oír sus palabras, ya que en ese momento entró uno de los hombres jóvenes, a quien apenas había prestado atención el día anterior, y se dirigió hacia ellas. Vestía una sotana de clérigo y se persignó con la mano derecha.
—Él es Matthias, nuestro segundo hijo —lo presentó la señora Kunigunde—. Fue educado en el monasterio de Heidfeld y allí lo ordenaron sacerdote. Ahora pasará una temporada con nosotros para ayudar a mi esposo a administrar el distrito de Rheinsobern.
Matthias miró a Marie con la arrogancia de alguien que se siente muy superior a quienes tienen menos instrucción que él.
—Que la bendición de Dios sea contigo, hija mía —la saludó, aunque era por lo menos diez años menor que ella, para luego agregar un par de palabras que sonaban a latín—. In nominus pater et filius et spiritus sanctus.
Marie tuvo que reprimir una sonrisa, ya que el torpe latín de aquel hombre le lastimaba los oídos. Antes de que atinara a decir algo, él la cogió del brazo y la atrajo hacia sí.
—Quisiera hablar con el escribiente de vuestro esposo sobre la administración dé Rheinsobern, ya que a partir de ahora debo ocuparme de este distrito.
—Lo tenéis delante. Quien le llevaba los libros a mi esposo era yo.
La voz de Marie sonó fría, ya que le había desagradado el tono codicioso en la voz del eclesiástico. A pesar del frío y de su avanzado estado, hubiese querido escaparse a la cabaña de Hiltrud en busca de consuelo en lugar de ir con ese arrogante al escritorio del castillo a mostrarle los documentos.
Pero no podía descuidar sus obligaciones, de modo que hizo señas al joven eclesiástico, visiblemente consternado, para que la siguiera. Lo condujo a través de pasillos vacíos y llenos de corrientes de aire hasta llegar a la habitación de la torre en la que ella y Michel guardaban los documentos y libros además de su propio dinero. El centro de la sala estaba ocupado por dos sillas de madera de cerezo tapizadas y una mesa de patas talladas con gran maestría. Desde allí podía alcanzarse la repisa sobre la cual había una pila de libros encuadernados y numerosos pergaminos. Los papeles más importantes y el dinero estaban guardados en un cofre que había debajo de la repisa y del cual ella era la única que poseía la llave. Pero el mayor lujo de aquella pequeña habitación era la chimenea, donde en ese momento ardían varios leños grandes que diseminaban un agradable calor. Desde las dos ventanas podían abarcarse tanto el patio del castillo como la explanada.
Matthias miró hacia afuera un instante y luego se dirigió a Marie.
—Ahora has de entregarme la llave del cofre, hija mía.
Marie vaciló un instante, pero después se dijo que la administración de la ciudad ya no estaba a su cargo, y entonces desató la llave del llavero que llevaba en el cinturón. Matthias la cogió arrebatadamente y abrió el cofre. Dejó los certificados y los libros a un lado sin prestarles mucha atención y fijó la vista en los florines de oro resplandecientes que quedaron al descubierto. Antes de que pudiera extender los brazos para alcanzarlos, Marie intervino, extrayendo la mayor parte de esa suma.
—Este dinero me pertenece. Lo puse en el cofre únicamente para que estuviera en un lugar seguro.
—¡Cualquiera puede decir lo mismo! —exclamó el sacerdote, indignado.
—Aquí está el comprobante en el que figura esa cantidad, firmado por mi esposo y por mí. —Marie extrajo una hoja de la pila que Matthias acababa de dejar a un lado y se la entregó—. Si eso no os parece suficiente, honorable padre, puedo mostraros los libros de cuentas de la alcaidía, donde figuran todas las sumas que pertenecen al distrito.
La voz de Marie dejaba percibir cierto disgusto. Esos doscientos florines que había extraído del cofre no la habrían hecho ni más rica ni más pobre, pero era dinero suyo y no veía por qué debía renunciar a él.
Matthias contó el resto de las monedas con gesto agrio y luego revisó los libros de contabilidad para ver si la suma era la correcta. Por desgracia, lo era, y su gesto se torció aún más cuando revisó las listas de impuestos y encontró indicado el importe que Mi-chel Adler le enviaba año tras año al conde palatino en concepto de tributo. Matthias había estado averiguando cuánto podía recaudarse de un señorío como Rheinsobern y ahora comprobaba rechinando los dientes que el antecesor de su padre sólo se había quedado con el dinero que le correspondía de acuerdo con la ley y la moral. Esa suma alcanzaba para mantener el castillo en condiciones, pagar a los criados y vivir muy bien si allí tan sólo vivían dos personas, pero no alcanzaba para mayores gastos. Matthias estaba más que desilusionado y tuvo que controlarse para no desahogar su enojo profiriendo groserías. Al ser hijo de un caballero no precisamente rico, no había podido comprarse ni siquiera la más humilde de las prebendas, y por eso se había ilusionado con la idea de que los ingresos de la alcaidía de Rheinsobern serían abundantes.
Marie percibió la expresión de decepción en su rostro y supuso que pondría en duda su contabilidad. Por eso le explicó con voz cortante cuáles habían sido los ingresos y gastos de los últimos años, y finalmente le hizo notar que el erudito licenciado Claudius Steinbrecher había sometido a examen sus libros y concluido que estaban en orden.
Matthias se quedó mirando la firma y el sello del revisor del conde palatino, deseando arrancar del libro la página en la que figuraba, pero tanto él como aquella mujer que lo observaba desafiante sabían muy bien que la copia del libro de cuentas estaba a buen recaudo en la oficina de rentas del conde palatino. El señor Ludwig sabía perfectamente cuánto rendía aquel distrito y cuánto le correspondía de esa suma.
—¿Estáis conforme ahora?
Marie no pudo ocultar cierta alegría maliciosa.
Matthias asintió con los dientes apretados y cerró el cofre de un golpe sin volver a guardar los certificados. Marie se lo pidió de forma amable pero firme, tras lo cual abandonó la habitación con un breve saludo. Con el traspaso de los libros y el cofre, Marie había dado un primer y definitivo paso para despedirse de su función de señora del castillo de Rheinsobern.
Capítulo III
Mientras Marie regresaba a sus aposentos para poder entregarse a su tristeza y a su dolor sin ser molestada, Matthias corrió junto a su familia, que había escogido el salón principal como domicilio provisional, instalándose allí con todas sus pertenencias. El caballero Manfred, su mujer y Martin, su hijo mayor, estaban sentados a la cabecera de la mesa junto a Götz, el primo, degustando pan, carne asada y vino, mientras los niños jugaban en el otro extremo de la mesa, custodiados por la hija mayor, Kriem-hild, y una parienta talluda llamada Sabine, prima segunda del caballero Manfred. Cuando su segundo hijo entró en la sala, el nuevo castellano y su mujer lo miraron llenos de expectativa. Sin embargo, la sonrisa se les borró de los labios cuando notaron el gesto malhumorado de Matthias.
El caballero Manfred dio un golpe sobre la mesa, fastidiado. —¿Qué sucede? ¿Acaso el distrito de Rheinsobern no da tantos ingresos como esperábamos?
—¡No puede ser! —exclamó su mujer—. Por lo que pude escuchar, el caballero Michel y su esposa se dieron la gran vida desde un principio.
—No ha de haber sido gracias al dinero proveniente de las recaudaciones. —Matthias no hacía esfuerzo alguno por ocultar su decepción—. Revisé los libros dos veces para ver si encontraba alguna diferencia a favor de ellos, pero la señora Marie había llevado bien las cuentas. No pude encontrar un solo error. Y lo peor es que los cálculos de los últimos años han sido supervisados por el licenciado Clau-dius Steinbrecher, quien los juzgó completamente en orden. Deberemos darnos por contentos si nos quedan doscientos florines por año.
La señora Kunigunde hizo un gesto despectivo.
—Entonces aumentaremos los tributos a los burgueses.
Matthias alzó las manos en señal de pesar.
—Por lo que conozco de esa gentuza, se quejarán ante el conde palatino, quien poco después nos echará encima un revisor.
Su madre espantó sus reparos con un gesto despectivo.
—No creo que llegue a tanto.
—Lamentablemente, sí, madre. Este Michel y su esposa le hicieron llegar al conde palatino cada centavo que le correspondía. Si le enviamos menos, mandará a investigar cuáles son los motivos, y eso también significaría un disgusto para nosotros. Pensar que yo esperaba poder comprarme una prebenda próspera con el dinero de Rheinsobern... Tal como están las cosas, tendremos que ahorrar durante años para reunir el dinero necesario. De haberlo sabido, me habría quedado en el monasterio con los monjes piadosos y habría intentado encontrar un benefactor acaudalado, aunque para ello me falta el soporte necesario que tendría si proviniera de un linaje influyente.
Se sentó con sus padres, que habían captado sin dificultad la indirecta en las últimas palabras de su vástago, extendió el brazo para alcanzar una de las tablas apiladas sobre la mesa y se sirvió una buena porción de carne asada. Era evidente que la decepción no le había quitado el apetito, ya que comió como si hubiese pasado hambre durante años.
La señora Kunigunde no pensaba resignarse a su destino así como así. Sus gestos revelaban que ya estaba urdiendo nuevos planes y, cuando empezó a hablar, no miró a su esposo, sino a Götz von Perchtenstein.
—La señora Marie debe de contar con grandes riquezas. Así que deberíamos asegurarnos de sacar provecho de esos tesoros. Afortunadamente, nuestro primó Götz no está casado y puede desposarla en cualquier momento. Entonces tendremos dinero suficiente como para vivir alegremente, y nuestro querido Matthias podrá comprarse la prebenda que tanto anhela.
Mientras su esposo y sus hijos seguían valorando esta idea en sus cabezas, el caballero Götz dejó al descubierto sus dientes podridos y esbozó una sonrisa maliciosa.
—No tendría inconveniente en desposar a la hermosa viuda, aunque por ahora no pueda ser usada como hembra a causa de su vientre abultado. Ya vale la pena sólo por su vino, que es de excelente calidad, y he de añadir que rara vez he tenido oportunidad de comer un asado tan sabroso como éste.
—No tendrás que renunciar por mucho tiempo a los placeres del lecho. La señora Marie parirá su cachorrito el mes próximo, y dos semanas más tarde ya podrás ir preparando tu lanza para el combate.
La señora Kunigunde le guiñó el ojo astutamente a su primo y le dio una patadita a su esposo por debajo de la mesa.
—Como nuevo castellano y alcaide de Rheinsobern, la hermosa viuda se halla bajo tu tutela, de modo que tendrás que ocuparte de los preparativos necesarios para que ese matrimonio se celebre cuanto antes, antes de que al conde palatino se le ocurra desposar a Marie con otro de sus vasallos. Como bien sabes, en su corte el lecho de una mujer adinerada no permanece vacío mucho tiempo.
Su esposo asintió, vacilante.
—¿No deberíamos aguardar al menos hasta que haya dado a luz a su hijo?
La señora Kunigunde sacudió la cabeza con tal vehemencia que se le cayó el tocado, y amonestó a su esposo con la mirada.
—De ese modo no haremos más que perder un valioso tiempo en el que el pajarillo del tesoro podría salir volando. Si tú no lo haces, yo misma le hablaré a Marie sobre el casamiento.
—¡Hazlo!
El caballero Manfred pareció experimentar un profundo alivio, ya que no se sentía capacitado para convencer a una viuda rebelde de la necesidad de volver a casarse. Pero nadie se oponía tan fácilmente a la voluntad de su esposa. Kunigunde no descansaría hasta que, embarazada o no, la señora Marie compartiera el lecho de su primo.
Capítulo IV
Michel miró aturdido al cielo raso y se preguntó cómo habría llegado hasta allí. Cuando intentó moverse, sintió un dolor embotado en la parte posterior de la cabeza, a una distancia de al menos una mano del comienzo de la nuca, y unas garras se le clavaban en el muslo izquierdo. Sus músculos parecían estar hechos de agua, y sus tendones de cuero viejo, ya que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para poder incorporarse y mirar a su alrededor. Lo habían recostado sobre un lecho primitivo hecho de follaje y ramas de abedul, bien pegado a la pared rocosa de una cueva alta y profunda, y lo habían tapado con una vieja manta de montar. Del otro lado, la entrada estaba tapada casi por completo por malezas y arbustos espinosos, dejando sólo un pequeño agujero, y junto a esa salida, allí donde la cueva formaba una suerte de espacio circular, había una carreta de dos ruedas a la cual estaba enganchado un rocín enjuto que mordisqueaba ramas y hojas secas.
Entre la carreta y su lecho se extendía el follaje a lo largo de la pared, cubierta por pieles de oveja viejas, ya casi sin vellón, y por otros harapos indefinibles, y unos pasos más allá, al otro lado de la cueva, ardía un pequeño fogón sobre el cual estaba calentándose un caldero enganchado de un trípode hecho con ramas. Una mujer delgada de mediana edad y cabellos de color indefinible echaba leña al fuego. Vestía un viejo traje de lana y una chaqueta que alguna vez debía de haberle pertenecido a alguien de talla mucho mayor. Cuando notó que él estaba despierto, la mujer le sonrió con cierta inseguridad.
—¡Alabado sea Dios! Por fin has recobrado la conciencia. Ya temíamos que cayeras en los brazos del sueño eterno.
La mujer hablaba alemán pero tenía un acento extraño, como si hubiese aprendido la lengua de mayor.
Michel se encogió de hombros, incómodo.
—¿Acaso he dormido tanto? ¿Qué me sucedió?
—Estabas malherido y medio ahogado, pero por suerte el río te arrastró hacia un banco de arena. Reimo te encontró a tiempo, antes de que te desangraras. Al principio iba a dejarte tirado porque pensó que eras husita, pero luego te oyó llamar a alguien en alemán, se compadeció al ver que eras un compatriota y por eso te trajo hasta aquí.
—¿Qué quiere decir «aquí»? ¿Y cómo es que estaba tendido en el río?
—Éste es nuestro refugio, aquí vivimos desde hace tres años. Pero tendremos que abandonarlo pronto, ya que esta zona ha dejado de ser segura. El mismo día que Reimo te halló, también encontró huellas de patrullas husitas.
—¿Quién es Reimo y quiénes son los husitas?
Michel trató de recordar, pero tenía la cabeza tan vacía como una cuba de agua rajada.
La mujer meneó la cabeza, sorprendida.
—A Reimo no puedes conocerlo porque es mi esposo y él te vio por primera vez tendido a orillas del río. Pero a los husitas sí deberías conocerlos, ya que, a juzgar por tus heridas, has estado luchando contra ellos.
—¿Sí? Pero entonces ¿cómo es que no me acuerdo de nada? Yo... yo ya no sé qué es lo que hice... ni tampoco quién soy. ¡Dios mío! ¡No soy... nadie!
El pánico en su voz le aumentó el dolor de cabeza hasta límites insoportables.
—¡Pero tienes que tener un nombre! El mío es Zdenka. Soy la esposa de Reimo.
—¿Zdenka? Qué nombre tan extraño.
Michel se quedó pensando por qué el nombre de esa mujer le resultaba tan poco común, mientras que el de su esposo le parecía familiar. Era incapaz de explicarse por qué tenía esa sensación.
—Yo soy checa y mi esposo, alemán. He ahí nuestra desgracia —le explicó Zdenka—. Cuando comenzó el levantamiento, mis compatriotas dejaban a Reimo en paz por mí, pero más tarde, cuando comenzaron a decir que los checos teníamos que librarnos del yugo alemán de una vez por todas, nos vimos obligados a huir de nuestro pueblo. Cuando la gente que andaba a la caza de alemanes en la zona se hubo marchado, unos buenos amigos nos trajeron en secreto nuestro caballo y nuestra carreta, además de algunas semillas y dos cabras, advirtiéndonos que no regresáramos. Desde entonces, vivimos aquí en el bosque, aterrados ante la idea de que los terribles taboritas nos encuentren y asesinen.
—Tampoco sé nada de los taboritas. ¿Quiénes son?
—Son los peores de los husitas. Matan a cualquiera que no sea checo o que no se una a su causa. Han llegado a matar incluso a los aristócratas que se habían unido a ellos en su revuelta contra el emperador Segismundo, pero que tenían una opinión diferente a la de los cabecillas.
—¿Y cómo es que sabes todo eso si estás escondida en el bosque?
—Cada cierto tiempo, Reimo se encuentra con un primo mío para intercambiar hierbas, resina y hongos que yo recojo a cambio de otras cosas y para enterarnos de las novedades. Pero dime, ¿de verdad no sabes cómo te llamas? ¡No puede ser que no te acuerdes de eso!
Michel extendió los brazos mientras esbozaba una sonrisa impotente.
—Simplemente no lo sé. Tampoco sé decirte a qué clase pertenezco ni de dónde vengo. Es terrible, pero mi cabeza está completamente vacía.
—¡No puede ser! —Zdenka se rascó la cabeza y lo miró, incrédula—. ¿Recuerdas quién es Marie?
Michel trató de escuchar en su interior, pero el nombre no suscitaba ningún eco dentro de él.
—¿Quién se supone que es?
—Mientras estabas con fiebre repetías todo el tiempo ese nombre, y le juraste a esa mujer que no la olvidarías jamás.
—De eso tampoco me acuerdo. Marie... Marie... me gusta ese nombre, pero no asocio nada con él.
—Tal vez lo recuerdes más tarde. Pero ahora tenemos que pensar cómo podemos llamarte a ti.
Michel se encogió de hombros, impotente.
Zdenka se mordió los labios.
—Hasta ahora yo te llamaba Nemec, porque así les decimos a los alemanes en mi lengua materna. Pero ése no es un nombre de verdad.
—Sinceramente, los conceptos «alemán» o «checo» no me dicen nada. Pero dado que, según me dices, los checos no son mis amigos, preferiría que me pusieras un nombre alemán. Estoy empezando a asombrarme de poder hablar y entender lo que me dices, pues me siento tan tonto y estúpido como un recién nacido. Me temo que deberás explicarme unas cuantas cosas más...
Un ruido en la entrada interrumpió su conversación. Alguien hizo a un lado parte de las ramas que tapaban la entrada y un muchachito se deslizó hacia el interior. Lo seguía un hombre regordete que tendría unos cuarenta años y cabellos amarillo pálido y vestía un delantal marrón terroso lleno de remiendos y unos pantalones del mismo color. Debía de ser Reimo, el esposo de Zdenka. Seguramente había salido a cazar porque llevaba en sus manos una perdiz y dos liebres de las cuales aún colgaban las redes con las que las había atrapado. El muchachito, que tendría unos diez años, poseía rasgos de los dos adultos, ya que tenía los cabellos claros del padre y los ojos oscuros de la madre.
Zdenka estaba nerviosísima.
—¡Nuestro Nemec por fin ha vuelto en sí! Pero no recuerda nada, ni siquiera a su Marie, a quien tantas veces llamó.
Reimo volvió a tapar la entrada con las malezas y se dio la vuelta lentamente en dirección a Michel. Mientras, el muchacho corrió hacia su madre y se acurrucó a su lado mientras observaba con recelo al desconocido.
—Él es nuestro Karel —lo presentó Zdenka con visible orgullo.
—Un muchacho estupendo. —Michel le hizo un gesto afirmativo al muchacho, sonriente, y luego miró a Reimo, que lo contemplaba ensimismado.
El hombre que le había salvado la vida meneaba la cabeza, asombrado.
—Ya había oído hablar antes acerca de la existencia de personas que han perdido la memoria, pero siempre pensé que eran puros cuentos.
—Lamentablemente, no lo son. Ya no sé nada de mi pasado, es como si ni siquiera hubiese existido antes. Es una sensación espantosa, y me alegro de que al menos pueda hablar, ya que si no, sería un completo inválido indefenso. Reimo, ¡te lo agradezco mucho! Fue muy noble por tu parte sacarme del río y traerme a vuestro escondite. Y también te doy las gracias a ti, Zdenka. Ambos me habéis salvado la vida y me habéis cuidado a pesar de que ignorabais si yo no terminaría siendo una molestia para vosotros. Muy pocas personas en vuestro lugar habrían hecho lo mismo.
Reimo le alcanzó a su esposa la perdiz y las dos liebres, y ella comenzó de inmediato a despellejar y a quitarle las visceras al primer animal.
—Por supuesto que me pregunté si estaba actuando bien. Pero supuse que con semejante herida no representabas peligro alguno para nosotros, y esperaba que pudieses contarnos qué está haciendo el rey Segismundo para recuperar su imperio y para proteger de los asesinos checos a personas como nosotros, que hemos permanecido fieles a él.
Zdenka reaccionó.
—No todos los checos son malos, y entre los alemanes también hay muchos asesinos. Acuérdate del pueblo cercano al lugar donde hallaste a Nemec.
Reimo bajó la cabeza.
—Jamás podré olvidarlo. Cuando vi cómo se habían comportado allí las tropas de Segismundo, por primera vez sentí vergüenza de ser alemán. Los soldados vejaron incluso a niñas pequeñas antes de asesinarlas.
—Entonces ¿por qué me salvaste? Debiste suponer que yo era uno de esos asesinos.
—Te había encontrado antes y te había cargado un tramo bosque adentro. Después, cuando me escabullí hacia el pueblo, en un primer momento estuve a punto de dejarte ahí tirado para que sirvieras de alimento a los lobos. Pero, por un lado, ansiaba que pudieras explicarnos cómo están las cosas en el imperio y por qué los alemanes causan tantos estragos como los husitas, y, por otro, no quería que el esfuerzo, que me había significado cargarte hasta entonces hubiese sido en vano. Ahora sólo me resta la esperanza de que recuperes la memoria pronto. Y es que en tus delirios de fiebre no sólo hablabas de tu hermosa Marie, sino que además amenazabas a un tal Falk o Falko con romperle el cuello la próxima vez que lo vieras.
Aquel nombre le traía tan escasas reminiscencias como el de Marie. Mientras Michel se palpaba la parte de atrás de la cabeza, que seguía doliéndole, y se masajeaba las sienes, Reimo ayudó a su mujer a preparar la carne del animal que había cazado.
—Esta noche habrá liebre asada. Antes bebíamos cerveza para acompañar, pero lamentablemente ahora no hay más que agua. A todo esto, mi Zdenka prepara una cerveza cuyo sabor te abre el corazón. —Reimo suspiró y señaló el muslo de la pierna izquierda de Michel—. Esa herida que tienes ahí seguramente te molestará durante mucho tiempo. Tenías clavada la púa de un martillo de guerra y nos costó muchísimo trabajo sacártela. Por suerte no perdiste más sangre en ese momento, si no, te nos habrías muerto en brazos. También tienes una herida en la cabeza del tamaño de mi mano, y puedes considerarte afortunado de que, hasta donde he podido juzgar, tu cráneo no tiene daños. Debías de llevar puesto un buen casco, de otro modo ese golpe te habría destrozado la cabeza.
Michel soltó una carcajada disonante.
—Me gustaría saber quién fue el que me hirió tan brutalmente, pero podría estar en la taberna brindando con ese hombre sin sospechar que él intentó acabar con mi vida.
—Eso sería terrible, porque entonces el tipo podría sentirse tentado de clavarte un cuchillo en la espalda para terminar su obra. ¿Quieres intentar ponerte de pie? Te tallé una muleta para que cuando te despertaras no tuvieras que estar tirado todo el día como un inválido.
Reimo encendió una primitiva antorcha en la fogata y se dirigió hacia una parte de la cueva que hasta entonces había permanecido oculta a la vista de Michel. Cuando regresó, llevaba en la mano un bastón macizo que terminaba en una horquilla forrada en musgo y fibra.
Michel intentó ponerse de pie, pero volvió a desplomarse con un quejido. Reimo se puso a su lado enseguida y lo ayudó con sumo cuidado a que se levantara y se apoyara en la muleta. Michel intentó dar un par de pasos apoyándose en ella, pero estaba tan débil que se tropezaba con sus propios pies, y se alegró cuando, después de haber hecho un breve tramo, pudo instalarse junto al fuego para mirar a Zdenka mientras ésta trabajaba. Como allí no hacía más que entorpecerle el paso a ella y a su esposo, dejó que Karel, que poco a poco iba perdiéndole el miedo, lo acompañara otra vez a su lecho.
Reimo cogió un taburete y se sentó junto a Michel a arreglar algunas cosas mientras conversaba con él. A pesar de que era un hombre sencillo, oriundo de una aldea apartada, pudo relatarle mucho de lo que estaba sucediendo en Bohemia. Cuando Michel expresó su asombro por todo lo que sabían él y Zdenka, una sonrisa se deslizó subrepticiamente entre sus labios.
—Todo lo que sabemos es a través del primo de mi mujer, que trabaja como buhonero y nos consigue cosas que necesitamos con urgencia. Cuando te encontré a ti, acababa de volver de encontrarme con él, y de no ser por sus advertencias, habría caído directamente en manos de los husitas o de los soldados alemanes, que me habrían tomado por un rebelde y me habrían linchado.
—Le doy gracias a Dios de que no te haya pasado nada —respondió Michel solemnemente. Aquel hombre rechoncho de barba corta y ojos cristalinos como el agua le caía tan simpático como Zdenka, que a los treinta y cinco años seguía siendo muy bonita, a pesar de las huellas que el miedo le había grabado en el rostro, y cada vez que miraba a Karel sentía en su interior el extraño anhelo de abrazar a un hijo propio. Instintivamente se preguntó si habría algún muchacho esperando su regreso.
Reimo llevó sus pensamientos hacia otra dirección.
—¿Y cómo habremos de llamarte entonces? Yo no quiero continuar llamándote Nemec, ya que en los tiempos que corren eso es un insulto.
—¿Qué día me encontraste? —preguntó Michel. —El día de San Francisco de Asís.
—Entonces llamadme provisionalmente Franz. Es un nombre tan bueno como cualquier otro. —Michel respiró profundamente y luego se quedó contemplando sus manos que, a diferencia de las de su salvador, estaban sin hacer nada, y resolvió aliviarles un poco el trabajo a aquéllas—. Reimo, aunque esté herido hay algunas pequeñas cosas que puedo hacer. De modo que si tienes alguna tarea para mí que yo pueda realizar estando sentado...
Zdenka alzó la cabeza, amonestándolo con la mirada.
—Aún estás demasiado enfermo, Nem... digo, Frantischek.
—El nombre que eligió es Franz —acotó Reimo con voz gruñona—. Además, un par de manos más nos vendrán muy bien, ya que debemos abandonar esta cueva y llegar a un lugar seguro antes de que la nieve haga intransitables todos los caminos. Con el viento helado que ya está viniendo del este, van a congelarse hasta los lobos en el bosque. —Reimo se puso de pie, comenzó a revolver entre las cosas que había en el fondo de la cueva y regresó con un canasto medio roto—. Te enseñaré cómo arreglarlo. Karel te traerá el mimbre que necesitas para hacerlo.
Mientras el muchacho se levantaba solícito y salía de la cueva, Michel estudió el entretejido y dejó que Reimo le explicara cómo se componía. Un rato más tarde tuvo que reconocer que no tenía la habilidad suficiente como para entretejer canastos. Reimo lo ayudó pacientemente, pero cuando el canasto quedó terminado, estaba deforme y torcido.
Michel sonrió, disculpándose.
—Lo hice lo mejor que pude, pero me temo que no ha sido suficiente. Supongo que mi oficio no era entretejer canastos... si es que alguna vez aprendí oficio alguno.
—Nadie nace sabiendo —lo consoló Reimo, riendo—. Yo tampoco lo habría hecho mucho mejor. Lo importante es que ahora podremos volver a usar este canasto viejo.
Capítulo V
Michel se dio cuenta muy pronto de que sus anfitriones estaban contentos de haber encontrado a alguien con quien compartir su soledad. Al cabo de dos días, el muchacho ya lo consideraba algo así como un hermano mayor; le mostró toda su colección de piedras de formas extrañas y otros objetos de lo más variado que había hallado en el bosque e hizo que le reparara su pelota de cuero rellena de afrecho de avena. Zdenka alabó a Michel por su excelente trato con los niños, y creía que debía de tener hijos propios. Esa idea le agradó a Michel, pero no pudo recordar ningún rostro infantil. Muy pronto aprendió a desplazarse por la cueva con ayuda de la muleta; ayudaba a sus salvadores en todo lo que podía y conversaba durante horas con ellos acerca de lo que sabían sobre el mundo más allá de la cueva.
De los ejércitos de caballeros alemanes se decía que ya no estaban en condiciones de amenazar el centro del territorio de los husitas, y que ahora se limitaban a defender los territorios cercanos a la frontera en Austria, Baviera, Franconia y Sajonia. Las patrullas de los taboritas aprovechaban la ocasión para efectuar ataques rápidos y precisos, que sus enemigos —más lentos— rara vez podían resistir, y amenazaban en su propio territorio a los castillos y a las ciudades que habían permanecido fieles al emperador. También salían a buscar fugitivos como Zdenka y Reimo para acabar con cualquier atisbo de resistencia. Según el primo de Zdenka, la cueva en la que se había refugiado la pareja se hallaba demasiado cerca de la aldea natal de ella como para ser un lugar seguro, ya que también era conocida por gente que estaba en contacto con los rebeldes. Cuando Michel le preguntó a Reimo dónde creía que podía haber un lugar seguro para ellos, el hombre se desmoronó por un instante, perdiendo todas sus fuerzas.
—Si lo supiera, nos habríamos ido de aquí hace ya tiempo. Quisiera irme de Bohemia, alejarme lo suficiente e instalarme en alguna parte entre alemanes. Pero temo que ellos no acepten a Zdenka por ser checa. Además, el riesgo de toparnos en nuestro camino hacia el oeste con soldados o merodeadores es demasiado grande. La única salida posible es que partamos hacia el castillo de Falkenhain. Dicen que el conde Václav Sokolny se mantiene fiel al emperador y que su fortaleza aún no ha sido conquistada.
—Esa misma fama la tienen todos los castillos hasta el día en que el enemigo se apodera de ellos.
Michel se enojó consigo mismo nada más acabar de pronunciar esas palabras irreflexivas, ya que sentía que no debía arrebatarles a Reimo y a Zdenka el valor y la esperanza a la que se aferraban.
Reimo alzó las manos en un gesto desesperado.
—En Falkenhain estaremos más seguros que aquí. Sólo tengo miedo del trayecto hacia allá, ya que en el camino estaremos indefensos, expuestos a muchos ladrones y patrullas husitas. íbamos a partir de todos modos, pero primero quisimos esperar a que reunieses fuerzas suficientes como para soportar el viaje con este frío.
Como Michel le había asegurado que ya se sentía con fuerzas suficientes, comenzaron con los preparativos para la partida. Zdenka buscó ese mismo día restos de mantas y pieles de conejo curtidas para confeccionarle a Michel ropa que le permitiese soportar el viento helado, mientras Reimo se ocupaba de la carreta y reunía las provisiones que llevarían. A la noche del segundo día, la mayor parte de sus pertenencias estaba cargada y el equipamiento de Michel preparado. Durante la cena, mientras debatían si les convenía partir la tarde misma del día siguiente o esperar a la madrugada del próximo, oyeron fuera el sonido de unas ramas quebrándose.
Reimo dejó su cuenco a un lado y cogió el hacha.
—Espero que no sea un oso buscando un lugar para hibernar.
Pero entonces se oyeron voces, y en ese mismo momento alguien arrancó la protección contra el viento. Tres hombres armados irrumpieron en la entrada, estudiaron al pequeño grupo que se haliaba dentro de la cueva con miradas socarronas e hicieron gestos despectivos al ver las vendas de Michel y la muleta que había apoyado sobre su pierna sana. Un cuarto hombre, de aspecto infernal, se deslizó entre ellos y se quedó parado junto al caballo, temblando. Debajo de sus abrigos de piel de oveja, los cuatro vestían pantalones gastados, llenos de remiendos, y camisas de lienzo; sus pies estaban enfundados en unos zapatos de madera que habían acolchonado con pasto. El primero de los intrusos, un hombre de mediana estatura, bien fornido, con el rostro lleno de hollín, brazos musculosos y manos grandes llenas de cicatrices, soltó una carcajada y dijo algo en checo que hizo gritar a Reimo y a Zdenka.
—¿Qué quiere?—preguntó Michel.
Zdenka lo miró con el rostro exangüe.
—Es Bolko, el herrero de nuestro pueblo. Quieren mataros a ti, a Reimo y a Karel, pero antes me van a... —Su voz se ahogó en una catarata de llanto.
Bolko la señaló con el mentón y habló en un alemán apenas comprensible.
—Yo quería casarme con Zdenka, pero ella prefirió a ese ne-mec roñoso. Por eso, os cortaremos los huevos, Reimo, a ti y también al mocoso, y os los haremos comer antes de enviaros al infierno, y a la amante de los alemanes, una vez que nos hayamos hartado de ella, le clavaremos tu bastón por abajo hasta que vuelva a salirle por arriba, y nos quedaremos mirando cómo muere lentamente.
Reimo dio un resoplido y se abalanzó sobre Bolko blandiendo el hacha en alto. Pero los otros dos hombres saltaron, lo cogieron y lo tumbaron en el suelo. Después lo sujetaron a pesar de su enérgica resistencia y le quitaron los pantalones. Bolko sacó el cuchillo y apoyó la hoja sobre el miembro de Reimo con una sonrisa maligna.
Zdenka dio un grito que llamó la atención de los demás, y entonces Michel aprovechó la ocasión. A pesar de que su pierna herida aún no lo sostenía bien del todo, se incorporó ayudándose con la muleta y avanzó cojeando lo más rápido que pudo hacia el herrero, que cogió su arma, muy relajado. Pero antes de que pudiera alzar el cuchillo, Michel le hundió con todas sus fuerzas el extremo de su muleta en el estómago. Bolko abrió la boca, pero pareció que el dolor no lo dejaba gritar, y después cayó de rodillas. Michel le quitó el arma de las manos y le destrozó el cráneo en el mismo movimiento.
El herrero murió antes de que los otros intrusos comprendieran qué estaba sucediendo, pero cuando su cadáver se desplomó sobre el suelo de la cueva, volvieron a reaccionar. Dando unos gritos salvajes, alzaron sus armas y se abalanzaron sobre Michel. Reimo derribó al primero a pesar de seguir atado, Michel lo vio tropezarse, le asestó un golpe y le dio muerte también, al tiempo que hacía trastabillar al último con la muleta. Antes de que el hombre pudiese volver a ponerse de pie, el golpe que le dio Michel lo desnucó.
Cuando Michel comenzó a avanzar hacia el cuarto checo, saltando sobre una pierna, éste se hincó de rodillas, unió sus manos y comenzó a suplicar perdón atropelladamente. Como hablaba en su lengua materna, Michel no entendió nada y alzó el arma para golpearlo.
Zdenka se lo impidió.
—¡A él no! Es mi primo Vúlko. Dice que estos tres canallas lo obligaron a que los condujera hasta aquí.
—¡Lo juro por Dios y por todos los santos! —soltó Vúlko en alemán con gran dificultad.
Michel, indeciso, contempló al hombre, pero bajó el arma cuando Reimo se unió al ruego de su esposa. Se apoyó en la pared a pesar de la muleta, ya que de pronto había comenzado a temblar de agotamiento y sentía como si un puñal ardiente estuviese atravesándole el muslo, destrozándole el músculo.
Sin poder moverse, observó cómo Karel liberaba a su padre. Reimo se puso de pie, se subió los pantalones y los sujetó con la cuerda que usaba de cinturón. Después se volvió hacia Michel, tan tenso y cansado como un anciano, y se quedó mirándolo, incrédulo.
—No... no puedo creer lo que acabo de ver. A pesar de tu pierna rota, has derrotado a tres hombres sanos y fuertes como si fuesen perros sin dientes que se atrevieron a alzarse contra un oso.
Zdenka se arrodilló al lado de Michel, apretó la frente contra el dorso de las manos de él y luego le besó ambas manos.
—Rara vez una buena acción fue recompensada en forma tan rápida y grandiosa... Si Reimo no te hubiese salvado, habríamos sufrido todos una muerte horrenda.
Su esposo siguió su ejemplo, y luego abrazó a Zdenka como si no fuese a soltarla nunca más.
Karel se arrimó tímidamente a Michel y levantó la vista hacia él con los ojos brillantes.
—¿Puedo sostenerte y ayudarte a recostarte en tu cama? Debes de estar agotado.
Michel apenas comprendió los efusivos agradecimientos, ya que no podía apartar la vista de los muertos, y se preguntaba qué era lo que había sucedido en su interior. Había actuado como por una orden interna, matando a los intrusos con una facilidad que le hacía pensar que estaba acostumbrado a hacerlo. Ahora tenía que suponer que realmente había pertenecido a esa clase de bestias que atracaban a personas indefensas en sus aldeas, sacrificaban a los hombres y vejaban a sus mujeres. La idea le causaba repulsión, pero se alegró de haber podido rescatar de tan espantoso destino a los que lo habían salvado.
Retiró las manos de los tres y se dirigió cojeando hacia la salida de la cueva para echar un vistazo fuera. A la luz del sol que se escondía, la escarcha hacía brillar el borde de las lomas boscosas que había alrededor, y las copas de los árboles se mecían en el viento. El aire estaba despejado y desagradablemente frío. Debía de estar terminando el otoño, o tal vez ya había comenzado el invierno, ya que olía como sí estuviera a punto de empezar a nevar. Aunque conocía el clima de allí tan poco como la región, comenzó a temer que Reimo hubiese dilatado demasiado su partida. Si no tenían suerte, tal vez a la mañana siguiente ya no podrían abandonar la cueva, o el invierno los sorprendería en el camino. Cuando regresó junto al fuego se lo comentó a Reimo, y le reprochó un poco que hubiese sido tan considerado con su herida.
Reimo aún seguía temblando a causa de la conmoción y se golpeaba el pecho como si se sintiese culpable de todo lo que había sucedido.
—En realidad, no me quedé aquí sólo por ti, Franz, sino por miedo a partir con mi familia hacia lo desconocido. De algún modo, tenía la esperanza de que pudiésemos quedarnos aquí, esperar a que la guerra se terminara y luego regresar a nuestro pueblo. Pero ahora debemos dejar este lugar cuanto antes.
Señaló hacia los tres muertos, a quienes Zdenka y Vúlko estaban despojando de sus ropas.
La mujer miró a Michel. con una sonrisa amarga.
—No es mi costumbre robarle a los muertos. Pero si queremos sobrellevar el invierno, necesitaremos sus cosas. Cuando Reimo te encontró estabas desnudo, y él tuvo que compartir su ropa contigo.
Michel asintió.
—Lo entiendo. Pero primero lava esas cosas. Me resultaría muy desagradable ponérmelas así. —No te preocupes, lo haré.
Una vez que los tres hombres quedaron desnudos, tendidos en un rincón, la mujer volvió a acercarse a Bolko, rozándole el miembro fláccido con la punta del pie.
—Ya no volverás a tomar a ninguna otra mujer por la fuerza.
Hablaba en voz tan baja que sólo los agudos oídos de Michel la oyeron, y por un instante fugaz, el rostro de la mujer se desfiguró de odio. Bolko debía de haberla ultrajado alguna vez, ya fuese antes o durante su matrimonio con Reimo. La mirada de Michel se posó en Karel, pero éste era demasiado parecido a su padre como para ser hijo de otro hombre. Resolvió guardar aquel secreto de Zdenka y no molestar a Reimo con él.
—¿Qué hacemos con estos tres? ¿Los dejamos aquí tirados o los enterramos? —preguntó al cabo de un rato.
—No tengo ganas de enterrarlos —gruñó Zdenka, enojada. Al principio, Reimo también meneó la cabeza, pero después se rascó la nuca y se quedó pensando.
—Yo tampoco tengo ganas, pero, a fin de cuentas, eran nuestros vecinos. Si queremos volver a vivir entre los nuestros algún día, no deberíamos dejar que sirvan de alimento a los lobos y a los osos.
—Entonces, que Vúlko lo haga. Al fin y al cabo, fue él quien los condujo hasta aquí —respondió su mujer, tajante. La forma en que miró a su primo al decirlo le hizo comprender que no estaba dispuesta a perdonarle tan rápidamente su traición.
—No tenía otra opción —comenzó a gemir él nuevamente—. Me amenazaron con cosas horribles si no les revelaba vuestro escondite.
Zdenka echó la cabeza hacia atrás.
—¡Seguro que no tan terribles como las que iban a hacernos a nosotros!
El rostro de Vúlko se oscureció de vergüenza.
—Querían... —se detuvo un instante, luchando por mantener la compostura, y después continuó—. Querían tomarnos a mi mujer y a mí por la fuerza delante de nuestros hijos y luego continuar con ellos.
—¡Qué cerdos asquerosos! —prorrumpió Michel. Reimo meneó la cabeza, angustiado.
—La guerra embrutece a los hombres. No creas que los nuestros son muy diferentes. ¡He visto niños destripados en la aldea! A una niña que era apenas mayor que nuestro Karel primero la violaron y después la degollaron.
—Yo nunca dije que los alemanes fuesen mejores —replicó Michel—. Pero aquí se trata de salvar nuestro pellejo. ¿Realmente crees que podremos llegar hasta el castillo de Falkenhain? ¿Y qué haremos con Vúlko?
Reimo levantó las manos, desconcertado.
—No podemos dejarlo regresar a su casa. La gente preguntaría dónde están Bolko y los demás, y él les diría hacia dónde nos dirigimos, y entonces los amigos de los muertos nos buscarían para vengarlos.
Vúlko dejó escapar un grito.
—¡Por favor, dejadme ir! Os aseguro que no os delataré.
—¡Ya lo hiciste una vez! ¡Así que vendrás con nosotros, y si intentas huir, correrás la misma suerte que tus amigos!
La expresión en el rostro de Michel habría logrado amedrentar a alguien más valiente que Vúlko. El checo lo miró con unos ojos tan llenos de pánico como si el alemán fuese a partirle el cráneo en ese mismo momento. Solo se atrevió a respirar con cierta tranquilidad cuando Reimo le alcanzó una pala de madera y le ordenó ir con él a cavar las tumbas de los tres hombres.
—Partiremos mañana temprano —declaró Reimo, al tiempo que miraba a Michel con gesto interrogante, como si sólo dependiera de su opinión.
Capítulo VI
Kunigunde von Banzenburg paseó su mirada sobre los cofres y los armarios del castillo de Sobernburg. Realmente allí había abundancia de todo. Las sábanas y los edredones de plumas alcanzaban para albergar a todo el cortejo del conde palatino, al igual que la vajilla de cerámica, y las tablas, y las copas de estaño y plata. En las despensas había tocino y salchichas ahumadas que colgaban una junto a la otra de una media docena de palos largos, y se habría necesitado un día entero para contar los barriles repletos de vino de cepas escogidas.
Marga, que acompañaba a la señora Kunigunde en su recorrida por sus nuevos dominios, advirtió satisfecha la profunda impresión que se había llevado aquella dama al contemplar tanta abundancia. Para alguien que había pasado toda su vida en un miserable castillo, la fortaleza de Rheinsobern debía de parecer un verdadero paraíso.
—Como veréis, me he esforzado mucho en reunir todos estos víveres —explicó Marga con orgullo, olvidándose por completo de que había comprado todo eso con el dinero de Marie. Luego se acercó un poco más a su señora y le tiró de la manga, agregando en tono confidencial—: Estimada señora Kunigunde, no os imagináis cuánto me alegro de poder volver a servir por fin a una dama de origen noble en lugar de a una mujerzuela como esa Marie.
El tono de desprecio en las palabras de Marga llamó la atención de Kunigunde.
—¿Qué insinúas con ello? ¿Acaso Marie no es una dama noble? ¿Es de origen burgués o campesino? Marga soltó una breve carcajada.
—¡Si tan sólo fuera eso! Antes de contraer matrimonio, era una ramera que iba de feria en feria y se vendía por un par de peniques a cualquier imbécil.
—¡No me digas!
La señora Kunigunde no podía creerlo, pero Marga le aseguró que era la pura verdad, y reforzó sus palabras con un par de historias que decía haber oído sobre Marie.
—Su esposo tampoco era de origen noble, sino el hijo de un simple tabernero. Durante el Concilio de Constanza supo ganarse el favor del conde palatino y fue nombrado alcaide de este castillo. Sin embargo, a pesar de su ascenso, ambos continuaron siendo escoria, y me daba asco tener que servir a esa gente.
Al principio, Kunigunde von Banzenburg se quedó un poco confusa, pero enseguida recobró la serenidad y se puso a pensar cómo podría utilizar esa noticia a su favor. Hubiese querido tratar a la tal Marie como le correspondía a una ramera, esto es, arrojándola fuera de la ciudad y despojándola de todos sus bienes. Pero lamentablemente no podía emplear medidas semejantes, ya que, por motivos que ella ignoraba, esa sucia mujerzuela gozaba del favor del conde palatino.
—Lo más probable es que Marie haya entregado sus favores al conde palatino a cambio de una cuantiosa recompensa —dijo, malhumorada, y sólo al oír su propia voz se dio cuenta de que había pronunciado esas palabras en voz alta.
Marga asintió con vehemencia, y además le contó que Marie también había compartido lecho con el duque de Württemberg.
—Aunque al final siempre permaneció fiel a su esposo —se apresuró a agregar para no salir malparada, porque si la señora Kunigunde llegaba a preguntarle al resto de los criados, éstos le responderían lo mismo.
Ensimismada en sus propios planes, la señora Kunigunde ya se había olvidado de la presencia del ama de llaves. Aunque después de oír aquellas escandalosas novedades le dolía en el alma proponerle a Marie un casamiento con su primo, le seguía pareciendo la mejor solución para apropiarse del patrimonio de aquella mujer. Ahora estaba convencida de que Marie no opondría gran resistencia, ya que teniendo en cuenta su pasado de ramera, la viuda debía darse por contenta si un hombre de la aristocracia se dignaba a rebajar su rango para casarse con ella.
—¿Tenéis indicaciones para mí, señora Kunigunde? —preguntó Marga con devoción.
La esposa del nuevo castellano meneó la cabeza.
—Puedes ir a la cocina y comprobar si la cena que pedí estará lista a tiempo.
La señora Kunigunde agitó la mano como si estuviese espantando a un molesto insecto y luego se alejó a toda prisa, haciendo flamear su falda. A Marga le habría encantado saber cuáles eran los planes de la señora, y pensó en poner cualquier excusa para seguirla. Pero como dependía del favor de la señora Kunigunde, se dio la vuelta suspirando y se fue a cumplir con sus obligaciones.
Entretanto, la señora Kunigunde había llegado a la puerta de la habitación de Marie y había irrumpido en ella sin llamar antes. Marie estaba sentada junto a la ventana, bordando una manta para su bebé, que ya estaba a punto de nacer. Cuando tuvo enfrente a la señora Kunigunde, alzó la vista de su bordado, disgustada por no poder librarse de las interrupciones ni siquiera entre sus cuatro paredes.
—¿Qué deseáis?
—Necesito hablar contigo.
Kunigunde fue en busca de una silla y se sentó cerca de Marie. Mientras tanto, su mirada se paseaba por los muebles de la habitación, que le agradaba más que todo lo que había visto hasta entonces en el castillo. Vivir allí debía de ser un verdadero placer. Se quitó esos pensamientos de la cabeza de inmediato e intentó aparentar preocupación.
—Como sabes, el conde palatino le ha encomendado a mi esposo la responsabilidad de ocuparse de ti. Marie meneó la cabeza, irritada. —¿Qué se supone que significa eso?
—Que ahora estás bajo la tutela de mi esposo, y se hará contigo lo que él disponga.
La afirmación de Kunigunde sólo logró arrancarle una carcajada a Marie.
—Os equivocáis. Tras la muerte de mi esposo, estoy bajo la tutela del conde palatino.
La calma suprema que irradiaba Marie hizo que la señora Kunigunde montara en cólera, y se golpeó el muslo con el puño cerrado.
—Pero el conde delegó esa obligación en mi esposo, y el deseo de mi esposo es que una mujer tan bella... —Al pronunciar esas palabras se le escapó un suspiro de envidia, y tuvo que respirar profundamente antes de poder seguir hablando—. En fin, mi esposo cree que no está bien alojar en nuestra casa a una viuda tan bella como tú.
Marie se encogió de hombros.
—Entonces tengo que abandonar el castillo. Bien, lo haré. La señora Kunigunde la miró furiosa, echando chispas por los ojos.
—¡Escúchame bien, mujer! Mi esposo quiere que te cases con mi primo, Götz von Perchtenstein. ¡Y no hay más que hablar!
El discurso no le había salido exactamente como lo había planeado, pero la indiferencia de Marie la había provocado más de lo que había imaginado.
La joven viuda la examinó con una mirada burlona y meneó la cabeza.
—¿Acaso os habéis vuelto loca?
La señora Kunigunde reaccionó furiosa y cogió a Marie de los hombros.
—¡Ya me encargaré de torcer esa terquedad! Más te vale obedecer, o si no...
Marie se liberó de las manos de la mujer y se apartó.
—¿Qué queréis decir? ¿Acaso me estáis amenazando?
A la señora Kunigunde le habría gustado llamar a su esposo para que le diera una paliza a Marie hasta amansarla y lograr que se casara con Götz. Pero si la mujerzuela llegaba a conseguir quejarse ante el conde palatino, toda la furia de éste recaería sobre ella. Por eso, tenía que buscar otra forma de poner en su lugar a aquella ramera indómita. Kunigunde se dio la vuelta y admiró una vez más el mobiliario de la habitación, complacida. Y en ese mismo momento supo qué debía hacer.
—Como mi esposo es el nuevo castellano, la habitación de la chimenea me corresponde a mí. ¿O acaso crees que voy a dormir en una habitación fría y llena de corrientes de aire mientras que una sucia ramera como tú ocupa mis aposentos a sus anchas?
Marie recibió aquellas palabras como una sonora bofetada y luchó por encontrar la forma de replicarle. Una mirada al rostro encendido de ira de Kunigunde le hizo comprender que una riña con aquella mujer no la llevaría a ninguna parte, y se encogió de hombros.
—Ya que así lo queréis, haré sacar mis cosas de aquí para que podáis instalar vuestros muebles y cofres.
La señora Kunigunde se quedó mirándola, confundida.
—¿Qué muebles y cofres? No he traído nada de eso.
—Entonces tendréis que conseguirlos. El mobiliario actual me pertenece. Fue pagado con mi dinero y no tengo intenciones de cedéroslo.
Antes de que Kunigunde atinara a decir algo, Marie se asomó a la puerta y llamó a su doncella. Cuando Ischi entró, le ordenó ir en busca de un par de sirvientes para que sacaran los muebles de la habitación de la chimenea.
—¡Te lo prohibo! —exclamó la señora Kunigunde llena de furia.
Marie se volvió hacia ella con rostro gélido.
—No tenéis derecho a prohibirle nada. Ischi es mi criada, y los sirvientes han recibido su paga de este año de mi bolsillo. Hasta el día de la Candelaria harán lo que yo ordene, y si ya os permito que trabajen para vos es por pura cortesía.
La señora Kunigunde no se dio por vencida, sino que salió deprisa al pasillo y llamó a Marga con un chillido estridente.
—¿Cuál es la habitación más miserable de todo el castillo? —le preguntó al ama de llaves cuando ésta llegó corriendo, asustada—. Ocúpate de que esta ramera repugnante sea alojada allí. No vale más que eso.
Al escuchar esa orden, los ojos de Marga brillaron. Por fin podría demostrarle a su antigua señora lo que opinaba de ella. Una sonrisa fugaz se reflejó en su rostro cuando respondió a las indicaciones de la señora Kunigunde asintiendo enérgicamente con la cabeza.
—Confiad en mí, señora mía. Hallaré la habitación adecuada para esa mujerzuela.
Capítulo VII
Marie estaba sentada junto a la ventana del diminuto desván que le había asignado la señora Kunigunde, mirando fijamente hacia fuera. La única ventaja que le brindaba aquel cuartucho frío y lleno de corrientes de aire eran sus vistas, que le permitían contemplar el paraje y los campos hasta llegar a la Selva Negra y a los Vosgos. A pesar de que aquella pequeña ciudad llevaba el nombre de Rheinsobern, no estaba emplazada a orillas del río1, sino a una distancia de al menos una hora a pie. Desde el lugar donde estaba, Marie tenía una amplia visión de la franja de la ribera cuyas aguas avanzaban indolentes en dirección hacia el norte bajo el resplandor de la pálida luz del sol invernal. La nieve aún no cubría las tierras, pero el viento ya la hacía tiritar.
Con un movimiento rápido cerró el postigo abierto y lo cubrió con una manta vieja, ya que la piel raída del animal que llenaba la ventana en lugar de un cristal estaba rasgada en varios lugares y el viento llenaba el interior de la habitación de un frío gélido e insoportable. No habría requerido más de media hora arreglar la ventana, pero ninguno de los sirvientes se atrevía a hacer nada por ella, ya que todos temían las amenazas del caballero Manfred. Unas semanas antes, cuando los hombres habían llevado los cofres y los muebles de Marie al altillo que estaba debajo de la torre en cuya habitación más alta estaba confinada Marie, el alcaide había caminado entre los sirvientes como un azor, amenazándoles con echar sin ningún miramiento a quienes le hiciesen el más mínimo favor a Marie. Probablemente alguno que otro habría intentado asistir a su antigua señora de todos modos, pero Marga se había encargado de instaurar un ejemplo con una de las criadas que había osado llevarle a hurtadillas algo de comida. El ama de llaves había golpeado violentamente a la muchacha con su bastón para luego arrojarla al frío apenas vestida con un delantal delgado. Marie sólo deseaba que su prima Hedwig o Hiltrud se hubiesen apiadado de la muchacha y la hubiesen adoptado. Ella sólo podía confiar en Ischi, que dejaría el castillo de So-bernburg la próxima primavera y no le temía a Marga. Su criada personal desafiaba a los nuevos soberanos y hacía todo lo que estaba a su alcance para que Marie tuviese una vida lo más llevadera posible en medio de aquellas penosas circunstancias.
La señora Kunigunde se había vengado con abierta maldad de su primera derrota, confinando a Marie en aquella habitación diminuta a la que sólo se podía acceder a través de numerosas escaleras estrechas y empinadas, y se había apoderado de todo cuanto Marie no había llegado a poner a resguardo. El caballero Manfred, sus hijos mayores y Perchtenstein vestían ahora las ropas de Michel. Si bien al caballero Götz los pantalones le caían enormes alrededor de las piernas y su torso habría podido caber dos veces en el sayo de Michel, el hombre llevaba aquellas telas caras y abrigadas con ridículo orgullo. Las provisiones y las delicias que Marie había adquirido a precios muy altos pertenecían ahora al nuevo castellano, al igual que la bodega, cuyos barriles contenían en su gran mayoría caldo de las cepas de los viñedos de Marie.
Mientras que la señora Kunigunde y su familia se deleitaban con el tocino, las salchichas y el vino de Marie, ella tenía que contentarse con la comida más simple de los criados, que Ischi le subía, ya que con su embarazo tan avanzado tenía dificultades para bajar sola tantas escaleras. Marie sabía que bastaba con una sola palabra suya para cambiar toda su situación, pero no daría el brazo a torcer. Se imaginaba lo que podía llegar a suceder con todas sus tierras y demás posesiones si el caballero Götz echaba mano de ellas. Y aun cuando Perchtenstein fuese el hombre más dulce y amable que pudiera imaginarse, Marie jamás aceptaría casarse con él a tan poco tiempo de haber recibido la noticia de la muerte de Michel, ya que aún no se sentía viuda. Tal vez el bebé que estaba creciendo en su interior fuese lo que le daba la ilusión de que Michel aún seguía estando con ella de algún modo y le hacía casi imposible creer en la noticia de su muerte.
Por un momento la atormentó la certeza de que sin Michel estaba perdida y que estaba esperando en vano que él regresara a liberarla de aquella difícil situación en la que se encontraba. Pero luego reaccionó con rabia y determinación. Jamás se había resignado a su destino sin luchar, como lo hacían otras mujeres, y tampoco se daría por vencida esta vez. Como la habitación estaba en penumbras debido a que la ventana estaba tapada, iba a llamar a Is-chi para que le trajera una astilla de resina de la cocina del castillo para encender la lámpara de sebo cuando sintió unos pasos pesados subiendo las escaleras. Los pasos no sonaban corno los de Ischi, y por eso empuñó la daga que llevaba consigo para poder defenderse de cualquier intruso en un caso extremo. Sin embargo, volvió a bajar el arma de inmediato porque aquella sombra entrante resultó ser Hiltrud.
—¡Por Dios, Marie, esto está tan oscuro como una iglesia en medianoche! —exclamó su amiga por todo saludo. Marie le señaló la ventana tapada.
—La ventana está destrozada y tengo que cubrirla con una manta para no dejar pasar las corrientes de aire.
—Las hay de todos modos —respondió Hiltrud, preocupada. Se acercó a la ventana con paso rápido y quitó la manta—. Así está mejor, ahora por fin puedo verte bien. En realidad, vine a consolarte por la muerte de Michel y a acompañarte un poco. Pero, por lo visto, necesitas otra clase de ayuda muy distinta.
Marie agitó su mano derecha en el aire, furiosa.
—No estoy tan desamparada como parece. Sólo necesito un mensajero que no tema emprender la ruta que lleva hacia el conde palatino, ya que dudo de que el señor Ludwig apruebe la forma en que me trata su nuevo castellano.
Hiltrud no opinaba lo mismo en lo concerniente a los soberanos, pero no quería angustiar aún más el corazón de Marie.
—Mi Thomas irá por ti a ver al conde palatino y le llevará tus reclamos.
—Sería un gesto muy amable por parte de ambos. Espera, escribiré una carta enseguida, ya que el señor Ludwig debe enterarse de que su nuevo castellano me ha robado sin ningún tipo de pudor.
Marie revolvió en el cofre pequeño que estaba junto al lugar donde dormía buscando papel, tinta y una pluma, y escribió algunas líneas con los dedos agarrotados por el frío. Continuamente tenía que detenerse a soplarse las manos para calentarlas un poco,
—Bien, ahora sólo falta la firma y el sello y ya termino.
Dobló el papel, tomó el lacre y lo sostuvo un instante en la mano sin saber qué hacer. Después se levantó, se dirigió hacia la puerta y la abrió.
—¡Ischi, tráeme una astilla de resina, quiero encender la lámpara!
Sus palabras resonaron fuertemente por la torre y el almacén que había debajo, y poco después la joven criada apareció con una astilla ardiente tan pequeña que tuvo que subir las escaleras empinadas casi volando para que no se le consumiera en las manos antes de tiempo. Llegó justo para sostener la llama, que ya casi estaba rozándole los dedos, junto a la lámpara de sebo. La mecha se encendió, pero la luz flameaba considerablemente entre tanta corriente de aire, de modo que Hiltrud tuvo que volver a cubrir la ventana con la manta. La llama se calmó y Marie pudo por fin dejar caer unas gotas de lacre sobre el papel.
Presionó su anillo con el sello en el lacre y le entregó el escrito a su amiga.
—Por favor, cuando abandones el castillo escóndelo para que la señora Kunigunde no lo descubra. Hiltrud cerró el puño. —¡Que se atreva a acercarse a mí!
Marie asintió, agradecida, pero de pronto se frenó y se quedó pensando.
—¿Podrás sacarme de aquí un par de cosas más de contrabando? Quisiera asegurarme de que mis certificados de propiedad y mis joyas más valiosas estén a salvo.
—¡Dámelos! —la instó Hiltrud.
Marie cogió unos papeles y una bolsita de cuero de un cofre-cito que extrajo de debajo de su cama.
—¿Puedes sacar todo esto del castillo sin ser vista? —le preguntó insegura.
—Me lo esconderé allí donde ningún hombre se atreve a llegar si no desea recibir una buena bofetada de mi parte.
Hiltrud le guiñó un ojo a Marie en un gesto cómplice, se subió la falda y se dio unos golpes en el bajo vientre.
—Se ve que te has olvidado de las enseñanzas de nuestros años de vida errante, Marie, y que ya no sabes cuál es el mejor lugar para ocultar esa clase de cosas. Por aquel entonces, tú misma le llevaste al duque de Württemberg de esa manera todas las pruebas que tenías en contra del conde de Keilburg. —El recuerdo hizo que se le escapara una risita, pero pronto recordó que Marie acababa de enviudar y se contuvo avergonzada—. Vendré con más frecuencia este invierno y te traeré salchichas o tocino. Ese puré no es suficiente alimento para ti y tampoco para tu bebé.
Al decir eso, señaló el tazón que Ischi le había traído junto con la astilla y que había dejado sobre el taburete tambaleante que hacía las veces de mesa.
—Sí, hazlo, por favor.
De pronto, a Marie le entraron unas ganas voraces de degustar alguna de las exquisitas salchichas ahumadas de Hiltrud. Hubiese querido levantarse de un salto y acompañar a su amiga hasta la granja de cabras. Pero había oído más de una vez las amenazas de Kunigunde de lo que le sucedería si osaba abandonar el castillo de Sobernburg sin permiso, y en medio de la discusión que inevitablemente se suscitaría, podía a llegar a ocurrir que Kunigunde descubriera los certificados y las joyas que Hiltrud llevaba escondidas. De solo pensarlo, las lágrimas comenzaron a brotarle de los ojos, y maldijo al conde palatino, que la había puesto bajo la tutela del nuevo castellano, de tal modo que no podía refugiarse en casa de Hiltrud ni de Hedwig sin causarles problemas.
—Ven, siéntate, Hiltrud, hablemos de otros tiempos mejores —dijo, y se hizo a un lado para dejarle sitio a su amiga.
Hiltrud permaneció varias horas con Marie, consolando a su amiga como podía. Estuvo allí hasta la hora de la cena, cuando el nuevo castellano y su familia se sentaron a la mesa y ella no corría peligro de que la interrogaran o la examinaran. Mientras descendía las escaleras empinadas en medio de una semipenumbra, iba lanzando imprecaciones en voz baja contra la calaña que se había instalado allí. Hubiese querido irrumpir en la sala y cantarle las cuarenta a esa víbora mandona de Kunigunde y al pusilánime de su marido. Sin embargo, el encargo que le había hecho Marie era más importante que su furia, y por eso se apuró a dejar atrás las puertas del castillo. Una vez fuera, se sacudió, dejó escapar un suspiro de alivio y se acomodó el rollo de papeles que llevaba sujeto al muslo. Después avanzó a toda marcha, haciendo flamear su falda, adentrándose en la noche que comenzaba. No temía ni a los ladrones ni a los animales salvajes, ya que el bastón que utilizaba de apoyo al caminar tenía una punta afilada que podía llegar a convertirse, llegado el caso, en un arma peligrosa. Además, estaba segura de que Thomas saldría a su encuentro muy pronto.
Capítulo VIII
La nieve había tardado en aparecer ese invierno, pero ahora comenzaban a caer los primeros copos del cielo en tales cantidades como no sucedía desde tiempos inmemoriales. El enjuto jamelgo apenas si podía tirar de la carreta, a pesar de que Reimo y Vúlko le abrían el paso con sus propios cuerpos a través de la nieve, que les llegaba casi a la altura de las caderas. Durante los primeros días, Michel, Zdenka y Karel habían podido ir sentados sobre el coche, pero ahora avanzaban pesadamente detrás de él, malhumorados y agotados. Cada vez que la carreta se quedaba varada y los hombres se apretaban contra las ruedas, Zdenka revisaba sus pertenencias y arrojaba todo aquello de lo que creía que podrían prescindir para facilitarle el trabajo al esforzado jamelgo. Por lo general, Michel se quedaba mirando, impotente, ya que apenas podía desplazarse sobre sus muletas con gran dificultad, sintiendo que el frío le calaba hasta los huesos. La pierna, que ya casi se le había curado, ahora se negaba a sostenerlo, ya que el clima helado y la sobrecarga habían hecho que la herida se le volviera a abrir.
Al percibir el aullido de una manada de lobos no muy lejos de donde ellos se encontraban, Zdenka se abrió paso hacia delante a duras penas a través de la nieve y se abrazó a su marido.
—Debemos dejar la carreta, Reimo. De lo contrario, jamás lograremos llegar a Falkenhain con vida.
Los lobos ya habían atacado al grupo en tres ocasiones, pero hasta ahora los hombres habían logrado ahuyentar a los animales.
De la carreta colgaban tres pieles de lobo congeladas que el viento mecía y hacía entrechocar entre sí. Michel había matado a dos de los lobos y Reimo al tercero. Pero ambos sabían que el próximo ataque podía ser el último.
Como su esposo no le respondió de inmediato, Zdenka comenzó a tirarle de la manga.
—¿No me has oído, Reimo? Debemos dejar la carreta.
Reimo sacudió enérgicamente la cabeza.
—Si renunciamos a la carreta, seremos mendigos. Allí está todo cuanto poseemos.
Sin embargo, él también sabía que, a no ser que Falkenhain emergiese tras el próximo recodo del camino, no tendrían otra opción.
Michel siguió las huellas que Zdenka había dejado en la nieve y se unió a los otros tres.
—¿Estáis seguros de que aún seguimos avanzando en el rumbo correcto?
Reimo alzó las manos, desconcertado, pero Vúlko respondió afirmativamente a esa pregunta. Añoraba a su esposa y a sus hijos, pero había comprendido que para su familia sería mejor que lo consideraran desaparecido y no que hubiera regresado a casa sin sus acompañantes. Por eso, a instancias de Zdenka, se había unido a Reimo. Era el único de ellos que ya había recorrido el camino hacia Falkenhain en tiempos de paz, y su presencia iba revelándose cada vez más como un afortunado giro del destino.
Vúlko señaló hacia la izquierda.
—Si bien las nubes están bajas, estoy seguro de que aquella cordillera de allá enfrente es la estribación norte del Lom, donde se encuentra el castillo de Falkenhain. Deberíamos llegar a Falkenhain antes de caer la noche.
Reimo miró dudoso hacia la masa gris que apenas dejaba distinguir algún débil contorno.
—Esperemos que sea así. De lo contrario, les serviremos de festín a los lobos.
Michel entrecerró los ojos y oteó el paisaje que se abría ante él. La intensa nevada había cedido; le pareció distinguir a lo lejos unos contornos que parecían ser los de un castillo, y se lo hizo notar a los demás. Vúlko lanzó un grito de júbilo, aliviado. Evidentemente no estaba tan seguro de sus afirmaciones como les había hecho creer. Aquel descubrimiento renovó las energías de todos ellos, y el alivio de saberse tan cerca de su meta pareció transmitirse incluso al caballo, que redobló sus esfuerzos de tal manera que al cabo de dos horas estaban frente a las puertas del castillo, agotados pero felices. Sin embargo, sus esperanzas de salvación se esfumaron cuando como respuesta a su llamada obtuvieron una negativa malhumorada y reticente.
—¡Desapareced, gentuza! ¡Apenas si tenemos algo en qué hincar el diente nosotros mismos este invierno! ¡No hay nada aquí para gente de vuestra calaña!
—Tened piedad de nosotros, somos unos pobres fugitivos que lo han perdido todo —suplicó Zdenka mirando hacia arriba, donde estaba el puesto del vigía de la torre, detrás de cuya aspillera la silueta del centinela más que verse se adivinaba.
—Si no nos ayudáis, nos moriremos de frío —exclamó Vúlko.
El vigía no se dejó ablandar.
—Es preferible que vosotros os muráis de frío y no que nosotros nos muramos de hambre por vuestra causa.
Hasta ese momento, Michel había guardado silencio, pero entonces avanzó cojeando y golpeó fuertemente contra la puerta.
—Ábrenos, muchacho, ¿o quieres que te arranque el pellejo?
Michel no supo quién le había puesto aquellas palabras en la boca. Sus acompañantes lo miraron azorados, e incluso el vigía de la torre se quedó mudo por un instante. Al recordar que había un muro y una puerta cerrada que lo separaba de aquel extranjero soltó una carcajada irónica.
—Eso quisieras. Pero creo que primero tendrás que arrancarles el pellejo a un par de lobos.
Sus palabras le dieron una idea a Reimo. Regresó a la carreta, cogió los pellejos de los lobos congelados y los sostuvo en alto, de manera que el guardián pudiera verlos.
—Eso mi amigo ya lo hizo. Es un gran guerrero. No solamente mató estos lobos, sino también a tres husitas que querían asesinarnos, y eso que estaba herido y únicamente tenía su muleta como arma para defenderse.
—Es un nemec, un alemán —se apresuró a agregar Zdenka.
El vigía pareció empezar a vacilar.
—¿Acaso eres un soldado del rey Segismundo?
Michel alzó las manos dudoso.
—No lo sé porque perdí la memoria de un golpe en la cabeza.
—¿Alguien habrá escuchado algo semejante alguna vez? —se burló el vigía, pero en ese momento intervino en aquella conversación a gritos otra voz, una voz acostumbrada a mandar.
—¿Quiénes sois y de dónde venís?
Reimo inclinó instintivamente la cabeza y respondió.
—Soy Reimo, el alemán, y ellos son mi mujer Zdenka, mi hijo Karel, y el primo de Zdenka, Vúlko. Somos del pueblo de Kyselka y tuvimos que huir de los husitas.
—¿Precisamente ahora, después de tantos años con los husitas al mando? ¡Hombre, no esperarás que te creamos esos cuentos!
La voz del vigía sonaba mordaz, pero el hombre que había intervenido en la conversación lo reprendió.
—Cállate, Huschke, y deja hablar a esta gente.
—Gracias, noble señor. —Zdenka suspiró aliviada y luego explicó que ella, su marido y su hijo habían huido hacía varios años de Kyselka y que se habían ocultado en una cueva—. Pero nuestro escondite fue descubierto por nuestros enemigos, y si Frantischek no nos hubiese salvado, ahora estaríamos todos muertos.
El vigía de la torre no daba su brazo a torcer.
—Frantischek, qué nombre más extraño para un guerrero alemán.
—No es su verdadero nombre, pero es que él se olvidó del suyo. Lo llamamos Firanz porque lo encontré el día de San Francisco de Asís.
Mientras Reimo estaba aclarando los hechos, la tormenta de nieve comenzó a arreciar nuevamente, y Karel, que estaba tan muerto de frío como los adultos, comenzó a gimotear en voz baja.
Desde el puesto del vigía de la torre se oía una conversación en voz baja pero muy acalorada, y el pequeño grupo esperaba que no se impusiera el vigía desconfiado, sino el otro hombre cuya voz había sonado tan compasiva como curiosa. Al poco tiempo, el ruido de un pasador o de una tranca descorriéndose los liberó de aquella angustiosa espera, que conmovía incluso a Michel. Las dos hojas de la puerta se abrieron, haciendo a un lado el montón de nieve que se había acumulado delante.
—Soy Václav Sokolny, el señor de este castillo. Os doy la bienvenida.
Aunque hablaba bien el alemán, su acento dejaba entrever que no se trataba de su lengua materna.
—Os lo agradecemos, noble señor. —Zdenka salió a su encuentro, se hincó de rodillas y tomó su mano para besarla. Pero como el hombre llevaba unos guantes gruesos y forrados, se contentó con apoyar un instante su frente en ellos.
El hombre se percató de su turbación y se sonrió, divertido, pero la ayudó a ponerse de pie enseguida.
—En primer lugar, debéis entrar al calor. Estáis completamente congelados. Que Wanda os caliente unas cervezas. Eso os quitará el frío. Hynek se ocupará de vuestro caballo.
El hombre que se sintió aludido se inclinó ante el señor del castillo y contestó.
—Ov^sem, pán!
Entretanto, Michel había aprendido de Zdenka suficientes palabras en checo como para entender que había dicho «sí, señor». Estaba contento de poder escapar de aquel frío penetrante, aunque tenía el doble de ropa y la dureza de la marcha le había hecho sudar abundamentemente. Sin embargo, ahora que estaban parados sin moverse, el viento le soplaba a través de cada pliegue de la túnica.
Mientras sus acompañantes siguieron a Sokolny con la cabeza gacha, sin mirar a izquierda o a derecha, su mirada se paseó por los alrededores, examinándolo todo. El castillo había sido erigido en un lugar estratégico, ya que los flancos escarpados del espolón de la montaña lo protegían por tres lados. Las murallas, que surgían del despeñadero casi sin que se viera su inserción, eran la mitad de altas y un poco menos macizas que las del frente, que constituía el lado más expuesto a un ataque, y una torre de entrada maciza aunque no desmedidamente grande protegía la entrada. El castillo era de corte ovalado y más bien podía denominarse pequeño, eso era algo de lo que Michel estaba seguro aunque no pudiera recordar si había visto otra fortaleza alguna vez. Salvo el edificio principal, el resto parecían más bien chozas que se apoyaban contra las piedras grandes pero toscamente talladas de la muralla como si se tratase de niños asustados.
El conde Sokolny condujo a sus invitados a través del patio angosto del castillo, que a pesar de la fuerte nevada estaba limpio, llevándolos hasta un anexo que se encontraba junto al edificio principal y en donde estaba la cocina. Allí, la cocinera estaba llenando unos vasos con cerveza humeante.
—Aquí tenéis, bebed —instó a los invitados. Los dos soldados que venían acompañando al grupo interpretaron que esa invitación también iba dirigida hacia ellos y se apresuraron a coger un vaso. En los labios de Sokolny se insinuó una sonrisa, pero no dijo nada, sino que se sirvió él también. La cocinera hizo una reverencia, fue a buscar de un estante un par de vasos vacíos más, los llenó también del líquido humeante que impregnaba con su aroma la cocina entera y se los puso en las manos a Michel y sus acompañantes. Mientras los hombres bebían la bebida caliente a pequeños sorbos para no quemarse los labios, Zdenka inició una conversación con la cocinera. Ambas hablaban en checo, ya que les resultaba más familiar que el alemán hablado por los habitantes de las grandes ciudades y, a juzgar por la avidez con que conversaban, parecía que tenían mucho para contarse.
El conde Sokolny aguardó a que sus inesperados invitados se hubieran recobrado un poco y luego señaló hacia la puerta.
—Seguidme al salón. Ya casi es la hora de cenar y no queremos seguir molestando a Wanda y a su gente.
Zdenka señaló hacia las ollas, que emanaban un delicioso aroma.
—Si se me permite, me gustaría ayudar.
—Hoy deberías tratar de recobrar fuerzas. Pero si Wanda está de acuerdo, a partir de mañana puedes ayudar en la cocina por el sueldo correspondiente.
Sokolny dirigió al grupo hacia la puerta, como si fuera una campesina que echa fuera a la bandada de gallinas que se le ha metido dentro de la casa. Cuando vio el efecto imponente que causaba en sus invitados el salón principal, con su cielo raso sostenido por vigas de madera tallada, sus armas y trofeos en las paredes y su mesa larga enmarcada por unas sillas macizas, Sokolny asintió, satisfecho, y les dio tiempo a Reimo, Zdenka, Karel y Vúlko para que observaran tranquilos. Los cuatro estuvieron de acuerdo en que las cuatro casas más grandes de su aldea podrían caber allí dentro. Ante aquellas exclamaciones de admiración, Michel meneó la cabeza en forma casi imperceptible, ya que el salón no le parecía particularmente grande y consideraba esos muebles inusualmente anticuados. En lugar de tener alfombras, el suelo estaba cubierto de espigas de abeto, y al menos una docena de perros se peleaba debajo de la mesa por un hueso.
—Eh, grandullón —dijo Michel cuando se le acercó un gran perro y se le quedó mirando con sus ojos amarillos. El perro emitió un gruñido suave, pero Michel no se dejó amedrentar y le cogió del cuello con audacia.
—Si vamos a ser amigos, será mejor que me trates de un modo un poco más amable.
El perro frunció el ceño como si estuviese pensando cómo debía reaccionar, olfateó minuciosamente a Michel y finalmente apoyó su cabeza contra el muslo de él. Se trataba de la pierna que Michel tenía lastimada, y ese contacto le había dolido. Sin embargo, Michel se aguantó el dolor, palmeó al macizo animal y se alegró de haber encontrado a su primer amigo en el castillo de Sokolny.
Capítulo IX
A la luz turbia de la lámpara de sebo, Marie se quedó contemplando la nieve que el viento filtraba en la habitación a través de la ventana rota y que iba formando un mon-toncito blanco debajo de ella. Hacía tanto frío en esa habitación que los copos ya no se derretían, y Marie creyó que moriría de frío a pesar de los tres vestidos que tenía puestos uno encima del otro y de la manta que se había envuelto alrededor de los hombros. Como la habitación carecía de chimenea y además le habían negado un calentador con carbón de leña, su cama se había mojado y cubierto de una capa delgada de hielo allí donde se condensaba su aliento.
Estaba a punto de dar a luz, y tenía dolorosa conciencia de que en esas condiciones su bebé no lograría sobrevivir ni siquiera la primera noche. En sus momentos de mayor tristeza había pensado en darse por vencida y entregarse al destino que le había asignado la señora Kunigunde. A fin de cuentas, se trataba del bebé de Michel, cuya vida no podía poner en riesgo por simple obstinación. Pero cada vez que estaba a punto de ir a ver a la nueva señora del castillo y someterse a sus designios, el orgullo y el deseo de independencia se alzaban en su interior. Podía imaginarse la clase de vida miserable que llevaría bajo el influjo de aquella mujer, ya que el hombre con quien se debía desposar de acuerdo con los designios de Kunigunde estaba completamente sometido a sus órdenes y no movería ni un dedo para proteger a su esposa de su prima. Y, sobre todo, un matrimonio con ese Götz von Perchtenstein, aquel hombre desabrido y desanimado, mancharía la memoria de Michel.
Marie se abrazó el vientre, donde su bebé se revolvía inquieto, apretó los dientes y lanzó un rosario de imprecaciones contra el piso de abajo, donde la estirpe de Kunigunde devoraba presa de la gula todos sus víveres, mientras que ella allí arriba no probaba bocado desde hacía veinticuatro horas. Hacía ya varios días que había comenzado a sentirse tan pesada y tan mal que no podía sostenerse sobre los flojos peldaños de aquellas empinadas escaleras. Ischi solía traerle la comida, pero el día anterior se había ido a la casa de su futuro esposo, y la tormenta de nieve que arreciaba desde la noche anterior probablemente la había retenido allí.
Marie se frotó las manos agarrotadas y se acurrucó más contra el borde de la cama para no quedar tan expuesta a la corriente de aire. Justo en ese momento oyó ruidos provenientes del desván, que se encontraba en un anexo debajo de la torre. Supuso que se trataría nuevamente de alguno de los mocosos de la señora Kunigunde, que ya le habían abierto y saqueado dos cofres, pero ya no tenía las fuerzas necesarias para bajar y ahuyentarlos. En ese momento oyó pasos en la escalera que conducía a su recámara y se incorporó tensa.
Unos instantes más tarde, Ischi asomaba la cabeza por la puerta. La joven criada estaba envuelta en un abrigo, y la pañoleta de lana gruesa que se había anudado sobre la cabeza sólo le dejaba libres los ojos, la nariz y la boca. Pero esta vez no llevaba ningún plato en la mano, sino el abrigo de piel más grueso de Marie y sus botas de invierno. Mientras apoyaba las cosas sobre la cama, le sonrió a su señora para darle ánimos.
—Hoy la tormenta arrecia con singular fuerza, señora —dijo en voz baja—, con fuerza suficiente como para retener a la señora Kunigunde y a toda su estirpe en la habitación de la chimenea, y los guardias de las puertas están más preocupados por sus braseros que por la entrada. Por eso puedo llevaros por fin a la granja de cabras, tal como me lo encargó vuestra amiga hace ya varios días. Es cierto que el camino no será fácil, pero hasta ahora no había podido encontrar una ocasión propicia para sacaros del castillo a escondidas.
Marie sólo oyó la palabra granja de cabras y pensó en el calor de hogar que se sentiría en la cocina de Hiltrud. Allí también encontraría comida suficiente y la ayuda necesaria para traer a su bebé al mundo sano. Esos pensamientos le levantaron enseguida el ánimo, y miró a la criada, asintiendo aliviada.
—Eres un tesoro, Ischi. Ya casi había perdido el valor, pero gracias a tu ayuda podré burlar a la señora Kunigunde.
Se levantó, se calzó las botas y se puso encima el abrigo de forma semicircular. Como había sido confeccionado antes de su embarazo, la tela se estiraba en la zona del vientre, dejándole un espacio sin cubrir. Ischi observó con ojo crítico las ropas apretujadas de su señora, que le parecían muy poco apropiadas para el largo viaje que emprendería, y salió en busca de algunas prendas más. Volvió a quitarle el sobretodo y fue superponiéndole las prendas más abrigadas que pudo encontrar. Después volvió a ayudarla a enfundarse en el abrigo y le puso otra pañoleta más sobre los hombros para sostenerle sobre la cabeza una caperuza forrada en piel. Finalmente, sujetó a su señora para que ésta pudiese bajar las empinadas escaleras paso a paso a pesar de su informidad.
A pesar de que a Marie le urgía dejar ese castillo inhóspito lo antes posible, se detuvo en el almacén junto a la torre, abrió un par de cofres y extrajo algunas cosas por las que sentía un apego especial. Se trataba de un par de joyas que Michel le había regalado a lo largo de los años y que todavía no había podido dar a Hiltrud para que las pusiera a resguardo, además de un par de cosillas pertenecientes a Michel que aún no habían caído en las codiciosas garras de la estirpe de Kunigunde. No quería dejarlas allí porque estaba convencida de que, si lo hacía, no volvería a verlas.
El frío en el castillo también tenía su lado bueno, ya que mantenía a los criados refugiados en el calor de la cocina y a las criadas preferidas de la señora Kunigunde en la habitación de la chimenea. Eso les permitió a Ischi y a Marie atravesar el patio sin ser vistas y avanzar hasta las puertas con la nieve llegándoles hasta las panto-rrillas. Si bien las dos hojas grandes del portal estaban cerradas, la pequeña puerta lateral estaba abierta y sin vigilancia. Poco después, Marie se dio la vuelta para echarle un último vistazo a aquellos muros que habían sido su hogar durante once años y a los que ya no quería regresar. Se sacudió los recuerdos de los últimos meses para que no la persiguieran como una nube de malos espíritus y luego le volvió la espalda al castillo con un enérgico movimiento.
—En realidad, la idea era que Thomas o Hiltrud estuviesen esperándonos en la puerta, pero con este clima tan espantoso no pude salir a buscarles, así que tendremos que ir solas —le gritó Ischi en el oído para sobrepasar el rugido de la tormenta. Marie examinó a la joven y meneó la cabeza preocupada. La ropa de Ischi alcanzaba para ir a ver a algún vecino en la ciudad o para poder ir a la iglesia, pero no era adecuada para una caminata de horas a campo traviesa. Se congelaría antes de llegar a la mitad del camino hacia la granja de cabras. Marie comprendió que tendría que ir sola.
La criada extrajo de un pequeño nicho entre dos casas un bastón fuerte y una canasta bien acolchada que había escondido al dirigirse al castillo. La canasta contenía un recipiente aún tibio sellado con una tapa que contenía un guiso muy nutritivo de cebada troceada, nabos y algunas tajadas de pollo. Marie casi le arrancó a la criada de las manos la cuchara que ésta había rescatado de entre la paja y devoró la comida con avidez, sin darle siquiera las gracias a la joven entre bocado y bocado. Una vez que el recipiente quedó vacío, volvió a mirar hacia arriba, donde el castillo ya casi no podía distinguirse a causa de la tormenta de nieve, y agitó el puño.
—Esa Kunigunde quería matarme de hambre. ¡Que el diablo se la lleve, a ella y a toda su chusma!
Mientras Ischi volvía a guardar el recipiente y se ataba la canasta al hombro con unas tiras de cuero, Marie cogió el bastón, dirigiendo todos sus pensamientos hacia el peligroso camino que tenía por delante. Incluso en la ciudad podía sentirse la furia de la tormenta, que arreciaba sobre los techos, llenaba todos los rincones de nieve y se depositaba sobre las fachadas de las casas como una piel de oveja recién esquilada, haciendo que las callejuelas parecieran abismos que llegaban hasta el cielo. El día seguía negándose a darle paso a la noche, y sin embargo todos los postigos estaban cerrados. Sólo de vez en cuando podía advertirse desde fuera un tenue resplandor luminoso que demostraba que en el interior de las casas cubiertas de nieve aún había vida. El clima había empujado a las personas junto al calor de sus hogares y las lumbres de sus ahumaderos, en donde las manzanas asadas desparramaban una agradable fragancia y el vino aromático se tornaba tan tibio que descendía amablemente por la garganta, ahuyentando de los miembros todo vestigio de frío.
Marie e Ischi no se toparon con un alma hasta alcanzar la puerta de la ciudad, en donde llamaron la atención de los guardianes. Se trataba de centinelas que no estaban sometidos en forma directa al nuevo alcaide, sino que respondían en primera instancia al consejo de Rheinsobern. Cuando reconocieron a ambas mujeres, intercambiaron unas miradas muy significativas, les dieron la espalda y volvieron a dedicarse al brasero de hierro en el que el carbón de leña les daba un hálito de calor.
Ischi descorrió el pasador de la puerta con los dedos agarrotados y la abrió para dejar salir a Marie. Al sentir en la cara el viento que pasaba aullando por las paredes y ver los torbellinos de nieve arremolinándose, detuvo a su señora.
—Mejor quedaos aquí. Con este clima, pereceréis antes de haber llegado a la granja de cabras. Venid conmigo, os llevaré con mis suegros. Ellos os recibirán con gran júbilo.
Marie sacudió la cabeza con decisión y apartó los dedos de Ischi de su abrigo.
—Puede ser, pero ése es el primer lugar en donde me buscaría la señora Kunigunde. No creo que se imagine que me he ido a casa de mi amiga en medio de esta tormenta y estando embarazada. Para cuando se le ocurra enviar a alguien a la granja de la pastora de cabras, tal vez yo ya tenga en mis manos la carta de protección del conde palatino.
Ischi se tapó el rostro con las manos y rompió a llorar.
—Este clima me da miedo. ¡Moriréis en el camino!
Marie le acarició la mejilla, sonriendo.
—Créeme, Ischi, he andado por los caminos en condiciones climáticas mucho peores que éstas.
—Pero no con una criatura en vuestro vientre que nacerá en unos pocos días.
Por un instante, Ischi consideró la posibilidad de llamar a alguno de los guardianes de la puerta para que retuvieran a su señora, pero antes de que pudiera decidirse, Marie ya se había soltado de sus manos y había comenzado a marchar pesadamente en la nieve.
—¡Que Dios y la Virgen Santa os protejan! —alcanzó a gritarle Ischi, cerró la puerta y regresó hacia la casa de su prometido con los hombros caídos y llenándose de reproches.
Uno de los guardianes se dio cuenta de que había olvidado volver a poner el pasador y se levantó gruñendo para hacerlo él mismo.
—¡Mujeres! —protestó, mientras pensaba cuánto preferiría estar con su propia mujer para compartir con ella la tibieza del lecho en lugar de tener que estar sentado allí, en aquel frío y húmedo puesto de vigilancia, en un día como ése, en el que probablemente no arribaría ningún viajero.
Marie no se sentía en absoluto tan valiente como le había hecho creer a Ischi. En condiciones climáticas favorables, el camino hacia la granja de Hiltrud le llevaba una hora de marcha, y con semejante tormenta de nieve cada paso se convertiría en una lucha en la que podía perecer con facilidad. Su mirada se deslizó por la llanura nevada del Rin, que se desplegaba ante sus ojos casi sin contornos, como una mortaja.
Marie cerró los puños.
—¡No será la mía! —exclamó al viento para infundirse ánimos.
Si hubiese tenido que avanzar con viento en contra, habría muerto a los pocos pasos, pero por suerte para ella, la tormenta caía en forma oblicua, chocando contra su espalda, lo cual le permitía aprovechar el ímpetu del viento y dejarse llevar por él. Lo más difícil era no salirse de la senda y no equivocarse en los desvíos, ya que bajo aquel manto de nieve, los árboles y los arbustos cambiaban totalmente su aspecto comparados con las estaciones del año más cálidas, y los muros de la ciudad, que podrían haberle brindado un punto de referencia, desaparecieron al cabo de un rato en medio de la intensa nevada. Marie tuvo que detenerse en varias ocasiones para reorientarse, y de todos modos no estaba segura de haber tomado el camino correcto. Cuando la tormenta cedió por un instante, oyó a lo lejos el aullido de un lobo, y otro que parecía estar bastante más cerca le respondió con voz ávida.
Marie se estremeció. Si bien era cierto que los lobos rara vez andaban merodeando las llanuras a orillas del Rin, cuando los inviernos eran muy crudos solían bajar al llano. Se abrazó al bastón, como si estuviese buscando que aquel trozo de madera inanimada la protegiera, y siguió avanzando lo más rápido que pudo. Aquel esfuerzo extraordinario y el peso adicional del bebé que cargaba en el vientre hicieron que pronto comenzara a sudar. Las gotas que resbalaban por sus mejillas se congelaban al contacto con el frío, de modo que a cada rato tenía que limpiarse las perlas de hielo que se le formaban en el rostro, y al mismo tiempo comenzó a picarle terriblemente la espalda. Ya habían transcurrido casi diecisiete años desde que la habían azotado en Constanza y los guardias la habían arrastrado medio muerta por el camino, pero, de repente, le parecía que aquello había sucedido el día anterior.
Al rato, Marie ya estaba resoplando como una yegua espantada, rogando a Dios y a María Magdalena que la ayudasen. Aún seguía prefiriendo rezarles a las santas de las cortesanas antes que a la Virgen María, ya que veía en la antigua prostituta de Galilea a una compañera de desventuras. Enfrascada en sus pensamientos, Marie estuvo a punto de pasar de largo por la granja de cabras, pero el balido de un cabrito y el contorno del establo que se divisaba no muy lejos de ella en medio de la nevada le marcaron el rumbo. Se precipitó hacia la casa y golpeó la puerta con sus últimas fuerzas. Durante algunos instantes no sucedió nada hasta que, finalmente, le abrió Hiltrud. Su amiga se quedó mirándola con los ojos desorbitados, como si temiera estar siendo burlada por un demonio invernal, pero finalmente le extendió los brazos para recibirla.
—¡Dios mío, Marie! ¿Acaso te has vuelto loca como para venir con semejante tormenta? ¡Si me hubieses enviado una nota, habría ido a buscarte de inmediato!
—Tú sí que eres buena —logró soltar Marie con los dientes castañeteándole—. ¿Acaso querías que te enviase a Ischi? Se habría perdido por el camino y habría hallado una muerte segura.
—Pero tú sí lo has logrado. —La voz de Hiltrud aún tenía un tono de reproche, pero tuvo que darle la razón a su amiga para sus adentros. Solamente una mujer con la voluntad de Marie era capaz de atravesar el camino con semejante tormenta—. Ven, te llevaré junto al fuego y te calentaré un poco de vino aromático.
Hiltrud cerró la puerta, condujo a Marie a la cocina y la ayudó a sentarse en el banco que estaba junto al horno. Después llenó de vino una jarra de cerámica, le agregó algunas hierbas y algunas especias y envolvió con un trapo el mango del hurgón cuya punta estaba en el fuego. Al sumergir el extremo del hierro candente dentro del líquido se oyó un siseo y el vapor comenzó a ascender hasta el cielo raso. Hiltrud contó lentamente hasta diez, volvió a sacar el hurgón, aspiró el aroma del cántaro humeante y llenó dos vasos con aquella bebida de fuerte aroma.
—Después del susto que me has dado, necesito un trago —dijo en un intento lastimero de reír. Le alcanzó un vaso a Marie, cogió el de ella y le indicó a su hija mayor que trajera a la mesa algo de comer. Mariele hubiese preferido quedarse, ya que sentía curiosidad por saber qué había movido a su madrina a ir a su casa con semejante tormenta, pero obedeció sin rechistar. Fue a la despensa, llenó una tabla de delicias campesinas tales como jamón, queso, morcilla y salchichas de hígado ahumadas, y con una sonrisa tímida puso todo sobre la mesa, delante de su madrina. Cuando Hiltrud cortó unas rebanadas gruesas de pan fresco de delicioso aroma, a Marie se le hizo la boca agua. Se abalanzó sobre la comida con avidez y no dejó de comer hasta que la tabla estuvo casi vacía.
Hiltrud la miraba sin salir de su asombro.
—Es evidente que estaban haciéndote pasar mucha hambre. Gracias a Dios estás otra vez con nosotros. Yo te alimentaré bien, así te recuperarás y tendrás fuerzas suficientes como para dar a luz a tu bebé. Pero ahora debes ir a la cama. ¡Ven conmigo! Mientras Tho-mas no esté, dormirás en mi cama.
Marie alzó la cabeza, sorprendida.
—¿Thomas no está? Pero ¿adonde se ha ido?
—¡Tú sí que me haces reír! —Hiltrud le dio a su amiga un gol-pecito en la nariz—. ¡Se fue a entregarle tu carta al conde palatino! Creo que será mejor que se quede allí hasta que el clima mejore un poco, ya que esta tormenta es lo suficientemente fuerte como para matar a un hombre adulto.
—Lamento causaros tantas molestias —respondió Marie, angustiada.
Pero se equivocaba con Hiltrud.
—Mi querida amiga, si no podemos hacer algo por ti después de todo lo bueno que tú y Michel habéis hecho por nosotros, no merecemos estar vivos. Así que arriba ese ánimo y deja de pensar cosas malas. ¡Tu bebé necesita una madre alegre, no una cobarde llorona, o él también se transformará en un desdichado!
Marie agitó la mano en un gesto despectivo.
—¡Si los hijos no se dan cuenta del ánimo que tienen sus madres!
—No te engañes. Los hijos saben perfectamente lo que sienten sus madres. Pero ahora, ven conmigo. Los demás ya se han metido todos en sus camas.
Hiltrud sonaba tan resuelta y al mismo tiempo tan preocupada por ella como Marie la había conocido, y por primera vez en mucho tiempo se sintió protegida. Aquí podría dar a luz a su bebé sin miedo alguno; lo único que la entristecía era que Michel no pudiese vivir junto a ella el momento del nacimiento.
Capítulo X
líos que habían ido dejando una huella de sangre por cada aldea desprotegida por la que habían pasado en lugar de enfrentarse a las hordas husitas. Muchos de ellos se adherían en silencio a las enseñanzas de Jan Hus, aunque no podían decirlo en voz alta porque el conde Sokolny era considerado un fiel católico y no les daba a los creyentes el derecho de juzgar a sus obispos o incluso al Papa. Sin embargo, a pesar de su fe, ninguno de sus hombres estaba dispuesto a traicionar a su señor ante los husitas, cuyas patrullas hasta el momento habían dejado intacto el castillo y sus alrededores.
Marek Lasicek se consideraba tan buen checo como el que más, pero su toda fidelidad la reservaba para el conde Sokolny y su familia. No le quedaba nada de esa fidelidad para Segismundo, rey de Bohemia y emperador de los alemanes, ni para el tosco de Prokop, que le causaba igual rechazo, dado que era el comandante de los husitas y el líder de los fanáticos taboritas. Con su guerra, ambos perturbaban la vida bella y pacífica que había reinado en Bohemia hasta la muerte de Jan Hus. Él también se rompía la cabeza pensando en aquel extraño que se hacía llamar Franz. Si el hombre hubiese sido un simple recluta a quien hubiese podido moldear e incorporar a su grupo como a Vúlko y a Reimo, tal vez hasta le habría resultado simpático. Pero en los pocos días que llevaba participando de los ejercicios militares, el alemán había demostrado ser un guerrero extraordinariamente diestro, y en una lucha de entrenamiento le había hecho caer el arma. Eso era algo de lo que Marek Lasicek no se olvidaba tan fácilmente, sobre todo porque no le había vuelto a suceder desde los tiempos en que él mismo era recluta.
Marek se quedó mirando cómo Michel intentaba enseñarle a Vúlko, que se comportaba como un torpe, la forma correcta de empuñar la espada; luego vio que su señor estaba observando la escena desde arriba, detrás de la ventana, y sonrió. Ya le mostraría a ese alemán cuál de los dos era mejor guerrero.
—Eh, nemec, ¿qué tal una lucha de entrenamiento conmigo, pero no sólo entrechocando las espadas, sino una lucha fuerte?
Michel se dio la vuelta hacia él y asintió.
—¿Por qué no? Con este entrenamiento tan liviano que hacemos aquí ni siquiera llego a entrar en calor.
Marek dio un paso adelante y examinó la manera de afirmarse sobre la nieve pisoteada. El resto de los soldados se paró formando un semicírculo, mientras Michel cambiaba la espada de madera que se usaba para practicar por una de hoja verdadera y después se paraba en medio del círculo. Antes de que Marek y él pudiesen cruzar sus espadas, apareció el conde y alzó la mano.
—Se me ocurre una idea para matar el tiempo mejor que permitir que os rompáis mutuamente la cabeza. El día está soleado y no muy frío, de modo que deberíamos ocuparnos de volver a llenar nuestras despensas.
—¿Queréis salir de cacería, señor? —Marek, que normalmente solía ser el primero en estar listo cuando se mencionaba esa palabra, torció el gesto. Pero después de mirar brevemente al conde y comprobar que no se dejaría convencer de lo contrario, volvió a guardar la espada en la vaina con un enérgico movimiento.
—Tendremos que medir nuestras fuerzas en otro momento, nemec. Ahora veremos si no te lo haces en los pantalones al oír el aullido de los lobos.
Los amigos de Marek se rieron, mientras que Michel se limitó a menear suavemente la cabeza. Comprendía al checo, que hasta entonces había sido indiscutiblemente el mejor guerrero, y que como tal había reinado sobre los soldados a caballo como un pequeño monarca. El hombre no podía acostumbrarse a que hubiese aparecido alguien no ya de su misma condición, sino incluso mejor.
—Hasta ahora rara vez he tenido miedo de un lobo.
Michel se pasó la mano por el abrigo de piel de lobo que Zdenka le había cosido con las pieles de los animales que había matado. Ahora las risas estaban de su lado.
Marek hizo un gesto como si quisiera saltar sobre la yugular de Michel, pero, enojado, se limitó a hacer un ademán despectivo.
—Eso está por verse, nemec. Ya veremos quién de los dos es mejor. —Tras decir eso, le dio la espalda a Michel y se dirigió a su señor—: ¿La señorita vendrá con nosotros, pán?
—No sabría cómo prohibírselo, ya que estoy seguro de que no hará caso a lo que yo le diga —respondió Sokolny, riendo.
Como si lo hubiese intuido, en ese momento apareció en la escalinata del edificio principal su hija Janka. Llevaba, tal como se requería para salir de cacería, unas botas de piel, un traje de montar largo con varias faldas de lana superpuestas y, encima de todo, un abrigo de piel. Tenía la cabeza cubierta con una capa abrigada forrada en piel que le llegaba hasta las orejas, y las manos las tenía embutidas en unos guantes firmes diseñados de tal modo que con ellos podía empuñar la ballesta.
—Llegas temprano, los demás no estamos listos aún.
La voz de su padre no sonaba a reprimenda, sino a orgullo por la valentía de su hija. Janka aún no había alcanzado la mayoría de edad, pero ya se perfilaba como una futura belleza. En tiempos más pacíficos, su padre habría encontrado un esposo para ella mucho antes, pero ahora no había ningún noble eh su círculo que estuviese en condiciones de pedir la mano de una condesa Sokolna.
—Que Jindrich me ensille a Norka —le indicó Janka a uno de los siervos. Mientras éste se alejaba a toda prisa, Sokolny llamó a su sirviente personal, que le tenía preparada su vestimenta de caza, y dejó que lo vistiera. Los soldados de Marek, que debían acompañarlos como batidores, ya se habían puesto ropa abrigada, y ahora sólo les faltaba proveerse de armas.
Cuando Michel salió de la casa de armas, Sokolny lo examinó con visible interés. El alemán se había decidido por una jabalina y un cuchillo de caza largo que llevaba enganchado a su pantalón de tal modo que podía tomarlo con ambas manos. Su mirada se paseó por todos los caballos con ansiedad, examinando los animales que le traían los siervos del establo, lo cual revelaba que estaba acostumbrado a montar. Sokolny pensó en asignarle un caballo, pero finalmente renunció a esa idea para no enfadar aún más a Marek. El fiel muchacho se habría tomado muy a mal el hecho de que privilegiara al alemán, ya que él sólo montaba a caballo cuando tenía que recorrer largas distancias, y sobre la montura no tenía la destreza necesaria para un cazador.
Por eso, solamente fueron tres los que encabezaban el grupo de cacería montados a caballo: Sokolny, su hija Janka y Feliks La-bunik, un noble de mediano rango que estaba al servicio del conde. A pesar de que la nieve les llegaba casi hasta las rodillas, los soldados también avanzaban a buen ritmo. Michel sentía que la herida de la cadera le tiraba, sin embargo, seguía firme, manteniendo el paso de Marek, que era prácticamente una cabeza más bajo, pero bastante más gordo que él. A poco más de cien pasos del castillo de Falkenhain, se internaron en un bosque que parecía encantado. Los árboles tenían unos gruesos cascos blancos, pero el suelo entre las ramas poderosas estaba en su mayor parte libre de nieve, aunque congelado como piedra y cubierto de escarcha resplandeciente, al igual que el soto. Más de una vez se produjo un remolino plateado cuando alguno de los caballos o uno de los batidores atravesaba los arbustos. No faltaba mucho para la Navidad, y ése era otro de los motivos por los cuales estaban yendo de cacería, ya que en las fiestas el conde quería ver sobre su mesa navideña carne de venado recién cazada.
Marek dividió a sus hombres y volvió a inculcarles que debían hacer que los animales salieran al encuentro de los jinetes.
—Pensad que una jabalina siempre es más veloz que vosotros, tanto para huir como para atacar. Y no creáis que nuestros jabalíes bohemios son inofensivos. Pueden medirse con media docena de alemanes juntos.
Michel no podía recordar haber cazado un animal alguna vez; sin embargo, todo aquello le resultaba muy familiar, aunque tenía que luchar contra la sensación de que, en realidad, debería haber estado sentado sobre un caballo, tensando una ballesta en sus manos, al acecho, hasta divisar un ciervo o un jabalí. Enseguida reaccionó, se puso en la fila junto al resto de los batidores, empuñando la pica y llevando el paso con ellos.
El conde había hecho traer solamente tres perros, entre los cuales estaba Mozak, el amigo de Michel. A Hynek, que estaba a cargo de los animales, le costaba un esfuerzo enorme sujetarlos de la correa, porque ya habían encontrado un rastro. Ante una señal de Sokolny, el sirviente soltó a los perros, y un instante más tarde éstos ya se habían abalanzado sobre el primer jabalí. El animal trató de huir, pero la flecha de Janka fue más rápida y lo hizo desplomarse en el suelo con un chillido agudo. El conde felicitó a su hija por el buen tiro, y por eso no advirtió a otra jabalina que se alejaba gruñendo y gritando, aunque Mozak intentara arriarla con sus ladridos hacia donde estaban los cazadores.
—Eso no estuvo bien, señor —criticó Marek al conde con el privilegio que le daba ser su fiel acólito. Su señor hizo un gesto de desdén, riendo, pero se notaba que estaba molesto. Cada jabalí que cazaban representaba alimento para la gente que habitaba el castillo, y si se les escapaban demasiados, se verían forzados a pasar hambre y necesidades.
—¡Adelante! —Sokolny alentó a sus hombres y preparó la ballesta. Pero nuevamente fue su hija la que acertó a tirar primero. Esta vez, el conde tuvo que lanzar una flecha después de su hija, ya que la primera no había herido de muerte al jabalí.
Con el correr de la tarde, los cazadores y los batidores comenzaron a dispersarse, y llegaron siervos del castillo para ayudar a acarrear a los animales que habían cazado. Cuando los primeros batidores se detuvieron, agotados, el conde Sokolny frenó a su caballo.
—La cacería ha terminado. ¡Ya tenemos animales suficientes! —exclamó, mientras mandaba reunirlos a todos. Poco después apareció la mayoría de los participantes de la cacería, pero faltaban Jan-ka, Michel y otro de los batidores, y mientras los otros dos perros se daban una panzada con unos buenos pedazos de carne, Hynek llamó infructuosamente a Mozak.
—Si llego a atrapar a ese maldito nemec, le daré tantas patadas en el culo que se lo dejaré abollado —gritó Marek, furioso.
—El alemán y Antonin se fueron tras la señorita Janka. Cuando los vi por última vez, estaban a nuestra derecha —le informó uno de sus hombres.
Sokolny ordenó que volvieran a tocar el cuerno. Labunik formó un embudo con sus manos y gritó en dirección hacia el bosque que la cacería había terminado. Sin embargo, no obtuvo respuesta alguna. Sokolny exhaló con fuerza el aire de sus pulmones y frunció los labios. Su mirada buscó el cielo, que ya se estaba tiñendo de negro en el este.
—Feliks, tú vendrás conmigo. Marek, tú te encargarás mientras tanto de poner a salvo el resto de nuestras presas. Dentro de una hora estará oscuro, y sería una lástima que los lobos terminaran saboreando un jabalí porque nosotros tuvimos que dejarlo.
—Eso sería una verdadera lástima, señor.
Marek les indicó a algunos hombres que llevaran al castillo las presas que habían cazado, que estaban desparramadas en el punto de reunión, pero él permaneció junto a Sokolny. El conde le dirigió una mirada un tanto molesta a la que Marek respondió meneando la cabeza con obstinación. Al fin y al cabo, se trataba de la pequeña Jas-chenka, a quien había acunado con frecuencia en sus rodillas cuando ella tenía apenas dos años.
—Ojalá que no le haya sucedido nada —repitió un par de veces, al tiempo que intentaba seguir el paso de los caballos, jadeante. Sus palabras expresaban lo que el conde mismo secretamente temía. Cuando descubrieron las huellas del caballo de Janka, del perro y de sus dos acompañantes, suspiraron todos aliviados. Sokolny espoleó a su caballo blanco, dejando muy pronto atrás a Feliks La-bunik y a Marek.
De pronto vio que alguien se acercaba corriendo en dirección hacia él. Era Antonin, uno de los hombres de Marek y un soldado muy valiente. Pero esta vez había arrojado su pica y corría directamente hacia el caballo del conde, ciego de pánico. Sokolny logró evitar el choque en el último momento, cogió a Antonin, lo subió a su caballo y lo sacudió.
—¿Qué sucede? —le gritó.
Antonin alzó la vista, pálido de miedo.
—Medved, medved!
—¿Un oso, dices? —Sokolny se estremeció del susto. Para esa época del año, la mayoría de los osos ya estaba en sus guaridas, hibernando. Pero los pocos que aún no habían encontrado una guarida o que habían sido expulsados de ella por otros osos más grandes eran especialmente traicioneros y agresivos, y muchos cazadores habían pagado con sus vidas un encuentro de ésos. Por un momento, el conde se imaginó a Janka bañada en sangre bajo las patas de una bestia semejante, apartó a Antonin a un lado y espoleó a su caballo.
—¡Padre nuestro que estás en los cielos, haz que no llegue demasiado tarde!
Capítulo XI
El oso apareció ante ellos inesperadamente, rompiéndole el cuello de un solo golpe a la robusta yegua de Jan-ka. Michel no estaba lo suficientemente cerca como para reconocer el peligro y Antonin, tan pronto como vio al animal, arrojó el arma gritando de pánico y salió corriendo. Michel empuñó su pica con más firmeza y dio un gran salto hacia delante para ayudar a Janka, que yacía semienterrada debajo del cuerpo de su yegua. El oso ya casi estaba sobre la muchacha, que daba puñetazos al aire presa del pánico, cuando advirtió la presencia de su nuevo enemigo, que se irguió sobre sus patas traseras. La pica se le clavó apenas por debajo de las costillas, pero no alcanzó a penetrar a través de la gruesa capa de grasa. Antes de que Michel pudiese extraerle el arma para volver a clavársela, el oso respondió con un gruñido furioso, dando un manotazo que partió el mango macizo de la pica como si hubiese sido un junco, y luego echó a Michel a un lado como si se tratara de una mosca molesta. Sus ojos pequeños se quedaron observando al hombre con desprecio hasta que un aullido de Janka volvió a llamar su atención sobre la muchacha. Mozak, que había ido detrás de Michel, saltó sobre el oso, pero antes de que pudiese morderlo fue lanzado por los aires con un único movimiento que, a pesar de su tamaño, lo arrojó a varios pasos de distancia. La bestia no se preocupó por el perro que aullaba, sino que se volvió nuevamente hacia Janka, que intentaba zafarse en medio de su desesperación.
El ataque de Mozak le había dado tiempo suficiente a Michel como para salir de la duna de nieve. Extrajo su cuchillo de caza, saltó sobre las espaldas del oso y se aferró con ¡a mano izquierda al espeso pelaje marrón del animal para finalmente hundirle la hoja del cuchillo entre las costillas.
El oso se quedó de pie gimiendo, se dio la vuelta tambaleante y arrojó un golpe sin fuerza que no llegó a alcanzar a Michel. Prudentemente, éste se había apresurado a apartarse, y ahora giraba alrededor del animal. Cuando el oso se irguió para despedazarlo con sus patas delanteras, volvió a enterrarle el cuchillo y después esquivó las garras. Un temblor atravesó a aquella criatura, de estatura superior a la de un hombre. Se tambaleó, se precipitó al suelo sin emitir sonido y se quedó tendido, inerte.
Michel puso unos cuantos pasos de distancia entre él y el oso, ya que sabía que esas fieras eran capaces de reacciones sorprendentes, incluso estando agonizantes. Pero al volver a mirarlo se dio cuenta de que el oso realmente estaba muerto. Sus uñas estaban extendidas hasta casi tocar la cabeza de Janka. La muchacha había dejado de gritar y miraba a la bestia muerta con ojos desorbitados. En señal de reconocimiento, Michel palmeó en los flancos a Mozak, que se había acurrucado junto a él, gimiendo, y luego se inclinó sobre la hija del conde para liberarla. Pero la yegua era demasiado pesada como para que un hombre solo pudiese levantarla o moverla sin ayuda.
En ese momento apareció el conde Sokolny. Vio a la fiera y a la yegua muerta y tuvo la sensación de que el corazón iba a dejar de latirle del susto. Pero entonces se dio cuenta de que su hija movía el torso, bajó de su caballo negro y la cogió de la mano.
—Por Dios, hija, creí que te había perdido.
Michel resopló.
—¡No perdáis el tiempo con discursos inútiles y ayudadme a sacar a Janka de ahí!
Sokolny se estremeció al oír el tono autoritario de esas palabras, pero comprendió que Michel tenía razón y asió él también al animal. Unos instantes más tarde, Janka estaba inclinada sobre un tronco, aún paralizada por el susto pero ilesa, salvo por algunas magulladuras, y no apartaba la vista de Michel.
—Arriesgaste tu vida para salvar la mía.
Sokolny examinó las heridas del animal, cuya sangre manchaba la nieve de rojo.
—No sé cómo agradecértelo. Si Janka hubiese caído víctima del oso, eso le habría roto el corazón a mi esposa. Michel hizo un gesto de desdén.
—Gracias a Dios que me permitió estar en el lugar correcto en el momento indicado.
Entretanto habían llegado Marek y Feliks también, y ambos se quedaron mirando con visible espanto el oso muerto. Detrás de ellos apareció Antonin, como si fuese la personificación de los remordimientos, y suspiró aliviado al ver a la joven señora reclinada contra el árbol. Después su mirada se dirigió al conde y a Marek, cuyos rostros no presagiaban nada bueno para él.
—Llevaré a Janka a casa sentada delante de mí. Vosotros os quedaréis aquí, esperando a la gente que os enviaré para que podáis acarrear al oso y al caballo muertos hasta el castillo. En nuestra situación, no podemos darnos el lujo de renunciar a su carne, aunque la yegua sirva nada más que para alimentar a los perros.
—¡Se hará como digáis, señor! Veamos si no nos escuchan desde aquí. —Marek se llevó dos dedos a la boca y emitió tres silbidos estridentes que resonaron por todo el bosque y que poco después recibieron respuesta. El conde asintió, como si no hubiese esperado otra cosa, alzó a su hija como si fuese una niña y la montó sobre su caballo. Cuando estuvo sentado detrás de ella, le dirigió a Marek una mirada un tanto burlona.
—Viejo buscapleitos, ¿aún quieres medirte con el nemec para ver cuál de los dos es el mejor?
Marek examinó el oso con la mirada, miró tímidamente a Michel y meneó la cabeza.
—No, ya no hace falta. Para ser sincero, no soy tan valiente como para atacar con un cuchillo a una bestia tan grande como ésa.
Michel le dio una palmada en el hombro a Marek.
—No te habría hecho falta, porque probablemente habrías acabado con el oso de un solo golpe de pica.
Marek lo miró un instante con gesto sombrío y se preguntó si el alemán estaría tomándole el pelo; sin embargo, leyó sinceridad en los ojos de Michel, y entonces empezó a sonreír.
—Probablemente tengas razón, pero de todos modos has arriesgado todo para salvar a nuestra Jaschenka. Eso es lo único que cuenta. Dame la mano, nemec, para que pueda darte las gracias por ello.
Sin embargo, no se contentó únicamente con la mano, sino que atrajo a Michel hacia sí y lo estrechó en un abrazo.
Sokolny suspiró aliviado, ya que después de semejante acto de arrojo podía cederle al alemán un lugar en su mesa sin comprometer su honor. Si el tal Franz no resultaba ser un noble, merecía ese lugar en agradecimiento por haberle salvado la vida a su hija.
El alivio por el final feliz de la cacería podía sentirse en todo el castillo. Václav Sokolny no se anduvo con remilgos y ordenó abrir un barril grande de cerveza. Si bien la bebida tenía un sabor más seco de lo que la lengua de Michel parecía estar acostumbrada a catar, bajaba por la garganta como si fuese aceite. Mientras los cazadores y los batidores, los siervos y las criadas seguían deleitándose con la bebida, Sokolny, los nobles y Marek se sentaron juntos para deliberar. Dos horas después de la caída del sol habían llegado a su veredicto, que debía ejecutarse de inmediato.
Las antorchas alumbraron el patio del castillo casi como si fuese de día cuando Antonin fue llevado allí con el torso desnudo a pesar del frío y atado a un par de anillos de hierro con el rostro apuntando hacia la pared. Michel sintió lástima por aquel hombre, pero en las expresiones de los rostros de los demás leyó que Antonin no era para ellos más que un miserable cobarde que había abandonado a su señora en la hora de mayor peligro.
Sokolny midió al prisionero con una mirada despectiva y alzó la mano para atraer la atención de todos.
—Hoy Antonin ha fracasado y ya no merece seguir siendo un guerrero. Por su cobardía recibirá veinte azotes, y después pasará a ser un siervo esclavo. Puede que algún otro más valiente que él ocupe su lugar.
En ese momento, Marek apareció detrás del condenado con un látigo en la mano. También habría podido dejar que fuese otro quien ejecutase la condena, pero Antonin había sido uno de sus hombres y había puesto en peligro la vida de Janka, la preferida declarada de todos los habitantes del castillo. Sin decir palabra, levantó el látigo y le dio el primer azote. Los que estaban reunidos en el castillo, la mayoría sosteniendo un vaso de cerveza en la mano, comenzaron a contar en voz alta: «Jedan, dva, tri...», hasta cumplir los veinte azotes.
Michel contemplaba el espectáculo con una sensación extraña y contradictoria, y comenzó a notar una presión en la cabeza que se tornaba cada vez más fuerte. De pronto, ya no creyó tener delante a Antonin, sino que vio a una mujer joven... no, a una muchacha apenas mayor que Janka revolviéndose bajo la violencia de unos azotes brutales que convertían su espalda en un tablero de ajedrez. La muchacha era extraordinariamente hermosa y no se merecía aquel castigo, pero cuando trató de abrirse paso hacia delante entre la muchedumbre densamente agolpada para acudir en su ayuda, alguien lo cogió y lo sacudió.
—¿Qué pasa contigo, nemec?
Michel clavó la vista en una figura fuerte debajo de él, a quien sólo después de verlo por segunda vez reconoció como Marek Lasi-cek. La presión en la cabeza ya había cedido, y en ese momento vio a dos sirvientes y una criada levantándose del suelo y observándolo con gesto vacilante.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Michel con voz apagada.
—De repente te pusiste a dar golpes en todas las direcciones y empujaste al suelo a Mirko, a Petr y a Jitka.
Marek se quedó contemplando a Michel como si tuviera que cerciorarse de que podía soltarlo.
—Al parecer, nuestro Franz presenció en su vida pasada unos azotes que eran injustos ante sus ojos, y ahora debe de haberlos recordado. —El conde Sokolny le puso a Michel la mano sobre los hombros y le sonrió para darle ánimos—. Pero ten la seguridad de que Antonin se merecía los azotes que recibió. En otro lugar, probablemente lo habrían ejecutado por su conducta.
Michel asintió, aunque en realidad no pensaba tanto en el siervo checo, sino más bien en la muchacha joven que había visto en su mente. ¿Acaso se trataría de aquella Marie a la que, según Zdenka y Reimo, había estado llamando mientras deliraba de fiebre?
Mientras un par de siervos se dedicaban a atender a Antonin, el resto de la gente regresó al salón principal del castillo. Los antepasados de Sokolny habían mandado construir el salón más bajo de lo que solía construirse en otras partes, y a cada uno de los lados más largos se extendía un hogar enorme, en el que ardían leños de madera de abeto y de haya del tamaño de medio tronco, expandiendo un calor muy hogareño. Junto con las antorchas que estaban a los lados más angostos, el fuego del hogar ofrecía suficiente luz como para poder tener desde cualquier lugar un panorama de todo el salón, dominado por una mesa maciza con forma de herradura. En la cabecera, en la parte más angosta, estaban sentados el conde y sus vasallos de mayor rango, así como las damas de la casa. La esposa de Sokolny, Madlenka, una mujer de unos cuarenta años un tanto rellena, pero de excelente presencia, con cabellos castaños y unos ojos oscuros que su hija había heredado, se dirigió a Michel y lo condujo a un sitio de honor.
—No puedo agradeceros lo bastante que hayáis salvado a nuestra pequeña de la bestia.
Le hablaba como a un igual, y extrañamente ese hecho no incomodó a Michel en absoluto, como le parecía que debía haber ocurrido si él no fuese más que un simple soldado. ¿O acaso su imaginación lo estaba engañando, haciéndole creer que había tenido una vida mejor de la que había tenido en realidad? Michel le dio las gracias a la señora de la casa con algunas palabras amables, advirtió con alivio que Marek le guiñaba el ojo con alegría y luego dirigió su vista hacia la jarra de cerveza llena y la enorme porción de jabalí asado que sobresalía a ambos lados del plato de estaño. Profundamente ensimismado en sus pensamientos, Michel no advirtió las miradas que Janka le dirigía. Sin embargo, a un observador atento no se le habría escapado el hecho de que la mujer que había dentro de ella había despertado y que sus sentimientos hacia Michel iban mucho más allá del mero agradecimiento por haberle salvado la vida.
Un rato más tarde, mientras yacía en su cama, a Michel le zumbaba la cabeza de tanto intentar recordar en vano, y la gran cantidad de jarras de cerveza que había vaciado hizo el resto. Se quedó un rato más despierto y luego cayó en un sueño plomizo en el que se batía con osos furiosos que querían quitarle la vida.
De pronto oyó en sueños que alguien gritaba su nombre. Asustado, se dio la vuelta y vio a una mujer que iba caminando a su encuentro. Era la misma a la que había visto siendo azotada un rato antes, en aquel breve recuerdo que se había despertado en él, sólo que ahora era mayor y —como constató con orgullo— aún más hermosa. Sus cabellos enmarcaban su cabeza como una diadema dorada o una corona, y su rostro habría cautivado los ojos de cualquier artista. Pero de pronto la expresión de su rostro se transformó en un gesto de dolor.
—¡Michel, ayúdame, me duele tanto! —gritaba dolorida, al tiempo que extendía las manos hacia él.
Michel la sujetó, presionándola suavemente.
—No tengas miedo, Marie. Yo estoy aquí contigo.
Los ojos azules de la mujer se iluminaron, y su boca pronunció el nombre de él con una dulzura que le rodeó como un soplo tibio.
—¡Ahora todo saldrá bien!
Se trató solamente de un susurro, pero en él se traslucía todo el alivio del mundo. Michel quiso tomarla entre sus brazos y consolarla, pero en ese momento la mujer se transformó en un oso y lo atacó.
Michel se sobresaltó y se quedó mirando confundido la habitación en la que se encontraba. La luna, que brillaba a través de los diminutos cristales de la ventana, estaba lo suficientemente clara como para permitirle reconocer los contornos de las cosas que le rodeaban. Pasó un rato hasta que Michel comprendió que estaba en el castillo de Sokolny y que la hermosa mujer que se llamaba Marie por el momento existía solamente en sus sueños.
—¡Marie!
Pronunció ese nombre como si fuera una palabra cariñosa, y tuvo que luchar contra su deseo de abandonar el castillo al día siguiente para salir en busca de aquella mujer. ¿Por dónde empezaría a buscarla? No sabía ni de dónde venía ni en dónde hallar a alguien que lo reconociera y pudiese ayudarlo a volver a ser él mismo. Pero lo que más le angustiaba era el hecho de que en el sueño había oído su verdadero nombre, pero había vuelto a olvidarlo en cuanto se despertó.
Capítulo XII
El dolor era tan insoportable que Marie se preguntó cómo lo habrían aguantado todas las mujeres antes de ella. Su mirada buscó a Hiltrud, que estaba inclinada sobre ella, ayudando a la comadrona. Su amiga había parido más de un hijo y jamás se había quejado de tener unos dolores tan espantosos. ¿Acaso ella sería la única en sufrir de ese modo tan brutal?
—¡Relajaos, señora! —la instó la partera. La mujer estaba visiblemente nerviosa, ya que hasta el momento siempre había hecho su trabajo con campesinas, y algunas veces también con criadas que se habían liado con siervos o con sus patrones, o que habían sufrido abusos por parte de ellos, como si tuviesen derecho a hacerlo. Pero nunca antes había tenido que atender a una aristócrata y tenía miedo de tocarla.
Ella y Hiltrud no eran las únicas mujeres en la habitación. Como Marie era la mujer de un caballero imperial, Hiltrud había invitado a algunas de sus vecinas para que más tarde pudieran atestiguar que el diablo no había intervenido en el parto. Incluso un siervo había traído en trineo desde la ciudad a Hedwig, la prima de Marie, además del párroco de la iglesia de la Santa Cruz, que debía certificar el nacimiento y asentarlo en el registro de nacimientos de la parroquia. El buen hombre estaba sentado en un rincón, con una expresión poco feliz, intentando no mirar los genitales al desnudo de la parturienta.
Una nueva ola de dolor pareció querer desgarrar a Marie en pedacitos. Cerró los párpados y apretó los puños para reprimir los gritos que pugnaban por salir de la garganta. Pero de repente oyó que alguien le susurraba al oído unas palabras de consuelo, y entonces vio claramente a Michel parado frente a ella. Marie extendió los brazos hacia él enseguida.
—¡Ayúdame, Michel! ¡Ya no soporto los dolores!
Él se acercó hacia donde estaba ella, la cogió de las manos y la miró, anhelante. A Marie le pareció que él había envejecido y que estaba tan delgado como si hubiese estado pasando hambre. Además, vestía un traje extraño. Parecía un hombre que había perdido todo, incluso a sí mismo. Sin embargo, él le sonrió y asintió con la cabeza para darle ánimos.
—¡Resiste, amor mío! Todo saldrá bien —leyó Marie en sus labios.
Marie sonrió entre lágrimas. —¡Sí, Michel, todo saldrá bien!
El grito penetrante de un bebé recién nacido destruyó el rostro de su sueño, devolviéndola bruscamente a la realidad. Confundida, miró a su alrededor, y entonces vio un conjunto de rostros risueños. Hiltrud se inclinó sobre ella y le limpió el sudor de la frente con un paño humedecido en esencias de penetrante aroma.
—¿Lo ves? ¡Lo lograste! Felicidades, Marie. ¡Has tenido una hija!
—He visto a Michel —respondió Marie, ensimismada en sus pensamientos.
—Seguro que lo has visto, ya que él te estaba observando desde el cielo para brindarte su protección —respondió el cura, solemne.
Marie sacudió la cabeza enérgicamente.
—No, no fue así. Si Michel hubiese estado en el Reino de los Cielos, seguramente habría vestido una túnica, como las que tienen los ángeles en los retablos de la iglesia. Pero llevaba ropa muy terrenal y parecía muy vivo... No creo que esté muerto.
—Temo que esté viendo fantasmas a causa de la fiebre —le susurró a la comadrona una de las mujeres. Ésta apoyó la mano sobre la frente de Marie, aparentemente sin saber muy bien qué pensar de todo el asunto—. Está fresca, y su mirada también parece diáfana —comentó la mujer asombrada, pero también un poco temerosa.
—¡Michel está vivo! —repitió Marie, furibunda. Hiltrud le acarició la mejilla.
—Seguro que lo está. Pero ahora no deberías pensar tanto en él sino en vuestra hija. Ella te necesita.
Hiltrud le hizo señas a la partera para que le pusiera a la recién nacida en brazos, y empujó suavemente el mentón de su amiga para que mirara a la niña. En un primer momento, Marie intentó resistirse, ya que sentía que ni siquiera Hiltrud la creía, pero después contempló el rostro colorado y arrugado de la recién nacida y le pareció reconocer en él los rasgos de Michel. Sus ojos brillaron de inmediato. La pequeña dejó de gritar y miró a su madre desde unos ojos azules oscuros abiertos de par en par, como si quisiera grabarse su imagen para siempre.
Marie le dirigió a Hiltrud una sonrisa inmensamente feliz.
—Es igual que Michel, ¿no crees?
—¿De veras? —preguntó Hedwig, que se había sentado en el borde de la cama y tiraba suavemente de los cabellos casi blancos de la recién nacida—. Yo creo que se parece más a ti.
—Yo también —coincidió Hiltrud—, y estoy convencida de que nuestro tesorito llegará a ser algún día tan bella como su madre.
Las otras mujeres también alabaron a la recién nacida, e incluso el párroco se dejó sonsacar algunas palabras de reconocimiento mientras registraba el nacimiento en un pergamino fino y pulido y ponía debajo el sello de su parroquia.
Apenas se hubo secado el lacre, se oyeron unos golpes furibundos en la sala, seguidos de una voz chillona. Inmediatamente después se abrió la puerta y entró la señora Kunigunde, acompañada por una ráfaga de aire helado.
—¡Conque aquí estabas, criatura desagradecida! —le gritó con voz dictatorial—. Una hace todo lo posible para facilitarte la vida y tú te escapas a esta cabaña de campesinos con olor a bosta y otras cosas peores.
Hiltrud se paró con los brazos en jarras, indignada, y frunció la nariz, ya que el vestido de la nueva señora del castillo olía a sudor y a excremento de perro, mientras que ella seguía manteniéndose siempre tan limpia como se había acostumbrado a estar desde sus épocas de ramera errante.
—Mi casa está limpia y caliente, algo que no puede afirmarse del castillo de Sobernburg.
La señora Kunigunde le dio la espalda con un movimiento despectivo y luego se quedó observando al párroco.
—¿Y qué hacéis vos aquí, reverendo padre? —He venido a certificar el nacimiento de la hija de la señora Marie.
—¿De modo que ya parió? ¡Qué bien! Entonces ya puede volver a ser útil. —Miró con asco a la recién nacida, a quien la prima de Marie estaba envolviendo en unas telas suaves, y entonces su rostro se iluminó—. ¡Anda, vístete! —le ordenó a Marie—. ¡Vendrás conmigo al castillo de inmediato! Puedes traer a tu cachorrito contigo si así lo deseas. Y hazme el favor de apurarte. No quiero dejar a los caballos del trineo parados en el frío durante mucho tiempo.
Marie estaba demasiado exhausta como para poder defenderse de aquella insolencia, pero Hiltrud interpuso su cuerpo macizo delante de ella y examinó a la señora Kunigunde con una mirada desafiante.
—Si obligáis a la señora Marie a ir con vos en el estado de debilidad en el que se encuentra, ni ella ni su hija lograrán sobrevivir. Me pregunto cómo explicaréis la muerte de ambas al conde palatino. Yo me encargaré de contarle la verdad al noble señor, ya que lo conozco bien.
Esto último no era cierto, pues, salvo en Constanza, Hiltrud no había visto al conde palatino más que un par de veces y de lejos, cuando venía de visita a Rheinsobern. Sin embargo, la amenaza surtió un efecto inmediato. La señora Kunigunde sabía muy bien que no ganaría nada con la muerte de Marie. Su prima Hedwig reclamaría la herencia para sí y se la otorgarían, ya que Wilmar Häftli, su esposo, gozaba de una gran influencia en la ciudad por ser el jefe suplente del gremio de los maestros toneleros de Rheinsobern. El caballero Manfred ya había tenido la oportunidad de recibir algunas muestras del orgullo de los ciudadanos de Rheinsobern, y le había contado a su esposa lleno de furia contenida lo mal que lo había tratado esa recua de arrogantes.
La señora Kunigunde odiaba tener que darse por vencida, pero sabía que por ahora no podía hacer nada. De modo que echó la cabeza hacia atrás y amenazó a Hiltrud.
—¡Te hago responsable de ella! En cuanto esta mujer se recupere del parto, enviaré a mi esposo a buscarla. Y si intentáis oponer resistencia, nuestros soldados os mostrarán quién manda.
Diciendo esto, se dio media vuelta y se marchó en medio de una nube de hedor.
Cuando hubo cerrado la puerta tras de sí, la partera escupió.
—Oí con absoluta claridad cómo esa ordinaria se pedorreaba antes de irse.
El párroco la amonestó con un gesto de su mano.
—Modera tu lengua, hija mía. La dama es la esposa de nuestro alcaide y merece que le guardes respeto.
—Eso no la hace más fina —respondió la partera, bajando el tono de su voz.
Marie apenas percibía lo que sucedía a su alrededor; yacía acostada con los ojos cerrados y los puños apretados. Sabía de lo que la señora Kunigunde era capaz. Si no quería que la llevaran de vuelta a Rheinsobern a rastras, como una prisionera, tendría que afrontar el frío junto con su hija y viajar a través de las rutas invernales hasta algún sitio en el que estuviese protegida de aquella estirpe de roñosos que había copado el castillo. Cuando el párroco y todas las mujeres, menos su prima, abandonaron la granja de cabras, se lo comentó a Hiltrud.
Hedwig, que estaba acunando a la pequeña, la contradijo con vehemencia.
—¡No puedes irte de aquí! ¿O acaso quieres que tu pequeña se muera por el camino?
Hiltrud levantó la mano, tranquilizándola.
—Está bien, Hedwig, no te alteres. Yo tampoco dejaría ir a Marie así como así, sino que le haría enganchar un trineo y me encargaría de que la llevaran hasta el conde palatino. Probablemente tengamos que actuar rápido, ya que allá arriba, en el castillo, la obligarán a desposar al mugriento primo de Kunigunde para que esa estirpe pueda hacerse de una vez por todas de su fortuna.
—Y la vida de mi pequeña correría peligro —agregó Marie, coincidiendo con esas palabras—. Tienes toda la razón, Hiltrud. En cuanto haya recuperado un poco mis fuerzas, aceptaré tu oferta de que uno de tus siervos me lleve a Heidelberg en un trineo tirado por caballos.
—Mi Thomas se encargará de ello. Quisiera que ya estuviese aquí de vuelta. Estoy segura de que a él se le ocurriría alguna idea para impedir que el caballero Manfred te lleve de aquí.
Marie no pudo evitar esbozar una sonrisa amarga, ya que, a su modo de ver, el esposo de Hiltrud ciertamente no era el hombre que podía imponerse ante el alcaide y su mujer. Si bien Thomas era hijo bastardo del antiguo castellano de Arnstein y, por tanto, el hermanastro del caballero Dietmar, al haber sido siervo de la gleba estaba acostumbrado a obedecer sin vacilar a quienes estaban por encima de él. Hiltrud era mucho más capaz de imponerse que su esposo, pero ahora Marie no podía confiar más que en sí misma. De modo que tendría que recuperarse cuanto antes del desgaste del parto y volver a ponerse en pie.
Mientras meditaba acerca de cuáles serían los próximos pasos a seguir, volvió a recordar a Michel. Echaba de menos a su esposo más que nunca, pero curiosamente ya no sentía tristeza alguna, sino la firme convicción de que él aún estaba con vida. Si bien no comprendía qué le impedía regresar con ella y con su pequeña hija, en algún momento volvería a estrecharlo entre sus brazos, ahora estaba Completamente segura de ello.
TERCERA PARTE
RUMBO A LO DESCONOCIDO
Capítulo I
Ludwig von der Pfalz jamás había hecho esperar a Marie antes de una audiencia tanto como aquel día. Llevaba cuatro horas esperando en aquel salón lleno de corrientes de aire, y durante ese tiempo había visto entrar y salir al menos a una docena de hombres, y también a varias damas, y la mayoría de ellos era de una clase inferior a la suya. Ese trato sólo podía significar que el señor Ludwig estaba mucho más enfadado de lo que ella temía. Ya había pasado un rato desde que el lacayo, que se encargaba de llamar a los suplicantes y conducirlos a la sala en la que el conde acostumbraba a recibir, acompañara hasta la salida al último visitante, de modo que Marie suponía que la llamarían en cualquier momento. Sin embargo, nada ocurría.
Marie comenzó a contar las sillas tapizadas en damasco rojo, y cuando terminó siguió con las patas de las sillas. Los artesanos encargados de amueblar la antesala eran verdaderos artistas. Entretanto, ella ya podía juzgar con conocimiento de causa, ya que la primavera anterior había casado a su doncella Ischi con el tornero de madera y constructor de mesas Ludolf, y durante ese tiempo había ido a menudo a su taller para observarlo a él y a su gente. El esposo de Ischi le estaba muy agradecido por haber promovido aquella unión, regalándole a su esposa una dote muy generosa para sus posibilidades, y por eso no le había escatimado sus conocimientos, como solía suceder en esos casos, sino que la había iniciado en todos los secretos de su arte.
En mayo, una orden del conde palatino había acabado con la hermosa temporada que Marie estaba pasando con Hiltrud en la granja de cabras. Por entonces aún creía que debía estarle agradecida al señor Ludwig, y había obedecido gustosa a su orden de viajar inmediatamente a Heidelberg, ya que su intervención había obligado a Kunigunde von Banzenburg y a su esposo a dejarla en paz.
Aún recordaba muy bien los terribles días posteriores al nacimiento de su hija, cuando su debilidad le hacía creer que la señora Kunigunde regresaría en cualquier momento con los soldados del castillo, secuestrándolas a ella y a su pequeña Hiltrud, a quien todos llamaban simplemente Trudi, y arrojándolas nuevamente a las, gélidas sombras de la torre. Si bien Hiltrud le había prometido protegerlas a ella y a su ahijada de la plebe del castillo con el rastrillo y la guadaña, aquella promesa no había hecho más que acrecentar el miedo de Marie, ya que probablemente los hombres habrían linchado a Hiltrud.
Hasta ese día ignoraba si lo que había impedido que la señora Kunigunde regresara había sido la advertencia de Hiltrud o la tormenta de nieve que había vuelto a arreciar. Sea como fuere, la señora había perdido su oportunidad, ya que una semana más tarde había aparecido Thomas, el esposo de Hiltrud, como un ángel salvador en medio de la peor furia de las fuerzas naturales, trayéndole una carta de parte del conde palatino. En el documento, redactado por un secretario en la más bella letra gótica, el conde Ludwig prohibía obligar a hacer algo a la viuda del caballero imperial Michel Adler en contra de su voluntad, e incluso ordenaba expresamente al alcaide del castillo de Rheinsobern entregarle a Marie Adler los efectos personales de ella y los de su esposo.
Una vez que las calles volvieron a estar transitables, Marie envió a traer a la granja de cabras a la señora Kunigunde y su esposo para mostrarles ese escrito. Aún recordaba con malicioso deleite el ataque de rabia que había sufrido la mujer. Manfred von Banzenburg se había tomado el asunto con mucha más calma, y en los días sucesivos le había ido entregando sus posesiones, al menos las que aún existían, y había enviado a su hijo letrado, Matthias, a ofrecerle una suma de dinero en concepto de indemnización por lo que faltaba y por los alimentos que habían consumido. Marie estaba segura de que el dinero provenía de las bolsas destinadas al conde palatino, pero lo había aceptado de todas formas porque consideraba que los Banzenburg debían arreglar el dinero que faltaba con el señor Ludwig.
Una vez que había llegado a Heidelberg, todos sus sentimientos de inmensa gratitud hacia el conde palatino dieron paso a la ira y a la indignación, ya que cuando quiso demostrarle su infinita gratitud y su devoción, el noble señor la había esquivado y se había limitado a nombrarle a tres de sus vasallos, entre los cuales debía elegir uno cuanto antes para que fuese su nuevo esposo. El señor Ludwig pensaba otorgarle el condado a uno de sus acólitos, y le había presentado el hecho de dejarla elegir entre varios candidatos como un gesto especialmente magnánimo. Marie había rechazado enérgicamente a los tres porque estaba más convencida que nunca de que Michel estaba vivo.
Desde que había nacido su hija había soñado con él casi todas las noches. Siempre estaba vestido con esa túnica extraña, bien en un castillo poderoso aunque de contornos demasiado vagos como para reconocerlo, bien con una cadena de montañas similares a la Selva Negra como escenario de fondo. En más de una ocasión había intentado convencer al señor Ludwig de que su esposo no estaba muerto; sin embargo, éste no le había prestado atención. Para el conde palatino, la palabra que valía era la de Falko von Hettenheim, que había jurado por Dios y por la Virgen que Michel había caído en el campo de batalla. Falko había alternado entre la burla y las injurias, y finalmente la había acusado de haber inventado una excusa barata para no tener que volver a contraer matrimonio. Marie desconfiaba de Falko, y no le habría creído ni siquiera aunque hubiese dicho la verdad, ya que odiaba a aquel hombre con una intensidad que ni ella misma podía explicarse. Sin embargo, tenía que contenerse, ya que el conde palatino tenía a Falko en muy alta estima y ella no podía permitirse el lujo de irritar aún más al señor Ludwig.
Una tensión intensa en el vientre la sustrajo de sus pensamientos. Después de cuatro horas tenía la vejiga tan llena que por un momento temió mojar la silla sobre la que estaba sentada. Sin embargo, no se atrevía a dejar la antesala por miedo a que el conde no la encontrara y aprovechase la oportunidad para dar la audiencia por concluida y dirigirse a la sala de caballeros, donde sus vasallos ya estaban aguardándolo. Y entonces pasarían días o incluso semanas enteras hasta que volvieran a concederle una audiencia con él, y eso era algo a lo que no podía arriesgarse. Como no quería pasar el invierno en la ciudad, debía partir antes de que las tormentas otoñales le dificultaran el viaje, ya que no podía someter a Trudi a un viaje en medio de lluvias continuas o de nieve.
Para distraerse miró a través de la ventana hacia el verde que circundaba las amplias instalaciones que rodeaban el castillo. Si bien los cristales de ojo de buey distorsionaban la imagen de los árboles, eran lo suficientemente claros como para que los colores del Otoño brillaran en todo su esplendor a través del vidrio. Estaban casi a mediados de octubre, pronto las tormentas otoñales les arrancarían las hojas. Marie suspiró, ya que recordó que hacía casi un año que la consideraban viuda, y en pocas semanas Trudi cumpliría su primer año de vida. Mariele, la hija mayor de Hiltrud, cuidaba amorosamente de la niña y complacía a Marie en todo, porque estaba orgu-Uosa de que le hubiesen permitido acompañar a su madrina a ver al conde palatino.
Marie esperaba que Trudi se hubiese conformado con el puré que le preparaba Mariele, ya que no siempre ocurría eso. La pequeña prefería mil veces el pecho, y solía escupir cualquier otra cosa que se le ofreciera. También su hija era una de las razones por las que deseaba que la audiencia terminase pronto, para poder amamantarla. Algunas de las mujeres de la corte la habían criticado por no haber tomado un ama de leche, convencidas de que de esa forma estaba malcriando demasiado a la niña. Sin embargo, ella no se hubiese privado por nada del mundo del placer de amamantar a la hija de Michel con su propia leche, y pensó con cierta tristeza que tendría que destetar a Trudi en los próximos meses.
La vejiga ya le dolía de tal modo que no sabía cómo sentarse, pero cuando estaba á punto de darse por vencida y salir corriendo al retrete, que se encontraba bastante lejos, empotrado en el muro que daba al adarve, finalmente apareció el lacayo.
—El señor Ludwig os espera.
Marie lo siguió hasta la serie de habitaciones en las que residía el conde palatino. Delante de una puerta que llevaba en relieve el escudo palatino en ambas hojas, había dos soldados montando guardia y vistiendo cascos con plumas de los colores palatinos y corazas de acero. Cuando el lacayo entró con Marie, se hicieron a un lado con rostro impertérrito. El sirviente abrió una de las puertas y anunció a Marie a viva voz. Ella entró obedeciendo a una señal de él y se inclinó para hacer una reverencia ante el conde palatino, que estaba aburrido, sentado en su silla, en la que incluso los brazos estaban provistos de un acolchado muy grueso. El conde llevaba una túnica ricamente bordada de fondo azul, semejante a una guerrera pero de una tela más liviana, un pantalón ajustado de color rojo y en la cabeza un birrete azul oscuro con bordados en plata y un gancho con aplicaciones de rubí. En su mano derecha se posaba una copa ricamente cincelada, mientras que su mano izquierda descansaba relajada sobre la mesa que tenía delante. El conde no respondió al saludo de Marie, sino que le hizo inmediatamente la pregunta que ella ya se esperaba.
—¿Y bien, señora Marie? ¿Ya os habéis decidido? ¿Desposaréis a Herberstein?
Marie sacudió enérgicamente la cabeza.
—No, su señoría. No he cambiado de opinión. Mi Michel aún está vivo, y estaría cometiendo un pecado mortal si le otorgara mi mano a otro hombre. Por designio de Dios y de todos los santos, debo esperar a que regrese.
La expresión en el rostro del conde palatino mostraba a las claras que no pensaba dejarse impresionar con argumentos cristianos. El conde apoyó la copa de vino sobre la mesa y agitó la mano en el aire, irritado.
—¡No son designios de Dios, sino de vuestra imaginación! Vuestro esposo está tan muerto como puede estarlo un hombre que ha caído en la emboscada de unos demonios husitas. Enterradlo de una buena vez en vuestro corazón también y comprended que necesitáis un nuevo esposo que os proteja y adquiera el nuevo feudo que el señor Segismundo le asignó a vuestro esposo muerto y que ahora pasará a manos de vuestra hija. Si esperáis demasiado tiempo más, estaréis privando a vuestra hija de su herencia, ya que el emperador se habrá olvidado muy pronto de su promesa.
—Entonces tendré que recordársela, ya que los documentos que la certifican están en mi poder — respondió Marie con gran aplomo.
El conde palatino dejó escapar un sonido que expresaba tanto enojo como impaciencia.
—Ni-siquiera tenéis la posibilidad de comparecer ante nuestro señor Segismundo, ya que hace años que vive de campaña en campaña. Y aun si lograrais encontrarlo y obtener una audiencia, él os desposaría con el primer caballero que le viniera en mente entre los que gozan de su beneplácito, ya que un feudo necesita de la mano de un señor, sobre todo cuando acaba de ser otorgado.
Marie comprendía perfectamente que el conde no estaba dispuesto a entregarla a uno de los protegidos del emperador. Si la entregaba a uno de sus hombres de confianza, podía contar con que éste lo apoyaría en calidad de señor independiente del Imperio Germánico. Pero ella no aceptaría como nuevo esposo a ningún acólito de los nobles señores ni a ningún otro.
—Perdonadme, señor Ludwig, pero yo no he venido aquí a terminar con mi estado de viudedad, sino a pediros que me concedierais una licencia durante el invierno.
Ludwig von der Pfalz levantó la cabeza, desconfiado.
—¿Adonde queréis ir?
—Quiero pasar la estación más fría bajo la protección de mi amiga Hiltrud, una campesina libre que posee una granja cerca de Rheinsobern.
Ante estas palabras, el rostro del conde palatino se iluminó.
—Pensé que querríais pasar el invierno en mi residencia —respondió, sin poder disimular del todo el alivio que sentía por no tener que soportar a aquella criatura terca durante los próximos meses—. Sin embargo, seré generoso y os concederé vuestro deseo. Lauenstein, os encargaréis de que la dama pueda partir mañana mismo.
La orden era para su consejero, un hombre mayor de barba gris y cabellos cada vez más ralos que hasta entonces había permanecido en un rincón de la sala, sentado en silencio. El hombre se puso de pie y asintió, solícito, aunque le dirigió a Marie una mirada de desprecio. La odiaba, ya que ella se había atrevido a expresar sus dudas acerca de la honorabilidad de su yerno, Falko von Hettenheim, y le parecía que su señor se mostraba demasiado paciente con aquella viuda obstinada. Ya le había nombrado al señor Ludwig unos cuantos candidatos adecuados para esa mujer, hombres que estaban dispuestos a olvidarse de algunas manchas en el pasado de su esposa con tal de acceder a su cuantiosa dote. Pero como era probable que la señora Marie no fuese desposada hasta la primavera, a sus ojos también resultaba lo mejor que pasara el invierno en una granja apartada en la que sólo pudiera desparramar su veneno entre las vacas y las cabras.
Como el consejero se había quedado ensimismado y con la mirada perdida, el conde se impacientó.
—¿Qué-os sucede, Lauenstein? ¿Acaso es tan difícil poner a disposición de la dama una acompañante adecuada para mañana?
Lauenstein se estremeció al oír aquella voz áspera, y se mostró visiblemente enojado de haber sido amonestado por culpa de Marie y, para colmo, en su presencia, pero enseguida volvió a adoptar el gesto inexpresivo de un cortesano e hizo una reverencia ante el conde palatino.
—Mañana temprano estará todo listo, excelencia.
—¡Bien! Marie Adlerin, podéis retiraros.
Ludwig von der Pfalz agitó la mano como si estuviera espantando a una gallina y echó mano de su copa de vino mientras el lacayo acompañaba a Marie hasta la salida. La puerta aún no había terminado de cerrarse a sus espaldas cuando el conde lanzó una dura carcajada.
—Este invierno dejaré a la dama en paz, Lauenstein, pero cuando llegue la primavera le pondré un esposo en el lecho sin importar lo que ella diga.
Marie alcanzó a oír esas palabras, y como era su propio destino lo que estaba en juego, se quedó parada detrás de la puerta, aunque tenía la vejiga dolorosamente hinchada, y apoyó la oreja contra la puerta sin preocuparse por las miradas atónitas de los guardianes.
—Marie Adlerin es la hembra más rebelde que haya conocido jamás. Estoy convencido de que seguirá negándose a contraer matrimonio con otro hombre, y apelará en su defensa a la carta de protección que le habéis extendido. No deberíais haberle dado tantas garantías de que no podrán desposarla sin su consentimiento.
Marie se imaginaba el gesto irritado del conde palatino al escuchar las palabras de Lauenstein.
—Esa carta de protección se la extendí yo, y puedo cancelarla cuando me plazca. La señora Marie se casará la próxima primavera. Y ahora ya sé con quién.
—¿Ya no tenéis más en mente a Hugo von Herberstein?
—No. El caballero Hugo está cortejando a la hija del castellano de Birkenfeld, que también es una rica heredera. Más bien estoy pensando en maese Fulbert Schäfflein, de Worms.
—¡Pero si no es más que un saco de pimienta, un simple burgués ricachón!
Marie advirtió claramente la repulsión en la voz de Lauenstein.
El conde palatino, en cambio, parecía ronronear de satisfacción.
—¡Pero si la propia señora Marie es hija de uno de esos burgueses ricachones! Por eso creo que Schäfflein es el candidato correcto para ella. Dios los cría y ellos se juntan, Lauenstein, deberíais saberlo a estas alturas. Maese Fulbert se cobrará de la fortuna de la viuda las deudas que tengo con él, y hará un negocio estupendo.
—¡Pero la señora Marie es una dama de la nobleza!
El conde palatino se rio como si se hubiese tratado de un buen chiste.
—Conozco a esa mujer desde otras épocas en las que era bastante menos que eso. Pero para no irritar vuestro orgullo noble, os diré que no me cuesta absolutamente nada organizar una ceremonia en la catedral y convertir a ese simple burgués ricachón que es Fulbert Schäfflein en el caballero Fulbert con solo un toque de mi espada. E incluso eso me daría una ventaja adicional, ya que en ese caso tendrá que usar el dinero de su esposa para comprar uno de mis castillos.
Mientras Marie se clavaba las uñas en la palma de las manos para desahogar la furia que sentía, Lauenstein no parecía estar conforme todavía.
—Dudo de que el emperador le entregue a un caballero palatino recién nombrado el feudo prometido a Michel Adler.
—Eso también lo tengo solucionado. El feudo se le transferirá a la hija de Michel Adler, por lo que necesitaremos un tutor que pueda defender sus intereses mejor que Fulbert Schäfflein. Por eso, haré que la niña sea mi pupila, la traeré a mi corte dentro de dos o tres años y haré que sea educada por las damas adecuadas.
Marie ya había oído suficiente y dio media vuelta, tambaleándose. Presionándose con la mano el corazón, que le latía salvajemente, avanzó a tumbos por el salón, aunque llegó a percibir la expresión maliciosa en los rostros de los guardianes, en los cuales se leía que evidentemente era cierto aquello de que el que escucha a través de las paredes oye su propia desgracia. Mientras se dejaba llevar por su desdicha, se odió a sí misma por no estar en condiciones de dar media vuelta, abrir de par en par la puerta que conducía a los aposentos del conde palatino y gritarle en plena cara lo que pensaba de todos los egoístas y codiciosos miembros de la nobleza en general y de él en particular. Pero si no quería tener que levantarse la falda allí mismo o en el corredor y transformarse en el hazmerreír de todos, necesitaba salir corriendo de inmediato, tan rápido como se lo permitiesen sus músculos acalambrados y el resto de dignidad que le quedaba.
Salió disparada hacia la puerta, maldiciendo la cantidad de tela que su sastre había estimado estrictamente necesaria para el traje de una mujer noble. A los pocos pasos se dio cuenta de que no llegaría hasta el retrete, y entonces corrió escaleras arriba hacia su aposento. Una vez allí, abrió la puerta de golpe, la cerró detrás de sí casi en el mismo movimiento y extrajo con manos febriles el orinal que estaba debajo de la cama.
Al comenzar a sentir alivio se percató de que su tocaya la observaba asustada. Mariele estaba sentada en una de las dos sillas tapizadas con almohadillas de color añil, meciendo en sus brazos a Trudi. La hija mayor de Hiltrud tenía ya ocho años y era lo suficientemente sensata como para hacer las veces de nodriza. Marie estaba muy satisfecha con los servicios de su ahijada, ya que una criada extraña jamás hubiese sido tan leal y afectuosa.
Marie dejó escapar un suspiro desde lo más profundo de su pecho y le sonrió a Mariele, animándola.
—El conde palatino me ha permitido pasar el invierno en casa de tus padres e incluso me ha ordenado partir mañana. Tendríamos que hacer nuestro equipaje ahora mismo.
Mariele asintió, feliz, pensando en los vestidos que Marie había mandado hacer para ella. Si bien sabía que esa ropa ya no le entraría el año siguiente y la heredaría su hermana Mechthild, estaba orgullosa de poseer unas prendas tan finas. Uno de sus trajes incluso se parecía a los vestidos cortesanos que por lo general llevaban únicamente las damas de la aristocracia. Acarició con el pensamiento la seda color mostaza que crepitaba levemente al contacto con los dedos mientras miraba a su madrina, que con su pie izquierdo volvía a deslizar el orinal debajo de la cama.
—La señora Kunigunde y sus hijas no saldrán de su asombro cuando nos vean. Estoy segura de que no tendrán unos vestidos tan bonitos como los nuestros.
Marie sacudió la cabeza, expresando su desagrado.
—Espero no tener que encontrarme con ella ni con su descendencia ni con ninguna otra persona de ese castillo.
Jamás le perdonaría a la esposa del castellano de Rheinsobern el horrendo trato que le había dispensado, tratando de obligarla a desposar a su primo Götz, aunque era consciente de que Ludwig von der Pfalz actuaba con ella de forma igualmente poco escrupulosa aunque no la encerrara y la tuviera a pan y agua. Al igual que a Kunigunde von Banzenburg, lo único que le importaba era su propio beneficio.
Capítulo II
Rumold von Lauenstein despreciaba a Marie con toda su alma porque sabía perfectamente que había pasado de ser una ramera errante a convertirse en la esposa y viuda de un caballero imperial libre, y tampoco le servía de consuelo el hecho de saber que el muerto Adler no había sido más que el hijo de un simple tabernero que había sabido granjearse el favor del emperador. A pesar de su rechazo, el cortesano se ocupó de conseguir un séquito adecuado para una dama de noble linaje, y puso a disposición de Marie un cómodo coche de viaje perteneciente al conde palatino, cuyos asientos y paredes laterales estaban tapizados con unos almohadones blandos para que la dama y sus acompañantes no sufrieran daño alguno a pesar de las sacudidas y golpes sobre las calles sembradas de pozos. Cuando Marie salió al patio, el cochero y su sirviente ya se encontraban en el pescante, y los dos jinetes delanteros y media docena de oficiales trepaban a sus monturas vestidos con elegantes corazas y cascos adornados con plumas.
Como el lacayo que estaba junto a la portezuela no se dignó a ayudar a Mariele, Marie cogió a Trudi con una mano y la empujó con la otra para que pudiese subir por la alta escalerilla hacia el interior del carruaje. Una vez dentro, Mariele se dio la vuelta de inmediato para recibir a su protegida. Pero miró a su madrina con unos ojos tan demudados como si hubiese encontrado un monstruo en el interior del carruaje. Marie se dio impulso para acceder dentro ella también y saludó a su acompañante de viaje y a la criada personal de ésta.
Se trataba de Huida, la hija de Lauenstein, una mujer morena, muy ajada para su edad, con rostro fofo y una figura estropeada. La mujer tenía que acompañar a Marie por orden de su padre. Por una parte, porque una dama de la nobleza no podía viajar sola; por otra, porque seguramente el conde palatino quería comprobar que Marie viajaba realmente al destino que le había anunciado. Huida era la esposa de Falko von Hettenheim y, por tanto, estaba por debajo de la mujer de un caballero imperial; sin embargo, tan pronto como apareció Marie comenzó a pavonearse como si durante ese viaje quisiera cobrarse una por una todas las cosas que ésta pudiese haber dicho en contra de su esposo.
Apenas el coche se hubo puesto en movimiento ya estaba relatándole a Marie profusamente las últimas hazañas del caballero Falko, quien, según ella afirmaba, había podido volver a destacarse en la guerra contra los husitas. La manera ampulosa y explicativa que tenía de hablar le colmó la paciencia a Marie hasta tal punto que al cabo de un rato le apoyó la mano en el hombro y la miró sonriendo.
—Bueno, por la forma en que ensalzáis a vuestro esposo como el más valiente y resuelto entre los acólitos de Segismundo, me pregunto por qué el emperador no lo habrá nombrado caballero imperial como hizo con mi Michel.
Huida siseó como una víbora.
—¡Vuestro esposo ha sabido cubrir a Segismundo de halagos y exagerar sus hazañas, y por eso recibió el rango y el título que hubiese merecido mi esposo!
—El emperador no lo vio de ese modo —contraatacó Marie, impasible.
—¡Segismundo se ha convertido en un viejo demente!
Huida utilizaba las mismas palabras que su esposo le había dicho durante una corta visita al castillo. Había sido a finales del invierno, poco antes de que comenzara la campaña de primavera. Durante un tiempo, Huida von Hettenheim había abrigado esperanzas de estar embarazada otra vez, pero entretanto había tenido que enterrar todas sus ilusiones de poder regalarle a su esposo ese año el ansiado heredero. Su mirada se posó sobre Trudi, que dormía al calor de los brazos de Mariele, y sintió hacia Marie más envidia y odio que nunca. Si bien ella también había dado a luz a cinco niñas, a diferencia de Marie ninguna de ellas recibiría la herencia del padre. Si no ocurría algún milagro que le permitiese dar a luz a un varón, entonces las leyes familiares determinaban que el nuevo señor de Het-tenheim fuera Heinrich, el primo de Falko, mientras que sus hijas debían contentarse con una dote ridiculamente pequeña. Ante esa perspectiva, Huida rechinó los dientes. Entonces recordó lo que se decía acerca de los conocimientos de Marie sobre la eficacia de ciertas hierbas y bebidas, y comprendió que no le convenía continuar irritando a la mujer que tenía a su lado.
Huida tomó las manos de Marie como si fuesen íntimas amigas.
—Perdonad, señora Marie, pero no me di cuenta de cuánto os debe afligir tener que escuchar relatos acerca de la gloria de mi esposo mientras vuestro consorte ha caído víctima de esos terribles husitas.
Su sonrisa dejó al descubierto sus dientes desteñidos y podridos, y cuando se le acercó un poco más, Marie sintió que un hedor penetrante le inundaba la nariz. Marie había aprendido lo fundamental que resultaba la higiene íntima para una mujer, pero la señora Huida parecía considerar su pubis tan pecaminoso que ni siquiera quería rozarlo con un trapo humedecido en agua. Dado que habría de pasar los próximos tres o cuatro días junto con esa persona en aquel estrecho habitáculo, resolvió ser servicial.
—Sois muy sensible —repuso con simpatía, aunque esa mentira amenazaba con darle la vuelta a la lengua dentro de la boca.
La señora Huida le sonrió de inmediato, aparentemente agradecida, y luego comenzó a hablar de sus hijas. Enumeró todas y cada una de las enfermedades que podía contraer un niño a la edad de Trudi. Como por el momento Marie no podía escapar de aquel espíritu quejoso, trató de apartar sus pensamientos acerca del futuro y dejó que la charla la cubriese como un chaparrón. Asentía o acotaba algo cada tanto, cuando le parecía que su acompañante estaba esperando algún comentario de su parte. Por suerte, a la mujer le gustaba más oírse hablar a sí misma que oír hablar a los demás, de modo que muy pronto pasó a los últimos chismes sobre la corte del conde palatino. Marie constató enseguida cuan poco trato con las damas de allí había tenido durante su estancia en la corte, ya que gran parte de lo que le contó le resultaba nuevo. Aunque tampoco le interesaba si la baronesa de Buchenberg había engañado a su marido con el elegante caballero Nantwig ni tampoco si el conde imperial de Enztal estaba seguro de cuál de los cuatro hijos de su mujer provenía de él. Cuando Huida supuso que ya había engatusado discretamente a Marie con su charla, pasó a hablar del tema que realmente la preocupaba. Apoyó sus manos sobre los hombros de Marie y se volvió hacia ella para poder mirarla a los ojos.
—Necesito vuestro consejo con urgencia.
Marie arqueó las cejas, sorprendida; sin embargo, no rechazó a la mujer. Antes de que pudiese instarla a contarle cuál era el problema que la aquejaba, la señora Huida comenzó a expulsar una catarata de palabras casi sin hacer pausas para tomar aire.
—He oído decir que conocéis métodos para aumentar el deseo de un hombre, impedir un embarazo no deseado o...
Se quedó mirando a Marie con gesto casi suplicante.
—¿O qué? —preguntó ésta, sin entender.
—¿Conocéis algún método que permita conducir la simiente del hombre indefectiblemente hacia su destino, despertando nueva vida en el vientre de una mujer?
La señora Huida comenzó a temblar a causa de la tensión y pareció ansiosa por obtener una respuesta. Hasta su criada, que hacía las veces de doncella y que además era seguramente su persona de confianza, se inclinó hacia delante, interesada.
Por un momento, Marie no supo qué decir. En su opinión, el deseo del esposo de Huida aumentaría sin duda si ella se daba un buen baño y se ponía ropa limpia, pero evitó hacer ese comentario y, en su lugar, comenzó a enumerar los alimentos que tenían fama de tener un efecto afrodisíaco. La señora Huida asentía al escucharlos y confesaba que ya los había probado aunque sin obtener el prometido efecto, y dejó entrever que estaba en busca de aquellos medios que ya habían cruzado la delgada línea que los convertía en brujería. Lo que quería era algún hechizo que le permitiera conservar el amor de su esposo y la ayudara a tener un hijo varón. Finalmente cogió a Marie y la sacudió.
—Seguramente vos no podéis entenderlo, ya que vuestro linaje aún es nuevo y no estáis familiarizada con nuestros usos y costumbres. Para alguien que pertenece a un linaje antiguo e importante, el mayor de los deseos es un hijo y heredero. ¡Pero durante la última visita de mi esposo, mi vientre permaneció vacío! Os ruego por Dios y por todos los santos que me ayudéis a cumplir el anhelo de mi esposo. Si lo lográis, seré vuestra fiel amiga toda la eternidad.
Marie contuvo una sonrisa. ¡Conque el orgulloso y altanero de Falko von Hettenheim no tenía un hijo a quien legar su título y sus posesiones! A sus ojos, ése era el castigo justo para el hombre que la había ofendido en lo más íntimo y a quien ella responsabilizaba secretamente de la desaparición de Michel. Al principio intentó rechazar lo más diplomáticamente posible la petición de Huida von Hettenheim, pero después recordó el remedio con el cual Hiltrud le había ayudado a tener a Trudi. Según su amiga, surtía efecto en cualquier mujer que estuviera en condiciones físicas de quedar embarazada, pero las que lo habían tomado hasta el momento sólo habían concebido niñas. Como el padre de Huida era un hombre muy cercano al conde palatino, el caballero Falko no podía repudiar a su mujer ni tampoco encerrarla en un convento. De modo que no le quedaba más opción que seguir entrando en su cueva para poder engendrar a su heredero, y a Marie le pareció que lo que se merecía por ser tan altivo e insolente era ayudarlo a tener una serie más de hijas.
Marie frunció el entrecejo como si estuviese haciendo un esfuerzo por pensar y luego le hizo señas para que se acercara, y también a la criada.
—Si esperáis obtener ayuda de las fuerzas sobrenaturales, entonces deberíais acudir a una bruja o a un hechicero, ya que yo no sé nada de esos asuntos. Sin embargo, la campesina de la granja de cabras hacki la que nos dirigimos sabe preparar un brebaje de hierbas que permite tener descendencia. Yo misma esperé quedar embarazada durante años y solo logré concebir después de beber ese elixir. En mi caso no resultó ser un hijo varón, pero la propia Hiltrud ha engendrado a tres fuertes muchachitos con ese remedio.
Huida von Hettenheim se tragó literalmente esas palabras.
—¿Creéis que la campesina me dará ese brebaje a mí?
Marie meneó la cabeza como si no estuviese segura.
—No lo sé. Puede ser que se asuste de que una mujer noble como vos desee su remedio. Ella no es más que una mujer sencilla, y generalmente utiliza ese jugo sólo con sus vacas para asegurarse de que queden preñadas.
Marie no tenía ni idea de si esto era realmente así, pero por lo que conocía a Hiltrud, lo suponía. Por supuesto que su amiga no era en absoluto tan asustadiza como Marie había afirmado delante de Huida, pero quería mantenerla en vilo.
Huida entrecruzó las manos y se las llevó al pecho, al tiempo que urgía a Marie con la mirada.
—¡Por favor, ayudadme a convencer a la mujer para que me prepare esa bebida!
—Lo intentaré, señora Huida. Pero ni la dueña de la granja de cabras ni yo podemos garantizaros que funcione.
La esposa del caballero Falko hizo un gesto de desdén.
—¡Quiero tener ese remedio cueste lo que cueste!
Su criada asintió enérgicamente y le explicó a Marie que el asunto no fracasaría por una diferencia de apenas un par de ducados.
—Es que no se trata de dinero. Lo más probable es que la criadora de cabras os prepare la bebida a cuenta de Dios, ya que al fin y al cabo siempre estará en manos de Dios que el remedio os traiga vuestro tan ansiado heredero.
Marie le había mostrado el anzuelo a la mujer de Hettenheim y ahora se echaba lentamente atrás, ya que temía que, si la bebida no provocaba el efecto esperado, la dama pudiera descargar su ira sobre Hiltrud. Deseaba de todo corazón que el caballero Falko tuviese una docena más de hijas junto con todas las esperanzas frustradas asociadas a los embarazos, y por eso estaba dispuesta a ayudar a Huida a obtener el remedio. Mariele, que tampoco sentía agrado por la dama, adivinó enseguida los planes de su madrina a pesar de su corta edad, y le guiñó el ojo en un gesto cómplice. Pero cuando estaba a punto de decir algo, Marie le hizo señas de que guardara silencio, ya que no quería que la niña se pavoneara con los conocimientos de herboristería de su madre. Si el ansiado hijo no llegaba a venir, la señora Huida podría acusar a Hiltrud de brujería y de haberle echado una maldición para que sólo pudiera parir niñas.
Capítulo III
El cochero parecía querer librarse de sus pasajeras cuanto antes, ya que azuzó a sus caballos sin cesar con el látigo y siguió avanzando hasta una vez entrada la noche. La primera noche la pasaron en un pequeño albergue muy limpio, la segunda en un castillo aduanero del conde palatino emplazado a orillas del Rin. En ninguno de los dos lugares tuvieron tiempo suficiente como para mirar un poco los alrededores, menos aún para cenar o desayunar en abundancia. Finalmente, Marie se alegró cuando al anochecer del tercer día divisaron las torres de la iglesia de Rheinsobern recortándose entre la neblina y emprendieron el camino hacia la granja de cabras. El cochero y los jinetes acompañantes estaban visiblemente asombrados de que una dama de la aristocracia hiciera detener el coche frente a una granja en lugar de dirigirse al castillo del alcaide. Sin embargo, el abundante banquete proveniente de la despensa de Hiltrud les demostró que allí también se sabía vivir bien.
—Tu tocino es mejor que el que come el mismísimo conde palatino —le comentó uno de los jinetes al esposo de Hiltrud.
—Y el vino tampoco tiene nada que envidiarle —agregó uno de sus compañeros, mirando con pena hacia su vaso vacío.
Thomas le tendió sonriendo la jarra, que aún estaba por la mitad, para que pudiera volver a servirse.
—¿Sois campesinos libres? —quiso saber uno de los hombres. Cuando Thomas asintió con orgullo, el soldado suspiró. Recordó a su padre, que era un campesino siervo de la gleba y apenas si tenía lo mínimo indispensable para alimentar a su numerosa familia, ya que el señor feudal se quedaba con la mayor parte de su ganado y su cosecha y lo obligaba a trabajar en el castillo junto a los demás siervos de la gleba y todos los hijos que ya estuviesen en condiciones de echarles una mano. Él mismo había tenido suerte, ya que el señor del castillo lo había puesto entre sus soldados de caballería y más tarde lo había entregado junto con otros compañeros como obsequio al conde palatino para poder pagar menos tributos. Ahora vestía bien, le daban comida suficiente y algún que otro heller, que sin embargo no le duraba mucho en el bolsillo. Pero también podría haberle tocado algo peor, se dijo, por ejemplo, tener que marchar como soldado a Bohemia, donde el emperador estaba en guerra desde hacía varios años y no podía ganar.
Mientras el séquito degustaba la comida, Marie, Huida y la criada de ésta permanecieron en la habitación caldeada.
—Necesito esa bebida como sea —instaba Huida a la anfi-triona—. Marie me ha hablado maravillas de ella.
Hiltrud dirigió a Marie una mirada interrogante, ya que ésta no acostumbraba a alabar de manera tan desmedida las bondades de sus mezclas de hierbas, y la sonrisa suave y virginal de su amiga le dejaba bien claro que algo se traía entre manos. A Hiltrud le habría gustado saber de qué se trataba, ya que hubiese preferido decidir por sí misma si quería darle o no el elixir a esa antipática dama. Sin embargo, la mirada insistente de Marie no le dejó más opción que acceder.
—Os entregaré una botella de la bebida, a cuenta de Dios, claro está, ya que el resto queda en manos del cielo y de la Virgen María.
La señora Huida pareció sentirse de golpe tan liberada como si Hiltrud le hubiese mostrado el camino hacia la salvación eterna, y la cogió de las manos.
—En cuanto haya dado a luz a un hijo varón, os recompensaré en abundancia.
Marie tuvo que hacer un esfuerzo para contener la risa, ya que sabía que Hiltrud habría de esperar esa recompensa hasta el día del Juicio Final. Cambió de tema enseguida, desviando la conversación hacia otros asuntos más mundanos. Hiltrud no participó mucho de la charla posterior, ya que ella y una dama de la nobleza como Huida casi no tenían nada en común. Sin embargo, Huida von Hettenheim no se percató de ello, ya que siguió hablando sin parar, y cada vez que hacía una pausa para tomar aire continuaba su criada. Según contaban ambas, tanto el padre de Huida, Rumold von Lauenstein, como su esposo Falko, eran hombres muy respetables y afamados sin cuyo apoyo el señor Ludwig habría perdido hacía tiempo su cargo de conde palatino. La voz de Huida desbordaba de orgullo y autoalabanzas, y Marie pensó con un poco de malicia que Hiltrud estaba recibiendo una pequeña muestra de lo que ella había tenido que soportar durante los últimos días.
Para alivio de ambas, la señora Huida se despidió a la mañana siguiente para alojarse en el castillo del alcaide. Cuando se subió al coche, saludó amablemente a Marie y a Hiltrud mientras su criada se aferraba con desesperación a la botellita envuelta en pañuelos que encerraba todas las expectativas de su señora de tener un hijo varón. El cochero chasqueó la lengua e hizo sonar con oficio el látigo sobre los oídos de los caballos, de manera que el coche se puso en movimiento. Los escoltas se alinearon detrás del coche.
Hiltrud se quedó un rato contemplando la caravana. Luego se volvió hacia Marie y puso los brazos en jarras, apoyando los puños sobre sus caderas.
—Tendrás que explicarme unas cuantas cosas.
—Por supuesto, pero vayamos dentro, a la habitación más caldeada, no nos quedemos aquí fuera, este viento atraviesa los huesos con su silbido.
Marie abrazó a su amiga riendo y la llevó hacia la casa. Hiltrud sirvió dos vasos de vino aromático, le puso a Marie uno delante, sobre la mesa, y comenzó a sorber del otro. Como Marie no decía nada, sino que se limitaba a soltar unas risitas como para sus adentros, Hiltrud la señaló con su dedo índice.
—¡Habla de una vez! ¿Por qué insistías tanto en que le diera mi elixir a esa vaca presumida?
—Huida es la esposa de Falko von Hettenheim, el que partió hacia Bohemia junto con la tropa de Michel.
Hiltrud se enderezó.
—¿Te refieres a ese individuo que se puso pesado contigo? Marie resopló, exhalando con fuerza el aire de los pulmones. —Pesado es un término demasiado suave. En realidad, trató de violarme en mi propia casa. Hiltrud sonrió con calma.
—Tú podrías haber gritado.
—¿Para qué? ¿Para provocar un escándalo?
Marie sacudió la cabeza.
Hiltrud levantó las manos, condescendiente.
—Por suerte pudiste zafarte de él antes de que pudiese hacerte algo, y ahora está en algún lugar de Bohemia, en guerra, de modo que no te lo cruzarás en breve. Pero eso no explica por qué quieres ayudar justamente a su esposa a que tenga una descendencia abundante.
Marie sonrió como un niño travieso.
—El pobre no tiene ningún hijo varón, aunque sí es padre ya de cinco mujeres, y pensé en ayudarles a traer al mundo unas cuantas más.
Hiltrud meneó la cabeza, irritada, y finalmente soltó una carcajada.
—De modo que lo que quieres es vengarte. Quieres que embarace a su mujer una y otra vez y que sus esfuerzos se vean recompensados con más mujeres.
Marie asintió, divertida.
—¡Lo has captado a la perfección! Falko von Hettenheim odia y desprecia a su mujer, lo sé por algunos comentarios que he oído en la corte del conde palatino, pero a pesar de su resistencia no le queda más remedio que cohabitar con ella, ya que su mujer es la única que puede darle un heredero. Pero mientras ella beba de tu elixir, pasará nueve meses esperando un varón para terminar otra vez desengañado.
—Sin embargo, también cabe la posibilidad de que su esposa tenga un hijo varón, así que no te enojes demasiado si tu plan fracasa. Mejor dime por qué estás tan deseosa de vengarte. Debe haber algo más detrás de todo esto.
Marie asintió con expresión sombría.
—Falko von Hettenheim hizo de todo para empequeñecer la gloria de Michel en la lucha contra los bohemios y aumentar la suya propia. He tenido que oír durante todo el verano lo noble, valiente y sensato que es el caballero Falko, aunque a mi modo de ver es un granuja sin escrúpulos que seguramente es culpable de la desaparición de Michel.
Hiltrud frunció la nariz de mala gana.
—¿Sigues creyendo que tu esposo está con vida?
—¡Claro que sí! —respondió Marie, enérgica, apretándose la mano contra el pecho—. ¡Lo siento aquí dentro! ¡Michel está vivo! Y hay otro indicio más de ello. He oído varios relatos acerca de la trifulca en la que supuestamente cayó mi esposo, y ninguna versión concordaba con las demás. En el Palatinado dan por cierta la versión de Falko von Hettenheim, ya que él es un vasallo del conde palatino y el yerno de un hombre de gran influencia. Pero un caballero franco con el que hablé hace un par de meses me pintó las cosas de una manera bien distinta. A sus ojos, Falko von Hettenheim no era más que un caballero entre tantos otros dentro de la corte del caballero imperial Heribald von Seibelstorff y, por cierto, no precisamente el más valeroso, audaz o creíble de ellos. El hombre también conocía a Michel y lo colmó de elogios.
«Puedo imaginármelo», pensó Hiltrud. Suponía que el caballero había intentado agradar a la acaudalada viuda para luego pedir su mano. Sin embargo, no quería irritar a su amiga, de modo que se guardó esas consideraciones para sus adentros. Marie tampoco continuó hablando de Falko von Hettenheim y de su esposa, sino que expulsó el tema que venía cubriéndole el alma como un velo negro desde su partida de Heidelberg.
—¡El conde palatino quiere obligarme a volver a contraer matrimonio!
Hiltrud se encogió de hombros.
—Era de prever. Las viudas de la nobleza que son bellas y sobre todo ricas son las más codiciadas, y los nobles hacen todo lo posible por casarlas con hombres de su confianza. En la corte del conde palatino, tus posibilidades de elegir seguramente serán mayores que en la de la señora Kunigunde, en Rheinsobern.
Marie hizo una mueca de desagrado. Jamás volvería a enfrentarse a la señora Kunigunde sin sentir asco, y se había propuesto ignorarla por completo. Pero ahora la amenaza provenía del conde palatino, y se preguntaba una y otra vez cómo haría para escapar del matrimonio en ciernes. Al calor acogedor de la cocina de Hiltrud, una decisión maduró en su interior.
—No regresaré a la corte del conde palatino a esperar a que me arrastren hasta el altar como un cordero que va al matadero, sino que iré a hablar directamente con el emperador. En su entorno seguramente habrá hombres que sepan de Michel y puedan darme noticias de él.
En un primer momento, a Hiltrud también le pareció una buena idea, pero después de pensarlo un instante, sacudió enérgicamente la cabeza.
—No deberías hacer eso. Si tuvieses parientes ricos e ihflu-yentes que pudiesen protegerte, tal vez tendrías una oportunidad de llegar sana y salva hasta el emperador. Pero, en tu situación, debes estar preparada para que, en cada castillo en el que te detengas a pernoctar, el dueño te eche el ojo a ti y a tu fortuna, y la mayoría no tendrá escrúpulos en tomarte por la fuerza. Incluso si lograras llegar intacta hasta el emperador, no estarías a salvo. ¿De verdad crees que él es mejor que el conde palatino? También intentará casarte lo antes posible con alguno de sus vasallos para poder recompensarlo sin que le cueste nada.
Hiltrud había hablado mucho más de lo acostumbrado, esperando de esa forma haber hecho entrar en razón a Marie. Sin embargo, su amiga se limitó a sorberse la nariz, al tiempo que hacía un gesto de desdén con la mano.
—No tengo por qué viajar como una dama de la nobleza, ya que, a fin de cuentas, lo que busco no es la protección del emperador, sino a mi esposo.
—Que hace tiempo que está muerto y transformado en polvo. ¡Quítate esas ideas de la cabeza de una buena vez!
Tras una discusión larga e infructuosa, Hiltrud se alegró por fin cuando Mariele le trajo a Marie a la pequeña Trudi para que la amamantara, ya que aquel intercambio de palabras con su amiga amenazaba con acabar en una pelea. Le bastaba mirar a Marie para saber que estaba concibiendo una vez más un plan descabellado.
Capítulo IV
Los días fueron transcurriendo sin sobresaltos; el otoño finalizó su imponente juego de colores y muy pronto los árboles comenzaron a extender sus ramas peladas como manos suplicantes hacia el cielo invernal. El viento del este comenzó a soplar con fuerza por el territorio, y la nieve pintó las alturas de la Selva Negra. Marie estaba sentada junto a la ventana abierta, mirando en lontananza sin preocuparse del frío que penetraba en su habitación. Esa noche había soñado con Michel con una claridad aún mayor que otras veces, y ahora se preguntaba si no hubiese sido mejor que ninguno de los dos hubiese ascendido tanto socialmente.
Si hubiese sido la esposa de un buen artesano o mercader, habría gozado de muchísimas más libertades de las que la moral y las costumbres le permitían a una dama de su posición. Por lo general, las familias nobles trataban a sus hijas no casadas como mercancías caras que utilizaban para forjar alianzas y fortalecer el linaje; y las viudas acaudaladas quedaban bajo la tutela de su señor feudal, que sabía aprovechar sus propios intereses. Por eso, las mujeres que habían perdido a sus esposos rara vez permanecían solas; a menudo, una vez transcurrido el año de luto, su tutor volvía a casarlas con alguno de sus preferidos sin importarle los deseos de ellas. Marie había oído hablar de mujeres que habían enviudado en reiteradas ocasiones, a quienes les habían puesto un nuevo esposo en el lecho incluso después de pasados sus años fértiles. La única manera que estas infelices criaturas tenían de evitar un nuevo matrimonio era obtener los favores de un eclesiástico de alto rango y retirarse a un convento.
Sin embargo, Marie no tenía intención alguna de buscar un nuevo esposo ni de pasar el resto de su vida siendo monja. Y se lo dijo con bastante claridad a Hiltrud cuando, poco después, ésta hizo un comentario acerca del futuro de ella y de Trudi.
Hiltrud giró los ojos, apuntándolos hacia el cielo.
—¡A la larga no podrás negarte a cumplir la voluntad del conde palatino! Me asombra que hasta ahora haya tenido tanta paciencia. Otros señores feudales te habrían llevado a la capilla del castillo a rastras, sin importarles tu opinión, y te habrían casado con el primero que se les hubiese cruzado en el camino, sin importar que se tratase de un bruto canalla o de un loco arrogante como este Falko von Hettenheim.
Marie sintió escalofríos.
—Hettenheim no solamente es un arrogante, sino que además, por lo que pude inferir de las palabras de Huida, es un hombre de los que sienten placer lastimando a la mujer en la cama. Seguramente la señora Huida estaría contenta de poder regalarle de una buena vez el heredero tan ansiado, así él la dejaría en paz.
—No todos los hombres de la nobleza son tan repugnantes como Hettenheim.
—¡Pero tampoco hay ninguno como Michel! —respondió Marie, vehemente.
Recordó entonces cómo sus abrazos hacían estallar de júbilo a sus sentidos y volvió a preguntarse dónde estaría él en ese momento. Ensimismada en sus recuerdos, casi se le pasó por alto el hecho de que Hiltrud estaba poniendo en palabras una idea que venía angustiándola hacía tiempo.
—Y si Michel aún sigue con vida, ¿por qué no regresa aquí contigo?
Marie cerró la ventana y se volvió hacia su amiga.
—No lo sé. Ha de haber una razón de fuerza mayor para que no regrese, y yo la encontraré.
—¿Entonces sigues con esa idea descabellada de ir en busca del emperador?
—No al emperador, al menos no a él en persona, sino a su ejército. Tal vez algunos de los soldados de infantería de Michel aún sigan con vida y puedan darme algún dato. Tal vez logre encontrar a Timo, o averiguar algo sobre su paradero, ya que así podría tener una idea de qué es lo que pudo haberle sucedido a Michel. Timo jamás habría abandonado a mi esposo.
—Probablemente hayan muerto los dos.
Marie tensó los músculos de su rostro hasta que sus mejillas saltaron, pálidas.
—No lo creo. Pero lo averiguaré. Solo me entregaré a mi destino cuando esté frente a la tumba de Michel.
—Ya lo creo, tú que eres una criatura tan suave y sumisa —se burló Hiltrud—. Además, no puedes viajar a Núremberg así como así, por más que el emperador vaya cien veces allí con su corte a examinar sus tropas.
—Claro que puedo.
—Los jinetes del conde palatino te alcanzarían a más tardar cuando estés en la mitad del camino. Luego te traerían de regreso y te meterían en la cama de ese comerciante que el señor Ludwig escogió para ti.
Hiltrud hubiese querido coger a Marie de la cabeza y chocarla contra la pared cuantas veces fuesen necesarias para que aquella chiflada mujer entrase en razón. Pero después de tantos años, sabía que no era fácil disuadir a su amiga cuando se le metía una idea en la cabeza, por más disparatada que fuese.
La sonrisa de Marie confirmó todos sus temores.
—Si el conde palatino no sabe hacia dónde me dirijo, tampoco puede mandar a nadie a que me persiga. Es obvio que no puedo viajar en busca del ejército como una dama de la nobleza.
—Y entonces, ¿cómo irás? Además de las esposas y de las mujeres que pertenecen a las familias de los nobles señores que están bajo la protección de un guardia personal, en las tropas sólo toleran prostitutas y vivanderas.
Marie sonrió.
—Tú misma lo has dicho. ¡Así es como viajaré!
—¿Como prostituta? ¡No, de ninguna manera, eso no lo permitiré! —Hiltrud se levantó, indignada.
Marie sonrió para calmarle los ánimos, pero como Hiltrud no se tranquilizaba, la atrajo hacia sí.
—Por supuesto que no viajaré como prostituta, tontita. Viajaré como vivandera. Esa clase de mujeres viaja por todo el territorio, y a ningún conde palatino le interesa de dónde vienen ni hacia dónde se dirigen.
—Esa clase de mujeres... Exactamente así es como yo las catalogaría. La mayoría de ellas son prostitutas que se han hecho con algún dinero y han podido comprarse un carro y una yunta. Pero siguen abriéndose de piernas a cualquier cerdo libidinoso que pueda pagar su precio.
Al ver el rostro tenso de Marie, Hiltrud comprendió que estaba hablando inútilmente. Su amiga no dejaría que nada ni nadie arruinase sus planes. La dejó sola y fue en busca de su esposo para hablar del problema con él. Pero cuando le propuso informar al conde palatino de la situación para que éste no dejara a Marie viajar, Thomas meneó resueltamente la cabeza.
—No deberías obligar a la señora Marie a hacer algo que ella no quiere y, sobre todo, no deberías traicionarla. Su deseo es ir en busca de Michel, y debo decir que la entiendo. ¡Déjala ir! Aunque caiga en dificultades, para ella siempre será mejor eso que tener que casarse con un hombre que no ama y que tal vez incluso odie.
—¿Entonces tú crees que es mejor que ande vagando por los caminos como una prostituta?
Hiltrud lanzó a su esposo una mirada furiosa, pero Thomas le cogió las manos y le sonrió amorosamente.
—Presentas las cosas como si Marie fuese una mujerzuela insensata, pero así tampoco le haces justicia.
Hiltrud suspiró profundamente.
—Por Dios, claro que no. Pero hay demasiados hombres malos a quienes les importa muy poco el «no» de una vivandera.
—Marie deberá arreglárselas sola con ese peligro. La única manera que tenemos nosotros de ayudarla es preparando su viaje lo mejor posible.
Algo en la mirada de su esposo le reveló a Hiltrud que en realidad sabía más del asunto de lo que quería admitir. Curiosa, siguió indagando hasta que terminó arrancándole la confesión de que, unos días atrás, Marie ya le había pedido ayuda para comprar un carro de vivandera y dos bueyes de tiro.
—¿Recuerdas que el otro día te conté que el emperador había solicitado nuevas tropas? Bueno, aunque el señor Ludwig no obedeció esa orden, parece que el ejército franco del Neckar está reuniéndose cerca de Wimpfen. No creo que Marie tenga dificultades para llegar hasta allí.
—Temo por ella y no me parece bien que tú apoyes sus caprichos. —Hiltrud le gruñó a su esposo furiosa y luego se volvió hacia Marie—. ¡Es una locura! ¡Piensa en tu hija! ¿Acaso quieres que, habiendo perdido a su padre, ahora también tenga que crecer sin madre?
Marie bajó la cabeza para que Hiltrud no viera su rostro. Tenía sus propios planes, aunque todavía no podía revelárselos a su amiga.
Hiltrud resopló furiosa y la acusó de ser una insensata, pero no obtuvo respuesta. En los días siguientes tampoco se esforzó por ocultar su rechazo, e intentó en reiteradas ocasiones disuadir a su amiga de sus propósitos, pero Marie no cedió, y cuando regresó de una visita a su prima Hedwig y a su antigua criada con un fardo de tela rosada para hacerse una falda, Hitrud supo que no le quedaba más remedio que ayudarla con los preparativos.
Era casi como antes, como en la época en la que eran prostitutas y recorrían los caminos, pero al mismo tiempo era diferente. En aquel entonces tenían sus pocas pertenencias apiladas en un carrito tirado por cabras, e incluso más tarde, después de que les quitaran y mataran a sus animales, tuvieron que seguir cargando sus bultos sobre sus espaldas. En cambio, ahora Marie dispondría de un robusto carro tirado por bueyes en el que podía guardar suficiente ropa para todas las estaciones, y casi no corría peligro de tener que cubrir millas y millas a pie.
Poco antes de la Navidad, el primer cumpleaños de Trudi interrumpió momentáneamente los intensos preparativos. Hasta el momento, Hiltrud no había pensado en la pequeña, pero al ver que Marie le cosía a la niña unos vestidos coloridos similares a los suyos, la miró, asustada.
—¿No querrás llevar a tu hija contigo?
—¡No quiero, pero debo hacerlo! —respondió Marie, angustiada—. Si dejara a la pequeña Trudi contigo, la señora Kunigunde o el conde palatino te la arrebatarían y la criarían bajo su tutela. Yo no podría soportar ninguna de esas dos posibilidades. Además, si Michel realmente llegase a estar muerto, yo no tendría ninguna oportunidad de reclamar a mi hija. Se reirían en mi cara.
Hiltrud no podía cerrar los ojos ante ese argumento. Como era la heredera de su padre, la pequeña Trudi era en la misma medida que Marie una pieza de juego para los poderosos. Le partía el corazón saber que ambas corrían peligro, y deseó que aquel invierno no se terminara nunca. Pero no había manera de detener el tiempo, y así fue como los días navideños pasaron por los habitantes de la granja de cabras, y pasó Año Nuevo, y pocos días más tarde pasó el párroco que iba de granja en granja y les dibujó en el cerco de la puerta las tres letras M + G + B, correspondientes a Melchor, Gaspar y Baltasar, recibiendo a cambio un tocino grande y una medida de vino. A finales de enero, con la llegada del frío más intenso, Tho-mas abandonó la granja vestido con ropa abrigada de viaje. No les dijo ni a los niños ni a los criados adónde iba, pero Hiltrud y Marie sabían que quería ir a ver si encontraba en la pequeña ciudad de Rabenweiler, no muy lejos de allí, un buen carro de viaje que satisficiera las necesidades de Marie. Estuvo ausente durante una semana, y cuando regresó les guiñó el ojo a las dos mujeres.
—¡Tuve suerte! —exclamó, riendo—. En cuanto el frío haya cesado, iremos a buscar tres vacas a Rudishof, cerca de Sternberg. El campesino tuvo que vendérmelas a bajo precio porque el heno se le pudrió en el otoño.
Mientras Hiltrud parecía asentir de buena gana, Marie se asombró. A su partida, Thomas no había mencionado que tuviese intención de comprar vacas. Sin embargo, Marie se dio cuenta enseguida de que quería distraer a los curiosos del verdadero motivo de su viaje. Ella también pensaba que lo mejor sería que nadie supiera en qué medida habían participado Thomas y Hiltrud en su desaparición. Le sonrió a Thomas, agradecida, y tomó en sus brazos a su pequeña. Trudi había crecido muchísimo y no paraba de deambular incansablemente sobre sus dos firmes piernecitas. Sin Mariele y sin Mechthild, que estaban todo el tiempo a mano para atender a la pequeña traviesa, Marie ya habría encanecido totalmente. Trudi ya había comenzado a decir sus primeras palabras, pero la primera de todas no había sido mamá, sino Lile, refiriéndose a Mariele.
Cuando la helada dio paso a los primeros días tibios, Marie y Hiltrud volvieron a sentarse en el rinconcito que recordaba a un mirador y que Thomas había preparado para su esposa. Sus pies calzaban pantuflas de piel de oveja, y sus hombros estaban cubiertos por mantas tejidas por ellas mismas. Mientras revolvía uno de sus vinos aromáticos en el caldero, Hiltrud miró hacia afuera a través de la ventanita que había abierto por primera vez en semanas, suspiró profundamente y habló, meneando la cabeza.
—Ya no falta mucho para que llegue la Pascua.
Marie sabía lo que su amiga quería decir. El Domingo de Ramos comenzaría su viaje hacia lo desconocido, y ahora que se acercaba la fecha que había estado esperando durante todo el invierno, sentía que había perdido mucho del coraje de las semanas anteriores. Casi esperaba que Hiltrud le pidiese renunciar al viaje, ya que lentamente crecía en su interior el miedo de lo que pudiera sucederles a ella y a su hija en lugares lejanos. Pero su amiga no sólo había aceptado sus planes, sino que además los apoyaba.
En lugar de intentar disuadirla de la aventura que la aguardaba, la miró, estimulándola.
—¿Ya tienes todo lo que necesitas llevar?
Marie asintió.
—Trudi y yo estamos listas.
—Echaré de menos a esa muchachita traviesa —reconoció Hiltrud con tono de tristeza—. ¿Y quién se hará cargo de tus propiedades mientras no estés? Thomas es un buen campesino, pero no sabe nada de administrar haciendas grandes como la tuya, y yo tampoco.
—No os tengáis por menos de lo que sois —respondió Marie, reprendiéndola—. Debéis haceros cargo de mis cuatro granjas de arriendo y de mis viñedos. Wilmar se hará cargo de mis posesiones en la ciudad y del dinero que he invertido en el comercio. Estoy segura de que Thomas y tú os llevaréis bien con él.
Hiltrud aún recordaba bien las circunstancias en las que había conocido a quien más tarde sería el esposo de la prima de Marie, y no pudo contener una risita. Wilmar se había negado a aceptar que lo ayudaran unas prostitutas, pero no le había quedado más remedio, y a pesar de que había llegado muy lejos en su gremio, seguía sintiéndose cohibido ante su presencia o la de Marie.
—Ya nos pondremos de acuerdo. —Hiltrud le devolvió la sonrisa a Marie, a pesar de que no estaba de ánimo como para hacerlo—. Ahora sólo nos resta esperar que no aparezca un mensajero del conde palatino antes del Domingo de Ramos que pretenda llevarte de regreso a la corte, o peor aún, que venga a anunciarte tu propia boda.
Lo decía en broma pero sólo a medias, ya que, en el fondo de su corazón, Hiltrud esperaba que eso sucediera.
Marie meneó la cabeza con fingida irritación.
—Pero Hiltrud, ¿por qué llamas a la desgracia? Hasta el Domingo de Ramos estaré a salvo aquí; después tendré que desaparecer.
Marie suponía que el conde palatino la convocaría a la corte para los festejos pascuales, al igual que a los otros miembros de la nobleza, y por eso planeaba introducirse con Hiltrud y Thomas en una peregrinación de la que no regresaría. Al llegar la ansiada mañana sin que el mensajero del conde palatino hubiese hecho presencia, suspiró aliviada y dejó de lado con enérgica resolución toda la inseguridad que había intentado extender sus garras para apoderarse de ella. Prefería ser responsable de su propia vida y no tener que ser arrastrada de aquí para allá según los caprichos de los nobles señores.
Capítulo V
Partieron a la mañana siguiente bien temprano para que los vecinos no pudiesen ver los bultos que los tres cargaban a sus espaldas. Marie llevaba sólo lo estrictamente necesario, ya que pretendía comprar el resto en el camino; sin embargo, tanto ella, Hiltrud y Thomas como los dos hijos mayores de éstos avanzaban pesadamente, tan cargados como si estuviesen llevando mercancías al mercado. Además del equipaje, Marie cargaba a Trudi en un pañuelo atado al pecho. Igual que Hiltrud, se había vestido con una falda sencilla de lana marrón clara y se cubría los hombros con una pañoleta grande estampada en tonos grises que además le tapaba la cabeza, protegiéndola del frío, para que la tomaran por campesina a ella también. A pesar del viento frío, todos comenzaron a sudar muy pronto bajo el peso de la carga que llevaban. Pero ninguno gimió ni se quejó, sino que todos iban moviendo los labios como si estuviesen rezando. Para aumentar la impresión de que eran viajeros camino a un centro de peregrinaje, Michi iba primero con un bastón al que había sujetado el día anterior un puñado de hojas de sauce y las primeras hojas verdes del año. Hiltrud había considerado la posibilidad de llevar a la peregrinación a sus hijos pequeños también, pero finalmente había decidido no hacerlo, ya que corrían peligro de que los pequeños hablaran demasiado y que sus palabras llegaran a oídos de la persona equivocada. Por eso los había dejado en casa, al cuidado de una criada.
Poco antes de llegar a Rabenweiler, donde Thomas había comprado el carro y los bueyes de tiro, las dos mujeres se quedaron en una posada junto con los niños. A Hiltrud le parecía una precaución un tanto exagerada, pero acató la decisión de Marie. Para desahogar la sensación de opresión que tenía en el pecho, comenzó a bromear acerca de las artes culinarias insuficientes de la posadera y sobre el mejunje agrio que les servían haciéndolo pasar por vino aunque ni siquiera servía para usarse como vinagre. Cuando llegaron, eran los únicos huéspedes, pero al atardecer se detuvieron dos caravanas frente a la posada, y los cocheros entraron cual rebaño de ganado que olfateara el abrevadero. Como Marie y Hiltrud no estaban acompañadas por ningún hombre adulto, los hombres las tomaron por prostitutas, y ambas comenzaron a ser blanco de miradas lujuriosas y comentarios provocativos. Para evitar disgustos, las dos mujeres decidieron retirarse con los niños a sus aposentos.
A la mañana siguiente apareció Thomas trayendo un carro tirado por dos bueyes, pero no se detuvo, sino que hizo que los bueyes pasaran trotando por la puerta de la posada y los condujo hasta la otra punta del pueblo por un camino que se internaba en el bosque. Marie ya había pagado la cuenta, de modo que pudieron marcharse de la posada en el acto. Siguieron al carro sigilosamente y lo alcanzaron en un claro solitario.
Hiltrud abrazó a su esposo como si no lo hubiese visto en semanas, al tiempo que Marie examinaba angustiada el carro y los animales de tiro. El carro estaba nuevo y parecía muy estable. Sus paredes laterales, que llegaban a la altura de la cadera, eran de tablas embreadas, y un toldo con costura reforzada y bien alquitranado servía para resguardarse de la lluvia y del viento. El toldo estaba tendido sobre unas varillas dobladas que se arqueaban tan altas por encima de la superficie del carro que uno incluso podía estar cómodamente parado debajo. Las ruedas, reforzadas con rayos macizos, le llegaban a Marie hasta la barbilla, los cubos estaban bien engrasados, y de la horquilla que sobresalía por detrás colgaba una lata llena de engrasante de ejes. A derecha y a izquierda del carro había unos barrilitos, uno de los cuales contenía agua fresca y el otro, forraje de cereales.
—¡Por Dios, Thomas! ¡Realmente has pensado en todo! —lo alabó Marie luego de echar un vistazo al interior. Allí había varios cofres sólidos, destinados a atesorar sus pertenencias y las mercancías más valiosas. Sobre uno de ellos había un colchón relleno de copos de avena y cubierto con lona que, junto con varias mantas y pieles de oveja cosidas, formaba una confortable cama en la que Marie y Trudi podrían dormir cómodamente durante los próximos meses. En la parte de atrás había un armario empotrado contra la pared lateral que no sólo tenía cajones, como Thomas anunciara con orgullo, sino que además poseía varios compartimentos secretos en los que Marie podía esconder sus monedas, el anillo con el sello y las joyas que llevaba como objeto de trueque para algún caso extremo. Como tenía que estar preparada en cualquier momento para abandonar su papel y aparecer nuevamente como una dama de la nobleza, debía disponer de más dinero que una vivandera común y corriente.
Las alabanzas de Hiltrud se hicieron esperar un poco, ya que ahora sí que no había ningún impedimento para que Marie pudiese efectuar su viaje. Sin embargo, a pesar de su resistencia interior, primó su pensamiento práctico.
—Muy bien, al fin podremos descargar nuestros bultos en el carro. Tengo la espalda torcida de tanto peso.
Los otros se rieron y la ayudaron a apilar en el carro los bultos que habían venido cargando. Mientras Hiltrud y los niños se acomodaban en el interior del carro, Thomas volvió a sentarse en el pescante y dio unos golpecitos sobre el lugar vacío al lado del suyo, invitando a Marie a subir.
—Ven, Marie, siéntate aquí, así podrás aprender cómo manejar a los animales desde aquí arriba. ¿O acaso quieres ir caminando junto a ellos como un peón de cochero?
Marie no tenía experiencia alguna en el manejo de una yunta de bueyes, pero estaba dispuesta a aprender todo lo necesario en los días que aún pasarían juntos. Thomas y Hiltrud les habían contado a sus vecinos que partirían a un viaje de peregrinación, y por supuesto también les habían contado cuál era su meta; la iglesia de St. Marien am Stein. Para hacer más creíble su historia, debían dirigirse a aquel lugar santo a rezar y, como era costumbre, a comprar algunos rosarios y otros objetos religiosos para ellos y para un par de vecinos viejos y enfermos de las granjas vecinas. El carro tirado por bueyes les permitía recuperar el tiempo perdido. Los animales no eran mucho más veloces que las personas, pero sí mucho más resistentes, y se viajaba de manera mucho más agradable cuando los propios píes no tenían que estar tropezando a cada rato con piedras y raigambre.
El cuarto día, Thomas ya estaba tan contento con las habilidades como conductora demostradas por Marie sobre el pescante que le dejó el tiro un momento. Al principio avanzaron sin dificultades, pero cuando llegaron a una encrucijada y Marie quiso doblar hacia la izquierda, los bueyes rezongaron y giraron obstinadamente hacia la derecha.
—¡Malditas bestias! —les gritó Marie a los animales—. ¿Queréis hacer lo que yo os ordeno?
Pero eso tampoco sirvió de nada. Thomas estuvo a plinto de tomar las riendas, que Marie le había tendido en medio de su desesperación, pero luego meneó la cabeza.
—Debes aprender a resolver estas situaciones por ti misma. Continúa un trecho por este camino y busca un lugar en el que puedas dar la vuelta.
Marie apretó los labios y dejó que los bueyes siguieran su camino. Poco después llegaron a un terreno con poca vegetación que parecía muy prometedor. Marie quiso guiar a los bueyes hacia ese lugar, pero Thomas le aconsejó que primero los hiciera detener y estudiara bien el terreno.
—Aún estamos a principios de año, y por eso el fondo podría estar pantanoso. Viajando con una caravana militar no tendrías dificultades para encontrar manos dispuestas a ayudarte, pero si viajas sola debes estar continuamente al acecho, a menos que desees correr el riesgo de tener que dejar abandonado tu carro. —Marie tiró de las riendas e intentó ponérselas a Thomas en las manos. Él señaló sonriendo hacia el puntal delantero del carro—. Mantén las riendas firmes para que los bueyes se detengan del todo y luego átalas alrededor de este taco.
Marie siguió su consejo, saltó fuera del carro y avanzó un trecho hacia el claro. Muy pronto asintió, ya que Thomas tenía razón. El suelo estaba tan pantanoso que en algunas zonas amenazaba con hundirse. Irritada, regresó y volvió a subir al pescante.
—Aquí no podemos dar la vuelta. Sólo espero que no nos desviemos demasiado del camino.
Thomas entornó los ojos y miró a lo lejos.
—Debemos llegar a St. Marien am Stein como muy tarde mañana temprano, porque ahí comenzarán los festejos principales para los peregrinos, en los que deberíamos participar. Luego volverá a cerrarse la iglesia.
Marie frunció el ceño. Ese centro de peregrinación no le traía muy buenos recuerdos, ya que sabía por experiencia propia que los monjes de los conventos vecinos, que supuestamente debían asistir a los peregrinos, no estaban tan interesados en las almas de las personas que rezaban como en las prostitutas, que aparecían en todas las peregrinaciones y por lo general solían hacer muy buenos negocios allí. Esta vez no entraría a ese lugar, y Hiltrud estaba a salvo de esos encapuchados libidinosos gracias a que Thomas la acompañaba.
Una franja luminosa detrás de un claro en el bosque volvió a desviar la atención de Marie.
—Mira, Thomas, allí, delante del pueblo, hay una bifurcación del camino que podría conducir hacia la dirección que nosotros buscamos.
—En ese caso, ¡síguela!
Thomas asintió satisfecho al ver que ella había tomado la decisión correcta. Antes de alcanzar la ruta de peregrinaje propiamente dicha, vieron pasar a un grupo bastante numeroso por un camino que se abría delante de ellos. Los hombres que lo encabezaban llevaban unas cruces grandes y unas banderas bordadas con imágenes de los santos. Avanzaban a paso rápido, como si toda su santidad dependiera de llegar a tiempo a St. Marien am Stein.
Cuando a menos de mil pasos de allí volvieron a llegar a un cruce de caminos, Marie sostuvo las riendas y miró a sus amigos.
—Lo mejor sería que vosotros os unierais ahora a los peregrinos y que yo tomara la ruta hacia Wimpfen.
Thomas aprobó la idea, vacilante. En cambio Hiltrud se veía tan desesperada de repente como si hubiese estado esperando durante todo el camino a que se produjese un milagro que hiciese innecesario el viaje de Marie. Se quedó sentada en el carro, petrificada, hasta tal punto que Thomas tuvo que pedirle dos veces que cogiera sus efectos personales y descendiera. A sus dos hijos también parecía resultarles difícil separarse de su madrina. Cuando su madre le ordenó a Mariele dejar a Trudi en su cuna y bajarse de una vez, la muchacha abrazó a la niña y comenzó a llorar desconsoladamente.
Marie acarició a Mariele, la bajó y miró a Hiltrud y a Thomas con gesto interrogante.
—¿Sabéis lo que tenéis que hacer?
Hiltrud asintió, suspirando.
—Iremos a St. Marien am Stein y compraremos y haremos bendecir tantos rosarios y tantas velas que los hermanos piadosos nos recordarán muy bien.
—¿Y qué diréis cuando os pregunten por mí?
—Diremos que te has encontrado con unos conocidos y ellos te han invitado a su castillo, pero no sabemos ni el nombre del caballero ni de qué castillo se trata —respondió Thomas con tal vehemencia como si quisiera convencer a alguien.
Marie asintió, satisfecha, pero Hiltrud aún seguía encontrando peros.
—¿Y si nos acusan de haberte asesinado para quedarnos con tu oro?
—Menos mal que has pensado en eso. Escribiré una carta que podríais haber recibido de un mensajero y que confirme vuestras palabras.
Marie extrajo del armario los utensilios de escritura, se sentó sobre un cofre y comenzó a redactar. No era sencillo escribir con buena letra sobre la superficie rugosa del cofre, pero cuando puso su sello y su firma debajo la carta, ésta tenía un aspecto tan natural que ni siquiera el conde palatino habría hallado algo que objetarle.
Cuando le alcanzó la hoja a su amiga, ella también tuvo que luchar para contener las lágrimas, ya que había llegado el momento de la despedida.
—¡Deseadme suerte! —pidió.
—¡Más que ninguna otra cosa en el mundo!
Hiltrud intentó en vano secarse el rostro con la manga. Allá arriba, sentada sobre el pescante, Marie, que se había puesto a Trudi sobre el regazo, parecía extrañamente pequeña y desamparada. Hiltrud alzó las manos y miró a su esposo.
—Esto no está bien, Thomas. Marie no puede hacerlo sola.
Thomas se quedó unos instantes mordiéndose los labios, cogió a su hijo por debajo de las axilas y lo sentó en el pescante al lado de Marie.
—¡Quédate tú con la tía, hijo, y ayúdala! Ocúpate de los bueyes y obedece a Marie en todo.
—¿Qué haces? —preguntó Hiltrud, asustada.
—Le entrego a nuestro hijo mayor como siervo. Es lo único que podemos hacer por Marie en este momento. Todo lo que somos y lo que tenemos se lo debemos a ella, y sí no hacemos todo lo que esté a nuestro alcance para ayudarla, no somos dignos de haber nacido.
Thomas se dio la vuelta con un movimiento enérgico, rodeó con sus brazos el hombro de su mujer, cogió a Mariele de la mano y se dirigió con ellas hacia donde estaban los demás peregrinos.
—¡Os quiero! —les gritó Marie mientras se alejaban, pero ellos ya no volvieron a darse la vuelta. Michi se quedó mirando fijamente a sus padres, como si estuviese deliberando si debía resignarse a aceptar ese giro inesperado de su destino o salir corriendo detrás de ellos. Pero después le sonrió a Marie, alegrándose por la aventura que le esperaba. Marie se propuso ser doblemente cautelosa y devolver al muchacho a su casa sano y salvo. Como no quería dificultar el comienzo de su búsqueda con ideas que la acobardaran, le guiñó el ojo a Michi y dejó escapar de su garganta una risa liberadora.
—Entonces, ¡en marcha!
Capítulo VI
De camino hacia Wimpfen, Marie tuvo ocasión de valorar cuánto valía el regalo que Thomas y Marie le habían hecho al entregarle a Michi. Ciertamente echarían de menos al niño en la granja. Marie esperaba poder devolverles algún día aquel gesto de generosidad. Michi estaba acostumbrado a manejar bueyes y la descargó del cuidado de los animales con total naturalidad, de modo que ella pudo ocuparse de Trudi. Además, aunque era muy joven, su sola presencia disuadía a la mayoría de los hombres de ignorar el «no» de Marie y, gracias a él, los posaderos no la trataban como a una prostituta indeseable, sino que le permitían pernoctar como los cocheros en el patio, en donde los siervos del posadero montaban guardia por las noches. El chico también había demostrado estar a la altura de la situación en los momentos difíciles; por ejemplo, cuando el carro amenazó con hundirse en un charco de barro en el camino, convocó a los campesinos de los alrededores y entre todos levantaron el carro haciendo palanca con palos hasta ponerlo otra vez en tierra firme. Michi también era el que se bajaba del carro a preguntar por el camino correcto cada vez que ella se extraviaba. A los pocos días, Marie ya tenía plena conciencia de que sin él ni siquiera habría llegado al punto de encuentro del ejército franco del Neckar.
Marzo había cedido paso a un abril lluvioso y tormentoso cuando en el gris del cielo se recortó una colina con laderas escarpadas sobre cuyo espolón se alzaba un castillo de torres macizas que dominaba el valle. Bajo la fortaleza se extendía, rodeada por el muro de la ciudad, casi igualmente macizo, la ciudad imperial libre de Wimp-fen. Al llegar a una encrucijada, Marie intentó dirigir a sus bueyes por el camino que conducía hacia la ciudad, pero en ese momento un hombre se atravesó en su camino.
—¡El camino que lleva a la expedición militar está por allá!
El hombre señaló hacia el este, donde había un bosque, y Marie miró hacia allí no sin cierto espanto. Tal vez en ese lugar hubiese habido un camino alguna vez, pero ahora había algo que parecía una escabrosa ciénaga de diez pasos de ancho que iba de lado a lado del bosque. Un poco más adelante, las lonas de las carpas despedían un resplandor claro a través de los árboles, que aún estaban prácticamente pelados, y Marie creyó oír el relincho de unos caballos. Al parecer, los respetables habitantes de Wimpfen no estaban muy interesados en mantener un contacto estrecho con los soldados. Esbozó una sonrisa de agradecimiento al hombre, que seguía mirándola enojado, como si ella hubiese intentado traer la peste a la ciudad, tiró de las riendas hasta que los rebeldes animales de tiro sintieron la presión en los anillos de sus hocicos y los encaminó lentamente en dirección al campamento. Michi se bajó y fue caminando delante de ella para ayudar a los animales a esquivar con ayuda de su bastón los sectores más pantanosos.
Por el camino vio a un par de muchachos con los pantalones y las botas completamente embarrados que, evidentemente, estaban aguardando a que la carreta se les quedara atrancada para poder ganarse una propina. Sin embargo, sus bueyes eran lo suficientemente fuertes como para tirar el carro medio vacío hasta el campamento de guerra. La mayoría de los ayudantes que los acechaban suspiraron desilusionados al ver que lograba alcanzar el lugar del campamento, pero uno de ellos se rio, divertido, mientras palmeaba al resto sobre los hombros.
—¿Habéis visto de cerca a esa mujer? ¡Que el diablo me lleve si me he encontrado con un bocadillo más delicioso alguna vez! Con sólo verla, el garrote se le endurecería y se le pararía hasta a mi abuelo, que es más viejo que Matusalén.
Uno de sus camaradas rio secamente.
—El mío ya lo está, pero tendrá que aguardar a que nos paguen nuestra soldada, a no ser que alguna de las prostitutas me deje entrar en su carpa si prometo pagarle más tarde.
—Con las deudas que ya tienes con ellas, me temo que tendrás que hacer trabajar a tu muñeca —se burló un tercero, al tiempo que señalaba hacia un tercer carro vivandero que avanzaba hacia ellos y se quedaba atascado en el barro a los pocos pasos.
Mientras los hombres avanzaban hacia él para poder ganarse ahora sí un par de monedas, Marie echó un vistazo a su alrededor. A su izquierda estaban las carpas de los soldados, sencillas y en parte muy desgastadas, y a la derecha, los alojamientos de los caballeros, adornados con banderas y blasones a los que también se les notaban mucho los años de uso. Para los caballos habían armado un redil con unas toscas barras de madera, mientras que los bueyes habían sido atados a los árboles, al final del campamento, y molían con sus dientes el heno que les habían arrojado. No lejos de los bueyes había tres carros similares al suyo, cubiertos con toldos, y delante de ellos había un grupo de mujeres con ropas de colores sentadas alrededor de un fogón, cocinando. Cuando Marie dirigió la yunta en esa dirección, una de ellas se puso de pie, puso los brazos en jarras y la miró con gesto de rechazo. Se. trataba de una mujer rolliza, muy bonita, que tendría unos veinticinco años y vestía una falda marrón oscura y una descolorida pañoleta de lana tejida.
—¿Y a ti quién te ha llamado? —le espetó a Marie en tono mandón.
—¿Por qué tendría que haberme llamado alguien? Simplemente oí que el contingente franco del Neckar iba a reunirse aquí y vine a ofrecer mis servicios.
Marie reprimió su enojo por el mal recibimiento del que había sido objeto y sonrió, aparentemente impasible.
—Ofrecer, puedes ofrecer mucho, pero dudo de que te acepten. El honorable comerciante Fulbert Schäfflein es quien envía el equipamiento para este ejército, y sólo él decide qué vivanderas tienen permiso para acompañarlo.
Una de las mujeres soltó una carcajada.
—¡No te dejes amedrentar por Oda! Sólo está celosa porque eres mucho más bonita que ella.
Oda reaccionó ladrándole a la que había hablado.
—¿Qué le ves hermoso a esta cabra huesuda?
Iba a agregar algo más, pero en ese momento Marie hizo girar a sus bueyes chasqueando la lengua, haciéndolos pasar tan cerca de ella que los animales estuvieron a punto de derribarla. Oda saltó a un lado, rezongando, y le mostró el puño a Marie, aunque no se atrevió a insultarla al ver que ésta agitaba juguetonamente el látigo, haciéndolo moverse muy cerca de su cabeza.
Mientras Marie detenía su carro junto a los otros, saltaba del pescante y ponía cuñas detrás de las ruedas, las demás vivanderas se levantaron y se acercaron, curiosas. Michi saludó brevemente a las mujeres, luego les quitó el aparejo a los bueyes y los condujo hacia dos árboles que quedaban libres para atarlos allí. Después miró hacia una parva de heno que estaba cerca, indeciso, y se dio la vuelta con gesto vacilante.
Una de las mujeres asintió con la cabeza.
—Nos lo dio el alcaide de aquí, así que no tengas vergüenza, coge tranquilamente lo que necesites.
Mientras Michi alimentaba a los animales, las mujeres rodearon a Marie.
—¿Son tus hijos? —preguntó una vivandera que tenía más o menos su edad y llevaba un vestido de colores hecho de distintos retazos de tela cosidos. La mujer tenía una figura muy linda, pero su rostro tenía un aire amargo y sañudo. Sin embargo, Marie tuvo la sensación de que podía confiar en ella, y depositó a Trudi en sus brazos al ver que ella los extendía.
—Es mi hija Trudi. El varón se llama Michi y es el hijo de mi mejor amiga. Vino conmigo para ayudarme y para atender a los bueyes.
La mujer que parecía amargada se rio.
—A mí me vendría muy bien un muchachito así. Es muy duro tener que hacerlo todo sola. A propósito, me llamo Theres, y la belleza de aquí es Donata.
Al decir eso, señaló hacia una escultural mujer de mediana edad y cabellos muy rubios que le dirigió una sonrisa amistosa.
—Yo soy Marie.
Marie les dio la mano a las dos. Antes de que pudiese decir algo más, el carro que antes se había quedado atascado en el barro se acercó. Era más pequeño que los otros y avanzaba tirado por dos rocines viejos y flacos. La mujer que iba en el pescante tampoco era de las más jóvenes. Marie Calculó que debía rondar los cincuenta años. Era más alta de lo usual, pero tan enjuta que parecía no tener un solo pedazo de carne sobre las costillas. Su rostro estaba compuesto únicamente de arrugas, pero sus ojos azules, que asomaban por debajo de un sombrero de hombre bien calado en la frente, eran claros y vivaces. Llevaba una falda larga, una blusa con forma de delantal, una pañoleta de lana gruesa en los hombros y unas botas de soldado, todo de un negro tan profundo que parecía que la mujelr teñía su ropa a menudo para remarcar su semejanza con un cuervo, que se consideraba el pájaro de los muertos.
Oda, que se había quedado a un lado, ofendida, ahora se plantó frente al carro recién llegado con los brazos en jarras.
—¡Pero mirad quién está aquí! ¡Eva la Negra! Seguramente intentarás probar tu suerte en todas partes. Pero aquí no hace falta que te quedes, porque esta vez el honorable señor Fulbert Schäfflein escogerá personalmente a las vivanderas que venderán sus mercancías.
Era la segunda vez que la mujer ponía en su boca el nombre del hombre con el cual el conde palatino quería casarla, y poco a poco comenzó a sentir curiosidad por conocer al proveedor del ejército. Pero de momento no pudo evitar reírse de la reacción de la vivandera recién llegada, que en ese momento le dio a Oda una respuesta clara y concisa. La anciana levantó una de sus nalgas enjutas y soltó una ventosidad. Después se bajó sin prestarle atención a Oda, que seguía protestando, y les quitó el aparejo a sus caballos. Mientras lo hacía, su mirada fue paseándose por entre las mujeres allí reunidas. A Theres y a Donata parecía conocerlas, ya que las saludó con un gesto amistoso, al igual que a unas prostitutas de campaña que se habían acercado a saludarla. La mayoría de las mujeres que había tenían más de treinta años, eran robustas y de rostros más bien ordinarios. Según su experiencia, Marie juzgaba que en las ferias difícilmente habrían conseguido mejores clientes que las rabizas, pero, estando en un ejército, si los soldados se hacían de algún botín podían llegar a ganar más en una sola campaña que en muchos años.
Marie estaba tan ensimismada en sus pensamientos que no se dio cuenta de cómo Eva la Negra la observaba dudosa mientras le palpaba un mechón de pelo rubio que se le había escapado de las trenzas que coronaban su cabeza.
—A ti aún no te conozco.
—Me llamo Marie y soy vivandera, como tú y las demás.
Marie no se esforzó en absoluto por reprimir el tono desafiante de su voz. Conocía muy bien a las mujeres como Eva de sus épocas de prostituta errante. Eran desconfiadas como viejos tejones. Cuando alguna no les agraciaba, eran capaces de venderla a su peor enemigo por un par de monedas y tenían una lengua muy afilada.
Eva hizo un gesto despectivo.
—Como sea, lo cierto es que somos rivales.
Theres levantó la mano en tono de advertencia.
—¡En una campaña militar como ésta debemos unirnos y ayudarnos mutuamente!
—Aliarme con Oda sería como ponerme en el pecho a una serpiente venenosa, y esta Marie me parece demasiado bonita como para confiar en ella así sin más. En cambio contigo y con Donata me he llevado siempre muy bien, y no tengo inconvenientes en viajar con vosotras.
Marie se asombró de la anciana, que se comportaba como si fuese asunto suyo decidir qué vivanderas podrían formar parte de esa campaña y quiénes no. Oda pareció tener la misma sensación, ya que de la rabia casi echaba espuma por la boca.
—Puedes enganchar tu carro y largarte de aquí, saco de huesos, ya que el honorable señor Schäfflein jamás llevará a alguien como tú.
Eva miró de reojo a Marie, poniéndose bizca.
—Pero sí a ti y a esa mandona de falda roja, ¿no? Si creéis que podréis obtener alguna ventaja de ese ricachón acostándoos con él, entonces no duraréis mucho en nuestro ramo. Porque en la guerra, las habilidades que cuentan en una vivandera son muy distintas, y la que carece de ellas debería haberse quedado con las prostitutas.
—A ti me gustaría verte de prostituta. Con ese esqueleto lleno de huesos flacos que tienes, eres capaz de quitarle las ganas al más libidinoso.
Oda se desternillaba de la risa, y le dio un codazo a Marie para que la imitara.
Marie comprendió que Oda quería ganarla como aliada en su pelea con Eva, pero no estaba dispuesta a dejarse involucrar en una riña. Por eso, se limitó a encogerse de hombros y se dirigió a su carro. El día anterior le había comprado algunos huevos a una campesina, y por la mañana había sacado un poco de leche, así que ahora podía preparar los huevos revueltos como le gustaban a Michi.
Mientras Oda seguía parada allí, indecisa, sin saber si unirse a Marie o a las otras, que seguían conversando animadamente, se acercaron al grupo tres hombres. Uno de ellos era muy espigado, tendría unos cuarenta años y un rostro angosto, un tanto fofo, unos finos cabellos rubios y unos ojos claros como el agua. Llevaba puesto un sayo de color marrón de aspecto similar al de un delantal y unas calzas color verde oscuro pegadas a sus piernas de cigüeña como una segunda piel. A $u lado iba un hombre pequeño y regordete de rostro rubicundo, boca que hacía mohines casi infantiles, nariz corta y ancha y ojos muy separados de color azul pálido. Estaba vestido con un sayo corto que le quedaba demasiado tirante, con franjas rojas y negras en las mangas, unas calzas con una pierna roja y una negra y un bombachón rosa y blanco exageradamente grande que sobresalía del sayo recortado a esa altura. Un birrete verde con una pluma verde engarzada completaba su vestimenta, demasiado ordinaria como para pertenecer a un hombre de la nobleza y absolutamente inadecuada para un comerciante. Y sin embargo, como Donata le soplara en el oído a Marie, que había regresado al fuego con una sartén, se trataba de Fulbert Schäfflein.
El tercer hombre era un fornido caballero de estatura mediana vestido con una guerrera anticuada de tela gris oscura cuyo blasón mostraba un corzo parado sobre la cima de una montaña. Parecía tan severo como sereno, de modo que Marie se cuidó de hacerse un juicio sobre él. Era de aquellos hombres a quienes se necesita observar mejor para poder juzgar.
En cambio, Marie ya había juzgado a Schäfflein. Incluso antes de que el comerciante atrajera hacia sí a Oda, que había corrido a su encuentro, y le pellizcara las nalgas, Marie ya había agradecido a todos los santos haber logrado escapar de la amenaza de ser unida en matrimonio con semejante hombre. Schäfflein estaba susurrándole a Oda en el oído —pero levantando la voz lo suficiente como para que todos lo oyeran— que la esperaba más tarde en su carpa, cuando de pronto su mirada se topó con Marie. Abrió la boca y volvió a cerrarla, como si no pudiera articular palabra a causa de la sorpresa, corrió hacia ella como una comadreja y se inclinó como si quisiese asegurarse de que lo que había debajo de su vestido era tan bella como prometía su rostro.
Marie le atajó la mano antes de que él pudiera introducirla en su escote, se levantó con un movimiento serpentino y examinó asqueada al hombre, que era por lo menos un palmo más bajo que ella. A Hiltrud, Schäfflein no le habría llegado siquiera a la altura del busto... ¿y el conde palatino pretendía reemplazar a su Michel con semejante adefesio?
—¿A quién tenemos aquí?
La expresión de Schäfflein se asemejaba a la de un gato acercándose a una cazuela llena de leche que acaba de ver que la dueña de casa está por descargarle un escobazo.
—Marie, una vivandera —respondió Marie con una sonrisa tan fingida como la atracción de Oda hacia el mercader.
—Seguramente ya habrás oído que ostento el monopolio para abastecer a este ejército. Así que tendrás que llevarte bien conmigo si es que quieres ganar algo de dinero. Más tarde podemos hablar en mi carpa acerca de qué crédito puedo otorgarte.
Las palabras de Schäfflein no dejaban lugar a dudas: el hombre le cedería mercaderías a Marie sólo si era complaciente con él. Marie se encogió de hombros.
—Mejor quedaos con Oda, señor Schäfflein. Seguramente ella necesita más de vuestro crédito: yo pago al contado.
Marie abrió la bolsa que colgaba de su cinturón, donde había depositado precisamente a tal efecto un par de monedas de tamaño considerable, y sacó a relucir dos florines de Württemberg a la luz del sol.
En el rostro de Schäfflein, el lujurioso deseo de acostarse con Marie y la codicia se trenzaron en una contienda breve pero intensa, tras la cual el hombre arrojó una mirada despectiva a Oda y pareció decidir que ya tenía provisiones suficientes para satisfacer sus necesidades viriles y que no renunciaría al dinero de Marie.
—Tú y vosotras dos —dijo, señalando hacia Theres y Donata— podéis negociar con Juan el Largo. Pero ese cuervo negro debe desaparecer.
El hombre escupió delante de Eva y se iba a dar la vuelta cuando el caballero se le interpuso en el camino.
—Eva la Negra vendrá con nosotros, os guste o no, maese Schäfflein. Ha participado en más campañas que cualquier soldado viejo con muchos años de servicio, y hasta ahora todos los ejércitos con los que ella ha viajado han regresado en su mayoría indemnes.
Marie no pudo contener una sonrisa. Era evidente que el hombre quería a la vieja vivandera entre sus seguidores porque atribuía el hecho de que Eva la Negra hubiese sobrevivido a tantas campañas a algún poder sobrenatural, y esperaba que ese poder lo favoreciera también a él y a sus hombres.
Schäfflein maldijo para sus adentros pero finalmente cedió.
—Está bien, que se quede, ¡qué diantres! Pero no esperéis que le regale mi mercancía a ese viejo saco de huesos. Marie lanzó una carcajada socarrona.
—Eso es algo que tampoco espera ninguna de nosotras, ya que sabemos muy bien quién es el único que se enriquece con la guerra: el proveedor del ejército.
—En eso sí que tienes razón, muchacha.
Eva la Negra se paró al lado de Marie y le apoyó la mano sobre el hombro. Con ese gesto, Marie había ingresado definitivamente en el círculo de las vivanderas. El caballero pareció interpretarlo del mismo modo, ya que le tendió la mano con una sonrisa.
—Sin ánimo de ofender a la buena de Eva, es una alegría poder ver un rostro bello por estos alrededores.
—Hace treinta años, caballero Heinrich, habríais dicho lo mismo de mí.
Eva se hacía la ofendida, pero el caballero tenía la lengua bien afilada.
—Hace treinta años probablemente me habría interesado más por un caballito de batalla en miniatura tallado por algún peón del establo que por una mujer bella.
Ahora el caballero tenía las risas de su parte.
Eva hizo una mueca tal que su rostro pasó a consistir únicamente en arrugas.
—Conque otra vez marchamos a la guerra, caballero Heinrich. Aún recuerdo bien nuestra primera campaña. Por entonces, erais apenas un muchacho de sangre joven y el escudero del valeroso Reim-bert von Gundelsheim. El pobre yace bajo tierra desde hace ya años. ¿Habéis alcanzado la meta que teníais por entonces de convertiros en su sucesor? ¿Habéis llegado a ser alcaide de los hermanos piadosos de San Bernardo en Vertlingen?
—Sí, me convertí en alcaide —respondió el caballero con cierto orgullo—, y como tal estoy al frente de esta tropa, ya que el reverendo abad de San Bernardo ocupa al mismo tiempo el cargo de capitán de distrito en esta región.
—Pero lo cede a su fiel alcaide ya que, al ser un hombre piadoso, no puede marchar a la guerra él mismo. En fin, tal vez esta guerra nos depare de una buena vez un opulento botín.
Había rastro de ironía en la voz de Eva, pero también la esperanza de poder ganar dinero suficiente como para poder retirarse a descansar tranquila de una vez por todas en algún lugar. Se trataba de un deseo que la mayoría de las prostitutas perseguía, pero que, como bien sabía Marie por experiencia propia, casi nunca llegaba a cumplirse. Lo más probable era que Eva la Negra tampoco pudiera pasar sus últimos años de vida en condiciones seguras, sino que permaneciera en el pescante de su carro hasta caer muerta y ser enterrada a la vera del camino por algún soldado o siervo.
Schäfflein había seguido con visible desagrado la conversación entre el caballero y la vieja vivandera, pero no se había animado a interrumpirlos. Pero entonces apremió con un codazo en las costillas a su oficial, señalándole con la barbilla a las mujeres al tiempo que extendía imperioso la mano hacia Oda, que se le acercó de inmediato y se fue con él.
Eva se quedó mirándolos y escupió con desprecio.
—Una ramera nunca deja de ser ramera, aunque tenga un par de animales de tiro delante del carro y se crea mejor por ello.
Marie se estremeció al oír aquellas ásperas palabras, ya que ella misma había tenido que pasar cinco años de su vida siendo una ramera errante y temía delatarse con alguna palabra dicha sin pensar. Por eso, cuando Juan el Largo se puso a negociar con el resto de las vivanderas, al principio ella se mantuvo al margen. Theres le devolvió a la pequeña Trudi y examinó muy cuidadosamente las mercancías que los siervos de Schäfflein extendían ante ella. La habilidad del dependiente y su gente en el trato con ella y con las demás mujeres daba cuenta de una larga experiencia, de modo que Marie se preguntó por qué Schäfflein habría viajado hasta Wimpfen si no necesitaba ocuparse personalmente de las negociaciones. Claro que también cabía la posibilidad de que tuviese asuntos que arreglar con los grandes mercaderes de la ciudad, aunque con lo fanfarrón que era, seguramente de ser así habría hecho alarde de ello.
Marie intuía que Schäfflein había acudido porque en tierras lejanas podía hacer sin ser castigado aquello que en Worms le habría deparado grandes detracciones. Una vivandera o una prostituta eran fáciles de llevar a su carpa, y después cada cual seguía su camino. Pero si estando en su casa llegaba a llevarse a una criada a la cama, existía el peligro de que la muchacha corriera a desahogar con el cura los pecados que le oprimían el Corazón. Si la mujer confesaba haber fornicado con su señor, lo urgirían a contraer pronto matrimonio para que pudiera demostrar su virilidad en una unión del agrado de Dios.
Y en esa misma situación, a los casados los amenazaban con la ira de Dios y los horrores del infierno. —¿Y tú qué quieres?
Juan el Largo se dirigió impaciente hacia Marie, de manera que ella se sobresaltó y se dio cuenta de que otra vez estaba luchando con visiones del pasado, un pasado en el que los eclesiásticos la echaban de los umbrales de sus iglesias después de que un dominico la declarara injustamente culpable y la condenara a una vida errante. Levantó la vista y vio que las otras vivanderas ya estaban cargando en sus carros las mercancías compradas. No se fijó demasiado en lo que habían escogido las otras mujeres porque ella ya había pensado hacía tiempo las provisiones que adquiriría. Si bien nunca había viajado con un ejército, por los relatos de Michel sabía bien lo que los soldados solían comprar en el camino, y además había ayudado a su esposo a equipar los carros de víveres y a los piqueros que lo habían acompañado a Bohemia. Los más de cien soldados armados de su tropa constituían el motivo principal por el cual pretendía viajar a Núremberg y, eventualmente, a Bohemia. Hasta el momento no había regresado a casa ni uno solo de los hombres de Michel, y Marie estaba convencida más que nunca de que al menos uno de ellos podría relatarle lo que le había sucedido a su esposo.
Sin embargo, el deseo de aclarar cuanto antes cuál había sido el destino de Michel no la inducía a malgastar su dinero. Regateó con Juan el Largo como si su propia vida le fuera en ello y criticó tanto la calidad de sus mercancías como su precio, que consideraba excesivo.
El rostro fofo del dependiente se desfiguró de furia, y cuando ella volvió a oponerle reparos, el hombre terminó gruñéndole.
—¿Pero quién te crees que eres? Si vuelves a protestar, no te daré nada y te pudrirás aquí en Wimpfen.
Marie se tocó la bolsa que llevaba en el cinturón.
—Eso sería una pena,pues tu señor dejaría de ganar unos buenos florines.
—El señor Schäfflein es suficientemente rico, no necesita dos o tres monedas tuyas.
Juan el Largo amagó con empezar a guardar todo antes de rebajarle a Marie siquiera un penique, pero su mirada se posó sobre su portamonedas, que tintineaba seductoramente. Si llegaba a perderse el negocio, Schäfflein pondría el grito en el cielo y le reduciría su participación en el resto de las ventas. Por eso, terminó por ceder con un suspiro.
—Está bien, de acuerdo, pero por este barril de vino me pagarás dos táleros de los buenos.
—¡De acuerdo! Pero sólo si el vino que contiene es bueno, no como ese agrio que hacen en Colonia.
Marie se acercó al barril, lo abrió y olfateó el interior. Cuando uno de los siervos llenó un vasito y se lo dio a beber, asintió con la cabeza. El vino parecía provenir de la tierra natal de Schäfflein, famosa por sus cepas.
—Está bien, entonces dos táleros por tu vino, pero a cambio aceptarás mi precio por el fardo de tela que tienes ahí —le declaró al dependiente.
El hombre meneó la cabeza, desesperado.
—Dame un penique por vara o no podré entregártelo. Mi señor me dará una tunda si llega a ver cómo me has engatusado.
Marie asintió, riendo. Ahora que ambos sabían qué esperar el uno del otro, se pusieron de acuerdo enseguida en lo referente al resto de las mercancías, tales como tiras de cuero, botones, agujas y cuchillos. Por último, Marie adquirió también algo de queso duro, salchichas y cecina de tocino, que se mantendrían durante mucho tiempo, además de dos barrilitos de arenques salados, ya que muy pronto los soldados se alegrarían de poder variar un poco la rutina uniforme de las raciones del ejército. Cuando apiló sus compras y volvió a mirar su bolsa de monedas, comprobó que había tenido que gastar menos dinero de lo que había calculado, y entonces encaró el futuro con un poco más de optimismo.
Capítulo VII
Dos días después, el caballero Heinrich hizo sonar los cuernos para dar la señal de partida. No disponía de muchos más hombres de los que había tenido Michel. Más de cincuenta eran caballeros que a su vez no tenían un gran séquito. El propio caballero Heinrich tampoco contaba más que con Anselm, su escudero, además de cuatro soldados a caballo que le había confiado su abad. Sin embargo, a diferencia del resto, él y sus caballeros estaban muy bien equipados. Los caballeros que se habían puesto a sus órdenes eran en su mayoría hijos menores que no poseían más que su espada y su armadura y cuyos caballos no guardaban similitud alguna con los caballos de batalla de los caballeros adinerados, sino que a menudo tenían aspecto de haber sido salvados en el último momento del matadero.
El caballero Heinrich examinó a su grupo y meneó la cabeza.
—Otra vez son los pobres perros que apenas tienen dónde hincar el diente los que tienen que sacarle las castañas del fuego al emperador —le dijo a Eva la Negra—. Los nobles señores se quedan cómodos en sus castillos y dejan que el emperador se las arregle como pueda. ¿O acaso ves aquí los colores de Leiningen o los de Ho-henlohe? A ellos no les interesa que arda toda Bohemia mientras que sus tierras queden a salvo de la guerra. A todo esto, hombres como Ludwig von der Pfalz, o como Ludwig y Ulrich von Württemberg, los hijos de Eberhard el Suave, como lo llaman ahora, aunque yo lo llamaría Eberhard el Bruto, bastarían para reunir soldados suficientes como para hacerles perder el coraje a esos bohemios de una vez y para siempre y volver a empujarlos a sus madrigueras.
Marie recordó a su antiguo protector, el conde Eberhard von Württemberg, que yacía bajo tierra desde hacía varios años. ¿Habría participado de esa guerra el conde? Probablemente no, al igual que todos los demás príncipes territoriales. Las palabras del caballero Heinrich habían sonado amargas y acusadoras, como si él culpara a los grandes señores territoriales del imperio de no servir a la causa del emperador, como era su deber. Como muchos otros, él también parecía opinar que un imperio tan poderoso como lo era el Imperio Romano Germánico debería haber sido capaz de reprimir una revuelta local como la de Bohemia hacía tiempo. Pero parecía que el emperador Segismundo sólo podía contar con los hijos menores de los caballeros imperiales y la ayuda de las abadías más cercanas al imperio, lo cual no era una buena señal para Marie.
Sus dudas se debieron de reflejar en el rostro, ya que Eva la Negra le tocó el hombro con el mango del látigo.
—Es demasiado tarde para tener miedo, Marie. ¿O acaso darás media vuelta con tu carro y te irás a vender tus mercancías a las ferias? Permíteme decirte que allí son mejores y más baratas.
Marie se volvió hacia ella y sacudió enérgicamente la cabeza.
—No tengo miedo, ni tampoco voy a abandonar la tropa.
—Me alegro. Además, Hettenheim es un buen líder, y sobre todo es muy prudente. No caerá en una trampa tan torpemente como le ocurrió a Heribald von Seibelstorff hace dos otoños.
La respuesta de Eva afectó a Marie por partida doble. Por un lado, había mencionado la campaña fallida de Seibelstorff en la que supuestamente había caído Michel, y por el otro había llamado al caballero Heinrich con un nombre que le puso los pelos de punta.
—¿Cómo llamaste a nuestro líder? ¿Hettenheim?
—Sí. Es Heinrich von Hettenheim, de la rama franca de ese linaje. Tal vez hayas oído nombrar a su primo Falko, que se ha hecho un nombre en el Palatinado. Pero, por favor, no nombres a ese hombre en presencia del caballero Heinrich, ya que no se pueden ni ver.
Eva la Negra movió la cabeza en forma afirmativa para reforzar sus palabras. Acto seguido, azuzó a sus caballos para unirse a la caravana que avanzaba lentamente hacia una balsa que ya estaba cruzando al otro lado del Neckar a los primeros caballeros y soldados a caballo.
Marie tenía la sensación de que la vieja vivandera podía contarle mucho más de lo que ella había oído hasta ahora, pero no había tiempo para seguir preguntándole, de modo que tuvo que dominar momentáneamente su curiosidad, encaramarse ella también sobre su pescante, acomodarse en el regazo a Trudi de tal manera que no pudiese resbalar y hacer que sus bueyes siguieran al carro de Eva la Negra. Como tenían que esperar a cada rato hasta que la balsa hubiese transportado a la otra orilla al siguiente grupo de jinetes e infantes, halló tiempo para pensar. El caballero Heinrich estaba enemistado con su primo Falko. No debía olvidar esa circunstancia, aunque no sabía si alguna vez llegaría a servirle de ayuda.
Cuando les tocó el turno a los tres carros de bagaje que había podido reunir el caballero Heinrich, el sol ya había ascendido por encima de los árboles, y lentamente comenzaba a hacer calor. A los primeros carros habían podido cruzarlos sin inconvenientes, pero los bueyes rebeldes de Marie se asustaron con la lancha, que bailaba inquieta hacia arriba y hacia abajo ante el menor movimiento. En cuanto Michi descendió y condujo a los animales llevándolos de una cuerda atada al anillo de sus hocicos, lograron atravesar los tablones tambaleantes con el carro repleto de las compras que Marie había efectuado y pudieron por fin embarcarse. Cuando los animales quedaron ubicados con la cabeza apuntando hacia la proa, le llegó el turno al carro de Eva. La anciana le había cedido prudentemente el paso a Marie para no tener que estar con su carro liviano sobre el lanchón tambaleante hasta que aquellos bueyes inquietos se hubiesen apaciguado. Una vez que alcanzaron la otra orilla del Neckar, el barquero desalojó a Marie con impaciencia de su lanchón, aunque luego atrapó ágilmente la moneda que ella le arrojara y le hizo una reverencia.
—¡Os deseo un buen viaje y un gran botín de guerra! —le gritó mientras Marie se alejaba, al tiempo que volvía a apartar el lanchón de la orilla para ir en busca de los próximos carros. Mientras el carro de Marie seguía rodando por el sendero que bordeaba el agua, que poco después doblaba bruscamente y ascendía por la pendiente, Michi volvió a trepar al pescante, ágil como un mono.
—No debiste hacerlo, es muy peligroso —lo reprendió Marie—. ¿Qué pasaría si te resbalas y te caes bajo las ruedas?
Michi hizo una mueca traviesa, como queriéndole decir que eso jamás podría sucederle. Durante los primeros días había estado triste por haber tenido que dejar a sus padres y a sus hermanos para partir con ella rumbo a lo desconocido. Pero ahora sus ojos brillaban cada vez que veía a un caballero, y se iba con los hombres cuantas veces podía para escuchar sus relatos. Como de todos modos no descuidaba sus obligaciones, Marie aceptaba sus asiduas ausencias con una sonrisa indulgente.
Mientras los carros seguían cruzando el río, la cabeza de la caravana ya había reanudado la marcha, y Marie ya temía que Heinrich von Hettenheim hubiese perdido el cuadro de conjunto de su ejército, pero con el correr de las horas comprobó que se había equivocado. El líder volvió a ordenar a las tropas poco después de que los carros de bagaje terminaran de cruzar el río, formando una retaguardia con soldados de infantería, no porque allí en medio del imperio les amenazara algún peligro, sino para tener hombres a mano que pudieran intervenir rápidamente en caso de que algún carro se atascara. A la tarde mandó adelantarse a unos jinetes para que preparasen víveres, heno y agua en el lugar donde pensaba acampar. Como lugar de campamento había escogido la villa dominica de un caballero vasallo del emperador que alimentaría bien a los nobles que lo acompañaban junto con sus séquitos, incluyendo a los siervos y los animales de tiro, de manera que evitaría derrochar las provisiones que había traído. El ejército también pasó las noches siguientes a la sombra de monasterios o de castillos cuyos dueños los atendieron de forma más o menos generosa.
La expedición militar se desplazó como un gusano cuesta arriba hasta llegar a Jagstal, luego cambió hacia Taubergrund, pasando por Dörrbach y Mergentheim, para finalmente dirigirse a través de Steinsfeld y Oberdachstetten hacia Ansbach. Marie aprovechó las largas horas de marcha para mejorar sus cualidades como conductora, y por las noches se quedaba escuchando a las otras vivanderas, que intercambiaban sus experiencias con gran vivacidad, relatando lo que habían vivido en otras campañas militares. De ese modo fue aprendiendo mucho más de lo que hubiese imaginado acerca de su nuevo oficio. En realidad, ser vivandera entre una población de soldados no era tan similar a viajar de feria en feria como prostituta errante. Hasta ahora no había vendido prácticamente nada porque los caballeros y los soldados se habían abastecido en Wimpfen, antes de partir, y aún no se quejaban de la comida. Las prostitutas de campaña tampoco habían hecho más que unas pocas monedas, ya que después de las largas jornadas de marcha, los hombres solían estar demasiado cansados como para poder pensar en una mujer. La velocidad a la que el caballero Heinrich llevaba a la tropa llenaba a Marie de asombro, pero cuando se lo mencionó a Eva, la vieja vivandera no pudo más que reír.
—¡Alégrate! Si los muchachos se acostumbran a este ritmo, no sólo resistirán los avances, sino también las retiradas rápidas, lo cual está muy bien, ya que dicen que los husitas son muy veloces como perseguidores.
Hasta el momento, Marie siempre había ocupado sus pensamientos imaginando qué podría averiguar una vez que llegase a Nú-remberg, pero no había desperdiciado un solo instante en pensar en la posibilidad de tener que marchar a la guerra ella también. Se había imaginado que en el campamento del emperador ya encontraría a alguien que pudiera explicarle qué había sido de Michel. Pero ahora caía en la cuenta de que el camino que había emprendido podría llevarla directamente hacia la revuelta bohemia, hacia una emboscada o incluso hacia grandes batallas, y entonces comenzó a inquietarse. Debía preocuparse por cuidar a los vivos, no a los muertos, al menos ésa era la idea que la había mantenido entera los primeros tiempos tras la noticia de la muerte de Michel, y básicamente seguía manteniendo la misma idea. Era responsable de Trudi, que constituía el legado que Michel le había dejado, y de Michi, el hijo de su mejor amiga. Si algo llegaba a sucederle al muchacho, jamás podría volver a mirar a Hiltrud a los ojos, y sin Trudi su vida ya no tendría sentido.
Las mismas dudas seguían acosándola cuando llegó la noche y el caballero Heinrich dio la orden de detenerse. Marie paró su carro, fue a buscar agua fresca mientras Michi se encargaba de los bueyes y luego se sentó con Trudi junto al resto de las vivanderas alrededor del fuego para preparar la cena con ellas. Otra vez había panecillos, y muy pronto comenzaron a acercarse algunos soldados olfateando con curiosidad, entre los cuales se contaba también An-selm, el escudero del caballero Heinrich. Eva reconoció a un par de hombres que la habían ayudado a sacar su carro del barro en Wimp-fen y les hizo señas para que se acercaran.
—¡Eh, muchachos! Si queréis panecillos, venid y servios. Hoy son gratis.
No hubo que repetírselo dos veces, y antes de que el sol se hubiese desplazado siquiera un dedo, los soldados ya estaban limpiandose la grasa, relamiéndose los dedos y haciéndoles ojitos a Oda, a Theres y, sobre todo, a Marie. Eva la Negra se quedó un instante observándolos y luego apoyó la mano, torcida como una garra, sobre el hombro de Anselm.
—No irás a serme infiel, ¿verdad, querido?
Con esas palabras desencadenó una tormenta de risas que atrajo incluso al caballero Heinrich. El caballero vio los panecillos y se relamió los labios con deleite.
—¡Qué bien huelen! Ni siquiera mi madre los prepara mejor.
—Creo que aún queda uno, parece que os hubiese estado esperando.
Eva la Negra, alegre, le entregó al caballero el último panecillo.
Marie aguardó a que terminará de masticar su último bocado y luego se inclinó hacia él, curiosa.
—¿Cuánto tiempo nos llevará llegar a Núremberg?
—Si no ocurre ningún imprevisto y podemos seguir avanzando al ritmo que venimos llevando hasta ahora, llegaremos en cinco días.
Capítulo VIII
Marie ardía en deseos de llegar a la ciudad en la que se habían reunido el emperador y muchos de sus acólitos, y se alegró de que el caballero Heinrich pareciera estar tan impaciente como ella.
Dos días más tarde llegó un caballero acompañado únicamente de su escudero cabalgando a toda prisa al encuentro de la tropa. El caballero Heinrich le ordenó a su gente que continuara su marcha y le hizo señas al recién llegado para que se acercase. El joven, que a juzgar por su rostro semioculto tras la visera no tendría más de dieciocho años, detuvo su caballo frente a él y lo saludó con cortesía.
—Dios sea con vos, noble señor. ¿Podríais permitirnos a mí y a mi escudero unirnos a vosotros?
—¿Queréis acompañarnos solamente hasta Núremberg o uniros a mi ejército?
El joven caballero pareció ponerse irascible de repente. —En principio, sólo hasta Núremberg. Aún no puedo decidir hacia dónde me dirigiré después.
El caballero Heinrich movió la cabeza en forma asertiva. —Faltan apenas dos o tres días para que alcancemos nuestro objetivo, y durante ese lapso sois bienvenido como compañero de viaje.
—Os doy las gracias. Mi nombre es Heribert von Seibelstorff. Soy el hijo de Heribald y he partido para recuperar la reputación perdida de mi familia.
Sus palabras sonaban un tanto exaltadas, pero parecían apropiadas para un muchacho joven de dieciocho años. El caballero Heinrich se llevó la mano derecha al pecho.
—Os doy la bienvenida, hidalgo Heribert. Mi nombre es Heinrich von Hettenheim.
Al oír aquel nombre, el caballero Heribert tiró con tanta fuerza de las riendas que su caballo alazán comenzó a revolverse, nervioso.
—No puedo afirmar que el nombre de Hettenheim sea de mi agrado, ya que fue un hombre de ese linaje quien arrojó a mi estirpe al deshonor —declaró, con una sinceridad implacable, mientras parecía estar a punto de desafiar a su interlocutor a luchar allí mismo.
El caballero Heinrich hizo un gesto de desdén, al tiempo que lanzaba una carcajada rabiosa.
—Hasta ahora, nunca he tenido nada que ver con vuestra familia. Seguramente os referís a mi primo Falko von Hettenheim, a quien es completamente atribuible un hecho de esas características. Dejadme deciros que él y yo estamos muy lejos de ser amigos.
—Entonces vos debéis de ser el hombre que heredará las posesiones de Falko von Hettenheim si el destino le niega hijos varones legítimos. Ya he oído hablar de vos.
Heinrich von Hettenheim apretó los labios, buscando una respuesta apropiada. Entretanto, los carros de bagaje que iban detrás de ellos se habían detenido. Eva la Negra descendió de su carro, le arrojó las riendas a uno de los soldados a caballo al que antes había mimado con sus panecillos y se acercó, curiosa. El joven Heribert retrocedió de manera involuntaria al ver a aquella anciana fea y se quedó mirándola con repugnancia. Eva no prestó atención a su actitud de rechazo, sino que lo siguió y tironeó de uno de sus estribos.
—¿Habéis dicho que sois el hijo del caballero Heribald? Yo he viajado con vuestro padre en reiteradas ocasiones, y me asombra que no tome personalmente venganza ante una injuria o una ofensa.
—Ciertamente lo habría hecho si aún estuviese con vida. Pero mientras lo traían malherido de regreso a nuestro castillo, donde falleció a causa de sus heridas después de pasar meses agonizando, otros en la corte del emperador enterraron su gloria para ensalzarse a sí mismos.
El hidalgo Heribert había vomitado esas palabras apasionadamente, pero entonces se percató de que le había dado abundante información a una simple vivandera. Resopló, irritado, y pasó junto a Eva con su caballo alazán sin volver a dignarse a mirarla. La vivandera se quedó observándolo con una sonrisa casi compasiva, luego alzó la cabeza como si tuviese que sacudir sus pensamientos y regresó con sus camaradas, que ahora también habían bajado porque la caravana se había atascado un poco más adelante.
—Hemos recibido refuerzos —les explicó con una sonrisa irónica—, si es que se puede llamar refuerzo a un chiquillo como este Heribert von Seibelstorff. Imaginaos, el hidalgo quería atacar a nuestro buen Heinrich sólo porque es un Hettenheim.
El resto de las vivanderas se echó a reír, mientras que Marie se incorporaba, patitiesa.
—¿Quién es el que vino? ¿Un caballero Seibelstorff?
—Sí, el hijo del viejo Heribald. Os digo que ése sí que era un combatiente experimentado, aunque no muy lúcido. Pero por su gente hubiese sido capaz de hacerse cortar en pedacitos. —Eva se mordió los labios y luego se encogió de hombros—. A juzgar por las palabras de su hijo, eso es exactamente lo que sucedió.
Como la caravana volvió a ponerse en movimiento, las mujeres se apuraron a regresar a sus carros y a tomar las riendas. Marie azuzó a sus animales, aunque su mirada iba más allá de sus cabezas y sus pensamientos giraban en el aire como hojas secas en el viento. El nombre de Heribald von Seibelstorff le resultaba más que familiar: supuestamente, su esposo había caído estando bajo sus órdenes. Más adelante, el joven Heribert ya se alineaba con su escudero en la caravana. ¿Acaso él podría proporcionarle la información que tanto buscaba? También se moría por saber por qué odiaba el nombre de Hettenheim hasta tal punto que había estado cerca de atacar al caballero Heinrich. Su comportamiento parecía confirmar la versión del caballero franco que había pasado algunos días como huésped en la corte del conde palatino y que con su versión de las batallas en el territorio de Bohemia se había ganado el enfado de éste. Sus palabras habían alimentado en Marie la sospecha de que Falko von Hettenheim podía llegar a estar involucrado en la desaparición de Michel. Resolvió interrogar al caballero Heribert esa misma noche.
Ese día, las horas parecieron transcurrir más lentamente que de costumbre. Reaccionaba con irritación ante cada mosca que revoloteaba a su alrededor, y por primera vez la alteró incluso el parloteo animado de Trudi. Al final, puso a la pequeña en brazos de Michi y le ordenó alimentarla con puré en vez de dejarle las riendas a él y atender ella misma a su hija, como de costumbre. Por la noche, una vez en el campamento, iba a pedirle que cuidara de Trudi, pero para entonces él ya se había escabullido para pedirle a Anselm que le mostrara cómo empuñar una lanza.
Marie consideró un momento la posibilidad de dejar a su hija al cuidado de alguna de las otras vivanderas, pero ellas seguían yendo y viniendo apresuradas entre sus carros y el fuego, efectuando los preparativos necesarios para la cena, y no tenían tiempo de cuidar a una criatura pequeña. Marie estaba demasiado nerviosa como para pensar en comer, de modo que alzó a Trudi en sus brazos y se dirigió hacia el lugar en el que se había establecido Heribert von Seibelstorff. Se había acostumbrado tanto a las miradas que la seguían cada vez que atravesaba el campamento que ya casi ni reparaba en ellas. La mayoría de los hombres la respetaban, y algunos incluso le salían al encuentro con cierta timidez, ya que ella era la mujer más bella de la expedición, y cuando llevaba a su hija en brazos parecía, tal y como cuchicheaban ellos entre sí, una de esas estatuas de la Virgen y el Niño que había en las grandes catedrales. Lo único que le faltaba para completar esa imagen a la perfección era el manto azul cielo. Cuando Marie se acercó a Heribert von Seibelstorff, el joven caballero estaba sentado delante de una carpa sencilla, malhumorado, y sólo reaccionó a la tercera vez que su escudero lo llamara para tenderle un plato de madera con unas salchichas asadas. El aroma que desprendían activó el hambre de Marie y al mismo tiempo le dio pie para iniciar una conversación con el hidalgo.
Marie se acercó a él sonriendo.
—Dios sea con vos, noble señor. Veo que habéis traído salchichas asadas como provisión. Como no suelen conservarse mucho tiempo, quisiera compraros algunas. Puedo daros a cambio plata, o también un par de vasos de vino.
Heribert von Seibelstorff reaccionó con disgusto, y estuvo a punto de rechazar a Marie con frases ásperas, pero todas sus palabras se le murieron en la lengua al mirarla. Jamás en su vida había visto una imagen más dulce que la de esa mujer con la niña. Se puso de pie sin darse cuenta de que su plato se resbalaba al suelo y la salchicha que aún no había comido rodaba por el pasto.
—¿Quién sois, hermosa mujer?
Sorprendido por su efusiva reacción, Marie retrocedió un paso. —Me llamo Marie y soy vivandera. —¿Marie? ¡Igual que la Santa Virgen, la madre de Dios! —Sólo me falta la «a» al final del nombre para ser una verdadera María.
Marie estaba acostumbrada a tratar con acólitos de Michel más bien jóvenes, y sabía que una palabra alegre o una broma a tiempo podían quitarles su inseguridad. En los labios de Heribert se dibujó enseguida una sonrisa jovial, y entonces el hidalgo recordó la pregunta de ella.
—¡Görch, trae cuatro salchichas asadas, pero que sean las mejores que tengas! —le gritó a su siervo. Éste arrojó una mirada triste a las salchichas que tenía delante sobre una parrillita y que en realidad estaban destinadas a él. Suspirando, puso las salchichas sobre una tabla y se las llevó a Heribert, quien a su vez se las cedió a Marie.
—Os lo agradezco, señor. Estas salchichas huelen realmente bien. Si saben igual, jamás habré comido unas mejores.
Sus alabanzas halagaron a Görch, que le sonrió con cierto orgullo.
—En ningún lugar hay salchichas tan deliciosas como las nuestras.
Entretanto, Marie había depositado a Trudi en el suelo y había empezado a degustar la salchicha con deleite. El siervo no había hecho promesas vanas. Ni siquiera Hiltrud, que se había convertido en una experta en el tema, hacía unas salchichas tan deliciosas como aquéllas.
—Gracias —le dijo Marie al hidalgo cuando terminó de comer la primera salchicha. Después le sonrió al escudero, que miraba con tristeza las tres restantes, que todavía estaban sobre la parrilla—. Una buena acción merece su recompensa. Tú y tu señor podéis tomar todo el vino que deseéis, yo os invito.
Heribert levantó sus manos en un gesto de moderación.
—Bastará con un vaso para mi escudero y otro para mí; si no, Görch se emborrachará como una cuba y mañana no servirá para nada.
—Pero señor, ¿cuándo...? —protestó el escudero, pero el hidalgo lo interrumpió de lleno.
—Hace apenas tres días, cuando te dije que partiríamos a la mañana siguiente para unirnos al ejército del emperador. Tuve que acostarte sobre la montura porque estabas demasiado ebrio como para montar sentado. —La voz de Heribert sonaba mansa, pero al mismo tiempo flotaba en ella la advertencia de que no volviera a llegar tan lejos. Luego se volvió hacia Marie—. Por favor, decidle al resto de las vivanderas que no le den a Görch más vino del que tolera.
Marie se percató de que él se dirigía a ella como a una dama de la nobleza, y se preguntó si se habría delatado de algún modo. Como no podía preguntarle por qué le otorgaba ese tratamiento tan respetuoso, esperó que nadie más lo notara o, en todo caso, que lo consideraran la exageración propia de un joven que se exaltaba con facilidad... lo cual seguramente era cierto.
Görch se sacudió como un perro mojado, atrayendo la atención hacia sí.
—Las vivanderas igual no me dan nada, señor, pues yo no tengo dinero.
—Mejor así —respondió el hidalgo Heribert con una sonrisa satisfecha, mientras invitaba a Marie con un gesto amable a sentarse junto a él sobre el tronco de un árbol.
Marie se alegró de no necesitar más excusas para entablar una conversación con él. Se sentó guardando una cierta distancia entre él y el joven y lo miró ladeando la cabeza. Él pareció volver a sentirse inseguro, ya que cuando quiso empezar a hablar, tragó saliva varias veces y extendió las manos hacia Trudi, quien caminaba con una agilidad asombrosa para su edad. Para asombro de Marie, su hija corrió al encuentro del hidalgo y dejó que éste la alzara en el aire.
—Me recuerda a mi hermanita —dijo Heribert, sonriendo. Su siervo abrió los ojos de par en par y lo miró, confundido.
—Pero señor, la señorita Helia ya tiene doce años.
—Pero hasta hace no mucho se parecía a esta pequeña. ¿Cómo te llamas? —Heribert sostuvo a la niña a la altura de su rostro y le sonrió.
—¡... udi! —le respondió sin ninguna timidez.
—Trudi. En realidad, Hiltrud —completó Marie.
—Un bello nombre para una bella niña —opinó el joven, al tiempo que miraba a Marie de una manera que dejaba muy claro a quién consideraba la más bella.
—Tiene diecisiete meses, pero es bastante alta y grande para su edad —le informó Marie, orgullosa.
—Pero seguramente vuestro padre habrá tenido otros caballeros bajo su mando además del tal Falko von Hettenheim... ¿Habéis oído hablar de Michel Adler alguna vez?
Heribald asintió, ensimismado.
—Oh, sí. Recuerdo muy bien ese nombre. Era un palatino como Hettenheim, pero a diferencia de él, se trataba de un hombre valeroso. Poco antes de morir, mi padre lamentó haberse dejado llevar por Falko y haber hecho oídos sordos a los sensatos consejos de Adler.
—El señor Heribald ha dicho que con Adler a su lado no se habría llegado a semejante catástrofe —intervino Görch.
—Quisiera saber qué ha sido del tal Michel Adler —indagó Marie.
—Dicen que cayó en una emboscada husita. Al menos eso es lo que afirmó Falko von Hettenheim. Él era el líder de la tropa a la cual Adler también pertenecía, y cayó con su gente en una trampa de los bohemios. Más tarde, durante aquella retirada funesta, uno de los sobrevivientes de aquel episodio recibió un hachazo y le confesó a mi padre poco antes de morir que Hettenheim había abandonado a Michel gravemente herido.
Marie se mordió la mano izquierda. Eso era lo que intuía desde hacía tiempo. Falko von Hettenheim había traicionado a su esposo, por lo tanto Michel pesaba tanto sobre su conciencia como si lo hubiese matado con sus propias manos. Pero aún se resistía a perder las esperanzas.
—¿Podría ser posible que Michel Adler aún estuviese con vida, ya sea como prisionero de los husitas o como fugitivo en los bosques bohemios?
Heribert sacudió la cabeza.
—Los husitas no dejan prisioneros con vida. Lo que mi padre contó acerca de sus crueldades le congelaría la sangre en las venas al más fuerte. Y aun si Adler hubiese logrado escapar de los rebeldes a pesar de sus heridas y hubiese sobrevivido en el bosque, a más tardar al llegar el invierno, cuando arrecia el viento del este, atravesando las montañas y enterrando todo bajo un manto de hielo y nieve, habría quedado a merced de la muerte.
El hidalgo arqueó las cejas, dirigiéndole a Marie una mirada penetrante.
—¿Por qué os interesa el tal Adler? ¿Lo conocíais?
Marie consideró un instante si debía negarlo, pero finalmente decidió contarle al menos parte de la verdad.
—Lo conozco de mi infancia, ya que ambos nacimos en la misma ciudad.
—Guardadlo en vuestra memoria como un héroe. Con su arrojo y su sensatez, no sólo le salvó la vida a mi padre, sino también al emperador, además de evitar que un grupo de valientes caballeros fueran asesinados por los husitas.
Los ojos de Heribert brillaron al pronunciar esas palabras; no se esforzaba por ocultar su admiración por Michel Adler.
Marie se alegró de ello, aunque luego el dolor y la desesperación amenazaran con cubrirla como un manto negro y sumirla en un abismo profundo. En el relato de Heribert no había nada que indicase que Michel pudiese haber llegado a sobrevivir. Sin embargo, seguiría buscando y preguntando hasta tener la certeza de ello. Pero ahora tenía que disuadir al hidalgo de sus propósitos. Por más que deseaba a Falko von Hettenheim la peor de las pestes o algo aún peor por haber abandonado a Michel a sabiendas, de ninguna manera quería que él y el joven Seibelstorff se trenzaran en un duelo del que aquel jovencito inexperto jamás podría salir con vida.
—No sé si es tan astuto por vuestra parte desafiar ahora a Falko von Hettenheim —comenzó a hablarle de forma cautelosa—. Él goza de buena reputación, aunque vos y yo sepamos que esa fama es del todo infundada. Pero debéis tener eso en cuenta. Cosechad primero vuestros primeros laureles en la lucha contra los husmas para limpiar con ellos vuestro blasón. Y en el ínterin seguramente no os faltará ocasión de arrancarle al caballero Falko del rostro la máscara de la hipocresía antes de darle el puntazo final.
Heinrich von Hettenheim, que había estado espiando al grupo y se había acercado, le apoyó la mano en el hombro a Heribert von Seibelstorff mientras Marie pronunciaba esas palabras y asintió con gesto adusto.
—Marie tiene razón. No intentéis batiros en duelo con mi primo antes de haber reunido más experiencia. Él no pelea como un caballero, sino como una rata, y conoce miles de trucos y de artimañas que pueden ayudarlo a obtener el triunfo.
El joven Seibelstorff se sacudió la mano de Heinrich del hombro y reaccionó con irritación.
—No le temo al caballero Falko.
—Por supuesto que no, ya que, a diferencia de él, vos sois un muchacho valiente y de buen corazón. Sin embargo, debéis reunir más experiencia en la lucha antes de entrecruzar las lanzas con mi primo.
A continuación, Heinrich von Hettenheim comenzó a relatar una serie de hechos relacionados con su primo que no lo dejaban muy bien parado.
Marie se alegró de que Heinrich von Hettenheim intentara apoyarla, pero al ver la expresión tensa en el rostro de Heribert intuyó que el joven estaba tan obsesionado con sus sentimientos de venganza que no habría argumento capaz de convencerlo. Marie dejó a los dos caballeros conversando y regresó con Trudi junto a las otras vivanderas.
Estando sentada junto al fuego, paulatinamente fue dándose cuenta de lo ingenua que había sido al emprender aquel viaje. Realmente había creído que le bastaría con llegar de forma inadvertida a Núremberg o algún otro de los grandes centros de reunión de los nobles para encontrar a alguien que le indicara el camino hacia Michel. Pero lentamente se desvelaba que las circunstancias de su desaparición eran mucho más confusas de lo que ella hubiera podido imaginarse. Probablemente tendría que viajar durante meses como vivandera junto al ejército hasta averiguar la verdad.
Capítulo IX
Al igual que había ocurrido en Wimpfen, también en Núremberg los soldados se mantuvieron lejos de la ciudad. La muralla aún se hallaba a dos horas de camino cuando el mariscal imperial Gisbert Pauer salió a su encuentro para darles la bienvenida en nombre del emperador Segismundo y les indicó a sus guardias que los guiaran al campamento. Se trataba de un bosque clareado de pinos en el que ya estaban acampando más de mil caballeros y soldados a caballo. Mientras los recién llegados reunían sus carros para formar un grupo de resguardo y comenzaban a armar las carpas, entre el caballero Heinrich y Pauer se entabló una conversación muy animada, que despertó la curiosidad de Marie, ávida de nueva información. Condujo su carro al lugar que le indicaban, saltó del pescante, cogió a Trudi en brazos y le pidió a Michi que hiciera por ella el resto. Sin embargo, mientras se dirigía hacia donde estaban los hombres para poder escuchar su conversación, el mariscal se despidió y se dio media vuelta para irse. Marie iba a alejarse nuevamente, desilusionada, cuando de pronto Heribert von Seibelstorff se interpuso en el camino de Gisbert Pauer.
—Perdonadme, señor. Soy Heribert von Seibelstorff, el hijo del caballero Heribald. Quiero unirme al ejército imperial y quisiera saber qué tareas me asignaréis.
Pauer examinó al joven caballero con gesto escéptico, haciendo notar que no lo consideraba un refuerzo significativo.
—Quedaos junto a los hombres del caballero Heinrich —dispuso con frialdad.
Al parecer, el joven esperaba una bienvenida distinta, ya que su rostro se oscureció de golpe. Sin decir una sola palabra, dio media vuelta y se dirigió hacia su carpa encogiéndose de hombros y con movimientos torpes. Marie se retiró también. Mientras se dirigía hacia su lugar de campamento, pasó al lado de un par de soldados de infantería que estaban conversando acerca de las luchas contra los husitas en un dialecto que le resultaba extraño. Según sus palabras, los guerreros campesinos de Bohemia no se guiaban por los cambios de las estaciones, sino que continuaban la guerra en temporadas poco usuales. Así, por ejemplo, en mitad del último invierno habían aniquilado a un contingente del duque Alberto V de Austria reunido cerca de Zwettl, asolando gran parte de la región. Al oír eso, uno de los soldados expresó en voz alta su deseo de que ese verano los enemigos dejaran en paz las regiones de Franconia y Alto Palatinado y que descargaran su furia en otra parte, así no tenían que luchar contra ellos. Marie se estremeció cuando sus camaradas manifestaron un efusivo acuerdo.
Pensativa, fue a reunirse con sus amigas, que ya estaban sentadas alrededor del fogón, cocinando la cena. Cuando Marie se acercó, Eva levantó la vista y señaló hacia su carro.
—Deberías preocuparte mejor de tus cosas. Hay más ladrones merodeando por aquí que verrugas en mi cuerpo. Si no estás atenta, muy pronto tus barriles de vino caminarán solos.
Marie había apilado sus mercancías en la medida de lo posible en cajas y cajones, o las había anudado formando fardos, y también había escondido bien su oro. De todas formas, le agradeció el consejo y se subió al carro. No había mucho que hacer. Tensó más el toldo y lo aseguró con otro juego de correas de cuero, y antes de volver a descender cerró la parte de delante con una cortina de la cual colgaban unas campanitas cuyo objetivo era alertar acerca de la presencia de ladrones. Luego fue a sentarse con el resto de las vivanderas y continuó participando de la conversación, aparentemente de forma despreocupada. Theres alzó a Trudi y le dio de comer un trozo de tocino. Al principio, la pequeña se resistía a que le metiera la carne en la boca, pero luego comenzó a masticar con fruición.
—Con los niños de esta edad, una se da cuenta de lo rápido que pasa el tiempo —suspiró la vivandera, que aquel día también vestía una falda de muchos colores.
Eva la Negra la examinó con la cabeza ladeada.
—Si quieres tener un hijo propio, no debes esperar más.
Theres se encogió de hombros con cierta impotencia.
—Me encantaría poder estrechar una criatura contra mi pecho, pero no estoy dispuesta a hacer como Oda y abrirme de piernas al primer tío que se cruce en mi camino.
Las miradas de sus compañeras se dirigieron hacia Oda, cuya figura, qué nunca había sido muy delgada, aún no daba indicios de su embarazo. Sin embargo, las mujeres ya sabían que su estancia en la carpa de Fulbert Schäfflein no había transcurrido sin consecuencias.
En el rostro de Donata había una expresión irónica.
—A mi modo de ver, has pagado un precio demasiado alto por los peniques que te ha dejado el mercader. Ahora estás gestando un hijo suyo y no recibirás ni una moneda por ello.
—¡Bah, tú no lo entiendes! El señor Schäfflein fue extremadamente generoso —le espetó Oda.
Eva esbozó una amplia sonrisa irónica.
—Espero que no tengas que parir en medio de una batalla o durante una huida, ya que entonces ninguna de nosotras te asistirá, eso es tan seguro como que hay un Dios.
Marie no estaba tan convencida de ello, ya que sabía que no podría abandonar a una mujer en avanzado estado de embarazo, aun tratándose de alguien tan desagradable como Oda. Sin embargo, no dijo nada para no poner al resto en su contra. La conversación de las mujeres fue apagándose muy pronto, y cuando las primeras estrellas comenzaron a brillar por encima del techo verde de agujas que formaba el bosque de pinos, se desearon buenas noches y fueron a buscarse un lugar para dormir. Mientras Marie tendía su cama sobre el baúl grande, se quedó pensando adónde se habría ido Michi esa vez. Sin embargo, le tendió la cama a él también para luego acurrucarse con Trudi bajo la manta. A pesar de que sus pensamientos daban vueltas inquietos alrededor de todo lo que había podido averiguar durante los últimos días, se durmió casi de inmediato y volvió a soñar con Michel. Él parecía estar muy alegre, y bromeaba con algunas personas cuyos rostros permanecieron borrosos. Con todo, Marie alcanzó a ver con absoluta claridad que dentro de ese grupo se hallaban dos mujeres que idolatraban a su esposo de tal forma que a la mañana siguiente se despertó sintiendo unos celos salvajes.
Al día siguiente, el campamento pareció estar acometido por una lasitud paralizante, circunstancia que, al menos en el caso del grupo franco del Neckar, hallaba su explicación en las arduas caminatas de las últimas semanas. No apareció ninguno de los refuerzos esperados. Marie tomó el desayuno con Eva y Theres y se dirigió junto con Trudi a la carpa de Heribert para investigar un poco más. Como no había nadie a la vista, se sentó sobre un tronco que había allí en el suelo que, como era fácil de reconocer, servía de asiento y de mesa. Görch debió de haberla oído, ya que salió y la saludó con una cara que dejaba entrever que aún no había olvidado su vino y que esperaba conseguir más. Pero antes de que atinara a decir algo, su señor salió de la carpa. La expresión furiosa que llevaba se suavizó al ver a Marie, que logró dibujarle una sonrisa jovial en el rostro.
—¡Bienvenida, bella mujer! Representáis exactamente el espectáculo que le permite a un hombre olvidarse de este miserable campamento de guerra con solo contemplarlo.
Marie arqueó las cejas.
—¿Qué es ¡o que está tan mal en este campamento de guerra?
—¡El solo hecho de que aún exista! Toda esta gente debería estar yendo a enfrentarse con los husitas —respondió Heribert, vehemente—. Vos habéis oído también cómo estos bohemios están causando estragos en todo el territorio. Sin embargo, en vez de atacarlos con audacia y ponerlos en su lugar, su majestad el emperador prefiere organizar un desfile militar mientras se da la buena vida en Núremberg.
El joven caballero no dejaba lugar a dudas: la situación actual no le gustaba en absoluto. Sin embargo, al ver el rostro compungido de Marie, creyó que la había amedrentado con su reacción acalorada, y la cogió de las manos.
—Perdonad mis palabras irreflexivas. Mientras estéis aquí, este campamento será bello a mis ojos.
Marie no supo muy bien qué contestarle, ya que la voz de Heribert le había sonado demasiado romántica. Si bien el brillo en sus ojos la halagaba como mujer, en realidad para sus planes representaba más bien un obstáculo. ¿Cómo buscaría a Michel teniendo un joven enamoradizo como Heribert colgado de su delantal? Además, Marie no tenía intención alguna de proporcionarle a Seibelstorff sus primeras experiencias con el sexo femenino. Para no dejarle lugar a una declaración de amor precipitada, dejó escapar un suspiro mientras miraba en la dirección en la que se suponía que se encontraba Núremberg.
—Me encantaría ir a ver la ciudad, pero por lo que dicen, los soldados rasos y las vivanderas no son bienvenidos allí.
No había acabado de pronunciar esas palabras cuando se dio cuenta de que se había equivocado al hacer ese comentario, ya que inmediatamente Heribert se brindó a acompañarla, al tiempo que daba golpecitos al mango de su espada.
—A mi lado nadie os impedirá entrar en la ciudad.
Parecía estar dispuesto a darle una paliza a los guardias de la ciudad antes que permitir que rechazaran a Marie.
Marie levantó las manos para apaciguarlo.
—Con gusto, pero otro día. Primero quiero dar una vuelta por el campamento para conocer un poco mejor al resto de los grupos, y cuando vaya a Núremberg también quiero pasar por el mercado. Así que primero tendría que repasar las provisiones con las que cuento para poder saber qué es lo que debo comprar.
—Estoy a vuestra disposición cuando lo deseéis.
Heribert iba a agregar algo más, pero en ese momento sonó un cuerno de aviso. El hidalgo cogió a Marie, la cubrió y desenvainó su espada como si estuviese aguardando un ataque. Sin embargo, lo que anunciaba el cuerno era la llegada del emperador. Segismundo venía acompañado por numerosos cortesanos, entre ellos el burgrave de Núremberg, que cabalgaba a su derecha por ser quien lo seguía en el rango. A falta de otros caballeros del mismo rango, Falko von Hettenheim había ocupado el flanco izquierdo del emperador, dándose aires de importancia en ese lugar que había tomado prestado.
Mientras el emperador paseaba su mirada visiblemente decepcionada, seguramente por la cantidad muy reducida de guerreros reunidos allí, Heribert von Seibelstorff volvió a guardar su espada en la vaina y se abrió paso hacia delante hasta quedar frente al emperador Segismundo. Como no había soltado a Marie, ella no tuvo más remedio que seguirlo, y se asustó cuando miró al emperador a la cara. En los doce años que habían transcurrido desde la última vez que lo había visto en Constanza, Segismundo había envejecido más de lo normal. Su barba encanecida tenía un aspecto descuidado, y unas arrugas profundas le surcaban las mejillas y la frente. Lo que más impresionó a Marie fue la expresión turbulenta y al mismo tiempo cansada en sus ojos. La lucha por su reino en Bohemia, que duraba ya siete años ininterrumpidos, parecía haberle quitado a Segismundo la mayor parte de su fuerza vital.
A pesar de que el emperador no sólo estaba enojado por el escaso número de soldados, sino también por lo mal equipados que estaban los recién llegados, se sobrepuso y con enormes esfuerzos exclamó: «¡Magníficos muchachos!», tras lo cual preguntó por su líder.
El caballero Heinrich se abrió paso por entre su gente, se detuvo delante del emperador y le hizo una reverencia. Ante esa imagen, Falko von Hettenheim sonrió con ironía, dirigiéndose al emperador con un gesto de confianza.
—Mi primo, tan pobre en riquezas como en hazañas de guerra, seguramente creerá que en Bohemia podrá adquirir tesoros y renombre. Pero temo que con el grupo miserable que os ha traído, no lo logrará.
Heinrich von Hettenheim levantó la vista para ver a su primo, montado en lo alto de su caballo como si fuera un trono, muy por encima de él, y lanzó una carcajada.
—Tenéis la lengua tan suelta como las mujeres del mercado, Falko, pero vuestra palabrería no hace más que ocultar que poseo algo que vos no tenéis, y son dos espléndidos hijos varones que un día perpetuarán mi apellido. En cambio, vos... Seguramente este otoño volveréis a alzar la copa para brindar por vuestra sexta hija, ya que, por lo que dicen, vuestra esposa se halla otra vez en estado interesante.
El caballero Falko tiró tanto de las riendas de su caballo que éste dio un relincho indignado y chocó contra el caballo del emperador. Marie retrocedió algunos pasos mientras soltaba unas risitas para sus adentros. Al parecer, la señora Huida no había dudado en utilizar el método de Hiltrud, y si realmente volvía a tener otra mu-jercita, la copa de vino que el caballero Heinrich bebería a la salud de la madre correría por su cuenta. Aún estaba divirtiéndose con esos pensamientos cuando Heribert se puso en pose delante del caballo de Falko y comenzó a increpar al jinete.
—Conque vos sois el infame Von Hettenheim, el que ensució la reputación de mi padre. Os reto a duelo. Os cerraré de una vez y para siempre vuestra boca calumniadora.
El emperador miró confundido al furioso hidalgo y luego se volvió hacia Falko von Hettenheim, cuyo rostro había adoptado el color de un añejo vino de Borgoña.
—¿Quién es este muchacho?
Antes de que Falko atinara a responderle, Heribert declaró en voz alta y clara:
—¡Mi nombre es Heribert von Seibelstorff! Soy el hijo del caballero Heribald, y he venido a vengar la afrenta que este hombre ha dejado caer sobre mi padre.
Segismundo levantó la mano en señal de rechazo.
—Aunque me complace que mis caballeros sean buenos guerreros, no tengo intenciones de que aspiren a quitarse la vida entre ellos en lugar de probar su valor frente al enemigo. ¡Os prohibo ese duelo! El caballero Falko es un experimentado adalid con un brillante escudo de armas que vos, joven Seibelstorff, aún estáis lejos de tener. Sólo os permitiré alzar la voz dentro del círculo de hombres cuando me hayáis demostrado que sois un verdadero caballero.
Heribert se estremeció como si le hubiesen dado un latigazo y se puso blanco como una pared pintada a la cal, en cambio Falko von Hettenheim hizo una mueca.
—Acabáis de salvarle la vida a este mentecato, su majestad.
Esa ofensa hizo que a Heribert se le subiera la sangre a la cabeza y su mano derecha fue en busca de su espada. Antes de que pudiese desenvainarla, Marie y Heinrich von Hettenheim se colgaron de él y lo empujaron hacia atrás.
—¡Calma tu furia, muchacho insensato! No puedes desenvainar tu espada en presencia del emperador. Sus guardaespaldas te cortarían en pedazos antes de que atinaras siquiera a tocar a esa rata de Falko.
Como Heribert no reaccionaba, Heinrich le gruñó a Marie, furioso.
—¡Di algo tú también, mujer!
Marie comenzó a hablarle a Heribert para calmarle los ánimos, implorándole que entrara en razón. Al principio, el joven se quedó mirándola una expresión ausente que indicaba que en su interior ya había decidido acabar con su vida. Pero finalmente su mano soltó la empuñadura de la espada. La mirada con que midió a Falko al hacerlo demostraba que no estaba dispuesto ni a olvidar ni a perdonar ese momento. Sin embargo, Falko ya no le prestaba atención a él, sino que se había quedado contemplando a Marie con la boca abierta, como si se hubiese quedado mudo de golpe. Pero entonces vio a Trudi, que se abrazaba a la falda de su madre llorando sobresaltada, meneó la cabeza e hizo un gesto con la mano, como si hubiera desechado una idea.
Marie le leyó el pensamiento. El hombre la había reconocido, pero Trudi, de quien se notaba a la legua que era su hija, lo había confundido, ya que como muchos otros en la corte del conde palatino, él también sabía que en sus diez años de matrimonio no había podido tener hijos, y evidentemente no había oído nada acerca de su maternidad reciente.
Al burgrave de Núremberg le pareció que estaban prestándole demasiada atención a Falko von Hettenheim, y arrimó su caballo al del emperador.
—¡Tenéis razón, señor! Nuestros caballeros no deberían matarse entre ellos. Pero para levantar el espíritu de lucha y para fortalecer la moral, un pequeño torneo ciertamente no estaría nada mal. Que los soldados novatos demuestren en un torneo de caballería cuál es su valor, y que aprendan allí de las experiencias de los mayores.
El emperador se quedó pensando y luego asintió, condescendiente.
—Es una idea estupenda, señor Friedrich. Un torneo nos vendría muy bien en esta situación. Pregonadlo también en los alrededores, de ese modo es seguro que vendrán más caballeros, y entonces podremos marchar a reprimir a los husitas rebeldes con un ejército más fuerte.
Capítulo X
Michel estaba en el cuartel de vigilancia sobre la puerta de entrada del castillo, mirando en lontananza. Los viejos bosques circundantes resplandecían bajo el sol como si fuesen fuego verde y en lo alto del cielo los azores volaban en círculos en busca de una presa. Fuera de las murallas, los siervos estaban haciendo parvas de heno. Se trataba de un trabajo muy arduo, y Michel no los envidiaba por tener que hacerlo. Pero cada carro de heno que tuvieran les permitiría en el invierno alimentar un par de días más a sus bueyes y a sus caballos. Durante el otoño, los siervos de Sokolny y los campesinos de los alrededores refugiados en el castillo habían sembrado trigo y cebada, y ahora todos esperaban que esos cereales crecieran y les brindaran una abundante cosecha sin que la furia de la guerra pasara por allí arrasando con todo. En cierto modo, como indicaba su antiguo nombre alemán, el castillo de Falkenhain era un oasis de paz del que hasta entonces no se habían ocupado ni los husitas ni los caballeros imperiales.
Hacía ya un año y medio que Michel estaba al servicio de Sokolny. La herida de la cadera había sanado hacía tiempo, y ahora sólo la sentía cuando el clima cambiaba de repente y el viento del este comenzaba a soplar con fuerza en las cumbres. De vez en cuando sufría dolores de cabeza que casi hacían saltarle los ojos de las órbitas. Sin embargo, mientras que durante el día sentía un dolor como si le hubiesen echado una maldición, por las noches se quedaba dormido enseguida, incluso cuando lo aquejaban los más terribles dolores, pero entonces tenía sueños confusos. A veces se veía tendido en el suelo, mientras un hombre de rostro irónico vestido con una armadura se inclinaba sobre él y lo espiaba. Después volvía a ver a la mujer llamada Marie, que lo estrechaba entre sus brazos y le cubría el rostro de besos. A su modo, aquel rostro soñado no era una tortura menor, ya que entretanto ya conocía cada rincón de su cuerpo y se moría de ansias de poseerlo. Cuando se despertaba por las mañanas, tanteaba sin querer en su busca, pero el espacio que había junto a él estaba vacío, y la pasión desatada por sus sueños esperaba en vano ser satisfecha.
Para aliviar el tormento que sentía en su zona lumbar, durante el último invierno se había liado con Jitka, una de las criadas del castillo, pero después lo había asaltado una sensación de culpa tan grande que desde entonces vivía como correspondía a un monje. Mientras estaba ensimismado en sus pensamientos, su mirada recorría como siempre el paisaje. De pronto, se detuvo y entrecerró los ojos al ver una tropa de jinetes que avanzaba abiertamente desde el sur. Michel creyó distinguir a varios caballeros y a algunos soldados a caballo, y se preguntó si podría llegar a tratarse de mensajeros del emperador y rey de Bohemia. Eso significaría que la revuelta husi-ta había sido sofocada, de otro modo esos hombres no habrían podido acercarse a Falkenhain sin ser atacados. Michel pensó que debía mantener la cabeza fría, y le llamó la atención sobre el grupo a Huschke, que también estaba en el puesto de vigilancia y entre ronda y ronda aprovechaba para volver a coserse el cinturón alrededor de la hebilla.
—¿Ves aquellos jinetes? ¿Te parece que demos la voz de alerta?
Huschke levantó la mano para protegerse los ojos del sol y miró a lo lejos. Finalmente meneó la cabeza.
—No hace falta dar ninguna alerta, Frantischek. Se trata del joven Sokolny junto con algunos de sus acólitos y soldados a caballo.
Tomó el cuerno para dar la señal que anunciaba la llegada de visitas y luego volvió a sentarse tranquilo para pasar el hilo alquitranado por el siguiente agujero.
—¿El joven Sokolny? Jamás había oído hablar de él.
—Tampoco nos complace hablar del señor Ottokar desde que abandonó el castillo para unirse a los husitas, aunque seguramente le debemos a su influencia sobre los rebeldes el hecho de que hasta el momento no haya aparecido ningún ejército de insurrectos delante de nuestras puertas.
—¿Y este Ottokar es el hermano de Janka?
Huschke meneó la cabeza, riendo.
—No, es su tío, el hermano más pequeño de nuestro conde. Un muchacho espléndido, si quieres saber mi opinión.
Michel se acordó de Bolko y de los hombres que los habían atacado a él y a la familia de Reimo en la cueva y mostró los dientes.
—¡Pero es un husita!
—¡No querrás luchar con él por ello!
Huschke sacudió la cabeza, y estaba a punto de decir algo más cuando fue interrumpido por Marek Lasicek, que irrumpió en el puesto de vigilancia dando un portazo para preguntar qué significaba la señal que se había dado.
Huschke señaló hacia fuera.
—El conde Ottokar se acerca.
Marek miró en esa dirección y le dio al resto unas palmadas en los hombros para manifestar su alegría.
—¡Realmente es nuestro joven señor! —dijo, sonriendo como si acabaran de nombrarlo caballero.
Huschke señaló hacia Michel.
—Nuestro nemec no quiere a los husitas y por ello siente desconfianza del señor Ottokar.
Marek hizo un gesto de desdén con ambas manos.
—Por todos los cielos, el joven señor no es un husita obcecado, sino que antes que nada es un Sokolny. No toleraría que hicieran algo en contra de nosotros.
—Si Falkenhain es tan seguro, ¿por qué entonces andáis con tanto cuidado? —preguntó Michel, mordaz.
—Uno nunca está a salvo de las patrullas que andan merodeando y pueden llegar a extraviarse por los alrededores, y en los caballeros que acompañan al tal Hettenheim tampoco se puede confiar. No hace mucho volvieron a asolar varios pueblos, igualando en crueldad a los husitas. Los alemanes tampoco preguntan si uno es fiel al emperador antes de atacar.
Por un momento, la guerra pareció volver a erigir entre el che-co y el alemán el mismo muro que había habido al comienzo entre ellos, pero que había caído hacía más de un año. Marek y Michel se midieron con miradas desafiantes, después el checo se dio la vuelta y bajó para mandar que se abriera la puerta. Michel lo siguió despacio, y cuando llegó al patio, Ottokar Sokolny ya estaba haciendo su entrada en el castillo junto con sus hombres. A sus ojos, las armaduras que llevaban tenían un aspecto un tanto anticuado, pero no tuvo tiempo para ponerse a pensar por qué tenía esa impresión. El joven Sokolny llevaba una cota de malla que le llegaba hasta la cadera, en la cabeza un yelmo con visera angosta y unas estilizadas alas de halcón a ambos lados, además de unas grebas de hierro que terminaban en unos zapatos de hierro movibles. Su blasón mostraba un halcón estilizado sobre fondo rojo. Los caballeros que lo acompañaban estaban armados de forma similar, sólo se distinguían de él por la clase de adorno en sus cascos y por los dibujos de sus blasones, mientras que los siervos a caballo estaban enfundados en unas corazas hechas de cuero curtido y prensado, y tenían la cabeza cubierta por unas capuchas de hierro sencillas.
Ottokar Sokolny guio a su caballo hasta la escalera principal del edificio y luego desmontó, con las piernas entumecidas. Marek, Huschke y varios siervos más se acercaron enseguida a ayudarlo.
—Me alegro de que estéis otra vez entre nosotros, señor Ottokar.
Marek cogió la mano del joven señor y la estrechó un momento.
—Marek, ¿sigues intentando convertir en soldados a los campesinos de mi hermano o ya te has arrepentido de no haber partido conmigo? —bromeó Ottokar.
Marek meneó la cabeza de inmediato.
—No lo lamento, ya que no quiero tener nada que ver con la calaña asesina de los taboritas.
Michel consideró muy sensata su postura, y se preguntó qué podría haber motivado al hermano del conde a unirse a los rebeldes bohemios. Su actitud de rechazo pareció reflejarse en su rostro, porque Ottokar Sokolny se detuvo a examinarlo con los ojos entrecerrados.
—¿Acaso eres nuevo aquí? Aún no te conozco.
Entretanto, Michel había aprendido suficiente checo como para poder comprender su pregunta y responderla.
—Sí, soy nuevo, y tampoco te conozco.
Michel no pudo ocultar su acento alemán al pronunciar esas palabras.
Ottokar Sokolny hizo una mueca de desagrado al reconocer que Michel era alemán. Se notaba claramente que se preguntaba cómo era posible que un alemán cuya vestimenta —un gambax de cuero acolchado que solía llevarse debajo de la cota de malla y unos zapatos de cuero duro— lo identificaba como un líder de su hermano hubiese llegado a alcanzar un puesto tan alto allí. Sin embargo, no dijo nada, sino que ascendió paso a paso por las escaleras externas bajo el sonido suave de su coraza tintineante. El conde Václav Sokolny salió al encuentro de su hermano.
—Dios te salve, Ottokar. Este día es un día bendito, ya que te ha traído hasta mí. ¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?
—Más de tres años, Václav, y me alegro enormemente de encontrarte bien de salud. ¿Cómo está la pequeña Janka? ¿Sigue trepando a los árboles como una ardilla?
—Janka se ha convertido en una damisela y ya no anda trepando a los árboles como un muchachito.
La hija de Sokolny acababa de disparar hacia la puerta de forma muy poco femenina para saludar a su tío, pero al oír las palabras de su padre se transformó en una noble señorita bien educada. Se hincó ante Ottokar, espiando al mismo tiempo hacia el patio del castillo, donde Michel seguía parado al pie de la escalera sin quitarle los ojos de encima al hermano del conde.
Ottokar miró a su sobrina y se restregó los ojos.
—¡Debe de ser un espejismo! ¿Qué fue de la pequeña salvaje que retozaba por aquí cuando yo me fui del castillo?
—El tiempo pasa, Ottokar, aunque aquí entre nosotros muchas veces parece detenerse, sólo el cambio de las estaciones nos recuerda que la vida se nos va.
El conde Sokolny suspiró y por un instante pareció viejo. Luego enderezó los hombros, saludó con un apretón de manos al resto de los caballeros y después también a los soldados a caballo.
Finalmente, Ottokar apoyó la mano sobre el hombro de su hermano y lo miró a la cara.
—Tengo que hablar urgentemente contigo, Václav.
—Seguro, pero ya habrá tiempo para ello. Primero, quitaos el polvo del viaje y recobrad fuerzas con lo que haya en la cocina y la bodega para ofrecer a los huéspedes hambrientos.
Sokolny se dio la vuelta y le dio la orden a Jindrich de correr a la cocina a avisar a Wanda de que habían llegado unas visitas muy especiales.
Capítulo XI
Aproximadamente una hora más tarde, los dos hermanos condes presidían la mesa con forma de herradura del salón principal; a ambos lados de ellos, sus acólitos de mayor rango; por parte de Václav, además de Feliks Labunik estaban Marek y Michel, cuya presencia parecía irritar al conde Ottokar.
—¿Te parece bien, Václav, permitir a este alemán que se siente a tu mesa? —preguntó de forma bastante descortés.
—Es mi mesa y yo decido quién puede sentarse aquí y quién no —le replicó su hermano suave pero concluyente.
—Algunas personas no verán con buenos ojos que tengas a un alemán en tan alta estima.
El conde Václav hizo un gesto de desdén.
—Como si a alguien le interesara lo que sucede en mi castillo.
—¡Estás mintiéndote a ti mismo y lo sabes! Ni nuestro líder, Pro-kop el Pequeño, ni los predicadores taboritas se han olvidado de que existe un castillo de Falkenhain cuyo señor aún apoya al traidor de Segismundo. —Esta vez, la voz del conde Ottokar sonó tan fuerte como si en lugar de su hermano tuviese enfrente a un enemigo, pero enseguida volvió a moderar el tono, aunque miró al mayor de los Sokolny de forma desafiante—. Ya no estoy en condiciones de seguir protegiéndote, Václav. Tienes que unirte a nosotros; de lo contrario, te hundirás.
—¡Le he jurado lealtad al emperador Segismundo, y no romperé mi juramento para aliarme con una banda de ladrones y asesinos! —Václav Sokolny descargó un puñetazo sobre la mesa.
Uno de los caballeros que habían venido con el joven Sokolny se puso de pie, mostrando los dientes como un lobo exasperado.
—¡Ottokar tiene razón! Tienes que ponerte de nuestro lado; de lo contrario, incendiarán tu castillo contigo dentro y masacrarán a los sobrevivientes.
—¡No hemos venido a conversar acerca de tus anticuadas ideas, sino para dejarte claro que hay un solo camino para nosotros y para ti, Václav! —agregó otro—. Nosotros, los nobles checos, debemos aliarnos contra esa chusma maldita que se agrupa en torno al predicador Jan Tabor, o será nuestra perdición.
—Sus seguidores exigen cada vez con más fuerza la abolición del derecho de linaje y de propiedad, y los siervos que oyen eso ya no piensan en otra cosa que en lo que podrán robar durante el próximo saqueo en lugar de seguir atendiendo nuestros campos. Por eso, hemos decidido poner punto final a este absurdo pagano que pretenden imponernos los taboritas y nos hemos adherido a la unión de los calixtinos. Necesitamos el apoyo de todos los nobles honestos para proceder, contra aquellos que quieren poner patas para arriba el orden establecido por Dios. ¡Entra en razón! Abjura de ese Segismundo, hace ya seis años que fue despojado de su trono...
—... y quienes lo despojaron fueron precisamente esos mismos charlatanes que han influido demasiado sobre ti —lo interrumpió Václav de mal humor.
—¡Debemos ponerlos en su lugar! Date cuenta de una vez, Václav. En aquel entonces nos pronunciamos contra Segismundo porque queríamos tener un rey que procediera de nuestra propia región, y no uno que acumulara coronas europeas sobre su cabeza y que sin embargo es extranjero en todas partes. —Ottokar se incorporó de un salto y se abrazó al respaldo de la silla de su hermano—. ¡Václav, si vacilas, pronto será demasiado tarde para ti! Este advenedizo de Vyszo ya está reuniendo gente para marchar contra tu castillo y derribarlo. Ya no podré frenarlo mucho tiempo más. Ven conmigo a ver a Prokop, échale a los pies la cabeza de ese alemán a modo de regalo y declárate partidario de nuestra causa.
Václav Sokolny se puso de pie y miró a su hermano con los ojos chispeantes de furia.
—Ese alemán cuya cabeza reclamas con tanta vehemencia le salvó la vida a mi hija. ¡Daré mi vida antes de que algo le suceda!
Ottokar Sokolny miró hacia el cielo raso de la habitación como si estuviera buscando que el cielo lo asistiera.
—¡Entonces envíalo lejos! Puedo garantizar su seguridad hasta que haya traspasado nuestra frontera.
El rostro de Václav Sokolny reflejaba una intensa lucha interna, y Michel se quedó esperando tan ansioso como los otros saber cuál sería su decisión. De ser necesario abandonaría Bohemia, aunque no tenía ni idea de adónde se dirigiría. Al mismo tiempo, le asombraba que los husitas estuviesen tan en desacuerdo entre ellos a pesar de que con sus ataques no solamente se habían ganado la enemistad del emperador, sino también la de numerosos príncipes alemanes. Si los taboritas, que de acuerdo con las acaloradas palabras de los huéspedes eran los únicos culpables de los saqueos, y los nobles calixtinos se ponían a pelear entre sí, aquello le vendría de perlas a Segismundo, sin importar cuáles fueran sus propios planes.
Pareció transcurrir una eternidad hasta que el conde Sokolny tomó una decisión y rechazó con duras palabras la propuesta de sus huéspedes. A la mañana siguiente, cuando Ottokar Sokolny y sus amigos abandonaron desilusionados el castillo, el conde parecía haber envejecido varios años de golpe, y ya parecía estar viendo su castillo incendiado. Michel lo entendía.
El juramento de fidelidad a su rey que Václav Sokolny había prestado ante Dios era sagrado para él, aunque ahora sólo sirviese para sellar la caída de Falkenhain.
CUARTA PARTE
RUMBO A BOHEMIA
Capítulo I
El barullo que organizaba la gente alrededor del terreno donde se realizaría el torneo era casi insoportable. Marie hubiese querido taparse los oídos, pero no podía porque tenía a Trudi en brazos, e incluso así la pequeña corría peligro de ser aplastada por aquella masa humana. De pronto, algunos siervos de Núremberg intentaron apartar a Marie y a Eva la Negra para llegar a la primera fila de espectadores. Marie se puso a gritarle furiosa a uno de los hombres, pero, al ver que eso no surtía efecto, se plantó directamente delante de él y la empujaron hacia delante. En medio de los empujones, la soga que separaba la liza del lugar previsto para el pueblo llano se tensó tanto que los postes a los cuales estaba asegurada estuvieron a punto de arrancarse de la tierra. Pero los siervos del torneo se acercaron de inmediato, haciendo retroceder con sus lanzas a Marie y a los otros.
En ese momento, Marie sintió envidia de Michi, que había trepado junto con otro montón de muchachitos a las ramas de una haya añosa que había en un extremo del círculo de espectadores, de modo que tenía una visión completa de la liza y, al mismo tiempo, estaba protegido de los calientes rayos del sol bajo aquel follaje tupido. Marie levantó a Trudi por encima de su cabeza para que no pudiera sucederle nada, pero insistió en conservar su lugar en primera fila. Eva la Negra también logró mantenerse a su lado, dejando al descubierto los dientes que aún le quedaban para esbozar una sonrisa sin alegría.
—Entiendo que el emperador quiera ofrecerles a los ciudadanos de Núremberg un espectáculo para demostrarles cuan valientes y audaces son los caballeros que ha movilizado para protegerlos. ¿Pero tenía que hacerlo precisamente delante de la ciudad, por donde cualquier tonto de capirote y cualquier criada lavandera pueden pasar y mirar?
Marie miró hacia la tribuna revestida de telas de colores en la que acababa de ocupar su lugar el emperador. Sobre la tribuna habían tendido unos lienzos de lona para protegerle a él y a sus acompañantes del sol abrasador, que ahora que estaban a finales de julio brillaba desde un límpido cielo azul. Como no corría una sola gota de aire, al poco rato Marie comenzó a sentir que el sudor le brotaba por todos los poros, y su lengua adoptó la consistencia de un trozo de cuero seco en su boca. Trudi también lloraba de sed. Marie hubiese querido dirigirse a uno de los puestos que habían levantado detrás del palenque para vender vino, cerveza y agua fresca de la fuente. Pero para ello tendría que haber abandonado el buen lugar que había conseguido, y entonces no podría ver del torneo más que las puntas de las lanzas de los caballeros, adornadas con banderines, antes de que se bajaran para cabalgar uno al encuentro del otro.
Pero Marie no sólo estaba agobiada por el barullo y el calor. A su lado había aparecido una mujer que olía espantosamente a pescado y no paraba de echar ventosidades, y al hombre que estaba detrás de ella le habría venido tan bien como a la vendedora de pescado un buen baño con mucho jabón de ceniza. El hombre se rascaba constantemente todo su cuerpo, y a cada rato se metía la mano en la bragueta, donde parecía picarle más. Marie pensó espantada en la cantidad de bichos que aquel hombre debía acarrear consigo y resolvió someterse esa misma noche a un tratamiento con hierbas para los piojos, y a Trudi también.
Su mirada volvió a dirigirse hacia la tribuna, y entonces vio llena de envidia que el emperador volvía a hacerse llenar su copa de vino. Observó después a las damas del cortejo, que vestían unos costosos vestidos de terciopelo y fustán y llevaban sobre sus cabezas cofias de las más diversas formas de las que pendían unos velos de colores. Además, las damas llevaban en sus manos unos abanicos hechos con mucha imaginación con los cuales podían refrescarse. Los señores estaban vestidos en forma igualmente suntuosa, aunque un poco menos llamativa. Todos ellos eran nobles de edad madura, ya que ninguno de los caballeros en edad de luchar se quería perder la oportunidad de lucirse delante del emperador.
—Sería mejor que estos señores demostrasen su valor luchando contra los husitas.
Tan sólo cuando la pescadora la miró indignada, Marie se dio cuenta de que había expresado sus pensamientos en voz alta.
—Yo estoy contenta de que el emperador y su ejército estén acampando aquí en Núremberg, brindándonos protección y seguridad —replicó con vehemencia la vendedora de pescado, cosechando la aprobación de las personas que la rodeaban. Marie no quería provocar una reyerta, por eso se tragó rápidamente las palabras mordaces que tenía en la punta de la lengua. Lo cierto era que a la gente de Núremberg les resultaba mucho más importante su ciudad que el resto del imperio, y mientras pudieran sentirse seguros bajo la protección del emperador, a la mayoría no les afectaba que las hordas de husitas saquearan Sajonia o Austria.
Para los mercaderes, que sentían muchísimo la pérdida de socios comerciales en los territorios asolados, la presencia del ejército imperial era doblemente bienvenida porque, además de seguridad, prometía depararles buenos negocios. Como a los soldados rasos no se les permitía entrar en la ciudad, los proxenetas de Núremberg habían levantado carpas cerca del campamento de guerra, alojando allí a muchas de sus muchachas. A los habitantes de la ciudad no les importaba privar a las vivanderas y a las prostitutas de campaña de generar ganancias, ya que aquellas mujeres tampoco harían grandes negocios una vez que la tropa volviera a ponerse en marcha debido a que para entonces los soldados ya habrían gastado todo su dinero en la ciudad, adquiriendo vino y prostitutas. Esto irritaba a Marie, aunque a ella no le molestaba vender sus mercancías a crédito, mientras que a las otras vivanderas sólo les quedaba la esperanza de que los soldados obtuvieran un botín suficiente como para poder saldar sus deudas.
Un golpe de fanfarria sacó a Marie de sus pensamientos. Miró hacia delante y vio que el heraldo imperial entraba en la liza vestido con una túnica adornada con blasones para anunciar la primera fase de combate. Como había más de quinientos caballeros que querían participar en el torneo, al principio se agruparon en bandos. Sólo al final, cuando las filas se redujeran visiblemente, los caballeros que aún siguieran sentados sobre sus monturas lucharían de forma individual para elegir entre ellos al campeón. Marie intentó hallar en los dos primeros grupos a Heinrich von Hettenheim y a Heribert von Seibelstorff, pero en su lugar descubrió a Falko von Hettenheim en medio de sus amigos palatinos.
Falko había mandado hacer a un forjador de armaduras de Núremberg una armadura de torneo, y ahora sólo se le podía reconocer por el banderín con su blasón, un escudo azul dividido por una línea ondeada dorada con un grifo de plata y una espada sarracena rota. Su apariencia era majestuosa, y los espectadores, que habían oído hablar de sus supuestos triunfos en la lucha contra los husitas, estallaron en gritos de júbilo al verlo. Marie hubiese querido escupir.
—¡Seguro que el caballero Falko triunfará! —exclamó un hombre que se había deslizado entre Marie y la vendedora de pescado. Marie soltó una carcajada despectiva. —¡Yo no apostaría por él!
El hombre dejó sus dientes amarillos al desnudo y esbozó una irónica sonrisa.
—Y tú qué sabes de caballeros, mujer. En cambio, yo...
El hombre se interrumpió al ver acercarse a los dos primeros bandos que habrían de enfrentarse.
El suelo tembló bajo las herraduras de los caballos, y el eco generado por el repiqueteo de las armaduras de metal resonó con tanta fuerza que a Marie le dolieron los oídos. Miró a los caballeros cabalgar yendo mutuamente al encuentro del bando contrario y oyó las lanzas de punta roma chocándose contra los escudos y las armaduras. Se escuchó el grito de los caballos que habían sido tocados, de hombres aullando de furia y de dolor, y por unos instantes la nube de polvo que se había levantado sólo permitió ver un ovillo ondulante del cual salían volando armas y partes de armaduras. Cuando los caballeros que habían logrado permanecer sentados sobre sus monturas alcanzaron los extremos de la liza, el polvo cesó, pero ya no se vio más que a los escuderos y los siervos que habían salido corriendo a socorrer a los caídos o que capturaban a los caballos sin jinete y los llevaban a un costado.
—Falko von Hettenheim hizo caer del caballo al hombre que le tocaba —declaró triunfante el hombre que estaba al lado de Marie.
Marie hizo una mueca de disgusto.
—Puedes apostar por él.
El hombre la contempló como si fuese un trozo de carne especialmente apetitosa y se relamió los labios.
—¡Lo haré! Si el caballero Falko gana este torneo, me regalarás un rato agradable entre los matorrales.
Marie hubiese querido darle un golpe en su rostro de sonrisa irónica, pero se limitó a sonreír con compasión. Si sus sueños tenían un poco de fuerza, Falko von Hettenheim acabaría en el polvo con toda su soberbia. Echó la nuca hacia atrás, arrogante.
—¿Y qué apuestas tú?
—¡Cinco chelines!
—¿Qué? ¿Eso es todo lo que vale para ti? Entonces me temo que no podremos cerrar nuestro negocio.
Marie se volvió con desprecio y contempló a los dos bandos siguientes. Al haber tantos participantes, primero tendrían que efectuarse diez rondas, en cada una de las cuales se enfrentarían más de cincuenta caballeros. Los ganadores de esos encuentros se medirían a su vez entre sí hasta que sólo quedara un puñado de luchadores. Los más distinguidos iban al comienzo, y cada uno de los grupos siguientes constaría de luchadores menos importantes, de modo que los de mayor rango podrían recuperarse un poco antes de la siguiente fase de combate, mientras que al resto de los participantes apenas si les quedaba tiempo para enjugarse el sudor de la frente.
En el segundo grupo, Marie reconoció a sus amigos Heinrich von Hettenheim y Heribert von Seibelstorff. El caballero Heinrich llevaba una armadura mucho menos costosa que la de su primo, y el joven Von Seibelstorff apenas se había ajustado un peto adicional. Sin embargo, ambos lograron la victoria. Mientras que sus adversarios se caían de sus monturas, ellos abandonaron intactos el tumulto.
El sol ya estaba en su cénit y los espectadores sudaban a causa del calor. Hasta el emperador se hacía abanicar mientras bebía vino del Rin enfriado. Para que el pueblo llano también tuviera oportunidad de refrescarse un poco, después de la quinta rueda se hizo una pausa en la que los taberneros de Núremberg ofrecieron cerveza y vino. Como la gente estaba tan apiñada, el dinero y los jarros de cerveza tenían que pasarse de mano en mano. No era de extrañar que alguna que otra moneda desapareciera sin dejar rastro y que algún que otro vaso le llegara casi vacío a aquel que lo había pagado.
Marie se hizo con un jarro de cerveza que, aunque amarga, calmó su sed, y luego pensó qué podía darle a Trudi. Mientras buscaba a alguien que vendiera agua, descubrió a un buen trecho de distancia de donde ella se encontraba a un inválido con una pata de palo que se había sentado en el pasto en primera fila y miraba a los caballeros con expresión sombría. El hombre le resultaba tan familiar que se detuvo a mirarlo nuevamente. ¿Era posible que fuese Timo, el siervo y subalterno de Michel?
Con súbita resolución, Marie se agachó, pasó por debajo de la soga que cercaba el paso y se dirigió hacia el hombre con paso rápido. Uno de los siervos del torneo salió corriendo detrás de ella para volver a enviarla detrás de la soga, pero uno de sus camaradas lo detuvo.
—Estamos en una pausa, Kunz. Si la mujer no ha desaparecido para cuando se anuncie la próxima fase de combate, aún tendrás tiempo de atraparla.
Entretanto, Marie había llegado hasta donde estaba el inválido y se persignaba. De hecho, el que estaba sentado ahí en el suelo con una sola pierna y el rostro demacrado era Timo. Como él no le prestaba atención, Marie le sacudió el hombro. Él se dio la vuelta, irritado, y estaba a punto de increparla cuando las palabras se le helaron en la lengua.
—¿Señora Marie? Por todos los santos, ¿realmente sois vos?
—Sí, soy yo, pero no me llames señora. Aquí todos creen que soy una vivandera —le susurró Marie.
—¿Pero qué os trae por aquí y por qué tenéis esas ropas? No corresponden a una dama de vuestro rango.
—¿De qué me sirve ser una dama de alto rango si ya no tengo a Michel? Partí a buscar a mi esposo porque no puedo creer que haya muerto.
—Yo tampoco puedo deciros lo que le ha ocurrido ya que nadie lo ha vuelto a ver, ni vivo ni muerto.
Timo soltó esas palabras con un gruñido que parecía denotar una furia inextinguible en su interior. Marie aguzó el oído.
—Necesito que me cuentes todo lo que sucedió en ese momento, Timo.
Timo bajó la cabeza, conmovido.
—Lamentablemente no es mucho, ya que yo fui herido en la primera batalla y tuve que quedarme aquí en Núremberg, mientras que el caballero Michel partió integrando la comitiva de Heribald von Seibelstorff para luchar contra los bohemios. Lo que ocurrió allí solo lo sé de oídas.
—¿Qué sabes? —insistió Marie.
Timo no respondió. Había descubierto la semejanza entre Trudi y su madre y la miró asombrado.
—¡No me digáis que finalmente habéis podido concebir un hijo de mi señor!
Marie asintió..
—Trudi es uno de los motivos por los cuales he tenido que hacerme pasar por vivandera. Como Michel fue nombrado caballero imperial y lo consideran muerto, quisieron arrebatarme a mi hija para educarla en la corte del conde palatino. En cambio, a mí iban a casarme con un burgués ricachón con quien el señor Ludwig tenía deudas.
—¡Esos nobles señores no sabían con quién estaban metiéndose!
Timo recordaba muy bien la capacidad de imponerse de su señora y no pudo menos que sonreír con ironía. Había sido el ayudante de Michel ya desde los tiempos de Constanza, cuando aquella mujer, que más tarde terminaría siendo su señora, se había enfrentado con el mismísimo emperador para lograr obtener su venganza.
—Cuéntame más cosas sobre Michel —le exigió Marie.
—Sí, pero no aquí, donde no se entiende ni lo que uno mismo habla.
Timo señaló hacia los caballeros que estaban preparándose para la próxima fase y le pidió a Marie que lo ayudara a levantarse y le mantuviera en alto la soga que le cercaba el paso. Ambos se deslizaron por debajo de la soga, enfureciendo a los siervos del torneo, que debían mantener el campo libre para los caballeros. Dos de aquellos hombres, enfundados en guerreras de colores, corrieron a su encuentro, alzando sus lanzas de forma amenazadora.
—¡Dejad libre el paso, gentuza!
Timo quiso ir más rápido, pero el palo que tenía agarrado a su muñón se le atascó en un pozo y se cayó. Marie depositó a Trudi en el suelo para ayudarlo a levantarse. Uno de los siervos del torneo tomó impulso para descargarle un golpe con el fuste, pero la pequeña salió corriendo hacia él, agitando los brazos.
—¡Ayuda a ese inválido a salir de ahí! ¿O acaso vas a pegarle a la niña? —le gritó uno de los espectadores al siervo del torneo. Éste gruñó malhumorado, pero levantó a Timo y le dio un empellón, de modo que los espectadores tuvieron que sostenerle.
—¡Y ahora desapareced de mi vista o haré que os encierren en la mazmorra!
—Ya nos vamos —le prometió Marie, mientras conducía a Timo y a Trudi hacia fuera, pasando entre los caballeros que estaban preparándose. Atravesaron las carpas en las que eran atendidos los caballeros y tuvieron que abrirse paso por entre la maraña de caballos y siervos que los insultaban. Marie estaba tan ocupada esquivando los cascos de los caballos que no reparó en Falko von Hettenheim, que la observaba tenso.
El caballero había vuelto a reconocerla y no le quitaba los ojos de encima. Hacía apenas unos días le habían entregado una carta que su esposa le había hecho redactar al capellán del castillo. Además de comunicarle su estado, con renovadas esperanzas de por fin estar gestando en su vientre el tan ansiado heredero, también le contaba que la esposa del caído caballero Michel Adler había dado a luz a una niña tras la muerte de éste. Cuando Falko vio pasar delante de él a Marie junto a la niña y Timo, el antiguo siervo de Michel, la sospecha que abrigaba desde hacía semanas se transformó en certeza. La comparó en su mente con las criadas insignificantes con las que debía conformarse allí en Núremberg y le pareció que la maternidad no había hecho más que aumentar su belleza respecto de la época en que la había conocido en Rheinsobern. Su bajo vientre reaccionó de inmediato con un doloroso tirón ante esta comparación, de modo que tuvo que contenerse para no arrastrarla a su carpa en ese mismo momento. Primero tenía que ganar el torneo, después iría a buscarla. Marie ya no podría escaparse de él.
Timo condujo a Marie un tramo más bordeando el río Pegnitz, hasta que los gritos y los ruidos procedentes del lugar del torneo se oyeron mucho más apagados, y entonces la cogió de las manos.
—¡Estoy tan feliz de veros, señora, y también por la niña! El caballero Michel habría aullado de felicidad si hubiese tenido la oportunidad de ser testigo de su nacimiento.
—¡No creo que Michel haya muerto! A menudo se me aparece en sueños y mi intuición me dice que está vivo.
—¡Dios quiera que así sea! Después de todo este tiempo, ya casi he perdido las esperanzas. —Timo suspiró y luego se pasó la lengua por los labios—. La garganta me está picando mucho, señora. No sé si las palabras podrán salirme como espero.
Marie se puso de pie y miró a su alrededor. A unos cincuenta pasos de distancia, un tabernero había puesto su barril en un caballete bajo la sombra de un pino imponente y estaba volviendo a llenar las jarras de sus siervos.
—Quédate con tu tío —le dijo Marie a su hija, y salió a toda prisa.
Trudi hizo un puchero y se alejó algunos pasos de Timo, ya que aquel hombre con una sola pierna y una cicatriz en el rostro le resultaba inquietante. Sin embargo, se quedó cerca de él hasta que su madre regresó con un jarro de vino, un jarro de agua y tres vasos. Marie le llenó un vaso de agua a Trudi y rebajó su vino. En cambio, a Timo, que le hizo una señal de rechazo, le alcanzó el vaso con el contenido sin rebajar. Después se sentó ella también sobre la piedra calentada por el sol, que ahora había quedado medio cubierto por la sombra de algunas ramas.
—Aquí tienes, bebe un trago y luego cuéntame todo lo que sabes.
Timo se bebió el contenido del vaso de un solo trago, se limpió la boca con la mano, al tiempo que gruñía satisfecho, y se secó las gotas de la barba. Después comenzó a hablar sin parar. Al principio, Marie no se enteró de nada que ya no supiera antes; sin embargo, levantó la vista con interés cuando Timo mencionó a Wiggo, que había servido a Michel como escudero.
—¿Puedes decirme dónde encontrar a ese chico? Si estaba presente en la batalla decisiva, debería saber qué le ocurrió a mi esposo.
Timo desdeñó sus palabras con un gesto irritado.
—Yo también pensé lo mismo y apelé a la conciencia del muchacho cuando regresó a Núremberg con el ejército. Al principio no quería soltar prenda, pero finalmente reconoció que había llegado tarde para acompañar a Michel porque se había ido de parranda con un grupo de siervos, por eso ni siquiera estuvo presente en el momento de la partida de su señor. Lo único que supo fue que los dos caballeros sobrevivientes, Falko von Hettenheim y Gunter von Losen, regresaron solamente con dos siervos, y gritaron llenos de pánico a Heribald von Seibelstorff, que por entonces era su líder, que debían emprender la retirada de inmediato.
Marie levantó la vista.
—¿Significa que, salvo esos dos caballeros, no hay testigos de las últimas horas de Michel?
Timo volvió a llenar su copa, pero sólo bebió un sorbo y luego sacudió la cabeza significativamente.
—Os olvidáis de los soldados a caballo supervivientes, señora. Al final, yo también quise saber qué le había sucedido a mi señor, y por eso salí a buscarlos. Me llevó algún tiempo dar con uno de ellos, y además me costó casi todo mi dinero en efectivo emborracharlo lo suficiente como para poder sonsacarle algo. Lo que me contó me resultó extraño. Me dijo que en realidad no había razón alguna para emprender la retirada de forma tan precipitada, ya que Hettenheim y sus acompañantes habían espantado hacia los bosques al par de bohemios con los que se habían enfrentado. Pero me dijo que el líder del grupo, que justamente era ese caballero Falko, les había prohibido a él y a sus camaradas ocuparse de los caídos, y que en cambio les había ordenado regresar inmediatamente al campamento, mientras que él y el otro caballero los siguieron al cabo de un rato, lo que jamás habrían hecho de haber existido algún peligro. Pero lo más importante es lo que viene a continuación: el muchacho estaba segurísimo de que, cuando él abandonó el lugar de la contienda, vuestro esposo estaba herido, pero aún seguía con vida. En el camino de regreso hacia el campamento pudo pescar partes de una conversación entre Hettenheim y Losen en la que se burlaban del caballero Michel y se imaginaban qué final lo aguardaría en manos de los husitas.
—¡Lo dejaron abandonado para que los husitas lo torturaran hasta matarlo! —Marie se tapó el rostro con las manos.
Timo la cogió del hombro y la sacudió.
—Puede que sea cierto, pero no os olvidéis de que ellos ya habían espantado a los bohemios, y quién sabe si los husitas regresaron realmente.
Marie lo miró con renovadas esperanzas.
—Tal vez no. Al menos esos traidores le dieron tiempo a Michel para atender sus heridas y esconderse entre los arbustos. Ya sabes lo ingenioso que es.
—Vaya si lo sé — respondió Timo, dándole la razón —. Dicen que en algunas regiones de Bohemia aún hay castillos y ciudades que han permanecido fieles al emperador y que hasta ahora han resistido a los husitas. Tal vez haya logrado llegar a alguna de esas regiones y ahora esté a salvo.
Marie lo miró, dudosa.
—Pero si así fuese, ¿por qué entonces no me ha hecho llegar noticias suyas?
—No me imagino que el señor pueda enviar a un mensajero a atravesar el territorio de los rebeldes, y si se marchase él mismo, aquellos que lo ayudaron lo tomarían por un miserable cobarde.
Timo notó que Marie absorbía en su interior esas palabras, dándolas por seguras, y levantó las manos en señal de rechazo.
—¡No, no, señora! ¡No abriguéis falsas esperanzas! No son más que conjeturas, ¿comprendéis? Sin ayuda, lo más probable es que vuestro esposo se haya desangrado en el campo de batalla o que haya caído en manos del enemigo. En ese caso, recemos para que no haya sobrevivido mucho tiempo a lo que le hayan hecho.
—Sus enemigos son Hettenheim y ese... tú mencionaste a un tal Losen.
—Gunter von Losen es un caballero franco que fue a parar con nosotros mientras marchábamos hacia aquí desde Rheinsobern y que se unió de inmediato a Falko von Hettenheim. Intentó humillar al señor Michel, pero se equivocó con él. Y vuestro esposo tuvo que partir hacia su última batalla precisamente con esos dos.
Timo bebió el resto del vino que le quedaba en la copa y luego señaló hacia el palenque, donde entretanto ya se había reanudado el torneo en grupos.
—Si queremos ver algo más, deberíamos regresar ahora, señora.
El relato de Timo le había hecho olvidar por completo el torneo a Marie. Lejos de decepcionarla, sus palabras habían alimentado aún más sus esperanzas, y sobre todo le habían proporcionado un motivo posible por el cual Michel no había podido regresar con ella. Su esposo no era ningún cobarde, y jamás abandonaría a los amigos que lo habían ayudado. Marie se volvió hacia el siervo con un movimiento enérgico.
—¿Tienes idea de cuándo se decidirá el emperador a partir a enfrentarse con los husitas? En nuestro campamento sólo circulan rumores.
—Yo tampoco sé más que vos, señora. ¿Por qué lo preguntáis? —Seguiré buscando a Michel. Y si es necesario, me adentraré en Bohemia. Pero no puedo viajar sola hasta allí. Timo se asustó tanto al oírla que se persignó.
—¡Quitaos esas ideas de la cabeza, señora! Es demasiado peligroso, no importa si os unís a una expedición militar o si vais a pie.
Marie sacudió la cabeza de tal manera que sus trenzas rubias se le soltaron y volaron alrededor de su cabeza.
—Mientras pueda seguir creyendo que Michel vive, haré todo lo que sea necesario para encontrarlo.
—Hablaremos de ello más tarde. Ahora mejor miremos el torneo. Si no os molesta, por el camino podemos pasar a buscar otra jarra de este excelente vino.
Se notaba que Timo estaba tratando de pensar la manera de disuadir a Marie de aquellos planes tan peligrosos, y suspiró aliviado al ver que ella asentía con indiferencia. «Tal vez no hablaba muy en serio cuando mencionó eso del viaje», pensó.
Marie hizo llenar otra vez ambas jarras de vino y agua y regresó junto con Timo y Trudi al lugar donde estaba desarrollándose el torneo. Allí, las filas de los caballeros ya habían mermado bastante. Muchos de los vencidos yacían heridos en sus carpas, donde los cirujanos de campaña atendían sus heridas, y los cadáveres de los caballos en un extremo del campo daban testimonio más que ninguna otra cosa de la rudeza con la que el torneo se llevaba a cabo. A Marie le parecía un modo bastante extraño de preparar a los guerreros para la batalla. Los caballeros que salían heridos eran demasiados, y si el emperador iba a esperar a que todos ellos recuperasen su capacidad de lucha, la campaña tendría que suspenderse.
Como el torneo había entrado otra vez en receso, Marie y Timo atravesaron el campo bajo la mirada amenazante de los siervos del torneo y se sentaron del otro lado, en el pasto, a los pies de otros espectadores que gentilmente les hicieron sitio. Cuando Marie terminó de sentar a Trudi en su regazo y miró a su alrededor, se dio cuenta de que junto a ella estaba parado el mismo pesado que antes había alentado a Falko von Hettenheim. Su rostro brillaba de alegría, de sudor y seguramente también de vino generosamente consumido, y le dirigió a Marie una lasciva sonrisa irónica.
—Ve aflojándote la falda, mujer. Sólo quedan ocho caballeros en el torneo, y el señor Falko se encuentra entre ellos. Si gana, tú y yo nos divertiremos mucho juntos.
—¿Qué sueñas por las noches? Ya te he dicho que puedes ir con tu par de chelines a ver alguna rabiza.
—¡Apuesto diez florines al caballero Falko! Era evidente que el hombre estaba seguro de que Hettenheim ganaría.
Marie le dirigió una mirada socarrona y extendió la mano.
—¿Acaso pretendes afirmar que tú posees diez florines? Si no lo veo, no lo creo.
El rostro del hombre se ruborizó, pero, tras vacilar un instante de forma casi imperceptible, extrajo la bolsa de cuero que llevaba debajo del sayo y le contó las monedas a Marie una por una en la palma de la mano. Antes de que pudiera volver a guardarlas, Eva la Negra las cogió y se las escondió detrás de la espalda.
—Eh, ¿qué haces? ¡Dame mi dinero, mujer!
El hombre intentó quitarle las monedas a la fuerza pero ella reclamó la ayuda de las personas que la rodeaban.
—Se trata de una apuesta, y en estos casos hay que jugar limpio, ¿no creéis?
Algunos hombres le dieron la razón. Eva le pidió a dos de ellos, que vestían el traje sencillo pero limpio de los recolectores de miel de Núremberg, que se quedaran junto a ella para ayudarla a cuidar el dinero.
—Si gana el caballero Falko, este hombre recibirá sus florines de regreso y podrá desaparecer entre los matorrales junto con mi amiga. Pero si Von Hettenheim pierde, sería una pena que se largara con el dinero que apostó.
—Me parece lo justo —aprobó uno de los dos apicultores. El apostador rival de Marie resopló disgustado, pero se calmó enseguida y volvió a sonreír con ironía, como ya si estuviera imaginándose encima de ella.
Marie le volvió la espalda e increpó a Eva furiosa.
—No me gusta que decidan sobre mí sin consultarme. Si ese maldito Falko llega a ganar, Dios no lo permita, ve tú a abrirte de piernas a ese hombre.
—Dudo de que él esté de acuerdo con el cambio —respondió Eva, divertida—. Además, aún no ha ganado. ¡Mira hacia delante, preciosa! Ya se larga otra vez.
Marie vio cómo se preparaban los últimos ocho caballeros y, para su regocijo, descubrió entre ellos tanto a Heinrich von Hettenheim como al joven Seibelstorff. Junto con otros dos caballeros, les tocaba enfrentarse con el caballero Falko y sus compañeros. Timo le tocó el hombro a Marie, señalando nervioso hacia uno de los caballeros que flanqueaban a Falko.
—El hombre ese de armadura azul y roja es Gunter von Losen.
Marie examinó al caballero con una rápida mirada. Losen no estaba armado con la majestuosidad de Falko von Hettenheim, pero con el penacho de plumas en el casco y el escudo rojo adornado con tres estrellas doradas, comparado con los caballeros que tenía enfrente parecía un pavo real. El caballero franco, a quien Marie había catalogado como un luchador experimentado a pesar de su apariencia de petimetre, lucharía contra Heribert von Seibelstorff, mientras que los dos de Hettenheim debían cabalgar contra otros rivales.
A una señal del emperador, el heraldo levantó su varilla. Un golpe de fanfarrias resonó en el campo y los caballeros hicieron trotar a sus caballos. Como ahora se levantaba menos polvareda, los espectadores podían experimentar bien de cerca cómo los campeadores chocaban entre sí. Las lanzas se deshacían en astillas, y a ambos lados caían los caballos de rodillas. Para decepción de Marie, Falko no se cayó de su caballo y su contrincante fue arrojado al suelo. Heinrich von Hettenheim también seguía sobre su caballo, mientras que Heribert von Seibelstorff se tambaleaba de forma notoria y lograba evitar que lo tiraran haciendo enormes esfuerzos. Losen, en cambio, había perdido la lanza y los estribos, de modo que fue cayéndose hacia un lado con su pesada armadura y aterrizó con gran estrépito en el suelo.
Marie dejó escapar un grito de júbilo, mientras que su aposta-dor rival esbozaba una sonrisa irónica aún más ancha. El hombre se había procurado un nuevo jarro de vino, brindó socarronamente en honor de Marié y comenzó a beber con tal avidez que el líquido se le desbordaba por las comisuras de los labios y le corría por el cuello. Si Falko von Hettenheim ganaba el torneo, a Marie sólo le cabía esperar que el hombre estuviese demasiado borracho como para poder probar su virilidad, ya que prefería matarlo antes que entregarse a él.
En la plaza del torneo, los caballeros que aún no habían podido ser arrojados de la montura se quitaron los cascos y se enjugaron el sudor del rostro con los paños que les alcanzaron sus escuderos. Heinrich von Hettenheim examinó con gesto despreciativo a su próximo oponente, comparándolo con su primo, a quien le tocaba arremeter contra el hidalgo Heribert. El joven no estaba ni remotamente a la altura de Falko von Hettenheim. Heinrich le hizo un gesto de reconocimiento.
—Habéis luchado con gran arrojo, haciéndole morder el polvo a Losen. Pero ahora deberíais apartaros y dejar a mi primo en mis manos.
El hidalgo Heribert meneó la cabeza con indignación, se caló el casco sin decir palabra y condujo a su caballo hacia la zona de la liza en cuyo extremo opuesto ya estaba preparándose el caballero Falko. Heinrich von Hettenheim se encogió de hombros y se concentró en su propia disputa. Lo único importante para él en ese momento era derribar al caballero de Borgoña que tenía enfrente. Se trataba de uno de esos hombres que iban de torneo en torneo y vivían del dinero de los premios, es decir, de un luchador experimentado en las justas al que Heinrich no consideraba tan astuto y ladino como su primo, pero que de todas formas iba a demandarle toda su pericia.
El heraldo volvió a levantar la varilla y los caballeros echaron a andar a sus caballos, que ya acusaban el cansancio de los choques anteriores. El hombre de Borgoña tenía buena puntería, pero Heinrich logró desviar la punta de la lanza enemiga con su escudo y tirar del caballo al caballero de los torneos, empujándolo con su propia arma. En ese mismo momento, el caballo de Von Seibelstorff cayó de rodillas junto a él. Heribert perdió el equilibrio y se precipitó al suelo. Si bien, a diferencia del hombre de Borgoña, el hidalgo se puso de pie sin ayuda, el torneo se había terminado para él. Mientras iba maldiciendo en voz baja detrás de Görch, que había atrapado a su caballo, Heinrich y Falko von Hettenheim se dispusieron a definir cuál de los dos sería el vencedor del torneo.
Marie, que no tenía la costumbre de asistir asiduamente a la iglesia, unió sus manos cuando ambos primos tomaron posición, y comenzó a rezar silenciosa pero fervorosamente a la Virgen María y a María Magdalena para que protegieran al caballero Heinrich y lo ayudaran a obtener la victoria. Mientras tanto, su apostador rival alentaba a voz en cuello a Falko. Cuando ambos caballeros comenzaron a hacer trotar a sus caballos, se produjo un silencio en el grupo. Marie cerró los ojos, soltando a cada latido de su corazón un ruego a la Virgen María. De pronto se oyó en el campo el eco de un único golpe fuerte. Marie abrió los ojos de par en par y vio que ambos caballeros seguían sobre sus monturas. Sin embargo, la multitud que la rodeaba suspiró con decepción. Y entonces ella también vio lo que había pasado: Falko von Hettenheim fue resbalándose junto con la montura cada vez más hacia atrás sobre el lomo del caballo, se resbaló por la grupa y se precipitó de costado hacia el suelo.
Marie estalló en carcajadas y batió las palmas. A pesar del sonido de risas provenientes de innumerables gargantas que siguió al suyo propio, Falko alcanzó a percibir su voz, se arrancó el casco de la cabeza, furioso, y la miró con gesto amenazante. La risa de Marie alegrándose de su desgracia no hacía más que aumentar doblemente la humillación por su derrota, y se juró encargarse de que aquella mujer no volviera a reírse de ningún otro hombre una vez que hubiese saciado en ella su lujuria.
Mientras tanto, Heinrich von Hettenheim cabalgó hacia la tribuna e inclinó la lanza frente al emperador. El señor Segismundo le hizo una señal de beneplácito e instó a los presentes a aclamar al caballero. A continuación resonó un «hurra» triple que Marie gritó hasta casi desgañitarse.
Después, el emperador le hizo señas a la multitud para que hubiera silencio y se dirigió hacia el vencedor.
—Habéis peleado con arrojo, señor Von Hettenheim. Sin embargo, vuestro primo también le ha hecho honor a vuestro linaje el día de hoy. Con caballeros como vosotros a mi lado, muy pronto habremos logrado sofocar a esa chusma levantisca de Bohemia.
Marie seguía con la vista clavada en Falko von Hettenheim, que no podía ponerse de pie por sí solo debido a lo pesada que era su armadura y debió aguardar a que sus siervos acudiesen en su ayuda. Por eso, al principio ni siquiera se percató de que Eva la Negra le hablaba. Sintió que le tiraban de la manga, levantó la cabeza y vio a la vieja inclinada sobre ella.
—¡Aquí tienes, son para ti! —Eva le puso en la mano siete de los diez florines—. Uno me lo guardo para mí y los otros dos son para Theres y Donata. Hasta ahora casi no hemos podido hacer negocios en esta campaña, y el dinero nos vendrá muy bien. No creo que hayas ganado siete florines tan fácilmente en toda tu vida, y seguramente podrás olvidar muy pronto los otros tres.
Marie asintió, aunque había tenido mucho más oro en sus manos en más de una oportunidad.
—Asegúrate de que Oda no te vea cuando les des el dinero a Theres y a Donata. De lo contrario, también querrá una parte, y no estoy dispuesta a hacerle llegar ni una moneda.
—Quédate tranquila, yo tampoco le daría nada a esa sinvergüenza.
Eva soltó una risita y dirigió una mirada fugaz a Falko von Hettenheim, a quien en ese momento estaban sacando del combate.
—Ese engreído se merece la derrota, pero lo que más me alegra es que haya sido nuestro buen caballero Heinrich quien le ha hecho morder el polvo.
Pero aún había algo que Marie tenía atragantado.
—No tengo inconveniente alguno en que conserves esos florines, pero si vuelves a decidir sobre mi cuerpo como hoy, será mejor que te encomiendes a todos los santos para que no te asesine a ti primero. No permito que ningún hombre me ponga las manos encima, ¿has entendido?
Eva iba a sonreírle haciendo un gesto despectivo, pero advirtió la expresión que Marie tenía en los ojos y tragó saliva.
—¡Temo que hablas en serio! Me parece que no es conveniente tenerte de enemiga, ¿me equivoco?
—Recuérdalo bien —le aconsejó Marie con una sonrisa sutil que a Eva le recordó a un gato que acaba de ver a un ratón y está agazapado para dar el salto.
Capítulo II
El caballero Falko von Hettenheim arrojó el casco contra un rincón de la carpa, sin importarle que aquella valiosa pieza pudiera abollarse. Sencillamente no podía creer que hubiese sido nada más y nada menos que su primo Heinrich von Hettenheim quien lo tirara del caballo, y dando gritos le ordenó a su siervo que le trajera vino. Sin embargo, los tres vasos bebidos con avidez uno tras otro no hicieron más que encender todavía más su ira. Apenas su escudero lo hubo librado del corsé metálico de la armadura, abandonó la carpa para ir en busca de Gunter von Losen. Halló a su amigo en un estado lamentable y por lo menos tan furioso como él.
Losen apretó los puños.
—¡Ese miserable patán! ¡Ese simple! Ya estaba a punto de tirar a ese mequetrefe del caballo cuando se me zafó el estribo y perdí el sustento. Pero al menos me alegro de que le hayas hecho morder el polvo al hidalgo Heribert.
—Sí, pero perdí la batalla final contra mi primo. ¡Ojalá que se pudra con sus hijos en el infierno toda la eternidad!
Falko movió de una patada una de las partes de la armadura que estaban desparramadas por el suelo.
—Heinrich me humilló delante del emperador y de la multitud. Se burló de mí.
—Si tanto lo odias, deberías arrojarlo a los bohemios para que lo devoren, como hiciste aquella vez con Michel Adler.
—¡Cierra la boca! En este lugar, hasta las paredes de la carpa escuchan. ¿Acaso quieres arriesgarte a que el próximo jarro de vino que te lleves a los labios esté envenenado?
Gunter von Losen irguió su torso dolorido y contempló a su amigo con asombro.
—¿Qué es lo que sucede contigo? No irás a decirme que tienes miedo, ¿no?
Falko meneó la cabeza, disgustado.
—Claro que no. Pero he descubierto que la mujer de Michel Adler se halla en este campamento. Si llega a enterarse de lo que realmente ocurrió, hará todo lo posible por vengar a su esposo.
—¿La mujer de Adler está aquí en el campamento? ¿Entre las mujeres de los pertrechos? En fin, allí es donde pertenece, después de todo. Yo no me preocuparía por ella. ¿Cómo podría representar un peligro para nosotros?
—De joven era prostituta y aprendiz de bruja. Esa mujer conoce métodos para que a un hombre se le escurra lentamente la vida de las venas.
—Entonces acúsala de brujería. Una vez que arda en la hoguera, estaremos a salvo de ella —propuso Losen. El caballero Falko se rio con rencor.
—Si fuese tan sencillo, ya lo habría hecho. El emperador conoce a la señora Marie, que posee grandes benefactores dentro del imperio. Incluso mi señor, el conde palatino, figura entre ellos. Además, a mí no me va a satisfacer verla arder en la hoguera. Quiero que se retuerza debajo de mí antes de cerrarle la garganta lentamente y con enorme placer.
—Ya había oído decir que la mujer de Adler es muy hermosa, pero jamás hubiese pensado que pudiera hacerte hervir la sangre a ti; que has tenido muchas más mujeres que ningún otro. Una vez que haya sido tuya, creo que yo también miraré cómo está construida debajo de sus faldas.
—Yo no me limitaré a mirarla.
Falko se extasió con la idea de castigar a Marie a su modo por haberse burlado de su derrota. Si Losen lo ayudaba, mejor.
—¡Asegúrate de ponerte en pie pronto! —Falko palmeó a su amigo en el hombro con soberbia y respondió con una sonrisa irónica a su gesto desfigurado de dolor—. Parece que el mocoso Von Seibelstorff te dio muy duro, ¿no?
Losen alzó el puño, amenazante. —¡Largo de aquí!
Falko esquivó el jarro de vino que Losen le arrojó y abandonó la carpa entre risas. Al lado del palenque había una gran feria. Falko von Hettenheim se paseó entre los puestos sin interesarse por las mercancías que ofrecían. Sólo se detuvo al llegar a un grupo de saltimbanquis que demostraban sus artes bajo la supervisión de un director de cabellos grises, y se quedó contemplando a una joven acróbata que Contorsionaba el cuerpo y enredaba los brazos, las piernas y la cabeza formando un nudo y arrancando del público suspiros de admiración. Cuando, poco después, la muchacha hizo la vertical y se abrió de piernas estando cabeza abajo, Falko consideró la posibilidad de llevársela y usarla en esa misma posición. Pero cuándo iba a dirigirse hacia ella se dio cuenta de que había una sola mujer en todo el campamento que quería sentir debajo de su cuerpo, y esa mujer era Marie.
Falko se volvió abruptamente, empujando con rudeza a una niña que también llevaba los retazos de colores de los saltimbanquis y en cuyo canasto ya repiqueteaban unas cuantas monedas. La niña lo insultó a sus espaldas, pero no en voz alta, ya que su blasón era conocido y la gente sabía que era fuerte y que pegaba duro.
Poco después, Falko descubrió a Marie y a dos de sus compañeras en un extremo de la plaza de festejos. La vivandera de ropa oscura, que llevaba en la cabeza un raído sombrero que la hacía parecer una vieja bruja, tenía en brazos a la hija de Marie y la alimentaba con frutas secas mientras la madre de la niña degustaba con enorme placer una salchicha asada. Falko se le acercó esbozando una sonrisa irónica y la cogió del brazo.
—Vamos, ramera, esta vez no escaparás de mí.
Marie, que no lo había visto venir, levantó la vista, asustada. Su mirada le reveló que él ya la había reconocido y que había venido a buscar lo que le había sido denegado en Rheinsobern. No tenía sentido pedir ayuda, ya que nadie se atrevería a enfrentarse a un caballero que estaba arrastrando a los matorrales a una vivandera. De modo que resolvió desplomarse y fingirse sin sentido. Falko la levantó de un tirón y comenzó a proferir toda clase de groserías porque tenía que cargar con ella como si fuese un peso muerto. Con un movimiento rápido la cogió por debajo de los hombros y la arrastró hacia los matorrales espesos que había a orillas del Pegnitz. La mano derecha de Marie se deslizó por la abertura oculta de su falda y tanteó en busca del cuchillito afilado que llevaba ajustado al muslo después de ciertas experiencias anteriores. Justo cuando el hombre estaba a punto de empujarla al suelo y arrojarse encima de ella, Marie lo extrajo y le apoyó el filo sobre la bragueta. Falko lo notó en cuanto la punta traspasó la tela, amenazando sus partes más sensibles.
—¡Si no me soltáis de inmediato, ya no podréis tomar a ninguna mujer por la fuerza nunca más! —Marie hubiese querido darle una estocada con todas sus fuerzas y castrarlo, pero sabía que la cortarían en pedacitos sin darle siquiera una mínima oportunidad de defenderse. Sin embargo, llegado el caso lo habría hecho, porque no quería que ningún hombre abusara de ella nunca más.
Falko se dio cuenta de que la cosa iba muy en serio y la soltó.
—Deberías estar contenta de poder sentir a un verdadero hombre dentro de ti, mujerzuela.
—Ve con las prostitutas o a clavar tu estaca a las mujeres bohemias, como es tu costumbre, pero a mí déjame en paz, ¿me oyes?
Sin embargo, Falko no estaba dispuesto a perder por segunda vez en el día. Sacó la espada y le dirigió a Marie una sonrisa irónica.
—¡Di tus últimas plegarias, ramera, ya que ahora te lincharé y arrojaré tu cadáver al Pegnitz!
Cogió a Marie, que no tenía escapatoria en aquellos matorrales espesos, y tomó impulso. Pero en ese mismo momento apareció detrás de él su primo Heinrich, quitándole la espada de las manos con un palo.
—Te atreves a amenazar a una mujer, pero eres demasiado cobarde como para medirte con un oponente de tu mismo nivel. ¡Vamos, levanta tu arma! Hace tiempo que estoy aguardando la oportunidad de despellejarte con el filo de mi espada. Heinrich arrojó el palo y desenvainó su espada.
Falko von Hettenheim volvió a sentir por segunda vez consecutiva en ese día el sabor amargo de la derrota. Su muerte le daría a Heinrich von Hettenheim una cuantiosa herencia, y si él hubiese estado en lugar de su primo, no habría dudado un solo instante en procurársela. Pero conocía bien a su primo y sabía que era demasiado puntilloso con el honor como para matar a alguien indefenso.
De modo que extendió ambos brazos.
—¿Realmente crees que esta ramera es tan valiosa como para que dos parientes de sangre se peleen por ella? ¡Usémosla los dos!
Marie comenzó a gruñir, pero el caballero Heinrich le hizo señas de que se quedara callada.
—Ésa es la diferencia entre nosotros, primo —le dijo a Falko—. Hasta hoy, jamás he tomado a una sola mujer por la fuerza, mientras que tú en cambio te desquitas con cualquier mujer inocente del odio que sientes hacia tu esposa, que no te ha dado más que hijas y no tienes empacho en penetrar contra su voluntad cuerpos sangrantes.
El caballero Falko soltó una carcajada mientras seguía retrocediendo, alejándose cada vez más de su primo. Cuando consideró que ya estaba a una distancia suficiente, le hizo un gesto obsceno y luego desapareció por entre los puestos con aparente calma, como si nada hubiese sucedido, en dirección a la ciudad.
Heinrich miró su espada, como preguntándose si acaso habría sido un error dejar a su primo con vida. Finalmente la envainó y se encogió de hombros, al tiempo que se volvía hacia Marie.
—Deberías cuidarte de Falko en lo sucesivo, Marie. Es como un perro rabioso: está siempre dispuesto a saltar sobre su presa.
—Sí, prestaré más atención. Muchas gracias por vuestra ayuda.
Marie no sonó tan valiente como pretendía aparentar. Pensó que Falko no cejaría en sus propósitos, y lamentó que él ahora supiera que llevaba un cuchillo. No podría volver a sorprenderle con el arma una segunda vez.
—Le ordenaré a Anselm que te proteja —declaró Heinrich después de reflexionar—. No podrá hacer nada contra mi primo, pero sí puede llamarme a mí o al hidalgo Heribert. Nosotros te ayudaremos.
—Es muy amable por vuestra parte, señor.
Si bien a Marie le desagradaba la idea de que la vigilasen, mientras Falko estuviese rondando no tendría otro modo de protegerse. Le dedicó a Heinrich una sonrisa agradecida y señaló hacia la espada de Falko, que aún seguía en el suelo.
—¿Qué hacemos con ella?
—Déjala tirada. Para un caballero no es de lo más honorable tener que enviar a su escudero a buscar su arma. Pero no se merece otra cosa.
El caballero Heinrich tomó del brazo a Marie y se brindó a acompañarla hasta el campamento.
Capítulo III
Cuando Falko von Hettenheim estuvo fuera del alcance de la vista de su primo, dio rienda suelta a su ira y se abrió paso ciegamente a través de la masa humana. A una mujer que no alcanzó a esquivarlo a tiempo la arrojó contra un puesto en el que se ofrecía miel y pastas con miel y canela, haciéndole arrastrar consigo la mesa junto con todas las mercancías expuestas.
—¿Acaso no puedes prestar atención? —le espetó el vendedor a la señora.
—Ese caballero que va ahí delante me arrojó contra la mesa. ¡Él tiene la culpa! —se defendió la mujer, señalando hacia la silueta de hombros anchos de Falko, que se abría paso entre los visitantes de la feria.
El vendedor encogió la cabeza asustado y comenzó a recoger las ollas y sartenes desparramados por el suelo.
—¡Cierra la boca, mujer! Con ése no conviene meterse. Basta con pisarle la sombra para que te parta la boca de un golpe. La mujer no podía calmarse.
—¡Es hora de que el emperador envíe a sus hombres a la guerra de una buena vez, así golpearán a los bohemios en lugar de a los ciudadanos respetables de Núremberg!
—En eso tienes razón —coincidió el vendedor—. Los soldados se conducen como si ellos fueran nuestros dueños y nosotros, los ciudadanos respetables, gusanos que deben arrastrarse a sus pies, y cuando exigimos nuestros derechos enseguida desenvainan la espada. El otro día, al muchacho del orfebre Rupp le dieron una paliza tal que quedó tullido, y todo porque no quiso venderles una joya valiosísima a un precio de miseria. Y...
El vendedor continuó relatando un par de episodios más que venían haciendo enfadar a los ciudadanos de Núremberg desde hacía semanas, y la gente que los rodeaba, que se había agolpado allí movida por la curiosidad, participaba vivamente de las quejas.
El caballero Falko ni siquiera notó el revuelo que había provocado, ya que sus pensamientos se ocupaban únicamente en qué haría para vengarse de su primo y de Marie. Barajó varias posibilidades, pero ninguna de ellas lo satisfizo del todo. Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que ni siquiera vio a Gisbert Pauer, que corría a su encuentro haciéndole señas.
—¡Señor Falko, por fin os encuentro! ¡Hace rato que os estoy buscando, el emperador quiere hablar con vos!
Falko tomó conciencia de la presencia del mariscal cuando éste lo cogió de los hombros.
—¡Eh, Hettenheim! ¿Me habéis oído? ¡Dije que el emperador os ha mandado llamar!
Falko se detuvo y parpadeó, sorprendido.
—¿El emperador? Pero, ¿por qué?
Pauer se encogió de hombros.
—Mejor preguntádselo a él. Os está esperando en su carpa. Daos prisa, ya sabéis que el emperador se impacienta enseguida.
Falko sabía muy bien que era así. Se dio la vuelta y enfiló a toda prisa hacia la carpa imperial, cuya seda roja brillaba al sol como fuego ardiente. Aunque Segismundo poseía un cuartel en la ciudad al que podía acceder cómodamente a pie, generalmente solía permanecer frente a las puertas de la ciudad y dar sus audiencias allí. Mientras se acercaba a los guardias, Falko pensó que era una buena señal que el emperador mandase llamarlo después de la última humillación a la que la antigua ramera y su primo lo habían sometido.
Cuando Falko entró, el emperador yacía vestido sobre su cama de campaña y estaba tapándose el rostro con las manos. János, su guardaespaldas húngaro, que como siempre vestía una guerrera roja y unos pantalones verde musgo, salió al encuentro de Von Hettenheim blandiendo su cimitarra reluciente y le ordenó en mal alemán que se detuviera. Luego anunció su presencia en su propio idioma, que sonaba muy extraño. Segismundo se frotó la frente y se sentó. Por un instante pareció muy cansado y viejo, pero luego su expresión se estiró y el rastro de una sonrisa se asomó en las comisuras de su boca.
—Venid y tomad asiento, Hettenheim.
Falko miró a su alrededor, sorprendido, pero no halló en el lugar ningún sitio para sentarse salvo la cama de campaña del emperador. En ese preciso momento entró János trayendo una silla plegable que, aunque extremadamente incómoda, constituía una distinción, ya que, por lo general, sentarse en presencia del emperador era un privilegio reservado únicamente a los más altos príncipes imperiales.
Segismundo batió las palmas, y al cabo de unos instantes apareció un siervo trayendo una jarra de vino llena y dos copas de plata que depositó sobre una mesita hexagonal repleta de incrustaciones de marquetería. Un movimiento de la mano del emperador le indicó al sirviente que debía volver a retirarse.
—Servios, Hettenheim —le ordenó Segismundo, clavando la vista en la copa como si no hubiera otra cosa más importante en el mundo que observar cómo se vertía el vino. Recibió la copa casi con avidez y vació su contenido de un solo trago—. Hizo un calor de locos hoy, y me temo que esta noche habrá tormenta.
Falko von Hettenheim vació su copa con la misma presteza y saboreó con deleite el recorrido de aquel pesado vino húngaro, que iba bajándole por la garganta como fuego.
—Este vino tiene fuerza —comentó el emperador, elogiando la bebida.
—Ciertamente es así, su majestad. Pero no creo que me hayáis mandado llamar para que pueda apreciar la calidad de vuestro vino.
Segismundo se rio con una risa artificialmente sonora.
—No, claro que no. Os he enviado llamar porque os considero un hombre más valiente que ningún otro.
El caballero Falko no esperaba recibir aquellos elogios, y se quedó contemplando al emperador, desconcertado. Segismundo le alcanzó la copa para que volviera a llenársela y le sonrió con picardía, como si fuese un niño al que acaba de ocurrírsele una travesura.
—Quiero preguntaros si no deseáis poneros a mi servicio.
Falko sintió que todo en su interior pugnaba por gritar «sí», pero se contuvo para poder indagar un poco más. ¿Acaso Segismundo tenía pensado nombrarlo caballero imperial y otorgarle un gran feudo como lo hubiese merecido hacía tiempo? Ya se veía en aquel alto puesto, y resolvió que lo primero que haría en cuanto asumiera ese poder sería mandar al diablo a su esposa Huida y buscarse una mujer para llevarse a la cama que fuese más joven y, fundamentalmente, más agradable. Pero se corrigió de inmediato. Carne femenina bien dispuesta podía hallar en todas partes, pero en el lecho matrimonial necesitaba una mujer que le deparara propiedades, riquezas y unos parientes influyentes, y, sobre todo, que le diera un heredero.
—Necesito hombres leales —continuó el emperador, sin prestar atención a la expresión triunfal en el rostro de Falko—. Hombres en quienes pueda confiar. Algún día quiero poder dejar a mis nietos algo más que un par de coronas tambaleantes que cualquier vasallo rebelde pueda arrebatarles de la cabeza. —Se inclinó hacia delante, cogió a Falko del brazo y lo atrajo hacia sí—. Estoy harto de verme obligado a implorarles su apoyo a los príncipes electores, a los condes imperiales y a los arzobispos electores, tan nobles ellos, como he tenido que hacerlo desde el comienzo de la guerra en Bohemia. La ayuda que recibí de su parte no alcanzó para llevar a cabo una sola campaña exitosa. A mis espaldas dicen que mis dificultades en Bohemia no son asunto suyo, pero cuando me tienen enfrente, aparentan estar tan bien dispuestos y preocupados como si les doliera en el alma cada día que se extiende la rebelión bohemia. Ved por ejemplo al burgrave de Núremberg. Hace por lo menos diez años le otorgué en feudo la marca de Brandeburgo, calándole en la cabeza el sombrero de elector. Debería estarme agradecido por ello, ¿no creéis? Sin embargo, si le exijo dinero o soldados, se pierde en miles de excusas. Se atreve incluso a decirme en la cara que su hijo Joachim debe domesticar primero a los caballeros insurrectos en Brandeburgo y que él mismo ha perdido tanto dinero en el conflicto bávaro que ya no puede pagar la soldada a un solo piquero más. ¿Acaso tengo yo la culpa de que él apoye a los perdedores y haya perdido medio ejército en esa empresa? —Bebió de su copa y volvió a pedirle a Falko que se la llenara—. Y los demás son exactamente iguales que él. Si uno los pusiera en una bolsa y les pegara no le daría a ningún inocente. Pero yo los supero en previsión y astucia. —Segismundo levantó la vista hacia el cielo, como si estuviese recibiendo una inspiración divina, y dejó escapar unas risitas como para sus adentros—. Pensándolo bien, la guerra en Bohemia incluso me conviene. Que las hordas husitas arrasen tranquilas con Baviera, Franconia, Sajonia y otros territorios. No tardarán en ablandar a los señores locales, que entonces se mostrarán más inclinados a aceptar mis propuestas.
—¿Qué propuestas? —se atrevió a intervenir Falko.
—Le supliqué a la Dieta Imperial que aprobara un impuesto especial para financiar mi batalla en Bohemia. También les pedí soldados, pero incluso cuando Su Santidad el Papa llamó en Roma a emprender una cruzada contra los herejes husitas, los nobles señores persistieron en su avaricia y sus caballeros permanecieron lejos de mi ejército. Pero eso se terminará muy pronto. En cuanto los husitas hayan convulsionado el imperio lo suficiente como para que hombres y animales tiemblen al verlos hasta en la región de Borgoña, seguiré el ejemplo de Inglaterra y exigiré a los Estados Imperiales que me aprueben un impuesto regular que me permita mantener un ejército de mercenarios de forma permanente. Y vos, Hettenheim, seréis uno de los hombres principales de ese nuevo ejército.
«Si fuera capitán del emperador, sin dudas tendría derecho a un feudo imperial», se le cruzó a Falko por la cabeza, aunque dudaba de que Segismundo lograra arrancarle a la Dieta Imperial una resolución semejante. Borgoña se sentiría tan poco amenazada por los husitas como la mayoría de los príncipes electores, cuyo voto en definitiva era el que contaba. Los guerreros campesinos de Bohemia no podrían llegar jamás hasta las tierras del conde palatino del Rin (su señor anterior, que también tenía el privilegio de ser elector) sin renunciar a sus territorios de repliegue, volviéndose así vulnerables. Lo mismo valía para los territorios de Tréveris, Colonia y Maguncia y para los del margrave de Baden. Esos señores seguramente le depararían a Segismundo otra áspera derrota en la Dieta Imperial. Sin embargo, Falko consideró que le resultaría provechoso renunciar a las órdenes del elector palatino y convertirse en vasallo del señor Segismundo. Así, pues, se puso de pie y se hincó ante el emperador.
—Os juro serviros con todas mis energías y hacer todo lo posible para aumentar vuestro poder y vuestra grandeza.
Segismundo sonrió, satisfecho, y brindó a la salud del caballero.
—Sois un hombre valiente, Hettenheim. Quisiera poder tener más hombres de vuestra clase. —Falko asintió enérgicamente, a pesar de que eso era lo último que deseaba en el mundo, ya que no quería compartir con nadie ni su salario ni su influencia. Gomo Segismundo seguía hablando, volvió a sentarse y lo escuchó con atención—. Claro que no puede dar la sensación de que ya no quiero luchar más contra los bohemios, porque entonces los príncipes imperiales comenzarían a desconfiar y a indagar acerca de mis planes. Por esa razón, mañana temprano partiréis con cien de mis mejores caballeros. Yo me quedaré aquí un par de días más, hasta que la mayoría de los hombres heridos durante el torneo esté otra vez en condiciones de luchar, y luego os seguiré con el resto del ejército. Marcharemos a través de Hersbruck, Sulzbach y Vohenstrauss hacia el este y conquistaremos e incendiaremos al menos una de las ciudades husitas en Bohemia. Marcaré un hito en esta guerra, mostrándole a esa calaña rebelde lo que implica levantarse contra su señor impuesto por Dios.
El emperador volvió a pedir vino con gesto ceñudo. El caballero Falko le llenó la copa e iba a servirse él también, pero entonces advirtió que la jarra ya estaba vacía. Miró al emperador con gesto interrogante, con la esperanza de que éste mandara llamar a su sirviente e hiciera traer más. Pero Segismundo ni siquiera se percató de su mirada.
Falko dejó la copa y se puso de pie.
—¿Puedo pediros un favor, su majestad?
—Cómo no —respondió el emperador de buen grado.
—Permitidme escoger dos o tres vivanderas a mi gusto para que acompañen a mi tropa.
A Falko acababa de ocurrírsele que de esa manera podría apropiarse de Marie, ya que ni siquiera su primo podría oponerse a una orden imperial.
Segismundo meneó la cabeza.
—¡No, no, Hettenheim! Debéis tener movilidad, y los carros de bueyes no harían más que retrasaros.
—Pero... —comenzó a decir el caballero Falko, pero Segismundo le cortó con un gesto enérgico.
—¡He dicho que no! Llevad algunos caballos de carga con provisiones. Como muy tarde, al llegar a la frontera con Bohemia volveremos a encontrarnos, y hasta entonces creo que podréis prescindir de las vivanderas. De hecho, en vuestras campañas anteriores nunca habíais llevado ninguna.
Falko von Hettenheim comprendió que no tenía sentido seguir insistiendo. Por eso, se inclinó ante el emperador y salió de la carpa caminando hacia atrás. El húngaro, que en ningún momento le había quitado los ojos de encima, guardó su sable en la vaina y cerró la entrada a la carpa detrás de él.
Mientras se dirigía al campamento, Falko comenzó a urdir sus próximos pasos. Al principio le fastidió el hecho de que Gunter von Losen estuviese demasiado magullado como para poder acompañarlo, pero luego una sonrisa furtiva se le coló en el rostro. Si su amigo se quedaba al servicio del emperador, podría mantener vigilados a su primo y a la mujerzuela y asegurarse de que Marie tuviera que unirse a la expedición militar del emperador. Conforme con el giro que había dado su destino, Falko se dirigió poco después a la carpa de Losen.
Capítulo IV
Marie no sabía qué detestaba más, si el calor agobiante o el polvo que levantaba el ejército, que se le introducía en cada uno de los pliegues y poros del cuerpo. Los ojos le ardían como fuego y seguramente los tenía tan colorados como Trudi, que estaba sentada junto a ella, malhumorada. Los cabellos, la piel y la ropa de la pequeña estaban cubiertos de un polvo amarillo, e incluso sus dientes, que solían estar blancos y relucientes, habían adoptado el color del polvo. Marie ansió tener ocasión de quitarse aquellas ropas sudadas y polvorientas y poder darse un baño. Pero mientras el ejército siguiera marchando, debía permanecer en su carreta, aunque pudiera manejarla Michi, ya que los guardias del mariscal controlaban estrictamente que nadie se alejara de la expedición militar, y por las noches era peligroso quedar fuera del alcance de la vista de los guardias. Hacía apenas dos días, unos soldados habían interceptado a Oda cuando ésta se dirigía hacia el bosque a aligerarse, y habían abusado de ella hasta que el último de ellos hubo satisfecho su deseo. Oda se había quejado con Pauer, furiosa, pero en respuesta no había recibido de su parte más que burlas, y además había tenido que soportar las duras palabras que éste le dirigiera. El mariscal le había dicho que era sencillamente imposible hallar a los culpables entre más de tres mil hombres, de modo que debía cuidarse por sí misma. Marie odiaba tanto o más que Oda tener que agacharse a hacer sus necesidades ante la vista de cientos de pares de ojos, pero prefería eso antes que ser víctima de algunos muchachotes brutales.
—¡El emperador está loco! ¿Cómo va a partir en pleno verano? ¡Debería haberlo hecho en primavera! —protestó Eva, que había vuelto a alinear su carreta detrás de la de Marie, al tiempo que se quitaba el sombrero completamente sudado y lo sacudía en el borde de su carreta.
La sacudida levantó una nube de polvo amarilla que el viento arrastró hacia Oda, que inmediatamente puso el grito en el cielo.
—¿Es necesario que levantes más polvo del que ya de por sí hay en el aire?
—Es difícil que se pueda levantar más mugre de la que ya estamos tragando.
Theres se pasó la mano para secarse el rostro empapado en sudor, con lo cual terminó por desparramarse el polvo amarillo aún más, hasta que su rostro adoptó la apariencia de una máscara de piedra.
Eva respondió refunfuñando, pero Marie ya no prestó atención a lo que sus camaradas se gritaban. Cogió las riendas con una mano, extrajo con la otra la cantimplora de atrás del asiento y la abrió con los dientes antes de alcanzársela a Trudi.
—¡Toma, bebe! —le dijo. Pero la cantimplora medio llena era demasiado pesada para los bracitos de la pequeña, y Marie tuvo que ayudarla sin descuidar a los bueyes. Se enfadó con Michi, que había vuelto a saltar del pescante una vez más y se había escabullido. Seguramente se había ido hacia delante, con los soldados, y estaría escuchando los horrorosos relatos que éstos le narraban.
Marie había empezado a pensar que había sido un error haber traído al hijo de Hiltrud con ella. En casa, Michel solía ser un niño educado y obediente, pero ahora copiaba todas las malas costumbres de los soldados y, para colmo, su imprudencia lo ponía en peligro. La invadió un peso en el corazón al pensar en Hiltrud, que le había confiado a su hijo y que, a pesar de que en Bohemia había guerra, estaba convencida de que su amiga cuidaría de él y lo traería de vuelta a casa sano y salvo. «Debería haberlo dejado en Núremberg, con Timo», se le cruzó a Marie por la cabeza. Él habría vuelto a enderezar al muchacho, en cambio ella se sentía incapaz de hacerlo, ya que tenía que ocuparse de Trudi, mantener a raya a la yunta de bueyes y vender sus mercancías a los soldados.
—¡Hey, detente de una buena vez! —le gritó alguien a Marie. Levantó la vista y se dio cuenta de que la caravana que formaba la expedición militar se había atascado y que estaba a punto de atropellar al soldado de infantería que iba delante de ella.
—¡Brr, Fulano! ¡Detente, Mengano! —les gritó a los dos bueyes, al tiempo que tiraba de las riendas. Los animales disminuyeron la velocidad de inmediato, pero un par de piqueros tuvieron que saltar de todas formas a un lado del camino para que los bueyes no los pisaran.
El soldado que había increpado a Marie clavó en el suelo el mango de la pica y la miró furioso.
—¡Si no prestas más atención, la próxima vez le clavaré la pica a tus animales, y tendrás que tirar de la carreta tú sola!
Sin embargo, el vistazo que le echó al barril de vino que estaba en la parte posterior de la carreta le quitó todo su efecto a la amenaza que acababa de proferir. Marie cogió un jarro de madera de la caja que estaba debajo del pescante y lo llenó hasta el borde.
—Aquí tienes, bebe, así te cobras el salto que has tenido que dar en el camino —le gritó al soldado. Éste aceptó el jarro y se lo llevó a los labios. Sus camaradas lo rodearon de inmediato y comenzaron a reclamar su parte a voz en cuello. Marie volvió a trepar al pescante, y entonces vio a Oda, que se acercaba a curiosear lo que había sucedido.
—¿Qué significa esto? ¿Cómo vamos a hacer negocios si tú le expendes vino gratis a toda esta caterva?
Eva la Negra, que también se había apeado de su carreta, hizo una mueca de desagrado.
—¿Acaso nunca tuviste que sacrificar un jarro de vino para apaciguar a un par de soldados?
Oda apuntó con la nariz hacia el cielo y resolvió no prestar más atención a las demás vivanderas. Eva y Theres se rieron de ella, pero Marie no volvió a mirarla, ya que la caravana había reanudado su marcha y tenía que azuzar a sus bueyes para cubrir el hueco que se había formado delante de ella.
Cuando bien entrada la tarde sonaron los cuernos anunciando que se detendrían, las vivanderas suspiraron aliviadas. Sin embargo, transcurrió bastante tiempo hasta que pudieron hallar un lugar para acampar y, como solía suceder, cuando finalmente llegaron, los mejores lugares ya habían sido ocupados. Les costó grandes esfuerzos encontrar un lugar adecuado para estacionar sus carretas todas juntas y desenganchar a los animales.
Michi tampoco estaba a la vista, aunque Marie hubiese necesitado seis pares de manos de ayuda, ya que Trudi lloriqueaba, muerta de cansancio, mientras que los bueyes daban patadas en el suelo y gruñían inquietos porque habían olfateado el agua y no se dejaban desenganchar. Finalmente, Marie tuvo que pedirles ayuda a dos soldados.
—Si me permites levantarte a cambio la falda, encantado —respondió uno de ellos, sonriendo con expectante ironía.
—Más bien había pensado en un vaso de vino para cada uno.
Los dos soldados se miraron un instante y luego sujetaron a los bueyes para que Marie pudiera por fin quitarles el yugo, los llevaron al abrevadero y les quitaron la mugre más gruesa con unos manojos de pasto. Cuando terminaron, Marie ya estaba esperándolos con dos vasos llenos de vino.
Los soldados brindaron a su salud.
—Por una recompensa como ésta, estamos gustosos a vuestro servicio.
—Hey, Marie, si sigues así, pronto te quedarás sin vino para vender —le gritó Oda, socarrona.
Eva, que ya había terminado su trabajo y se había acercado a conversar un rato con Marie, se volvió con gesto despreciativo.
—Ese problema tú nunca lo tendrás, ya que pagas los favores que te hacen con otra clase de moneda. Pero cuando tengas el vientre más abultado, los hombres preferirán un vaso de vino.
Theres y Donata estallaron en carcajadas, mientras que Oda cubría a Eva con unos insultos que Marie no le había oído decir ni siquiera a Berta, la prostituta errante con la que había recorrido durante un tiempo los caminos hacía más de una década. Sin embargo, Eva no se preocupó por Oda, que seguía a los chillidos, sino que ayudó a Marie a preparar todo para el campamento nocturno. Mientras tanto, Theres y Donata se internaron en el bosque en busca de ramitas para encender una fogata, acompañadas y ayudadas por Görch, el escudero del hidalgo Heribert, y de un soldado a caballo del contingente de Heinrich von Hettenheim.
Mientras Marie iba a buscar agua y la ponía a hervir, separando un poco para quitarse de encima la espesa costra de polvo y hacer lo propio con Trudi, Eva fue a buscar su trípode de hierro, lo puso en medio del círculo formado por las carretas reunidas de las vivanderas y preparó una pila con pasto y maderas para hacer el fuego. Poco después, el enorme caldero que colgaba suspendido sobre las llamas ya estaba despidiendo vapor. Marie y Theres fueron en busca de los ingredientes para preparar la cena y se los alcanzaron a Eva, que en vista de la escasa cantidad de grasa y de carne salada frunció la nariz.
—En fin, supongo que a buen hambre no hay pan duro. Marie se encogió de hombros.
—Tú misma dijiste que debemos ahorrar porque no sabemos cuándo volveremos a recibir abastecimiento.
—No te sulfures tan rápido. Después de todo, una tiene derecho a quejarse un poco. —Eva soltó una carcajada, arrojó el primer bocado dentro del caldero y miró a Marie, desafiante—. Eso sí, tendrás que darme un par de granos más de cebada para el caldo. Seguro que los hombres estarán hambrientos.
—No sólo ellos —respondió Marie trepando a su carreta para traer media medida más. Cuando Eva echó los granos en el caldero con un profundo suspiro de renuncio, Marie se sentó junto a su carreta, sobre una roca plana, y se reclinó contra un árbol para descansar un poco. Trudi, a quien Donata había bajado de la carreta, corrió en dirección a su madre y se acurrucó a su lado.
Eva también había usado la tina de Marie para lavarse la cara y las manos, pero el resto de las vivanderas seguían pareciendo fantasmas. Donata y Theres se miraron y desaparecieron en el bosque mientras parloteaban animadamente entre ellas.
—¡Cuidado, no sea cosa que algún muchacho os sorprenda desde atrás por el camino! —les gritó Oda mientras ellas se alejaban.
Pero la respuesta la recibió de parte de Eva.
—¡Ah, es por eso que ya no te lavas! Haces muy bien, ya que cuanto más hedionda es una mujer, menos le retoza al hombre el alcacer.
—Le retozará menos el alcacer y le picará más la nariz —intervino Marie, burlona, y cosechó una mirada indignada de Oda, que entonces sí se puso de pie y salió corriendo detrás de las otras.
Eva la contempló suspirando.
—Hubiese querido prescindir de esa mujerzuela.
—No eres la única —replicó Marie, levantando la vista porque el aroma de la sopa había atraído a sus huéspedes.
Heinrich von Hettenheim, que había sido el primero en aparecer, se acercó al caldero y olfateó.
—Si sabe la mitad de bien de lo que huele, será un banquete.
El joven Seibelstorff se sentó en el pasto junto a Marie, contentándose con dirigirle una sonrisa, mientras que los dos soldados a caballo se quedaron de pie junto a las carretas, con la mirada clavada en el caldero, como si sólo con la vista pudieran acelerar el proceso de cocción. Detrás de ellos apareció Anselm, que había oído las palabras de su señor y ya se relamía los labios.
—No importa cuán sabroso esté, cualquier cosa es mejor que la comida asquerosa que hay hoy en la cocina del regimiento. Le eché un vistazo y me dio escalofríos. Os aseguro que a los cerdos les arrojan mejor comida.
—Sin embargo, el bagaje imperial también tiene sus ventajas. Por ejemplo, ésta.
Görch, que había sido el último en sumarse al círculo que estaba sentado alrededor del fogón, le dirigió al resto una mirada astuta y sacó de su guerrera una salchicha del tamaño de un antebrazo y una porción de tocino.
—Pero esto no proviene de los víveres para la gente común —bromeó Eva, extendiendo la mano para cogerlos.
El escudero la miró con gesto cándido.
—Pero querida, visto y considerando que los gastos de nuestra alimentación no corren por cuenta del emperador, sino por la nuestra propia, nos merecemos una pequeña indemnización de tanto en tanto.
Eva hizo desaparecer el botín de Görch bajo los leños apilados para el fuego y le sonrió.
—Pero no dejes que el mariscal te descubra. Por lo que he oído, parece que los siervos de Pauer pegan muy fuerte, y si te atrapan, no recibirías menos de veinte azotes.
El hidalgo Heribert, que se había puesto de pie, apoyó la mano en el hombro de su escudero.
—Escucha lo que Eva te dice y deja de robar. Que te azoten durante una campaña puede llegar a significar tu muerte si los tajos se te infectan. Y aunque sobrevivieras, tendría que prescindir de tus servicios durante un tiempo, y eso no me agradaría en absoluto.
En cuanto Eva comenzó a hablar de azotes, a Marie empezaron a picarle los omóplatos de tal manera que tuvo que cerrar los puños y morderse los labios, y la advertencia de Heribert no hizo más que aumentar esa sensación. Sabía muy bien de lo que el joven hidalgo hablaba, ya que ella misma había recibido esa clase de «caricias» a los diecisiete años y había estado a punto de morir como consecuencia de ello.
Marie se sacudió esos recuerdos de pesadilla haciendo grandes esfuerzos, estrechó a Trudi contra su pecho y comenzó a acariciarle los cabellos, ensimismada. En ese momento se dio cuenta de que Michi aún no había regresado, a pesar de que la cena ya estaba lista. La impuntualidad de su pequeño acompañante estaba empezando a convertirse en un problema.
—¿Tenéis idea de dónde está Michi?
Görch asintió.
—Acabo de verlo con Gunter von Losen. Creo que Michi estaba quitándole el polvo a su armadura.
—¡Debería haber aseado a los bueyes en lugar de eso! —protestó Marie. La enfurecía que Michi anduviera precisamente detrás de Gunter von Losen. Aquel hombre era un buen amigo de Falko von Hettenheim, y lo que Timo le había contado sobre la lucha entre Michel y Losen le hacía suponer que éste era tan culpable de la desaparición de su esposo como Falko von Hettenheim. Había llegado la hora de conversar seriamente con el muchacho. A pesar de que ella no lo consideraba su sirviente, aunque además de comida y alimento más de una vez le había dado alguna moneda, él no tenía derecho a trabajar para otros sin su consentimiento, sobre todo teniendo en cuenta que en la campaña ella lo necesitaba más que nunca. Si Michi hubiese llevado a los animales al abrevadero, ella no habría tenido necesitad de sacrificar dos vasos de vino. Pensó en si debía guardarle al niño algo de comer o no, pero antes de que hubiese podido tomar una decisión, Eva decidió por ella.
La vieja vivandera había repartido la comida para los presentes en unos platos y cuencos de madera, y ahora estaba vertiendo dos cucharones llenos en un recipiente de cerámica.
—Toma, esto es para Michi.
Marie recibió el recipiente y lo puso sobre el asiento de su carreta. Mientras estaba dándole de comer a Trudi y cada tanto pescaba una cucharada de su propio plato, las otras tres vivanderas regresaron. Oda, que no había aportado nada para la cena, se sentó de inmediato junto al fuego y cogió el cuenco reservado para Theres.
—¿Qué haces?
Theres intentó arrebatarle el cuenco, cuyo contenido comenzó a agitarse peligrosamente, pero entonces Eva le alcanzó otro.
—Déjala por hoy. Aún tenemos suficiente. Pero si mañana Oda no colabora con algún ingrediente, se quedará con el estómago vacío, eso te lo aseguro.
Sin prestar atención a aquella amenaza, Oda siguió comiendo, y terminó antes de que Theres y Donata hubiesen llegado a la mitad.
—Se nota que tienes que comer por dos —se burló Eva, mirando a su alrededor con gesto interrogante—. ¿A quién le toca lavar hoy?
—Ya que Oda se invitó sola a la cena, podría encargarse ella —propuso Theres, y el resto se manifestó de acuerdo. Oda hizo un gesto agrio, pero luego recogió la vajilla. Sin embargo, su vientre ya abultado no le permitió llevar el caldero también, y Theres se puso de pie.
—Vamos, Oda. Te ayudaré.
Mientras se dirigían hacia el arroyo, bajo la atenta mirada de los guardias, Marie le sirvió un vaso de vino a cada uno de los caballeros, y luego, al ver el gesto de súplica en el rostro de Görch, también les dio medio vaso a él y a Anselm.
Eva entrecerró los ojos al tiempo que meneaba la cabeza.
—¡Me parece que tendré que darle la razón a Oda! Eres demasiado generosa con tus cosas.
—Tampoco es para tanto —repuso Marie—. Después de todo, ambos señores pagan buen dinero por su comida y la de su gente.
El caballero Heinrich le dirigió una mirada rápida al hidalgo Heribert.
—Tampoco hemos pagado tanto. Creo que deberíamos aportar un par de chelines más.
El hidalgo se llevó de inmediato la mano al cinturón y extrajo su bolsa de monedas, que, por cierto, había encogido bastante. Sin embargo, antes de que atinara a sacar una moneda, Marie levantó la mano.
—Aguardad a que haya calculado cuánto nos debéis.
Heribert volvió a anudar su bolsa al cinturón.
—Por favor, no os olvidéis, señora Marie.
Marie entornó los ojos al oír aquel tratamiento, que correspondía a una mujer de clase noble o como mínimo a una burguesa acaudalada, pero no a una vivandera. El caballero Heinrich también frunció el ceño, ya que por más que Marie le agradara mucho, le preocupaba que el hidalgo hiciera el ridículo por su causa. Alzó la copa y brindó a la salud del joven.
—A vuestra salud, hidalgo Heribert, y, por supuesto, también a la tuya, Marie. Rara vez se encuentran vivanderas tan listas como tú.
Heinrich vació su copa de un solo trago y la dejó en el suelo.
—¿Os sirvo más? —preguntó Marie.
El caballero meneó la cabeza, serio.
—Mejor no, prefiero mantener la cabeza fresca.
Ese tono de voz tan lleno de preocupación puso a Marie en alerta.
—¿Ha surgido algún inconveniente?
Heinrich cogió una rama y se puso a hurgar en el fuego.
—Inconveniente es mucho decir. Para mi gusto, los infantes cuchichean demasiado entre ellos cuando ninguno de los oficiales está mirando, sobre todo los flamencos que el emperador mandó reclutar esta primavera. Hasta ahora, esos muchachos sólo han recibido las arras, pero están reclamando en voz cada vez más alta su soldada. Espero que nos encontremos pronto con el enemigo y que podamos hacernos con algún botín para que se tranquilicen un poco.
Eva escupió en el fuego con desprecio.
—Entonces vuestro honorable primo no debería comandar la vanguardia, caballero Heinrich, ya que si ahora nos faltan víveres es porque él saqueó las aldeas antes de nuestra llegada e incineró las provisiones existentes allí.
Heinrich von Hettenheim cerró los puños.
—A mi primo no le interesa si el emperador recupera la corona de Bohemia o no; lo único que le importa es regresar de esta guerra siendo un hombre rico. Espero que Dios sea lo suficientemente justo como para denegarle el hijo varón que tanto ansia.
Aquello había sonado como una plegaria, y Marie, que sabía que el caballero Heinrich albergaba secretas esperanzas de que la herencia de Falko fuera a parar a sus hijos, lanzó una carcajada cristalina.
—Mientras siga casado con la señora Huida, su deseo de concebir un heredero hará que se convierta en padre de muchas mujeres, de modo que algún día podréis acceder a su herencia.
El caballero levantó la cabeza, sorprendido.
—¿Acaso conoces a la esposa de Falko?
Marie asintió, solícita. Sólo en el último momento se dio cuenta de que había estado a punto de delatarse. Se rio con un poco de afectación y se puso a mecer en brazos a Trudi para ganar tiempo y encontrar las palabras adecuadas.
—Bueno, una vez vi a la señora Huida en un mercado preguntándole a una vendedora de hierbas si tenía algún método que la ayudase a volver a quedar embarazada y, sobre todo, a tener la mayor cantidad posible de hijos varones. La mujer le preparó una tisana, aunque después me contó que, si bien era cierto que aquella bebida la ayudaría a tener gran descendencia, tal como le había prometido... sólo servía para engendrar hijas.
El caballero Heinrich, riéndose, le dio unas paladas en el hombro a Marie.
—Realmente se lo desearía de todo corazón a mi archinoble primo. Pero él sería capaz de ahogar a su esposa mientras duerme para meter en su cama a cualquier otro vientre fértil antes de permitir que yo o alguno de mis hijos heredemos sus bienes. En fin, a mí tampoco me va tan mal como para andar pidiendo limosna, y si tengo un poco de suerte, el honorable abad de Vertlingen nombrará a mi hijo mayor como mi sucesor.
Eva le guiñó el ojo.
—Tal vez en esta guerra logréis obtener el favor del emperador, y entonces él os otorgará en feudo un dominio imperial libre. Eso mismo hizo hace dos años con un valiente caballero que al parecer le salvó la vida. Al pobre no le sirvió de mucho, ya que poco después cayó en un enfrentamiento contra los bohemios, así que no pudo disfrutarlo, pero seguramente sus herederos le agradecerán siempre ese ascenso.
Marie tuvo que contenerse para no gritarle a Eva que hubiese preferido mil veces que Michel estuviese vivo antes que recibir un condado imperial que no le servía de nada. Incluso en el caso de que el emperador cumpliera con su palabra, otorgándole a Trudi el feudo prometido, los que administrarían el territorio serían otros, que estarían preocupados principalmente por su propio beneficio. En cambio a ella le quitarían a Trudi y la obligarían a contraer nupcias con alguno de los vasallos de Segismundo. Y Marie se permitía dudar de que el hombre en cuestión resultara ser mejor que ese impresentable de Fulbert Schäfflein, que había dejado embarazada a Oda.
—¡El mundo es muy injusto! —se le escapó, y los demás la miraron, atónitos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Eva.
Marie entrecerró los ojos y se frotó la frente con las yemas de los dedos.
—Son sólo viejos recuerdos, nada más —respondió, esquiva.
El hidalgo Heribert se le acercó y la cogió de las manos.
—Si alguien os ha ofendido o importunado, sólo decidme su nombre y yo le daré su merecido.
Marie se apartó de él, intentando reírse sin éxito.
—Noble señor, a la mayoría de los que me ofendieron ya los he olvidado, y el resto no se merece que alguien como vos se digne a ocuparse de ellos.
No parecía que el joven Seibelstorff fuera a conformarse con esa explicación, pero por suerte en ese momento apareció Michi con gesto culpable.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —le increpó Marie, enfadada—. ¿Has comido algo por lo menos?
Michi meneó la cabeza.
—Solo un pedazo de pan que me dio el furriel.
—Nosotros te hemos guardado algo —declaró Eva—. Está en la olla que hay sobre el pescante. Vamos, ve a buscarla y ponía junto al fuego, ya que se habrá enfriado.
Michi se dirigió deprisa a la carreta, cogió la olla y la puso junto al fuego, apoyándola de manera tal que la alcanzara el calor pero no la llama directa. Al cabo de un rato sacó su cuchara de una bolsa que llevaba colgada del cinturón y empezó a comer.
—¡Está muy rico!
—Más te vale que opines eso; después de todo, hoy he cocinado yo. —Eva hizo ése comentario sonriendo, y luego cortó un trozo de la salchicha que había traído Görch—. ¡Aquí tienes! A tu edad, los muchachos suelen estar siempre hambrientos. —Después echó la cabeza hacia atrás y se puso a contemplar el firmamento—. Ya se ve el lucero del atardecer. Es hora de ir a la cama, aunque ésta no consista en otra cosa que un par de mantas que extendemos debajo de nuestras carretas.
—Los antiguos romanos le llamaban Venus a esa estrella, en honor a su diosa del amor —dijo Heribert, al tiempo que le dirigía a Marie una mirada anhelante.
Heinrich von Hettenheim lo vio y apoyó su mano sobre el hombro del hidalgo.
—Si necesitas una mujer imperiosamente, vete con una protituta de campaña. Marie es demasiado buena como para servir de amante a un hidalgo.
Al decir esas palabras. Heinrich renunció al tratamiento formal que había utilizado hasta entonces, se dirigió a él como a un viejo amigo.
Heribert lo miró con ojos chispeantes de indignación.
—Yo respeto a la señora Marie y jamás la mancharía en pos de satisfacer bajos instintos.
—Me parecen muy buenas tus intenciones; espero que no las olvides.
El caballero Heinrich había decidido definitivamente hablar sin rodeos. El joven Seibelstorff necesitaba a alguien que lo cuidara y que le hiciera ver las cosas, aunque eso a veces resultase desagradable.
Theres y Oda regresaron con los platos lavado sy los repartieron. De pronto, eva dejó escapar un grito agudo mientras señalaba una pieza adornada con unos dibujos muy bonitos.
—¡Un momento, eso es mío!
Oda se estremedió e intentó hacer desaparecer el cuenco debajo de su falda. Pero Theres fue más rápida y se lo arrebató.
—Es cierto, ésta es tu pieza más linda, Eva. Me temo que no podemos dejar que Oda lave los platos. Tiene la mano demasiado larga para mi gusto.
—Ayer la vi hurgando en la carreta de Marie, y cuando quise pedirle explicaciones, salió corriendo como un rayo a pesar de su vientre abultado.
Donata no hacía ningún esfuerzo por ocultar su rechazo, y las otras tres asintieron, sombrías.
Eva midió a la embarazada con una mirada penetrante. —En tu lugar, yo trataría de ser más prudente, ya que muy pronto necesitarás imperiosamente de nuestra ayuda.
Oda hizo un grosero gesto de desprecio.
—Bha, para cuando llegue el momento de que mi bebé nazca, ya llevaré tiempo en Núremberg o incluso Worms, en casa del señor Schäfflein.
Eva se rió como una cabra.
—¡Si es que no te equivocas! No es bueno viajar en estado tan avanzado, y si llegase a ser cierto que el señor Schäfflein está interesado en su bastardo, no creo que le agradara mucho que dieras aluz a un hijo muerto, ya que eso lastimaría su orgullo viril.
Marie no pudo más que soltar una risita pensando en el debilucho hombrecito ante el cual Oda se había abierto de piernas tan solícitamente. Antes que obedecer a los designios del conde palatino y casarse con aquel caballero de triste figura prefería ingresar en un convento para continuar su duelo por la muerte de Miguel hasta el final.
Eva tocó a Marie en el hombro.
—¿Y ahora qué te sucede que pones esa cara? A juzgar por tus cambios repentinos de ánimo, diríase que quien está embaraza eres tú, no Oda.
Marie reaccionó con furia.
—¡Yo no estoy embarazada!
—Sin embargo, desde Núremberg llevas comportándote de forma muy extraña –declaró imperturbable la vieja vivandera, aunque después ella misma terminó con el tema—. Tendrás que arreglártelas sola con tus cambios de humor. Venid, vamos a acostarnos. El día de mañana no será más sencillo que el que pasó. —Eva se dirigió hacia su carreta, pero de golpe se dio la vuelta y señaló con el índice a Od—. Si llego a pescarte merodeando por mi carreta, te echará a latigazos, embarazada o no.
Parte 2