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octubre 24, 2010
Parte 1Capítulo V
A la mañana siguiente, Görch apareció como una sombra junto a la carreta de Marie, volvió a mirar furtivamente a su alrededor y le dejó un trozo de tocino que, según dijo, el furriel se había olvidado de llevar.
—¡Aquí tienes, para ti, por tu delicioso vino! Por favor, cuídate mucho y mantente alejada de los infantes flamencos. Piensan desertar si no les pagan pronto su soldada y saquear un par de aldeas de regreso al imperio para hacer que su marcha haya valido la pena.
—Pero si detrás de nosotros sólo quedan los lugares que han permanecido fieles al emperador y se encuentran en territorio imperial. ¡No pueden referirse a ellos!
Görch se encogió de hombros.
—Probablemente sí. ¿Pero qué importa que sean bohemios o soldados quienes saquean las aldeas? El resultado es siempre el mismo.
—Sí, asesinan a la gente, vejan a las mujeres y los nobles señores alzan* sus copas para brindar por la victoria. Es para ponerle los pelos de punta a cualquiera.
—Debo decir que prefiero que los flamencos maten a un par de campesinos antes de que haya líos aquí en el ejército —respondió Görch, encogiéndose de hombros.
Marie asintió, angustiada. Sabía por Michel que los sectores rebeldes de las tropas no se detenían ni siquiera frente a su propia gente, y que las mujeres de los pertrechos terminaban siendo sus primeras víctimas. En ese momento maldijo su idea de hacerse pasar por vivandera y deseó estar de regreso en la tibia granja de su amiga Hiltrud. Pero entonces recordó enérgicamente que allí tampoco hubiese estado a salvo. Contraer matrimonio a la fuerza también representaba el inicio de cientos de violaciones, aunque en ese caso el hombre obrara con la bendición de la Iglesia. De modo que, en realidad, daba lo mismo dónde estuviera. Lo único que contaba para ella era sobrevivir y hallar a Michel. Puso el tocino que Görch le había traído junto con sus propias provisiones y tranquilizó su conciencia pensando que el furriel del emperador no podría darse cuenta al ver un trozo de carne ahumada si ésta provenía de sus propias existencias o no.
Marie le guiñó el ojo a Görch, que se despidió a toda prisa para regresar con su señor, y luego llamó a Michi.
—Hoy te quedarás conmigo todo el día, y en el futuro no quiero verte más cerca de Gunter von Losen y su gente. ¿Me has entendido?
Michi asintió de mala gana. Le molestaba la aversión que Marie demostraba hacia aquel caballero. Gunter von Losen siempre había sido amable con él, y no lo trataba como a un pesado chiquillo campesino, sino casi como si fuera el hijo de un noble, y Lutz, su escudero, había prometido regalarle una espada en cuanto le arrebatase alguna a los bohemios. Michi se moría de ganas de tener su propia espada y por nada del mundo quería perder la amistad de aquel hombre, no importaba cuántas veces Marie le reprendiera por ello. Sin embargo, comprendió que debía ayudarla, ya que ella era una mujer y no estaba familiarizada desde pequeña con los bueyes.
Michi levantó la vista y miró a Marie con una sonrisa jovial.
—¿Puedo al menos esta noche ir un rato más con los soldados?
Marie no quería negarle al menos una alegría y asintió.
—Si no te vas con Losen y los suyos, encantada.
Michi quería mucho a la amiga de su madre, que era la mejor madrina del mundo para él, pero ni siquiera por ella estaba dispuesto a renunciar a una espada. ¿Para qué habría de ir con Görch o con Anselm, que lo trataban como a un niño pequeño y no como a un hombre hecho y derecho? El caballero Gunter se ponía a conversar a menudo con él, le preguntaba por Marie y elogiaba su belleza y su voz, de modo que por momentos a él le resultaba difícil no confesarle que ella en realidad no era una simple vivandera, sino una dama de la nobleza hecha y derecha.
Mientras Michi seguía ensimismado en esos pensamientos, Ma-rie puso en marcha a sus bueyes, haciendo bailar el extremo del látigo lo suficientemente cerca de sus cabezas como para que lo sintieran, pero sin causarles dolor. Trudi se reía de contenta cuando los animales movían sus orejas como si el látigo fuese una mosca que intentaban espantar. Los dos bueyes se sujetaron al yugo sin resistirse y movieron la carreta del lugar, aparentemente sin hacer grandes esfuerzos. Marie pensó que tampoco vería en todo el día más que las espaldas de los soldados que iban marchando delante de ella y el polvo eterno que ya se elevaba en espesos vahos sobre la cabeza de la expedición militar.
Acaso sería por los displicentes flamencos o porque cada vez aumentaban más los indicios de tierras habitadas, lo cierto era que Marie tenía la sensación de que la caravana avanzaba con una lentitud aún mayor que la de los días anteriores. La parada breve que habían hecho a mediodía la había utilizado para ir a buscar varios baldes de agua de un arroyo cercano y abrevar a los bueyes. Eva descubrió un manantial en los alrededores y llamó al resto de las vivanderas. En esa campaña constituía una rareza encontrar agua para beber que fuese fresca y, sobre todo, limpia. Es cierto que había arroyos y ríos por todas partes, pero cuando las mujeres por fin llegaban hasta allí, generalmente sus aguas ya estaban revueltas y enturbiadas por los cascos de los caballos. Para colmo, muchos de los soldados tenían la costumbre de orinar en el agua, a pesar de que eso estaba prohibido, so pena de recibir azotes de vara. Por ese motivo, las vivanderas trataban de evitar extraer agua para beber de las corrientes de los arroyos.
Una vez que Marie hubo cogido sus provisiones de agua, le dio a Trudi un mendrugo de pan duro y se llevó un bocado a la boca ella también. Cuando sonó la señal para reanudar la marcha, Marie olfateó con desconfianza.
—¿Hueles algo? —le preguntó a Eva.
La vieja vivandera meneó la cabeza.
—No, nada... ¡Un momento! A ver... Huele como a quemado.
Para entonces, los demás también habían empezado a notarlo, y la inquietud fue en aumento.
—¿Será que los bohemios han incendiado el bosque para aniquilarnos? Ya está lo suficientemente seco como para hacerlo —exclamó un hombre, preocupado.
Marie se paró sobre el pescante y descubrió a lo lejos una estela de humo que ascendía hasta el cielo. No parecía ser un incendio en el bosque, pero tampoco una de esas fogatas que los ejércitos hacen para cocinar. El emperador, que encabezaba la expedición militar, también había detectado la columna de humo y le preguntó al hombre que iba cabalgando detrás de él si podía llegar a tratarse de una señal emitida por Falko von Hettenheim. Desde que había enviado al caballero junto con su grupo aguardaba ansioso tener noticias de él, pero hasta el momento no había aparecido ningún mensajero de Von Hettenheim. Con un movimiento enérgico frenó a su caballo y le ordenó al hombre, que no había sabido darle respuesta alguna, que cabalgara hasta el lugar para comprobar qué ocurría.
—Tomad veinte hombres, señor Volker, e id a ver qué está sucediendo allá.
Volker von Hohenschalkberg asintió, señaló al azar a algunos de los caballeros que lo rodeaban, entre los cuales estaban Heinrich von Hettenheim y el hidalgo Heribert, y partió al galope, sin fijarse en si lo seguían todos. Sin embargo, ninguno de los aludidos quería quedarse atrás ante la vista del emperador, de modo que los hombres dejaron muy pronto atrás la caravana, que se desplazaba muy lentamente. El olor a quemado se hacía cada vez más intenso, pero, para alivio de los jinetes, el bosque había quedado atrás. Cabalgaban ahora sobre una zona poblada situada en un claro grande abierto en medio del bosque, en el que había praderas y campos sembrados. En el centro había un pueblo bastante grande cuyos habitantes habían intentado protegerse con una empalizada. A medida que los hombres de la tropa de exploración fueron acercándose, vieron que los restos de aquella fortificación de madera y las casas más grandes aún ardían en llamas, mientras que de las chozas más pobres ya sólo quedaban restos calcinándose en el suelo.
Uno de los caballeros lanzó un grito desgarrador al tiempo que señalaba hacia delante. Heinrich von Hettenheim espoleó a su caballo para echar un vistazo él también a los troncos de madera ardiendo, y se le congeló la sangre en las venas. No se trataba de su primera campaña, y ya había visto muchos muertos. Sin embargo, el espectáculo que se abría ante sus ojos parecía un saludo del infierno.
A ambos lados del camino había dos pilones altos compuestos de cuerpos de hombres, mujeres y niños, muchos de ellos con signos de haber sido horriblemente maltratados, y en medio del camino yacía un solo cadáver al que pudieron reconocer como el de un sacerdote únicamente por los jirones de su sotana. Lo habían clavado a una cruz hecha de unas tablas manchadas de estiércol para luego destriparlo.
Al hidalgo Heribert le dieron arcadas.
—¿Quién puede ser capaz de haber hecho algo semejante? —le preguntó al caballero Heinrich con el rostro pálido.
—O bien mi primo Falko, o bien los husitas. Supongo que han sido los rebeldes, ya que dudo de que la gente de Falko se haya tomado la molestia de juntar a los muertos.
El hidalgo miró salvajemente a su alrededor.
—¿Quieres decir que los bohemios aún andan cerca?
El caballero Heinrich echó un vistazo a los restos humeantes del pueblo y meneó la cabeza.
—No, seguramente volvieron a escabullirse hace tiempo. Estoy seguro de que sabían que vendríamos; de lo contrario, no habrían apilado a los cadáveres cual macabro saludo de bienvenida para el emperador.
El caballero Volker se apartó, sacudido por el asco y el espanto, y le hizo señas a uno de sus acompañantes para que diera aviso al emperador.
Transcurrió un buen rato hasta que Segismundo llegó al pueblo, ya que no había querido renunciar a la protección de sus tropas. Ordenó el toque de cuerno que daba la señal de detenerse una vez que estuvieron cerca de la empalizada. Cabalgó hacia donde estaba Volker y miró a los muertos de soslayo.
—¡Maldición! —exclamó—. ¿Para qué he enviado al caballero Falko a la vanguardia si no para que nos mantuviera alejadas a las patrullas bohemias más pequeñas y nos advirtiera sobre la presencia de tropas más grandes?
—Tendríamos que enterrar a los muertos —pidió el hidalgo Heribert, que no había oído el estallido de rabia del emperador.
El soberano se volvió hacia él, molesto.
—Eso nos haría perder por lo menos cuatro horas. No, seguiremos nuestro viaje. Con ayuda de Dios podremos encontrar a esos asesinos y darles su merecido.
Iba a espolear a su caballo, pero se detuvo al ver al sacerdote muerto que estaba tendido frente a él en medio del camino.
—¿Por qué no le habéis apartado? —increpó el emperador a Volker von Hohenschalkberg.
—Somos guerreros, no sepultureros —exclamó éste, indignado.
Heinrich von Hettenheim les hizo señas a un par de siervos, que arrojaron el cadáver junto con los demás, asqueados. Poco después, el camino quedó libre y el ejército pudo continuar su marcha. El espectáculo de los muertos afectó visiblemente a todos. Los caballeros trataban de parecer valientes y alardeaban sobre cómo les harían pagar a los bohemios por sus acciones, pero los siervos y los infantes caminaban con los rostros grises, y no pocos de ellos se detuvieron a la vera del camino para vomitar.
Marie intentó no mirar, pero cuando quiso conducir a la yunta por entre las pilas, los bueyes se plantaron como si fueran a echar raíces allí.
—¡Ve hacia delante, arroja este trapo sobre las cabezas de los animales y guíalos! —le ordenó a Michi, que se abrazaba al acopla-do de la carreta, petrificado de miedo. Marie le dio un empujoncito al muchacho y le recomendó que orientara la vista únicamente hacia los bueyes y hacia el camino delante de sus pies. Luego alzó a Tru-di y la sentó en su regazo, la cubrió con una parte de su falda y tomó las riendas para estar prevenida cuando a los animales de tiro se les antojara salir corriendo desaforados. Clavó la vista en Michi, que lloraba a moco tendido pero hizo lo que ella le había dicho. Una vez que pareció haber pasado lo peor y él volvió a sentarse-a su lado, Marie lo acarició, mientras le murmuraba una y otra vez lo valiente que había sido.
La ruta parecía extenderse de forma interminable a lo largo del pueblo en llamas. Marie ya casi respiraba aliviada cuando doblaron para salir de él, pero entonces descubrió tres muertos más que yacían en una zanja llena de pastizales y que al parecer se les habían pasado por alto a los encargados de juntar los cadáveres. Se trataba de un hombre, una mujer y una niña. Marie estaba a punto de cerrar los ojos cuando, de pronto, advirtió un movimiento. Volvió a mirar y comprobó que un brazo de la niña se arrastraba por el suelo y que los dedos de su otra mano se abrían y cerraban de forma espasmódica.
Marie detuvo a los bueyes de un tirón, le dio las riendas a Mi-chi y se bajó de un salto.
—¿Ha sucedido algo? —le gritó Eva desde atrás.
—¡Creo que allí hay alguien con vida!
Marie se arrodilló junto a la niña y le rozó la mano, vacilante. El vestido de la pequeña, que tendría unos doce años, estaba empapado en sangre, pero su cuerpo aún estaba tibio y sus músculos se convulsionaban como si tuviera fiebre.
Uno de los hombres del mariscal notó que la yunta de Marie se había detenido y se acercó a toda prisa, furioso.
—¡Sube rápido a tu carreta y continúa tu marcha! Estás haciendo que se demore toda la expedición.
Marie sacudió la cabeza con vehemencia.
—Esta niña aún está con vida. No podemos dejarla así.
El guardia le echó un vistazo a la muchacha herida y escupió.
—Bah, no durará mucho más. Ya ves, está sangrando como un puerco en el matadero.
—Pero yo no dejaré que muera como un puerco. Eva, por favor, ven a ayudarme a cargarla en mi carreta.
La vieja vivandera se bajó del pescante, tiesa, y se acercó.
—¿Estás segura de lo que haces? —preguntó, vacilante.
—¡Oh, sí! Segurísima.
No quiso decirle que una vez ella también había estado tendida a la vera de un camino, ensangrentada y medio muerta, y que si ahora vivía era únicamente porque, a pesar de las burlas de sus compañeros de viaje, Hiltrud la había cargado en su carro tirado por cabras y la había atendido sacrificadamente. Sin prestar atención a los comentarios mordaces de algunos soldados que se habían detenido a observar, curiosos, Marie sacó a la niña de entre los muertos y la cargó hasta su carreta.
—¡Continúa conduciendo tú un rato! —le gritó a Michi—. Debo ocuparme de la niña herida.
Mientras el muchacho hacía avanzar a los bueyes, Marie depositó a la pequeña en una lona entre los barriles y los cajones bien amarrados que había en la parte de atrás de la carreta, le apartó del cuerpo el vestido, acartonado por la sangre seca, y lavó su cuerpo magro, que apenas dejaba entrever que alguna vez llegaría a pertenecer a una mujer. Luego se ocupó de las heridas abiertas que tenía en el muslo y en el hombro. Marie se alegró de que Hiltrud le hubiese dado sus hierbas y ungüentos. Atendió las heridas como había aprendido y envolvió a la niña en sábanas limpias.
La muchacha no recobró el conocimiento en todo el día, pero gritaba a cada rato y daba puñetazos a su alrededor, como enloquecida, de modo que Marie no pudo moverse un solo instante de su lado. No le quedó más remedio que sentarse junto a ella en un cajón, darle de beber agua y jugos a sorbos para bajarle la fiebre y calmarla con voz suave. Por la noche, Michi tuvo que encargarse de los bueyes y hacer la mayor parte del trabajo que usualmente hacía Marie, de modo que no pudo ir a ver al escudero de Gunter von Losen para charlar con él. Estaba tan furioso por ello que hubiese querido dejar todo y largarse, ya que los muertos, cuyos rostros lo perseguían como fantasmas, le habían demostrado lo importante que era estar armado para poder sobrevivir. Engulló su cena, malhumorado, y cuando iba a deslizarse en la oscuridad para por fin ir a visitar al caballero Gunter, Marie le pidió que fuera a buscar agua fresca para llenar el barril que estaba colgado de la carreta. Cuando hubo terminado, el corneta ya estaba anunciando el descanso nocturno, de modo que no le quedó más remedio que acostarse debajo de la carreta, envolverse en su manta y dormirse refunfuñando.
Capítulo VI
El despertar del día siguiente fue diferente al resto. Marie había pasado la mitad de la noche en vela al cuidado de la pequeña herida, y luego, al acostarse por fin a descansar, se había despertado una y otra vez sobresaltada por horribles pesadillas en las que los muertos adoptaban los rasgos de Michel. Cuando se levantó, cansada y con los miembros agarrotados, vio que la muchacha que había encontrado estaba despierta. Unos enormes ojos verdes la observaban temerosos desde un rostro magro con pómulos altos. La niña tenía las manos acalambradas y le temblaban los labios.
Marie le sonrió mientras dejaba caer unas gotitas de extracto de amapola en un vaso de agua.
—Toma, bebe. Esto hará que se calmen tus dolores.
Marie apoyó el vaso en los labios de la niña y le habló suavemente para tranquilizarla hasta que ella hubo bebido obedientemente su contenido. Poco después, el narcótico surtió efecto, los párpados de la muchacha se cerraron y, tras unos instantes, su respiración acompasada dejó entrever que se había quedado dormida. En ese momento comenzó a hacerse notar Trudi, quien, a diferencia de su madre, había dormido plácidamente durante toda la noche.
Mientras Marie le daba de comer a su hija, Eva trepó gimiendo a su carreta y espió hacia dentro.
—¿Ya te has arrepentido de haber levantado a este cadáver viviente? Cuando esta muchacha campesina se muera, tendrás que enterrarla, y no creas que yo te ayudaré a hacerlo.
Marie pensó que, hacía mucho tiempo, Hiltrud habría tenido que oír palabras muy similares, y entonces miró a Eva con ojos centellantes de furia.
—Cuando llegue el momento, haré más por ella de lo que hemos hecho por sus parientes y amigos.
La vieja vivandera se encogió de hombros.
—El emperador lo prohibió. Deberás acostumbrarte a esas cosas, de lo contrario no lograrás sobrevivir a las guerras bohemias. Pero ahora ven a desayunar de una buena vez. Algo está sucediendo en el campamento, y hay una vieja regla que dice que hay que llenarse el estómago mientras se pueda.
—¿Qué es lo que sucede? —preguntó Marie, confundida.
—-Debe de estar relacionado con los flamencos. Yo tampoco sé mucho más. Theres quiso ir a averiguarlo, pero uno de los guardias la echó.
Eva le hizo lugar a Marie para que ésta pudiera salir del interior de la carreta y sostuvo enseguida a Trudi, que había intentado bajarse detrás de su madre y. estuvo a punto de caerse entre la rueda y el acoplado. Marie le dio las gracias y dejó a la niña en brazos de la vieja vivandera, ya que en ese momento se acercó Donata tra-yéndole un pote con puré y un jarro de cerveza.
Mientras Marie comía, su mirada se paseó por el campamento. El sitio donde había pasado la noche el séquito del emperador con sus caballeros hervía como un hormiguero, y a pesar del ruido podían distinguirse con total claridad los improperios de los de Ap-penzell, emitidos por Urs Sprüngli, uno de los líderes de los infantes.
Eva se sentó junto a Marie, al tiempo que señalaba al suizo y meneaba la cabeza.
—Debe de haber sucedido algo bastante gordo, y no puedo decir que la situación sea de mi agrado. Mira, allá va el caballero Hein-rich. Tal vez él pueda decirnos algo. ¡Señor Heinrich! ¡Venid un momento!
Eva se puso de pie y comenzó a hacerle al caballero unas señas desesperadas.
Heinrich von Hettenheim se detuvo y se quedó mirándolas. Por un momento pareció que iba a seguir caminando, pero luego se acercó a la carreta de Marie. Su rostro estaba gris de preocupación.
—Los flamencos se escaparon anoche.
—Se ve que el espectáculo que vieron ayer les resultó demasiado —se burló Eva, a pesar de que no estaba de ánimo como para reír.
—Anoche, como tantas otras veces, volvieron a enviar un representante a hablar con el emperador para exigirle la soldada que les debe, y como éste volviera a negarse a pagarles, los mediadores profirieron unas amenazas tan desvergonzadas que Segismundo dio la orden de que los ataran a la picota y los azotaran como castigo por sus insolencias. Después los perdonó, pero en lugar de calmarlos, aunque hubiese sido con un gesto, volvió a hacerles las mismas promesas a medias de las veces anteriores. Sin embargo, nadie esperaba que el grupo entero desertara. —El caballero Heinrich descargó un furioso puñetazo contra la rueda de la carreta—. Esta campaña viene mal dada, y la razón no es el éxito del enemigo, sino la indecisión del emperador. Segismundo sueña con someter a los rebeldes bohemios, pero los husitas le inspiran tanto miedo que no se atreve a desafiarlos a una batalla decisiva. En su lugar, vaga sin rumbo fijo, dejando grandes regiones del imperio a merced de la devastación.
Marie sintió que el miedo que notaba en el estómago adoptaba la forma de un nudo helado.
—¿Cómo seguirá todo?
—El emperador considera una desgracia el hecho de que los flamencos hayan desertado, pero cree que tenemos suficientes hombres armados e infantes como para poder continuar con la avanzada. Yo temo que se equivoque. El ejemplo de los flamencos podría llegar a cundir.
Eva lo miró torciendo la cabeza.
—¿Entonces creéis que habrá más soldados que continúen fugándose en secreto?
—Yo no apostaría a lo contrario. Pero ahora debo ocuparme urgentemente de mi propia gente para que no se les ocurra a ellos también salir disparando en la dirección errónea.
El caballero se despidió de las dos mujeres con un gesto breve y luego desapareció con paso rápido.
Marie se quedó observándolo y suspiró.
—Espero que se equivoque.
—Puedes esperar todo lo que quieras, pero no te asombres de nada. Parece que la gente del mariscal está llamando a los soldados a proseguir la marcha. Iré a mi carreta a preparar todo para estar lista.
Eva se bajó de la carreta de Marie y trepó a su propio carro. Marie echó un vistazo a la yunta y vio que los bueyes estaban sin abrevar ni alimentar.
—Michi, ¿dónde estás? —exclamó, furiosa. El muchacho no apareció por ningún lado. Se juró darle una filípica en cuanto apareciera y le ordenó a Trudi permanecer en la carreta mientras ella misma se encargaba de hacer el trabajo. Mucho antes de que terminara se acercó un guardia y le exigió con rudeza que enganchara a los animales y se alineara en la caravana de la expedición. Marie les quitó el alimento a los bueyes a pesar de sus gruñidos de decepción y aparejó los arreos. Por lo general, Michi al menos la ayudaba a hacer eso, pero esta vez tuvo que arreglárselas sola. El guardia regresó, golpeó una de las ruedas de la carreta con su vara y la increpó.
—¡He dicho que te apures, mujerzuela estúpida!
—Podría hacerlo más rápido si tú me echaras una mano —le espetó Marie por toda respuesta. Se apresuró a atar las correas de tiro a la carreta, cogió las riendas y se sentó en el pescante.
—Bien, ya estoy lista..
Sin embargo, el guardia ya había proseguido su marcha. Marie agitó el látigo sobre las orejas de los bueyes. Los animales se pusieron en movimiento, pero pronto tuvieron que detenerse porque la columna del ejército se había atascado, y así siguió durante todo el día. A pesar de todos los esfuerzos del mariscal y de sus guardias, la expedición se detenía una y otra vez. Marie se alegró de las pausas, ya que le daban la oportunidad de ocuparse de la niña herida que había encontrado. Por la tarde, la pequeña volvió a despertarse, bebió un sorbo de agua y también masticó un bocado del trozo de pan que Marie le ofreció. Mientras comía, se quedó observando a su cuidadora, abriendo mucho los ojos y sin pronunciar palabra.
Marie le acarició la frente y le sonrió como para darle ánimos.
—Yo soy Marie, ¿y tú?
La muchacha abrió la boca e intentó decir algo, pero no pudo emitir palabra. Con un gesto desesperado, levantó la mano y se la llevó a la garganta.
Marie se inclinó sobre ella, preocupada.
—¿Qué te sucede? ¿Te pegaron en el cuello o trataron de ahorcarte? ¿Es por lo que no puedes hablar?
La niña agitó los brazos como si estuviera remando y emitió algunos sonidos guturales.
Marie pensó si acaso una tisana de salvia y plantago mayor podría ayudar a la muchacha, pero en ese momento el guardia golpeó el acoplado de la carreta, gritando que había que seguir.
—Debo regresar al pescante —le explicó Marie a la muchacha al retirarse. Antes de poner en marcha a los bueyes, volvió a asomar la cabeza y le pidió a Trudi que le suministrara un poco de agua a la niña herida. Su hija arrastró la botella hasta donde estaba la muchacha y trató de llevársela a la boca, pero no logró levantar el recipiente, que era demasiado pesado. La niña le quitó a Trudi la botella de cuero de las manos antes de que se le cayera en la cara. Marie, que miraba a cada rato hacia el interior de la carreta, suspiró aliviada al ver que la muchacha podía arreglárselas sola, ya que ella ya no podía dejar el pescante porque ahora la expedición arrancaba y volvía a detenerse a intervalos cada vez más breves.
Al cabo de un rato en el que Marie se quedó con la mirada fija en las espaldas de los infantes que marchaban delante de ella, medio perdida en sus pensamientos, sintió que alguien le tiraba de la manga. Era Trudi, que señalaba enérgicamente hacia el interior de la carreta.
—Nena aua —explicó la pequeña.
Marie echó un vistazo a su alrededor para ver si había alguien cerca que pudiera sostenerle las riendas por un rato, pero como no divisó a nadie, las enganchó en el palo previsto para esos casos y descendió. La muchacha que había encontrado señalaba hacia su bajo vientre con el rostro desfigurado, temblando casi del esfuerzo que debía hacer para retener el contenido de su vejiga. Marie extrajo de una de las cajas un recipiente adecuado para estos casos y se lo puso debajo del cuerpo.
—Creo que esto va a funcionar. Yo sé lo que es estar muy apurada y no querer mojar el lecho en donde una está acostada.
El silbido penetrante de Eva arrancó a Marie de sus pensamientos, y al mismo tiempo oyó el grito de advertencia de Theres.
—¡La expedición se ha detenido!
Marie corrió hacia delante y tiró de las riendas. Por suerte para ella, al no contar con la presencia de su guía, sus bueyes ya habían aminorado la marcha, por lo que los infantes que la precedían no tuvieron necesidad de saltar a la zanja.
Capítulo VII
A la mañana siguiente, el caballero Heinrich trajo la noticia de que la noche anterior había desertado un grupo de infantes francos. Echando espuma por la boca, el emperador había enviado a algunos caballeros detrás de esos hombres para atraparlos, y luego había impartido la orden de permanecer todo el día en ese campamento. El tiempo transcurría inexorablemente, aumentando de forma constante la inquietud de los hombres; mientras tanto, las vivanderas se miraban, preocupadas. La inactividad forzada aumentaba el peligro de que el ejército se desmoronara, y al llegar la noche, el espectro gris del miedo se había apropiado incluso de los caballeros, ya que para el atardecer sus compañeros aún no habían regresado. A la mañana siguiente volvieron a desaparecer unas docenas de soldados, entre los cuales había también algunos soldados a caballo pertenecientes a la escolta directa del emperador, y el grito furioso de Segismundo se oyó en todo el campamento.
Eva salió a buscar a Donata para que la acompañara a coger leña para el fuego, y la encontró tirada entre sus cajas y cofres en parte saqueados, con la garganta degollada. Cuando la vieja vivandera volvió a salir, su rostro se asemejaba más que nunca a una calavera.
—¡Donata está muerta! ¡Saqueada y asesinada por nuestros propios soldados! ¡Santo Dios, qué horrible final para esa pobre desgraciada!
Oda comenzó a chillar.
—¡Engancharé mi yunta y me largaré de aquí! ¡No me quedaré ni un minuto más!
Theres lanzó una estruendosa carcajada.
—¿Acaso crees que podrías sobrevivir? Si no te pillan los bohemios, lo harán nuestros propios desertores, y temo que ellos no serán menos brutales que el enemigo a la hora de matarte.
Marie sentó a Trudi en el interior de la carreta y le dijo que se quedara con la enferma. Luego miró la carreta de Donata y se estremeció.
—Debemos informar al mariscal del asesinato y luego pedirle al caballero Heinrich que nos ponga guardias. De otro modo corremos peligro de que los próximos desertores vengan a buscar entre nosotras el dinero para financiar su viaje.
—Marie tiene razón —coincidió Eva—. Acompañadme, iremos a ver a Pauer de inmediato. —Se cubrió los hombros con la pañoleta a pesar de que el sol ya estaba entibiando el paisaje y partió con pasos pesados. Marie y las demás la siguieron. Sin embargo, cuando se entrevistaron con el mariscal, éste no les prestó demasiada atención. Pauer tenía que atender otros problemas más importantes que el asesinato de una simple vivandera, y cuando Eva mencionó a Heinrich von Hettenheim, pareció sentirse directamente aliviado.
—Sí, id a hablar con él, informadle acerca del asunto y decidle de mi parte que ponga algún guardia para que os custodie.
Tras pronunciar esas palabras, se dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas.
Eva dejó escapar un comentario soez, pero lo hizo en voz tan baja que él ya no alcanzó a percibirlo, y después cogió del brazo a Marie.
—Esperemos que el caballero Heinrich sepa entender mejor nuestra situación; de lo contrario, tendremos que hacer guardia nosotras mismas por turnos.
Marie extendió sus manos.
—Probablemente, eso sería lo mejor.
—Yo prefiero a un muchacho fornido armado con una lanza. A esos tíos no se les puede sorprender por detrás, cosa que, al menos tratándose de Oda, no puedo asegurar. —Eva vio pasar a Anselm, el escudero de Heinrich, y lo llamó—. ¡Hey, muchacho! ¿Dónde está tu señor?
Anselm se detuvo, vacilante, y comenzó a escarbar el suelo con el pie, nervioso.
—¡Con nuestra gente! No creo que tenga tiempo para vosotras, ya que en nuestro campamento hay un lío infernal.
—Anoche asesinaron a Donata y le robaron todo su dinero —le informó Eva.
Anselm apretó los puños.
—¿Donata está muerta? ¡Que el diablo se lleve a los que hicieron eso!
Marie se impacientó.
—Las maldiciones no nos servirán de ayuda cuando deserten los próximos y nos degüellen antes de largarse. Necesitamos hombres que monten guardia para protegernos.
Anselm se estremeció ante el tono enérgico de Marie, pero luego asintió, solícito.
—No os preocupéis, no os sucederá nada, aunque para ello Görch y yo tengamos que pasar todas las noches en vela. Por supuesto, le contaré a mi señor lo que ha sucedido y regresaré más tarde con su respuesta. ¿Os viene bien que regrese a mediodía?
—Al que le viene bien acudir a mediodía es a ti, ya que entonces podrás servirte un plato de nuestra sopa. Pero no seáis tímidos y acercaos con confianza. Tenemos comida suficiente para vosotros también. Hasta entonces, ve con Dios. —Eva despidió a Anselm con un gesto afirmativo, aliviada, al tiempo que animaba a sus compañeras con la mirada—. Vamos, volvamos a ocuparnos de las cosas de Donata; de lo contrario, Oda se quedará con las mejores mercancías.
Marie la miró, asustada.
—¿Insinúas que nos repartamos las posesiones de Donata entre todas?
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? ¿Acaso quieres esperar hasta que otras personas le hayan vaciado la carreta?
—Pero seguramente tendrá algún pariente o algún otro heredero.
Eva lanzó una carcajada furiosa.
—Si hubiese tenido hijos o un esposo, habríamos guardado para ella una parte de las ganancias resultantes de la venta de sus mercancías. Pero Donata nunca mencionó a ningún pariente, de modo que sus herederas somos el resto de las vivanderas. Ésa es la costumbre, hija.
Marie no opuso más reparos, y cuando hallaron a Oda revolviendo la carreta de Donata, Marie terminó incluso por darle la razón a Eva en silencio.
—¿No podías esperar hasta que le hayamos dado a Donata cristiana sepultura? —le espetó a aquella codiciosa mujer.
Oda señaló con la mano hacia un lugar algo apartado donde un par de soldados estaba cavando una tumba.
—Les ofrecí a esos tíos tocino y un vaso de vino a cada uno para que enterraran a Donata. Así que ahórrate tus discursos santurrones y no me hagas perder más tiempo.
Mientras decía eso, volvió a trepar al interior de la carreta con la agilidad de una ardilla, sin que su abultado vientre le resultara obstáculo alguno, para continuar revolviendo ruidosamente entre las cosas de Donata. Marie no quiso participar de aquel saqueo propio de chacales y se dirigió a la tumba, que ya tenía la profundidad suficiente como para que los lobos no pudieran desenterrar el cadáver. Rezó una oración por Donata, ya que, a pesar de que durante los meses compartidos no había llegado a trabar amistad con ella, sí habían sido buenas compañeras.
Trudi, que en el ínterin ya había aprendido a bajarse sola de la carreta, corrió hacia su madre con pasitos apurados, temerosa, se abrazó a ella y se quedó observando cómo los soldados terminaban de echar tierra sobre el cadáver y la apisonaban con los pies. La pequeña no comprendía lo que acababa de suceder. Sin embargo, cuando Marie unió sus manos, la soltó y la imitó. Poco después, Eva y Theres también llegaron a despedirse de su camarada muerta. La única que no apareció fue Oda.
Después de pronunciar una breve oración, Eva apoyó su mano derecha en el hombro de Marie.
—Hemos llevado a tu carreta la parte que te corresponde. Si bien no hay nada de gran valor, al menos tienes tela, mantas y algunas prendas que podrás utilizar para tu protegida. Claro que tendrás que arreglar* un poco las prendas de Donata, ya que obviamente son demasiado grandes para ella.
A Marie le resultaba difícil darle las gracias, pero tampoco quería ofender a la anciana. Por eso asintió con la cabeza, al tiempo que dirigía la vista hacia su carreta.
—Ha sido un gesto muy amable por vuestra parte el haber pensado en Anni.
—¡Ah! ¡Así que se llama Anni! ¿Por fin comenzó a hablar?
—No, todavía no. Pero como yo quería poder llamarla de algún modo, anoche comencé a decirle un nombre tras otro hasta que por fin asintió con la cabeza. En realidad, fue muy sencillo. Debería ir a ver cómo está.
Marie alzó a Trudi en brazos y regresó a su carreta. Junto a la rueda delantera halló sobre una manta las cosas que Eva había escogido para ella de la herencia de Donata. Sólo les echó un breve vistazo, y luego subió a la carreta para ocuparse de Anni. Para su sorpresa, encontró asombrosamente animada a la niña herida. La fiebre había cedido y la muchacha estaba masticando un trozo de pan viejo. Marie replicó a la mirada tímida de la niña con una sonrisa, le sirvió un vaso de agua de la cantimplora y comenzó a cambiarle los vendajes.
—Esto parece ir muy bien —comentó, satisfecha—. Muy pronto podrás salir de la carreta. Mientras estemos acampando aquí, te pondré una lona para protegerte del sol, así puedes tenderte en el pasto, y cuando reanudemos la marcha te sentarás a mi lado, en el pescante. Porque para una convaleciente, el aire y la luz son tan importantes como dar con la medicina adecuada. —Anni asintió, solícita, y comenzó a instarla con gestos para que la sacara al aire libre. Marie soltó una carcajada suave—. No tan rápido, pequeña. No querrás andar por ahí fuera toda desnuda como si fueses un bebé. Al menos espera a que te haya arreglado alguno de los vestidos de Donata.
Marie dejó la carreta para ir a retirar la parte de la herencia de Donata que le había tocado y dejó a un lado la blusa más fácil de reformar. Después se sentó sobre el pescante y comenzó a deshacer las costuras y a volver a coser las partes entre sí.
Cuando Górch apareció a mediodía, Marie le pidió que la ayudara a bajar a Anni de la carreta y depositarla sobré un lecho blando de follaje. El escudero participó activamente en el traslado, mientras le informaba a Marie de que su amigo Anselm le había transmitido al caballero Heinrich la petición de las vivanderas.
—Mi señor en persona, Anselm y yo nos turnaremos para montar guardia para protegeros —agregó, diligente. Marie asintió agradecida y le cortó un trozo extra de tocino del ancho de un pulgar. Górch lo degustó con gran apetito, luego guardó en un canasto los cuatro cacharros de cerámica en los que Eva había servido el almuerzo para ambos caballeros y sus escuderos y se dirigió con su carga hacia el sector del campamento en el que Heinrich von Hettenheim se había instalado con su gente.
Marie estaba convencida de que como muy tarde a la mañana siguiente el ejército reanudaría su marcha, pero el emperador, que seguía aguardando a los jinetes que había enviado, se quedó en su carpa, adornada con cintas de color púrpura y blasones bordados, sin poder tomar una decisión y lamentándose de su suerte. Los sucesos de los últimos días parecían haberle arrebatado el último resto de su capacidad de acción, ya que no daba la orden de seguir avanzando, pero tampoco terminaba de decidirse a retroceder.
Marie estaba contenta con esa pausa, ya que la tranquilidad permitiría que las heridas de Anni sanaran mucho más rápido que viajando en la carreta a saltos. La muchacha se recuperaba a una velocidad asombrosa y muy pronto ya no quiso estar acostada sin hacer nada. Górch, que siempre andaba dando vueltas por la carreta de Marie para ayudar un poco y obtener a cambio unos tragos de vino, comenzó a llevarla a caminar unos pasos, y más tarde le hizo una muleta para que pudiera cubrir distancias cortas a pesar de su pierna lastimada. Si bien Marie la regañaba cuando andaba demasiado entre las carretas de las vivanderas, observando todo con curiosidad, al mismo tiempo estaba feliz de que Anni comenzara a mostrar alegría de vivir. Evidentemente, el destino no solamente le había arrebatado la voz, sino que también le había borrado los recuerdos de la masacre en su pueblo natal.
Esa noche, tras un sueño largo y confuso, Marie se quedó despierta un buen rato, preguntándose si acaso Michel habría tenido un destino similar al de Anni. ¿Podría ser que estuviese viviendo como un mendigo en alguna parte, mudo y sin memoria? Si ése era el caso, sólo le restaba esperar hallarlo pronto para poder llevarlo a algún lugar en donde estuviese a salvo.
Los días siguientes podrían haber sido ideales para recuperar fuerzas de no haber sido porque su situación se tornaba cada vez más desesperante. Heinrich von Hettenheim y el resto de los caballeros maldecían y protestaban por estar condenados a la inactividad y porque las condiciones en el campamento iban empeorando día a día. Durante el día, el confesor del emperador predicaba la virtud de la paciencia durante los largos sermones ordenados por Segismundo, virtud difícil de sostener, incluso para los mejor predispuestos, en vista de los excrementos humanos y de animales que iban acumulándose y del agua que ya casi no podía beberse, por lo que noche tras noche seguían desertando más soldados. Algunos de los caballeros francos y suabos comenzaron a hablar primero en voz baja pero luego cada vez más abiertamente de separarse del ejército y emprender por cuenta propia el camino de regreso a su patria, mientras que los leales presionaban al emperador para que tomase una decisión.
Con gran espanto comprobaron que Segismundo, que siempre se había caracterizado por sus titubeos, se aferraba a su investidura como un niñito caprichoso, lamentándose lloroso por la ausencia de los grandes señores del imperio, sobre todo la de su yerno, Alberto V de Austria. En vista de esta situación, los caballeros imperiales, que solían sentirse orgullosos de no tener que llamar «su señor» más que al emperador, también comenzaron a desear tener en lugar de aquel anciano tembloroso un líder que tomara las riendas de la situación con energía para poder terminar aquella campaña con éxito a pesar de todos los contratiempos.
Al caer la tarde del sexto día, finalmente surgieron esperanzas cuando los soldados que estaban de guardia anunciaron que se acercaba un grupo numeroso de jinetes con banderín imperial. Sin embargo, no se trataba de refuerzos, sino de la avanzada de Falko von Hettenheim, a la cual se habían unido algunos de los caballeros enviados. Los hombres estaban agotados y en su mayoría tan heridos que necesitaban atención, por lo cual durante los siguientes días y semanas terminarían siendo un estorbo más que un refuerzo. Más de un caballero en el campamento se puso a buscar en vano a sus amigos y parientes dentro del grupo de hombres que había acompañado a Hettenheim, ya que más de la tercera parte de ellos había perecido en las profundidades de los bosques de Bohemia.
Falko von Hettenheim hizo detener a sus hombres cerca de las vivanderas y buscó a Marie con ojos ardientes. Luego se apeó de forma abrupta del caballo, arrojándole las riendas a un siervo que se acercó corriendo.
—Lleva al caballo a caminar un rato y cepíllalo bien —le ordenó al hombre mientras se dirigía con paso firme hacia el sector del campamento en donde estaba la suntuosa carpa del emperador. Segismundo estaba esperándolo en la entrada.
—Por fin llegáis, señor Falko. ¡Ved en qué situación tan calamitosa me habéis sumido! —lo saludó, malhumorado.
Falko se enjugó el sudor y el polvo de los ojos y le mostró los dientes.
—No he hecho más que cumplir vuestras órdenes, su majestad. Sólo que esperaba que avanzarais a mayor velocidad. He perdido a muchos de mis hombres porque los bohemios lograron infiltrarse en nuestras filas, por lo cual hemos debido luchar para abrirnos camino hacia vos.
Por un instante, pareció que el emperador mandaría castigar a Hettenheim de inmediato por aquellas palabras reprobadoras, pero luego volvió a echar los hombros hacia delante y entrelazó las manos.
—La suerte me está siendo adversa, señor Falko. Constantemente hay soldados que desertan, y ya no puedo confiar tampoco en aquellos que han permanecido conmigo. Ante el primer husita que se nos cruce en el camino, huirán como liebres.
—Si fuera sólo un husita, o cien, o incluso mil, podríamos acabar con ellos —respondió Falko von Hettenheim, frunciendo el entrecejo—. Pero su líder, ése a quien llaman Prokop el Grande, venía pisándonos los talones con más de seis mil hombres y quinientos carros, y llegará aquí a más tardar en cuatro días.
Segismundo sintió pánico.
—¿Habéis dicho seis mil bohemios? ¡Por Dios, estamos perdidos!
Falko von Hettenheim cruzó los brazos delante del pecho y observó al emperador con gesto sombrío.
—Si nos disponemos a luchar, sin duda. Pero aún estamos a tiempo de emprender la retirada de forma ordenada. Pero debemos darnos prisa, ya que los bohemios avanzan a una velocidad asombrosa.
El emperador alzó las manos.
—¿Qué me aconsejáis?
—Vuestra vida es demasiado valiosa como para permitiros caer en manos de los bohemios, su majestad. Por esa razón, propongo que mañana al amanecer os pongáis en marcha con un grupo de caballeros valientes y leales y que os repleguéis cuanto antes a Nú-remberg o a cualquier otro lugar fortificado en donde podáis poneros a salvo de la chusma bohemia. El resto del ejército deberá seguiros con un intervalo de algunas horas, tomando distintos caminos para despistar al enemigo y distraerlo de vuestra posición. Si Dios nos ayuda, todos lograremos sobrevivir, y si no, al menos de este modo perderemos solamente parte de las tropas, y no al ejército entero.
Falko Von Hettenheim pronunció esas palabras con tanta fluidez como si ya las hubiese preparado con anterioridad.
El emperador asintió, visiblemente impresionado.
—¿Seréis vos el encargado de escoltarme?
El caballero Falko levantó la mano en señal de rechazo.
—No, su majestad. Con vuestro gentil permiso, preferiría encargarme de comandar las tropas que queden rezagadas. Necesitarán un comandante que conozca el territorio y a los bohemios para poder evitar pérdidas desmedidas. En cambio, vos necesitáis de un guerrero valiente que sepa obedecer órdenes. Por eso propongo a mi primó Heinrich como líder de vuestra escolta. Él sabrá luchar si algún grupo bohemio se atreve a ponerse en vuestro camino.
El emperador parecía indeciso, ya que hubiese preferido confiar su propia seguridad a Falko Von Hettenheim. Sin embargo, siendo la cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico, no podía dar la impresión de que era capaz de abandonar a sus caballeros y a sus soldados con tal de salvar su propio pellejo, y si había algún hombre capaz de poner a salvo los tristes restos de su ejército, a sus ojos ese hombre era el que tenía enfrente. Pensó en las hordas de husitas, que de acuerdo con las palabras de Falko se acercaban a toda marcha, y sintió escalofríos. Prokop el Grande, el tosco comandante de los rebeldes, haría todo lo que estuviese a su alcance para hacerle prisionero, y entonces él correría la misma suerte que el sacerdote martirizado del pueblo saqueado. Según le habían dicho, los husitas habían proferido amenazas de ese tipo en reiteradas ocasiones. El emperador sacudió sus pensamientos sombríos con un profundo suspiro y miró a Falko Von Hettenheim con una expresión de súplica tan intensa como si estuviese esperando que obrara el milagro de salvar su corona bohemia.
—Seguiré vuestro consejo, señor Falko. Impartid a vuestro primo la orden de reunir el grupo de hombres que me acompañarán y asignadle una parte del bagaje.
—Oh, no, señor, os suplico que no os recarguéis con bagajes. ¡De hacerlo, avanzaréis de forma demasiado lenta, y entonces los bohemios podrían alcanzaros! —rechazó Falko con vehemencia, al tiempo que ocultaba una sonrisa. Parte de su plan consistía en mantener el bagaje junto al cuerpo principal del ejército. Sólo así lograría apoderarse sin problemas de Marie Adlerin y terminar de perpetrar su venganza contra ella y su esposo.
—-Tenéis razón, señor Falko, los bagajes no harían más que retrasar innecesariamente mi retirada.
El emperador suspiró profundamente y le hizo señas a János para que se acercara.
—Llama a mis sirvientes. Partiremos mañana al amanecer, pero no con carretas, sino que llevaremos nuestro equipaje sobre los animales de carga.
El húngaro asintió en silencio y abandonó la carpa. Falko Von Hettenheim se frotó su sucia barbilla con la mano derecha, que estaba enguantada, intentando disimular un poco su alegría.
—Si me lo permitís, su majestad, me gustaría comer algo e ir a ver a mis hombres, que tampoco han probado bocado durante los últimos dos días.
El emperador levantó la mano en señal de consentimiento.
—Hacedlo, señor Falko, pero no olvidéis encargaros de mi escolta.
Falko inclinó la cabeza, sonriente.
—Estará lista para acompañaros mañana a primera hora, su majestad.
Con estas palabras, Falko dio media vuelta y salió detrás déjanos. Sin embargo, una vez fuera, no se dirigió hacia donde estaba el carro de provisiones, sino que caminó por entre las carpas hasta encontrar el blasón de Gunter Von Losen. Su amigo franco ya estaba aguardándolo sin poder contener su impaciencia. Sin embargo, antes de que pudiera hacerle la primera pregunta, Falko le ordenó encargarse de servirle un potente tentempié.
Gunter Von Losen mandó a su escudero a buscar la comida y se quedó examinando a Falko con gran curiosidad.
—Tienes cara de haber sufrido una campaña muy dura.
Falko Von Hettenheim hizo un gesto de desdén.
—Lo de siempre. Sólo los últimos días fueron un poco más críticos porque una patrulla bastante importante nos había bloqueado el camino de regreso. Sufrimos algunas bajas, pero seguramente los bohemios lamentaron el encontronazo mucho más que nosotros.
Gunter Von Losen asintió, impresionado.
—Deben de haber sido los mismos tíos que la semana pasada arrasaron con un pueblo y masacraron a sus habitantes pocas horas antes de que nosotros llegáramos. El emperador debe de estarte muy agradecido por haber acabado con esos cerdos.
—El emperador tiene pánico de que los bohemios lo atrapen y se diviertan haciéndole esas barbaridades a él —se burló Falko—. Está demasiado viejo para conducir a un ejército a librar una batalla, y tal vez lo esté también para llevar las coronas que ostenta. Le aconsejé regresar mañana temprano a Núremberg con un grupo suficiente de hombres que lo cubran.
—Y el comandante de esa escolta eres tú —lo interrumpió Gunter Von Losen, riendo.
Falko esbozó una amplia sonrisa irónica.
—¿Acaso crees que estoy loco? Esa tarea es ingrata, por lo que va mejor con mi honorable primo. Yo comandaré las tropas que se queden rezagadas.
—¿Tropas? Aquí no hay ningún ejército, aquí sólo hay hordas.
—Mayor aún será mi gloria si logro que la mayoría de la gente regrese sana y salva a su hogar.
Falko iba a decir algo más, pero en ese momento entró en la carpa el escudero de Gunter Von Losen trayendo una salchicha enorme, una hogaza de pan y un buen trozo de tocino.
—Enseguida traeré agua para lavarse y un jarro de vino —prometió, sin aliento, tras lo cual volvió a salir corriendo de inmediato. Falko extrajo su puñal, cortó una buena porción de tocino y se la metió en la boca. Mientras masticaba con la boca llena, observó a su amigo levantando una ceja.
—Has mantenido vigilada a Marie, ¿no es cierto?
Losen asintió y luego soltó una carcajada.
—¿Sigues pensando en esa mujerzuela incluso en la situación fatídica que estamos atravesando?
Falko dejó los dientes al descubierto y sonrió sin alegría.
—No he pensado en otra cosa que en ella durante toda la campaña. Cada vez que tenía una hembra bohemia debajo de mí, me imaginaba que era la mujer de Michel Adler, y mientras les apretaba la garganta, fantaseaba con el momento en que tenga el pescuezo de esa mujerzuela en mis manos y vaya retorciéndoselo lentamente.
—¡Yo también quiero poseerla! Si la matas antes, no soy más tu amigo —respondió Losen con un destello de lujuria en los ojos—. A propósito, me he enterado de algunas cosas más gracias al mocoso que anda con ella. No fue fácil sonsacarle la información, pero sé que la mujerzuela lleva algo de oro encima. Ese oro podría venirnos muy bien.
El caballero Falko se encogió de hombros.
—Por mí, puedes quedarte con todo el oro, y también puedes usar a la mujerzuela, pero después de mí. ¡Juro por Dios que me pagará esas carcajadas burlonas que me dedicó en el torneo de Nú-remberg!
Al pronunciar esas palabras, su rostro adquirió una expresión tan vengativa que Losen deseó no quedar expuesto a la ira de su amigo jamás.
Capítulo VIII
La orden de escoltar al emperador cogió completamente por sorpresa a Heinrich Von Hettenheim, por lo cuál prácticamente no le quedó tiempo para despedirse de Marie y del resto de las vivanderas. Heribert Von Seibelstorff también se hallaba entre los que escoltarían al emperador y estaba absolutamente fuera de sí por tener que dejar atrás a Marie. Como ambos escuderos debían acompañar a sus señores, ya no quedaría nadie para proteger a las vivanderas. Por un lado, Marie se alegró de poder escapar por un tiempo de las miradas románticas del joven Seibelstorff, pero la sola idea de estar inmersa en la retaguardia, que los husitas seguramente atacarían primero, hacía que el corazón se le subiera a la garganta.
A la mañana siguiente, Eva, Theres y ella se quedaron contemplando cómo el emperador se replegaba junto con los caballeros responsables de su seguridad, dejando a su ejército en medio del territorio enemigo. Si bien Segismundo se preocupó por transmitir una imagen de confianza, las vivanderas percibieron su miedo y se preguntaron si acaso los enemigos ya estarían en marcha hacia allí.
Cuando la tropa de jinetes quedó fuera del alcance de su vista, Eva escupió con desprecio.
—Ahí se va cabalgando, el noble señor, para salvar su pellejo imperial. Le importa una mierda lo que nos suceda a nosotros.
Marie indagó en la expresión de la anciana.
—¿Tú también tienes la sensación de que está huyendo del enemigo?
—¿De qué otra forma definirías su comportamiento si no? —respondió Eva con ironía.
Theres se puso en medio de las dos y las cogió de los hombros.
—He oído que quien manda ahora aquí es Falko Von Hetten-heim, que regresó ayer.
Marie apretó los dientes. Esa noticia era peor que la de la avanzada husita. Podría decirse que ahora estaba a merced del hombre que había traicionado a Michel, ya que no había nadie más en todo el campamento que pudiese llegar a intervenir si él le ponía las manos encima. Lo único que podía hacer era mantenerse alerta para que él no la sorprendiera bañándose o buscando agua en el manantial, ya que al menos le cabía esperar que él no quisiera arruinar su reputación violándola en medio del campamento. Siguió conversando un rato más consus compañeras, que estaban demasiado preocupadas por sí mismas como para darle particular importancia a los nervios de ella, y finalmente regresó a su carreta.
Allí encontró a Anni temblando en su lecho, semiinconscien-te, dando golpes a su alrededor. Por eso volvió a cambiarla y comenzó a hablarle suavemente para tranquilizarla.
—Te haré un té para que puedas dormir tranquila.
Mientras ella se ocupaba de Anni, Trudi descendió de la carreta sin ser vista y se dirigió tambaleando hacia donde estaba Eva para suplicarle que le diera ciruelas. La vieja vivandera le acarició los cabellos.
—¡Pero claro, Trudi! Yo siempre tengo algo rico para ti. ¡Ven conmigo!
Mientras la pequeña seguía a Eva dando gritos de júbilo, Marie puso el caldero de agua a calentar en el trípode que estaba sobre el fuego y comenzó a cambiarle los vendajes a Anni.
—Las heridas están sanándote muy bien, mi pequeña. En realidad, ya deberías estar fresca como una lechuga en lugar de quedarte temblando en la cama. No tienes fiebre. ¿De qué tienes tanto miedo? ¿Estás recuperando la memoria?
Anni se encogió de hombros, meneó la cabeza y contempló a su cuidadora con gesto desamparado. A Marie no le quedó más remedio que alcanzarle el té preparado con hierbas tranquilizantes y contemplar cómo su protegida bebía el mejunje en pequeños sorbos. Por un instante, a Marie se le apareció ante la vista el rostro de Michel, y se preguntó qué sería de él. ¿Estaría llevando una vida miserable, mudo y sin memoria como ella? ¿Estaría en la puerta de una iglesia, sentado en las escalinatas, extendiendo la mano para recibir las limosnas piadosas que los ricos hacían repartir a sus sirvientes? No había prácticamente ninguna otra opción para un sobreviviente que la guerra habría convertido en un lisiado desamparado. Marie reprimió esa idea enseguida, le secó a Anni los cabellos mojados de sudor y esbozó una sonrisa. Sin embargo, al darse la vuelta comenzó a retorcerse las manos en el pecho porque si ella no llegaba a sobrevivir a aquella campaña fallida, quizá tampoco quedarían esperanzas para Michel.
Entretanto, Falko Von Hettenheim había dividido en tres secciones al ejército dejado por el emperador y había dado la orden de partir a la primera apenas una hora después de la partida de aquél. Como comandante había puesto a Volker Von Hohenschalkberg, a quien entregó una parte del bagaje, varias prostitutas y a Theres, la vivandera. Recibieron la orden de partir tan de repente que a Theres casi no le quedó tiempo para despedirse. Eva tuvo que ayudarla a aparejar a los bueyes porque de otro modo no habría estado lista a tiempo.
Cuando ya estaba sentada en el pescante, Theres se acordó de Marie y se puso a mirar en la dirección en la que se encontraba su carreta para ver si la encontraba, pero no vio a nadie. Iba a volver a bajarse, pero los guardias apuraban con tal vehemencia la partida que sólo atinó a gritarle a Eva que le mandara a Marie saludos de su parte.
—¡Dile que volveremos a encontrarnos en el punto de reunión!
Diciendo esto, sacudió el látigo y puso en marcha a los bueyes. Eva agitó los brazos y se quedó mirándola unos instantes, luego alzó a Trudi y regresó a su carreta para preparar todo por si ordenaban una partida repentina.
Poco después se retiró la segunda sección. La tropa salió detrás de la gente del caballero Volker, pero debía desviar el rumbo a las pocas millas. En esta sección iban la mayoría de los pertrechos, el resto de las prostitutas y Oda. Cuando la vivandera se puso detrás de los soldados de infantería, dispuestos en una larga doble fila, en lugar de despedirse de Eva le dedicó un resoplido de desaprobación.
En último término habían quedado, además de Eva y de Marie, otros doscientos caballeros y soldados a caballo armados, un centenar de soldados de infantería y aquellos bagajeros que se necesitaban para las carretas de provisiones que quedaban. A Marie le generaba aún más inquietud que a su compañera el hecho de haber tenido que quedar precisamente en la sección comandada por el caballero Falko, pero intentó consolarse con la idea de que en unos pocos días podría volver a reunirse con Heinrich Von Hettenheim. Hasta entonces tendría que mantenerse alerta y bajo ningún concepto debía permitir que la alejaran del resto.
Si Falko Von Hettenheim hubiese podido leerle los pensamientos a Marie y el miedo que escondía detrás de su semblante sereno, se habría sentido aún más triunfante. La sabía atrapada como un gorrión en su mano, y mientras avanzaba por entre las filas de los soldados ordenándoles que se prepararan para la partida, ya comenzaba a saborear su venganza de antemano. Al igual que Gun-ter Von Losen, ese día había renunciado a vestir su armadura, ni siquiera llevaba una cota de malla, sino apenas un sayo de cuero firme debajo de la guerrera. Le sonrió a su amigo, que ya tenía una expresión de deleite anticipado en el rostro, al tiempo que señalaba hacia las carretas de las vivanderas.
Losen asintió con una sonrisa irónica y se dirigió deprisa hacia la carreta de Eva.
—Hey, vieja, engancha de una buena vez, partiremos de inmediato. Hoy irás delante de la carreta de provisiones.
Eva no cuestionó la orden, sino que apretó los labios y fue en busca del primero de sus dos jamelgos escuálidos para engancharlos a su carreta. Al hacerlo, echó un vistazo hacia donde estaba Marie, que se había retrasado haciéndole las curaciones a Anni y ahora tenía tanto para hacer que no sabía por dónde empezar. Cuando Eva terminó de enganchar el segundo caballo, quiso ir a ayudarla, pero Gunter Von Losen la obligó a subirse al pescante con gritos furiosos.
—Arranca de una buena vez, maldita bruja, las carretas de provisiones ya están partiendo.
—Pero Marie... —repuso Eva.
—Marie irá la última. ¡Y ahora mueve ese carro destartalado de una vez por todas!
Como Eva no reaccionaba, el caballero le arrebató el látigo y la amenazó con él. Eva agachó la cabeza, asustada, y estaba por azuzar a sus caballos cuando vio que Trudi estaba parada al lado de su carreta. Sabía que Marie no podría atender a la niña mientras enganchaba a los bueyes.
—Alcanzadme a la pequeña y avisadle a Marie de que está en mi carreta —le pidió a Gunter Von Losen. Éste hizo un gesto despectivo, y amagó con dar media vuelta e irse, pero entonces recordó que Falko no quería llamar la atención. De modo que cogió a Trudi como si fuera un paquete y la puso en brazos de Eva.
—Aquí está la criatura. ¡Ahora, mueve de una vez esos caballos famélicos o me encargaré de que te quedes aquí como botín para los husitas!
Eva chasqueó la lengua y puso en marcha a sus mansos caballos, guiándolos hacia el camino al tiempo que dejaba escapar Un silbido estridente. Tal como esperaba, Marie asomó la cabeza desde el interior de su carreta y la miró con expresión interrogante.
—¡No te preocupes por Trudi! ¡Me ocuparé de la pequeña hasta la próxima parada! —le gritó.
Marie hizo señas de que le había entendido y continuó trabajando denodadamente. Era la primera vez que el ejército partía con semejante apuro, y eso no la ofuscaba menos que el hecho de que otra vez Michi no aparecía por. ninguna parte. Maldijo su impuntualidad y se juró enviarlo de regreso con sus padres en cuanto se le presentara la ocasión.
No sospechaba que esta vez estaba siendo injusta con el muchacho. Si bien Michi había ido con Losen para ayudar a su escudero a ensillarle el caballo, mientras le ajustaba la cincha al animal se dio cuenta de que Marie lo necesitaba mucho más.
—Continúa tú solo, Lutz. Debo ir con Marie —exclamó mientras salía corriendo. Sin embargo, no fue demasiado lejos, ya que a los pocos pasos apareció Losen de repente y lo cogió de la nuca.
—¿Adónde quieres ir?
Michi luchaba inútilmente por zafarse.
—¡Debo ayudar a Marie a enganchar a los bueyes!
—Ya se las arreglará sola. ¡Ve adelante a ayudar a los bagajeros!—le. gruñó el caballero.
—Ellos pueden hacerlo sin ayuda, pero Marie...
En ese momento, Losen lo soltó y le propinó una cachetada que lo arrojó al suelo.
—¡Vas a obedecerme, pedazo de mocoso desgraciado!
Michi se llevó la mano a la mejilla dolorida y notó que tenía sangre en los dedos. Asustado, levantó la vista en dirección al caballero, a quien hasta entonces había considerado un amigo, y cuando éste amagó con pegarle con el puño cerrado, se levantó espantado y salió corriendo detrás de la carreta de provisiones.
Entretanto, Marie lloraba de impotencia. El descanso prolongado no les había sentado bien a los bueyes, que se mostraron aún más tercos que de costumbre. Marie pudo ponerle el yugo al primero a duras penas, y después tuvo que atarlo a un árbol con las riendas porque quería escapársele con carreta y todo. Pero el segundo buey terminó siendo aún más terco. A pesar de que Marie lo sostenía de la argolla de la nariz y le pegaba con el bastón, el animal la arrastró una docena de pasos más por el campamento antes de permitirle a regañadientes que lo enganchara.
Cuando Marie finalmente lo logró, echó un vistazo rápido a su alrededor. Además del desbarajuste que había dejado el ejército, lo único que había quedado cerca era la carreta saqueada de Donata. La tropa ya se había puesto en marcha y la cola de la expedición se alejaba cada vez más de donde ella se encontraba. Por suerte, los bueyes estaban lo suficientemente descansados como para poder salvar rápidamente la distancia que la separaba de los demás, aunque para ello tendría que castigar con el látigo a los indóciles animales. Pero justo cuando estaba a punto de arrancar se dio cuenta de que Anni se había bajado de la carreta para aliviar sus esfínteres.
Marie saltó a tierra y estaba ayudando a la niña a trepar al pescante cuando aparecieron al lado dos jinetes. Se trataba de Falko Von Hettenheim y su amigo Losen. La expresión en sus rostros le infundió miedo a Marie, que alargó la mano en busca del látigo. Sin embargo, Falko fue más rápido que ella. Le arrebató el látigo y lo meció unos instantes en su mano. Luego tomó impulso y descargó un sonoro latigazo sobre Marie.
Al sentir en la piel el contacto con la tira de cuero, Marie soltó un gemido. No tenía sentido pedir auxilio, porque la cola de la expedición militar ya había desaparecido detrás de la primera curva y, aunque la hubiesen oído, probablemente nadie habría regresado a ayudarla.
Apretó los dientes y miró los lomos de sus bueyes. «Debo hacerlos andar y saltar con Anni a la carreta», pensó. Sabía que probablemente Falko sería más rápido que ella, pero al menos debía intentarlo. Como si hubiese estado leyéndole el pensamiento, el caballero extrajo su espada y la enterró en el cuerpo del primer animal. El buey se desplomó con un gemido, volvió a cocear una vez más y luego se quedó inerte. Casi en el mismo momento cayó al suelo sin cabeza el segundo animal tras un golpe de espada de Gunter Von Losen.
Marie retrocedió hasta que sintió la carreta a sus espaldas, pero antes de que pudiera pensar con claridad, Falko arrimó su caballo hasta donde estaba ella, la cogió de los cabellos y la arrastró un trecho. Luego la arrojó al suelo de un violento empujón. Marie se incorporó de un salto e intentó huir al bosque, en donde habría podido esconderse en la espesura de los árboles para escapar de los jinetes, pero en ese momento el caballero se apeó del caballo y se le echó encima.
—Ahora sí que tendrás tu merecido, ramera —exclamó, sujetándole los hombros contra el suelo.
La mano de Marie se deslizó por el costado de su falda buscando su cuchillo, pero esta vez Falko estaba prevenido y se lo birló de un puñetazo.
—¿A quién querías matar, a mí o a ti? —se burló, al tiempo que le introducía la mano por debajo de la falda y la pellizcaba en su zona más sensible. Marie pataleó como una salvaje tratando de quitárselo de encima, pero Gunter Von Losen, que se había acercado con mirada lujuriosa, la cogió del tobillo izquierdo y le giró la pierna do-lorosamente. En ese momento, Marie sintió que volvía a Constanza, a la mazmorra en la que había sido ultrajada por tres canallas, y lanzó un grito de espanto.
Falko apoyó el codo sobre su cuello, de modo que no podía ni respirar ni defenderse y luego le subió la falda entre risas, dejándole el pubis al descubierto. Después se llevó la mano a la bragueta para abrírsela, pero se lo pensó mejor y le arrancó la blusa de un solo tirón.
Losen se quedó contemplándole los senos, se puso la mano entre las piernas y gimió de lujuria.
—¡Vamos, Falko, apúrate, ya no aguanto más!
El caballero Falko lo miró con una sonrisa socarrona.
—Supongo que podrás aguantar hasta que haya acabado con esta ramera, amigo.
Después se manoseó la bragueta y extrajo su miembro. Marie supo que ya no había escapatoria. No le quedaba más remedioque volver a hacer suyas las enseñanzas de sus años errantes e intentar vivir aquello como si le estuviese sucediendo a otra persona. Relajó su cuerpo hasta sentirlo como un saco sin huesos, y cuando el caballero la penetró de una violenta embestida, no pudo gozar del triunfo de ver dolor en su rostro u oírla gritar.
Gunter Von Losen contemplaba la escena con ojos lujuriosos, pero luego descubrió a Anni, que se abrazaba a la carreta llorando en silencio, y esbozó una sonrisa maligna.
—Tómate tu tiempo, Falko. Mientras sigas ocupado con Ma-rie, le clavaré mi estaca a la pequeña.
Marie lo oyó a pesar del estado de semidesmayo en el que se encontraba y lanzó un grito furioso.
—¡Dejad a Anni en paz! Está herida, y además es sólo una niña.
Losen no le prestó atención, sino que arrastró a la muchacha lejos de la carreta con un comentario obsceno y le arrancó la túnica del cuerpo. Sin ninguna clase de consideración por sus heridas, la obligó con un brutal empujón a acostarse boca arriba y le separó las piernas.
En ese momento, una ola de odio atravesó el cuerpo de Marie, que deseó tener mil manos para poder despellejar a esos hombres que aullaban a voz en cuello de lujuria. Embebida en su deseo de matar, apenas si notó que el caballero Falko había acabado después de unas últimas y brutales embestidas y ya se apartaba de su cuerpo. Sin embargo, en su rostro no había satisfacción, sino más bien decepción. Se había imaginado miles de veces la sensación de sentir el cuerpo de la mujer de Michel Adler bajo el suyo. Sin embargo, a diferencia de las muchachas de los pueblos bohemios que habían saqueado, ella no había gritado ni se había resistido con desesperación, sino que se había quedado inerte debajo de él como si fuese un animal muer-tOi Ahora sentía que le habían arrebatado el triunfo y rechinaba los dientes con furia. Alargó la mano tanteando el puñal para al menos encontrar alguna satisfacción matándola, pero entonces miró a Losen, que en ese momento llegó al éxtasis bramando como un toro.
—¿Vas a clavarte a la hembra de Michel también o ya tienes suficiente?
—¡Claro que lo haré! La pequeña no fue más que el plato de entrada.
—¡Entonces haz lo que tengas que hacer! Pero pobre de ti si te olvidas de cortarle el cuello cuando acabes. Yo iré adelantándome y llevaré a nuestra gente al trote. Para mi gusto, hay demasiados de esos malditos bohemios rondando la zona.
Falko se volvió con un gesto de asco y se dirigió hacia su caballo. Durante un momento, vaciló entre irse o quedarse a ver lo que hacía Losen con la ramera. Pero luego se dijo que, al igual que él, su amigo tampoco podría hacer gritar a la mujer de Adler, y se alejó cabalgando.
Losen se incorporó, cogió la túnica de Anni y se limpió del miembro la sangre que se había derramado al desvirgarla. La niña se hizo un ovillo y se quedó sollozando en silencio mientras Marie yacía en el suelo como un arco tenso, a punto de quebrarse. Pocas veces había estado tan cerca de la muerte, y sabía que necesitaría mucha suerte para salir con vida de los próximos instantes. Su mirada buscó el puñal que el caballero Falko le había birlado de la mano, y lo encontró tirado en el suelo, a pocos pasos de donde ella estaba. Antes de que pudiera arrastrarse hasta allí para asirlo, vio que Gunter Von Losen se le acercaba con la bragueta abierta. Losen frotaba su miembro con la túnica ensangrentada para volver a tener una erección.
—Si me haces gozar mucho, tal vez te perdone la vida —dijo con una sonrisa burlona.
Marie se dio cuenta de que mentía. Siempre había sido un fiel acólito de Falko Von Hettenheim y jamás desobedecería una orden de él. Marie comenzó arrastrarse hacia atrás, gimiendo y alejándose de él como si le temiera, y así fue acercándose cada vez más a su pequeño puñal. Losen la siguió, consciente de su superioridad viril, mientras decidía que la tomaría tantas veces como su verga estuviese dispuesta a penetrarla y que la última vez le quebraría la nuca. Embebido como estaba en esos pensamientos, no prestó atención a la mano de Marie, que tanteaba el suelo hasta cerrarse en torno a un objeto pequeño, sino que se paró con ambos pies entre sus piernas, se inclinó sobre ella y le apretó los senos, ardiendo de deseo.
Marie se llevó las rodillas al cuerpo y lo golpeó con todas sus fuerzas. Su talón dio justo en él nacimiento de los testículos y el pene. El hombre soltó un gemido ahogado, se tomó el bajo vientre y comenzó a tambalearse hacia atrás. Marie se incorporó con un movimiento serpentino y antes de que él pudiera atinar a defenderse le clavó el cuchillo en la garganta.
Losen abrió la boca para gritar, pero se precipitó al suelo antes de poder emitir sonido alguno, envuelto en una catarata de sangre.
Marie retrocedió hasta su carreta y sacó el hacha con manos temblorosas. Sin embargo, al acercarse al caballero blandiendo el hacha comprobó que estaba muerto. Escupió a su lado y luego se volvió hacia Anni, que estaba acurrucada cerca de allí, temblando, estrujándose el dolor con unos extraños sonidos que dejaba escapar de su garganta... los primeros sonidos que Marie le oía.
—Ven, déjame ayudarte—le dijo, apartándole las manos, que la niña tenía aferradas al pubis, para poder revisarla. Los muslos de la pequeña estaban manchados de sangre, pero por suerte no había sangre fresca brotándole de la vagina. Marie se subió a la carreta, buscó dos trapos y los humedeció en agua en una de las dos vasijas que contenían agua potable—. Toma, lávate bien ahí abajo —le ordenó a Anni, poniéndole un trapo en la mano. Con el otro se limpió su propio pubis para quitarse los restos de sudor y de esperma, y controló que la niña hiciera lo mismo. Luego volvió a trepar a la carreta, revolvió en las provisiones medicinales de Hiltrud y extrajo un pequeño pote con ungüento y una bolsita con hierbas secas—. Ahora ponte este ungüento en el agujero, ¿entiendes? Hará que se te curen las heridas que ese hombre te provocó. Y luego tienes que masticar estas hierbas. —Marie metió la mano en la bolsa, extrajo un par de hojas y tallos secos y se los metió a Anni en la boca. Como la niña amagara con escupir esa cosa con gusto a bilis, Marie le cerró la boca—. ¿Acaso quieres tener una criatura de ese canalla? ¡Pues entonces mastícalo y trágalo!
Ella también cogió una buena porción y comenzó a triturarla en la boca con furia. Hacía años que había dejado de usar ese método, y sin embargo la había mantenido estéril hasta que bebió el jugo que Hiltrud le preparara. Ahora probablemente destruiría para siempre el sueño de darle un heredero a Michel, pero peor sería correr el riesgo de quedar embarazada de un asesino y violador de mujeres como Falko Von Hettenheim.
Maldijo en silencio al caballero y luego comprendió cuán expuestas estaban allí ella y Anni. Falko Von Hettenheim notaría muy pronto la ausencia de su amigo y enviaría a un par de hombres a buscarlo. Sin la carreta y sin los animales no podría llegar demasiado lejos con la niña herida. Tendría que esconderse en el bosque con Anni y aguardar allí hasta que la niña pudiera caminar bien para entonces dirigirse en dirección al oeste hasta dar con algún territorio habitado. El corazón de Marie se retorció de dolor cuando pensó en su hija, de quien se alejaba a cada paso que daba, y tuvo que dominarse para no darle un par de puntapiés más al cadáver de Losen, Le costó mucho volver a encauzar sus pensamientos hacia lo imprescindible y dirigirse hacia Anni.
—Ven, pongámonos ropa limpia y larguémonos de aquí.
Se subió a la carreta, revolvió entre las cosas de Donata hasta encontrar una camiseta y un vestido y se los puso a Anni, quien se dejó hacer, sumisa. Se veía como una niña que se había puesto la ropa de trabajo de su mamá. Entonces Marie se quitó también el vestido desgarrado y eligió prendas que pudieran resistir algún tiempo los rigores de la vida en el bosque. Calculó qué podría llegar a servirle para la huida. Necesitaba dinero por si volvían a encontrarse con gente, pero también necesitaba algunos alimentos y al menos una muda de ropa para cambiarse. Mientras buscaba rápidamente todo lo que le parecía indispensable para sobrevivir y hacía un hatillo con todo, sus pensamientos volvieron a posarse en Trudi, y le imploró a Dios y a la Virgen que Eva adoptara a su hija y la llevara con ella hasta que llegaran seguras al imperio.
Cuando sacó los bultos del pescante y miró a su alrededor buscando a Anni casi se le congeló la sangre en las venas. Una media docena de guerreros estaban reunidos alrededor de los bueyes con gestos sombríos, mientras que Anni se había aferrado a la rueda delantera izquierda de la carreta y continuaba apretándose el pubis con la mano que le quedaba libre.
Los hombres tenían otra vestimenta y otras armaduras diferentes de las de los caballeros y siervos del ejército del emperador. Solamente dos de ellos llevaban cotas de malla y yelmos, mientras que el resto estaba enfundado en corazas de cuero con placas de acero cosidas. Sus armas consistían en su mayor parte en unas espadas cortas con vainas de cuero sencillas y manguales con púas. Además, tres de ellos poseían unos arcos bien tensados, y en sus espaldas llevaban las aljabas repletas. Uno de los dos guerreros con cota de malla, que parecía ser el líder, llevaba una espada larga pendiendo de la cintura. Su mirada se había posado sobre Marie, a quien observaba más curioso que hostil, y cuando rozó con la punta del pie el cadáver de Gunter Von Losen, su rostro delgado reveló un rastro de sonrisa que hasta le daba un aspecto simpático.
—Nuestro espía ha dicho que mataste a este caballero.
El hombre hablaba alemán con un acento que Marie desconocía; sin embargo, lo entendió perfectamente y asintió sin replicar nada. No sabía cómo podían llegar a reaccionar los hombres ante la verdad y temía que toda esa horda pudiera abalanzarse sobre ella y sobre Anni. Si llegaban a oponer resistencia, las masacrarían de inmediato. Aquellos guerreros sencillos tenían cara de muy pocos amigos, como si la muerte de ellas ya fuera una decisión tomada, mientras que el otro hombre, que parecía ser el subcomandante del grupo y cuya cota de malla medio tapada por un sobretodo era absolutamente idéntica a la armadura de Michel, tal como pudo comprobar Marie con no menos horror, a juzgar por sus gestos coincidía con los demás.
El hombre increpó en checo. al que había hablado primero y le hizo el gesto de degollar.
—Déjate de hablar, Sokolny. Cortémosles el cuello a estas mujeres alemanas y llevémonos como botín lo que podamos necesitar.
Ottokar Sokolny lo midió con una mirada burlona.
—¡Matar gente y saquear! Parece que no sabes hacer otra cosa, Vyszo. En cambio, a mí me interesa saber por qué esta mujer mató a ese caballero.
—¡Pero a mí no!
Vyszo les hizo una seña a sus compañeros. Uno de ellos extrajo su espada y se dirigió hacia Anni.
A pesar de que ambos hombres hablaban entre sí en checo, Marie comprendió que se trataba de su vida y la de Anni. Como las armas no podrían salvarla, tendrían que hacerlo sus palabras. Se paró sobre el pescante para parecer más alta y se opuso extendiendo el brazo con la palma levantada al hombre que estaba amenazando a Anni.
—¡Jan Hus! Fue un gran hombre. Yo lo conocí. Estaba en Constanza cuando lo traicionaron y lo asesinaron.
Marie había soltado aquellas palabras sin tomar aire siquiera. Salvo Ottokar Sokolny, ninguno de los checos entendía alemán. Sin embargo, al oír que mencionaban a Jan Hus, todos se quedaron inmóviles.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó uno de los hombres, excitado.
—La mujer dice que estaba presente cuando mataron al maestro Hus y que lloró por él. ¿Acaso vais a matar a alguien que se profesa a favor de nuestro gran santo?
Ottokar Sokolny cruzó los brazos en el pecho, interponiéndose entre Marie y el resto de los soldados, y aquel que acababa de extender la mano en busca de Anni se quedó mirando a Vyszo, confundido.
—Que nos hable sobre la muerte del maestro Hus —le exigió uno de los guerreros.
—¡Sí, que hable también de la traición y las argucias de los alemanes!
Vyszo apretó los puños con furia. Hubiese querido matar a Marie y a Anni por su propia mano, pero seguramente sus hombres lo habrían tomado a mal. Jan Hus era su mesías, y alguien que había derramado lágrimas por él jamás podía ser su enemigo, aunque ese alguien fuera alemán.
—Nos llevaremos a ambas y decidiremos más tarde qué hacer con ellas. Ahora, fijaos si en la carreta hay algo que pueda servirnos, y luego debemos continuar, de lo contrario perderemos de vista el ejército de los alemanes.
Vyszo iba a darse la vuelta, pero entonces Sokolny, que había traducido las palabras de Marie bastante libremente para favorecerla, levantó la mano.
—Las dos mujeres serán un obstáculo para continuar.
Vyszo se volvió hacia él con un gesto irónico.
—Yo también lo creo. Por eso, tú y Ludvik llevaréis a las mujeres con el ejército —dijo, dirigiendo la mirada hacia un muchacho muy joven que estaba por debajo de él en el rango—. Los demás seguiremos tras las huellas de esos perros alemanes.
A pesar de que el tono no podría haber sido más ofensivo, Sokolny asintió, satisfecho.
—Yo también prefiero escoltarlas yo mismo antes de que envíes a dos de tus degolladores.
Vyszo respondió con un gruñido a ese comentario, y le hizo señas al resto de los guerreros para que lo siguieran. Echaron a Marie del pescante, cogieron todas las provisiones que aún quedaban en la carreta y que podían llevar cargando en la espalda y las guardaron en unos pañuelos. Luego ataron los pañuelos formando un hatillo que hacía las veces de mochila, todo a una velocidad que parecía indicar que se trataba de un procedimiento que practicaban muy a menudo. Marie abrazó a la temblorosa Anni con notable serenidad. Al parecer, por el momento las dejarían con vida, y eso era bastante más de lo que habría podido esperar de su propia gente tras la muerte de Losen.
—Todo saldrá bien, pequeña —le dijo a Anni—. Estos hombres no nos harán daño. Sólo tenemos que asegurarnos de no retrasarlos. Yo te serviré de apoyo y te ayudaré en todo lo que pueda.
Marie intentó darle una expresión de seguridad a su rostro y luego giró en dirección al hombre en cuyas manos estaba ahora el destino de ambas.
—Ya podemos partir, señor.
Ottokar Sokolny siguió con la mirada a Vyszo y a sus acompañantes y luego asintió, ensimismado.
—¿Qué le sucede a tu compañera? ¿Acaso está enferma?
—¡Herida! —respondió Marie, ocultando el hecho de que habían sido los propios compatriotas de ese hombre los que habían lastimado tan salvajemente a Anni, a pesar de que ella seguramente era checa. Pero entonces recordó que su gente tampoco era mejor que los bohemios.
—¿Es grave? ¿Puede caminar? —preguntó Sokolny, impaciente.
Marie meneó la cabeza.
—Las heridas están curándose bien. Anni sólo debe tratar de no hacer esfuerzos durante unos días para que no se le vuelvan a abrir.
Sokolny se volvió hacia Anni y le ordenó que le mostrase las heridas. Ella retrocedió asustada, de tal manera que la pierna lastimada se le aflojó de golpe y la hizo trastabillar. Marie la levantó y le sonrió para tranquilizarla.
—No tengas miedo. Este hombre no es un enemigo. Quiere ayudarnos.
—Mi nombre es Ottokar Sokolny —se presentó el hombre, y señaló hacia su acompañante, que se encontraba un poco más atrás—. Éste es Ludvik, mi siervo. Ludvik, ve a cortar un par de ramas del bosque para poder armar una camilla para la niña herida. De ese modo lograremos avanzar más rápido que si intenta ir cojeando detrás de nosotros.
Marie suspiró de alivio. Con todas las desgracias que habían caído sobre ella, una pequeñísima partícula de luz de esperanza parecía seguir brillando aún, y deseó con todas sus fuerzas que esa nueva esperanza no la abandonara en el futuro.
QUINTA PARTE
PRISIONERA
Capítulo I
El viento soplaba con un silbido constante a través de las grietas de las paredes de la vieja choza, congelando el aliento en la cara. Marie se envolvió más en su pañoleta ya raída, mirando llena de nostalgia el fuego que ardía en la cocina, al otro extremo del único ambiente de la choza. Allí se habían puesto cómodas cuatro mujeres que parloteaban animadamente mientras se calentaban las manos con deleite, en tanto que Marie y el resto de las moradoras debían apretar los dientes para que no les castañetearan con tanta fuerza. Renata, la esposa del capitán taborita Vyszo y ama declarada sobre la suerte o desgracia de las mujeres en aquella choza, les hacía señas de tanto en tanto para que fueran acercándose de una en una a calentarse un rato, aunque a cambio esperaba una profusión de agradecimientos. Si los agradecimientos no le resultaban suficientemente serviles, la mujer en cuestión era privada durante horas d incluso días de aquel lugar junto al fuego.
Marie no necesitaba pensar ninguna frase aduladora, ya que a ella y a Anni jamás las habían llamado junto al fuego, y tampoco podían osar acercarse allí por cuenta propia. Para Renata y sus amigas checas, ellas dos eran una lacra, peor aún, eran dos alemanas a quienes deberían haber degollado en lugar de darles refugio y alimento en el campamento de invierno de un ejército de husitas. De haber sido por Renata, Anni y ella tendrían que haberse cavado un pozo en la nieve para guarecerse del viento helado. Si tenían un techo sobre sus cabezas era sólo gracias a Ottokar Sokolny. De no ser por la influencia del joven conde, a quien algunos fanáticos en el campamento mismo le creían hostil a causa de su origen, ninguna de las dos seguiría con vida.
Un tirón a su pañoleta arrancó a Marie de sus lúgubres pensamientos. Anni se le acercó más, ofreciéndole la punta del harapo que alguna vez había sido una manta. A pesar de las condiciones en las que vivían, las heridas de la niña habían cicatrizado, y además ella había aumentado de peso, lo cual bien podría haberse considerado un milagro teniendo en cuenta las miserables raciones de comida que les asignaban. Sin embargo, la muchacha era muy introvertida para alguien de su edad, y Marie no había vuelto a verla sonreír desde que los husitas las tomaran prisioneras. Como Anni había comenzado a emitir algunos sonidos, a Marie se le ocurrió la idea de volver a enseñarle a hablar. Su sospecha original de que la lengua materna de Anni era el checo pareció confirmarse, ya que la niña recordó las pocas palabras que Marie le dijera en esa lengua con mucha más facilidad que las alemanas, y seguramente habría aprendido su lengua materna mucho más rápido que el alemán de Marie. Sin embargo, en el campamento nadie más se esforzaba por hablar con Anni, y la muchacha se estremecía cada vez que oía el tono de voz áspero que era usual dentro del campamento, como si le recordara inconscientemente que habían sido sus compatriotas los que mataran a los habitantes de su pueblo, tal vez por haber seguido siendo católicos. Marie lamentaba que, a pesar de sus grandes esfuerzos, Anni no lograra articular más que unos balbuceos inconexos, ya que estaba ansiosa de oír una palabra amable o de aliento en su propio idioma. Si bien algunas de las checas hablaban algo de alemán, en su presencia hacían como si no entendieran nada de esa lengua.
Un hombre abrió la puerta de golpe, y junto con él entró en la habitación la tormenta de nieve y un aire aún más helado.
—¡Los líderes necesitan cerveza y alguien que los atienda! —gritó, retirándose de inmediato.
Dos mujeres se apresuraron a dirigirse a la cuba grande que estaba en un rincón y llenaron varios cántaros de aquella bebida áspera. Cuando se disponían a abrigarse y dirigirse hacia la puerta, Renata las detuvo con un grito.
—¿Por qué queréis salir al frío? ¡Que vayan las alemanas!
Antes de que Marie y Anni pudieran darse cuenta, ya les habían puesto los cántaros en la mano y las habían empujado hacia afuera. Los cristales helados que el viento transportaba se les clavaban en la piel como miles de agujas, haciéndoles casi imposible la respiración. Era típico de Renata el hecho de que no les hubiesen permitido cubrirse ni siquiera con las capas sencillas de piel de oveja que usaban las mujeres checas para resguardarse del frío cuando salían al aire libre. Marie animó a Anni con una mirada y salió corriendo para llegar lo antes posible a la choza donde los líderes husitas estaban celebrando su consejo de guerra, pero los cien pasos que tenían que caminar se transformaron en un tormento infernal. Con los dedos ateridos aferrados al asa de los grandes cántaros, después de lo que les pareció una eternidad llegaron por fin a la choza, y así pudieron resguardarse del viento y recuperar el aliento. Marie golpeó la puerta con el pie y gritó la palabra «cerveza» en checo.
Alguien abrió la puerta de golpe, y ellas entraron en medio de un torrente de aire frío que le sopló al guardia nieve y cristales de hielo en el rostro. El hombre cerró la puerta maldiciendo y señaló hacia atrás, hacia el lugar apartado donde se habían reunido los líderes del ejército. El hombre bajito y enjuto que comandaba allí podría haber residido perfectamente en un castillo; sin embargo, había renunciado a cualquier muestra de poder para demostrarles a sus campesinos que aún seguía siendo uno de ellos. Si bien su vestimenta correspondía a la de un hombre sencillo, su rostro delgado y enérgico y la mirada penetrante de sus ojos hundidos delataban por qué justamente él había llegado a ser el segundo comandante de guerra de los husitas. Habiendo sido uno de los antiguos subcomandantes del legendario Jan Ziska, había alcanzado el segundo puesto en el ejército husita, en donde tenía a un solo hombre por encima de él, que también llevaba el nombre de Prokop, pero que, a diferencia de él, llamaba la atención por su figura corpulenta y maciza, por lo que su gente lo llamaba Prokop el Grande. Ninguno de los dos Prokop era de origen campesino, sino nobles provincianos sin importancia que se habían adherido a las enseñanzas del predicador Jan Hus, de la ciudad de Tabor.
En las largas semanas que llevaba como prisionera entre los husitas, Marie ya se había percatado de que se trataba de dos grupos que, si bien estaban unidos para luchar contra el emperador Segismundo, no se ponían de acuerdo en cuanto al resto de sus objetivos. Ambos Prokop pertenecían a los taboritas, mientras que Ottokar Sokolny estaba entre los calixtinos, para quienes la mayoría de las exigencias de los taboritas iban demasiado lejos.
Cuando Marie entró en el salón del consejo, vio que allí estaban reunidos Prokop el Pequeño, Vyszo, Ottokar Sokolny, un predicador husita de expresión fanática y numerosos líderes taboritas. Los hombres levantaron la vista malhumorados cuando las mujeres entraron, pero al advertir las jarras de cerveza extendieron sus vasos dando gritos en dirección a ambas. Marie llenó primero el jarro de Prokop y luego el del predicador, cuya posición allí era más importante que la que desempeñaba el confesor imperial en el imperio. Como los husitas justificaban su levantamiento contra el rey Segismundo sobre todo por motivos religiosos, persiguiendo cruelmente a los católicos en su esfera de influencia, Marie y Anni debían participar de los ritos tradicionales. Si realmente se trataba de herejías, entonces Marie esperaba que la Virgen las perdonara, ya que, después de todo, eran sus vidas las que estaban en juego, y ninguna de las dos se sentía llamada a convertirse en mártir. Por suerte para Marie, tanto Renata y sus compañeras como la mayoría de los hombres en el campamento creían que Jan Hus en persona la había convertido en Constanza, transformándola en un miembro de su Iglesia. Si bien eso no le ahorraba las humillaciones de las otras mujeres, al menos hacía que en términos generales la dejaran en paz y toleraran su presencia y la de Anni.
Profundamente ensimismada, Marie no advirtió que Vyszo le extendía el vaso exigiéndole que le sirviera más. Anni se acercó enseguida y volvió a llenarle el vaso al temido líder. Marie le dirigió a Anni una mirada agradecida, ya que odiaba a ese hombre casi tanto como a Falko von Hettenheim. Se jactaba de haber matado al hombre que había logrado evitar la captura segura de Segismundo por parte de sus guerreros. Incluso llevaba la prueba de ello a la vista de todos: la cota de malla con placas de acero y la espada de Michel Adler. Marie las había reconocido de inmediato al encontrarse con Vyszo por primera vez, y más tarde, a través de relatos de terceros, se había enterado de que Vyszo había atacado a las tropas en retirada del emperador en numerosas ocasiones desde que ella y Anni fueran capturadas el último verano, y que durante esos ataques había matado a muchos caballeros y soldados de infantería. En sus pesadillas veía la carreta de Eva la Negra saqueada, y entre los escombros de la carreta veía a la vieja vivandera tendida en el suelo, sin vida, cargando en brazos a una Trudi bañada en sangre, y estando despierta le parecía ver delante de ella a Vyszo inclinándose sobre Michel para degollarlo. Cada vez que veía a ese hombre debía contenerse para no coger el cuchillo más cercano y pagarle con la misma moneda. La experiencia con Gunter von Losen le había hecho ver lo rápido que puede llegar a morir un hombre vigoroso.
—¡Hola, Marie, yo también tengo sed!
El grito alegre de Ottokar Sokolny la hizo sobresaltarse. Le sirvió enseguida y se dispuso a retirarse junto con Anni, pero en ese momento Vyszo se dio la vuelta y la retuvo.
—¡Os quedáis aquí, alemanas roñosas! ¿O acaso creéis que vamos a servirnos nosotros solos?
Como Marie lo miró asustada, Sokolny repitió en alemán las palabras de Vyszo.
Marie reprimió una sonrisa, ya que en realidad había entendido perfectamente lo que Vyszo había dicho. Como Renata y las demás mujeres se habían negado a hablar con ella en alemán, podía entender el checo bastante mejor de lo que todos sospechaban. Sin embargo, se había guardado sus conocimientos para conservar al menos esa pequeña ventaja. Ahora veía que esa pequeña astucia había valido la pena, ya que si le permitían permanecer allí era porque suponían que ella no entendía nada de lo que hablaban.
Como por el momento todos los hombres estaban bien aprovisionados, Marie dejó ambas jarras en el suelo, se apoyó contra un poste cerca del fuego y se dispuso a aguzar el oído. A diferencia de los príncipes alemanes, que en el invierno despedían a sus tropas para no tener que alimentarlas, los líderes checos se mantenían en grupo y durante toda la estación helada seguían emprendiendo ataques contra las aldeas que aún no habían saqueado, ataques que ellos caracterizaban como «campañas». Marie esperaba que ella y Anni pudieran unirse a alguno de esos ejércitos, ya que por todo lo que había visto y oído, era demasiado peligroso huir a través de los bosques de Bohemia. La habían llevado tan lejos, la habían adentrado tanto en aquellas tierras extrañas que ni siquiera sabía hacia qué dirección debía dirigirse para hallar compatriotas que pudieran ayudarla. En cambio, durante un ataque en territorio imperial, donde los extranjeros eran los husitas, tal vez sí lograra escapar.
Mientras Marie estaba enfrascada en esos pensamientos, Pro-kop bebió un trago de cerveza y se volvió hacia Vyszo.
—¿Cómo estamos de provisiones?
Antes de responder, Vyszo se rascó la frente, pensativo.
—Nos alcanzan para unas cuantas semanas más.
El predicador se puso de pie y miró a su alrededor con gesto casi de reprimenda.
—¡Debemos partir antes de que se vacíen las bodegas y los graneros enemigos que Dios ponga en nuestras manos!
—Además, ahora todavía podemos transportar la carne de los animales que cazamos sin que se eche a perder por el camino —agregó otro de los líderes.
Si bien a Marie le costaba un poco seguir la discusión, logró reconstruir su sentido. Como los guerreros campesinos checos estaban de servicio todo el año, no podían cultivar sus propios campos. Por eso, habían tenido que idear otro método para alimentarse a sí mismos y a sus familias, pero también a las ciudades que se les habían unido, y entonces caían como langostas sobre los territorios circundantes. Marie pensó que la comparación con aquella plaga bíblica era absolutamente pertinente, ya que sólo el campamento en el que ella se encontraba albergaba a más de seis mil hombres, y no era más que uno entre muchos. Se preguntó cómo el emperador pretendía sojuzgar a un país que podía enfrentarse a él con tantos guerreros. Mientras los husitas pudiesen abastecerse saqueando los pueblos circundantes, ningún ejército alemán podría derrotarlos.
Para su desilusión, Prokop planeó una campaña a Sajonia y Silesia, regiones que estaban aún más lejos de su tierra natal que la misma Bohemia. Atormentada por sombríos pensamientos, volvió a llenarles la copa a los hombres y, cuando se lo ordenaron, fue en busca de tocino adobado y pan, sirviéndolos como una criada silenciosa y dócil. Mientras lo hacía, prestaba atención a cada palabra para poder reunir toda la información posible, ya que todo lo que oía podía llegar a servirle algún día para escapar. A esto se sumaba que la cerveza les iba aflojando la lengua, llevando a algunos de los líderes a ufanarse de sus hazañas. Trataban de competir unos contra otros, sobre todo cuando hablaban de cuántos muertos dejarían a su paso en la próxima campaña. Ottokar Sokolny los escuchaba con una expresión abstraída en el rostro y sólo daba respuestas parcas cuando le dirigían la palabra. Fue uno de los primeros en retirarse del consejo de guerra.
Marie se quedó contemplándolo meditabunda, ya que ese hombre le resultaba un enigma. Se declaraba abiertamente partidario del grupo de los calixtinos, de los cuales en el campamento había sólo dos o tres más además de él. Sin embargo, a diferencia de sus camaradas, participaba activamente cuando planeaban las campañas, y entraba y salía de la carpa de Prokop el Pequeño como si fuese un subalterno de su estima. Y, sin embargo, hasta ahora Marie no había oído jamás una palabra de él o acerca de él que pudiera indicar aprobación ni mucho menos apoyo a las matanzas que perpetraba el resto. Al comenzar el invierno, la mayoría de los calixtinos se había retirado a sus castillos para pasar un par de semanas junto a sus familias, y los taboritas despotricaban contra ellos, calificándolos de blandos y hombres de poca fe. La mayoría de los guerreros campesinos de Prokop no estaban casados o, al igual que Vyszo, tenían a sus mujeres alojadas allí mismo, en el campamento. Las mujeres husitas también tomaban parte en las campañas, ya que ellas eran las encargadas de procesar el botín. Durante el último otoño, Marie había cortado y salado carne durante semanas enteras, había preparado embutidos, había molido el grano e incluso había ayudado a fabricar cerveza.
—¡Mujer, sírveme más! —le gritó Prokop en un alemán casi incomprensible.
Marie se acercó deprisa y llenó también los vasos de Vyszo y del predicador, los únicos que se habían quedado con su líder. Vyszo se quedó contemplando el líquido amarronado y luego alzó su copa.
—¡Por nuestros triunfos de hoy!
Prokop soltó un gruñido furioso.
—No solamente debemos derrotar a los alemanes, sino que además debemos capturar y matar de una buena vez por todas a ese Segismundo maldecido por Dios y a su yerno austríaco. Sólo entonces nuestra victoria será completa.
—Pero tampoco debemos olvidar a los enemigos que tenemos en nuestra propia tierra —advirtió el predicador—. Aún sigue habiendo ciudades y castillos que han permanecido fieles al traidor, quien en su obcecación todavía se atreve a llamarse rey de Bohemia. ¡Con esa actitud están ofendiendo a nuestro profeta asesinado!
Vyszo hizo un arrogante gesto de desdén.
—Con el correr del tiempo, la escoria que ensucia a nuestro país irá cayendo sobre nuestras manos como una fruta pasada.
Prokop asintió y luego volvió a dirigirse hacia el predicador.
—Las ciudades infieles aún nos pagan para que las dejemos en paz, y por ahora no tengo pensado modificar eso. Nos suministran provisiones, vestimenta y armas, nos funden culebrinas y atienden nuestros molinos de pólvora. No podemos renunciar a ellos hasta nuestra victoria definitiva.
El predicador se levantó de un salto, increpando furiosamente a su caudillo.
—Yo tampoco me refiero a las ciudades cuya población ya está con nosotros y sólo aguarda una señal de nuestra parte para degollar a sus porfiados líderes, sino a hombres tan tercos como Václav Sokolny. Su ejemplo disuade a demasiados otros de adoptar la verdadera fe y unirse a nosotros. Tan pronto como lo hayamos clavado en la puerta de su castillo incendiado, el resto vendrá arrastrándose a nosotros implorando clemencia. Tendríamos que haber acabado con él hace tiempo, pero su hermano ha impedido desde hace años que podamos sacarnos esa espina de una maldita vez.
Vyszo bebió en honor del predicador.
—Tienes razón, ¡el castillo de Sokolny debe caer! He podido enterarme de buena fuente que su hermano está intentando ponerlo del lado de los malditos calixtinos. Debemos impedir que eso ocurra; de lo contrarío, su influencia aumentará peligrosamente, dificultándonos aún más la creación del orden pretendido por Dios.
El predicador hizo la señal contra los demonios malignos.
—¡Václav Sokolny sólo abjuraría en apariencia de su fe romana, burlándose de ese modo del martirio de Jan Hus!
Prokop levantó las manos, aparentemente para calmar los ánimos.
—Menos mal que Ottokar Sokolny se retiró hace un rato. De no haber sido así, ahora volvería a desatarse una discusión. Bien sabéis cuánto aprecia a su hermano.
No había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando Vyszo desenvainó su espada y la arrojó sobre la mesa con gran estrépito.
—Bah, no le temo al joven Sokolny ni a su hermano mayor. Si es necesario, hundiré mi espada en el pecho de ambos.
Prokop esbozó una sonrisa maligna, ya que no esperaba otra reacción.
—Por eso tú debes encabezar el ataque al conde Václav, y debes hacerlo este mismo año. Pero antes iremos a Silesia a conseguir suficientes cereales y ganado como para llenar hasta el techo nuestros graneros y despensas.
Vyszo alzó su puño cerrado hacia el cielo y comenzó a relatarle al pastor todo lo que haría con aquella gentuza del castillo de Sokolny. En cambio, Prokop se reclinó hacia atrás, satisfecho, al tiempo que hacía señas a Marie para que volviera a servirle una vez más. Después las envió a ella y a Anni fuera.
Capítulo II
A pesar de que el invierno ya había irrumpido con todo su vigor, los preparativos para la campaña en ciernes continuaban a toda marcha. Marie y Anni fueron llevadas junto con otras mujeres a un viejo granero para coser allí las bolsas de provisiones en las que los husitas transportarían su botín. Era una tarea muy ardua unir los paños duros de tela con una aguja grande y un hilo del grosor de una soga mientras Renata, sentada en una silla en el medio, las vigilaba y las instigaba con la fusta a que mejoraran su rendimiento.
En un momento en el que su instigadora estaba ocupada con una mujer al otro extremo, una muchacha dio un codazo a Marie.
—Dicen que eres alemana. ¿Es cierto?
La muchacha hablaba alemán con un leve acento.
Marie la miró, sorprendida.
—Es cierto.
La otra suspiró aliviada, pero enseguida se inclinó sobre su trabajo para no llamar la atención de Renata.
—¿Sabes? —hablaba en voz tan baja que sólo Marie podía oírla—, no hace mucho que estoy en este campamento, y hasta ayer no oí hablar de ti. Mi padre también era alemán, un fiel servidor del rey. Como no quiso abjurar de él cuando se lo exigieron, los husitas lo mataron. Como mi madre era checa, sus parientes nos ayudaron a escaparnos y a escondernos. Pero más tarde unos vecinos nos delataron, y entonces nos llevaron a un campamento en el que teníamos que trabajar para nuestros opresores. Mi madre falleció el año pasado, y a mí me trajeron aquí hace poco junto con otras mujeres. Las demás saben que soy mitad alemana y por eso me atormentan. Seguro que a ti te hacen lo mismo, ¿no? Me gustaría hablar contigo más a menudo cuando podamos hacerlo. Mi nombre es Jelka, que en alemán quiere decir Helene.
Marie terminó el saco que estaba cosiendo y luego asintió.
—Entonces te llamaré Helene.
—Me alegro. Siempre me ha gustado oír ese nombre, pero cuando lo usan las otras mujeres suena como un insulto indecoroso. —Helene se mordió los labios y se calló, ya que en ese momento Renata pasó junto a ellas agitando la fusta sobre las cabezas de las mujeres que estaban trabajando. Continuó después de que la guardiana volviera a tomar asiento—. Cuídate bien de esa mala mujer. Es peor aún que el mismo Vyszo. Conozco a la pareja de antes. Te matan por pura diversión, como si estuvieran aplastando a una mosca.
Marie se quedó mirando a Helene con curiosidad.
—¿Dices que conoces a Vyszo? ¿Y tienes idea de cómo consiguió su armadura? Él afirma que mató a un caballero alemán y que lo despojó de su armadura como botín.
—Al parecer, él no lo mató, sino que se la quitó a un muerto.
Marie agitó la mano en el aire, irritada.
—Yo también he oído decir eso. ¿Qué hacen los hombres como Vyszo con la gente que matan y desvalijan? ¿Los entierran?
Helene meneó la cabeza.
—Por lo general, dejan a los muertos tirados para asustar a sus enemigos.
Marie volvió a sentir un hálito de esperanza. Si en aquel entonces Michel no estaba muerto, sino sólo herido y desmayado, podía ser que hubiese sobrevivido a los husitas.
—Entonces Vyszo también debe de haber dejado tirado en algún lugar del bosque al hombre a quien le quitó la armadura...
—No. Uno de los hombres que estuvieron allí le contó a un guardia del campamento en el que yo estaba antes que había arrojado a ese caballero al río, furioso porque el alemán se había percatado de la emboscada que pretendía tenderles Vyszo y les había advertido a sus compañeros, de modo que éstos pudieron abrirse paso luchando y espantar a los taboritas.
Marie sintió que su nostalgia por Michel cedía paso a una furia corrosiva. Si eso era cierto, entonces Michel les había salvado la vida tanto a Falko von Hettenheim como a Gunter von Losen y, en retribución, ellos lo habían traicionado. Apretó los dientes e intentó mantener una expresión indiferente en su rostro. Una vez que logró dominar la ira hacia los traidores, tuvo que luchar contra la desesperación, que alargaba sus dedos largos y delgados para atraparla y arrastrarla hacia el abismo negro que acechaba debajo de ella desde que le habían dado la noticia de la muerte de Michel.
Por suerte para ella, Helene continuó la conversación de manera unilateral, relatándole a Marie algunas cosas sobre el pueblo che-co y sobre los husitas. Según ella aseveraba, el pueblo entero deseaba la paz, pero hombres como los dos Prokop, Vyszo y otros sojuzgaban a las personas con mano de hierro, acabando con cualquier resistencia. Ese comentario hizo que Marie, cuyo espíritu se debatía en una delgada línea entre la esperanza casi extinguida y los deseos de morir, se acordara de Ottokar Sokolny y de su hermano, a quien Vyszo quería atacar en el transcurso de ese año, y se alegró de poder dar un giro a sus pensamientos y orientarlos hacia otro lado. Se había propuesto advertir al joven noble de los planes de Prokop, pero hasta entonces no había hallado una ocasión oportuna para hacerlo. Aquella noche, cuando fue a guardar el último saco, aprovechó la ocasión para alejarse de las otras mujeres en la oscuridad y deslizarse en secreto hasta el cuartel del conde Ottokar. Golpeó la puerta. El conde le abrió en persona y se quedó contemplándola con asombro.
—¿No hace un poco de frío para andar con semejantes andrajos con este clima?
—¡Es que no tengo nada más abrigado para ponerme! —Marie señaló la entrada—. ¿Puedo pasar? Debo hablar urgentemente con vos.
—¡Entra! De otro modo, este frío acabará por matarte.
Sokolny se hizo a un lado para dejarla pasar.
Su sirviente Ludvik estaba calentando en el fuego una olla con cerveza que, a juzgar por el aroma, estaba sazonada con hierbas y especias. Cuando el hombre vio a Marie, le hizo un guiño a su señor, al tiempo que señalaba hacia fuera con la cabeza.
—Mejor os dejo solos.
Sokolny meneó la cabeza y le ordenó llenar dos vasos. Marie midió a Ludvik con una mirada dudosa.
—¿Podéis confiar en este hombre, señor?
Sokolny ya tenía la curiosidad escrita en el rostro.
—Absolutamente.
Marie recibió el vaso que Ludvik le acercara ante una seña de su señor y bebió un sorbo con cautela para humedecer un poco su garganta.
—Tenéis un hermano llamado Václav —dijo, sin dar ningún rodeo.
Ottokar Sokolny frunció el entrecejo.
—Es cierto.
—El otro día, después de que os retirasteis del consejo de guerra, Prokop, Vyszo y el predicador estuvieron hablando sobre él y resolvieron atacarlo y matarlo en el transcurso de este año.
El conde Ottokar tomó a Marie por los hombros y la miró a los ojos.
—¿Y tú de dónde has sacado eso? No creo que esos tres hayan discutido sus planes en tu lengua materna.
—Como Renata suele darme órdenes sólo en checo, salvo con algunas indicaciones en alemán, me vi obligada a adquirir vuestra lengua, al menos lo suficiente como para entender algo de lo que se habló en el cuartel de Prokop.
Con esa confesión, Marie quedaba completamente en manos de Ottokar. Si él no le creía y la traicionaba frente a Prokop y Vyszo, la harían morir de una muerte tan desagradable como la de todos aquellos que caían en la sospecha de ser traidores.
Sokolny la soltó y comenzó a pasearse por el salón, amueblado con austeridad. Además del fogón que hacía las veces de cocina, había dos bancos de tres patas, una primitiva cama unida con clavos para el joven noble y un lecho de paja para su sirviente. Sólo las armas colgadas de la pared, la armadura de Sokolny y un viejo ar-cón cuyo blasón representaba un halcón posado en una roca daban testimonio de que allí no se albergaba un simple campesino.
Sokolny no podía ocultar su exaltación.
—¿Estás segura?
—Sí, señor.
El conde Ottokar cerró los puños y lanzó una maldición.
—¡La culpa la tiene ese maldito de Vyszo! Ese estúpido campesino odia a todos los nobles y si fuera por él nos masacraría a todos, igual que a los alemanes.
Marie alzó las manos con gesto interrogador.
—No lo entiendo. Vosotros sois compatriotas y ambos honráis al mártir Jan Hus.
—Yo soy de la nobleza, es decir, soy alguien que aprendió a usar su entendimiento en lugar de gritar todo el tiempo como un energúmeno. Además, pertenezco a la noble unión de los calixtinos, y no a esa banda de amotinados con olor a estiércol que se hacen llamar taboritas. Si fuera por esa chusma, nadaríamos en la sangre de nuestros vecinos y viviríamos de lo que pudiéramos acaparar con nuestros asesinatos y matanzas hasta que no quedase nada más que saquear. A todo esto, nuestro país está hundiéndose porque ya no hay suficientes manos que trabajen la tierra, y sin embargo los líderes taboritas siguen reclutando cada vez más hombres. Hace mucho tiempo que ya no les interesa ni nuestra fe ni la libertad de nuestro pueblo, sino sólo su poder personal. —Ottokar Sokolny apoyó la frente contra el poste que se erguía en medio de la choza para sostener el techo, y fijando la vista más allá del borde de la madera, contempló a Marie con gesto sombrío. Te agradezco la advertencia. Pero ahora deberías irte antes de que anochezca. Hay demasiados canallas en este ejército, y no quisiera que alguno de ellos te arrastrara a su choza y abusara de ti contra tu voluntad. Lamentablemente, no todo el mundo respeta a una mujer bendecida por nuestro santo.
Marie terminó de beber su vaso, hizo una reverencia y se dirigió rápidamente hacia la puerta. Sokolny se quedó un instante mirando la nada y luego descargó un puñetazo contra el poste.
—Ya me temía que esto iba a suceder.
Ludvik volvió a llenar el vaso y se lo alcanzó a su señor.
—¿Y ahora qué haremos? Si Prokop el Pequeño llega a marchar con su ejército contra el castillo, Falkenhain no podrá mantenerse en pie.
—Sólo queda una salida: Václav debe ponerse de nuestro lado de inmediato y sumarse a nosotros con algunos de sus guerreros. Mis amigos y yo disponemos de influencia suficiente, y ni Prokop el Pequeño ni Vyszo podrán ignorarla.
—¿Cuándo partiréis hacia Falkenhain?
El conde Ottokar meneó la cabeza.
—Yo no partiré, mi buen Ludvik. Debo permanecer aquí para mantener la situación bajo control y tomar parte en el consejo de guerra. Tú viajarás al castillo de mi hermano en mi lugar y lo harás recapacitar. Dile que necesitamos el apoyo de todos los hombres honestos para refrenar la influencia de los taboritas. Si no logramos domesticarlos, terminarán por ahogar nuestra hermosa tierra bohemia en su propia sangre.
Ludvik exhaló un gemido.
—Es un asunto serio viajar solo a casa en esta época del año, pero tendrá que ser así. Sólo espero no terminar sirviendo de alimento a los osos y los lobos por el camino.
Sokolny palmeó a su sirviente en el hombro, riendo.
—Si hay alguien que puede lograr llegar a Falkenhain con este tiempo, ése eres tú, mi buen Ludvik. ¡Tú sabrás cuidarte bien y no olvidarás que te necesito!
—No os libraréis de mí tan fácilmente.
Ludvik fingió bromeando una mueca ofendida y, a pesar de la hora, comenzó a preparar la ropa y el equipamiento para el viaje.
Capítulo III
Michel llevaba ya tres inviernos en Falkenhain y, sin embargo, la sensación de que no pertenecía a ese lugar aumentaba cada vez más en su interior. La causa de ello no podía ser Sokolny, que lo había incorporado en el círculo de sus colaboradores más estrechos, convirtiéndolo en su mayor hombre de confianza, ni tampoco el resto de los habitantes de Falkenhain, que lo trataban con suma cortesía y respeto, como si se hubiese criado allí. Era como si algo en su interior quisiera desgarrar desde dentro el velo que cubría su pasado, pero el resultado no eran más que pesadillas y un anhelo casi insaciable por la mujer llamada Marie. Cada vez que sus deberes se lo permitían, se enfundaba en su abrigo de piel de oveja, se sentaba en la soledad ventosa de la torre albarrana a meditar sobre las imágenes de sus sueños, que parecían ser espectros de su vida pasada. Lo único que recordaba claramente después de todo ese tiempo era un gran río por el que pasaban unos barquitos chiquitos que parecían de juguete, como si él los estuviese observando desde lo alto de una colina. Seguramente, él habría viajado por aquel río en algún momento, y no sólo una vez, ya que recordaba hasta el sonido de las olas rompiendo contra las planchas de madera de un barco. Sin embargo, no podía precisar de qué río se trataba, ya que al preguntar le habían nombrado el Elba, al que los lugareños llamaban Labe, y el Danubio, pero ninguno de los dos nombres le había despertado más imágenes.
Cuando el grito del guardián lo arrancó de esas consideraciones, notó que tenía los dedos casi congelados a pesar de los guantes gruesos forrados en piel. Se puso de pie y comenzó a mover sus miembros para volver a entrar en calor mientras miraba hacia la calle que conducía al castillo asomándose por el borde de las almenas que coronaban la torre. Entonces vio a un jinete que iba subiendo la cuesta con su caballo, que trastabillaba de agotamiento a pesar de su vigor, ascendiendo lentamente por el sendero sinuoso que conducía al castillo. El hombre tenía una apariencia deforme, como si llevase varias capas de piel de oveja superpuestas, y en la mano portaba una pica, como si cabalgara hacia una lucha. Michel pensó que si se ponía en camino en esa época del año debía de tratarse de un trastornado o de un fugitivo. Corrió a las escaleras, cogió la soga dispuesta para no resbalarse por los escalones congelados y se apresuró a bajar.
Huschke, el vigía, había llegado antes que él y lo miró con gesto interrogante. Ante una seña de Michel, apartó de su anclaje la pesada viga que trababa la puerta y abrió la puerta izquierda. Michel desenvainó la espada, pero volvió a guardarla en su estuche de inmediato al ver que el hombre no representaba peligro alguno. El jinete estaba por lo menos tan al límite de sus fuerzas como su caballo, que se quedó parado en medio del patio del castillo con las patas temblorosas. Michel se acercó al hombre, le arrebató la pica de las manos ateridas y lo apeó de la montura.
Mientras lo sostenía, llamó a un sirviente, que se asomó curioso por la puerta de la caballeriza.
—¡Jindrich, ocúpate del caballo! Yo ayudaré a nuestro huésped a entrar. —Luego señaló hacia las escalinatas—. Vamos, amigo. Te sentarás junto al hogar, beberás uno de los tragos calientes de Wanda y volverás a ponerte de pie muy pronto.
—Pero que por favor no escatime la cerveza —respondió el otro con una sonrisa lastimera.
En ese momento, Michel lo reconoció.
—¡Ludvik! No me digas que tu señor aún está allá fuera con semejante frío.
—No, he venido solo. Debo hablar de inmediato con el señor Václav para ponerlo sobre aviso.
Con la segura sensación de que más valía un gesto que mil palabras, Michel tomó a Ludvik por las axilas y lo arrastró hacia la cocina. Wanda, la cocinera de Falkenhain, estaba ocupada amasando unas albóndigas, por lo que contempló irritada a los intrusos que habían osado entrar en su reino. Sin embargo, al ver al recién llegado acercarse tambaleando, temblando y morado de frío, se llevó las manos a la cabeza y corrió a la cocina, donde siempre tenía preparada una olla con cerveza aromática caliente para aquellos que debían trabajar a la intemperie.
—¡Anda, bebe! —le exigió enérgicamente al hombre, llevándole a los labios un vaso humeante.
Ludvik puso las manos alrededor del vaso y dejó que su contenido se deslizara por su garganta con inmenso deleite. Después se secó algunas gotas que se le habían derramado en la barba.
—¡Hum, esto sí que viene bien! Después de tres días de cabalgar con este frío y encontrar refugio sólo una noche en un granero medio derruido, éste es el saludo de bienvenida perfecto. ¡Cómo me regocijaba pensando en esta bebida! Mientras venía cabalgando hacia aquí, lentamente iba perdiendo las esperanzas de poder llegar. Todos los pueblos y las pequeñas ciudades de mi juventud han sido arrasados, y al acercarse no se ven más que cadáveres. Ha sido como cabalgar por el infierno.
—¡En eso han convertido Jan Ziska y sus secuaces nuestro hermoso país! —tronó detrás de ellos la voz del conde Sokolny. Se había enterado de la llegada de Ludvik a través de los guardias, y supo de inmediato dónde hallaría a aquella visita inesperada. Se paró junto a Michel y bajó la vista para observar al siervo de armas de su hermano, que se había desplomado en una silla y observaba al señor del castillo con gesto desencajado.
—Perdonad, mi señor, que no os salude con el respeto que os debo, pero es que mis piernas se niegan a responderme.
—Está bien, Ludvik. Alguien capaz de transitar el camino hacia Falkenhain con semejante frío tiene ganado el derecho de permanecer sentado en mi presencia. —Sokolny lo palmeó en el hombro, tranquilizándolo, acercó una silla y contempló a Ludvik con gesto preocupado—. Ahora dime, ¿qué diantres ha llevado a mi hermano a poner en juego tu vida? Sé muy bien cuánto te aprecia.
Ludvik sonrió, cohibido. Después apretó los labios, al tiempo que dirigía una mirada vacilante a Wanda y a sus criadas, que simulaban estar muy ocupadas trabajando cerca de él y aprovechaban para aguzar el oído.
—Traigo noticias, pero no son nada buenas.
El conde hizo señas a Wanda para que se le acercara y señaló con un gesto al sirviente y a Michel.
—Sírvenos tres cervezas, llévate a tu mujerío y déjanos solos.
Wanda se resistía a que la echaran, y se quedó murmurando indignada mientras llenaba los vasos de cerveza caliente.
—¿Qué sucederá con las albóndigas, señor? Si se ponen muy duras, la gente se enfadará.
—Si se enfadan, envíamelos a mí. Y ahora, ¡fuera! —El conde se quedó esperando impaciente a que las mujeres cerraran la puerta y luego miró a Ludvik, invitándolo a que hablara—. ¿Qué ha sucedido?
—Mi señor me manda a pediros otra vez encarecidamente que os unáis a él y al resto de los calixtinos para ayudar a refrenar la influencia de los taboritas. Dijo que de otro modo no os podrá seguir protegiendo. Prokop el Pequeño y sobre todo el tal Vyszo ansian poder aniquilaros, y están planeando atacar vuestro castillo en el transcurso de este mismo año, probablemente después de invadir Silesia.
Ludvik miró a Sokolny con gesto de súplica, pero Sokolny gruñía tan disgustado como un viejo perro guardián.
—Ottokar es un insensato si cree que podrá ayudarme de ese modo. Una vez que esos canallas le hayan tomado el gusto a la sangre, no se detendrán hasta ahogarse en ella. Atacarán Falkenhain, no importa si yo declaro nula mi fidelidad a Segismundo y me uno a los calixtinos o no.
Michel, que había estado escuchando en silencio, compartía la opinión del conde. Después de todo lo que había podido escuchar tenía muy claro que los husitas, sobre todo los taboritas, no dejarían con vida a nadie a quien consideraran su enemigo. Lo único que le sorprendía era cuánto se había abierto ya la brecha entre ambas agrupaciones rebeldes, y pensó que probablemente ése sería el principio del fin de los husitas. Al mismo tiempo era consciente de que de todos modos podían llegar a transcurrir muchos años antes de que se terminara de sofocar aquel incendio en los confines del imperio. Y, entretanto, Falkenhain pasaría a ser un cementerio más, igual que el resto de las tierras circundantes.
—Comparto vuestra opinión, señor conde. Esos taboritas vendrán igual, no importa si os unís a los calixtinos o no. Debemos estar preparados para cuando nos ataquen.
Una sonrisa amarga asomó a los labios de Sokolny.
—Hace años que vivimos esperando el día en que sus hordas avancen hacia Falkenhain, aun cuando deseáramos que ese día no llegase nunca.
De las palabras del conde se desprendía tal desaliento que Michel cerró los puños, irritado.
—No sirve de nada quedarnos temblando de miedo a la espera de que el enemigo nos ataque. Deberíamos pensar qué posibilidades tenemos de dar la vuelta a esta situación.
Sokolny alzó las manos en un gesto de impotencia.
—¿Y cuáles serían esas posibilidades?
—Podríamos comenzar a reforzar la muralla oriental y levantar la altura de la torre de entrada —propuso Michel—, o bien poner todas las carretas en condiciones, cargar lo estrictamente necesario y abrirnos paso hasta llegar al imperio. Con un poco de suerte, podremos lograrlo.
Ludvik lo contradijo, alterado.
—¡Por todos los cielos, no hagáis eso! Seréis demasiado lentos con tantas mujeres y niños. Los taboritas os alcanzarían enseguida y os masacrarían.
—Entonces sólo nos queda luchar y confiar en la misericordia de Dios. Tal vez halléis amigos que estén dispuestos a apoyaros.
Michel intentó sonar más confiado de lo que se sentía.
Sokolny meneó la cabeza con tristeza.
—¿Qué amigos? ¿No has oído lo que acaba de contar? Todos los lugares y los castillos de los alrededores han sido incendiados. El único que todavía puede ayudarnos es el rey Segismundo.
—¡Entonces exigidle que os envíe refuerzos!
Las palabras de Michel resonaron como latigazos en la bóveda.
El conde se quedó mirándolo fijamente unos instantes, como si estuviese intentando leerle la mente, pero luego asintió y enderezó los hombros.
—Esa idea merece ser discutida. Llama a Feliks, a Marek y a los otros capitanes al salón para que podamos deliberar. ¡No, al salón no! Iremos a la habitación de la torre, ya que no quiero que nuestra gente se entere de que estamos en la cuerda floja. Ludvik, ¿te sientes con fuerzas suficientes como para darnos un informe detallado?
Ludvik asintió, solícito.
—Por supuesto, señor conde. Sólo necesito un vaso de cerveza lleno y ponerme algún bocado entre los dientes, y luego podréis saber de mí todo lo que mi señor y yo hemos podido oír acerca de los planes de los taboritas.
—¡Estupendo! Haz que Wanda te dé algo... o mejor, ¡acompáñame! Me encargaré de que nos sirvan algo de comer allá arriba.
El conde se dirigió hacia la puerta, la abrió y llamó a las mujeres. Wanda retrocedió solemnemente al verlo. Su rostro compungido delataba que había estado espiando la conversación.
—¡Espero que sepas mantener la boca cerrada! —le dijo el conde en voz baja pero con énfasis. Después de que la cocinera asintiera atemorizada, señaló con el pulgar hacia abajo—. Ahora puedes volver a ocuparte de tus albóndigas. Y envíame un par de criadas con pan y carne asada para nueve personas a la habitación de la torre.
—Y si es posible, con una jarra de cerveza, pero esta vez fría. Ya entré en calor por dentro —alcanzó a decirle Ludvik antes de que se fuera.
Capítulo IV
Media hora más tarde, Sokolny estaba sentado en una silla de respaldo tallado situada en la cabecera de la mesa en la habitación de la torre, observando a sus hombres. Además de Michel y Ludvik, en la habitación se hallaban Feliks Labunik, su castellano, Marek Lasicek y cuatro hombres más. Sus rostros transmitían seriedad, casi conmoción, y el conde leyó en muy pocos de ellos el valor y la resolución necesarios para hacer frente a los hu-sitas. El alemán estaba dispuesto a enfrentarse con ellos, pero el conde ya contaba con que eso sucedería. Marek también se mostraba combativo; en cambio, Labunik permanecía sentado en su silla, tan pálido y caído como si un ángel del Señor acabara de anunciarle su próximo final.
El conde miró a todos fijamente, uno por uno, como si intentase despertarles el orgullo guerrero.
—Hasta el día de hoy, mi hermano y mis buenos amigos han logrado protegernos, aunque nosotros nunca hemos podido hacer prácticamente nada por ellos. Pero esas épocas se terminaron. Prokop el Pequeño y Vyszo ansian nuestra sangre, y no descansarán hasta hacernos sangrar. Pero no vamos a entregarnos a ellos de forma voluntaria. Quien quiera matarnos deberá pagar un alto precio por ello.
Labunik exhaló el aire de sus pulmones.
—Vuestras palabras son muy nobles y valientes. ¿Pero qué podemos hacer con nuestros pocos hombres contra los asesinos incendiarios de los taboritas?
—Podemos defender nuestras murallas —lo reprendió Mi-chel—, y si Dios nos ayuda, los enviaremos a casa con las cabezas ensangrentadas.
—Así regresan al año siguiente y nos linchan —se le escapó a Labunik.
El conde lo midió con una mirada irritada.
—¿Acaso piensas quedarte cruzado de brazos esperando a que los taboritas estén a las puertas del castillo? ¡Para eso mejor ponte una soga al cuello y sal a su encuentro con la mortaja puesta! Yo tengo intenciones de agriarles mi final todo lo que me sea posible. Por eso enviaré un mensaje al rey Segismundo pidiéndole ayuda. Y estoy seguro que no nos la negará.
Sokolny notó que, al oír sus últimas palabras, los hombres se incorporaban e incluso Labunik recuperaba los colores.
—Si vais a enviar un mensaje al rey, será mejor que lo hagáis cuanto antes, ahora que el frío retiene al enemigo en sus cuarteles.
—Esa es mi intención, Feliks. Hoy mismo decidiremos quiénes formarán parte del grupo que partirá mañana de Falkenhain para elevar mi petición al emperador. —Sokolny vio que Michel levantaba la mano y se volvió hacia él con un gesto de disculpa—. Sé que quieres regresar con tu gente para revelar el enigma de tu origen, Frantischek. Pero te necesito aquí. Tus conocimientos y tu experiencia, que ni tú mismo sospechas dónde pudiste haber adquirido, son demasiado valiosos para mí. Feliks y Marek serán mis mensajeros.
Marek Lasicek le sonrió a Michel.
—Alégrate, nemec, de poder permanecer en el castillo calenti-to mientras que nosotros tenemos que abrirnos paso hacia el oeste a través de las alturas heladas de los bosques de Bohemia.
Michel no estaba para bromas, ya que un viaje a las tierras del emperador borraría las sombras que cubrían su pasado, de eso estaba seguro. Sin embargo, aceptó la decisión del conde. Puede que Labunik fuese un excelente administrador, pero no era un guerrero; Marek buscaba guerreros como él, pero sin embargo no tenía experiencia en preparar un castillo para defenderse del ataque de un ejército muy superior. En cambio, él mismo había demostrado sus conocimientos en reiteradas ocasiones, llamando la atención de Sokolny sobre los puntos débiles de Falkenhain tantas veces que ahora el conde no quería prescindir de él. Por un momento, Michel deseó saber menos sobre el arte de la guerra y más sobre su origen, si bien esas consideraciones eran ociosas en vista de la situación.
Sokolny impartió un par de órdenes más a Labunik y a Marek y los envió a escoger a los hombres que los acompañarían. Luego se retiró para escribirle una carta al rey de Bohemia y emperador alemán y ponerlo al tanto de la situación desesperante que estaba atravesando. Michel pensó en acompañar a Labunik y a Marek, pero finalmente decidió quedarse solo. Fue a buscar su abrigo y sus botas gruesas, que había dejado en la antesala de la cocina, y estaba a punto de salir otra vez al patio para regresar a lo alto de la torre cuando Janka, la hija de Sokolny, apareció y le cogió de la mano.
—Me alegro de que te quedes aquí, Frantischek.
Michel la miró sorprendido y se preguntó cómo había podido enterarse tan rápidamente de los planes que se habían discutido en la habitación de la torre. Por lo visto, la costumbre de espiar conversaciones detrás de las puertas estaba bastante difundida en Fal-kenhain. Michel sonrió con benevolencia, ya que comprendía a la gente. Rara vez llegaban noticias al castillo, y las que llegaban generalmente eran tan malas que alimentaban los miedos y pesadillas de sus habitantes.
Michel le sonrió a Janka e intentó tranquilizarla.
—No os preocupéis, señora. Seguro que el emperador nos enviará ayuda.
Ella se rio con amargura.
—¿Realmente lo crees? ¿A cuántas ciudades que permanecieron fieles a él en Bohemia ha ayudado hasta ahora? ¿Acaso no terminaron todas arrepintiéndose bajo los manguales de los taboritas de haber llamado a Segismundo su rey? ¿Qué te hace creer entonces que a él puede interesarle lo que suceda con un castillo tan pequeño e insignificante como Falkenhain?
Antes de que Michel atinara a responderle, Janka lo abrazó y presionó su boca contra los labios de él. Michel se resistió, asustado.
—¡No debéis hacer eso, señora!
—No quiero morir sin haber conocido el amor —exclamó la joven, inflamada de pasión.
—Y ciertamente no moriréis sin conocer el amor, señora, creed-me. Muy pronto hallaréis un caballero noble y valeroso con quien seréis muy feliz.
—¿Un hombre noble? ¿Tal vez alguien como Feliks?
Su voz dejaba traslucir desprecio.
Michel sabía que Labunik se hacía ilusiones de terminar convirtiéndose en el yerno de Sokolny a falta de más candidatos, y hasta entonces él también esperaba que así fuera, ya que no se consideraba un candidato adecuado para pedir la mano de Janka Sokolna. Aun cuando el conde hubiese estado dispuesto a entregar la mano de su hija a un aventurero sin nombre, cuya única virtud era su destreza con la espada, el matrimonio no figuraba entre sus planes. Si bien experimentaba cierta simpatía por Janka, su corazón permanecía en silencio al verla. En sus pensamientos no había lugar más que para una sola mujer, y esa mujer se llamaba Marie.
—¡Señora, no deberíais permanecer en la puerta con semejante frío! Regresad mejor a vuestros aposentos. Y dispensadme, debo ir a supervisar a los guardias.
Michel le hizo un gesto y salió. Mientras se dirigía hacia la torre atravesando la noche en ciernes y subía las escaleras con cautela, se dijo que por el momento los husitas no constituían su mayor problema.
Capítulo V
Ese año el invierno no quería ceder, pero los grupos de gue- rra de los husitas siguieron cayendo sobre tierras alemanas a pesar de la nieve y del hielo. Si bien las noticias que le llegaban al emperador no eran más graves que las de años anteriores, a Segismundo, desgastado por la edad y por los años de luchas en vano, le parecían un mal presagio. Ya no tenía fuerzas para sobrellevar otra campaña más, pero al mismo tiempo sabía perfectamente que los príncipes del imperio estaban aguardando una mínima muestra de debilidad para negarle el apoyo de forma definitiva, y el primero de todos era el burgrave de Núremberg, que se autodenominaba or-gullosamente príncipe elector de Brandeburgo, a pesar de que privilegiaba su patria franca por encima de las tierras arenosas de su electorado. La razón por la cual Segismundo le guardaba rencor a Friedrich era que, durante los primeros años del levantamiento bohemio, éste le había denegado su adhesión, participando en cambio en las luchas entre los duques bávaros. A él no le interesaba cuál de los Wittelsbacher gobernara en Landshut, en Munich o en Ingols-tadt; lo que le importaba era la corona de Bohemia, que quería legar a su yerno y, a través de él, a algún nieto.
Para gran desilusión de Segismundo, la unión entre su hija Isabel y Alberto II de Habsburgo aún no había sido bendecida con un hijo, y Segismundo tomaba este hecho como un símbolo de su propia decadencia. Esa sensación lo había impelido a peregrinar a Bam-berg en pleno invierno para rezar frente a la tumba del canonizado emperador Enrique II del Sacro Imperio Romano Germánico y de su esposa Kunigunde y rogarles que le otorgaran la energía necesaria como para poder volver a llevar con dignidad la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, que lo atormentaba como una corona de espinas. El viaje lo había agotado tanto que al llegar había temido que su fin estuviera cerca, y ahora llevaba varias semanas en la sólida residencia de caza que el obispo de Bamberg le había puesto a disposición para que se recuperara.
Segismundo se levantó de la silla con gran dificultad, se ciñó más sobre el cuerpo el abrigo con adornos de piel de marta cibelina y se asomó por la ventana. Los primeros rayos tibios de sol habían comenzado a derretir la nieve, aunque aún no se podía prever si el invierno lucharía contra su derrota, haciendo soplar una vez más su viento helado desde el este, o si por fin daría paso a la primavera. De repente, a Segismundo le pareció descubrir una similitud entre él y el invierno: si bien ambos continuaban luchando, en su interior sabían que habían sido derrotados.
Segismundo se dio la vuelta y regresó arrastrándose a su silla. Sobre una mesita torneada había una jarra de vino y una cazuela con codornices asadas. Perdido en sus pensamientos, cogió una de las aves y comenzó a comer sin apetito. Un sirviente se acercó corriendo con un trapo húmedo para limpiarle las manos, pero Segismundo ni siquiera le miró, sino que continuó meditando en silencio con los restos de la codorniz en la mano.
De pronto se oyeron unos ruidos procedentes de fuera que hicieron sobresaltar al emperador. Un momento después, las puertas de roble macizo se abrieron, permitiendo la entrada de uno de los guardaespaldas.
—Su majestad, el caballero Falko von Hettenheim acaba de llegar, acompañado por algunos señores procedentes de Bohemia.
—¿De Bohemia has dicho?
La noticia logró levantar el alicaído ánimo del emperador, y su corazón se llenó de una tímida esperanza. ¿Acaso sus subditos rebeldes se habrían cansado de derramar sangre y estarían dispuestos a deponer las armas? Si ése era el caso, les concedería generosamente el perdón, aunque exceptuando a sus líderes ávidos de muerte, los dos Prokop y sus peores secuaces, a menos que éstos le trajeran personalmente de regreso la corona de Bohemia, que ya creía perdida. Sin embargo, sus esperanzas se derrumbaron al ver a los dos hombres mal ataviados que llegaron acompañando a Falko von Hettenheim. El líder, que tal vez perteneciera a la nobleza, era un hombre enjuto de entre treinta y cuarenta años cuya sencilla guerrera parecía haber sido cosida por una campesina con algún género áspero, e incluso su auxiliar llevaba el traje de un simple soldado de infantería.
Mientras Labunik y Marek se inclinaban torpemente ante el emperador, Falko von Hettenheim se quedó parado en la puerta. Había engordado durante el invierno y parecía más malhumorado que antes. Su esposa había dado a luz a su sexta hija, y como el emperador le escatimaba la recompensa prometida y hasta ahora no le había dado ni título ni tierras, para su desgracia aún no había podido deshacerse de la hija de Rumold von Lauenstein.
Labunik se sentía tan cohibido en presencia del emperador que apenas si podía abrir la boca.
—Su majestad, yo... nosotros...
Se interrumpió y miró a Marek en busca de ayuda. Éste carraspeó en voz alta y logró articular un par de frases con cierta ilación.
—Su majestad, nos envía mi señor, el conde Václav Sokolny, que ha permanecido fiel a vos y hasta el momento ha podido mantener el castillo de Falkenhain de vuestra parte. Ahora los taboritas quieren atacarnos, y por eso hemos venido a pediros que nos enviéis ayuda.
El emperador examinó su rostro, que expresaba honda preocupación por su señor, y le preguntó por las circunstancias que imperaban en Bohemia. Marek le respondió lo mejor que pudo, y en poco tiempo Segismundo se enteró por boca de aquel muchacho sencillo y honrado mucho más de lo que estaba sucediendo en Bohemia de lo que habían podido informarle sus más estrechos consejeros en todos esos años. Después de escuchar el informe de Marek, el emperador se reclinó, pensativo. Aún ignoraba cómo utilizar esa información y de qué manera podía apoyar al conde Sokolny. Pero entonces su mirada se posó en Falko von Hettenheim, y advirtió la oportunidad de tener un gesto noble.
—¿Qué opináis de la cuestión, Hettenheim?
Falko von Hettenheim encogió los hombros con desprecio.
—No creo que tenga sentido enviar un ejército para salvar un castillo que para colmo está alejado de todas las rutas principales.
Si llegara a desencadenarse una batalla, la canalla bohemia rebelde saldría triunfante, a menos que Dios nos enviase desde el cielo el apoyo de diez mil soldados de infantería completamente equipados, la soldada de varios años por adelantado y todas las provisiones necesarias.
—Puede que Dios haga milagros, pero dudo de que nos envíe sus huestes celestiales —replicó el emperador con una mirada amo-nestadora—. ¿No sería posible que acudierais en ayuda del conde Sokolny con vuestras huestes? A veces, un puñado de guerreros puede más que un ejército entero.
Falko von Hettenheim tuvo que contenerse para no responderle al emperador con una grosería. Lo último que deseaba era un lugar de residencia en plena área de influencia husita y tener que ponerse a las órdenes de un conde que desconocía y cuyo castillo quedaba tan en el corazón de Bohemia que no había posibilidad alguna de replegarse. Sin embargo, conocía al emperador lo suficiente como para saber que lo único que superaba su orgullo era su tozudez, y que por lo tanto debía ser prudente. Mientras continuaba pensando, una sonrisa maligna se le coló en el rostro. Dio un paso adelante e hizo una profunda reverencia.
—Me encantaría, su majestad, pero creo poder serviros mejor desde otro lugar. Esa tarea no es tanto para alguien con ideas propias, sino más bien para alguien acostumbrado a obedecer órdenes. Por eso, propongo enviar a mi valiente primo Heinrich al castillo de Falkenhain. Él apoyará al emperador con toda su energía.
Falko comprobó satisfecho que sus palabras habían impresionado al emperador, y tuvo que esforzarse por ocultar una sonrisa. Si el monarca aceptaba su propuesta, no sólo se libraría de su primo, que hacía apenas unas pocas semanas lo había felicitado con sorna por el nacimiento de su nueva hija, sino también de ese molesto palurdo de Heribert von Seibelstorff, que lo culpaba de la desaparición de Marie y estaba ansioso por luchar contra él.
Segismundo se quedó meditando la idea del caballero y le pareció útil. Heinrich von Hettenheim era un hombre con arrojo, y con la ayuda de Dios podría preservar la vida y el castillo del conde. Además, le venía bien que el más joven de los Hettenheim se quedara acampando cerca de Núremberg con sus huestes, ya que el emperador tenía pensado viajar allí en unos días para cerrar con los burgueses de la ciudad la venta del castillo imperial, fuertemente afectado por la participación del burgrave Friedrich en las contiendas bávaras. Si bien la suma que recibiría a cambio no era muy significativa, al menos alcanzaría para armar a una división de soldados de infantería y pagarles una soldada por algunos meses. Satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos, el emperador les regaló a los dos bohemios una sonrisa magnánima.
—El conde Sokolny no os ha enviado hasta mí en vano. Uno de mis más valientes caballeros, Heinrich von Hettenheim, primo del señor Falko, partirá de inmediato hacia Bohemia con sus huestes para apoyar a vuestro señor.
Labunik volvió a hacer una reverencia, aunque estaba demasiado confundido como para poder responder. Por el camino había considerado la posibilidad de no regresar a su patria, ya que todo dentro de él pugnaba por permanecer a salvo en las regiones occidentales del imperio. Marek Lasicek tuvo que contenerse para no lanzar un improperio en checo, ya que la propuesta no se oía como si el emperador tuviese intenciones de acudir en su ayuda con todo un ejército. Si regresaba únicamente con un caballero y un puñado de guerreros, aquel viaje tan peligroso no habría valido la pena. Tal vez su prolongada ausencia na habría servido más que para acelerar la caída de Falkenhain, ya que, salvo el alemán, allí no había nadie capaz de entrenar bien a los hombres. También le parecía un mal presagio que el líder de las huestes prometidas fuese primo del tal Falko von Hettenheim, que tenía en toda Bohemia la fama de asesinar por nada y saquear sin freno, y cuyas acciones habían llevado a más de una ciudad y a numerosos miembros de la nobleza a pedir perdón de rodillas a los husitas.
—Os damos las gracias en nombre de nuestro señor, el conde Sokolny —oyó Marek decir a su acompañante Labunik, al tiempo que veía cómo la cara se le alargaba como si acabara de oír su sentencia de muerte. Esta apreciación de Marek no estaba lejos de la verdad, ya que el noble checo acababa de decidir entregarse a su destino. Regresaría a Falkenhain y lucharía y moriría junto a Sokolny.
En cambio, Marek Lasicek se juró que prefería enfrentarse a un oso enfurecido con apenas un cuchillo en la mano, o incluso con los puños, antes de tener que volver a inclinar la cabeza una segunda vez frente a hombres como el emperador o como Falko von Hettenheim.
Capítulo VI
Era el cuartel de invierno más pobre del que Eva tuviera memoria. Si bien la ciudad de Núremberg, con sus grandes mercados y sus casas de comercio desbordantes de mercancías, quedaba a una distancia de apenas dos horas de viaje, lo mismo habría dado que quedara en la luna, ya que a los guerreros, sirvientes, prostitutas y vivanderas reunidos allí les estaba estrictamente prohibido entrar en ella, so pena de recibir graves castigos. La tropa no tenía más remedio que parar en un pueblucho cuyos habitantes los enviaban abiertamente al diablo y les Tacaneaban sus provisiones. La harina y la carne se vendían al precio del oro, pero casi ninguno de ellos tenía una moneda en el bolsillo. Ni siquiera el caballero Heinrich poseía más que su sirviente más pobre, ya que había tenido que vaciar la caja de guerra y su propio bolsillo para preservar a su gente de morir de hambre.
Para colmo, la desaparición de Marie seguía pesando sobre las almas de todos aquellos que la habían conocido. Nadie de las huestes del caballero Heinrich podía explicarse qué le había sucedido, y el único que tal vez podría haber dado una respuesta, es decir, Falko von Hettenheim, evitaba el campamento como la peste desde su última pelea con su primo. A comienzos del invierno había mandado a preguntar una y otra vez por Losen sin poder dilucidar cuál había sido su destino. Pero como ni el caballero ni Marie habían regresado, los habían dado por muertos.
Eva contempló abatida el manto de nieve mugriento, pisoteado por muchos pies, y olfateó el aire. Había un cierto aliento a primavera, pero aún continuaba haciendo un frío helado. Tiritó y se ciñó más al cuerpo la pañoleta raída. Sus movimientos despertaron a Trudi, que dormía en su regazo.
La pequeña pataleó de pronto, puso los labios en trompa, levantó la vista y gritó.
—¡Tengo hambre y frío!
Eva envolvió más a la niña en su pañuelo y le puso una ciruela seca en la boca. Trudi comenzó a mascar de inmediato, pero la vivandera advirtió en sus ojos que deseaba algo más.
—Pronto habrá algo caliente para comer —intentó consolarla.
La pequeña frunció la nariz.
—Sí, puré de piñas de pino.
Aún no habían llegado hasta ese punto, pero desde que Anselma, el muy gracioso, le había dicho a Trudi que el guiso de agua, harina, grasa rancia y arvejas secas que había de comer todos los días estaba hecho de piñas de pino, Trudi lo llamaba así. Eva pensó suspirando que una comida preparada con piñas no sabría mucho peor que la que ponían ahora en sus platos. Sin el ingenio de Görch, que conocía a sus compatriotas francos e iba de pueblo en pueblo a mendigar alimentos, seguramente no habrían podido sobrevivir con las provisiones compradas por el caballero Heinrich.
—Hola, Eva. ¿Qué te sucede? Tienes una cara que agriaría la leche... si tuviésemos leche para beber.
Theres salió de la choza que ambas habitaban y se sentó junto a la anciana. Aunque durante la retirada precipitada de Bohemia le habían asignado otra tropa, al llegar al punto de reunión había vuelto a unirse a las huestes del caballero Heinrich, al igual que Eva y a diferencia de Oda, que había partido junto con una caravana comercial en dirección a Worms, con la esperanza de poder dar a luz a su hijo en la casa de Fulbert Scháfflein. El resto de las vivanderas se había alegrado de habérsela quitado de encima porque hasta el último momento había demostrado ser una buscapleitos.
Eva escupió el carozo de ciruela que había estado chupando durante las últimas horas y se volvió hacia Theres.
—Pondré mejor cara cuando el emperador nos asigne un cuartel mejor y les pague a los soldados lo que les debe.
—Ojalá que así sea. No puedo darme el lujo de volver a sufrir pérdidas como las del año pasado. La mayoría de los que estaban en deuda conmigo están muertos o se escabulleron sin pagar.
Theres se rio con amargura mientras miraba las chozas en las que los habían acuartelado a los soldados y a ellas. Aunque había conocido alojamientos mucho mejores, estaba contenta de tener al menos un techo donde cobijarse dentro de tan mala suerte.
—¿Crees que la campaña del emperador está teniendo éxito?
Eva se encogió de hombros.
—¿Y cómo quieres que lo sepa?
—¡Hambre! —repitió Trudi, retomando la palabra.
Theres la pellizcó suavemente en el mentón.
—La comida está lista. Justo iba a llamaros.
Eva se levantó suspirando y alzó en brazos a la hija de Marie.
—Vayamos a buscar nuestra cazuela de puré de piñas de pino y esperemos que esté más rico que ayer.
—Difícil que la comida esté peor con los ingredientes que tiene.
Theres dejó escapar un suspiro aún más profundo que el de Eva y regresó a la choza, donde bullía una masa de apariencia no muy apetitosa. Las dos vivanderas cocinaban para veinte hombres, un tercio de los soldados que le habían quedado al caballero Heinrich. El resto se abastecía solo o se quedaba a comer con las dos prostitutas entradas en años a las que ninguna otra tropa había querido aceptar. Mientras Theres volvía a hundir el cucharón en aquella masa grisácea y revolvía con fuerza, Eva dejó a Trudi en el suelo, levantó dos pedazos de hierro que había en la entrada y los entrechocó. Sus huéspedes parecían haber estado esperando ese sonido, ya que salieron raudos de sus chozas y se precipitaron hacia la de ellas con las cazuelas extendidas. Eva los miró frunciendo el ceño, le quitó al primero el cuenco de las manos y se lo extendió a Theres para que ésta lo llenara. Luego esparció sobre la masa un par de frutas secas y un trozo de pescado, duro como una piedra, y le devolvió el cuenco a su dueño. El hidalgo Heribert también se había puesto en la fila y recibió la misma ración que el resto de los hombres. A comienzos del invierno, el joven Von Seibelstorff le había propuesto al emperador llevar a la tropa de Heinrich von Hettenheim a sus dominios, en los alrededores de Kronach, para establecer allí sus cuarteles de invierno, pero el emperador había denegado de plano su petición, ordenándoles a él y al caballero Heinrich que permanecieran en el pueblo que les había asignado cerca de Núremberg.
El hidalgo Heribert estaba seguro de que detrás de esa decisión estaba Falko von Hettenheim, y eso no contribuía precisamente a mitigar su encono hacia ese hombre. Pero Falko no era más que el primero de la extensa lista de aquellos a quienes retaría a duelo para recomponer su honor, ya que, cuando intentó hacer traer alimentos de su castillo, algunos capitanes del emperador habían tenido el descaro de interceptar la carreta y quedarse con su carga y con toda su gente a excepción del viejo cochero.
El hidalgo Heribert se había sentado hoy también en la choza de las vivanderas en el mismo lugar de siempre, y revolvía el puré con la frente cubierta de sombras.
Cuando Trudi avanzó hacia él con pasitos inseguros, su expresión se suavizó e incluso logró esbozar una tenue sonrisa.
—Hola, pequeña. ¿Cómo estás?
Trudi trepó a su regazo.
—¡Bien! Pero mamá aún no ha regresado y el puré de piñas de pino sabe horrible.
La sonrisa de Heribertse disipó. A pesar de que Marie tenía casi el doble de su edad y que como vivandera era absolutamente inadecuada para su clase social, había pensado que cuando terminara la guerra bohemia la llevaría a su castillo e intentaría convencerla de que fuera su mujer. Su repentina desaparición sólo podía significar que había sufrido una muerte horrenda a manos de los husitas, y desde entonces se había abierto una herida en su corazón que tal vez no cicatrizaría nunca más.
—¿Dónde está el caballero Heinrich? —preguntó Eva, a quien le había llamado la atención la ausencia de su líder.
—Mi señor ha ido a Núremberg para exigirle al alcaide imperial que nos envíe de una buena vez los alimentos que nos debe desde hace semanas.
A Anselm se le notaba que hubiera querido acompañar a su señor, lo cual por cierto le correspondía por ser el escudero del caballero Heinrich, y se le notaba también que se reprochaba haber tenido la bondad de cederle su lugar a Michi. Ahora temía que el jo-vencito pudiese haber hecho algo imperdonable que hubiese puesto en aprietos al caballero Heinrich.
Los otros también miraron hacia la puerta, preocupados, como si pudieran hacer aparecer a su líder con un hechizo de sus miradas y, efectivamente, él apareció después de unos instantes. Su figura de hombros anchos se había vuelto más enjuta con el correr del invierno, y su cabello había comenzado a encanecer. Sin embargo, los ojos le brillaban con renovada confianza.
—¡Ya estáis comiendo! Qué bien, porque estoy muriéndo-me de hambre. —El caballero Heinrich se adelantó hasta donde estaba el caldero e hizo que Theres le sirviera una cazuela llena. Tragó un par de bocados para satisfacer el hambre más urgente y luego sonrió con la picardía de un niño—. El emperador ha regresado a Núremberg. Incluso ha intercambiado un par de palabras conmigo y le ha dado al alcaide la orden de enviarnos provisiones. Esta misma tarde llegará el primer cargamento. ¿Qué me decís ?
—Hasta que no vea la harina y el tocino, no me lo creo.
El caballero se rio.
—He visto con mis propios ojos cómo cargaban el carro. Mañana recibiremos armas y equipamiento nuevos.
Eva miró con desconfianza.
—Parece como si fuese a haber una nueva campaña. ¿Acaso el emperador ha traído un ejército? Aquí en la zona no llega a haber ni quinientos soldados.
La expresión de su rostro revelaba lo extraño que le resultaba que el emperador los hubiese acuartelado durante más de tres meses en condiciones desastrosas y que de golpe los colmara de bienes necesarios para la guerra. Sin embargo, se guardó sus dudas para sus adentros y le preguntó al caballero por Michi.
—Espero que os haya servido como corresponde a un escudero.
Heinrich von Hettenheim la aplacó con el gesto.
—El muchacho es muy dócil y muy capaz. Cuando íbamos a emprender el regreso, me pidió permiso para quedarse un rato más en la ciudad porque quería ir en busca de un amigo.
—Seguramente se trataría de Timo, el mendigo cojo. Ya ha ido a verlo en reiteradas ocasiones antes de que cayera la nieve. Sabe el diablo qué es lo que le atrae tanto de ese viejo.
—Creo que lo conoce de antes, Eva, al menos algo de eso me dijo. Parece que Timo es oriundo del mismo lugar que Marie.
Heinrich von Hettenheim dejó escapar un sonido breve que sonó mitad a suspiro y mitad a gruñido, y luego mostró los dientes.
—Por cierto, mi amado primo ha vuelto a Núremberg.
El hidalgo Heribert se levantó de un salto, chocándose con la inestable mesa.
—¿Qué habéis dicho? ¡Por fin! ¡Esta vez no escapará a mi lanza!
El odio que había en su voz le hizo menear la cabeza a Heinrich von Hettenheim.
—¡Insensato! Mejor siéntate en lugar de andar desparramando las cazuelas. Para acabar con mi primo, antes debes moldearte y templarte, así que ármate de paciencia y no arruines las cosas por apurarte.
El joven Von Seibelstorff ardía en deseos de poder arrojarse sobre su enemigo; sin embargo, hizo lo que Heinrich le decía y se rio con dureza.
—Parece que quisierais darle tiempo a que engendrase un hijo varón. En cambio, si muriese ahora, su heredero seríais vos.
El caballero Heinrich se paró junto al hidalgo, poniéndole la mano sobre el hombro.
—Tal vez quiera darle la oportunidad de tener una séptima y una octava hija antes de que emprenda su viaje hacia el infierno.
El hidalgo Heribert le hizo una seña despectiva.
—Después de esas experiencias, dejará embarazada a media docena de criadas para poder reemplazar la próxima hija por un hijo bastardo.
—Si hubiese tenido otra esposa, podría haber hecho eso hace tiempo, pero Huida, la hija de Lauenstein, está demasiado orgullo-sa de su propia sangre de antiguo linaje como para hacer pasar a un bastardo por su hijo legítimo.
El caballero Heinrich se rio a propósito en voz muy alta para aflojar la tensión que había en el ambiente. Sin embargo, quien puso fin a la disputa fue Michi. El muchachito abrió la puerta intempestivamente, irrumpió en el lugar como si vinieran persiguiéndolo unos lobos y comenzó a parlotear a una velocidad tal que el resto casi no le entendió nada.
—¡Vamos a la guerra! El mariscal Pauer se lo dijo al alcaide cuando éste se quejó porque tenía que abrirnos la casa de armas.
Heinrich von Hettenheim volvió a reír después de semanas, como si lo hubiesen liberado, ya que sentía que se había quitado la parálisis y la debilidad del invierno como si fuesen un abrigo viejo.
—¿Qué dices, muchacho? ¡Entonces por fin se está moviendo algo! Hace tiempo que me he hartado de este cuartel.
El hidalgo Heribert asintió, apretando los labios.
—El próximo otoño insistiré para que podamos retirarnos a Seibelstorff.
—¿Quién quiere pensar en el próximo invierno cuando ni siquiera ha terminado éste? —El caballero Heinrich sonrió, loco de contento, atrajo a Michi hacia sí y le despeinó el cabello—. Eres un muchacho muy listo, Michi. ¿Qué más has oído?
—No mucho. Dicen que debemos acompañar a su patria a un par de bohemios que han reunido para hablar con el emperador.
—En ese caso, estoy intrigado por saber qué nos espera —exclamó Anselm, dudoso. La noticia distaba de entusiasmarlo tanto como a su señor, ya que ir a la guerra podía significar que a uno lo lincharan, y no tenía muchas ganas de que eso le sucediera. Aunque prefería hacerse cortar en pedacitos antes que tener que separarse de su señor.
—Hay mucho que hacer antes de partir, y quiero ponerme de inmediato manos a la obra. ¿Qué dices, Michi? ¿Me ayudas con los preparativos?
Michi miró a Eva, vacilante.
—¿Te importa? Volveré enseguida si me necesitas.
La vieja vivandera meneó la cabeza con una risa que parecía un balido.
—Ve, no hay problema. No te necesitaré hasta que lleguen las vituallas y deba guardar las provisiones. Sólo espero que esta vez me den crédito, de lo contrario mi carreta quedará vacía.
—No sólo la tuya —intervino Theres, mordazmente—. Apenas me quedan unos pocos restos del año pasado que no me alcanzarán precisamente para darme la gran vida.
Capítulo VII
E1 carro de provisiones que habían anunciado seguía sin aparecer, y otra vez había para comer puré de pinas de pino, como lo llamaba Trudi. Sin embargo, esta vez nadie se quejó de la comida, ya que los rumores sobrevolaban el campamento como si fueran mariposas de colores. Poco antes de repartir la comida había llegado un mensajero procedente de Núremberg trayendo un mensaje lacrado en el mejor papel para el caballero Heinrich y luego se despidió de inmediato. Ahora Heinrich von Hettenheim estaba sentado en un rincón de la choza de Eva, con la cazuela llena en el regazo y siguiendo con tanto interés el contenido del mensaje que se le estaba enfriando el puré. Lo leyó una y otra vez, y en el medio hacía una pausa en la que se quedaba con la mirada fija en el vacío, hasta que al final comenzó a echar unas maldiciones tan blasfemas como nunca antes nadie le había oído decir.
—¡Esta canallada no puede ser sino obra de mi miserable primo!
—¿Qué? —El hidalgo Heribert se incorporó de un salto, como solía suceder cada vez que alguien nombraba a Falko von Hettenheim, y se dirigió deprisa hasta donde estaba Heinrich. Éste le extendió el escrito del emperador con gesto furioso.
—¡Léelo tú mismo! A su majestad imperial se le antoja enviarnos al castillo de Falkenhain, que al parecer queda a dos días de cabalgata de la ciudad de Pilsen en dirección hacia el norte, para apoyar a los súbditos bohemios que le han permanecido leales allí. Nuestro deber es proteger al conde Sokolny de los husitas.
Seibelstorff lo miró, confundido.
—No entiendo vuestro enojo, señor Heinrich. Se trata de un acto noble y valeroso que nos coronará de gloria.
—Temo que allí no habrá gloria para recoger. Nos toparemos con un ejército de bohemios muy superior en número y que nos matarán a todos antes de que hayamos recorrido siquiera la mitad del camino. Esa empresa es una locura absoluta. —En su agitación, el caballero Heinrich no se había dado cuenta de que había más de una docena de personas escuchándolo. Cuando percibió los rostros asustados que lo rodeaban, torció el gesto hasta hacer una mueca afligida—. No me tomaré a mal si alguno de vosotros decide no acompañarme hasta Bohemia y en su lugar emprende otro camino diferente del que me toca recorrer a mí.
—Yo no pienso abandonaros —exclamó el hidalgo Heribert, conmocionado. Los dos escuderos, Anselm y Górch, intercambiaron unas miradas rápidas y luego suspiraron, entregados.
—Bien, donde nuestros señores vayan, debemos seguirlos —dijo Górch en su dialecto franco.
Eva agitó el cucharón como si quisiera amenazar con él a todos los bohemios que se atrevieran a interponerse en su camino.
—No sabría adónde ir, señor Heinrich. Mi carreta y yo somos parte de vuestra tropa.
Theres asintió también.
—La muerte es parte de la guerra. Puede sorprenderme en Flan-des o en Suabia del mismo modo que en tierra bohemia.
Los soldados que se contaban entre los huéspedes de Theres y Eva se miraron vacilantes, pero como ninguno hacía ademán de levantarse y escabullirse o protestar, finalmente terminaron por asentir. Uno de ellos miró al señor Heinrich con una sonrisa fatigosa.
—Bueno, señor caballero, si no estuviésemos dispuestos a ir con vos a la guerra, no habríamos permanecido aquí durante todo el invierno. Si Dios nos acompaña, tendremos la suerte de salir airosos de esta campaña también.
Sus camaradas asintieron enérgicamente al oír sus palabras. El caballero Heinrich se sintió profundamente conmovido por las muestras de lealtad de sus hombres, y su abatimiento cedió paso a una confianza que no sólo contagió a los presentes, sino también a aquellos camaradas que se enteraron de la noticia poco después.
Al día siguiente, Gisbert Pauer apareció como emisario del emperador, trayendo, además del carro de provisiones prometido, otro carro más cargado con armas y armaduras. Mientras los soldados y los criados descargaban las provisiones y las acomodaban, el mariscal acompañó al caballero Heinrich a su cuartel para transmitirle las últimas órdenes del emperador. Heinrich oyó lo que Segismundo tenía que decirle y se sacudió por dentro. Lo único que pudo escuchar fueron deseos piadosos que no tenían absolutamente nada que ver con la realidad en Bohemia.
Pauer parecía compartir su opinión, ya que no desestimó los peligros a los que la tropa de Heinrich habría de enfrentarse, aunque expresó fervientemente su esperanza de que aquella arriesgada campaña culminara con éxito.
—Los mensajeros del conde Sokolny os conducirán hasta su patria por caminos seguros, de modo que hasta llegar al castillo de Falkenhain no tenéis nada que temer. ¡Así que reunid vuestros doscientos hombres y partid tan pronto como os sea posible!
Heinrich von Hettenheim lanzó una amarga carcajada.
—¿De qué doscientos hombres me habláis? Muchos de mis hombres han caído el año pasado o han muerto de enfermedades y, bien entrado el otoño, los caballeros partieron de regreso a sus castillos junto con sus soldados a caballo. No los culpo, ya que el dinero y las provisiones prometidas por los funcionarios del emperador a día de hoy aún no han llegado. Para que la gente que se quedó conmigo pudiera pasar el invierno tuve que vaciar mi propia caja hasta el último centavo.
Daba la sensación de que Pauer estaba terriblemente conmovido, ya que sabía perfectamente que el gobierno imperial de los ejércitos no se destacaba precisamente por su celeridad. Solían pasar años hasta que los comandantes y los capitanes recibían la soldada prometida, y más de uno de ellos había empobrecido, como había sucedido con Heribald, el padre del hidalgo, porque jamás les habían pagado.
El mariscal se sacudió de encima aquellos malos pensamientos.
—El emperador prometió doscientos hombres a los bohemios, así que la cantidad no puede ser muy inferior a ésa. Veré qué otra tropa puedo enviarle para que podáis comandarla.
El mariscal esbozó una sonrisa bastante forzada, le preguntó al caballero si tenía algún otro deseo especial que cumplir y se despidió, indicándole que los bohemios llegarían ese mismo día. Hasta el momento, el caballero Heinrich siempre se había llevado muy bien con el mariscal imperial, pero esta vez se alegró de que Pauer se subiera a su montura y regresara al galope a Núremberg, ya que de lo contrario habría desahogado un poco su furia con un par más de palabras ordinarias.
Justo cuando iba a entrar en su cuartel, los dos escuderos salieron corriendo a su encuentro, al tiempo que el hidalgo Heribert se acercaba con pasos medidos. Sin embargo, su cara delataba que también se moría de curiosidad.
—¿Qué ha dicho Pauer?
—Recibiremos refuerzos, y los bohemios a los que debemos escoltar hasta su patria vendrán hoy mismo a nuestro encuentro. An-selm, ve con Eva y Theres e infórmales de la noticia para que ayuden a cocinar para los hombres.
—Lástima que ya haya venido el carro de provisiones. Me habría encantado darles a esos hombres la inmunda comida que hemos tenido que tragar durante todo el invierno.
Anselm parecía querer que Theres cocinara especialmente para los extraños una porción de esa pasta gris.
Górch balanceó la cabeza.
—Estos bohemios... ¿no serán husitas disfrazados que quieren tenderle una trampa al emperador?
—Esperemos que no —respondió el caballero Heinrich con una risa un poco fingida. Tenía tanta expectativa como su gente de conocer a los extranjeros, e hizo una mueca de decepción al ver acercarse a Feliks Labunik y a Marek Lasicek acompañados de un par de toscos sirvientes enfundados en sobretodos de piel de oveja. Después del revuelo que habían causado los hombres en la corte y el gobierno imperial, no hubiese esperado encontrarse con un noble de rostro sufrido y hombros caídos y un soldado malhumorado, que, enfundados en sus abrigos de piel de lobo, parecían más cazadores salvajes que hombres civilizados.
Labunik saludó amablemente a Heinrich von Hettenheim, mientras que Marek respondió a su mirada con expresión abiertamente desafiante. Jamás había oído hablar del hombre que el emperador había asignado para liderar la tropa que los escoltaría, perosí sabía qué opinión le merecía su primo Falko, y no podía controlar su desconfianza.
A su vez, Heinrich tampoco estaba precisamente muy feliz de tener que ponerse al servicio de esos dos hombres, pero la orden del emperador no le dejaba otra opción.
Súbitamente resuelto, se dio la vuelta señalando al hidalgo, que estaba a sus espaldas.
—Éste es Heribert von Seibelstorff, mi lugarteniente.
El hidalgo Heribert no desveló con la expresión de su rostro que era la primera vez que el caballero Heinrich lo presentaba de ese modo, sino que saludó a los hombres con un fuerte apretón de manos. La expresión de Labunik reveló que en ningún momento había pensado intentar imponerse como el segundo hombre en ese ejército, sino que se alegraba de que los dos nobles alemanes los saludaran afablemente. Con gran alivio siguió al hidalgo Heribert, quien por orden del caballero Heinrich condujo a él y a sus acompañantes a un cuartel en el que podrían permanecer hasta el momento de la partida.
Marek caminaba lentamente detrás del grupo mientras observaba el pueblo miserable y el escaso grupo que debería conducir a Falkenhain. Todo el asunto se le antojaba una broma de mal gusto que el depuesto rey de Bohemia se permitía con los subditos que le habían permanecido leales, y se preguntó si había valido la pena hacer semejante viaje por ese par de hombres con picas. La única ventaja que podía sacar de esa situación era que tal vez así tendría alguna oportunidad de hacerlos pasar por entre los grupos de patrulla de los taborítas sin ser vistos. Pero solamente un ejército realmente grande con el emperador a la cabeza podría poner fin a Prokop el Pequeño y a toda su pandilla de ladrones y preservar Falkenhain de una caída segura.
Heinrich von Hettenheim y Marek no eran los únicos que debían lidiar con problemas en vista de su inminente partida. Michi también estaba preocupado, y cuando al día siguiente volvieron a llegar vituallas al campamento, le preguntó a Górch dónde diablos quedaba ese castillo de Falkenhain.
El escudero frunció los labios sin alegría.
—En el corazón de Bohemia. Si le entendí bien al tal Labunik, nos llevará al menos dos meses llegar hasta allá, y eso si los husi-tas no nos degüellan antes.
Michi lo miró con miedo.
—Entonces tú crees que puede llegar a ser peligroso...
—De eso puedes estar seguro. Desde que comenzó el levantamiento, ningún ejército alemán ha logrado penetrar ni hasta la mitad de ese camino. —Górch exageraba descaradamente, pero Michi dio sus palabras por ciertas. El escudero se burló de él—. ¿Qué te sucede, muchacho? ¿Acaso tienes miedo?
—No, claro que no.
La respuesta de Michi llegó demasiado pronto como para ser cierta. De hecho, sí tenía miedo, pero no tanto por él, sino más bien por Trudi. Desde la desaparición de Marie se había unido estrechamente a Eva y se había ocupado de la pequeña, a quien consideraba su hermana, y se había jurado llevarla con su madre cuanto antes. Ella adoptaría a Trudi y la cuidaría. Sin embargo, a sus ojos, Rhein-sobern quedaba casi al otro extremo del mundo, y —entretanto lo había comprendido— jamás lograría llegar a su destino sin una bolsa repleta de monedas. Hasta ese día había abrigado la esperanza de poder ir ahorrando dinero suficiente como para poder llevar a Trudi a su casa el próximo otoño haciendo diversos encargos. Pero ahora parecía que no le quedaría más remedio que llevarla a un viaje sin retorno. Buscó desesperadamente una salida, ya que le debía a su madre y a Marie evitar poner en peligro la vida de la pequeña. Górch podía ayudarlo tan poco como Eva o el caballero Heinrich, por eso se despidió del escudero y abandonó el campamento para dirigirse hacia Núremberg.
En la puerta de ciudad, los soldados rasos y los bagajeros eran rechazados de inmediato si no venían con algún mensaje y podían mostrar una carta lacrada a modo de prueba. Por eso, al llegar a la ciudad, Michi se puso detrás de un carro tirado por un flaco rocín sobre el cual iba sentado un solo hombre, y se puso a empujar el coche desde atrás como si fuera con él. Como seguía teniendo ropa de campesino, los guardias cayeron en la trampa, de modo que Michi pudo franquear las puertas sin que nadie opusiese resistencia. Una vez que quedó fuera del alcance de su vista, soltó el carro y se deslizó por entre los transeúntes hasta meterse en una callecita lateral. Poco después llegó a una casa torcida por los años, de estructura angosta y paredes entramadas, cuya pared posterior había sido construida apoyándose contra la muralla de la ciudad, e hizo sonar el llamador carcomido por el viento y el clima.
Pasó un rato hasta que abrió una mujer mayor de rasgos toscos cuya voz tenía el sonido de una bisagra oxidada.
—¡Ah, conque eres tú! ¿Y qué es lo que quieres ahora?
—¡Necesito hablar con Timo!
—Iré a ver si está.
La anciana se dio la vuelta y volvió a meterse en la casa arrastrando los pies. Michi se quedó parado en la puerta, ya que si la seguía, la mujer le bombardearía con insultos y aseguraría que quería robarle. Cuando volvió a oír su voz disonante, que se escuchaba desde fuera procedente del primer piso, volvió a preguntarse cómo Timo podía soportar vivir en casa de esa bruja. Ya le había preguntado al cojo en varias ocasiones por qué se quedaba con una mujer tan descortés, pero él siempre le había respondido con evasivas.
Timo le decía que él no tenía problemas con la señora Lotte y que el alquiler que ella le cobraba era barato; lo que le había callado al muchacho era que el cura seguramente no habría aprobado la manera en que convivían él y aquella viuda posadera. El antiguo siervo de armas de Michel aún seguía considerando un milagro haberse encontrado con Marie el Verano pasado. Ella le había dado tanto dinero que, si lo administraba con mesura, podría vivir un par de años con la señora Lotte, disfrutando de algo más que del tibio lecho de su anfitriona. Si bien la noticia de la desaparición de Marie le había afectado, al mismo tiempo tenía la sensación de que, a partir de ese momento, era dueño de su propia vida. Su posadera le había reforzado esa actitud, llevándolo entretanto al punto de considerar a Michi cada vez más molesto.
—¡Hola, Michi! ¿A qué se debe esta vez el motivo de tu visita? —preguntó de forma no precisamente amable.
Michi se estremeció al oír aquel tono rudo, pero se enderezó y miró fijamente al cojo.
—Tienes que ayudarme sí o sí, Timo. La tropa a la que pertenezco marchará hacia la guerra en pocos días, y no puedo llevar a Trudi conmigo. Por favor, quédate con ella hasta mi regreso, y si al llegar el otoño aún no he regresado, entonces tendrás que llevarla a Rheinsobern, a casa de mi madre. Seguramente ella te recompensará.
Timo asintió inconscientemente, ya que sentía que le debía cierta lealtad a la hija de Michel y de Marie.
—Por mí, no hay ningún problema, pero debo hablar primero con la señora Lotte para ver si ella quiere acogerla. Aguarda un momento aquí.
Timo dio media vuelta y volvió a entrar en la casa cojeando, apoyado sobre sus muletas. Como había dejado la puerta entreabierta, Michi pudo espiar la conversación entre ambos. Tal como temía, la señora Lotte comenzó a protestar, negándose a permitir que una criatura mendicante —tal fue la manera en que se refirió a Tru-di— entrara en su casa. Pero cuando Timo le explicó que Trudi era la heredera de un caballero imperial y que seguramente el emperador les daría una abundante recompensa si le llevaban a la niña, el tono de su voz adoptó otro color. Michi, en cambio, tuvo que esforzarse para contener las lágrimas. Jamás habría esperado que su antiguo amigo lo traicionara de ese modo. Marie le había contado a Timo que quería preservar a su hija del destino de ser pupila de un noble señor, y él, Michi, se sentía atado a esas palabras como si se trataran de un legado divino.
Se quedó escuchando un rato más cómo Timo y la señora deliraban imaginándose todo lo que harían con la recompensa, luego se dio la vuelta y salió corriendo. Cuando Timo regresó al poco tiempo, halló vacío el lugar en la puerta. Se dio la vuelta, encogiéndose de hombros, y volvió a entrar en la casa arrastrando los pies.
—El muchacho se ha ido. Se ve que se cansó de esperar a que yo regresara, pero creo que volverá a aparecer mañana o pasado.
Su posadera frunció el ceño.
—¿Estás seguro de que el emperador nos recompensará?
A pesar de que Timo asintió, la expresión en el rostro de la señora Lotte comenzó a tornarse cada vez más escéptica.
—¿Has pensado en qué haremos para acercarnos al noble señor? Lo más probable es que sus guardias nos rechacen en la misma puerta.
Timo llevó el labio inferior hacia delante y frunció el ceño. De alguna manera se había imaginado que bastaría con acercarse al cuartel del emperador llevando a Trudi de la mano para que lo saludaran afectuosamente. Pero ahora se daba cuenta de que la única garantía que podía ofrecer para certificar el origen de la niña era su palabra, y el emperador le pediría certificados y más testigos. Decepcionado, volvió cojeando hasta la pequeña cocina repleta de hollín y se dejó caer sobre una de las sillas que había allí.
—Creo que tienes razón, Lotte. No tiene sentido, ya que jamás podríamos probar el origen de la niña.
—¿Y entonces qué vamos a hacer con la criatura? ¡No necesito una boca inútil más que alimentar! —respondió la mujer, tras lo cual regresó a sus ollas.
Capítulo VIII
Cuando Michi volvió al campamento, ya habían llegado los refuerzos esperados; entre ellos, alrededor de medio centenar de mercenarios suizos comandados por Urs Sprün-gli. El hombre de Appenzell había participado ya en unas cuantas campañas contra los husitas. Sin embargo, cuando Heinrich von Hettenheim le reveló adónde se dirigía la caravana, meneó la cabeza, incrédulo.
—¡No hablaréis en serio! ¿Cómo haremos para atravesar el territorio enemigo con menos de doscientos hombres? ¿A qué infra-dotado se le ha ocurrido semejante disparate?
—Al emperador.
La voz de Heinrich von Hettenheim no sonaba siquiera una pizca más amable que la del suizo. La tropa de Sprüngli era apenas un poco menos numerosa que la suya, y no tenía el menor interés en los roces que necesariamente esto causaría en torno al mando.
—Yo no pedí que vos y vuestros hombres vinierais —agregó, disgustado.
—Yo tampoco pedí que me enviaran a este camino al cielo. Pero ya que estamos aquí, tratemos al menos de llevarnos bien. Tenemos un largo camino por delante, y tendremos bastante con resistir a los husitas. Vos sois el comandante de la tropa y os acepto como mi comandante también. Pero no creáis que me callaré la boca si algo no me gusta.
Con su discurso sin pelos en la lengua, el suizo se granjeó llanamente la simpatía del caballero Heinrich, que le hizo una señal a Eva para que trajera dos vasos de vino y brindó con Sprüngli.
—¡Por el éxito de la campaña! ¡Que Dios y los santos nos acompañen!
—Si llegamos allá sanos y salvos, peregrinaré hasta la abadía de Einsiedeln y le encenderé una vela a la Virgen María el día de la Consagración. —Sprüngli soltó el aire de los pulmones—. Pero lo de infradotado no pienso retirarlo.
Apuró su vino, se despidió del caballero Heinrich y regresó con sus hombres. Von Hettenheim se quedó mirándolo unos instantes, se dejó caer sobre una silla y dirigió a Eva una mirada significativa.
—En lo que respecta al emperador, debo decir que incluso me atrevo a darle la razón a Sprüngli.
Eva volvió a llenarle el vaso y se sirvió uno también.
—Mejor que bebamos nuestro vino nosotros antes de que caiga en manos de los husitas. —Eva se rio como si aquél no fuese el primer vaso que había bebido en el día. Sin embargo, su mirada era clara y resuelta—. No me gusta que Michi y Trudi vengan con nosotros, señor Heinrich.
El caballero se encogió de hombros.
—No podemos dejarlos aquí. Si lo hiciéramos, tendrían que sentarse a mendigar en las escalinatas de la iglesia de San Lorenzo. ¿Cuánto tiempo crees que pasaría antes de que el resto de los mendigos los echaran y los guardias de la ciudad los arrojaran a los caminos?
—Podría ser un destino más piadoso que el que los amenaza si se quedan con nosotros.
Eva entrecerró los ojos y se quedó mirando con la vista perdida hacia fuera a través de la vejiga de cerdo rota que había en la abertura de la ventana.
—Por Michi no necesitas preocuparte. Entre los bagajeros tenemos niños incluso menores que él. Vosotros dos tendréis que seguir ocupándoos de la pequeña igual que antes.
Se notaba que las preocupaciones del caballero Heinrich iban mucho más allá del destino de dos niños. Sin embargo, Eva no cejaba en su empeño.
—Preferiría dejar a ambos en Núremberg. Pero no tengo dinero suficiente como para poner a Michi de aprendiz con un buen maestro, y dudo que alguien quiera aceptar a Trudi en su casa.
Heinrich von Hettenheim se quedó contemplándola con gesto pensativo.
—Deberías confiar en la misericordia de Dios, Eva, y no perder de vista que tú y los niños habéis sorteado ilesos la última campaña. Mientras estés con nosotros, podremos regresar esta vez también.
—¡Quiera Dios que así sea, señor, y si tenemos que morir en los bosques de Bohemia, esperemos que al menos el Señor se apiade de nuestras almas! —Eva volvió a servirse una vez más y se bebió de un trago el contenido—. ¡Está algo agrio pero qué bien hace!
El caballero Heinrich le extendió su vaso.
—Sírveme a mí también una vez más, Eva. Tal vez el vino me ayude a ahuyentar las sombras que me nublan el ánimo.
Eva se rio, pero luego lo miró con gesto de advertencia.
—Todavía podéis beber, pero en cuanto hayamos llegado a los bosques de Bohemia necesitaréis mantener la cabeza fresca.
—No te preocupes, cuidaré bien de mi cráneo. —El caballero soltó una carcajada y se dispuso a abandonar la habitación.
Sin embargo, Eva lo retuvo.
—Quiero daros las gracias por habernos hecho llegar a mí y a Theres una parte de las provisiones enviadas.
—Eso os servirá de indemnización por las pérdidas sufridas el año pasado —declaró el caballero, tras lo cual abandonó la choza con una sonrisa animada que no le salió del todo bien. Le costaba más que en otras oportunidades encarar los preparativos para la campaña, ya que en lo más profundo de su ser estaba convencido de que ninguno de ellos regresaría. No le quedaría más remedio que vender al enemigo su vida y la de sus soldados al precio más caro posible. Por ese motivo, ordenó a sus hombres que pusieran sus armaduras en condiciones óptimas y luego salió a buscar a la gente de Sprüngli. Los de Appenzell le causaron buena impresión, aunque sus miradas dejaban entrever que ellos también creían que se trataba de una situación sin esperanzas. Por último, inspeccionó los pertrechos, que a menudo constituían un impedimento para un avance más rápido de los ejércitos. Como tendrían que pasar por unos cuantos tramos montañosos muy escarpados y mantenerse apartados de las antiguas rutas comerciales, no podían llevar carretas demasiado grandes y pesadas. Por eso, el caballero Heinrich resolvió que, además de los carros ambulantes de Eva y de Theres, que eran de los más livianos, llevaría un par de carretas campesinas de dos ruedas, y halló a un carretero en la cercana ciudad de Stein que le vendió cinco carros a un precio muy alto. Conseguir esos carros implicó un gran agujero en su caja de guerra aunque recientemente se había vuelto a llenar, pero no quería ahorrar en nada de lo cual pudiese llegar a depender la vida de todos. Por esa razón, reemplazó los bueyes que habían sobrevivido el invierno por otros más jóvenes y briosos, y mandó que mataran al resto y trocearan su carne para salarla y completar así las provisiones.
Al cabo de casi una semana, los preparativos habían concluido, y como la nieve ya prácticamente se había derretido por completo y únicamente en los lugares más altos podía llegar a esperarse aún un último coletazo del invierno, ya no había nada que impidiese la partida. El caballero Heinrich volvió a inspeccionar una vez más su pequeño ejército, ya que no se hacía ilusiones en lo referente a las dificultades que tenían por delante. El camino hacia Falkenhain les quitaría a él y a sus hombres la última partícula de energía. Sin embargo, cuando a la mañana siguiente se montó sobre su caballo y dio la orden de partida, parecía tan relajado y confiado como si se tratara simplemente de viajar desde Núremberg hasta Fürth. Gisbert Pauer los escoltó un trecho, y al llegar a la frontera de la torre albarrana de Núremberg se encontraron con Falko, el primo de Heinrich, que quería ver con sus propios ojos si su odiado pariente se dirigía a la perdición que él le había deparado.
Capítulo IX
E1 invierno helado, que mantenía a Bohemia en sus fau- ces despiadadas, no había impedido a los husitas realizar campañas en las regiones más templadas de Austria, al norte del Danubio. Sólo encontraban resistencia en casos muy concretos, ya que la mayoría de las ciudades y los castillos ya los habían atacado y saqueado antes. Los señores habían obligado a los sobrevivientes de esas campañas de saqueo a reconstruir sus casas y a volver a cultivar sus campos, haciéndolos volver a caer una vez más víctimas de los asesinos incendiarios. Los husitas se encargaban con más meticulosidad que nunca de liquidar a cada uno de los que no lograban huir de ellos, y aquellos que lograban escapar daban gracias a Dios demasiado pronto, ya que las noches aún eran muy frías, y sin alimento ni un fogón por las noches para calentarse, los hombres morían como moscas. Al final, ya ni siquiera a varios kilómetros a la redonda había suficientes manos como para enterrar a los muertos.
Los taboritas que regresaban se pavoneaban a voz en cuello de sus hazañas. Marie sentía escalofríos cuando escuchaba aquellos horrores, pero al mismo tiempo se fortalecía su voluntad de huir cuanto antes. Mientras servía a los husitas día tras día como una es-. clava en el viejo granero, escuchaba en secreto los relatos que los guerreros les contaban a los guardianes e iba reuniendo los conocimientos necesarios para lograr escapar y sobrevivir a la huida. Su propósito se veía dificultado por el hecho de que no podía abandonar ni a Anni ni a Helene, que la había tomado mucho cariño. La joven sufría aún más que ella el poder de Renata, ya que el nombre de Jan Hus no la preservaba de lo peor. La mujer de Vyszo descargaba en primera instancia sobre Helene el odio que sentía hacia los alemanes, y muchos hombres hacían lo mismo. A pesar de que los predicadores taboritas llamaban a los soldados a tener una vida casta y agradable a ojos de Dios, ellos utilizaban el origen de Helene como excusa para violarla una y otra vez. Los años de guerra habían embrutecido a la mayor parte de los hombres, y los líderes que ahora llevaban la voz cantante sabían que los escrúpulos mareaban tanto a los santurrones que los convertían en malos guerreros. Prokop el Pequeño, Vyszo y sus secuaces coincidían con Falko von Hettenheim en que un buen soldado era solamente aquel que se alegraba de saquear y vejar, y guiaban a sus tropas según ese criterio.
Marie tenía miedo de tener que unirse a esa gente en una campaña, pero ésa era la única oportunidad que tenía de escapar de los husitas, y esperaba ansiosamente a que llegara su oportunidad. Pasaron muchas semanas sin que nada sucediera. Pero de pronto comenzaron a fluir en masa hombres hacia el campamento de Prokop para marchar bajo su mando hacia Sajonia y Silesia, y muy pronto comenzaron a buscar también mujeres para lavar y cocinar, servir a los líderes y más adelante también procesar el botín. Para enorme disgusto de Marie, Renata, que se encargaría de comandar a las bagajeras, sólo eligió como acompañantes a aquellas mujeres que le caían bien, y obviamente ni ella ni Anni ni Helene estaban dentro de ese grupo.
Sin embargo, como no pensaba quedarse ni tenía intenciones de continuar ejerciendo de esclava, Marie fue a buscar a Ottokar So-kolny. A su modo de ver, él aún le debía un favor, y había llegado el momento de recordárselo. El joven conde tenía un aspecto mucho más tenso que antes, una arruga vertical profunda que nacía de la base de su nariz le dividía la frente en dos como si fuera la cicatriz de una herida de espada, y ni siquiera notó la presencia de Marie cuando ella se encaminó hacia él y se le plantó enfrente.
Marie carraspeó, y como él seguía sin reaccionar, decidió encararlo.
—Perdonadme por molestaros, señor. He oído que están buscando mujeres que quieran marchar con el ejército.
El conde Ottokar se sacudió, como si estuviese tratando de espantar un mal pensamiento, y le dedicó a Marie una mirada de rechazo.
—¿Qué has dicho?
—Quería pediros que nos llevéis con vosotros a mí y a mis amigas Anni y Helene. Os aseguro que no os resultaremos una carga y que sabremos ser útiles en todo lo que podamos.
—¿Quieres marchar con nosotros a la guerra aunque luchemos contra tus propios compatriotas? —Ottokar Sokolny la miró, atónito, pero se detuvo al advertir la mirada suplicante en sus llamativos ojos, azules como el cielo—. ¡Ah, conque ésas tenemos! Esperas poder huir en el camino. Puedes ir quitándote esas ideas de la cabeza, porque enviarían suficientes hombres a buscarte como para atraparte y traerte de vuelta. Y supongo que no necesito describirte lo que ocurriría entonces contigo.
Al principio, Marie se espantó de que Sokolny hubiera adivinado sus intenciones con tanta facilidad, pero luego se recompuso y se rio en voz alta.
—¿Qué estáis pensando, señor? No estoy cansada de vivir, pero tampoco quiero tener que trabajar eternamente como una condenada en este granero maloliente. Además, yo soy vivandera y entiendo bastante de campañas de guerra.
Eso era verdad sólo en parte, ya que no había participado en ninguna campaña salvo en la funesta del año anterior; sin embargo, esperaba poder persuadir a Sokolny.
Pero él meneó la cabeza.
—No puedo ayudarte, Marie. Me asignaron el mando de la vanguardia, y allí no necesitaré mujeres.
Su rostro parecía tan sincero que Marie le creyó, ya que en el ejército imperial la vanguardia por lo general tampoco llevaba pertrechos que le obstaculizaran el avance; en cambio, las prostitutas y las vivanderas les eran asignadas al cuerpo principal del ejército o incluso a la retaguardia.
—Siento haberos molestado, noble señor.
Se iba a retirar cuando Sokolny la sujetó de la manga.
—No volváis a llamarme así. Para los taboritas en el ejército soy un simple hombre, y no un noble. Si te escuchan hablar así, ambos podemos llegar a terminar mal.
Sonaba tan preocupado que Marie lo contempló, sorprendida, y comprobó que el conde efectivamente parecía tener miedo. Lo que aún no podía dilucidar era si temía por la vida de ella o por la suya propia. En todo caso, ya estaba advertida. En adelante debería intentar ser aún más prudente, y estaba más bien dispuesta a permanecer otro invierno allí que a poner en peligro su vida y la de sus compañeras.
—Entendí, Ottokar.
Marie se dio la vuelta y se alejó rápidamente. Ottokar Sokolny se quedó mirándola alejarse y lamentó que una mujer tan hermosa y orgullosa tuviese que servir como una esclava habiendo conocido y venerado a Jan Hus, pero al cabo de unos instantes sus preocupaciones hicieron que se olvidara de ella.
Abatida, Marie regresó a su choza, se sentó en un rincón y se quedó escuchando a Renata y sus amigas, que bebían cerveza y se explayaban acerca de la campaña en ciernes. Muy pronto, Marie se cansó de sus comentarios sanguinarios e intentó desterrarlos de sus pensamientos. Pero entonces prestó atención, porque Renata justo estaba contando que Vyszo, que se encargaría de la retaguardia, estaba buscando más vivanderas y prostitutas de campaña. A pesar de que Marie odiaba a aquel hombre con toda su alma, no quería desaprovechar la oportunidad que se le presentaba. Se paró y salió de la choza para ir en busca de Przybislav, el subalterno de Vyszo, que era el encargado de escoger a las mujeres.
La puerta que daba al cuartel de Przybislav estaba abierta y, cuando Marie entró, oyó unos gemidos excitados. El checo yacía sobre Helene con los pantalones bajados, embistiéndola con brutalidad. Marie quiso retirarse enseguida, pero su amiga la descubrió y miró hacia un lado, avergonzada.
Przybislav acabó con un ronquido triunfal, se quedó un momento más montado sobre Helene, tratando de recuperar el aliento, y luego se puso de pie resollando de placer. En ese momento descubrió a Marie y le hizo una mueca lujuriosa.
—¿Qué pasa, mujer? ¿Tú también estás con comezón entre las piernas? ¡Entonces tendrías que haber venido un rato antes!
La mirada de Marie se paseó por la cosa achicharrada en la que se había transformado su miembro y se estremeció por dentro. Jamás se entregaría voluntariamente a aquel hombre ni aunque la vida le fuera en ello.
Helene ya se había vuelto a poner el vestido y pasó junto a Przybislav en dirección hacia la puerta, pero entonces se detuvo junto a Marie y la miró con asombro.
—¿Sucede algo en especial, Marie? —le preguntó en alemán.
Marie asintió con expresión obstinada.
—Quería preguntarle a Przybislav si tú, Anni y yo podemos unirnos a la tropa de Vyszo.
—No creo que se oponga, sobre todo si voy yo —respondió Helene con una expresión que revelaba a Marie el precio que tendría que pagar su amiga por la remota probabilidad de una huida. Por Un momento consideró la posibilidad de renunciar a su plan y esperar una nueva oportunidad. Pero luego se preguntó cuántos hombres más se le echarían a su amiga encima en el tiempo que tuvieran que permanecer allí. En cuanto a ella, hasta el momento había tenido suerte, pero la supuesta bendición de Jan Hus no la protegería eternamente. Cualquier día de ésos podría suceder que algún hombre le pidiera que se abriera de piernas para él, y si ella llegaba a negarse, seguramente la matarían. Marie le dio ánimos a su amiga con la mirada, al tiempo que sus labios hacían una mueca que pretendía ser una sonrisa.
—Por favor, habla tú con Przybislav para que nos incluya. ¿O acaso quieres quedarte en el campamento hasta que el próximo te llame a su choza?
Helene meneó la cabeza, se dirigió hacia el hombre, que se había acercado con gesto malhumorado, y comenzó a largar frases en checo a borbotones. Hablaba tan rápido que Marie no pudo seguirla, y finalmente él respondió con un par de gruñidos que podían equivaler a «¡me parece perfecto!». Al mismo tiempo, le dio una palmada a Helene en las nalgas con tal fuerza que ella pegó un grito del susto. Marie no se quedó esperando el próximo movimiento del hombre, sino que corrió hacia la puerta, poniendo de inmediato una distancia de varios cuerpos entre ella y la choza.
Helene la siguió frotándose las nalgas, pero mirando a Marie con curiosidad.
—¡Quisiera saber por qué quieres unirte precisamente a la tropa de Vyszo! Ahora tendré que abrirme de piernas para Przybislav todas las noches, y hasta es posible que termine pariendo un crío suyo.
—Yo tengo un método para impedir embarazos no deseados —respondió Marie—. Ven, te lo daré ahora mismo, y también te daré otra cosa que te librará de una carga desagradable en el caso de que la desgracia ya se hubiera producido.
Helene se persignó, asustada, y levantó las manos en señal de rechazo. Luego volvió a echar una mirada a la choza, en cuya puerta seguía parado Przybislav, y asintió con la cabeza en señal de aceptación.
—Tal vez sea mejor así. No quiero darle la oportunidad de pavonearse cuando mi vientre comience a abultarse. Y mientras me use de colchón, al menos el resto de esos canallas me dejarán en paz.
Marie la atrajo un momento hacia sí, acariciándole la mejilla.
—Recemos para que no tengas que soportar mucho tiempo más y podamos regresar a nuestra patria sanas y salvas.
Helene bajó la cabeza, atribulada.
—Yo ya no tengo patria, Marie.
—La patria es el lugar que uno elige para forjársela. Y ahora, arriba ese ánimo, todo saldrá bien.
Capítulo X
Tres días más tarde, el ejército se puso en marcha. Prokop el Pequeño había llamado a las armas a todos los hombres del oeste de Bohemia capaces de usarlas, por lo que ahora estaba al frente de más guerreros que cualquier otro general hu-sita que lo precediera. Su ejército abarcaba por lo menos diez mil hombres, y estaba acompañado de más de mil carros tirados por caballos. Si bien esos animales eran más pequeños y estaban más descuidados que los que ella conocía de su hogar, también eran más resistentes y se las arreglaban con menos. Los coches que tiraban parecían más pequeños y quebradizos, pero la precariedad de su construcción al mismo tiempo permitía repararlos con más facilidad. Muy pocos de esos carros habían sido construidos por los propios husitas; en general, ellos se habían apropiado de los carros que consideraban más adecuados durante sus campañas de saqueo a modo de botín.
Para no demorarse, Prokop había ordenado no llevar más víveres de los que necesitaban para llegar a los primeros pueblos y ciudades de Sajonia, ya que, a partir de allí, el territorio atacado se encargaría de alimentar a su ejército. La velocidad era otro de los motivos por los cuales las armaduras de los guerreros parecían más bien sencillas, a pesar de que los graneros desbordaban de piezas obtenidas en los saqueos. Solamente los líderes llevaban algo más que un par de placas de hierro cosidas sobre cuero, ya que todo el metal había sido reutilizado para crear armaduras más útiles. En los carros había cientos de las armas preferidas de los checos: paveses imponentes, picas y manguales, y también las temibles culebrinas, contra las cuales hasta entonces ni las tropas del emperador ni los ejércitos de los príncipes atacados habían podido encontrar un antídoto.
Marie había pasado una vez como quien no quiere la cosa por al lado de uno de esos carros para ver más de cerca las culebrinas. Se trataba de piezas de artillería casi de la altura de un hombre, que se hacían uniendo varillas de hierro candentes y fraguándolas hasta que a partir de esas piezas se formaban unos tubos firmes. En el extremo de atrás se cerraban mediante un complicado mecanismo que se desmontaba para efectuar la carga, que consistía en una masa firmemente torneada cuya punta generalmente era de plomo cortado en finos pedacitos, o a veces también en un proyectil compacto, y en una cantidad por lo menos tres veces mayor de pólvora que se ponía detrás. Una vez efectuada la carga, esa pieza del extremo volvía a ponerse en su soporte y se trababa. Y entonces la culebrina podía dispararse a través de un orificio donde se colocaba la mecha. Marie jamás había experimentado el efecto de esas armas diabólicas en un enfren-tamiento, pero intuía que esta vez no le ahorrarían la experiencia.
Como la mayoría de los caballos se utilizaban para los coches y además eran demasiado pequeños como para llevar hombres acorazados durante tramos muy largos, apenas si había hombres a caballo. Los pocos jinetes de que disponían los husitas eran los señores de la nobleza y sus soldados a caballo, y los soldados de infantería, instigados por sus capitanes taboritas, los miraban de reojo y a menudo los cubrían de insultos.
Ottokar Sokolny partió con los albores de la mañana al mando de su vanguardia montada, pero después Prokop dejó transcurrir varias horas antes de dar la orden de partida al cuerpo principal, y cuando la tropa de Vyszo por fin se puso en marcha, el sol ya estaba acercándose al cénit. Esta vez, Marie no tuvo que manejar ninguna carreta, sino que iba sentada delante en uno de los carros, al lado del cochero. En lugar de un pescante fijo sólo había una viga atravesada que estaba asegurada entre las escalerillas laterales y que era de todo menos cómoda. En la parte de atrás del carro iban Anni, Helene y seis guerreros, sentados sobre una pila de cajas y bolsas. Al principio, a Marie le parecía inimaginable que el pequeño caballo marrón enganchado al carro pudiese hacer avanzar semejante carga, pero lo cierto era que el animal llevaba horas tirando de él sin parecer cansado.
—¿Qué tarea te han asignado para esta noche? —preguntó el conductor a Marie, después de haber viajado un buen rato en silencio junto a ella.
—Estoy entre las cocineras —respondió ella, intentando apartarse un poco, ya que el hombre parecía compartir con Przybislav el gusto por los dientes de ajo crudos.
El cochero se sonó la nariz ruidosamente y luego se pasó la lengua por los labios.
—Si llegaras a servir cerveza, podrías hacerme llegar un segundo vaso.
—Yo tampoco me opondría a un segundo vaso de cerveza —exclamó otro hombre desde atrás.
—Veré qué puedo hacer.
Marie tenía suficiente experiencia con los hombres como para saber que las supuestas concesiones costaban poco o nada, pero que servían para que la dejaran en paz. Para cuando llegara la noche, los hombres ya se habrían olvidado de su media promesa, y además no creía que fueran a confiarle a ella servir la cerveza.
Los hombres con los que viajaba ahora pertenecían sin excepciones a la rama taborita de los husitas, y eran sus peores enemigos; sin embargo, se llevaba casi tan bien con ellos como con los soldados rasos del ejército imperial.
Se reía de sus chistes cuando se los explicaban en alemán, acusaba recibo de sus miradas de admiración con el grado de coquetería esperable, zafándose de las manos que pretendían asirla. Al caer la tarde, cuando la caravana se detuvo, se puso a buscar con ojos expertos un lugar adecuado para el coche, y al hallarlo se lo señaló al cochero. Él gruñó algo bastante cercano a un halago y luego dirigió el carro hacia allí. Apenas se pusieron de pie, las amigas de Marie saltaron del carro como gallinas espantadas, mientras Anni le explicaba a Marie más con gestos que con su voz aún balbuceante que por el camino los soldados le habían pellizcado el trasero y sus pechos aún diminutos. Desde que Gunter von Losen la había violado, aborrecía al género masculino, y ya le había explicado a Marie varias veces, haciendo todo tipo de gestos con las manos y los pies y con palabras que a menudo Marie había tenido que soplarle, que la próxima vez que alguien intentara tomarla por la fuerza se convertiría en un gato furioso que arañaría y mordería.
Marie intentó consolarla.
—No te preocupes. De día, los hombres son como los perros que ladran, pero se olvidan de morder. Pero por las noches sí debes cuidarte de ellos, ya que puedes llegar a terminar tendida con un hombre encima antes de que atines a decir «no». Si tienes que aliviarte, hazlo al lado del carro, no vayas detrás de un arbusto, y mucho menos al bosque.
Helene la miró con curiosidad.
—Hablas como si te hubiese sucedido algo parecido.
Marie soltó un sonido descarnado.
—A mí no, pero sí a otra mujer en el ejército imperial. Se llamaba Oda, estaba embarazada de cuatro meses y era una bestia hecha y derecha. Pero ni siquiera a alguien como ella le habría deseado acabar víctima de un grupo de carneros malolientes.
Mientras conversaban, las manos de las tres no habían permanecido inactivas en absoluto: habían sacado la cacerola y el trípode del carro y los habían dispuesto mientras Marie le gritaba a uno de los soldados que fuera al bosque a buscar leña.
El soldado resopló con desprecio.
—¡Envía a tus dos ayudantas!
—¡A ellas las necesito aquí conmigo! Así que más vale que vayas, o esta noche no habrá nada para comer.
La amenaza de Marie surtió efecto. Si bien el hombre comenzó a refunfuñar diciendo que a esa altura del año seguramente no encontraría madera seca, finalmente se alejó arrastrando los pies, y al poco tiempo regresó trayendo un hatillo grande con pedazos de ramas útiles. En lugar de unirse a sus camaradas, se quedó observando con interés cómo Marie cortaba una rama formando astillas, ponía encima pasto seco del año anterior y sacaba chispas para encenderlo. Una vez que logró avivar los pequeños destellos ardientes hasta formar una llama clara, ella lo miró sonriendo.
—Tendrás que ir a buscar más madera. No alcanza.
Al hombre parecía habérsele despertado el apetito tras ver aquellos preparativos, ya que no protestó más, sino que hizo que un ca-marada lo acompañara para asegurarse de que muy pronto el fuego estuviese llameando debajo de la cacerola, de modo que Marie pudiese cocinar el puré nocturno para el grupo de hombres que le habían asignado. Al llenar los recipientes, Anni y Helene trajeron un barrilito de cerveza, que fue saludado con gran júbilo por los guerreros. Finalmente, todos se sentaron sobre las pieles de oveja que los hombres habían extendido en el suelo para protegerse del frío y la humedad, con el cuenco en la mano y el vaso al lado, y Marie casi se sintió como si la hubiesen transportado al campamento guerrero imperial. Al igual que ahora, el año anterior también había pasado algunas noches con Trudi, Eva, Theres y otras más, había conversado animadamente para matar el tiempo y esperar la caída de la noche. La única diferencia era que los sonidos que captaba su oído ahora eran extraños y que el objetivo de esta campaña era saquear y asesinar a sus propios compatriotas.
Como todas las noches, cuando el ajetreo diurno comenzaba a ceder y tenía tiempo como para poder pensar un rato en sí misma, recordó a su hija y a su esposo, preguntándose si aún estarían con vida. Suspiró, se sentó un poco apartada del resto, apoyando los brazos sobre las rodillas. Echaba mucho de menos a ambos, pero sobre todo a Michel, y se aferraba desesperadamente a su esperanza, aunque aquella convicción tan poderosa de antaño se había vuelto muy precaria en el transcurso de aquel invierno tan largo y miserable. Justo en el momento en el que Marie lamentaba el hecho de que ya no soñaba tan a menudo con él, aunque por lo general se tratara de pesadillas, Helene se sentó a su lado, y poco después se sumó Anni. Su protegida apoyó la cabeza sobre los muslos y levantó la vista hacia ella, mirándola con una tristeza infinita, aunque como de costumbre casi no brotó una sola palabra de sus labios. Marie le sonrió y le acarició el pelo. Era bueno tener a alguien a quien cuidar, ya que de no ser por Anni y por Helene ya habría perdido el valor y habría intentado suicidarse hacía tiempo.
Uno de los soldados se acercó con tres vasos de cerveza en la mano.
—Aquí tenéis. Os lo habéis ganado. La cena estaba verdaderamente deliciosa.
—Me alegra que lo digas —respondió Marie con fingida alegría. Aceptó el vaso y le alcanzó uno a Anni y otro a Helene—. A tu salud —le dijo al soldado. Éste le hizo una seña, risueño, y regresó con sus camaradas.
Capítulo XI
Durante los días siguientes, Prokop condujo a su ejército en dirección hacia el norte por la ruta comercial vieja pero muy bien conservada que unía las ciudades de Beroun y Rakovnik. Al principio, las distintas partes de la tropa iban marchando una detrás de la otra, guardando siempre la misma distancia entre sí y contactándose por medio de emisarios a caballo. Pero al cuarto día, el líder del ejército envió a la vanguardia de Ottokar Sokolny a que se adelantara yendo por Zatec hasta Chomutov para explorar desde allí los caminos hacia Sajonia. El cuerpo principal del ejército hizo una pausa de un día en Rakovnik. Cuando volvió a ponerse en marcha, al menos dos mil hombres se quedaron atrás con las tropas de Vyszo, que partió inmediatamente después del cuerpo principal del ejército, pero lo siguió durante corto tiempo, doblando al rato hacia el oeste, en dirección a Kralovice.
A Marie la separaron de sus amigas y le asignaron el coche en el que ya se habían puesto cómodos algunos de los principales capitanes de Vyszo. Éstos parecían seguir creyendo que Marie no entendía ni jota de checo, ya que conversaban con total desenfado. Marie se quedó escuchando, pero al principio se aburrió bastante porque hablaban casi todo el tiempo de saqueos pasados. Sin embargo, aguzó el oído cuando uno de los hombres dejó caer un nombre que ella conocía.
—Espero que haya suficiente botín en el castillo de Sokolny, ya que por culpa de ese traidor tendremos que renunciar al saqueo que nos esperaba en Silesia.
—Si no nos entretenemos demasiado con él, aún estaremos a tiempo de alcanzar a la expedición —intervino otro—. Estamos a sólo tres días de marcha de su castillo.
Un tercero se rio con ironía.
—Me alegraré una vez que hayamos llegado allá. Hace tiempo que estoy esperando el momento de linchar a ese cerdo que traicionó su honor y continúa lamiéndole el trasero a su rey alemán.
—Václav Sokolny pudo resistir tanto tiempo porque esos traidores calixtinos lo protegieron —agregó el segundo, lleno de rabia.
El primero hizo una seña en dirección al este y luego hacia todo el territorio.
—Primero reventamos a ese piojo resucitado en su castillo del bosque y después barremos a toda esa canalla de la nobleza, que sigue creyendo que puede estar por encima de nosotros.
A continuación, los hombres se pusieron a detallar lo que les harían a sus propios compatriotas, a quienes habían declarado traidores, y al poco tiempo Marie comenzó a desear volver con los soldados rasos que, si bien le habían hecho cumplidos de doble sentido, al menos no estaban tan consumidos por el odio como sus líderes. Al mismo tiempo, se daba cuenta de que Prokop el Pequeño y Vyszo habían hecho de todo para engañar al joven Sokolny. Evidentemente contaban con que se enteraría del ataque que habían planeado contra su hermano y le habían hecho creer que llevarían a cabo el asalto más adelante. Cuando Ottokar se enterara de lo que estaba ocurriendo realmente, ya estaría en el corazón de Sajonia y ya no podría ayudar al conde Václav. Él mismo corría gran peligro, ya que los subalternos no se molestaban en ocultar que no permitirían que él y el resto de los calixtinos que se habían sumado a los ejércitos husitas en la primavera regresaran con vida de aquella campaña.
Sólo al cabo de un rato Marie comprendió que ella también se había convertido en una víctima de aquel cambio de planes, ya que la propiedad del conde Sokolny estaba tan metida en Bohemia que no podía arriesgarse a huir desde allí. Y si corría peor suerte aún, tras la caída del castillo de Sokolny Vyszo se lanzaría a la caza de calixtinos y no abandonaría territorio bohemio en todo el verano. Marie se estremeció de sólo imaginarse que tendría que pasar otro invierno más siendo esclava de los husitas bajo la férula de Renata. Si eso sucedía, no lograría sobrevivir, ya que su ropa estaba tan raída que la tela se deshacía bajo los gruesos hilos con los que había remendado los agujeros. Marie rezó a María Magdalena pidiéndole que obrase algún milagro, ya que sólo eso podría salvarla.
Al caer la noche del día siguiente acamparon cerca de Plasy, una ciudad pequeña y derruida que sólo presentaba restos de la antigua muralla que la circundaba y en la que las ruinas de una alcaidía incendiada daban cuenta del esplendor que había tenido antaño aquella plaza de comercio junto a la ruta que partía hacia el norte desde Pilsen. Cuando continuaron el viaje, la tropa abandonó la ruta principal y se introdujo en un camino para carretas cubierto de malezas que parecía no haber sido utilizado en años. Ante su vista se extendían las alturas boscosas del Lom como una muralla verde y aparentemente inexpugnable.
Esa noche, tras acampar en medio de un paisaje de arbustos que en el pasado debía de haber sido un claro fértil para los cultivos, Marie pudo hablarles a sus dos compañeras acerca del cambio de planes de los taboritas. Mientras que Anni recibió la noticia con aplomo, Helene luchó para contener las lágrimas.
—¡Moriremos en esta tierra maldita!
Marie la cogió por los hombros, apretándola con tal fuerza que Helene dejó escapar un gemido de dolor.
—¡Cállate! Recupera la calma, ¿o acaso quieres llamar la atención de todos? Vamos, debemos continuar nuestro trabajo como si nada hubiese sucedido.
—¡Claro, tú no tienes que levantarte la falda todas las noches para complacer a Przybislav! —le espetó Helene—. Por cierto, no hace más que preguntarme por ti. Así que mantente precavida, porque no creo que tu historia con Jan Hus logre detenerlo durante mucho tiempo más.
Eso no le cogió por sorpresa a Marie, aunque ella había contado con poder escapar a tiempo, antes de que la lujuria de aquel hombre prevaleciera sobre su temor al castigo del santo. Ahora sólo podía elegir entre quedarse y compartir el destino de Helene o escapar sola al bosque y tratar de abrirse paso como fuera hacia el oeste. Con las bestias de rapiña de dos y cuatro patas que hacían tan inseguras aquellas tierras, sus posibilidades de sobrevivir y de hallar el camino hacia el imperio eran prácticamente nulas.
—No debemos permitir que nos acorralen —le dijo a Helene, cogiéndola de la mano y caminando con ella hacia el carro, aparentemente despreocupada. Allí bajaron entre las dos el caldero y el trípode de hierro. Una hora más tarde, el guiso ya bullía suavemente, y uno tras otro fueron acercándose sus degustadores presentando sus cuencos vacíos. Marie repartió la comida riendo y bromeando, y ni siquiera un observador muy agudo habría podido notar la energía que le costaba esa alegría fingida.
Después de la cena, mandaron buscar a Helene para que fuera a la carpa de Przybislav, de modo que tardaría un buen rato en regresar. Marie y Anni se pusieron a lavar los cacharros y los utensilios de cocina, y cuando la noche oscureció el cielo y aparecieron las primeras estrellas, ambas se acostaron debajo del coche, envolviéndose en sus mantas. En el invierno, Marie había conseguido hacerse con un viejo puñal que ahora escondía debajo de la falda en lugar de su cuchillo perdido. Sus dedos tanteaban la empuñadura como si ésta pudiese darle el valor que tanto necesitaría en los tiempos que corrían.
A la mañana siguiente volvió a haber, como de costumbre, pan viejo, morcilla muy condimentada y los restos del arroz de la noche anterior, pero, contrariamente a lo acostumbrado, a cada uno de los soldados de la tropa de Vyszo se le dio doble ración de cerveza. El próximo campamento nocturno ya se haría frente al castillo de Sokolny, pero el camino hacia allí era cuesta arriba, a través de pendientes escarpadas y pobladas de arbustos, y luego se atravesaba la cresta de una montaña llena de abruptos precipicios. A media mañana el tiempo cambió por completo, y de pronto la lluvia comenzó a caer sobre el campo como una corriente arrasa-dora. Aquel tramo les exigió sus últimas fuerzas a hombres y animales. Los guerreros, Renata y la mayoría de las mujeres checas poseían abrigos o capas de piel de oveja que al menos los preservaban de la lluvia. En cambio, Marie, Anni y Helene sólo llevaban pañoletas cubriéndoles los hombros, de modo que se empaparon por completo. Para colmo comenzó a soplar un viento helado del este que amenazaba con convertirlas prácticamente en hielo. Helene temblaba como una hoja, y al rato comenzó a toser con fuerza.
Uno de los soldados se percató y le salió al encuentro.
—¿Qué te sucede? ¿Estás enferma?
En sus palabras flotaba cierto temor a la peste. Marie levantó las manos en un gesto apaciguador.
—Jelka se ha resfriado un poco, eso es todo. Se sentirá mejor en cuanto vuelva a salir el sol.
Marie había elegido la forma checa del nombre por miedo a que el guardia decidiera echar directamente a Helene de la expedición por ser alemana. En aquellos bosques llenos de abismos y torrentes de agua que los rodeaban, la joven no lograría sobrevivir ni tres días en el estado debilitado en el que se encontraba.
—¡Si su estado de salud empeora, tendrá que abandonar el ejército!
A pesar de su tono áspero, el soldado parecía conservar algún resto de humanidad, ya que le trajo a Helene un viejo abrigo de piel de oveja para que pudiera cubrirse. Przybislav, que durante la pausa del mediodía había aparecido para exigirle a Helene que volviera a visitarlo por la noche, también pareció temer su enfermedad, ya que en vista de su tos ronca dio un paso atrás y contempló a Marie, incitante.
—Y, preciosa, ¿no quieres ganarte un par de privilegios?
Marie sacudió enérgicamente la cabeza.
—Lo lamento, pero tendrás que buscarte a otra.
El hombre torció el gesto haciendo una mueca de desagrado y la sujetó con fuerza de la barbilla.
—No te olvides de que tú eres alemana. ¡Así que deberías ser un poco más complaciente, de lo contrario te recordaré lo que se hace con gentuza como tú!
Por dentro, Marie se quedó paralizada de miedo y furia; sin embargo, cogió la mano del hombre y la apartó de su cara.
—Si quieres que tu mejor parte siga obedeciéndote, deberías ser más cuidadoso.
El hombre dio un salto hacia atrás, asustado.
—¿Acaso pretendes hechizarme, ramera diabólica?
Marie sacudió la cabeza, riendo.
—Dispongo de una protección mucho más eficaz que la brujería. Bien sabes que yo me encontraba en Constanza cuando Jan Hus fue asesinado y que recibí su bendición. Si llegas a hacerme algo, le rezaré al gran mártir para que te castigue.
Hasta el momento, el nombre de Jan Hus siempre la había protegido, y esta vez Przybislav también se estremeció cuando ella nombró al santo, se persignó y pronunció una breve oración antes de desaparecer entre las carretas.
A Marie, la cadena del Lom, por cuya estribación estaban avanzando, le recordaba un poco a su Selva Negra natal, aunque las montañas boscosas aquí eran más bajas y, sobre todo, no parecían tan interminables. Sin embargo, tanto aquí como allá había múltiples peligros que acechaban a los viajeros desprevenidos. El camino que seguía la expedición atravesaba laderas escarpadas llenas de torrentes de aguas que se precipitaban al vacío, convirtiendo el suelo del valle en un arroyo pantanoso. Como los animales de tiro estaban encajados hasta el estómago dentro de las aguas heladas, las mujeres tenían que llevar al hombro los alimentos y el resto de las piezas de armadura mientras los guerreros empujaban los carros y los sacaban con gran esfuerzo de los peores fondos.
Por la noche, cuando volvieron a alcanzar llanuras secas, sólo unos pocos miles de pasos los separaban de su meta. Pero como ya estaba oscureciendo, Vyszo tuvo que hacer acampar a su ejército con gran disgusto. Marie escuchaba con un solo oído las quejas e insultos de los hombres, ya que tenía que ocuparse de Helene, que ya no podía mantenerse en pie. Cortó ramas de abedul medio secas para hacerle un lecho más tibio donde su amiga pudiese pasar la noche. Helene se envolvió en su piel de oveja, se puso la manta más fina sobre la cabeza y los hombros y le apartó la mano a Anni cuando ésta se acercó a ofrecerle un cuenco con guiso. Pero Marie no estaba dispuesta a dejar tirada a Helene, así que le quitó a Anni el cuenco de las manos y comenzó a alimentar a la enferma ella misma. Cuando el cuenco hubo quedado vacío, Marie le palmeó la mejilla.
—¿Ves como si has podido comer? Verás como tener algo caliente en el estómago también le hará bien a tus pulmones.
Helene le cogió las manos y se las apretó con fuerza.
—Eres tan buena conmigo.
—Tú también harías lo mismo por mí. Bueno, y ahora, a dormir, así recuperarás fuerzas.
Marie la ayudó a meterse dentro del abrigo y la manta y luego regresó junto al fuego. Un par de guerreros estaban sentados en ronda, cantando en voz baja una melancólica canción acerca de una muchacha hermosa y un pastor que se amaban y que al fin volvían a encontrarse después de atravesar grandes peligros. Marie tuvo la sensación de que no pocos taboritas añoraban en su interior poder vivir en paz. Pero mientras hombres como Vyszo y Prokop llevasen la voz cantante, y mientras los predicadores de Tabor llamaran a los husitas a emprender la guerra santa contra la Iglesia romana, ninguno de ellos tendría la oportunidad de cambiar el mangual por el arado.
Marie se sacudió esos pensamientos enseguida, ya que no podía ponerse sentimental. En esas tierras estaban ocurriendo cosas que se le iban de las manos hasta al mismísimo emperador y, dadas las circunstancias, lo único que restaba era preocuparse por sí misma y tratar de sobrevivir. Con un gesto brusco les dio la espalda a los que cantaban y fue a buscar su manta al coche. La lana estaba fría y húmeda aunque había estado bajo un toldo, y cuando se envolvió en ella tardó un buen rato en sentirse lo suficientemente tibia como para poder conciliar el sueño. Aquella noche volvió a soñar con Michel por primera vez después de muchos meses. Lo vio enfundado en un abrigo de piel de lobo, sentado en una torre provista de almenas, levantando la vista para mirar las estrellas. Bajo el resplandor del farol que tenía al lado, su rostro parecía triste y perdido, y ella creyó sentir que el corazón de él estaba llamándola. Cuando se despertó a la mañana siguiente, se quedó tendida un rato . más para retener los ecos de aquel rostro de su sueño. Finalmente, Anni le tiró de la manta, señalando la marmita tapada y subrayando con un gesto enérgico la palabra «desayuno», que su boca formaba en dos idiomas.
—¡Ya va, pesada!
Marie se levantó gimiendo, al tiempo que estiraba sus miembros agarrotados, añorando una buena almohada de plumas blandas y un colchón gordo de crin, o al menos una bolsa de paja de avena para la noche. Suspirando, recordó la hermosa y cómoda cama que tenía en Rheinsobern, aunque lo que más deseaba era una gran tina con agua tibia para quitarse toda la mugre que tenía pegada.
En el ejército de los husitas apenas si había posibilidades de darse el lujo de lavarse. Las mujeres que se dirigían al arroyo para asearse junto a la orilla detrás de un arbusto corrían inmediato peligro de que algún hombre las tendiera boca arriba. Marie prefería el tufo ya bastante penetrante que compartía con Anni, Helene y la mayoría de las otras mujeres antes que arriesgarse. Antes de repartir el desayuno, se lavó las manos y la cara en una tinaja de agua que le había traído uno de los hombres. A cambio, el hombre se vio recompensado con un trozo de morcilla del doble de tamaño que el de los demás.
Esta vez partieron en cuanto los espías enviados por Vyszo regresaron, y muy pronto llegaron a un claro grande. Al principio sólo advirtieron un par de pequeños campos sembrados que el año anterior aún debían de haber dado sus frutos, pero después vieron alzarse el castillo frente a ellos, coronando la estribación más norteña del Lom. A primera vista, aquella fortaleza parecía más pintoresca que amenazante, de modo que Marie la examinó detenidamente para calcular su capacidad defensiva. Falkenhain tenía un diseño extremadamente simple que, de acuerdo con sus conocimientos, era prácticamente imposible de hallar en otra parte del imperio, y un punto débil era la ausencia de una barrera exterior. Había un solo patio, de modo que, una vez conquistada la puerta, el enemigo podía atacar los edificios. Los muros y la torre de entrada parecían estar en tan buen estado como el palacio cuadrado que se encontraba en el centro de las instalaciones. El castillo parecía haber sido arreglado hacía poco, y dentro de ese arreglo se habían levantado considerablemente las murallas y las torres. Incluso en algunos sectores todavía estaban trabajando, ya que la corona de almenas aún tenía agujeros, y en algunas partes se elevaban andamios desde el interior que asomaban por la pared.
La llegada del ejército taborita no pasó desapercibida. Marie vio que algunas personas corrían hacia el gran portal y desaparecían allí dentro, luego se cerraron las hojas de la puerta, chapadas en metal, y detrás de las almenas comenzaron a apostarse los guerreros.
—¡Mirad, este Sokolny realmente quiere oponernos resistencia! —exclamó uno de los guerreros, riendo. Luego se paró en la carreta y comenzó a mover su mangual, aullando. En el ínterin, los subalternos y los guardias de Vyszo habían abierto filas, buscando los mejores lugares para acampar. Como querían acorralar el castillo sin dejar ningún espacio libre, había que formar un círculo prácticamente inexpugnable con todas las carretas. Cuando les dieron la señal para avanzar, el conductor de Marie azotó por última vez a su potrillo, guiándolo a través del suelo ablandado de la pradera hasta llegar al lugar que uno de los guardias le había asignado. Allí se bajó, puso las zapatas de freno y desenganchó. Marie se limpió en una mata de pasto los zapatos de madera, completamente embarrados, y fue a buscar al carro los utensilios para cocinar. Aunque los hombres estuviesen atareadísimos preparándose para el sitio, no por ello se olvidarían de la comida.
Capítulo XII
No había un solo hombre ni una sola mujer en la tropa del caballero Heinrich que no deseara mandar al diablo a Marek Lasicek. El checo los había llevado hacia el este a través de unos senderos que únicamente una cabra podría haber considerado transitables, y la mayor parte del tiempo daba la sensación de que estaba conduciéndolos a la buena de Dios a través de los tramos del bosque más inaccesibles que pudiese haber encontrado. Constantemente tenían que estar apartando árboles caídos del camino, temblando de miedo de que alguna patrulla husita oyera sus golpes de hacha; sin embargo, como por obra de un milagro, no se toparon absolutamente con nadie. Aunque eso tampoco fue mucho consuelo, ya que el matorral por el que tenían que abrirse camino parecía consistir únicamente en púas y espinas afiladas, y cada vez que tenían la oportunidad de utilizar algo que pudiese asemejarse a un camino, las ramas que colgaban atravesadas y los árboles caídos los volvían locos.
La tropa había partido de Núremberg con ciento setenta hombres, ya que a los palatinos del caballero Heinrich y a los suizos de Sprüngli se les habían sumado otros sesenta soldados de infantería enviados por los capitanes del emperador. Al principio, el caballero Heinrich se había alegrado de que llegaran refuerzos, pero bastó un solo día para que empezara a maldecirlos, ya que era evidente que le habían endosado a los mayores pelmazos y revoltosos de todo el ejército imperial.
Algunos de ellos desaparecieron a los pocos días, pero los líderes habían tomado esas deserciones más bien como un alivio. La única que se había enfadado por ello era Theres, ya que les había vendido a dos de ellos alimentos y camisas nuevas de fiado. Aleccionada por la experiencia, al resto de los soldados comenzó a cobrarles antes de entregarles la mercancía. Sin embargo, esto no impidió a los siguientes desertores gastar parte de su dinero de bolsillo para adquirir aquellas cosas que necesitaban para sobrevivir un par de días en los bosques.
Al final sólo había quedado alrededor de la mitad de los supuestos refuerzos con la tropa, pero después de una ardua marcha de más de tres semanas se confabularon contra el resto de los soldados. Habían tenido que superar cuestas tan escarpadas que se habían visto obligados a enganchar a todos los animales a un solo carro e incluso así necesitaban al menos una docena de guerreros para empujarlo y sostenerlo hasta que el vehículo llegaba intacto a la cima de la colina. Al otro lado de la loma, sujetaban los vehículos con sogas y los bajaban por medio de cabrestantes, ya que ninguna zapata de freno del mundo habría podido frenarlos. Eva, Theres y los bagajeros tuvieron que quedarse sentados en el pescante de sus vehículos y temblaban de miedo, ya que sabían de accidentes anteriores que, si las sogas se cortaban, se estrellarían con carreta y todo al pie de la ladera escarpada. Para hacer esas maniobras, Eva dejaba a Trudi al cuidado de Michi o bien del hidalgo Heribert, y ellos cargaban a la niña sobre los hombros hasta pasar el tramo peligroso. A pesar de todos los esfuerzos, el camino había castigado tanto las carretas que poco a poco fueron teniendo que dejar más de la mitad de ellas y sacrificar a los animales heridos.
Cuando Marek le anunció a Heinrich von Hettenheim que por fin habían dejado atrás los bosques de Bohemia y que ya estaban cerca de su destino, en la tropa volvió a sentirse por primera vez algo así como alegría. El caballero alzó a Trudi, algo que casi nunca hacía, y le dio unas ciruelas pasas de las provisiones de Eva.
—Te las has ganado en buena ley, pequeñita, ya que en esta marcha has sido más valiosa para nosotros que nuestra bandera.
Marek contempló a la niña con gesto de reconocimiento.
—En eso tenéis razón, señor caballero. Nos ha hechizado a todos, haciéndonos olvidar lo arduo del camino.
Heinrich von Hettenheim se rio con sorna.
—Ahora ya puedes admitir que te has guiado solo por el olfato para conducirnos a tu patria, Marek, ya que este camino jamás puede haber sido transitable.
—¡Sí que lo era! Antes, este camino solía ser muy transitado por caminantes, no así por vehículos de tiro. Los canasteros de Bohemia lo utilizaban para transportar sus mercancías al Alto Palatinado y a la Alta Franconia. Mi cuñado una vez me llevó con él y me mostró el camino. Por aquí terminó huyendo con mi hermana de los taboritas, aunque no les sirvió de mucho. Se afincaron en el siguiente pueblo en dirección al oeste, en una región en la que la gente había permanecido fiel al rey Segismundo, pensando que allí estarían seguros. Pero poco después fueron asesinados durante un ataque sorpresa.
El rostro de Marek reflejaba odio y dolor.
—Por lo que hemos oído, parece que los husitas no perdonan ni a su propia gente.
Marek apretó los puños. .
—Es cierto, pero en su caso no fueron los husitas los que arrasaron con la región, sino la gente de vuestro primo Falko. A ése no les importa si los que mata son fieles al rey o partidarios de Hus. He hablado con algunos sobrevivientes y no quiero ni pensar lo que los alemanes le hicieron a mi hermana antes de matarla.
—Conozco a mi primo lo suficientemente bien. —El caballero Heinrich mostró los dientes y volvió a poner a Trudi en el suelo—. Anda, cariño, ve con la tía Eva.
—¿No más ciruelas pasas? —preguntó la pequeña con desilusión.
—Oh, perdona, las había olvidado por completo. —El caballero le puso en la mano la bolsita de lienzo, en cuyo interior aún quedaba al menos una docena de ciruelas—. Pero no te las comas todas de golpe. Si lo haces, tendrás que ir con demasiada frecuencia a la hierba, y entonces la tía Eva se enojará porque tendrá que detenerse muchas veces, y yo también me enojaré porque no podremos avanzar.
—Sólo un par —prometió Trudi, alejándose con la agilidad de un cervatillo.
El caballero Heinrich se quedó mirando a Marek, cerró los ojos como si estuviese intentando espantar alguna imagen terrible y luego soltó una amarga carcajada.
—A ninguno de mis enemigos lo odio tanto como a mi primo. Pero uno no puede elegir a sus parientes...
Marek asintió con la cabeza, comprensivo, miró hacia el este, donde estaba el castillo de Sokolny, y expresó su esperanza de llegar en menos de dos días.
—Me alegro de regresar a casa, aunque allí nos esperen los verdaderos peligros. Vuestra llegada le dará alas al valor de mi gente.
Heinrich alzó los hombros.
—Temo que estarán decepcionados, ya que seguramente esperarían una ayuda mucho más contundente que el par de siervos de infantería que les traigo.
Marek alzó las manos en señal de rechazo.
—Cualquier ayuda es bienvenida para nosotros, y tal vez vuestros hombres sean los responsables de si logramos conservar Fal-kenhain o no.
—Lo que me han contado de los husitas no me inspira demasiada confianza en que podamos lograrlo. Los fanáticos como ellos no se detendrán hasta que vuestro castillo haya caído o el último de ellos se haya desangrado frente a sus muros.
No era la primera vez que Heinrich von Hettenheim debía luchar contra un ataque de desánimo, ya que se veía a sí mismo y a su gente como víctimas que el emperador había cedido con mano muy suelta para poder sentirse bueno y noble.
Marek notó la expresión abatida en el rostro del caballero y se echó a reír.
—¡Arriba ese ánimo, señor Heinrich! Aún tenéis una espada afilada guardada en la vaina, y vuestros guerreros están confiados. Pasado mañana, cuando estemos en Falkenhain sentados a la mesa del conde y tengáis la oportunidad de probar un jarro de nuestra excelente cerveza y el delicioso ganso asado que prepara Wanda, veréis el mundo con otros ojos. Vosotros los alemanes tenéis una tendencia a complicaros la vida solitos. Lo mismo noto en nuestro Frantischek, que ya no sabe quién es ni de dónde viene y se pasa el día tratando de recordar, desesperado, en lugar de alegrarse de que aún sigue vivo.
El caballero Heinrich lo miró con curiosidad.
—¿Tenéis a un compatriota mío en el castillo?
—Sí, desde hace más de dos años.
—¿Un hombre que perdió la razón? Es un gesto muy generoso por parte del conde Sokolny hacerse cargo de un enemigo.
—No, no, no perdió la razón, sino solamente la memoria. Salvo eso, tiene la cabeza muy lúcida, y además es el hombre más valiente que yo haya conocido hasta el día de hoy, ya que liquidó a un oso adulto enfrentándose a él con solo un cuchillo en la mano.
El caballero Heinrich hizo una mueca incrédula.
—Entonces era un loco fanfarrón o estaba en una situación desesperada.
Marek echó el mentón hacia delante.
—Se interpuso entre el oso y Janka, la hija de mi señor, para salvar la vida de la muchacha.
El caballero levantó los brazos en un gesto conciliador.
—No quise ofenderte, ni a ti ni a él. Tratándose de la vida de una dama, el hombre actuó con valentía y nobleza.
—Sí, es cierto, y además es un entendido en cuestiones de guerra. Cambió totalmente la forma de adiestrar a nuestros hombres y nos mostró los puntos débiles de nuestra fortaleza. Creo que ese hombre es más valioso para nosotros que todos los vuestros juntos.
—Me muero por conocerlo, aunque también estoy intrigado por vuestra cerveza. Labunik me ha hablado maravillas de ella. En nuestro país, sólo los campesinos beben cerveza, y es un caldo inmundo que mi caballo se negaría a sorber. Pero una bebida que sea del gusto de un hombre noble es siempre bienvenida para mí.
El caballero Heinrich le dio una palmada en el hombro a Marek, riéndose con una alegría que no había experimentado en semanas.
En el rostro de Marek se dibujó una amplia sonrisa.
—¿Lo veis? Finalmente he podido haceros reír.
El caballero Heinrich se puso de pie y miró hacia donde estaban sus hombres, que se habían reunido alrededor de un fogón pequeño, casi sin humo, y conversaban con voz apagada.
—Espero que ésta no sea la última noche en la que podamos reírnos juntos. Pero ahora deberíamos acostarnos. Ya es tarde y, tal como vos mismo habéis dicho, aún tenemos un largo camino por delante.
Marek señaló hacia el este y suspiró.
—Seré feliz cuando pueda volver a estar en mi hogar. No tengo nada contra vuestras dos vivanderas, ¡pero nuestra Wanda cocina mucho mejor!
El caballero Heinrich asintió.
—¡Bueno, eso espero! Después de un jarro de cerveza y una rica comida, tal vez mis hombres te perdonen por los senderos insólitos que les has hecho atravesar.
Marek lo miró, pestañeando de forma inocente.
—Jamás os prometí una calle de procesión, sino un camino por el cual no nos toparíamos con un solo taborita. Y decidme, ¿habéis visto siquiera uno solo?
—Tenéis razón. Debería daros las gracias en lugar de burlarme.
El caballero lo palmeó por segunda vez en el hombro y luego regresó al campamento. Marek se quedó sentado un rato más, pensando. En Núremberg no había tenido una impresión favorable de aquellos alemanes que lo acompañarían a Falkenhain por orden del emperador. Sin embargo, su opinión había ido modificándose en el transcurso del viaje. Heinrich von Hettenheim era un buen líder, y la mayoría de su gente había dado lo mejor de sí por él. Había aprendido a apreciar las bromas toscas de los helvecios, a pesar de que le costaba comprender su dialecto, y ahora también comprendía al joven Seibelstorff, que al principio le había parecido un mocoso engreído. El hidalgo sufría por su honor ofendido y probablemente no le perdonaría jamás al emperador el hecho de que se hubiese quitado de encima a su padre gravemente herido como si se tratase de un perro viejo e inservible. Pero lo que más le impresionaba era el odio cuidadosamente cultivado del joven hacia Falko von Hettenheim. Si ese merodeador con traje de caballero llegaba a tener en el imperio más enemigos de esa clase, probablemente no podría sacrificar bohemios fieles al rey durante mucho tiempo más.
Marek se sacudió el recuerdo del caballero Falko con un movimiento ofuscado de su cabeza. Si bien había logrado levantarle el ánimo a Heinrich von Hettenheim, el suyo se hundía cada vez más. Expulsó violentamente el aire de los pulmones, volvió a mirar hacia el este, donde estaba Falkenhain, y pensó en los taboritas, que muy pronto caerían sobre aquel valle pacífico y masacrarían a sus habitantes. A diferencia de lo que le había dicho al caballero Heinrich, no creía que el puñado de hombres que traía pudiese salvar su patria.
Capítulo XIII
Al día siguiente, la tropa avanzó a buen ritmo. Fue vadeando uno de los arroyos oscuros del bosque cuyo lecho poco profundo servía de camino y casi no tuvo que lidiar con ramas o arbustos que obstruyeran el paso. Por la tarde emergieron ante ellos las ruinas cubiertas de musgo y pasto de una ciudad pequeña, demostrando que habían llegado a la región otrora densamente poblada detrás de la cual se erigía el castillo de Sokolny.
Marek guio a su caballo junto al caballero Heinrich y le señaló las casas destruidas.
—Esto era la ciudad de Grünthal, una de las tantas colonias alemanas de la región. Aquí vivían sobre todo artesanos y canasteros que solían venir a menudo a Falkenhain a ofrecernos sus mercancías y servicios. Pero no ha quedado ninguno de ellos con vida, ya que la ciudad fue atacada y completamente devastada en una de las primeras campañas taboritas.
El caballero Heinrich guardó silencio, conmovido, mientras su mirada se paseaba por las ruinas. Al seguir cabalgando, el casco delantero derecho del caballo chocó contra un montón de hojas que el viento había soplado. Las hojas revolotearon por el aire y un objeto redondo rodó un trecho a lo largo de la calle. Cuando por fin se detuvo, Hettenheim vio que en realidad se trataba de una calavera desgastada por la acción del agua que le sonreía desde sus órbitas vacías. Se quitó trabajosamente de encima aquella cosa que alguna vez había sido un ser humano y la esquivó, pasándole por el costado con su caballo. Nadie podría haberle dicho mejor que aquella calavera lo omnipresente que era el peligro en aquellas tierras.
El panorama de aquella ciudad muerta afectó a todos por igual. A ninguno le quedaron ganas de bromear, y al llegar la noche permanecieron sentados en silencio, ensimismados, alrededor de los pequeños nidos de ascuas del fogón casi sin humo que habían encendido en hoyos para no llamar la atención del enemigo. Sin embargo, cuando el sol se asomó a la mañana siguiente por el horizonte, rojo dorado, las sombras del día anterior se disiparon y todos ardieron en deseos de partir.
—¡Esta noche dormiremos en nuestras propias camas! —exclamó Marek, dirigiéndose hacia Labunik mientras éste se montaba sobre su caballo.
—¡Demos gracias a Dios por ello!
El hombre de la nobleza no parecía tan entusiasmado como sonaban sus palabras. Si bien estaba contento de no tener que pasar más noches frías durmiendo en el suelo, tampoco estaba tan ansioso de regresar a casa como lo estaba Marek, ya que no podía dejar de pensar en los husitas, que se presentarían en pocas semanas en el castillo para procurarles un final horrible a todos ellos. Y, sin embargo, tampoco quería regresar a Núremberg, donde habría estado a salvo. Si bien no se sentía llamado a ser un héroe, tampoco tenía otra patria más que Falkenhain, y su corazón le ordenaba mantenerse fiel a Vá-clav Sokolny hasta el final.
Al partir, Marek le prometió al caballero Heinrich que aceleraría la marcha, y cuando a mediodía se detuvieron a hacer una pausa, ya no podía estarse quieto.
—Si no os oponéis, señor caballero, me gustaría adelantarme con mi caballo para anunciar al conde vuestra llegada. Feliks puede guiaros en este último tramo.
El caballero Heinrich no tenía una opinión muy favorable de Labunik, pero les quedaba menos de una milla por delante, y era casi imposible perderse en una distancia tan corta.
—¡Adelántate y asegúrate de que vayan preparándonos la cerveza de bienvenida, mi buen amigo!
Marek se montó sobre su caballo e iba a azuzarlo para que echara a andar cuando apareció Michi y se quedó mirando alternativamente a él y al caballero Heinrich con ojos suplicantes.
—¿Puedo ir yo también?
El caballero Heinrich se quedó mirando a Marek sin saber qué decir, y finalmente asintió cuando éste sonrió con aprobación.
—¡Por mí, no hay problema! Pero asegúrate de causarle una buena impresión al conde Sokolny y su gente. ¡Después de todo, estás representando el poder del emperador!
—¿En serio? —Los ojos de Michi brillaron de entusiasmo.
Marek le tendió la mano.
—No te quedes ahí matando moscas y sube, sino tendremos que seguir viaje con la tropa principal.
Michi enrojeció y dejó que Marek lo subiese al caballo. Como casi nunca lo dejaban cabalgar, al principio iba aferrándose a él, asustado, y contuvo el aire cuando su amigo espoleó al caballo de modo que pasara de estar quieto a galopar. A pesar de la velocidad a la que iban cabalgando, Marek señaló por el camino distintos lugares de la cordillera boscosa, cubierta de hayas y de abetos deformados por los años.
—Allí enfrente, en el flanco oeste del Lom, maté mi primer oso, y allá, detrás de esa colina, mi primer lobo. Y si miras hacia aquella laguna, allí Wanda y yo... bah, en realidad eso no es asunto tuyo. —Marek se interrumpió con una sonrisa e intentó ignorar a Michi, que quería saber a toda costa lo que él y la cocinera habían estado haciendo allí—. Bueno, no nos limitamos a recoger hongos, muchacho —repuso al ver que Michi no cedía.
El muchacho miró al checo con admiración. A pesar de que sentía un gran respeto por el caballero Heinrich y que era buen amigo de Anselm y de Górch, hasta ahora ninguno le entendía mejor que Marek. Mientras éste se entregaba a sus recuerdos, la mirada de Michi se paseó por el territorio. De pronto se quedó rígido y comenzó a tirar a Marek de la manga.
—Mira, allá delante hay un gran fuego ardiendo.
Marek cerró los ojos, preocupado.
—No es un solo fuego, muchacho, hay demasiadas columnas de humo ascendiendo hacia el cielo como para que lo fuera. Más bien tienen el aspecto de ser los fogones de cocina de un ejército entero, y están justo en la misma dirección en la que se encuentra nuestro castillo. Será mejor que continuemos a pie y veamos qué está sucediendo allí delante. No tengo ganas de cabalgar hacia la desgracia.
Frenó a su alazán, se apeó y bajó a Michi.
—Primero buscaremos un escondite para el caballo. Tengo un mal presentimiento.
Marek condujo el caballo pasando junto a árboles gigantescos hasta llegar a un lugar donde hacía varios años había pasado un torbellino que había tirado abajo muchos árboles. Con el tiempo habían vuelto a crecer árboles jóvenes, y los abetos y abedules, de alrededor del doble de la altura humana, aún estaban pegados, y las zarzamoras los habían entretejido en casi toda su superficie, formando una pared impenetrable. Sin embargo, Marek no se dejó amedrentar, sino que se abrió paso entre los arbustos hasta encontrar un lugar que le pareció adecuado.
—Aquí dejaremos al caballo —le explicó a Michi mientras ataba al caballo a un poderoso abeto—. Si todo va bien en el castillo, alguno de los sirvientes puede venir a buscarlo.
Marek le hizo señas a Michi para que lo siguiera y buscó la salida. Cuando volvieron a estar debajo de esos árboles que se elevaban hasta casi tocar el cielo, cuyas coronas tupidas impedían casi por completo que crecieran los sotos más abajo, tenían los brazos y las piernas llenos de rasguños, y Michi tuvo que levantarse la camisa para quitarse las agujas de abeto que se le habían enganchado ' en el camino.
—Pincha —le dijo a Marek, sonriendo.
—Cuando tenía tu edad, esos lugares eran mis preferidos. Ahí podíamos asar sin ser vistos las liebres que caían en nuestros lazos. Eran otras épocas, te lo aseguro.
Michi asintió a modo de reconocimiento. En otras épocas le hubiese encantado recorrer el bosque con ese hombre y aprender de él, pero ahora no podía pensar en otra cosa que no fueran las columnas de humo, y sentía un pánico atroz. Marek le había dicho que esos fuegos humeantes de ninguna manera habían sido encendidos por su gente, de modo que para Michi era un hecho que allí delante estaban acampando los husitas.
Marek y él treparon con cautela por la colina hasta que pu-dierort divisar más abajo el llano que circundaba las tres cuartas partes del castillo de Sokolny. Un anillo de cientos de carros se extendía sobre campos sembrados y praderas al pie de la loma del castillo, cercando casi por completo Falkenhain. Incluso había algunos coches en el collado que separaba el castillo de la cresta del Lom. Michi supuso que el número de gente acampando allí era al menos diez veces mayor que el de su propia tropa, pero Marek dobló su cálculo, al tiempo que echaba una sonora maldición en su lengua materna.
—Son esos taboritas malditos por Dios. Deben de haber cambiado de planes y han venido antes de lo que suponíamos.
Michi lo miró, asustado.
—¿Y ahora qué haremos? Así no podremos entrar.
El rostro de Michi parecía una máscara.
—En eso tienes toda la razón del mundo. Tu caballero y su gente ya no pueden ayudar a los míos, y tal vez lo mejor sea que os retiréis enseguida, antes de que os descubran.
—El caballero Heinrich no hará eso, seguro, ya que entonces el emperador lo tildaría de cobarde miserable.
Marek meneó la cabeza, molesto.
—No lo entiendes, muchacho. La valentía es digna de admiración, pero si es demasiada se transforma en un mal. Cualquier intento de atacar a este ejército aquí está condenado al fracaso de antemano, tu caballero sabrá entenderlo también. Debéis emprender el regreso o moriréis todos en vano.
Michi lo miró, confundido.
—Parece que no vas a venir con nosotros. ¿Qué es lo que vas a hacer?
Marek gruñó algo, luego aspiró profundamente.
—Regresaré con mi señor. De algún modo lograré entrar en el castillo.
Los ojos de Michi se encendieron.
—Bueno, si tú lo logras, podemos lograrlo todos.
Marek le despeinó los cabellos mientras soltaba una carcajada amarga.
—Nunca te das por vencido, muchacho, ¿no?
Michi asintió mientras señalaba el círculo que rodeaba el castillo.
—Sólo debemos abrirnos paso por alguna zona para llegar a las puertas. ¿No podemos intentarlo por la noche?
—Sólo si esos hombres tienen un sueño tan pesado que no se despiertan ni disparando un cañón al lado de sus cabezas. —Aunque Marek bromeaba, de pronto adoptó un aire pensativo—. El conde y Frantischek, el alemán, tendrían que saber que estamos aquí. Pero no podemos gritarles ni tampoco hacerles señas. —Marek contempló a Michi, midiéndole los hombros con las manos—. Tú eres un muchacho bastante ágil, ¿no es así? —Michi lo miró sin comprender, pero asintió, y una sonrisa se coló en el rostro de Marek—. ¿Ves aquella franja de arbustos espesos allí delante? Debajo está el lecho profundo de un arroyo.
El chico siguió con la mirada el sitio hacia donde apuntaba el índice de Marek.
—¡Sí! ¿Qué pasa con él?
—En el castillo hay una fuente cuya agua fluye hacia este arroyo a través de un pasadizo subterráneo natural. De pequeños nos divertíamos muchísimo atravesándolo, aunque salíamos medio ahogados, y luego nos gustaba andar escondidos entre los arbustos, porque allí no nos descubrían fácilmente. El pasadizo es demasiado angosto para un adulto, pero un muchachito delgado como tú podría pasar por él.
—¿Lograr entrar en el castillo? ¡Pero claro! —Michi se puso a dar saltos, excitado, de modo que Marek tuvo que tirar de él hacia el suelo para que no lo descubrieran. Le cogió de la mano, avanzó un poco arrastrándose y señaló hacia un viejo sauce cuyo tronco estaba doblado hasta quedar prácticamente horizontal, cortado con tanto arte que con sus ramas delgadas se asemejaba a una mujer anciana con los cabellos pendiéndole de la nuca.
—¿Ves ese árbol torcido? A su izquierda, el pasadizo desemboca en el arroyo. Puede ser que la abertura esté un poco tapada y tengas que cortar un par de ramas para poder deslizarte en su interior. Si vas vadeando el agua hasta allí, prestando mucha atención de que justo no vaya a bajar nadie al arroyo a buscar agua, seguramente podrás entrar sin ser visto. Lo mejor sería que aguardaras la llegada de la noche, pero como no conoces el lugar, en la oscuridad no podrías encontrar la salida del foso.
—Entonces partiré poco antes del anochecer, cuando las sombras estén oscuras. ¿Qué le digo a tu señor cuando entre en el castillo?
—Dile que estoy de vuelta y que he traído conmigo ciento cuarenta hombres valientes que están ansiosos por probar la cerveza de Wanda y no tienen intención alguna de dejar que los taboritas les impidan beberla.
Marek le palmeó el hombro a Michi para darle ánimos y le recalcó que tuviera cuidado.
—Para esos canallas, la vida humana vale menos que la de un ratón. Así que cuídate mucho, ocúltate en el bosque y baja hasta el arroyo sólo cuando estés bien seguro de que nadie te ve. Yo regresaré con el caballero Heinrich y le pondré sobre aviso antes de que conduzca a su gente directamente a los brazos de los taboritas.
Marek volvió a saludar a Michi con la mano y se escabulló casi sin hacer ruido entre las grandes ramas quebradizas.
Michi también se retiró a lo profundo del bosque y se ocultó detrás de un arbusto espeso. Su corazón latía golpeando con la fuerza del martillo de un herrero y tenía más miedo del que jamás había sentido en su vida. Sin embargo, en ningún momento pensó en salir corriendo detrás de Marek y reconocer que estaba tan asustado como una niñita en medio de una tormenta. Su amigo le había dicho que lo lograría, y él no quería decepcionarlo, ni a él ni al caballero Heinrich. Entretanto, había reunido suficiente experiencia con guerreros y ejércitos, y sabía que su pequeña tropa no podría retirarse indemne. Lo más seguro era que los husitas estuviesen desperdigados por toda la zona, buscando leña para hacer fuego, y probablemente descubrirían sus huellas. Y aunque sólo los persiguiesen trescientos o cuatrocientos soldados, ya no podrían regresar sanos y salvos a casa. La única oportunidad que tenían de sobrevivir era abrirse paso hacia el castillo cuanto antes.
Cuando el sol se escondió en el oeste, detrás de las cumbres del Lom, Michi se puso en camino. Como había un tramo de campo libre entre el bosque y el arroyo en el que los enemigos podrían verlo si lo atravesaba, decidió dar un rodeo más amplio y alcanzó el arroyo en una zona en la que la corriente pasaba directamente junto al bosque. Allí descendió con cuidado hasta el agua y fue remontando la corriente, vadeando agachado el arroyo. No tenía miedo de ser descubierto, ya que la orilla, que se alzaba de forma abrupta, estaba tan poblada de arbustos y de sauces que tenía que ir casi todo el tiempo por el medio del arroyo, cuya corriente venía en sentido contrario. Cuando estaba casi llegando a su objetivo y la vegetación a derecha y a izquierda comenzó a ralear un poco, oyó que alguien delante de él se abría paso entre los arbustos. Como no le quedaba tiempo para esconderse en un lugar mejor, se hundió, de modo que lo único que asomaba fuera del agua detrás de una cortina de hojas verdes era su cabeza, y se quedó aguardando con el corazón galopante a ver lo que ocurría. A unos pocos pasos de él, la persona se quedó parada en la orilla. Michi descorrió una hoja y espió a través de la abertura que quedaba. En un primer momento suspiró aliviado, ya que se trataba de una mujer, y no de alguno de los guerreros taboritas tan temidos. Sin embargo, su alivio duró hasta que descubrió el canasto de ropa que la mujer había depositado detrás de sí. Si comenzaba a lavar en ese lugar, no se movería de allí hasta que llegara la noche.
Cuando comenzó a implorarles a todos los santos que hicieran desaparecer a esa mujer de allí, ella se dio la vuelta y se arrodilló junto al agua, de modo que pudo verla con absoluta claridad. El cuerpo de Michi se puso duro como una tabla y su boca se abrió como para emitir un grito, ya que aquel hermoso rostro que asomaba bajo una corona de cabellos dorados con expresión preocupada pertenecía a una muerta.
Capítulo XIV
Marie miró el canasto que había arrastrado hasta el arroyo mientras ardía de rabia, porque otra vez le habían encomendado el trabajo más asqueroso. La ropa tenía un hedor espantoso y estaba tan mugrienta que tenía la sensación de que con sólo verla iba a contagiarse de sarna, y le daba asco tocarla. Renata la había mandado con el canasto al arroyo después de la cena, comentando con sorna que, al fin y al cabo, ella gozaba de la protección de los santos. Era evidente que la mujer esperaba que alguno de los hombres la siguiese hasta el arroyo y la tomara por la fuerza bajo el cobijo de la espesura. Anni y Helene se habían ofrecido a ayudarla, pero Renata había intervenido de inmediato, ordenándoles que recogiesen las cacerolas de toda la tropa y las restregaran con arena. Marie alzó la vista al cielo, en donde el atardecer, de un ponzoñoso rojo violáceo, se extendía como un mal presagio, y supo que tendría que trabajar hasta bien entrada la noche. Ahora se preguntaba si acaso Przybislav no habría planeado todo para tenerla en sus manos allí arriba, donde nadie podía verle ni hacerle reproches por la bendición de Jan Hus.
Sacó la primera prenda para remojarla en el agua, pero de pronto percibió un movimiento con el rabillo del ojo. A la velocidad de un rayo, dejó caer la prenda y cogió el puñal. Sin embargo, no se trataba de un hombre acechándola para violarla, sino de un muchacho que estaba temblando de pánico en el agua, mirándola con ojos desorbitados. Marie reconoció que se trataba de Michi, se dio cuenta de que estaba a punto de gritar y saltó encima de él.
Logró agarrarlo y le presionó la mano sobre la boca.
—¡Por la Virgen santa, no grites! ¡Nos pondrás en peligro a ambos!
Michi giró los ojos como si estuviese a punto de desmayarse, de modo que Marie le sacó un poco más del agua. Sólo en ese momento tomó conciencia de lo increíble de la situación.
—Michi, ¿cómo has venido a parar aquí?
Pero como seguía tapándole la boca, el muchacho no pudo más que articular sonidos ininteligibles.
Marie lo miró con ojos chispeantes.
—¡Te soltaré, pero más vale que no se te ocurra gritar! —Marie retiró la mano, pero la mantuvo lista para volver a usarla en cualquier momento.
Michi estiró los brazos, como defendiéndose, y comenzó a gemir en voz baja.
—No me hagas daño, espíritu de Marie. Oraré toda la vida por la paz de tu alma y encenderé una vela para que muy pronto obtengas la salvación y puedas entrar en el Reino de los Cielos.
Marie tardó unos instantes en comprender que el muchacho la daba por muerta y creía estar viendo un fantasma, y pensó en qué hacer para librarlo de aquel error. Se decidió por un par de sonoras cachetadas. Michi las recibió sin decir palabra y luego se tocó las mejillas.
—¿Te das cuenta ya de que no estoy muerta sino que aún sigo viva?
Michi sonrió impresionado.
—¡Seguro! Un espíritu no pegaría con tanta fuerza.
—Lo siento, pero tenía que hacerlo. De otro modo, podrías habernos delatado. Pero dime, ¿cómo llegaste hasta aquí?
—He venido con el caballero Heinrich. Tiene que guiar una tropa de soldados al castillo del conde Sokolny para ayudarlo a vencer a los malvados husitas.
Marie sintió que con esa noticia se le soltaba el anillo de hierro que había estado oprimiéndole el pecho.
—¿Heinrich von Hettenheim está aquí cerca? ¿Cuántos guerreros lo acompañan?
—Ciento cuarenta —respondió tímidamente Michi.
Marie sacudió la cabeza.
—Son demasiado pocos. Los taboritas suman más de dos mil hombres, y harían falta otros tantos para derrotarlos. Regresa inmediatamente con Heinrich von Hettenheim y dile que debe retirarse enseguida, antes de que los taboritas descubran vuestra tropa. Pero antes de irte, dime qué sabes de Trudi. ¿Vive? ¿Está bien? ¿Dónde está?
—¡Ella está bien! Eva la Negra la cuida, y yo también por supuesto —informó Michi con orgullo.
—¡No me digas que habéis traído a Trudi aquí con vosotros!
Michi asintió.
—¡Por supuesto que está aquí con nosotros! Timo quería vendérsela al emperador porque pertenece a la nobleza, y yo se la llevé a Eva.
—¡Oh, Dios mío!
Eso fue todo lo que atinó a decir Marie antes de quedarse muda del susto. La gente de Vyszo no tardaría más de tres días en descubrir la tropa de Heinrich, y entonces su hija se hallaría en un grave peligro.
Michi se encogió de hombros, incómodo.
—Marek dice que, si tenemos un poco de suerte, podremos abrirnos paso a través del cerco de los sitiadores y huir dentro del castillo. Por eso no puedo regresar, sino que debo buscar un canal de desagüe subterráneo que hay por aquí para poder entrar a hurtadillas en el cas-tillo y anunciarle nuestra llegada a la gente que está allí dentro. Pero si se hace de noche no podré encontrar la entrada. Marek me dijo que el desagüe desemboca en el arroyo cerca del sauce torcido.
Michi miró a su alrededor, buscando. Marie, en cambio, ya había descubierto el final del canal a primera vista.
—¿Junto a aquel sauce que está allá? Mira, allí el agua brota de la pared.
Michi se arrastró hacia allí y encontró una grieta tapada por un entretejido de matorrales. Marie lo ayudó a arrancar parte de las plantas y sostuvo el resto para que él pudiese explorar la entrada. Mi-. chi echó un vistazo dentro y exhaló un gemido.
—Tengo que quitar la mugre que se ha juntado allí o no podré pasar. —Date prisa, pero asegúrate de que el agua no se ponga muy sucia; de lo contrario, el taborita al que se le ocurra venir a investigar por aquí lo notará.
Michi asintió y arrojó el barro a través del cual iba abriéndose paso entre los arbustos que estaban junto a la abertura. Mientras tanto, le preguntó a Marie cómo había caído en manos de los husitas.
Marie no quiso que se desanimara relatándole los desagradables pormenores del episodio, por eso se limitó a explicarle que Falko von Hettenheim la había dejado atrás de pura maldad para que fuera víctima de los husitas, y le contó cómo había logrado que los hombres que la habían apresado fueran magnánimos con ella gracias a lo que sabía acerca de la muerte de Jan Hus.
Mientras hablaba con Michi, comenzó a lavar la ropa, aunque no se esforzó demasiado, ya que ahora sabía qué hacer para alcanzar su libertad.
—Seguramente regresarás con el caballero Heinrich para informarle de lo que diga el señor del castillo, ¿no es así?
Michi asomó el torso por la abertura y asintió con vehemencia.
—¡Por supuesto que lo haré!
—Entonces dile que estoy con los husitas y que intentaré huir con vosotros al castillo.
Michi se frotó la nariz con el dedo índice, ensuciándose aún más el rostro.
—¿Por qué no te escapas ahora mismo y te vas con los nuestros? Sólo tienes que seguir el sendero que comienza en el linde del bosque en dirección hacia el oeste.
Marie se quedó pensando unos instantes en lo hermoso que sería poder volver a estrechar a Trudi en brazos esa misma noche, pero finalmente alzó las manos en señal de rechazo.
—No, no puedo. Si desaparezco ahora, los taboritas saldrán a buscarme y descubrirán a la gente del caballero Heinrich. Además, tendría que abandonar a dos amigas con las que esos hombres se vengarían de inmediato.
—Entiendo.
Michi volvió a meterse en el foso para ver si ahora podía pasar y le pareció que ya era hora de partir. Antes de ponerse en marcha, volvió a salir a despedirse.
—¡Hasta pronto! Deséame suerte.
—No solo a ti —respondió Marie, y se quedó mirándolo hasta que desapareció. Cundo ya no pudo ver sus piernas, borró sus huellas lo mejor que pudo y se lavó la cara y las manos. Después salió del arroyo, examinó el canasto de la ropa frunciendo la nariz y decidió que volvería a llevar la ropa así.
Ya había alcanzado los carros más próximos de la cadena formada por los sitiadores cuando Przybislav le salió al encuentro.
Al verla, torció el rostro formando una mueca.
—¿Qué significa esto? ¿Por qué no estás trabajando?
Marie señaló hacia el este, donde el cielo ya se había puesto negro como la tinta.
—Allá abajo, en el arroyo, ya ni siquiera podía verme las manos, de modo que tendré que continuar mañana, cuando haya luz.
Pasó de largo por al lado del hombre en dirección a las carretas, sintiendo que él la seguía aunque no lo viera. Ya estaba esperando que la cogiera por detrás y la arrastrara debajo de una carreta cuando oyó que él apuraba el paso, pesadamente, refunfuñando, y se dirigía hacia el lugar donde Vyszo había ordenado reunir todo el cargamento de cerveza que poseía el ejército para poder mantenerlo mejor bajo control.
Marie suspiró aliviada, volvió a darse la vuelta y miró hacia el sauce torcido a la última luz del día. Al día siguiente regresaría a aquel lugar y se quedaría lavando la ropa hasta que Michi apareciera, aunque de ese modo corriese el peligro de que la siguiera Przy-bislav o alguno de sus compinches. Arriba, en el arroyo, seguramente no sentirían ningún tipo de inhibiciones aunque estuviesen a plena luz del día e intentarían violarla. Mientras pensaba qué haría para burlar a esos hombres, el sol del ocaso atravesó las nubes, enviando un saludo de despedida dorado y rojizo sobre las almenas del castillo. Marie sintió como si ese fuego con el que la estrella diurna bañaba la sólida fortaleza hubiese sido pensado para levantarle el ánimo, e instintivamente levantó la vista.
De golpe, la sorpresa le cortó la respiración. Se restregó los ojos y volvió a mirar por segunda vez. Sobre la torre más cercana había aparecido un hombre que, a diferencia de los centinelas, llevaba puesta una coraza reluciente y sujetaba bajo el brazo un casco que despedía un destello rojizo provocado por el reflejo del sol. Marie ya había visto esa imagen en sueños, de ello estaba segura. Como impelida por una necesidad secreta, dejó el canasto en el suelo y corrió hacia el castillo por el pasto aún corto. Cuanto más se acercaba, más rápido le latía el corazón, ya que cada paso que daba transformaba su suposición más y más en certeza: el hombre que estaba parado allá arriba, bañado en aquella luz clara, era su Michel.
SEXTA PARTE
LA BATALLA POR FALKENHAIN
Capítulo I
E1 pasadizo subterráneo era tan angosto que Michi tenía que contorsionarse y retorcerse como un gusano para poder deslizarse a través de las interminables esquinas y salientes de aquella estrecha grieta de la roca. A menudo el agua se le juntaba en la cara y tenía que hacer grandes esfuerzos para estirar la cabeza hacia arriba y tomar aire. Eso, sumado a la ausencia total de luz, le resultaba como una prefiguración de los horrores del infierno que los sacerdotes conjuraban todos los domingos en la iglesia, y con cada brazada que avanzaba crecía su miedo de quedarse varado y ahogarse o, peor aún, de morirse de hambre lentamente. Pensó en sus amigos y en sus camaradas en las alturas boscosas del Lom, que morirían a manos de los husitas si él fracasaba, y se sacudió el miedo. No podía rendirse, aunque la camisa se le desgarrara al pasar por las paredes ásperas y aunque los salientes afilados de las rocas le arañaran la piel.
Cuando el pasadizo se estrechó tanto que las paredes parecía que se tocaban, Michi respiró profundamente para volver a reunir fuerzas, al tiempo que luchaba contra el olor a humedad tan penetrante que lo sofocaba y amenazaba con cerrarle la garganta. Luego exhaló profundamente, se estiró todo lo que pudo y volvió a arrastrarse, esta vez ayudándose solamente con las manos y las puntas de los pies. Durante un momento tuvo la sensación de que la roca lo oprimía tanto que se le saldría el alma del cuerpo. Sintió pánico, y al intentar tomar aire se golpeó la cabeza dolorosamente contra el techo. A su alrededor no había más que agua y piedra, y ante sus ojos bailaban unas manchas estridentes. Cuando ya creía que sería su final, sus manos tantearon el vacío. Sintió un borde, se abrió paso hacia allí y se deslizó hacia una pila que no parecía tener fondo. Braceando como loco a su alrededor, tragó agua, y de golpe sintió que a su lado había algo de madera. Se aferró a ese algo de inmediato y se abrió paso hacia un resplandor que relumbraba sobre su cabeza, en lo alto. Poco después traspasaba la superficie del agua, tosiendo y haciendo arcadas, y entonces comprobó que había ido a parar a una cámara de agua esculpida en la roca. El agua manaba de las paredes a su alrededor hacia abajo, goteando como lluvia del techo que tenía sobre su cabeza. La madera a la cual se había aferrado era una escalera hecha en una sola pieza con un tronco que conducía hacia una plataforma alumbrada por dos lámparas de aceite fulgurantes. Aquellos peldaños tallados en la madera como muescas se le antojaron a Michi como la escalera hacia el paraíso.
Cuando subió y asomó la cabeza por el borde, vio el rostro de una mujer rolliza de mediana edad que dejó caer el cubo en el que había recogido agua. La mujer dejó escapar un chillido agudo, tomó aire de forma espasmódica y después cubrió a Michi con una catarata de palabras de las que sólo entendió un par de expresiones, a pesar de las intensas lecciones de Marek en su lengua natal. Al parecer, su ropa llena de musgo y plantas acuáticas le había hecho creer a la mujer que él era una suerte de espíritu acuático que quería arrastrarla a su reino oscuro y húmedo.
—No soy un demonio, sino un humano y un amigo —exclamó Michi en tono conjurador. Pero entonces se dio cuenta de que ella no podía entenderlo, y entonces intentó hallar las palabras adecuadas en checo. Sin embargo, la mujer aspiró sonoramente y puso los brazos en jarras.
—Si no eres un espíritu acuático, ¿entonces qué estás buscando en nuestra fuente?
Michi la miró, aliviado.
—¿Entiendes alemán?
La mujer asintió.
—Antes había muchos alemanes en la región. Aunque hablaban diferente de como lo haces tú.
Michi terminó de subir hasta donde estaba seco e intentó escurrirse el agua del pelo y de los jirones de su ropa.
—Me envía Marek. Tengo que hablar urgentemente con el conde Sokolny y decirle que el caballero Heinrich y sus amigos han llegado hasta aquí para brindaros su apoyo.
—¿Un ejército alemán ha venido a expulsar a los husitas? ¡Por la madre de Dios, estamos salvados! —La mujer lo estrechó contra su pecho a pesar de sus ropas sucias y mojadas.
A Michi se le llenaron los ojos de lágrimas por tener que decepcionar a la mujer.
—Bueno, en realidad no somos precisamente un ejército, sino sólo unos ciento cuarenta hombres que venimos a reforzar la guarnición del castillo. Pero lamentablemente, el enemigo se nos adelantó.
—Eso ya lo sabemos. Pero con la ayuda de Dios y la vuestra lograremos echar a esa chusma. Ven conmigo, te llevaré con el conde.
La mujer cogió a Michi de la mano, subió ágilmente a pesar de sus voluminosos contornos la empinada escalera esculpida en piedra, arrastrándolo detrás de ella como si fuese un niño pequeño. Los peldaños terminaban en una puerta entreabierta por la cual se colaba un tentador aroma. Michi se precipitó olfateando en la cocina y lo primero que oyó fue el gruñido de su estómago, ya que no había probado un solo bocado desde esa mañana temprano.
A través de las ventanas bajo el cielo raso podía observarse el cielo nocturno, pero una serie de lámparas de aceite y las llamas que brotaban del enorme horno empotrado en la pared suministraban tanta luz que podía verse hasta el último rincón. Había dos mujeres manipulando toda clase de utensilios de cocina, encargándose de vigilar el contenido de algunas marmitas que colgaban de las llamas pendidas de unas cadenas de hierro. Una de ellas era bastante mayor y más bien insignificante; la otra, una muchacha rolliza, de algo más de veinte años y muy atractiva, al menos para Michi.
Cuando oyeron pasos, ambas mujeres se dieron la vuelta y se quedaron mirándolos estupefactas, a él y a su acompañante. La rolliza se echó a reír.
—Pensé que ibas a buscar agua, no que pescarías a un apuesto muchachito. ¡Wanda, Wanda, me parece que es demasiado joven para ti!
Su compañera sacudió la cabeza, malhumorada.
—Espero que el muchacho no sea un espía.
—No, no es más que un némec-ra.na que saltó en mi camino allá abajo, en la cámara de agua —respondió Wanda, riendo—. Es un mensajero de Marek y quiere ver al señor. Pero creo que primero deberíamos darle ropa seca y algo para comer, ya que parece medio muerto de hambre.
La mujer más joven examinó la gruesa figura de Wanda con ojos burlones.
—Comparado contigo, el muchacho no es más que piel y huesos.
Wanda no se dejó perturbar.
—Cuando tengas mi edad, sabrás apreciar tener un trasero bien acolchado cuando te sientes en una silla fría.
La otra mujer resopló.
—A juzgar por los jóvenes que hacen cola en la puerta del cuarto de Jitka, su trasero es tan caliente como el fuego de nuestra cocina.
—Tú sólo hablas por envidia, ya que el único que te entibia las sábanas es Reimo —replicó Jitka, mordaz.
Michi entendió muy poco de toda aquella conversación en checo, pero le llamó la atención el buen humor de aquellas mujeres, que no parecían preocuparse de que hubiese más de mil enemigos a las puertas del castillo esperando a que llegara el momento de poder apagar hasta la última vida allí arriba. Michi tiró a Wanda de la manga.
—¡Quiero ir con el conde!
Pero fue lo mismo que hablarle a la pared. Ella le sonrió amablemente, se acercó a la cocina y miró dentro de las cacerolas. Al detenerse en una de ellas, asintió, satisfecha, fue en busca de un plato y lo llenó de una comida desconocida para Michi.
—Aquí tienes, come algo. Mientras tanto, Zdenka irá a buscarte ropa limpia. Su Karel debe de ser de tu misma talla.
El espectáculo de aquel plato lleno venció a Michi, que asintió, agradecido, se sentó y comenzó a comer. Entretanto, Zdenka salió de la cocina y regresó al poco rato trayendo ropa limpia. Antes avisó a Václav Sokolny, y el conde entró en la cocina detrás de ella. Se quedó de pie en el umbral, examinando a Michi con mirada penetrante.
—¿Quién eres y cómo has llegado hasta aquí?
El conde tenía la preocupación por su castillo y su gente esculpida en el rostro, y su voz dejaba entrever una profunda desconfianza.
—Me llamo Michi —se presentó el muchacho—. Marek me envió, y también fue él quien me reveló dónde estaba el foso del desagüe para que pudiese venir a daros noticias.
El conde se adelantó un paso en forma instintiva.
—¡Entonces es cierto! Gracias al cielo que Marek ha regresado sano y salvo. ¿Dónde se ha metido ahora?
Michi señaló hacia abajo con el pulgar.
—En algún lugar del bosque, entre las colinas. Pertenecemos a la tropa del caballero Heinrich, que ha venido a reforzar la guarnición de vuestro castillo con ciento cuarenta hombres.
Sokolny hizo gestos de rechazo con ambas manos.
—¿Ciento cuarenta? Necesitamos por lo menos diez veces más para vencer a los taboritas que están allá fuera.
—Nuestra tropa puede abrirse camino a través del cerco de los sitiadores durante la noche para entrar en el castillo. Si bien somos pocos, nuestro coraje vale por muchos.
—Como tú —se burló Wanda, cosechando una mirada de reproche del conde, que caminaba intranquilo por la cocina, sacudiendo repetidamente la cabeza.
—No está bien. Es absurdo. Regresa y dile a tu capitán que tome a su gente y desaparezca cuanto antes, porque de lo contrario estos fanáticos os matarán a vosotros también allá fuera.
Michi lo contradijo con vehemencia.
—Los enemigos nos atraparían de un modo u otro. Nuestra única oportunidad es entrar en el castillo.
El conde Sokolny se quedó parado junto a la mesa, mordiéndose los labios, nervioso.
—En eso tienes razón. Los taboritas están por todas partes, como las sabandijas, y una vez que os hayan descubierto, os perseguirán hasta que el último de vosotros haya muerto. ¡Ven conmigo, muchacho! Reuniré a mis hombres y entonces nos contarás todo lo que sabes.
Michi echó una mirada consternada al guiso de Wanda, del que apenas había podido probar un par de bocados, y se puso de pie. Pero Wanda era la reina absoluta de su cocina.
—¡No, señor! Dejad que el pobre chico coma algo primero. Supongo que podréis esperar unos minutos más. ¡Además enfermará si sigue así de empapado! Aquí hay ropa seca y una toalla para secarse. Zdenka, Jitka, daos la vuelta para que Michi no le dé vergüenza cambiarse.
Zdenka se dio la vuelta de inmediato, en cambio Jitka se pavoneó un rato delante de él, mirándolo con total desenfado.
—Tal vez en uno o dos años ya no quiera que las mujeres se den la vuelta cuando se baje los pantalones.
—¡Largo de aquí, ninfómana! —le espetó Wanda. Jitka soltó una risita y se encaminó hacia fuera.
Zdenka gruñó.
—No deberías haber dicho eso, Wanda. Ahora no volverá sino hasta dentro de un buen rato, y nosotros tendremos que hacer su trabajo.
El conde reaccionó de forma brusca.
—Cállate, mujer, y deja hablar al muchacho. Debo saber todo lo que tiene que contar. Mejor, ve a buscar al alemán. Frantischek sabrá hacerle las preguntas justas. No, espera, sírveme primero un jarro de cerveza, y dale uno también a mi huésped.
—¡La cerveza puedo servirla yo misma! —intervino Wanda—. Así que anda, ve a buscar a nuestro némec.
Zdenka salió corriendo casi tan rápido como Jitka. Mientras la puerta se cerraba detrás de ella y el eco de sus pasos continuaba resonando, Wanda cogió dos pequeños jarros de cerámica que colgaban de unos ganchos de madera y los llenó con cerveza de un barril enfriado en agua.
—Seguramente te vendría mejor una cerveza caliente que te entibiara el cuerpo, pero en primavera ya no tenemos. ¡Bebe despacio, muchacho! Nuestra cerveza es fuerte.
Michi bebió un trago e hizo una mueca de desagrado.
—¡Qué amarga que es!
—Será porque hasta ahora no habrás bebido más que hidromiel —se burló Wanda.
Michi volvió a empinar el vaso, bebió a grandes tragos y se limpió la espuma de los labios.
—En realidad, no está nada mal.
Michi sonrió, cogió la cuchara y comenzó a engullir el guiso como si no se hubiese llevado nada al estómago desde hacía varios días. Al mismo tiempo intentó hablar con la boca llena, pero Sokolny le pidió que esperara a que apareciera su consejero. A Michi no le vino nada mal, ya que la comida estaba deliciosa, y así incluso tenía tiempo de pedirle a Wanda que le sirviera un poco más. Vació el plato por segunda vez, bajó el guiso con otro trago de cerveza y en ese momento recordó la ropa seca que Zdenka había apoyado en una silla. En su excitación ni siquiera había reparado en que tenía la camisa y el pantalón pegados al cuerpo, pero ahora sentía que los miembros se le habían entumecido. Wanda le sonrió para infundirle ánimos e iba a darse la vuelta, pero como Michi tenía dificultades para ponerse aquel traje ajeno, terminó por vestirlo como si fuese un niño pequeño.
A Michi no le gustó nada que lo tratasen como a un bebé, pero antes de que pudiera zafarse de Wanda, se abrió la puerta y entró Michel.
—Zdenka dijo que teníais novedades para mí, señor conde.
En ese mismo momento, Michi levantó la cabeza y comenzó a agitar los brazos muerto de miedo, tirando uno de los platos que estaban sobre la mesa y haciéndolo añicos contra el suelo, y habría hecho lo propio con el jarro de cerveza si Wanda no lo hubiese cogido enseguida.
—¿Qué te pasa? —preguntó, pero Michi se tapó la boca con la mano izquierda para atajar el grito que pugnaba por salir de su garganta, al tiempo que señalaba a Michel con la mano derecha, temblando. Cuando dejó caer su mano izquierda, ésta tenía huellas de haberse mordido—. ¡Tú... tú... pero si tú estás muerto!
El conde miró al joven, confundido, e iba a decir algo, pero para entonces Michi ya había recuperado el dominio de sí mismo, corría hacia Michel y le tocaba con cautela.
—¡En efecto, no eres un espíritu! Tú... ¡Oh, no! Perdonadme, señor, que os haya hablado de forma tan irreverente, pero me siento como atrapado en un extraño sueño.
Mientras la mirada de Sokolny se paseaba alternativamente entre el hombre y el muchacho sin comprender, Michel se llevó las manos a la cabeza, que de pronto se había colmado de bramidos y zumbidos sordos.
—¿Me conoces? —preguntó, vacilante.
Michi asintió con la cabeza, vehemente.
—¡Pues claro, señor! Sois mi padrino. ¡Deberíais saberlo! Os llamáis Michel Adler y sois caballero del Sacro Imperio Romano Germánico.
De golpe, Michel sintió que le estallaba el cráneo. Miró fijamente a Michi, cuya imagen de cuando era más pequeño ascendía por sus pensamientos, y comenzó a dar unos manotazos desesperados, como un ahogado, intentando aferrarse a los retazos de recuerdos que se arremolinaban en su interior como arrastrados por una tormenta.
—Y tú eres Michi, ¿verdad? ¡El hijo mayor de Hiltrud y de Thomas! ¡Dios mío, cuánto has crecido! —Nada más pronunciar esas palabras Michi se dio cuenta de que acababa de descorrer el primer velo gris de su recuerdo. Respiró profundamente y miró al joven abriendo bien los ojos—. Por la Virgen María y San Pelagio, ¡tienes razón! Mi nombre es Michel Adler, y el emperador me nombró caballero imperial. ¡Jesucristo! Ahora recuerdo quién soy. Pero, di-me, Michi, ¿cómo es que has venido aquí a Bohemia?
—Con el caballero Heinrich von Hettenheim y su gente. Hicimos todo el camino hasta Falkenhain sin toparnos con un solo husita.
—En cambio aquí los veréis a todos juntos —intervino So-kolny con amargura.
Michel torció el gesto.
—¿Vienes con un Hettenheim?
Sonaba tan enojado que Michi y el conde se estremecieron, pero el muchacho soltó una carcajada.
—Sí, con el señor Heinrich, primo de ese repugnante de Falko. Pero os aseguro, señor, que el caballero Heinrich dista mucho de ser amigo de su pariente.
Michel levantó las manos, confundido.
—No lo entiendo del todo, pero eso ahora tampoco es importante. Mejor cuéntame por qué el caballero y sus hombres han accedido a transitar este camino largo y peligroso.
—Nos ha enviado el emperador para apoyar al conde Sokolny.
Michi le describió de forma concisa pero muy clara cómo Ma-rek y sus acompañantes le habían pedido ayuda al emperador Segismundo y cómo al caballero Heinrich le habían ordenado liberar a Falkenhain de su sitio, aunque omitió los pormenores del viaje, y en su lugar explicó solamente que ahora la tropa estaba esperando apenas un poco más allá del cerco de los sitiadores a que se presentara la oportunidad de abrirse paso hacia el castillo.
Sokolny pensó en los taboritas, que pululaban a sus puertas como hormigas, y sacudió la cabeza.
—No lo lograrán, ya que el enemigo es demasiado numeroso. Debéis replegaros antes de que seáis descubiertos.
Michel levantó las manos.
—Si lo hacen, entonces sí que saldrán al encuentro de su muerte. Los acompañantes de Marek solo podrán conseguir algo si se unen a nosotros cuanto antes —dijo, y luego levantó la cabeza y miró hacia arriba, donde, a través de una de las ventanas abiertas, podían verse un par de estrellas aisladas resplandeciendo en los espacios despejados, en medio de un techo de nubes que la luz de la luna iluminaba fantasmagóricamente aquí y allá—. No queda mucho tiempo para los preparativos, ya que tendrá que ser mañana o, a lo sumo, pasado. Michi, que Zdenka te asigne una cama para que puedas dormir un par de horas. Antes de que amanezca, deberás abandonar el castillo y regresar con tus amigos.
—Lo haré. —Michi asintió, al tiempo que echaba una mirada anhelante a la olla sobre el fuego, que despedía un sabroso aroma. Wanda lo vio y le sirvió otro plato.
—Si me rompes este también, me enfadaré —amenazó a Michi mientras le entregaba el plato—. Los muchachos jóvenes como tú siempre tienen hambre, ¿no?
Michi asintió, abalanzándose sobre el guiso como si no hubiese comido nada en días. Mientras tanto, Michel se puso a discutir con Sokolny la situación de la guarnición del castillo y de los que se agregarían, y en el ínterin continuó haciéndole varias preguntas al muchacho. Al hacerlo, se cogía la cabeza una y otra vez, sacudiéndola cada tanto como si tuviera que espantar algún pensamiento molesto. Finalmente apoyó las manos sobre la mesa y miró al conde como pidiéndole disculpas.
—Tenemos que lograr que se nos ocurra la manera de que el caballero alemán y su gente entren aquí con vida. Tal vez entre ellos haya alguno que sepa qué dispuso hacer Ludwig von der Pfalz con mi esposa después de que me declararan muerto. Las viudas acaudaladas suelen ser víctimas muy codiciadas de la política de los grandes señores de la nobleza, pero mi mujer es particularmente testaruda.
Michi levantó la vista, indignado. .
—¡Pero señor! Yo soy el que mejor puede informaros sobre ella. El conde palatino Ludwig no pudo hacer absolutamente nada, porque ella partió conmigo a buscaros, y al menos hasta hace un rato, cuando la encontré junto al arroyo, estaba sana y salva.
Michel se dio la vuelta hacia el muchacho de manera tan precipitada que pareció que las piernas se le desprenderían del cuerpo.
—¿Has visto a Marie? ¿Dónde?
—Vino al arroyo a lavar ropa justo cuando yo estaba buscando el pasadizo subterráneo. Dijo que cuando el caballero Heinrich intentara penetrar en el castillo, ella también trataría de huir hacia aquí.
Michel cogió al muchacho de los hombros y lo miró a la cara, incrédulo y al mismo tiempo angustiado.
—¿Eso significa que está allá fuera con los taboritas?
Michi asintió con vehemencia.
—Sí, la señora Marie es su prisionera. La culpa la tiene ese demonio de Falko von Hettenheim. Ella estaba como vivandera en el ejército del emperador. Durante la retirada, el caballero Falko asumió el mando sobre las tropas, y simplemente la abandonó en medio de los bosques de Bohemia. La tía Marie me contó que la única razón por la cual los husitas no la mataron fue porque ella pudo relatarles la muerte de Jan Hus en Constanza.
—¡Entonces Falko von Hettenheim no sólo me traicionó a mí, sino también a mi esposa! —Michel se llevó las manos a la cabeza, ya que de pronto se vio tendido en el suelo, observando la expresión triunfante en el rostro de Falko von Hettenheim. Ahora recordaba las irónicas palabras de aquel hombre con tal claridad como si éste acabara de habérselas dicho. Respiró profundamente, se apartó de Michi, que lo examinaba temeroso, como si temiese que su padrino se convirtiese en un berserker, uno de esos legendarios guerreros vikingos, y lo asesinara. Sin embargo, Michel pareció calmarse, ya que su voz sonaba más bien indiferente—. Juro por todo lo que me es sagrado que retaré a Falko von Hettenheim y lo mataré a la vista de todos.
Sokolny percibió la frialdad con que el caballero alemán había tomado aquella resolución y se alegró de no ser su enemigo. Antes de que atinase a decir algo, el muchacho comenzó a contar cómo Marie había convencido a sus padres de que le consiguieran una carreta tirada por bueyes para poder unirse al ejército del emperador como vivandera.
Michel se quedó escuchando un rato y luego comenzó a reírse a carcajadas.
—¿De modo que Marie no creyó en mi muerte y quiso salir a buscarme? Por Dios, sólo mi mujer podía estar tan loca como para ser capaz de algo así.
Michel meneó la cabeza, le quitó a Michi el plato, que ya casi había terminado, y le exigió que le contara todo lo que su mujer había vivido en los casi tres años que llevaban separados. Michi accedió gustoso, y aunque el relato del joven lo conmocionó profundamente, Michel no lo interrumpió ni una sola vez. Sus puños apretados expresaban de forma elocuente las emociones por las que iba pasando. Después de haber escuchado cómo había nacido su hija y de enterarse prácticamente al mismo tiempo de que Trudi estaba al cuidado de una vieja vivandera de la tropa del caballero Heinrich, esperando al igual que todos los acompañantes de Michi la oportunidad de alcanzar la protección del castillo, se juró que Falkenhain no caería jamás.
El conde Sokolny, que había estado escuchando todo con gran curiosidad e interés, se enteró de unas facetas hasta el momento totalmente desconocidas del hombre que se había convertido en su fiel subalterno. Realmente no hubiese querido tener a ese Michel Adler de enemigo, y se preguntó temeroso si acaso el alemán no tomaría a mal el puesto de subordinado que le había dado en su casa. Se paró junto a él y le apoyó la mano en el hombro.
—Espero que me perdonéis por no haberos tratado de acuerdo con lo que vuestro rango merecía, señor caballero imperial.
Si bien Sokolny ostentaba el título de conde, no era un caballero imperial libre como lo era Michel, sino subdito del rey de Bohemia, quien a su vez estaba por debajo del emperador. Si bien ahora Segismundo de Luxemburgo ostentaba ambas coronas, de todos modos Sokolny era el simple vasallo de un monarca y se sentía inferior a un hombre que tenía derecho a sentarse en el Reichstag, la Dieta Imperial.
Michel no comprendía la actitud casi temerosa del conde, ya que, al ser hijo de un tabernero de Constanza, jamás se le habría ocurrido enorgullecerse de su escudo y considerarse superior a los demás. Riendo, le apoyó el brazo en el hombro al señor del castillo.
—Mi querido Sokolny, no tengo absolutamente nada que perdonaros, sino que os estaré agradecido hasta el fin de mis días. Ningún otro me habría alojado en su casa sin preguntar quién era yo, mientras mis compatriotas causaban estragos en Bohemia en vez de apoyar a las ciudades y los castillos que habían permanecido leales al emperador y luchar contra el enemigo común. Sin vos y sin Zdenka y Reimo me habría muerto desamparado.
El conde suspiró, visiblemente aliviado, ya que se alegraba de no haber tratado jamás al alemán como si fuese un sirviente, ofendiéndolo. Sin embargo, Michel no estaba interesado en recordar lo que había ocurrido, sino más bien en el amenazante presente y futuro.
—Tal vez tenga su lado bueno el hecho de que Marie sea prisionera de los taboritas, ya que es muy lista y hará todo lo posible por ayudarnos.
Mientras tanto, Wanda había hecho llevar al salón las marmitas con la comida lista, encargándose de que el séquito del señor del castillo y los soldados que atendía en su cocina recibieran por fin su cena. Cuando regresó, Michel le hizo señas para que se acercara.
—Tú sabes mucho sobre hierbas. ¿Tienes algo que pueda neutralizar a nuestros enemigos al menos por un rato? Tendría que ser algo liviano para transportar y fácil de esconder.
Wanda respiró profundamente y se quedó mirando pensativa en dirección a la puerta que daba a una recámara donde almacenaba hierbas, hongos secos y toda clase de extractos preparados con ellos. La mayoría servía para curar enfermedades, pero también había varios preparados para exterminar bichos.
—Quisiera poder envenenar a todos esos hombres, pero no tengo suficiente cantidad de hongos de cicuta verde y esas cosas. Veré qué puedo preparar.
—Prepara esta misma noche algún brebaje que deje a los taboritas fuera de combate —le ordenó Michel. Luego le despeinó alegremente los cabellos a Michi—. Tendrás que esperar un poco más hasta poder regresar con tus amigos. Conozco bien a Marie y sé que intentará esperarte para poder hablar contigo. Así que deberás estar listo desde el amanecer para deslizarte por el pasadizo.
—Lo haré. —Michi sentía un gran alivio de que su padrino hubiese tomado el mando. Aunque el caballero Heinrich le caía muy bien, no lo consideraba siquiera la mitad de enérgico y listo de lo que era Michel Adler.
Capítulo II
Michel estaba parado en la torre, aunque ya no buscaba estar solo para ir tras las huellas de su pasado, sino que observaba los alrededores con los sentidos muy alerta. Los restos de la neblina matutina aún cubrían el valle, pero el viento refrescante ya había comenzado a descorrer aquel velo. El cerco de los sitiadores se recortaba en una nada gris, y Michel vio a una mujer rubia atravesando el campamento con un canasto grande y levantando la vista furtivamente en la dirección en la que se encontraba él. ¡Sí, era su Marie! Hubiese querido hacerle señas, pero no podía correr ese riesgo. Por un instante, sus miradas se cruzaron, y él pudo sentir su sonrisa más que verla. Si todo salía bien, en dos días, como muy tarde, podría estrecharla en sus brazos. Pero antes quedaba mucho por hacer. Se dio la vuelta en dirección a Rei-mo, quien, al igual que el resto de los hombres en el castillo, llevaba puesta una primitiva aunque muy efectiva coraza de cuero y portaba armas.
—Dile a Michi que ya puede atravesar el pasadizo.
Reimo asintió sin decir palabra y bajó deprisa las escaleras. Michel volvió a buscar con la vista a Marie, que se dirigía hacia el arroyo con alegres pasos. Creyó sentir su impaciencia y su esperanza de encontrarle allí. «No buscará al muchacho en vano», pensó Michel, satisfecho, al tiempo que se preguntaba por qué los dos días que tenía por delante le resultaban mucho más interminables que los años que ya había pasado allí.
Marie había visto a Michel y había descifrado por su actitud que la había reconocido. Su corazón cantaba, y todos los anhelos que había enterrado en lo más profundo de su interior hacía meses o, mejor dicho, años, volvieron a hacerse sentir con un ímpetu apabullante. Anhelaba con cada fibra de su corazón estar con Michel y con Trudi, a quienes sabía muy cerca. Mientras depositaba el canasto junto al sauce y comenzaba a remojar las primeras camisas y pantalones en el agua para luego quitar la mugre de la tela frotándola bien con una porra de madera, se sentía como un arco tensionado, a punto de quebrarse. Con una mínima cosa que saliera mal, su vida acabaría allí, independientemente de que sobreviviera a la caída del castillo y a la muerte de sus seres más queridos. Ahora, la decisión acerca de si podría abandonar felizmente aquella estancia o si sus huesos habrían de pudrirse allí junto con los de Michel y Trudi estaba en manos del cielo.
Por un momento la asaltó la incertidumbre. ¿Y si Michi ya había abandonado el castillo y regresado con el caballero Heinrich? Pero luego se rio de sí misma, ya que su plan estaba decidido. En cuanto los hombres del caballero Heinrich traspasaran el cerco de los sitiadores, cogería a Anni y a Helene y ascendería la cuesta hacia. las puertas del castillo. No había otra opción. Dejó caer la ropa, se arrodilló y volvió a rezar por primera vez después de mucho tiempo según las reglas de la Santa Iglesia. Rogó a la Virgen María y a su patrona, María Magdalena, para que ayudaran a todos, a ella, a Michel, a Trudi y a todos los que estaban amenazados por los herejes taboritas. Cuando iba a ponerse de pie para reanudar su faena, oyó ruidos, y en un primer momento temió que alguno de los taboritas pudiese haberla seguido. Pero en ese momento la cabeza de Michi asomó por la abertura del pasadizo con una sonrisa picara dibujada en el rostro.
—El tío Michel me pidió que te mandara muchos saludos, Marie —dijo, una vez que estuvo fuera. Marie se rio, liberada. Por fin tenía la certeza de que su amado no la había olvidado. Michi no la dejó hablar, sino que le hizo una seña para que se le acercara y le murmuró en el oído—: El tío Michel quiere que les pongas algo en la comida a los husitas. Creo que es un somnífero que los cansará tanto que el caballero Heinrich podrá entrar en el castillo sin peligro.
—Eso es imposible, ya que hay más de diez puestos de cocina. A lo sumo podría echar un poco en un par de cacerolas.
—Marie meneó la cabeza, meditabunda—. ¿Qué clase de somnífero es?
—Es un brebaje que preparó Wanda, la cocinera del conde. El tío Michel dijo que sería mejor preparar algo líquido que usar hierbas, que son casi imposibles de disimular.
Marie asintió reconfortada, al tiempo que echaba un vistazo aguerrido hacia el campamento.
—¡Michel tiene razón! El brebaje puedo echarlo en un par de barriles de cerveza, ya que los barriles están guardados todos juntos en un solo lugar. ¿Cuándo puedes traerme la mezcla?
El muchacho esbozó una sonrisa burlona.
—¡Ya la traigo encima! ¿Puedes ir a ver si está libre el camino? Si es así, sacaré los odres del pasadizo.
Marie subió al barranco, echó un vistazo a los alrededores y asintió, aliviada.
—No hay nadie a la vista —dijo al regresar a la orilla—. Los hombres están todos mirando hacia el castillo, imaginándose lo que podrán hacer con sus habitantes.
Michi se desató una cuerda que llevaba sujeta al cinturón, comenzó a tirar de ella y extrajo del pasadizo un paquete con múltiples envoltorios.
—¡Toma!
Marie lo abrió y tomó en sus manos dos vejigas de cerdo que despedían un olor suave pero desagradable. Volvió a envolverlas y pensó cómo podía llevar el paquete al campamento sin ser vista. Su mirada recayó en el canasto de la ropa. Lo vació rápidamente y puso dentro el paquete. Ocultaría la ropa de camino hacia el campamento.
Entretanto, Michi también había echado un vistazo por el borde del barranco del arroyo.
—Aún no hay mucha gente merodeando fuera del campamento. Me daré prisa y regresaré con el caballero Heinrich.
—Cuídate bien y mantente siempre oculto hasta haberte adentrado en lo profundo del bosque, y una vez allí, ten cuidado con los recolectores de leña.
Michi asintió.
—¡Ya lo sé! Tú también cuídate. ¿Cuándo podrás envenenar los barriles?
—No antes de la madrugada. Por suerte, la cerveza se expende únicamente por la noche porque ya no quedan muchas provisiones, de modo que nadie se dará cuenta de nada hasta que sea demasiado tarde. Dile a Heinrich von Hettenheim que no debéis aparecer por aquí hasta mañana a la madrugada.
—El tío Michel ya había calculado el mismo tiempo. Dijo que poco antes del amanecer de pasado mañana nos abramos paso a través del cerco de los husítas, cuando el brebaje ya haya hecho efecto en la mayoría de ellos y el resto siga medio dormido. Tú tienes que estar lista para venir con nosotros.
Cuando Marie asintió, la saludó con la mano y desapareció como una sombra.
Marie se quedó sumida en un fárrago de emociones que no tenían nada que ver con la tarea que tendría que llevar a cabo, sino con Michel. Dos días y dos noches tendría que esperar hasta poder volver a estrecharlo en sus brazos, y no sabía qué haría para sobrellevar ese tiempo, ya que en ese momento temblaba de impaciencia. Al mismo tiempo, tenía miedo del reencuentro. Había envejecido y, con todas las fatigas y sobresaltos que había tenido que vivir, ciertamente ya no estaría tan bella como en el momento en que Michel la había dejado. Tres años de separación no se borrarían con tanta facilidad. Llena de dudas, se puso a trabajar, golpeando los pantalones que había remojado con la porra con tal violencia como si quisiera matar a su dueño a palos.
Completamente enfrascada en sus pensamientos, Marie no prestó atención a la trayectoria del sol, y se asustó cuando una sombra se proyectó sobre ella. Sin embargo, no se trataba de un taborita, sino de Anni, que había ido a llevarle un cuenco con comida.
—Como no venías, pensé en venir yo a ver si estabas bien.
Si bien su lengua seguía estando un poco pesada para pronunciar las palabras y tampoco había recobrado la memoria de su vida anterior, estando con Marie parecía sentirse todo lo feliz que podía permitirle aquella vida de esclava en un campamento de guerra.
Marie cogió el cuenco y le dio las gracias con una risa llena de alegría que despertó la curiosidad de Anni.
—Algo ha sucedido contigo —constató.
Marie se inclinó sobre el canasto y corrió un poco la ropa que había vuelto a poner dentro para mostrarle el paquete a Anni.
—Ahí dentro tengo un narcótico que echaremos a la cerveza mañana por la noche, y poco antes del amanecer del día siguiente deberemos estar preparadas para huir al castillo.
A Anni le llevó un rato comprender las palabras de Marie, pero finalmente sacudió la cabeza con energía.
—Pero eso no nos servirá de nada. Vyszo se pondrá el doble de furioso, mandará asaltar el castillo y matará a todos los que estén dentro.
Marie sacudió la cabeza, riendo.
—Puede asaltarlo todo lo que quiera, pero no podrá conquistarlo jamás, ya que allí dentro está mi Michel para defenderlo.
Pero Anni no se dejó tranquilizar tan fácilmente, y pasó un buen rato antes de que Marie pudiera hacerle comprender el plan de Michel. Finalmente, la muchacha asintió con la cabeza, ya que la lengua no le respondía, se inclinó con gesto resuelto y ayudó a Marie a golpear la ropa. Cuando el sol estuvo en el oeste, apareció Przybislav, pero al ver a Anni pasó caminando a su lado como por descuido y siguió de largo, regresando al campamento con cara agria.
Poco después, Marie y Anni terminaron con su trabajo y regresaron al campamento cargando el canasto con las prendas mojadas. Helene las estaba esperando junto al fuego para cocinar, y quiso ayudarlas a colgar las prendas de las escaleras de las carretas para que se secaran, pero Marie la detuvo cogiéndola de la muñeca.
—Cuidado, entre las cosas hay algo que nuestros amigos no deben ver.
Helene arqueó las cejas, sorprendida, y luego inclinó la cabeza para que ninguno de los taboritas que andaban dando vueltas por ahí sin hacer nada pudiese notar el estupor en su rostro.
—¿Qué tienes ahí?
—Se trata de un brebaje que dejará a la gente de Vyszo fuera de combate el tiempo suficiente como para que podamos huir al castillo. Lo haremos junto con los hombres de un caballero alemán que han venido para servir de refuerzo a su guarnición. Debemos echar esta cosa dentro de la cerveza esta misma noche.
Helene meneó la cabeza.
—¡Eso es imposible! Las provisiones de cerveza están demasiado bien vigiladas, y si intentáramos acercarnos a los barriles, nos descubrirían. —No había terminado de pronunciar esa frase cuando, de golpe, apretó los puños, y las facciones en su rostro cambiaron—. Tal vez sí sea posible. Por lo que sé, Hasek es el primero que tiene guardia esta noche. Hace tiempo que me anda rondando, así que seguramente no opondrá reparos si esta noche voy a verlo y me ofrezco para calentarlo un poco.
Marie desvió la vista para que Helene no advirtiese el asco en su rostro.
—¿Vas a entregarte a él por propia voluntad?
—A él y al camarada que esté de guardia con él. ¿Qué otro remedio me queda? Przybislav vino hace un rato a preguntarme si ya estoy curada. Me dio un ataque de tos repentino, pero no podré detenerlo mucho tiempo más. Si no quiero seguir acostándome durante años con ese carnero maloliente con aliento a ajo, tendré que abrirme de piernas esta noche para Hasek y su camarada.
—Helene tiene razón. —Anni ratificó las palabras de su amiga—. Iré con ella para ayudarla a distraer a los guardias, así tú puedes envenenar tranquilamente la cerveza. ¡Yo también quiero irme! Los hombres me miran como si fuera un pollo asado, y Przybislav también quiere que vaya a su carpa.
Marie la examinó más atentamente que de costumbre. Las formas de Anni se habían rellenado durante el invierno a pesar de la escasa comida, y su aspecto ya era lo suficientemente femenino como para atraer a los hombres. Muy pronto comenzarían a abusar de ella, tratándola como si fuese una prostituta de campaña pero sin pagarle el sueldo correspondiente. Marie apoyó las manos sobre los hombros de sus dos compañeras y las atrajo hacia sí.
—Odio tener que pediros que os entreguéis a los guardias, pero parece que no hay más remedio... Por el amor del cielo, dadme la mayor cantidad de tiempo que podáis para que yo pueda echar el líquido en unos cuantos barriles.
—Lo haremos —prometió Helene con gesto resuelto—. Pero ahora deberíamos cenar y descansar un poco. La noche será agotadora.
Les guiñó el ojo a Marie y a Anni, y luego se dirigió presurosa hacia el fuego para cocinar y llenó tres cuencos, para ella y para sus dos amigas.
Capítulo III
Al caer la noche, las tres mujeres se acostaron debajo de la carreta que les habían asignado y se envolvieron en sus mantas. A pesar de que poco después ya estaban respirando con un ritmo sostenido y Helene incluso soltaba un leve ronquido, la excitación no dejaba dormir a ninguna de las tres. Marie levantó la vista hacia el cielo, tan cubierto que no permitía ver una sola estrella, y lamentó no poder calcular la hora. No debían acercarse a las provisiones de cerveza demasiado temprano, ya que entonces los guardias estarían demasiado despiertos y comenzarían a desconfiar, pero tampoco podían ponerse en marcha demasiado tarde para no aparecer justo a la hora del recambio.
Finalmente, Helene le arrebató de las manos la decisión. Se destapó, se apartó un par de pasos y se agachó para evacuar sus esfínteres. Si bien los taboritas habían excavado varias letrinas a orillas del bosque y les habían prohibido terminantemente a los guerreros aliviarse en otro lado so pena de castigo, por las noches ni siquiera Renata y sus amigas se atrevían a ir hasta allí, ya que, a pesar de que los predicadores lo prohibieran terminantemente, ya eran varias las mujeres que habían sido arrastradas a los matorrales, y los autores habían logrado salir del paso sin ser reconocidos ni castigados.
En lugar de regresar a su lecho, Helene miró a su alrededor, indagando el terreno, y les indicó a sus amigas con un gesto que no había peligro. Anni también emergió de debajo de la carreta y se dirigió con paso rápido hacia donde estaba su amiga, mientras que Marie abría el paquete y extraía las dos vejigas de cerdo. Las meció en sus manos y elevó una oración al cielo para que el brebaje cumpliera su cometido. Luego se unió a sus amigas y miró también a su alrededor con suma cautela. Bajo el resplandor de las llamas de los fogones de guardia no se llegaba a distinguir si alguien se había percatado de su presencia.
—Ahora sí que la cosa se pone seria —les susurró a las otras dos, haciéndoles señas para que la siguieran. Tenían que llegar al lugar donde estaban las provisiones de cerveza sin ser descubiertas por los guardias. Sin embargo, la mayoría de los hombres contemplaban fijamente el castillo casi todo el tiempo, o mantenían dentro de su campo visual el linde del bosque para asegurarse de no recibir ninguna sorpresa por ese lado tampoco, y mientras tanto conversaban en voz baja. Ninguno de ellos reparó en las tres siluetas que se movían sigilosamente a la sombra de las carretas y las carpas. Poco antes de alcanzar su meta, Marie se separó de sus compañeras. He-lene y Anni se irguieron, aparecieron dentro del radio iluminado por el fogón que alumbraba las provisiones de cerveza y avanzaron meneando las caderas hacia los dos guerreros. Ellos giraban como perros pastores en torno de los barriles apilados, que sobrepasaban la altura de un hombre. Al ver a las dos mujeres, se detuvieron y bajaron las lanzas.
Helene extendió los brazos.
—¿No tendríais un vaso de cerveza para dos gargantas sedientas? Es que hoy no tenemos ganas de beber agua.
Los dos guardias intercambiaron unas breves miradas, esforzándose por parecer lo más estrictos posible.
—Después del toque de retreta está terminantemente prohibido abrir el grifo de los barriles —dijo uno de ellos.
—A menos que estéis dispuestas a pagar para que nosotros pasemos por alto esa prohibición —agregó Hasek, meciendo la pelvis provocativamente hacia delante y hacia atrás.
—¡Ah, os referís a eso! Bueno, podríamos discutirlo.
Helene se levantó la falda y giró de manera que el resplandor del fogón la iluminara justo en el triángulo cubierto de vello ensortijado entre sus muslos.
Hasek gimió de placer, echó mano de su bragueta, que comenzaba a hincharse, y extrajo su miembro. Pero cuando empezó a avanzar hacia Helene, ésta señaló hacia el barril.
—¡Primero la cerveza!
El otro guerrero sacó cuatro vasos de una bolsa y los llenó hasta el borde con la cerveza del último barril que habían abierto la noche anterior.
—Si lográis satisfacernos, tal vez os sirvamos un poco más.
—Estaréis más que satisfechos con nosotras —prometió He-lene, al tiempo que recibía su vaso.
Mientras tanto, Marie se escondió detrás de los barriles apilados y constató con gran susto que había pasado por alto un dato fundamental. Cada uno de los barriles estaba firmemente tapado, y no podría abrirlos sólo con las manos. Al principio, su decepción fue tal que estuvo a punto de postrarla. Había fracasado ignominiosamente, y ahora sus compañeras se degradarían en vano. Pero entonces recordó la tosca pinza de hierro que se utilizaba para abrir las piqueras y miró a su alrededor, buscándola con la vista.
Cuando la vio tirada junto al barril abierto, Helene y Anni ya estaban siendo montadas intensamente por los guerreros, que gemían de placer. Marie se arrastró a cuatro patas alrededor de la pila, levantó la pinza y trepó sobre los barriles apilados. Al quitar la primera botana se produjo un ruido como un silbido. Ella se había arrimado bien a los barriles para que no la vieran, y contuvo el aliento, asustada. Pero los ruidos procedentes de más abajo le revelaron que los guardias seguían muy ocupados con sus amigas. Sólo pudo llegar hasta los barriles superiores, pero sabía perfectamente en qué orden se abrirían. De modo que calculó cuánto líquido debía verter en cada uno, y después de meditarlo un instante, echó en la piquera un cuarto del contenido de la primera vejiga. Al hacerlo, tuvo que contenerse para no estornudar con fuerza, tan fuerte era el olor del brebaje que le penetraba por la nariz. Sólo le cabía esperar que esa cosa no arruinara tanto el sabor de la cerveza que acabaran por tirarla. Cuando quiso volver a cerrar el barril, se topó con la siguiente dificultad: si le pegaba a la botana con la pinza, alertaría a todos los guardias del campamento. No le quedó más remedio que asegurar el tarugo de madera con las manos y esperar que los taboritas no notaran que algunos de los barriles se abrían con más facilidad que otros.
Cuando terminó de vaciar la segunda vejiga, tuvo que luchar contra una debilidad surgida del alivio que le impedía volver a descender de la pila de barriles. Respiró profundamente, oyó el arrullo con el que Anni y Helene engatusaban a los hombres y volvió a descender por el lado más oscuro. Después de haber dado algunos pasos más se dio cuenta de que se había quedado con la pinza. Regresó a toda prisa, vio a Helene y a Anni de pie junto a los hombres con unos jarros de cerveza de los cuales aún goteaba la espuma, riendo con ellos. Volvió a dejar la pinza donde la había encontrado, atravesó con cuidado el campamento, que le parecía extrañamente tranquilo, y se acurrucó en su lecho. Poco después regresaron Helene y Anni. Mientras se envolvían en sus mantas, intercambiaron en voz baja sus experiencias. Marie les contó que había tenido éxito, mientras Helene se repantingaba con deleite.
—Dime, Marie: ¿es pecado que a una le agrade yacer debajo de un hombre? Hoy me invadió una sensación que nunca antes había sentido.
Marie sacudió la cabeza hasta que se dio cuenta de que su amiga no podía verla en la oscuridad.
—No, no lo es. En realidad, cualquier mujer que se entrega a un hombre por propia voluntad debería experimentar esa sensación. Cuando estés casada con un hombre bueno, incluso lo disfrutarás.
—Creo que eso me gustaría —murmuró Helene, ya medio dormida—. Pero antes tengo que hallar un buen hombre.
Marie sonrió y se volvió hacia Anni.
—¿Fue muy horrible?
La muchacha se acurrucó más cerca de Marie.
—No me dolió. No fue como con el malvado caballero Gunter, que me provocó unos dolores fortísimos.
—Trata de no pensar más en ello, ya que cuando seas mayor y un hombre tierno te haga conocer el amor, a ti también te gustará.
Capítulo IV
Michi sintió un alivio casi infinito cuando por fin dejó atrás el cerco de los sitiadores y se hubo adentrado un trecho en el bosque sin ser descubierto. Ahora seguía el sendero por el que había venido con Marek, y cuando dejó de temer que alguien pudiese descubrirlo, echó a correr. Se moría por sorprender a sus amigos con todas las novedades de las que se había enterado. Pero muy pronto sintió que una fría desesperación crecía en su interior. Tenía la sensación de haber estado corriendo durante horas sin descubrir un solo rastro de la tropa del caballero Heinrich, y durante unos instantes se imaginó que la tropa se había retirado sin esperarlo. Luego se le ocurrió que tal vez había salido corriendo en la dirección equivocada y quiso dar la vuelta. Justo cuando se detuvo, vacilante, Marek emergió de la semioscuridad del bosque.
—¡Gracias al cielo que has regresado! Ya estábamos muy preocupados por ti. ¿Cómo están las cosas en el castillo?
—Tu señor y el caballero Michel me pidieron que te enviara saludos —respondió Michi, sonriendo.
Marek sacudió la cabeza, perplejo.
—¿El caballero Michel? ¿Y ése quién es?
—El hombre a quien vosotros llamabais «el alemán».
—¿El alemán es un caballero? ¡Quién lo hubiese dicho! Yo pensaba que era el comandante de alguna tropa de infantería.
Michi sonrió, loco de alegría.
—¡Incluso es un verdadero caballero imperial, y además es mi padrino!
Marek aspiró varias veces con fuerza y luego señaló hacia atrás.
—Acompáñame. El caballero Heinrich está esperando ansioso tu informe. —Y agregó, meneando la cabeza, como para sus adentros—: ¡El alemán, un caballero! Uno nunca deja de asombrarse.
El caballero Heinrich había hecho acampar a su tropa en un claro rodeado por bosques espesos. Había costado mucho trabajo llevar las carretas hasta allí, pero ahora estaban tan bien escondidos que los taboritas tendrían que haberse chocado directamente con ellos para descubrir el campamento. Cuando aparecieron Michi y Marek, los líderes estaban celebrando un consejo de guerra. El caballero Heinrich se interrumpió en mitad de la frase, se puso de pie de un salto y se dirigió hacia ellos, visiblemente aliviado.
—¡Michi! ¡Por fin! Ya todos estábamos preguntándonos si los husitas no te habrían atrapado y asado. Ven, siéntate. ¡Debes de estar muerto de hambre! Le diré a Eva que te traiga enseguida algo para comer.
Michi lo rechazó, visiblemente excitado.
—Me comí un cuenco grande de sopa esta mañana y una porción de tocino antes de partir. Prefiero empezar a contaros todo.
—¡Entonces siéntate!
El caballero Heinrich empujó al muchacho para que se sentara en el primitivo banco en el que estaban sentados Sprüngli y el hidalgo Heribert, mientras que él se quedó de pie, detrás de su silla de campamento, apoyándose sobre el respaldo y mirando a Michi con gesto invitador. Al mismo tiempo se preguntaba qué estaría sucediéndole a ese muchacho, ya que su cara daba una impresión demasiado alegre y picara para la gravedad de la situación que estaban atravesando.
El relato de Michi comenzó con la manera en la que había penetrado en el castillo y se había encontrado con la cocinera. Alabó su arte culinario, al igual que su carácter amable, y luego se puso a hablar de Sokolny y de aquello que más les interesaba a los hombres que lo rodeaban. El caballero Heinrich resopló cuando Michi relató sin más que el señor del castillo quería que traspasaran el cerco de los sitiadores y penetraran en el castillo al amanecer del tercer día.
—Será una lucha sangrienta, aun cuando pudiésemos sorprender a los tíos durmiendo.
Urs Sprüngli descargó un puñetazo sobre la tabla que hacía las veces de mesa.
—Será mejor que actuemos nosotros antes de que los husitas comiencen a perseguirnos por todo el bosque como a liebres.
Marek lanzó una sonora carcajada.
—Esos tíos andan revoloteando como las moscas alrededor de la bosta de vaca, y se nos están acercando cada vez más. No tardarán en encontrarnos y, cuando lo hagan, lo único que podría llegar a salvarnos sería tener alas para volar. ¡Pero yo no las tengo!
Mientras decía esas palabras, extendía los brazos como para demostrar su ausencia de plumas. Michi se reía a carcajadas, como un mocoso al que le acaba de salir bien una travesura.
—El caballero Michel lo planeó todo muy bien. Cuando nosotros entremos, la gente en el castillo atacará. Pero él duda de que haya demasiados husitas en condiciones de luchar, ya que la señora Marie les mezclará un líquido en el estofado que hará que la comida les caiga mal.
—¿Marie? ¿Qué Marie? —El hidalgo Heribert saltó como si lo hubiese picado un insecto venenoso—. No estarás refiriéndote a nuestra Marie, ¿no?
Satisfecho con el golpe de efecto causado, Michi asintió con la cabeza.
—Sí, exactamente, nuestra Marie. Ella y Anni son prisioneras de los husitas, y cuando vayamos, huirán con nosotros al castillo.
—¡Marie está viva! ¡Gracias al cielo y a todos los santos!
El hidalgo se hincó y unió sus manos para rezar.
Urs Sprüngli lo vio y torció el gesto en una mueca de reflexiva ironía.
—Te oí decir algo de un tal caballero Michel. Yo conocí a un hombre que se llamaba Michel Adler. Pero según se dijo, cayó muerto hace un par de años, víctima de una banda husita.
Michi sonrió con orgullo.
—¡No, no cayó! Estaba herido y Falko von Hettenheim lo abandonó, dejándolo desamparado. Pero gracias a Dios logró escapar de los husitas y huir a Falkenhain.
Urs Sprüngli dejó escapar el aire de los pulmones con un silbido.
—Si eso es verdad, entonces ya no tengo por qué preocuparme. Admiro mucho a Michel Adler. Lo que toma en sus manos, sale bien.
—Esperemos que así sea —intervino el caballero Heinrich, malhumorado.
De allí en adelante, entre los hombres se desató una conversación muy animada durante la cual siguieron bombardeando a Michi con toda clase de preguntas. Cuando por fin dejaron de prestarle atención, el muchacho se paró y fue hasta la carreta de Eva, junto a la cual había una marmita que pendía sobre un fuego casi imperceptible. La anciana vivandera lo vio venir y le alcanzó un cuenco bien lleno.
—Aquí tienes, Michi, debes de estar muerto de hambre.
Michi no lo estaba, pero de todos modos el puré encontró lugar de sobra en su estómago. Mientras comía, le sonrió a Trudi, que estaba parada cerca de allí, observándolo con la cabeza ladeada.
—¡Ven, preciosa! ¡Tengo unas maravillosas novedades! Encontré a tu mamá, y ella estará muy pronto con nosotros.
—¡Con eso no se bromea! Lo haces más difícil de lo que ya de por sí es para nuestra pequeña —lo amonestó Eva, aunque como respuesta sólo cosechó una sonrisa triunfante.
—Es la verdad. ¡Marie vive! Los husitas la tomaron prisionera y tiene que servirles como esclava. Pero en cuanto nos abramos paso hacia el castillo, ella se nos unirá.
—Claro, si las cosas resultan tan sencillas como vosotros os imagináis —respondió Eva en tono gruñón, al tiempo que le alcanzaba a Trudi una ciruela pasa.
Capítulo V
En la noche que siguió al regreso de Michi, prácticamente ninguno de los hombres en el campamento del caballero Heinrich pudo dormir, y el día siguiente transcurrió tan rápidamente que sólo terminaron con sus preparativos poco antes de que oscureciera. Heinrich von Hettenheim volvió a controlar una vez más cada detalle para asegurarse de que no hubiese por su culpa ningún incidente que les causara algún impedimento en el camino. Había meditado sobre si sería mejor dejar las carretas allí, pero finalmente había decidido que no. Por un lado, a Trudi y a las mujeres les resultaría casi imposible mantenerse al paso de los hombres en medio del tumulto de la batalla, y las carretas al menos les proporcionaban cierta protección. Y por el otro, no quería que todo el armamento que había traído cayera en manos del enemigo. Para no alertar a los husitas con el ruido de las ruedas reforzadas con hierro de las carretas, habían envuelto las ruedas con pasto, mantas y tela de carpa, y habían acolchado y asegurado todo lo que pudiera llegar a chocar entre sí y hacer ruido.
Bajo el último resplandor de la luz del día, el caballero reunió a sus hombres y señaló hacia el este, donde la cumbre del Lom se recortaba nítidamente en el cielo cada vez más oscuro.
—Sabéis lo que nos espera esta noche. Estamos frente a un enemigo muy superior y sólo tendremos posibilidades de entrar en el castillo si conseguimos sorprenderlos. Así que, por favor, aseguraos de que vuestras armas no chirríen por el camino y no emitáis sonido alguno. Liquidaré con mis propias manos a todo el que olvide estas premisas. Esto también vale para ti, Eva, y para el resto de las mujeres. No quiero oír ni maldiciones ni latigazos.
—Seremos tan sigilosas como las comadrejas cuando se acercan al gallinero —prometió Eva.
Labunik soltó una risita y le guiñó el ojo a Marek.
—¡No sabía que te interesaran tanto los gallineros! —Como el hidalgo Heribert se quedó mirándolo, perplejo, Labunik le explicó que Lasicek, el nombre de la estirpe de Marek, derivaba de la palabra checa para «comadreja». Entonces el resto de los presentes se echó a reír también, ganándose la cólera del caballero Heinrich.
—Me alegro de que estéis de tan buen humor, pero deberíais' demostrarlo en voz más baja. ¡Cualquier husita puede oíros a millas de distancia!
—¡Pero señor caballero, si los taboritas realmente estuvieran cerca, también os oirían a vos ahora! —respondió Marek con candidez, haciendo estallar a todos nuevamente en carcajadas.
Heinrich von Hettenheim reprimió una maldición que habría sobrepasado en mucho las voces de sus soldados y esbozó una sonrisa forzada. En cierto modo se sentía aliviado de que sus hombres marchasen a la batalla alegres y con el corazón bien resuelto en vez de andar arrodillados por el suelo, implorando a todos los santos habidos y por haber por la salvación de sus almas.
—Ya veremos cuánto valéis. Descansad un poco e intentad dormir. Cuando la luna asome por encima de los árboles, la holganza habrá terminado.
—Ése sí que fue un buen discurso —alabó Eva, al tiempo que le alcanzaba un vaso de vino— ¡Que todo salga bien, señor!
—¡Que todo salga bien! —Heinrich von Hettenheim se bebió el vino de un trago y le devolvió el vaso.
—¿Queréis otro más? —preguntó Eva.
El caballero hizo un gesto negativo con la mano.
—No, debo mantener la cabeza fresca. Respecto a ti y a The-res, ambas sabéis lo que debéis hacer, ¿no?
—Teniendo en cuenta que ya nos lo habéis explicado cinco veces, deberíamos haber entendido —se burló la vivandera—. Pero, para vuestra tranquilidad, os lo repetiré una vez más. Mantendremos nuestras carretas bien juntas. Yo iré delante con Michi y con Trudi. La pequeña irá escondida en la parte de atrás, para que no le pase nada. Theres irá detrás de mí y más atrás vendrán las dos carretas de pertrechos. Alrededor de las carretas dispondréis a vuestros hombres de manera tal que vayamos avanzando como un erizo con púas hacia nuestros enemigos, que, si Dios quiere, no nos descubrirán sino hasta el último momento, y ya no podrán reunirse para franquearnos el paso.
—¡Demonios! —la reconvino el caballero Heinrich, al tiempo que señalaba el vaso—. Sírveme otro vaso. En tus labios mi plan no suena ni remotamente tan bien como me lo imaginé. Ahora sí que necesito algo que me levante el ánimo.
—No lo levantéis demasiado, de lo contrario tendremos que acostaros en la carreta al lado de Trudi. Y si comenzáis a roncar, tendré que poneros una mordaza para que no alertéis a los husitas de nuestra presencia.
El caballero Heinrich tomó impulso como para responder con un golpe suave a semejante insolencia, pero la anciana lo esquivó ágilmente y regresó entre risitas a su carreta para llenarle el vaso.
Aquella noche, Heinrich von Hettenheim hubiese deseado que un ángel del Señor contara las horas en su lugar. Se quedó sentado en un árbol caído esperando a que llegara el momento indicado para partir, con la vista levantada hacia el cielo, tan despejado esa noche que el número de estrellas parecía haberse multiplicado por decenas. El hidalgo Heribert y Urs Sprüngli se le unieron en silencio, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos. Por fin, el caballero no aguantó más la tensión. Se puso de pie, palmeó a ambos en los hombros y se dispuso a dar la orden de despertar a los que estaban durmiendo. Sin embargo, no hizo falta, ya que casi nadie había podido conciliar el sueño, y apenas vieron acercarse a su líder se pusieron de pie y echaron mano de sus picas. A la luz de la delgada luna creciente, que ya asomaba desde el sur por encima de las copas de los árboles, Heinrich no podía ver sus rostros, pero supuso que no estarían tan alegres como lo habían estado al caer la noche.
—Está más oscuro de lo que suponía —le dijo a Marek.
—¿No sería mejor que encendiéramos antorchas, al menos mientras la última loma nos separe de los sitiadores?
Marek dejó escapar el aire con un silbido.
—Yo no os lo aconsejaría. Si los taboritas han apostado a algún hombre en la loma, ese hombre verá el resplandor de nuestra luz, y nuestro momento de sorpresa se habrá esfumado. Conozco esta región como la palma de mi mano, y puedo guiaros. Decidles a vuestros hombres que tanteen el suelo delante de ellos con el mango de sus jabalinas y que lleven a sus animales del cabestro.
El caballero Heinrich apoyó pesadamente la mano sobre el hombro de Marek.
—Espero por Dios que tengas razón, ya que no quiero llegar al castillo después del amanecer, cuando nuestros enemigos vuelvan a estar frescos y puedan arrojarse sobre nosotros con toda su furia.
—No os preocupéis. Estaremos allí como lo planeamos, cuando los primeros albores del día comiencen a aclarar el cielo.
Marek apartó la mano de Heinrich de su hombro y se puso a la cabeza de la caravana. Poco después estaban en camino, y más de uno iba elevando sus plegarias silenciosas a la madre de Dios y a todos los santos que conocía, pidiéndoles que lo ayudaran en aquella noche.
Capítulo VI
Después de su intervención, Marie sentía que las horas no pasaban nunca. Por la mañana le asaltó el miedo de que los husitas comenzaran a desconfiar y descubriesen que alguien había estado toqueteando los barriles, ya que justo ese día Vyszo decidió darle a uno que otro soldado un jarro de cerveza como recompensa especial. Si los guardias llegaban a confesar que habían estado divirtiéndose con Anni y con Helene y que por eso no habían prestado atención, ellas también estarían perdidas. Pero por suerte nadie se dio cuenta de que los dos guerreros que habían sido recompensados con sendos jarros de cerveza tirada de un barril nuevo al rato se encaminaban tambaleándose hacia las letrinas, con una diarrea espantosa, e incluso después siguieron aquejándolos los cólicos. Como en los campamentos de guerra constantemente aparecían enfermedades, los líderes les ordenaron a ambos hombres que permanecieran en el linde del bosque para no contagiarles la peste a los demás.
Al principio, Marie sintió un gran alivio en su corazón, ya que el brebaje preparado por la cocinera de Falkenhain parecía ser muy eficaz. Pero a medida que fue avanzando la tarde y se hizo de noche, comenzaron a asaltarla las dudas. En el ínterin, la mayoría de los guerreros había bebido cerveza de los barriles adulterados, pero ninguno de ellos parecía estar enfermo, ya que discutían animadamente si atacar el castillo ya al día siguiente o si les convenía esperar un día más. Por la mañana, Vyszo había mandado llevar las culebrinas más grandes hasta las puertas del castillo y había ordenado disparar, aunque la guarnición encargada de accionar esas piezas de artillería quedara bastante desprotegida frente a la lluvia de flechas que los sitiados hicieron caer desde las torres. Sin embargo, a los guerreros que estaban arriba, en lo alto de la muralla, enseguida se les pasaron las ganas de reírse, ya que la cuarta salva había hecho estallar un tablón del portal, y ahora los atacantes sabían tan bien como los defensores que el castillo caería en unos pocos días. Marie oyó que varios guerreros ya estaban apostando a que el ataque tendría lugar al mediodía siguiente.
Conocía la potencia de esa pieza de artillería de las conversaciones que había escuchado mientras trabajaba en el granero, y también tenía miedo de que las puertas cedieran al cabo de unas pocas horas bajo las bombas de hierro. Si la guarnición del castillo no lograba levantar una empalizada de piedra o bien un muro firme con trozos de roca y tierra detrás de las puertas para dificultarles el asalto a los atacantes, Falkenhain sería conquistado en poco tiempo. Aunque, sin pólvora, esas armas resultaban inofensivas, y así fue como Marie urdió un plan para retrasar el asalto al castillo y, al mismo tiempo, allanarle el camino a la gente del caballero Heinrich. El ejército de los sitiadores llevaba tres carretas cargadas con barriles de pólvora, y Vyszo había hecho ubicar la que tenía la mejor pólvora directamente junto al camino principal que conducía al castillo. Si lograba incendiar el carro y hacer volar la pólvora, esto confundiría a los taboritas, además de quitarles a sus amigos unos cuantos contrincantes de encima. Marie sabía bien que ella misma podía llegar a morir a causa de la explosión, pero era lo único que podía hacer para salvar a Trudi y darle a Michel el tiempo que necesitaba para resistir el ataque a Falkenhain con ayuda de los refuerzos. Y eso merecía cualquier sacrificio.
Anni, que yacía acurrucada junto a ella, la cogió de la mano y la apretó con suavidad. Marie sintió que su amiga, que hacía tiempo había dejado de ser su débil protegida, intentaba consolarla y calmarla. Ella respondió a su apretón de manos con una sonrisa, a pesar de que Anni no podía verla en la oscuridad.
—¡Lo lograremos! —susurró, aunque sentía que, más que a la muchacha, estaba tratando de darse ánimos a sí misma.
El tiempo pasaba con tortuosa lentitud. Marie no se atrevía a cerrar los ojos por miedo a quedarse dormida y perderse el momentó en el que debía actuar. Se puso a contar las estrellas, pero se perdió en aquella abundancia titilante del firmamento. Finalmente se dio por vencida y se quedó escuchando los ruidos del campamento nocturno. El resuello de un caballo cerca de donde ella estaba sobrepasó por un instante los sonidos de los ronquidos habituales, y un poco más lejos un hombre se puso de pie para dirigirse a las letrinas. Por el camino lo llamó un guardia, a quien le respondió con una broma.
En un momento, Marie se puso tan nerviosa que ya no pudo quedarse acostada. Se quitó la manta y miró cautelosamente a su alrededor. En el campamento reinaba la misma tranquilidad que en noches anteriores, y ella comenzó a temer lo peor. Los guardias estaban mirando casi todo el tiempo hacia el castillo, cuya corona de almenas estaba iluminada por antorchas y pebeteros. Tras las puertas se sentían los golpes incesantes de los martillos y otros ruidos que revelaban que los defensores estaban reforzándolo y construyendo una nueva posición defensiva. Marie pensó que, si tenían suerte, con semejante ruido los taboritas se darían cuenta de la avanzada de la pequeña tropa de refuerzo tan tarde que ya no tendrían tiempo de atacarles. En ese mismo momento, advirtió un ruido inusual. Se sentó y se quedó acechando, tensa, pero luego se dio cuenta de que en realidad había estado escuchando el latido de su propio pulso, que le martilleaba salvajemente. Antes de volver a acostarse, echó un vistazo a la torre de entrada, donde se recortaba la silueta de un hombre contra uno de los fuegos.
Los taboritas seguramente lo tomarían por un centinela que se creería que allá arriba estaba a salvo de sus flechas y que por eso rehusaba a cualquier clase de protección. En cambio ella suponía que se trataba de Michel. El hombre miró hacia el territorio nocturno y pareció divisar algo a la luz de la luna creciente que ya comenzaba a declinar, ya que de pronto hizo un movimiento con la mano que pareció una invitación. Marie estaba convencida de que ese movimiento estaba dirigido hacia ella, y dio un codazo a Anni y a Hele-ne. Ninguna de las dos parecía haber podido conciliar el sueño tampoco, porque se pusieron de pie prácticamente al instante.
—Tened cuidado —les susurró Marie—. Cuando los guardias den aviso, acercaos sigilosamente al castillo y aguardad a que se abran las puertas, ¿está claro?
—¿Y tú qué harás? —preguntó Helene, preocupada.
Marie señaló con la barbilla hacia el carro de municiones que se encontraba a la vera del camino, y como Helene no reaccionaba, le giró la cabeza en esa dirección.
—Encenderé la pólvora para aumentar la confusión entre los husitas.
—¡Es una locura! —exclamó Helene, levantando peligrosamente el tono de voz. Marie se apuró a taparle la boca con la mano.
—¡Cállate o nos pondrás en peligro a todas! Comprende que es lo único que puedo hacer para ayudar a nuestra gente.
Con esas palabras se puso de pie y se alejó. Los hombres junto a los cuales pasaba gemían y jadeaban en sueños, como si intuyeran que algo iba a suceder, y cada tanto alguno salía corriendo hacia el sector de las letrinas. Marie consiguió llegar hasta donde estaba el carro de pólvora sin ser vista y se ocultó detrás de la carpa de Vys-zo, que se encontraba a sólo unos pasos, junto a la peligrosa carga. El concierto de ronquidos a dúo que llegaba a oídos de Marie procedente de allí dentro le reveló que Renata estaba con su hombre y que, por lo visto, ninguno de los dos se había atenido a la orden dada por el propio Vyszo que les prohibía a todos beber más de un vaso de cerveza por noche.
Marie hizo una mueca. Si el líder de los taboritas estaba ebrio, esto aumentaba las posibilidades de su gente de llegar hasta el castillo, y por ende, de poner a salvo a Trudi. De pronto, alzó la cabeza. Un nuevo ruido se acercaba adonde estaba ella; era muy suave, pero tenía el oído fino y podía percibirlo con nitidez. Un buey mugía descontento, y ella sabía que en el ejército de Vyszo no había una sola res. Buscó con la mirada el fogón de guardia más próximo, que había sido encendido a una distancia prudencial del carro de pólvora, y sólo tras grandes esfuerzos logró rehuir a la tentación de coger rápidamente uno de los maderos ardiendo y encender la pólvora. Debía esperar a que la tropa del caballero Heinrich estuviese lo suficientemente cerca para distraer a los taboritas, atrayendo todas las miradas hacia sí. El tiempo pasaba con la lentitud de un cuentagotas y parecía extenderse de forma interminable, mientras Marie creía deducir de los ruidos apenas perceptibles que la caravana de sus amigos ya se acercaba. En el campamento comenzó a extenderse la inquietud. Se oían cada vez más los pasos que avanzaban, entremezclados con gemidos y groseros insultos, pero, curiosamente, ninguno de los guardias dio la alerta. Entretanto, la luna se había escondído, y un resplandor cada vez más claro cubría el horizonte en el este. Marie volvió a percibir el bramido de un buey, y entonces descubrió una sombra en la cima de la colina que se extendía como una nube bajando la loma. Instintivamente miró hacia el puesto de guardia en el fuego más próximo y vio que el lugar estaba vacío. Al mismo tiempo, alguien saltó de una carreta no lejos de donde se encontraba ella, corrió hacia las letrinas como si la vida le fuera en ello y se detuvo de golpe. El rudo insulto en checo le reveló que el hombre acababa de mancharse los pantalones. Los hombres del caballero Heinrich ya estaban a poco más de cincuenta pasos del borde del cerco de los sitiadores cuando los descubrió el primer tabori-ta. Pero el hombre pareció más asombrado que preocupado, y avanzó algunos pasos hacia ellos.
—Hey, ¿quiénes sois y qué buscáis?
Por toda respuesta, los infantes alemanes se estrecharon y bajaron las picas. En ese momento el guardia se dio cuenta de que quienes tenía delante eran enemigos, y entonces dio la voz de alerta. Pero los soldados de Vyszo no se levantaron con la rapidez que Marie temía. Muchos de los hombres se tambaleaban como si estuviesen ebrios y tiraban al suelo las jabalinas y los manguales dispuestos en forma de pirámide. Vyszo ni siquiera hizo acto de presencia; en su lugar, quien salió de la carpa con las manos presionadas contra el vientre fue Renata, que vomitó con un sonido gutural.
Marie estaba a punto de suspirar, aliviada, cuando tomó conciencia de que la cerveza adulterada no había dejado fuera de combate a todos sus enemigos. A pesar de que había pocos subalternos a la vista, ya se habían formado suficientes grupos de guerreros como para aplastar al pequeño puñado de alemanes. Por un instante, Marie se quedó paralizada por el miedo, pero luego recobró el ánimo. Salió corriendo en dirección al fogón del guardia, cogió un madero en llamas y regresó hacia el carro de pólvora. Por el camino cogió un par de mantas y abrigos de piel de lobo que sus dueños habían dejado tirados en un descuido, los amontonó debajo del toldo y sostuvo la llama debajo. Un par de hombres pasaron tambaleándose por su lado, gritando e insultando sin prestarle atención. Giraban sus manguales, pero se tropezaban con sus propios pies, se caían de rodillas y volvían a ponerse de pie entre insultos. Como Marie no sabía cuánto tardaría la pólvora en explotar, metió la antorcha entre la tela que ya había comenzado a arder y salió corriendo en dirección a Falkenhain. Después de una veintena de pasos, miró a su alrededor, inquieta, y se mordió los labios. Tenía la sensación de que los infantes del caballero Heinrich avanzaban demasiado rápido, por lo que tuvo miedo de que el carro de pólvora explotase justo después de que los hombres pasaran por allí. Pero cuando ya comenzaba a pensar lo peor, al otro lado del cerco de los sitiadores sonó una descarga tremenda.
Marie se giró y vio una bola de fuego que se abría como una flor amarilla y roja y volvía a desmoronarse. Al mismo tiempo se oyeron los gritos de decenas de personas que aullaban de dolor y de espanto. Incluso antes de que Marie cayera en la cuenta de que el carro de pólvora que acababa de explotar era otro, voló por los aires el que había encendido ella. Marie sintió un fuerte golpe en la espalda que la catapultó hacia delante. Chocó con violencia y sintió pasto y barro entre los dientes. Escupió llena de repugnancia, volvió a incorporarse trabajosamente y se quedó contemplando el desastre que acababa de provocar. Decenas de taboritas que se habían parado allí para franquearles el paso a los alemanes se retorcían chillando en el suelo; otros se arrancaban del cuerpo las ropas en llamas, presos del pánico, o salían corriendo dando gritos.
Los hombres del caballero Heinrich parecían asustados, aunque aparentemente habían salido ilesos e intentaban mantener su formación al marchar; en cambio, sus animales de tiro tuvieron pánico y salieron corriendo desbocados. Marie oyó que el caballero daba órdenes y vio que algunos hombres se colgaban de los animales para detenerlos en el camino que subía desde el pie del valle y, sinuoso como una serpiente, ascendía la ladera escarpada hacia el castillo. Los jamelgos flacos de Eva se calmaron enseguida, y como ella iba a la cabeza, su ritmo más moderado les facilitaba el trabajo a los hombres que iban detrás.
Cuando la tropa pasó junto a ella, Marie pensó en ponerse a salvo, y comenzó a correr en línea recta en dirección al castillo. Tras dar unos pasos, chocó contra un guerrero taborita y fue arrojada de un rudo empujón hacia un lado. Oyó que el hombre profería insultos y notó que estaba levantando el hacha, apuntando en la dirección en la que ella se encontraba. En ese preciso momento se abrieron las puertas del castillo, distrayendo la atención del taborita.
Con lágrimas en los ojos, Marie divisó a Michel, que salía en estampida por la puerta, al frente de la guarnición del castillo. Eran apenas algo más de doscientos hombres, en su mayoría campesinos y artesanos que habían huido a Falkenhain y habían sido entrenados por Marek y Michel en el uso de las armas. Marie rezó a la Virgen María. De golpe la asaltó la angustia de que su marido pereciera en aquella refriega, ya que entonces lo perdería antes de haberlo encontrado realmente. Se sacudió el temor, obligó a su cuerpo a incorporarse a pesar de los dolores y vio a Anni corriendo en dirección hacia ella. Justo cuando le iba a coger de la mano y trepar con ella hasta las puertas del castillo por el camino más corto, apareció He-lene. La joven se tocaba el brazo izquierdo, intentando detener con un trapo la sangre que ya le llegaba hasta la mano. Poco antes de alcanzar a sus amigas, se tambaleó y cayó de rodillas. Marie y Anni salieron corriendo hacia ella, la cogieron de las axilas y la arrastraron un poco corriendo, un poco trepando por la cuesta empinada, de modo que muy pronto dejaron atrás la tropa de sus amigos, que era atacada violentamente una y otra vez.
—Quise hacer lo mismo que tú y volar un carro de pólvora, pero no logré escapar lo suficientemente rápido —explicó Helene, jadeando de dolor. Marie se limitó a emitir un sonido de aprobación y siguió subiendo con la respiración entrecortada hasta que hubieron alcanzado la puerta.
Allí las recibió una mujer de complexión robusta que al principio las observó con desconfianza pero que se relajó al percibir que hablaban en alemán.
—Rápido, subid las escaleras y ayudad a defender los muros. Necesitamos todas las manos allá arriba por si esos cerdos intentan escalar las murallas en medio del tumulto —les ordenó a las tres.
—¡Mi amiga está herida! —respondió Marie, cortante. La mujer puso a Helene de inmediato bajo una antorcha del patio interior.
—Tú vendrás conmigo para que te atiendan —le dijo, al tiempo que señalaba hacia la escalera—. Pero vosotras dos, apuraos a subir a la muralla.
Marie cogió a Anni y subió con ella corriendo. En el adarve había muchas mujeres apostadas junto a unos montones de piedras y calderos que pendían humeantes sobre unas fogatas pequeñas mirando hacia el tumulto. A la luz de las antorchas, sus rostros parecían duros como máscaras. Justo cuando Marie se dirigió hacia una de las mujeres para preguntarle en qué lugar ubicarse, Anni le tiró de la manga, señalándole el cerco de los sitiadores. Una llama viva había volado por los aires, seguida de un trueno estrepitoso y un relámpago de luz que era lo suficientemente fuerte como para cegar los ojos. Cuando Marie volvió a abrir los ojos, vio a Anni riendo a su lado con gesto picaro, frotándose las manos.
—¡Ése es mi carro de pólvora! ¡Yo también incendié uno! —anunció la niña, orgullosa.
Marie meneó la cabeza, riendo.
—Tú y Helene sois un par de inconscientes.
Anni intentó mirarla con indignación, pero no pudo contener una risita.
—¡Y tú más!
Una de las checas se quedó mirando a las recién venidas con ojos desorbitados.
—¿Prendisteis fuego a las reservas de pólvora de los taboritas? ¡Yo no me habría atrevido!
—¡Yo tampoco! —exclamó otra mujer—. La sola idea de que alguno de esos tíos pudiese asomar la nariz por las almenas me hace temblar. Me temo que si llegan a venir, saldré corriendo del miedo...
Marie no prestó atención a las mujeres a su alrededor, ya que oyó a Eva profiriendo insultos y chillidos debajo de ella y pudo oír cómo azotaba a sus caballos. Miró hacia abajo justo cuando la carreta de la vieja vivandera entraba por las puertas abiertas del castillo. Contemplando la escena desde arriba, parecía que la carreta se estrellaría contra la empalizada de defensa erigida en la parte de dentro. Marie salió corriendo hacia el otro lado del adarve y se quedó mirando el patio sin aliento. Eva estaba dándole un tirón a las riendas con todas sus fuerzas, de modo que la carreta apenas llegó a rozar el obstáculo y se detuvo balanceándose delante de la yunta. El carro de Theres lo siguió a tal velocidad que sus bueyes parecían alados, y la conductora evitó a duras penas que sus animales se estrellaran contra la puerta del establo. Los otros dos cocheros tenían sus animales mucho más bajo control y condujeron sus carretas con suma cautela dentro del patio.
Como no apareció nadie más, Marie regresó a las almenas y vio que fuera se había desatado una lucha encarnizada. Unos cuantos cientos de taboritas intentaban denodadamente quebrar el cerco que formaban los defensores alrededor de las puertas para abrirse camino hacia el interior del castillo. Mientras asediaban duramente a los hombres del grupo de Michel y de Heinrich, sin tener consideración por sus propias vidas, otros arrastraban consigo las escaleras que habían construido durante los últimos días para atacar las murallas. Sin embargo, las mujeres, los niños y los ancianos que defendían el castillo desde arriba ejercieron una defensa casi sobrehumana, dejando caer sobre los atacantes una lluvia de piedras, agua caliente y brea. Con todo, algunos de los taboritas lograron llegar hasta el borde de la muralla. Al ver a los enemigos tan de cerca, algunas mujeres se quedaron paradas, paralizadas, y otras salieron corriendo y gritando. Marie vio asomar la cabeza de un taborita por entre las almenas y sintió que toda la rabia que había tenido que tragar mientras era prisionera le afloraba de golpe. Cogió una de las ollas vacías de brea y comenzó a golpear como enloquecida. A su lado, Anni y otras dos mujeres más arrojaban piedras a los hombres que venían detrás. Los tres primeros se arrastraron unos a otros, precipitándose al vacío, pero los otros siguieron subiendo, imperturbables. Sólo cuando Wanda arrojó un caldero de agua hirviendo sobre los próximos dos atacantes, Marie y las otras tres mujeres lograron desequilibrar con palos la escalera, que ya estaba más liviana, y darle la vuelta junto con todos los taboritas que estaban trepando por ella.
Mientras tanto, Michel había asumido el mando a las puertas del castillo. Ordenó a los infantes y a los caballeros que se habían apeado de sus caballos que se dispusieran formando una cuña, de modo que el enemigo debía avanzar contra tres filas de picas. Bajo su mando, la formación fue replegándose paso a paso en completo orden. Parecía que los defensores lograrían alcanzar y cerrar las puertas de un momento a otro cuando comenzó a resonar el eco de los cuernos de alarma, y en el resplandor rojo sangre del amanecer aparecieron unos jinetes en el linde del bosque.
Los taboritas comenzaron a dar gritos de júbilo. Wanda, que estaba parada al lado de Marie, perdió la compostura y comenzó a gritar como si acabaran de clavarle una pica.
—¡Son husitas! ¡Ahora sí que llegó nuestro fin!
Marie cerró los puños, miró las guerreras de cuero y los cascos que terminaban en punta de los aproximadamente quinientos caballeros checos que preparaban sus jabalinas para el ataque como si fuesen un solo hombre, y se juró que tendrían que pagar un precio muy alto por su vida. Pero en ese momento reconoció el escudo de armas del jinete que iba delante y lanzó un grito de júbilo.
—¡No son enemigos! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Es Ottokar Sokolny con su grupo! ¡Han venido en nuestra ayuda!
En ese preciso instante vio que Vyszo, a quien la explosión de la pólvora había arrojado fuera de su carpa, salía arrastrándose de entre los arbustos y se ponía de pie, tambaleando. El hombre no se había dado cuenta aún de que los que habían aparecido allí no eran amigos, ya que avanzó al encuentro de los jinetes retorciéndose de dolor y desnudo de cintura para abajo. Pero de golpe se quedó como petrificado y comenzó a extender los brazos en un gesto de defensa. Ottokar Sokolny se abalanzó sobre él, le cortó la cabeza casi como en un descuido y alzó el arma ensangrentada sobre su cabeza.
—¡Adelante! ¡Muerte a los taboritas!
—¡Por Sokolny! —gritaron sus hombres, espoleando a sus caballos.
Michel fue el primero en advertir la vacilación de sus enemigos y también agitó su espada.
—¡Vamos! ¡Adelante! Ha llegado nuestra hora. ¡Batid a esos tíos o Falkenhain caerá! —exclamó, abalanzándose sobre el tabori-ta que estaba más cerca sin fijarse si alguien lo seguía. Pero el caballero Heinrich y Heribert von Seibelstorff se mantuvieron a su lado y se abrieron paso con sus largas espadas por entre las filas del enemigo. Urs Sprüngli impulsó a los asombrados infantes de modo que pudieran echarse medianamente ordenados sobre los atacantes, haciéndolos correr al encuentro de los caballeros de Sokolny, de manera tal que los hombres de Vyszo quedaron entre la espada y la pared y fueron aplastados.
Al rato, la batalla se asemejaba más bien a una cacería de taboritas. Sólo en sectores aislados hubo algunos grupos entre los sitiadores que, aunque debilitados y absolutamente confundidos por la aparición de Ottokar Sokolny, intentaron hacer frente a las fuerzas unidas de los defensores, pero fueron rápidamente sofocados; la mayoría de los que aún estaban en condiciones de correr aprovecharon para huir como liebres. Más tarde, nadie supo decir cuántos habrían logrado salvarse escondiéndose en el bosque; lo cierto es que los muertos daban testimonio del sangriento precio que los hombres de Prokop el Pequeño habían tenido que pagar por haber querido franquear las murallas de Falkenhain.
Ottokar Sokolny y Michel frenaron a sus hombres en el linde del bosque para no sacrificarlos en persecuciones absurdas. Václav Sokolny se dirigió a su encuentro, bajó del caballo de un salto y abrazó llorando a su hermano.
—¡Por Dios, Ottokar, nunca antes fuiste tan bienvenido como el día de hoy!
—Debemos agradecerle a Dios el hecho de que un hombre que en secreto nos apoyaba a nosotros los calixtinos me alcanzó hace tres días y me advirtió acerca de los planes de Prokop y Vyszo. Así fue como pude acudir en tu auxilio, y creo que llegué en el último momento. —El conde Ottokar se soltó de los brazos de su hermano y señaló hacia sus acompañantes—. Somos todos checos fieles, pero no somos amigos de los taboritas ni de su tiranía del terror. Si no les ponemos fin a esos canallas, terminarán por convertir en un cementerio nuestro hermoso país.
Václav Sokolny lo miró, perplejo.
—¿Realmente vais a alzaros contra los dos Prokop y sus secuaces?
—¿Vamos a alzarnos? ¡Pero si ya hemos empezado! —alegó el hombre que estaba al lado de Ottokar Sokolny con furiosa ironía.
El conde Václav levantó las manos en un gesto conciliador.
—Perdonadme, pán Sebesta, no era mi intención ofenderos.
—Jamás pensé que lo fuera. —Sebesta Dozorik palmeó a Sokolny en el hombro, y luego paseó su mirada por el campo de batalla—. Reconforta ver que esa calaña de siervos por fin ha recibido su merecido. Esos hombres deberían deponer las armas, cultivar nuestras tierras y dejar el arte de la guerra a aquellos que entienden algo de él.
Michel hubiese querido decirle al noble checo en la cara que Prokop y sus taboritas probablemente entendían mucho mejor el arte de la guerra que la mayoría de los señores de noble apellido con sus pomposos títulos y sus cartas de nobleza, y esto incluía también al mismísimo emperador. Pero no quiso desatar un conflicto, y por eso se dirigió al menor de los Sokolny.
—Ahora, volvamos al castillo a atender a los animales y a los hombres. Nos hemos ganado un desayuno y un jarro de cerveza bien lleno. Después podremos hacer limpieza aquí.
—No me opongo a un buen trago. Seguramente los taboritas deben de habernos dejado un par de barriles como botín.
Sebesta Dozorik oteaba sediento los barriles que habían quedado en el campo abandonado, pero Michel meneó la cabeza entre risas.
—Será mejor que esperemos un poco esa cerveza hasta saber cuáles fueron los barriles que mi mujer adulteró con las pócimas de Wanda. ¿O acaso queréis empezar a sufrir calambres en el estómago y ensuciar vuestros pantalones?
El resto de los hombres se echó a reír, pero el hidalgo Heribert se quedó mirando a Michel, confundido.
—¿Vuestra esposa? La mujer que realizó ese acto heroico fue Marie, nuestra vivandera.
—Sí, mi esposa Marie. Ella rehusó a creer que yo había muerto y partió sin más a buscarme. No podía sospechar que yo había perdido la memoria y ya no sabía quién era. Lo único que me había quedado de mi pasado eran su rostro y su nombre.
El rostro radiante de felicidad de Michel revelaba cuánto amaba a Marie y cuán grande era la alegría que sentía por el inminente reencuentro. En cambio, el hidalgo se vio invadido por un dolor inmenso, y hubiese querido hundir su espada en el pecho de aquel hombre. Pero una fuerte palmada en el hombro lo hizo volver en sí. Se dio la vuelta y vio a Heinrich von Hettenheim parado junto a él, y notó que en su mirada había compasión y, al mismo tiempo, una tajante advertencia. El hidalgo Heribert se obligó a esbozar una sonrisa.
—Fue una batalla magnífica, ¿no creéis, caballero Heinrich? Todos los que participaron en ella de nuestro lado deberían ser para siempre nuestros amigos.
El caballero Heinrich asintió, aliviado.
—Ésas son las palabras que esperaba oír de vos. Y ahora, ¡venid! Los otros ya se han puesto en marcha y no quiero llegar cuando los graneros y almacenes estén vacíos.
Capítulo VII
Mientras la mayoría de las mujeres en lo alto de las murallas del castillo observaban desde arriba los pormenores de la última fase de la batalla, Marie ya no soportaba quedarse allí ni un instante más. Bajó corriendo las escaleras, se deslizó por entre las carretas dispuestas unas bien pegadas a las otras y corrió hacia el carro de Eva. Michi la recibió con una alegre sonrisa y Eva se dispuso a estrecharla en brazos con gesto triunfante. Sin embargo, Marie saludó a la mujer fugazmente, ya que para entonces había descubierto a su hija, que había descendido de la carreta y corría a tumbos hacia ella, chillando de alegría.
—¡Trudi! ¡Por Dios, qué alegría tenerte otra vez conmigo!
Marie alzó a su hija, la estrechó contra su pecho y sintió que las lágrimas de alivio comenzaban a rodar por sus mejillas.
Trudi resopló, apoyó sus bracitos contra el pecho de su mamá para poder mirarla mejor y luego intentó secarle las manos con una mano.
—¡No llorar, mamá! ¡Trudi contigo!
Eva también se secó los ojos y la nariz con el dorso de la mano.
—Nuestra pequeña fue muy valiente en todo momento, y cuando traspasarnos el cerco de los sitiadores, se quedó en todo momento calladita, sin decir nada.
Anni había seguido a Marie, se paró a su lado y le acarició la mejilla a la pequeña.
Trudi ladeó la cabeza y la observó, curiosa.
—¡Anni habla! ¡Anni no 'tá muda!
Eva se había sujetado a la parte de atrás de la carreta, agotada, pero estrechó a Marie y a la pequeña juntas.
—¡Una nunca deja de asombrarse! Cuando oímos que habías muerto, estuvimos a punto de morir de tristeza nosotros también. ¡Qué alegría volver a verte vivita y coleando!
Marie se quedó un instante con la mirada perdida.
—Sí, estoy viva, y hay alguien a quien la noticia no le agradará en absoluto. Ya me encargaré de que pague por ello.
Pero no llegó a darle mayor expresión a su odio porque Wanda, Zdenka y Jitka habían subido los barriles del sótano y comenzaron a servirles cerveza a las mujeres que estaban reuniéndose lentamente en el patio.
—¡Vamos, venid a refrescaros un poco antes de que vuelvan los hombres, ya que después estaremos demasiado ocupadas! —exclamó la cocinera, al tiempo que le alcanzaba a Marie el primer vaso—. Tú eres la mujer que les amargó la cerveza a los taboritas, ¿no? ¡Bien hecho! Pero también me siento orgullosa de que mi brebaje les haya caído tan mal al estómago a esos hombres.
Marie le sonrió elogiosamente.
—¿Qué fue lo que preparaste?
—Mezclé todos los hongos, las raíces y las hierbas que uso para combatir a los bichos y los eché en la marmita, esperando que el caldo resultante les enseñara a los taboritas a salir corriendo...
—¡Y vaya si lo hizo! —Marie bebió la cerveza amarga hasta vaciar el vaso, a pesar de que su garganta hubiese preferido recibir vino. Pero en ese momento sentía tanta sed que podría haberse bebido una fuente entera. Zdenka volvió a llenarle el vaso de inmediato, y mientras las mujeres bebían, Marie presentó ante el resto a Anni y a Helene, que estaba algo perdida, con el brazo cubierto por un grueso vendaje, y elogió la colaboración de ambas para confundir al enemigo.
Helene alzó la vista, observándola con admiración.
—Sin ti y sin tu ejemplo jamás lo habríamos logrado, Marie. ¡Por Dios, qué hermoso fue ver a esos malditos taboritas corriendo como liebres! —Helene se quedó un instante en silencio, después meneó la cabeza y miró hacia fuera a través de las puertas abiertas del castillo—. Tal vez me tomes por loca, pero espero que Przybislav y Hasek hayan logrado escapar. A su manera, esos tíos no eran malos.
Pero Marie ya no tuvo tiempo de responderle, ya que en ese momento Madlenka, la esposa de Václav Sokolny, salió de la capilla del castillo, que sólo abandonaba para comer y dormir desde que había comenzado el sitio. La mujer parpadeó ante la luz tan clara y entrelazó sus manos, adornadas con un valioso rosario.
—¡El Señor ha obrado un milagro con nosotros! ¡Oremos!
Las mujeres se arrodillaron y unieron sus manos. Marie se unió a ellas para agradecer a la Virgen María y a su patrona haberle devuelto a su Trudi sana y salva, y también para pedirles que protegiesen a Michel, que seguía combatiendo con sus hombres a los últimos taboritas.
Después de dos padrenuestros, un kirieleisón y un avemaria, Wanda se puso de pie y arrastró a sus criadas a la cocina, y también llamó a las otras mujeres para que colaboraran, alegando que en breve se presentaría en el castillo una tropa de guerra famélica. Señaló hacia los primeros heridos, que habían sido traídos por algunos siervos y debían ser atendidos de inmediato.
Wanda no había acabado de impartir la última orden cuando Marie vio regresar a los hombres que aún podían mantenerse en pie. Cuando divisó a Michel, que estaba enteramente salpicado de sangre, se le encogió el corazón, y todas las angustias que había estado reprimiendo con enormes esfuerzos pugnaron por abrirse paso con un grito. Pero en ese momento comprobó con alivio que él estaba muy relajado, montado a pelo sobre el lomo de un caballo de crines hirsutas que seguramente había tomado como botín y utilizado para perseguir a sus enemigos.
Cuando atravesó cabalgando las puertas, Marie se escondió instintivamente a la sombra de una carreta, ya que temía un poco el reencuentro. Michel se apeó del caballo, dejó caer el casco al suelo, junto al abrevadero, y se lavó la sangre del rostro y de las manos. Después se puso de pie y paseó su mirada por el patio. Cuando la vio, a Marie le temblaron tanto las piernas que se sintió demasiado débil como para salir a su encuentro. Michel se quedó unos instantes contemplándola en silencio y luego avanzó hacia ella tan despacio como si temiera que un movimiento brusco de su parte pudiese disiparla en aire, y extendió la mano hacia su esposa con cautela.
—¡Realmente eres tú! Temí que sólo fueses un sueño.
Quiso estrecharla contra su pecho, pero entonces recordó su armadura salpicada de sangre e intentó limpiarse la coraza con los brazaletes de cuero, que estaban igualmente manchados. Marie le apartó los brazos, le apoyó las manos en las mejillas y comenzó a sollozar.
En un primer momento, Michel no supo qué hacer, pero luego apoyó la cabeza de ella sobre su hombro y se quedó mirándola con los ojos húmedos. Durante un rato, ninguno de los dos dijo nada, sino que ambos se quedaron escuchando cómo latía el corazón del otro.
El hidalgo Heribert había seguido el reencuentro paso a paso y luchaba con su corazón herido. La desaparición de Marie lo había sumido en un profundo dolor, pero ahora que ella vivía y estaba en brazos de otro, creyó que su pérdida se le haría insoportable. Finalmente se dio la vuelta bruscamente para no tener que seguir viendo aquellos dos rostros felices, y entonces advirtió no lejos de él la presencia de Janka Sokolny, que observaba a la pareja con ojos encendidos. Entonces comprendió que él no era el único que estaba asistiendo al desmoronamiento de sus esperanzas. En ese momento vio que la mano de Janka se deslizaba hacia su cinturón y que la muchacha rodeaba el mango de su puñal. Heribert se acercó a ella de inmediato y la cogió del brazo.
—Amáis al caballero, ¿no es así? ¡Pero la señora Marie posee mayor derecho sobre él!
Janka giró bruscamente, y por un instante pareció que iba a arañarle la cara. Pero entonces advirtió la mirada llena de dolor de él y leyó la compasión que había en su rostro. Su odio, que hasta hacía un momento era flagrante, se desplomó de golpe, dejándola tan débil como un bebé recién nacido. Janka se aferró al hidalgo para no caerse, y no se resistió cuando Heribert la sostuvo, susurrándole al oído palabras de consuelo.
—Habrá un nuevo amor para vos, doncella, y tal vez, si Dios quiere, lo habrá también para mí.
El caballero Heinrich y Eva, que habían estado observando muy preocupados al hidalgo, intercambiaron una mirada fugaz. Allí había dos seres que parecían haberse encontrado en su dolor compartido y se sostenían mutuamente.
Trudi estaba indignada de que su madre pareciera haberla olvidado. Hizo un puchero y comenzó a tirar de la falda a Marie con impaciencia. Sin embargo, cuando se puso a lloriquear, Marie se apartó de los brazos de aquel hombre extraño y la miró.
—Pero, tesoro, ¿qué te sucede?
Sólo en ese mismo instante Marie cayó en la cuenta de que la pequeña aún no conocía a su padre y simplemente estaba celosa. Alzó a Trudi y se la presentó a su esposo, orgullosa.
—Ella es nuestra pequeña Hiltrud. Le llamamos Trudi para distinguirla de su madrina. Nació nueve meses después de tu partida.
Michel miró a la niña, conmovido, mientras que su hija lo examinaba a su vez con el labio inferior hacia delante.
—¡Qué hermosa es! ¡Por Dios, es el regalo más maravilloso que podías haberme hecho!
Trudi frunció la nariz.
—Mamá, ¿quién es este hombre?
—Es tu padre —respondió Marie, y mientras lo decía se dio cuenta de que esa palabra aún no tenía ningún significado para la niña. Pero eso cambiaría muy pronto.
El más joven de los Sokolny se había quedado siguiendo con cierta impaciencia la alegría de Marie y Michel por el reencuentro, y finalmente decidió acercarse.
—Perdonadme por interrumpir vuestro saludo, pero aún no es el momento adecuado para celebraciones. El que acabamos de batir es tan sólo uno de los muchos ejércitos taboritas. Los supervivientes se encargarán de hacerles llegar a los dos Prokop por la vía más rápida la noticia de su derrota, y entonces tendremos que vérnoslas con por lo menos el triple de enemigos. En nuestras actuales circunstancias no tenemos ninguna oportunidad de conservar Falkenhain, así que tenemos que sentarnos a deliberar cuanto antes cómo seguir.
Michel se soltó despacio de los brazos de Marie.
—Tenéis toda la razón, pán Ottokar. Pero lo que más me interesa a mí en este momento es por qué habéis luchado contra vuestros antiguos aliados. ¿Sólo para salvar a vuestro hermano? ¡A partir de hoy no estáis seguro en ninguna parte de Bohemia!
Ottokar Sokolny dejó escapar un quejido amargo.
—¡Hace tiempo que no lo estoy, némec! Los líderes de los taboritas nos han declarado sus enemigos a nosotros, los nobles ca-lixtinos. Afirman que somos tan ruines como los barones alemanes que hemos estado combatiendo juntos durante los últimos años, y sus predicadores agitan en nuestra contra, anunciando que Dios no ha creado siervos y señores, sino únicamente a Adán y a Eva, quienes debían ganarse el pan con el sudor de su frente. No quieren tolerar ningún noble por encima de ellos, con lo cual se olvidan de lo que está escrito en los libros sagrados de la Biblia: el mismo Dios ha puesto un rey y a unos príncipes sobre el pueblo de Israel para que gobiernen en su nombre.
Sebesta Dozorik se paró al lado de Michel y le apoyó la mano sobre el hombro.
—Los dos Prokop y sus hombres de confianza azotan estas tierras mucho más que los alemanes de los cuales supuestamente quieren liberar al pueblo. Ahora su meta es aniquilar a la nobleza bohemia y a sus partidarios. Esos hombres ya no luchan por la fe o por la libertad de nuestro país, sino únicamente para poder gobernar ellos, e intentan asegurarse su poder con su sangriento terror. Por esa razón nos decidimos a combatir a los taboritas en lugar de quedarnos esperando a que nos vayan degollando uno a uno. Pero solos somos muy débiles, y para acabar con ellos debemos conseguir aliados.
El más joven de los Sokolny miró hacia atrás, buscando a su hermano, a quien Wanda estaba vendándole una herida en el hombro.
—¡Václav, no podéis quedaros aquí! Si la gente de Prokop avanza, no dejarán nada en pie. Debes tomar a tu gente y marchar con ellos hacia el imperio antes de que los taboritas hayan reunido un nuevo ejército en tu contra. Ve con el rey Segismundo y dile que nosotros, la nobleza bohemia, estamos dispuestos a negociar un trato con él. Dile que ésa es su única oportunidad de conservar la corona de Bohemia y acabar de una vez por todas con las campañas devastadoras de los taboritas. Por supuesto que todo tiene su precio, y te entregaremos nuestras exigencias por escrito.
El conde Sokolny observó a Michel buscando ayuda.
—¿Cuál es vuestra opinión, señor caballero del imperio?
—Deberíais seguir el consejo de vuestro hermano. Los taboritas nos dejaron suficientes carros y animales de tiro, y junto con los nuestros, las provisiones obtenidas alcanzan para la larga marcha hacia el oeste. Dad la orden de que todos los que aún pueden sostenerse sobre sus piernas revisen y reúnan el botín y poned suficientes guardias. Debemos contar con que los soldados de Vyszo que quedaron dispersos regresen para incendiar su campamento. Como muy tarde en tres días tiene que estar todo listo para la partida. Espero que Marek pueda acompañarnos hacia el oeste de forma tan inadvertida como trajo hasta aquí al caballero Heinrich y a sus hombres.
Marek puso una cara tan agria como si acabase de beber vinagre.
—No, no contéis conmigo. Me quedaré aquí y lucharé con pán Ottokar contra aquellos que destruyen nuestro país. Cuando él abandonó el castillo para unirse al ejército de Jan Ziska, permanecí aquí en contra de mi voluntad, y ahora mi corazón me pide que lo siga.
Michel echó una mirada al conde, que extendió los brazos, desconcertado, y examinó a Marek con gesto reflexivo. Comprendía a su amigo y sabía que un guía a regañadientes no sería un buen guía. Por eso, asintió y le apoyó la mano sobre el hombro.
—Quédate aquí y pelea. Eres un zorro astuto y serás una ayuda muy valiosa para pán Ottokar. Te deseo toda la suerte del mundo, Marek, y Dios quiera que volvamos a vernos. Pero ahora, a trabajar. Queda mucho por hacer.
Capítulo VIII
La condesa Madlenka y la mayoría de las mujeres lloraron al dejar atrás Falkenhain, y también muchos hombres se secaron las lágrimas de los ojos, ya que ninguno de ellos creía que volverían a ver su patria. Hasta Michel sentía un poco de dolor por la despedida, ya que en los últimos dos años aquella porción de tierra apartada se había transformado para él en su hogar.
El conde Sokolny se le acercó.
—Jamás hubiese creído que tendría que vivir este día, pán Michel. Aunque me lleve a los hombres y a los animales, me avergüenzo de dejar a merced de los merodeadores de Prokop mi patria, a la que amo con cada fibra de mi corazón.
Michel dejó de lado su propia tristeza y le sonrió, dándole ánimos.
—Olvidad aquellos pensamientos sombríos y alegraos pensando en un feliz regreso, conde Václav. Ahora, vuestro deber es reconciliar a vuestro hermano y sus amigos con el emperador. Con ello, haréis más por vuestra patria que defendiendo Falkenhain hasta que queden sus escombros.
La mirada de Sokolny se detuvo en los jinetes de su hermano, que los escoltarían unos cuantos días más, y luego suspiró profundamente.
—Tenéis razón, Michel Adler, como tantas otras veces. Mi familia está bien, al igual que mis criados y los campesinos que se pusieron bajo mi protección, y por primera vez aparece en el horizonte una luz de esperanza. Así que no tengo motivos para quejarme. Si el rey Segismundo acepta la propuesta de los calixtinos y puede negociar con el Papa los privilegios esperados, tenemos esperanzas de un regreso feliz.
El conde espoleó a su caballo para ponerse a la cabeza de la caravana, mientras que Michel se replegó hasta quedar a la par del carro de Eva, que ahora era tirado por cuatro caballos y en cuyo pescante iban Marie y Trudi.
—¡Regresamos a nuestra patria, querida mía! —exclamó alegremente, dirigiéndose a su mujer.
Marie se encogió de hombros y sonrió un poco abstraída.
—¿A qué patria te refieres? Nos está vedado regresar a Rhein-sobern.
—A la patria que nosotros mismos nos forjaremos. Y en lo que respecta a Rheinsobern, estoy feliz de no tener que volver. Nunca me sentí muy bien en aquel viejo castillo.
—Yo tampoco, Michel.
Marie sintió que sus pensamientos sombríos se esfumaban, dejando paso a una nueva confianza. Como una joven enamorada, levantó la vista hacia Michel y le tiró un beso con la palma de la mano.
Eva soltó una risita suave.
—Si queréis, esta noche puedo ocuparme de Trudi.
Marie intercambió una mirada fugaz con Michel y sintió que lo deseaba tanto como él a ella.
—Ya hablaremos de ello, Eva. Por ahora, permítenos agradecerte nuevamente por haber cuidado tan bien de Trudi, nuestro tesoro.
Michel se unió a los elogios enseguida.
—Si el emperador me entrega el feudo que me prometió, también vendrán buenos tiempos para ti, Eva. Ya no tendrás que sentarte nunca más en el pescante para seguir a una expedición militar, sino que podrás ganarte el sustento con nosotros.
Eva se quedó un instante con la mirada perdida.
—Os lo agradezco, señor caballero. Ya no volveré a ser joven, y la sola idea de acabar como la pobre Donata, enterrada en algún lugar a la vera del camino, no me agrada lo más mínimo.
—Deberemos ocuparnos de unas cuantas personas —intervino Marie—. Quiero que Helene y Anni se queden conmigo, y por todos los santos, tú no puedes abandonar a Zdenka, a Reimo y a su hijo. —Marie sentía una inmensa gratitud hacia la pareja germano-checa que le había salvado la vida a Michel, y ya había trabado amistad con Zdenka.
Michel también parecía haber meditado sobre la manera de recompensar a quienes le habían salvado la vida.
—El señor de un castillo y su esposa necesitan de buena gente, personas en quienes puedan confiar, y no unas víboras traidoras como esa Marga.
Marie no pudo reprimir una sonrisa. Ya no había vuelto a derrochar su tiempo pensando en su ama de llaves en Rheinsobern, quien tras la noticia de la muerte de Michel se había puesto del lado de Ku-nigunde von Banzenburg y su ralea, pero igualmente le hacía bien el hecho de que su esposo aborreciera a esa mujer de todo corazón, a pesar de que ella apenas había mencionado brevemente su traición.
—Estoy convencida de que Zdenka será una estupenda ama de llaves. Si bien yo en principio había pensado en una granja libre, también considero que los dos se sentirán mejor en una posición más elevada dentro de nuestro hogar.
A pesar de que Marie no podía saber dónde los llevaría el destino a ella y a Michel, comenzó a tejer planes para el futuro, extendiéndose en muchos detalles delante de Michel. Éste escuchaba riendo, y como muy pronto Eva comenzó a intervenir con toda clase de propuestas, se desarrolló un diálogo muy alegre que terminó de desterrar las últimas sombras.
Cuando al caer la tarde la caravana se detuvo por primera vez y Marie se bajó de la carreta con los músculos entumecidos, Michel extendió las manos para cogerla y depositarla suavemente en el suelo. Al hacerlo, su mano izquierda le rozó las nalgas, aparentemente en un descuido. Aquel roce atravesó a Marie como un rayo. Sintió que su vientre se contraía de deseo, y hubiese querido arrastrar a Michel a los matorrales en ese mismo momento. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la compostura y aparentar indiferencia en su rostro mientras ayudaba al resto de las mujeres a preparar la cena. Más tarde, cuando ya comenzaba a oscurecer, los líderes se quedaron reunidos un rato más con un vaso de cerveza en las manos.
Michel no podía cortar la conversación tan pronto y abandonar al resto, como hubiese querido hacer, por eso temió que Marie ya se hubiese acostado cuando él se retirara. Pero cuando se levantó de la ronda, Marie se apartó como una sombra de la carreta de Eva y le salió al encuentro.
—Trudi duerme como un angelito —le susurró mientras lo abrazaba.
Michel la besó al tiempo que deslizaba tiernamente sus dedos por la espalda de ella. Marie soltó una risita y lo arrastró debajo de la carreta.
—Eva nos tendió un par de pieles de oveja y varias mantas para que estemos bien cómodos.
Antes de que pudiera meterse debajo del cobertor, Michel la asió debajo de la falda y se la levantó riendo con suavidad.
—Quítate toda la ropa. Quiero sentir tu piel sobre la mía.
Marie se movía en el espacio entre la parte de abajo de la carreta y el suelo con la agilidad que daba la costumbre. Mientras se quitaba en silencio el vestido y las enaguas, Michel se vio obligado a hacer toda clase de contorsiones entre el eje y las ruedas para poder desvestirse. Cuando se arrastró hacia ella, sintió que ardía en deseos de poseerla. Sin embargo, se contuvo, contentándose en un principio con acariciarle los senos con la punta de los dedos. Pero entonces se dio cuenta de que ella ya había abierto los muslos, invitándolo, y se deslizó encima de ella. La suavidad con que la penetraba hizo gozar a Marie de tal forma que tuvo que morderse los labios para no aullar de placer. Como Michel no quería despertar a los que estaban durmiendo a su alrededor, se abrazó a ella, limitándose a balancear las caderas suavemente hacia atrás y hacia delante.
Marie cerró los ojos, sintiendo que todos los miedos que la habían torturado durante los interminables años que habían estado separados por fin se disipaban en la nada. Era evidente que su amor se había mantenido intacto pese al largo tiempo de su separación. Por eso pensó que había cosas de ese pasado que no podía ocultarle, y poco después, mientras yacían acurrucados bajo las mantas uno junto al otro, comenzó con su relato.
Michel la escuchó pacientemente, aunque en sus pensamientos le retorció varias veces el cuello a la señora Kunigunde y también le echó un par de maldiciones silenciosas al mercader Fulbert Scháf-flein, a quien su Marie debería haber desposado por designio del conde palatino del Rin. Mientras ella continuaba su relato con voz calmada, casi indiferente, él vivió todas sus luchas y sus preocupaciones con tal intensidad como si le hubieran sucedido a él mismo, y le rogó a Dios que recompensase a aquellos que la habían ayudado y castigase a sus enemigos. Pero había uno a quien se juró castigar por su propia mano.
—Debí haber matado a Falko von Hettenheim cuando ultrajó a la pastora de cabras mientras marchábamos de Rheinsobern hacia Núremberg. De haberlo hecho entonces, nos habría ahorrado muchos sufrimientos, a nosotros y a también a todos los demás. En fin, ya me encargaré de arreglar la situación. Lo acusaré de haberme traicionado y exigiré una ordalía. ¡Y así podré enviarlo al infierno ante los ojos de los grandes del imperio!
—¡No, no lo hagas! Falko es un perro rabioso que lucha sin honor ni conciencia. No quiero volver a perderte tan pronto después de haberte encontrado.
Michel apoyó su índice derecho en los labios de Marie y se rio en voz baja.
—No debes temer por mí, amor mío. Durante los últimos meses prácticamente no he estado haciendo otra cosa más que ejercitarme en la lucha a caballo, a pie y con todas las armas que estaban a mi disposición. Con la ayuda de Dios, no tendré ningún problema en batir a ese infame.
Marie gruñó como un gatito.
—¡Dios ayuda solamente a los que se ayudan a sí mismos!
—Precisamente por eso venceré.
Michel se rio en voz más alta, y sólo se interrumpió cuando alguien se movió cerca de él, inquieto. Esperó a que el durmiente volviese a respirar con tranquilidad y se deslizó nuevamente sobre Marie.
Ella gimió sorprendida.
—¡Hoy estás insaciable!
—Tengo que recuperar tres años perdidos —le respondió Michel, y se puso de inmediato a la tarea.
Capítulo IX
Cuatro días más tarde, Ottokar Sokolny y sus jinetes se despidieron. Iban en busca de unos amigos en otra parte de Bohemia para emprender junto con ellos la lucha contra los ta-boritas. Marek se les unió con casi tres docenas de guerreros, y Vá-clav Sokolny siguió al caballero Heinrich y a su comitiva hacia el oeste junto con el resto de los hombres y el conjunto de las mujeres y los niños, que entre todos sumarían más de trescientas personas. Esta vez, las experiencias reunidas por Feliks Labunik en su viaje conjunto con Marek resultaron útiles. El noble, que inesperadamente se había comportado de forma muy valerosa durante la batalla contra los taboritas, les indicaba el camino a través de las montañas cubiertas de imponentes árboles casi tan bien como hubiese podido hacerlo Marek, y así fue como no se toparon con un solo guerrero enemigo en todo el camino. A diferencia del resto, Marie y Mi-chel no atribuyeron ese hecho tanto a los santos o a la buena memoria de Labunik, sino más bien a que el ejército de Prokop a esa altura debía estar haciendo incursiones en Sajonia, mientras que el resto de las tropas estaría asolando tal como estaba previsto los distritos austríacos. Las regiones fronterizas con Baviera, el Alto Pa-latinado y Franconia habían sido saqueadas demasiadas veces como para prometer éxito alguno, y por el momento carecían de interés para los taboritas.
Como los fugitivos habían llevado únicamente carretas livianas y bien enganchadas, que incluso tenían lugar suficiente para gallinas, ovejas y cabras, avanzaban rápidamente, y a cada milla que dejaban atrás disminuía el peligro de que los perseguidores los alcanzaran. Marie se sentía orgullosa de su Michel, a quien el caballero Heinrich y el conde Sokolny habían aceptado tácitamente como su líder natural, ya que afrontaba todas las dificultades con un aplomo tal que muy pronto acabó por ganarse la admiración y el agradecimiento de sus protegidos. Ni siquiera Heribert von Seibelstorff logró mantener el rechazo que sentía hacia el esposo de la mujer que amaba. Aunque, tampoco tenía mucho tiempo para ocuparse de sus sentimientos heridos, ya que Janka Sokolna lo mantenía constantemente en vilo, al igual que al resto. Había sido la única mujer del grupo que se había negado a viajar en una carreta; en su lugar, había insistido en cubrir el trayecto a caballo. Como jinete, era audaz, pero a veces se descontrolaba y espoleaba a su yegua de tal manera que dejaba atrás la caravana de carretas. Su padre experimentaba unos sustos mortales cada vez que se perdía de vista, y el hidalgo Heribert y Michel la reprendían a cada rato por su imprudencia, pero ella era cada vez más testaruda y ya no había forma de hacerla entrar en razón.
Apenas una semana después de haberse separado del más joven de los Sokolny hubo problemas con una de las carretas. Como en ese momento nadie estaba prestándole atención, Janka aprovechó la ocasión para espolear a su yegua y salir a todo galope sin ser vista. El hidalgo Heribert vio por el rabillo del ojo cómo ella le hacía sentir las espuelas al animal y alcanzó a gritarle que se quedara con ellos, pero la joven se echó a reír, inclinándose sobre el cuello de su yegua. Él le echó una maldición y azuzó a su propio caballo. Muy pronto, su furia cedió paso al miedo, ya que Janka azotaba a su caballo sin ningún viso de sensatez y se desviaba del camino transitable para tomar un sendero apenas reconocible. Iba barriendo con todo, galopando salvajemente, riéndose de las ramas que azotaban sus hombros.
El hidalgo se dio cuenta muy pronto de que si seguía esquivando cuidadosamente cada raíz que pudiera hacer tropezar a su semental sería demasiado lento como para poder alcanzar a Janka. De modo que él también optó por dejar de lado toda precaución y espoleó a su caballo sin prestar atención a las ramas que le azotaban el rostro y los brazos. En el último momento divisó una rama gruesa que colgaba hacia abajo, y se agachó para esquivarla. Cuando volvió a alzar la cabeza, Janka había desaparecido.
Heribert frenó a su caballo, asustado, y miró a su alrededor, buscándola. Por suerte, la tierra removida por los cascos de la yegua le señaló el camino. Sin embargo, pasó un buen rato hasta que halló a Janka. La muchacha estaba sumergida hasta las caderas en medio de un pantano, buscando desesperadamente algo de dónde asirse para salir de allí. Su yegua estaba a un par de pasos de ella, pisando suelo firme y mondando hambrienta los brotes verdes.
El hidalgo dedujo enseguida lo que había ocurrido, y tuvo que contenerse para no echarse a reír. Al parecer, la yegua había advertido el pantano a tiempo y había detenido su galope de golpe, de modo que la jinete había salido expulsada por los aires, pasando por encima de la cabeza del animal y aterrizando en la ciénaga.
—¿Qué miráis con esa cara, señor caballero? —le espetó Janka, furiosa, pero entonces se hundió aún más profundamente y soltó un chillido asustado.
Aquel sonido trajo al hidalgo nuevamente a la realidad.
—¡Esperad, os ayudaré!
Intentó llegar hasta donde estaba ella y alcanzarle la mano, pero comenzó a sentir cómo cedía el suelo debajo de sus pies y pegó un salto a tierra firme antes de que el lodo terminara por envolverlo también a él.
—¿He de morir así? —preguntó Janka, con una voz infantilmente temerosa.
—Claro que no. —Heribert se dirigió corriendo hacia un joven abedul, lo tiró abajo dándole un par de espadazos y regresó al pantano. Con suma cautela, deslizó la copa del arbolito sobre el lodo revuelto.
—Coged la rama y sosteneos bien para que pueda sacaros de este agujero diabólico.
Janka se asió a toda prisa, tirando con tal impaciencia de aquel ramaje compacto que estuvo a punto de arrastrar al hidalgo al pantano junto con ella. Heribert se agarró a una raíz que sobresalía para sostenerse firmemente, echando toda clase de maldiciones, y se puso a tirar con todas sus fuerzas. Sin embargo, el lodo retenía denodadamente a su presa, y Heribert soltó un par de improperios que habrían hecho ruborizar a cualquier doncella bien educada.
Janka, en cambio, se limitaba a gemir, y soltó el abedul.
—¡No puedo más!
El hidalgo miró a su alrededor para ver si encontraba algo que pudiera servirle de ayuda. Como no había otra cosa, extrajo su puñal, cortó las riendas a ambos caballos y las ató entre sí. Uno de los extremos lo ató a su montura, y el otro se lo arrojó a Janka como si fuese la soga de un látigo.
—Sujetaos esto alrededor de la cintura y por Dios, aseguraos de que el nudo aguante —le ordenó. Tomó el cabestro de su caballo, esperó impaciente hasta que ella estuvo lista y comenzó a arrastrar al caballo, alejándolo del pantano. Las riendas de cuero se tensaron casi hasta desgarrarse. Alguien gimió a causa del esfuerzo, y después de que el fango cediera ante la fuerza conjunta del hombre y el caballo, Heribert se dio cuenta de que era él quien había dejado escapar esos sonidos. Janka fue arrastrada boca abajo a través del barro, lanzando gritos de júbilo, aliviada.
Una vez que la joven estuvo en tierra firme, temblando de debilidad, se echó a llorar. Su falda de montar se había desgarrado y estaba enteramente sucia y mojada. Incluso su cabello estaba repleto de lodo y juncos. El hidalgo arrancó algo de pasto seco que crecía a orillas del pantano y comenzó a asear a la muchacha con movimientos inexpertos.
—¡Estás totalmente congelada! —exclamó, asustado.
Janka se enderezó un poco y lo miró con los ojos chispeantes de furia.
—Estoy calada hasta los huesos, y en el bosque está soplando un viento helado que haría morir congelado incluso a un buey sin sentimientos como vos.
El hidalgo resolvió dejar pasar lo de buey, le desató el extremo de las riendas, que ella llevaba atado en el tórax, rozándole sin querer los senos con el dorso de la mano.
—¿Ahora encima vas a violarme, torpe? —le espetó Janka, observando con secreto regocijo que el gesto del joven se había inflamado de rubor. Los ojos del hidalgo se encendieron de rabia y de furia y de unos deseos febriles de poner a esa mocosa insolente boca abajo sobre sus rodillas y darle una buena paliza.
Janka notó el cambio en la expresión del rostro del joven y comprendió que había llegado el momento de ceder.
—Perdonadme si mi lengua suelta os ha ofendido a pesar de que os debo mi vida, señor caballero.
Heribert vio su sonrisa, que le pareció angelical aunque tuviese toda la cara sucia, y sintió que su enojo se disipaba.
—Vamos, os llevaré de regreso para que podáis asearos y poneros ropa limpia. Hace mucho frío y no quiero que enferméis.
El hidalgo desató el abrigo que llevaba atado a la montura y se lo puso a Janka alrededor de los hombros. Después volvió a atar los extremos de las riendas al cabestro y ayudó a la muchacha a montar sobre su yegua. Para entonces, hacía rato que Janka había dejado de sentirse tan mal como aparentaba, pero disfrutaba de los cuidados que el hidalgo le prodigaba y sonreía para sus adentros. En cierto modo le causaba mayor regocijo provocar el enfado del caballero franco que contemplar con admiración a un Michel Ad-ler inalcanzable.
Heribert y Janka alcanzaron a la caravana en el lugar donde se habían desviado de la ruta principal. Su aparición generó un alivio generalizado, pero antes de que alguien atinara a preguntar qué había sucedido, Marie cogió a la muchacha de la mano y la llevó hasta el carro de Eva, en donde pudo desvestirse y lavarse bajo el toldo. Marie le masajeó los brazos y las piernas, moradas de frío a pesar del abrigo, y la envolvió en pieles de oveja y mantas.
—Si esta noche acampamos, os prepararé un té para ahuyentar el resfriado —dijo Marie en tono amistoso, aunque hasta el momento no había experimentado demasiada simpatía hacia la hija de Sokolny. Janka se puso una manta más sobre los hombros y soltó una risita.
—Si me libráis del brebaje de Wanda, os estaré eternamente agradecida. De hecho, sabe realmente horrible.
—Mi bebida no sabe mal en absoluto. Una buena amiga mía me reveló una receta muy eficaz. Se trata de una tisana de hierbas preparada con vino aromático en la que algunos de sus ingredientes fueron elegidos únicamente por una cuestión de sabor.
—¡Eso sí que suena muy bien! —Janka se incorporó un poco, se apoyó en las rodillas de Marie y elevó la mirada hacia ella esbozando una sonrisa soñadora—. Vos que conocéis al hidalgo Heribert hace tiempo, ¿podríais contarme algo más acerca de él?
Capítulo X
La caravana de los fugitivos avanzó durante algunas semanas a través de bosques despoblados y zonas de colonos de crecimiento exuberante, encontrándose casi a diario con las ruinas de pueblos y fortalezas destruidos. Cuando hubieron dejado las cumbres más altas de las montañas boscosas tan atrás que apenas parecieron sombras recortadas en el horizonte, al caer la tarde llegaron a un castillo recientemente reconstruido, cuyas murallas de defensa estaban graduadas según las técnicas más modernas y sus torres dispuestas de tal modo que en los lugares más vulnerables se podía disparar contra los sitiadores desde varios ángulos. El grito del vigía reveló que la caravana de carretas había sido descubierta, y al instante aparecieron en las murallas docenas de soldados a caballo con armas pesadas.
Michel señaló el león palatino que flameaba sobre la torre al-barrana y se dirigió hacia sus acompañantes, riéndose.
—Se creen que somos husitas por nuestras carretas. Creo que será mejor que nos anunciemos.
Michel hizo una seña al hidalgo Heribert, que espoleó a su caballo y se adelantó a todo galope. Poco después oyeron el eco de su sonoro y alegre saludo.
La caravana se detuvo en un camino sinuoso, justo debajo de una serie de matacanes y baluartes voladizos desde los cuales unos hombres armados los observaban con desconfianza, con sus arcos tensados y listos para arrojar sus jabalinas. En la parte anterior de las puertas, igualmente aseguradas, se había abierto un pequeño portalón. Un hombre de aspecto gruñón y armadura sin adornos salió de allí a oír lo que Heribert von Seibelstorff tenía que contarle.
Cuando Michel avanzó al galope, el hidalgo se dio la vuelta y lo presentó.
—¡El caballero imperial Michel Adler, nuestro líder!
El hombre entrecerró los ojos y se quedó mirando a Michel con la boca abierta. De golpe soltó el aire que tenía retenido en los pulmones y se echó a reír.
—¡Que me lleve el demonio! ¡Realmente sois vos! No le creí a este mocoso cuando pronunció vuestro nombre. ¡Es que hace más de dos años que todos os dan por muerto!
La voz de aquel hombre le sonaba familiar a Michel, pero tuvo que mirarlo dos veces para reconocer en su rostro visiblemente envejecido a su antiguo vecino de la región de Rheinsobern.
—¡Señor Konrad von Weilburg! ¿Cómo es que habéis venido a parar a este lugar tan apartado?
—Eso se lo debo a vuestro sucesor y a su intrigante mujer. Ambos agitaron en mi contra y me calumniaron ante el conde palatino. A raíz de ello, el señor Ludwig se puso furioso y me envió aquí, a la frontera con Bohemia, con la orden de asistir a su primo Johann, que gobierna en esta parte del Alto Palatinado, en la lucha contra los husitas. —El señor del castillo se rio brevemente pero luego contrajo los labios en una mueca de desprecio y sed de venganza—. Pero eso no le sirvió de mucho a esa chusma de Banzenburg, ya que el caballero Manfred no logró apartar sus manos del dinero del conde palatino. Después de que se le escapara vuestra fortuna y la de vuestra esposa... —Konrad von Weilburg se interrumpió y bajó la cabeza, conmovido—. Perdonadme, señor Michel, no era mi intención afligiros, pero seguramente ya os habréis enterado de que la señora Marie os ha dado una hija para luego desaparecer sin dejar rastro.
—Algún rastro dejó, señor Konrad. —Marie salió al encuentro del caballero con Trudi en brazos.
Éste la miró boquiabierto, se frotó la frente, confundido, y finalmente pareció recordar sus deberes de anfitrión, ya que le gritó a su gente que abriera las puertas de par en par. Esto sucedió con una rapidez tal que Michel asintió con la cabeza, satisfecho. Era evidente que el caballero Konrad controlaba muy bien a su gente, y una vez que hubo atravesado el camino doblemente sinuosas por las sucesivas puertas y examinó a los soldados alineados en el patio del castillo, terriblemente pulcro, sintió que confirmaba su opinión. Ese castillo no era la residencia de un caballero defendida por soldados a caballo provenientes del estamento de los siervos y campesinos, sino una fortaleza fronteriza cuya función era bloquearles a los husi-tas una de las principales rutas para incursionar en el Alto Palatina-do. Como Michel no había visto ninguna villa dominica ni campos en los alrededores, señaló los rostros rellenos de los soldados y le preguntó al señor del castillo cómo hacía para abastecerse tan bien a sí mismo y a su gente sin tener campesinos propios.
—Los hermanos piadosos del monasterio cercano de Sankt Otzen nos envían suficiente alimento. A cambio, les ofrecemos protección, a ellos y a sus siervos de la gleba —explicó el caballero Kon-rad con visible satisfacción.
Marie no le dejó tiempo a su anfitrión para que continuara con sus explicaciones.
—¿Acabáis de decir que el esposo de la señora Kunigunde concentró sobre su persona la ira del conde palatino?
—Durante el primer año, los codiciosos Banzenburg mantuvieron el recato, separando para ellos mismos sólo una pequeña parte de los impuestos, pero al año siguiente le compraron a su hijo Matías una opulenta prebenda. Conocéis a nuestro señor Ludwig. Cuando se lo contaron, envió al licenciado Steinbrecher al Sobern-burg para que oficiara de revisor, y la señora Kunigunde cometió la torpeza de intentar sobornar al hombre. Ya conocéis a Steinbrecher. Ese hombre no se vende ni por todos los tesoros del rey Salomón.
Marie asintió, riendo. Steinbrecher había logrado incomodarlos incluso a ella y a Michel, a pesar de que ellos habían sido siempre muy escrupulosos con sus cálculos y hubiesen preferido darle al conde palatino un florín de más antes que uno de menos. Sólo a una persona tan poco perceptiva como Kunigunde von Banzenburg podría habérsele ocurrido la idea de querer comprar a ese hombre.
—¿Y qué sucedió con Banzenburg? —preguntó, intrigada.
—A él también lo enviaron al Alto Palatinado y allí lo nombraron castellano del castillo de Bernburg, a apenas un día de distancia de aquí si se continúa cabalgando hacia el norte, por la ruta que va hacia Eger. Así que, al final, él corrió la misma suerte que yo... Aunque yo no tengo que aguantar a una mujer díscola y a unos hijos insatisfechos que se pasan el tiempo añorando los guisos de carne de Rheinsobern. Yo jamás he sido rico, y cuando esta guerra se acabe, espero que el señor Ludwig me otorgue unas tierras en feudo a las que pueda llevar un par de campesinos. Con ello tendría de sobra.
Mientras ponían mesas y bancos para el resto de los fugitivos en el patio y en la cocina de los criados, el dueño de la casa condujo a sus destacados invitados al edificio principal, en donde su esposa ya estaba indicando a las criadas que tendieran la mesa en el salón. Cuando Marie y Michel hicieron su entrada, levantó la cabeza y se quedó contemplándolos como si fuesen espíritus regresados del más allá. Su esposo salió riendo a su encuentro, cerrándole con un gesto cariñoso la boca, que ella tenía abierta de par en par.
—Has superado mi asombro, Irmingard. Sí, realmente se trata del señor Michel y la señora Marie.
Su esposa asintió vacilante, extendiéndole cautelosamente la mano a Marie. Al sentir carne firme entre sus dedos, suspiró aliviada y abrazó a Marie entre lágrimas.
—Estoy tan feliz de que vos y el señor Michel estéis vivos. Mi esposo y yo siempre nos reprochamos por no haberos ayudado cuando esa bruja de Banzenburg os atormentaba.
—Ella se habría limitado a daros una respuesta ofensiva o habría afirmado que todo estaba en orden y que yo estaba de acuerdo con todo.
Marie hizo un gesto de desdén, molesta, y por un instante lamentó no haber cruzado la frontera un poco más al norte. Habría sido delicioso ver la cara que habría puesto la señora Kunigunde al verla. Pero luego se dijo que era una tonta. Era muchísimo mejor que fuesen amigos quienes le daban la bienvenida, y no esa bruja amargada.
—Me alegro muchísimo de haberos encontrado a vos y a vuestro esposo, señora Irmingard, y espero que nos permitáis gozar de vuestra hospitalidad unos días. Todos nosotros necesitamos un par de días de descanso, y yo tengo que coserme urgentemente un vestido nuevo.
La señora del castillo echó un vistazo al vestido que Marie se había confeccionado por el camino a la manera de las vivanderas, con los restos de otras prendas, para reemplazar a sus harapos. Si bien la condesa Sokolny le había ofrecido en Falkenhain algunas prendas de su guardarropa o no le quedaban bien o no resultaban adecuadas para un viaje tan largo.
A la señora Irmingard pareció agradarle la perspectiva de ayudar a Marie a confeccionarse un ajuar adecuado.
—Mientras íbamos camino a nuestro nuevo hogar en Núremberg adquirí telas y toda clase de accesorios, ya que no sabía si los mercaderes se extraviarían viniendo hacia aquí. Tengo un género que os sentará de maravilla. Mi criada y yo os ayudaremos. Y mientras tanto el señor Michel también debería solicitar las habilidades para la costura de mis otras criadas, ya que el traje que lleva puesto no es digno de un caballero imperial.
Michel le sonrió.
—Acepto gustoso vuestro ofrecimiento, señora Irmingard, pero no juzguéis tan mal mi actual vestimenta. Es el traje de un guerrero, y me ha prestado muy buenos servicios durante los últimos meses.
—No fue mi intención ofenderos, señor Michel.
La señora Irmingard se ruborizó y se apartó para ir a darles la bienvenida al conde Sokolny, a Heinrich von Hettenheim y al hidalgo Heribert. Luego invitó a Marie, a Madlenka Sokolna y ajan-ka a que la acompañaran a la habitación de la chimenea para que pudieran lavarse junto al calor del hogar. Mientras se dirigían hacia allí, les salió al encuentro un hombre de cara redonda vestido con unos hábitos color gris oscuro.
—Perdonadme, señora Irmingard, que aparezca precisamente ahora, pero estaba sumido en la oración —dijo al tiempo que escondía rápidamente detrás de la espalda la punta de la salchicha que tenía en la mano.
—Os habéis perdido la llegada de unos huéspedes muy nobles, honorable padre —respondió la señora del castillo con una sonrisa comprensiva.
Antes de que el monje atinara a responder algo, Madlenka cogió su mano, lista para bendecir.
—¿Sois sacerdote? —preguntó en checo, excitada, y luego repitió su pregunta en alemán.
El capellán del castillo asintió amistosamente.
—Me han ordenado pastor de almas, noble señora.
Los ojos de la condesa brillaron.
—¡Eso es maravilloso, honorable padre! Sabéis, nosotros nos hemos visto obligados a prescindir de un sacerdote durante largo tiempo, ya que el hombre a quien habíamos encomendado la tarea de salvar nuestras almas traicionó a la Iglesia y se fue con los husi-tas. Por eso, durante mucho tiempo no hemos podido oír misa ni confesar nuestros pecados.
El sacerdote advirtió su anhelo de recibir los ritos sagrados y la bendijo.
—Si así lo deseáis, leeré la misa para vos y os confesaré, noble señora.
La condesa inclinó humildemente la cabeza e hizo señas ajan-ka para que se acercara.
—Bendecid también a mi hija, honorable padre.
El sacerdote volvió a hacer la señal de la cruz, para luego meterse el resto de la salchicha en la boca y seguir su camino. Marie lo miró alejarse meneando la cabeza, pero su anfitriona sonrió, apoyándole la mano en el brazo.
—No juzguéis al padre Josephus por su apetito, señora Marie. Él cumple con sus deberes de sacerdote, ayuda a los enfermos y brinda consuelo cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo. A partir de hoy, leerá la misa todas las noches y confesará a todos aquellos que lo soliciten.
Mientras que la condesa y su hija se mostraron visiblemente contentas con la noticia, Marie hizo una mueca de descontento. No le agradaba tener que revelar a un desconocido sus pensamientos más íntimos, pero ahora más que nunca no podía segregarse del resto, ya que, si lo hacía, la gente pensaría que se había contagiado de la herejía bohemia. Por eso resolvió que aceptaría los servicios del padre confesor, pero que solamente le contaría las mismas cosas que podría decirle a un conocido en la corte del conde palatino. Se sacudió el rnal humor y se alegró pensando en el baño caliente que se daría pronto con aromas deliciosos y en la cena, que no consistiría únicamente en un guiso.
Capítulo XI
Marie, nerviosa, se daba tirones del vestido, se sacudió de la manga un polvo inexistente, pero a pesar de todo se sentía a gusto con su apariencia. El espejo que Anni le sostenía delante le devolvía un rostro bien formado, con la piel levemente bronceada, unos enormes ojos azules y una nariz bien proporcionada, coronados por una cabellera dorada que asomaba debajo de una cofia de dos alas adornada por un delicado velo. Nunca antes había vestido una túnica tan suntuosa como ese atuendo púrpura que había confeccionado con la ayuda de la señora Irmingard y sus criadas. Al principio no se había sentido bien con la idea de gastar tanto dinero en género y ornamentos, pero Michel había insistido en que se vistiera lo más lujosamente posible. No dependían únicamente de las pocas monedas que le habían sobrado a Marie del oro que se había llevado al partir de Rheinsobern. Como oficial, a Michel le correspondía una parte del botín que habían obtenido, de ahí que recibiera numerosas piezas de oro de la caja de guerra de Vyszo. Con esa suma podían aparecer en la corte imperial como correspondía a alguien de su estamento social.
Michel estaba vestido con un traje no menos suntuoso que el de Marie. Llevaba un sayo de terciopelo azul oscuro bordado con hilos de oro en las mangas y el cuello y unas calzas del mismo tono. En la cabeza tenía puesto un birrete celeste con una pluma azul oscura. Al verlo, Marie se quedó impresionada y le dio un beso en la mejilla.
—No importa cómo termine este día, ¡te amo!
—Yo también.
—¿Tú también qué? ¿También te amas? —inquirió Marie, guiñándole el ojo.
—¡No, te amo a ti!
Michel la atrajo hacia sí y la besó.
Marie dio un gritito mientras se sostenía la cofia, que amagaba con resbalarse.
—¡Cuidado! Estás destruyendo el trabajo de Helene y de An-ni. Con el esmero que han puesto...
—¡Mujercita vanidosa! —se burló Michel, ofreciéndole el brazo—. Ven, no queremos hacer esperar a su majestad.
Marie hizo una reverencia con perfecta gracia y apoyó su mano sobre la de él. Michi se adelantó y les abrió la puerta. El muchacho llevaba el atuendo de un paje: unas calzas color púrpura de las que se tiraba todo el tiempo porque según él le apretaban y un sayo azul oscuro con ribetes bordados en plata. Tenía los cabellos claros cepillados bien tirantes y el rostro más limpio que en todas las semanas anteriores juntas. Aún no se había acostumbrado del todo a su papel de paje, ya que atravesó la puerta delante de ellos en lugar de permanecer en el lugar haciendo una leve reverencia y esperar a que la hubieran atravesado Marie y Michel.
En el corredor, iluminado por docenas de lámparas de aceite, hasta tal punto que casi parecía ser de día, se encontraron con Sokolny, que llevaba puesta la túnica suntuosa de un noble bohemio, para la que no había escatimado ni en terciopelo ni en deliciosa seda. Lo acompañaban la condesa Madlenka y Janka, la madre enfundada en un vestido verde oscuro y la hija en uno verde claro, y ambas luciendo el esplendor de las joyas con las que las damas de su familia se presentaban desde hacía generaciones. El caballero Heinrich y el hidalgo Heribert, que compartían una recámara, aparecieron también en el corredor para unirse a sus amigos. Comparados con Michel y el conde, parecían tan sencillos como perdices, aunque ellos también vestían trajes nuevos, como cualquier señor de la nobleza del Sacro Imperio Romano Germánico que quisiera presentarse ante el emperador.
Marie miró sin proponérselo a su alrededor, buscando a sus amigas, que habían tomado a Trudi a su cargo, esperando que viniesen a despedirla. Pero, al igual que sus anfitriones, no se las veía por ninguna parte. Tal vez para no parecer irrespetuosa, la familia se habría retirado junto con los criados a la cocina grande, en la parte de atrás de la casa, y estaría atendiendo a Anni, a Helene y al resto del séquito de sus anfitriones con platos, bebidas y los chismes más nuevos. Marie se alegró de no haber traído consigo demasiados acompañantes, ya que era difícil encontrar alojamiento en esa ciudad.
Mientras los campesinos y la mayoría de los guerreros de Fal-kenhain habían encontrado asilo de la mano de Feliks Labunik en el castillo de Konrad von Weilburg y en el monasterio de Sankt Otzen, Michel, Marie y el resto de los nobles habían partido con un pequeño séquito y algunos soldados a caballo en calidad de guardaespaldas hacia Núremberg, donde habían llegado hacía tres días. A pesar de la nueva Dieta Imperial que Segismundo había convocado en esa ciudad y a la cual habían asistido los grandes del imperio con pocas excepciones, les habían asignado un cuartel suficientemente grande. Se trataba de la hacienda de un comerciante de Núremberg que se había mostrado bien dispuesto a ganar un par de monedas de oro extras. Les había cedido a los nobles sus mejores habitaciones, y a su cortejo parte del altillo, que normalmente utilizaba para guardar las mercancías más preciadas. Desde allí, los huéspedes podían llegar hasta la magnífica hacienda del alcalde, donde se alojaba el emperador, atravesando el jardín y una callecita lateral a pie, sin necesidad de exponerse a ojos curiosos.
Hasta el momento, Sokolny había sido el único en abandonar la casa y solicitar una audiencia con el emperador. Le habían permitido pasar y lo habían recibido con gran amabilidad. De acuerdo con lo que les había contado al volver, el emperador había demostrado un inesperado interés por las propuestas de los calixtinos bohemios. A Marie no le causó ninguna sorpresa, ya que sus anfitriones, afables y devotos a pesar de su orgullo burgués, le habían contado que los príncipes electores habían vuelto a declinar la petición de Segismundo de implementar un impuesto imperial generalizado para crear un ejército permanente de mercenarios. Ninguno de los nobles señores, ni siquiera aquellos que habían alcanzado su actual posición gracias al actual emperador, querían que el poder de Segismundo aumentara de manera incontrolable. Salvo el yerno y sucesor de Segismundo, Alberto V de Austria, nadie había votado en favor de su moción.
Marie se limitó a menear la cabeza ante tanta falta de visión. Estaba harta de las guerras y los desafíos entre los miembros de la nobleza, y le parecía altamente conveniente aumentar el poder del emperador, ya que de esa manera se garantizaría la seguridad y, sobre todo, la paz en el imperio. Pero ni siquiera había conseguido convencer a Michel de su postura. Dentro de su corazón, él seguía siendo el vasallo del conde palatino del Rin, que no estaba dispuesto a aceptar que cercenaran su influencia en el imperio. Una vez que hubieron llegado a la antesala de la gran sala de audiencias, Marie ahuyentó esos pensamientos ociosos, ya que en ese momento debía preocuparse no por el destino del emperador y del imperio, sino por su propio futuro.
Cuando llegaron al cuartel del emperador, un heraldo vestido con una guerrera adornada con el águila imperial y el león palatino les salió al encuentro y les preguntó por sus nombres. Sokolny intercambió una fugaz mirada con Michel y se presentó a sí mismo y a su familia. Michel también les cedió el lugar a Heinrich von Hettenheim y al hidalgo Heribert antes de anunciarle al heraldo que era el caballero imperial Michel Adler y la dama que llevaba a su lado, su esposa Marie. El heraldo arqueó las cejas, incrédulo, y se notaba que tenía miles de preguntas quemándole en la lengua. Sin embargo, cerró la boca como si tuviera que llamarse a silencio y le ordenó a dos criados que abrieran las puertas. Luego condujo a los huéspedes hacia el interior, pasando por cuatro puestos de guardianes de resplandeciente armadura.
La sala le pareció inmensa a Marie, lo cual en realidad podía deberse a que allí no había casi muebles, exceptuando el asiento con forma de trono del emperador y las sillas sencillas de los más altos príncipes imperiales. Marie sonrió al recordar cuántas veces aquellas sillas habían sido objeto de las discusiones más encarnizadas. Cada uno de los nobles señores había querido sobrepasar al resto y al mismo tiempo no ser menos que nadie, y sus vasallos discutían acaloradamente por la altura de los respaldos y la cantidad de piedras preciosas con las que se podía adornar las sillas del mismo modo en que sus señores lo hacían por sus rencillas políticas.
Marie paseó su mirada por la sala y descubrió una serie de rostros conocidos y numerosos blasones que sabía clasificar según sus respectivas personas y estirpes. Los jóvenes condes de Württerriberg estaban presentes, al igual que el conde palatino del Rin, el príncipe elector de Sajonia y los duques de Baviera. Dentro de la comitiva de Württemberg estaba también el caballero Dietmar de Arnestein, un amigo de las épocas en las que ella aún no era una dama perteneciente a la nobleza. Como prácticamente no viajaba a ninguna parte sin su esposa, Marie se alegró de poder reencontrarse con la señora Mechthild.
El heraldo se detuvo a unos pocos pasos del emperador, quien como de costumbre llevaba un suntuoso atuendo púrpura y oro, pero que permanecía quieto en su trono, con el rostro gris y un aspecto abatido, como si cargase sobre los hombros con todo el peso del mundo. El funcionario de la corte dio un paso a un lado para que Segismundo pudiese observar a los recién llegados sin que nada se lo impidiese.
—Conde Wenzel von Falkenhain junto con su esposa e hija —presentó en alemán a Václav Sokolny.
Segismundo miró al conde, asintiendo con expresión magnánima, al tiempo que observaba a sus acompañantes. Al ver a Michel estuvo a punto de levantarse del trono, y se quedó mirándolo con los ojos abiertos de par en par.
—El caballero imperial Michel Adler y su esposa —exclamó, el heraldo hacia el interior de la sala.
Hasta ese momento, Michel había logrado mantener, en secreto la noticia de que estaba con vida, de ahí que el emperador meneara la cabeza, irritado. Pero al oír ese nombre, en la expresión de Segismundo se disipó la tensión, y de pronto pareció un hombre que acababa de dar con una buena señal. El emperador se puso de pie de un salto y se dirigió hacia Michel con gesto alegre.
—¡Por Dios santo todopoderoso! ¡Uno nunca deja de asombrarse! ¡Bienvenido, señor Michel! Me considero muy afortunado de volver a veros vivo. ¿Dónde habéis estado todos estos meses?
—En el castillo de Falkenhain, para poder preservarlo para vuestra majestad. Si hoy puedo estar aquí frente a vos, es pura y exclusivamente por mérito de este hombre —declaró el conde Sokolny en lugar de Michel.
Marie no prestó atención al emperador, ni tampoco a los comentarios que se generaban a su alrededor, sino que siguió paseando la vista por las filas de los nobles, que observaban todo con gran curiosidad, hasta que sus ojos descubrieron a Falko von Hettenheim, que había estado conversando con quien seguramente sería su suegro, Rumold von Lauenstein, y ahora miraba a Michel con la boca abierta. Su perplejidad se transformó casi en espanto cuando la descubrió también a ella.
Una sonrisa satisfecha se coló furtiva en el rostro de Marie. Le tiró a Michel de la manga, señalando con la barbilla hacia donde estaba Falko.
—¡Por más alegría que te cause comparecer ante el emperador, no deberías olvidarte de nuestro enemigo!
—¿Qué enemigo? —inquirió Segismundo, que había alcanzado a oír esa palabra a pesar de que Marie había hablado en voz muy baja.
Michel se incorporó, y ahora su voz pareció resonar en todas las paredes de la sala aunque apenas si la levantó.
—¡Caballero Falko von Hettenheim! Lo acuso de haberse comportado conmigo de forma indigna. Por envidia y rivalidad, me abandonó herido en el campo de batalla para que cayera víctima de los husitas.
Falko von Hettenheim se estremeció como si lo hubiese atravesado un rayo, pero luego se abrió paso entre los nobles que lo rodeaban con el rostro desfigurado por la furia.
—¡Me pagarás esa ofensa con tu vida, tabernero bastardo!
—Dado que el emperador me halló digno de nombrarme caballero imperial del Sacro Imperio Romano Germánico, con vuestras palabras estáis ofendiéndolo a él también —respondió Michel con soltura.
El caballero Falko echaba espuma por la boca y rodeó con la mano la empuñadura de su espada mientras Michel seguía allí parado sin inmutarse, examinándolo como si se tratara de un extraño insecto. La mirada de Segismundo iba y venía de Falko a Michel, y las arrugas en su frente se profundizaron. Como creía en los milagros, tomó el regreso de Michel como una señal de que el cielo estaba dispuesto a volver a colocarle sobre la testa la corona de Bohemia. Volvió a recordar entonces los rumores que afirmaban que el caballero Falko había matado a campesinos bohemios indefensos en lugar de combatir con decisión al enemigo husita siendo un adalid del poder imperial. El mensaje que había traído Václav Sokolny desde Bohemia le abría el camino para volver a poner de su lado a los nobles de esa región, y no permitiría que nadie le obstruyera esa posibilidad. El emperador suponía que esa gente odiaba con toda su alma a Falko von Hettenheim, y comprendió que debería sacrificar a ese hombre si quería asegurarse la gratitud y la lealtad de la nobleza bohemia. Se trataba de un sacrificio que podía hacer sin que le pesara demasiado, ya que el mayor de los de Hettenheim le había hecho muchas promesas, pero no le había sido de mucha utilidad, mientras que Michel Adler le había prestado buenos servicios, e incluso era probable que fuese él el impulsor de aquel ofrecimiento de paz por parte de los calixtinos. Al menos había defendido de los rebeldes al hombre que le había transmitido el mensaje y lo había conducido hasta él.
El emperador levantó la mano para hacer callar a los presentes, que conversaban excitados sobre el episodio.
—Ha sido atacado el honor de un caballero —comenzó, mordiéndose los labios al oír que los amigos del caballero Falko aplaudían con entusiasmo. Pero ese entusiasmo se extinguió muy pronto, cuando Segismundo prosiguió con voz severa—: Si la acusación que Michel Adler acaba de manifestar se corresponde con la verdad, entonces se ha cometido con él un crimen digno de condena, una ofensa que solamente la muerte puede expiar.
Falko von Hettenheim aulló de furia.
—¡Mentiras, no son más que infames mentiras!
Marie se abrió paso hacia delante para mirar al hombre a los ojos.
—¡Parece que no lo son tanto, señor caballero! Mientras buscaba a mi esposo, pude oír muchas voces que os negaron el honor y el valor y os acusaron de ser culpable de la desaparición de mi esposo.
—¡Bah! ¿Qué estáis diciendo? ¿Quién puede dar crédito a las palabras de una ramera?
Falko von Hettenheim intentó defenderse apelando a la arrogancia, pero le temblaba la voz, y sus palabras descargaron sobre él toda la ira del emperador.
—¡La señora Marie es por mi voluntad una dama de la nobleza del Sacro Imperio Romano Germánico, y quien la desprecia está ofendiendo a una persona ungida por Dios! Deberéis responder por ello con vuestra lanza, señor Falko.
El caballero Falko comprendió que había perdido el favor imperial y que ahora su palabra en la corte valía menos que la de un bagajero.
—¡Enviaré al infierno a todo aquel caballero que se atreva a retarme a duelo!
—¡Yo me atrevo! —exclamó Heribert von Seibelstorff con voz cortante.
Michel apoyó la mano sobre el hombro del hidalgo y sacudió la cabeza.
—Vuestras intenciones merecen mi más profundo respeto, pero esta lucha me pertenece. Debo hacer ahora lo que por no haber hecho hace tres años provocó el sufrimiento y la miseria de tanta gente. Juro que mataré a este traidor y calumniador y que después haré una peregrinación a los catorce santos auxiliadores cerca de Bad Staffelstein para expiar mi parte de culpa en la muerte de tantos inocentes.
—¡A lo sumo serás enterrado allí, tabernero bastardo! —se burló Falko von Hettenheim, mirando a su alrededor en busca de aplausos. Pero el resto de los nobles se apartaron de él sin dignarse a mirarlo.
Michel examinó a su enemigo con agudeza y constató satisfecho que éste se había vuelto gordo y lento, y que sus movimientos revelaban una pereza que indicaba su falta de entrenamiento. Falko ostentaba una vestimenta mucho más suntuosa de lo que correspondía a un simple caballero, y llevaba en sus anillos unas piedras preciosas que no tenían nada que envidiarle a las que llevaría en sus manos un príncipe. Michel se preguntó a cuántas personas habría asesinado y saqueado para obtener semejante riqueza, y sintió que el odio que sentía hacia ese hombre amenazaba con asfixiarlo. Se dirigió hacia Falko, se quitó el guante de la mano derecha y se lo arrojó a su enemigo en la cara.
—Os reto a matar o morir, Falko von Hettenheim, ya que me urge librar al mundo de vos.
El caballero Falko se quedó inmóvil con el rostro lívido. Pero cuando Michel le volvió la espalda para ver la reacción de Segismundo a su reto, sacó su espada. Sin embargo, antes de que pudiera terminar de desenvainarla, János, el guardaespaldas del emperador, le puso el filo de su puñal en el cuello. Falko von Hettenheim volvió a guardar su espada resoplando de furia y se vio rodeado por varios caballeros que lo examinaron con desprecio.
El caballero Dietmar von Arnsberg se plantó delante de él.
—¡Eso sí que ha sido de lo más indigno!
El emperador le pidió a su confesor que rezara una oración y unió sus manos. Después del amén levantó la vista y se quedó mirando a Falko von Hettenheim como a un asqueroso gusano.
—El caballero Michel y vos os enfrentaréis mañana en el palenque para que Dios recompense al justo y castigue al injusto.
—Estoy dispuesto —declaró Michel con sencillez.
—¡Mañana morirás como un perro! —El caballero Falko escupió en el suelo delante de él para luego apartarse abruptamente.
Marie cogió a Michel del brazo y se quedó mirándolo con los ojos encendidos.
—¡Lo vencerás! Ahora sí que estoy bien segura de ello.
Capítulo XII
Marie no estaba tan tranquila como se había mostrado ante Michel, sino que se mantuvo en vela toda la noche, atormentándose con pensamientos tortuosos. Mientras que a los campesinos y a los burgueses acusados de algún crimen se les sometía de inmediato a torturas para obligarlos a confesar, a un asesino y calumniador como Falko von Hettenheim se le permitía demostrar su inocencia en un duelo. Aunque todos decían que Dios le otorgaría la victoria al hombre correcto, Marie había visto y vivido demasiadas cosas como para dudar de la justicia divina. No quería volver a perder a Michel. Si hubiese tenido la posibilidad de hacerlo, se habría acercado sigilosamente a Falko von Hettenheim para envenenarlo. Pero le faltaban los medios para hacerlo. De modo que no le quedaba más remedio que rezar en silencio y rogarle a la Virgen María que esta vez también ayudara a su esposo. Al fin y al cabo, los poderes celestiales lo habían salvado, y habían conducido a su mujer e hija hasta él para volver a reunir felizmente a los tres. Al pensar en Trudi, las arrugas en su frente se alisaron un poco. El solo hecho de pensar en ella haría que Michel no cometiese la imprudencia de subestimar a Hettenheim.
Marie recordó otra noche que, al igual que ahora, había pasado insomne junto a su esposo sin saber lo que le depararía el futuro. Ahora volvía a suceder. Como se le estaba durmiendo el brazo, giró hacia un lado asegurándose de no molestar a Michel, que esa noche necesitaba más que nunca descansar bien. Ella misma continuó entregada a sus pensamientos tortuosos, que regresaban una y otra vez como una rueda, y finalmente se alegró al advertir los primeros indicios de la mañana asomando por la ventana abierta. En ese momento debió de hacer algún movimiento, ya que Michel se dio la vuelta murmurando en sueños palabras en checo y en alemán.
Poco después golpearon a la puerta pidiendo permiso para entrar. Fuera había una criada trayendo agua para lavarse. Como hacía por lo menos tres años, Marie despertó a su esposo cuidadosamente y lo ayudó a prepararse. El emperador le había enviado a Michel ropa nueva, una camisa blanca del más fino lino, un sayo de lana y una guerrera blanca con una cruz paté negra para demostrar que Michel había participado en una cruzada convocada por el Papa contra los husitas. Así vestido, descendió por las escaleras de la mano de Marie y entró en la habitación en la que la esposa del posadero le había preparado un nutritivo desayuno. Allí lo estaban esperando también tres escuderos del séquito de Segismundo con una armadura y armas provenientes de la casa de armas personal del emperador. Con ellos había aparecido el capellán de Segismundo para leerle la misa a Michel y confesarlo. Marie se arrodilló también y comenzó a rezar. La ayuda que le hacía llegar el emperador a su esposo le demostraba a las claras a quién prefería como vencedor. Como ella no quería dejar librada la victoria de Michel únicamente a los poderes celestiales, se encargó de que después de la misa su esposo tomara un desayuno frugal pero suficiente, y luego controló a Anselm y a Górch mientras le ponían la armadura. Marie dio tres vueltas más alrededor de él, ya que no se cansaba de admirar lo bien que le sentaba a su esposo el obsequio del emperador. Cuando hizo su entrada en el patio, el hierro pulido brillaba como si fuese plata, y la luz de la clara mañana se reflejaba en él.
El emperador no sólo había puesto a disposición de Michel la armadura, sino también un majestuoso caballo negro de Brabante que, a pesar de su tamaño y de su evidente fuerza, tenía un aspecto muy elegante. Michel permitió que los escuderos lo ayudaran a montarlo y lo condujeran hasta atravesar las puertas que daban a la calle. Marie quiso salir corriendo detrás de él, pero Górch la detuvo, señalándole una delicada yegua gris que acababa de traer.
—Un regalo del emperador para vos, señora Marie.
Marie asintió contenta y luego se miró la ropa. En ese momento no disponía de ningún traje de montar, y la falda que tenía puesta más bien constituía un estorbo para andar a caballo. Sin embargo, logró trepar a la montura sin ayuda y salió con trote rápido detrás de Mi-chel. Los cascos de la yegua repiqueteaban en el empedrado de forma irregular, y no sólo ello le hizo ver a Marie su falta de práctica. Su nuevo corcel disponía de un temperamento mucho más fuerte que su vieja Liebrecilla, de modo que tuvo que concentrar toda su atención para esquivar los cantos de las casas que sobresalían y fijarse para no atrepellar a los transeúntes que no saltaban a un lado con suficiente presteza. Tomó plena conciencia de que sobre la montura no tenía ni por asomo el garbo de Janka Sokolna, que en ese momento se le unió.
—¡No os preocupéis, señora Marie! ¡Pán Michel vencerá a ese traidor, sin duda!
—Claro que lo hará —respondió Marie.
La voz le sonaba firme, y de sus labios incluso brotó una leve sonrisa. Con todo, Marie sintió un profundo alivio cuando alcanzaron las puertas y pudieron dejar atrás la estrechez de la ciudad. El palenque en el que había hallado a Timo cojo se había conservado como campo de práctica para los caballeros, y allí era donde tendría lugar ahora el duelo proclamado juicio de Dios. El emperador ya había tomado su lugar en la tribuna, ornamentada y techada con finas telas. Cuando Marie hizo su aparición, se puso de pie, salió a su encuentro y le ofreció su mano. Marie se apeó de la yegua, se inclinó delante del emperador haciendo una ceremoniosa reverencia y dejó que él la condujera hasta el banco acolchado junto a la silla imperial, lugar reservado a los más prominentes del imperio. Segismundo la hizo tomar asiento a su derecha, dejando bien claro de qué lado estaba. Al conde Sokolny, a Heinrich von Hettenheim y al hidalgo Heribert también se les permitió sentarse cerca del emperador, mezclados entre los príncipes imperiales.
Marie no miró ni a los amigos ni a los príncipes, que la observaban con miradas curiosas mientras cuchicheaban entre sí, sino que se quedó con la vista clavada en el campo demarcado en el que Michel y su contrincante ya estaban ultimando los preparativos. Un sacerdote se paró entre ambos, los invitó a que hiciesen las paces con Dios y les impartió su bendición. Antes de bajarse la visera, los jinetes guiaron sus corceles hasta el palco del emperador, de manera que todos tuvieron oportunidad de advertir claramente tanto la expresión seria y la apariencia absolutamente controlada en el rostro de Michel como el semblante desencajado de Falko von Hettenheim.
—Pelead con Dios. Él dará la victoria a quien sea digno de ella.
Mientras pronunciaba esas palabras, el emperador contempló a Michel, y luego saludó elevando la mano. Ambos caballeros inclinaron la cabeza todo lo que la armadura les permitía para luego conducir a sus corceles hacia los dos extremos opuestos de la liza. Los escuderos les alcanzaron unas lanzas largas adornadas con cintas que para esta ocasión estaban provistas de afiladas puntas. El heraldo volvió a explicar las reglas y dio un paso a un lado. Ante una señal del emperador, levantó la varilla. Un golpe de trompetas resonó, y cuando el heraldo bajó la varilla, ambos caballeros espolearon a sus caballos.
Durante unos instantes que se le antojaron interminables, Marie sólo escuchó el ruido de los cascos de los caballos chocando contra el suelo duro de la pista, cada vez más veloces, y luego los contrincantes chocaron entre sí con un estruendo sordo. Marie vio que Michel se tambaleaba y reprimió un grito. Sin embargo, él se mantuvo sobre el caballo y levantó la lanza hecha añicos para indicar que se encontraba en perfecto estado. La lanza del caballero Falko también se había partido, y él parecía estar más furioso por no haber logrado derribar del caballo a su contrincante con la superioridad que le daba su peso. Ambos pidieron lanzas nuevas y volvieron a sus puestos al trote.
Marie sintió que su miedo se evaporaba, dando lugar a una creciente confianza. Si bien Michel no poseía tantas habilidades para el combate con lanza como el caballero Falko, éste estaba tan evidentemente sin forma que Marie supuso que hasta el hidalgo Heri-bert habría sido capaz de resistir su embestida.
Nuevamente las lanzas de ambos luchadores quedaron destrozadas. Esta vez fue Falko von Hettenheim quien se tambaleó, y la única razón por la cual no se cayó de la montura fue que su escudero llegó a tiempo para sostenerlo.
—En la próxima embestida se cae —oyó Marie murmurar al emperador. Ella esperaba lo mismo, pero cuando ambos luchadores volvieron a embestir, se llevó las manos al pecho para aplacar su corazón, que latía enloquecido. Esta vez, el choque fue aún más violento. Marie vio que Michel se tambaleaba y del susto no prestó atención a su contrincante.
El emperador señaló hacia delante.
—¡Ya lo decía yo! Ahí está, tumbado.
Efectivamente, Falko von Hettenheim estaba tendido en el suelo boca arriba, como una tortuga, braceando desesperado sin poder levantarse. Su escudero y algunos miembros de su séquito corrieron hacia él y lo ayudaron a ponerse de pie. En el ínterin, Michel había bajado del caballo, y tras meditarlo un instante, se decidió por la espada para la lucha cuerpo a cuerpo. El caballero Falko le arrancó de las manos a un siervo del torneo el hacha de armas que le había alcanzado y se abalanzó sobre Michel aún antes de que el heraldo diera la orden de lucha.
—¡Ahora sí que morirás, bastardo! —gritó, desgañitándose. Michel atajaba con su escudo los violentos golpes de hacha de su contrincante, pero se veía obligado a retroceder todo el tiempo, ya que sus propios ataques no daban en el blanco. Tranquilo y con gran dominio de sí mismo, Michel aguardaba su oportunidad, mientras que Von Hettenheim ya había comenzado a jadear como un rocín agotado. Sin embargo, la furia y el odio parecían redoblar sus fuerzas, ya que siguió atacando sin pausa, burlándose de Michel cada vez que la respiración entrecortada se lo permitía para inducirlo a cometer algún error—. ¿Y? ¿Qué se siente al estar tan cerca del infierno, tabernero bastardo? Satanás se alegrará mucho de verte. —Como Michel no respondía, comenzó a reírse con sorna—. Por cierto, he montado a tu ramera, bastardo, y la verdad es que no es gran cosa. Cualquier checa de las que me follé la supera ampliamente.
Se notaba que Falko esperaba una reacción irreflexiva de Michel. En lugar de ello, Michel comenzó a provocar a Falko también.
—¿Con cuántos hombres se habrá acostado tu esposa para ver si por fin puede tener un hijo varón después de ver que tú no puedes hacerla engendrar más que niñas?
—¡Tú tienes una sola hija, y nadie cree que esa criatura sea tuya!
La voz de Michel sonaba relajada y no mostraba signos de agitación.
—El origen de Trudi está fuera de duda y, a diferencia de ti, mi hija es también mi heredera, mientras que tu silla será ocupada por el caballero Heinrich este mismo mediodía.
Esas palabras le hicieron subir la sangre a la cabeza a Falko, cuyo próximo golpe le barrió a Michel el escudo del brazo. Con un resoplido triunfante, Von Hettenheim tomó impulso para cortarle a su enemigo la cabeza con casco y todo. En ese momento, la espada de Michel se deslizó como una serpiente destellante, asestándole un golpe a su enemigo en la visera, aunque sin traspasarla. Durante un instante, Falko von Hettenheim se quedó petrificado, como si el ataque lo hubiese dejado pasmado. Luego se tambaleó y se desplomó como un árbol podrido. Michel creyó que se trataba de un truco y se apresuró a levantar el escudo, partido varias veces por los golpes de hacha.
Mientras su brazo izquierdo se deslizaba por el soporte, el escudero de Falko se acercó corriendo y se arrodilló junto a su señor.
—¡Señor! ¿Qué os sucede? ¡Respondedme, por favor!
Como Falko seguía inmóvil, le quitó el casco... y vio los ojos de un muerto. El heraldo se acercó también, y tras echar un vistazo fugaz al rostro de Falko, le hizo señas al médico del emperador. Éste revisó a Falko von Hettenheim con sumo cuidado, tras lo cual se puso de pie, meneando la cabeza.
—El caballero está muerto, y sin embargo no puede constatarse la más mínima herida.
—¡Es una señal de Dios! ¡Dios ha medido la culpa del caballero Falko y lo ha condenado! —exclamó el sacerdote confesor del emperador gritando, al tiempo que se arrodillaba para celebrar la justicia divina. El emperador también hizo la señal de la cruz e inclinó su cabeza ante los poderes celestiales.
Marie miró a Michel, unió sus manos y le agradeció a la Virgen María y a María Magdalena su victoria. Eva, que había logrado eludir a los guardias, cogió la mano de Heinrich von Hettenheim y la estrechó entusiasmada.
—Permitidme que os felicite, señor, ya que a partir de ahora estáis al frente de los Hettenheim.
Rumold von Lauenstein se volvió hacia ella con gesto agrio.
—¡Tus felicitaciones son un poco precipitadas, vieja bruja negra! Mi hija está embarazada otra vez, y esta vez es seguro que dará a luz a un varón.
Marie hizo un gesto de desdén, riéndose.
—Más bien creo que le regalará al mundo su séptima hija.
A juzgar por la expresión de su rostro, aquella burla hirió a Lauenstein en lo más profundo, y ella se rio con malicia. Se debía esa pequeña venganza hacia el intrigante consejero del conde palatino. Sin embargo, desterró al señor Rumold de sus pensamientos de inmediato y se bajó de la tribuna para abrazar a Michel.
—Con la muerte de Falko acaba de disiparse la última sombra en nuestras vidas —le susurró.
Michel asintió con la cabeza y la atrajo hacia sí con ternura. En ese momento no desperdició un solo pensamiento en el futuro, sino que estrechó a Marie fuertemente en sus brazos y miró a Michi, que ya atravesaba corriendo el campo de batalla para felicitarlo por su victoria, seguido por Anni, Helene y Trudi.
Por un instante, los cuatro se quedaron de pie junto al caballero muerto, contemplándolo como si fuese un demonio del infierno derrotado, luego rodearon a Marie y a Michel y comenzaron a lanzar sus felicitaciones a borbotones.
Trudi se pasó la mitad de la noche repitiendo las palabras que Michi le había enseñado.
—¡Papi gran héroe!
Capítulo XIII
Marie estaba sentada en el pescante de un carro de bueyes grande, mirando los lomos manchados de los cuatro animales de tiro, mientras escuchaba con gesto dulce y comprensivo los elogios de Janka Sokolna al hidalgo Heribert. La joven checa iba cabalgando junto a la carreta, conduciendo a su yegua únicamente con los muslos, ya que necesitaba sus manos para reforzar sus expresiones. Marie la admiraba por su destreza como jinete, pero ella prefería la seguridad de la carreta, aunque tuviese que amortiguar con una almohada de cuero mullido los golpes del camino repleto de baches.
Cada tanto montaba un rato su yegua ella también, pero sólo tramos cortos, para practicar un poco. Quería que el viaje a su nueva patria resultara lo más placentero posible. El emperador se había mostrado muy generoso y les había otorgado a ella y a Michel una lujosísima propiedad cerca de Volkach, a orillas del Meno. Marie había oído de boca de gente oriunda de aquella región que allí crecía muy buen vino, y ya se veía paseando con Trudi a través de los viñedos, probando juntas las deliciosas uvas.
—Es muy amable por vuestra parte alojarnos como huéspedes a mi madre y a mí hasta que mi padre y el hidalgo Heribert hayan concluido su misión —continuó diciendo Janka, y Marie comenzó a sospechar que, probablemente, en adelante tendría que hacer las veces de consejera espiritual de la joven con bastante asiduidad. Levantó la vista y le sonrió.
—Pero es natural que así sea. Después de todo, vuestro padre alojó a mi esposo durante más de dos años. Y no creo que pase tanto tiempo antes de que el hidalgo Heribert regrese de Bohemia y os lleve a su hogar.
La llegada de Michel impidió una respuesta de Janka. Michel le hizo un gesto afirmativo, luego contempló a Marie con una alegre sonrisa, al tiempo que señalaba hacia delante.
—El jefe de los pescantes dice que estamos muy cerca de nuestro destino. ¿No tienes ganas de montar un rato tu yegua para que podamos adelantarnos juntos a caballo? Me muero por conocer el lugar donde crecerá nuestra hija.
Marie le obsequió una mirada agradecida para luego inclinar un poco la cabeza en dirección a Janka.
—Perdonadme que deba interrumpir nuestra conversación.
Janka asintió solícita y mantuvo su caballo atrás para que Mi-chi pudiera traer la yegua de Marie. Marie le sonrió al muchacho, feliz de haberle podido enviar a Hiltrud por fin un emisario desde Núremberg llevándole noticias, ya que después de tanto tiempo su amiga seguramente estaría loca de preocupación. Era una pena que ahora fueran a vivir tan lejos la una de la otra, pero Marie no podía pedirle a Hiltrud que renunciara a su espléndida granja libre cerca de Rheinsobern, aun cuando ella podría haberle conseguido otra en su lugar. Ese giro del destino la entristecía un poco. Sin embargo, se consoló pensando en las nuevas amigas que había ganado y que vivirían con ella. También se quedaría con Michi, educándolo para que se convirtiese en uno de sus empleados... o también en un soldado y un buen líder, si así lo prefería él. Tal vez haría traer a Mariele también, si es que Hiltrud estaba de acuerdo. Se propuso firmemente que la siguiente primavera, una vez que se hubiera aclimatado a su nuevo hogar, viajaría a Rheinsobern a visitar a su amiga.
—¡Marie! ¿Qué te pasa? ¡Estás durmiendo con los ojos abiertos!
La llamada de Michel arrancó a Marie de sus cavilaciones. Se apeó del pescante para trepar a la montura y dejó que Michi la ayudase a engancharse en los estribos. Michel le sostuvo las riendas hasta que estuvo bien sentada y luego se las alcanzó con un tierno gesto.
Marie le acarició la mano y asintió, incitante.
—¡Vamos a ver nuestro nuevo hogar!
Espoleó cautelosamente a su yegua y se adelantó al trote. Mi-chel no la siguió enseguida, sino que esperó primero a que pasara junto al carro de Eva. A diferencia de Theres, que iba sentada a su lado, la vieja vivandera no había querido desprenderse ni de sus caballos ni de su carreta. Sentada entre ambas iba Trudi, alimentándose de las ciruelas pasas que le daban. Cuando la pequeña vio a Mi-chel, extendió sus bracitos hacia él y se rio feliz cuando Theres la alzó para dársela. Michel la tomó con ternura en sus brazos y la sentó en su caballo delante de él.
Eva se quedó contemplando satisfecha al padre y a la hija.
—¡Parece que estamos a punto de llegar! Estoy muy intrigada por saber qué sucederá, sobre todo cuando llegue la primavera el año próximo y nuestros huesos comiencen a sentir la necesidad de enganchar nuestras carretas para unirnos a algún ejército.
Theres levantó las manos en señal de rechazo.
—Si quieres volver a marchar a la guerra, allá tú. Yo me quedaré con Marie para siempre.
—Con la señora Marie, querrás decir. Al fin y al cabo es una dama de la nobleza. Por supuesto que permaneceré con vosotros, ya que no puedo dejarla al cuidado de ti, de Helene o de Anni. Te aseguro que sin mí, vosotras quedaríais todas tan indefensas como niñas pequeñas —dijo Eva, al tiempo que se llevaba a la boca una de las ciruelas pasas que Trudi había dejado caer.
Marie y Michel dejaron lentamente atrás el principio de la caravana, y durante un rato sus ojos se dedicaron a mirarse entre sí más que al paisaje que los circundaba. Cuando el valle se abrió ante ellos y vieron la cinta ancha del río hicieron detenerse a sus caballos y miraron a su alrededor. Un poco más al norte podían distinguirse los contornos de la pequeña ciudad de Volkach, pero debajo de ellos, al pie de una cadena de montañas que se extendía con sus picos escarpados, había un pueblo grande y limpio, con casitas techadas con tablillas de madera, situadas una al lado de la otra, rodeando una iglesia y una plaza grande con un tilo majestuoso. Seguramente se trataba de Dohlenheim, uno de los pueblos pertenecientes a su castillo. La fortaleza que habría de ser su nuevo hogar constituía en sí una edificación maciza y austera emplazada en la prominencia más elevada que emergía como un cuerpo extraño entre el verde de las parras que cubrían las laderas de las colinas. Al final de una ladera pelada que caía en forma abrupta había otro pueblo más que también pertenecía a sus nuevos dominios y, por lo que sabían, tenía que haber un tercero a orillas del río, al otro lado de la colina que bordeaba el Meno. El castillo y esos dos pueblos llevaban nombres alemanes de pájaros, ya que al parecer el dueño anterior había sido un amante de las aves. En honor a los frailecillos, el castillo había sido bautizado Kiebitzstein; la villa dominica que estaba debajo se llamaba Habichten, como los azores, y el segundo pueblo a orillas del río, Spatzenhausen, como los gorriones.
Marie se quedó embobada ante las imágenes de aquel paisaje, sonriéndole a Michel llena de esperanzas e ilusiones.
—¿Y? ¿Cómo te sientes ahora que eres el caballero imperial Michel Adler de Kiebitzstein?
—La verdad es que por el momento no siento nada —respondió Michel, riendo—. Pero debo decir que estas tierras me agradan. Aquí podré por fin echar raíces.
—Bien, cuando el hidalgo Heribert regrese de Bohemia sabrá enseñarte a comportarte como un caballero imperial franco.
—Más bien le enseñará a Janka lo que significa ser la mujer de un caballero imperial franco —replicó Michel alegremente. Durante un instante, la pareja se quedó contemplándose más bien con cierta melancolía al recordar a Václav Sokolny, a Heinrich von Hettenheim y al hidalgo Heribert, que habían partido hacia Bohemia por orden del emperador para transmitirles al joven Sokolny y a sus amigos que Segismundo estaba dispuesto a negociar con ellos. Con el apoyo de los calixtinos, el emperador esperaba poder romper la opresión de los taboritas y regresar a Praga.
—Gracias a Dios ya no tenemos nada más que ver con todo eso —exclamó Marie con tal alivio como si de su alma acabara de caer un último peso.
Michel la contempló con asombro.
—¿Con qué no tenemos nada más que ver?
—Con el emperador y su lucha por el poder y las coronas. Nosotros tenemos un trabajo más hermoso por delante.
Michel guio su caballo hasta quedar al lado de Marie y la abrazó con firmeza.
—¿Y cuál es?
Marie señaló con la mano las tierras que se extendían delante de ellos.
—Crear un hogar, Michel, disfrutar de la vida y amarnos.
Michel era un esposo muy sensato y sabía reconocer cuándo su mujer tenía razón, así que la miró y asintió, sonriente.
FIN
NOTA HISTÓRICA
Las guerras husitas, que tuvieron lugar entre 1419 y 1434, constituyeron uno de los acontecimientos más sangrientos y crueles de la Edad Media y se cobraron la vida de muchísimas personas. Los husitas, que habían emprendido la revuelta contra su rey católico por motivos religiosos, creyeron después de sus primeras victorias que también podían aspirar a su independencia nacional. Sin embargo, su genial caudillo Jan Ziska murió en 1424 a consecuencia de la peste, y su lugar fue ocupado por hombres que llevaron la guerra más allá de los confines de Bohemia, asolando grandes territorios del Imperio Romano Germánico. Y ciertamente estuvieron a un paso de echar por tierra las esperanzas de Segismundo de lograr recuperar la corona de Bohemia.
Pero no sólo los bohemios amenazaban el poder del emperador. Los señores territoriales del imperio, comenzando por los príncipes electores, que en parte habían sido elevados a ese rango por el propio Segismundo y recibido tierras en feudo, le negaron su apoyo, exigiendo como condición para intervenir en la lucha armada que éste les ampliara sus privilegios y sus derechos. Los intentos del emperador de superar en votos a los nobles con el apoyo de los Estados Imperiales más bajos, para poder implementar un impuesto imperial regular con el que podría haber financiado su ejército estable, fracasaron estrepitosamente a raíz de la resistencia encarnizada de sus adversarios políticos. En esas circunstancias, su sueño de formar un Estado unitario según el modelo inglés fracasó estrepitosamente.
Cuando la corona de Bohemia ya parecía perdida, el destino volvió a ponerla en poder de Segismundo, ya que los husitas se habían dividido en dos grupos, los fundamentalistas taboritas, congregados por el predicador Jan Tabor, y los moderados calixtinos, también llamados utraquistas. Mientras que los taboritas hallaban adeptos sobre todo entre el vulgo, los burgueses más pudientes de las ciudades y los miembros de la nobleza se pusieron del lado de los calixtinos. Si bien al comienzo ambos grupos luchaban codo a codo, a medida que la presión militar del emperador fue cediendo, los taboritas comenzaron a ver en los calixtinos un obstáculo que necesitaban quitarse de encima para alcanzar sus metas a largo plazo. Sin embargo, la burguesía y los señores nobles estaban hartos de ese estado de guerra continuo que ya llevaba más de una década, ya que prácticamente había hecho sucumbir al comercio y casi no permitía labrar los campos.
Con el correr del tiempo, la enemistad entre ambas facciones escaló hasta tal punto que mientras aún seguían desarrollándose las campañas en los países vecinos se desencadenó una guerra civil cuyo final no podía tener vencedor alguno. Conscientes de su inferioridad de condiciones, los calixtinos buscaron el apoyo del emperador. Segismundo cogió la mano que le extendían sus súbditos, los mismos que unos años antes lo habían depuesto, y para recuperar su corona logró que el papa Martín V, a quien él mismo había designado en Constanza, otorgara su acuerdo para crear una iglesia bohemia prácticamente independiente según la doctrina de Jan Hus. A cambio, los calixtinos se pusieron de su lado en la lucha contra los taboritas. Al principio, el emperador sufrió un par de derrotas más, como sucedió en 1431, cuando un ejército imperial se disgregó antes de comenzar la batalla y huyó despavorido de los taboritas. Pero dos meses más tarde, los caballeros alemanes unidos con los calixtinos lograron hacer que los taboritas sufrieran una derrota asoladora. Sin embargo, aún habrían de pasar tres años más antes de que los calixtinos pudieran derrotar a sus enemigos de forma definitiva en Li-pany, logrando así asegurar la paz.
Bohemia llevó una vida autónoma dentro del imperio durante casi doscientos años. Esa situación acabó en cuanto su nuevo rey y posterior emperador Fernando II de Habsburgo intentó volver a imponer la fe católica por medio de la fuerza. Su intervención llevó a la Segunda Defenestración de Praga y desencadenó la Guerra de los Treinta Años.
El único de los planes de Segismundo que se hizo realidad fue la recuperación de Bohemia, el resto fracasó. Como no tenía ningún hijo legítimo, lo sucedió su yerno, Alberto V de Austria, que en 1438 fue proclamado emperador, pero murió apenas un año y medio más tarde, antes de que naciera su hijo postumo, Ladislao V, que heredó las Coronas de Hungría y Bohemia. Para suceder a Alberto en el trono imperial se eligió a uno de sus parientes menos importantes entre los Habsburgo: a Federico III, casi con la intención de que guardase el lugar del joven Ladislao. Pero el hijo de Alberto falleció a los dieciocho años, en cambio Federico llegó a una edad avanzada y reinó como emperador durante más de cincuenta años. Su hijo, el emperador Maximiliano I, apodado «el último caballero», fue el abuelo de Carlos V, en cuyo imperio nunca se ponía el sol.
REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA
INY LORENTZ
Alemania (Colonia, 1949)
Ha ejercido diversos trabajos como programadora de ordenadores o agente de seguros. Ha publicado cuentos en revistas y creado series de televisión. Realmente escribe con su marido Elmar Bayer, encargándose éste de la trama y ella de la redacción.
Además de cuentos para niños, han escrito novelas de ficción históricas. Se caracterizan por su lenguaje claro, buena ambientación, personajes bien definidos ( si bien con caracteres extremos), y excelente documentación.
LA DAMA DEL CASTILLO
Aventuras, intriga y pasión en el corazón de la Alemania medieval.
En el Sacro Imperio Romano Germánico, en la Edad Media, el poder del emperador Segismundo se ve amenazado por la revuelta de los husitas. El peligro de la guerra se cierne sobre los hombres como una nube oscura. A pesar de las circunstancias, Marie parece haber hallado la felicidad. Tras un pasado en el que hubo de vagar por los caminos como una ramera errante, ahora lleva una vida respetable como esposa del castellano Michel Adler.
Su bienestar se ve truncado cuando Michel es llamado a luchar contra los husitas y, tras una sangrienta masacre en la que es traicionado por el caballero Falko von Hattenheim, desaparece sin dejar rastro. Marie, de nuevo objeto de humillaciones y ofensas, y convencida de que su esposo sigue con vida, decide huir de su castillo con el fin de buscar a su amado.
En su nuevo papel como vivandera del ejército y despojada de su elevado estatus social, Marie se enfrenta a numerosos peligros y traiciones, pero también encuentra nuevos amigos en los que poder confiar que la ayudarán a sortear las dificultades.
Un nuevo episodio en la vida de Marie, la ramera errante. De nuevo Iny Lorentz transporta al lector con esta novela a una época convulsa de guerras y peligros, narrando con maestría la historia de Marie y Michel y su sorprendente desenlace.
HISTORIA DE MARIE SCHÄRER
1. Die Wanderhure / La ramera errante
2. Die Kastellanin / La dama del castillo
Título original: Die Kastellanin
Editorial original: Knaur / 2006
ISBN original: 978-3-426-63170-6
Traducido por: Alejandra Obermeier Nasoni
Editorial: Suma de Letras / Enero 2007
ISBN: 978-84-96463-68-4
Género: Narrativa Histórica
1 Rhein es el nombre del río Rin en alemán (N. de la T