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octubre 31, 2010
© 2001 POR ELLIOTT HESTER. CONDENSADO DE NATIONAL GEOGRAPHIC TRAVELER (MAYO/JUNIO DE 2001), DE WASHINGTON, D. C.Recorrer el mundo nos permite vernos como nos ven otros.
Por Velliott HesterLo PRIMERO que noté fue que se me quedaban mirando. En Buenos Aires, ya avanzada una noche de enero en que el calor del verano atenazaba la ciudad, caminé entre dos hileras de cafés al aire libre y vi que, de un lado y otro, los parroquianos me miraban de reojo. Me sometieron a su escrutinio mientras comían pizzas, en medio del murmullo del Restaurante Piola. Un mar de ojos me pasaron revista bajo las colosales luces del Divino Buenos Aires, y a las 4:30 de la mañana, habiendo perdido mi vigor y mis pesos en la interminable vida nocturna de la ciudad, volví a mi hotel para encontrarme con la mirada conspicua de un recepcionista que, de pronto, pareció haber perdido el sueño. Las miradas no se debían a que yo llevase sombrero en una sociedad en la que cubrirse la cabeza es señal de mal gusto, sino a que soy negro.
A diferencia de lo que ocurre en otros países sudamericanos, en Argentina los negros escasean; son tan raros como la lluvia en el Sahara. De los casi 37 millones de habitantes del país, 97 por ciento son de origen europeo blanco. El tres por ciento restante es indígena o mestizo.Así pues, allí estaba yo al día siguiente, un norteamericano negro, aguardando a que el portero me llamara un taxi frente al Hotel Intercontinental de la Calle Moreno, cuando dos mujeres que iban a pie se detuvieron de pronto, se volvieron a verme y me recetaron una dosis doble de lo que yo ya empezaba a considerar la "mirada argentina". Pero no eran miradas de repugnancia; no eran los puñales que lanza la gente de mente estrecha y que hacen que se acelere el corazón de los afroamericanos que se pasean por donde no debieran en mi ciudad, Chicago. Eran, más bien, miradas largas de fascinación.Las mujeres corrieron a saludarme. Me hablaban rápidamente, haciéndome preguntas que se perdían, para mí, en un laberinto de "erres" sonoras y difíciles tiempos verbales.— Quieren que pose con ellas para una foto —me explicó el portero.Yo me eché a reír. Las dos mujeres se miraron, parecieron vacilar, y luego rieron conmigo. Estas bellezas argentinas, elegantemente vestidas, actuaban como si acabaran de conocer a Denzel Washington.Por muy halagüeño que esto parezca, un pesimista podría decir que estaban fijándose exclusivamente en mi etnia, que estaban burlándose de mí dos mujeres que viven en un país donde, según mi anticuada guía, "por lo general, no son bien vistos los visitantes que no llegan de Europa". Allá en mi país, los guardias de seguridad de las tiendas departamentales me habían mirado persecutoriamente; los policías me habían hecho detenerme, sin necesidad de ello, y la gente se me había quedado viendo como si fuese yo un extranjero en mi propia patria. Pero rodar por el mundo me ha vuelto optimista. Si no hubiese salido nunca del sector sur de Chicago, no habría aceptado de tan buen humor a dos extranjeras blancas que me ponían una cámara frente a las narices.He viajado a más de 100 destinos desde 1982, y he llegado a darme cuenta de que ser diferente (ya sea uno negro entre blancos, gringo entre hispanos o gigante entre pigmeos) es algo que casi siempre causa una reacción tardía. Ser distinto es algo que puede provocar la ira de una persona prejuiciosa. De cuando en cuando, el color de mi piel ha provocado el desprecio de los racistas. Pero, las más de las veces, ser diferente me ha atraído actos de bondad y de solidaridad cuando he viajado por el extranjero.UNA VEZ, sentado en un bar de la Polinesia francesa, me tomé una copa con una pareja de mediana edad de Sydney; ambos me dijeron, con toda franqueza, que yo era el primer negro que veían en toda su vida. Al enterarse de que iba a Australia y buscaba un lugar donde alojarme, me entregaron las llaves de su apartamento de Sydney. En este mundo de hoy, con tantos peligros reales e imaginarios, donde a menudo se excluye a las personas buenas por causa de su religión y su color, este acto de bondad me devolvió la fe en la humanidad.
En cuanto a las argentinas que me pidieron posar con ellas, accedí de buena gana. La cámara relampagueó. Inventamos poses complicadas una y otra vez mientras las imágenes en blanco y negro quedaban grabadas en la película de color. Después de una serie interminable de "gracias", se hizo entre nosotros el inevitable silencio que surge cuando no se habla la misma lengua. De improviso, como bombardeado por dos cazas, cayó sobre mi rostro una lluvia de besos en ambas mejillas.Sorprendida por lo ruidoso de su propio "adiós", una de mis admiradoras rió y me miró fijamente. Algo pasó entre nosotros. Algo dulce, puro y profético. Algo que preferí no estropear pidiéndole prosaicamente su número telefónico.Las miré en silencio mientras se alejaban:—¡Qué buen mozo eres! —me dijeron, al unísono.Mientras mi taxi enfilaba por una avenida tan amplia y congestionada como los Campos Elíseos; mientras me maravillaba ante los grandes edificios del siglo XIX, los cafés, el garbo y la charla de los elegantísimos transeúntes; mientras inhalaba el deslumbrante panorama de la ciudad, conteniendo el aliento, me invadió una profunda emoción. La angustia de ser distinto —de ser un extranjero en tierra extraña— se disolvió como un terrón de azúcar en una taza de cafecito.Después de todo, yo era hermoso. Como lo era también Buenos Aires.