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septiembre 12, 2010
¿Han estado ustedes alguna vez completamente agotados, hambrientos como una rata de iglesia y, sin embargo, tan abatidos que no les importaba nada? Al rememorar ahora la situación, al cabo de un par de meses, resulta difícil expresarla en palabras. Todo empezó el anochecer en que el viejo capitán Harris Henshaw entró en mi habitación.
Allí estaba yo sentado, Jack Sands, ex piloto de cohete. Sí, el.mismo Jack Sands en quien están ustedes pensando, el que se estrelló con la expedición Gunderson a Europa al tratar de aterrizar en el Campo de los Jovenes, Long Island, en marzo de 2110. Sólo hace año y medio y sin embargo parecían diez años y medio. Quinientos días de ocio. Dieciocho meses de ver cómo mis amigos miraban a otro lado cuando me cruzaba con ellos por la calle, en parte porque se avergonzaban de saludar a un piloto que ha sido tachado de cobarde, en parte porque sentían que era más compasivo dejarle creer a uno que había pasado desapercibido.
Ni siquiera levanté la mirada cuando, tras una discreta llamada a mi puerta oí que ésta se abría, porque comprendí que sólo podía ser la patrona.
-No necesito nada -gruñí-. Tengo derecho a que me dejen tranquilo.
-Tienes derecho a portarte como un loco -respondió la voz de Henshaw-. ¿Por qué no comunicaste tu dirección a tus amigos?
-¡Harris! -gríté, mirándole sorprendido. Él sólo era «capitán» a bordo de la nave. Luego me contuve-. ¿Qué pasa? -pregunté, sonriendo amargamente-. ¿También tú te has estrellado? ¿Vienes a revolcarte conmigo en el montón de estíércol?
-Vengo a ofrecerte un empleo -gruñó él.
-¿Sí? Debe de ser un condenado empleo, entonces. Acarrear arena para rellenar los baches de una pista, ¿no? Aún no estoy lo bastante hambriento para aceptarlo.
-Es un empleo de piloto -explicó Henshaw plácidamente.
-¿Quién puede querer a un piloto que ha sido marcado con pintura amarilla, la pintura de los cobardes? ¿Qué dotación confiaría su nave a un cobarde? ¿No sabes que Jack Sands ha quedado deshonrado para siempre?
-Cierra el pico, Jack -dijo él brevemente-. Te ofrezco el empleo de piloto a mis órdenes en la nueva expedición interplanetaria a Europa.
Me sobresalté. Compréndase, fue al regreso de la tercera luna de Júpiter, Europa, cuando estrellé al equipo Gunderson. Pensé con desagrado que Henshaw me tomaba el pelo.
-¡Cristo! -exclamé-. Si quieres hacerte el gracioso...
Pero no era eso. Me calmé cuando vi que él estaba serio y que proseguía lentamente.
-Necesito un piloto en quien pueda confiar, Jack. No sé nada de tu accidente en el «Hera»; por aquel entonces yo estaba en la órbita de Venus. Todo lo que sé es que puedo confiar en ti.
Al cabo de un rato empecé a creerle. Cuando me repuse de la sorpresa, pensé que Henshaw era lo bastante amigo para tener derecho a una explicación.
-Escucha, Harris -empecé-. Estás dispuesto a contratarme a pesar de mi mala fama y creo que mereces una explicación. No me he lamentado de mi mala suerte ni voy a hacerlo ahora, Hice perecer a Gunderson y a sus hombres, es verdad, sólo que... -Vacilé; resulta duro pensar que tal vez uno está mostrándose injusto-, sólo que mi copiloto, ese tal Kratska, olvidó mencionar algunas cosas y añadió otras que no eran ciertas. Si, se trataba de mi turno, desde luego, pero olvidó decir al comité investigador que yo me había hecho cargo de su turno después de haber cumplido el mío propio. Llevaba dos turnos largos a mis espaldas cuando inicié el turno corto que me correspondía.
-¡Dos turnos largos! -repitió Henshaw-. ¿Quieres decir que estuviste dieciséis horas de servicio antes del turno de aterrizaje?
-Exacto. Te estoy explicando palabra por palabra lo que referí al comité. Quizá tú me creas, ellos no lo hicieron.
»Cuando Kratska se presentó para relevarme estaba drogado. Llevaba una imponente borrachera de hexylamina y no podría haber pilotado ni un triciclo. No tuve otra alternativa: le dije que se marchase a dormirla e informé a Gunderson. En todo caso eso dejó a mi cargo la maniobra del aterrizaje.
"La situación no habría sido tan mala de haber ocurrido en el espacio, porque allí la tarea del piloto se reduce a seguir el rumbo trazado por el capitán y tal vez a esquivar un meteorito si suena ]a alarma. Pero yo llevaba dieciséis largas horas de balanceo a través de un campo gravitacional y cuando se inició el turno de cuatro horas estaba hecho trizas.
-No me extraña -dijo el capitán-. ¡Dos turnos largos!
Antes de proseguir quizá será mejor que explique el sistema de pilotaje de un cohete. En recorridos cortos -Tierra-Venus o Tierra-Marte, por ejemplo-, una nave puede llevar tres pilotos y en estos casos se establece una simple rutina de tres turnos de ocho horas.
Pero en cualquier recorrido más largo, ningún cohete lleva nunca más de dos pilotos, puesto que el aire, el combustible y la comida son elementos preciosos.
El día se divide en cuatro turnos. Cada piloto tiene sucesivamente un turno largo de ocho horas, cuatro horas libres, otras cuatro horas de turno corto y finalmente ocho horas para dormir.
Hace dos de sus comidas en la mesa de mandos y la tercera durante su corto período libre. Es una vida rara y algunas veces hay hombres que han sido copilotos durante años sin verse realmente uno a otro excepto al principio y al final de su viaje.
Continué mi relato, preguntándome si Henshaw pensaría que estaba gimoteando.
-Estaba hecho trizas -repetí-, pero Kratska se veía aún embotado y yo no me atrevía a confiar el aterrizaje a un drogado con hexylamina. En cualquier caso informé a Gunderson, que pasó así a compartir la responsabilidad, y dispuse que Kratska se quedase en la cabina de control. Empecé a descender.
Contar aquella historia era algo que siempre me ponía malo.
-¡Esos asquerosos reporteros! -estallé-. Todos parecían pensar que aterrizar con un cohete es tan simple como acostarse. Basta sólo con dejarse caer sobre el colchón. y no se dan cuenta de que hay que aterrizar a ciegas, porque a cien metros por debajo del cohete la tierra empieza a levantarse en remolinos. Uno vigila los postes de nivelación que bordean el campo y trata de juzgar por ellos la altura a que está; pero no ve la pista, lo que ve por debajo son las llamas del infierno. Y aún hay otra cosa que ellos no saben: hacer descender una nave es como bajar un plato en equilibrio sobre una caña de pescar. Si empieza a tumbarse aun lado, malo. Los chorros inferiores sólo sostienen la nave cuando están apuntando hacia abajo, eso tú lo sabes.
Henshaw esperó sin interrumpirme a que me desahogara y yo retorné a mi historia.
-Bien, estaba bajando todo lo bien que cabía esperar. El «Hera» siempre tuvo una tendencia a ladearse un poco, pero yo había conseguido posarme con cohetes peores. Cada vez que cabeceaba un poco, Kratska lanzaba un aullido. La droga lo tenía nervioso y sabía, además, que por aquello perdería su licencia. Por otra parte, sencillamente, estaba asustado por el bamboleo. Cuando llegamos a unos veinte metros de los postes de nivelación la nave tuvo un pronunciado cabeceo y Kratska se volvió loco.
Vacilé antes de continuar mi relato.
-No sé cómo contarte exactamente lo que ocurrió. Todo fue muy rápido y, naturalmente, no pude verlo en su totalidad. Kratska, que había estado luchando con el bache, gritó algo así como «jSe hunde!» y agarró el acelerador. Cerró el chorro antes de que yo pudiese parpadear, lo cerró y se lanzó afuera. Sí, abrió la escotilla.
Estábamos a menos de veinte metros sobre el campo. Caímos como cae una manzana madura de un árbol. Ni siquiera tuve tiempo de moverme antes de chocar y, cuando chocamos, debió de derramarse todo el combustible de los reactores. El resto, ya lo habrás leído en los periódicos.
-No -dijo Henshaw-. Tendrás que contármelo.
-No lo sé con exactitud, pero puedo conjeturar lo que ocurrió. Parece que cuando los reactores estallaron, Kratska acababa de aterrizar a unos cuantos metros sobre la blanda arena y salió indemne. No tenía más que una muñeca rota. En cuanto a mí, por lo visto salí proyectado a una distancia considerable de la sala de mandos. En cuanto a Gunderson, sus profesores y todos los demás que iban en el «Hera», bien, quedaron reducidos a simples manchas en el amasijo de ferroaluminio fundido que resultó la catástrofe.
-Entonces -preguntó Henshaw-, ¿cómo se explica que te echaran a ti toda la culpa?
Traté de dominar la voz.
-Kratska -dije ceñudamente-. El campo estaba listo para aterrizar; nadie puede permanecer cerca con los chorros de los reactores derramándose en un círculo de doscientos metros. Vieron saltar a alguien desde el morro de la nave después que los reactores se apagaran, pero, ¿cómo podían decir quién de nosotros era?
La explosión barrió todo el campo y todo era confuso.
-Entonces es que valió la palabra de él contra la tuya, ¿no?
-Sí, así debió de ser. En el aeropuerto sabían que era mi turno, porque había estado hablando con el equipo de aterrizaje y además, Kratska fue el primero en llegar a los periodistas. No me enteré del jaleo hasta que desperté en el hospital trece días más tarde. Por aquel entonces Kratska ya había hablado y fui la víctima propiciatoria.
-Pero, ¿y el comité investigador?
Gruñí.
-Desde luego, el comité investigador. Yo había informado a Gunderson, pero mal podía servirme de testigo al haberse convertido en una impureza en una masa de aleación de ferroaluminio. Y Kratska, además, había desaparecido.
-¿No pudieron encontrarlo?
-No con lo poco que yo sabía de él. Lo recogimos en Junópolis de Io, porque Briggs estaba dado de baja con fiebre blanca. Yo no lo veía en absoluto excepto cuando nos relevábamos y aun así, porque ya sabes lo que es eso, ver a alguien en una cabina de control y con mala visibilidad. En Europa nos atuvimos a la rutina del espacio, por lo que ni siquiera podría darte una buena descripción de él. Llevaba barba, pero también la tiene el noventa por ciento de nosotros después de un viaje largo. Cuando lo recogimos dijo que acababa de llegar de la Tierra. -Hice una pausa-. Lo encontraré algún día.
-Esa espero -confirmó Henshaw vivamente-. y ahora hablemos de lo nuestro. Iremos tú y yo y también estarán Stefan Coretti, un físico-químico, y un tal Ivor Gogrol, biólogo. Ese es el personal científico de la expedición.
-Sí, pero, ¿quién es mi copiloto? Eso es lo que me interesa.
-Claro, claro -dijo Henshaw, y carraspeó-. Tu copiloto. Bueno, estaba a punto de decírtelo. Es Claire Avery.
-¡Claire Avery!
-Eso es -asintió el capitán lúgubremente-. El Relámpago Dorado en persona. La única mujer piloto que tiene su nombre en la copa Curry, la ganadora de la carrera Apogeo de este año.
-¡Tiene de piloto lo que yo de obispo! -exclamé-. Es un rico filón de publicidad con nervios de acero. Me sentí lo bastante curioso para gastarme diez dólares en arrendar un telescopio con el que poder seguir esa carrera. Estaba en la novena vuelta a la Luna.
¡Novena! ¿Sabes cómo ganó? Disparó su cohete con aceleración completa prácticamente todo el camino de regreso y luego cayó en una órbita de frenado.
»Cualquier estudiante de segundo de astronáutica sabe que no puede calcular una órbita de frenado sin conocer la densidad de la estratosfera y de la ionosfera y aun así es un puro juego de azar. Es lo que ella hizo: simplemente se arriesgó y dio la casualidad de que tuvo suerte. ¿Por qué has escogido a una rica imbécil aficionada a las emociones fuertes para una tarea como ésta?
-No la he escogido yo, Jack. La ha escogido la Interplanetaria para sus propósitos de publicidad. A decir verdad, creo que toda esta expedición es un intento de conseguir una imagen favorable que borre los turbios resultados de la investigación de esta primavera. La Interplanetaria quiere mostrarse como el noble patrocinador de la exploración. Claire Avery acaparará la atención de la televisión y de los periódicos y a ti te dejarán cortésmente aun lado.
-Y eso es lo que me conviene. Ni siquiera admitiría el empleo si las cosas fuesen un poco diferentes y... -de pronto me interrumpí, helado-. Oye -dije débilmente-, ¿tú sabías que han revocado mi licencia?
-No me digas -contestó Henshaw-. y después de todo el trabajo que me he tomado para conseguir que te contratara la Interplanetaria... -Me dirigió una sonrisa jovial-. Aquí tienes -dijo, alargándome un sobre-. Mira a ver cuánto tiempo tardas en perder esto.
La mera visión del conocido papel azul fue suficiente para hacerme olvidar un montón de cosas: Kratska, Claire Avery, incluso el hambre.
El despegue fue peor de lo que yo había esperado. Tuve suficiente juicio para acudir al campo con mis anteojos de piloto, pero me reconocieron en cuanto me uní al grupo que estaba al pie del cohete. Nos habían dado el «Minos», una vieja nave, pero tenía aspecto de ser bastante manejable.
Los periodistas debían de haber recibido órdenes de no ocuparse de mí, pero alcancé a oír muchísimos comentarios por parte del público. Para acabar de arreglar las cosas, allí estaba Claire Avery, muchísimo más bonita que cuando apareció en las pantallas de la televisión, pero con los mismos inconfundibles ojos azul cobalto y el cabello más parecido al oro que yo haya visto en la vida. El «Relámpago Dorado», la llamaban los periodistas. ¡Bah!
Aceptó que me presentaran a ella con la más fría inclinación posible de cabeza, como si estuviera diciéndoles a los observadores y a las cámaras que no había sido cosa suya eso de que la aparejaran con Jack Sands. Ni los negros ojos latinos de Coretti, ni los anchos rasgos de Gogrol, tampoco se mostraron especialmente cordiales. El rostro de Gogrol me resultaba familiar, pero por el momento me era imposible recordar cuándo y dónde lo habría conocido.
Por fin acabaron los discursos, y los fotógrafos y periodistas permitieron que el Relámpago Dorado dejase de posar. Clajre Avery y yo entramos en la cabina de control para el despegue. Yo todavía llevaba puestos los anteojos y me los bajé un poco mas, porque había una docena de cámaras telescópicas y de televisión persiguiéndonos desde los bordes del campo, Claire Avery se pavoneaba, sonriendo y despidiéndose con los brazos antes de entrar en la sección inferior.
Mi compañera era peor de lo que yo había podido imaginar. El «Minos» era una nave delicadamente equilibrada, pero se bamboleaba como la cuna de un niño. La radio sintonizaba la emisora del aeropuerto y pude oír la descripción del despegue: «...pesadamente cargada. De aquí que se bambolee de nuevo. Pero está ganando altitud. El chorro ha dejado ahora de rociar y está bajando en un hermoso abanico de fuego. Un difícil despegue, incluso para el Relámpago Dorado», ¡Un difícil despegue! ¡Qué estupidez!
Yo observaba la burbuja roja en el nivel, pero lancé una mirada al rostro de Claire Avery y no lo encontré tan frío y orgulloso como antes. En ese momento la burbuja del nivel se expandió y oí cómo la muchacha lanzaba un gritito de susto. Esto ya no era balanceo; estábamos en un auténtico tumbo,
Le sujeté fuertemente las manos y empuñé la barra en U. Corté por completo los chorros inferiores, dejando que la nave cayese libremente, luego disparé todo el chorro por los laterales de babor. Juraría que todo se hizo en el momento crítico, pero el caso es que nos nivelamos y pude contar con el chorro inferior antes de que hubiésemos perdido treinta metros de altura, y allí seguía hablando aquella estúpida radio: «¡Se han tumbado! ¡No, se han nivelado de nuevo, pero qué bamboleo! Un verdadero piloto de primera, este Relámpago Dorado...»
La miré; estaba pálida y desencajada, pero en sus ojos brillaba la cólera.
-Relámpago Dorado, ¿eh? -me burlé-. El oro debe de referirse a su dinero, pero, ¿a qué viene lo de relámpago? No creo que tenga mucho que ver con su capacidad como piloto.
En aquellos momentos yo no tenía la menor idea de sus pobrísimos conocimientos en cohetería.
Sus ojos llamearon.
-Puede estar seguro -silbó, torciendo los labios- que el oro por lo menos no se refiere al color, señor Malaria Sands. –Ella sabía que aquello iba a herirme; lo de «Malaria» había sido una idea de un brillante columnista para hacer un juego de palabras con mi nombre. Porque a la malaria se la llama popularmente Jack Amarillo-. Además -prosiguió ella desafiantemente-, yo misma podría haber dominado ese tumbo y usted lo sabe.
-Seguro -dije con el menor sarcasmo posible. Habíamos ganado ya una considerable velocidad y mucha altitud, cosas ambas que proporcionan seguridad porque dan más tiempo para esquivar un tumbo-. Puede usted tomar de nuevo el mando. Lo difícil ha pasado ya.
Empecé a comprender en qué clase de viaje me había metido. Coretti y Gogrol me habían indicado su enemistad lo bastante claramente y el cielo sabe que me era imposible no apreciar el odio en los ojos de Claire Avery. Únicamente me quedaba el capitán Henshaw. Pero el capitán de una nave no se atreve a mostrar favoritismo y ello me condenaba a un viaje solitario.
Solitario no es la palabra más adecuada. Henshaw era bastante buena persona, pero desde que Claire Avery había empezado un turno largo, al igual que el capitán, tenían sus ratos libres y sus comidas a las mismas horas, juntamente con Gogrol. Eso me dejaba a solas con Coretti. Se mostraba bastante frío y a mí me quedaba orgullo suficiente para evitar avances no deseados.
Gogrol era peor; lo veía ratas veces, pero nunca me dirigía una palabra excepto en cosas de rutina. Sin embargo había en él algo conocido... En cuanto a Claire Avery, simplemente yo no figuraba en absoluto en su mundo; incluso me relevaba en silencio.
Por lo demás, me parecía una enorme estupidez enviar a una muchacha con cuatro hombres en un viaje como éste. Bien, eso tenía que reconocérselo a Claire Avery; en ese aspecto era espléndida. Aceptaba sin un murmullo todas las molestias de la rutina del espacio y era tan buena compañera, con los otros claro es, que resultaba como tener abordo aun hombre joven e insólitamente divertido.
Y, después de todo, Gogrol le doblaba la edad y Henshaw casi se la triplicaba; Coretti era más joven, pero yo era el único que pertenecía realmente a su generación. Pero como he dicho, me odiaba; Coretti parecía ser el que mejor se llevaba con ella.
Así se iban deslizando las pesadas semanas de viaje. El tamaño del sol fue reduciéndose mientras Júpiter crecía hasta convertirse en un disco colosal parecido a una luna con sus bandas y manchas gloriosamente coloreadas. Era una vista exquisita y a veces, puesto que ocho horas de sueño son más de las que suelo dormir, solía entrar en la sala de control mientras Claire Avery estaba de servicio, sólo para ver al gigantesco planeta y sus lunas. La muchacha y yo nunca cambiábamos una sola palabra.
No íbamos a detenemos en Io, sino a posarnos directamente en Europa, nuestro destino, la tercera luna del vasto globo fundido de Júpiter. En algunos aspectos, Europa es la esfera más extraña del Sistema Solar y durante muchos años se creyó que era completamente inhabitable. En realidad lo es por lo que se refiere al setenta por ciento de su superficie, pero la zona restante es una región salvaje y misteriosa. Se trata de un hueco montañoso que se halla en la cara vuelta hacia Júpiter, porque Europa, como la Luna, mantiene siempre una cara vuelta hacia su planeta. Ahí, en esa vasta depresión, se reúne toda la exigua atmósfera del diminuto mundo, concentrada entre pequeños lagos y charcos en los valles existentes entre cordilleras que a menudo sobrepasan el aire enrarecido hasta llegar al vacío del espacio.
Con bastante frecuencia, un simple valle forma un microcosmos separado del resto del satélite, un microcosmos que genera sus propias pequeñas tormentas bajo liliputienses bancos de nubes, habitado por vida indígena, inaccesible y sin contacto con nada del exterior.
En la efemérides astronómica, a Europa la despachan prosaicamente con una ristra de cifras: diámetro: 3.300 kilómetros; periodo: 3 días, 13 horas, 23 minutos; distancia a Júpiter: 683.000 kilómetros. Porque una efemérides astronómica no se interesa por la delgada capa de vida que de vez en cuando irrumpe en la superficie de un satélite; no tiene nada que decir de la lenta libración de Europa que envía intermitentes mareas de aire que chocan contra las laderas de las montañas debido a la atracción de Júpiter, ni de las oleadas que a veces transportan aire de valle en valle y a veces también vida extraña.
Y muchísimo menos la efemérides se interesa por las extrañas formas que de vez en cuando se arrastran aquí y allá desde las piscinas de aire, para yacer en los picos bañados por el vacío exactamente como extraños peces salidos de mares terráqueos para tomar el sol en las playas al final de la época devoniana.
De nosotros cinco, yo era el único que había visitado alguna vez a Europa, o por lo menos así lo creía en aquel tiempo. En realidad, había pocos hombres en el mundo que hubiesen puesto el pie en el inhospitalario pequeño planeta; excepto yo y quizá Kratska, el resto de componentes de la expedición Gunderson habían muerto. Y habíamos sido la primera expedición organizada.
Sólo unos cuantos aventureros descarriados de Io nos habían precedido. Por eso fue a mí a quien el capitán Henshaw se dirigió al ordenar:
-Llévennos lo más cerca posible del sitio donde se posó la expedición Gunderson.
Empezaba a resultar evidente que llegaríamos al suelo hacia el final del turno largo de Claire. por lo que me arrastré una hora antes fuera del nicho parecido a un ataúd que yo llamaba mi camarote y me dirigí a la sala de control para aconsejarla. Estábamos a cien o ciento treinta kilómetros de altura. pero allí no había nubes ni distorsión del aire y los valles se entrecruzaban debajo de nosotros como un mapa en relieve.
Era infernalmente difícil localizar el valle de Gunderson. El sitio quemado por el chorro de llamas habría vuelto a criar hierbas desde entonces y yo sólo podía confiar en mi memoria, porque, desde luego, todos los mapas se habían perdido con el «Hera».
Pero yo conocía la región en general y realmente no importaba mucho elegir un valle u otro, porque en aquella zona todos estaban conectados por pasos; uno podía andar entre ellos en aire respirable.
Al cabo de un rato elegí uno entre una serie de estrechos valles paralelos, uno que yo sabía que tenía un estanque salado en el centro. Lo mismo les pasaba a muchos, sin eso habrían sido puro desierto. Se lo indiqué a Claire.
-Ése -señalé. y añadí maliciosamente-: Será mejor que la advierta que es estrecho y profundo: un lugar difícil para posarse.
Me lanzó una mirada hostil desde sus ojos de zafiro, pero no dijo nada. Y he aquí que una voz sonó inesperadamente a mis espaldas:
-¡A la izquierda! Ese de la izquierda. Parece... parece más fácil.
¡Gogrol! Me quedé sorprendido un momento, luego me volví fríamente:
-No entre en la sala de mandos cuando vamos a posarnos.
-Me lanzó una mirada llameante. masculló algo y se retiró. Pero me dejó un poco preocupado; no porque aquel valle de la izquierda fuese más fácil para posarse, eso era una simple apreciación, sino porque me parecía reconocerlo. En realidad, no estaba seguro de que Gogrol no hubiese señalado el valle de Gunderson.
Pero me atuve a mi primera hipótesis. y descargué la irritación que sentía sobre Claire.
-Tómelo con calma -gruñí-. No estamos en un campo de aterrizaje. Nadie ha puesto postes de nivelación en estos valles. Va usted a tener que aterrizar completamente a ciegas. A ciento cincuenta metros ya no verá nada, porque en este aire tenue el estampido empieza a descargar antes. Tendrá que bajar nivelando y haciendo cálculos, y que el cielo nos ayude si damos un tumbo. No hay sitio para maniobrar entre los acantilados.
Se mordió un labio nerviosamente. El «Minos» se balanceaba ya entre las inexpertas manos de la muchacha, aunque eso no fuera peligroso mientras nos manteníamos a quince o veinte kilómetros de altitud. Pero el suelo se Iba aproximando rápidamente.
Yo estaba de un humor cruel. Veía pintarse el esfuerzo en sus lindos rasgos y si sentía alguna lástima la olvidé, al pensar en el modo como me había tratado. Así pues, la hostigué:
-Éste no debería de ser un aterrizaje difícil para Relámpago Dorado. ¿O quizá preferiría usted aterrizar a toda velocidad para poder caer en una elipse de frenado? Pero ese sistema no le valdría aquí, porque el aire no se espesa a bastante altura para actuar como freno.
Unos pocos minutos más tarde, cuando le temblaban los labios con la tensión, proseguí:
-Se necesita algo más que publicidad y suerte para hacer un piloto, ¿no le parece?
Se derrumbó. Gritó de pronto:
-¡Oh, tómela! ¡Tómela, entonces! -y me puso en las manos la barra en U.
Luego se retiró a su rincón sollozando, con el dorado cabello derramándose por la cara.
Tomé el mando; no me quedaba otra elección. Corregí el balanceo que el ademán de Claire había imprimido al «Minos» y luego empecé a manejar los chorros inferiores. Era increíblemente fácil dada la poca gravitación de Europa y la escasa aceleración que de ello resultaba. El piloto tenía mucho tiempo para compensar el balanceo.
Empecé a comprender lo poquísimo que el Relámpago Dorado sabía de cohetes, y, a mi pesar, sentí una oleada de lástima por ella. Pero, ¿por qué compadecerla? Todo el mundo sabía que Claire Avery no era más que una muchacha rica y temeraria embriagada por su afán sensacionalista y más que sobrecargada de dinero, belleza y adulación. ¿El despreciado Jack Sands compadeciéndola?
¡Qué sarcasmo!
El chorro inferior se disparó y lanzó su estallido; el valle de color parduzco se inundó de llamas y negras cenizas. Empecé a bajar muy lentamente, porque abajo no se veía nada excepto la fiera capa del estallido, y miraba la burbuja del nivel como si mi vida dependiera de eso, como así era.
En razón de la densidad del aire de Europa la rociada empezaba a unos ciento veinte metros. A partir de ahí no cabía ninguna certeza; todo residía en descender tan lentamente que, al posarnos en el suelo, no resultasen dañados los reactores inferiores. Si se me permite, diré que tomamos tierra tan suavemente que dudo que Claire Avery se diese cuenta de ello hasta que vio como desconectaba los motores.
Se secó las lágrimas con una manga y me miró con un desafío azul en sus ojos. Antes de que pudiese hablar, Henshaw abrió la puerta.
-Bonito aterrizaje, señorita Avery -dijo.
-¿Verdad que sí? -aprobé, lanzando una sonrisa burlona a la muchacha.
Ella se puso en pie, pálida y temblorosa.
-No he sido yo la que ha hecho el aterrizaje -dijo ella ceñudamente-. Ha sido el señor Sands el que nos ha posado en el suelo.
De un modo u otro mi buen corazón sacó a relucir lo mejor de mí mismo:
-Desde luego -dije-. Me correspondía. Mire, es mi turno. -Y lo era; el cronómetro mostraba tres minutos de más-. A la señorita Avery le tocó la parte más difícil...
Pero ella se había ido. Y por más que yo lo intentaba, no conseguía recordarla como la dura y brillante aventurera a la que periódicos y emisoras se empeñaban en retratar. En lugar de eso, me dejó con una extraña impresión, en ningún modo lógica, de... melancolía.
La vida en Europa empezó sin incidentes dignos de mención. Poco a poco fuimos reduciendo la presión atmosférica del «Minos» hasta adaptarla a la del exterior. Primero Coretti y luego Claire Avery, tuvieron un amago de mareo de las alturas, pero al cabo de veinte horas todos nos habíamos aclimatado lo suficiente para encontrarnos cómodos al exterior.
Henshaw y yo fuimos los primeros en aventurarnos al aire libre.
Examiné el valle cuidadosamente buscando detalles conocidos, pero era difícil estar seguro; todas aquellas hendiduras en forma de cañón eran muy parecidas. Recordaba un matorral de matas canoras que crecía en el acantilado cuando el «Hera» se posó allí, pero nuestro chorro había golpeado desde más alto y si las matas habían estado en aquel sitio, sólo quedaría ahora un manchón de cenizas.
En el extremo más lejano del valle tenía que haber una grieta entre las colinas, un paso por el que era posible trasladarse al valle siguiente, No estaba allí; todo lo que pude distinguir fue un estrecho barranco que cortaba las colinas hacia la izquierda.
-Me temo que no he localizado el valle Gunderson -le comuniqué a Henshaw-. Creo que es el que tenemos inmediatamente a nuestra izquierda. Si no me equivoco, está unido a éste, al que vine a cazar algunas veces, por un paso.
Recordé de pronto que Gogrol había señalado el valle de la izquierda,
-¿Dices que hay un paso? -preguntó pensativamente Henshaw-.
Entonces debemos quedarnos aquí antes que arriesgarnos a otro despegue y a otro aterrizaje. Podemos trabajar en el valle Gunderson utilizando el paso. ¿Estás seguro de que es lo bastante bajo como para no tener que utilizar los cascos de oxígeno?
-Si es el verdadero paso, lo estoy. Pero, ¿trabajar en el valle Gunderson? Yo creía que se trataba de una empresa de exploración.
Henshaw me dirigió una extraña y dura mirada y se apartó. En aquel momento vi a Gogrol en pie en la portezuela del «Minos» y no supe si la reticencia de Henshaw se debía a mi pregunta o a la presencia de aquél. Cuando me disponía a seguir al capitán, se abrió la puerta del cuarto de descompresión y apareció Claire Avery.
Era la primera vez que la veía a una luz clara desde el despegue del Campo de los Jóvenes y casi se me había olvidado el delicioso color de su tez. Desde luego, su piel había palidecido durante las semanas transcurridas en la penumbra, pero su cabello de un amarillo cadmio y sus ojos de un azul zafiro resultaban claramente espectaculares, sobre todo cuando entró en la zona de penumbra del acantilado donde, fuera del alcance de la luz del Sol, permaneció bañada sólo por la dorada luz de Júpiter.
Como Henshaw y yo, vestía el mono que se suele usar en la fresca y diminuta Europa. El pequeño mundo recibía sólo una cuarta parte de calor del que llegaba al humeante lo. No habría sido habitable en absoluto a no ser por el hecho de que mantenía una cara dirigida siempre hacia su planeta y por eso, si bien recibía con intermitencia el calor del Sol, lo recibía eternamente de Júpiter.
La muchacha lanzó una ávida mirada sobre el valle; comprendí que ésta era su primera experiencia en un mundo inhabitado, y siempre hay una sensación de extrañeza y la fascinación de lo desconocido cuando se da el primer paso en un planeta inexplorado.
Miró a Henshaw, que estaba examinando metódicamente el achicharrado suelo sobre el cual descansaba el «Minos», y luego su mirada se cruzó con la mía. Tras un breve instante tenso la cólera de sus ojos azules, si aquello había sido cólera, se extinguió y la muchacha avanzó deliberadamente hacia mí.
Me miró, resuelta.
-Jack Sands -dijo con un asomo de desafío-, tengo que pedirle que me disculpe. No crea que me estoy excusando por la opinión que tengo de usted, sino únicamente por el modo como lo he tratado, En un pequeño grupo como éste no hay sitio para la enemistad y, por lo que a mí se refiere, su pasado no me incumbe en absoluto, Lo que es más, quiero darle las gracias por haberme ayudado durante el despegue y -su desafío se estaba resquebrajando un poco- durante... durante... el aterrizaje.
Me quedé mirándola fijamente, Aquella explicación debía de haberle costado un gran esfuerzo, porque el Relámpago Dorado era una orgullosa señorita, y noté cómo reprimía las lágrimas. Me tragué la réplica cruel que había estado apunto de darle y dije solamente:
-Está bien. Usted se reserva la opinión que tenga de mí y yo haré lo mismo con respecto a usted. Se sonrojó y sonrió.
-Creo que como piloto soy una inutilidad -reconoció compungida-. Odio los despegues y los aterrizajes. A decir verdad, estoy francamente asustada por el «Minos». Nunca hasta ahora había conducido nada mayor que mi pequeño cohete de carreras, el «Relámpago Dorado».
No pude reprimir una exclamación. De no haber visto con mis propios ojos su escasa práctica y habilidad, aquello habría resultado increíble.
-Pero, ¿por qué? -pregunté perplejo-. Si tan poco le gusta pilotar, ¿por qué lo hace? ¿Sólo por publicidad? No se comprende con todo el dinero que usted tiene.
-¡Oh, mi dinero! -protestó ella con irritación. Caminó hacia el estrecho valle y exclamó de pronto-: ¡Mire! ¡Algo se mueve sobre las cumbres! ¡Es como una gran pelota! ¡Y más arriba no hay aire en absoluto!
Alcé la mirada.
-No es más que un pájaro vejiga -dije con indiferencia.
Yo había visto muchísimos; eran la forma móvil de vida más común en Europa. Naturalmente, Claire jamás los había visto y se mostraba llena de ansiosa curiosidad.
Quise explicárselo. Arrojé algunas piedras a un tintineante grupo de arbustos canoros hasta que conseguí hacer levantar el vuelo a otra de aquellas aves, que se deslizó sobre nuestras cabezas con sus membranas extendidas.
Le dije a la muchacha que la criatura de un metro que había volado sobre nosotros era de la misma especie que el balón gigantesco que ella había atisbado entre los picachos sin aire, sólo que esta última había inflado su vejiga. Aquellas criaturas eran capaces de cruzar de valle a valle transportando su aire en grandes vejigas.
Por supuesto, las aves vejiga no eran realmente aves; no volaban, sino que se deslizaban como nuestros lemures y ardillas voladoras y, naturalmente, ni siquiera podían hacer eso cuando estaban por encima de las alturas sin aire.
Claire se mostraba tan ansiosa, interesada y boquiabierta, que olvidé por completo mi resentimiento y empecé a mostrarle todo lo que sabía sobre Europa. La llevé junto a los matorrales de arbustos canoros para que pudiese escuchar la dulce y quejumbrosa melodía de sus hojas respiratorias y la conduje luego- al charco salado en el centro del valle para buscar algunas de las criaturas primitivas a las que los hombres de Gunderson habían llamado «núxidas", porque se parecían mucho a nueces. Dentro de los caparazones había un pequeño bocado de carne deliciosa, ni animal ni vegetal, que se podía comer cruda sin peligro puesto que la vida bacterial no existe en Europa.
Sospecho que me mostré bastante parlanchín. Después dé todo, por primera vez en muchas semanas, me sentía acompañado. Vagamos valle abajo y yo hablaba, hablaba sin parar sobre muchísimas cosas. Le expliqué las diversas formas que asumía la vida en los distintos planetas y satélites; cómo en Marte, Titán y Europa el sexo era algo desconocido, aunque en Venus, en la Tierra y en Io todos lo poseyeran; y cómo en Marte y en Europa la vida vegeta y animal nunca se habían diferenciado, tanto que incluso los muy inteligentes y picudos marcianos tenían un asomo de naturaleza vegetal, mientras que, a la inversa, los arbustos canoros de las colinas de Europa tenían una resonancia vagamente animal. Entretanto errábamos sin rumbo hasta que nos detuvimos al borde del estrecho paso o barranco que probablemente conducía al valle de Gunderson.
En lo alto de la cuesta, un movimiento me llamó la atención,
Pensé primero que se trataría de un pájaro vejiga, aunque me intrigó la escasa altitud a que se hallaba; los pájaros vejiga expanden generalmente sus vejigas en el punto mismo en que la respiración se hace imposible. Entonces vi que no se trataba de un pájaro vejiga; era un hombre. En efecto, era Gogrol.
Emergía del paso y llevaba el cuello de su traje alzado en torno de la garganta como para defenderse contra el frío de la altura. Al parecer no nos había visto, ya que torció por lo que los alpinistas llaman un col, una comisa o cuello de roca que se adelantaba desde la boca del barranco a lo largo de la ladera hacia el «Minos». Pero Claire, siguiendo la dirección de mi mirada, lo vio en el momento mismo en que la maleza empezaba a ocultarlo.
-¡Gogrol! -exclamó-. Debe de haber estado en el valle siguiente. Stefan querrá saber...
Se contuvo a duras penas.
-¿Por qué -pregunté ceñudamente- ese amigo de usted, Coretti, había de interesarse por las acciones de Gogrol? Al fin y al cabo, se supone que Gogrol es biólogo, ¿no es así? ¿Por qué no habría de echar un vistazo al valle próximo?
Los labios de la muchacha se apretaron.
-Sí, ¿por qué no habría de hacerlo? -repitió ella-. No dije que no debería hacerlo. No he dicho nada parecido.
A partir de entonces mantuvo un obstinado silencio. En realidad, algo de la vieja enemistad y de la frialdad anterior pareció haberse restablecido entre nosotros mientras caminábamos por el valle, de vuelta al «Minos».
Aquella noche Henshaw modificó nuestro horario con arreglo a un plan más de acuerdo con las exigencias del satélite. Dividimos nuestro tiempo en días y noches o más bien en períodos de sueño y de vigilia, porque, desde luego, no hay verdadera noche en Europa. Los cambios de luz son tan desconcertantes aquí como en el satélite vecino Io, pero no del todo, porque lo tiene su propia rotación para complicar más las cosas.
En Europa, lo que más se acerca a la noche verdadera dura lo que el eclipse que se produce cada tres días poco más o menos, cuando el paisaje queda iluminado solamente por el dorado crepúsculo de Júpiter o, todo lo más, sólo por la luz de Júpiter e Io. Así pues, dispusimos nuestro tiempo nocturno con arreglo a arbitrarios cálculos terrestres, de forma que todos pudiésemos trabajar y dormir durante los mismos períodos.
No había necesidad alguna de mantener ningún servicio de vigilancia. Nadie había informado nunca de que existieran amenazas para la vida del hombre en la pequeña Europa. El único peligro procedía de los meteoritos que pululan alrededor de la gigantesca órbita de Júpiter y que algunas veces podían venir a estrellarse a través del tenue aire de sus satélites.
A la mañana siguiente acorralé a Henshaw y le obligué a escuchar mis preguntas.
-Oye, Harris -dije resueltamente-. ¿Qué hay en esta expedición que todo el mundo sabe menos yo? Si se trata de un equipo de exploración, yo soy el archipámpano de las Indias. Ahora quiero saber de qué se trata.
Henshaw pareció embarazado. Apartó sus ojos de los míos y masculló doloridamente:
-No puedo decírtelo, Jack. Lo siento muchísimo, pero no puedo decírtelo.
-¿Por qué no?
Vaciló.
-Porque tengo órdenes de no hacerlo, Jack.
-¿Órdenes de quién?
Henshaw sacudió la cabeza.
-¡Maldita sea! -exclamó con vehemencia-. Confío en ti. Si de mí dependiera, serías el único al que elegiría por su honradez. Pero no depende de mí ¿Comprendes? -Hizo una pausa-. Está bien -se encerró en su autoridad de capitán-, ninguna pregunta más. Yo haré las preguntas y daré las órdenes.
Bien, en ese plan, no se podía discutir. Siempre he sido un piloto de los pies a la cabeza y no desobedezco las órdenes de mi superior aun cuando sea un amigo tan íntimo como Henshaw. Pero empecé a insultarme a mí mismo por no haber visto algo raro en el asunto desde el momento en que Henshaw me ofreció el empleo.
Si la Interplanetaria estaba buscando publicidad favorable, no la habría conseguido contratándome. Además, el gobierno no tenía por costumbre devolver a un piloto su licencia a menos que existiese para ello una razón sólida y suficiente, y yo sabía que por mi parte no había suministrado semejante razón al protestar y discutir respecto a mis calamidades. Sólo estos indicios deberían de haberme hecho imaginar que había algo retorcido en el asunto.
También durante el viaje mismo hubo muchos indicios. Cierto que Gogrol parecía dominar el lenguaje de la biología, pero que me aspen si Coretti hablaba como un químico. Y había también en mí aquella sensación obsesiva de haber conocido a Gogrol. Y, para colmo de todo, estaba la incongruencia de llamar a esta caminata una exploración; porque toda la exploración que estábamos haciendo podría haberse realizado lo mismo si hubiésemos tomado tierra en Staten Island o en Buffalo. Mejor aun, porque en lo que a mí se refiere, conocía ya Europa, pero nunca había estado en Buffalo.
Por ahora no había nada que hacer sobre el asunto. Disimulé mi disgusto y me esforcé hasta el máximo en cooperar con los demás. También eso resultó bastante difícil, porque se sucedieron sospechosos incidentes que me hicieron sentir como un extraño, marginado.
Un ejemplo: Henshaw decidió que nos convendría un cambio en la dieta. En general, las especies de Europa eran comestibles, aun que no todas tan gustosas como las diminutas criaturas de concha de los estanques salados. Yo conocía una variedad que había servido de alimento a los hombres del «Hera», una excrecencia en forma de planta y que consistía en un solo miembro carnudo del tamaño de una mano. Lo habíamos llamado hoja hígado a causa de su gusto.
El capitán nos designó a Coretti ya mí para que recogiéramos un buen surtido de aquella exquisitez. Encontré una muestra, se la enseñé a mi compañero y luego proseguí mi búsqueda hacia el norte, esto es, por el muro izquierdo del valle. Coretti pareció tomar la dirección opuesta, pero no había yo avanzado mucho cuando advertí que me venía siguiendo por el borde del estanque de sal. Eso no significaba nada; él era libre de buscar donde quisiese, pero pronto se me hizo evidente que no estaba buscando nada. Me estaba siguiendo; estaba cubriendo mis movimientos.
Me sentí profundamente irritado, pero resolví no revelarlo. Seguí caminando, reuniendo las gordas hojas metódicamente en mi cesto hasta que llegué al extremo más alejado del valle y a las laderas que allí se alzaban.
Cuando me reuní con Coretti, éste me dirigió una sonrisa burlona.
-¿Ha tenido suerte? -preguntó.
-Al parecer, más que usted -repliqué con una mirada despectiva a su cesta casi vacía.
-Yo no he tenido suerte en absoluto. Pensé que quizás en el valle próximo, después del paso de allí, podríamos encontrar más.
-Yo ya tengo mi parte -gruñí.
Creí notar un resplandor de sorpresa en sus negros ojos.
-¿No va usted a seguir? -preguntó secamente-. ¿Va a regresar?
-Usted lo ha dicho -contesté con idéntica sequedad-. Mi cesta está llena y regreso.
Me di cuenta de que me estuvo vigilando durante toda la vuelta, porque a mitad de camino volví la mirada y pude verlo de pie en la ladera que estaba cerca del paso.
Hacia eso que nosotros llamábamos anochecer, el Sol entró en nuestro primer eclipse. Sólo la dorada luz de Júpiter bañaba el paisaje y me di cuenta de que había olvidado cuán bello podía ser aquel crepúsculo de oro.
Me sentí extremadamente solo y salí a caminar para contemplar los centelleantes picachos recortarse contra el negro cielo y la inmensa e hinchada esfera de Júpiter con Ganímedes oscilando al lado como una perla luminosa. La escena era tan encantadora, que olvidé mi soledad hasta que de pronto volvieron a recordármela.
Un destello de oro aun más brillante atrajo mi atención. Cerca de un bosquecillo de arbustos canoros distinguí a Claire. Junto a ella se hallaba Coretti. Mientras yo miraba, él se volvió de pronto y la estrechó entre sus brazos. Ella no opuso la menor resistencia; parecía aceptarlo contenta. Aquello no era cosa mía, desde luego, pero..., bueno, si antes me desagradaba Coretti, ahora lo odiaba, porque otra vez me sentía muy solo.
Creo que fue al día siguiente cuando las cosas llegaron al punto culminante y empezó realmente el jaleo. A Henshaw le había agradado la comida indígena que trajimos y decidió que saliésemos de nuevo a buscarla. Esta vez dispuso que fuese Claire quien me acompañase. Partimos en silencio; la frialdad que había reinado en nuestro último encuentro alentaba aún y, además, lo que yo había visto la pasada noche a la luz del eclipse parecía impresionarme de modo decisivo. Así, pues, me limité a caminar junto a ella, preguntándome qué se podría elegir para la comida del día.
No queríamos otra vez hojas hígado. Las pequeñas «núxidas» del estanque salado estaban muy bien, pero se necesitaba medio día de trabajo para reunir las necesarias y además eran demasiado saladas para ser el plato fuerte de toda una comida. En los pájaros vejigas no había que pensar: prácticamente no consistían en nada, sino en un delgado pellejo que se extendía sobre un armazón de huesos. Recordé que una vez habíamos probado un terrón parduzco y fungoso, una especie de gurumelo que crecía a la sombra de los arbustos canoros; a algunos de los hombres de Gunderson les habían gustado.
Por fin, Claire rompió el silencio.
-Si voy a ayudarle a buscar -sugirió-, debo saber qué estamos buscando.
Le describí las setas subterráneas.
-No estoy seguro de que les guste a todos. Si no recuerdo mal, tenían un sabor parecido a las trufas, con un débil regusto a carne.
Los probamos crudos y cocidos, y cocidos estaban mejor.
-Me gustan las trufas -dijo la muchacha-. Son...
¡Un disparo! No había error posible en el seco crujido de un revólver del 38, aunque sonaba con extraña agudeza en la atmósfera enrarecida. Pero sonó de nuevo, y una tercera vez, y luego toda una ráfaga.
-¡Apártese de mí! -ordené mientras dábamos media vuelta y corríamos hacia el «Minos».
La advertencia era innecesaria; Claire no estaba acostumbrada a correr en un pequeño satélite. Su peso en Europa no debía de ser más de seis o siete kilos, la octava parte de su peso normal en la Tierra, y aunque había aprendido a caminar bastante fácilmente, porque eso se aprende en cualquier viaje por el espacio, no había tenido ninguna oportunidad de aprender a correr. Su primer paso la levantó dos metros por el aire y yo me separé de ella con la larga zancada deslizante que hay que utilizar en satélites como Europa.
Desemboqué desde la maleza en el claro abierto por el chorro de la nave y donde antes había habido vegetación. Por un momento sólo vi que el «Minos» descansaba pacíficamente en el claro, pero luego retrocedí aterrado. En la escotilla yacía un hombre, Henshaw, con el rostro convertido en una masa sangrienta, la cabeza hendida por dos balazos.
Hubo un estrépito, voces, otro disparo. De la escotilla salió corriendo Coretti; se tambaleó unos diez pasos, luego cayó de costado mientras la sangre fluía del cuello de su traje. En la puerta, con un revólver en la mano derecha y una pistola lanzallamas en la izquierda, estaba Gogrol.
Yo no iba armado; ¿para qué llevar armas en un satélite como Europa? Por un instante me quedé helado, lleno de consternación, sin comprender, y en aquel momento Gogrol me divisó. Vi que su mano se crispaba sobre el revólver, luego se encogió de hombros y avanzó hacia mí.
-Bueno -dijo con un tono de burla en la voz-, tuve que hacerlo. Se volvieron locos. Anerosis, el mal de las montañas. Los atacó a ambos ala vez y enloquecieron. He actuado en legítima defensa.
Naturalmente no le creí. Aun en un aire más enrarecido que el de Europa, nadie es víctima de la anerosis. Pero yo no podía discutir esos extremos con un jadeante asesino armado, y estando una muchacha a mis espaldas. Callé.
Claire se acercó; oí su angustiada respiración y su lamento casi imperceptible.
-¡Stefan! -Luego vio a Gogrol empuñando sus armas y le increpó furiosa-: ¡Conque lo hizo usted, eh! Ya sabía que sospechaban de usted. Pero no conseguirá...
Se interrumpió bajo la súbita amenaza que se leía en los ojos de Gogrol y yo me coloqué delante de ella cuando él alzó su revólver.
Por un instante la muerte nos miró con claridad a Claire y a mí, luego el hombre se encogió de hombros y la luz de maldad que había en sus ojos disminuyó.
-Todavía queda tiempo -masculló-. Si Coretti muere...
Retrocedió hasta la escotilla y sacó un casco del interior del «Minos», un casco de aire que llevábamos en previsión de tener que recorrer alturas privadas de aire.
Luego Gogrol avanzó hacia nosotros y sentí cómo Claire se estremecía contra mi hombro. Pero el hombre se limitó a lanzamos una mirada llameante y escupió una sola palabra:
-¡Atrás! -ordenó roncamente-. ¡Atrás!
Retrocedimos. Con la amenaza de aquella mortífera pistola lanzallamas. nos condujo a lo largo del estrecho valle, hacia el este en dirección a la ladera de donde partía el barranco que conducía al valle de Gunderson.
Y, ladera arriba, llegamos a las turbias sombras del paso en sí, tan estrecho en algunos sitios que con las manos extendidas me habría sido posible tocar ambas paredes. Un sitio salvaje, obscuro, ominoso y lleno de ecos sombríos; no me extrañaba que la muchacha temblase junto a mí. El aire estaba enrarecido hasta el borde de la insuficiencia y los tres jadeábamos al respirar.
No había nada que yo pudiera hacer, porque las armas de Gogrol apuntaban obstinadamente a Claire Avery, Así pues, deslicé un brazo por su cintura para darle ánimos y caminamos trabajosamente por aquel sombrío cañón hasta que por fin se ensanchó. Trescientos metros más abajo. se extendía un valle. el valle Gunderson, como reconocí inmediatamente. A lo lejos estaba la ladera donde se había posado el «Hera». y abajo. en el extremo inferior, estaba el estanque de agua salada en forma de corazón.
Gogrol se había puesto el casco, dejando abierta la visera. Y sus aplastados rasgos asomaban como los de una gárgola. Nos hizo avanzar valle abajo. Cuando atravesamos la boca del barranco. que no era más que una estrecha garganta entre escarpes colosales, se desvió momentáneamente entre las sombras y, cuando apareció de nuevo me pareció oír un leve borboteo. Entonces aquello no significó nada para mí.
Blandió el revólver.
-¡Más aprisa! -ordenó amenazante.
Estábamos ahora en lo más bajo del talud y nos abríamos camino obstinadamente entre las rocas y los pedruscos, Él nos impulsaba hacia adelante hasta que avanzamos a trompicones hacia los peñascos que rodeaban el estanque central. De pronto Gogrol se detuvo.
-¡Si me siguen -dijo con fría intensidad-. dispararé!
Caminó no hacia el paso, sino a la ladera en sí, apartándose de las cuestas que estaban más cercanas al «Minos», invisibles en el otro valle. Desde luego, Gogrol podía cruzar aquellas alturas sin aire, confiado en su casco, llevando su suministro de aire como los pájaros vejiga.
Pareció buscar el resguardo de una comisa ascendente. Cuando la empinada roca lo ocultó, salté a un peñasco.
-¡Venga! -grité-. Quizá podamos adelantarnos por el paso y llegar antes que él a la nave.
-¡No! -gritó Claire tan frenéticamente que me detuve-. ¡Dios mío, no! ¿No ha visto usted el explosivo que ha dejado montado?
¡El leve borboteo! Apenas tuve tiempo de tumbarme junto a la muchacha tendida tras una roca cuando la pequeña bomba atómica hizo explosión.
Supongo que todo el mundo habrá visto, en vivo o por televisión, el efecto de las explosiones atómicas. Todos nosotros, por un medio u otro, habíamos visto cómo se demolían viejos edificios, cómo se terraplenaban terrenos o se cegaban canales y, los de más de cuarenta años, pueden incluso recordar el despliegue de bombas en la guerra del Pacífico. Pero ninguno de ustedes puede imaginar los efectos de esta explosión en Europa. Tenía lugar en una presión y una gravitación que sólo era una octava parte de la normal. Y esos eran los únicos frenos para su furia.
Me pareció que toda la montaña se elevaba. Vastas masas de desmoronadas rocas se alzaban hacia el negro cielo. Pedazos de piedra, silbantes como balas e incandescentes como meteoritos, pasaban junto a nosotros, y el suelo mismo al que nos aferrábamos oscilaba como la cubierta de un cohete cogido en una tormenta.
Cuando el terrible estrépito se hubo extinguido, cuando ya ningún escombro rugía por encima de nosotros, cuando las oleadas de rocas se habían posado de nuevo o habían escapado de la gravitación de Europa para estrellarse sobre un Júpiter indiferente, el paso había desaparecido. La montaña y el vacío, esto es, la altura sin aire, nos tenían aprisionados.
Claire y yo estábamos ligeramente aturdidos por la explosión, aunque la tenue atmósfera transmitía un sonido extrañamente agudo en lugar del resonante retumbo que habíamos oído en la Tierra.
Cuando la cabeza dejó de darme vueltas, miré alrededor buscando a Gogrol y lo vi por lo menos a unos ciento cincuenta o doscientos metros en la cuesta de la montaña. Se apoderó de mí la cólera; agarré una piedra de la orilla del estanque y se la lancé rencorosamente.
Uno puede hacer lanzamientos a distancias asombrosamente grandes en mundos pequeños como Europa; vi cómo el proyectil levantaba una nubecilla de polvo a los pies mismos de nuestro enemigo.
Éste dio media vuelta; con toda frialdad, levantó su revólver, y recibí en el rostro esquirlas del peñasco junto al cual estaba. Hice que Claire se tendiera detrás de aquel refugio porque comprendí sin ningún género de dudas que Gogrol había tirado a matar. En silencio lo vimos trepar hasta que se convirtió en una diminuta mancha negra cerca de la cresta.
Se acercó aun pájaro vejiga que iba recorriendo su lento camino entre las alturas sin aire. Allá arriba, esas criaturas son lentas como caracoles, porque sus membranas de vuelo son inútiles en lo que es casi el vacío. Pero normalmente no tenían enemigo alguno en los picachos.
Vi cómo Gogrol cambiaba intencionadamente de rumbo para interceptar a la criatura. Adrede, maliciosamente, hizo un agujero en la inflada vejiga, reventándola como el globo de un niño. Se quedó mirando mientras el pobre animal aleteaba en la agonía de la asfixia y luego siguió su camino plácidamente. Era la más fría exhibición de frívola crueldad que hubiese presenciado nunca.
Claire se estremeció. Todavía en silencio, contemplábamos el metódico progreso de aquel hombre a lo largo del ribazo. Había algo en su actitud que sugería la búsqueda. De repente, aceleró el paso y luego se paró de pronto, examinando lo que parecía ser un montón de piedras que le llegaba a la cintura.
Empezó a excavar, desparramando a su alrededor piedras y suciedad. Por último se incorporó; si había encontrado algo, la distancia impedía ver lo que era, pero ondeó hacia nosotros un pequeño objeto como en un ademán de triunfo y de mofa. Luego siguió andando por la cresta de la colina y desapareció.
Claire suspiró descorazonadamente; se parecía muy poco a la orgullosa y arrogante muchacha a la que llamaban Relámpago Dorado.
-Es el fin -murmuró, desconsolada-. Lo ha conseguido y nos tiene atrapados. No podemos hacer nada.
-¿Conseguido qué? -pregunté-. ¿Qué estaba buscando?
Sus azules ojos se agrandaron por el asombro.
-¿No lo sabe usted?
-Claro que no lo sé. Por lo visto, sé menos de este maldito viaje que de cualquier otra cosa del mundo.
Ella se quedó mirándome con firmeza.
-Ya había yo comprendido que Stefan estaba equivocado –dijo blandamente-. No me importa lo que usted fuese cuando se estrelló el «Hera», Jack Sands. En este viaje ha sido honrado y valiente y todo un caballero.
-Gracias -dije con sequedad, pero estaba un poco conmovido por todo aquello, porque, al fin y al cabo, el Relámpago Dorado era una muchacha muy hermosa-. ¿Y si usted me desvelara algunos de los secretos? Por ejemplo, ¿en qué se ha equivocado Coretti? ¿Y qué es lo que estaba buscando Gogrol?
-Gogrol -dijo ella, mirándome- estaba buscando en el pequeño montículo de piedras de Gunderson.
La miré sin comprender.
-¿De Gunderson? ¿Montículo? ¿Qué significa eso?
Permaneció silenciosa unos momentos.
-Jack Sands -dijo por fin-, no me importa lo que Stefan o el gobierno o quienquiera que sea piense de usted. Creo que es usted honrado y creo que se ha cometido una injusticia con .usted. No creo que tuviese la culpa del desastre del «Hera». Voy a decirle todo lo que sé de este asunto. Antes que nada, ¿sabe usted el objeto de la expedición de Gunderson a Europa?
-Nunca lo supe, Soy piloto; no me interesaban lo más mínimo sus miras científicas.
Ella asintió.
-Bien, usted sabe cómo funciona un motor de cohete, cómo utilizan una diminuta cantidad de uranio o radio como catalizador para liberar la energía que hay en el combustible. El uranio tiene una actividad baja; sólo opera sobre metales como los álcalis, y las naves que utilizan motores de uranio queman sal. El radio, siendo más activo, opera sobre metales que van del hierro al cobre; por eso las naves que utilizan un iniciador de radio usualmente queman uno de los minerales más comunes del hierro o del cobre.
-Sé todo eso -gruñí-. y cuanto más pesado es el metal, mayor es la energía que se desprende de su desintegración.
-Exactamente. -Ella hizo una pausa un momento-. Bueno, Gunderson quería emplear elementos más pesados aún. Eso requería una fuente de rayos más penetrantes que los del radio, y él sabía que la única fuente disponible es el elemento noventa y uno, el protactinio. y ocurre que los depósitos más ricos de protactinio descubiertos hasta ahora están en las rocas de Europa; por eso vino a Europa a realizar sus experimentos.
-Bien -dije-, pero, ¿qué pinto yo en todo esto?
-No lo sé con certeza, Jack. Deje que termine de explicarle lo que sé, que es todo lo que Stefan ha querido decirme. Creen que Gunderson tuvo éxito; se supone que encontró la fórmula mediante la cual el protactinio puede operar sobre el plomo, lo que proporcionaría mucha más energía que ningún tipo actual de. iniciador.
Pero, si lo consiguió, su fórmula y sus notas quedaron destruidas cuando se estrelló el «Hera».
Yo empezaba a comprender.
-Pero, ¿qué tiene que ver todo eso con el montón de piedras?
-¿No lo comprende?
-¡Que me aspen si lo entiendo! Si Gunderson construyó un túmulo, debió de ser el último día. Tenía turno de descanso y me pasé casi todo el tiempo durmiendo. Pero creo recordar que casi realizaron una especie de ceremonia.
-Sí. Gunderson habló de algo de eso cuando la nave se detuvo en Junópolis, en Io. Lo que el gobierno imagina es que él enterró una copia de su fórmula bajo ese montón de piedras. Pero nadie podía conocer la situación de ese túmulo excepto usted y un hombre llamado Kratska que había desaparecido.
»Así pues, la Interplanetaria, que está en un mal momento a causa de dificultades financieras, recibió la orden de respaldar esta expedición llevándolo a usted como piloto, Por lo menos eso es lo que me dijo Stefan. Me imagino que me contrataron también a mí para proporcionarle a la compañía un poco más de publicidad y, desde luego, a Stefan lo enviaron para vigilarlo a usted, con la esperanza de que de un modo u otro revelaría la situación del túmulo. Como usted comprende, la fórmula es de un valor inmenso.
-Sí, comprendo. ¿y qué hay de Gogrol?
Ella frunció el ceño.
-No sé. Stefan insinuó que ese Gogrol tenía ciertas relaciones con Harrick de la Interplanetaria, o podía presionarlo de algún modo. Harrick insistió en que fuese uno de los miembros.
-¡Demonios ! -estallé súbitamente-. Él estaba enterado de lo del montón de piedras. Sabía donde tenía que buscar.
Los ojos de la muchacha se agrandaron.
-Es verdad, lo sabía. ¿No será espía de un gobierno extranjero?
¡Si pudiéramos detenerle...! Pero nos ha dejado aquí absolutamente indefensos. ¿Por qué no nos ha matado?
-Me lo imagino -dije ceñudamente-. Él solo no puede pilotar el «Minos». Henshaw ha muerto, y si Coretti muere..., bien, uno de nosotros tendrá que hacer de piloto.
Se estremeció.
-Preferiría morir -murmuró- a viajar con él a solas.
-Ninguna de las dos cosas me gustaría para usted –comenté sombrío-. Lo que me habría gustado es que se hubiese mantenido alejada de esto. Podría usted estar en casa disfrutando de su dinero.
-¡Mi dinero! -gritó-. No tengo ningún dinero-. ¿Cree usted que corro estos riesgos por afán de publicidad, de sensacionalismo, o de ganarme la admiración de la gente?
Me quedé boquiabierto; desde luego eso era exactamente lo que yo pensaba.
Ella estaba literalmente echando chispas.
-Escúcheme, Jack Sands, sólo hay un motivo que explica las cosas absurdas que estoy haciendo: ¡el dinero! No existe ninguna fortuna Avery, y no ha existido desde que mi padre murió. Estos dos últimos años he necesitado dinero desesperadamente para retener la mansión de Connecticut para mi madre, porque ella moriría si tuviese que abandonarla. Por dos siglos ha sido el hogar de nuestra familia, y no seré yo la que vaya a perderlo.
Tardé unos momentos en ajustarme a lo que ella estaba diciendo.
-Pero un cohete de carreras no es un juguete de pobres –dije débilmente-. Y es seguro que una muchacha como usted podría encontrar...
-¡Una muchacha como yo! -interrumpió amargamente-. Oh, ya sé que tengo una figura bonita y una voz pasable, y quizá pudiera haber encontrado trabajo en un cono de televisión, pero necesitaba dinero en cantidad. Podía elegir dos formas de conseguirlo: casarme o arriesgarme a cualquier cosa. Ya ve usted lo que elegí. En cuanto al Relámpago Dorado, puedo obtener grandes premios por anunciar marcas de desayuno y cremas de belleza. Por eso me expuse hasta el límite en aquella carrera; mi cohete era todo lo que me quedaba para jugármelo. y la cosa dio resultado, sólo que -la voz le tembló un poco-, sólo que me gustaría no tener que seguir jugando. ¡Es algo que odio!
No fue sólo lástima lo que sentí entonces por ella. Su confesión había cambiado las cosas; ya no seguía siendo la muchacha acaudalada e inalcanzable que yo siempre me había imaginado. Simplemente era una muchacha solitaria e infeliz, una muchacha que necesitaba ser querida y consolada. Recordé entonces aquel anochecer del eclipse y los brazos de Coretti rodeándola. Así pues, la miré un instante mientras la luz del Sol encendía sus cabellos y luego me aparté lentamente.
Al cabo de un rato recogimos algunas hojas hígado, las cocinamos, y traté de convencer a Claire de que era seguro que nos rescatarían. Ninguno de los dos lo creía; sabíamos muy bien que Gogrol no. llevaría ningún compañero vivo a Io; quienquiera que lo ayudase a pilotar el «Minos» moriría y sería arrojado al espacio antes del aterrizaje, y sabíamos que la versión de Gogrol, cualquiera que pudiese ser, no sería la más adecuada para alentar una expedición de rescate. Simplemente se limitaría a decir que todos habíamos muerto de una manera u otra.
-No me importa -dijo Claire-. Estoy contenta contigo.
Era la primera vez que me tuteaba. Pensé en Coretti y no dije nada. Estábamos sentados en sombrío silencio junto al fuego cuando Gogrol volvió a asomar sobre las colinas.
Claire fue la primera en verlo y gritó. A pesar de que llevaba puesto el casco, ninguno de nosotros podía confundir su ancha y fornida figura. Pero no había nada que pudiésemos hacer excepto aguardar, aunque nos retiramos en dirección a la zona de peñascos que había junto al charco central.
-¿Qué supones tú.:.? -preguntó Claire nerviosamente.
-Coretti puede haber muerto o estar muy mal herido para poder ayudarle.
El dolor contrajo los rasgos de la muchacha.
-Sí, o más bien... ¡Oh, ya lo sé, Jack! Gogrol no sabe planear un rumbo. Sabe pilotar, sabe seguir un rumbo ya trazado, pero no sabe trazar uno... ¡Y Stefan tampoco!
Inmediatamente comprendí que debía de tener razón. Pilotar una nave es simplemente cuestión de seguir determinadas instrucciones, pero planear un rumbo implica el cálculo de funciones y eso, permítanme decirlo, requiere un matemático. Yo sabía hacerlo. Y Claire podía determinar bastante bien un curso sencillo, cosa indispensable en las carreras de cohetes.
Miren ustedes, la dificultad reside en que el piloto no dirige la nave directamente a su destino, porque ese destino está en movimiento; la dirige hacia el sitio donde el planeta estará cuando llegue la nave, y en este caso, suponiendo que Gogrol quisiera posarse en Io, un viaje desde Europa a aquel mundo significaba lanzarse en dirección a la colosal masa de Júpiter. Si en aquella dirección un cohete sobrepasaba la velocidad crítica, ¡adiós muy buenas!
A unos treinta metros, Gogrol se detuvo.
-Escuchen los dos -gritó-, ofrezco a la señorita Avery la oportunidad de incorporarse a la tripulación del «Minos».
-Usted es toda la tripulación -repliqué-. Ella no acepta su oferta.
Sin previo aviso, empuñó su revólver y disparó. Un golpe seco me entumeció la pierna izquierda. Caí detrás de un peñasco, empujando a Claire, mientras la atronadora voz de Gogrol seguía al estampido de su disparo:
-¡Voy a cerrarte la boca para siempre!
Entonces empezó un salvaje juego del escondite. Claire y yo nos arrastrábamos entre los peñascos sin atrevemos apenas a respirar.
Gogrol disponía de todas las ventajas y las aprovechaba. Yo no podía tenerme en pie, las piernas me dolían tan terriblemente que temía, de un momento a otro, dejar escapar un gemido involuntario. Claire sufría conmigo; sus ojos eran azules manchitas atormentadas, pero no se atrevía ni siquiera a cuchichearme.
Gogrol empezó a saltar sobre los peñascos. Me atisbó, y una segunda bala golpeó en la misma pierna que me ardía. Estaba cazándome deliberadamente y comprendí que era el final.
Tuvimos un momentáneo respiro.
-Voy a entregarme -dijo Claire-. De lo contrario, te matará y me llevará a mí de cualquier manera.
-¡No! -gemí-. No.
Gogrol nos oyó y se acercó al punto. Claire me susurró apresuradamente:
-Es un monstruo. Por lo menos podré trazar un rumbo que..., que nos mate a los dos. -Luego gritó-: Gogrol, me rindo.
La agarré por un tobillo... demasiado tarde. Intenté seguirla a rastras, pero andaba demasiado aprisa. La oí decir:
-Me entrego si deja de disparar contra él.
Gogrol masculló algo y luego oí de nuevo la voz de Claire:
-Sí, le trazaré el rumbo, pero, ¿cómo voy a cruzar los picachos?
-Camine -dijo él, y se echó a reír.
-No podré respirar allá arriba.
-Camine todo lo aprisa que pueda. No morirá si la llevo en brazos el resto del trayecto.
No hubo ninguna réplica. Cuando por fin pude llegar a rastras hasta el claro, estaban ya a unos treinta metros cuesta arriba.
Impotente, furioso, enloquecido por el dolor, agarré una piedra, y la tiré. Alcanzó a Gogrol en la espalda, pero sin ninguna contundencia. Se volvió irritado, dejó a Claire en el suelo, y me lanzó otro balazo. Me falló, pensé, aunque no estaba seguro, porque estaba embotado por el dolor. No podía estar seguro de nada.
Claire vio que yo todavía conservaba cierto aspecto de conciencia.
«jAdiós!», gritó, y añadió algo que no pude oír a causa de las rojas oleadas de dolor. Gogrol se reía. A continuación, durante lo que pareció ser un largo rato, únicamente percibí que estaba arrastrándome tercamente por un infierno de torturas.
Cuando se disipó la niebla roja, sólo había alcanzado el pie del acantilado. Muy por encima de mí pude distinguir las figuras de Claire y Gogrol y percibí que, aunque él avanzaba con rápidas zancadas, protegido por su casco, la muchacha se tambaleaba a causa de la dificultosa respiración. Mientras yo miraba, ella tropezó y empezó a luchar frenética y espasmódicamente para alejarse de él. No es que quisiera romper su promesa, sino que la agonía de la asfixia la impulsaba a intentar conseguir aire respirable por cualquier medio.
Pero la lucha fue breve. En menos de un minuto, se desmayó agotada por la falta de aire; Gogrol se la echó descuidadamente a un hombro y apretó el paso. Se detuvo en la cresta y miró atrás. En aquel aire tenue y diáfano pude ver todos los detalles con una claridad telescópica, incluso la sombra que él arrojaba sobre la rubia cabeza caída de Claire.
Se llevó el revólver a la sien, lo agotó en un ademán burlón y lo arrojó luego hacia mí por la ladera de la montaña. La intención era inconfundible: me estaba aconsejando que me suicidara. Cuando llegué al revólver, sólo había un cartucho disponible en el tambor; alcé la mirada y traté de emplearlo contra el mismo Gogrol, pero yahabía desaparecido tras el ribazo.
Comprendí entonces que me era preciso renunciar a toda esperanza. Quizá, de cualquier modo, iba a morir a causa del último balazo recibido, pero, fuese así o no, Claire estaba perdida. Todo lo que quedaba para mí era la locura de la soledad, aprisionado para siempre en aquel valle. Eso o el suicidio.
No sé cuántas veces pensé en aquel único cartucho, pero tengo la certeza de que el pensamiento se hizo muy tentador al cabo de unas cuantas horas más de dolor.
¡Si me fuese posible cruzar aquellas colinas! Empecé a comprender que la seguridad de Claire era más importante que mi propia vida, aunque ello significase salvarla para Coretti. Pero no podía hacerlo, ni siquiera podía llegar hasta ella a menos que me fuese posible deslizarme sobre las colinas como un pájaro vejiga.
¡Como un pájaro vejiga! Estaba seguro de que sólo el delirio de la fiebre había sugerido aquella idea absurda. ¿Podría cristalizar en algo? Me respondí a mí mismo que, diese o no resultado, sería mejor que morir allí sin haber hecho ningún intento.
Me dediqué a acechar a aquel pájaro vejiga con la tenacidad de un gato. Pasé largos minutos arrastrándome hacia un bosquecillo de arbustos canoros sólo para ver cómo alguna que otra de aquellas criaturas volaba venturosa sobre mi cabeza y cruzaba el valle. Pero al fin vi al animal acurrucado y dispuesto a emprender el vuelo.
No me atreví a retrasar más mi plan por miedo a que mis heridas me debilitasen demasiado. Así es que disparé, consumiendo mi único cartucho.
El pájaro vejiga se abatió. Pero aquello no fue más que el principio de mi tarea, Cuidadosamente, con meticulosidad exquisita, quité la vejiga de la criatura, dejando intacto el tubo de viento. Luego, a través de la abertura que conecta con el pulmón único del pájaro, deslicé mi cabeza, dejando que el sangriento reborde se contrajese en torno de mi garganta.
Yo sabía que la adherencia no podía ser perfecta, por lo cual reforcé la unión con tiras de tela que corté de mi ropa, apretando al punto de la asfixia. Luego me metí el pegajoso tubo de viento en la boca y empecé una tarea inacabable: llenar de aire la vejiga. Inspiraba profundamente y soplaba después por el tubo, así una y otra vez. Gradualmente la vejiga fue hinchándose con un aire sucio, viciado, maloliente que ya había sido respirado una vez.
Tenía la vejiga a medio llenar cuando comprendí que debía ponerme en marcha si quería tener la oportunidad de vivir lo suficiente para hacer una prueba. Soplando aún por el tubo de viento mientras hubo aire bastante, mirando turbiamente a través de las paredes semitranslúcidas de la vejiga, empecé a escalar la colina.
No quiero describir aquel viaje increíble. En la Tierra habría sido absolutamente imposible; aquí, como no pesaba más de nueve kilos, estaba dentro de los límites de lo viable. Mientras subía, la vejiga se iba hinchando a medida que se reducía la presión exterior.
Cuando tuve que empezar a respirar aquella cosa repugnante, pude sentir cómo se escapaba borboteando a través del reborde sanguinolento que me atenazaba el cuello.
Como quiera que fuese, superé la cresta, casi directamente por encima del «Minos». Afortunadamente, la nave estaba aún allí. Gogrol no había bajado por este sitio y comprendí por qué. Había allí un descenso de unos cien metros. Bueno, eso equivalía sólo a unos quince metros en la Tierra, pero aun así... El caso era que tenía que probar, porque aquí en los picachos me estaba muriendo. Salté.
Di en el suelo con un retorcimiento de dolor de mi pierna herida, pero mucho más leve de lo que había temido. ¡Claro! Al saltar a un aire más denso, la gran vejiga había funcionado como paracaídas y, al fin y al cabo, mi peso aquí no era más que de nueve kilos. Me arrastré en dirección a la nave, esperando con agonía el momento en que poder arrancarme la hedionda y asfixiante vejiga.
Ese momento llegó, Había cruzado los picachos y ante mí estaba el «Minos». Seguí arrastrándome y llegué hasta el costado de la escotilla. Estaba abierta y una voz atronaba en el interior, la de Gogrol.
-Conque querías jugármela, ¿eh? -chilló-. Trazas un rumbo que nos llevará a estrellarnos. ¡Vamos a ver! ¡Vamos a ver!
Luego llegó el sonido inconfundible de un golpe y un débil gemido de dolor .
En algún lado encontré la fuerza necesaria para ponerme en pie. Blandiendo el vacío revólver, entré por la escotilla y, sujetándome en las paredes, me deslicé hasta la sala de mandos.
Había algo en aquella figura inclinada sobre una muchacha sollozante en la penumbra que descorrió el velo que había nublado mi mente. Al verlo así en la umbrosa sala con las persianas alzadas, descubrí lo que debería de haber reconocido varias semanas antes: Gogrol era Kratska.
-¡Kratska! -rugí, y él dio media vuelta.
Tanto él como Claire se quedaron helados y rígidos por la sorpresa y la incredulidad. Creo que ambos estaban realmente convencidos de que era un fantasma.
-¿Cómo..., cómo...? -tartamudeó Gogrol, o más bien Kratska.
-Crucé. Habría cruzado el infierno para encontrarte, Kratska.
-Blandí el revólver-. Sal y aléjate rápidamente, si quieres escapar al estallido del despegue. Te dejaremos aquí hasta que la policía de Io venga a recogerte o te interrogue, entre otras cosas, sobre aquel asunto de «Hera». -Le hablé a la asombrada Claire-: Cierra la escotilla después que se haya ido. Vamos a despegar.
-¡Jack -gritó ella, comprendiendo por fin-, Stefan está atado a un árbol ahí fuera! ¡La llamarada lo abrasaría!
-Entonces, ve a soltarlo y, por el amor de Dios, date prisa.
Pero no había hecho más que desaparecer cuando Kratska aprovechó su oportunidad. Fiando en mi evidente debilidad se abalanzó sobre mí. Creí que se había vuelto loco. No hacía más que gritar imprecaciones.
-¡Maldito seas! -chilló-. No podrás derrotarme. Hice de ti la víctima propiciatoria del «Hera» y puedo hacerlo aquí también.
Y comprendí que tenía razón si lograba reducirme antes de que Claire pusiese en libertad a Coretti. Ella sola no podría dominarlo y todos estaríamos a su merced. Así pues, luché con toda la vida que me quedaba y sentí cómo se me iba escapando igual que el ácido de un matraz. Al cabo de un rato llegué al límite y la obscuridad llenaba el vacío.
Oí curiosos sonidos. Alguien estaba diciendo:
-No, despegaré primero y trazaré el curso después que alcancemos la velocidad de escape. Eso ahorra tiempo. Tenemos que llevarlo a Io. -y un poco más tarde-: ¡Oh, Dios mío, Stefan! Si ahora doy un tumbo... ¿Por qué soy tan incapaz como piloto?
Y luego se oyó el rugido de los motores que pareció durar horas y horas.
Mucho tiempo después me di cuenta de que estaba tendido en la mesa de la cámara de navegación y que Coretti me miraba.
-¿Cómo te sientes, Jack? -me preguntó.
Era la primera vez que me tuteaba.
-Muy bien -dije, y luego me volvió la memoria-. ¡Gogrol! ¡Es Kratska en realidad!
-Era -corrigió Coretti-. Ha muerto.
-¡Muerto!
Ya no había posibilidad alguna de poner en claro el asunto del «Hera».
-Sí, lo mataste. Le abriste la cabeza con el revólver antes de que pudiéramos intervenir. Pero se lo tiene muy merecido.
-Sí, quizá, pero lo del «Hera»...
-No te preocupes, Jack. Tanto Claire como yo oímos a Kratska reconocer su responsabilidad. Te libraremos de eso, desde luego.
-Hizo una pausa-. y quizá te alegre saber que rescatamos la fórmula y que por ella hay una recompensa que nos permitirá vivir a nuestras anchas incluso haciendo tres partes. Es decir, Claire insiste en que se hagan tres partes, pero yo sé que no merezco nada.
-Es justo hacer tres partes -dije-. Os haré un buen regalo a Claire ya ti.
-¿A Claire y a mí?
-Escucha, Stefan. No pensaba decíroslo, pero os vi el anochecer del eclipse. No me pareció que Claire se resistiera.
Él sonrió
-Conque lo viste, ¿eh? -dijo lentamente-. Entonces, escucha. Un hombre que le pide a una muchacha que se case .con él debería conseguir que la muchacha se le acercara un poco más. Se limitó a rechazarme lo más suavemente que le fue posible.
-¿Dijo que no?
-Es lo que hizo aquella vez. Pero apuesto lo que quieras a que será diferente contigo.
-Ella... ella... -algo en el sonido rutinario de los reactores me llamó la atención-. ¡Estamos aterrizando!
-Sí, en Io. Llevamos dos horas aterrizando.
-¿Quién hizo el despegue?
-Claire. Despegó y sigue gobernando. Lleva sentada allí cincuenta horas. Cree que necesitas un médico y yo no sé nada de navegación. Es ella quien lo trae desde Europa.
Me incorporé de un salto.
-Llévame allí -dije ceñudamente-. No discutas. Llévame allí.
Claire apenas alzó los ojos cuando Coretti me hizo sentar junto a ella. Estaba agotadísima después de tantas horas y volvía a dominarla su viejo terror al aterrizaje.
-¡Jack, Jack! -susurró como para sí misma-. Me alegro de que estés mejor.
-Cariño -dije, admirando su cabello, que brillaba como la miel-, voy a ayudarte con la barra. Sólo te guiaré un poco.
Bajamos sin el menor bamboleo y nos posamos como una pluma. Pero yo no tuve mucho que hacer; estaba tan débil, que apenas podía mover la barra, pero Claire se daba cuenta. Lo único que necesitaba era confianza. Por lo demás, tenía las cualidades de un magnífico piloto. Sí, lo he comprobado. Es un magnífico piloto. Pero de cualquier forma, se quedó dormida en mitad de nuestro primer beso.
FIN