Publicado en
septiembre 19, 2010
(1981)
«Bogotá, septiembre, dos, Asociated Press.
»En el transcurso de una operación de rastreo, fuerzas del Ejército colombiano descubrieron ayer, en el corazón de las montañas de la península de La Guajira, una plantación de marihuana de más de treinta mil hectáreas de extensión. El enfrentamiento arreado con plantadores produjo la muerte a tres soldados y cinco indígenas.»
—¿Qué te parece?
—¿Crees que tienes una historia...?
—He hecho un cálculo... Cada hectárea produce en La Guajira unas tres toneladas de marihuana de primera clase, tipo «Santa Marta Gold», que se paga aquí, en Nueva York, a doscientos mil dólares la tonelada, poco más o menos. Multiplica, y verás que esa plantación podría haber rendido unos beneficios netos de unos diez mil millones de dólares. No creo que un «mar de yerba», sea un asunto de simples «indígenas», un puñado de guajiros analfabetos y hambrientos. Detrás de todo eso hay alguien más.
Jack O'Farrell comenzó a trazar círculos cada vez más pequeños sobre la blanca libreta que siempre tenía ante sí,y Elliot Dunn, que lo conocía desde hacía veinte años, abrigó la absoluta certeza de que había tomado una decisión.
Pese a ello, O’Farrell aún se resistió, más que nada por mantener una fama de duro en la que nadie creía desde mucho tiempo atrás; desde que el primer infarto le obligó a tomarse la vida con más calma.
—¿Qué es lo que te hace suponer que la historia puede ser buena? —quiso saber.
—El hecho de que hace dos años descubrieron otra plantación semejante, y se murmuró que en el negocio estaban metidos dos ministros y un alto cargo de nuestro Departamento de Estado. Entonces se le echó tierra al asunto, y no quiero que esta vez suceda lo mismo. Uno de los sospechosos murió hace seis meses. Asesinado.
Los círculos se habían ido reduciendo hasta convertirse en un simple punto central, lo que indicaba que el viejo Jack O’Farrell se había dado por vencido.
—De acuerdo... —admitió. La historia es tuya... Pero... —puntualizó señalándole acusadoramente con el dedo—. Si estalla algún jaleo en alguna parte del mundo, te quiero allí de inmediato. Ese «mar de yerba» siempre puede esperar.
Elliot se puso en pie satisfecho, abrió, sin pedir permiso, el bar de su jefe y amigo, le sirvió una generosa ración de ginebra con mucho hielo, y se preparó a su vez un largo «Pipermint» con agua, estudiando, preocupado, el nivel de la botella.
—Alguien se la está bebiendo... —señaló molesto.
—Yo no recibo putas en este despacho... —replicó O’Farrell, malhumorado—. Y las putas y tú, sois los únicos seres de este mundo capaces de beber menta con agua...¿De verdad no fuiste cabaretera en tu otra vida...?
Elliot no respondió, paladeó con delectación la dulzona bebida, y le observó a través del cristal, viéndolo verde y deformado.
—¿Fotos...? —fue todo lo que respondió.
—Desde luego —señaló O'Farrell—. Busca un Freelance. A Bob lo tengo en Irán, y a Scarlatti en Centroamérica... —Le atajó con un gesto de la mano, interrumpiéndole incluso antes de que comenzara a hablar—. ¡Olvídate de Richard...! El médico asegura que necesita convalecer quince días más, y no estoy dispuesto a que acabes con él antes de que cumpla los veinticinco.
—Me gusta ese chico...
—Lo sé... Es un loco y un magnífico fotógrafo... Hizo una pausa y añadió mordaz—: Pero tú tienes la fea costumbre de acabar destruyendo todo lo que te gusta.
Elliot rió divertido:
—Tú me gustas... —señaló.
—¡Así me luce el pelo...! Y ahora acaba tu trago y vete... Aún no he cerrado el número.
Elliot Dunn optó por llevarse el vaso y concluir su menta cómodamente sentado en el despacho de la gorda Kety, contemplando el rojo disco del sol que jugaba a ocultarse entre los rascacielos de Manhattan que devolvían, multiplicados hasta el infinito, sus últimos rayos. La tarde aparecía hermosa y templada, y se prometió que a la mañana siguiente acudiría a Central Park, a admirar las muchachas en flor que corrían en un innecesario esfuerzo por mantener firmes sus hermosos traseros y sus largas piernas.
—¿De nuevo en marcha?
—De nuevo en marcha.
—Lo suponía... —La voz de Kety mostraba su disgusto—. Sólo vienes a verme cuando necesitas algo...
—Así evito tentaciones... —Elliot tuvo la certeza de que la pobre Kety no conseguiría unas firmes piernas y un trasero decente aunque corriera sin parar desde Nueva York a San Francisco, pero sabía, también, que nadie en este mundo le admiraba más devotamente, y por lo tanto, abusaba descaradamente de semejante adoración—. Necesito un fotógrafo... —concluyó alargándole el vaso.
Ella negó con un gesto:
—¡No entiendo cómo puedes beber esa porquería...! ¿Qué clase de fotógrafo?
—Uno bueno... Y decidido.
—¿Habrá tiros...?
—Espero que no... —señaló—. Pero quiero uno que sepa desenvolverse por su cuenta. Odio a esos tipos que sacan unas puestas de sol maravillosas, pero tienen la cabeza hueca.
—¿Qué clase de trabajo?
Le alargó el cable de Bogotá, que ella no tuvo necesidad de leer. Asintió.
—Lo vi esta mañana... Puede ser una buena historia. —Hay mucho dinero en ese asunto... Y muchos muertos.
—Es posible... ¿En quién has pensado?
—En Nikon.
Kety Johnson dio un respingo, soltó un bufido y buscó sobre su mesa un cigarrillo que era algo que contribuía a ponerla más nerviosa aún cuando se excitaba.
—¡Ese cerdo...! —exclamó—. La última vez que le encargamos un trabajo, acabó vendiéndoselo a Life.
—A mí no me hará eso... —afirmó Elliot convencido—. Y parte de razón tenía... Life le pagó el doble.
—La idea era nuestra.
—Pero el pellejo suyo... Y se lo jugó a conciencia... —puntualizó—. El Viejo no creía en la historia, y en lugar de enviar a uno de la casa, escogió a un freelance. Es el riesgo que se corre con ellos.
—¿Y quieres volver a correrlo.. ?
—Yo sé cómo manejar a Nikon... —Elliot Dunn se preguntó si realmente sabía cómo hacerlo, pero tenía que aparentar una seguridad que estaba muy lejos de sentir.— Si ese enano trata de hacerme una jugarreta le rompo la cabeza.
La gorda aún fue a decir algo, pero optó por encogerse de hombros con el clásico ademán de quien se lava las manos en un asunto que no es de su incumbencia.
—Es tu historia... —admitió al fin—. Y si te la pisa, el Viejo te pisará las bolas... ¡Recuérdalo...!
—Acepto el consejo... ¿Lo buscarás?
—Lo buscaré.
Concluyó su bebida, dejó el vaso sobre la mesa y la besó afectuosamente en la frente mientras se dirigía a la salida.
—Por cierto... —dijo desde la puerta.— He leído las galeradas de tu reportaje sobre las lesbianas... ¡Magnífico!
—¿De veras...?
—De veras... Es sincero, ecuánime y valiente... Sobre todo, valiente... ¿Realmente llegaste a enamorarte de esa chica...?
—En cierto modo. Pero no de la forma que imaginas. Aún no me he acostado con ella.
—¿«Aún»? Eso quiere decir que no descartas la idea...
—No. No la descarto.
—Ten mucho cuidado, pequeña... —le advirtió—. Puede ser muy hermoso, pero lo malo es que en ese mundo no suelen abundar seres tan maravillosos...
Ella soltó una corta carcajada que pretendía ser divertida, aunque sonaba falsa a todas luces:
—¿Lo dices por experiencia...? —quiso saber.
—La experiencia no se limita a lo que te ocurre personalmente... —replicó, convencido—. Yo tengo más experiencia sobre la muerte que los propios difuntos, ya que ellos tan sólo se murieron una vez, mientras que yo he estado en más de quince guerras... Con la homosexualidad pasa lo mismo. Cada homosexual suele contar su propia historia, mientras que yo hace mucho que los estudio imparcialmente, y puedo asegurarte que jamás conocí a ninguno verdaderamente feliz... Ni hombre, ni mujer.
—¿Y entre los otros...? ¿Entre los «normales»? ¿Has conocido a alguien realmente feliz...?
Se limitó a lanzarle una sonora pedorreta, fue a su despacho, recogió la chaqueta, y las primeras luces se encendían ya cuando abandonaba el severo edificio del Saturday News, dudando entre acercarse a Broadway y buscar una buena película con la que pasar el resto de la tarde, o bajar al «Barbara’s» y enredarse con Bianca en una de aquellas interminables charlas que concluían siempre en una cama a las cuatro de la mañana.
Mentalmente echó una moneda al aire pero, mentalmente, también, la dejo allí y sin permitir que descendiera, buscó un taxi.
Diez minutos después, apenas había abierto la puerta, se maldijo por la estúpida decisión que había tomado. Comodamente tumbado en el sofá, contemplando la televisión y disfrutando de un excelente «Chivas» de doce años, se encontraba el esbelto Cameron Harris, que le observó, molesto, con sus diminutos ojillos de pequeño genio de las luces, los filtros, y los matices de colores.
—Me gustaría saber... —fue su saludo de bienvenida— por qué regla de tres, yo no puedo tener llave de esta casa, y tú sí.
Elliot fue al bar, se sirvió una menta con agua, bajó el volumen de la televisión, y se dejó caer en una amplia butaca, frente a él:
—Por la sencilla razón de que yo aún la estoy pagando, y tú no. Le mostró la llave haciéndola bailar ante su rostro—. Por trescientos mil dólares, más la hipoteca y los intereses, es tuya.
—¡Muy gracioso...! —masculló el otro—. Sabes que no me refiero a eso... Ángela y yo vamos a casarnos en cuanto acabemos la película.
—He conocido a media docena de tipos que han estado «a punto de casarse con Ángela en cuanto acabara la película», pero aún continúo siendo su único «ex esposo» oficial... —señaló con una malintencionada sonrisa—. Y te aseguro que estoy loco por entregar esta llave y los plazos que me faltan por pagar... ¡Niñas...! —Llamó hacia adentro—. ¡Ha llegado papá!
María del Sol salió de la cocina y vino a darle un beso mientras María de Mar gritaba desde el piso alto que bajaría en cuanto se hubiera puesto algo decente. Cuando la vio descender a saltos por la escalera y la comparó con su hermana, se preguntó cómo se las arreglaría quien no las conociera, como él, desde el día en que nacieron, para distinguir a una de otra.
—Pronto empezarán a intercambiarse los novios... —dijo sentándose a una en su regazo—. ¿Cómo han ido los exámenes?
—Bien... Sol se presentó en Matemáticas y yo en Filosofía.
—No comprendo cómo no las han cogido... —intervino Cameron—. En mi colegio había dos hermanos gemelos, pero...
—Es que ellas escogieron colegios diferentes... —señaló Elliot, divertido—. Y en ninguno saben que tienen una hermana gemela...
—Apuesto cualquier cosa, a que fue idea tuya... —afirmó el otro—. Por lo que Ángela me ha contado ésos son tus clásicos trucos...
—¡Vaya...! —protestó Elliot—. Bonito tema de conversación... ¿no tenéis algo más interesante de qué hablar?
—Un momento... —intervino María de Mar—. No empecéis a discutir. Cameron es un buen chico, papá. Ha prometido enseñarme fotografía, y algún día podré trabajar contigo... ¿Qué te parece? Padre e hija viajando juntos por el mundo... «Texto: Elliot Dunn. Fotos: María del Mar Dunn Ramírez.» Suena bien.
—Suena a diablos... El anterior te quería enseñar a cantar para que formaras un dúo con tu hermana... ¡Valientes padres adoptivos les están saliendo...!
—¿Y tú qué les enseñas... ? —Cameron Harris se había puesto en pie y se servía un nuevo «Chivas»—. Van a cumplir dieciséis años, y aún no tienen idea de lo que le piden a la vida...
—A la vida, cuanto más le pidas, menos te da... Y son ellas las que tienen que decirlo sin que nadie las presione... —Atrajo a su otra hija y la obligó a sentarse en el brazo del sillón—. Sólo pretendo que no se metan en el mundo del cine, como su madre. Ni en el del periodismo, como yo.
—Eso es una tontería... —protestó María del Sol Ya lo hemos discutido muchas veces... No creo que la profesión tenga nada que ver... Ustedes hubieran acabado divorciándose aunque fueran empleados de una funeraria. Es cuestión de temperamento...
Elliot Dunn iba a decir algo, pero sonó el teléfono a su lado, extendió la mano, y lo cogió.
—¿Sí...? ¡Hola...! Sí, soy yo... Sí, está aquí... Bebiéndose mi «Chivas»... Sí, ya sé que me lo pagaste, pero a precio de aeropuerto, libre de impuestos, no a precio de supermercado... Está bien. Se lo diré.
Cameron Harris permaneció a la expectativa, pero al ver que no abría la boca, inquirió:
—¿Ha dicho cuándo viene?
—Aún tiene trabajo... Que la esperes a las nueve en el «Rocco» y vayas pidiendo lo de siempre...
—¿Qué es lo de siempre...?
—Ensalada «César», y carne a la plancha... Ángela siempre cena lo mismo... ¿Es que aún no te habías dado cuenta...?
—No. No me había dado cuenta...
—¡Pues vaya un despiste...! ¿Tampoco te has dado cuenta de lo que le gusta en la cama...?
—¡Eres un hijo de puta...! —fue la indignada respuesta.
—Lo sé... ¡Perdona...! —rogó—. Perdonen ustedes también... Al fin y al cabo es la madre de ustedes, pero me jode que lleve tres meses saliendo con ella y aún no sepa lo que cena.
Cameron se había puesto en pie encaminándose a la salida mientras recogía de la percha su grueso chaquetón de piel, muy de «director de cine», aunque resultaba a todas luces inapropiado para la época del año.
—Me marcho... —dijo—. Pasaré por casa a cambiarme y así evito seguir bebiéndome tu «Chivas» a precio de aeropuerto libre de impuesto... ¡Chao!
—Chao, quisquilloso... —replicó Elliot—. Y recuerda que el «Chivas» lo compré para ti... O para el que venga luego... Ni a Ángela, ni a mí, nos gusta...
El otro hizo un ademán despectivo con la mano y cerró de un portazo.
María del Mar abandonó las rodillas de su padre y fue a tomar asiento en el sofá que Cameron había abandonado:
—Eres injusto con él... —dijo.— No es mal muchacho... De lo mejorcito que hemos tenido. Un buen director; no uno de esos actorcillos sin cerebro que trae otras veces... Estuvo a punto de ganar un «Oscar».
—¡Pamplinas... !
—Mamá se va a poner furiosa... —sentenció María del Mar—. Muy furiosa.
—¿Por qué...? En realidad no he dicho nada...
—No es por eso... —replicó—. Y tú lo sabes... —Como advirtió que su padre ponía cara de inocencia, añadió con intención—: Mamá odia el «Rocco» y es el último restaurante del mundo en que citaría a Cameron.
—¡Ya salió la lista...! —Elliot hizo ademán de darle un azote, pero la muchacha escapó a toda prisa—. ¿Y porqué no lo has dicho cuando el genio estaba todavía aquí...?
—Porque hace mucho que decidimos no meternos en sus asuntos... —replicó, convencida—. Se supone que si fueron lo suficiente mayorcitos como para traernos al mundo, deberían serlo como para arreglar sus vidas... ¿O no?
—Eso sonaría lógico si se tratara de personas normales... Pero recuerda que tu madre es puertorriqueña...
—¿Y qué tienen de malo los puertorriqueños? —protestó rápidamente María del Mar—. Nosotras somos medio puertorriqueñas...
—No tiene nada de malo, «chica»... «Ningún pueltoliqueño puele tenel nunca nada de malo» —añadió imitando burlonamente en español el acento de la isla—. Pero tu madle es una puertoliqueña tlaspantada a NuevaYolk, que aprendió los peores vicios de las gringas, sin abandonar las astutas mañas de las criollas...
—¿Lo dices porque se cansó de que te pasaras meses en esas guerras de Dios poniéndole los cuernos? —inquirió María del Sol—. Recuerdo cuando lloraba noches enteras porque no sabía si te habían matado, o te habías largado a la Costa Azul con otra...
—Era mi trabajo... Lo sabía cuando me conoció... Y también sabía que lo de las otras no tenía importancia... Vosotras erais mi familia... Siempre lo fuisteis...
—¡Pues vaya una gracia de familia...! —exclamó—. «Tles pueltoliqueñas siemple solas y jolilas, y un padle putañelo... » ¡Anda ya...!
Elliot Dunn se puso en pie, pesadamente, consultó el reloj y sacando un peine del bolsillo comenzó a acicalarse frente al ancho espejo que ocupaba el fondo del salón.
—El problema está en que una de usetdes no nació chico... —dijo—. Un varón se hubiera puesto de mi parte, y así, dos contra dos, la cosa hubiera estado equilibrada... ¿Pero qué esperanza me quedaba con tres mujeres en casa...? Lo dije el día en que nacieron...: «¡Te has jodido, Elliot! Te has jodido... De ahora en adelante perderás las elecciones...» —Las besó una tras otra y les revolvió el cabello con cariño—. De todos modos, no me arrepiento... ¡Valió la pena...! ¿Estoy guapo...?
—¡Demasiado...! ...Y ése es el problema... —sentenciaron—. A ver si pronto se ponen fofos y gordos, les salen arrugas, a ti se te cae el pelo y a mamá las tetas, y deciden casarse de nuevo y tenemos la fiesta en paz.
Les mandó un beso desde la puerta:
—Eso estaría muy bien, si «esa gran caraja» no fuera pueltoliqueña...
La vio llegar serpenteando entre las mesas y se dijo que no parecía que hubiesen pasado por ella diecisiete años, pues continuaba teniendo el mismo cuerpo audaz, y la misma belleza salvaje, descarada y provocativa, de aquella noche en que le miró por primera vez desde el otro lado de una mesa de ruleta en el hotel «La Concha», de San Juan.
Cuando le descubrió, sus ojos brillaron de furia:
—¿Qué haces tu aquí...? —quiso saber—. ¿Dónde está Cameron?
—Le llamaron urgentemente para no sé qué cosa de la película, y me pidió que viniera a avisarte.
—Estás mintiendo... —dijo tomando asiento frente a él como si esa mentira fuera lo más natural del mundo.— Como siempre... Soy la Secretaria de Producción, sé todo lo que ocurre en la película, y me consta que Cameron no tiene ningún trabajo urgente... Empezarnos a rodar el quince de octubre, por si se te había olvidado...
—Asegura que os casaréis al acabar... —señaló sin darle importancia a lo que había dicho—. ¿Cuándo será eso?
—En mayo, espera...
—¿No volverás a cambiar de idea...?
—Esta vez no... —aseguró—. Y ahora dime... ¿Dónde está Cameron...?
—En el boxeo. Le regalé dos entradas...
—¡Dios bendito...! —exclamó en español—. ¿Es que nunca dejarás de mentir...? Recuerdo que lo primero que me dijiste en tu vida fue una mentira... «Juegue al siete, ‘señorita’. Si no sale el siete, me caso con usted...» Y, como estaba claro, el siete no salió.
—Pero me casé contigo.
—Para mi desgracia... Si llega a salir el siete me hubiera ganado trescientos «pavos», ahorrándome un matrimonio, dos hijas, tres abortos, y un millón de problemas. ¿Dónde está Cameron?
—Es inútil... —le advirtió Elliot sonriendo levemente, y apartándose un poco para que el camarero colocara ante ellos dos ensaladas «César».— No pienso decírtelo. Tengo una historia que tal vez me mantenga bastante tiempo fuera, y necesito hablar contigo.
—¿Qué clase de historia...?
—Drogas.
Ángela le miró por encima de un pedazo de lechuga que goteaba aceite de oliva, meditó un instante y negó con la cabeza, pesimista:
—Eso está muy visto.
—Esta historia, no... Se trata de diez mil millones de dólares en marihuana, y en el asunto pueden estar implicados varios ministros, y hasta diría que algún Presidente... Si llego hasta el fondo de la cuestión, tal vez me concedan, al fin, el Pulitzer...
—Eso me dijiste también aquella maldita noche: «Si llego al fondo de la cuestión; si descubro todas las conexiones de la mafia cubana en los casinos de pliego del Caribe, tal vez me den el Pulitzer...» —Agitó la cabeza como si se burlara de si misma—. Y yo escuchando idiotizada... ¿Qué tal si yo llego a formar parte de esa «mafia cubana»?
—No hubiera pasado nada, porque en realidad yo estaba en San Juan de vacaciones. Esa historia se la habían encargado al pobre Howard y lo sabes...
—¡Mentiras...! Siempre mentiras... —se lamentó.— ¿Cómo puedes ser tan honrado profesionalmente y tan falso en todo lo demás...? Sólo hay una cosa que respetas en este mundo... tu maldita profesión de mierda.
—Dos... —señaló él seriamente—. También te respeto a ti.
—¿A mí...? —rió con amargura—. ¿Era respetarme, tirarte a mis amigas?
—Nunca me tiré a tus amigas... —señaló—. Si aceptaban acostarse conmigo, significaba que no eran en absoluto amigas tuyas...
Le observó unos instantes y luego inclinó la cabeza pensativa.
—Eso es cierto... —admitió—. Pero aun así, era una falta de respeto... Al igual que exhibirte por ahí con cantantes y estrellitas de cine... Por cierto... Hemos contratado a Jacqueline... Me preguntó por ti...
—¿Qué tal está?
—¡Gorda...! No llego a comprender cómo fuiste capaz de estropear lo nuestro por tipas como ésa.
—Hace diez años era un hembrón.
—Pues ahora da pena... Y anda con un chulito que incluso cobra directamente por ella... Dice que es su «Agente».
—Los años no perdonan... sonrió con picardía— Excepto a ti. Estás cada día más guapa... Y continúas teniendo el mejor culo del Caribe.
—¡No empecemos...! —rogó—. No empecemos, que te conozco... cambió el tono—. ¿Por qué no tratas de ayudarme alguna vez? Busco rehacer mi vida y tener un hogar como una mujer normal. Quiero a Cameron, él también me quiere, se gana bien la vida, y trabajamos en algo que nos gusta.
—No funcionaria. —fue la segura respuesta—. Ese tipo no te conviene. Ni siquiera se ha fijado en lo que comes...
—Será porque siempre tenemos algo importante de que hablar. Nos pasamos la vida hablando
—Sí. Lo sé. De mi, y mi « clásicos trucos»... ¿También de hablas de mis trucos íntimos...?
—No seas grosero... — suplicó.
—De acuerdo... —admitió—. Pero te suplico que no vayas por ahí contándoles mis defectos a tus amantes. Yo no le cuento los tuyos a Bianca...
—¿Y qué ibas a contarle...? —El tono de su voz se había alterado y estaba a punto de enfurecerse—. ¿Qué defectos tengo yo, aparte de haber estado casada contigo...?
Elliot Dunn abrió la mano izquierda e hizo ademán de comenzar a enmudecer. Luego, se miró la otra mano, meditó muy seriamente como si estuviera llegando a la conclusión de que le iban a faltar dedos, y acabó por negar convencido y con gesto adusto:
—Mejor lo dejamos... —dijo al fin—. La última vez nos echaron del restaurante... Hoy quiero hablarte de las niñas...
—¿Qué les pasa a las niñas? —se alarmó.
—Que ya no son tan niñas... ¿O es que no te habías dado cuenta?
—¡Naturalmente que me había dado cuenta...! —se indignó Ángela soltando un resoplido—. Hace tres años que tuvieron la primera regla, y, o mucho me equivoco, o María del Sol ya no es virgen... ¿A qué viene eso ahora...?
—¡Ya no es virgen...! se asustó Elliot—. ¿Estás segura...?
—¿Cómo voy a estar segura...? —replicó de mal humor. ¡No estoy segura ni de cuándo dejé de serlo yo...! Son dos mujeres, hechas y derechas, a las que les sirven mis sostenes y que, para su gloria o su desgracia, han sacado mi mismo culo. Yo apenas tenía un año más cuando me subiste a la habitación de tu hotel...
—¡Rayos...! —exclamó él, divertido—. Merecía que me hubieran metido en la cárcel por corrupción de menores... Al poco me habrían soltado, mientras que así...
—¿Así qué...?
—Así nada... —Hizo una pausa, extendió la mano sobre la mesa, tomó la de ella, y el tono de su voz cambió—. ¿Por qué no nos casamos otra vez? —pidió.
Ángela le observó largamente, agitó la cabeza con pesar, y su tono de voz cambió también, haciéndose más dulce.
—No funcionaría... —dijo—. No funcionaría, y lo sabes... Volveríamos a lo mismo de siempre porque en el fondo la única que estuvo casada fui yo. Y eso es lo que tú deseas; que yo continúe esperando en casa mientras tú disfrutas de tu libertad de siempre... Demasiado cómodo... —concluyó—. Demasiado cómodo e injusto.
—¿Y si cambio...?
—¿Cómo...? ¿Aceptarías la subdirección de la revista, regresar a casa a las ocho, y dentro de unos años cuando O’Farrell se sienta cansado, ascender a director y continuar igual hasta que otro te sustituya a su vez? ¿Realmente lo aceptarías...?
—El Times me ha hecho una oferta como editorialista. También puedo tener una columna diaria en una cadena de periódicos...
—Redacción... —sentenció ella convencida—. Trabajo de mesa y redacción, al fin y al cabo. Una oficina como quiera que lo mires... Te conozco, y sé que acabarías odiándome por condenarte a eso... Prefiero ser una ex esposa amiga, que una esposa aborrecida.
Elliot Dunn le apretó con fuerza y afecto la mano, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, tomó de nuevo el cuchillo y el tenedor y comenzó a cortar la carne que les acababan de servir:
—Puede que tengas razón... —admitió—. Y las niñas también... Aún no estamos lo suficientemente viejos; aún me excito cuando estalla una guerra en alguna parte, o cuando olfateo una historia en cualquier rincón del mundo...
—... O cuando se te atraviesan en el camino un buen par de tetas, y presientes que esa noche las puedes estar mordiendo...
—Eso es secundario.
—Lo sé. Pero lo que realmente me hacía desgraciada, no era el hecho de imaginar que en esos momentos estuvieras acostándote con otra en el confín del mundo. Lo insoportable era «que estabas» en el confín del mundo, y yo me sentía sola... Soy una mujer... —añadió—. Tan apasionada como puedas serlo tú, y te consta. Necesito a mi lado al hombre que amo, y, por desgracia, no soy capaz de acostarme con el primero que me lo propone... De ser así, no tendríamos problemas. Me hubiera limitado a ponerte los cuernos un par de veces por semana durante tus ausencias, y en paz.
—¡La maldita manía de las mujeres de legalizarlo todo...!
—No. No es eso... —Ángela hizo una pausa, tragó el bocado, bebió un poco de vino, y continuó—: No es eso... El otro día leí un estudio muy interesante. Por lo visto no existen únicamente un sexo masculino y otro femenino. La diferencia es más profunda; existen un cerebro macho y un cerebro hembra, y es algo que, al parecer, viene dado por los genes. No podemos pensar igual que ustedes. No podemos amar a alguien y acostarnos con otro. Para hacer el amor necesitamos sentirnos auténticamente «libres». Yo ahora me siento libre. Antes no.
—Bien...! —admitió Elliot como dándose por vencido—. Dejémoslo así... ¿Te consideras lo suficientemente libre como para hacer el amor conmigo esta noche?
—No.
—¿Por qué? ¿No tratarás de hacerme creer que amas realmente a ese director de cine...?
—Aún no estoy segura, pero de lo que sí estoy segura es de que, mientras me acueste con él, no me acostaré con ningún otro... Ni siquiera contigo...
Kety depositó una pesada carpeta sobre su escritorio:
—Esto es todo lo que tenemos sobre la marihuana de Colombia. He pedido más información al «Centro de Datos» y me los han prometido para esta misma mañana.
Elliot Dunn hojeó el grueso dossier, lo dejó a un lado y alzó el rostro hacia la regordeta muchacha.
—¿Qué has sabido de Nikon?
—Desaparecido... Se diría que se lo ha tragado la tierra... No contesta en París, Roma, ni en ninguna de sus guaridas conocidas... Sus chicas tampoco saben nada de él... Te recomiendo que empieces a pensar en otro.
—Piensa tú por mí... —suplicó, y cuando hizo ademán de encaminarse a la puerta, la detuvo con un gesto—: ¿Qué hay de tu amiguita...? —inquirió como sin darle importancia al tema.
—Métete en tus asuntos —fue la cariñosa respuesta, acompañada de una ancha sonrisa malintencionada—. Tu próximo paso será ofrecerte a mirar por el ojo de la cerradura...! ¡Puerco...!
Le dejó enfrascado en el estudio de un montón de papeles que comenzaban con la somera descripción de cómo, cierto día del año setenta y tres, dos hippies que se adentraron en las montañas de La Guajira colombiana en busca de nuevas tierras útiles para el cultivo de la marihuana, descubrieron, maravillados, una especie autóctona, la «Santa Marta Gold», de tan increíble calidad, que a su lado, la «yerba» mexicana quedaba a la altura de simple hojarasca.
Comunicaron su sensacional descubrimiento a los centros de consumo neoyorkinos, y un año después se iniciaba un tráfico, que, en aquel mismo año, alcanzaría la portentosa cifra de veinte mil millones de dólares, y había provocado hasta el presente cerca de un millar de muertes violetas.
Únicamente en la ciudad de Miami, y entre los meses de enero y mayo de 1979, Gene Miller, redactor del Miami Herald contabilizó veintisiete crímenes en los que se encontraban implicados de una forma u otra traficantes de drogas colombianos, tan feroces y sanguinarios, y tan dispuestos a hacerse con el control absoluto del negocio, que incluso tenían aterrorizada a la temible Mafia italiana. Y cuando, de la marihuana se pasaba a la cocaína y las drogas duras, donde las ganancias se multiplicaban por mil, todo concepto de moral quedaba por completo olvidado. Se habían dado casos de niños de pecho secuestrados en Bogotá para ser posteriormente asesinados, rellenos de cocaína, e introducidos en los Estados Unidos en brazos de solícitas «madres», que fingían acunarlos para que no despertaran de un sueño del que en verdad no despertarían jamás.
Se sintió asqueado al repasar las cínicas declaraciones que una de estas «madres» había hecho a la Policía, y casi agradeció que repicase el teléfono y lo devolviera a un mundo algo menos cruel.
Reconoció de inmediato la voz de Richard Galoway.
—¿Elliot...? —inquirió el fotógrafo ansioso, y al asentir él con un leve gruñido añadió—: He sabido que tienes un trabajo entre manos.
—Cierto, muchacho... —fue la respuesta—. No cabe duda de que las noticias vuelan en esta casa.
—Kety asegura que no quieres llevarme...
—Es cosa de el Viejo, no mía... Por lo visto, aún estás pachucho.
—¡Estoy como Dios...! —protestó el otro alzando la voz—. Ayer eché tres polvos... Aquí está Beverly que te lo puede corroborar...
—Si es con Beverly, no me extraña —aseguró convencido—. Se la levanta hasta a un muerto—. Su tono de voz se hizo más serio—. Lo siento, muchacho, pero estoy de acuerdo con O’Farrell; te conviene un descanso, y éste sería un caso movido en tierras muy calientes, con mosquitos, enfermedades, carreras, y, probablemente, tiros... Descansa y te prometo que la próxima vez te llevaré conmigo...
Tras un largo silencio, la respuesta llegó resignada:
—De acuerdo...
—¡Cuídate...! Y manda una temporada a Beverly con sus padres para que te deje recuperarte...
Colgó y se concentró de nuevo en el informe, hasta que se abrió la puerta e hizo su entrada, una vez más, la gorda Kety con otra carpeta, más abultada aún que la anterior.
—¡Aquí está! —señaló sonriente—. Cuando te lo hayas empapado, serás el tipo que más sepa en el país sobre la «Conexión Colombiana», y sus directísimas implicaciones con los militares bolivianos que han tomado el poder en su país, y que son, sin lugar a dudas, los principales traficantes de drogas del mundo. Está claro que los «capos» de la cocaína mueven miles de millones, pero esto de que se apoderen del control y el gobierno de toda la nación, resulta francamente inaudito.
—¿Hay nombres?
—Y hasta direcciones y números de teléfonos. En los Ministerios de La Paz se habla más de droga, que de economía, política o bienestar social.
—¿Por qué viene entonces todo encarrilado a través de Colombia?
—Porque Bolivia está demasiado lejos, pero cualquier avioneta puede hacer tranquilamente un vuelo sin escalas desde las costas de La Guajira a las playas de Florida. Es la ruta obligada.
Elliot fue a añadir algo, pero le interrumpió la presencia de una rubia espléndida que había hecho su aparición en el umbral de la entreabierta puerta y sonreía con una cierta timidez. El corazón le dio un vuelco, inmediatamente se quitó las gafas, que únicamente utilizaba para leer, y se enderezó en su butaca mostrando la más resplandeciente de sus sonrisas.
—¿Puedo servirle en algo? —quiso saber.
Pero los maravillosos ojos verdes ya se habían fijado en Kety.
—En tu despacho me dijeron que te encontraría aquí —susurró con una de las voces más dulces y cálidas que habían sonado jamás entre aquellas cuatro paredes—. ¡Buenos días...!
Kety, que se había dado la vuelta, sonrió a su vez y extendió la mano para obligarla a entrar.
—¡Hola! —saludó, besándola cariñosamente en la mejilla—. No te esperaba tan pronto... ¡Pasa! Te presento a Elliot, uno de mis jefes, y, según él, mi «maestro»... Esta es Diana... Ya te he hablado de ella.
Elliot extendió la mano hacia lo rubia, pero miró a la gorda de reojo sin querer comprender.
—¿Me has hablado de ella? —repitió incrédulo.
—Ayer. ¿No lo recuerdas? La muchacha del reportaje.
Advirtió cómo una especie de sudor frío le recorría la espalda y se desinfló recostándose contra el respaldo de su butaca.
—El reportaje... tartamudeó—. La historia de...
—Lesbianas... La portentosa rubia de rostro de ángel, concluyó la frase que él había dejado a medias sin abandonar por ello su tímida sonrisa—. No le avergüence decirlo... añadió—. A mí no me avergüenza admitirlo... Yo soy la chica del reportaje... Y he traído las fotos. Han quedado preciosas.
Abrió su bolso y mostró una colección de fotos realmente magníficas en las que aparecía paseando por Central Park en compañía de otra muchacha casi tan hermosa como ella, morena y de cabello muy corto. Cogidas de la mano se las tomaría por una pareja de enamorados que disfrutaba de una hermosa tarde de otoño en la gran ciudad.
Elliot advirtió que el rostro de Kety palidecía levemente y experimentó un irrefrenable deseo de martirizarla.
—¿Tu «novio»...? —inquirió dirigiéndose a Diana y recalcando mucho la palabra.
La otra rió abiertamente y su risa era tan franca y atrayente como toda ella.
—Una amiga... —aclaró—. Fue su novio quien nos hizo las fotos. —Sonrió como si desease aclararlo todo—: Son bisexuales...
—¿También tú eres bisexual...? —inquirió negándose a perder toda esperanza.
—Ese es mi secreto... —replicó guiñando un ojo con picardía mientras la gorda la arrastraba fuera del despacho tras recoger apresuradamente las fotos—. Si tratas bien a Kety, tal vez un día te lo cuente.
Le dejaron allí, a solas, meditando y tratando de hacerse a la idea de que la verdad no estaba en que envejecía, sino en, que las costumbres evolucionaban demasiado aprisa. El, Elliot Dunn, se había considerado siempre un hombre liberal y progresista; incluso «amoral», si se tenían en cuenta opiniones como las de Ángela y Jack O’Farrell, y sus aventuras femeninas, sus violentas juergas, o sus partidas de póquer de cuatro días, que llegaron a ser famosas entre los del oficio. Hacia años que perdiera la cuenta del número de mujeres con las que se había acostado o el número de borracheras de «Pipermint» a las que había sobrevivido contra todo pronóstico, pero ahora se encontraba frente a una juventud que reconocía sin rubor su homosexualidad, consideraba la bisexualidad como el último grito de la moda, y se suicidaba cada día a base de marihuana, coca o heroína.
No hay «porro» que sustituya la gloriosa sensación de ligar un buen «full» de ases... —repetía siempre—. Ni «viaje» de LSD que se compare a un buen polvo.
Se pregunto si, con la tapadera de la bisexualidad, el novio de la morena no estaría aprovechando la ocasión para llevárselas a las dos a la cama al mismo tiempo, y empezaba a admitir que tal vez no fuera aquél un mal truco, cuando sonó de nuevo el teléfono, y, en esta ocasión, tardó en reconocer la voz de su interlocutor.
—¿Elliot Dunn?
—¿Sí...?
—Soy Sam...
—¿Sam...? ¿Qué Sam...?
—Sam Holden.., —Se hizo un largo silencio, y al rato, la voz añadió—: ¿Te acuerdas de mí?
—Sí... —fue la seca respuesta—. Pero lo que me preocupa no es eso. Lo que me preocupa, es que «tú» te acuerdes de mí...
La risa fue espontánea y divertida, como la de un niño pequeño; una risa que no correspondía en absoluto a un hombre como Sam Holden.
—No sé si tomarlo como una ofensa o un halago... —añadió al fin, y de improviso cambió el tono—. Necesito verte.
—¿Para qué?
—No es cosa de hablarlo por teléfono. Busca un lugar donde no nos molesten.
Meditó unos instantes, esforzándose por dominar la sensación de vacío que se le había aposentado en la boca del estómago, comprendió que resultaba absurdo negarse o retrasar los acontecimientos, y aceptó con un gesto de la cabeza, como si el otro pudiera verle.
—Está bien... —dijo al fin—. ¿Te parece el «Barbara’s»...? Aquí, en la esquina del Saturday News...
—Lo conozco... Llegaré en diez minutos...
—¡De acuerdo!
Colgó, y se volvió a contemplar, de espaldas a la mesa y a través del ancho ventanal, las calles de Nueva York. Aquélla era una llamada que había esperado y temido durante años, y ahora, cuando al fin había conseguido hacerse a la idea de que acabaron por olvidarse de él, el maldito teléfono repicaba reclamando el cobro de una vieja deuda.
¿Por qué?
Resultaba estúpido preguntárselo. «Ellos» nunca daban respuestas; tan sólo hacían preguntas.
Se puso lentamente en pie y se diría que, de golpe, había envejecido diez años. Descolgó la chaqueta del diminuto armario metálico, ordenó las carpetas en un rincón de la mesa, con la mente ausente, como si el problema de la «Conexión Colombiana» se hubiera convertido ahora en algo irreal y absurdo, y abandonó la redacción sin saludar siquiera a Diana y Kety que cuchicheaban en un rincón y le dirigieron una larga mirada de extrañeza.
El «Barbara’s» aparecía completamente vacío y en penumbras a aquellas horas de la mañana; tan vacío, que Klaus, el barman, se entretenía derribando marcianitos en la máquina más cercana a la puerta, y ni se movió cuando Elliot le hizo un gesto con la mano indicándole que continuara con sus juegos sin preocuparse por él.
Buscó asiento en la más apartada de las mesas y aguardó hasta que hizo su entrada Sam Holden, diminuto, enjuto y terriblemente seguro de sí mismo, que se dirigió directamente hacia él, se detuvo un instante y le miró, de arriba abajo, como si pretendiera cerciorarse de que se trataba efectivamente de Elliot Dunn y no lo habían cambiado durante aquellos años.
—Estás más grueso —fue todo lo que dijo a modo de saludo.
—Tú, sin embargo, estás más flaco —replicó—. Piel y huesos... ¿Tan mal van las cosas en la «Gran Casa?»
—Tengo úlcera... —fue la aclaración mientras tomaba asiento—. Y me duele. ¡Un vaso de leche fría...! —pidió, y Klaus abandonó de inmediato la maquinita y se introdujo tras la barra del mostrador mientras dirigía una significativa mirada a Elliot, que asintió con un leve movimiento de cabeza.
Cuando hubo depositado ante ellos la leche y el «Pipermint», el barman regresó a su maquinita, y los dos hombres se miraron mientras bebían muy despacio.
—¿Y bien? —inquirió Elliot—. ¿Por qué has decidido sacarme al fin de la nevera?
—Todo a su tiempo... ¿Cómo está tu amiga...?
—¿Paola... ? Bien... En Italia supongo. La vi el año pasado, cuando lo de El Salvador.
—Sí. Supe que estaba allí... Esa mujer se expone demasiado, y tú no puedes acudir siempre a sacarla de apuros.
—Es lo que le digo, pero no me escucha... Ama su profesión y la ejerce a conciencia...
—Entiendo... Pero que no se le ocurra volver a Chile...No aprendió la lección, e insiste en meterse con Pinochet... Aún continúa echándonos en cara que la sacáramos de allí. Les gustaba más muerta.
—Y a ti también, supongo...
—A mí me da igual... Nunca leo la Prensa, y mucho menos, la Prensa italiana... No entiendo una palabra de italiano... —Encendió un cigarrillo y le ofreció otro—. ¡Vayamos a lo que interesa! ¿Qué sabes de Gadafi?
Elliot experimentó una profunda sensación de alivio. Información sobre el líder libio era una de las pocas cosas que estaba dispuesto a ofrecer en este mundo sin pedir nada a cambio. Muchísimo más aún, como pago a una deuda tan grande como la que había adquirido en su tiempo con Sam Holden.
—Le entrevisté en otoño del sesenta y nueve, recién subido al poder —dijo—. Me cayó simpático porque había derribado, sin derramamiento de sangre, a aquella vieja momia del rey Idris, y parecía tener grandes planes para él y su pueblo. Rezumaba entusiasmo... —añadió— ...y pasamos tres días juntos, en una tienda del desierto, charlando, paseando a caballo y haciendo planes para un futuro mejor para Libia y para la Humanidad. Cuatro años más tarde, sin embargo, se convirtió en el motor que impulsaba la escalada de los precios del petróleo, y cuando le entrevisté de nuevo, entreví que el poder se le había subido a la cabeza. Se mostraba tremendamente lúcido en la exposición de sus ideas y sus sueños de grandeza, pero en ciertos momentos reaccionaba como un lunático, o un ser que empieza a perder el control sobre sus propias reacciones... No se puede ser tan joven y acumular de improviso tanto poder sin que eso acabe por afectarnos seriamente.
—¿Crees que está loco?
—Eso únicamente podría determinarlo un buen psiquiatra que lo examinara a fondo. Mis últimos contactos con él han sido muy superficiales. Un simple intercambio de frases corteses, porque sé positivamente que nunca podrá volver a ser el muchacho entusiasta y sincero de aquellos días en el desierto. Ha dejado de interesarme.
Sin embargo, a nosotros nos interesa.
—Lo imagino. Sobre todo después de esa escaramuza aérea del Nimitz, y la sarta de amenazas que ha lanzado en su último discurso. ¡No es más que palabrería...!
—No estamos tan seguros... señaló Sam Holden convencido—. Y allá arriba lo están mucho menos que nosotros... Ese loco tiene tanto dinero, que le pagamos nosotros mismos por su asqueroso petróleo, que todos los desaprensivos de este mundo están dispuestos a venderle cuantas armas solicite... Incluso armas atómicas si se emperra en conseguirlas... ¿Quién nos asegura que en uno de sus momentos de desequilibrio no sería capaz de hacerlo saltar todo por los aires por el simple placer de pasar a la Historia como el «hombre espoleta» que acabó con la Humanidad...?
—En ese caso no habría ya más Historia, y él lo sabe.
—Pero tal vez no le importe. No podemos saber qué es lo que le importa o no a un lunático... —Hizo una pausa en la que bebió de nuevo, largamente, de su vaso de leche—. Y desde luego, no podemos sentarnos tranquilamente a esperar a averiguarlo porque lo que está en juego es el Destino de la Humanidad. Millones de vidas no valdrían un céntimo si a ese chiflado se le antoja atacar las bases de la OTAN en el sur del Mediterráneo. Últimamente hemos detectado a sus aviones sobrevolando Sicilia, Malta y Chipre como si anduvieran por su propia casa... Y está tratando de asesinar a nuestro mejor aliado, el egipcio Sadat... Hay que pararle los pies... —concluyó convencido, agitando una y otra vez la cabeza con lo que hizo que un mechón de lacios cabellos cayera casi hasta sus ojos—. Hay que pararle los pies, sea como sea...
—Imagino que derribar dos de sus aviones de un golpe le habrá servido de aviso... ¿O no?
—Ya le oíste gritar en su último discurso...
—Bueno... Eso era de cara a la galería, en su propia casa y frente a un montón de beduinos que le aclamaban sin saber siquiera de lo que hablaban... Estoy de acuerdo en que puede estar medio loco, pero no es ningún tonto... Se lo pensará dos veces antes de dar un paso en falso.
—Ya lo ha dado.
Le miró largamente, en silencio, tratando de averiguar si trataba de engañarle. Extendió la mano, tomó el vaso de«Pipermint» y lo estudió al trasluz, observando cómo cambiaba el mundo de color. Le gustaba pensar a través de un vaso de menta aguada. Llevaba años haciéndolo y siempre le había dado resultado. Era como si el verde relajase su mente y aclarase sus dudas...
—Ha ordenado a sus aliados paquistaníes acelerar los trabajos en torno a la bomba atómica que está financiando, y ha mandado una fuerte expedición a la zona de Aouzou, una franja de desierto, rica en uranio, que le ha arrebatado, por la fuerza, a su vecino el Chad.
—Pero Gadafi sabe que ni los israelíes ni el Pentágono le permitirán nunca hacerse con una bomba atómica. Antes se la dejarán caer en la cabeza.
—En eso estamos de acuerdo... —Abrió las manos en con significativo gesto que tenía, tal vez, algo de cómico—. Ha llegado el momento de dejársela caer en la cabeza.
Los marcianitos zumbaron al morir en la lejana maquinita electrónica de Klaus, puesto que un pesado silencio se había apoderado de la amplia estancia al tiempo que Elliot advertía que nuevamente la sensación de vacío se apoderaba —ahora con mayor fuerza aún— de la boca de su estómago. Con un esfuerzo, inquirió:
—¿Qué pretendes decir?
—Que hemos recibido una orden de arriba. De lo más alto. Una orden tajante: «Matar a Gadafi, antes de que mate a Sadat.»
—¡Están locos... !
—¿Lo crees realmente...? ¿Es una locura querer acabar con un loco que pretende acabar con la Humanidad...?
—No. No lo es —admitió de mala gana.
—Bien... Empezamos a entendernos: Comprender nuestras razones siempre ayuda... ¿Estás de acuerdo conmigo en que aquellos que tienen en sus manos la responsabilidad de la paz del mundo, no pueden, bajo ningún concepto, consentir que un esquizofrénico amenace al Presidente electo de un país aliado y de vital importancia...?
—Nadie ha dicho que Gadafi sea un esquizofrénico —protestó Elliot, molesto.
—No juguemos con los términos... —replicó Holden—. Limitémonos a aceptar que es un tipo excepcionalmente peligroso. Yo diría que el «Enemigo Público Número Uno» de la raza humana. Alguien a, que todos quisieran ver muerto, excepción hecha quizá de algunos de sus familiares y amigos íntimos... Y hay que quitarlo de en medio antes de que sea demasiado tarde.
—Aun suponiendo que esté de acuerdo, que ésa es una opinión que me reservo... —puntualizó Elliot—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Mucho, porque matar a Gadafi no es empresa fácil... Si he de ser sincero, y creo que la sinceridad es importante en este caso... —se apresuró a recalcar con intención...— tanto los Servicios Secretos israelíes, como nosotros mismos, lo hemos intentado en varias ocasiones, y siempre ha resultado un auténtico desastre... Ese zorro es listo; ¡endiabladamente listo! Sabe que vamos a por él, y no se deja sorprender. Cada noche duerme en una cama diferente, con frecuencia en pleno desierto o en los lugares más insospechados. No tiene residencia oficial fija, nunca se sabe dónde va a estar al día siguiente, y todo Libia es corno una inmensa fortaleza o una cárcel en la que nadie puede dar un paso sin que de inmediato lo detecten los Servicios de Seguridad. Tan grande como Francia, está poblada únicamente por dos millones y pico de habitantes, distribuidos por un desierto en el que cualquier presencia extraña es advertida de inmediato.
—Conozco el país... —le interrumpió Elliot—. No es necesario que lo describas... La última vez que lo visité, tuve la impresión de que me controlaban incluso el número de veces que hacía pis al cabo del día... Te pegan a la espalda un «guía» o «intérprete». Y no te permiten ni moverte.
—Ocurre con todos... —recalcó el hombrecillo que parecía inquieto por el hecho de que su vaso de leche estuviera ahora vacío—. Diplomáticos, técnicos petroleros, hombres de negocios, e incluso los escasos «turistas», que acaban huyendo cuando advierten que el simple hecho de hablar con una mujer, o que su esposa lleve las piernas al aire o un pantalón ceñido provoca graves problemas... —Agitó la cabeza negativamente, como si todo aquello fuera algo en verdad muy molesto y poco ortodoxo—. Tal como están las cosas, nuestra información de cuanto ocurre allí dentro, y qué posibilidades existen de llegar al Coronel con un mínimo de probabilidades de éxito, son muy escasas... Toda ayuda es poca.
—Puedo contarte lo que sé, pero no es mucho. Trípoli es una clásica ciudad del norte de África, a orillas del Mediterráneo con una zona indígena, otra moderna, y ruinas romanas esparcidas aquí y allá. Tiene partes muy bonitas, barrios residenciales francamente hermosos, y una «Casbah» en la que te pierdes a los diez minutos. Desde hace unos años todos los letreros están escritos en caracteres árabes y no hay forma humana de entenderlos. Te llevan y te traen de un lado para otro como un ciego conducido por un lazarillo. Hacer fotos significa poco menos que jugarte el pellejo, porque siempre parece ser que estás enfocando un objetivo militar o a una señora tapada hasta los ojos cuyo marido resulta ser celosísimo y te organiza un escándalo. Hay un policía de paisano o de uniforme cada quinientos metros por término medio, y cuando levantas el teléfono del hotel, percibes claramente giras del magnetófono en que graban tus conversaciones...
—¿Estás tratando de tomarme el pelo?
El tono de voz era tan frío, cortante y amenazador, que Elliot se desconcertó por unos instantes y observó a su interlocutor como si de pronto hubiese recordado que se encontraba sentado frente a una serpiente venenosa, y no un ser humano.
—No entiendo... —masculló al fin, un tanto confuso.
—Sí me entiendes... —Holden alzó la voz impacientemente—. ¡Otro vaso de leche! —pidió. Sí me entiendes... —repitió igualmente cortante—. No nos tomes por estúpidos... Si fuéramos estúpidos, tu amiga Paola Cavara hubiera sido violada hasta morir en las afueras de Santiago, sin que tú, con todo lo enamorado que estabas, hubieras podido hacer absolutamente nada... Viniste a suplicarme... ¡a llorarme!, para que se las quitara de las manos a los bestias de la «DINA», ofreciendo a cambio que estarías a mi disposición cuando necesitara algo de ti... ¡Y ahora me sales con esas...!
Elliot aguardó hasta que Klaus dejó el nuevo vaso de leche sobre la mesa, retirando el que ya estaba vacío, y sólo cuando se cercioró de que había regresado con sus marcianos y no podía escucharle, inquirió:
—¿Te salgo con qué...? ¡No te entiendo! —protestó—. Yo no sé más sobre Gadafi y sus actuales movimientos de lo que puedas saber tú. ¿De qué te sirve pertenecer a la Organización más poderosa de la Tierra y tener millones de dólares a tu disposición, si tienes que recurrir a un simple periodista como yo, para acabar con él...? Tírale una bomba, manda a los Comandos, contrata asesinos, soborna a sus colaboradores... ¡Yo qué sé...! ¡Ese no es mi oficio...!
—Pero es el mío —le hizo ver el otro con tranquilidad,pues hacía un constante alarde de autodominio cambiando el tono de voz de un instante al siguiente—. Y ya lo hemos intentado todo, y todo ha fallado... —Sonrió luego con picardía, como un muchacho travieso—. Lo cierto es que tenemos cuatro o cinco planes en marcha, a cual más sofisticado, pero a mí, concretamente, me ha tocado en suerte preparar uno nuevo, cuya figura eres tú.
—¿Yo? —se asombró el periodista absolutamente incrédulo—. ¿Por qué yo... ?
—Porque te conozco, y porque me debes un favor...
—En eso estoy de acuerdo, pero no entiendo el resto... Aun en el caso de que Gadafi me concediera una nueva entrevista, cosa que dudo, y pudiera aproximarme a él, no tendría ni la más remota oportunidad de ponerle la mano encima sin que me hicieran trizas en un segundo... Su gente no es tonta...
—De eso estoy seguro... —concedió graciosamente Sam Holden—. Pero en ti concurren otras circunstancias... —hizo una pausa—. Has sido amante de Paola Cavani, por la que el Coronel siente una profunda simpatía y un gran aprecio, y estás casado con Ángela Basaldúa, secretaria personal y brazo derecho de Sergio Fabbri, «socio» de Gadafi en la producción de dos películas, y que financiará, también con dinero libio, su mastodóntica Cita en Tobruk, que comenzará a rodarse el mes próximo.
—No estoy casado con Ángela... Estoy divorciado de Ángela, que no es lo mismo...
—Tienes dos hijas con ella..., preciosas, por cierto, y vuestras relaciones, salvo en el plano sexual, son bastante buenas... —sonrió divertido—. No cabe duda de que tanto Paola como Ángela te escucharán con mucha más atención que a mí...
—¿Es que se te ha ocurrido que alguna de ellas asesine a Gadafi?
Le miró de hito en hito y afirmó con la cabeza.
—Si creyera que tienen alguna posibilidad de hacerlo, no lo dudaría, pero no es eso lo que pretendo... Lo que pretendo, es que consigas de Ángela, que Fabbri meta a cuatro de mis hombres en el staff de su película.
—Si yo le pido a Sergio que meta a esos cuatro tipos que no hace falta que me aclares que pertenecen a la CIA, en el staff de la película, me despide en el acto, aunque jura por su mamma adorada, que no sabría dar un paso sin mí y hace ocho años que trabajo para él... —Aplastó con fuerza su cigarrillo en el cenicero y casi al instante encendió otro con mano nerviosa—. Y aun en el caso de que lograra convencerlo, Gadafi no les permitiría entrar en el país, y optaría por retirarnos inmediatamente su ayuda económica... —lanzó el humo con inusitada violencia—. Sus instrucciones nunca han dejado lugar a dudas; no nos está permitido cambiar ni a un solo técnico. Quiere a los que ya conoce, aunque abusen porque lo saben y nos cobren tres veces más que otro cualquiera... Y si uno muere o enferma, su gente señala a quién tenemos que contratar, preferentemente italianos, franceses o españoles... Lo mismo ocurre con los actores, y tenemos que ingeniárnosla para conseguir acoplar los papeles, aunque no les vayan, ni en edad, ni en el físico... Gadafi paga millones de dólares y Gadafi impone sus reglas... y te garantizo que Sergio Fabbri no va a dejar escapar el mejor negocio de su larga vida de productor porque tus amiguitos de la CIA te lo pidan.
Les debo un favor y lo sabes... Salvaron a Paola.
— Me alegra por Paola, aunque tal vez lo nuestro hubiera funcionado mejor, si ella se hubiera quedado en chile para siempre Chile para siempre — replicó rencorosa—. El querer ser importante tiene sus riesgos y era su obligación afrontarlos sin implicar a los demás... Y a mí, menos que nadie... —Aplastó de nuevo el cigarrillo aunque apenas le había dado tres chupadas—. Ni siquiera te digo que lo siento... —concluyó como si aquél fuera el punto final, sin apelación posible, de la conversación— y tampoco se lo pienso mencionar a Sergio... Somos gente de cine, no espías.
Elliot guardo silencio, y contempló, sin interés, la larga sucesión de dibujos alineados en las paredes y que componían, encuadre por encuadre, casi fotograma por fotograma, el conjunto de lo que en su día constituiría una gigantesca superproducción que llevaría, incluso sobre la firma del director, la más prestigiosa aún, de su productor, Sergio Fabbri, un viejo italiano con cara de músico, que tras hacerse famoso en su país financiando películas baratas pero rebosantes de talento, había emigrado años atrás a Norteamérica. De un cine intimista y de minúsculos presupuestos, había saltado, con un golpe de genio y visión de futuro, dada la competencia de la televisión, a un cine grandioso de costes multimillonarios y derroche de medios, que nadie, jamás, podría soñar con ver en la tranquilidad de su cuarto de estar. Pantallas gigantes, ejércitos en marcha, sonido estereofónico, increíbles efectos especiales, vestuarios prodigiosos y estrellas de primera magnitud... Todo lo mejor formaba parte de las películas de Fabbri, que había acabado por encontrar en el atrabiliario líder libio, el financiero ideal para sus sueños.
Y allí tenía ahora ante él tanques, aviones, navíos y ejércitos de la Segunda Guerra Mundial; ingleses, franceses, americanos, alemanes e italianos, luchando una vez más en la ficción, tal como lo hicieran en la realidad, pero contando ahora con un nuevo elemento poco conocido: los beduinos libios: los famosos nómadas del desierto, que según la historia que se narraba en Cita en Tobruk, habían contribuido, de modo decisorio e inequívoco, a la victoria de los aliados sobre el nazismo en la guerra del Norte de África.
—¿Qué tal es el guión? —inquirió sin apartar la vista del story-board en el que sus autores casi habían dibujado los rasgos de los principales intérpretes.
—Es de Alan Buckley, y por lo tanto, es bueno... —replicó—. Falso, pero bueno... Los beduinos libios se dedicaron a robar y asesinar, por igual y con maravilloso sentido de la neutralidad, a cuanto oficial o soldado, de uno u otro bando, caía en sus manos pero en nuestra historia hemos olvidado piadosamente a las víctimas aliadas, y nos hemos concentrado en las barrabasadas que les hicieron a los alemanes, sacándonos de la manga, al propio tiempo, un hermoso romance entre un coronel inglés y la hija de un jeque del desierto...
— ¡Caray con Alan Buckley...!
—Amor y guerra es una fórmula que raramente falla... Si lo adobas con muchos extras, actores famosos y un buen director, no tienes más que sentarte a esperar que caigan los contratos... —Le mostró un documento que descansaba a su lado—. Tan sólo con firmar esta preventa al Japón tendríamos cubierto una tercera parte del presupuesto... Pero Gadafi ha dicho que lo que sobra es dinero, y no necesita adelantos... A película vista, Fabbri impondrá sus precios.
Elliot asintió con un leve ademán de la cabeza y trató de sonreír amistosamente:
—Te gusta este trabajo, ¿no es cierto? —inquirió aunque en realidad lo que hacía era más una afirmación que una pregunta.
—Lo sabes muy bien... —replicó ella. Y sabes, también, que si no fuera por él, hubieras acabado volviéndome loca con tus aventuras y tus mentiras... —La expresión de su rostro cambió haciéndose más sombría. Estuviste a punto de destrozar mi vida una vez, y no voy a consentir que lo intentes de nuevo, quitándome lo mejor que tengo... Dile de mi parte a tus amigos que se vayan a tomar por el culo.
—No son mis amigos —le recordó. Y no les gusta que les manden a tomar por el culo cuando no les apetece...
Se puso en pie y paseó despacio por la amplia estancia, verdaderamente fascinado por la historia que le saltaba a los ojos desde las paredes.
—Lo que realmente me preocupa es que son de esa clase de gente que no se conforma con un simple «no», claro y rotundo —añadió—. Están convencidos de que lo que se juegan es muy importante: lo más importante del mundo hoy día, según ellos, y tratarán de insistir... —Ahora sí que se volvió a observarla de frente—. No sé cómo diablos se las arreglarán, pero insistirán, estoy seguro.
—Pues si vuelven a insistir, les volvemos a decir que no, y santas pascuas... ¿Cuál es el problema...? —Buscó un nuevo cigarrillo—. Además... No hay opción... La Policía no deja desembarcar en Libia a ningún miembro del equipo que no controle personalmente. ¡Díselo así, y que lo entienda de una vez por todas...!
Elliot Dunn se encogió de hombros como si aquello fuera algo que encontraba fuera por completo de su alcance.
—Te repito que no creo que lo entiendan, pero les transmitiré tu mensaje... —Señaló con un amplio gesto el story-board—. Los dibujos son magníficos... De lo mejor que he visto...
—Nosotros siempre utilizamos lo mejor... —respondió Ángela con una suave sonrisa—. ¡Suerte...!
—Voy a necesitarla... —fue su frase de despedida.
El avión, un «Hércules» de color verdoso, sin distintivos que delatasen a qué Compañía, ni siquiera a qué nacionalidad pertenecía, tomó tierra al oscurecer en el aeropuerto de la isla de Djerba, en Túnez, repostó combustible
sin que ni uno solo de sus ocupantes pusiera el pie en tierra y sin que las autoridades del aeropuerto se aproximaran a completar los requisitos más imprescindibles, y cuando las sombras de la noche se extendían ya por completo sobre el mar y la costa arenosa, puso de nuevo en marcha los motores, se alejó hacia la cabecera de la pista, inició una corta carrera y se elevó en el aire para perderse de inmediato, tragado por las tinieblas, sin una sola luz que señalase su presencia.
Minutos después, y volando a muy baja altura, atravesaba la línea que, sobre el inmenso desierto sahariano, marcaba la frontera que separaba la tranquila República de Túnez, de la amahiriya Arabe Libia Popular Socialista del coronel Mohamar-el-Gadafi.
Se encendió una luz roja, y los cinco hombres que ocupaban la panza del ventrudo aparato, alzaron el rostro, la observaron un instante y se miraron luego entre sí.
El que parecía comandarlos, aunque nada en su vestimenta diferenciaba a uno de otro, ya que se cubrían todos con sucias y gastadas ropas de beduino, tomó uno de los paracaídas alineados en un rincón y comenzó a colocárselo con gestos precisos, aunque los holgados ropajes, el velo y el turbante, no constituían, en verdad, las prendas más apropiadas para practicar el paracaidismo.
Sus hombres le imitaron casi al instante, y pronto llegó, viniendo de la cabina, el copiloto, que concluyó de ajustarles y revisar los correajes, cerciorándose, al propio tiempo, de que las pesadas cajas que descansaban cerca de la cola se encontraban listas para ser lanzadas al aire.
—¿Algún problema? —fue todo lo que quiso saber.
No hubo respuesta. Tan sólo un común gesto de negación, sin el menor aspaviento, y se sintió en cierto modo impresionado, pese a las muchas acciones semejantes que había llevado a cabo a lo largo de sus años de servicio, por la tranquilidad de que hacían gala unos hombres que dentro de unos instantes se lanzarían al vacío sobre el más terrible de los desiertos, en el que, además, cada ser humano que encontrasen sería un enemigo.
Consultó su cronómetro en el mismo instante en que la luz parpadeó por dos veces.
—Faltan cinco minutos —señaló, y accionó una palanca, con lo que la gran rampa de cola comenzó a abrirse sin el más leve rumor que superase el ruido de los motores, permitiéndoles distinguir la negrura de la noche.
Por el altavoz, llegó, clara, la voz del comandante de la nave:
—Mizda a la izquierda —dijo.
Omar-el-Muzruk, aplicó las manos al cristal de la ventanilla y aguzó la vista, distinguiendo efectivamente, allá, muy a lo lejos, media docena de tímidas luces que tililaban sin fuerza, como suspendidas en un lugar indeterminado de la negrura de la noche.
«Alá es grande —musitó a modo de oración—. El da la vida y quita la vida. Nuestra misión es justa y Él nos conducirá a la victoria.»
Lo había dicho en árabe, por lo que el copiloto no entendió una sola palabra, pero no ocurría igual con sus compañeros, que replicaron al unísono, «¡Alá es grande!», al tiempo que se aplicaban a la tarea de enganchar las anillas de sus paracaídas al cable de conducción.
Hicieron luego lo mismo con las de las dos grandes cajas, y los seis pares de ojos se clavaron en la roja bombilla.
Esta se apagó al fin, al tiempo que se encendía otra, verde, y resonaba, autoritaria, la voz del comandante:
—¡Fuera... !
Empujaron las cajas que resbalaron suavemente cayendo a la nada de la noche, y luego, uno tras otro, sin un titubeo, se arrojaron al espacio y desaparecieron, borrados por las tinieblas, como si jamás hubieran existido.
La rampa volvió a cerrarse, el copiloto regresó a su puesto en la cabina, se colocó los auriculares, conectó la radio, y tomando el micrófono, señaló:
«La Luna está en creciente y el viento en calma.»
Su compañero había inclinado ya el morro del aparato hacia tierra, estabilizó el aparato a no más de doscientos metros de altura, y continuó así, casi rozando las más altas dunas, hacia la lejana frontera egipcia.
—Como comprenderás, no estamos en absoluto dispuestos a aceptar esa respuesta. El «no» siempre lo tenemos... De hecho —se lamentó con voz de amargura—, siempre obtenemos un «no» cuando solicitarnos colaboración ciudadana, pese a que se supone que estamos aquí para defender su vida y sus intereses, y ponen el grito en el cielo cuando no cumplimos nuestro trabajo a la perfección. Quieren resultados, les gustaría ver muerto a Gadafi, e incluso a todos esos reyezuelos árabes que encarecen el petróleo, pero no están dispuestos a mover un dedo por ayudarnos a que el mundo sea más cómodo y tranquilo... ¡Malditos sean...! Nos odian y nos desprecian, y la culpa en gran parte la tienen ustedes, la Prensa, que no paran de atacarnos...
¡Tómalo con calma...! —pidió—. Mi impresión es que Ángela dice la verdad, y no obtendrás nada positivo con presionarla y conseguir que Fabbri la ponga de patitas en la calle. Ni siquiera estoy seguro de que el mismo Fabbri pueda hacer nada.
—¿Le conoces bien...?
—Dudo que nadie conozca bien a Fabbri —fue la sincera respuesta. Es un romano ladino, con más conchas que una tortuga, que no tiene sangre en las venas, sino celuloide, cuando no está rodando, o las cosas no salen como él quiere, se vuelve histérico. Hace años dejé a su mujer, y estoy convencido de que no lo hizo porque se hubiera cansado de ella, sino porque ya no daba bien en la pantalla y había perdido aquella expresión en la mirada y aquel brillo en los ojos que hacían de ella una actriz única... —dejó que una pareja de enamorados llegara a su altura y se perdiera de vista en el recodo del sendero, y luego negó pesimista con un gesto de la cabeza. Toda esta gente del cine está chiflada... —sentenció—. Incluso Ángela se ha dejado contagiar por esa absurda fiebre de las películas, y se diría que a menudo no ve la vida como realmente es, sino enmarcada en una pantalla y con música de fondo. Vive rodeada de dibujos, encuadres, guiones, actores, figurinistas, peluqueros, maquilladores, directores de fotografía o ayudantes de dirección, que le plantean, a cada paso, un problema cada vez más extraño y cada vez más absurdo. Lo normal para ella es que un tipo vuele o que un tiburón mecánico se coma a la gente. Lo absurdo es que la Humanidad se descomponga, la crisis nos agobie, o el lavaplatos deje de funcionar sin razón aparente.
Pasaron tres chiquillos rodando veloces sobre monopatines, uno de ellos se aproximó peligrosamente hasta casi rozarlos, y Sam Holden pareció tentado de adelantar el pie, ponerle la zancadilla y lanzarlo por los aires para dejarse los sesos en el árbol más próximo. Pero no lo hizo, el tranquilo rincón de Central Park quedó nuevamente en calma y en silencio, y durante unos instantes observaron cómo caían las primeras hojas que anunciaban la llegada del otoño.
—Odio el frío... —comentó el hombrecillo cambiando de conversación sin razón aparente—. Añoro los años que pasé en el Sur, e incluso aquella peste de Vietnam, cuando Saigón se convertía en un horno y el sudor nos corría a chorros por la espalda... Eran buenos tiempos aquéllos, ¿no es cierto?
—No —replicó Elliot convencido. Eran una hijoputez de tiempos... Perdí a dos amigos, y a mi mejor fotógrafo en Vietnam... De todas las guerras que he sufrido en mi vida, nunca hubo ninguna que aborreciera tanto y se me antojara más rastrera y hedionda... Y eso es algo que mucha gente de este país nunca les perdonará... Fueron ustedes, con sus increíbles errores, los que nos precipitaron en aquel basurero. La mierda nos llegó a las orejas, y eso no se olvida fácilmente. Un hermano de Ángela, Raúl, el pequeño, se acostumbró de tal modo a la droga para combatir el miedo, que nunca han logrado recuperarle... Siempre anda metido en líos y no hay modo de sacarlo adelante... —Se puso en pie lentamente, echó a andar hacia los lejanos edificios que comenzaban a desdibujarse ya entre las sombras del atardecer, y Holden le siguió de mala gana—. Haré cuanto esté en mi mano por devolverte el favor de Chile —señaló cuando el otro se puso al poco tiempo a su lado—. Pero no insistiré cerca de Ángela porque me consta que es tiempo perdido.
—¿Cómo siguen tus relaciones con Paola...?
Se detuvo un instante a mirarle, pretendiendo leer en el fondo de sus ojos, aunque le constaba que resultaba un empeño absurdo porque los ojos de Sam Holden jamás reflejaban sus verdaderos sentimientos. Por último hizo un gesto indeterminado, como queriendo indicar que ni siquiera él mismo lo sabía a ciencia cierta.
—Normales, supongo... De tanto en tanto coincidimos en algún lugar, y si estamos de ánimo nos acostamos juntos... El año pasado se enamoró de un disidente polaco, pero creo que ya pasó. Odia las ataduras, y es lo que podría llamarse una mujer liberada.
—¿Crees que nos devolvería el favor que le hicimos en aquella ocasión...?
—Paola es comunista y lo sabes... Preferiría que la despellejaran viva a colaborar con ustedes... Si descubriera que les debe la vida, sería capaz de arrojarse de cabeza al mar.
—¡Fanáticos...! —fue la corta exclamación—. El mundo está plagado de fanáticos, y luego se extrañan de que las cosas vayan como van... —Habían llegado a un cruce de caminos y se detuvo—. Consultaré a mi gente y te tendré al corriente de lo que decidamos... —Hizo una pausa—. ¿Supongo que no tendrás intención de salir del país en estos días...?
—Pienso ir a Colombia la semana próxima... Estoy preparando un trabajo sobre el tráfico de marihuana. ¿Sabías que tan sólo en un año la península de La Guajira colombiana podría abastecer a todos los Estados Unidos para casi una década...?
—Sí. Lo sabía... Y también sé algo que tú nunca conseguirás averiguar: la auténtica identidad de quienes manejan, desde lo alto, ese tráfico... —guiñó un ojo con picardía—. Medita, en una forma de ayudarnos, y tal vez me decida a brindarte algunos datos que pueden serte muy útiles.
Elliot Dunn negó convencido, absolutamente seguro de lo que decía:
—No, gracias... —señaló—. Me basta con deberles un favor en la vida... No hay historia que compense el sentirse ligado a ustedes...
El sol caía a plomo, agobiante, sacando destellos a las piedras cuarteadas por su causa y desbastadas por el paso de un viento incansable que arrastraba día y noche diminutos granos de arena que actuaban a modo de abrasivos sobre las más duras rocas.
Ese mismo viento azotaba, molesto, el rostro del hombre que vigilaba desde la cumbre de una duna, atento a la marcha de una pequeña caravana —no más de media docena de escuálidos dromedarios y tres conductores—, y que parecía encaminarse, casi directamente, hacia donde se encontraba apostado.
Al fin, el centinela bajó los largos prismáticos de campaña, y se dejó deslizar suavemente hacia el fondo de la hoya que formaban las dunas, y donde sus cuatro compañeros dormían acurrucados bajo un diminuto toldo de color blanco.
—¡Omar! —llamó agitando al que se encontraba más cerca de la entrada—. Viene gente...
Omar-el-Muzruk abrió instantáneamente los ojos, y podría llegar a pensarse que ni siquiera dormía, o que su subconsciente permanecía atento a cuanto ocurría a su alrededor.
—¿Muchos?
—Tres hombres y siete camellos...
—¿Mujeres y niños?
—No.
Sus compañeros se habían erguido también, y juntos escalaron de nuevo la duna para observar, asomando apenas la cabeza por sobre la arena, la tranquila marcha del grupo, que avanzaba sin prisas, despreocupadamente, jinete uno de los hombres, casi dormido sobre su montura, mientras los otros dos parecían mantener una animada conversación acomodados al cansino paso de las bestias.
Omar-el-Muzruk tomó los prismáticos y observó con suma atención al grupo, mientras, a su derecha, el altísimo Saud-Ben-Sadat, comentaba goloso, chasqueando la lengua.
—Esos animales son lo que necesitamos para cargar con toda esa impedimenta.
Sus compañeros parecieron compartir entusiásticamente la idea, pero Omar bajó los prismáticos y negó con un gesto.
—Sus armas son nuevas... Rusas. Y uno lleva botas, y otro reloj... Nunca, en todos los años que pasé en estos desiertos, tropecé jamás con un beduino que usara reloj.
—No son nómadas. Son soldados... Una patrulla camuflada.
—¿Camuflada...? —repitió sorprendido Ahmed Jadani, el segundo hombre en orden jerárquico y que debería hacerse cargo del mando si algo le ocurría a Omar-el-Muzruk—. ¿Por qué camuflada?
—Por nosotros, naturalmente...
—Nadie sabe que estamos aquí.
—Desde luego... Pero no se trata de nosotros exactamente... Se trata de las visitas que Gadafi aguarda...: Nuestra visita, la de los israelíes, o incluso la de los egipcios... No es ningún estúpido y sabe que más de medio mundo quiere verle muerto...
—¿Qué hacemos entonces...?
—Escondernos, y si se aproximan demasiado acabar con ellos antes de que tengan ocasión de dar la alarma... O mucho me equivoco, o en alguna parte deben llevar oculto un transmisor.
Asomaron de nuevo las cabezas. El grupo se aproximaba serpenteando por entre las rocas y los matojos en busca del nacimiento del mar de dunas que se extendía hasta perderse de vista a todo lo largo del horizonte. Hubieran sido necesarios cientos de hombres para rastrear cada uno de los huecos que las dunas dejaban entre sí, y Omar-el-Muzruk lo sabía, por lo que no le inquietaba en exceso la proximidad de la patrulla.
Era un hombre del desierto, un beduino auténtico, que había visto transcurrir su infancia, como el mismo Mohamar-el-Gadafi, vagando de un extremo a otro de aquella infinita llanura vacía. Sabía cómo ocultarse, cómo atacar y cómo defenderse, y sabía, también, que incluso el astuto Coronel, con toda su experiencia del desierto, necesitaría por lo menos dos Divisiones para atraparle en aquellas tierras.
Evocó una vez más su figura, su carácter áspero, y el entusiasmo casi mesiánico de sus años de estudiante, cuando, juntos, soñaban con alcanzar el grado de oficiales e imitar las hazañas de Nasser, que había derribado del viejo trono de los faraones al corrupto y putrefacto Faruk, sacando de la miseria a su pueblo, para convertirlo en el transcurso de pocos años en una nación moderna, digna y respetada.
—Nasser es nuestro líder... —repetía una y otra vez, convencido de sus razonamientos—. El nos muestra el camino, y nos brindará su apoyo cuando al fin nos decidamos a dar el gran paso.
Pero el coronel Gamal Abdel Nasser había cometido la descortesía de morirse al año justo de la toma del poder del entonces teniente Gadafi, que en honor a su «héroe», se había auto ascendido inmediatamente a coronel, a la espera de sus consejos y sus parabienes.
Por primera vez, y probablemente por única en su vida, Omar-el-Muzruk, descubrió un leve síntoma de desfallecimiento y desencanto en la actitud de su antiguo compañero de armas. Ante la inesperada muerte del hombre al que durante tantos años había admirado, Mohamar-el-Gadafi se comportó como un chicuelo que sueña con emular a su padre y cuando al fin cree haberlo conseguido, éste ya no está allí para apreciarlo. Podría pensarse que, más que una muerte, lo de Nasser se convertía en una auténtica traición para con Gadafi que, tal vez inconscientemente, decidió reiniciar el camino allí donde el otro lo había concluido, quemando etapas y tratando de llegar mucho más lejos de lo que ni el coronel egipcio, ni ningún otro líder de su estilo, hubieran imaginado nunca.
Y lo había logrado. Había puesto de rodillas al mundo occidental, elevando hasta límites insospechados los precios del petróleo, arrastrando en sus decisiones a los restantes países productores, y provocando una crisis económica y política como no se había conocido desde los peores tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Más tarde, y como si todo eso fuera poco, había osado desafiar abiertamente a las que ya se consideraban sus víctimas, atreviéndose a plantarle cara incluso a la superpoderosa Norteamérica.
Dueño de un país vacío, cuya población entera cabría sin graves problemas en un par de barrios de los suburbios neoyorkinos, aquel muchacho luchador y entusiasta, que veinte años atrás le confesaba sus temores de no lograr alcanzar el grado de teniente porque su educación de nómada dejaba mucho que desear para un oficial de los ejércitos reales, jugaba ahora con los destinos y las vidas de millones de seres humanos con la misma alegre irresponsabilidad con que le había visto jugar, cuando tomó el poder, con los destinos y la vida de sus compatriotas.
Él, que se había alzado contra el despotismo y la intransigencia de un viejo rey caduco, se había convertido, en menos de doce años, en el más déspota e intransigente de los gobernantes, capaz de asesinar a cualquiera que se opusiera a sus caprichos, así se ocultara en el último rincón del planeta.
Y le constaba que ni siquiera él, compañero de armas y amigo de la infancia, se encontraba a salvo de su furia asesina, y había puesto precio a su cabeza, por el simple hecho de que un día, cansado de tanta locura y tanta sangre, había dejado sobre una mesa su nombramiento de embajador, había abierto una pesada puerta y una cancela de hierro, y había desaparecido, para siempre, por entre una multitud anónima y aterida de frío.
—Se han detenido.
Alzó el rostro. En efecto, los dos hombres que marchaban a pie habían decidido hacer un alto en el camino, amenos de un kilómetro de distancia, y estaban obligando a arrodillarse a las monturas, dispuestos al parecer a dejar transcurrir las horas más calientes del día antes de adentrarse por completo en el inacabable mar de dunas en el que la arena blanda y resbaladiza hacía más pesado y fatigoso el viaje.
—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber Saud-Ben-Sadat.
—Esperar.
—¿Esperar qué?
—Nada... —replicó—. Para sobrevivir en el desierto, lo más importante es saber esperar. Esperar a que salga el sol, o a que se oculte; a que el enemigo se acerque o a que ese mismo enemigo se aleje; a que el viento cese para que borre nuestras huellas de ese camino... —Sonrió muy levemente, como burlándose de sí mismo—. La paciencia es el don más preciado que Alá haya otorgado nunca a los habitantes del Sahara...
El apartamento había pertenecido —y había sido decorado por un conocido mariquita— a un tal Barnes, representante de actores y de actrices, locura desatada de la noche neoyorkina, que había aparecido muerto en la bañera con más de cuarenta centímetros de un labrado colmillo de elefante, introducido violentamente en el ano.
La bañera, que llegó a hacerse famosa con toda aquella historia, era más bien una piscina pequeña o una gran tina de las de pisar mosto, y había sido empotrada por Barnes en un ángulo del salón, cortada por la gruesa cristalera que bajaba del cielo al techo, de modo que, sumergido en el agua, podía contemplar a sus pies, casi escalofriantemente sobre el abismo, el tráfico de la Séptima Avenida, dieciocho pisos más abajo.
El resto de la casa se encontraba igualmente decorado de forma atrabiliaria, con viejas pianolas, máquinas tragaperras, auténticos bosques de helechos, y enormes fotografías firmadas por estrellas del espectáculo, dominado todo por una gigantesca cama de apenas diez centímetros de altura a la que se podía llegar trepando directamente desde la «bañera-piscina», ya que se encontraba situada en un nivel levemente superior.
En conjunto, podría afirmarse, sin temor a exagerar, que se trataba de la vivienda más amariconada y estrafalaria que Elliot hubiese conocido en su vida, pero cuando la vieja Eddy Barnes, hermana del malogrado mariquita, le confesó, lagrimeando, que nadie quería alquilar un apartamento absurdo en el que, además, se había cometido un crimen tan horrendo, Elliot llegó a la conclusión de que a él le resultaba mucho más cómodo por su proximidad a la redacción, vivir allí, que en cualquier otro lugar del mundo, y cerró un acuerdo económico bastante beneficioso con la vieja Eddy.
Se limitó por tanto a vaciar la tina, meter dentro un sillón giratorio y clavar a setenta centímetros de altura una tabla curva, con lo que se improvisó en un instante el más original despacho que pudiera tener nadie en Nueva York, y así, allí, dentro de aquella absurda «bañera-piscina-tina-mesa», había comenzado a escribir tres años atrás, la gran novela de su vida: aquella que relataba, mitad en ficción, mitad en realidad, las aventuras, los sueños, las glorias y las decepciones, de un hombre que había estado en quince guerras, había conocido a casi todos los líderes políticos del mundo, se había acostado con más de trescientas mujeres de primera clase y había estado, por dos veces, a punto de conseguir el premio Pulitzer.
La novela seguía allí, en el fondo de la bañera, estancada en la página trescientas catorce, al comienzo del capítulo en que un hombre que ha superado tiempo atrás la cuarentena, se ve en la obligación de explicar a sus lectores por qué diablos siente de improviso la urgente necesidad de cambiar de vida, y aun amando a su esposa y a sus hijos, lo tira todo por la borda a la busca de locas aventuras y amores sin futuro.
Por qué un hombre que ha levantado con años de esfuerzo una hermosa familia, se encontraba de pronto ridículamente solo sentado en el interior de una piscina de madera que dominaba Manhattan, era una pregunta a la que Elliot Dunn no había sabido dar una sincera y convincente respuesta, y por ello, y a fuerza de ser honrado consigo mismo, había preferido interrumpir su trabajo, antes que falsearlo por el sencillo procedimiento de escamotearle al lector el molesto capítulo.
Le hubiera gustado llegar a la decisión de si la culpa había sido de su tormentoso romance con Paola, la estupidez de Jaqueline, de la que descubrió, demasiado tarde, que su única pasión auténtica, era salir fotografiada en las revistas, fuera cual fuera la revista, y dijera lo que quiera que dijeran; o si en el fondo, la única verdad estaba en que, con los años, todas y cada una de las células de su cuerpo habían cambiado, y aquellas que amaron locamente a Ángela en un tiempo, no reaccionaban ya, de un modo puramente químico, a los mismos estímulos.
Nadie había logrado explicarle nunca de un modo comprensible, por qué, si el cuerpo cambia por completo con el transcurso del tiempo, y se acepta que incluso cambian a menudo las ideas y las convicciones, el sentimiento amoroso tenía la obligación, no obstante, de continuar intacto, cuando quedaba claro que, ni en el simple transcurso de una noche, era el mismo el amor que un hombre sentía por la mujer con la que deseaba acostarse, que por la mujer con la que ya se había acostado.
Exactamente en ese capítulo, cuando comprendió que no lograba desenmarañar la madeja en que había mezclado amor, deseo, ternura, recuerdos, pasión y nostalgia, abandonó su novela.
Y ahora se encontraba nuevamente allí, sentado en el fondo de la bañera, releyendo cuanto había escrito tanto tiempo atrás y tratando de decidir, con toda la objetividad de que era capaz, como si se tratara de la vida y el esfuerzo de otra persona, si valdría la pena o no intentar hacer publicar aquellas páginas, aunque para ello tuviera que someterse nuevamente a la tortura de desnudar su alma, intentando encontrarle un fin a aquel maldito capítulo.
Para Elliot Dunn, la vida, hasta el momento, había sido, con sus lógicos altibajos, lo que él había deseado realmente que fuera. Incapaz de someterse, desde siempre, a cualquier tipo de horario o disciplina, el periodismo le había brindado, casi desde sus comienzos, la oportunidad de trabajar en algo que le satisfacía plenamente, sobre todo a la hora de emprender un viaje, lanzarse a una guerra, o desentrañar los entresijos de una historia sucia, peligrosa y apasionante.
Había cumplido ya sus «Bodas de Plata» con la profesión, y aun así, todavía experimentaba una maravillosa sensación de nerviosismo; un cosquilleo casi sexual en la entrepierna, cuando el teletipo escupía una noticia que encerraba entre sus escuetas líneas, el indefinible aroma que le hacía presentir que allí había una buena «historia» y valía la pena «tirarse al agua», a la búsqueda de las auténticas raíces del problema.
Su capacidad de ahondar en lo más recóndito de un tema sin abandonar por ello el atractivo de la aparente superficialidad con que conseguía tratarlo, le convirtieron, en el transcurso de pocos años en el periodista más incisivo y a la vez más ameno de su generación, lo que le llevó, apenas cumplidos los veintisiete años, a convertirse en la estrella del prestigioso Saturday News. Ni el Times, ni el Washington Post, ni incluso la pujante Newsweek de su más álgido momento de expansión, consiguieron tentarle con sus apetitosos contratos, porque Elliot abrigaba el convencimiento de que nadie como el viejo Jack O’Farrell sería capaz de respetar, ocurriese lo que ocurriese y por años que pasasen, su muy particular estilo de enfocar una noticia.
Así había ocurrido, en efecto, y durante todo aquel tiempo había disfrutado de una envidiable autonomía, eligiendo sus temas y su forma de tratarlos, y agenciándose un buen número de lectores incondicionales, que no aceptaban más versión de unos hechos, que la que Elliot Dunn les ofrecía a través de las páginas del Saturday News.
Podía considerarse, por lo tanto, que había triunfado plenamente en el objetivo que se propuso al iniciar su carrera, pero, con demasiada frecuencia comenzaba a preguntarse ahora, si ese triunfo merecía la pena, y si todo el esfuerzo que le había dedicado se veía compensado por el hecho de que alguien le parara en un restaurante para confesar que le había entusiasmado su último trabajo, o en la redacción se recibieran docenas de cartas de alabanza a su esfuerzo.
El «éxito», si éxito podía considerarse una cierta popularidad y una relativa tranquilidad económica, comenzaba a antojársele una realidad absolutamente idiota; una rutina sin aliciente alguno, por la que no valía la pena haberse esforzado tanto.
—¡Muy bueno su reportaje sobre Nicaragua...!
—¡Magnífico su relato sobre la caída de Idi Amín, y la batalla de Kampala... !
—¿Por qué?
Ante esa pregunta, lanzada de improviso, su interlocutor solía quedar momentáneamente desconcertado.
La respuesta llegaba entonces balbuceante: «Simplemente, me gustó...» «Lo encontré muy objetivo...» «Me descubrió una faceta del problema que desconocía...»
Resultaba halagador, sin duda alguna, pero a fuerza de escucharlo, llegaba a dudar de la autenticidad del fenómeno, y, sobre todo, llegaba a hastiarse, deseando a veces, casi subconscientemente, escribir algo que provocara la repulsa de sus «fieles».
Pero se consideraba demasiado profesional para intentarlo, y por ello continuaba en la brecha, a la búsqueda siempre de cuanto se ocultaba tras una noticia aparentemente anodina, o tratando de ahondar en la verdadera personalidad de un personaje demasiado esquivo.
Desde el interior de la bañera vacía, contempló, como casi cada noche, la ciudad dormida, y se preguntó una vez más si sería cierto que las células de su cuerpo habían cambiado de tal modo que no pudiera ya interesarle en absoluto aquel éxito con el que soñara desde niño. Si eso era así, qué absurda burla del destino significaba luchar toda la vida por la consecución de un objetivo, para descubrir, en el momento de alcanzarlo, que eso era algo ya que no nos interesaba.
«Nada estimula más que el fracaso, ni nada cansa tanto como el éxito...» —le había asegurado tiempo atrás un escritor famoso por su ingenio y sus excentricidades, y aunque en aquellos momentos se le antojó tan sólo un intento de frase brillante, ahora, al cabo de los años, comenzaba a intuir la profunda verdad que se ocultaba en ella.
De los éxitos nunca se aprendía nada, más que a tratar de imitarlos, calcándose a sí mismo una y otra vez, mientras que cada error conducía automáticamente a un exhaustivo análisis de las propias culpas y las razones de tal equivocación, lo que llevaba, a la larga, a un nuevo intento de superación por otro camino, y, en definitiva, a una maravillosa aventura en la búsqueda de senderos poco conocidos.
Un día... tal vez mañana mismo, tendría que tomar seriamente la decisión de sentarse allí, a desmenuzar una por una sus ideas, buscar la raíz más recóndita del fracaso de su éxito, y plasmarlo, tal vez de forma anónima, en el capítulo final de una novela.
Pero en el fondo le constaba que esa mañana nunca llegaría.
Sergio Fabbri llevaba más de veinte años recorriendo a pie, siempre que se encontraba en Roma, el kilómetro escaso que separaban su espléndida villa, alzada sobre una leve colina, al borde mismo de Vía Tuscolana, del pequeño estudio —dos «platós» y un conglomerado de oficinas y salas de proyección y montaje— que había levantado con los beneficios de tres de sus mejores películas en una amplia hondonada al otro lado del frondoso bosque de pinos desde el que se distinguían en la distancia los tejados de Cineccittá.
En los «Estudios Fabbri» habían rodado Fellini, Visconti, De Sica, Antonioni, Rossi y Bolognini algunas de sus más inspiradas historias y cuando sus «platós» se quedaban pequeños para las superproducciones en colaboración con los norteamericanos, se trasladaban a la cercana Cineccittá, a la que Fabbri consideraba, en gran parte, como una continuación de su propia casa.
Sin importarle los calores del «ferragosto», o los gélidos vientos de febrero, de día, o a altas horas de la madrugada concluido el rodaje de una escena particularmente difícil, el diminuto hombrecillo de revuelta cabellera de un blanco resplandeciente peinada casi a lo «afro» y que hacía recordara un Beethoven reencarnado, emprendía el camino por el mil veces recorrido senderillo, deteniéndose a menudo a meditar, recostado en un tronco, buscando, con ayuda de uno de sus eternos «Camel» sin boquilla, solución a un problema espinoso.
Veinte, tal vez treinta, veces en su vida se había visto obligado a hacer un largo alto en aquel amado bosquecillo en procura de una fórmula que le sacara de apuros proporcionándole la financiación que le faltaba para concluir una película cuyo presupuesto se había desfasado por todo aquel cúmulo de circunstancias absurdas e imprevisibles que hacían de su negocio el más arriesgado, inquietante, absorbente y maravilloso del mundo...
Aún recordaba el día en que la estrella se le murió sin concluir las escenas claves a dos semanas del final del rodaje; la ocasión en que el director, homosexual antes que genio —pese a que era en verdad uno de los más grandes genios que hubiera conocido nunca desapareció durante doce días, despechado al descubrir a su «protegido» haciendo el amor con un extra sobre la que se suponía era la cama del emperador Calígula; los tres meses de huelga de técnicos, teniendo que pagar íntegros los contratos de los actores y sin poder impresionar un solo plano; la noche que visionó por primera vez La Reina Negra, y comprendió que había tirado a la basura un millón de dólares y casi dos años de trabajo, incluso el amanecer en que se confesó a sí mismo, que ya nada tenía en común el rostro que acababa de ver en la pantalla con la maravillosa muchacha con la que se había casado dieciocho años antes...
Pero también recordaba que fue el bosque por el que paseó, a solas, su primer «Oscar», y en el que lloró abiertamente, sin vergüenza de ningún tipo, estremecido aún por la inaudita belleza de la tragedia, hecha imágenes, que el «Príncipe» Luchino, acababa de ofrecerle como el más preciado don que le hubieran entregado nunca...
...Y era, por último, el bosque en el que una tarde de mayo, al concluir el plano final de la jornada, inesperadamente, de regreso a casa, Lucía le regaló, sin pedírsela, su insospechada virginidad.
Muchas cosas le habían ocurrido a Sergio Fabbri en aquel bosque, ciertamente, pero lo que no le había sucedido nunca antes era encontrarse a media tarde con un perfecto desconocido, cómodamente instalado en el mayor de los troncos caídos al borde del sendero, contemplándole con sorna y una fría insolencia.
—¡Buenas tardes...!
—Buenas tardes... Esto es una propiedad privada.
—Lo sé... Es suya, pero es que necesitaba hablar con usted.
—Las visitas de negocios las recibo en mi despacho del estudio; las de amigos, en casa.
—También lo sé... —respondió el desconocido, un hombre casi tan minúsculo y delgado como el propio Fabbri, aunque se le advertía fuerte y nervioso—. Pero es que mi visita no es ni de negocios ni, tampoco, de amigo, en realidad... Digamos que, en cierta forma, pertenezco al Servicio de Inmigración...
El productor se envaró levemente y se pasó la mano por el largo cabello en un ademán muy suyo, que denunciaba a quienes le conocían bien, que algo le inquietaba.
—Nunca he tenido ningún tipo de problemas con el Servicio de Inmigración... —susurró apenas—. Mi documentación ha estado siempre en regla.
—Lo sabemos, pero últimamente hemos sabido que ha tenido usted contactos con destacados miembros de la Mafia.
Ahora sí que Sergio Fabbri no hizo esfuerzo alguno por contener su asombro y un cierto nerviosismo.
—¿Mafia...? —repitió—. No conozco a nadie de la Mafia.
—Dino Spada ha trabajado en dos de sus películas.
—Dino Spada ha trabajado en más de sesenta películas a lo largo de toda su vida —replicó—. Una de ellas, si no recuerdo mal, compartiendo honores estelares con el actual presidente de su país... ¿Lo van a acusar a él también de relaciones con la Mafia?
—No, desde luego... —Sam Holden había sonreído levemente, en verdad divertido—. El está por encima de toda sospecha... Y, además, no es italiano... —Señaló el tronco, a su lado—. ¿Por qué no toma asiento? Nuestra conversación puede ser larga.
—Lo dudo. No tengo nada que hablar con usted.
—Yo creo que sí... —Su voz era fría y tranquila—. A no ser que no le importe el hecho de que le impidan el paso la próxima vez que intente entrar en los Estados Unidos... —Sacó un papel del bolsillo, lo extendió y se lo mostró complacido—. Esta es la fotocopia de una orden que entrará en vigor esta misma noche si yo no lo impido.
Ahora, el diminuto productor tuvo que emplear las dos manos para alisarse el cabello, giró la vista a uno y otro lado como si confiase en que le iba a llegar ayuda de alguna parte, no sabía de dónde, y concluyó por obedecer y tomar asiento aceptando al propio tiempo el cigarrillo que el otro le ofrecía.
—¿Qué es lo que pretende realmente de mí? —quiso saber, mientras aspiraba el humo con chupadas rápidas y nerviosas que estuvieron a punto de obligarle a toser—. ¿A qué viene todo este embrollo?
—Necesitamos su colaboración.
—¿Qué clase de colaboración...?
—Que incluya a cuatro personas, que yo le indicaré, en el equipo de filmación de Cita en Tobruk.
—De acuerdo.
Ahora fue Sam Holden el sorprendido, y un levísimo tic nervioso estremeció su ojo izquierdo, dilatándolo y casi impulsándolo a salir de su cuenca, lo que transformó por un instante la impasibilidad habitual de su rostro.
—¿De acuerdo...? —repitió como dándose tiempo a sí mismo a meditar.
—Completamente... —aceptó Fabbri—. Usted sabe que la mayoría de mis negocios se centran ahora en Nueva York. La Productora; las Distribuidoras que exhiben mis películas; los Bancos con los que trabajo y los actores, escritores, directores y agentes con los que tengo que entrevistarme necesariamente casi a diario... Si no regreso, mas de treinta años de lucha se perderán sin recuperación posible... No me deja opción y por lo tanto ni siquiera me planteo el pensarlo.
—No me pregunta siquiera quiénes son los hombres, y porque quiero que los incluya en su staff?
—Prefiero no saberlo, aunque imagino que se tratará de espías que pretenden introducir en Libia... —Hizo una pausa mientras fumaba de nuevo, con aquellos sus gestos, rápidos y un tanto ansiosos, cogiendo el cigarrillo entre el dedo índice y el pulgar—. Yo acepto sus condiciones y usted me deja en paz, retirando esta falsa y ridícula acusación de que tengo tratos con la Mafia... Luego, a la hora de la verdad, sé que las autoridades libias impedirán formalmente la entrada a su gente, se pongan ustedes como se pongan, pero yo de eso no tendré culpa alguna, ya que habré cumplido con mi parte del trato... ¿Qué haría usted en mi caso...?
—Aceptar, naturalmente... —Holden arrancó un pedazo de corteza podrida del tronco en que se encontraba sentado, y la desmigajó minuciosamente—. Es usted muy astuto, Fabbri... «Zorro viejo», como me habían advertido, y tengo que admitir que es cierto... Pero con nosotros no se juega... Es algo muy, pero que muy, peligroso...
—Yo no juego —protestó el anciano—. Es usted quien pretende jugar a algo que no acabo de entender... ¿Para qué quiere introducir a su gente en mi equipo...? Aun en el improbable caso de que lograran atravesar la tupida red de impedimentos que les pondrán los libios y penetrar en el país, se encontrarían con que vamos a rodar una película en pleno desierto, en un lugar en el que no hay gente, ni pueblos, ni objetivo militar alguno, encerrados durante casi cuatro meses en un decorado que representa un viejo fortín convertido en campo de concentración... Es ahí donde transcurre el ochenta por ciento de la historia.
—Lo sé. He leído el guión y he visto fotos del set... —Adelantó la mano con un gesto amistoso, queriendo calmarle—. No. No se inquiete; no hay ningún traidor entre los miembros de su equipo... Nos limitamos a penetrar en sus oficinas... —añadió—. Aunque permita que le diga que el protagonista masculino que ha elegido está ya algo «pasado» para el papel... Yo hubiera preferido a un Redford, o a De Niro.
—Yo, también, pero los libios no quieren caras nuevas... Tenemos que repartir los papeles entre los actores que ya conocen. Al fin y al cabo, las historias de amor pueden producirse a cualquier edad. ¿O no?
—Desde luego... Cada vez que recuerdo que Bo Derek está enamorada de un tipo que se aproxima a los sesenta, se me ensancha el espíritu y recupero la confianza en mí mismo... —Hizo una pausa y dejó caer al suelo los restos del pedazo de corteza, observando cómo los hacía volar la brisa—. Pero vayamos a lo que importa...: Por lo que puedo colegir, usted se encuentra plenamente seguro de que Gadafi cerrará el paso a mis hombres. —Completamente... Le conozco y sé que es inflexible en sus decisiones... Y en Libia todo el mundo le obedece con los ojos cerrados. No es de los que admiten un desliz.
—¿Hasta qué punto le conoce...? ¿Cuántas veces ha hablado con él...?
—Quince o veinte. Cuatro al principio, cuando nos poníamos de acuerdo sobre una fórmula para que yo rodara en su país películas que él me ayudaría a financiar, y el resto durante los rodajes.
—De hecho... —Sam Holden sonreía irónico—... «Él» ya no le ayuda a financiarlas... «Él» las financia casi por completo con el dinero del petróleo, y usted no corre riesgos, yendo tan sólo a los beneficios.
—No es así, exactamente... —puntualizó Fabbri—. Aunque, para llegar a este punto, es necesario llevar más de cuarenta años en este oficio, haber ganado tres «Óscares», cinco «Palmas de Oro», y cuatro «Leones de San Marcos», y tener además fama de no haberle robado nunca un céntimo a nadie en cincuenta y dos películas, muchas de las cuales han enriquecido a más de un mentecato que no tenía ni idea de lo que era un contraplano...
—Entiendo... —aceptó el americano—. Nunca he puesto en duda su talento... Pero continuemos hablando de Gadafi... ¿Qué opina de él...?
—Que es el mejor socio que he tenido nunca: paga en dólares, no opina sobre el guión y siempre se siente satisfecho del producto final... Se sienta en una butaca, asiste en silencio a la proyección, sonríe al acabar, me da un golpecito en la espalda, y me pregunta, afectuosamente, qué es lo próximo que vamos a hacer... Compare eso con las víboras que manejan las grandes Distribuidoras multinacionales, y comprenderá de qué le estoy hablando, ya que, pagan mal y tarde, y nunca les gusta lo que hago aunque rinda treinta millones en taquilla.
—Aprobado como socio... ¿Y como ser humano?
—Ya se lo he dicho: afectuoso y educado... Cuando rodamos se sienta bajo un parasol y lo observa todo con suma atención, sin abrir la boca... Le gusta ver cómo se mueven las cámaras y cómo trabajan los actores y los técnicos. Pero jamás interviene, como si estuviera sentado en la sala de proyección viendo una película de la película.
—¿Nunca ha tenido una conversación... digamos «privada» con él?
—Nunca.
—¿Y nunca ha demostrado interés por las actrices o mujeres de su equipo?
—En absoluto... Por lo que tengo entendido, es un hombre fiel y muy apegado a su familia.
—¿No hablan de política?
—Jamás.
—¿De qué hablan...?
—De cine... Admira a los Fonda, Brando, la Carson, Mastroianni, la Loren, Gassman, y algunos más que no recuerdo... —Sonrió divertido—. Un día, medio en serio medio en broma, me preguntó si sería capaz de reunirlos en una sola película... «Si encuentra una historia que acepten todos, yo la produzco —dijo—. Aunque no se ruede necesariamente en mi país...»
—¿Y ha encontrado la historia?
—Aún no, pero tengo a cuatro de los mejores escritores del mundo trabajando en ello...
—Resultaría simpático, si no fuera porque se trata de un loco peligroso que amenaza la paz del mundo...
—¿Lo dice por lo de los aviones del Nimitz...? Mi sincera opinión es que ustedes fueron allí, a las puertas de su casa, a provocarle deliberadamente... El azuzó a los perros para que ladraran, como se suele hacer en estos casos, y ustedes se los mataron... —Se pasó de nuevo las manos por el cabello—. No tengo aún muy claro, francamente, quién es. en este caso, el que ha puesto en peligro la paz del mundo...
—¿No ha oído sus últimas declaraciones, amenazando con atacar las bases griegas e italianas y hacer estallar la Tercera Guerra Mundial...?
—También yo amenazaría a quien me hubiera asesinado a los perros, pero si a todo al que alguna vez grita «te voy a matar», lo metieran en la cárcel, no quedarían carceleros fuera...
—Es más grave que eso...
—Esa es su opinión, pero permítame la libertad de no compartirla... Ustedes, los de la CIA, porque imagino que pertenece a esa Organización u a alguna parecida, no hacen más que descubrir brujas debajo de todas las camas, y, como decía mi padre: «Si te emperras en ver moscas, llega un momento en que ya no ves más que moscas...»
—Sí, pero, como diría el mío: «Si te empeñas en no ver las moscas que vuelan a tu alrededor, acaban lavándose el culo en tu sopa...» —Se puso en pie como si diera por concluida, de momento, la conversación—. Ha sido una charla muy instructiva, Comendadore, y me alegra saber que, en un principio, se encuentra dispuesto a colaborar con nosotros... Eso es todo lo que queríamos saber...
—No se llame a engaño... —puntualizó el italiano—. Yo no estoy dispuesto a colaborar con ustedes en modo alguno, y únicamente lo haré, si comprendo que no me queda otro remedio... ¿Esta claro?
—Absolutamente claro...
Hizo un leve gesto de despedida con la mano y desapareció entre los árboles, dejando allí sentado, pensativo y profundamente inquieto, a su interlocutor, que agitó la cabeza con gesto de rabia, se alisó los cabellos con ambas manos, y reinició, pesadamente, el camino hacia el viejo caserón que un día, muchos años atrás, tuvo que hipotecar para pagar las deudas de una espantosa película titulada La Reina Negra.
«Ahí fallamos todos —repetía siempre—. Hasta Lucía, me falló.»
—La semana pasada alguien entró en nuestras oficinas y se llevó un guión.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque los guardo bajo llave, y los tengo numerados. Fabbri tiene el número uno, Cameron el dos, Tony el tres, Jacqueline, el cuatro... Se van entregando por orden de importancia, y ahora me falta el cuarenta y tres...
—Puedes haberte equivocado.
Ángela negó, segura de sí misma:
—Llevo un control muy rígido, porque Sergio odia que los guiones se desperdiguen por ahí y las historias caigan en malas manos... Más de una vez le han copiado un argumento o una escena, y eso le pone furioso... —Hizo una pausa—. Además, han estado hurgando entre nuestras listas de personal y planes de rodaje...
—Bien... —admitió Elliot como si aceptara la evidencia de que ella pudiera tener razón—. Tal vez alguien esté tratando de adelantarse y plagiar Cita en Tobruk.
—No... —Ángela parecía tener las ideas muy claras al respecto, y cuando le había invitado a cenar a su casa estaba absolutamente segura de lo que tenía que decir—. Cita en Tobruk es una película demasiado grande y demasiado cara como para que nadie trate de plagiarla... Necesitaría millones, y para eso, se escribe su propio argumento... —Estaba concluyendo de asar la carne, y alzó la cabeza para mirarle por encima del pequeño mostrador que separaba la cocina del coqueto comedor cuyos ventanales se abrían sobre el diminuto jardín trasero—. Además, otro productor se limitaría a presionar a un maquillador o al de vestuario, para que le permitiese echarle un vistazo a su guión, prometiéndole trabajo en su próxima película... Nunca se atreverían a asaltar unas oficinas... Eso es más bien cosa de tus amigos, los de la CIA...Son sus métodos, pero... ¿por qué?
—¿Por qué, «qué»?
—No te hagas el tonto... —replicó malhumorada—. ¿Qué es lo que pretenden?
—Matar a Gadafi.
Ángela permaneció muy quieta unos instantes, con uno de los gruesos filetes, rojo y casi sangrante en la mano, y luego lo depositó, muy despacio, en el plato que descansaba ante ella, sobre el mostrador. Se tomó un tiempo para reflexionar, apartó el segundo pedazo de carne del fuego, y asintió levemente como si de improviso todo se aclarara en su mente:
—Comprendo —admitió—. Pretenden matar a Gadafi introduciendo a cuatro asesinos en nuestro equipo, para que aprovechen una de sus visitas a los rodajes.
—Exactamente.
—¿Lo sabías...? —Ante la muda afirmación, tomó los platos, salió de la cocina y colocó uno delante de sus narices con un golpetazo que casi lo partió en dos—. ¿Lo sabías, y aun así viniste a pedirme que aceptara a esos hombres?
—Les debía un favor. Le salvaron la vida a Paola... Ahora, ya he pagado, y me constaba que tú no aceptarías.
—Insisto: «Eres un hijo de la gran puta» —añadió en español con un marcadísimo acento puertorriqueño. Cuando se enfurecía, Ángela no podía evitar retornar a sus orígenes y a su lengua materna—. ¿Imaginas lo que podría ocurrir si se organiza una refriega de ese tipo en un set, con la guardia personal de ese tipo disparando contra todo lo que se mueva... Docenas... ¡Tal vez cientos de víctimas inocentes abatidas en un abrir y cerrar de ojos! ¡Dios bendito...!
—O hablas en mi idioma, o lo haces más despacio... replicó Elliot calmosamente, comenzando a cortar el jugoso pedazo de carne—. Sabía que no aceptarías...
—Pero lo intentaste cuando podías haberlos mandado a la mierda.
—No se van... —Masticó despacio, deleitándose en el maravilloso sabor de la carne, blanda y rezumante—. Te lo juro: no se van a la mierda, se lo pidas como se lo pidas... —Tragó el bocado—. Los conozco hace años, y son de esa clase de tipos que creen estar en posesión de la verdad, y ser los elegidos por Dios para preservar el mundo, la fe y la justicia... —Movió la cabeza con pesar—. Gente peligrosa... Muy peligrosa, y por lo que veo, no cejan en su empeño y buscan la manera de introducirse en el equipo.
—Fabbri tiene que saberlo, pero no me atrevo a explicárselo por teléfono... Me da la impresión de que los tenemos intervenidos y alguien escucha nuestras conversaciones.. ¡Es cosa de locos...!
—¿Cuándo vuelve?
—Ya tenía que estar aquí, pero ha retrasado el viaje sin dar explicaciones... Cameron anda subiéndose por las paredes, y Jacqueline amenaza con romper su contrato si no aparece pronto y se ponen de acuerdo sobre unos cambios que quiere introducir en el guión... Esa vieja foca está histérica... Tan sólo de pensar que tiene que hacer de madre de la Carson se le ponen los pelos de punta.
Los ojos de Elliot Dunn se animaron de improviso, y alzó el rostro hacia su ex esposa, que parecía aguardar dicha mirada porque le conocía desde hacía tiempo:
—Sí... —puntualizó sin necesidad de que él abriera siquiera la boca—. Hemos contratado a Lily Carson para el papel de Souad. Rosmary está embarazada de cinco meses, y ése es un impedimento de fuerza mayor que incluso nuestros socios libios aceptan.
—Me gusta Lily Carson... Es lo más bello que he visto nunca...
—A todos los hombres les gusta Lily Carson... —admitió Ángela de mala gana—. Y lo peor es que también le gusta a una gran mayoría de mujeres... Esa niña tiene «algo»: un «ángel» especial... No nos deja mucha chance a las demás.
—Tú eras como ella antes de que te volvieras celosa y gruñona... —comentó él, sonriente—. Respirabas sexo, ponías cachondo al mundo, te reías por todo, y te encantaba hacer el amor... Luego, un día, ¡maldito sea ese día!, cambiaste de improviso... Tu «algo» se convirtió en un «mucho...» Un «demasiado», diría yo más bien.
—Sí... —admitió ella en tono mordaz—. Mi «algo» se convirtió en un par de cuernos entre los que enredaba una cuerda de guitarra y podía tocar el arpa... ¡No te jode...! —exclamó nuevamente en español—. Calculo que debías haberte tirado a medio centenar de mujeres cuando yo comencé realmente a cambiar.
—Aun así, seguía queriéndote...
—Corta el tema, por favor —suplicó—. Lo hemos discutido un millón de veces y nunca llegaremos a ponernos de acuerdo. Para mí, amor significa fidelidad y respeto, y no me cabe en la cabeza querer a una persona mientras le estás comiendo el coño a otra... ¡Tengamos la fiesta en paz...! ¿Fruta o café?
—Café, por favor... Suave, que después no duermo. Empiezo a dar vueltas y acabo de cabeza en la piscina...
—¿Hasta cuándo vas a seguir viviendo en esa casa de locas...? —masculló mientras recogía los platos y se encaminaba con ellos a la cocina—. ¡Me sacas de quicio...! ¿Qué clase de sensibilidad tienes que puedes dormir en una cama donde se han celebrado todas las orgías del mundo, y trabajar en el interior de un tonel en el que mataron a un tipo metiendole un cuerno por el culo...?
—Resulta muy práctico... —señaló Elliot—. Las estadísticas aseguran que las posibilidades de que el caso vuelva a ocurrir y me maten en el interior de un tonel metiéndome un cuerno por el culo, son de una entre dos mil millones... Sobre todo, teniendo en cuenta que el tipo que lo hizo la primera vez va a pasar el resto de su vida en la cárcel...
—Se puso en pie y se aproximó para ayudarla a secar los platos. ¿Y qué otra cosa puedo hacer si está muy bien de precio y aún me quedan por pagar dos años de plazos de esta casa...? Entre eso y los colegios de las niñas siempre estoy tieso...
—Sin tener en cuenta, desde luego, los «detalles» que tienes con Bianca... —sonrió con intención, mostrando mucho los dientes, como si en realidad pretendiera morderle—. Por cierto... Me ha contado que le acabas de regalar un modelo de «Valentino». Yo, en todos mis años de casada, jamás tuve un modelo de «Valentino».
—En aquel tiempo no existía «Valentino».
Se diría que Ángela tenía que hacer un esfuerzo para no estamparle en la cara el estropajo de acero inoxidable, y tal vez hubiera acabado por hacerlo si no se hubiera escuchado el ruido de una puerta al cerrarse, y una voz que saludaba alegremente:
—¡Buenas noches a todos...! Me alegra ver que estáis bien de salud y peleando tan a gusto como siempre...
Una de las gemelas asomó un instante el rostro, les envió un beso, y desapareció de nuevo, pero su padre la llamó con tono autoritario.
—¡Sol...! ¡Ven aquí...! ¿Qué es eso que me ha dicho tu madre de que tal vez ya no eres virgen...?
La muchacha, que había comenzado a subir la escalera interior, regresó sobre sus pasos, se apoyó en el quicio de la puerta y le miró con asombro.
—¡Naturalmente que no soy virgen...! —admitió con naturalidad—. ¡Qué tonterías preguntas...! Aparte de que yo no soy María del Sol... Yo soy María del Mar...
Elliot se volvió a su esposa entre incómodo y desconcertado:
—Me habías dicho que se trataba de María del Sol...
—Eso fue hace dos semanas... —fue la resignada respuesta—. Por lo visto a ésta le ha dado por sentirse solidaria con su hermana... ¡Con tal de que no haya escogido el mismo tipo para el mismo trabajo...!
—En eso es en lo único que somos diferentes... —replicó la muchacha sumamente divertida—. A Sol le gustan los blancos, y a mí, los negros...
Dejó escapar una carcajada burlona y se perdió de nuevo, taconeando escalera arriba. Se miraron.
—¿Sabes lo que te digo...? —inquirió él al rato—. El día que sepa que soy abuelo, me lanzo a la Séptima Avenida con tonel y todo...
—Pues no olvides de llevarte contigo esa foto de la Taylor, de cuerpo entero que tienes en el salón —rió divertida—. Me encantará saber a quién aplasta en su caída.
El flaco Saud Ben Sadat marchaba en vanguardia, precediéndoles en poco más de un kilómetro, con el oído atento y los ojos abiertos como platos, taladrando la noche, moviéndose como una sombra más entre las sombras, sin un ruido, deteniéndose de tanto en tanto a susurrar ante el micrófono del sofisticado emisor de campaña que cargaba a la espalda las novedades que encontraba en su avance.
Alcanzó el borde de un viejo río seco, que debió llevar agua cinco mil años antes, cuando aquélla era aún una tierra húmeda y fértil, y maldijo por lo bajo a los millones de redondeados guijarros que le obligaban a tambalearse o le golpeaban inmisericordemente las puntas de los dedos desnudos, protegidos únicamente por la simple tira de cuero de las sandalias beduinas.
Era aquélla su cuarta noche de camino, moviéndose con la calma y la paciencia de un caracol asustado, y las órdenes de Omar no admitían réplica, ni consentían un gesto precipitado ni un movimiento en falso:
—Lo único que tenemos a nuestro favor, es tiempo... —aseguraba—. No hay prisa, pero en cuanto cometamos el más mínimo error y detecten nuestra presencia, podemos darnos por muertos.
Tenían que huir, por tanto, de los pozos y los oasis; de los poblachos miserables e incluso de los más apartados campamentos nómadas; borrando sus huellas cuando no estaban absolutamente seguros de que el viento iba a encargarse de borrarlas por sí solo, enterrando hasta sus propios excrementos; ocultos de día y furtivos de noche.
Era por tanto el suyo un lentísimo peregrinaje hacia el Norte, adelantando apenas un puñado de kilómetros cada jornada, soportando de día un calor agobiante bajo un sol inclemente, y soñando con un gran vaso de agua fresca que mitigara una sed que comenzaba a convertirse en obsesión angustiosa.
Incluso para Omar el Muzruk, nacido y criado en aquellas tierras, el largo viaje comenzaba a convertirse en una pesadilla, pues a las mil penalidades que traía de por sí aparejada una travesía a pie de la parte más árida del desierto del Sahara, había que sumar la tensión provocada por un constante temor a ser descubiertos, con la seguridad absoluta de que, en ese caso, en cuestión de horas las fuerzas de su antiguo condiscípulo caerían sobre ellos como perros rabiosos.
Y Mohamar —de eso estaba seguro porque le conocía bien— no era de los que se mostraban clementes ni aun con aquellos que más le habían apoyado en un principio.
Aún recordaba el día, tres años atrás, en que le gritó por teléfono a dos mil kilómetros de distancia:
—¡Mata a todos los que se nos opongan o nos critiquen...!
—¡Pero Mohamar...! —replicó—. Este es un país extranjero... Aquí no puedo hacer lo que se me antoje. No soy más que un embajador.
—¡Busca quien lo haga! —fue la lacónica respuesta—. Los quiero muertos.
Como ratas, los opositores de Mohamar-el-Gadafi, fuera cual fuera su ideología, y fuera cual fuera el rincón del mundo en que se hubieran refugiado, comenzaron a caer bajo las balas, las bombas, los cuchillos o el veneno de la más vasta red de asesinos profesionales y terroristas fanatizados que se hubiera extendido jamás sobre la faz del planeta. Un imperturbable gentleman inglés, armado con un paraguas con la punta emponzoñada, sembró en pocos días el terror en las calles de la City entre quienes, de un modo u otro, se oponían al líder libio, y los bazookas rugieron en las carreteras, mientras los automóviles volaban por los aires.
Mohamar-el-Gadafi había acogido con los brazos abiertos, ofreciendo hospitalidad, dinero, armas y entrenamiento, a cuantos disidentes, revolucionarios, terroristas o simples criminales de dudosa factura andaban fugitivos por el mundo, y en pago a esa hospitalidad y esos desvelos, aunque pasando además por ellos una abultada factura, muchos de esos disidentes, criminales y terroristas, se mostraban plenamente dispuestos a atender los deseos del exaltado coronel.
Fue entonces cuando Omar-el-Muzruk tomó conciencia de que habían llegado demasiado lejos y era hora de abandonar un barco que no tardaría en irse a pique, porque aunque aparentemente su amigo y condiscípulo se encontrara en la cumbre del poder y en el momento más brillante de su carrera, su estrella, en su opinión, lanzaba los postreros resplandores, su luz cegaba a muchos, y alguno de ellos se ocuparía bien pronto de apagarla.
El hombre que ocupaba entonces el sillón de la Casa Blanca, demasiado blando y respetuoso con la ley, no sería capaz probablemente de realizar la sucia tarea que la opinión pública mundial le estaba exigiendo a voz en grito, pero Omar abrigaba el convencimiento que los días de ese hombre estaban contados, y nuevos vientos, violentos vientos, comenzarían muy pronto a soplar sobre el desierto libio.
Así había ocurrido, y Omar-el-Muzruk se alegraba de su visión de futuro y su habilidad política, pese a que ello le hubiera conducido, con el tiempo, a la difícil situación en que, momentáneamente, se encontraba. Se jugaba la vida, pero eso era algo a lo que siempre estuvo acostumbrado, y le empujaba la esperanza de que, en esta ocasión, no estaba luchando por la mayor gloria de otros, sino por la suya propia, pues si alcanzaba su objetivo, nadie podría discutirle el liderazgo de un país descabezado.
—Cruza un camión a unos tres kilómetros, a mi derecha... ¿Lo ves...? —la voz llegó como un susurro a través de los auriculares, y aguzó la vista en la dirección indicada distinguiendo una luz muy tenue que se desplazaba lentamente.
—Lo veo... —admitió—. Y no me gusta que ande moviéndose a estas horas de la noche.
Se dirige a Beni-Ulid, aunque, según el mapa, la «pista» debe encontrarse mucho más al interior.
—Te he dicho muchas veces que no te fíes de esos mapas... —masculló malhumorado—. El trazado de las pistas cambia según el movimiento de las dunas...
Maldijo por lo bajo al turco lamentando una vez más no contar con un auténtico targuí de las arenas que le sirviera de guía, y le ordenó que se detuviera aguardando su llegada.
Cuando quince minutos después se reunieron, buscándose en las tinieblas, formaron un círculo para evitar que el resplandor de la tenue linterna se extendiera, y estudiaron con detenimiento el viejo mapa. Luego, hizo un gesto a otro de sus hombres, y éste depositó en el suelo una mochila de la que extrajo un grueso fajo de fotografías.
Cotejaron la numeración, según acotaciones en clave hechas a mano sobre el mapa, y pronto tuvieron en la mano la correspondiente al punto en que se encontraban, tomada desde ciento cincuenta kilómetros de altura por un satélite artificial de la Nasa.
A la derecha, según la dirección que llevaban, se distinguían hasta tres pistas de tierra claramente marcadas, pero una de ellas, la más nítida y que fue sin duda alguna la principal en su tiempo, aparecía ahora interrumpida por largas lenguas de arena que, viniendo del Este, de un gran mar de dunas, amenazaban también los bordes de la segunda vía.
Consultaron la hora y Omar-el-Muzruk se mostró tajante:
—Tenemos que alejarnos hacia el Oeste y buscar un escondite donde pasar el día... Daremos un rodeo.
—¿Otro rodeo...? —se asombró, horrorizado, su segundo, Ahmeda Jadani—. Hace una semana que no hacemos más que dar rodeos... ¡Así no llegaremos nunca...!
El otro le miró y sus ojos brillaron de ira aun en la oscuridad de la negra noche sahariana.
—Mientras puedas dar rodeos, es que estás vivo... —replicó secamente—. Peor será cuando alcancemos el punto señalado, y tengamos que sentarnos a esperar...
Tocó levemente a Saud Ben Sadat en el hombro para que se pusiera nuevamente en pie.
—¡En marcha...! —ordenó—. Y procura mantener los ojos bien abiertos... A cada paso que damos, el peligro aumenta...
Aquí, señor, la vida no vale nada cuando andan por medio la marihuana y las esmeraldas. «Lo verde, mata», dicen allá abajo, por Barranquilla, y razón tienen, porque yo he perdido ya dos hermanos malogrados por el negocio de la «yerba»... —El mulato suspiró profundamente, concluyó de liarse un grueso «porro» y agitó la cabeza pesimista—: Si mis «socios» sospechasen que me encuentro aquí, «largando» información a un periodista entrometido, nuestros pellejos se secarían pronto al sol, «mi caballa»... No les gusta que se hable... ¡De veras...!
—Lo comprendo... —Elliot señaló con un gesto de la cabeza al tercer hombre, también de piel oscura, fuerte y de mediana estatura, que se apoltronaba en el sillón del fondo, junto al televisor—. Pero aparte de Angulo, en el que los dos tenemos plena confianza, nadie sabrá nunca que usted ha estado aquí.
El mulato sonrió amistosamente a su compatriota:
—Sí —admitió—. El amigo Angulo merece todos mis respetos... Todo el mundo le respeta, pese a que es, sin lugar a dudas, el hombre que más sabe sobre «yerba» en este país... ¿Cuántas veces le han amenazado de muerte, compadre...?
—Siete —replicó el otro con naturalidad—. Pero siempre acaban por levantarme la sentencia, porque, saben que yo diría más cosas muerto que vivo, y a todos les preocupa que se destape la olla de mis guisos... Hay muchos cerdos dentro.
—Demasiados, señor... —admitió el mulato dando una calada a su cigarro con indudable delectación y extendiendo un profundo aroma dulzón por la estancia—. Aquí, en este mismo hotel, el más lujoso de la capital, se selló un trato del que yo fui testigo. Eran gente seria; caballeros, incluso con un capitán del Ejército, de uniforme y todo... Una semana más tarde, un «DC3» tripulado por dos gringos aterrizó en una pista de la costa a las tres en punto de la mañana, en vuelo directo desde Florida. Creo que desde Orlando, o Tampa, no lo sé con exactitud... No de Miami... —Hizo una pausa como si se concentrara en sus recuerdos—. Aparecimos nosotros, con nuestras camionetas rebosantes de «yerba» de la mejor y Don Cosme —mi «jefe» entonces— pidió que le enseñaran la «pasta»... Y la enseñaron: una maleta repleta de billetes de cien dólares... ¡Todo en orden! Don Cosme ordenó que empezáramos a cargar, y cuando ya estaba la «yerba» a bordo y los pilotos aseguraban las pacas, sacó un revólver, los dejó fritos ahí mismo, y ordenó que volviéramos a bajar la mercancía... No me gustó la jugada, pero yo no era más que un «mandao» y tenía una triste experiencia de lo sucedido con mis hermanos por tener sus propias opiniones, de modo que obedecí, descargamos, y nos fuimos...
—¿Qué día ocurrió eso?
—La noche del catorce de marzo... —extendió la mano abierta como pidiendo paciencia—: Pero no acabó ahí la cosa, amigo, porque a los cinco o seis kilómetros, en el cruce de la trocha que se desvía a Mingueo, nos paró una patrulla del Ejército, apostada allí para que nadie viniera a molestarnos durante la labor. El capitán le preguntó amablemente a Don Cosme si todo había ido bien, y cuando éste respondió que a las mil maravillas, le descerrajó un tiro entre los ojos, mientras los soldados abrían fuego contra el resto de los «marimberos», que, al fin y alcabo, poco teníamos que ganar o perder en todo aquel asunto.
—¿El capitán...? —se asombró Elliot—. ¿El propio capitán...?
—El mismísimo, compadre... Y con el mismo uniforme... Aquello fue un muertero, pero yo, en lugar de correr como los otros para que me cazaran como a un conejo, me enterré en la «yerba» del último camión, entre las pacas, y allí me quedé muy quieto, sin respirar, hasta que todo hubo pasado... —Aplastó los restos de su «porro» en el cenicero, y agitó la cabeza como si le costara trabajo creer su propia historia, pero continuó sin alzar la cabeza—: A las dos horas, asomé la nariz, salté a tierra, me adentré en las montañas, y una semana después llegaba a Venezuela. Desde Maracaibo telefoneé a la viuda de Don Cosme, «Señá Aurora», que tenía más cojones que su propio marido y únicamente cuando leí en El Tiempo que el capitán y toda su patrulla estaban ya bien muertos y enterrados, decidí regresar...
Elliot se volvió a mirar a Angulo interrogativamente, y éste hizo un leve gesto con la cabeza, corroborando la autenticidad del relato:
—Lo que no se ha podido descubrir aún... —dijo después sin concederle al parecer demasiada importancia— es quién protegía, desde arriba, al capitán. —Luego se puso pesadamente en pie y se aproximó al amplio ventanal desde el que dominaba una amplia panorámica de la ciudad, extendida al pie de un alto cerro, en el nacimiento de una extensa altiplanicie—. Historias de ese tipo se dan todos los días en Colombia, y mientras nuestras tierras altas sigan siendo tan fértiles, y ustedes continúen consumiendo tanta marihuana o tanta cocaína, no habrá forma de impedirlo. Dios concede a unos petróleo para que se enriquezcan, y a otros marihuana, para que se maten... No es culpa de nadie: es el destino, y lo que quisiera es que, cuando cuentes en tu revista lo que has venido a averiguar, no nos juzgues demasiado duramente, porque, al fin y al cabo, son los gringos, con sus vicios, los que vienen a corrompernos y a pagar millones de dólares por algo que crecía salvaje en nuestras montañas, y a lo que nunca dimos importancia. Siempre ha estado ahí, y sin embargo, hasta ahora el mío no ha sido un pueblo de drogadictos... Son ustedes los que le están acostumbrando a serlo.
Elliot iba a responder, pero le interrumpió el repicar del teléfono. Acudió a tomarlo, se sentó en el borde de la cama, pudo percibir con maravillosa claridad, como si se encontrara en la habitación vecina, la voz de Ángela:
—¿Elliot...? —inquiría nerviosamente—. ¿Eres tú, Elliot?
—Sí, soy yo... —confirmó levemente angustiado—. ¿Qué ocurre? ¿Le ha pasado algo a las chicas...?
—No —le tranquilizó—. Las chicas están bien... —Hizo una pausa y él advirtió que trataba de serenarse y ordenar sus ideas—. Se trata de mí... Tengo problemas... Graves problemas, pero no puedo explicártelos ahora... Necesito verte, Elliot...
—¡Pero estoy en Bogotá, cariño...!
—¡Ya sé que estás en Bogotá... ! —replicó ella impaciente—. ¿ Crees que no sé adónde he llamado... ? Pero tú me has metido en esto, y tienes que sacarme... Necesito verte hoy mismo...
Elliot dudó, desconcertado, se rascó una ceja, lo que denotaba que había perdido momentáneamente su conocido autocontrol, y al fin alzó los ojos hacia Angulo, que le observaba desde el ventanal:
—¿Hay algún vuelo para Nueva York esta tarde...? El colombiano consultó su reloj y meditó. Por último negó, convencido.
—No, pero puedes irte a Miami si te das mucha prisa... Tal vez allí enlaces con Nueva York...
Elliot recuperó de inmediato su aplomo, se llevó de nuevo el auricular al oído y ordenó:
—Ve al aeropuerto, toma el primer avión que salga paraMiami, y espérame en el hotel de la playa donde nos hospedamos la última vez, ¿lo recuerdas?
—Lo recuerdo... Allí estaré... —Hizo una pausa y su voz sonó distinta; más cálida y humana—: ¡Gracias!—dijo, y colgó.
Elliot colgó a su vez al tiempo que Angulo metía la mano en el bolsillo y le entregaba un puñado de billetes al mulato.
—Puedes irte ahora, Severiano... —dijo—. Te llamaré cuando mi amigo vuelva... Y procura que no te vean salir de aquí... —Se volvió luego a Elliot, que continuaba sentado en la cama, ensimismado en sus propios pensamientos—. Será mejor que te apresures... —dijo. Tengo amigos en el aeropuerto que conseguirán embarcarte, pero tenemos que irnos ya...
Elliot hizo un gesto de asentimiento, buscó mecánicamente su maletín de mano y comenzó a arrojar en él, sin orden ni concierto, lo más imprescindible.
—Ocurrió cuando acabábamos de separarnos... —Su voz sonaba trémula, casi inaudible a veces, y tenía la mirada clavada en la oscuridad del mar, frente a ellos, mientras sus manos jugueteaban nerviosamente con la tibia arena—. Me sentía profundamente desgraciada, porque, aunque te cueste creerlo, aún seguía queriéndote y no podía hacerme ala idea de que iba a pasar el resto de mi vida lejos de ti... —Guardó silencio unos instantes, como para darse ánimos, y alzó la mano permitiendo que la arena se deslizara de ella con mucha suavidad—. Tú te habías llevado a las niñas de vacaciones, y el mundo se me caía encima, porque comprendí que ése era mi futuro : ellas se irían algún día, definitivamente, y yo me quedaría terriblemente sola, condenada a recordar los años en que habíamos sido felices los cuatro juntos... Busqué compañía en un par de tipos imaginando que no me costaría olvidarte, pero la cosa no funcionó. Me daban asco, y yo misma me asqueaba... Luego, una tarde, la conocí en un bar. Era hermosa, educada, elegante y maravillosamente divertida... Fuimos al cine, cenamos juntas, y quedamos en vernos para ir de compras al día siguiente... Congeniamos. Me sentía a gusto con ella, pudiendo hablarle de mi vida y mis problemas sabiendo que me comprendía, porque había pasado un par de años antes por un trance semejante... Me enseñó su casa... Preciosa... Me hizo regalos... Y una noche, aún no sé cómo, descubrí que estábamos haciendo el amor...
Guardó silencio. Un larguísimo y pesado silencio, roto únicamente por el murmullo de las tímidas olas que venían a romper a la orilla, a cinco metros de sus pies.
Elliot permanecía muy quieto, casi como una estatua, plenamente consciente de que no podía, ni debía, hacer comentario alguno, y su papel se limitaba, en esos momentos, a aguardar a que ella concluyera, a su modo, su relato.
Por fin Ángela pareció cobrar fuerzas una vez más, y siguió adelante:
—No duró mucho... Tal vez una semana, no lo sé, pero lo que sí sé, es que cuando llegaste con las niñas, fue como si saliera de un sueño hipnótico, una pesadilla de la que me negaba a admitir que había sido una de las protagonistas. La llamé, le dije que no quería volver a verla nunca, y nunca más volví a verla...
Se diría que había concluido, pero, al poco, con un auténtico quiebro de la voz, añadió:
—...Hasta hoy.
—¿Dónde la has visto?
Ahora sí que giró el rostro y sus hermosos ojos oscuros aparecían húmedos y brillantes:
—En fotos... —musitó apenas—. Unas terribles y repugnantes fotos, en las que se ve, con absoluta claridad, cómo hacemos el amor como los animales... ¡Dios bendito...! —sollozó.
El mar batió sordamente contra la arena, musitando apenas, mientras Elliot Dunn pasaba el brazo sobre el hombro de su ex esposa, la atraía hacia sí, y permitía que ocultara el rostro en su pecho, humedeciendo de lágrimas su camisa.
Le acarició el cabello dulcemente.
—¿Quién las tiene...? —inquirió al fin.
—Un tipo al que no conozco... —replicó ella sin alzar los ojos—. Amenaza con enviárselas a las niñas y a Cameron; incluso con hacer que se publiquen en una de esas revistas pornográficas, si no colaboro con él.
—¿Qué te ha pedido que hagas...?
—Matar a Gadafi.
Elliot se echó hacia atrás, le tomó la barbilla y la obligó a mirarle de frente.
—¿Matar a Gadafi...? —repitió, asombrado.
—Exactamente.
—¡Pero eso es demencial...! —protestó—. ¿Cómo pretende que una mujer, que jamás ha manejado un arma mate al hombre más peligroso del mundo...?
—Por lo que dijo, no tendría que hacerlo yo personalmente. Lo que me piden es que ayude.
—¿Cómo...?
—Aún no lo sé... Me darán instrucciones más tarde. Elliot la apartó de sí, la tomó por los hombros y la obligó a que le mirara de frente, a los ojos.
—¿Cómo es eso de que te darán instrucciones más tarde? —balbució—. ¿Ni siquiera se te puede pasar por la cabeza la idea de ir más adelante en este asunto...? ¿O sí...?
—¿Y yo qué sé...? —replicó ella confusa—. Para eso te he llamado. Necesito consejo... ¡Que me ayudes...! —sollozó de nuevo, inconteniblemente—. Yo no quiero matar a nadie... Ni contribuir a ello aunque aseguren que se trata de un loco que puede hacer estallar el mundo... Pero tampoco quiero que las niñas vean las fotos... ¡Dios de los cielos...! Antes me tiraría al Metro, que pasar por esa vergüenza. —Se inclinó sobre sí misma, casi a punto de enterrar la cabeza en la arena—. Toda una vida dedicada a ellas... A hacerme querer y respetar... Son lo único que me queda, y ya nada tendría ningún sentido... ¿Es que no lo entiendes...?
—Lo entiendo... —admitió—. Pero si te quieren como yo estoy seguro de que te quieren, aceptarán que en un momento dado puedas haber cometido un error... ¡Es humano...! ¡Todos los cometemos...!
—No esa clase de error... ¡No! —repitió al tiempo que agitaba la cabeza de un lado a otro, casi obsesivamente—. No esa clase de error... Aunque lo entendiesen, aunque me perdonasen, ya no sería nunca la misma para ellas... —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y su voz sonó firme y decidida—: Prefiero morir que volver a mirarlas a la cara después de eso...
Elliot se puso en pie y paseó, despacio, de un lado a otro de la playa, llegando casi hasta el borde mismo del agua para regresar hasta donde Ángela se había sumido en un doloroso silencio.
—Tranquilízate... —fue todo lo que dijo al fin—. Tranquilízate y déjame pensar... Las niñas no van a ver nunca esas fotos, puedes estar segura... Como que me llamo Elliot Dunn, que mis hijas no van a pasar el resto de sus vidas con ese recuerdo de su madre... Al fin y al cabo, sé muy bien que todo es culpa mía...
Continuó despacio su andadura, meditando, mientras ella le observaba con los ojos fijos en su rostro, levemente esperanzada, como si abrigara el convencimiento de que él era el único que sabría ayudarla en aquel trance.
Amanecía, y se encontraban sentados en el interior de un «Ford» de la «Avis», fumando incansablemente y observando cómo un «DC10» de la «Delta Airlines» se disponía a tomar tierra entre dos luces.
La mole del edificio del aeropuerto destacaba ante ellos, a poco más de un kilómetro de distancia, y el tráfico de la autopista aumentaba a medida que pasaban los minutos.
Ojerosos y demacrados, infinitamente cansados por una noche de insomnio y tensión, en la que, en cierto modo, parecían haberse reencontrado, como esposos ya que no como amantes, permanecían cogidos de la mano, como un par de novios, en un gesto de afecto y amor del que habían perdido memoria muchísimo tiempo atrás.
—Note atormentes —musitó él al fin, emergiendo de su larga abstracción—. Todo se va a arreglar.
—¿Cómo...?
—Aún no lo sé, pero encontraré un medio... —replicó convencido—. Nadie puede obligarte a cometer un crimen...
—Ya has visto que sí pueden... —Hizo una pausa permitiendo que el estruendo de los motores del «DC10» que frenaba su larga carrera, pasara de largo—. Te aseguro, que hay momentos en que me confieso a mí misma, que si no encuentro otro medio de evitar que esa sucia historia se descubra, acabaré por ayudarles a cometer un asesinato.
—¡Ayudarles...!
Elliot lanzó la colilla de su cigarrillo al asfalto, y fijó la vista en un punto perdido ante él, más allá de la torre de control del aeropuerto.
—«Ayudarles»... Pero, ¿ayudar a quién?
Ella le miró sin comprender muy bien a qué se estaba refiriendo, y se encogió de hombros.
—A los de la CIA, supongo... ¿No son de la CIA tus amigos, los que te hablaron de este asunto...?
—Sí, desde luego... —admitió—. Pero tengo la sensación de que se convencieron de lo inútil del intento... Aunque consiguieras introducir a sus hombres en el equipo, venciendo la resistencia de Fabbri, los libios no les permitirían entrar en el país... Eso lo saben positivamente... ¿Quién será entonces el autor material del atentado? ¿A quién tienen que ayudar?
—No tengo idea.
—Pues yo sí... —señaló porque una luz comenzaba a brillar en su cerebro—. Yo sí creo que sé a quién tienes que ayudar... —Hizo una pausa, como si su mente se estuviera abriendo camino por entre una espesa selva, en busca de la verdad—. Tal vez... —añadió al fin—. Tal vez, y en vista de que no pueden introducir a ninguno de sus profesionales en el equipo, traten de que un aficionado, alguien que ya pertenece a ese equipo, y que se encuentra, por lo tanto, libre de toda sospecha, ejecute por ellos el trabajo sucio.
—¿Pero cómo...? —se sorprendió ella—. ¿Quién va a prestarse a una cosa semejante?
—Alguien como tú... Alguien a quien puedan presionar de algún modo, por chantaje, por terror, o por dinero...— Agitó la cabeza—. Acabas de asegurar, que si no te quedara otro remedio de evitar que las niñas vean esas fotos, lo harías... ¿Por qué no podemos aceptar, que entre las ciento y tantas personas que se van a trasladar a Libia a rodar la película, no puede existir una, o dos, o diez, a las que, bajo una presión lo suficientemente fuerte, no se las puede convencer para que «contribuyan» a matara un hombre?
—¿Estás pensando en un crimen colectivo? —se horrorizó—. ¿Un «complot» de gente inocente, a la que se pueda arrastrar a un punto en el que, en su desesperación, se decidan a cometer un asesinato?
—Exactamente...
—Es demasiado fantástico para ser verdad... —protestó—. ¡Es absurdo...!
—La CIA hace, con frecuencia, cosas mucho más fantásticas y absurdas. Como por ejemplo, derrocar a un fiel aliado: el Sha del Irán, y colocar en su lugar a uno de nuestros peores enemigos: el Imán Jomeini... O lanzar un ejército contra la Bahía de Cochinos, y abandonarlo de improviso a su suerte... —Hizo una pausa y sonrió divertido—. O permitir, como está ocurriendo, que algunos de sus antiguos agentes, trabajen abiertamente para el mismísimo Gadafi, y se encarguen de conseguirle los más sofisticados «misiles», haciendo creer a los fabricantes que es la CIA quien los está comprando... —Se rascó la ceja con la punta del meñique por el curioso procedimiento de dejar el dedo quieto y mover de un lado a otro la cabeza—. Los conozco bien... —añadió—. Los he visto actuar en cientos de ocasiones, incluidas diez o doce guerras, y, los juzgo capaces de tratar de poner en práctica el más disparatado plan que nazca de cualquiera de sus calenturientas mentes. Si alguien, allá arriba, ha ordenado que hay que matar a Gadafi, lo intentarán incluso por el procedimiento de hacer que Libia se hunda bajo el Mediterráneo... —Abrió las manos con las palmas hacia arriba—. ¡Se juegan el empleo! —le hizo notar—. Y empleos como ése, donde el dinero corre tan libremente y sin control alguno, no abundan.
—¡Inaudito...! ¡Sencillamente inaudito!
—En el fondo, no lo es tanto... —razonó—. Por intentarlo no pierden nada... —Hizo una pausa—. Lo que me gustaría saber, es cómo van a arreglárselas para introducir armas en Libia... La vigilancia aduanera suele ser muy rígida.
—Nosotros vamos a meter cuatro camiones cargados de armas... —le hizo notar Ángela—. Los están cargando en Roma, y embarcarán la semana próxima: fusiles, ametralladoras, cañones y pistolas... ¡Un auténtico arsenal! Armas de la Segunda Guerra Mundial... Alemanas, francesas, inglesas, italianas y americanas... Y cientos de miles... ¡Millones de cartuchos...!
—Pero supongo que serán cartuchos de fogueo.. —replicó Elliot súbitamente inquieto e interesado—. Y esas armas estarán inutilizadas... ¿O no?
—Sí, desde luego... —admitió ella—. Los cartuchos son de fogueo... Pero ¿quién se va a dedicar a comprobarlos uno por uno...? Y las armas funcionan... Tienen que funcionar para que podamos utilizarlas durante el rodaje... Están en perfecto estado, aunque se les suele atravesar una especie de grueso clavo en el cañón para que nopuedan disparar... Sin embargo, no creo que resultase complicado arrancar o limar esos clavos y poner de nuevo el arma a punto...
—¡Miau...! —fue la incontenible exclamación—. ¡Miau, miau! Un arsenal y municiones en un lugar en el que, en algún momento, nunca se sabe cuándo, aparecerá Mohamar el Gadafi a observar tranquilamente cómo se rueda una película en la que se supone que todo es ficción... —Agitó la cabeza—. Me retracto de lo dicho... El plan no es loco ni ridículo... Es un plan al que únicamente falta lo que ahora andan buscando: quien apriete el gatillo... ¡Rayos! —masculló casi mordiendo las palabras—. ¡Qué magnífica historia...! Mucho mejor que la del «mar de yerba» colombiano... ¡Por mi vida que sí...!
—¡Oye...! —interrumpió, Ángela un tanto molesta—. No te entusiasmes... Esta no es una simple historia periodística de las que te obligan a dar saltos en la silla.... Aquí estoy implicada yo, y tal vez otros muchos tan inocentes como yo, y eso no resulta nada divertido... ¿Qué es lo que piensas hacer...?
—Tengo que pensarlo... replicó—. Ya te he dicho. Necesito reflexionar sobre ello, en especial ahora, que empiezo a atar cabos... ¿A quién más pueden haber implicado...? ¿Has notado algo extraño entre el personal que va a ir a Libia...?
Ángela meditó unos instantes, y, por último, como a duras penas, afirmó levemente con la cabeza:
—Hace días que el ambiente parece enrarecido, pero lo achacaba a los nervios de la partida. A pocos les hace feliz la idea de pasarse cuatro meses aislado en el desierto, con un calor de todos los demonios... Luego está lo de Sergio... No regresa, pese a que sabe que su presencia aquí empieza a ser imprescindible... Y Tony... Me llamó el otro día y casi insinuó que tal vez debería renunciar al papel y pasárselo a alguien más joven, que hiciera mejor pareja con Lily Carson... Conozco bien a Tony Spencer... Ni muerto renunciaría a trabajar con esa maravilla que es Lily, con un guión perfecto y cobrando más de un millón de dólares... —Se llevó la mano a la cara en un ademán que podía ser de desesperación o de incredulidad—. ¡Diablos...! —exclamó. Tal vez también estén tratando de chantajearle, y busca la manera de escurrir el bulto no haciendo la película.
—¿Cómo podrían chantajearle...?
—¡Y yo qué sé...!
—Tú has hecho dos películas con él... Lo has tratado a fondo... ¡Piensa...!
—No puedo pensar... —protestó—. Estoy muy cansada... Te juro que éste ha sido el día más largo y más odioso de mi vida... Necesito dormir.
Elliot consultó su reloj, extendió la mano y puso el auto en marcha.
—¡De acuerdo...! —admitió. Es hora de irse... Te llamaré mañana...
—No a la oficina... Creo que tengo el teléfono intervenido.
—Lo haré al «Barbara’s»... A las ocho en punto... Pídele a Bianca que te deje usar su despacho... Tampoco me fío del teléfono de casa...
—¡Cielo Santo...! —musitó ella en español—. Me hacen sentirme como un criminal.
Guardaron silencio durante el corto recorrido, y él se detuvo ante la puerta de pasajeros, sin apearse.
—No conviene que nos vean juntos... —señaló—. No le digas a nadie que has estado aquí... Sí te preguntan por mí, continúo en Colombia... ¿De acuerdo...?
—De acuerdo...
Se inclinó a besarle dulcemente, en los labios, y permanecieron un instante mirándose a los ojos, muy cerca uno del otro:
—Gracias por tu comprensión... —musitó.
El sonrió muy levemente.
—Trato de pagar mi deuda... —dijo—. Fuiste compresiva conmigo muchos años.
—Adiós.
—Adiós.
Observó cómo se alejaba, seguida como siempre por la admirativa mirada de los hombres, esperó a que desapareciera en el interior del edificio, y enfiló luego hacia el aparcamiento, donde permaneció hasta que calculó que Ángela había emprendido ya el vuelo, y era su hora de embarcar de regreso a Bogotá.
El mestizo Angulo le aguardaba al pie del avión, en «ElDorado», y su ancho y franco rostro denotaba una profunda preocupación.
—¿Algo grave... —quiso saber—. Tu voz sonaba extraña...
Asintió en silencio mientras se encaminaban hacia el mostrador de Policía:
—Necesito un pasaporte... —dijo casi en las narices del agente encargado de sellarle la entrada—. ¿Puedes proporcionármelo?
—¿De qué nacionalidad?
—Da igual... Colombiano si es posible...
—Eso está hecho... Esta misma tarde... ¿Tienes fotos?
—Buscó en su cartera, porque un corresponsal volante que se preciara de serlo, llevaba siempre consigo una buena provisión de fotos de carnet, recogió su pasaporte ya sellado, y se encaminaron directamente al automóvil de Angulo, ya que no tenía necesidad de aguardar por el equipaje.
—¿Algún nombre especial en el pasaporte...? —quiso saber el mulato.
—El que te sea más cómodo... ¿Cuándo podría volar a México...?
—Mañana temprano... Me encargaré de reservarte plaza... ¿Quieres contarme tus problemas o no debo saberlo?
—Es mejor para ti que lo ignores... —replicó con sinceridad mientras tomaban asiento en el vehículo—. Pero tienes que hacerme un gran favor. —Añadió—: Te irás a La Guajira, y desde allí cursarás un telegrama a mi revista haciéndote pasar por mí, y anunciando que vamos a internarnos en las montañas y estaremos unos días lejos de la civilización... Me interesa que nadie pueda localizarme en este tiempo.
Habían enfilado la concurrida carretera que se abría paso, por entre verdes campos cuajados de vacas, hacia la ciudad que se desparramaba a lo lejos, al pie de las montañas, y Angulo, conduciendo muy despacio, se volvió a mirarle.
—¿Piensas renunciar a la historia sobre la marihuana?
—No, en absoluto... Pero he llegado a la conclusión de que tú eres el periodista que más conoces ese tema en este mundo. Llevas años investigándolo, lo has estudiado a fondo, y es injusto que me des esa información para que yo la utilice... Escribe el reportaje, yo lo traduciré con ayuda de Ángela, y lo publicaré en el Saturday News... Con tu firma, naturalmente... —añadió.
El colombiano le miró con asombro, tratando de contener su entusiasmo.
—¿Vas a cederme tus páginas en una de las revistas más prestigiosas del mundo...? —quiso saber, casi negándose a creer en su suerte—. ¿De verdad es eso lo que me estás proponiendo...?
Elliot se limitó a meter la mano en el maletín, sacó un fajo de billetes de cien dólares, contó veinte y se los introdujo en el bolsillo de la camisa.
—Aquí va un adelanto para los primeros gastos aclaró—. El resto, contra entrega del material... ¿Te parecen diez mil...?
—¡La puta...! —aulló el otro—. Es más dinero del que he visto junto en mi vida... —Dio un golpe sobre el volante haciendo sonar el claxon en el colmo de la alegría—. ¡Tendrás el mejor reportaje que hayas visto...! —prometió—. Lo escupiré todo... ¡Todo! —Echó la cabeza hacia atrás, entusiasmado—. ¡Sé tantas cosas de tantos hijos de perra! No me había decidido a contarlas porque no valía la pena buscarme un disgusto por cuatro sucios pesos o por publicarlo en una revistilla de mala muerte... ¡Pero el Saturday News...! —rió—. Ver mi firma en el Saturday News merece correr el riesgo de que alguien intente hacerme desayunar plomo... ¡Vaina, primo...! —concluyó—. ¡Qué feliz me has hecho...!
Como para corroborar sus deseos de ser eficiente, a última hora de la tarde apareció con un flamante pasaporte a nombre de Teófilo Chávez, cafetero, con todos los visados aparentemente en regla, y un billete confirmado para el primer vuelo del día siguiente a la ciudad de México.
Elliot, que había pasado el tiempo durmiendo, vencido por la fatiga de toda una noche en blanco, dos largos vuelos y el «soroche» que imponía la altitud de Bogotá, hizo una llamada al Saturday News y dejó en el contestador automático, donde todo el mundo pudiera escucharlo al día siguiente, un mensaje para Jack O’Farrell, comunicándole que emprendía viaje a la península de La Guajira y telegrafiaría novedades desde allí. Luego, preparó su maleta, subió a cenar con el mestizo al restaurante del último piso del hotel, desde donde se disfrutaba de una maravillosa vista de la ciudad iluminada.
—¿Qué tienes que hacer en México? —quiso saber Angulo mientras aguardaba a que le sirvieran la cena—. ¿Un nuevo reportaje?
Negó en silencio sin apartar la vista del ventanal, absorto en sus pensamientos:
—Ver a alguien... —dijo al cabo de un rato, cuando podría pensarse que había olvidado ya la pregunta—. Pero esta vez no voy en busca de un reportaje... —sonrió sin mirarle—. Ni siquiera el viejo O’Farrel me permitiría publicar una cosa así... Diría que esas cosas no ocurren; que nuestro Gobierno no ordena asesinar a nadie a sangre fría, porque eso va contra la ley... —Alzó su vaso de «Pipermint» y estudió cómo los hielos se agitaban en el líquido verde y espeso—. O’Farrell es muy respetuoso con la ley —añadió con ironía—. Tanto, que si se viera obligado a admitir que los propios encargados de hacerla cumplir al más alto nivel son los primeros en transgredirla, todos sus esquemas se vendrían abajo, y tal vez se echaría a la calle, a matar, robar y violar, si es que aún se encuentra en condiciones de violar a alguien... —Se volvió a mirar su compañero—. ¿Sabes...? Cuando tuvo que rendirse a la evidencia y aceptar que Nixon era culpable, presentó la renuncia a su puesto y quiso retirarse a Cayo Largo... —Agitó la mano negativamente, sonriendo divertido—. No porque fuera partidario de Nixon, no..., ¡lo odiaba a muerte...!, sino porque se preguntó para qué diablos nos rompíamos los cuernos tratando de formar e informar a un país en el que se daban casos semejantes. Era como si hubiéramos tirado nuestro esfuerzo de años por la ventana...
—Entiendo... —admitió el colombiano—. Lo entiendo bien, porque eso es algo que ocurre aquí constantemente... Nos han gobernado siempre tan mal; nos han engañado tanto y tan cruelmente desde que tenemos memoria, que a veces pienso que han hecho que dejemos de considerarnos una nación; un pueblo, para convertirnos en un conjunto de seres solitarios, desconfiados y acobardados, que buscan, desesperadamente, la forma de destrozarse los unos a los otros... —Chasqueó la lengua con un gesto de amargura e impotencia—. Si a estas alturas ya casi nadie cree en Dios, y no podemos sino despreciar a quienes nos gobiernan, ¿qué esperanza nos queda...?
Anthony Spencer, Tony, para sus amigos y para cuantos se movían cerca de él en el mundo del cine, era un hombre grande, fuerte, vital y rebosante de alegría y confianza en sí mismo, de voz grave y ronca, muy personal, que llenaba las estancias siempre un tono más alto que el del resto de sus contertulios, aunque él, personalmente, no se esforzase por destacar constantemente.
Había luchado mucho en la vida, saliendo de muy abajo, nacido en el sur de California y probablemente con alguna sangre «chicana» en las venas, cosa que no le molestaba en absoluto confesar, con unos expresivos ojos muy azules que contrastaban con sus cabellos y su tez oscura, lo que le confería un cierto aire exótico, que atraía poderosamente a las mujeres pese a que no era ya, en verdad, ningún adolescente.
Algunas de sus interpretaciones habían sido brillantes, y aunque jamás le habían concedido el «Óscar» de la Academia, varias de sus películas, y el derroche de talento que había desparramado sobre ellas, quedaron para siempre en el recuerdo de los amantes del «séptimo arte», que lo admiraban y casi lo adoraban de una forma muy especial, ya que siempre, a través de toda su filmografía, habían visto en él la representación del hombre noble, fuerte y honrado, capaz de enfrentarse a todo —incluso a sí mismo— con tal de contribuir al triunfo de la verdad y la justicia.
No es que escogiera tales papeles a propósito; era que se los daban porque ésa era su imagen, así lo veían los espectadores, los directores y los productores, y nadie en este mundo hubiera concebido una película en la que Anthony Spencer fuera el villano de la historia.
Desde hacía ocho o diez años pasaba la mayor parte del tiempo que no estaba rodando, en su precioso rancho de Cuernavaca, dedicando la mayor parte de su tiempo a leer guiones, ver viejas películas, tomar el sol o jugar a las cartas con sus amigotes, pues Tony era uno de esos hombres a los que encantaban los amigos, las largas charlas en el jardín contemplando las estrellas, y alguna que otra buena borrachera, aunque sin abusar nunca de ellas porque había visto cómo muchos de sus compañeros de profesión se habían hundido sin recuperación posible por culpa del alcohol.
—Ser actor es una de las cosas más hermosas del mundo... —decía siempre—. Pero de las más peligrosas, también... Nada depende de ti, sino de las historias que te ofrezcan, el papel que te corresponda, el director que te toque en suerte, el fotógrafo que te retrate, lo bien que lo haga el actor que te dé la réplica, y el dinero que el productor esté dispuesto a gastarse en publicidad... —En este punto hacía siempre una larga pausa para mantener la atención de los oyentes, a los que solía fascinar con su forma de hablar—. Tú puedes haberlo hecho muy bien, pero el resultado final convenirse en un auténtico desastre. La película no da un dólar, y tú bajas automáticamente de precio o no te llaman, porque los productores, a la hora de contratar a un actor, son tan burros —y que me perdonen los productores presentes— que únicamente se fijan en el dinero que ha dado en taquilla su última película... —Alzaba las manos clamando al cielo—. ¿Qué tiene que ver lo que dé una película en taquilla con mi trabajo, pregunto yo...? Nada o muy poco, desde luego, pero así funciona este negocio de locos... Eso, el actor lo sabe, y, por lo tanto, llega a la conclusión de que el futuro nunca está en sus manos, sino en el capricho de una taquilla; es decir, del público; es decir, de millones de seres anónimos, que suelen entender muy poco de si un actor es bueno o malo... Cuando me desmadro, me aplauden... Cuando estoy perfecto en mi papel, ni se enteran, porque lo que desean es verme hacer de mí mismo, no de un pintor loco, o de un papa angustiado... —Bajaba entonces mucho el tono de voz, como tratando de ser confidencial, cosa en verdad harto difícil para él. Cuando sufres durante años semejante presión, terminas por volverte inseguro, desconfiado, irritable e histérico, porque a cada instante te preguntas si aquella mierda de película que estás rodando y cuyo estúpido papel protagonista nunca deberías haber aceptado, no será en verdad la que te proporcione el gran batacazo que marque el comienzo de tu declive profesional, y el fin de tu carrera... —Chasqueaba la lengua sonoramente—. Resultado: el alcohol. Buscar en el alcohol, o la droga, las armas con las que luchar contra tu inseguridad y tu miedo, y curiosamente, son ese alcohol, y esa droga, los que en definitiva acaban por echarte de los «platós», y hunden, irremisiblemente, tu carrera... —Alargaba de inmediato la mano hacia una botella de tequila y la alzaba como un trofeo—. Por eso yo siempre digo...: «Amigos... emborrachémonos. Pero emborrachémonos civilizadamente, por que nos guste estar borrachos una noche, pero no por que esa borrachera nos sirva para olvidarnos de otras cosas... ¡Salud!
Así se comportaba normalmente Tony Spencer, y su alegría, sus ganas de vivir, y su necesidad de ayudar a todo el mundo acudiendo a veces a trabajar gratis en beneficio de las causas más disparatadas y peregrinas, le habían granjeado el amor de muchos, y en el propio México su popularidad sólo se veía superada por la del genial Cantinflas, que además de haber nacido en el país, estaba considerado como una institución y una gloria nacional. Y fue a aquel hombre, al que él también quería y admiraba, porque lo había tratado personalmente, al que Elliot Dunn tuvo que someter a un sinuoso, cruel y desalmado interrogatorio en el jardín de su propia casa, contemplando a solas la suave noche estrellada sin más compañía que el canto de los grillos y el rumor de algún camión que cruzaba, allá a lo lejos, rumbo a la capital.
—El actor se defendió en principio como gato panza arriba, negando todo con machacona insistencia, y repitiendo una y otra vez que se sentía encantado con el guión, el director y los compañeros de reparto, y que su insinuación de la posibilidad de abandonar Cita en Tobruk se debía tan sólo al temor de que pudiera parecer ridículo que Lily Carson se enamorara de él.
—Más joven es Tatum O’Neal, y todos aceptaron que se enamorase de Richard Burton...
—Aquélla era una película distinta... —replicó. Círculo de dos trataba de eso: del amor entre un hombre maduro y una adolescente, una historia de amor... Se entiende que la Carson se arriesgue penetrando en el fortín para salvar a Kris Kristofferson, Robert Redford o incluso a Omar Sharif, pero no a mí... No a mí que ya he hecho papeles de anciano...
—Sin embargo, fuiste tú quien la impuso cuando Rosmary falló...
—Me equivoqué... Es demasiado joven y hermosa para mí...
—No... —replicó Elliot convencido—. No te equivocaste y lo sabes... Tu pareja con Lily Carson tiene eso que vosotros llamáis «química»... Funciona, pese a la diferencia de edad... Es otra cosa: algo que Ángela presintió por teléfono, y que yo estoy corroborando ahora...: Te aterroriza la idea de hacer esa película...
—¿Por qué...? —se escandalizó—. Cameron es un buen director, el guión me gusta, hay dinero, y nadie produce mejor que Sergio Fabbri... ¿Cuál es el problema...?
—Libia...
—¿Libia...?
—Libia, sí... Esa película hay que rodarla en Libia, y en Libia está Mohamar-el-Gadafi... Y eso es lo que te asusta, Tony.
—Bueno... —admitió el actor de mala gana—. Las cosas no están muy claras ahora con Libia... Puede que, de repente, un día estemos en pleno rodaje y aparezcan los aviones del Nimitz a dejarnos caer cacharros libios en la cabezota... Pero es un riesgo muy remoto, y creo que Ronald me lo advertiría con tiempo... ¿Sabías que le quitéla novia en cuatro películas...? —rió divertido—. Era un actor mandado a hacer para quitarle la novia en el último rollo... Tenía cara de eso... ¡Y mira! Ahí está ahora... Como nos descuidemos, nos deja sin novia a todos...
—No es eso... —insistió—. No es eso lo que te atemoriza... Hay otra cosa.
Tony Spencer se puso en pie de un salto, malhumorado, y lanzó una violenta patada a un geranio haciendo volar las flores en todas las direcciones.
—¡Vete al infierno...! —gritó—. ¿Qué otra cosa puede haber?
—Quieren que mates a Gadafi.
Lo dijo convencido de que había llegado el momento de lanzarse de cabeza, pasara lo que pasara, porque no iba a obtener nada del actor dando rodeos y evitando plantear el problema de forma directa. Lo dejó caer calmosamente, y no se arrepintió, porque fue como si de pronto, aquel hombretón fuerte y lleno de vida, se hubiera encogido sorpresivamente, consumido por un extraño mal de inusitada virulencia.
Se volvió a mirarle desde el borde mismo de la piscina, apoyado, casi recostado en la pequeña torre del trampolín, como si necesitara de improviso algo firme para poder continuar en pie.
—¿Quién ha dicho eso...?
—Yo... —replicó secamente—. Y no te inquietes, porque también me lo han propuesto a mí, y a Ángela. E imagino que a otros muchos...
—¿Pero están locos...? —masculló fuera de sí—. ¿Creen que se va a mantener un secreto así...? Al paso que llevan, en cuanto pongamos el pie en Libia nos fusilan a todos...
—Si Gadafi se atreviera a hacerlo, a la media hora el Nimitz arrasaría Libia, sin dejar piedra sobre piedra, sin que nadie en el mundo... ¡absolutamente nadie...!, alzara una voz en su defensa.
El actor le observó, horrorizado, y se aproximó para tomar asiento de nuevo, frente a él:
—¿Quieres decir que esos hijos de puta nos van a utilizar como pretexto...? ¿Como se empleó en su tiempo el Maine, o como quiera que se llamara aquel barco que hundieron a propósito para entrar en la guerra...?
—No es probable... —señaló—. Preferirían acabar con Gadafi de un modo mucho más rápido y limpio, pero tampoco es del todo imposible que guarden esa carta en la manga como último recurso por si el resto falla...
—¡La madre que los parió...!
—En eso estoy de acuerdo...
—¡La putísima madre que los parió...! —repitió el actor en el colmo de la ira—. Les da absolutamente igual que hagamos el papel de verdugos, que el de víctimas... El resultado para ellos es siempre el mismo: acabar con Gadafi.
—Ordenes de arriba...
—¿Ordenes de arriba...? —se asombró—. ¡Pero ahora no se trata de una película...! Ahora se trata de muertos de verdad, con bombas y balas de verdad... —Los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas—. ¡Y pretenden que yo sea uno de los protagonistas de esa historia...!
Súbitamente se puso en pie, avanzó decidido cinco pasos y se dejó caer, vestido como estaba, a la piscina, ante el asombro de Elliot que acudió de inmediato al borde y se inclinó sobre el agua.
Cuando lo vio salir, resoplando y chapoteando, lo observó con atención:
—¿Por qué has hecho eso...? —inquirió.
—Porque quería comprobar si estoy realmente despierto, o se trata de una estúpida pesadilla... —Se alzó a pulso y quedó sentado en el petril, chorreante—. No, no estoy dormido... —sentenció no demasiado seguro de sí mismo—. No estoy dormido, pero aún me niego a creer que todo esto pueda estar ocurriendo realmente.
—¿Por qué?
Se volvió a mirarle inquisitivamente:
—¿Cómo que «por qué»?
—¿Por qué pueden intentar obligarte a hacer algo semejante...? A nadie le dicen, por las buenas, «mate usted a fulano», si no se tienen razones muy fuertes para convencerle.
Tony Spencer aceptó en silencio:
—Ellos las tienen.
—¿Cuáles?
—Eso es cosa mía.
—Y mía... —le hizo notar—. Ahora me incumben porque necesito saber qué tipo de métodos piensan utilizar para seguir adelante con este asunto... —Hizo una pausa y le colocó la mano, suavemente, en el hombro empapado—. Estamos metidos hasta el cuello, Tony, y si no confiamos los unos en los otros, no encontraremos forma de salir del embrollo... A mí me tienen cogido porque les debo un favor muy grande y sé que si no pago mi deuda pueden quitarme de en medio tranquilamente. Y no les culpo por ello: prometí una cosa y tengo que cumplirla... Y tienen unas fotos de Ángela; unas fotos que, si las dan a la luz, la matan... ¿Cómo se han apoderado de ti, Tony...? ¿Cuál es su fuerza...?
El actor que nunca había ganado un «Óscar», pero al que todos les hubiera gustado darle uno porque le adoraban, tardó en responder, con la cabeza inclinada sobre el pecho, contemplando la superficie del agua de la piscina, que había vuelto a aquietarse.
—Fue hace muchos años... —musitó casi inaudiblemente, como si súbitamente su vozarrón se hubiera apagado—. Yo trataba de abrirme camino en Hollywood, y aunque había hecho tres o cuatro cosas que me hacían concebir esperanzas, me encontraba muy lejos de consolidarme... Lo último había sido una película con Sammy Miller, uno de los tipos más inteligentes que ha dado nunca el oficio. Parecía encantado conmigo e iba a concederme una gran oportunidad en su siguiente trabajo... —Movió los pies dentro del agua, como si no pudiese soportar la quietud en que se había sumido de nuevo la piscina, reflejando las luces del porche—. Pero un día vinieron a verme unos tipos; Sammy estaba en la «lista negra» del «Comité de Actividades Antinorteamericanas», y querían que les contara cosas de él...: cosas de las que habíamos hablado informalmente durante las comidas o las pausas de rodaje. Otros miembros del equipo, actores principalmente, las habían mencionado, me «exigían» que las corroborara si no quería pasar a engrosar el inacabable número de «comunistas» a los que McCarthy exigía ver fuera de toda actividad pública... ¡Me acojoné...! —admitió volviéndose a mirarle con los ojos empañados en lágrimas—. Por primera vez me invadió el pánico, y acepté firmar una confesión detallada, admitiendo que, a mi modo de ver, Sammy era un peligroso activista al servicio de ideologías de extrema izquierda... —Las lágrimas corrían mansamente por su rostro, duro, moreno y tremendamente varonil—. No les sirvió de nada, porque tres días más tarde Sammy se lanzó por una ventana de su apartamento, y yo, que sufrí de insomnio durante meses, sólo recuperé la paz cuando toda aquella sucia «caza de brujas» se derrumbó, y los maccartistas salieron a la luz como lo que verdaderamente eran: unos canallas que únicamente buscaban su propio provecho aterrorizando al pueblo... —Resopló con fuerza, como tomando aliento—. Siempre imaginé que el asunto se había olvidado y los papeles se habrían quemado, pero el otro día, un tipo apareció aquí con una confesión firmada, de mi puño y letra, preguntándome qué opinaría el mundo, si supiera que fui capaz de «arrojar por una ventana» a uno de los más grandes genios del cine que habían existido nunca... —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, con un gesto de rabia—. ¡Tienen buena memoria, esos hijos de la «gran chingada»...! Un inmenso computador que conserva en sus cintas magnétofonicas, todas nuestras miserias, nuestros pasados errores y nuestros puntos débiles... —Alzó el rostro como para pedir respuesta a su pregunta a las estrellas que titilaban en las alturas—. ¿Y quién no ha cometido algún error en su vida...? ¿Algún error que luego, por más que lo intenta, nunca puede borrar definitivamente...?
Sonó un disparo cuyo estruendo se alejó, como dotado de vida, por sobre la paz y la soledad de la llanura, y todo quedó nuevamente en silencio; un espeluznante silencio, pues se diría que incluso el viento, compañero incansable de su larga caminata, había optado por abandonarles a su destino.
Se arrojaron al suelo, aplastados contra la arena y los pedruscos, y aguzaron el oído taladrando con la mirada la negrura de la noche, pero no les llegó ni un rumor, ni una luz, ni el menor atisbo de movimiento alguno allá adelante, a poco menos de un kilómetro de distancia.
—¡Saud...! —llamó en voz muy baja pegando los labios al auricular—. ¿Estás bien, Saud...?
Pero no recibió respuesta y lo que verdaderamente le hubiera sorprendido sería recibirla, porque abrigaba, inconscientemente, el íntimo convencimiento de que el flaco Saud-Ben-Sadat estaba muerto, y aquella bala solitaria le había volado la cabeza sin darle tiempo siquiera a presentir que le acechaba algún peligro.
—¿Qué hacemos ahora...?
—Esperar.
—¡Esperar...! —Ahmed Jadani estuvo a punto de lanzar un reniego y rebelarse contra la increíble actitud de su jefe, pero comprendió que no se le ocurría absolutamente ninguna otra cosa que hacer, salvo, tal vez, salir corriendo como alma que lleva el diablo. Decidió, por tanto, aceptar a regañadientes la orden, aferrado a la metralleta, y dispuesto a comenzar a escupir chorros de fuego contra lo primero que se moviese en la inmensidad del desierto sahariano.
Pero nada se movió.
Transcurrió una hora; tal vez, dos, antes de que Jadani se decidiera a hablar de nuevo:
—¿Qué están haciendo...? —quiso saber.
—Esperar.
—¡Malditos seas, con tu manía de esperar...! —replicó casi histéricamente—. No podemos pasarnos aquí la vida...
Omar-el-Muzruk consultó la esfera de su reloj luminoso, aunque en realidad no necesitaba hacerlo para saber cuánto faltaba para que comenzase a clarear, y decidió que había llegado el momento de moverse.
—Daremos un rodeo... —dijo—. De uno en uno, y hacia la izquierda... Yo iré delante.
Introdujo la mano en la mochila que descansaba a su lado, rebuscó a tientas, extrajo un grueso rollo de fuerte hilo de nylón, y se amarró el extremo a la muñeca.
—Treinta metros de distancia entre uno y otro —ordenó entregándoselo a su segundo—. Un tirón, pararse... Tres tirones, seguir adelante. ¿Está claro...?
—Muy claro...
—¡Vamos entonces...!
Cargó a la espalda la pesada mochila, tomó su metralleta con la mano libre, y comenzó a arrastrarse sin un ruido, con la habilidad de un guepardo, sobre la arena, las rocas y los matojos.
Pronto se perdió de vista por completo, como si no existiera, y Ahmed Jadani tuvo que hacer un esfuerzo para calcular, grosso modo, cuándo habría avanzado ya los treinta metros señalados, y llegaba el momento de sujetarse a su vez el hilo a la muñeca.
Jaleb y Yazmín, dos mercenarios egipcios a los que Ahmed Jadani no había escuchado ni una sola palabra, como si les hubieran cortado la lengua, en los cinco días que llevaban juntos, se limitaron a aguardar su turno en silencio, y le siguieron con la misma habilidad y rapidez con que lo había hecho Omar-el-Muzruk.
Este recorrió cuatrocientos metros antes de detenerse a escuchar, dejó transcurrir diez minutos con todos los sentidos —que parecían habérsele agudizado de forma insospechada en los últimos días— alerta y en tensión, y cuando se cercioró de que la llanura continuaba en calma, reinició la marcha, atento a no cometer un solo error, y esforzándose por no pensar en cuanto había sucedido esa noche, sin querer preguntarse quién podría haber acabado con el flaco Saud, cuántos eran, y dónde se ocultaban en aquellos momentos.
«Saben que estamos aquí... —se repetía a sí mismo una y otra vez, aunque tratara de desechar esa idea—. Lo saben y aguardan, porque tienen la certeza de que somos nosotros los que tenemos la obligación de movernos y escapar en las tinieblas. Mañana, de día, recibirán ayuda y todo estará de su parte.»
Tenía que encontrar un escondite antes de amanecer, porque estaba convencido de que, con las primeras luces, Mohamar-el-Gadafi lanzaría sobre él su jauría de perros asesinos, ya que le constaba que su antiguo compañero de armas no era en verdad ningún imbécil, y comprendía, desde el primer instante, que nadie anda solo por el desierto con un emisor de corto alcance a la espalda.
«Nos buscarán aunque nos escondamos en las entrañas mismas de la tierra, porque les consta que es el único lugar de este maldito desierto donde podemos escondernos...»
Continuó su avance, metro a metro, tan habituado a las tinieblas y al silencio de la noche que se diría que casi podía ver en la oscuridad y distinguir por los leves rumores cuanto estaba sucediendo a su alrededor, y fue entonces, apenas recorridos trescientos metros desde su última parada, cuando por primera vez en mucho tiempo la suerte acudió en ayuda de Omar-el-Muzruk, y presintió, como si se tratara de un murciélago al que el eco devolvía el perfil de los obstáculos, que allí, ante él, muy cerca, iba a tropezar con «algo».
Dio un brusco tirón al nylón y se clavó en el sitio, protegido por una ancha roca sobre la que se enroscaba el reseco tronco de una acacia enana, y suplicó a su corazón que dejara de latir con tanta fuerza que casi le impedía escuchar su propia respiración.
Era apenas un susurro entremezclado con un silbido metálico, y tardó más de tres minutos en llegar a la conclusión de que alguien estaba recibiendo instrucciones a no más de una veintena de metros de donde se encontraba.
Aguzó la vista hacia aquel punto, y alcanzó a distinguir una sombra más espesa que el resto de las sombras, líneas demasiado rectas que se destacaban contra el cielo, un pedazo de horizonte en el que —ilógicamente no brillaba estrella alguna.
Allí estaba un vehículo grande y cuadrado, tal vez un camión o una tanqueta, y desde su interior, alguien, probablemente un sargento al mando de tres números, se ponía en contacto con su cuartel general, en Trípoli, a poco más de cien kilómetros en línea recta, al Noroeste.
Muy lentamente, comenzó a «cobrar» hilo, tensándolo, llevando «de la mano» a Ahmed Jadani, que pronto comprendió las razones de su superior, y transmitió de igual modo la orden a los egipcios de retaguardia.
Cuando se encontraron los cuatro reunidos, no necesitó palabras para explicarles la situación, y Jaleb descargó con sumo cuidado el lanzagranadas que portaba a la espalda. Lo extrajo de la funda, lo montó a oscuras, como lo había hecho cientos de veces durante los entrenamientos, y apuntó hacia el punto del horizonte en que no se distinguía estrella alguna.
Yazmín introdujo el proyectil, Omar y Amed amartillaron las pistolas de señales, y cuando el palestino apretó el gatillo fue como si el infierno hubiese caído de improviso sobre el desierto sahariano.
El camión estalló y se incendió en el acto, los cadáveres de dos hombres volaron por los aires, y otros dos fueron alcanzados por balas trazadoras cuando corrían como gacelas asustadas tratando de escapar de la luz de las bengalas.
En conjunto, la escaramuza no debió durar más de treinta segundos, pero aun así, aun convencido como estaba de que había acabado en ese tiempo con todos sus enemigos, Omar ordenó a sus hombres que permanecieran pegados al suelo, inmóviles, esperando, con aquella paciencia que a los demás exasperaba, a que la última llama se hubiese consumido, los neumáticos del camión se convirtieron en cenizas, y el silencio y las tinieblas se adueñaron por completo, de nuevo, de la noche.
Sólo entonces, Omar-el-Muzruk, comenzó a moverse.
Elliot sabía, porque Ángela se lo había contado en más de una ocasión, que cuando se encontraba en Roma, Sergio Fabbri cenaba todas las noches fuera de casa, alternando el «Bolognese» y el «Girarrostro Toscano», con alguna leve escapada a «La Taberna Flavia» cuando la Taylor visitaba la ciudad, pues este último era el restaurante preferido de la estrella, a la que le unía, de antiguo, una gran amistad.
A las nueve y cuarto lo localizó, efectivamente, en el «Girarrostro», y cuando el anciano productor se puso al teléfono, se advertía, por su tono de voz, que se sentía realmente molesto.
—¿Elliot...? —inquirió sin comprender—. ¿Qué Elliot?
—Elliot Dunn, señor Fabbri, el marido... Bueno, el ex marido de Ángela. Necesito verle.
—Pues vaya mañana a mi despacho...
—¡No! —replicó secamente—. Necesito verle ahora, a solas, y sin que nadie sepa que estoy en Roma.
—¡Se ha vuelto loco...! —replicó el italiano, fastidiado—. Estoy cenando con Ursula, Mastroianni y Cristaldi... Vamos a producir juntos una película, y estamos esperando al director, Bolognini... ¿Cómo se le ocurre que los deje solos...?
—¡Escuche...! —insistió sin alterarse—. Acabo de llegar de Cuernavaca, de hablar con Tony Spencer, y por lo que sé, Cita en Tobruk corre peligro... —Hizo una pausa, permitiendo que el productor tuviera tiempo de asimilar lo que acababa de decirle, y añadió—: Le aconsejo que no se comprometa en ningún nuevo proyecto, porque si Cita en Tobruk se hunde no va usted a tener dinero ni para comprar papel con que escribir un guión...
Se hizo un silencio en el que únicamente se escuchaba la fatigosa respiración de Fabbri.
—Bien...! —dijo al fin—. ¿Dónde quiere que nos veamos...?
—En «Da Pepino» dentro de media hora. Invente cualquier disculpa, pero no le diga a nadie que estoy aquí...
—Descuide... No soy estúpido...
Cinco minutos después, Elliot abandonó el «Hotel Di Londra», en el que se había hospedado porque era a la vez discreto y bien situado, y anduvo, sin prisas, la media docena de manzanas que le separaban del «Girarrostro Toscano». Se detuvo en la esquina, semioculto en un portal, se cercioró que no merodeaba nadie por los alrededores que pudiera levantar sospechas, y aguardó paciente a que, al poco tiempo, apareciese en la puerta la revuelta cabellera blanca del diminuto italiano, que se alejó, con paso rápido y nervioso, hacia la cercana Vía Véneto.
Aguardó comprobando que nadie seguía a Fabbri, y marchó luego tras él, a unos cien metros de distancia, acelerando en los últimos metros para entrar al unísono en el familiar ambiente del «Da Pepino».
—Vamos al fondo... —pidió.
El anciano le obedeció sin rechistar, y aguardó, casi sin abrir la boca, enfurruñado y nervioso, hasta que hubieron pedido la cena y el camarero se alejó dejándolos prácticamente solos, ya que la mayoría de los clientes se agrupaban al otro extremo de la sala.
—¿Se puede saber qué historia es ésa de que mi película corre peligro? —quiso saber Fabbri en cuanto se cercioró de que nadie podía oírles. ¿Tiene una idea de cuánto llevo invertido en ese proyecto...?
—Unos doce millones de dólares... —afirmó Elliot—. La mitad suyos, y la mitad de Mohamar-el-Gadafi... Pero los que faltan, unos quince, los tiene que poner él, en Libia, porque corre con los gastos de hoteles, estancias, dietas, transportes, extras, seguros, etcétera... Es decir: todo lo que realmente encarece un rodaje de ese tipo, mientras que usted sólo aporta la parte que, digamos, «está Sobre la Línea». Es decir, guión, dirección y estrellas pricipales... —Hizo una pausa y sonrió—. Aunque no estoy muy seguro de si guión y dirección se consideran «Sobre la Línea» o «Bajo la Línea»...
—Guión y dirección están lógicamente «Bajo la Línea», porque resultan imprescindibles para rodar una película. No hay película posible sin guión ni director... «Sobre la Línea», es digamos, lo superfluo, puesto que las estrellas pueden ser de primera, segunda o tercera magnitud... Pero supongo que no me ha hecho dejar a mis amigos para que le aclare conceptos rudimentarios de la producción... ¿A qué diablos viene este misterio...?
—A que creo que va usted a tener problemas con su socio principal: Mohamar-el-Gadafi... Puede que no viva lo suficiente como para cumplir sus compromisos... ¿Y qué pasará si usted tiene que suspender el rodaje a la mitad...?
—Que me habré arruinado —admitió—. Ha ocurrido otras veces.
—Pero ya se siente demasiado mayor para comenzar de nuevo. Ya no lo intentaría... ¿O sí...?
—No. No lo intentaría... Pero dejémonos de chiquilladas.... ¿Qué es lo que sabe usted realmente?
—Lo que Tony Spencer me ha contado, y algo más... Y lo que, por su actitud, creo imaginar que también usted sabe... ¿O acaso no ha recibido una visita inesperada en estos últimos días...?
—Sí, la he recibido... —admitió el anciano de mala gana, comenzando a alisarse con cierto nerviosismo el cabello que se empeñaba una y otra vez en volver a levantarse—. ¿Acaso Tony la ha recibido también?
Asintió con la cabeza:
—Y Ángela... Y yo... —Jugueteó con el tenedor trazando surcos sobre el mantel—. Y me imagino que más gente de su equipo... Todos aquellos sobre los que, por una razón u otra, puedan colocar su zarpa... ¿Entiende de lo que le estoy hablando...?
Lo entiendo... Me han amenazado con no volver a dejarme poner los pies en los Estados Unidos.
—Pueden hacerlo... —afirmó Elliot convencido—. Tienen fuerza para eso y para más... Y si se proponen hundirle, le hunden.
—Lo sé... Y también sé que estoy muy viejo para empezar a nadar otra vez partiendo de la orilla... Por eso no estoy dispuesto a hundirme. Haré lo que sea por continuar a flote.
—¿Incluso matar a su socio...?
Se encogió de hombros con fingida indiferencia.
Otros han matado a sus socios antes que yo, aunque puede creerme si le aseguro que, por lo que a mí respecta,nunca lo intentaría... Pero temo que no me van a dar opción...: O él, o yo.
—Advierto que ha captado la magnitud del problema...
—Hijo mío... —replicó el anciano—. Cuando usted todavía no había nacido yo tenía que vérmelas con Benito Mussolini, estrujándome los sesos para producir películas que no disgustaran al fascismo y no me obligaran al propio tiempo a vomitar de asco... ¿Sabía que Hitler, me propuso en una ocasión que produjese una película sobre sus juventudes? —sonrió con amargura—. Aquellos nazis nos despreciaban profundamente, pero reconocían que teníamos más talento y sensibilidad que ellos para hacer cine... —Cambió bruscamente de tema—. Estoy acostumbrado a los problemas... —añadió—. Buscaré el modo de hacerle frente a éste.
—¿Tiene alguna idea...? —quiso saber Elliot.
—A mí siempre se me ocurre alguna idea... —Aguardó a que el camarero colocara ante ellos dos enormes platos de fetuccini, clavó el tenedor, los alzó, y permaneció con ellos en alto, muy quietos, observándolos con gesto preocupado—. ...Pero debo estar haciéndome viejo... —añadió—. Porque no hago más que pensar día y noche, y no se me ocurre nada.
—¿Imagina lo que sucedería si matan a Gadafi en pleno rodaje?
—Hay dos opciones: o que comiencen a dar saltos de alegría y nos abracen, o que nos fusilen a todos... Me inclino por la última.
—Yo también.
—¿Y sabe qué pasará si le digo a mi socio, el divino Mohamar-el-Gadafi, «Libertador del Pueblo Arabe» y «Espada del Islam», que pienso dejarle colgado y no acudir a rodar nuestra película en su país...?
Elliot afirmó con la cabeza:
—...le mandará al famoso tipo del paraguas, a que le pinche el culo dondequiera que se esconda... U ordenará a cualquiera de los miles de terroristas a los que entrena y mantiene en todo el mundo, que le pongan una bomba bajo el coche...
—Usted lo ha dicho... Me encontraré arruinado y perseguido como una rata.
—¿Y si cuenta la verdad a la Prensa?
—Me acusarían de estar buscando publicidad para mi película, y el Departamento de Estado tendrá razones suficientes... —aparte de mis supuestas conexiones con la Mafia— para no consentir que un tipo tan dañino y mentiroso, que paga tan desagradecidamente la hospitalidad que el pueblo norteamericano le ha brindado, resida en su territorio.
—¿Y si únicamente se lo cuenta a Gadafi para que no aparezca por el rodaje...?
Negó convencido, y masticó sin prisas los fetuccini. Cuando hubo tragado el bocado, lo regó con un vaso de vino, y señaló:
Lo conozco bien y sé que tardaría sólo diez minutos en convocar una rueda de Prensa para contarle al mundo qué clase de asesinos son sus enemigos, que tratan de convertir a inocentes ciudadanos en magnicidas... ¡Peor todavía...!
—¿Y una denuncia anónima...?
—¿Qué cree que haría en ese caso la CIA...? Tendría tan sólo cuatro candidatos donde elegir: Tony, Ángela, usted y yo... No daría un centavo por nuestras vidas, se lo aseguro.
—Puede haber otros implicados... —Hizo una pausa—. De hecho, estoy seguro de que los hay.
— Probablemente... —admitió el italiano—. Pero eso no cambia las cosas... Cuatro o diez, ¿qué importancia tiene? Esos hijos de su madre cuentan con métodos de averiguar la verdad, y yo ya estoy viejo para soportar «interrogatorios»... —Negó convencido—. Aparte de que soy enemigo de los anónimos... Cuando uno está dispuesto a hacer una cosa, la hace y santas pascuas... Yo asumo mis riesgos, y nunca me he escondido tras otros, ni me he refugiado en el anonimato... ¡Por eso me han dado tantos palos...! —masculló al fin muy por lo bajo, casi para sí mismo.
Elliot le contempló mientras concluía su plato de pasta, y sintió de improviso una tremenda admiración y una gran ternura por aquel viejo gruñón y dictatorial a la hora de rodar una película, pero profundamente humano y recto en su enfrentamiento a la vida. Era un hombre dedicado por completo a la creación de sueños y la construcción de mundos irreales y maravillosos, y resultaba evidente que no hubiera llegado tan lejos, si, en el fondo,sus sueños y sus fantasías no fueran, de algún modo, tan maravillosas e irreales como las películas que producía.
Sergio Fabbri era un artista, de eso no cabía duda. Un hombre lleno de imaginación e ideas grandiosas, al que la Naturaleza no había dotado de una mano hábil para dibujar, ni talento de poeta para describir lo que sentía, pero sí lo había dotado de una capacidad increíble para buscar, descubrir y organizar a aquellos que eran capaces de plasmar, en algo concreto y palpable, cuanto le bullía en el cerebro.
Por desgracia, no había muchos como él en una profesión de la que habían acabado por apoderarse los más rastreros mercaderes de la imagen, que estaban convirtiendolo que podía haber sido el arte del Siglo Veinte, en una repugnante almoneda de suciedad, sexo y violencia, pero pese a ellos, sobreviviendo en la basura, quedaban unos pocos «Sergio Fabbri», que se esforzaban por mantener a flote la industria.
—¿Por qué Cita en Tobruk? —inquirió de improviso, como si necesitara dar salida a sus pensamientos—. ¿Por qué asociarse con Gadafi y no continuar con el tipo de películas que hacía antes? Le iba bien con ellas...
—Demasiado bien... —fue la tranquila respuesta—. Llegué a Estados Unidos, y en cuatro años tuve cinco éxitos... Eso era magnífico, pero a los ejecutivos de las grandes distribuidoras empezó a molestarles que sus accionistas les echaran en cara el que yo siempre acertaba, y ellos se pegaban, con frecuencia, mayúsculos batacazos... Resultaba fastidioso que un desgraciado «comedor de espaguetis» hubiera venido a enseñarles a hacer cine; algo de lo que se consideran los maestros indiscutibles y casi los inventores... —Se mesó una vez más los cabellos mecánicamente—. Comenzaron a preparar el terreno para que me hundiese, ofreciéndome un cierto tipo de financiación que a mí me constaba que, en el momento crítico, podrían retirar dejándome colgado de los huevos... Iban por mí, e incluso insinuaron a mis banqueros que, como ellos eran los que poseían los canales de distribución en todo el mundo, e incluso en ocasiones las salas de exhibición, si una película mía no era un auténtico éxito indiscutible, no se esforzarían por apoyarla lo suficiente como para salvarla del fracaso... En una palabra: me colocaron en la tesitura de acertar siempre, o hundirme. Y yo sé bien que ésta es una profesión en la que no se puede acertar siempre, porque hay demasiados elementos que no dependen de ti...
—¿Y los banqueros comenzaron a retirar su apoyo?
—Efectivamente... —admitió—. Empezaron a ponerse las cosas feas, hasta que, de pronto, apareció un tipo al que no le importaba perder veinte, treinta o cien millones en una película, si dicha película le divertía personalmente y se ajustaba al concepto que tenía del cine, la vida y las costumbres...
—Mohamar-el-Gadafi.
—El mismo... Uno que confiesa que de niño, cuando Libia acababa de dejar de ser colonia italiana pero aún dependía en gran manera de nosotros, sobre todo culturalmente, acudía a los cines al aire libre, en los zocos, o a salas atestadas de pulgas, a ver las películas que producía Sergio Fabbri.
—¿Y es así como ha vencido a las distribuidoras multinacionales...?
—Naturalmente... No les queda más remedio que tragar con lo que hago, o corren el riesgo de que sus accionistas los tachen de ineptos por dejar que otros se aprovechen de la «sensacional película que acaba de terminar Fabbri...» —Sonrió tremendamente divertido por primera vez en el transcurso de la cena—. Les estoy dando por el culo a esa partida de «genios» encorbatados, que creen sabérselas todas porque han estudiado en una Universidad y se han tragado todos los libros que unos críticos frustrados han escrito sobre cine... Lo que el público quiere: lo que «va a funcionar», lo sientes aquí, en el corazón y en el estómago, o no lo sientes en ninguna parte... No hay ciencia, ni ley, ni fórmula, capaz de predecir qué es lo que va a llenar o no una sala de espectáculos... ¡Ni aun siquiera a película terminada y vista, puedes saberlo con exactitud! —puntualizó—. El espectador es un caprichoso monstruo de millones de cabezas y reacciones imprevisibles... O lo sientes vibrar en tu piel, o estás perdido, y tienes que dedicarte a otro negocio... —Sonrió de nuevo—. Por eso, todos esos «genios» con sus computadoras, sus estudios de mercado y su derroche de millones no pueden conmigo... Aciertan una, salvan otra y se hunden con la tercera... Yo acierto siete, salvo dos y fallo una... —Rió como un conejo—. ¡Los traigo locos...!
Golpearon levemente a la puerta, y cuando abrió la descubrió allí, apoyada displicentemente en la pared del pasillo, observándole con aquella mirada suya, irónica y divertida, que tanto conocía:
—¡Hola... !
—¡Hola... ! Pasa.
Ella lo hizo, cerrando con el pie a sus espaldas, y lanzó una ojeada a su alrededor estudiando la estancia.
—Ya habíamos hecho el amor aquí. ¿O fue en otra habitación...? En este hotel se parecen todas.
—Fue en ésta... Te emperrabas en que nos espiaban desde el balcón de enfrente...
—Es cierto... —admitió—. Y es cierto también que la maldita vieja espiaba...
Fue a la pequeña nevera, la abrió y rebuscó hasta encontrar un botellín de su «bourbon» preferido mientras Elliot, que había vuelto a tumbarse en la cama, la observaba con atención. Estaba pálida y algo más delgada, pero continuaba poseyendo aquellos movimientos felinos y aquella forma de mirar, de medio lado, inclinando la cabeza y echando a un lado el cabello, que la convertían en un auténtico objeto sexual.
—¿Cómo has dado conmigo...? quiso saber.
—Casualidades... —replicó sonriendo mientras se servía el trago en un largo vaso—. Gigi, uno de los fotógrafos de la redacción, recorre todas las noches la ciudad en busca de noticias... Anteayer descubrió a Cristaldi, Ursula, Mastroianni y Fabbri tomando un aperitivo a la espera de Bolognini... Intercambió unas frases con ellos, y dedujo que iban a tratar un proyecto importante durante la cena... —Bebió despacio—. Sin embargo, sorpresivamente, una hora después se tropezó en otro restaurante con «mi amigo, el gringo», discutiendo acaloradamente con Fabbri, que parecía muy nervioso... ¿Qué había ocurrido...? Vino a mí, a averiguar si yo sabía algo de los asuntos que te traías entre manos con el viejo, y le sorprendió saber que yo no tenía idea de que estuvieras en Roma... —Le lanzó una larga mirada de reconvención—. La verdad es que también yo me sorprendí... Y no me gustó nada... Creía que éramos amigos.
—Y lo somos... —replicó con naturalidad—. Pero prefiero que no te mezcles en este asunto... —Hizo una pausa—. ¿Cómo diste conmigo? Roma es muy grande...
—Telefoneé a Fabbri... Le conté que había quedado a comer contigo, pero que me había surgido un problema y no sabía dónde localizarte... ¿Por casualidad no le habrías dicho en qué hotel te hospedabas...? —Sonrió divertida—. Me dijo el hotel, e incluso el número de la habitación, porque, por lo que veo, aquí no se hospeda Elliot Dunn, sino un tal Teófilo Chávez, colombiano...
—No cabe duda de que siempre fuiste buena periodista... Tienes olfato de perro cazador...
Paola Cavani alzó su vaso en mudo brindis, como agradeciendo el cumplido, bebió de nuevo, y al fin inquirió:
—Y ahora dime...: ¿A qué viene todo este misterio...? ¿Por qué estás de incógnito en Roma, y qué tienes tú que ver con Sergio Fabbri...?
—Ángela trabaja para él.
—Lo sé... —admitió—. Pero tú nunca te metes en los asuntos de Ángela, a no ser que tenga algún problema... —Hizo una pausa y se inclinó levemente hacia delante—. ¿Está en problemas?
—Sí... —admitió Elliot—. Lo está... Pero prefiero que no sepas qué clase de problemas.
—¿Por qué...?
—Es muy desagradable y no podrás hacer nada...
—Lo crees, pero no estás seguro... —puntualizó la periodista—. ¿Por qué no me lo cuentas...?
—Ya te lo he dicho... —repitió—. No quiero que te mezcles en ello... Asuntos matrimoniales...
Paola Cavani se puso en pie, se aproximó a la ventana, y observó con atención el balcón del último piso, al otro lado de la calle.
—Ahí está otra vez la vieja arpía... —señaló—. Se ve que su única diversión en este mundo es espiar a los que hacen el amor... —Luego, cambió el tono, que se hizo serio, casi transcendental—. Escucha, Elliot... —dijo—. A mí no me engañas... Tus problemas matrimoniales con Ángela los conozco, y están, en cierto modo, sobrepasados... Y en ninguno de ellos tendrías por qué mezclar a Sergio, sacándolo de una cena de negocios... Hay algo más... ¡Mucho más, diría yo...!
—Aunque así fuera... —admitió Elliot de mala gana—, ¿para qué quieres saberlo...? ¿Para contárselo a ese fotógrafo?
Se volvió a mirarle severamente.
—No, desde luego... Para ayudarte si puedo... Para devolverte el favor de Chile, y compensar a Ángela por el daño que le hice...
—No sé de qué favor estás hablando...
—¡No me tomes por imbécil, Elliot, por favor...! —suplicó ella—. ¿Crees de verdad que durante todos estos años no he sabido que fuiste tú, a través de la CIA, quien me sacó de Chile cuando allí se pirraban ante la idea de convertir en picadillo a una periodista italiana y roja...?
—Te lo tenías muy callado.
—Naturalmente... —admitió—. No quería que pudieras creer que si me acostaba contigo y decía que te quería, era por agradecimiento... Te quería de verdad... —Sonrió yendo a sentarse al borde de la cama, a sus pies—. Y en cierto modo, creo que aún te, quiero, aunque me consta que continúas enamorado de Ángela... —Extendió la mano y la colocó sobre su pierna—. Por eso pretendo ayudarte ahora... ¿Qué es lo que ocurre? Elliot negó con firmeza.
—No pienso decírtelo...
—Sabes que, si me lo propongo, puedo averiguarlo... —Le hizo notar ella con naturalidad—. Conozco a todo el mundo en Roma, y puedo meter las narices hasta en la mesilla de noche del Papa... —Hizo una pausa y su sonrisa fue más sardónica y provocativa que nunca—. ¿Te conviene que la gran Paola Cavani comience a interesarse por tus asuntos...? ¿Cuántos periodistas se lanzarían de inmediato a la caza de la noticia como perros hambrientos...? ¡Piénsalo...!
Elliot extendió la mano y abrió levemente el escote de su blusa, dejando entrever con mayor claridad la provocativa rotundidez de sus pechos.
—Ahora no tengo ganas de pensar en nada... —señaló—. Ahora solamente tengo ganas de hacerte el amor...
—Creí que no lo ibas a pedir nunca... —replicó comenzando a desabrocharse la blusa por sí misma—. Empezaba a temer que incluso no fueras, realmente, el auténtico Elliot Dunn.
Una hora antes del amanecer, una carga de «goma-2» convirtió los restos de lo que había sido un poderoso camión, en simples pedazos de chatarra desperdigados por el desierto, y cuando la primera claridad lechosa del amanecer se extendió por la llanura, los cuatro hombres se apresuraron a cubrir con arena los restos metálicos y los destrozados cadáveres de los soldados.
Apenas habían concluido, y Omar-el-Muzruk se concentraba aún en la tarea de cerciorarse de que todo estaba en orden y nadie sería capaz de descubrir que en aquellos parajes se había librado una pequeña batalla, cuando en el horizonte, llegando del Noroeste, hizo su aparición un primer helicóptero, al que le siguieron dos más a los pocos minutos.
Ocultos en el fondo de una duna, los cuatro hombres observaron con atención las evoluciones de los aparatos, que en un principio pasaron de largo, regresando luego una y otra vez, como desconcertados, en busca sin duda de un camión que debía encontrarse por allí, en alguna parte de la llanura.
Uno de ellos incluso se posó a unos cinco kilómetros de distancia, y con ayuda de sus prismáticos, Omar pudo comprobar cómo dos hombres recorrían una amplia zona tratando de descubrir alguna pista que les condujera a la resolución de un misterio aparentemente tan inexplicable como era la desaparición de un camión militar con toda su dotación.
El viento del amanecer había cubierto de arena la marca de las huellas, no se le distinguía por parte alguna pese a que, según sus propios informes debería encontrarse por aquella zona, y podría llegar a creerse que, realmente, se lo había tragado la tierra o se había volatilizado.
Al mediodía, cuando el calor aumentó hasta límites insoportables, las tres aeronaves habían desaparecido ya de las proximidades, y Omar y sus hombres pudieron abandonar momentáneamente su escondite y respirar a pleno pulmón, orgullosos de su propia astucia.
Creerán que, de algún modo, nos apoderamos del camión y nos dirigimos hacia la capital... —señaló Ahmed Jadani—. Nos buscarán en todas partes, menos aquí... —Se volvió a su jefe—. ¿Qué haremos ahora...?
—Esperar.
Le miraron con asombro.
—¿Esperar...? ¿Esperar qué...?
—Que se cansen de buscarnos. Que imaginen que hemos alcanzado Trípoli y alguien nos ha proporcionado refugio. Lo revolverán todo hasta que se convenzan de que hemos tirado el camión al mar, rastreando la capital casa por casa... Entretanto, nosotros habremos llegado a nuestro punto de destino... —Hizo una pausa—. Aún tenemos tiempo... Mucho tiempo.
Buscó refugio bajo el diminuto toldo, y se recostó en la arena, con las manos bajo la nuca a contemplar el cielo, casi blanco, tratando una vez más de imaginar cómo reaccionaría Mohamar-el-Gadafi, si supiera que su antiguo amigo Omar, aquel al que durante tantos años confió todos sus sueños, andaba tras su pista, intentando matarle.
Tal vez se preocupara...
Sí, tal vez, pese a su suficiencia y a su eterno aire de superioridad, el coronel experimentaría un leve ramalazo de temor, porque le constaba que si alguien le conocía lo suficiente como para predecir sus acciones y adelantarse a ellas, ese alguien no era otro que Omar-el-Muzruk, su confidente, su amigo y compinche de la infancia; aquel al que no había podido destruir cuando se sintió traicionado, pese a que lo mandó perseguir hasta los mismísimos confines del infierno.
«Las cosas han cambiado, Mohamar... —musitó para sí—. Ahora ya no ando huyendo por el mundo, volviendo la cara a cada instante, temeroso de que de cualquier sombra surja uno de tus asesinos dispuesto a clavarme un cuchillo en la espalda... Ahora las tomas han cambiado, y la víctima anda en busca de su verdugo. Y no pienso darte tregua... —continuó—. Voy a comportarme como tú lo hacías: con calma; con la infinita calma y la paciencia de un camaleón sobre la rama de una ‘tarfa’... No pienso dar ni un solo paso en falso porque sé que ése ha sido siempre tu juego: esperar muy quieto los errores de tus enemigos...»
Era aquélla una táctica de beduino de las arenas; una táctica que Mohamar-el-Gadafi aprendió de muy niño, y que le sirvió para alcanzar sus más locos sueños: convertirse en líder absoluto de su pueblo cuando aún no había cumplido los treinta años.
Pero había transcurrido el tiempo, el hombre se había hecho importante, y la magnitud de su éxito le había llevado a olvidar sus más firmes virtudes y las reglas sobre las que construyó su vida.
Ahora, vociferante, amenazador, endiosado y extrovertido, su antiguo compañero de armas no recordaba en nada al beduino paciente, astuto y silencioso de años antes; aquel que convencía sin discursos altisonantes ni grandes aspavientos, y que razonaba en voz queda, escuchando opiniones y expresando la suya únicamente cuando estaba seguro de que iba a caer en tierra fértil, estudiando al contrario o al amigo con idénticas reglas; desconfiado siempre, por sistema, de todos y de todo.
«Te reservo una sorpresa, Mohamar... —se dijo—. Una desagradable sorpresa, y, lo que siento, es que nunca sabrás que fui yo, el pequeño Omar, el confiado Omar, el asustadizo y despreciable Omar, el que te la proporcionó...»
Lily Carson atraía las miradas y concentraba sobre su persona todas las atenciones, incluso desde antes de tener uso de razón; desde que comenzó a dar sus primeros pasos y el perfecto diseño de su rostro, en el que resplandecían dos inmensos ojos de color cambiante que oscilaba de verdemar al gris acero, según los días o sus estados de ánimo, se veía resaltado por una espesa mata de cabello negrísimo que le caía en ondas naturales casi hasta la cintura y parecía dotado de vida propia, agitándose constante y graciosamente a su alrededor.
Su madre, Marta Carson, divorciada de un oscuro funcionario de la administración central, pareció comprender muy pronto que el irresistible atractivo que su hija ejercía sobre el mundo iba más allá de la simple curiosidad pasajera, y apenas la chicuela cumplió cinco años, abandonó su trabajo en unas oficinas de Washington y se estableció en Los Angeles, convencida de que, muy pronto, el fabuloso mundo de Hollywood estaría a sus pies.
Y acertó.
A los ocho años Lily era ya una figura en el mundo de la publicidad, a los once había interpretado su primera película, y a los catorce podía considerársela la adolescente más inquietante, sensual, dúctil y prometedora de toda la historia de la industria cinematográfica, incluido el caso de la Taylor, a la que superaba en más de quince centímetros de estatura.
Ahora, recién cumplidos los diecisiete, Lily Carson había hecho honor a todas las esperanzas depositadas en ella, y brillaba con luz propia y deslumbrante, rechazando contratos de más de un millón de dólares cuando su madre, la omnipresente Marta Carson, consideraba que determinada historia, tal director, o el conjunto del casting no contribuía en absoluto a la mayor gloria y provecho del futuro de su hija.
Marta, una mujer delgada, casi seca, fría, de ojos de halcón pero encantadora sonrisa, pontificaba, sin discusión posible, sobre lo que «su Lily» tenía o no que hacer, planificando su vida de modo inflexible, con un talento y una eficacia realmente admirables.
Lily, por su parte, sumergida en un universo propio hecho de discos, libros y estudio, parecía, en verdad, un ser llegado de otra galaxia, desinteresado de cuanto no fuera su trabajo a la hora de rodar, o su preparación intelectual en los momentos libres, y una de sus doncellas aseguraba que la «niña» era capaz de hablar correctamente cuatro idiomas, cosa que se abstenía de practicar en público.
Si eso era verdad, o formaba parte de la leyenda que «Mama Carson» se preocupaba inteligentemente de tejer en torno a su hija, nadie podría asegurarlo con exactitud, pues Lily se mostraba siempre recatada y silenciosa, casi tímida, y cuando se decidía a responder a las preguntas de los periodistas, o incluso de sus directores, lo hacía de forma escueta aunque nada estúpida.
Incluso en un par de ocasiones, y durante el transcurso del rodaje de una escena particularmente delicada y de difícil realización, se permitió una leve indicación sobre el punto exacto en que debería colocarse la cámara, lo que dejó sinceramente admirado a la totalidad del equipo técnico, incluido su director, que llevaba filmadas más de sesenta películas.
Por todo ello, Lily Carson se había convertido en un «mito» de la Industria; uno de aquellos mitos que esa misma Industria tanto necesitaba porque sobre figuras de la personalidad de Lily Carson se había edificado, años atrás, el fabuloso mundo del cine.
Los productores parecían haberse dado cuenta de que en los últimos años, una excesiva intelectualización del cine había estado a punto de conducirles a la bancarrota y acabar con la «Industria», porque los directores habían pasado a convertirse en la «estrella» de una película, y con demasiada frecuencia el punto de vista de esa estrella no coincidía, en absoluto, con los gustos del público.
Pero gentes como Sergio Fabbri, George Lukas o Alexander Salkin, parecían haber recuperado el control de la situación conectando de nuevo con los gustos populares, y demostrando bien a las claras que la gran aventura, narrada con despliegue de medios y auténticas estrellas en la pantalla, atraían de nuevo a los espectadores, que empezaban a estar ya bastante hastiados, por otra parte, de lo que la televisión les ofrecía día tras día, monótonamente, en casa.
Era como un nuevo despertar de la imaginación, de lo brillante y fantasioso, y no cabía duda de que Lily Carson era una criatura que parecía creada por la Naturaleza con el exclusivo fin de despegar al común de los mortales de lo cotidiano y conducirlo a las más altas cotas de lo imaginativo, lo brillante y lo fantasioso.
Una historia de amor con un ser tan distante, hermoso y exquisito como Lily Carson, teniendo como marco las islas polinesias, los canales venecianos o las calientes arenas del desierto libio, era algo con lo que parecían soñar, de un modo u otro, el sesenta por ciento de los hombres que habían visto alguna vez su rostro en una película, una valla publicitaria o la portada de una revista.
Pero ella, Lily, enfundada en sus pantalones tejanos y una blusa vaporosa que constituían, por lo general, todo su vestuario, parecía permanecer por completo ajena a las pasiones que despertaba, y se diría que se encontraba igualmente a gusto charlando con el chófer que la llevaba por las mañanas al rodaje o a sus clases de gimnasia, que con el más empiringotado jefe de Estado que le fuese presentado en una recepción oficial. Los elogios a su trabajo o las frases de admiración a su portentosa belleza, era algo que venía escuchando como una cantinela desde que tenía memoria, y una especie de gruesa campana de cristal la aislaba, en ese aspecto, de cuantos la rodeaban.
Qué era lo que sentía o pensaba en realidad Lily Carson, era algo que nadie, tal vez ni siquiera su propia madre, sabía a ciencia cierta.
Cuadrillas de obreros nativos comandados por capataces italianos llevaban meses levantando el decorado, un maltrecho fortín de color rojizo que se alzaba, aparentemente de forma caprichosa, pero respondiendo en cada uno de sus detalles y sus ángulos a una planificación previa muy detallada, en una ladera de las colinas del desierto libio.
Detrás de esas colinas, a menos de un kilómetro de distancia, y en medio de la llanura calcinada por el sol, un centenar de «caravanas» de todos los tamaños se alineaban en perfecta formación en torno a un gran pabellón central que albergaba los comedores, las cocinas y la sala de visionado.
Diez gigantescos «camiones-plantas» abastecían de electricidad a la «ciudad», de modo que cada roulotte disponía de un aparato de aire acondicionado, y también se encontraban perfectamente climatizadas las dependencias centrales, las oficinas, e incluso los largos vestuarios en que se cambiaban de ropa los figurantes y el personal auxiliar.
De igual modo, una ininterrumpida sucesión de camiones cisterna recorrían infatigablemente los treinta kilómetros que separaban el decorado del oasis más próximo, y toda una flotilla de furgonetas abastecían diariamente al personal, trayendo desde verduras frescas a la Prensa diaria, pasando por papel higiénico, refrescos y cremas hidratantes.
Cameron Harris sabía por experiencia que nada peor podía ocurrirle a un director que trabajar con un equipo descontento, y por ello había exigido, a la horade firmar su contrato de aceptación para realizar, desde el punto de vista artístico, Cita en Tobruk, que el personal a sus órdenes disfrutara de absolutamente todas las comodidades que se pudieran proporcionar, dadas las circunstancias y las dificultades de filmación.
Sergio Fabbri no era tampoco hombre que escatimara el dinero —en especial si se trataba, como en este caso, del dinero de alguien que tenía tanto como Mohamar-el-Gadafi—, y salvo por la imposición del líder libio de que no se permitiera, como mandaba su religión, ni una gota de alcohol en el Campamento, por lo demás, bastaba con pedir algo para obtenerlo de inmediato.
Tony Spencer se había traído, como siempre, su propio cocinero de Cuernavaca, y tres veces por semana el viejo productor se hacía transportar en el pequeño «jet» privado de la compañía, pasta fresca del «Girarrostro Toscano», así como una garrafa de agua de Roma, pues había llegado a la conclusión de que el agua del oasis, demasiado dura, arruinaba el sabor de «fetuccinis» y «raviolis».
También, tres veces a la semana, el avión traía los «roches», el material ya revelado para su visionado, así como una copia de las últimas películas que se estuvieran exhibiendo en el mundo, que se proyectaban al aire libre para entretenimiento del personal.
Siguiendo su inveterada costumbre, y de acuerdo a un plan de trabajo muy elaborado y riguroso, Cameron Harris había preferido confiar a un director especializado las escenas grandiosas, de movimiento de masas, acción o batallas, con el propósito de librarse de lo que pudieran considerarse problemas técnicos que afectaban muy particularmente al equipo de producción, y dedicarse luego por completo a los actores, su forma de interpretar a sus respectivos personajes, y la matización de la reacción de cada uno de esos personajes con respecto a los demás.
Tanto Harris, como el guionista, Alan Buckley, e incluso el propio Sergio Fabbri, habían llegado a la conclusión de que, lo que comenzó como una película bélica hilvanada por un frágil hilo argumental, se había convertido desde el momento en que se consiguió la participación de Lily Carson, en una hermosa historia de amor entre dos seres de razas, costumbres, idiomas y edades muy diferentes, que se desenvolvía, casi por accidente, en una violenta guerra.
A partir de ese momento podría decirse que tanto Harris como Buckley habían comenzado a interesarse de verdad, profundamente, por Cita en Tobruk, con un entusiasmo que iba mucho más allá de la reconocida capacidad profesional de ambos, pues como ocurría a menudo con la gente «del oficio» que aceptaban por razones puramente económicas una película «de encargo», ésta pasaba de pronto, inexplicablemente, a ser «su película»; aquella que serían capaces de rodar sin cobrar un céntimo.
El tieso Alan Buckley, el hombre más elegante del Campamento, pues jamás se le había visto sin chaqueta pese al calor agobiante, se pasaba las horas encerrado en su «roulotte-despacho», corrigiendo diálogos, inventando escenas nuevas, o reforzando puntos débiles de la historia, y allí acudían a cada instante Sergio Fabbri, Ángela o Cameron Harris, a discutir, en interminables mítines que duraban hasta altas horas de la madrugada, la nueva línea, más romántica que aventurera, que estaba tomando Cita en Tobruk.
Y es que para todos ellos, al igual que para el director de fotografía, Aldo Luchisano y cuantos constituían el núcleo del equipo «técnico-artístico», el nacimiento de un binomio «Spencer-Carson», o «Carson-Spencer», sobre los portentosos paisajes y las calientes arenas del desierto libio, venía precedido por un halo de magia, «una química», que hacía presentir que Cita en Tobruk podría convertirse, tal vez, en un clásico al estilo de Casablanca, Duelo al sol o Lo que el viento se llevó.
«Bogart-Bergman», «Peck-Jones» y «Gable-Leigh» constituían aquel tipo de parejas soñadas que, inteligentemente dirigidos a lo largo de una buena historia cinematográfica, clavaban a los espectadores en sus asientos, y Cameron Harris intuía que, de algún modo, tal vez le habían caído en las manos, impensadamente, los elementos necesarios para construir una película perdurable.
Se desembarazó, por tanto, de tanques, ejércitos y aviones, enviando a las tierras más cálidas y lejanas a una Segunda Unidad al mando de Kuky Stanford, en quien depositaba desde años atrás toda su confianza para las tomas de acción, y aguardó, con la impaciencia de un novato, la llegada de Lily Carson, soñando despierto en su «roulotte», con la planificación de la escena en que un maduro coronel inglés y una frágil adolescente beduina, se encontraban por primera vez.
Y, como por alguna especie de magia o maleficio, los estados de ánimo, los sentimientos o las ansiedades del director de una película se contagiaban inexplicablemente al resto del personal a sus órdenes, el campamento en pleno parecía bullir, excitado y nervioso, la mañana en que anunció que, al fin y según los planos previstos por «Producción», Lily Carson había tomado tierra felizmente en el aeropuerto de Trípoli, y la caravana de automóviles en que llegaba, acompañada por Sergio Fabbri y un par de periodistas invitados especialmente a la filmación, se aproximaba al lugar de rodaje.
Incluso el propio Tony Spencer se mostraba inquieto y distraído, y, cosa rara en él, tuvo que repetir por tres veces una toma muy simple, apenas un gesto y una frase de recriminación a uno de sus compañeros de cautiverio en el campo de concentración, porque se diría que todos sus sentidos estaban puestos, como los del resto del staff, en la aparición de una nube de polvo, allá en el horizonte, que indicara que al fin, el rostro que enamoraba al mundo estaba a punto de llegar. Y cuando, desde lo alto de una escalera y en el momento de apagar uno de los focos, un electricista alzó el brazo y gritó: «¡Ahí vienen!», Cameron Harris, quizá por primera vez en su vida, ordenó: «¡Corten! ¡Basta por hoy...!, en mitad de una toma, y se alejó del set.
Elliot, que había estado estudiándola desde lejos en el avión, observó, admirado, la distante naturalidad y el encanto sin afectación con que Lily Carson saludaba a Cameron Harris y al resto del equipo, y la larga y profunda mirada que dirigía al que había de ser su pareja en aquella historia de amor.
No cabía duda de que Lily Carson tenía que haber visto docenas de películas protagonizadas por Tony Spencer y lo conocía personalmente por haber coincidido en la última ceremonia de entrega de los «Óscares», pero en esta ocasión Elliot tuvo la impresión de que la muchacha analizaba de un modo diferente a Tony, como si calibrara su auténtica calidad humana, y si merecía en verdad convertirse en su amante, aunque tan sólo fuera en la ficción de una película.
Alta, delgada, enfundada en sus ajustados vaqueros y con el cabello levemente agitado por el viento sahariano, Lily Carson pareció, de improviso, pasar a formar parte de un conjunto con la poderosa humanidad de Tony Spencer, vestido de prisionero inglés orgulloso de formar parte de los ejércitos de Montgomery, y a nadie le cupo duda, desde el primer minuto que la pareja iba a funcionar, y Cameron Harris sería en verdad un estúpido si no conseguía al menos la nominación de la Academia para Cita en Tobruk.
Luego, Elliot buscó a Fabbri con la mirada, y en los ojos del anciano leyó también satisfacción al advertir que, una vez más había acertado, y que cuando todos en el «ambiente» imaginaban que se había limitado a montar un «negocio cinematográfico» bueno tan sólo para meterse unos cuantos millones de dólares en el bolsillo, estaba dando vida a la más hermosa y ambiciosa de sus películas.
—¡Hola...!
Se volvió. Saliendo de alguna parte, no sabía de dónde, tal vez de la más próxima de las caravanas, Ángela había aparecido a su lado y le besaba en la mejilla con afecto.
—¿Has tenido buen viaje?
—¡Magnífico...! —replicó—. Aunque ese desierto es en verdad caluroso y polvoriento... Atravesarlo sin aire acondicionado debe resultar un martirio... —La observó con más detenimiento y frunció el ceño—. Has adelgazado... —señaló.
—¡Aquí adelgaza cualquiera...! —Hizo una pausa mientras dirigía una inquisitiva mirada a su alrededor—. Tenía entendido que Paola venía con vosotros...
—Se ha quedado en Trípoli... Tiene una cita con Gadafi. Sabes que son amigos...
—Lo sé... —admitió ella—. ¿Va a ayudarnos...?
—Hará cuanto esté en su mano... —La tomó por el brazo y se alejaron por entre la fila de caravanas hacia el desierto—. De momento trata de enterarse de cuáles son sus planes, y cuándo piensa asistir al rodaje...
—No creo que se lo diga... —señaló ella, convencida—. Esas cosas las llevan en absoluto secreto. De pronto, una mañana doscientos soldados controlarán el set por sorpresa, y una hora después, quizás aparezca él... En las otras películas siempre lo hacía así...
—Pero tiene plena confianza en Paola, y ella intenta convencerle para que se deje hacer un reportaje durante la visita al plató.
Ángela se detuvo, se encogió de hombros y se volvió a mirarle:
—Al fin y al cabo... —dijo. ¿De qué nos sirve saberla fecha de su llegada...? No pienso huir ese día... Estoy metida en esto, y seguiré hasta el fin con todas sus consecuencias...
—¿Has averiguado algo...?
—¿Qué se puede averiguar...? —protestó—. Nadie ha vuelto a ponerse en contacto conmigo... Ni con Tony... El rodaje sigue su ritmo, lo filmado hasta ahora está bien, y si no fuera porque lo he vivido personalmente, diría que, en el fondo, se trata de una broma pesada o de un mal sueño...
—¿Nadie te ha parecido sospechoso...?
—¡Todos me parecen sospechosos...! —confesó fastidiada—. En realidad, creo que ahora la única sospechosa soy yo, de tanto sospechar de los demás... A veces me parece que estoy a punto de volverme loca... Ni Cameron me aguanta, y lo siento por él, porque, con los problemas y responsabilidades que tiene, lo que necesita es ayuda y comprensión, y me estoy convirtiendo en una auténtica carga... ¡Cualquier día me manda al infierno...! —Agitó la cabeza—. ¡Ya no sirvo ni para hacer el amor...!
El la tomó por la barbilla con afecto y le obligó a alzar el rostro y mirarle de frente:
—Eso no me lo creo aunque me lo jures... —sonrió—. Será que él no ha descubierto aún qué es lo que te gusta... ¿Quieres que le confíe unos cuantos secretos...?
—¡Vete a la porra...! No estoy para bromas. Tengo los nervios de punta... —Señaló hacia el distante grupo—. A ver si con la llegada de la Carson, Cameron se centra en ella, se tranquiliza y me deja en paz... ¿Qué te ha parecido?
Elliot hizo un gesto indeterminado, alzando las manos :
—Apenas he cruzado con ella un par de palabras, pero no cabe duda de que es lo que se llama «un animal cinematográfico». Un imán que polariza todas las atenciones, aun vestida como va, con gafas negras, y tratando de pasar inadvertida...
—Sí, ya lo he notado... —replicó con una cierta amargura, aunque sonreía levemente—. Y temo que, como me descuide, me voy a quedar sin novio otra vez... Los directores suelen enamorarse de sus actrices, y en este caso, la mitad del camino ya lo lleva recorrido...
Elliot la tomó afectuosamente por los hombros, y reemprendieron la marcha, pero ahora de regreso hacia el Campamento:
—No te preocupes... —señaló apretándole el brazo con afecto—. Tardará cinco días en darse cuenta de que ella es ahora solamente «Souad», una beduina, y no una mujer a la que él pueda aspirar... —Hizo una pausa y sonrió—. Y en último caso, si la cosa ocurre y se enamora, te queda la solución de casarte nuevamente conmigo... Te consta que nunca pierdo la esperanza...
Ella le tomó la mano con indudable afecto:
—Un día voy a darte un auténtico susto aceptando tu propuesta, aunque sólo sea por verte salir corriendo hacia la próxima guerra.
El diminuto palmeral se alzaba en el fondo de una «sekia», o río seco que cruzaba, serpenteando por entre las montañas, a un par de kilómetros del punto que el decorador había elegido para levantar el fortín.
Un pozo, a menudo sin agua, un puñado de palmas datileras, y arbustos, matojos y yerbajos desparramados en una extensión inferior a la de un campo de fútbol, constituían, no obstante, un auténtico vergel en comparación con la aridez del paisaje circundante, gris plomizo, áspero y reseco; paisaje de extraña belleza y personalidad sin duda alguna, pero desolador y agobiante para quien no hubiera nacido y se hubiera criado en aquellas tierras.
Y aquel día, desde mucho antes de amanecer, el solitario palmeral, al que tan sólo acudían, muy de tanto en tanto, familias de nómadas en busca de dátiles o agua para sus camellos, se encontraba invadido por casi un centenar de personas, docenas de focos, cinco cámaras y un rebaño de escuálidas cabras.
El ambiente se cargó pronto de nerviosismo, y por primera vez en el transcurso de la filmación se escuchó, destemplada, la voz de Aldo Luchisano gritándole a un «eléctrico» el punto exacto en que debía colocar un «minibruto», porque, también por primera vez, Aldo Luchisano tenía que fotografiar a Lily Carson, y le constaba que, cuando a una estrella de la magnitud de la Carson le gustaba cómo la había retratado un determinado director de fotografía, éste tenía probablemente asegurado el futuro.
La mayoría de las «divas» de la pantalla se negaban afirmar un contrato en el que no constara el nombre del fotógrafo, y con frecuencia, imponían al que preferían. Y Lily Carson llevaba camino de convertirse en la diva más grande de todas las divas de la historia del cine.
A las ocho en punto hizo su aparición el inmenso coche negro de Cameron Harris, que venía aún inmerso en el estudio de la secuencia, pese a que se la sabía de memoria, discutiendo con el guionista, Alan Buckley, si convenía o no hacer un leve cambio en una determinada frase del diálogo.
Cuando puso el pie en tierra, saludó distraídamente a los miembros del equipo, que continuaron inmersos en sus tareas, y observó el decorado en que iba a desarrollarse una de las escenas claves de «su» película, como si lo viera por primera vez.
Despierto en la cama, o fumando, a oscuras sentado en el ancho sillón de su caravana, Cameron Harris había repetido una y cien veces la escena en su imaginación: cada emplazamiento de cámara y cada gesto de «Souad» o el coronel, y si le obligaban, sería capaz de describir, una por una, cada palmera, cada matojo o cada piedra del brocal del pozo. Pero aun así, aquella mañana Cameron lo miró todo otra vez con nuevos ojos, como si se mostrara abierto a cualquier idea que pudiera nacer en el último momento.
«Su gente», que le conocía a fondo, lo dejó a solas, observando a hurtadillas sus idas y venidas, y tratando de adivinar, por el fruncimiento de su ceño o el modo de rascarse el bigote, si se sentía o no seguro de sí mismo.
La seguridad o la indecisión de un director se transmitía de inmediato al resto del equipo, porque en cuanto dudaba sobre el punto exacto en que emplazar la cámara o el tipo de lente que debía emplear, esa duda, por pequeña que fuese, se transmitía a sus ayudantes, al Director de Fotografía y al Segundo Operador, que, inmediatamente, como a través de una correa de transmisión, proyectaban sus dudas, terriblemente aumentadas, a electricistas, carpinteros, maquilladores, figurantes, y en definitiva, a los actores, que serían los encargados de reflejar esas dudas ante la cámara, devolviendo el problema, multiplicado por mil, al propio director.
—Piensa antes todo lo que desees... —solía aconsejar Cameron a los directores noveles—. Tómate tiempo, pero cuando al fin digas: «Cámara aquí», la cámara tiene que quedarse ahí, aunque se hunda el mundo a tu alrededor... El número de posibles emplazamientos de una cámara para filmar una escena son infinitos si tienes en cuenta el punto donde la puedes situar, la altura a la que la puedes colocar, y la variedad de lentes que puedes emplear. Nadie sabe a ciencia cierta, por tanto, cuál es el lugar, la altitud o la lente ideal, y como se supone que la película, en principio, tan sólo está en la mente del director, debe ser ese director el que decida, sin apelación posible, el emplazamiento exacto de la cámara. Si te has equivocado, lo descubrirás en la pantalla, pero eso tan sólo ocurrirá al fin, cuando ya no exista remedio... Ese es el gran riesgo de un director de cine: en la mayoría de los casos, trabajas sin red de protección...
Pero es este caso particular, Cameron Harris no parecía dispuesto a romperse el cuello en la caída, buscó su propia red de protección, y ordenó a Aldo Luchisano emplazar cinco cámaras en distintos ángulos y con diversas profundidades de campo en las lentes para la escena de la aparición de «Souad», llegando del desierto en pos de su escuálido rebaño de cabras.
—Quiero que recuerde la presentación de Omar Sharif en Lawrence de Arabia, naciendo de entre la calima, porque creo que David Lean se merece ese homenaje. Pero quiero, al propio tiempo, que la fuerza de la escena no esté, sino en la irrealidad casi mítica que puede desprenderse del hecho de que de la inmensidad de esa llanura abrasada por el sol emerja, caminando como una diosa sobre las aguas, una criatura tan increíble como Lily, lo que hace que el Coronel llegue a suponer que el sol y la herida le llevan a delirar... —Hizo una pausa—. Y lo que no podemos es obligarle a repetir a la muchacha esa escena en más de una ocasión, porque con este calor de todos los demonios se nos puede morir de insolación, o mandarnos al infierno el primer día...
Pero Lily Carson no envió a nadie al infierno, y fue ella misma la que se ofreció a repetir la toma cuantas veces fuera necesario hasta que se diera por perfecta. Se pensaría que el agobiante calor no ejercía influjo sobre ella, que permanecía tan fresca, distante e irreal como siempre, sin que ni una gota de sudor empeñase su leve maquillaje, ni un gesto de impaciencia delatase un anormal estado de ánimo.
Entre toma y toma se retiraba a descansar a su camerino rodante, bebía un sorbo de agua, intercambiaba unas frases con su madre, y se enfrascaba, en la lectura del guión del que podía repetir, de carrerilla, todas y cada una de las palabras.
Luego, cuando ya en las inmediaciones del pozo se de tuvo a contemplar, en primerísimo plano, al Coronel herido recostado en el tronco de una palmera, sus indescriptibles ojos, color acero en aquellos momentos, reflejaron de tal modo el miedo, la sorpresa, el interés y la compasión que tal descubrimiento le producía, que el Segundo Operador, un español que había ganado justa fama de ser el mejor del mundo en su oficio, lanzó un resoplido cuando gritaron «¡Corten!», apartó muy despacio el ojo del visor, apoyó la frente en la cámara y musito convencido:
—Es el mejor plano que he rodado en mi vida... ¡Dios...! Después de esto, puedo retirarme.
Cameron, sentado a su lado, percibió claramente sus palabras, pero no hizo comentario alguno. También él abrigaba la absoluta seguridad de que acababa de filmar la mejor secuencia de su larga carrera, y se había apoderado de él una sensación indefinible, como si, después de tanto tiempo, acabara de descubrir las posibilidades reales de un complejo arte al que había dedicado la mayor parte de su existencia.
Era como si a un escultor le hubieran proporcionado de pronto un nuevo material, o a un músico un instrumento que reuniese en sí las virtudes de todos los demás. Era como entreabrir por un momento la puerta a lo desconocido, entrever las suaves colinas del paraíso, y cerrar nuevamente dejando, clavado para siempre en la retina, el recuerdo de ese instante.
No dijo nada. Nadie dijo nada, porque el silencio más absoluto —inviolable silencio se había adueñado por completo del diminuto palmeral, y nadie se movió tampoco, observando, petrificados, cómo Lily Carson se alejaba y desaparecía en el interior de su «roulotte», plenamente convencida de que no se les iba a ocurrir la absurda idea de repetir aquella toma absolutamente genial.
Transcurrieron quince o veinte segundos antes de que se deshiciera el hechizo y, al unísono, el equipo en pleno rompiera en un sonoro aplauso, pero la «niña-mujer» no pareció escucharlo, pues se encontraba ocupada en desposarse de sus ropajes de beduina, dispuesta a introducirse en la ducha que su madre le estaba preparando.
Omar-el-Muzruk observó el palmeral a través de los potentísimos prismáticos, asistió al rodaje completo de la escena, y cuando advirtió que técnicos y electricistas comenzaban a recoger el material interrumpiendo la labor hasta el día siguiente, se volvió a Ahmed Jadani, que había permanecido a su lado, observando igualmente, durante toda la mañana.
—¡Bien...! —señaló—. Ahí están... En un par de días nuestra misión habrá concluido y regresaremos a casa.
—¿Dando un rodeo, supongo...?
Por primera vez, Omar-el-Muzruk se permitió una leve sonrisa aceptando el reproche de su subordinado.
—No. Directamente... En cuanto hayamos hecho entrega del paquete, todo será mucho más sencillo... En tres días llegaremos a la costa, y el domingo por la noche un submarino nos recogerá en la playa...
—¿Nunca vas a decirme a quién haremos entrega de ese paquete...?
Negó convencido.
—No puedo decírtelo, porque ni yo mismo lo sé... Lo enterraremos al pie de la última palmera de la izquierda, y alguien vendrá a recogerlo cuando lo necesite. Alguien que, por lo visto, merece confianza... Es todo lo que me han dicho, y tampoco quiero saber más. Me basta con haber sido útil, y tener la absoluta certeza de que el plan no puede fallar.
—¿Y la tienes...?
Se miraron largamente, y por último, el libio asintió con la cabeza, convencido.
—La tengo... —Hizo una pausa—. Si no fuera así, nunca habría aceptado el riesgo que hemos corrido, ni las penalidades que hemos sufrido en este tiempo para actuar como simples comparsas... —Señaló la pesada mochila que mantenía a su lado y que no abandonaba ni un solo instante—. Nadie más podía traer hasta aquí esta carga, y aunque nunca se sepa oficialmente, tú y yo tendremos siempre la certeza de que, en verdad, a Mohamar lo matamos nosotros.
—¿Cuándo la ocultarás...?
—Esta noche... Según el plan de trabajo, quedan cuatro días de rodaje en el palmeral. Tienen, por tanto, tiempo de sobra para recogerla sin levantar sospechas.
—¿Y si no lo hace...? ¿Y si le da miedo...? ¿Acaso sabe el peligro que corre...?
Omar-el-Muzruk dirigió una larga mirada a la mochila, e instintivamente colocó una mano sobre ella, como si se tratara de un ser al que hubiera que proteger.
—Lo sabe... —admitió—. Pero sabe también que permitir que Gadafi continúe con vida, es más peligroso aún. Ya oíste la radio ayer: los rusos acaban de proporcionarle misiles probablemente armados con cabezas nucleares. Turquía, Grecia, Egipto, Italia e Irael, están ahora a su alcance con el simple gesto de apretar un botón... ¿Crees que alguien puede vivir en paz, sabiendo que el estallido de una Tercera Guerra Mundial y el futuro de sus hijos, depende de que a ese loco se le antoje o no apretar un botón...? —Agitó la cabeza pesimista—. Le conozco bien... Sus arrebatos de ira resultan imprevisibles, y del mismo modo que fue capaz de ordenarme que asesinara a todos los que se le oponían de algún modo, le creo muy capaz, en su ceguera, de lanzar esos misiles a las nubes...¡Y no hay quién los detenga...! Una vez en marcha, tú y yo sabemos que nadie puede predecir cómo concluirá un conflicto de este tipo... ¡Lo matará! —concluyó seguro de lo que decía—. Quien quiera que sea el que recoja este paquete, sabrá cómo hacer uso de él, y no dudará a la hora de utilizarlo.
Paola Cavani llegó al campamento al atardecer de ese mismo día a bordo del helicóptero privado del propio Mohamar-el-Gadafi.
Elliot acudió a recibirla, tomó su pequeña maleta, y aguardó a que el aparato alzara de nuevo el vuelo perdiéndose de vista en la distancia y levantando nubes de arena. Luego, la besó con afecto en la mejilla, e iniciaron la marcha hacia el campamento de «roulottes».
¿Cómo te fue con el gran hombre... ? —quiso saber,
—Bien... Muy bien... —admitió ella sonriente—. Cuando se lo propone es realmente encantador... Todo un caballero, inteligente, simpático y con «charme». Te habla de paz y de que únicamente busca el bien de sus «hermanos» hambrientos del Tercer Mundo, y te convence... Se considera en verdad el «Hermano Mayor» de todos los perseguidos; el único que está en condiciones de protegerlos y redimirlos, y cuando te muestra las realidades de cuanto ha hecho por su pueblo y cómo lo ha sacado de la semiesclavitud, el analfabetismo y la miseria para convertirlos en una nación moderna, próspera y alegre, dudas de que en verdad esté loco, ande por ahí ordenando asesinar gente. y grite como un energúmeno que está dispuesto a acabar con Sadat, aunque le cueste la vida... ¡En fin...! —concluyó—. Que vengo hecha un lío...
—¿Pero no has cambiado de idea...?
—En absoluto... —replicó sonriente—. ¿Cómo van las cosas por aquí? ¿Has averiguado algo...?
—Nada... Nuestros amigos no han vuelto a dar señales de vida. No han molestado a Ángela, ni a Tony, y el viejo Fabbri jura que tampoco han tratado de ponerse en contacto con él... A veces pienso que tal vez han abandonado la intentona... ¡Demasiado complicada! Y demasiada gente mezclada en el asunto...
Paola se detuvo y permitió que él anduviera unos pasos hasta que se volvió a mirarla interrogativamente:
—¿En verdad lo crees? —inquirió—. Tú, que los conoces desde hace tanto tiempo, que has visto cómo trabajan, y hasta dónde son capaces de llegar, ¿crees realmente que se han dado tan fácilmente por vencidos?
Elliot se encogió de hombros como si se encontrara fatigado, y en realidad lo estaba, de toda aquella historia:
—¿Cómo puedo saberlo...? —dijo—. Nos enredan, nos inquietan, rebuscan en sus archivos sacando a la luz cuanto puede hacernos daño y quitarnos el sueño, nos colocan en un estado de tensión en que estamos todos a punto de estallar, y, de improviso, cuando llega el momento de la verdad y esperamos lo peor, se sumen en un silencio inexplicable, como si, realmente, lo único que hubieran buscado era ponernos a prueba de algún modo...
—O servir de pantalla...
—¿Qué quieres decir?
—Que cuando mencioné la película y le pregunté si tenía intención de acudir al rodaje, los ojos de Gadafi brillaron de un modo distinto por una décima de segundo, como si supiera algo y estuviera advertido de que le están preparando una trampa.
Elliot advirtió que aquel vacío que se había adueñado últimamente de la boca de su estómago parecía agigantarse, y su voz se quebró levemente al inquirir:
—¿Estás segura?
—Con ese hombre nunca se puede estar segura de nada, porque lo considero uno de los mejores comediantes con que me haya tropezado en mi larga existencia... Cameron Harris ganaría mucho si le diera un papel... Por cierto... ¿Qué sabes sobre Cameron Harris...?
—Que es un buen director, ha hecho muchas películas, y pretende casarse con Ángela. ¿Por qué?
—Porque he efectuado algunas averiguaciones, he puesto a mis amigos —que también los tengo— a trabajar, y anoche me llamaron para comunicarme que la KGB considera que es muy posible que, durante su época de estudiante en Berkeley, nuestro querido director pasara algún tipo de información a la CIA...
—¡No puedo creerlo... !
—¿No puedes creerlo, o no quieres creerlo porque se trata del hombre con quien Ángela pretende casarse...? Te resultaría muy embarazoso tener que confesarle tus sospechas, ¿no es cierto? Te acusaría de estar tramando una sucia maniobra para apartarlo de su lado y que ella vuelva a ti...
—Ángela sabe que yo no haría una cosa así...
Le miró inquisitivamente.
—¿Lo sabe realmente...? —preguntó—. ¿Cuántas cabronadas le has hecho a lo largo de tu vida... ? ¿No puede ser éste uno más de tus «trucos»...?
—Eso no sería un truco... Sería una bajeza; algo indigno, y no es ése el concepto que Ángela tiene de mí...
—Sea como sea... —le hizo notar—. El que adoptes una actitud noble, no nos aleja del problema... —Hizo una larga pausa—. ¿Qué sucedería, si realmente Cameron Harris es un hombre de la CIA, y la CIA ha pretendido, al meternos en el lío, desviar la atención de su persona... ?
—¿Y cómo podría, él solo, atentar contra Gadafi?
—No lo sé... —admitió la italiana—. Pero lo que está claro, es que Cameron Harris ordena y manda en esta película con una autoridad como únicamente poseen, en este mundo, los directores de cine... Si mañana ordena que le pinten de rojo el palmeral y la montaña, se los pintan de rojo sin rechistar ni hacer preguntas... —Agitó la cabeza—. ¿ Qué clase de plan habrán urdido, en el que en un momento dado, el director pueda implicar directamente a todo el equipo, sin que éste sepa en realidad a qué está contribuyendo...?
—Me lo estás poniendo demasiado difícil...
—Me limito a exponerte una realidad... —Cambió el tono de voz—. Esa es Ángela, ¿verdad?
Elliot siguió la dirección de su mirada. Efectivamente, apoyada en la esquina de la primera de las caravanas, Ángela parecía aguardar paciente su llegada, sin apartar la vista de Paola, como si quisiera analizarla en todos sus detalles y estuviera tratando de averiguar las razones por las que, años atrás, había constituido el detonante que destruyera definitivamente su matrimonio.
Cuando estuvieron a un metro la una de la otra y Paola se detuvo y extendió la mano, lo hizo a su vez y se la estrechó con fuerza, sin aparente rencor.
—¡Bienvenida...! —dijo—. Comprenderás que no diga eso de «encantada», porque sonaría hipócrita, pero puedes creerme si te digo que estaba deseando conocerte.
—Yo también... —admitió la periodista—, Elliot me ha hablado muchísimo de ti...
—Lo creo.., —Al responder lo hacia mirándole directamente a él. Si hay algo que le guste, es hablar de sus otras mujeres... Se diría que nunca le basta con la que tiene en esos momentos...
—¡Ya empezamos...!
Ángela sonrió divertida y les precedió por entre el dédalo de «roulottes», hacia la que habían destinado a la periodista,
—No te inquietes... —le tranquilizó—. No tengo ningún interés en organizar una disputa... Tenemos demasiados problemas realmente importantes... —Se volvió a Paola—. ¿Te contó cómo andan las cosas por aquí...?
—No con detalle... ¿Cómo andan?
—Desde el punto de vista cinematográfico, maravillosamente. Esa niña ha conquistado al staff de un solo golpe... Le ha bastado una mirada a la cámara, y ya nadie habla aquí más que de ella, su forma de moverse, sus ojos y lo que es capaz de expresar tan sólo con un gesto... Y algunos son profesionales que han intervenido en más de cien películas... ¡Andan como idiotizados...! —Habían llegado a la caravana, buscó una llave, abrió la puerta y les dejó pasar sin por ello dejar de hablar—. O mucho me equivoco, o a partir de esta misma noche el guionista se va a poner a trabajar como un loco para convertir Cita en Tobruk, en un «Festival Lily Carson»... —Corrió las contraventanas para dejar entrar la luz, cerró los cristales y puso en marcha el aparato del aire acondicionado, que comenzó a ronronear muy suavemente. Y lo más gracioso —continuó— es que incluso Tony se muestra de acuerdo... —Parecía francamente asombrada—. ¡No protesta por el hecho de que Cameron quiera aumentar el papel de «Souad» incluso a costa del suyo propio...! ¡Tony Spencer, que un día casi le pega a Brando porque pretendió decir una frase que no estaba en el libreto que habían firmado página por página...! Esa chica les ha comido el seso a todos, sin decir una palabra... —Se dejó caer en el sofá con aire de fatiga—. Como lo que diga sea, además, medianamente inteligente, aquí va a haber muertos...
—Muertos, es muy posible que los haya aún sin necesidad de que Lily Carson diga nada inteligente... —sentenció Paola Cavani, que había depositado su maleta sobre la mesa y comenzaba a colocar su ropa en el armario—. Gadafi tiene intención de acudir al rodaje... Incluso me preguntó si conocía a Lily, y era en verdad tan fascinante como parece en las fotos...
—¿Acaso se interesa por ella... ?
—¿Desde un punto de vista sexual...? —inquirió sorprendida la italiana—. No. En absoluto... Está por encima de esas cosas... Desde un puma de vista puramente estético, tal vez... O por simple curiosidad. Gadafi es un hombre eminentemente curioso.
—¿Dijo cuándo vendría...?
—No... Y lo siento, porque me gustaría estar presente, y no sé si voy a poder quedarme hasta entonces... Las cosas se complican en Polonia, mi «jefe» quiere que vaya a ver aquello de cerca, y para un periódico de izquierdas, Polonia es siempre más importante que el rodaje de una película «capitalista», aunque esa película esté financiada por Gadafi... —Sonrió divertida—. ¡Únicamente merecería la pena quedarse si tuviera la seguridad de que lo van a matar...!
—Te lo tomas con un curioso sentido del humor... —le hizo notar Ángela—. Aquí hay muchas personas cuyas vidas tal vez corran peligro...
Paola Cavani le dirigió una larga mirada, y al fin, con naturalidad, inquirió:
—¿Crees que si mi sentido del humor cambia, correrán menos peligro...?
Con la primera claridad del amanecer, cuando únicamente «eléctricos», «maquinistas» y carpinteros abandonaban sus viviendas preparándose para la larga jornada de filmación, Elliot subió al lujoso «Mercedes» que la Productora había puesto a su disposición, y emprendió el camino hacia el Norte por la larga y monótona pista de tierra.
Controlaron por tres veces su pasaporte y sus permisos especiales de estancia en el país registrando el vehículo para cerciorarse de que no llevaba armas, antes de alcanzar los arrabales de Trípoli, pero a media mañana, con los primeros calores, cruzó junto al castillo, dejó a la derecha el Arco de Marco Aurelio y enfiló la ancha y hermosa Avenida Adrial Pelt, que supuso que tendría ya otro nombre, aunque le resultaba del todo imposible averiguar cuál, pues todos los letreros aparecían escritos en caracteres árabes.
Desde un automóvil de la Policía aparcado junto a la fuente de La Muchacha y la Gacela, un oficial que mantenía un radioteléfono en la mano le siguió con la mirada, y no le cupo duda de que su paso a través de la capital estaba siendo seguido metro a metro.
Aparcó a la puerta del «Libia Palace», pidió una habitación, discutió con la telefonista hasta conseguir, con titánico esfuerzo, que le comunicara con un número de «Nueva York, Estados Unidos, América del Norte», y mientras aguardaba se dio una agradable ducha de agua muy fría, aunque de color levemente terroso.
Repicó insistente el teléfono, lo tomó, y al otro lado, muy lejana, pudo escuchar la soñolienta voz de Kety Johnson,
—¿Sí...? ¿Elliot...? ¡Diablos...! ¿Qué horas de llamar son éstas? ¿Desde cuándo madrugas tanto...?
—Desde que tengo trabajo... ¿Qué tal todo por ahí?
—Normal. ¿Y por Colombia...?
Elliot contempló a través de la ancha ventana, la esbelta línea del alminar de la Mezquita de Sidi Belliman recortada contra el azul violento del Mediterráneo, y sonrió para sus adentros:
—Muy bien... Muy bien... —replicó—. Selva y mosquitos por todas partes... ¡Oyeme, pequeña...! Necesito una información exhaustiva: la más completa que hayas conseguido en tu vida, de una persona, de la que no te puedo decir el nombre por teléfono, pero tal vez, tú que me conoces lo adivines si te aclaro que es uno de los tipos a los que más manía tengo en estos momentos... ¡Cuestión de faldas, vaya...!
Se hizo un silencio, en el que resultaba claro que Kety se esforzaba por tratar de adivinar de quién se trataba. Al fin, no muy segura, inquirió:
—¿Tiene la mala costumbre de beberse el «Chivas» de los demás...?
—Ese mismo... —sonrió. ¿Cuánto tardarás en averiguar todo lo que se pueda saber sobre él, remontándote, muy especialmente, a sus tiempos de estudiante universitario? ¿Qué contactos tenía, quién le pagaba los estudios, qué profesores le protegían, y todo eso...? ¿Imaginas por dónde voy?
—Lo imagino... —La muchacha calculó mentalmente—. Vuelve a llamarme dentro de tres horas... ¡Y oye...! ¿Por qué tanto misterio...? ¿No estará implicado en este asunto...?
—Te lo contaré a mi vuelta... ¡Un beso y gracias...! Colgó, se vistió nuevamente, y empleó el resto de la mañana en visitar Trípoli, pues la ciudad, limpia, muy personal y acogedora, era sin lugar a dudas, según su particular punto de vista, una de las más bellas del norte de Atrica.
Se adentró por la parte nueva hasta el antiguo palacio del depuesto rey Idris, descendió luego hacia el enorme edificio de Correos, y salió por último al puerto y la bahía, recorriendo muy despacio el paseo, seguido de cerca por un policía de paisano, para detenerse largo rato junto a las ruinas romanas, y adentrarse en el barrio indígena, donde comió, en los puestos callejeros, unos deliciosos pinchitos de cordero con pan de matalahúva y rezumantes dulces de almendra y miel.
Regresó al hotel, observó, por la ventana, cómo el hombre que le había seguido durante todo el trayecto se recostaba en la esquina a leer el periódico, aguardó a que fuera la hora exacta, y repitió la llamada a Nueva York.
Casi al instante, la voz de Kety resonó, ahora mucho más clara, al otro lado:
—¿«Jefe»...? Tengo tu información. Costó mucho más trabajo del que suponía, pero al fin la conseguí por caminos tortuosos que mencionare en otra ocasión... Nuestro hombre trabajó en su día para una Agencia, y no precisamente de publicidad, que subvencionó sus estudios e incluso le puso en contacto con los capitalistas que financiaron su primer «invento» relacionado con su profesión... ¿Me sigues?
—Te sigo.
—Pues bien... Dos de esos «inventos fueron, en su tiempo, abiertamente propagandistas a favor de nuestra entrada en la guerra del Vietnam... Luego, el hombre pareció considerar que había pagado su deuda con los que lo sacaron adelante, y como había demostrado que conocía bien su oficio, comenzó a volar por sí solo... Ningún contacto en estos años, aunque, en los últimos días, alguien ha mostrado interés en reconstruir su historia... ¿Sabes quién puede haber sido...?
—Tengo una idea... ¿Algo más?
—Nada más... ¡Ah, sí...! —exclamo—. Favor, por favor... Tráeme una esmeralda... Una bonita, de unos mil o mil quinientos dólares...
—¿Una esmeralda...? —se asombró Elliot—. ¿Y de dónde saco yo una esmeralda...?
—¿Cómo que de dónde sacas una esmeralda...? —replicó Kety confusa—. ¡Colombia es la tierra de las esmeraldas...! ¿O es que no te habías dado cuenta...?
—Sí, lo sé... —replicó divertido—. Pero es que en Libia no hay más que arena... —dijo, y colgó.
—¡Cameron agente de la CIA... ! —se asombró—. ¡Me niego a creerlo...!
—Pues es cierto... —insistió Elliot—. Paola lo averiguó a través de la KGB, y mi oficina de Nueva York lo ha confirmado... —Hizo una pausa—. Y no he dicho que sea agente de la CIA, sino que trabajó para ella durante un tiempo...
Tony Spencer, que paseaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, extendió los brazos con un gesto de rabia, y crispó los puños impotente:
—Aunque así sea... ¡Me niego a aceptarlo! Es mi amigo; hemos hecho cuatro películas juntos... ¡Dios de los cielos...! —Se volvió al silencioso Sergio Fabbri—. ¿Tú que piensas...?
Spencer se había detenido ante Elliot, una vez traspuesta la puerta que los aislaba del resto del escenario. Estaban reunidos en el interior de la más alejada de las torres de vigilancia, en la esquina oeste del fortín, y desde su puesto de observación dominaban perfectamente al resto del equipo que rodaba al fondo, junto a la puerta grande.
El anciano, que contemplaba a través del ventanal las evoluciones de un grupo de «prisioneros» que obedecían a regañadientes las órdenes de los oficiales «nazis», agitó la cabeza sin volverse a mirarles.
—Yo ya no sé qué pensar de nada... Soy demasiado mayor para asombrarme de cuanto pueda ocurrir, y es tanta la mierda que nos rodea, que no podemos extrañarnos de que salpique incluso a aquellos que queremos... Me gusta Cameron Harris... señaló. Le aprecio como director como hombre, pero no pongo la mano en el fuego ni por él, ni por nadie...
—¿Eso quiere que aceptas lo que ha dicho...? —se sorprendió; actor—. Es una acusación muy grave, Sergio... Muy grave...
—Te han acusado de contribuir a que un hombre se suicidara. Y a mí de tener relaciones con la Mafia... ¿De qué te extrañas...? —Tomó asiento en el suelo, y resultaba una figura patética allí, recostado en las tiras de tablas de la parte posterior del decorado, un alto muro de «cartón piedra» afirmado con tirantes de acero—. Estoy cansado... Muy cansado de toda esta historia de Gadafi y la tensión en que vivimos desde que empezó el rodaje. —Agitó su blanca cabellera y se pasó la mano por la cabeza muy despacio—. Ya es bastante duro manejar a un equipo como éste, con cientos de extras y miles de gastos, para tener que andar, además, jugando a espías y tratando de averiguar quién va a matar a ese loco y cómo piensa hacerlo... ¡Estoy cansado! —repitió, como si con eso quisiera dar por concluido el tema.
—Todos estamos cansados... —admitió Elliot—. Pero eso no cambia las cosas... —Señaló con un gesto a Paola que fumaba en silencio, apoyada en una de las frágiles paredes, y extendió luego las manos como pidiendo ayuda—. Gadafi le ha dado a entender que vendrá al rodaje, la próxima semana, y aquí hay alguien... tal vez Cameron, tal vez otros, que pretenden quitarle de en medio con nuestra ayuda... ¿Qué va a ocurrir con toda esta gente si se comete un magnicidio? El sentirnos cansados no justifica que los abandonemos a su suerte... —Se inclinó frente a él y le obligó a mirarle tratando de hacerle reaccionar. Usted es el Productor de esta película. Tiene una responsabilidad para con ellos... Yo le conozco y sé que no es únicamente una persona que se limita a pagar un sueldo y exigir un trabajo... ¡Es Sergio Fabbri...!
—¡Una mierda, soy...! —fue la malhumorada respuesta—. No me atreví a mandarlos al carajo en su momento. No le grité al mundo la verdad, y seguí adelante con la película, porque acababa de contratar a la criatura más maravillosa del planeta y soñaba con conseguir un cuarto «Óscar...» ¿Para qué? ¿Qué más da tener cuatro que tres...? Ahora miro hacia fuera, veo a esa criatura, y comprendo que yo la he traído aquí y la he puesto en peligro, a sabiendas, y me repito una y otra vez que soy una mierda, y que el único castigo que merezco es cortar el rodaje, mandar a todo el mundo a casa, indemnizar hasta el último céntimo, aunque me cueste tener que hipotecar una vez más mi casa, y dejar Nueva York para siempre, gritándole a la CIA que se pueden meter su permiso de residencia en el culo...
—Aún estás a tiempo... —le recordó Tony Spencer—. Y, por lo que a mí respecta, renuncio desde este momento a mi contrato, te devuelvo el dinero que me has dado, y te firmo, a porcentaje, tu próxima película...: En Italia.
El anciano alzó el rostro y sonrió:
—Sé que lo harías... —afirmó—. Pero yo no... ¿Has visto esos «roches»...? ¿Te has sentado como yo, ¡horas!, en esa sala de proyección, a oscuras, a contemplar cómo esa niña se vuelve hacia la cámara y transmite, con esos ojos increíbles, un sinfín de sensaciones diferentes...? Resopló con fuerza y chasqueó la lengua negando convencido—. Yo estoy dispuesto a perder seis millones de dólares si me presionan mucho... ¡Lo acepto...! Forma parte de mi oficio... Pero lo que no estoy dispuesto, es a perder una película cuando llevamos rodada más de la mitad, porque hacer que el mundo se enloquezca con esa historia y esa niña, es, también, la parte más importante de mi oficio... ¡No voy a cortar...! —aseguró con firmeza—. ¡No voy a cortar, aunque tenga que matar yo mismo a Gadafi...!
—¿Y qué hacemos entonces...?
—¡Invente algo, coño...! —explotó—. Usted es periodista, y por lo que sé, ha estado en un montón de guerras y de líos... Invente algo para sacarnos de éste, y le pagaré lo que pida... O, si lo prefiere, mando venir a Atan Buckleyl. —Alzó los brazos exasperado—. Se le ocurren muchas cosas a ese muchacho... —¡Siempre está inventando...! A lo mejor descubre cómo neutralizar a Cameron Harris de modo que Gadafi pueda venir y volver a marcharse sin problemas...
Tony Spencer, que había encendido un cigarrillo y se habla sentado a su vez en el suelo con las piernas cruzadas, le apuntó con el dedo:
—Tal vez ésa sea la respuesta... señaló—. Acabas de decirlo... Buscar la forma de neutralizar a Cameron el tiempo que esté aquí Gadafi... —Hizo una pausa—. Supongo que no echaría a correr luego tras él para matarlo en su propia casa... Alzó el rostro hacia Elliot y Paola—. ¿Se les ocurre una idea...?
—Podemos pensarlo... —replicó el primero sin querer comprometerse—. Al menos, ahora tenemos algo concreto: sabemos con quien tenemos que enfrentarnos...
Sergio Fabbri le miró de medio lado.
—¿Lo sabemos realmente? inquirió. ¿No hay duda de que se trata de Cameron Harris...? ¿No hay tampoco duda de que se encuentra solo y únicamente espera ayuda de nosotros...? —Hizo una pausa—. ¡Por cierto...! ¿Por qué no ha venido Ángela...? Se supone que también está implicada en esto...
—Sí... —admitió Elliot de mala gana—. También está implicada en esto... Pero, la verdad es que no me he atrevido a confesarle a mi ex esposa, que es su futuro marido el que está pretendiendo jodernos la vida a todos... ¡Cuestión de ética...!
—¡Oh, vamos...! —protestó Tony Spencer—. No es hora de andar con cuestiones de ética, aunque, bien mirado, tal vez sea mejor que permanezca al margen... —Hizo un gesto de impotencia—. Al fin y al cabo, se acuestan juntos, y aunque la creo incapaz de contarle nuestras sospechas, tal vez no sabría disimular, y él advertiría que algo raro ocurre... ¡No! —concluyó convencido—. Es mejor que la dejemos fuera...
—De acuerdo en eso... —admitió Paola—. ; Cuál es, en ese caso, nuestro próximo movimiento...
Los cuatro se miraron, y fue la suya una mirada larga, profunda y plena de desconcierto: una mirada que concluyó con un encogimiento de hombros general.
A nadie se le ocurría nada.
El rojo disco del sol se aproximaba a la línea del horizonte, una brisa muy suave refrescaba la llanura, y los penachos de las palmeras se mecían, apenas con un susurro, sin que ningún otro rumor viniera a romper el silencio del diminuto oasis, en el que Elliot Dunn meditaba, fumando muy despacio, a largas bocanadas, sentado sobre la arena y recostado en el tronco de la más gruesa de las datileras, exactamente en el punto en que «Souad», la joven pastora beduina había descubierto al maltrecho coronel inglés del que acabaría enamorándose.
No advirtió pasos, ni presintió presencia extraña en absoluto, y estuvo a punto de dar un salto, alarmado, cuando, de improviso, unas manos femeninas se posaron sobre sus ojos impidiéndole por completo la visión.
Quiso girar y apartarlas, pero le mantuvieron la cabeza con firmeza y decidió seguir el juego.
—¿Ángela...? —inquirió.
—No.
—¿Paola... ?
—Tampoco.
Buscó en su memoria tratando de recordar el nombre de la «script», y al fin le vino a la mente:
—¿Raquel...?
Un leve chasquido de los labios le dio a entender que también en aquella ocasión había fallado, y decidió darse por vencido.
—Me rindo... —admitió.
Las manos se apartaron, y a su lado hizo su aparición, muy cerca y sonriente, como si se asomara a una ventana inclinando mucho la cabeza, el deslumbrante rostro de Lily Carson.
—¡Lily...! —dijo ella con una corta carcajada divertida—. Te he seguido...
—¿Por qué...?
Cruzó frente a él y fue a tomar asiento bajo la palmera vecina, a un par de metros de distancia, entreteniéndose en recoger algunos dátiles que aparecían desparramados por la arena.
—Mamá me ha dicho que eres Elliot Dunn... Hasta hoy había creído que eras un simple reportero de chismes cinematográficos... —Sonrió y su sonrisa resultó resplandeciente—. Nunca imaginé que te pudiera interesar el rodaje de una película... —añadió. Hace años que leo el Saturday News, y jamás has tocado ese tema... —le observó largamente—. Me gusta lo que escribes... —afirmó convencida—. Me gusta mucho, y siempre he creído que eres uno de los tipos realmente inteligentes del país...
Elliot inclinó la cabeza en una graciosa reverencia que no era, en el fondo, más que un intento de simular lo azorado que se sentía:
—Gracias... Yo también admiro profundamente lo que haces.
—Eso no tiene ningún valor... —replicó la muchacha con naturalidad—. Te plantas ante la cámara, sonríes, pones cara de idiota, lanzas un par de miradas lánguidas, repites como un loro lo que otro ha escrito, y se les caen las bragas como si acabaras de inventar el mundo... ¡Es estúpido...!
—Es un arte.
—No dudo que lo sea para quien lo sienta... —admitió—. Pero no para mí... —Hizo una pausa—. Para mí, lo importante es ser capaz de pensar o escribir cosas como las que tú piensas y escribes... Elegir un tema, estudiarlo afondo, aunque para ello pongas en peligro tu vida, y expresarlo luego, tal como lo haces, de un modo a la vez sencillo y profundo, que obliga a meditar en lo que se esconde más allá de una apariencia casi intrascendente... ¡Eso...! —puntualizó—. Eso es un arte. No lo que yo hago.
—Siempre creí que te gustaba.
—Da de comer, y por lo que he oído contar a mamá, siempre es mejor que trabajar de secretaria en una oficina del gobierno... —Se encogió de hombros con un ademán cómicamente infantil—. Y en el fondo tampoco me desagrada... Me tratan como a una reina y me pagan millones. Siempre es de agradecer... Pero algún día, cuando la gente deje de quedarse embobada mirándome como si tuviera monos en la cara, y mi madre tenga cuanto necesita para sus casas, sus coches, sus chóferes y montañas de acciones que aseguren mi futuro, el de mis hijos, y el de los hijos de mis hijos, lo mandaré todo al infierno y me haré escritora.
—¡Nunca lo hubiera imaginado... !
—Nadie lo imagina... Ni siquiera mamá... Pero a ti te lo cuento porque he leído lo que escribes, y sé que jamás hablarías sobre ello... ¿O me equivoco?
—No. No te equivocas... —admitió—. Si me pides que no lo haga, no lo haré... —Sonrió—. Un buen periodista tiene la obligación de respetar las confesiones «off the record»... Y supongo que ésta lo es...
—Desde luego...
Sonrió levemente y se diría que su rostro había cambiado, con aquella facultad, casi inconcebible que tenía de mostrarse absolutamente distinta de un momento a otro. Pero ahora su cambio no era el de una actriz que trata de expresar unas determinadas emociones, sino el de una persona que, de improviso, ha bajado sus defensas, ha relajado su tensión, y se muestra tal como es en realidad.
Se volvió a contemplar el sol que lanzaba su último rayo sobre la llanura, permaneció así un instante, tan maravillosamente bella que Elliot advirtió que casi le cortaba la respiración de irreal que parecía, y luego, mirándole de nuevo, inquirió:
—¿Por qué nunca te has decidido a escribir un libro...? Eres mejor que la mayoría de los que hoy en día se han hecho famosos publicando estupideces...
—Tengo uno a medias... —confesó como si en realidad se tratara de un pecado que le avergonzara reconocer—. Pero no sé cómo acabarlo.
—¿De qué trata...?
—De mi vida... —Sonrió como un niño travieso—. Por eso no sé cómo acabarlo. Pretendo que sea un libro tremendamente sincero, pero no soy lo suficientemente sincero como para ser sincero...
—En ese caso, nunca lo acabes... —replicó con absoluta naturalidad—. Cuando un escritor no es sincero, merece que le corten la lengua... La literatura es demasiado importante como para que ande en manos de hipócritas y mentirosos.
—¿Tú serás sincera cuando escribas?
—Absolutamente... —afirmó convencida.
—¿Incluso cuando escribas sobre ti...?
—Entonces más que nunca... —dijo—. Mi primer libro será sobre mí misma... «La verdadera Lily Carson», por Lily Carson, y diré cosas que asombrarán al mundo.
Sonrió divertido, tratando de imaginar lo que podría contar aquella maravillosa criatura, que tuviera la capacidad de asombrar al mundo.
—¿Como por ejemplo...? —inquirió con ironía.
—¿«Off the record... »?
Elliot Dunn alzó la mano en ademán de juramento, y su voz sonó de una absoluta sinceridad cuando admitió:
—Absolutamente «Off the record...» ¡Lo juro por mi honor...!
Ella le miró largamente con aquellos ojos absolutamente únicos y dotados de una vida independiente, tal vez, de la de su dueña y luego, con estudiada lentitud, dejó caer las palabras:
—Como por ejemplo, que, a los dieciséis años, Lily Carson se había follado, sin que ellos lo sospechasen, a todos los ciegos que vagabundeaban por las calles de todas las ciudades en que había rodado una película...
Tal vez el mundo no se asombrara un día de semejante confesión, pero no cabía duda de que Elliot Dunn sí se asombró, y, muy despacio, la sonrisa irónica fue desapareciendo de sus labios para dejar paso a una cómica expresión de estupidez e incredulidad.
Era tal su desconcierto, que no se sentía capaz de pronunciar palabra, y tuvo que ser ella la que, divertida, inquirió:
—¿He logrado sorprendente...?
—Hasta lo más profundo de mi alma... —admitió por último con un esfuerzo—. No sé por qué, imaginaba que eras virgen... En el fondo creo que, inconscientemente, todos los hombres de este mundo desearían que fueras virgen...
—...Para ser ellos los que pudieran desvirgarme, ¿no es cierto...? —puntualizó—. ¿Sabías que han llegado a ofrecer hasta trescientos mil dólares por disfrutar de ese privilegio...? Un millonario de Texas... Y dos príncipes saudíes... Y un emperador negro, que me envió un diamante famoso, de valor incalculable... —Agitó la cabeza incrédula, y sonrió con amargura—. ¿Sabes a quién le entregué realmente mi virginidad...?: a un cieguecito escuálido, al que nadie había dado nunca más de cincuenta centavos de limosna... Yo fui la primera, y estoy segura que la única mujer de su vida, y durante el tiempo que duró, fue el hombre más feliz del mundo. Luego le compré un apartamento, y ropa nueva, y le pagué un curso para que pudiera ganarse la vida como telefonista... —Apoyó la cabeza en el tronco de la palmera y alzó el rostro como si se encontrara absorbida por sus propios recuerdos—. Nunca supo mi nombre, y transformé su vida con lo que me dieron por una sesión de fotografía anunciando una marca de sostenes. ¡Yo, que jamás uso sostén!
La observó en silencio largo rato, tratando de autoconvencerse de que lo que le estaba contando era la verdad, y no trataba de burlarse de él con una estúpida broma de adolescente.
Ella le miró de frente a su vez, y mantuvo largamente los ojos clavados en su rostro, como dándole tiempo a leer en ellos que todo lo que había dicho era absolutamente cierto. Por último, cuando no le quedó duda alguna, Elliot inquirió:
—¿Por qué?
Sonrió de nuevo.
—¿La verdad?
—La verdad...
Meditó unos instantes, como si buscara en sí misma, y luego, balanceándose apenas, pero sin apartar la mirada, respondió:
—Cuando tenía trece años y ya era famosa, comencé a masturbarme, y un día, frente al espejo del cuarto de baño, descubrí que mis orgasmos resultaban tan violentos, que mi rostro se transformaba en una máscara... Hizo una corta pausa, lanzó lejos un dátil logrando que cayera en el interior del pozo, y añadió: Cuando hago el amor, babeo, los ojos se me ponen en blanco, araño, grito y me agito tratando de morder como una auténtica poseída del demonio... Es sólo un instante, apenas veinte segundos, pero no soporto la idea de que alguien pueda verme de ese modo.
Se hizo un largo silencio en el que Elliot parecía tratar de imaginar cómo sería aquel rostro perfecto, angelical, y de una dulzura casi sobrehumana, cuando se transformara de ese modo, pero no consiguió hacerse a la idea.
Por último, buscó un nuevo cigarrillo y lo encendió sin prisas mientras comentaba:
—¿Por qué no pruebas a hacer el amor a oscuras...?
—No me gusta... Lo que me excita es ver a un hombre sobre mí, desearlo, saber que me desea, y mirar sus ojos y estar segura de que no va a verme cuando me transforme en una bestia... Porque eso es lo que soy en ese instante: una bestia repulsiva... ¡Yo!, como dice mi eslogan: «La más hermosa criatura que Dios dejó caer sobre el planeta...» Rió divertida—. Una frase bastante estúpida por cierto, aunque mi Agente se muestra orgullosísimo de ella...
—¿Y qué ocurrirá si un día te enamoras...? —quiso saber Elliot, interesado—. ¿Renunciarás a ello con tal de que no te vea de ese modo...?
—¡Desde luego...! En cuanto alguien comienza a interesarme, me alejo de inmediato.
—¡Es curioso...! —admitió él tras meditar un largo rato, fumando en silencio y observándola, inmóvil, recostada contra la palmera y enmarcada por un horizonte de color fuego—. Es una actitud curiosa, en verdad, pero, en mi opinión, lo que te horroriza, no es que un hombre pueda verte en ese estado, sino que ese hombre descubra que tiene el poder de colocarte en ese estado. Perderías de inmediato todo tu ascendiente sobre él, y, de rechazo, tu dominio sobre el resto de los hombres... Y ésa es tu fuerza: hacer creer a los demás que estás por encima de ellos cuando sabes positivamente que, en cuanto te meten un pedazo de carne entre las piernas, te conviertes en las más humilde de las esclavas.
—Un diagnóstico preciso y escueto... —admitió—. Ya dije que siempre te he considerado uno de los tipos más listos del país... ¿Serías capaz de encontrar, con la misma facilidad, un remedio a mi mal...?
—En mi opinión sólo hay uno...: enamorarte tanto de un hombre, que no te importe saber que te domina y sentirte su esclava... En cierto modo, es muy hermoso.
—¿Y mientras tanto...? ¿Mientras llega ese hombre? ¿Continúo con los ciegos, o me limito a masturbarme...? Masturbarme me aburre... —confesó con naturalidad.
—Continúa en ese caso con los ciegos... —Rió a su vez— ...0 busca una pareja que se comprometa a mantener los ojos cerrados mientras hace el amor...
Lily Carson dejó escapar una alegre y espontánea carcajada:
—¡Oh! —exclamó—. ¡Eso resultaría tremendamente morboso...! ¿Crees que encontraré alguna vez a un hombre con la suficiente fuerza de voluntad como para no abrir los ojos mientras hace el amor...?
—No lo sé... —replicó Elliot, nervioso—. Eso dependerá, creo yo, de las ganas que tenga de hacer el amor contigo.
—¿Tú lo harías...?
—¿Qué...?
—¡Acostarte conmigo con los ojos cerrados...!
—Prefiero no pensar en ello.
—Piénsalo...! ¿Serías capaz de hacer el amor conmigo, aquí, sobre la arena, bajo estas palmeras y sin abrirlos ojos?
—Supongo que, al menos, lo intentaría.
—No... —negó convencida, y su rostro se mostraba ahora serio, terriblemente serio, tanto, que se diría que se había convertido de improviso en otra persona—. No basta con intentarlo...: Tienes que jurar que no abrirás los ojos ni siquiera un instante...
—No me hagas pensar en algo semejante... —rogó—. No juegues conmigo...
—No estoy jugando... —fue la seca respuesta—. Te estoy proponiendo que hagamos el amor con una sola condición: tendrás que mantener los ojos cerrados.
—¿Y si no lo consigo...?
—Por lo que te he leído estos años, estoy segura de que lo conseguirás, y en ese caso haremos el amor todos los días... Pero si me fallas, me habrás decepcionado, no volveré a mirarte a la cara, diré que intentaste abusar de mí, y conseguiré que te echen del rodaje... Sabes que puedo hacerlo.
—¿Me estás amenazando...?
—Desde luego...
—Eres una chica muy extraña...
—Soy Lily Carson... ¿No te habías dado cuenta...? —Le miró provocativa—. ¿Tienes miedo?
—No.
—Pues cierra los ojos, y recuerda que no podrás abrirlos hasta que yo diga.
La miró por última vez, más bella que nunca mientras las primeras sombras comenzaban a extenderse sobre la gran planicie, dudó un instante, y cerró los ojos.
Pasó un minuto; tal vez dos, comenzó a temer que todo se limitaba a una broma, y que había aprovechado este tiempo para perderse de vista emprendiendo un rápido regreso al Campamento, pero casi al instante advirtió que una mano le acariciaba el rostro suavemente, descendía luego, muy despacio, por su cuello, y comenzaba a desabrocharle los botones de la camisa.
Le desnudó con infinita calma, sin pronunciar una sola palabra, pero inclinándose a besarle como el aleteo de una mariposa, y luego su lengua, húmeda y tibia, recorrió su espalda, su pecho y sus caderas, bajó hasta su ingle y él dejó escapar un corto lamento, cuando advirtió cómo todo su pene, ya erecto, penetraba hasta el fondo de aquella boca sin igual.
—¡No! —suplicó cuando ella comenzó a mover la cabeza arriba y abajo, mientras la larga mata de cabellos caía en cascada sobre su vientre y su pecho—. ¡No, por favor, que no voy a resistir...!
Comprendió que había sonreído levemente, con picardía, pero pronto apartó la boca, le tomó por la cintura, y se tumbó de espaldas sobre la arena conduciéndolo, con mano experta, para que la penetrara y se acomodara en ella.
Casi al instante escuchó su primer gemido, de dolor, de sorpresa, de gozo y de deseo incontenible, y sintió cómo los largos muslos y las piernas de acero se enroscaban en torno a su cuerpo, impulsándole a penetrarla más y más, con un ansia y una pasión como jamás había descubierto en ninguna otra mujer, y tuvo que apretar los dientes con furia, echar mano a todas las fuerzas que escondía en lo más íntimo de su ser, morderse la lengua y hacerse daño, para contener el irrefrenable impulso que sentía de abrir los ojos y contemplar allí, bajo él, vencida y entregada, gimiendo, aullando, casi llorando y dando cabezazos de un lado a otro, a la mujer con la que soñaba la mitad de los hombres de la Tierra.
Aceleró su vaivén, se la metió más dentro aún, consciente de que su pene crecía y crecía como si ansiara llenarla por completo, atravesarla, clavarla contra la arena y desgarrarla, pero la muchacha, casi una niña, no se quejó por ello, tan sólo gritó: «¡Más...! ¡Más...! ¡Rómpeme...! ¡Mátame!» y estalló luego en el alarido incontenible del más desesperado orgasmo de que Elliot hubiera tenido noticias jamás a todo lo largo de su vida.
Luego, de improviso, quedó muy quieta, como muerta. El se derramó en su interior hasta quedar exhausto, escondió la cara en su hombro dejando que sus largos cabellos casi llenaran su boca entreabierta, que respiraba fatigosamente, y al cabo de un tiempo que le pareció infinitamente largo, pues tenía la impresión de que jamás iba a recuperar la capacidad de hablar y serenarse, inquirió:
—¿Puedo abrirlos ya...?
Ella le acarició el rostro:
—No... —pidió—. Espera que me vaya... —Le besó con dulzura—. Has cumplido tu palabra... Estaré aquí, mañana, a la misma hora... Pero delante del equipo, no quiero que me dirijas la palabra...
Se deslizó de debajo de su cuerpo, y se alejó en silencio, sin una palabra más de despedida, sin rumor de pasos, como si se tratara de un sueño, de una ilusión, o de una maravillosa y absurda pesadilla.
Cuando abrió al fin los ojos, ya eran más dueñas las sombras que las luces del palmeral en calma y buscó su ropa y comenzó a vestirse, sin saber a ciencia cierta si se encontraba en realidad despierto, borracho o drogado.
De improviso un extraño presentimiento le obligó a alzar el rostro.
Desde lo alto de la colina que dominaba el palmeral, Marta Carson le observaba.
¡Silencio...!
Podría creerse que el mundo se había detenido. Cameron Harris, tranquilo, enemigo de los gritos y los aspavientos a los que tan aficionados parecían otros directores mucho menos seguros que él, no admitía, no obstante, ni un rumor cuando se encontraban trabajando, odiaba que distrajeran a sus actores, y más de un valioso miembro de su equipo había sido devuelto a casa para siempre, sin una voz altisonante, tan sólo porque se había olvidado de respetar la «regla de oro» que imponía a rajatabla.
—¡ Cámara... !
El Segundo Operador, sin apartar el ojo del visor hizo un leve gesto de asentimiento a su ayudante, éste pulsó el interruptor, y un levísimo zumbido interno indicó que el negativo estaba corriendo.
—¡Cámara en marcha...! —musitó en español. Cameron dejó pasar unos segundos, miró fijamente a su actriz, y por último, con naturalidad, ordenó: —¡Acción... !
Lily Carson atravesó, con paso majestuoso, el gran portalón de entrada al fortín, cruzó, sin mirarlos, junto a los supuestos soldados alemanes que le insinuaban groserías en su idioma, y avanzó, decidida, hacia el cercado de alambre de espino en el que los «prisioneros aliados» se amontonaban como animales bajo un sol de fuego seguida por las miradas de cientos de hombres hambrientos de mujer tras meses de guerra en aquel infierno. —¡Travelling...!
El gran carro que transportaba la cámara, a sus servidores y al director comenzó a moverse muy despacio: hacia atrás, conducida expertamente, con suavidad, sin un tirón, por la mano del jefe de «maquinistas», encuadrando siempre en plano medio a «Souad», cuyo rostro iba reflejando el temor que sentía al penetrar en aquel lugar, su horror ante el inhumano trato a que se sometía a los prisioneros, y la alegría, mezclada con un profundo pesar, que experimentaba al distinguir al fin, entre ellos, la derrotada figura del hombre al que amaba.
A unos veinte metros de distancia, sentado a la sombra, tras la batería de focos, revuelto entre maquilladores, eléctricos, ayudantes, personal de vestuario y actores que no trabajaban en aquella escena, Elliot observaba, como hipnotizado, la actuación, perfecta, sin un fallo ni una duda, de la muchacha, y se preguntaba, incrédulo, si podía tratarse en realidad de la misma extraña criatura con la que había hecho el amor durante las tres últimas tardes.
Ella había acudido a las citas a la hora exacta, fiel a su palabra, repitiendo idéntico rito de obligarle a cerrar los ojos, desnudarle, besarle, acariciarle y poseerle —porque en realidad, en su relación con ella, era Elliot quien se sentía poseído— y abandonarle luego, desnudo, sobre la tibia arena, casi sin mediar palabra, como si ya no fueran necesarias entre ellos las palabras, desapareciendo en la oscuridad del anochecer, sin dirigirle, durante el resto del día, y aunque se sentasen a comer en la misma mesa, ni siquiera una distraída mirada.
Por primera vez en su vida, Elliot se sentía transparente, invisible, inexistente y nulo: «hombre-objeto» al que una mocosa utilizaba para desfogar una vez al día sus necesidades y arrojarlo luego a la basura con absoluta naturalidad; tan inaccesible y lejana para él como para todos aquellos que la observaban, con casi mítico respeto, mientras avanzaba despacio, en pos de una cámara, para ir a detenerse junto a la alambrada, contemplar largamente a Tony Spencer, y musitar en voz muy baja, pero con una firmeza que no dejaba lugar a dudas:
—¡Te sacaré de aquí...!
—«Es capaz de sacarle de ahí —se dijo—. Esa niña es capaz de conseguir cualquier cosa que se proponga, incluso escribir un libro que asombre al mundo.»
Elliot lo sabía bien. Casi tan bien como la propia Marta Carson que, desde el interior del camerino rodante seguía —bajo el frescor del aire acondicionado— la actuación de su hija, lanzando, de tanto en tanto, alguna larga mirada al que se había convertido en su amante.
Elliot, que se había acostado con cientos de mujeres, algunas tan espectaculares e interesantes como Paola Cavani, su propia esposa, o la mismísima Jacqueline de sus mejores tiempos sin contar más de una docena de glamorosas estrellas de la revista, incluida la equívoca vedette del «Folies», se sentía, sin embargo, incapaz de analizar cuáles eran sus sentimientos con respecto a su relación —si es que existía— con Lily Carson, y en qué apartado clasificarla, como mujer o como ser humano.
Desde cuatro días antes, desde el momento en que le obligó a cerrar los ojos por primera vez y comenzó a desnudarle recorriendo su cuerpo con aquella lengua que parecía dotada de su propia fuerza eléctrica, cada uno de sus pensamientos parecía girar en torno a ella, y advertía, escandalizado, que incluso el problema que le había traído a Libia, Gadafi y el posible atentado que habría de costarle la vida, parecía haber pasado a un segundo plano.
A veces, su mirada iba a Cameron Harris, y no podía menos que admirar la fría calma de que hacía gala, la autoridad con que obligaba a moverse a cada uno de sus colaboradores, y la clara visión que demostraba tener de lo que quería en cada instante.
Su autoridad, tranquila, mesurada, señalando en voz baja a sus ayudantes qué era lo que exigía en cada instante, no admitía réplica y se diría que era en realidad un director de orquesta a cuya batuta entraban en juego los instrumentos con precisión casi matemática.
Se aproximaba a los actores, pasaba el brazo por encima de su hombro, se alejaba unos metros y les explicaba, uno por uno, qué era lo que necesitaba de ellos en cada ocasión.
Cuando llegaba el momento de indicarle algo a Lily Carson, y se detenían al fondo del fortín, bajo un entarimado de cañas, comentando, a solas, durante largos minutos, Elliot se maldecía a sí mismo porque experimentaba la ridícula sensación de que algo, demasiado parecido a los celos, pugnaba por adueñarse de sus sentimientos.
Tenía plena conciencia de que más de treinta años de edad, y un sinfín de cosas, le separaban de la muchacha, y resultaba absurdo concebir ninguna clase de ilusiones respecto a la durabilidad de semejante situación. Lily Carson estaba demasiado distante para alguien como él, y debía limitarse a aceptar como un regalo milagroso, aquella relación morbosa, enfermiza y casi degradante, de la que, a ratos luchaba por desprenderse, pero que le excitaba como jamás nada le había excitado anteriormente, y le obligaba a emprender, impaciente, el camino hacia el palmeral, en cuanto el sol comenzaba a caer y Cameron daba por concluido el rodaje del día.
Se sentaba entonces al pie de la misma palmera y se concentraba en imaginar cada movimiento de la muchacha, siguiéndola mentalmente cuando regresaba a su «roulotte», cuando se desprendía de sus ropas de beduina, se limpiaba el maquillaje, se duchaba con aquel jabón inodoro que hacía que luego todo su cuerpo desprendiera tan sólo el suave aroma a ella misma, se vestía, como siempre un sencillo tejano, una blusa y unas zapatillas deportivas, y abandonaba el Campamento dando un rodeo para que nadie sospechase que se encaminaba al palmeral, a gritar de placer bajo un hombre casi desconocido.
Elliot calculaba los minutos mientras sus dedos acariciaban con ternura los arañazos con que ella le había marcado la espalda, y se iba angustiando más y más a medida que el tiempo transcurría, para experimentar al fin una especie de descarga brutal cuando, súbitamente, pese a que llevara tanto tiempo aguardándola, sonaba una voz tras él que ordenaba:
—Cierra los ojos.
Obedecía, y ella se situaba ante él, le miraba, y comenzaba a desnudarse muy despacio, casi regodeándose en ello en una especie de «strip» absolutamente privado, consciente como estaba de que él no podía admirarla, y resultaba inútil que al desprenderse de la blusa dejara al aire, desafiantes, sus duros pechos con los pezones erectos hacia el cielo, ni la curva perfecta de su cadera, ni más tarde la rotundidez de sus muslos, y la espesa, compacta y negrísima mata de vello que cubría su sexo.
Luego, se aproximaba a él, y en pie, apoyándose en el tronco de la palmera, abría los muslos ante los cerrados ojos, para que él la buscara con la lengua, a tientas, hasta encontrar en aquella selva espesa, la dulce cueva, húmeda y tibia, y cuando por fin esa lengua penetraba hasta lo más profundo, era como si se abrieran dentro de ella las compuertas de una laguna salobre y densa, y gritaba, gemía, se retorcía y clavaba las uñas en el tronco de la palma hasta dejar sus marcas, o se aferraba al cabello de Elliot que no se sentía capaz ni de experimentar dolor alguno cuando le arrancaba de cuajo los mechones.
Cada encuentro era como una batalla de titanes, o el choque brutal de dos planetas que se encontraran de pronto en el espacio, un desenfreno irrepetible, donde Elliot, sin verse, con los ojos herméticamente cerrados pero con la mente repleta de imágenes, comprendía que su propio sexo adquiría una fuerza y una dimensión como jamás había alcanzado ni en los más activos años de su esplendorosa juventud, y era porque sentía cómo ella lo aferraba, lo besaba, lo mordía y lo adoraba como si de un dios se tratase, en la más loca ceremonia de idolatría que imaginar cupiera.
A solas ya, se negaba a repetir las palabras que había escuchado; las más apasionadas, brutales y excitantes palabras que nadie se hubiera atrevido a pronunciar jamás, como si de improviso aquella «niña-mujer» lejana, silenciosa, etérea y siempre ensimismada, experimentase la invencible necesidad de echar fuera todo cuanto le habían obligado a contener a lo largo de su vida, y estallase, tal como estallaba, en un orgasmo que constituía una auténtica deflagración.
Y ahora la distinguía allí, altiva e inalcanzable, serena e inmutable pese a que cientos de ojos estuviesen clavados en ella, y se preguntó si alguien, alguien que no fuera él, y tal vez Marta Carson, podría imaginar la realidad del volcán que ocultaba aquella helada apariencia.
—Corten...! Toma válida... Quince minutos de descanso y preparamos el contraplano... —La voz de Cameron Harris, tranquila y satisfecha infundía ánimos al equipo, porque no exigía una nueva repetición, ni un plano más corto con el que cubrirse, ni aun siquiera una leve toma de «recurso» sobre el rostro de un secundario para poder utilizarlo en la sala de montaje en caso de necesidad. Aquello indicaba a todos, que el director se sentía plenamente satisfecho del trabajo realizado, y confiaba ciegamente en la labor de sus actores y sus técnicos.
Cameron Harris era un director exigente y lo sabían. No se arriesgaba a tener que repetir una misma secuencia, si no se sentía plenamente satisfecho de lo que acababa de rodar. Capaz de agotar a un actor obligándole a repetir hasta casi el borde de la histeria cuando no obtenía lo que deseaba —había impresionado en una ocasión setenta y tres tomas de un mismo plano— odiaba, sin embargo, cansar por capricho al equipo, cuando algo en su interior, tal vez su larga experiencia, le advertía que ya no conseguiría nada mejor de lo que había obtenido, aunque se tratara de la primera toma. Si tenía desde un principio la película completa en la cabeza, y lo que había filmado correspondía exactamente a esa idea, no necesitaba más, y, tras una semana de rodar con Lily Carson, había perdido el miedo a equivocarse.
Aunque increíble en un principio, no era él quien había tranquilizado a la muchacha —tal como correspondía a su función de director—, sino ella la que había expandido una especie de profunda sensación de paz en rededor desde el momento en que se colocó por primera vez ante la cámara, como si con su sola presencia llevara al ánimo de todos que, allí donde ella estuviera, nada podía salir mal.
Elliot, al fondo, a la sombra, callado y acechante, estudiaba, asombrado, la sutil e indescriptible relación de dependencia que se había desarrollado entre todos los miembros del equipo y Lily Carson, como si, tras su llegada, Sergio Fabbri, Tony Spencer e incluso el mismísimo Cameron Harris, hubiesen quedado de pronto relegados a un segundo lugar. Una palabra, a veces una mirada, o, como mucho una simple sonrisa, parecían bastarle a aquella niña, para que todos se sintiesen de algún modo ligados a ella, parte de ella, necesarios para ella, por más que Elliot Dunn tuviera el absoluto y total convencimiento de que ella no necesitaba, ni se sentía ligada nunca, a nadie.
Ni tan siquiera a él, por más que, en determinados momentos, cuando materialmente la clavaba contra la arena, cuando le aferraba el pene como si del mástil de una gloriosa bandera se tratase, o cuando le derramaba en el rostro chorros de un líquido tibio, y espeso, se pudiera pensar, por sus gritos y sus palabras, que le pertenecería para el resto de su vida.
Allí estaba él por tanto, obsesionado por el hechizo de una criatura indefinible, olvidado de todo; olvidado incluso del hecho de que aquel hombre que ahora la apartaba del grupo para felicitarla por su actuación podría muy fácilmente destruirla si seguía adelante con aquella absurda idea de matar a Gadafi.
¡Gadafi!
¿Qué había sido de Gadafi?
Se había convertido en un sueño, desapareciendo prácticamente de su mente, arrastrado por la presencia de una niña que había borrado de esa mente todo cuanto no fuera ella misma; tan borroso y lejano como si jamás hubiese existido.
Pero existía.
El último Satuday News, llegado al Campamento con casi una semana de retraso, le dedicaba la portada y un extenso artículo interior, en el que denunciaba que estaba tratando histéricamente de estrechar sus relaciones con los rusos, prometiéndoles incluso entrar a formar parte de los países del Pacto de Varsovia, si le abastecían del armamento que necesitaba para enfrentarse a sus enemigos, «los infieles», y acabar con el odiado Anuar el-Sadat.
De momento, parecía estar claro que esos rusos se mostraban amables con él, y ya había instalado, cerca de Tobruk, una docena de los temibles «SS-12», con un alcance táctico aproximado a los mil kilómetros, pero que podían ir muchísimo más lejos en caso de ser disparados desde aviones en vuelo. También, la fuerza aérea libia se había visto aumentada súbitamente en más de cien nuevos aparatos, los modernos «Mig» 21, 23 y 25, y algunos «Mirage» franceses, y día tras día, buques de todas las nacionalidades desembarcaban en Trípoli y Bengasi, toneladas y toneladas de armamento.
Su peor enemigo, el presidente egipcio, acababa de definirlo como «un demente endemoniado», el sudanés Nimeiry lo juzgaba «un esquizofrénico», y el propio Ronald Reagan se había permitido calificarlo abiertamente como el «Enemigo Público Número Uno de la Civilización».
«El día que disponga de la bomba de hidrógeno, la lanzará como yo lanzo a la calle un cigarro» había dicho a su vez la periodista que mejor lo conocía, Oriana Fallaci, y, en conjunto, el mundo entero parecía haberse puesto de acuerdo sobre el hecho de que había que destruir a aquel loco, si no se quería correr el riesgo de que fuera él quien los destruyera a todos.
Y allí, ante él, hablándole en voz baja a la mujer que amaba —se preguntó con espanto, si en realidad la amaba—, se encontraba el hombre que tenía que acabar con aquel «Enemigo Público Número Uno de la Civilización», y se preguntó también, por un instante, si su obligación de ciudadano del mundo y componente de esa misma civilización, no sería la de permitir que Cameron Harris llevara adelante su propósito sin interferir en sus planes.
Pero luego comprendió que la muerte de Gadafi pondría en peligro la vida de todos, en especial la de aquella «niña-mujer» a la que aún no sabía si amaba o aborrecía, y comprendió que tenía que hacer algo por evitarlo.
Algo...
Pero qué...?
—Estás jugando con fuego...
—Todos estamos jugando con fuego desde que llegamos aquí —respondió, convencido.
—¡No te hagas el idiota conmigo, Elliot...! —rogó—. Nos conocemos hace demasiado tiempo... ¿Sabes lo que ocurrirá si descubren que andas tirándote a esa niña, y te acusan de corrupción de menores...?
La miró con asombro... Paola había encendido un cigarrillo, y con un refresco en la mano porque la ley no permitía la entrada de bebidas alcohólicas en Libia, le observaba muy seria, con el ceño fruncido y expresión preocupada.
—¿Desde cuándo lo sabes...? —quiso saber.
—Desde ayer... —fue la tranquila respuesta—. Me extrañaba tu pasividad sexual, y esa especie de inquietud que te corroe hace días... Lo achaqué a la situación, e imaginé que tal vez te estabas acostando otra vez con Jaqueline, aunque la pobre no está para muchos homenajes, pero ayer tarde caí en la cuenta de que desaparecías en cuanto acababa el rodaje, y observé también, por pura casualidad, que Lily desaparecía más tarde.
—¿Eso es todo...?
—¡Mira...! —exclamó agitando la mano en ademán muy italiano—. No he nacido ayer... No necesito ir a comprobar con mis propios ojos algo que se presenta muy claro... Regresó ella, fresca como una rosa, y al poco rato regresaste tú, como si te hubiera pasado por encima una manada de elefantes... Esa putita con cara de Virgen María te está sacando el tuétano...
—¡No hables así de ella...!
Había alzado inconscientemente la voz, y Paola Cavani abrió mucho los ojos, con falso asombro, y agitó la cabeza negativamente como si le costara trabajo admitir la realidad:
—¡Vaya, vaya...! —exclamó—. Estás peor de lo que imaginaba. No es el tuétano... Te está sorbiendo el seso... —Ante el intento de protesta de él adelantó la mano en ademán conciliador—. ¡Calma! —pidió—. Es la criatura más hermosa que he visto en mi vida, y entiendo que te vuelva loco... —Hizo una pausa—. Pero soy tu amiga; una auténtica amiga, y me veo en la obligación de advertírtelo...: No es sólo que puedes ir a la cárcel. Es que, aunque no acabaras en ella, si esta historia se sabe, estarás hundido para siempre... ¡Casi le triplicas la edad...!, y es la «niña» que todas las madres de este mundo quisieran haber tenido... Es, o aparenta ser, dulce, angelical, inocente y pura... Y apareces tú, un viejo sátiro más corrido que el circuito de Indianápolis, y la seduces con el diablo sabe qué vergonzosas argucias... —Lanzó un resoplido—. Ni un solo ser decente de este mundo volverá a mirarte a la cara, ni leerá jamás un artículo tuyo...
—Lo entiendo... —aceptó—. Todo eso me lo repito yo día y noche, pero... ¿qué puedo hacer?
—¿Cómo que «qué puedo hacer»...? —se asombró—. ¡Dejarla! ¡No volver a verla...! Darte una ducha fría si estás cachondo, regresar a Nueva York, o pegarte un tiro...
—Sabes que no puedo regresar a Nueva York hasta que este asunto de Gadafi se resuelva... Y no me siento capaz de pegarme un tiro...
—¡Está claro entonces...! —sentenció la italiana—. No te queda más que un camino: deja de verla... Cuando concluya el rodaje, haces un esfuerzo y te vienes aquí, a la«roulotte»... ¡Jugaremos a las cartas...!
—¡Muy graciosa...! —rió con amargura—. ¿Crees que habría algún hombre en el mundo capaz de jugar a las cartas sabiendo que Lily Carson le espera para hacer el amor...?
—Sí... Cualquiera lo suficientemente consciente, como para comprender que se está jugando el futuro... Y lo suficientemente moral como para admitir que está cometiendo una canallada...
—¿Canallada...? —se asombró—. Puedes estar segura de que jamás te contaré una palabra de lo ocurrido, pero también puedes estar segura, de que jamás he sido tan inocente de algo...
—¿Te violó...?
—¡No te burles...! —rogó.
—No me burlo... —replicó muy seria—. Hay muchas formas de violación, y, a decir verdad, esa niña, con su cara, sus ojos y su cuerpo, anda por el mundo violando sin necesidad de hacer un gesto... —Aplastó la colilla de su cigarrillo en el cenicero—. Nunca me he creído homosexual —añadió—. Pero si Lily Carson viene aquí, se desnuda ante mí, y me pide que hagamos el amor, creo que aceptaría... ¡Y me sentiría violada...! ¿Es eso lo que te ha ocurrido...?
—Más o menos...
—¡Vaya con la niña...! Debería estar prohibida por la ley... ¿Y hace bien el amor?
—Ella lo inventó... —replicó convencido—. Por lo menos, para mí. Y sabes mejor que nadie, que no soy, ni un estúpido, ni un novato...
Se diría que, por el tono de su voz, Paola Cavani llegaba a la conclusión de que el problema era más grave y mucho más profundo de lo que había imaginado en un principio, y dirigió a su amigo, ex amante y colega, una larga mirada de conmiseración, como si tratara de leer en el fondo de sus pensamientos.
—Nunca te había visto de este modo... —admitió—. Y hemos pasado juntos momentos muy difíciles...
—Nunca me he sentido de este modo... —añadió él—. No tengo voluntad para nada, y no soy capaz ni de reaccionar... —Se llevó las manos a la cara—. ¡Es absurdo...! Esa muchacha me tiene obsesionado... No hago más que pensar en ella, y si me dijera que me tengo que tirar debajo de un tanque con tal de volver a tenerla, me tiraría...
—Si te tiras debajo de un tanque, nunca más la tendrás... —le hizo notar ella con una leve sonrisa humorística—. Pero te entiendo... a mí me ocurría igual con Andros, mi marido, y por eso comprenderás que estuviera a punto de volverme loca cuando lo mataron... —Buscó el paquete de cigarrillos y encendió dos—. Pero todo pasa... Duele mucho y cuesta sangre, pero pasa... ¡Toma! Fuma y trata de calmarte... Hizo una pausa y le miró de frente—. Y júrame que esta tarde no vas a ir a verla aunque te pinchen los huevos todos los demonios del infierno.
—No puedo prometértelo... —respondió, vencido, Elliot Dunn. Por primera vez en mi vida, me siento como un muñeco. No tengo coraje para hacer frente a la realidad.
—Pues vas a necesitarlo, «bambino», porque, o mucho me equivoco, o el gran hombre, el amigo Gadafi, debe estar a punto de aparecer por aquí de un momento a otro... ¡Y a ver qué hacemos!
—¿Has tenido noticias...?
—No, pero sigo teniendo olfato y sé interpretar señales... Hay caras nuevas entre los policías que nos «protegen»... Caras que no pertenecen a simples números de los que se pasan horas al sol del desierto procurando que un grupo de cineastas chiflados no sean incomodados por la población nativa... Y también ha aumentado la cantidad y calidad de esa población nativa... La gente de Gadafi nos observa cada vez más de cerca, estrecha el cerco, y parece dispuesta a no permitir que le toquen un cabello a su amado líder... El «Hermano Mayor» de los desheredados musulmanes está muy bien protegido. Sí, señor.
—¿Crees que sospechan algo...?
—¿Cómo puedo saberlo...? Son árabes, hablan en árabe, y se comportan como árabes... —Hizo una pausa y la expresión de su atractivo rostro denotaba su impotencia—. Son un pueblo distinto, al que nunca he llegado a comprender a fondo. Son reservados y astutos..., ¡ladinos, más bien!, y aunque tengamos la fea costumbre de menospreciarlos, a menudo, cuando los trato, tengo la impresión de que están de vuelta de todo cuando nosotros vamos... —Se puso en pie y se asomó a la ventana de la «roulotte», observando hacia fuera, hacia el movimiento del Campamento que se preparaba ya para el alto en el rodaje y la hora del almuerzo para el que Producción concedía una hora exacta—. Hay demasiados puntos turbios en toda esta historia... —añadió sin mirarle—. Demasiada gente implicada sin venir a cuento... Tú, Ángela, Tony, Sergio Fabbri... ¿Qué pretenden de ustedes en realidad... ? —Ahora sí que se volvió a mirarle—. ¿Matar a Gadafi...? —negó convencida—. Entre los cuatro no matarían ni a una cabra... ¿Ayudar a matar a Gadafi...? ¿Cómo? Un auténtico profesional, y puede que Cameron lo sea, preferiría tenerlos lejos, que estorbando a su alrededor... Hoy, mañana, en cualquier momento, «el gran hombre» puede aparecer en su helicóptero, y ustedes no tienen ni idea de lo que tienen que hacer para acabar con él... No —repitió—. No es eso... Hay algo más, pero... ¿Qué?
Elliot no respondió. Aquélla era, punto por punto, la cuestión que él venía planteándose desde días atrás en todos los momentos en que se sentía capaz de pensar en algo que no fuera Lily Carson, y, al igual que Paola, había llegado a la conclusión de que Sam Holden y la CIA habían tratado únicamente de distraer la atención sobre ellos, probablemente con el único fin de dejar a un lado, libre de sospechas, a su auténtico hombre, Cameron Harris.
Qué plan tenía Harris para acabar con Gadafi en cuanto hiciera su aparición en el «set»,era algo que escapaba por completo a su capacidad imaginativa, pero resultaba evidente que, ni él mismo, ni Ángela, ni aun Tony Spencer o el propio Fabbri, tenía papel alguno que desempeñar, de forma directa, en aquella historia.
Las fotos de Ángela, el documento sobre la muerte de Sammy Miller, la amenaza de expulsión del país al viejo productor; incluso la exigencia que le habían hecho de devolver un antiguo favor, no habían sido, probablemente, más que maniobras de distracción para que, en el caso de que los Servicios de Información de Gadafi detectaran cualquier posible anomalía, su interés se centrara en ellos cuatro, apartando las sospechas de quien realmente importaba.
Una vez más, Elliot se sintió utilizado. Ridícula y suciamente utilizado, y, en cierto modo, herido en su amor propio por el hecho de que aquel cerdo de Sam Holden hubiera sabido convencerle de que su colaboración resultaba imprescindible a la hora de liquidar al«Enemigo Público Número Uno de la Civilización».
—¡Me estoy convirtiendo en un pelele...! —murmuró de modo que Paola pudiera oírle—. Un pelele al que todos manejan a su antojo, incluida una mocosa, que, en realidad, lo que está haciendo es masturbarse a costa mía.
Al mediodía, si la temperatura resultaba agradable, como en aquella ocasión, el equipo almorzaba al aire libre, bajo un amplio entoldado, en una esquina del Campamento, y en torno a media docena de amplias mesas, la principal de las cuales presidía, por lógica, Cameron Harris, teniendo a su derecha a Lily Carson y a su izquierda a Tony Spencer, con los que aprovechaba a menudo para intercambiar impresiones sobre la filmación.
Era una comida rápida, ligera, pensada de un modo inteligente para conceder una corta pausa, matar el «gusanillo» y no provocar, en aquel clima caliente y pesado, difíciles digestiones que interfiriesen en el buen ritmo del rodaje de la tarde.
Aldo Luchisano odiaba la luz totalmente vertical, que en aquel desierto destruía cualquier posibilidad de obtener una fotografía dotada del más mínimo relieve, y permitía por tanto que el equipo artístico se tomara luego una hora más de descanso, mientras él colocaba con todo cuidado sus focos y sus pantallas, a la espera del comienzo de la inclinación del sol, con lo que los ensayos con los «dobles de luces» solían comenzar sobre las cuatro de la tarde.
A las cuatro y media se pedía «cámara» de nuevo, y durante dos horas se rodaba a gusto, con la luz preferida por el equipo técnico, y sin que el calor agobiara al personal artístico que debía mantenerse bajo los focos y el sol.
Por lo general los almuerzos resultaban animados, con charlas en voz alta, bromas, risas y comentarios sobre las incidencias del día, y servían, en gran modo, para tomarle el pulso a la película, pues la casi totalidad de los allí reunidos eran gente de cine, experimentada en infinidad de rodajes, que «sabían» —incluso sin necesidad de asistir a la proyección de los «roches»— cuándo el material que se estaba obteniendo era bueno, o de allí nacería «una castaña».
Y ya, desde el jefe de Producción, el silencioso y austero Didioni, al vivaracho «regidor», todos se encontraban convencidos de que Cita en Tobruk sería cualquier cosa, excepto una «castaña», y «allí había película», lo que en el argot del oficio era ya afirmar mucho, teniendo en cuenta que faltaban aún ocho largas y difíciles semanas de rodaje; aquellas en las que en especial los protagonistas«tenían que echar el resto».
Pero esos protagonistas no eran otros que Tony Spencer, de cuya absoluta seguridad respondían con el cuello, y aquel «monstruo» de ojos grises que los dejaba boquiabiertos cada vez que se colocaba en su «marca» y comenzaba a moverse y hablar sin un solo fallo, teniendo en cuenta, en cada ocasión, cada pausa, cada «racord», el gesto que tenía que repetir, la cadencia de su tono y el momento en que debía darle la entrada a su oponente.
Y esa tarde, mientras el sol comenzara a ocultarse en la raya del desierto, y a lo lejos retumbaran los cañones y estallaran las granadas, «Souad» y el coronel tenían que besarse por primera vez y confesarse que se amaban, casi bajo la mirada ya de los soldados de Rommel que avanzaban incontenibles y muy pronto apresarían al indefenso y herido oficial inglés.
Era una escena difícil, y lo sabían. Pero era también una escena cumbre que Cameron Harris había planteado en un largo plano de incomparable técnica y belleza; un plano que deseaba impresionar en una sola toma, aprovechando el momento preciso en que el sol se encontrara rozando el horizonte.
—¡No admito un error...! —había advertido—. Todo tiene que funcionar como un cronómetro, y al que me joda, lo jodo para siempre.
Servían el café cuando el jefe de Efectos Especiales, encargado de que cada una de las explosiones que tendrían que verse a lo lejos estallara en el momento exacto, vino a pedirle que revisara, en su camión, el control de la cadencia y número de los impactos, y todos, absolutamente todos los comensales pudieron verlos encaminarse al camión, penetrar en él, y desintegrarse, en el aire, a los quince segundos.
La onda expansiva arrancó el toldo del comedor de cuajo, arrastró los manteles y los platos, y arrojó al suelo a dos camareros, mientras pedazos de chatarra llovían como meteoritos, y en el punto en que se hallaba aparcado un camión de diez toneladas, no quedaba más que un hueco en la arena.
Un pie fue todo lo que se encontró más tarde, de Cameron Harris, el jefe de Efectos Especiales y su ayudante.
—¿Accidente?
—¿Por qué no? Debieron conectar el control remoto sin darse cuenta de que alguna de las cargas aún estaba en el camión, y al reventar, reventaron todas... Estaba hasta los topes de explosivos... Por eso lo manteníamos lejos del resto.
—¿Y no es posible que alguien más conociera las relaciones de Cameron con la CIA y eligiera ese modo de quitarle de en medio...? Una carga por control remoto...
—También lo he pensado...
Sergio Fabbri, sentado tras la mesa de su inmensa «caravana-despacho-dormitorio», aparecía tranquilo, aun que se le advirtiera muy pálido, con aquella pasmosa tranquilidad que se apoderaba de su nervioso cuerpecillo cuando en verdad tenía que enfrentarse a crisis profundas.
—¿Y qué piensa hacer... ? —quiso saber Paola Cavani.
—Avisar a la Compañía de Seguros, a las autoridades,y a los familiares de los muertos, naturalmente... —Hizo una pausa—. Y buscar otro director... Mañana temprano volaré a Roma y de ahí a Nueva York... Puede que Richard Fleischer esté libre... Es el director con más experiencia que conozco a la hora de hacerse cargo de películas que otros han comenzado. En una semana es capaz de ver todo lo que se ha rodado, analizar la situación y continuar con el plan previsto sin meterse en «genialidades» y querer hacer «su película»... Y sino es Fleischer, encontraré otro. Sobran directores...
—Se diría que no te afecta la muerte de Cameron —se lamentó Tony—. Era un amigo...
—Un amigo no nos mete en el lío en que él nos había metido... —le recordó el italiano—. Y es muy posible que, como sospecha Elliot, no se trate de un accidente, sino de que alguien descubrió el juego y se le adelantó... Como comprenderás, no puede afectarme en lo más mínimo que un hijo de puta, agente de la CIA, que estaba dispuesto a arruinarme a mí y a mi película por matar a alguien que no ha hecho más que favorecerme, salte por los aires, víctima de sus propios métodos... —Hizo una pausa—. Me afecta, sí, por esos dos pobres hombres que ninguna culpa tienen probablemente, pero su oficio era el riesgo, y lo sabían... Lo único que puedo hacer es indemnizar a sus familias como nadie lo haya hecho jamás... ¡Y lamentarlo!
—¿Seguimos adelante, entonces...?
—¡Desde luego...! —exclamó—. Y quiero que ésta sea tu mejor película: la que te haga ganar el «Óscar», y también a esa chica. ¡Dios...! Y pensar que esa maldita explosión pudo matarla... O arruinarle la cara para siempre... ¡Sucios...! ¡Cerdos! ¡Canallas...! —Se le advertía en verdad indignado—. ¿Por qué no nos dejan fuera de sus trapicheos y su asquerosa política...? Lo único que pretendo es hacer películas que permitan a la gente olvidarse de que están metidos hasta el cuello en la mierda y el terror... —Hizo un esfuerzo y se calmó de nuevo—. ¡Bien...! No es el momento de perder los nervios... —Miró fijamente a Tony—. Si lo deseas, puedes tomarte una semana de vacaciones en Roma, pero ya que yo tengo que irme, ayudaría mucho a mantener la moral del equipo el ver que te quedas.
—Cuenta conmigo... —replicó el actor—. Y dile a Richard, o a quien quiera que elijas, que estoy más dispuesto que nunca a colaborar en todo para que esta película salga adelante... —Sonrió—. Olvida la cláusula de mi contrato que especifica que tengo que aceptar al director... ¡Tú mandas...!
—¿Crees que la Carson aceptará también...?
—Yo la convenceré... —guiñó un ojo—. Aunque tenga que acostarme con la madre, que me mira con ojitos de cordero degollado... El italiano se volvió a Elliot y Paola.
—¿Vuelve conmigo a Roma, o se queda...?
—Me quedo... —señaló el primero—. Al fin y al cabo, independientemente de la muerte o no de Gadafi, aquí hay un reportaje que nunca había escrito antes: el espíritu de colaboración de un equipo de cine, que de improviso pierde a su jefe... No deja de ser una historia humana.
El viejo sonrió entre amargado e irónico:
—No hay mal que por bien no venga —dijo—. Cinco páginas y portada en el Saturday News, es una publicidad que ni siquiera yo podría pagar... —su atención se centró ahora en la italiana—. ¿Usted también se queda...?
Paola Cavani negó con un gesto.
—Mi periódico nunca publicaría una información de ese tipo... —señaló—. Yo vine a ayudar en lo posible, y creo que esa ayuda ya no es necesaria... —Dirigió una larga, expresiva y casi divertida mirada a Elliot—. Nadie me necesita para nada...
El anciano Productor no pareció caer en la cuenta de la intención de sus palabras, y dio por concluida la conversación poniéndose en pie:
—De acuerdo entonces... —concluyó—. Prepárese para salir dentro de una hora...
Ya fuera, mientras Tony Spencer se alejaba hacia su «roulotte», Elliot Dunn tomó por el brazo a Paola y se encaminaron juntos hacia el bar al aire libre, vacío a aquellas horas.
—Deberías quedarte... —dijo—. Pese a lo que digas, te necesito aquí...
Ella negó convencida.
—Tu problema con Lily Carson es tuyo únicamente... —replicó. Y en cuanto a Gadafi... Creo que no me conviene implicarme más en ese asunto... Al fin y al cabo se supone que soy comunista y que trabajo para un periódico de izquierda... No me hace gracia que me vean mezclada con la CIA... —Hizo una pausa—. Las cosas, en torno a Gadafi, se están volviendo muy delicadas... Ya es casi una guerra abierta entre él, Sadat y Reagan... A la larga, lo lógico es que pierda la batalla, porque es el más débil, pero no cabe duda de que puede hacer mucho daño, porque no es un tipo que se detenga ante nada... —Le miró de frente—. Aquí no se nos ha perdido nada...
—¡Cierra los ojos...!
—No.
Se hizo un silencio.
—Sabes que si no cierras los ojos,no haré el amor contigo.
—Lo sé.
Surgió de detrás de la palmera y se sentó frente a él, observándole fijamente:
—¿Te rebelas... ? —inquirió al fin.
—Ya lo ves.
—Eso no es lo acordado... —señaló—. Quedamos en que únicamente haría el amor si mantenías los ojos cerrados...
—Lo sé... repitió él—. Pero es que ya no quiero hacer el amor. ¡Se acabó!
Lily Carson permaneció unos instantes en silencio, meditando, tratando de convencerse de que hablaba en serio. Por último, se echó hacia atrás, se apoyó en la palmera, y puntualizó segura de sí misma.
—Yo soy la única que puedo decidir cuándo algo acaba...
—Te equivocas... En este caso, soy yo quien decide, y he decidido que este juego no me gusta.
—Puedo obligarte.
Sonrió, divertido.
—¿Cómo...? ¿Acusándome de haberte violado?
—Por ejemplo.
—¿Y a quién pondrías por testigo...? ¿A tu madre que nos espía desde esa colina...? Extraña madre la tuya, que no acude en ayuda de su hija y parece dedicarse a vigilar para que nadie pueda sorprendernos... Un buen abogado acabaría considerándola cómplice... Explosivo titular. «La madre de Lily Carson cómplice de la violación de su hija»... —Agitó la cabeza negando con pesar—. Sabes que no es eso lo que ni tú ni yo queremos.
—No, desde luego... —admitió ella con naturalidad—. ¿Pero qué es lo que tú quieres? ¿Verme mientras grito y me revuelco?
—No. Quiero terminar con esto... Quiero recuperar mi paz interior y mi equilibrio... Quiero sentirme como lo que en realidad soy: un hombre maduro y algo excéntrico, al que le gustan las mujeres normales, incluida su esposa...
—¿Quiere eso decir que soy anormal...? ¿Que estoy loca?
—En absoluto... —replicó—. Puede que seas normal para los chicos de tu edad y para el tipo de vida que has llevado, dejando a un lado esa pequeña manía de que no quieres que te miren... Lo que no resulta lógico es que andes con un hombre mayor quizá que tu propio padre, al que, cuando no te está haciendo el amor, ni siquiera diriges la palabra.
—¿Quieres que te dirija la palabra en público...? ¿Que me cuelgue de tu brazo, te bese ante los fotógrafos y declare a las «revistas del corazón» que me he enamorado locamente de un famoso periodista maduro...?
—¡No! Sólo quiero que me dejes tranquilo.
Le miró de nuevo, sin inmutarse, tratando de leer en el fondo de sus ojos, y luego, muy despacio, comenzó a desabrocharse, uno por uno, los botones de la blusa, dejando al descubierto sus fabulosos pechos que semejaban dos balas de bronce de pezones altivos, capaces casi de arañar de puro firmes.
—¡No sigas...! —suplicó Elliot—. No es ése el camino.
—Lo único que quiero, es saber si tienes valor suficiente como para permanecer donde estás, quieto, y continuar asegurando que ya no te apetece hacer el amor conmigo.
—Yo no he dicho que no me apetezca... —recalcó él—. He dicho que no voy a hacerlo, que no es lo mismo.
—Vamos a verlo... —fue la respuesta.
Se había desnudado por completo, y se aproximó muy despacio, descalza, caminando sobre las puntas de los pies, y abriéndolos, colocó uno a cada lado del cuerpo de Elliot, a la altura de sus caderas, inclinándose poco a poco hacia delante, de modo que el vello, espeso y negro, de su pubis, le rozó los labios.
—¡Bésame... ! —dijo.
—No.
Se aproximó aún más, hasta casi hacerle hundir el rostro entre sus muslos, y bajó las manos acariciándole las mejillas y obligándole a alzar levemente la cara de modo que la boca le encajara exactamente en su sexo.
—¡Bésame...! —repitió. Y ahora su voz sonó levemente ronca, casi trémula—. Necesito que me beses.
Elliot advirtió que el aroma de aquel cuerpo joven, firme y majestuoso le embriagaba, y que su calor parecía transmitirse a todo su ser, invadiéndole e impulsándole a obedecer porque era lo que más deseaba en ese instante en la vida, pero negó de nuevo, con firmeza:
—¡He dicho que no...!
La muchacha le tomó ahora por los cabellos, con inusitada violencia, se irguió aún más sobre las puntas de los pies, y lo acomodó por completo en su interior, de modo que no le permitía casi respirar.
—¡Bésame! —suplicó—. ¿No ves cómo estoy...?
Pero él permaneció muy quieto, como muerto, decidido a demostrarle que era capaz de vencerla incluso en aquellas circunstancias, y pasó así un largo momento; el momento más largo en la vida de Elliot Dunn, hasta que de pronto Lily Carson comenzó a gritar y estremecerse como víctima de un ataque de epilepsia, le derramó encima cuanto llevaba dentro, y se dejó caer, agotada, sobre la arena, respirando fatigosamente, con el rostro descompuesto, rota y vencida, como una marioneta a la que le hubieran cortado, de improviso, todas las cuerdas.
Calmosamente, Elliot extrajo un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón, se secó la cara y ella le miró mientras su rostro comenzaba a recomponerse y convertirse nuevamente en la portentosa criatura que era.
—Perdóname...! —rogó, y su voz sonaba sincera—. Perdóname... No sabía lo que hacía.
—Eres tú quien debe perdonarme... —replicó tranquilo. Pero quería demostrarte que no me necesitas para hacer el amor... —Hizo una pausa—. Lo tuyo es tan mental que no precisas de nadie, porque, en realidad, lo único que haces es masturbarte.
—No me gusta masturbarme
—¡Sí te gusta...! —le refutó secamente—. Es lo que en verdad te gusta, pero no deseas admitirlo, porque eso sería como admitir que en realidad tú también estás enamorada de ti. —Buscó un cigarrillo y lo encendió con calma, ofreciéndole otro que ella rechazó con un gesto—.No debe preocuparte, porque le ocurre a muchas mujeres... No buscan un amante activo, sino un simple objeto vivo que les sirva para acallar sus conciencia, pero, en el fondo, aun sin admitirlo conscientemente, lo que desean es darse placer a sí mismas...
—¡Eso no es cierto...! A mí me gusta verte, tocarte y sentirte dentro de mí...
—No. Tú no eres de ésas... Tus deseos están aquí, en la mente, y es tu mente la que empuja a tu cuerpo a hacer el amor. —Agitó la cabeza y casi con pesar—. Si tuvieras valor para reconocerlo, admitirías que sola, tumbada en una cama y sin necesidad de acariciarte serías capaz también de alcanzar un orgasmo...
—¡Eso es absurdo...!
—¿Absurdo...? —se asombró—. Quédate ahí, como estás, tumbada boca arriba, desnuda, cierra los ojos, abre un poco las piernas, y comienza a pensar en ti... En ti desnuda, cuando sales del baño... ¡Cierra los ojos! —ordenó—. Hace calor y el espejo está levemente empañado... Comienzas a secarte lentamente... Te gusta secarte, lo sé... y luego te untas crema por todo el cuerpo... Eso te excita... Estoy seguro de que te miras en el espejo cuando llegas al pecho, y adviertes cómo los pezones se ponen duros, como ahora... Te inquietas... ¡No lo niegues...! Te inquietas y me juego la cabeza a que te quedas un largo rato observándote en el espejo... Te gusta tu cuerpo... Sabes que tienes un cuerpo perfecto, firme y provocativo que todos desean... Pero te gusta saber que nadie más que tú puede verlo desnudo... Luego, bajas la mano y te acaricias levemente... Piensa en ese momento...Esa primera caricia es la mejor, la que lo inicia todo, la que hace imposible ya que te contengas... Y te miras de nuevo en el espejo... Y buscas un sitio, la bañera o tal vez una banqueta en la que sentarte... Y no quieres hacerlo, sientes rabia porque luego no vas a gustarte, pero en ese momento sí te gustas, y sí te excita ver tu mano entre tus muslos... ¡No lo niegues...! Sigue con los ojos cerrados, no te muevas, pero piensa en ese momento, piensa en el espejo y dime si no serías capaz de tener un orgasmo tan sólo de pensarlo...
Ella abrió los ojos, ladeó la cabeza, y le miró, con aquellos sus ojos de color de acero.
—Sí... —admitió. Lo sería... Si no estuvieras mirándome sería capaz de acabar ahora, aquí mismo, sin hacer gesto alguno, tan sólo de pensar en ello.
—¿Para qué necesitas a nadie entonces...? Eres tan perfecta que has nacido para estar sola, para vivir aparte, para dejar que los demás te admiren, y que jamás se destruya tu imagen... Con eso debe bastarte...
—No me basta... —admitió sin moverse—. Sé que, enel fondo, soy asquerosa, y yo misma me repugno... Quizá sea, como dicen, la más hermosa, pero soy también la más bestia, la más baja y sucia, y me desespera imaginar que la gente pueda averiguar cuánto hay en mí de indeseable.
—No eres nada de eso... —le tranquilizó él al tiempo que se ponía lentamente en pie—. Eres como la mayoría, con problemas y frustraciones; con sueños y aberraciones comunes a muchos de nosotros... La diferencia está en que, en ti, como en otros aspectos resultas tan perfecta, el contraste es mayor, y eso desorbita la realidad.
Se inclinó levemente y la besó en la frente:
—¡Adiós, pequeña...! —dijo—. Y vístete, que comienza a hacer frío...
Se alejó por entre el palmeral, ya casi a oscuras, mientras ella comenzaba a llorar mansamente.
Ángela había encajado el golpe con valentía y entereza.
En un principio se negó a aceptar la realidad, pese a que había tenido lugar ante sus propios ojos, pero pronto, al anochecer, pareció rendirse a la evidencia de que el hombre con el que tal vez pensaba casarse en el mes de mayo, se había volatilizado, y de él no quedaba más que una maleta de ropa, algunas fotos, y un guión de cine repleto de acotaciones.
Se encerró en la «roulotte» que habían compartido durante aquellos días, se fumó dos paquetes de cigarrillos, y echó de menos, como nunca en su vida, una botella de algo que contuviera alcohol, y que le ayudara a evadirse de lo ocurrido.
Elliot vino a verla, trató de consolarla, pero su posición resultaba en verdad difícil, porque, en el fondo, jamás había creído en la perdurabilidad de las relaciones de Ángela y Cameron Harris, considerándola una de aquellas aventuras pasajeras en las que su esposa se embarcaba de tanto en tanto para tratar de huir de la soledad.
Evitó, por todos los medios, teniendo en cuenta sobre todo su especial estado de ánimo tras su encuentro con Lily Carson, conducir la charla hacia sus propias relaciones y lo que pudiera influir en ellas la desgracia que acababa de acontecer, porque le constaba que aquél era un momento en que todo el protagonismo pertenecía al muerto, y Ángela necesitaría tiempo para asentar de nuevo sus ideas y analizar cuáles eran, en verdad, sus auténticos sentimientos.
Se esforzó también por afirmar en ella el convencimiento de que se había tratado de un trágico accidente, ya que, al no estar al tanto de las implicaciones de Cameron Harris con la CIA, Ángela no tenía por qué sospechar que se hubiera podido tratar de un atentado.
Pasó por lo tanto con ella gran parte de la noche, durmió luego mal y a ratos, inquieto y desasosegado, y le despertaron, ya entrada la tarde, unos discretos golpes en la puerta.
Abrió y el violento sol del desierto le hirió en los ojos, impidiéndole reconocer en un principio la alta, flaca y atildada figura de Alan Buckley, que se introdujo de inmediato en la estancia, cerrando rápidamente a sus espaldas:
—¡Hola, Elliot...! —fue su nervioso saludo—. Siento despertarle, pero necesito hablar con usted...
Elliot, un tanto desconcertado, se limitó a restregarselos ojos, permitió que se acomodara sobre la revuelta cama, y buscó, en la diminuta nevera, un jugo de naranja:
—¿Sobre...?
Aquello fue todo lo que dijo.
—La muerte de Cameron Harris...
—¿Y qué quiere que yo le diga...?
El otro sacó del interior de su impecable traje una larga pitillera de oro, y encendió un cigarrillo, dejándola sobre la mesa:
—Lo que sepa... —Meditó un instante y pareció tomar una decisión—. Para evitarnos rodeos, que no tenemos tiempo para eso, le confesaré que hace años que colaboro de una forma bastante directa, con una cierta rama del gobierno... Supongo que me entiende, y lo considero lo suficientemente discreto como para no divulgarlo... —Fumó despacio—. He hablado con Washington, me han pedido que investigue lo ocurrido, y he llegado a la conclusión de que usted no está aquí por simple casualidad, ni por escribir un reportaje sobre una filmación.
Elliot Dunn lo observó por encima de su vaso de jugo, aún desconcertado por la confesión, que no se esperaba, y al fin, señaló con un gesto de la cabeza la pitillera de oro:
—No pienso abrir la boca mientras ese chisme esté grabando todo lo que diga... —puntualizó—. ¡Vamos, Buckley... ! Que no he nacido ayer...
El otro hizo un gesto de resignación como si supiera, de antemano, que su intentona no tendría éxito, desconectó la pitillera, se la guardó, sonrió como disculpándose, e inquirió de nuevo:
—¿Qué opina del accidente?
—Que no fue un accidente.
—¿Por qué?
—Porque sin duda alguien tuvo conocimiento de las intenciones de Cameron, y se le adelantó.
—¿Y cuáles eran, a su entender, las intenciones de Harris?
Elliot tomó asiento a su vez, sobre la mesa, buscó uno de sus cigarrillos y lo encendió con gesto de fastidio:
—¡No me venga con tonterías, Buckley... ! Usted sabe, mejor que nadie, que Cameron Harris pretendía cargarse a Gadafi en cuanto asomara por aquí.
—¿Por qué?
—Porque trabajaba para ustedes.
—Eso no es cierto... —Su voz sonaba sincera—. Cameron Harris colaboró con la Agencia en un tiempo, no lo niego, pero nunca fue en realidad uno de los nuestros... Y menos, uno a quien se le pudiera encomendar un trabajo de tal envergadura.
—¿Está seguro?
No respondió. Su mirada fue suficiente respuesta. No admitía réplica. Elliot se encogió de hombros.
—Bien... Es posible... Como habían sido ustedes quienes organizaron todo este lío, imaginé que también él estaba implicado con más razón que el resto.
—¿A qué lío se refiere y quiénes son «el resto»?
Elliot advirtió que estaba a punto de perder la paciencia —No me fastidie, Alan... No me fastidie... —pidió—. Viene aquí, solicitando mi colaboración, pero pretende pasarse de listo... Sabe bien a qué lío me refiero... Todo este absurdo complot para matar a Gadafi.
—Le puedo asegurar que, por nuestra parte, jamás hemos intervenido en ningún complot para matar a Gadafi... Por lo menos, en lo que pueda relacionarse con el personal de esta película...
Le miró con asombro. Por un momento se sintió desconcertado y le faltaron las palabras. Hizo un esfuerzo, trató de serenarse, y, por último, exclamó al borde de la indignación:
—¡Escuche, Buckley...! Me parece bien que lleven ustedes sus asuntos con cierta reserva incluso dentro de la Agencia, pero, al menos, deberían tener alguna idea de lo que hacen los demás... Póngase en contacto con Sam Holden, y que él le explique lo que ocurre, porque es el único que a mi modo de ver, debe saberlo.
—¿Sam Holden...? —se extraño el otro—. ¿Qué tiene que ver Sam Holden con todo esto?
—Que él lo organizó. El vino a verme... Y a mi ex esposa, y a Tony Spencer... E incluso al propio Sergio Fabbri... Hable con él y que se lo aclare...
—Alan Buckley apagó muy despacio su cigarrillo, meditó unos instantes, concentrándose en sus ideas, y al fin alzó el rostro y le miró con fijeza:
—Sam Holden desertó hace ahora cuatro años. Elliot tosió atragantado por el humo, y tuvo que darse golpes en el pecho:
—¿Cómo ha dicho...? —inquirió al fin.
—Que Sam Holden desertó de la Agencia... —repitió con tranquilidad—. Trabajó un tiempo para Gadafi... Quizás aún trabaje para él, pero abrigamos el convencimiento casi absoluto de que en realidad siempre fue un agente del «Mossad», el Servicio Secreto israelí... Uno de sus clásicos «durmientes».
—¿Qué es un «durmiente»...?
—Un judío, fiel a su pueblo, pero que nadie sabe en realidad que es judío, y vive en una comunidad, integrado a ella, sin levantar sospechas sobre su ideología o sus creencias... El «Mossad» los mantiene inactivos hasta que los necesita. En ese momento, «despiertan» y son gente dispuesta a todo.
—¿Me está diciendo que cuando vino a pedirme que le devolviera el favor a la CIA, ya actuaba por su cuenta?
—¿Cuándo fue eso?
—Hace un mes...
—No hay duda entonces... Llevamos años tratando de echarle el guante...
—Pues se paseaba por Nueva York como por su casa... —Hizo una larga pausa y acabó por agitar la cabeza desconcertado—. No entiendo nada... —admitió—. ¿Entiende usted algo?
No parecía que las cosas estuvieran muy claras tampoco para Alan Buckley, al que indudablemente todo aquello tomaba por sorpresa, y que buscó un nuevo cigarrillo en su pitillera de oro.
—De momento tan sólo se me ocurre una explicación...: Holden sigue fingiendo que trabaja para Gadafi, y en prueba de su buena voluntad y sus desvelos, le revela que la CIA ha preparado un complot para asesinarle mientras asiste a la filmación de una película... Monta el espectáculo, elige una víctima, y se la ofrece en bandeja al coronel... Este la manda a volar, y queda contento y satisfecho de los «servicios» de su hombre, que, en realidad,l o único que está haciendo, es tratar de ganarse su confianza para asestarle el golpe en el momento oportuno... El «Mossad» debe andar desesperado por cargarse a Gadafi, sobre todo ahora que Sadat ha muerto.
Elliot Dunn dio un salto que casi le hace caer de la mesa:
—¿Que Sadat, ha muerto...? —se horrorizó—. ¿Cuándo?
—Hace un hora... Esta mañana lo ametrallaron mientras asistía a un desfile en conmemoración de la guerra del Yom Kipur. Eso quiere decir que el equilibrio en Oriente Medio se ha roto. Si Gadafi trata de aprovechar la circunstancia y conducir a sus aliados por el camino de la dureza, nos encontramos de nuevo al borde de la catástrofe... —Hizo una pausa—. La única contrapartida lógica a la muerte de Sadat, es la muerte de Gadafi... Eso equilibraría nuevamente la balanza... —Hizo de nuevo una pausa—. Lo cierto es que no nos habíamos planteado seriamente la posibilidad de acabar con el coronel por medio de un atentado, pero los acontecimientos de hoy pueden y deben hacernos cambiar de idea... Ese loco debe desaparecer de una vez por todas, o nos va a complicar la vida terriblemente.
—Por lo visto, el «Mossad» se está ocupando de él.
—El «Mossad» es, a menudo, demasiado lento y tortuoso en sus métodos... Hace unos años cometieron un error imperdonable en Noruega, cuando desplegaron todos sus efectivos para asesinar al líder de Septiembre Negro, Hassan Salameh, y resultó que en realidad se cargaron a un pobre camarero marroquí. El propio Zvi Zamir, jefe supremo de los Servicios Secretos, tuvo que huir como un simple atracador, y eso le costó el puesto, y el desprestigio para su organización. Desde entonces, se lo piensan mucho y prefieren arrojar la piedra y esconder la mano... —Reflexionó unos instantes—. Supongo que están convencidos de que un atentado fallido contra Mohamar-el-Gadafi podría enloquecer a ese chiflado y hacer que les tirara encima sus misiles y sus bombas... ¡Todo está muy liado...! —admitió con gesto de suprema fatiga—. Muy, muy liado.
—Y más que se va a liar —admitió Elliot—. ¡Sadat muerto...! Imagino que O’Farrell andará como loco poniéndome telegramas a la selva colombiana para que me traslade a Egipto inmediatamente...
—Pues lo tiene aquí al lado... A una hora de vuelo, pero supongo que no existirá comunicación directa.
—Volaré a Grecia y de ahí a El Cairo... —Abrió el armario y comenzó a revolver en su maleta—. Por algún lado debo tener un horario de vuelos internacionales...
Alan Buckley le interrumpió con un gesto de la mano.
—Un momento... ¡Cálmese...! ¿Qué piensa hacer con todo esto?
—¿Esto? ¿Qué...? —Pareció comprender—. ¿La película y Gadafi? —negó convencido—. Yo ya no tengo nada que ver... Le debía un favor a la CIA, no a Sam Holden, o el «Mossad». E imagino que después de lo ocurrido, no tendrán ningún interés en presionar a Ángela, ni a Tony Spencer o Sergio Fabbri... Escogieron otra víctima: Cameron Harris. Eso acaba con el tema... ¡Yo me marcho! Soy periodista y mi puesto está en El Cairo...
—¿Está completamente seguro de que todo ha acabado?
Ya con el horario de aviones en la mano, Elliot se volvió a mirarle:
—¿Qué quiere decir?
—Que los conozco hace años, y me consta que el «Mossad» es de los que se guardan una carta en la manga. Elliot Dunn hizo un gesto de impotencia.
—Es muy posible... —admitió. Pero es algo que ya está por completo fuera de mi alcance. Para mí, esta historia ha concluido.
A diez kilómetros de Trípoli comprendió que no llegaría a tiempo de tomar el avión. Había salido del Campamento con mucha antelación, pero no había contado con que las calles se encontraban atestadas de gente que saltaba, cantaba y bailaba, agitando banderas verdes y retratos de Gadafi, conmemorando, como si de la más fastuosa fiesta se tratase, el asesinato de Anuar-el-Sadat.
Gadafi odiaba a muerte a Sadat, había jurado acabar con él, y había sabido transmitir su odio a su pueblo, para el que el presidente egipcio se había convertido en la representación viviente de cuanto un creyente debía despreciar sobre esta tierra.
La noche antes, su líder había gritado a voz en cuello que las horas de su enemigo estaban contadas, y como si Alá le hubiera escuchado, su predicción se había cumplido. Sadat ya no era alguien poderoso, que declaraba que Gadafi era «un demente endemoniado», sino tan sólo un montón de carne ensangrentada y rota, menos peligroso que el excremento de una vaca.
Y querían celebrarlo. La radio invitaba al júbilo, a la demostración de alegría por la muerte del «tirano traidor», y el pueblo había obedecido la invitación, abandonando sus puestos de trabajo o sus hogares, y lanzándose a la calle, a gritar y danzar, a amenazar con el puño como queriendo prologar su venganza sobre cuantos extranjeros osaban mostrarse en público.
El chófer que la Productora había puesto en esa ocasión a su servicio, un italiano que había pasado más de la mitad de su vida en Libia, comprendió pronto el peligro.
—Será mejor que regresemos al Campamento, señor... —musitó tratando de mantener su entereza, aunque se le veía muy pálido—. Estos cafres son muy capaces de desollarnos vivos...
—Tengo que tomar ese avión...
—Aviones hay muchos, señor... Pellejo, uno sólo... —señaló a la masa humana que se negaba a apartarse por más que hiciera sonar el claxon—. A este paso tardaremos por lo menos tres horas en atravesar la ciudad, si es que lo conseguimos...
—Es que no hay otro vuelo hasta mañana... —le hizo notar—. No llegaré a El Cairo a tiempo.
Una mujer increíblemente gorda escupió sobre el parabrisas, y dos muchachuelos les amenazaron a través de los cristales laterales.
—Pero si seguimos, no llegará usted a El Cairo, nunca... —puntualizó el italiano—. Con todo respeto, señor, yo regreso... Lo que cobro no amerita arriesgarme a que me linchen...
Elliot calculó las posibilidades que tenía de llegar a pie, cargando su maleta, hasta el aeropuerto, y comprendió que eran nulas, y el enfebrecido populacho acabaría probablemente con él antes de alcanzar siquiera el centro de la ciudad. Tampoco tenía derecho a obligar a aquel pobre hombre a arriesgar la vida por algo que no le iba ni venía, y concluyó por encogerse de hombros.
—De acuerdo... —admitió. Volvamos.
Fue un largo suspiro de alivio el que ambos dejaron escapar, cuando se encontraron de nuevo frente a la vacía carretera que se adentraba en el desierto. Elliot, que había sufrido en propia carne muchas revueltas, sabía bien hasta qué punto puede llegar el salvajismo de las masas cuando se sienten protegidas por el número y el anonimato. En Libia, aquel día, ellos no eran más que «sucios espías extranjeros», «infieles aliados del demonio egipcio», y hubiera bastado con que un exaltado lanzara la primera piedra sobre el coche, para que, casi automáticamente, la multitud hubiera acabado por voltearlo y prenderle fuego, probablemente con ellos dentro.
«La gente siempre es más peligrosa que las balas —era un axioma común entre los corresponsales de guerra. Porque es la gente la que dispara las balas, y nunca se ha dado el caso de que ocurra al contrario...»
Había que huir por tanto de la gente, no de las balas, y sonrió levemente al advertir que, una vez más, se encontraba huyendo de las gentes, de las masas, tal como le ocurriera en tantas otras ocasiones, en el Congo, en Biafra; en Vietnam o en Irán; en Camboya o en la República Dominicana.
Al atardecer del día siguiente, había otro avión. Calculó el tiempo que tenía para llegar a El Cairo y mandar su artículo al Satuday News antes del cierre. O’Farrell pondría a toda la gente a trabajar a marchas forzadas sobre el material gráfico que servirían las agencias de noticias y lo que tenían en el archivo. La composición del texto era rápida, y el Viejo ya debía haber recibido a aquellas alturas el télex en que le comunicaba que se encontraba en Libia. Le reservaría por lo tanto la portada y el espacio central. Mentalmente, comenzó a redactar su artículo. Tenía un buen comienzo: la descripción, vívida, del odio a muerte entre dos pueblos vecinos que eran en realidad, no obstante, hermanos, y que un día estuvieron incluso a punto de fusionarse en una sola nación.
Había algo de lo que se encontraba absolutamente convencido: de una forma u otra, Mohamar-el-Gadafi había tomado parte en la muerte de Sadat, al igual que era su mano la que armaba a los terroristas del IRA, la ETA, o los grupos palestinos, y de allí, del corazón de Trípoli, la ciudad en la que una masa enfervorizada no le había permitido entrar esa tarde, partían la mayor parte de las acciones violentas que tenían lugar en el mundo.
Apenas un año antes, el avión que conducía al presidente egipcio a los Estados Unidos, había tenido que ser desviado a su paso por las islas Azores porque se sabía que un comando palestino pretendía derribarlo con ayuda de cohetes «tierra-aire». La CIA y el «Mossad» habían demostrado plenamente que tales cohetes habían sido proporcionados por el propio Mohamar-el-Gadafi.
Si en aquella ocasión había fallado, ahora quedaba claro que el pueblo libio tenía razones para mostrar su júbilo: el sueño de su líder: matar a Sadat, se había cumplido.
Pero —Elliot tenía plena conciencia de ello— el problema iba mucho más allá de un simple enfrentamiento personal entre dos jefes de Estado o dos naciones. El problema afectaba a la estabilidad de Oriente Medio, que era casi tanto como afirmar que a la estabilidad del mundo. Fue a raíz de la guerra de ocho años antes, aquel aniversario que precisamente Sadat estaba celebrando en el momento de su muerte, cuando se dispararon los precios del petróleo, los países árabes decidieron convertir sus reservas en un arma de presión, y estalló la gran crisis que el mundo occidental estaba sufriendo.
Nadie podía prever cuáles serían las consecuencias de los acontecimientos que acababan de desarrollarse aquella misma mañana del seis de octubre de mil novecientos ochenta y uno, pero lo que resultaba público y notorio, era que, si Mohamar-el-Gadafi no seguía muy pronto los pasos de su enemigo reuniéndosele en el más allá, la paz del mundo se encontraba seriamente amenazada.
Fanático y jactancioso, su triunfo de aquel día, y los cohetes que ahora almacenaba cerca de Tobruk —casi en la frontera con Egipto y «a un tiro de piedra» de Israel— lo envalentonaría de tal modo, que, o se le paraban los pies en seco, o sería muy capaz, como había amenazado, de «hacer estallar al mundo».
Ese mundo tenía que plantearse, si aspiraba a continuar girando tal como lo venía haciendo hasta ahora, que si Sadat había muerto, había que matar a Gadafi. Una cosa conllevaba indefectiblemente a la otra, porque no podía consentirse que sobre el ring que habían constituido aquellas arenas que ahora le rodeaban, quedara en pie, un contendiente victorioso. Sobre todo, cuando ese contendiente se llamaba Mohamar-el-Gadafi.
A las ocho de la mañana hicieron su aparición en el horizonte una docena de camiones repletos de soldados, a los que seguían tres «tanquetas-orugas», y en menos de diez minutos, bajo la sorprendida mirada, y un cierto temor por parte del equipo que se disponía a desayunar, tomaron por asalto el Campamento; pacíficamente se distribuyeron por los puntos que juzgaran claves, emplazaron en las caravanas más altas media docena de ametralladoras listas para abrir fuego, y se sentaron, tranquilamente, a esperar.
Un sonriente comandante de boina roja e impecable uniforme caqui se encuadró ante el inquieto Tony Spencer, que, en ausencia del Productor, Fabbri, y la muerte del director, Cameron Harris, parecía ser la persona más oportuna para ponerse al frente de la situación, visto además que incluso el jefe de producción, Didioni, se encontraba fuera, acompañando a Fabbri en su viaje a Roma en su búsqueda de un nuevo Director.
—El coronel Gadafi acudirá a hacerles una visita y mostrarles su pesar por el lamentable accidente que han sufrido... —dijo—. Era un gran admirador del señor Harris. Le gustaban mucho sus películas.
Al saber la noticia, Buckley y Elliot no pudieron evitar intercambiar una mirada.
—Viene a disfrutar de su triunfo —comentó el primero más tarde—. En menos de veinticuatro horas acabó con los que intentaban atentar contra él, y se cargó a Sadat... O mucho me equivoco y no le conozco en absoluto, o sonreirá de oreja a oreja, y se mostrará más amable, encantador y dicharachero que nunca...
En efecto, cuando, al borde ya del mediodía, Mohamar-el-Gadafi descendió de su helicóptero, alto, elegante, en cierto modo bello, con una belleza muy masculina, y ágil como un guepardo de sus desiertos, sonreía de oreja a oreja, y se mostraba amable, encantador y dicharachero con todos los presentes, en especial con su «querido y viejo amigo», Tony Spencer, uno de los mejores actores del mundo según él, y con aquella criatura absolutamente única, adorable e irrepetible, que merecía ser libia, y a la que estaba dispuesto a conceder, en mérito a su inocencia y su hermosura, la ciudadanía de honor: Lily Carson.
Elliot advirtió, en el momento de las presentaciones, que, por primera vez desde que la conocía —y fuera de sus momentos de desenfreno sexual— la muchacha parecía perder su peculiar aplomo, impresionada sin duda por la personalidad del coronel, que, pese a su reconocida fama de hombre fiel y austero en sus costumbres, se sentía atraído de algún modo por la portentosa belleza de Lily Carson que, esa mañana, aparecía en verdad resplandeciente y como rodeada de un halo mágico.
Se sirvió un almuerzo, allí, a trescientos metros del punto en que había muerto Cameron Harris, y el coronel ocupó su puesto en la cabecera de la mesa, teniendo a un lado a Tony Spencer y al otro a la Carson. Se mostró agradable, comedido, atento y caballeroso, aunque, por un momento, sus ojos brillaron de un modo distinto al hacer referencia a que «se había ejecutado felizmente la sentencia que el pueblo árabe había dictado contra el traidor Sadat».
Luego, la conversación se centró más bien en el tema cinematográfico y en generalidades, sin ninguna otra referencia a la política o a los acontecimientos que habían tenido lugar en el país vecino.
Poco a poco el ambiente se distendió pese a que la proximidad de los hombres armados que parecían no apartar ni un instante los ojos de cada uno de los presentes, hacía que, en especial las mujeres, se sintieran incómodas.
Marta Carson, más tensa y rígida que nunca, apenas probó bocado, y su mirada iba alternativamente, de las metralletas al rostro de su hija, a la que se diría sin embargo que la vecindad de los soldados no afectaba, como si formaran parte, una vez más, de la «figuración» pagada de una de sus películas.
La muchacha no habló mucho pero lo que dijo era, como siempre, comedido y exacto, y su forma de escuchar, y sobre todo su forma de mirar a su interlocutor, el coronel, hacía que éste se fuera entusiasmando más y más en escucharla en torno a la vida en el desierto libio.
Elliot no lograba sentirse tranquilo, y de tanto en tanto se volvía a mirar a Alan Buckley, recordando la advertencia que había hecho de que el «Mossad» siempre guardaba una carta escondida en la manga, pero con el paso del tiempo llegó a la conclusión de que nadie, ni aun perteneciendo al«Mossad» y dispuesto a perecer en el intento, lograría tocar siquiera un cabello a Mohamar-el-Gadafi, sin caer antes víctima de una ráfaga de ametralladora. El atentado que había costado la vida a Sadat estaba aún demasiado reciente, y la guardia personal de Gadafi no parecía dispuesta a dejarse sorprender de igual modo.
A los postres, ya el coronel no podía ocultar un siempre respetuoso interés por Lily Carson, y sus galanterías subieron de tono, llegando a señalar, jocosamente, que en caso de ser diez años más joven, se las ingeniaría para conseguir que la muchacha se convirtiera al islamismo y casarse con ella.
—Nunca he pensado en casarme... —fue la rápida respuesta de ella, repleta de intención en la voz—. Pero creo que, en su caso concreto, podría llegar a tenerlo en cuenta...
Como advirtió que su interlocutor tardaba en reaccionar, un tanto sorprendido, añadió con la más resplandeciente de sus sonrisas, capaz de desarmar a cualquiera:
—Y conste, que lo único que no aceptaría, es que usted fuese diez años más joven... Me gusta así.
Mohamar-el-Gadafi, «Espada del Islam» y «Hermano Mayor» de los musulmanes desheredados del mundo, pareció perder por un instante el control de la situación, y buscó, desconcertado, ayuda en Tony Spencer, que se limitó a sonreir y encogerse de hombros, como dando a entender que no era él quien se había metido en semejante atolladero.
Por último, y siempre en el mismo tono, manifiestamente intrascendente, el coronel señaló inclinándose levemente sobre ella y apoyando la mano en su antebrazo:
—Le advierto, señorita, que mi religión me permite disponer de cuatro esposas, y aún no tengo cubierto el cupo...
—Lo sé... —admitió ella con naturalidad—. Y refiriéndose a usted, lo cierto es que me parece justo... A mi entender, más vale un gran hombre para cuatro mujeres, que un estúpido para una sola...
Por segunda vez en escasos minutos, el Presidente libio se agitó incómodo en su asiento, y sus penetrantes ojos, que evitaban siempre mirar frente a los extraños, buscaron sin embargo en los de ella, el auténtico significado de sus palabras. La fijeza con que Lily Carson sostuvo esa mirada, contribuyó sin duda a desconcertarle aún más.
Un pesado silencio, casi cortante, en el que todos los presentes parecían pendientes del diálogo, se extendió por el Campamento. El Gadafi lo percibió con absoluta claridad, y ello no contribuyó tampoco a tranquilizarle.
—Creo —dijo al fin en voz más alta, dirigiéndose a todos en tono irónico que sonaba levemente falso— que nuestra joven estrella está intentando burlarse de nosotros al insinuar que no le importaría entrar a formar parte de un harén.
—No es eso lo que he dicho... —refutó ella con absoluta seriedad—. Lo que he dicho, es que si usted me pidiese ser su esposa, aun teniendo que compartirlo con otras tres, lo pensaría, y eso es, desde luego, mucho más de lo que he hecho hasta ahora con cualquier otra proposición de matrimonio.
—La conversación se me antoja absurda... —intervino en ese momento, en tono frío, Marta Carson tratando de dar por concluida la conversación aunque casi podría decirse que su intención era acudir en ayuda del coronel—. Ni el Presidente haría jamás una proposición semejante a una niña, ni tú estás en edad de pensar en esas cosas... ¡Basta por tanto de tonterías...!
Se diría que El Gadafi se aferraba, como a un clavo ardiendo, a las palabras de Marta Carson porque aprovechó de inmediato para ponerse en pie como impulsado por un resorte.
—¡Bien...! exclamó—. La compañía es magnífica, pero por desgracia el deber me reclama... ¡He de irme...!
Le acompañaron hasta la puerta del helicóptero, y uno por uno, amable y ceremoniosamente, se fue despidiendo de los presentes. Cuando se encontró, al fin, frente a Lily Carson que, con su incoloro lápiz de labios en la mano dudaba, nerviosa, entre darse brillo o no, la observó largamente, sonrió de forma encantadora, y desprendiendo de su guerrera una de las medallas, la prendió de la leve blusa de la muchacha, a la altura del pecho.
—Quizá... —dijo—. Todo hubiera podido ocurrir en otras circunstancias...
Azorada, Lily dudó, fue a replicar algo, pero pareció arrepentirse y luego con un impulso espontáneo, adelantó las manos, tomó el rostro de Mohamar-el-Gadafi, y lo besó en la comisura de los labios.
Ruborizada, tal vez arrepentida de su acto, le miró a los ojos un segundo, giró sobre sus talones, y se encaminó rápidamente a su «roulotte». Su madre, a la que se advertía incómoda, tensa e irritada, la siguió de inmediato.
El coronel las observó mientras se alejaban, permaneció unos instantes muy quieto, y por último giró sobre sí mismo, subió al aparato y desde allí agitó la mano despidiéndose de los presentes por última vez.
Se cerraron las puertas y el helicóptero se elevó lentamente entre nubes de arena, para desaparecer cinco minutos después en el horizonte.
Elliot Dunn permaneció muy quieto hasta que lo perdió de vista por completo, y luego se volvió a intercambiar una mirada de alivio con Alan Buckley y Tony Spencer.
Podría decirse que los tres dejaban escapar, al unísono, un largo suspiro de alivio.
Lily Carson penetró en su «roulotte» seguida de inmediato por su madre, que cerró con llave, abrió un cajón, y sacó unas tijeras pequeñas:
—Dame la mano —ordenó.
La muchacha ya había extendido la mano izquierda sobre la mesa, y Marta Carson le cortó de raíz, casi de cuajo, la uña del dedo anular. La aferró con la punta de las tijeras, abrió la mochila que había pertenecido a Omar-el-Muzruk y que éste no abandonó ni un instante en todo su largo viaje a través del desierto, y depositó el pedazo de uña en el fondo de una pesada y gruesa caja de plomo. Por último, también con ayuda de las tijeras, aferró el pequeño tubo de lápiz de labios incoloro, casi transparente, de su hija, y lo depositó igualmente en el recipiente de plomo, cerrándolo todo herméticamente.
Entretanto, la muchacha se había encaminado al pequeño cuarto de baño, y, tapando el lavabo, echó dentro el contenido de un frasco azul con apariencia de colonia. Comenzó a lavarse las manos, restregándoselas con un fuerte cepillo. Cuando su madre se aproximó, comentó dolorida:
—Esto escuece.
—Lo sé... Pero la pintura es indeleble, y este líquido es el único que puede desprenderla si te ha quedado algún rastro... ¡Frótate bien...!
—¿Cuánto tardará en hacer efecto...?
—¿La radioactividad...? No lo sé... Unos meses supongo. El cáncer comenzará a desarrollarse y su rapidez dependerá de la proximidad a un punto vital... ¿Dónde le pintaste exactamente?
—En el cuello... Muy cerca de la columna vertebral. —No será largo entonces... —Mordió las palabras—. Y tendrá el tipo de muerte que merece.
Lily había comenzado a secarse las manos, y su madre se remangó las mangas y empezó a lavarse a su vez. Su hija señaló, con un gesto de cabeza, las seis cifras que aparecían, tatuadas, en su antebrazo, y que resultaban claramente visibles:
—Deberías hacer que te borraran eso —dijo. Alguien puede descubrirlas. Ese día todos sabrán que somos judías, y no podremos ser ya de utilidad a nuestro pueblo.
Marta Carson negó con fuerza:
—¡No! Los nazis me lo tatuaron en Treblinka, cuando aún era una niña, y me recuerda siempre el fin de mis seres queridos... Borrarlo sería como intentar borrar ese recuerdo... —comenzó a secarse con la toalla que le ofrecía su hija, la miró de frente, le alzó el rostro con la mano, tomándola de la barbilla, y sonrió por primera vez desde que pisara suelo libio:
—Estoy muy orgullosa de ti... dijo—. Tus abuelos también estarían orgullosos de ti, y todo tu pueblo; «nuestro» pueblo, se sentirá orgulloso de ti, el día que sepa lo valiente que has sido.
Los ojos, color acero, de Lily Carson, centellearon apenas:
—El mérito es tuyo... —respondió, convencida—. Tú me has hecho así.
Volando sobre África del Norte,
el 9 de octubre de 1981, víspera
del día del entierro de Anuar-el-Sadat.
FIN