Publicado en
septiembre 05, 2010
(Introducción)
Al adquirir mis libros siempre he deseado que tuvieran un amplio margen; no tanto por amor a la cosa en sí como por la facilidad que me ofrece para anotar allí los pensamientos que me sugieren, coincidencias y desacuerdos de opinión o breves comentarios críticos en general. Si lo que debo anotar es demasiado extenso para ser incluido dentro de los estrechos límites de un margen, lo escribo en una tira de papel que deposito entre las hojas, teniendo cuidado de fijarla con ayuda de una imperceptible cantidad de pasta de pegar.
Todo esto puede que sea un capricho; puede que no sólo sea una práctica trillada, si no inútil; sin embargo, todavía persisto en ella y me proporciona placer, lo cual es un beneficio a pesar de míster Bentham y de míster Mill.
Este hacer notas, sin embargo, no es en modo alguno hacer de simple memoranda, costumbre que sin duda tiene sus desventajas. Ce que je mets sur papier—dice Bernardin de St. Fierre—je remets de ma mémoire, et par conséquence je l'oublie, y en realidad, si desea usted olvidar alguna cosa en el acto, haga una nota para recordarla.
Pues las anotaciones marginales que no miran al libro del Memorándum tienen carácter propio y ningún claro propósito, como no sea el de no tener propósito alguno; esto es lo que les da valor. Poseen un rango algo por encima de los comentarios deshilvanados y causales de las charlas literarias, pues estas últimas, la mayoría de las veces, no pasan de ser “hablar por hablar” que brotan precipitadamente de la boca; en tanto que la Marginalia son apuntes deliberados, porque la mente del lector desea descargarse de un pensamiento, aunque sea impertinente, necio o trivial; un pensamiento, y no meramente algo que hubiera podido ser un pensamiento con el tiempo y bajo circunstancias más favorables. En la Marginalia, además, nos hablamos a nosotros mismos, y por lo tanto hablamos con autenticidad, con audacia, con originalidad, con abandonnément, sin engreimiento, en mucho siguiendo el estilo de Jeremy Taylor, sir Thomas Browne, sir William Temple, el anatomista Burton y el analogista más lógico Butler, y algunos más de los viejos días que tenían demasiado que decir para preocuparse en cómo decirlo; los cuales, por haber sido dejados de lado, tienen un estilo capital: en realidad, un modelo de estilos, con un aire ricamente marginálico. La falta de espacio en estas anotaciones tiene más de ventajoso que de inconveniente. No obliga (por muy difusa que sea la idea que abrigamos clandestinamente) a escribir como Montesquieu, como Tácito (aquí excluyo la parte final de los Anales) y aun como Carlyle, cosa que ya se me dijo hace tiempo, no se debe confundir con la mala gramática y la ordinaria afectación. Digo "mala gramática" por pura obstinación, porque los gramáticos (que deberían ya saberlo) insisten en que no debería decirlo. Pero entonces la gramática no es lo que los gramáticos han deseado, y al ser simplemente el análisis de la lengua, el resultado de dicho análisis será bueno o malo, según que el analista sea sensato o tonto (según sea como un Horne Tooke o un Cobbet). Durante una tarde lluviosa, no hace mucho tiempo, sintiéndome sin ánimo para un estudio continuado, intenté evadirme del ennui buscando aquí y allá, al azar, entre los volúmenes de mi librería, que por cierto, si bien no es muy grande, en cambio resulta lo suficientemente variada, y, me complace decirlo, no poco recherché.
Tal vez sea lo que los alemanes llaman el escarceo-mental o humor del momento; pero mientras lo pintoresco de mis numerosas anotaciones a lápiz reclamaba mi atención, la variedad de los comentarios me divertía. Al poco rato me hallé deseando que otra mano extraña a la mía hubiese sido la responsable de haber atormentado de ese modo a los libros, e imaginando que en tal caso me habría producido grandísimo placer hojearlos. Partiendo de este pensamiento (como lo denomina míster Lyell, míster Murchison o míster Featherston Hang) era suficientemente natural: pero tal vez en mis garrapa-teos podía haber algo, como simple garrapateo, que pudiera interesar a los demás.
La principal dificultad consistía en el modo de transferir las notas de los volúmenes—el contexto del texto—sin detrimento de la fragilísima malla de inteligibilidad en la cual fue encajado el contexto. Con todas las referencias añadidas a las páginas impresas, mis comentarios se parecían con frecuencia a los oráculos de Dodona, o a esos de Licofrón el Tenebroso, o a los ensayos de los alumnos del pedante en la obra de Quintiliano, que se consideraban "necesariamente excelentes", puesto que incluso él (el pedante) veía imposible comprenderlos". ¿Qué quedaría, pues, de estos contextos si los extrajera, si los trasladara? ¿No sería más bien traduire ("traducir", que es el sinónimo francés) u overzezer ("volver patas arriba"), que es el holandés?
Decidí, por fin, confiar del todo en la inteligencia e imaginación del lector; esto como regla general. Pero en algunos casos, donde ni la fe hubiera movido montañas, me pareció más seguro remodelar la nota para que por lo menos tuviera la sombra del conjunto. Allí donde para formarse la idea se hiciera completamente necesario la presencia del texto original, podría citarlo; si fuera indispensable el título del libro, lo citaría. En resumen: como en el dilema de un héroe de novela, me hice el propósito de "guiarme por las circunstancias", a falta de más satisfactorias reglas de conducta.
En cuanto a las numerosísimas opiniones expresadas en el párrafo siguiente, mi asentimiento actual con casi todo y mi desentendimiento con parte de ello, así como la posibilidad de haber cambiado de opinión en algunos casos o a la imposibilidad de no haberlo hecho, son puntos sobre los que no diré nada porque nada inteligente puede decirse de ello. Sin embargo, se debe observar que así como la bondad de un auténtico juego de palabras se halla en razón directa de su intolerabilidad, del mismo modo es el desatino el sentido esencial de la nota marginal.
IMAGINACIÓN
La pura imaginación deriva tanto de la belleza como de la fealdad, únicamente las cosas más combinables y que no han sido combinadas hasta el momento; por regla general, el compuesto resultante participa de la belleza o de la sublimidad en razón de la respectiva belleza o sublimidad de las cosas combinadas, que todavía se considerarán como atómicas, es decir, como combinaciones previas. Pero lo que con frecuencia sucede análogamente en la química física se da con la misma facilidad en la química inteligente, y así la mezcla de dos elementos da como resultado algo que no posee las cualidades de ellos, o incluso nada de las cualidades de ambos. Así, la gama de la imaginación resulta ilimitada. Sus materiales se extienden por todo el universo. Incluso de la deformidad consigue esa belleza que es al mismo tiempo su único objeto y su inevitable prueba. Pero, en general, la riqueza, la fuerza de los materiales combinados, la facilidad de describir novedades que valgan la pena combinarse, y en especial "la absoluta combinación química" de la masa absoluta, son los detalles que debemos considerar en nuestra estima de la imaginación. La completa armonía de una obra imaginativa con frecuencia es la causa de que los irreflexivos la supervaloren, dado el carácter obvio que se sobreañade a ella. Somos muy dueños de preguntarnos por qué semejantes combinaciones no habían sido imaginadas antes.
SHELLEY
Si algún mortal descargó sus pensamientos en la expresión, éste fue Shelley. Si algún poeta cantó como canta un pájaro: diligente, impulsivo, con total abandono y únicamente para sí mismo y por el simple goce de su canto, ese poeta fue el autor de La planta sensitiva.
De arte, dejando a un lado lo que es instintivo en el genio, él tenía poco o lo desdeñaba por completo. En realidad, desdeñaba la regla que emana de la ley, porque su alma era ley en sí misma. Sus rapsodias apenas son apuntes, notas estenográficas de poemas, apuntes que bastaban para su propia inteligencia y que él no se tomaba la molestia de desarrollar plenamente para la humanidad. En todas sus obras no encontramos ninguna creación concienzudamente labrada. Por esta razón es el más fatigante de los poetas. Sin embargo, nos fatiga por decir demasiado poco en vez de lo contrario. Lo que en él parece difuso es la apiñada concisión; y es esta concisión lo que le hace oscuro. Frente a un hombre así, la imitación no tiene sentido. No hubiera servido para nada, pues él hablaba sólo para su espíritu, que no hubiera comprendido ninguna lengua extraña. Así resultó profundamente original. Su rareza surge de la percepción intuitiva de esa verdad que sólo Bacon ha expresado claramente: "No existe exquisita belleza en lo que no posee algo de extraño en sus proporciones". Pero oscuro, original o raro, Shelley no tenía afectaciones.
De las ruinas de Shelley nació a la existencia y miró a los cielos una pagoda tambaleante y fantástica, en la cual los ángulos salientes, adornados con cascabeles de locura, eran las idiosincrásicas faltas del modelo—faltas que no se pueden considerar como tales sí se tienen en cuenta sus propósitos—, pero que son monstruosas cuando consideramos sus obras dirigidas a la humanidad. Surgió una "escuela"—si todavía debe ser empleado este absurdo término de escuela—, un sistema de reglas sobre las bases de Shelley, que no tenía ninguna. Innumerables jóvenes, deslumhrados por el resplandor y sorprendidos por la bizarrerie del relámpago que atravesaba las nubes de Alastor, no tuvieron dificultad en acumular vapores incitativos; pero en cuanto al rayo, se vieron obligados a contentarse con su espectrum, en el cual aparecía la bizarrerie sin el fuego. Tampoco las mentes maduras permanecieron ajenas a la contemplación de otra más grande y madura, y así, poco a poco, en esta escuela de la licencia de la oscuridad, rareza y exageración, se entretejieron el método didáctico fuera de lugar de Wordsworth y el más anómalo metafisicismo de Coleridge. Las cosas iban poniéndose cada vez peores, y por fin, con Tennyson, la inconsistencia poética llegó a su extremo. Pero fue precisamente este extremo (por aquello de que la mayor verdad y el mayor error son apenas dos puntos en un círculo), siguiendo la ley de todos los extremos, el que produjo en Tennyson una natural e inevitable revulsión, llevándolo a condenar primero y a investigar después su temprano modo de escribir, para lograr finalmente de sus magníficos elementos el más auténtico y puro de todos los estilos poéticos. Pero ni incluso ahora está el proceso completo; y en parte por esta razón, pero principalmente por lo fortuito de esta combinación mental y moral que une en una persona (si los une alguna vez) el abandono shelleyano y el sentido poético tennysoniano, con el arte más profundo (ambos basados en el instinto y el análisis) y la decidida voluntad capaz de mezclar y controlar rigurosamente el todo. Principalmente, repito, esa combinación de aparentes antagonismos, se lograría sólo por un "feliz azar"; a pesar de ello, el mundo jamás contemplaría el más noble poema que pueda ser posiblemente escrito.
HOMBRES DE TALENTO
Los hombres de talento son más abundantes de lo que se supone. En realidad, apreciar plenamente la obra de lo que llamamos talento equivale a poseer el talento mismo que la produjo. Pero la persona apreciadora puede ser del todo incapaz de reproducir la obra u otra similar, y esto únicamente se debe a la falta de lo que cabe llamar habilidad constructiva—algo del todo independiente de lo que entendemos por "talento" en sí—. Esa habilidad se basa en gran parte en la facultad de análisis que facilita al artista captar una visión completa del conjunto de efectos que se propone y actuar en consecuencia para regularlo a voluntad; pero una gran parte depende también de propiedades estrictamente morales: de la paciencia, por ejemplo; de la concentración o del poder de concentrar la atención en un propósito, y, y en especial, de la laboriosidad o energía. Tan vitalmente importante es esta última que se puede poner en duda con mucha razón si alguna de las que llamamos habitualmente "obras de talento" se realizaron alguna vez sin él, y esto se debe a que esta última cualidad y el talento son casi incompatibles, resultando así que las obras de talento son escasas y los hombres de talento numerosos. Los romanos, que nos sobrepasaban en la agudeza de la observación y eran inferiores en las inducciones de los hechos observados, parecen haberse dado cuenta de la relación inseparable entre la laboriosidad y una "obra de genio", como para llegar a caer en el error de afirmar que la laboriosidad era en gran medida el talento mismo. El cumplido mayor que puede hacer un romano a una epopeya o algo similar es decir que está escrita industria mirabili o incredibili industria.
TOM HOOD
“Con frecuencia, desde su reciente fallecimiento -afirma el editor norteamericano—, se le ha considerado un gran autor”; frase esta no empleada desconsideradamente o en vano. Sin embargo, si adoptamos la idea convencional de un "gran autor", tal vez no haya vivido en la última mitad de lo que va de siglo alguien que merezca menos que Hood ese título. En realidad fue un comerciante literario cuyo principal capital fue la pequeñez, pues durante la mayor parte de su vida sólo pareció existir para el propósito de idear equívocos, cosas de tan despreciable trivialidad que el hombre capaz de caer en ellas raras veces es capaz de otra cosa. Cualquier mérito que se pueda descubrir en un equívoco provendrá de lo inesperado. Éste es el elemento principal del juego de palabras y de su dualidad. Primero, pedimos que la combinación del equívoco sea inesperada; y en segundo lugar, requerimos que el juego de palabras sea totalmente inesperado per se. Un equívoco raro, que rara vez aparece, puede producir hasta cierto punto un efecto agradable; pero ninguna inteligencia, por más alterado que esté su gusto, podrá aguantar un continuo esfuerzo en descifrar juegos de palabras. El hombre que mantiene y que encuentra satisfacción en algunos de esos capítulos de retruécanos como los que Hood tenía la costumbre de hacer al escribir, no debería ser creído bajo juramento.
Sin embargo, los juegos de palabras del autor de La Bella Inés deben ser considerados como los puntos flacos de un hombre. Independientemente de su mal efecto, desde un punto de vista literario, como meros juegos de palabras, dejan sobre nosotros una penosa impresión, pues son con toda evidencia los esfuerzos de un hipocondríaco por divertirse; como la risa de una calavera. Nadie puede leer las reminiscencias literarias sin convencerse de su desaliento habitual; la especie de falso ingenio en cuestión es precisamente de ese carácter que hubiera adoptado un autor del temperamento e inteligencia de Hood si hubiera sentido el impulso de escribir como una necesidad. Es indudable que su corazón no se interesaba por esas niaiseries. Aludo a los juegos de palabras como simples juegos de palabras—clase esta de escritos por los que obtuvo su más amplio renombre—. Que él hiciera más que otros en este terreno no es sino un corolario de lo que he dicho antes, pues Hood era generalmente desgraciado y casi siempre escribió invitâ Minerva. Pero su verdadero dominio era un raro y etéreo humor donde el simple juego de palabras se dejaba a un lado o tomaba un carácter demasiado grotesco, impresionando al lector imaginativo con notable fuerza, como si le impresionara con un nuevo aspecto de lo ideal. En esta especie de brillante o más bien lucida grotesquerie, expresada con un apresurado abandono que aumenta de modo notable su efecto, aparece la más señalada originalidad de Hood; y eso es lo que a veces le hace merecedor del título de grande, pues es innegable que se puede considerar grande (por muy pequeño que en apariencia sea) a quien es capaz de producir intensa emoción en las mentes o los corazones de otros que son también grandes.
El campo distintivo de Hood es el límite entre el capricho y la fantasía. En esta región resulta un rey supremo. No obstante, y aunque vacilando, ha hecho frecuentes y acertadas incursiones en el dominio de la verdadera imaginación. Intento decir que nunca es auténtico o puramente imaginativo a lo largo de un párrafo. En una palabra, su talento peculiar es el resultado de una vívida fantasía impelida por una hipocondría indudable.
¿QUÉ ES POESÍA?
Si fuera necesario, tal vez no me sería muy difícil defender cierto aparente dogmatismo al cual me siento propenso en materia de versificación.
¿Qué es poesía? A pesar del galimatías de Leigh Hunt al intentar contestarla, esta pregunta puede que sea respondida de forma que satisfaga en parte a algunos intelectos analíticos, pero siempre con gran cuidado y poniéndose deliberadamente de acuerdo sobre el valor exacto de ciertas palabras principales. Ocurre, sin embargo, que en el estado actual de la metafísica, dicha pregunta jamás podrá ser contestada para satisfacción de la mayoría. La cuestión es puramente metafísica, y toda esta ciencia se halla actualmente en un completo caos, debido a la imposibilidad de fijar el significado de las palabras que su naturaleza misma obliga a emplear. Pero en cuanto a la versificación, la dificultad es sólo parcial, pues aunque un tercio del tema puede considerarse como metafísico y discutido conforme al parecer de esta o de aquella persona, aún quedan dos tercios restantes que pertenecen innegablemente a las matemáticas. Las cuestiones que por lo regular se discuten con tanta gravedad, en cuanto al ritmo, metro, etcétera, son susceptibles de un ajuste práctico. Sus leyes son simplemente una parte de las leyes medias de la forma y cantidad de la relación. Por lo tanto, frente a cualquiera de esas preguntas ordinarias, de esos puntos neciamente discutidos que con tanta frecuencia aparecen en los artículos críticos, el escritor no debería caer en la debilidad de decir que "esta o aquella proposición es probablemente esto o aquello, o posiblemente de este u otro modo", pues sería lo mismo que si un matemático admitiera que en su humilde opinión, y suponiendo que no estuviera equivocado, la suma de dos ángulos de un triángulo es mayor que el tercero. Debo agregar, sin embargo, a modo de excusa a las discusiones referidas y a las frecuentes objeciones irónicas que se hacen frente a las teorías individuales de versificación, únicamente válidas para su propio "inventor", que realmente no existe ninguna obra que pueda ser considerada una Prosodia razonada. Las prosodias de las escuelas son simplemente colecciones de vagas leyes, con sus excepciones más vagas aún, que no se basan en ningún principio, sino que han sido extraídas del modo más aventurado de las obras de los antiguos—que no tenían otras leyes que las de sus oídos o sus dedos—. "Y éstos eran suficientes—se dirá—, pues la Ilíada es más melodiosa y armoniosa que cualquier obra moderna." Admitámoslo; pero ni escribimos en griego, ni se ha agotado la invención por vivir en nuestro tiempo. Un análisis basado en las leyes naturales que el bardo de los Chíos ignoraba sugeriría multitud de mejoras para algunos de los pasajes mejores, incluso de la Ilíada; no apoyaremos en modo alguno las suposiciones de que Homero encontró en sus oídos y dedos un sistema satisfactorio de reglas (cosa que acabo de negar), ni, como digo de esto, que las reglas que deducimos de los efectos homéricos deban desalojar esos inmutables principios de tiempo, cantidad, etc. En resumen, las matemáticas, la música, debían haber estado frente a estos efectos homéricos, en relación con las causas (causas mediatas, de las cuales estos "oídos" y "dedos" eran simplemente intermediarios).
LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES
El rasgo principal de la Tienda de Antigüedades es su sencilla, vigorosa y admirable imaginación. Éste es el único encanto todopoderoso que bastaría para compensar muchos más errores de los que míster Dickens haya podido cometer. No sólo se ve en la concepción y disposición general de la obra o en la invención de los personajes, sino que penetra en cada frase del libro. Reconocemos su prodigiosa influencia en cada palabra inspirada. Esto es lo que induce al lector idealista a detenerse con frecuencia a releer curiosas frases, y a meditar lleno de delicia sobre pensamientos que sin habérsele ocurrido a él antes, tiene que admitir que es la primera vez que los descubre. En realidad se trata de la varita mágica del encantador.
Si tuviéramos espacio para particularizar, mencionaríamos que los puntos que evidencian con más claridad la idealidad de la Tienda de Antigüedades son la descripción de la tienda misma, el reciente deseo del caballero mundano por la paz de los verdes campos, su carácter y su conducta : el maestro de escuela con su vida desolada, buscando el afecto de los niños; los vagabundeos de Quilp entre los merodeadores de muelles; los paseos ociosos de los saltimbanquis entre las tumbas; la admirable escena del forjador que escudriña el terrible fuego a medianoche, como la completa concepción de dicho personaje; por último, y también lo más importante, el lento acercamiento de Nell hacia la muerte—su gradual desmejoramiento en el viaje a la aldea, tan hábilmente indicado pero no descrito; el acceso de extraña tristeza que se cierne sobre ella cuando ve por vez primera la casa en donde va a morir; la descripción de esta casa, de la vieja iglesia, y de su cementerio, todo ello en estricta consonancia con la única impresión que se pretende; el profundo pozo sin sentido: los comentarios del sepulturero sobre la muerte y sobre su propia vida—, todo este mundo de ideas lúgubres y tranquilas que al fin se sumergen en la muerte de la niña Nelly y en la incontenible desesperación del abuelo. Estas escenas finales han sido desarrolladas de tal modo, que el lenguaje humano, movido por el pensamiento del hombre, no podía ir más allá en la provocación de sentimientos. Y el pathos es de ese orden que se mejora en gran medida por la idealidad.
He aquí un libro que jamás ha sido igualado—nunca ningún otro se le aproximó, salvo en el caso de la Undine, de De la Motte Fouqué—. Tal vez la imaginación sea tan grande en esta última obra; pero el pathos, aunque auténticamente hermoso y profundo, pierde mucho de su efecto por el material del cual ha sido extraído. Al atribuírsele al personaje principal atributos únicamente fantásticos, no logra alcanzar toda la simpatía que nos produce un simple habitante de la tierra. Cuando, decíamos anteriormente que la muerte de la niña deja una impresión demasiado dolorosa y debiera por lo tanto haber sido evitada, debe entenderse que nos referimos al trabajo en general, y en cuanto a su apreciación y popularidad. Tal como está contada, el pasaje de la muerte es uno de los más elevados de la literatura; pero nadie puede negar el hecho de que muy pocas personas desearían leer por segunda vez esos pasajes finales.
En conjunto, creemos que Tienda de Antigüedades es una de las mejores obras de míster Dickens. Apenas es posible referirse a ella todo lo bien que merece. Bajo todos los aspectos se trata de una narración que asegurará para su autor la admiración de todo hombre de talento.
TENNYSON
No estoy seguro de que Tennyson no sea el más grande de los poetas. Sólo lo incierto de la concepción, por parte del público, del término "poeta", es lo que me impide demostrar que lo es. Otros bardos producen efectos que de vez en cuando se logran por medios distintos de lo que llamamos poemas; pero Tennyson produce un efecto que sólo un poema consigue. Sólo los suyos son poemas idiosincráticos. El placer o no placer que se halla en la lectura de la Morte d'Arthur o de Œnone me servirá para probar el sentido de lo ideal de cualquiera. Existen pasajes en sus obras que me confirman una convicción que he sentido durante mucho tiempo: la de que lo indefinido es un elemento de la verdadera p???s??. ¿Por qué algunas personas se fatigan intentando descifrar obras de fantasía, tales como The Lady of Shalott? Lo mismo daría desenredar el ventum textilem. Si el autor no se propuso deliberadamente que el significado estuviera sugestivamente indefinido, con el propósito de comunicar un efecto vago y por lo tanto espiritual, este efecto, al menos, surgió de las silenciosas incitaciones analíticas del genio poético que en su supremo desarrollo incorpora todos los órdenes de capacidad intelectual. Me consta que lo indefinido es un elemento de la verdadera música—quiero decir de la verdadera expresión musical. Désele cualquier acepción indebida, cualquier tono excesivamente determinado, y de pronto se le habrá privado de su carácter etéreo, ideal, intrínseco y esencial. Disperso su lujo de sueño, disuelta la atmósfera de lo místico sobre la cual flotaba, quedará privado de su inspiración de hadas. Se hace una idea tangible, fácilmente apreciable—algo de la tierra, terrenal—. No ha perdido, en realidad, su poder de agradar, pero sí todo lo que considero privativo de ese poder. Para el talento no cultivado o para la comprensión no imaginativa, esta carencia de su rasgo más delicado constituirá con frecuencia un mérito a su favor. La determinación en la expresión se busca—y con frecuencia por personas que deberían saberlo mejor—como una belleza, en vez de rechazarla como un defecto. Por eso tenemos, incluso de las más altas autoridades, intentos de una absoluta imitación en la música. ¿Quién podría olvidar la simpleza de la Batalla de Praga? ¿Qué podría hacer un hombre de gusto sino reír ante los interminables tambores, trompetas, cañonazos y truenos? "La música vocal — dice el abate Gravina, quien pudo decir lo mismo de la instrumental — debería imitar el lenguaje natural de los sentimientos y de las pasiones humanas, en vez de los gorjeos de los canarios que nuestros cantantes intentan remedar con sus gorgoritos y ponderadas cadencias". Esto sólo es cierto en parte. Si la música debe imitar algo, mejor sería que se limitara la imitación como sugiere Gravina. Las composiciones breves de Tennyson abundan en menudos lapsus rítmicos, suficientes para asegurarme que, en común con todo poeta vivo o muerto, ha descuidado hacer una investigación precisa de los principios métricos; pero, por otro lado, tan perfecto es su instinto rítmico en general que, como el actual vizconde de Canterbury, él parece ver con el oído.
D E F OE
DEFOE debería haber pasado a la inmortalidad, aunque jamás hubiera escrito Robinson Crusoe; y sin embargo, sus numerosas y excelentes obras casi se han borrado de nuestra atención ante el brillo superior de las aventuras del marino de York. ¿Qué mejor reputación podría haber deseado el autor para su libro que la que viene gozando durante tanto tiempo? Ha llegado a ser algo doméstico para casi todas las familias de la cristiandad. Con todo, nunca hubo hacia ninguna obra admiración universal más discriminada e inapropiadamente concedida. Ni una persona de cada diez, o ni una persona entre quinientos, tiene durante la lectura de Robinson Crusoe la más remota noción de que en la creación de esta obra se ha empleado alguna partícula de genio o aun de talento ordinario. Los hombres no la juzgan a la luz de la ejecución literaria. No piensan para nada en Defoe: Robinson lo es todo. La fuerza que ha producido la maravilla ha sido arrojada a la oscuridad por lo estupendo de la maravilla creada. Leemos y nos convertimos en perfectas abstracciones por la intensidad de nuestro interés. Cerramos el libro y nos quedamos tan satisfechos como si lo hubiéramos escrito nosotros mismos. Todo eso es debido a la potente magia de la verosimilitud. En realidad, el autor de Crusoe debió poseer, por encima de otras facultades, lo que se ha llamado la facultad de identificación—ese dominio ejercido por la voluntad sobre la imaginación, que permite a la mente perder su individualidad por otra ficticia—. Esto incluye, en un grado muy importante, el poder de abstracción; y con estas llaves podemos abrir parcialmente el misterio del encantamiento que durante tanto tiempo ha acompañado a la obra que nos ocupa. Pero eso no nos facilitaría un completo análisis de nuestro interés por ella. Defoe es, en gran parte, deudor de su tema. La idea de un hombre en estado de absoluto aislamiento, si bien abrigada muchas veces, jamás había sido realizada de una manera tan comprensiva. En realidad, la frecuencia de su repetición en el pensamiento de la humanidad demuestra la extensión de su influencia sobre sus simpatías, mientras el hecho de que jamás se hubiera intentado dar forma corpórea a aquella concepción pone a prueba la dificultad de la empresa. Pero el auténtico relato de Selkirk an All, que causó en el público una poderosa impresión, bastó para inspirar a Defoe el valor necesario para su trabajo y entera confianza en su éxito. ¡Que maravilloso ha sido el resultado!
EL SEÑUELO DEL OYENTE
La mitad del placer que se experimenta en el teatro surge de la simpatía del espectador con el resto del público, y especialmente de su creencia de que simpatiza con él. El excéntrico caballero que, no hace mucho, en el Park, se encontró a sí mismo como único ocupante del palco, platea y galería, hubiera gozado muy poco de su visita si le hubiera sido permitido quedarse. Echarle constituyó un acto de misericordia. La absurda moda actual por las conferencias se funda en el sentimiento en cuestión. Ensayos que no leeríamos ni aunque nos pagaran por ello —tan trillado es su tema, tan débil su ejecución (y que con seguridad habríamos de obtener muchos mejores datos sobre el tema en cualquier enciclopedia de la cristiandad)—, estamos dispuestos a tolerarlos, y, ¡Ay!, incluso a aplaudirlos en su décima o vigésima repetición, por la sola fuerza de nuestra simpatía con el público. Del mismo modo escuchamos un relato con mayor interés cuando hay otras personas presentes.
Enterados de esto algunos autores irreflexivos, repetidamente han intentado infundir en sus relatos el interés de la simpatía, suponiendo un imaginario círculo de oyentes. A simple vista la idea parece plausible. Pero en el primer caso existe una simpatía real, personal y palpable, que se comunica mediante miradas, gestos y breves comentarios (una simpatía de individuos reales, que muestran su opinión hacia las materias que se discuten).
En el otro caso se requiere que nosotros, solos en nuestro gabinete, simpaticemos con la simpatía de oyentes ficticios que, lejos de hallarse presentes, frecuentemente son mantenidos fuera de nuestro alcance durante las doscientas o trescientas páginas. Es ésta una simpatía doblemente diluida: la sombra de una sombra. Y resulta innecesario decir que el propósito del autor falla irremediablemente.
FIN