• 10
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Ingresar Clave



    Aceptar

    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Avatar (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    LETRA - TIPO

    Desactivado SM
  • ▪ Abrir para Selección Múltiple

  • ▪ Cerrar Selección Múltiple

  • Actual
    (
    )

  • ▪ ADLaM Display: H33-V66

  • ▪ Akaya Kanadaka: H37-V67

  • ▪ Audiowide: H23-V50

  • ▪ Chewy: H35-V67

  • ▪ Croissant One: H35-V67

  • ▪ Delicious Handrawn: H55-V67

  • ▪ Germania One: H43-V67

  • ▪ Kavoon: H33-V67

  • ▪ Limelight: H31-V67

  • ▪ Marhey: H31-V67

  • ▪ Orbitron: H25-V55

  • ▪ Revalia: H23-V54

  • ▪ Ribeye: H33-V67

  • ▪ Saira Stencil One(s): H31-V67

  • ▪ Source Code Pro: H31-V67

  • ▪ Uncial Antiqua: H27-V58

  • CON RELLENO

  • ▪ Cabin Sketch: H31-V67

  • ▪ Fredericka the Great: H37-V67

  • ▪ Rubik Dirt: H29-V66

  • ▪ Rubik Distressed: H29-V66

  • ▪ Rubik Glitch Pop: H29-V66

  • ▪ Rubik Maps: H29-V66

  • ▪ Rubik Maze: H29-V66

  • ▪ Rubik Moonrocks: H29-V66

  • DE PUNTOS

  • ▪ Codystar: H37-V68

  • ▪ Handjet: H51-V67

  • ▪ Raleway Dots: H35-V67

  • DIFERENTE

  • ▪ Barrio: H41-V67

  • ▪ Caesar Dressing: H39-V66

  • ▪ Diplomata SC: H19-V44

  • ▪ Emilys Candy: H35-V67

  • ▪ Faster One: H27-V58

  • ▪ Henny Penny: H29-V64

  • ▪ Jolly Lodger: H55-V67

  • ▪ Kablammo: H33-V66

  • ▪ Monofett: H33-V66

  • ▪ Monoton: H25-V55

  • ▪ Mystery Quest: H37-V67

  • ▪ Nabla: H39-V64

  • ▪ Reggae One: H29-V64

  • ▪ Rye: H29-V65

  • ▪ Silkscreen: H27-V62

  • ▪ Sixtyfour: H19-V46

  • ▪ Smokum: H53-V67

  • ▪ UnifrakturCook: H41-V67

  • ▪ Vast Shadow: H25-V56

  • ▪ Wallpoet: H25-V54

  • ▪ Workbench: H37-V65

  • GRUESA

  • ▪ Bagel Fat One: H32-V66

  • ▪ Bungee Inline: H27-V64

  • ▪ Chango: H23-V52

  • ▪ Coiny: H31-V67

  • ▪ Luckiest Guy : H33-V67

  • ▪ Modak: H35-V67

  • ▪ Oi: H21-V46

  • ▪ Rubik Spray Paint: H29-V65

  • ▪ Ultra: H27-V60

  • HALLOWEEN

  • ▪ Butcherman: H37-V67

  • ▪ Creepster: H47-V67

  • ▪ Eater: H35-V67

  • ▪ Freckle Face: H39-V67

  • ▪ Frijole: H27-V63

  • ▪ Irish Grover: H37-V67

  • ▪ Nosifer: H23-V50

  • ▪ Piedra: H39-V67

  • ▪ Rubik Beastly: H29-V62

  • ▪ Rubik Glitch: H29-V65

  • ▪ Rubik Marker Hatch: H29-V65

  • ▪ Rubik Wet Paint: H29-V65

  • LÍNEA FINA

  • ▪ Almendra Display: H42-V67

  • ▪ Cute Font: H49-V75

  • ▪ Cutive Mono: H31-V67

  • ▪ Hachi Maru Pop: H25-V58

  • ▪ Life Savers: H37-V64

  • ▪ Megrim: H37-V67

  • ▪ Snowburst One: H33-V63

  • MANUSCRITA

  • ▪ Beau Rivage: H27-V55

  • ▪ Butterfly Kids: H59-V71

  • ▪ Explora: H47-V72

  • ▪ Love Light: H35-V61

  • ▪ Mea Culpa: H42-V67

  • ▪ Neonderthaw: H37-V66

  • ▪ Sonsie one: H21-V50

  • ▪ Swanky and Moo Moo: H53-V68

  • ▪ Waterfall: H43-V67

  • SIN RELLENO

  • ▪ Akronim: H51-V68

  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

  • ▪ Londrina Outline: H41-V67

  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

  • ▪ Rubik Iso: H29-V64

  • ▪ Rubik Puddles: H29-V62

  • ▪ Tourney: H37-V66

  • ▪ Train One: H29-V64

  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

  • ▪ Rubik Scribble: H29-V65

  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

  • ▪ Tilt Prism: H33-V67

  • OPCIONES

  • Relojes

    1
    2
    3
    4
    5
    6
    7
    8
    9
    10
    11
    12
    13
    14
    15
    16
    17
    18
    19
    20
    Dispo. Posic.
    H
    H
    V

    Estilos Predefinidos
    Avatar
    AVATAR

    Desactivado SM
  • ▪ Abrir para Selección Múltiple

  • ▪ Cerrar Selección Múltiple

  • FIJAR

    Por Reloj

    En todos los Relojes (s)

    IMÁGENES

    Deporte


    Halloween


    Navidad


    Religioso


    San Valentín


    Varios

  • TAMAÑO
    Actual:
    10%

  • Más - Menos
  • 10-Normal

  • POSICIÓN

  • ▪ Sup.Izq.

  • ▪ Sup.Der.

  • ▪ Inf.Izq.

  • ▪ Inf.Der.

  • ▪ Borrar Posiciones

  • MOVER - DIRECCIÓN

  • ( Der - Izq )
  • ( Arr - Aba )

  • MOVER

  • Más - Menos

  • QUITAR

  • ▪ Quitar

  • Bordes - Curvatura
    BORDES - CURVATURA

    Bordes - Sombra
    BORDES - SOMBRA

    Borde-Sombra Actual (
    1
    )

  • ▪ B1 (s)

  • ▪ B2

  • ▪ B3

  • ▪ B4

  • ▪ B5

  • Sombra Iquierda Superior

  • ▪ SIS1

  • ▪ SIS2

  • ▪ SIS3

  • Sombra Derecha Superior

  • ▪ SDS1

  • ▪ SDS2

  • ▪ SDS3

  • Sombra Iquierda Inferior

  • ▪ SII1

  • ▪ SII2

  • ▪ SII3

  • Sombra Derecha Inferior

  • ▪ SDI1

  • ▪ SDI2

  • ▪ SDI3

  • Sombra Superior

  • ▪ SS1

  • ▪ SS2

  • ▪ SS3

  • Sombra Inferior

  • ▪ SI1

  • ▪ SI2

  • ▪ SI3

  • Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Fecha - Formato Horizontal
    Fecha - Formato Vertical
    Fecha - Opacidad
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    Fecha - Tamaño
    FECHA - TAMAÑO

    Fondo - Opacidad
    Imágenes para efectos
    Letra - Negrilla
    LETRA - NEGRILLA

    Ocultar Reloj
    OCULTAR RELOJ

    No Ocultar

    FIJAR

    Por Reloj

    En todos los Relojes
  • ▪ Ocultar Reloj y Fecha

  • ▪ Ocultar Reloj

  • ▪ Ocultar Fecha

  • ▪ No Ocultar

  • Ocultar Reloj - 2
    Pausar Reloj
    Reloj - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj - Tamaño
    RELOJ - TAMAÑO

    Reloj - Vertical
    RELOJ - VERTICAL

    Segundos - Dos Puntos
    SEGUNDOS - DOS PUNTOS

    Segundos

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Ocultar

  • ▪ Ocultar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Quitar

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)

  • Segundos - Opacidad
    SEGUNDOS - OPACIDAD

    Segundos - Posición
    Segundos - Tamaño
    SEGUNDOS - TAMAÑO

    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    TIEMPO ENTRE EFECTOS

    SEGUNDOS ACTUALES

    Avatar
    (
    seg)

    Animación
    (
    seg)

    Color Borde
    (
    seg)

    Color Fondo
    (
    seg)

    Color Fondo cada uno
    (
    seg)

    Color Reloj
    (
    seg)

    Ocultar R-F
    (
    seg)

    Ocultar R-2
    (
    seg)

    Tipos de Letra
    (
    seg)

    SEGUNDOS A ELEGIR

  • ▪ 0.3

  • ▪ 0.7

  • ▪ 1

  • ▪ 1.3

  • ▪ 1.5

  • ▪ 1.7

  • ▪ 2

  • ▪ 3 (s)

  • ▪ 5

  • ▪ 7

  • ▪ 10

  • ▪ 15

  • ▪ 20

  • ▪ 25

  • ▪ 30

  • ▪ 35

  • ▪ 40

  • ▪ 45

  • ▪ 50

  • ▪ 55

  • SECCIÓN A ELEGIR

  • ▪ Avatar

  • ▪ Animación

  • ▪ Color Borde

  • ▪ Color Fondo

  • ▪ Color Fondo cada uno

  • ▪ Color Reloj

  • ▪ Ocultar R-F

  • ▪ Ocultar R-2

  • ▪ Tipos de Letra

  • ▪ Todo

  • Animar Reloj
    Cambio automático de Avatar
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Tipo de Letra
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 2

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)(s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 3

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    FUEGO A DISCRECION (Antonio Dal Masetto)

    Publicado en septiembre 05, 2010
    Aquel que desea pero no obra engendra peste
    WILLIAM BLAKE

    UNO
    Aquél fue un verano como pocos. Me había separado de otra mujer, me había quedado sin lugar donde vivir y sin trabajo. Daba vueltas por las calles, soportaba el calor y la falta de objetivos, comía salteado, me encontraba con conocidos de otras épocas, me alentaba diciéndome que no todos tienen la suerte de poder recomenzar desde cero. Lo cierto es que la ciudad parecía derretirse a mi alrededor. Las cosas se desteñían en esa languidez, perdían sentido. Seguramente tampoco habían tenido demasiado sentido antes, pero era probable que ahora, de haberlo deseado, hubiese encontrado mayores argumentos para compadecerme a mí mismo. Todavía Mudaban por ahí unos cuantos tipos dispuestos a pujarme un vaso de vino y compartir la mesa. Nos unían experiencias de otros años; tiempos de entusiasmos e Inocencias, de dolores exagerados. Me ponía mal verlos dando vueltas, mirarme a los ojos, reprocharme en silencio: ¿Qué pasa con vos? ¿En qué andas metido? Y me molestaba sobre todo la posibilidad de que se largaran a preguntar. No hubiese sabido qué contestarles. Así que en general andaba solo. Me paraba en las esquinas, miraba pasar la gente, me decía: Bueno, viejo, empieza otra nochecita.
    Alrededor ocurrían cosas. Me enteraba por la primera plana de los diarios, por las charlas en las mesas cercanas. Pero yo tenía mi propia cosa. Me la llevaba a la cama, al baño, a todas partes. Días densos, llenos de furia y gusto a nada. Imaginaba incendios. Fuegos fastuosos donde todo capitulaba y desaparecía. Por la noche y a menudo durante el día, las persianas bajas y el velador prendido, fumaba sin parar durante horas, dejaba que la pieza se llenara de humo y que los puchos se consumieran en el cenicero. Los miraba gastarse, sin pensar. En mi cabeza, aparentemente, no había otras presencias vivas que esas brasas humeantes. Así era mi vida durante ese verano. Esperaba algo y no sabía qué. Me movía de acá para allá como un gato. Espiaba, me impacientaba.

    DOS
    TARDE DE SÁBADO, MEDIADOS DE FEBRERO. Estaba parado en Coronel Díaz y Santa Fe, esperaba el 92 para volver al departamento que Anahí y Raúl, una pareja de amigos también recientemente reencontrados, me habían prestado un mes antes, en el barrio de Flores. Debía hacer un llamado, importante para mí, porque de él dependía la posibilidad de un ingreso de plata. Preparé el cambio para el boleto y comprobé que eran los últimos billetes. Algo me llamó la atención en una mujer que cruzaba la avenida. No supe qué era hasta que ella , al acercarse, me miró. Nos reconocimos al mismo tiempo Nos abrazamos, nos separamos para mirarnos y volvimos a abrazarnos. Durante un rato no hubo más que y exclamaciones. Atontado por el sol, el calor y la sorpresa de aquel encuentro, trataba de pensar en todos los años que habían pasado. No encontraba por dónde empezar. Fue ella la que preguntó:
    .
    —¿Tenés tiempo?
    —Por supuesto.
    —Vamos a tomar algo.
    La contuve levantando la mano:
    —Únicamente si podes invitarme.
    —Seguro, vamos.
    Me tomó del brazo y volvimos a cruzar hacia el bar.
    Pedimos cerveza. Mientras esperábamos al mozo no hicimos otra cosa que mirarnos, sonreír y ensayar algunas muecas. Pero aun después, con los vasos delante, seguimos así, bromeando, sin arriesgar preguntas ni recuerdos. Entre los dos, en el zumbido de los ventiladores, oscilaba la posibilidad de un diálogo que no se decidía a comenzar. Me parecía que aquella situación era algo así como el primer round de una pelea de box. Se lo comenté. Ella rió, echando la cabeza hacia atrás, y depositó un instante su mano sobre la mía. Aquella risa y aquel contacto atenuaron la tensión. De todos modos, lo cierto era que, en mí, el encuentro con Vera no conseguía volverse creíble. Era igual que si, al tirar de una soga, hubiese vuelto a toparme con mi propia cara, una cara olvidada, enterrada en los años, descartada, y que ahora regresara con su carga de confusiones. Me miraba en los ojos de Vera y su brillo bastaba para volver irreales las palabras, el lugar, la calle vibrante de calor, el verano.
    Después, ante su insistencia, le conté a grandes rasgos lo que había andado haciendo. Preferí mencionar algunos viajes, algunas experiencias más o menos curiosas, superficialidades. En cambio, le describí mi situación de ese momento con cierta minuciosidad.
    Supe inmediatamente que esas confesiones no eran gratuitas. Ella volvía a encontrarme en un estado similar a aquel en que me había conocido. Inestabilidad económica, vagabundeos, todo eso. Claro que ya no era el mismo tipo, tampoco tenía la misma edad. De cualquier manera, traté de volver a afirmar ante sus ojos aquella imagen de hombre sin destino y sin ambiciones. Al fin y al cabo, eso era justamente lo que la había deslumbrado de mí, lo que le había permitido soportarme durante los cuatro años que estuvimos juntos.
    Le expliqué que vivía milagrosamente en un departamento prestado, que la mayoría de los días comía gracias a la generosidad de un matrimonio amigo, Helen y Horacio, quienes me llamaban todas las noches para averiguar si había conseguido meterme algo en el estómago. Antes de irme a Flores había vivido en un conventillo de la calle Estados Unidos, en la pieza de un pintor amigo, quien me había cedido un catre de lona. Cuando llovía caía más agua adentro que afuera, así que era necesario arrinconarse sobre un costado y disimular la incomodidad charlando y tomando. Aunque en realidad lo mejor era tapar todo con unos pedazos de plástico e irse por ahí hasta que cambiara el tiempo. Sin embargo, pese a la pobreza, en esas semanas habíamos comido un par de buenos pucheros de gallina, algún buen asado, unas buenas fuentes de fideos. Y siempre la damajuana junto a la pata de la mesa. Charlábamos durante noches enteras, después salíamos a ver cómo clareaba antes de tirarnos a dormir. Eso hasta que Jaime había ido a parar a la cárcel por un asunto muy confuso que todavía no había sido aclarado. La policía había invadido su reducto y no había tratado demasiado bien ni sus pinturas ni sus esculturas.
    De pronto me asombré de mi propia locuacidad. Ponía un entusiasmo insólito en el relato. Contaba esas cosas para Vera, pero también las contaba para mí mismo. Era como si las viese por primera vez. Hablaba y me esforzaba por convencerme de que ese verano era un comienzo, de que nada de lo que pasaría sería ya superficial, de que ninguna etapa de aquello que yo llamaba mi vida había tenido tanto peso y tanta fuerza. Me exaltaba, recuperaba, sentía que cada minuto había sido y era como un estallido. Es cierto que aquello que me los volvía importantes y prometedores no conseguía disimular lo que había en ellos de trágico. Pero por ahora yo prefería pasar por alto ese detalle. Estaba frente a Vera, reinventaba mi historia, la moldeaba, la exponía, tal vez no como había sido sino como me hubiese gustado que fuese.
    —Me contaste un montón de anécdotas —dijo ella cuando callé—, pero ni una palabra de vos.
    Ahí me di cuenta de que estaba ante otra Vera.
    —Sigo siendo el mismo. Hago lo mismo, pienso lo mismo. No pasó nada especial.
    Sonrió, mientras se llevaba el vaso a los labios.
    —Imposible —murmuró.
    Después mencionó un par de nombres, viejos amigos míos que luego lo fueron también de ella. Le expliqué que desde hacía mucho había dejado de ver a la gente de entonces. Había perdido el rastro de todo el mundo, aunque ese verano había vuelto a pasar por los bares, había terminado en alguna reunión y, así como me había encontrado con ella, no pasaba día en que no me topase con algún conocido. En realidad, comenté, tenía la impresión de que todo estaba comenzando de nuevo: las mismas personas, las mismas circunstancias, situaciones y perspectivas similares, el ciclo volvía a repetirse.
    —La cuestión —agregué— será evitar cometer los mismos errores.
    —La única cuestión —dijo Vera, siempre sonriendo— es tratar de no envejecer.
    Pedimos otra cerveza.
    —¿Qué pasó con Alberto? —preguntó.
    —En cierto modo se suicidó. Aparentemente no fue así, pero no soportó la muerte dé su hermano Jorge.
    —¿Estabas con él?
    —No, me había ido a Brasil. Me enteré a la vuelta.
    Durante un rato recordamos aquel departamento de la calle Liniers, el otro de la calle San José, las cenas en la cantina de la esquina, las discusiones que siempre terminaban en nada, la lectura de poemas a la madrugada, los tangos de Gardel que a esa hora, después de tanto vino, nos parecían tan profundos como un tratado de filosofía.
    —Fue una buena época —comenté.
    —Por lo menos se podía caminar por la calle —dijo Vera.
    Recordé un matrimonio joven, dos estudiantes, Juan y Luisa, que acostumbraban aparecer por La Giralda. Le pregunté por ellos.
    —Desaparecidos —dijo.
    —¿Hace mucho?
    —Cinco años.
    —¿Nunca se supo nada?
    —No.
    —¿Y José, aquel de la moto?
    —Se fue del país.
    —¿El colorado Baldi?
    —También se fue. ¿Te acordás de aquel tipo que te publicó unos cuentos?
    —González.
    —¿Supiste cómo terminó?
    —No.
    —Lo encontraron acribillado en un basural.
    La segunda cerveza había durado menos que la primera, así que pedimos otra.
    —¿Vos te casaste? —pregunté.
    —No. Viví bastante tiempo con un tipo, pero no me casé.
    —¿Tuviste hijos?
    —Tampoco.
    —¿Y ahora?
    —Ahora vivo en pareja con una mujer.
    Pese a todo lo que nos separaba, aquella confidencia se registró en mí como una molestia. Fue igual que si acabase de perder algo.
    —¿Cómo te va con eso? —pregunté.
    —Bien. Ella tiene diecisiete años, me cela, me hace escenas. Pero me gusta. De todos modos ahora soy yo quien manda.
    Nuevamente advertí en Vera una gravedad que la diferenciaba de aquella con la que había vivido. Pensé que también ella tenía esa misma edad, diecisiete, cuando la había encontrado. Y que no sólo para mí había pasado el tiempo.

    Cuando salimos el sol estaba bajando. Anduvimos en el atardecer. Me parecía increíble caminar nuevamente a su lado. Sentía el peso del verano, pero más me pesaba ese vacío que me lanzaba hacia atrás, que me acercaba y me separaba de aquellos otros años. Me vino a la memoria la época en que vivíamos en aquel barrio del sur. Durante las inundaciones nos refugiábamos, con los otros inquilinos, en la parte alta de la casa. Por las calles cubiertas de agua pasaban algunos botes, llevaban mensajes, provisiones, medicamentos. En esos días, con un par de mantas y un poco de comida nos sentíamos ricos.
    Caminé en silencio, perdido en esos recuerdos. Advertí que Vera me miraba de reojo, sonriendo.
    —¿Por dónde estás viajando? —preguntó.
    Reí a mi vez, sacudiendo la cabeza.
    —Vivo acá cerca —agregó.
    Subimos al departamento, en un décimo piso. El ventanal del living daba a un gran terreno donde un grupo de muchachos jugaba a la pelota. Apareció una jovencita de pelo corto, ojos negros y cara aindiada: muy hermosa.
    - Ella es Sonia —dijo Vera.
    Aquella mano, pequeña y firme, me dejó al mismo tiempo una sensación de agrado y de rechazo. Inmediatamente la muchacha anunció que se iba.
    —¿Se fue por mí? —pregunté después que se hubo marchado.
    - No —me gritó Vera desde la cocina—. No siente celos de los hombres, sólo de las mujeres.
    Apareció con una botella de vino y dos copas: Tiene ensayo dentro de un rato. Toca el violín.
    Tomamos el vino despacio, en la última claridad.
    Ahora todo estaba en calma. No había prisa. Me sentía cómodo.
    —Voy a darme un baño —dijo Vera—. Podes poner música si querés. En la cocina hay más botellas.

    TRES
    QUEDÉ SOLO Y FUI A SENTARME frente al ventanal, entonces poco a poco, empujado por ese encuentro y todo lo que acababa de suscitar, consideré una vez más mi historia. Me parecía que había venido de tan lejos, a través de tantas cosas, sólo para durar.
    Que había recorrido caminos, amigos, mujeres, sólo para fomentar la memoria y después el olvido, para afirmar la continuidad de ese rito que se hallaba en la base de mi vida y que, esencialmente, estaba amasado con aislamientos y horas nocturnas. De todos modos, pese a esas sombras, pese a las dudas, como ya había ocurrido muchas veces, también ahí, ese atardecer de verano me sentí en el centro del mundo. En realidad, me bastaba con escarbar un poco para descubrir, por debajo de las durezas y la indiferencia, que todavía me alimentaba de sospechas y entusiasmos infantiles. Alrededor, la ciudad era un mar en calma. Desde esa isla de altura me era posible, con sólo quererlo, disfrutar de ese abandono. Cruzando la calle, más allá de la copa de los árboles, en la luz que huía, los muchachos seguían persiguiendo una pelota. Un par de mujeres paseaban sus perros. Alguien cruzó el terreno, se detuvo unos minutos a mirar el juego y se fue. Del otro lado, encima de los edificios, un avión surgió lento y elegante como un pez. Hubo una tardía explosión de sol en uña de sus alas. Me dije que esa posibilidad de mirar desde arriba, de participar a la distancia, era la única forma en que podía relacionarme con las cosas. Y había como un vago orgullo en comprobarlo. Ese paisaje tan complejo y ajeno, esos colores, esas figuras que corrían diez pisos más abajo, me pertenecían de algún modo, Me bastaba con mirar y sentir que era así. De vez en cuando, una voz más potente que las otras llegaba nítida hasta mí. Y era como un llamado, una señal que me nombraba. Me serví lo que quedaba de vino y me abandoné. Moviendo nada más que los ojos traté de apresar todo lo que vivía allá afuera: el incesante desfilar de coches, al fondo, en la avenida, el desaforado entusiasmo de los muchachos que insistirían en sus carreras hasta bien entrada la noche, la paloma solitaria que cruzó y desapareció en la copa de una palmera, el silencio que fijaba formas y movimientos, se adueñaba de cada cosa, giraba en el gran círculo de edificios que rodeaban el terreno, se elevaba con la grúa amarilla enarbolada sobre una torre en construcción, amansaba el delirio del día.
    Miré todo eso. De algún modo, pensé, estoy en libertad. De este lado estaban mi vino, mi cigarrillo, mi cuerpo, el placer de la soledad, la omnipotencia de la soledad. Del otro lado, esa filmación sin nombre donde las figuras se desteñían, se aplacaban, se sumergían en un agua mansa y amiga, aumentaban la extrañeza, pero también contribuían a crear cierta complicidad.
    En el aire hubo como un temblor y los colores volvieron a cambiar. El cielo pasó del violeta a un celeste grisáceo. Dos pájaros negros se persiguieron batiendo alas furiosamente. Otro avión surgió con su trueno y su parpadeo de luces. Oscurecía definitivamente. Los muchachos seguían. Me dije que ellos debían saber, como lo sabía yo en ese momento, que todo es posible. Su propósito era resistir a la noche. Se obstinaban con sus cuerpos y sus voces entrecortadas contra el río de luces que al fondo animaban la avenida. Frente a mí, el vidrio del ventanal había comenzado a devolverme mi propia imagen de jugador empedernido.


    CUATRO
    VERA VOLVIÓ CON OTRA BOTELLA y se sentó frente a mi Se había puesto una bata amarilla sobre el cuerpo desnudo y por primera vez reparé en el dorado de su piel. Se lo comenté, elogiando. Asintió, acariciándose una pierna. Le dije que la había encontrado muy bien, fuerte, segura de sí misma. Agradeció inclinando la cabeza, levantó la copa y brindó en silencio.
    - No dependo de nadie. Consigo mi propio alimento - dijo.
    - ESO está bien — comenté.
    Se recostó en el sillón y fumó. Ladeó la cabeza como acompañando un pensamiento. Después me miró.
    - Pagué mis derechos.
    - Creo que se nota.
    - No fúe fácil.
    - Nunca es fácil.

    —Aprendí a manejarme. Ahora creo saber cuál es mi medida. Del mundo, de la gente, acepto únicamente aquello que pueda hacerme bien.
    Miraba a esta Vera y pensaba en aquella otra. Me agradaban la lentitud y la firmeza de su voz. Sin embargo, había algo a lo que no podía acostumbrarme. Continuó:
    —Descubrí que en la base de todo está el placer. Trato de vivir de acuerdo con ese principio.
    Eché una ojeada hacia afuera, a la noche. Vera debió ver alguna sombra en mi cara. Sonrió:
    —Es simple.
    —Sí —dije.
    —¿Parezco egoísta?
    Negué con la cabeza. Volvió a llenar las copas. Agregó:
    —Nadie puede dar lo que no tiene. Primero necesito ser feliz.
    Miré alrededor, los muebles, los colores del departamento, los cuadros. Había en todo una simplicidad y un peso, una justeza de tonos, una calidez, que me hacían comprender a Vera mucho más que las palabras. Pensé fugazmente que, en su momento, con aquella mujer había estado a punto de tener hijos. Me pregunté cómo habrían sido y en qué hubiesen podido cambiar nuestras vidas.
    Ahora Vera callaba. El silencio hablaba por ella. Había un tema que hasta ese momento habíamos evitado tocar, pero que permanecía latente desde el comienzo y no tardaría en aflorar: la forma en que yo había desaparecido después de aquella prolongada convivencia, repentinamente, sin motivo, sin dar razones. En efecto, después de un rato, como si respondiese a mis pensamientos, Vera dijo:
    —Nunca entendí por qué te fuiste de aquella manera. Jamás pude encontrarle una explicación.
    —Yo tampoco supe nunca por qué —murmuré mientras apagaba el pucho.
    —Durante un tiempo anduve muy desconcertada, no sabía a qué argumento aferrarme. Ninguno de los amigos sabía nada.
    —No hablé con nadie —dije—. Simplemente me fuí
    —La imposibilidad de comprender fue lo que más me confundió.
    Encendí otro cigarrillo. Hubiese querido cambiar de conversación.
    -Necesitaba comentártelo —continuó—. Fue una de las preguntas que me quedaron pendientes.
    No había reproche en su voz. Pero me sentía como un chico sorprendido robando. Nunca había dejado de pensar en Vera sin asociarla con un vago sentimiento de culpa. Para compensar el desequilibrio que acaban de producir sus palabras estuve a punto de decirle que también a mí me habían dañado. Me di cuenta a tiempo de que era demasiado estúpido y callé.
    - De todos modos pasó hace mucho y ya no tiene importancia —dijo.
    - Tal vez eso sea lo peor —comenté.
    - Lo curioso es que en tantos años no nos hayamos encontrado siquiera una vez.
    -Si, es curioso.
    Vera continuaba mirándome con su sonrisa generosa. Y era como si detrás, entre otras cosas, hubiese también diversión. La percibí relajada, entregada a esa vieja dulzura que le había conocido y que el tiempo parecía haber madurado. Vi en sus ojos el brillo de la complicidad que nos había unido y que subsistía pese a todo. Le tomé la cara entre las manos, la besé rozándole los labios.
    No se movió. Me observaba como si quisiese reconocerme. No dejaba de sonreír. Dije:
    —¿Querés que nos acostemos?
    Inmediatamente sentí que había dicho una idiotez. En realidad es probable que no tuviese tantas ganas de acostarme con ella. Era otra cosa, la necesidad de otra cosa lo que me había hecho hablar. Vera había entrecerrado los ojos y se pasaba una mano por el pelo húmedo. Me sentí como un payaso y pensé que lo mejor era buscar un pretexto y partir cuanto antes. Inesperadamente oí su voz que decía:
    —Sí.
    La seguí hasta el dormitorio. La cama tenía sábanas estampadas. Nos acostamos sobre un vértigo de girasoles. No pude evitar buscar el cuerpo de otros años. Aquél, el de entonces, estaba moldeado a mi manera, obedecía a mis decisiones y caprichos. Ahora, la lucha, si se trataba de eso, se establecía de igual a igual. Lo comprendí ni bien la toqué. En ese reencuentro, más que nada, hubo una especie de lentitud que no supe si era ternura o cautela, como si cada uno hubiese querido recuperar algo de lo que había perdido. O prodigar al otro lo que supuestamente había aprendido. Hicimos el amor suavemente, sin hablar, casi sin movernos. Su cuerpo, el mío, respondían a los impulsos del otro con breves vibraciones, como si no quisiéramos alterar esa serenidad que por un momento habíamos vuelto a encontrar. La sentí estremecerse y pegarse a mí en silencio, las uñas clavadas en mi espalda. Hubo una segunda vez. Una tercera. Le dije:
    —Ahora dejáme usarte.
    —Acá estoy —me murmuró en el oído—. Hace todo lo que quieras.
    Más tarde, abrimos otra botella de vino y fumamos en la cama, de espaldas, mirando el techo.
    —¿Tenes hambre? —preguntó Vera.
    —Mucha.
    Se fue y volvió al rato, con una bandeja.
    —Pollo frío —dijo.
    —Qué lujo —exclamé.
    Estar ahí, desnudo, transpirado, comiendo, era un placer, era como si el tiempo no hubiese pasado, pensé que afuera estaba el verano, con toda su pesadez e incertidumbre, que me esperaba la noche y luego otros días, pero por el momento lo único que me interesaba era gozar de esa habitación y la hospitalidad de Vera.
    Hubo un llamado telefónico y cuando ella volvió al dormitorio me preguntó la hora. Entonces comprendí que debía marcharme. Me lavé un poco, me vestí y tomé el último vaso. La besé para despedirme. Me retuvo contra ella y me miró a los ojos.
    —Que esto —dijo refiriéndose sin duda a la cama— vaya en honor del reencuentro y de todos los buenos ratos que pasamos juntos.
    —Así sea.
    —Pero preferiría que no vuelva a suceder. Por lo menos por ahora.
    Me sorprendió aquella aclaración, sobre todo porque era innecesaria. Después pensé que tal vez se tratase de la pequeña venganza que Vera se había reservado para el final.
    —Entendido —dije.
    Pero la cosa me divirtió y por un instante gocé con la sensación de estar frente a la de los diecisiete años. Esas maquinaciones eran muy suyas y por lo visto en eso no había cambiado. Después, sin embargo, cuando quise bromear sobre el asunto, me di cuenta de que estaba equivocado. Y de que, ante Vera, ya no se podía bajar la guardia.
    —Estaba hablando en serio —me dijo.
    Me acompañó hasta la puerta:
    —Llamáme. Me gustaría que nos encontráramos de vez en cuando. ¿O pensás desaparecer por otros ocho años?
    Me reí. Le prometí que la llamaría sin falta.
    Crucé el terreno baldío, en diagonal. A medida que me alejaba me sentía peor. Decidí dar una vuelta por el bar. Me costaba aceptar que acababa de estar con Vera, que habíamos hablado, que nos habíamos acostado. No conseguía convencerme. Y esa sensación de irrealidad me llenaba de impotencia. Di un largo rodeo pensando en esas cosas. Me decía que aquéllos, los de entonces, eran otros febreros, otras noches, que nosotros éramos otros y que de todo eso no había quedado nada:
    (Ahora que es de noche y los restos del verano crepitan sobre la ciudad como una hoguera que agoniza, ahora, en la hora de las horas, ella duerme. Duerme como siempre, desnuda y larga sobre el suelo, tendida en un improvisado colchón de diarios. Viejos periódicos, con viejas crónicas policiales y viejas novedades políticas. Palabras y palabras, palabras ajenas y palabras nuestras, a cuyo amparo, en tantas noches como ésta, tratamos vanamente de encontrarnos. Pero por encima de todas las palabras, más allá de todas las verdades, ella duerme. Se ha ido, duerme, estoy solo. En alguna parte, la queja de un vapor o de un tren se arrastra bajo el cielo como un animal herido. No hay luna, no hay viento. Sólo ese gotear en la pileta, este desorden de cables eléctricos y máquinas detenidas. Ella duerme. Y junto a la pared, en la penumbra, su cuerpo es una mancha triunfante. Una flor que crece y se expande. Y es precisamente esa dimensión insospechada lo que quisiera encerrar en mi puño para siempre. Ese fluir que me toca, que inunda el lugar, desborda y echa a anclar por el mundo como un vino generoso. Y mientras imagino ir tras él, lerdo como siempre, impedido, insuficiente, recuerdo los amigos que están lejos. Y me gustaría contarles, antes de que se me pierda, el porqué y el sentido. Tratar de comprender y hacerles comprender la razón por la que habría de revelárseme justamente acá, en un sucio taller, en este lugar siniestro. Sobre todo les hablaría de su sueño. De mi deseo de plantarme acá indefinidamente. Así, adorándola. Adorando su entrega. Adorando su confianza. Adorando su cadera indestructible. No importa que al amanecer bajemos a la calle, mi brazo sobre su hombro, y nuestra noche se diluya en la luz de los últimos faroles. No importa nada de eso. Entonces todo habrá sido consumado y probablemente olvidado. Pero en este momento sé que es por la visión de su cuerpo que en cualquier momento volverán a arderme los ojos con el fuego de un ansia feroz. Ese fuego que busqué toda mi vida. Ahora que me oprime todo el silencio del mundo, ¿quién habría de darme la medida de las cosas sino su muda presencia, su cuerpo iluminado? Entonces podría confesarles también que quizá sea su cuerpo el que me salve. Hablarles de estos meses, este ir y venir, este buscarla sabiendo que siempre volveré a perderla. De mí mismo, detenido durante horas frente a una esquina vacía donde vibra una red de carteles luminosos, mientras repito el monólogo delirante de aquel compañero que un rato antes se fue con su rollo de manuscritos bajo el brazo. Pero ahora ella duerme. Líneas sin fin parten de su piel, resbalan por su cuello, tiemblan en su cadera. Sobre el filo de la noche, atrapado en ese juego, me estremezco con un júbilo nuevo. Velar sobre ese sueño, eso es todo lo que me queda por hacer. Pasarán las horas, llegará la luz y durante el día, cuando hayamos dejado este sitio, volverán mujeres de manos marcadas, descolgarán sus delantales y continuarán doblándose sobre los pedales de las máquinas, sin saber nada de ella, nada de mí, nada de la profanación de estos minutos. Nada sabrán tampoco del gusto de este vino que saboreo mientras espero. Y yo, que jamás he dado nada, siento la necesidad de dejarles algo, cuando me vaya, antes del alba. Dejarles ese poderío que hoy, en parte, he vuelto a recuperar. Pero nadie se enterará. Ni siquiera ella que ahora duerme tan distante. Cuando despierte, ¿qué sabrá de la grandeza de su sueño? Se levantará como emergiendo en el primer día del mundo. Simple, feliz de ver, feliz de andar, ignorante de los elementos conjugados para su nacimiento. Se pasará una mano por los ojos, se alisara el pelo y esconderá la cara avergonzada. Después se abrazará a mí y permanecerá así. Entonces yo podré volver a correr por su cuerpo y encabritarme y enloquecerme y extraviarme. Podré tenderme a su lado y sentir su mano en mi frente. Podré mirar el techo, descubrir manchas con formas de animales y volver a tener miedo. Pero ahora ella duerme. Allá abajo, en alguna parte, ladra un perro solitario. El viejo río sigue buscando su cauce. Y en este aire todo rojo de alcohol recito dementes poemas en voz baja. ¿A quién revelaré el secreto de mi vida? ¿Quién me revelará el secreto de la suya? Divago, voy, regreso, la descubro, la creo y la recreo cien veces en la penumbra. Alrededor todo es silencio, todo está muerto. Sólo ella palpita, inasible, como un fuego fatuo.


    CINCO
    MIENTRAS ENTRABA EN EL BAR me acordé de que debería haber ido a Flores. De todos modos ya era demasiado tarde para hacer mi llamado. Había mucha gente y la música tapaba las voces. Manuel estaba sentado en un costado, detrás de una columna, con una morocha. Me vio y levantó el vaso, ofreciéndomelo. Meacerque, tomé un trago y seguí de largo, sin intercambiar palabras. Saludé, desde lejos, a un par de caras conocidas. Al fondo estaba también Luis, apoyado a la barra, en un pésimo estado. Parecía más flaco y encorvado que nunca. Le toqué el hombro.
    —¿Qué tal? —dije.
    —Totalmente en pedo —me contestó sin levantar la vista.
    Sacó un cigarrillo:
    —¿Tenes fuego?
    (Cando se inclinó hacia la llama de mi encendedor vi que se iba de costado. Alcancé a contenerlo con un brazo antes de que cayese sobre una mesa.
    —Muy en pedo —murmuró.
    Llamó al mozo.
    —¿Debo algo?
    —No —dijo el otro.
    —Entonces traiga dos whiskies y cóbrese.
    Me miró:
    —Voy pagando a medida que pido porque si no me empaquetan.
    Tomamos ésos y otros y después otros. Todas las veces Luis averiguaba si debía algo. De tanto en tanto pasaba algún amigo, lo palmeaba y le preguntaba cómo estaba. Entonces Luis giraba con cierto trabajo la cabeza e, invariablemente, levantaba el pulgar hacia el techo.
    —Siempre hay que decir que uno está bien. De lo contrario te escupen —comentó.
    Vi que acababan de aparecer tres policías, dos de uniforme y uno de civil.
    —Quédate piola —le avisé, entró la cana.
    Comenzaron a pedir documentos, pero no llegaron hasta nosotros. Se llevaron a cinco o seis personas, las que estaban más cerca de la puerta. Luis me miró como si acabase de verme.
    —Hermano —dijo—, creo que tengo malas noticias para mí mismo.
    —¿Qué pasa?
    —Lo de siempre. Tuve una agarrada fuerte con Marcela. Parece que le metí un par de trompadas. Yo casi ni me acuerdo. La cuestión es que se fue hace tres días y no tengo la más puta idea de dónde pueda estar.
    —Seguramente está en la casa de alguna amiga. Ya aparecerá.
    —Fenómeno, pero por lo menos podría llamar por teléfono.
    —Dale tiempo. Todo tiene su precio.
    Estaba muy deprimido. Traté de cambiar de tema, pero volvía sobre lo mismo.
    —¿Por qué no me acompañas hasta casa? Son pocas cuadras. En una de ésas volvió.
    Se agarró de mi hombro para sostenerse y enfilamos hacia la salida. Caminamos hasta la esquina, cruzamos la calle, y cuando quiso subir a la vereda le erró al cordón. Giró sobre sí mismo, cayó en cámara lenta y quedó de espaldas sobre el piso, en una posición bastante cómica. Me incliné para levantarlo y entonces me di cuenta de que el vino y los whiskies me habían hecho más efecto de lo que pensaba. Me fui hacia adelante y quedé cruzado sobre su panza. Me costó bastante trabajo desenredarme porque Luis insistía en querer levantarse con todo mi peso encima de él y para lograrlo se agarraba de mí.
    —Luis —le dije con tranquilidad—, vamos a organizarnos. Soltáme o no salimos más de este lío.
    Algunas personas se habían detenido cerca de nosotros. Vi sus piernas y cuando levanté la vista advertí que nos estaban observando con verdadera curiosidad.
    —Luis —repetí—, soltáme, voy a tratar de pararme.
    En ese momento debió de tomar conciencia de lo ridículo de la situación porque se largó a reír. No terminaba más. Mientras tanto yo había conseguido enderezarme.
    —Dame la mano —dije.
    Pero no podía parar de reír. Estuvo así un rato, de espaldas sobre el asfalto, agarrándose el estómago. Se había juntado más gente. Nos miraban desde algunos metros, sin acercarse, parecían más bien preocupados.
    —Le dio un ataque de risa —dije a modo de explicación.
    Lo tomé de una muñeca, me afirmé en el pie izquierdo y comencé a tirar. Pero era imposible, no me ayudaba y seguía riendo hasta las lágrimas. Probé varias veces, sin éxito. Finalmente, con gran esfuerzo, giró sobre sí mismo y quedó boca abajo. Se arrodilló, fue gateando hasta la pared, se agarró de un caño y consiguió pararse. Uno de los espectadores aplaudió.
    Lo tomé del brazo y nos pusimos en marcha.
    —Me voy a caer. Te prometo que me voy a caer —repetía.
    Y seguía riendo. Pese a todo llegamos hasta el departamento.
    —No vino, la desgraciada —dijo apenas entramos.
    Se metió en el baño. Sobre una de las paredes, con grandes letras negras, alguien había anotado: "Consejo útil: te envolvés en una sábana blanca, te la ajustas al cuerpo con un cinturón o un pedazo de soga, te rociás abundantemente con nafta, te prendes fuego, te tiras del piso veinte de un edificio cualquiera, en el amanecer de un día cualquiera, y caes como una estrella fugaz en su último y glorioso vuelo".
    Luis volvió con la cabeza chorreando agua y me vio leyendo:
    —¿Viste lo que me dejó escrito? ¿Es o no es una gran hija de puta?
    Trajo una botella y dos vasos. Después se desnudó y se acostó delante del ventilador.
    —¿Nunca pensaste en suicidarte? —me preguntó.
    —Sí.
    —¿Muchas veces?
    —Algunas. Como todo el mundo.
    —Yo lo estuve pensando en estos días. Solamente pensando. De todos modos, es absurdo lo que me pasa.
    —¿Qué te pasa?
    Meditó un rato:
    —Veámoslo así: si uno anda planeando la propia muerte también se supone que al despedirse debería hacerlo con las palabras adecuadas.
    —¿Qué tipo de palabras?
    —No sé, algo grande, bien pesado. Pero si me pongo a despedirme no encuentro nada grave ni profundo que decir. Todo lo que se me ocurre me parece muy pobre, tan pobre que me da vergüenza.
    —La muerte se encarga por sí sola de agrandar las cosas.
    —Lo sé, pero no puedo conformarme con eso.
    —Entonces el asunto no tiene salida.
    —Me parece que no.
    Busqué entre los discos y encontré uno del Modern Jazz Quartet: Fontessa. Lo coloqué y me serví un poco de whisky.
    —¿Te gusta eso? —preguntó Luis.
    Le dije que ya no lo sabía, pero que esa música había marcado por lo menos dos años de mi vida, hacía mucho. Me acosté en el piso y me puse a recordar la época de la calle Lambaré, el taller del padre de Miguel, las noches con Vera, cuando nos acostábamos sobre colchones de diarios. Oí la voz de Luis que me hablaba a mí o a nadie:
    —¿Qué pasó con nosotros?
    —¿Con quiénes?
    —Con todos nosotros.
    Creí entender a qué se refería, pero no hice comentarios. Era una pregunta que me había formulado muchas veces y jamás había encontrado una buena respuesta. Pensé en los amigos desparramados por el mundo, especialmente aquellos de los comienzos, cuando todo parecía fácil y lleno de sentido.
    —Hubo algo que pudrió todo —dijo Luis.
    Seguí callado. Repentinamente sentí que los años habían pasado demasiado rápido. Sin embargo, me dije, todavía había mucho por hacer, y quizá la cosa recién comenzara.
    —Yo pienso seguir —murmuré hablándome a mí mismo.
    Aunque no supe a qué venía esa afirmación. Escuché mi voz y me pregunté si en ella no habría más desesperación que certidumbre. O tal vez todo fuese producto del alcohol.
    No volvimos a hablar hasta que terminó el disco. Luis seguía acostado boca arriba sobre la alfombra, los brazos abiertos. Era puro huesos y pelos. Pensé que estaría dormido, pero cuando cesó la música se levantó y descolgó la guitarra. Recitó o cantó:
    Tengo algo que confesar: también yo en un tiempo frecuenté el templo de los setenta pórticos
    pero nunca llegaba hasta el último
    me tomaba una copita en el primero
    otra en el segundo
    y así.
    Nunca pude llegar a conocer
    el último pórtico.
    Después fue al teléfono y disco un número:
    —Habla Luis. Por casualidad, ¿no la viste a esa puta de mi mujer?
    Buscó una libreta, se sentó e hizo media docena de llamadas.
    —O no me quieren decir dónde está o desapareció en serio —comentó.
    Pareció resignarse y dijo que tenía hambre. Lo acompañé a la cocina. Puso a hervir agua. Sacó de la heladera una docena de huevos —lo único que había—, metió seis en la cacerola y dejó el resto sobre la mesada.
    —Tienen que hervir diez minutos —me dijo.
    Me encargué de controlar el tiempo, saqué la cacerola del fuego, le puse agua fría y volví al living. Después de un rato Luis se levantó y fue a la cocina. Oí que decía:
    —Qué raro.
    —¿Qué pasó? —pregunté.
    —Esto es muy raro —repitió.
    Llegué en el momento en que rompía el cuarto huevo de la media docena que no habíamos puesto a cocinar. Me miró extrañado:
    —No se hizo ninguno. Esto es muy raro.
    —Esos no son. Están allá —dije señalando la cacerola.
    Regresamos a la música con los seis huevos duros y el Frasquito de sal. Sonó el teléfono. No era Marcela. Era un amigo que lo invitaba a comer al día siguiente. Luis colgó y me preguntó si lo acompañaría a un asado.
    —No sé —dije—. Tengo que ir a Flores para hacer un llamado.
    —Lo haces desde acá.
    —No traje el número.
    Se acordó de algo. Revolvió unas carpetas y me alcanzó una hoja escrita a máquina:
    —Empecé una novela. Esta es la primera página. Guárdala, después la lees, tengo otra copia.
    La doblé y me la metí en el bolsillo. Luis volvió a tirarse de espaldas. Se sirvió whisky, me señaló con el dedo y dijo:
    —Escucha lo que te digo. Esta es la opinión de un pobre borracho: todo cuanto quepa en la mente de un hombre es absolutamente verdadero.
    Siguió delirando sobre el tema. Por momentos se enardecía. Finalmente calló. Entonces me metí en el baño y me di una ducha. Cuando volví, Luis seguía en la misma posición.
    —Me gustaría tener un cuchillo adecuado —dijo, mirando siempre el cielorraso— y encajarme un gran tajo en la cabeza y hacer que todo fluya, vomitar todo, lúcido, con conciencia.
    En la biblioteca reconocí la tapa de un libro. Se lo mostré.
    —¿Dónde está este tipo? —pregunté—. ¿Escribió algo más?
    —Lo mataron —me contestó.
    Dejé el libro en su lugar.
    —Voy a dormir un rato —dijo Luis—. Si te vas, aipagá la luz.
    Un minuto después estaba roncando.
    Entonces salí al balcón. Fumé mirando el cielo y la cima de los edificios. Pensaba en aquel libro, en quien lo había escrito, en aquella única vez que habíamos charlado. Recordé lo que me había contado de sus experiencias entre los aborígenes del norte, otros viajes por países de América, su amor por los gatos. Volví a formularme la pregunta de Luis. Me hice muchas otras preguntas. Me sentí cansado. Hubiese querido dormir, pero sabía que no iba a conseguirlo. Hubiese querido hallar en mí una idea, un sentimiento acorde con las circunstancias. Pero no encontraba más que vacío y estupor. De vez en cuando volvía la imagen de Vera. También la de Greta. Pensaba en ellas como hubiese podido hacerlo desde un lugar de destierro.

    SEIS
    Mi NOMBRE FUE MUCHOS NOMBRES. Ahora soy un guerrero cansado, arrojado a la sombra de este templo en minas, entre paredes ajenas, rodeado de cosas ajenas. Nada me pertenece. Sin embargo, todavía subsiste en mí la misma actitud de espera. Indago en el aire, en lo que está en el aire, en lo qué se oculta detrás del aire. Cae el día y me conduce de vuelta a las llanuras de sal, a las marismas. Batallas, escaramuzas, vigilias. El enemigo avanza sobre la ondulación del terreno, su Cuerpo incierto se acomoda entre el cielo y la tierra,tiene forma de mujer. Es el momento de atacar. Y yo atacaba, buscaba el centro, el fondo de la cuña, la matriz, el manantial de sangre, la vieja compañera. Emergía de esos encuentros como una bestia manchada, humeante, sucio de heridas mías y ajenas. Mis combates eran una furia callada. Buscaba inmediatamente la soledad. No para celebrar, sino para calmarme del asombro que en mí siempre adquiría toda forma de exaltación.
    Así fue mi vida. Gran cosecha de muertes, gran matanza sobre el campo de los años. Pero hubo otra batalla, anterior a todas las batallas, olvidada, remota, un sueño. No es la memoria lo que me habla de ella. Sino una voz que está en mi sangre antes de la primera reyerta, tal vez antes de mi primer berrido. Allá, en el fondo del tiempo, una espada más hábil que ninguna me mutiló una parte de mí mismo. Nunca sané de esa herida. La historia de mis campañas no es más que la crónica de un intento de recuperación. Y hambre. El hambre se convirtió en mi único incentivo. Nada puede ya alimentarme sino el hambre. Hay una brecha abierta en mí. Yo mismo me encargué de mantenerla viva y sangrante. Le enseñé a modular su llamado. Los días y las noches que me preceden están llenos de esa invisible telaraña, de esas sondas lanzadas por el animal que me hace compañía. Esa boca reclama lo suyo.
    En las marchas, en las fronteras, frente al fuego nocturno, la gravedad de esa carga me dio la ilusión de estar luchando por una causa valedera. Y seguía buscando el corazón del peligro. La cercanía de la muerte me devolvía a la juventud y a la inconsciencia. Así fue en las colinas de Lethe, en los desfiladeros de Ternesian, en los bosques de Goleria, en Trisinca, en las playas de Amaluen, en Tirzeba, en Bunar, en Mádana. Sitios de firmes nombres femeninos, marcados para siempre con el hierro oxidado y huesos de cadáveres.
    Mi brazo no llevaba odio, venganza, justicia, ansia de conquista, sino un objetivo más incierto. Extraía argumentos de mis propias carencias. Me decía que no importaba la meta, que estar en camino era un justificativo suficiente, que había una riqueza en mi vacío. Y hubo en algunos de esos días cierto aire de grandeza que parecía redimirme de todo. Esperaba, quería durar. Sospeché que tal vez aquello que perseguía no estuviese todavía en ninguna parte, sino que se generaría de mi propio afán. Que era necesario seguir, llegar a los extremos, para que desde allí surgiese la forma que debía complementarme. Y que no hay horas perdidas, que hay un plazo para todo.
    Por encima de mi voluntad, una determinación más poderosa seguía tejiendo, con la materia de mis días, un destino imprevisible. Me sometí al paso de los años, dejé que me lavaran y me pulieran con sus aguas. Entraba en batalla con firmeza, me abría paso sacándome los obstáculos de encima, no me desviaba, mi mirada buscaba otros horizontes. Nada podía tocarme. En el polvo, en las embestidas, ráfagas de ideas nuevas, intuiciones, premoniciones, venían a alimentar mi imaginación y mi fiebre. Mientras recibía y descargaba golpes supe que aquello que nos pertenece no se pierde jamás y que tarde o temprano vuelve a uno. Y que mientras tanto mi tarea era mantenerme alerta y libre. Que había una preparación, una maduración necesaria, hasta la hora precisa en que circunstancias, tiempo y lugar coincidieran para que las piezas encajaran y el juego se cerrara. Que lo único importante era la fidelidad a esa idea primera, a esa necesidad que me había arrojado a los caminos.
    Sorprendido por nuevos amaneceres, desconcertado por la claridad de otros crepúsculos, me pregunté si no sería yo también la parte escindida de otro cuerpo. No lo herido, sino lo perdido, lo escindido. Y si no habría algo, alguien, que me esperaba, que me buscaba con la misma intensidad con que yo buscaba. Y si mi nostalgia no sería la respuesta que se originaba a partir de un llamado que me alertaba, que llenaba el aire, que se metía en mi sueño. Yo no era solamente el buscador, sino también el buscado. Mis decisiones eran respuestas a ese poderoso imán que trabajosamente me iba guiando como a un ciego a través de un laberinto tratando de encontrar los caminos del regreso. Mi pie guerrero, al apoyarse en una tierra nueva, no sólo realizaba un acto de afirmación sino también de obediencia.
    De espaldas bajo las noches del verano escrutaba el crepitar de las estrellas, espiaba las señales de la tierra, presentía que alguien avanzaba hacia mí abriendo anchas brechas en el silencio. Supe que aquello que venía a mi encuentro no era una imagen de quietud. Que no sólo era un complemento mío, sino también mi rival. No venía a auxiliarme, sino a ponerme a prueba, a exigirme. El orden que tanto había buscado se sustentaba en la guerra, no en la paz. Mi paz era el conflicto. Y que, en resumen, nunca habría descanso para mí. Porque si yo, la otra parte, nos buscábamos, nos necesitábamos, era para trabajar uno sobre el otro, para modificarnos, para cercenarnos, para destruirnos, hasta que de ese trabajo mutuo cada 'uno lograra arrancar del otro la forma única que solamente él y nadie más que él estaba autorizado para rescatar. Que la rivalidad y la lucha serían el único punto de unión. Y siempre existiría una zona libre entre ambos, imposible de llenar, lugar de fricciones y en/remamientos, pero también laboratorio de toda legibilidad de creación.
    Allí, en el centro de la tormenta, en el relámpago, nacería finalmente un germen, diferente de mí, diferente de mi opuesto. Y esa fuerza sería la pesa que en la balanza establecería el equilibrio, la que regularía los choques, la que justificaría búsquedas y afanes. Y así para que en los dos se cumpliese lo que había sido prefijado, aquello que nos había destinado a errar por los senderos de la tierra, para enfrentarnos algún día, en d asombro de una mañana cualquiera, despojados, desnudos, con lo único que cada uno habría conservado y alimentado: urgencia asesina y carga de amor.


    SIETE
    DEJÉ A Luis DORMIDO, bajé a la calle y antes de tomar el colectivo para Flores, decidí pasar nuevamente, por el bar. Manuel seguía en la mesa, ahora con un grupo. A su lado, un rubio mofletudo estructuraba con entusiasmo una apología de la masturbación. Arrimé una silla y me puse a escuchar. La paja,la paja, según el no había nada mejor que una buena paja. Remató su exposición inclinándose hacia su vecino y diciendo en tono misterioso:
    —No sé si te habrás dado cuenta de que la mano aprieta más que la concha.
    Después explicó, con detalles minuciosos, diferentes métodos para hacérsela, varios de ellos muy sofisticados, algunos inventados por él y otros heredados.
    La gente se fue renovando. Apareció un flaco con unos libros bajo el brazo. Me lo presentaron. Lo conocía de nombre, alguien me lo había nombrado anteriormente, acababa de publicar una novela. Le hicieron lugar y se sentó. Un melenudo de anteojos comentó que el libro del flaco le había interesado mucho, pero que la creación, como todas las cosas, debía expresar fundamentalmente orden y equilibrio, debía establecer una exacta relación entre el yin y el yan. —Tu novela es muy yan —concluyó—, totalmente yan.
    El flaco fue hasta el mostrador y volvió con una botella de gin. La destapó, puso un ejemplar de su libro sobre la mesa y lo roció abundantemente.
    —Ahora ya tiene gin y yan —dijo—. Si es necesario le podemos agregar más.
    El otro no festejó la broma, sonrió y trató de insistir. Pero ya nadie le hizo caso. De todos modos, durante un rato sólo se habló de aquella novela. Hubo elogios, también algunas objeciones, no muchas.
    —Yo la leí y me parece un gran libro, de los mejores —dijo una mujer de pelo gris, cincuentona, poeta, según supe.
    Se dirigió al flaco:
    —Me pregunto cómo haces para conseguir un estilo tan seco, tan aparentemente despojado y al mismo tiempo tan rico.
    El la miró serio:
    —Gracias al vino blanco común, señora.
    Hizo una pausa y agregó:
    —Pero en botella de litro, nunca de litro y medio.
    Después todo el mundo se puso grave. Aparecieron algunos nombres de escritores conocidos, en general amigos de uno o de otro. Se los atacó y se los defendió. Cada cual quería decir lo suyo, las voces fueron subiendo de tono y hubo acusaciones e insultos, aunque la cosa no pasó de los gritos. Yo no había leído uno solo de todos los libros que nombraron, así que no me sentí obligado a intervenir. Me parecía que dentro de esa escena ya había estado muchas veces, y no recientemente, sino desde hacía años, cuando había comenzado a frecuentar los bares. Y que siempre se repetía lo mismo. De todos modos, los muchachos se expresaban con seguridad e inclusive con cierta elegancia, algunos parecían realmente importantes. Había un barbudo que se las sabía todas. Era uno de esos tipos que impresionan de entrada. Hablaba con la boca y hablaba con las manos. Cada vez que soltaba una palabra era como si escupiera oro. Dejé de escucharlo y me puse a mirar sus gestos. Entonces me acordé nuevamente de aquel libro en la biblioteca de Luis.
    La charla derivó hacia el sentido de la literatura, la función del creador en una sociedad como la nuestra y todas esas cosas. El barbudo, cada vez más sabio, seguía reinando en la mesa. Manuel lo interrumpió:
    —Un escritor que está de moda siempre termina cojiéndose a alguna mina que esté de moda. Para eso sirve la literatura. No jodás más.
    La hora —eran más de las cinco— terminó por echar a los que se habían ido quedando. Manuel me propuso dormir en su casa. Salimos en el momento en que paraba un patrullero. Desde la esquina vimos que bajaban dos policías y se metían en el bar. Apareció un taxi y lo tomamos. Manuel vivía en un edificio curioso, que me recordó un laberinto: corredores, arcadas, patios. Destapamos una botella de vino yseguimos la charla un rato más. Hablamos de la situación general, de sus experiencias en periodismo, de los que se habían mantenido fieles a lo suyo, de los que se habían entregado. También él había estado cerca de asesinatos y desapariciones. Finalmente me acosté en el suelo, sobre unos almohadones. La última imagen, antes de dormirme, fue la figura de Manuel trepado sobre el alféizar de la ventana meando hacia el jardín del edificio.
    —Que se jodan los vecinos —decía. Cuando desperté me acordé inmediatamente del llamado que debería haber hecho. Busqué el baño y me lavé la cara. Apareció una muchacha con acento provinciano. Me informó que Manuel seguía durmiendo y que la señora había salido. Me senté a esperar. Encontré la hoja que me había dado Luis. La leí:
    "Primero debo confesar que Batman soy yo. Después veremos. También mi hijo sostiene- que es Batman. Va a cumplir cuatro años, no sabe lo que dice. Suscita situaciones como ésta: hace tres meses la madre lo llevó a Olivos, a la clínica donde nació. No había vuelto ahí desde que lo sacamos, al día siguiente de su nacimiento. La clínica es una casa que no se diferencia en nada de las otras de la cuadra. Bajaron del colectivo en la esquina y él se adelantó corriendo, se paró delante de la puerta y comenzó a golpear con los puños y con los pies. Mientras tanto giraba la cabeza y decía: 'Venimos acá, ¿no es cierto que venimos acá?'. '¿Porqué decís que venimos acá le preguntaba la madre. Y él: 'Sí, sí, venimos acá, ¿pero cómo lo sabes?” “Porque acá hay un cielo azul”, contestó. Pero no es Batman (Ayer, 17 de mayo, fue al zoológico y un mono le mordió un dedo: le pasa de todo.) Antes de continuar advierto que dejaré algunas incógnitas sin resolver: ¿Hubo venganza después de la masacre de Navidad? ¿Dónde fue a parar el silbido? ¿Volvieron los monjes? Si mi madre fuese tuerta, yo, sin duda, sería el hijo de la tuerta".
    Decidí llamarlo. Tardó en atender. Estaba durmiendo.
    Le costó entender con quién estaba hablando. Tuve que gritar. Soltó un par de incoherencias, tal vez la continuación de un sueño. Finalmente me reconoció.
    Dijo:
    —Pasá a buscarme. Necesito consultarte algo muy importante.
    Mientras tanto se había levantado Manuel. Nos sentarnos en la cocina y pusimos a calentar agua para el café. Costaba asumir determinaciones. Había ambiente de "después de la joda". Fumamos en silencio, mirando por la ventana. Afuera se insinuaba el calor.
    —Lo que vendría bien ahora —sugerí— es una buena cerveza. Para asentar el estómago. Es el mejor desayuno.
    Manuel rió, pero después llamó a la muchacha: —Anda hasta el almacén y trae una cerveza, bien fría.
    Fue y regresó con una botella de litro que tomamos muy prolijamente. Manuel volvió a llamarla:
    —Anda y compra otra, bien fría.
    La trajo y la tomamos, también muy prolijamente.
    Mientras tanto hablamos de mujeres, de peleas, de amigos, del coche que yo había chocado y de los varios que él había destruido. Se había creado un lento clima de alegría matinal, fomentado por las dos botellas y la resaca de la noche anterior. No daban ganas de salir a la calle, y hubiésemos seguido tomando cerveza o cualquier otra cosa, pero Manuel tenía un compromiso.
    —¿Vos qué haces? —preguntó.
    —Voy para el departamento de Luis, quiere hablarme.
    —Me queda de paso. Te llevo.
    Tomamos un taxi. Cuando cruzamos Maipú oí que Manuel decía:
    —Ahí va nuestro Premio Nobel.
    Miré por el vidrio trasero y vi a Borges, avanzando cuidadosamente por la vereda, la cara vuelta al cielo, guiado por una mujer joven. Paramos a la vuelta. Luis todavía dormía. Mientras se lavaba le pregunté qué necesitaba consultarme. No se acordaba.
    —Soñé toda la noche con Marcela —dijo—. Voy a tratar de no dormir más.
    —Buena idea.
    x.
    —Me esperan para un asado, por el lado de San Isidro, acompáñame.
    Le dije que era muy lejos y no teñía ganas de viajar con ese calor:
    —Además tengo que volver a Flores para hacer un llamado.
    —Vamos en coche. Me lo entregaron ayer —insistió.
    Me dejé convencer. Bajamos y caminamos unas cuadras. Luis estaba de mejor humor. Durante el trayecto hizo algunas bromas y me comunicó un par de planes referentes a trabajos y un viaje a la India.
    —Este es mi coche —dijo como si me presentara a una persona.
    Tenía un Ami 8. El estado causaba alarma. Las dos puertas del lado del volante estaban sujetas con alambres, no se podían abrir. Los guardabarros delanteros prácticamente no existían. El techo tenía una gran abolladura en el centro. La trompa estaba hundida. El piso del lado del acompañante había desaparecido, se veía el asfalto y había que estirar las piernas para no meterlas en el agujero. La pintura era como un mapa, saltada por todas partes, parecía un coche camuflado. Del tapizado no quedaban más que jirones.
    — ¿Qué es lo que te arreglaron? —pregunté.
    —Un detallecito en el motor.
    Pese a todo arrancamos sin demasiadas dificultades y cuando entramos en la avenida levantamos cierta velocidad. Pero el caño de escape estaba cortado justo debajo de nosotros, hacía un ruido infernal y adentro se llenaba de humo.
    — ¿Cómo podes andar así? —le pregunté.
    —El coche anda fenómeno —me contestó—. El único problema es la policía que me para a cada rato.
    Tomamos por Libertador y antes de cruzar la General Paz un colectivo nos encerró y nos mandó contra el cordón. Luis consiguió frenar y en el primer semáforo lo alcanzó. Se le puso a la par y lo puteó cuatro o cinco veces. Apareció la luz verde. Antes de arrancar, el colectivero asomó la cabeza y le gritó:
    —Por qué no te vas a jugar a las muñecas con los abortos de tu mamá, maricón.
    Me pareció que Luis había quedado bastante desconcertado por el insulto, tardó unos segundos en reaccionar. Su único comentario fue:
    - Que lo parió.
    Cuando nos movimos, el colectivo ya estaba lejos.

    OCHO

    Nos METIMOS EN UN BARRIO de jardines y tejados rojos. Cruzamos frente a una pequeña iglesia en el momento en que terminaba la misa. La calle se pobló y tuvimos que disminuir la marcha: gente con aspecto de día de fiesta, limpia, afeitada, trajeada, sonriente, despreocupada, descansada. Dejamos el coche en un lugar sombreado y anduvimos unos metros. Nos precedía una muchacha. No caminaba, bailaba, las caderas duras en el pantalón rayado, acariciaba las ramas bajas, arrancó la flor de un arbusto, cruzó el asfalto saltando, se metió en un parque, arrojó la flor al aire, saludó a alguien levantando un brazo: toda una muchacha de domingo.
    La casa donde íbamos daba sobre la barranca. Abajo se veían la costa y el río. Luis me presentó a Dora y Alfredo. A sus hijos: Patricia de nueve años, Osvaldo de siete y Sandro de cuatro. También a un amigo de la familia, Pepe, que vivía en una carpa, al fondo del terreno. A través de la ventana vi que afuera había más gente, unas quince personas. En un costado humeaba el fuego del asado. Inmediatamente aparecieron un par de vasos llenos.
    — ¿Qué festejan? —preguntó Luis.
    —Nada —contestó Dora.
    —Podríamos festejar la desaparición de Tito —dijo
    Pepe riendo.
    — ¿Quién es Tito? —El perro de los vecinos.
    Dora nos contó que los franceses de al lado tenían un perrazo muy bravo. Andaba suelto por el terreno y en cuanto veía a alguien en el jardín no paraba de ladrar y de abalanzarse contra el alambrado. En una oportunidad se había escapado a la calle y había atacado a dos personas. No se trataba solamente de la molestia por los ladridos, sino del temor de que en cualquier momento lograra pasar para este lado y mordiera a alguno de los chicos. Primero habían hablado con los vecinos, habían discutido, pero sin resultado.
    —Pepe quería envenenarlo —continuó—, pero hubiese sido demasiado evidente. Después se le ocurrió la idea de arrojarle todos los días un par de albóndigas, carne picada mezclada con anfetamina en polvo. El animal se puso tan raro que los franceses comenzaron a preocuparse. A medida que pasaban los días fue empeorando, estaba totalmente loco. Por fin se asustaron y decidieron mandarlo al campo, a la chacra de unos parientes. Eso fue antes de ayer.
    El que más se divirtió con la historia fue el mismo Pepe, no paraba de reír.
    —Necesito un voluntario para ir a comprar un poco más de pan —dijo Dora.
    Me ofrecí. Patricia me acompañó para indicarme el camino. No era lejos, unas pocas cuadras. Mientras caminábamos hablamos de sus estudios y del colegio de monjas al que concurría. Cuando salimos del almacén me preguntó:
    — ¿Querés que lleve la bolsa?
    —No, yo todavía puedo hacerlo —dije riendo.
    Me miró de costado y sonrió con complicidad. Después bajó la vista y caminó en silencio. La observé desde arriba. Con el vestido largo y floreado, las medias blancas y los zapatos de charol negro, el pelo suelto y rubio, los ojos transparentes, la delicadeza de los modales y la voz, tenía un aspecto dulce y antiguo, que me causaba placer. Me gustó aquel paseo bajo el sol.
    Dejamos el pan en la cocina y salimos al jardín, bajo los árboles. Entre los invitados descubrí la cara de Alarcón, un tipo que nunca me había gustado. Era muy amigo de Elda, una bailarina-pintora-actriz-escritora que había salido conmigo hacía tiempo, aunque no más de dos meses. En cierto modo me la había presentado él, una noche, en el viejo bar Ramos. La muchacha había sido, aparentemente desde siempre, algo así como su amor imposible. El jugaba el papel de amigo y confidente. Y también amigo de sus machos de turno. Era una forma triste de estarle cerca. Pero ésa era la historia. El resultado fue que, en esas semanas, salvo cuando estábamos en la cama, lugar donde fuéramos inevitablemente aparecía Alarcón.
    Ni bien me vio se vino. Yo me había acomodado sobre un tronco, dispuesto a disfrutar de la sombra y del vino fresco. Bastó que lo tuviera cerca para ponerme de mal humor. Se notaba que había empezado a tomar temprano. Saludó y se me sentó al lado. Averiguó esto y lo otro, por dónde había andado, si había estado fuera del país, si vivía en pareja, si estaba trabajando. Daba muchas vueltas y sospeché que se traía algo entre manos. Finalmente me preguntó si sabía que Elda se había suicidado, en Brasil, hacía menos de un año. Le dije que no, que no estaba enterado. Lo cual era cierto. Pero el tono de mi voz no debió ser el adecuado porque inmediatamente comentó: —Parece que no te importa.
    No fue una apreciación, sino más bien una acusación.
    —No, no me importa —dije. Vi que se indignaba, pero se contuvo. — ¿Cómo es posible? Vos la conociste bien, anduviste con ella —protestó.
    — ¿Y eso qué tiene que ver?
    — ¿Cómo qué tiene que ver? Era una mujer maravillosa. A vos te consta.
    Sentí que acababan de comenzar a arruinarme el día. Alarcón poseía esa virtud, jamás aparecía con una buena noticia. En ese momento creí descubrir por qué lo detestaba. El continuaba con su lamento:
    —Era una gran mujer, una muy buena persona. —De buena no tenía nada —dije—, era cínica y estaba llena de violencia. Además, las buenas personas siempre me dieron en el forro de las pelotas. No me jodás más. Quiero comer un pedazo de carne tranquilo.
    Esta vez reaccionó:
    —Sos un hijo de puta. Está muerta.
    —Se suicidó, ¿no? Ella lo eligió.
    —¿Cómo podes hablar así?
    No era exactamente eso lo que yo pensaba de Elda, o por lo menos no era lo único. Pero la cosa se estaba poniendo pesada. Y después seguramente sería peor. Así que trataba de cortar por lo sano. Alarcón se levantó y se alejó con paso incierto. Pensé que se había dado por vencido. Volvió a los pocos minutos, con una botella de vino. Se sentó, llenó el vaso y se lo tomó sin respirar. Intuí que ahora vendría la parte brava: las confesiones, los recuerdos. Inesperadamente me dijo en tono confidencial:
    —¿Sabes una cosa? —y me llamó por mi nombre—. A veces pienso que no había nacido para ser mujer. Tenía grandes proyectos, grandes aspiraciones. Y al mismo tiempo era como si comprendiera que estaba limitada. Poseía una lucidez total.
    Yo había conseguido que me alcanzaran una costilla y masticaba en silencio, mirando hacia adelante. Pasó Patricia y me sonrió. Alarcón seguía en el mismo tono:
    —Un día me dijo: "No pienso llegar a vieja".
    Había bajado la voz, deliraba, se indignaba, filosofaba:
    —La gran enemiga es la vida. Siempre te inventa argumentos e incentivos para seguir. Los disfraza con poesía, con heroísmos, con belleza, con sexo, con religión, con amor. Generalmente uno cae en la trampa. Pero ella es la gran enemiga. Te usa y no te deja nada. Por más que uno trate de defenderse, al final termina por creer y aceptar. Por eso a veces entiendo a los que se le oponen. No es un acto de desesperación, ni de debilidad. Sino una rebelión, una elección. Elda era muy consciente de todo eso.
    Se había inclinado hacia mí y tenía su cara cerca de la mía.
    —Me estás escupiendo el asado —dije.
    Se enderezó. Me miró comer durante un rato. Preguntó:
    —¿Vos qué opinas?
    Lo vi tan reventado que por un momento me dejé enganchar.
    —Mira —le dije—, Elda era mucho más superficial de lo que vos pretendes. Quería vivir bien y sin demasiados esfuerzos. Razonaba, era inteligente, tenía capacidad de análisis, sobre todo cuando se trataba de los demás, pero su propia vida era un desastre. No pudo aplicar una sola de todas las teorías que defendía.
    Ahora Alarcón tenía la vista fija en el suelo y hacía girar el vaso entre las palmas de las manos. De pronto dijo:
    —¿Sabes que ella te quería mucho, no?
    Esta vez fui yo quien lo estudió con atención. Llegué a la conclusión de que estaba demasiado borracho para haber preparado esa frase de antemano. De todos modos, había vuelto a irritarme.
    —¿Por qué no te vas? —le dije amablemente.
    Fue como si no hubiese hablado. Lo que siguió fue todavía más sorpresivo:
    —Tenía alegría, sentido del humor. Vos estabas con nosotros el día que entramos en un cine a oscuras y se sentó sobre las rodillas de un tipo. ¿Te acordás lo que dijo?: "Perdón, señor, creí que era un sombrero".
    Recordaba la anécdota, y en su momento nos habíamos reído. Pero ahora, con Elda muerta, yo comiendo asado y ese tipo a punto de llorar, todo resultaba demasiado grotesco. La situación estaba alcanzando límites alarmantes. Busqué a Luis con la mirada, pero no estaba por ninguna parte.
    —¿Te acordás la vez que fuimos al Tigre?
    —Alarcón —lo interrumpí—, no quiero oír hablar más de Elda. Ya me enteré de lo que pasó. Basta.
    Dora vino hacia nosotros con una bandeja. Me serví. Alguien había conseguido colgar un par de parlantes entre las ramas y teníamos buena música. Alarcón seguía:
    —Vos no leíste las últimas cosas que escribió. Unos textos increíbles.
    Más allá, alrededor de la mesa, el grueso del grupo se divertía. Una petisa pelirroja, manchada de pecas, cara de guerrera, se paró sobre una silla y anunció que dentro de un rato se iniciaría un campeonato de truco por parejas. Levanté el brazo y grité mi nombre para el sorteo. Volví a oír la voz de Alarcón:
    —Se había casado en San Pablo, con un industrial, un tipo de mucha plata. Por suerte no tuvieron hijos.
    —De tus padres no se puede decir lo mismo —dije.
    Esta vez la reacción fue mínima, casi sin fuerza:
    —Sos un hijo de puta.
    Me serví vino y prendí un cigarrillo. Se me acercó Luis.
    —¿Cómo va? —pregunté.
    —Bien, bien. Me estoy enganchando una mina que es una bomba. Está con el marido, pero ya veré cómo llevármela aparte.
    Se lo notaba muy excitado. Tomó un trago de mi vaso, a manera de brindis, y se fue.
    —Algún día te vas a arrepentir de todo —dijo Alarcón con dificultad.
    —Algún día me habré remontado a las estrellas, como Elda, como vos y como todos. No jodás más.
    Me miró con los ojos húmedos:
    —¿Qué te pasa? ¿Qué pretendes?
    —Lo único que pretendo es que no me jodan —dije—, nada más que eso.
    —Sos un hijo de puta —murmuró, cada vez con menos convicción, sacudiendo la cabeza.
    Había en esas palabras suspiradas un resentimiento antiguo y había, fundamentalmente, una irreversible aceptación de derrota. Me sentí mal ante la evidencia de esa entrega. Lo que hablaba en él no era dolor, sino debilidad. Estuve a punto de pegarle por haberme contagiado con toda esa basura.
    —¿Por qué no te suicidas vos también? —dije despacio.
    —Sos un hijo de puta —volvió a murmurar.
    La pecosa estaba sorteando las parejas. Tomé mi vaso y me uní al grupo. Presencié el primer partido. Intervenía justamente la promotora del campeonato, la pelirroja. Hasta ese momento no había dejado de gritar y saltar, pero ni bien empezó el juego se volvió calculadora y concentrada, dirigía a su compañero y manejaba los tantos con la precisión de una computadora. Fue un partido reñido, llegaron a 11 buenas iguales. Ella jugó muy bien la mano siguiente v, sin cartas, robó dos tantos y se pusieron 13 a 11. Después 14 a 12. En la jugada siguiente volvieron a empatar en 14. En la última no hubo envido, ninguno de los cuatro podía sumar veinte, pero las dos parejas estaban muy bien para el truco. La pelirroja y su compañero habían ligado el as de espadas y dos tres. Sus rivales, el as de bastos y el siete de oro. Mucho juego para una última mano. Con esas cartas la pelirroja pudo haber perdido, pero las cosas le salieron bien. Jugó un tres en la primera y los otros mataron con el siete. Después atoraron con el as de bastos, pero se encontraron con el as de espadas en mano del pie. Lo más alto que les quedaba era un caballo, y perdieron frente al segundo tres de la peliroja.
    Cuando cayó el último naipe la petisa se soltó, levantó los brazos, dio un grito y abrazó a su compañero. Luis, desde el otro lado de la mesa, me guiñó un ojo y me dio a entender que ésa era justamente la conquista de la que me había hablado. Oí que alguien a mi lado decía:
    —¿Qué tal?
    Era Alarcón.
    —Quiero hablar un rato con vos —dijo.
    —¿Sobre qué?
    —Solamente conversar.
    Me aparté y caminé hasta el otro extremo del terreno. Había un grupo de árboles, elegí uno y me trepé. Busqué las ramas más altas y me senté en una horquilla. Desde allí podía ver la mesa, los jugadores y los jardines de las casas vecinas. También vi que Alarcón se había alejado del grupo y deambulaba con paso incierto, tal vez buscándome.
    Alguien me estaba llamando, a mis espaldas. Giré la cabeza y, a mi misma altura, entre las hojas y las ramas de otro árbol, distinguí el vestido y luego la cara de Patricia.
    —¿Cómo va? —grité.
    —¿Qué estás haciendo en el árbol? —preguntó.
    —Mirando el mundo desde arriba.
    —¿Cómo se ve?
    —Bastante mejor.
    —¿Siempre te subís a los árboles?
    —Cada vez que puedo.
    —¿Por qué?
    —Me gusta. ¿Y vos?
    —También, porque me gusta.
    —Estamos iguales.
    —Pero yo tengo nueve años.
    —Yo también.
    Charlamos un rato, siempre a los gritos, hasta que desde la mesa vociferaron mi nombre. Bajé y me senté a jugar. El que me había tocado por compañero era un demente. Llevábamos cinco tantos de ventaja y, sin necesidad, echó una falta envido con veintitrés. Lo pescaron y no duramos ni cuatro manos más.
    —Amigo —dije—, ¿dónde aprendió a jugar?
    Pero hubiera querido patearle la cabeza porque me disgustaba perder. Me levanté y me fui a caminar con Dora, Luis y los dos chicos varones.

    NUEVE

    CUANDO VOLVIMOS SE HABÍAN IDO algunos de los invitados, también Alarcón. Alrededor de la mesa se cantaba y se charlaba. Fui a tirarme en el pasto, detrás de la casa, junto al cerco de ligustros que separaba el jardín de la calle. Se estaba bien ahí, acostado, con toda esa claridad arriba y el río enfrente. Arranqué una hoja y me la puse en la boca. Esa hora, agobiante, vacía, me recordaba otras, me devolvía a esos escasos momentos en que, sin habérmelo propuesto, lograba desterrar de mí el peso del pasado y la incertidumbre del futuro. Yo no era más que esos minutos, a lo sumo ese día, con su carga de acontecimientos triviales, con esa especie de ceguera provocada por el exceso de luz y que sin embargo parecía concentrar todas mis posibilidades. Allá lejos, en la franja donde se fundían cielo y agua, inmóvil para siempre, una chata arenera. En el aire, en la quietud, solamente el zumbar de un insecto. Alguien se asomó a la puerta trasera de la casa, aunque no salió de la sombra. No supe quién era, pero esa figura se grabó en mí como una imagen imperecedera. Después advertí el ruido de un motor distante, tal vez un bombeador. Su ronroneo se sumó a los rumores de la tarde y se diluyó también en ese silencio poblado. La calma era más grande que todo. Entonces saqué mi libreta y me propuse registrar ese día.
    Me coloqué boca abajo y anoté las primeras impresiones. Pasto seco, terrones de tierra, una pelota de goma, un pedazo de diario, restos de una raqueta de tenis, la sombra de un árbol contra la pared encalada, la presión de mis codos contra el suelo, la euforia y la pesadez del vino, una quietud en mí que era casi una forma de felicidad. Me dije: Bueno, acá estamos, hasta acá llegamos. Pensé que, por un lado, yo era el que había tratado de ser, pero por otra parte era también lo que habían hecho de mí. Y cada vez me costaba más trabajo distinguir entre uno y otro. De todos modos, ése era mi día. Bien o mal, uno de los días de mi vida. Después tal vez desaparecería. O continuaría siendo en esa forma misteriosa en que las cosas son sin uno. Un día y día domingo. Recordé la mañana, la cerveza, el coche de Luis, la charla con Alarcón, la casa desmantelada, los cuadros que cubrían las paredes, entre los cuales había descubierto uno de Jorge de la Vega, el día alto, la permanente sensación de no estar en el lugar adecuado, los hijos de Dora sentados sobre una plancha de madera deslizándose por la barranca, los revolcones, las risas, el llanto de Sandro, el más chico. Me vi a mí mismo anotando todo eso,tomando conciencia de lo absurdo de mi propósito, de lo inacabable de esa tarea.
    Levanté un trébol con una hormiga encaramada en él. Lo di vueltas entre los dedos, lo estudié, lo analicé, admiré las formas, los colores. Consideré los tres elementos que tenía frente a mis ojos: el trébol y su verde intenso, la obstinación y la firmeza de la hormiga, la palidez y la vida de mi mano. En ellos estaba el mundo. Y en mí, que los observaba, mucho más pobre que ese accidente, también mi historia. Me dije que no me bastarían esas horas, ni todas las que me esperaban en los próximos días o años, para agotar lo que me sugería y me negaba ese conjunto, para indagar las relaciones, para plasmar las fantasías, las analogías, lo que significaban individualmente, lo que sugerían como grupo, lo que en mi imaginación las unía y las separaba y las volvía a unir. Y el tiempo. El hecho de que hubiesen coincidido ahí, en esa tarde de verano, en un año determinado, en una hora determinada, presentes en esa cita fijada vaya a saber por qué circunstancias, vaya a saber cuándo. Pensé en la fugacidad, en lo inapresable de esas ideas. Me dije que esas especulaciones no significaban nada. Y al final, siempre la pobreza de la palabra, una lapicera dibujando trazos inútiles en una libreta de almacenero.
    Todo tenía cabida en ese día y en su luz. Me sentí perdido, pero también exaltado por cierta riqueza que no podía dominar y que sin embargo adivinaba en esa liebre que giraba en el aire y en mí. Estar ahí, en ese instante preciso, implicaba una larga travesía. Significaba haber estado anteriormente en otras tierras, haberse arrojado sobre otros pastos, haber saboreado el amargor de otras hojas. Nada de lo que me había pertenecido estaba excluido, nada permanecía ajeno a esa experiencia del trébol y la hormiga. Desde allí podía partir, en un viaje de regreso, hasta los primeros años, los primeros días, el primer minuto. Tal vez hasta cosas anteriores. Recuerdos llegando como una marejada a través del aire caliente. Una fuente de agua fresca, un lago, una moneda arrojada bajando hacia el fondo, ovejas, un perfume, un cadáver al costado del camino entre las flores y la hierba nueva. Y ese atardecer, el sur (volvía a mi casa durante una nevada, cruzaba una loma que en un tiempo había sido un cementerio, subía en el silencio, rodeado por los grandes copos, y de pronto me había faltado la nieve delante de los ojos, estaba pasando bajo las ramas de un árbol, entonces había divisado a mi derecha, unos cincuenta metros más arriba, otra figura, oscura, perdida en la blancura, solitaria, seguía mi misma dirección, avanzábamos paralelos, caminábamos sobre el corazón de los muertos, íbamos dejando pisadas).
    El día tenía su drama y su grandeza. Un día, un día, pero, ¿qué era finalmente un día? Tal vez sólo esas divagaciones mías, ese intento de retenerlo, de fijar algunos detalles, dejando otros, condenándolos al olvido. Fijar cosas como colores, perfumes, olor a agua estancada cerca de la orilla, en las últimas calles, el bar increíble donde Dora había hablado por teléfono (o había intentado hablar porque el aparato estaba descompuesto), la pintura descascarada en las vigas del techo (pintura blanca, cáscaras grandes, levantadas, que dejaban ver el color de la madera). Y olvidar —ya no olvidar— el perro rengo que entró en escena un par de veces, los dos pájaros blancos —gaviotas, palomas— volando juntos a gran altura en un cielo vacío, la baranda rota, la mariposa aleteando entre los dedos de Sandro, la mujer que vio el cartel de venta en el frente de la casa y entró a preguntar el precio, las cuentas color caramelo que se desprendieron del collar de Dora y quedaron sobre el almohadón donde había estado sentada, la charla acerca de lo bueno que es tener un lugar como ése para criar los hijos, la posibilidad de experiencias, de descubrimientos menudos y sin embargo importantes, la salud, la alegría. Y olvidar también —ya no— la ondulación suave del terreno de la esquina (la asociación con otras ondulaciones), las manos y las caras enchastradas con jalea de los dos chicos, Alfredo en el baño con el torso desnudo y la boca lastimada por una pelea reciente, yo trepado a un árbol, yo pateando limones verdes por el asfalto, yo llevando a Sandro sobre los hombros. El paseo a lo largo del canal, los botes amarrados, la llegada a la orilla, los chicos escapándose, persiguiéndose, desvistiéndose, metiéndose al agua. Nosotros quitándonos los zapatos, los pies hundiéndose y el barro brotando entre los dedos. Y este pensamiento: barro americano, aguas de un gran río americano, vegetación, arbustos, juncos, sauces, iguales cientos de años antes de nosotros, antes de los techos rojos en la barranca, antes de los colonizadores sobre estas costas. Nuestras figuras detenidas, absortas, desconcertadas en la claridad, intercambiando algunas palabras, moviéndose como si todo fuese demasiado grande para intentar nada definitivo.
    Nosotros y nuestro día. Esas horas que se consumen, que se estabilizan, que permanecen con la recuperación de algunas imágenes: lanchones, veleros en movimiento, lentos, integrados al paisaje (cuesta creer que bajo esos triángulos haya gente que piensa y habla). Detalles de este día, múltiple, cargado, inacabable, un incentivo para la euforia o el desaliento. Nuevamente yo anotando todo. Diciéndome que ese día, con su carga de dudas y conflictos, era también la consecuencia de una vieja inercia, el resultado de un largo abandono. Lo que se movía en la luz, lo que hervía en ese círculo de fuego, no eran solamente posibilidades, proyecciones, lazos, sino una multitud de anhelos estancados, mutilados, condenados a sucumbir. El día, en resumen, representaba la imposibilidad mía para conectarme con otra cosa que no fuese confusión. Pensé que me hubiesen bastado un par de ideas claras, un par de objetivos, una voluntad, para sembrar orden a mi alrededor. Que toda esa dispersión de intenciones en el sol, en la memoria, no estaba lejos de la posibilidad de engendrar un camino, de hallar un sentido. Bastaba con que me afirmara en un solo concepto del cual estuviese realmente convencido. Lo que me arrancaba al día de las manos, lo que me lo volvía cada vez más ajeno, no era su multiplicidad, sino la indiferencia que siempre le había opuesto. Imaginé, descubrí, sentí que los términos podían invertirse. Que yo era, en realidad, el creador de ese día y su desconcierto. El generador de esa vastedad y cuanto sugería. Me sentí dueño de mi vida y recordé que no era la primera vez que ocurría. Pero, también ahí, me asombró la facilidad con que siempre lo olvidaba.
    Inesperadamente, en la pesadez, en el abandono, hubo una insinuación de viento. Un golpe de brisa venida desde el río. Uno solo. O tal vez fue pura imaginación. Pero ese movimiento, real o no, dio vuelta el Mundo, lo puso al revés. El jardín, el horizonte, cuanto había en ellos, giraron como la rueda de un molino. Por un instante el agua estuvo arriba y el cielo abajo. En el centro, todo el resto, confundido, se mezcló como un mazo de naipes. Después volvió la calma. Pero ya no era lo mismo. Cada cosa había adquirido
    una cara diferente. Espié maravillado ese milagro. Aceche, esperando una nueva sacudida. Pero no se produjo. Me dije que ya era hora de desterrar de mí toda rigidez. Que debía abandonarme a esos golpes de viento, aceptar, entrar en el remolino sin temor, también con cierta mirada benevolente hacia mis propias debilidades.

    DIEZ

    ME COLOQUÉ BOCA ARRIBA y me dediqué a mirar el cielo. Oí voces. A través de los arbustos pude ver a Patricia discutiendo en la calle con un pibe de su edad. Parecían muy enojados ambos. Presté atención.
    —Qué sabrás vos, tarado —decía ella.
    Y él:
    —Callate, idiota.
    —Anda, boludo.
    El, manoteándose la bragueta:
    —Toma, agárramela.
    Ella, encogiéndose de hombros:
    —Si no tenés nada.
    El, separando las manos:
    —Una así de grande.
    Ella:
    —En el culo.




    Y se metió en la casa. Volví a tomar mi libreta y anoté también ese diálogo.
    Me reuní con la gente. Apareció una mujer con una carpeta de dibujos. Los mostró, preguntó qué nos parecían, pedía consejos, y consejos sobre a quién pedir consejos. No estaba convencida —dijo— de que sus trabajos tuviesen algún valor, necesitaba que alguien se lo confirmase para ponerse a trabajar en serio. A mí los dibujos me parecieron buenos y su humildad un poco teatral. Alguien, creo que Luis, mencionó Cartas a un joven poeta de Rilke. Le dijo que leyera el libro, que probablemente ahí encontraría una respuesta. Ella agradeció y prometió hacerlo. Llegaron también dos bolivianos, con un charango y una quena. Comieron un poco de carne fría y después estuvimos escuchando música del Altiplano hasta que oscureció.
    Los invitados se fueron yendo, quedamos solamente los de la casa, la mujer de los dibujos, Luis y yo. Pepe, el de la carpa, se había sentado afuera, sobre un escalón. Los chicos lo rodearon y le pidieron que contara un cuento. Todos nos dispusimos a escucharlo. Abajo, la noche sin luna había transformado la costa en una masa se sombras. Cada cual se acomodó a su gusto.
    —Había una vez un nadador —comenzó diciendo Pepe—. Avanzaba por un río de montaña, a favor de la corriente. Perseguía a un pez rojo. No tenía en la vida otra actividad que ésa: nadar. Y ningún otro objetivo que la caza de aquel pez. Se trataba de un personaje bastante extraño. Tenía al mismo tiempo cara de mujer y de hombre. Poseía la suavidad femenina y la firmeza masculina. Sus brazos eran finos, pero fuertes. Las manos, delicadas, pero enérgicas. Entre las piernas, allí donde los chicos tienen el pitito y las nenas la castañita, él tenía ambas cosas: el pitito y la castañita. Era un ser altivo y solitario. Avanzaba a grandes brazadas, firmes y regulares. No era buena época para nadar, comienzos de primavera, las aguas estaban heladas. De vez en cuando hundía la cabeza y atisbaba a través de la corriente. El pez huía allá adelante, lejos y rápido. Tenía un intenso color rojo que lo hacía visible aun en la espuma. Aparentemente no había muchas posibilidades de alcanzarlo y el esfuerzo podría haber parecido inútil. Pero el nadador, aunque no pensara en ello, sabía instintivamente que hay un tiempo para la persecución y otro para la captura. Por ahora lo único que podía hacer era mantenerse en el centro de la corriente. Lo guiaba una certeza: algún día, alguna noche, todo cambiaría y algo nuevo debería ocurrir. De vez en cuando se sumergía y volvía a indagar más allá de los remolinos. Y si en algún momento no lograba ver al pez rojo, se esforzaba por imaginarlo, trataba de que nada penetrara en su mente que no fuese aquella imagen. Oscureció y siguió su carrera bajo las estrellas. Amaneció, volvió a oscurecer, y así durante muchos días. Pero la mayor dificultad para el nadador era la cercanía de la tierra. Debía apelar a toda su capacidad y concentración para evitar la costa que se le venía encima en cada curva. Sabía que si la tocaba estaría perdido, su voluntad flaquearía, se quedaría allí, elegiría la comodidad y el sueño, la imagen que había estado persiguiendo desparecería, él mismo dejaría de sentir interés por el pez y olvidaría poco a poco la razón que lo había mantenido en el agua y nadando durante tanto tiempo. Y había momentos en que las orillas ofrecían un aspecto realmente inocente y seductor. Para no sucumbir, el nadador se repetía que cuanto estuviese más allá del río era su enemigo, que no se tenía más que a sí mismo, su voluntad y su obstinación. Por lo tanto buscaba siempre el centro y la turbulencia. La corriente era su único refugio. Pero a diferencia de otros refugios, de los muchos que poblaban el mundo, el suyo no le permitía descanso, le exigía una actividad permanente, ingrata y agotadora. Y así seguía braceando, se sumergía y volvía a emerger. Veía desfilar paisajes cambiantes, casas aisladas, pueblos, días serenos, noches amplias y tranquilas. El seguía. A veces, una figura detenida en la orilla o en la mitad de un puente parecía saludarlo o invitarlo a detenerse. Fue pasando el tiempo, fueron pasando las estaciones. Verano, otoño, invierno, nuevamente la primavera. Aquél era un río que recorría toda la tierra y ese viaje podía no haber terminado nunca. Sin embargo, un día la correntada disminuyó de intensidad, las márgenes se alejaron y el nadador desembocó en un remanso de agua transparente. En el centro, en el fondo, quieto, luminoso, entregado, el pez rojo lo estaba esperando.
    Cuando Pepe terminó de contar, Sandro ya estaba dormido. Lo llevaron a la cama. Dora dijo que en la casa de unos amigos, no lejos de ahí, se reuniría un grupito de gente para ver trabajar a un tal Sócrates, una especie de curandero, brujo, parapsicólogo o algo así. Nos invitó a acompañarla. Luis no tenía interés.
    —Prefiero quedarme con el vino —dijo.
    Me dio la llave del coche. Salimos, Dora, la mujer de los dibujos, Pepe y yo. La reunión era en un departamento. Nos presentaron a Sócrates, un tipo joven, treinta y cinco años, no más. Su aspecto no era demasia impresionante. Estatura normal, espaldas anchas, pelo ensortijado sobre los hombros, cara fuerte Tenía cierto aire deportivo, aunque su andar era lento y desganado. Me hizo recordar a un jugador de saludaba reteniendo la mano y mirando fijo a los ojos. Se sentó y mientras esperábamos expuso algunas de sus teorías, su misión en este mundo, sus poderes, las pruebas a que había sido sometido acá y allá, fundamentalmente en diversas universidades de los Estados Unidos, las curaciones que había efectuado, las personalidades que habían solicitado su ayuda, presidentes, artistas, las operaciones que lo habían hecho famoso, extirpación de tumores y cosas así, con la sola utilización de un cuchillo y sus manos, muchas veces frente a un equipo de médicos especializados. Aseguró que los próximos diez años no serían de violencia, sino de creación. De vez en cuando sus facciones se distendían en una sonrisa desmayada que dejaba entrever los dientes perfectos. Solamente la nariz no encajaba en esa cara, parecía algo estático, sin vida. "Todos ustedes son mis hermanos", decía. Habló de sus viajes, sus costumbres, su alimentación, pareció darle mucha importancia a esto último: "Como exactamente lo que pide mi cuerpo. A veces tomo un poco de vino, porque mi cuerpo pide vino".
    Se dispuso a trabajar. Encendió algunas velas, solicitó que le alcanzaran alcohol, algodón, perfume. Nos ubicó en círculo, alrededor de un sofá sin respaldo. Pidió también una tijera chica. Cerró los ojos, se concentró. Inició una especie de invocación Con una seña invitó a uno de los presentes, un abogado llamado Jorge, a que se acostara y se abriera la camisa. Se arrodilló junto a él, le tomó la cabeza con ambas manos y se la hizo girar bruscamente hacia la derecha y hacia la izquierda. Se oyó un crujido. Después comenzó a trabajar sobre el estómago, pero sin tocarlo. Esa era la zona donde estaba concentrado el mal. Mientras tanto murmuraba: "Energía, energía de energía, energía de energía de energía”. Pidió que todos fuéramos repitiendo sus palabras. La invocación se fue haciendo más intensa y el clima mas denso. Sócrates tomó la tijera y con un movimiento rápido cortó algo en la parte interior de la oreja del que estaba acostado. Un pedazo de piel o de carne. Después lo agarró de la nariz y de un tijeretazo hizo desaparecer una verruga de la aleta izquierda. Jorge casi no se movió, hubo dos leves vibraciones en su cuerpo, sólo eso. Sócrates se paro y gritó: "Que no haya hemorragia, que no haya hemorragia. Energía energía de energía. Todos repetimos. De los cortes brotaron dos gotas de sangre, nada en realidad. Sócrates no paraba de hablar y de moverse de ir y venir, de chasquear los dedos. Exigía que el mal abandonase ese cuerpo, suplicaba, rogaba Ahora los movimientos eran muy rápidos, cómo si quedase poco tiempo. Se hizo echar alcohol en las palmas de las manos, se hizo prender fuego y luego aplastó el fuego sobre el estómago del abogado, mientras con voz potente le ordenaba que expulsara el mal de su carne y de su espíritu. Finalmente Jorge se levantó, se retiró a un costado y permaneció ahí, la cabeza gacha y los ojos cerrados, como si rezara. Le tocó el turno a un hombre bajito, de aspecto blando. Se quitó la camisa y se colocó boca abajo. Según ya lo había detectado Sócrates, el mal que lo aquejaba estaba ubicado en la espalda. Hubo una ceremonia similar a la anterior. Después Sócrates tomó la tijera y clavó una de sus hojas en la espalda, a la altura de la cintura, derecho en la columna vertebral Estábamos muy cerca, así que todos podíamos ver como permanecía hundida en la carne. Sócrates explicó que era necesario tocar el hueso, para que el mal saliera a través del metal. Cuando finalmente extrajo la tijera, volvió a pedir, y todos con él, que no hubiera
    hemorragia. Siguió la ceremonia del fuego e inmediatamente le tocó el turno a un chico de cinco años. Esta vez no hubo heridas. Sócrates trabajó con sus manos alrededor de la cabeza. Después lo sostuvo de los pies y lo revoleó por el aire durante un rato mientras pedía
    salud para él.
    El siguiente fue un muchacho de unos veinte años. Tenía uno de los ojos tapado por cataratas, pero además se estaba quedando ciego también del otro. Desde hacía tiempo, en lo único que pensaba era en el suicidio. Se acostó. Sócrates pidió una aguja de coser. Después de las invocaciones enganchó la catarata y la levantó, pero no cortó. Dejó la aguja cruzada sobre el ojo mientras seguía incitándonos a que lo acompañáramos en el rezo. En ese momento advertí que el tipo que estaba parado a mi lado caía hacia atrás violentamente, como si una fuerza se lo hubiese chupado. Golpeó contra la pared y quedó sentado en el piso.
    Tenía los ojos abiertos y el cuerpo abandonado, la cara se le había vuelto negra. "Está muerto", pensé. Lo levantamos, pero se caía. Sócrates acudió en nuestra ayuda. Le gritaba cosas en los oídos, chasqueaba los dedos alrededor de su cabeza, decía: "Fuera el demonio, fuera". Pidió un vaso de agua, se llenó la boca y le escupió la cara. "Vean ese rostro —decía—, vean a través de él la presencia del mal que lo está dominando". Siguió trabajando, sin lograr hacerlo reaccionar. El tipo, con voz pastosa y abriendo mucho la boca, murmuraba todo el tiempo:
    —Luz, luz, quiero luz.
    Poco a poco fue recuperando su color normal. Lo sentamos en un sillón. El otro, mientras tanto, seguía acostado en el sofá, con la catarata enganchada y la aguja cruzada sobre el ojo. Sócrates volvió a él. Lo que siguió fue una ceremonia bastante más extensa que las anteriores. Finalmente usó la tijera y cortó. Cuando dio por terminada la operación, el muchacho se arrodilló en el piso, le tomó una mano y, llorando, se la besaba mientras agradecía. Una de las mujeres estaba al borde de la histeria. Tocaba al arrodillado, lo abrazaba, lo tironeaba de la ropa, le preguntaba, a punto de llorar también ella:
    —¿Estás viendo? ¿Estás viendo mejor? ¿Recuperaste la vista?
    Después Sócrates trabajó también con los que estábamos parados. El fuego, las bendiciones, las imposiciones de manos. Cuando nos fuimos, el que se había caído seguía recostado en el sillón, con aspecto de no saber cómo se llamaba, incapacitado todavía de poder levantarse. En el camino de regreso no hubo comentarios Cada uno meditaba la cosa por su cuenta. Solamente la mujer de los dibujos intentó un diálogo, pero no encontró respuesta.


    ONCE

    Nos DESPERTAMOS TARDE. Dora nos sirvió café. Afuera el día era un incendio. Sobre el río seguían algunas velas. Saludamos y partimos. Luis se desvió y nos metimos en una zona de mansiones, con grandes parques y piletas de natación. Del otro lado, detrás de los cercos, podíamos ver dorados muchachos y muchachas zambulléndose. Sobre las reposeras, tostándose al sol, indolentes cuerpos de mujeres. Avanzamos lentamente a través de ese pequeño paraíso. En el silencio del mediodía oíamos los chapuzones, algún llamado, alguna risa. En momentos como ése me decía que era indispensable ponerse a ganar plata. Oí a mi lado la voz de Luis:
    —Hijos de puta.
    Aquel recorrido debió haberlo deprimido tanto como a mí porque cuando regresábamos, antes de alcanzar la avenida, frenó y estacionó junto al cordón.

    — No tengo ganas de volver al centro — dijo — . Es una hora de mierda.
    — ¿Qué querés hacer?
    — No sé.
    Apagó el motor. Nos quedamos ahí, a la sombra de los árboles, dos tipos grandes, meditativos, perdidos en medio del verano, sin saber qué hacer con sus horas. Apoyé la nuca en el respaldo y esperé. Pasó un convertible, lleno de caras y torsos bronceados.
    — Hijos de puta — dijo Luis.
    Prendí un cigarrillo. Desde ese lugar, las calles de la ciudad, los bares, parecían pertenecer a otro mundo.
    — ¿Qué hacemos? — pregunté.
    — No me contestó.
    — Vayamos a visitar a alguien — dije.
    — ¿A quién?
    — Podríamos caernos por la casa de Santiago.
    — ¿Sabes dónde vive?
    — Más o menos. Se mudó a Haedo.
    Puso en marcha y nos fuimos.
    La velocidad, los espacios abiertos de la Panamericana y la General Paz nos quitaron el mal humor. Paramos en un bar para tomar cerveza. Cuando fue a pagar, Luis me dijo:
    — ¿Cómo andas de fondos?
    — Seco.
    Me dio unos pesos:
    — Toma. No podes andar sin plata.
    Estuve de acuerdo.
    Llegamos a Haedo. La última vez que nos habíamos visto, Santiago me había dibujado un plano para encontrar la casa. Lo recordaba confusamente. Preguntamos a varias personas, pero nadie lo ubicaba. Entramos en un almacén. No lo conocían, pero cuando le explicamos que se había mudado hacía un mes y se lo describimos, la mujer se acordó: Ah, el pintor.
    Se asomó a la puerta y nos indicó el camino. Eran cuatro cuadras por la calle de tierra.
    —¿Son amigos? —dijo—. Avísenle que ya recibimos el vino en damajuana.
    Nos despedimos.
    —Rápido para hacerse fama de borracho en el nuevo barrio —comentó Luis mientras arrancábamos.
    La casa era modesta, con las paredes exteriores sin revocar. Estaba ubicada en un jardín pelado, rodeado por un tapial. Se entraba al terreno por una puertita de chapa en mal estado. Santiago se alegró de vernos. Nos abrazó, después nos colocó una mano en el hombro y nos llevó adentro. Nos sirvió vino blanco. No lardé en darme cuenta de que estaba de muy mal humor.
    —¿Algún problema? —pregunté.
    —Ninguno. Lo que pasa es que no aguanto más estar metido acá —me contestó.
    —¿Cómo anda el embarazo?
    —Está en fecha. No creo que pase de mañana.
    —¿Dónde lo piensan tener?
    —En una clínica privada. La dueña es una partera amiga. Nos cobra poco.
    —¿Y Julia?
    —Está encerrada en el dormitorio. Ya se decidirá a salir.
    —¿Qué pasó?
    —Hubo bronca —dijo—. Y todo por culpa de ese cornudo de Baveri.
    Se tomó su tiempo antes de seguir. Prendió un cigarrillo y trajo más vino de la heladera.
    —Es un pelotudo imbancable —dijo—. Está casado con una paisana suya. La conoció en Italia después de la guerra y ya era una puta horrible. Como todas las pendejas de esos años se había dedicado a putañear. Ahora tienen tres chicos. Ella le mete unos cuernos espantosos. Tan grandes que cuando él va a hacer las compras no solamente trae provisiones para ellos sino también para el macho de su mujer, que vive en el departamento de al lado. Mira lo que me pasó un día. Me invita a almorzar, ella no estaba. Fuimos al mercado con dos bolsones. Compró tres hermosos bifes, hígado, verduras, frutas y otras cosas. Cuando volvimos, antes de entrar, veo que deja un bolso delante de la puerta del vecino. Nos metimos en la cocina y se puso a cocinar. Mientras lo ayudaba le pregunté dónde estaban esos tres hermosos bifes. "No -me dijo-, la carne es para el muchacho de al lado." De lo que había comprado, todo lo mejor había ido a parar al otro bolso, nosotros nos habíamos quedado con la bazofia. "Mira —le dije—, vos comerás hígado, pero yo me como un bife." Salí al pasillo, me agencié de uno, lo cociné y me lo mandé como un duque. ¿Qué te parece? Ese es Baveri. Dos por tres cae a visitarnos. En realidad no sé a qué viene. A jetonear cariño, o algo así. Seguro que la mujer lo echa para quedarse con el otro. Una vez, medio en pedo, le canté la precisa. El se justifica diciendo que su mentalidad es diferente, que es europeo y puede entender ciertas cosas y llevar adelante sin problemas una situación como la suya Yo digo que es un cornudo. Flor de cornudo. Ayer cayó como siempre, con la misma cara de boludo. Me encontró muy cruzado. Ya estoy podrido de estar acá metido. Tengo las bolas hinchadas de la panza de Julia, de las cortinitas de Julia, de los mantelitos de Julia, de la ropita para el nene de Julia. Anoche estaba como con un fierro en el culo. Así que en cuanto Baveri me dio pie lo mandé al carajo. Había tomado vino y se envalentonó. Le metí dos trompadas y lo tiré a la calle. Julia se puso furiosa. Dice que soy un hijo de puta por armar semejantes quilombos justo cuando está por parir. Desde anoche que no me habla.
    Le dijimos que se tranquilizara, que seguramente después del parto las cosas cambiarían. Finalmente apareció Julia. Saludó y se fue a la cocina a prepararse un té. Tenía una panza impresionante.
    —En cualquier momento vas a tener que salir rajando —dijo Luis.
    —Ojalá sea hoy —dije—, así te llevamos con el c'oche.
    —Sí, que sea de una vez. Ya estoy podrido.
    Abrimos otra botella. Le pregunté si había estado pintando. Trajo algunos óleos, una gran cara, muy pálida, que evocaba a Marlene Dietrich, y una serie de retratos de ojos desiguales y facciones torturadas.
    —Me quedé sin materiales —dijo—. Con el asunto del embarazo no hay plata que alcance.
    —Hubo pintores que utilizaban mierda para elaborar ciertos colores —dijo Luis—. También sangre. Parece que la mierda y la sangre tienen una duración extraordinaria. Un monje transcribió la Biblia pinchándose las venas. Arcimboldo usaba mierda en sus pinturas.
    —Yo —dijo Santiago— preferiría pintar mis cuadros con mierda mía y con sangre ajena.
    Se acabó el vino y salimos a comprar. Caminamos las cuatro cuadras hasta el almacén. Estaba oscureciendo, los vecinos se habían sentado afuera para gozar de la hora. La conversación estaba interesante. Hablamos mientras íbamos y seguimos mientras volvíamos con la damajuana. Había una muchacha parada en un umbral, Luis la saludó al pasar y ella contestó, un poco sorprendida y sonriente. Luis se detuvo y comenzó a darle charla. Nosotros seguimos un trecho y lo esperamos sentados sobre un muro bajo. Al fondo de la calle el cielo se había puesto rojo y parecía un incendio. Santiago me convidó un cigarrillo y fumamos sin hablar. A nuestras espaldas sonó el silbato de un tren. Cerca, alguien comenzó a rasguear una guitarra. Luis vino caminando hacia nosotros y cuando nos alcanzó dijo:
    —Ya está.
    Seguimos y cuando llegamos a la casa el incendio del cielo se estaba extinguiendo. Santiago sacó tres sillas al patio. Fui a preguntarle a Julia si necesitaba algo. Me contestó sin hablar. Volví a sentarme junto a Santiago y Luis y prendí otro cigarrillo. Teníamos la damajuana y una olla con hielo. Era una noche agradable y comencé a sentirme bien con el canto de grillos y ranas alrededor.

    DOCE

    PREPARAMOS UN GUISO y comimos adentro. Hubo un amague de discusión porque no nos poníamos de acuerdo sobre ciertas ideas, pero la cosa terminó en paz. Después volvimos a salir al patio, cada uno con su vaso. Apareció un gato sobre el tapial. Santiago tomó una honda que estaba colgada de un clavo, levantó un canto rodado de un balde, apuntó y tiró. El gato se quejó y desapareció.
    —Buena puntería —dijo Luis.
    —Tengo que conseguir un rifle —dijo Santiago—. Está lleno de gatos. Se pasean por acá como por su casa. Estoy adentro, dibujando o leyendo, pasan delante de la puerta, se detienen un segundo, giran la cabeza, me miran y después siguen.
    —¿Qué es lo que te molesta? —preguntó Luis.
    —Que me miren. Me ponen nervioso. Me distraen. Se paran, me miran y siguen. Me vuelven loco.
    —Me parece que estás demasiado susceptible —dijo Luis.
    —¿Susceptible? ¿Te imaginas un gato que pase, te eche una ojeada como si fuese un ser humano y siga de largo? Eso pone nervioso a cualquiera.
    Luis acababa de convertirse en un defensor de animales. Hasta la voz le había cambiado, hablaba como un cura.
    —Hay que querer a los bichos —dijo—, son nuestros hermanos.
    —A todos menos a los gatos.
    —No te hacen nada. Van y vienen, viven su vida, no molestan,
    —No soporto a los gatos.
    La cosa siguió así un rato largo. Podía haber durado toda la noche.
    —A propósito —dijo Luis, siempre con su voz de predicador—, acabo de recordar algo. Un amigo, cierta vez, me contó una historia. Trabajaba en un circo. Tenían cuatro elefantes, uno de ellos parece que bastante torpe. El domador estaba preparando un número con ellos, una especie de baile o algo así. Tres respondían bien, pero con ese otro no había caso, se equivocaba todo el tiempo. Resultado: que el domador lo retaba, lo insultaba, lo aislaba, le reducía la comida, en resumen, lo humillaba. Una noche tarde mi amigo había salido a caminar y oyó unos ruidos detrás de la carpa. Fue a ver y se encontró con el elefante, aquel que no acertaba una, parado en dos patas, practicando los pasos del baile. ¿Te imaginas al pobre bicho ensayando solo a la luz de la luna?
    —¿Y eso qué tiene que ver con los gatos -preguntó Santiago.
    .—Nada.
    —¿Entonces?
    —Me acordé de la historia y la conté.
    —Lo que a mí me preocupa son los gatos. Sobre iodo cuando pasan y me miran.
    Después la charla derivó hacia otros temas: las mujeres, el sexo, la pareja. A medida que tomaba vino, Luis se fue poniendo cada vez más grave. Tal vez estuviese pensando en Marcela.
    —A los quince años —decía— descubrí que las mujeres eran hermosas e interesantes solamente a la distancia. Ni bien uno se acercaba y comenzaba a hablar con ellas todo su encanto desaparecía. Ahora, después de tanto tiempo, me parece comprender otra cosa. Lo que me atrae de ellas, de ciertas caras que veo en la calle, en un bar, en un colectivo, es el enigma que encierran, lo que su belleza sugiere y oculta. Igual que antes, siguen siendo hermosas solamente a la distancia. Pero ya no les pido nada. Aquello que esperaba de ellas a los quince años, ahora lo pongo yo. Hoy me basta con el misterio que representan. Ese misterio del cual ellas seguramente no están enteradas.
    —Bien —dijo Santiago y levantó la damajuana y llenó los vasos.
    —La belleza —seguía Luis—, justamente debido a esa inapresabilidad que siempre me angustia tanto, más que una incitación a la vida es una invitación a la desesperación,
    —Bien —dijo Santiago.
    Hubo un silencio y volví a oír los grillos. Después fue Santiago el que tomó la palabra. Tenía sus propias teorías. Decía:
    —Creo que es necesario instituir una educación sexual adecuada. Yo pienso que, por lo menos en el caso de las mujeres, la primera experiencia debe ser con el padre. A la edad de doce, trece, catorce años, la hija debe acostarse con el viejo. Así tal vez se consiga lanzar gente sana a este mundo.
    —No parece una mala idea —dijo Luis—, habría que ver los resultados.
    —O yo soy un tipo de mucha mala suerte o la mayoría de las mujeres son frígidas —siguió Santiago—. El noventa por ciento de las que conocí no tenían orgasmo. Hasta ésta —dijo señalando hacia el dormitorio—. Cuando la encontré no era ninguna nena, habían desfilado muchos antes que yo. Sin embargo, en la cama era una bolsa de papas. Se acostaba, se abría de piernas, hacía un poco de teatro y a otra cosa. Me di cuenta enseguida de que no sentía nada y le hablé del asunto, pero esquivaba la conversación, mentía. Para colmo iba a la iglesia una vez por semana. Una especie de opa mística. Una tarde la acompañé, por joder. No había nadie. Estábamos junto a una columna, en la penumbra, yo parado detrás de ella, y comencé a toquetearla. Me miró alarmada y me apartó la mano. Insistí. "¿Qué haces?", dijo clavándome los ojos. Había un confesionario cerca, la tomé de un brazo, la metí adentro y me metí con ella. "¿Qué te pasa, te volviste loco?", decía sin levantar la voz. "Quédate quieta o me pongo a gritar", la amenacé. Mientras tanto trataba de encontrar una buena posición. "Estás loco, completamente loco", repetía ella.
    No me ayudaba, pero tampoco se resistía demasiado, así que pese a la incomodidad la cosa no iba resultando tan difícil. "Déjame, por favor, no podemos hacerlo acá", suplicaba. "No hay que alarmarse, a Dios le gustan estas cosas", le decía yo. La cuestión es que ahí tuvo su primer orgasmo. Creo que nunca se sintió tan creyente como cuando salió de esa iglesia.
    Cerca de medianoche se acabaron los cigarrillos. Hubo que ir hasta la estación del tren, bastante lejos, fuimos en coche y llevamos la damajuana. Cuando llegamos, Santiago se encontró con unos tipos del barrio, conocidos recientes, bastante borrachos. Gente alegre y charlatana. El más entusiasta era un cordobés alto, de dientes cariados y mirada maligna. Entró un morocho de aspecto lamentable. Se dirigió justamente al cordobés, le explicó que hacía tres días que no comía, que estaba sin trabajo. Solicitaba una pequeña ayuda, unas monedas para comprarse por lo menos un poco de pan. El cordobés pensó un rato antes de contestarle y finalmente dijo:
    —Mira, hermano, plata no tengo, pero te voy a dar un consejo: no jodás con el estómago.
    Después nos trenzamos en una conversación interminable. Alguien invitó una vuelta y siguieron otras. Cuando volvimos con los cigarrillos habían pasado por lo menos dos horas. No entramos en la casa. Nos quedamos en la calle, recostados contra el coche, fumando y tomando del pico de la damajuana. Entonces hizo su aparición Julia, con el camisón claro, el pelo suelto, vociferante, gesticulante, y su gran panza bajo la luna:
    —Hijo de puta, desgraciado, me dejas sola en un momento como éste.
    Santiago, con excesiva serenidad, le dijo que estábamos allí aguardando que hubiese novedades:
    —Los muchachos están aguantando con el coche para llevarte a parir cuando llegue el momento.
    Pero ella seguía gritando, cada vez más histérica. Los insultos aumentaban de calibre. Levantó dos pedazos de ladrillo y se los tiró. Con el primero le acertó en una pierna, el otro dio en la puerta del coche. Me llamó la atención ver cómo Luis se inclinaba y pasaba la mano por la chapa para verificar si el golpe había dañado la pintura.
    Santiago caminó hacia Julia y le encajó dos bifes muy sonoros, uno del derecho y otro del revés. Corrimos y lo detuvimos porque tenía toda la intención de seguir fajándola. Entramos en la casa los cuatro. Luis y yo actuamos de mediadores y poco a poco conseguimos aplacar los ánimos. Acompañé a Julia al dormitorio y le pedí que se controlara, le dije que toda excitación podía perjudicar a la criatura. Ella se había sentado en la cama y se quejaba:
    —No tiene derecho, es su hijo también.
    Finalmente se calmó, anduvo dando vueltas, comió algo, fumó un cigarrillo, dijo que tenía sueño y se fue a dormir.
    Luis volvió a acordarse de Marcela y durante un rato se puso melancólico.
    —Volverá —dijo Santiago—. Siempre vuelven, ése es el problema.
    Después se puso a recordar su época de motociclista y también sus experiencias como piloto de avionetas: fumigaba campos por el lado de Mercedes. Alrededor de las cinco de la mañana volvió a acabarse el vino. Entonces —Julia estaba dormida y pacificada— salimos de nuevo hacia la estación.
    Dimos la vuelta manzana muy despacio. De pronto, en la luz del único faro, apareció una figura vestida de blanco y se tiró bajo las ruedas. Los tres dijimos: "Julia". Luis frenó, y yo que iba a su lado frené sobre su pie. Bajamos y comprobamos que no habíamos alcanzado a tocarla. Pero no era Julia. Era una muchacha negra. Azul de tan negra. Nos miraba desde el suelo y nos pedía que la matáramos. "Es lo único que quiero, que me maten", nos decía. La levantamos y, mientras constatábamos que era una belleza, advertimos que estaba muy lastimada. Tenía la ropa desgarrada y los brazos con quemaduras, aparentemente de cigarrillos. Le preguntamos qué había pasado, pero estaba muy alterada y no acertaba a contestar.
    —¿Querés que te llevemos a la policía? ¿Querés hacer una denuncia? —preguntó Luis.
    Por la cara nos dimos cuenta de que era lo último que deseaba. Durante un rato siguió repitiendo:
    —Quiero morir, déjenme, quiero tirarme bajo el tren.
    La subimos al coche y seguimos nuestro camino hacia la estación. En el trayecto, confusamente, logramos averiguar, que había ido a una reunión con unos tipos, una casa por ahí cerca, que se habían emborrachado y después habían comenzado a agredirla. Eso fue todo lo que pudimos saber. Paramos frente al bar. Le propusimos acompañarnos a tomar algo, pero no quiso.
    —¿Te quedas tranquila mientras hacemos una compra?
    Dijo que sí y bajamos. Los amigos de Santiago seguían firmes contra la barra. Pedimos una vuelta de vino y le llevamos un vaso a la muchacha. Comentamos lo ocurrido y cada cual expuso su visión de la cosa.
    —Eso le pasa por puta —dijo el cordobés.
    Después nos embarcamos en una larga conversación acerca de cómo se la podía ayudar. Finalmente, Luis recordó que debíamos irnos. Compramos algunas botellas y nos metimos en el coche.
    —Queremos ayudarte —le dijo Santiago a la muchacha—. Podes dormir en mi casa.
    Pero ella, más tranquila, dijo que no, que quería ir a su propia casa. Le hablamos de Julia, le aseguramos que iba a estar cómoda, que podía confiar en nosotros. No hubo caso.
    —No podemos abandonarla en la calle a esta hora y en ese estado —dijo Luis.
    —De acuerdo, pero, ¿qué podemos hacer?
    —Llevarla, es lo único.
    Santiago miró a la muchacha:
    —Te dejamos en tu casa. ¿Dónde vivís?
    —En Merlo.
    Cuando dijo Merlo, pese a la cantidad de vino que habíamos tomado, sentí que a todos se nos caía a los pies el alma de boy-scout. Pero el compromiso ya estaba tomado y partimos. Afortunadamente a esa hora casi no había tráfico y Luis conservaba algo de sus reflejos. La negra, ante nuestra insistencia, fue contando una historia de orfandades y privaciones. No hizo falta mirarnos para estar de acuerdo en que todo era un invento. Cuando llegamos ya había amanecido.
    G.uiados por la muchacha nos apartamos de la ruta y cruzamos una zona despoblada. Ingresamos en un barrio y ella dijo:
    —Déjenme en la esquina. Vivo a la vuelta.
    A esa altura, pese a la fábula que nos había vendido, los tres hubiésemos deseado que el viaje se prolongara. Luis estaba dispuesto a adoptarla. Ella nos besó, se bajó, volvió a saludarnos con la mano y allá se nos fue la negra azul con su vestido blanco.
    Ya estábamos en la ruta, camino de regreso, cuando Santiago gritó:
    —Para, para, acá a pocas cuadras vive Robles. Vamos a verlo cinco minutos.
    Dimos marcha atrás y doblamos. Anduvimos dando vueltas hasta que Santiago descubrió la casa. Luis y yo nos quedamos en el coche mientras él se bajaba a golpear. Se abrió el postigo de una ventana y oímos la voz de Robles:
    —Satanás, ¿qué andas haciendo por acá? Espera que ya me visto.
    Entramos. La pava para el mate estaba en el fuego. Aparecieron un par de longanizas, un pedazo de queso y unos panes. Fui al coche y traje las botellas.
    La mañana se estaba poniendo animada, con Robles cantando romanzas y contando chistes, cuando noté que Santiago sacaba ambas manos de los bolsillos y se quedaba mirándolas como si no entendiera. Tenía un llavero en cada una.
    —Julia —exclamó—. Me traje las dos llaves. La dejé encerrada.
    Emprendimos el regreso. La ruta se había puesto pesada. Avanzábamos por la calzada, por arriba de las veredas, tocando bocina todo el tiempo. Cuando llegamos vimos que la puerta de chapa que daba acceso al terreno había sido forzada. En la casa no había nadie. Santiago anduvo dando vueltas sin hablar.
    —¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Luis.
    —¿Qué querés que hagamos? —le contestó Santiago—. Duerman un rato.

    TRECE

    No HABÍAN PASADO cinco minutos cuando oímos que golpeaban. Era una mujer bajita, con los ruleros puestos. Tenía la voz agitada, como si hubiese estado corriendo y quisiese comunicarnos alguna desgracia. En realidad vivía al lado. Julia estaba en su casa. Habían comenzado los dolores del parto. Con la ayuda de otra vecina habían logrado romper la puerta. Todo lo dijo apresuradamente, aspirando grandes bocanadas de aire y retorciéndose las manos.
    —Vamos a buscarla —dijo Santiago.
    Vi que la mujer no se movía, titubeaba, apretaba las rodillas como si tuviese ganas de ir al baño, parecía una gallina. Nos miraba implorando algo, no se animaba a hablar.
    —¿Qué pasa? —preguntó Santiago.
    —La señora está muy nerviosa —contestó.
    —¿Entonces?
    La mujer me miró como pidiendo ayuda, después hizo un esfuerzo y dijo:
    —Tal vez sea mejor que usted no vaya.
    —¿Cómo que no vaya?
    —Ella me pidió que se lo dijera.
    Tratamos de hacerle entender a Santiago que, por el momento, probablemente eso fuese lo más razonable. No estaba muy convencido, pero finalmente aceptó. Nos echó un par de miradas como si fuésemos enemigos y se sirvió un vaso de blanco.
    —Esta es la última vez —dijo dirigiéndose a Luis y a mí.
    No supimos a qué se refería, ni se lo preguntamos. La vecina seguía parada en el umbral, sin saber qué hacer.
    —Muy nerviosa —repetía—. Cuando se dio cuenta de que la puerta estaba con llave se puso a gritar. Por suerte la escuchamos.
    —Vaya —le dije—, no la deje sola.
    Salió corriendo. Me acerqué a Santiago:
    —Voy a ver qué pasa.
    Gruñó. Fui al lado y encontré a Julia sentada en el borde de una silla, con el reloj en la mano, controlándose.
    —Ese que ni aparezca —dijo apenas me vio.
    Pero por la forma en que me miró advertí que la bronca no era solamente con Santiago. Iba a contarle de la muchacha que se había tirado delante del coche. Después pensé que no tenía sentido.
    —¿Hace mucho que empezaron las contracciones? —pregunté.
    No me contestó enseguida, estaba atenta a las agujas del reloj.
    —Todavía son muy espaciadas, pero tengo que salir ya para la clínica.
    —Te llevamos. Le aviso a los muchachos y vuelvo.
    —Ese que ni se acerque. No quiero que venga —dijo mientras me iba.
    Anuncié las novedades.
    —¿Qué más te dijo? —preguntó Santiago.
    —Nada más. Por ahora no quiere verte.
    —¿Por qué no quiere verme?
    —No sé. Cosas de mujeres.
    Volví junto a Julia.
    —Hay un bolso preparado en el dormitorio, falta agregar esto —dijo entregándome una hoja de cuaderno.
    A partir de ahí fui y vine media docena de veces. Siempre faltaba algo, siempre había algo que no estaba donde debería haber estado. Mientras yo oficiaba de mensajero, Santiago daba vuelta la casa.
    —¿Qué piensa hacer? —protestaba—. ¿Tener un hijo o irse a Europa?
    Luis había ido hasta el almacén para telefonear a una tía de Julia y avisarle que salíamos para la clínica. Finalmente todo estuvo listo y nos preparamos para irnos.
    —Vos anda en colectivo. Nos encontramos allá —le dije a Santiago.
    —No, es mejor que me quede.
    En la puerta me detuvo:
    —Ojo con el nombre que le piensa poner.
    —¿No lo decidieron todavía?
    —Discutimos una punta de veces por esa cuestión.
    —¿Vos qué nombre elegiste?
    —Varios. Pero el problema es que no me gustan los que ella eligió. Por ahora que lo dejen en suspenso, que no le pongan ninguno.
    El asunto quedó ahí. La vecina nos despidió como si fuésemos a emigrar y partimos. No habíamos hecho tres cuadras cuando Julia pidió que paráramos. Revisó sus cosas una vez más. Mientras vaciaba el bolso, tuvo una contracción y se quedó quieta, con los ojos cerrados. Después comprobó que se había olvidado precisamente el camisón.
    —Es nuevo —explicó—, lo compré para esto. Volvimos. Estábamos a punto de entrar Luis y yo, cuando vimos que Santiago nos hacía señas de que esperáramos. Permanecía agazapado, con un machete en la mano, tratando seguramente de sorprender a un gato. Nos quedamos quietos y en silencio. La operación se prolongaba. No podíamos ver al animal, pero debía andar rondando por el terreno y Santiago esperaba que se le acercara más. —¿Qué pasa? —gritó Julia desde el coche. Luis se dio vuelta, se colocó un dedo en los labios y le indicó que no gritara. Vimos cómo Santiago se encogía y apoyaba una mano en el suelo. —¿Qué pasa? —volvió a gritar Julia. Santiago se irguió, ambos brazos en alto, soltó un alarido de guerra, a lo samurai, y arrojó el machete. Entramos
    —Le erré —dijo.
    Le explicamos por qué habíamos vuelto. Nuevas búsquedas.
    —Es una desordenada —protestaba Santiago—¿Por qué no viene ella?
    —No quiere.
    De vez en cuando me asomaba e informaba:
    —Buscamos en el ropero también. ¿En qué otro lugar puede estar?
    Finalmente se acordó de que el camisón tal vez todavía estuviese envuelto, tal como se lo habían entregado en la tienda. Encontramos el paquete debajo de unas revistas y conseguimos irnos. Cruzamos la vía del tren y la bordeamos durante un rato. De vez en cuando Julia se ponía tensa. La veía endurecerse sobre el asiento trasero, aguantar y relajarse.
    —¿Es lejos? —pregunté.
    —Veinte minutos.
    —Seguro que te mandan de vuelta —decía Luis—. A una amiga mía la mandaron de vuelta cinco veces.
    En el cruce de dos avenidas nos detuvo un policía. Pidió el registro y dio un par de vueltas alrededor del coche.
    —No puede circular en estas condiciones —dijo.
    —Llevamos una mujer embarazada —explicó Luis—. Va a tener familia de un momento a otro, es cuestión de minutos. Por eso tuvimos que usar el coche.
    Se inclinó hacia Julia y le dijo en voz baja:
    —Quéjate, mándate un par de gemidos.
    El policía miró para adentro. Julia se contrajo y gimió tres veces. Pudimos seguir.
    —Estuviste bien —dijo Luis contento por el éxito, se reía.
    —Me duele en serio, boludo —contestó ella.
    Yo comenzaba a sentir el cansancio. Miraba afuera, alucinado. Cabeceaba, se me cerraban los ojos. La realidad se mezclaba con las imágenes del sueño. Me preocupaba el agujero del piso. Tenía miedo de quedarme dormido y meter las piernas adentro. Pensé vagamente en el departamento de Flores. Nos detuvo un semáforo. Había una muchacha parada en el borde de la vereda: quieta, flaca, lavada, sin color. Era igual que un poste. De pronto vio venir su colectivo y se animó. Sin mover el resto del cuerpo, levantó el brazo izquierdo, muy alto y oblicuo, la palma de la mano abierta, la cabeza exageradamente reclinada sobre el hombro. Quedó así, fijada en la luz. "Despega —pensé—, ahora sale volando, va a despegar, va a volar." Me sorprendí de mi propia excitación. Oí la voz de Luis: —¿Qué nombre pensaron?
    —Santiago quería ponerle Juan Manuel. Ahora le pondré el que yo quiero. —¿Y si es mujer? —No va a ser mujer.
    Dejamos la avenida y nos metimos en un barrio de casas bajas y calles en mal estado. —Cuidado con los pozos —avisé. Cruzamos un descampado, después una zona de pequeñas quintas, nuevamente las casas. Arriba, un cielo sin fuerza. Luis accionó una perilla y tuvimos música. Me pareció un lujo inesperado para ese coche. Ya me resultaba difícil mantener los ojos abiertos. Me dormía, me despertaba con los sacudones y volvía a prestar atención al paisaje chato. Lo veía palpitar, deformarse y luego diluirse en la claridad que crecía.
    Pensé que ése era mi verano y que en mi verano también habían entrado Julia, Luis y aquel que pretendía nacer. Un perro nos persiguió y corrió junto a la puerta. Saqué el brazo y busqué su cabeza. El animal saltó y sentí los dientes acariciarme la punta de los dedos.




    CATORCE

    —ME PARECE QUE NOS EQUIVOCAMOS —dijo Julia—. No es por acá. Ya deberíamos haber llegado.
    —¿No conoces el camino?
    —No. Siempre vine en colectivo. Da muchas vueltas.
    De todos modos tenía la dirección. Con la cantidad de cosas que llevaba, tardó en encontrarla: calle Trinidad al 1700. Nos detuvimos frente a una panadería y bajé a preguntar. El hombre dudó, después salió a la puerta:
    —Sigan derecho hasta la barrera, la cruzan y vuelven a preguntar. Creo que es por ahí.
    No era cerca. Julia comenzó a quejarse, las contracciones se hacían más frecuentes. Del otro lado de la barrera no conseguimos ninguna información. Bordeamos las vías hasta la primera estación y ahí nos dijeron que debíamos retroceder unas veinte cuadras, después doblar a la derecha. Volvimos a parar en un quiosco de cigarrillos. El tipo se puso a pensar. Tardó tanto que nos fuimos antes de que dijera una palabra. Detuvimos a un coche que venía de frente, a un motociclista, a una monja.
    —¿Estás segura de que doblamos bien cuando dejamos la avenida? —preguntó Luis.
    —Sí, de eso estoy segura.
    Volvimos a parar. Había un viejo fumando en pipa, piernas estiradas, bigote tupido, sentado en una silla de paja, a la sombra de un paraíso. Le hablé sin bajarme. Se tomó su tiempo, pitó, echó humo, creó un poco de suspenso y después, con acento italiano, sin mirarnos, dirigiéndose al aire, categórico, sentenció:
    —Cuarenta años que vivo en este barrio y nunca oí nombrar esa calle.
    Había dicho lo suyo y era evidente que no tenía intención de seguir hablando. Arrancamos. Paramos frente a una casa, bajé y llamé a la mujer que regaba el patio. Esta consultó con una vecina y ambas con una tercera.
    —Llevamos a una señora embarazada —explicó Luis, que había bajado también—. Está por tener familia de un momento a otro. No podemos encontrar la clínica.
    Las tres mujeres se alarmaron. Salieron disparando. Un minuto después había más de quince personas en la calle. También varios chicos que se acercaban al coche y miraban para adentro. Se armó una especie de junta vecinal. Pero nadie conocía la calle Trinidad. Alguien ofreció un teléfono. Julia tenía el número de la clínica y Luis intentó comunicarse, pero sin lograrlo.
    Una señora propuso llamar al marido que era empleado de la municipalidad, seguramente él podría darnos información. Todo el mundo ofrecía soluciones, pero lo cierto es que el tiempo pasaba.U n tipo dijo que no Iejos, a diez minutos, había una clínica, no la que buscábamos, pero podíamos llevar a Julia si era urgente. Inmediatamente saltó otra mujer y argumentó que no era aconsejable: justamente ahí, tres meses antes, su nuera casi había perdido el chico por mala atención. Comenzaron a discutir entre ellos.
    —Mejor nos vamos —dije.
    Iba llegando más gente. Un hombre con bastón se me acercó y preguntó.
    —¿Qué pasó? ¿A quién asaltaron?
    Arrancamos. Saqué la mano por la ventanilla y la agité. Giré la cabeza y vi que grandes y chicos nos despedían con los brazos en alto. Nos saludaban como a tres que partiesen para el frente. Anduvimos unas cuadras.
    —¿Qué hacemos? —preguntó Luis.
    No le contesté. Pensé: "¿Qué se puede hacer?". En ese avanzar y retroceder me sentía atrapado en una especie de juego que me lanzaba permanentemente al borde de la realidad y donde se iba afirmando la sospecha de que nunca llegaríamos a la clínica, de que estábamos condenados a deambular al azar, siguiendo las indicaciones casuales y erróneas de gente sin cara, figuras detenidas en nuestro camino a través del verano, mojones locos, formas y voces que no podrían ayudarnos. Recostado contra el asiento me limitaba a esperar la confirmación de esa evidencia. Corríamos en el día, cruzábamos vías, nos deteníamos, regresábamos. Arboles secos, perros melancólicos, gorriones, una mujer en bicicleta. No había sólo detención del tiempo en ese laberinto de calles, sino también una paralización del pensamiento en cada imagen, la afirmación fugaz de cada nuevo minuto y ninguna garantía de lo que sucedería en los siguientes. Cosas y cosas manifestándose y viviendo sólo en el momento de su aparición, sin pasado, sin futuro, desfilando y confluyendo para sugerirme la medida justa de mi situación, para definirme como lo que yo realmente era, lo único que podía ser: un tipo metido dentro de un coche en un día de febrero. Y los tres como lo que éramos: una mujer y dos hombres buscando una clínica en un día de febrero. Éramos eso y nada más que eso. Yo deliraba. Miraba alrededor, me sometía a la luz y al cansancio. Ya no se trataba de la inconsciencia y la exaltación de otras horas, mi cuerpo descubriéndose y sintiéndose vivo aun en su abandono, elogiándose en medio de una miseria considerada heroica. Nada de heroísmos. Luz cegadora, calor, la barriga de Julia hinchada por la maternidad. Se trataba de otra historia. Ahí se jugaba un destino que no era el nuestro. Marchábamos sin dirección y no había voluntad posible para nosotros. Estaba la voluntad del verano, la voluntad de maduración del vientre de Julia, el fruto creciendo y desprendiéndose, la voluntad de un tiempo hecho de fases lunares, de estaciones, de temperaturas, de mareas, de ciclos visibles e invisibles, esa voluntad que insistía tenazmente, suavemente, sobre cuanto nacía y moría, sobre lo que vivía y se gastaba y pasaba y desaparecía y volvía a aparecer. Todo ajeno, lejano, indiferente a nuestros deseos y necesidades.
    Esas cosas sentía y pensaba.
    Julia respiraba fuerte en el asiento de atrás. Yo .seguía delirando: "Nunca conseguiremos llegar".
    Luis callaba. Intentó acelerar, pero fue peor, en el primer pozo nuestras cabezas casi tocan el techo.
    —Cuidado —gritó Julia, abrazándose la panza.
    Paramos.
    —Creo que pinché una goma —dijo Luis.
    Efectivamente, la trasera derecha estaba casi en llanta. No teníamos rueda de auxilio. Averiguamos dónde podíamos encontrar una gomería o una estación de servicio. Nos indicaron un garaje, a diez cuadras. Lo encontramos.
    —No hay tiempo para arreglarla —dijo Luis—. Le echo aire y seguirnos.
    La infló al máximo, para que durara más. La goma estaba tan lisa que casi se veía la cámara.
    —Para —le grité—, la vas a reventar.
    En el garaje tampoco supieron darnos información. Antes de volver a arrancar hubo un momento de indecisión. No sabíamos por dónde tomar. Julia hacía rato que no hablaba. Había cerrado los ojos, parecía resignada.
    —Hagan algo —gimió.
    Finalmente Luis tuvo una idea.
    —¿Qué colectivo tomabas para ir a la clínica? —preguntó.
    —El 57.
    —Ya está. Volvemos a la avenida, esperamos que pase uno y lo seguimos.
    —Está bien, pero apúrate.
    De todos modos tardamos bastante porque lascalles estaban muy mal y Luis se detenía de tanto en tanto para pedirme que me fijara si la goma seguía inflada.
    Llegamos a la avenida, apareció un 57 y nos pusimos atrás. Lo que siguió fue un zigzagueo interminable, con paradas, subidas y bajadas de pasajeros; el colectivero que también bajó para comprar cigarrillos y tomar una gaseosa, una barrera y un lento tren de carga.
    Oímos la voz de Julia:
    —Ya falta poco.
    Me pregunté si se refería al trayecto o al parto.
    Finalmente apareció la clínica: una casa de planta baja y primer piso. Nos atendió una enfermera con cara de laucha y poco después conocimos a Laura, la partera, una mujerona de un metro ochenta o más, puro culo y tetas. Llevaba un delantal muy ajustado y sonreía con picardía. No era ninguna nena, pero sabía explotar su osamenta. Llevó a Julia arriba y nos sentamos a esperar. Bajó después de un rato y nos dijo que todavía faltaba un poco, que Julia ya estaba instalada en su habitación y que podíamos subir si queríamos. Subimos. Nos paramos al lado de la cama y no hablamos. Julia estaba concentrada en sus dolores. Aproveché una pausa y le dije que nos quedaríamos dando vueltas por ahí hasta que naciera el chico. Asintió. Cuando bajamos nos encontramos con la tía de Julia. Nos presentamos.
    —¿Y Santiago? —preguntó.
    Inventamos una excusa. Ella, a su vez, nos dijo que acababa de pedir una comunicación de larga distancia para hablar con la madre de Julia. En ese momento sonó el teléfono. Era el llamado que esperaba. Nos enteramos de que la futura abuela estaba muy emocionada, que había estado a punto de llorar y que tomaría el primer ómnibus para la Capital.
    Vamos a dar una vuelta —dije—. Volvemos más tarde por si necesitan algo.
    Antes de salir le preguntamos a la enfermera si había algún bar por los alrededores. Conseguimos un taller donde hacer arreglar la goma y después nos sentamos a tomar unos vinos helados.
    —Bueno —dijo Luis—, hace tiempo que no trabajo tanto.
    Los dos estábamos cansados, nos acomodamos en las sillas y no hablamos. El dueño del bar, cada vez que Luis lo llamaba, le ponía una mano en el hombro y decía:
    —¿Qué desea muchacho?
    Advertí que, por alguna razón, a Luis no le gustaba esa confianza, se había puesto repentinamente de mal humor.
    —Si me llama muchacho otra vez, lo escupo —murmuró.
    —¿Cuál es el problema?
    No me contestó. De vez en cuando miraba el reloj.
    —Ya tendríamos que ir para la clínica —dijo.
    —Ni siquiera pasó una hora.
    —De todos modos tendríamos que ir.
    Terminamos el vino. Mientras salíamos le dije:
    —¿Qué te pasa? Te veo mal.
    —Me gusta la partera —dijo con bronca, y pateó un cascote.
    —Justo. Esa si te agarra te destruye.
    —Me gusta —murmuró con el mismo tono oscuro. Llegamos a la clínica y nos atendió Laura. Nos informó que la cosa se estaba demorando, había un problema, estaban tratando de provocar la dilatación mediante la aplicación de suero. Por ahora no quedaba más que esperar, en última instancia tendrían que hacer una cesárea. Luis escuchaba a la partera y le brillaban los ojos. Comparé ambos cuerpos y me produjo cierta alarma. Volvimos a la calle. —¿Viste cómo me miraba? —dijo. Caminamos y fumarnos. —¿Viste o no viste? —insistió. Asentí:
    —Sí, te miraba.
    Regresamos varias veces a la clínica. El chico nació al anochecer, de parto normal: varón, tres kilos cuatrocientos. Julia estaba descansando, así que no podíamos verla inmediatamente. Nos sentamos en el cordón de la vereda, nos entretuvimos tirando cascota-zos contra un poste de luz, del otro lado de la calle. —Tengo sed —dijo Luis.
    Nos encaminamos lentamente hacia el bar. Tomamos cerveza. Cuando salimos ya era de noche. Luis avanzaba, con dificultad. Arrancaba flores de los jardines de las casas, las deshojaba y cantaba: —Laura, Laura, vuelo hacia vos. No había nadie en la sala de entrada de la clínica. Le dije a Luis que me esperara y encaré por la escalera. Cuando llegué arriba me encontré con que el pasillo estaba a oscuras. Me orienté y busqué la habitación de Julia. Manoteé dos picaportes: cerrados. Fui tanteando las paredes para encontrar un interruptor, sin éxit. Seguí buscando. Avanzaba a ciegas y tenía la impresión de que ese pasillo era mucho más largo de lo previsible, que se proyectaba más allá de la casa. Conseguí abrir una puerta. Entré y me encontré solamente con la oscuridad. No se veía nada, no se oía nada.
    Me desplacé un par de pasos y me detuve, desconcertado. Tomé conciencia de mi desubicación, de la ignorancia absoluta del lugar donde estaba parado, de a qué distancia se encontraban un mueble o una pared. No había más que silencio. Entonces, frente a míí, a un par de metros, en el aire, a la altura de mi pecho, apareció un ojo. Un ojo como colgado, solo. Era más grande de lo normal, lo veía claramente, delimitado en la negrura como si lo iluminase una luz desde adentro. Se mantuvo fijo unos segundos. Después se desplazó en línea recta, de derecha a izquierda. Volvió a detenerse. Finalmente se apagó. Y fue como si se hubiera roto una represa sobre la cual descansara el orden de la noche. Por primera vez me alcanzó la realidad de la oscuridad. Una vasta oscuridad en la cual yo estaba sumergido, solo, ya no entre paredes, sino en un vacío sin fondo, sin puntos de referencia, suspendido.


    QUINCE

    SOY EL CENSOR DE ESTA COMUNIDAD. He vuelto a mi encierro después de una ceremonia de tres días durante la cual hemos sacrificado a un hombre y una mujer. Esta habitación es mi refugio, mi lugar de meditación. Detrás de esta puerta asumo las decisiones que finalmente deberán guiar a mis hermanos y a mí mismo hasta el fondo de la degradación.
    Hay cuatro moscas en el aire, frente a la ventana. En la luz que la cortina tiñe suavemente de rosado ejecutan una danza loca. Las observo desde mi silla y son un sedante para la fiebre y el cansancio. Giran, bajan, suben, se enfrentan, se entrecruzan, tejen filigranas, laberintos, pero sin alterar jamás la imagen de conjunto, la armonía. Juego de sutilezas imposibles de apresar, imposibles de retener, y que sin embargo van grabando en la mente relámpagos de impresiones fuertes y precisas. Son placeres fugaces, que inmediatamente sucumben ante la originalidad de nuevas combinaciones. Movimiento, belleza, novedad y muerte. Hay brevísimas pausas, instantes de gran tensión, durante los cuales las cuatro ejecutantes, los cuatro elementos de este cosmos en miniatura, se inmovilizan, fijos en el extremo de su poder, vibrantes de esfuerzo y concentración, hasta que el mandato de una señal invisible las arroja nuevamente al torbellino. El baile recomienza, las condiciones se alteran, los ciclos se renuevan, los papeles se intercambian. Es otro tiempo el que transcurre en ese espacio vivo frente a la ventana. Años, entre una variación y otra, entre un parpadear de alas y otro. Esgrima donde la estocada final apenas está dada y ya las fintas recomienzan. Gran conflicto donde fuerzas opuestas traban permanente alianza a los efectos de la lucha. La lucha es lo que importa, no los resultados. La lucha y la renovación de la lucha. La destrucción y luego el equilibrio, que es la resultante de ese vértigo.
    Sé que acá se está manifestando un drama de mayores dimensiones, una revelación que nos atañe. A mí, a cada uno de los integrantes de esta vasta comunidad. Si todo caos a medida que se vuelve absoluto, tiende al orden, y por lo tanto a la anulación de sí mismo, también en nosotros, nuestro caos deberá abolirse por su propia exaltación.
    He estudiado a los hombres, sé que arrastran un mal, están enfermos desde su origen. Se parecen al ratón de mi experimento. Han perdido el apetito a fuerza de tener hambre, ya no encontrarán sobre esta tierra alimento que los satisfaga. Hace tiempo encerré un ratón en una jaula y lo sometía un ayuno prolongado. Después colgué un pedazo de queso sobre su cabeza, exactamente un par de centímetros por encima de su capacidad de salto. De manera que pudiera rozarlo, olerlo, pero nunca morderlo. El ratón saltó durante muchas horas, días y noches, se agotó, recolará fuerzas, volvió al ataque. Así una y otra vez. Llegó un momento en que me pareció que desistía, que se entregaba, que ya no habría más intentos. Entonces fui bajando lentamente el queso hasta colocarlo delante de su hocico. No se movió, no trató de morderlo, no hizo nada.
    Podemos conjeturar que el ratón, en la imprevisible lógica de su cerebro, en el fondo de su astucia inútil, había terminado convenciéndose de que ese queso no era para él. Pero lo que había ocurrido en realidad, lo sé, es que había sufrido un proceso de humillación, se había convertido en un ratón humillado.
    Esta es una imagen de nuestra condición. Desde siempre, también nosotros, hemos estado saltando, tratando torpemente de encajar una mordida en un queso inalcanzable. Hace años, cuando comprendí que había sido llamado para jugar un papel en la lucha por esta causa largamente perdida, supe que para mis hermanos el único camino posible era el de la desintegración moral. El hombre está humillado. Esa es su triste herencia. La humillación es su caos. Y ya que la humillación es una mancha sin regreso, sólo podrá anularse exacerbándola, desencadenando el proceso que la convertirá en su opuesto. Habrá que someterse a una humillación siempre mayor, hundirse cada vez más, y allá abajo, en el fondo del pozo, cuando haya desaparecido el último destello de dignidad, cuando no quede más que carne rendida y abandonada, cuando no quede nada, será posible la transmutación de caos en orden, de aniquilación en liberación. Cada engranaje de nuestra organización actúa en función de este fin sagrado.
    Hace tres días celebramos dos procesos. Juzgamos primero a un hombre, luego a una mujer. El acusado, como ocurre siempre, es colocado en el centro del salón, desnudo bajo las luces de los reflectores, mientras el resto del lugar permanece en penumbras. Antes de comenzar, algunos de los presentes desfilan ordenadamente ante él y lo abofetean. Después le pedimos que cuente su historia.
    El hombre casi no tiene, o prefiere no tener, recuerdos de su infancia. Un padre empleado bancario, una madre profesora en una escuela secundaria, pocos amigos, el colegio, la monotonía, la insatisfacción, la falta de perspectivas. Sin embargo, algo le ocurre a la edad de diez años. Tiene un sueño. Lo vemos animarse al recordarlo. Nos anticipa que a partir de aquella experiencia su vida sufre un cambio. Protegiéndose los ojos con el dorso de la mano comienza a desgranar imágenes incoherentes, se enreda en divagaciones donde abundan alusiones a colores y músicas, a geometrías perfectas, a seres incorpóreos moviéndose en un mundo sin discordias, sin disonancias, donde reina la más increíble y alta armonía. Insiste en tratar de comunicarnos un retrato fiel de aquel sueño, pero sólo consigue transmitirnos confusión. Adviene la pobreza de sus palabras, lo confiesa, se desespera, acaba balbuceando.
    Ante nuestra insistencia retoma su relato. Intenta hacernos comprender que allí, por primera vez, soñando, descubre, adquiere la certeza de que existe otra realidad, de que hay una forma de plenitud posible; y el hecho de haberlo intuido justifica en cieno modo las horas grises de su vida de niño, arroja una luz nueva sobre los días por venir. Desde entonces lleva el recuerdo de aquella visión como un secreto. Durante meses, cada noche, al acostarse, lo acompañan el deseo y la esperanza de volver a penetrar en ese mundo.
    El sueño no vuelve, pero a los catorce años recibe una segunda señal. Esta vez está despierto. Viaja en tren con sus padres. Es verano, atardece sobre los campos de la provincia. El muchacho, atontado por el calor y la monotonía, observa el paisaje sin interés. De pronto hay un cambio. El ruido del tren desaparece. El sol se agiganta sobre la línea del horizonte. Todo se detiene. Las distancias quedan abolidas, los colores se exaltan, las formas se definen, la llanura hormiguea, las cosas se descomponen, vuelven a recomponerse, revelan una multiplicidad minuciosa y al mismo tiempo una armoniosa unidad. El muchacho es puro ojos, sensibilidad, participación. Deslumbrado, agradecido, siente que él es una partícula activa en ese juego, siente que está sentado ahí pero también disperso en aquella efervescencia, que él es todo eso y que todo eso le pertenece. Entonces se levanta e intenta arrojarse por la ventanilla. Su padre lo detiene a tiempo.
    La historia continúa. Termina sus estudios, comienza a trabajar, se casa. Nada cambia. El recuerdo de aquellas vivencias aflora de tanto en tanto, pero a la distancia ya no son sino objeto de resignación. Hasta que un día regresa a su casa y sorprende a su mujer recostada en la reposera de mimbre frente a un ventanal. Ella está embarazada de ocho meses. Permanece absorta en esa claridad, no advierte su llegada. Detenido en el umbral, el hombre ve aquel perfil, la dulzura de esa cara, la sonrisa apenas esbozada, las manos descansando sobre el vientre, la paz y la luz que la rodean. Y advierte que todo vuelve, que el sueño de su niñez vuelve, que el atardecer sobre la llanura vuelve, y con ellos la necesidad —que ahora adquiere forma de desesperación— de que esa imagen perfecta no se altere, de que permanezca, de que se eternice, incluyéndolo a él, mientras siente llenársele el pecho de una olvidada blandura que lo acerca nuevamente, después de tantos años, al llanto. Y entonces hace lo que hemos hecho desde que nos asiste memoria. No hemos encontrado otro camino para intentar retener lo que deseamos y amamos que destruirlo, y así perderlo para siempre. Su mano no es, ahora, sino el instrumento reivindicador de una historia de miserias. Y en su mente exaltada, mientras abre el cajón y extrae un revólver, no se agita más que una idea, velada, temerosa también ella de irrumpir y romper el equilibrio, el deseo, el ruego angustioso, apremiante, de que ella, su mujer, ahí, a tres metros, siga sin advertir su presencia, que no se mueva, que no respire, un minuto, uno solo, hasta que él haya logrado fijar esa realidad única por la que se desplazan su cuerpo, su ilusión y su miedo, y así desembocar en el estampido final que pretende abolir la tiranía del tiempo, que retumba por la casa, que sacude claridad v paz, que marca el punto terminal de su recorrido para enfrentarlo con el despojo de una mujer embarazada, doblada sobre sí misma, la nuca desecha, frente tu ventanal que da al jardín y por donde penetra gloriosa la luz de un atardecer de marzo.
    Lo hemos declarado culpable, pero no precisamente por el asesinato de su esposa, lo cual es secundario. En el acta del juicio sólo hemos hecho constar lo siguiente: Condenado por delito de ingenuidad.
    Después trajeron a la mujer. Su crimen, si lo hubo, no debió de ser menos atroz ni más gratuito que el del hombre. La acostaron sobre el piso, boca arriba, también desnuda. No hubo interrogatorio. Esperamos en silencio hasta que una voz monótona, sin inflexiones, surgió desde esa mancha clara bajo las luces:
    —Siempre me han estado buscando, rastrean mi olor como perros de caza, empeñados, nerviosos, lanzados, me buscan, los oigo olfatear el aire, excitarse y volverse locos, presiento su instinto guiándolos por senderos aéreos, mariposas en celo, anguilas, insectos, fieras, siempre acaban por encontrarme, siempre derivan hacia este cuerpo, terminan por capturarme, herirme, mutilarme, desposeerme, es una guerra que no se acaba, se me exige que hable, que hilvane palabras, míseras sustitutos del lenguaje verdadero, aquel que acompaña las cosas desde su nacimiento. Hablo a partir de mi sangre, jamás he condicionado con nombres y definiciones, comparto las señales, aquellas que no varían, comparto su fuerza e indiferencia, savia, raíces, mi lenguaje, mis palabras, no hay justicia en mí, no hay términos de justicia, no hay contrastes, no hay tiempo, éste es el momento preciso, este que transcurre y todavía no acaba de transcurrir, desde años, desde mucho más que años este celo mío, participar, abrazar, poseer, sincronizar el ritmo de mi sangre con lo que me rodea, en todas partes surgen motivos para mi voracidad, nada podrá apartarme de este apetito, gozo con mis inclinaciones, placeres efímeros, femeninos y radicales, identificados con la tierra y las cosas que la habitan, aprendí a despreciar las ideas, vengo de lejos, hay dolor en mi historia, desconozco mi edad, apenas conozco, vagamente, las necesidades de mi naturaleza, las posibilidades de mi fuerza, memoria sin tiempo, todo me dice que soy antes que nada algo vivo y que no existen argumentos capaces de secarme, existo para mi propio placer y para cumplir un destino de procreación, espero las estaciones del crecimiento, sé que vendrán porque mi memoria, siempre mi memoria, me advierte que así será, y yo seré una irradiación, una multiplicidad, una gestado-ra de calor, leyendas en mi imaginación, ¿quién me habló de la serpiente?, la bestia alada cruzando los espacios, transformando cuanto toca, la serpiente también clavó sus dientes en mí, en uno de mis pechos, entonces vi y deseé que esta avidez perdurara, arranqué del sueño a cada uno de mis hijos, y cada uno aprendió a respetar su propia posibilidad, optó por el libertinaje, y yo sentí que me convenía en madre de una multitud de futuros dioses, tal vez ni siquiera sea yo quien habla, sino lo que me antecede, la carga y la herencia, llevo una señal que me identifica, pariré una y otra vez, seré despojada nuevamente, no será una experiencia nueva, mi función es vasta, puedo interpretar todos los papeles, sin embargo permanezco única, debajo de mí viven raíces poderosas, cosas pujantes y en transformación, no necesito pensar en ellas, me pertenecen, estamos unidas por lazos de ternura y fatalidad, puedo permanecer aquí para siempre, el cuerpo abierto, esperando la lenta y segura fecundación, soy centro y precio del dolor, alrededor todo es forma de mi maternidad, ahí está el adolescente arrojando ante el fuego su primera prueba de fuerza y rebeldía, algún animal ensangrentado, hecho de uñas y de pelo, su primer gesto de arrogancia, su primera muestra de gratitud, nadie puede contra mi desnudez, estoy libre de culpa y de piedad.
    La voz se apagó como había empezado. Entonces decidimos dar por terminado el juicio. El paso siguiente fue la tortura. Primero colocamos al hombre y a la mujer en cada extremo del salón, ambos con los ojos vendados. Anteriormente, durante un mes, los habíamos mantenido juntos, encerrados. Tuvieron tiempo de conocerse y necesitarse. A lo largo de treinta días cada uno se alimentó y se sostuvo con la presencia del otro. Hemos creado esa breve brecha de esperanza y solidaridad para tener la oportunidad de volver a destruirla. Ahora ambos saben que están condenados, ambos saben que el otro está ahí: ¿qué otra cosa podrían hacer sino buscarse? Avanzan, se nombran, se llaman. Cuando están apunto de alcanzarse, desde el techo se descuelga un cadáver y se interpone. Las manos tantean ese cuerpo, la carne viva reconoce la frialdad y la rigidez de la carne muerta, el espanto tiembla en esos dedos que sacuden el aire. La búsqueda continúa. Baja otro cadáver, después otro, hasta que una cadena de muertos oscilantes se interpone entre el hombre y la mujer, los rodea, los aprisiona. Es una de las tantas e imprevisibles variantes del horror y la humillación.
    Pero no hay que equivocarse al respecto: ellos son nuestros hermanos, las afrentas que reciben también nos tocan, nos empujan hacia el objetivo de nuestro destino. Por eso creemos en el papel primordial de la tortura. Es una institución que jamás perdió ni perderá vigencia. En ella anidan las raíces del proceso. Siempre lo hemos sabido. Ignoramos si los que nos precedieron actuaban con un fin preconcebido. De todos modos, sospechamos que hay una dirección impuesta, que hay una inteligencia de la historia. La tortura no es un hecho aislado, individual, es una ceremonia colectiva. En eso residen su fuerza y su valor. Nadie queda excluido. Lo que importa es que la carne sea agraviada. Y con ella el espíritu. Y cada individuo, consciente o inconscientemente, lo sabe. He notado que hasta los más torpes, los menos imaginativos, dan pruebas de ingenio cuando se trata de acrecentar el sufrimiento ajeno. En realidad están llevando a cabo un acto de solidaridad.
    Hemos practicado innumerables formas de tortura. Hemos estudiado a los orientales y sus refinamientos, los métodos de la Inquisición, las innovaciones que en nuestros tiempos aportaron los conflictos bélicos y los regímenes policíacos. Hemos aprendido, entre otras cosas, que al hablar de guerras no debemos referirnos a enemigos sino a colaboradores. No se trata de castigar y destruir, sino fundamentalmente de humillar. Sin este requisito el suplicio y la muerte son inútiles. Hemos cuidado este detalle. En nuestras torturas no existen agresiones ni violencias apresuradas. Permitimos que haya tiempo para la reflexión, para que se comprenda que no hay respuestas posibles y que en realidad no es indispensable que haya justificativos para que la tortura se lleve a cabo. Precisamente, para que la humillación alcance su nivel más profundo debe carecer absolutamente de sentido.
    En una guerra de nuestros días, a las prisioneras se les introducían víboras venenosas en la vagina. Para estos casos siempre se elegían mujeres embarazadas. Es un ejemplo. Últimamente hemos ensayado una tortura de nuestra invención. Es otro ejemplo. La víctima, como siempre, está desnuda, las manos atadas a la espalda y su cuerpo amarrado de cara contra un poste. El encargado de la ceremonia, provisto de un bisturí o un cuchillo filoso, abre un breve tajo en el costado de su panza. Después, con mano hábil, extrae un poco de intestino. No mucho, algunos centímetros. Inmediatamente lo fija al poste con un clavo. Es una operación delicada. Por eso con frecuencia el operador solicita la colaboración del torturado. Le pide que no se mueva, que arrime su panza lo más posible al palo, de manera que la porción de intestino a extraer sea, en principio, de la menor longitud posible. A esta altura se cortan las sogas que atan al hombre contra el poste. Pero las manos siguen sujetas a sus espaldas. Se lo deja así, sin posibilidad de moverse, ya que cualquier desplazamiento significaría arrancarse algún centímetro más de tripa. Alrededor se organiza una especie de reunión. Se charla, se bebe. De vez en cuando alguien se acerca y habla con el hombre atado. Después de un tiempo el operador toma un tizón o un cigarrillo y lo quema en un costado del cuerpo. También puede utilizarse una breve descarga eléctrica. Ante la quemadura, la actitud instintiva será de retroceso. Esto, inevitablemente, hará que dentro del vientre se produzca un desgarrón y algún centímetro más de tripa quede a la vista. De tanto en tanto se provoca un nuevo estímulo. El condenado sabe que moverse significa vaciarse, pero no puede evitarlo. Otra quemadura y otro sacudón. Esto puede llevar un tiempo largo. El operador cuidará de que el hombre se mueva alrededor del poste de manera que sus tripas vayan quedando enroscadas en él. Hemos visto casos de notable resistencia, casos en que el torturado dio varias vueltas antes de rendirse.
    En cuanto a este hombre y esta mujer la tortura no aportó variantes que merezcan ser mencionadas. Duró apenas una noche. Hoy, al amanecer, erigimos dos cruces. Crucificamos al hombre y a la mujer y nos sentamos en silencio a observar la agonía. Este es un momento de gran importancia. Nadie escapa del contagio. Cada uno de los presentes recibe su parte. Cada uno va tomando conciencia de que los crucificados y él son uno solo. Después los degollamos y juntamos ambas sangres. Bebimos pasando el recipiente de mano en mano. Finalmente descolgamos los cuerpos, los trozamos, y todos comimos de esa carne humillada.


    DIECISEIS

    DEJÉ LA CLÍNICA sin haber visto a Julia. Luis dormía en el asiento trasero del coche. Le pedí la llave y emprendimos el regreso hacia la casa de Santiago. Me costaba mantener los ojos abiertos y tuve que parar varias veces. Luis hablaba solo, deliraba. Decía:
    —Los criminales, los fanáticos, los indiferentes, los cancerosos, los sádicos, los destripados por las bombas, los tibios, los avaros, los rufianes, los aduladores, los hipócritas, los traidores, los políticos, los drogadictos, los torturadores, los impotentes, los cobardes, los suicidas, los pusilánimes, los violadores, los fracasados, los tiranos, los fratricidas, todos, todos, absolutamente todos se hacen con bebés.
    Llegamos y comunicamos las novedades. Santiago no hizo comentarios. Caminó por la casa, salió, volvió a entrar y después dijo:
    —Comamos algo. Vayan a comprar un poco de vino mientras cocino.
    Cuando volvíamos, Luis se acordó de Marcela:
    —Tendría que llamar para ver si está.
    Pero la cosa no pasó de ahí. Cenamos hígado frito con cebollas. Después nos tiramos a dormir. Me desperté cerca del mediodía. Santiago estaba dibujando. Luis apareció en la puerta del baño con la cara enjabonada y dijo:
    —Vuelvo para el centro. ¿Vamos?
    —Voy con ustedes —dijo Santiago.
    Mientras tomaba café encontré, sobre un estante, un ejemplar de El ojo de la perdiz.
    —Me lo llevo —avisé—, no me queda ni uno.
    Comimos pan con paté y tomamos unos vasos de vino.
    —Anoche liquidé uno —comentó Santiago. —¿Cómo?
    —Me fabriqué una lanza. Le acerté en el aire, mientras saltaba. Negro.
    Partimos. Hacía más calor que el día anterior. Pasamos cerca del departamento de Flores y estuve a punto de pedir que nos desviáramos, pero me dio pereza. Llegamos al centro. Luis tenía algo que hacer, nos dejó en una esquina y se fue. Nos sentamos en un bar, un local angosto y largo. No había nadie. Ocupamos una mesa junto a la ventana. Pedimos vino blanco con hielo. Detrás del mostrador, un gallego canoso y con cara de preocupación, escuchaba radio y masticaba un escarbadientes. La segunda vez que dio la vuelta para servirnos, intentó charlar. Terminamos hablando de la Guerra Civil. En esa época era chico, dijo, pero recordaba que había sido un asunto jodido. Venían de noche y se llevaban a los hombres. Los tenían encerrados en un castillo, no lejos de su casa, metidos en el agua helada hasta el cuello. Los sacaban después del oscurecer para fusilarlos: se oían las descargas.

    —¿En qué año vino de España? —pregunté.
    —En el cuarenta y ocho.
    —¿Qué edad tiene?
    —La edad no se pregunta —me contestó, en un rasgo de coquetería que no alcancé a entender.
    Lo miré serio:
    —Cincuenta y ocho.
    Por la expresión de la cara supe que había acertado. Tardó unos segundos en reponerse, incluso en asentir. Estaba un poco desconcertado. Apenas se recuperó trató de contragolpear. Intentó adivinar mi edad y erró. Quedó desilusionado.
    —¿Usted a qué se dedica? —investigó.
    —A muchas cosas —dije.
    —¿Qué cosas?
    —Es escritor —intervino Santiago.
    Puso cara de no comprender. Santiago le alcanzó mi libro y le mostró la foto en la solapa. El otro miró con desconfianza durante un rato.
    —Sí —dijo—, está parecido.
    —No, no está parecido, es él —dijo Santiago.
    El gallego seguía mirando, dudaba:
    —Así que usted escribe.
    Asentí.
    —¿Y qué escribe?
    —Libros —gritó Santiago.
    —¿Usted tiene la máquina o manda que se los hagan?
    —¿Cómo? —pregunté.
    —Digo si usted tiene la máquina o manda que se los hagan en otra parte.
    —Me parece que no entendió —dijo Santiago.
    Se puso un dedo en la frente:
    —El piensa. Primero piensa, después escribe.
    Imitó el gesto de escribir y se quedó esperando. Pero el otro no estaba muy convencido. Daba vueltas el ejemplar entre las manos, lo estudiaba, miraba la tapa y el título en letra cursiva.
    —Acá está mal escrito —dijo por fin.
    —¿Qué cosa?
    —Dice: el ojo de la perdí. Y tiene que decir: el ojo de la que perdí.
    —No —dijo Santiago— El ojo de la perdiz. Perdiz. Pájaro.
    Abrió un poco los brazos y los movió como dos alas. El hombre se quedó pensando.
    —Así que usted piensa y después escribe —concluyó meditabundo.
    La charla siguió en ese tono. Frente a mí, Santiago se agarraba la cabeza. Después, el gallego se retiró detrás del mostrador y volvimos a lo nuestro. Hablamos de algunos amigos, de alguna mujer. La conversación se agotó y nos quedamos en silencio mirando hacia afuera. Así fue pasando la tarde. Había poca gente en la calle. Cielo blanco sobre la ciudad agobiada. Dos viejos avanzaban por la vereda. Apenas podían moverse. Especialmente la mujer. Se apoyaba en el hombre y empujaba con dificultad un pie delante del otro. Mantenía el cuerpo rígido, el mentón levantado, la mirada fija, la cara con una mueca que parecía una sonrisa. El viejo la recriminaba cada medio metro: —No arrastres los pies, carajo. Después, otra vieja entró en el bar. Tenía tantas arrugas que hubiese sido imposible agregarle una más. Pese al calor llevaba puesto un gorro de lana marrón hundido hasta las orejas. Traía un bolso lleno de porquerías: trapos, papeles, latas, un par de zapatos reventados. Se sentó a la mesa de al lado, nos miró y preguntó:
    —¿No los molesto?
    Dijimos que no. Pidió un cuarto de vino y sopa. Se la tomó como si hiciese una semana que no comía. Después, un plato de lentejas. Las devoró con el mismo apetito, casi con furia. Encontró un hueso de pollo o algo así y lo atacó con gran ruido. Inmediatamente —esto ya me pareció un lujo—, flan con crema. Se lo mandó con la misma avidez, raspó el fondo del bol, todo muy rápido, chupando la cucharita. Al final, inesperadamente, pidió café y una copita de anís. Liquidó ambas cosas, pagó, dejó propina y se fue.
    Hicimos llenar los vasos una vez más. Una piba en short cruzó el asfalto y pasó delante de nosotros. Sacamos la cabeza para verla alejarse.
    —Tiene cara de ángel, pero el culo seguro que se lo planificaron en el infierno —dijo Santiago.
    Entró un chico, se paró al lado de la mesa y nos ofreció unos billetes de lotería. Oímos la voz del gallego, irritado, que gritaba:
    —Acá no se puede vender. No moleste a los clientes. Váyase, vamos, fuera, fuera.
    Santiago me miró. Se le había alterado la cara. Conocía esa expresión. Deduje que una de las razones de su indignación provenía de que, unos meses antes, para ganarse unos pesos había tenido que patear la calle vendiendo rifas para un club de fútbol. No le había gustado la experiencia.
    —¿Qué hacemos? —dijo—. ¿Le rompemos el boliche?
    Tomó un trago y se mordió el labio inferior. Comprendí que estaba planeando una venganza, por el chico y por él mismo. Llamó:
    —Señor, puede venir un segundo por favor.
    El gallego se asomó por encima del mostrador:
    —¿Qué desea?
    Me puse cómodo para presenciar lo que viniese.
    —Esta silla tiene un clavo —dijo Santiago—, se me acaba de enganchar el pantalón.
    No hubo respuesta, sino una expresión de no entender y tal vez un principio de alarma.
    —Se me rompió el pantalón con un clavo. Su silla rompió mi pantalón.
    Señaló ambas cosas con el dedo para que la situación fuese más comprensible. Ahora, además de la alarma y del asombro, se notaba por la cara que el gallego estaba tratando de pensar a una velocidad a la que tal vez no estuviese acostumbrado.
    —Por lo tanto ahora usted me tiene que pagar un pantalón nuevo.
    Ahí pude detectar que la frase había hecho impacto. La reacción no fue inmediata, de todos modos.
    —¿Cómo que yo tengo que pagarle un pantalón nuevo?
    En ningún momento Santiago había elevado el tono de la voz. Al contrario, hablaba con mucha suavidad, casi con dulzura.
    —Sí señor, por su culpa se me arruinó el que tengo puesto, así que corresponde que me pague.
    Y soltó un par de consideraciones sobre la tela, el precio y el nombre de la firma, inexistente, donde supuestamente había realizado la compra.
    —Conoce esa casa de ropas, ¿no?
    Silencio.
    —¿La conoce o no la conoce?
    —La he oído nombrar —mintió el gallego.
    —Yo soy un trabajador, no puedo andar comprando un traje por semana. Es la segunda vez que uso este pantalón. Págueme lo que vale y no hablemos más.
    —¿Qué culpa tengo yo si se le rompió? ¿Qué tengo que ver yo?
    —Usted es responsable porque estoy sentado en su silla y en su bar.
    —¿Y eso qué tiene que ver?
    —Tiene mucho que ver. Lo que le pase a la gente que entra en este lugar es responsabilidad suya.
    —La gente viene acá porque quiere. ¿Cómo voy a ser responsable si a usted se le rompió el pantalón?
    Sus argumentos no pasaban de ese punto. Santiago se paró y le apuntó con el dedo:
    —Si estuviésemos en otro país, en Estados Unidos, por ejemplo, le inicio un juicio tal que usted se queda sin boliche. No sé si me entiende.
    Todo muy correctamente, con mucha educación. El otro no atinaba a contestar. Cambiaba de color, noentendía. Se debía estar preguntando si todo era cierto o lo estaba soñando.
    —Por lo tanto lo que corresponde es que me pague ahora mismo.
    —Yo no le pago nada.
    —Me va a pagar.
    —No tengo por qué pagarle nada.
    La cosa siguió así un rato.
    —¿Así que no me va a pagar?
    —No. Usted está loco.
    Acá Santiago explotó. Hasta yo me sorprendí.
    —¿Loco yo? —gritó—. ¿Loco a mí? A mí nadie me trata de loco, nadie, ¿me entiende? Nadie.
    Pegó unos cuantos manotazos sobre el mostrador. El gallego se echó hacia atrás y se recostó contra la estantería.
    Santiago levantó ambos brazos:
    —Yo no estoy loco. Tratarme de loco a mí, justamente a mí.
    Se dio vuelta, se acercó a su silla y le dio una patada mientras aullaba: —Silla maldita.
    —Váyase o llamo a la policía —dijo el gallego sin moverse.
    —Está bien, me voy, pero antes le dejaré un recuerdo.
    Fue al fondo del local, se abrió la bragueta y vino caminando de costado hasta la puerta, meando las mesas. Inmediatamente nos fuimos.


    DIECISIETE
    CAMINAMOS AL AZAR. Sin darnos cuenta nos fuimos alejando del centro. El sol estaba alto todavía, íbamos buscando la sombra y era ella, además de la indolencia, la que marcaba la dirección de nuestros pasos. No hablábamos. De vez en cuando prendíamos un pucho. Me olvidé de Santiago y me puse a fantasear. Para mí, vivir en la ciudad siempre había sido un poco como ese vagabundear en la tarde. Desplazarse, evitar hacer planes, dejar que las circunstancias decidieran por uno, esperar. Volví a pensar en Vera, la de antes. Recordé los comienzos, los primeros meses, cuando no vivíamos juntos. Nos encontrábamos al anochecer, generalmente en La Giralda. Tomábamos algo, subíamos a mi pieza y alrededor de medianoche ella se iba —todavía dependía de los padres. Al despedirnos, en la parada del colectivo, me preguntaba a qué hora y dónde nos encontraríamos al día siguiente. Yo, inevitablemente, le contestaba que mejor sería llamarnos por teléfono, para combinar. No dudaba de que el sitio y la hora serían los mismos, pero me resistía a asumir ese compromiso, quería vivir ese lapso de tiempo en libertad, sin ataduras, dejar abiertas todas las posibilidades, como si en cualquier momento pudiese ocurrir vaya a saber qué cosa. Vera no conseguía entender ese mecanismo mío. Me miraba extrañada y aceptaba sin hacer objeciones.
    Sacudí la cabeza pensando en eso. Santiago debió de haberme estado observando porque dijo: —¿De qué maldad te estás acordando? Sonreí, pero no le contesté. Pensé que nada había cambiado, que en ese aspecto, sin duda, seguía siendo el mismo. Lo que me esperara a la vuelta de la primera esquina, esa tarde, esa noche, en los días siguientes, me encontraría despojado y dispuesto, como en aquellos años. Me pregunté si todo eso no sería puro infantilismo. Me reí de esos planteos.
    Cruzamos un par de avenidas. El asfalto ardía. La voz de Santiago volvió a sacarme de mis divagaciones. —Vení —dijo—. Vamos a ver si está el Conde. —¿Quién es?
    —Un polaco. Hace un par de años que vive en esa plaza. Un personaje.
    Sentados en un banco, bajo los árboles, divisé las figuras de dos viejos. Uno dormía, echado hacia atrás, la nuca sobre el respaldo y la boca abierta. El otro fumaba y tomaba algo de un jarrito enlozado. —Es ése.
    Nos acercamos y lo saludamos.
    —¿Cómo está señor Santiago? —dijo el Conde.
    Me dio la mano: Mucho gusto, señor. Tomen asiento.
    Busco en un bolso y sacó otro jarro: -Pueden lavarlo, si lo desean. Por allá hay una canilla. Los invito con un poco de ginebra. Puso la botella a nuestra disposición. Hablaba sonriendo, mirando a través de uno. Después supe que estaba casi ciego.
    —¿Cómo andan sus trabajos? —preguntó—. Hace tiempo que no viene por acá.
    Santiago le informó acerca de lo que había estado haciendo y también de la mudanza. El que estaba dormido se movió y tanteó a su lado. Tenía su propio jarro, tomó un trago sin abrir los ojos, eructó y dijo:
    —Todas las viejas son putas.
    Después volvió a dormirse.
    El Conde y Santiago se pusieron a hablar de política, de pintura, de literatura. Advertí que en realidad Santiago lo único que hacía era deslizar alguna pregunta o sugerir un tema, después se dedicaba a escuchar los largos monólogos del otro. Más que hablar, el Conde recitaba, con un énfasis contenido y los ojos perdidos. En la calma del parque, en el calor, con el pelo largo y la barba, me hacía pensar en un personaje fuera de época, en un profeta. Su discurso estaba lleno de citas, de delirio, de sentencias, también de alusiones bíblicas. En medio de ese caos de palabras, resonaba de pronto una frase que me tocaba especialmente, que me hacía sobresaltar por su lucidez y originalidad.
    —Al abandonar un sitio cualquiera, un pueblo, una ciudad -—-decía el Conde—, es necesario irse sin darse vuelta. Hay que quitarse los zapatos y tirarlos por arriba del hombro, porque ni siquiera el polvo debe uno llevarse de los lugares donde ha sufrido.
    Una pareja entró en la plaza y fue a buscar un banco a la sombra, frente a nosotros, cerca. Eran muy jóvenes. Se abrazaron y cerraron los ojos, como si eso bastara para apartarlos de la vista del mundo.
    El otro viejo volvió a despertarse, tomó su ración y murmuró:
    —Todos los putos son muy maricones. Siguió durmiendo.
    —¿Cómo le fue con aquel problema? —preguntó el Conde.
    —Perfecto. En un par de días desapareció —dijo Santiago.
    Me explicó que meses atrás se le estaba cayendo el pelo a mechones, se estaba quedando pelado. El Conde le había regalado un frasquito con un líquido amarillo, aunque se había negado a explicarle de qué se trataba, para que se frotara el cuero cabelludo. Santo remedio. El viejo reía divertido al escucharlo contar. —¿No merezco algo por eso? —preguntó. Santiago titubeó sin saber qué contestar. —¿Un poco de amistad? —dijo el Conde. Después Santiago le explicó quién era yo, lo que hacía. El Conde escuchaba con atención, sonreía al aire. Me preguntó si estaba trabajando en algo. Le conté a grandes rasgos cómo andaban mis cosas. Nos servimos más ginebra.
    —Cuando uno concibe ciertas ideas —dijo el Conde—, cuando lo tocan esos chispazos de intuición, la realidad se transforma, desaparece, para dar lugar a otra cosa que es como su esencia misma. Entonces todo le pertenece a uno, no hay distancias ni barreras. Es como el efecto de una droga. Son breves instantes de placer intenso. Son los únicos. Tal vez no haya posibilidad de prolongarlos porque no podríamos soportarlos. Siempre soñé con trasgredir ciertos límites. Si no lo hice debe ser probablemente porque me faltó plata. Jamás tuve un respaldo económico suficiente como para poder permitirme a mí mismo volverme loco.
    Volvió a reír. Santiago dibujaba en el suelo, con un pedazo de rama. Nunca lo había visto escuchar a alguien con tanto respeto. Fumaba inclinado hacia adelante, los ojos entrecerrados. Más allá de los árboles pasó la sirena de una ambulancia. El Conde calló y pareció seguir mentalmente aquel alarido. Después continuó.
    —Todo lo que nos rodea es muerte. Lo que vemos en la calle es muerte. Lo que se oculta en el interior de cada casa es muerte. La franja de aire que rodea al planeta es muerte. Estamos contagiados.
    De vez en cuando se llevaba el jarro a los labios, sin mover más que el brazo. Agregó:
    —Hay que luchar contra eso.
    Hubo un silencio prolongado. Pensé que ya nadie volvería a hablar. La parejita de enfrente seguía besándose, con cierta desesperación, como si le faltara tiempo. No se oía más que el verano. Después, nuevamente la voz del Conde:
    —Subsisten algunos dinosaurios aislados, algunos dragones. Viven retirados en sus cuevas. Respiran con dificultad, resisten. Lanzan llamaradas de orgullo y de tristeza. Están solos y están acabados. Este es un mundo que se extingue. Ni siquiera hemos tenido el alivio de entrever los retoños germinando debajo de los escombros. Estamos viviendo, de algún modo, un tiempo heroico. Pero no somos héroes. En general, ni siquiera somos gente que vale la pena. El que usted está creando, Santiago, es un arte agonizante, como lo es nuestra cultura en general, como lo son los valores de este mundo en que nos tocó vivir. De todos modos, lo único que se podría hacer ya lo estamos haciendo. O las circunstancias lo hacen por nosotros. Si nos sirve de consuelo, podemos pensar que también en esta época hay una grandeza trágica, y que ella se halla justamente en esta imposibilidad de ver y proyectarse. La humanidad está ciega, igual que yo. Tal vez haya llegado la hora de sentarse y comenzar a leer el Apocalipsis..
    Con la bajada del sol se había levantado un poco de brisa. Tenía la sensación de encontrarme en una isla y de que aquello podía durar quién sabe hasta cuándo. Se oyó nítida la voz histérica de una mujer que llamaba a un chico o a un perro. Por la avenida pasaron ululando dos, tres patrulleros. El Conde continuaba:
    —Siempre hay una puerta junto a uno. Está ahí, casi puedo verla. Es como la conexión con una realidad intocable, pero increíblemente activa. Un espacio abierto, que incita, atrae, que lo convierte a uno en espectador de sí mismo, de su propia imagen detenida ante esa bruma que palpita del otro lado, una bruma luminosa, que oculta pero también promete. Esa oscuridad es sólo aparente, porque es el reino del misterio,
    que es grandioso y multiforme, que es también luz, tal vez nuestra única luz. Pero esa puerta no se traspasa jamás, es un punto de unión y realización. Es necesario comprender eso. Siempre se está a punto de cruzar el umbral y nunca se logra hacerlo. Porque la puerta es una de nuestras condiciones, forma parte de nosotros, la llevamos donde quiera que vayamos. Nosotros somos la puerta.
    Cuando el Conde calló ni Santiago ni yo hablamos. Tomamos nuestra ginebra en silencio hasta que se vació la botella. Entonces me levanté y fui a buscar otra. Tardé bastante porque no encontraba ningún almacén por la zona. Apuraba el paso, me molestaba esa demora. Cuando volví, entre las ramas se habían encendido los faroles. Con la oscuridad, la plaza se había convertido en una especie de refugio. Una nueva pareja había reemplazado a la primera en el banco de enfrente. Había otras que caminaban entre los troncos buscando su lugar. Más allá, se hizo evidente la confusión de motores y edificios. El Conde se levantó
    y dijo:
    —Llegó la hora de decir mi oración.
    Comenzó a caminar y lo seguimos.
    —¿A quién le reza? —pregunté en voz baja a Santiago.
    —A Ana, una novia que tuvo antes de la guerra. Murió en un campo de concentración. Todos los días le reza.
    Al fondo había un paredón cubierto de hiedra. El Conde se detuvo y vi, frente a él, una abertura entre dos bloques de piedra, una especie de nicho. Y adentro, algún objeto que no pude identificar por la falta de luz. Nos quedamos atrás, a un par de metros. Dijo.-
    —Santa Ana. Hizo una pausa. Siguió:
    —Te invoco hoy que es tu día. Ayer también fue tu día y lo será el de mañana. Pido que nunca falte en mis horas la presencia de tu risa, el ejemplo de tu forma de amar, tu manera irrespetuosa y apasionada de andar por el mundo, esa distancia y esa fuerza tuyas que están tan lejos de la indiferencia. Una nueva pausa, prolongada. —Santa Ana, no es un hombre vencido, sino un hombre orgulloso y de pie el que te reverencia y solicita tu complicidad. Me resulta difícil sentirme culpable ante tanta riqueza, ante todo lo que recibo cada día. No me arrepiento de nada de cuanto he hecho. Herí, traicioné, también traté de amar en la medida de mis pocas fuerzas. Volveré a reincidir, seguramente, cada vez más alerta, cada vez más despierto, atento fundamentalmente a la posibilidad de que entre tanto desorden siga resonando tu voz familiar.
    El Conde avanzó un paso. Me adelanté también, tratando de no hacer ruido. Continuó:
    —Mientras tanto espero. Descubrí trabajosamente que soy un hombre libre. No sólo por fatalidad, sino también por elección. Sé que fui y seguiré siendo mí más encarnizado enemigo. Y sé también que no existen peores crímenes que aquellos que se cometen contra uno mismo. Si tuviera que ensayar una confesión debería decir lo siguiente: me he hecho mucho daño inútil, he sufrido sin motivo, por lo tanto he perdido el tiempo. Santa Ana, no te llamo para pedirte indulgencia, comprensión, perdón, consejo, sino para declararte de una manera antigua el amor que te tengo y para agradecerte la plenitud de este momento.
    Calló y siguió un largo silencio. Regresamos al banco. A partir de ahí no volvió a hablar. Se limitó a llenar los jarros y decir:
    —Salud.
    Poco después Santiago me hizo seña de que debíamos irnos. Nos despedimos y dejamos la plaza.
    —¿Hace mucho que lo conoces? —-pregunté.
    —Unos cuantos meses —me contestó—. ¿Qué te pareció?
    —Curioso.
    Pasamos por el jardín zoológico, el Monumento a los Españoles, y enfilamos hacia los bosques de Palermo. Nos topamos con la estatua de Sarmiento. Ni bien la vio, Santiago se detuvo en seco y le apuntó con el dedo. La increpó. Inmediatamente comenzaron las acusaciones, las recriminaciones, los desafíos, los pedidos de cuentas. Vi un banco a veinte metros y fui a sentarme porque intuía que la cosa iba para largo. Cerré los ojos. La ginebra me había vuelto liviano y distante. Recordé vagamente el asado en casa de Alfredo, la clínica y el nacimiento, me pregunté cuántos días habían pasado desde entonces. Oía los gritos de Santiago. De pronto calló. Miré y vi que no estaba solo, había dos policías con él, y un patrullero estacionado junto al cordón. Gesticulaba, discutía, se resistía. Pero ya tenía medio cuerpo adentro del coche. Alcancé a oír que gritaba:
    —Tengo algo que alegar: él empezó primero.
    Cerraron la puerta y se fueron.


    DIECIOCHO

    ME QUEDÉ OBSERVANDO cómo la luz del patrullero se alejaba y se perdía al fondo de la avenida. Caminé bajo los árboles pensando en Santiago y en la noche que le esperaba. Recordé las veces que también a mí me había tocado contar los minutos y las horas, encerrado en un calabozo. Las primeras veces me había rebelado y había protestado, después me había dado cuenta de que eran cosas inevitables, que formaban parte de la vida de ciudad, como tomar un subte, como almorzar de parado, como suicidarse. En un quiosco pregunté por algún colectivo que me llevara hasta la zona del bar. Ubiqué la parada y esperé recostado contra el poste. Tardó mucho y tuve tiempo de pensar en el Conde, en su figura desprolija y serena, en aquella oración que todavía recordaba palabra por palabra. También se me cruzó la imagen de Vera, la asocié con la plaza, los faroles, la charla, el ritual. Era una de esas personas que se hubiesen sentido bien con aquel jarro de ginebra entre las manos. Cuando apareció eL colectivo yo ya estaba llegando al final de una larga historia. Subí, me senté y ahí, por primera vez en muchos días, me sentí realmente cansado. Me dije que no sabía hacia dónde iba ni para qué. Miré alrededor, estudié a cada uno de los pocos pasajeros y advertí que eran todos cadáveres. Entonces desvié la vista y busqué ayuda, más allá de la ventanilla. Me encontré con lo de siempre.- una calle mal alumbrada, el asfalto, perfiles de casas y edificios. Un panorama sucio y triste. No solamente la gente, sino también las cosas estaban muertas. Me alarme. Sentí que esa rigidez general me estaba invadiendo, que si no reaccionaba a tiempo terminaría por sucumbir. Pensé bajar en la próxima esquina. Después me paré, giré en redondo un par de veces, volví a sentarme, flexioné brazos y piernas, me desperecé ruidosamente, ampulosamente, sacudí ¡a cabeza hada uno y otro lado, rugí, soplé, me cacheteé con fuerza ambas mejillas, hice una serie de muecas, me puse bizco, saqué la lengua, ensayé cara de idiota, me froté los ojos con furia hasta que me dolieron. Cuando volví a mirar, algo había cambiado. La luz, los colores, la perspectiva, no eran los mismos. Me sentí mejor. Vi que el chofer me observaba a cada rato por el espejo y una mujer, sentada del otro lado del pasillo, me espiaba de reojo, tratando de que no la sorprendiera. Entonces me dibujé una sonrisa en la cara y adopté la postura más digna posible. Me dije que el humor, después de todo, seguía siendo un antídoto excelente. Nunca apelaba a él porque desde el comienzo había resuelto que mi papel debía ser el de un personaje grave y trágico. Pero sin duda se trataba de una buena cosa. Repentinamente, por unos minutos, fue como regresar a la infancia. Todo se me volvió simple y querible.
    Me encaminé hacia el bar con ese estado de ánimo. Pegaba saltos al subir y bajar las veredas. En la puerta tropecé con Luis, que salía empujando a un tipo y conteniéndolo para evitar que volviera a entrar.
    —¿Te vas? —pregunté.
    —No —me contestó—, estoy tratando de arrastrarlo a éste hasta el colectivo antes de que se pelee.
    Me llevó aparte y me explicó rápidamente que su amigo vivía debajo de un puente, que acababa de escribir un libro, que lo había traído para mostrarlo y que no le habían gustado los comentarios recibidos. Esgrimió un manojo de manuscritos arrugados y sucios de barro. Tomó al otro de un brazo y doblaron la esquina.
    —Te espero —le grité.
    Entré y comenzaron a aparecer caras conocidas, amigos de otros años. Esa noche estaban todos. Hubo abrazos, preguntas, intercambios de teléfonos. En un rincón, con un grupo, también estaba Sara, linda y fresca, más atractiva que antes. Charlamos un rato. Nos reímos al evocar ciertos atuendos graciosos que ella usaba en la época en que nos habíamos conocido. Anotamos también nuestros números y prometimos llamarnos. Yo estaba cada vez más eufórico, un poco por los encuentros y las muestras de simpatía, otro poco por los vinos de la tarde y la ginebra de la plaza. Después apareció Cacho, me alcanzó un vaso de tinto y me invitó a su mesa. Comenzamos a recordar la barra de la casa de San Telmo, la temporada en que Horacio, su socio en la carpintería, se había rayado y por toda respuesta a cualquier interpelación, con voz pausada, mirando fijo a los ojos, contestaba: "¿Usted sabía que a mí me llamaban Bala Lenta, en Kansas City?". Y la que seguía era una de las historias más delirantes jamás escuchadas. Ahí me enteré de que se había ido a Brasil y vivía fabricando artesanías.
    Alguien me tocó el hombro; era Toni. Hacía tiempo que no sabía nada de él, salvo aquella confusa noticia acerca de los ocho meses de cárcel por tenencia de dinamita. Se me sentó al lado y me dijo, con el mismo tono de antes, como si nunca nos hubiésemos separado:
    —Llámame, ya está todo organizado. Me pregunté qué sería lo que estaba organizado. Me vino a la memoria, fugazmente, aquel verano en Mar del Plata, el bar que habíamos construido, las paredes pintadas por Pablo Suárez —árboles de colores vivos y plenos, que cubrían el interior y el exterior de la galería, que envolvían todo y seguían por los cielorrasos—, el trabajo enloquecido, las noches sin dormir, las escapadas hasta el agua, el final de la temporada, el fracaso comercial pese a la numerosa clientela, la llegada de los primeros fríos, el hambre, la desolación de la cosía sin gente (se había ido todo el mundo y me había quedado solo en aquellos locales; también la mujer que había venido a buscarme había partido al acabarse la plata y la comida; de las provisiones del verano habían sobrado una lata de galletitas saladas, una bolsa de pan rallado y una botella de aceite; cuando se acabaron las galletitas traté de inventar todo tipo de cosas: preparaba albóndigas de pan rallado amasadas con aceite y luego trataba de freirías en ese mismo aceite; vomité la primera vez y también la segunda: no insistí; miraba el mar y soñaba con cañas, líneas, anzuelos y una buena pesca; esperaba las tormentas del otoño para recorrer la playa buscando monedas que la lluvia dejaba al descubierto al lavar la arena; no tenía más que el teléfono y de la mañana a la noche hacía llamadas de larga distancia que duraban horas y me aliviaban el hambre y la soledad —por lo que supe, nunca nadie pudo pagar esa cuenta de la compañía telefónica—; no había nada que hacer ahí, salvo escapar; mientras tanto, en las tardes de sol, me iba a visitar el cementerio que no estaba lejos, para entretenerme mirando los monumentos de las tumbas y pasar
    el día).
    Le dije a Toni que sin duda lo llamaría, pero le pedí que me adelantara en qué anclaba. Bueno, ahora la cosa era a nivel internacional, un gran proyecto, y estaba tratando de reclutar la misma gente de aquella vez. Le pregunté por el asunto de la cárcel. Me contó en detalles cómo había sido y me aseguró que le había venido bien, de paso había hecho una cura de desintoxicación porque adentro no podía tomar ni una gota. Comenté que solamente a él podía ocurrírsele almacenar dinamita en una época en que estaba penado hasta tener un rifle de aire comprimido.
    Apareció Luis, lo llamé y le expliqué lo de Santiago.
    —Tengo un amigo abogado —dijo—. Seguramente puede hacer algo. Ahora lo llamo.
    Se fue a hablar por teléfono. Se juntó más gente.
    Había un tipo con un metro metálico en la mano que andaba dando vueltas, recorría las mesas y le medía el cráneo a todo el mundo. Finalmente decretó un empate entre dos cabezones.
    Volvió Luis y me dijo que se había comunicado con el fulano, se encontrarían en media hora. Alguien pidió un par de botellas e invitó para festejar algo que no entendí. Chocamos los vasos. Todo el mundo estaba alegre y charlatán. Se me sentó al lado una flaca de buena jeta, con un escote que le llegaba hasta el ombligo. Tenía aspecto de haber sido amamantada con grapa.
    —¿Cómo están? —preguntó cantando. Y sacudió la cabellera de derecha a izquierda y nuevamente de izquierda a derecha. Nadie le hizo caso. Acerqué la boca a su oído y recité: "Ognuno sta solo sul cuor della térra/ trafitto da un raggio di solé.-/ ed é súbito sera". Seguramente no entendió, pero me estudió con interés y puso cara de picara, como si acabasen de decirle un piropo. Después apretó los labios y dejó escapar lo que supuse sería una risita de complicidad. Noté que tenía un ojo levemente desviado, detalle que confería un brillo extraño a su mirada y la volvía más interesante. Levantó un brazo y, sin mirar para atrás, pidió un whisky importado. Tenía bastante oro encima: pulseras, anillos, collar, aros. Alguien se apoyó en el respaldo de mi silla, era Luis.
    —Voy para la comisaría —dijo—. Espérame.
    Me deslizó un billete en el bolsillo de la camisa y salió. Poco después apareció el Negro Suárez, que acababa de regresar del sur con más datos para su libro sobre la vida de Butch Cassidy. También Dipo, que andaba con un problema en la vista y veía doble.
    —No me animo a cruzar la calle —me dijo—. De los dos coches que avanzan nunca se cuál es el real.
    El gran susto se lo había pegado esa tarde, cuando en lugar de dos había visto cuatro figuras iguales, hasta que su acompañante le había aclarado que enfrente tenían a dos mellizas vestidas con ropas iguales.
    Mi vecina —su nombre era Renata y el contacto de su rodilla me estaba alterando más que el vino y la ginebra— cada tanto volvía a esgrimir su cargamento de oro y pedía otro importado. Yo, en cuanto podía, trataba de distraerla de la charla general y arrastrarla a un diálogo más íntimo. Le conté un par de anécdotas. Le confesé que lo único importado que había comprado en los últimos años era un rollo de papel higiénico. Me lo habían vendido en el negocio de la esquina del departamento de Flores, cuando me había mudado, hacía dos meses. Color rosa pálido. Lo tenía guardado en el botiquín del baño y lo reservaba para las visitas. En realidad no venía nadie a verme, así que duraba. Renata me escuchaba con interés exagerado, mirándome fijo y sin interrumpir, como si le estuviese contando una gran historia. Me sentí estúpido y cambié de tema.
    Pasó el tiempo y volvió a aparecer Luis, tambaleante, con la noticia de que Santiago estaba bien, pero que no lo largarían hasta la mañana siguiente. Se sentó y me pidió por favor que le explicara la historia de la discusión con la estatua. Era un asunto, dijo, que lo tenía muy intrigado. Conté para todos. A esa altura de la noche solamente quedábamos Renata, Toni, Luis, el Negro Suárez y yo. Decidimos salir y cambiar de ambiente.

    DIECINUEVE


    ASÍ QUE CAMINAMOS UN RATO. Luis, solo, allá adelante, tratando de avanzar derecho. Detrás, Toni y el Negro, embarcados en una charla misteriosa, gesticulando, pero cuidándose ambos de no levantar la voz. Cerrando la marcha, Renata y yo. Nadie había preguntado hacia dónde íbamos, por lo tanto seguíamos los pasos del primero. La noche estaba agradable y las calles con poca gente. Por el momento, con eso era suficiente. Yo no había parado de hablar desde que habíamos salido del bar. Inventaba, recordaba, argumentaba, me hacía el grave, el humilde, el prepotente, hasta me atreví a deslizar algunas bromas. Me dije que evidentemente el olor a sexo era una de las pocas cosas capaces de volverme locuaz. Renata asentía, se reía, se había dejado tomar del brazo. Fue ella la que en algún momento dijo:
    —¿Adonde vamos?

    —No sé —contesté—. No importa. Pensé que efectivamente era así, que no había a dónde ir, que Las charlas, las caminatas, no eran más que un pretexto para pasar el tiempo y no pensar. Luis se había detenido junto a la entrada de un edificio.
    —Roberta seguro nos invita con una copa. No hablen, si se da cuenta de que somos varios no nos deja entrar.
    Tocó el portero eléctrico. Se oyó una voz:
    —¿Quién es?
    —Luis.
    —¿Qué pasa?
    —¿Puedo subir un momento?
    —Es tarde, me estaba por acostar.
    —Un minuto nada más.
    Entramos y nos metimos en el ascensor. Roberta resultó ser un morocho de bigotes, aspecto rudo. Cuando nos vio avanzar en fila india trató de detenernos.
    —Te dije que me iba a dormir.
    —Ya nos vamos. Pasaba con unos amigos y decidí subir a saludarte.
    —No puedo atenderlos.
    —Un minuto.
    —No.
    —Uno solo.
    —Te dije que no.
    Vi que Roberta comenzaba a perder la paciencia. Luis se lo llevó aparte y siguieron discutiendo. Nos habíamos quedado todos parados en el centro del living, esperando. La cosa se estiraba tanto que decidimos sentarnos. Oíamos la voz alterada del dueño de casa:
    —Ya te lo dije, quiero que se vayan.
    Luis no aflojaba, seguía argumentando, paciente y moderado. Finalmente apareció media botella de whisky. Nos reunimos alrededor de una mesa ratona y nos servimos.
    —Salute —dijo Luis.
    Roberta no se unió al grupo. Iba y venía, entraba por una puerta, salía por otra, pasaba a nuestro lado como si no existiéramos. Sobre una de las paredes había un afiche de Humphrey Bogart. Alguien hizo un comentario y se comenzó a hablar de cine. Recordamos películas. En ese tema todos eran expertos.
    —¿Por qué no te sentás con nosotros? —dijo Luis cuando Roberta volvió a pasar.
    El otro se detuvo y sin alterarse nos apuntó con el
    dedo:
    —Quiero ir a dormir. Terminen ese whisky y
    váyanse.
    —Está bien, pero vení, sentate a charlar un rato,
    hacéte amigo.
    Roberta siguió de largo, se paró delante de una estantería y se puso a ordenar unas figuras de cerámica. Les pasaba una franela y las volvía a colocar en su lugar. Acomodó unos libros, unas revistas. Finalmente se sentó en un sillón, se cruzó de piernas y encendió un cigarrillo. Daba pitadas rápidas, una ceja levantada, los ojos como piedras. Apagó por la mitad, abrió un canasto de mimbre, sacó dos agujas, lana, y se puso a tejer.
    Mientras servía otra vuelta, Luis recordó al Fellini de Ocho y medio. Pasamos a los franceses, Truffaut, Resnais, el nuevo cine americano. No había posibilidad de disidencias, cada cual hacía hincapié en alguna escena, en algún actor, y por asociación pasábamos de película en película. La charla se había puesto amena y entusiasta. Roberta seguía tejiendo.
    —Roberta —dijo Luis volviéndose—, ¿no podríamos poner un poco de música?
    Roberta dejó el tejido en el piso, se levantó y vino decidido hacia nosotros. —Basta —dijo.
    Arrancó la botella de la mesa, fue hasta el mueble, la guardó, se cruzó de brazos y se puso a esperar. Todos miramos a Luis, para saber a qué atenernos. El se levantó, movió las manos y dijo: —Eso está mal, muy mal.
    Caminó hasta el mueble, sacó la botella y regresó: —¿Querés que nos vayamos? Muy bien, nos vamos. Repartió lo que quedaba de whisky. No volvió a sentarse y todos tomamos los últimos tragos parados. Mientras bajábamos en el ascensor el comentario general giró alrededor de la descortesía de ese tipo. Cuando ya estábamos por pisar la calle, Luis tuvo un ataque de indignación y trató de volver a subir para ajustar cuentas. Lo convencimos de que no valía la pena. Además ya habíamos vaciado la botella. Accedió de mala gana, pero prometió vengarse.
    Volvimos a andar. Luis siempre dirigiendo la marcha. Frente a una disquería se detuvo. Estaban pasando una sinfonía. Se apoyó contra una columna de la entrada y cerró los ojos. Después, posesionado, comenzó a gesticular, movía Ja manos y los dedos, acompañaba los acordes, su cara se dulcificaba o se ensombrecía. Finalmente se largó a hablar, al principio pausadamente, pero poco a poco se fue enardeciendo.
    —Música, música —chillaba—, ahí está la música, arranques tumultuosos, desatados, un heroico intento de sobreponerse, pero sin la grandeza de la victoria,
    una romántica protesta que no culmina, que no se niega, que no logra, que no agrede, más preocupada por su propia perfección que por el alcance de su grito, monotonía, intentos de inventar una epopeya inexistente, un alarido y después un desplazamiento
    hacia la mansedumbre, a un drama externo y demasiado objetivo, que no puede pertenecer a la verdadera creación, música, música, también momentos de abandono, de sinceridad, de dolor genuino, los únicos que hieren la sensibilidad, de pronto todo está bien, algo surge desde el fondo de la tierra, son los antiguos sonidos que despiertan, triunfo del pensamiento, la inteligencia, el orden, el orgullo del creador arrancando a sus hijos de la nada, cabalgando sobre potros de fuego y de neblina, música, música, sin embargo lo que sigue es pura superficialidad, un vano intento de integración, que aspira a convertirse en fuerza y demencia desatada, pero que deriva inevitablemente hacia la pobreza, alardeando con sutilezas de baja estofa, desplomándose en gestos de impotencia, énfasis, explosiones, la voz y su peso, tan poderoso o más que el de la música.
    Dio media vuelta y se encaminó resueltamente hacia el fondo del local. Inmediatamente oímos un estruendo. Acababa de llevarse por delante un exhibidor. Un empleado lo sacó a empujones hasta la vereda. Luis cayó en nuestros brazos. Dio un paso adelante y tiró una trompada, pero su objetivo estaba a dos metros.
    —Quietos —ordenó—. Déjenme a mí.
    Pensé que arremetería. Pero no se movió. Advertí que se estaba concentrando en alguna idea. Después, señalando al tipo de la disquería y como si él fuese el autor de la sinfonía que habíamos estado escuchando, le gritó:
    —De todos modos, toda gran aventura del espíritu no es más que un acto de resignación. Podes meterte tu música en el culo.
    Oí a mis espaldas la voz de Toni:
    —Muy bien dicho.
    Nos fuimos en el momento en que, al lado, terminaba una película. La gente salió del cine y llenó la calle. Nos abrimos paso y cuando volvimos a juntarnos Luis no estaba. Esperamos a que el público se dispersara y lo buscamos. Recorrimos varías veces esa cuadra, de esquina a esquina, pero no lo pudimos encontrar. Entonces Toni propuso tornar algo en algún boliche del Bajo.
    Nos acomodamos en una mesa, en la vereda. Seguimos con whisky. Inmediatamente advertimos que el mozo nos trataba mal. Tal vez no le gustase el aspecto que traíamos, las cosas que decíamos, las carcajadas y las voces fuertes. Vi que en otra mesa, tres tipos con pinta de portuarios -camisetas ajustadas que les hacían resaltar los músculos— hablaban entre ellos mientras nos miraban también de mal modo.
    —Este mozo es un hijo de puta —dijo Toni—. Lo está haciendo a propósito.
    En efecto, cada vez que pedíamos algo era un problema: tardaba, se olvidaba, se equivocaba. Para colmo nos servía el whisky con la medida justa, ni una gota más. Esto también resultó motivo de bronca.
    —Eche un chorrito más —le había dicho Toni en la última vuelta—, no se va a fundir por eso.
    El otro masticó algo que no entendimos, pero había una ironía irrespetuosa en el tono de su voz.
    —Usted es un insolente —le gritó el Negro.
    No contestó. Pero los ánimos estaban caldeados y ya no hubo tranquilidad.
    —Lo que tenemos que hacer es irnos sin pagar —dijo Toni.
    Todos estuvimos de acuerdo. Pedimos una última vuelta y la saboreamos despacio. Nos preparamos:
    —Cuando entre a buscar un pedido nos levantamos y caminamos tranquilamente hasta la esquina. Apenas doblamos empezamos a correr. Después de doblar, antes no.
    Esperamos la oportunidad. Alguien dijo:
    —Ahora.
    Nos fuimos charlando. Pero no habíamos recorrido diez metros cuando oímos que nos gritaban. Vimos venir un taxi, lo paramos y nos metimos adentro.
    —Callao y Corrientes —dijo Toni.
    El taxista, un muchacho, amagó arrancar, pero cuando vio al gallego que movía los brazos y vociferaba volvió a detenerse.
    —¿Qué haces? Arranca —le dijimos.
    Pero dudaba, no se decidía. El mozo, mientras tanto, intentaba abrir una de las puertas. Hubo un forcejeo. Conseguimos trabarla.
    —¿Qué pasa? —preguntaba el chofer.
    —Arranca —le gritamos.
    Ya había llegado también el de la caja y vi que los tres musculosos se acercaban corriendo. Los vidrios de las puertas de atrás estaban subidos, los de adelante no. Toni iba sentado al lado del chofer. Le tiraron una trompada a través de la ventanilla, pero apenas le rozaron la cabeza.
    —Ah, ¿con violencia? Con violencia no, eh —gritó mientras se defendía de los manotazos y subía el vidrio.
    Los tres monos ya estaban junto al coche y ésos eran capaces de darlo vuelta. El muchacho no sabía qué hacer.
    —Arranca —le gritamos— o te destrozan el taxi. Este último argumento lo convenció. Metió primera y nos fuimos entre los gritos de los que se quedaban. Los cuatro nos volvimos contra él:
    —¿Qué estabas esperando? ¿Por qué no arrancabas? —No sabía qué hacer —se disculpó—. No sé lo que estaba pasando.
    —¿No te das cuenta de que nos quisieron cobrar de más y por eso tuvimos que armar la bronca?
    Nos bajamos en Corrientes y buscamos un bar donde poder comentar tranquilamente lo ocurrido. Mientras Toni y el Negro Suárez festejaban la cosa, me dediqué a Renata. Averigüé que vivía sola en un departamento, ahí a pocas cuadras. Entonces le sugerí que me invitara a tomar un café. Aceptó.

    VEINTE

    DEJAMOS A TONI Y AL NEGRO y nos fuimos calle arriba. Renata se había tomado de mi brazo y me apretaba la muñeca, no supe si para sostenerse o para sostenerme. De todos modos me agradaba el contacto de sus dedos. Así, tocándonos, no hacía falta hablar. Un patrullero pasó junto a nosotros y percibí que la presión de la mano aumentaba. No eran demasiadas cuadras, cinco, seis, pero se me hicieron largas. Me parecía que nunca llegaríamos. Al comienzo bromeaba sobre el asunto, después comencé a angustiarme en serio. Le preguntaba si faltaba mucho, la incitaba a apurar el paso. Y aun cuando estuvimos frente a la puerta del edificio no me sentí tranquilo hasta que ella acertó con la llave. Abrió, cerró, subimos hasta su piso y ahí finalmente respiré. Renata preparó café mientras yo sacaba hielo de la heladera. Serví dos vasos y me fui con el mío a curiosear un poco. Era un departamento enorme, amueblado a todo trapo, mucho lujo.
    —Sos una mujer rica —dije.
    Pusimos música y nos instalamos en un sillón. Pero acá fue donde las cosas comenzaron a complicarse. Noté en ella un extraño nerviosismo y me puse alerta. Ya no era la misma. En lugar de tomar su café y su whisky tranquilamente, seguir charlando o no, se levantó y anduvo moviéndose de acá para allá, arreglaba cosas, desaparecía, volvía a aparecer. La dejé hacer, intrigado.
    —¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Hay algún problema? —No —me contestó—, ningún problema. —¿Por qué no te sentás? —Ahora voy.
    Pero siguió dando vueltas. Yo ya no hablaba. Finalmente tomó su vaso y se me puso al lado. Cuando estiré el brazo y le tomé la nuca no se resistió, al contrario. Sin embargo, después volvió a levantarse y continuó con los desplazamientos y los arreglos. Se tiró boca arriba en el sillón de enfrente. —Estoy muy cansada —murmuró. Apoyó el vaso y abandonó la mano abierta sobre la alfombra. Cerró los ojos. Esperé todavía. Me acerqué y me arrodillé junto a ella. Durante un rato me dejó hacer. Ya se estaba quedando sin ropa cuando decidió pararse otra vez. Fue al baño. Me senté y prendí un cigarrillo. Regresó. La seguí hasta la cocina. —Si querés me voy —dije. —No —contestó.
    Hice un intento más y la apreté contra la heladera. Terminamos revoleándonos sobre las baldosas. Mientras la besaba pensé que era absurdo, habiendo tantos sillones, tantas alfombras, además de las camas. Pero no le propuse trasladarnos. De todos modos me quedó la sensación de que el asunto no había funcionado bien, no tanto por la incomodidad, sino más bien por la cantidad de alcohol que ambos teníamos encima. Más tarde terminamos en el dormitorio, nos zambullimos sobre el colchón y ahí se apagó todo.
    Me desperté en la oscuridad, sin memoria. Traté de incorporarme mientras me preguntaba: ¿Dónde estoy? Pero en esos segundos, mientras las manos manoteaban el vacío y la cabeza intentaba enfocar algún parámetro de orden, algo más pesado y temible aleteó en el aire. No fue precisamente un interrogante, sino una sensación de amenaza. Desde la noche que me rodeaba y en la cual me encontraba nuevamente perdido, algo sugería un planteo todavía más desconcertante: ¿Quién soy? Reconocí, debajo de mí, una cama. Me deslicé, me paré sobre el piso, busqué paredes y objetos, todavía guiado por el recuerdo inconsciente y la geografía de otras habitaciones donde había estado o vivido, por una de ellas o por la mezcla de muchas. Necesito un poco de luz, pensé mecánicamente. Después volvió mi nombre. Mi nombre que me salvaba y que en realidad no significaba nada. Y aun cuando logré encontrar un interruptor y ese mundo de sombras retrocedió ante los objetos y los colores, tardé en resolver de qué modo había llegado ahí y qué estaba haciendo solo y desnudo en ese lugar desconocido. Entonces me acordé de Renata. Reparé con cierta alarma en la cama vacía. Volví al living: no estaba. Recorrí el resto del piso. Finalmente la descubrí en el cuarto de servicio, durmiendo en la cama de una supuesta mucama, cubierta con la sábana hasta los ojos.
    Me serví una copa, puse un disco y me recosté en la alfombra del living. Miré la hora: eran casi las cinco. Hurgué en la biblioteca, había de todo, libros que realmente me hubiese gustado leer. Sentí el cansancio, pero no tenía sueño. Me entretuve durante un rato. Volví al cuartito y con cuidado me deslicé junto a Renata. La abracé y la acaricié un poco.
    —Por favor —murmuró—, quédate si querés, pero déjame, me angustié mucho.
    - ¿Te angustiaste?¿cuando?
    - Anoche. Que angustia.
    Hablaba como drogada. No insistí. Esperé y después, con la mayor delicadeza posible, me retiré y volví a la música y al vaso.
    Amaneció. Tomé posesión del lugar y me puse cómodo. Me instalé junto al tocadiscos con la botella, una jarra de agua y algunos libros de arte. Aquélla era una situación que siempre me había gustado. Estar en un sitio nuevo, ajeno, adueñarme de él durante un tiempo, sabiendo que debería abandonarlo. Era como una violación. Disfrutaba, no tenía responsabilidades, el tiempo se había detenido. Pasé la mañana con las cortinas bajas, intuyendo afuera la presión del verano y del calor. Un par de veces me asomé para comprobar si Renata seguía durmiendo. Alrededor del mediodía revisé la cocina: había de todo para preparar un tuco, faltaban los fideos. Me acerqué nuevamente a la cama, toqué el hombro de Renata y le dije despacio que quería salir para comprar algunas cosas. Sin abrir los ojos me dijo que buscara en su cartera. Encontré un llavero y antes de cerrar la puerta del departamento comprobé si llevaba la llave que correspondía. Realicé la misma operación abajo, en la entrada. Anoté el número y el piso en un papel, por las dudas. Di una vuelta manzana pisando despacio, con la sensación de estar levitando. Descubrí un almacén y compré macarrones. También mi voz me sonaba rara, me parecía que todo el mundo me miraba. Me dije que casi no había dormido y que desde hacía varios días no había parado de tomar. Regresé con los paquetes y la dirección en la mano. Todo resultó bien. Una vez arriba volví a tirar la ropa y me puse a trabajar.
    Freí bastante cebolla picada, agregué ajo, dos latas de tomates, una lata de extracto, dos cubitos de carne, orégano, laurel, pimienta, pimentón, ají molido, sal, azúcar, un chorro de vino, puse el fuego a mínimo y me tumbé de nuevo en la alfombra con mi vaso de whisky rebajado.
    Finalmente Renata se levantó. Estaba linda con su cara de sueño, despeinada, y el camisón blanco transparente. Cuando se acercó la abracé y la busqué bajo la seda. Reaccionó y me apartó:
    —No, no quiero.
    No insistí. Le pregunté si quería café y le serví. Después le pedí que se sentara y traté de indagar qué le pasaba. No saqué nada en claro. Divagaba:
    —Hice mal en traerte a mi casa. Me sentí horrible.
    Todo muy confuso.
    —No pienso quedarme para siempre —dije—. Almorzamos y me rajo.
    No contestó. Apagó el cigarrillo y fue a darse una ducha. Puse agua a hervir, la llamé antes de echar los fideos. Mientras comíamos reímos un poco y volví a descubrir en sus ojos la alegría velada e impersonal de la noche anterior.
    Después nos pusimos a escuchar música brasilera, sentados en el piso, ella recostada contra mis piernas. Aceptaba que la acariciara, que le diera besos más o menos castos, pero no me permitía pasar de ahí. Volví a investigar acerca de las razones de sus rechazos, sin éxito. Cuando insistía demasiado se levantaba y se ponía a arreglar cosas. Despejaba la mesa, guardaba algunas prendas en el placard del dormitorio. Yo la miraba ir y venir con su camisón, seguía tomando y comenzaba a impacientarme. Le grité que se quedara quieta, que me estaba mareando con tanto dar vueltas, que no tenía sentido esa situación, yo persiguiéndola y ella esquivándome. Volvió a acomodarse y confesó que para ella todo eso no era fácil, que le hubiese gustado que nos conociéramos más, que tenía miedo de equivocarse y sobre todo miedo de que le hicieran daño. Pensé: Por fin estás desembuchando algo. Me dispuse a escucharla. Pero no hubo mucho más. —Tengo que consultarlo con Roberto —dijo. —¿Quién es? —pregunté. —Mi analista.
    —¿Qué es lo que tenés que consultarle? —Esto. Los problemas que siempre se me plantean ante la posibilidad de una relación.
    Iba a decirle que entre ella y yo no existía tal cosa, ninguna posibilidad de relación, sino tan sólo el hecho de ir o no ir a la cama un par de veces. Preferí callar. —¿Vos te analizas? —preguntó.
    —No
    —¿Alguna vez te analizaste?
    —Nunca.
    —Por eso no podes entenderme.
    Silencio.
    —Tenés que analizarte.
    —Sí, tal vez algún día lo haga.
    —Algún día no. Tenés que hacerlo ahora.
    —No sé, no creo que me haga falta.
    —Sí que te hace falta.
    Evitaba contradecirla. La cosa quedó ahí. Seguimos en la alfombra, con Chico Buarque y el whisky. Más tarde, mientras cambiaba el disco, en cuatro patas, estirándose, sus nalgas contra mi cara, dijo como al descuido:
    —Mañana tengo sesión, al mediodía. Si querés te pido hora. Roberto es un gran tipo, muy capaz. Te va a hacer bien.
    Giró y se quedó mirándome:
    —¿Qué te parece?
    —¿Por qué no esperamos un poco? —le contesté, por decir algo.

    VEINTIUNO

    A PARTIR DE ESE MOMENTO se estableció una especie de esgrima. Cada vez que yo atacaba por el lado del sexo, ella replicaba con la cuestión del psicoanalista. En aquel juego donde ninguno de los dos —lo pensé— iba a resultar ganador, comencé a descubrir un principio de diversión. Lo que en mí, al comienzo, pudo haber sido desconcierto, molestia y hasta un poco de furia, ahora se estaba transformando en una actitud distante y curiosa. Acepté el desafío y me puse en guardia. Me decía: Ojo, no moverse, quedarse piola, no dar pasos en falso. Pero tenía demasiadas cosas en contra: estaba el whisky, estaba aquel camisón que iba y venía por el departamento, estaban las insinuaciones y las trampas que me tendía Renata. Así que de tanto en tanto me iba a la carga y volvía a convertir ese living en una plaza de toros. Atacaba por frentes diferentes, creaba climas, proponía temas. Ella se abandonaba a extensas confesiones, me hablaba de su familia, de sus parejas, de sus ambiciones y frustraciones. Yo la escuchaba en silencio, asintiendo, mirándola a los ojos, acariciándole la cabeza, una de sus manos en la mía. Le decía: Claro, claro. Deslizaba algunos comentarios breves, tratando de no interrumpirla, sólo para demostrarle que estaba presente y atento a sus historias. Después, despacio, comenzaba a trabajar e intentaba arrastrarla a lo mío. Entonces ella se escabullía nuevamente, hábilmente, y tomaba distancia otra vez. Yo dejaba pasar un rato, me servía un trago y recomenzaba con la misma cautela, con la misma delicadeza, ofreciéndole un cigarrillo, pidiendo que me aclarara, ciertos puntos sobre un episodio de su adolescencia o su último matrimonio. Renata aceptaba, complacida y grave. Y cuando emprendía la retirada, el hecho ocurría sin violencias, sin palabras alusivas. Inclusive continuaba hablándome a la distancia, lejos de mis dedos, con naturalidad. Yo me esforzaba, cada vez con menos posibilidades, por observar ese duelo desde afuera. Presentía que, mientras el nivel de la botella siguiera bajando, mis movimientos se irían volviendo más imprecisos todavía. Renata fue a la cocina y trajo un pote de dulce de leche y una cucharita: una para ella y una a mí, una para ella y una a mí.
    —¿Estás seguro —preguntó chupándose los labios— de que no querés que pida hora?
    —Ya te dije —me lamenté—, no estoy preparado. —El único que se jode sos vos.
    —Lo sé.
    Se encogió de hombros:
    —Voy a sacarme este camisón
    Se metió en el dormitorio, pero no cerró. La vi pasar dos veces desnuda delante de la puerta. Regresó. Se había puesto una bombachita negra, inexistente casi, y una camisa de encajes. Se arrodilló y me besó fugazmente. Después permitió que la atrajera y la acostara sobre la alfombra. Cerró los ojos. Todavía tuve tiempo de pensar: No apurarse, no apurarse. Ganada esa posición, me esforcé por no echar a perder la posibilidad con una nueva torpeza. Tranquilo, me dije, tomate todo el tiempo que sea necesario. La acariciaba, pero al principio cuidándome de no ir más allá de la cara, el cuello y los hombros. La cosa duró y hubo algunos progresos. De pronto Renata volvió a mencionar al psicoanalista. Entonces bajé los brazos, me puse de espaldas y me quedé mirando el cielorraso. Aprovechó mi silencio y siguió hablando del asunto como si ya fuese cosa resuelta.
    —En todo caso podes quedarte a dormir esta noche —dijo—, así vamos juntos desde acá.
    Le pedí que me alcanzara un cigarrillo. Lo prendió y me lo colocó entre los labios.
    —No duele, ya vas a ver —dijo pasándome una mano por la frente.
    Después, decididamente, fue hasta el teléfono y discó un número.
    —Voy a tratar de que te dé hora antes o después de mí.
    Ensayé un último argumento:
    —No tengo plata.
    —No importa —me contestó—, te pago la primera sesión.
    Habló, arregló y todo quedó en orden. Se sentó y comenzó a explicarme quién era y cómo era Roberto. La escuché sin hacer comentarios.
    —¿Cuánto vas a pagar por esa primera sesión? —pregunté.
    Cuando me lo dijo volví a acordarme de mi rollo de papel higiénico guardado en el botiquín del baño y sentí que comenzaba a deprimirme. Renata no paraba de hablar, estaba eufórica, propuso un plato especial para la cena.
    —Para eso hace falta vino —comenté. —Tengo. Si no te gusta compramos otra marca. Pensé que había llegado el momento de cobrarme la derrota y puse a trabajar las manos.
    —No, por favor, todavía no —murmuró conteniéndome.
    Me dije que ésa era la oportunidad justa para levantarme e irme. Sin embargo no me moví. Afuera el sol seguía fuerte y la idea de bajar a la calle me causaba cierto pánico. Ahí, pese a los rechazos de Renata y el orgullo herido, no se estaba mal. Así que decidí quedarme. Me acordé de Luis, me pregunté dónde habría ido a parar y lo llamé. Estaba en su casa, pero no tenía idea de cómo había llegado.
    —Decíle que venga a cenar —sugirió ella. Apareció una hora más tarde. Yo había comenzado a explicarle a Renata que aquella cita con el psicoanalista era un error y que el asunto no funcionaría. Luis nos escuchó con atención, se enteró de lo que estaba pasando e, inesperadamente, intervino:
    —Personalmente opino que es una buena idea. Seguro que te va a hacer bien. Vos estás tomando mucho y a la larga eso te va a perjudicar. Creo que te hace falta realmente ir a un psicoanalista.
    Lo miré para ver si hablaba en serio. Aparentemente estaba sobrio. Renata aprovechó la aparición de un aliado y se pusieron a hablar de mí. Me senté a escucharlos. En menos de quince minutos llegaron a la conclusión de que era un caso grave —el mío— y que se debían tomar medidas muy rápidamente.
    —No quiero meterme en su vida —decía Luis—. Es un hombre grande y debería saber lo que le conviene. Pero es por su bien. No puede seguir así, va a terminar destruyéndose.
    —Es lo que estuve tratando de hacerle entender —decía Renata.
    Se sentaron a la mesa, frente a frente, se sirvieron una buena medida y siguieron en ese tono. Los oía enumerar mis defectos, compasivos, como si fuesen mi padre y mi madre.
    —No es mal tipo —murmuraba Luis en voz baja—. Tiene sus cosas.
    —¿Por qué no vas vos? —le grité.
    —Yo no dudaría en ir si estuviese en tu situación —me contestó.
    Renata no dejó escapar la oportunidad:
    —¿Por qué no vamos los tres?
    Vi que Luis dudaba. Después se encogió de hombros:
    —No tengo problemas, vamos.
    No había terminado de hablar y ya ella estaba con el tubo en la mano. Esta vez fue más difícil, pero finalmente consiguió hora también para él. Cuando se planteó la cuestión de la plata, Renata dijo que le prestaría su part. Después se dedicó a preparar la famosa cena.
    -¿Qué te pasa? - le pregunté a Luis cuando quedamos solos.
    - No hay que ser tan prejuicioso – me contestó.
    No insistí. A la hora de comer había buen ambiente. Tomamos un par de botellas de vino y después cada uno se fue a dormir en una cama diferente.
    Por la mañana, cuando desperté, me acordé inmediatamente de aquella cita. Calenté café y me puse a fumar. Luis y Renata se levantaron cerca del mediodía. Les avisé que no los acompañaría al psicoanalista. Otra vez empezaron las discusiones. Luis me acusó de abandonarlo en una situación difícil. Si yo me retiraba, tampoco el iría. Renata, enérgica, recordó que me había comprometid. Dijo que Roberto seguramente había tenido que postergar otras entrevistas para atendernos. Hicieron todo lo posible para que me sintiera culpable. Finalmente me resigné. Tomamos un taxi, no era lejos. Nos metimos en un bar, a pocos metros del consultorio. Luis partió: su turno era el primero. Mientras lo esperábamos, Renata solo habló de las bondades de Roberto, la inteligencia de Roberto, la delicadeza de Roberto. Volvió Luis: estaba serio y algo solemne. Se sentó sin hacer comentarios.
    - Te toca a vos - me dijeron los dos.
    Salí y caminé hasta la puerta del consultorio.
    Ahí me detuve y eché una mirada a la avenida vacía para ver si descubría algún colectivo que me llevara hasta Flores. Pensé: ¿Qué hago? ¿Me quedo o me voy? Después me dije que daba lo mismo y subí.
    Me recibió un tipo alto, bastante grueso. Me invitó a sentarme, me ofreció café. Tomó papel y lápiz, preguntó nombre y dirección. Le expliqué que por el momento no tenía domicilio fijo.
    —¿Entonces no hay dónde llamarlo? Dije que sí, que un teléfono había, y que también disponía del teléfono de un amigo donde acostumbraban dejarme mensajes. —¿De qué trabaja? —Por ahora de nada. —¿De qué vive? —Por ahora de nada. Me observó con desconfianza: —¿Y cómo hace? —No lo sé.
    Hizo algunas anotaciones. Advertí que me miraba de costado, entrecerrando los ojos, con curiosidad o con odio. Hubo un silencio prolongado y pensé que debía decir algo. Le conté más o menos quién era. Se levantó y comenzó a dar vueltas frente a mí. Al mismo tiempo efectuaba preguntas que me parecieron muy simples y concretas, pero que para él debían tener un sentido extraño y profundo, porque después se quedaba mirando el vacío, con una mueca maligna en la cara, sonriendo para sí, aparentemente halagado de su propia sagacidad. Contesté lo mejor que pude. Pero me enredaba, no encontraba cómo seguir.
    Después de una nueva pausa, larga, incómoda, se acercó y me enfrentó:
    —¿Pero usted a qué vino?
    —Bueno, a charlar supongo.
    —¿Vino por su propia voluntad o lo trajeron?
    No le dije que el compromiso de ir a verlo había surgido de la imposibilidad de llevarme a su paciente a la cama, la tarde anterior. Le conté una historia más aceptable. De todos modos confesé que mi presencia ahí se debía fundamentalmente a la insistencia de Renata y no a mi decisión.
    —No puedo hacer nada por usted —dijo, cortante—. Cuando el interesado no viene por su propia determinación, todo es inútil. En estas circunstancias, si las cosas llegasen a salir mal me echaría la culpa a mí. Si saliesen bien, el mérito sería suyo. Usted no se compromete en nada. Y yo en ésa no entro, a mí en ésa no me agarra.
    Y mientras decía esto levantó el dedo gordo de la mano derecha, lo dobló arriba y abajo como hacen los chicos cuando quieren decir.- "Toma para vos, a mí no me jodés".
    —Bueno —dije—. Está bien.
    Comprendí que la sesión había terminado. Pese a todo nos despedimos con cierta cordialidad. Me dio la mano y cerró la puerta. Antes de enfilar por la escalera giré la cabeza y pude ver su figura detenida detrás del vidrio esmerilado, vuelta hacia mí, que —me pareció— hacía repetidos cortes de manga.
    Cuando Renata me vio llegar tan rápido puso cara de alarma.
    —¿Qué pasó?
    Le expliqué más o menos. No le gustó. Se fue bastante alterada.
    —A mí me parece un gran tipo —dijo Luis refiriéndose al psicoanalista.
    —Seguro. ¿Para cuándo tenés la próxima entrevista?
    —No sé. No creo que vuelva. ¿Qué vas a hacer?
    —No sé todavía.
    —:Yo me tengo que ir.
    —Bueno.
    Se acordó de que esa noche había una fiesta en lo de un tal Perales. Lo conocía, había estado en esa casa un par de veces. De todos modos Luis me anotó la dirección.
    —Date una vuelta.
    Quedé solo. Esperé un rato. Después, antes de que Renata volviera, decidí levantar campamento.

    VEINTIDÓS
    ME ALEJÉ SIN DIRECCIÓN. Anduve por calles arboladas y al desembocar en otra avenida vi el cuerpo sobre la vereda. Había un grupito de personas detenidas a cierta distancia, lo observaban sin acercarse. Estaba boca abajo, un poco encogido, la cara de perfil contra las baldosas, a medias oculta por un largo mechón de pelos. Acababan de balearlo. No había nada respetable en él. En la tarde de sol, en el silencio, era una cosa más, diluida, sin consistencia, tan insignificante como las siluetas que lo miraban mientras comentaban en voz baja. Alrededor estaba la ciudad. Sentí cómo en mi cabeza se iba formando un pensamiento, sólido como una roca: imposible luchar contra el verano. Y una evidencia todavía imprecisa, pero cuyo agrio olor me alcanzó igual que un puñetazo en la boca, me hizo saber que todos estábamos sometidos. Mientras lo cruzábamos en uno y otro sentido, tratando de socavar su solidez, de hallar algún resquicio, una pausa, el verano se mantenía sobre nosotros inamovible como una vieja condena, como un estigma. En esa calma hecha de claridades y de sombras, no existía más que pesadez, sofocación, una pesadilla que surcaba los días dejando en el aire caliente una sensación de fatalidad. La estación se ensañaba sobre la ciudad como sobre un yunque, reclamaba sometimiento y olvido, golpeaba indistintamente el cemento y el corazón, ofuscaba la inteligencia, suscitaba y fundía imágenes monstruosas. Así estaba viendo al verano, asentado sobre cada cosa, un gran pájaro quieto empollando muerte e indiferencia. ¿Qué se puede hacer?, me pregunté. Tal vez seguir, resistir, mantenerse vivo. De ese letargo general quizá surgiese finalmente algo, una respuesta, una forma de justificación. En la luz o en la oscuridad, lo que acechaba más allá de lo visible, más allá de ese desierto de nichos, era una mueca de impotencia. Y a veces, muy pocas, filtrándose por ese cerco de fuego, insistiendo apenas, la esperanza. Levanté la vista y vi la cima de los edificios temblar en la blancura. En diagonal, la aguja de una iglesia, el gastado dedo de la fe, perdido entre dos torres que lo superaban y lo anulaban. No había hombres, ni mujeres, ni gritos de muchachos. Sólo fantasmas tragados por el verano. Esa era la hora en que se lo podía recorrer como un cazador furtivo, comprobar los daños, las pérdidas, rastrear los secretos más humillantes. Calles sin fondo, destellos cegadores, asfalto humeante, señales de una civilización condenada, alcantarillas por donde la lluvia se llevaría tarde o temprano el polvo de ese día, los pequeños desechos de los hombres, cosas inútiles, vergüenzas, también aquella sangre que había buscado el declive en las baldosas acanaladas y se estaba secando al sol. Un vasto osario donde convivían gravemente vivos y muertos, y la falsa dulzura de la noche pretendía a veces recuperar la paz de otras horas, inventaba bálsamos para el pensamiento, treguas para los ojos cansados de atrocidades, una anestesia para la imaginación y el miedo. Me imaginé ese cementerio visto desde arriba, hundido en su pozo, erizado de antenas como cruces que, más que una señal de comunicación, sugerían pedidos de socorro. Y de pronto, como si de esa idea dependiese mi salvación, me oí murmurar: Debo volver a Flores y hacer mi llamado, no necesito más que un poco de voluntad. Pero tal vez sólo estuviese pensando, también yo, en la puerta cerrada a mis espaldas, la penumbra, la tranquilidad y la seguridad de un refugio. Después me dije que no tenía importancia. Imposible escapar de la luz. Imposible para mí y para todos aquellos que me habían acompañado en esos días. ¿Qué significaban realmente esos reencuentros, esas idas y venidas, esas parodias de discusiones, de intentos? Nada más que la representación consciente de una obra sin sentido, una forma de perseverar y negar. Movimiento y ruido, nada más que eso. Alrededor estaba el verano, más poderoso que toda determinación. Pensé en Renata y en Luis, en Santiago, en la clínica, la tarde con Vera. Me pregunté qué lugar estaría ocupando Greta bajo ese cielo. Un vehículo se detuvo junto a la acera, dos figuras cargaron el cuerpo y volvieron a partir. El día se cerró igual que agua sobre aquella última imagen. Recordé otra ciudad, la que había conocido, la de otros tiempos, claridades diferentes, noches interminables, plazas y patios. Había caminado con los amigos a lo largo de esas noches, tomábamos vino, discutíamos, amanecíamos en cualquier parte. Me pregunté si la calma de aquellas horas se habría perdido para siempre. Me pregunté si la muerte que ahora me rodeaba no era hija de aquellos días, si no los abarcaba y de algún modo misterioso los representaba. Esas ideas me llenaban de piedad, de una gran pena que me incluía. Pero no fue sólo confusión y nostalgia lo que me llegó a través de ese balance. Sino también la afirmación de una respuesta que se me había estado escapando. Una nota todavía indefinible, pero firme y viva. Me vi en el corazón del derrumbe, rodeado por el vértigo y la inseguridad, pero duro en mi sitio, mi poder contra el poder del verano, su locura contra mi obcecación. iNuevamente me dije que el verano carecía de tiempo, era una masa inmóvil, un bloque de crueldad, incapaz de otra cosa que no fuese ignorancia y violencia. El verano era una antiquísima forma de pasividad y abandono que debía ser combatida, conducida de vuelta a su función esencial, rescatada de la sequedad, la esterilidad y el odio. Las palabras resonaban en mi cabeza como golpes de pico. Afirmaban su validez y su peso, me transmitían la importancia de su papel mediador. Sentí que ahí, a través de la tarde, hasta los límites del día, de los días, por encima del cemento y la soledad, más allá de la ciudad y las llanuras, todo aquello que me negaba, lo que me cercenaba, comprometía con una urgencia cada vez mayor mi necesidad de comprensión y por lo tanto de modificación. La sangre, la palabra, todo cuanto se opusiera a la muerte, aun a través de la muerte misma, suscitaría siempre un cambio, introduciría una cuña en la mole compacta, produciría seguramente un temblor en algún remoto engranaje. El hombre primitivo que había en mí percibió como si algún lejano ancestro acabase de incorporársele y reeditase una o muchas situaciones similares. Como entonces, como volvería a ocurrir en el futuro, comprendí que acababa de recuperar, nuevamente, un aliado, que esa fuerza era mi única posibilidad, que acababa de investirme con una vieja herencia, una especial forma de masculinidad que resucitaba para mi vida cosas adormecidas o mutiladas, los cimientos vacilantes del orgullo y la dignidad.

    VEINTITRÉS
    BAJABA EL SOL y seguía en la calle. Enfilé para el centro. Me encontré con Eduardo, un guitarrista con quien había compartido un departamento. Por él me enteré de otra muerte. Accidente de autos, ruta dos, tres días antes. Uno de los reventados era un tipo al que había conocido y odiado. El bastardo, así lo había bautizado y así me refería a él en la época en que todavía tenía algo que ver con mi vida. No me impresionó la noticia. Tampoco me alegró. Eduardo me invitó y nos sentamos a tomar esa extraña mezcla que es cerveza con ginebra. Durante un par de horas lo escuché hablar, con conocimiento e indignación, de política, de costos y salarios. Estuve de acuerdo en todo. Después, cuando nos despedimos y quedé solo, no pude evitar ponerme a pensar en aquel sucio y gratuito asunto elaborado por el bastardo y por Greta. Durante esos días —recordé— había deseado por pri mera vez la muerte de alguien. Y no una muerte abstracta, accidental, sino provocada por mi mano. En medio del desorden había anotado en alguna parte: "No olvidar, no olvidar nunca. Recordar la cara de perro sarnoso con la que me enfrentaba cada vez que me veía. La forma humillante, débil, rastrera, en que me daba la mano cuando se despedía. Recordarlo siempre. Ni siquiera tenía la actitud de un ladrón sino la de un temeroso y triste usurero. Recordar, recordar, no olvidar nunca que la única cosecha de esos meses fue falta de dignidad, mentiras, basura. Recordar la sumisión del desgraciado ante mis insultos y amenazas. Recordar, no olvidar, la fuerza que había en mí ese día y el derecho de matar con que me sentí investido. Recordarlo. Recordar la chatura de todo eso, la pobreza, la miseria. No olvidar nunca".
    Pero pese a las anotaciones, a la humillación, había terminado por olvidarme de aquella expresión de perro faldero, de los rencores y el deseo de venganza. Por lo menos así lo creía. Y ahora el tipo estaba muerto.
    De todos modos, algo me había molestado en aquella noticia. Sentí necesidad de estar con gente, de volver a ver algunas de las caras de siempre. Recordé la invitación de Luis y la reunión de Perales. Me encaminé hacia la casa dando un rodeo, demorándome acá y allá para espiar las agobiadas imágenes de la noche del verano porteño. Me detuve en un par de bares. Roberto, el psicoanalista, no había querido cobrarme, así que podía darme un par de gustos. Quería llegar bien tarde, cuando todo el mundo estuviese ya del otro lado.
    Me abrió una desconocida. Me besó en la mejilla con una euforia exagerada, me guió hasta la cocina, preguntó qué deseaba tomar y me encajó un vaso lleno. La sala estaba en penumbras y no tuve necesidad de saludar a nadie. Entre los sillones, en el suelo, adiviné grupitos, parejas. Alguien bailaba solo, en el otro extremo, ante la gran reproducción del Guernica. Me instalé sobre un almohadón contra la pared. Apareció Luis, muy inestable. Me palmeo el hombro.
    —Acabo de escribir un poema —dijo.
    Tomé la hoja y me estiré hacia la escasa luz de un velador. Leí:
    Dante se cojió a Elena
    que se cojió a Abelardo
    que se cojió a Victoria
    que se cojió a Benito
    que se cojió a Aníbal
    que se cojió a un perro
    gran clase llamado Dudú
    que se cojió a Benjamina Rodríguez
    que se cojió al hijo del portero
    que se hizo una tremenda paja
    en la azotea
    el último treinta y uno de diciembre
    Se lo devolví. Lo guardó.
    —¿Qué tal? —preguntó.
    —Ta —contesté.
    Se fue y volví a acomodarme. Entonces recibí otra sorpresa. Frente a mí, en un sillón, distinguí a Greta. Hacía meses que no la veía. Me pregunté si se habría enterado de aquella muerte. Estaba sentada entre dos muchachos. Tomaban los tres del mismo vaso, se hablaban al oído, se acariciaban. Greta besaba a uno y a otro y de vez en cuando soltaba una de esas carcajadas que le conocía. No me sentí molesto. De todos modos no pude evitar replantearme un par de cosas. La nuestra era una larga y confusa historia. Me dije, con cierta amargura, que ésa había sido una mujer importante en mi vida, la que en algún momento me había devuelto juventud y locura. Sin embargo, con ella —no era la primera vez que lo pensaba—, yo había matado mucho más de lo que había construido. Sentí que nacía en mí un lejano y pasajero impulso de levantarme y golpearla, como lo había hecho en los primeros tiempos de nuestra relación. Ahora, observándola, pensé que en realidad lo que nos había unido era una especie de rencor, un sentimiento indefinido y violento. Cada uno por su lado se había topado con alguien hecho a la medida de su furia. O a la medida de su falta de amor. Pese a todo, recordé, había habido ciertos momentos, ciertos atisbos de poderío en esa alianza. Una forma de complicidad, una ironía compartida, un oscuro sentido de superioridad frente al mundo. La violencia, además de la gran fiesta y la gran parodia del amor, habían sido nuestros puntos de contacto. Ella me agredía con su belleza y su desprecio. Yo la agredía con mi fuerza y mi indiferencia. Pensé que deberíamos habernos aliado para algo más grande que un miserable intento de relación. Un crimen, por ejemplo. Una catástrofe. Algo pesado. No hubiese cambiado demasiado las cosas en cuanto a nosotros dos. Pero hubiese provocado un poco más de ruido. Un buen derrumbe. Que era, en última instancia, lo que habíamos andado buscando.
    Alguien me tocó. Oí una voz amiga:
    —¿Querés?
    Miré para ver de qué se trataba. Acepté y estiré el brazo. Rápidamente alcancé ciéYta zona de lucidez y me puse alerta. Advertí que se habían apagado todas las luces y sólo llegaba un reflejo a través de la puerta entreabierta. La música subió de tono. También mi fuerza parecía haber crecido. Todo se apartaba de mí y todo me pertenecía. El motor que ahora me impulsaba y manejaba mis pensamientos provenía de otros ámbitos. Sentí que el diálogo acababa de establecerse con una parte de mí mismo que me era desconocida. Espectador de mi propia aventura, observé de qué manera esa otra parte se imponía, y con qué docilidad estaba dispuesto a aceptarla. Partimos juntos hacia un tiempo donde las cosas adquirían un sentido único y exaltado. Sin embargo, en la plenitud de ese viaje, donde nada era simple, donde todo significaba, a tal punto que por momentos las percepciones se volvían extrañamente dolorosas, algo en mí seguía teniendo conciencia de que mi vista en ningún momento se había desviado de la dirección donde sabía que estaba el sillón y sobre el sillón el cuerpo de Greta y sus compañeros. Y hasta me parecía haberla visto moverse y sonreír. Tuve la sensación de que, a través de la oscuridad, ella me había mirado, burlándose. Esos ojos reían y era como si dijeran: "Pero viejo, no es necesario ponerse tan serio".
    De pronto, esa presencia invisible se me impuso. Fue como si los meses no hubiesen pasado, como si todavía fuésemos aquella posibilidad de unión, aquel nudo de conflictos, de ternuras, de agresiones y venganzas. Y me asaltó la imagen de un día feliz, una pausa en medio de los años turbulentos. El horizonte se amplió y me deslicé de su mano por esos caminos. Recuperé su figura altiva y su contagiosa capacidad de alegría. Recordé lugares donde habíamos vivido, habitaciones al atardecer, la luz a través de los vidrios, el silencio, la paz, los objetos confundiéndose con las sombras, la ausencia de necesidades. Y era un regreso placentero, la vuelta de un largo viaje. Me demoré en esas imágenes vaya a saber cuánto tiempo. Me sobresaltó el ruido de un objeto al caerse: una botella, una silla. Alguien, precipitadamente, pidió que encendieran una luz. Se prendió un velador. Entonces vi a Greta acostada sobre el sillón. Estaba blanca, transpirada, respiraba con dificultad, de vez en cuando abría la boca y se estremecía.
    —Se descompuso —dijo uno de los que la acompañaban.
    Trajeron una toalla mojada y se la pasaron por la cara. La obligaron a tomar café. Había un flaco alto, metro noventa, observando la escena. Los pies juntos, un vaso en el puño apretado contra el pecho, se bamboleaba como una caña y repetía:
    —¿Por qué no la tiran al jardín?
    Se la llevaron. No la volví a ver. Me pasé el resto de la noche sin poder borrar la imagen de su cara, la ropa en desorden, el pelo empapado de sudor.
    Se me pegaron una muchacha con voz de bajo y un pibe de ojos rojos y piel transparente.
    —¿Todo bien? —dijo ella.
    Asentí. Me presentó a su amigo: —Está completamente reventado. Los médicos no le dan más de seis meses de vida. Todos estamos muy
    orgullosos de él.
    Volví a asentir. La muchacha se acomodó a mi lado y empezó a cantar. Entonces intenté escaparme. Apenas estuve parado comprobé que no podía caminar. Me lancé a través de la sala. Tropecé y alcancé la puerta del baño. Entreabrí con dificultad. Adentro, en una nube de humo, había por lo menos diez personas acomodadas en el piso. Alguien tocaba la flauta acostado en la bañera. No se lo veía, solamente asomaban las manos y parte del instrumento. Un melenudo rasgueaba la guitarra sentado en el inodoro. Eue el único que giró la cabeza para mirarme. Me sonrió con cara de ángel, sin dejar de acariciar las cuerdas. Sonreí a mi vez y cerré tratando de no golpear.
    Recordé que había otro baño. Enfilé por un pasillo rebotando contra ambas paredes. Al pasar frente a una ventana advertí que pronto comenzaría a amanecer. Entonces me sentí perdido. Me encerré y me senté en la claridad de los azulejos, la cara entre las manos y la mente en blanco. Sabía que había llegado al punto extremo de mi desconcierto y mi cansancio. Pero sabía también, por experiencia, que era justamente acá donde aparecería esa mueca capaz de anular toda amenaza. Era una vieja mueca. La había aprendido hacía mucho, al descubrir que no quedaba nada por perder. Ese gesto o esa burla eran los que siempre acababan por devolverme mi identidad. Me levanté, me acerqué al espejo y me miré. Lo que veía me gustaba cada vez menos. Me dije que mi papel era el de un héroe de causas perdidas. Pero también esta ironía podía resultar motivo de alimento.
    En ese juego residía la única posibilidad de mantenerme a flote. Retrocedí unos pasos, me saludé inclinándome hacia adelante, perdí el equilibrio y me caí. Entonces me acosté de espaldas sobre las baldosas frescas y cerré los ojos. En mi cabeza hervían explosiones y velocidades que no me pertenecían, que eran un puro delirio. Sin embargo me subyugaban. Sobre todo cuando parecían transformarse en un eco de mi infancia. Y más cuando me descubrían que mi infancia probablemente no estuviese sólo en mi pasado, sino también en mi futuro. A esa altura ya era evidente para mí que la única manera de despegar era una especial forma de locura cuyo lenguaje tampoco me era familiar, pero cuyas fugaces apariciones siempre me sería fácil reconocer. Sobre todo porque me acercaban a un mundo mágico que volvía y volvía permanentemente a mi vida, aumentaba mis necesidades, despertaba mis sospechas, llenaba de rumores e inquietud el silencio que me rodeaba.

    VEINTICUATRO

    CUANDO SALÍ DEL BAÑO tropecé por primera vez con Perales, el dueño de casa. Lo acompañé a la cocina y lo escuché hablar de cierta novela suya que, estaba convencido, sorprendería a más de cuatro. Entró una pareja, se sentaron con nosotros y nos propusieron que oficiáramos de jueces de un problema que se había planteado en la relación, justamente esa noche. En cuanto pude me escabullí y fui a tirarme en un sillón. Soñé o recordé —probablemente soñé— una tarde pasada con Greta, durante aquel viaje por Brasil.
    Mucha claridad en la pieza a esa hora. El sol en los vidrios, ella recostada desnuda a mis espaldas, yo sentado en una esquina de la cama (un elástico de madera, en realidad, acolchado con trapos, ropa y un par de frazadas), atento desde hacía rato a un costado de mi cabeza que trabajaba por su cuenta. Llevaba semanas soportando y estudiando esa división. Hacia la izquierda las divagaciones normales, hacia la derecha una zona oscura y en ella una sola frase repetida sin cesar durante todo el día. Un par de palabras cualesquiera escuchadas al pasar, la estrofa de una canción que ni siquiera me gustaba o, como en ese caso, el estribillo del aviso comercial de una gaseosa. Ahí estaba, preguntándome si comenzaba a ser víctima de alguna extaña despersonalización o simplemente marchando derecho al manicomio. Y así fue pasando la tarde, sin hablar, cada uno en lo suyo. Greta siempre echada, inmóvil, satisfecha de su desnudez, de su languidez, jugando con los pelos del pubis y los pezones. Y al anochecer, excitada, prenunció el orgasmo con ese breve jadeo que le conocía. Se puso tensa, se estremeció y giró sobre sí misma apretando las rodillas. Entonces fue cuando me di vuelta y la vi como no la había visto nunca. Muchos meses de convivencia matizados por la ternura, las peleas, viajes, hambre, aventuras, proyectos, y de pronto venir a descubrirla así, en ese día sin destino, sobre una cama sin colchón. Lo que vi fue el relámpago en los ojos verdes y el esbozo de sonrisa. Pero bastaron para comprender que ella pertenecía a la estirpe de las grandes putas de la antigüedad. Putas, hechiceras, magas, sacerdotisas, mujeres abiertas sobre la tierra. No hubiese podido hablar de asombro sino de un respetuoso silencio que no me atreví a romper. Y con la oscuridad que sobrevino rápidamente, la mitad sana de mi cabeza, también excitada, comenzó a descubrir otra realidad alrededor. Ya no la habitación de un departamento compartido, biblioteca de ladrillos pintados, un piano ajeno, escasez de cigarrillos. Nuestra cama zarpó hacia otros horizontes. Me encontré vagando por tierras tormentosas, entre ruinas, muros de historia antigua, grietas de epopeyas, marcas de algún tiempo heroico, cuyo polvo arrastrado por el viento ocultaba turbulencias de relinchos y golpear de cascos. Me perdí entre columnas de templos custodiados por efigies de dioses o demonios y descendí a galerías cuyos ecos seguían reproduciendo fórmulas mágicas de ritos y conjuros, sacrificios humanos, mutilaciones, ceremonias de sangre. Descubrí, grabadas en piedra, inscripciones que no hubiese podido descifrar, pero supe que ahí estaba impreso su nombre. Supe que aquéllos eran su origen y su mundo, a los que yo jamás había tenido ni tendría acceso. Sentí que así, dormida, abandonada en ese elástico sin colchón, Greta seguía conservando una calma conciencia de su poder. Que ella nunca había hecho el amor conmigo ni con nadie. Sólo consigo misma. Y que, en resumen, nada sabía acerca de esa mujer con la que había compartido tantas cosas. Así había pasado el resto de la noche, debatiéndome en la exaltación de ese delirio, mientras mi cabeza seguía abriendo y cerrando su mensaje idiota, encajado en el costado derecho como un clavo de diez pulgadas.

    VEINTICINCO

    ME FUI AVANZADA LA MAÑANA, bajo un cielo que amenazaba lluvia. Quince minutos después se largó. Busqué refugio en un bar. No había nadie, salvo un viejo con la vista fija en una copita de caña. Me senté a mirar el aguacero y pedí un whisky. Algo me tenía mal y no sabía qué era. Volví a pensar en la cara de Greta, las cosas pasadas. Trataba de recuperar la amargura, el odio, y quizá no fuese más que un intento de rescatar la vida perdida. Bueno —me dije, y no supe si este pensamiento era fruto de mi escaso sentido del humor o de una repentina e inexplicable desazón—, pidamos otra vuelta y brindemos por el enemigo muerto.
    Llamé al mozo. En ese momento, perseguida por el chaparrón, entró corriendo una muchacha: quince años, dieciséis. Pantalones blancos y una camiseta con una gran G en el frente. La tela mojada se le había adherido al cuerpo y dejaba traslucir los pechos sin corpiño. Llevaba el pelo recogido en una sola trenza que le bajaba hacia adelante y le llegaba hasta la cintura. Se inclinó un poco para retorcer y escurrir la trenza. Se sacudió delante de la puerta, dándonos la espalda. Todos pudimos apreciar la contextura y la flexibilidad de su cuerpo de animal perfecto. Finalmente, consciente de su culito, la belleza adicional que le proporcionaba la mojadura y aquella exhibición que acababa de brindarnos, dio media vuelta y se sentó. Entonces pude verla mejor. Había desenfado en su cara. Y una alegría de vivir que era casi una agresión. Levantó el mentón más de lo necesario y me miró. Ojos grandes, de un verde increíble. Labios abultados. Fosas nasales amplias y ávidas. Piel lustrosa, fresca, más brillante aún por el agua. No era una muchacha: era algo así como un sexo chorreado de lluvia.
    Sentí que, por unos momentos, volvía a reconciliarme con el mundo. El mozo acababa de servirme. Me levanté y, parado, alcé el vaso a la altura del pecho. Noté que la muchacha me estaba observando. Le sonreí. Parpadeó un par de veces, después desvió la vista. Entonces pensé en el bastardo y, más para cumplir con una exigencia de la memoria que por otra cosa, murmuré: Que su alma podrida se queme para siempre en el infierno. Me mandé el whisky y mientras me sentaba pensé: Así sea. Pedí otra medida para despedirme de aquella ceremonia. Lo saboreé despacio, sin dejar de mirar la calle inundada y la fantástica cara de la muchacha G, que ahora fumaba y tomaba café.
    Una fugaz e intensa mancha amarilla pasó frente a la ventana del bar. Tal vez un colectivo, una camioneta. La percibí de reojo. Fue como un estallido de sol bajo la lluvia. Aquella ráfaga de color me dejó una sensación de inexplicable euforia. Entrecerré los ojos. Traté de observarme desde afuera. Me vi en el bar, con esa gente; vi el bar en la ciudad lluviosa; vi la ciudad a orillas del gran río; vi al río y las extensiones que lo rodeaban; vi esas extensiones prolongándose hacia el norte, hacia los trópicos, y bajando hacia el sur desértico, hacia los hielos; las vi partiendo al este y al oeste; aguas y tierras pobladas de multitudes en conflicto, de exuberancias, de belleza, de misterio. Y desde esas distancias volví a vernos a nosotros, el insignificante punto de partida, la muchacha de los ojos, el mozo, el lavacopas, el viejo, yo. Sentí que ese juego me sosegaba y me abandoné. Y en ese mareo tan placentero que solamente proporciona el alcohol por la mañana, me repetí: Estoy vivo, esto es asunto serio.
    Entró más gente, una pareja, cuatro tipos. Hubo ruido de sillas y pedidos en voz alta. Lo lamenté. Decidí irme. Una última mirada a la muchacha restableció el equilibrio. Me detuve en el umbral para observar el cielo. Pensé una vez más en Greta, en el bastardo, en mí mismo durante aquellos días. Comencé a caminar bajo la lluvia acompañado por la sensación de que acababa de despedir a tres cadáveres.

    VEINTISEIS

    LLEGUÉ FRENTE A LA VERJA antes del amanecer. Había dejado atrás la noche invernal, el sendero, mi bagaje de torpezas e infidelidades. Hice un rápido balance de mis posesiones: apenas esa oscura obstinación sin nombre que me había mantenido atento, en sospecha, durante todo el viaje. Nada más que eso, obstinación y sospecha, empecinamiento sin dirección, atributos que siempre me pertenecieron, herencias tal vez de mi origen campesino. Me enfrenté al guardián y ante él reivindiqué mi derecho a entrar pagando un precio justo. Me abrieron la puerta con la primera luz. Ahora estoy en el centro de este jardín, donde, con la claridad que crece, se me está revelando la complejidad de un mundo virgen, intocado, ordenado e inagotable. Pero no hay cabida para especulaciones. Estoy frente a este jardín como estaba, en la infancia, ante aquella cascada. Quieto durante tardes enteras, sin pensamientos, los ojos llenos de esa caída y la cabeza ocupada por ese estruendo. Me parece saber que acá, como entonces, me sería imposible apropiarme, poseer. Nada para copiar o imitar. Tan sólo esta posibilidad de estar, de contemplar. Sin embargo, es justamente en esta confusión de formas y colores donde voy encontrando una referencia para mis delirios. Y fundamentalmente para el más antiguo, el más esquivo: esa búsqueda del orden que guió siempre todo intento de creación. Fantasías sobre geografías exactas, vagas arquitecturas donde se reflejara una medida de equilibrio. De esas especulaciones no me quedaron más que recuerdos: el placer de la comprensión súbita, el acercamiento a una forma de orden, y luego la pobreza, la insuficiencia de su traducción. Y ahora estoy ahí, sintiendo crecer alrededor una catedral de armonías, intuyendo su movimiento, su derivar, su mutación y su firmeza. Estoy sintiendo, a chispazos, cómo esa marejada me envuelve, me acepta, me cambia, y también me deja solo, con las manos vacías, cuando mi cabeza se obstina en querer arrancar una porción de ese tesoro. Si en esta mañana, en este lugar, se justifican ante ese reflujo algunas de mis más apremiantes obsesiones, si eso me llena de un orgullo incomprensible, también es cierto que, como siempre, estoy desposeído de palabras e ideas. Orden, belleza, son sólo términos de mi pobreza. En las hojas brillosas de ese arbusto que limita y enriquece mi horizonte, hay más variaciones, sutilezas, profundidades, de las que mi imaginación haya podido o pueda concebir. Una vez más me estoy diciendo que no existe otro camino que el de la aceptación y la entrega. Y abandonarse tal vez signifique simplemente abrirse a ese sentimiento de simpatía y a ese silencio que están pugnando por aflorar en mí.
    La luz crece en la mañana. La perspectiva cambia. El jardín crece con la luz. Sigue la misma orquestación de verdes, el mismo torbellino, la misma complejidad cruzada por sombras y claridades, rasgada, horadada, sacudida, dulcificada por repentinas explosiones de color. Pero hay algo más. Desde adentro, desde detrás de las formas, nace una vibración que rápidamente pasa a primer plano y se impone. El jardín comienza a vivir bajo esa nueva actividad. Cada cosa, individualmente o en conjunto, ya no es más que la manifestación de esa fuerza. Poder concentrado, en reposo, cargado de un explosivo, incontenible impulso. Poder —se me ocurre— capaz de sacudir, de mezclar, de borrar, de nivelar, de hundir y elevar, manifestándose sin embargo a través de la mesura y la quietud. Paso la mañana subyugado por la presencia de ese gran cuerpo que me rodea, por su respiración pausada, por esa pulsación en la que me parece adivinar la pulsación del mundo, el ritmo de un corazón que me incluye y en el que voy descubriendo un punto de apoyo, un abrigo y una vaga, indefinida, pero poderosa promesa. Estoy buscando en mí un eco de esa fuerza. Estoy recorriendo las etapas de mi vida, recordando otras mañanas y la lejana mañana de mi juventud. También ahí había fuerza. Fuerza contenida. Vivía en tensión, listo para un gran salto. Estaba lleno de impaciencia y desorden. Mi cabeza trabajaba, mi sangre trabajaba. Pasé todos estos años agazapado detrás de mí mismo. Ahora me es posible verme. Inclinado, no sin cierta nostalgia, sobre esa figura encogida, estoy escuchando una voz sugerirme que nada se ha perdido, que todo está intacto, que mi aparentemente inútil fidelidad está encontrando su respuesta.
    Mediodía. El sol está sobre mi cabeza, no hay sombras alrededor. El jardín se levanta con su carga de transparencias y ya no es solamente belleza, orden, poder. Invadido por la luz es también pura luz. Cegado, me es imposible distinguir otra cosa que no sean las vivientes siluetas que me rodean. El día gira y su rotación confunde cielo y tierra. Estoy presintiendo que acá, ante mí, se está manifestando algo definitivo. Detenido en este mar de luz voy comprendiendo poco a poco que es justamente esa luz la que ordena mi vida, que ella es el portavoz, el mensajero de la sabiduría que regula, distribuye, alimenta, cada célula de mi cuerpo, cada cosa viva, cada brizna de pasto, ahora invisible, de este jardín. La estoy sintiendo crecer y manifestarse, como un sol que fuese, a un tiempo, él mismo, su luz y todo lo que esa luz arranca de las sombras. La estoy viendo extenderse como una mano abierta, suscitar formas y horizontes, rescatar vastos paisajes alguna vez soñados por mí. La estoy viendo expandirse con sucesivos estallidos de luminosidad silenciosa, que sin embargo resuenan en mi cabeza como explosiones sonoras, como la incontenible evolución de una sinfonía. La estoy viendo triunfar sobre cada cosa y trato de seguirla en su marcha de certezas. Estoy respirando al compás de esas proyecciones, estoy sintiendo mi inspiración y espiración como sucesivos y rápidos ciclos de vida y muerte, estoy comenzando a sentirme en concordancia. Estoy descubriendo que, desde siempre, me ha sido asignado un papel en ese juego, que entre esa luz que me deslumbra y el mundo que me rodea, en algún punto de la escala, está mi lugar, la justificación de mis horas, la escritura de mi verdadero nombre.
    El día me ha mostrado sus caras. Atardece. De pronto hay una gran quietud en las ramas, un vago deseo en el aire. El jardín me rodea, se inclina sobre mí, me envuelve. Estoy percibiendo esa oleada de ternura que llega a través del aire tibio. Sin embargo no es reposo lo que esta hora me está ofreciendo. Lo que en este momento podría definir como una manifestación de paz, en mí, ante mí, es también la exigencia de una actitud, una propuesta de firmeza. No hay generosidad, blandura en ella. Sino el requerimiento de una justa medida de las cosas. Mi vida se concentra en este punto. Mi pasado, mi posible futuro, no tienen cara. Y si la tienen está teñida por la luz mansa y tibia de este atardecer. Acabo de descubrir que nada será igual a partir de ahora, que nada ha sido igual a partir de ahora. Y esa evidencia se proyecta sobre mis días por venir, pero también sobre mis años pasados. Todo queda alterado, modificado por el roce de su ala. La brisa que acaba de levantarse suscita nuevos juegos. Hay una certeza que se va grabando en mí. Estoy solo y estoy colmado de gratitud. Todo es simple. En el aire que comienza a ensombrecerse crece, con una resonancia de siglos, el eco de una palabra.

    VEINTISIETE

    ANDAR POR LA CIUDAD INUNDADA, entre los bocinazos y el chirrido de las gomas, era un descanso, una forma de escapar a las tiranías del verano. El agua no lavaba solamente el asfalto y los edificios. Apaciguaba fiebres, echaba un velo sobre vilezas y remordimientos. Bajo el cielo se deslizaba una claridad que restituía al mundo la inocencia perdida. Este era el pasajero descanso que proporcionaba la lluvia. Y era precisamente esta mentira la que me esforzaba por saborear mientras recorría las calles.
    Di vueltas y vueltas, sintiendo que mientras la tormenta durara tenía menos obligaciones que nunca. Compartí arcadas, zaguanes, entradas de edificios. La primera página de un diario me reveló que era sábado. Me dije que había pasado una semana desde aquella tarde del encuentro con Vera. Decidí que era hora de volver a intentar el regreso al departamento de Flores.
    Esperé apoyado a la pared, junto a dos adolescentes que se besaban escudándose detrás del paraguas. Llegó el colectivo y me acomodé en el último asiento. Me quedé dormido. Cuando desperté sólo quedábamos tres pasajeros. Ya no nos rodeaba la ciudad, sino la llanura. Y la lluvia. Salté en la primera parada. Busqué abrigo bajo el refugio y me puse a esperar. Había una zona de vacío en mi cabeza. No me impacientaba. Trataba de adaptarme a esa nueva realidad, sentir que ese lugar, desconocido, despoblado, no era peor que cualquier otro. Inesperado, fantasmal, un hombre en bicicleta surgió de la lluvia. Pasó junto a mí pedaleando despacio, sin levantar la vista, con un ritmo lento y resignado. Lo seguí con la mirada hasta que se perdió. Entonces vi, del otro lado, detrás de los árboles, los techos de unas casas. Crucé el camino y alcancé el barrio. Recorrí una calle vacía y desemboqué en una plazoleta. Distinguí el letrero luminoso de un bar. Antes de entrar comprobé cuánta plata me quedaba. Me acomodé en una mesa. Era un lugar extraño y brumoso, se parecía al día con su cielo y su lluvia. La luz difusa y escasa emanaba reflejos verdes. Los manteles eran rojos. Por todas partes había flores de plástico. Contra la pared, enfrente, una pareja. No alcanzaba a distinguir las caras. Un gordo abandonó el mostrador y vino nadando hacia mí en esa claridad de acuario. Era enorme y blando. Con voz de miel preguntó:
    —¿Desea tomar algo?
    Pedí una jarra de vino y un sandwich. El gordo se alejó flotando. Del otro lado, la sombra del hombre se levantó y puso una ficha en el tocadiscos automático. Surgió una voz femenina, con acento mejicano:
    ...no me arrepiento padre ni me da miedo la eternidad. .. Me abandoné a la música. Hubo un relámpago, después todo tembló. Miré hacia afuera, a través del vidrio: la plaza, las hamacas y los toboganes. Estaba anocheciendo otra vez. Frente a mí distinguí nuevamente la gran burbuja pálida que se deslizaba entre las mesas trayendo mi pedido. Comí, tomé el vino lentamente y pedí otra jarra. Me dieron ganas de fumar. Tenía un paquete casi lleno en el bolsillo de la camisa, pero todos los cigarrillos estaban mojados. El pez-glo-bo, atento, emergió de la penumbra y me convidó. Pegué un par de pitadas, satisfecho. Por el momento tenía todo lo que necesitaba. Estar ahí era un poco como no existir. Pensé: Cuando me vaya de este lugar, si es que me voy, nunca sabré dónde estuve.
    Con la tercera jarra me sentí completamente adaptado a ese clima submarino. Me dije que había llegado hasta ese bar a través de la tormenta y el sueño. Tal vez, realmente, no hubiese forma de regresar. Al fondo, descubrí una puerta cubierta por una cortina. Comencé a fantasear acerca de esa salida, me preguntaba qué había detrás, qué ocultaría. Un trueno sacudió los vidrios y cubrió la música. Ya era de noche. Cuando volví a mirar hacia el mostrador vi que había una mujer apoyada en él. Estaba de perfil y cuando giraba la cabeza hacia mí su cara quedaba en sombra. De todos modos, aunque no pudiera distinguirlos, me dediqué a adivinar sus gestos, a establecer una especie de comunicación e intimidad. Después la vi moverse, separar aquella cortina y desaparecer. Pero antes, tuve la seguridad de que me había mirado, de que había hecho un movimiento con la cabeza y que esa señal era una clara invitación a seguirla. Estuve a punto de levantarme. Me contuve. Me dije que todo era fruto de mi delirio, que esa mujer y esa puerta sólo me inquietaban porque representaban una incógnita. Y esa incógnita respondía fielmente a las exigencias de mi fantasía y mi necesidad.
    Cuando me fui seguía la lluvia, fina, tupida. Dejé atrás las casas y crucé el descampado. Algo se movía en el suelo, huyendo de mí. Empapadas, sin poder remontar vuelo, dos palomas. Corrí, las alcancé y me las puse debajo de la camisa. Me cobijé contra un árbol. Saqué una. No intentaba zafarse, pero podía sentir en mi mano el temblor y la agitación de su sangre. Mientras le acariciaba la cabeza le conté una larga e incoherente historia. Me resultaba curioso oír mi voz ensayando un tono que pretendía tener algo de dramático. Ese que pronto terminaría, le dije, había sido un verano lleno de intentos frustrados, una joyita; y todo había pasado como un agua muerta, un agua sucia y gastada; pese a eso, de vez en cuando, me sentía estúpidamente orgulloso; también a mí, como a aquel otro, el de los poemas, me bastaba un foco de niebla para darme coraje; más allá de los árboles y la lluvia, sobre esa tierra sacudida por el trueno, todo estaba saturado de cosas vencidas; hagan juego señores, ahí va la baraja del horror; lo único que quedaba de tanta confusión era una imagen vaga, una idea sin resolver, una piedra sin tallar, cuya única función era recordar a los que quisieran hacerlo que, por encima de su abandono, en un tiempo había habido ahí fuerza y turbulencia; el resto no eran más que cosas rotas, lavadas por la indiferencia, cruzadas por la señal del silencio; y así era todo, así las esperanzas, el cansan ció, los deseos, la alegría tímida de esos días; la alegría y tal vez la culpa de seguir existiendo.

    VEINTIOCHO

    A LA LUZ DE UN RELÁMPAGO divisé un terreno baldío y al fondo unos galpones que parecían abandonados. Caminé hacia allá entre escombros, maderas, hierros, restos de mampostería. Avanzaba con cuidado, el agua hasta los tobillos. Desde la avenida, sacudido por el viento, un farol echaba intermitentes andanadas de claridad para ese lado. Me asomé a una barraca que parecía conservar algo de techo. Desde la oscuridad, tan cerca que me hizo sobresaltar, tranquila, ni amenazadora ni amistosa, una voz dijo: "¿Busca algo, amigo?". Retrocedí sin contestar y me alejé. Tropecé con unas columnas de cemento. Arriba, perdido en la lluvia y en la noche, adiviné la mole del tanque de agua. Había una escalera de hierro y, trepé. El depósito, circular, era mucho más grande de lo que había supuesto. Me eché de panza sobre él, tratando de no aplastar a las palomas, y corrí la tapa. Espié para adentro, pero no se veía nada. Recordé que tenía un encendedor y lo busqué en los bolsillos, sin cambiar de posición. Lo encontré, metí el brazo en la abertura y traté de encenderlo. Pero estaba mojado y la mecha no chispeaba. Insistí. Finalmente logré echar un poco de luz en ese agujero. El tanque estaba seco. Me descolgué adentro. Podía permanecer parado sin tropezar con el techo. Acomodé la tapa y estuve en la oscuridad. Solté las palomas. Me desnudé, estiré a tientas la ropa sobre el piso y me senté contra la pared, las rodillas entre los brazos.
    Dejé que pasara el tiempo. Tomé conciencia de dónde estaba: alto sobre el suelo, protegido, con la tormenta arreciando allá afuera. Me recorrió un escalofrío de placer. Permanecer ahí, desnudo, anónimo, lejos de todo, era como ser otro. Disponía del tiempo que quisiera. Me costaba pensar en la ciudad, en las calles y los bares, en el verano. Aquélla era una realidad lejana, imágenes de sueño. Todavía, durante largos minutos, sometidos ahora a una medida fijada por el silencio, sentí que me buscaban algunas caras y algunas voces. Después se fueron hundiendo también ellas, sin violencia, tragadas por un mar de aceite. La noche se cerró o se abrió alrededor y lo único que quedó fue mi cuerpo o la conciencia que tenía de él.
    Entonces, el cuerpo, limitado, desprotegido dejó escapar la canción de su vieja debilidad. Primero fue el frío, después la aspereza del cemento contra la piel, la rigidez de los músculos, los huesos. No me moví. La molestia fue aumentando. Pero me mantuve firme. Detectaba mentalmente los puntos atacados, los visualizaba, concentraba la atención en ellos, trataba de ver el dolor, su forma, su dimensión, su tonalidad. Recorría una tras otra, como en un mapa, las zonas afectadas. Y esa incursión por la carne vulnerada, si no aportaba alivio, parecía por lo menos restar importancia a la tortura.
    Después, el cuerpo entumecido, agarrotado, perdió toda sensibilidad y se disolvió también él en la negrura. Yo no era más que mi mente. Y tal vez mis ojos fijos, que no cumplían ninguna función, que permanecían como dos ventanas abiertas entre la oscuridad exterior y la interior. Y poco a poco, más allá y más acá de los ojos, comenzaron a insinuarse formas fugitivas, colores. Me subyugó ese mundo sin tiempo, su fauna. Eran como caprichosos y lentos peces a la deriva. Nacían, se desplazaban, me atravesaban, entraban, salían, se esfumaban. Y en la quietud, de vez en cuando, también muecas, miradas, en las cuales creía reconocerme observándome desde afuera.
    En algún momento, venido a través de la vastedad que me rodeaba, surgido del silencio de las profundidades o de las alturas, algo llegó hasta mí y me tocó el pie. Tardé en reconocer y aceptar su origen. Una de las palomas, sin duda. En el breve lapso de vacío mental que siguió al contacto sentí que el terror creaba en mi sangre una nueva forma de inmovilidad. No hubo sobresalto, pero sí un alarido que se fijó en el cerebro. Y no fue un miedo producido por la sorpresa, por ese roce de un elemento extraño con la carne muerta y abandonada. Sino por la repentina evidencia de la realidad.
    Inmediatamente volvió el cuerpo, su peso, su incomodidad. Y en una ráfaga, todo lo que ese cuerpo había andado y se había esforzado a lo largo de los años. Otra vez me rodeó la noche, la tormenta, el aislamiento. Quise moverme y la estabilidad se quebró. Mis nervios seguían muertos. Me fui de costado y quedé así, encogido contra el piso. Cerré los ojos y esperé que el silencio y la oscuridad volvieran a abrigarme.
    Después dormí o deliré. Me sentí temblar y decirme a mí mismo que tenía fiebre. Percibí un poco de luz, muy arriba, sobre mi cabeza. Deduje que se filtraba por alguna ranura de la tapa y que por lo tanto era de día. Imaginé que afuera el agua había ido creciendo, que había cubierto campos y ciudades, que aquel depósito que me contenía había roto amarras, se había desprendido de los pilares que lo sujetaban a la tierra y navegaba sin destino sobre un mundo condenado. Entonces, me dije, ya no necesitaría salir de ahí. Estaba libre de compromisos, ataduras y esperanzas. Protegido, revivía a través de la fiebre el sopor de otro mundo, perdido, un lugar de paz, cuya tibieza regresaba a oleadas desde los pliegues de la memoria.
    Desperté y una vez más no supe dónde estaba. Tardé en ordenar las ideas, en mover brazos y piernas. En etapas lentas y penosas fui reactivando cada parte del cuerpo. Conseguí sentarme y más tarde pararme. Caminé a lo largo de la pared hasta que me sentí vivo. En uno de esos giros tropecé con una de las palomas. Entonces me puse a buscarla. A ciegas, gateando, raspándome las rodillas al arrastrarme, fui percibiendo cómo ese deslizarse ponía en mi cabeza y en mis dientes una tensión desconocida, la excitación de algo que se parecía a una cacería y donde se acrecentaba un antiguo compromiso de supervivencia. Dos o tres veces mis dedos la tocaron y el animal se escurrió silencioso, más adentro de la oscuridad, sin alborotar, sin delatarse, escudándose en la astucia y la rapidez. Pero en mí había ido creciendo no sólo la obstinación, sino también un sentido de orientación, y tal vez de olfato, que me revelaba sus maniobras y desplazamientos. Seguía sus huellas, apelaba a la cautela y a la paciencia. Me guiaba una necesidad que estaba por encima de todo. En la oscuridad, en la circularidad, ese campo de caza no tenía fronteras, era ilimitado. Lancé un zarpazo y sentí el cuerpo cálido y asustadizo prisionero entre mis dedos. Hubo un instante de excitación, un fogonazo relampagueando detrás de los ojos. Fue como si, llegado desde una edad remota, en ese tanque solitario, volviese a resonar un grito de afirmación y triunfo.
    Retuve a la paloma en la mano izquierda, tomé la cabeza con la derecha y se la arranqué. Sentí el líquido caliente mojarme los dedos. Entonces estiré el brazo, toqué la pared y con la sangre escribí:
    Amor ya no es la palabra Ahora la palabra es: fuerza
    Busqué a la otra paloma. La encontré, me limpié las manos en sus plumas. Me paré debajo de la tapa y haciendo presión hacia arriba y hacia un costado con el brazo derecho logré desplazarla un poco. Afuera era otra vez noche. No se veían estrellas, pero aparentemente no llovía. Coloqué a la paloma sobre el borde de la abertura v antes de soltarla le dije: "Anda, trata de vivir". Cuando retiré la mano pareció dudar, como si le costase vencer el peso repentino de la libertad. Después remontó vuelo y se perdió.
    Tomé mi ropa y me vestí. Terminé de correr la tapa y me preparé para salir. Me colgué y traté de izarme, pero no lo conseguí. Me dolía el cuerpo y estaba sin fuerza. Supe que sólo podría intentarlo una vez más. Me tomé un ü'empo. Pensé que de no lograrlo nadie se enteraría jamás de que estaba ahí. Hice algunas flexiones, respiré fuerte. Me decidí. Grité en el momento de lanzarme hacia arriba. Alcancé a sacar un codo y me afirmé en él. También el otro. Me mantuve en esa posición hasta retomar aliento. Un último esfuerzo y emergí. Me senté, miré alrededor: la noche húmeda, los faroles espaciados que marcaban la avenida vacía, y allá enfrente la ciudad. Me toqué la cara con barba de varios días. Me pregunté si seguiría siendo el mismo, si mi aspecto no habría sufrido un cambio radical. Permanecí un rato largo allá arriba, indeciso, espiando ese mar de luces, gozando un poco más del placer que me brindaban la altura y la distancia. Cuando bajé esa escalera me sentí como un mono que después de una larga meditación hubiese resuelto arriesgarse a vivir entre los hombres.

    FIN

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)