Publicado en
septiembre 26, 2010
Seix Barral.
Diseño de cubierta: Carolina Ruiz
Foto: © Bettn/CORBIS
Título original: The Dante Club
Primera Edición: Mayo 2004
Duodécima Edición: Septiembre 2004
Copyright © 2003 Matthew Peral
www.thedanteclub.com
www.seix-barral.es/club-dante
Derechos exclusivos de edición
en español reservados
para todo el mundo:
© 2004: EDITORIAL SEIX BARRAL, S. A.
Avda. Diagonal, 662-664 – 08034 Barcelona
© Traducción, 2004: Vicente Villacampa
ISBN: 84-332+9632-5
Depósito legal: B. 38.362 – 2004
Impreso en España
El Club Dante es una obra de ficción. Muchos personajes están inspirados en figuras históricas y otros son creaciones enteramente imaginarias del autor. Excepto en el caso de las figuras históricas, todo parecido entre los personajes de ficción y personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.
A Lino, mi profesor, y a Ian, mi maestro
ADVERTENCIA AL LECTOR
PREFACIO DE C. LEWIS WATKINS
PROFESOR DE LA CÁTEDRA BAKER-VALERIO
DE CIVILIZACIÓN Y LITERATURA DE ITALIA Y DE RETÓRICA
Pittsfield Daily Reporter,
«Notas locales», 15 de septiembre de 1989
EL INSECTO QUE INFECTÓ AL MUCHACHO DE LEXINGTON DESENCADENA UNA «RENOVACIÓN»
El martes por la tarde, los equipos de búsqueda recuperaron sano y salvo a Kenneth Stanton, de diez años, en un remoto paraje de las montañas Catamount. El muchacho, alumno de quinto de primaria, fue atendido en el centro médico Berkshire de inflamación y molestias producidas por la deposición en sus heridas de larvas de insectos en principio no identificados.
El entomólogo doctor K. L. Landsman, del Instituto y Museo Harve-Bay, de Boston, informa de que las muestras de mosca azul halladas en el lugar son históricamente desconocidas en Massachusetts. Lo más notable, afirma Landsman, es que los insectos y sus larvas parecen corresponder a una especie que los entomólogos consideraban extinguida desde hace casi cincuenta años, la Cochliomyia hominivorax, conocida comúnmente como gusano barrenador primario del Nuevo Mundo, clasificado en 1859 por un médico francés en una isla sudamericana. A finales del siglo XIX, la presencia de esta peligrosa especie alcanzó niveles de epidemia, causando la muerte de cientos de miles de cabezas de ganado en todo el hemisferio occidental.
Durante la década de 1950, un masivo programa impulsado por Norteamérica erradicó la especie, introduciendo entre la población moscas macho esterilizadas mediante radiaciones gamma. De esta manera se puso fin a la capacidad reproductora de las hembras.
El caso de Kenneth Stanton puede haber contribuido a lo que se conoce como una «renovación», producida en el laboratorio a partir de insectos utilizados por los investigadores. «Aunque la erradicación fue una inteligente iniciativa de salud pública —dice Landsman—, hay mucho que aprender en una instalación controlada y equipada con nuevas técnicas de observación.» Preguntado por su reacción ante su buena suerte taxonómica, Stanton replicó: « ¡Mi profesor de ciencias cree que soy muy bueno!»
Usted podrá preguntarse, a la vista del título del presente volumen, qué relación existe entre Dante y el artículo que antecede, pero no tardará en advertir que dicha relación es alarmante. Como autoridad reconocida en la recepción norteamericana de la Divina Comedia de Dante, fui contratado el pasado verano por Random House para escribir, a cambio de su acostumbrada mísera retribución, algunas observaciones preliminares a este libro.
El texto del señor Pearl deriva de los orígenes de la presencia de Dante en nuestra cultura. En 1867, el poeta H. W. Longfellow completó la primera traducción norteamericana de la Divina Comedia, el revolucionario poema de Dante sobre el más allá. En la actualidad existen más traducciones al inglés de la poesía de Dante que a cualquier otro idioma, y Estados Unidos edita más traducciones del autor que cualquier otro país. La Dante Society of America, de Cambridge, Massachusetts, se enorgullece de ser la organización más antigua existente en el mundo dedicada al estudio y promoción de Dante. Como señalaba T. S. Eliot, Dante y Shakespeare se reparten entre los dos el mundo moderno, y la mitad del mundo correspondiente a Dante se ensancha de año en año. Pero antes del trabajo de Longfellow, Dante permanecía casi desconocido en Norteamérica. No hablábamos la lengua italiana ni ésta solía enseñarse, no viajábamos al extranjero en número significativo, y los italianos que vivían en Estados Unidos no pasaban de un puñado disperso.
Con toda la fuerza de mi perspicacia crítica, observé, más allá de que se narran en El club Dante prevalecía la fábula sobre la historia. No obstante, buscando en la base de datos Lexis-Nexis para confirmar mi valoración, descubrí la inquietante noticia periodística reproducid; más arriba del Pittsfield Daily Reporter. Inmediatamente me puse el contacto con el doctor Landsman, del Instituto Harve-Bay, y reconstruí un cuadro completo del accidente que había ocurrido casi catorce años antes.
Kenneth Stanton se alejó de su familia, que había salido de excursión para pescar en los Berkshires, y tropezó con una extraña su cesión de animales muertos en un sendero cubierto de hierba: primero, un mapache con el ombligo rebosando de sangre; luego, un zorro; más allá, un oso negro. El muchacho contó después a sus padres que experimentó una especie de hipnosis ante aquella grotesca visión. Perdió el equilibrio y cayó, golpeándose con una hilera de rocas puntiagudas. Quedó inconsciente y con fractura de un tobillo, lo atacaron los gusanos barrenadores primarios de las moscas azules Cinco días más tarde, Kenneth Stanton, de diez años de edad, sucumbió a unas súbitas convulsiones mientras convalecía en su cama, La autopsia encontró doce larvas de Cochliomyia hominivorax, una de las especies de insectos más mortífera, extinguida desde hacía cincuenta años, o eso se creía.
La especie rediviva de mosca, mostrando una capacidad de supervivencia en distintos climas de la que no se tenía noticia previa, ha sido introducida desde entonces en el Próximo Oriente, al parecer en cargamentos de mercancías, y mientras escribo diezma el ganado y la economía del norte de Irán. Con posterioridad se ha formulado la teoría, a partir de hallazgos científicos publicados en Abstract of Entomology, del pasado año, de que la evolución divergente manifestada por las moscas se originó en el noreste de Estados Unidos en torno a 1865.
Para la pregunta de cómo empezó allí, al parecer no hay respuesta salvo, ahora estoy dolorosamente convencido, en los detalles de El club Dante. Desde hace más de cinco semanas, me he impuesta la tarea de someter el original de Pearl a un examen adicional a cargo de ocho de los catorce colegas docentes que tengo este semestre. Han analizado y catalogado los aspectos filológicos e historiográficos achacables únicamente al ego del autor. Cada día que pasa, somos testigos de alguna prueba más del notable grado de tristeza y de gloria que experimentaron Longfellow y sus protectores el año del sexto centenario del nacimiento de Dante. He renunciado a cualquier retribución, pues esto ya no era el prefacio que empecé a escribir como una advertencia. La muerte de Kenneth Stanton ha abierto de par en par la puerta cerrada de la llegada de Dante a nuestro mundo y de los secretos que aún permanecen por desvelar en nuestro tiempo. De ellos sólo quiero prevenirlo a usted, lector. Por favor, si continúa, recuerde ante todo que las palabras pueden sangrar.
Profesor C. LEWIS WATKINS
Cambridge, Massachusetts
CANTO PRIMERO
I
John Kurtz, jefe de la policía de Boston, hizo un esfuerzo para acomodarse entre las dos criadas. A un lado, la irlandesa que había descubierto el cadáver lloraba a lágrima viva y gimoteaba, plegaria que no resultaban familiares (porque eran católicas) ni inteligibles causa del llanto), y con sus cabellos producía picazón en la oreja de Kurtz. Al otro lado se sentaba la sobrina, muda y desesperada. La sal estaba profusamente amueblada con butacas y canapés, pero las mujeres se habían colocado muy apretadas contra el visitante mientras aguardaban. Él tenía que concentrarse en no derramar su té, pues las criadas imprimían fuertes sacudidas al diván de tela de crin negra.
Como jefe de policía, Kurtz se había enfrentado a otros asesinatos. Pero no a los suficientes para que aquello se convirtiera en una rutina: por lo general se perpetraban uno o dos al año, y en Boston podía transcurrir un período de doce meses sin un homicidio digne de señalarse. Los pocos asesinados eran de baja extracción, de manera que consolar no había formado parte de las funciones de Kurtz. D todos modos era un hombre demasiado impaciente con las emociones para haberse desempeñado bien en ese terreno. El subjefe de policía, Edward Savage, que ocasionalmente escribía poesía, hubiera podido hacerlo mejor.
Aquello —aquello era el único nombre que el jefe Kurtz podía permitirse dar a la horrible situación que iba a cambiar la vida de una ciudad— no se limitaba a un asesinato. Era el asesinato de w brahmán de Boston, un miembro de la casta de los salones de Nueva Inglaterra, pasada por Harvard y bendecida por el unitarismo. Y la víctima rea más que eso: se trataba del más alto magistrado de los tribunales de Massachusetts. Aquello no sólo había matado a un hombre, como en ocasiones hacen los asesinos casi compasivamente, sino que lo había destrozado por completo.
La mujer a la que estaban aguardando en el mejor salón de Wide Oaks, había tomado el primer tren que pudo en Providence, después de recibir el telegrama. Los vagones de primera avanzaban ruidosamente, con irresponsable lentitud, pero ahora aquel viaje, como todo cuanto lo había antecedido, parecía formar parte de algo irreconocible y olvidado. Ella había hecho una apuesta consigo misma y con Dios: que el ministro de su familia no habría llegado a su casa antes que ella, y que el mensaje contenido en el telegrama sería una equivocación. Aquella apuesta suya no tenía ningún sentido, pero debía inventar algo en lo que creer, algo para mantener alejado al difunto de figura borrosa. Ednah Healey, basculando en el umbral del terror y el sentimiento de pérdida, miraba al vacío. Al entrar en su salón sólo percibió la ausencia de su ministro y se agitó con un irreal sentimiento de victoria.
Kurtz, un hombre robusto, que exhibía una coloración mostaza bajo su híspido bigote, se dio cuenta de que él también estaba temblando. Había ensayado el encuentro en el carruaje que lo llevaba a Wide Oaks:
—Señora, nos sentimos muy apenados por reclamar su presencia para esto. Comprenda que el juez presidente Healey... —No debía intentar anteponer una introducción a aquello—. Creímos mejor —continuó— explicarle las tristes circunstancias aquí, ¿sabe?, en su propia casa, donde usted se sentiría más cómoda.
Pensó que esa idea era generosa.
—Usted no hubiera encontrado al juez Healey, jefe Kurtz —dijo ella, y lo invitó a sentarse—. Lamento que haya hecho esta llamada en vano, pero se trata de una simple equivocación. El juez presidente estaba..., está pasando unos días en Beverly para trabajar con tranquilidad, mientras yo visitaba Providence con nuestros dos hijos. No se espera su regreso hasta mañana.
Kurtz no se sintió responsable por llevarle la contraria.
—Su doncella —dijo, señalando a la más corpulenta de las dos criadas— encontró su cadáver, señora. Fuera, cerca del río.
Nell Ranney, la criada, lloraba sintiéndose culpable por el descubrimiento. No se dio cuenta de que había restos de unas pocas lar vas ensangrentadas en el bolsillo de su delantal.
—Parece que sucedió hace varios días. Me temo que su marido no llegó a partir hacia el campo —dijo Kurtz, preocupado por no parecer demasiado brusco.
Ednah Healey lloró contenidamente al principio, como una mujer puede hacerlo por un animal de compañía muerto: reflexivamente y dominándose, pero sin ira. La pluma entre marrón y verde oliva que sobresalía de su sombrero se inclinaba con digna resistencia
Nell miró a la señora Healey nerviosamente y luego dijo en tono conmiserativo:
—Debería usted volver más tarde, jefe Kurtz. Por favor.
John Kurtz agradeció el permiso para escapar de Wide Oaks. Caminó con apropiada solemnidad hacia su nuevo conductor, un joyel y apuesto patrullero que mantenía bajados los estribos del carruaje policial. No había razón para apresurarse; no con lo que ya debería estar incubándose a propósito de aquello en la comisaría central entre los furiosos concejales y el alcalde Lincoln. Éste ya se había enemistado con él por no hacer suficientes redadas en los garitos de apostadores y en los prostíbulos para contentar a los periódicos.
Un terrible grito hendió el aire antes de que hubiera llegado muy lejos. Salió en ligeros ecos a través de la docena de chimeneas de la casa Kurtz se volvió y observó con obtuso distanciamiento a Ednah Healey a quien el sombrero con la pluma se le volaba y que, con el pelo suelto en mechones indómitos, corría por la escalinata principal y lanzaba, directamente a su cabeza, como un rayo, algo blanco y borroso.
Kurtz recordaría más tarde que parpadeó. Parecía que parpa dejar era lo único que podía hacer para evitar la catástrofe. Aceptó si propia indefensión. El asesinato de Artemus Prescott Healey había acabado con él. No la muerte en sí; la muerte era un visitante tan común en Boston, en 1865, como siempre: enfermedades infantiles; fiebres consuntivas, innominadas e inexorables; incendios incontenibles disturbios que estallaban; mujeres jóvenes que morían de parto en tal gran número que parecía que su destino no fuera permanecer en este mundo, y —hasta sólo seis meses antes— la guerra, que había reducido a miles y miles de muchachos de Boston a nombres escritos en notas enmarcadas en negro y enviadas a sus familias. Pero la meticulosa e insensata —la elaborada y desprovista de sentido— destrucción de un ser humano en concreto a manos de un desconocido...
Kurtz tropezó con su abrigo y rodó por el blando césped bañado por el sol. El jarrón arrojado por la señora Healey se rompió en mil fragmentos azules y marfileños contra el panzudo tronco de un roble (uno de los árboles que se decía habían dado nombre a la finca). Quizá, pensó Kurtz, después de todo debería haber mandado al subjefe Savage para ocuparse de aquello.
El patrullero Nicholas Rey, conductor de Kurtz, lo tomó del brazo y lo levantó hasta que se puso de pie. Los caballos dieron un bufido y piafaron al final del sendero para carruajes.
—¡Él lo hizo todo lo mejor que supo! ¡Nosotros lo hicimos! ¡Nosotros no merecíamos esto, jefe, sea lo que sea lo que le hayan dicho! ¡No merecíamos nada de esto! ¡Y ahora yo estoy completamente sola!
Nell Ranney rodeó con sus gruesos brazos a la mujer que gritaba, la invitó a callar y la acarició, acunándola como hiciera con uno de los niños de Healey muchos años antes. Ednah Healey, a cambio, le clavó las uñas y la empujó, obligando a intervenir al apuesto y joven agente de policía, el patrullero Rey.
Pero la rabia de la viuda reciente se extinguió, y ella se dobló sobre la amplia blusa negra de la criada, ocupada sólo por su abultado pecho.
La vieja mansión nunca había parecido tan vacía.
Ednah Healey había partido para una de sus frecuentes visitas al hogar de su familia, los industriosos Sullivan, de Providence, mientras su marido se quedaba para trabajar sobre un litigio a propósito de una propiedad entre dos de las más importantes entidades bancarias de Boston. El juez se despidió de los suyos según su acostumbrada manera balbuciente y afectuosa, y se mostró lo bastante generoso como para prescindir del servicio una vez que la señora Healey estuvo fuera. La esposa nunca renunciaría a los criados, pero él disfrutaba de breves momentos de autonomía. Además, le gustaba tomarse
Un trago de jerez en aquellas ocasiones, y estaba seguro de que los domésticos informarían a su señora de cualquier infracción en materia de templanza, pues él les gustaba, pero ella les inspiraba un miedo que les llegaba a la médula.
Al día siguiente daría comienzo a un fin de semana de estudio tranquilo en Beverly. La siguiente vista que requería la presencia de Healey no se iniciaría hasta el miércoles, y entonces regresaría en tren a la ciudad y se reintegraría al palacio de justicia.
El juez Healey no se daba cuenta de nada, pero Nell Ranney, que llevaba veinte años de criada, desde que escapó del hambre y la enfermedad de su Irlanda natal, sabía que un entorno bien ordenado era esencial para un hombre tan importante como el juez presidente. Así que Nell se presentó el lunes, que fue cuando encontró la primera salpicadura roja y seca cerca de la alacena, y un reguero junto al pie de la escalera. Supuso que algún animal herido se había introducido en la casa y quizá se había ido después.
Luego vio una mosca en las tapicerías del salón. La echó fuera, por la ventana, al tiempo que producía un fuerte chasquido con la lengua y lo acompañaba blandiendo el plumero. Pero la mosca reapareció mientras limpiaba la larga mesa de caoba del comedor. Pensó que las nuevas pinches de cocina negras habrían dejado negligentemente algunas migas. El contrabando —que es como seguía considerando a las mujeres liberadas de la esclavitud, y siempre las consideraría así— no se preocupaba de la verdadera limpieza; sólo de su apariencia.
A Nell el insecto le pareció que zumbaba tan fuerte como una locomotora. Mató la mosca con una North American Review enrollada. El aplastado espécimen tenía un tamaño doble del de una mosca común y presentaba tres rayas negras que le cruzaban el cuerpo verde azulado. ¡Y qué pinta tiene!, pensó Nell Ranney. La cabeza de la criatura era algo ante lo que el juez Healey hubiera emitido un murmullo de admiración antes de arrojar la mosca al cesto de los papeles. Los ojos saltones, de un llamativo color naranja, ocupaban casi la mitad del torso. Se apreciaba un brillo de un extraño tono también anaranjada o rojo. Algo entre ambos, y también con matices de amarillo y negro. Cobre: el fulgor del fuego.
Regresó a la casa a la mañana siguiente para limpiar la escalera.
En el momento de trasponer la puerta, otra mosca pasó volando como una flecha ante la punta de su nariz. Molesta, se proveyó de otra de las pesadas revistas del juez y persiguió a la mosca por la escalera principal. Nell utilizaba siempre la escalera de servicio, incluso cuando estaba sola en casa. Pero aquella situación reclamaba cambios en las prioridades. Se descalzó, y sus grandes pies se apoyaron ligeramente en los cálidos y alfombrados peldaños, y siguió a la mosca hasta el dormitorio de los Healey.
Los ojos de fuego miraban irritados, el cuerpo se retorcía como el de un caballo a punto de partir al galope, y el rostro del insecto por un momento se asemejó al de un hombre. Fue el último momento en muchos años en que, al oír el monótono zumbido, Nell Ranney experimentó algo de paz.
Lanzó un gruñido y aplastó la Review contra la ventana y la mosca. Pero durante el ataque dio un traspié con algo, y ahora miró el obstáculo y sus pies descalzos imprimieron una sacudida a su cuerpo. Recogió aquella masa confusa, todo un surtido de dientes humanos pertenecientes al maxilar superior.
Los soltó en seguida, pero permaneció atenta, como si aquello pudiera censurarla por su descortesía.
Eran dientes postizos, realizados con el cuidado de un artista por un eminente odontólogo de Nueva York, a fin de complacer el deseo del juez Healey de presentar un aspecto más elegante en el estrado. Se sentía muy orgulloso de ellos, y explicaba su procedencia a cualquiera que quisiera oírlo, sin comprender que poner la vanidad en cosas tan accesorias sólo disuade a los demás de hablar de ellas. Eran demasiado brillantes y nuevos, como hechos para incidir sobre ellos el sol de verano, entre los labios de un hombre.
Nell advirtió con el rabillo del ojo un gran charco de sangre coagulada y convertida en una costra sobre la alfombra. Y cerca de él, un montoncito de ropas de calle cuidadosamente dobladas. Esas ropas eran tan familiares para Nell Ranney como su propio delantal blanco, su blusa negra y su ondulante falda también negra. Había hecho mucho trabajo de aguja en aquellos bolsillos y en aquellas mangas, pues el juez no encargaba trajes nuevos al señor Randridge, el excepcional sastre de la calle School, a menos que fuera absolutamente imprescindible.
Bajó de nuevo las escaleras para calzarse, y sólo ahora la criad se dio cuenta de las salpicaduras de sangre en el pasamano y de la camufladas por la lujosa alfombra roja que cubría los peldaños. A otro lado de la amplia ventana oval del salón, más allá del inmaculado jardín, donde el terreno descendía hacia los valles, los bosques, lo campos resecos y, al final, llegaba hasta el río Charles, vio un enjambre de moscas azules. Nell salió a inspeccionar.
Las moscas se concentraban sobre un montón de desperdicio: El tremendo hedor le arrancó lágrimas de los ojos mientras se acercaba. Se hizo con una carretilla y, mientras la tomaba, recordó el ternero que los Healey habían permitido criar en los campos al mozo d establo. Pero eso sucedió años atrás. Tanto el mozo como el ternero habían crecido en Wide Oaks y lo habían abandonado a su monotonía de siempre.
Las moscas eran de aquella nueva variedad, de ojos de fuego También había moscardones amarillos que habían concebido cierto interés morboso por la carne putrefacta que pudiera haber debajo Pero más numerosas que las criaturas voladoras eran las bullente masas de blancas bolitas que, al moverse, producían chasquidos: era gusanos con púas en el dorso, que se retorcían apretadamente sobre algo; no, no es que se retorcieran, sino que estallaban, horadaban, s sumergían, se comían allá dentro unos a otros, allá dentro... Pero ¿que era lo que sostenía aquella horrenda montaña viviente de viscosidad blanca? Un extremo del montón parecía un arbusto espinoso con franjas de color castaño y marfil de...
En lo alto del montón había hincado un corto palo de madera con una bandera hecha jirones, blanca por ambas caras: ondeaba impulsada por la brisa indecisa.
No pudo averiguar en qué consistía aquel montón, pero en su temor rezó para encontrar el ternero del mozo de establo. Sus ojos no podían resistir desvelar la desnudez, la amplia y ligeramente encorvada espalda que formaba declive hacia la hendidura de las enormes y níveas nalgas que rebosaban de larvas arrastrándose, pálidas, e forma de alubia, y soportadas por las piernas, desproporcionadamente cortas, abiertas en direcciones opuestas. Una densa formación de moscas, cientos de ellas, volaba en derredor, protectoramente. La parte posterior de la cabeza estaba por completo envuelta en gusano blancos que debían de sumar, más que centenares, miles.
Nell apartó de un puntapié aquel avispero y cargó al juez en la carretilla. A medias empujando ésta y a medias arrastrando el cuerpo desnudo, atravesó los prados, el jardín, el vestíbulo y llegó al estudio del juez. Descargó el cadáver sobre un montón de documentos legales, y apoyó la cabeza de Healey sobre su regazo. Las larvas llovieron a puñados de su nariz, sus oídos y su boca abierta y floja. Empezó a arrancar las larvas luminiscentes de la parte posterior de la cabeza. Los gusanos, como bolitas, estaban húmedos y calientes. También agarró algunas de las moscas de ojos ígneos que la habían seguido hasta el interior de la casa, y las aplastó con la palma de la mano, dejándolas con las alas abiertas, arrojándolas una tras otra por la habitación como en una venganza sin sentido. Lo que oyó y vio luego le hizo proferir un alarido como para dejarse oír en toda Nueva Inglaterra.
Dos mozos de establo de la casa vecina encontraron a Nell saliendo del estudio a gatas, llorando desesperadamente.
—Pero ¿qué es esto, Nellie, qué es esto? ¡Dios! ¿Estás herida?
Más tarde, cuando Nell Ranney le contó a Ednah Healey que el juez se había quejado antes de morir en sus brazos, la viuda echó a correr y arrojó un jarrón al jefe de la policía. Que su marido hubiera podido permanecer consciente durante aquellos cuatro días, aunque fuera de manera atenuada, era demasiado para que ella pudiera admitirlo.
El conocimiento que la señora Healey manifestó tener del asesino de su marido resultó más bien impreciso:
—Boston lo mató —le reveló más tarde, aquel mismo día, al jefe Kurtz, cuando su agitación cesó—. Toda esta espantosa ciudad. Se lo comió vivo.
Insistió en que Kurtz le mostrara el cadáver. Los ayudantes del forense invirtieron cuatro horas en extraer las larvas, de cuerpo en espiral y de seis milímetros de longitud, de los lugares donde se hallaban en el interior del cuerpo. Las pequeñas bocas córneas debían ser arrancadas. Las oquedades de carne devorada que dejaron en su recorrido, permanecían abiertas. La terrible hinchazón en la parte posterior de la cabeza aún parecía latir con las larvas después de que éstas fueron retiradas. Las ventanas de la nariz estaban ahora netamente divididas y los codos, comidos. Desprovista de los dientes postizos, la cara se hundía, caída y floja como un acordeón. Lo más humillante y lastimoso no era su quebranto, y ni siquiera que el cadáver hubiera sido invadido por las larvas y cubierto de moscas y avispas, sino el simple hecho de la desnudez. A veces un cadáver, se dice, semeja para quienes lo contemplan un rábano ahorquillado con una cabeza fantásticamente tallada encima. El juez Healey tenía uno de esos cuerpos que nunca se le ocurriría a nadie ver desnudo excepto a su mujer.
En el frío viciado de las dependencias del forense, Ednah Healey lo vio y supo en aquel instante lo que significaba ser viuda, el recelo atroz que inspiraba. Con una súbita torsión del brazo, agarró de un manotazo, de una repisa, la cizalla del forense, afilada como una navaja. Kurtz, acordándose del jarrón, retrocedió y se arrojó sobre el confuso forense, que soltó una maldición.
Ednah se arrodilló y, tiernamente, cortó un mechón de los revueltos cabellos de la coronilla del juez. De rodillas, con su voluminosa falda desparramada por todos los rincones de la pequeña habitación, una mujer menuda se inclinaba sobre un cuerpo frío y purpúreo, con una mano enfundada en un guante de gasa apretando las cuchillas y con la otra acariciando el mechón cortado, grueso y seco como pelo de caballo.
—Bueno, nunca había visto a un hombre tan comido por los gusanos —dijo Kurtz con una voz tenue, en el depósito de cadáveres, una vez que dos de sus hombres hubieron acompañado a Ednah Healey a su casa.
Barnicoat, el forense, tenía una cabeza informe y pequeña, cruelmente punteada por unos ojos de langosta. Las ventanas de su nariz estaban rellenas hasta el doble de su capacidad con bolas de algodón.
—Larvas —dijo Barnicoat, haciendo una mueca. Tomó una de las «alubias» blancas que se retorcían y que habían caído al suelo. Luchó contra la carnosa palma de la mano antes de que Barnicoat la lanzara al incinerador, donde produjo un sonido sibilante, se volvió negra y luego reventó convirtiéndose en humo—. No es corriente que los cadáveres se dejen pudrir en un campo. Pero es cierto que la muchedumbre alada que nuestro juez Healey atrajo sobre sí es más común en los cuerpos de ovejas y cabras abandonados a la intemperie.
Lo cierto era que la cantidad de larvas que habían criado en el interior de Healey durante los cuatro días que permaneció en su campo era asombrosa, pero Barnicoat no poseía suficientes conocimientos para admitirlo. Su nombramiento como forense obedecía a razones políticas, y el cargo no requería una especial pericia médica o científica; sólo soportar los cuerpos muertos.
—La criada que trasladó el cadáver a la casa —explicó Kurtz— trató de limpiar de insectos la herida, y creyó ver, no sé cómo decirlo...
Barnicoat tosió para que Kurtz recobrara el hilo.
—Ella oyó al juez Healey murmurar antes de morir —dijo Kurtz—. Eso es lo que dice, señor Barnicoat.
— ¡Oh, es imposible! —replicó Barnicoat riendo despreocupadamente—. Las larvas de la mosca azul sólo pueden vivir en tejido muerto, jefe.
Por eso, explicó, las moscas hembra buscaban heridas en el ganado para anidar en ellas, o bien en la carne estropeada. Si se hallaban en la herida de un ser vivo que no era consciente de ellas o que era incapaz de quitarlas, las larvas podían ingerir solamente las partes muertas del tejido, lo que causaba pocos daños.
—Esta herida de la cabeza parece haber duplicado o triplicado su circunferencia, lo cual quiere decir que todo el tejido estaba muerto, o sea, que el juez presidente sin duda había fallecido cuando los insectos se dieron el festín.
—Pero el golpe en la cabeza que causó la herida original, ¿fue lo que lo mató? —preguntó Kurtz.
—Oh, es muy probable, jefe —dijo Barnicoat—. Y lo bastante fuerte como para que se le saltaran los dientes. ¿Dice usted que lo encontraron en su campo?
Kurtz asintió. Barnicoat pensó en la posibilidad de que la muerte no hubiera sido intencionada. Un asalto con el propósito de matar hubiera incluido algo que garantizara la empresa más allá de un golpe, como una pistola o un hacha.
—Incluso un puñal. No, parece más probable que se trate de un vulgar acto de fuerza. El delincuente golpea al juez presidente en la cabeza en su dormitorio; lo golpea hasta dejarlo inconsciente, luego los saca afuera para quitarlo de en medio mientras él registra la casa en busca de objetos de valor, probablemente sin pensar ni por un momento que la herida de Healey fuera tan grave.
Lo dijo casi con simpatía hacia el equivocado ladrón. Kurtz dirigió a Barnicoat una mirada fija y torva.
—Pero no se llevaron nada de la casa. Ni eso. La ropa del juez presidente fue retirada y doblada cuidadosamente, incluso colocada en sus cajones. —Carraspeó para recobrar su voz natural, que ante había sonado apagada—. ¡Con su cartera, su cadena de oro y su reloj dejados en orden sobre su ropa!
Uno de los ojos de langosta se clavó muy abierto en Kurtz.
— ¿Lo desnudaron? ¿Y no se llevaron nada?
—Una auténtica locura —dijo Kurtz, y el hecho le chocó d nuevo por tercera o cuarta vez.
— ¡Sin duda! —exclamó Barnicoat, mirando en derredor come si buscara otros interlocutores.
—Usted y sus ayudantes deben considerar que esto es completamente confidencial, por orden del alcalde. Usted ya lo sabe, ¿verdad señor Barnicoat? ¡Ni una sola palabra fuera de estas paredes!
—Oh, muy bien, jefe Kurtz. —Barnicoat profirió una risa rápida, irresponsable, infantil—. Bien, el viejo Healey pudo haber sido un hombre terriblemente gordo, difícil de levantar. Al menos eso s han ahorrado.
Kurtz se rindió a la lógica y a la emoción cuando explicó, en Wild Oaks, por qué necesitaba tiempo para estudiar el asunto antes de hacer público lo sucedido. Pero Ednah Healey no le respondió mientras su doncella le arreglaba la ropa de cama en torno al cuerpo.
—Ya ve... Bueno, si se monta un circo a nuestra costa, si la prensa ataca ferozmente nuestros métodos, como suele hacer, ¿qué puede descubrirse?
Los ojos de ella, por lo general como dardos y dispuestos a juzgar, estaban tristemente inmóviles. Incluso las criadas, que temían si fiera mirada de censura, lloraban por su actual estado tanto como por la pérdida del juez Healey.
Kurtz retrocedió, casi dispuesto a rendirse. Se dio cuenta de que la señora Healey cerraba apretadamente los ojos cuando Nell Rannel entró en la habitación con el té.
—El señor Barnicoat, el forense, dice que la idea de su sirvienta de que el juez presidente estaba vivo cuando lo encontró, es sencillamente imposible, una alucinación. Barnicoat puede afirmar, por el número de larvas, que el juez presidente ya había fallecido.
Ednah Healey se volvió hacia Kurtz con una mirada abiertamente interrogadora.
—Cierto, señora Healey —continuó Kurtz con recobrado aplomo—. Las larvas de mosca, por su propia naturaleza, sólo se alimentan de tejido muerto, ¿sabe usted?
—Entonces, ¿no pudo haber sufrido mientras estaba allí? —preguntó la señora Healey en tono de súplica, con la voz rota.
Kurtz negó firmemente con la cabeza. Antes de que abandonara Wide Oaks, Ednah llamó a Nell Ranney y le prohibió repetir la parte más horrible de su relato.
—Pero, señora Healey, yo sé que... —protestó Nell con voz apagada, sacudiendo la cabeza.
— ¡Nell Ranney! ¡Haz lo que te digo!
Luego, para contentar al jefe, la viuda se mostró de acuerdo en ocultar las circunstancias de la muerte de su marido.
—Pero debe hacerlo —le dijo, agarrándole la manga de la chaqueta—, debe jurarme que va a encontrar al asesino. Kurtz asintió.
—Señora Healey, para empezar, el departamento está aportando todos nuestros recursos, y en nuestra situación actual...
—No. —Su mano pálida seguía agarrando, inmóvil, la chaqueta, como si cuando abandonara Kurtz la habitación aquella mano fuera a continuar colgando allí, impertérrita—. No, jefe Kurtz. Nada de empezar. Terminar. Encontrar. Júremelo.
Ella apenas le dejaba elección.
—Le juro que lo haremos, señora Healey. —No tenía intención de decir nada más, pero la torturante duda que albergaba lo impulsó a añadir—: De un modo u otro.
* * *
J. T. Fields, editor de poetas, estaba apoyado en el asiento junto a la ventana de su despacho en el New Corner, estudiando los cantos que Longfellow había seleccionado para la noche, cuando un oficinista joven apareció con un visitante. La delgada figura de Augustus Manning se materializó procedente del vestíbulo, aprisionado en un, rígida levita. Entró en el despacho desorientado, como si no tuviere idea de cómo había llegado al segundo piso de la recién renovad; mansión de la calle Tremont que ahora albergaba Ticknor, Fields Compañía.
—Aquí hay mucho espacio, señor Fields, mucho. Pero para m usted será siempre el socio joven instalado tras su cortina verde en e Old Corner, predicando a su reducida congregación de autores.
Fields, ahora socio principal y el editor de más éxito de Estado, Unidos, sonrió y se dirigió a su mesa, extendiendo su pie suavemente hasta el tercero de cuatro pedales —A, B, C y D— que se alineaban bajo su silla. En una dependencia distante de la oficina, una campanilla marcada con una «C» emitió una ligera nota, llamando a un recadero. La campana «C» significaba que el editor debía ser interrumpido al cabo de veinticinco minutos; la campana «B», que en diez minutos; la «A», en cinco. Ticknor y Fields era el selecto editor oficial de los textos, folletos, memorias e historiales académicos de 1k Universidad de Harvard. Así que el doctor Augustus Manning, que manejaba el dinero de la institución, recibió aquel día la más generosa «C».
Manning se quitó el sombrero y se pasó la mano por el desnude canal que se abría entre oleadas de cabello rizado que se derramaban desde ambos lados de la cabeza.
—Como tesorero de la corporación de Harvard —dijo—, debe plantearle a usted un posible problema que recientemente ha llamado nuestra atención, señor Fields. Usted comprende que una empresa editorial comprometida con la Universidad de Harvard debe gozar de una reputación impecable.
—Doctor Manning, me atrevería a afirmar que no hay ninguna empresa que nos aventaje en reputación.
Manning juntó sus dedos ganchudos dirigiéndolos hacia arriba y dejó escapar un largo y estridente suspiro o golpe de tos; Fields no hubiera podido decir de qué se trataba.
—Hemos sabido de una nueva traducción literaria que tiene usted intención de publicar, señor Fields, realizada por el señor Longfellow. Por supuesto que apreciamos los años de colaboración del señor Longfellow con nuestra universidad, y sus poemas poseen el mayor mérito, sin duda. Pero hemos oído algo sobre ese proyecto, sobre ese tema, y abrigamos alguna preocupación acerca de esa bobada...
Fields le dirigió una fría mirada, ante la que los dedos levantados de Manning se deslizaron hasta separarse. El editor oprimió con el tacón el cuarto y más urgente llamador.
—Usted sabe bien, mi querido doctor Manning, hasta qué punto la sociedad valora la obra de mis poetas: Longfellow, Lowell, Holmes...
Aquel triunvirato reforzaba su postura.
—Señor Fields, precisamente estoy hablando en nombre de la sociedad. Sus autores dependen de usted. Aconséjeles adecuadamente. Si lo desea no mencione esta visita, y yo tampoco lo haré. Sé que usted desea que su empresa siga gozando de estima, y sin duda considerará todas las repercusiones de su publicación.
—Gracias por su lealtad, doctor Manning. —Fields respiró profundamente, luchando por conservar su famosa diplomacia—. He considerado muy bien las repercusiones y las he previsto. Si no desea usted seguir adelante con las publicaciones pendientes de la universidad, con mucho gusto le devolveré de inmediato los clisés sin cargo alguno. Espero que comprenda que me sentiría ofendido ante cualquier alusión desconsiderada hecha en público a propósito de mis autores. Ah, señor Osgood...
El jefe administrativo de Fields, J. R. Osgood, se coló en el despacho y Fields dispuso que el doctor Manning visitara las nuevas oficinas.
—No es necesario. —La palabra se filtró a través de la tiesa barba patricia de Manning, que iba a durar tanto como el siglo, mientras se ponía de pie—. Espero que disfrute de días placenteros en este lugar, señor Fields —dijo, lanzando una fría mirada al reluciente enmaderado de nogal negro—. Recuerde que vendrán tiempos en los que no podrá usted proteger a sus autores de sus propias ambiciones.
Se inclinó con extremada cortesía y dirigió la mirada al hueco de la escalera.
—Osgood —dijo Fields, cerrando la puerta—, coloque un poco de chismorreo en el New York Tribune a propósito de la traducción.
—Ah, ¿no lo ha hecho ya el señor Longfellow? —preguntó vivamente Osgood.
Fields frunció sus gruesos y arrogantes labios.
—¿Sabía usted, señor Osgood, que Napoleón le disparó a un vendedor de libros por ser demasiado agresivo?
Osgood se quedó pensativo.
—No, nunca lo había oído, señor Fields.
—La gran ventaja de una democracia es que somos libres para exagerar sobre nuestros libros todo lo que queramos, y quedar perfectamente a salvo de cualquier perjuicio. Quiero que ninguna familia respetable duerma tranquila cuando mandemos el libro al encuadernador. —Y cualquiera que en una milla a la redonda hubiera podido oír su voz, habría creído que se saldría con la suya—. Al señor Greeley, de Nueva York, para su inmediata inclusión en la sección «Boston literario».
Los dedos de Fields punteaban y rasgaban el aire, como un músico que tocara un piano imaginario. Su muñeca le producía calambres al escribir, de modo que Osgood era la mano sustituta para la mayor parte de los escritos del editor, incluidos sus versos.
Llegó a su mente en una forma casi definitiva:
—¿QUÉ ESTÁN HACIENDO LOS HOMBRES DE LETRAS EN BOSTON?. Se rumorea que una nueva traducción está en las prensas de Ticknor, Fields y Compañía, la cual atraerá considerable atención en muchos ámbitos. Se dice que el autor es un caballero de nuestra ciudad, cuya poesía ha conquistado desde hace muchos años al público de ambas orillas del Atlántico. Nos consta además que dicho caballero ha contado con la ayuda de los más finos talentos literarios de Boston...» Alto, Osgood. Sustituya «de Boston» por «de Nueva Inglaterra». No queremos que el viejo Greene ponga una sonrisita tonta, ¿verdad?
—Desde luego que no, señor —consiguió responder Osgood mientras garabateaba.
—«... los más finos talentos literarios de Nueva Inglaterra para llevar a cabo la tarea de revisar y completar su nueva y elaborada traducción poética. El contenido del trabajo de momento se desconoce, pero podemos afirmar que nunca se había leído en nuestro país, y que transformará el panorama literario». Etcétera. Que Greeley ponga «Fuente anónima». ¿Ha tomado usted nota de todo?
—Mañana por la mañana lo enviaré con el primer correo —dijo Osgood.
—Cablegrafíelo a Nueva York.
—¿Para que se imprima la semana próxima? —Osgood creyó haber oído mal.
—¡Sí, sí! —Fields levantó las manos. El editor raras veces se ponía nervioso—. ¡Y le aviso de que habrá que tener listo otro texto para la semana siguiente!
Osgood se volvió con cautela cuando se dirigía a la puerta. —Señor Fields, ¿qué ha traído aquí esta tarde al doctor Manning, si puedo preguntarlo?
—Nada por lo que haya que preocuparse.
Fields emitió un suspiro contenido que desmentía sus palabras. Regresó al abultado montón de originales que se apilaban en su asiento junto a la ventana. Abajo se veía el Boston Common, donde los peatones seguían fieles a sus ropas veraniegas de lino y algunos incluso se tocaban con sombreros de paja. Cuando Osgood se disponía a marcharse, Fields sintió el deseo de explicarse.
—Si seguimos adelante con el Dante de Longfellow, Augustus Manning hará que se cancelen todos los contratos de edición entre Harvard y Ticknor y Fields.
—¡Pero eso representa miles de dólares; decenas de miles, si pensamos en los próximos años! —dijo Osgood, alarmado. Fields asintió pacientemente.
—Hummm... ¿Sabe usted, Osgood, por qué no publicamos a Whitman cuando nos trajo Hojas de hierba? —No aguardó la respuesta—. Porque Bill Ticknor no quiso crearle problemas a la casa debido a los pasajes carnales.
—¿Puedo preguntarle si ahora lo lamenta, señor Fields?
Se sintió complacido por la pregunta. Moduló el tono de su voz, que pasó de la propia del patrón a la del mentor.
—No, mi querido Osgood. Whitman pertenece a Nueva York, como perteneció Poe. —Este nombre lo pronunció con más amargura, por razones que todavía permanecían latentes—. Y les dejaré conservar lo poco que tienen. Pero ante la verdadera literatura no debemos retroceder. En Boston, no. Y ahora no lo haremos.
Quiso decir «ahora que Ticknor nos ha dejado». No es que el difunto William D. Ticknor no tuviera sentido de la literatura. De hecho, podía decirse que los Ticknor llevaban la literatura en la sangre, o al menos en algún órgano vital, y su primo George Ticknor había sido en otro tiempo una autoridad en materia de literatura en Boston, como predecesor de Longfellow y de Lowell en la cátedra Smith de Harvard. Pero William D. Ticknor había empezado en Boston en el campo complejo de las finanzas, y había trasladado a la edición, que por aquel tiempo era poco más que vender libros, la mentalidad de un sutil banquero. Era Fields quien reconocía el genio en los manuscritos y las monografías a medio terminar, y era Fields quien había alimentado amistades entre los grandes autores de Nueva Inglaterra, cuando otros editores echaban el cierre por falta de beneficios o porque dedicaban mucho tiempo a la venta al por menor.
Cuando Fields era un joven empleado se decía que mostraba capacidades sobrenaturales (o «muy extrañas», como puntualizaban los demás asalariados): podía predecir, por el porte y apariencia de un cliente, qué libro desearía. Al principio eso se lo reservaba, pero cuando los otros empleados descubrieron su don, se convirtió en fuente de frecuentes apuestas, y los que apostaban contra Fields siempre acababan mal el día. Poco después Fields transformaría la industria al convencer a William Ticknor para que retribuyera a los autores en lugar de engañarlos, y le hizo darse cuenta de que la publicidad podía convertir a los poetas en personalidades notorias. Como socio, Fields adquirió The Atlantic Monthly y The North American Review como tribunas para sus autores.
Osgood nunca sería un hombre de letras como Fields, un literato, y por eso dudaba al comparar ideas en materia de verdadera literatura.
—¿Por qué Augustus Manning habría de amenazar con semejante medida? Eso es extorsión, ni más ni menos —dijo, indignado.
Al oír esto, Fields sonrió para sus adentros, pensando cuánto le quedaba aún por aprender a Osgood.
—Nosotros extorsionamos a todos los que conocemos, Osgood; de lo contrario no se haría nada. La poesía de Dante es extranjera y desconocida. La corporación vela por la reputación de Harvard controlando toda palabra que se permita atravesar las puertas de la universidad, Osgood: cualquier cosa desconocida o que no se pueda conocer los atemoriza sobremanera. —Fields tomó la edición de bolsillo de la Divina Commedia de Dante que había encontrado en Roma—. Entre estas dos cubiertas hay suficiente rebelión para desenmarañarlo todo. La mentalidad de nuestro país está cambiando con la velocidad de un telégrafo, Osgood, y nuestras grandes instituciones van por detrás, a paso de diligencia.
—Pero ¿por qué habría de verse afectado su buen nombre en este asunto? Nunca han impugnado una traducción de Longfellow. El editor fingió indignación.
—Así es, pero ellos siguen asociando ese texto con algo de lo más temible, algo que difícilmente puede ser eliminado.
La relación de Fields con Harvard era la de editor de la universidad. Los demás eruditos tenían lazos más estrechos: Longfellow había sido su más famoso profesor hasta que se retiró, unos diez años antes, para dedicarse plenamente a su poesía; Oliver Wendell Holmes, James Russell Lowell y George Washington Greene eran ex alumnos; y Holmes y Lowell, profesores prestigiosos: Holmes, titular de la cátedra Parkman en la facultad de Medicina, y Lowell encabezaba la sección de lenguas modernas y literatura en Harvard, que había sido el anterior puesto desempeñado por Longfellow.
—Esto se considerará una obra maestra surgida del corazón de Boston y del alma de Harvard, querido Osgood. Incluso Augustus Manning no está tan ciego como para no tenerlo en cuenta.
El doctor Oliver Wendell Holmes, profesor de medicina y poeta, se apresuraba por los senderos despejados del Boston Common, en dirección al despacho de su editor, como si lo estuvieran persiguiendo (aunque se detuvo dos veces para firmar unos autógrafos). Si uno pasaba cerca del doctor Holmes o fuera uno de aquellos paseantes que esgrimían la pluma en demanda de una firma en un libro, se le podía oír canturrear en tono resuelto. En el bolsillo de su chaleco de moaré ardía el doblado rectángulo de papel que impulsaba al pequeño doctor al Corner (o sea, al despacho de su editor) y que le producía temor.
Cuando se encontraba con sus admiradores, los animaba a que nombraran a sus favoritos. «Oh, eso. Dicen que el presidente Lincoln recitaba ese poema de memoria. Bien, verdaderamente, él mismo m dijo...» La forma del rostro juvenil de Holmes, la boca pequeña apretada contra la mandíbula floja, le hacían parecer que realizaba un es fuerzo para mantener la boca cerrada por un período de tiempo apreciable.
Después de dejar atrás a los demandantes de autógrafos, se de tuvo una sola vez, vacilante, en la librería Dutton y Cía, donde contó tres novelas y cuatro volúmenes de poesía completamente nuevos y (con toda probabilidad) de jóvenes autores de Nueva York. Todas la; semanas, las noticias literarias anunciaban que acababa de publicarse el libro más extraordinario de la época. «Profunda originalidad» se había convertido en algo común que, en caso de no saber más, uno podía considerar el producto nacional más corriente. Unos poco años antes de la guerra, parecía que el único libro del mundo era su Autocrat of the Breakfast-Table [El autócrata de la mesa del desayuno], el ensayo seriado con el que Holmes sobrepasó todas las expectativas al inventar una nueva actitud hacia la literatura, hecha de observación personal.
Holmes irrumpió en la amplia sala de exposiciones de Ticknor y Fields. Como los antiguos judíos recordaban ante el Segundo Templo las glorias que éste había reemplazado, el doctor Holmes no podía resistir la brillantez aceitada y pulida ni dejar que se filtraran en sus evocaciones sensoriales los rancios locales de la librería Old Corner, en las calles Washington y School, en las que la editorial y sus autores estuvieron apretujándose durante décadas. Los autores de Fields llamaban al nuevo palacete, en la esquina de la calle Tremont y la plaza Hamilton, Corner o el New Corner, en parte por costumbre pero también como una afilada nostalgia de sus comienzos.
—Buenas tardes, doctor Holmes. ¿Viene usted a ver al señor Fields?
La señorita Cecilia Emory, la agradable joven de recepción, tocada con un sombrero azul, recibió al doctor Holmes con una nube de perfume y con una cálida sonrisa. Fields había tomado a varias mujeres como secretarias cuando se inauguró el Corner, un mes antes, a pesar de que un coro de críticos condenaba esa práctica en un edificio repleto de hombres. La idea, casi con certeza, tuvo su origen en la esposa de Fields, Annie, voluntariosa y bella (cualidades que por lo general son aliadas).
—Sí, querida —dijo Holmes inclinándose—. ¿Está?
—Ah, ¿es que el gran autócrata de la mesa del desayuno desciende a presentarse ante nosotros?
Samuel Ticknor, uno de los empleados, se despidió de Cecilia Emory con un gesto demasiado prolongado mientras se ponía los guantes. No era el típico empleado de editorial, y poco después sería bienvenido por su esposa y sus sirvientes en uno de los rincones más deseables de Back Bay.
Holmes estrechó su mano.
—New Corner es un gran pequeño lugar, ¿no es así, mi querido señor Ticknor? —Se rió—. Estoy algo sorprendido de que el señor Fields no se haya perdido aquí todavía.
—No se ha perdido.
Samuel Ticknor se alejó murmurando en tono serio, a lo que siguió una ligera risita o gruñido.
J. R. Osgood acudió para guiar a Holmes arriba.
—No haga usted caso, doctor Holmes —dijo Osgood sorbiendo por la nariz y mirando al sujeto en cuestión salir a la calle Tremont y lanzar al aire una moneda destinada al vendedor de palomitas de la esquina, como si fuese un pordiosero—. Me atrevería a decir que el joven Ticknor cree que puede adoptar en el Common las mismas actitudes que su difunto padre, sólo por llevar el nombre que lleva. Y pretende que todo el mundo se entere.
El doctor Holmes no tenía tiempo para el cotilleo, al menos aquel día.
Osgood informó de que Fields estaba reunido, así que Holmes sufrió el purgatorio de la Sala de Autores, una estancia lujosa para la comodidad y placer de los escritores de la casa. Un día corriente, Holmes hubiera podido pasar el tiempo allí admirando los recuerdos literarios y los autógrafos que colgaban de la pared, entre los cuales se contaba su nombre. En lugar de eso, su atención se volvió hacia el cheque que sacó de su bolsillo con gesto vacilante. En el insultante número escrito con mano descuidada, Holmes vio sus propios fallos. Veía en los divagantes puntos de tinta su vida como poeta, agitada por los acontecimientos de los últimos años, incapaz de igualar los logros del pasado. Se sentó en silencio y se frotó la mejilla con rudeza, entre el índice y el pulgar, como Aladino pudo hacerlo con su vieja lámpara. Holmes imaginaba a todos los autores audaces y llenos d frescura a los que Fields estaba cortejando, convenciendo y dando forma.
Salió en dos ocasiones de la Sala de Autores y se dirigió al des pacho de Fields, que encontró cerrado. Pero antes de que se retirara la segunda vez, se dejó oír la voz de James Russell Lowell, poeta y redactor. Lowell hablaba alto (como siempre), incluso dramáticamente, y el doctor Holmes, en lugar de llamar o de marcharse, optó pe enterarse de la conversación, pues creía que casi con seguridad tenía algo que ver con él.
Entornando los ojos, como si pudiera trasladar la capacidad d éstos a los oídos, Holmes acababa de captar una palabra que le intrigaba, cuando algo lo golpeó y lo tiró al suelo.
El joven que se había detenido de repente frente al hombre que escuchaba furtivamente, agitó las manos en un gesto de estúpido arrepentimiento.
—La culpa es toda mía, querido muchacho —dijo el poeta, riendo—. Soy el doctor Holmes, y usted es...
—Teal, doctor, señor...
El joven tembloroso era un mozo de la tienda, que logró presentarse antes de volverse amarillo y desaparecer.
—Veo que ha conocido a Daniel Teal —dijo Osgood, el jefe administrativo, que apareció procedente del vestíbulo—. No podría regentar un hotel, pero es de lo más trabajador que tenemos.
Holmes bromeó con Osgood: pobre chico, ¡un novato en la firma y casi se topa de cabeza con Oliver Wendell Holmes! Esta recuperación de su importancia hizo sonreír al poeta.
—¿Quiere usted que compruebe si el señor Fields está libre? —preguntó Osgood.
Entonces la puerta se abrió desde dentro. James Russell Lowel majestuosamente desaliñado, con sus penetrantes ojos grises que apartaban la atención de su cabello ensortijado y de la barba que se alisaba con dos dedos, echó una mirada desde el umbral. Estaba en el despacho de Fields solo, con el periódico del día.
Holmes imaginó lo que diría si trataba de hacerle partícipe de su inquietud: Es el momento de concentrar todas las energías en Longfellow y en Dante, Holmes, no en nuestras mezquinas vanidades...
—¡Venga, venga, Wendell! —lo invitó Lowell, que se dispuso a prepararle una bebida.
—¿Por qué, Lowell —preguntó Holmes—, creí oír voces aquí hace un instante? ¿Fantasmas?
—Cuando a Coleridge le preguntaron si creía en fantasmas, respondió negativamente, explicando que ya había visto demasiados. —Se echó a reír y sacudió el extremo ardiente de su cigarro—. Oh, el club Dante celebrará reunión esta noche. Yo estaba leyendo esto en voz alta para comprobar cómo sonaba, ¿sabe?
Lowell señaló el periódico que había sobre la mesa. Explicó que Fields había bajado al café.
—Dígame, Lowell, ¿sabe usted si The Atlantic ha cambiado su política de pagos? Quiero decir que no he oído si envió usted versos para el último número. Claro que bastante ocupado está con The Review.
Los dedos de Holmes se enredaban con el cheque que llevaba en el bolsillo. Lowell no le escuchaba.
—¡Holmes, debe echar un vistazo a esto! Fields se ha superado a sí mismo. Aquí, mire.
Holmes asintió con gesto de conspirador y observó cuidadosamente. El periódico estaba doblado en la página literaria y olía como el cigarro de Lowell.
—Pero lo que quiero saber, querido Lowell —insistió Holmes, apartando el periódico—, es si recientemente... Oh, gracias —dijo, al tiempo que aceptaba un brandy con agua.
Fields regresó, sonriendo ampliamente, atusándose su barba rizada. Se mostraba tan inexplicablemente animoso y complaciente como Lowell.
—¡Holmes! No esperaba tener el placer de verlo hoy. Estaba a punto de avisarlo en la facultad de Medicina para que viera al señor Clark. Se produjo un desdichado error en algunos de los cheques correspondientes al último número de The Atlantic. Usted pudo recibir uno de setenta y cinco en lugar de uno de cien por su poema.
Desde que se inició la rápida inflación a consecuencia de la guerra, los mejores poetas percibían 100 dólares por poema, con la excepción de Longfellow, a quien se pagaban 150. Los autores menores cobraban entre veinticinco y cincuenta.
—¿De veras? —preguntó Holmes con un suspiro de alivio que en seguida consideró embarazoso—. Bueno, a mí siempre me hacía feliz cobrar más.
—Estos oficinistas de la nueva hornada son criaturas como usted nunca ha visto. —Fields movió la cabeza—. Me encuentro al timón de un barco enorme, amigos míos, que se estrellará contra 1i rocas a menos que yo vigile todo el tiempo.
Holmes se sentó satisfecho y, finalmente, dirigió una mirada New York Tribune que tenía en la mano. Guardó silencio, sorprendido, y se deslizó hasta el fondo del sillón, como permitiendo que si gruesos repliegues de cuero se lo tragaran.
James Russell Lowell había venido al Corner desde Cambridge para cumplir unas obligaciones largo tiempo desatendidas en The North American Review. Lowell abandonaba el grueso de su trabajo en la Review, una de las dos revistas principales de Fields, a un equipo de redactores auxiliares cuyos nombres confundía, hasta que s presencia era requerida para revisar las pruebas finales. Fields sabía que Lowell apreciaría el avance publicitario más que nadie, más que el propio Longfellow.
—¡Exquisito! ¡Usted conserva algo de judío, mi querido Field! —dijo Lowell, arrancándole a Holmes el periódico de un manotazo.
Sus amigos no prestaron particular atención al extraño comentario de Lowell, pues estaban acostumbrados a su tendencia a teorizar que el mundo con capacidad, incluido él, era judío por algún camino desconocido, o al menos descendiente de judíos.
—Mis vendedores de libros se van a poner las botas —se jactó Fields—. ¡Sólo con los beneficios que saquemos en Boston nos vamos a forrar!
—Mi querido Fields —dijo Lowell, riendo animadamente acariciando el periódico como si contuviera un premio secreto—, ¡ Usted hubiera sido el editor de Dante, me atrevo a decir que habría sido bienvenido en Florencia y le habrían dedicado una fiesta en plena calle!
Oliver Wendell Holmes se rió, pero alimentaba también algún deseo de discutir cuando dijo:
—Si Fields hubiera sido el editor de Dante, Lowell, el poeta nunca hubiera sido desterrado.
Cuando el doctor Holmes se excusó para reunirse con el señor Clark, el contable, antes de marchar a casa de Longfellow, Fields pudo ver que Lowell estaba preocupado. El poeta no era de los que ocultaban su desagrado en ninguna circunstancia.
—¿No encuentra usted a Holmes muy apesadumbrado? —preguntó Lowell—. Se diría que ha estado leyendo un obituario —disparó, sabiendo que Fields era receptivo a sus chanzas—. El suyo.
Fields emitió una risa breve.
—Está preocupado por su novela, eso es todo: a ver si los críticos lo tratan bien esta vez. Y, bueno, él siempre tiene cien cosas en la cabeza. Eso ya lo sabe usted, Lowell.
—¡De eso se trata! Si Harvard se propone seguir intimidándonos... —empezó a decir Lowell, y tras una pausa prosiguió—: No quiero que alguien crea que no vamos a llevar esto hasta el final, Fields. ¿No ha pensado que esto podría llevar a Wendell a integrarse en otro club?
A Lowell y a Holmes les gustaba dar muestras de ingenio el uno frente al otro, y Fields hacía lo que podía para desanimarlos. Competían sobre todo para atraer la atención. Después de un reciente banquete, la señora Fields informó de que había oído a Lowell demostrar a Harriet Beecher Stowe por qué Tom Jones era la mejor novela que se había escrito, mientras que Holmes probaba ante el marido de Stowe, profesor de teología, que la religión era responsable de todas las desdichas del mundo. El editor estaba preocupado porque volviera a producirse una tensión grave entre dos de sus mejores poetas. Estaba preocupado también porque Lowell trataba tercamente de demostrar que sus dudas a propósito de Holmes eran fundadas. Fields no podía soportar que alguien que no fuera él pudiera ser causa de inquietud para Holmes.
Fields hizo una exhibición de su orgullo a propósito de Holmes, permaneciendo en pie junto a un daguerrotipo del pequeño doctor, enmarcado y colgado de la pared. Puso la mano sobre el vigoroso hombro de Lowell y le habló con sinceridad:
—Nuestro club Dante estaría vacío sin él, mi querido Lowell. Ciertamente, tiene sus rarezas, pero eso le confiere brillantez. Es un hombre al que el doctor Johnson hubiera considerado clubable. Pero ha estado siempre con nosotros, ¿no es así? Y con Longfellow.
El doctor Augustus Manning, tesorero de la corporación de Harvard permaneció en la universidad hasta más tarde que otros colegas. E menudo volvía la cabeza desde su escritorio hacia la ventana, cada vez más oscura, que reflejaba la incierta luz de su lámpara, y pensaba en los peligros que a diario amenazaban con sacudir los cimientos de la institución. Precisamente aquella tarde, mientras estaba fuera dando su caminata de diez minutos, hizo una lista mental con lo nombres de varios de sus ofensores. Tres estudiantes charlaban entre ellos cerca de Grays Hall. Cuando se dieron cuenta de que se le aproximaba ya era demasiado tarde. Como un fantasma, no hacía ruido, ni siquiera cuando caminaba sobre hojas secas. Serían amonestados por la junta de facultad por «congregarse», o sea, por permanecer en el recinto de pie, parados, en grupos de dos o más.
Aquella mañana, en la obligada asistencia de los universitarios a la capilla, a las seis, Manning había llamado la atención del tutor Bradlee sobre un estudiante que leía un libro disimulado bajo su Biblia. El infractor, un alumno de segundo año, sería amonestado el privado por leer en la capilla, así como por la tendencia a la agitación del autor del libro, un filósofo francés que sustentaba ideas política inmorales. En la siguiente reunión de la junta de facultad, se somete ría a juicio al joven, al que se impondría una multa de varios dólares y se le restarían puntos de su clasificación en la clase.
Ahora Manning pensaba en cómo enfrentarse al problema de Dante. Leal a toda prueba a los estudios y lenguas clásicos, se decía que Manning una vez pasó un año entero llevando todos sus asuntos personales y de negocios en latín. Algunos lo dudaban, y señalabas que su esposa ignoraba esa lengua, en tanto otros conocidos señalaban que ese hecho confirmaba la veracidad de la historia. Las lengua vivas, como las denominaban los compañeros de Harvard, eran poco más que imitaciones baratas, torpes distorsiones. El italiano, al igual que el español y el alemán, en particular, representaban bajas pasiones políticas, apetitos carnales y la ausencia de moral propia de la de cadente Europa. El doctor Manning no tenía intención de permitir que los venenos extranjeros se extendieran bajo el disfraz de la literatura.
Mientras permanecía sentado, el doctor Manning oyó un sorprendente ruido de golpes secos procedente de su antesala. A aquella hora no cabía esperar ruido alguno, pues el secretario de Manning se había ido a su casa. Manning caminó hacia la puerta y accionó el pomo, pero estaba cerrada. Miró arriba y vio una punta de metal clavada en el marco y luego otra unos centímetros hacia la derecha. Manning dio repetidos tirones violentos, cada vez más fuertes, hasta que el brazo le dolió y la puerta crujió y se abrió como de mala gana. Al otro lado, un estudiante, armado con un tablero de madera y algunos tornillos, se balanceaba sobre un taburete, riendo mientras trataba de condenar la puerta de Manning.
Quienes acompañaban al ofensor echaron a correr a la vista de Manning. Éste agarró al estudiante subido al taburete. —¡Tutor! ¡Tutor!
—¡Le digo que sólo es una travesura! ¡Déjeme ir!
El muchacho de dieciséis años pareció rejuvenecer otros cinco en un instante y, con los ojos de mármol de Manning clavados en él, fue presa del pánico.
Golpeó a Manning varias veces y luego le hundió los dientes en la mano, que soltó su presa. Pero llegó un tutor residente y, ya en la puerta, agarró al estudiante por el cuello de la camisa.
Manning se aproximó como calculando sus pasos y con una mirada gélida. Mantuvo esa mirada tanto rato, presentando un aspecto cada vez más menudo y endeble, que hasta el tutor se sintió incómodo y preguntó en voz alta qué debía hacer. Manning se miró la mano, donde dos brillantes puntos de sangre apuntaban entre los huesos: eran las marcas de los dientes.
Las palabras de Manning parecían emerger directamente de su híspida barba más que de su boca.
—Sonsáquele los nombres de sus cómplices en esta hazaña, tutor Pearce. Y averigüe dónde ha estado tomando bebidas alcohólicas. Luego, entréguelo a la policía.
Pearce dudó.
—¿A la policía, señor?
El estudiante protestó.
—¡Llamar a la policía por un asunto interno de la universidad! ¡A menos que se trate de un sucio truco...!
—¡Cuanto antes, tutor Pearce!
Augustus Manning cerró la puerta tras él. Volvió a ocupar su lugar, ignorando su respiración pesada a causa de la furia, y se sentó tieso, con dignidad. Tomó de nuevo el New York Tribune para recordar: los asuntos que necesitaban desesperadamente su atención. Mientras: leía el cotilleo de J. T. Fields en la sección «Boston literario», y si mano latía en los puntos donde la piel estaba desgarrada, por la mente del tesorero pasaron, más o menos, los pensamientos siguientes Fields se considera invencible en su nueva fortaleza... Esa misma arrogancia la lleva orgullosamente Lowell como si fuera una chaqueta nueva... Longfellow sigue siendo intocable; el señor Greene, una reliquia desde hace mucho, un parapléjico mental... Pero el docto Holmes... El Autócrata busca la controversia sólo por temor, no por principio... El pánico en la carita del doctor cuando miraba lo que le sucedió al profesor Webster hace tantos años... No por la convicción del asesinato o por el ahorcamiento, sino por la pérdida de su lugar que se había ganado en la sociedad por su buen nombre, por formación y por la carrera como hombre de Harvard... Sí, Holmes; el doctor Holmes resultará nuestro mayor aliado.
II
Por todo Boston, a lo largo de la noche, los policías reunieron a «personas sospechosas», una media docena, por orden del jefe. Cada oficial contemplaba a los sospechosos de sus colegas con gesto adusto, mientras los registraban en la comisaría central, como si temiera que sus propios rufianes fueran juzgados inferiores. Los detectives de paisano, porque se habían evitado los uniformes, subían a zancadas desde las tumbas —las celdas de detención subterráneas— y se comunicaban mediante códigos silenciosos y señales de aprobación con la cabeza.
La oficina de detectives, derivada de un modelo europeo, se había establecido en Boston con la finalidad de suministrar la más completa información sobre el paradero de los delincuentes; por tanto, la mayor parte de los detectives escogidos eran ellos mismos antiguos bribones. Sin embargo, desconocían los métodos perfeccionados de investigación, de modo que recurrían a los viejos trucos (sus favoritos eran la extorsión, la intimidación y la mentira) para procurarse su cuota de arrestos y ganarse así el sueldo. El jefe Kurtz había hecho cuanto estaba en su mano para asegurarse de que los detectives, junto con la prensa, creyeran que la nueva víctima del asesino era un don nadie. El último problema con el que hubiera querido enfrentarse era que sus detectives trataran de sacar dinero de la desgracia del rico Healey.
Algunos de los sujetos reunidos cantaban canciones obscenas o se cubrían el rostro con las manos. Otros gritaban maldiciones y amenazas a los agentes que los habían llevado allí. Unos pocos se apretujaban en los bancos de madera alineados en un lado de la estancia. Allí había toda clase de delincuentes, desde estafadores de al tos vuelos, los más clásicos, hasta los practicantes del robo con fractura, ladrones de guante blanco y fulanas con bonitos sombreros, que atraían al peatón a callejuelas donde sus cómplices hacían el resto Pálidos golfillos irlandeses arrodillados en la galería pública, arribe sostenían grasientas bolsas de papel de las que extraían cacahuete calientes con los que hacían puntería a través de la reja. Alternaba esos proyectiles con andanadas de huevos podridos.
—¿No has oído a nadie irse de la lengua sobre un tipo al que han apiolado? Eh, ¿has oído algo?
—¿De dónde has sacado esta cadena de oro, chico? ¿Y este pañuelo de seda?
—¿Qué estás pensando hacer con esta cachiporra?
—¿Qué pasa con eso? Socio, ¿no has tratado nunca de matar un hombre, aunque sólo sea para ver cómo es la cosa?
Los agentes, de rostros enrojecidos, gritaban al formular estas preguntas. Entonces el jefe Kurtz empezó a detallar la muerte de Healey, eludiendo hábilmente la identidad de la víctima, pero no tardó mucho en ser interrumpido.
—Eh, jefecito. —Un corpulento bribón negro tosió, pensativo mientras mantenía sus ojos saltones fijos en un rincón de la estancia—. Eh, jefecito, ¿qué hay con el nuevo poli moreno? ¿Dónde está su uniforme? No me creo que estéis a punto de reclutar detectives negros. ¿Puedo yo apuntarme también?
Nicholas Rey se puso en pie muy tieso ante la carcajada que s guió. De pronto fue consciente de su falta de participación en el interrogatorio y de sus ropas de paisano.
—Pero si no es moreno, compadre —dijo un hombre vivaz, alto y delgado, mientras avanzaba y examinaba al patrullero Rey con 1 mirada de un experto en valoraciones—. Me parece que es mestizo y un hermoso ejemplar de mestizo: madre esclava, padre peón de un plantación. Es así, ¿verdad, amigo?
Rey se acercó más a la fila.
—¿Qué contesta a la pregunta del jefe, señor? A ver si somos capaces de colaborar.
—Muy bien dicho, blanquito.
El hombre alto y delgado, en un gesto apreciativo, se llevó un dedo a su fino bigote, que se curvaba hacia las comisuras de la boca, como para señalar el arranque de una barba, pero acababa por caer abruptamente antes de llegar a la barbilla.
El jefe Kurtz apoyó su porra en el botón de diamante que lucía sobre el esternón de Langdon Peaslee.
—¡No me hagas enfadar, Peaslee!
—Tenga cuidado —advirtió Peaslee, el mayor ladrón de cajas fuertes de Boston, sacudiéndose el polvo del chaleco—. El pedrusco vale ochocientos dólares, jefe, ¡y legítimamente adquirido!
Brotaron carcajadas por doquier; incluso por parte de algunos detectives. Kurtz no debió permitir que Langdon Peaslee le provocara; aquel día, no.
—Me da la impresión de que tuviste algo que ver con la serie de cajas reventadas el domingo pasado en la calle Commercial —dijo Kurtz—. Te voy a empapelar ahora mismo por quebrantar la ley sobre descanso dominical y podrás dormir en los calabozos junto con los rateros de poca monta.
Willard Burndy, unos puestos más allá de la fila, prorrumpió en risotadas.
—Bueno, yo le contaré algo sobre eso, mi querido jefe —dijo Peaslee, alzando la voz teatralmente, en atención a todos los reunidos en la sala (incluido el súbito arrebato que se produjo en los asientos de arriba)—. Seguro que, aquí, nuestro amigo el señor Burndy no sería capaz de hacer algo parecido a lo de la calle Commercial. ¿O es que esas cajas fuertes pertenecen a una asociación de damas?
Los brillantes ojos rosados de Burndy doblaron su tamaño mientras se abría paso en medio de los hombres a empujones, a zarpazos, en dirección a Langdon Peaslee, y a punto estuvo de encender un motín a su paso entre los malandrines más camorristas. Los muchachos harapientos de arriba lo vitoreaban y le lanzaban gritos. El espectáculo prosiguió y acabó sacando a la luz los secretos del hampa que operaba en las bodegas de North End, y a los que cobraban 25 centavos por una cabeza.
Mientras los agentes contenían a Burndy, un hombre desorientado fue empujado fuera de la fila. Dio un tremendo traspié, y Nicholas Rey lo agarró antes de que llegara a caer.
Tenía una complexión frágil y unos ojos oscuros, hermosos pero: cansados, con expresión vacilante. El desconocido desplegó una dentadura como un tablero de ajedrez, con dientes inexistentes y carcomidos, y emitía una especie de silbido que desprendía olor a agua diente de Medford. Ni siquiera se daba cuenta de que toda su rol estaba manchada de huevos podridos, o eso no le preocupaba.
Kurtz avanzó hacia la reorganizada hilera de delincuentes y explicó de nuevo. Contó lo del hombre hallado desnudo en un campo cerca del río, con el cuerpo bullendo de moscas, avispas, larvas que se alimentaban bajo su piel y se empapaban en su sangre.
Uno de los presentes, les informó Kurtz, lo mató de un golpe i la cabeza, lo transportó allí y lo abandonó a los efectos de la intemperie. Mencionó otro extraño detalle: una bandera, blanca y andrajosa, plantada sobre el cadáver.
Rey paró la caída de su desorientado pupilo con los pies. La nariz y la boca del hombre eran rojas e irregulares, sobreponiéndose su fino bigote y a su barba. Era cojo de una pierna, resultado de un accidente o de una pelea olvidada desde hacía tiempo. Sus manos anchas se agitaron en gestos salvajes. El temblor del desconocido acentuaba con cada detalle aportado por el jefe de policía.
El subjefe Savage dijo:
—¡Oh, ese sujeto! ¿Quién lo ha traído? ¿Usted lo sabe, Rey? No quiso dar ningún nombre antes, cuando estaban fotografiando a 1os nuevos para la galería de retratos de delincuentes. ¡Silencioso con una esfinge egipcia!
El cuello de papel de la esfinge casi estaba oculto bajo su harapienta bufanda negra, que lo envolvía cayendo floja a un lado. Fija una mirada vacía y sacudía sus desproporcionadas manos en el aire describiendo aproximados círculos concéntricos.
—¿Tratas de dibujar algo? —preguntó Savage bromeando.
En efecto, sus manos dibujaban una especie de mapa, algo que hubiera ayudado enormemente a la policía en las semanas que siguieron, pues habría sabido qué buscar. Aquel desconocido había sido durante mucho tiempo asiduo del escenario del asesinato de Hea1 pero no de los salones ricamente enmaderados de Beacon Hill. No; hombre no estaba trazando en el aire una imagen terrenal, sino una lóbrega antecámara del inframundo. Porque fue allí, allí, tal como comprendió el hombre, donde la imagen de la muerte de Artemus Healey se filtraba en su mente y crecía con cada detalle; sí, allí se había descargado el castigo.
—Yo diría que es sondo y mudo —susurró el subjefe Savage a Rey, después de que varios meditados gestos con la mano resultaran infructuosos—. Y pon el olor, todo un personaje. Le traeré un poco de pan y queso. No le quise ojo a ese Burndy, Rey.
Savage movió la cabeza en dirección al perturbador que se había destacado de los demás y que ahora se frotaba los ojos rosados con sus manos esposadas, fascinado pon las grotescas descripciones de Kurtz.
El subjefe separó con suavidad al hombre tembloroso de la custodia del patrullero Rey, y lo condujo a través de la estancia. pero el hombre se agitó, prorrumpió en llanto y luego, con lo que pareció un esfuerzo impremeditado, apartó a gritos al subjefe de policía, enviándolo de cabeza contra un banco.
Entonces el hombre saltó detrás de Rey, le echó el brazo izquierdo alrededor del cuello, con los dedos engarfiados bajo el codo derecho del patrullero, apartó con la otra mano su sombrero y se inmovilizó ante sus ojos. Torció la cabeza de Rey hacia él, para que la oreja del oficial quedara atrapada frente al aliento que salía de sus labios. El susurro del hombre era san bajo, san desesperado y gutural, san parecido a una confesión, que sólo Rey pudo captan las palabras que pronunció.
Entre los hampones estalló un divertido caos.
De repente, el desconocido soltó a Rey y se agarró a una columna estriada. Se lanzó con fuerza, girando en torno a ella, catapultándose hacia delante. Las incomprensibles palabras que pronunciaba entre silbidos atrajeron la atención de Rey: era un código de sonidos sin sentido, san estridente y enérgico como para sugerir un significado más allá de lo que Rey podía imaginar. Dinanzi. Rey luchó por recordar, pon oír de nuevo el susurro, al tiempo que se esforzaba (etterne etterno, etterne etterno) a fin de no pender el equilibrio mientras jadeaba para atrapar al fugitivo. pero éste se había lanzado con sal impulso, que no hubiera podido detenerse de haberlo querido en aquel último instante de su vida.
Se estrelló contra el grueso cristal de una de las amplias ventanas. Un fragmento desprendido de cristal, con una perfecta forma de guadaña, giró en un movimiento de danza casi gracioso, alcanzando la bufanda negra y penetrando limpiamente en la tráquea. 1 golpe hizo que el hombre inclinara hacia delante su lacia cabeza Luego se lanzó con fuerza a través del cristal hecho añicos y cayó patio.
Todo quedó en silencio. Los trozos de cristal, delicados como copos de nieve, cayeron bajo los zapatos de punteras desgastadas de Re', mientras se aproximaba al manco de la ventana y miraba abajo. E hombre estaba tendido sobre un grueso colchón de hojas otoñales, los cristales rotos de la ventana fragmentaban el cuerpo y su lecho en un caleidoscopio de amarillo, negro y rojo pálido. Los golfillos harapientos, que fueron los primeros en bajan al patio, señalaban y vociferaban, danzando en torno al cadáver. Mientras descendía, Rey no podía olvidan las torpes palabras que el hombre había escogido, pon alguna razón, para legárselas a él como el último acto de su vida. Voi Ch'intrate. Voi Ch'intrate. Vosotros, los que entráis. Vosotros, los que entráis.
* * *
James Russell Lowell se sentía como sir Launfal, el héroe en busca del Grial de su poema más popular, mientras atravesaba al galope la cancela de hierro del patio de Harvard. Pon supuesto, el poeta hubiera podido considerar que representaba el papel de caballero galante cuando entró aquel día, alto en su blanco corcel, perfilado pon los vivos colones del otoño, de no haber sido por sus peculiares preferencias en materia de imagen: su barba estaba cortada en forme cuadrada, dos o tres pulgadas por debajo del mentón, pero su bigote crecía más largo, dejándolo colgar. Algunos de sus detractores, y muchos amigos, señalaban en privado que ésa no era quizá la elección más adecuada para su rostro, pon lo demás gallardo. La opinión de Lowell era que debía llevarse barba, puesto que Dios la había dado aunque no especificaba si aquel peculiar estilo era lo requerido teológicamente.
Su caballerosidad imaginada era sentida con una pasión más; fuerte aquellos días, cuando la universidad se presentaba como una ciudadela crecientemente hostil. Unas pocas semanas antes, la corporación intentó convencer al profesor Lowell para que adoptara una propuesta de reformas que eliminaría muchos de los obstáculos a los que su departamento se enfrentaba (por ejemplo, que los estudiantes recibieran la mitad de créditos por matricularse en una lengua extranjera moderna en lugar de hacerlo en una clásica). En contrapartida, la corporación garantizaría la aprobación final de todas las clases de Lowell, el cual rechazó de plano la oferta. Si querían imponer su propuesta, deberían seguir el largo procedimiento de someterla a la Mesa de Supervisores de Harvard, la hidra de veinte cabezas.
Una tarde, el presidente le dio a Lowell un consejo que le hizo comprender que recurrir a la Mesa para la aprobación de todas sus clases era un despropósito.
—Lowell, al menos cancele ese seminario suyo sobre Dante, y Manning puede mejorarle a usted las cosas —le dijo el presidente, tomándolo del codo confidencialmente.
Lowell entornó los ojos.
¿De eso se trata? ¡Andan detrás de eso! —Se volvió, indignado—. ¡A mí no me engatusarán para que me incline ante ellos! Se libraron de Ticknor y vive Dios que dieron motivos a Longfellow para que se sintiera ofendido. Creo que todo hombre que se tenga por un caballero debe estar en contra de ellos; todo hombre, claro, que no haya obtenido su doctorado mediante apaños.
—Usted me considera un cero a la izquierda, profesor Lowell, porque no controlo la corporación más que usted mismo, y las más de las veces dirigirse a sus miembros es como hablar a la pared. Ah, y eso a pesar de que yo presido esta universidad —añadió, riendo entre dientes. En efecto, Thomas Hill era el presidente de Harvard, y nuevo en el cargo, el tercero en una década, una muestra de que los miembros de la corporación acumulaban mucho más poder del que él poseía—. Ellos creen que Dante es un tema inadecuado dentro de las actividades de su departamento, eso está claro. Le darán un escarmiento, Lowell. ¡Manning convertirá eso en un escarmiento! —advirtió, y agarró de nuevo el brazo de Lowell, como si en determinado momento hubiera que apartar al poeta de algún peligro.
Lowell manifestó que no toleraría que los miembros de la corporación sometieran a juicio una literatura sobre la que no sabían nada. Y Hill ni siquiera trató de discutir este punto. Era una cuestión de principios para el claustro de Harvard ignorarlo todo en materia de lenguas vivas.
La siguiente ocasión en que Lowell vio a Hill, el presidente iba; provisto de un trozo de papel azul con una anotación manuscrita de un poeta británico recientemente fallecido, acerca de algún aspecto (del poema de Dante. « ¡Qué odio hacia la entera raza humana! ¡Qué exaltación y qué gozo ante los sufrimientos eternos cuyo rigor no disminuye! Contenemos el aliento mientras leemos y nos tapamos lo oídos. ¿Alguien reunió con anterioridad tan ofensivos olores, suciedades, excrementos, sangre, cuerpos mutilados, alaridos y monstruo míticos como castigo? A la vista de ello, no puedo dejar de considerar este libro como el más inmoral e impío jamás escrito.» Sonrió satisfecho, como si aquello lo hubiera escrito él mismo. Lowell se echó a reír.
—¿Mandan los ingleses en lo que tenemos en nuestros anaqueles? ¿Por qué no entregamos Lexington a los casacas rojas y ahorramos al general Washington el inconveniente de la guerra? —Lowell advirtió algo en la mirada de Hill, algo que vio a veces en la expresión inexperta de un estudiante, que lo indujo a pensar que el presidente podría llegar a comprender—. Mientras Estados Unidos no aprenda a amar la literatura no como una diversión, no como una, simples coplillas para aprendérselas de memoria en un aula universitaria, sino para alimentar su energía humanizadora y ennoblecedora mi querido y reverendo presidente, no habrá alcanzado ese alto designio que consiste en hacer de un pueblo una nación. Y eso se logra, transformando un nombre muerto en una fuerza viva.
Hill se esforzó en no apartarse de su propósito.
—Esa idea de viajar por el más allá, de enumerar los castigos de infierno, eso es una absoluta crueldad, Lowell. ¡Y una obra como ésa es muy impropio titularla «Comedia»! Es medieval, escolástica y..
—Católica —esta palabra tapó la boca a Hill—. ¿Es eso lo que quiere usted decir, reverendo presidente? ¿Que es demasiado italiana demasiado católica para la Universidad de Harvard?
Hill levantó una de sus blancas cejas con gesto socarrón.
—Usted mismo debería saber que esas aterradoras ideas sobre Dios no pueden soportarlas nuestros oídos protestantes.
La verdad era que Lowell experimentaba tan poca simpatía como su colega de Harvard por los papistas irlandeses que se amontonaban a lo largo de los muelles y en los distantes suburbios de Boston. Pero la idea de que el poema era una especie de edicto del Vaticano...
—Sí, nosotros más bien condenamos a la gente para la eternidad sin la cortesía de informarla. Y Dante llama a su obra commedia, querido señor, porque está escrita en su rústica lengua italiana en lugar de en latín y porque termina felizmente, con el poeta elevándose a los cielos, en oposición a la tragedia. En lugar de esforzarse en crear un gran poema sobre algo ajeno y artificioso, deja que el poema brote por sí mismo de él.
A Lowell le gustó advertir que el presidente estaba exasperado.
—Por favor, profesor, ¿no cree usted que es fruto del rencor, que es algo malévolo por parte de alguien infligir torturas inmisericordes a todos los que practican una lista de pecados en concreto? ¡Imagine a un hombre público de nuestros días asignando a sus enemigos lugares en el infierno! —replicó Hill.
—Mi querido y reverendo presidente, lo imagino incluso mientras hablamos. Y no me malinterprete. Dante también manda a sus amigos allá abajo. Puede usted decirle esto a Augustus Manning. La piedad sin rigor sería egoísmo cobarde, mero sentimentalismo.
Los miembros de la corporación de Harvard, el presidente y seis piadosos hombres de negocios escogidos fuera del claustro universitario, se mostraban firmes en su defensa de un currículo de larga duración que a ellos les había servido bien —griego, latín, hebreo, historia antigua, matemáticas y ciencias— y afirmaban, como corolario de lo anterior, que las lenguas y literaturas modernas, inferiores, se quedarían como una novedad, como algo para engordar sus catálogos. Longfellow había abierto algún camino tras la partida del profesor Ticknor, incluido un seminario de iniciación a Dante, y contrató a un brillante exiliado italiano llamado Pietro Bachi como profesor de su lengua. El seminario sobre Dante fue, con mucho, el menos popular debido a la falta de interés por el tema y por el idioma. Aun así, el poeta gozó del entusiasmo de unas pocas mentes que siguieron aquel curso. Uno de los entusiastas fue James Russell Lowell.
Ahora, al cabo de diez años de peleas con la administración, Lowell se enfrenta a un acontecimiento que había estado esperando y para el cual los tiempos estaban maduros: el descubrimiento de Dante en Estados Unidos. Pero no sólo Harvard se apresuraba a obstaculizar concienzudamente el asunto, sino que también el club Dante se enfrentaba a un obstáculo interno: Holmes y su ambigua posición.
En ocasiones Lowell paseaba por Cambridge con el hijo mayor de Holmes, Oliver Wendell Holmes Junior. Dos veces por semana, el estudiante de leyes salía de la facultad de Derecho Dane en el mismo momento en que Lowell concluía su clase en el edificio principal de la universidad. Holmes era incapaz de apreciar su buena suerte por tener un hijo como Junior, porque había conseguido que éste lo odiara. Hubiera bastado que Holmes lo escuchara, en lugar de hacerle hablar. Lowell preguntó una vez al joven si el doctor Holmes había hablado en alguna ocasión en casa sobre el club Dante.
—Oh, claro que sí, señor Lowell —dijo el joven, apuesto y de elevada estatura, haciendo una mueca—, y también del club Atlantic, del club Union, del club del Sábado, del club Científico, de la Asociación Histórica, de la Sociedad Médica...
Phineas Jennison, uno de los hombres de negocios más ricos de Boston, se sentó junto a Lowell en una reciente cena del club del Sábado, en la casa Parker, cuando todo esto ensombreció la mente de Lowell.
—Harvard está acosándolo de nuevo —dijo Jennison. Lowell estaba molesto porque en su rostro pudiera leerse con la misma facilidad que en una pizarra—. No lo tome usted así, querido amigo —prosiguió Jennison riendo, con el profundo hoyuelo de su barbilla moviéndose de un lado a otro. Quienes conocían íntimamente a Jennison sostenían que su cabello dorado como el lino y su regio hoyuelo presagiaban su vasta fortuna desde los tiempos en que era un muchacho, pues, hablando con propiedad, quizá aquél era un hoyuelo regicida, heredado supuestamente de un antepasado que había decapitado a Carlos 1—. Es que el otro día tuve ocasión de hablar con algunos miembros de la corporación. Usted sabe que yo acabo por enterarme de todo cuanto ocurre en Boston o en Cambridge.
—Va usted a construir otra biblioteca para nosotros, ¿no es así?
—Los miembros de la corporación parecían haber discutido acaloradamente entre ellos a propósito del departamento de usted. Parecían muy decididos. Yo no osaría inmiscuirme en sus asuntos, desde luego, pero...
—Entre nosotros, mi querido Jennison, ellos se proponen librarse de mí con el pretexto de mi curso sobre Dante —lo interrumpió Lowell—. En ocasiones temo que se hayan puesto en contra de Dante en la misma medida en que yo estoy a favor de él. Incluso han ofrecido incrementar la matrícula para los estudiantes de mi curso si someto a su aprobación el contenido de los temas de mi seminario.
La expresión de Jennison reflejó inquietud. —Me negué, por supuesto —aclaró Lowell. Jennison desplegó su amplia sonrisa.
—¿De veras?
Los interrumpieron algunos brindis, entre los que se incluyó la más aclamada rima improvisada de la noche, que la regocijada concurrencia había solicitado al doctor Holmes, dispuesto como siempre, aunque excusándose por el tosco estilo de la composición.
Un verso exquisito no consigue emocionar,
y sí lo logra una carambola de billar.
—Estos versos de sobremesa podrían acabar con cualquier poeta, pero no con Holmes —comentó Lowell con una mueca de admiración. En sus ojos había una mirada borrosa—. A veces siento que no tengo madera de profesor, Jennison. Soy mejor en unos aspectos y peor en otros. Demasiado sensible y no lo bastante vanidoso; podría decir que no físicamente vanidoso. Me consta que todo eso me perjudica. —Hizo una pausa—. ¿Y por qué estos años sentado en la cátedra no me han entumecido para el mundo? ¿Qué ha de pensar alguien como usted, príncipe de la industria, sobre una existencia tan mezquina?
—¡Chácharas infantiles, mi querido Lowell! —Jennison parecía cansado del tema pero, tras permanecer pensativo un momento, su interés se renovó—. ¡Usted tiene una gran deuda con el mundo y con usted mismo, para limitarse a ser un mero espectador! ¡No quiero saber nada de sus dudas! No me interesa lo que tenga que ver Dante con la salvación de mi alma. Pero un genio como usted, mi querido amigo, adquiere la divina responsabilidad de luchar por todos los desterrados del mundo.
Lowell murmuró algo inaudible, pero sin duda una profesión de modestia.
—Ahora, ahora, Lowell —dijo Jennison—. ¿No fue usted el único que convenció al club del Sábado de que un simple comerciante era lo bastante bueno como para cenar con unos inmortales como sus amigos?
—¿Hubieran podido rechazarlo después de haberse ofrecido usted a adquirir la casa Parker? —replicó Lowell riendo.
—Hubieran podido rechazarme, y yo habría desistido de mi lucha por pertenecer al círculo de los grandes hombres. Permítame que cite a mi poeta favorito: «Y lo que ellos osan soñar, osan llevarlo a cabo.» ¡Oh, qué bueno es esto!
Lowell arreció en sus carcajadas ante la idea de que a su interlocutor lo inspirase su poesía, pero lo cierto era que, en efecto, lo inspiraba. ¿Y por qué no? En la mente de Lowell, la justificación de la poesía era que reducía a la esencia de una sola línea la vaga filosofía que flotaba en las mentes de todos los hombres, como para hacerla asequible y útil, como para tenerla a mano.
Ahora, cuando se dirigía a dar una clase más, bostezó ante el mero pensamiento de entrar en una estancia repleta de estudiantes que aún creían posible aprenderlo todo sobre algo.
Lowell espoleó su caballo hacia la vieja bomba de agua situada en el exterior del edificio Hollis.
—Dales de comer si vienen, muchacho —dijo, al tiempo que encendía un cigarro.
Los caballos y los cigarros figuraban en el catálogo de las cosas prohibidas en el patio de Harvard.
Un hombre se apoyaba perezosamente en un olmo. Vestía un chaleco de cuadros amarillos y presentaba unas facciones flacas o más bien gastadas. El hombre, que se ofrecía al poeta en una postura sesgada, era demasiado mayor para ser estudiante, y su ropa estaba demasiado gastada para tratarse de un miembro del claustro. Lo contemplaba con el familiar e insaciable brillo en la mirada del admirador literario.
La fama no significaba mucho para Lowell, a quien le gustaba pensar que sólo sus amigos hallaban algo bueno en lo que escribía, y que Mabel Lowell se sentiría orgullosa de ser su hija una vez que él hubiese muerto. Por lo demás se consideraba teres atque rotundus: un microcosmos en sí mismo, su propio autor, público, crítico y posteridad. Aun así, el elogio de hombres y mujeres por la calle no dejaba de halagarlo. En ocasiones se paseaba por Cambridge con el corazón tan anhelante, que una mirada indiferente, aunque se la dirigiera un completo extraño, le arrancaba lágrimas de los ojos. Pero había algo igualmente doloroso en el encuentro con la mirada opaca y ofuscada del reconocimiento. Eso le hacía sentirse del todo transparente y ajeno: el poeta Lowell, una aparición.
El observador del chaleco amarillo, apoyado en el árbol, se llevó la mano al ala de su hongo negro cuando pasó Lowell. El poeta, confundido, inclinó la cabeza y sintió hormiguillo en las mejillas. Mientras se apresuraba por el campus universitario para atender a las obligaciones del día, Lowell no se dio cuenta de la extraña atención que aquel observador le dedicaba.
El doctor Holmes se coló en el empinado anfiteatro. Una andanada de ruido de botas, producido por aquellos cuyos lápices y cuadernos les impedían aplaudir con las manos, retumbó a su entrada. A esto siguieron unos rápidos hurras procedentes de los camorristas (Holmes los llamaba los jóvenes bárbaros), reunidos en aquellas alturas del aula conocidas como la Montaña (a semejanza de la Asamblea durante la Revolución Francesa). Aquí Holmes construía el cuerpo humano volviendo del revés cada elemento. Aquí, cuatro veces por semana había cincuenta hijos que lo adoraban y que aguardaban cada una de sus palabras. En pie frente a su clase, en el centro del anfiteatro, sintió que alcanzaba los doce pies de estatura, en lugar de quedarse en sus cinco—cinco (y eso contando las botas, particularmente altas, hechas por el mejor zapatero de Boston).
Oliver Wendell Holmes era el único miembro de la facultad que desde siempre pudo dar clase a la una, cuando el hambre y el cansancio se combinaban con el aire narcotizado del edificio de ladrillo, de dos plantas, de North Grove. Algunos colegas envidiosos decían que su fama literaria se imponía sobre sus estudiantes. En efecto, la mayoría de los muchachos que escogían medicina en lugar de derecho o teología eran rústicos, y si hubieran conocido algo de verdadera literatura antes de llegar a Boston, se habría tratado de algún poema de Longfellow. Aun así, la voz de la reputación literaria de Holmes se había extendido como un cotilleo sensacional, y alguien se procuraba un ejemplar de Autocrat of the Breakfast—Table y lo hacía circular, señalando con mirada incrédula a un compañero: « ¿No has leído el Autocrat?» Pero esta reputación literaria entre los estudiantes era más la reputación de una reputación.
—Hoy —dijo Holmes— empezaremos con un tema que confío en que no les resulte a ustedes en absoluto familiar, muchachos.
Apartó de un manotazo una limpia sábana blanca que cubría un cadáver de mujer y levantó las palmas de las manos ante los pateos y las voces que siguieron.
—¡Respeto, señores! ¡Respeto hacia la obra más divina de la humanidad y de Dios!
El doctor Holmes estaba demasiado perdido en el océano de atención para advertir al intruso entre los estudiantes.
—Sí, el cuerpo femenino será el tema de hoy —prosiguió Holmes.
Un joven tímido, Alvah Smith, uno de la media docena de alumnos brillantes a los que, en toda clase, el profesor dirige su explicación de forma natural, como si fueran intermediarios del resto, se ruborizó visiblemente en la primera fila, donde sus vecinos se mostraban felices mofándose de su turbación. Holmes se dio cuenta.
—Aquí, en la persona de Smith, advertimos una muestra de la acción inhibidora de los nervios vasomotores sobre las arteriolas, que, de pronto, se relajan y llenan los capilares superficiales con sangre; el mismo agradable fenómeno del que algunos de ustedes son testigos en la mejilla de esa persona joven a la que esperan visitar esta noche.
Smith se echó a reír con el resto. Pero Holmes también oyó una involuntaria carcajada que estalló con la lentitud propia de la edad. Miró hacia uno de los laterales y descubrió al reverendo doctor Putnam, uno de los miembros con menos poder de la corporación de Harvard. Quienes la componían, aunque representaban el más alto nivel de supervisión, jamás acudían a las clases de su universidad: trasladarse desde Cambridge hasta el edificio de la facultad de Medicina, que se levantaba al otro lado del río, en Boston, por su proximidad a los hospitales, hubiera sido una idea inaceptable para la mayoría de los administradores.
—Ahora —dijo Holmes distraídamente, dirigiéndose a su clase y disponiendo el instrumental para el cadáver, junto al que se encontraban sus dos ayudantes— sumerjámonos en las profundidades de nuestro tema.
Una vez concluida la clase y después de que los bárbaros se abrieran paso a codazos a través de los pasillos laterales, Holmes condujo al reverendo doctor Putnam a su despacho.
—Usted, mi querido doctor Holmes, representa el referente máximo para los hombres de letras norteamericanos. Nadie ha trabajado tan arduamente para destacar en tantos ámbitos. Su nombre se ha convertido en un símbolo de erudición y autoría. Precisamente ayer estaba yo hablando con un caballero inglés que me decía la estima en que lo tienen en la madre patria.
Holmes sonrió, distraído.
—¿Y qué dijo? ¿Qué dijo, reverendo Putnam? Usted sabe que me gustan los cumplidos exagerados.
Putnam frunció el ceño ante la interrupción.
—Pese a ello, Augustus Manning está preocupado por algunas de sus actividades literarias, doctor Holmes.
Holmes se sorprendió.
—¿Se refiere usted al trabajo del señor Longfellow sobre Dante? Longfellow es el traductor. Yo soy uno más de sus ayudantes, por así decirlo. Le sugiero que aguarde y que lea la obra; seguro que disfrutará con ella.
—James Russell Lowell, J. T. Fields, George Greene y el doctor Oliver Wendell Holmes. ¡Vaya «ayudantes» selectos!
Holmes estaba disgustado. No había pensado que su club fuera materia de interés general y no gustaba de hablar de él con alguien ajeno. El club Dante era una de sus escasas actividades sin proyección pública.
—Oh, arroje usted una piedra en Cambridge y por fuerza acertará al autor de un par de volúmenes, querido Putnam.
Putnam se cruzó de brazos y aguardó. Holmes agitó una mano sin apuntar a ninguna dirección en concreto.
—El señor Fields es quien se ocupa de esos asuntos.
—Le ruego que se aleje de esa precaria asociación —dijo Putnam con sombría seriedad—. Hábleles en ese sentido a sus amigos. El profesor Lowell, por ejemplo, sólo se ha avenido a...
—Si anda usted buscando a alguien a quien Lowell escuche, mi querido reverendo —Holmes se interrumpió para dejar escapar una carcajada—, se ha equivocado al dirigirse a la facultad de Medicina.
—Holmes —dijo Putnam con amabilidad—, he venido principalmente para advertirle, porque lo considero un amigo. Si el doctor Manning supiera que le estaba hablando como lo hago, él... —Putnam hizo una pausa y bajó la voz adoptando un tono elogioso—. Querido Holmes, su futuro está vinculado a Dante. Temo lo que, en su actual situación, pueda ocurrir con su poesía y con su nombre desde el momento en que Manning intervenga.
—Manning no tiene por qué atacarme personalmente aunque ponga objeciones a los selectos intereses de nuestro pequeño club.
Putnam replicó:
—Estamos hablando de Augustus Manning. Considérelo.
Cuando el doctor Holmes se fue, tenía el aspecto de haberse tragado un globo. Putnam se preguntaba a menudo por qué no todos los hombres llevaban barba. Estaba contento, aun con la agitación de su cabalgada de regreso a Cambridge, pues sabía que el doctor Manning se mostraría muy complacido con su informe.
Artemus Prescott Healey, nacido en 1804, muerto en 1865, fue depositado en una gran parcela, una de las primeras que se adquirieron, unos años antes, en la colina principal del cementerio del monte Auburn.
Aún eran muchos los brahmanes que recriminaban a Healey por sus cobardes decisiones antes de la guerra. Pero todos coincidían en que sólo los antiguos radicales más extremistas ofenderían la memoria del juez presidente de su estado desdeñando sus ceremonias fúnebres.
El doctor Holmes se inclinó hacia su esposa.
—Sólo cuatro años de diferencia, Melia.
Ella respondió a la observación con un breve ronroneo.
—El juez Healey tenía sesenta —continuó susurrando Holmes—. O estaba a punto de cumplirlos. Sólo cuatro años más que yo, querida, ¡casi día por día!
Realmente casi un mes, pero aun así el doctor Holmes tomaba en consideración la edad de las personas fallecidas y su cercanía a la suya. Amelia Holmes, con un movimiento de los ojos, le advirtió que permaneciese en silencio durante los panegíricos. Holmes calló y miró al frente, a los tranquilos campos.
Holmes no podía presumir de una amistad íntima con el difunto: pocos hombres podían hacerlo, incluso entre los brahmanes. El juez presidente Healey había pertenecido a la Mesa de Supervisores de Harvard, con lo que el doctor Holmes había mantenido alguna relación rutinaria con el juez, relativa a la función de Healey como administrador. Holmes había conocido también a Healey por ser miembro de Phi Beta Kappa, pues Healey había presidido una vez esa orgullosa sociedad. El doctor Holmes mantuvo su llave (DBK en la cadena de su reloj, un objeto con el que sus dedos luchaban ahora, mientras el cuerpo de Healey era colocado en el lugar donde iba a yacer. Con una simpatía propia de un médico, Holmes pensaba que, al menos, el pobre Healey no sufrió al morir.
El contacto más prolongado del doctor Holmes con el juez se había producido en el palacio de justicia, en una época agitada para Holmes, que lo indujo a desear retirarse por completo a un mundo de poesía. La defensa del proceso Webster, presidido, como todas las causas de delitos mayores, por un tribunal compuesto por tres jueces y el presidente, convocó al doctor Holmes como testigo de carácter de John W. Webster. Durante la acalorada vista, celebrada muchos años antes, Wendell Holmes tuvo ocasión de conocer el estilo de discurso grave y agotador con que Artemus Healey exponía sus conclusiones legales.
«Los profesores de Harvard no cometen asesinatos.» Esto fue lo que testimonió en favor de Webster el entonces presidente de Harvard, que subió al estrado inmediatamente antes que el doctor Holmes.
El asesinato del doctor Parkman se había perpetrado en el laboratorio situado bajo el aula de Holmes, mientras éste daba clase. Ya era bastante penoso que Holmes hubiera sido amigo tanto del criminal
como de la víctima, pues no sabía por quién lamentarse más. Al menos las acostumbradas risas contagiosas de los estudiantes del doctor Holmes ahogaron la descripción de cómo el profesor Webster descuartizó el cadáver.
—Un hombre devoto, temeroso de Dios como toda su familia...
Las chillonas promesas celestiales del predicador, con la expresión apropiada de quien encabeza la comitiva fúnebre, no le cayeron bien a Holmes. Por una cuestión de principios, pocos eran los aspectos de las ceremonias religiosas que le caían bien, como hijo que era de uno de esos leales ministros cuyo calvinismo se mantuvo duro y alerta frente a la rebelión unitarista. Oliver Wendell Holmes y su huraño hermano menor, John, fueron criados ateniéndose a aquella descomunal necedad que aún zumbaba en los oídos del doctor: «Con la caída de Adán, pecamos todos.» Afortunadamente, se vieron protegidos por la rápida agudeza de su madre, que les susurraba en sensatos apartes mientras el reverendo Holmes y los ministros que eran sus huéspedes predicaban la condenación predestinada y el pecado innato. Ella les prometió que llegarían nuevas ideas, en particular a Wendell, cuando quedó impresionado por cierta historia acerca del control del diablo sobre nuestras almas. Y, en efecto, las nuevas ideas llegaron para Boston y para Oliver Wendell Holmes. Sólo los unitaristas hubieran podido construir el cementerio del monte Auburn, un lugar de enterramiento que era también un jardín.
Mientras el doctor Holmes observaba a los numerosos notables presentes y no se ocupaba de sí mismo, otros muchos volvían la cabeza en dirección al doctor Holmes, pues formaba parte de un puñado de celebridades conocidas con diversos nombres: los Santos de Nueva Inglaterra o los Poetas Junto a la Chimenea. Cualquiera que fuese el nombre que se les diera, eran los más altos representantes literarios del país. Junto a los Holmes se hallaba James Russell Lowell, poeta, profesor y editor de textos, retorciéndose perezosamente la larga guía del bigote, hasta que Fanny Lowell le tiró de la manga. Al otro lado, J. T. Fields, el editor que publicaba a los mayores poetas de Nueva Inglaterra, con la cabeza y la barba señalando hacia abajo en un perfecto triángulo de seria contemplación, una figura llamativa para ser yuxtapuesta a las angélicas mejillas rosadas y el perfecto equilibrio de su joven esposa. Lowell y Fields no eran más íntimos del juez presidente Healey de lo que lo era Holmes, pero asistían a la ceremonia por respeto a la posición y a la familia de Healey (de esta última, además, los Lowell eran primos en algún grado).
Los presentes, al ver a aquel trío de literatos, buscaron en vano al más ilustre de sus colegas. A decir verdad, Henry Wadsworth Longfellow estaba dispuesto a acompañar a sus amigos al monte Auburn, adonde se llegaba desde su casa dando un paseo, pero, como tenía por costumbre, se había quedado junto a su chimenea. Pocas cosas en el mundo, fuera de la casa Craigie, podían presumir de atraer a Longfellow. Después de tantos años dedicados a aquel proyecto, la realidad de la inminente publicación le imponía una plena dedicación. Además, Longfellow temía (y con razón) que, de haber ido al monte Auburn, su fama hubiera apartado de la familia Healey la atención de los asistentes al luctuoso acto. Siempre que Longfellow caminaba por las calles de Cambridge, la gente murmuraba, los niños se arrojaban en sus brazos y los sombreros eran levantados en tan gran número, que se diría que todo el condado de Middlesex penetraba simultáneamente en una capilla.
Holmes podía recordar que una vez, años atrás, antes de la guerra, viajando con Lowell en un traqueteante carruaje, pasaron frente a la ventana de la casa Craigie, que enmarcaba a Fanny y a Henry Longfellow al amor de la lumbre, rodeados de sus cinco hermosos niños junto al piano. Detrás, el rostro de Longfellow aún estaba abierto al mundo.
—Tiemblo al mirar la casa de Longfellow —dijo Holmes.
Lowell, que se había estado quejando de un defectuoso ensayo de Thoreau de cuya edición se encargaba, respondió con una risa ligera que contrastaba con el tono de Holmes.
—Su felicidad es tan perfecta —prosiguió Holmes— que ningún cambio, ninguno de los cambios que lleguen a afectarlo puede dejar de ser para peor.
Cuando la oración fúnebre del reverendo Young tocó a su fin, un solemne murmullo se alzó sobre las tranquilas extensiones del cementerio. Mientras Holmes se sacudía unas hojitas amarillas de su cuello de terciopelo y dejaba vagar sus ojos por los pétreos rostros de los dolientes, advirtió que el reverendo Elisha Talbot, el ministro más prominente de Cambridge, aparecía abiertamente irritado por la calida recepción que había tenido la oración fúnebre de Young. Sin duda estaba ensayando lo que él hubiera dicho de haber sido el ministro de Healey. Holmes admiró la expresión contenida de la viuda de Healey. Las viudas de lágrima fácil eran las que menos tardaban en encontrar nuevo marido. Holmes también se entretuvo en observar al señor Kurtz, pues el jefe de policía se había colocado confiadamente junto a la viuda de Healey y se la llevaba aparte, al parecer con el propósito de convencerla de algo, pero de una forma abreviada, como si su intercambio de palabras fuera una recapitulación de alguna conversación previa. El jefe Kurtz no estaba argumentando sino más bien recordando algo amablemente a la viuda de Healey. Ésta asentía con deferencia; oh, pero muy tensa, pensó Holmes. El jefe Kurtz terminó con un suspiro de alivio que Eolo hubiera envidiado.
La cena de aquella noche en el 21 de la calle Charles fue más tranquila de lo acostumbrado, pues nunca era tranquila. Los huéspedes solían departir atolondradamente, por no mencionar el bajo volumen de la conversación de los Holmes, lo que llevaba a preguntarse si algún miembro de aquella familia había escuchado al otro. El doctor había implantado la tradición de recompensar con una ración extra de mermelada al mejor conversador de la velada. Hoy la hija del doctor Holmes, la «pequeña» Amelia, charlaba más de lo habitual, contando el último compromiso matrimonial, el de la señorita B... con el coronel F..., y contando lo que su círculo de costura había estado haciendo para los regalos de boda.
—Padre —dijo Oliver Wendell Holmes Junior, el héroe, con un pequeño visaje—, creo que esta noche te vas a quedar sin mermelada.
Junior estaba fuera de lugar en la mesa de los Holmes. No sólo medía un metro ochenta en una casa de personas vivaces y de baja estatura, sino que era deliberadamente parco en palabras y en movimientos.
Holmes sonrió pensativamente sobre su asado.
—Wendy, no te he oído hablar mucho esta noche.
Junior odiaba que su padre lo llamara así.
—Oh, yo no ganaré la ración extra, pero tú tampoco. —Se volvió a su hermano menor, Edward, que sólo estaba en casa de vez en cuando, pues se alojaba en la universidad—. Dicen que están recogiendo firmas para dar el nombre del pobre Healey a una cátedra en
la facultad de Derecho. ¿Tú lo crees, Neddie? ¡Después de que eludió su responsabilidad en la Ley de Esclavos Fugitivos todos estos años! Morirse es la única manera de que Boston perdone tu pasado, por lo poco que sé.
En su paseo de después de la cena, el doctor Holmes se detuvo para dar a algunos niños que jugaban a las canicas un puñado de monedas con las que formar una palabra en la acera. Eligió nudo (¿por qué no?), y cuando dibujaron correctamente las letras con las piezas de cobre, los obsequió con las monedas. Estaba satisfecho de que el verano en Boston tocara a su fin y, con él, aquel calor asfixiante que agravaba su asma.
Holmes se sentó bajo los altos árboles situados detrás de su casa, pensando en «los más finos talentos literarios de Nueva Inglaterra», según el exagerado elogio de Fields en el New York Tribune. Su club Dante era importante para la misión de Lowell de introducir la poesía de Dante en Estados Unidos, y para los planes de edición de Fields. Sí, estaban en juego intereses académicos y empresariales. Pero para Holmes el triunfo del club consistía en la unión de intereses de aquel grupo de amigos que él se sentía afortunado de tener. Le gustaba más que nada la libre charla y la brillante chispa que brotaba cuando daban libre curso a la poesía. El club Dante era una asociación curativa —pues en los últimos años todos habían envejecido de pronto— que unía a Holmes y a Lowell tras sus diferencias a propósito de la guerra; que unía a Fields con sus mejores autores en su primer año sin su socio William Ticknor, para proporcionarles seguridad; y que unía a Longfellow con el mundo exterior, o al menos con alguno de sus embajadores con más inclinaciones literarias.
El talento de Holmes para traducir no era extraordinario. Poseía la imaginación necesaria, pero carecía de aquella cualidad que adornaba a Longfellow y que permitía que un poeta se abriera plenamente a la voz de otro poeta. Además, en una nación con escaso intercambio de pensamiento con países extranjeros, Oliver Wendell Holmes se sentía feliz por considerarse versado en Dante, un «dantesco» más que un erudito especialista en Dante. Cuando Holmes estudiaba en la universidad, el profesor George Ticknor, el literato aristócrata, se aproximaba al límite de la tolerancia ante la constante obstrucción de la corporación de Harvard a su acceso al puesto de primer profesor de la cátedra Smith. Wendell Holmes, mientras tanto, habiendo llegado a dominar el griego y el latín a la edad de doce años, estaba ahogado por el aburrimiento durante las obligadas horas de recitación en las que se memorizaban y se repetían a coro versos de la Hécuba de Eurípides, en cuyo significado se llevaba largo tiempo insistiendo.
Cuando se conocieron en el salón de la familia Holmes, los ojos del profesor Ticknor, fijos y negros, se posaron en el estudiante, que descargaba su peso alternativamente en uno y otro pie.
—No para un momento —dijo suspirando Oliver Wendell Holmes padre, el reverendo Holmes.
Ticknor sugirió que el italiano podría disciplinarlo. En esa época, los recursos del departamento eran demasiado restringidos para ofrecer una enseñanza formal de la lengua. Pero Holmes no tardó en recibir en préstamo una gramática y un vocabulario preparados por Ticknor, junto con una edición de la Divina Commedia de Dante, un poema dividido en partes llamadas can tica: Inferno, Purgatorio y Paradiso.
Holmes temía ahora que las eminencias de Harvard hubieran dado con algo sobre Dante desde su insondable ignorancia. En la facultad de Medicina, las ciencias habían permitido a Oliver Wendell Holmes descubrir cómo obraba la naturaleza cuando se liberaba de la superstición y el temor. Él creía que, de la misma manera que la astronomía había reemplazado a la astrología, la «teonomía» algún día haría otro tanto con su gemela corta de talento. Con esta fe, Holmes prosperó como poeta y como profesor.
Entonces la guerra tendió una emboscada al doctor Holmes y también a Dante Alighieri.
Empezó una noche de invierno de 1861. Holmes se hallaba sentado en Elmwood, la mansión de Lowell, inquieto por las noticias de la partida de Wendell Junior con el regimiento 25 de Massachusetts. Lowell era el antídoto adecuado a su nerviosismo: impetuoso y confiando a gritos en que, en todo momento, el mundo era exactamente como él había dicho que era. En caso necesario, si las preocupaciones de uno eran excesivas, ese mundo era risible.
Desde aquel verano, la sociedad se lamentaba porque echaba de menos la presencia consoladora de Henry Wadsworth Longfellow.
Éste escribió a sus amigos declinando todas las invitaciones que lo hubiesen obligado a abandonar la casa Craigie, explicando que se hallaba ocupado. Había empezado a traducir a Dante, dijo, y no tenía previsto parar: Hago este trabajo porque no puedo hacer otra cosa.
Viniendo del reticente Longfellow, esas notas eran gritos lastimeros. Era tranquilo por fuera, pero por dentro se desangraba hasta morir.
Y Lowell, plantado en el escalón de acceso a la casa de Longfellow, insistía en ayudar. Lowell se había lamentado de que los norteamericanos, poco conocedores de las lenguas modernas, no tenían acceso ni siquiera a las pocas y lamentables traducciones británicas existentes.
—¡Necesito el nombre de un poeta para vender un libro así a este público de asnos! —había replicado Fields a las apocalípticas advertencias de Lowell sobre la ceguera de Estados Unidos respecto a Dante.
Siempre que Fields se proponía apartar a sus autores de un proyecto arriesgado, invocaba la estupidez del público lector.
A lo largo de los años, Lowell había insistido muchas veces a Longfellow para que tradujera el poema tripartito, incluso amenazándolo una vez con hacerlo él mismo, algo para lo que carecía de fuerza interior. Ahora no podía dejar de ayudar. Después de todo, Lowell era uno de los pocos eruditos norteamericanos que sabían algo de Dante; incluso parecía saberlo todo.
Lowell detalló a Holmes de qué forma tan notable Longfellow estaba captando a Dante, a juzgar por los cantos que le había mostrado.
—Nació para esa tarea, estoy convencido, Wendell.
Longfellow estaba empezando con el Paradiso, luego pasaría al Purgatorio y, finalmente, al Inferno.
—¿Va para atrás? —preguntó Holmes, intrigado. Lowell asintió y se sonrió.
—Me atrevería a decir que nuestro querido Longfellow quiere asegurarse el cielo antes de mandarse a sí mismo al infierno.
—Yo nunca recorrería el camino para llegar a Lucifer —dijo Holmes, refiriéndose al Inferno—. El Purgatorio y el Paraíso son todo música y esperanza, y te sientes flotar hacia Dios. ¡Pero el horror y la barbarie de esa pesadilla medieval! Alejandro Magno debiera haber dormido con ese libro bajo la almohada.
—El infierno de Dante forma parte tanto de nuestro mundo como del inframundo, y no debería eludirse —dijo Lowell—, sino más bien compararse. Alcanzamos las profundidades del infierno muy a menudo en esta vida.
La fuerza de la poesía de Dante resonaba más en quienes no profesaban la fe católica, pues sería inevitable que la teología del autor se prestara a equívocos entre los creyentes. Pero para los más distantes teológicamente, la fe de Dante era tan perfecta, tan firme, que un lector se sentiría captado por la poesía como para tomarla muy a pecho. Por eso Holmes temía al club Dante: temía, en efecto, que abriera la puerta a un nuevo infierno, avalado por el puro genio literario de los poetas. Y, peor aún, temía que él mismo, tras una vida huyendo del diablo predicado por su padre, se mostrara parcial rechazándolo.
En el estudio de Elmwood, aquella noche de 1861, un mensajero interrumpió el té del poeta. El doctor Holmes supo sin la menor duda que era un telegrama que se había dirigido a sí mismo desde su casa, en un alarde de complejidad, informándose de la muerte del pobre Wendell Junior en algún campo de batalla helado, probablemente por agotamiento: ésta era la explicación en la lista de bajas. Holmes encontró que «muerto por agotamiento» era lo más terrible y lo más vívido. Se trataba, en cambio, de un sirviente enviado por Henry Longfellow, cuya propiedad, la casa Craigie, estaba a la vuelta de la esquina: una simple nota solicitando la ayuda de Lowell en algunos cantos ya traducidos. Lowell persuadió a Holmes de que lo acompañara.
—Tengo tantos asuntos entre manos, que me aterra una nueva tentación —dijo Holmes, riendo al principio—. Temo contraer su dantemanía.
Lowell convenció a Fields de que se ocupara también de Dante. Aunque no era especialista en cultura italiana, el editor contaba con un útil conocimiento del idioma gracias a sus viajes de negocios (tales viajes obedecían más a su placer y al de Annie, pues era escaso el comercio de libros entre Roma y Boston), y ahora se sumergió en diccionarios y en comentarios. El interés de Fields, como le gustaba decir a su mujer, era lo que interesaba a los demás. Y el viejo George Washington Greene, que había facilitado a Longfellow el primer ejemplar de Dante, mientras ambos recorrían tierras italianas treinta años antes, empezó a parar a todo el que llegaba a la ciudad procedente de Rhode Island, y le ofrecía cumplida información acerca de su tarea. Fue Fields, muy necesitado de establecer horarios, quien sugirió las noches de los miércoles para las reuniones sobre Dante en el estudio de la casa Craigie; y el doctor Holmes, muy diestro en poner nombres a las cosas, bautizó la empresa como club Dante. Aunque el propio Holmes solía referirse a las reuniones como sus séances, insistiendo en que, si uno se esforzaba lo bastante en mirar, podría encontrarse frente a frente con Dante junto a la chimenea de Longfellow.
La nueva novela de Holmes le devolvería el favor del público. Sería la historia norteamericana que los lectores esperaban en cada librería y en cada biblioteca; la que Hawthorne no había conseguido hallar antes de morir; la que espíritus prometedores como Herman Melville enturbiaron con lo peculiar, adentrándose en la vía del anonimato y el aislamiento. Dante se atrevió a hacer de sí mismo un héroe casi divino, transformando su propia personalidad defectuosa a través de la jactancia de la poesía. Pero para esto el florentino sacrificó su hogar, su vida con su mujer y sus hijos, su lugar en la retorcida ciudad que amaba. En su pobreza y su soledad definió su nación: sólo en su imaginación experimentó la paz. El doctor Holmes, a su manera habitual, lo realizaría todo, todo de una vez.
Y después de que su novela obtuviera el apoyo nacional, entonces, ¡que el doctor Manning y otros buitres del mundo trataran de picotear su reputación! Sobre la cresta de una redoblada adoración, Oliver Wendell Holmes, con un escudo sostenido con una sola mano, podría defender a Dante frente a sus atacantes y asegurar el triunfo de Longfellow. Pero si la traducción de Dante iniciaba demasiado aprisa una batalla que ahondara las heridas que ya estaban afectando a su buen nombre, entonces la historia norteamericana podría pasar inadvertida o algo peor.
Holmes vio con la claridad de un veredicto judicial lo que tenía que hacer. Debía frenarlos lo bastante como para terminar su novela antes de que la traducción estuviera completada. Aquello no era el asunto de Dante; era el asunto de Oliver Wendell Holmes, su sino literario. Además, Dante, lamentablemente, había retrasado su momento varios cientos de años antes de aparecer en el Nuevo Mundo. ¿Qué podían significar unas semanas más?
En el vestíbulo de la comisaría de policía de Court Square, Nicholas Rey miraba por encima de su cuaderno de notas, bizqueando a la luz de gas tras una prolongada tarea sobre una hoja de papel. Un hombre fornido como un oso, con uniforme añil, agitando una hojita de papel como si acunara a un niño, aguardaba frente al escritorio.
—Es usted el patrullero Rey, ¿verdad? Soy el sargento Stoneweather. No quisiera interrumpirlo. —El hombre se adelantó y extendió su impresionante mano—. Creo que hay que ser un hombre de temple para convertirse en el primer policía negro, con todo lo que algunos dicen. ¿Qué está usted escribiendo ahí, Rey?
—¿Puedo serle de alguna utilidad, sargento? —preguntó Rey.
—Puede, ya lo creo que puede. Usted ha estado preguntando por las comisarías sobre ese mendigo del demonio que ha saltado por la ventana, ¿no es así? Fui yo quien lo trajo para el reconocimiento.
Rey se aseguró de que la puerta del despacho de Kurtz estaba cerrada. El sargento Stoneweather sacó de su envoltorio un pastel de arándanos y fue comiendo a ratos mientras hablaba.
—¿Recuerda usted dónde lo detuvo? —preguntó Rey.
—Sí. Estaba buscando a alguien que pudiera ser de interés, tal como se nos ordenó. En las tabernuchas y en las posadas. Yo estaba en la estación de tranvías de Boston Sur, porque sabía que allí operaban algunos carteristas. Su mendigo estaba tirado en uno de los bancos, medio dormido, pero agitándose, como si tuviera tremulus demendus o delirius tremendus o algo así.
—¿Sabía usted quién era? —preguntó Rey.
Stoneweather respondió, mientras masticaba:
—Son muchos los vagos y los borrachos que continuamente van y vienen en el tranvía. Así que no me resultan familiares. A decir verdad, ni pensé en llevármelo, de tan inofensivo que parecía.
A Rey esto le sorprendió.
—¿Y qué le hizo cambiar de parecer?
—¡Ese maldito mendigo, eso fue! —farfulló Stoneweather, dejándose algunas migas en la barba—. Me ve moverme entre algunos de aquellos bribones, y corre hacia mí con las muñecas juntas y se pone delante de ellos como si quisiera que lo esposaran y se le formularan cargos allí mismo ¡por asesinato! Así que yo pensé para mí: el cielo me ha enviado para que me las vea en este sarao. Y el maldito estúpido se derrumba. Todo ocurre por alguna razón que Dios sabe; yo lo creo así. ¿Usted no, patrullero?
Rey tenía dificultad para imaginar al saltador en cualquier circunstancia que no fuera huyendo.
—¿Le dijo algo durante el camino? ¿Hacía algo? ¿Habló con alguien más? ¿Quizá leía un periódico? ¿Un libro?
Stoneweather se encogió de hombros.
—No me fijé.
Mientras Stoneweather buscaba en los bolsillos de su guerrera un pañuelo para secarse las manos, Rey advirtió con distraído interés el revólver que sobresalía de su cinturón de cuero. El día en que Rey fue admitido en la policía por el gobernador Andrew, el consejo rector dictó una resolución por la que se le aplicaban restricciones. Rey no podía vestir uniforme, portar un arma que fuera más allá de una porra ni detener a una persona de raza blanca sin la presencia de otro oficial.
Aquel primer mes, la ciudad destinó a Nicholas Rey a hacer guardia en el Distrito Segundo. El capitán de la comisaría decidió que Rey sólo podría efectuar patrullas en Nigger Hill. Pero allí había suficientes negros que alimentaban resentimiento hacia un oficial mulato y desconfiaban de él, de tal manera que los demás patrulleros de la zona temían disturbios. La comisaría no era mucho mejor. Sólo dos o tres policías le dirigían la palabra, y los demás firmaron una carta al jefe Kurtz solicitando que se pusiera fin al experimento de un oficial de color.
—¿Realmente desea usted saber qué lo llevó a hacer lo que hizo, patrullero? —preguntó Stoneweather—. Según mi experiencia, a veces un hombre no puede averiguar el porqué de las cosas.
—Murió en el edificio de esta comisaría, sargento Stoneweather —replicó Rey—. Pero en su cerebro él estaba en algún otro lugar... lejos de nosotros, lejos de la seguridad.
Eso era más de lo que Stoneweather podía digerir.
—Me gustaría saber más sobre ese pobre tipo, sí.
Aquella tarde, el jefe Kurtz y el subjefe Savage visitaron Beacon
Hill. Rey, en el pescante, permanecía más tranquilo de lo habitual.
Cuando se apearon, Kurtz dijo:
—¿Sigue usted pensando en aquel maldito vagabundo, patrullero? —Puedo averiguar quién era, jefe —dijo Rey. Kurtz frunció el ceño, pero su mirada y su voz se suavizaron. —Bien, ¿qué sabe usted de él?
—El sargento Stoneweather lo encontró en una estación de tranvías. Podría ser de esa zona.
—¡Una estación de tranvías! Pudo haber llegado de cualquier
sitio.
Rey no discrepó y se abstuvo de discutir. El subjefe Savage, que había estado escuchando, dijo evasivamente:
—También nosotros tenemos nuestra idea, jefe, desde inmediatamente antes del reconocimiento.
—Escúchenme bien ustedes dos —dijo Kurtz—. Esa gallina vieja de Healey me agarrará de las orejas si no queda satisfecha. Y no quedará satisfecha hasta que un día le dejemos hacer de verdugo. Rey, no quiero que ande usted hurgando en el asunto del saltador. ¿Se entera? Ya tenemos bastantes quebraderos de cabeza sin provocar que todos se nos echen encima por un hombre que se nos murió ante nuestras narices.
Las ventanas de la mansión Wide Oaks estaban cubiertas con pesadas telas negras que sólo permitían que penetrase la luz del día a través de estrechas franjas a lo largo de sus lados. La viuda de Healey levantó la cabeza de un montón de almohadones en forma de hojas de loto.
—Ha encontrado usted al asesino, jefe Kurtz —aseveró más que preguntó cuando entró Kurtz.
—Mi querida señora —dijo el jefe Kurtz quitándose el sombrero y colocándolo sobre una mesa a los pies de la cama—, tenemos hombres trabajando en todas direcciones. La investigación está aún en sus primeras etapas...
Kurtz explicó cuáles eran las posibilidades. Había dos hombres
que debían dinero a Healey y un notorio delincuente cuya sentencia había sido confirmada por el juez presidente cinco años antes.
La viuda permaneció con la cabeza lo bastante quieta como para mantener una compresa caliente equilibrada sobre las blancas eminencias de sus sienes. Desde el funeral y las diversas ceremonias en memoria del juez presidente, Ednah Healey se negaba a abandonar la habitación y no recibía más visitas que las de sus familiares más allegados. De su cuello colgaba el broche de cristal de roca que encerraba el enmarañado mechón de cabellos del juez, un adorno que la viuda había pedido a Nell Ranney que ensartara en un collar.
Sus dos hijos, de hombros y cabezas tan voluminosos como los del juez presidente Healey, pero ni con mucho tan corpulentos, se sentaban como desplomados en sendos sillones que flanqueaban la puerta, como dos bulldogs de granito. Roland Healey interrumpió a Kurtz:
—No comprendo por qué han avanzado tan despacio, jefe Kurtz.
—¡Sólo con que hubiéramos ofrecido una recompensa! —añadió a la queja de su hermano Richard, el primogénito—. ¡Seguro que hubiéramos atrapado a alguien de haber puesto suficiente dinero! La diabólica codicia, eso es lo que impulsa a la gente a colaborar.
El subjefe los oía con paciencia profesional.
—Dios mío, señor Healey, si revelamos las verdaderas circunstancias del fallecimiento de su padre, a ustedes los abrumarían con informaciones falsas personas que no pretenderían otra cosa que ganarse algún dólar. Deben ustedes mantener todo el asunto velado para el público y dejarnos a nosotros continuar. Créanme, amigos míos —añadió—; a ustedes no les gustarían las consecuencias de una amplia divulgación del caso.
—El hombre que murió en su reconocimiento —dijo la viuda—. ¿Ya han descubierto su identidad?
Kurtz levantó las manos.
—Muchísimos de nuestros buenos ciudadanos pertenecen a la misma familia cuando comparecen en un reconocimiento de la policía —dijo, y sonrió haciendo una mueca—. Smith o Jones.
—Y ése —preguntó la señora Healey—, ¿a qué familia pertenecía?
—No nos dio ningún nombre, señora —respondió Kurtz, re
plegando compungidamente su sonrisa bajo su bigote enmarañado y colgante—. Pero no tenemos razones para creer que tuviera alguna información sobre el asesinato del juez Healey. Sencillamente, estaba mal de la cabeza y también un poco bebido.
—Al parecer, sordo y mudo —añadió Savage.
—¿Por qué estaría tan desesperado como para tirarse, jefe Kurtz? —preguntó Richard Healey.
Ésa era una excelente pregunta, aunque Kurtz no quería admitirlo.
—No acabaría nunca de contarles a cuántos hombres encontramos en la calle que se creen perseguidos por los demonios y nos dan descripciones de sus perseguidores, cuernos incluidos.
La señora Healey se inclinó hacia delante y miró de través.
—Jefe Kurtz, ¿y su mozo?
Kurtz invitó a entrar a Rey, que permanecía en el vestíbulo.
—Señora, le presento al patrullero Nicholas Rey. Usted nos pidió que nos acompañara hoy, por lo del hombre que pereció durante el reconocimiento.
—¿Un agente de policía negro? —preguntó con visible incomodidad.
—En realidad, mulato —precisó Savage con orgullo—. El patrullero Rey es el primero del país. El primero en toda Nueva Inglaterra, dicen.
Alargó la mano e hizo que Rey se la estrechara. La señora Healey se volvió y alzó el cuello lo suficiente para ver a placer al mulato.
—¿Es usted el agente que estaba a cargo del vagabundo, del que murió allí?
Rey asintió.
—Entonces, dígame, agente. ¿Qué cree usted que le hizo actuar de aquel modo?
El jefe Kurtz tosió nerviosamente en dirección a Rey.
—No puedo decírselo con precisión, señora —respondió Rey sinceramente—. No puedo decir qué creyó o si consideró que corría algún peligro su integridad física en aquel momento.
—¿Le habló a usted? —preguntó Roland.
—Sí, señor Healey. Al menos trató de hacerlo. Pero me temo que lo que susurró no podía entenderse.
—¡Ja! ¡Ustedes ni siquiera son capaces de descubrir la identidad de un vagabundo que se les muere en sus propias dependencias! ¡Creo que usted, jefe Kurtz, considera que mi marido tuvo el fin que merecía!
—¿Yo? —Kurtz se volvió y miró inerme a su subjefe—. ¡Señora!
—Yo soy una mujer enferma, a punto de comparecer ante Dios, ¡pero a mí no me engañan! ¡Usted cree que somos tontos y unos palurdos, y está deseando mandarnos a todos al diablo!
—¡Señora! —exclamó Savage haciendo eco al jefe.
—¡No le daré el placer de verme muerta, jefe Kurtz! ¡Usted y su desagradable policía negro! ¡Él hizo todo lo que sabía hacer y no tenemos que avergonzarnos de nada!
La compresa cayó al suelo cuando ella se hurgó el cuello con las uñas. Era una nueva convulsión, provocada por las costras recientes y las marcas rojas que cubrían su piel. Se rascó el cuello, ahondando en la carne y escarbando en un enjambre de insectos invisibles que aguardaban en los recovecos de su mente.
Sus hijos saltaron de sus asientos, pero sólo pudieron retroceder hacia la puerta. Kurtz y Savage habían hecho otro tanto, indefensos, como si a la viuda pudieran consumirla las llamas en cualquier instante.
Rey aguardó un momento más y luego, tranquilamente, dio un paso hacia un lado de la cama.
—Señora Healey. —Sus arañazos habían aflojado las cintas de su camisa de dormir. Rey se acercó y rebajó la llama de la lámpara hasta que sólo pudo distinguirse la silueta de la viuda—. Señora, quiero que sepa que su marido me ayudó en una ocasión.
Se había tranquilizado.
Kurtz y Savage intercambiaron miradas de sorpresa junto a la puerta. Rey habló demasiado bajo para que desde el otro lado de la habitación se oyeran todas las palabras, pero los otros estaban demasiado asustados para adelantarse y provocar un nuevo acceso en la viuda. Aun en la oscuridad pudieron percibir hasta qué punto se había tranquilizado, lo apaciguada y silenciosa que estaba salvo por su agitada respiración.
—Cuéntemelo, por favor —dijo.
—De niño me trajo a Boston una mujer de Virginia que viajó aquí con motivo de una festividad. Algunos abolicionistas me apartaron de su lado para hacerme comparecer ante el juez presidente. Éste dictaminó que un esclavo quedaba emancipado legalmente en cuanto cruzaba a un estado libre. Me puso al cuidado de un herrero negro, Rey, y de su familia.
—Antes de que nos impusieran esa desdichada Ley de Esclavos Fugitivos. —Los párpados de la señora Healey se cerraron mientras suspiraba, y su boca se torció de una manera extraña—. Sé lo que piensan los amigos de su raza a propósito de aquel chico, Sims. Al juez presidente no le gustaba que yo acudiera a las vistas, pero fui. Había mucho que decir, entonces. Sims era como usted, un negro apuesto, pero tan oscuro como lo que mucha gente tiene dentro de la cabeza. El juez presidente nunca lo hubiera mandado de vuelta de no haberse visto obligado a hacerlo. No tuvo elección, compréndalo. Pero a usted le proporcionó una familia. Esa familia, ¿le hizo a usted feliz?
Él asintió.
—¿Por qué las equivocaciones sólo se subsanan después? ¿Acaso no pueden remediarse alguna vez con antelación? Eso produce mucho cansancio. Mucho cansancio.
Recobró en parte la lucidez, y ahora se dio cuenta de lo que había que hacer una vez los agentes se hubiesen marchado. Pero necesitaba una cosa más de Rey.
—Por favor, ¿le dijo algo a usted cuando era niño? Al juez Healey lo que más le gustaba era hablar con los niños.
Recordaba a Healey con sus propios hijos.
—Me preguntó si quería quedarme aquí, señora Healey, antes de poner por escrito sus conclusiones. Dijo que siempre estaría seguro en Boston, pero que era yo quien tenía que elegir ser un bostoniano, un hombre que cuidara de sí mismo y velara por la ciudad al mismo tiempo; de lo contrario sería siempre un marginal. Me dijo que, cuando un bostoniano alcanza las puertas del cielo, llega un ángel y le previene: «Aquí no estarás a gusto; esto no es Boston.»
Percibió el susurro al tiempo que oía a la viuda de Healey caer dormida. Lo oyó en la desnudez de su gélida casa de huéspedes. Despertaba cada mañana con las palabras en la punta de la lengua. Podía saborearlas, podía oler el penetrante aroma que las arropaba, podía frotarse contra las híspidas barbas que las recitaban, pero cuando trataba de hablar él mismo en susurros, en ocasiones mientras conducía el carruaje, otras veces ante un espejo, aquello carecía de sentido. Se sentaba a todas horas con su pluma, gastando tinteros, pero la falta de sentido era peor por escrito que de palabra. Podía ver al hombre que susurraba, inquieto por aquel disparate, los ojos atónitos brillando ante él antes de que el cuerpo se lanzara a través del cristal. El hombre innominado había caído del cielo, desde un lugar lejano en el que Rey no podía pensar, a los brazos de Rey, desde donde había vuelto a caer. Se impuso apartarlo de su mente. Pero podía ver con toda claridad la caída a plomo por el patio, donde el hombre era todo sangre y hojas, una y otra vez; tan suave y constante como las imágenes de las transparencias de una linterna mágica. Debía detener la caída, maldita orden del jefe Kurtz. Debía encontrar algún sentido a las palabras que quedaron colgando en el aire muerto.
* * *
—No quisiera dejarlo ir —dijo Amelia Holmes, con un fruncimiento en su carita, mientras subía el cuello del abrigo de su marido para cubrir la bufanda—. Señor Fields, él no debería salir esta noche. Estoy preocupada por lo que pueda sucederle. Oiga cómo resuella a causa del asma. ¿Cuándo volverás a casa, Wendell?
El bien equipado carruaje de J. T. Fields se dirigió al 21 de la calle Charles. Aunque estaba a sólo dos manzanas de su casa, Fields nunca hacía caminar a Holmes. El doctor respiraba con dificultad en el escalón de la entrada, acusando el tiempo frío, como a menudo le ocurría también con el calor.
Oh, no lo sé —respondió el doctor Holmes, algo fastidiado—. Me pongo en manos del señor Fields.
—Bien, señor Fields —dijo ella en tono grave—, ¿cuándo le permitirá regresar?
Fields consideró la pregunta con la mayor seriedad. El apoyo de una esposa era tan importante para él como el de un autor, y Amelia Holmes hacía poco que se había vuelto aprensiva.
—Quisiera que Wendell no publicara nada más, señor Fields —había dicho Amelia durante un almuerzo en casa de los Fields a principios de aquel mes, en la hermosa estancia que, a través de hojas y flores, daba al apacible río—. Lo único que consigue es regañar por las críticas de los periódicos, ¿y de qué sirve eso?
Fields abrió la boca para dejarle a ella descansar la mente, pero Holmes fue demasiado rápido. Cuando estaba agitado o asustado, nadie podía hablar tan aprisa, especialmente de sí mismo:
—¿Qué quieres decir, Melia? He escrito algo nuevo que no suscitará las quejas de los críticos. Se trata de la «Historia norteamericana». El señor Fields ha estado presionándome mucho tiempo para escribirla. ¿Sabes, querida?, será mejor que cualquier otra cosa que haya hecho.
—Oh, eso es lo que dices siempre, Wendell. —Agitó la mano tristemente—. Pero yo quiero que lo dejes.
Fields sabía que Amelia había reforzado la decepción de Holmes cuando la continuación de la serie el Autocrat, The Professor at the Breakfast—Table se consideró repetitiva, pese a las promesas de éxito hechas por Fields. Holmes planeó una tercera parte, que se titularía The Poet at the Breakfast—Table. Se sintió derrotado por los ataques de la crítica, y sólo obtuvo el modesto éxito de Elsie Veneer, su primera novela, que había escrito de un tirón y que publicó poco antes de la guerra.
A la nueva tropa de críticos bohemios de Nueva York le gustaba atacar la estructura establecida de Boston, y Holmes representaba a su orgullosa ciudad mejor que nadie; él, después de todo, había llamado a Boston el Eje del Universo y denominado a su propia clase social los brahmanes de Boston, inspirándose en tierras más exóticas. Ahora, los rufianes que se llamaban a sí mismos la Joven América y habitaban las tabernas subterráneas de Manhattan, a lo largo de Broadway, habían declarado irrelevante para la próxima era el prolongado dominio de los Poetas junto a la Chimenea patrocinados por Fields. ¿Qué había hecho para evitar la guerra civil la camarilla de Longfellow, con sus rimas anticuadas y sus estampas aldeanas?, preguntaban. Holmes, por su parte, años antes de la guerra había abogado por el compromiso e incluso firmó, junto con Artemus Healey, un manifiesto en apoyo de la Ley de Esclavos Fugitivos, que propugnaba la devolución a sus amos de los esclavos huidos, como una esperanzadora medida para evitar el conflicto.
—Pero es que no lo entiendes, Amelia —continuaba Holmes a la mesa del desayuno—. Eso me dará dinero, lo cual nunca está de más. —De pronto dirigió la mirada a Fields—. Si me ocurriera algo antes de que tuviera la historia terminada, no vendría a reclamarle el dinero a la viuda, ¿verdad?
Todos se echaron a reír. Ahora, sentados juntos en el carruaje, Fields miraba el cielo de colores cómo si pudiera darle la respuesta que Amelia seguía esperando.
—Alrededor de las doce —dijo—. ¿Qué le parece las doce, mi querida señora Holmes?
La miró con sus amables ojos castaños, aunque sabía que más bien sería a las dos de la madrugada. El poeta tomó del brazo al editor.
—Eso está muy bien para una noche dedicada a Dante, Melia. El señor Fields cuidará de mí. Uno de los mayores cumplidos que un hombre ha dedicado nunca a otro es mi visita a Longfellow esta noche, después de todo lo que he hecho últimamente, entre mis clases y mi novela y los almuerzos elegantes. ¿Por qué no debería ir esta noche?
Fields decidió no dar por oído este último comentario, aunque fuera pronunciado con despreocupación.
Era una leyenda popular en Cambridge, en 1865, que Henry Wadsworth Longfellow decidiría divinamente cuándo mostrarse fuera de su mansión colonial de color amarillo sol, para saludar a quienes llegaban, tanto si se trataba de huéspedes largamente esperados como de imprevistos peticionarios. Por supuesto que las leyendas a menudo decepcionan, y por lo general uno de los sirvientes del poeta atendía la maciza puerta de la casa Craigie, así llamada por sus anteriores dueños. En años recientes hubo ocasiones en que Henry Longfellow optó sencillamente por no recibir a nadie en absoluto.
Pero aquella tarde, confiando lo suficiente en la sabiduría popular aldeana, Longfellow permanecía en el escalón de entrada cuando los caballos de Fields remolcaron su carga por el camino para carruajes de la casa Craigie. Holmes, asomándose a la ventanilla, percibió desde lejos la figura antes de que el seto cubierto de blancura se partiera en dos y describiera una curva. Su agradable visión de Longfellow de pie, serenamente, bajo la luz de la lámpara en la nieve blanda, con el peso de su leonina barba flotante y su levita de impecable hechura, se ajustaba a la representación que del poeta se hacía el público. La imagen había cristalizado en la estela de la pérdida irreparable de Fanny Longfellow, y el mundo parecía intentar consagrar al poeta (como si el muerto hubiera sido él, en lugar de su mujer) cual una divina aparición enviada para responder a la raza humana, cuando sus admiradores trataran de esculpir su efigie en una permanente alegoría de genio y sufrimiento.
Las tres niñas Longfellow llegaron corriendo de jugar con la nieve inesperada, haciendo una pausa lo bastante larga a la entrada del vestíbulo como para sacudirse los chanclos antes de trepar por las escaleras bruscamente angulosas.
Desde mi estudio veo a la luz de la lámpara
descender la amplia escalera del vestíbulo
a la grave Alice y a la reidora Allegra,
y a Edith con su cabello dorado.
Holmes acababa de pasar ante esa amplia escalera, y ahora estaba de pie junto a Longfellow en aquel estudio, donde la luz de la lámpara iluminaba el escritorio del poeta. Mientras tanto, las tres niñas desaparecieron de la vista. Todavía camina a través de un poema vivo. Holmes sonrió para sí y tomó la pata del perrito ladrador de Longfellow, que mostraba todos sus dientes y sacudía su cuerpo porcino.
Luego Holmes saludó al lánguido erudito de barba caprina que se sentaba, inclinado, en una butaca junto a la chimenea, con la mirada perdida en un enorme infolio.
—¿Cómo va el George Washington más vivo de la colección de Longfellow, mi querido Greene?
—Mejor, mejor, gracias, doctor Holmes. Me temo que no me encontraba lo suficientemente bien para asistir al funeral del juez Healey.
A George Washington Greene solían referirse los demás como
«el viejo», pero en realidad tenía sesenta años, cuatro más que Holmes y dos más que Longfellow. Las enfermedades crónicas habían envejecido varias décadas al ministro unitarista retirado e historiador. Pero todas las semanas viajaba en ferrocarril desde East Greenwich, Rhode Island, con tanto entusiasmo por las veladas de los miércoles en la casa Craigie como por los sermones que pronunciaba allá donde era invitado o por las historias de la guerra revolucionaria que su propio nombre le había impulsado a reunir.
—Longfellow, ¿acudió usted?
—Me temo que no, señor Greene —respondió Longfellow, el cual no había estado en el cementerio del monte Auburn desde antes del funeral de Fanny Longfellow, ceremonia en cuyo transcurso permaneció confinado en su cama—. Pero imagino que estuvo muy concurrido.
—Oh, sí, mucho, Longfellow —dijo Holmes juntando los dedos sobre el pecho, pensativo—. Un hermoso y adecuado tributo.
—Demasiado concurrido, tal vez —intervino Lowell, entrando, procedente de la biblioteca, con un montón de libros e ignorando el hecho de que Holmes ya había contestado a la pregunta.
—El viejo Healey se conocía bien a sí mismo —señaló Holmes con suavidad—. Sabía que su lugar era el palacio de justicia, no la bárbara arena de la política.
—¡Wendell! Usted no puede decir eso —replicó Lowell con tono autoritario.
—Lowell —le advirtió Fields, clavando en él la mirada.
—Y pensar que nos convertimos en cazadores de esclavos... —Lowell se apartó de Holmes sólo un segundo. Lowell era primo en sexto o séptimo grado de los Healey, porque los Lowell eran primos en sexto o séptimo grado, al menos, de las mejores familias de brahmanes, y esto sólo incrementaba su insistencia—. ¿Se hubiera usted comportado tan cobardemente como Healey, Wendell? De haber podido usted decidir, ¿habría mandado a aquel chico, Sims, de vuelta a su plantación cargado de cadenas? Dígamelo, dígame sólo eso, Holmes.
—Debemos respetar la pérdida que ha sufrido la familia —dijo tranquilamente Holmes, dirigiendo su comentario principalmente al medio sordo señor Greene, que asentía con gesto cortés.
Longfellow se excusó cuando sonó una campanilla en el piso de
arriba. Podía haber profesores o reverendos, senadores o reyes entre sus huéspedes, pero ante aquella señal Longfellow se ausentaría para escuchar las oraciones de Alice, Edith y Annie Allegra antes de acostarse.
Cuando regresó, Fields había reconducido hábilmente la conversación a asuntos más ligeros, de modo que el poeta se integró en una ronda de carcajadas motivadas por una anécdota narrada al alimón por Holmes y Lowell. El anfitrión dirigió una mirada a su reloj de caoba Aaron Willard, una antigua pieza por la que sentía debilidad, no por su exactitud, sino porque su tictac le parecía más agradable que el de otros relojes.
—Empieza la clase —dijo con tono suave.
Los reunidos guardaron silencio. Longfellow cerró los postigos verdes de las ventanas y Holmes bajó la intensidad de las lámparas destinadas al moderador, mientras los demás ayudaban a disponer una hilera de velas. Esta serie de halos que se solapaban se fundía con el tembloroso brillo del fuego. Los cinco eruditos y Trap —el rollizo terrier escocés de Longfellow— ocuparon sus lugares establecidos resiguiendo la circunferencia de la pequeña estancia.
Longfellow tomó un fajo de papeles de su cajón y pasó unas pocas páginas de Dante en italiano a cada invitado, junto con un juego de pruebas de imprenta con su correspondiente traducción línea por línea. En el claroscuro delicadamente tejido por el hogar, la lámpara y la mecha, la tinta parecía despegarse de las pruebas de Longfellow, como si una página de Dante de pronto cobrara vida bajo los ojos de cada uno. Dante había escrito su verso en una terza rima: cada tres líneas un contenido poético, la primera y la tercera rimando entre ellas y la de en medio proyectando una rima con la primera línea del siguiente terceto, de tal manera que los versos se inclinaban adelante en un movimiento de avance.
Holmes siempre disfrutaba con la manera como Longfellow iniciaba sus reuniones sobre Dante, con una recitación de las primeras líneas de la Commedia con un inimitable y perfecto italiano.
—«En medio del camino de nuestra vida, me encontré en una selva oscura, pues había extraviado el recto sendero.»
III
Como primer punto del orden del día en una reunión del club Dante, el anfitrión revisaba las pruebas de la sesión de la semana anterior.
—Buen trabajo, mi querido Longfellow —dijo el doctor Holmes.
Estaba satisfecho siempre que una de las correcciones que había sugerido resultaba aprobada, y dos del miércoles anterior se habían impuesto en las pruebas finales de Longfellow. Holmes dirigió su atención a los cantos de aquella noche. Había puesto un cuidado especial en su preparación, porque hoy debía convencerlos de que él había acudido allí para proteger a Dante.
—En el séptimo círculo —dijo Longfellow—, Dante nos dice cómo él y Virgilio van a parar a una selva oscura.
En cada región del infierno, Dante seguía a su adorado guía, el poeta romano Virgilio. A lo largo del camino, supo del sino de cada grupo de pecadores, escogiendo a uno o dos para dirigirse al mundo de los vivos.
—La selva perdida que ha ocupado las pesadillas de todos los lectores de Dante en un momento u otro —dictaminó Lowell—. Dante escribe como Rembrandt, con un pincel mojado en la oscuridad y con un brillo de fuego infernal como luz.
Lowell, según su costumbre, tenía cada pulgada de Dante en la punta de la lengua; vivía la poesía de Dante en cuerpo y alma. Holmes, en una de las pocas ocasiones en su vida, envidiaba el talento de otra persona.
Longfellow leyó su traducción. Su voz, mientras leía, sonaba honda y veraz, sin aspereza, como el rumor del agua fluyendo bajo una capa de nieve reciente. George Washington Greene parecía particularmente adormecido, pues el erudito, en su espacioso sillón verde del rincón, se deslizaba hacia el sueño en medio de las suaves entonaciones del poeta y del calor benigno del fuego. Trap, el pequeño terrier, que se había enroscado sobre su rechoncho estómago bajo el asiento de Greene, también dormitaba, y sus ronquidos, como en un arreglo para dúo, sonaban como el gruñido del contrabajo en una sinfonía de Beethoven.
En el canto que se estaba tratando, Dante se encontró en el Bosque de los Suicidas, donde las «sombras» de los pecadores habían sido convertidas en árboles, manando sangre en lugar de savia. Luego llegó un castigo más: arpías bestiales, con rostros y cuello de mujer y cuerpo de ave, pies con garras y vientres prominentes, se abrían paso quebrando la maleza, comiéndose y desgarrando por el camino cada uno de los árboles. Pero, junto con el gran sufrimiento, los desgarros y las lágrimas de los árboles aportaban a las sombras el único desahogo para exteriorizar su dolor, para contar sus historias a Dante.
—La sangre y las palabras deben brotar a la vez.
Así habló Longfellow. Después de dos cantos de castigos de los que Dante era testigo, a los libros se les pusieron puntos de lectura y se guardaron, los papeles se mezclaron y se intercambiaron muestras de admiración. Longfellow dijo:
—La clase ha terminado. Sólo son las nueve y media y merecemos algún refrigerio por nuestro trabajo.
—¿Saben? —intervino Holmes—. El otro día estaba pensando en la obra de nuestro Dante bajo una nueva luz.
Peter, el criado de Longfellow, llamó a la puerta y entregó un mensaje a Lowell con un susurro indeciso.
—¿Que alguien quiere verme? —protestó Lowell, interrumpiendo a Holmes—. ¿Quién viene a buscarme aquí? —Cuando Peter balbució una vaga respuesta, Lowell dio voces atronadoras para que todos en la casa lo oyeran—: ¿Quién diablos osa presentarse la noche en que se reúne nuestro club?
Peter se inclinó y se acercó más.
—Señor Lowell, dice que es policía.
En el vestíbulo principal, el patrullero Nicholas Rey se sacudió la nieve de las botas, y luego se quedó helado ante la profusión de esculturas y pinturas de George Washington que tenía Longfellow. La casa había servido de cuartel a Washington en los primeros días de la Revolución norteamericana.
Peter, el sirviente negro, irguió la cabeza dubitativamente cuando Rey le mostró la placa. A Rey se le dijo que las reuniones de los miércoles del señor Longfellow no podían ser perturbadas y que, policía o no, debería aguardar en la sala. La habitación a la que fue conducido estaba envuelta en una decoración intangiblemente ligera: paredes empapeladas con dibujos de flores y cortinas colgadas de bulbos góticos. Un busto de mármol crema de una mujer estaba enmarcado por un arco junto a la chimenea, con rizos de pétreo cabello cayendo graciosamente sobre unas formas suavemente cinceladas.
Rey permanecía de pie cuando dos hombres entraron en la estancia. Uno tenía una barba fluvial y una dignidad que le hacía aparecer muy alto, aunque era de estatura media. Su compañero era robusto, de porte resuelto, con un bigote como unos colmillos de morsa que se proyectaban adelante como para presentarse ellos primero. Se trataba de James Russell Lowell, el cual se detuvo un momento, como para establecer una distancia, y luego avanzó apresuradamente. Se echó a reír con la afectación de quien sabe de antemano cuál es la situación.
—Longfellow, ¡a que no sabe! Me he enterado de todo acerca de este mozo leyéndolo en el periódico de los hombres libres. Fue un héroe del regimiento de los negros, el Cincuenta y Cuatro, y Andrew lo admitió en el departamento de policía la semana de la muerte del presidente Lincoln. ¡Es un honor conocerlo, amigo!
—El regimiento Cincuenta y Cinco, profesor Lowell, el regimiento «de las dos hermanas». Gracias —dijo Rey—. Profesor Longfellow, le pido excusas por privarlo de su compañía.
—Acabábamos de terminar la parte seria, agente —replicó Longfellow sonriendo—, y el señor hará muy bien lo que tenga que hacer.
Su cabello plateado y su suelta barba le conferían un aspecto patriarcal, propio de alguien mayor de cincuenta y ocho años. Los ojos eran azules y sin edad. Longfellow vestía una impecable levita oscura, con botones dorados y un chaleco de ante ajustado.
—Yo me despojé de mi toga profesoral hace años, y el profesor Lowell ha ocupado mi lugar.
—Yo aún no me he acostumbrado a ese detestable título —murmuró Lowell.
Rey se volvió hacia él.
—En su casa, una joven dama me ha encaminado amablemente hasta aquí. Dijo que un miércoles por la noche no se le podría encontrar en ningún otro lugar.
—¡Ah, ha debido de ser Mabel! —comentó Lowell riendo—. Al menos no lo echó de casa, ¿verdad?
Rey rió también.
—Es una dama joven de lo más encantador, señor. Me enviaron aquí, profesor, desde el edificio principal de la universidad.
Lowell pareció sorprendido.
—¿Qué? —murmuró. Luego explotó, sus mejillas y sus orejas adquirieron un color de vino de Borgoña y su voz pareció abrasarle la garganta—. ¡Que me han mandado a un agente de policía! ¿Con qué posible justificación? ¿No son hombres capaces de hablar por su cuenta, sin mover los hilos de alguna marioneta municipal? ¡Explíquese, señor!
Rey permaneció tan inmóvil como la estatua de mármol de la esposa de Longfellow situada junto a la chimenea.
Longfellow colgó una mano de la manga de su amigo.
—Ya ve, agente, que el profesor Lowell es tan amable que, junto con algunos de nuestros colegas, me ayuda en un empeño literario que en el momento presente no cuenta con el favor de ciertos miembros de la junta de gobierno de la universidad. Pero se debe a que...
—Lo lamento —dijo el policía, dejando que su mirada recayera en el hombre que había hablado anteriormente, cuyo rubor había desaparecido de su rostro de manera tan súbita como apareció—. Fui al edificio principal de la universidad directamente. Ando buscando a un experto en lenguas, ¿sabe?, y allí algunos estudiantes me han dado, su nombre.
—En ese caso, agente, acepte mis excusas —dijo Lowell—, pero
ha tenido usted suerte y me ha encontrado. Sé hablar seis idiomas como un nativo... de Cambridge.
El poeta se echó a reír y depositó el papel que le entregó Rey en el escritorio de Longfellow, de marquetería de palisandro. Rey vio fruncirse en pliegues la despejada frente de Lowell.
—Un caballero me dijo ciertas palabras. Las pronunció en voz baja, fuera lo que fuese lo que pretendía comunicar, y además todo ocurrió de repente. Sólo puedo concluir que era alguna lengua rara y extranjera.
—¿Cuándo? —preguntó Lowell.
—Hace unas semanas. Fue un encuentro extraño e inesperado. —Rey entornó los ojos. Evocó la prolongada presión del hombre que susurraba sobre su cráneo. Podía oír formarse las palabras de manera muy clara, pero no era capaz de repetir ninguna de ellas—. Me temo que sólo se trata de una trascripción aproximada, profesor.
—¡Desde luego, menudo galimatías! —dijo Lowell pasando el papel a Longfellow—. No podrá sacarse gran cosa de este jeroglífico. ¿No puede usted preguntarle a esa persona qué quiso decir? O al menos averiguar en qué lengua pretendía hablar.
Rey dudó antes de contestar. Longfellow dijo:
—Agente, tenemos un gabinete de eruditos hambrientos ahí dentro, cuya sabiduría podría ser sobornada con ostras y macarrones. ¿Sería tan amable de dejarnos una copia de este papel?
—Le quedo muy reconocido, señor Longfellow —dijo Rey. Estudió a los poetas antes de añadir—: Debo pedirles que no mencionen a nadie mi visita de hoy. Tiene relación con un caso policial delicado.
Lowell levantó las cejas, escéptico.
—No faltaba más —aseguró Longfellow, e inclinó la cabeza en una señal que daba a entender que la confianza era algo inherente a la casa Craigie.
—Aleje usted esta noche de la mesa al buen ahijado de Cerbero, querido Longfellow.
Fields se introducía la punta de una servilleta en el cuello de la camisa. Ocupaban sus sitios en torno a la mesa del comedor. Trap protestó con un quejido ahogado.
—Oh, es muy amigo de los poetas, Fields —objetó Longfellow.
—¡Ah! Tenía que haberlo visto la semana pasada, señor Greene —dijo Fields—. Cuando usted guardaba cama, este amigable compañero se hizo con una perdiz que estaba en la mesa de la cena, mientras nosotros, en el estudio, nos ocupábamos del canto undécimo.
—Eso fue resultado de su visión de la Divina Commedia —explicó Longfellow sonriendo.
—Un extraño encuentro —observó Holmes, vagamente interesado—. ¿Qué dijo de esto el agente de policía?
Estaba estudiando la nota del agente, sosteniéndola bajo la cálida luz del candelabro y dándole vueltas antes de pasársela a otro. Lowell asintió.
—Al igual que Nimrod, todo cuanto nuestro agente Rey oyó es como la infancia gigantesca del mundo.
—Quisiera decir que el escrito es una pobre tentativa de emplear el italiano.
George Washington Greene se encogió de hombros como excusándose, y entregó la nota a Fields con un hondo suspiro.
El historiador volvió a concentrarse en la comida. Se mostraba cohibido cuando tenía que competir con las estrellas brillantes que habitaban la constelación social de Longfellow. El club Dante había incorporado sus libros a sus anaqueles y, en contrapartida, lo hacía objeto de chanzas durante las cenas. La vida de Greene había estado pavimentada de escasas promesas y grandes reveses. Sus conferencias públicas nunca tuvieron la consistencia suficiente como para asegurarle una plaza de profesor, y su trabajo como ministro jamás quedó lo bastante definido como para ganarse una parroquia propia (sus detractores afirmaban que sus conferencias se parecían demasiado a sermones y que sus sermones contenían un exceso de historia). Longfellow observaba a su viejo amigo confiadamente, y pasó a través de la mesa los bocados escogidos que creyó que Greene preferiría.
—El patrullero Rey —dijo Lowell con admiración—. La imagen de un hombre de verdad, ¿eh, Longfellow? Soldado en la mayor de nuestras guerras y ahora el primer miembro de color de la policía. Ah, nosotros, los profesores, nos limitamos a permanecer en el portalón observando a los pocos que se embarcan en el vapor.
—Oh, pero viviremos mucho más a través de nuestras pesquisas intelectuales —dijo Holmes—, según un artículo del último número de The Atlantic acerca de los saludables efectos de la erudición sobre la longevidad. Felicidades por otro estupendo número, mi querido Fields.
—¡Sí, ya lo vi! Un excelente trabajo. Cuide a ese joven autor, Fields —dijo Lowell.
—Hummm. —Fields sonrió al oír estas palabras—. Al parecer debería consultarle a usted antes de permitir que un autor ponga la pluma sobre el papel. Ciertamente, The Review se apresuró a acabar con nuestra Vida de Percival. ¡Un extraño podría muy bien preguntarse por qué no me muestra usted la mínima consideración!
—Fields, yo no lisonjeo a nadie por sentimentalismo —declaró Lowell—. Usted sabe muy bien que conviene publicar un libro que es pobre en sí pero que está en el camino de un trabajo mejor sobre el tema.
—Pregunto a los presentes si es justo que Lowell publique en The North American Review, una de mis revistas, un ataque contra un libro de mi casa.
—Bueno, pues yo, a mi vez, pregunto si alguien de los presentes ha leído el libro y está dispuesto a discutir mis conclusiones —replicó Lowell.
—Me arriesgaría a contestar con un resonante no en nombre de todos los que están a la mesa —admitió Fields—, pero yo les aseguro que desde el día en que apareció el artículo de Lowell ¡no se ha vendido un solo ejemplar del libro!
Holmes golpeó el vaso con el tenedor.
—Aquí mismo formulo una acusación contra Lowell por asesinato, pues ha matado irremisiblemente la Vida.
Todos rieron.
—Oh, lo que murió fue un nonato, juez Holmes —replicó el defensor—; ¡yo me limité a clavar los clavos de su ataúd!
—Díganme —intervino Greene, que trató de conferir a su voz un tono despreocupado, volviendo a su tema preferido—. ¿Alguien ha advertido un carácter dantesco en los días y fechas de este año?
—Corresponden exactamente a los del dantesco 1300 —respondió Longfellow asintiendo—. En ambos años Viernes Santo cayó el veinticinco de marzo.
—¡Gloria! —exclamó Lowell—. Este año hace quinientos sesenta y cinco que Dante descendió a la citta dolente, a la ciudad doliente. ¿No había de ser éste el año de una traducción, aunque sea mala? —preguntó con una sonrisa infantil.
Pero su comentario le recordó la persistencia de la corporación de Harvard, y su amplia sonrisa se marchitó. Longfellow dijo:
—Mañana, con nuestros últimos cantos del Inferno en la mano, descenderemos entre los diablos de la imprenta (los Malebranches de Riverside Press) y nos aproximaremos, arrastrándonos, al final. He prometido enviar una edición limitada del Inferno a la Comisión Florentina a fines de año, para que se sume, humildemente, por supuesto, a la conmemoración del sexto centenario del nacimiento de Dante.
—Ustedes saben, mis queridos amigos —dijo Lowell frunciendo el entrecejo—, que esos malditos estúpidos de Harvard aún están tratando por todos los medios de suspender mi curso sobre Dante.
—Y después de que Augustus Manning me advirtiera sobre las consecuencias de publicar la traducción —precisó Fields, tamborileando sobre la mesa con gesto de frustración.
—¿Por qué habrían de llegar a tales extremos? —inquirió Greene, alarmado.
—De una u otra forma tratan de mantener todo lo lejos posible a Dante —explicó Longfellow amablemente—. Temen su influencia porque es extranjero y católico, querido Greene.
Holmes, exhibiendo una simpatía espontánea, dijo:
—Supongo que podría entenderse, en parte, porque hay algo dantesco que nos afecta. ¿Cuántos padres fueron al cementerio del monte Auburn a visitar la tumba de sus hijos el pasado junio, en lugar de acudir a su fiesta de graduación? En muchos casos creo que ya tenemos bastante con el infierno del que acabamos de salir.
Lowell se estaba sirviendo su tercer o cuarto vaso de falerno tinto. Al otro lado de la mesa, Fields trataba sin éxito de calmarlo con una mirada de apaciguamiento. Pero Lowell dijo:
—¡Una vez empiecen a arrojar libros al fuego, nos mandarán a nosotros a un infierno del que nos costará escapar, querido Holmes!
—Oh, no crea que me gusta la idea de tratar de impermeabilizar la mente norteamericana contra cuestiones que el cielo le hace llover encima, querido Lowell. Pero acaso... —Holmes dudó. Aquélla era su oportunidad. Se volvió a Longfellow—: Acaso deberíamos considerar un plan de publicación menos ambicioso, querido Longfellow... Una edición limitada, al principio, a unas docenas de ejemplares, para que nuestros amigos y colegas estudiosos pudieran apreciarla, pudieran comprender su fuerza antes de divulgar la obra entre las masas...
Lowell saltó en su asiento.
—¿Es que el doctor Manning ha hablado con usted? ¿Acaso Manning le envió a alguien para meterle miedo, Holmes?
—Por favor, Lowell —intervino Fields, sonriendo diplomáticamente—. Manning nunca acudiría a Holmes con ese propósito.
—¿Qué? —El doctor Holmes hizo como que no se enteraba. Lowell aún estaba aguardando la respuesta—. Desde luego que no, Lowell. Manning es precisamente uno de esos hongos que siempre crecen en las universidades más antiguas. Pero me parece que no pretendemos suscitar un conflicto innecesario. Sólo serviría para apartarnos de Dante, que es lo que nos interesa. Tendría que ver con la lucha, no con la poesía. Demasiados médicos utilizan la medicina para atiborrar a sus pacientes con todos los potingues posibles. Deberíamos ser juiciosos con nuestras honradas curas, y cautelosos en nuestros progresos literarios.
—Cuanto más unidos, mejor —sentenció Fields, dirigiéndose a todos los presentes.
—¡No podemos mostrarnos cautelosos ante los tiranos! —protestó Lowell.
—Ni tampoco deseamos formar un ejército de cinco personas contra el mundo entero —añadió Holmes.
Estaba ansioso porque Fields empezaba a considerar su idea de esperar. Completaría su novela antes de que la nación llegara a oír hablar de Dante.
—¡Yo quiero que me quemen en la hoguera! —exclamó Lowell—. ¡No! Quisiera que me encerraran a solas una hora con la corporación de Harvard al completo antes que retrasar la publicación de la traducción.
—Por supuesto que no cambiaremos los planes de edición ——dijo Fields. El viento dejó de soplar a favor de las velas de Holmes—. Pero Holmes tiene razón en lo de sacar esto adelante nosotros solos. Podríamos tratar de conseguir apoyo. Podría llamar al anciano profesor Ticknor para que ejerza la influencia que pueda quedarle. Y quizá al señor Emerson, que leyó a Dante hace años. Nadie en el mundo sabe si de un libro se venderán cinco mil ejemplares o no cuando se publique. Pero si se venden esos cinco mil ejemplares, bien pueden venderse veinticinco mil.
—¿Pueden tratar de despojarlo de su plaza de profesor, señor Lowell? —interrumpió Greene, preocupado todavía por la corporación de Harvard.
—Jamey es demasiado famoso para eso —rechazó Fields.
—¡Me importa un rábano lo que hagan conmigo, en todos los sentidos! No entregaré Dante a los filisteos.
—¡Ni ninguno de nosotros! —se apresuró a declarar Holmes.
Para su sorpresa, nadie lo contradijo; antes bien, todos parecían más decididos a darle la razón y más convencidos de que podría salvar a sus amigos de Dante, y a Dante del ardor de sus amigos. El animoso volumen de sus exclamaciones contagió a los circunstantes, que prorrumpieron en «Oigan, oigan» y « ¡Eso, eso!». La voz de Lowell era la más fuerte.
Greene, viendo un resto de relleno de tomate en su tintineante tenedor, se inclinó para compartir aquella riqueza con Trap. Desde debajo de la mesa, Greene vio que Longfellow se ponía de pie.
Aunque sólo eran cinco amigos reunidos en el comedor de Longfellow, en la extrema intimidad de la casa Craigie, lo insólito de que el anfitrión se pusiera de pie para proponer un brindis suscitó un silencio total.
—A la salud de los reunidos a la mesa.
Eso es todo cuanto dijo. Pero ellos lanzaron hurras como si estuvieran ante otra proclamación de la Independencia. Llegaron luego la tarta de cerezas, el helado y el coñac con terrones de azúcar flameantes, se desenvolvieron los cigarros y se encendieron con las velas del centro de la mesa.
Antes de que acabara la noche, Lowell había convencido a Longfellow de que contara a los reunidos la historia de los cigarros. Como nadie tenía la habilidad de halagar a Longfellow para hacerle hablar de sí mismo, debía centrarse su interés en un tema neutro, como el de los cigarros.
—Yo había sido convocado para tratar asuntos en el Corner —empezó a decir Longfellow, mientras Fields se reía por adelantado—, cuando el señor Fields me convenció de que lo acompañara a un tabaquero próximo para adquirir algunos regalos. El tabaquero sacó una caja de cierta marca de cigarros de la que les juro que nunca había oído hablar. Y dijo, con toda la seriedad del mundo: «Éstos, señor, son la clase preferida de Longfellow.»
—¿Y qué replicó usted? —preguntó Greene, elevando la voz sobre las muestras de regocijo.
—Miré al hombre, luego los cigarros y dije: «Muy bien, pues los
probaré.» Y le pagué una caja para que me la enviara.
—¿Y qué piensa ahora, mi querido Longfellow? —preguntó Lowell riendo, de tal modo que se le atragantó el postre. Longfellow exhaló un suspiro.
—Oh, creo que aquel hombre estaba completamente en lo cierto. Los encuentro buenos.
* * *
—«Así pues, es bueno que me arme de prudencia, pues si soy arrojado del lugar que me es más querido, yo...» —declamó el estudiante en tono de frustración, desplazando el dedo atrás y adelante bajo el texto italiano.
Desde hacía varios años, el estudio de Lowell en Elmwood se había desdoblado en aula para su curso sobre Dante. En su primera etapa como profesor de la cátedra Smith, solicitó un local y le asignaron un sombrío espacio situado en el sótano del edificio principal de la universidad, con largos tableros de madera en lugar de pupitres y un púlpito para el profesor, que, seguro, provenía de los tiempos de los puritanos. Al curso no asistían suficientes alumnos, se le dijo a Lowell, para merecer una de las aulas más deseadas. Dar clase en Elmwood le aportó la comodidad de una pipa y el calor de una chimenea, y era otra razón para no tener que salir de casa.
La clase se daba dos veces por semana en días escogidos por Lowell, algunas veces en domingo, pues le gustaba la idea de reunirse el mismo día de la semana que Boccaccio, siglos antes, había acudido a las primeras conferencias de Dante en Florencia. Mabel Lowell a menudo se sentaba y escuchaba las lecciones de su padre desde la habitación contigua, comunicada con la otra a través de dos arcadas.
—Recuerde, Mead —dijo el profesor Lowell cuando el estudiante frustrado se detuvo—. Recuerde que en esta quinta esfera del cielo, la esfera de los mártires, Cacciaguida ha profetizado a Dante que el poeta será desterrado de Florencia en cuanto regrese al mundo de los vivos, y que la sentencia será de muerte en la hoguera si vuelve a cruzar las puertas de la ciudad. Ahora, Mead, traduzca la frase siguiente, «io non perdessi li altri per i miei carmi», teniendo eso en cuenta.
El italiano de Lowell era fluido y siempre técnicamente correcto. Pero a Mead, un alumno de penúltimo año de Harvard, le gustaba pensar que la condición de norteamericano de Lowell se manifestaba en la escrupulosa pronunciación de cada sílaba, como si cada una de ellas no tuviera relación con la siguiente.
—«No perderé otros lugares a causa de mis poemas.»
—¡Aténgase al texto, Mead! Carmi son cantos, no precisamente sus poemas, sino la auténtica musicalidad de su voz. En los tiempos de los ministriles, usted, pagando un dinero, habría podido escoger entre sus historias cantadas o un sermón. Un sermón que canta y una canción que predica; eso es la Commedia de Dante. «Para que por causa de mis cantos yo no pierda los otros lugares.» Una hermosa lectura, Mead —dijo Lowell con un gesto que parecía forzado y que comunicaba su aprobación general.
—Dante se repite —dijo en tono monótono Pliny Mead. Edward Sheldon, el estudiante sentado junto a él, se revolvió al oírlo. Mead continuó—: Como usted dice, un profeta divino ya ha previsto que Dante hallará refugio y protección con Can Grande. Entonces, ¿qué «otros» lugares podría necesitar Dante? Se incurre en falta de sentido por causa de la poesía.
Lowell replicó:
—Cuando Dante se refiere a un nuevo hogar en el futuro gracias a su trabajo, cuando alude a que busca otros lugares, no habla de su vida en 1302, el año de su destierro, sino de su segunda vida, su vida como la vivirá a través del poema por cientos de años.
Mead insistió:
—Pero Dante nunca alcanza de verdad el «lugar más querido», sino que se aparta de él. Florencia le ofreció una oportunidad de retornar al hogar, junto con su esposa y su familia, ¡y él la rechazó!
Pliny Mead nunca era de los que impresionan a los profesores o a sus iguales por su genialidad, pero desde la mañana que recibió las notas de su último período académico —que le produjeron una triste desilusión— había puesto la mirada con acritud sobre Lowell. Mead atribuía su baja calificación —y su consiguiente caída en la clasificación de la promoción de 1867 del duodécimo al decimoquinto puesto— al hecho de haberse mostrado en desacuerdo con Lowell en varias ocasiones durante los debates de literatura francesa, y a que el profesor no pudo soportar que se le considerase equivocado. Mead hubiera renunciado a su curso de lenguas vivas, pero el reglamento de la corporación establecía que, una vez matriculado en un curso de lengua, el estudiante debía permanecer tres períodos académicos más en el departamento; un recurso adoptado para disuadir la inconstancia de los muchachos. Así pues, Mead tropezó con el gran saco hinchado de Russell Lowell. Y con Dante Alighieri.
—¡Menudo ofrecimiento le hicieron! —replicó Lowell riendo—. Clemencia plena para Dante y restauración de su posición en Florencia, y a cambio el poeta ¡debía solicitar la absolución y pagar una crecida suma de dinero! ¡Qué cosa tan degradante! Es impensable que un hombre que clama justicia acepte un compromiso tan corrupto con sus perseguidores.
—Bueno, ¡Dante sigue siendo florentino, digamos nosotros lo que digamos! —afirmó Mead, tratando de obtener el apoyo de Sheldon mediante una mirada de complicidad—. ¿No lo ves así, Sheldon? Dante escribe incesantemente sobre Florencia, y de los florentinos a los que conoce y con los que habla en su visita al más allá, ¡y todo eso lo escribe mientras está desterrado! Para mí está claro, amigos, que sólo anhela el retorno. La muerte del hombre en el destierro y la pobreza es un gran fracaso final.
Con irritación, Edward Sheldon observó que Mead hacía muecas que daban a entender que había dejado sin argumentos a Lowell, el cual se levantó y hundió las manos en su más bien raído batín. Pero Sheldon pudo ver en Lowell, pudo advertirlo en la manera de exhalar el humo de su pipa, que su mente estaba ocupada en elevados pensamientos. Parecía vagar por otro plano de percepción mental, muy por encima del estudio de Elmwood, mientras daba zancadas sobre la alfombra con sus botas de gruesos cordones. Era propio de Lowell no admitir a principiantes en una clase avanzada de literatura, pero el joven Sheldon había insistido, y Lowell le dijo que ya se vería si conseguía manejarse. Sheldon le guardó agradecimiento por la oportunidad y esperó la ocasión de defender a Lowell y a Dante en contra de Mead, de la misma manera que, de pequeño, había colocado monedas de cobre en las vías del tren. Sheldon abrió la boca, pero Mead lo acalló con una mirada y Sheldon se guardó sus pensamientos para sí.
Lowell no pudo disimular una mirada de decepción hacia Sheldon, y luego se volvió hacia Mead.
—¿Dónde está en usted el judío, muchacho? —preguntó.
—¿Qué? —exclamó Mead, ofendido.
—No, no se preocupe. No era eso en lo que estaba pensando, Mead. El tema de Dante es el hombre, no un hombre —aclaró finalmente con la tierna paciencia que sólo reservaba para los estudiantes—. Los italianos siempre se agarran a Dante para tratar de que diga que está a favor de su política y de su manera de pensar. ¡Su manera de pensar, claro! Confinarlo en Florencia o en Italia es sustraerlo a las simpatías de la humanidad. Leemos el Paraíso perdido como un poema, pero la Commedia de Dante la leemos como una crónica para nuestras vidas interiores. ¿Conocen, muchachos, Isaías 38, 10?
Sheldon se esforzó en pensar. Mead permanecía sentado con una terca inexpresividad, empeñado en no pensar en si conocía o no el pasaje.
—Ego dixi: In dimidio dierum meorum vadam ad portas inferi! —cacareó Lowell, y luego se apresuró hacia sus repletos anaqueles, donde encontró al instante el capítulo que había citado y el versículo en una Biblia latina—. ¿Lo ven? —preguntó, colocándola abierta sobre la alfombra, a los pies de sus estudiantes, encantado de demostrar que había recordado la cita con exactitud—. ¿Debo traducir? —preguntó—. «Yo dije: En medio de mis días iré a las puertas del infierno.» ¿Hay algo en lo que los autores de nuestras viejas Escrituras no hubieran pensado? Alguna vez, en mitad de nuestras vidas, todos y cada uno de nosotros viajamos para enfrentarnos a nuestro propio infierno. ¿Cuál es el primer verso del poema de Dante?
—«En medio del camino de nuestra vida» —se prestó a recitar un Edward Sheldon feliz, que había leído una y otra vez este inicio del Inferno en su habitación de Stoughton Hall, sin haberse sentido nunca tan atrapado por verso alguno, tan captado por el llanto ajeno—. «Me encontré en una selva oscura, pues había extraviado el recto sendero.»
—Nel mezzo del cammin di nostra vita. En medio del camino de nuestra vida —repitió Lowell dirigiendo una amplia mirada en dirección a la chimenea, que Sheldon veía por encima de su hombro, pensando que la linda Mabel Lowell debía de haber entrado detrás de él, pero su sombra demostraba que seguía sentada en la habitación contigua—. Nuestra vida. Desde el primer verso del poema de Dante, estamos metidos en un viaje, estamos emprendiendo la peregrinación a la vez que él, y debemos enfrentarnos a nuestro infierno con la firmeza con que Dante se enfrentó al suyo. Ya ven ustedes que el gran valor y la perdurabilidad del poema es la autobiografía de un alma humana. Las de ustedes y la mía, tal vez, tanto como la del propio Dante.
Lowell pensó para sí, mientras oía a Sheldon leer los siguientes quince versos en italiano, en lo bien que se sentía enseñando algo real. En lo tonto que fue Sócrates al pensar en ¡expulsar a los poetas de Atenas! En lo mucho que gozaría asistiendo a la derrota de Augustus Manning cuando la traducción de Longfellow tuviera un éxito inmenso.
Al día siguiente, Lowell abandonaba el edificio principal de la universidad, después de pronunciar una conferencia sobre Goethe. Apenas experimentó sorpresa cuando se encontró frente a un italiano de baja estatura, corriendo, vestido con chaqueta planchada de cualquier manera, pues conservaba las arrugas.
—¿Bachi? —preguntó Lowell.
Pietro Bachi había sido contratado años antes por Longfellow como lector de italiano. A la corporación nunca le agradó la idea de emplear a extranjeros, en particular a un italiano papista: el hecho de que Bachi hubiera sido reprobado por el Vaticano no le hacía cambiar de criterio. En la época en que Lowell se hizo con el control del departamento, la corporación había hallado motivos razonables para eliminar a Pietro Bachi: su intemperancia y su insolvencia. El día que fue despedido, el italiano había murmurado al profesor Lowell:
—A mí no me vuelven a ver por aquí ni muerto.
Aunque no las tomara al pie de la letra, Lowell dio por buenas las palabras de Bachi.
—Mi querido profesor.
Bachi ofrecía ahora su mano a su antiguo jefe de departamento, y la sacudió vigorosamente, como era usual en él.
—Bien —empezó Lowell, que no estaba seguro de si debía preguntar cómo Bachi, manifiestamente vivo y coleando, había ido a parar al recinto de Harvard.
—He salido a dar una vuelta, profesor —explicó Bachi.
Como parecía mirar ansiosamente más allá de Lowell, el profesor abrevió sus muestras de simpatía. Lowell advirtió, al volverse brevemente y cada vez más extrañado de la aparición de Bachi, que éste dirigía la mirada a una figura vagamente familiar. Se trataba del individuo del bombín negro y el chaleco de cuadros, el amante de la poesía al que Lowell había visto apoyado ociosamente en un olmo americano unas semanas antes. ¿Qué negocio se traería con Bachi? Lowell aguardó para ver si Bachi saludaba al desconocido, quien ciertamente parecía estar aguardando a alguien. Pero entonces un mar de estudiantes, encantados de haberse liberado de las recitaciones de griego, los rodeó como un enjambre y Lowell perdió de vista a la curiosa pareja, si es que ambos hombres iban juntos.
Lowell, olvidando por completo la escena, se encaminó a la facultad de Derecho, donde Oliver Wendell junior se encontraba rodeado de sus condiscípulos, a los que aclaraba algún aspecto legal que no entendían bien. En general, su aspecto no era distinto del que presentaba el doctor Holmes, pero era como si alguien hubiera cogido al pequeño doctor y, en un potro de tortura, lo hubiera alargado hasta el doble de su estatura.
El doctor Holmes se paseaba al pie de la escalera de servicio de su casa. Se detuvo ante un espejo colgado a baja altura y, con un peine, se echó su espesa mata de pelo oscuro hacia un lado. Consideraba que su rostro no componía un retrato muy lisonjero de su persona. «Es algo útil más que un adorno», gustaba de decirle a la gente. Con una tez algo más oscura, la nariz mejor formada en su inclinación y el cuello más largo, hubiera podido considerarse un reflejo de Wendell Junior. Neddie, el hijo menor de Holmes, había sido lo bastante infortunado como para presentar el mismo aspecto que el doctor Holmes y para heredar sus problemas respiratorios. El doctor Holmes y Neddie eran Wendell, hubiera dicho el reverendo Holmes; y Wendell Junior, un Holmes puro. Con esa sangre, Junior no dudaba que aventajaría a su padre en renombre; no sólo sería el caballero Holmes, sino Su Excelencia Holmes o el presidente Holmes. El doctor Holmes se irguió al percibir los pasos de unas pesadas botas, y se apresuró a introducirse en una habitación próxima. Luego reanudó sus paseos junto a la escalera, con andares despreocupados y la mirada fija en un viejo libro. Oliver Wendell Holmes Junior entró en la casa y pareció dar un gran salto hasta el segundo piso.
—Ah, Wendy —le llamó Holmes, dibujando una rápida sonrisa—. ¿Eres tú?
Junior se detuvo a mitad de la escalera.
—Hola, padre.
—Tu madre me preguntaba si te había visto hoy, y me di cuenta de que no. ¿De dónde vienes tan tarde, muchacho? —De dar un paseo.
—¿De veras?
Junior se detuvo de mala gana en el descansillo. Bajo sus cejas oscuras, dirigió una mirada airada a su padre, que manoseaba el balaustre de madera al final de los peldaños.
—En realidad estuve hablando con James Lowell. Holmes exteriorizó su sorpresa.
—¿Lowell? ¿Habéis estado juntos hasta tan tarde? ¿Tú y el profesor Lowell?
Levantó ligeramente el hombro.
—Bien, ¿y de qué tenías que hablar con nuestro común y querido amigo, si puedo preguntarlo?
En el rostro del doctor Holmes se dibujó una sonrisa amistosa.
—De política, de mi participación en la guerra, de mis clases de derecho. Yo diría que lo pasamos bien.
—Estos días pierdes mucho el tiempo, estás muy ocioso. Te ordeno que renuncies a esas excursiones tontas con el señor Lowell. —No hubo réplica—. Te roban el tiempo para estudiar, ¿sabes? Y eso no puede ser, ¿estamos?
Junior se echó a reír.
—Todas las mañanas lo mismo: « ¿Para qué, Wendy? Un abogado nunca llega a ser un gran hombre, Wendy.» —Esto lo dijo con una voz ligera, ronca—. ¿Y ahora quieres que me esfuerce en estudiar derecho?
—Así es, Junior. Hacer algo que merezca la pena cuesta sudor, nervios y fósforo. Y ya tendré yo algunas palabras con el señor Lowell sobre vuestras costumbres, en nuestra próxima sesión del club Dante. Estoy seguro de que se mostrará de acuerdo conmigo. Él también fue abogado y sabe lo que eso implica.
Holmes echó a andar hacia el vestíbulo, más bien satisfecho de su firmeza. Junior refunfuñó y el doctor Holmes se volvió:
—¿Algo más, muchacho?
—Sólo que me gustaría —dijo Junior— saber más sobre vuestro club Dante, padre.
Wendell Junior nunca había mostrado el menor interés por sus actividades, tanto literarias como profesionales. Nunca había leído los poemas del doctor ni su primera novela, ni tampoco asistió a sus conferencias en el liceo acerca de los avances médicos o de la historia de la poesía. El caso más significativo se dio después de que Holmes publicara «My Hunt After the Captain» en The Atlantic Monthly, narración de su viaje al Sur después de recibir un telegrama equivocado en el que se le informaba de la muerte de Junior en el campo de batalla.
De hecho, Junior había hojeado las pruebas de imprenta, sintiendo la palpitación de sus heridas mientras lo hacía. No podía creer que su padre creyera que encerraba toda la guerra en unos pocos miles de palabras que, en su mayoría, narraban anécdotas de rebeldes que morían en camas de hospital, y de recepcionistas de hoteles de ciudades pequeñas preguntando si él no era el autócrata de la mesa del desayuno.
—Quiero decir —continuó Junior, irguiéndose— si realmente te sientes molesto porque se te considere miembro del club.
—No te entiendo, Wendy. ¿Qué significa eso? ¿Qué sabes del asunto?
—Sólo que el señor Lowell dice que tu voz se oye más durante la cena que en el estudio. Para el señor Longfellow, ese trabajo es toda su vida; para Lowell, su vocación. Ya ves que actúa según sus creencias; no se limita a hablar de ellas. Así lo hizo cuando, ejerciendo de abogado, defendió a los esclavos. Para ti el club no pasa de ser otro lugar donde dejar oír tu voz.
—Así que Lowell dijo... —empezó el doctor Holmes—. ¡Mira, Junior...!
Junior terminó de subir la escalera y se encerró en su cuarto.
—¡Cómo vas a saber algo del club Dante! —gritó el doctor Holmes.
Holmes vagó por la casa como desvalido, antes de retirarse a su estudio. ¿Su voz se dejaba oír principalmente a la mesa? Cuanto más repetía para sí esta observación, más molesto se sentía. Lowell estaba tratando de conservar su lugar a la derecha de Longfellow, mostrándose superior a expensas de Holmes.
Con las palabras de Junior pronunciadas por la voz de barítono de Lowell resonándole encima, escribió tenazmente las siguientes semanas, avanzando de una forma sostenida que no era la natural en él. Su momento sibilino le llegaba cuando se le ocurría un nuevo pensamiento, pero solía entregarse al acto de componer con una desagradable sensación de embotamiento en la frente. Esa sensación se veía interrumpida sólo de vez en cuando por el simultáneo descenso de algún grupo de palabras o una imagen inesperada, lo cual producía una llamarada del entusiasmo y la autocomplacencia más insana. En tales ocasiones, llegaba a incurrir en pueriles excesos de lenguaje y acción.
En cualquier caso, no podía trabajar muchas horas seguidas sin trastornar todo su sistema. Sus pies se enfriaban, su cabeza se calentaba, sus músculos se fatigaban y sentía que debía levantarse. Por la noche tenía que renunciar a cualquier trabajo arduo antes de las once y tomar un libro de lectura ligera, a fin de vaciar la mente de sus contenidos previos. Demasiado trabajo cerebral le producía una sensación de desagrado, como comer demasiado. Atribuía eso, en parte, al clima, agotador y causante de tensión nerviosa. Brown—Séquard, un colega médico de París, había dicho que los animales no sangran tanto en América como en Europa. ¿No daba miedo pensarlo? A pesar de ese inconveniente biológico, ahora Holmes se dedicó a escribir como un loco.
—Como usted sabe, yo he sido el único que ha hablado con el profesor Ticknor sobre su ayuda a nuestra causa en favor de Dante —le dijo Holmes a Fields.
Se había detenido en el despacho de Fields, en el Corner.
—¿Y qué? —Fields estaba leyendo tres cosas a la vez: un manuscrito, un contrato y una carta—. ¿Dónde están esos acuerdos sobre derechos?
J. R. Osgood le alargó otro montón de papeles.
—Está muy ocupado, Fields, y tiene usted que pensar en el próximo número del Atlantic; en cualquier caso, debe dar descanso a su fatigado cerebro —dijo Holmes—. El profesor Ticknor fue mi maestro, después de todo. Es muy posible que sea yo quien ejerza mayor influencia sobre el viejo compañero, en favor de Longfellow.
Holmes aún recordaba un tiempo en que Boston era conocido como Ticknorville en los ambientes literarios: si a uno no lo invitaban a las veladas que se celebraban en la biblioteca de Ticknor, uno no era nadie. Esa estancia fue conocida otrora como el Salón del Trono de Ticknor. Ahora era más frecuente que se hablara del Iceberg de Ticknor. Entre gran parte de su sociedad, el antiguo profesor había perdido la reputación de ocioso refinado y de antiabolicionista, pero su posición como uno de los primeros maestros literarios de la ciudad permanecería siempre. Su influencia podría revivir para beneficio de los integrantes del club.
—Mi vida la amargan más criaturas de las que puedo aguantar, mi querido Holmes —dijo Fields suspirando—. Hoy día, la vista de un manuscrito es como un pez espada: me parte en dos. —Se quedó mirando a Holmes un buen rato, y luego se mostró conforme con enviarlo en su lugar al número 9 de la calle Park—. Pero refiérase a mí con amabilidad cuando hable con él, ¿eh, Wendell?
Holmes sabía que Fields se sentía aliviado por traspasarle la tarea de hablar con George Ticknor. El profesor Ticknor —en ese título aún se insistía, aunque no se había dedicado a la enseñanza desde su jubilación, treinta años antes— nunca tuvo en gran consideración a su primo, más joven, William D. Ticknor, y esa pobre opinión se extendía al socio de William, J. T. Fields, como manifestó a Holmes después de que el doctor fuera introducido hasta lo alto de la curvada escalera del cercano número 9 de la calle Park. El profesor Ticknor dijo, con sus resecos labios fruncidos en una mueca de repugnancia:
—¡La escandalosa falacia de los beneficios, que considera los libros según las ventas y las pérdidas! Mi primo William sufría de esa enfermedad, doctor Holmes, y contagió a mis sobrinos. Estoy asustado. Los que se dedican a esas tareas no deben controlar el arte literario. ¿No lo cree usted así, doctor Holmes?
—Pero el señor Fields tiene una mirada perspicaz, ¿no le parece? Él sabía que la Historia que usted escribió conseguiría una buena acogida, profesor. Él cree que el Dante de Longfellow tendrá aceptación.
En efecto, la Historia de la literatura española de Ticknor halló escasos lectores fuera de los colaboradores de las revistas, pero el profesor consideraba eso una exacta medida de su éxito.
Ticknor ignoró la lealtad de Holmes y, delicadamente, apartó las manos de la voluminosa máquina. Le construyeron aquella máquina de escribir —una especie de imprenta en miniatura, como él la describía— cuando sus manos empezaron a temblar demasiado para utilizar la pluma. Como resultado de ello, no había visto su caligrafía en varios años. Estaba ocupado con una carta cuando llegó Holmes.
Ticknor, sentado, con su gorro púrpura de terciopelo y en zapatillas, dejó que su ojo crítico se detuviera por segunda vez en el corte del traje de Holmes y en la calidad de su corbatín y su pañuelo.
—Me temo, doctor, que el señor Fields sabe qué clase de gente lee, pero nunca comprenderá por qué. Se deja llevar por el entusiasmo de sus amigos íntimos, lo cual resulta peligroso.
—Usted siempre dijo lo importante que era extender el conocimiento de las culturas extranjeras entre la clase culta —le recordó Holmes.
Con las cortinas echadas, al anciano profesor lo iluminaba vagamente el fuego de la chimenea de la biblioteca, cuya amortiguada luz era compasiva con sus patas de gallo. Holmes se daba golpecitos en la frente. El Iceberg de Ticknor en realidad estaba en ebullición por efecto de su hogar, que nunca se apagaba.
—Debemos esforzarnos en comprender a nuestros extranjeros, doctor Holmes. Si no adaptamos a los recién llegados a nuestro carácter nacional y los llevamos a aceptar de buen grado la sujeción a nuestras instituciones, algún día las multitudes de forasteros harán que seamos nosotros quienes nos adaptemos a ellos.
Holmes insistía:
—Pero, entre nosotros, profesor, ¿qué piensa usted de las posibilidades de que la traducción del señor Longfellow sea bien acogida por el público?
Holmes presentaba un aspecto de tan obstinada concentración que Ticknor hizo una pausa para reflexionar de veras. Su avanzada edad le había procurado, como defensa contra la tristeza, una tendencia a ofrecer la misma docena, aproximadamente, de respuestas automáticas a cualesquiera preguntas relativas a su edad o al estado del mundo.
—No cabe duda alguna, creo, de que el señor Longfellow logrará algo sorprendente. Por algo lo elegí para sucederme en Harvard. Pero, recuerde, hubo un tiempo en que yo consideré la posibilidad de presentar a Dante aquí, y la respuesta de la corporación fue vaciar de contenido mi cátedra... —Una niebla ensombreció los ojos azabache de Ticknor—. No creí llegar a vivir para ver una traducción norteamericana de Dante, y no puedo entender cómo Longfellow llevará a cabo la tarea. Que las masas la acepten es un asunto diferente que la voz popular se encargará de establecer, al margen de los amantes eruditos de Dante. Yo no puedo erigirme en juez de eso —dijo Ticknor, con una indisimulada altivez que le hizo animarse—. Pero alcanzo a creer que, cuando alentamos la esperanza de que Dante será ampliamente leído, incurrimos en una pedantería estúpida, doctor Holmes. Yo he dedicado a Dante muchos años de mi vida, como lo está haciendo Longfellow. No pregunte qué es lo que Dante le da al hombre, sino lo que el hombre aporta a Dante: penetrar personalmente en su esfera, aunque eso sea siempre duro e inolvidable.
IV
Aquel domingo, bajo las calles, entre los muertos, el reverendo Elisha Talbot, ministro de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge, sostenía una linterna en lo alto, mientras se abría paso por el pasadizo esquivando los ataúdes en precario equilibrio y los montones de huesos rotos. Se preguntaba si necesitaba ya la guía de su linterna de queroseno, pues se había acostumbrado por completo a la oscuridad del intrincado y ventoso pasadizo subterráneo, pese a las invencibles contracciones nasales que le provocaba el hedor de la descomposición. Algún día se atrevería a hacer el recorrido sin lámpara, armado sólo con su confianza en Dios.
Por un momento, pensó haber oído un crujido. Giró en redondo, pero las tumbas y las columnas de pizarra permanecían inconmovibles.
—¿Quién vive?
Su voz, famosa por su tono melancólico, golpeó la negrura. Quizá era un comentario inapropiado viniendo de un ministro, pero la verdad era que, de pronto, sintió miedo. Talbot, como todos los hombres que han vivido la mayor parte de su vida solos, sufría de muchos temores ocultos. La muerte siempre lo había asustado más allá de toda medida normal, y ésa era su gran vergüenza. Lo cual podía aportar una razón para que caminara entre las tumbas subterráneas de su iglesia: se proponía superar su temor irreligioso por la mortalidad del cuerpo. Quizá eso contribuyera a explicar, si alguien se propusiera escribir su biografía, con qué ansiedad Talbot sostenía los preceptos racionalistas del unitarismo frente a los demonios calvinistas de las viejas generaciones. Talbot alentó nerviosamente su
linterna, y no tardó en aproximarse a la escalera, situada al final de la bóveda, que le prometía el regreso a las cálidas luces de gas y un recorrido más corto hasta su casa que yendo por las calles.
—¿Quién está ahí? —preguntó, moviendo su linterna en círculo, esta vez seguro de haber oído un rumor.
Nada otra vez. Pero el movimiento era demasiado ruidoso para que lo produjeran roedores, y demasiado leve para ser obra de golfillos de la calle. « ¿Qué podrá ser?», pensó. El reverendo Talbot sostuvo la susurrante linterna al nivel de los ojos. Había oído que bandas de vándalos, desplazados por el desarrollo urbanístico y por la guerra, últimamente se reunían en cámaras funerarias abandonadas. Talbot decidió que a la mañana siguiente enviaría a un policía para que investigara el asunto. Aunque ¿de qué le había servido dar parte el día anterior del robo de mil dólares de su propia caja fuerte? Estaba seguro de que la policía de Cambridge no había hecho nada al respecto. Su única satisfacción era que la incompetencia de los ladrones de Cambridge corría pareja con la policial, pues habían desdeñado el restante y valioso contenido de la caja.
El reverendo Talbot era virtuoso, siempre hacía lo adecuado para sus vecinos y su congregación. Sólo que, en ocasiones, mostraba quizá un celo excesivo. Treinta años antes, al comienzo de su servicio en la Segunda Iglesia, aceptó reclutar hombres en Alemania y en los Países Bajos para que se trasladaran a Boston, con la promesa de acogerlos en su congregación y facilitarles un trabajo bien pagado. Si los católicos podían diseminarse procedentes de Irlanda, ¿por qué no traer algunos protestantes? Sólo que el trabajo consistía en construir ferrocarriles, y decenas de los reclutados murieron de fatiga y a causa de enfermedades, dejando huérfanos y viudas desamparadas. Talbot se distanció cautelosamente de la iniciativa y se pasó años borrando las huellas de su responsabilidad en ella. Pero había aceptado pagos «por consultas» de los constructores de ferrocarriles, y aunque se había prometido a sí mismo devolver el dinero, no lo hizo. En lugar de eso, apartó el asunto de su mente, y todas las decisiones de su vida las tomó mirando siempre de reojo la obstinación ajena.
Cuando el reverendo Talbot, cauteloso y escéptico, retrocedió unos pasos, tropezó con algo duro. Mientras permanecía inmóvil, pensó por un momento que había extraviado su brújula interna y
optó por reseguir un muro. A Elisha Talbot no lo había sujetado ninguna persona, ni siquiera tocado —excepto para estrecharle la mano— desde hacía muchos años. Pero ahora no cabía duda —ni siquiera él lo dudaba— de que el calor de los brazos que le rodeaban el pecho y apartaban la linterna pertenecía a otro ser. La presa era viva y apasionada, ofensiva.
Cuando Talbot recobró la conciencia, se dio cuenta, en un instante que le pareció una eternidad, de que lo envolvía una negrura diferente e impenetrable. El penetrante hedor de la bóveda persistía en sus pulmones, pero ahora una fría y blanda humedad se frotaba contra sus mejillas, y se arrastraba dentro de su boca una salobridad que reconoció como su propio sudor. Sintió asimismo que las lágrimas fluían de las comisuras de los ojos hacia su frente. Hacía frío, frío como en un depósito de hielo. Su cuerpo, despojado de toda vestidura, tiritaba. Pero el calor se apoderó de su aterida carne, proporcionándole una insoportable sensación que nunca había conocido. ¿Se trataba de alguna horrible pesadilla? ¡Sí, desde luego! Era aquella basura espantosa que últimamente estaba leyendo antes de acostarse, sobre demonios, bestias y demás. Pero no podía recordar cómo salió de la bóveda, cómo llegó hasta su modesta casa de madera, pintada de color melocotón, ni cómo transportó agua a su lavabo. En realidad, no había emergido del mundo bajo las aceras de Cambridge. De algún modo, comprendió, el latido de su corazón se había desplazado arriba. Estaba suspendido sobre él, golpeando desesperadamente, bombeando la sangre a su cuerpo hacia su cabeza. Respiraba con débiles exhalaciones.
El ministro se sintió dando puntapiés en el aire como un loco, y por el calor supo que aquello no era un sueño. Estaba a punto de morir. Resultaba extraño. La emoción más alejada de él en aquel momento era el miedo. Quizá lo había gastado por completo en vida. En lugar de eso, le embargaba una ira profunda y rabiosa porque aquello pudiera ocurrirle, porque nuestra condición fuera tal que un hijo de Dios pudiera morir mientras todos los demás continuaban despreocupados y sin experimentar cambios.
En su último momento, trató de rezar con una voz entrecortada por el llanto: «Señor, perdóname si he pecado», pero en lugar de eso un penetrante alarido escapó de sus labios, y quedó ahogado por el implacable fragor de su corazón.
V
El domingo 22 de octubre de 1865, la última edición del Boston Transcript publicaba en primera plana un anuncio en el que se ofrecía una recompensa de diez mil dólares. Aquella estupefacción, aquellas paradas de ruidosos carruajes junto a los vendedores de periódicos, no se habían conocido en lo que parecía toda una vida, desde que fuera atacado el fuerte Sunter, cuando se tenía la seguridad de que una campaña de noventa días podía acabar con la salvaje rebelión del Sur.
La viuda de Healey envió al jefe Kurtz un simple telegrama revelándole sus planes. Ella insistió en recurrir al telegrama, pues era sabido que en la comisaría muchos ojos lo verían antes que el jefe. Escribió a cinco periódicos de Boston, le dijo a Kurtz, describiendo la verdadera naturaleza de la muerte de su marido y anunciando una recompensa por cualquier información que condujera a la captura del asesino. Debido a la pasada corrupción en la oficina de detectives, los concejales habían aprobado normas prohibiendo a los policías recibir recompensas, pero el público ciertamente podía enriquecerse. Kurtz no tenía motivos para sentirse feliz, manifestaba la viuda, pues había incumplido la promesa que le hizo. La última edición del Transcript fue la primera en dar la noticia.
Ahora Ednah Healey imaginaba los concretos mecanismos capaces de suscitar en el villano sufrimiento y contrición. Su favorito consistía en conducir al criminal a Gallows Hill, pero en lugar de ahorcarlo, se lo desnudaba, se lo mandaba a la hoguera y luego se le daba a escoger (sin éxito, por supuesto) entre seguir o apagar las llamas. Tales pensamientos la inquietaban y aterrorizaban. Servían al propósito adicional de distraerse de pensar en su marido y de alimentar el creciente odio que sentía hacia él por haberla abandonado.
Llevaba mitones que le cubrían las muñecas, a fin de evitar que se arrancara más piel a arañazos. Su manía se había vuelto constante, y la ropa ya no podía cubrir las cicatrices de su automutilación. Tras una pesadilla nocturna, había salido corriendo de su dormitorio y, desesperada, halló un escondite para el broche con el mechón de cabello de su marido. Por la mañana, sus sirvientes y sus hijos buscaron por todo Wide Oaks, debajo del parqué y entre la estructura de madera, pero no pudieron encontrar nada. Fue mejor, pues con tales pensamientos colgándole del cuello la viuda de Healey nunca hubiera podido volver a dormir.
Por suerte para ella no pudo saber que durante aquellos agitados días, en aquellos días cálidos del otoño, el juez presidente Healey había murmurado lentamente «Señores del jurado...» una y otra vez, mientras las larvas hambrientas se arrojaban a cientos sobre la herida abierta en la palpitante esponjosidad de su cerebro, y cada una de las fértiles moscas daba nacimiento a más larvas devoradoras de carne. Primero, el juez presidente Artemus Prescott Healey no pudo mover un brazo. Luego movió los dedos, cuando comprendió que estaba dando puntapiés. Al cabo de un rato, sus palabras no le salían coherentes: «Juradores bajo nuestros señores...» Alcanzó a percibir que aquello carecía de sentido, pero no pudo hacer nada para evitarlo. La porción de su cerebro que ordenaba la sintaxis estaba siendo ingerida por criaturas que ni siquiera disfrutaban con su alimento, aunque lo necesitaban. Cuando la lucidez volvía brevemente a lo largo de los cuatro días, la angustia hacía recordar a Healey que estaba muerto, y rezaba para morir otra vez. «Mariposas y el último lecho...» Miró la raída bandera encima de él y, con el escaso sentido que quedaba en su mente, se sorprendió.
A última hora de la tarde, tras la partida del reverendo Talbot, el sacristán de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge estuvo anotando los actos de la semana en el diario de la iglesia. Aquella mañana, Talbot había pronunciado un porfiado sermón. Luego pasó el tiempo en la iglesia, solazándose con las entusiastas noticias de los diáconos. Pero el sacristán Gregg refunfuñó cuando Talbot le pidió que quitara el cerrojo de la pesada puerta de piedra situada al final del ala de la iglesia donde se habían celebrado los oficios.
Parecía como si sólo hubieran pasado unos minutos desde que el sacristán oyó un llanto de intensidad creciente. El ruido no parecía provenir de ningún lugar en concreto, pero sin duda de dentro de la iglesia. Luego, casi por capricho, pensando en los que llevaban largo tiempo enterrados, el sacristán Gregg aplicó la oreja a aquella puerta de pizarra que conducía a las bóvedas sepulcrales subterráneas, las sombrías catacumbas de la iglesia. Lo notable era que el ruido, aunque ahora extinguido, parecía tener su origen, por sus reverberaciones, en la cavidad que se abría al otro lado de la puerta. El sacristán tomó el tintineante manojo de llaves que llevaba al cinto y abrió la puerta, como había hecho para Talbot. Respiró hondo y bajó.
El sacristán Gregg llevaba trabajando allí doce años. La primera vez que oyó hablar al reverendo Talbot fue en una serie de debates públicos con el obispo Fenwick sobre los peligros del auge de la Iglesia Católica en Boston.
En aquellos discursos, Talbot había articulado su vigorosa argumentación sobre tres puntos principales:
1. Que los rituales supersticiosos y las fastuosas catedrales de la fe católica constituían una idolatría blasfema.
2. Que la tendencia de los irlandeses a congregarse en barrios alrededor de sus catedrales y conventos podría dar lugar a conspiraciones secretas contra Estados Unidos y oponía una marcada resistencia a la norteamericanización.
3. Que el pontificado, la gran amenaza extranjera que controlaba todos los aspectos de la actuación de los católicos, amenazaba la independencia de las religiones norteamericanas con su proselitismo y su propósito de extenderse a todo el país.
Por supuesto, ningún ministro unitarista anticatólico disculpó las acciones de los airados trabajadores de Boston, que prendieron fuego a un convento católico después de que unos testigos dijeran que unas muchachas protestantes habían sido raptadas y encerradas en mazmorras para convertirlas en monjas. Los revoltosos escribieron con yeso en los muros de mampostería ¡AL INFIERNO CON EL PAPA! Se trataba menos de un desacuerdo con el Vaticano que de una advertencia al creciente número de irlandeses que ocupaban puestos de trabajo.
En pleno auge de sus debates, sermones y escritos anticatólicos, el reverendo Talbot fue apoyado por algunos para suceder al profesor Norton en la facultad de Teología de Harvard. Declinó el ofrecimiento. Talbot disfrutaba demasiado con la sensación de penetrar en su atestada iglesia un domingo por la mañana, procedente de la quietud sabatina de Cambridge, y oír los solemnes acordes del órgano mientras permanecía en el púlpito revestido con su sencilla toga universitaria, que le confería un aspecto sublime. Aunque bizqueaba terriblemente y hablaba con voz profunda y melancólica, como si empleara perpetuamente el tono que adopta una persona cuando en la casa yace un difunto, la presencia de Talbot en el púlpito infundía confianza y él desempeñaba con lealtad su labor pastoral. Ahí era donde sus poderes contaban. Desde que su esposa murió de parto en 1825, Talbot nunca tuvo una familia ni quiso tenerla, porque sus satisfacciones se las procuraba su congregación.
La lámpara de aceite del sacristán Gregg perdió tímidamente su brillo a la vez que él perdía su valor.
—¿Hay alguien ahí? Se supone que usted no...
La voz del sacristán parecía no tener entidad física en medio de la negrura de la bóveda, y se apresuró a cerrar la boca. Esparcidos a lo largo de las esquinas advirtió los puntitos blancos y, cuando su número se incrementó, se inclinó para inspeccionar aquella proliferación; sin embargo, su atención se dirigió a otra parte cuando, más allá, se produjo un brusco crujido. Hasta él llegó una pestilencia tan horrible como para imponerse a la atmósfera de la propia bóveda sepulcral.
Colocándose el sombrero delante de la cara, el sacristán siguió adelante entre féretros alineados sobre el sucio pavimento, a través de los tristes pasadizos abovedados de pizarra. Ratas gigantescas se escabullían a lo largo de los muros. Un fulgor vacilante, que no provenía de su lámpara, iluminaba el camino por delante de él, allá donde el crujido se transformaba en un chirrido.
—¿Hay alguien ahí?
El sacristán siguió avanzando cautelosamente, aferrándose a los sucios ladrillos de la pared cuando doblaba una esquina.
—¡Dios Santo! —gritó.
De la boca de un agujero irregularmente excavado en el suelo, más adelante, asomaban los pies de un hombre. De las piernas sólo era visible la pantorrilla, y el resto del cuerpo permanecía embutido en el agujero. Las plantas de ambos pies ardían en llamas. Las articulaciones temblaban tan violentamente que parecía que el hombre daba puntapiés a diestro y siniestro a causa del dolor. La carne de los pies se derretía, mientras las voraces llamas empezaban a extenderse a los tobillos.
El sacristán Gregg cayó de costado. En el frío suelo, junto a él, había un montón de ropa. Agarró la prenda que estaba encima y la golpeó contra los pies ardiendo, hasta que se apagó el fuego.
—¿Quién es usted? —exclamó, pero el hombre, que para el sacristán no era más que un par de pies, ya estaba muerto.
El sacristán precisó un momento para darse cuenta de que la prenda que había utilizado para apagar el fuego era una toga de ministro. Arrastrándose por un sendero de huesos humanos desenterrados, regresó hasta la bien ordenada pila de ropa y escarbó en ella: prendas interiores, una capa que le resultaba familiar, el corbatín blanco, el chal y los zapatos negros bien lustrados del querido reverendo Elisha Talbot.
Al cerrar la puerta de su despacho, en el segundo piso de la facultad de Medicina, Oliver Wendell Holmes estuvo a punto de chocar con un patrullero municipal en el pasillo. Holmes se había demorado más de lo previsto a fin de dejar listo su trabajo del día siguiente. Esperaba empezar más temprano y dedicar un tiempo a Wendell Junior antes de que llegara el acostumbrado grupo de amigos de su hijo. El patrullero buscaba a alguien con autoridad, y le explicó que el jefe de policía solicitaba permiso para utilizar la sala de disecciones de la escuela; y que se había enviado al profesor Haywood para colaborar en la indagatoria sobre un cadáver que se había descubierto, el cual correspondía a un infortunado caballero. El forense, señor Barnicoat, no pudo ser localizado. No dijo que Barnicoat era conocido por frecuentar las tabernas los fines de semana, y que a buen seguro no estaría en condiciones de conducir una pesquisa. Como encontró vacías las dependencias del decanato, Holmes llegó a la conclusión de que, como el anterior decano fue él, podía legítimamente atender la petición del patrullero. («Sí, sí, cinco años al mando del barco fue suficiente para mí, y a los cincuenta y seis, ¿quién necesita tanta responsabilidad?», decía Holmes llevando él las dos partes de la conversación.)
Llegó un carruaje policial que transportaba al jefe Kurtz, al subjefe Savage y una camilla cubierta con una sábana, que fue introducida a toda prisa, acompañada por el profesor Haywood y su estudiante auxiliar. Haywood enseñaba práctica quirúrgica y sentía gran interés por las autopsias. Ante las objeciones de Barnicoat, la policía llamaba ocasionalmente al profesor al depósito de cadáveres para que diera su opinión, como cuando hallaron a un niño emparedado en una bodega o a un hombre ahorcado en un retrete.
Holmes observó con interés que el jefe Kurtz apostó a dos agentes estatales. ¿Quién se preocuparía por introducirse en la facultad de Medicina a aquellas horas de la noche? Kurtz sólo subió la sábana hasta las rodillas del cadáver. Era suficiente. Holmes se quedó sin aliento a la vista de los pies descalzos del hombre, si tal palabra podía aún aplicárseles.
Los pies —y sólo los pies— habían sido quemados después de empaparlos hábilmente con algo que olía a queroseno. Carbonizados hasta convertirlos en algo quebradizo, pensó Holmes, horrorizado. Los dos muñones que quedaban sobresalían torpemente de los tobillos, desplazados de las articulaciones. La piel, apenas reconocible como tal, estaba hinchada y agrietada a causa del fuego y de ella asomaba un tejido rosado. El profesor Haywood se inclinó para ver mejor.
Aunque había abierto cientos de cadáveres, el doctor Holmes no tenía el estómago de hierro de sus colegas médicos ante semejantes trances, y hubo de apartarse de la mesa de reconocimiento. Como profesor, Holmes más de una vez había abandonado el aula cuando un conejo vivo debía ser cloroformizado, y le suplicaba a su ayudante que no lo dejara chillar.
A Holmes empezó a darle vueltas la cabeza, y le pareció que de repente había muy poco aire en la estancia, y ese poco estaba cargado de éter y cloroformo. No sabía cuánto tiempo podía durar la indagatoria, pero estaba completamente seguro de que él no resistiría mucho sin caer al suelo. Haywood descubrió el resto del cuerpo, presentando el rostro doliente y escarlata del muerto, y limpió la suciedad de sus ojos y sus mejillas. Holmes permitió que sus ojos recorrieran todo el cuerpo desnudo.
Se limitó a reconocer como familiar aquella cara, mientras Haywood se inclinaba sobre el cadáver y el jefe Kurtz formulaba a aquél una pregunta tras otra. Nadie pidió a Holmes que se tranquilizara, y como profesor de Anatomía y Fisiología de la cátedra Parkman, de Harvard, podía haber hecho su contribución al asunto. Pero Holmes sólo podía concentrarse en aflojar el pañuelo de seda que llevaba alrededor del cuello. Parpadeaba convulsivamente, ignorando si debía contener la respiración para conservar el oxígeno que ya había aspirado, o bien respirar a pequeñas bocanadas para almacenar las últimas bolsas de aire disponibles antes que los demás, cuya aparente despreocupación respecto a la densa atmósfera dio a Holmes la seguridad de que se derrumbarían de un momento a otro.
Uno de los presentes preguntó al doctor Holmes si se encontraba mal. Tenía un rostro amable y llamativo, y unos ojos brillantes, y al parecer era mulato. Hablaba con un matiz de familiaridad, y en medio de su aturdimiento Holmes recordó: era el agente que se había presentado durante la reunión del club Dante para ver a Lowell.
—Profesor Holmes, ¿coincide usted con la valoración hecha por el profesor Haywood? —preguntó el jefe Kurtz, quizá como un intento cortés de incluirlo en el procedimiento, pues Holmes no se había acercado lo bastante al cuerpo como para formular el menor diagnóstico.
Holmes trató de pensar si había captado el diálogo de Haywood con el jefe Kurtz, y le parecía recordar que Haywood señalaba que el difunto había permanecido vivo mientras sus pies ardían, pero que debió de mantenerse en una postura que le impedía detener la tortura y que, por el aspecto de la cara y la ausencia de otras heridas, no era improbable que hubiese muerto de un ataque al corazón.
—Claro, por supuesto —dijo Holmes—. Sí, desde luego, agente. —Retrocedió hasta la puerta, como para escapar de un peligro mortal—. Por favor, caballeros, ¿podrían continuar un momento sin mí?
El jefe Kurtz prosiguió su diálogo con el profesor Haywood, en tanto Holmes alcanzaba la puerta y se apresuraba a salir al patio, donde inhaló tanto aire como pudo con una respiración rápida y desesperada.
Mientras la hora violeta se extendía por Boston, el doctor vagaba entre las hileras de carretones, caminaba sin rumbo más allá de las tortas de semillas aromáticas, de las jarras de cerveza de jengibre y de los hombres de blanco que ofrecían sus monstruosidades: ostras y langostas. No podía sufrir pensar en su comportamiento junto al cadáver del reverendo Talbot. Una vez superada su turbación, aún no se había descargado del peso que suponía saber que Talbot había sido asesinado, y no había corrido a compartir la sensacional noticia con Fields o con Lowell. ¿Cómo pudo él, el doctor Oliver Wendell Holmes, doctor y profesor de medicina, renombrado docente y reformador médico, echarse a temblar así ante la vista de un cadáver como si se tratara de un fantasma en una rebuscada novela sentimental? Wendell junior se quedaría estupefacto ante la pusilánime turbación paterna. El más joven de los Holmes no guardaba en secreto su idea de que hubiera sido un médico mejor que el viejo, y también un mejor profesor y un mejor padre.
Si bien aún no contaba veinticinco años, Junior había estado en el campo de batalla y había visto cuerpos hechos trizas, boquetes en sus filas abatidas a cañonazos, miembros cayendo como hojas y amputaciones realizadas con sierras por cirujanos aficionados, mientras enfermeras voluntarias, cubiertas de salpicaduras de sangre, sujetaban a los pacientes, que no dejaban de gritar, a puertas que se empleaban como mesas de operaciones. Cuando su primo le preguntó a Wendell junior cómo pudo dejarse crecer el bigote con tanta facilidad, mientras que él no lograba pasar de las primeras etapas, Junior replicó secamente: «El mío se alimentó de sangre.»
Ahora el doctor Holmes pasaba revista a todos sus conocimientos sobre el proceso de cocer el pan de mejor calidad. Evocó todas las informaciones que tenía para encontrar a los vendedores que ofrecían la mejor calidad en el mercado de Boston, por su forma de vestir, su porte o su origen. Agarraba y palpaba la mercancía de los vendedores con precipitación, como ausente, pero con el toque experto de la mano del médico. Su frente empapaba el pañuelo a medida que se daba golpecitos con él. En el siguiente puesto, una anciana de horrible aspecto hurgaba con los dedos en la carne salada. Pero Holmes no debía ceder a distracciones que lo apartaran de la tarea que se había impuesto.
Cuando se aproximaba al tenderete de una matrona irlandesa, el doctor se percató de que sus temblores en la facultad de Medicina eran más profundos de lo que al principio pareció. No los causaba simplemente su desagrado por el cuerpo distorsionado y su silencioso relato de horror. Y no sólo se debían a que Elisha Talbot, una institución en Cambridge equiparable al Olmo de Washington, hubiera sido eliminado y de una manera tan brutal. No; algo en aquella muerte resultaba familiar, muy familiar.
Holmes compró un pan moreno caliente y emprendió el regreso a casa. Consideraba si podía haber soñado con la muerte de Talbot en alguna extraña pincelada de presciencia. Pero Holmes no creía en tales paparruchas. Debió de haber leído alguna vez una descripción de aquel horrendo acto, cuyos detalles fluyeron de nuevo a él involuntariamente cuando vio el cadáver de Talbot. Pero ¿qué texto podía contener semejante horror? Ninguna revista médica. Tampoco, con seguridad, el Boston Transcript, pues el crimen acababa de perpetrarse. Holmes se detuvo en medio de la calle y evocó al predicador agitando en el aire sus pies en llamas mientras éstas danzaban...
—Dai calcagni a le punte —murmuró Holmes.
«Desde los talones hasta los dedos de los pies.» Allá era donde los clérigos corruptos, los simoníacos, ardían para siempre en sus escarpados fosos. Su corazón se llenó de zozobra.
—¡Dante! ¡Es Dante!
Amelia Holmes colocó la empanada de caza fría en el centro del servicio de la mesa del comedor. Dio algunas instrucciones al servicio, se alisó el vestido y se inclinó sobre el escalón de entrada para ver si llegaba su marido. Estaba segura de haber visto a Wendell cinco minutos antes, desde la ventana del piso de arriba, doblar hacia la calle Charles, al parecer con el pan que le había encargado ella para la cena, a la que asistirían algunos amigos, entre ellos, Annie Fields. (¿Y cómo podía una anfitriona estar a la altura del salón de Annie Fields sin disponerlo todo a la perfección?) Pero la calle Charles estaba vacía salvo por las sombras de los árboles, que se iban disolviendo. Quizá había visto por la ventana a otro hombre de baja estatura y vistiendo un largo frac.
Henry Wadsworth Longfellow probó con la nota dejada por el patrullero Rey. Espigó en el revoltijo de letras y copió el texto varias veces en una hoja aparte, juntando palabras de diferentes maneras para formar nuevas combinaciones, apoyándose en pensamientos del pasado. Sus hijas estaban de visita en casa de la hermana de él, en Portland, y sus dos hijos viajaban separadamente por el extranjero, así que dispondría de unos días de soledad, de los que gozaba más como idea que en la práctica.
Aquella mañana, el mismo día en que fue asesinado el reverendo Talbot, el poeta se sentó en la cama inmediatamente antes del alba, con la borrosa conciencia de no haber dormido en absoluto. Era algo corriente en él. El insomnio de Longfellow no lo causaban sueños espantosos ni lo agitaban sacudidas ni vueltas. De hecho, él describiría la neblina en la que penetraba durante la noche como algo más bien apacible, como algo análogo al sueño. Estaba agradecido de que, después de prolongadas vigilias insomnes durante la noche, aún pudiera sentirse descansado al amanecer, tras haber permanecido tendido tantas horas. Pero en ocasiones, en el pálido nimbo de la lámpara de noche, Longfellow pensaba que podía ver el amable rostro de ella contemplándolo desde el rincón del dormitorio, allí, en la misma habitación donde había muerto. En tales ocasiones, se levantaba de un salto. La zozobra del corazón que seguía a su insinuada alegría, se transformaba en un terror peor que cualquier pesadilla que Longfellow pudiera recordar o inventar, pues cualquier imagen fantasmal que pudiera ver durante la noche podría evocarla todavía por la mañana. Mientras Longfellow se deslizaba en su batín de calamaco, sentía los rizos plateados de su barba más pesados que cuando se acostó.
Cuando Longfellow bajó la escalera, vestía frac y llevaba una rosa en el ojal. No le gustaba ir desarreglado ni siquiera en casa. En el descansillo inferior había un grabado del retrato de Dante joven hecho por Giotto, con un hueco en lugar de ojo. Giotto pintó el fresco en el Bargello, en Florencia, pero con el paso de los siglos se había extendido un revoque encima y permaneció olvidado. Ahora sólo quedaba una litografía del fresco dañado. Dante posó para Giotto antes de su doloroso destierro y de ser derrotado en su lucha contra el destino; todavía era el silencioso admirador de Beatriz, un joven de mediana estatura, con un rostro apagado, melancólico y pensativo. Sus ojos son grandes; su nariz, aquilina; su labio inferior, prominente, y sus facciones poseen una blandura casi femenina.
Según la leyenda, el joven Dante raras veces hablaba, a menos que fuera preguntado. Un peculiar gusto por lo contemplativo cerraba su atención a cuanto fuera ajeno a sus pensamientos. En cierta ocasión, Dante encontró un raro volumen en una botica de Siena, y pasó todo el día leyendo, sentado en un banco, afuera, sin percatarse siquiera de la fiesta callejera que se desarrollaba delante mismo de donde él estaba, sin reparar en los músicos ni en las mujeres que danzaban.
Una vez acomodado en su estudio, con un tazón de gachas de avena y leche, un alimento que se contentaba con repetir para almorzar la mayor parte de los días, Longfellow no podía dejar de pensar en la nota del patrullero Rey. Imaginó un millón de posibilidades diferentes y una docena de lenguas para aquellos garabatos, antes de enviar el jeroglífico —como ya hiciera Lowell— a su lugar en el fondo del cajón. De ese mismo cajón sacó las pruebas de imprenta de los cantos decimosexto y decimoséptimo del Inferno, claramente anotados con las sugerencias de la última sesión del Dante. Su escritorio permanecía vacío de poemas originales desde hacía tiempo. Fields había publicado una nueva «edición doméstica» de los más famosos poemas de Longfellow, y lo había convencido para que completase Tales of a Wayside Inn, esperando que eso estimulara la creación de nuevos poemas. Pero a Longfellow le parecía que nunca volvería a escribir algo original, y no se preocupaba por intentarlo. En otro tiempo, la traducción de Dante fue un interludio en su propia poesía, en sus Minehahas, sus Priscilas, sus Evangelinas. Había comenzado veinte años antes. Ahora, desde hacía cuatro, Dante se había convertido en su plegaria matutina y su trabajo diario.
Mientras Longfellow se servía su segunda y última taza de café, pensó en las noticias que Francis Child decía haber difundido entre sus amigos de Inglaterra: «Longfellow y su círculo están tan aquejados de la enfermedad toscana, que se atreven a clasificar a Milton como un genio de segundo rango en comparación con Dante.» Milton era el estandarte de oro de los poetas religiosos para los eruditos ingleses y norteamericanos. Pero Milton escribió sobre el infierno y el cielo desde arriba y desde abajo, respectivamente, no desde dentro, lo que era más seguro. Fields, diplomático, para que nadie se sintiera herido, se rió cuando Arthur Hugh Clough dio cuenta del comentario en la Sala de Autores, en el Corner; pero, al enterarse, Longfellow sí se sintió un poquito mortificado.
Longfellow mojó su pluma de ave. De sus tres tinteros, bellamente decorativos, aquél era el que más apreciaba, pues en otro tiempo perteneció a Samuel Taylor Coleridge y luego a lord Tennyson, que se lo envió a Longfellow como un regalo de buenos deseos para la traducción de Dante. El solitario Tennyson pertenecía al demasiado reducido contingente que, en aquel país, comprendía de veras a Dante y lo tenía en alta estima, y que sabía de la Commedia algo más que unos pocos episodios del Inferno. España mostró un temprano aprecio por Dante, hasta que éste fue estrangulado por el dogma y maltratado bajo el reinado de la Inquisición. Voltaire dio inicio a la animosidad francesa hacia la «barbarie» de Dante, que aún continuaba. Incluso en Italia, donde Dante era más ampliamente conocido, el poeta fue utilizado en provecho propio por diversas facciones en lucha por el control del país. A menudo pensaba Longfellow sobre las dos cosas por las que Dante debió de haber suspirado más mientras escribía la Divina Commedia, desterrado de su amada Florencia: la primera, conseguir el retorno a la patria, lo que jamás se hizo realidad; la segunda, ver de nuevo a su Beatriz, lo cual nunca le fue posible al poeta.
Dante fue de un lado a otro como un vagabundo mientras componía su poema, y casi tuvo que pedir prestada la tinta para escribirlo. Cuando se aproximaba a las puertas de una ciudad extraña, seguro que no podía dejar de recordar que nunca más traspasaría las de Florencia. Cuando percibía las torres de los castillos feudales asomando en colinas distantes, pensaba cuán arrogantes son los fuertes y cómo abusan de los débiles. Cada arroyo y cada río le recordaban el Arno; cada voz que oía le decía con su acento extraño que permanecía en el destierro. El poema de Dante no era otra cosa que su búsqueda del hogar.
Longfellow era metódico en el reparto de su tiempo, y reservaba las primeras horas para escribir y, entrada la mañana, se dedicaba a sus asuntos personales, negándose a admitir visitantes hasta pasadas las doce. Excepto, claro está, a sus hijos.
El poeta hizo una criba en sus montones de cartas sin contestar, y se acercó la caja con sus autógrafos estampados en cuadraditos de papel. Desde la publicación de Evangelina, años antes, su popularidad había crecido, y Longfellow recibía regularmente correo de extraños, la mayoría de los cuales le solicitaba un autógrafo. Una joven de Virginia incluía su propio retrato, tamaño tarjeta de visita, en cuyo reverso estaba escrito: « ¿Qué defecto puede hallarse en esto?», con su dirección debajo. Longfellow levantó una ceja y le mandó un autógrafo estándar sin comentario. «El defecto de una excesiva juventud», consideró responder. Después de sellar un par de docenas de sobres, escribió un gracioso desaire a otra dama. No le gustaba ser descortés, pero aquella peculiar peticionaria solicitaba cincuenta autógrafos, explicando que deseaba ofrecerlos en lugar de tarjetas de colocación para sus invitados a una cena. Estuvo encantado, en cambio, con una mujer que relataba la historia de su hija corriendo al salón después de encontrar un papaíto piernas largas sobre su almohada. Cuando se le preguntó qué ocurría, la niña anunció: « ¡El señor Longfellow está en mi cuarto!»
A Longfellow le complació hallar en su montón de correo reciente una nota de Mary Frere, una joven dama de Auburn, Nueva York, a quien había conocido recientemente mientras veraneaban en Nahant. Pasearon juntos muchas noches, después de que las niñas se hubieran dormido, a lo largo de la costa rocosa, conversando sobre la nueva poesía o sobre música. Longfellow le escribió una larga carta, en la que le contaba que las tres niñas preguntaban a menudo por ella. También le pedían que consiguiera que la señora Frere volviera el próximo verano al mismo sitio.
Le distraía de sus cartas la siempre presente tentación de la ventana frente a su escritorio. El poeta esperaba en todo momento un rebrote de fuerza creativa con el advenimiento del otoño. Su chimenea apagada rebosaba de hojas otoñales que imitaban unas llamas. Se dio cuenta de que el cálido y claro día se iba desvaneciendo con más rapidez de lo que parecía entre las paredes marrones de su estudio. La ventana daba a los prados abiertos, de los que Longfellow había adquirido recientemente varios acres, con lo cual quedaba despejado el camino hasta las nítidas aguas del río Charles. Encontró divertido pensar en la superstición popular de que había efectuado la compra con vistas a una revalorización de la propiedad, cuando en realidad él pretendía asegurarse la vista.
En los árboles ya no había hojas sino frutos castaños, y en los arbustos no había flores sino racimos de bayas rojas. El viento emitía una voz broncamente humana; el tono de un marido, no de un amante.
La jornada de Longfellow se desarrolló a su ritmo adecuado. Después de cenar, despachó al servicio y decidió dedicarse a la lectura de los periódicos. La última edición del Transcript publicaba el inquietante anuncio de Ednah Healey. El artículo contenía detalles del asesinato de Artemus Healey, que hasta entonces habían sido ocultados por la viuda «siguiendo el consejo de la oficina del jefe de policía y de otros funcionarios». Longfellow no pudo seguir leyendo, aunque ciertos detalles del artículo, como comprendería en las próximas y memorables horas, acudieron a su mente sin ser invocados. Lo que hizo insoportable para Longfellow la historia no fue tanto la pena por el juez presidente cuanto por la viuda.
Julio de 1861. Los Longfellow debían haber estado en Nahant. Soplaba una fresca brisa marina que acariciaba Nahant, pero, por razones que nadie recordaba, los Longfellow aún no habían abandonado el implacable sol y el calor de Cambridge.
Un grito de dolor llegó hasta el estudio procedente de la biblioteca contigua. Dos niñas chillaban aterrorizadas. Fanny Longfellow estaba sentada con la pequeña Edith, a la sazón de ocho años, y con Alice, de once, sellando paquetitos con sus rizos recién cortados para guardarlos como recuerdo. La pequeña Annie Allegra dormía profundamente arriba. Fanny había abierto una ventana con la vana esperanza de un soplo de aire. La conjetura más probable en los días que siguieron —pues nadie vio con exactitud qué sucedió; en realidad, nadie hubiera podido ver algo tan breve y arbitrario— era que una gota de cera caliente para sellar cayó sobre su ligero vestido veraniego. En un instante estaba ardiendo.
Longfellow se hallaba de pie junto a su escritorio, en el estudio, vertiendo arena negra sobre un poema recién escrito, a fin de secar la tinta. Fanny corrió gritando, procedente de la habitación contigua. Su vestido era ahora todo llamas, amoldándose a su cuerpo como seda oriental. Longfellow la envolvió en una alfombra y la tendió en el suelo.
Una vez apagado el fuego, transportó el cuerpo tembloroso al dormitorio. Más tarde, aquella noche, los médicos la hicieron descansar administrándole éter. Por la mañana, asegurando a Longfellow en un susurro aventurado que experimentaría muy poco dolor, la enferma tomó un poco de café y se sumergió en el coma. El servicio fúnebre, celebrado en la biblioteca de la casa Craigie, coincidió con el decimoctavo aniversario de boda. La cabeza fue la única parte del cuerpo que el fuego respetó, y en su hermoso cabello se colocó una guirnalda de flores de azahar.
El poeta estuvo confinado en su cama aquel día, sufriendo sus propias quemaduras, pero pudo oír llorar sin restricciones a sus amigos, mujeres y hombres, abajo, en la sala. Lloraban por él, le constaba, lo mismo que por Fanny. En su estado mental, abatido pero alerta, resultó que podía identificar a las personas por su llanto. Sus quemaduras faciales requerirían que se dejara una barba abundante, no sólo para ocultar las cicatrices, sino también porque ya no podría afeitarse. La decoloración de las palmas de sus flojas manos, ahora anaranjadas, duraría mucho, recordándole su desgracia antes de adquirir de nuevo su tono blanco.
Longfellow, recuperándose en su alcoba, levantó sus manos vendadas. Durante casi una semana, sus hijos pudieron oír palabras delirantes flotando en el vestíbulo, siempre que pasaban por él. La pequeña Annie, afortunadamente, era demasiado pequeña para comprender.
—¿Por qué no pude salvarla? ¿Por qué no pude salvarla?
Una vez la muerte de Fanny se hubo convertido en algo real para él, después de que pudo mirar a sus niñas de nuevo sin derrumbarse, Longfellow abrió su cajón de notas, cerrado con llave, donde en otro tiempo depositó fragmentos de traducciones de Dante. La mayor parte de lo que había hecho como ejercicios de clase en tiempos más llevaderos, no servía. Era alimento para el fuego. Aquello no era la poesía de Dante Alighieri, sino la de Henry Longfellow —el lenguaje, el estilo, el ritmo—, la poesía de alguien satisfecho de su vida. Cuando reemprendió la tarea, empezando por el Paradiso, esta vez no perseguía un estilo adecuado para trasladar las palabras de Dante. Era a este último a quien perseguía. Longfellow se apartaba del escritorio y vigilaba a sus tres hijas pequeñas, al aya, a sus pacientes hijos —ahora hombres inquietos—, al servicio que había contratado y a Dante. Longfellow comprendió que apenas podría escribir una sola palabra de su propia poesía, pero que era incapaz de dejar de trabajar sobre Dante. Sentía la pluma en su mano como un mazo. Difícil de manejar con agilidad, pero ¡qué fuerza explosiva!
Longfellow no tardó en encontrar refuerzos en torno a su mesa: en primer lugar a Lowell, y luego a Holmes, Fields y Greene. Longfellow decía a menudo que habían formado el club Dante para entretenerse durante los crudos inviernos de Nueva Inglaterra. Ésta era la manera modesta con que expresaba la importancia que para él tenía aquel trabajo. La atención a los defectos y deficiencias no era en ocasiones para Longfellow el principal motivo de acuerdo, pero cuando las críticas eran ásperas, la subsiguiente cena actuaba como desagravio.
Reanudando su revisión de aquellos últimos cantos del Inferno, Longfellow oyó un golpe hueco procedente de fuera de la casa Craigie. Trap dejó escapar un agudo ladrido.
—¿Trae? ¿Qué ocurre, viejo amigo?
Pero Trap, no hallando razón para inquietarse, bostezó y volvió a escarbar en el cálido forro de paja de su cesto de color champán. Longfellow miró en el comedor sin iluminar pero no vio nada. Luego, un par de ojos surgieron de la negrura, seguidos por lo que parecía un relámpago cegador. El corazón de Longfellow dio un vuelco, no tanto por la aparición de un rostro sino por el rostro mismo, si es que era tal, y que se desvaneció de pronto, después de que los ojos se fijaran en él. El cristal se empañó por causa del suspiro de
Longfellow, el cual retrocedió, golpeándose con una vitrina y derribando al suelo toda una colección de platos de la familia Appleton (un regalo de boda, como lo fue la propia casa Craigie, del padre de Fanny). El acumulativo estrépito que siguió resonó tumultuosamente, provocando que Longfellow emitiera un irracional grito de angustia.
Trap dio un brinco y ladró con lo que daban de sí sus escasas fuerzas. Longfellow huyó del comedor en dirección a la sala, y luego junto al perezoso fuego de leña de la biblioteca, donde examinó las ventanas en busca de otra señal de aquellos ojos. Esperaba que Jamey Lowell o Wendell Holmes aparecieran en la puerta y le pidieran excusas por el involuntario susto y por la hora tardía. Pero mientras le temblaba la mano que utilizaba para escribir, todo cuanto Longfellow podía distinguir más allá de la ventana era negrura.
Mientras el grito de Longfellow sonaba en la calle Brattle, las orejas de James Russell Lowell estaban medio sumergidas en la bañera. Escuchaba el hueco gotear del agua y dejaba que se le cerraran los párpados, preguntándose adónde había ido a parar su vida. El tragaluz de lo alto estaba abierto y sujeto con un puntal, y la noche era fría. Si Fanny entrara, sin duda lo mandaría en seguida a la cama caliente. Lowell se había alzado a la fama cuando la mayor parte de los poetas célebres eran considerablemente mayores que él, incluidos Longfellow y Holmes, que lo aventajaban en unos diez años. Se había mostrado tan satisfecho con su título de Joven Poeta, que a los cuarenta y ocho le parecía haber cometido algún error para perderlo. Fumó indiferente su cuarto cigarro del día, sin cuidar de que la ceniza ensuciara el agua. Podía recordar ocasiones, tan sólo unos pocos años antes, cuando la bañera le parecía demasiado espaciosa para su cuerpo. Se preguntaba por las hojas de navaja que años atrás guardó, escondiéndolas, en la repisa superior y ahora desaparecidas. ¿Acaso Fanny o Mab, más perspicaces de lo que él se permitía creer, sospecharon de los negros pensamientos que a menudo le rondaban mientras se bañaba? En su juventud, antes de conocer a su primera esposa, Lowell llevaba estricnina en el bolsillo del chaleco. Decía haber heredado aquella gota de sangre negra de su pobre madre. Hacia la misma época, Lowell se apoyó una pistola amartillada en la frente, pero estaba demasiado asustado para apretar el gatillo, circunstancia de la que seguía avergonzándose de corazón. Tan sólo había estado presumiendo ante sí mismo de que era capaz de una acción tan definitiva.
Cuando murió Maria White Lowell, su marido, con el que llevaba casada nueve años, se sintió viejo por vez primera, como si de repente tuviera un pasado; algo ajeno a su vida actual, de la que ahora se veía desterrado. Lowell consultó al doctor Holmes para que le diera un diagnóstico profesional sobre sus oscuras emociones. Holmes le recomendó acostarse puntualmente a las diez y media de la noche, y tomar agua fresca en lugar de café por la mañana. Le fue bien, pensaba Lowell ahora, que Wendell cambiara el estetoscopio por el atril profesoral; no hubiera tenido paciencia para presenciar el sufrimiento hasta el final.
Fanny Dunlap había sido la pequeña aya de Mabel tras la muerte de Maria, y quizá alguien al margen de su vida hubiera sabido que era inevitable que acabara sustituyendo a Maria a los ojos de Lowell. La transición a una nueva y más sencilla esposa no resultó tan difícil como Lowell había temido, y eso muchos amigos se lo recriminaron. Pero él no iba a llevar el dolor prendido en la manga. Lowell aborrecía el sentimentalismo desde el fondo de su alma. Además, la verdad era que a Maria ya no la sentía como algo real la mayor parte del tiempo. Era una visión, una idea, un débil destello en el cielo, como las estrellas que se van difuminando antes del crepúsculo matutino. «Mi Beatriz», había escrito Lowell en su diario. Pero incluso esa doctrina demandaba toda la energía del alma para creer en ella, y desde mucho antes sólo el más vago espectro de Maria ocupaba sus pensamientos.
Además de Mabel, Lowell tuvo tres hijos con Maria, el más sano de los cuales vivió dos años. La muerte de este último niño, Walter, precedió en un año a la de Maria. Fanny tuvo un aborto poco después de su matrimonio y quedó incapacitada para la maternidad. Así pues, a James Russell Lowell sólo le vivía un vástago, una hija, criada desde el principio por una segunda esposa estéril.
Cuando era pequeña, Lowell pensó que bastaba esperar que Mabel fuera una mozuela corpulenta, fuerte, vulgar, que amasara barro y trepara a los árboles. Le enseñó a nadar, a patinar y a caminar veinte millas por día, tal como él podía hacerlo.
Pero desde tiempo inmemorial los Lowell habían tenido hijos varones. El propio Jamey Lowell tenía tres sobrinos que habían servido y muerto en el ejército de la Unión. Tal era su destino. El abuelo de Lowell fue el autor de la original ley antiesclavitud de Massachusetts. Pero J. R. Lowell no había tenido hijos varones, no había un James Lowell junior que contribuyera a la mayor causa de su época. Walt había sido un niño fornido durante unos pocos meses, y seguro que hubiera llegado a ser tan alto y valeroso como el capitán Oliver Wendell Holmes junior.
Lowell dejó que sus manos se recrearan en atusarse las guías de su bigote, semejante a unos colmillos de morsa, y cuyos extremos empapados se rizaban como los de un sultán. Pensó en The North American Review y en cuánto tiempo le robaba. Organizar originales y juzgarlos era como abusar de su talento, y ya había delegado esas tareas en su codirector, más puntilloso, Charles Eliot Norton, antes de que éste emprendiera un viaje a Europa a fin de que la señora Norton recuperase la salud. Todo apartaba a Lowell de la escritura: las cuestiones de estilo, gramática y puntuación en los artículos ajenos, así como la presión de las solicitudes personales de amigos cualificados y no cualificados, todos los cuales deseaban publicar. Y también la rutina de la enseñanza contribuía a malograr sus impulsos poéticos. Más que nunca, sentía que la corporación de Harvard estaba mirando por encima de su hombro, atormentando, cribando, zapando, cavando y excavando, dragando y arañando (y temía que también maldiciendo) su cerebro, como a los muchos inmigrantes californianos. Todo lo que él necesitaba para recobrar su imaginación era tumbarse bajo un árbol durante un año, sin otro quehacer que contemplar las manchas de sol sobre la yerba. Envidió a Hawthorne en su última visita a su amigo en Concord, por la torre que se había hecho construir sobre el tejado, a la que sólo él podía acceder a través de una trampa secreta sobre la que el novelista colocaba una pesada butaca.
Lowell no oyó las ligeras pisadas que ascendían por la escalera, y no advirtió que se abría de par en par la puerta del baño. Fanny la cerró tras ella. Lowell se enderezó con un sentimiento de culpabilidad.
—Aquí entra demasiado aire, querido.
Había un brillo de inquietud en sus ojos grandes, casi orientales.
—Jamey, está aquí el hijo del encargado del campus. Le he preguntado qué ocurre, pero dice que quiere hablar contigo. Lo he hecho pasar a la sala de música. El pobre viene jadeando.
Lowell se envolvió en su batín y bajó las escaleras de dos en dos. El joven, torpe, con grandes dientes caballunos que le sobresalían del labio superior, permanecía junto al piano con los brazos cruzados, como si, nervioso, se dispusiera a dar un concierto.
—Le ruego que me perdone, señor, por la molestia... Venía yo por Brattle y creí oír un ruido fuerte en la vieja casa Craigie... Pensé llamar al profesor Longfellow para comprobar que todo estaba en orden (todos los compañeros dicen que es una persona amable), pero como no lo conozco...
El corazón de Lowell se aceleró a causa del pánico. Agarró al muchacho por los hombros.
—¿Qué era ese ruido que oíste, chico?
—Un gran golpe. Y luego un estrépito de algo que se rompía. —El joven trató sin éxito de demostrar mediante un gesto cómo fue el ruido—. El perrito, uh, Trap, ¿no se llama así?, ladró lo bastante como para excitar a Pluto. Y luego, un grito fuerte. Creo que lo fue, señor. Yo nunca había oído un alarido así, señor.
Lowell le pidió al muchacho que aguardara y corrió a su vestidor, tomando las zapatillas y los pantalones de tartán a los que, en circunstancias normales, Fanny hubiera puesto objeciones estéticas.
—Jamey, no irás a salir a estas horas —insistía Fanny Lowell—. ¡Últimamente ha habido una oleada de asaltos!
—Se trata de Longfellow. Este chico cree que ha podido ocurrirle algo.
Ella se quedó tranquila, y Lowell le prometió que cogería su fusil de caza y, con él al hombro, se encaminaría a la calle Brattle acompañado por el hijo del encargado del campus.
Longfellow aún estaba temblando cuando acudió a la puerta, y aún tembló más al ver el arma de Lowell. Se excusó por el lío y describió el incidente sin adornos, insistiendo en que su imaginación se había visto agitada momentáneamente.
—Karl —dijo Lowell, y tomó de nuevo por los hombros al hijo del encargado del campus—. Corre a la comisaría y que venga un patrullero.
—Oh, no será necesario —objetó Longfellow.
—Ha habido una oleada de robos, Longfellow. La policía inspeccionará todo el vecindario y se asegurará de que todo está en orden. Ande, no sea obstinado.
Lowell esperó que Longfellow opusiera más resistencia, pero no lo hizo. Lowell dirigió un gesto de asentimiento a Karl, que salió a todo correr hacia la comisaría con el entusiasmo infantil por las emergencias. En el estudio de la casa Craigie, Lowell se desplomó en la butaca junto a Longfellow y se ajustó el batín sobre los pantalones. Longfellow se excusó por haber molestado a Lowell con un asunto tan baladí, e insistió en que regresara a Elmwood. Pero también insistió en preparar un té.
James Russell Lowell captó que no había nada de baladí en el temor de Longfellow.
—Probablemente, Fanny está agradecida —dijo, riendo—. Protesta por mi costumbre de abrir la ventana del baño mientras estoy en la bañera. Por lo de la «muerte en el baño».
Aun ahora Lowell se sentía incómodo al pronunciar el nombre de Fanny delante de Longfellow, e inconscientemente trataba de alterar su inflexión de voz. El nombre le robaba algo a Longfellow; sus heridas aún eran recientes. Nunca hablaba de su propia Fanny. No escribió sobre ella, ni siquiera un soneto o un poema elegíaco en su memoria. Su diario no contenía una sola mención a la muerte de Fanny Longfellow en la primera entrada tras su fallecimiento, Longfellow copió unas líneas de un poema de Tennyson: «Duerme dulcemente, en paz, tierno corazón.» Lowell creía haber comprendido bien por qué Longfellow escribió tan poca poesía original en los últimos años, en su retiro dedicado a Dante. Si Longfellow escribiera sus propias palabras, la tentación de incluir el nombre de ella sería demasiado fuerte, y entonces ella sería simplemente una palabra.
—Quizá era un simple turista que vino para ver la casa de Washington —aventuró Longfellow riendo amablemente—. ¿Le dije que la semana pasada se presentó uno a ver «el cuartel del general Washington, por` favor»? Cuando se iba, supongo que planeando su próxima parada, preguntó si Shakespeare vivió en los alrededores.
Ambos rieron.
—¡Santo Dios! ¿Y qué le contestó?
—Le dije que, si Shakespeare se había mudado por aquí cerca, no me lo había encontrado.
Lowell se recostó en la butaca.
—Buena contestación, vaya que sí. Creo que la luna nunca se pone en Cambridge, a juzgar por la cantidad de lunáticos que hay por aquí. ¿Estaba trabajando en Dante a estas horas? —Las pruebas que Longfellow había sacado estaban sobre su mesa verde—. Mi querido amigo, su pluma está siempre mojada. Se está consumiendo poco a poco.
—No me fatigo excesivamente. Desde luego que, a veces, siento los obstáculos, como las ruedas atascadas en la arena profunda. Pero algo me urge a continuar con este trabajo, Lowell, y no me dejará reposar.
Lowell estudió la prueba de imprenta.
—Canto decimosexto —dijo Longfellow—. Debe ir a la imprenta, pero me resisto. Cuando Dante se encuentra con los tres florentinos dice: «S'i fossi stato dal foco coperto...»
—«Si yo hubiera estado a cubierto del fuego —leyó Lowell en la traducción de su amigo, a la vez que Longfellow recitaba en italiano—, me hubiera arrojado entre ellos, y creo que mi guía lo habría tolerado.» Sí, nunca deberíamos olvidar que Dante no es un mero observador del infierno; también corre peligro físico y metafísico a lo largo del recorrido.
—No consigo dar con la correcta versión en inglés. Algunos dirían, supongo, que en la traducción la voz del autor extranjero debería ser modificada en favor de la suavidad del verso. Por el contrario, yo quiero, como traductor, ser como un testigo en el estrado, alzando la mano derecha y jurando decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Trap empezó a ladrar junto a Longfellow y le arañó la pernera del pantalón. Longfellow sonrió.
—Trap ha ido tantas veces a la imprenta, que cree haber traducido a Dante desde el principio.
Pero Trap no ladraba por la filosofía de la traducción de Longfellow. El terrier corrió al vestíbulo. Una llamada atronadora sonó en la puerta de Longfellow.
—Ah, la policía —dijo Lowell, impresionado por la rapidez de su llegada y retorciéndose el empapado bigote.
Longfellow abrió la puerta principal.
—Vaya, esto sí que es una sorpresa —dijo con el tono de voz más hospitalario que pudo hallar en aquel momento.
—¿Qué ocurre? —preguntó J. T. Fields, de pie en el amplio umbral, frunciendo el ceño y quitándose el sombrero—. Recibí un mensaje en mitad de nuestra partida de whist, ¡precisamente en un momento en que le estaba ganando a Bartlett! —Sonrió brevemente, mientras colgaba el sombrero—. Se me pedía que viniera en seguida. ¿Todo está en orden, mi querido Longfellow?
—Yo no mandé ese mensaje, Fields —dijo Longfellow en tono de excusa—. ¿Estaba Holmes con usted?
—No, y lo estuvimos esperando media hora antes de empezar.
Un susurro de hojas secas avanzó hacia ellos. En un momento, se hizo visible la menuda figura de Oliver Wendell Holmes, con sus botas altas aplastando las hojas, media docena a un tiempo, recorriendo el sendero enladrillado de Longfellow con un paso dos veces más rápido de lo habitual en él. Fields se apartó y Holmes se apresuró a rebasarle y a entrar en el vestíbulo jadeando.
—¡Holmes! —se sorprendió Longfellow.
El frenético doctor advirtió horrorizado que Longfellow jugueteaba con un fajo de cantos de Dante.
—¡Por Dios, Longfellow! —exclamó el doctor Holmes—. ¡Aparte eso!
VI
Después de asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada, Holmes explicó en un apresurado discurso cómo, regresando a casa procedente del mercado, la idea se le había ocurrido como en un relámpago; y cómo había regresado corriendo a la facultad de Medicina, donde se encontró —¡gracias a Dios!— con que la policía se había marchado a la comisaría de Cambridge. Holmes envió un mensaje a casa de su hermano, donde se celebraba la partida de whist, a fin de que Fields acudiera a la casa Craigie cuanto antes.
El doctor agarró la mano de Lowell y la sacudió precipitadamente, más agradecido de que estuviera allí de lo que hubiese admitido.
—Estaba a punto de mandar por usted a Elmwood, querido Lowell —dijo Holmes.
—¿Le ha dicho algo a la policía, Holmes? —preguntó Longfellow.
—Por favor, Longfellow, vamos todos al estudio. Prométanme que todo cuanto les diga lo mantendrán en la más estricta confidencialidad.
Nadie puso objeciones. Resultaba insólito ver al pequeño doctor tan serio. Su papel de gracioso aristocrático había cristalizado hacía mucho tiempo, en gran parte para diversión de Boston y para incomodidad de Amelia Holmes.
—Hoy se ha descubierto un asesinato —anunció Holmes con un tenue susurro, como para probar si en la casa había oídos furtivos o para proteger su terrible historia de los atestados anaqueles de folios. Se apartó de la chimenea, sin duda temeroso de que la conversación pudiera subir tiro arriba—. Estaba yo en la facultad de Medicina —empezó al cabo—, adelantando algún trabajo, cuando llegó la policía solicitando una de nuestras aulas para una investigación. El cuerpo que trajeron estaba cubierto de suciedad, ¿comprenden?
Holmes hizo una pausa, no buscando un efecto retórico, sino para recobrar el aliento. A causa de la emoción había hecho caso omiso de los zumbidos de su asma.
—Holmes, ¿qué tiene eso que ver con nosotros? ¿Por qué me ha hecho abandonar a toda prisa la partida en casa de John? —preguntó Fields.
—¡Aguarden! —dijo Holmes con un brusco movimiento de la mano. Apartó el pan que le había encargado Amelia y sacó el pañuelo—. El cadáver, el hombre muerto, sus pies... ¡Que Dios nos ampare!
Los ojos de Longfellow se iluminaron con un brillante azul. Apenas había hablado, pero prestaba la mayor atención al comportamiento de Holmes. Le propuso amablemente:
—¿Un trago, Holmes?
—Sí, gracias —aceptó Holmes, secándose su frente sudorosa—. Les pido excusas. Me he apresurado a venir como una flecha; estaba demasiado intranquilo para tomar un coche de punto, demasiado impaciente y atemorizado para encontrarme con alguien al ir a tomarlo.
Longfellow se encaminó con paso tranquilo a la cocina. Holmes esperó a que le trajera la bebida y los otros dos esperaron a Holmes. Lowell sacudió la cabeza con gesto de seria conmiseración hacia el trastorno de su amigo. El anfitrión reapareció con un vaso de brandy con hielo, que era como lo prefería Holmes, quien se apresuró a cogerlo y apurarlo.
—Aunque una mujer tentó a un hombre a que comiera, mi querido Longfellow —dijo Holmes—, nunca se ha oído que Eva tuviera algo que ver con la bebida, de manera que ésta fue cosa sólo del hombre.
—Venga, Wendell, a lo nuestro —lo urgió Lowell.
—Muy bien. Yo lo vi. ¿Comprenden? Yo vi el cadáver de cerca, tan de cerca como estoy viendo a Jamey ahora mismo —precisó Holmes acercándose a la butaca de Lowell—. Ese cuerpo había sido quemado vivo, cabe abajo, con los pies en el aire. Y las plantas de ambos pies, señores, estaban horriblemente quemadas. Estaban tostadas hasta quedar crujientes, algo que nunca... Bueno, algo que nunca olvidaré hasta que la naturaleza me mande a criar malvas.
—Mi querido Holmes —dijo Longfellow, pero Holmes ya no iba a detenerse, ni siquiera para ceder la palabra a Longfellow.
—Estaba sin ropa. No sé si la policía se la quitó... No, creo que lo encontraron así, por algunas cosas que dijeron. Vi su cara, ¿saben? —Holmes fue a tomarse otro trago pero sólo encontró un resto de bebida y agarró con los dientes un trozo de hielo.
—Era un reverendo —dijo Longfellow.
Holmes se volvió, con una expresión incrédula, y cascó el hielo con las muelas.
—Sí, exactamente.
—Longfellow, ¿cómo lo ha sabido? —preguntó Fields volviéndose a su vez, muy confuso de repente ante el relato, el cual seguía creyendo que no le concernía en absoluto—. Eso no ha podido publicarlo ningún periódico, y sólo Wendell fue testigo...
Y entonces Fields se dio cuenta de lo que había sabido Longfellow. También Lowell lo captó. Lowell se encaró con Holmes, como si fuera a pegarle.
—¿Cómo pudo usted saber que el cuerpo estaba cabeza abajo, Holmes? ¿Se lo dijo la policía?
—Bueno, no exactamente.
—Ha estado usted buscando una razón para detener la traducción a fin de no tener problemas con Harvard. Todo eso es una conjetura.
—Nadie puede negarme lo que vi —replicó Holmes con brusquedad—. La medicina es una materia que ninguno de ustedes ha estudiado. Yo he dedicado la mejor parte de mi vida en Europa y Norteamérica al estudio de mi profesión. Si usted o Longfellow empezaran a hablar de Cervantes, yo admitiría mi ignorancia; bueno, no, yo estoy adecuadamente informado sobre Cervantes, pero les escucharía a ustedes porque han dedicado tiempo a su estudio.
Fields se dio cuenta de lo nervioso que estaba Holmes.
—Lo entendemos, Wendell. Por favor, continúe.
Si Holmes no se hubiera detenido para respirar, se habría desmayado.
—Ese cadáver se colocó cabeza abajo, Lowell. Yo vi que los regueros de lágrimas y de sudor le habían corrido por la frente; escuche bien, por la frente arriba. La sangre se había concentrado en la cabeza. Entonces percibí el horror reflejado en el rostro, que reconocí como el del reverendo Elisha Talbot.
El nombre los sorprendió a todos. El viejo tirano de Cambridge puesto cabeza abajo, prisionero, cegado por la suciedad, incapaz de moverse excepto, tal vez, para agitar desesperadamente sus pies llameantes, al igual que los simoníacos de Dante, los clérigos que aceptaban dinero por abusar de sus títulos...
—Pero hay más, por si esto no les basta. —Holmes masticaba ahora el hielo con gran celeridad—. Un policía de la indagatoria dijo que lo encontraron en el cementerio de la Segunda Iglesia Unitarista, ¡o sea, de la iglesia de Talbot! El cuerpo estaba cubierto de suciedad de la cintura para arriba, pero no había ni una sola mota por debajo de la cintura. ¡Lo enterraron desnudo, cabeza abajo, con los pies al aire!
—¿Cuándo lo encontraron? ¿Quién estaba allí? —preguntó Lowell.
—¡Por Dios! —exclamó Holmes—. ¿Cómo podría saber yo esos detalles?
Longfellow observó la gruesa manecilla de su reloj, que emitía su tictac despreocupadamente, aproximándose con desgana a las once.
—La viuda de Healey anunció una recompensa en el periódico de la noche. El juez Healey no murió de muerte natural. Ella cree que también fue asesinado.
—¡Pero el de Talbot no es un simple asesinato, Longfellow! ¿Puedo decir lo que está claro como el agua? ¡Es Dante! ¡Alguien ha utilizado a Dante para matar a Talbot! —exclamó Holmes, con la frustración pintada en sus enrojecidas mejillas.
—¿Ha leído usted la última edición, mi querido Holmes? —preguntó Longfellow pacientemente.
—¡Desde luego! Bueno, creo que sí. —En efecto, había echado una rápida mirada al periódico en el vestíbulo de la facultad de Medicina, cuando se dirigía a preparar unos dibujos anatómicos para la clase del lunes—. ¿Qué decía?
Longfellow encontró el periódico. Fields lo tomó y leyó en voz alta, después de calarse un par de gafas cuadradas que sacó del bolsillo del chaleco:
—«Nuevas revelaciones relativas a la espantosa muerte del juez presidente Artemus S. Healey.» Una típica errata de imprenta. El segundo nombre de Healey era Prescott.
—Por favor, Fields —dijo Longfellow—, pase de largo la primera columna. Lea cómo fue hallado el cadáver, en los prados que se extienden tras la casa de Healey, no lejos del río.
—«Ensangrentado..., totalmente despojado de su traje y de su ropa interior..., hallado hecho un tremendo hervidero de...» —Continúe, Fields.
—¿De insectos?
Moscas, avispas, larvas, tales eran en concreto los insectos catalogados por el periódico. Y cerca, en los terrenos de Wide Oaks, se encontró una bandera que los Healey no lograban explicar. Lowell pretendió negar los pensamientos que habían cundido en la habitación con la lectura del periódico, y en lugar de eso recuperó su anterior postura, repantigado en la butaca, temblándole el labio inferior, como siempre sucedía cuando no se le ocurría qué decir.
Intercambiaron miradas inquisitivas, esperando que entre ellos hubiera uno que aventajara a los demás en perspicacia y fuera capaz de explicar todo aquello como una coincidencia, con un argumento bien fundamentado o con una ocurrencia inteligente que invalidara la conclusión de que el reverendo Talbot había sido asado con los simoníacos y el juez presidente Healey, arrojado entre los tibios. Cada detalle añadido confirmaba lo que ellos no podían negar.
—Todo encaja —dijo Holmes—. Todo encaja en el caso de Healey: el pecado de tibieza y el castigo. Durante demasiado tiempo se negó a aplicar la Ley de Esclavos Fugitivos. Pero ¿qué hay con Talbot? Nunca oí un solo rumor de que abusara del poder que le otorgaba el púlpito. ¡Ayúdame, Febo! —Holmes dio un salto cuando se percató del fusil apoyado en la pared—. Longfellow, ¿qué demonios hace eso ahí?
Lowell se sobresaltó al evocar el motivo que lo había llevado el primero a la casa Craigie.
—Verá, Wendell, Longfellow creyó que podía haber un ladrón acechando fuera. Hemos mandado al chico del encargado del campus a avisar a la policía.
—¿Un ladrón? —preguntó Holmes.
—Un fantasma —corrigió Longfellow sacudiendo la cabeza.
Fields golpeó la alfombra con movimiento nada gracioso del pie.
—¡Bien, muy oportuno! —Y volviéndose a Holmes—: Mi querido Wendell, usted será recordado como un buen ciudadano por esto. Cuando llegue el agente, le decimos que tenemos información sobre esos crímenes y le pedimos que regrese con el jefe de policía.
Fields había empleado su tono más autoritario, pero lo atenuó y dirigió una mirada a Longfellow demandando su respaldo.
Longfellow no se movió. Sus pétreos ojos azules miraban adelante, a los lomos ricamente decorados de sus libros. No estaba claro si había atendido a la conversación. Aquella mirada rara, remota, mientras permanecía sentado en silencio, paseando su mano por los mechones de su barba, cuando su invencible tranquilidad se enfriaba, cuando su cutis femenil parecía oscurecerse ligeramente, hizo sentirse incómodos a sus amigos.
—Sí —dijo Lowell, tratando de proyectar algún alivio colectivo a las palabras de Fields—. Desde luego que informaremos a la policía de nuestras suposiciones. Sin duda eso aportará información vital para aclarar esta confusión.
—¡No! —exclamó Holmes—. No, no debemos decírselo a nadie, Longfellow —dijo el doctor con tono de desesperación—. ¡Debemos mantener esto entre nosotros! ¡Todos los que estamos en esta habitación hemos de mantener el asunto en secreto, como prometimos, aunque el cielo se hunda!
—¡Vamos, Wendell! —Lowell se inclinó hacia el menudo doctor—. ¡No es cuestión de actuar como si no pasara nada! ¡Han sido asesinados dos hombres, dos hombres de nuestra clase!
—Sí, ¿y quiénes somos nosotros para meternos en este horrendo asunto? —se lamentó Holmes—. ¡La policía está investigando, seguro, y encontrará al responsable sin nuestra intervención!
—¡Que quiénes somos nosotros para meternos! —remedó Lowell—. ¡No hay posibilidad de que a la policía se le ocurra eso, Wendell! ¡Debe de estar dando palos de ciego mientras nosotros permanecemos aquí sentados!
——¿Preferiría usted que dieran palos a nuestros disparatados cuentos, Lowell? ¿Qué sabemos nosotros de asesinatos?
—Entonces, ¿por qué viene usted a inquietarnos con eso, Wendell?
—¡Porque debemos protegernos! Les he hecho un favor —dijo Holmes—. ¡Esto puede ponernos en peligro!
—Jamey, Wendell, por favor... —terció Fields.
—Si van ustedes a la policía no cuenten conmigo —añadió Holmes alzando la voz, mientras tomaba asiento—. Háganlo, pero me opongo por principio y dejo bien clara mi negativa.
—Observen, caballeros —dijo Lowell con un elocuente ademán que señalaba a Holmes—. El doctor Holmes adopta su postura habitual cuando el mundo lo necesita: se sienta sobre sus posaderas.
Holmes paseó la mirada por la habitación, esperando que alguien hablara en su favor, y luego se hundió más en su butaca, removiendo suavemente su cadena de oro de la que pendía su llave Phi Beta Kappa, y comparando la hora de su reloj de bolsillo con el reloj de caoba de Longfellow, casi seguro de que en cualquier momento todos los relojes de Cambridge iban a pararse.
Lowell extremó sus dotes de persuasión cuando habló en tono suave pero seguro, volviéndose hacia Longfellow:
—Mi querido Longfellow, cuando llegue el agente de policía deberíamos tener preparada una nota dirigida a su jefe, explicando lo que creemos haber descubierto aquí esta noche. Luego, podemos olvidarnos de ello, tal como desea nuestro querido doctor Holmes.
—Voy a empezar —decidió Fields, dirigiéndose al cajón donde Longfellow guardaba el material de escritorio.
Holmes y Lowell reemprendieron su discusión. Longfellow respiraba con pequeños suspiros. Fields se detuvo con la mano en el cajón. Holmes y Lowell callaron.
—Por favor, no demos un salto a ciegas. Primero escúchenme —dijo Longfellow—. ¿Quién está enterado de esos crímenes en Boston y, Cambridge?
—Bien, ésa es la cuestión —replicó Lowell, a quien atemorizaba mostrarse ineducado con el único hombre, después de su difunto padre, al que veneraba—. ¡Todos en esta bendita ciudad, Longfellow! Uno aparece en primera plana de todos los periódicos. —Señaló los titulares con la muerte de Healey—. Y le seguirá el crimen de Talbot antes de que cante el gallo. ¡Un juez y un predicador! ¡Mantener al público alejado de eso sería tanto como privarlo del bistec y la cerveza!
—Muy bien. ¿Y quién más en la ciudad tiene conocimiento de Dante? ¿Quién más sabe que le piante erano a tutti accese intrambe? ¿Cuántos de los que pasean por las calles Washington y School, mirando las tiendas o deteniéndose en Jordan y Marsh para ver la última moda de sombreros, piensan que rigavan lor di sangue il volto, che, mischiato di lagrime, y se imaginan el espanto de esos fastidiosa vermi, esos enojosos gusanos?
»Díganme quién en nuestra ciudad, no, en Norteamérica hoy día, conoce las palabras de Dante en su obra, en cada canto, en cada terceto. ¿Saben lo suficiente para empezar a pensar en cómo convertir los detalles de los castigos del Inferno de Dante en modelos de asesinato?
En el estudio de Longfellow, el más apreciado de Nueva Inglaterra por los amantes de la conversación, se hizo un misterioso silencio. Nadie en la estancia pensó en responder a la pregunta, porque la estancia misma era la respuesta: Henry Wadsworth Longfellow, el profesor James Russell Lowell, el profesor doctor Oliver Wendell Holmes, James Thomas Fields y un reducido número de amigos y colegas.
—¡Santo Dios! —exclamó Fields—. Sólo un puñado de personas sería capaz de leer italiano, por no hablar del italiano de Dante, e incluso, entre los que pudieran sacar algo en limpio con la ayuda de libros de gramática y diccionarios, ¡la mayoría nunca ha tenido en las manos un ejemplar de las obras de Dante! —Fields debía saberlo. El negocio del editor consistía en conocer los hábitos de lectura de cada literato y erudito de Nueva Inglaterra y de los que, fuera, contaran para algo—. Ni lo tendrá —continuó— mientras no se publique en Norteamérica una completa traducción de Dante...
—¿Como esta en la que estamos trabajando? —Longfellow tomó las pruebas del canto decimosexto—. Si desvelamos a la policía la precisión con que esos asesinos se han inspirado en Dante y han actuado, ¿a quién podría señalar con suficiente conocimiento para cometer los crímenes?
No sólo seremos los primeros sospechosos —concluyó Longfellow—. Seremos los principales sospechosos.
—Vamos, mi querido Longfellow —replicó Fields con una risa desesperadamente seria—. Señores, no nos dejemos llevar por las emociones. Miren a su alrededor en esta habitación: profesores, representantes de las fuerzas vivas, poetas, huéspedes frecuentes de senadores y dignatarios, hombres de libros... ¿Quién pensaría realmente que estamos implicados en un asesinato? He hinchado un poco nuestra relevancia para recordarnos que somos hombres de elevada posición en Boston, ¡hombres de la alta sociedad!
—Como el profesor Webster. El patíbulo nos enseña que ninguna ley impide que a un hombre de Harvard lo cuelguen —respondió Longfellow.
El doctor Holmes se puso blanco. Aunque se sintió aliviado porque Longfellow se colocara de su lado, el último comentario lo afectó.
—Yo llevaba pocos años en mi puesto en la facultad de Medicina —dijo Holmes, dirigiendo hacia delante una mirada vidriosa—. En principio, cada uno de los profesores y el claustro en su conjunto eran sospechosos, incluso un poeta como yo. —Holmes trató de reír, pero sólo exteriorizó su amargura—. Me incluyeron en la lista de posibles agresores. Fueron a casa a interrogarme. Wendell Junior y la pequeña Amelia eran unos niños y Neddie, apenas un bebé. Fue el peor susto de mi vida.
Longfellow dijo en tono tranquilo:
—Mis queridos amigos, les rogaría que estuvieran de acuerdo, si pueden, en este punto: aunque la policía quisiera confiar en nosotros, aunque efectivamente confiara y nos creyera, estaríamos bajo sospecha hasta que se capturara al asesino. Y entonces, incluso con el criminal detenido, Dante quedaría manchado de sangre aun antes de que los norteamericanos conocieran sus palabras, y ello en una época en que nuestro país ya no puede soportar más muerte. El doctor Manning y la corporación ya desean sepultar a Dante para preservar su currículo, y eso representaría enterrarlo en un sarcófago de hierro. A Dante le aguardaría en Norteamérica la misma suerte que corrió en Florencia y para los próximos mil años. Holmes tiene razón: no se lo diremos a nadie.
Fields se volvió sorprendido a Longfellow.
—Hemos hecho voto, bajo este mismo techo, de proteger a Dante —dijo Lowell pausadamente, a la vista del rostro tenso del editor.
—¡Asegurémonos de que nos protegemos a nosotros primero, y a nuestra ciudad, o a Dante no le quedará nadie! —dijo Fields.
—Protegernos a nosotros y a Dante es ahora una sola y misma cosa, mi querido Fields —afirmó Holmes con sentido práctico, tentado por la vaga sensación de que había tenido razón a lo largo de toda la disputa—. Una y la misma. No seríamos nosotros los únicos en ser vituperados si todo esto llegara a saberse, sino también los católicos, los inmigrantes...
Fields sabía que sus poetas estaban en lo cierto. Si acudían ahora a la policía, su posición estaría en el limbo, si no en peligro real.
—Que el cielo nos ayude. Sería nuestra ruina.
Suspiró. Fields no estaba pensando en la ley. En Boston, la reputación y el rumor podían acabar con un caballero de manera más eficaz que el verdugo. Por muy queridos que fueran sus poetas, el público siempre abrigaba un insano prurito de celos contra las celebridades. Las noticias de la más ligera asociación con aquella muerte escandalosa se extenderían con más rapidez que si las transmitiera el telégrafo. A Fields le hubiera desagradado ver unas reputaciones inmaculadas afanosamente arrastradas por el fango de las calles, basándose en meras habladurías.
—Ya deben de estar al llegar —dijo Longfellow—. ¿Recuerdan ustedes esto? —Sacó una hoja de papel del cajón—. ¿Y si le echamos un vistazo ahora? Creo que se revelará por sí mismo.
Longfellow aplanó el papel del patrullero Rey con la palma de la mano. Los eruditos se inclinaron sobre la hoja para examinar la trascripción garabateada. La luz del hogar hizo brillar líneas carmesí en los atónitos rostros.
Rey había escrito: Deenan see amno atesennone turnay eeotur nodur lasheeato nay. Estas palabras les llegaron desde la sombra bajo la barba leonina de Longfellow.
—Es el segundo verso de un terceto —murmuró Lowell—. ¡Sí! ¿Cómo nos pudo pasar por alto?
Fields se hizo con el papel. El editor no estaba dispuesto a admitir que no conseguía verlo: su cabeza estaba demasiado afectada por todo lo sucedido para desenvolverse con su italiano. El papel se agitó en la mano de Fields. Delicadamente, lo devolvió a la mesa y apartó de él sus dedos.
—Dinanzi a me non fuor cose create se non etterne, e io etterno duro, lasciate ogne —recitó Lowell a Fields—. Es de la inscripción sobre la puerta del infierno, ¡es precisamente un fragmento de ella! Lascíate ogne speranza, voi ch'intrate.
Lowell cerró los ojos mientras traducía:
Antes que yo no hubo cosas creadas
sino eternas, y yo duraré eternamente.
Abandonad toda esperanza los que entráis.
También el saltador vio este signo aparecer ante él en la comisaría central de policía. Había visto a los tibios: Ignavi. Indefensos, golpeaban el aire y luego golpeaban sus propios cuerpos. Las avispas y las moscas revoloteaban en torno a sus formas blancas y desnudas. Grandes larvas se deslizaban desde los pútridos huecos de sus dentaduras, amontonándose abajo, succionando su sangre mezclada con la sal de sus lágrimas. Las almas seguían un estandarte blanco que las encabezaba como símbolo de sus anodinos senderos. El saltador sentía su propia piel bullente de moscas, aleteando de acá para allá con trocitos de piel mordisqueada, y él tenía que escapar..., al menos intentarlo.
Longfellow encontró su prueba con la traducción corregida del canto tercero, y la depositó en la mesa para efectuar la comparación.
—¡Santo cielo! —exclamó Holmes jadeando, y agarrando a Longfellow por la manga—. Ese oficial mulato asistió a la indagatoria del reverendo Talbot. ¡Y se nos presentó con esto tras la muerte del juez Healey! ¡Ya debe de saber algo!
Longfellow sacudió la cabeza.
—Recuerden que Lowell es profesor de la cátedra Smith del colegio. El patrullero quería identificar una lengua desconocida que, en ese momento, todos estuvimos demasiado ciegos para descifrar. Algunos estudiantes lo encaminaron a Elmwood la noche de nuestra sesión del club Dante, y Mabel lo envió aquí. No hay razón para creer que sabe algo de la naturaleza dantesca de estos crímenes, o que tiene noticias de nuestro proyecto de traducción.
—¿Y cómo hemos podido no darnos cuenta antes? —preguntó Holmes—. Greene pensó que esto podía ser italiano, y no le hicimos caso.
—¡Gracias al cielo —exclamó Fields—, porque la policía se nos hubiera echado encima allí mismo!
Holmes continuó, con renovado pánico:
—Pero ¿quién habría recitado la inscripción de la puerta al patrullero? Eso no puede ser una mera coincidencia. ¡Debe tener algo que ver con esos asesinatos!
—Sospecho que tiene razón —dijo Longfellow asintiendo con calma.
—¿Quién pudo haber dicho eso? —insistía Holmes, volviendo el trozo de papel una y otra vez en su mano—. Esa inscripción... —continuó—. La puerta del infierno, eso viene en el canto tercero, ¡el mismo canto en el que Dante y Virgilio caminan entre los tibios! ¡El modelo para el asesinato del juez presidente Healey!
Se multiplicaron las pisadas en el sendero de acceso a la casa Craigie, y Longfellow abrió la puerta al hijo del encargado del campus, que entró corriendo, rechinándole sus dientes salidos. Al mirar hacia el escalón de entrada, Longfellow se encontró frente a frente con Nicholas Rey.
—Me ha pedido que lo trajera, señor Longfellow —relinchó Karl al advertir la sorpresa de Longfellow, y luego miró a Rey con una mueca triste.
—Estaba en la comisaría de Cambridge —dijo Rey— ocupado en otro asunto, cuando este chico llegó para informarme de su preocupación. Otro agente está inspeccionando el exterior.
Rey casi pudo oír el pesado silencio que se hizo en el estudio al sonido de su voz.
—¿Quiere pasar, agente Rey? —Longfellow no supo qué más decir, y le explicó la causa de su alarma.
Nicholas Rey estaba de nuevo entre la profusión de imágenes de George Washington en el vestíbulo. Con la mano en el bolsillo del pantalón, manoseaba los trocitos de papel desparramados en la bóveda subterránea, húmedos aún de la arcilla empapada de la cripta. Algún fragmento de papel tenía una o dos letras escritas; otros estaban tan manchados que su contenido era irreconocible.
Rey entró en el estudio y pasó revista a los tres caballeros: Lowell, con sus bigotes como colmillos de morsa, se envolvía con el abrigo encima de su batín y de unos pantalones de tartán; y los otros dos llevaban los cuellos flojos y los corbatines enmarañados. Un fusil de dos cañones estaba apoyado en la pared, y un pan aguardaba en la mesa.
Rey posó los ojos en el hombre agitado, de fisonomía aniñada, el único que no se escudaba tras una barba.
—El doctor Holmes nos ayudó en una autopsia esta tarde, en la facultad de Medicina —explicó Rey a Longfellow—. De hecho, es ese mismo asunto el que me trae ahora a Cambridge. Gracias otra vez, doctor, por su ayuda en el caso.
El doctor se puso en pie de un salto e hizo una tambaleante inclinación, doblándose por la cintura.
—De nada, señor. Y si alguna vez necesita usted más ayuda, avíseme sin dudarlo. —Lo dijo torpemente, con tono de humildad, y luego tendió a Rey su tarjeta, olvidando por un momento que no había prestado ayuda alguna. Pero Holmes estaba demasiado nervioso para hablar con sensatez—. Quizá eso que suena como a inútil latín, prognosis, pudiera ayudar modestamente a atrapar a ese asesino que merodea por la ciudad.
Rey permaneció quieto y asintió apreciativamente.
El hijo del encargado del campus tomó a Longfellow por el brazo y se lo llevó aparte.
—Lo siento, señor Longfellow —dijo el muchacho—. No creí que fuera policía porque no lleva uniforme, sino una chaqueta corriente. Pero el otro oficial de allí me dijo que los concejales le hacen ir de paisano para que nadie se sienta molesto porque es un poli negro y le pegue.
Longfellow despidió a Karl con la promesa de unos dulces otro día.
En el estudio, Holmes, basculando de un pie a otro como si pisara ascuas, impedía que Rey viera la mesa del centro. Aquí, un periódico con los titulares del asesinato de Healey; allá, al lado, la traducción inglesa de Longfellow del canto tercero, el modelo de aquel crimen; y entre ambos, el trozo de papel con la nota de Nicholas Rey: Deenan see amno atesennone turnay eeotur nodur lasheeato nay.
Detrás de Rey, Longfellow traspuso el umbral del estudio. Rey notó su respiración entrecortada. Advirtió que Lowell y Fields miraban de forma extraña la mesa que había detrás de Holmes.
Rápidamente, con un movimiento casi imperceptible, el doctor Holmes alargó el brazo y agarró la nota del oficial.
—Oh, agente —dijo el doctor—. ¿Le devolvemos la nota?
Rey creyó ver un súbito rayo de esperanza, y preguntó tranquilamente:
—¿Han podido ustedes...?
—Sí, sí —dijo Holmes—. Pero sólo en parte. Hemos buscado los sonidos de todas las lenguas en los libros, mi querido agente, y me temo que nuestra conclusión más probable es que se trata de inglés chapurreado. —Holmes tomó aliento y con mirada grave recitó—: See no one tour, nay, O turn no doorlatch out today. Más bien shakespeariano y algo disparatado, ¿no cree usted?
Rey miró a Longfellow, que parecía tan sorprendido como él.
—Bien, le agradezco que se acordara, doctor Holmes —dijo Rey—. Sólo me queda desearles buenas noches, caballeros.
Todos se congregaron en la entrada mientras Rey se desvanecía en el sendero de acceso.
—¿Turn no doorlatch? —preguntó Lowell.
—¡Tenía que alejarlo de cualquier sospecha, Lowell! —exclamó Holmes—. Usted podía haber adoptado una actitud más convencida. Una buena regla para el actor que maneja marionetas es no dejar que el público le vea las piernas.
—Fue una buena ocurrencia, Wendell —dijo Fields palmeando calurosamente el hombro de Holmes.
Longfellow fue a hablar pero no pudo. Entró en el estudio y cerró la puerta, dejando a sus amigos, cohibidos, en el vestíbulo.
—Longfellow, querido Longfellow —lo llamó Fields, golpeando suavemente la puerta.
Lowell tomó del brazo a su editor y sacudió la cabeza. Holmes se dio cuenta de que tenía algo en la mano y se lo tendió a los demás. Era la nota de Rey.
—Miren. El agente Rey olvidó esto.
Pero ya no la miraban. Era la fría piedra grabada con letras oscuras en lo alto de las puertas abiertas del infierno, donde Dante se detuvo lleno de dudas y Virgilio lo empujó para proseguir.
Lowell, airado, arrugó el papel y arrojó las mutiladas palabras de Dante a la llama de la lámpara del vestíbulo.
VII
Oliver Wendell Holmes llegaba tarde a la siguiente reunión del club Dante, que él sabía iba a ser la última. No aceptó hacer el trayecto en el carruaje de Fields, aunque el cielo sobre la ciudad se había ennegrecido. El poeta y médico apenas emitió un suspiro cuando la tela de su paraguas crujió al verterse la lluvia que se deslizaba sobre las capas de hojas, las últimas depositadas aquel otoño frente a la casa de Longfellow. Muchas cosas iban mal en el mundo para que él se preocupara por sus achaques. En los ojos de Longfellow, que claramente le daban la bienvenida, había incomodidad, faltaba serenidad para comunicarse, no respondían a la pregunta que le tenía hecho un nudo en el estómago al doctor: ¿cómo continuamos ahora?
Les diría durante la cena que renunciaba a colaborar en la traducción de Dante. Lowell podía estar tan desorientado por los recientes acontecimientos como para acusarlo de deserción. Holmes temía que se le tomara por un diletante, pero no había modo de poder leer a Dante como de costumbre, con el «aroma» en el aire de la carne chamuscada del reverendo Talbot. En cierto sentido, resultaba chocante que si de algo eran responsables, que si en algo habían ido demasiado lejos, si sus lecturas semanales de Dante habían dado suelta a los castigos del Inferno en el aire de Boston, todo eso se debía a su gozosa fe en la poesía.
Un solo hombre había causado media hora antes la misma convulsión que un ejército de miles de hombres.
James Russell Lowell. Estaba calado, aunque sólo había ido a la vuelta de la esquina, pues consideraba ridículos los paraguas, aquellos artefactos sin sentido. El fuego suave de carbón mate con leños de nogal americano irradiaba de la amplia chimenea, y el calor hacía relucir la humedad de la barba de Lowell como si tuviera luz propia.
Lowell llevó aparte a Fields en el Corner aquella semana, y explicó que no podía vivir de aquella manera. Su silencio ante la policía era necesario; muy bien. El buen nombre de todos debía ser protegido; muy bien. Dante también debía ser protegido; muy bien. Pero ninguno de esos elevados razonamientos borraba un hecho elemental: había vidas en peligro.
Fields dijo que trataría de llegar a una idea sensata. Longfellow manifestó ignorar lo que Lowell imaginaba que pudieran hacer. Holmes tuvo éxito en eludir a su amigo. Lowell hizo cuanto pudo para conseguir que los cuatro se reunieran, pero hasta aquel día se habían resistido a juntarse, con la misma decisión que imanes que se repelieran.
Ahora que estaban sentados en círculo, el mismo círculo en torno al cual se sentaron durante dos años y medio, sólo había una razón para que Lowell no sacudiera los hombros de los presentes, uno tras otro. Y esa razón estaba delicadamente agazapada en la butaca verde y soportando el peso de los folios de Dante: todos habían prometido no revelar su descubrimiento a George Washington Greene.
Allí estaba él, con los frágiles dedos desplegados para calentarse al fuego. Los otros conocían la delicada salud de Greene, y no podían abrumarlo con las noticias de violencia que conocían. Así, el anciano historiador y predicador retirado, lamentando en tono despreocupado su falta de tiempo para ordenar sus pensamientos, debido a que Longfellow distribuyó los cantos a última hora, demostró ser el único miembro animoso de aquella velada del miércoles.
A principios de semana, Longfellow envió recado a sus eruditos para que revisaran el canto vigesimosexto, donde Dante se encuentra con el alma llameante de Ulises, el héroe griego de la guerra de Troya. Este canto era uno de los favoritos del grupo, de modo que cabía la esperanza de que les infundiera un renovado vigor.
—Gracias a todos por venir —dijo Longfellow.
Holmes recordó el funeral que, retrospectivamente, había anunciado el comienzo de la traducción de Dante. Cuando se difundió la noticia de la muerte de Fanny, algunos brahmanes de Boston experimentaron un involuntario toque de placer —algo que ellos jamás reconocieron o admitieron, ni siquiera ante sí mismos— cuando al despertarse una mañana se enteraron de que la desgracia había visitado a alguien tan increíblemente bendecido por la vida. Longfellow parecía haber alcanzado el talento y el lujo sin el menor contratiempo. Si el doctor Holmes hubiera experimentado algo menos respetable que la completa y total angustia por la pérdida de Fanny en aquel terrible incendio, quizá habría sentido algo que cabría calificar de sorpresa o de emoción egoísta, y se habría atrevido a ayudar a Henry Wadsworth Longfellow en un momento en que necesitaba curación.
El club Dante devolvió la vida a un amigo. Y ahora, ahora, se habían cometido dos asesinatos usando como pretexto a Dante. Y cabía suponer que habría un tercero o un cuarto, mientras ellos permanecían sentados junto al fuego, con las pruebas de imprenta en la mano.
—Cómo podemos ignorar... —espetó James Russell atolondradamente, antes de reprimir sus pensamientos con una amarga mirada al distraído Greene, que escribía una anotación al margen de su prueba.
Longfellow leyó y expuso el canto de Ulises, sin detenerse para darse por enterado del interrumpido comentario. Su imborrable sonrisa revelaba tensión y aparecía borrosa, como si la hubiese tomado prestada de una reunión anterior.
Ulises se encontró en el infierno entre los malos consejeros, como una llama incorpórea, ondulando su extremo de acá para allá como una lengua que se agitaba. Algunos, en el infierno, se resistían a contar a Dante sus historias, y otros se mostraban impúdicamente dispuestos. Ulises estaba por encima de esas vanidades.
Ulises le cuenta a Dante que después de la guerra de Troya, siendo ya un soldado mayor, no regresó a Ítaca junto a su esposa y su familia. Convenció a los escasos supervivientes de su tripulación para continuar más allá de la línea que ningún mortal debía traspasar, a fin de burlar al destino y obtener conocimiento. Se produjo un torbellino y el mar los engulló.
Greene era el único que tenía mucho que decir sobre el tema. Estaba pensando en el poema de Tennyson basado en aquel episodio de Ulises. Sonrió tristemente y comentó:
—Creo que deberíamos considerar la inspiración que Dante aporta a la interpretación de esta escena por lord Tennyson. «Qué pesado es detenerse, llegar al final —prosiguió Greene, recitando donosamente a Tennyson de memoria—. ¡Enmohecerse sin lustre, no brillar por el desgaste! ¡La vida sería como respirar! Una vida sobrepuesta a otra vida aún sería pequeña cosa, y de una sola de esas vidas —hizo una pausa, con una visible neblina en los ojos— poco es lo que me queda.» Dejemos que Tennyson sea nuestro guía, queridos amigos, pues en su aflicción vivió algo en común con Ulises; sintió el deseo de triunfar en el viaje final de la existencia.
Tras unas respuestas vehementes de Longfellow y Fields, el comentario del anciano Greene dio paso a sonoros ronquidos. Una vez hecha su contribución, se consumió. Lowell mantenía fuertemente agarradas sus pruebas y apretaba los labios como un escolar obstinado., Su frustración por la elegante charada iba en aumento, y su mal genio se manifestaba continuamente.
Cuando no pudo conseguir que alguien hablara, Longfellow dijo en tono de súplica:
—Lowell, ¿tiene usted algún comentario que hacer sobre este terceto?
Sobre uno de los espejos del estudio había una estatuilla de mármol blanco de Dante Alighieri. Los ojos huecos los miraban cruelmente. Lowell murmuró:
—¿No escribió el propio Dante que ninguna poesía puede ser traducida? Sin embargo, nosotros nos reunimos y asesinamos alegremente sus palabras.
—¡Por favor, Lowell! —dijo Fields suspirando, y a continuación se disculpó con la mirada ante Longfellow—. Hacemos lo que debemos —susurró el editor con voz ronca, en un tono lo bastante alto para reprender a Lowell pero sin despertar a Greene.
Lowell se inclinó ansiosamente.
—Necesitamos hacer algo... Necesitamos decidir...
Holmes abrió mucho sus vivaces ojos, los dirigió a Lowell y luego señaló a Greene o, con más precisión, a la velluda oreja de Greene. El anciano podía despertar en cualquier momento. Holmes agitó el dedo y se lo pasó por el largo cuello en señal de silencio sobre el tema.
—¿Y, en cualquier caso, qué quiere usted que hagamos? —preguntó Holmes.
Quiso que eso sonara lo bastante ridículo para contrarrestar aquellas digresiones hechas en tono apagado. Pero la pregunta retórica se cernía sobre la habitación con la enormidad de la techumbre de una catedral.
—Desgraciadamente, no hay nada que hacer —murmuró ahora Holmes, tirándose del corbatín y tratando de recuperar su pregunta. Sin éxito.
Holmes había dado suelta a algo. Era el desafío que aguardaba ser planteado, el desafío que sólo podría evitarse hasta el momento en que se expresara en voz alta, cuando los cuatro hombres estuvieran respirando el mismo aire.
El rostro de Lowell enrojeció por efecto de una candente necesidad. Se quedó mirando la rítmica respiración de George Washington Greene y, simultáneamente, su mente se llenó con todos los sonidos de la reunión: el agradecimiento desesperado de Longfellow por su presencia; Greene recitando a Tennyson con voz cascada; los suspiros como resuellos de Holmes; las majestuosas palabras de Ulises, pronunciadas primero desde la cubierta de su predestinado navío y luego repetidas en el Infierno. Todo esto junto retumbaba en su cerebro y forjaba algo nuevo.
El doctor Holmes observó cómo Lowell abarcaba su frente con sus fuertes dedos. No supo qué indujo a Lowell a decir aquello el primero. Se sorprendió. Quizá esperaba que Lowell vociferase y gritase para animarlos; quizá esperaba eso como uno espera algo familiar. Pero Lowell tenía la exquisita sensibilidad de un gran poeta en tiempos de crisis. Empezó, pensativo, con un susurro, y las rígidas facciones de su rostro enrojecido se fueron relajando gradualmente.
—«Mis marineros, almas que os habéis afanado, que habéis trabajado, que habéis pensado conmigo...»
Era un verso del poema de Tennyson. Ulises animando a su tripulación a desafiar la condición de mortales.
Lowell se inclinó y, sonriendo, continuó con una seriedad que provenía en igual medida de su voz metálica y de las propias palabras.
... tú y yo somos viejos;
pero la edad avanzada tiene su honor y su afán.
La muerte lo clausura todo; pero algo queda antes del fin,
aún puede llevarse a cabo alguna empresa noble...
Holmes estaba aturdido, aunque no por el poder de las palabras, pues hacía tiempo que había confiado el poema de Tennyson a la memoria. Estaba abrumado por el significado inmediato que tenía para él. Sintió un temblor interior. No hubo recital: Lowell estaba hablándoles. Longfellow y Fields también mantenían la mirada fija, que reflejaba un extremo embeleso y temor, porque comprendían con gran claridad. Con una sonrisa mientras hablaba, Lowell se atrevió a encontrar la verdad que había tras los dos asesinatos.
Los rociones de lluvia, fría y aulladora, golpeaban las ventanas. Al principio parecían concentrarse en una sola, pero luego desplazaban su ataque en el sentido de las manecillas del reloj. Descargó un relámpago, se produjo la ancestral traza del trueno y siguió el estrépito de las contraventanas. Antes de que Holmes se diera cuenta, la voz de Lowell emergió por un momento, pero ya no siguió recitando.
Entonces habló Longfellow, reanudando el poema de Tennyson con el mismo susurro suplicante:
... los profundos
lamentos rondan con muchas voces. Venid, amigos míos,
no es demasiado tarde para ir en busca de un mundo nuevo...
Longfellow volvió la cabeza hacia su editor, con una mirada inquisitiva: ahora es su turno, Fields.
Fields agachó la cabeza ante la invitación. Su barba descansó sobre su levita abierta y se frotó contra la cadena del chaleco. Holmes sentía pánico de que Lowell y Longfellow se hubieran lanzado a la causa imposible, pero había esperanza. Fields era el ángel guardián de sus poetas y no los arrastraría de cabeza al peligro. Fields había permanecido libre de traumas en su vida personal; nunca trató de tener hijos, y así se ahorró la pena por niños que no vivían más allá de su primer o segundo cumpleaños, o de madres convertidas en cadáveres en las mismas camas donde daban a luz. Libre de compromisos domésticos, dedicó sus energías protectoras a sus autores. Una vez, Fields pasó una tarde entera discutiendo con Longfellow sobre un poema que narraba el naufragio del Hesperus. El debate hizo que Longfellow olvidara su planeada excursión en el barco de lujo de Cornelius Vanderbilt, que horas más tarde se incendió y se fue a pique. Del mismo modo, Holmes rezaba para que llegara el momento en que Fields decidiera prescindir de consideraciones y se abriera paso a codazos hasta que pasara el peligro.
El editor debía saber que ellos eran hombres de letras, no de acción (y que seguirían siéndolo en los años siguientes). Aquella locura era la que leían, la que versificaban para alimentar a una audiencia anhelante, a una humanidad en mangas de camisa, a unos guerreros que se lanzaban a batallas que nunca podrían ganar; ése era el material de la poesía.
Fields abrió la boca, pero luego vaciló, como alguien que trata de hablar en un sueño agitado pero no puede. De pronto pareció mareado. Holmes emitió un suspiro de simpatía, como telegrafiando su aprobación por la duda. Pero luego Fields, mirando con ceño fruncido primero a Longfellow y después a Lowell, se puso en pie de un salto y susurró un vibrante poema de Tennyson. Era una aceptación de lo que estaba por llegar:
... y a pesar
de que ahora no somos la fuerza que en días pasados
movía tierra y cielo, lo que somos, lo somos...
¿Somos lo bastante fuertes para esclarecer un asesinato?, se preguntaba el doctor Holmes. ¡Menudo disparate! Se habían .producido asesinatos, algo horrendo, pero nada demostraba, pensó Holmes, recurriendo a su mente científica, que fuera a perpetrarse otro. Su relación con los hechos podía, para bien o para mal, ser fruto del azar. La mitad de él lamentaba incluso haber presenciado la indagatoria en la facultad de Medicina, y la otra mitad deploraba haber comunicado su descubrimiento a sus amigos. Sin embargo, no podía dejar de formularse preguntas. ¿Qué haría Junior? El capitán Holmes. El doctor entendía la vida desde muchos puntos de vista y podía moverse fácilmente de uno a otro, colocarse bajo o alrededor de una situación dada. Junior, en cambio, poseía el don y el talento de la estricta decisión. Sólo quienes son estrictos pueden mostrarse verdaderamente audaces. Holmes cerró los ojos, apretándolos.
¿Qué haría Junior? Pensó en ello mientras evocaba la compañía a cuyo mando estuvo Wendell Junior, con su brillo azul y oro mientras abandonaba su campo de instrucción. «Buena suerte. Ojalá yo fuera lo bastante joven para combatir.» Y así sucesivamente. Pero él no deseó eso. Había dado gracias al cielo por no ser ya joven.
Lowell se inclinó hacia Holmes y repitió las palabras de Fields con una paciente suavidad y un tono indulgente, raro en él, y forzado.
—«Lo que somos, lo somos...»
Lo que somos, lo somos: lo que elegimos ser. Esto calmó un poco a Holmes. Los tres amigos que lo esperaban se mostraron de acuerdo. Pero él podía marcharse con las manos en los bolsillos. Inhaló con una profunda respiración asmática, a la que siguió una no menos pronunciada exhalación de alivio. Pero en lugar de completar el movimiento, Holmes escogió. No reconoció su propia voz, una voz lo bastante serena como para pertenecer a la noble llama que habló a Dante. Se limitó a reconocer su razón por la decisión de sus palabras, las palabras de Tennyson, que cobraron vida:
—«... lo que somos, lo somos. / Un temple igual de corazones heroicos, / debilitados por el tiempo y el destino, pero con voluntad fuerte / para afanarse, para buscar, para encontrar —hizo una pausa— y para no ceder.»
—Afanarse —murmuró Lowell meditada, metódicamente, estudiando uno tras otro los rostros de sus compañeros y deteniéndose en el de Holmes—. Buscar. Encontrar...
El reloj dio la hora y Greene se agitó, pero no hubo necesidad de comunicación: el club Dante había renacido.
—Oh, mil perdones, mi querido Longfellow —murmuró Greene, despertándose con las lentas campanadas del viejo reloj—. ¿Me he perdido algo?
CANTO SEGUNDO
VIII
En los bajos fondos de Boston, casi todo siguió igual la semana en que se descubrió el cadáver del reverendo Talbot. Permaneció inalterado el triángulo de calles donde las viviendas pobres, las tabernas, los burdeles y los hoteles baratos habían alejado a aquellos residentes que podían permitirse ser alejados; donde un vapor blanco azulado manaba de tubos que salían formando codo de los cristales y las chapas de hierro; y donde las aceras estaban cubiertas de cáscaras de naranja y de gozosos cantos y bailes a horas desusadas. Hordas de negros iban y venían en los tranvías de caballos. Muchachas jóvenes, lavanderas y criadas llevaban el pelo recogido con pañuelos de colores, y sus bamboleantes adornos producían una música metálica. Podía verse a algún soldado o marinero negro de uniforme, lo cual todavía resultaba discordante. Lo mismo que cierto mulato que caminaba con un notable balanceo por las calles, ignorado por algunos y objeto de irrisión para otros, observado con ojos brillantes por los negros más viejos, que en su sabiduría sabían que Rey era policía y, por tanto, distinto de ellos tanto por esa razón como por su mezcla de razas. Los negros habían permanecido seguros en Boston, incluso se les permitía asistir a la escuela y utilizar el transporte público junto con los blancos, y por eso se mantenían tranquilos. Sin embargo, Rey hubiera—podido concitar odio de haber hecho un movimiento erróneo o de haberse cruzado con la persona equivocada en el ejercicio de sus deberes. Los negros lo habían desterrado de su mundo por aquellas razones y, dado que tales razones eran correctas, nunca se le dio explicación alguna ni se le presentaron excusas.
Algunas jóvenes que charlaban, llevando cestos sobre la cabeza, hicieron una pausa para mirarlo de reojo, con su hermosa piel broncínea que parecía absorber toda la luz de las farolas mientras iba y venía. Al otro lado de la calle, Rey reconoció a un hombre corpulento holgazaneando en una esquina, un judío sefardí, reconocido ladrón a quien alguna vez había detenido para interrogarlo en la comisaría central. Nicholas Rey ascendió por la angosta escalera de su casa de huéspedes. Su puerta daba frente al descansillo del segundo piso, y aunque la lámpara estaba rota, pudo ver entre las sombras que alguien bloqueaba el acceso a la habitación.
Los acontecimientos de la semana habían sido inexorables. Cuando Rey condujo por primera vez al jefe Kurtz a ver el cadáver del reverendo Talbot, el sacristán guió a Kurtz y a varios sargentos escalera abajo. Kurtz se detuvo y sorprendió a Rey, porque se volvió y dijo: «Patrullero.» Había ordenado a Rey que lo siguiera. En el interior de la bóveda funeraria, el patrullero Rey solicitó un momento para examinar el escenario: el cadáver embutido en el agujero, cabeza abajo, antes incluso de darse cuenta del aspecto de los pies que sobresalían, hinchados, cubiertos de llagas y torcidos. El sacristán contó lo que había visto.
Los dedos de los pies estaban a punto de desprenderse y caer de las extremidades rosadas, despellejadas y deformadas, lo que hacía difícil distinguir entre los extremos de los pies donde se implantaban los dedos y los extremos que, anatómicamente, hubieran debido llamarse talones. Este detalle —los pies quemados, reveladores para los amigos de Dante, a unas pocas manzanas de allí— para el policía era algo meramente insano.
—¿Sólo les prendieron fuego a los pies? —preguntó el patrullero Rey, mirando de través, tocando delicadamente, con la punta del dedo, la carne carbonizada, que se desmenuzaba. Retrocedió por el calor humeante que seguía asando la carne, casi esperando que su dedo se chamuscara. Se preguntaba cuánto calor podía soportar el cuerpo humano antes de perder su forma física. Después de que dos sargentos retirasen el cuerpo, el sacristán Gregg, aturdido y entre lágrimas, recordó algo.
—El papel —dijo, agarrando a Rey, el único policía que se había quedado abajo—. Hay trocitos de papel a lo largo de las tumbas. No tienen por qué estar ahí. ¡Él no debería haber venido! ¡No debí permitírselo!
Rompió a llorar inconteniblemente. Rey levantó su linterna y vio el rastro de letras como un mudo remordimiento.
Los periódicos se ocuparon de ambos terribles asesinatos —el de Healey y el de Talbot— con tanta frecuencia que en la mente del público se emparejaron, hasta el punto de que en las conversaciones callejeras a menudo se hacía referencia a los asesinatos Healey—Talbot. ¿Presentaba el público el síndrome expuesto por el doctor Oliver Wendell Holmes en su extraña observación en casa de Longfellow, la noche en que fue descubierto el cuerpo de Talbot? Holmes ofreció su colaboración experta a Rey con tanto nerviosismo como si hubiese sido un estudiante de medicina: «Quizá eso que suena como a inútil latín, prognosis, pudiera ayudar modestamente a atrapar a ese asesino que merodea por la ciudad.» La palabra impresionó a Rey: asesino. El doctor Holmes daba por sentado que los crímenes habían sido perpetrados por la misma mano. Y sin embargo no había nada que los relacionara de forma evidente, aparte de su brutalidad. Contaba también la desnudez de los cuerpos y la ropa, de la que fueron despojados, cuidadosamente doblada, pero de eso no se había informado en los periódicos cuando Rey oyó las palabras de Holmes. Quizá el presuntuoso doctorcillo había tenido un desliz verbal. Quizá.
Los periódicos complementaban los titulares de los asesinatos con abundantes dosis de otras formas de violencia insensata: garrotazos, atracos, voladuras de cajas fuertes, una prostituta hallada medio estrangulada a pocos pasos de una comisaría, un niño molido a palos en una pensión de Fort Hill. Y estaba el extraño incidente del vagabundo llevado a la comisaría central, y al que la policía permitió darse muerte arrojándose por la ventana, ante los ojos del inoperante jefe Kurtz. Los periódicos clamaban: « ¿Se hace responsable la policía de la seguridad de los ciudadanos?»
En la oscura escalera de su casa de huéspedes, Rey se detuvo a medio camino y se aseguró de que nadie lo seguía. Reanudó el ascenso asiendo su porra, oculta bajo la chaqueta.
—Sólo soy un pobre mendigo, buen señor.
El hombre de quien procedían estas palabras, pronunciadas en lo alto de la escalera, era fácilmente reconocible después de torcer para subir el siguiente tramo y distinguir un par de piernas, embutidas en unos pantalones rayados y que arrancaban de unos zapatos con tacones de hierro: Langdon Peaslee, reventador de cajas fuertes, se tapaba descuidadamente su botón de diamante con el amplio puño de la camisa.
—¿Qué hay, blanquito? —saludó Peaslee sonriendo, mostrando un hermoso despliegue de dientes agudos como estalagmitas—. Chóquela. —Estrechó la mano de Rey—. No nos habíamos visto desde aquel espectáculo. Dígame, ¿no está su habitación por aquí arriba? —y señalaba inocentemente detrás de él.
—Hola, señor Peaslee. Tengo entendido que robó usted el banco Lexington hace dos noches.
Nicholas Rey lo dijo para demostrar que tenía tanta información como el propio ladrón. Peaslee no dejó pruebas que pudieran presentarse contra él ante el tribunal, y seleccionó y apartó cuidadosamente sólo aquellos valores a los que no se podía seguir la pista.
—Dígame, ¿quién es lo bastante hábil en estos tiempos para hacerse un banco él solito?
—Usted. Estoy seguro. ¿Ha venido para entregarse? —preguntó Rey con expresión seria.
Peaslee rió desdeñosamente.
—No, no, querido muchacho. Pero no entiendo esas restricciones a que lo someten. ¿Qué razón hay para ello? No va de uniforme, no puede detener a hombres blancos y así sucesivamente... Bueno, pues son injustas, injustas, sin duda. Pero hay algunos factores compensatorios. Usted y el jefe Kurtz se han vuelto compañeros inseparables, y eso puede acabar llevando a alguien ante la justicia. Como los asesinos del juez Healey y del reverendo Talbot, que en paz descansen. He oído decir a los diáconos de la iglesia de Talbot que han organizado una suscripción para ofrecer una recompensa.
Rey echó a andar hacia su habitación dando cabezadas que revelaban desinterés.
—Estoy cansado —dijo en voz baja—. A menos que tenga usted algo concreto que pueda presentarse ante la justicia en este mismo momento, le ruego que me excuse.
Peaslee jugueteó con la bufanda de Rey y luego mantuvo allí la mano quieta.
—Los policías no pueden aceptar recompensas, pero un simple ciudadano, como yo, sin duda podría. Y si alguien se abre paso por una puerta que valga la pena... —No hubo reacción en el rostro del mulato. Peaslee exteriorizó su irritación y prescindió de sus zalamerías. Apretó la bufanda como si manejara un nudo corredizo—. ¿Qué es lo que le dijo aquel pordiosero sordomudo en aquella reunión en la casa grande? Escuche bien. Hay un montón de gente en nuestra ciudad a la que se puede muy bien culpar de la muerte de Talbot, mi querido sabihondo. Yo los identificaría fácilmente. Ayúdeme en el negocio, y la mitad de la recompensa, para usted —añadió secamente—. Pasta en abundancia, y luego usted sigue su camino como le parezca. Las compuertas se han abierto, y todo va a cambiar en Boston. La guerra ha traído mucho dinero aquí y los tiempos son malos para andar solo.
—Discúlpeme, señor Peaslee —repetía Rey con aplomo estoico.
Peaslee aguardó un momento, y luego prorrumpió en una carcajada, como aceptando su derrota, y sacudió algún hilillo imaginario de la chaqueta de tweed de Rey.
—Pues muy bien, blanquito. Por la pinta, debí darme cuenta de que era un dechado de virtud. Pero lo siento por usted, amigo, lo siento mucho. Los negros lo odian por ser blanco y todos los demás lo odian por ser negro. En cuanto a mí, yo juzgo a un tipo por si es listo o no. —Se señaló un lado de la cabeza—. Una vez me encontré en un pueblo de Luisiana, blanquito, donde podía verse la sangre blanca en la mitad de los niños negros. Las calles estaban llenas de híbridos. Imagino que a usted le gustaría vivir en un sitio como ése, ¿verdad?
Rey lo ignoró y buscó la llave en su bolsillo. Peaslee le dijo que él le haría los honores, y con uno solo de sus dedos de araña empujó la puerta de Rey y la abrió.
Rey levantó la vista, alarmado por primera vez desde su encuentro.
—Las cerraduras son para mí un juego, ya sabe —dijo Peaslee irguiendo la cabeza orgullosamente. Luego fingió entregarse, presentando las muñecas vueltas—. Puede usted empapelarme por allanamiento, patrullero. Oh, no, no; usted no puede.
Una mueca de despedida.
En la habitación no faltaba nada. Aquel último truco había sido una exhibición de poder a cargo del gran ladrón de cajas fuertes, por si a Nicholas Rey se le ocurría alguna idea poco sensata.
A Oliver Wendell Holmes le resultaba extraño salir de aquella manera con Longfellow, verlo pasar entre los rostros y los sonidos comunes, y entre los olores maravillosos y terribles de las calles, como si formara parte del mismo mundo que el conductor de un tiro de caballos que arrastraba una máquina de riego para limpiar la calle. No era que—el poeta nunca hubiese abandonado la casa Craigie en los últimos años, pero sus actividades en el exterior eran concretas y limitadas. Entregar pruebas de imprenta en Riverside Press, cenar con Fields a una hora con poco público en Revere o en casa Parker. Holmes se sentía avergonzado por haber sido el primero en tropezar con algo que de modo tan inconcebible pudo romper el pacífico retiro de Longfellow. Debió haberlo hecho Lowell. A él nunca se le hubiera ocurrido incurrir en la culpa de forzar a Longfellow a penetrar en el mundo, en la pavimentada Babilonia que desorientaba las almas. Holmes se preguntaba si Longfellow le guardaba resentimiento por eso; si era capaz de resentimiento o si era inmune a él, como lo era a tantas emociones desagradablemente humanas.
Holmes pensó en Edgar Allan Poe, que escribió un artículo titulado «Longfellow y otros plagiarios», acusando a Longfellow y a todos los poetas de Boston de copiar a todos los escritores, vivos y muertos, incluido el mismo Poe. Esto sucedía en la época en que Longfellow contribuía a mantener vivo a Poe prestándole dinero. Un Fields enfurecido prohibió definitivamente que apareciera cualquier escrito de Poe en las publicaciones de Ticknor y Fields. Lowell saturó los periódicos con cartas en las que demostraba sin lugar a dudas los ultrajantes errores en que habían incurrido los escritores de Nueva York. A Holmes lo atormentaba la idea de que cada palabra que escribía fuera, sin duda, un robo a algún poeta anterior, mejor que él, y en sus sueños no era infrecuente que el espectro de algún maestro desaparecido se le apareciera para pedirle cuentas. Longfellow, por su parte, no dijo nada públicamente, y en privado atribuía la actuación de Poe a la irritación de una naturaleza sensible mortificada por algún sentido indefinido del error. Y resultaba bastante notable para Holmes que Longfellow se entristeciera sinceramente por la melancólica muerte de Poe.
Ambos hombres llevaban al brazo ramos de flores y se dirigían a la parte de Cambridge que era menos pueblo y más ciudad. Rodearon la iglesia de Elisha Talbot, tratando de situar, a cada paso, el lugar de la terrible muerte de Talbot, deteniéndose bajo los árboles y sintiendo el terreno que pisaban entre las lápidas. Algunos transeúntes les pedían autógrafos en pañuelos o en el interior de los sombreros, a menudo al doctor Holmes, pero siempre a Longfellow. Aunque las horas nocturnas les hubieran garantizado un conveniente anonimato, Longfellow decidió que sería mejor aparecer como contritos visitantes al cementerio antes que exponerse a que los tomaran por ladrones de cadáveres.
Holmes estaba agradecido a Longfellow porque se había erigido en jefe los días que siguieron al acuerdo que... ¿Qué habían acordado hacer, con las vehementes palabras de Ulises quemándoles la lengua? Lowell dijo que era preciso investigar (siempre sacando pecho). Holmes prefería la expresión «hacer indagaciones», y así lo dejó puntualizado con Lowell.
Claro que era preciso contar con los escasos amigos de Dante aparte de ellos mismos. Algunos se hallaban en Europa, de forma temporal o permanente, incluido Charles Eliot Norton, el vecino de Longfellow, otro antiguo estudioso del poeta; y William Dean Howells, un joven acólito de Fields, enviado a Venecia. También estaba el profesor Ticknor, de setenta y cuatro años, encerrado en su biblioteca en soledad desde hacía tres décadas; y Pietro Bachi, antiguo lector de italiano dependiente tanto de Longfellow como de Lowell antes de ser despedido de Harvard; y todos los ex alumnos de los seminarios sobre Dante dictados por Longfellow y Lowell (más unos cuantos de la época de Ticknor). Se confeccionarían listas y se convocarían reuniones en privado. Pero Holmes rezaba para hallar una explicación antes de que pasaran por insensatos ante personas a las que respetaban y que, al menos hasta el presente, los habían respetado.
Si el escenario del crimen hubiera sido el entorno de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge, aquel día sus huellas ya estarían borradas. Si sus cábalas eran rigurosas, y el hoyo donde fue enterrada
Talbot hubiera estado en el camposanto, los diáconos de la iglesia lo habrían cubierto de césped a toda prisa. Un predicador muerto colocado cabeza abajo no sería el mejor reclamo para una congregación.
—Ahora miremos dentro —sugirió Longfellow, al parecer conforme con su total falta de progresos.
Holmes siguió de cerca los pasos de Longfellow.
En la parte de atrás, donde se hallaba la sacristía, que albergaba las oficinas y los vestuarios, había una gran puerta de pizarra en un muro, pero no comunicaba con otra estancia y allí no había otra ala de la iglesia.
Longfellow se quitó los guantes y recorrió con la mano la 'fría piedra. Sintió un amargo escalofrío detrás de él.
—¡Sí! —susurró Holmes. El escalofrío penetró en él cuando abrió la boca para hablar—: ¡La bóveda, Longfellow! Ahí abajo está la bóveda...
Hasta tres años antes, las iglesias de la región acogían enterramientos en su subsuelo. Había allí lujosas bóvedas privadas que podían ser adquiridas por las familias, y había otras públicas, de categoría inferior, que albergaban a cualquier miembro de la congregación a cambio de una tarifa mínima. Durante años, esas bóvedas funerarias se consideraron un prudente uso del espacio en las ciudades muy pobladas, en las que los cementerios aumentaban la extensión. Pero cuando los bostonianos morían a cientos a causa de la fiebre amarilla, la Oficina de Sanidad Pública declaró que la causa era la proximidad de la carne en descomposición, y se prohibió rigurosamente la construcción de nuevas bóvedas bajo los terrenos de las iglesias. Las familias con suficiente dinero para permitírselo, trasladaron a sus queridos difuntos al monte Auburn y a otros bucólicos lugares recientemente acondicionados para el descanso eterno. Pero quedaron relegadas bajo el suelo las partes «públicas» —o sea, las más pobres— de las bóvedas, que eran la mayoría: hileras de féretros sin marcas, tumbas decrépitas, fosas comunes subterráneas.
—Dante encuentra a los simoníacos dentro de la pietra livida, la piedra lívida —dijo Longfellow.
Una voz temblorosa los interrumpió.
—¿Puedo ayudarlos, buenas gentes?
El sacristán de la iglesia, la primera persona que se acercó a Talbot mientras se estaba quemando, era un hombre alto y delgado, que vestía una túnica larga y negra, y tenía el cabello blanco. Más que de cabello podía hablarse con propiedad de cerdas que se mantenían erizadas en todas direcciones, como en un cepillo. Sus ojos parecían mirar completamente abiertos, de manera que se asemejaba en todo momento a la imagen de un hombre que ve un fantasma.
—Buenos días, señor.
Holmes se le aproximó, subiendo y bajando el sombrero que tenía en las manos. Holmes hubiera querido que Lowell estuviese allí, o Fields, ya que ambos desprendían autoridad natural.
—Señor, mi amigo y yo quisiéramos que nos permitiera entrar en su bóveda funeraria subterránea, siempre que eso no le ocasione problemas.
El sacristán no dio muestras de haber entendido.
Holmes miró atrás. Longfellow permanecía de pie, con las manos dobladas sobre el bastón, con gesto plácido, como si fuera alguien que estaba allí sin haber sido invitado.
—Como le iba diciendo, mi buen señor, debe saber que es muy importante que nosotros... Bueno, yo soy el doctor Oliver Wendell Holmes. Soy titular de una cátedra de Anatomía y Fisiología en la escuela de medicina... En realidad, más un canapé que una cátedra, por la envergadura de quienes la ocupan. Es probable que usted haya leído alguno de mis poemas en...
—¡Señor! —la chirriante voz del sacristán se aproximaba, al levantarla, a un grito de dolor—. ¿No sabe usted, jefe, que nuestro ministro fue hallado muerto...? —tartamudeó horrorizado y retrocedió—. Yo cuidaba del recinto y ni un alma entró o salió. ¡Por Dios, si llega a suceder ante mi vista! ¡Confieso que era un espíritu demoníaco que no necesitaba cuerpo físico, no era un hombre! —Se detuvo—. Los pies —añadió con una mirada fija, y por su aspecto parecía incapaz de continuar.
—Sus pies, señor —dijo el doctor Holmes, deseando oírlo, aunque él sabía muy bien que se refería a los de Talbot; lo sabía de primera mano—. ¿Qué pasa con ellos?
Los cuatro miembros del club Dante, dejando aparte al señor Greene, habían reunido todos los periódicos disponibles sobre la muerte de Talbot. Mientras que las verdaderas circunstancias de la muerte de Healey habían sido ocultadas durante varias semanas antes de su revelación, en las columnas de los diarios Elisha Talbot fue asesinado de todas las maneras concebibles, con una ligereza que hubiera hecho estremecerse a Dante, para quien cada castigo estaba ordenado por el amor divino. El sacristán Gregg, por su parte, no necesitaba conocer a Dante. Él era un testigo de aquello y depositario de la verdad. A su manera, poseía la fuerza y la sencillez de un antiguo profeta.
—Los pies —continuó el sacristán tras una prolongada pausa estaban en llamas, jefe; eran carros de fuego en la oscuridad de las bóvedas. Por favor, caballeros.
Dejó caer la cabeza con gesto de desaliento y les dirigió un ademán invitándolos a marcharse.
—Señor mío —dijo Longfellow en tono suave—, lo que nos trae es el fallecimiento del reverendo Talbot.
De inmediato el sacristán aflojó los párpados. Holmes no tenía claro si el hombre reconoció el rostro de barba plateada del amado poeta, o si se tranquilizó como la bestia salvaje por obra de la voz de Longfellow, conmovedoramente serena, con sonido de órgano. Holmes comprendió que, si el club Dante iba a conseguir algún avance en aquella empresa, se debería a que Longfellow ejercía el mismo dominio celestial sobre las gentes, con sólo su presencia, que el que poseía sobre la lengua inglesa a través de su pluma.
Longfellow prosiguió:
—Señor mío, aunque sólo podemos ofrecerle nuestra palabra acerca de nuestros propósitos, le rogamos que nos preste su ayuda. Por favor, confíe en nosotros aunque no podamos aportarle prueba alguna, pero me temo que somos los únicos capaces de hallar algún sentido a lo ocurrido. No podemos ser más explícitos.
El vasto y vacío recinto desprendía neblina. El doctor Holmes se abanicaba para repeler el aire fétido que le picaba en los ojos y los oídos como pimienta molida, mientras avanzaban con pasos breves y cautelosos hacia la estrecha bóveda. Longfellow respiraba más o menos libremente. Su sentido del olfato era limitado, lo que constituía una ventaja para él: le deparaba el placer de las flores primaverales y otros aromas agradables, pero rechazaba cualquier cosa malsana.
El sacristán Gregg explicó que la bóveda pública se extendía baje las calles de la ciudad a lo largo de varias manzanas y en dos direcciones.
Longfellow dirigió la luz de la linterna a las columnas de pizarra y luego la bajó para examinar los sencillos sarcófagos de piedra.
El sacristán empezó a hacer una observación sobre el reverendo Talbot, pero dudó.
—No crean que tengo una opinión pobre de él, jefes, si les digo esto, pero nuestro querido reverendo atravesaba esta bóveda, bueno francamente, no para asuntos de la iglesia.
—¿Para qué venía aquí? —preguntó Holmes.
—Tomaba un camino más corto para llegar a su casa. A mí eso no me gustaba mucho, a decir verdad.
Uno de los fragmentos de papel desparramados por allí, con la: letras «A» y «H», olvidado por Rey, había quedado aprisionado bajo la bota de Holmes y se hundía en el espeso suelo.
Longfellow preguntó si alguien más pudo haber entrado en la bóveda desde arriba, desde la calle, por el lugar que utilizaba el ministro para salir.
—No —rechazó de plano el sacristán—. Esa puerta sólo puede abrirse desde dentro. La policía lo revisó todo y no encontró señale: de que alguien la hubiera manipulado. Tampoco las había que el reverendo Talbot hubiese alcanzado la puerta que daba a las calles la noche que pasó por aquí.
Holmes apartó a Longfellow, de modo que el sacristán no pudiera oírlos, y dijo en susurros:
—¿No cree usted que es significativo que Talbot utilizara esto como atajo? Debemos preguntar algunas cosas más al sacristán. Todavía no nos consta la simonía de Talbot, ¡y esto podría ser un indicio de ella!
No habían encontrado nada que sugiriese que Talbot no fuera e buen pastor de su grey.
—Sin duda alguna —dijo Longfellow—, caminar por una bóveda funeraria no es un pecado en sí, por desaconsejable que resulte, ¿verdad? Además, sabemos que la simonía debe guardar relación con el dinero: tomarlo o pagarlo. El sacristán es un devoto de Talbot, como también la congregación, y formularle demasiadas preguntas sobre las costumbres de su ministro sólo serviría para que se cerrara en banda en lugar de facilitar información de buen grado. Recuerde que el sacristán Gregg, al igual que todo Boston, cree que la muerte de Talbot se ha debido al pecado de otro, no de la propia víctima.
—Pero ¿cómo logró entrar aquí nuestro Lucifer? Si la salida de la bóveda a la calle sólo se abre desde dentro... y el sacristán afirma que él estaba en la iglesia y que nadie entró en la sacristía...
—Quizá nuestro delincuente aguardó a que Talbot subiera las escaleras, saliera de la bóveda y luego lo empujara de nuevo al subterráneo desde la calle —aventuró Longfellow.
—Pero ¿excavar en el suelo tan rápidamente un hoyo lo bastante hondo como para que cupiera un hombre? Parece más probable que nuestro criminal acechara a Talbot, excavara el hoyo, aguardara y entonces lo agarrara, lo empujara al agujero, le empapara los pies con queroseno...
Delante de ellos, el sacristán se detuvo súbitamente. La mitad de sus músculos se paralizó y la otra mitad se agitó con violencia. Trató de hablar, pero sólo salió de su boca un triste gemido. Adelantando la barbilla, consiguió indicar una gruesa losa colocada sobre la suciedad que cubría el suelo de la bóveda. El sacristán retrocedió a toda prisa para acogerse a la seguridad de la iglesia.
El lugar estaba al alcance de la mano. Podía sentirse y olerse.
Longfellow y Holmes emplearon todas sus fuerzas para apartar la losa. En medio de la suciedad había un agujero redondo, suficientemente grande para acoger a una persona de mediana corpulencia. Conservado por la losa y liberado al ser retirada, el hedor de carne quemada se difundió como una pestilencia hecha de carne animal podrida y cebollas fritas. Holmes se cubrió el rostro con la bufanda.
Longfellow se arrodilló y tomó un puñado de cieno del borde del hoyo.
—Sí, tiene usted razón, Holmes. Este agujero es hondo y está bien formado. Debe haber sido excavado con antelación. El asesino hubo de aguardar la entrada de Talbot. Él, por su parte, penetra eludiendo de algún modo a nuestro agitado amigo el sacristán, golpea a Talbot dejándolo sin sentido, lo coloca cabeza abajo en el agujero y luego lleva a cabo su horrible acción —especuló Longfellow.
—¡Imagine qué refinado tormento! Talbot debió permanece consciente de lo que estaba sucediendo, antes de que su corazón s, detuviera. La sensación de la propia carne quemándose... —Holmes casi se tragó la lengua—. No quiero decir, Longfellow... —Se maldijo a sí mismo por hablar tanto y luego por no aceptar con tranquila dad una equivocación—. ¿Sabe? Yo sólo quería decir...
Longfellow no pareció oírlo. Dejó resbalar la sucia losa entre su; dedos. Con precauciones, depositó un brillante ramo de flores en un punto próximo al hoyo.
—«Permanece aquí, pues has sido justamente castigado» —dijo Longfellow, citando un verso del canto decimonoveno, como si lo es tuviera leyendo en el aire frente a él—. Esto es lo que Dante le grita al simoníaco con quien habla en el infierno, Nicolás III, mi querido Holmes.
El doctor Holmes estaba dispuesto a marcharse. El aire espeso promovía una revuelta en sus pulmones, y sus propias palabras entrecortadas le habían roto el corazón.
Longfellow, no obstante, dirigió el haz de su linterna de gas por encima del hoyo, que había permanecido intacto. No se introdujo en él.
—Debemos cavar más hondo, por debajo de lo que podemos vea del hoyo. A la policía nunca se le ocurriría hacerlo.
Holmes le dirigió una mirada incrédula.
—¡No cuente conmigo! ¡A Talbot lo metieron en el agujero, no debajo de él, mi querido Longfellow!
—Recuerde lo que Dante le dice a Nicolás mientras el pecado: se revuelve en el mísero agujero de su castigo.
Holmes susurró para sí algunos versos:
—«Quédate ahí, pues eres castigado justamente..., y guarda tu mal ganada moneda... —Se detuvo en seco—. Guarda tu moneda.> Pero ¿Dante no despliega aquí su habitual sarcasmo, recriminando a pobre pecador porque en vida aceptó dinero?
—Así es, en efecto, como yo he leído el verso —confirmó Longfellow—. Pero Dante podría ser leído admitiendo que hace su afirmación en sentido literal. Cabría argumentar que la frase de Dante revela realmente que parte del contrapasso de los simoníacos es que son enterrados cabeza abajo con el dinero que en vida acumularon por medios inmorales debajo de sus cabezas. Seguramente, Dante pensó en las palabras con que, en los Hechos, san Pedro replica a Simón el Mago: «Sea ése tu dinero para perdición tuya.» Según esta interpretación, el hoyo que acoge al pecador de Dante se convierte en su bolsa para la eternidad.
Ante esta interpretación, Holmes emitió una variedad de sonidos guturales.
—Si cavamos —dijo Longfellow, con una ligera sonrisa—, sus dudas podrán disiparse. —Trató de alcanzar con su bastón el fondo del agujero, pero era demasiado profundo—. Creo que no llego.
Longfellow calculó el tamaño del hoyo y luego miró al pequeño doctor, que se retorcía a causa del asma. Después, Holmes permaneció quieto.
—Oh, pero, Longfellow... —Se asomó al hoyo—. ¿Por qué la naturaleza no me pidió mi opinión sobre mis características corporales?
No había nada que discutir, y además con Longfellow no hubiera sido posible discutir en sentido estricto, pues su carácter era inquebrantablemente apacible. Si Lowell hubiera estado allí, se habría puesto a cavar el hoyo como un conejo.
—Diez contra uno a que me rompo una uña.
Longfellow asintió, con expresión valorativa. El doctor cerró los ojos y deslizó primero los pies por el agujero.
—Es demasiado estrecho. No puedo inclinarme. No creo que pueda moverme para cavar.
Longfellow ayudó a Holmes a salir del hoyo. El doctor volvió a introducirse en la angosta abertura, esta vez de cabeza, mientras Longfellow lo agarraba de los pantalones grises a la altura de los tobillos. El poeta era hábil en el manejo de marionetas.
—¡Con cuidado, Longfellow, con cuidado!
—¿Ve usted lo suficiente?
Holmes apenas le oía. Escarbó en la tierra con las manos, metiéndosele bajo las uñas la húmeda suciedad, a la vez repulsivamente cálida y fría y dura como el hielo. Lo peor era el hedor, la persistente hediondez de la carne quemada que se conservaba en la estrecha sima. Holmes trataba de contener la respiración, pero esta táctica, unida a su pesada asma, le hizo sentir ligera la cabeza, como si pudiera despegársele como un globo.
Estaba donde había estado el reverendo Talbot, y cabeza abajo, como él. Pero, en lugar de fuego expiatorio en los pies, sentía las manos decididas del señor Longfellow.
La voz apagada de Longfellow flotó formulando una pregunta que revelaba preocupación. El doctor no pudo oírla, y tuvo una sensación de que sonaba desvaída, por lo que se preguntó inútilmente si una pérdida de conciencia podría hacer que Longfellow le soltase los tobillos y si él, mientras tanto, podría escurrirse hasta el centro de la tierra. La sucesión de pensamientos flotantes pareció continuar indefinidamente hasta que las manos del doctor tropezaron con algo.
Con la sensación de un objeto material, volvió la dura lucidez. Una pieza de alguna clase de tela. No: una bolsa. Una bolsa de tejido liso.
Holmes se estremeció. Trató de hablar, pero la pestilencia y la suciedad oponían unos terribles obstáculos. Por un momento, el pánico lo dejó helado, y luego recuperó la sensatez y agitó las piernas frenéticamente.
Longfellow, comprendiendo que eso era una señal, levantó el cuerpo de su amigo fuera de la cavidad. Holmes dio boqueadas para aspirar aire, escupiendo y barboteando, mientras Longfellow se inclinaba hacia él solícitamente. Holmes cayó de rodillas.
—¡Vea esto, por Dios, Longfellow!
Holmes tiró del cordón que rodeaba el descubrimiento y abrió la bolsa incrustada de suciedad.
Longfellow miraba mientras el doctor Holmes depositaba mil dólares en billetes de curso legal sobre el suelo de la bóveda funeraria.
Y guarda tu mal ganada moneda...
En Wide Oaks, la vasta propiedad de la familia Healey desde hacía tres generaciones, Nell Ranney condujo a dos recién llegados a través del largo vestíbulo. Eran extrañamente esquivos. Sus cuerpos eran recios, eficientes, y sus ojos, rápidos e inquietos. Lo que más resaltaba a los ojos de la criada eran sus maneras de vestir, pues constituían una rareza aquellos dos estilos extravagantes y dispares.
James Russell Lowell, con una barba corta y un bigote caído, llevaba una más bien raída chaqueta cruzada, una chistera sin cepillar que parecía una burla dado lo informal de su vestimenta, y en su corbatín, anudado con un nudo marinero, una clase de alfiler que hacía tiempo no estaba de moda en Boston. El otro hombre, cuya abundante barba bermeja caía en cascada formando gruesos y fuertes rizos, se quitó los guantes, de color chillón, y se los echó al bolsillo de su levita de tweed escocés, impecablemente cortada, y bajo la cual, en torno a su vientre cubierto por un chaleco verde, se extendía una brillante cadena de oro de reloj, como un adorno de Navidad.
Nell se demoró en abandonar la estancia, incluso mientras Richard Sullivan Healey, el hijo mayor del juez presidente, saludaba a sus dos huéspedes.
—Dispensen el proceder de mi sirvienta —dijo Healey, después de ordenar a Nell Ranney que saliera—. Fue la que encontró el cuerpo de mi padre y lo trajo a la casa, y desde entonces me temo que examina a cada persona como si la considerase la responsable. Nos inquieta que imagine cosas casi tan demoníacas cómo las que se le ocurren a mi madre estos días.
—Desearíamos ver a la querida señora Healey esta mañana, si nos lo permites, Richard —dijo Lowell muy educadamente—. El señor Fields pensaba que podríamos tratar con ella sobre un libro conmemorativo en honor del juez presidente, y que podría editar Ticknor y Fields.
Era costumbre que los parientes, incluso los lejanos, visitaran a la familia de los recién fallecidos, pero el editor necesitaba un pretexto.
Richard Healey dibujó en su boca enorme una curva amigable. —Me temo que sea imposible visitarla, primo Lowell. Hoy tiene uno de sus días malos. Guarda cama.
—Vaya, no sabía que estuviera enferma —dijo Lowell inclinándose hacia delante con un toque de curiosidad malsana.
Richard Healey dudó y compuso una serie de parpadeos.
—No físicamente, al menos según los doctores. Pero ha desarrollado una manía que me temo haya empeorado las últimas semanas y también puede considerarse algo físico. Siente una presencia constante sobre ella. Perdón por expresarme vulgarmente, caballeros, pero cree que algo se arrastra sobre su carne, e insiste en que debe rascarse y ahondar en su piel, por más que el diagnóstico atribuye eso a imaginación.
—¿Hay algo que podamos hacer para ayudarla, mi querido HE ley? —preguntó Fields.
—Encontrar al asesino de mi padre —respondió Healey esbozando una sonrisa triste.
Se dio cuenta, con cierta incomodidad, de que los dos hombres reaccionaban con miradas aceradas. Lowell deseaba ver dónde se había descubierto el cadáver de Artemus Healey. Richard Healey puso obstáculos a tan extraña demanda; pero, considerando las excentricidades de Lowell, atribuibles a la sensibilidad poética, acompañó a los dos hombres al exterior. Salieron por la puerta trasera de la mansión pasaron el jardín de flores y se internaron en el prado que conducía a la orilla del río. Healey se dio cuenta de que James Russell Lowell caminaba con sorprendente rapidez, con una zancada atlética que no se esperaría en un poeta.
Un viento fuerte llevó granos de arena fina a la barba y a la boca de Lowell. Con su gusto áspero en la lengua y un quiebro en la garganta, y con la imagen de la muerte de Healey en la mente, a Lowell se le representó una idea muy vívida.
Los tibios del canto tercero de Dante no escogen ni el bien ni mal; de ahí que sean rechazados a la vez por el cielo y por el infierno. Así pues, se les sitúa en una antecámara, no en el infierno propiamente dicho, y allí esas sombras cobardes flotan desnudas siguiendo un estandarte blanco, puesto que se habían negado a seguir una línea de acción en vida. Incesantemente padecen picaduras de tábanos y avispas, su sangre se mezcla con la sal de sus lágrimas y alimenta, a sus pies, a repugnantes gusanos. Esta carne pútrida da origen a más moscas y gusanos. Moscas, avispas y larvas eran los tres tipos de insectos hallados en el cuerpo de Artemus Healey.
Para Lowell, eso demostraba algo acerca de su asesino, que lo hacía real.
—Nuestro Lucifer sabía cómo transportar esos insectos —había dicho Lowell.
Hubo una reunión en la casa Craigie la primera mañana de su investigación, con el pequeño estudio inundado de periódicos y los dedos de todos manchados de tinta y de sangre después de pasar demasiadas páginas. Fields, revisando las notas que Longfellow había tomado en un diario, quería saber por qué Lucifer, nombre que Lowell había dado al adversario del grupo, escogió a Healey entre los tibios.
Lowell se tocaba pensativamente una de las guías de su bigote en forma de colmillo de morsa. Adoptaba un tono plenamente pedagógico cuando sus amigos se convertían en su audiencia.
—Bien, Fields; la única sombra que Dante individualiza en este grupo de tibios o neutrales es, según dice, la que consumó el gran rechazo. Debe tratarse de Poncio Pilato, pues fue él quien opuso el gran rechazo (el acto de neutralidad más terrible de la historia cristiana), cuando ni autorizó ni impidió la crucifixión del Salvador. De la misma manera, al juez Healey se le pidió que asestara un buen golpe a la Ley de Esclavos Fugitivos y no hizo nada al respecto. Devolvió a Savannah al esclavo huido Thomas Sims, que era sólo un muchacho, y allí fue azotado hasta sangrar y luego paseado por la ciudad para mostrar sus heridas. Y el viejo Healey no paraba de rezongar que no le correspondía a él quebrantar una ley aprobada por el Congreso. ¡No! En nombre de Dios, eso nos correspondía a todos nosotros.
—No existe solución conocida para el rompecabezas de este gran rifuto, el gran rechazo. Dante no da ningún nombre —convino Longfellow, apartando la gruesa columna de humo del cigarro de Lowell.
—Dante no puede nombrar al pecador —insistió apasionadamente Lowell—. Estas sombras que ignoraron la vida, «que nunca estuvieron vivas», como dice Virgilio, deben ser ignoradas en la muerte, mortificadas sin tregua por las criaturas más viles e insignificantes. Ése es su contrapasso, su castigo eterno.
—Un erudito holandés ha sugerido que esa figura no es Poncio Pilato, mi querido Lowell, sino más bien el joven de Mateo 19, 22, a quien se ofrece la vida eterna y la rechaza —dijo Longfellow—. El señor Greene y yo nos inclinamos por atribuir el gran rechazo al papa Celestino V, otro hombre que optó por un camino neutral al renunciar al solio pontificio, dando paso de este modo al ascenso del corrupto papa Bonifacio, responsable último del destierro de Dante.
—¡Eso es limitar demasiado el poema de Dante a las fronteras de Italia! —protestó Lowell—. Típico de nuestro querido Greene. Es Pilato, casi puedo verlo ante nosotros, ceñudo, como debió de verlo Dante.
Fields y Holmes habían guardado silencio durante esta conversación. Ahora Fields manifestó amablemente, pero no sin reproche, que su trabajo no debía convertirse en una sesión del club. Tenían que encontrar la mejor manera de entender aquellas muertes, y para eso no debían limitarse a leer los cantos que daban pie a las muertes, sino meterse en ellos.
En ese momento, Lowell se mostró temeroso por primera vez ante lo que pudiera resultar de todo aquello.
—Bien, ¿qué es lo que sugiere?
—Debemos ver personalmente —dijo Fields— dónde se originaron las visiones de Dante.
Ahora, mientras avanzaba por la finca de los Healey, Lowell agarró por el brazo a su editor.
—Come la rena quando turbo spira —susurró. Fields no comprendió.
—Dígalo otra vez, Lowell.
Lowell se adelantó apresuradamente y se detuvo donde la oscura línea de cieno daba paso a un círculo de arena blanda y ligera. Se inclinó.
—¡Aquí! —exclamó triunfalmente.
Richard Healey, que lo seguía a corta distancia, dijo:
—Sí, sí. —Cuando su mente comprendió, adoptó una expresión de pasmo—. ¿Cómo lo has sabido, primo? ¿Cómo has sabido que es aquí donde fue hallado el cadáver de mi padre?
—Oh —replicó Lowell disimulando—. Era fácil: tú parecías moderar el paso cuando yo he preguntado « ¿Es aquí?». —Y volviéndose a Fields en busca de apoyo—: ¿Verdad que iba más despacio?
—Así lo creo, señor Healey —se apresuró a corroborar Fields, tomando aliento.
Richard Healey no creía haber acortado el paso.
—Ah, bien, pues la respuesta es sí —dijo, dando a entender que no ocultaba que se sentía impresionado por la intuición de Lowell y que ésta le inspiraba cautela—. Es aquí, en concreto, donde ocurrió, primo. En la parte más endiabladamente fea de nuestro terreno —añadió con amargura.
Era la única parte del prado donde nada podía crecer. Lowell pasó el dedo por la arena.
—Aquí fue —dijo, como si estuviera en trance.
Por vez primera, Lowell empezó a sentir una simpatía real y creciente por Healey. Allí lo habían dejado tendido, desnudo, para que fuera devorado. Lo peor era que tuvo un fin que él nunca hubiera comprendido, ni siquiera a posteriori, y tampoco su esposa o sus hijos. Richard Healey creyó que Lowell estaba al borde de las lágrimas. —Él siempre conservó un tierno lugar para ti en su corazón, primo —le dijo, y se arrodilló junto a Lowell.
—¿Qué? —preguntó Lowell, a quien la simpatía se le quebró rápidamente.
Healey retrocedió ante aquella brusca réplica.
—El juez presidente. Tú eras uno de sus parientes favoritos. Oh, leía tu poesía, le dedicaba grandes elogios y sentía por ella gran admiración. Y siempre que llegaba el nuevo número de The North American Review, cargaba la pipa y se la leía de cabo a rabo. Aseguraba ver en ti un elevado sentido de las cosas verdaderas.
—¿Eso decía? —preguntó Lowell algo azorado.
Lowell evitó la mirada sonriente de su editor, y musitó un forzado cumplido sobre la finura de criterio del juez presidente.
Cuando regresaron a la casa, se presentó un mozo con un bulto que había retirado de la oficina de correos. Richard Healey se excusó. Fields se llevó aparte a Lowell:
—¿Cómo demonios supo usted dónde asesinaron a Healey, Lowell? De eso no hablamos en nuestras reuniones.
—Bien, cualquier dantista decente apreciaría la proximidad del río Charles a la finca de los Healey. Recuerde, los tibios sólo se encuentran a unas pocas varas del Aqueronte, el primer río del infierno.
—Sí. Pero las noticias del periódico no eran nada concretas en cuanto al lugar de la finca donde se efectuó el hallazgo.
—Los periódicos no me han servido ni para encender un cigarro —comentó Lowell yéndose por las ramas, retrasando su respuesta para gozar con la impaciencia de Fields—. Fue la arena lo que me dio la clave.
—¿La arena?
—Sí, sí. Come la rena quando turbo spira. Recuerde a su Dante —le reprendió a Fields—. Imagine que penetra en el círculo de los tibios. ¿Qué vemos en cuanto dirigimos la mirada a la masa de pecadores?
Fields era un lector práctico y tendía a recordar las citas por la numeración de las páginas, el peso del papel, el diseño de la tipografía o el olor de la piel de becerro. Podía sentir en los dedos el roce de los cantos dorados de su edición de Dante.
—«Acentos de ira —recitó cuidadosamente el poema mientras iba traduciendo de memoria—, palabras de agonía y voces que gritaban y que enronquecían...»
No podía recordar. Lo que se empeñaba en recordar era lo siguiente, a fin de comprender lo que ahora Lowell sabía y que hacía la situación menos incontrolable. Había llevado consigo una edición de bolsillo de Dante en italiano y empezó a hojearla.
Lowell la apartó.
—¡Más adelante, Fields! Facevano un tumulto, il qual s'aggira, sempre in quell' aura senza tempo tinta, come la rena quando turbo spira. «Formaban un tumulto, el cual gira / siempre en aquel aire sin tiempo, oscuro, / como la arena cuando el viento la arremolina.»
—Así pues... —dijo Fields digiriendo aquello.
Lowell exhaló impaciente.
—Los prados que se extienden detrás de la casa están ampliamente cubiertos de hierba ondulante o de cieno y rocas. Pero lo que soplaba sobre nuestras caras era algo muy diferente, arena de grano fino y suelto, así que seguí esa dirección. El castigo de los tibios produce en el infierno de Dante acompañado por un tumulto como la arena cuando el viento la arremolina. ¡Esa metáfora de la arena no es lenguaje ocioso, Fields! Es el emblema de las mentes cambiantes e inestables de esos pecadores, que escogieron no hacer nada cuando tenían el poder de actuar, y así, en el infierno, ¡se desprendieron de ese poder!
—¡Caramba, Jamey! —dijo Fields alzando demasiado la voz. La criada pasaba un plumero por una pared adyacente. Fields no se percató de ello—. ¡Caramba y recaramba! ¡Arena que se arremolina! Los tres tipos de insectos, la bandera, el río cercano, todo encaja. Pero ¿la arena? Si nuestro diablo puede escenificar incluso una metáfora tan nimia de Dante y convertirla en hechos...
Lowell asintió con expresión sombría.
—Realmente es un dantista —concluyó con un deje de admiración.
—¿Señores?
Nell Ranney apareció junto a los poetas y ambos retrocedieron de un salto. Lowell le preguntó en tono brusco si había estado escuchando. Ella sacudió su robusta cabeza con un gesto de protesta.
—No, buen señor, se lo juro. Pero me pregunto si... —Miró nerviosamente por encima de un hombro y luego del otro—. Ustedes, caballeros, son diferentes de los demás que vienen a presentar sus respetos. La manera como miraban la casa... y el terreno donde... ¿Vendrán ustedes otra vez? Debo...
Richard Healey regresó y, dejando la frase a la mitad, la criada cruzó al otro lado del enorme vestíbulo, como una maestra del arte doméstico de la evasión.
Richard suspiró pesadamente, deshinchando la mitad del volumen de su amplio pecho, semejante a un barril.
—Desde que se anunció nuestra recompensa, cada mañana siento el insensato renacer de la esperanza, saltando de cabeza sobre el correo, pensando de veras que en algún sitio la verdad aguarda ser compartida. —Se dirigió a la chimenea y arrojó el último montón de cartas—. No podría decir si la gente es cruel o simplemente está loca.
—Dime, mi querido primo —dijo Lowell—, ¿la policía no tiene ninguna información que pueda ayudarte?
—La venerada policía de Boston. Te digo, primo Lowell, que agarran a todos los endiablados criminales que pueden encontrar, se los llevan a la comisaría ¿y sabes lo que resulta de eso?
Realmente Richard esperaba una respuesta. Lowell replicó que no lo sabía, ronco a causa de la ansiedad.
—Bien, pues yo te lo diré. Uno de ellos saltó por una ventana y se mató. ¿Puedes imaginarlo? El agente mulato que supuestamente trató de salvarlo dijo algo de que murmuró unas palabras que no pudo entender.
Lowell se adelantó y agarró a Healey como para sacar algo más de él, sacudiéndolo. Fields tiró a Lowell de la chaqueta.
—¿Has dicho un agente mulato? —preguntó Lowell.
—La venerada policía de Boston —repitió Richard con amargura contenida—. Deberíamos contratar a un detective privado —dijo frunciendo el ceño—, pero ésos son casi tan endiabladamente corruptos como la policía de la ciudad.
De una habitación de arriba llegaron unos lamentos, y Roland Healey bajó corriendo hasta la mitad de la escalera. Le dijo a Richard que su madre estaba sufriendo otro ataque.
Richard se fue a toda prisa, pero advirtió, mientras subía, que Nell Ranney se había quedado mirando en dirección a Lowell y Fields. Se inclinó sobre el amplio pasamano y le ordenó:
—Nell, haz el favor de acabar el trabajo en el sótano.
Aguardó hasta que ella bajó la escalera, que era la continuación de aquella en la que él se encontraba.
—Así que el patrullero Rey investigaba el asesinato de Healey cuando oyó el susurro —dijo Fields al quedarse él y Lowell solos.
—Y ahora sabemos quién era el que susurró, quién murió ese día en la comisaría. —Lowell se quedó pensativo un momento—. Debemos averiguar qué ha asustado tanto a esa criada.
—Cuidado, Lowell. La perjudicará gravemente si Healey lo ve. —La inquietud de Fields mantuvo quieto a Lowell—. En cualquier caso, él ha dicho que esa mujer imagina cosas.
En aquel momento se produjo un ruidoso estampido en la cercana cocina. Lowell se aseguró de que continuaban solos y se dirigió a la puerta de la cocina. Llamó con golpes ligeros. No hubo respuesta. Empujó la puerta y pudo oír un ruido residual por el lado del horno: la vibración del montaplatos, que acababan de hacerlo saltar desde el sótano. Abrió la puerta del camarín del montaplatos, de paneles de madera. Estaba vacío, salvo por una hoja de papel.
Pasó corriendo junto a Fields.
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ocurre? —preguntó Fields.
—¡Vaya con el montaplatos! Necesito encontrar el estudio. Quédese aquí y vigile, asegúrese de que el joven Healey aún no vuelve —dijo Lowell.
—Pero, Lowell —protestó Fields—, ¿qué hago si regresa?
Lowell no contestó, y alargó la nota al editor.
El poeta recorrió a toda prisa las salas, mirando por las puertas abiertas hasta que encontró una bloqueada por un sofá. Lo apartó y se coló dentro con rapidez. La habitación se había limpiado, pero someramente, como si en medio de la operación la perspectiva de permanecer allí hubiera sido demasiado dolorosa para Nell Ranney o para alguna de las sirvientas más jóvenes. Y no precisamente porque fuera allí donde Healey murió, sino por el recuerdo del juez Healey vivo, contenido en la fragancia del cuero de los viejos libros.
Lowell podía oír los gemidos de Ednah Healey, que le llegaban desde arriba en un terrible crescendo, y trató de ignorar que estaban en una casa mortuoria.
Fields, de pie en el vestíbulo, solo, leyó la nota escrita por Nell Ranney: Me dijeron que esto debo guardármelo para mí, pero no puedo, y no sé a quién decírselo. Cuando llevé al juez Healey a su estudio, murmuró en mis brazos antes de morir. ¿Puede ayudarme alguien?
—¡Santo Dios! —exclamó Fields, dejando caer involuntariamente la nota—. ¡Aún estaba vivo!
En el estudio, Lowell se arrodilló y acercó la cabeza al suelo.
—Aún estaba usted vivo —murmuró—. El gran rechazador. Por eso lo eliminaron. —Hablaba como dirigiéndose con amabilidad a Artemus Healey—. ¿Qué le dijo Lucifer? Usted trató de decirle algo a su criada cuando lo encontró. ¿O trataba de preguntarle algo?
Todavía vio motas de sangre en el pavimento. Y vio algo más a lo largo de los bordes de la alfombra: larvas semejantes a gusanos aplastadas, partes de extraños insectos que Lowell no reconoció; las alas y los tórax de unos pocos de los insectos de ojos ígneos que Nell Ranney había despanzurrado sobre el cuerpo del juez Healey. Revolvió en el atestado escritorio de Healey hasta que encontró una lupa, y con ella enfocó los insectos. También ellos tenían restos de la sangre del juez.
De repente, de debajo de unos montones de papeles, detrás de la mesa escritorio, surgieron cuatro o cinco moscas de ojos de fuego y enfilaron en hilera hacia Lowell.
Jadeó estúpidamente y tropezó con una pesada butaca, se golpeó la pierna con un paragüero de hierro colado y cayó al suelo. Se apoderó de Lowell la sed de venganza, y descargó metódicamente un pesado libro ' de derecho sobre cada una de las moscas.
—No vayáis a creer que podéis meterle miedo a un Lowell.
Entonces sintió una leve picazón por encima del tobillo. Una mosca se había deslizado por dentro de la pernera del pantalón, y cuando Lowell la levantó, la mosca, desorientada, fue de un lado para otro tratando de escapar. Lowell la aplastó contra la alfombra con el tacón de la bota, experimentando un placer infantil. En ese momento advirtió una abrasión roja inmediatamente encima del tobillo, allá donde se había golpeado con el paragüero.
—¡Malditas seáis! —exclamó dirigiéndose a la difunta infantería de moscas.
Se paró en seco al observar que las cabezas de las moscas parecían tener expresiones de hombres muertos. Fields murmuró desde fuera que se diera prisa. Lowell, con la respiración entrecortada, ignoró las advertencias hasta que se oyeron pasos y voces procedentes del piso superior.
Lowell sacó su pañuelo, bordado por Fanny Lowell con las iniciales JRL, y recogió los insectos que acababa de matar, así como otras partes de insectos que pudo encontrar. Guardándose ese cargamento en la chaqueta, corrió fuera del estudio. Fields lo ayudó a mover de nuevo el sofá a su lugar cuando ya se acercaban las voces de sus atribulados primos.
El editor estaba ansioso de noticias.
—Bien, bien, Lowell. ¿Ha encontrado algo?
Lowell dio unos golpecitos sobre el bolsillo, donde llevaba el pañuelo.
—Testigos, mi querido Fields.
IX
La semana siguiente al funeral de Elisha Talbot, todos los ministros de Nueva Inglaterra hicieron, en sus predicaciones, un elogio de su fallecido colega. El siguiente domingo, los sermones se centraron en el mandamiento de no matar. Cuando los asesinatos de Talbot y de Healey no parecían hallarse cerca de su resolución, los clérigos de Boston predicaban sobre cada pecado cometido desde antes de la guerra, y culminaban con la fuerza del Juicio Final, invectivas contra el trabajo inútil del departamento de policía y una hipnótica fogosidad que hubiera hecho llorar de orgullo a Talbot, el viejo tirano del púlpito de Cambridge.
Los periodistas preguntaban cómo podía asesinarse sin consecuencias a dos prominentes ciudadanos. ¿Adónde había ido a parar el dinero que el pleno municipal había votado para mejorar la eficacia de la policía? A los relucientes números de plata de los uniformes de los oficiales, según escribía sardónicamente un periódico. ¿Por qué la ciudad había aprobado la petición de Kurtz de que se permitiera a los agentes portar armas, si no podían encontrar a delincuentes contra los que utilizarlas?
Nicholas Rey leía con interés esa y otras críticas en su escritorio de la comisaría central. En efecto, el departamento de policía estaba experimentando algunos progresos reales. Se instalaron timbres de alarma para convocar a toda la fuerza policial, o a parte de ella, a cualquier sección de la ciudad. El jefe había dispuesto también centinelas y escoltas para suministrar constantes informes a la comisaría central, donde todos los policías permanecían a la espera de la mínima señal de un potencial problema.
Kurtz preguntó en privado al patrullero Rey por su valoración de los asesinatos. Rey consideró la situación. Tenía el raro don en un hombre de permitirse el silencio antes de hablar, de manera que decía exactamente lo que se proponía:
—Cuando un soldado era capturado tratando de desertar del ejército, toda la división formaba en un campo, donde había una tumba abierta y un ataúd junto a ella. El desertor marchaba ante nosotros con un capellán a su lado y se le ordenaba sentarse sobre el ataúd, donde se le vendaban los ojos y se le ataban las manos. Un pelotón de ejecución compuesto por sus propios compañeros permanecía formado y a la espera de la voz de mando. Atentos, apunten... A la voz de fuego, caía muerto dentro del ataúd y era enterrado en el lugar, sin ninguna señal en el suelo. Y nos volvíamos, arma al hombro, al campamento...
—¿A Healey y Talbot se les puso como ejemplo de algo?
Kurtz parecía escéptico.
—Al desertor podían haberle disparado fácilmente en la tienda del general de brigada o en los bosques, o haberlo hecho comparecer ante un consejo de guerra. La escenificación pública tenía por objeto mostrarnos que el desertor era abandonado como él abandonó nuestras filas. Los dueños de esclavos utilizaban tácticas similares para dar ejemplo a los esclavos que trataban de escapar. El hecho de que Healey y Talbot fueran asesinados podría ser algo secundario. Lo primero y principal a lo que nos enfrentamos es el castigo a esos hombres. Se supone que estamos formados y observamos.
Kurtz se sentía fascinado pero no se daba por vencido.
—Supongamos que es así. Pero ¿castigos de quién, patrullero? ¿Y por qué errores? Si alguien quería darnos lecciones con esos actos, lo lógico es que hubiera actuado de modo que pudiéramos comprenderlos. El cuerpo desnudo abandonado bajo una bandera. Los pies quemados. ¡Eso no tiene ningún sentido!
—¿Qué sabe usted de Oliver Wendell Holmes? —preguntó Rey a Kurtz durante otra conversación, mientras escoltaba al jefe de policía bajando las escaleras del Parlamento del estado, camino del carruaje que los aguardaba.
—Holmes —repitió Kurtz, encogiéndose de hombros, indiferente—. Poeta y médico. Un tábano social. Era amigo del profesor
Webster, aquel al que ahorcaron. Uno de los últimos en admitir la culpabilidad de Webster. Pero no ha sido de mucha ayuda en la indagatoria de Talbot.
—No, no lo ha sido —admitió Rey, pensando en el nerviosismo de Holmes a la vista de los pies de Talbot—. Creo que no se encontraba bien, que padece asma.
—Sí, asma mental.
Tras el descubrimiento del cadáver de Talbot, Rey mostró al jefe Kurtz las dos docenas de trozos de papel que recogió del suelo cerca de la tumba vertical de Talbot. Eran cuadraditos, cada uno de ellos no mayor que la cabeza de un clavo de tapicería, conteniendo al menos una letra impresa y algunos de ellos mostrando también en el reverso signos de impresión claramente discernibles. Algunos estaban manchados y era imposible reconocer lo que tenían escrito, a causa de la humedad constante de la bóveda. Kurtz se sorprendió del interés de Rey por la basura. Eso era un punto desfavorable en la confianza general que tenía en su patrullero mulato.
Pero Rey dispuso los trozos de papel cuidadosamente sobre la mesa. Aquellos desperdicios tenían importancia, y estaba seguro de que significaban algo; tan seguro como en el caso del susurro del saltador. Pudo identificar el contenido de doce de los fragmentos: e, di, ca, t, L, vic, B, as, im, n, y y otra e. Uno de los manchados contenía la letra g, aunque igualmente podía ser una q.
Cuando Rey no llevaba al jefe Kurtz a entrevistas con conocidos de los fallecidos o a reuniones con capitanes de comisarías, robaba unos minutos libres para sacar los papelitos del bolsillo del pantalón y esparcirlos por una mesa. En ocasiones podía formar palabras y anotaba puntualmente en una libreta las frases que surgían. Apretaba sus ojos dorados y luego los abría mucho con la esperanza inconsciente de que las letras se ordenaran por sí mismas para explicar lo que había pasado o lo que debía hacerse, como las tablillas de los espiritistas que, según se decía, deletreaban las palabras de los muertos cuando las manejaba un médium lo bastante dotado. Una tarde, Rey colocó las palabras finales del saltador de la comisaría, al menos tal como el patrullero las había trascrito, en medio del nuevo revoltijo de letras, esperando que las dos voces perdidas tuvieran algo en común.
Contaba con una agrupación favorita para los fragmentos sueltos de letras: I cant die as im... (No puedo morir como im...) Rey siempre se atascaba en este punto, pero ¿no había salida? Probó con otra combinación: Be vice as I... (Ser vicio como yo...) ¿Qué hacer con aquel trozo con la g o la q?
La comisaría central se inundaba a diario de cartas de las que se esperaba respondieran a todas las preguntas, con tal de que mostraran el mínimo rasgo de credibilidad. El jefe Kurtz asignó a Rey la tarea de revisar esa correspondencia, en parte para mantenerlo alejado de la «basura».
Cinco personas aseguraban haber visto al juez presidente Healey en el Music Hall una semana antes del descubrimiento de su castigado cuerpo. Rey localizó al asombrado sujeto en cuestión por el número de la butaca de su abono para la temporada. Era un pintor de carruajes de Roxbury con una masa de indómitos rizos algo parecidos a los del juez. Una carta anónima informaba a la policía de que el asesino del reverendo Talbot, conocido y pariente lejano del remitente, embarcó a Liverpool, con un gabán tomado sin permiso, y allí lo trataron de manera indecente y nunca se había vuelto a saber de él (y el abrigo cabe suponer que jamás volvió a manos de su legítimo dueño). Otra nota aseguraba que una mujer confesó espontáneamente en una sastrería haber asesinado al juez Healey en un rapto de celos, y que luego huyó en tren a Nueva York, donde podía encontrársela en uno de los cuatro hoteles que se detallaban.
Pero cuando Rey abrió una nota anónima que constaba de dos frases, experimentó la estimulante sensación de haber hecho un descubrimiento. El papel y el sobre eran de buena calidad, y el mensaje estaba escrito con una caligrafía gruesa y de trazo deficiente, un discreto disfraz de la verdadera escritura del remitente:
Caven más hondo en el hoyo del reverendo Talbot. Algo quedó olvidado bajo su cabeza.
La nota estaba firmada así: «Respetuosamente, un ciudadano de esta ciudad.»
—¿Algo olvidado? —comentó Kurtz en tono de mofa.
—Aquí no hay nada que probar ni historia inventada —replicó Rey con un entusiasmo que no le era característico—. El autor sencillamente tiene algo que decir. Y recuerde: los relatos de los periódicos
diferían ampliamente acerca de lo que le ocurrió a Talbot. Ahora debemos utilizar eso como una ventaja. Esta persona conoce las verdaderas circunstancias, o, al menos, que Talbot fue enterrado en un hoyo y que estaba cabeza abajo. Mire aquí, jefe. —Rey leyó en voz alta y señaló—: «Bajo su cabeza.»
—Rey, ¡con la cantidad de problemas que tengo! El Transcript encontró a alguien en el ayuntamiento que confirmó que Talbot fue hallado con las ropas en un montón, como Healey. Mañana lo publicará, y toda esta maldita ciudad sabrá que nos las estamos viendo con un único asesino. La gente no se va a poner a exclamar « ¡un delito!»; va a querer el nombre de alguien. —Kurtz volvió a mirar la carta—. Bien, supongamos que esta carta nos dice que podríamos encontrar «algo» en el agujero de Talbot. ¿Por qué, entonces, su ciudadano no acude a la comisaría y me dice a la cara lo que sabe?
Rey no contestó.
—Déjeme echar un vistazo en la bóveda, jefe Kurtz. Kurtz sacudió la cabeza.
—Ya se ha enterado usted de cómo nos han puesto desde todos los malditos púlpitos de la comunidad, Rey. ¡No podemos ir a cavar en la bóveda de la Segunda Iglesia en busca de recuerdos imaginarios!
—Dejamos el agujero intacto cuando el suceso, y se requeriría una inspección más a fondo —argumentó Rey.
—Basta. No quiero oír una palabra más sobre eso, patrullero.
Rey asintió, pero su expresión de certidumbre no cedió. Las obstinadas negativas del jefe Kurtz no podían competir con la convencida desaprobación silenciosa de Rey. Avanzada la tarde, Kurtz echó mano del gabán, se encaminó al escritorio de Rey y le ordenó:
—Patrullero, Segunda Iglesia Unitarista, en Cambridge.
Un nuevo sacristán, un caballero con aspecto de comerciante, con patillas pelirrojas, los acompañó dentro. Les explicó que su predecesor, el sacristán Gregg, se había sumido en una desesperación cada vez mayor desde que descubrió el cadáver de Talbot, y que renunció al puesto para cuidar de su salud. El sacristán buscó torpemente las llaves de las bóvedas subterráneas.
—Será mejor que de aquí salga algo —advirtió Kurtz a Rey cuando el hedor de la bóveda llegó hasta ellos.
Y salió.
Después de sólo unos pocos golpes con una pala de mango largo, Rey desenterró la bolsa con el dinero, exactamente donde Longfellow y Holmes la habían vuelto a enterrar.
—Mil. Exactamente mil, jefe Kurtz —dijo Rey contando el dinero bajo la viva luz de una linterna de gas. Luego, habiendo visto algo notable, añadió—: Jefe, jefe Kurtz, la comisaría de Cambridge... La noche en que fue encontrado el cadáver de Talbot. ¿Se acuerda usted de lo que nos dijeron? El reverendo denunció que le habían robado la caja fuerte el día anterior al asesinato.
—¿Cuánto se llevaron de su caja?
Rey señaló el dinero con un movimiento de cabeza.
—Mil. —Kurtz suspiró e hizo un gesto de incredulidad—. Bien, yo no sé si esto nos ayuda o confunde aún más el asunto. ¡No me puedo creer que Langdon W. Peaslee o Willard Burndy reventaran la caja fuerte de un ministro una noche y se lo cargaran la siguiente y, suponiendo que lo hicieran, que dejaran el dinero para que Talbot disfrutara de él en la tumba!
Fue entonces cuando Rey casi tropezó con un ramo de flores, el recuerdo dejado allí por Longfellow. Lo cogió y se lo mostró a Kurtz.
—No, no, yo no he dejado entrar a nadie más en estas bóvedas —aseguró el nuevo sacristán, una vez de regreso en la sacristía—. Han estado cerradas desde el... suceso.
—Quizá su predecesor lo hiciera. ¿Sabe usted dónde podemos encontrar al señor Gregg? —preguntó el jefe Kurtz.
—Aquí mismo. Todos los domingos, con absoluta seguridad.
—Bien. Cuando vuelva quiero que le diga que se ponga en contacto con nosotros inmediatamente. Aquí tiene mi tarjeta. Si permitió que alguien entrara ahí, debemos saberlo.
De nuevo en comisaría, había mucho que hacer. El patrullero de Cambridge a quien el reverendo Talbot había denunciado el robo debía ser interrogado de nuevo; tenían que seguir el rastro de los billetes a través de los bancos para confirmar que provenían de la caja fuerte de Talbot; indagar en el vecindario de Talbot para dar con algún dato relativo a la noche en que su caja fue violentada; y conseguir que un perito calígrafo analizara la nota que había suministrado la información.
Rey podía advertir que Kurtz experimentaba genuino optimismo, probablemente por vez primera desde que le comunicaron la muerte de Healey. Estaba casi aturdido.
—Esto es lo que caracteriza a un buen policía, Rey, un toque de instinto. A veces es todo cuanto tenemos. Se desvanece con cada decepción en la vida y en la carrera, me temo. Yo hubiera tirado esa nota junto con los demás desperdicios, pero usted no. Dígame, ¿qué deberíamos hacer que no hayamos hecho?
Rey sonrió agradecido.
—Debe haber algo. Vamos, vamos.
—A usted no le gustará lo que voy a decirle, jefe —respondió Rey. Kurtz se encogió de hombros.
—Siempre que no se trate de sus malditos trozos de papel.
Por lo general, Rey rehusaba los favores, pero había algo que anhelaba. Caminó hasta la ventana, que enmarcaba los árboles del exterior de la comisaría, y los miró.
—Hay un peligro que no podemos percibir, jefe. Alguien a quien trajeron a nuestra comisaría lo antepuso a su propia vida. Quiero saber quién era el que murió en nuestro patio.
* * *
Oliver Wendell Holmes se sentía feliz por tener una tarea apropiada para él. No era entomólogo ni naturalista, y se interesaba por el estudio de los animales sólo en la medida en que revelaban más acerca de las interioridades de los seres humanos y, más específicamente, de él mismo. Pero dos días después de que Lowell le entregara la mezcolanza de insectos y larvas aplastados, el doctor Holmes había reunido todos los libros sobre insectos que pudo encontrar en las mejores bibliotecas científicas de Boston, e inició detenidos estudios.
Mientras tanto, Lowell concertó una cita con la criada de los Healey, Nell, en casa de su hermana, en las afueras de Cambridge. Ella le contó cómo fue el hallazgo del juez presidente Healey, cómo pareció querer hablar y sólo pudo barbotear antes de morir. Ella cayó de rodillas al oír la voz de Healey, como si la hubiera tocado algún poder divino, y se alejó caminando a gatas.
En cuanto al descubrimiento en la iglesia de Talbot, el club Dante decidió que la policía debía desenterrar por sí misma el dinero depositado en la bóveda. Holmes y Lowell se mostraban contrarios. Holmes, por miedo, y Lowell, por un sentimiento de posesión. Longfellow animó a sus amigos a no considerar la policía un rival, aunque podía resultar peligroso que tuviera conocimiento de sus actividades. Todos trabajaban con una misma finalidad: detener los asesinatos. Pero el club Dante trabajaba principalmente con lo que podía encontrar en sentido literal, y la policía, con lo que podía encontrar físicamente. Así, después de volver a enterrar la bolsa con sus despreciados mil dólares, Lowell compuso una sencilla nota dirigida a la oficina del jefe de policía: Caven más hondo... Esperaban que alguien en la comisaría, con ojo perspicaz, viera la nota y comprendiera lo suficiente, y quizá descubriera algo más sobre el crimen.
Cuando Holmes hubo finalizado su estudio de los insectos, Longfellow, Fields y Lowell se reunieron en su casa. Aunque desde las ventanas de su estudio Holmes podía ver llegar al 21 de la calle Charles a todos los visitantes, gustaba de la formalidad de que su sirvienta irlandesa acomodara a los recién llegados en el pequeño gabinete de recepción y luego subiera a anunciárselos. Entonces se apresuraba a bajar las escaleras.
—¿Longfellow? ¿Fields? ¿Lowell? ¿Están ustedes aquí? ¡Suban, suban! Les voy a enseñar mi trabajo.
El exquisito estudio estaba más ordenado que la mayoría de las habitaciones de los autores, con libros alineados desde el suelo hasta el techo, muchos de ellos —considerando la estatura de Holmes— accesibles sólo con la escalera corrediza que había mandado construir. Holmes les mostró su último invento: unos anaqueles al alcance de la mano, en el extremo de la mesa, de tal manera que no había que ponerse de pie para buscar algo.
—Muy bien, Holmes —dijo Lowell, que miraba en dirección a los microscopios.
Holmes preparó un portaobjeto.
—Desde que existen los seres vivos, la naturaleza ha colocado en todos sus logros esta inscripción limitadora: PROHIBIDA LA ENTRADA. Si algún observador fisgón se aventuraba a espiar en los misterios de sus glándulas, canales y fluidos, ella cubría su obra con nieblas cegadoras y halos desconcertantes, como las deidades antiguas.
Explicó que los especimenes eran larvas de las que salían moscas azules, tal como Barnicoat, el forense de la ciudad, había dicho el día en que fue descubierto el cadáver. Este tipo de mosca pone los huevos en tejido muerto. Los huevos se transforman en larvas que comen carne en descomposición, y se transforman a su vez en moscas, y así el ciclo se reanuda.
Fields, balanceándose en una de las butacas de Holmes, replicó:
—Pero Healey dijo algo antes de morir, según esa criada. ¡Eso significa que aún estaba vivo! Aunque supongo que sólo le quedaba un hilillo de vida. Cuatro días después de que fuera atacado... y todas las cavidades de su cuerpo estaban repletos de larvas.
Holmes hubiera sentido repulsión sólo con pensar en aquel sufrimiento, si la idea no hubiera sido tan fantástica. Sacudió la cabeza:
—Afortunadamente para el juez Healey y para la humanidad, eso no puede ser. En todo caso, aunque sólo hubiera habido un puñado de larvas, digamos cuatro o cinco, en la superficie de la cabeza herida, hubiera sido precisa la presencia de algo de tejido muerto, y él no habría permanecido con vida. Con las larvas alimentándose en su interior en las cantidades masivas de las que se ha informado, todo el tejido debía estar muerto. Así que él debía estar muerto.
—Tal vez la criada ve fantasmas —sugirió Longfellow, al advertir la expresión derrotada de Lowell.
—Si la hubiera usted visto, Longfellow —dijo Lowell—. Si hubiera visto el brillo de sus ojos, Holmes... ¡Fields, usted estaba allí! Fields asintió, aunque ahora estaba menos seguro: —Vio algo terrible o creyó haberlo visto.
Lowell se cruzó de brazos, en un gesto de desaprobación. —Ella es la única que lo sabe, por Dios. Yo la creo. Debemos creerla.
Holmes habló con autoridad. Sus hallazgos al menos aportaban cierto orden —cierta razón— a sus actividades.
—Lo siento, Lowell. Ciertamente, ella vio algo horrible: el estado en que se hallaba Healey. Pero esto, esto es ciencia.
Más tarde, Lowell tomó el tranvía de caballos de regreso a Cambridge. Avanzaba bajo un dosel escarlata de arces, contrariado por su incapacidad para evitar que el relato de la criada fuera descartado, cuando Phineas Jennison, el gran príncipe del comercio bostoniano, pasó en su lujosa berlina. Lowell frunció el ceño. No estaba de humor para tener compañía, aunque en parte también ansiaba distraerse.
—¡Hola! ¡Venga esa mano!
Y Jennison extendió su bien confeccionada manga fuera de la ventanilla, al tiempo que sus finos caballos bayos acortaban el paso hasta reducirlo a un despreocupado trote.
—Mi querido Jennison...
—¡Oh, qué placer estrechar la mano de un viejo amigo! —dijo Jennison con sinceridad.
Aunque no apretaba la mano como Lowell, que parecía atornillarla, se la dio de la forma más bien ávida de los negociantes bostonianos, algo parecido a como se agita una botella. Se apeó y llamó con los nudillos a la portezuela verde del vehículo público, para que su conductor se detuviera.
El brillante gabán blanco de Jennison estaba descuidadamente abotonado, descubriendo una levita rojo oscuro sobre un chaleco de terciopelo verde. Tomó a Lowell del brazo.
—¿Va usted a Elmwood?
—Me ha pillado usted, milord.
—Dígame, la corporación a la que usted acusa, ¿aún le permite dar esa clase suya sobre Dante? —preguntó Jennison, con una seria preocupación reflejada en su frente voluntariosa.
—Supongo que ha cedido un poco, afortunadamente —respondió Lowell suspirando—. Sólo espero que no interprete como una victoria suya el hecho de que haya suspendido esa clase.
Jennison se detuvo en mitad de la calle, pálido el rostro. Hablaba en voz baja, apoyando la palma de la mano en la barbilla con su hoyuelo.
—¿Lowell? ¿Es éste el Jemmy Lowell que fue expulsado a Concord por desobediencia cuando estaba en Harvard? ¿Qué hay del enfrentamiento con Manning y con la corporación en nombre de los futuros genios de Estados Unidos? Usted debe actuar o ellos...
—No hay nada que hacer con esos detestables colegas —le aseguró Lowell—. En este momento debo dedicarme a algo que reclama mi total atención, y no puedo ocuparme de seminarios. Me limito a mis clases ordinarias.
—¡Un gato doméstico no servirá si lo que uno quiere es un tigre de Bengala! —comentó Jennison agitando la mano, satisfecho por haber dado con una imagen más bien poética.
—No es mi línea, Jennison. Yo no sé cómo trata usted a los hombres como los de la corporación. Pero hay que vérselas con holgazanes y estúpidos a cada paso.
—¿Y son distintos los del mundo de los negocios? —Jennison desplegó su enorme sonrisa—. Aquí está el secreto, Lowell. Usted arma una bronca hasta que consigue lo que anda buscando, de eso se trata. Usted sabe lo que es importante, lo que debe hacerse, ¡y todo lo demás puede irse al diablo! —añadió con furia—. Ahora, si yo pudiera ser de alguna ayuda en su lucha, si pudiera ayudar de algún modo...
Lowell estuvo tentado, por un breve segundo, de contárselo todo a Jennison y pedirle ayuda, aunque no supo exactamente por qué. El poeta era pésimo en materia de finanzas, siempre barajando su dinero entre inversiones desafortunadas, de tal manera que le parecía que los hombres de negocios de éxito poseían poderes sobrenaturales.
—No, no, he encontrado más ayuda para mis luchas de lo que una buena conciencia se permitiría, pero se lo agradezco igualmente. —Lowell dio unas palmaditas en el hombro del millonario, cubierto de paño fino—. Además, el joven Mead estará agradecido por dejarlo descansar de Dante.
—Toda buena batalla necesita un aliado fuerte —dijo Jennison, decepcionado. Luego pareció como si quisiera revelar algo y no pudiera—. He observado al doctor Manning. No detendrá su campaña, así que usted nunca podrá parar. No confíe en lo que ellos le digan. Recuerde que se lo advertí.
Lowell percibió una negra nube de ironía después de hablar de la clase que había luchado por conservar durante tantos años. Sintió más tarde la misma embarazosa confusión que el día en que atravesó las blancas puertas de madera de Elmwood, camino de la casa de Longfellow.
—¡Profesor!
Lowell se volvió y vio a un joven, con el negro frac propio de los universitarios, corriendo, con los puños arriba, los codos pegados a los costados y la boca con expresión grave.
—Señor Sheldon. ¿Qué está usted haciendo aquí?
—Tengo que hablar con usted en seguida.
El estudiante de primer año jadeaba a causa del esfuerzo. Longfellow y Lowell habían pasado la última semana confeccionando listas de todos sus antiguos estudiantes de Dante. No podían utilizar los archivos oficiales de Harvard, pues con eso se arriesgarían a llamar la atención. Fue una tarea particularmente laboriosa para Lowell, que había perdido sus archivos y sólo recordaba unos pocos nombres y ningún período concreto de tiempo. Incluso un estudiante de unos pocos años antes podía recibir la felicitación más calurosa después de encontrarse en la calle con Lowell.
—¡Mi querido muchacho! —Y a continuación—: ¿Cómo se llamaba?
Afortunadamente, sus dos estudiantes actuales, Edward Sheldon y Pliny Mead, quedaron de inmediato al abrigo de cualquier posible sospecha, pues Lowell les había estado dando clase en su seminario sobre Dante coincidiendo (según sus más ajustados cálculos) con el asesinato del reverendo Talbot.
—Profesor Lowell. ¡He recibido este aviso en mi buzón! —Sheldon deslizó una hojita de papel en la mano de Lowell—. ¿Una equivocación?
Lowell lo miró con indiferencia.
—No es una equivocación. Tengo algunos asuntos que resolver, los cuales ocuparán todo mi tiempo, pero sólo una o dos semanas, o eso espero. No me cabe duda de que usted está lo bastante ocupado como para apartar a Dante de su mente durante ese período.
Sheldon sacudió la cabeza, desanimado.
—Pero ¿qué hay de lo que usted nos dice siempre? ¿Se ha ampliado su círculo de admiradores hasta el punto de inducirlo a dar un respiro al errabundo Dante? ¿No ha cedido usted ante la corporación? ¿No está usted cansado del estudio de Dante, profesor? —lo apremiaba el estudiante.
Lowell sintió que temblaba ante la pregunta.
—¡No conozco a ningún ser pensante que pueda cansarse de Dante, mi joven Sheldon! Pocos hombres tienen criterio suficiente por sí mismos para penetrar en una vida y una obra de tal profundidad. Cada día lo valoro más como hombre, poeta y maestro. En nuestro tiempo de oscuridad, proporciona la esperanza de una segunda oportunidad. Y hasta que me reúna con el propio Dante en la primera terraza del purgatorio, ¡por mi honor que nunca cederé una pulgada ante los malditos tiranos de la corporación!
Sheldon tragó saliva.
—No olvide mi entusiasmo por continuar con la Commedia.
Lowell pasó el brazo por el hombro de Sheldon y caminó con él.
—Usted conoce, joven, una historia que Boccaccio cuenta sobre una mujer que pasaba frente a una puerta en Verona, donde Dante vivió durante su destierro. Vio a Dante al otro lado de la calle y se lo señaló a otra mujer, diciendo: «Ése es Alighieri, el hombre que va al infierno cuando le place y trae noticias de los muertos.» Y la otra replicó: «Es muy probable. ¿No ves su barba rizada y su rostro oscuro? ¡Yo diría que eso se debe al calor y al humo!»
El estudiante rió a carcajadas.
—Esta conversación —prosiguió Lowell— se dice que hizo sonreír a Dante. ¿Sabe por qué dudo de la veracidad de esa historia, mi querido muchacho?
Sheldon consideró el asunto con la misma expresión seria que tenía durante sus clases sobre Dante. Luego manifestó:
—Quizá, profesor, porque esa mujer de Verona en realidad ignoraba el contenido del poema de Dante, pues sólo un selecto número de personas de su época, sus protectores ante todo, vio el manuscrito antes del final de su vida, e incluso, entonces, sólo en pequeños fragmentos.
—Yo no creo ni por un segundo que Dante sonriera —replicó Lowell satisfecho.
Sheldon fue a responder, pero Lowell levantó su sombrero y reanudó su camino hacia la casa Craigie.
—¡Recuerde mi deseo! —gritó Sheldon tras él.
El doctor Holmes, sentado en la biblioteca de Longfellow, se había fijado en un sorprendente grabado en el periódico, iniciativa de Nicholas Rey. La ilustración mostraba al hombre que había muerto en el patio de la comisaría central. El aviso del periódico no daba referencia alguna del incidente. Pero se reproducía el rostro extraviado y consumido del saltador, tal como era poco antes del reconocimiento, y se pedía que cualquier información sobre la familia de aquel hombre se comunicara a la oficina del jefe de policía.
—¿Cuándo esperan ustedes encontrar a la familia de un hombre antes que al hombre mismo? —preguntó Holmes a los demás—. Cuando está muerto —se respondió a sí mismo.
Lowell examinó el parecido.
—Un hombre de aspecto muy triste al que no recuerdo haber visto nunca. Y este asunto es lo bastante importante como para que intervenga el jefe de policía. Wendell, creo que tiene usted razón. El chico Healey dijo que la policía aún no ha identificado al hombre que susurró unas palabras al patrullero Rey antes de tirarse por la ventana. Tiene perfecto sentido que hayan querido insertar un aviso en los periódicos.
El editor del periódico debía un favor a Fields. Así que Fields se pasó por su despacho en el centro de la ciudad. Le dijeron que un agente de policía mulato fue quien puso el aviso.
—Nicholas Rey. —Fields encontró esto extraño—. Con todo lo que se ha armado a propósito de Healey y Talbot, parece un poco raro que un policía gaste energías por un vagabundo muerto. —Estaban cenando en casa de Longfellow—. ¿Podrían saber que guarda alguna relación con los crímenes? ¿Podría ese patrullero tener alguna idea de lo que susurró el hombre?
—Es dudoso —dijo Lowell—. Pero, si la tiene, podría encaminarlo hasta nosotros.
A Holmes eso lo puso nervioso.
—¡Entonces, debemos averiguar la identidad de ese hombre antes que el patrullero Rey!
—Bueno, pues entonces seis brindis por Richard Healey. Sabemos por qué razón el patrullero Rey acudió a nosotros con el jeroglífico —dijo Fields—. Ese saltador fue conducido al reconocimiento policial junto con una horda de otros mendigos y ladrones. Los oficiales debieron de preguntarle sobre el asesinato de Healey. Podemos concluir que ese pobre tipo reconoció a Dante, se asustó, vertió en el oído de Rey algunos versos en italiano del mismo canto que inspiró el asesinato y echó a correr; una carrera que terminó con su caída desde la ventana.
—¿Qué pudo asustarlo tanto? —preguntó Holmes.
—Podemos confiar en que él no fuera el propio asesino, pues estaba muerto dos semanas antes del crimen del reverendo Talbot —observó Fields.
Lowell se tiró del bigote pensativamente.
—Sí, pero pudo haber conocido al asesino y temería por su relación con él. Probablemente lo conocía muy bien, si ése fue el caso.
—Estaba atemorizado por su conocimiento, como lo hubiéramos estado nosotros. Pero ¿cómo averiguar antes que la policía quién era? —preguntó Holmes.
Longfellow había permanecido silencioso durante esta conversación. Ahora, puntualizó:
—Poseemos dos ventajas naturales sobre la policía para enterarnos de la identidad de ese hombre, amigos míos. Sabemos que reconoció la inspiración de Dante en los terribles detalles del asesinato y que, mientras sufría la crisis, los versos de Dante acudieron directamente a su boca. De todo lo cual podemos deducir la probabilidad de que fuese un mendigo italiano, con buena formación literaria y católico.
Un hombre con barba de tres días y un sombrero calado hasta los ojos y las orejas yacía al pie de la catedral de la Santa Cruz, uno de los templos católicos más antiguos de Boston, tan inmóvil en su postura como una imagen sagrada. Estaba tendido en la posición más cómoda que los huesos humanos pueden permitirse en una acera, y junto a él había un puchero con comida. Un peatón que pasaba le formuló una pregunta, pero él ni siquiera volvió la cabeza, ni mucho menos respondió.
—Señor. —Nicholas Rey se arrodilló junto a él y le acercó el periódico con el grabado del saltador—. ¿Reconoce usted a este hombre, señor?
Ahora el vagabundo volvió los ojos lo suficiente como para mirar. Rey sacó su placa.
—Señor, mi nombre es Nicholas Rey y soy agente de la policía municipal. Es importante que sepa el nombre de este hombre. Ha muerto. No está metido en ningún lío. Por favor, ¿lo conoce usted o sabe de alguien que pudiera conocerlo?
El hombre metió los dedos en su puchero, extrajo un bocado sosteniéndolo entre el pulgar y el índice, y se lo llevó a la boca. Luego, meneó la cabeza con una breve e impasible negación.
El patrullero Rey echó a andar calle abajo, donde se alineaban ruidosos carretones de comestibles y de carniceros.
Diez minutos después, un tranvía de caballos vació su pasaje en un andén próximo, y dos hombres se acercaron al vagabundo inmóvil. Uno de ellos tenía el mismo periódico doblado para mostrar la misma ilustración.
—Buen hombre, ¿podría decirnos si conoce a esta persona? —preguntó Oliver Wendell Holmes en tono afable.
La insistencia casi bastó para romper la ensoñación del indigente.
Lowell se adelantó.
—¿Señor?
Holmes empujó de nuevo el periódico frente a él.
—Por favor, díganos si le resulta familiar y seguiremos tranquilamente nuestro camino, buen hombre.
Nada.
—¿Necesita usted una trompetilla para la sordera? —preguntó Lowell a gritos.
Eso no les hizo adelantar mucho. El hombre tomó de su puchero un trozo de comida irreconocible y lo deslizó al gañote, al parecer sin preocuparse de masticarlo.
—¿Qué le parece? —preguntó Lowell dirigiéndose a Holmes, que permanecía junto a él—. Tres días con esto, y nada. Este hombre no tenía muchos amigos.
—Ya hemos ido más allá de las Columnas de Hércules en el barrio de moda. Larguémonos.
Holmes había percibido algo en los ojos del vagabundo cuando le mostró el periódico. También descubrió una medalla colgando de su cuello: san Paolino, el patrono de Lucca, Toscana. Lowell siguió la mirada de Holmes.
—¿De dónde es usted, signore? —preguntó Lowell en italiano.
El interrogado siguió mirando adelante, impasiblemente, pero su boca se abrió.
—Da Lucca, signore.
Lowell dedicó un cumplido a las bellezas de la tierra mencionada. El italiano no manifestó sorpresa por la lengua empleada. Aquel hombre, como todos los italianos orgullosos, había nacido convencido de que el mundo entero hablaría su idioma, así que para él aquello apenas merecía conversación. Lowell repitió entonces las preguntas relativas al hombre del grabado del periódico. El poeta explicó que era importante conocer su nombre, a fin de localizar a su familia y disponer un enterramiento digno.
—Creemos que este pobre tipo también era de Lucca —dijo tristemente en italiano—. Merece ser sepultado en un cementerio católico, con su gente.
El luqués se tomó algún tiempo para considerarlo antes de cambiar trabajosamente de postura, apoyándose en el codo, a fin de señalar con su dedo de extraer la comida la maciza puerta de la iglesia, detrás mismo de donde él se hallaba.
El prelado católico que escuchó sus preguntas componía una figura digna pese a su corpulencia.
—Lonza —dijo, devolviendo el periódico—. Sí, ha estado aquí. Recuerdo que se llamaba Lonza. Sí... Grifone Lonza.
—¿Lo conoció usted personalmente? —preguntó Lowell, esperanzado.
—Era él quien conocía la iglesia, señor Lowell —respondió el prelado en tono afable—. El Vaticano nos ha confiado un fondo para atender a los inmigrantes. Les hacemos préstamos y damos algo de dinero para el pasaje a quienes necesitan regresar a la patria. Por supuesto que sólo podemos socorrer a un número reducido de personas. —Tenía más que decir, pero se contuvo—. ¿Por qué razón lo andan buscando, caballeros? ¿Por qué han publicado su retrato en el periódico?
—Me temo que ha fallecido, padre. Creemos que la policía ha estado tratando de identificarlo —dijo el doctor Holmes.
—Ah, pues sospecho que ni a mis feligreses ni a los de las iglesias de estos alrededores los van a encontrar ustedes muy dispuestos a hablar con la policía, sea del asunto que sea. Recuerden que la policía no colaboró en absoluto a que se hiciera justicia cuando se quemó hasta los cimientos el convento de las ursulinas. Y cuando hay un delito, se hostiga a los pobres, a los católicos irlandeses —dijo apretando los dientes con una ira apropiada para un clérigo—. Los irlandeses fueron enviados a la guerra a morir por unos negros que ahora les roban los puestos de trabajo, mientras los ricos se quedaron en sus casas a cambio de una pequeña cantidad.
Holmes quiso decir: «No mi Wendell Junior, padre.» Pero en realidad Holmes había tratado de convencer a Junior para hacer precisamente aquello.
—¿El señor Lonza quería regresar a Italia? —preguntó Lowell.
—Lo que cada uno quiere en su corazón, no puedo decirlo. Ese hombre vino por comida, que nosotros suministramos con regularidad, y si no recuerdo mal, por algunos pequeños préstamos para mantenerse a flote. Si yo fuera italiano, seguramente querría volver con los míos. La mayoría de nuestros feligreses son irlandeses. Me temo que los italianos no son bienvenidos entre ellos. En todo Boston y sus alrededores hay menos de trescientos italianos, según nuestros cálculos. Son muy pobres, y requieren nuestra simpatía y nuestra caridad. Pero cuantos más inmigrantes haya de otros países, menos empleos habrá para los que ya están aquí. Comprendan ustedes el malestar potencial.
—Padre, ¿sabe usted si el señor Lonza tenía familia? —preguntó Holmes.
El prelado sacudió la cabeza pensativamente y luego dijo:
—¿Saben? Había un caballero que en ocasiones lo acompañaba. Lonza era, me temo, un beodo y necesitaba ser vigilado. Sí, ¿cómo se llamaba? Tenía un nombre típicamente italiano. —El prelado fue a su escritorio—. Deberíamos tener algunos papeles sobre él, pues también recibió algunos préstamos. Ah, aquí está... Un profesor de idiomas. Le dimos cincuenta dólares hace un año y medio. Recuerdo que afirmaba haber trabajado en otro tiempo en la Universidad de Harvard, aunque me permito dudarlo. Aquí está. —Leyó el nombre que figuraba en el papel—: Pietro Bakee.
Mientras Nicholas Rey interrogaba a unos niños andrajosos que se abrían paso con un caballo, vio a dos personajes encopetados salir muy animados de la catedral de la Santa Cruz y desaparecer doblando la esquina. Pese a la distancia, parecían fuera de lugar en medio de la deslucida aglomeración del lugar. Rey se encaminó a la catedral y preguntó por el prelado. Éste, al enterarse de que Rey era un agente de policía en busca de un hombre inidentificado, estudió la ilustración del periódico, observándola bien a través de sus gafas con montura de oro, antes de excusarse plácidamente:
—Me temo, agente, que no he visto a este pobre hombre en mi vida.
Rey, pensando en las dos figuras encopetadas, preguntó si alguien más había estado por los alrededores preguntando por el desconocido. El prelado, devolviendo la ficha de Bachi a su cajón, se sonrió amablemente y negó.
Después el patrullero Rey se trasladó a Cambridge. En la comisaría central se había recibido un cable en el que se informaba de un intento de robar de su ataúd, en plena noche, los restos de Artemus Healey.
—Yo ya les expliqué lo que podría pasar si se divulgaba el caso —dijo el jefe Kurtz refiriéndose a la familia Healey, con un inapropiado sentimiento vindicativo.
La dirección del cementerio del monte Auburn había colocado ahora el cuerpo en un ataúd de acero y contratado a otro vigilante nocturno, éste provisto de arma de fuego. En la colina, no lejos de la tumba de Healey, estaba la estatua del reverendo Talbot, erigida sobre su sepultura y sufragada por su congregación. La estatua tenía una gracia que mejoraba el verdadero rostro del ministro. En una mano, el predicador de mármol sostenía el Libro Sagrado y en la otra, unas gafas. Esto era un tributo a una de sus costumbres de púlpito, un extraño hábito que consistía en quitarse sus grandes gafas cuando leía un texto en el atril, y volvérselas a calar cuando predicaba libremente, sugiriendo de manera instructiva que uno necesitaba una visión más aguda para leer lo inspirado por el espíritu de Dios.
De camino para inspeccionar el monte Auburn, enviado por el jefe Kurtz, Rey se detuvo a causa de una leve alteración del orden. Le dijeron que un anciano, alojado en el segundo piso de un edificio próximo, llevaba ausente más de una semana, un período que no resultaba insólito, pues en ocasiones viajaba. Pero los residentes pedían que se hiciera algo a propósito de un pestilente hedor que emanaba de su habitación. Rey llamó con los nudillos y consideró la posibilidad de forzar la puerta cerrada por dentro, pero luego pidió prestada una escalera de mano y la colocó en el exterior. Subió por ella y levantó la ventana de la habitación, pero el terrible hedor que escapaba del interior casi le hizo precipitarse al suelo.
Cuando el piso se hubo aireado lo bastante para permitirle entrar, Rey tuvo que apoyarse contra una pared. Necesitó varios segundos para aceptar que no había nada que hacer. Un hombre permanecía tieso, con los pies colgando cerca del suelo y una soga en torno al cuello, la cual estaba fijada con un gancho en lo alto. Sus rasgos, rígidos y descompuestos, hacían imposible el reconocimiento. Pero Rey conoció al hombre por su ropa y por los ojos, todavía saltones y que reflejaban pánico: era el anterior sacristán de la cercana iglesia unitarista. Más tarde fue hallada una tarjeta en una silla: era la que el jefe Kurtz había dejado en la iglesia para que le fuera entregada a Gregg. En el dorso, el sacristán escribió un mensaje para la policía, insistiendo en que él no había visto a ningún hombre entrar en las bóvedas para matar al reverendo Talbot. A alguna parte de Boston, advertía, había llegado un alma demoníaca y él no podía continuar viviendo con el temor de su retorno en busca de los que quedaban.
Pietro Bachi, caballero italiano y graduado por la Universidad de Padua, se nutrió a regañadientes de todas las oportunidades que le brindaba Boston como profesor particular, aunque aquéllas eran escasas y desagradables. Trató de conseguir otra plaza universitaria tras su dimisión de Harvard.
—Puede que haya un puesto para un simple maestro de francés o alemán —le dijo, riendo, el rector de una nueva universidad en Filadelfia—, pero ¡italiano! Amigo mío, nosotros no esperamos que nuestros muchachos se hagan cantantes de ópera.
Universidades de arriba y abajo de la costa atlántica preveían escasos cantantes de ópera. Y las juntas académicas de gobierno estaban lo bastante ocupadas (gracias, señor Bakey) manejando el griego y el latín como para considerar la enseñanza de una lengua viva innecesaria, indecorosamente papista y vulgar.
Afortunadamente, en ciertos barrios de Boston, al término de la guerra, se materializó una moderada demanda. Unos pocos comerciantes yanquis estaban ansiosos por abrirse puertas con ayuda de cuantos conocimientos de idiomas pudieran procurarse. También una nueva clase de familias prominentes, enriquecidas por los beneficios y acaparamientos de la guerra, deseaba ante todo que sus hijas tuvieran una cultura. Algunas pensaban que sería sensato que las señoritas jóvenes se hicieran con un italiano básico, además del francés, pues parecía merecer la pena mandarlas a Roma cuando les llegara el tiempo de viajar (una moda reciente entre las bellezas bostonianas en flor). Así que Pietro Bachi, despojado sin más ceremonias de su plaza en Harvard, quedó a disposición de comerciantes emprendedores y damiselas mimadas. Estas últimas con frecuencia tenían su tiempo ocupado, pues los maestros de canto, dibujo y danza les atraían mucho más, con lo que Bachi se pasaba la vida reclamando a las jóvenes damas que le reservaran huecos de una hora y cuarto.
Esta vida mantenía consternado a Pietro Bachi.
Las lecciones no lo atormentaban tanto como tener que pedir sus honorarios. Los americani de Boston habían construido una Cartago, una tierra atiborrada de dinero pero vacía de cultura, destinada a desaparecer sin dejar rastro de su existencia. ¿Qué dijo Platón de los ciudadanos de Agrigento? Ese pueblo edifica como si fuera inmortal y come como si fuera a morir en el instante.
Unos veinticinco años antes, en la hermosa campiña de Sicilia, Pietro Batalo, como muchos italianos antes que él, se había enamorado de una mujer peligrosa. La familia de ella pertenecía a la facción política opuesta a la de los Batalo, que lucharon vigorosamente contra el control papal del Estado. Cuando la mujer sintió que Pietro la había agraviado, su familia estuvo más que encantada de arreglárselas para que fuera excomulgado y desterrado. Tras una serie de aventuras en varios ejércitos, Pietro y su hermano, un comerciante que deseaba liberarse de aquel destructivo paisaje político y religioso, cambiaron su nombre por el de Bachi y atravesaron el océano. En 1843, Pietro encontró un Boston que era una ciudad pintoresca, de rostros amistosos, diferente de la que emergería en 1865, cuando los nativistas vieron hacerse realidad su temor de la rápida multiplicación de extranjeros, y los escaparates se llenaron de este aviso: NO SE ADMITEN SOLICITUDES DE EXTRANJEROS. Bachi había sido bienvenido en la Universidad de Harvard, y por un tiempo él, lo mismo que el joven profesor Henry Longfellow, incluso se alojó en un tramo encantador de la calle Brattle. Entonces Pietro Bachi concibió una pasión, como ninguna que hubiera conocido, por una joven irlandesa y la hizo su esposa. Pero ella encontró pasiones suplementarias poco después de casarse con el profesor. Según decían los estudiantes de Bachi, lo abandonó dejándole en el baúl sólo los puños de sus camisas, y en el gañote, el sincero entusiasmo que ella sentía por la bebida. Así empezó la pronunciada y regular decadencia en el corazón de Pietro Bachi...
—Comprendo que ella es; bueno, digamos... —su interlocutor rebuscó una palabra delicada mientras corría detrás de Bachi— difícil.
—¿Que ella es difícil? —Bachi no se detuvo mientras bajaba las escaleras—. ¡Ja! No se cree que soy italiano. ¡Dice que no tengo aspecto de italiano!
La niña apareció en lo alto de la escalera y observó con expresión arisca a su padre titubeando detrás del pequeño profesor.
—Oh, estoy seguro de que la niña no quiere decir lo que dice —declamaba en el tono más grave posible.
—¡Sí quise decirlo! —gritó la niña desde el rellano del entresuelo, apoyándose en la barandilla de nogal y asomándose tanto, que parecía que iba a caer sobre el sombrero de punto de Pietro Bachi—. No se parece en nada a un italiano. ¡Es demasiado bajo!
—¡Arabella! —exclamó el hombre, y luego se volvió con una sonrisa teñida de amarillo, como si se lavara la boca con oro, hacia el vestíbulo, que refulgía a la luz de las velas—. ¡Le pido que aguarde un momento más, querido señor! Aprovechemos la ocasión para revisar sus honorarios, ¿de acuerdo, signor Bachi? —sugirió con la ceja tensa como una temblorosa flecha aguardando en su arco.
Bachi se volvió hacia él un momento, con el rostro encendido, agarrando fuertemente su bolsa, mientras trataba de dominar su mal humor. Las arrugas entrecruzadas se habían multiplicado en su rostro en los últimos años, y cada pequeño contratiempo le hacía dudar de que su existencia valiera la pena.
—¡American! —se limitó a decir Bachi.
Arabella miró abajo, confusa. No había aprendido lo bastante como para entender el juego de palabras: americani, «americanos», quedaba convertido en «amargos perros».
El tranvía de caballos, que a aquella hora iba en dirección al centro, cargaba al pasaje como ganado al que se lleva al matadero. El servicio de tranvías cubría Boston y sus suburbios, y aquéllos consistían en coches de dos toneladas capaces de transportar alrededor de cincuenta pasajeros. Iban provistos de ruedas de hierro, discurrían sobre raíles planos e iban tirados por un par de caballos. Los que habían conseguido asientos contemplaban con distante interés cómo otras tres docenas de personas, entre ellas, Bachi, pugnaban por doblarse sobre sí mismas, golpeando y siendo golpeadas en sus intentos de alcanzar los agarraderos de cuero que pendían del techo. Cuando el cobrador se abría paso para vender los billetes, el andén ya estaba repleto de gente que aguardaba el siguiente tranvía. En medio del recalentado y mal ventilado coche, dos borrachos desprendían el mismo olor que un montón de ceniza, y luchaban por cantar armónicamente una canción cuya letra desconocían. Bachi se llevó la mano a la boca y, comprobando que nadie lo miraba, alentó sobre ella y momentáneamente dilató las ventanas de la nariz.
Una vez llegado a su calle, Bachi se sumergió, desde la acera, en un sótano sombrío situado en una casa de vecindad llamada Half Moon Place, anhelando la feliz soledad que lo aguardaba. Pero en el último peldaño de la escalera se hallaban sentados, fuera de lugar pues no había sillones, James Russell Lowell y el doctor Oliver Wendell Holmes.
—Me gustaría saber qué está usted pensando, signore —dijo Lowell, con una sonrisa encantadora, mientras le estrechaba la mano.
—No merece la pena, professore —replicó Bachi, con la mano colgándole floja como un trapo húmedo bajo el apretón de Lowell—. ¿Se ha perdido camino de Cambridge?
Dirigió una mirada desconfiada a Holmes, pero estaba más sorprendido por aquella visita de lo que daba a entender.
—En absoluto —dijo Lowell al tiempo que se quitaba el sombrero, descubriendo su frente alta y blanca—. ¿Conocía usted al doctor Holmes? A los dos nos gustaría charlar un poco con usted, si no tiene inconveniente.
Bachi frunció el ceño y abrió la puerta de su apartamento, recibiendo como bienvenida el estrépito de unos botes colgados con pinzas detrás mismo de la puerta. La habitación era subterránea, con un cuadrado de luz diurna derramándose desde una media ventana que se abría por encima del nivel de la calle. Un olor de moho se desprendía de las ropas colgadas en todos los rincones, nunca totalmente exentos de humedad, con lo que los trajes de Bachi estaban siempre arrugados. Mientras Lowell reordenaba los botes de la puerta para colgar su sombrero, Bachi deslizó descuidadamente un montón de papeles de su escritorio y los introdujo en su bolsa. Holmes se esforzó para hacer cumplidos a tan degradada decoración.
Bachi puso una tetera con agua en la repisa interior de la chimenea y preguntó secamente:
—¿Qué los trae por aquí, caballeros?
—Venimos para rogarle que nos ayude, signor Bachi —dijo Lowell.
En el rostro de Bachi se dibujó una mueca divertida, mientras servía el té, y pareció más animado.
—¿Cómo lo tomarán?
Avanzó hasta el aparador, donde había media docena de vasos sucios y tres garrafas. Llevaban etiquetas con las inscripciones RON, GIN y WHISKEY.
—Té solo, gracias —dijo Holmes, y Lowell estuvo de acuerdo.
—¡Oh, vamos! —insistió Bachi, presentándole a Holmes una de las garrafas. Para contentar a su anfitrión, Holmes vertió en la taza de té la menor cantidad de gotas de whiskey que le fue posible, pero Bachi levantó el codo del doctor—. Creo que el amargo clima de Nueva Inglaterra nos acarrearía la muerte a todos, doctor —dijo—, si no fuera por la posibilidad de echarnos al coleto algo caliente de vez en cuando.
Bachi hizo como que iba a servirse té, pero acabó optando por un vaso colmado de ron. Los huéspedes se levantaron de las sillas, dándose cuenta simultáneamente de que ya se habían sentado.
—¡Por la universidad! —exclamó Lowell.
—La universidad me debía algo, ¿no creen ustedes? —preguntó Bachi con torpe afabilidad—. Además, ¿dónde puede uno encontrar un asiento tan singularmente incómodo, eh? Los hombres de Harvard pueden hablar todo lo que quieran como unitaristas, pero siempre serán calvinistas hasta las orejas, que gozan con su propio sufrimiento y con el ajeno. Díganme, ¿cómo es que ustedes, caballeros, me han encontrado aquí, en Half Moon Place? Creo que soy el único que no es dublinés en varias millas a la redonda.
Lowell desenrolló un ejemplar del Daily Courier y lo abrió por una página con una hilera de anuncios. En torno a uno de ellos había trazado un círculo.
Caballero italiano, graduado por la Universidad de Padua, altamente calificado por sus numerosos trabajos y con larga práctica como profesor de español e italiano, se ofrece para clases particulares, en colegios masculinos y femeninos, etc. Referencias: honorable John Andrew, Henry Wadsworth Longfellow y James Russell Lowell, professor de la Universidad de Harvard. Dirección: Half Moon Place, 2, calle Broad.
Bachi rió para sí.
—A nosotros, los italianos, nos gusta ocultar nuestros méritos como la lámpara bajo el celemín. En nuestro país, nuestro proverbio es: «El buen paño en el arca se vende.» Pero en América debería ser: In bocca chiusa non entran mosche. En boca cerrada no entran moscas. ¿Cómo puedo esperar que la gente venga y compre si ignora que tengo algo que vender? Así que abro la boca y soplo en la trompeta.
Holmes titubeó tras beberse un sorbo de té fuerte, y preguntó:
—¿John Andrews, es una de sus referencias, signore?
—Dígame, doctor Holmes, ¿qué alumno en busca de lecciones de italiano acudirá al gobernador para preguntarle por mí? Sospecho, en cualquier caso, que nadie se ha presentado tampoco ante el profesor Lowell.
Lowell lo admitió. Se inclinó para acercarse a los montones de textos de Dante y comentarios que cubrían el escritorio de Bachi, desordenadamente abierto por todos lados. Encima colgaba un pequeño retrato de la fugada esposa de Bachi. El pincel del artista había tenido la consideración de suavizarlo oscureciendo su dura mirada.
—Y ahora, ¿cómo puedo ayudarlos? Por más que una vez yo necesité su ayuda, professore.
Lowell sacó otro periódico de su chaqueta, y éste lo abrió por donde estaba el retrato de Lonza.
—¿Conoce usted a este hombre, signor Bachi? ¿O debo decir conoció?
Al observar el rostro cadavérico en aquella página desprovista de color, a Bachi lo invadió la tristeza. Pero cuando levantó la mirada, se había apoderado de él la ira.
—¿Imaginan ustedes que yo he de conocer a todos los palurdos andrajosos?
—El obispo de la catedral de la Santa Cruz pensaba que lo conocía —dijo Lowell en tono de estar bien enterado.
Bachi pareció sobresaltarse y se volvió a Holmes como si estuviera rodeado.
—Según creo, signore, usted tomó prestadas allí cantidades de dinero nada insignificantes —dijo Lowell.
Esto abochornó a Bachi hasta dejarlo blanco. Bajó la mirada con un gesto ovejuno.
—Así son los curas norteamericanos... No son como los de Italia. Tienen la bolsa más llena que el mismo papa. Si estuvieran ustedes en mi lugar, ni siquiera el dinero de los curas les ofendería el olfato. —Vació su ron, echó la cabeza atrás y silbó. Miró de nuevo el periódico—. Así que quieren ustedes saber algo sobre Grifone Lonza.
Hizo una pausa y luego señaló con el pulgar un montón de textos de Dante sobre su escritorio.
—Lo mismo que ustedes, caballeros literatos, siempre he encontrado a mis compañeros más agradables entre los muertos antes que entre los vivos. La ventaja consiste en que, cuando un autor se vuelve chato u oscuro o, simplemente, deja de entretenerlo a uno, puede decirle: «Cierra el pico.»
Estas últimas palabras las pronunció como si se recreara en ellas. Bachi se puso en pie y se sirvió ginebra. Bebió un buen trago, y dijo entre borborigmos:
—En Estados Unidos, ésa es una tarea en solitario. La mayoría de mis hermanos que se han visto forzados a venir aquí apenas pueden leer un periódico, y mucho menos la Commedia di Dante, que penetra en el alma misma del hombre, tanto en su mayor desesperación como en su mayor dicha. Éramos unos pocos en Boston, hace unos años; hombres de letras, hombres de intelecto: Antonio Gallenga, Grifone Lonza, Pietro d'Alessandro. —No pudo contener una sonrisa nostálgica, como si sus visitantes hubieran estado entre ellos—. Nos sentábamos en nuestras habitaciones y leíamos juntos a Dante en voz alta, primero uno y después otro, y de esta manera avanzábamos en el conjunto del poema, que contiene todos los secretos. Lonza y yo éramos los últimos del grupo que no se han marchado o han muerto. Ahora sólo quedo yo.
—Vamos, no menosprecie Boston —dijo Holmes.
—Pocos merecen pasar su vida entera en Boston —replicó Bachi con irónica sinceridad.
—¿Sabía usted, signor Bachi, que Lonza murió en la comisaría de policía? —preguntó amablemente Holmes.
Bachi asintió.
—Me han llegado vagas noticias al respecto.
Al tiempo que dirigía una mirada a los libros de Dante en el escritorio, Lowell dijo:
—Signor Bachi, ¿cómo reaccionaría usted si yo le dijera que Lonza recitó un verso del tercer canto del Inferno a un agente de policía antes de precipitarse al vacío y morir?
Bachi no pareció sorprendido en absoluto. En lugar de eso, se echó a reír sin contenerse. La mayor parte de los exiliados políticos de Italia se volvían más extremistas en su rectitud e incluso transformaban sus propios pecados en signos de santidad. En sus mentes, por otra parte, el papa era un perro miserable. Pero Grifone Lonza se había convencido a sí mismo de que de algún modo había traicionado su fe y tenía que encontrar la manera de arrepentirse de sus faltas a los ojos de Dios. Una vez establecido en Boston, Lonza contribuyó a extender una misión católica relacionada con el convento de las ursulinas, seguro de que su fe llegaría a oídos del papa y conseguiría su retorno. Entonces las turbas quemaron el convento hasta arrasarlo.
—En lugar de indignarse, Lonza, en una reacción típica de él, se vino abajo, convencido de que había cometido alguna gravísima equivocación en su vida para merecer el peor castigo de Dios. Su lugar aquí, en el exilio, se tornó confuso para él. Casi dejó de hablar inglés. Creo que una parte de él olvidó hablar y sólo conocía la verdadera lengua italiana.
—Pero ¿por qué el señor Lonza quiso recitar un verso de Dante antes de saltar por la ventana, signore? —preguntó Holmes.
—Un amigo mío regresó a la patria, doctor Holmes; un tipo jovial que regentaba un restaurante y que respondía a todas las preguntas sobre su comida con citas de Dante. Bien; resultaba divertido. Lonza se volvió loco. Dante se convirtió para él en una manera de librarse de los pecados que imaginaba haber cometido. Al final se sentía culpable por todo cuanto se le propusiera. En sus últimos años nunca leyó realmente a Dante; no tenía necesidad. Cada línea y cada palabra estaban fijadas permanentemente en su cerebro y para su terror. Nunca las había aprendido de memoria de forma intencionada, pero acudían a su mente como las advertencias de Dios acudían a las de los profetas. La más ligera imagen o palabra podía hacer que se deslizara al poema de Dante... En ocasiones podían pasar días sin que se le oyera decir otra cosa.
—No le sorprende a usted que se suicidara —señaló Lowell.
—A mí no me consta que fuera eso lo que sucedió, professore —atajó Bachi—. Pero no importa cómo lo llame usted. Toda su vida fue un suicidio. Renunció a su alma por miedo, poco a poco, hasta que en el universo no quedó ningún lugar para él salvo el infierno. Mentalmente, estaba en el precipicio del tormento eterno. No me sorprende que se cayera. —Hizo una pausa—. ¿Es ese caso tan diferente del de su amigo Longfellow?
—¿Qué puede usted saber de un hombre como Henry Longfellow, Bachi? —inquirió Lowell—. A juzgar por su escritorio, Dante parece haberle consumido también a usted no hace mucho, signore. ¿Qué es exactamente lo que está buscando? En sus escritos, Dante buscaba la paz. ¡Me atrevería a decir que ustedes andan detrás de algo menos noble! —concluyó, revolviendo las páginas descuidadamente.
Bachi apartó de un manotazo el libro, dejándolo fuera del alcance de Lowell.
—¡No toque mi Dante! ¡Puedo estar en una casa de vecindad, pero no tengo que justificar mis lecturas ante nadie, rico o pobre, professore!
Lowell se sonrojó, cohibido.
—No se trata... Si necesita usted un préstamo, signor Bachi...
—¡Oh, ustedes, los americani! —cloqueó Bachi—. ¿Cree que voy a aceptar la caridad de usted, un hombre que permaneció cruzado de brazos mientras Harvard me echaba para que fuera pasto de los lobos?
Lowell estaba espantado.
—¡Vamos, Bachi! ¡Yo luché con uñas y dientes por su empleo!
—Usted envió una nota a Harvard solicitando que me abonaran la liquidación. ¿Dónde estaba usted cuando yo no tenía adónde dirigirme? ¿Dónde estaba el gran Longfellow? Ustedes no han luchado por nada en toda su vida. Ustedes escriben poemas y artículos sobre la esclavitud y el asesinato de indios y esperan que algo cambie. Ustedes luchan por lo que no se acerca a su puerta, professore. —Amplió el alcance de su invectiva volviéndose al aturdido doctor Holmes, como si incluirlo a él fuera una cuestión de cortesía—. ¡Ustedes lo han heredado todo en sus vidas y no saben lo que es clamar por su pan! Bien, ¿y con qué otras expectativas vine yo a este país? ¿De qué podría quejarme? El más grande de los vates no tuvo hogar, sino exilio. Quizá llegue el día en que de nuevo pueda caminar por mis orillas, una vez más con verdaderos amigos, antes de abandonar esta tierra.
En los treinta segundos siguientes, Bachi bebió dos vasos de whiskey llenos, y se derrumbó en la silla de su escritorio, presa de un gran temblor.
—Fue la intervención de un extranjero, Carlos de Valois, la causa del exilio de Dante. Él es nuestra última propiedad, las postreras cenizas del alma de Italia. Yo no aplaudiré que usted y su adorado señor Longfellow arranquen a Dante del lugar que le corresponde y hagan de él ¡un norteamericano! ¡Recuerden solamente que él siempre volverá a nosotros! ¡El espíritu de supervivencia de Dante es demasiado poderoso para sucumbir ante cualquier hombre!
Holmes trató de preguntar por la actividad docente de Bachi. Lowell le interrogó sobre el hombre del bombín y el chaleco de cuadros a quien había visto acercarse ansiosamente a Bachi en el campus de Harvard. Pero por el momento ya habían sacado a Pietro Bachi todo cuanto pudieron. Cuando salieron del apartamento situado en el sótano, en éste reinaba un frío malsano. Se agacharon para pasar bajo la desvencijada escalera exterior, conocida por los moradores de la casa como la Escala de Jacob, porque conducía a un lugar algo mejor: la casa de vecindad de la plaza Humphrey, situada más arriba.
Un Bachi de rostro enrojecido sacó la cabeza por su media ventana, de tal modo que parecía haber crecido del suelo. Se meneó sobre su cuello, y dijo con voz de borracho:
—¿Quieren ustedes hablar de Dante, professori? ¡Echen un vistazo a su clase sobre Dante!
Lowell se volvió y le pidió que le aclarase el significado de aquello.
Pero dos manos temblorosas cerraron la ventana con un ruidoso golpe.
X
El señor Henry Oscar Houghton, un hombre de elevada estatura, piadoso, con una sotabarba al estilo cuáquero, revisaba sus cuentas en la ordenada saturación del escritorio de su oficina de contabilidad, la cual relucía bajo una lámpara con pantalla. A través de su incansable devoción por los pequeños detalles, su empresa, Riverside Press, situada en la orilla de Cambridge del río Charles, se había convertido en la imprenta más importante que trabajaba para prominentes editoriales, entre ellas la más notable, Ticknor y Fields. Uno de los recaderos de Houghton llamó a la puerta abierta.
Houghton no se movió hasta que hubo terminado de escribir y secar un número en su libro de costes. Se sentía orgulloso de sus laboriosos antepasados puritanos.
—Pasa, muchacho —dijo finalmente Houghton, levantando la vista de su trabajo.
El chico depositó una tarjeta en la mano de Oscar Houghton. Aun antes de leerla, al impresor le llamó la atención el papel pesado e inflexible. Leyendo bajo la lámpara lo escrito a mano, Houghton se envaró. Su paz, estrictamente defendida, quedaba ahora completamente rota.
Llegó el carruaje policial del subjefe Savage y se apeó el jefe Kurtz. Rey se reunió con él en la escalera de la Comisaría Central. —¿Y bien? —preguntó Kurtz.
—He descubierto que el nombre de pila del saltador era Grifone, según otro vagabundo, quien afirma haberlo visto en ocasiones junto a la vía férrea —explicó Rey.
—Ya es un paso —admitió Kurtz—. ¿Sabe? He estado pensando en lo que dijo usted, Rey, sobre esos asesinatos como formas de castigo. —Rey esperó a que a esto siguiera algo concluyente, pero Kurtz se limitó a dejar escapar un suspiro—. He estado pensando en el juez presidente Healey.
Rey asintió.
—Bien, todos hacemos cosas que vivimos para lamentar, Rey. Nuestra propia fuerza de policía reprimió disturbios a porrazos durante el proceso Sims, desde la escalinata del palacio de justicia. Cazamos a Tom Sims como a un perro y, tras el juicio, lo trasladamos al puerto para devolverlo como esclavo a su amo. ¿Me sigue? Ése fue uno de nuestros momentos más oscuros, y todo a partir de una decisión del juez Healey, o de una ausencia de ella, al no declarar sin validez la ley del Congreso.
—Sí, jefe Kurtz.
Kurtz parecía entristecido por sus pensamientos.
—Piense en los hombres más respetables de la sociedad bostoniana, patrullero. Yo diría que, con toda probabilidad, no han sido unos santos, al menos en estos tiempos. Han vacilado, han prestado apoyo al bando equivocado durante la guerra, han antepuesto la cautela al coraje, y cosas peores.
Kurtz abrió la puerta de su despacho, dispuesto a continuar. Pero tres hombres vestidos con gabanes negros estaban de pie inclinados sobre su escritorio.
—¿Qué pasa aquí? —inquirió Kurtz, y luego miró en derredor en busca de su secretario.
Los hombres se apartaron, descubriendo a Frederick Walker Lincoln sentado a la mesa de Kurtz.
Kurtz se quitó el sombrero e hizo una ligera reverencia.
—Honorable...
El alcalde Lincoln estaba completando una perezosa calada final a un cigarro, sentado entre las alas laterales de la mesa de caoba de John Kurtz.
—Espero que no le moleste que hayamos hecho uso de su despacho mientras esperábamos, jefe.
Una tos quebró la voz de Lincoln. Junto a él se sentaba el concejal Jonas Fitch. Una sonrisa beata parecía haber sido tallada en su rostro al menos desde hacía unas horas. El concejal despidió a dos de los hombres enfundados en gabanes, miembros de la oficina de detectives. Uno se quedó.
—Aguarde en el antedespacho, patrullero Rey —ordenó Kurtz. Prudentemente, Kurtz tomó asiento a este lado del escritorio y esperó a que la puerta estuviera cerrada.
—¿De qué se trata? ¿Por qué han traído aquí a esos bribones? El bribón que quedaba, el detective Henshaw, no se mostró particularmente ofendido. El alcalde Lincoln dijo:
—Estoy seguro de que tiene usted otros casos policiales que han permanecido descuidados durante este tiempo, jefe Kurtz. Hemos decidido que de la resolución de esos asesinatos no se encarguen sus detectives.
—¡No puedo permitirlo! —protestó Kurtz.
—Dé la bienvenida a los detectives que van a hacer el trabajo, jefe. Están capacitados para resolver casos como ése con rapidez y energía —dijo Lincoln.
—Particularmente con esas recompensas sobre la mesa —añadió el concejal Fitch.
Lincoln dirigió una mirada ceñuda al concejal. Kurtz bizqueó.
—¿Recompensas? Los detectives no pueden aceptar recompensas, según la propia ley de ustedes. ¿Qué recompensas, alcalde?
El alcalde aplastó su cigarro, fingiendo pensar en el comentario de Kurtz.
—Mientras estamos hablando, el consejo municipal de Boston aprobará una resolución impulsada por el concejal Fitch, que elimina la restricción de que los miembros de la oficina de detectives reciban recompensas. También habrá un ligero incremento de tales recompensas.
—Un incremento, ¿de cuánto? —preguntó Kurtz. —Jefe Kurtz... —empezó a decir el alcalde.
—¿Cuánto?
Kurtz creyó ver sonreírse al concejal Fitch antes de responder. —La recompensa se eleva ahora a treinta y cinco mil por la detención del asesino.
—¡Que Dios nos proteja! —exclamó Kurtz—. ¡Habría hombres capaces de cometer un asesinato para echar mano de ese dinero! ¡Especialmente en nuestra maldita oficina de detectives!
—Nosotros hacemos el trabajo que alguien debió hacer y no hizo, jefe Kurtz —apuntó el detective Henshaw.
El alcalde Lincoln exhaló aire y su rostro entero se deshinchó. Aunque el alcalde no tenía un parecido exacto con su primo segundo, el difunto presidente Lincoln, presentaba el mismo aspecto esquelético y de persona infatigable pese a su fragilidad.
—Quiero retirarme después de otro mandato, John —dijo suavemente el alcalde—. Y quiero estar seguro de que mi ciudad me recordará con honor. Necesitamos atrapar a ese asesino o se abrirán las puertas del infierno. ¿Se lo imagina? Entre la guerra y el magnicidio, Dios sabe que los periódicos han vivido del sabor de la sangre durante cuatro años, y a fe mía que están más sedientos de ella que nunca. Healey era compañero mío de clase en la universidad, jefe, y creo que en cierto modo se espera de mí que me eche a la calle y encuentre yo mismo a ese loco. Y si no, ¡me colgarán en el Boston Common! Se lo ruego, deje que los detectives resuelvan esto y retire del caso al negro. No podemos sufrir otra perturbación.
—Perdone, alcalde —dijo Kurtz enderezándose en su silla—, ¿qué tiene que ver el patrullero Rey con todo esto?
—La rueda de reconocimiento en relación con el caso del juez Healey y que casi acabó en disturbios. —Al concejal Fitch le gustaban las frases rebuscadas—. Aquel mendigo que se arrojó desde la ventana de su comisaría. Supongo que eso le suena, jefe.
—Rey no tuvo nada que ver con eso —replicó Kurtz, plantándose.
Lincoln sacudió la cabeza con un gesto de simpatía.
—El concejal ha encargado una investigación para determinar su papel. Hemos recibido quejas de varios agentes de policía, en el sentido de que, para empezar, fue la presencia de su conductor lo que provocó la conmoción. Nos han informado de que el mulato custodiaba al mendigo cuando ocurrió aquello, jefe, y algunos creen... Bueno, hacen cábalas sobre si él pudo forzar la caída por la ventana. Probablemente de manera accidental...
—¡Malditas mentiras! —exclamó Kurtz enrojeciendo—. ¡Él trataba de calmar las cosas, como hacíamos todos! ¡El que saltó era una especie de maníaco! ¡Los detectives tratan de detener nuestra investigación para así hacerse con las recompensas! Henshaw, ¿qué sabe usted de esto?
—Sé que el negro no puede salvar a Boston de lo que está pasando, jefe.
—Quizá cuando el gobernador sepa que su candidato ha traído la división al departamento de policía, haga lo que debe y reconsidere su iniciativa —dijo el concejal.
—El patrullero Rey es uno de los mejores policías que he conocido.
—Lo cual, ya que estamos aquí, plantea otra cuestión. También se nos ha hecho saber que a usted lo ven por toda la ciudad en compañía de él, jefe. —El alcalde arrugó el ceño—. Incluido el lugar de la muerte de Talbot. Y no como su simple conductor, sino como un igual en sus actividades.
—¡Es un verdadero milagro que a ese moreno no lo haya perseguido una turba de linchadores tirándole adoquines cada vez que sale a la calle! —dijo el concejal Fitch riendo.
—Nosotros aplicamos a Nick Rey todas las restricciones que el consejo municipal sugirió y... ¡Yo no veo qué tiene que ver su posición con esto!
—Tenemos encima un delito que inspira horror —dijo el alcalde Lincoln, apuntando con un rígido dedo a Kurtz—. Y el departamento de policía está cayéndose a pedazos. Por eso tiene que ver. No permitiré que Nicholas Rey siga interviniendo de ninguna forma en este caso. Un error más y deberá enfrentarse a su separación del servicio. Hoy han ido a verme unos senadores del estado, John. Están constituyendo otra comisión para proponer la supresión de todos los departamentos de policía municipal del estado y sustituirlos por una fuerza de policía metropolitana dependiente del mismo estado, si no podemos acabar con esto. Los tenemos en contra. No podré saber lo que sucede allá donde tengo mando. ¡Compréndalo! No quiero ver el departamento de policía de mi ciudad desmantelado.
El concejal Jonas Fitch pudo advertir que Kurtz estaba demasiado anonadado para hablar. El concejal se inclinó y lo miró a los ojos.
—Si usted hubiera hecho cumplir nuestras leyes sobre templanza y antivicio, jefe Kurtz, ¡quizá a estas alturas todos los ladrones y los bribones habrían huido a Nueva York!
A primera hora de la mañana, las oficinas de Ticknor y Fields bullían de anónimos dependientes de la tienda —algunos, muchachos todavía, y otros con el pelo gris— y de oficinistas de menos categoría. El doctor Holmes fue el primer miembro del club Dante en llegar. Mientras paseaba por el vestíbulo para matar el tiempo, decidió instalarse en el despacho privado de J. T. Fields.
—Oh, perdón, mi buen señor —dijo, cuando advirtió que allí había alguien, y se dispuso a cerrar la puerta.
Un rostro anguloso y en la sombra se volvió hacia la ventana. Holmes tardó un segundo en reconocerlo.
—¡Mi querido Emerson! —saludó Holmes sonriendo ampliamente.
Ralph Waldo Emerson, con su perfil aquilino y su largo cuerpo, vestido con una capa y un mantón azules, volvió en sí de sus ensoñaciones y saludó a Holmes. Era una rareza encontrar a Emerson, poeta y conferenciante, fuera de Concord, un pueblecito que en un tiempo había rivalizado con Boston por su despliegue de talentos literarios, especialmente después de que Harvard le prohibiera hablar en su campus por haber declarado muerta la Iglesia Unitarista, durante una alocución en la facultad de Teología. Emerson era el único escritor de Estados Unidos que se aproximaba a la fama de Longfellow, e incluso Holmes, un hombre en el centro de todo el quehacer literario, se sentía halagado cuando se hallaba en compañía del autor.
—Acabo de regresar de mi Lyceum Express anual, organizado por nuestro mecenas de los poetas modernos. —Emerson levantó una mano sobre el escritorio de Fields, como si le diera la bendición, un gesto que recordaba sus días como reverendo—. El guardián y protector de todos nosotros. Yo le traía unos papeles.
—Bien, ya era tiempo de que regresara usted a Boston. Lo hemos echado de menos en el club del Sábado. ¡Estuvo a punto de convocarse una reunión de protesta para reclamar su compañía! —dijo Holmes.
—Muy agradecido; no sabe cuánto me halaga eso –replicó Emerson sonriendo—. Nunca encontramos tiempo para escribir a los dioses ni a los amigos, sólo a los abogados, que pretenden cobrar deudas, y al hombre que ha de reparar el techo de nuestra casa.
A continuación, Emerson le preguntó a Holmes por sus asuntos y él contestó con largas y complicadas anécdotas.
—He estado pensando en escribir otra novela.
Lo dijo como tanteando, pues le intimidaban la fuerza y la rapidez de las opiniones de Emerson, que a menudo le hacían parecer a uno que estaba completamente equivocado.
—Oh, me gustaría que lo hiciera, querido Holmes —dijo Emerson sinceramente—. Su voz no puede dejar de agradar. Y hábleme del brillante capitán. ¿Sigue con su carrera de derecho?
Holmes rió nerviosamente por la mención de junior, como si lo relativo a su hijo fuera algo cómico en sí, lo cual no tenía el menor fundamento, pues Junior carecía del mínimo sentido del humor.
—Yo me incliné una vez por las leyes, pero consideré todo aquello muy indigesto. Junior también escribía buenos versos; no tan buenos como los míos, pero buenos versos. Ahora vive de nuevo en casa. Es como un Otelo blanco, sentado en la mecedora de nuestra biblioteca e impresionando a las jóvenes Desdémonas con las historias de sus heridas. En ocasiones creo que me desprecia. ¿Ha tenido alguna vez esa sensación con su hijo, Emerson?
Emerson guardó silencio durante unos densos segundos.
—No hay paz para los hijos de los hombres, Holmes.
Observar los gestos del rostro de Emerson mientras hablaba era como mirar a un hombre maduro cruzar un arroyo saltando de piedra en piedra, y el cauteloso egocentrismo que evocaba esa imagen distrajo a Holmes de sus ansiedades. Deseaba que la conversación prosiguiera, pero sabía que los encuentros con Emerson podían concluir casi sin avisar.
—Mi querido Waldo, ¿puedo hacerle una pregunta? —Lo que Holmes quería realmente era su consejo, pero Emerson nunca daba ninguno—. ¿Qué le parecería a usted que nosotros, Fields, Lowell y yo, ayudáramos a Longfellow en su traducción de Dante?
Emerson alzó una de sus cejas, como cubiertas de escarcha.
—Si Sócrates estuviera aquí, Holmes, podríamos ir a hablar con él en la calle. Pero no podemos ir a hablar con nuestro querido Longfellow. Hay un palacio, servidores y una hilera de botellas de vino d, distintos colores, vasos de vino y hermosas chaquetas. —Emerson inclinó la cabeza, pensativo—. A veces pienso en la época en que leía; Dante bajo la dirección del profesor Ticknor, como hizo también usted, pero no puedo dejar de considerar a Dante una curiosidad, un mastodonte, una reliquia para colocarla en un museo, no en una casa
—¡Pero usted me dijo una vez que la introducción de Dante en Estados Unidos sería una de las realizaciones más significativas de nuestro siglo! —insistió Holmes.
—Sí. —Emerson consideró aquello. Le gustaba enfocar los asuntos desde todos los puntos de vista siempre que fuera posible—. También eso es verdad. Sólo que, ¿sabe, Wendell?, prefiero la sociedad de una persona fiel a una asociación de conversadores rápidos, que más que nada buscan la admiración mutua.
—Pero ¿qué sería de la literatura sin esas asociaciones? —replicó Holmes sonriendo. Tenía la integridad del club Dante a su cuidado—. ¿Quién puede decir lo que debemos a la sociedad de admiración mutua entre Shakespeare, Ven Jonson, Beau Montt y Fletcher? ¿O a aquella sociedad que formaban Johnson y Goldsmith, Burke y Reynolds, Beauclerc y Boswell, el más admirador entre los admiradores, y que se reunían junto a la chimenea de un salón?
Emerson reordenó los papeles que había traído para Fields, a fin de mostrar que el objeto de su visita se había cumplido.
—Recuerde que, sólo cuando el genio del pasado se transmita a un poder actual, tendremos el primer poeta norteamericano. Y en alguna parte, nacido en las calles más que en el ateneo, encontraremos al primer verdadero lector. El espíritu del norteamericano se supone tímido, imitativo, domesticado; y al erudito, honrado, indolente, complaciente. Sin acción, el erudito ya no es un hombre. Las ideas pueden obrar a través de los huesos y de los brazos de los hombres buenos, o no pasan de meros sueños. Cuando leo a Longfellow, me siento muy a gusto, seguro. Pero eso no nos aportará nuestro futuro.
Cuando Emerson se hubo marchado, Holmes sintió que se había enfrentado a un enigma de la esfinge al que sólo podía darse una respuesta. Sintió también que, decididamente, aquella conversación era algo que le pertenecía, y no quiso compartirla con los otros cuando llegaron.
—Pero, realmente, ¿es eso posible? —preguntó Fields a sus amigos después de que hablaran de Bachi—. ¿Ese mendigo de Lonza pudo haber estado tan abrumado que antepuso el poema a la vida?
—No sería la primera ni la última vez que la literatura se apodera de una mente debilitada. Piensen en John Wilkes Booth —dijo Holmes—. Cuando disparó contra Lincoln, exclamó en latín: «Así les ocurra siempre a los tiranos.» Eso es lo que dice Bruto mientras asesina a julio César. Lincoln era el emperador romano en la mente de Booth. Recuerden que Booth era shakespeariano. Igual que nuestro Lucifer es un maestro dantista. La lectura, la comprensión, el análisis que nosotros realizamos a diario lograron lo que en nuestro fuero interno esperábamos que se obrara en nosotros; y eso mismo actuó sobre los huesos y los músculos de ese hombre.
Longfellow enarcó las cejas al oír esto.
—Sólo que al parecer produjo ese efecto en Booth y Lonza de manera involuntaria.
—¡Bachi debe haber ocultado algo que él sabe acerca de Lonza! —dijo Lowell, contrariado—. Ya vio usted, Holmes, lo renuente que se mostraba. ¿Qué nos dice?
—Era como darse cabezazos —admitió Holmes—. Cuando un hombre empieza a atacar Boston, cuando vierte su amargura sobre el Estanque de las Ranas o el Parlamento del estado, pueden estar seguros de que no le queda mucho. El pobre Edgar Poe murió en el hospital poco después de haber empezado a hablar así. Si uno se encuentra a un sujeto reducido a esa condición, más le vale que no le preste dinero, porque está en las últimas.
—El hombre cascabel —murmuró Lowell a la mención de Poe.
—Siempre hubo un punto oscuro en Bachi —dijo Longfellow—. El pobre Bachi. La pérdida de su trabajo lo hizo más desgraciado y, sin duda, en su desesperación, considera nuestro papel de manera poco amable.
Lowell no miró a Longfellow a los ojos. Se había abstenido de contarle los detalles de la diatriba de Bachi contra él.
—Creo que en este mundo la gratitud escasea más que los buenos versos, Longfellow. Bachi no tiene más sentimientos que un rábano picante. Podría ser que Lonza sintiera tanto miedo en la comisaría de policía porque sabía quién mató a Healey. Sabía que Bachi era el culpable... O quizá incluso ayudó a Bachi a matar a Healey.
—La mención del trabajo de Longfellow sobre Dante no le hizo reaccionar como si le hubieran arrimado una cerilla —dijo Holmes, aunque se mostraba escéptico—. El asesino debe ser un hombre de gran fuerza, para haber transportado a Healey desde el dormitorio hasta el campo. Bachi apenas puede ir dando traspiés en línea recta, con su regimiento de licores. Además, no hemos encontrado ninguna relación entre Bachi y las dos víctimas.
—¡No la hemos necesitado! —dijo Lowell—. Recuerde que Dante sitúa en el infierno a muchas personas a las que no conoció. Ser Bachi tiene dos ingredientes más fuertes que una relación personal con Healey o Talbot. Primero: un excelente conocimiento de Dante. Él es el único, fuera de nuestro club, y aparte, supongo, de Ticknor, con un nivel de comprensión que rivaliza con el nuestro.
—Sin duda —corroboró Holmes.
—Segundo: el motivo —continuó Lowell—. Es pobre como una rata. Se encuentra abandonado por nuestra ciudad y sólo busca consuelo en la bebida. Sus ocasionales trabajos como profesor particular son todo cuanto lo mantiene a flote. Está resentido con nosotros porque cree que Longfellow y yo nos quedamos cruzados de brazos cuando lo despidieron. Y Bachi consideraría a Dante más echado a perder que recuperado por los traicioneros norteamericanos.
—¿Por qué, mi querido Lowell, eligió Bachi a Healey y a Talbot? —preguntó Fields.
—Pudo haber escogido a quien le pareciera, con tal de que se ajustara a los pecados que decide castigar. Si Dante llegara a revelarse como fuente, podría desprestigiar su nombre en Estados Unidos antes de que el poema se afianzara.
—¿Podría ser Bachi nuestro Lucifer? —preguntó Fields.
—¿Debe ser nuestro Lucifer? —replicó Lowell, estremeciéndose mientras se agarraba el tobillo.
Longfellow lo interpeló, mirándole la pierna.
—¿Lowell?
—Oh, no se preocupe, gracias. Ahora recuerdo que me golpeé contra una plataforma de hierro el otro día, en Wide Oaks.
El doctor Holmes se inclinó hacia delante e hizo un ademán para que Lowell se arremangara la pernera.
—¿Ha aumentado de tamaño, Lowell?
La abrasión roja había pasado del tamaño de una moneda de un centavo al de un dólar.
—¿Cómo podría saberlo?
Nunca se había tomado en serio sus propias lesiones.
—Quizá debiera prestarse más atención a usted mismo que a Bachi —le reprendió Holmes—. Esto no tiene el aspecto de una herida que se está curando. Todo lo contrario. ¿Dice que sólo se golpeó? No parece infectada. ¿Le ha estado molestando, Lowell?
De repente sintió el tobillo mucho peor.
—Ahora duele otra vez. —Se quedó pensativo—. Es posible que mientras estaba en casa de Healey una de aquellas moscas azules se me introdujese en la pernera. ¿Podría ser eso?
—Por lo que yo puedo imaginar, no —respondió Holmes—. Nunca he oído que una mosca azul de esa clase sea capaz de picar. ¿Y si fue otro tipo de insecto?
—No; me hubiera dado cuenta. La aplasté bien aplastada —explicó Lowell haciendo una mueca—. Era una de las que le llevé, Holmes.
Holmes meditó lo anterior.
—Longfellow, ¿ha regresado de Brasil el profesor Agassiz? —Creo que precisamente esta semana —contestó Longfellow. —Sugiero que enviemos al museo de Agassiz las muestras de insectos que usted recogió —dijo Holmes dirigiéndose a Lowell—. No hay nada que él no sepa sobre animales.
Lowell ya estaba más que harto del tema de su propio bienestar.
—Hágalo si cree que debe. Ahora propongo seguir a Bachi unos pocos días, suponiendo que no esté ya muerto de tanto beber. Habría que ver si nos conduce a algún lugar revelador. Dos de nosotros aguardarán frente a su casa en un carruaje, mientras los demás esperan aquí. Si no hay objeciones, yo me pondré al frente de los que vigilen a Bachi. ¿Quién me acompañará?
Nadie se ofreció voluntario. Fields tiró con gesto indolente de la cadena de su reloj.
—¡Oh, vamos! —dijo Lowell, dando palmaditas en el hombro al editor—. Usted se viene, Fields.
—Lo siento, Lowell. Me he comprometido con Oscar Houghton para un almuerzo hoy. También asistirá Longfellow. Houghtor recibió anoche una nota de Augustus Manning advirtiéndole que deje de imprimir la traducción de Longfellow, o de lo contrario perderá el negocio con Harvard. Debemos hacer algo, y rápidamente, c Houghton cederá.
—Y yo tengo comprometida una charla en el Odeón sobre los últimos avances de la homeopatía y la alopatía, que no podría cancelar sin graves pérdidas económicas para los organizadores —dijo el doctor Holmes, dejando clara cuál era la prioridad—. ¡Todos están invitados a asistir, por supuesto!
—¡Pero podríamos averiguar algo decisivo! —protestó Lowell.
—Lowell —dijo Fields—. Si permitimos que el doctor Manning nos tome la delantera en lo de Dante mientras nosotros nos ocupamos de esto otro, todo nuestro trabajo de traducción, todo lo que hemos esperado quedará en nada. Nos llevará sólo una hora apaciguar a Houghton, y luego podremos hacer lo que usted dice.
Aquella tarde llegó hasta Longfellow el penetrante olor de los bistecs y los apagados y alegres ruidos propios del almuerzo, mientras aguardaba de pie frente a la pétrea fachada griega de la casa Revere. Un almuerzo con Oscar Houghton significaría al menos una hora de tregua sin hablar de crímenes ni de insectos. Fields, inclinándose sobre el pescante de su carruaje, daba instrucciones a su cochero para que regresara a la calle Charles, pues Annie Fields debía asistir a su club de señoras en Cambridge. Fields era el único miembro del círculo de Longfellow que tenía coche propio, no sólo porque el editor era el más rico, sino también porque valoraba el lujo por encima de los problemas causados por los cocheros malhumorados y los caballos achacosos.
Longfellow se fijó en una pensativa dama con velo negro que cruzaba Bowdoin Square. Llevaba un libro en la mano y caminaba deliberadamente despacio, con la mirada baja. Pensó en la época en que se encontraba con Fanny Appleton en la calle Beacon, cómo le dirigía un saludo cortés, sin pararse nunca a hablar con él. La había conocido en Europa, mientras se sumergía en los idiomas a fin de prepararse para la docencia, y ella se mostraba bastante agradable con aquel profesor amigo de su hermano. Pero de regreso en Boston, fue como si Virgilio le susurrara a ella al oído el consejo que dio al peregrino en el círculo de los tibios: «No hablemos; miremos y pasemos de largo.» Habiéndosele negado la conversación con la hermosa joven, Longfellow se encontró creando el personaje de una hermosa joven en su libro Hyperion, que modeló pensando en ella.
Pero transcurrieron los meses sin que la joven respondiera al gesto del hombre al que ella llamaba el profesor o el profe, aunque seguro que si hubiera leído el texto se habría reconocido en el personaje. Cuando finalmente encontró de nuevo a Fanny, ella dejó muy claro que no la entusiasmaba verse esclavizada en el libro del profesor, expuesta a la vista de todos. Él no pensó en excusarse, pero en los meses siguientes le abrió sus emociones como nunca lo había hecho, ni siquiera con Mary Potter, la joven que había muerto durante un aborto pocos años después de casarse con Longfellow. La señorita Appleton y el profesor Longfellow empezaron a verse con regularidad. En mayo de 1843 Longfellow le escribió una nota proponiéndole matrimonio. El mismo día, recibió su aceptación. ¡Oh, Día por siempre bendito,'que me abrió a esta Vita Nuova, esta Nueva Vida de felicidad! Repetía estas palabras una y otra vez hasta que tomaron forma, adquirieron peso y pudo abrazarlas y protegerlas como si fueran niños.
—¿Dónde se habrá metido Houghton? —preguntó Fields cuando partía su carruaje—. Más le vale no olvidarse de nuestro almuerzo.
—Quizá lo hayan retenido en Riverside. Señora... —Longfellow se quitó el sombrero al paso por la acera de una mujer corpulenta, la cual le devolvió una sonrisa tímida. Siempre que Longfellow se dirigía a una mujer, aunque fuera brevemente, era como si le ofreciera un ramo de flores.
—¿Quién era ésa? —preguntó Fields frunciendo el ceño.
—Ésa —respondió Longfellow— es la señora que nos sirvió una cena en Copeland's hace dos inviernos.
—Ah, bien, sí... De todos modos, si lo han retenido en Riverside, mejor sería que la causa fuera el trabajo con las páginas del Inferno que hemos de enviar a Florencia.
—Fields —dijo Longfellow apretando los labios.
—Lo siento, Longfellow —se excusó Fields—. La próxima vez que la vea le prometo que me quitaré el sombrero.
Longfellow sacudió la cabeza.
—No, no es eso. Mire allí.
Fields siguió la mirada de Longfellow, que se dirigía a un hombre extrañamente encorvado que llevaba una bolsa de hule brillante, y que caminaba con paso excesivamente vivo por la acera opuesta.
—Es Bachi.
—¿Y ése fue alguna vez profesor de Harvard? —replicó el editor—. Está tan encarnado como una puesta de sol en otoño.
Observaron el paso del profesor italiano, cada vez más rápido hasta convertirse en un trote que concluyó con un salto brusco frente a la fachada de una tienda, en una esquina. La tienda tenía una techumbre baja de tejas y un letrero ostentoso en el escaparate en el que se leía WADE E HIJO Y CíA.
—¿Conoce usted esa tienda? —preguntó Longfellow.
Fields no la conocía.
—Parece tener mucha prisa, ¿verdad?
—Al señor Houghton no le importará aguardar unos momentos —dijo Longfellow tomando a Fields por el brazo—. Venga, podemos enterarnos de algo si lo cogemos por sorpresa.
Cuando echaron a andar hacia la esquina para cruzar la calle, vieron a George Washington Greene que salía con muchas precauciones de la farmacia Metcalf's llevando un cargamento. El hombre de las muchas enfermedades se ofrecía nuevas medicinas como otros se ofrecen helados. Los amigos de Longfellow a menudo se lamentaban de que las pociones de Metcalf's contra la neuralgia, la disentería y demás —vendidas con una imagen de marca que representaba la figura de un sabio con una nariz exagerada— contribuían en gran manera a los accesos de Rip Van Winkle* durante sus sesiones de traducción.
—¡Santo Dios, si es Greene! —le dijo Longfellow a su editor—. Es imperativo, Fields, que evitemos que hable con Bachi.
—¿Por qué? —preguntó Fields.
Pero la proximidad de Greene impidió seguir hablando.
—¡Mis queridos Fields y Longfellow! ¿Qué los trae hoy por aquí, caballeros?
—Mi querido amigo —dijo Longfellow, mirando ansiosamente la puerta, bajo la sombra de un dosel, de Wade e Hijo, al otro lado de la calle, aguardando a que Bachi diera señales de vida—. Veníamos a almorzar en la casa Revere. Pero ¿no debía usted estar en Greenwich este día de la semana?
Greene asintió y suspiró al mismo tiempo.
—Shelly quiere que permanezca bajo sus cuidados hasta que mi salud mejore. ¡Pero no puedo estar todo el día en cama, aunque el doctor insista! El dolor nunca mata a nadie, pero es el compañero de cama más molesto. —Entró en minuciosos detalles sobre sus síntomas más recientes. Longfellow y Fields fijaban sus ojos en el otro lado de la calle mientras Greene seguía con su cháchara—. Pero yo no debería aburrir a todo el mundo con cantilenas sobre mis males. No me quejaría si no me sintiera frustrado por perderme otra sesión de Dante, ¡y desde hace semanas no me han dicho una palabra al respecto! He empezado a preocuparme por si el proyecto se abandonaba. Por favor, dígame, querido Longfellow, que ése no es el caso.
—Tan sólo hemos hecho una breve pausa —dijo Longfellow, estirando el cuello para mirar al otro lado de la calle, donde a Bachi se le podía ver a través del escaparate. Estaba gesticulando enérgicamente.
—No tardaremos en reanudar las sesiones. Sin duda —añadió Fields. Un carruaje dobló la esquina de enfrente, privando de la visión del escaparate y de Bachi—. Lo siento, pero debemos irnos, señor Greene —se apresuró a decir Fields, dándole en el codo a Longfellow y tirando de él.
—¡Pero están ustedes confundidos, caballeros! ¡Han sobrepasado la casa Revere, que está en dirección opuesta! —dijo Greene riendo. —Sí, bien...
Fields buscó una excusa verosímil mientras aguardaban a que un par de coches que se acercaban atravesaran el transitado cruce. —Greene —interrumpió Longfellow—. Debemos hacer primero una breve parada. Por favor, vaya usted al restaurante y almuerce con nosotros y con el señor Houghton.
—Me temo que mi hija se pondría hecha una furia si no regreso —respondió Greene, preocupado—. ¡Oh, miren quién viene! —Greene dio un paso atrás, se tambaleó y quedó fuera de la estrecha acera—. ¡El señor Houghton!
—Mis más sentidas disculpas, caballeros. —Un hombre desgarbado, vestido de negro como un empresario de pompas fúnebres, apareció junto a ellos y bajó su brazo, insólitamente largo, para estrechar la primera mano, que resultó ser la de George Washington Greene—. Estaba a punto de entrar en la casa Revere cuando los vi a ustedes tres con el rabillo del ojo. Espero que su espera no haya sido prolongada. Mi querido señor Greene, ¿se une usted a nosotros? ¿Y cómo sigue usted, mi buen amigo?
—Muy mal alimentado —respondió Greene, revistiéndose de nuevo de sus padecimientos—. La mía era una vida en la que las reuniones de Dante los miércoles por la noche eran el primer y último sustento.
Longfellow y Fields alternaban su vigilancia con vistazos de quince segundos. La entrada de Wade e Hijo seguía bloqueada por el carruaje intruso, cuyo cochero permanecía sentado pacientemente, como si su misión primordial fuera obstruir la visión de los señores Longfellow y Fields.
—¿Ha dicho usted eran? —le preguntó Houghton a Greene, sorprendido—. Fields, ¿tiene eso algo que ver con el doctor Manning? Pero ¿qué hay de la celebración en Florencia y de la tirada especial del primer volumen? Debo saber si las fechas de publicación se han retrasado, ¡no puedo ir a ciegas!
—Desde luego que no, Houghton —dijo Fields—. Precisamente hemos aflojado las riendas un poco.
—¿Y en qué puede ayudar, pregunto, un hombre habituado al placer de ese trocito semanal de paraíso? —se lamentó dramáticamente Greene.
—No lo sé —respondió Houghton—. Pero me preocupa imprimir ese libro, tal como se han puesto los precios... ¿Puedo preguntar si su Dante superará cualquier obstáculo que Manning y Harvard se propongan interponer en su camino?
Las manos de Greene se agitaron conforme las levantaba en el aire.
—Si fuera posible resumir una idea precisa de Dante en una sola palabra, señor Houghton, esa palabra sería fuerza. El paisaje de su mundo acaba por asentarse en la memoria de uno junto a su mundo real. Incluso los sonidos que se ha demorado en describir al oído del lector como ásperos, fuertes o suaves, al instante vuelven a usted siempre que oye el rumor del mar o el aullido del viento o el canto de los pájaros.
Bachi salió de la tienda, y ahora pudieron verlo examinando el contenido de su bolsa, con aspecto de gran emoción. Greene se detuvo.
—¿Fields? Pero ¿qué ocurre? Parece usted esperar que ocurra algo al otro lado de la calle.
Longfellow hizo una seña a Fields, un golpecito con la muñeca, para que entretuviera a su interlocutor. Como compañeros en una situación crítica que de algún modo consiguen comunicar una compleja estrategia con el mínimo gesto. Fields ejecutó una maniobra de distracción para su amigo, pasando su brazo flojamente sobre sus hombros.
—Ya ve, Greene, ha habido varios cambios en el campo de la edición después de la guerra...
Longfellow empujó a un lado a Houghton y le dijo con un hilo de voz:
—Me temo que tendremos que posponer nuestro almuerzo para otra ocasión. Dentro de diez minutos sale un tranvía hacia Back Bay. Le ruego que acompañe hasta allí al señor Greene. Acomódelo y no se vaya hasta que salga el tranvía. Asegúrese de que no se apea.
Longfellow habló levantando ligeramente las cejas para que el otro comprendiera bien su urgencia.
Houghton respondió con un gesto militar, sin pedir mayores explicaciones. ¿Le había pedido alguna vez Henry Longfellow un favor personal o a alguien a quien él conociera? El dueño de Riverside Press deslizó su brazo bajo el de Greene.
—Señor Greene, ¿me permite que lo acompañe al tranvía? Creo que el próximo está a punto de salir y no le conviene esperar mucho rato con este frío de noviembre.
Con apresuradas despedidas, Longfellow y Fields esperaron a que dos grandes ómnibus pasaran atronando calle abajo, tocando las campanillas para avisar. Los dos poetas cruzaron la calle sólo para darse cuenta a la vez de que el profesor italiano ya no estaba en la esquina. Miraron una manzana por delante y otra por detrás, pero no lo vieron en ninguna parte.
—¿Dónde demonios...? —preguntó Fields.
Longfellow señaló y Fields miró a tiempo para ver a Bachi cómodamente sentado en el asiento trasero del mismo carruaje que había estado obstruyendo su vigilancia. El ruido de los cascos de los caballos se alejaba, al parecer sin compartir la impaciencia del pasajero.
—¡Y no hay un coche de punto a la vista! —se lamentó Longfellow.
—Podemos atraparlo —dijo Fields—. La caballeriza del cochero Pike está a pocas manzanas de aquí. El bribón pide un cuarto de dólar por un asiento en su carruaje, y medio dólar cuando se considera particularmente extorsionado. Nadie en la manzana puede sufrirlo salvo Holmes, y él no soporta a nadie excepto al doctor.
Fields y Longfellow, caminando con rapidez, encontraron a Pike no en su caballeriza, sino tercamente estacionado frente a la mansión de ladrillos del 21 de la calle Charles. El dúo solicitó los servicios de Pike, y Fields sacó dinero a puñados.
—No puedo servirles, caballeros, ni por todo el dinero de esta comunidad —dijo Pike en tono áspero—. Me he comprometido a transportar al doctor Holmes.
—Escúchenos atentamente, Pike —y Fields exageró el tono de mando que de forma natural tenía su voz—. Somos colaboradores muy estrechos del doctor Holmes. Él le diría que nos cogiera.
—¿Son ustedes amigos del doctor? —preguntó Pike.
—¡Sí! —exclamó Fields, aliviado.
—Entonces, como amigos suyos, no es probable que quieran quitarle el coche. Yo estoy comprometido con el doctor Holmes —repitió Pike amablemente, y se sentó de nuevo para sacar punta con los dientes a lo que quedaba de un palillo de marfil.
—¡Bien! —exclamó Oliver Wendell Holmes, contoneándose en el escalón de acceso a su casa, sosteniendo una cartera de mano, vestido con un traje oscuro de estambre, con una bufanda de seda blanca lindamente anudada como una corbata, y con una rosa blanca en el ojal—. ¡Fields, Longfellow, después de todo vienen ustedes a la conferencia sobre alopatía!
Los caballos de Pike avanzaban a todo correr por la calle Charles, en dirección a las intrincadas calles del centro, rozando las farolas y sobrepasando a los airados conductores de tranvías. El carruaje de Pike era un rockaway* destartalado, con un asiento lo bastante ancho para acoger a cuatro pasajeros sin que tuvieran que aplastarse las rodillas unos contra otros. El doctor Holmes había dado instrucciones al cochero para llegar rápidamente a la una menos cuarto al Odeón, pero ahora el destino había cambiado, al parecer en contra de la voluntad del doctor, desde la perspectiva del cochero, y el número de pasajeros se había triplicado. Pike tenía el propósito de conducirlos de todos modos al Odeón.
—¿Y qué hay de mi conferencia? —preguntó Holmes a Fields una vez en la trasera del carruaje—. Están vendidas todas las entradas, ¿sabe?
—Pike puede dejarlo allí en un periquete en cuanto encontremos a Bachi y le hagamos un par de preguntas —respondió Fields—. Y le aseguro que los periódicos no informarán de que llegó usted tarde. ¡Si yo no hubiera despedido mi coche para dejárselo a Annie, no nos habríamos quedado atrás!
—Pero ¿qué cree usted que conseguirá si damos con él? —inquirió Holmes.
Fue Longfellow quien le contestó:
—Está claro que hoy Bachi está nervioso. Si conversamos con él lejos de su casa, y de su bebida, puede mostrarse menos renuente a hablar. De no habernos tropezado con Greene, es probable que hubiéramos atrapado a Ser Bachi sin estas prisas. Yo estaba por explicarle sencillamente al pobre Greene todo lo que ha ocurrido, pero, la verdad, sería un golpe para una constitución tan débil. Padece todas las calamidades y cree que tiene al mundo en contra. Sólo le falta que le caiga un rayo encima.
—¡Ahí va! —exclamó Fields, señalando un vehículo a unas cincuenta varas por delante—. Longfellow, ¿no es el carruaje?
Longfellow alargó el cuello por el costado del coche, sintiendo que el viento le golpeaba la barba, y dio señales de asentimiento.
—¡Cochero, siga recto! —gritó Fields.
Pike aflojó las riendas, y el carruaje recorrió la calle, bamboleándose, a una velocidad muy superior al límite permitido, que la Oficina de Seguridad de Boston había establecido recientemente en «un trote moderado».
—¡Nos estamos alejando mucho hacia el este! —advirtió Pike a gritos por encima del estrépito de los cascos sobre los adoquines—. Muy lejos del Odeón, ¿sabe, doctor Holmes?
Fields preguntó a Longfellow:
—¿Por qué habríamos de esconder a Bachi de Greene? No creo que se conozcan.
—Hace tiempo —dijo Longfellow asintiendo— el señor Greene conoció a Bachi en Roma, antes de que se manifestara lo peor de sus padecimientos. Me temo que, si nos hubiéramos acercado a Bachi estando Greene presente, Greene habría hablado demasiado del proyecto Dante, ¡como acostumbra hacer con todo el que esté dispuesto a aguantarlo!, y eso influiría en las ganas de hablar de Bachi, y le haría sentirse aún más desgraciado.
Pike perdió de vista su objetivo varias veces pero, después de unas rápidas vueltas, galopadas notablemente medidas y pacientes retrasos, recuperó la ventaja. El otro cochero también parecía tener prisa, pero permanecía completamente ajeno a la persecución. Cerca de las calles estrechas de la zona portuaria, su presa se les escapó de nuevo. Luego reapareció, arrancando a Pike una blasfemia, por la que se excusó, y acabó por pararse en seco, haciendo volar a Holmes a través de la cabina para dar en el regazo de Longfellow.
—¡Por ahí viene! —avisó Pike, mientras su colega conducía su coche hacia ellos, alejándose del muelle. Pero el asiento del pasajero estaba vacío.
—¡Ha debido de apearse en el muelle! —dijo Fields.
Pike retuvo el paso una vez más y sus pasajeros bajaron. El trío se abrió paso entre la aglomeración de gente que saludaba, iba de un lado a otro y contemplaba varios barcos desaparecer entre la niebla mientras los despedía agitando pañuelos.
—A esta hora, la mayoría de los barcos está por el Muelle Largo —dijo Longfellow.
Años antes, él paseaba con frecuencia por el puerto para ver los grandes veleros llegar de Alemania o de España, y oír a los hombres y mujeres hablar sus lenguas nativas. En Boston no había una gran Babilonia de idiomas y colores de piel comparable a su puerto.
Fields tenía dificultades para seguir.
—¿Wendell?
—¡Aquí, Fields! —exclamó Holmes, rodeado de una multitud.
Holmes encontró a Longfellow haciendo una descripción de Bachi a un estibador negro que estaba cargando barriles.
Fields decidió preguntar a los pasajeros en la otra dirección, pero al poco se detuvo a descansar al borde de un embarcadero.
—Lleva un traje muy bonito. —Un corpulento jefe de embarque, con una barba grasienta, agarró rudamente a Fields por 'el brazo y lo empujó fuera—. Apártese de los que suben a bordo si no ha sacado billete.
—Buen señor —dijo Fields—, necesito su ayuda inmediata. ¿Ha visto usted a un hombre de baja estatura, con una levita azul arrugada y ojos inyectados en sangre?
El jefe de embarque lo ignoró, ocupado en organizar la fila de pasajeros por clases y por camarotes. Fields observó al hombre mientras se quitaba la gorra (demasiado pequeña para su cabeza de mamut) y se pasaba una áspera mano por su cabello enredado.
Fields cerró los ojos como si estuviera en trance, escuchando las extrañas y nerviosas órdenes de aquel hombre. A su mente acudió una oscura habitación con una pequeña bujía incansable ardiendo en una repisa de chimenea.
—Hawthorne —dijo suspirando casi involuntariamente. El jefe de embarque se detuvo y se volvió hacia Fields. —¿Qué?
—Hawthorne —repitió Fields, sonriendo, sabiendo que estaba en lo cierto—. Usted es un admirador entusiasta de las novelas del señor Hawthorne.
—Bien, yo. —El jefe de embarque rezó o juró para el cuello de su camisa—. ¿Cómo lo ha sabido? ¡Dígamelo en seguida!
Los pasajeros a los que estaba organizando por categorías también se pararon a escuchar.
—No importa. —Fields sintió un impulso gozoso de que conservaba su habilidad para descubrir al público lector que de tanto provecho le había sido muchos años antes, cuando era un joven administrativo en una librería—. Escriba su dirección en esta hoja de papel y le enviaré la nueva colección Azul y Oro, con todas las grandes obras de Hawthorne, autorizada por su viuda. —Fields le tendió el papel y luego lo retiró cerrando la mano—. Si usted me ayuda hoy, señor.
El hombre, súbitamente supersticioso ante los poderes de Fields, rellenó la hoja.
Fields se puso de puntillas e hizo una seña a Longfellow y Holmes, que iban hacia él.
—¡Comprueben ese embarcadero! —les gritó.
Holmes y Longfellow abordaron a un capitán de puerto y le describieron a Bachi.
—¿Y quiénes son ustedes?
—Buenos amigos suyos —respondió Holmes dando voces—. Por favor, díganos si se ha ido.
Fields se reunió ahora con ellos.
—Bien, yo lo he visto venir al puerto —respondió el hombre, con una lentitud sinuosa y desesperante—. Creo que subió a bordo ahí y que estaba nervioso a más no poder —añadió, señalando un barquito en el mar que no hubiera podido transportar a más de cinco pasajeros.
—Bueno, ese barquichuelo no puede ir muy lejos. ¿Adónde se dirige? —preguntó Fields.
—¿Ése? Es sólo un transporte entre el muelle y el barco. El Anonimo es demasiado grande para atracar en este embarcadero. Así que está esperando fuera del puerto. ¿Lo ve?
Su silueta apenas resultaba visible en medio de la niebla, apareciendo y desapareciendo, pero era el vapor más grande que habían visto.
—Oh, me parece que su amigo se dio mucha prisa en subir a bordo. Ese barquito que tomó está haciendo el último viaje, con los pasajeros que llegaban tarde. Luego zarpará.
—¿Hacia dónde zarpará? —preguntó Fields, dándole un vuelco el corazón.
—Hacia el otro lado del Atlántico, señor. —El capitán de puerto dirigió una mirada a su pizarra—. ¡Una escala en Marsella y, ah, sí, luego a Italia!
El doctor Holmes llegó al Odeón a tiempo para pronunciar una conferencia decididamente bien recibida. Su audiencia consideró que era un conferenciante importantísimo por haberse retrasado. Longfellow y Fields se sentaron en la segunda fila, muy atentos, junto al hijo menor del doctor Holmes, Neddie, las dos Amelias y John, el hermano de Holmes. En la segunda de una serie de tres conferencias de abono, organizadas por Fields, Holmes examinó los procedimientos médicos en relación con la guerra.
—La curación es un proceso vivo dijo Holmes a su audiencia—, en gran parte bajo la influencia de las condiciones mentales. —Y explicó cómo a menudo la misma herida recibida en combate curaba bien en los soldados vencedores, pero resultaba fatal en los vencidos.
»De este modo emerge esa región media entre ciencia y poesía a la que los hombres considerados sensatos se guardan muy bien de acceder.
Holmes miró la fila ocupada por su familia y amigos y el asiento vacío reservado a Wendell Junior.
—Mi hijo mayor recibió más de una de esas heridas durante la guerra, y fue devuelto a casa por el Tío Sam con algunos ojales nuevos en su chaleco natural. —Risas—. Hubo también en esa guerra muchísimos corazones perforados que no muestran señal alguna de bala.
Tras la conferencia, y con la necesaria cantidad de elogios dirigidos al doctor Holmes, Longfellow y aquél acompañaron a su editor nuevamente a la Sala de Autores, en el Corner, a esperar a Lowell. Allí se decidió que debía organizarse en casa de Longfellow una reunión del club de traducción para el miércoles siguiente.
La sesión planeada serviría a un doble propósito. Primero, apaciguaría todas las inquietudes de Greene sobre el estado de la traducción y sobre la extraña conducta suya y de Houghton de la que había sido testigo, y así se minimizaría el riesgo de nuevas interferencias como la que les había costado perder la información que Bachi hubiera podido poseer. Segundo, y quizá lo más importante, les permitiría progresar en la traducción de Longfellow. Éste trataba de mantener su promesa de tener listo el Inferno para enviarlo al Festival Dante en Florencia, el último del año, con motivo del sexto centenario del nacimiento del poeta, en 1265.
Longfellow no quiso admitir que era improbable que terminara antes de concluir el año 1865, a menos que sus investigaciones experimentaran algún milagroso avance. Pero había empezado a trabajar en su traducción por la noche, solo, implorando interiormente a Dante que le aportara sabiduría para ver a través de los confusos finales de Healey y Talbot.
—¿Está el señor Lowell? —dijo una voz baja, acompañada de una llamada con los nudillos a la puerta de la Sala de Autores.
Los poetas estaban exhaustos.
—Me temo que no —respondió Fields con indisimulado fastidio al invisible inquisidor.
—¡Excelente!
El príncipe de los comerciantes de Boston, Phineas Jennison, apuesto como siempre, con traje y sombrero blancos, se deslizó dentro y cerró de golpe la puerta tras él, imperturbable.
—Uno de sus empleados me dijo que podría encontrarlo aquí, señor Fields. Deseo hablar libremente sobre Lowell y es mejor que el muchacho no esté presente. —Colgó su alta chistera en el perchero de hierro de Fields, con lo que su brillante cabello se derramó sobre el lado izquierdo en una soberbia caída—. El señor Lowell pasa por dificultades.
El visitante suspiró al advertir la presencia de los dos poetas. Estuvo a punto de caer sobre una rodilla mientras estrechaba las manos de Holmes y de Longfellow, manejándolas como si fueran botellas de vino de las más raras y delicadas cosechas.
Jennison disfrutaba dedicando sus cuantiosas riquezas al patrocinio de artistas y a su propio perfeccionamiento en materia de apreciación de las bellas letras. Nunca dejaba de sentirse abrumado ante los genios a los que sólo conocía gracias a su dinero. Jennison se acomodó en una butaca.
—Señor Fields, señor Longfellow, doctor Holmes —dijo nombrándolos con exagerada ceremonia—. Todos ustedes son buenos amigos de Lowell, mejores de lo que me es dado serlo a mí, pese a tener el privilegio de conocerlo, porque el verdadero conocimiento sólo se da entre genios.
Holmes lo interrumpió nerviosamente:
—Señor Jennison, ¿le ha sucedido algo a Jamey?
—Estoy enterado, doctor —dijo Jennison suspirando hondamente y buscando las palabras—, estoy enterado de los malhadados hechos relacionados con Dante, y estoy aquí porque deseo ayudarlos en lo que haga falta para contrarrestarlos.
—¿Hechos relacionados con Dante? —repitió Fields con voz rota. Jennison asintió solemnemente.
—La maldita corporación y sus esperanzas de librarse de ese curso de Lowell sobre Dante. ¡Y su intento de detener su traducción, queridos señores! Lowell me habló de eso, aunque es demasiado orgulloso para solicitar ayuda.
Tres suspiros contenidos escaparon de debajo de los respectivos chalecos tras las palabras de Jennison.
—Ahora, como seguramente saben ustedes, Lowell ha cancelado temporalmente sus clases —dijo Jennison, mostrando su contrariedad al advertir la aparente indiferencia de sus interlocutores ante algo que los concernía—. Bien, pues yo digo que eso no puede ser. Eso no beneficia a un genio de la categoría de James Russell Lowell y no debe consentirse sin luchar. Temo que sea inminente la posibilidad de que a Lowell lo hagan pedazos si emprende una vía de conciliación. Y en la universidad oigo que Manning está exultante.
Esto último lo dijo con el ceño fruncido a causa de la preocupación.
—¿Qué quiere usted que hagamos nosotros, mi querido señor Jennison? —preguntó Fields con un movimiento deferente.
—Anímenlo a que se muestre más audaz. —Jennison subrayó su afirmación con un puñetazo en la palma de la mano—. Sálvenlo de su propia cobardía o nuestra ciudad perderá uno de sus corazones más vigorosos. Pero he tenido otra idea. Creen una organización permanente dedicada al estudio de Dante, ¡yo mismo aprendería italiano para ayudarlos! —Jennison desplegó una sonrisa, a la vez que su cinturón monedero de piel, del que sacó y contó unos billetes grandes—. Una asociación dantista de algún tipo, dedicada a proteger esa literatura tan querida para ustedes, caballeros. ¿Qué me dicen? Nadie tiene por qué saber que yo intervengo, y ustedes les ganarán la mano a los miembros de la corporación.
Antes de que alguien pudiera replicar, la puerta de la Sala de Autores se abrió de repente. Lowell se quedó parado ante ellos, pálido el rostro.
—¿Qué pasa Lowell? ¿Algo va mal? —preguntó Fields.
Lowell empezó a hablar pero luego reparó en Jennison.
—¿Phinny? ¿Qué está usted haciendo aquí?
Jennison dirigió una mirada a Fields, en demanda de ayuda.
—El señor Jennison y yo teníamos algunos asuntos pendientes —dijo Fields, poniéndole al hombre de negocios el cinturón monedero en las manos y empujándolo hacia la puerta—. Pero ya se iba.
—Espero que todo vaya bien, Lowell. ¡Pronto me pondré en contacto con usted, amigo mío!
Fields encontró en el vestíbulo a Teal, el dependiente del turno de tarde, y le pidió que acompañara abajo a Jennison. Luego cerró con pestillo la puerta de la Sala de Autores.
Lowell se sirvió una bebida en el mueble bar.
—Oh, no van a creer la mala suerte que he tenido, amigos míos. Casi me rompo la cabeza a fuerza de retorcerla buscando a Bachi en Half Moon Place, y acabé igual que empecé. No estaba en ninguna parte y nadie de los alrededores sabía dónde podría encontrarlo. No creo que los dublineses de la zona le dirigieran la palabra a un italiano aunque estuvieran hundiéndose allí mismo en una balsa y el italiano tuviera un corcho. Quizá haya ido a divertirse por ahí, como han hecho ustedes esta tarde.
Fields, Holmes y Longfellow guardaron silencio.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó Lowell.
Longfellow sugirió que cenaran en la casa Craigie, y por el camino le explicaron a Lowell lo sucedido con Bachi. Después de la cena, Fields le dijo que había vuelto a hablar con el capitán de puerto y lo había convencido, con la ayuda de una moneda de oro del águila norteamericana, para que comprobara el registro y le informara sobre el viaje de Bachi. La entrada correspondiente indicaba que había adquirido un billete de ida y vuelta con descuento, que no le permitiría regresar antes de enero de 1867.
De nuevo en el salón de Longfellow, Lowell se dejó caer en una butaca, anonadado.
—Sabía que lo habíamos encontrado. Bien, le dimos a conocer que sabíamos lo de Lonza. ¡Nuestro Lucifer se nos ha escurrido entre los dedos, como si fuera arena!
—¡Pues deberíamos celebrarlo! —replicó Holmes riéndose—. ¿No comprende lo que eso significa, si estuviera usted en lo cierto? Vaya, que es un pobre final para sus gemelos de teatro enfocados a todo lo que parece estimulante.
—Jamey, si Bachi fuera el asesino... —dijo Fields inclinándose hacia Lowell.
Holmes completó el pensamiento con una sonrisa brillante:
—Entonces, estaríamos a salvo. Y la ciudad estaría a salvo. ¡Y Dante! Si gracias a nuestro conocimiento lo hemos ahuyentado, lo hemos derrotado, Lowell.
Fields se puso de pie, radiante.
—Oh, señores, voy a organizar una cena Dante que hará palidecer el club del Sábado. ¿Cómo va a ser la carne de cordero tan tierna como el verso de Longfellow? ¿Y puede chispear el Moët como el ingenio de Holmes, y los cuchillos de trinchar, rivalizar con la agudeza de la sátira de Lowell?
Se dedicaron tres brindis a Fields.
Todo esto alivió un tanto a Lowell, como también la noticia de una sesión de traducción de Dante, lo que equivalía a reanudar la normalidad, el regreso al puro disfrute de su erudición. Esperaba que ellos no hubieran perdido ese placer al aplicar su conocimiento sobre Dante a tan repugnantes asuntos.
Longfellow parecía saber lo que inquietaba a Lowell.
—En tiempos de Washington —dijo— fundieron los tubos de los órganos de las iglesias para fabricar balas, querido Lowell. No tenían elección. Ahora, Lowell, Holmes, ¿quieren acompañarme abajo, a la bodega, mientras Fields va a ver cómo sigue el trabajo en la cocina? —preguntó mientras tomaba una bujía de la mesa.
—¡Ah, los verdaderos cimientos de toda casa! —comentó Lowell levantándose de la butaca de un salto—. ¿Dispone usted de una buena cosecha, Longfellow?
—Ya conoce usted mi método práctico, señor Lowell:
Cuando invites a un amigo a cenar
dale tu mejor vino.
Cuando invites a dos,
bastará el segundo mejor.
Los presentes emitieron un repiqueteo de carcajadas, aumentadas con una sensación de alivio.
—¡Pero tenemos a cuatro sedientos a los que satisfacer! —objetó Holmes.
—Entonces no esperemos mucho, mi querido doctor —le aconsejó Longfellow.
Holmes y Lowell lo siguieron a la bodega, iluminándose con el fulgor plateado de la bujía. Lowell recurrió a las risas y a la conversación para distraerse del punzante dolor que irradiaba en su pierna, golpeándolo y trasladándose hacia arriba desde el disco rojo que le cubría el tobillo.
Phineas Jennison, con chaqueta blanca, chaleco amarillo y un obstinado sombrero blanco de ala ancha, bajó las escaleras de su mansión de Back Bay. Caminaba y silbaba. Daba vueltas a su bastón de paseo, con adornos de oro, y se reía de buena gana, como si acabara de oír un bonito chiste en su cabeza. Phineas Jennison se reía a menudo para sí de esa manera, mientras paseaba todas las noches por Boston, la ciudad que había conquistado. Le quedaba un mundo que conseguir, un mundo donde el dinero tenía graves limitaciones, donde la sangre determinaba gran parte de la posición de uno, y esta conquista debía realizarla, pese a los recientes impedimentos.
Desde el otro lado de la calle era observado, observado paso a paso desde el momento en que dejó atrás su mansión. La siguiente sombra que necesitaba castigo. Mira cómo camina, silba y ríe, como el que no sabe lo que es el error y no ha conocido ninguno. Paso a paso. La vergüenza de una ciudad que ya no podía dirigir el curso de su futuro. Una ciudad que había perdido su alma. El que sacrificó al único que pudo reunificarlos a todos. El observador lo llamó.
Jennison se detuvo, frotándose su famosa barbilla con hoyuelo. Miró de través en la noche.
—¿Alguien dice mi nombre?
Sin respuesta.
Jennison cruzó la calle, miró adelante y reconoció vagamente a la persona que permanecía en pie, inmóvil, junto a la iglesia. Se sintió tranquilo.
—Ah, es usted. Lo recuerdo. ¿Qué deseaba?
Jennison notó que el hombre hacía un quiebro y se le colocaba detrás. Luego, algo perforó la espalda del príncipe de los comerciantes.
—Tome mi dinero, señor, ¡tómelo todo! ¡Por favor! ¡Puede cogerlo y seguir su camino! ¿Cuánto quiere? ¡Dígalo! ¿Qué me dice?
—«A través de mí el camino discurre entre las gentes perdidas. A través de mí.»
Lo último que esperaba encontrar J. T. Fields cuando, a la mañana siguiente, se apeó de su carruaje, era un cadáver.
—Aquí mismo —le dijo Fields a su cochero.
Fields y Lowell bajaron y caminaron por la acera en dirección a Wade e Hijo.
—Aquí es donde entró Bachi antes de dirigirse a toda prisa al puerto —dijo Fields mostrándole el lugar a Lowell.
No habían encontrado ninguna mención de la tienda en las guías de la ciudad.
—Que me cuelguen si Bachi no vino aquí por algo turbio —dijo Lowell.
Llamaron con los nudillos tranquilamente, sin que hubiera respuesta. Al cabo de un rato, la puerta osciló, se abrió y salió un hombre con una larga guerrera azul con botones brillantes que no les prestó la menor atención. Llevaba una caja rebosante de objetos diversos.
—Usted perdone —dijo Fields.
Otros dos policías se aproximaban ahora y abrieron de par en par las puertas de Wade e Hijo, empujando dentro a Lowell y Fields. En el interior había un hombre muy anciano, de barbilla afilada, derrumbado sobre el mostrador, todavía con la pluma en la mano, como si se hubiera quedado a mitad de una frase. Las paredes y las estanterías estaban desnudas. Lowell se internó más. El poeta fijó la vista fascinado porque el hombre parecía estar vivo.
Fields corrió a su lado y lo cogió del brazo para conducirlo a la puerta.
—¡Está muerto, Lowell!
—Tan muerto como uno de los cuerpos que Holmes maneja en la facultad de Medicina —precisó Lowell, mostrándose de acuerdo—. Me temo que a nuestro dantista no le corresponde cometer un asesinato tan prosaico.
—¡Venga, Lowell! —A Fields le invadió el pánico ante el creciente número de policías afanándose en estudiar el local, sin percatarse todavía de la presencia de los dos intrusos.
—Fields, hay una maleta junto a él. Estaba preparándose para huir, exactamente igual que Bachi. —Miró de nuevo la pluma en la mano del muerto—. Estaba tratando de dejar listos sus asuntos pendientes, creo.
—¡Por favor, Lowell! —exclamó Fields.
—Muy bien, Fields. —Pero Lowell dio un rodeo en dirección al cadáver, se detuvo ante la bandeja del correo sobre el escritorio y deslizó en su bolsillo el sobre de encima—. Venga acá.
Lowell echó un vistazo a la puerta. Fields avanzó apresuradamente, pero se detuvo para mirar atrás cuando no advirtió la presencia de Lowell tras él. Lowell se había parado en medio del local con una temerosa y doliente expresión en el rostro.
—¿Qué le pasa, Lowell?
—La herida del tobillo.
Cuando Fields se volvió de nuevo hacia la puerta, un policía estaba aguardando allí con expresión de curiosidad.
—Acabábamos de venir en busca de un amigo nuestro, señor agente, al que vimos entrar en esta tienda ayer.
Después de oír su historia, el policía decidió tomar nota en su libreta.
—¿Cómo dice que se llamaba ese amigo, el italiano?
—Bachi. B-a-c-h-i.
Cuando a Lowell y a Fields se les permitió retirarse, llegaron el detective Henshaw y otros dos hombres de la oficina de detectives con el forense, el señor Barnicoat, y despidieron a la mayor parte de los policías.
—Que lo entierren en el cementerio de los pobres con el resto de la inmundicia —dijo Henshaw cuando vio el cuerpo—. Ichabod Ross. No quiero perder más tiempo; aún no he desayunado.
Fields se demoró hasta que Henshaw se encontró con sus ojos, que echaban fuego.
El periódico de la tarde contenía una breve reseña sobre el asesinato de Ichabod Ross, un pequeño comerciante, durante un robo.
El sobre que Lowell había escamoteado llevaba el membrete RELOJES VANE. Se trataba de una casa de empeños situada en una de las calles más indeseables del este de Boston.
Cuando a la mañana siguiente Lowell y Fields entraron en la tienda, desprovista de escaparates, se encontraron frente a un hombre corpulento, que pesaría unos ciento cuarenta kilos, con una cara tan encarnada como el tomate más maduro, y una barba verdosa brotándole de la barbilla. Un enorme surtido de llaves colgaba de una cuerda en torno a su cuello y tintineaba cada vez que se movía.
—¿Señor Vane?
—El mismo —replicó, pero su sonrisa se congeló cuando miró a sus interlocutores de arriba abajo y vio cómo vestían—. ¡Ya les he dicho a esos detectives de Nueva York que yo no pasé aquellos billetes falsos!
—Nosotros no somos detectives —dijo Lowell—. Creemos que esto le pertenece. —Colocó el sobre encima del mostrador—. Es de Ichabod Ross.
Desplegó una enorme sonrisa.
—¡Vaya, el pobre! Aunque al viejo lo han apiolado sin haber arreglado cuentas conmigo.
—Señor Vane, lamentamos la pérdida de su amigo. ¿Por qué cree usted que alguien desearía acabar así con el señor Ross? —preguntó Fields.
—Oh, investigadores curiosos, ¿eh? Bien, no se han equivocado al llamar a mi puerta. ¿Cuánto me van a pagar?
—Lo que le debiera el señor Ross —contestó Fields.
—¡Eso es lo que me corresponde legítimamente! –admitió Vane—. No me lo negarán.
—Todo hay que hacerlo por dinero, ¿verdad? —objetó Lowell.
—Lowell, por favor —murmuró Fields.
La sonrisa de Vane se congeló otra vez mientras miraba de frente. Sus ojos se abrieron hasta duplicar su tamaño.
—¿Lowell? ¡Lowell, el poeta!
—Bueno, sí... —admitió Lowell, un tanto desconcertado.
—¿Y qué hay tan raro como un día de junio? —recitó el hombre, que hizo una pausa para reírse y continuó:
¿Y qué hay tan raro como un día de junio?
Entonces, como siempre, llegan días perfectos;
entonces el cielo tienta la tierra por si está en sazón,
y sobre ella reclina suavemente su cálido oído;
si miramos o escuchamos,
percibimos el murmullo de la vida o lo vemos resplandecer.
—La palabra correcta en el cuarto verso es blandamente —le corrigió Lowell con cierta indignación—. Reclina blandamente su cálido oído, ¿sabe?
—¡Que no me digan que no hay un gran poeta norteamericano! ¡Oh, Dios, si hasta tengo su casa! —anunció Vane, sacando de debajo de su mostrador un ejemplar encuadernado en cuero de Los hogares de nuestros poetas y los lugares que frecuentan, y lo hojeó hasta llegar al capítulo sobre Elmwood—. Oh, incluso guardo su autógrafo en mi colección. Junto con Longfellow, Emerson y Whittier, usted es mi favorito. También está aquí ese bribón de Oliver Holmes, que sería mejor aún si no se dedicara a tantas cosas distintas.
El hombre, que se había sonrojado, adquiriendo un tono bardolfiano* a causa de la emoción, abrió un cajón con una de las llaves que llevaba colgando y extrajo una tira de papel en la que figuraba el nombre de James Russell Lowell.
—¡Anda, pero si ésta no es mi firma, ni mucho menos! —dijo Lowell—. ¡Quienquiera que escribiese esto no sabía poner la pluma en el papel! Le pido, señor, que se deshaga en seguida de los autógrafos fraudulentos de todos los autores que conserve en su poder, o tendrá noticias hoy mismo del señor Hillard, mi abogado.
—¡Lowell! —le reclamó Fields empujándolo para apartarlo del mostrador.
—¡Qué bien dormiré esta noche sabiendo que tan distinguido ciudadano tiene ilustraciones suficientes en ese libro como para localizar mi casa! —exclamó Lowell.
—¡Necesitamos la ayuda de este hombre!
—Sí —admitió Lowell, acomodándose la chaqueta—. En la iglesia, con los santos; en la taberna, con los pecadores.
—Por favor, señor Vane —dijo Fields volviéndose hacia el propietario y abriendo su cartera—. Deseamos saber acerca del señor Ross y luego lo dejaremos tranquilo. ¿Cuánto aceptaría usted por transmitirnos sus conocimientos?
—¡No lo haría ni por un centavo! —replicó Vane riéndose buena gana, y con unos ojos que parecían retroceder muy lejos en su cerebro—. ¿Es que todo hay que hacerlo por dinero?
Vane propuso cuarenta autógrafos de Lowell como pago. Fields levantó una ceja en señal de advertencia dirigida a Lowell, que accedió de mala gana. Lowell se puso a firmar en las dos columnas de una libreta.
—Un artículo de primera calidad —declaró Vane con gesto de aprobación, viendo lo escrito por Lowell.
Vane le dijo a Fields que Ross, antiguo impresor de un periódico, cambió esa actividad por la de imprimir moneda falsa. Ross cometió la equivocación de pasar ese dinero a un círculo de jugadores que utilizaba los billetes falsos para engañar en los garitos de la ciudad, y que recurrió a algunas casas de empeños como involuntarios peristas de artículos adquiridos con el dinero conseguido en esa operación (la palabra involuntarios fue pronunciada con un acentuado movimiento de la boca del caballero, con la lengua tocándole los labios superior e inferior, alcanzando casi la nariz). Sólo era cuestión de tiempo que estos planes lo alcanzaran a él.
De nuevo en el Corner, Fields y Lowell repitieron todo eso a Longfellow y Holmes.
—Supongo que podemos adivinar lo que Bachi llevaba en la bolsa cuando abandonó la tienda de Ross —dijo Fields—. Una bolsa con billetes falsos como una especie de arreglo a la desesperada. Pero ¿cómo se mezclaría él en un asunto de falsificación?
—Si no puedes ganar dinero, supongo que puedes hacerlo —dijo Holmes.
—Fuese lo que fuese lo que llevara —concluyó Longfellow—, parece que el signor Bachi pudo marcharse a tiempo.
El miércoles por la noche, Longfellow dio la bienvenida a sus huéspedes en la puerta de la casa Craigie, a la vieja usanza. A medida que entraban, recibían una segunda bienvenida en forma de gañido de Trap. George Washington Greene confesó lo mucho que había mejorado su salud después de recibir el aviso de la reunión, y que esperaba que ahora se reanudara la regularidad prevista. Estaba tan diligentemente preparado como siempre para los cantos que se le habían asignado.
Longfellow dio por comenzada la reunión y los eruditos ocuparon sus asientos. El anfitrión hizo circular el canto de Dante en italiano y las correspondientes pruebas de su traducción al inglés. Trap observaba cómo se desarrollaba la sesión con agudo interés. Satisfecho por el orden en la acostumbrada distribución de los asientos y por la comodidad de su dueño, el centinela canino se instaló en el hueco bajo el aparatoso sillón de Greene. Trap sabía que el anciano sentía especial afecto por él, que se manifestaba en forma de comida de la cena, y además el sillón de terciopelo de Greene estaba en el lugar más próximo al intenso calor que difundía la chimenea del estudio.
«Ahí detrás hay un diablo que nos engalana.»
Después de despedirse de la comisaría central, Nicholas Rey se esforzó para no quedarse dormido en el tranvía. Sólo ahora sintió lo poco que había descansado todas las noches, aunque prácticamente había estado encadenado a su escritorio por orden del alcalde Lincoln, con poco quehacer para llenar el día. Kurtz había encontrado un nuevo conductor, un patrullero novato de Watertown. En el breve sueño de Rey en medio de los bruscos movimientos del coche, se le aproximó un hombre de aspecto bestial y le susurró: «No puedo morir mientras esté aquí», pero, aun soñando, Rey sabía que aquí no era una pieza del rompecabezas que le quedó por resolver en el asunto de la muerte de Elisha Talbot. «No puedo morir mientras esté...» Lo despertaron dos hombres, colgados de los agarraderos, que discutían sobre las ventajas del sufragio femenino, y luego, aún soñoliento, llegó a una conclusión; alcanzó a comprender que la figura bestial de su sueño tenía el rostro del saltador, aunque amplificado tres o cuatro veces su tamaño. La campanilla no tardó en tintinear, y el cobrador gritó: « ¡Monte Auburn! ¡Monte Auburn!»
Mabel Lowell, que acababa de cumplir los dieciocho años, aguardó a que su padre saliera hacia la reunión del club Dante y revisó el escritorio de caoba, de estilo francés, cuya función había sido rebajada a almacén de papeles por su padre, quien prefería escribir sobre una vieja escribanía de cartón en su butaca de la esquina.
Echaba de menos los buenos espíritus paternos alrededor de Elmwood. Mabel Lowell no tenía interés en corretear tras los muchachos de Harvard o en reunirse con la pequeña Amelia Holmes en el círculo de costureras y hablar de a quién aceptaban y a quién rechazaban (excepto en el caso de jóvenes extranjeras, cuyo rechazo no requería discusión), como si todo el mundo civilizado estuviera esperando ser admitido en el club de costura. Mabel quería leer y viajar por el mundo para ver en persona aquello sobre lo que había leído en los libros, los de su padre y los de otros autores visionarios.
Los papeles de su padre estaban desordenados como de costumbre, lo cual reducía el riesgo de futuras inspecciones, pero requería especial delicadeza, pues los montones imposibles de manejar podían volcarse en un instante. Encontró plumas de ave gastadas al máximo y muchos poemas a medio completar, con frustrantes borrones de tinta tachando aquello que más hubiera querido leer ella. Su padre a menudo le advertía que nunca escribiera versos, pues la mayoría salían mal y los buenos eran tan imperfectibles como una persona hermosa.
Había un extraño dibujo; un dibujo a lápiz sobre un papel rayado. Estaba hecho con el cuidado rebuscado que uno dedicaba, según imaginaba ella, a trazar un mapa cuando se perdía en el bosque o, como también imaginaba, cuando se dibujaban jeroglíficos; estaba ejecutado con solemnidad, en un intento de descodificar algún significado o guía. Cuando era niña y su padre viajaba, siempre ilustraba los márgenes de las cartas a casa con figuras toscamente dibujadas de los organizadores de sociedades literarias o de dignatarios extranjeros con los que había cenado. Ahora, pensando en cómo aquellas humorísticas ilustraciones la hacían reír, en principio concluyó que el dibujo representaba las piernas de un hombre, con patines de hielo de desmesurado tamaño en sus pies, y una especie de superficie llana allá donde debía empezar el tórax. Insatisfecha con su interpretación, Mabel volvió el papel a los lados y luego lo invirtió. Se dio cuenta de que las líneas desiguales de los pies podrían representar remolinos de llamas en lugar de patines.
Longfellow leyó su traducción del canto vigesimoctavo, donde se habían quedado en la última sesión. Le hubiera gustado entregar las pruebas finales de este canto a Houghton, y eliminarlo de la lista que obraba en poder de Riverside Press. Era la sección físicamente más desagradable de todo el Inferno. Aquí Virgilio había guiado a Dante hasta el noveno foso infernal, conocido como Malebolge, el Zurrón del Mal. Aquí estaban los cismáticos, aquellos que dividieron naciones, religiones y familias en vida, y que ahora se encontraban divididos en el infierno —corporalmente—, mutilados y despedazados.
—«Vi uno... —Longfellow leía su versión de las palabras de Dante—— roto desde la barbilla hasta el sitio por donde se expele viento.»
Longfellow inspiró largamente antes de continuar.
Entre sus piernas pendían las entrañas;
y eran visibles el corazón y el triste saco
que convierte en excrementos lo que se come.
Antes de esto, Dante se había mostrado comedido. Este canto demostraba su sincera creencia en Dios. Sólo alguien que posee una fortísima fe en el alma inmortal podría concebir tan brutal tormento inferido al cuerpo mortal.
—La suciedad de algunos de estos pasajes —dijo Fields— degradaría al chalán más borracho.
Otro, que tenía la garganta agujereada
y cortada la nariz por debajo de las cejas
y sólo tenía una oreja,
se detuvo a mirar, maravillado,
con los demás, y ante los demás abrió el gaznate*,
que por fuera era rojo por todas partes...
—¡Y ésos eran hombres a los que Dante había conocido! Esta sombra con la nariz y la oreja cortadas, Pier da Medicina, de Bolonia, no había perjudicado a Dante personalmente, aunque había alimentado la disensión entre los ciudadanos de la Florencia de Dante. Éste nunca fue capaz de apartar Florencia de sus pensamientos, mientras escribía su viaje al inframundo. Necesitaba ver a sus héroes redimidos en el purgatorio y recompensados en el paraíso; anhelaba encontrar a los perversos en los círculos más bajos del infierno. El poeta no se limitaba a imaginar ese lugar como una posibilidad; sentía su realidad. Dante llegó a ver a un Alighieri, un pariente, entre los despedazados, señalándolo y pidiéndole venganza por su muerte.
La pequeña Annie Allegra se deslizó en la cocina del sótano de la casa Craigie, procedente del vestíbulo, frotándose los ojos para tratar de ahuyentar de ellos el sueño.
Peter echaba un cubo de carbón en la estufa de la cocina. —Señorita Annie, ¿el señor Longfellow no la mandó ya a dormir? Ella se esforzó por mantener los ojos abiertos.
—Quisiera un vaso de leche, Peter.
—Se lo traigo en seguida, señorita Annie —dijo uno de los cocineros, con una voz cantarina, mientras ella picoteaba en la cocción del pan—. Encantado, querida, encantado.
Un leve golpe llegó desde la puerta principal. Annie, emocionada, reclamó el privilegio de ir a abrir, empeñada, como siempre, en realizar tareas de ayuda, en especial recibir a las visitas. La niña trepó al vestíbulo principal y abrió la pesada puerta.
—¡Shhhhhh! —susurró Annie Allegra Longfellow antes, incluso, de poder ver el hermoso rostro del visitante. Éste se inclinó—. Hoy es miércoles —explicó ella en tono confidencial, juntando las manos—. Si viene usted a ver a papá, deberá esperar hasta que salga con el señor Lowell y los demás. Ésas son las reglas, ¿sabe? Puede usted aguardar aquí o en la salita, si lo desea —añadió, señalándole sus opciones.
—Pido excusas por la intrusión, señorita Longfellow —dijo Nicholas Rey.
Annie Allegra asintió graciosamente y, luchando para contrarrestar el peso que volvía a sentir en sus párpados, subió con paso indolente la angulosa escalera, olvidando para qué había hecho el largo viaje hasta abajo.
Nicholas Rey permaneció de pie en el vestíbulo principal de la casa Craigie, entre los retratos de Washington. Sacó los fragmentos de papel del bolsillo. Les pediría ayuda una vez más, en esta ocasión mostrándoles los trozos que había recogido del suelo alrededor del lugar donde murió Talbot, con la esperanza de que hubiera alguna relación que ellos fueran capaces de descubrir y que a él no le era posible. Había encontrado a varios extranjeros alrededor de los muelles que reconocieron el retrato del saltador, lo cual reforzó la convicción de Rey de que aquél era extranjero, y que lo que susurró en su oído era otro idioma. Y esta convicción no podía dejar de recordar a Rey que el doctor Holmes y los demás sabían algo más de lo que le dijeron.
Rey se dirigió a la salita, pero se detuvo antes de abandonar el vestíbulo principal. Se volvió, sorprendido. Algo lo indujo a pararse. ¿Qué acababa de oír? Regresó sobre sus pasos y se acercó más a la puerta del estudio.
—Che le ferite son richiuse prima ch'altri dinanzi li rivada...
Rey se estremeció. Se acercó otros tres silenciosos pasos hasta la puerta del estudio. Dinanzi li rivada. Sacó un papel del bolsillo del chaleco y encontró la palabra: Deenanzee. La palabra había sido para él como un reto desde que el mendigo se precipitó por la ventana de la comisaría. La oía en sueños y con el bombeo de su corazón. Rey se inclinó y apoyó la oreja caliente contra la fría madera blanca.
—Aquí Bertrand de Born, que cortó los vínculos de un hijo con su padre instigando la guerra entre ellos, sostiene en alto su propia cabeza cortada como si fuera una linterna, y con la boca de esa cabeza separada del cuerpo conversa con el peregrino florentino. —Era Longfellow hablando en voz alta.
—Como el jinete sin cabeza de Irving. —La inequívoca risa de barítono de Lowell.
Rey dio un golpecito sobre el papel y escribió lo que había oído.
Porque separé a personas tan unidas,
separado llevo mi cerebro, ¡ay de mí!,
de su principio que está en este tronco.
Así se observa en mí el contrapasso.
¿Contrapasso? Una pronunciación monótona y nasal. Como un ronquido. Rey se sintió cohibido y contuvo su propia respiración. Oyó una chirriante sinfonía de plumas garabateando.
—El más perfecto castigo de Dante —dijo Lowell.
—El propio Dante podría estar de acuerdo —corroboró otro.
A Rey lo abrumaban demasiado sus pensamientos como para continuar tratando de distinguir a quienes conversaban, y el diálogo acabó por transformarse en un coro.
—... Es la única vez que Dante presta tan explícita atención a la idea de contrapasso, una palabra para la que no hay traducción exacta, no hay definición precisa en inglés porque la palabra en sí misma es su propia definición... Bien, mi querido Longfellow, yo diría contrasufrimiento... La noción de que cada pecador debe ser castigado con una prolongación, contra él mismo, del mal causado por su pecado..., como esos cismáticos que eran despedazados...
Rey retrocedió hasta el vestíbulo principal.
—La clase ha terminado, caballeros.
Se cerraron los libros, los papeles crujieron y Trap empezó a ladrar a la ventana sin que nadie le prestara atención. —Y nos hemos ganado una cena por nuestras tareas...
* * *
—¡Pero esto es como un faisán gordo!
James Russell Lowell, con agitado celo, tocaba un extraño esqueleto rematado por una cabeza descomunal y plana.
—No hay animal cuyas interioridades no haya sacado y luego las haya recompuesto —señaló el doctor Holmes jocosamente y, según creyó Lowell, con algo de sarcasmo.
Era la mañana siguiente, temprano, a la de su reunión del club Dante, y Lowell y Holmes estaban en el laboratorio del profesor Louis Agassiz, en el Museo de Zoología Comparada de Harvard. Agassiz los saludó y echó un vistazo a la herida de Lowell antes de regresar a su despacho privado para terminar cierto asunto.
—La nota de Agassiz daba a entender al menos que estaba interesado en las muestras de insectos.
Lowell trató de aparentar indiferencia. Ahora estaba seguro de que, en efecto, el insecto del estudio de Healey lo había picado, y le preocupaba lo que Agassiz pudiera decir acerca de sus terribles efectos: «Ah, no hay esperanza, pobre Lowell, qué pena.» Lowell no confiaba en la opinión de Holmes de que esa clase de insecto no podía picar. ¿Qué tipo de insecto que se precie mínimamente no pica? Lowell aguardaba el fatal pronóstico. Al menos hubiera sido un alivio escucharlo. No le había dicho a Holmes lo mucho que la herida había crecido en los últimos días, lo a menudo que la sentía latir dentro de la pierna, y cómo podía seguir el rastro del dolor hora tras hora permear todos sus nervios. No quería mostrarse tan débil ante Holmes.
—Ah, ¿le gusta eso, Lowell?
Louis Agassiz entró con las muestras de los insectos en sus manos carnosas, que siempre olían a aceite, pescado y alcohol, incluso tras un concienzudo lavado. Lowell había olvidado que se hallaba de pie junto al esqueleto, que semejaba una hiperbólica gallina. Agassiz dijo orgullosamente:
—¡El cónsul de Mauricio me trajo dos esqueletos de dodo mientras yo estaba de viaje! ¿No es un tesoro?
—¿Cree usted que era bueno para comer, Agassiz? —preguntó Holmes.
—Oh, sí. ¡Lástima que no pudiéramos tener dodo en nuestro club del Sábado! Una buena comida ha sido siempre la mayor bendición para la humanidad. Qué lástima. Bueno, ¿estamos listos?
Lowell y Holmes lo siguieron hasta una mesa y tomaron asiento. Agassiz extrajo cuidadosamente los insectos de los tubos de solución alcohólica.
—Ante todo dígame dónde encontraron estos bichitos tan especiales, doctor Holmes.
—En realidad los encontró Lowell —respondió Holmes con cautela—. Cerca de Beacon Hill.
—Beacon Hill —repitió Agassiz, aunque el nombre sonó completamente distinto, pronunciado con su espeso acento suizo alemán—. Dígame, doctor Holmes, ¿qué opina usted de ellos?
A Holmes no le gustaba la costumbre de formular preguntas tendentes a provocar respuestas erróneas.
—No es mi especialidad. Pero son moscas azules, ¿verdad, Agassiz? —Ah, sí. ¿Género? —preguntó Agassiz.
—Cochliomyia —respondió Holmes.
—¿Especie?
—Macellaria.
—¡Ja, ja! —rió Agassiz—. En efecto, parecen eso si nos atenemos a los libros. ¿No es así, querido Holmes?
—Entonces, ¿no son... eso? —preguntó Lowell.
Parecía como si toda la sangre se le hubiera ido del rostro. Si Holmes estaba equivocado, las moscas podían no ser inofensivas.
—Las dos moscas son casi idénticas físicamente —dijo Agassiz, y suspiró de un modo que cortaba toda respuesta—. Casi.
Agassiz se dirigió a su estantería de libros. Sus facciones anchas y su figura corpulenta lo hacían parecer más un político de éxito que un biólogo y botánico. El nuevo Museo de Zoología Comparada era la culminación de toda su carrera, pues finalmente podía contar con recursos para completar su clasificación de la miríada de especies innominadas de animales y plantas.
—Permítanme que les muestre algo. Podemos nombrar unas dos mil quinientas especies de moscas norteamericanas. Pero, según mis estimaciones, ahora mismo hay diez mil especies de moscas viviendo entre nosotros.
Mostró algunos dibujos. Eran toscas, más bien grotescas representaciones de rostros humanos, con las narices reemplazadas por orificios extraños, como borrones oscuros. Agassiz explicó:
—Hace unos pocos años, el doctor Coquerel, cirujano de la Armada Imperial francesa, fue llamado a la colonia de la isla del Diablo, en la Guayana francesa, al norte de Brasil. Cinco colonos estaban ingresados en el hospital con síntomas graves e inidentificables. Uno de los hombres murió poco después de la llegada del doctor Coquerel. Cuando perfundió agua en los senos del cráneo del cadáver, se encontraron dentro trescientas larvas de mosca azul.
Holmes quedó desconcertado.
—¿Que las larvas estaban dentro de un hombre..., de un hombre vivo?
—¡No interrumpa, Holmes! —exclamó Lowell.
Agassiz asintió a la pregunta de Holmes con un pesado silencio.
—Pero la Cochliomyia macellaria sólo puede digerir tejido muerto —objetó Holmes—. No hay larvas capaces de parasitismo.
—¡Recuerde las ocho mil moscas no descubiertas a las que acabo de referirme, Holmes! —lo aleccionó Agassiz—. No se trataba de la Cochliomyia macellaria. Era una especie distinta, amigos míos. Una que nunca habíamos visto antes... o que no queríamos creer que existiera. Una hembra de esta especie pone huevos en las ventanas de la nariz del paciente, los huevos eclosionan, las larvas se metamorfosean en gusanos y se alimentan penetrando en el interior de la cabeza. Otros dos hombres de la isla del Diablo murieron por la misma infestación. El doctor sólo pudo salvar a los otros extrayéndoles los gusanos de la nariz. Los gusanos de Macellaria sólo pueden vivir en tejido muerto y prefieren por encima de todo los cadáveres, pero las larvas de esta especie de mosca, Holmes, sólo sobrevive en tejido vivo.
Agassiz aguardó a que las reacciones se reflejaran en los rostros de sus interlocutores. Luego continuó:
—La hembra se aparea una sola vez, pero puede poner un elevadísimo número de huevos cada tres días, diez u once veces a lo largo de su ciclo vital, que dura un mes. Una sola mosca hembra puede poner cuatrocientos huevos en una sola puesta. Busca heridas calientes en animales o humanos para anidar. Los huevos eclosionan y salen los gusanos, que se arrastran al interior de la herida, abriéndose paso a través del cuerpo. Cuanto más infestada está la carne con gusanos, más atraídas se sienten las moscas adultas. Los gusanos se alimentan de tejido vivo hasta que, unos días más tarde, se metamorfosean en moscas. Mi amigo Coquerel llamó a esta especie Cochliomyia hominivorax.
—Homini... vorax —repitió Lowell. Tradujo con voz ronca, mirando a Holmes—: Comedora de hombres.
—Exactamente —confirmó Agassiz con el contenido entusiasmo de un científico que tiene un terrible descubrimiento que anunciar—. Coquerel informó de esto a las publicaciones científicas, aunque pocos creyeron en sus pruebas.
—Pero ¿usted sí? —preguntó Holmes.
—Sin duda alguna —respondió Agassiz en tono grave—. Desde que Coquerel me envió estos dibujos, he estudiado historiales médicos y registros de los últimos treinta años, en busca de menciones de experiencias similares de personas que desconocían estos detalles. Sainte-Hilaire recogió un caso de una larva hallada bajo la piel de un niño. El doctor Livingston, según Cobbold, encontró varias larvas de dípteros en el hombro de un negro herido, en Brasil. En mis viajes he descubierto que esas moscas se llaman las Waregas, conocidas como una plaga tanto para hombres como para animales. En la guerra con México, se informó de las que el pueblo llamaba «moscas de carne», las cuales depositaban sus huevos en las heridas de los soldados que quedaban toda la noche a la intemperie. A veces los gusanos no causaban daño, pues se alimentaban sólo de tejido muerto. Éstas eran moscas azules comunes, gusanos de Macellaria comunes como aquellos con los que usted está familiarizado, doctor Holmes. Pero otras veces el cuerpo era invadido por oleadas enteras, y las vidas de los soldados no podían salvarse. Habían sido agujereados de dentro afuera. ¿Se dan cuenta? Ésas eran las Hominivorax. Esas moscas deben hacer su presa en las personas y los animales indefensos. Es la única fuente para la supervivencia de su prole. Su vida requiere la ingestión de vida. La investigación sólo está en sus comienzos, amigos míos, y es muy emocionante. Miren, yo recogí mis primeros especimenes de Hominivorax durante mi viaje a Brasil. Superficialmente, los dos tipos de moscas azules son, en muchos aspectos, el mismo. Hay que fijarse en la coloración viva y utilizar el instrumento de medición más sensible. Así fui capaz de reconocer ayer sus muestras.
Agassiz se arrastró a otro taburete.
—Ahora, Lowell, vamos a ver su pobre pierna otra vez. ¿Me hace el favor?
Lowell trató de hablar, pero sus labios temblaban demasiado violentamente.
—¡Oh, no se preocupe, Lowell! —dijo Agassiz rompiendo a reír—. ¿O sea, Lowell, que usted sintió el pequeño insecto en su pierna, y a continuación se lo sacudió?
—¡Y lo maté! —le recordó Lowell.
Agassiz sacó un bisturí de un cajón.
—Bueno, doctor Holmes, quiero que deslice esto por el centro de la herida y luego lo retire.
—¿Está usted seguro, Agassiz? —preguntó Lowell nerviosamente.
Holmes tragó saliva y se arrodilló. Colocó el bisturí en el tobillo de Lowell, luego levantó la vista hasta el rostro de su amigo. Lowell tenía la mirada fija y la boca abierta.
—Ni siquiera lo sentirá, Jamey.
Holmes lo prometió tranquilamente, para sentirse cómodos ambos. Agassiz, aunque sólo estaba unas pulgadas más allá, fingió amablemente no oír. Lowell asintió y agarró los bordes de su taburete. Holmes hizo lo que había dicho Agassiz. Insertó la punta del bisturí en el centro de la hinchazón en el tobillo de Lowell. Cuando retiró el bisturí, había un gusano duro y blanco, de cuatro milímetros o más, retorciéndose en la punta: vivo.
—¡Ahí está! ¡La hermosa Hominivorax! —exclamó Agassiz riendo triunfalmente. Inspeccionó la herida de Lowell en busca de algo más y luego vendó el tobillo. Tomó el gusano amorosamente en la mano—. ¿Ve usted, Lowell? A la pobre mosquita azul que usted vio le quedaban unos segundos antes de que usted la matara; por eso sólo tuvo tiempo de poner un huevo. Su herida no es profunda, sanará completamente y usted se recuperará del todo. Pero dése cuenta de cómo la lesión de su pierna creció con un solo gusano reptando en su interior, y cómo lo sentía a medida que se abría paso a través de algún tejido. Imagínelos a cientos. Ahora imagine cientos de miles expandiéndose dentro de usted cada pocos minutos.
Lowell sonrió ampliamente, lo bastante como para desplazar sus mostachos en forma de colmillos a los lados opuestos de su cara. —¿Ha oído eso, Holmes? ¡Me recuperaré!
Reía y abrazaba a Agassiz y luego a Holmes. Después empezó a asimilar lo que todo aquello significó para Artemus Healey y para el club Dante.
También Agassiz se puso serio mientras se secaba las manos con una toalla.
—Hay otra cosa, queridos compañeros. Realmente, la más extraña. Estas criaturitas... no son de aquí, no son propias de Nueva Inglaterra ni de parte alguna de nuestra vecindad. Son nativas de este hemisferio, eso parece cierto. Pero sólo de entornos cálidos y pantanosos. He llegado a ver enjambres de ellas en Brasil, pero jamás en Boston. Nunca se ha registrado su presencia, ni con su nombre correcto ni con otro. No puedo imaginar cómo han llegado hasta aquí. Quizá accidentalmente en una importación de ganado o... —Agassiz estuvo a punto de dejarse llevar por su despegado sentido del humor a propósito de la situación—. No importa. Tenemos la suelte de que esos bichos no pueden vivir en un clima septentrional como el nuestro; no con este tiempo ni en sus alrededores. Estas Waregas no son buenas vecinas. Afortunadamente, las únicas que vinieron sin duda ya han muerto de frío.
Debido a que el miedo se transfiere rápidamente a otras sensaciones, Lowell había olvidado por completo que tuvo la certidumbre de su destino fatal, y el recuerdo de la prueba por la que acababa de pasar se había convertido en fuente de placer por haber sobrevivido. Y sólo podía pensar en eso mientras abandonaba en silencio el museo caminando junto a Holmes. Éste fue el primero en hablar:
—Estaba ciego cuando hice caso de las conclusiones de Barnicoat publicadas en los periódicos. ¡Healey no murió de un golpe en la cabeza! Los insectos no eran simplemente un tableau vivant dantesco, una especie de espectáculo decorativo para que nosotros pudiéramos reconocer el castigo imaginado por Dante. Fueron liberados a fin de causar dolor —dijo Holmes, hablando deprisa y con ardor—. Los insectos no fueron un adorno; ¡fueron su arma!
—Nuestro Lucifer no quiere que sus víctimas mueran y nada más, sino que sufran, como las sombras del Inferno. En un estado entre la vida y la muerte que comprenda ambas sin ser ninguna de ellas. —Lowell se volvió hacia Holmes y lo tomó del brazo—. Para que sean testigos de su propio sufrimiento, Wendell. Yo sentí esa criatura abrirse paso dentro de mí, devorándome. Ingiriéndome. Aunque sólo pudo comerse una pequeña cantidad de tejido, noté como si corriera directamente a través de mi sangre hasta mi misma alma. La doncella decía la verdad.
—Vive Dios que sí —corroboró Holmes, horrorizado—. Lo cual significa que Healey... Nadie podría expresar el sufrimiento que soportó Healey. Se dijo que el juez presidente salió para su casa de campo el sábado por la mañana, y su cadáver fue encontrado el martes. Estuvo vivo cuatro días, bajo los «cuidados» de decenas de miles de Hominivorax devorándolo por dentro... Su cerebro... Pulgada a pulgada, hora tras hora.
Holmes miró el frasco con las muestras de insectos que le había devuelto Agassiz.
—Lowell, debo decirle algo. Pero no pretendo provocar una discusión con usted.
—Pietro Bachi.
Holmes asintió, vacilante.
—Esto no parece encajar con lo que sabemos de él, ¿verdad? —preguntó Lowell—. ¡Lo cual echa por tierra todas nuestras teorías!
—Piense en esto: Bachi estaba amargado; Bachi tenía un temperamento ardiente; Bachi era un borracho. Pero esa crueldad metódica, profunda, ¿puede sinceramente imaginarla en él? Bachi pudo haber pensado escenificar algo para mostrar el error de haber venido a Estados Unidos. Pero ¿recrear los castigos de Dante de una manera tan extrema y completa? Los errores que hemos cometido deben de ser algo muy denso, Lowell, como las salamandras que salen después de la lluvia. Cada vez que levantamos una hoja, sale de debajo, arrastrándose, una nueva salamandra —dijo Holmes moviendo los brazos frenéticamente.
—¿Qué está usted haciendo? —preguntó Lowell.
La casa de Longfellow estaba cerca y era allí adonde debían ir.
—Veo un coche libre ahí delante. Quiero volver a mirar alguna de estas muestras en mi microscopio. Espero que Agassiz no haya matado al gusano... La naturaleza nos revelará mejor la verdad si sigue vivo. No creo en su conclusión de que estos insectos ya hayan muerto. Podemos aprender algo más sobre el asesinato a partir de estas criaturas. Agassiz no acepta la teoría de Darwin, y eso perjudica sus puntos de vista.
—Wendell, este tema es la especialidad de ese hombre. Holmes ignoró la falta de fe de Lowell.
—Los grandes científicos pueden ser, en ocasiones, un impedimento en el sendero de la ciencia, Lowell. Las revoluciones no las hacen unos hombres con gafas, y los primeros susurros de una nueva verdad no son captados por quienes necesitan de trompetillas para el oído. Precisamente el mes pasado estaba yo leyendo, en un libro sobre las islas Sandwich, acerca de un anciano de Fiji que había sido llevado a tierra extranjera, pero que rogaba que lo devolviesen al hogar a fin de que su hijo pudiera saltarle en paz la tapa de los sesos a golpes, según la costumbre de aquellas islas. ¿No contó a todo el mundo Pietro, el hijo de Dante, tras la muerte de éste, que el poeta nunca quiso decir si realmente había ido al infierno y al cielo? Nuestros hijos golpean con mucha regularidad los sesos de sus padres.
«De algunos padres más que de otros», se dijo Lowell para sus adentros pensando en Oliver Wendell Holmes Junior, mientras miraba a Holmes montar en el coche de punto.
Lowell echó a andar apresuradamente hacia la casa Craigie, deseando haber tenido su caballo. Al cruzar una calle se volvió hacia atrás vacilando, poniendo súbita atención en lo que veía.
El hombre alto, con rostro ajado, tocado con bombín y vistiendo un chaleco de cuadros; el mismo hombre al que Lowell había visto mirándolo atentamente mientras se apoyaba en un olmo en el campus de Harvard; el hombre al que había visto acercarse a Bachi en el mismo lugar; ese hombre estaba en medio del trajín de la plaza del mercado. Eso pudo no haber bastado para mantener el interés de Lowell después de las revelaciones de Agassiz, pero el hombre estaba conversando con Edward Sheldon, el estudiante de Lowell. En realidad, Sheldon no se limitaba a hablar, sino que increpaba al hombre, como si estuviera dando órdenes a un doméstico recalcitrante para que llevara a cabo alguna tarea postergada.
Sheldon se fue luego dando un bufido, envolviéndose apretadamente en su capa negra. Al principio, Lowell no pudo decidir a quién seguir. ¿A Sheldon? Siempre podría encontrarlo en la universidad. Así que optó por seguir al desconocido, que se abría paso entre una aglomeración de peatones y carruajes que ocupaban la plaza redonda.
Lowell corrió a través de algunos puestos del mercado. Un vendedor le puso una langosta delante de la cara. Lowell la apartó de un manotazo. Una muchacha que repartía octavillas le introdujo una en el bolsillo del faldón del gabán.
—¿Propaganda, señor?
—¡Ahora no! —exclamó Lowell.
En otro momento, el poeta localizó al fantasma al otro lado de la calzada. Estaba subiendo a un tranvía repleto y aguardaba el cambio del cobrador.
Lowell corrió para montar en la plataforma trasera cuando el cobrador estaba accionando la campanilla y el vehículo arrancaba, siguiendo los raíles, en dirección al puente. Lowell no tuvo dificultad en atrapar el pesado vehículo echando una carrera a lo largo de las vías. Acababa de agarrarse al pasamano de la escalerilla de la plataforma trasera, cuando el cobrador se volvió en redondo.
—¿Leany Miller?
—Señor, mi nombre es Lowell, y debo hablar con uno de sus pasajeros —dijo, poniendo un pie en las salientes escalerillas posteriores, cuando los caballos apretaban el paso.
—¿Leany Miller? ¿Ya vuelves con tus trucos? —El cobrador sacó un bastón y empezó a martillar la mano enguantada de Lowell—. ¡No volverás a manchar nuestros lindos coches, Leany! ¡No mientras yo vigile!
—¡No! ¡Señor, mi nombre no es Leany!
Pero los golpes del cobrador obligaron a Lowell a desistir de su agarre. Esto hizo que los pies del poeta quedaran encima de los raíles.
Lowell gritó, tratando de imponerse al ruido y a la campanilla, para convencer al cobrador de su inocencia. Pero entonces se percató de que el campanilleo procedía de atrás, por donde se aproximaba otro tranvía de caballos. Cuando se volvió a mirar, los pasos de Lowell se volvieron más lentos y el tranvía que iba delante ganó distancia. Sin otra alternativa que exponerse a que los caballos que se acercaban le pisotearan los talones, Lowell saltó fuera de los raíles.
En ese momento, en la casa Craigie, Longfellow introducía en su salita a Robert Todd Lincoln, hijo del difunto presidente y uno de los tres estudiantes de Dante del curso de Lowell de 1864. Lowell había prometido reunirse con ellos en la casa después de visitar a Agassiz, pero se retrasaba, de modo que Longfellow optó por iniciar él solo la entrevista con Lincoln.
—Oh, querido papá —dijo Annie Allegra colándose de un brinco e interrumpiendo—. ¡Estamos a punto de terminar el último número de The Secret, papá! ¿Te gustaría verlo por adelantado?
—Sí, querida, pero me temo que en este momento estoy ocupado.
—Por favor, señor Longfellow —dijo el joven—. No tengo prisa. Longfellow tomó la revista manuscrita «publicada» por entregas por las tres niñas.
—Oh, parece que es la mejor que habéis hecho. Muy bonita, Panzie. La leeré de cabo a rabo esta noche. ¿Es ésta la página que has dibujado tú?
—¡Sí! —respondió Annie Allegra—. Esta columna y esta otra. Y también esta adivinanza. ¿Puedes descifrarla?
—El lago de Norteamérica tan grande como tres estados —respondió Longfellow, y recorrió rápidamente el resto de la página: un jeroglífico y un artículo en primera plana evocando «Mi entero día de ayer (desde el desayuno hasta la noche)», por A. A. Longfellow—. Oh, es encantador, corazón —dijo Longfellow deteniéndose dubitativo en uno de los puntos de la lista—. Panzie, aquí dice que anoche abriste a una visita inmediatamente antes de irte a dormir.
—Oh, sí. Había bajado a tomarme un vaso de leche; eso hice. ¿Dijo que yo me comporté como una buena anfitriona, papá?
—¿Cuándo fue eso, Panzie?
—Durante vuestra reunión del club, naturalmente. Tú dices que no se te moleste durante tu reunión del club.
—¡Annie Allegra! —la llamó Edith desde el descansillo de la escalera—. Alice quiere revisar el sumario. ¡Debes traer tu ejemplar ahora mismo!
—Ella hace siempre de redactora —se lamentó Annie Allegra, reclamando la revista a Longfellow.
Arrastró a Annie al vestíbulo y se le adelantó en la escalera antes de que ella pudiera alcanzar la oficina privada de The Secret: el dormitorio de uno de sus hermanos mayores.
—Panzie, querida, ¿quién era la visita de anoche que mencionas?
—¿Qué, papá? Nunca lo había visto antes de ayer.
—¿Puedes recordar su aspecto? Quizá eso podrías añadirlo a The Secret. Quizá puedas entrevistarlo y preguntarle por sus experiencias.
—¡Qué bonito sería! Un negro alto, de muy buen ver, con una capa. Le dije que te esperara, papá. Eso hice. ¿Es que acaso él no hizo lo que le dije? Debió de aburrirse allí, de pie, y se volvió a su casa. ¿Sabes cómo se llama, papá?
Longfellow asintió.
—¡Dímelo, papá! Seré capaz de entrevistarlo tal como dices.
—Patrullero Nicholas Rey, de la policía de Boston.
Lowell entró en tromba por la puerta principal.
—Longfellow, tengo mucho que contarle... —Se detuvo cuando vio la expresión del rostro de su vecino—. Longfellow, ¿qué ha ocurrido?
Parte 2