Publicado en
septiembre 26, 2010
Considerado por la Academia Sueca uno de los autores de mayor talento, aclamado por la crítica como el nuevo Stephen King y considerado por los lectores el sucesor de Stieg Larsson, el maestro escandinavo del terror se imagina en su nueva novela qué pasaría si Estocolmo fuese tomado por los zombies.
Algo muy extraño está ocurriendo en la capital de Suecia: en medio de una inusual ola de calor, la gente se da cuenta de que no puede apagar la luz ni los aparatos eléctricos. De repente, una noticia sacude a la nación: en la morgue los muertos están resucitando. ¿Qué es lo que quieren? Lógicamente, volver a casa...
Título original: Hanteringen av odöda
Editado de acuerdo con Ordfronts Forlag (Estocolmo)
y Leonhardt & Hoier Literary Agency A/S (Copenhague)
© John Ajvide Lindqvist, 2005
© Espasa Libros, S. L. U., 2010
© de la traducción: Gemma Pecharromán Miguel, 2010
Primera edición: marzo de 2010
Imagen de cubierta: Lucian/Chong.
Diseñada por WH Chong. Text Australia
Depósito legal: Na. 334-2010
ISBN: 978-84-670-3162-1
Para Fritiof. ¡Mah-fjou!
ÍNDICE
PRÓLOGO Cuando la corriente revierte su curso 5
13 DE AGOSTO ¿Qué he hecho yo para merecer esto? 10
14 DE AGOSTO ¿Dónde está mi amada? 56
ANEXO 1 104
14 DE AGOSTO (II) La fuerza verde que impulsa la flor 113
ANEXO 2 160
17 DE AGOSTO Donde hay cadáveres, se congregan los buitres 168
17 DE AGOSTO (II) El pescador 213
PRÓLOGO
Cuando la corriente revierte su curso
La muerte es sólo la aguja
que abre el ojo para que por
fin puedas ver la luz donde
vivimos.
EVA-STINA BYGGMÄSTAR,
Den harhjärtade människan
(El espíritu temeroso).
Calle de Sveavägen, 13 de agosto, 22:49
—¡Salud, comandante1!
Henning levantó el envase de Gato Negro e hizo un gesto de brindis en dirección a la placa metálica del empedrado. Sólo había una rosa marchita en el lugar donde 16 años antes habían asesinado a Olof Palme. Henning se acuclilló y pasó el dedo sobre las letras en relieve.
—¡Joder! —exclamó—. Esto va mal, Olof. Va de mal en peor.
La cabeza estaba a punto de estallarle de dolor, y no era por el vino. Los viandantes de la calle de Sveavägen caminaban con la vista fija en el suelo y algunos se apretaban las sienes con las palmas de las manos.
Por la tarde, sólo se había dejado sentir en el aire la tormenta en ciernes, pero la tensión eléctrica había aumentado poco a poco, de forma imperceptible, y, ahora, rayaba lo insoportable a pesar de no haber ni una nube en el cielo nocturno, ni un trueno en la lejanía, ni esperanza alguna de que descargara el temporal. El impreciso campo eléctrico era inaprensible, pero se sentía y se notaba.
Era como un apagón eléctrico al revés: desde las nueve aproximadamente no podía apagarse una sola bombilla ni desconectar ningún aparato eléctrico. Si uno intentaba tirar del enchufe se producía un chisporroteo terrible y saltaban chispas entre la toma de contacto y el enchufe, impidiendo que se interrumpiera el circuito.
Y el campo eléctrico incluso aumentó su potencia.
Henning se sentía como si le hubieran enrollado alrededor de la frente un cable eléctrico que lanzaba dolorosas descargas, y era una verdadera tortura.
Pasó por allí una ambulancia con las sirenas ululando, bien porque se tratara de una urgencia o, sencillamente, porque no había manera de apagarlas. Un par de coches aparcados tenían el motor en marcha.
—¡Salud, comandante!
Alzó el envase de vino a la altura del rostro, echó la cabeza hacia atrás y lo abrió. El chorro de vino cayó sobre la barbilla y se le deslizó por el cuello antes de que consiguiera apuntar bien para que le entrara en la boca. Cerró los ojos y bebió dos buenos tragos, mientras que la bebida derramada le corría por el pecho, se mezclaba con el sudor y continuaba hacia abajo.
Y luego estaba el calor; encima, el calor.
A lo largo de las dos últimas semanas todos los mapas del tiempo habían mostrado grandes soles alegres por todo el país. Los adoquines del empedrado y los edificios soltaban el fuego acumulado durante el día y, aunque ya eran casi las once, la temperatura rondaba los 30°.
Henning se despidió del primer ministro con una inclinación de cabeza y siguió el camino del asesino, hacia la calle de Tunnelgatan. El asa del envase de vino se le había roto cuando lo cogió de un coche con la ventanilla abierta, por lo que debía llevarlo bajo el brazo. Sentía la cabeza más grande de lo normal, abotargada, y se pasó los dedos por la frente.
La cabeza parecía tener el volumen de siempre; los dedos, sin embargo, estaban hinchados por el calor y el alcohol.
«Mierda de tiempo. Esto no es normal».
Se apoyó en la barandilla y subió despacio las escaleras. Cada uno de sus inseguros pasos le provocaba una punzada de dolor en el cerebro. Las ventanas de ambos lados estaban abiertas e iluminadas, desde algunas se oía música. Henning quería oscuridad, oscuridad y silencio. Deseaba seguir bebiendo vino hasta quedarse tranquilo y dormido.
Se detuvo unos segundos para descansar en lo alto de la escalera y la cosa empeoró. Resultaba imposible decir si era él el que estaba cada vez peor o si era el campo eléctrico, que aumentaba su potencia. Ya no sentía pulsaciones en la cabeza. Ahora se trataba de un dolor abrasador constante alrededor del cerebro.
No. No era sólo él.
A su lado, atravesado sobre la acera, había un vehículo con el motor en marcha y la puerta del conductor abierta; el estéreo reproducía a todo volumen Living doll. Junto al coche estaba el conductor, agachado en medio de la calle, con la cabeza entre las manos.
Henning apretó los párpados y volvió a abrirlos. ¿Eran imaginaciones suyas o las luces de los apartamentos habían aumentado de potencia?
Algo va a pasar.
Despacio, paso a paso, cruzó la calle de Döbelnsgatan y se cobijó bajo la sombra de los castaños en el cementerio de San Juan, donde se derrumbó. No podía más. Todo zumbaba a su alrededor; sonaba como si hubiera un enjambre en la copa del árbol que tenía encima de él. La tensión del campo eléctrico aumentaba, su cabeza se comprimía como si estuviera bajo el agua a mucha profundidad, y podía oír los gritos de la gente a través de las ventanas abiertas.
«Voy a morir».
Aquella migraña iba más allá de lo razonable. ¿Cómo era posible que cupiese tanto dolor en una superficie tan pequeña? La cabeza podía explotarle en cualquier momento. La luz de las ventanas era cada vez más cegadora, las sombras de las hojas proyectaban sobre su cuerpo un dibujo psicodélico. Henning levantó el rostro hacia el cielo y abrió los ojos de par en par a la espera del estallido, la rotura.
Ping.
Desapareció.
Se esfumó como si hubieran apagado un interruptor.
El dolor de cabeza cesó de golpe, el enjambre enmudeció súbitamente y todo volvió a la normalidad. Henning quiso abrir la boca para emitir algún sonido, una expresión de agradecimiento, quizá, pero tenía las mandíbulas encajadas y le dolían los músculos después de haber permanecido en tensión tanto tiempo.
Silencio. Oscuridad. Y entonces algo bajó del cielo. Henning lo vio justo antes de que cayera, muy cerca de su cabeza. Se trataba de algo pequeño, un insecto. Él respiró repetidamente por la nariz, disfrutando del olor a tierra seca. Tenía la parte posterior de la cabeza apoyada sobre algo duro y fresco. Se giró a un lado para refrescar la mejilla también.
Estaba echado sobre una losa de mármol. Notó algo raro debajo la mejilla. Eran letras. Levantó la cabeza y leyó el texto de la lápida:
Carl
4/12/1918-18/7/1987
Greta
16/9/1925 -16/6/2002
Encima había más nombres, pues se trataba de un panteón familiar. Greta había estado casada con Carl, pero había quedado viuda los últimos quince años. Bueno, bueno. Se la imaginó como una ancianita de cabellos grises que necesitaba un andador para salir de un enorme edificio de techos altos del centro de la ciudad. La disputa por la herencia de Greta habría estallado un par de meses después de su muerte.
Algo se movió sobre la lápida de mármol y Henning entornó los ojos. Era una larva blanca como la leche del tamaño del filtro de un cigarrillo. Parecía angustiada y se retorcía sobre la piedra negra. Se apiadó de ella y le dio un empujoncito con el dedo para echarla a la hierba, pero la larva estaba pegada.
«¿Qué está pasando aquí...?».
Henning acercó la cara a la larva y le dio otro golpecito. Parecía clavada en la piedra. Sacó un mechero del bolsillo y lo encendió para verla mejor. La larva se encogió. La observó tan de cerca que casi la rozaba con la nariz, y el encendedor le quemó algunos pelos. No. No era que la larva encogiera. Si cada vez se veía menos de ella era porque se estaba incrustando en la piedra.
«Pero...».
Henning golpeó la piedra con los nudillos y se aseguró de que realmente fuera tal. Mármol macizo, del caro. Se echó a reír y dijo en voz alta:
—Pero, oye. Oye, tú, larva...
En ese momento la larva ya casi había desaparecido del todo. Sólo quedaba un diminuto extremo blanco agitándose, y mientras él lo observaba se hundió dentro de la piedra sin dejar rastro. Pasó el dedo por donde había desaparecido. No había agujero ni resquicio alguno por donde se había introducido la larva. Había caído, y ahora había desaparecido. Henning dio unas palmaditas sobre la piedra y dijo:
—Bien. Está bien. Buen trabajo.
Después recogió el vino y se fue hacia arriba en dirección a la capilla para sentarse a beber en las escaleras.
Nadie salvo él vio aquello.
13 DE AGOSTO
¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Los muertos trotan hacia sus antiguas moradas
poco a poco, poco a poco...
Gunnar Ekelöf,
Cuando consiguen escapar.
Calle de Svarvargatan, 16:03
«La Muerte...».
David alzó la mirada del escritorio y contempló la foto enmarcada de la escultura de plástico de Duane Hanson, Supermarket Lady.
Una voluminosa mujer con suéter rosa y falda azul turquesa empujaba un carro de la compra lleno. Llevaba rulos en el pelo y sostenía un cigarrillo en la comisura de los labios. Su calzado apenas cubría sus doloridos pies hinchados. Tenía la mirada vacía. En los antebrazos desnudos podían distinguirse variaciones de color violeta, cardenales. Quizá su marido le pegara.
Pero el carro iba lleno, lleno a rebosar.
Botes, cajas, bolsas. Comida precocinada lista para el microondas. Su cuerpo era una masa de carne, embutida en la piel, y ésta a su vez estaba embutida en la falda estrecha y el suéter ajustado. Tenía la mirada vacía, los labios apretaban firmemente el cigarrillo, dejando entrever los dientes, y sujetaba con fuerza la barra del carrito.
Y el carro iba lleno, lleno a rebosar.
David tomó aire por la nariz: pudo casi sentir el olor a perfume barato mezclado con el olor a sudor del supermercado.
«La Muerte...».
Cuando no se le ocurría ninguna idea, o le asaltaban las dudas, siempre contemplaba esa representación de la Muerte, aquello contra lo que hay que luchar. Todas las tendencias dentro de la sociedad que apuntaban hacia esa imagen eran perniciosas; todo cuanto apuntaba en dirección contraria era... mejor.
Se abrió la puerta del cuarto de Magnus y éste apareció con una carta de Pokémon en la mano. Desde la habitación llegaba la voz chillona de la rana Boll:
—¡Nooo, oye, eh!
El niño le enseñó la carta.
—Papá, ¿Dark Golduck es dragón o agua?
—Agua. Cariño, tendremos que dejarlo...
—Pero es que ha recibido el ataque de un dragón.
—Sí, pero... Magnus, ahora no. Iré a tu cuarto cuando haya terminado, ¿de acuerdo?
El pequeño se fijó en el periódico que David tenía abierto delante de él.
—¿Qué hacen?
—Magnus, por favor. Estoy trabajando. Luego voy.
—Se vende vodka... sueco con porno. ¿Qué es vodka?
David cerró el periódico y cogió a su hijo de los hombros. El niño se resistió e intentó abrir de nuevo el periódico.
—¡Magnus! Va en serio. Si no me dejas trabajar ahora, no tendré tiempo para estar contigo luego. Vete a tu cuarto y cierra la puerta. Enseguida voy.
—Jo, ¿por qué tienes que estar trabajando siempre?
David lanzó un suspiro.
—Si tú supieras lo poco que trabajo en comparación con otros padres... Pero, por favor, ahora déjame trabajar un poco en paz.
—Sí, sí, sí.
Magnus se soltó y volvió a su habitación. La puerta se cerró de nuevo. David dio una vuelta por el cuarto, se secó las axilas con una toalla y volvió a sentarse frente al escritorio. Las ventanas con vistas a la orilla de Kungholmen estaban abiertas de par en par, pero apenas corría el aire y él sudaba aunque iba desnudo de cintura para arriba.
Abrió de nuevo el periódico. Algo divertido debía salir de aquello.
Se vende vodka sueco con porno.
Dos mujeres del Partido Centrista arrojaban vodka sobre un número de Penthouse para manifestar su oposición. «Están indignadas», rezaba el pie de foto. David observó sus caras. Le dio la impresión de que parecían más bien amenazadoras, como si quisieran fulminar al fotógrafo con la mirada. El vodka caía sobre la joven desnuda de la portada.
Aquello era tan grotesco que resultaba difícil hacer algo divertido de ello. David paseó la vista por el periódico abierto, trataba de encontrar un punto de inflexión.
Foto: Putte Merkert.
«Ahí estaba».
Putte. Merkert. David se recostó en la silla, miró al techo y empezó a formularlo. Al cabo de dos minutos tenía el esquema del texto y se puso a escribirlo a mano. Volvió a observar a las mujeres. Ahora sus miradas amenazantes se volvieron contra él.
—¿Piensas burlarte de nosotras y de nuestra actitud? —le dijeron—. ¿Y qué es lo que haces tú?
—Sí, sí —contestó David en voz alta al periódico—. Yo, a diferencia de vosotras, por lo menos soy consciente de ser un payaso.
Siguió escribiendo con el zumbido de un incipiente dolor de cabeza que él achacó a los remordimientos. Después de veinte minutos tenía un texto aceptable, incluso divertido, si le iba cogiendo las vueltas. Miró de reojo a la Supermarket Lady, pero no obtuvo orientación alguna. Quizá él estaba siguiendo su camino, iba en su carro.
Eran las 16:30. Quedaban cuatro horas y media hasta que tuviera que salir a escena, y los nervios empezaban a atenazarle el estómago.
Tomó una taza de café, fumó un cigarrillo y fue al cuarto de Magnus, dedicó media hora a hablar de los Pokémon, a ayudar a su hijo a clasificar las cartas y a traducir los textos de éstas.
—Papá —le preguntó el pequeño—, ¿en qué consiste realmente tu trabajo?
—Ya lo sabes. Estuviste una vez en Norra Brunn. Cuento cosas y la gente se ríe y... sí, me pagan por eso.
—¿Por qué se ríen?
David miró a Magnus a los ojos, los ojos serios de un niño de ocho años, y él mismo se echó a reír. Le acarició la cabeza con la mano y respondió:
—La verdad es que no lo sé. Ahora voy a por un poco de café.
—¡Ah! Siempre estás tomando café.
David se levantó del suelo cubierto de cartas esparcidas. Al llegar a la puerta se volvió y miró a su hijo, que estaba enfrascado en la lectura de una carta y movía los labios conforme deletreaba las palabras.
—Creo —aventuró David— que la gente se ríe porque quiere reírse. Han pagado para entrar y reírse, de modo que se ríen.
—No lo entiendo —contestó el niño, sacudiendo la cabeza.
—No —admitió David—. Yo tampoco.
Eva volvió del trabajo a las 17:30 y su esposo salió a recibirla a la entrada.
—Hola, querido —le saludó ella—. ¿Qué tal?
—La muerte, la muerte, la muerte —respondió David, llevándose la mano al estómago. La besó. Su labio superior sabía a sal por el sudor—. ¿Y tú?
—Bien. Me duele un poco la cabeza, pero por lo demás bien. ¿Has podido escribir algo?
—Bah, eso... —David hizo un gesto en dirección a la mesa del escritorio—. Sí, pero no es muy bueno.
Eva asintió.
—No, ya, ya. ¿Puedo escucharlo luego?
—Si quieres...
Ella fue al cuarto de Magnus y David entró en el aseo, dejó que fluyera de él una parte del nerviosismo. Permaneció un rato sentado en el retrete, observando el dibujo formado por los peces blancos de las cortinas de la ducha. Quería leerle el texto a Eva, sí, debía leérselo. Era divertido, pero se avergonzaba de él y temía que ella fuera a decir algo sobre... su contenido. O sobre la ausencia de él.
Tiró de la cadena y se refrescó la cara con agua fría. «Soy un cómico. Nada más». Sí. Claro.
* * *
Preparó una comida ligera —tortilla con champiñones en salsa—, mientras Magnus y Eva sacaban el Monopoli en la sala de estar. El sudor le caía a chorros por debajo de las axilas mientras permanecía junto al fuego friendo los champiñones.
«Este tiempo no es normal».
Se le cruzó por la cabeza una imagen: el efecto invernadero. Sí. La tierra como un invernadero gigante. Unos seres procedentes del espacio nos plantaron aquí hace millones de años. Pronto vendrían a recoger la cosecha.
Volcó las tortillas en los platos y anunció a voz en grito que la cena estaba lista. La idea era buena, pero ¿era divertida? No. Ahora bien, si se cogía a alguna persona lo bastante conocida, como por ejemplo el periodista Staffan Heimersson, y se decía que él era el jefe disfrazado de esos seres espaciales... Eso era como decir que Staffan Heimersson era el único responsable del efecto invernadero.
—¿En qué estás pensando?
—No, nada... En que Staffan Heimersson tiene la culpa de que haga tanto calor.
—¿Y eso...?
Eva se quedó expectante. Él se encogió los hombros.
—No, sólo eso. A grandes rasgos.
—Mamá... —El niño había terminado de retirar los trozos de tomate de su ensalada—. Robin dice que si empieza a hacer más calor los dinosaurios volverán a vivir en la tierra, ¿es eso verdad?
El dolor de cabeza se volvió más intenso mientras jugaban la partida de Monopoli, y todos se irritaban a lo tonto cuando perdían dinero. Después de media hora hicieron una pausa en el juego para ver Bolibompa en la tele, y Eva se fue a la cocina a preparar café. David se quedó sentado en el sofá, bostezando. Siempre que estaba nervioso se sentía cansado y sólo le apetecía dormir.
Magnus se acurrucó junto a él y juntos vieron un documental sobre el mundo del circo. David se levantó cuando estuvo listo el café, pese a las protestas de su hijo. Eva estaba delante de la cocina moviendo uno de los mandos.
—Qué raro. No se puede apagar.
La luz indicadora de que la cocina estaba encendida se resistía a apagarse. Él giró algunos mandos al azar, pero no pasó nada. La placa sobre la que había estado burbujeando la cafetera se había puesto al rojo vivo. No fueron capaces de hacer nada al respecto en aquel momento, así que David se puso a leer su texto mientras tomaban el café con mucho azúcar y fumaban un cigarrillo. A Eva le pareció divertido.
—¿Puedo hacerlo? —preguntó David.
—Ni lo dudes.
—¿No te parece que es...?
—¿Qué?
—Bueno... arrogante. Está claro que tienen razón.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—No, nada. Gracias.
Ya llevaban casados diez años, y apenas pasaba un día sin que David mirara a Eva y pensara: «Joder, qué suerte he tenido». Por supuesto que había días malos, y también semanas sin espacio para la alegría, pero, incluso entonces, por debajo del fango, había una placa en la que estaba grabado: «Joder, qué suerte». Aunque él no pudiera verla justo entonces, acababa subiendo de nuevo a la superficie.
Ella trabajaba como redactora e ilustradora de libros divulgativos infantiles en Hippogriff, una pequeña editorial. Había escrito e ilustrado dos cuentos de Bruno, un castor dado a la filosofía y a la construcción de cosas. No habían sido grandes éxitos, pero como dijo Eva una vez haciendo una mueca: «Parece que agradan a la clase media-alta y a los arquitectos. Que les gusten a sus hijos ya es más discutible». David encontraba bastante más divertidos los libros de Eva que sus monólogos.
—¡Mamá! ¡Papá! No se apaga.
Magnus estaba delante del televisor moviendo el mando a distancia. Su padre apretó el botón de apagado del aparato, pero la pantalla siguió encendida. Lo mismo que con la cocina, pero aquí al menos había un enchufe a mano, así que David tiró de él mientras la presentadora anunciaba el espacio informativo Rapport. Por un instante fue como intentar separar un trozo de metal de un imán; la clavija tiraba del enchufe. Saltaron chispas y a través de sus dedos se propagó un ligero cosquilleo, tras el cual la presentadora desapareció en la oscuridad.
David levantó el enchufe.
—¿Lo habéis visto? Ha sido como un... cortocircuito. Ahora habrán saltado todos los fusibles.
Pulsó el interruptor de la lámpara del techo. Se encendió y ya no se pudo apagar.
El niño dio saltos en el sofá.
—¡Vamos! ¡La partida continúa!
* * *
Dejaron que Magnus ganara al Monopoli, y mientras él contaba su dinero, su padre cogió los zapatos, la camisa de salir a escena y el periódico. Cuando fue a ver a Eva, estaba moviendo la cocina hacia delante.
—No —pidió él—. Deja eso.
Eva se pilló un dedo y soltó un taco.
—¡Joder...! No podemos dejarla así. Voy a irme a casa de mi padre. Qué mierda... —Ella tiró de la cocina, pero se había quedado encajada entre los armarios.
—Oye —le dijo David—, ¿cuántas veces nos la hemos dejado encendida al ir a acostarnos sin que haya pasado nada?
—Sí, sí, pero salir de casa y dejarla... —Eva le dio una patada a la puerta del horno—. No hemos limpiado ahí atrás en varios años. Qué mierda de cocina. Joder, cómo me duele la cabeza.
—Eva, ¿es eso lo que quieres hacer justo ahora? ¿Limpiar detrás de la cocina?
Ella dejó caer las manos, meneó la cabeza y se echó a reír.
—No, pero se me ha metido entre ceja y ceja... Tendrá que quedarse así por el momento.
A pesar de todo, hizo un último intento, con la desesperación de un animal enjaulado, pero fue en vano. Entonces alzó las manos y se dio por vencida. Magnus entró en la cocina con su dinero.
—90.400 —anunció, apretando los ojos—. Me duele mucho la cabeza. Está tonta.
A modo de brindis antes de separarse, se tomaron cada uno un analgésico y un vaso de agua, brindaron y tragaron.
* * *
El pequeño iba a dormir en casa de la madre de David, Eva iba a Järfälla a visitar a su padre, pero pensaba volver a casa por la noche. Levantaron a Magnus entre los dos y se besaron los tres.
—No te pases con el Cartoon Network en casa de la abuela —le advirtió su padre.
—¿Eh? —replicó Magnus—. Ya no lo miro.
—Qué bien —exclamó Eva—. Será embus...
—Veo Disney Channel. Es mucho mejor.
David y Eva se besaron una vez más, haciéndose el uno al otro un guiño en alusión a lo que les esperaba después, por la noche, cuando estuvieran los dos solos. Luego, Eva cogió a su hijo de la mano y se fueron; alzaron la mano una vez más. David seguía en la acera viendo cómo se alejaban.
«Si no pudiera volver a verlos nunca más...».
Le abrumó su temor habitual. Dios había sido muy generoso con él, se había producido un error, había recibido más de lo que se merecía. Ahora le despojarían de todo. Eva y Magnus desaparecieron al doblar la esquina y un impulso le instó a correr tras ellos, detenerlos y decirles: «Venid, vamos a casa. Vamos a ver Shrek, a jugar al Monopoli, no debemos separarnos».
Era el temor de siempre, pero más intenso de lo normal. No obstante, se contuvo, dio media vuelta y caminó hacia la calle de Sankt Erik mientras iba repitiendo en voz baja el nuevo texto para memorizarlo.
«¿Cómo surge una imagen como ésta? Las dos mujeres están indignadas, ¿y qué hacen? Pues entran en la tienda de bebidas alcohólicas y compran una caja de vodka, y luego un montón de revistas porno. Cuando llevaban allí dos horas tirando vodka, acertó a pasar por allí Putte Merkert, fotógrafo del periódico vespertino Aftonbladet.
»—Oye —les dice Putte Merkert—, ¿qué estáis haciendo?
»—Ya lo ves, estamos aquí echando vodka encima de esta revista porno —contestan ellas.
»"Vaya", piensa el fotógrafo. "Ahí tengo la oportunidad de una exclusiva".
No. El fotógrafo, no. Convenía más hablar todo el tiempo de Putte Merkert.
«Vaya», piensa Putte Merkert. «Ahí tengo la oportunidad de una exclusiva».
David advirtió algo extraño al llegar a la mitad del puente y se detuvo.
Había leído recientemente en la prensa que había millones de ratas en Estocolmo. Él no había visto ninguna, pero ahora había allí tres, en mitad del puente de Sankt Erik. Una grande y dos más pequeñas. Corrían en círculos por la acera, persiguiéndose unas a otras.
Las ratas chillaban enseñando los dientes y una de las pequeñas mordió a la grande en el lomo. David dio un paso atrás y alzó la vista. Había un señor mayor al otro lado, a dos pasos de los roedores, y seguía la pelea con la boca abierta.
Las pequeñas eran como gatillos y la grande, del tamaño de un conejo pigmeo. Golpeaban los rabos desnudos contra el asfalto y la rata mayor chilló cuando la otra rata pequeña también se aferró con los dientes a su lomo y la piel se le tiñó de sangre.
«¿Serán sus... crías las pequeñas?».
David se tapó la boca con la mano, repentinamente indispuesto. La rata grande se agitaba espasmódicamente de un lado a otro, intentando sacudirse a las pequeñas. David no había oído nunca chillar a las ratas, no sabía que podían chillar. Pero el sonido procedente de la grande era horrible, como el de un ave moribunda.
Al otro lado se habían parado un par de personas más. Todos seguían la lucha de las ratas y a David le asaltó por un instante la imagen de un grupo de personas reunidas para presenciar algún tipo de competición. Una pelea de ratas. Quería largarse de allí, pero no podía. En parte, porque pasaban muchos coches por el puente y, en parte, porque no podía apartar la mirada de los roedores. Debía quedarse y ver el desenlace.
De repente la de mayor tamaño se puso rígida, el rabo salía del cuerpo como una línea. Las pequeñas se revolvieron, le clavaron las uñas en el vientre y tiraron bruscamente con la cabeza de un lado a otro cuando le desgarraron la piel. La grande se fue arrastrando poco a poco hacia delante, hasta alcanzar el borde del puente, se deslizó por debajo de la barandilla con su carga a cuestas y cayó al agua.
David alcanzó a mirar por encima de la barandilla justo a tiempo para ver la caída. El murmullo del tráfico ahogó el ruido del chapoteo cuando las ratas cayeron dentro del agua negra y un penacho de gotas refulgió por un instante a la luz de las farolas, y después aquello se acabó.
La gente siguió su camino, hablando del tema.
«Nunca he visto cosa igual... Es el calor... Mi padre me contó una vez que él... dolor de cabeza...».
El cómico se masajeó las sienes y siguió caminando sobre el puente. Los que venían del otro lado le miraron de frente; todos esbozaban una media sonrisa, ligeramente avergonzados, como si hubieran presenciado juntos algo prohibido. Cuando pasó el señor mayor que había estado allí desde el principio, David le preguntó:
—Perdone, pero... ¿a usted también le duele la cabeza?
—Sí —respondió el interpelado, apretándose el puño cerrado contra la cabeza—. Tengo una jaqueca espantosa.
—Sí, bueno, es sólo por curiosidad.
El hombre señaló el sucio asfalto donde se veía la mancha de sangre de la rata, y dijo:
—Puede que ellas también la tuvieran. Quizá sea eso lo que... —Se calló y miró a David—. Tú has salido en la tele, ¿no?
—Sí. —David miró el reloj. Las nueve menos cinco—. Lo siento, tengo que...
Siguió su camino. Flotaba en el aire una angustia contenida. Ladraban los perros y los viandantes caminaban por las calles más deprisa que de costumbre, como si trataran de escapar de lo que se avecinaba, fuera lo que fuese. Él bajó a toda prisa la calle de Odengatan, sacó el móvil y marcó el número de Eva. A la altura de la estación del metro ella contestó la llamada.
—Hola —dijo David—. ¿Dónde estás?
—Acabo de subirme al coche. ¿Y tú? Pasaba lo mismo en casa de tu madre. Iba a apagar el televisor cuando llegamos, pero no podía.
—Magnus se habrá alegrado. Oye... Yo... no sé, pero... ¿tienes que ir a ver a tu padre?
—¿Qué quieres decir?
—Sí, bueno... ¿te sigue doliendo la cabeza?
—Sí, pero no tanto como para que no pueda conducir. No te preocupes.
—No. Es sólo que... tengo la sensación de que... está pasando algo horrible. ¿No la tienes tú también?
—No, la verdad es que no.
En la cabina de teléfonos situada en el cruce de las calles Odengatan y Sveavägen había un hombre pulsando el interruptor de señal. Estaba a punto de contarle a Eva lo de las ratas cuando se cortó la línea.
—¿Sí? ¿Oye, oye?
Se detuvo y volvió a marcar el número, pero no logró restablecer el contacto. Sólo se oía un ruidillo. El tipo de la cabina tiró el auricular, maldiciendo, y salió de ésta. David apagó el teléfono para volver a intentarlo de nuevo, pero no se apagaba la pantalla. Le cayó una gota de sudor de la frente sobre las teclas. El aparato parecía más caliente de lo normal, como si se hubiera recalentado la batería. Presionó el botón de apagado, pero no pasó nada. La pantalla seguía iluminada y el indicador de carga de la batería subió una línea. El reloj marcaba las 21:05, y él salió pitando hacia Norra Brunn.
Supo que el espectáculo ya había empezado antes de llegar al restaurante: la voz de Benny Lundin se escuchaba desde la calle, él estaba con su número sobre las diferencias entre chicos y chicas a la hora de ir al cuarto baño, y David hizo una mueca. Para su satisfacción no se oyó ninguna carcajada al final. La sala se quedó un momento en silencio, y al tiempo que David llegó a la entrada, Benny empezó a tirar del siguiente hilo: el de los expendedores automáticos de condones que se ponían en huelga cuando eran más necesarios. David se detuvo al entrar y parpadeó.
En el local estaban todas las luces encendidas, incluso las de la iluminación general, que solían estar apagadas para fijar la atención en los focos del escenario. Las personas sentadas en las mesas y las que estaban en la barra parecían agobiadas, miraban hacia abajo, hacia el suelo o las mesas.
—¿Admiten American Express?
Aquélla era la guinda. Los clientes solían reírse a carcajada limpia cuando Benny contaba la historia de cuando intentó comprar condones de contrabando a la mafia yugoslava, pero nadie se rió. Todos estaban aquejados de un gran dolor.
—¡Cierra el pico, joder! —gritó un borracho desde la barra llevándose las manos a la cabeza. David le comprendió. El volumen del micrófono estaba demasiado alto y retumbaba en las paredes. Con un dolor de cabeza generalizado, aquello era una tortura en masa.
Benny bromeó algo nervioso:
—¿Qué pasa? ¿Tenéis vacaciones en la escuela para discapacitados?
Como nadie se rió tampoco de aquello, Benny colocó el micrófono en el soporte y dijo:
—Muchas gracias. Habéis sido fantásticos.
Se bajó del escenario y se alejó hacia la cocina. Se produjo un momento de confusión ante una interrupción tan abrupta. Después el micrófono se acopló con los altavoces y un ruido estridente e insoportable rasgó el cargado aire.
Todos los presentes se llevaron las manos a la cabeza y algunos empezaron a gritar, haciéndole la competencia al micrófono. David apretó los dientes, corrió hasta el micro e intentó desenchufarlo. La corriente de baja intensidad le transmitió un hormigueo a través de la piel, pero el cable no se desprendía. Después de un par de segundos el ruido metálico era como una sierra de charcutería que atravesaba el cerebro, y él tuvo que desistir y taparse los oídos con las manos.
David se volvió para dirigirse a la cocina, pero se lo impidió la gente que en ese momento se levantaba de las mesas y se agolpaba en dirección a la salida. Una mujer con menos respeto que él hacia las pertenencias del restaurante le empujó a un lado, se dio una vuelta con el cable del micrófono alrededor de la mano y tiró. Sólo consiguió hacer caer el soporte del micrófono. Continuó acoplado.
David levantó la mirada hacia la mesa de mezclas, donde Leo pulsaba todos los botones a su alcance, sin el menor resultado. David estaba a punto de gritarle que cortara la corriente cuando le dieron un empujón y cayó a la parte baja del escenario. En el suelo, y tapándose aún los oídos con las manos, vio cómo la mujer blandía el micrófono por encima de la cabeza y lo estrellaba contra el suelo de piedra.
El ruido cesó. El público se paró en seco, miró a su alrededor. Un suspiro de alivio colectivo cruzó el local. David se puso de pie como pudo y vio que Leo estaba agitando las manos, se pasó el índice por el cuello. David asintió, se aclaró la voz y dijo en voz alta:
—¡Atención, por favor!
Los rostros se volvieron hacia él.
—Lo lamentamos mucho, pero por problemas... técnicos nos vemos obligados a interrumpir el espectáculo.
Se escucharon algunas risas de burla.
—Queremos darle las gracias a nuestro patrocinador, la compañía eléctrica Vattenfall, y... esperamos verles de nuevo.
Se oyeron algunos abucheos. David extendió las manos en un gesto que quería decir «joder, mil perdones, que esto no es culpa mía», pero la gente ya había dejado de mirarle. Todos se dirigían hacia la salida. El restaurante se quedó vacío en cuestión de minutos.
Leo parecía cabreado cuando David entró en la cocina.
—¿Qué has dicho de Vattenfall? —le preguntó.
—Una broma.
—¿Ah, sí? Estupendo.
David estuvo a punto de decir algo acerca de la responsabilidad del capitán cuando se hunde el barco, puesto que Leo era el dueño del restaurante, y que él ya debería tener listo el guión para la próxima vez que se produjera un cortocircuito inverso, pero se contuvo. En parte, porque no podía permitirse ponerse a malas con Leo, y, en parte, porque tenía otras cosas en las que pensar.
Se fue a la oficina y marcó el número del móvil de Eva en el teléfono fijo. Ahora sí que consiguió contactar, pero sólo con su buzón de voz. Le dejó un mensaje para que ella le llamara al restaurante tan pronto como pudiera.
Trajeron cervezas y los cómicos se las bebieron en la cocina, donde tronaban los extractores. Los cocineros los habían puesto en marcha para mitigar el calor de las placas que no se podían apagar, y ahora sucedía lo mismo con los extractores. Apenas podían hablar con el ruido, pero al menos hacía fresco.
Poco a poco la mayoría de sus compañeros se fue marchando, pero David decidió quedarse por si llamaba Eva. En la radio, en las noticias de las diez, dijeron que el fenómeno de la electricidad parecía afectar sólo a la zona de Estocolmo; la tensión eléctrica, medida en voltios por metro, en algunos lugares podía compararse con la de un rayo a punto de descargar. Él notó que se le erizaba el vello de los brazos. Quizá fue un escalofrío, quizá electricidad estática.
Al principio, cuando empezaron a vibrarle las caderas, creyó que se trataba de otro efecto de la tensión existente en el aire, pero luego comprendió que era el móvil. No reconoció el número visible en la pantalla.
—Sí, diga, soy David.
—¿Es usted David Zetterberg?
—¿Sí?
Algo en la voz de aquel hombre hizo que se le empezara a formar un nudo de angustia en el estómago. Se levantó de la mesa y salió al pasillo hacia el camerino para oírle mejor.
—Me llamo Göran Dahlman, soy médico del hospital de Danderyd...
Cuando el doctor terminó de informarle, David se vio envuelto en una niebla fría y no sintió las piernas. Apoyado contra la pared, cayó contra el cemento. Se quedó mirando fijamente el teléfono que sostenía en la mano y lo tiró como si fuera una serpiente venenosa. Salió disparado y le pisó el pie a Leo. Éste alzó la vista.
—¡David! ¿Qué pasa?
De lo ocurrido durante la media hora siguiente David no iba a conservar ningún recuerdo. El mundo se había paralizado, se había vuelto absurdo. A Leo le resultó difícil abrirse paso en medio de un tráfico que sólo respetaba las normas más elementales, ahora que habían dejado de funcionar todos los dispositivos electrónicos. El cómico iba encogido en el asiento del copiloto y miraba las parpadeantes luces de color ámbar sin verlas.
Sólo cuando llegaron al vestíbulo del hospital fue capaz de sobreponerse lo suficiente y declinar el ofrecimiento de Leo para acompañarle arriba. No recordaba la respuesta de Leo ni cómo había localizado la sección. Sólo se encontró allí de buenas a primeras, y el tiempo retomó su ritmo inapelable.
Sí, se acordaba de una cosa. Cuando recorría el pasillo en dirección a la habitación de Eva, parpadeaban todas las luces situadas sobre las puertas y el estruendo de las alarmas era constante. Le pareció totalmente lógico, puesto que aquella catástrofe lo superaba todo.
* * *
Eva había chocado con un alce y había fallecido mientras David se dirigía al hospital. El médico le había dicho por teléfono que no había ninguna esperanza, pero que su corazón aún latía. Ahora había dejado de latir. Se había parado a las 22:36. Veinticuatro minutos antes de las once el corazón había dejado de bombear la sangre alrededor del cuerpo.
Un único músculo en el cuerpo de una sola persona, una cagada de mosca en el tiempo, y el mundo había dejado de existir. David estaba junto a la cama de ella con los brazos caídos, con el dolor de cabeza ardiéndole en la frente.
Allí yacía todo su futuro, todo lo bueno que él había imaginado que la vida podía darle. Allí reposaban los últimos 12 años de su pasado. Todo había desaparecido, y el tiempo se contrajo en un único e insoportable ahora.
David cayó de rodillas a su lado y le cogió la mano.
—Eva —le susurró—. Esto no vale. No puede ser así. Yo te quiero. ¿No lo entiendes? No puedo vivir sin ti. Tienes que despertarte ahora. No puede ser sin ti, nada puede ser sin ti. Yo te quiero muchísimo y por eso esto no puede ser así.
Él no paraba de hablar, un monólogo de frases repetidas qué cuantas más veces las decía más auténticas y verdaderas le parecían, hasta el punto de que empezó a crecer en su interior el convencimiento de que aquellas frases iban a surtir efecto. Sí. Cuanto más decía que era imposible, más absurdo se volvía todo, y había conseguido albergar la vana esperanza de que fuera a producirse el milagro si seguía repitiendo aquello; entonces, se abrió la puerta.
—¿Qué tal? —preguntó una voz femenina.
—Bien, bien —respondió David—. Váyase de aquí.
David presionó la mano fría de Eva contra su frente, oyó el roce de la tela cuando la mujer se agachó y le puso la mano en la espalda.
—¿Puedo ayudarle en algo?
David giró lentamente la cabeza hacia la enfermera y se echó hacia atrás con la mano de Eva aún en la suya. La mujer parecía la propia Muerte. Tenía unos pómulos prominentes y los ojos muy abiertos, atormentados.
—¿Quién es usted? —susurró él.
—Me llamo Marianne —contestó la sanitaria sin mover apenas los labios.
Se miraron fijamente el uno al otro con los ojos de par en par. Él agarró la mano de su mujer con más fuerza, para protegerla contra quien venía a buscarla, pero la enfermera no hizo ademán de acercarse. En vez de eso se puso a sollozar.
—Perdón... —dijo, apretando los ojos y llevándose las manos a la cabeza.
David comprendió. El dolor de cabeza, el corazón palpitante y espinoso no eran suyos en exclusiva. La enfermera se levantó con lentitud y, tambaleándose, salió de la habitación. Durante un instante a David le asaltó el mundo exterior que estaba fuera del alcance de su retina y oyó una cacofonía de señales, alarmas y sirenas dentro y fuera del hospital. Todo andaba revuelto.
—Vuelve —susurró David—. Magnus. ¿Cómo voy a decírselo a Magnus? Va a cumplir nueve años dentro de una semana, ya lo sabes. Quería una tarta de crepes. ¿Cómo se hace una tarta de crepes, Eva? Además, eras tú quien iba a hacerla, ya has comprado las frambuesas y todo. Están en casa en el frigorífico, cómo voy a volver a casa, abrir la nevera y ver las frambuesas que tú has comprado para hacer la tarta de crepes, y cómo voy a poder cogerlas y...
David lanzó un grito. Un alarido prolongado hasta quedarse sin aire en los pulmones. Apretó sus labios contra los nudillos de ella y susurró:
—Todo ha terminado. Tú ya no existes. Yo ya no existo. Nada existe.
El dolor de cabeza era tan fuerte que no pudo seguir ignorándolo. Le atravesó un rayo de esperanza: él estaba a punto de morir. Sí. Él también iba a expirar ahora. Sintió un chisporroteo, algo se rompió dentro de su cerebro, el dolor seguía creciendo, y alcanzó a pensar, convencido: «Me muero. Ahora me muero. Gracias».
Cuando el dolor desapareció, lo hizo del todo. Las alarmas y las sirenas dejaron de sonar. La luz de la habitación se quedó casi a oscuras. Él podía oír el jadeo de su propia respiración. La mano de Eva, humedecida por el sudor de su marido, le resbaló sobre su frente. La migraña había desaparecido. Él, ausente, se frotaba la mano de ella contra la frente, arañándose con la alianza, quería volver a sentir dolor. Cuando éste desapareció, la opresión en el pecho tomó el relevo.
Tenía los ojos clavados en el suelo. Por eso no vio la larva blanca que cayó a través del techo y aterrizó encima de la manta amarilla que cubría a Eva y siguió hurgando para meterse dentro.
—Cariño —susurró él apretándole la mano—, no íbamos a separarnos nunca, ¿es que no lo recuerdas?
La mano de Eva se estremeció y le devolvió el apretón.
Él no gritó ni hizo ningún movimiento. Se quedó mirando fijamente la palma de su esposa, la estrechó. La mano le devolvió el apretón. Se quedó boquiabierto y se pasó la lengua por los labios. Alegría no era la palabra exacta para describir sus emociones, sino más bien un desconcierto parecido a cuando se despierta de una pesadilla, y las piernas al principio se negaban a obedecerlo cuando se puso de pie para poder mirarla.
La habían limpiado y arreglado lo mejor posible, pero una gran herida le afeaba la mitad de la cara. El alce debió de volver la cabeza, o, tal vez, en un último y desesperado intento por defenderse, había intentado atacar al coche. Su cornamenta había atravesado el cristal y una de sus puntas había golpeado el rostro de la conductora antes de que ésta quedara aplastada por el peso del animal.
—¡Eva! ¿Me oyes?
No hubo ninguna reacción. David se pasó las manos por la cara; el corazón le latía desbocado.
«Ha sido un... espasmo. No puede estar viva. Basta verla».
Pese a que un vendaje enorme le cubría la mitad del rostro parecía como si fuera... demasiado pequeño. Como si allí debajo faltara hueso, piel, carne. Le habían dicho que había sufrido graves daños, pero hasta ahora él no había sido consciente de la verdadera dimensión de todo aquello.
—Eva, soy yo.
Esta vez no era ningún espasmo. El brazo de su esposa se estremeció, golpeándole la pierna, y ella se sentó en la cama sin previo aviso. David instintivamente dio un paso atrás. A Eva se le deslizó la manta, se oyó un débil tintineo y él no fue consciente de la magnitud de lo que estaba ocurriendo.
Tenía desnuda la parte superior del cuerpo, pues le habían cortado la ropa. El lado derecho de la caja torácica era un agujero abierto, ribeteado por piel desgarrada y sangre coagulada. Allí dentro resonaba un tintineo y un repiqueteo. Por un instante David no pudo ver a una mujer; era sólo un monstruo, y quiso salir corriendo de allí, pero sus piernas no se movieron, y al cabo de unos segundos recuperó la sensatez. Volvió junto la cama.
Luego, determinó el origen de aquel sonido: unas pinzas hemostáticas. Eva tenía puestas dentro del tórax varias pinzas metálicas en los vasos sanguíneos rotos, que se agitaban y chocaban unas contra otras cuando ella se movía. Tragó con la boca seca y dijo:
—¿Eva?
Ella giró la cabeza hacia él y abrió su único ojo.
Entonces, él lanzó un grito.
Vällingbyplan, 17:32
Mahler caminaba despacio por la plaza, el sudor le recorría el cuerpo por debajo de la camisa. Llevaba en la mano una bolsa de comida para su hija. Las palomas, de color grisáceo como los humos de los tubos de escape, revoloteaban torpemente a un palmo de sus pies.
Él mismo ofrecía el aspecto de un enorme palomo gris con aquella chaqueta raída comprada hacía quince años, cuando empezó a engordar y ya no pudo ponerse la que solía usar. Y otro tanto ocurría con los pantalones. Tenía la roja calva llena de pecas y del cabello sólo le quedaba una corona alrededor de las orejas. De igual manera que las palomas picoteaban los restos de las cajas tiradas alrededor de los puestos de salchichas, cualquiera podría imaginarse fácilmente que Mahler llevaba en la bolsa cascos de botellas vacías, rebuscados en los cubos de la basura.
No era así, pero daba esa impresión. Parecía un perdedor.
A la sombra de una de las tiendas de Åhlens, bajando hacia la calle Ångermannagatan, el hombre hundió los dedos de la mano libre bajo la doble papada y sacó el collar. Era un regalo de Elias. Sesenta y siete perlas de plástico de colores vivos ensartadas en sedal, y atadas alrededor de su cuello para siempre.
Mientras caminaba iba pasando las perlas una a una entre los dedos como si fueran las cuentas de un rosario.
* * *
Después de subir tres pisos de escaleras hasta llegar al apartamento de su hija, tuvo que pararse un rato para recuperar el aliento. Luego, abrió la puerta con la llave que llevaba. La vivienda estaba a oscuras, sofocante y maloliente a causa del calor y la falta de ventilación.
—Hola, hija. Soy sólo yo.
No hubo respuesta y se temió lo peor, como siempre.
Pero Anna estaba allí, y viva. Se acurrucaba en la cama de Elias, sobre la sábana con el dibujo del oso Bamse que Mahler le había comprado, y permanecía con la cara vuelta hacia la pared. Dejó la bolsa, saltó sobre los polvorientos bloques de plástico de Lego hasta llegar a la cama y se sentó con cuidado en el borde, a sus pies.
—¿Cómo estás, hija?
Ella tomó aire por la nariz. Tenía la voz débil.
—Papá... Puedo sentir su olor. Permanece en las sábanas. Su olor permanece aquí.
A él le habría gustado tumbarse en la cama, a su lado, haberla abrazado, haber sido un padre y haber hecho desaparecer todo lo malo, pero no se atrevió: las láminas del somier se romperían bajo su peso, así que se quedó allí sentado mirando las piezas de Lego con las que nadie había jugado desde hacía dos meses.
Cuando estuvo buscando un apartamento para Anna había otro libre en la misma escalera, en la primera planta. No lo cogió por miedo a que entrara algún ladrón.
—Ven y come un poco.
Mahler puso la mesa y sirvió las dos raciones de rosbif y una ensalada de patatas que traía en los envases de plástico, cortó los tomates en rodajas y los sirvió en los bordes de los platos. Ella no decía nada.
Las persianas de la cocina estaban bajadas, pero el sol se filtraba por las rendijas, dibujando rayas ardientes sobre la mesa e iluminando las partículas de polvo que flotaban en el aire. Debería limpiar, pero no se sentía con fuerzas.
Dos meses antes esa mesa había estado llena de cosas: fruta, correo, algún juguete, una flor recogida en un paseo, algo que Elias había hecho en la guardería. El desorden propio de la vida.
Ahora sólo había dos platos con comida lista para llevar; calor y olor a cerrado; las rodajas rojas de tomate. Un esfuerzo patético.
Fue hasta la habitación de Elias y se detuvo en la puerta.
—Anna... debes comer un poco. Ven. Ya está listo.
Anna se mantuvo vuelta contra la pared y negó con la cabeza.
—Comeré más tarde. Gracias.
—¿No puedes levantarte un rato?
Como ella no respondió, él volvió a la cocina y se sentó a la mesa. Empezó a ingerir mecánicamente la comida. Tuvo la impresión de que el ruido que hacía al masticar retumbaba entre las silenciosas paredes. Al final se comió las rodajas de tomate. Una a una.
* * *
Una mariquita se había posado en la barandilla del balcón.
Anna estaba ocupada preparando el equipaje. Se marchaban a la casa de veraneo que Mahler tenía en el archipiélago de Roslagen, donde iban a pasar unas semanas.
—Mamá, mira... una mariquita.
La madre llegó al cuarto de estar en el momento en que Elias, subido en la mesa del balcón, se inclinaba tras la mariquita cuando ésta echó a volar. Una de las patas de la mesa cedió antes de que ella pudiera llegar.
Debajo del balcón había un aparcamiento de negro asfalto.
* * *
—Ten, cariño.
Mahler sujetaba el tenedor con un poco de comida y se lo daba a Anna. Ésta se sentó en la cama, cogió el tenedor y se lo llevó a la boca ella sola. El padre le acercó el plato.
Tenía la cara hinchada y enrojecida, y se apreciaban algunas mechas blancas en su cabello castaño. Comió cuatro bocados, luego le devolvió el plato.
—Gracias. Estaba bueno.
Él dejó el plato encima de la mesa de Elias y se llevó las manos a las rodillas.
—¿Has salido de casa hoy?
—He estado con él.
Mahler asintió. No sabía qué más decir. Al levantarse se dio en la cabeza con Akka, el ganso salvaje que volaba con Nils Holgersson a sus espaldas, que colgaba sobre la cama de Elias. El ganso de madera batió ligeramente las alas, moviendo un poco el aire sobre el rostro de Anna. Luego, se paró.
* * *
Ya en su propio apartamento, situado al otro lado del patio, Mahler se quitó la ropa sudada, se duchó, se puso la bata y se tomó un par de pastillas de paracetamol para la jaqueca. Se sentó frente al ordenador y buscó en las páginas de la agencia Reuters. Pasó una hora buscando y traduciendo tres noticias.
Un artilugio japonés capaz de interpretar lo que decían los perros con sus ladridos. La operación para separar a dos siameses. Un hombre que había construido una casa a base de botes de hojalata en Lübeck. No había ninguna foto de la máquina japonesa, así que buscó una de un perro labrador y la adjuntó. Lo envió todo a la redacción.
Después leyó el correo electrónico de uno de sus antiguos confidentes dentro de la policía, que le preguntaba qué tal estaba, pues no sabía nada de él hacía tiempo. Le contestó que estaba destrozado, que su nieto había muerto hacía dos meses y que sopesaba a diario la opción del suicidio. Borró la respuesta antes de enviarla.
Las sombras del suelo se habían ido alargando; eran las siete pasadas. Se levantó de la silla y se masajeó las sienes. Fue a la cocina, sacó una cerveza del frigorífico, se bebió la mitad de un trago y volvió al cuarto de estar, donde se quedó de pie al lado del sofá.
En el suelo, debajo del reposabrazos, estaba el castillo.
Había sido su regalo para Elias cuando cumplió seis años, cuatro meses antes. El castillo más grande de Lego. Lo habían construido juntos y luego habían jugado con él por las tardes, colocando a los caballeros en distintos sitios, inventando historias, reconstruyendo y agrandando la fortaleza. Ahora estaba allí tal y como lo dejaron la última vez.
Mahler sufría cada vez que lo veía, y en cada ocasión pensaba que debería tirarlo o, al menos, desmontarlo, pero no era capaz. Era probable que siguiera allí mientras él viviera, de la misma manera que le enterrarían con el collar de perlas.
«Elias, Elias...».
Un abismo se abría dentro de él. Llegaba el pánico, la presión en el pecho. Se apresuró a sentarse delante del ordenador, entró en un portal de pornografía al que estaba abonado y permaneció una hora haciendo clic sin sentir el más mínimo cosquilleo en la entrepierna. Apatía y repugnancia, nada más.
Poco después de las nueve salió de esas páginas y decidió apagar el ordenador. La pantalla no reaccionó. Se sentía incapaz de prestar atención al asunto. El dolor de cabeza le presionaba ahora desde el interior de los ojos, haciéndole sentirse desasosegado. Dio unas vueltas por el apartamento, se tomó otra cerveza y se detuvo finalmente delante del castillo. Se agachó.
Uno de los caballeros del Lego se inclinaba sobre el borde de la torre, parecía como si le gritara algo al enemigo que trataba de forzar la puerta de la fortaleza.
—¡Ten cuidado, no sea que te vuelque encima el orinal! —había dicho Mahler con voz gruñona.
Elias se había reído tanto que le había entrado hipo, y había gritado:
—¡Más! ¡Más!
Y Mahler hizo entonces un repaso a todas las cosas asquerosas imaginables que un caballero pudiera echarle encima a otro, como leche agria podrida.
Cogió al caballero y lo giró entre sus dedos. La miniatura llevaba un casco plateado que tapaba en parte el gesto decidido de su rostro y empuñaba una espadita todavía reluciente. El color de los aceros de los muñecos que Elias tenía en casa se había deslucido ya. Se quedó mirando la brillante espada plateada y dos certezas cayeron sobre él como dos piedras negras.
«Esta espada siempre estará reluciente».
«Jamás volveré a jugar».
Volvió a poner la figurita en su sitio y clavó la vista en la pared.
«Jamás volveré a jugar».
En medio de la desolación posterior a la muerte de su nieto había sublimado lo que ya no se repetiría nunca más: los paseos por el bosque, el parque infantil, el zumo de frutas, el bollo en la pastelería, las visitas a Skansen y muchas otras cosas, pero ahí estaba, con toda su crudeza: él jamás volvería a jugar, y no se trataba solamente del Lego o de jugar a encontrar la llave. Con la muerte de Elias había desaparecido su compañero de juegos y las ganas de jugar.
Por eso no podía escribir, por eso la pornografía no le provocaba el más mínimo efecto y por eso los minutos discurrían tan lentamente. Ya no podía fantasear ni inventarse cosas. Ése debería poder ser un estado dichoso, vivir en el presente y ver lo que había delante de tus ojos, no reconstruir el mundo. Debería ser así, pero no lo era.
Recorrió con los dedos la cicatriz que tenía en el pecho tras la operación.
«La vida es lo que nosotros hacemos de ella».
Él había perdido ya esa posibilidad: se hallaba encadenado a un cuerpo obeso con el que tendría que arrastrarse a través de los días y los años sin alegría. Eso fue lo que vio en un augurio repentino, y le entraron ganas de romper algo. Su puño cerrado tembló sobre el castillo, pero se contuvo, se levantó y salió al balcón, donde se agarró a la barandilla y la zarandeó.
Abajo en el patio había un perro que corría en círculos sin dejar de ladrar. A Mahler le habría gustado hacer lo mismo.
When in trouble, when in doubt
Run in circles, scream and shout2.
Miró por encima de la baranda, se vio a sí mismo caer y reventar contra el suelo como un melón demasiado maduro. Quizá el perro se acercaría y comería de él. Ese pensamiento hizo que el hecho le resultara tentador. Acabar sus días como comida para perros, pero el chucho probablemente no iba a notar nada: parecía histérico. Pronto llegaría alguien para pegarle un tiro.
Se apretó la cabeza con las manos. Parecía que iba a estallarle de un momento a otro si el dolor seguía aumentando de esa manera.
* * *
Eran poco más de las once cuando Mahler comprendió que, pese a todo, quería vivir.
Había sufrido el primer ataque al corazón ocho años antes, cuando fue a entrevistar a un pescador que había recogido un cadáver en las redes de arrastre. Al bajar del barco la intensidad de la luz disminuyó de repente, se redujo a un punto y no recordaba nada de lo acaecido después hasta que se despertó acostado sobre un montón de redes. Si no hubiera intervenido el marinero, que era un socorrista experto en temas de corazón y pulmón, el problema de Mahler habría terminado allí.
Un cardiólogo constató su miocarditis y la necesidad de llevar un marcapasos para asegurar los latidos de su corazón. Mahler pasó entonces un periodo tan depresivo que sopesó la idea de tentar a la suerte y dejar que la muerte siguiera su curso, sin embargo, se sometió a aquella operación.
Después nació Elias y Mahler tuvo, por primera vez en muchos años, una razón por la que valía la pena tener un corazón. El marcapasos había funcionado fielmente y le había permitido ejercer de abuelo tanto como quiso.
Pero ahora...
En la frente, se le perló de sudor la línea del cabello y se llevó la mano al corazón; latía cuando menos el doble de rápido de lo normal. No sabía cómo era posible, pero el pulso se avivaba por su cuenta e ignoraba el ritmo regular del marcapasos. Mahler sintió bajo su mano que el corazón se le aceleraba cada vez más.
Se puso los dedos en la muñeca, miró el despertador y contó los segundos. Su corazón latía ciento veinte veces por minuto, pero no estaba seguro de que fuera cierto. Hasta el segundero del reloj parecía moverse más deprisa de lo habitual.
«Tranquilo, tranquilo... Ya se pasará...».
Sabía que tales paroxismos cardiacos no eran peligrosos mientras no llegaran a niveles extremos. Eran la inquietud y la angustia las que perjudicaban a los pacientes. Intentó respirar tranquilo mientras el corazón le latía cada vez más deprisa.
Tuvo una ocurrencia y colocó los dedos encima del marcapasos, la caja metálica que llevaba justo debajo de la piel y que protegía su vida. Era imposible determinar si trabajaba más deprisa de lo normal, pero él sospechó que eso era lo que sucedía: lo mismo que con el reloj.
Se acurrucó en el sofá en posición fetal. La jaqueca amenazaba con reventarle la cabeza, el corazón latía desbocado y para su propio asombro comprobó que no quería morirse. No. Al menos no porque una máquina golpeara su corazón hasta machacarlo. Se sentó y entornó los ojos contra la luz procedente de la pantalla del ordenador. También había aumentado y todos los iconos se veían borrosos en medio de aquel resplandor blanco.
«¿Qué hago?».
Nada. No iba a hacer nada que pudiera angustiar su corazón aún más. Se volvió a tumbar en el sofá con la mano en el pecho. El corazón le latía entonces con tal fuerza que era imposible sentir cada palpitación aislada, aquello era un redoble de tambor del reino de los muertos cuyo tempo iba en aumento. Mahler cerró los ojos esperando el crescendo.
Todo acabó cuando ya creía que la piel del tambor iba a estallar y que su campo de visión se iba a reducir como aquella vez.
La fibrilación cardiaca cesó y volvió a su viejo ritmo absorbente. Él permaneció inmóvil con los ojos cerrados, luego respiró profundamente y se palpó el rostro como para comprobar que aún seguía allí. El semblante estaba en su sitio, bañado en sudor. Las ardientes gotas se deslizaban lentamente a través del pliegue del estómago, produciéndole un cosquilleo.
Abrió los ojos. Los iconos del ordenador brillaban como siempre contra el fondo azul oscuro, y después se apagó la pantalla. El perro del patio había dejado de ladrar.
«¿Qué ha pasado?».
El reloj marcaba los segundos a un ritmo normal, y en el mundo se había hecho un gran silencio. Sólo entonces fue consciente de la cacofonía de gritos y sonidos previos a esta gran calma, ahora, cuando ya no se oían. Se pasó la lengua por los labios con sabor a sal, se acurrucó y se quedó con la vista fija en el reloj.
«Segundos, minutos... En un segundo nacemos, en otro morimos».
Llevaba así unos veinte minutos cuando sonó el teléfono. Se deslizó del sofá y se arrastró hasta el escritorio. Tal vez las piernas aguantaran su peso, pero tuvo la impresión de que sería más seguro ir a gatas. Se sentó en la silla del escritorio y levantó el auricular.
—Sí, soy Mahler.
—Hola, soy Ludde. Desde Danderyd.
—Sí... Hola.
—Oye, tengo algo para ti.
Ludde había sido uno de sus innumerables contactos, le pasaba información cuando Mahler trabajaba en el periódico. Como celador del hospital de Danderyd, a veces oía o veía cosas que podían ser «de interés general», en palabras del propio Ludde.
—Yo ya no estoy en activo —le contestó Mahler—, tendrás que llamar a Benke... Bengt Jannsson, el redactor de noche en...
—Escucha esto: los muertos se han despertado.
—¿Qué estás diciendo?
—Los cadáveres. Los muertos del depósito de cadáveres se han despertado de nuevo.
—No.
—Lo que yo te diga. Los patólogos acaban de llamar aquí totalmente histéricos, querían que bajara más personal para ayudar.
Mahler vio cómo su mano se movía de forma instintiva por el escritorio en busca del bloc de notas, pero la retiró meneando la cabeza.
—Ludde, tranquilízate un poco. ¿Sabes lo que estás...?
—Sí, lo sé. Lo sé. Pero es verdad. La gente corre por aquí dando vueltas... allí abajo el caos es total. Se han despertado. Todos.
La verdad es que Mahler podía oír de fondo voces de personas que hablaban alteradas, pero no podía entender lo que decían. Algo estaba pasando, pero...
—Ludde. Cuéntamelo otra vez desde el principio.
Su interlocutor lanzó un suspiró. Al fondo se oyó gritar a alguien:
—¡Llama a urgencias!
Cuando Ludde volvió a hablar con la boca cerca y la mano delante del auricular, su voz resultaba casi erótica.
—Al principio esto ha sido un caos total por lo de la corriente. Todo estaba en marcha y nada funcionaba. ¿Lo sabes, no? Lo de la corriente.
—Sí, claro, lo sé.
—Bien. Luego, hace cinco minutos... los médicos forenses han llamado a recepción diciendo que querían un par de chicos de seguridad porque había un grupo de muertos a punto de... escaparse. Bien. Los vigilantes se echan a reír, menuda broma y tal, pero bajan de todos modos. Bien. Dos minutos después llaman los vigilantes diciendo que necesitan refuerzos porque ahora se han despertado todos. Más cachondeo. Bajan algunos más, tal vez haya alguna fiesta en marcha allá abajo. Bien. Luego ha llamado un médico diciendo lo mismo... y ahora han llamado hasta a los cirujanos de urgencias.
—Pero —preguntó Mahler— ¿cuántos muertos tenéis ahí?
—No sé. Cien. Por lo menos. ¿Vas a venir o qué?
El periodista miró el reloj: eran las 23:25.
—Sí, sí, voy para allá.
—Estupendo. ¿Traerás...?
—Sí, sí.
Se vistió, cogió la grabadora, el teléfono y la cámara digital que nunca se había decidido a devolver al periódico, por si acaso, y también un par de billetes de mil para Ludde. Luego, bajó las escaleras todo lo deprisa que se atrevió.
El corazón aún seguía acelerado cuando se apretujó en el interior de su Ford Fiesta, arrancó y se dirigió hacia el este. Al salir de la glorieta de Blackeberg telefoneó a Benke, le contó que sí, que lo había dejado, pero que acababa de recibir un soplo sobre un asunto en Danderyd y que iba a ver lo que había. Benke se alegró de su vuelta.
Las calles estaban vacías y Mahler aceleró hasta 120 después de cruzar la plaza de Islandstorget. El distrito oeste, Västerort, pasó volando delante de sus ojos y en algún punto a la altura del puente de Traneberg tuvo consciencia de sí mismo. Estaba más vivo de lo que había estado en un mes. Se sintió casi feliz.
Täby Kyrkby, 21:05
—Flora, cariño, tienes que apagar ya la tele. —Elvy apretó el dedo delante de la pantalla—. Esos gemidos me dan dolor de cabeza.
La muchacha asintió sin quitar los ojos de la pantalla.
—De acuerdo —dijo—. Espera a que guarde esto.
Elvy dejó el libro de Grimberg —de todos modos con la migraña que ya tenía no habría podido concentrarse en la lectura—, y se quedó mirando mientras Jill Valentine volvía a su cuarto seguro. Flora le había explicado de qué iba el videojuego y Elvy, a grandes rasgos, lo había entendido.
Había dos cosas que no comprendía: cómo podían crearse esos ambientes en los ordenadores, y cómo podía Flora controlar todo aquello. Sus dedos volaban sobre las teclas y textos, mapas y menús centelleantes en la pantalla, y se movían a tal velocidad que su abuela nunca entendía lo que pasaba.
Jill se movía a lo largo de un pasillo oscuro con la pistola en alto y el cuerpo en actitud de alerta. Flora apretaba los labios; llevaba los ojos tan maquillados que parecían dos elipses alargadas. La anciana recorrió con la mirada los brazos delgados y pálidos de su nieta, donde se apreciaban las marcas de viejos cortes, de heridas cicatrizadas. La cabeza, con el pelo rojo y alborotado, parecía demasiado grande para aquel cuerpo tan menudo. Durante un tiempo se lo había teñido de negro, pero desde hacía un año lo llevaba de su color natural.
—¿Va bien? —le preguntó Elvy.
—Mm. He conseguido una cosa que necesitaba. Es sólo que debo... guardarla.
El mapa apareció y desapareció. Se abrió una puerta sobre un fondo oscuro y en el descansillo de la escalera estaba Jill. Flora se pasó la lengua por los labios y dirigió a Jill hacia las escaleras.
Margareta, la madre de Flora e hija de Elvy, seguro que se habría opuesto si hubiera sabido con qué tipo de juegos se entretenía su hija, y lo habría tachado de perjudicial para las dos, por diferentes motivos.
La consola Nintendo GameCube había llegado a casa de Elvy tres meses antes, tras un pacto. Después de que Flora se pasara pegada a la maquinita tres, cuatro y hasta cinco horas diarias durante medio año, sus padres le dieron un ultimátum: o vendía la consola o la dejaba en casa de la abuela, si ésta accedía a ello.
La abuela accedió. Estaba muy encariñada con su nieta, y viceversa. La chica venía dos o tres tardes a la semana para jugar y normalmente no lo hacía más que un par de horas. Solían tomar té, charlar, echar unas partidas al plump3, y a veces Flora se quedaba a dormir allí.
—Uuuhh...
—¡Mierdamierdamierda!
Elvy levantó la vista. Flora estaba encogida, tensa.
A la vuelta de una esquina había aparecido un zombi de paso inseguro, Jill levantó la pistola y tuvo tiempo de hacer un disparo antes de que él se lanzara sobre ella. El mando crujía en la mano de la jugadora mientras ella lo giraba tratando de evitarlo, pero la sangre fluyó en sacudidas rojas. Y poco después Jill yacía a los pies del monstruo.
YOU ARE DEAD.
—¡Idiota! —Flora se dio un golpe en la frente—. ¡No! Se me olvidó quemarlo. ¡No!
La abuela se inclinó hacia delante en el sillón.
—¿Has... perdido ahora?
—No. Ahora sé dónde está la cosa esa.
—Mmm.
Flora era una persona autodestructiva, a juicio del asistente social de su escuela. Elvy no sabía si ése era mejor o peor que el diagnóstico que le dieron a ella a la misma edad: histeria. No estaba bien visto ser una histérica en los años cincuenta, en pleno auge de la Casa del Pueblo y tras el triunfo en la lucha final. También Elvy se había cortado en los brazos y las piernas, movida por el sufrimiento interno y la presión exterior. El problema ni siquiera existía en aquel tiempo. Nadie tenía derecho a sentirse desgraciado en aquel entonces.
Desde que Flora era muy pequeña, Elvy había sentido una poderosa afinidad con aquella niña seria y soñadora, ya había adivinado que iba a pasarlo mal. Aquella sensibilidad, que era la maldición de ambas, se había saltado una generación, pues Margareta, quizá como reacción contra su atolondrada madre, había estudiado derecho y se había convertido en una mujer disciplinada, educada y triunfadora. Se había casado con Göran, otro estudiante de derecho con sus mismas cualidades.
—¿A ti también te duele la cabeza? —preguntó Elvy al ver que Flora se apretaba la frente al tiempo que se echaba hacia adelante y apagaba el juego.
—Sí. Pero... —Flora apretaba el botón—. ¡Pero bueno! No puedo apagarlo.
—Entonces quita la tele.
Tampoco eso fue posible. El juego se puso en marcha solo, mostrando algunas escenas. Jill lanzaba descargas eléctricas a dos zombis, y otro fue alcanzado en el pasillo. Las detonaciones resonaron dentro de su cabeza y Elvy hizo una mueca. Y resultaba imposible bajar el volumen.
Cuando la muchacha intentó tirar del enchufe salieron chispas, y se echó hacia atrás entre gritos. Elvy se levantó del sillón.
—¿Qué ha pasado, hija?
La joven tenía los ojos fijos en la mano con la que había tirado del enchufe.
—Me ha dado una descarga. No muy fuerte, pero... —Sacudió la mano como para enfriarla y señaló hacia la pantalla, donde Jill seguía electrocutando a los zombis.
—No. Así no —dijo, echándose a reír.
Elvy le tendió la mano, la ayudó a levantarse.
—Vamos a la cocina.
Todas las cuestiones eléctricas y mecánicas habían sido cosa de Tore. Cuando él enfermó de Alzheimer, Elvy se vio obligada a llamar a un electricista cuando se fundió un fusible. Nunca se había propuesto aprender porque, como pensaban que era incapaz, nunca le dejaron instruirse en esas cosas. Sin embargo, el electricista, desconocedor de su incapacidad, le había enseñado cómo se hacía y después pudo arreglárselas ella sola. Un televisor en rebeldía superaba con mucho sus conocimientos. Aquello tendría que esperar hasta el día siguiente.
Jugaron una partida de plump en la cocina, pero ambas tenían problemas para concentrarse en las cartas. Aparte del dolor de cabeza había algo más en el aire, algo que las dos notaban. Elvy recogió los naipes a las 22:15.
—Oye, ¿sientes tú también...? —preguntó.
—Sí.
—¿Qué es?
—No lo sé.
Las dos se quedaron mirando la superficie de la mesa, intentando... averiguarlo. Elvy había conocido a un reducido número de personas, además de su nieta, con esa capacidad; para Flora, Elvy era la única. Aquello supuso un alivio para ella, cuando se les ocurrió hablar de ello un año antes. Había alguien tan chiflada como ella, alguien más tenía precognición.
En otra sociedad, en otro tiempo, quizá habrían sido chamanes. O, igual, habrían sido quemadas en la hoguera por brujas. Pero en la Suecia del siglo XXI eran histéricas y autodestructivas. Hipersensibles.
La percepción extrasensorial era tan difícil de describir y precisar como la de un olor. Pero del mismo modo que la zorra advertía la presencia de una liebre escondida en la oscuridad y por el olor a miedo de la liebre sabía incluso que ésta sentía la presencia de la zorra, las dos mujeres eran capaces de captar el aura de los sitios y las personas.
Se les ocurrió hablar de ello el verano anterior mientras daban un paseo por la calle de Norr Mälarstrand. Poco antes de llegar al Ayuntamiento de Estocolmo, las dos habían girado como teledirigidas, alejándose del muelle y tomando el carril bici. La anciana se paró y le preguntó:
—¿No querías ir allí?
—No.
—¿Por qué?
—Porque... —Flora se encogió de hombros, miró fijamente al suelo como si se avergonzara—. Es que no me transmitía buenas vibraciones, nada más.
—Oye... —repuso la abuela, poniéndole la mano en la barbilla y levantándole la cara—, a mí me ha pasado lo mismo.
La muchacha la miró con ojos escrutadores.
—¿En serio?
—Sí —respondió Elvy—. Allí ha pasado algo. Algo malo. Yo creo... que se ha ahogado alguien.
—Mm —murmuró la chica—. Alguien iba a saltar del barco...
—... y se ha dado un golpe en la cabeza contra el borde del muelle —siguió Elvy.
—Sí.
No habían hablado con nadie que les confirmara que estaban en lo cierto, pero sabían que así era. Habían pasado el resto de la tarde contándose sus experiencias y realizando comparaciones. La percepción extrasensorial había entrado en la vida de ambas en la preadolescencia, y el sufrimiento de Flora tenía el mismo origen que el de Elvy a su edad: conocía demasiado bien a la gente. Su percepción le decía cuál era la situación real de las personas que tenía a su alrededor, y ella no podía aceptar mentiras.
—Hija mía —le dijo entonces Elvy—, todos mienten de una u otra manera. Ésa es una premisa para que la sociedad pueda funcionar. Que mintamos un poco. Hay que verlo como una forma de consideración. La verdad es, en cierto modo, muy egoísta.
—Lo sé, abuela. Claro que lo sé, pero es tan jodidamente... asqueroso. Es como si... apestaran, ¿sabes?
—Sí —suspiró Elvy—. Claro que lo sé.
—Pero seguramente tú no estás en mitad de todo eso. Tú sólo te relacionas con el abuelo y las mujeres de la iglesia, pero en la escuela habrá mil personas y todas, casi todas, se sienten mal. Algunas ni siquiera lo saben, pero yo lo noto y me duele. Me duele todo el tiempo. Cuando alguno de los profesores me llama aparte para hablar en serio y contarme cuál es mi problema... sólo me dan ganas de vomitarle encima; mientras habla, siento como si de él rebosara solamente un montón de mierda. Angustia y aburrimiento, noto que me tiene miedo, que su vida apesta, y él va a decirme a mí lo que yo debería hacer.
—Flora —repuso Elvy—, sé que no es un consuelo, pero uno se acostumbra. Cuando se lleva un rato sentado en el retrete, ya no se nota el mal olor. —Flora se rió de la ocurrencia, y la anciana continuó—: Y en cuanto a las mujeres de la iglesia, te diré que a veces a mí también me gustaría tener una pinza de la ropa.
—¿Una pinza de la ropa?
—Para ponérmela en la nariz. Y en cuanto al abuelo... de eso ya hablaremos en otra ocasión. Pero no hay manera de evitarlo. Eso debes saberlo. Si te pasa lo mismo que a mí, no hay pinza de la ropa que valga. Hay que acostumbrarse. Es un infierno, lo sé. Pero, para sobrevivir, hay que acostumbrarse.
Aquella conversación trajo consigo una cosa buena: Flora dejó de autolesionarse y empezó a visitar a Elvy cada vez más. En ocasiones, entre semana cogía el autobús para ir hasta Täby Kyrkby, y volvía a la escuela al día siguiente por la mañana. Incluso se ofreció a ayudar para cuidar al abuelo, pero no había mucho que hacer. Elvy le permitió que le diera la papilla algunas veces, para que pusiera su granito de arena ahora que quería ayudar.
Elvy intentó varias veces y con mucho tacto hablar de Dios, pero Flora era atea. Flora intentó que Elvy escuchara a Marilyn Manson, pero el resultado fue en vano. Su amistad tenía ciertos límites. Elvy podía tolerar las películas de terror, en pequeñas dosis.
El volumen de la tele había aumentado cuando volvieron al cuarto de estar. La joven intentó de nuevo apagarla, pero no pasaba nada.
La GameCube había sido el regalo de Elvy a Flora cuando cumplió quince años. Aquello había dado lugar a discusiones acaloradas con Margareta, que sostenía que las videoconsolas hacían que los jóvenes se aislaran del mundo circundante, que se desconectaran. Elvy creía que su hija tenía razón, y ése fue precisamente el motivo de que comprase el juego. Ella tenía quince años cuando empezó a beber alcohol para desconectar y apaciguar las antenas. Y desde su experiencia, le parecía que el videojuego era mejor.
—Vamos a salir un poco afuera —propuso Elvy.
En el jardín no se oía la tele, pero no se movía una brisa y el calor era agobiante. Todas las casas del vecindario tenían las luces encendidas, los perros no dejaban de ladrar y sobre ellas se cernió un gran presentimiento.
Se dirigieron hacia el manzano, el árbol protector, tan antiguo como la casa. Cientos de manzanas sin madurar destacaban entre el follaje de color verde oscuro y las ramas nuevas, que no se habían podado durante los años que duró la enfermedad de Tore, sobresalían por arriba.
«Cojo la escopeta, subo arriba y mato a los perros».
—¿Has dicho algo? —preguntó Elvy.
—No.
La anciana escudriñó el cielo. Las estrellas parecían alfileres contra aquel fondo azul oscuro infinitamente lejano. Las vio desprenderse y convertirse en auténticas agujas que caían y se clavaban en su cerebro, donde pinchaban y dolían.
—Como una doncella de hierro —observó Flora.
Elvy la miró. La muchacha también estaba mirando el cielo.
—Flora —le preguntó—. ¿Pensaste tú hace un momento en una escopeta y... en los perros?
Su nieta alzó las cejas y se echó a reír.
—Sí —respondió—. En cómo lo voy a hacer en el juego. ¿Cómo...?
Se miraron la una a la otra. Esto, no obstante, era algo nuevo. La migraña era cada vez más fuerte, las agujas se clavaban cada vez más adentro y, como una repentina ráfaga de viento, algo las envolvió.
No se movía ni una hoja, no se mecía ni una brizna de hierba, pero las dos se tambalearon cuando una fuerza grande cruzó el jardín y durante un segundo la tuvieron encima, alrededor, pasó a través de ellas.
«Es... tra... me... ser... fr... ts... za... cl... pro».
La mente se les llenó de sonidos como si fuera un buscador de emisoras de radio que alguien hubiera pasado a toda velocidad por cientos de frecuencias a ritmo de staccato, comiéndose la mitad de las sílabas; no obstante, las dos advirtieron que las voces pertenecían a personas aterradas. Pasaron por los cerebros de ambas y desaparecieron. A Elvy se le doblaron las piernas, cayó de rodillas en el césped y balbució:
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas así...
—¿Abuela?
—... como nosotros perdonamos a nuestros deudores, no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.
—¡Abuela!
A Flora le temblaba la voz y Elvy, haciendo un esfuerzo, abandonó los rezos y observó a su alrededor. Flora, sentada en el césped con los ojos muy abiertos, la miraba fijamente. La anciana sintió en la cabeza una descarga de dolor tan fuerte que temió que fuera una hemorragia cerebral.
—¿Sí...? —respondió en voz baja.
—¿Qué ha sido eso?
Elvy hizo una mueca. Le dolía todo. Le dolía mover la cabeza, le dolía abrir la boca. Trató de dar forma a las palabras en su mente sin conseguirlo y, de pronto, desapareció el tormento. Cerró los ojos y respiró. El suplicio desapareció, el mundo recuperó su lugar y sus colores. Pudo leer su propio alivio en el semblante de su nieta.
Respiró profundamente. Sí. Había desaparecido. Había desaparecido. Estiró la mano, agarró la de Flora.
—No sabes cómo me alegro —dijo Elvy— de que estés aquí y no haber pasado por esto yo sola.
Flora se frotó los ojos.
—Pero ¿qué ha sido eso?
—¿No lo sabes?
—Sí. Bueno, no.
Elvy asintió con la cabeza. Era lógico. De alguna manera era una cuestión de fe.
—Eran los espíritus —le explicó—. Las almas de los muertos han sido liberadas.
Hospital de Danderyd, 23:07
Era su mujer, ¿cómo podía tener miedo de ella? David dio un paso hacia la cama. Era el ojo, el aspecto de su único ojo.
Es imposible describir un ojo humano: todas las simulaciones realizadas con la ayuda de los ordenadores resultaban fantasmales, aceptamos las pinturas y las fotos a sabiendas de que se trata de un instante detenido. No es posible describir ni representar un ojo vivo. Sin embargo, sabemos clarísimamente cuándo no lo está.
El ojo de Eva estaba muerto. Lo cubría una finísima película gris, y, para el caso, podría haberse tratado de un muro de piedra. Ella estaba apagada, no estaba allí. David se inclinó hacia delante.
—¿Eva...? —preguntó en voz baja.
Tuvo que agarrarse a los barrotes de acero de la cama para no retroceder cuando ella lo miró de frente...
«Algunas enfermedades provocan esa reacción en el ojo».
... y abrió la boca, pero no emitió ningún sonido, sólo un chasquido seco. David corrió hasta el lavabo, llenó de agua una taza de plástico y se la acercó. Ella se quedó mirando la taza, pero no hizo ningún movimiento para aceptarla.
—Ten, querida —dijo David—. Bebe un poco de agua.
Ella levantó la mano y le tiró la taza. El agua le cayó a Eva sobre el rostro y la taza aterrizó sobre su vientre. Ella se quedó mirándola, la cogió con una mano y la estrujó haciéndola crujir.
David clavó los ojos en el orificio que ella tenía en el pecho, en las pinzas hemostáticas que oscilaban allí, infernales decoraciones navideñas, y finalmente salió de su parálisis. Apretó el botón que había al borde de la cama y como no apareció nadie en cinco segundos, salió corriendo al pasillo y gritó:
—¡Ayuda! ¡Ayuda!
Una enfermera acudió deprisa desde una sala en el extremo opuesto del pasillo. Antes de que ella llegara, David exclamó:
—Se ha despertado, vive... No sé qué tengo...
La sanitaria le lanzó una mirada de desconcierto antes de pasar delante de él y entrar en la habitación; se detuvo a un paso de la puerta. Eva estaba sentada en la cama, recogiendo torpemente los trozos de la taza de plástico. La mujer se llevó la mano a la boca meneando la cabeza, se volvió hacia David y dijo:
—Esto..., esto...
Él la agarró por los hombros.
—¿Qué...? ¿Qué es lo que pasa?
La enfermera se volvió tímidamente hacia la habitación, extendió las manos y dijo:
—Esto... no puede ser...
—¡Pues haga algo entonces!
La enfermera volvió a mover la cabeza y sin decir nada más salió corriendo hacia la recepción. Cuando llegó a la entrada, se volvió hacia donde estaba David y dijo:
—Voy a llamar a alguien que... —Y desapareció dentro del cuarto.
David se quedó un momento en el pasillo. Se dio cuenta de que estaba respirando muy deprisa y procuró tranquilizarse un poco antes de entrar otra vez en la habitación de Eva. Los pensamientos se aceleraban dentro de su cabeza.
«Un milagro... El ojo... Magnus...».
Cerró los párpados y trató de recordar la mirada de su esposa cuando le contemplaba con aquel amor tan profundo. Aquel destello, la luz viva que desprendían sus ojos. Respiró hondo, recordó aquella imagen y entró.
La rediviva había perdido el interés por la taza, que ahora estaba tirada en el suelo debajo de la cama. David se le acercó sin mirarle el pecho.
—Eva, estoy aquí.
Ella volvió la cabeza hacia él. Éste fijó la mirada justo por debajo del ojo, en la mejilla sin heridas. Alargó la mano y se la acarició con los dedos.
—Todo irá bien... Todo irá bien...
Eva levantó la mano de una forma tan repentina que él retiró la suya de forma instintiva, pero se sobrepuso y se la volvió a tender. Ella se la agarró con fuerza. El apretón frío, mecánico, le hizo daño: las uñas de Eva se le clavaron en el dorso de la mano. David apretó los dientes mientras asentía con la cabeza.
—Soy yo, David.
Le miró al ojo. Allí no había nada. Ella abrió la boca y emitió una especie de silbido:
—... aavi...
A él se le llenaron los ojos de lágrimas. Asintió.
—Sí, claro. David. Estoy aquí.
El apretón se volvió más fuerte. Sintió una punzada de dolor cuando una uña le traspasó la piel.
—... Daavi... esst... aquííí...
—Sí. Sí. Estoy aquí. Contigo.
Consiguió liberar su mano de la de ella, le dio la otra, pero de tal manera que sólo pudiera agarrarle los dedos. Un poco de sangre manaba de la mano que ella le había estrechado. Él se la limpió en la sábana y se sentó al borde de la cama.
—¿Eva?
—Eeva...
—Sí. ¿Sabes quién soy?
Tardó un poco en contestar. Dejó de apretarle los dedos con tanta fuerza y contestó:
—Yo... ssoy... davi... da.
«Mejorará. Tiene que mejorar. Ella entiende».
David asintió, y señalando su pecho con ese gesto torpe tan propio de Tarzán, dijo:
—Yo David. Tú Eva.
—Túú... Eva.
No llegaron más lejos. Una doctora irrumpió en la habitación, pero se detuvo en seco en cuanto vio a Eva. También ella estuvo en un tris de soltar alguna expresión de incredulidad, pero la salvó un hábito adquirido: se sacó el estetoscopio del bolsillo de la bata y lo desenroscó, sin mirar siquiera a David; luego, se acercó a la cama de la enferma.
Él se echó hacia atrás para dejarle pasar; vio que la enfermera que había estado allí hacía un momento permanecía en la puerta junto a otra compañera. Esta última no tenía evidentemente ninguna tarea que hacer, estaba allí sólo como asombrada espectadora.
La doctora le puso el estetoscopio en el lado del pecho sin heridas y escuchó. Movió el estetoscopio, volvió a escuchar. Eva levantó la mano, agarró las gomas...
—¡Eva! —gritó David—. ¡No!
... y tiró de ellas. La doctora lanzó un grito, las gomas tiraron de su cabeza hacia delante antes de que los auriculares se le desprendieran de las orejas. David hizo una mueca como si le doliera a él.
—Eva, no puedes... hacer eso.
Sintió un escalofrío. Se estaba comportando como el protector de Eva frente a la autoridad, como si temiera que fueran a castigarla de alguna manera en caso de mal comportamiento.
La médico gimió, se apretó las orejas con las manos un par de segundos, pero haciendo un esfuerzo recuperó la compostura y con calma profesional se volvió hacia las enfermeras.
—Llama a Lasse en neurología —ordenó—, y si no, a Göran.
Una de ellas dio un pasito hacia el interior de la habitación y preguntó:
—¿Si no?
—Si Lasse no está allí —contestó la médica irritada—, entonces le pides a Göran que venga.
La enfermera asintió, dijo algo en voz baja a la otra, y ambas desaparecieron por el pasillo.
Eva separó la cabeza del estetoscopio de la goma y aquélla cayó al suelo con un tintineo. La doctora se quedó sentada mirando a Eva sin hacer ademán de recogerla. David lo hizo en su lugar. Cuando él se la entregó, pareció como si ella por primera vez fuese consciente de que había otra persona en la estancia.
—¿Cómo se encuentra Eva? —preguntó David.
La interpelada le miró con la boca entreabierta, como si hubiera hecho una pregunta tan tonta que no tenía respuesta.
—El corazón no late —contestó la doctora—. No hay nada. Ningún latido.
David sintió una puñalada en el pecho.
—¿Pero no tenéis que...? —balbució él—. ¿No vais a... ponerlo en marcha?
—Parece que... no lo necesita —respondió la mujer sin apartar los ojos de la paciente, que, sentada, estiraba las gomas.
Tuvieron que esperar un buen rato a Lasse. Cuando al fin llegó, el hecho de que Eva se hubiera despertado ya no era ninguna novedad.
Hospital de Danderyd, 23:46
Mahler estacionó el coche en el aparcamiento de tiempo limitado más próximo al hospital y se bajó del vehículo con dificultad. El Fiesta no estaba hecho para su metro noventa de estatura y sus ciento cuarenta kilos de peso. Sacó primero las piernas y luego el cuerpo. Se quedó al lado del automóvil y se dio un poco de aire en el pecho con la camisa, donde ya habían empezado a aparecer círculos oscuros en las axilas.
El edificio del enorme hospital se alzaba ante él expectante. La única señal de actividad era la suave succión del aire acondicionado, la respiración asistida del inmueble, su manera de decir:
—Estoy vivo, aunque no lo parezca.
Se echó la bolsa al hombro y fue hacia la entrada. Miró el reloj. Las 23:45.
El espejo de agua poco profundo, situado cerca de la puerta giratoria, reflejaba el cielo nocturno, convirtiéndolo en un mapa de estrellas, y junto a él, como si fuera su vigilante, estaba Ludde fumando. Cuando vio a Mahler, levantó la mano a modo de saludo y tiró la colilla al agua, donde entró con un silbido.
—Hola, Gustav. ¿Qué tal?
—Bueno... Sudando.
Ludde tenía cuarenta años, pero parecía algo más joven, de una manera enfermiza. Cualquiera le habría tomado por un paciente de no ser por la camisa azul con la tarjeta identificativa, que dejaba claro que se llamaba Ludvig. Tenía los labios finos y pálidos, la piel tirante de una forma poco natural, como si se hubiera sometido a una operación de cirugía plástica o hubiera estado en un túnel de viento, y los ojos inquietos.
Entraron por la puerta normal, ya que la giratoria estaba cerrada por la noche. Ludde miraba todo el tiempo a su alrededor, pero su cautela era innecesaria: el edificio parecía desierto.
Cuando cruzaron la entrada y se adentraron por los pasillos, Ludde se relajó y le preguntó:
—¿Has traído...?
El recién llegado metió la mano en el bolsillo del pantalón, y la dejó allí.
—Ludde, tendrás que disculparme, pero todo eso parece...
El aludido se paró y le miró ofendido.
—¿Te he engañado alguna vez? ¿Eh? ¿Te he dicho alguna vez que tenía algo y luego no era nada? ¿Eh?
—Sí.
—Te refieres a lo de Björn Borg. Sí. Sí. Pero tenía un parecido de la hostia, reconócelo. De acuerdo, de acuerdo. Pero esto... bueno, bueno. Quédate con la pasta entonces, cascarrabias de los cojones.
Ludde, cabreado, echó a andar por el pasillo, y a Mahler le costó seguirle el paso. En silencio tomaron un ascensor de bajada y luego recorrieron un pasillo largo y ligeramente empinado con una puerta de hierro al fondo. El confidente ocultó aposta el teclado cuando pasó su tarjeta y marcó la clave. Se oyó el chasquido de la puerta.
Mahler sacó el pañuelo y se secó la frente. Allí abajo hacía más fresco, pero la caminata le había dejado agotado. Se apoyó contra la pared de cemento pintada de verde y agradablemente fresca bajo su mano.
Ludde abrió la puerta de hierro. El periodista pudo oír a lo lejos, a través de las paredes, gritos y ruidos de metales. La primera y única vez que había estado allí antes todo estaba silencioso como... una tumba. Ludde lo miró con una sonrisa burlona que venía a decir «qué te dije». Mahler asintió, le entregó los billetes arrugados y Ludde se ablandó, le hizo un gesto invitándole a que cruzara la puerta abierta.
—Adelante. La primicia te está esperando. —Echó una rápida ojeada a la parte baja del pasillo—. Los otros entran por el otro lado, así que puedes estar tranquilo.
El reportero se guardó el pañuelo en un bolsillo.
—¿No vienes conmigo?
El confidente sonrió con malicia.
—¿Tú sabes la cantidad de trabajo que me va a caer encima si bajo? —Le indicó por señas que debía doblar la esquina—. Basta con descender un piso en el ascensor.
* * *
Mahler sintió un profundo malestar cuando la puerta se cerró tras él. Se dirigió al ascensor y dudó antes de pulsar el botón para llamarlo. Se había vuelto miedoso con los años. Aún se oían gritos y ruido de metales allá abajo, y se quedó quieto, intentando que su corazón se tranquilizara.
Le inquietaba menos la perspectiva de ver a los muertos dando vueltas por ahí que el hecho de no tener derecho alguno a estar allí. Cuando era joven pasaba de esas cosas. «Hay que informar de lo que está pasando», habría pensado entonces, y se habría lanzado al combate.
Pero ahora...
«¿Y tú quién eres? ¿Qué haces aquí?».
Estaba oxidado y demasiado inseguro para poder aparentar la autoridad necesaria en tales situaciones. No obstante, apretó el botón.
«Debo ver lo que pasa».
El ascensor se puso en movimiento con un ruido sordo, él se mordió el labio y se apartó de la puerta. Lo cierto era que tenía miedo. Había visto demasiadas películas donde llegaba el ascensor y dentro había alguien. Pero llegó, y a través del estrecho cristal de la puerta pudo comprobar que estaba vacío. Entró y pulsó el botón del último piso del sótano.
Cuando el ascensor empezó a bajar, él intentó no pensar en nada, sólo registrar los hechos como una cámara cuya película se revelara luego con palabras.
El ascensor arranca con una sacudida. Oigo gritos a través de las gruesas paredes de cemento. La planta del depósito de cadáveres aparece a través del cristal que hay en la puerta.
Nada.
Un tramo del pasillo, una pared y nada más. Empujó la puerta del ascensor.
Notó el frío. La temperatura de ese corredor estaba varios grados por debajo de la del resto del edificio. El sudor que le cubría el cuerpo se convirtió en una película helada, sintió un escalofrío. La puerta se cerró a sus espaldas.
Justo a la derecha estaba abierta la puerta de acceso a una de las salas del depósito y fuera, en el suelo, había dos personas sentadas, abrazándose cabizbajas.
«¿Qué hacen?».
El estrépito de una plancha metálica en la sala de autopsias que había a la derecha hizo que una de ellas levantara la cabeza, y Mahler comprobó entonces que se trataba de una enfermera joven. Tenía el rostro desencajado.
Sujetaba entre sus brazos a una mujer muy vieja; tenía cuatro canas como una nube alrededor de la cabeza, el cuerpo como un tonel y las piernas como palillos, que se agitaban en el suelo tratando de encontrar apoyo para levantarse. Estaba desnuda, salvo la sábana anudada alrededor del cuello que le cubría un lado del cuerpo. Debía de ser la madre o la abuela de alguien, quizá la bisabuela.
Su rostro se reducía a dos pómulos prominentes bajo una piel pálida, y los ojos eran dos ventanas abiertas al vacío infinito. Eran de un azul transparente, como cubiertos por una película de mucosidad, blanca y de consistencia gelatinosa, y no expresaban el más mínimo sentimiento.
De sus labios hundidos, privada la boca de su dentadura, salía sólo un tono lastimero:
—Aaaasssaaaa... aassaaa...
Y Mahler supo, con intuición inmediata, cuál era su deseo. Lo mismo que todos.
«Quiere ir a casa».
La enfermera se percató de la presencia de Mahler.
—¿Puede hacerse cargo de ella? —le pidió con una súplica en la mirada, e hizo un gesto con la cabeza señalando a la mujer. Al ver que Mahler no contestaba, añadió—: Estoy congelada...
Él se agachó y puso la mano en el pie de la anciana. Estaba congelado, entumecido, era como poner la mano en una naranja recién sacada del congelador. El roce hizo que el lamento de la mujer cobrara intensidad...
—¡Aaaasssaaa!
... y Mahler se levantó dando un bufido mientras la enfermera le gritaba:
—¡Écheme una mano! ¡Por favor!
No podía. Ahora no. Debía ver qué estaba pasando. Algo avergonzado, se dirigió dando traspiés hacia la sala de autopsias, como el fotógrafo que hacía fotos a las víctimas del hambre, regresaba a la habitación del hotel y se tomaba un trago para acallar la conciencia.
«Las fotos... La cámara...».
Mientras avanzaba hacia la sala grande e iluminada, abrió la bolsa. Había sábanas blancas tiradas por el suelo del pasillo.
* * *
Más tarde le costaría poner orden en la escena que apareció ante sus ojos. Tuvo la impresión de que la lucha entre los vivos y los muertos debería haberse rodado en el interior de alguna cueva a media luz, con una iluminación goyesca.
Pero todo estaba dispuesto e iluminado con clínica asepsia. Los grandes tubos fluorescentes del techo proyectaban su luz sobre el acero inoxidable de las superficies de trabajo y sobre las personas que se movían dentro de la sala.
Se veía piel desnuda por doquier, pues casi todos los muertos habían conseguido liberarse de su mortaja y las sábanas estaban tiradas por todas partes. Parecía una fiesta de togas que había degenerado en orgía.
Habría allí entre vivos y muertos unas treinta personas. Médicos, enfermeras y el personal del depósito de cadáveres con batas blancas, verdes y azules se afanaban en sujetar los cuerpos desnudos. Todos eran viejos o muy viejos, muchos tenían grandes costurones desde el diafragma hasta el cuello: eran las cicatrices de las autopsias.
Los muertos no eran violentos, pero forcejeaban, pues querían salir de allí. Vio caras llenas de arrugas, cuerpos de proporciones morbosas, viejas agitando dedos atrofiados como garras de aves, ancianos que alzaban los puños al aire y cuerpos braceando para soltarse, pero los agarraban, los sujetaban.
Y el ruido, el ruido.
Se oían tales gemidos y alaridos que parecía que hubieran encerrado en una sala a un equipo de fútbol formado por recién nacidos para que pudieran gritar allí su terror y su espanto ante el mundo adonde habían llegado. Al que habían regresado.
Los médicos y las enfermeras trataban todo el tiempo de expresarse con palabras tranquilizadoras...
—Así, tranquilos, todo va a ir bien, todo está bien, tranquilos.
... pero sus miradas eran de pánico. Algunos se habían dado por vencidos. Una enfermera se acurrucaba en un rincón con la cara entre las manos y el cuerpo tembloroso. Había un doctor junto a una pila, lavándose tranquila y meticulosamente las manos, como si estuviera en el cuarto de baño de su casa. Cuando terminó, sacó un peine del bolsillo superior de la bata y empezó a peinarse.
«¿Dónde están todos?».
¿Por qué no hay más... gente viva aquí? ¿Dónde estaban los refuerzos de emergencia, la sociedad, todo eso que, pese a todo, funcionaba tan bien en esta Suecia del año 2002?
El periodista había estado una vez allí antes. Por eso sabía que la mayor parte de los muertos se hallaban en las cámaras del piso de abajo. Los allí presentes sólo eran una mínima parte. Se adentró un paso en una sala y buscó la cámara fotográfica.
En ese momento se soltó un hombre, uno de los pocos a quienes el proceso de la muerte no le había descompuesto la carne. Era fuerte y grande, sus manos parecían haber manejado bloques de piedra, quizá un obrero de la construcción jubilado y muerto de forma prematura. Con las piernas blancas y llenas de manchas, se movía hacia la salida a saltitos, como si caminara con zancos hechos con trozos de abedul.
—¡Cógelo! —gritó el médico al que se le había escapado, y Mahler no lo pensó, obedeció la orden sin más y se colocó con toda su masa corporal como dique de contención en el vano de la puerta. El hombre se dirigía hacia él y sus miradas se encontraron. Tenía los ojos castaños y acuosos, fue como mirar dentro de una laguna cenagosa donde nada se movía. No había respuesta.
Mahler deslizó la vista hacia el cuello y observó la pequeña cicatriz situada encima de la clavícula, donde le habían inyectado formol, y por primera vez en esta sala del espanto sintió... miedo. Miedo al roce, al contagio, a que le agarraran aquellos dedos. Le habría gustado poder enseñar su carné de prensa y gritar: «¡Soy periodista! ¡No tengo nada que ver con esto!».
Apretó los dientes. No podía salir de allí corriendo sin más.
Pero cuando el hombre se le echó encima, fue incapaz de sujetarlo. En vez de eso le propinó un empujón para quitárselo de encima...
«¡Ni se te ocurra tocarme!».
... y el sujeto perdió el equilibrio, se tambaleó hacia un lado y cayó sobre el médico, que había empezado a lavarse las manos otra vez. Éste alzó la mirada, indignado, como alguien que hubiera sido interrumpido en medio de una tarea importante.
—¡De uno en uno! —chilló, y apartó al hombre contra la pared.
Una especie de alarma se puso en marcha cerca de allí. Mahler creyó conocer la melodía, pero no le dio tiempo a pensar en ello porque en ese momento llegaron los refuerzos. Tres doctores y cuatro celadores con batas verdes se abrieron paso delante de él. Se detuvieron un momento, exclamando:
—¡Santo Cielo! ¿Pero qué demonios...?
Dijeron otras cosas por el estilo, pero, sobreponiéndose al pavor, entraron corriendo en la sala para hacer frente a la situación.
Mahler le puso la mano en el hombro a uno de los médicos y éste se volvió hacia él con un gesto agresivo, como si pensara darle un puñetazo.
—¿Qué hacéis con ellos? —le preguntó Mahler—. ¿Adónde los lleváis?
—¿Y tú quién cojones eres? —Y el golpe parecía estar cada vez más cerca—. ¿Qué haces aquí?
—Me llamo Gustav Mahler y soy del...
El doctor se echó a reír, con una risa aguda e histérica.
—Si traes también a Beethoven y a Schubert, diles que nos echen una mano —exclamó, y dicho esto, cogió al hombre al que Mahler había empujado, lo sujetó y se dirigió a toda la sala—: ¡Hacia los ascensores en grupos reducidos! ¡Los llevaremos a Infecciosos!
El periodista retrocedió. La señal de alarma seguía sonando incansable.
Al darse la vuelta vio que también había recibido ayuda la enfermera que estaba en el suelo. Se levantó con las rodillas temblorosas, dejó a un vigilante al cargo de la anciana. Al ver a Mahler torció el gesto.
—Qué cabrón —le espetó, y volvió a desplomarse de nuevo a unos metros del cadáver. El periodista dio un paso hacia ella, pero decidió que era mejor dejar las cosas como estaban. No tenía ninguna necesidad de volver a oír lo cobarde que era.
«La alarma, la alarma».
La melodía que se oía era la de Eine Kleine Nachtmusic, y Mahler empezó a tararearla. Una melodía agradable en medio de aquel caos. La misma que la de su móvil. Y la misma que tenía...
Rebuscó el teléfono dentro de la bolsa, se quedó mirando el ridículo y diminuto auricular mientras seguía sonando la alegre melodía. Le dio la risa. Se alejó un poco por el pasillo con el móvil en la mano y se apoyó en la pared al lado de un letrero en el que ponía: «Apaguen sus teléfonos móviles». Aún se estaba riendo cuando contestó:
—Sí, soy Mahler.
—Hola, soy Benke. Oye, ¿qué está pasando ahí?
Gustav miró hacia la sala de autopsias, a los cuerpos que se movían por allí en un revoloteo de colores. Verde, azul, blanco.
—Pues, sí. Es verdad. Se han despertado.
Benke resopló en el auricular. Mahler creyó que iba a decir algo chistoso, y pensó acercar el teléfono hacia la sala de autopsias para que Benke pudiera oírlo, pero éste no hizo ninguna broma. En vez de eso, dijo pausadamente:
—Por lo visto está sucediendo... en varios sitios por toda la zona de Estocolmo.
—¿Que se despiertan?
—Sí.
Permanecieron un momento en silencio. Mahler vio ante sí cómo se desarrollaba la misma escena en varios lugares. ¿De cuántos muertos estarían hablando? ¿200? ¿500? Se quedó de repente helado, rígido.
—¿Y en los cementerios? —inquirió.
—¿Qué?
—Los cementerios. Los enterrados.
—¡Dios mío...! —musitó Benke con tono casi inaudible, y añadió—: No sé... No sé... No hemos recibido ninguna... —Se interrumpió—. ¿Gustav?
—¿Sí?
—Esto es una broma, ¿no? Me estás tomando el pelo. Eres tú quien ha...
Mahler orientó el móvil hacia la sala de autopsias, miró con los ojos en blanco durante un par de segundos, después se volvió a poner el teléfono en la oreja. Benke estaba hablando solo.
—... esto es absurdo. ¿Cómo puede suceder...? Aquí, en Suecia...
Mahler lo interrumpió.
—Benke. Tengo que irme.
El redactor de noche se impuso al hombre incrédulo, y Benke preguntó:
—Estarás haciendo fotos, ¿no?
—Sí, sí.
Mahler se guardó el móvil. El corazón le latía desbocado.
«Elias no fue incinerado, Elias fue enterrado, Elias fue enterrado, Elias, Elias yace en el cementerio de Råcksta, Elias...».
Extrajo la cámara de la bolsa y sacó unas fotos a toda prisa. La situación se había estabilizado y parecía bajo control. Aquí. Por el momento. Se fijó en él uno de los celadores que sujetaba a un señor mayor, que no cesaba de mover la cabeza de arriba abajo como si quisiera decir: «¡Sí, sí, estoy vivo, estoy vivo!», y le gritó:
—¡Oye, tú! ¿Qué haces?
El periodista hizo un gesto evasivo...
«No tengo tiempo».
... y salió retrocediendo de la sala. Se dio la vuelta y echó a correr hacia las escaleras.
Fuera del tanatorio había un hombre viejísimo, delgado como un palillo, hurgando con los dedos en la tirilla de su mortaja. Una de las mangas de quita y pon se le había caído y el tipo estaba boquiabierto; parecía preguntarse cómo se había puesto aquella prenda tan elegante y qué iba a hacer ahora que la había roto.
* * *
Había varios coches de la policía aparcados fuera de la entrada del hospital, y Mahler murmuró:
—¿Policías? ¿Qué van a hacer? ¿Arrestarlos?
El sudor le chorreaba por todo el cuerpo cuando llegó hasta su vehículo. La cerradura del lado del conductor estaba estropeada y había que empujar con el cuerpo para que se abriera. Cuando lo hizo, la manija se le deslizó entre los dedos y bajo sus pies el asfalto dio un giro de noventa grados, Mahler sintió un golpe en los hombros y en la nuca.
Quedó tendido cuan largo era al lado de su coche, mirando a las estrellas. El estómago subía y bajaba como un fuelle al ritmo de sus profundos resuellos. Oyó el ruido de las sirenas a lo lejos, una buena melodía para un reportero en condiciones normales, pero él ya no podía más.
Las estrellas titilaban encima de él; su respiración se fue sosegando.
Gustav concentró la vista en un punto lejano más allá de las estrellas.
—¿Dónde estás, mi querido niño? ¿Estás allí... o aquí?
Pasados unos minutos volvió a sentirse con fuerzas. Se levantó, entró en el vehículo, arrancó y se alejó del aparcamiento del hospital, conduciendo en dirección a Råcksta. Le temblaban las manos por el agotamiento. O ante la expectativa.
Täby Kyrkby, 23:20
Elvy preparó la cama a su nieta en la habitación de Tore. El persistente olor a hospital causado por los antisépticos se mezclaba desde hacía tres semanas con el de los productos de limpieza. No quedaba ni rastro del propio Tore. Ya al día siguiente de su muerte, Elvy había tirado a la basura el colchón, las almohadas y toda la ropa de cama, y había comprado un juego nuevo.
Cuando Flora la visitó al día siguiente, a la abuela le había sorprendido que la chica no tuviera ningún reparo en pasar la noche en el dormitorio donde acababa de morir su abuelo, sobre todo pensando en su sensibilidad.
—Yo lo conocía. Él no me da miedo —se limitó a decir Flora, y el tema quedó zanjado.
La chica entró y se sentó en el borde de la cama. Elvy se quedó mirándole la camiseta de Marylin Manson, que le llegaba por las rodillas, y le preguntó:
—¿Tienes otra ropa para mañana?
Flora sonrió.
—Claro. Yo también tengo mis límites.
—No es que a mí me importe, pero... —dijo Elvy mientras ahuecaba las almohadas.
—Las viejas —la interrumpió Flora.
—Sí. Las viejas. —Elvy frunció el entrecejo—. Bueno, la verdad es que a mí también me parece que...
Flora puso su mano sobre las de la anciana y la interrumpió.
—Abuela, ya te lo he dicho. Yo también pienso que debe asistirse bien vestido a un entierro. —Hizo una mueca—. A las bodas en cambio...
Elvy se echó a reír.
—El día menos pensado estarás tú ante al altar —le dijo, y añadió—: Puede que sí, o puede que no.
—Seguramente, nunca —replicó la chica, y se dejó caer hacia atrás en la cama con los brazos extendidos. Se quedó mirando al techo, abriendo y cerrando las manos como si estuviera cogiendo pelotas invisibles que cayeran del cielo. Cuando había cogido diez, le preguntó:
—¿Qué pasa cuando uno muere? ¿Qué pasa cuando uno muere?
Elvy no sabía si la pregunta iba dirigida a ella, pero de todos modos la respondió:
—Uno llega a algún otro sitio.
—¿A algún sitio? ¿Adónde? ¿Al cielo?
La anciana se sentó en la cama al lado de su nieta; alisó la sábana que ya estaba estirada.
—No lo sé —reconoció—. El cielo sólo es un nombre que le hemos dado a eso que nos resulta totalmente desconocido. No es más que... algún otro sitio.
Flora no respondió, siguió recogiendo unas cuantas pelotas más. De repente se sentó, y pegándose casi a Elvy, le preguntó:
—¿Qué ha sido lo de antes? ¿Lo que pasó en el jardín?
Elvy permaneció un rato en silencio. Cuando empezó a hablar, lo hizo en voz baja e insegura.
—Sé que no compartes mis creencias —dijo ella—, pero intenta verlo de esta manera: vamos a olvidarnos de Dios, de la Biblia y de todo eso, y vamos a concentrarnos en el alma, en que la persona tiene un alma. Estarás de acuerdo conmigo, ¿no?
—No sé —dijo Flora—. Yo creo que nos morimos y nos queman, y que entonces ya no queda nada.
La mujer asintió.
—Sí, claro, pero yo lo he razonado de esta manera. Una persona vive una vida, acumula pensamientos, experiencias, afectos, y cuando llega a los ochenta años y aún tiene agilidad intelectual, el cuerpo empieza poco a poco a desmoronarse. Esa persona interiormente sigue siendo la misma persona, sigue viviendo y pensando plenamente mientras su cuerpo se debilita, se consume, ,y la persona permanece allí dentro hasta el último momento, gritando: «No, no, no...», y luego se acaba todo.
—Sí —concedió Flora—. Así es.
La anciana se acaloró, tomó la mano de Flora, se la llevó a los labios y la besó suavemente.
—Pero a mí —prosiguió ella—, a mí eso me parece completamente absurdo. Siempre me lo ha parecido. Para mí... —Elvy se levantó de la cama agitando las manos—... es absolutamente indiscutible que las personas tenemos un alma. Tenemos que tenerla. Que todo lo que somos, que nuestra conciencia, que puede abarcar en un segundo todo el universo, dependa de una cosa así... —Elvy hizo con la mano un movimiento envolvente alrededor de su cuerpo—... de un montón de carne como éste para existir. … No, no, no. ¡No puedo estar de acuerdo con eso!
—¿Abuela? ¿Abuela?
Elvy, que por un momento había tenido la mirada perdida en la lejanía, la volvió hacia su nieta. Se sentó otra vez en la cama y colocó las manos sobre las rodillas.
—Perdón —le dijo—, pero esta noche he tenido la prueba definitiva de que es como yo digo. —Y lanzándole una mirada a Flora, casi avergonzada, añadió—: Creo yo.
* * *
Tras dar las buenas noches a su nieta y cerrar la puerta de la habitación, Elvy anduvo dando vueltas de un lado para otro de la casa. Intentó sentarse en el sillón, cogió la obra de Grimberg, leyó unas cuantas líneas y volvió a dejar el libro.
Ése había sido uno de los proyectos que se había prometido acometer en cuanto Tore hubiera muerto: leer Historia de Suecia, de Carl Grimberg4, antes de que a ella misma le llegara su hora. Había empezado bien, andaba ya por la mitad de la segunda parte, pero esta noche no iba a avanzar en la lectura. Estaba demasiado inquieta.
Eran más de las doce. Debería acostarse. Era cierto que ya no necesitaba tantas horas de sueño, pero se despertaba casi todas las noches alrededor de las cuatro y se veía obligada a permanecer sentada en el retrete un par de horas mientras el pis salía gota a gota.
«Tore, Tore, Tore...».
Elvy había bajado por la mañana a la funeraria con el traje nuevo de Tore para el entierro, que tendría lugar dos días más tarde. ¿Estaría ahora él en la cámara de la iglesia, vestido y listo para su última gran celebración? Le habían preguntado si quería vestirlo ella misma, pero había declinado el ofrecimiento de buen grado. Ya había cumplido con su obligación.
Habían pasado ya diez años desde que empezó a untarle la mantequilla en los bocadillos. Hacía siete años que empezó a ayudarle a comerlos. Los tres últimos años él no había podido ingerir más que papillas y cremas, necesitaba gotas para seguir... sí, viviendo. Si eso merecía el nombre de vida.
Sujeto a una silla de ruedas, Tore no podía hablar ni probablemente pensar. Sólo en contadas ocasiones, cuando ella le decía algo, aparecía en sus ojos, de repente, un asomo de comprensión, que desaparecía igual de rápido.
Ella se había ocupado de darle de comer, cambiarle los pañales y la bolsa de la orina, y lavarle. Sólo había pedido ayuda para acostarlo por las noches y para levantarlo por las mañanas, para que pasara otro día más sentado en la silla de ruedas con la mirada perdida.
En la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe. Ella había cumplido su promesa sin alegría y sin amor, pero también sin quejas ni dudas, pues así estaba escrito.
En el cuarto de baño se quitó la dentadura, la cepilló con cuidado, la puso en un vaso y la dejó allí. No entendía que la gente la pusiera al lado de la cama, como un recuerdo lastimero del paso del tiempo. Las gafas, sí. Por la seguridad que le proporcionaba tenerlas a mano si pasara algo, pero ¿la prótesis dental? Como si de repente pudiera aparecer algo a lo que hincarle el diente.
Entró en su habitación, se desvistió y se puso el camisón. Dobló la ropa con esmero y la colocó encima del escritorio. Se detuvo a mirar las fotografías que había sobre el mueble. Su foto de boda.
«Vaya par de tortolitos».
La imagen era originalmente en blanco y negro y posteriormente coloreada a mano en tonos aún más claros. Tore y ella parecían como una ilustración sacada de algún libro de cuentos. El rey y la reina, o casi, «y vivieron felices hasta el fin de sus días». Tore con el frac y ella vestida de blanco con un ramo de flores de colores junto al pecho. Ambos miraban al futuro con unos ojos azules claros algo fantasmales. (Tore ni siquiera tenía los ojos azules, el pintor se había equivocado, pero no pensaron nunca en cambiarlo).
Suspiró mientras acariciaba la foto con el dedo.
—Así pueden ir las cosas —dijo sin referirse a nada en concreto.
Encendió la luz de la mesilla, estaba pensando si no sería mejor leer un poco a Grimberg antes de dormirse, pero antes de que pudiera decidirse, oyó algo en la puerta. Escuchó con atención. Se oyó de nuevo el ruido. Un... rozamiento.
«¿Qué demonios...?».
El reloj de la mesilla marcaba las 00:20. Se repitieron los roces. Probablemente sería algún animal, quizá un perro, pero ¿por qué venía a su casa? Esperó un momento, pero los roces continuaban. No era normal que los perros anduvieran corriendo sueltos por ahí. En invierno solía andar rondando por la urbanización algún que otro corzo, pero nunca se acercaban a la puerta ni pretendían hacerle una visita.
Se puso la bata y fue hasta la puerta, donde aguzó el oído. No estaba segura, pero no era un gato. En parte porque los restregones eran demasiado fuertes, y en parte porque parecían producirse a la altura del pecho. Elvy se inclinó sobre el marco de la puerta y susurró:
—¿Quién es?
Los roces cesaron. En su lugar se oyó ahora un gemido sordo.
«Debe de ser alguien que está herido o algo así».
Sin pensárselo dos veces abrió la puerta.
* * *
Él llevaba puesto el traje nuevo, pero no le quedaba bien. Durante la enfermedad había adelgazado más de veinte kilos y el traje de gabardina le caía suelto sobre los hombros enjutos cuando apareció allí, en el rellano de las escaleras, con los brazos inertes pegados al cuerpo. Elvy retrocedió un par de pasos, hasta que sus pies tropezaron con el zapatero y a punto estuvo de perder el equilibrio, pero se agarró al perchero y se enderezó.
Tore estaba inmóvil, mirándose los pies. Elvy también los miró. Llevaba los pies descalzos, blancos, y las uñas sin cortar.
Ella se quedó mirándole fijamente a los pies y pensó: «Me han engañado, qué frescos. No le han cortado las uñas».
Porque no fue terror ni pánico lo que Elvy sintió entonces al ver aparecer a su marido, muerto tres años después de que celebraran sus bodas de rubí. No. Sólo sorpresa y... cansancio. Por eso avanzó hacia él y le preguntó:
—¿Qué haces aquí?
Él no contestó, pero levantó la cabeza. Sus ojos seguían allí, pero con la mirada vacía. Ella estaba acostumbrada, había vivido con aquella mirada inexpresiva durante tres años. Sólo que ahora parecía aún más apagada, más inerte.
«No es Tore. Es un muñeco».
El espantajo dio unos pasos hacia delante y entró en la casa. Elvy fue incapaz de hacer nada para impedírselo. No estaba asustada, pero no tenía ni idea de qué iba a hacer.
Era Tore, eso era innegable, pero ¿cómo era posible algo así? Ella misma había comprobado que no tenía pulso, ella misma le había colocado su espejo de bolsillo delante de la boca y había comprobado que ya no respiraba. Se lo había oído decir al personal de la ambulancia, tenía papeles que certificaban que su esposo estaba muerto, sin vida, fallecido.
«La resurrección de la carne...».
Tore pasó por delante de ella y continuó hacia el interior de la casa. Un hedor frío a hospital alcanzó la nariz de Elvy; ascaridol, almidón y un olor más dulce, afrutado, de fondo, pero enseguida se acostumbró, le cogió del brazo y le preguntó en voz baja:
—¿Qué haces?
Él no le prestó atención y siguió avanzando a trompicones como si cada paso le supusiera un esfuerzo, encaminándose hacia la otra habitación. Su habitación.
Entonces fue cuando ella cayó en la cuenta de que era la primera vez que le veía andar desde hacía siete años. Rígido, como si aún no se hubiera acostumbrado a su cuerpo recién recuperado, pero andar, ya lo creo que andaba. Iba derecho hacia la habitación en la que estaba durmiendo Flora.
Elvy se volvió, le agarró de los hombros por detrás y le susurró con un tono más alto:
—¡Flora está durmiendo! ¡No la molestes!
Tore se detuvo. El frío de su cuerpo se colaba a través del tejido y Elvy lo sintió en las manos. Tras permanecer así unos segundos, asomó a la cabeza de ella un recuerdo: las veces que él había vuelto a casa borracho cuando Margareta era pequeña. La niña durmiendo en su cama, Elvy haciendo guardia en la puerta para impedir que Tore entrara tambaleándose en la habitación de Margareta a balbucir sus muestras de cariño sobre la aterrorizada niña.
«¡Está dormida! ¡No la molestes!».
La mayoría de las veces había conseguido evitarlo, pero no siempre.
El difunto se volvió. Ella intentó atraer su mirada, clavarle los ojos y ponerlo en su sitio como había hecho cuarenta años atrás. Hacer que se detuviera, que se atuviera a razones, pero fue como tratar de poner una chincheta en una bola de bolera; su mirada resbalaba, no podía alcanzarlo y fue entonces cuando se asustó.
Aunque tenía las mejillas hundidas, los labios caídos y había perdido veinte kilos, seguía siendo bastante más fuerte que ella. Y en sus ojos no había ningún sentimiento, ningún atisbo de memoria. La anciana no pudo seguir mirándolos, se dio por vencida y perdió.
Tore se volvió y continuó hacia la habitación. Elvy trató de sujetarlo de nuevo, pero al mismo tiempo que a ella se le escurrían de las manos los hombros de Tore, se abrió la puerta de la habitación y apareció Flora.
—Abuela, ¿qué...?
Entonces vio al muerto. Se le escapó un lamento y se hizo inmediatamente a un lado para no toparse con su imperturbable determinación. Él, sin advertir siquiera su presencia, entró en el dormitorio al tiempo que la muchacha se tropezó con el sofá, se cayó y, a gatas, se dirigió hacia la puerta del balcón, donde se dejó caer en el suelo con los ojos de par en par y empezó a chillar.
Elvy corrió hasta ella, la abrazó y le acarició el pelo y las mejillas.
—Chissst... chissst... No hay peligro... chissst.
Flora dejó de gritar. Elvy pudo sentir bajo sus manos cómo se le tensaba la mandíbula. La chica comenzó a temblar y buscó refugio en el regazo de su abuela sin poder tranquilizarse, con la mirada puesta en el dormitorio, donde Tore se dirigía a su escritorio y tomaba asiento como si acabara de llegar a casa después del trabajo y tuviera aún algo pendiente antes de acostarse.
Ellas le vieron mover los brazos y oyeron el ruido suave del roce de los papeles. Incapaces de hacer algo, siguieron acurrucadas un buen rato, hasta que Flora se soltó de los brazos de Elvy y se irguió, sentada aún en el suelo.
—¿Qué tal, hija? —susurró Elvy bajito, para que Tore no la oyera.
Flora abría y cerraba la boca, haciendo gestos entrecortados hacia la mesa del sofá y hacia el dormitorio. Elvy observó esos gestos y comprendió a qué se refería. En la mesa auxiliar estaba la funda del videojuego de Flora, Resident Evil. Flora dijo algo entre dientes y Elvy se acercó a ella.
—¿Qué has dicho?
La voz de la nieta apenas era un susurro, sin embargo Elvy pudo entender lo que dijo.
—Esto... esto es absurdo.
La anciana asintió. Sí. Absurdo. Lo que es imposible es absurdo. Pero ahí estaba. Elvy se levantó. Flora la agarró por el dobladillo de la bata.
—Silencio —susurró la mujer—. Sólo voy a ver qué está haciendo.
Se deslizó hacia el dormitorio. ¿Por qué hablaban en voz baja, por qué se movía ella con tanto sigilo, si aquello era tan absurdo? Porque lo imposible estaba presente en el límite de nuestra existencia. El más mínimo movimiento equivocado, la más mínima perturbación, y se caía uno por el precipicio o se alzaba dando aullidos. Nunca se sabía. Había que andar con cuidado, tenerlo en cuenta.
Elvy se apoyó en el marco de la puerta, pero sólo veía la espalda de Tore, su codo aparecía y desaparecía. Ella entró en la habitación, moviéndose sigilosamente cerca de la pared para verlo desde otro ángulo.
«¿Está buscando algo?».
Los fantasmas volvían para arreglar algo. El olor afrutado se había vuelto más intenso. Elvy apoyó las puntas de los dedos en la pared para mantener el contacto con la realidad.
Las manos blancas y rígidas del difunto se movían encima del escritorio, sobre los papeles con las letras de los salmos fotocopiados para cantarlos en el entierro, el papel para escribir cartas, el periódico Expressen que Flora había traído. Tore levantó un papel a la altura de los ojos, empezó a mover la cabeza hacia un lado y hacia otro como si estuviera leyendo...
«Sólo un día, un instante tras otro».
... después lo dejó en la mesa, cogió otro con el mismo contenido y lo leyó con igual interés.
—¿Tore?
Elvy se estremeció ante el sonido de su propia voz. No había pensado decir nada, pero el nombre le salió solo. Tore no reaccionó y Elvy respiró con alivio: no deseaba en absoluto que él se volviera, hiciera algo o...
«Dios me libre».
... dijera algo.
Ella salió con sigilo de la estancia apoyándose en la pared, cerró la puerta con cuidado, y se puso a escuchar. Seguía oyéndose el roce de los papeles. Acercó el sillón a la puerta, puso el respaldo bajo el tirador y colocó un par de libros entre éste y el respaldo de la butaca para bloquear la puerta.
Flora seguía sentada en el suelo en la misma posición que la había dejado. La resurrección de su esposo no le cabía en la cabeza a Elvy, realmente era algo impensable, pero estaba preocupada por Flora. Aquello era demasiado para una criatura tan sensible.
Elvy se sentó a su lado, y se sintió aliviada cuando la chica le preguntó:
—¿Qué hace?
Porque eso significaba que no se había cerrado totalmente, que mostraba interés, y Elvy tenía una respuesta a esa pregunta:
—Creo que hace como que está vivo.
Flora asintió fugazmente, como si aquélla fuera justo la respuesta que ella se había esperado. La anciana no sabía qué hacer. Lo mejor habría sido, evidentemente, que Flora no estuviera allí, pero no había manera de que la chica se marchara de casa a aquellas horas. Los autobuses ya habrían terminado el servicio y Margareta y Göran se hallaban en Londres.
De todos modos no habría podido llamar a su hija, pues aunque Margareta era una persona mejor adaptada socialmente que Flora y Elvy, era una histérica cuando perdía los nervios. Margareta vendría y se encargaría de todo. Margareta hablaría todo el tiempo con aquella voz chillona y empezaría a arañarse la cara si el más mínimo detalle no salía como ella había pensado.
«Maldito Tore».
Sí. Mientras estaba allí sentada dándole vueltas al problema, empezó a crecer en su interior un resentimiento enorme contra el difunto, pues él había creado el problema. ¿Acaso no había hecho ella ya bastante? ¿Acaso no había hecho cuanto estuvo en sus...?
«Espera un poco».
Se le ocurrió una cosa y sonrió a pesar de todo. Evidentemente no era más que una sutileza teológica, pero ¿no se decía «en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe»? Miró hacia la puerta cerrada. La muerte los había separado. Él estaba muerto. Por lo tanto, ya no era responsabilidad suya. Ella no le había prometido al sacerdote que los casó cuarenta y tres años antes asumir ningún compromiso después de la muerte.
Flora emitió un sonido.
—Perdona, ¿qué has dicho? —le preguntó Elvy.
Su nieta la miró directamente a los ojos y dijo:
—Uuuuh.
Un rayo de miedo atravesó a Elvy. Ya estaba. No había protegido a su nieta y ésta se había vuelto loca. Acercó sus manos a la cara de Flora, le acarició las mejillas.
—Perdón, perdón —se disculpó—. Voy a llamar a un taxi. ¿Vale? Llamo a un taxi y... tú y yo nos largamos de aquí. ¿Sí?
La muchacha movió la cabeza lentamente, cogió las manos de Elvy y las retuvo entre las suyas, y volvió a repetir:
—Uuuuhh.
Esta vez fue seguido por el brillo de una sonrisa. Elvy comprendió y soltó una breve e impetuosa carcajada de alivio, casi un estallido. Flora le estaba tomando el pelo. Estaba haciendo el mismo sonido que los no muertos del videojuego.
—¡Oh!, Flora, me has asustado. Creía...
—Perdona, abuela —contestó, y miró hacia el cuarto con su expresión de siempre. La mirada perdida había desaparecido—. ¿Qué vamos a hacer?
—Flora, no lo sé.
La chica arrugó el entrecejo.
—Vamos a ver —señaló—. Primero: ¿existe alguna posibilidad de que en realidad nunca haya estado muerto? ¿De que, no sé, solamente haya estado fuera y vuelva ahora?
Elvy negó con la cabeza.
—No. A no ser que por algún motivo todos se hayan equivocado. Yo lo estuve viendo anteayer cuando bajé a llevar el traje y... Flora, ¿qué pasa?
—No, nada. Sólo estoy tratando de... entenderlo.
La abuela se sorprendió. La chica hablaba en un tono completamente normal, alzando los dedos y contando con ellos las posibilidades. Parecía como si durante unos minutos se hubieran apoderado de ella la conmoción y la incredulidad, y ya lo hubiera superado. Ahora, en cambio, afloraba un aspecto de ella del que la anciana procuraba distanciarse: el de hija de abogados.
—Segundo. —Flora lo iba señalando con el dedo índice—. Si realmente está muerto, ¿por qué se ha despertado? ¿Tiene algo que ver con lo que ha pasado en el jardín?
—Sí, podría pensarse.
—Tercero...
Elvy pensó que ahora lo comprendía. El cambio de Flora no era tan positivo como había creído en un primer momento. La racionalidad en su forma de hablar nacía de que la chica había empezado a considerar todo aquello como un videojuego; no como un hecho imposible, sino como una serie de problemas que había que solucionar.
«Bueno», pensó Elvy. «Mejor así».
—... tercero: ¿se trata de algo que sólo podemos ver nosotras o está ocurriendo de verdad, por decirlo de alguna manera? Bueno, ya me entiendes.
Elvy pensó en la sensación de frío que sintió bajo las manos al ponérselas a Tore en aquellos hombros enjutos; en el frío que desprendían.
—Está ocurriendo de verdad, y creo que deberíamos... pedir una ambulancia.
Flora se levantó.
—¿Puedo?
—¿No crees que es mejor que sea yo...?
—Sí, ¿pero no puedo hacerlo yo?
Flora juntó las manos como para rezar, y la abuela se encogió de hombros; no entendía aquel entusiasmo de su nieta, pero le pareció que era bueno mientras durara. La chica fue a llamar a urgencias, mientras que Elvy se quedó sentada en el suelo pensando.
«Esto significa algo».
«Todo esto significa algo».
PRIMER INFORME
23:10-23:20. Los muertos se despiertan en todos los depósitos de cadáveres de Estocolmo y alrededores.
23:18. Se observa la presencia en la calle de un hombre de avanzada edad, completamente desnudo, junto a la residencia de ancianos Solkatten. No responde cuando se le habla. Se da aviso a la policía para que devuelva al anciano a su casa.
23:20. Una furgoneta arrolla a un joven a unos cien metros del Instituto Anatómico Forense de Solna. Cuando la policía llega al lugar de los hechos, el atropellado ha desaparecido. El conductor de la furgoneta, que se encuentra en estado de shock, asegura que el hombre al que ha arrollado tenía una cicatriz a lo largo de todo el abdomen. Tras la colisión, el hombre salió despedido unos diez metros y se le abrió la cicatriz, a pesar de lo cual el accidentado se levantó y se marchó.
23:24. Llega la primera llamada a la Central de Emergencias. Una señora mayor ha recibido la visita de su hermana, fallecida dos semanas antes, y con la cual había convivido durante los últimos cinco años.
23:25. El personal del hospital de Danderyd es el primero en llamar a las residencias de ancianos y a las iglesias con depósitos de cadáveres propios para informarles de la situación.
23:25-23:45. Se reciben unos veinte avisos de ancianos vagando perdidos por las calles.
23:26. Nils Lundström, fotógrafo jubilado, toma la instantánea que ilustrará al día siguiente la portada del periódico Expressen. Desde el depósito de cadáveres del cementerio, junto a la iglesia de Täby, siete ancianos caminan hacia la salida envueltos en los sudarios. La imagen los capta entre las lápidas funerarias.
23:30-23.50. La comunicación por radio con los coches patrulla de la policía enviados para hacerse cargo de los desorientados ancianos indica que se trata de personas fallecidas en las últimas semanas. La información ha sido transmitida al Ministerio de Salud y Asuntos Sociales.
23:30 en adelante. Se multiplican las llamadas a la Central de Emergencias. Personas conmocionadas, a veces histéricas, avisan de que sus familiares muertos han regresado. Se hace un llamamiento urgente al personal de ambulancias, personal médico y sacerdotes para poder enviar unidades para atender a los afectados.
23:40. La sección de Infecciosos del hospital de Danderyd se habilita provisionalmente como lugar de recepción. Se pide urgentemente personal de refuerzo.
23:50. Desde el hospital de Danderyd se comunica que dos personas no se han despertado. Sus historiales médicos revelan que una de ellas lleva muerta diez semanas, la otra doce. Ambas han sido tratadas con formol varias veces a la espera de que se solucionen las diligencias para proceder a su enterramiento.
Se suceden más informes de difuntos que no han despertado. Todo parece apuntar a que sólo se han levantado los que llevan muertos dos meses o menos.
23:55. Un cruce de bases de datos considerando las variables (fallecido hace dos meses o menos, insepulto, Estocolmo y sus alrededores) indica que se trata de 1.042 personas exactamente.
23:57. Se toma la decisión de investigar lo inconcebible. Se envía un equipo con herramientas de excavación y micrófonos al cementerio de Skogskyrkogården para escuchar dentro de las tumbas, y abrirlas si es necesario.
23:59 en adelante. A los servicios de urgencias de varios centros psiquiátricos empiezan a acudir familiares trastornados por la aparición de sus muertos.
14 DE AGOSTO
¿Dónde está mi amada?
«Ésta es la tumba de Ninni.
¿Dónde está mi amada?».
William Shakespeare,
El sueño de una noche de verano.
Råcksta, 00:12
Ängbyplan, Islandstorget, Blackeberg...
El volante se le resbalaba entre las manos a causa del sudor cuando salió de aquella glorieta futurista y giró hacia la derecha siguiendo la señal que indicaba: «Crematorio y cementerio de Råcksta».
Sonó el móvil. Mahler redujo la velocidad, sacó el teléfono de la bolsa y miró el número de la llamada entrante. El de la redacción. Benke querría saber dónde estaban las fotos y qué pasaba con los comentarios. No tenía tiempo. Volvió a guardar el móvil en la bolsa y dejó que siguiera sonando mientras giraba para entrar en el pequeño aparcamiento, luego paró el motor, abrió la puerta, cogió la bolsa como era su costumbre, se dobló para salir del coche y...
Alto.
Se detuvo junto al vehículo, apoyado contra la puerta, y se subió los pantalones.
No se veía a nadie por allí.
El silencio entre las altas paredes de ladrillo era total. La luna de aquella noche estival derramaba una luz suave sobre las formas angulosas del crematorio.
No se movía un alma.
¿Qué esperaba? ¿Que los muertos estuvieran allí, sacudiendo la verja y...?
Sí. Algo por el estilo.
Se acercó a la verja y miró dentro. El amplio espacio abierto alrededor de la capilla, donde él había estado hacía sólo un mes sudando dentro del traje negro, con el corazón destrozado, permanecía abandonado a la oscuridad. La luna extendía su manto áureo sobre las piedras, arrancándoles algún reflejo a las escamas de sílice.
Miró hacia el Jardín del Recuerdo. Un par de luces mortecinas iluminaban desde abajo las copas de los pinos. Eran velas conmemorativas colocadas allí por los allegados. Examinó las verjas. Estaban cerradas. Miró hacia arriba y vio las puntas afiladas. Imposible pasar por encima.
Pero a estas alturas Gustav conocía bien el cementerio; entrar en él era fácil. Más difícil le resultaba comprender por qué cerraban a cal y canto. Caminó a lo largo del muro hasta donde éste daba paso a una zona de césped muy pendiente y donde, gracias al riego artificial, las siemprevivas ofrecían un espectáculo magnífico, aunque a su alrededor todo estaba seco.
«¿Fácil?».
A veces actuaba como si creyera que su cuerpo tenía aún treinta años. Entonces sí que habría sido fácil. Ahora no. Echó una ojeada a su alrededor. El reflejo azul de la luz del televisor era visible en un par de ventanas en las casas de tres pisos de la calle de Silversmedsgränd. No se veía a nadie por allí. Se pasó la lengua por los labios y miró hacia lo alto de la cuesta.
Eran tres metros con unos cuarenta y cinco grados de inclinación.
Se echó hacia delante, se agarró a dos matas de hierba y empezó a subir. Las raíces de los matojos cedieron y tuvo que hincar los dedos de los pies en la tierra para no caerse hacia atrás. Avanzaba con el rostro casi pegado al suelo; se interponía la barriga, que actuaba como un freno mientras él se arrastraba por el repecho centímetro a centímetro, como si fuera un perezoso, y en mitad de la desgracia Mahler se echó a reír, pero paró en seco, ya que las vibraciones de la barriga amenazaban con hacerle perder el equilibrio.
«Vaya pinta debo de tener».
Se quedó un rato tumbado en el suelo cuando llegó a la cima, tratando de recuperar el aliento. Observó el cementerio: lápidas y cruces bien alineadas emergían de sus propias sombras a la luz de la lima.
La mayoría de los allí sepultados habían sido incinerados, pero Anna quiso enterrar el cuerpo de Elias. Mahler sólo había sentido pavor al imaginarse aquel cuerpecillo introducido en la fría tierra, pero su hija había hallado consuelo. Ella se negó rotundamente a abandonarlo y esto era lo más cerca que podía estar de él.
A Gustav le había parecido una motivación conmovedora pero desatinada, algo que en el futuro sólo iba a provocar angustia, pero evidentemente se había equivocado. Anna iba todos los días a visitar la tumba y decía que se sentía más animada al saber que él realmente estaba ahí abajo. No sólo como ceniza, sino las manos, los pies, la cabeza. Él aún no se había acostumbrado, al contrario, en medio de la pena sentía una especie de contrariedad cada vez que visitaba la tumba.
«Los gusanos. La putrefacción».
Sí. Ahora se le vino a la mente con toda su crudeza, y dudó antes de bajar la ladera.
Y si... y si realmente era así... ¿Qué aspecto tendría Elias?
El periodista había estado presente en innumerables lugares donde se había cometido un delito, había visto exhumar cadáveres enteros y descuartizados enterrados en sacos de plástico, había visto el levantamiento de restos humanos que llevaban dos semanas dentro de su apartamento con la compañía del perro, cuerpos de ahogados que habían sido encontrados entre redes de las esclusas. No habían sido espectáculos agradables.
La imagen del pequeño ataúd blanco de su nieto permanecía en su retina. Recordaba el último adiós, una hora antes de la ceremonia. Mahler había ido a comprar una caja de Lego por la mañana, y Anna y él estuvieron juntos al lado del ataúd abierto, mirando a Elias. Llevaba puesto su pijama favorito, el de los pingüinos, y sostenía su osito en la mano; todo resultaba terriblemente absurdo.
Anna se acercó entonces al ataúd y mientras le acariciaba la mejilla le dijo:
—Vamos, despierta ya, Elias. Venga, cariño. No sigas. Despierta, mi niño. Ya es de día, tienes que ir al cole...
Mahler abrazó entonces a su hija sin decir nada, porque no había palabras, pues él sentía lo mismo. Cuando colocó junto al osito la caja de Lego de Harry Potter que Elias tanto había deseado tener, creyó por un instante que eso le haría despertar, haría que dejara de estar allí tumbado de esa manera, y como se le veía tan guapo y tan bien, sólo tendría que levantarse y entonces terminaría aquella pesadilla.
Se arrastró como pudo cuesta abajo y se adentró en la zona de enterramientos con cuidado, como si no quisiera molestar. La tumba de Elias estaba bastante alejada de allí, y de camino hacia ella, Mahler pasó junto a la lápida de una relativamente reciente:
DAGNY BOMAN
14 de septiembre de 1918 - 20 de mayo de 2002
Se detuvo a escuchar y siguió al no oír nada.
La lápida de su nieto apareció ante sus ojos, a la derecha, al fondo de una hilera. Las azucenas blancas que Anna había colocado en un jarrón resplandecían ligeramente a la luz de la luna. Qué extraño que un cementerio pudiera estar tan poblado y resultase, no obstante, el lugar más solitario de la tierra.
A Mahler le temblaban las manos y tenía la boca seca cuando se puso de rodillas junto a la tumba. Los trozos rectangulares de césped colocados encima de la tierra removida aún no habían tenido tiempo de igualarse con el resto. Los bordes se veían como sombras negras.
ELIAS MAHLER
19 de abril de 1996 - 25 de junio de 2002
Siempre te llevaremos
en nuestro corazón
No se oía ni se veía nada. Todo estaba como siempre. La tierra no se abultaba por ningún sitio, ninguna...
«Sí, eso era lo que él se había imaginado».
... mano asomaba hacia arriba pidiendo ayuda.
Gustav se tumbó sobre el terreno, abrazó la tierra bajo la cual estaba el ataúd y pegó el oído contra la hierba. Esto era una locura. Estaba aguzando el oído hacia abajo, tapándose con la mano la oreja no apoyada contra el suelo.
Y oyó algo.
«Arañazos».
Mahler se mordió el labio con tanta fuerza que llegó a hacerse sangre, apretó la cabeza aún más fuerte contra la hierba, sintiendo cómo ésta cedía.
Sí. Se escuchaban arañazos ahí abajo.
Elias se movía, intentaba... salir.
Se estremeció, se levantó, se puso a los pies de la tumba y se abrazó a sí mismo, como tratando de evitar su propio estallido. Tenía la cabeza vacía. Pese a que era precisamente por eso por lo que había ido allí, hasta el último momento había sido incapaz de creer que fuera cierto. No tenía ni idea de cómo actuar, carecía de herramientas, no había ninguna posibilidad de...
—¡Elias!
Cayó de rodillas, retiró los trozos de césped superpuestos y empezó a apartar la tierra con las manos. Cavó como un poseso: se le partieron las uñas, se le metió tierra en la boca y en los ojos. De vez en cuando pegaba el oído al suelo y oía los arañazos cada vez más claros.
La tierra estaba seca y suelta, sin entramado alguno de raíces, y las primeras gotas de humedad que recibía en varias semanas eran los chorros de sudor que caían de la frente a Mahler. La cosa iba bien, pero la tumba era más profunda de lo que él creía. Después de excavar durante veinte minutos llegó a un punto en el que los brazos ya no llegaban más abajo, y aún no se veía el ataúd.
Había estado mucho tiempo trabajando con la cabeza hundida por debajo del borde, y la sangre le latía contra las paredes del cráneo como un badajo contra el hierro fundido. Se le nublaron los ojos. Tuvo que hacer una pausa para no desmayarse.
Su espalda lanzó un quejido cuando se dejó caer hacia atrás y se tendió suavemente sobre la tierra excavada. Seguían oyéndose los arañazos, amplificados ahora por el agujero abierto. Contuvo la respiración cuando le pareció oír un gemido. El lamento cesó. Empezó a respirar otra vez y de nuevo se oyó el gimoteo. Lanzó un bufido; por la nariz le salieron tierra y mocos. Se oía algo, pero sólo era el resuello de sus bronquios. Los dejó que siguieran silbando.
«Tierra seca».
«Gracias, Señor: tierra seca».
Momificación en lugar de descomposición.
Se quedó tumbado un rato para recobrar el aliento, intentando no pensar en nada. Tenía la boca seca y la lengua pegada al paladar. Esto no podía suceder. Sin embargo, estaba ocurriendo. ¿Qué hacía uno en una situación semejante? O tumbarse y hacer como si nada o bien aceptarlo y continuar.
Gustav hizo ademán de levantarse, pero su espalda no respondió. Parecía un escarabajo, agitando las manos e intentando flexionar articulaciones que se resistían a ello. Imposible. En vez de eso, se dio la vuelta hacia abajo y se arrastró hasta el agujero.
—¡Elias! —gritó, y una flecha de dolor le recorrió la columna vertebral.
No hubo respuesta, sólo arañazos.
¿Cuánto faltaría hasta el ataúd? No lo sabía, y sin herramientas no podía sacar más tierra. Se llevó los dedos al collar de perlas que llevaba al cuello y agachó la cabeza como un penitente pidiendo perdón. Abajo, dentro del agujero, dijo:
—No puedo. Perdóname, hijo. No puedo. Está demasiado profundo. Tengo que ir a buscar a alguien, tengo...
Los arañazos, los arañazos.
Sacudió la cabeza y empezó a llorar en silencio.
—Tranquilo, pequeño. El abuelo vuelve. Sólo voy a... buscar algo...
Siguieron los arañazos.
Mahler apretó los dientes para contener el llanto y el dolor de espalda, y se puso de rodillas haciendo un gran esfuerzo. Se dio la vuelta sollozando y se deslizó con los pies por delante dentro del hoyo.
—Ya voy, cariño. Ya viene el abuelo.
Apenas cabía en el orificio. Las paredes de éste le rozaban la tripa, le cayó tierra suelta encima cuando él, ignorando los aullidos de la espalda, se agachó y siguió cavando.
En tan sólo dos minutos sus dedos alcanzaron la superficie resbaladiza de la tapa.
«Y si se rompe...».
No se oyó nada en el interior del ataúd mientras Mahler estuvo quitando la tierra de encima, dejando al descubierto la tapa blanca, que brilló bajo sus pies a la amortiguada luz nocturna. Había colocado un pie junto a un extremo del ataúd y el otro en la cabecera. Para intentar llegar mejor puso, sin darse cuenta, el pie en mitad de la tapa, y se oyó el crujido de la madera; retiró el pie hacia fuera, aterrado.
Tenía la camisa empapada de sudor y le tiraba al estar pegada el cuerpo. Al moverse hacia abajo le había ido creciendo una presión dentro del cráneo, y tenía la sensación de que si se agachaba una vez más la cabeza iba a explotarle como una caldera de vapor recalentada.
El suelo le quedaba a la altura de la cintura y se le nubló la vista cuando se apoyó jadeante contra el borde y descansó la cabeza sobre la hierba. Al cerrar los párpados oyó las pulsaciones de la sangre por las venas.
«¿Por qué ha de ser tan duro?».
Cuando empezó a cavar fue consciente de que se enfrentaba realmente a un esfuerzo sobrehumano si quería llegar hasta el ataúd, pero no pensó ni por un momento en cómo sería sacarlo, abrirlo y... reencontrarse.
La tierra sólo estaba suelta en el hoyo excavado en su día para introducir en él el ataúd. Ésa era la tierra que él había conseguido quitar de encima, pero sacar la caja por la misma abertura, eso ya era otro cantar. Las tumbas no se cavaban pensando en eso.
Apoyó la cabeza en las manos y descansó un poco de pie. Una brisa suave cruzó el cementerio, agitó las hojas de los álamos y le refrescó la frente ardiente. En medio del descanso y del silencio se le ocurrió pensar que, quizá, todo aquello no eran más que elucubraciones suyas. Que su deseo había sido tan fuerte que había imaginado el sonido. Tal vez fuera algún animal, quizá una...
«... rata».
Mahler apretó con fuerza los ojos. Otro soplo de brisa le acarició la frente. Estaba completamente agotado, notaba cómo se le contraían los sobrecargados músculos de los brazos y de la espalda, y se le ponían rígidos mientras estaba de pie. No creía siquiera que él pudiera salir de la tumba sin ayuda.
«Las cosas son como son».
Se le alisaron las arrugas de la frente y experimentó una extraña sensación de paz cuando empezaron a revolotear imágenes luminosas ante su retina. Se movía en medio de un carrizal, estaba rodeado de oscilantes cañas verdes, que se doblaban a su paso. Tras las cañas se ocultaban cuerpos desnudos, mujeres que jugaban con él al escondite como en un musical indio.
Él mismo se encontraba desnudo y las cañas le rozaban el cuerpo, provocándole cortes superficiales en la piel. Sentía escozor por todas partes y una película de sangre le cubría el cuerpo mientras él seguía avanzando, aturdido y excitado por el suave dolor y el deseo, hacia aquellos cuerpos esquivos. Un brazo por allí, un pecho por aquí, una melena morena al viento. Él extendía las manos y sólo conseguía atrapar más y más cañas.
Crujían y chirriaban bajo sus pies, las risas de las mujeres superaban al crujido de las cañas y él sólo era un toro, un animal torpe de carne y hueso, tratando de abrirse paso entre la fragilidad para satisfacer su deseo...
Abrió los ojos. Prestó atención.
Los arañazos sonaron de nuevo.
Y él no sólo los oía. Los sentía, percibía bajo los pies las vibraciones de las uñas rasgando la madera. Mahler levantó la cabeza y miró el ataúd.
«Crrrr...».
Había medio centímetro de madera entre aquellos dedos y su pie.
—¿Elias?
No hubo respuesta.
* * *
Salió de la tumba, despacio, vértebra a vértebra.
Arriba, en el bosque, junto al Jardín del Recuerdo, halló una rama larga y gruesa que se llevó consigo hasta la tumba. Al ver toda la tierra esparcida alrededor del agujero abierto no comprendió cómo era posible. ¿Cómo había sido capaz de hacerlo?
Sin embargo, siguió.
Introdujo la rama entre la cabecera del féretro y la pared de tierra compacta, e hizo palanca. El extremo del ataúd se levantó un poco y Mahler sintió que se le hinchaba la lengua dentro de la boca al oír que algo resbalaba, cambiaba de posición dentro de la caja.
«¿Qué aspecto tendrá? ¿Qué aspecto tendrá?».
Y no era sólo eso. También se oían roces. Como si el ataúd estuviera lleno de guijarros.
Al final había conseguido levantar tanto la cabecera del ataúd que logró tumbarse boca abajo y cogerlo por ese extremo con las dos manos para sacarlo del agujero.
No pesaba mucho. No pesaba casi nada.
Tenía el pequeño ataúd ante sus pies. No le había afectado ningún proceso de descomposición, presentaba el mismo aspecto que tenía en la capilla. Pero Gustav sabía que lo que descompone un cadáver no era lo que venía de fuera, sino lo que había dentro.
Se pasó la mano por la cara. Tenía miedo.
Había, era cierto, historias fantásticas sobre cadáveres, especialmente de niños, que hablaban de que los cuerpos estaban intactos cuando abrían las tumbas años después del entierro. Parecía sólo que estaban dormidos, pero eso eran cuentos, leyendas de santos o de circunstancias muy especiales. Debía estar preparado para lo peor.
El féretro se meneó a causa de una ligera sacudida en su interior, un tintineo, y Mahler sintió, por primera vez desde que llegó allí, un fuerte impulso de salir corriendo. El hospital psiquiátrico de Beckomberga se encontraba a tan sólo un kilómetro. Hacia allí. Tapándose los oídos con las manos, gritando. Pero...
«El castillo de Lego».
El castillo de Lego se hallaba aún en su apartamento. Los muñequillos estaban abandonados en las mismas posiciones que la última vez que jugaron. Mahler recordó las manos de Elias cogiendo los muñecos y las espadas.
—¿Abuelo, había dragones en los tiempos de los caballeros?
El abuelo se inclinó sobre el ataúd.
La tapa sólo estaba sujeta con dos tornillos, uno en los pies y otro en la cabecera. Sirviéndose de la llave de su apartamento, consiguió desatornillar el de la cabecera, tomó aire y retiró la tapa hacia un lado. Contuvo la respiración.
* * *
«No es Elias».
Retrocedió ante el cuerpo que reposaba sobre el blando revestimiento. Era un enano. Un enano entrado en años enterrado en vez de Elias.
Jadeante, aspiró sin querer el aire por la boca, por la nariz, y el hedor virulento a queso demasiado curado le provocó una náusea que le costó contener para que no se convirtiera en vómito.
«No es Elias».
La luz de la luna era más que suficiente para que pudiera ver lo que había pasado con el cuerpo. Las diminutas manos que ahora se movían buscando a tientas estaban deshidratadas, negras, y la cara... la cara. Mahler cerró los ojos, se los tapó con las manos, sollozando.
Se dio cuenta entonces de lo mucho que, a pesar de todo, había confiado, aunque fuera imposible, en que Elias iba a tener el mismo aspecto que en vida. De todos modos todo aquello era imposible, entonces, ¿por qué no iba a poder ser así?
Pero no lo era.
Gustav se mordió los labios, se los chupó, se quitó las manos de los ojos. En su trabajo había visto muchas cosas terribles, dominaba el arte de quedarse impávido, distante, como si no estuviera allí. Ahora lo puso en práctica al acercarse al ataúd y levantar a Elias entre sus brazos.
La seda del pijama de pingüinos tenía un tacto suave bajo sus dedos. Debajo de aquélla sintió la piel rígida, dura como el cuero. Tenía el tronco hinchado por los gases formados en el vientre, y el olor a proteínas descompuestas era peor de lo que pueda imaginarse.
Pero Mahler no estaba allí. Allí sólo estaba un hombre que llevaba un niño en brazos. Un niño que pesaba muy poco. Miró el ataúd una vez más para comprobar si se había dejado algo. Y sí, se lo había dejado. El Lego.
Eso era lo que había provocado aquel ruido como de roce. Elias había conseguido abrir la caja que le habían dejado en el ataúd, y las piezas de plástico estaban ahora en un montón a los pies de éste, junto a la caja rota.
El hombre se detuvo, se imaginó la escena. Elias allí enterrado y...
Apretó los ojos. Borró aquella imagen. Se quedó allí parado en un instante de locura, dudando, pensando si no debería dejar a su nieto, recoger las piezas y guardárselas en los bolsillos.
«No, no, compraré nuevas, compraré toda la tienda...».
Con el paso corto y una respiración jadeante, que parecía insuficiente para oxigenar la sangre, Gustav se encaminó hacia la salida diciendo en voz baja:
—Elias... Elias... todo se va a arreglar. Ahora vamos a ir a casa... con el castillo de Lego. Esto ya se ha terminado. Ahora vamos... a ir a casa...
Elias se giró lentamente en los brazos de Mahler, como si tuviera sueño, y éste pensó en todas las veces que había llevado aquel cuerpecillo dormido desde el coche o desde el sofá hasta la cama. Con el mismo pijama.
Pero ese cuerpo ahora no era suave, ni cálido; era duro y frío, rígido como el de un reptil. A mitad de camino hacia la salida se atrevió a mirarle a la cara otra vez.
La piel, de color marrón anaranjado, se había tensado tanto que los pómulos se le veían con toda claridad. Los ojos sólo eran un par de hendiduras, dos cortes, y todo el rostro parecía... asiático. Pero tenía la nariz y los labios negros, arrugados. No había mucho que recordara a Elias, excepto el cabello castaño y rizado que le caía sobre la amplia frente.
Con todo, habían tenido suerte.
Elias había empezado a momificarse. Si el terreno hubiera sido más húmedo, probablemente se habría descompuesto.
—Has tenido suerte de que haya sido un verano tan caluroso, pequeño. Bueno, tú no lo sabes, pero ha hecho... muy buen tiempo este verano. Como aquella vez que fuimos a pescar percas... ¿Te acuerdas? Te daban mucha pena las lombrices y pescamos con ratas de gominola en vez de lombrices...
El hombre siguió hablando todo el camino hasta que llegó de nuevo ante la verja. Seguía cerrada. No había pensado en ello.
Agotado, incapaz de dar un paso más, se dejó caer con Elias en brazos junto al muro de la verja. Ya no notaba el hedor. El mundo olía así.
Mahler contempló la luna con Elias apretado contra su pecho. Amarilla y amable, aquélla le envió un guiño, veía con buenos ojos todo cuanto había hecho. Él asintió, cerró los ojos y acarició los cabellos de Elias.
Sus preciosos cabellos.
Hospital de Danderyd, 00:34
—¿Cómo se siente ahora?
Alguien le puso un micrófono debajo de la barbilla y David, en un acto reflejo, estuvo a punto de cogerlo.
—¿Que... cómo me siento?
—Sí. ¿Cómo se siente en estos momentos?
No sabía cómo le había localizado el reportero de TV4. Después de que le hicieran abandonar la habitación de Eva, fue a sentarse a la sala de espera y un cuarto de hora después apareció el periodista y le pidió permiso para hacerle algunas preguntas. El reportero, un hombre de su misma edad, tenía un brillo especial en los ojos que podía deberse a la falta de sueño o a algún tipo de maquillaje. O a la excitación.
—Me siento bien —respondió David, alzando las comisuras de los labios en una mueca que en la imagen parecía aterradora—. Pensando ya en la semi...
—¿Perdón?
—La semifinal. Contra los cariocas...
El reportero miró al cámara y ambos intercambiaron la clave convenida: debían rodar de nuevo. El primero cambió el tono de voz, como si fuera la primera vez que decía lo que estaba diciendo.
—David, es la única persona que ha presenciado una resurrección. ¿Qué fue lo que pasó?
—Sí —respondió David—. Después de sacar la primera falta me di cuenta de que el partido era nuestro...
El reportero arrugó la frente y retiró el micrófono, hizo señas al cámara y se acercó a David.
—Disculpe, comprendo que esto tiene que ser muy duro para usted, pero ha presenciado algo que para el público... en general, ya sabe. Hay mucha gente que quiere escucharlo.
—Fuera de aquí. El periodista extendió las manos.
—De acuerdo, lo comprendo. Aquí vengo yo a aprovecharme de tu dolor para convertirlo en entretenimiento, entiendo que te pueda parecer así, pero...
David miró al reportero directamente a los ojos y empezó parlotear:
—Yo creo que tiene que ver con que hemos conseguido reunir a mucha gente que no suele venir a Suecia para tales ocasiones, no digo que no tengamos una selección fuerte normalmente, lo que puedo decir es que cuando uno tiene a Mjälby detrás defendiendo y cuando Zlatan está en tan buena forma como ha demostrado hoy...
Se llevó las manos a la cabeza, se dejó caer y se acurrucó en el sofá, cerró los ojos mientras continuaba:
—... entonces es casi imposible ganar... No, qué digo, quiero decir no ganar, por supuesto, yo lo tuve claro desde el momento en que salimos al campo...
El periodista se levantó, hizo un gesto al cámara para que grabara a David mientras, hecho un ovillo, seguía salmodiando su letanía en aquella sala vacía.
—... y yo le dije a Kimpa: «Vamos a por ellos», y él sólo asintió tal que así, y yo pensé en ese gesto que había hecho cuando él me tiró ese pase largo y yo se la pasé a Henke...
Se retiraron alejando la cámara. La imagen quedó bien.
* * *
David Zetterberg se calló en cuanto escuchó que se cerraba la puerta, pero siguió en la misma posición. Jamás volvería a ser persona. Así se veían las cosas desde el lado oscuro. Los desastres provocados por el hambre, las víctimas de torturas, las ejecuciones en masa. La otra cara del mundo, aquella que las personas afortunadas lamentaban, por la que tenían mala conciencia y a la que no tenían acceso. Esa oscuridad con la que él había coqueteado a veces en sus textos. En teoría, sin experiencia.
El reportero se encontraba en el lado iluminado del mundo, y por lo tanto era absurdo hablar con él. No había palabras. David se apretó los ojos con las palmas de las manos hasta ver estrellas rojas. Lo terrible era que Magnus aún estaba en el mundo de las luces. Dormía en casa de la abuela y no sabía nada. Dentro de unas horas, David tendría que ir allí y dejar entrar las sombras.
«Eva, ¿qué voy a hacer?».
Ojalá pudiera pedirle consejo a ella, aunque sólo fuera en este asunto: ¿cómo debía decírselo a Magnus?
Pero ahora eran otros quienes le formulaban preguntas a ella. Sobre otras cosas.
Después de que se aplacara el caos inicial en el hospital, los médicos se mostraron tremendamente interesados por el hecho de que Eva pudiera hablar. Evidentemente era uno de los pocos resucitados capaces de hacerlo. Aquello podía tener relación con que ella había fallecido poco antes de que despertaran, o con otra cosa. Nadie lo sabía.
Él no se había sentido especialmente sorprendido al enterarse de lo que pasaba en el depósito de cadáveres. Le pareció tan absurdo, imposible y consecuente como todo lo demás. Aquella noche el mundo había sido arrojado a las tinieblas, entonces ¿por qué no iban a poder despertarse los muertos también?
Después de un espacio de tiempo imposible de calcular se levantó, salió al pasillo y dobló la esquina; se dirigía a la habitación de Eva, pero se detuvo. Había un montón de gente congregada delante de la puerta cerrada; pudo distinguir un par de cámaras de televisión, y micrófonos.
«Querida mía...».
Cada vez que había visto caer una estrella, cada vez que había jugado a algún juego en el que hubiera que formular un deseo en silencio, él había deseado:
«Haz que siempre ame a Eva, no dejes que mi amor por ella se debilite nunca».
Para él era ella quien llenaba el cielo y hacía del mundo un lugar habitable. Para las personas reunidas en el pasillo ella era un objeto, una noticia, una fuente de información. Pero los médicos eran ahora los dueños de Eva. Si se acercaba, se abalanzarían sobre él.
Encontró una sala de espera al fondo del pasillo, donde se sentó y se quedó mirando fijamente una lámina de Miró hasta que las figuras empezaron a deslizarse, a moverse fuera del marco del cuadro. Entonces fue a preguntar a un médico que no sabía nada ni podía dar ninguna información, pero no, no se permitían visitas.
David volvió junto al Miró. Cuanto más observaba las figuras, más hostiles le parecían. Dejó de mirarlas y se puso a contemplar la pared.
Täby Kyrkby, 00:52
Cuando Flora volvió de llamar por teléfono, parecía como si hubiera visto un fantasma por segunda vez aquella noche. Se dirigió a la puerta del dormitorio y estuvo escuchando.
—¿Qué? —le preguntó su abuela—. ¿Te han creído?
—Sí —contestó la nieta—. Sí, claro.
—¿Van a mandar una ambulancia?
—Sí, pero... —La chica se sentó al lado de Elvy en el sofá, haciendo sonar la cucharilla contra la taza—... podría tardar un poco. Tenían mucho trabajo... en estos momentos.
Elvy le cogió la mano con delicadeza para que dejara de hacer tintinear la cucharilla.
—¿Y eso? ¿Qué te han dicho?
Flora sacudió la cabeza e hizo girar la cucharilla entre los dedos.
—Está pasando por todas partes. Se han despertado varios cientos. Tal vez miles.
—No.
—Sí. Me han dicho que ahora están fuera todas las ambulancias... para recogerlos. Que nosotras no debíamos intentar hacer nada, que no debíamos... tocarlo y eso.
—¿Y eso por qué?
—Porque podría producirse algún tipo de contagio o algo. No lo sabían.
—¿Qué tipo de contagio?
—Que no tenía ni la menor idea, eso es lo que me ha dicho.
Elvy volvió a hundirse en el sofá, se quedó contemplando el jarrón de cristal que Margareta y Göran les habían regalado a Tore y a ella cuando celebraron sus cuarenta años de casados. Orrefors. Horroroso. Probablemente, carísimo. Unas flores mustias llegadas con algún mensaje de pésame colgaban a media asta de los bordes.
Empezó como un cosquilleo en las comisuras de los labios, un temblor en los labios. Luego, las comisuras, movidas por un impulso irresistible, se contrajeron hacia arriba poco a poco, hasta que una amplia sonrisa invadió el rostro de Elvy.
—¿Abuela? ¿De qué te ríes?
Elvy quería reírse a carcajadas. No. Más. Quería saltar del sofá, dar un par de pasos de baile y reír. Pero Flora echó la cabeza hacia atrás un par de centímetros, como suele hacerse ante un fenómeno extraño, y Elvy se llevó la mano derecha a la cara para borrarse mecánicamente la sonrisa. Las comisuras de los labios querían volver a alzarse, pero haciendo un esfuerzo consiguió ponerlas en su sitio. Nada de asustar.
—Es la resurrección de la carne —comentó con hilaridad contenida—. ¿No lo entiendes? Es la resurrección. La resurrección de la carne. No puede ser otra cosa.
Flora ladeó la cabeza.
—¿Ah, sí?
No había palabras. Elvy no podía explicarlo. Su alegría y sus expectativas eran demasiado grandes para poder expresarlas con palabras, por eso dijo:
—Flora, no quiero hablar de eso ahora. No tengo ganas de discutir. Sólo quiero estar un momento a solas.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Quiero estar tranquila. Es un momento. ¿Me dejas?
—Sí, sí. Claro.
Flora se dirigió a la ventana y se puso a mirar alternativamente las copas apenas visibles de los árboles frutales, y la imagen de Elvy reflejada en el cristal. Ésta se entregó en silencio a su religiosidad. Después de un rato, Flora dio un golpecito al espanta-espíritus de tubos metálicos colgado en la ventana, abrió la puerta del balcón y salió a la terraza. El ruido de sus pisadas se confundía con el tintineo del espanta-espíritus, pero aquéllas enmudecieron al cabo unos segundos.
«El reino de los cielos al final de los tiempos».
Euforia. No había palabra mejor para describir lo que se agitaba en el pecho de Elvy.
Como si fuese la víspera de un largo viaje, por la
[noche:
ya tienes el billete en el bolsillo y hechas al fin las
[maletas.
Y puedes sentarte y percibir la cercanía de lo
[lejano...5
Sí. Así se sentía. La anciana trató de ver ante sí el país lejano al que pronto iba a viajar, adonde pronto iban a viajar todos, pero aquí no había folletos turísticos en los que apoyarse, todo dependía de ella y ella no era capaz de imaginárselo, era indescriptible y superaba su imaginación.
Pero estaba allí sentada y sentía que pronto... pronto...
Pasaron unos minutos, tras los cuales algunas gotas de mala conciencia se mezclaron en el cáliz de su regocijo. Flora estaba en su casa. Aquí. Ahora. ¿Qué había sido de su nieta? Cuando se levantó del sofá para ir a buscarla, vio el sillón delante de la puerta del dormitorio y llegó a pensar: «¿Por qué está ahí el sillón?», antes de que recordara el motivo. Precisamente porque Tore estaba allí dentro, sentado junto al escritorio, revolviendo los papeles como cuando estaba vivo. Elvy se detuvo de repente porque la asaltó una duda sombría.
«Y si fuera así».
Cuando Flora volvió del teléfono y le comunicó lo que le habían dicho, la anciana se imaginó un ejército silencioso de resucitados, cientos, miles, avanzando solemnemente por las calles como una señal sublime de lo que estaba por llegar. A pesar de lo que ella había visto ya, se volvió y fue hasta la puerta del dormitorio. Allí había papeles revueltos, pies desnudos con las uñas sin cortar, manos frías, hedor, pero ni rastro de un coro de ángeles en las alturas, sólo cuerpos de carne y hueso que se metían en todas partes y causaban problemas.
«Pero los caminos del Señor...».
... son inescrutables, sí. No sabemos nada. Elvy meneó la cabeza y lo dijo en voz alta:
—No sabemos nada. —Ahí lo dejó, y salió a la terraza en busca de su nieta.
La oscuridad de agosto era profunda y no corría brisa entre las hojas. «Es de noche y hay tanta calma que la luz de la vela arde sin flamear». Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad, Elvy distinguió la oscura silueta de su nieta reclinada sobre el tronco del manzano. Elvy bajó las escaleras y fue hacia ella.
—¿Estás aquí sentada? —le preguntó.
La chica no contestó a la pregunta que no era tal, sino que dijo:
—He estado pensando. —Y se levantó, cogió del árbol una manzana medio madura y se puso a jugar con ella entre las manos.
—¿Y qué has pensado?
La manzana voló por los aires, captó la luz de la sala de estar por un instante y cayó en las manos de la joven con un golpe.
—¿Qué demonios van a hacer? —dijo Flora, echándose a reír—. Todo va a cambiar ahora. Nada encaja. ¿Comprendes? Todo en lo que han basado toda esa mierda... ¡Paf! ¡Se acabó! La muerte, la vida. Nada encaja.
—No —reconoció Elvy—. Es verdad.
Flora descubrió las piernas y dio unos pasos de baile sobre el césped. De repente, lanzó la manzana alto, lejos. Elvy la vio volar sobre el seto describiendo un arco amplio y la oyó caer con un golpe sordo en el tejado del vecino, para luego rodar sobre las tejas.
—No hagas eso —la reprendió.
—¿Y? ¿Y qué? —Flora extendió los brazos como si quisiera abrazar la noche, el mundo—. ¿Qué van a hacer? ¿Llamar a los antidisturbios? ¿Arrestar a alguien? ¿Avisar a Bush y pedirle que venga a bombardear? Quiero verlo... de verdad, quiero ver cómo solucionan esto.
La joven cogió otra manzana y la tiró en otra dirección. Esta vez no acertó en ningún tejado.
—Flora...
Elvy intentó poner la mano en el brazo de su nieta, pero ésta se zafó.
—No lo entiendo —admitió Flora—. Tú crees que esto es Armagedón, ¿no? Yo no me sé la historia, pero los muertos despiertan, los sellos se rompen y todo el programa y esto se acaba, ¿no?
La anciana sintió un profundo rechazo a ver reducidas sus creencias a esa descripción, pero contestó:
—Sí.
—De acuerdo. Yo no lo creo. Pero si uno cree eso, ¿qué demonios importa una fruta en el tejado del vecino?
—Hay que mostrar consideración. Flora, por favor, tranquilízate un poco.
La chica soltó una carcajada, pero sin malicia. Abrazó a Elvy, la meció hacia delante y hacia atrás como si fuera una niña pequeña que no entendía nada. Elvy supo encajarlo. Se dejó acunar.
—Abuela, abuela —le dijo Flora en voz baja—. Tú crees que el mundo se va a hundir y me dices a mí que me tranquilice.
La anciana sonrió. Resultaba algo gracioso, la verdad. Flora la soltó, dio un paso atrás, apretó las palmas de las manos y movió la cabeza como en un gesto de saludo hindú.
—Como dijiste antes: no comparto tus creencias, pero, abuela, yo creo que se va a montar un lío de los gordos. Tendrías que haber oído la voz de la telefonista en la Central de Emergencias. Era como si tuviera a los zombis resollándole en la nuca. Va a ser el caos, esto va a cambiar, y ¡joder!, cómo me alegro.
La ambulancia llegó como un ladrón en mitad de la noche. Nada de sirenas, ni siquiera estaban encendidas las luces de emergencia. Se acercó despacio hasta llegar delante de la casa; se abrieron las puertas delanteras y se apearon dos hombres vestidos con batas de color azul claro. Elvy y Flora fueron a su encuentro.
Era la 1:30 y los hombres parecían agotados. Probablemente les habían sacado de la cama para hacer frente a la situación. El conductor saludó a Elvy con una inclinación de cabeza y señaló hacia la casa.
—¿Está ahí dentro?
—Sí —contestó Elvy—. Yo... lo encerré en el dormitorio.
—No es la única, créame.
Se pusieron unos guantes de goma y subieron las escaleras. Elvy no sabía qué era lo que debía hacer. ¿Debería entrar con ellos y echarles una mano, o sería sólo un estorbo?
No acababa de decidirse, y entonces se abrió la puerta posterior de la ambulancia y salió otro hombre. No se parecía nada al personal sanitario; era mayor, más gordo y vestía una camisa negra. Permaneció un instante parado junto a la ambulancia, observando el lugar. O, mejor dicho, disfrutando de él. Tal vez llevaba mucho tiempo encerrado ahí dentro.
Cuando él se volvió hacia la casa, Elvy vio el rectángulo blanco que llevaba en el cuello de la camisa y se secó las manos en la bata dispuesta a saludarlo. Flora silbó, pero Elvy no le prestó atención. Se trataba de un asunto serio.
El hombre avanzó enseguida hacia el edificio con pasos sorprendentemente ágiles para aquel cuerpo tan orondo, y le tendió la mano.
—Buenas noches. O buenos días, quizá. Me llamo Bernt Janson.
Elvy le estrechó la mano, cálida y firme, se inclinó levemente y dijo:
—Elvy Lundberg.
Bernt saludó también a Flora, y les explicó:
—Bueno, soy el sacerdote del hospital de Huddinge, donde trabajo habitualmente, pero esta noche he salido con el personal de las ambulancias. —Su rostro se volvió más serio—. ¿Qué tal lo llevan aquí?
—Bueno —repuso Elvy—. Bien, estamos bien.
Bernt asintió y permaneció en silencio un instante para dejar que Elvy continuara, pero como no lo hizo, entonces prosiguió él:
—Bueno, ésta es una historia extraña. Muchas personas la están viviendo como algo espantoso.
La dueña de la casa no tenía nada que añadir. La verdad era que sólo tenía una duda y aprovechó para expresarla en voz alta:
—¿Cómo puede ocurrir algo así?
—Ya —repuso Bernt—. Eso es lo que se preguntan todos, como es lógico. Y, lamentándolo mucho, lo único que puedo decir es: no lo sabemos.
—¡Pero ustedes deben saberlo!
Elvy levantó el tono de voz y Bernt se quedó algo desconcertado; sacudió la cabeza.
—¿Qué quiere decir?
Elvy miró a Flora, olvidándose de que su nieta no era precisamente la persona adecuada en la que buscar apoyo. Eso la irritó aún más. Dio un golpe con el pie en el empedrado y dijo en voz alta:
—¿Está usted aquí delante de mí, un sacerdote de la Iglesia sueca, diciéndome que no sabe lo que esto significa? ¿Lleva usted la Biblia? ¿Necesita que le busque las citas?
Bernt levantó la mano en un gesto defensivo.
—Ah, bueno, usted se refiere...
Flora los dejó y entró en la casa, pero Elvy no reparó en ello.
—Sí, a eso me refiero. ¿No irá usted a decirme que lo que está ocurriendo sólo es una cosa extraña, como... como si empezara a nevar en junio? ¿Eh? En el último día, los muertos saldrán de sus tumbas...
Bernt juntó las manos haciendo un gesto conciliador.
—Bueno, quizá sea un poco prematuro pronunciarse sobre... esas cosas —repuso; echó una ojeada a la calle, se rascó la oreja y dijo en voz más baja—: Pero es evidente que puede tener un significado más profundo.
Elvy no se conformó.
—¿No es eso lo que usted cree?
—Sí... —Bernt miró la ambulancia, se acercó un poco a Elvy y le susurró al oído—: Sí, claro que lo creo.
—Pues dígalo entonces.
Bernt volvió a su posición anterior. Ahora parecía algo más tranquilo, pero siguió hablando en voz baja.
—Bueno, es que esa opinión no es exactamente comme il faut, por decirlo de alguna manera. No estoy aquí para eso. Se enfadarían conmigo si yo fuera en la ambulancia en una situación como ésta y... empezara a predicar.
Elvy lo comprendió. Le pareció probablemente un poco pusilánime, pero, claro, la mayoría de la gente no querría ni ver a un predicador del juicio final una noche como aquélla.
—Entonces, ¿usted cree... en el regreso de Cristo, y todo eso? ¿En qué va a ser así también?
El sacerdote ya no pudo contenerse más. En su semblante se dibujó una sonrisa amplia, emocionada, y le confió en voz baja:
—¡Sí! Sí, eso creo.
Elvy le devolvió la sonrisa. Al menos ya había dos creyentes.
Los dos hombres de la ambulancia aparecieron en las escaleras llevando a Tore entre ellos. Había una expresión de repugnancia contenida en el rostro de ambos. Elvy comprendió el motivo cuando se acercaron. Tore tenía la pechera de la camisa mojada y manchada con un líquido amarillento, y todo él desprendía una insoportable pestilencia a alimentos podridos. El muerto había empezado a descongelarse.
—Bueno, bien —empezó Bernt—. Aquí tenemos a...
—Tore —dijo Elvy.
—Tore, bien, bien.
Flora iba detrás. Había estado en el dormitorio para recoger su ropa y su mochila. Se acercó a Bernt, y le miró un momento de arriba abajo. El sacerdote hizo lo mismo; sus ojos se posaron un segundo en la camiseta de Marilyn Manson y Elvy cruzó las manos sobre el pecho tratando de comunicarle mentalmente a su nieta que aquél no era el momento oportuno para una discusión teológica, pero la pregunta de Flora fue de carácter más práctico.
—¿Qué hacen con ellos? —inquirió la joven.
—Nosotros... de momento los llevamos a Danderyd.
—¿Y qué piensan hacer después?
Tore ya había sido introducido en la ambulancia, y Elvy le dijo:
—Flora, tienen mucho trabajo...
—¿No te preocupa? —preguntó Flora, dirigiéndose hacia Elvy—. ¿No quieres saber lo que piensan hacer con el abuelo?
—Bueno, ésa es... —Bernt carraspeó—... una pregunta muy natural, y la verdad es que no lo sabemos. Pero puedo asegurarles que no se va a, digamos, hacer nada con ellos, por decirlo de alguna manera.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Flora.
—Verás... —Bernt arrugó el entrecejo—. Yo no sé a qué te referías, pero supuse que...
—En ese caso, ¿cómo puede estar tan seguro?
Bernt lanzó una mirada a Elvy, «sí, ya ves estos jóvenes», y ésta se la devolvió sin entusiasmo. Uno de los hombres de la ambulancia se había quedado con Tore, el otro se acercó hasta ellos y anunció:
—El equipaje está listo.
El sacerdote esbozó una mueca y el hombre de la ambulancia respondió con una sonrisa burlona, y dijo:
—Venga, ¿nos largamos?
—Sí. —Bernt se volvió hacia Elvy—. ¿Quizá desee usted acompañarle? —Como la anciana negó con la cabeza, él dijo—: ¿No? Pues entonces alguien se pondrá en contacto con usted tan pronto... tan pronto como sepamos algo.
Y le tendió la mano a Elvy para despedirse. Cuando se la ofreció a Flora, ella se la estrechó y dijo:
—Yo voy con ustedes.
—No —contestó Bernt mirando a Elvy—. Seguramente no es lo más adecuado.
—Sólo hasta la ciudad —insistió Flora—. Me llevan. Ya se lo he preguntado.
Bernt se volvió hacia el conductor de la ambulancia, y éste se lo confirmó con un asentimiento. El sacerdote lanzó un suspiro, y se dirigió a Elvy.
—¿Le da usted permiso?
—Ella es libre, puede hacer lo que quiera.
—Ya —dijo Bernt—. Me lo imaginaba.
Flora se acercó y le dio un abrazo a Elvy.
—Tengo que ir a la ciudad y hablar con un amigo.
—¿Ahora?
—Sí. Si tú te las arreglas sola, claro.
—Yo me arreglo sola.
Elvy se quedó junto a la verja del jardín viendo cómo su nieta se subía en la parte de atrás junto a Bernt. Les dijo adiós con la mano y pensó en el hedor mientras se cerraban las puertas. El motor se puso en marcha, la luz azul se encendió un instante, pero luego se apagó. La ambulancia dio marcha atrás despacio en el aparcamiento de la casa de enfrente, volvió y...
Se le tensaron los dedos de las manos y puso unos ojos como platos cuando una percepción extrasensorial omnipresente le atravesó el cuerpo como una estaca: Tore.
Retrocedió y buscó apoyo en el poste de la verja. Tore estaba allí. Ese mismo rastro distintivo omnipresente en su habitación, que ahora iba desvaneciéndose lentamente, se le había metido en la cabeza con toda su fuerza hasta llenarle el cuerpo y la mente, hasta que Elvy escuchó la voz de su difunto marido.
«¡Madre, ayúdame! Me han apresado... No quiero irme... Quiero quedarme en casa, madre...».
El vehículo salió del aparcamiento.
«Madre... ella viene, ella...».
Y Tore salió otra vez del cuerpo de Elvy como una culebra mudando de piel, pero si la voz del difunto había sonado tan fuerte como si la hubieran amplificado mediante altavoces, ahora pudo discernir en medio de la algarabía otra más débil, la de Flora.
«Abuela... ¿me escuchas? ¿Es a ti a quien él...?».
Elvy sintió físicamente que el campo se debilitaba al tiempo que recuperaba su cuerpo, y sólo alcanzó a contestar...
«Te escucho».
... antes de que desapareciera y ella volviera a ser sólo Elvy, apoyada en el poste de la verja. La ambulancia aceleró conforme avanzaba por la calle y ella la veía sólo como una mancha blanca; luego tuvo que agachar la cabeza, forzada por un zumbido en los oídos, ensordecedor como el de miles de mosquitos, y por el dolor de cabeza, que proyectaba soles rojos sobre los párpados.
Pero ella había visto.
La anciana se agarró al poste para no caer contra el asfalto, incapaz de levantar la cabeza o abrir los ojos para ver mejor. No podía. Eso no estaba permitido.
El dolor le duró sólo unos segundos, después desapareció de repente. Elvy levantó la cabeza, miró hacia el punto donde había estado la ambulancia un momento antes.
La mujer había desaparecido.
Pero Elvy la había visto. Un segundo antes de que la ambulancia desapareciera de su vista, ella había visto por el rabillo del ojo cómo una mujer alta y delgada de cabellos negros salía desde detrás del vehículo y extendía un brazo hacia él. Luego, el dolor la había obligado a apartar la vista.
La anciana miró a lo largo de la calle. La ambulancia desapareció a lo lejos en el cruce con la vía principal. La mujer se había esfumado.
«¿Estará... ahora... dentro de la ambulancia?».
Elvy se apretó la frente con la mano y se concentró todo lo posible.
«¿Flora? ¿Flora?».
No hubo respuesta. No había contacto.
En realidad, ¿qué aspecto tenía esa señora? ¿Cómo iba vestida? Era imposible recordarlo. La imagen se le escurría entre los pliegues de la memoria cuando intentaba recordar el semblante o el cuerpo atisbados durante una fracción de segundo. Era como evocar un recuerdo de la primera infancia; uno podía recordar un detalle concreto, algo que se le había quedado grabado. Todo lo demás permanecía en las sombras.
No se acordaba de su rostro ni de su ropa. Se habían borrado de su memoria. Sólo estaba segura de una cosa: entre los dedos de aquella mujer sobresalía algo que emitía un leve reflejo a la luz de la farola. Algo pesado. Algo de metal.
Elvy entró corriendo en casa para tratar de ponerse en contacto con Flora por el sistema convencional. Marcó su número de móvil.
—El abonado del número al que usted llama no está disponible en este momento...
Råcksta, 02:35
Las voces y los ruidos del metal despertaron a Mahler.
Por un instante se sintió totalmente desorientado. Estaba sentado con algo en los brazos y le dolía todo el cuerpo. ¿Dónde estaba?, y ¿por qué?
Entonces lo recordó.
Elias seguía sobre su regazo, inmóvil. La luna había seguido su camino mientras él estaba sentado, ya sólo se la veía parcialmente detrás de las copas de los abetos del Jardín del Recuerdo.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Una hora? ¿Dos?
Se oyó un chirrido cuando se abrió la verja de hierro y varias sombras se deslizaron hacia el espacio abierto delante de la capilla. Encendieron linternas y las luces danzaron sobre el empedrado. Se oyeron voces.
—... es demasiado pronto para responder en estos momentos...
—¿Pero qué piensan hacer ustedes en el caso de que sea así?
—Primero vamos a escuchar y ver qué... envergadura tiene, después...
—¿Piensan abrir las tumbas ahora?
Gustav creyó reconocer la voz del que preguntaba. Karl-Erik Ljunghed, uno de sus colegas del periódico. No pudo escuchar la respuesta. Su nieto permanecía inmóvil entre sus brazos, como muerto.
Estaba sentado en una oscuridad casi total. No podrían descubrirle a menos que dirigieran las linternas hacia el muro. Movió a su nieto con cuidado. No pasó nada. El terror se adueñó de su pecho.
«Todo esto, y ahora...».
Mahler encontró la mano seca y dura de Elias, puso sobre ella sus dedos índice y corazón, presionó. La mano se cerró en torno a sus dedos. Las luces de cinco linternas se movían dentro del cementerio, seguidas por las sombras.
Después del rato que había permanecido sentado, su cuerpo estaba rígido como una piedra, daba la impresión de que mientras dormía le habían sacado la columna vertebral y la habían sustituido por un hierro candente. ¿Por qué no salía? Karl-Erik podía echarle una mano, ¿por qué no les llamaba?
«Porque...».
Porque no debía hacerlo. Porque eran... ellos. Los otros.
—Elias, tengo... tengo que dejarte un momento en el suelo.
El pequeño no respondió. Gustav retiró sus dedos de los de Elias con una sensación de pérdida, y lo depositó con cuidado en el suelo. Consiguió ponerse en pie, apoyando la espalda contra el muro y valiéndose sólo de los músculos de las piernas.
Las luces de las linternas bailaban como fantasmas en la zona de las tumbas, y Mahler prestó atención para oír si se acercaba alguien más. Lo único que escuchó fueron las voces lejanas de los que habían llegado antes, y bajo, muy bajo, Eine Kleine Nachtmusik desde su móvil en el coche. El anuncio de la luz roja del amanecer rayaba el cielo.
—¿Elias?
No hubo respuesta. Su cuerpecillo yacía tendido sobre el empedrado, como si no fuera más que una sombra.
«¿Me oirá? ¿Me verá? ¿Sabrá que soy yo?».
Se agachó, puso las manos debajo de las rodillas y de la cabeza de Elias, se levantó y fue hacia el coche.
—Ahora nos vamos a casa, chaval.
En el aparcamiento había ahora otros tres coches: una ambulancia, un Audi con el logo del periódico y un Volvo de matrícula rara con los números de color amarillo sobre el fondo negro. Mahler tardó un poco en caer en la cuenta: era un vehículo militar.
«¿El ejército? ¿Será tan grave?».
La presencia del vehículo militar lo reafirmó en la idea de que había hecho bien en no dar a conocer su presencia. Cuando los militares entraban en escena, alguna otra cosa salía por la ventana.
El cuerpo de Elias era ligero, muy ligero, en sus brazos. Inexplicablemente ligero teniendo en cuenta lo... gordo que se había puesto. Su estómago era tan grande que los últimos botones del pijama habían saltado debido a la presión. Pero Mahler sabía que allí dentro sólo había gas formado por la putrefacción de las bacterias de la flora intestinal. Nada que pesara.
Colocó con cuidado a Elias en el asiento trasero, bajó el respaldo de su asiento al máximo para poder sentarse con la espalda apoyada. Conducía casi tumbado cuando salió del aparcamiento. Bajó las ventanillas de los dos lados.
Sólo había un par de kilómetros hasta su apartamento. Mahler fue hablando con Elias durante todo el recorrido, sin obtener ninguna respuesta.
* * *
Gustav colocó a Elias en el sofá sin encender las luces de la sala de estar, se inclinó sobre él y le besó en la frente.
—Ahora vuelvo, pequeño. Sólo voy a...
Sacó tres analgésicos del cajón de las medicinas que tenía en la cocina y se los tragó con un poco de agua.
«Ya está... Ya está».
El roce con la frente de Elias permanecía aún en sus labios. Piel fría, dura, sin respuesta. Era como besar una piedra.
No se atrevía a encender las luces del cuarto de estar. Elias permanecía completamente inmóvil en el sofá. El pijama de seda brillaba suavemente con las primeras luces del alba. Mahler se pasó las manos por el rostro y pensó:
«¿Qué estoy haciendo?».
Sí, ¿qué cojones estaba haciendo, en realidad? Lo primero porque Elias estaba muy enfermo. ¿Qué se hace con un niño gravemente enfermo? ¿Se lo lleva uno a su apartamento? Respuesta incorrecta. Se llama a una ambulancia, se preocupa uno de que llegue al hospital...
«Depósito de cadáveres».
... para que reciba atención médica.
Pero estaba lo del depósito de cadáveres. Lo que él había visto allí. Los muertos se resistían mientras los sujetaban. Y él no quería ver al niño en esa película, pero ¿qué podía hacer? Estaba claro que él no tenía ninguna posibilidad de hacerse cargo de Elias, de hacerle..., lo que le tuvieran que hacer.
«¿Y tú crees que la tienen en el hospital?».
Empezó a sentir algo de alivio en la espalda. Recuperó la sensatez. Iba a llamar a una ambulancia, por supuesto. No era posible hacer otra cosa.
«Mi pequeño. Mi niño precioso».
Si el accidente hubiera ocurrido sólo un mes más tarde... Ayer. Anteayer. Si Elias se hubiera librado de pasar tanto tiempo enterrado, habría evitado los estragos que la muerte había causado en él; no sería ese ser reseco parecido a un saurio en el que todo lo que sobresalía del cuerpo era negro. Mahler, por mucho que le quisiera, se daba cuenta de que Elias ya no parecía humano. Parecía como algo que uno mira a través de un cristal.
—Cariño, voy a llamar a un médico, a alguien que pueda ayudarte.
Sonó el móvil.
En la pantalla aparecía el número del periódico. Esta vez contestó la llamada.
—Sí, soy...
Benke parecía que estaba a punto de echarse a llorar cuando le interrumpió:
—¿Dónde has estado? Primero pones en marcha toda esta mierda y luego te esfumas, ¿no?
Mahler no pudo evitar una sonrisa.
—Benke, no he sido yo quien ha «puesto en marcha» todo esto. Soy inocente del todo.
Se hizo un silencio al otro lado del teléfono. Mahler pudo oír que había gente hablando por allí, pero no identificó ninguna de las voces.
—¿Gustav? —le interrogó Benke—. ¿Está Elias...?
Lo que le hizo tomar la decisión no fue que confiara en Benke, que lo hacía, por supuesto, sino el darse cuenta de que necesitaba algún modo de comunicarse con el mundo exterior. Mahler respiró profundamente y le confesó:
—Sí. Está aquí. En mi casa.
El ruido de fondo cambió, y Mahler comprendió que Benke se había ido con el teléfono a hablar a algún sitio donde los demás no pudieran oírle.
—¿Está... en mal estado?
—Sí.
Ahora el silencio era total alrededor de Benke. Probablemente se había metido en algún despacho vacío.
—Bueno, Gustav. No sé qué decirte.
—No tienes que decirme nada, pero quiero saber qué están haciendo. Si hago bien.
—Están reuniéndolos a todos. Los llevan a Danderyd. Han empezado a abrir las tumbas por todas partes. Han pedido ayuda al ejército, recurriendo a una disposición que hace referencia al riesgo de epidemia. La verdad es que nadie sabe nada. Yo creo... —Benke hizo una pausa—. No sé, pero yo también tengo nietos, como tú sabes. A lo mejor haces bien. Reina un cierto... pánico.
—¿Sabe alguien por qué pasa esto?
—Nadie. Y ahora, Gustav... voy al otro tema.
—Benke, no puedo. Estoy completamente destrozado.
Benke resopló en el auricular; Mahler se dio cuenta del esfuerzo que le suponía mantener la calma y no empezar a gruñir.
—¿Tienes las fotos? —le preguntó.
—Sí, pero...
—Entonces —dijo Benke—, ésas son las únicas fotos no intervenidas que se han tomado dentro del hospital y tú el único periodista que ha conseguido entrar antes de que lo cerraran. Gustav, con todo el respeto debido a la situación que estás viviendo, y que yo no puedo imaginarme siquiera, el caso es que yo estoy aquí y hago un periódico. Estoy hablando en estos momentos con mi mejor periodista, que está en posesión del mejor material existente. ¿Acaso puedes tú ponerte en mi situación?
—Benke, tienes que entender que...
—Te entiendo. Pero, por favor, Gustav, por favor, ¿no puedes hacer algo...? Lo que sea. ¿Las fotos y un pequeño texto directo? ¿Por favor? Y si no puede ser, pues las fotos, sólo las fotos.
Si hubiera podido reírse, Mahler se habría echado a reír, pero en esos momentos sólo le salió un gemido. En los quince años que ambos habían trabajado juntos no lograba recordar ni una sola vez en la que Benke hubiera pedido nada. La expresión «por favor» con signos de interrogación no existía en su vocabulario.
—Lo intentaré —le contestó.
Como si no se hubiera esperado otra cosa, Benke le espetó:
—Reservo las páginas centrales. Tienes cuarenta y cinco minutos.
—¡Por Dios!, Benke...
—Que sí. Y, gracias, Gustav. Gracias. Ya puedes empezar.
Colgaron. Mahler miró a su nieto, que no se había movido. Se acercó y le puso el dedo en la mano. Se lo agarró. A Mahler le habría gustado sentarse a su lado, dormirse así, con el dedo en la mano de Elias.
«Cuarenta y cinco minutos...».
Era una locura. ¿Por qué había dicho que sí?
Porque no había otra alternativa: él había sido periodista toda su vida, y sabía que lo que Benke le había dicho era cierto. Él tenía en sus manos el mejor material existente de la noticia más importante... que había producido nunca. No podía dejarlo pasar. De ninguna manera.
Se sentó frente al ordenador, fue seleccionando las imágenes en su cabeza y los dedos empezaron a moverse sobre el teclado.
El ascensor arranca con una sacudida. Oigo gritos a través de las gruesas paredes de cemento. La planta del depósito de cadáveres aparece a través del cristal que hay en la puerta.
SEGUNDO INFORME
00:22. El ministro de Sanidad y Asuntos Sociales llega al ministerio. Bajo su dirección se ha nombrado con carácter temporal una comisión integrada por representantes de varios ministerios y de la policía, así como médicos especialistas en diversas materias.
Se ha puesto a disposición de dicha comisión una sala de conferencias para que funcione provisionalmente como su sede central. Pronto será conocida como la Sala de los Muertos.
00:25. El primer ministro recibe la noticia en Ciudad del Cabo. La situación se considera tan extraordinaria que se suspende un encuentro con Nelson Mandela programado para el día siguiente, y el avión oficial se prepara para iniciar el viaje de regreso. El vuelo durará once horas.
00:42. A la Sala de los Muertos llegan los primeros datos irrefutables sobre resurrecciones en los cementerios. Ya se han barajado algunas cifras. Hay unas 980 personas más. La policía hace pública su falta de recursos para hacerse cargo de las exhumaciones.
00:45. Aumenta la necesidad de emitir un comunicado desde la Sala de los Muertos. Reina una cierta confusión en la terminología. Tras un breve encuentro, deciden que en adelante se utilizará el término «redivivo» para referirse a los muertos que han despertado.
00:50. El ejército se hará cargo del problema de las exhumaciones. Y puesto que la ley prohíbe la colaboración entre el ejército y la policía, los representantes de los militares no podrán pasar a formar parte de la comisión. A los militares se les otorga la misma autoridad que en los supuestos de intervención para hacer frente a una catástrofe, y podrán actuar en este asunto como juzguen más oportuno.
01:00. El hospital de Danderyd informa de que 430 redivivos se hallan bajo su custodia en la sección de Infecciosos, y han comenzado el desalojo de algunas secciones con el fin de habilitar espacio. En cada hospital sólo se han reservado dos ambulancias para las urgencias, el resto de su parque móvil está recogiendo a los redivivos. Se solicitan refuerzos.
01:03. En la Sala de los Muertos se discute si no deberían pedir ayuda a las empresas de pompas fúnebres para recoger a los redivivos. Esta decisión podría considerarse de mal gusto y, en vez de eso, se hace un llamamiento a todos los taxis libres para que trasladen a los pacientes del hospital de Danderyd hasta otros centros sanitarios.
01:05. Las declaraciones hechas a la prensa por el coronel Johan Stenberg, a quien el ejército ha puesto al frente de la fuerza de emergencia, llegan a la Sala de los Muertos. «En estos momentos consideramos los cadáveres como un problema estrictamente logístico», había declarado el coronel. Un secretario de prensa del Ministerio de Sanidad y Asuntos Sociales se encarga de informarle de los términos correctos que se deben utilizar.
01:08. El personal sanitario y el sacerdote de una ambulancia son amenazados con una escopeta en Tyresö al tratar de recoger a una rediviva. Solicitan presencia policial.
01:10. La CNN es la primera cadena de televisión extranjera que informa de lo sucedido en Estocolmo. Sólo ofrecen imágenes del caos formado en las inmediaciones de Danderyd y en el reportaje se dice erróneamente que los pacientes trasladados a otros hospitales son los «living dead».
01:14. Tras el reportaje de la CNN aumenta la presión de los medios extranjeros hacia la Sala de los Muertos. Se designa a un portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores para que se haga cargo de la información vía teléfono.
01:17. Sale la primera unidad militar encargada de las exhumaciones. La forman un experto en la desactivación de minas y demás personal militar que ha tomado parte en los trabajos de exhumación de tumbas colectivas en Bosnia bajo el mandato de la ONU. A la espera de que puedan formarse más grupos de características similares, se dirigen al cementerio de Skogskyrkogården para empezar allí las tareas.
01:21. El hombre de Tyresö que se negaba a entregar a su esposa rediviva abre fuego contra la policía. Nadie ha resultado herido.
01:23. El ministro de Sanidad, asesorado por juristas expertos en la materia, decide aplicar en la situación actual las leyes previstas para los casos de riesgo de pandemia, lo cual otorga a la policía similares competencias, todo ello a la espera de que lleguen los análisis médicos. Se ha pedido al Instituto de Medicina Forense que agilice al máximo sus trabajos.
01:24. Se autoriza a la policía de Tyresö el uso de gas lacrimógeno, pero se decide no hacerlo, ya que el hombre armado es un anciano y podría resultar gravemente afectado. Un mediador se pone en contacto telefónico con el hombre mientras se acerca al lugar.
01:27. El primer informe médico indica que los redivivos al parecer no utilizan los órganos respiratorios ni los de la circulación sanguínea. Las primeras biopsias hablarían, no obstante, de que pueden darse ciertas reacciones y procesos físico-químicos asimilatorios. «Todo es imposible totalmente, pero hacemos cuanto podemos», asegura el especialista en medicina interna que dirige la investigación.
01:30. En Danderyd hay ingresados 640 redivivos y se solicita la llegada de nuevos refuerzos procedentes de otros hospitales. Por razones que hasta ahora no han trascendido, surgen constantes conflictos entre el personal sanitario, lo cual dificulta la colaboración.
01:32. Tras duras presiones de los medios nacionales e internacionales, el portavoz de la Sala de los Muertos informa de que se ofrecerá una rueda de prensa en el Parlamento, Riksdagshuset, a las 06.00.
01:33. La llegada de familiares con ataques de ansiedad en diverso grado sobrecarga los servicios de urgencias de psiquiatría y de los centros médicos. La unidad de psiquiatría de la policía empieza a recibir a policías psíquicamente exhaustos.
01:35. La búsqueda de los redivivos fugitivos parece que puede darse por terminada. No obstante, se han pedido refuerzos desde el albergue de la ONG Stadsmissionen, donde algunos de los usuarios se han opuesto a que la policía se hiciera cargo de un mendigo fallecido hace dos semanas, que ha regresado ahora.
01:40. En el cementerio de Skogskyrkogården se desentierra al primer redivivo. Se informa de que se encuentra «en el estado más lamentable que pueda imaginarse», ya que ha sido sacado de una fosa en la que la tierra aún estaba húmeda.
01:41. El intermediario llega a Tyresö. Lo último que el hombre de la escopeta dice por teléfono es: «Ahora me voy con ella», tras lo cual se pega un tiro. El personal de la ambulancia se hace cargo de la esposa rediviva mientras la policía acordona la zona. El hombre no da ninguna señal de volver a la vida.
01:41. Desde el cementerio de Skogskyrkogården se ruega la ayuda de personas animosas. El hombre exhumado intenta escaparse de allí.
01:45. Danderyd empieza a perder el control. En estos momentos hay ingresados 715 redivivos, han surgido disputas y en algunos casos incluso peleas entre el personal que está en contacto directo con los redivivos.
01:50. El ejército, sin consultar con la Sala de los Muertos, solicita la presencia de unidades de zapadores para construir en Skogskyrkogården un cercado provisional donde retener a los exhumados mientras esperan el transporte.
01:55. Después de hablar con el personal de Danderyd parece claro que los conflictos surgen, según aseguran, a causa de la capacidad de leerse los pensamientos los unos a los otros.
02:30. Los redivivos de especial interés para la resolución de este misterio son trasladados a la Dirección Nacional de Medicina Forense en el Instituto Karolinska de Solna. Dentro de ese grupo se encuentran Eva Zetterberg, capaz de hablar, y Rudolf Albin, el redivivo que llevaba más tiempo muerto antes de resucitar.
02:56. Tomas Berggren, catedrático de Neurología, realiza la primera entrevista a Eva Zetterberg.
PRIMERA CONVERSACIÓN
Lo que sigue a continuación es una transcripción de la cinta grabada durante la primera conversación que mantuve con la paciente Eva Zetterberg. El interés por esta paciente es especial puesto que transcurrió un espacio de tiempo muy breve entre la pérdida de sus funciones vitales y su despertar sin el apoyo de dichas funciones.
La capacidad de la paciente para comunicarse oralmente ha ido mejorando continuamente desde que revivió.
La conversación se realizó en la Dirección Nacional de Medicina Forense en Solna, el miércoles 14 de agosto de 2002, de 02:56 a 03:07.
TB: Me llamo Tomas. ¿Cómo te llamas?
EZ: Eva.
TB: ¿Puedes decirme tu nombre completo?
EZ: No.
TB: ¿Puedes decirme cómo te apellidas?
EZ: No.
[Pausa]
TB: ¿Puedes decirme tu nombre?
EZ: No.
TB: ¿Cómo te llamas?
EZ: Eva.
TB: Eva es tu nombre.
EZ: Eva es mi nombre.
TB: ¿Puedes decirme tu nombre?
EZ: Eva.
[Pausa]
TB: ¿Sabes dónde te encuentras?
EZ: No.
TB: ¿Qué hay aquí?
EZ: ¿Dónde es aquí?
TB: Aquí es el sitio donde está Eva.
EZ: No.
TB: ¿Dónde está Eva?
EZ: Eva no está aquí.
TB: Tú eres Eva.
EZ: Yo soy Eva.
TB: ¿Dónde estás?
[Pausa]
EZ: Hospital. Un hombre blanco. Se llama Tomas.
TB: Sí. ¿Dónde está Eva?
EZ: Eva no está aquí.
[TB toca la mano de EZ]
TB: ¿De quién es esta mano?
EZ: Mano. La mano de yo.
TB: ¿Quién es Yo?
EZ: Tomas.
[Pausa]
TB: ¿Quién eres tú?
EZ: Soy Eva.
[TB toca la mano de EZ]
TB: ¿De quién es esta mano?
EZ: Mano de... Eva.
TB: ¿Dónde está Eva?
EZ: Eva está aquí. [Pausa] No.
TB: ¿Qué hay donde está Eva?
EZ: No.
[Pausa]
TB: ¿Puedo hablar con Eva?
EZ: No.
TB: ¿Qué ven tus ojos?
EZ: Una pared. Una sala. Un hombre. Se llama Tomas.
TB: ¿Qué ven los ojos de Eva?
EZ: Eva no ojos.
TB: ¿Eva no tiene ojos?
EZ: Eva no ve.
[Pausa]
TB: ¿Qué oye Eva?
EZ: Eva no oye.
TB: ¿Entiende Eva lo que yo digo?
[Pausa]
EZ: Sí.
TB: ¿Puedo hablar con Eva?
EZ: No.
TB: ¿Por qué no puedo hablar con Eva?
EZ: Eva ninguna... boca. Eva miedo.
[Pausa]
TB: ¿Por qué tiene miedo Eva? [Pausa] ¿Puedes decirme por qué Eva tiene miedo?
EZ: Eva quedarse.
TB: ¿Eva quiere quedarse donde está?
EZ: Sí.
TB: ¿De qué tiene miedo Eva?
EZ: No.
[EZ sacude con fuerza la cabeza]
EZ se niega a responder más preguntas después de eso.
Heden, 03:48
Flora miró el móvil en el autobús nocturno hacia Tensta y vio que su abuela la había telefoneado cinco veces. La llamó inmediatamente:
—Hola, soy yo...
Un suspiro de alivio procedente del otro extremo del hilo sopló en el oído de la joven.
—¡Oh, hija mía! ¿Estás bien?
—Sí. ¿Por qué?
—No, es que creía que... he tratado de llamarte.
—No podía llevar el móvil encendido en la ambulancia.
—No, no... —Flora ya se imaginaba a Elvy dándose una palmada en la frente—. No, claro. Qué tonta soy.
Se quedaron unos segundos en silencio. Las paredes de los edificios de Rissne se deslizaban fuera de la ventana.
—¿Abuela? Tú también le oíste, ¿verdad?
—Sí.
—El sacerdote no notó nada. Y al abuelo no se le notaba nada. Seguía allí tumbado, sin más.
Silencio de nuevo. Flora sacó su walkman de la mochila. Era un modelo tan antiguo que había que sacar la cinta y volverla para poder oír la otra cara. Quitó Holy Wood y puso Antichrist Superstar (light). Luego, se mantuvo a la espera.
—A mí... me pareció ver algo —dijo Elvy finalmente.
—¿El qué?
La anciana dudó un poco y luego dijo:
—Sólo quería saber si te encontrabas bien. ¿Estás en un autobús?
—Sí.
Como Flora no le dio más explicaciones, Elvy tampoco le preguntó nada más. Se despidieron con la promesa de llamarse al día siguiente. Flora se acurrucó en el asiento, se puso los auriculares en las orejas y le dio al botón de play, apoyó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos.
We hate love... We love hate... We hate love...
Cuando el bus la dejó en el centro de Tensta aún debía caminar un kilómetro. El camino de Akalla la llevaba casi recto, pero en el último trecho, ese que discurría por los terrenos de Järvafältet, no había más senderos que los abiertos por las excavadoras hacía diez años, luego desapareció toda la maquinaria de las constructoras, y la vegetación volvió a invadir aquellas pistas.
Cuando llegó a un alto, Flora contempló Heden al otro lado. Las primeras luces del alba resaltaban el relieve anguloso de los edificios grises. Había venido aquí por la noche otra vez. Fue ese mismo año, en la primavera, y entonces, en medio de la oscuridad de la noche, desde esta misma altura, no había podido ver nada del suburbio; sólo supo que estaba allí por un presentimiento, por el cambio del sonido a su alrededor.
No había ninguna farola, tampoco había luz en ninguna ventana, ya que no habían instalado el tendido eléctrico; no había agua ni desagües. Las obras no llegaron nunca tan lejos.
La luz del amanecer iba impregnando el cielo mientras Flora bajaba la cuesta con Tourniquet torturándole los oídos, y se reflejaba en las pocas ventanas que aún quedaban enteras de las fachadas de los edificios. Hasta hacía unos años la zona había estado cercada, como si fuera, desde el punto de vista formal, un terreno en construcción, pero después de que los habitantes de Heden abrieran por enésima vez nuevos accesos, las autoridades ya no se habían molestado en arreglarlo. Una buena parte de la valla había desaparecido para dedicarla a otros usos y el resto estaba tirado por el suelo, esparcido entre la hierba.
Al mismo tiempo se dieron por vencidos los limpiadores de las pintadas, de modo que la parte baja de las fachadas era una amalgama de zarzas y de auténticas obras de arte.
El pleito sobre quién debía hacerse cargo de la demolición de Heden llevaba ya cinco años en los tribunales, y no habría ningún responsable mientras no hubiera una sentencia firme. Heden era la vergüenza de la capital; un proyecto de construcción fracasado y envuelto en turbios avatares, donde ahora se daban cita quienes no tenían otro sitio adonde ir. De vez en cuando pasaba por allí la policía y hacía un poco de limpieza, pero como no había recursos para hacerse cargo de lo que encontraban, preferían hacer la vista gorda.
Flora pasó de la hierba al asfalto. El letrero de la fachada más próxima decía que se encontraba en la calle Ekvatorvägen. Un grafiti rodeaba el letrero de manera que parecía que un demonio, desnudo y sonriente, con rastas y un enorme órgano genital, sostenía el cartel en la mano.
Flora apagó el walkman entre Tourniquet y Angel with Scabbed Wings. Para meter todo el disco había tenido que quitar algunos temas, y la elección había sido sencilla. Se quitó los auriculares de las orejas y orientó hacia el silencio sus tímpanos anestesiados por la música, reprendiéndose a sí misma porque empezaba a encogérsele el estómago de miedo...
«Vaya pija de mierda».
... pero los únicos ruidos que se oían eran los de las personas. No había dado tiempo a plantar árboles ni arbustos, y por eso no había ningún pájaro, ningún susurro de hojas. Sólo personas: sus voces, sus gritos. Dejó la calle Ekvatorvägen con paso rápido, continuó a lo largo de la calle Latitudvägen y entró en el patio de Peter.
Los cristales rotos crujían bajo sus pies y el ruido rebotaba entre las desnudas paredes de cemento. Todas las construcciones a su alrededor eran edificios de tres plantas, y en el patio destacaba uno grande en el centro. Según Peter, estaba pensado instalar allí la lavandería, la sala de reuniones y el cuarto de recogida de basuras de toda la parcela, pero no había agua con la que lavar, ni pasaba nadie a recoger la basura, y la gente no tenía ganas de reuniones.
Flora se movía con cuidado sobre las bolsas de plástico y los cartones esparcidos por el suelo, pero no podía evitar los cristales y alguien advirtió su presencia. Alguien, que estaba sentado contra la puerta de hierro de la lavandería, se levantó y avanzó hacia ella. La muchacha siguió adelante, acelerando el paso.
—Eh, tú... chica...
El tipo se colocó delante de ella en el estrecho camino. Ella miró a su alrededor. No había nadie más por allí cerca. El hombre le sacaba la cabeza, tenía un acento finlandés muy marcado y desprendía un olor que ella no pudo reconocer. Cuando él levantó la mano y Flora vio la botella, entonces reconoció el olor: alcohol de quemar. El hombre le alargó la botella; una botella de refresco con algo dentro, quizá un trozo de pan, metido en el cuello de la botella a modo de filtro.
—Oye, Pippi Calzaslargas, ¿quieres un trago?
Flora meneó la cabeza.
—No. Gracias, ahora no me apetece.
Al oír aquella voz tan clara al hombre le dio por pensar en otra cosa, o esa impresión dio, pues se inclinó y observó la cara de Flora. Ella se quedó paralizada.
—No me jodas... —dijo el hombre—. Pero si eres... una cría. ¿Qué has venido a hacer aquí?
—A ver a un amigo.
—Ah, bueno.
El desconocido se quedó tambaleándose, como pensándoselo. Con mucho cuidado dejó la botella en el suelo justo a su lado. La muchacha registraba hasta el más mínimo movimiento, dispuesta a salir corriendo si era necesario. El hombre extendió los brazos.
—¿Me das un abrazo?
Ella no se movió. El hombre no parecía malo, la verdad, sólo miserable. Pero sólo en las películas infantiles los malos parecen malos. Llevaba los últimos botones de la camisa desabrochados, quizá perdidos, dejando al descubierto la barriga blanca. Su cara parecía demasiado pequeña, con aquel cuerpo tan hinchado, e incluso bajo aquella luz tenue se le notaban los vasos capilares en las mejillas, en la nariz. El hombre dejó caer los brazos y dijo:
—Tengo una hija... tenía una hija... vive, pero... tendrá la misma edad que tú, creo yo. —Se quedó pensándolo—. Trece años. Llevo ocho años sin verla. Kajsa. Así es como se llama. —Hizo un gesto señalando el bolsillo de su pantalón—. Tenía una foto, pero...
El hombre dejó caer los hombros y Flora pensó que iba a empezar a llorar. Cuando ella siguió andando, él se quedó murmurando algo para sí mismo.
La ventana de Peter se hallaba a ras del suelo y estaba entera. Como su vivienda inicialmente estaba pensada como el cuarto de las bicicletas, y de hecho ahora también funcionaba como tal, la ventana era de vidrio reforzado y hacía falta cierto empeño para romperla. Flora se agachó y llamó.
Oyó pasos que se arrastraban detrás de ella, se volvió y vio al finlandés abalanzándose sobre ella. Llevaba de nuevo los brazos extendidos y a Flora se le pasó por la cabeza una imagen propia del mismo Manson...
«Pollo broiler crucificado».
... después, el finlandés puso morritos y dijo con voz de bebé:
—Entonces, ¿vas a darme un abrazo pequeñito?
Flora se levantó y se escabulló del alcance de sus manos. El tipo siguió con los brazos extendidos y la mirada perruna. Ella entornó los ojos y ladeó la cabeza.
—¿Acaso no te das cuenta de lo asqueroso que eres?
Al otro lado de la ventana se encendió una linterna y Flora oyó la voz de Peter.
—¿Quién es?
Sin apartar la mirada del finlandés, Flora respondió:
—Soy yo.
Flora bajó la corta rampa de las bicicletas y se detuvo frente a una puerta de hierro cerrada, decorada con un grafiti que representaba un paisaje estival. Era una de las pocas puertas de la zona con cerradura, porque Peter la había puesto. Se oyó un chirrido y se abrió la puerta. Peter sujetaba con una mano el ligero saco de dormir en el que iba envuelto, en la otra llevaba la linterna.
—Pasa.
Ella echó una última mirada al finlandés, que seguía allí tambaleándose, con las manos aún extendidas hacia la noche y los recuerdos. Cuando Peter cerró la puerta y la luz de la linterna envolvió el cuarto, Flora podría haberse encontrado en cualquier zona habitada. Las bicicletas estaban muy bien colocadas a lo largo de la pared más grande, mientras que uno de los muros menores estaba reservado para el motocarro de Peter.
Peter siguió hasta la otra pared corta, un tabique de separación que él mismo había construido, y abrió la puerta disimulada con la misma pintura del muro. Así había conseguido evitar la expulsión cada vez que la policía aparecía por allí, ya que en sus registros someros no habían descubierto ese escondite.
La habitación situada detrás de la pared sólo tenía seis metros cuadrados y en ella sólo había espacio para la cama, que Peter había encontrado en un contenedor y se había traído a casa en la moto; una silla y una mesa en la que tenía la comida muy bien colocada, una cocina de camping y un bidón de agua. En el suelo, al lado de la cama, había un estéreo enchufado a una batería de coche, y en un derroche de imaginación, Peter poseía un cepillo de dientes que funcionaba a pilas y una maquinilla de afeitar. Tenía también una Gameboy, un despertador y el móvil; además de la linterna. Flora solía llevarle pilas como regalo.
Peter echó el pestillo de la puerta y se tumbó en la cama, bajó la cremallera del saco y éste se convirtió en un edredón. Flora se quitó el jersey y los pantalones, se metió en la cama con él y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Peter...
—¿Mm?
—¿Sabes lo que ha pasado esta noche?
—No.
Flora le contó toda la historia. Desde que se despertó en casa de Elvy hasta su llegada a la ciudad con la ambulancia.
—Qué raro —comentó él cuando terminó de contárselo, y le rodeó la cabeza con el brazo. Después de unos segundos, Flora notó que respiraba profundamente: se había dormido.
La luz del amanecer había convertido la única ventana en un rectángulo gris claro y Flora permaneció tanto tiempo con la vista clavada en él que se le quedó grabado en la retina un buen rato después de que ella hubiera cerrado ya los ojos.
* * *
Por la pesadez de cabeza, Flora se dio cuenta de que había dormido pocas horas, cuando la despertaron unos ruidos en la habitación contigua. Se puso de pie en la cama y miró a través de la mirilla. Un individuo de aspecto árabe e inusualmente bien vestido para esa zona estaba sacando una bicicleta. Flora no estaba segura, pero creyó reconocerle: era el hombre que solía sujetar una pancarta publicitaria en la calle Drottningsgatan.
Cogió su bici y se fue, cerrando la puerta al salir. Peter había dado llaves sólo a quienes le alquilaban el sitio a él. Costaba veinte coronas al mes guardar la bici en aquel cuarto cerrado y vigilado. Por supuesto, el alquiler no ofrecía ninguna garantía si la policía efectuaba una redada y se llevaba las bicicletas.
Flora volvió a acostarse, pero no pudo dormirse. Se quedó mirando alternativamente el techo, el rectángulo ahora amarillo resplandeciente y la cara llena de espinillas de Peter, que descansaba sobre la almohada. Después de una hora se levantó y puso a calentar en el infiernillo el agua para el té.
El silbido del aparato despertó a Peter, que se sentó en la cama y miró a la ventana en vez de al despertador para saber qué hora era, y concluyó:
—Pronto. —Y volvió a tumbarse en la cama.
Flora dejó que las bolsas de té reposaran el tiempo suficiente dentro del agua caliente, luego echó la infusión en dos tazas, puso dos cucharaditas de azúcar en cada una y se fue con ellas a la cama.
—Lo que me contaste cuando viniste... —dijo Peter después de beber un par de sorbos.
—¿Sí?
—¿Es verdad?
—Sí.
Él asintió, moviendo la taza de té de un lado a otro, luego dijo:
—Bien. —Se levantó, se puso otra cucharadita de azúcar y volvió a la cama. Había temporadas que vivía a base de té y azúcar.
—¿Te parece que está bien? —le preguntó Flora.
—Por supuesto.
—¿Por qué?
—No sé. ¿Hay más té?
—No. Se ha terminado el agua.
—Luego iremos a buscar.
Peter se levantó para hacer pis. Se le marcaban las costillas con toda claridad, como si tuviera la piel más fina que el resto de la gente. El chico quitó la bayeta húmeda del cubo de hacer pis, se puso de rodillas e inclinó el cubo para no salpicar. Un leve murmullo del chorro contra el metal. Flora era incapaz de utilizar el cubo. Cuando estaba allí, solía hacer sus necesidades en los retretes públicos que había fuera, pues el ayuntamiento, aunque no quería reconocer la existencia de Heden, había colocado allí varios aseos públicos hacía un par de años, y los vaciaba puntualmente, eso después de que las zonas de bosque de los alrededores hubieran quedado apestadas de papel higiénico, olor a mierda y plantas quemadas por la orina.
—Está bien que la policía tenga otras cosas que hacer —dijo Peter—. Y está bien que ocurra algo así. Debía pasar algo por el estilo.
—Pero es raro, ¿no? —repuso Flora.
—A mí me parece que lo raro es que no haya sucedido antes. ¿Vamos a por agua?
Se vistieron y Peter sacó el motocarro. Medio año le había llevado restaurar y reparar el montón de chatarra que se encontró abandonado y desguazado en mitad del bosque. La verdad era que sólo había podido aprovechar el chasis y las ruedas. A base de buscar y cambiar piezas de otras motos, había conseguido que el motocarro funcionara, además lo había pintado con un spray de color plata metalizado y sobre el depósito de gasolina había escrito «La flecha de plata» con letras negras. Era la única de sus pertenencias de la que realmente se preocupaba. (Si Flora se imaginaba a Peter como Snusmumriken6, la moto sería su armónica).
Ella cogió el bidón del agua, se sentó en el carro y dieron una vuelta por la zona; recogieron tres bidones que estaban colocados fuera de las puertas. Ése era todo el negocio de Peter: cuidaba las bicicletas y traía y llevaba cosas, entre ellas el agua. Con las mil coronas largas que ganaba con ello al mes, se costeaba la comida en un supermercado de Överskottsbolaget. A veces, los dueños de los puestos de fruta de la plaza de Rinkaby le daban alguna caja con las sobras a la hora de recoger el puesto.
Salieron dando tumbos por el campo, siguieron por Akallavägen y Peter llenó los bidones en la estación de servicio de Shell. Eran casi las nueve y las portadas de los periódicos ya estaban a la vista.
LOS MUERTOS DESPIERTAN
GRAN REPORTAJE
GRÁFICO DE
LA CONMOCIÓN
DE ESTA NOCHE
LOS MUERTOS
DESPIERTAN
2.000 SUECOS HAN
SALIDO ESTA NOCHE DE SUS TUMBAS
El periódico que prometía un reportaje gráfico en el interior llevaba una foto en la portada de lo que parecía una pelea. Algunas personas vestidas de blanco luchaban con ancianos desnudos entre mesas de acero. La otra parecía más el típico cartel de película de terror: unos cuantos viejos con sudarios andaban entre las lápidas.
—Mira —dijo Flora.
—Sí —contestó Peter—. ¿Me ayudas con los bidones?
Entre los dos cargaron los cuatro bidones de veinte litros cada uno. Flora miró a su alrededor y no pudo evitar una punzada de decepción. Todo parecía como siempre. El sol de la mañana lucía lánguido sobre la gente que llenaba los depósitos de gasolina o caminaba por las aceras. Entró en la tienda de la gasolinera y compró los dos periódicos. La dependienta le cobró sin decir nada. Al salir vio a un viejo agachado junto a su coche poniendo aire en las ruedas.
«Como si nada...».
Peter arrancó el motor y ella se subió al carro para sujetar los bidones mientras atravesaban los campos llenos de baches. No se veía ninguna señal en ningún sitio de que el mundo se había ido a pique aquella noche.
Ella había visto la trilogía de los muertos vivientes7 de George Romero, y aunque no era eso lo que se esperaba, pues, al menos... algo, algo más, cualquier cosa, algo más que convertirse sólo en un nuevo culebrón de los periódicos vespertinos. Peter no preguntaba nada ni se ponía nervioso. Por eso había ido a verle; para escapar, pero ahora, allí sentada, agarrando los bidones en medio del traqueteo del motocarro, casi echaba de menos la ciudad, la escuela, la histeria que suponía debía de reinar allí.
«Imagínate, ¿y si no pasa nada más? Si sólo es tema de conversación durante una semana y luego... nada».
Flora dio un puñetazo a uno de los bidones y parpadeó al sentir el escozor de las lágrimas en los ojos. Volvió a golpear el bidón. Peter no le preguntó el motivo.
Industrigatan, 07:41
—¿Qué te ocurre, corazón? ¿Estás enfermo?
—No, es sólo... que he dormido mal.
—¿Y qué tal te fue en Norra Brunn?
—No hubo espectáculo por lo de la luz. Ahora debemos irnos.
David tendió la mano a Magnus por delante de su madre. El niño esbozó una amplia sonrisa y dijo:
—¡Estuve mirando la tele hasta las diez y media! ¿A que sí, abuela?
—Sí —admitió ella con una sonrisa de mala conciencia—. Como no se podía apagar, y yo tenía un dolor de cabeza tan...
—A mí también me dolía, es verdad —le interrumpió Magnus—. Pero estuve mirando la tele igual. Pusieron Tarzán.
Su padre asintió con un gesto mecánico. Por la cabeza, por detrás de los ojos, le corría lava granulada. Si permanecía allí un minuto más iba a darle un ataque, iba a explotar. No había pegado ojo en toda la noche. Hasta las seis no le habían comunicado que Eva había sido trasladada al Instituto Anatómico Forense. Él había intentado en vano hablar con alguien, luego se fue a casa, allí se había lavado la cara con agua fría y escuchado los mensajes del contestador.
No había ninguna llamada del hospital. Sólo periodistas y el padre de Eva preguntando dónde estaba ella. No se sentía con fuerzas para hablar con él ni con su madre. Por suerte, ella no se había enterado de nada de lo sucedido por la noche.
Cuando Magnus le dio la mano, David tiró de él con demasiada brusquedad. Su madre arrugó en entrecejo y le preguntó:
—Y con Eva, ¿va todo bien?
—Sí, claro. Ahora tenemos que irnos.
Se despidieron y David arrastró a Magnus escaleras abajo. De camino hacia la escuela, el niño le fue contando cosas del capítulo de Tarzán que había visto y su padre iba asintiendo, diciendo que sí sin enterarse de nada. A mitad de camino se llevó a Magnus hacia un banco de un parque.
—¿Qué pasa? —preguntó Magnus.
David se colocó las manos en las rodillas y clavó la vista en el suelo. Tratando de que se enfriara lo que le ardía dentro de la cabeza, de que se tranquilizara. Magnus jugueteaba con su mochila.
—¡Papá! ¡No llevo nada de fruta!
El niño enseñaba su mochila vacía para que lo comprobara.
—Compraremos una manzana en el quiosco —le contestó David.
Esas palabras cotidianas y un hecho normal le tranquilizaron. Se abrió una rendija de luz, y a través de ella vio a su hijo de ocho años rebuscando en el fondo de su mochila; tal vez había alguna vieja manzana olvidada allí. El sol de la mañana brillaba sobre sus finos cabellos.
«Nunca te fallaré, pequeño. Pase lo que pase».
La angustia fue sustituida por una enorme tristeza. Como si fuera tan sencillo: hacía un día precioso, lucía el sol, arrojaba sombras borrosas sobre los troncos de los árboles y sobre el hormigón. Y aquí estaba él, sentado en un banco con su hijo que iba a la escuela y necesitaba una manzana para la pausa de la fruta. Y él era un padre que podía entrar en una tienda, sacar unas coronas, comprar una manzana grande y roja y dársela a su hijo, que diría: «Qué bonita», y se la guardaría en la mochila. Si fuera así.
—Magnus... —le dijo.
—¿Sí? Yo prefiero una pera.
—Vale. Oye...
Se había pasado buena parte de la noche pensando en este momento, en cómo iba a decírselo, en cómo tenía que hacerlo. Quien tenía buena mano para estas cosas era Eva. Ella era la que hablaba con Magnus de cómo debía comportarse él si los chicos mayores se portaban mal, si tenía miedo o estaba preocupado por algo. Él podía apoyarla y seguir su línea, pero no sabía por dónde empezar, ni qué era lo correcto.
—Es que... mamá ha tenido un accidente esta noche. Y está en el hospital.
—¿Cómo un accidente?
—Chocó con el coche. Con un alce.
Los ojos de Magnus se abrieron como platos.
—¿Murió el alce?
—Sí, eso creo. Pero... mamá estará unos días en el hospital hasta que... la curen.
—¿No podré ir a verla?
A David se le formó un nudo en la garganta, pero antes de que se le deshiciera en lágrimas se levantó, agarró a Magnus de la mano y le dijo:
—Ahora no. Más adelante. Pronto. Cuando se ponga buena.
Caminaron un trecho en silencio.
—¿Y cuándo se pondrá buena? —quiso saber el niño cuando se hallaban cerca del colegio.
—Pronto. ¿Querías una pera?
—Mm.
David entró en el quiosco y compró una pera. Cuando salió, Magnus estaba mirando las portadas de los periódicos.
LOS MUERTOS DESPIERTAN
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DE ESTA NOCHE
LOS MUERTOS
DESPIERTAN
2.000 SUECOS HAN
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El niño las señaló e inquirió:
—¿Es verdad eso?
El humorista lanzó una mirada a las estridentes letras negras sobre fondo amarillo.
—No lo sé —contestó, y le puso la pera dentro de la mochila. Magnus siguió preguntando durante el último trecho hasta la escuela, y David siguió mintiendo.
Se dieron un abrazo junto a la verja del colegio y David se quedó en cuclillas un rato, vio a su hijo cruzar la puerta de entrada con la mochila rebotándole en la espalda.
David captó fragmentos de una conversación de dos padres que estaban a su lado: «... como una película de terror... zombis... esperemos que consigan encerrarlos a todos... figúrate lo que los niños van...».
Él los reconoció, eran padres de compañeros de clase de Magnus. Una rabia repentina se apoderó de él. Le entraron ganas de lanzarse sobre ellos, zarandearlos y gritarles que aquello no era ninguna película, que Eva no era ningún zombi, que ella sólo había muerto y se había despertado de nuevo, y que pronto se arreglaría todo.
Como si hubiera adivinado lo que se le venía encima, la mujer se volvió y vio a David. Se llevó los dedos a los labios y una súbita compasión transformó la expresión de sus ojos. La mujer se acercó a David agitando los dedos, y dijo:
—Lo siento... he oído... qué horror.
David la miró con hostilidad.
—¿De qué está hablando?
Evidentemente, la mujer no se había esperado esa reacción, e instintivamente se puso las manos delante a modo de protección frente a la furia de David.
—Sí —repuso ella—. Lo comprendo... salió en las noticias esta mañana...
Él tardó un par de segundos en reaccionar. Había olvidado totalmente la conversación con el reportero, le pareció tan absurda que no pensó que pudiera significar nada para el mundo exterior. Entonces, se acercó también el hombre.
—¿Podemos hacer algo? —preguntó.
David negó con la cabeza y se fue de allí. Se detuvo fuera del quiosco frente a las portadas.
«Magnus...».
Si alguno de los padres que había visto la televisión por la mañana se lo había contado a sus hijos, entonces Magnus se enteraría por esa vía. ¿Estaba la gente tan mal de la cabeza? ¿Debería volver en busca de Magnus?
Era incapaz de pensar. En vez de eso, entró en el quiosco, compró los dos periódicos y se sentó en un banco a leerlos. Después tenía pensado ir al Centro de Medicina Forense del Instituto Karolinska para enterarse de qué demonios estaban haciendo con ella.
Le costaba concentrarse en la lectura. Las palabras que había captado en la conversación de los otros padres seguían dándole vueltas en la cabeza.
«Película de terror... zombis...».
Él no veía nunca películas de terror, pero hasta ahí sí llegaba; los zombis eran algo peligroso. Algo frente a lo que las personas debían protegerse. Se frotó con fuerza los ojos y concentró la vista en las imágenes, en el texto.
El ascensor arranca con una sacudida. Oigo gritos a través de las gruesas paredes de cemento. La planta del depósito de cadáveres aparece a través de la ventana del ascensor.
El texto, por lo demás estrictamente informativo, terminaba con un alegato que de repente hizo reaccionar a David. Al final, el periodista —Gustav Mahler, leyó David— de pronto, y totalmente fuera de lugar, había dejado oír su propia voz.
... sin embargo, debemos preguntarnos: ¿no son los familiares los que deben decidir qué se debe hacer? ¿Pueden las autoridades tomar decisiones por su cuenta en un asunto que, en el fondo, es una cuestión de cariño? A mí no me lo parece, y creo que somos muchos.
David bajó el periódico.
«Sí», pensó, «en el fondo es una cuestión de cariño».
Se guardó la prensa en la bolsa como si fuera un apoyo silencioso y paró un taxi para ir hasta Solna, el lugar donde Eva estaba retenida.
Vällingby, 08:00
Mahler creía que sólo había dado una cabezada cuando sonó el despertador, pero había dormido tres horas sentado en el sillón. Parecía como si su cuerpo formara parte del mueble y resultara difícil separarlo de él. Elias estaba tumbado en el sofá con la cabeza a su lado. El periodista alargó el brazo y colocó un dedo en la mano de Elias, que reaccionó y se lo apretó.
Recordó vagamente haber escrito un texto para el periódico y se angustió. ¿Había escrito algo sobre su nieto? En cierto modo lo había hecho, pero no podía recordarlo con exactitud. La redacción había sido un puro arrebato de letras y cigarrillos que había durado cuarenta y cinco minutos. Después se había sentado en el sofá y se había adormecido.
Fuera, había otras muchas cosas en las que pensar. Se levantó del sillón y fue hasta el balcón, encendió un cigarrillo y se apoyó contra la barandilla. Hacía una mañana preciosa. El cielo era azul claro, y aún no hacía mucho calor. Una brisa suave animó el ascua del cigarrillo y le acarició el pecho. Tenía todo el cuerpo pegajoso de sudor reseco y la camisa tiesa, grasienta. El humo que aspiraban sus pulmones le sabía a calor pesado.
Miró por el patio hacia las ventanas de Anna.
«Tengo que contárselo».
Ella iría a visitar la tumba a las diez y vería lo ocurrido. Debía ahorrarle aquel sobresalto, pero estaba asustado; no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar ella. Después de la muerte de Elias sólo una película muy fina la había librado de caer en la oscuridad total. Quizá se rompiera ahora. Había un detalle que hablaba en contra de ello: Anna no quiso incinerar a Elias. Ella quería tener la piel de Elias, su cara, sus huesos para pensar en ellos, abajo en la tierra. Ella deseaba tenerlo presente. Quizá eso hiciera que ahora también pudiera superar esto. Quizá.
Gustav apagó el cigarro, respiró profundamente, tanto como se lo permitieron sus pulmones, y volvió a entrar.
Ahora, después de respirar el aire de fuera, notó lo mal que olía el cuarto. Olía a tabaco y a polvo, y además se notaba un olor fuerte, penetrante, a...
«¿Cómo se llama?».
... Havarti. Queso curado. Ese aroma que se quedaba en los dedos, en la memoria olfativa, horas después de haber abierto el plástico. El olor se volvió más intenso cuando permaneció quieto, respirando por la nariz. El abdomen del redivivo estaba hinchado como un balón, durante la noche había saltado otro de los botones del pijama, y ya sólo le quedaba el del cuello.
«Ella no puede verlo así».
* * *
Mahler llenó de agua la bañera hasta la mitad, después llevó a Elias hasta el cuarto de baño y le desvistió. Pronto se acostumbraría. Pronto desaparecería la sensación de extrañeza.
La piel del niño era de color verde oscuro, aceitunada, y parecía fina, puesto que Mahler podía ver con claridad las venas por debajo de ella. Tenía el tronco cubierto de pequeñas ampollas llenas de líquido, como si tuviera la varicela. Ojalá pudiera expulsar aquellos gases que le hinchaban tanto la tripa. Eso haría que Elias pareciera menos monstruoso, sería posible mirarlo como si... como si hubiera sufrido quemaduras o cualquier otra cosa.
La cara de Elias permaneció inmóvil mientras le quitaba la ropa. Mahler no sabía si veía algo. Sus ojos asomaban sólo como dos gotas de resina seca bajo los párpados caídos.
Mahler lo colocó con cuidado dentro de la bañera. El pequeño no protestó. Cuando el agua se cerró alrededor de su cuerpo, él expulsó un eructo de aire podrido. Llenó de agua el vaso del cepillo de dientes y se lo acercó a los labios. Como Elias no hizo ningún movimiento para beber, Mahler volcó el vaso de manera que cayera algo de agua dentro de la boca. Volvió a salir.
Entonces el periodista recordó algo. Algo que había leído sobre Haití, acerca de lo que necesitan los muertos que resucitan.
Tuvo que controlar el impulso de ir hasta la estantería y comprobarlo, no podía dejar a Elias solo en la bañera. Con una esponja le lavó minuciosamente todas las partes del cuerpo. Lo peor eran los dedos de las manos y de los pies, y el pene. Tenían el color azul oscuro de la gangrena y carecían absolutamente de vida.
Por último le lavó la cabeza. Mientras le frotaba el champú por el pelo, cerró los ojos y pudo fingir por un momento. No notaba ninguna diferencia en comparación con cuando antes le lavaba la cabeza a Elias. Pero en el momento en que abrió los ojos para aclararle, vio que se le habían quedado mechones entre los dedos.
«No, no...».
Le enjuagó el cabello con una jarra, no se atrevió a secárselo por miedo a que se le cayera más. El agua de la bañera estaba marrón y Mahler quitó el tapón, luego lo aclaró con agua templada de la ducha.
«La tripa..., esa tripa...».
Mahler le puso a Elias la mano sobre el vientre y apretó suavemente. Como no ocurrió nada, apretó un poco más fuerte. El vientre cedió y se oyó el burbujeo. Apretó aún más. El burbujeo continuó, como cuando uno saca despacio el aire de un globo; del recto le salió un líquido marrón claro, que fue buscando el desagüe de la bañera, y subió un olor que obligó a Mahler a darse media vuelta, abrir la tapa del váter y vomitar.
«Esto va bien... Esto va bien...».
Sí. Elias tenía ahora mejor aspecto, según pudo constatar cuando se volvió. Su cuerpo ya no se parecía al de las víctimas del hambre, pero la piel...
Mahler lo aclaró otra vez y lo sacó de la bañera, lo envolvió en una toalla blanca y lo llevó hasta la cama, buscó un tubo de crema hidratante y le frotó con cuidado cada centímetro de su cutis acartonado. Para su satisfacción, la piel, tras un minuto, parecía igual de seca que antes. Eso quería decir que absorbía la pomada. Le volvió a untar el cuerpo con crema una y otra vez, hasta que vació el contenido del tubo.
Cuando pellizcó un trozo de piel de Elias entre el índice y el pulgar, notó que estaba menos dura que antes. Menos como cuero, más como goma. Pero igual de reseca. Tendría que comprar más crema.
El trabajo le proporcionó un poco de alivio. Conseguir que su piel fuera más suave era lo primero que él había podido hacer por Elias, la única mejoría que había conseguido.
«Haití...».
No tuvo necesidad de leerlo; lo recordó.
Fue a la cocina y llenó un vaso con agua hasta la mitad, luego añadió una cucharadita de sal y lo removió hasta que se deshizo la sal. La probó. Saladísima. Llenó el vaso de agua, lo movió y volvió a probarlo. Tiró la mitad y volvió a echar agua. Sí. Ahora sabía más o menos como el agua del mar.
Al entrar en la habitación, le asaltó la duda. A los enfermos graves solían darles glucosa, suero glucosado. Él solo podía apoyarse en la mitología para justificar su decisión.
«De todas formas, esto no puede ser... peligroso, ¿verdad?».
La llama vital de Elias era terriblemente débil. Parecía como si no hiciera falta mucho para que se apagara totalmente. ¿Un trago de agua salada no iría a...?
Se quedó sentado en el borde de la cama con el vaso de agua en la mano.
Haití era el único lugar del mundo donde estaba extendida la creencia en los zombis. Y lo que necesitan los muertos cuando vuelven al mundo de los vivos es agua de mar. En toda mitología hay algo de verdad, si no no habría sobrevivido. Así pues...
Colocó la mano detrás de la cabeza de Elias y se le mojó con el pelo cuando lo levantó, lo sentó y le acercó el vaso a los labios, lo inclinó y dejó caer dentro un poco de agua. La garganta del pequeño se movió hacia arriba con un pequeño espasmo. Y hacia abajo. Tragó.
Mahler tuvo que dejar el vaso en la mesilla para coger a su nieto en brazos. Debió contenerse para no darle un abrazo de oso que pudiera lastimar alguna parte de su frágil cuerpo.
—Tú puedes, pequeño. ¡Tú puedes!
Elias ni se movió, su cuerpo seguía tan rígido como antes, pero había hecho algo. Había bebido.
Quizá la alegría de Mahler no residía tanto en la señal de vida de su nieto como en el hecho de que él podía hacer algo por el niño. No tenía que quedarse de brazos cruzados mirándolo. Podía ponerle crema en la piel, podía darle de beber. Quizá había más cosas que él podía hacer, pero eso el tiempo lo diría. Ahora...
Animado por el éxito, volvió a coger el vaso, se lo acercó a la boca, pero lo vertió demasiado rápido, y se le escurrió. La garganta ni se movió.
—Espera... Espera...
Gustav fue corriendo a la cocina, rebuscó en el cajón de las medicinas una jeringa de plástico que le habían dado en la farmacia junto con el frasco de paracetamol líquido que compró una vez que Elias tuvo fiebre. Llenó la inyección con agua salada del vaso, e introdujo con cuidado un centilitro entre los labios de Elias. Éste bebió. Mahler continuó hasta que la inyección quedó vacía. Entonces la volvió a llenar. Diez minutos después, Elias se había bebido todo el vaso y Mahler volvió a recostar la cabeza mojada de su nieto sobre las almohadas.
No se había producido ningún cambio visible, pero sólo el hecho de que Elias, según parecía ahora, tuviera una voluntad, o al menos un impulso de asimilar algo de fuera...
Mahler le arropó en la cama, luego se tumbó a su lado.
Elias seguía oliendo mal, pero el baño se había llevado lo peor de la pestilencia. Además, el hedor se mezclaba ahora con el olor a jabón y a champú. Mahler giró la cabeza sobre la almohada y entornó los ojos, trató de ver a su nieto, pero fue imposible. Su perfil suave aparecía completamente cambiado por aquellos pómulos prominentes, la nariz hundida, los labios.
«No está muerto. Vive. Se pondrá bien...».
Mahler se quedó dormido.
* * *
En el despertador de la mesilla eran las diez y media cuando le despertó el teléfono. Lo primero que pensó fue: «¡Anna!».
No había hablado con ella; quizá había ido ya al cementerio. Echó una mirada rápida a Elias, que seguía como él lo había dejado, luego cogió el teléfono.
—Sí, soy Mahler.
—Soy yo, Anna.
Mierda. Idiota. ¿Cómo había podido quedarse dormido? La voz de su hija sonaba destrozada, temblorosa. Había estado en Råcksta. Mahler sacó las piernas de la cama, se sentó.
—Sí... Hola. ¿Cómo estás?
—Papá, Elias ha desaparecido. —Mahler tomó aire para contárselo, pero no tuvo tiempo, Anna continuó—: Acaban de estar aquí dos hombres preguntando si yo... si yo había... Papá, es que... esta noche... los muertos se han despertado por todas partes.
—¿Quiénes eran esos hombres?
—¡Papá, escucha lo que te digo! ¡Escucha lo que te digo! —Parecía histérica, a punto de gritar—. Los muertos se han despertado y Elias... me dijeron que su tumba...
—Anna, Anna, tranquilízate. Está aquí. —Mahler miró a Elias, su cabeza descansaba sobre la almohada, le acarició la frente con la mano—. Está aquí. En mi casa. —Se hizo un silencio al otro lado del hilo—. ¿Anna?
—¿Está... vivo? ¿Elias? ¿Me estás diciendo que...?
—Sí. Bueno... —Se oyeron unos golpes en el teléfono—. ¿Anna? ¿Anna? —A través del auricular, a lo lejos, oyó abrirse y cerrarse una puerta.
«Joder...».
Se levantó, aún medio dormido. Anna venía hacia acá. Él debía...
¿Qué debía hacer?
«Aliviar, tranquilizar...».
Las persianas del dormitorio estaban bajadas, pero no bastaba para ocultar el aspecto de Elias. Mahler sacó rápidamente una manta del armario y la colgó encima de la barra de las cortinas. Se colaba algo de luz por las rendijas de los lados, pero la habitación estaba bastante más oscura.
«¿Debería encender una vela? No, entonces va a parecer un velatorio».
—¿Elias? ¿Elias?
No hubo respuesta. Con manos temblorosas, Mahler absorbió con la jeringuilla lo que quedaba en el vaso y se lo acercó a los labios a Elias. Quizá fuera sólo un espejismo, puesto que la habitación estaba muy oscura, pero Elias no sólo bebió, a Mahler le pareció que incluso llegó a mover un poco los labios para sujetar con ellos la jeringa.
No tuvo tiempo de pensar en ello, porque oyó cómo se abría escaleras abajo la puerta del portal y fue hacia la entrada para encontrarse con su hija. Pasaron diez segundos durante los cuales se le desbocaron las ideas; luego, sonó el timbre, respiró profundamente y abrió la puerta.
Anna vestía sólo una camiseta y las bragas. Iba descalza.
—¿Dónde está? ¿Dónde está?
Entró corriendo en el apartamento, pero Gustav la agarró y la sujetó.
—Anna... escúchame un momento... Anna...
Ella forcejeó.
—¡Elias! —gritó, e intentó soltarse.
—¡ESTÁ MUERTO, ANNA! —rugió Mahler a todo pulmón.
Ella dejó de pelear, le miró desconcertada, parpadeó y dijo con labios temblorosos:
—¿Muerto? Pero... pero... si has dicho... si has dicho...
—¿Puedes escucharme un momento?
Anna se quedó de repente sin fuerzas, se habría desplomado allí mismo si Mahler no la hubiera cogido y la hubiera sentado en una silla al lado del teléfono. Su cabeza se agitaba de un lado a otro como movida por una fuerza invisible. Mahler se puso delante de su hija, bloqueándole el camino hacia el dormitorio, se agachó y la tomó de la mano.
—Anna. Escúchame. Elias vive..., pero está muerto.
Ella sacudió la cabeza y se apretó las sienes con las manos.
—No entiendo, no entiendo qué dices, no entiendo...
Él le sujetó la cabeza entre las manos con firmeza y la obligó a mirarle a los ojos.
—Ha permanecido un mes bajo tierra. No parece el de antes. En absoluto. Tiene un aspecto... bastante desagradable.
—Pero ¿cómo puede haber...? Tiene que...
—Anna, no sé nada. Nadie lo sabe. Elias no habla ni se mueve. Es Elias y está vivo. Pero está muy cambiado. Está... como muerto. Tal vez se pueda hacer algo, pero...
—Quiero verlo.
Él asintió.
—Sí, claro que quieres, pero debes estar preparada para... Intentar estar preparada para...
«¿Para qué? ¿Cómo puede alguien estar preparado para una cosa así?».
Mahler se hizo a un lado. Anna continuó sentada en la silla.
—¿Dónde está?
—En el dormitorio.
Ella apretó los labios y se inclinó ligeramente hacia delante para poder ver la puerta del dormitorio. Se había tranquilizado. Ahora parecía más bien asustada.
—¿Está... destrozado? —inquirió, indecisa, señalando la puerta con la mano. Miró a su padre con ojos suplicantes. Él negó con la cabeza.
—No. Pero está... deshidratado. Está... negro.
Anna se cruzó con fuerza las manos sobre la rodilla.
—¿Fuiste tú quién...?
—Sí.
Ella asintió y dijo con la voz apagada:
—Me lo preguntaron.
Y, levantándose, se encaminó hacia la puerta del dormitorio. Mahler la siguió, medio paso detrás. Mentalmente iba repasando el contenido del cajón de las medicinas, a ver si tenía algún tranquilizante en caso de que Anna... No. No tenía ningún tranquilizante. Sólo sus palabras, sus manos. En la medida en que pudieran servir de algo.
* * *
Anna no se derrumbó. No gritó. Se acercó despacio al lecho y miró lo que había en él. Se sentó al borde de la cama. Después de permanecer así un minuto sin decir nada, le rogó:
—¿Puedes salir un momento, por favor?
Mahler salió y cerró. Se quedó detrás de la puerta escuchando. Al cabo de un rato oyó un sonido como de un animal herido, un gemido prolongado, monótono. Él se mordió los nudillos, pero no abrió la puerta.
Después de cinco minutos reapareció Anna. Tenía los ojos rojos, pero parecía entera. Al salir cerró la puerta con cuidado. Entonces fue Gustav quien se puso nervioso. Aquello no era lo que él había esperado. La mujer fue hasta el sofá y se sentó, Mahler la siguió, se sentó a su lado y le cogió la mano.
—¿Qué tal?
Anna estaba mirando la pantalla apagada del televisor con ojos inexpresivos.
—No es Elias —afirmó.
Mahler no dijo nada. El dolor del pecho se le extendió por el hombro y el brazo, de modo que se reclinó en el sofá e intentó ordenar al corazón que se tranquilizara, que dejara de fibrilar. Retorció la cara en un gesto de dolor cuando una mano ardiendo le agarró el corazón, se lo apretó... y soltó. Los latidos volvieron a su ritmo habitual. Anna no había notado nada.
—Elias ya no existe —dijo.
—Anna... yo... —jadeó Mahler.
Anna asentía a su propia afirmación, y añadió:
—Elias está muerto.
—Anna, yo estoy... seguro de que...
—No me entiendes. Sé que es el cuerpo de Elias. Pero Elias ya no existe.
Él no supo qué decir. Los calambrazos en el brazo remitieron, dejando su cuerpo relajado, la tranquilidad después de ganar una batalla.
—Entonces, ¿qué quieres hacer? —inquirió con los ojos cerrados.
—Cuidar de él, por supuesto. Pero Elias ha desaparecido. Existe en nuestros recuerdos. Ahí debe permanecer. En ningún otro sitio.
—Sí... —respondió Mahler con un asentimiento. No sabía lo que quería decir con eso.
Solna, 08:45
El taxista se había pasado la noche llevando pacientes desde Danderyd y hablaba de lo estúpida que era la gente. Tenían miedo de los muertos como lo tenían de los fantasmas o de los aparecidos, cuando ése no era para nada el problema. El problema eran las bacterias.
—Tira el cadáver de un perro a un pozo. Después de tres días el agua está tan emponzoñada que se corre el riesgo de morir si se bebe de esa agua. O fíjate en la guerra de Ruanda; decenas de miles de muertos, sí, pero eso no fue lo peor. La gran tragedia fue el agua. Los muertos fueron arrojados a los ríos y murió aún más gente por la falta de agua, o por beber la que había.
Las bacterias que los muertos traían consigo. Ése era el gran peligro.
David Zetterberg advirtió que el conductor llevaba una caja de pañuelos de papel en el salpicadero, debajo del taxímetro. No sabía si era verdad lo que decía aquel hombre, pero el simple hecho de que lo creyera...
Él dejó de escucharle cuando el taxista empezó a hablar de las esporas halladas en el cometa procedente de Marte que había aterrizado hacía cuatro años. Era evidente que aquel tipo estaba obsesionado, y David no le prestó atención mientras seguía hablando de unos resultados secretos.
«¿Tendrán pensado hacerle la autopsia? ¿Se la habrán hecho ya?».
Cuando llegaron a las inmediaciones del Instituto Karolinska, el taxista le preguntó la dirección exacta.
—Medicina Forense —contestó David.
El conductor se quedó mirándolo.
—¿Trabaja allí?
—No.
—Mejor para usted.
—¿Y eso?
El taxista meneó la cabeza y, con el tono de quien está revelando un secreto, dijo:
—Digamos que... buena parte de esa gente está bastante pirada.
Cuando David se bajó del vehículo junto a un edificio de ladrillo bastante anodino, el taxista le guiñó el ojo.
—Suerte... —le deseó antes de marcharse.
Se dirigió a recepción y explicó el motivo de su visita. La recepcionista, que, por cierto, parecía no tener ni idea de lo que le estaba hablando, tuvo que hacer varias llamadas hasta que al final dio con la persona indicada, y le pidió a Zetterberg que se sentara y esperase.
En la sala de espera sólo había dos sillas con la tapicería ribeteada. Él se ahogaba en aquel ambiente, y justo cuando estaba a punto de levantarse y salir a esperar al aparcamiento, apareció alguien a través de las puertas de cristal que daban a la parte interior.
David, sin pensar en ello, había esperado que apareciera un tipo de dos metros con la bata manchada de sangre, pero salió a recibirle una mujer menuda de unos cincuenta años, con el cabello corto y cubierto de canas, y los ojos azules protegidos detrás de unas gafas enormes. Ni siquiera había una mancha de sangre en la bata blanca. Ella le tendió la mano.
—Hola. Soy Elisabeth Simonsson.
David le estrechó la mano. El apretón fue fuerte y seco.
—David. Yo... Eva Zetterberg es mi mujer.
—Sí. Lo entiendo. Siento la...
—¿Está aquí?
—Sí.
Pese a su determinación, a David le puso nervioso la mirada inquisitiva que le echó aquella mujer, como si buscara en sus entrañas las huellas de un crimen. Él se cruzó los brazos sobre el pecho para protegerse.
—Me gustaría verla.
—Lo siento. Entiendo cómo se siente, pero no puede ser.
—¿Y eso por qué?
—Porque estamos... examinándola.
Él hizo una mueca. Había advertido la brevísima pausa antes de pronunciar la palabra «examinándola». Ella había pensado decir otra cosa. Él cerró el puño y dijo:
—¡No pueden hacer esto!
Elisabeth ladeó la cabeza.
—¿El qué? ¿A qué se refiere?
Zetterberg estiró los brazos hacia la puerta por la que ella había salido, hacia las salas.
—¡Joder, que no podéis hacerle la autopsia a alguien que vive!
Ella parpadeó, y después hizo algo que sorprendió a David. Se echó a reír. Aquella cara pequeña quedó surcada por una red de arrugas causadas por la risa que enseguida desaparecieron. La mujer agitó la mano.
—Perdona —se disculpó; echó las gafas hacia atrás y continuó—: Comprendo que estés... pero no tienes que preocuparte por eso.
—No, ¿qué es lo que hacéis entonces?
—Pues lo que te he dicho. La estamos examinando.
—Pero ¿por qué lo hacéis aquí?
—Porque... yo, por ejemplo, soy toxicóloga forense, es decir, que estoy especializada en la detección de sustancias extrañas en los cuerpos muertos. Nosotros la estudiamos bajo el supuesto de que, digamos que... se haya introducido algo que no debería estar ahí. Exactamente igual que lo hacemos cuando sospechamos que puede tratarse de un asesinato.
—Pero vosotros... vosotros aquí cortáis a la gente, ¿no?
La mujer arrugó la nariz ante esa descripción de su lugar de trabajo, pero asintió y dijo:
—Sí, lo hacemos. Porque tenemos que hacerlo. Pero en este caso... nosotros disponemos de instrumentos que no hay en ningún otro sitio. Que pueden usarse también cuando no... cortamos a la gente.
David se sentó en la silla, apoyó la cara en las manos. Sustancias extrañas... algo que se le ha introducido. No entendía qué era lo que andaban buscando. Sólo sabía una cosa.
—Quiero verla.
—Por si te sirve de consuelo, te diré que todos los redivivos han sido aislados. —Su voz se tornó más cercana—. Hasta que sepamos más. No eres tú solo.
Él elevó las comisuras de los labios en una mueca.
—Es por las bacterias, ¿no?
—Sí, entre otras cosas.
—¿Y si yo me cago en las bacterias? ¿Si digo que quiero verla igual?
—Pues no sirve de nada. Tendrás que disculparme. Entiendo cómo te...
—No lo creo. —David se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir se volvió—. Puede que esté equivocado, pero no creo que tengáis derecho a actuar así. Yo voy a... voy a hacer algo.
La mujer no respondió. Sólo se quedó mirando a David con una cara de lechuza compasiva que a él le puso furioso. La puerta retumbó amortiguada contra el tope cuando le dio un empellón y salió al aparcamiento.
ANEXO 1
—¿No es Fingal Olsson el que está ahí sentado?
—¿Fingal Olsson? Pero si ha muerto.
—Ya. Pero se está moviendo.
Hasse & Tage
RECORTES DE PRENSA
Aftonbladet, 14 de agosto de 2002.
LOS DESENTERRADOS INTENTARON ESCAPAR
Los militares abrieron anoche las tumbas del cementerio.
El anciano de 87 años murió hace seis semanas y su cuerpo se encuentra en avanzado estado de descomposición, pero vive y esta mañana temprano trató de escapar de los soldados que abrieron su tumba. Se vivieron escenas estremecedoras cuando el ejército acometió la tarea de controlar no menos de 200 tumbas en el cementerio de Skogskyrkogården, en Estocolmo.
«Esto es terrible, lo peor que he visto en mi vida», asegura un soldado.
Esta noche a la 1:30 se puso de manifiesto que los temores eran fundados: los enterrados viven. El periódico Aftonbladet estuvo en el lugar de los hechos cuando los soldados iniciaron sus trabajos en el citado cementerio. El octogenario fue el primero al que desenterraron. Estaba vivo, aunque ya habían pasado seis semanas desde su entierro. Su cuerpo se encontraba en un avanzado estado de descomposición. El hombre intentó escapar de allí, pero se lo impidieron. En el forcejeo se le desprendieron algunos trozos de carne. Con ayuda del sudario, al fin consiguieron obligarlo a tumbarse en el suelo. Fueron necesarias dos personas para sujetarlo.
Intentan escapar
«No nos queda más remedio, pero es sólo provisional», aseguró el coronel Johan Stenberg a propósito de la alambrada que los soldados estaban empezando a levantar en ese momento. La unidad de ingenieros instaló una valla para retener a los muertos. Mientras tanto fueron desenterrando los ataúdes, pero sin abrirlos.
«No es agradable, ¿pero qué demonios vamos a hacer?», dijo el coronel Stenberg, encogiéndose de hombros. A las 2:30 estuvo listo el cercado y el cementerio se llenó de personal militar. No se veían por ninguna parte los transportes sanitarios. Empezaron a abrir los ataúdes y se encontraron con un espectáculo aterrador.
Los muertos, tambaleándose y a tientas, intentaban salir de allí. Unos cuantos trataron de escapar de los militares, pero fueron detenidos rápidamente.
Presión psicológica
«Esto es el infierno en la tierra», declaró, apático, un recluta sentado junto al cercado. Detrás de él había quince muertos zarandeando la valla. «Nos miraban fijamente con las cuencas de los ojos vacías». El soldado se tiró de bruces al suelo y se tapó los oídos con las manos.
«Contábamos con ello» dijo Johan Stenberg. «Por eso hemos traído tanto personal. Es una pena lo de ese chaval. No ha soportado la presión psicológica».
Era evidente que el coronel no decía lo que pensaba.
La llegada de las ambulancias
Tuvieron tiempo de desenterrar a otros tres difuntos antes de que aparecieran las ambulancias. Se produjeron altercados en diversos sitios. El mando se vio obligado a intervenir para poner fin a varias peleas. A la hora de cerrar esta edición, la situación en el cementerio estaba muy cerca del caos. Es posible que se hayan fugado algunos redivivos. Se pide a la gente de las inmediaciones que mantenga las puertas cerradas. Hoy se abrirán el resto de las tumbas y luego el trabajo continuará en los otros dieciocho cementerios de la ciudad.
EDITORIAL, EXPRESSEN
Lo imposible ha sucedido esta noche: han vuelto a la vida 2.000 suecos declarados muertos o enterrados. Cómo es posible y qué va a pasar está por ver, pero desde este momento podemos hacernos una pregunta elemental: después de esto, ¿podemos considerar la muerte como el final?
Probablemente, no.
Una de las definiciones del ser humano es que es un animal consciente de que va a morir. Quizá el único. Los acontecimientos de la pasada noche nos van a obligar a reformular las premisas de nuestra existencia.
La muerte es un sinónimo con el que nos referimos al cese de las reacciones y procesos físico-químicos que se producen dentro del organismo. Prescindiendo de las interpretaciones religiosas o paranormales, sólo nos queda una explicación: el mecanismo biológico que es nuestro cuerpo posee la capacidad de reiniciar el metabolismo. Aún no hay ningún resultado científico que lo pruebe, pero todo apunta en esa dirección.
Todos los síntomas clásicos de muerte han quedado obsoletos. Sencillamente, ya no existe la posibilidad de declarar muerto a nadie. Todos pueden revivir.
Durante la década de los ochenta surgió una moda llamada criogenia. Los ricos estipulaban en sus testamentos que sus cuerpos se conservaran congelados después de la muerte. Hay miles de personas conservadas de esta manera, sobre todo en EE UU.
No sería sorprendente que la tan ridiculizada criogenia experimentara un nuevo auge. Al menos tendremos que establecer algún procedimiento que nos permita conservar nuestros cuerpos muertos.
Cabe suponer que los científicos podrán determinar qué es lo que ha hecho que revivan los muertos. Cabe suponer también que podrán repetir los resultados. Los anticuerpos contra una enfermedad se pueden producir a partir de la sangre de un paciente que ha vencido esa enfermedad. Pues bien, esta noche hemos visto a miles de personas venciendo a la muerte. ¿Qué conclusiones podremos extraer?
Nuestro actual sistema de tratamiento del cadáver de un ser humano se basa principalmente en su destrucción. Bien sea de forma rápida mediante la incineración, bien lentamente mediante su descomposición bajo tierra.
En el futuro cada uno tendrá que poder decidir lo que va a suceder. Dentro de un mes, de un año o de diez quizá dispongamos de algún remedio contra la muerte.
¿Quién querrá entonces estar incinerado?
RADIO
MORGONEKOT8, 6:00
... fuentes del ejército nos informan en este momento de que quedan más de 150 sepulcros por abrir. Todos los cementerios de Estocolmo permanecerán cerrados al público durante el resto del día...
... aún faltan 12 personas. En tres de los casos se trata de tumbas que han sido encontradas abiertas, y en las que el muerto ha desaparecido...
... en estos momentos tiene lugar la rueda de prensa en el edificio del Parlamento...
MORGONEKOT, 7:00
Los familiares de los redivivos se han concentrado en las inmediaciones del hospital de Danderyd. El jefe de servicio Sten Bergwall declara a Ekot que, de momento, no se permiten las visitas.
«Sabemos muy poco aún. Los redivivos se encuentran aislados, pero reciben la mejor atención sanitaria posible. Autorizaremos las visitas tan pronto como se consideren seguras. Puede ocurrir hoy o dentro de una semana».
Comunicación desde la sala donde acaba de finalizar la rueda de prensa.
MINISTRO DE SANIDAD: En el consejo de ministros celebrado esta noche hemos decidido paralizar todos los enterramientos e incineraciones por tiempo indefinido. Lo cierto es que las cuatro personas que han fallecido en Estocolmo posteriormente no han mostrado ninguna señal de despertar, pero...
PERIODISTA: ¿Hay sitio para guardar tantos cuerpos?
MINISTRO DE SANIDAD: Sí, de momento sí lo hay. Los depósitos de cadáveres no han estado nunca tan vacíos.
PERIODISTA: ¿Pero más adelante?
MINISTRO DE SANIDAD: Más adelante... ya se verá. Como usted comprenderá, hay muchas cosas en las que... pensar en una situación como ésta.
... la policía ya ha encontrado a dos de los redivivos que faltaban. En ambos casos los familiares los habían escondido en sus casas.
MORGONEKOT, 8:00
... el personal de Danderyd con el que ha hablado Ekot afirma que la situación en el hospital ha sido caótica a lo largo de la noche. La colaboración entre el personal sanitario ha sido imposible en algunas secciones.
Por eso, en una reunión de urgencia celebrada esta mañana temprano, se decidió incorporar personal de distintas secciones para contrarrestar los conflictos...
... llegan también declaraciones del ejército que aluden a ciertos fenómenos al estar en contacto directo con un grupo grande de redivivos...
... Sten Bergwall habla de problemas prácticos sobre todo a la hora de alojar a los redivivos desenterrados:
—Sí, técnicamente están muertos, con todo lo que eso significa para el organismo humano. Para explicarlo claramente, nosotros hemos tenido aquí gente toda la noche con material para poder convertir nuestras salas normales en salas frigoríficas... Por razones éticas preferimos no utilizar el depósito de cadáveres, pero... estamos hablando de cerca de 2.000 personas...
... en la empresa de servicios funerarios Fonus dicen que, por supuesto, seguirán las recomendaciones del gobierno, pero exigen una respuesta rápida, por razones técnicas de personal...
TELEVISIÓN
TV4. NOTICIAS DE LA MAÑANA. 8:30
Se hallan presentes en el estudio STEN BERGWALL (SB), jefe de servicio en Danderyd, el coronel JOHAN STENBERG (JS) y RUNO SAHLIN (RS), doctor en Parapsicología.
ENTREVISTADOR: Vamos a empezar por la cuestión práctica. ¿Cuántos redivivos hay en estos momentos en Danderyd?
SB: 1962. Puede que haya llegado alguno más mientras estamos aquí.
ENTREVISTADOR: Según tengo entendido, ¿algunos de los redivivos han... muerto otra vez en el transcurso de la noche?
SB: Es cierto.
ENTREVISTADOR: ¿Se conoce la causa?
SB: No. La verdad es que no, pero se trata sobre todo de redivivos que estaban en... muy malas condiciones desde el principio.
ENTREVISTADOR: ¿Y cómo se sabe que han fallecido?
SB: [Sonríe] Podría decirle que «eso se nota simplemente», porque es así, pero más concretamente hay cierta... actividad eléctrica en el córtex mensurable con el EEG, y cuando esa actividad cesa, entonces está uno muerto, según el concepto de muerte vigente. Y los EEG que se han hecho a los redivivos muestran la reanudación de una cierta actividad cerebral rudimentaria.
ENTREVISTADOR: Johan Stenberg, se habla de fenómenos telepáticos...
JS: Sí.
ENTREVISTADOR: ¿Es cierto que quienes habéis estado en contacto directo con los redivivos habéis podido leer sus pensamientos?
JS: No. Esos fenómenos de los que se ha informado sólo afectan a los vivos.
ENTREVISTADOR: ¿Podéis contarnos algo de los conflictos surgidos?
(JB mira a SB, deja que responda él).
SB: Sí, yo no sé lo que ha pasado en los cementerios, pero es cierto que nosotros en el hospital hemos tenido... desencuentros.
ENTREVISTADOR: ¿Debido a que podíais leeros los pensamientos unos a otros?
SB: Siempre surgen conflictos en todos los grupos de personal, y tienden a aflorar en una situación de estrés. No tenemos ninguna prueba evidente de que la... lectura de los pensamientos haya sido la causa.
ENTREVISTADOR: Runo Sahlin...
RS: A mí me parece extraordinario que haya aquí dos personas adultas negando hechos evidentes sólo porque da la casualidad de que no encajan con su idea del mundo, y los hechos son éstos: cuando se junta un grupo grande de redivivos se crea a su alrededor una especie de campo debido al cual las personas próximas se leen los pensamientos. Yo mismo he estado en Danderyd y lo he experimentado.
ENTREVISTADOR: Sten Bergwall, ¿cómo explicas tú eso?
SB: [Suspira] La actividad eléctrica de sus cerebros... la amplitud es a lo sumo de medio microvoltio y la frecuencia de las ondas alfa oscila entre uno y dos hercios. Esa frecuencia es, por lo tanto, similar a la de un recién nacido y la amplitud, es decir la intensidad eléctrica, es tan débil que... ¿Con qué podría compararla? Con la de alguien a punto de morir. Así de débil.
RS: Entonces, ¿intentas explicar dicho campo diciendo que se produce porque su actividad eléctrica es muy débil en vez de porque es muy fuerte?
SB: Lo que digo es que nunca hemos visto semejantes curvas en adultos vivos. No puede descartarse algún tipo de... efecto secundario. Estamos a la espera de los resultados del Instituto de Medicina Forense para entender cómo es siquiera posible que puedan vivir los cuerpos desde un punto de vista biológico. [Irónico, a RS] Pero tú a lo mejor tienes ya una explicación, ¿no?
RS: Sí. Yo creo que han regresado sus almas. [Ríe] Si yo hubiera estado aquí ayer por la mañana y os hubiera dicho: «Esta noche los muertos se van a despertar en sus tumbas», creo que habrías pensado no sólo que era poco serio, sino que estaba completamente pirado. La creencia en el alma es muy antigua y aún hoy es compartida por muchas personas. Existen pruebas de que la telepatía es posible...
SB: Las pruebas...
RS: Son poco consistentes, de acuerdo, pero es una posibilidad. No es totalmente descabellado. Que los muertos fueran a despertarse, eso sí que era imposible. Bien. Pues ahora lo han hecho. Sin embargo, vosotros seguís considerando la telepatía y la existencia del alma como algo absurdo.
ENTREVISTADOR: Johan Stenberg, ¿qué dices tú de esto?
JS: A mí me parece que el papel del ejército no es especular en asuntos teológicos. [Mirando a RS] Otros lo hacen mejor.
RS: Sí, vamos a ver: si hay un alma, debería estar compuesta de energía, alguna forma de energía. La fuente de este campo eléctrico que todos nosotros hemos experimentado no puede encontrarse en el cerebro. No. ¿Por qué negarse a aceptar que existe algo fuera del cuerpo que, sin embargo, pertenece al cuerpo, una materia trascendente que...?
JS: Disculpa a este simple coronel, pero yo nunca he oído otra cosa más que el alma estaría dentro del cuerpo.
RS: Cuando estamos vivos, sí; pero si se acepta que el cerebro funciona de una manera hasta ahora desconocida en este... estado de no muerte, ¿por qué no va a poder hacerlo el alma también? Si una cantidad grande de almas flota alrededor de los cuerpos, ¿no podría eso producir...? Cómo explicarlo...
ENTREVISTADOR: Nos queda poco tiempo. Para terminan ¿por qué creéis que ha pasado esto? ¿Johan Stenberg?
JS: Me reservo mi opinión sobre este tema.
ENTREVISTADOR: ¿Sten Bergwall?
SB: Como ya he dicho: seguimos a la espera de los resultados.
ENTREVISTADOR: ¿Runo Sahlin?
RS: Se ha cometido algún error. Algo se ha hecho mal y ha... roto el orden normal.
ENTREVISTADOR: Sí, eso es algo que quizá podamos suscribir todos. Ahora, vamos con el tiempo. ¿Camilla?
Camilla: Las altas presiones que han dominado el tiempo en Estocolmo durante las últimas semanas dejarán paso esta tarde a una borrasca procedente del oeste. Las lluvias serán abundantes por la tarde. En la foto del satélite podemos ver...
CNN. WORLD NEWS. 8:30 (hora de Suecia)
... are now searching for explanations of the bizarre events in the Swedish capital. So far none have been found, but the simultaneous awakenings in different locations hint at a driving force. A military commander said this morning that a connection to terrorist activity cannot be ruled out...
(Imágenes del cementerio Skogskyrkogården tomadas a distancia. El cercado con muertos detrás, militares entre las tumbas).
TVE. INFORMATIVO. 8:30
... aquí, en las ciudades y pueblos, muchas personas esperaban que sucediera lo mismo, pero es un fenómeno aislado que sólo ha afectado a la zona de Estocolmo y sus alrededores, donde la cifra de redivivos durante la noche ha llegado a los 2.000. Ni los médicos ni los sacerdotes pueden dar explicaciones a los familiares congregados esta mañana frente al hospital de Danderyd...
(Imágenes de cientos de personas fuera del Danderyd, un sacerdote extiende los brazos con gesto de resignación).
ARD TAGGESSCHAU. 9:00
... die Forscher, die heute nacht damit beschäftigt waren, das Rätsel zu lösen. Auf der Pressekonferenz heute wurde mitgeteilt, dass einige Enzyme, die in toten Körpern normalerweise zerstört sind, es in den Wiederlebenden nicht seien. Im Moment untersucht man ob diese Enzyme tatsächlich dieselben sind, die lebendigen Körpern ihre Nahrung zuführen...
(Imágenes de archivo del laboratorio sueco; unos tubos de ensayo en un soporte).
TF1 JOURNAL. 13:00
... qui sont sortis des cimetières et des morgues cette nuit. L'Office du Tourisme Français déconseille à tout le monde d'aller à Stockholm pour le moment. D'autres villes suédoises ne semblent pas être atteintes de ce phénomène et là il n'y a pas de restrictions. Quand les habitants de Stockholm se sont réveillés ce matin, ils ont vu leur réalité changée. Pourtant la vie à la surface semble être retournée à la normale.
(Mezcla de imágenes del cementerio de Skogskyrkogården, de los muertos detrás de la valla, así como gente paseando por la calle de Drottninggatan).
14 DE AGOSTO (II)
La fuerza verde que impulsa la flor
And if I came back from the grave for a while,
Would you, could you make a dead man smile?
ED HARCOURT,
This one's for you.
Vällingby, 11:55
Mahler empezó a ponerse nervioso cuando al cabo de tres cuartos de hora Anna aún no había vuelto. Salió al balcón y echó una ojeada a través del patio hacia el apartamento de ella. Le asaltó una reprobación de padre: «Qué criatura más lenta», y la reprimió de inmediato. Ahora debía mostrar respeto. Respeto y comprensión.
Durante los últimos años él había sido para Elias más un padre separado que un abuelo. Tal vez había tratado de recuperar lo que se había perdido cuando Anna era pequeña y él estaba metido de lleno en su carrera. Que él se quedara al cuidado del niño y fuera a recogerlo a la guardería, le había permitido a Anna vivir con una libertad que él pensaba que su hija aprovechaba mal, pero como ya sabía que a ella sus consejos le entraban por un oído y le salían por el otro —«a buenas horas piensas empezar a educarme», le había dicho—, intentó no juzgarla.
Además, probablemente la culpa de todo era de él. La incapacidad de Anna para comprometerse, mantener un trabajo o terminar unos estudios era un comportamiento aprendido. ¿Y quién se lo había enseñado? Sí, Gustav Mahler, periodista forjándose una carrera.
Se habían mudado cinco veces cuando ella era pequeña, a medida que él iba consiguiendo mejores trabajos en periódicos más grandes. Cuando Anna tenía nueve años y él finalmente se había asentado en la redacción de sucesos del periódico Aftonbladet, Sylvia, la madre de Anna, se había hartado de él y lo había abandonado. Aunque, en realidad, había sido él quien la había abandonado a ella mucho antes.
Así pues, seguro que había sido él quien había enseñado a su hija cómo había que vivir la vida. Ella había seguido medio curso los estudios de Psicología, y antes de dejarlo había aprendido lo suficiente para poder culparlo de todo a él, opinión que él compartía en su fuero interno, aunque nunca se lo dijo a ella, porque consideraba que cada persona era responsable de su propia vida. Al menos, en teoría.
Su relación con Anna estaba marcada por la indecisión. Él pensaba que ella debía dejar de escurrir el bulto, levantar la cabeza y recobrar el ánimo, al mismo tiempo creía que él tenía la culpa de que ella escurriera el bulto, no levantara la cabeza ni se animara. Sí. Ya se había enterado de que la culpa era suya, pero ella no lo sabía.
Mahler encendió un cigarrillo y sólo alcanzó a dar una calada antes de que salieran tres hombres del portal de Anna. Él se agachó y apagó el pitillo contra el suelo de cemento...
«... para que el enemigo no viera el humo...».
... y permaneció atento para escuchar si los hombres se dirigían a su portal. No. Salieron del patio hablando entre ellos. No distinguió lo que decían. Cortó el extremo ennegrecido del cigarrillo, volvió a encenderlo y le dio dos caladas. Le temblaban los dedos. Debían salir de allí cuanto antes.
Había cortado el teléfono y apagado el móvil por miedo a recibir alguna llamada que le dijera algo sobre lo que él debiera pronunciarse. Cuando estaba conectando el teléfono para poder revisar el contestador automático, se abrió la puerta de fuera y se quedó paralizado.
—¿Papá?
Los dedos recuperaron la movilidad. Mahler desconectó el teléfono cuando Anna entró en el cuarto con una maleta en la mano. Ella dejó la maleta en el suelo, se acercó a la ventana del balcón y miró hacia fuera.
—Se han ido —dijo Mahler—. Les he visto.
Anna tenía el labio inferior en carne viva de tanto mordérselo.
—Han buscado por todo el apartamento. Apartaron el Lego... y miraron debajo de la cama. —Soltó un bufido—. Tíos hechos y derechos. Me dijeron que yo tenía que... que estaba obligada a dejar que ellos se hicieran cargo de él.
—¿Quiénes eran?
—Policías y un médico. Traían papeles de algo de epidemia... Me dijeron que era ilegal que... y que era peligroso para Elias.
—¿Tú no les dijiste que estaba aquí?
—No, pero...
Gustav asintió, bajó la tapa del portátil y recogió todos los cables necesarios.
—Tenemos que salir de inmediato.
—¿Al hospital?
Mahler cerró los ojos con fuerza y se esforzó por mantener un tono de voz tranquilo.
—No. Anna. Al hospital no. A la casa de verano.
—Pero me han dicho...
—Me importa una mierda lo que hayan dicho. Nos vamos ahora mismo.
Cuando Mahler metió el ordenador en la bolsa y se volvió para entrar en el dormitorio, Anna estaba delante de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho.
—No eres tú quien decide esto —le espetó con voz fría y resuelta.
—Anna, ¿puedes quitarte de en medio? Hemos de irnos. Pueden venir aquí en cualquier momento. Coge tu maleta.
—No. No eres tú el que decide. Yo soy su madre.
Él frunció el ceño y mirando a Anna directamente a los ojos le dijo:
—Me parece estupendo que de repente sientas tal necesidad de comportarte como una madre, cosa que no has demostrado estos últimos años, pero pienso llevarme a Elias y luego tú puedes hacer lo que te dé la gana.
—Entonces llamo a la policía —replicó Anna, y el hielo de su voz comenzó a resquebrajarse, a ceder—. ¿No lo comprendes?
Mahler sabía manejar a las personas. Si él hubiera querido, con la voz suave y unas acusaciones más sutiles, habría conseguido convencer a su hija en dos minutos. Por consideración o por falta de tiempo no lo hizo, y en vez de eso dio rienda suelta a su enfado, lo cual a él le pareció que era jugar más limpio. Mahler dejó la bolsa encima de la mesa y señaló hacia el dormitorio.
—¡Acabas de decir que no es Elias! Entonces, ¿cómo demonios vas a ser su madre?
Fue como abrir un paquete de café. Anna se vino abajo y empezó a llorar. Gustav se reprendió a sí mismo. Aquello no era en absoluto juego limpio.
—Anna, perdona. No quería decir...
—Lo has dicho. —Anna le sorprendió irguiéndose y secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Ya sé que importo un bledo.
—Ahora no estás siendo justa. —Mahler vio que se le iba de las manos y dio marcha atrás—. ¿Acaso no me he ocupado de ti durante todo este tiempo? Todos los días...
—Sí, como si fuera un paquete. Y ahora el paquete se ha atravesado en el camino, y tú tienes que apartarlo. En realidad tú nunca has hecho nada por mí. Es tu propia conciencia la que te preocupa todo el tiempo. Dame un cigarrillo.
Mahler se detuvo a mitad de camino hacia el bolsillo de la camisa.
—Anna, no tenemos tiempo...
—Lo tenemos. Dame un cigarro, te digo.
Ella cogió un cigarrillo y el mechero, lo encendió y se sentó en el sillón, en el borde. Mahler no se movió.
—¿Qué pensarías si te dijera que me habría gustado estar sola todo este tiempo, y que en realidad se me han hecho muy pesadas tus idas y venidas diarias? —le dijo Anna—. Comía perritos calientes en el quiosco de abajo, en el cruce, no necesitaba tu comida, pero te he dejado que lo hicieras para que te sintieras mejor.
—Eso no es verdad —replicó él—. Tú habrías seguido tumbada allí sola, día tras día...
—No he estado sola. Alguna tarde, cuando me sentía mejor, he llamado a alguno de mis conocidos y...
—¿Ah, sí? ¿No me digas? —La voz de Mahler sonó más mordaz de lo que él había pretendido.
—Ahórrame tus opiniones. Cada uno tiene las suyas. Yo al menos he llorado a Elias. No sé lo que habrás llorado tú. Algún plan para mantener tu propio equilibrio moral, que ha fracasado. Pero ya no pienso tener más consideración contigo. —Anna apagó el pitillo a medias y entró en el dormitorio.
Mahler se quedó inmóvil, con los brazos a los lados. No se sentía abrumado. Las palabras de Anna no le hicieron mella. Probablemente eran ciertas, pero no le habían afectado. Sin embargo, los nuevos datos, sí: nunca se había imaginado eso de ella.
* * *
Elias yacía en la cama con los brazos extendidos, parecía un extraterrestre indefenso. Anna estaba sentada en el borde de la cama con el dedo dentro del puño cerrado del redivivo.
—Mira —le instó ella.
—Ya —dijo Mahler, y se mordió los labios para no añadir: «Lo sé». En vez de eso, se sentó al otro lado de la cama y dejó que Elias le apretara el dedo con la otra mano. Permanecieron un rato sentados, cada uno con su dedo en las manos de Elias. A Mahler le parecía oír las sirenas a lo lejos.
—¿Qué vamos a darle? —quiso saber Anna.
Gustav le contó lo de la sal. En la pregunta de Anna había una incipiente aceptación de su plan, pero él no pensaba forzar más las cosas. Ella podía elegir ahora, siempre y cuando no eligiera mal.
—¿Y glucosa? —preguntó ella—. Suero.
—Tal vez —concedió Mahler—. Podemos probar.
Anna asintió, besó a Elias en el dorso de la mano y sacó el dedo con cuidado, se levantó y dijo:
—Venga, pues entonces nos vamos.
* * *
Mahler acercó el vehículo hasta el portal y Anna llevó a Elias envuelto en la sábana, lo tumbó en los asientos traseros y luego entró ella. El coche era una sauna tras todo el día en el aparcamiento, y Mahler bajó las dos ventanillas delanteras y abrió el techo solar.
Arriba, en la plaza, aparcó a la sombra y se dirigió a toda prisa a la farmacia. Echó en la cesta diez paquetes de glucosa, cuatro tubos de crema para la piel y unas cuantas jeringas de alimentación. Se detuvo frente a las cosas para bebés, de donde eligió también un par de biberones. Comprobó que fueran de los que tienen un solo agujero en la tetina.
No quería dejar mucho tiempo a Anna y a Elias solos en el coche, pero la gran cantidad de productos disponibles en la farmacia le dejaron confuso. Pasó la mirada por las estanterías con apósitos, productos contra los mosquitos, cremas contra los hongos de los pies, vitaminas y pomada para quemaduras. Tenía que haber algo que fuera bueno, pero ¿qué?
Cogió al azar unos cuantos botes y frascos con vitaminas y productos de parafarmacia.
La señora de la caja le echó una mirada a. él y otra a los productos que iba a comprar. Mahler vio cómo se movían las ruedas dentadas de su mente bajo una máscara de profesionalidad, en un intento de establecer una relación entre el azúcar, los biberones, una cantidad tan ingente de crema hidratante y su persona.
Él pagó en metálico y recibió los productos en una bolsa repleta, junto con el deseo de que pasara un buen día.
Fueron en silencio todo el camino hasta Norrtälje. Anna iba sentada atrás con Elias en las rodillas, mirando fijamente a través de la ventanilla con su dedo en la mano de él. Cuando Gustav tomó la salida hacia Kapellskär, ella le preguntó:
—¿Por qué crees que no van a buscar allí?
—No lo sé —admitió él—. Sólo espero que no se lo tomen tan... en serio, sencillamente. Y además, es más agradable estar allí.
Mahler puso la radio. No se oía música en las emisoras de ámbito nacional; sólo las comerciales seguían zumbando como si no hubiera pasado nada. Tuvo puesta la emisora P1, pero añadió poco a lo que ya sabían. Todavía faltaban ocho redivivos.
—Me pregunto qué estarán haciendo ahora los otros siete —dijo Mahler, apagando la radio.
—Algo parecido —repuso Anna—. ¿Por qué crees realmente que nosotros estamos haciendo lo correcto y que todos los demás se equivocan?
Mahler dejó de mirar al frente un par de segundos para poder volver la cabeza y observar a Anna; se lo estaba preguntando en serio.
—No sé si estamos actuando correctamente —dijo Mahler—, pero sé que ellos tampoco lo saben. En mi trabajo... te sorprenderías si supieras con cuánta frecuencia las autoridades actúan sin saber por qué, sin conocer las consecuencias... sólo para que parezca que hacen algo. —Ahora que ya estaban en camino él también se atrevió a preguntar—. ¿Crees que no estamos actuando correctamente?
Ella permaneció en silencio un momento. Gustav vio por el espejo retrovisor que estaba mirando a Elias y que una mueca atravesaba su rostro.
—¿No puedes abrir un poco más la ventanilla?
Mahler la bajó cuanto pudo. Anna se echó hacia atrás todo lo posible, se apoyó en el reposacabezas y hablando hacia el techo dijo:
—¿Por qué no deja de oler?
Su padre volvió a mirar hacia atrás. La cara de Elias, de color verde oscuro y con manchas negras, sobresalía de la sábana, lo que le hacía parecer aún más como una momia amortajada.
—No quiero abandonarle —dijo Anna—. Eso es todo.
* * *
La vegetación alrededor de la casita estaba demasiado alta y agostada. La impresionante madreselva que trepaba alrededor del porche había crecido mucho antes del verano, pero ahora sólo era una barda, como si el porche hubiera sido envuelto en ramas secas.
Mahler detuvo el coche a diez metros de la puerta y apagó el motor.
—Bueno —anunció, mirando la hierba seca—. Pues al fin hemos llegado.
La casa estaba al final del camino a cuyos flancos se alineaban las casas de veraneo de Koholma. Era preciso caminar doscientos metros a través del bosque para llegar al agua, pero nada más bajar del vehículo Mahler ya notó cómo mejoraba la calidad del aire por la proximidad del mar. Respiró profundamente y una promesa de libertad le llenó los pulmones.
Ahora entendía cuál había sido su razonamiento.
Aquella casa le había parecido más segura que el apartamento. Evidentemente era el mar el que había hecho que tuviera esa sensación. El amplio océano azul de ahí afuera. Si ellos venían, siempre quedaba la posibilidad de... escapar hacia las islas.
La razón de que Mahler hubiera podido comprar aquella casa quince años antes se hizo ahora presente: un ruido sordo cruzó el bosque e hizo vibrar ligeramente la chapa del coche. Él suspiró.
El puerto de Kapellskär se hallaba quinientos metros al sur. Con el auge, quince o veinte años antes, de los viajes turísticos con destino a Finlandia y Åland, que se convirtieron en algo al alcance de todos, el tráfico de barcos, cada vez más grandes, fue en aumento y el valor de los inmuebles de la zona próxima a las terminales del puerto cayó a la mitad. No estaba tan mal como vivir en las inmediaciones de un aeropuerto, pero casi. Los barcos salían a todas las horas del día y de la noche y se necesitaban un par de semanas para acostumbrarse al ruido que hacían.
Empezaron a bajar el equipaje.
Mahler sacó a Elias del coche y lo llevó hasta la casita, buscó la llave en el canalón y abrió la puerta. La casa olía a cerrado. Gustav llevó a Elias a su habitación, donde los tesoros de veranos pasados, en forma de plumas, piedras y trozos de madera, yacían sobre la repisa de la ventana y en las estanterías.
Dejó al niño en la cama y abrió la ventana. El aire mezclado con sal se arremolinó dentro de la estancia, invitando a bailar al polvo.
Sí. Habían hecho bien en venir aquí. Aquí había espacio y tiempo. Todo lo que ellos necesitaban.
Täby Kyrkby, 12:30
Tras la llamada de Flora de madrugada, Elvy no pudo volverse a dormir y cogió otro rato la obra de Grimberg. Por si fuera poco, se llegaba precisamente a la muerte de Gustavo Adolfo II. El relato de la extravagante relación de la reina viuda María Leonor con el cadáver de su difunto esposo la mantuvo pegada al libro.
María Leonor se había negado a desprenderse de él. Una y otra vez debía ver el cuerpo sin vida y hacerle compañía durante todo el viaje desde Alemania. Cuando finalmente la fueron apartando de él, consiguió apoderarse del corazón (a Elvy le irritaba que Grimberg no contara en ningún sitio cómo consiguió ella hacerse con el corazón), y chantajeó con él para conseguir que le dejaran ver otra vez el cadáver...
Esto escribió un diplomático sueco durante el viaje de traslado del cuerpo:
Lo que contempla suscita en ella alabanzas y caricias, sin ver que ya es mucho lo que ennegrece y se descompone, que nada queda ya que reconocer.
Elvy había bajado el libro y se había quedado pensando en la diferencia entre las reacciones. Si el rey se hubiera levantado de su ataúd, la reina probablemente habría dado gritos de alegría mientras abrazaba aquel cuerpo podrido. ¿Por qué era tan distinto? ¿Era Elvy la despiadada?
Unas páginas más adelante, Elvy encontró una especie de explicación. María Leonor había encargado un féretro doble, con espacio para el difunto rey y para ella misma. La justificación era que «había gozado muy poco» del rey en vida. Ahora que estaba muerto quería aprovechar.
Elvy no tenía ese problema. Ella había podido «gozar» de Tore en vida más que suficiente. Cuando su esposo expiró, Elvy había vivido mucho tiempo con aquel hombre diez años mayor que se había desposado por misericordia con una histérica con el fin de cuidarla y guiarla en la vida, sin llegar nunca a comprenderla. No le guardaba ningún rencor —él hizo lo que pudo—, pero ella había tenido suficiente.
Confortada con este pensamiento, dejó el libro e intentó dormirse, pero el sueño no quería aparecer. A las 4:30 tuvo que levantarse y permanecer sentada en el retrete media hora, y cuando se acostó de nuevo ya entraba la luz del día en el dormitorio. Bajó las persianas, se tomó un par de valerianas y al final consiguió adormecerse. Estuvo sumida en un duermevela hasta algo más de las once, entonces se despertó del todo, animada y llena de esperanza.
Hasta que miró las noticias.
No dijeron ni media palabra de lo esencial. Era como si no existiera. De vez en cuando salía hablando algún sacerdote u obispo, y ¿de qué hablaban?
De los familiares impacientes, del teléfono de asistencia de la iglesia y de la angustia de muchas personas en una situación como ésta. Bla, bla, bla.
Elvy no sentía ninguna angustia. Estaba enfadada.
Difundieron estadísticas e imágenes de las exhumaciones de la noche anterior. A esas horas ya habían abierto casi todas las tumbas recientes y algunas más (en efecto, las personas que llevaban muertas más de dos meses seguían muertas), y el número de redivivos se acercaba ya a los 2.000.
El primer ministro había aterrizado hacía un momento y ya en el aeropuerto de Arlanda fue acosado por los periodistas. Para destacar la gravedad de la situación, se quitó las gafas y, mirando directamente a las cámaras, dijo:
—Nuestro país se encuentra conmocionado. Espero la ayuda de todos para que la situación no empeore.
»Yo y mi gobierno vamos a hacer cuanto esté en nuestras manos para dar a esas personas la atención médica y los cuidados necesarios.
»Pero permitidme que os recuerde...
El primer ministro levantó el índice y miró a su alrededor con una expresión que parecía de tristeza. Elvy tensó todo el cuerpo y se inclinó más cerca de la tele. Ahí estaba. Por fin. El primer ministro dijo:
—Todos hemos de recorrer ese camino. Nada diferencia a esas personas de nosotros.
El político dio las gracias y le abrieron paso hasta el coche que lo estaba esperando. Elvy se quedó con la boca abierta.
«Él tampoco...».
Ella había reparado en que el primer ministro se sabía su Biblia al dedillo; solía utilizar expresiones y giros sacados de ella. Por eso el golpe fue aún mayor, cuando él, en aquellos momentos decisivos, no hizo referencia ni siquiera con una palabra a las Escrituras. Ahora, cuando realmente era la ocasión.
«Todos hemos de recorrer ese camino...».
Elvy apagó la tele y maldijo en voz alta:
—¡Qué maldito... payaso!
Se dio una vuelta por la casa, tan indignada que no sabía ni qué hacer. En la habitación de los invitados, cogió las hojas con los salmos fotocopiados, manchados por las secreciones de Tore, las estrujó y las arrojó a la papelera. Después llamó a Hagar.
De sus amigas de la iglesia, Hagar era la más despierta. Durante doce años ellas y Agnes se habían encargado de preparar el café para las reuniones de los sábados, turnándose con los bollos. Después de que Agnes sufriera de ciática en las piernas, ya no podía estar tan activa, así que desde hacía tres años eran sobre todo Elvy y Hagar las que se encargaban de todo.
Hagar contestó a la segunda señal.
—¡Seiscientosdocediecinueveveintiseis!
Elvy tuvo que retirarse un poco el auricular del oído, porque Hagar, que padecía una ligera disminución auditiva, casi gritaba al teléfono.
—Sí, soy yo.
—¡Elvy! Has tenido alguna avería en el...
—Sí. Lo sé. ¿Has...?
—¡Tore! ¿Ha...?
—Sí.
—¿Ha vuelto a la...?
—Sí, sí.
Se quedaron un momento en silencio.
—¿Ah, sí? ¿A tu casa? —preguntó Hagar con tono algo más bajo.
—Sí, pero ya han venido a buscarlo. No es eso. ¿Has visto las noticias?
—Sí, claro. Toda la mañana. ¿Fue desagradable?
—¿Lo de Tore? Sí, un poco al principio, tal vez, pero... fue todo bien. No es eso. ¿Has visto... has visto al primer ministro?
—Sí —contestó Hagar, y habló como si acabara de morder algo amargo—. ¿Qué es lo que pasa, en realidad?
Elvy meneó la cabeza lentamente, sin darse cuenta de que Hagar no podía ver el gesto. Fijó la vista en un pequeño cuadro colgado en la pared de la entrada.
—Hagar, ¿piensas de esto lo mismo que yo? —preguntó arrastrando las palabras.
—¿De qué?
—De lo que está pasando.
—¿La resurrección?
Elvy sonrió. Ya sabía que podía confiar en Hagar. Asintió frente al cuadro, Jesús Salvador Rey del Mundo, y dijo:
—Sí. Eso, precisamente. Ni siquiera lo mencionan.
—No. —Hagar volvió a subir el tono de voz—. ¡Esto es una desgracia! ¡Hasta ahí hemos llegado!
Siguieron hablando un poco más con la mayor complicidad y colgaron con la vaga promesa de hacer algo, sin saber muy bien qué.
Elvy se sintió algo más tranquila. No era ella sola la que pensaba de aquella manera. Seguramente eran más. Fue hasta la ventana del balcón y miró hacia fuera, como si buscara a más gente que se diera cuenta de lo que estaba pasando. Además, observó otra cosa, algo que no había visto en varias semanas: nubes.
No eran simples nubes de verano, dispuestas sólo para acentuar el azul del cielo. No, eran auténticos nubarrones de tormenta, formando bancos de nubes negras que se deslizaban tan despacio que parecían inmóviles. Una poderosa masa muscular se disponía a descargar su ira sobre Estocolmo.
Elvy salió a la terraza. Estuvo un buen rato observando y sí, claro; avanzaba despacio, pero ciertamente la montaña flotante de nubes oscuras estaba acercándose. Sintió un cosquilleo en el estómago. ¿Sería eso? ¿Sería así?
Anduvo un rato dando vueltas por la casa, bostezando y tratando de prepararse. No sabía cómo había que prepararse.
El que esté en la azotea de su casa, que no baje a buscar sus cosas; y el que esté en el campo, que no vuelva a buscar su manto.
No había nada que hacer. Elvy se sentó en el sillon y buscó Mateo, 24, ya que había olvidado cómo seguía. Se asustó con lo que leyó:
Porque habrá entonces un gran padecimiento, como no lo hubo desde el comienzo del mundo hasta ahora ni lo habrá jamás.
Elvy pensó en los campos de concentración, y en Flora.
Y si no fuera abreviado ese tiempo, nadie se salvaría; pero será abreviado, a causa de los elegidos.
Nada hablaba en realidad de dolor y sufrimiento en el sentido normal de la expresión. Sólo de que habría un gran padecimiento «como no lo hubo ni lo habrá jamás». Un sufrimiento que nunca antes hemos conocido, pero claro, tal vez era consecuencia de la traducción sueca. El original quizá hablaba expresamente de sufrimiento puramente físico e insoportable. Sintió que le pesaban los párpados.
«Quizá ya en la primera traducción... la Septuaginta... 40 monjes en 40 cuartos... 100 monos junto a 100 máquinas de escribir durante 100 años».
Sus pensamientos se mezclaron en una maraña inextricable de imágenes, y Elvy, allí sentada, asentía con la barbilla contra el pecho.
Se despertó porque se encendió la tele.
Se le coloreó de naranja el interior de los párpados, y la luz de la pantalla era tan intensa cuando abrió los ojos que tuvo que volver a cerrarlos. El aparato lucía como un pequeño sol y Elvy entreabrió los ojos con cautela, entornándolos.
Cuando sus pupilas empezaron a acostumbrarse a aquella luz tan intensa, Elvy vio una figura en el centro de la pantalla, alrededor de la cual la luz resplandecía como un halo de santidad. O, tal vez, la luz salía de la figura. La mujer. Elvy la reconoció inmediatamente y su pecho se llenó de angustia.
La mujer cubría el cabello negro con un velo azul oscuro y en sus ojos se reflejaba el dolor de quien acaba de ver morir a su hijo; de quien ha estado a los pies de la cruz y ha visto cómo le sacaban a su hijo los clavos de las manos con unas tenazas; de quien ha contemplado rígidos y retorcidos aquellos dedos que un día fueron pequeños y buscaron ansiosos su pecho; de quien ha oído el chirrido del metal contra la madera y contemplado aquellas manos ahora destrozadas. Y todo estaba perdido.
—Virgen María... —susurró sin atreverse a mirar, pero de pronto comprendió lo que significaba «un padecimiento como no lo hubo ni lo habrá jamás». No era más que el que podía leerse en los ojos de María. El sufrimiento de una madre frente a su hijo muerto, un hijo que además era la suma de toda la bondad. No era sólo el dolor de ver torturar y matar al hijo que has amamantado y cuidado, sino también el sufrimiento de que exista un mundo en el que semejantes cosas puedan suceder.
Elvy vio con el rabillo del ojo que María extendía las manos en un gesto de saludo. Estaba a punto de levantarse del sillón y caer de rodillas en el suelo, pero María le dijo:
«Quédate sentada, Elvy».
Su voz clara era casi un susurro. Nada que ver con una voz atronadora procedente del cielo, sino más bien como la voz suplicante de una niña pobre pidiendo una moneda, o algo de comer.
«No te levantes, Elvy».
La Virgen conocía su nombre, y en sus palabras se adivinaba que sabía muy bien todo lo que Elvy había soportado y trabajado a lo largo de su vida, y que ahora se merecía descansar un poco. La mujer se atrevió a echar una mirada rápida a la pantalla y vio que a María le brillaban estrellas diminutas en las puntas de los dedos. O, tal vez, gotas de agua, lágrimas enjugadas de sus ojos.
—Elvy —dijo María—. Tienes una misión.
—Sí —susurró ella sin que se oyera ningún sonido.
—Deben venir a mí. Su única salvación es que vengan a mí. Tú tienes que hacérselo comprender.
Aquello ya le había rondado a Elvy, y, pese a la solemnidad del momento, ella se imaginó a sus vecinos y al resto de la gente con ojos incomprensivos y aturdidos, y sus respuestas desdeñosas.
—¿Cómo? ¿Cómo voy a conseguir que me escuchen? —quiso saber.
Durante un segundo, Elvy miró a María directamente a los ojos y se sintió llena de miedo. Porque vio las tribulaciones que habría de soportar la humanidad si no se arrepentía y volvía a su seno. La Virgen extendió una mano y dijo:
—Ésta será tu señal.
Algo le rozó la frente a Elvy. El televisor se apagó. Elvy se cayó del sillón y la cabeza le explotó.
* * *
El borde de cristal de la mesa le estaba presionando la frente cuando ella abrió los ojos. Le dolía la cabeza. Aturdida, se enderezó en el sillón, mirando la mesa. En el borde había una mancha viscosa de color rojo oscuro. Habían caído algunas gotas de sangre sobre la alfombra.
El televisor estaba sin imagen y en silencio.
Se levantó con las piernas temblorosas, se dirigió a la entrada y se miró en el espejo.
Una brecha completamente recta, de tres centímetros pero superficial, se dibujaba un poco por encima de las cejas como si fuera el signo menos. Aún le salía un poco de sangre de la herida y se quitó una gota del ojo.
En la cocina se limpió la sangre con papel absorbente. No se atrevió a tirarlo, así que lo puso en un bote de cristal y cerró la tapa.
Después llamó a Hagar.
Mientras sonaban los pitidos, ella cerró los ojos y vio a la Virgen delante de ella. No podía asegurarlo, pero cuando María extendió la mano para tocarle la frente, durante una fracción de segundo, Elvy alcanzó a ver lo que le brillaba en las puntas de los dedos. Eran anzuelos. Le salían de la piel unos anzuelos pequeños y finos, no mayores que los de pesca.
Aunque no acertaba a expresarlo, Elvy estaba convencida de que María de alguna manera era una representación, algo destinado a sus ojos humanos. Ella tenía un papel relevante porque era la Madre de Jesús. Pero ¿los anzuelos? ¿Qué significaban los anzuelos en ese caso?
Cuando Hagar respondió, Elvy dejó esas cuestiones a un lado para describir el momento más importante de su vida.
Koholma, 13:30
Anna sacó el resto del equipaje del maletero mientras su padre desaparecía en el interior de la casa. Cruzó el patio, pasó cerca del pino donde estaba el columpio de Elias, enredado alrededor del tronco, junto a la mesa del jardín, reseca después de haber pasado el invierno a la intemperie. Allí se detuvo y dejó las maletas en el suelo. Permaneció pensativa, tratando de comprender.
¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo había quedado reducida a una especie de sirviente que se ocupaba de las tareas básicas mientras que su progenitor se hacía cargo del que había sido su hijo?
El calor apretaba de una manera que presagiaba tormenta. Anna miró hacia el cielo. Sí. Lo cubría una tenue gasa, una película blanca y un banco de nubes oscuras se deslizaban desde el interior hacia la costa. Era como si toda la naturaleza se estremeciera ante la expectativa. Las raíces de las plantas estaban conversando en voz baja acerca de la misericordia que pronto iba a caer del cielo.
Anna se sentía mareada, casi indispuesta. Durante más de un mes había vivido en una burbuja, limitando sus movimientos y sus palabras al mínimo para que la vida no se cebara con ella, no empezara a arañarla y destrozarla. Durante más de un mes había vivido como una muerta.
Y, de pronto, sobrevino el regreso de Elias, el registro policial, el ajetreo de la huida y una conversación donde fue incapaz de decidir nada, y su padre decidió por ella. Se había quedado al margen. No participaba.
Anna dejó las maletas donde estaban y se dirigió hacia el bosque.
Las hojas secas del año anterior crujían bajo sus pies, las raíces superficiales de los pinos se arqueaban bajo el manto vegetal y se le clavaban en las suelas de los zapatos. El ruido del puerto de Kapellskär resonaba en el bosque como un temblor. Anna vagó sin rumbo hacia los terrenos pantanosos más próximos al mar.
Cuando llegó a los campos abiertos cubiertos por los musgos, olió la acidez de las acículas de los pinos fermentadas al sol en los légamos profundos. Hasta el musgo, que normalmente era de color verde oscuro sobre el agua de aquellos terrenos pantanosos, se había secado y había adquirido un tono verde claro, con manchas beis. Cuando anduvo sobre él, crujía antes de que el pie se hundiera en su manto, como si caminara sobre una capa dura de nieve.
Anna avanzó con dificultad hacia el centro. Los árboles de hoja caduca próximos a la zona pantanosa arqueaban las copas formando una cúpula por la que se filtraban los rayos del sol aquí y allá. Se tumbó cuando llegó al centro. El musgo la acogió, cerrándose a su alrededor. Se quedó mirando las indolentes formas cambiantes de las hojas en las copas de los árboles, y se durmió.
¿Cuánto tiempo permaneció allí tendida? ¿Media hora, una?
Seguramente se habría quedado más tiempo si su padre no la hubiera llamado para que volviera a casa.
—¡Anna...! ¡Aaannaa!
Ella se liberó de los brazos del musgo, pero no contestó. Estaba demasiado ocupada con la sensación que tenía en el cuerpo, especialmente en la piel. Miró el sitio donde había estado tumbada. El contorno de su cuerpo se dibujaba nítidamente en el musgo, que, con un gemido casi audible, empezaba a recuperar la forma de antes.
Ella había cambiado de piel. Eso era lo que sentía. Lo que andaba buscando era su vieja piel, que debía de estar arrugada y consumida en el hueco del musgo.
Allí no estaba, pero la sensación era tan real que tuvo que subirse la manga de la camiseta para comprobar si aún tenía el tatuaje.
Pues sí. «Rotten to the Bone» seguía aún escrito con diminutas letras de imprenta en el hombro derecho. Una suerte de orgullo le había obligado a seguir con él en vez de habérselo quitado con láser, pese a que hacía ya doce años que había roto por completo con ese mundo al que pertenecía el tatuaje.
—¡AANNAA!
Se encaminó hacia la orilla de la zona pantanosa y gritó:
—¡Estoy aquí!
Mahler se detuvo donde empezaban los musgos, evitándolos como si fueran arenas movedizas. Se llevó las manos a las caderas.
—¿Dónde has estado?
—Allí —contestó ella, y señaló en dirección al centro.
Gustav arrugó la frente mientras observaba el musgo aplastado.
—Ya lo he metido todo —dijo él.
—Bien —contestó Anna, pasando junto a su padre en dirección a la casa. Él la siguió y le sacudió la espalda con la mano.
—Cómo te has puesto.
Ella no contestó. Sus pies avanzaban ligeros sobre las raíces. Había en ella algo delicado y valioso, algo que podía resquebrajarse si hablaba. Caminaron en silencio hacia la casa y ella le agradeció que no empezara a explicarle su comportamiento, como hacía cuando era más joven; que la dejara en paz.
* * *
En la mesilla junto a la cama de Elias había un paquete de suero glucosado, sal, dos jeringas, una jarra de agua y una medida de medio litro.
Anna no pudo apreciar ningún cambio. Mahler había cubierto a Elias con una sábana blanca limpia y sus pequeñas manos de viejo reposaban a los lados, como dos garras de ave secas. Lo que estaba contemplando era un cadáver, el de su hijo. Quizá pudiera cambiar algo, si él al menos quisiera abrir los ojos, mirarla. Pero bajo aquellos párpados medio cerrados no había más que esa película inerte que parecía plástico, como una lentilla reseca. Nada.
Tal vez hubiera un camino de regreso. Su padre parecía creerlo. Pero en ese caso sería largo, tan largo que ella no podía ni imaginarse su inicio, cuánto menos su fin. Elias había muerto. Lo que había allí eran unos restos en los que no quedaba nada que recordara al niño que ella había amado. Y al que ella quería recordar.
Mahler entró y se colocó al lado de ella.
—Le he dado azúcar con la jeringuilla. Se lo ha bebido.
Anna asintió, se agachó junto a la cama.
—¿Elias? ¿Elias? Soy mamá, estoy aquí.
El redivivo no se movió un milímetro. Nada hacía pensar que la oyera. El desánimo se apoderó de ella, sintió que su debilidad interior temblaba y una profunda pena le inundó el pecho. Se levantó apresuradamente y salió. Olía a café recién hecho en la cocina, y ella recobró las fuerzas.
Anna iba a hacerse cargo de él. Iba a hacer todo lo posible. Pero no podía pensar siquiera por un momento que podría recuperar a su hijo, no quería imaginarse que en algún sitio dentro del cuerpo de aquella pequeña momia se encontraba encerrado su hijo luchando por salir. Entonces sería ella la que acabaría destrozada de verdad. Aquello le resultaría demasiado doloroso.
* * *
Sirvió dos tazas de café y las llevó a la mesa. Ahora estaba tranquila. Podían hablar. Al otro lado de la ventana el cielo había empezado a cubrirse de gris y una suave brisa agitaba las hojas de los árboles. Anna miró a su padre.
Parecía cansado. Bajo los ojos tenía las bolsas más marcadas que de costumbre y todo su rostro parecía atormentado por la fuerza de gravitación de la tierra, succionado hacia el suelo en los pliegues y arrugas.
—Papá, ¿por qué no descansas un poco?
Mahler negó con la cabeza y le temblaron las bolsas de las mejillas.
—No tengo tiempo. He llamado a la redacción y alguien ha preguntado por mí; el marido de esa mujer que... Sí, querían que escribiera algo más, pero ya veré si... y además hemos de comprar comida y cosas...
Se encogió de hombros y suspiró. Anna tomó un par de sorbos de café; estaba demasiado fuerte para su gusto, como siempre que hacía el café su padre.
—Puedes ir. Yo me quedo aquí —dijo ella.
Mahler la miró. Tenía los ojos pequeños, inyectados en sangre, y casi desaparecían en la hinchazón circundante.
—¿Puedes quedarte sola, entonces?
—Sí. Sí que puedo.
—¿Estás segura, de ello?
Anna dejó la taza en la mesa, dando un golpe.
—No confías en mí. Lo sé. Pero yo tampoco confío en ti. Nunca me he fiado. Qué pretendes.
Se levantó y fue a la nevera a buscar leche para el café. El frigorífico estaba vacío, claro. Cuando volvió a la mesa, Gustav se había hundido aún más en su silla.
—Sólo quiero que todo salga bien.
Anna asintió.
—Sí, lo creo. Pero de la forma que tú lo has pensado. Como tú lo has planeado. De la manera más sensata. Vete a hacer la compra. Yo puedo apañármelas aquí.
* * *
Hicieron una lista con las cosas necesarias, planeando la compra como si se tratara de resistir un asedio.
Cuando Mahler se marchó, Anna fue a ver a Elias, luego dio una vuelta a la casa y sacudió las alfombras, barrió las moscas muertas que había en las repisas de las ventanas, y pasó la aspiradora. Cuando estaba limpiando la encimera de la cocina vio los dos biberones aún sin estrenar. Guardó el electrodoméstico y fue a la habitación de Elias. Echó un poco de suero glucosado en uno de ellos, lo llenó de agua, puso la tetina y agitó hasta que el azúcar se disolvió. Después se sentó con el biberón en la mano y miró a Elias.
La mera sensación de sostener un biberón en la mano le trajo recuerdos. Hasta los cuatro años Elias se había llevado a la cama un biberón con leche a la hora de acostarse. Nunca había usado chupete, ni se había chupado el dedo, pero necesitaba ese biberón.
Cuántas veces no había estado ella sentada como ahora al borde de la cama cuando él se iba a dormir. Lo había besado, le había dado las buenas noches y luego el biberón. Era increíble aquella sensación de satisfacción cuando él cogía el biberón con sus manitas, empezaba a chupar de la tetina y a continuación se le perdía la mirada.
—Aquí, Elias...
Anna le acercó el biberón a la boca. Mahler había dicho que tendrían que esperar un poco con eso, que Elias no podía chupar solo. Pero ella quería intentarlo. La tetina seca le rozó los labios. Él no se movió. Ella presionó con cuidado la tetina.
Entonces sucedió algo. Anna creyó al principio que era un insecto que le corría por el estómago y miró hacia abajo. Los dedos de Elias se movían un poco. Rígidos, torpes, pero se movían.
Cuando alzó la vista y le miró de nuevo a la cara, Elias había cerrado los labios alrededor de la tetina. Y chupaba. Con movimientos pequeños, muy pequeños de la piel reseca de los labios, un músculo en la garganta que trabajaba lentamente.
A ella le temblaba el biberón en la mano y se apretó la otra mano contra los labios con tanta fuerza que sintió en la lengua un sabor a metal.
Elias estaba mamando de la tetina.
Le causó tanto dolor que no podía respirar, pero cuando se calmó esa primera oleada de congoja fruto de la esperanza, le acarició la mejilla mientras él seguía succionando. Inclinó la cabeza sobre él.
—Mi niño... Qué bien lo haces, pequeño.
Kungsholmen, 13:45
«los niños, los niños, los niños...».
David Zetterberg estaba en el patio viendo salir a los niños de la escuela como un torrente. Tres, cuatro, diez, treinta pequeños seres multicolores con sus mochilas corrían escaleras abajo. Entes humanos, una turba a la que había que controlar y educar. Cuatrocientos de ellos se agolpaban en ese edificio seis horas al día, todos eran soltados de nuevo cuando acababan las seis horas.
Material.
Pero acércate a uno de esos niños y verás a un portador del mundo. Un niño con padre y madre, abuelos, parientes y amigos. Un niño cuya existencia era necesaria para que funcionaran otras muchas vidas. Frágiles son los niños, y cuántas vidas llevan sobre sus tiernos hombros. Frágil es su mundo, impuesto por los mayores. Frágil es todo.
David había pasado todo el día como en una nube. Después de la visita al Instituto de Medicina Forense había entrado en una pizzeria y se había bebido un litro de agua, después se había tumbado debajo de un árbol en un parque y había dormido casi tres horas. Cuando los ladridos de un perro lo despabilaron, despertó a un mundo que le había vuelto la espalda. La gente estaba de merienda en el parque y los niños corrían en la hierba. Él no formaba ya parte de esa vida.
Lo único que parecía que le afectaba eran las nubes negras que se iban acercando lentamente. Aún estaban lejos, pero todo apuntaba que se dirigían hacia Estocolmo. Le zumbaban los oídos y le picaba el interior de los párpados. Los rayos del sol no llegaban debajo de su árbol, así que se acurrucó contra el tronco, sacó el periódico y volvió a leer el artículo. El artículo parecía que también hablaba de él.
Sin saber lo que iba a decir, ni lo que quería realmente, sacó el móvil y marcó el número del periódico. Contó quién era, que buscaba a Gustav Mahler. Le dijeron que éste trabajaba por su cuenta y que sintiéndolo mucho no podían darle su número de teléfono, pero le harían llegar su mensaje, ¿quería algo en particular?
—No, quiero... hablar con él, sólo...
Eso sería lo que le comunicarían a él.
David cogió el metro de vuelta a Kungsholmen. Todos los viajeros que hablaban en su vagón lo hacían sobre los muertos. A todos les parecía que era horrible. Alguien se fijó en él, consiguió recordar de qué le sonaba aquella cara y se calló. Nada de condolencias en esta ocasión.
También de camino hacia la escuela comprobó hasta qué punto le habían cortado los hilos que le mantenían sujeto al mundo. Él era a lo sumo un par de ojos que flotaban alrededor, evitando los obstáculos, parándose cuando estaba en rojo el muñeco del semáforo. Al llegar a la escuela se aferró a una barra negra de metal de la verja, cerró los ojos y se quedó agarrado a ella.
Los niños salieron en tromba cuando sonó la campana. Él abrió los ojos y vio el montón de tejidos biológicos que bajaban por la escalera dando brincos, y él siguió aferrado a la barra para no salir flotando.
Cuando la riada humana se derramó sobre el patio o salió fuera por las verjas, apareció Magnus. Empujó la puerta con todas sus fuerzas y se detuvo en lo alto de la escalera mirando a su alrededor.
David fue consciente entonces de que estaba sujeto a una barra; de que una mano aferraba esa barra y que esa mano formaba parte de un cuerpo que era el suyo. Regresó a su ser y volvió a sentirse... padre. Había retornado al mundo e iba al encuentro de su hijo.
—Hola, pequeño.
Magnus le dio la mochila y miró al suelo.
—Papá...
—¿Sí?
—¿Se ha vuelto mamá como los orcos?
Así que habían hablado de ello en la escuela. David le había estado dando vueltas al asunto para decidir cómo iba a empezar, si no debería decírselo poco a poco, pero esa posibilidad ya había desaparecido. Cogió a Magnus de la mano y empezaron a caminar hacia casa.
—¿Habéis hablado de ello hoy en la escuela?
—Sí. Robin dice que era como los orcos, que comen carne humana y eso.
—¿Y qué han dicho entonces los profesores?
—Han dicho que no era verdad, que era como... ¿papá?
—Sí.
—¿Sabes quién es Lázaro?
—Sí. Ven...
Se sentaron en el bordillo de la acera. Magnus sacó sus Pokémon.
—He cambiado cinco. ¿Quieres verlas?
—Magnus, tú...
El padre cogió las cartas de la mano de Magnus y éste no protestó.
David le acarició la nuca y el frágil cráneo que había debajo del fino pelo casi blanco después del verano.
—Lo primero: mamá no se ha convertido en ningún... orco. Sólo ha sufrido un accidente.
Ahí se quedó sin palabras, no sabía cómo seguir. Miró las cartas; Grimer, Koffing, Gastly, Tentacool; todos seres más o menos terribles.
«¿Por qué tiene que ser todo terror en su mundo?».
Magnus señaló a Gastly.
—Horrible, ¿no?
—Mmm. Oye, es que... eso de lo que habéis hablado hoy. Le ha ocurrido a mamá, pero ella está... mucho mejor que todos los demás.
Magnus cogió sus cartas, las estuvo barajando un rato y después preguntó:
—¿Está muerta?
—Sí, pero... vive.
El niño asintió.
—Entonces, ¿cuándo vuelve a casa?
—Eso no lo sé, pero de un modo u otro va a volver.
Permanecieron en silencio el uno junto al otro. Magnus repasó todas sus cartas. Miró un par de ellas con detenimiento. Después agachó la cabeza y rompió a llorar. Su padre le rodeó con los brazos, le sentó en sus rodillas y el niño se hizo un ovillo, apretando la cara contra el pecho de David.
—Quiero que ella esté en casa ahora. Cuando yo vuelva a casa.
A David también se le cubrieron los ojos de lágrimas. Meció a Magnus hacia delante y hacia atrás, acariciándole los cabellos.
—Lo sé, cariño... Lo sé.
Bondegatan, 15:00
Las escaleras de piedra en forma de caracol que subían hasta el apartamento de Flora en el segundo piso estaban desgastas por el paso de generaciones. Como la mayoría de los edificios antiguos, aquella casa de la calle Bondegatan envejecía con dignidad. La madera se arqueaba y la piedra se desgastaba en vez de abrirse o romperse como el hormigón. Era una casa con carácter y, en contra de su voluntad, Flora estaba enamorada de ella.
Sabía qué aspecto tenía cada uno de sus cuarenta y dos peldaños, conocía cada irregularidad de las paredes de la escalera. Un año y pico antes, ella había dibujado con un rotulador una A abajo, en la puerta del portal, del tamaño de un puño. Ella misma había sufrido al verlo cada vez que pasaba, y se sintió aliviada el día que pintaron la puerta.
Se le iba un poco la cabeza al subir los escalones. No había comido nada en todo el día y no había dormido más que un par de horas en toda la noche. Abrió la puerta de fuera y alcanzó a oír un par de segundos antes de que apagaran la música electrónica procedente del cuarto de estar. Después escuchó unos cuchicheos agitados y movimientos rápidos.
Cuando ella entró en la sala de estar, Viktor, su hermano pequeño de diez años, y Martin, el amigo con el que se había ido a dormir la noche anterior, estaban sentados cada uno en un sillón, completamente entregados a la lectura de los tebeos del Pato Donald.
—¿Viktor?
Él contestó con un «mm» sin levantar la vista del cómic. Martin alzó el suyo para que Flora no pudiera verle la cara. Ella no se lo quitó, sino que pulsó el botón de salida del vídeo y cogió la cinta; la puso delante de Viktor.
—¿Qué demonios andas haciendo? —Él no respondió. Flora le arrancó el tebeo de las manos—. ¡Escucha! Te he hecho una pregunta.
—¿Qué pasa? —dijo Viktor—. Sólo estábamos mirando a ver qué era.
—¿Una hora?
—Cinco minutos.
—Vete a la mierda. He escuchado la música al entrar, así que ya sé hasta dónde habéis llegado. La habéis visto casi entera.
—¿Y cuántas veces la has visto tú? ¿Eh?
Flora le dio a Viktor en la cabeza con la película El día de los muertos.
—Ni se te ocurra volver a tocar mis cosas.
—Sólo queríamos ver lo que era.
—¿Ah, sí? ¿Y era divertida?
Los chicos se miraron y menearon la cabeza.
—Aunque molaba cuando los descuartizaban —repuso Viktor.
—Sí, muy guay. Vamos a ver con qué sueñas esta noche.
Flora pensó que no volverían a coger vídeos de su estantería nunca más. Percibió la infantil desazón, el miedo que rezumaban sus cuerpos. La película les había impresionado profundamente. Seguramente a Viktor y a Martin iban a perseguirles aquellas imágenes de la misma manera que a ella la acosaron con doce años las de Cannibal Ferox después de que viera el largometraje en casa de un amigo más mayor. Aquella película no la abandonó nunca.
—Flora ¿es cierto que han salido de las tumbas de verdad? —le preguntó Viktor.
—Sí.
—¿Es como con ellos? —inquirió Viktor señalando la cinta de vídeo que Flora tenía en la mano—. ¿Se comen a la gente y eso?
—No...
—¿Cómo es entonces?
Ella se encogió de hombros. Viktor había estado muy triste después de la muerte del abuelo, pero Flora sospechaba que no estaba tan afectado por su pérdida como por la muerte como tal; el hecho de que la muerte significaba en realidad la desaparición de las personas. Que todas las personas iban a desaparecer.
—¿Tenéis miedo? —les preguntó.
—Yo estaba muy asustado al salir de la escuela —confesó Martin—. Pensaba que todos eran como zombis de ésos.
—Yo, también —dijo Viktor—. Pero yo he visto uno de verdad. Tenía los ojos totalmente locos. Joder, cómo he corrido. ¿Crees que el abuelo se va a poner así?
—No sé —mintió Flora, y se fue a su habitación.
* * *
Flora saludó con la cabeza a Pinhead, que la miraba fijamente desde el póster de la pared, y colocó el vídeo en la estantería. Debería comer algo, pero no tenía ganas de ir al frigorífico y empezar a sacar todos los paquetes y cacharros habituales. Le gustaba sentir hambre, como un asceta. Se echó en la cama y su cuerpo se llenó de tranquilidad.
Después de descansar un rato, cogió la funda vacía de Pretty Woman y sacó la navaja de afeitar que guardaba allí. Sus padres nunca habían dado con ella durante el periodo en que la usaba.
Las marcas de los brazos eran de su época de aficionada, enseguida había pasado a cortarse debajo de los huesos de las clavículas y los omoplatos. Por fuera de la escápula tenía un par de cicatrices tan profundas y tan largas que más bien parecía que le habían cortado las alas. Qué idea más bonita, pero esa vez se asustó; parecía que aquello no quería dejar de sangrar nunca, fue entonces cuando tuvo la conversación con Elvy y la vida se volvió algo más soportable. Las cicatrices de las alas fueron las últimas.
Miró la navaja, la abrió, la giró entre los dedos y... sí. Hacía mucho tiempo que no estaba tan lejos de querer autolesionarse.
Recorrió la estantería con la mirada para ver si le apetecía leer algo. La mayoría eran novelas de terror. Stephen King, Clive Barker, Lovecraft. Lo había leído todo, no tenía ganas de releerlos. Entonces se fijó en un libro con ilustraciones, en el nombre de una escritora, y en algún rincón de su cerebro se le encendió una luz.
El castor Bruno encuentra su casa, de Eva Zetterberg. Flora cogió el libro, se quedó mirando al castor dibujado delante de su casa: un montón de palos en un rápido.
«Eva Zetterberg...».
Sí, claro. Hablaban de ella en el periódico. Era la rediviva capaz de hablar, la que había permanecido menos tiempo muerta.
«Lástima» dijo Flora en su fuero interno, y abrió el libro. Tenía también el otro, El castor Bruno se pierde, publicado cinco años antes. Ahora estaba esperando la aparición del tercero, había leído en el periódico Dn que saldría en breve. De todas las obras que le habían regalado sus padres, los libros de Bruno eran los que más le habían gustado, después de Mumin9. Nunca había podido con Astrid Lindgren.
Lo que le había gustado, y aún le gustaba, era la relación directa con el miedo y la muerte. En los libros de Mumin se llamaba Mårran; en los de Bruno, el Señor del Agua se manifestaba como una amenaza constante abajo, en el rápido. Su presencia suponía el ahogamiento, era la fuerza que se llevaba por delante la casa de Bruno, era el destructor.
Flora rompió a llorar después de releer el libro un rato. Porque no iba a salir ningún otro del castor Bruno. Porque había muerto con su creadora. Porque el Señor del Agua finalmente le había dado caza.
Sollozaba sin poder evitarlo. Acarició el pelo blanco de Bruno en la portada y susurró:
—Pobrecito Bruno...
Koholma, 17:00
Mahler conducía a gran velocidad a través de la colonia de casas de veraneo, de vuelta a la suya. Las vacaciones de las empresas ya habían terminado y quedaba poca gente en las casas. Serían más para el fin de semana.
Aronsson, su vecino más cercano, estaba junto al camino regando su parra virgen. Hizo una mueca cuando Aronsson le vio y le hizo un gesto para que se parara. El periodista no podía ignorarle sin más, así que frenó y bajó la ventanilla. Aronsson se acercó hasta el coche. Era un hombre de unos setenta años, delgado y con paso vacilante, llevaba puesto un gorro de pescador de tela vaquera, donde ponía «Black & Decker».
—Hombre, Gustav. Así que al final has venido a dar una vuelta.
—Sí —dijo Mahler, y señalando la regadera que Aronsson llevaba en la mano—: ¿Crees que hace falta regar?
Aronsson miró al cielo donde se concentraban las nubes y se encogió de hombros.
—Es la costumbre.
Aronsson cuidaba su parra virgen con esmero. Ésta trepaba frondosa y exuberante alrededor del arco de metal que era la puerta de entrada a su terreno. En el centro del arco había un letrero de madera con las letras grabadas en el que le informaban a uno de que había llegado al jardín de la calma. Después de la jubilación, el vecino había convertido su casa de veraneo en el paraíso sueco más cuidado que pueda imaginarse. Estaba prohibido regar, pero, a juzgar por el verdor al otro lado del arco de entrada, Aronsson no había hecho mucho caso.
—Oye —le dijo Aronsson—, te cogí unas pocas fresas. Espero que no te haya molestado. Los corzos andaban tras de ellas.
—No. Me alegro de que no se hayan estropeado —respondió el periodista, aunque habría preferido que se comieran sus fresas los corzos antes que Aronsson.
—Tuviste unas fresas muy buenas —comentó el jubilado, haciendo ademán de paladear—. Eso fue antes de que empezara el tiempo seco. Por cierto, he leído tu artículo. ¿De verdad piensas eso, o es sólo por...? Bueno, ya me entiendes.
Mahler meneó la cabeza.
—No. ¿Qué quieres decir?
Aronsson dio marcha atrás inmediatamente.
—No, sólo quería decir... estaba bien escrito. Hacía mucho tiempo que no escribías nada, ¿no?
—Así es.
Mahler había dejado el coche en marcha. Ahora volvió la cara hacia el camino para indicar que debía irse, pero Aronsson no se dio por aludido.
—Bueno, y ahora has venido a pasar aquí unos días y te has traído a la chica.
Mahler asintió. Su vecino tenía una facilidad pasmosa para enterarse de todo, para acordarse de los nombres, los años, de las cosas que habían pasado y para estar al tanto de todo lo que hacía la gente de la colonia. Si se publicara alguna vez una crónica de Koholma, Aronsson tendría que ser el redactor por derecho propio.
Aronsson miró hacia la casa de Mahler, que estaba detrás de la curva, y —gracias a Dios— no se veía desde allí.
—¿Y el niño? Elias. ¿Está...?
—Está con su padre.
—Ya, ya. Por supuesto. De un lado a otro. Así que estáis sólo la chica y tú, entonces. Está bien. —Aronsson miró de reojo hacia los asientos de atrás, que estaban llenos de bolsas del supermercado Flygfyren de Norrtälje.
—¿Os vais a quedar muchos días?
—Ya veremos. Oye, tengo...
—Lo comprendo. —Aronsson sacudió la cabeza señalando hacia la parte de arriba del camino, y adoptó un tono quejumbroso—. Los Siwert tienen cáncer, ¿lo sabías? Los dos. Les dieron el diagnóstico con sólo un mes de diferencia. Es lo que puede pasar.
—Sí. Tengo... —Mahler aceleró en punto muerto y Aronsson se alejó un paso del coche.
—Claro —dijo Aronsson—, que volver con la chica. A lo mejor me paso a hacerte una visita un día de éstos.
A Mahler no se le ocurrió en ese momento ningún buen pretexto para decir que no, así que asintió y condujo hasta casa.
Aronsson. No sabía cómo, pero había conseguido olvidar que vivían otras personas en esa zona. Sólo había visto la casa, el bosque, el mar. No había reparado en las narices largas dispuestas a meterse donde nadie les llamaba.
¿Quién era el que llamaba a la policía en cuanto había un coche aparcado demasiado tiempo en la zona? Aronsson. ¿Quién llamó a la Seguridad Social diciendo que Olle Stark, que estaba de baja por enfermedad, trabajaba en el bosque? Nadie lo sabía y todos estaban al corriente. Aronsson.
¿Y qué había querido decir con ese «de verdad piensas eso»?
Ya podían tener cuidado. Qué mala pata. Aronsson era uno de los Justos y, ¿por qué no podía hacer algo alguien y quemarle la casa, preferiblemente cuando él estuviera durmiendo dentro?
Gustav apretó los dientes. Como si no tuvieran ya bastantes problemas.
Estaba cabreado cuando se bajó del coche y empezó a sacar las cosas. Y cuando se le rompió el asa de una de las bolsas de papel y se le cayeron al suelo unos cuantos kilos de fruta y verdura, le entraron ganas de dar una patada y mandarlo todo a la mierda, y de soltar más de un taco. Se contuvo, pensando en Aronsson. Sólo por una cosa así. Eso le cabreó aún más.
Caminó hacia la casa con la bolsa en brazos y, no pudo evitarlo, miró de reojo por encima del hombro, para comprobar si su vecino estaba mirando detrás del recodo. No estaba.
Mahler dejó la bolsa encima de la mesa de la cocina.
—Hola —gritó, y fue hasta el dormitorio al no obtener respuesta.
El pequeño estaba en la cama tal como le había dejado, aunque ahora tenía las manos sobre el pecho. Mahler tragó. ¿Se acostumbraría alguna vez al aspecto de Elias?
En el suelo, al lado de la cama, yacía tumbada Anna. Estaba como muerta, con los ojos abiertos de par en par mirando fijamente al techo.
—¿Anna?
—Sí —contestó ella con voz apagada, sin levantar la cabeza.
Había un biberón junto a la almohada de Elias. Se había caído un poco de líquido en la sábana. Mahler cogió el biberón y lo puso encima de la mesilla.
—¿Qué pasa?
Seguía cabreado. Había sido un suplicio andar dando vueltas con las bolsas por Norrtälje bajo aquel calor sofocante, llevar las cosas y hacer bien los encargos. Había contado con volver a casa y poder descansar un poco. Pero ahora había pasado algo más. Anna no contestaba. Tuvo ganas de darle un golpecito con el pie, pero se abstuvo.
—Oye, ¿qué pasa?
Anna tenía los ojos hinchados, rojos de llorar. Su voz, apenas un susurro a través de capas de viejas lágrimas.
—Está vivo.
—Sí. Ya lo sé. —Mahler cogió el biberón, lo agitó. Quedaban los posos del azúcar que no se había disuelto bien—. ¿Le has dado esto?
Anna asintió sin palabras.
—Ha bebido.
—¿Ah, sí? Qué bien.
—Ha chupado.
—Ya.
Mahler sabía que debería estar más entusiasmado con la noticia de lo que era capaz de mostrar; tenía la cabeza embotada por la falta de sueño, el cansancio y el calor.
—¿Puedes ayudarme a descargar el coche?
Anna levantó la cabeza y lo miró. Un buen rato. Lo observó como si él fuera un ser de otro planeta y ella estuviera tratando de entender cómo funcionaba. Él se pasó la manga de la camisa por la frente y dijo de mal humor:
—Traigo cosas congeladas que se van a deshacer si no...
—Yo lo descargaré. —Anna se levantó—. Yo descargaré las cosas congeladas.
Era necesario aclarar las cosas. Algo no iba bien. Él ya no era capaz de pensar. Cuando Anna fue al coche, él se encerró en su habitación y se tumbó en la cama. Advirtió, agotado, que la habitación había sido limpiada mientras él estaba fuera. Sólo la cantidad de telarañas que había en los ángulos entre las paredes y el techo indicaban que no había vivido nadie allí desde hacía tiempo. Medio amodorrado, oyó la entrada de Anna y el crujir de las bolsas de papel cuando sacaba las cosas en la cocina.
«La bolsa grande lo dice todo...»10.
No estaba dormido, pero su cuerpo se fue hundiendo lentamente hasta llegar a un punto en el que algo arrancó dentro de él, un clic, y entonces abrió los ojos, se sentía bastante más despierto de lo que lo había estado en todo el día. Se quedó un rato en la cama, disfrutando de que ya no sentía como si tuviera arena debajo los párpados. Luego se levantó y fue a la cocina.
* * *
Anna estaba sentada a la mesa leyendo uno de los libros que él había traído de la biblioteca.
—Hola —dijo él—. ¿Qué estás leyendo?
Anna le enseñó la cubierta, Autismo y juego, y retomó la lectura.
Él permaneció indeciso unos instantes, luego fue al cuarto de Elias y se llevó una sorpresa. El pequeño estaba tumbado en la cama con un biberón que él mismo sujetaba con la mano. Mahler parpadeó, se acercó.
Probablemente eran imaginaciones suyas, motivadas por el hecho de que Elias hacía algo que cualquier niño puede hacer, pero tuvo la impresión de que la cara de Elias parecía un poco más... sana. No tan absolutamente rígida y áspera, de viejo. Como si se hubiera posado un poco de luz y de alivio sobre aquella piel reseca.
Tenía aún los ojos cerrados y con el biberón en la boca parecía casi como si... disfrutara. Gustav cayó de rodillas al lado de la cama.
—¿Elias?
No hubo respuesta ni gesto que indicara que Elias oía o veía. Pero sus labios se movían, succionando poco a poco, y la garganta tragaba.
Mahler estiró la mano y le acarició con cuidado el cabello rizado. Era fino y suave bajo su mano.
Anna había dejado el libro y estaba sentada mirando por la ventana, el muro del bosque de abetos y el álamo alto y solitario en el que habían empezado a construir una cabaña; había algunas tablas de madera y contrachapados clavadas entre las ramas. Elias y ella habían empezado a construirla el verano pasado; Mahler no era hombre de andar subiendo escaleras.
Mahler se puso detrás de ella y dijo:
—Fantástico.
—¿El qué? ¿La cabaña?
—No. Que beba él solo.
—Sí.
Mahler respiró profundamente, soltó de nuevo el aire. Dijo luego:
—Perdón.
—¿Por qué?
—Porque... no sé. Por todo.
Anna sacudió la cabeza.
—Las cosas son como son.
—Sí. ¿Quieres un whisky?
—Sí.
Mahler echó un chorrito de whisky en dos vasos, los puso en la mesa y levantó el suyo delante de Anna.
—¿Paz? —propuso—. ¿De momento?
—Paz. De momento.
Después de beber cada uno su trago, suspiraron ambos al mismo tiempo, lo cual hizo sonreír a los dos. Anna le contó que había masajeado la mano y los dedos de Elias un buen rato hasta que se le pusieron más suaves y que después le había puesto el biberón en la mano.
Mahler le contó lo de Aronsson y comentó que debían andarse con cuidado; Anna hizo muecas grotescas imitando la cara de Aronsson, que recordaba a la de un gran inquisidor.
Mahler cogió el libro que Anna había estado leyendo, y preguntó:
—¿Qué te parece?
—Bien, pero todo este... programa de entrenamiento que describen, pues es para... —Anna se quedó sin voz—, para niños más sanos. —Se tapó la cara con las manos—. Él está tan grave... —El aire salió de sus pulmones con una respiración entrecortada.
Mahler se levantó, se puso a su lado y le apretó el hombro y la cabeza contra su estómago. Ella le dejó hacer. Él le acarició el pelo y le dijo en voz baja...
—Se va a poner bien, se va a poner bien... Sólo tienes que ver lo que ha pasado hoy. —Apretó la cabeza de su hija contra su pecho y añadió—: Debemos tener confianza.
Anna asintió.
—Eso hago. Y eso es lo que me causa tanto dolor.
De repente alzó la cabeza, se secó los ojos y se levantó.
—Ven —le pidió.
Mahler la siguió hasta el dormitorio. Se agacharon el uno junto al otro al lado de la cama de Elias.
—Hola, cariño. Ahora estamos los dos aquí —dijo, y volviéndose hacia Mahler añadió—: Papá. Mira su cara. Dime si estoy loca.
Él observó. Lo que había visto cuando Elias sujetaba el biberón había desaparecido. Tenía la cara inmóvil, sin vida. Se le cayó el alma a los pies. Anna retiró la sábana hacia atrás. Mahler vio que le había puesto a Elias uno de sus pijamas viejos que se había quedado olvidado en la casa y que le quedaba por las rodillas.
Anna colocó los dedos índice y corazón de una mano en el muslo de Elias. Y empezó a mover los dedos como si caminaran hacia su tripa mientras canturreaba:
—Aquí viene un ratón... andando a cuatro patas... —Recorrió su cadera con los dedos—. Andando a cuatro patas... y de pronto va y dice... —Anna le dio un golpecito en el ombligo—. ¡Piii!
Mahler lo vio. No fue más que un esbozo, un pequeño temblor, pero ahí estaba: Elias sonreía.
Täby Kyrkby, 18:00
Hagar se frotó la rodilla derecha.
—Creo que va a llover. Me ha dolido esta vieja rodilla toda la tarde.
Elvy se asomó a la ventana y miró hacia fuera. Pues, sí. No hacía falta una rodilla adivina para ver que se acercaba una tormenta. Las nubes estaban ya tan cerca que ocultaban el sol y parecía que iba a hacerse de noche a media tarde. El aire estaba cargado de electricidad. Elvy sólo podía interpretarlo de una manera. Aclaró las tazas del té que habían tomado y dijo en voz alta:
—Tenemos que salir esta tarde.
Hagar asintió. Estaba preparada. Elvy le había dicho por teléfono que se pusiera algo decente, por si tenían que empezar su tarea sin pérdida de tiempo.
El vestido de seda azul oscuro con estrellitas blancas que Hagar había elegido era quizá un poco llamativo a los ojos de Elvy, pero Hagar se había defendido diciendo que se trataba ciertamente de una «ocasión solemne», y eso no se podía negar.
Hagar no había dudado. Cuando Elvy le contó lo de la aparición, cloqueó encantada y la felicitó. Que María se apareciera en aquella situación tan extrema era para ella algo natural; que se le hubiera aparecido precisamente a Elvy, era una suerte increíble, pero también había gente de la que uno nunca había oído hablar que ganaba diez millones a la primitiva, así que...
A decir verdad, a Elvy no le acababa de gustar la ligereza con la que Hagar admitía todo aquello. Ponerse el vestido de fiesta y hacer esas comparaciones con la lotería.
El encuentro con María había supuesto para Elvy una conmoción profunda, probablemente era lo más grande que le había ocurrido, pero Hagar sólo le miró la herida de la frente, juntó las manos y dijo: «¡Qué estupendo! ¡Qué maravilla!». Elvy sospechaba que si le hubiera contado que la habían secuestrado unos extraterrestres, Hagar habría reaccionado de la misma manera. Era como si su amiga sólo pensara que era divertido que pasara algo, independientemente de lo que fuera.
Hagar había estado casada tres veces. Rune, su último marido, había muerto hacía diez años y desde entonces ella no había hecho otra cosa que asistir a cursos y reuniones. Había mantenido durante tres años una relación con un hombre de su edad, pero sin llegar a vivir juntos. Sólo habían tenido «sus pequeños tête-à-tête», como los llamaba Hagar. Ella le había dejado cuando el hombre empezó a chochear.
Se trataba, por lo tanto, de una mujer frívola y completamente distinta a Elvy. Pese a todo, eran las mejores amigas. ¿Por qué? Bueno, para empezar, tenían el mismo sentido del humor. Y eso daba para mucho. Además era culta y totalmente lúcida, lo cual no podía decirse de todos los antiguos amigos de Elvy. Y aunque tenían opiniones diferentes en muchos asuntos, se entendían la una a la otra.
Sin embargo, Elvy no podía tomarse lo de la Virgen con la misma alegría que Hagar. No quería. Esto era algo serio. Era de suponer que Hagar lo comprendería.
Hagar se frotó la rodilla e hizo un gesto de dolor.
—¿Cómo vamos a empezar? Nadie es profeta en su propia tierra, ya lo sabes. A lo mejor debemos ir a otro sitio a predicar.
Elvy se sentó al otro lado de la mesa y la miró fijamente a los ojos. Hagar bajó la mirada.
—¿Qué pasa?
—Te lo voy a explicar, Hagar... —Elvy dio con los nudillos en la mesa para remarcarlo—. No vamos a salir a hacer el payaso. Tal vez a ti esto te parezca divertido, algo así como ganar la lotería y demás, pero si quieres colaborar en esto, entonces tienes que comprender... —Elvy se pasó la mano por el apósito de la frente. Había empezado a picarle la herida; continuó—: ... que de lo que se trata es de que María, la madre de Dios, me ha dicho a mí personalmente que debo guiar a la gente hacia ella. ¿Sabes lo que significa eso?
Hagar balbució:
—Que tienen que tener fe.
—Eso es. No vamos a hacer que se cuiden la barba ni que donen sus bienes, ni ninguna otra cosa. Vamos a hacer que crean, a través de la fuerza de nuestra propia fe. Y ahora te pregunto, Hagar... —Elvy se asustó un poco de su propio tono de voz, pero, de todas formas, siguió—: ¿Crees en Nuestro Señor Jesucristo?
Hagar se revolvió en la silla y mirando tímidamente a Elvy, como si fuera una alumna que hubiera recibido una reprimenda del profesor, dijo:
—Lo sabes muy bien.
—¡No! —dijo Elvy levantando el índice. Siempre hablaba alto cuando conversaba con Hagar, pero ahora subió aún más el tono de voz. Era como si estuviera poseída por alguien—. ¡No, Hagar! Te lo pregunto: ¿crees en Nuestro Señor Jesucristo, hijo único de Dios?
—¡Sí! —Hagar cerró los puños—. Creo en Jesucristo, hijo único de Dios, que padeció bajo Poncio Pilatos, fue crucificado, subió a los cielos y resucitó al tercer día, ¡sí! ¡Sí, creo en él!
Lo que se había apoderado de Elvy por un momento se retiró. Ella sonrió.
—Bien. Entonces, quedas aceptada.
Hagar meneó la cabeza lentamente.
—Dios mío, Elvy. ¿Qué es lo que te pasa?
Elvy no supo qué contestar a eso.
* * *
Cuando salieron, una capa de nubes había encapotado el cielo y parecía cubrir el mundo. Ambas llevaban paraguas. Hagar se quejó de que no sólo le molestaba la rodilla derecha, sino que le dolía de lo lindo. Iba a ser una tormenta de mil demonios.
Pero de momento no llovía. Los pájaros estaban callados en los árboles y las personas esperaban en sus casas. La presión del aire hacía que a uno se le subiera la sangre a la cabeza, era como una borrachera. Elvy era feliz. Posiblemente iba a suceder esa misma noche. Quizá ella sólo fuera una de los muchos creyentes que habían recibido la llamada. Ella iba a hacer su parte.
Empezaron en casa de sus vecinos, los Soderlund. Elvy sabía que él era un jefecillo en Pharmacia, la mujer era bibliotecaria y cobraba una jubilación anticipada. Llevaban mucho tiempo viviendo allí, pero Elvy no había tenido apenas contacto con ellos.
Abrió la puerta el marido. Lucía un jersey a cuadros, bigote y un poco de barriga, y era medio calvo; en otras palabras, que con su físico habría tenido una oportunidad como presentador de los concursos televisivos tan populares en los años noventa.
Elvy no se había preparado, confiaba en que llegaría la inspiración cuando fuera el momento. El hombre la reconoció y le sonrió amistosamente.
—Bueno, pero si es la señora Lundberg...
—Sí —dijo Elvy—, y ésta es Hagar.
—Ah, bien. Buenas tardes. —El hombre se quedó mirando a Elvy y a Hagar—. ¿En qué puedo ayudarles?
—¿Podemos pasar? Tenemos algo importante que contar.
El vecino alzó las cejas y echó una mirada por encima del hombro como para comprobar si realmente podía dejarlas pasar. Se volvió de nuevo hacia ellas, parecía que estaba a punto de preguntarles algo, pero sólo dijo:
—No faltaba más, adelante.
Cuando Elvy pasó a la entrada con Hagar detrás, el hombre hizo un gesto apuntando a la frente de Elvy:
—¿Ha sufrido un accidente?
Elvy negó con la cabeza.
—Al contrario.
La respuesta no satisfizo al hombre, que arrugó el ceño y dio un paso atrás para dejarlas pasar, y se quedó luego con las manos en el estómago. La entrada estaba decorada con mucho gusto, al detalle, lo que no coincidía para nada con el estilo de él y probablemente había sido obra de su mujer.
—¡Qué bonito lo tienen! —exclamó Hagar.
—Sí, bueno... —El hombre observó a su alrededor; quedó claro que él era de otra opinión—. Tiene un... cierto estilo.
—¿Perdone?
Elvy miró enojada a Hagar mientras él repetía lo que acababa de decir. Luego se quedó a la espera. Antes de que Elvy hubiera decidido lo que iba a decir, las palabras se le escaparon de la boca.
—Hemos venido para prevenirlos.
El hombre adelantó la cabeza un poco.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué?
—Del regreso de Cristo. —El hombre abrió los ojos de par en par, pero antes de que pudiera decir algo, Elvy continuó—: Los muertos se han despertado, eso sí que lo sabrá.
—Sí, pero...
—No —le interrumpió Elvy—, nada de peros. Mi marido ha regresado esta noche, lo mismo que ha ocurrido en todas partes. Los expertos no saben cómo explicarlo, «imposible, inexplicable», dicen todos, pero está totalmente claro y siempre hemos sabido que iba a suceder. ¿Piensan ustedes quedarse aquí mano sobre mano, fingiendo que es un fenómeno cualquiera?
La señora de la casa salió de la cocina, secándose las manos con un paño. Elvy oyó a sus espaldas cómo se saludaban ella y Hagar.
—Y... ¿qué es lo que quieren? —inquirió él.
—Queremos... —Elvy levantó la mano, y sin pensarlo hizo el signo de la paz, el pulgar contra el interior del dedo anular y los otros dedos extendidos—. Queremos que crean en Cristo.
El hombre miró a su mujer ligeramente azorado. La esposa respondió a su mirada con un gesto que parecía indicar más bien que aquélla era una propuesta ante la que había que definirse. El hombre sacudió la cabeza.
—Mis creencias serán cosa mía.
Elvy asintió.
—Por supuesto, pero mirad a vuestro alrededor. ¿Podéis interpretar sensatamente todo lo que está ocurriendo de otra manera?
La esposa se aclaró la voz.
—Yo creo que uno debe...
—Espera un poco, Matilda. —El hombre hizo un gesto para acallar a su mujer y se volvió hacia Elvy—. ¿Por qué lo hacéis? ¿Qué es lo que queréis?
Antes de que Elvy pudiera contestar, dijo Hagar:
—María se le ha aparecido a Elvy y le ha pedido que lo haga. Tiene que hacerlo. Y yo también, porque yo creo en ella. Y en Jesús.
Elvy asintió. Fue entonces cuando se dio cuenta de cuál era realmente la utilidad de llevar con ella a Hagar. Como Nuestro Señor Jesús, sin ir más lejos, había tenido a Pedro, la piedra.
—No pedimos nada —dijo Elvy—. Vosotros podéis hacer lo que queráis. No obligamos a nadie, no podemos obligar a nadie. Sólo queremos avisarles de que quizá estén a punto de cometer un error terrible si se alejan de Dios ahora cuando... cuando tenemos todas las pruebas.
La mujer miró angustiada a su marido como si Elvy y Hagar estuvieran ofreciéndoles una vacuna contra una enfermedad que estaba causando estragos y supusiera que su marido iba a rechazarla.
Y así fue. El esposo meneó la cabeza, enfadado, pasó por delante de Elvy y Hagar y abrió la puerta de la calle.
—A mí me parece que suena más como una amenaza. —Hizo un gesto con la mano indicándoles que le parecía que debían irse—. Y espero que les vaya bien. Hay muchas almas confundidas.
Elvy y Hagar salieron al porche. Antes de que él tuviera tiempo de cerrar la puerta, Elvy insistió:
—Si cambian de opinión... mi casa está abierta, todo el tiempo.
El hombre cerró de un portazo.
* * *
Cuando estuvieron de nuevo en la calle, Hagar sacó la lengua en dirección a la casa que acababan de visitar.
—Pues esto no ha salido muy bien. —Miró a Elvy, que se había puesto la palma de la mano en la frente—. ¿Qué te pasa?
Elvy cerró los ojos.
—Siento algo más raro en la cabeza.
—Es la tormenta —dijo Hagar señalando al cielo con la punta del paraguas.
—No. —Elvy puso la mano en el hombro de su amiga y se apoyó en él. Ésta la cogió del brazo.
—Pero querida, ¿qué te pasa?
—No puedo... —Elvy se llevó la mano a la frente—. Es como si... como si alguien se adueñara de mí. Otra voz. Para que yo diga esas cosas... «Mi casa está abierta». No había pensado decir eso. No se me habría ocurrido. Sólo... me salió.
Hagar se inclinó hacia delante, examinó la frente de Elvy como si fuera a encontrar allí algún tipo de entrada, pero sólo vio la tirita. Frunció los labios y dijo:
—Piensa en los apóstoles. Ellos podían hablar así de repente cualquier idioma. Que tú tengas un poco de inspiración tampoco es tan raro después de que se te haya aparecido la virgen, ¿no?
Elvy asintió y se irguió.
—No. Supongo que no.
—Entonces, ¿vamos a seguir? —Hagar saludó con la cabeza en dirección a la casa, desde donde ahora el hombre las miraba a través de la ventana—. Ahí dentro no había más que ramas secas.
Elvy sonrió pálidamente.
—El Señor ha hecho milagros más grandes que hacer que crezcan brotes de un árbol muerto.
—Eso es verdad, sí —dijo Hagar—. Ya estás otra vez en forma.
Siguieron caminando.
Bondegatan, 18:30
Flora estaba sentada enfrente del ordenador cuando sus progenitores volvieron a casa. Había entrado en un chat de discusión cristiano y había defendido un punto de vista satánico en el tema de los zombis, también les había contado que en su parroquia en Falköping ahora celebraban misas negras con el propósito de acelerar la llegada de Belcebú. Lo más divertido fue al principio, cuando los otros todavía pensaban que era una devota de la iglesia pentecostal que había visto la luz o la oscuridad, cuando trataban de convencerla para que volviera al buen camino, pero ella había ido demasiado lejos y estaba perdiendo la credibilidad justo cuando se abrió la puerta de casa y Margareta gritó:
—¡Ju, ju! ¿Hay alguien en casa?
La chica escribió: «Adiós. Nos vemos en el Infierno», y salió del chat. Después se quedó con los dedos sobre el teclado esperando el barullo. Ahí estaba la escandalera que siempre marcaba la vuelta a casa de sus padres después de los viajes. El ruido de las bolsas con las compras.
—¡Ju, juuu!
Flora cerró los ojos, vio a su padre y a su madre hundidos en un mar de bolas de plástico de todos los colores. Crujía cuando sus cabezas desaparecían de la superficie. Le habría gustado poner a Manson, exorcizar sus voces con una descarga de guitarras, pero había una cosa que le picaba la curiosidad: cómo se tomaría su madre esto de los redivivos. Elvy la había llamado y le había contado que su madre había telefoneado desde Londres, así que estaba informada. ¿Cómo iba a reaccionar?
Efectivamente, el suelo de la cocina estaba cubierto de bolsas de plástico con los logotipos de tiendas inglesas. En medio de ese fangal estaban Margareta y Göran sacando cosas, Viktor se hallaba justo al lado esperando con mal contenida impaciencia su pistola de agua a pilas. Flora cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó contra el marco de la puerta. Margareta la vio.
—¡Hola, cariño! ¿Qué tal todo?
—Bien. —Le hizo la pregunta como siempre. Alegre y animada. Ninguna alusión a que había pasado algo especial, de manera que Flora añadió—: Algo muerto.
Una sonrisa cruzó como un latigazo la cara de Margareta mientras rebuscaba en una bolsa de plástico. Flora vio por el rabillo del ojo que Göran la miraba con severidad. Margareta sacó un paquete y se lo dio a Viktor.
—... y aquí tienes.
Viktor arrugó la frente y abrió la caja, sacó una escultura de Gandalf realizada con todo lujo de detalles y la giró entre las manos. Su decepción era enorme. Flora vio la etiqueta en la caja: 59,90 libras.
—Sólo tenían de esas que parecen de verdad —adujo Göran extendiendo las manos—. Así que...
—¿De esas qué que parecen de verdad? —repitió Viktor.
—Pistolas. Y cuando se apretaba el gatillo hacían ruido también como las de verdad. Y nos parece que... no vas a tener eso. Por esa razón te compramos la escultura.
—¿Para qué quiero yo esto?
—Para tu habitación. ¿No lo quieres?
Viktor miró la escultura. Se le hundieron los hombros.
—Sí, sí, claro.
Margareta había empezado a rebuscar en otra bolsa, y dijo sin levantar la vista:
—¿Y qué se dice entonces?
—Gracias —dijo Viktor, y le echó una mirada a Gandalf como si tuviera ganas de matarlo.
Margareta se levantó con otro paquete y se lo entregó a Flora.
—Y aquí está el tuyo. Es uno de esos que hay que tener, ¿no?
Lo que había que tener era un iPod. Flora le devolvió el paquete a su madre.
—Gracias, pero ya tengo uno.
Margareta señaló el paquete sin cogerlo.
—Pero se pueden tener... —Se volvió hacia Göran—. ¿Cuántos eran? ¿Doscientos?
—Trescientos —especificó Göran.
—... En ese caben trescientos discos. Todo.
—Ya —dijo Flora—. Lo sé. Pero no lo necesito. Tengo el mío.
Se hizo el silencio. Cayó una bolsa de plástico con un ruido que parecía un suspiro. Flora disfrutó. No podía comprarse todo, no, hay cosas que no se pueden comprar.
Göran dio una palmada.
—Me parece —dijo el padre—, que sois increíblemente desagradecidos.
—¿Sabéis lo que ha ocurrido? —preguntó Flora. Margareta meneó la cabeza: «No hables de eso ahora», y Flora hizo como si no hubiera captado el gesto. La muchacha continuó—: Pues sí, anoche sobre las once...
—¿Habéis comido algo? —le interrumpió Margareta, cogiendo finalmente el paquete de las manos de su hija. Sin esperar respuesta, agitó el paquete delante de Flora—. ¿Quieres que lo vendamos o que se lo demos a otro, eso es lo que quieres?
Flora miró a su madre con los labios apretados, que se abrieron un segundo y dejaron escapar un temblor en el labio inferior, antes de volver a cerrarse.
«Podría sentir lástima de ella, pero no quiero».
—Quédate tú con él —respondió Flora.
—¿Para qué?
—Ah, no sé. Para escuchar a Björn Afzelius11.
Flora volvió a su habitación y cerró la puerta. Tenía la cabeza espesa, pues en su mente se mezclaban de forma pegajosa mala conciencia, rabia y cansancio, mucho cansancio. Puso Portrait of an American Family en el estéreo para airearse y despejar la cabeza. Se tumbó en la cama y se dejó taladrar por las vibraciones, para que la voz de Manson actuase como bálsamo allí donde le dolía y como alfileres para avivar lo entumecido.
White trash get down on your knees,
Time for cake and sodomy.
Cuando la primera canción se llevó lo peor, puso Wrapped in plastic, se tumbó en la cama y cerró los ojos.
Well, I know the steak is cold
but it's wrapped in plastic.
Sí. Ven a nuestra casa. La carne está fría, a veces sencillamente se pudre, pero la hemos envuelto con el rollo de plástico, te prometemos que no vas a notar el olor. Quédate un rato.
Rollo de plástico.
Flora tuvo una visión de Estocolmo envuelto totalmente en plástico. Plástico sobre las aceras, una fina película sobre las aguas de Strömmen; cuando uno intentaba mojar los dedos en el agua, lo único que sentía era que se abombaba el plástico. Plástico sobre la cara de la gente, plástico líquido para protegernos de las bacterias. Un perro pequeño avanzaba dando vueltas dentro de una burbuja de plástico rígido.
Bajó el volumen y abrió los ojos. Al lado de su cama estaba su madre con los brazos cruzados:
—Flora —le dijo—, mientras vivas con nosotros...
—Ya sé. Ya sé.
—¿Qué es lo que sabes?
Flora se conocía todo el rollo. Cómo debía comportarse uno, cómo se comportan en general «todos los jóvenes que nosotros conocemos». Lávate las orejas, pon el iPod, escucha a Kent, sí, deja que los lamentos de Jocke Berg te acunen hasta el conformismo. Acepta lo que te dan, sé agradecida. Y da algo a cambio.
No iba a tragar. Esta vez no.
—¿No piensas hablar de ello? —le preguntó Flora.
—¿De qué?
—Del abuelo.
La madre agitó los brazos mientras tomaba aire.
—¿Qué puedo decir de eso?
Flora miró a su madre y vio en sus ojos un miedo que no le correspondía a ella manejar. Giró la cabeza hacia la pared y no quiso insistir.
—Nada. Háblalo con tu psicólogo —le dijo.
—¿Qué?
—He dicho: háblalo con tu psicólogo. Déjame en paz.
Sintió la presencia de Margareta detrás de ella unos segundos más, y a continuación salió dando un portazo.
«El viejo pequeño...».
Eso era lo que aterraba a su madre.
Hacía medio año, cuando volvieron a casa después de una visita a la unidad de psiquiatría para menores, a la que Margareta había obligado a Flora a acudir, Margareta, de pronto, se había abierto y le había contado lo de su padre.
—No puedo soportarlo —había dicho entonces—. No soporto esa mirada vacía, que no diga nada, que sólo esté allí sentado. —Por entonces llevaba ya varios meses sin ir a visitar a Tore—. Y al mismo tiempo —siguió diciendo ella—, al mismo tiempo es como si yo me imaginara que dentro del abuelo, dentro de su cabeza hay... hay otro viejo más pequeño... un viejo pequeño que piensa con claridad y observa el mundo y me acusa, que piensa: ¿por qué no viene mi hija a verme? Ese viejo está ahí dentro esperando, pero no puedo soportarlo.
Ella suponía que uno de los grandes temas de conversación entre Margareta y el psicólogo, al que visitaba una vez a la semana —dos veces durante el peor periodo de autolesiones de Flora—, era precisamente ése, su padre.
Ya entonces, la muchacha pensó que lo mejor sería que fuera de una vez a Täby. Pero Margareta creía en la psicología. Creía que uno podía salir de allí entero. Sólo con ir trabajando los problemas de uno en uno, ordenadamente, se conseguía finalmente la paz y la armonía. Probablemente, también un diploma. Todos los problemas se pueden solucionar, con una excepción: los insolubles.
¿Y qué hace uno con ellos? ¡Ignorarlos! ¿Viejos pequeños dentro de la cabeza? Pero si eso no existe. No hay nada de lo que hablar, ni pensar en ello siquiera.
Ahora el viejecito había salido de paseo. Ahora andaba por ahí sobre dos piernas y con los ojos vacíos. Ahora había en Danderyd un dedo acusador dispuesto a señalar a Margareta.
Pero era un problema sin solución. Por lo tanto no había ningún problema. No existía.
Flora rebobinó y subió el volumen.
Well, I know the steak is cold
but it's wrapped in plastic.
Plástico.
Media hora después empezaron los truenos de la tormenta, que causó problemas en la conexión a Internet. Flora intentó llamar a Elvy, pero no cogía el teléfono. Cuando llamó a Peter, él respondió a la primera señal.
—Sí, soy Peter. —Hablaba en voz baja, casi en un susurro.
—Hola, soy yo, Flora. ¿Qué pasa?
—La policía está limpiando esto.
Aunque hablaba en tono bajo, Flora pudo apreciar la nota de desprecio que había en él.
—¿Y eso por qué?
Silbó en el auricular cuando Peter resopló.
—¿Por qué? No lo sé. Les parecerá divertido.
—¿Has podido guardar la moto?
—Sí, pero han cogido todas las bicis.
—No.
—Que sí. Nunca había visto tantos. Ocho furgones y un autobús. Ahora se los están llevando a todos. A todos.
—¿Y a ti?
—No. No puedo hablar más. No debo hacer ruido. Ya hablaremos.
—Sí. Suer...
Se cortó la línea.
—... te.
Kungsholmen, 21:15
David miraba fijamente el paquete de frambuesas guardado en el congelador cuando el primer rayo resquebrajó el cielo sobre el distrito de Norrmalm. El trueno que le siguió un par de segundos después lo sacó de su ensimismamiento y guardó los frutos en el último cajón; sacó una bolsa de pan.
«Roast'n Toast. Consumir antes del 16 de agosto». Todo era normal cuando compró el pan una semana antes y la vida, una sucesión de días, más o menos buenos, unos detrás de otros. Cerró la puerta del congelador y se quedó mirando el pan.
«¿Cuánto tiempo?».
¿Cuántos días?, ¿cuántos años tendrían que pasar antes de que su memoria se pudiera fijar en un buen recuerdo posterior al accidente de Eva? ¿Iba a ocurrir alguna vez?
—Papá, mira.
Magnus estaba sentado a la mesa señalando fuera de la ventana. Finos trazos de tiza resplandecían en el lienzo negro del cielo y el retumbo del trueno se oía algo después, como si ambos fenómenos no estuvieran relacionados. Magnus contó por lo bajinis y dijo que la tormenta se encontraba a tres kilómetros. Una película de agua se deslizó sobre la ventana.
David sacó del paquete un par de tostadas duras como piedras, las puso en el tostador para que Magnus tomara algo antes de irse a la cama. Se le había pegado la salsa de los espaguetis que había hecho y ninguno de los dos había comido mucho. Después habían visto Shrek por cuarta vez. El niño se había comido media bolsa de patatas y su padre se había bebido tres vasos de vino. Ya no tenía hambre.
La casa temblaba con las detonaciones cada vez más cercanas. David consiguió que Magnus se comiera una tostada con queso y mermelada y se tomara un vaso de leche. Había pasado de considerar a Magnus como una máquina de la que debía hacerse cargo a verlo como el único ser vivo de la tierra. Después del vino, la segunda tendencia había empezado a ser la dominante, y debía hacer verdaderos esfuerzos para no echarse a llorar en cuanto miraba a su hijo.
Éste fue a lavarse los dientes, y tan pronto como desapareció de su vista el pánico se apoderó de David. Echó mano de la botella de vino y bebió lo que quedaba; se quedó contemplando los relámpagos inclinado sobre la mesa de la cocina.
Un minuto después Magnus regresó y se puso a su lado.
—Papá, ¿por qué se mueve la luz más deprisa que el sonido?
—Porque... —David se pasó las manos por la cara—. Porque... buena pregunta. No sé. Tendrás que... —Se interrumpió. Había estado a punto de decir: «Tendrás que preguntárselo a mamá». En vez de eso dijo—: Ahora tienes que ir a acostarte.
Arropó bien a Magnus y le dijo que estaba demasiado cansado para contarle un cuento. Entonces, el pequeño le pidió que le leyera uno, y David le leyó el del leopardo que perdía una de sus manchas. Magnus ya lo había oído muchas veces, pero siempre le parecía igual de divertido cuando llegaban al momento en el que el leopardo se contaba las manchas y descubría que le faltaba una.
Aquella noche David no estaba nada inspirado. Intentó imitar la voz de sorpresa del leopardo, pero la sonrisa de compromiso de Magnus fue tan penosa que tuvo que dejarlo, leyó sólo el cuento tal y como estaba. Cuando se terminó, los dos se quedaron en silencio un buen rato. En el momento en que David hizo un intento de ir a levantarse, Magnus le dijo:
—¿Papá?
—Sí.
—¿Va a venir mamá aquí?
—¿Cómo? ¿A qué te refieres?
El pequeño se acurrucó en la cama con las rodillas encogidas contra la tripa.
—¿Va a venir así como está ahora, muerta?
—No. Vendrá después. Cuando se ponga buena.
—Yo no quiero que venga y esté muerta.
—No va a venir.
—¿Seguro?
—Sí.
David se inclinó sobre la cama y le dio un beso al niño en la mejilla y en la boca. Normalmente Magnus solía poner dificultades a eso de jugar al juego de las muecas, pero ahora se quedó quieto y se dejó besar. Cuando David se levantó, Magnus estaba con el ceño fruncido. Estaba pensando algo, quería preguntar algo. David esperó. Magnus le miró a los ojos.
—¿Papá?, ¿puedes arreglártelas sin mamá?
A David se le paralizaron las mandíbulas. Pasaban los segundos. En algún rincón del cerebro una voz sensata le gritaba: «Di algo, di algo ahora, le estás asustando».
—Duérmete ahora, pequeño. Todo se va a arreglar —logró contestar al final.
Dejó la puerta de la habitación abierta, entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la bañera con la esperanza de que el ruido del agua ahogara el llanto.
David se había imaginado muchas veces la muerte de su esposa. Había intentado imaginársela. Mal. Muchas veces le había asaltado la idea de la muerte de Eva. Eso. Porque esas cosas pasan, cada día hay noticias de ésas en los periódicos. Fotografías de carreteras, lagos o un claro del bosque anodino. Aquí chocó fulano, ahí se ahogó mengano, asesinaron a zutano.
Y él había pensado. Una vida en punto muerto; rutinas, obligaciones, quizá con el tiempo un resquicio de luz en algún sitio. Pero ahora, cuando había ocurrido, el peor de los dolores venía, lógicamente, de algo que él no había podido imaginarse.
«¿Papá?, ¿puedes arreglártelas sin mamá?».
¿Cómo podía preguntar eso un niño de ocho años?
Se quedó sentado en el suelo con la cabeza inclinada sobre la bañera mientras el nivel del agua iba subiendo lentamente. Tal vez hiciera mal ocultándole su dolor a Magnus, pero Eva no estaba muerta, él no podía llorarla. Y Eva tampoco estaba viva, no podía esperar nada. No podía hacer nada.
Cerró el agua, quitó el tapón y fue a la cocina, donde descorchó otra botella de vino. Antes de que tuviera tiempo de servírselo, apareció su hijo con el edredón alrededor del cuerpo.
—Papá, no puedo dormir.
David le llevó al dormitorio que compartía con Eva y le arropó. El chico casi desapareció dentro de la cama grande. Aquí acudía con paso inseguro cuando era pequeño y se despertaba por la noche. Ahí estaba la seguridad. David se acostó al lado de Magnus y le puso la mano en el hombro. El pequeño se pegó a él y respiró hondo.
David cerró los ojos, y pensó: «¿Dónde está mi cama grande?».
Había estado preocupado por la mañana por si su madre había visto las noticias matinales, pero no las había visto, por eso cuando ella llamó por la tarde, horrorizada por los acontecimientos de la noche anterior, él la dejó hablar un rato y luego le dijo que no tenía tiempo. Tanto ella como el padre de Eva debían estar al corriente de lo sucedido, pero en aquellos momentos él no se sentía con fuerzas para atenderlos.
La respiración de Magnus se volvió más profunda. Ahora tenía la cabeza metida debajo del brazo de David.
«¿Adónde puedo ir yo?».
Lo único que vio fue la encimera de la cocina donde estaba la botella de vino llena. Allí iría en cuanto su hijo se hubiera dormido del todo. Porque su cama grande era Eva, su único refugio, y no podía acudir a él. Permaneció con la cabeza completamente hundida en la almohada, mirando el resplandor azul que de vez en cuando se reflejaba en el techo. Los truenos retumbaban ahora lejanos, como gigantes refunfuñando al otro lado de las montañas, y el golpeteo de la lluvia sonaba como pasitos de ninfas saltando en el metal de la ventana.
«... y los muertos han despertado...».
Un pensamiento cruzó por su mente y él, agradecido, lo atrapó al vuelo.
«Y si todo... si todo lo imposible empezara a ocurrir ahora».
Sí. Si llegaran los vampiros; si las cosas flotaran y desaparecieran; si los troles salieran de las montañas; si los animales empezaran a hablar o volviera Jesús; si todo se volviera diferente...
David sonrió. Sí, aquel pensamiento reconfortante le hizo sonreír. Era una burla que la sociedad siguiera funcionando con normalidad, como las excursiones al parque o la señorita Reloj12, pero su hundimiento en la mitología sería un alivio. El empeño de los científicos por comprender el fenómeno desde los conocimientos biológicos no tenía nada que ver con él. Venid ángeles, venid ninfas, empieza a refrescar.
Täby Kyrkby, 20:20
En dos horas les dio tiempo a visitar doce casas, unas veinte personas. Algunos cerraron la puerta nada más oír de qué se trataba, pero otros, más de los que ellas habían calculado, estaban dispuestos a escucharlas. La propia Elvy había recibido varias veces la visita de los testigos de Jehová y se los había sacado de encima, con respeto, eso sí. Una vez sentada al lado de la ventana de la cocina, se había fijado en su ruta, en lo rápido que solían volver a la calle después de llamar en una casa. A Elvy y a Hagar les fue mucho mejor.
Quizá se debiera a las circunstancias especiales, o a la ardiente fe de Elvy. Aunque había tenido su visión y había recibido su mandato, no era tan ingenua como para creerse capaz de poder convertir inmediatamente a todos los demás. Esas cosas no pasaban ni siquiera en la Biblia.
La amenaza de tormenta las envolvió todo el tiempo como una gasa de algodón fina e invisible, pero era como si la tormenta se hubiera cruzado de brazos y sentado a esperar que ellas terminaran su labor antes de desatarse.
La mayoría de las personas a las que habían conseguido atraer o convencer eran mujeres de su misma edad, pero también a un par de hombres. Quien abrazó con mayor entusiasmo su misión fue un hombre de unos treinta años. Era asesor informático, les confesó, y les ofreció sus servicios en caso de que necesitaran ayuda para disponer de una página web a través de la cual propagar su mensaje. Le dijeron que iban a pensar en ello.
Pasadas las ocho la tormenta ya no podía aguantarse más. Ya estaba tan oscuro como si fuera una noche invernal cuando el viento agitó las copas de los árboles y justo después empezó a chispear. En un par de minutos el goteo se convirtió en un diluvio.
Elvy y Hagar abrieron los paraguas; la lluvia que caía sobre la tela formó una cortina de agua a su alrededor y repiqueteaba contra la chapa de los coches aparcados con tal intensidad que ellas apenas podían oírse. Cogidas del brazo, avanzaron camino de casa.
—¡Pobres apóstoles! —gritó Hagar, y Elvy no supo a qué se refería, pero no valía la pena preguntarle porque era imposible que su acompañante oyera algo con aquel ruido. Siguieron bregando en silencio con el agua arremolinándose alrededor de sus zapatos bajos.
Diluviaba con tanta fuerza que apenas quedaba aire para respirar. Para no acabar totalmente agotadas, avanzaban despacio debajo de los paraguas. Justo cuando alcanzaron la casa de Elvy llegó el primer rayo, y sólo dos segundos después, un estruendo que retumbó en toda la calle como un tambor siniestro.
* * *
Hagar cerró su paraguas y lo sacudió.
—¡Uf! —dijo, riéndose—. ¿Será el fin del mundo, tú crees?
Elvy sonrió ladeando la cabeza.
—No sé más que tú.
—Huy, huy, huy... —Hagar meneaba la cabeza—. Las puertas del cielo se han abierto de par en par, como suele decirse.
La respuesta de Elvy no se oyó porque la tormenta se había aproximado, y una detonación sacudió la casa e hizo sonar las copas de vino del aparador. Hagar dio un salto y le preguntó:
—¿Te dan miedo las tormentas?
—No. ¿Y a ti?
—No mucho. Tengo que... —Hagar inclinó la cabeza y bajó el volumen de su audífono. Luego dijo con la voz un poco más alta—: Ahora no oigo tan bien, porque con esta tormenta... suena demasiado fuerte.
Los estruendos de los truenos llegaban cada vez más seguidos y Hagar miraba asustada al techo. Eso de que no tenía miedo de las tormentas parecía que no era cierto del todo. Elvy la cogió de la mano y Hagar se la apretó agradecida dejándose llevar hasta la sala de estar. La propia Elvy sólo se sentía... esperanzada. Todo era como debía ser, y ellas habían hecho cuanto estaba en su mano.
Cuando entraron en la sala de estar, Elvy observó que la luz de la lámpara del techo temblaba un poco. Después se apagó, como todas las lámparas de la casa, y se quedaron a oscuras. Hagar apretó la mano de Elvy con más fuerza y le preguntó:
—¿Rezamos?
Apoyándose la una en la otra consiguieron ponerse de rodillas. Hagar hizo un gesto de dolor.
—No puede ser... mi rodilla...
Elvy la ayudó a levantarse y, en vez de eso, se sentaron muy juntas en el sofá. Después unieron las manos e inclinaron la cabeza en actitud orante, mientras la lluvia seguía cayendo sobre el tejado y los truenos llenaban el mundo.
* * *
Cuando el apagón se hubo prolongado ya diez minutos y el estroboscopio de la tempestad apuntaba aún hacia la casa, Elvy bajó las persianas, encendió dos velas y las colocó sobre la mesita auxiliar. Hagar, que estaba casi tumbada en el sofá para aliviar el dolor de la rodilla, pasó de parecer un monstruo del cine a la luz de los relámpagos a convertirse en la digna representación de una santa.
Elvy daba vueltas de un lado a otro del salón con creciente irritación.
—No sé —dijo—. No sé.
—¿Qué? —Hagar se hurgaba con los dedos detrás de la oreja, pero Elvy le hizo un gesto con la mano para que no se molestara. No tenía nada importante que decir.
«¿Por qué no ocurre nada?».
No es que se hubiera esperado la conversión inmediata de las masas, pero algo..., algo que hiciera de la misión algo más grande que dos señoras viejas dando tumbos y vendiendo fe de puerta en puerta. Ella había sido elegida, designada personalmente y marcada. ¿Sería así para todos los predicadores?
Probablemente. Se trataba de aferrarse a su visión, no dejar que se desvaneciera.
«¿Pero cuánto tiempo, Señor, cuánto tiempo?».
Había llegado a la entrada en su deambular cuando sonaron unos golpecitos discretos en la puerta de la calle. Elvy abrió.
En la puerta estaba la vecina hecha una sopa. El cabello le caía en mechones mojados y tenía el vestido empapado.
La iluminaron una tanda de relámpagos y su aspecto era absolutamente miserable.
—Pasa, pasa —dijo Elvy, apremiándola para que entrara en casa.
—Perdona... —repuso la vecina—, pero como dijiste que, bueno, que tu casa estaba abierta. Mi marido se puso fuera de sí cuando os fuisteis. Bebió mucho y luego se marchó de casa y... si fuera así, que ésta es la última noche, pues...
—Te entiendo —dijo Elvy, y era verdad—. Entra.
* * *
Todavía estaba la vecina en el cuarto de baño secándose el pelo cuando llamaron otra vez a la puerta.
«Qué manera de aporrear...».
Pero entonces Elvy recordó que el apagón debía de afectar también al timbre. Temerosa de que fuera el vecino en busca de su mujer desaparecida, abrió la puerta al tiempo que preparaba un discurso acerca de la libertad de las personas.
Pero no era el vecino, sino Greta, una de las señoras mayores que se había mostrado convencida aquella tarde durante su visita. Venía mejor preparada que la vecina. Llevaba la cabeza y los hombros cubiertos con un impermeable en forma de poncho de color verde chillón, y debajo de él traía una cesta.
—Bueno, he traído café y unos bollos. Así podemos velar juntas.
No pasó mucho tiempo antes de que llegara otra de las mujeres. Ella traía un paquete de velas, por si hacían falta. Finalmente llegó Mattias, el hombre joven experto en ordenadores. Dijo que había pensado traerse su ordenador portátil, pero que no parecía muy buena idea mientras siguiera la tormenta.
Cuando estuvieron todos reunidos en la sala de estar y encendieron más velas, con las tazas llenas de café y los bollos servidos, todos empezaron a dar explicaciones. La tormenta había amainado, así que Hagar pudo subir el volumen de su aparato y participar en la conversación.
Había sido la tormenta, declararon todos. Era una advertencia. Si aquella noche iba a significar el fin del mundo o al menos un cambio radical de la vida tal como la conocemos, no querían pasarla solos cuando tenían la posibilidad de vivirla con otros que pensaban como ellos.
Después de hablar de ello un rato, las miradas se volvieron hacia Elvy. Ella comprendió que esperaban que ella dijera algo.
—Sí —dijo Elvy—. Es cierto que solos no podemos conseguir nada. La fe sólo puede mantenerse viva cuando se comparte. Ha sido una bendición que hayáis venido aquí. Juntos somos más grandes que la suma de nuestras partes. Vamos a velar juntos esta noche, y si es la última, al menos le haremos frente juntos. Mano con mano.
Elvy se avergonzó después de terminar su discurso. No había sido nada inspirado. Sólo había tratado de decir lo que ellos esperaban. Se hizo un silencio mientras los otros reflexionaban sus perogrulladas, hasta que Hagar gritó:
—¿Tienes colchones para todos?
Elvy sonrió:
—Cuando hay sitio en el corazón, donde caben cuatro...
—¿No podemos cantar algo? —preguntó el hombre joven.
Sí, claro que podían cantar. Pero ¿qué?
Todos se devanaron los sesos buscando algo acorde para la ocasión. Hagar miró a su alrededor.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Vamos a cantar algo —le dijo Elvy en voz alta—. Estamos pensando qué.
Hagar pensó un segundo, y luego entonó:
«Más cerca de Dios, a ti...».
Todos la siguieron lo mejor que pudieron. La luz de las velas flameaba debido al aire que expulsaban mientras cantaban a voz en grito, ahogando el ruido de los truenos.
Bondegatan, 21:50
En la sala de estar del ático estaban celebrando que alguien cumplía cincuenta años. La tormenta se había alejado, y desde su ventana Flora podía oír las risas de los invitados retumbando en el hueco de las escaleras. Al fondo Peps cantaba Hög standard, y a Flora no le cabía en la cabeza que pudieran poner eso sin avergonzarse.
La muchacha permanecía quieta, rumiando su desprecio hacia aquella clase media en cuyo seno había nacido. Era posible destacar un poco, se podía estar un poco loco o ser un poco negro, mientras eso ocurriera dentro de ciertas normas estéticas. Todo lo que se saliera de eso había que tratarlo con el psicólogo. Nunca se sentiría a gusto con ellos. Sólo tenía ganas de gritar, agitar los brazos, explotar cuando la tolerancia se cernía a su alrededor como una camisa de fuerza.
Sus padres habían mandado a Viktor a la cama a las nueve y media, y ella había rehusado acompañarlos a la fiesta después de que la invitaran con aquel tono desenfadado que decía que no había pasado nada, que todo estaba bien, pío, pío.
Rodó sobre sí misma para salir de la cama y fue al cuarto de estar, donde puso la tele para ver las noticias. No había sabido nada más de Peter, y no se atrevía a llamarlo por miedo a hacer ruido.
Las noticias trataban casi exclusivamente de los redivivos. Un catedrático de biología molecular explicó que sí, que lo que en un principio habían pensado que era una bacteria agresiva que favorecía la descomposición, había resultado ser una coenzima ATP, un nucleótido en la obtención de energía celular. Lo incomprensible era que pudiera vivir a una temperatura tan baja.
«Es como si fermentara una masa colocada fuera en la nieve», explicó el catedrático, que solía colaborar en programas de divulgación científica.
La incomprensible vitalidad del ATP explicaba también por qué los recién fallecidos habían podido superar la rigidez característica de la muerte, ya que es precisamente la disgregación del ATP lo que bloquea los músculos.
—Digamos por el momento que se trata de una mutación del ATP, pero... —El catedrático hizo un gesto juntando el dedo índice con el pulgar como para subrayarlo—... lo que no sabemos es si esa enzima es la que los ha hecho despertar, o si la aparición de ésta es sólo una consecuencia de que se hayan despertado.
El catedrático extendió los brazos y sonrió, como si esa fuera una pregunta que quisiera responder con la ayuda de los telespectadores. ¿Causa o consecuencia? ¿Tú qué crees? A Flora no le gustaba su manera de hablar del asunto como si fueran perogrulladas, como si se tratara de debatir sobre los pros y los contras de suspender las capturas de merluza.
La siguiente noticia hizo que se acercara un decímetro más a la pantalla.
Por la tarde habían permitido la entrada en Danderyd a un equipo de televisión. Las imágenes mostraban una sala de hospital enorme donde aparecían unos 20 redivivos sentados en el suelo, en las camas, en las sillas. Al principio sólo se les veía el semblante. Lo sorprendente era que todos tenían la misma expresión en la cara: una extrañeza impasible, los ojos como platos, las bocas abiertas. Parecía un grupo de escolares, todos sentados mirando a un mago y vestidos con las batas azules del hospital.
Luego la cámara se alejaba para que se viera el objeto de su atención: un metrónomo colocado encima de una mesa con ruedas; la varilla se movía sin parar de un lado a otro ante la admiración del público. Una enfermera sentada al lado del metrónomo estaba bastante tensa, consciente de la presencia de la cámara.
«Será la que lo ponga en marcha cuando se pare».
El locutor hablaba de cómo había mejorado la situación en el hospital desde que se les ocurrió la idea de los metrónomos, e informó de que ahora buscaban otros métodos.
El tiempo iba a seguir inestable.
Flora apagó la tele y se quedó sentada mirando su propia imagen reflejada en la pantalla. Con todo en silencio llegaba el sonido del ático, donde habían empezado a cantar una antigua canción protesta, polifónica. Al terminar la melodía se oyeron voces y risas.
Se echó hacia atrás y se tumbó en el suelo.
«Yo sé», pensó ella, «yo sé lo que falta: la muerte. La muerte no existe ni puede existir para ellos. Para mí lo es todo».
Se rio de sí misma.
«Bueno, Flora. Tampoco hace falta que exageres».
Viktor salió de su habitación sin más ropa que los calzoncillos, parecía tan delgado y frágil que a su hermana de pronto le invadió la ternura.
—Flora —le preguntó—. ¿Tú crees que son peligrosos como los de la película?
Ella dio unas palmaditas en el suelo a su lado, para indicarle que se acercara y se sentara. Él se sentó y dobló las rodillas debajo de la barbilla como si tuviera frío.
—La película no es de verdad —le explicó ella—. ¿Crees tú que existe un basilisco como el que sale en Harry Potter? —Viktor negó con la cabeza—. Bien. ¿Crees que existen... crees que existen elfos y hobbits en la realidad, como en El señor de los anillos?
Viktor dudó un instante, pero luego sacudió la cabeza y adujo:
—No, pero hay enanos.
—Sí —admitió su hermana—, pero no van por ahí con hachas, ¿a que no? No. Los zombis de esa película son como el basilisco y Gollum. Son inventados, y nada más. No es así en la realidad.
—¿Cómo es en la realidad, entonces?
—En la realidad... —Flora miraba la pantalla negra del televisor—. En la realidad son buenos. No quieren hacer ningún daño.
—¿Seguro?
—Seguro. Ahora, acuéstate.
Svarvargatan, 22:15
El reloj de la mesilla marcaba las 22:15 cuando sonó el teléfono. Magnus llevaba durmiendo un buen rato y David liberó el brazo que tenía medio dormido, salió a la cocina y contestó.
—Sí, soy David Zetterberg.
—Sí, hola. Me llamo Gustav Mahler. Espero no haberte llamado demasiado tarde. Me han dicho que me estabas buscando.
—No, está... bien. —David vio la botella y la copa, se sirvió—. Si te soy sincero... —Dio un buen trago—. El caso es que no sé por qué te he buscado.
—Bueno —dijo Mahler—. Eso también puede pasar. Salud.
Sonó un tintineo en el otro extremo de la línea y David alzó su copa y dijo:
—Salud. —Y bebió otro trago.
Se quedaron unos segundos en silencio.
—¿Qué tal va? —preguntó Mahler.
David se lo contó todo. Sería por el vino, por la angustia contenida o algo en la voz de Mahler, pero el bloqueo saltó. Sin preocuparse de si el desconocido que escuchaba al otro lado estaba o no interesado, le habló del accidente, de que ella se había despertado, de Magnus, de la visita al Instituto de Medicina Forense, de la sensación que tenía de haberse quedado descolgado de la vida, de su amor por Eva. Al menos estuvo hablando diez minutos, y lo dejó porque tenía la boca seca y necesitaba más vino.
—La muerte tiene la capacidad de aislarnos de los demás —afirmó el periodista mientras Zetterberg se servía más bebida.
—Sí —coincidió David—. Tendrás que disculparme, no sé por qué... no he hablado con nadie de... —El humorista se detuvo con la copa a mitad de camino hacia la boca. Un chorro frío le cayó en el estómago, dejó la copa con tanto ímpetu que el vino salpicó—. ¿No pensarás escribir nada de esto?
—Puedo...
—¡Oye! No puedes escribir nada de esto, hay muchas personas que...
Fue haciendo la lista mentalmente: su madre, el padre de Eva, sus colegas, los compañeros de clase de Magnus, sus padres... y toda la gente que se iba a enterar de más cosas de las que él quería que supieran.
—David —dijo Mahler—, te prometo que no escribiré ni una palabra sin que tú le des el visto bueno.
—¿Seguro?
—Sí, seguro. Sólo estamos hablando. Mejor dicho: tú hablas y yo escucho.
El humorista se rió, fue una risa corta que llegó en forma de resoplido y le llenó la nariz de mocos, viejas lágrimas. Pasó el dedo por el vino que había salpicado y dibujó un signo de interrogación.
—¿Y tú? —le preguntó—. ¿Por qué te interesa este tema? ¿Es un interés puramente... periodístico?
Se hizo un silencio al otro lado. David pensó incluso que se había cortado la comunicación, antes de que el periodista contestara:
—No. Es más... personal.
David bebió más vino mientras esperaba. Estaba empezando a subírsele a la cabeza. Notó con alivio que la existencia empezaba a perder sus contornos, que los pensamientos fluían más despacio. A diferencia de lo que había sentido todo el día, ahora experimentaba una sensación que le permitía relajarse. Había una persona al otro lado de la línea telefónica. Él estaba flotando, pero no estaba solo. Temió que la conversación fuera a terminar.
—¿Personal?
—Sí. Tú has confiado en mí. Yo voy a confiar en ti. Y... en caso de que seamos de ésos, pues los dos tendremos pillado al otro. Yo tengo en casa a mi nieto, que es... —David oyó que su interlocutor daba un trago a lo que estuviera bebiendo—. Mi nieto estaba muerto hasta ayer por la noche. Enterrado.
—¿Le tienes escondido?
—Sí. Sólo lo sabes tú y otras dos personas más. Se encuentra en muy mal estado. Si te he llamado ha sido sobre todo porque he pensado que a lo mejor... tú sabías algo.
—¿De... de qué?
Mahler suspiró.
—Sí, no sé. Como estabas presente cuando ella se despertó, pues... no sé. Si pasó algo que... me pueda servir de ayuda.
David repasó mentalmente lo ocurrido en el hospital. Quería sinceramente ayudar a Mahler.
—Ella hablaba —le dijo.
—¿De verdad? ¿Qué decía?
—No, no dijo nada que... era como si las palabras fueran nuevas para ella, como si estuviera probándolas. —David la oyó de nuevo; la voz metálica y áspera de Eva—. Fue... fue bastante duro.
—Sí —dijo Mahler—. Pero ¿no era como si ella... recordara algo?
Sin pensar en ello, David había apartado de su consciencia aquel momento en el hospital. No había querido reconocerlo. Ahora sabía por qué.
—No —contestó David, y se le saltaron las lágrimas—. Era como si estuviera completamente... vacía —contestó, aclarándose la voz—. Creo que tengo... bueno...
—Lo comprendo —dijo Mahler—. Apunta mi número de teléfono por si... por si pasa algo.
Colgaron y el humorista permaneció sentado junto a la mesa de la cocina, acabó el vino restante y dedicó veinte minutos a no pensar en la voz de Eva, ni en su ojo en el hospital. Cuando fue a acostarse, Magnus estaba como un crucificado en medio de la cama, con los brazos extendidos. David colocó al niño en un lado, se quitó la ropa y se acostó junto a él.
Estaba tan agotado que se durmió nada más cerrar los ojos.
Koholma, 22:35
—¿Qué te ha dicho?
Anna entró en la habitación de Mahler dos segundos después de que él colgara el teléfono.
—Nada de particular —respondió él, frotándose los ojos—. Me ha contado su historia. Era terrible, claro, pero nada que nos ayude.
—Su mujer, ¿estaba...?
—No. Lo mismo que Elias, más o menos.
Cuando ella volvió al cuarto de estar y se puso a ver la tele, Gustav fue a la habitación de Elias, se quedó bastante tiempo mirando aquel cuerpecillo. Elias se había tomado un biberón de suero fisiológico, y por la tarde otro de suero glucosado.
«Era como si estuviera completamente... vacía».
Y eso que Eva Zetterberg sólo había estado muerta media hora.
¿Se estaba equivocando?
¿Tenía Anna razón? ¿Y si en ese ser que yacía en la cama no quedaba nada de lo que había sido Elias?
* * *
El aire era nuevo cuando salió a la terraza. Durante la larga ausencia de lluvias había olvidado que el aire podía estar así de saturado; la oscuridad era completa y estaba impregnada de olores de una naturaleza que la tormenta había devuelto a la vida.
«¿Guardará alguna... relación?».
También Elias había estado muerto y reseco. Algo que no era la lluvia le había hecho resucitar, pero ¿qué? ¿Y qué le mantenía vivo si estaba vacío por dentro?
Una semilla, seca o congelada dentro de un glaciar, podía permanecer latente cientos e incluso miles de años. Crecía si se sembraba en tierra húmeda porque había una fuerza verde que impulsaba la flor. ¿Qué fuerza impulsaba a las personas?
Mahler contempló las estrellas. Aquí, en el campo, había muchas más que en la ciudad, lo cual no dejaba de ser una ilusión. Evidentemente las estrellas estaban siempre allí, y eran infinitamente muchas más de las que el ojo más agudo podía percibir.
Le rozó un presentimiento impronunciable. Su cuerpo se estremeció.
En una rápida sucesión de imágenes, vio una brizna de hierba salir de la semilla, buscar la superficie; vio un girasol alzándose hacia el cielo, volverse hacia la luz; vio a un niño pequeño ponerse en pie, levantar los brazos en alto, dar gritos de alegría, y todo vive y tiende hacia la luz, y vio...
«Eso no es evidente».
La fuerza verde que impulsa la flor no es evidente. Todo es un esfuerzo, un trabajo. Un regalo. Nos lo pueden arrebatar. Nos lo pueden devolver.
ANEXO 2
La solidaridad va dirigida siempre hacia «uno
de nosotros», y «nosotros» no puede significar
todas las personas... «Nosotros» presupone que
alguien queda excluido, que pertenece a los
otros, y esos otros no pueden ser animales o
máquinas, sino que deben ser personas.
SVEN-ERIC LIEDMAN,
Att se sig själv i andra
(Verse a uno mismo en los otros).
15 DE AGOSTO
INFORME URGENTE. TERCER INTENTO (SUSPENDIDO)
Ministerio de Sanidad. Reservado.
Se interrumpe el suministro de nutrientes al paciente 260718-0373, Bengt Andersson, el día 15-08-2002 a las 8:15.
Le fueron retiradas las sondas para el suero fisiológico y glucosalino con objeto de observar su reacción.
A las 9:15 el paciente aún no ha mostrado ningún signo de que su estado general haya empeorado. ECG plano, EEG sin cambios.
9:25. Se producen una serie de convulsiones espasmódicas. Las sacudidas duraron unos tres minutos, tras lo cual el sujeto volvió a su estado anterior.
14:00. No se ha observado ninguna convulsión más, ni ninguna otra reacción.
Nuestra conclusión es que resulta innecesaria la administración de suero fisiológico y glucosalino. Los niveles bajos del redivivo no han mejorado ni empeorado.
FRAGMENTO DEL PROGRAMA STUDIO ETT. 16:00
ENTREVISTADOR: ... resultados que indican que los redivivos no necesitan ser alimentados. Profesor Lennart Hallberg, ¿cómo puede discernirse eso?
LENNART HALLBERG: Sí, bueno, como sabe, aún no se han hecho públicos los resultados de la investigación, pero yo supongo que sencillamente se habrá dejado de suministrar azúcar y sal para ver qué pasa.
ENTREVISTADOR: ¿Se puede hacer eso? ¿Está permitido?
LENNART HALLBERG: Para empezar, los redivivos se encuentran en una especie de laguna jurídica. Seguramente tardaremos en tener unas directrices dentro de la medicina legal para este tipo de situaciones. Y, además, la bandera de la peste digamos que aún no se ha arriado, y eso nos otorga a los médicos ciertas... facultades.
ENTREVISTADOR: ¿Cómo es posible vivir sin alimentarse?
LENNART HALLBERG: [Se ríe] Sí, ésa es la pregunta. Hace una semana habría contestado que es biológicamente imposible, pero ahora... lo que podemos decir es que a lo mejor existe algún nutriente que no conocemos.
ENTREVISTADOR: ¿Y qué podría ser?
LENNART HALLBERG: Ni idea.
COLUMNA DE OPINIÓN DEL PERIÓDICO DAGENS NYHETER
Extracto del artículo ¿Pueden ayudarnos los muertos?, de Rebecca Liljewall, catedrática de Filosofía de la Universidad de Lund.
... posibilidades antes impensables para analizar las condiciones básicas para la vida. ¿Se deben aplicar a los redivivos los mismos criterios éticos que a los pacientes «normales»?
La legislación vigente nos da una respuesta sencilla a esta pregunta: no. Una persona declarada muerta queda fuera del marco jurídico, a excepción del derecho a la inviolabilidad de la tumbas. Sin embargo, resulta problemático saber si esa figura jurídica es aplicable en este caso.
Lo más probable es que la legislación cambie en breve y abarque también a los redivivos. Podrá parecer cínico, pero en ese intervalo existe la posibilidad de llevar a cabo experimentos y pruebas que después van a ser prohibidos. Mi opinión es que hay que animar a los médicos para que aprovechen esta ocasión.
El posible sufrimiento ocasionado a los redivivos ha de evaluarse en comparación con el beneficio que puede tener para la humanidad. Durante los dos últimos días han fallecido en Estocolmo 65 personas y no han despertado. En todo el mundo durante el mismo espacio de tiempo han muerto más de 300.000 personas.
No parece muy aventurado pensar que un análisis más pormenorizado de un reducido número de redivivos nos ayudaría a evitar en el futuro un elevado número de muertes.
¿No merece la pena pagar ese precio?
CARTA AL DIRECTOR, PERIÓDICO DAGENS NYHETER
Soy uno de los miles de familiares que llevan esperando dos días para que se nos diga con claridad qué está pasando con nuestros muertos. ¿A qué viene este secretismo? ¿Qué nos están ocultando?
Como viejo socialdemócrata, estoy muy decepcionado con la actuación del gobierno. Creo que no soy el único en decir que esto se reflejará cuando vaya a votar dentro de un mes. He hablado con muchas personas, y todas dicen lo mismo: si este gobierno es incapaz de organizar las cosas para que podamos ver a nuestros seres queridos, hay que cambiarlo.
EXTRACTO DEL PERIÓDICO EXPRESSEN, «ROSA DEL DÍA»
Quiero dar la rosa del día a todos los médicos, enfermeras y policías cuya rápida actuación retiró a los muertos de las calles.
No soy la única en pensar que habría sido muy desagradable que anduvieran sueltos.
¡Mil gracias!
PROGRAMA DOKUMENT INIFRÅN, SVT 1, 22:10
ENTREVISTADOR: Vera Martínez, usted es enfermera y ha trabajado durante estos días en Danderyd. Al parecer, ha habido grandes cambios en el personal, ¿no es cierto?
VERA MARTÍNEZ: Sí. La mayor parte del personal que trabaja allí ahora procede de empresas de trabajo temporal. No hay quien pueda aguantarlo. Tan pronto como hay un grupo de muertos en una sala, la situación se vuelve... No se puede aguantar. Son pensamientos y sentimientos, nos esforzamos en pensar con delicadeza todo el tiempo, pero al final es imposible.
ENTREVISTADOR: Colocaron metrónomos, ese movimiento parece que les tranquilizó, ¿verdad?
VERA MARTÍNEZ: Ya no quedan. Los desmontaron todos. Funcionó un día, pero luego... Sí, los desmontaron. Ahora tenemos otras cosas, cosas más resistentes que... se mueven.
ENTREVISTADOR: ¿Qué le parece a usted que se debería hacer?
VERA MARTÍNEZ: Hay que separarlos de alguna manera. No pueden estar concentrados en un hospital. Nadie puede soportarlo.
ENTREVISTADOR: Karin Pihl, usted es la experta del Ministerio de Sanidad. ¿Hay planes para trasladar a los redivivos?
KARIN PIHL: Como ha dicho Vera, la situación actual es insostenible. Desde ayer se trabaja en una solución provisional, pero en estos momentos no puedo ofrecer ningún detalle.
EKOT, 21:00
Los partidos de centroderecha se han puesto de acuerdo para presentar una moción de censura contra el gobierno. Se considera una medida excepcional, dada la proximidad de las elecciones, pero el líder de los conservadores lo ha explicado del siguiente modo:
«Es excepcional, sí. Pero también la actuación del gobierno en este asunto ha sido excepcionalmente torpe. Es incuestionable que hay que facilitar la posibilidad de que los familiares puedan reunirse con sus redivivos».
Los partidos que apoyan al gobierno aún no han ofrecido garantías de que vayan a mantener ese respaldo.
INFORME URGENTE: QUINTO INTENTO (PUTREFACCIÓN)
Ministerio de Sanidad. Reservado
Se interrumpe la regulación de la temperatura a la paciente 320114-6381, Greta Ramberg, el día 15-08-2002 a las 9:00.
La paciente queda aislada en una habitación individual. El climatizador se fue ajustando gradualmente hasta alcanzar los 19 °C, la temperatura normal.
La paciente ha permanecido en constante vigilancia con el fin de observar los signos de la progresiva descomposición de los tejidos. Al no poder observarse nada, se subió la temperatura a 22 °C.
A las 15:00 no pudo observarse ningún empeoramiento. Se realizó un análisis bacteriológico de la flora intestinal, el cual ha permitido constatar que ha cesado toda reproducción bacteriológica en el cuerpo.
Por el momento este fenómeno es inexplicable, pero hemos llegado a la conclusión de que todo parece indicar que los redivivos no necesitan refrigeración, que suele ser la práctica habitual con los cuerpos muertos.
EKOT, 22:00
... ha confirmado que el hombre que perdió la vida en la estación del metro próxima al hospital de Danderyd era Sten Bergwall, jefe de sección del hospital. Según la policía, no hay indicios de delito...
E-MAIL DIRIGIDO A LA OFICINA PRINCIPAL DE LA JUGUETERÍA BR
... deseamos hacer un pedido de 5.000 (cinco mil) unidades del art. núm. 3429-21.
Rogamos la mayor prontitud posible en la entrega. No importa a cuánto asciendan los gastos de envío. Si fuera posible enviar el pedido por avión...
EKOT, 23:00
Todo el personal sanitario ha abandonado en estos momentos el hospital de Danderyd. Un gran número de vehículos de transporte del ejército se ha concentrado en la entrada. Por el momento, seguimos sin tener información de lo que está ocurriendo, pero el primer ministro ha convocado una rueda de prensa mañana a las 7.00.
16 DE AGOSTO
EXTRACTO DE LAS DECLARACIONES DEL PRIMER MINISTRO. 7:00
PRIMER MINISTRO: Durante la noche, personal de las FF AA. ha trasladado a los redivivos. Ha sido una medida necesaria con el fin de poder garantizar un buen servicio de atención...
PERIODISTA: ¿Adónde los han llevado?
[Pausa]
PRIMER MINISTRO: O espera a hacer las preguntas en el turno de preguntas o le invito a abandonar la sala. [Pausa] Con el fin de poder garantizar una buena atención, los redivivos han sido trasladados a instalaciones en donde es posible mantenerlos separados. La presión psicológica manifestada por el personal sanitario debe ser tomada en serio.
»Al principio la solución más razonable parecía ser el reparto entre un mayor número de hospitales. Sin embargo, eso habría podido significar un deterioro de los servicios sanitarios habituales. Se habría visto afectada incluso la necesaria coordinación.
»La solución a la que hemos llegado es de momento la mejor. Los redivivos han sido trasladados a la zona residencial de Heden, en el noroeste de Estocolmo. También se ha trasladado allí personal competente con el objetivo de que la rehabilitación pueda empezar cuanto antes. A los redivivos hay que hacerles un sitio en la sociedad.
[Pausa]
¿Desean hacer alguna pregunta?
PERIODISTA: ¿Puede atenderse a enfermos graves en una zona residencial a medio construir?
PRIMER MINISTRO: Disponemos de informes médicos que aseguran que el estado de los redivivos no es en absoluto tan crítico como se creía en un primer momento. Muchos de los tratamientos que se pusieron en funcionamiento al principio se han mostrado innecesarios.
PERIODISTA: ¿Cómo pueden estar seguros?
[Pausa]
PRIMER MINISTRO: En realidad, esas preguntas debería haberlas contestado Sten Bergwall, que era el coordinador de los traslados. Yo sólo puedo decir que tenemos garantías.
PERIODISTA: ¿Lo de Sten Bergwall ha sido un suicidio?
PRIMER MINISTRO: Sería indigno hacer especulaciones, y no pienso hacerlas.
PERIODISTA: ¿No es ésta una medida bastante desesperada?
PRIMER MINISTRO: Vaya. Ahí está usted de nuevo. ¿Qué espera que le responda a esa pregunta?
PERIODISTA: ¿Por qué no se deja entrar allí a nadie?
PRIMER MINISTRO: En breve, los familiares tendrán la posibilidad de visitar a sus redivivos. Esta medida ha tardado demasiado tiempo. Lamento que haya sido así.
PERIODISTA: ¿Es ésta una resolución para evitar una moción de censura?
PRIMER MINISTRO: [Suspira] Mi gobierno y yo somos capaces de tomar decisiones sin necesidad de recibir presiones más propias de la mafia. Ha sido imposible autorizar la entrada de visitas antes. Permitimos las visitas ahora que existe esa posibilidad.
CARTA HALLADA EN EL DESPACHO DE STEN BERGWALL
Constato con enorme tristeza que todo se va al garete. Yo no puedo responder por una decisión que, en el fondo, siento que es errónea. Una decisión que va a conducir a una catástrofe.
Estoy cansado como no lo había estado nunca. Me tiembla la mano que sujeta el bolígrafo y me cuesta mucho pensar. Los pensamientos fluyen con dificultad.
¿Podríamos haber actuado de otra manera?
Los redivivos están siendo tratados como si fueran vegetales, sin voluntad ni pensamientos. Eso es un error. Son medusas. Su comportamiento está controlado por su entorno. Tienen voluntad, la de quienes piensan en ellos. Nadie quiere aceptar esto.
Deberíamos aislarlos totalmente. Deberíamos destruirlos. Quemarlos. En vez de eso ahora van a soltarlos. Exponerlos a los pensamientos incontrolados de la gente. Esto va a salir mal. Yo no quiero presenciarlo cuando ocurra.
Si mis piernas son capaces de llevarme hasta el metro, ahora me dirijo allí.
LUNCHEKOT, 12:30
... el portavoz de prensa asegura que en estos momentos la situación en Heden se encuentra bajo control, y que los familiares que deseen visitar a sus redivivos podrán hacerlo desde mañana a las 12.00.
FRAGMENTO DE COSAS DEL CASTOR BRUNO (EN PROCESO DE EDICIÓN)
... pero la luna se alejaba con cada piso que Bruno construía en la torre. Bruno alargó la pata y la posó en la luna. Él intentó determinar si era rugosa o lisa, pero sólo sintió aire. La luna se hallaba tan lejos como cuando empezó a edificar la torre.
(...)
La torre tenía ya catorce pisos y medía más que el árbol de mayor altura. Cuando Bruno se sentó en lo alto pudo divisar las montañas a lo lejos. Algo se movió en el lago, bajo sus pies. Abajo, al fondo, vio al Señor del Agua deslizándose alrededor de los postes de la torre. Bruno levantó las patas y cerró los ojos.
(...)
Por la noche Bruno vio que había dos lunas. Una arriba en el cielo y otra abajo en la superficie del agua. No podía alcanzar la de arriba y no se atrevía a coger la de abajo, pues era la luna del Señor del Agua.
17 DE AGOSTO
Donde hay cadáveres, se congregan los buitres
All that we hope is, when we go
Our skin and our blood and our bones
Don't get in your way, making you ill
The way they did when we lived
MORRISSEY,
There is a place in hell
for me and my friends.
They'll never be good to you
Or bad to you
They'll never be anything
Anything at all
MARILYN MANSON,
Mechanical animals.
Svarvargatan, 07:30
Dos minutos antes de las 7:30 David ya estaba esperando en la entrada, al lado de la puerta. A y media en punto oyó que subía el ascensor, y después unos golpecitos sigilosos. Tanto disimulo era innecesario. Había oído que Magnus estaba despierto, pero un poco de secretismo era lo propio de un cumpleaños. Por lo menos a los nueve años.
Sture, el suegro de David, estaba en el rellano de la escalera con un cesto para gatos en la mano. Era raro ver a Sture vestido con algo que no fueran sus pantalones de carpintero y el jersey de abuelo, pero ahora llevaba una camisa de cuadros rojos y anaranjados, y unos pantalones de corte algo estrechos. Iba vestido.
—Sture, bienvenido.
—Sí. Hola.
Sture alzó el cesto ligeramente e hizo un gesto con la cabeza.
—Bien —dijo David—. Pasa, pasa.
Sture medía uno noventa de alto y era ancho de hombros, por lo que su presencia transformó un apartamento amplio de dos habitaciones en una celda holgada. Sture requería espacios amplios a su alrededor, árboles. Nada más cruzar la puerta hizo algo muy inesperado: dejó la cesta para gatos y abrazó a David.
No fue un abrazo para buscar consuelo ni para darlo, sino más bien la confirmación de un destino compartido. Como un apretón de manos. El recién llegado envolvió a David en un abrazo, lo retuvo así cinco segundos y luego lo soltó. David no tuvo tiempo de decidir si apoyar o no la mejilla en su pecho. Sólo cuando Sture le soltó se dio cuenta de que había sido agradable.
—Sí —afirmó Sture—. Es así.
David asintió sin saber muy bien qué responder. Abrió un poco la tapa del cesto. Había un conejillo gris agazapado en el fondo, mirando a la pared, junto con unas hojas de lechuga en un rincón y un montón de bolitas negras en el otro. El tufillo agrio que sabía que pronto iba a impregnar el apartamento llegó hasta su nariz.
Sture cogió al animal entre las manos; parecía estar en un nido en esas manos tan grandes.
—¿Tienes la jaula?
—Mi madre la traerá —respondió David.
Sture acarició las orejas del conejo. Tenía la nariz más roja que la última vez que lo había visto, y bajo la piel de las mejillas corría una red de vasos capilares. David percibía un olor a whisky, probablemente de la noche anterior. Sture no se sentaría bebido al volante de ninguna de las maneras.
—¿Te apetece un café?
—No me vendría mal, gracias.
Se sentaron a la mesa de la cocina. El conejo aún descansaba en las manos de Sture, seguro y confiado. Movía el hociquillo como tratando de comprender su nuevo destino. Sture tomaba su café con el azucarillo a la vieja usanza, y no sin ciertas dificultades al tener una mano ocupada. Estuvieron un rato en silencio. David oía a su hijo removerse en la cama. Seguramente tenía ganas de hacer pis, pero no quería salir de su habitación y romper la magia del momento.
—Eva está mucho mejor —comentó David—. Mucho mejor. Hablé con ellos ayer y dicen que... se han producido progresos enormes.
Su suegro sorbió un poco de café.
—¿Cuándo podrá volver a casa?
—No lo sabían. Todavía están tratándola y... tienen una especie de programa de rehabilitación.
Sture asintió en silencio y David se sintió vagamente idiotizado por utilizar el idioma de ellos para defender las medidas de ellos, convirtiéndose en una especie de representante de la autoridad.
El neurólogo con el que él había hablado le dijo que la tensión eléctrica en el cerebro de Eva aumentaba de forma paralela al desarrollo de sus funciones conceptuales e idiomáticas. Parecía como si las células muertas del cerebro resucitaran; otro imposible.
El neurólogo, sin embargo, había vacilado cuando Zetterberg le hizo la misma pregunta que Sture:
—¿Cuándo podrá volver a casa?
—Es muy pronto para poder decirlo —había respondido—. Hay aún ciertos... problemas de los que será mejor que hablemos mañana. Cuando se hayan visto. Es difícil describirlos ahora.
—¿Qué clase de problemas?
—Sí, bueno, como le digo... es difícil de comprender si no se ha... visto. Estaré mañana en Heden. Entonces hablaremos de ello.
Había quedado en reunirse por la mañana temprano. Heden se abriría a las doce y David quería llegar allí con tiempo.
De nuevo volvieron a llamar a la puerta con cuidado, y David salió a abrir y dejó pasar a su madre con la jaula para el conejo. Ella, para sorpresa de David, se había tomado la noticia del accidente de Eva con relativa calma, sin convertirse en una carga llevando la compasión a la exageración, que era lo que David se había temido.
La jaula tenía buen aspecto, pero no había serrín. Sture dijo que el papel de periódico cumplía las mismas funciones y encima salía más barato. Los dos ancianos prepararon juntos la jaula mientras David permanecía de pie con el conejo en las manos.
Eva y él habían bromeado muchas veces con que deberían azuzar a sus respectivos padres, dos personas que vivían solas, para que se juntaran. No tenía ninguna duda de que resultaría imposible; eran demasiado distintos y estaban anclados cada uno en su vida. No le pareció tan descabellado mientras los veía rasgar las páginas de un periódico con el mayor sigilo posible y poner agua en un cuenco. Durante un instante se invirtieron los papeles: ellos eran una pareja, él estaba solo.
«Pero no estoy solo. Eva se pondrá bien».
Le vino a la mente el gran agujero abierto en el pecho de Eva...
Cerró los ojos con fuerza, los abrió y se concentró en el animalillo, que le mordisqueaba un botón de la camisa. No habría habido ningún conejo de no haber sido por el accidente de su esposa. Tanto Eva como él se negaban a tener animales en la ciudad, en jaulas, pero ahora...
Magnus debía tener alguna alegría. Al menos el día de su cumpleaños.
Cumpleaños feliz,
cumpleaños feliz,
te deseamos todos,
cumpleaños feliz.
David tragó saliva para deshacer el nudo de la garganta cuando entraron en la habitación de Magnus.
El niño no estaba acurrucado durmiendo o fingiendo que dormía. Estaba sentado en la cama con las manos en el estómago; los miró con rostro muy serio, y David pensó que estaban haciendo teatro ante un público que se negaba a participar.
—Feliz cumpleaños, corazón.
La madre de David fue la primera en acercarse y en los ojos de Magnus se suavizó el recelo cuando pusieron los paquetes a los pies de la cama. Pareció olvidarlo todo por un momento. Allí había cartas de Pokémon, Lego y varias películas. Reservaron la jaula para el final.
Si David había temido que Magnus decidiera no seguirles el juego, no quedó ninguna duda de que la alegría de su hijo era grande y auténtica cuando cogió al conejo y lo puso en su cama, le acarició la cabeza y le besó el hocico. Lo primero que dijo después de permanecer así un rato fue:
—¿Puedo llevármelo para enseñárselo a mamá?
David sonrió y asintió. Después del día siguiente al del accidente, Magnus apenas había nombrado a Eva, y cuando David había intentado sondearle se había dado cuenta de que Magnus estaba resentido con ella porque había desaparecido. Aunque el propio Magnus fuera consciente de que era una postura absurda y se avergonzara de ella, se negaba totalmente a hablar de su madre.
Por lo tanto, si quería llevar el conejo, pues que lo llevara.
Sture acarició a Magnus en la cabeza y le preguntó:
—¿Cómo crees tú que se llama?
—Baltasar —se apresuró a contestar el pequeño.
—¿Ah, sí? De acuerdo —dijo Sture—. Menos mal que es macho.
Sacaron la tarta. David había comprado una de mazapán en la pastelería, pero Magnus no dijo nada. Se sirvieron café y leche con cacao. Habría sido insoportable saborear el dulce, soportar el silencio entre los bocados de no haber sido por Baltasar. El conejo saltaba por la cama de Magnus, olisqueó la tarta y se manchó el hocico de nata.
En vez de hablar de Eva, lo cual les resultaba imposible, hablaron de Baltasar. Baltasar era el quinto ser vivo; Baltasar sustituyó a Eva. Se rieron de sus brincos, conversaron acerca de los inconvenientes y las satisfacciones de tener conejos.
Cuando se fue a casa la madre de David, éste y Magnus jugaron un par de partidas de Pokémon para que el chico pudiera estrenar las cartas nuevas. Sture seguía el juego con interés, pero cuando su nieto trató de explicarle las reglas, tan complicadas, Sture sacudió la cabeza:
—No. Creo que no está hecho para mí. Me quedo con el póquer y el tute.
Magnus ganó las dos partidas y se fue a su habitación a jugar con Baltasar. Eran las 9:30. No podían seguir tomando café sin riesgo de que les produjera acidez de estómago, y debían matar dos horas antes de ponerse en camino. David estuvo a punto de proponer una partida de tute, pero iba a parecer algo rebuscado. En vez de eso se sentó a la mesa de la cocina enfrente de Sture, sin saber qué decir.
—He visto que vas a actuar esta noche —comentó Sture.
—¿Qué? ¿Esta noche?
—Sí, al menos eso ponía en el periódico.
David sacó su agenda y lo comprobó. «17 de agosto. NB 21:00». Sture tenía razón. Además, para su horror, vio que tenía un trabajo para una fiesta de empresa en Uppsala el 19. Trabajo: hacer chistes, gastar bromas, hacer reír a la gente. Se pasó las manos por la cara.
—Tendré que llamar y decir que no voy.
Sture entornó los ojos, como si estuviera mirando al sol.
—¿Vas a hacer eso, entonces?
—Sí, ya sabes, estar allí... haciendo bromas de mal gusto. No puede ser.
—Tal vez fuera bueno para alejarse un poco.
—Sí, pero los textos... Me van a salir de la boca como piedras. No.
A esto había que añadir que una parte del público probablemente ya sabía lo que le había pasado, tras la emisión del reportaje de TV4. Actuaba el marido de la mujer muerta. Seguramente Leo había suspendido ya su actuación, pero había olvidado retirar el anuncio.
Sture entrelazó los dedos encima de la mesa.
—Yo puedo quedarme con el niño, si quieres.
—Gracias —dijo David—. Ya veremos. Pero no lo creo.
Bondegatan, 09:30
El sábado por la mañana llamaron a la puerta de Flora. Fuera la esperaba Maja, una de las pocas amigas que tenía en la escuela. Maja le sacaba la cabeza a Flora y pesaba unos treinta kilos más. En la solapa de su guerrera militar comprada en ÖB llevaba una chapa con el lema «I BITCH & I MOAN. WHAT'S YOUR RELIGION?».
—Sal un momento —le pidió.
Flora lo hizo encantada. El apartamento olía a desayuno y a pan tostado, como un recordatorio aciago de una felicidad inexistente. Además Flora fumaba casi exclusivamente cuando estaba con Maja, y ahora le apetecía echarse un pitillo.
Deambularon sin rumbo por las calles mientras Maja se fumaba el primer cigarrillo de la mañana y Flora daba un par de caladas.
—Nosotros hemos estado hablando de hacer algo en Heden —dijo su amiga mientras le pasaba el cigarrillo.
—¿Nosotros?
—Sí, en el partido.
Maja pertenecía a una facción de Ung Vänster, las nuevas generaciones del Partido Comunista; eran sobre todo chicas, y les gustaba dárselas de originales. Cuando el periódico Café celebró su décimo aniversario en el barco Patricia, arrojaron diez cubos de cola de empapelar en el muelle delante de la plataforma de acceso y colocaron un cartel: «¡PRECAUCIÓN! ¡ESPERMA!». Los invitados tuvieron que vadear aquella plasta grisácea hasta que con grandes dificultades consiguieron limpiarla.
—¿El qué? —preguntó Flora, devolviéndole el cigarrillo sin fumar. Ya había tenido suficiente.
—Pero... lo que están haciendo es una locura —exclamó Maja, apartando ostensiblemente la mirada de una chica que iba en plan súper Buffy con pantalones blancos de lino y que estaba dando su paseo matinal con un perro de adorno—. Primero les utilizan como conejillos de Indias y ahora van a encerrarlos en un gueto de mierda.
—Es verdad —dijo Flora—. Pero ¿cuál es, exactamente, la alternativa?
—¿La alternativa? No importa nada cuál sea la alternativa. Eso está mal. Hay que criticar a la sociedad...
—... por cómo trata a los más débiles —añadió Flora—. Sí, eso ya lo sé, pero...
Maja agitó la mano del cigarrillo con irritación.
—Nunca ha existido un grupo más débil que los muertos. —Se echó a reír—. ¿Cuándo ha sido la última vez que oíste que los muertos hicieran valer sus derechos, eh? Están indefensos y el poder puede hacer con ellos lo que quiera. Y es lo que van a hacer. ¿Leíste lo que escribió en Dn esa vieja filósofa o lo que fuera?
—Sí —contestó Flora—. A mí también me parece que está mal, llevas razón, tranquilízate, pero me pregunto...
—Las preguntas puede hacérselas uno después. Se identifica el fallo y se hace algo al respecto. Tan pronto como aparece algo nuevo el tema es quién tiene poder para aprovecharse de ello. Imagínate que consiguen un remedio contra la muerte, de acuerdo. ¿Para qué crees que van a usarlo? ¿Para que la población de África viva eternamente? No lo creo. Primero dejarán morir de sida a todos los negros, después ya veremos qué podemos hacer con África. Date cuenta de que la propagación del virus en principio está controlada por industrias farmacéuticas estadounidenses. —Maja meneó la cabeza—. Me apostaría algo a que también vendrán a meter las narices en Heden.
—Yo había pensado ir allí cuando abran —dijo Flora.
—¿Adónde? ¿A Heden? Te acompaño.
—No creo que te dejen pasar. Sólo son los allegados los que...
—Ahí lo tienes, una cosa como ésa. ¿Cómo puedes demostrar que eres allegado, eh?
—No sé.
Maja apagó el cigarrillo dándole vueltas entre el índice y el pulgar. Se detuvo, ladeó la cabeza y se quedó mirando a Flora con los ojos entornados.
—¿Y a qué vas tú allí?
—No sé. Es sólo que... que tengo que ir allí. Debo ver qué pasa.
—A ti te interesa mucho todo esto de la muerte.
—¿Y no nos interesa a todos en realidad?
Maja se quedó mirándola y al cabo de un par de segundos dijo:
—No.
—Te digo yo que sí.
—No.
Flora se encogió de hombros.
—No sabes lo que dices, la verdad.
Maja sonrió burlona y lanzó la colilla describiendo un arco hacia un contenedor de basura. Y acertó, por increíble que pudiera parecer. Flora aplaudió y Maja le puso la mano encima del hombro.
—¿Sabes lo que eres?
Flora negó con la cabeza.
—No.
—Un poco pretenciosa. Eso es bueno.
Siguieron dando vueltas y charlando otro par de horas. Después se despidieron, y Flora cogió el metro en dirección a Tensta.
Täby Kyrkby, 09:30
—Debemos aprovechar la ocasión de predicar cuando se va a juntar tanta gente.
—¿Crees que va a escucharnos alguien?
—Estoy convencido de ello.
—¿Cómo van a oírnos?
—Habrá altavoces.
—¿Crees que nos van a dejar usarlos?
—Vamos a ver: cuando Jesús expulsó a los mercaderes del templo, ¿creéis que les pidió permiso? ¿Les dijo acaso: «Perdonadme, quería volcaros un poco las mesas»?
Las demás se rieron y Mattias cruzó los brazos sobre el pecho, satisfecho. Elvy estaba con la cabeza apoyada en el marco de la puerta de la cocina mirándolos allí sentados mientras discutían la estrategia del día. Ella no participaba. Los últimos días había luchado contra un agotamiento fruto de la falta de sueño, y esa falta de sueño surgía de las dudas.
Permanecía despierta por las noches, luchando por mantener viva su visión, por evitar que palideciera y se convirtiera en una imagen entre tantas. Tratando de comprender.
«Su única salvación es acercarse a mí...».
Después del relativo éxito de la primera tarde, la pesca de almas había ido peor. Pasado el primer impacto, la gente estaba menos dispuesta a entregarse a la causa cuando se vio que, pese a todo, la sociedad era capaz de manejar la situación. Elvy sólo había participado el primer día, el segundo se sintió demasiado cansada.
—¿Qué crees tú, Elvy?
La cara redonda e infantil de Mattias se volvió hacia ella. A Elvy le llevó un par de segundos entender qué le estaba preguntando. Siete pares de ojos se le quedaron mirando. Mattias era el único hombre del grupo. Aparte de él, estaban Hagar, Greta, la vecina y la otra mujer que llegó la primera tarde —Elvy no recordaba su nombre—, además de dos hermanas, Ingegerd y Esmeralda, que eran amigas de la mujer de la cual no recordaba el nombre. Ésos eran los que se habían dado cita para el desayuno. Otros simpatizantes se unirían más tarde al grupo.
—Yo creo... —dijo Elvy—. Yo creo... No sé lo que creo.
Mattias frunció el entrecejo. Respuesta equivocada. Elvy se frotó distraída la cicatriz de la frente.
—Podéis decidir vosotros lo que creáis que va a ser mejor, y entonces... y entonces, pues hacemos eso. Yo voy a tener que ir a acostarme.
Mattias consiguió darle alcance delante de la puerta del dormitorio. Le puso la mano en el hombro, suavemente.
—Elvy. Ésta es tu creencia, tu aparición. Por ella estamos aquí.
—Sí. Lo sé.
—¿Es que ya no crees en ella?
—Sí. Es sólo que... no me siento realmente con fuerzas.
Mattias se acarició la mejilla con la mano deslizando su mirada sobre el rostro de Elvy. De la herida a los ojos, de los ojos a la herida.
—Yo creo en ti. Creo que tienes una misión y que es importante.
Ella asintió.
—Sí. Es sólo que... no sé muy bien lo que es.
—Tú acuéstate, que nosotros organizaremos esto. Salimos dentro de una hora. ¿Has visto las octavillas?
—Sí. —Mattias se quedó callado, esperando algo más. Elvy añadió—: Han quedado muy bonitas.
Entró en el dormitorio y cerró la puerta. Se metió debajo de la colcha sin desvestirse y se arropó con ella hasta la nariz. Pasó la mirada por la habitación. No había cambiado nada. Se puso las manos delante de los ojos, a unos centímetros.
«Éstas son mis manos».
Encogió los dedos.
«Mis dedos. Se mueven».
Sonó el teléfono en la entrada. No tenía fuerzas para levantarse y contestar. Alguien, quizá Esmeralda, cogió el teléfono y dijo algo.
«No soy nadie especial».
«¿Ha sido siempre así?».
Los santos que habían luchado y perecido en el nombre de Dios; san Francisco bailando de pasión delante del Papa; santa Brígida ardiendo de fervor divino en su celda...
¿Tendrían semejantes dudas? ¿Habría días en los que santa Brígida sospechara que había interpretado algo mal, que ella se lo había inventado todo? ¿Días en los que san Francisco sólo quisiera mandar por ahí a sus discípulos con un «dejadme en paz, no tengo nada sensato que decir»?
¿Sería así?
No había nadie a quien preguntar, todos ellos estaban muertos y la leyenda envolvía sus nombres, borrando su aspecto humano.
Pero ella había visto.
Tal vez hubiera otros que habían visto, serían miles a lo largo de la historia. Quizá lo que caracterizaba a los santos, a las mujeres santas y a los hombres fuera que se aferraban a lo que habían visto, que no dejaban que su visión palideciera y muriera, sino que se agarraban y se negaban a desprenderse de ella, veían el olvido como un instrumento del diablo y se mantenían firmes. Quizá fuera ahí donde radicaba todo el secreto.
La anciana cogió la colcha y la apretó con fuerza.
«Sí, Señor. Me mantendré firme».
Cerró los ojos y trató de descansar. Llegó la hora de irse justo cuando su cuerpo había empezado a relajarse.
Koholma, 11:00
Elias había hecho avances. Grandes avances.
El primer día no había mostrado el más mínimo interés por los ejercicios del libro que Mahler había intentado realizar con él. Éste le había acercado una caja de zapatos y le había dicho:
—Me pregunto qué puede haber dentro. —Elias no se había movido, ni antes ni después de que él abriera la tapa y le mostrara el perrito de peluche.
Gustav había colocado una peonza de colores encima de la mesilla del redivivo y la había hecho girar. La peonza había completado sus vueltas y había caído al suelo. El redivivo ni siquiera la había seguido con la mirada. Pese a todo, Mahler había insistido. El hecho de que Elias agarrara el biberón cuando se lo daban indicaba que era capaz de reaccionar si tenía un motivo para hacerlo.
Anna no se oponía al programa de entrenamiento, pero tampoco parecía entusiasmada con él. Se pasaba las horas muertas junto a su hijo, dormía en un colchón al lado de su cama, pero no hacía nada concreto para mejorar su estado, ésa era la opinión de Mahler.
El coche teledirigido fue lo que rompió el hielo. El segundo día, Mahler le había puesto pilas nuevas y lo había guiado hasta la habitación de Elias con la esperanza de que la visión de aquel juguete que tanto le había gustado despertara algo de vida en él. Y lo hizo. La actitud de Elias cambió nada más aparecer el coche en la habitación haciendo un ruido sordo. Luego siguió al coche con la cabeza en su viaje por la habitación. Cuando Gustav lo detuvo, Elias extendió la mano hacia él.
Mahler no se lo dio, sino que le hizo dar unas vueltas más. Entonces sucedió lo que el abuelo había estado esperando y deseando. Despacio, muy despacio, como si se moviera a través del barro, empezó a levantarse de la cama. Elias se paró un momento cuando se detuvo el coche, y luego siguió incorporándose.
—¡Anna! ¡Ven y mira!
Ella llegó justo a tiempo de ver a Elias levantando las piernas por encima del borde de la cama. Se llevó la mano a la boca, gritó y corrió hacia él.
—No le estorbes —pidió Mahler—. Ayúdale.
Anna sujetó a Elias por debajo de los brazos y él se puso en pie. Apoyándose en Anna, dio un paso de prueba hacia el juguete. Mahler lo movió un poco hacia delante y hacia atrás. Cuando Elias estaba a punto de llegar hasta él y extendió la mano, Mahler condujo el coche en dirección a la puerta.
—Déjale cogerlo —le imploró Anna.
—No —contestó Mahler—. Entonces se parará.
El niño giró la cabeza hacia el coche, volvió el cuerpo en la misma dirección y caminó hacia la puerta. Anna iba detrás con las mejillas surcadas por las lágrimas. Cuando Elias llegó hasta la puerta, Mahler condujo el coche fuera hacia la entrada.
—Déjale cogerlo —suplicó la madre con la voz rota—. Lo quiere tener.
Mahler siguió alejando el coche en cuanto Elias estaba a punto de alcanzarlo, hasta que Anna se paró sujetando a Elias con los brazos.
—Para —insistió Anna—. Detente. No puedo soportarlo. —Mahler detuvo el coche. Anna sujetó a Elias por el pecho con ambas manos—. Vas a convertirlo en un robot —le reprochó ella—. No cuentes conmigo.
Gustav suspiró y bajó el mando.
—¿Prefieres que sea un paquete? Esto es absolutamente fantástico.
—Sí —admitió Anna—. Sí, lo es, pero está... mal. —Anna se sentó en el suelo, con Elias encima de sus rodillas, cogió el coche y se lo dio al niño.
—Toma, corazón.
El redivivo deslizó los dedos sobre los detalles de plástico, como si buscara una vía hacia dentro. Anna asentía con la cabeza, le acariciaba los cabellos. El pelo se había vuelto más fuerte y ya no se le caía, pero tenía algunas calvas en la parte superior de la cabeza, allí donde se le había desprendido durante los primeros días.
—Se pregunta cómo puede moverse —dijo Anna sorbiendo el llanto de la nariz—. Se pregunta qué es lo que hace que se mueva.
Mahler dejó el mando.
—¿Tú cómo lo sabes?
—Lo sé —contestó Anna.
Mahler se rascó la cabeza, entró en la cocina y cogió una cerveza. Desde que llegaron, Anna ya le había informado varias veces de cosas que ella sabía sencillamente, cosas relacionadas con la voluntad de Elias, y a Mahler le irritaba que ella usara ese supuesto conocimiento para poner freno a sus ejercicios.
A Elias no le gusta esa peonza... Elias quiere que le ponga la crema yo...
Cuando Mahler le preguntaba cómo podía ella saberlo, recibía siempre la misma respuesta: ella lo sabía, eso era todo. Él abrió la cerveza, se bebió la mitad de un trago y se puso a mirar por la ventana. La lluvia torrencial no había bastado para salvar los árboles. Muchos dejaban caer sus hojas aunque sólo estaban a mediados de agosto.
Creía que esta vez Anna llevaba razón. Muchos de los viejos juguetes de Elias no habían despertado en él el más mínimo interés, así que probablemente era el propio movimiento del coche el que le había hecho reaccionar. ¿Cómo podían aprovechar eso para seguir avanzando?
Arma dejó a Elias con el coche en el suelo y entró en la cocina.
—A veces —observó Gustav, mirando aún a través de la ventana—, a veces creo que no quieres en absoluto que mejore.
Mahler notó cómo su hija inspiraba antes de contestarle, y sabía más o menos lo que iba a decir, pero antes de que tuviera tiempo de hacerlo la interrumpió un chasquido estridente procedente de la entrada.
Elias estaba sentado en el suelo con el coche entre las manos. De alguna manera había logrado arrancar toda la parte delantera del chasis, de tal modo que las piezas y los cables quedaban expuestos. Antes de que Mahler tuviera tiempo de evitarlo, su nieto agarró el bloque con las pilas, lo arrancó y lo alzó a la altura de los ojos.
Mahler extendió las manos en un gesto de impotencia y miró a su hija.
—Bueno —le dijo—. ¿Estás contenta ahora?
* * *
El redivivo ya había arrancado la batería de otro coche con mando a distancia antes de que a su abuelo se le ocurriera comprar un tren de Brio con los raíles de madera. Incluía una locomotora maciza y tenía tan pocas piezas sueltas que aguantaría bien los intentos de los dedos —aún débiles— de Elias de desmontarla.
Mahler había estado por la mañana en Norrtälje y había comprado una locomotora más. Ahora estaba pegando una tira de cinta adhesiva en la mesa para crear dos zonas, con una línea divisoria, y colocó una locomotora en cada una de las zonas. El primer paso que se describía en el libro para el entrenamiento del autismo era un ejercicio de imitación. Dispuso tres raíles rectos en cada zona, trajo luego a Elias desde el dormitorio y lo sentó en una silla en la cocina.
Elias miraba por la ventana hacia el jardín, donde Anna cortaba la hierba con un cortacésped manual.
—Mira —le dijo su abuelo, mostrándole su locomotora a Elias. No hubo respuesta. La colocó sobre la mesa y la puso en marcha. Se escuchó un zumbido hueco cuando el tren empezó a moverse despacio sobre el tablero de la mesa. Elias giró la cabeza hacia el sonido y alargó la mano. Mahler retiró la locomotora.
—Ahí.
Señaló la locomotora idéntica situada delante de Elias. Éste se echó sobre la mesa e intentó coger la locomotora que aún zumbaba en la mano de Mahler. Él la apagó y volvió a apuntar a la locomotora de Elias.
—Ahí. Ésa es la tuya.
Elias se dejó caer de nuevo sobre el respaldo de la silla, indiferente. Mahler alargó el brazo sobre la mesa y puso en marcha la locomotora de Elias. Ésta avanzó por la superficie hasta que la mano torpe de Elias cayó sobre ella, la agarró y la levantó a la altura de los ojos, y a continuación trató de desmontar las ruedas que estaban dando vueltas.
—No, no.
Gustav dio la vuelta a la mesa y consiguió sacar la locomotora de las agarrotadas manos de Elias para luego depositarla otra vez sobre la mesa.
—Mira.
Colocó su propia locomotora en el otro lado de la mesa y la puso en marcha. Elias se estiró para cogerla.
—Ahí —le animó Mahler, señalando la locomotora parada de Elias—. Ésa. Haz lo mismo.
Elias echó la parte superior de su cuerpo encima de la mesa, se hizo con la locomotora de Mahler e intentó desmontarla. A Mahler no le gustaba estar en aquel ángulo, pues veía en la cabeza de Elias un agujero donde antes había estado la oreja. Se frotó los ojos.
«¿Por qué no entiendes? ¿Por qué eres tan tonto?».
La locomotora crujió cuando contra todo pronóstico el niño consiguió desguazarla y las pilas se desparramaron por el suelo.
—¡No!, Elias, ¡no!
Mahler sacó los trozos de la locomotora de la mano de Elias y se enfadó, aunque sabía que era una estupidez; empezaba a sentirse terriblemente cansado de todo aquello. Dio un golpe con su propia locomotora y señaló el botón de arranque con un exceso de claridad pedagógica.
—Aquí. Aquí se arranca. Aquí.
Apretó el botón. La locomotora empezó a moverse lentamente hacia Elias; éste la agarró y arrancó una de las ruedas.
«Desisto. No es capaz. No sabe nada».
—¿Por qué tienes que romperlo todo? —le gritó—. ¿Por qué tienes que destrozar...
De repente Elias echó el puño cerrado hacia atrás y arrojó la locomotora contra la cara de Mahler. Le acertó justo encima de la boca y le reventó el labio. Tras una película roja, Mahler oyó cómo la locomotora golpeaba el suelo con un sonido sordo, mientras que un sabor metálico le alcanzaba la cabeza. Clavó los ojos en Elias, cada vez más furioso, y cuyos labios de color marrón oscuro estaban contraídos en una mueca. Parecía... malo.
—¿Qué haces? —le dijo Mahler—. ¿Qué haces?
El redivivo movía la cabeza hacia delante y hacia atrás como si una fuerza invisible la impulsara desde la parte posterior. Las patas de la silla se levantaban y golpeaban contra el suelo a consecuencia de esa oscilación. Antes de que su abuelo tuviera tiempo de reaccionar, Elias se desplomó sobre el asiento como si se hubiera quedado sin fuerzas, y se deslizó hasta el suelo como si de pronto el esqueleto se le hubiera convertido en gelatina. Acto seguido, Mahler vio a cámara lenta cómo la silla iba a caer encima del niño, lo cual le dio tiempo para advertir que el respaldo le golpearía en la mejilla; luego, un silbido penetrante como el torno de un dentista le atravesó el cerebro, obligándole a cerrar con fuerza los ojos.
Se llevó las manos a las sienes y las masajeó, pero el silbido desapareció tan deprisa como había llegado. Elias estaba tendido en el suelo, inmóvil, con la silla encima. Mahler corrió hacia él y la levantó.
—¿Elias? ¿Elias?
Se abrió la puerta de la terraza y entró Anna.
—¿Qué hacéis...?
Se tiró de rodillas junto a Elias y le pasó la mano por la mejilla. Mahler parpadeó, inspeccionó la cocina con la mirada y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.
«Aquí hay alguien».
El sonido sibilante volvió a aparecer, más débil en esta ocasión, y desapareció. Elias levantó la mano hacia Anna; ésta se la cogió y la besó. Ella miró enfadada a Mahler, aún sentado y girando la cabeza de un lado a otro en un intento de ver algo que no era posible ver. Él se pasó la lengua por la incipiente hinchazón del labio, cuyo tacto era resbaladizo como el plástico.
La presencia se había desvanecido.
Anna le tiró de la camisa.
—No puedes hacer esto.
—¿No puedo hacer... qué?
—Detestarle.
Gustav agitó los dedos, señalando de forma inconcreta distintos puntos de la cocina.
—Alguien ha estado... aquí.
Aún sentía la huella de una presencia en la piel de su espalda. Alguien los había mirado a él y a Elias. Se levantó, fue hasta el fregadero y se lavó la cara con agua fría. Después de secarse con un paño de cocina sintió la cabeza más despejada. Se sentó en una silla.
—No puedo soportar esto.
—No —le contestó Anna—. Ya lo veo.
Mahler levantó del suelo la locomotora medio rota y calculó su peso con la mano.
—No me refiero sólo a... esto. Me refiero... —Entrecerró los ojos y miró a Anna—. Hay algo que no entiendo. Aquí está pasando algo.
—No quieres escuchar —dijo Anna—. Ya has decidido.
Movió a Elias de lado de manera que estuviera echado sobre la alfombra de trapos que había delante de la cocina. Cuando uno lo miraba de verdad era imposible engañarse; tal vez Elias hubiera hecho ciertos progresos y se hubiera acercado a una especie de consciencia, pero su cuerpo había encogido aún más. Asomaban por las mangas del pijama unos brazos que sólo eran huesos cubiertos de piel apergaminada y su cara, una calavera pintada y adornada con una peluca. Era imposible imaginarse allí dentro un cerebro blando, húmedo y en funcionamiento.
Mahler apretó el puño y se golpeó la pierna.
—¿Qué es lo que no entiendo? ¿Qué es lo que yo no entiendo?
—Que está muerto —contestó Anna.
Mahler estaba a punto de negarlo cuando se oyeron los pasos firmes de unos zuecos de madera en el porche, y se abrió la puerta de fuera.
—¿Hay alguien en casa?
Gustav y Anna se miraron a los ojos y compartieron por un segundo el mismo sentimiento: pánico. Los zuecos de Aronsson seguían avanzando dentro de la casa y Mahler se apresuró a levantarse y se colocó como un dique de contención en la abertura de la puerta de la cocina.
Aronsson alzó la mirada señalando el labio de Mahler.
—No me digas. ¿Te has pegado con alguien? —Y, echándose a reír ante su propia ocurrencia, se quitó el sombrero y se abanicó la cara—. ¿Qué tal con este calor?
—Bueno, bien —repuso Mahler—. Justamente ahora estamos algo ocupados.
—Lo comprendo —repuso Aronsson—. No te entretengo. Sólo quería saber si te han recogido a ti la basura.
—Sí.
—¿Ah, sí? Pues la mía no. Desde hace dos semanas. He llamado para quejarme y me dicen que van a venir, pero venir, no vienen. Y con este calor. No pueden hacer esto, ¿a que no?
—No.
Aronsson arrugó el ceño. Se olía algo. En teoría, sólo en teoría, Mahler podía sencillamente cogerlo en volandas, llevarlo hasta la puerta y echarlo fuera. Más tarde se arrepentiría de no haberlo hecho. Aronsson miró hacia dentro.
—Tienes invitados, ya veo. Toda la familia. Eso está bien.
—En este momento íbamos a empezar a comer.
—Ah, bien, bien, sí, yo no voy a molestaros. Sólo voy a saludar en un momento...
Aronsson intentó pasar, pero Mahler colocó la mano contra el marco de la puerta de manera que su brazo actuó de barrera. Aronsson parpadeó.
—Pero Gustav, ¿qué te pasa? Si sólo quiero saludar a la chica.
Anna se levantó rápidamente para acercarse a la abertura de la puerta y solucionar el tema de los saludos sin necesidad de que el vecino entrara en la cocina. Cuando Mahler bajó el brazo para permitir que ella saliera, Aronsson se coló dentro.
—No me digas... —dijo él, alargando la mano a Anna—. Uf, cuánto tiempo hace...
Sus ojos inquisitivos recorrieron la cocina y Anna ni se molestó en saludarlo, ya era demasiado tarde. Aronsson descubrió a Elias y sus ojos se agrandaron, se quedaron fijos como un radar que al fin había localizado su objetivo. Sacó la lengua, se humedeció los labios y el viejo periodista sopesó por un segundo darle un golpe en la cabeza con el gancho de la cocina.
Aronsson señaló al redivivo.
—¿Qué es... esto?
Mahler lo agarró por los hombros y lo sacó hasta la entrada.
—Es Elias, y ahora te largas. —Cogió el sombrero que Aronsson tenía en las manos y se lo puso en la cabeza—. Podría pedirte que guardaras silencio, pero ya sé que eso es absurdo. Lárgate de aquí.
Aronsson se retiró la saliva de la boca con el dorso se la mano.
—¿Está... muerto?
—No —dijo Mahler empujando a Aronsson hacia la puerta—. Es un redivivo y yo estoy intentando que mejore, pero, si te conozco bien, ya no podré seguir haciéndolo.
Aronsson retrocedió hasta salir al porche con una sonrisilla furtiva pegada en la cara. Probablemente estaba pensando a qué teléfono exactamente debería llamar para ir con el cuento.
—Bueno, que vaya bien, entonces —dijo, alejándose de espaldas. Mahler cerró de un portazo.
Anna estaba sentada en el suelo de la cocina con Elias en brazos.
—Debemos irnos de aquí —dijo Mahler esperándose una negativa, pero ella se limitó a asentir.
—Sí, será lo mejor.
* * *
Recogieron a toda prisa el contenido de la nevera, lo pusieron en una cesta frigorífica y metieron las cosas de Elias en una bolsa de deporte. Mahler se aseguró de guardar en ella la locomotora y el resto de los juguetes, así como el teléfono móvil y algo de ropa para cambiarse.
No disponían de sacos de dormir ni de una tienda, pero Mahler tenía un plan. Durante los últimos días, sobre todo antes de dormirse, había ido imaginando diferentes escenarios, pensando qué podrían hacer si ocurría algún imprevisto. Bien, pues ahora había sucedido, y en la bolsa de plástico, junto a la ropa, echó un martillo, un destornillador y una palanqueta.
Otros veranos, cuando habían salido a pasar el día en el mar, los preparativos les habían llevado más de una hora. Ahora, cuando se trataba de estar fuera de casa por un tiempo indefinido, tardaron diez minutos, y era muy probable que se hubieran olvidado la mitad de las cosas.
No importaba. En ese caso, Mahler podía volver a tierra firme después y comprar lo que necesitaran. El caso era esconder a Elias.
Caminaron despacio a través del bosque. Anna llevaba el equipaje y Mahler a Elias. No notaba nada raro en el corazón, pero sabía que aquélla era una de esas situaciones en las que podía darle un ataque si no se lo tomaba con calma.
Elias parecía una talla de madera en sus brazos: no daba ninguna señal de vida. Mahler caminaba con cuidado, tanteando con el pie las raíces de los árboles que cruzaban el sendero, ya que no podía ver el suelo. El sudor le picaba en los ojos.
«Tanto trabajo por esta pequeña pizca de vida».
Svarvargatan, 11:15
El Volvo-740 de Sture estaba recién lavado, pero aun así seguía impregnado de un fuerte olor a madera y aceite de linaza. Sture era carpintero y vivía entregado a su casita hexagonal de madera, que él mismo había dibujado y que construía, más que nada, para los veraneantes.
Magnus se acurrucó en el asiento de atrás, David le entregó el cesto con Baltasar y se sentó en el asiento del copiloto. Sture ojeaba el mapa que había arrancado de la guía de teléfonos y se rascaba la cabeza tratando de encontrarlo.
—Heden, Heden...
—Creo que no viene en el mapa —dijo David—. Está en Järvafältet, en dirección a Akalla.
—Akalla...
—Sí. Hacia el noroeste.
Sture meneó la cabeza.
—Quizá sea mejor que conduzcas tú.
—Preferiría no hacerlo —contestó David—. Me siento tan... Mejor no.
Sture alzó la vista del mapa. Apareció una sonrisa en la comisura de sus labios, se inclinó hacia la guantera y la abrió.
—He traído esto. —Le dio a David dos muñecas de madera, de unos quince centímetros de altura, y arrancó el coche.
—Voy a coger la E-20, y después ya veremos.
Las muñecas eran tan suaves como sólo pueden serlo a fuerza de limarlas con las manos y con los dedos. Eran la representación de un chico y una chica, y David conocía su historia.
Cuando Eva era pequeña, Sture trabajaba como carpintero en la construcción de edificios por toda Noruega, pasaba dos semanas fuera y otra en casa. Durante una de esas semanas que trabajaba en casa había hecho las muñecas y se las había dado a su hija, que por aquel entonces tenía seis años. Para su satisfacción, esas muñecas se convirtieron en los juguetes preferidos de ella, pese a que tenía tanto la Barbie como Ken y el perro de Barbie.
Lo curioso era que ella les había puesto nombre a las muñecas: se llamaban Eva y David. Eva le había contado la historia unos meses después de conocerse.
—Es inevitable —dijo entonces Eva—. Yo ya te había elegido desde que tenía seis años.
David cerró los ojos mientras deslizaba los dedos sobre las muñecas.
—¿Sabes por qué las hice? —le preguntó Sture con la vista puesta en la carretera.
—No.
—Por si moría. Como sabrás, aquel trabajo no carecía de riesgo. Así que pensé que si... que ella tendría algo. —Soltó un suspiro—. Pero no fui yo el que murió.
Esto último sonó como un lamento. La madre de Eva había muerto de cáncer seis años antes, y a Sture le pareció injusto, que él era menos importante. Que debería haber sido él.
El antiguo carpintero lanzó una mirada a las muñecas.
—No sé. Creo que pensé en... hacer algo por lo que me recordara.
El humorista asintió, y pensó en lo que le iba a dejar él a Magnus: montones de papeles y cintas de vídeo con sus actuaciones. Nunca había hecho nada con sus propias manos. Al menos, nada que hubiera valido la pena guardar.
David fue guiando a Sture a través de la ciudad lo mejor que pudo. Les pitaron varias veces, pues el anciano conducía muy despacio, pero consiguieron llegar. A las 11:50 estacionaron el vehículo en una explanada próxima a un cartel de aparcamiento colocado a toda prisa. Ya había allí cientos de coches aparcados en filas. Sture apagó el motor y permaneció sentado.
—No hay que pagar aparcamiento, por lo menos —comentó David para romper el silencio.
Magnus abrió su puerta y bajó del coche con la cesta en brazos. Sture seguía con las manos sobre el volante. Miró hacia el grupo de gente agolpada ante las verjas.
—Tengo miedo —admitió.
—Sí —repuso su yerno—. Yo también.
El niño dio unos golpecitos en la ventanilla.
—Pero venga, ¡salid ya!
Sture recogió las muñecas antes de salir. Las apretaba muy fuerte entre las manos mientras se iba acercando a Eva.
La zona se hallaba rodeada con una alambrada levantada hacía poco, lo cual le confería el desagradable aspecto de un campo de concentración, cosa que, en el sentido literal de la expresión, también era: un campo de prisioneros. La perspectiva quedaba distorsionada porque la aglomeración de gente se encontraba fuera de la valla, mientras que el interior estaba vacío, salvo unos pocos edificios grises esparcidos por la explanada; esparcidos y cercados.
Había dos entradas y cuatro vigilantes en cada una. Aunque no portaban pistolas —ni siquiera porras, al parecer confiaban en la urbanidad de la gente—, resultaba difícil pensar que aquello fuera Suecia. A David le molestaba menos el aire represivo provocado por la alambrada y el gentío que la impresión de estar en un circo, donde el público esperaba jadeante e impaciente para ver qué se ocultaba detrás de las barreras. Y Eva se encontraba allí dentro, en el corazón de ese circo.
Se acercó un hombre joven y le puso un papel en la mano.
¿Te atreves a vivir sin Dios? El mundo se va a acabar. El hombre va a desaparecer. Por favor, por favor, por favor, regresa al seno de Dios antes de que sea demasiado tarde. Podemos ayudarte.
El papel estaba bien hecho: un texto bellamente impreso sobre una imagen pálida de fondo que representaba a la Virgen María. Le entregó el pasquín un hombre cuyo aspecto guardaba más parecido con el de un agente inmobiliario que con el de un fanático. David le hizo un gesto con la cabeza para darle las gracias y siguió caminando con Magnus de la mano. El hombre dio un paso a un lado y se colocó delante de ellos.
—Esto va en serio. Esto... —dijo, señalando el papel y encogiéndose de hombros—, estas cosas son difíciles de formular. No somos ninguna asociación, ni ninguna iglesia, pero lo sabemos, ¿vale? Todo esto... —Hizo un gesto envolvente hacia la alambrada—... todo esto se va a ir al infierno si no nos volvemos hacia Dios.
Lanzó una mirada compasiva a Magnus, y si hacía un par de segundos David se había dejado seducir por la labia humilde y ese «por favor, por favor, por favor», aquella mirada le hizo desencantarse; quizás el hombre estaba en lo cierto, pero era repulsivo.
—Perdona —le contestó, y se alejó con Magnus. El hombre no hizo ningún intento más para impedírselo.
—Locos —comentó Sture.
David se metió la cuartilla en el bolsillo; al poco vio tirados y esparcidos por la hierba otros folletos arrugados. Ocurrió algo dentro de la aglomeración: se volvió más compacta y apretujada. Se oyó un sonido que David reconoció enseguida; alguien estaba probando un micrófono.
—Uno, dos...
El trío se detuvo.
—¿Qué hacen? —preguntó Sture.
—Ni idea —contestó David—. Será alguien que va a... actuar.
La impresión de fiesta popular al aire libre no hacía más que aumentar. Pronto aparecería en el escenario el cantante Tomas Ledi para interpretar un par de canciones. A David se le encogió el estómago. Su padecimiento aumentó hasta englobar toda la situación, y temió que aquello fuera un rotundo fracaso ante el suplicio de tener que mirar a un cómico que no es divertido ni ha comprendido qué es lo que está pasando.
El ministro de Sanidad se acercó al micrófono. Se oyeron algunos abucheos dispersos, pero enmudecieron al no hallar acogida. David miró a su alrededor. Pese a que la tele y los periódicos los últimos días no habían hablado de otra cosa más que de los redivivos, él no había sido capaz de considerar aquel drama más que como el suyo propio. Ahora lo veía de otra manera.
Varias cámaras de televisión sobresalían por encima del gentío, otras más estaban reunidas ante la tribuna donde ahora el ministro de Sanidad se colocaba bien la chaqueta, se inclinaba hacia delante y probaba el micrófono...
«Camaradas, asistentes...».
... y dijo:
—Bienvenidos. Como representante del gobierno, antes que nada quiero pediros disculpas. Esto se ha demorado demasiado tiempo. Gracias por vuestra paciencia. Como comprenderéis, esta situación nos cogió por sorpresa y tomamos una serie de decisiones que tal vez ahora pueda parecernos que no fueron tan acertadas...
Magnus tiró de la mano de su padre y él se agachó para oírle.
—¿Sí?
—Papá, ¿por qué habla este señor?
—Porque quiere gustar a todos.
—¿Qué dice?
—Nada. ¿Quieres que coja a Baltasar?
El pequeño negó con la cabeza y apretó la cesta con más fuerza contra el pecho. David pensaba que debía de tener los brazos cansados, pero no insistió. Vio a su suegro con los brazos cruzados sobre el cuerpo y el ceño fruncido. Quizá el temor de David ante una actuación desafortunada no iba tan desatinado. Por suerte, el ministro tuvo la sensatez de acabar pronto y ceder la palabra a un hombre vestido con un veraniego traje claro que se presentó como el jefe de neurología de Danderyd.
De sus primeras palabras se desprendía que él no era partidario de aquella presentación tan espectacular, aunque no lo dijo a las claras.
—Vayamos al motivo concreto de mi intervención: se han propagado muchos infundios y especulaciones, pero lo cierto es que la gente puede leerse los pensamientos cuando está cerca de los redivivos. No voy a alargarme explicando que todos nosotros hemos intentado rechazar esos hechos, negarlos o atenuarlos. El fenómeno persiste... —Apuntó hacia la zona con un gesto que David juzgó innecesariamente teatral—. Cuando crucéis esas verjas vais a percibir los pensamientos de quienes se hallen a vuestro alrededor. Aún no sabemos cómo se produce este fenómeno, pero debéis estar preparados para esa experiencia, que no es totalmente... agradable.
El neurólogo guardó silencio un momento y dejó que sus palabras surtieran efecto; era como si hubiera esperado que algunas personas salieran inmediatamente del grupo y abandonaran la zona por miedo a aquella experiencia tan terrible. No sucedió tal cosa. David, cuyo trabajo consistía en manejar los sentimientos del público, se dio cuenta de que la impaciencia estaba empezando a crecer entre los asistentes. La gente cambiaba de pie y se rascaba los brazos o las piernas. No estaban interesados en conocer esas consideraciones, sólo querían entrar a ver a sus muertos.
El neurólogo no se dio por vencido.
—El efecto es menos perceptible ahora que vuestros redivivos han sido instalados por separado. Ésa es una de las razones de que estemos aquí, pero la anomalía aún perdura, y quiero pediros que en la medida de lo posible... —El neurólogo ladeó la cabeza y dijo en un tono ligeramente jocoso—:... que intentéis pensar cosas buenas, ¿de acuerdo?
La gente miraba a su alrededor, se observaban los unos a los otros, algunas personas sonrieron como para demostrar ante los demás la benignidad de sus pensamientos. A David se le agudizó el dolor de estómago, como si fuera una señal premonitoria de que todo aquello estaba a punto de saltar por los aires, y se agachó apretándose el vientre con las manos.
—Bien, eso era cuanto tenía que decir —concluyó el neurólogo—. En la entrada os informarán exactamente de dónde se encuentra la persona a la que buscáis. Gracias.
David percibió un roce de ropas cuando el tropel de gente se puso en movimiento hacia delante. Si se movía, iba a cagarse encima.
—Papá, ¿qué te pasa?
—Me duele un poco el estómago. Se me pasará.
Sí. La presión remitió fugazmente y fue capaz de ponerse derecho; entonces, miró por encima de las cabezas de miles de personas que se dividían en dos grandes grupos mientras se agolpaban ante las verjas. Sture sacudió la cabeza y dijo:
—Esto va a tardar horas de esta manera.
«Eva, ¿estás ahí?».
A modo de prueba, David envió un pensamiento lo más fuerte posible, pero no obtuvo respuesta. ¿Dónde empezaba, exactamente, ese «campo» del que hablaban, y por qué podían las personas oírse exclusivamente unas a otras y no a los redivivos?
Se acercó a ellos y les saludó un policía que merodeaba ocioso en medio de aquel pacífico tropel de gente. Ellos le devolvieron el saludo y el agente señaló la cesta que Magnus llevaba en los brazos.
—¿Qué llevas ahí?
—A Baltasar.
—Es su conejo —explicó David—. Cumple años hoy y... —Se calló, sospechando que holgaba tal aclaración.
El policía sonrió.
—Felicidades, entonces. ¿Has pensado entrar con el conejo?
Magnus miró a su padre.
—Sí, eso es lo que habíamos pensado —contestó éste. No se atrevió a mentir por miedo a que el niño dijera otra cosa.
—No es muy apropiado.
Sture dio un paso al frente.
—¿Y eso por qué? —preguntó—. ¿Por qué no puede llevar consigo el conejo?
El agente mostró las palmas de las manos en un gesto inequívoco: «Yo sólo cumplo órdenes».
—No está permitido llevar animales dentro, es cuanto sé —contestó—. Lo siento.
El policía se alejó y Magnus se sentó en el suelo con la cesta en las rodillas.
—Yo no entro.
Sture y David se miraron el uno al otro. Ninguno de los dos quería quedarse fuera con el niño, evidentemente, y quedaba descartado dejar a Baltasar en el coche. David miró enfadado al policía, que seguía dando vueltas con las manos a la espalda, le habría gustado pulverizarle con el pensamiento.
—Vamos a alejarnos un poco más allá.
Describiendo un cuarto de círculo amplio, se alejaron del gentío y llegaron a una zona de bosque en donde David, para su alivio, comprobó que habían colocado dos aseos públicos. Se disculpó y entró en el que parecía menos castigado por los actos de vandalismo, se sentó y explotó en una especie de liberación. Cuando hubo terminado, descubrió que no había papel. Intentó utilizar el folleto que le habían dado, pero el papel satinado sólo empeoró la situación. Se quitó los calcetines, se aseó con ellos y los tiró al agujero.
«Así... ahora...».
Se sintió mucho mejor. Todo iba a salir bien. Se ató los cordones de los zapatos en torno a los pies desnudos y salió. Abuelo y nieto estaban esperándolo, y parecía que guardaban algún secreto.
—¿Qué pasa? —preguntó David.
Sture se abrió un poco la chaqueta, como si fuera un contrabandista, y le enseñó el bolsillo interior, donde sobresalía la cabeza de Baltasar. El niño soltó una risita y Sture se encogió de hombros. «Si cuela, cuela». David no tenía ninguna objeción al respecto. Ahora se encontraba limpio por dentro, aliviado y optimista. Justo lo que el neurólogo había ordenado.
Volvieron hacia las verjas. Sture se quejaba de que Baltasar estaba tratando de mordisquearle la camisa y Magnus se reía. David miró a Sture, que sobreactuaba con su chaqueta, y sintió un enorme agradecimiento. Aquello no habría sido posible sin él. La preocupación por ver cómo podrían introducir de extranjis a Baltasar parecía haber desviado totalmente la atención de Magnus del encuentro inminente.
Llegaron a la entrada a tiempo de presenciar otra presentación. La muchedumbre había disminuido considerablemente durante su ausencia, por lo que los vigilantes no podían ser especialmente estrictos en el control de identificación de los familiares, pero sucedió algo delante, en la tribuna, antes de que volvieran a la fila.
Dos señoras mayores subieron al escenario y conectaron el sistema de sonido de los altavoces; una de ellas se acercó al micrófono antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar.
—¡Atención! —gritó, y asustada por la fuerza de su propia voz, se retiró un poco. La otra señora se llevó la mano a la oreja. La que había hablado cobró ánimo, avanzó otra vez y repitió—: ¡Atención! Sólo quiero decir que esto es un error. Los muertos han despertado porque sus almas han regresado. Esto tiene que ver con nuestras almas. Todos nosotros estamos perdidos si no...
No tuvo tiempo de decir nada más. Los altavoces se apagaron y su fórmula para no condenarse sólo pudieron oírla quienes estaban justo allí delante. Un hombre muy corpulento vestido de traje, probablemente algún tipo de guardia de seguridad, subió al escenario, alejó a la señora del micrófono sin contemplaciones y la hizo bajar de la tribuna. La otra señora bajó detrás.
—Papá —preguntó Magnus—, ¿qué es el alma?
—Algo que algunas personas creen que llevamos dentro de nosotros.
El niño se palpó el cuerpo con las manos en un intento de sentirla.
—¿Y dónde está?
—En ningún sitio concreto. Es, como si dijéramos, un pequeño fantasma invisible del que surgen todos los pensamientos y los sentimientos. Algunos creen que cuando morimos abandona el cuerpo.
—Yo lo creo —contestó el chico.
—Sí —dijo David—, pero yo no.
Magnus se volvió hacia su abuelo, que tenía la mano en el pecho como si estuviera a punto de darle un infarto.
—¿Abuelo? ¿Tú crees en el alma?
—Sí —respondió Sture—. Totalmente. También creo que estoy a punto de tener un agujero en la camisa. ¿Podemos acercarnos ya?
Se pusieron al final de la cola. Había todavía unas doscientas personas delante de ellos, pero la fila avanzaba a buen ritmo. Dentro de diez minutos estarían dentro.
Heden, 12:15
Cuando Flora llegó a Heden y vio la afluencia de personas y lo deprisa que avanzaban las colas, aumentaron sus esperanzas de conseguir entrar. Ella no tenía el mismo apellido que su abuelo ni ninguna manera de demostrar su parentesco. Había telefoneado a Elvy por la mañana para que le firmara una autorización, pero, como de costumbre, sólo había podido hablar con una vieja, que le dijo que Elvy estaba ocupada.
Se colocó en una de las filas que avanzaba hacia las verjas. Los últimos días había hablado a menudo con Peter, que había evitado ser descubierto durante las tareas de limpieza y había permanecido escondido en su sótano. No obstante, la tarde anterior se le había acabado la batería y no tenía ninguna posibilidad de salir hasta algún sitio donde hubiera alguna toma de electricidad mientras continuara la febril actividad de adecentar la zona.
«Joder, cómo tienen que haber trabajado».
Buena muestra de ello era la proeza de levantar en dos días aquella valla, que a buen seguro tenía más de tres kilómetros de longitud, que se extendía alrededor de toda la zona. Una de las pocas veces que Peter se había aventurado a salir, le había contado que aquello estaba lleno de soldados y que el trabajo no cesaba ni durante la noche. Habían conseguido mantener alejada a la prensa, o habrían llegado a algún tipo de acuerdo, y nadie había escrito nada sobre Heden hasta que el primer ministro dio a conocer oficialmente la noticia.
Flora avanzó poco a poco, colocándose la mochila que llevaba llena de fruta para Peter. Le resultaba insoportable estar entre la gente, así que se puso a contar mentalmente los números primos: «Uno, tres, cinco, siete, once, trece, diecisiete...».
Ese miedo palpable en las calles no era nada comparado con el allí reinante. Orientara hacia donde orientase sus antenas, captaba las mismas señales. La gente parecía como siempre, probablemente con la mirada algo más perdida o más decidida, pero por dentro percibía monstruos abisales y terror ante la idea de encontrarse frente a lo absolutamente desconocido, frente a lo otro.
«... diecinueve, veintitrés...».
A diferencia de ella, la mayoría de los presentes no había visto nunca a ninguno de los redivivos. Se trataba de familiares que se habían despertado en el depósito de cadáveres, seres queridos a los que los soldados habían sacado de sus tumbas y conducido a secciones cerradas. Había infinitas posibilidades de imaginarse lo peor, y eso era precisamente lo que hacía la gente. Flora intentó aislar la mente del omnipresente terror. No lograba comprender por qué habían decidido organizar el reencuentro de aquella manera.
Agachó la cabeza, cerró los ojos e intentó concentrarse en los números primos.
«Veintinueve, treinta y uno... treinta y siete...». Habían obrado así para demostrar que lo tenían todo bajo control. «Treinta y nueve, no...». «Mamá con la cara y los dedos putrefactos». «Cuarenta y uno... Cuarenta y uno...».
—¡Atención!
Resonó una voz reconocible a través de la niebla de pensamientos. Abrió los ojos, levantó la cabeza y vio a su abuela por primera vez desde hacía cuatro días. Hagar se encontraba justo detrás de ella.
Flora se quedó tan desconcertada que descuidó el control extrasensorial y se vio invadida por una ola de pensamientos incoherentes y asustados que ahogaron el sonido de la voz de su abuela. Entendió algo de «almas» antes de que su abuela fuera alejada del escenario. Flora echó a correr hacia allí.
Un vigilante sujetaba por los hombros a Elvy, pero la soltó cuando se acercó Flora. Aquél dirigía ahora su atención hacia el hombre vestido de traje situado junto al equipo de sonido. El vigilante alzó el dedo hacia el hombre, hacia el amplificador:
—... no toques eso, joder. Tú te quedas aquí.
—¡Abuela!
Elvy alzó la vista y Flora se sobresaltó. La anciana había envejecido varios años desde la última vez que se vieron. Tenía la cara gris, hundida, y unas ojeras oscuras bajo los ojos, como si llevara varias noches sin dormir. Los brazos que estrecharon a Flora parecían lánguidos, débiles.
—Abuela, ¿qué tal estás?
—Ah, bien.
—Pues no tienes muy buen aspecto.
Elvy se pasó los dedos por la cicatriz de la frente.
—Quizá es que estoy un poco... cansada.
El vigilante empujó al joven hasta donde se encontraba Elvy.
—Ya os estáis marchando de aquí, ahora mismo —ordenó.
A su alrededor se había congregado un grupo de personas, sobre todo señoras mayores que se acercaban a Elvy, le daban palmaditas y susurraban algo entre ellas.
—Abuela, ¿qué estáis haciendo aquí? —le preguntó Flora.
—Hola. —El hombre joven le tendió la mano y Flora se la estrechó—. Entonces, ¿tú eres Flora?
La muchacha asintió retirando la mano. No podía leerle el pensamiento a través de aquel murmullo, lo cual era una sensación extraña y desagradable. Hagar llegó junto a Flora y le dio unas palmaditas en el brazo.
—Hola, pequeña, querida. ¿Qué tal?
—Bueno, bien —contestó Flora, e hizo un gesto hacia el escenario—. ¿Qué es esto?
—¿Qué? Huy, perdona. —Hagar se tocó detrás de la oreja—. Así. ¿Qué decías?
—Preguntaba qué estabais haciendo.
El hombre respondió en lugar de Hagar.
—Tu abuela —empezó en un tono que daba a entender que Flora debería sentirse orgullosa de ser la nieta de Elvy— ha recibido el anuncio de que hay que salvar a los hombres. Es urgente. Hay que hacerlo ahora. Nosotros somos sus colaboradores en esa lucha. ¿Eres creyente?
Flora negó con la cabeza y el hombre se echó a reír.
—Esto raya en lo cómico, ¿no? Según tengo entendido, tú deberías haber sido la primera en haber corrido a ayudarla después de lo que vivisteis aquella tarde en el jardín.
Flora se quedó muy afectada al comprobar que aquel desconocido estaba al tanto de un acontecimiento que ella misma no había compartido con nadie. Elvy estaba ocupada con los parabienes de sus ancianas compañeras, y Flora comprendió enseguida que el aspecto agotado de su abuela estaba causado por esas manos serviciales que, en realidad, le estaban sorbiendo la vida.
—¿Abuela? ¿Qué clase de anuncio es ese que has recibido?
—Tu abuela... —empezó el hombre, pero Flora le ignoró y se dirigió a Elvy, le puso la mano en el brazo. Quizá guardara relación con la proximidad de los redivivos, pero la muchacha recibió en su mente una imagen de trazos bien definidos: una mujer en la pantalla de un televisor, rodeada de luz.
«Su única salvación es acercarse a mí...».
El televisor se apagó, la imagen desapareció y Flora miró en el interior de los cansados ojos de su abuela.
—¿Qué significa eso?
—Lo ignoro. Sólo sé que debo hacer algo. No sé.
—No lo vas a aguantar. Ya lo veo.
Elvy entornó los ojos y sonrió.
—Seguro que aguanto.
—¿Por qué no contestas mis llamadas?
—Voy a hacerlo. Perdona.
Una de las ancianas se acercó y le pasó a Elvy la mano por la espalda.
—Vamos ya, querida. Tendremos que pensar en otra cosa.
Elvy sonrió agotada y dejó que se la llevaran.
—Abuela, he pensado entrar a ver al abuelo —gritó Flora.
Elvy se volvió.
—Muy bien, hazlo. Salúdale de mi parte.
Su nieta se quedó allí con los brazos caídos a los lados y sin saber qué hacer. Cuando todo esto hubiera terminado, cuando hubiera visto lo que había que ver, iría a casa de Elvy y... ¿la liberaría? No sabía, haría algo. Pero ahora no. Ahora tenía que ver.
Se colocó en la fila e intentó recordar la imagen que Elvy le había enviado. No lo entendía. ¿Era un programa de televisión? Le pareció que conocía vagamente a aquella mujer, pero no podía situarla.
«Debe de ser una actriz», aventuró la chica para sus adentros. «Papá...», «todas las flores...», «su mano cubre la tierra».
Era imposible pensar con claridad si tenía alrededor a todas aquellas personas. Se vio obligada a colocar sus propios pensamientos dentro de una urna impenetrable que flotaba de acá para allá movida por las corrientes ajenas, pero seguía sin poder concentrarse.
Delante de ella había un niño de la mano de un adulto. A su lado se encontraba un señor mayor que se removía inquieto. La imagen de un conejo relampagueó en la cabeza de Flora sin que ella comprendiera por qué. El animal brincó unos instantes en la corriente, y desapareció, arrastrado por una riada de ataúdes, tierra, ojos vacíos y sentimientos de culpa.
«Su única salvación es acercarse a mí».
«Sí», pensó Flora. La gente necesitaba algún tipo de ayuda, eso era evidente. Ahora ya se hallaba casi delante de las verjas y a simple vista percibió que las personas más cercanas se volvían cada vez más firmes y decididas y también sus infructuosos intentos de neutralizar el pánico. Avanzaron como niños dirigiéndose por primera vez al túnel del terror: ¿qué es lo que hay en realidad ahí dentro?
Alguien le dio un empujón en la espalda, Flora oyó la voz de una mujer:
—Lennart, ¿qué ocurre?
—No, no sé... no sé si yo... voy a poder con esto —contestó el hombre con voz pastosa.
Flora se volvió y vio al hombre sujetado por una mujer. Él tenía la cara sombría y los ojos totalmente abiertos. Su mirada se cruzó con la de Flora, el hombre estaba señalando la zona de dentro mientras decía:
—El viejo... a mí no me gustaba. Cuando yo era pequeño, él solía...
La mujer le tiró del brazo para hacerle callar, y sonrió como disculpándose ante Flora, que vio inmediatamente todo su matrimonio, la infancia de aquel hombre, y lo que vio hizo que sintiera un escalofrío y dejara de mirarlos.
—Eva Zetterberg —dijo el individuo situado delante de ella, el hombre acompañado por el niño.
—¿Y quiénes sois? —le preguntó el vigilante que tenía las listas.
—Yo soy su marido —contestó el hombre, y señalando al niño y al señor mayor, agregó—: Ellos, nuestro hijo y su padre.
El vigilante asintió, pasó las hojas hasta llegar a una de las últimas listas y la recorrió con el dedo.
«El conejo, el conejo...»
El castor Bruno y un conejo. Un conejo dentro de un bolsillo. También el niño, el hijo de Eva Zetterberg, estaba pensando en un conejo. En el mismo conejo. Aquélla era su familia. Y todos sus miembros estaban pensando en un conejo.
—17 C —indicó el vigilante señalando dentro del recinto—. Seguid los carteles.
La familia de Zetterberg cruzó enseguida dentro de la verja. Flora captó una sensación de alivio y se grabó en la memoria el 17 C. Era su turno. El vigilante la miró con severidad.
—Tore Lundberg —dijo Flora.
—¿Y tú eres...?
—Su nieta.
El vigilante la miró, observó la ropa que llevaba, sus ojos pintados de negro, su pelo cardado, y Flora comprendió que no le iba a dejar pasar.
—¿Puedes demostrarlo?
—No —dijo Flora—. Claro que no puedo.
No valía la pena discutir; el vigilante estaba pensando en adoquines, en jóvenes que quitaban los adoquines.
Flora se alejó de la puerta y fue siguiendo el perímetro de la alambrada, recorriendo la malla con los dedos. El caudal de pensamientos iba disminuyendo a medida que se alejaba, y fue como volver a casa después de haber permanecido a la intemperie en mitad de una tormenta. Siguió alejándose hasta que dejó de oír los pensamientos de los demás y se sentó en la hierba, suspirando mentalmente.
Cuando volvió a sentirse en condiciones, siguió el trazado de la valla hasta llegar a un ángulo donde los edificios la ocultaban de la vista de los vigilantes de la entrada. La alambrada parecía siniestra, distanciaba a las personas que excluía y a las que encerraba. Era una neurosis militar.
No parecía difícil trepar por ella; el problema estribaba en el espacio abierto existente entre la valla y los edificios. Le sorprendió la ausencia de vigilantes apostados alrededor de la valla; si se hubiera tratado, por ejemplo, de un concierto, habría habido uno cada veinte metros. Quizá no contaran con que la gente quisiera colarse.
«Entonces, ¿por qué ponen la valla?».
Lanzó la mochila por encima de la alambrada y dio gracias a que sus deportivas favoritas se habían caído a cachos y se había visto obligada a ponerse las botas, cuyas puntas afiladas eran perfectas para apoyarse en los huecos de la alambrada. Llegó arriba en diez segundos. Cuando ya se encontraba al otro lado, se agachó en balde, pues era tan visible como un cisne encima de un cable del teléfono, y constató que su incursión parecía haber pasado inadvertida. Se echó al hombro la mochila y se dirigió hacia los edificios.
Koholma, 12:30
Mahler se había preparado para la situación actual. Tenía el bote en el embarcadero, sin agua pero con el depósito lleno. Dejó a Elias con cuidado y saltó dentro de la barca para coger el equipaje y la cesta frigorífica que le llevaba Anna.
—Faltan los chalecos salvavidas —dijo ésta.
—No tenemos tiempo.
El periodista vio los chalecos colgados de un gancho dentro de la caseta y a simple vista pudo advertir que a Elias se le había quedado pequeño el suyo.
—Elias pesa menos ahora —dijo Anna.
Gustav meneó la cabeza y apretujó el equipaje. Entre los dos acostaron al redivivo en el suelo envuelto en una manta. Anna fue a soltar el amarre mientras Mahler intentaba poner el motor en marcha. Era un Penta-Volvo antiguo, de veinte caballos, y Mahler, mientras tiraba del cable, se preguntaba si habría alguna estadística fiable de cuántos infartos había provocado a lo largo de la historia aquella pelea con los motores fueraborda.
«U... no... enes irón... tío... elker...».
Debió tomarse un respiro tras ocho intentos fallidos de arrancar el motor. Se sentó en la bancada de popa y dejó descansar las manos sobre las rodillas.
—¿Anna? ¿Acabas de decir «Tú no tienes el tirón adecuado, tío Melker13»?
—No —dijo Anna—, pero lo he pensado.
—¿Ah, sí?
Mahler miró a Elias; tenía la cara arrugada e inmóvil, y sus entornados ojos negros miraban al cielo. En el paseo hasta el embarcadero, Mahler había comprobado lo que antes sólo era una sospecha: Elias pesaba menos, mucho menos que cuando salió de su tumba cuatro días antes.
No había lugar a cavilaciones. ¿Cuánto tiempo podía pasar antes de que Aronsson llamara, antes de que se presentara alguien? Mahler se frotó los ojos; se le estaba empezando a levantar un ligero dolor de cabeza.
—Tranquilo —repuso Anna—. Menos de media hora no pueden tardar.
—¿Puedes dejarlo ya? —dijo Mahler.
—¿Dejar qué?
—Dejar... de estar dentro de mi cabeza. Lo he entendido. No tienes que demostrármelo.
Ella se levantó de la bancada y se sentó en la manta junto a Elias sin decir nada. A Mahler le escocían los ojos, irritados a causa del sudor. Se volvió hacia el motor y tiró con tanta fuerza que creyó que se iba a partir el cable, pero en vez de eso empezó a rugir; bajó las revoluciones del motor, dio marcha atrás y empezaron a deslizarse.
Anna estaba sentada con la mejilla ligeramente inclinada sobre la cabeza de su hijo. Ella movía los labios. Mahler se secó el sudor de los ojos y fue consciente de que había un secreto del cual no era partícipe. Había leído algo sobre los fenómenos de telepatía alrededor de los redivivos, pero ¿por qué no podía él leer lo que pensaba Anna, si sus pensamientos eran para ella como un libro abierto?
Soplaba lo que en los partes meteorológicos llamaban vientos «de suaves a moderados» y las olas chapoteaban contra el casco de plástico cuando dejaron atrás el estrecho. En la bahía se veía alguna ola aislada.
—¿Adónde vamos? —gritó Anna.
Mahler no contestó, sólo pensó «al islote de Labbskäret», para fastidiar.
Anna asintió. Él aceleró a tope.
Sólo cuando llegó a la ruta marítima frecuentada por los ferries que hacían el trayecto hasta Finlandia y constató que no había ninguno cerca, sólo entonces, cayó Mahler en la cuenta de que se había olvidado el mapa de navegación costera. Cerró los ojos y trató de recordar la ruta.
«Fejan... El islote de Sundskär... Remmargrundet...».
No habría ningún problema mientras pudieran seguir la derrota de los transbordadores, además recordaba que la torre de la antena de radio de Manskär debía verse justo de frente hasta que tuvieran que girar hacia el sur. Después iba a ser más complicado, pues las aguas que rodeaban el islote de Hamnskär eran traicioneras y estaban llenas de escollos.
Observó a Anna y ésta le respondió con una mirada inescrutable. Ella sabía que no llevaban mapa y que corrían el riesgo de perderse, y seguramente también vería el mapa provisional que él había intentado trazar en su mente. Aquello era insufrible, como si alguien le observara detrás de un espejo a través del cual él no podía ver nada. A él no le gustaba que ella pudiera leerle los pensamientos; a él no le gustaba que ella pudiera leerle... a él no le gustaba... a él no le gustaba que...
«¡Basta!».
Así estaban las cosas. Durante un breve instante, cuando intentaba arrancar el motor, él también la había oído. ¿Por qué entonces y no ahora? ¿Qué fue lo que hizo él en ese instante para que...?
Alzó la mirada y sintió un estremecimiento al no reconocer la línea costera. Iban dejando atrás islas desconocidas y sin ningún rasgo orientativo. Un par de segundos después de que él pensara eso, Anna también se puso de pie y oteó por la borda. Mahler recorrió con la mirada las islas que iban surcando con pánico creciente. Nada. Sólo islas. Era como despertarse en una habitación desconocida donde uno se hubiera acostado borracho como una cuba: su desorientación era total, le embargaba la sensación de encontrarse en otro mundo.
Anna señaló por encima de la borda de babor y gritó:
—¿No es ése el islote de Botveskär?
Él entornó los párpados para proteger los ojos de los destellos del sol y divisó una baliza blanca a lo lejos, en el extremo de una isla. ¿Era Botveskär? «Entonces, la baliza blanca que está enfrente será Rankarögrund, y... sí, coincidía el mapa». Giró hacia el este y en un minuto volvió a salir a la ruta marítima. Miró a Anna y pensó «gracias». Ella asintió con la cabeza y volvió junto a Elias.
Después de navegar un cuarto de hora en silencio se acercaron a Remmargrund. Mahler oteaba hacia el sur para localizar el estrecho por donde debían entrar cuando oyeron un ruido por encima del rugido del motor; un sonido más grave, un traqueteo de frecuencia más baja. Él miró alrededor sin localizar el ferry que esperaba ver.
«Foumfoumfoum».
Se preguntó si no sonaría sólo dentro de su cabeza. Aquel fragor no se parecía en nada al ruido silbante que le había taladrado cuando estaba en la cocina. Volvió a mirar a su alrededor y esta vez sí descubrió el origen del ruido: la hélice de un helicóptero. Anna se agachó y cubrió a Elias con la manta tan pronto como él asoció el sonido con el helicóptero.
Mahler trató de pensar alguna alternativa de actuación y sólo halló una: continuar sentado sin hacer nada. Estaban solos en el mar en una pequeña embarcación. No había manera de protegerse ni de esconderse. El aparato, una nave del ejército, ahora lo veía, estaba casi encima de ellos, y las imágenes de Apocalypse Now le pasaron por la cabeza veloces como centellas: el dedo en el disparador, misiles, explosiones en el agua, el bote hecho pedazos, ellos volando muchos metros por los aires, hasta el punto de que quizá alcanzaran a vislumbrar la costa desde otra perspectiva antes de que todo se apagara.
«Suecia», pensó. «Suecia». No se hace así. Aquí. Ahora.
El helicóptero pasó por encima de ellos y Gustav se puso tenso, esperaba oír una voz procedente de un megáfono que dijera: «Apaga el motor» o algo por el estilo, pero el aparato giró súbitamente hacia el sur y se fue empequeñeciendo en el cielo. Mahler sonrió con alivio al tiempo que se reprendía a sí mismo.
Las islas. La libertad. Sí. Y a menos de una milla náutica de Hamnskär, la mayor base militar de este archipiélago. Pero ¿qué más daba?
«¿Dónde esconderemos la carta que nadie puede encontrar? En el cajón de la correspondencia, por descontado».
Quizá sólo fuera una ventaja.
Siguió con la vista al helicóptero cada vez más pequeño y vio el estrecho, giró y siguió los pasos del enemigo.
El nivel del agua estaba tan bajo que muchos de los escollos más traicioneros sobresalían por encima de la superficie o se intuían como manchas verdes donde las olas rompían de un modo diferente. Para su propia sorpresa, recordaba bien el camino. Llegaron a su destino tras otros veinte minutos a velocidad media.
Su mayor preocupación, por supuesto, era que hubiese gente en la casa. Mahler no lo creía, dadas las fechas, pero no podía asegurarlo. Redujo la velocidad y avanzó a dos nudos por el estrecho que discurría entre las islas. No había ningún barco en el embarcadero y ésa era una prueba cien por cien segura de que no había nadie allí.
El viaje les había llevado casi una hora y Mahler había tenido tiempo suficiente de refrescarse con el viento. Apagó el motor y se deslizó hasta el embarcadero. Aquí entre las islas no corría apenas el viento y el silencio era maravilloso. El sol de la tarde se reflejaba en el mar y todo respiraba calma.
Habían estado aquí un par de veces antes, comiéndose unos bocadillos en las rocas y bañándose; les gustaba esta isla pelada en la frontera del mar de Åland. Gustav solía soñar con poder comprar algún día una de las dos casetas de pescadores con que contaba esa isla; otras construcciones no había.
Anna se levantó y miró por encima de la borda.
—¡Qué bonito es!
—Sí.
Las rocas, lisas en la orilla, empezaban a cubrirse bajo un manto de enebro conforme se avanzaba hacia el interior del islote, donde había prados de brezos y algunos alisos. Era una isla de vegetación poco variada y pequeña, podía rodearse en un cuarto de hora. Era un mundo que podía abarcarse con la vista.
Atracaron en silencio y se dirigieron con Elias y el equipaje hacia una de las cabañas. Mahler era quien más había hablado los últimos días. Se quedaron en silencio cuando ya no fue necesario decir nada.
Colocaron a Elias sobre un lecho de brezos envuelto en la manta y empezaron a buscar la llave. Miraron en la letrina que estaba a cincuenta metros de la casa y observaron que los excrementos que había en el agujero estaban secos. Hacía tiempo que no había estado nadie allí. Miraron debajo de las piedras sueltas próximas a las escaleras, en los agujeros y bajo los maderos, pero la llave no aparecía.
Mahler extendió las herramientas encima de la roca, buscó con la mirada la aprobación de Anna y la obtuvo. Introdujo la palanqueta en el resquicio de la puerta, golpeó con el martillo para que entrara más y la forzó. La cerradura cedió inmediatamente. El marco de la puerta estaba algo pasado: la placa de la cerradura quedó suelta y la puerta se abrió.
Por el quicio salió una tufarada de aire cerrado. Era una buena señal, eso indicaba que la cabaña no estaba tan mal aislada como hubieran podido imaginarse. Por si se veían obligados a permanecer allí mucho tiempo. Mahler revisó la cerradura. Un buen trozo de la madera del marco se había resquebrajado y al dueño le iba a resultar difícil la reparación. Mahler suspiró.
—Tendremos que dejarle un poco de dinero cuando nos marchemos.
Anna miraba a su alrededor, familiarizándose con la isla, reposada a la luz de la tarde, y dijo:
—O mucho dinero.
La casa de dos habitaciones tenía unos veinte metros cuadrados. Carecía de electricidad y agua corriente, pero la cocina disponía de un hornillo de gas con dos placas conectado a una bombona grande de propano. Sobre la encimera había un depósito de agua con su grifo. Mahler lo levantó. Estaba vacío. Se dio una palmada en la cabeza.
—Agua —dijo—. Se me ha olvidado el agua.
Anna estaba a punto de entrar en la otra estancia para acostar a su hijo, pero en ese momento se detuvo y señaló al redivivo con un gesto de la cabeza.
—A ver, eso es algo que no entiendo. ¿Por qué no le damos agua del mar y ya está?
—Sí —admitió Mahler—. Seguro que podemos hacerlo. Pero ¿y nosotros? Nosotros no podemos beber agua del mar.
—¿No hay ni una gota de agua potable?
Mahler inspeccionó la cocina mientras Anna acostaba a Elias. Halló la mayor parte de las cosas que había esperado encontrar y por eso no se había molestado en traer: platos, cubiertos, dos cañas de pescar y una red, pero nada de agua. Finalmente abrió el frigorífico, también conectado a una bombona de gas, y encontró un frasco de ketchup y unas latas de sardinas en salsa de tomate. Desenroscó un poco la bombona de gas y verificó que estaba vacía.
La bombona del hornillo, sin embargo, soltó un fuerte silbido y Mahler la volvió a cerrar de inmediato.
«Agua».
Lo había olvidado por la misma razón que lo necesitaban: era algo esencial. Siempre había agua. No existía una casa sueca sin su pozo o uno en las inmediaciones.
Menos en el archipiélago, claro.
Se quedó parado en mitad de la cocina y vio delante de él la imagen de un trol asando un pescado en el fuego. Pensó que él había tenido de pequeño un cuadro casi igual encima de la cama. Aunque no lo había tenido. Esos troles fueron pintados muchos años después de su infancia.
Mahler recorrió la cocina con la vista una vez más, pero no apareció agua por ningún sitio.
Anna había tumbado a Elias en una de las camas y estaba ahora inclinada sobre ella observando el cuadro de la pared. La pintura representaba a unos troles que estaban asando pescado en el fuego.
—Mira —dijo ella—. Yo tenía una casi exactamente igual.
—Encima de la cama cuando eras pequeña —coincidió Mahler.
—Sí. ¿Y cómo lo sabes, si no estabas nunca en casa con mamá y conmigo?
Gustav se sentó en una silla.
—Lo he oído —respondió—. De vez en cuando oigo.
—¿Oyes... a Elias? —Ella señaló al niño.
—No, eso es... —se interrumpió—. ¿Tú le oyes?
—Sí.
—¿Por qué no me has dicho nada?
—Te lo he dicho.
—No lo has hecho.
—Sí, claro que sí, pero tú no has querido escuchar.
—Si tú hubieras dicho claramente que...
—Fíjate cómo hablas —le dijo Anna—. Ni siquiera ahora, cuando te estoy diciendo que sí, que puedo oír a Elias, que sé lo que se mueve dentro de su cabeza, ni siquiera ahora eres capaz de preguntar qué es lo que piensa, sino que sólo estás tratando de pillarme.
Mahler miró a su nieto, intentó no pensar en nada, ser receptivo, y convertirse en una pizarra limpia sobre la que pudiera escribir Elias. Le zumbaba la cabeza, centellearon algunos fragmentos de imágenes, desaparecieron antes de que él pudiera captarlos y podían muy bien ser sus propios pensamientos. Se levantó, abrió la cesta frigorífica y sacó un cartón de leche, bebió un poco directamente del envase. Sentía todo el tiempo los ojos de Anna encima de él. Le tendió el cartón de leche a ella, pensó: «¿Quieres?».
Anna negó meneando la cabeza. Gustav se limpió la boca con la mano y devolvió otra vez el envase a su sitio.
—¿Qué dice, entonces?
A ella se le dibujó una sonrisa en las comisuras de los labios.
—Nada que tú quieras oír.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo que habla conmigo, me dice cosas que no quiere que tú sepas y por eso no pienso contártelas, ¿entendido?
—Esto es una estupidez.
—Tal vez, pero es así.
Mahler dio unos pasos por la habitación, cogió el libro de visitas que estaba sobre la cómoda y echó un vistazo a los elogios hechos a la casa y los agradecimientos por dejarles quedarse en ella. Se preguntó si escribirían algo ellos antes de marcharse. Se dio la vuelta.
—Te lo estás inventando —dijo—. No figura en ningún sitio... No he oído nada acerca de que los muertos pudieran... contactar con los vivos. Eso es algo que tú simplemente te imaginas.
—Tal vez no hayan querido revelarlo.
—Sí, pero entonces, ¿qué es lo que dice?
—Como te he dicho...
Anna estaba sentada en el borde de la cama y le observó con una mirada que a él le pareció... compasiva. La ira se fue apoderando de él. Aquello no era justo. Era él quien había salvado a Elias, era él quien había trabajado todo el tiempo para que las cosas pudieran mejorar, mientras que Anna sólo... había estado vegetando. Mahler avanzó un paso hacia ella y levantó el dedo índice.
—Tú no vas a...
Elias se irguió en la cama, mirándole fijamente. Mahler vaciló y dio un paso atrás. Anna no se movió.
«¿Qué es esto...?».
Un estallido en las sienes, como si se le hubiera roto algún vaso sanguíneo, le hizo tambalearse y a punto estuvo de resbalarse en la alfombra. Se apoyó en la cómoda, y lo que temía que se iba a convertir en un dolor de cabeza insoportable cedió inmediatamente hasta desaparecer. En un acto reflejo levantó las manos y dijo:
—No voy a... no voy a... —Sin saber qué era lo que no iba a hacer.
Anna y Elias permanecieron sentados el uno al lado del otro, mirándole. Un malestar intenso se apoderó de él y retrocedió hasta abandonar la habitación con las manos en alto en ademán de protección, y continuó hasta salir y caminar sobre las rocas.
«¿Qué es lo que pasa?».
Se alejó de la casita todo lo posible. Le dolían los pies por el peso de su voluminoso cuerpo contra la piedra. Se refugió del viento al abrigo de una roca desde donde no podían verle desde la casa, y se sentó a contemplar el mar, encima del cual unas pocas gaviotas planeaban sin botín alguno por el que zambullirse. Tenía la cabeza apoyada entre las manos.
«Estoy... excluido».
Ellos no querían que estuviera con ellos. ¿Qué había hecho él? Era como si Anna sólo hubiera estado esperando su momento antes de dejar caer la bomba y darle a entender que no le querían. Había aprovechado ahora que estaban aquí y no había ninguna posibilidad de escapar.
Recogió un guijarro, lo lanzó contra una gaviota y erró el tiro varios metros. A lo lejos, una vela blanca se recortó en el horizonte como una aleta de tiburón. Golpeó una piedra con la palma de la mano.
«Ya pueden arreglárselas ellos solos. Que lo intenten».
Interrumpió aquel pensamiento, trató de borrarlo. ¿Podían oírle?
La idea de que para colmo él tenía que tener cuidado con lo que pensaba le exasperó aún más. Estaba solo, y ni siquiera así lograba estar en paz.
No era esto lo que él había imaginado. En absoluto.
Heden, 12:50
Flora sentía cómo aumentaba la potencia del campo con cada paso que daba en dirección a los edificios. La percepción desde el otro lado de la verja se había limitado a corrientes que fluían a través de su mente, pero ahora era como penetrar en una niebla que se iba espesando de forma gradual. Y al igual que la bruma reforzaba los sonidos, ella podía oír los pensamientos de unas pocas personas vivas, débiles pero con nitidez; parecían gritos lejanos. Se detuvo cuando se encontraba ya entre los edificios y se concentró.
Nunca había experimentado nada parecido a aquel campo. Estaba formado por consciencias, montones de consciencias que sólo estaban allí como una presencia, pero ningún pensamiento. Pero se pensaban cosas, dentro del campo se oían gritos mentales de terror, lo cual aumentaba su intensidad, de la misma forma que un cable eléctrico se calienta cuando la corriente pasa a través de él.
The more that you fear us, the bigger we get.
Se apoyó contra la pared; era como si no hubiera espacio para ella. Su cabeza contenía una microversión de todo cuanto sucedía en el recinto en aquel momento, y era, sobre todo, miedo, desesperación, las emociones basales y los reflejos propios del cerebro de un reptil, y se percibían por todas partes con tal intensidad que la muchacha tuvo la impresión de que el campo era visible y se ondulaba en el aire como las oleadas de calor que se levantan del asfalto recalentado.
«Esto no es bueno, esto es... peligroso».
Avanzó un poco sujetándose la cabeza con las manos y mirando a través de los cristales de un balcón de la planta baja. Vio una sala de estar sin muebles. En mitad del suelo estaba sentada una figura con la camisa y los pantalones azules del hospital. Era una figura, pues resultaba imposible determinar si se trataba de un hombre o de una mujer. Se le había caído casi todo el pelo de la cabeza, tenía las facciones corroídas y la piel amarillenta permanecía pegada al esqueleto como un adorno provisional, por puro sentido del decoro. Nada de carne, nada de músculos. El individuo sentado en el suelo tenía tanta personalidad como una cabeza clavada en una estaca desde hacía varias semanas.
Sin embargo, no tenía el cuerpo encogido. Se mantenía derecho, rígido, tenso, con las piernas estiradas y mirando a un punto fijo delante de él. Sus ojos se encontraban demasiado hundidos en el cráneo para poder determinar a dónde dirigía la mirada exactamente, pero tenía la cabeza mirando directamente al frente.
Una rana brincaba entre sus piernas. Flora creyó por un instante que se trataba de una rana de verdad, pero, después de observar los saltos mecánicos durante unos segundos, comprendió que era de juguete. Arriba y abajo, arriba y abajo saltaba la rana y el muerto seguía sus movimientos con la boca abierta. A través de la ventana llegaba un débil clic clac, clic clac.
Los movimientos se fueron volviendo poco a poco más lentos y los saltos de la rana cada vez más torpes. Al final, no eran más que pequeñas sacudidas agónicas de sus patas, y después se paró del todo.
El muerto se inclinó hacia delante y puso la mano encima de la rana, le dio un par de golpecitos. Al ver que no pasaba nada, levantó la rana hasta la altura de los ojos, la observó detenidamente y toqueteó con sus dedos huesudos la chapa reluciente de la rana. Encontró una cuerda y estuvo dándole vueltas un buen rato. Luego, volvió a poner la rana en el suelo, donde ésta empezó de nuevo a saltar, observada con el mismo interés.
Flora dejó de mirar por la ventana y se rascó la cabeza, que aún era un campo de gritos llenos de angustia, un tormento que ella llevaba dentro y no era suyo. Entró en el patio más cercano, donde observó las fachadas grises, las hileras de ventanas arregladas y el vacío entre los portales ahora que la gente había ido donde estaban los suyos.
«El infierno. Esto es el infierno».
Tal vez antes había pensado que ese lugar daba miedo —toda aquella basura y las peleas en apartamentos desprovistos de muebles—, pero aquello no era nada en comparación con lo que sentía ahora. Habían limpiado hasta el último grano de suciedad de la zona de acceso y un olor a desinfección flotaba en el aire. Habían arreglado y acondicionado los apartamentos, los muertos tenían un sitio donde vivir y, en realidad, sólo eran tumbas nuevas. Sentados, quietos en la tumba, con la vista fija en un movimiento que se repetía eternamente. El infierno.
La chica se dirigió al centro del patio, donde quizá alguna vez se planeó erigir un parque infantil, pero sólo habían llegado a colocar los postes de los columpios y un par de bancos. Se dejó caer pesadamente en uno de ellos y se apretó las muñecas contra los ojos hasta que llegó a ver soles explotando.
«Pero el campo... las presencias...».
De uno de los portales salieron un par de personas cabizbajas, un hombre y una mujer. El hombre iba pensando algo de «considerarla muerta» y la mujer era una niña pequeña, se echaba en los brazos de su madre.
Flora se descolgó la mochila, la dejó a su lado en el banco y se acurrucó. El patio de Peter se encontraba a unos doscientos metros, y ella no se sentía ahora con fuerzas de ir hasta allí. Sólo deseaba que aquel campo se debilitara un poco, pero por todas partes se percibía un movimiento intenso, una cacofonía de repugnancia y repulsa que no hacía más que alimentarlo.
El cristal de una ventana se rompió en algún lugar detrás de ella. Flora miró hacia allí, pero sólo alcanzó a ver el reflejo de los trozos que cayeron al suelo y se dispersaron. En algún sitio resonó un grito, pero era difícil de comprender, y eso la tranquilizó. La presión comenzaba a aflojar. Ella sonrió.
«Ahora empieza».
Sí. Empezó como una aspiración lejana, como una nube de mosquitos en una noche de verano: uno puede oírla pero no puede verla. Se iba acercando, atravesando todos los demás sonidos.
Algo se acercaba.
Aquel sonido agudo, ahora penetrante, se materializó físicamente, convirtiéndose en una fuerza dirigida directamente contra ella que la obligó a agachar la cabeza hacia la derecha.
Quizá tuviera que ver con su percepción extrasensorial, pero ella pudo localizar exactamente el origen del ruido; procedía de un punto situado diez metros a su izquierda, en diagonal, y ella comprendió también el significado de ese sonido: no debía mirar en esa dirección.
La fuente de aquel ruido cambió de posición, alejándose de ella.
«¡No tengo miedo!».
Haciendo un gran esfuerzo con los músculos del cuello, como si tratara de enderezarse bajo un gran peso, giró la cabeza hacia arriba a la izquierda, y vio...
Se vio a sí misma saliendo fuera de sí.
La chica que estaba cruzando el patio lucía un traje demasiado grande, exactamente igual que el suyo, una mochila idéntica, el mismo pelo rojo y despeinado. La única diferencia era el calzado. La chica llevaba su calzado favorito, las zapatillas deportivas rotas, pero aquella chica las tenía nuevas.
La muchacha se detuvo, como si hubiera notado la mirada de Flora en la espalda. Dentro de su cabeza no cesaba ni un instante el chirrido metálico, como de un esmeril, y fue incapaz de levantarse y seguirla cuando ésta echó a andar de nuevo y se dirigió a la entrada del patio siguiente. A Flora no le quedaban fuerzas en las piernas, se hundió en el banco, sollozó y desvió la mirada. El chirrido enmudeció.
Flora cerró los ojos, se tumbó en el banco con la mochila de cojín, se volvió de espaldas al sitio donde había visto a la chica y se rodeó a sí misma con los brazos.
«La he visto», pensó. «Ella ha estado aquí y yo la he visto».
Heden, 12:55
No resultó fácil encontrar el 17 C. Habían puesto carteles nuevos iguales a los que indican las distintas secciones en los hospitales, pero sin quitar los viejos. El resultado era una mezcla de indicaciones contradictorias para localizar los números de las calles entre edificios idénticos. Aquello parecía más bien un laberinto en donde la gente iba dando vueltas como las ratas en la caja de Skinner, y no había nadie a quien preguntar cómo se llegaba.
Además, era difícil pensar o concentrarse. La confusión de otras personas —otras cifras, otros pensamientos— se abría paso dentro de su mente tan pronto como David creía haber comprendido el sistema, y era como tratar de hacer una cuenta mientras alguien sentado a tu lado está repitiendo números al azar. Y si no eran las cifras ni la propia búsqueda, entonces era el miedo, ese tremendo desasosiego ensordecedor que yacía en el fondo de todo.
«Un trago. Alcohol. Tranquilo».
Le entraron unas terribles ganas de beber, y no sabía si las ganas eran suyas o eran de Sture. Probablemente fuera una combinación de las ganas de ambos, y una mezcla de vino y whisky giraba dentro de una boca imaginaria.
Lo desagradable de la telepatía no era tanto el hecho en sí de que él pudiera leer los pensamientos de Sture, de Magnus o los de otros como el no saber cuáles eran los suyos propios.
Ahora comprendía por qué la situación en el hospital se había vuelto insostenible. Sin embargo, lo normal era que los pensamientos ajenos fueran más débiles, un rumor de fondo de voces, imágenes. Al cabo de diez minutos de confusión, empezó a poder distinguir su propia consciencia en medio del rumor, pero cuando los redivivos habían estado más juntos unos de otros, debía de ser casi imposible, con todos los «yoes» y los «míos» entrando y saliendo, entremezclándose como acuarelas.
—Papá, estoy cansado —se lamentó Magnus—. ¿Dónde es?
Se encontraban en un pasaje entre dos patios. La gente entraba y salía de los portales, la mayoría parecía que daban con el sitio. Sture miró las cifras que aparecían pegadas en la fachada y se secó el sudor de la frente con el puño de la camisa.
—Qué idiotas —exclamó—. No deberían haber puesto más cifras. ¡Ay!
Sture cerró el puño y lo levantó hasta la altura del pecho, se frenó.
—¿Lo llevo yo? —preguntó David.
—Sí.
Sture miró a su alrededor y abrió un poco la chaqueta. Tenía en la camisa un buen agujero justo a la altura del corazón. Baltasar daba patadas en el bolsillo tratando de salirse de él. David cogió al animal, que ahora pateaba como loco entre sus manos, y lo introdujo en su bolsillo interior, donde continuó dando patadas.
—¿Cuándo llegamos? —preguntó el niño.
David se agachó.
—Enseguida lo encontramos —le dijo—. ¿Qué tal...? ¿Qué tal aquí? —preguntó señalando la cabeza de Magnus.
Éste se frotó la frente.
—Es como si hubiera un montón de gente hablando.
—Sí. ¿Te molesta?
—No tanto. Yo pienso en Baltasar.
David le dio un beso en la frente y se levantó. Se quedó paralizado. Había sucedido algo. Las voces calmaron y casi desaparecieron. Dentro de su mente atisbó algo que no logró identificar en un primer momento. Vio unas largas pajas amarillas dobladas y sintió una oleada de calor suave procedente de un cuerpo muy cercano a él.
Sture se quedó paralizado y boquiabierto, examinando los alrededores.
«Ve lo mismo que yo», dedujo David. «¿Qué es?».
Sture le miró y se llevó las manos a la cabeza.
—Así es... —dijo abriendo los ojos, horrorizado. David no comprendió a qué se refería. Lo que él experimentaba era una gran seguridad, calma. Podía sentir las palpitaciones del cuerpo caliente pegado al suyo, eran palpitaciones rápidas, más de cien por minuto, que, sin embargo, transmitían seguridad.
—Se vuelve uno loco con tantos pensamientos —dijo Sture.
Ahora David vio qué eran las briznas amarillas. No las había reconocido porque el aumento de tamaño las cambiaba mucho. Pese a tener el grosor de un dedo, era heno.
Estaba echado sobre el heno, al lado de un cuerpo cálido, y el heno era tan grande porque él era muy pequeño.
«Baltasar».
La conciencia del conejo formaba ahora el telón de fondo de la suya. El cuerpo cálido con los latidos rápidos era el de la madre.
Sture se puso delante de él con la mano extendida.
—Me gustaría volver a llevarlo —observó—. Lo prefiero.
—¿Qué pasa? —preguntó Magnus.
—Ven...
David le hizo una señal a Sture y los tres se pusieron en cuclillas y formaron un pequeño círculo que les ocultaba del mundo exterior. David se sacó a Baltasar del bolsillo, se lo dio a Magnus.
—Toma —le dijo—. A ver qué sientes.
Magnus cogió al animal, se lo acercó al pecho y miró con ojos alucinados. Sture se abrió la chaqueta, olió su bolsillo interior e hizo una mueca. En el forro claro de la chaqueta se veían unas manchas oscuras de pis de conejo. Permanecieron así medio minuto, hasta que al pequeño se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas. David se echó hacia delante.
—¿Qué te pasa, pequeño?
Magnus tenía los ojos brillantes, miró a Baltasar y contestó:
—No quiere estar conmigo. Quiere estar con su mamá.
David y Sture intercambiaron una mirada, y éste se apresuró a decir:
—Sí, pero no habría podido hacerlo aunque estuviera suelto. La mamá echa fuera a sus crías.
—¿Cómo que las echa fuera? —preguntó Magnus.
—Para que aprendan a valérselas por sí mismas. Baltasar, en cambio, tuvo la gran suerte de poder venir contigo.
David no sabía si lo que decía Sture era verdad, pero a Magnus le tranquilizó un poco. El niño apretó a Baltasar aún más fuerte.
—Pobre Baltasar. Yo voy a ser tu mamá —aseguró con una voz como si le estuviera hablando a un bebé.
Sorprendentemente, parecía como si aquella aclaración también hubiera tranquilizado a Baltasar. Dejó de patalear y se quedó quieto en las manos de Magnus. Sture miró a su alrededor.
—De todos modos, lo mejor será que lo lleve yo.
Volvieron a meter al animal en el bolsillo de Sture y reanudaron la búsqueda. De casualidad vieron en un patio el número que andaban buscando. «17 A-F», rezaba un letrero situado encima de un portal.
El ambiente dentro del recinto había cambiado durante los minutos que habían pasado en el pasadizo, y mientras se dirigían al portal oyeron una rotura de cristales, un portazo en algún sitio y gritos aislados. La gente que había a su alrededor miró a los lados y aceleró el paso. Cerca de allí se levantó un zumbido similar al de una nube de mosquitos.
—¿Qué es eso? —preguntó Sture mirando al cielo.
—No sé —admitió David.
Magnus ladeó la cabeza y dijo:
—Es alguna máquina grande.
Era imposible identificar el ruido, ni lo que era ni la procedencia, pero era como decía Magnus: sonaba como si se hubiera puesto en marcha una máquina grande, tal vez un ordenador, parecía el sonido silbante de unos enormes ventiladores.
Cruzaron la puerta.
En vez de las pestilencias habituales a comida, sudor y polvo, en el portal sólo había un olor a hospital y a productos de desinfección. Todo estaba limpio y brillante y sobre las puertas desgastadas había carteles de plástico pegados. A y B en la planta baja. Ellos siguieron por las escaleras, resbaladizas por culpa de los productos de limpieza.
Magnus subía como un perezoso, poniendo los dos pies en cada escalón. David advirtió el miedo del niño y adaptó sus pasos a los de Magnus. En el descansillo entre los dos pisos Magnus se detuvo y dijo:
—Yo quiero llevar a Baltasar.
Le dieron al animal y Magnus se lo apretó contra el pecho de tal manera que sólo sobresalía el hocico, olisqueando. El último tramo hasta llegar al apartamento C caminaba como si se moviera bajo el agua.
El timbre de la puerta no funcionaba, pero David probó el tirador antes de usar los nudillos, y la puerta no estaba cerrada. Entró en un recibidor vacío seguido de Magnus y Sture.
—¡Hola!
Un par de segundos después apareció un hombre mayor con un periódico vespertino en la mano. Parecía la viva imagen de un profesor chiflado: bajo, delgado, con mechones de pelo cano alborotados por encima de las orejas y gafas sobre la nariz. A David le gustó nada más verlo.
—Ah, sí. Así que vosotros sois... —El hombre se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo de la camisa al tiempo que dio un paso hacia ellos con la mano tendida—. Me llamo Roy Bodström. Fuimos nosotros los que... —Se llevó el pulgar y el meñique hacia la oreja para indicar un teléfono.
Se saludaron. Magnus se echó hacia atrás tratando de ocultar a Baltasar con los brazos.
—Hola —saludó Roy—, ¿cómo te llamas?
—Magnus —contestó el niño en voz baja.
—Magnus, ya. ¿Qué llevas ahí?
Magnus negó con la cabeza y David se interpuso entre los dos.
—Hoy es su cumpleaños y le han regalado un conejo. Ha querido traerlo para enseñárselo a... Eva. Ella está aquí, ¿no?
—Sí, claro —dijo Roy, volviéndose hacia Magnus—. ¿Un conejo? Ah, entonces comprendo que quieras... a mí también me habría gustado. Ven.
Sin más ceremonias, les hizo un gesto con la mano para que lo siguieran y se dirigieron hacia la habitación de la que él había salido. David respiró profundamente, puso la mano en el hombro de su hijo y fue detrás de él.
La habitación tenía eco, tan poco amueblada estaba, y el escaso instrumental médico esparcido por ella no hacía sino acentuar aquel vacío. Allí no había más que una cama con una mesilla, encima de la cual descansaba una máquina. En el suelo, junto a un sillón, había algunos ejemplares de Journal of American Medicine. Eva estaba sentada en la cama.
La mitad del rostro ya no estaba cubierto por un vendaje. Lo habían sustituido por una gruesa malla tubular que sujetaba el apósito de gasa y resaltaba aún más las secuelas del accidente. La chaquetilla azul del hospital se hundía en un lado del pecho. De la cabeza le salían unos cuantos cables conectados a la máquina colocada sobre la mesilla. La cama estaba levantada en la posición para sentarse y Eva mantenía las dos manos sobre la manta del hospital; su único ojo miraba hacia la puerta por la que habían entrado.
David y Magnus se acercaron despacio, David notó que Magnus estaba tenso y alerta. El ojo de Eva ya no ofrecía aquel aspecto que tenía cuando él la vio en el hospital: la película gris había desaparecido totalmente y se diría que el ojo estaba casi completamente sano. Casi. Sin embargo, ella parecía haber adelgazado muchos kilos durante los últimos días; la mejilla sana había perdido su redondez y ahora aparecía hundida en el hueco de la boca. Cuando levantó las comisuras de los labios tratando de esbozar una sonrisa, lo que le salió fue más bien una mueca.
—David —dijo ella—. Magnus. Mi niño.
La voz conservaba algo de su carácter silbante, y David la hubiera reconocido inmediatamente como la voz de Eva. Magnus se detuvo. David retiró la mano de su hombro y se acercó a la cama. No se atrevió a abrazarla por miedo a hacerle daño en algún sitio, por eso se limitó a sentarse en el borde de la cama y ponerle las manos en los hombros.
—Hola, cariño —le dijo—. Ya estamos aquí.
Se mordió los labios para no echarse a llorar y le hizo un gesto a Magnus para que se acercara hasta la cama; éste lo hizo, vacilante. Sture también se acercó, detrás de Magnus. El ojo de Eva se deslizó sobre ellos.
—Queridos míos —dijo ella—. Mi familia.
Se quedaron un momento en silencio. Había tanto que decir que resultaba imposible contar nada. Roy se acercó con las manos entrelazadas sobre el estómago como para mostrar que él no pensaba hacer nada, y señaló con la cabeza hacia la máquina.
—Bueno, yo controlo el EEG —dijo él—. No es nada peligroso. Sólo para que...
Se apartó de nuevo hacia atrás, y dejó otra frase inacabada flotando en el aire. David miró hacia el aparato, donde se veían unas cuantas líneas casi rectas flotando en el vacío de una pantalla negra, sólo interrumpidas por alguna elevación aislada.
«¿Tiene que ser así?».
David volvió a mirar a Eva, cuyo ojo permanecía en actitud expectante, tranquila, no resultaba amenazador. Sin embargo, David sintió un escalofrío. Tardó un par de segundos en darse cuenta de lo que era: dentro de su cabeza sentía a Magnus, a Sture, a Baltasar y a Roy en una mezcla caótica, pero no le llegaba nada de Eva.
Él la miró directamente al ojo y pensó: «Querida, mi amor, ¿dónde estás?», pero no obtuvo respuesta. Cuando se concentró, pudo percibir una débil imagen: la sombra de lo que Eva significaba para él, pero procedía totalmente de sus recuerdos, no de la persona que tenía delante. Le cogió la mano a Eva con cuidado. Parecía fría, pese a que debía de estar a la misma temperatura que la habitación.
—Hoy es el cumpleaños de Magnus —le dijo—. No ha tenido tarta de crepes. Yo no sabía cómo se hacía, así que compré una hecha.
—Felicidades, mi querido Magnus —dijo Eva.
David vio que su hijo acababa de tomar una decisión, yendo en contra de lo que realmente sentía: el niño se acercó a la cama con Baltasar en las manos.
—Me han regalado un conejo. Se llama Baltasar.
—Es muy bonito —dijo Eva.
Magnus soltó a Baltasar en la cama y el conejo dio unos tímidos saltos, se colocó entre las delgadas piernas de Eva y olisqueó las pelusas de la manta. Eva parecía no advertir su presencia.
—Se llama Baltasar —repitió Magnus.
—Es un bonito nombre.
—No puede dormir en mi cama, ¿verdad?
David abrió la boca para responder que no, pero se dio cuenta de que la pregunta iba dirigida a Eva y se quedó callado. Como constatando el hecho, Eva respondió:
—No puede dormir en tu cama.
—¿Por qué no?
—Magnus... —David le puso la mano en el hombro—. No sigas.
—Entonces, ¿puede?
—Luego hablaremos de eso.
Magnus arrugó el entrecejo y miró a Eva. Roy carraspeó, y avanzó un poco.
—Esto —dijo—, hay una pequeña cosa que me gustaría preguntaros.
David le acarició la mano a Eva con el dedo, se levantó y se alejó un poco de la cama siguiendo a Roy, y le cedió su sitio a Sture. Antes de levantarse, echó un vistazo a la pantalla del EEG y vio que las elevaciones eran ahora un poco más grandes, un poco más seguidas.
Cuando se alejaron de la cama, David le preguntó:
—¿A qué te refieres? ¿A que está como...? —David no fue capaz de decir como un robot, pero eso era lo que sentía.
Eva contestaba a todas las preguntas, decía cosas completamente razonables, pero lo hacía de forma mecánica, como si se tratara de un comportamiento aprendido.
Roy asintió.
—No sé —dijo él—. Seguro que mejorará. Como te digo, ha hecho unos progresos enormes y... —No terminó la frase, sino que empezó otra nueva—: Lo que me pregunto es lo del pescador. ¿Te dice a ti algo?
—¿El pescador?
—Sí. Cada vez que le pregunto algo acerca de ella misma, siempre acaba con ese Pescador. Es algo que le da miedo.
Sture se levantó de la cama y se acercó a ellos.
—¿De qué estáis hablando?
—De un pescador —dijo David—. Es algo que dice Eva, pero nosotros no sabemos qué es.
Sture se volvió hacia la cama, donde Magnus le estaba diciendo algo a Eva mientras le señalaba a Baltasar, que había saltado encima de su estómago.
—Yo sé qué es —contestó, y tomó aire—. ¿Habla de ello? —Roy asintió y Sture repuso—: ¿Ah, sí? Bien, eso sucedió cuando ella era pequeña, sabéis. Ella tenía siete años y... sí, se puede decir que la culpa fue mía por no haber estado más pendiente de ella. Estuvo a punto de ahogarse. Le faltó muy poco. Se salvó por los pelos. Si mi mujer no hubiera sabido lo que había que hacer en esos casos, pues... —Sture sacudía la cabeza sólo de pensarlo—. Bueno, de todos modos, cuando conseguimos... revivirla, pues...
—¡Papá! ¡Papá!
David oyó el grito de Magnus en su mente un segundo antes de que llegara a sus oídos. No, el grito venía de Baltasar, y al mismo tiempo que el aullido desgarrado de Magnus moría entre las paredes, se oyó otro que sonaba más como el de un pájaro, y luego un frágil crujido.
David se abalanzó hacia la cama, pero ya era demasiado tarde.
El cuerpo de Baltasar yacía entre las piernas de Eva, pero ella sostenía en la mano la cabeza y se la llevaba hacia el ojo para poder observarla. La rediviva le daba vueltas a la diminuta cabeza del conejo en la que aún temblaba el hocico y los ojos, fijos, miraban aterrados. En sus rodillas se agitaban las patas del cuerpo descabezado y un hilillo de sangre se deslizaba a lo largo de un pliegue de la manta y se escurría hasta el suelo.
Las patas de Baltasar dieron una última sacudida y se quedaron inmóviles. El ojo de Eva estudiaba de cerca el del conejo; eran dos charcos negros reflejándose el uno en el otro.
—¡Te odio, te odio! —gritó Magnus, y le pegó a su madre en el brazo y en el hombro; se le trabaron en los brazos los cables que ella tenía fijados a la cabeza y éstos se soltaron.
David alcanzó a captar un atisbo de las líneas del EEG antes de que desaparecieran: curvas compactas y puntiagudas. Agarró a Magnus por detrás, le inmovilizó los brazos en un fuerte abrazo y le sacó del apartamento mientras le susurraba palabras de consuelo sin que surtieran ningún efecto.
—No lo entiendo... Ella nunca ha... —murmuraba Roy, y...
... se retorció las manos y balanceó el cuerpo, sin decidirse a acercarse a la cama donde Eva seguía dándole vueltas a la cabeza del animal e introduciendo el dedo en la garganta llena de mucosidad sanguinolenta, de donde colgaban como serpentinas trozos de tendones y ligamentos.
Sture se acercó a la cama, arrancó la cabeza del conejo de las manos ensangrentadas de Eva y la puso encima de la mesilla. Cerró los ojos ante el dolor que había en el grito interno de Magnus, sacó las dos muñecas y las colocó en las manos de su hija.
—Mira —le dijo—. Tus muñecas. Eva y David.
Eva las cogió, las sujetó con las manos y las miró, tranquila.
—Eva y David. Mis muñecas.
—Sí.
—Son muy bonitas.
A Sture le asustó más su tono de voz que lo que había hecho con Baltasar. Sonaba y no sonaba como su hija. Sonaba como alguien que imitara la voz de su hija. Fue incapaz de seguir escuchando y dejó a la rediviva sentada con las muñecas en las rodillas.
* * *
David llevaba a Magnus y Sture cargaba con lo que quedaba de Baltasar: unos restos de piel revuelta y manchada que habían dejado de soñar con el heno. Enfrente del portal se toparon con un policía que agitaba las manos en dirección a la salida.
—Tengo que pedirles que abandonen el recinto inmediatamente.
—¿Qué sucede? —preguntó Sture.
El agente meneó la cabeza.
—Pueden sentirlo ustedes mismos —respondió, y desapareció en el interior para continuar con el desalojo.
La accidentada visita a Eva los había mantenido tan ocupados que les habían pasado desapercibidas las señales y los gritos de alarma que llenaban el campo. La desesperación del niño ocupaba por completo la mente de David, pero cuando Sture prestó atención a los hechos del exterior, escuchó los crujidos propios de un árbol a punto de ceder bajo los golpes de una sierra o un hacha. Eran esos chasquidos previos al desmoronamiento del tronco, pero ¿de qué lado iba a caer?
Miles de consciencias en tal estado de pánico que resultaba imposible poder distinguir los pensamientos, sólo una guerra de hormigas a todo volumen, y atravesándolo todo aquel sonido silbante, cortante. Sture torció el gesto y agarró a David del hombro.
—Vamos —le instó—. Debemos salir de aquí ahora mismo.
Se dirigieron hacia las verjas lo más deprisa que pudieron mientras el campo absorbía los demás pensamientos propios. Había más personas saliendo de los portales. Corrían hacia la salida como si huyeran de un fuego, de una guerra o del avance de un ejército enemigo.
Heden no volvería a abrirse al público nunca más.
Heden, 13:15
Flora estaba tumbada debajo del banco, encogida como un feto, abrazada a su mochila. El mundo se hundía a su alrededor. El mundo se hundía dentro de ella. Todo explotaba como si fueran los fuegos pirotécnicos de la locura.
Apretó los párpados cuanto pudo, para evitar que se le salieran los ojos de las cuencas. No podía moverse, debía limitarse a esperar que aquello acabara de una vez.
Los grupos grandes de muertos afectaban a las mentes de los vivos, pero otro tanto ocurría a la inversa. Las emociones aumentaban como si se reflejaran en un sistema de espejos, se reflejaban unas a otras y se fortalecían, se volvían a reflejar y siguieron así hasta que el campo se volvió insoportable.
Pasados cinco minutos empezó a debilitarse. Los pensamientos terribles abandonaron el recinto y se apagaron fuera. La chica se atrevió a abrir los ojos al cabo de diez minutos, y comprendió que se habían olvidado de ella. Un par de policías abandonaban el patio en ese momento. Fuera de un portal un hombre se había sentado a llorar. Tenía arañazos en la cara y manchas de sangre en el cuello de la camisa. Mientras Flora lo miraba, llegó hasta él un enfermero, le lavó las heridas y le puso una gasa.
Flora no se movió; con sus ropas negras parecía una sombra debajo del banco. Si se movía se convertía en persona, y las personas debían salir de allí.
Cuando le hubo cubierto las heridas, el enfermero cogió al hombre por debajo de los brazos y lo condujo hacia la salida. El herido caminaba como si llevara un yugo encima de la nuca, e iba pensando en su madre, en su cariño y en sus uñas limadas y pintadas de color rojo cereza. Siempre había cuidado mucho sus uñas, incluso durante los años que duró la enfermedad. Cuando le fueron arrebatando toda la dignidad pedazo a pedazo, ella, sin embargo, siguió insistiendo en las uñas, en que las uñas debían cuidárselas y pintárselas de rojo cereza. Aquellas uñas. Una de ellas se le había partido al arañarle.
Flora esperó a que hubieran abandonado el patio, y luego miró fuera de éste. Su percepción extrasensorial le decía que no había nadie vivo en las inmediaciones, pero allí era todo tan raro que no podía estar segura.
No se veía a nadie. Se arrastró fuera y corrió hasta el pasadizo que conducía al siguiente patio, donde debió esperar un poco mientras salía otro par de personas. Una de ellas era psicóloga o algo parecido, e iba sopesando seriamente la idea de quitarse la vida con una sobredosis de morfina cuando llegara a casa. No tenía familia, ni aquí ni en ninguna parte.
Ya eran casi las dos cuando Flora llamó con cuidado en la ventana de Peter y pasó dentro. En aquellos momentos no quedaba ninguna conciencia viva por los alrededores.
EKOT, 14:00
... no existe ninguna explicación a lo sucedido en Heden. Poco después de las dos, la policía y el personal sanitario se vieron obligados a desalojar el recinto. Doce personas han resultado heridas tras haber sido atacadas por los redivivos, tres de ellas de gravedad. Heden permanecerá cerrado al público por tiempo indefinido...
RESUMEN
Ministerio de Sanidad. Reservado
En suma, estamos convencidos de que los redivivos consumen muy deprisa sus reservas intracelulares. Si se toma como media el consumo actual, calculamos que esos recursos se habrán consumido en el plazo de una semana, como máximo, mucho antes en algunos casos.
Por lo tanto, dentro de una semana o menos, esos redivivos estarán, a falta de terminología apropiada, consumidos si no se hace nada al respecto.
Por el momento, no tenemos ninguna solución válida que proponer.
Por último, nos preguntamos si continúa habiendo demanda de tal solución.
EKOT, 16:00
... ha puesto Heden en algo parecido a la cuarentena. La zona contará con un reducido grupo de personal sanitario, pero de momento no hay planes para continuar con los programas de rehabilitación.
17 DE AGOSTO (II)
El pescador
La idea es delicada y prometedora
como la luz que cruza el cielo hacia el norte
en sutiles jirones,
como los que deja el caracol a su paso,
o como tantea el mejillón el fondo del mar
con el pecho, la boca y las manos,
o como el corazón, al latir,
siente el llanto del cerebro.
MIA AJVIDE, Flyktlock
(Vía de escape).
Labbskäret, 16:45
Las sombras ya se habían alargado cuando Mahler se levantó de su escondrijo y regresó a la cabaña. Le dolía el cuerpo después de permanecer tanto tiempo sentado en la piedra. Había permanecido fuera más tiempo del estrictamente necesario para tranquilizarse. Quería demostrarle a Anna cómo sería todo si él, el que estaba de más, desapareciera.
En la roca situada fuera de la casa había un viejo soporte para secar las redes, tres grandes ganchos en forma de T. Bajo uno de ellos estaba Anna canturreando y tendiendo la ropa de Elias que había lavado con jabón y agua salada. Parecía muy animada, en absoluto angustiada, como Mahler se había esperado.
Ella oyó sus pasos en la roca y se volvió.
—Hola, ¿dónde has estado?
Mahler dio un manotazo al aire y Anna ladeó la cabeza, mirándole.
«Como si yo fuera un niño», pensó Mahler, y ella se echó a reír y asintió. El sol, en el horizonte, le arrancó un destello burlón en la mirada.
—¿Has encontrado algo de agua? —preguntó él.
—No.
—¿Y no estás preocupada?
—Sí, pero... —Anna se encogió de hombros y colgó dos calcetines pequeños en el mismo gancho.
—Pero ¿qué?
—Creía que ibas a ir tú a buscarla.
—Pues a lo mejor no tengo ganas.
—Ah, es eso. Entonces vas a tener que enseñarme cómo funciona el motor.
—No te pases.
Anna le devolvió una mirada de significado elocuente: «No te pases tú», y su padre entró en la casa a regañadientes. El chaleco salvavidas más grande era demasiado pequeño para él, parecía un bebé gigante cuando se ajustó el cinturón sobre la tripa, así que pasó del chaleco. De pronto, todo empezaba a perder importancia. Entró a ver a Elias, tumbado en la cama bajo el cuadro del trol, pero no sintió deseo alguno de acercarse a él. Cogió el bidón de agua y salió.
—Bueno —dijo—, pues tendré que ir yo.
La chica había tendido toda la colada. Se agachó y apoyó las manos sobre las rodillas.
—Papá —le dijo suavemente—. No sigas así.
—¿Que no siga cómo?
—Que no sigas, simplemente. No hay necesidad.
Mahler pasó junto a ella y bajó hacia la barca.
—Conduce con cuidado —le pidió Anna.
—Claro, claro.
* * *
Cuando el ruido del motor se perdió entre las islas, Anna se tumbó de espaldas sobre la roca recalentada por el sol, colocándose de manera que el calor llegara todo lo posible hasta su piel. Después de permanecer un rato allí tumbada, entró en busca de Elias y lo tumbó a su lado en la piedra envuelto en el edredón.
Ella se volvió de lado hacia él, apoyando la cabeza en la mano, y se concentró en un punto de su arrugada frente marrón con manchas negras.
«¿Elias?».
Recibió una respuesta no expresada con palabras; de hecho, ni siquiera era una respuesta, sino más bien una muda constatación de que estaba ahí. Elias había hablado realmente con su madre en contadas ocasiones, la última vez fue cuando ella estaba cortando el césped mientras su abuelo seguía con aquellos ejercicios absurdos.
Ella estaba quitando una piedra que se había quedado atascada dentro del cortacésped, cuando la voz clara y nítida de su hijo le invadió la cabeza:
«¡Mamá, ven! El abuelo está enfadado. Voy a...».
Elias no llegó más allá antes de que su voz se ahogara en un sonido cortante, silbante. Cuando ella entró en la casa, Elias estaba en el suelo con la silla encima y el sonido agudo desapareció, al tiempo que perdió todo contacto con él.
La vez anterior fue de noche. Ella apenas dormía y cuando conciliaba el sueño era por puro agotamiento. Le resultaba difícil dormir sabiendo que Elias estaba en su cama con la vista en el techo y que le dejaba solo cuando desaparecía en el espacio cerrado del sueño.
Se había adormilado en un colchón al lado de la cama de Elias cuando su voz la despertó, pegó un salto, se sentó y le vio allí tumbado en su cama con los ojos abiertos.
—¿Elias? ¿Has dicho algo?
—«Mamá...».
—¿Sí?
—«No quiero».
—¿Qué es lo que no quieres?
—«No quiero estar aquí».
—¿No quieres estar aquí, en la casa de veraneo?
—«No. No quiero estar... aquí».
El redivivo interrumpió la conversación en cuanto se oyó un silbido, antes de que ese sonido sibilante aumentara de volumen y resultara insoportable. Anna percibió con claridad tangible cómo su hijo se agazapaba en el interior de sí mismo hasta desaparecer. Por unos instantes, mientras madre e hijo hablaban, algo había animado a Elias, pero al cabo de un momento, cuando lo recobró, ya sólo fue posible entablar una precaria comunicación sin palabras.
Y otra cosa más.
Cada retirada de Elias tenía un único motivo: el miedo. Ella lo sabía. Elias temía algo relacionado con aquel sonido silbante.
Sobre la roca a la luz del sol, con esa cara de momia sobresaliendo del edredón, quedaba claro, terriblemente claro, que el cuerpo de Elias sólo era ese caparazón del que hablaban. Ese pellejo seco y arrugado escondía en su interior algo innombrable que no era de este mundo. Elias, ese niño que se había balanceado en los columpios y al que le habían gustado las nectarinas, no iba a volver. Ella lo había comprendido ya durante aquellos primeros minutos en el dormitorio de Mahler en Vällingby.
«Y, sin embargo, sin embargo...».
Ella ahora podía valerse por sí misma. Tendía la ropa y canturreaba canciones, lo cual no habría podido hacer de ninguna de las maneras una semana antes. ¿Por qué?
Porque ahora sabía que la muerte no lo era todo.
Tantas veces como había bajado a Råcksta y se había sentado junto a la tumba y le había hablado en susurros, tendida sobre la lápida. La mujer sabía entonces que el cuerpo de su hijo se hallaba allí abajo, pero también sabía que él no la podía oír, que, en realidad, no quedaba nada de él. Que Elias solamente había sido la suma de columpios, nectarinas, bloques de Lego, sonrisas, cabezonerías, y «mamá, dame otro beso de buenas noches». Cuando todo aquello había desaparecido, sólo quedaban los recuerdos.
Estaba completamente equivocada, y ésa era la razón de que ahora tarareara canciones. Elias estaba muerto, pero no había desaparecido.
Anna abrió un poco el edredón para que le entrara algo de aire. Elias todavía olía mal, pero no como al principio. Era como si lo que podía oler mal se hubiera... consumido.
—¿De qué tienes miedo?
No hubo respuesta. Le aireó el pijama por encima del vientre y salió una tufarada de aire podrido. Le cambiaría en cuanto se secara la ropa. Se quedaron en la roca hasta que el sol descendió hacia el mar de Åland, empezó a levantarse una brisa fresca y Anna llevó a Elias dentro.
La ropa de la cama olía a moho, así que la sacó fuera y la colgó de un aliso próximo a la casa. Encontró un quinqué y lo llenó de queroseno para cuando se hiciera de noche. Comprobó si funcionaba la chimenea quemando unos papeles y abriendo el tiro. El humo se quedaba dentro. Probablemente la chimenea estaría tapada; quizá algún pájaro había construido su nido en ella.
Anna se untó unas rebanadas de pan con huevas de bacalao, llenó un vaso de leche, salió y se sentó en la piedra. Después de comerse las rebanadas bajó hasta la orilla para comprobar qué era aquella cosa grande y plateada oculta entre la hierba y que ya le había llamado la atención antes.
Al principio no comprendió qué podía ser ese gran cilindro lleno de agujeros. Era el típico objeto que uno tiraba hacia arriba, le sacaba una foto y luego podía asegurar que era un ovni. Más tarde comprendió que era el tambor de una lavadora, que usaban los pescadores como nasa.
Dio un paseo por la orilla, halló un tubo de espuma de afeitar y una lata de cerveza. Las nubes adquirieron un color rojo claro y pensó que su padre tenía que estar a punto de llegar.
Para contemplar mejor la puesta de sol y comprobar si venía su padre, subió a una colina coronada por un túmulo situado detrás de la casita. La vista era fantástica. Aunque la colina no sobresalía más de dos metros por encima de la casa, desde allí se podían observar todas las islas del archipiélago.
Vista de lado, la masa de nubes de evolución parecía un único edredón acolchado que cubría las islas bajas, reflejándose en un mar de sangre. Nada ocultaba la línea del horizonte por el este. Anna comprendió muy bien por qué la gente creyó alguna vez que la tierra era plana y el horizonte era un borde tras el cual sólo se hallaba la Nada.
Escuchó con atención, pero no distinguió ningún ruido de motor.
Mientras estaba allí contemplando el ancho mundo, le pareció absolutamente increíble que su padre pudiera encontrar el camino de vuelta. El mundo era inmensamente grande.
«¿Qué es eso?».
Anna fijó la vista en la arboleda que crecía en una hondonada al otro lado de la isla, donde le pareció ver algo en movimiento. Sí, escuchó un chasquido y creyó entrever una mancha blanca que aparecía y desaparecía.
¿Blanco? ¿Qué animales blancos había?
Sólo los que vivían en la nieve. Además de los gatos, claro. Y los perros. ¿Podía ser un minino olvidado o abandonado? Tal vez se había caído de algún barco y había conseguido llegar a tierra.
Empezó a caminar hacia la hondonada, pero de repente se detuvo.
Aquello era más grande que un gato, parecía más un perro, a juzgar por el tamaño. Un perro que se había caído de una embarcación y... se había vuelto salvaje.
Dio media vuelta y se dirigió rápidamente a la cabaña, a la entrada de la cual se detuvo y prestó atención una vez más. Debían de ser ya más de las ocho, ¿por qué no volvía su padre?
Entró y cerró la puerta tras de sí, pero volvió a abrirse, pues le faltaba la cerradura. Cogió una escoba, la pasó por debajo de la manija y apoyó el extremo contra la pared. No valía nada como cerradura, pero un animal no podría abrirla.
Cuanto más pensaba en ello, más se angustiaba.
No era ningún animal. Era una persona.
Se colocó al lado de la puerta y aguzó el oído. Nada. Sólo un mirlo solitario que trataba de trinar como un montón de pájaros a la vez.
El corazón hizo acto de presencia, palpitaba más deprisa y con más fuerza. Se preocupaba por nada. Lo único que pasaba era que ella estaba sola con Elias, el hecho de que no pudiera escapar de allí era lo que le hacía pensar en fantasmas. No había ninguna dificultad en caminar haciendo equilibrios sobre una tabla de diez centímetros de anchura cuando la tabla estaba a ras del suelo, pero ponía a diez metros de altura y el miedo se adueñará de ti. Aunque la tabla siguiera siendo la misma.
Probablemente había sido una gaviota. O un cisne.
Un cisne. Eso era. Claro que era un cisne, con el nido en un altozano de la isla. Los cisnes eran grandes.
Anna se tranquilizó y fue a ver a Elias. Él estaba tumbado con la cabeza vuelta hacia la pared, parecía como si estuviera mirando el cuadro del trol, que a la oscuridad del anochecer no era más que un rectángulo oscuro en mitad de la pared. Se sentó junto a él en la cama.
—Hola, pequeño. ¿Qué tal estás?
El sonido de su propia voz rompió el silencio, lo desalojó, y calmó el desasosiego que sentía en el pecho.
—Tenía un cuadro como ése junto a mi cama cuando era pequeña, aunque el mío representaba a un papá trol pescando con su hija. La niña sujetaba la caña y el padre, que era así, grande y torpe y con verrugas, le indicaba cómo debía sujetarla, cogiéndole del brazo con suavidad, enseñándole. Yo no sé si mamá sabía cómo miraba yo aquel cuadro ni lo que yo pensaba. Yo fantaseaba con un padre que hacía eso conmigo. Que me enseñaba cómo se hacían las cosas y que estaba cerca, detrás de mí, y que era así de grande y parecía así de bueno. Lo que sé, de todos modos, es que cuando era pequeña yo quería ser un trol. Porque todo parecía ser muy sencillo para los troles. No tenían nada y sin embargo lo tenían todo.
Dejó reposar las manos en las rodillas, imaginándose aquel cuadro...
«¿Qué habrá sido de él?», se preguntó...
... recordando las veces que estuvo de rodillas en la cama, recorriendo con el dedo los rasgos de la cara de aquel papá trol.
Soltó un suspiro y se volvió hacia la ventana. Descubrió un globo pintado flotando allí fuera. Se quedó sin aliento.
El globo era una cara. Una cara hinchada y blanca con dos hendiduras negras a modo de ojos. Los labios habían desaparecido y los dientes estaban al descubierto. Se quedó paralizada contemplando aquel rostro cuya nariz era un simple agujero en medio de la carne blanca y fungosa; parecía una cara hecha de harina de trigo amasada y llena de dientes grandes pinchados en ella.
Se alzó una mano, se apoyó contra la ventana. También de un blanco cadavérico, hinchada.
Anna gritó hasta quedarse sorda.
La cara se retiró de la ventana y avanzó en dirección a la puerta. Ella se levantó de un salto, dándose un golpe en la cadera con el borde de la mesilla, pero no notó nada, y fue hasta la cocina...
«¿Mamá?».
... y agarró con fuerza la manivela.
«¿Mamá?».
Era la voz de Elias dentro de su cabeza. Anna hizo fuerza con el pie contra la pared y tiró de la manivela con todas sus fuerzas. Alguien agarró la manija, desde fuera. Ella la sujetó. Alguien desde fuera daba tirones.
«Dios mío, por favor, haz que no entre, haz que no...».
«Mamá, ¿qué...».
«... haz que no».
«... pasa?».
Era fuerte. Anna sollozó cuando la puerta golpeteó contra el marco.
—¡Vete de aquí! ¡Vete de aquí!
Anna pudo sentir a través de la manija la fuerza muerta e inexorable de aquel ser que tiraba insistentemente de la puerta, que quería llegar hasta ella y hasta Elias. El pánico convirtió su garganta en puro músculo en tensión y volvió la cabeza agarrotada hacia la cocina en busca de un arma, la que fuera.
Debajo de la encimera de la cocina había un hacha pequeña, pero no podía soltar la manija para cogerla. Esa criatura tiraba cada vez más fuerte de la puerta, y cuando ésta se abrió un poco, Anna pudo entrever por un instante su cuerpo al completo; un cuerpo blanco, desnudo y hecho de bolas de masa lanzadas contra un esqueleto, y Anna comprendió.
«Ahogado. Es un ahogado».
Se rió entre resuellos mientras seguía tirando de la puerta, cuando ésta se entreabría podía vislumbrar los jirones de carne comida por los peces.
«Los ahogados. ¿Dónde están?».
Enseguida le surgió la imagen de un mar rebosante de ahogados, las víctimas de los accidentes de aquel verano. ¿Cuántas podían ser? Vio unos cuerpos flotando en el oleaje y otros rozándose contra el fondo. Peces carroñeros, anguilas que penetraban a través de la piel y se daban un festín con las vísceras.
«¡Mamá!».
Elias ahora tenía miedo, pero ella no podía alegrarse de que le hablara ni consolarlo, sólo podía seguir sujetando la puerta para evitar que entrara aquel monstruo.
Los tirones constantes y la fuerza aplicada a la puerta para mantenerla cerrada le pasaron factura: empezaba a tener los brazos entumecidos.
—¿Qué quieres? ¡Lárgate de aquí! ¡Fuera de aquí!
Dejó de tirar.
La puerta se cerró de golpe y saltaron algunas astillas de la madera podrida, que planearon hasta caer sobre sus pies. Ella contuvo la respiración y escuchó. El mirlo había dejado de cantar y Anna oyó unos golpes que se alejaban hacia la roca de fuera. Hueso contra piedra. El monstruo se alejaba.
«Mamá, ¿qué pasa?».
«No tengas miedo», respondió ella. «Ya se ha ido».
Volvió a ponerse en marcha ese sonido silbante tan similar al de una flota de barcos pequeños cuando surcaba la bahía, se acercaba más y más. A Anna le habría gustado gritar: «Basta, déjanos en paz, lárgate de aquí» a todo lo que parecía que quería atraparlos, pero no se atrevió por temor a asustar a Elias. El sonido sibilante desapareció en cuanto aquél abandonó su mente.
Anna soltó la puerta, empuñó el hacha y volvió a su sitio. Escuchó los ruidos del exterior. No se oía nada. La mano humedecida por el sudor apenas era capaz de sostener el arma. Mientras sucedió todo aquello, ella no había notado ni por un momento la presencia del ahogado dentro de su cabeza, cosa que le asustó aún más. Con Elias había siempre un atisbo, una presencia. El ahogado estaba callado.
Cuando el mirlo retomó su canto fuera de la casa, Anna se atrevió a alejarse de la entrada y se dirigió a la habitación de Elias. Se detuvo en el vano de la puerta, y al fin se le cayó el hacha de las manos.
El ahogado estaba encima de la roca, mirando hacia dentro a través de la ventana. Ella se agachó con cuidado para recoger el hacha como si se encontrara frente a un animal que pudiera alborotarse con cualquier movimiento brusco, pero el intruso no se movió.
«¿Qué hace?».
No podía mirar; no tenía ojos. Anna se quedó en el borde de la cama agarrando fuertemente el hacha con la mano, se sentó en un ángulo en el que no podía ver por la ventana, y, no obstante, sí que podía oírlo si se movía. Jamás había visto algo tan repulsivo. No podía pensar en él, no debía pensar en él. Era como si algo vibrara dentro de su cabeza, esperando conectar con ella y sumirla en una siniestra locura.
Se quedó con los ojos clavados en el cuadro del trol que colgaba de la pared, en el trol bueno con las manos grandes y seguras. En la niña pequeña. Y entonces pensó: «Papá, ven a casa».
Kungsholmen, 17:00
Habían hallado un sitio en la orilla de Kungsholm, a mitad de camino entre su apartamento y el Parlamento.
David supuso que estaría prohibido enterrar animales, así sin más, en la ciudad, pero ¿qué otra cosa cabía hacer?
Antes de salir habían hecho una cruz con unos trozos de listones de madera y una cuerda. El propio Magnus había escrito «Baltasar» con un rotulador. David se quedó vigilando mientras nieto y abuelo cavaban un hoyo dentro del matorral lo bastante hondo como para que cupiera la caja de zapatos.
Desde la perspectiva limitada que le proporcionaba aquel ejemplo, David creyó comprender cuál era el sentido de los entierros. El trabajo de preparar la caja, pensar cómo había que poner las flores y hacer la cruz proporcionó a Magnus una satisfacción que las palabras y el consuelo solos no habrían podido darle. Había llorado mucho en el camino de vuelta a casa desde Heden, pero en cuanto llegaron al apartamento empezó a hablar del entierro, de cómo podían hacerlo.
Incluso David y Sture colaboraron sinceramente en el proyecto, aún no habían dicho ni una palabra sobre lo ocurrido. No podían hablar de lo que había hecho Eva ni de lo que eso significaba cuando Magnus estaba presente y precisaba toda su atención. De una cosa podían estar seguros: Eva no iba a volver a casa en mucho tiempo.
El hoyo estaba listo. El niño abrió la tapa de la caja por última vez y Sture se apresuró a colocar la cabeza del conejo en su sitio. Magnus le acarició el pelo con el dedo.
—Adiós, pequeño Baltasar. Espero que te vaya bien.
David ya no podía llorar más. Ahora únicamente sentía rabia, rabia contenida e impotencia. Si hubiera estado solo, habría agitado los puños contra el cielo antes de gritar: «¿Por qué, por qué, por qué haces esto?». En lugar de eso se derrumbó en el suelo junto a Magnus y le puso la mano en la espalda.
«¡Joder! Que es su cumpleaños. ¿No podía haber disfrutado... aunque sólo fuera por hoy?».
El propio Magnus puso la tapa y depositó la caja en el hueco. Sture le entregó una pala de jardín y él echó tierra hasta que ya no se veía el cartón. David permaneció inmóvil, con la vista fija en el montón de tierra que disminuía, en el agujero que se rellenaba.
«Y si... vuelve...».
Se tapó la boca con la mano y se esforzó por contener una carcajada que pugnaba por salir al imaginarse al conejo cavando hasta salir de la tierra, descabezado y volviendo a su apartamento saltando con andares de zombi, brincando escaleras arriba.
Sture ayudó a Magnus a colocar encima los trozos de hierba, alisarlos y, con ayuda de la pala, clavar la cruz en la tierra. Miró a David y ambos asintieron. No estaban seguros de que la tumba fuera a seguir allí, pero ya estaba hecho de todos modos.
Todos se levantaron. Magnus empezó a cantar «El mundo es un valle de lágrimas...» como había visto por la tele que hacían los niños en Vi på Saltkråkan, y David pensó: «Esto es el fondo. Ahora hemos tocado fondo. Ahora tenemos que haber tocado fondo».
David y Sture le pusieron al niño una mano cada uno en los hombros. Su padre no podía quitarse de encima la sensación de que en realidad lo que estaban haciendo era enterrar a Eva.
«El fondo. Esto tiene que ser...».
Magnus cruzó los brazos sobre el pecho y David sintió cómo se le hundieron los hombros.
—Ha sido culpa mía —dijo el pequeño.
—No —refutó su padre—. No, claro que no ha sido culpa tuya.
Magnus asintió.
—Fui yo el que lo hizo.
—No, cariño. Fue...
—Sí, fui yo. Fui yo quien pensé eso y mamá lo hizo.
David y Sture se miraron el uno al otro. El abuelo se agachó y le preguntó:
—¿Qué quieres decir?
Magnus se abrazó a la cintura de su padre y le dijo con la cara pegada al vientre:
—Yo pensé cosas malas de mamá y ella se enfadó por eso.
—Cariño... —David se agachó y cogió a Magnus en brazos—. Somos nosotros los que deberíamos haberlo entendido... No es culpa tuya.
El cuerpo del pequeño temblaba entre sollozos y por sus labios salió un torrente incontenible de palabras.
—Sí, porque yo pensé... Yo pensé que... que ella sólo hablaba raro y no se preocupaba de... Y yo pensé que no la quería, que era fea y la odié por mucho que no quisiera, porque yo creía que ella iba a estar como siempre, y entonces resulta que ella estaba así, y entonces pensé eso, y cuando pensé eso... cuando pensé eso, fue entonces cuando ella hizo lo que hizo.
Magnus siguió hablando mientras David le llevaba de vuelta al apartamento, y no dejó de hablar hasta que lo acostó en su cama. Tenía los ojos rojos de tanto llorar y los párpados hinchados.
«En el día de su cumpleaños...».
Al poco rato se le cerraron los ojos y se quedó dormido. Su padre lo arropó, volvió a la cocina junto a Sture y se desplomó en una silla.
—Está agotado —informó David—. Está totalmente agotado. Estos días no ha dormido mucho y hoy... Es demasiado para él. No puede... ¿Cómo va a poder superarlo?
Sture no respondió en un primer momento.
—Seguro que lo supera —aseguró tras un momento de silencio—. Si tú eres capaz de superarlo. Entonces seguro que él también lo hará.
David recorrió la cocina con la mirada y se detuvo en una botella de vino. Sture miró hacia el mismo lugar y luego observó a David. Éste meneó la cabeza.
—No —dijo David—. Pero es... duro.
—Sí —contestó Sture—. Lo sé.
Con grandes pausas entre las intervenciones, comentaron lo ocurrido en Heden sin llegar a ninguna conclusión.
El recinto estaba en pleno caos cuando ellos lo abandonaron. Parecía poco probable que permitieran más visitas de momento. David fue a vigilar a Magnus. Dormía profundamente. Cuando volvió a la cocina, Sture dijo:
—Y lo que preguntó el médico. Lo del Pescador.
—¿Sí?
—Es que es... muy raro. —Sture pasó el dedo sobre la mesa como si estuviera dibujando una línea del tiempo hacia atrás—. O absolutamente natural. No sé qué pensar.
—¿Por qué lo dices?
—Bueno, ya sabes, sus libros. El castor Bruno. ¿Tienes aquí alguno?
Tenían una pequeña caja con ejemplares de promoción de los dos tomos; David fue a buscar los dos libros y los puso encima de la mesa. Sture buscó una página de El castor Bruno encuentra casa, y señaló la escena en la que Bruno por fin encontraba un lugar donde construir su casa, pero descubría que el Señor del Agua también vivía en el lago.
—Éste —observó Sture, y señaló la figura imprecisa que se veía dentro del agua—. Ella lo ha visto. Empecé a contarlo cuando estábamos allí, pero... —El padre de Eva hizo un gesto de impotencia con los hombros—. Fue cuando estuvo a punto de ahogarse. Luego, al cabo de varios días, nos contó que había... sí, que se había encontrado a una especie de ser raro allí abajo.
David asintió.
—Me lo ha contado. Que fue como si aquel ser hubiera ido a buscarla. El Señor del Agua.
—Sí —aclaró Sture—, pero entonces... no sé si ella lo recuerda, si te lo ha contado, pero, entonces, cuando era pequeña... entonces ella llamaba a aquel ser el Pescador.
—No —dijo David—. Eso no me lo ha dicho nunca.
Sture hojeó el libro.
—Cuando hemos hablado alguna vez del tema después, cuando ya era mayor, siempre lo ha llamado Señor del Agua o Aquello, así que yo pensé que lo había... olvidado.
—Pero ahora vuelve a llamarlo el Pescador.
—Sí. Recuerdo que ella... pintaba. Nosotros le animamos a hacerlo, pensamos que podía ser bueno. Hizo después de aquello montones de dibujos de aquel Pescador. A ella le gustaba mucho dibujar. Ya entonces.
David fue al armario de la entrada y buscó la caja donde guardaban papeles, tebeos, dibujos viejos; las cosas de su infancia que Eva había decidido conservar. Era un alivio tener algo que hacer, un asunto que resolver. Colocó la caja sobre la mesa de la cocina y entre los dos sacaron libros de la escuela, fotografías, piedras bonitas, álbumes escolares de fotos y dibujos. Sture se entretuvo mirando algunas cosas, suspiró profundamente ante una fotografía de Eva, en la que ella tendría unos diez años, con un lucio enorme en los brazos.
—Lo pescó ella —explicó Sture—. Ella sola. Yo sólo la ayudé con la red —añadió secándose los ojos—. Fue un... día precioso.
Siguieron bajando los montones de material acumulado. Muchos de los dibujos estaban fechados y no era difícil advertir que Eva llegaría a ser dibujante. Con nueve años, ella ya dibujaba animales y personas mejor de lo que David podría llegar a hacerlo nunca.
Así, hasta que encontraron lo que buscaban.
Un solo dibujo, fechado el 13 de junio de 1975. Sture hojeó rápidamente los dibujos que había debajo, pero no encontró más.
—Tenía más —dijo Sture—. Habrá tirado los otros.
Apartaron el resto de los papeles a un lado y David rodeó la mesa para poder observar mejor aquel único dibujo colocado en el centro.
El estilo de Eva era aún infantil, algo bastante lógico. Los peces, dibujados con trazos sencillos, y la niña que representaba a Eva tenía una cabeza muy grande, desproporcionada en relación con el cuerpo. De las líneas onduladas que aparecían en la parte superior del papel se infería que ella era la niña que se encontraba debajo del agua.
—Sonríe —observó David.
—Sí —afirmó Sture—. Sonríe.
Sobre el dibujo de la cara de la niña aparecía pintada una boca tan alegre que no coincidía exactamente con lo que suele ser el estereotipo infantil normal. La sonrisa cubría la mitad de la cara. Era la representación de una niña feliz.
No era fácil de comprender, sobre todo teniendo en cuenta la figura pintada junto a ella: el Señor del Agua, el Pescador. Era por lo menos tres veces más grande que ella. No tenía cara alguna, sólo un óvalo en el lugar donde debería estar el rostro. El contorno de los brazos, de las piernas y del cuerpo estaban dibujados con trazos temblorosos y encrespados, como si la figura estuviera electrizada o en descomposición.
—Ella dijo que no se le veía bien —le informó Sture—. Era como si cambiara todo el tiempo.
David no dijo nada. Había un detalle en el dibujo del cual no podía apartar la vista. Si bien toda la figura estaba dibujada de forma borrosa intencionadamente, había una cosa que no lo estaba: las manos. Las manos tenían los dedos perfectamente dibujados, y en la punta de cada dedo se veía un anzuelo. Aquellos anzuelos se alargaban hacia la figura sonriente de la niña.
—Los anzuelos... ¿Qué es eso? —preguntó David.
—Nosotros salíamos muchas veces a pescar cuando ella era pequeña —dijo Sture—. Así que...
—¿Qué?
—Sí, Eva dijo entonces que él tenía esos anzuelos para cogerla a ella, pero no le dio tiempo. —Sture señaló los dedos del Pescador—. En realidad, según dijo ella, no eran tan grandes, pero los vio con toda claridad.
Contemplaron el dibujo en silencio, hasta que David dijo:
—Y, sin embargo, se ríe.
—Sí —confirmó Sture—. Se ríe.
Gräddö, 17:45
Mahler atracó en el muelle de la isla de Gräddö cuando faltaba un cuarto de hora para las seis de la tarde. Subió a la tienda todo lo deprisa que se atrevió y llegó un par de minutos antes de la hora de cierre. Compró leche, de la que se conservaba más tiempo, varios botes de conservas, sobres de sopas, salsas, macarrones y tortellinis. Una bolsa de pan de molde, Skogaholmslimpa, con fecha de caducidad ilimitada, y unos tubos de queso fresco para untar.
Llenó los bidones de agua potable en el grifo de la parte posterior de la tienda. Entonces se acordó de la carretilla que había visto abajo junto al embarcadero, en la que ponía «Supermercado Insular del Archipiélago de Gräddö». Ahora comprendía por qué estaba allí. Se preguntó qué sería mejor: bajar al puerto y coger la carretilla o intentar llevar los dos bidones, que ahora pesaban cuarenta kilos, más las bolsas de la compra.
Decidió llevarlo todo...
... pero se vio obligado a detenerse para descansar a cada paso, y al cabo de veinte minutos apenas había recorrido la mitad del trayecto. Al final, bajó a por la carretilla, ascendió con ella hasta donde había dejado las cosas y llegó al muelle en diez minutos.
Ya eran las siete pasadas y empezaba a caer la tarde. Aún se veía asomar la cabeza calva del sol por encima de las copas de los árboles, pero el astro rey descendía en picado. Mahler no tenía tiempo que perder; navegar de vuelta hasta la isla a oscuras y sin carta náutica era más de lo que él era capaz de hacer. Dejó las bolsas y los bidones en la embarcación, pero, no obstante, se vio obligado a hacer una pausa algo más larga para evitar que se le acelerase el corazón.
Después rezó una oración y tiró de la cuerda. El motor arrancó a la primera. Se dirigió al pontón de la gasolinera y vio que estaba cerrada. Amarró el barco, pero dejó el motor en marcha mientras comprobaba los surtidores. No había ninguno automático para pagar con billetes o tarjeta. La única posibilidad de conseguir combustible era volver a subir a la tienda. Levantó el bidón de combustible y calculó el contenido, estaba lleno hasta la mitad, más o menos.
Miró el camino hasta la tienda. No tenía fuerzas.
Estaba seguro de poder llegar a su destino con el combustible que le quedaba. La vuelta era más insegura.
Tal vez hubiera gasolina en algún sitio de la casa. Había visto un bidón debajo del fregadero, pero no había comprobado si había algo en él. Era cierto que los bidones de agua se los había encontrado vacíos, pero la gasolina podía uno tenerla almacenada durante mucho tiempo.
Probablemente en el bidón había gasolina de reserva para una situación similar a la de ellos. Sí, lógicamente. Seguro que había gasolina en el bidón. Y si no había, pues para eso tenían los remos.
No le gustaba aquella situación. Debería volver a subir a la tienda. Sin gasolina iban a estar abandonados a...
«¿A qué?».
A los elementos. A la buena de Dios.
Pero seguro que había gasolina en aquel bidón.
Se sentó de nuevo en el bote. Y se alejó de tierra y de todo vestigio de normalidad.
* * *
Eran las 20:30 cuando se acercaba a la zona donde debía girar hacia el sur. No era capaz de reconocer con exactitud su posición. El sol sólo era una línea roja en el horizonte y el anochecer confería a las islas un aspecto diferente. Aún podía divisar el poste de la isla de Manskär, pero le parecía que estaba demasiado desplazado a la derecha.
«Debo de haberme alejado demasiado».
Dio la vuelta al bote y volvió por el mismo camino. Seguía sin saber dónde estaba. Con la luz del crepúsculo declinando lentamente, era cada vez más difícil calcular la distancia. Qué era una sola isla grande y qué un grupo de islas pequeñas.
Gustav se mordía los nudillos.
No tenía carta náutica de las islas ni combustible de reserva. Lo único que tenía para guiarse, su única salvación, eran las pocas referencias en tierra que conocía, y ninguna de ellas estaba la vista.
Ahogó el motor tanto como se atrevió sin arriesgarse a que se le parara, y lo dejó en punto muerto. Trató de tranquilizarse, escudriñar las islas, repasar mentalmente el recorrido que había hecho. Mientras tuviera localizada la ruta de los ferries no había riesgo de que se perdiera totalmente. Miró a su alrededor. Un ferry procedente del mar de Åland se acercaba a gran velocidad. Era uno de los que cubría la ruta hacia Finlandia. Tenía encendidas más luces que en un carnaval.
Mahler no quería abandonar esa ruta, pero el barco le obligaba a ello. Se acercó despacio a las islas y dejó la vía libre. Si el ferry se lo llevaba por delante, sobre el capitán no caería ni la más mínima sombra de culpabilidad, puesto que habría que añadir las luces de navegación a la lista de cosas que Mahler debería tener y no tenía.
Pasó el ferry. A través de las ventanas iluminadas Mahler pudo ver un montón de personas despreocupadas. Le habría gustado estar con ellas ahí dentro. Volar sencillamente a través de la ventana, aterrizar en el bar, beber cubatas hasta que estuviera vacía la cartera, escuchar música pop carente de contenido y mirar de reojo a las chicas que desaparecieron de su vista hacía más de treinta años. Quizá escuchar a algún estonio solitario contarle su triste historia mientras el alcohol lo cubría todo con un velo de disculpa.
Pasó el ferry. Pasaron sus luces y Mahler se quedó de nuevo sólo en la oscuridad.
Miró el reloj; eran las nueve pasadas. Comprobó el depósito del combustible: estaba casi vacío. Al volcarlo, el motor empezó a carraspear, pero regresó a su zumbido normal cuando Mahler volvió a colocar el depósito en posición horizontal.
«No es ninguna catástrofe», trató de convencerse a sí mismo.
En el peor de los casos tendría que desembarcar en alguna isla y esperar que pasaran las breves horas de la noche. Ponerse en marcha a la mañana siguiente, o remar, en caso de que tuviera que hacerlo. Quizá fuera lo mejor acercarse ya a alguna isla, mientras aún le quedaba combustible, y seguir el viaje al día siguiente.
Anna y Elias iban a preocuparse, evidentemente, pero podían arreglárselas solos.
Y, además: ¿se preocuparían siquiera?
Estarían más bien aliviados.
Mahler giró y se dirigió a la isla más próxima para pernoctar allí.
Heden, 20:50
Sólo cuando el color de la ventana se volvió gris oscuro se plantearon Flora y Peter salir del cuartucho. No se había oído ningún ruido ni percibido ninguna conciencia por los alrededores en varias horas, pero no podían estar seguros.
Flora se quedó de piedra cuando Peter le abrió la puerta. Si antes le parecía desnutrido, ahora estaba consumido. Tan pronto como entraron en el cuarto se abalanzó sobre la fruta que llevaba Flora en la mochila. El cuarto apestaba. En el mismo momento que Flora lo estaba pensando —que la habitación apestaba a deposiciones—, Peter dijo entre dos bocados:
—Lo sé. Lo siento. No he podido vaciarlo. El trapo que cubría el cubo del rincón tenía una manta encima, pero incluso así se filtraba el olor.
—Peter, no puedes vivir así.
«Dame una alternativa».
Flora se echó a reír. Ahora que todos los demás habían desaparecido oía con toda claridad la voz de Peter dentro de su cabeza. Allí no hacía falta hablar en voz alta.
«No sé», pensó ella.
«No. Saldremos esta tarde», fue la respuesta.
Aguardaron. Se distrajeron apostando cerillas al póquer, pero el juego se convirtió más que nada en una competición a ver quién de los dos era más hábil para disimular sus pensamientos. Al empezar, ambos sabían las cartas del otro, pero después de un rato debían esforzarse para descubrir el par del otro y las escaleras incompletas en medio del ruido, de las cifras y las canciones que ambos utilizaban a modo de pantalla.
Cuando ambos se volvieron tan expertos en enmascarar sus jugadas que tratar de traspasar los filtros del otro les provocaba dolor de cabeza, trataron de evitarlo; debieron esforzarse para no leerse los pensamientos mutuamente.
—¿Qué carta es? —preguntó Peter, sujetando un naipe con la parte de atrás vuelto hacia Flora mientras él lo miraba.
La respuesta llegó inmediatamente: el siete de trébol. Lo intentaron muchas veces, pero fue en vano. Por más que Flora intentaba interponer algún otro tipo de sonido entre la cabeza de Peter y la suya, no podía hacer que la telepatía dejara de funcionar. A no ser que el emisor introdujera conscientemente algún elemento que distorsionara sus pensamientos, era imposible no leerlos.
Durante las horas pasadas en el sótano, ella conoció mejor a Peter de lo que lo había hecho nunca, probablemente mejor de lo que él quería que ella lo conociera. Por otro lado, él también la conoció mejor a ella. Y ella sabía lo que él pensaba de lo que veía, y él sabía lo que ella pensaba de lo que veía, y hacia las ocho la situación empezó a volverse insoportable, una forma de tortura en el reducido sótano. Miraban cada vez más a menudo hacia la ventana para ver si se hacía pronto de noche y podían salir al exterior de una vez.
Cuando el reloj marcaba las nueve y el cuarto había quedado envuelto en las sombras, con la ventana como un rectángulo gris oscuro, Peter inquirió:
—¿Salimos, entonces?
—Sí.
Menudo alivio usar la voz otra vez. La lengua hablada es limitada, no está tan cargada de significados ni de contenidos velados como la del pensamiento. La cosa había llegado tan lejos que casi habían empezado a aborrecerse mutuamente de pura saciedad reveladora, y los dos lo sabían. Ella lo sabía todo de la homosexualidad latente de él, de su tacañería con otras personas, del desprecio que sentía hacia sí mismo. Ella supo también del esfuerzo de Peter para superar sus carencias, de su anhelo de ternura y contacto con otras personas al tiempo que sentía terror ante tal cosa, lo que se manifestaba en ese aislamiento que él mismo había elegido.
No había nada que juzgar ni que despreciar, pero era demasiada intimidad.
Cuando salieron al aparcamiento de bicicletas, Flora se volvió hacia su amigo y le preguntó:
—¿Oye? ¿No sería mejor olvidar esto?
—No sé —respondió Peter—. Vamos a intentarlo. Después de comprobar que no había nadie fuera en el patio, se separaron y se fueron cada uno por su lado. Peter fue a vaciar su cubo y a buscar agua, mientras que Flora se dirigió al patio donde se había visto a sí misma.
* * *
Antes de que su conversación telepática se volviera asfixiante habían hablado de la visión de Flora. Al principio, Peter no comprendía a qué se refería, pero cuando ella le envió el sonido silbante posterior a la aparición, entonces él dijo o pensó:
—Lo he visto, pero no eras tú. Era un lobo.
—¿Un lobo?
—Sí. Un lobo grande.
Y en el momento que él lo decía, ella vio una imagen que debía de pertenecer a la infancia de Peter.
«La bici avanza dando bandazos por un sendero sembrado de guijarros y flanqueado por abetos. En un recodo, aparece a cinco metros de mí un enorme lobo de ojos amarillos y pelaje gris. Es mucho más grande que yo. Mis manos se aferran en torno al manillar. Tengo tanto miedo que no soy capaz de gritar. El lobo permanece quieto, pero sé que voy a morir: dará dos brincos en cualquier momento y se abalanzará sobre mí. Sin embargo, y tras observarme durante un buen rato, se pierde en el bosque. Noto una calidez en los pantalones: me he meado encima. No puedo moverme durante varios minutos. Y cuando al fin puedo, no me atrevo a pasar por ahí, doy media vuelta y cojo el camino de vuelta».
La imagen llegaba con tanta fuerza que ella sintió cómo se le aflojaba su propia vejiga, pero su consciencia alcanzó a intervenir antes de que ocurriera algo y recobró el control de los músculos.
«Para mí la muerte es un lobo», pensó Peter, y Flora pudo comprobar que lo que ella había creído que no era más que una ocurrencia suya, en realidad era su convicción más profunda: la Muerte era ella misma. Entre las muchas concepciones existentes sobre lo que puede ser la Muerte, buscando entre las representaciones habituales —el hombre de la guadaña, el carro fantasma, la calavera, el ángel de la muerte...—, Flora había quedado prendada de la Muerte como una hermana gemela. La idea se le había ocurrido dos años antes cuando se encontraba de pie con una vela delante del espejo tratando de invocar a la Dama de Negro, pero sólo consiguió verse a sí misma. De ahí surgió la idea.
* * *
Los patios estaban silenciosos y vacíos. Se había instalado un tendido eléctrico con cables provisionales y en cada patio lucían un par de farolas. Flora se movía con cuidado, tratando de permanecer en la sombra, pero parecía que su cautela era innecesaria. No se veía un alma, las ventanas estaban a oscuras y el recinto parecía más que nunca una ciudad fantasma.
«Ciudad fantasma».
Eso era precisamente. Los redivivos estaban a oscuras en los apartamentos. ¿Sentados, tumbados, de pie, dando vueltas? Lo raro era que ella no tenía ni pizca de miedo. Al contrario. Cuando sus pasos retumbaban suavemente contra las paredes, sentía una paz semejante a la que uno puede experimentar en un cementerio una tarde tranquila, y ella estaba entre amigos. Lo único que le preocupaba era el posible regreso de ese sonido silbante.
Había renunciado a localizar a su abuelo, pero era casi igual de difícil dar con el número que iba buscando, el 17 C. No había ninguna farola en los pasadizos donde estaba el plano para orientarse, y Flora no entendía la organización interna entre los patios. En esos momentos se encontraba justo en el patio donde empezaba la numeración, era el primer patio al que ella había accedido, el que se hallaba más cerca de la valla.
Se abrió uno de los portales. Ella se quedó petrificada, se arrimó a la pared y se encogió. Al principio no comprendió por qué su sensibilidad extrasensorial no le había avisado, pero sólo le llevó un par de segundos darse cuenta de que la persona que salía del portal era uno de los muertos. Pese a estar firmemente convencida de que se encontraba entre amigos, el corazón le empezó a latir con más fuerza y ella se apretó aún más contra la pared, como si con eso pudiera adentrarse aún más en la sombra, volverse más invisible.
El muerto —o la muerta, era imposible ver si se trataba de un hombre o de una mujer— se quedó parado fuera del portal, balanceándose. Dio unos pasos a la derecha, se detuvo. Dio unos pasos a la izquierda, se paró otra vez. Miró a su alrededor. Otra puerta se abrió más allá y por ella salió otro redivivo. Éste se dirigió directamente al centro del patio, donde se detuvo debajo de la farola.
Flora se estremeció cuando se abrió la puerta del portal situado justo al lado de ella. La muerta era una mujer, a juzgar por el pelo largo y gris. La ropa del hospital le colgaba suelta sobre el cuerpo esquelético, como una mortaja. La mujer dio un par de pasos alejándose de la puerta, unos pasos lentos y vacilantes, como si caminara sin botas de clavos sobre una superficie de hielo.
La chica contuvo la respiración. La muerta se dio la vuelta, temblorosa, y deslizó, desde el interior de unas cuencas vacías, lo que debía ser la mirada sobre el lugar donde se hallaba Flora, pero sin ver o sin darle ninguna importancia a la presencia de la muchacha. Quien captó su interés, en cambio, fue el muerto que estaba debajo de la farola, y se sintió atraída hacia la luz como una polilla. Flora observaba boquiabierta; parecía como si la mujer acabara de ver a su amado y, atraída por una fuerza más poderosa que la muerte, se encaminaba hacia él.
Varios redivivos más se unieron al grupo. De algunos portales salía sólo uno; de otros, dos o tres. Cuando se juntó un grupo de quince debajo de la farola, empezó algo que a Flora le hizo estremecer, la sensación de estar presenciando un rito tan ancestral que parecía perdido en la noche de los tiempos.
Fue imposible ver quién había empezado, pero poco a poco comenzaron a moverse en el sentido de las agujas del reloj. Pronto habían formado un círculo, con la farola en el centro. A veces, alguien chocaba con otro o se tambaleaba y caía fuera, pero enseguida recuperaba su lugar dentro del círculo. Se movían dando más y más vueltas, y sus sombras se deslizaban sobre las fachadas de los edificios. Los muertos estaban bailando.
Flora recordó algo que había leído sobre los monos en cautiverio, o tal vez se trataba de gorilas. Si clavaban una estaca donde estaban, no había que aguardar mucho antes de que los simios formaran un corro a su alrededor y comenzaran a moverse en círculo. Era el más primitivo de todos los ritos: la adoración del eje central.
A Flora se le saltaron las lágrimas. Su campo visual disminuyó y se le empañó. Permaneció mucho, mucho tiempo, como hipnotizada, mirando a los muertos, que seguían dando vueltas en su círculo sin interrupción ni variación alguna. Si alguien le hubiera dicho entonces que era aquella danza la que mantenía la tierra en rotación, ella habría asentido y habría contestado: «Sí. Lo sé».
Cuando la fascinación fue atenuándose, Flora miró a su alrededor. En muchas de las ventanas con vistas al patio vio óvalos pálidos que no estaban allí antes. Eran espectadores, muertos demasiado débiles para salir, o muertos que no querían participar, imposible saber cuál era el motivo. Sin saber lo que significaba, pensó:
«Es así».
Se levantó para seguir su camino. Quizá en aquellos momentos se estaba repitiendo el mismo espectáculo en todos los patios. No había alcanzado a dar más que un par de pasos cuando se detuvo.
Se estaban acercando otras personas, lo notaba. Otras consciencias vivas. ¿Cuántas? Cuatro, tal vez cinco. Llegaban de fuera, de la misma dirección por la que había entrado ella misma.
Sólo entonces, cuando sintió dentro de su cabeza el eco nítido de otras personas vivas, comprendió que lo que antes sólo había sospechado era un hecho confirmado: excepto ella misma, Peter y quienes se acercaban ahora, no había ni una sola persona viva dentro del recinto. Ni vigilantes, ni nada.
Volvió al sitio donde estaba anteriormente y se concentró para leer los pensamientos a los recién llegados. Lo que sintió hizo que el nudo de miedo que tenía en la garganta le cayera en el estómago como una piedra. Leyó excitación, terror. Al tiempo que Flora conseguía desenredar los pensamientos e identificarlos como pertenecientes a cinco personas, esas cinco entraron en el patio.
Eran cinco chicos. Estaban demasiado lejos para que pudiera verlos bien, pero llevaban cosas en las manos. Bastones, o... no. Se le encogió el estómago, y de repente se sintió indispuesta de terror. Lo vio todo. Lo que llevaban en las manos eran bates de béisbol. Sus pensamientos parecían tan excitados y tan caóticos que apenas era posible apreciar ninguna imagen clara, y Flora supo que era porque estaban muy ebrios.
Los muertos seguían bailando su danza, al parecer ajenos a los nuevos espectadores.
—¿Qué cojones hacen? —soltó uno de los chicos.
—No sé —dijo otro—. Parece que están en la disco.
—¡La disco de los zombis!
Los borrachos soltaron la carcajada y Flora pensó: «No estarán pensando... no pueden...», pero sabía que sí, que lo pensaban y que podían. Uno de los chicos miró a su alrededor. Se tambaleaba casi tanto como los que habían salido de los portales.
—Oye —dijo—. Aquí hay alguien, ¿no?
Los otros se callaron y registraron el patio con la mirada. Flora apretó los dientes y se quedó inmóvil. La situación era completamente nueva, no estaba acostumbrada a que pudieran leerle el pensamiento con la misma claridad que ella podía leer el de los demás. Se esforzó en no pensar nada. Como no lo conseguía, invocó el zumbido que había empleado contra Peter mientras jugaba al póquer.
—Bah, a la mierda —dijo uno de ellos, agitando la mano—. Sólo es algo.
Se acercaron a los muertos. Uno de los chicos se descolgó la mochila y dijo:
—¿Les pegamos fuego ya, o qué?
—No —repuso otro agitando su bate de béisbol en el aire—. Vamos a tantearlos un poco primero.
—¡Joder!, qué feos son.
—Más feos se van a poner.
Los chicos se detuvieron a tan sólo unos metros de los muertos, que en ese momento dejaron su danza y se volvieron hacia ellos. El miedo y la animadversión que los chicos habían irradiado no hacían más que crecer. Y crecer.
—¡Hola, guapetones! —gritó uno de ellos.
—Uuuuhhhh... —dijo otro, y la imagen de un zombi de Resident Evil le revoloteó a Flora por la cabeza. Cuando la atrapó, tuvo una asociación de ideas. Zombis de películas, monstruos de juegos. Ése era el origen de la excursión de aquellos chicos: habían salido a divertirse un poco con el juego de rol.
«Yo no puedo...».
Antes de que tomara conscientemente una decisión —era difícil pensar con la agitación de los chicos chisporroteándole en la cabeza—, se levantó y les gritó:
—¡Oye!
De un modo que habría resultado cómico en otras circunstancias, todos volvieron la cabeza al mismo tiempo hacia el lugar de donde procedía la voz. La chica salió de la sombra. Le temblaban las piernas y no había voluntad capaz de detenerlas. Temblando, anduvo la mitad del camino hacia la farola, y allí se paró.
—Os estoy viendo. Sólo para que lo sepáis.
Era todo lo que podía decir, la única amenaza que podía esgrimir. Al tiempo que era consciente de que su voz y sus pensamientos la traicionaban y dejaban claro que tenía miedo, los pensamientos de los chicos rezumaban deseos de destrucción. La humanidad brillaba por su ausencia.
—¡Una chica! —gritó uno de ellos, y Flora sintió cómo cinco consciencias examinaban su cuerpo, notó pinchazos de atracción, deseos de follarla antes o después de hacer lo que habían venido a hacer. Ella dio un paso atrás de forma instintiva.
—Vete a casa y acuéstate —gritó el que Flora creía que era el líder mientras agitaba el bate contra ella y hacía un gesto obsceno, hacia delante y hacia atrás— antes de que empiece a arder en otro sitio además de en tu cabeza.
—¡No podéis hacer eso!
El chico exhibió una amplia sonrisa. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y una sonrisa... profesional. Vestía una camisa de color azul claro y vaqueros limpios. Todos ellos llevaban el mismo estilo de ropa y, más que una banda de linchadores, parecía un club de amigos de la Escuela de Comercio, que salían de una fiesta de estudiantes y habían decidido divertirse un poco.
—Dime qué ley lo... —empezó a decir el chico, y Flora vio a un hombre mayor, probablemente el padre del muchacho, vestido de traje a la mesa de la cocina que decía: «Hasta que no cambien las leyes, los redivivos carecen de protección legal porque ya están registrados como fallecidos». Pero no le dio tiempo a decir más, ya que sus amigos le gritaron:
—¡Markus, cuidado!
Mientras los gamberros centraban su interés en la joven, dando la espalda a los redivivos, éstos habían echado a andar, espoleados por su odio hacia los intrusos. El primero, un viejo delgado como un palo y un palmo más bajo que el susodicho Markus, alargó los brazos y le agarró de la camisa.
Éste dio un salto hacia atrás y se oyó un restallido seco de la tela.
—¿Me vas a estropear tú a mí la camisa, cabrón? —gritó al ver el siete que le había hecho en la manga de la camisa, y estrelló el bate de béisbol contra la cabeza del muerto.
El golpe fue perfecto, le alcanzó justo encima de la oreja, y se oyó un ruido semejante al de una rama seca al partirla con la rodilla; el difunto salió despedido un par de metros como consecuencia de la violencia del golpe, dio media vuelta en el aire y aterrizó de cabeza, completando el giro, y cayó desplomado sobre el asfalto.
Markus levantó la mano, y uno de los otros chocó los cinco con él. Después cayeron sobre su presa.
Flora no podía moverse. No era sólo el miedo lo que la tenía paralizada; las ganas de sangre y el odio que irradiaban aquellos chicos eran tan fuertes que no le dejaban pensar, no podía controlar su cuerpo porque los pensamientos de los chicos eran tan intensos que eclipsaban los suyos. Ella sólo estaba allí quieta. Mirando.
Los redivivos no tenían ni medio sopapo para aquellos cinco jóvenes bien entrenados. Fueron tirándolos al suelo uno tras otro entre gritos de triunfo. Y siguieron golpeándolos cuando ya estaban en el suelo, como si estuvieran tirando un tabique que tuviera que quedar reducido a trozos pequeños para poder meter los escombros en sacos. Los muertos no intentaron defenderse, pero, incluso después de que les hubieran roto las piernas, seguían arrastrándose hacia los chicos; recibieron algunos golpes más, se oyeron algunos débiles crujidos más, pero no dejaban de moverse, sólo que lo hacían más despacio.
Los chicos bajaron sus bates y se alejaron un par de pasos de la masa bullente que tenían a sus pies. Uno de ellos sacó un paquete de tabaco y ofreció a todo el equipo. Fumaron contemplando su obra.
—¡Joder! —exclamó uno de ellos—. Creo que me ha mordido uno.
Extendió el brazo y les mostró una mancha oscura sobre la tela blanca. Los otros se echaron hacia atrás, haciendo como si se asustaran, levantando las manos y gritando:
—¡Ahhh! ¡Le han contagiado!
El chico al que habían mordido esbozó una sonrisa algo insegura y dijo:
—¡Bah!, dejad de hacer el tonto. ¿Creéis que debería ponerme la antitetánica o algo?
Los otros se dieron cuenta de su preocupación y siguieron gastándole bromas, diciéndole que pronto iba a convertirse en un muerto viviente en busca de carne humana, y el chico les pidió que cerraran el pico. Sus compañeros se rieron de él, y como para demostrarles que no estaba preocupado en absoluto, se agachó junto a los restos más cercanos de lo que antes había sido una persona, una anciana diminuta con el brazo tan partido que le caía por encima de la nuca. El chico puso su brazo herido delante de la boca de ella y dijo:
—Ñam, ñam, venga, come.
La boca partida de la vieja, en la que destacaban unos pocos dientes entre los labios hechos puré, se abrió y se cerró como la de un pez en tierra. El chico se reía mirando a los otros, y en ese instante sucedió lo que Flora había estado esperando que ocurriera: la vieja alargó el otro brazo, agarró al chico y le clavó los dientes en la carne.
El chico empezó a gritar y perdió el equilibrio, pero se levantó rápidamente. Los dientes se negaban a soltarle y la vieja, como si fuera una muñeca de trapo, se levantó también del suelo colgando del brazo del chico.
—¡Ayudadme, joder! —gritó él, sacudiendo el brazo, pero, pese a que la anciana no era más que un montón de huesos rotos en un saco de piel, tenía los dientes cerrados y se balanceaba con las sacudidas.
Los otros tiraron los cigarrillos, empuñaron los bates y empezaron a golpear el cuerpo de la vieja. No quedaban más huesos que romper, lo único que se oía eran golpes secos, blandos, como si estuvieran sacudiendo una alfombra húmeda. Al final le dieron un golpe encima del hombro con tal fuerza que la cabeza se soltó del brazo y ella volvió a caer al suelo.
El chico del que se había colgado la mujer agitaba el brazo, aullando una repulsión no articulada. Le faltaba un buen trozo de carne en el antebrazo y él saltaba, daba patadas en el suelo como si deseara salir volando, desaparecer, no ser protagonista de aquello.
Le corría la sangre por el brazo, y Markus se quitó la camisa, cortó la manga que ya estaba rasgada y le dijo:
—Ven, vamos a hacer un torniquete...
El herido actuaba como si no lo oyera. Abrió la mochila en un impulso de enajenado, sacó un par de botellas de plástico, las abrió y roció con aquel líquido el montón de cuerpos que aún se agitaban y revolvían.
—¡Ahora vais a ver, hijos de puta! —Corrió alrededor del montón de muertos, vertiendo todo el líquido que había en las botellas—. ¡Ahora vamos a ver cuánto mordéis, cabrones!
La parálisis que había inmovilizado a Flora se había ido suavizando; los otros cuatro se habían tranquilizado después de dar golpes hasta cansarse, sólo la histeria del herido le atravesaba ahora la cabeza como una sierra, una sierra contra una superficie de metal...
«No...».
No era eso. Era el otro ruido. No había nada que hacer; era demasiado tarde, ella no podía evitar que los chicos hicieran cuanto habían planeado. Miró a su alrededor y al otro lado del patio se vio a sí misma, dirigiéndose hacia la farola. Aún le resultaba difícil mirar, algo le decía que bajara los ojos, pero era como si ya se hubiera acostumbrado. Desplazó el ruido cortante a la parte posterior del cerebro y dejó espacio para pensar libremente.
Haz algo, haz algo, pensó dirigiéndose a la figura que se parecía tanto a ella misma, y que en un abrir y cerrar de ojos se había plantado delante del montón de cadáveres, donde los chicos se disponían ahora a sacar las cerillas de la mochila. Ellos no se percataron, pero evidentemente oyeron el ruido, la vieron con el rabillo del ojo, porque movieron la cabeza, gritando:
—¿Qué cojones? Joder, joder...
La Muerte abrió los brazos en un gesto de invitación para que se abrazaran a ella, y Flora, como hipnotizada, hacía lo mismo, como si fuera un reflejo de la otra. Los chicos consiguieron encender la cerilla y la Muerte dio un par de pasos y se deslizó dentro del montón de cuerpos, se inclinó y estiró las manos, haciendo un gesto como si estuviera recogiendo bayas, reuniendo algo.
La cerilla voló por los aires.
—¡Ten cuidado! ¡Sal! —alertó la muchacha a voz en grito.
Al mismo tiempo que aterrizó la cerilla, la Muerte alzó la cabeza y miró a Flora a los ojos. Eran dos copias exactas. No había nada aciago ni negro en sus ojos, sólo eran los ojos de Flora. Durante un segundo pudieron mirarse mutuamente, compartir sus secretos, antes de que la gasolina prendiera con una explosión y un muro de llamas se interpusiera entre ambas.
Los chicos se quedaron como atrapados en el hielo mirando la hoguera. Las llamaradas más altas se elevaban casi a la misma altura que los tejados de los edificios, pero después de unos segundos se consumieron los gases y el fuego prendió en los cuerpos; se oyó el crepitar de las ropas de hospital al carbonizarse y de la carne al abrasarse.
—¡Venga, vámonos!
Los chicos contemplaron el fuego un poco más, como si quisieran grabárselo para siempre en la memoria, luego se dieron la vuelta y corrieron para abandonar el patio. El tal Marcus, que ahora llevaba el pecho desnudo, se detuvo un instante y miró a Flora levantando el dedo índice como si estuviera pensando decirle algo, pero no se molestó en hacerlo y siguió a los demás. Pasados un par de minutos, sus consciencias estaban ya fuera del alcance de Flora.
Las llamas se consumieron. Ella supo por el silencio reinante dentro de su cabeza que la Muerte había desaparecido. Se acercó a la hoguera, donde sólo quedaban algunas pequeñas llamas aisladas y un olor fuerte y dulzón que se elevaba hacia el cielo. Tal vez porque los muertos tenían tan poca carne, tan poca grasa, el fuego no había prendido en condiciones.
Todo era negro. Los muertos por partida doble yacían encogidos con los codos contra el cuerpo y apuntando con los puños amenazantes, como si boxearan contra la oscuridad. Emanaba del montón un aire asfixiante, y Flora cogió una solapa de la chaqueta y se la puso delante de la nariz y la boca.
«Hace un momento estaban bailando».
Su pecho se llenó de algo totalmente opuesto al estremecimiento experimentado durante la danza de los muertos: una desolación, un vértigo abismal. Una desolación que abarcaba a toda la humanidad y su paso por la tierra. Y el mismo pensamiento que la asaltó entonces volvió a surgir ahora, en una perspectiva totalmente distinta: «Es así».
Norra Brunn, 21:00
David había dejado que Sture le convenciera y ya se estaba arrepintiendo. Leo, efectivamente, le había quitado de la programación, había un mensaje en su contestador automático informándole de ello, sólo que David no había escuchado el contestador. Le sirvieron una cerveza y fue a la cocina con los demás. Todo fueron pésames. Las bromas y las risas que había antes de llegar él se acabaron.
Aquél no era un lugar para conversaciones serias. Cuando no podían hacer bromas no decían nada. Los cómicos individualmente eran lógicamente como el resto de la gente, con la misma capacidad para la tristeza y para la alegría que los demás, pero como colectivo eran un hatajo de bufones incapaces de manejar lo que no se podía formular en una réplica ingeniosa.
Benny Melin se acercó a él justo antes de empezar la representación y le dijo:
—Oye, espero que no te parezca... pero tengo algunas cosas con esto de los redivivos.
—No, no —contestó David—. Haz lo que tengas que hacer.
—Está bien —le dijo Benny, y se le iluminó la cara—. Es una cosa tan grande, casi no hay manera de evitarlo.
—Lo comprendo.
David vio que Benny estaba a punto de probar con él alguna de sus bromas, así que levantó su vaso, le deseó suerte y se retiró. Benny hizo una pequeña mueca. Nunca se deseaban suerte, se decían «que te parta un rayo» o cosas por el estilo, y David lo sabía y Benny sabía que David lo sabía. Desearle a alguien «suerte» era casi un insulto.
David se situó en la barra del bar. El personal le saludó con inclinaciones de cabeza, pero ninguno se acercó a hablar con él. Se tomó la cerveza y le pidió a Leo que le sirviera otra.
—¿Qué tal va? —le preguntó Leo mientras le servía la bebida.
—Va —dijo David—. No mucho más.
Leo dejó la cerveza en la barra. No le pareció oportuno contestar dando más explicaciones. Leo se secó las manos con una toalla y le dijo:
—Salúdala de mi parte. Cuando mejore.
—Lo haré.
David notó que estaba a punto de empezar a llorar otra vez, se volvió de espaldas, mirando hacia el escenario, y se bebió de un trago medio vaso de cerveza. Se encontraba mejor. Cuando podía estar en paz y nadie tenía que aparentar que comprendía la situación.
«La muerte nos aísla de los demás».
Se encendieron las luces del escenario y Leo, a través del micrófono fantasma, dio una calurosa bienvenida a todos, les rogó que dirigieran sus miradas hacia el escenario y empezó a dar palmadas para recibir con un aplauso al animador de la tarde: Benny Melin.
El local estaba lleno, y los aplausos y silbidos que precedieron a la aparición en escena de Benny fueron para David como una punzada de nostalgia por volver a aquel mundo, el verdadero mundo irreal.
El humorista hizo una breve inclinación y cesaron los aplausos. Subió un poco el micrófono, lo bajó otro poco y terminó colocado en la misma posición que estaba desde el principio.
—Bueno, no sé cómo lo llevaréis vosotros, pero yo estoy un poco preocupado por lo de Heden. Un suburbio lleno de muertos.
El local estaba ahora en silencio; tensa expectación. Todos estaban preocupados por lo de Heden, temían que apareciera algún aspecto nuevo en todo ello en el que no habían pensado hasta ahora.
Benny arrugó la frente como si estuviera tratando de reflexionar sobre un problema complicado.
—Me pregunto sobre todo una cosa.
Pausa retórica.
—¿Querrá el camión de los helados ir allí a vender? —Hubo risas de alivio. No tanto como para arrancar aplausos, pero casi. Benny continuó—: Y si conduce hasta allí, ¿venderá algo?
»Y si vende algo, ¿qué será lo que venda?
Benny alzó la mano en el aire y dibujó una pantalla hacia la que todos tenían ahora que mirar.
—Tenéis que verlo delante de vosotros. Cientos de muertos atraídos fuera de sus casas por... —Benny tarareó la melodía que solía acompañar al camión de los helados y luego pasó enseguida a interpretar a un zombi que caminaba tambaleándose y con los brazos extendidos. La gente soltaba alguna risita, y entonces Benny clamó—: Frigopiiié, frigopiiiié...
Llegaron los aplausos.
David apuró la cerveza y se escabulló por detrás del bar. No podía soportar aquello. Opinaba que Benny y los demás estaban en su derecho de bromear con algo que era de actualidad, sí, estaban obligados a hacerlo, pero él no estaba obligado a escucharle. Salió enseguida a través del bar y cruzó las puertas hasta la calle. Una nueva salva de aplausos celebraba las ocurrencias a sus espaldas y él se alejó del ruido.
Lo doloroso no era que se hicieran bromas. Hay que hacer bromas, siempre hay que hacer bromas si queremos sobrevivir. Lo duro era que hubiera ocurrido tan pronto. Después del hundimiento del Estonia, por ejemplo, tuvo que pasar medio año antes de que alguien tratara de hacer alguna broma sobre el remolque del barco o sus compuertas, y aun entonces con un éxito más bien escaso. Lo del World Trade Center había ido mucho más deprisa, ya dos días después del atentado alguien comentó algo acerca de una nueva compañía de vuelos de bajo coste, Taliban Airways, y la gente se rio. Aquello quedaba tan lejos que no parecía de verdad.
Evidentemente, los redivivos estaban dentro de la misma categoría: no eran una realidad, no hacía falta mostrar ningún respeto. Por eso la presencia de David había sido difícil para los otros cómicos; él lo convertía en algo real. Pero en el fondo, los redivivos no eran más que eso: un chiste.
Pasó entre los numerosos coches aparcados a lo largo de la calle de Surbrunnsgatan, y vio ante sí el cuerpo sin cabeza de Baltasar dando sacudidas en las rodillas de Eva, y se preguntó si él podría alguna vez volver a reírse de algo.
* * *
El paseo desde Norra Brunn acabó con sus últimas fuerzas. La cerveza que se tomó tan deprisa chapoteaba dentro de su estómago y cada paso constituía una prueba de superación personal. De buena gana se habría acurrucado sin más en el portal más cercano, y habría dormido lo que quedaba de aquel día tan terrible.
Tuvo que apoyarse contra la pared dentro del portal y descansar un par de minutos antes de subir al apartamento. No quería presentarse en tan mal estado como para que Sture se ofreciera a quedarse allí. Quería estar sólo.
Sture no se ofreció. Después de informarle de que Magnus había estado dormido todo el tiempo, le dijo:
—Bueno, entonces será mejor que vuelva a mi casa.
—Sí —dijo David—. Gracias por todo.
Sture le miró inquisitivo.
—¿Podrás arreglarte sólo?
—Sí, me las arreglaré.
—¿Seguro?
—Seguro.
David estaba tan cansado que su conversación se parecía a la de Eva; sólo podía repetir lo que decía Sture. Se despidieron dándose un abrazo, David tomó la iniciativa. Esta vez él apoyó la cabeza en el pecho de Sture durante un par de segundos.
Cuando su suegro se hubo marchado, él se quedó un momento de pie en la cocina y miró la botella de vino, pero decidió que estaba demasiado cansado hasta para eso. Fue a ver a Magnus; permaneció un rato contemplando a su hijo, que estaba casi en la misma postura en la que él le había dejado: la mano debajo de la mejilla, los ojos deslizándose suavemente bajo los tenues párpados.
David se metió en la cama con mucha cautela, apretujándose en el reducido espacio que quedaba entre la pared y el cuerpo de Magnus. Pensó quedarse sólo unos segundos, contemplando el hombro frágil y liso que sobresalía por encima del edredón. Cerró los ojos y pensó..., no pensó nada. Se durmió.
Tomaskobb, 21:10
Mahler descubrió la baliza cuando tomó tierra en la isla más cercana. Estaba construida con unas tablas que habían perdido el color y él no la había visto en la oscuridad. El canal, por lo tanto, discurría de frente. Se volvió a subir al bote y arrancó el motor. Rugió, se entrecortó y se paró.
Inclinó el depósito, bombeó la gasolina y esta vez el ingenio se puso en marcha y la mantuvo el tiempo suficiente como para que Mahler pudiera salir de la isla; después se volvió a parar.
Con los brazos apoyados en las rodillas observó detenidamente las islas, de un azul aterciopelado en la oscuridad de aquella noche de verano. En las islas planas sobresalían algunos árboles aislados, recortándose negros contra el cielo como en los documentales de África. Sólo se oían las vibraciones lejanas de los motores del ferry que acababa de pasar.
«No está tan mal».
Era mejor saber dónde estaba que tener gasolina. Ahora por lo menos sabía lo que le esperaba. Con los remos le llevaría una media hora llegar hasta la isla, deslizándose sobre el mar en calma. Ningún peligro. Era cuestión de tomárselo con calma y todo saldría bien.
Metió los remos en los toletes y se puso manos a la obra. Remaba con movimientos cortos, respirando profundamente el aire cálido de la noche. A los pocos minutos ya había cogido el ritmo y apenas notaba el esfuerzo. Era como la meditación.
«Om mani padme hum, om mani padme hum...».
El movimiento de los remos iba empujando el mar hacia atrás.
Cuando llevaba unos veinte minutos remando le pareció oír el berrido de un corzo. Sacó los remos del agua y aguzó el oído. Volvió a oír el sonido. Aquello no era el berrido de un corzo, era más bien un... grito. Era difícil precisar de qué lado venía; el sonido retumbaba entre las islas, pero si hubiera tenido que elegir, habría dicho que procedía de...
Volvió a hendir los remos en el agua, empezó a bogar con golpes más amplios y más fuertes. No volvió a escucharse más el grito. Pero había llegado de la zona de Labbskärshållet. Un sudor frío le cubrió la espalda y la tranquilidad desapareció. Él ya no era un hombre metido en meditaciones, era sólo un maldito motor ineficaz.
«Debía haber ido en busca de combustible».
La boca se le llenó de una secreción pastosa y Mahler lanzó un escupitajo al motor.
—¡Maldito motor de mierda!
Aunque el error era suyo. Sólo suyo.
Para evitar tener que amarrar el barco, remó directamente hasta la playa y saltó fuera. Se le llenaron los zapatos de agua y ésta chapoteaba contra las plantas de los pies mientras subía hacia la casa. No tenían encendida ninguna luz y de ella sólo se veía la silueta recortada contra el azul oscuro del cielo.
—¡Anna! ¡Anna!
No hubo respuesta. La puerta exterior estaba cerrada y cuando tiró de ella ofrecía resistencia, hasta que cedió lo que la sujetaba. Él se estremeció y se llevó el brazo a la cara cuando tuvo la impresión de que alguien le golpeaba, pero sólo era el palo suelto de una escoba que salió por los aires y golpeó contra la roca.
—¿Anna?
El interior de la casa estaba oscuro como boca de lobo y sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. La puerta del dormitorio estaba cerrada y en el suelo de la cocina había un... montón de nieve. Él parpadeó y el montón de nieve empezó a cobrar forma hasta convertirse en un edredón; era Anna sentada en el suelo abrazando un edredón.
—Anna, ¿qué pasa?
—Ha estado aquí... —respondió su hija con un hilo de voz procedente de una garganta destrozada.
Mahler miró a su alrededor. Por el vano de la entrada se filtraba la luz de la luna, pero era tan tenue que apenas iluminaba el interior. Reparó en la otra habitación, donde no se oía nada. Los animales le daban pánico a Anna, y él lo sabía. Suspiró.
—¿Era una rata? —preguntó con irritación.
Ella negó con la cabeza y dijo algo que él no logró entender. Cuando se volvió para ir a la otra habitación a ver lo que era, ella soltó:
—Cógela. —Y señaló un hacha pequeña que había en el suelo a sus pies. A continuación se levantó como pudo con el bulto en brazos, cerró de nuevo la puerta de fuera y se sentó de espaldas contra el marco, sujetando la manilla con una mano. La estancia se quedó completamente a oscuras.
Mahler sopesó el hacha entre sus manos.
—¿Qué es lo que hay, entonces?
—... ahogado...
—¿Qué?
Anna se obligó a forzar la voz y graznó:
—Un muerto. Un cadáver. Un ahogado.
Mahler cerró los ojos, buscó en su cabeza una imagen de la cocina y recordó que había una linterna sobre la encimera. Fue tanteando en la oscuridad hasta que agarró el tubo de la linterna.
«Pilas...».
Apretó el interruptor y salió un cono de luz que iluminó toda la cocina. Enfocó hacia la pared más próxima a Anna, para no deslumbrarla. Ella misma parecía un fantasma: las greñas empapadas de sudor le caían sobre la cara y miraba al frente con los ojos vacíos.
—Papá —dijo en voz baja sin mirarle—. Debemos dejar que Elias se... vaya.
—¿Qué estás diciendo? ¿Irse, adonde?
—Irse... morir.
—Calla ahora, que voy a...
Mahler entreabrió la puerta del otro cuarto e iluminó un poco con la linterna. Allí no había nada. Abrió un poco más, recorrió la habitación con el haz de luz.
Entonces vio que estaba rota la ventana que había en la pared de enfrente. La luz se reflejó en los trozos de vidrio esparcidos por el suelo y por la mesa. Había algo encima de la mesa, entre los cristales. Supuso que sería una rata. Dio dos pasos para verla de cerca.
«No. Aquello no era una rata».
Era una mano cortada, una mano de fina piel arrugada por el agua. El dedo índice estaba descarnado por arriba y sólo quedaba el hueso delgado como un palillo.
Mahler tragó saliva mientras le daba la vuelta a la mano con el extremo del hacha. Aquélla yació inerte sobre las esquirlas de vidrio. Él resopló. ¿Qué se había esperado? ¿Que saltara y le agarrara del cuello? Alumbró el exterior a través de la ventana y sólo vio las rocas que sobresalían por encima de la cortina de enebros.
—Está bien —le dijo a Anna al volver a la cocina—. Tendré que salir a mirar fuera.
—No...
—¿Qué vamos a hacer si no? Irnos a dormir y esperar que...
—... alo...
—¿Qué?
—Es malo.
Mahler se encogió de hombros y levantó el hacha.
—¿Fuiste tú quien...?
—Tuve que hacerlo. Quería entrar.
El subidón de adrenalina que lo había mantenido en tensión desde que oyó en el mar el grito de Anna empezaba a aplacarse, y estaba muerto de hambre. Jadeante, se dejó caer en el suelo junto a su hija. Se acercó la cesta frigorífica, extrajo un paquete de salchichas y devoró dos; luego, le ofreció el paquete a Anna, pero ella las rechazó con una mueca.
Él se comió otras dos salchichas más, pero era como si el hecho de masticar sólo le diera más hambre. Cuando se tragó aquella masa pastosa, le preguntó:
—¿Y Elias?
Anna miró el bulto que tenía en brazos y dijo:
—Tiene miedo. —La voz de Anna sonaba castigada, pero audible.
Gustav sacó un paquete de bollos de canela y se comió cinco. Más masa pastosa que tragar. Bebió unos cuantos tragos del cartón de leche y sintió que seguía teniendo tanta hambre como antes, con la diferencia de que ahora, además, le pesaba el estómago. Se echó hacia atrás y se tumbó en el suelo para hacer que el peso se desplazara y se repartiera.
—Volvemos a casa —anunció Anna.
Mahler iluminó con la linterna el bidón de gasolina guardado debajo del fregadero y dijo:
—Podremos hacerlo si hay combustible en ese bidón. Si no, no.
—¿No tenemos gasolina?
—No.
—Yo creía que tú ibas a...
—No he podido.
Anna no dijo nada, lo cual a él le pareció peor que si se lo hubiera reprochado. La rabia empezó a agitarse poco a poco en su pecho.
—He trabajado —dijo él— todo el tiempo desde que...
—Ahora no —le atajó Anna—, déjalo.
Él apretó los dientes, se dio una vuelta, se arrastró hasta el bidón de gasolina y lo levantó. No pesaba casi nada, puesto que estaba vacío.
«Menudos idiotas», pensó. «Menudos idiotas, mira que no tener gasolina de reserva...».
Oyó a Anna dando un resoplido desde la puerta y recordó que ella estaba al tanto de sus pensamientos. Se levantó despacio y recogió la linterna y el hacha.
—Tú sigue ahí sentada riéndote —le dijo. Blandió el hacha mientras se dirigía hacia la puerta y añadió—: Y voy yo y... —Anna no se movió.
—¿Me vas a dejar a salir?
—No es como Elias —observó ella—. Éste ha estado solo, éste...
—¿Quieres apartarte de la puerta?
Anna le miró a los ojos.
—¿Y qué hago yo? —le dijo—. ¿Qué hago yo si... te pasa algo?
El padre se echó a reír con acritud.
—¿Es eso lo que te preocupa? —Sacó el móvil del bolsillo, lo encendió e introdujo su número de pin, se lo dio a su hija y le dijo—: Uno, uno, dos. Si ocurre algo.
Anna miró el teléfono como para comprobar si había cobertura y sugirió:
—Vamos a llamar ahora.
—No —repuso Mahler alargando la mano hacia el teléfono—. Entonces me quedo yo con él. —Ella suspiró y escondió el aparato debajo del edredón—. ¿No vas a llamar?
La chica negó con la cabeza y soltó la puerta.
—Papá, hacemos mal.
—Ya, ya —replicó él—. Eso es lo que a ti te parece.
Abrió la puerta y recorrió con la luz de la linterna las rocas, la hierba y los arbustos de frambuesas. Cuando levantó la linterna de manera que ésta alumbrara un resquicio en la cortina de alisos plantados entre la casa y el mar, vio a una persona tendida en las rocas ligeramente inclinadas hacia el canal. De hecho, no hacía falta luz artificial, la luna bastaba para distinguir la figura blanca tumbada encima de las rocas, con la cabeza a ras del agua.
—Lo veo —dijo él.
—¿Qué piensas hacer?
—Quitarlo de en medio.
Mahler se alejó de la casa. Anna no cerró la puerta como él pensaba que iba a hacer ella. Avanzó unos pasos hacia aquel ser y se dio la vuelta. Anna seguía en el umbral, abrazando el bulto y mirándole a él.
Quizá debería haberse sentido satisfecho o conmovido, pero se vio cuestionado; tuvo la impresión de que Anna no se fiaba de él y ahora se quedaba mirando para verle fracasar una vez más.
Cuando llegó al borde de la playa, después de pasar al lado del bote, descubrió lo que estaba haciendo aquel ser. Estaba bebiendo. Se había tumbado cuan largo era y se llevaba el agua del mar a la boca con la mano que le quedaba.
Mahler apagó la linterna y se acercó con sigilo sobre las húmedas algas, agarrando con fuerza el hacha.
«Quitarlo de en medio».
Eso era lo que iba hacer. Quitárselo de en medio.
Mahler se encontraba a poco más de veinte metros del individuo cuando éste se levantó. Aquello era una persona y no lo era. La luz de la luna era suficiente para ver que le faltaba buena parte del cuerpo. La suave brisa marina traía consigo un hedor a pescado podrido. El periodista vadeó unos metros entre los carrizos y subió a la roca donde le estaba esperando aquel ser. Tenía la cabeza ladeada como si no pudiera creer lo que veían sus ojos.
«¿Ojos?».
No tenía ojos. Movía la cabeza de un lado a otro como si olfateara, o buscara el ruido de sus pasos. Cuando se hallaba a tan sólo unos metros de él, Mahler vio que a aquel tipo le habían arrancado la piel del pecho a mordiscos, y que las costillas destacaban blancas a la luz de la luna. Advirtió un movimiento entre los huesos y jadeó al creer que lo que se agitaba era el corazón del monstruo.
Alzó el hacha y encendió la linterna, apuntando hacia aquel ser para deslumbrarlo, si es que tenía ojos con los que ver. El haz luminoso hizo que aquella figura se recortara blanca como la tiza contra el mar de fondo, y ahora vio Mahler cuál era la causa de los movimientos: dentro del pecho tenía enroscada una gruesa anguila negra, como encerrada en una nasa, que estaba abriéndose camino hacia fuera a mordiscos.
Una especie de reflejo compasivo hizo que Mahler, para no mostrar su asco, se diera media vuelta antes de que los alimentos que se había comido se le revolvieran dentro del estómago y fueran expulsados. Salchichas, bollos y leche salieron vomitados sobre las rocas y se escurrieron hacia el agua. Antes de que dejara de sentir náuseas se volvió para no estar de espaldas a aquel monstruo.
Los vómitos seguían fluyendo entre sus mandíbulas convulsas, resbalándole por la barbilla. Vio a la anguila dando algunas sacudidas dentro del pecho y en medio del silencio oyó los ruidos que hacía su cuerpo de serpiente al resbalarse sobre la carne que quedaba dentro de su cárcel. Mahler se pasó la mano por la boca, pero los dientes no querían dejar de castañetear.
Su repugnancia era tan grande que lo único que tenía en la cabeza era una aversión incontrolable, la idea fija de deshacerse de él, matarlo, hacer desaparecer aquella abominación de la superficie de la tierra.
«Matarlo... matarlo... ».
Dio un paso hacia aquel monstruo y al mismo tiempo el monstruo dio un paso hacia él. Avanzaba rápido, mucho más rápido de lo que él hubiera podido imaginarse con aquel cuerpo hecho pedazos. Los huesos chocaron un par de veces contra la roca y, pese a su furia ciega, Mahler retrocedió a causa de la anguila; no quería que la anguila, que había engordado a base de comer carne humana, se acercara a él.
Retrocedió, y se resbaló en sus propios vómitos. El hacha salió despedida de su mano cuando su cuerpo aterrizó sobre las rocas con un golpe sordo. Su nunca chocó contra la roca; la parte posterior de la cabeza se le hundió del golpe. Vio rayos y centellas, y un instante antes de que se apagaran y lo sumieran en la oscuridad, Mahler sintió las manos de aquel monstruo sobre su cuerpo.
Labbskäret, 21:50
Anna lo vio todo. Vio caer a su padre cuan largo era contra la roca, oyó su cabeza chocar contra la piedra, vio al monstruo abalanzarse sobre él.
Se levantó de un salto, con Elias todavía en brazos.
«¡No, Dios mío! Maldito demonio».
El monstruo levantó la cabeza hacia ellos y en ese instante Anna oyó la voz interior de Elias, que le aconsejaba: «... cosas buenas... piensa en cosas buenas...».
Ella sollozó y dio un par de pasos sobre la roca. Algo sonaba a sus pies, pero ella no se molestó en mirar lo que era, sino que siguió bajando hacia el bote, hacia el monstruo que agitaba la cabeza sobre el cuerpo inmóvil de su padre.
«... demonio repugnante...».
«... cosas buenas...».
En realidad, Anna ya lo sabía. La criatura se había limitado a permanecer sobre la roca mientras se mantuvo acostada sin hacer nada ni pensar en nada. Únicamente cuando ella se acercó a la ventana y le gritó que se marchara, transmitiéndole su odio y su repulsión hacia él, fue cuando aquella cosa rompió el cristal. Su pánico le había incitado a querer irrumpir en la casa.
Cuando su padre empezó a transmitir odio contra él y la anguila que llevaba en el pecho, ella trató de enviarle el mismo mensaje que Elias le enviaba a ella ahora —«piensa en cosas buenas»—, pero no consiguió conectar con él, y ahora era demasiado tarde.
Era difícil pensar amablemente cuando alguien acababa de matar a tu padre. Muy difícil.
«Maldito demonio blanco asqueroso...».
Siguió caminando sobre la hierba sin encontrar ninguna palabra amable. Todas desaparecían de ella, una a una, persona tras persona. Vio que el monstruo se levantaba, se metía entre los carrizos y continuaba por la playa en dirección al bote, hacia ella.
Anna agachó la mirada para intentar localizar una rama gruesa en el suelo, algo que pudiera usar como arma. Todas las ramas del suelo estaban podridas, lógicamente, de lo contrario no se habrían caído. Los pies del engendro chapoteaban sobre las algas mojadas y ella vio el tendedero del que aún colgaban los calcetines de Elias. Podía partirlo y usarlo para...
El redivivo estaba ya a la altura del bote. Anna ascendía por la ladera en dirección a las rocas caminando de costado para no perderle de vista. Elias se removió inquieto entre sus brazos, el edredón le colgaba por los pies. Si lograba apoderarse del barrote, si lo consiguiera, tal vez entonces pudiera...
«¿Qué? Es imposible matar a un muerto».
Pese a todo, ella perseveró y siguió colina arriba. Al culminar el ascenso, dejó a su hijo en el suelo y empezó a tirar del palo del tendedero. El viento y la lluvia habían endurecido la madera, pero el miedo le insufló fuerzas y al final se rompió por el pie con un chasquido. Los calcetines de Elias seguían colgados de los ganchos, y mientras el monstruo empezaba a subir por la hierba, a tan sólo cinco metros de ella, Anna golpeó el palo contra la roca para quitarle el travesaño y obtener un arma limpia.
El pequeño Olle al bosque se fue14.
La vocecilla de Elias logró traspasar el caparazón de miedo que envolvía a su madre y ésta le comprendió. Anna dejó de pensar en otras cosas cuando el ahogado alcanzaba los pies de la roca, justo por debajo de ella, y la pestilencia a cadáver le saturaba las fosas nasales. En ese momento, ella sólo se preocupó de cantar:
Las mejillas coloradas y el sol en la mirada,
y de comer zarzamoras le quedó la boca morada.
No podía pensar cosas buenas, pero podía cantar mentalmente. El ahogado se detuvo. Le temblaron los huesos, se le hundieron los hombros. Una máquina a la que de pronto se le hubiera acabado el combustible.
Ojalá no tuviera que ir yo solo por aquí.
Unas lágrimas silenciosas le surcaron las mejillas cuando la luz de la luna iluminó los labios del monstruo, pringados por un líquido oscuro, pero ella no pensó en la sangre de su padre ni en nada que pudiera llevarla por la senda de la rabia y el odio, sino que siguió canturreando:
Brummelibrum, ¿quién anda ahí?
Los matojos se agitan, pero un perro sólo es.
La ironía de la letra de la canción hizo que a Anna le temblara todo el cuerpo, pero ella ya no estaba dentro de su cuerpo, se encontraban cerca y advertía los cambios de aquel ser, veía lo mismo que él, pero actuaba como directora y ordenó a su mente que siguiera cantando.
El ahogado dio la vuelta y se marchó por donde había venido en dirección al estrecho, hacia las rocas, hacia el cuerpo de su padre. No lo pensó, sólo constató que estaba ocurriendo.
Esperó medio minuto mientras terminaba de entonar la canción, después envolvió a Elias en el edredón y caminó hacia el bote. La luna brillaba amarilla dentro de un pequeño charco en la roca, y cuando la hierba le rozó las piernas vio algo...
«¿Amarillo?».
... y no era amarillo. Anna volvió a mirar otra vez hacia allí. Lo que brillaba encima de la roca era el móvil. Se le había caído. Cantando aún la misma canción —no se atrevía a cambiar por miedo a perder la concentración— recuperó el teléfono, lo puso encima de la tripa de Elias y siguió en dirección al bote.
El osezno es un glotón: todo lo que asoma embucha.
Anna tumbó a Elias dentro, evitando mirar hacia el estrecho, mientras empujaba el bote desde el borde de la playa, dio un par de zancadas en el agua y subió a bordo. El bote flotó y se deslizó hacia mar abierto entre el suave oleaje del agua. Se sentó en la bancada central, desde donde pudo ver las bolsas con la compra y los bidones de agua. En medio del silencio sólo se oían los chirridos procedentes del estrecho, como si estuvieran limpiando pescado. Le empezó a temblar la mandíbula inferior y se abrazó a sí misma.
«Él trataba de... Sólo quería... Trataba de ayudar». Demonio repugnante... «Con sus manitas Olle le tiende la cesta al oso...».
Debía seguir adelante, pues el monstruo sabía nadar.
Colocó los remos en los toletes con manos temblorosas y remó hacia la otra boca del estrecho. Sabía que estaba remando en dirección contraria, pero era incapaz de pasar cerca y quizá ver...
Cuando había batido los remos unas cincuenta veces y ya sólo tenía el azul intenso del mar de Åland a sus espaldas, soltó los remos, dejando que colgaran libremente en los toletes, y se agachó junto a Elias, se acurrucó a su lado en la cubierta y dejó que llegaran los sentimientos. Dejó de huir, dejó de cantar, dejó...
La brisa del sur los llevaba cada vez más lejos, más lejos. Dejaron atrás el escollo de Gåskobb y pronto el faro centelleante de Söderam fue lo único visible entre el cielo y el mar.
Heden, 22:00
Flora se quedó mirando el negro montón de cuerpos retorcidos.
Lo había deseado aquella tarde en el jardín de Elvy, sí; entonces, supo que iba a suceder algo que iba a cambiar Suecia para siempre. Ahora había sucedido, y ¿qué había cambiado?
«Nada».
El miedo fomentó el miedo, el odio fomentó el odio y, al final, sólo quedaba un montón de cuerpos quemados. Como en todas partes, como siempre.
Algo se movió entre los despojos.
Al principio creyó que eran dedos que de algún modo se habían librado del fuego y ahora intentaban salir; luego vio que eran larvas, larvas blancas que salían de algunos cuerpos. El tufo de la hoguera era insoportable pese a protegerse la nariz, y Flora retrocedió un par de metros.
Sólo salieron siete las larvas, aunque habría allí unos quince redivivos desde el principio.
«Ella se llevó a los otros».
Flora sabía que las larvas eran personas, no, las larvas eran la esencia humana de la persona, y se manifestaba ante sus ojos de una forma comprensible. En realidad, tampoco su gemela era su gemela, o algo que pudiera comprenderse en absoluto con conceptos humanos. Eso lo había comprendido durante el segundo que ambas se miraron a los ojos.
La otra Flora, la que calzaba sus mejores zapatillas deportivas, sólo era una fuerza que se manifestaba de un modo diferente e inteligible para cada uno. Lo único que no cambiaba eran los anzuelos, puesto que la misión de la fuerza era pescar, buscar. Tampoco los anzuelos eran algo real, sino una imagen comprensible para los hombres.
Las larvas que se habían liberado de aquella masa negra se revolvían sin un lugar donde estar, ahora que su morada humana había quedado destruida.
«Perdidas», concluyó Flora. «Están perdidas».
Ella no podía hacer nada. Se habían descarriado a causa del miedo y ahora estaban perdidas. Mientras ella miraba, las larvas seguían hinchándose, volviéndose primero de color rosa, y luego rojo.
Flora pudo oír a lo lejos los gritos de angustia cuando las personas-larva se dieron cuenta de lo que ella ya sabía: ahora iban a ser conducidas inexorablemente hacia el otro sitio. Ése del que no se puede decir nada. Nada.
Las larvas siguieron engordando, la fina piel se estiró y los gritos se volvieron más fuertes, a Flora le daba vueltas la cabeza, pues ella sabía que nada de aquello estaba sucediendo en realidad. Se veía sólo porque ella lo miraba. Se estaba representando ante sus ojos un drama invisible tan antiguo como la humanidad.
Las larvas se rasgaron una tras otra en silencio, salvo un audible plop final. Manó de ellas un incoloro líquido gelatinoso que se evaporó al entrar en contacto con el calor de los huesos calcinados. Los gritos cesaron.
«Perdidas».
La muchacha se alejó de la hoguera, se sentó en el banco a varios metros de allí e intentó pensar. Sabía demasiado, decididamente demasiado. Los conocimientos que brotaron en su mente durante aquel segundo en que se vio a sí misma eran demasiado, ella no podía sobrellevarlos.
«¿Por qué? ¿Por qué ha pasado esto?».
Ella lo sabía todo, aunque era imposible expresarlo con palabras. Había sucedido algo en el orden superior y en nuestro pequeño planeta se había manifestado de esta manera: los muertos habían resucitado dentro de una zona delimitada. A veces, el aleteo de una mariposa provocaba un huracán. Visto desde una perspectiva más amplia, aquello no era nada, uno de esos accidentes que ocurrían a veces, a lo sumo una nota a pie de página en el libro de los dioses.
De repente se irguió en el banco. Recordó algo que Elvy le había dicho al otro lado de la verja... ¿hoy? Seguía siendo aún el mismo día en que ella había estado paseando con Maja y... sí, seguía siendo el mismo día.
Sacó el teléfono y marcó el número de Elvy. Milagrosamente no cogió el teléfono ninguna de las viejas ni aquel tipo tan repugnante, sino la propia Elvy. Su voz parecía cansada.
—Abuela. Soy yo. ¿Qué tal?
—No muy bien. No muy... bien.
Escuchó al fondo las voces subidas de tono propias de una discusión. Los sucesos del día habían provocado diferencias en el seno del grupo.
—Abuela, escúchame. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste esta mañana?
Elvy suspiró.
—No, no sé...
—La mujer de la tele, me dejaste que la viera...
—Sí, sí. Eso...
—Espera. Ella te dijo ellos tienen que volver a mí, ¿no?
—Lo intentamos —dijo Elvy—, pero...
—Abuela, escucha, ella no se refería a los vivos sino a los muertos.
Flora le contó todo lo ocurrido en el patio. Lo de la panda de chicos, el fuego, su gemela, las larvas. Mientras hablaba, advirtió en otro rincón de su consciencia que se acercaba gente al recinto. Éstos tampoco traían buena disposición. Se acercaban la ira, el odio. Quizá los gamberros habían buscado a otros amigos, o eran otros nuevos que venían con la misma idea.
—Abuela, tú también la has visto. Tienes que venir aquí. Ahora. Si no ellos... desaparecerán.
Se hizo un silencio al otro lado del hilo que se prolongó varios segundos, a continuación Elvy dijo, ahora con otro ímpetu en la voz:
—Cojo un taxi.
Después de cortar la comunicación, Flora se dio cuenta de que no habían acordado dónde se iban a encontrar, pero eso ya lo solucionarían, sus consciencias estaban tan compenetradas como si tuvieran un walkie-talkie cada una, al menos en aquel recinto. Más complicado iba a ser hallar la manera de que Elvy entrara allí. Ya verían cómo se las arreglaban.
Flora se levantó. Se acercaba gente peligrosa, con malas intenciones.
«¿Qué digo?, ¿qué hago?».
Salió corriendo del patio. Sabía que en el recinto había al menos un redivivo que pensaba de una manera similar a la suya, que pensaba usando el mismo tipo de imágenes. Flora buscaba el 17 C.
Mientras corría, los muertos salían de los portales y se juntaban en los patios. Ahora no bailaban. Todavía había caras que sólo miraban a través de las ventanas, pero cada vez eran menos. Ese silbido tan parecido al rechinar de un torno de dentista crecía en el aire. La muchacha percibió que a lo lejos se acercaban más personas. Habían abierto las verjas, seguro.
Ella siguió corriendo con la angustia aguijoneándole el pecho, se avecinaba una catástrofe, una cascada de terror que ella era incapaz de contener o evitar. Encontró el número 17 y entró corriendo en el portal, pero se detuvo, porque...
... un muerto estaba bajando por las escaleras. Era un hombre mayor, con las piernas amputadas; se arrastraba sobre la tripa reptando hacia abajo, poco a poco. Cada vez que bajaba un peldaño se golpeaba la barbilla contra el cemento, con un ruido que hacía que a Flora le doliera la boca. Él estaba cerca, ella le oyó mascullar:
«A casa... A casa... A casa...».
Alargó la mano para coger a Flora cuando ésta pasó a su lado, pero ella se zafó y continuó subiendo escalones hasta llegar al apartamento 17 C, y abrió la puerta.
Eva estaba en la entrada, a punto de salir. Su rostro no era más que una mancha pálida bajo la luz débil que desde el rellano entraba por la puerta e iluminaba el vendaje que le cubría la mitad del rostro.
Flora no se lo pensó dos veces. Entró y la sujetó por los hombros. La muchacha supo lo que iba a decirle en cuanto se estableció un contacto entre ellas. Cerró su conciencia a cuanto pasaba a su alrededor y pensó:
«Sal fuera. Haz lo que te digo».
La muerta forcejeó para liberarse de las manos de la joven, y esa fracción de lo que fue Eva aún viva en el cuerpo de Eva le respondió:
«No. Quiero vivir».
«No vas a sobrevivir. La puerta está cerrada. Hay dos formas de salir».
Flora le envió las dos imágenes de las almas que habían abandonado la cárcel de la carne. Las almas que fueron pescadas, y los que desaparecieron. No eran suyas las palabras, ella sólo las transmitía.
«Deja que suceda. Entrégate».
El alma de Eva se acercaba a la superficie, y el sonido sibilante aumentó de potencia en algún lugar detrás de Flora. Como una gaviota que hubiera volado sobre el mar, el Pescador se dejó caer ahora contra el reflejo plateado que se vislumbraba, contra la presa.
«Sólo quiero... despedirme».
«Hazlo. Eres fuerte».
Antes de que el Pescador tomara forma, antes de que el alma de Eva se hubiera convertido en la presa del Pescador, Eva abandonó su pecho y voló con una velocidad de la que sólo lo incorpóreo es capaz. Un susurro rozó la piel de Flora cuando una vida pasó junto a ella, la llama de una consciencia jadeó dentro de su cabeza y luego desapareció. El cuerpo de Eva se derrumbó a sus pies.
«Suerte».
Aquel sonido silbante se alejó. El Pescador recogió su pesca.
Svarvargatan, 22:30
David durmió y soñó. Corría por los pasillos del laberinto donde se encontraba encerrado. A veces llegaba hasta una puerta, pero siempre estaba cerrada. Algo le perseguía muy de cerca, siempre estaba detrás de él, a punto de doblar la esquina y darle alcance. Tenía el semblante de Eva, lo sabía, pero no era ella, sólo algo que había adoptado su forma para atraparle con mayor facilidad.
Él golpeaba las puertas, gritaba, y sentía cómo se acercaba todo el tiempo aquello que era la antítesis del amor. Lo peor era que también tenía la sensación de que había dejado atrás a Magnus, que él se hallaba en algún cuarto oscuro donde aquella cosa terrible podía atraparlo.
Él corría por un pasillo interminable hacia otra puerta que ya sabía que iba a estar cerrada. Entretanto, advirtió un fenómeno curioso en la luz del pasillo. Todos los corredores por los que había pasado estaban iluminados por anodinos tubos fluorescentes, pero ahora llegaba otro tipo de luz. La luz del día, la luz del sol. Miró hacia arriba mientras avanzaba. Había desaparecido el techo del pasillo y vio un cielo de verano.
Cuando puso la mano sobre el pasador de la puerta supo que la puerta se iba a abrir, y así fue. La puerta se abrió, todas las paredes desaparecieron y él se encontraba de pie en el césped de la playa de Kungsholmen. Eva estaba allí.
Él supo qué día era, reconoció el instante. Se acercaba por el canal un fueraborda grande de color naranja. Sí. Él lo había mirado, recibió un reflejo naranja en los ojos y luego se había vuelto hacia Eva y le había preguntado:
—¿Te quieres casar conmigo?
Y ella había dicho sí.
—¡Sí! ¡Sí!
Se dejaron caer en la manta y se abrazaron e hicieron planes, y se prometieron que sería para siempre, para siempre, y el hombre del barco naranja les había pitado burlándose, y ahora era ese día y el barco se acercaba, dentro de un instante tendría que hacer la pregunta, pero justo antes de que las palabras salieran de sus labios, Eva le cogió la cara entre sus manos y le dijo:
—Sí, sí, pero ahora debo irme.
David meneó la cabeza. La movía de un lado a otro sobre la almohada.
—No puedes irte.
Los labios de Eva sonreían, pero tenía los ojos tristes.
—Pronto nos volveremos a ver —le aseguró ella—. Sólo pasarán unos años. No tengas miedo.
Él se quitó el edredón de encima, alzó los brazos hacia el techo del dormitorio, extendió sus brazos hacia ella en el césped al mismo tiempo que un grito desgarrador se interpuso entre los dos.
El césped, el canal, el barco, la luz y Eva fueron desapareciendo hasta convertirse en un solo punto. Y entonces él abrió los ojos y descubrió que estaba tumbado en la cama de Magnus con los brazos en cruz. Oyó un sonido penetrante, tan fuerte que parecía como si fuera a reventarle los oídos, procedía de su lado derecho y él no podía mirar hacia ese lado. Tenía una larva blanca encima del estómago, enroscada.
Entonces, el efluvio a perfume barato llenó la habitación. Él lo reconoció de inmediato. Tenía el cuello agarrotado y era incapaz de girar la cabeza, pero vio por el rabillo del ojo un atisbo rosa, e intuyó que era su propia imagen de la Muerte, la mujer del supermercado. En su ángulo de visión apareció una mano con pulseras de colores vivos en la muñeca y anzuelos en las puntas de los dedos.
«¡No! ¡No!».
Estiró los brazos para proteger a la larva. Los anzuelos se detuvieron muy cerca de su mano. No podían tocarle, pues él estaba vivo. La larva se retorció y le cosquilleó la palma de la mano, y una súplica le atravesó la piel y la carne, y se le metió hasta el tuétano.
«Suéltame».
David meneó la cabeza; bueno, lo intentó. Quería salir corriendo de la cama con la larva dentro de sus manos ahuecadas, huir de la casa, dejar la tierra, este mundo en el que las condiciones eran ésas, pero se quedó paralizado de miedo cuando la muerte se presentó al borde de su cama. Negándose a ceder.
La larva se hinchó bajo la palma de su mano y los anzuelos desaparecieron de su vista poco a poco. La súplica se debilitó y la voz de Eva también. Un velo de oscuridad tras otro se interpusieron entre ella y esa parte de su amado capaz de oírla. David sólo escuchó un susurro:
«Si me amas... suéltame...».
David sollozó y levantó las manos.
—Te amo.
La larva extendida sobre su vientre era ahora de color rosa. Parecía enferma. Moribunda.
«Qué he hecho, qué he hecho...».
Los anzuelos estaban allí otra vez. El anzuelo del dedo índice enganchó la larva y la levantó. David abrió la boca para lanzar un alarido, pero algo pasó antes de que profiriera el grito.
Se abrió una raja allí donde el anzuelo se había clavado en la larva. La mano seguía delante de sus ojos como si pretendiera mostrarle lo que pasaba. La fisura se hizo más grande, y entonces pudo comprobar que la larva ya no era una larva, sino una crisálida. De la hendidura emergió una cabeza más pequeña que la de un alfiler.
De la crisálida salió una mariposa y el envoltorio cayó, y se deshizo. La mariposa se quedó un momento quieta encima del anzuelo como para secarse las alas o para ser vista, después de lo cual, aliviada, voló hacia lo alto. David la siguió con la mirada y la vio desaparecer por el techo.
Cuando bajó otra vez la vista, se había desvanecido la mano con los anzuelos. Volvió a mirar al techo, hacia el punto por donde se había marchado la mariposa.
«Ha desaparecido».
Magnus se agitó a su lado.
—Mamá... —dijo en sueños.
Su padre se levantó de la cama con cuidado para no despertarle. Cerró la puerta para que no lo oyera. Después se tumbó en el suelo de la cocina y lloró hasta quedarse sin lágrimas, se sintió vacío. El mundo estaba vacío de nuevo.
«Yo creo».
La felicidad existe en algún lugar y en algún momento.
Heden, 22:35
Flora había cambiado de opinión.
Lo normal era que el cuerpo necesitase un alma en la que sustentarse, pero resultaba más extraño que el alma precisase de un cuerpo. Lo que allí quedaba de Eva era algo que podía quemarse y enterrarse como cualquier otro despojo.
«¿Por qué nacemos? ¿Para qué sirve?». Ésa era la gran incógnita, y de eso Flora no sabía nada. Eso no entraba dentro de la percepción de la Muerte. La muchacha permaneció unos minutos de rodillas junto a aquel cuerpo vacío, y oyó cómo todo el recinto se convertía en un caos.
«No tengo fuerzas...».
Era absurdo. Por la mañana había estado hablando y fumando con Maja con toda normalidad; ahora iba a ir a salvar almas.
«¿Salvar?».
Ella no sabía nada de eso. Lo único que sabía acerca del Sitio al que eran llevadas era que se trataba de un lugar del cual no podía saberse nada, salvo cuando se estaba en él. Y que había Otro Sitio del que no se podía decir nunca nada.
¿Por qué ella? ¿Por qué Elvy?
«Abuela...».
Seguro que ya habían pasado veinte minutos desde que llamó a Elvy. Tal vez ya estuviera junto a las verjas. Flora corrió escaleras abajo pese a que salir le daba un miedo horrible. De repente, volvió a sentirse como una niña. La abuela se lo explicaría, ella sabría lo que tenían que hacer.
«Pero soy quien lo sabe...».
La vida nunca volvería a ser igual.
El patio estaba vacío. No. El hombre de piernas amputadas con que se había encontrado antes en las escaleras no había llegado más allá de la puerta del portal y se arrastraba hacia delante apoyándose sólo en los brazos. Todo estaba tranquilo a su alrededor, el ruido dentro de la cabeza era indescriptible, una cacofonía insoportable de voces, oraciones, rabia, gritos pidiendo ayuda y aullidos abominables.
Flora se acercó corriendo hasta el redivivo, se agachó a su lado y le puso la mano en la espalda para transmitirle su conocimiento, pero él se resistió, no quería abandonar aquella ruina de cuerpo. Todo lo contrario, se revolvió e intentó agarrarle la mano, enseñando los dientes.
«Vamos, idiota. ¿Es que no comprendes...?».
Una rabia fruto de la impotencia fue creciendo dentro de ella y dio un salto hacia atrás, mientras el muerto se revolvía, y la amargura de él entró en liza con la de ella; ambos se miraron a los ojos, y ella estuvo a punto de darle una patada en la cara, pero logró frenarse a tiempo y lo dejó allí, arrastrándose.
Salió por el arco del patio y se detuvo en seco.
Todos los redivivos habían abandonado sus patios y se habían dirigido hacia la alambrada. El recinto era un hervidero de gente. Las verjas estaban abiertas y ya habían entrado algunos furgones policiales, y seguían llegando más. Los agentes salían de ellos con las armas en alto. Los muertos intentaban moverse hacia las verjas, pero eran contenidos por la policía. Todavía no habían disparado ningún tiro, pero sólo era una cuestión de tiempo. Había aproximadamente un policía por cada treinta muertos.
«Debo...».
La chica corrió hacia la pululante aglomeración. Cuando el hombre sin piernas se había revuelto contra ella y le había enseñado los dientes, Flora había visto algo dentro de él. Hambre. Había consumido su carne y necesitaba carne nueva para poder continuar con su no-existencia. Probablemente se habría dejado morir de inanición si no le hubiera llegado desde fuera la rabia que le había llevado a querer alimentarse. Ahora se arrastraba todo lo deprisa que podía en dirección al origen de su furia.
Flora se acercó a un agente rodeado de muertos y se tiró al suelo un segundo antes de que ella previera que la conciencia de él iba a ceder para evitar las balas, cuando el policía empezó a disparar con su arma reglamentaria a los cuerpos que lo rodeaban.
Una pistola de fogueo le habría prestado el mismo servicio. El efecto era el mismo, aunque los restallidos eran más fuertes. Los cuerpos se sacudían ligeramente cuando recibían el impacto de las balas, pero ni se paraban siquiera, y al cabo de un minuto el policía había desaparecido bajo una masa de brazos y piernas escuálidos vestidos con pijamas azules.
Se oyeron entonces más disparos procedentes de diferentes sitios. Flora alcanzó la verja, se cruzó con un furgón de policía conducido por una mujer que gritaba por la radio algo de que enviaran refuerzos. Flora siguió corriendo hacia abajo, hacia la carretera, y después de recorrer unos cien metros vio a Elvy, que venía apresurada por el sendero de tierra.
Los disparos de las pistolas ahora sonaban lejanos, eran detonaciones amortiguadas, como si estuvieran celebrando una fiesta de fin de año en algún lugar alejado. Flora se encontró con su abuela, la cogió de la mano y le dijo:
—Ven.
Mientras se apresuraban cogidas de la mano hacia las verjas, dentro de Flora se fue abriendo paso un presentimiento: «Es demasiado tarde».
Elvy le apretó la mano con más fuerza, diciendo:
—Algo. Sólo podemos... Cómo he podido yo... yo...
«No lo sabíamos», le envió Flora.
Otro par de furgones policiales avanzaban por la explanada en dirección a las verjas. Uno de ellos se paró a su lado y bajó la ventanilla delantera.
—¡Alto! ¡No podéis estar aquí!
Flora miró hacia las verjas. Los muertos salían ahora en tropel hacia la carretera, en dirección a la ciudad.
—Mierda —se oyó decir a una voz en el interior del vehículo—. Subid. Rápido.
Flora miró a Elvy y pudieron compartir sus pensamientos durante un par de segundos. La anciana se sentía muy avergonzada por haber malinterpretado el mensaje y no haber cumplido con su deber. No estaba preocupada por lo que pudiera pasarle a ella, ya era mayor y aquélla era su oportunidad de hacer algo. Flora, por su parte, sabía que nunca podría volver a una vida normal después de aquel segundo dentro de la Muerte.
Debían intentarlo.
Se alejaron del furgón, en dirección a los redivivos, pero súbitamente se abrió una puerta lateral del vehículo y un par de policías bajaron y las cogieron.
—¿No entendéis sueco? No podéis estar aquí.
Las metieron en el furgón a la fuerza; una vez dentro, las cogieron otras manos y las sujetaron. Volvieron a correr la puerta y la cerraron. El vehículo retrocedió marcha atrás varios metros, hasta que el policía que se encontraba al lado de la conductora ordenó:
—Da una vuelta.
La conductora le preguntó qué quería decir y el copiloto le hizo con la mano un gesto circular, apuntando a la masa de muertos que se acercaban al furgón. La conductora comprendió lo que quería decir, resopló y aceleró.
La chapa resonaba al colisionar con los muertos, que salían despedidos cuando el vehículo arremetió contra ellos. A través de la ventanilla lateral, Flora vio cómo los atropellados volvían a levantarse de nuevo.
Se tapó los oídos y se dejó caer en las rodillas de Elvy, pero a través del cuerpo sentía los golpes cuando el vehículo chocaba contra la carne muerta.
«Esto se ha acabado», pensó. «Se ha acabado».
Mar de Ålands, 23:30
A Anna no le preocupaba saber dónde se encontraban. No se veía ninguna isla, el faro de Söderarm había desaparecido detrás del horizonte y ellos flotaban en una amplia calle de plata sobre un mar sin límites. En algún sitio estaba Åland y más allá Finlandia, pero no eran más que nombres carentes de significado, ellos estaban en el mar, sólo en el mar.
Algunas olas suaves chapoteaban contra el casco. Elias yacía a su lado. Todo era como debía ser, y si no lo era, eso ya no tenía ninguna importancia. Estaban fuera, lejos de tierra, y podían seguir flotando eternamente.
El sonido que rompió aquel silencio era tan impropio que Anna al principio lo tomó por una broma del universo:
Eine kleine Nachtmusic en una feísima versión electrónica. Después rebuscó el teléfono móvil dentro del edredón. Pese a que lo había cogido precisamente por si se encontraba en una situación como aquélla, le parecía imposible que alguien pudiera ponerse en contacto con ella aquí, ahora, cuando no había nada.
Por un instante estuvo a punto de tirarlo por la borda, le molestaba el ruido. Después reflexionó y pulsó el botón para responder.
—¿Sí?
Al otro lado, una voz que se debatía en medio de la agitación. O quizá fuera que la cobertura era mala.
—Hola, me llamo David Zetterberg. Quería hablar con Gustav Mahler.
Anna miró a su alrededor. La luz de la pantalla la había deslumbrado lo suficiente como para que no pudiera distinguir la línea que separaba el mar del cielo; estaban flotando en el espacio.
—Él... no se encuentra aquí.
—Perdón, he de hablar con él. Él tenía un nieto que... Deseo decirle una cosa.
—Puede decírmela a mí.
Anna escuchó el relato de David, le dio las gracias y desconectó el móvil. Después permaneció un rato mirando a Elias, luego lo cogió en sus rodillas y colocó su frente junto a la de él.
«Elias, he de decirte una cosa...».
Ella notó que él la escuchaba. Le contó lo que acababa de saber.
«No debes tener miedo...».
La voz del niño resonaba en la cabeza de Anna.
«¿Seguro?».
«Sí, seguro. Quédate aquí hasta... hasta que llegue el momento. Quédate dentro de mí».
Ella sintió a través del edredón cómo se hundía el cuerpo de Elias, convirtiéndose en un peso muerto. Entró dentro de ella.
«¿Mamá? ¿Cómo es eso?».
«No lo sé. Yo creo que uno se siente... ligero».
«¿Se puede volar?».
«Quizá. Sí, creo que se puede».
Un zumbido se alzó sobre el mar, sonaba como si se acercara algún transbordador, pero la única luz visible era la de la luna y las estrellas. El silbido se hizo cada vez más fuerte, iba acercándose al bote y Anna se arrepintió. Ella tenía a Elias consigo, estaba otra vez dentro de ella, como lo había estado cuando empezó su existencia, y ella ya no quería abandonarlo. Mientras estaba pensando eso, sintió cómo Elias empezaba a salir de ella.
«No, no, mi niño. Quédate, quédate. Perdona».
«Mamá, tengo miedo».
«No tengas miedo. Yo estoy aquí».
El sonido silbante ya estaba dentro del barco y ella vio por el rabillo del ojo izquierdo una sombra que ocultaba la luna. Alguien se había sentado en la bancada, pero ella no podía mirar hacia allí.
«Mamá, ¿volveremos a vernos?».
«Sí, cariño. Muy pronto».
Elias estaba a punto de añadir algo, pero su voz se volvía cada vez más débil e ininteligible a medida que la larva blanca salía de su pecho, al tiempo que desde el cúmulo de oscuridad sentado en la bancada salía un zarcillo con un anzuelo en el extremo.
Anna cogió la larva con la mano hueca y la retuvo un par de segundos.
«Siempre pensaré en ti».
Y dejó que saliera de ella.
Tisenvik/Rådmansö
Mayo de 2002 - diciembre de 2004
No hay muchas cosas que uno pueda hacer solo. Escribir un libro como éste, desde luego, uno no lo hace solo. Yo he ido colocando los bloques de plástico hasta convertirlos en letras y luego en palabras, pero quiero dar las gracias a un grupo de personas que me ha ayudado con todo lo demás.
Susan Sprøgoe-Jacobsen, del Instituto de Medicina Forense de Umeå, me dedicó una parte de su tiempo para explicarme con detalle qué ocurre con los cuerpos enterrados.
El capellán Stefan Bendtz arregló las cosas para que yo pudiera visitar el depósito de cadáveres del hospital Danderyd, y Kenneth Olsson y Bjorn Hamberg me acompañaron en una visita guiada que me ayudó a escribir algunas partes del libro.
Sara Tengwall, especialista en microbiología en Lindköping, ideó un modelo para la resurrección de un cuerpo muerto con palabras como «oxidativ fosforyling».
Håkan Jaensson, del periódico Aftonbladet, fijó el estilo de los reportajes desde el cementerio de Skogskyrkogården.
A ellos hay que añadir a Jan-Erik Pettersson, de la editorial Ordfront, que desde el principio se atrevió a apostar por la novela negra, así como a mi editora, Elisabeth Watson Straarup, que vigila con entusiasmo mis excesos lingüísticos.
Además, están mis lectores particulares, que leyeron el libro cuando no era más que un montón de papeles y me dieron sus opiniones:
Kristoffer Sjogren y Emma Berntsson son la primera pareja. Seguidos de cerca por Jonatan Sjogren y Maria Kronlund. Eva Månsson también forma parte del grupo. Y Thomas Oredsson. Todos ellos igual de importantes. Sólo poder dejar el texto a personas que te dicen «a mí me enganchó. Lo leí en un día», eso significa mucho en esa fase.
Deseo mostrar un agradecimiento especial a Aaron Haglund y Nils Sjögren, que lo leyeron y me hicieron cambiar algunas cosas que no funcionaban, y me ofrecieron algunas buenas propuestas.
Y a Mia, claro. Que todo lo hace posible. Todo. Es mi crítico más severo y mi poetisa favorita. No hay palabras suficientes.
Gracias a todos, John
FIN
1 En castellano en el original. (Todas las notas son de la traductora)
2 Expresión sarcástica de la Armada estadounidense que aconseja armar escándalo o desplegar mucha actividad cuando se está en un aprieto o no se sabe qué hacer, a fin de ocultarlo.
3 Juego de cartas parecido al tute de bazas.
4 El trabajo más conocido del historiador Carl Gustaf Grimberg (1875-1941) es su Historia de Suecia (Svenska folkets underbara öden).
5 Versos del poema Eufori, de Gunnar Ekelöf (1907-1968).
6 Snusmumriken, personaje de los Mumin, la popular saga de la escritora finlandesa Tove Jansson (1914-2001).
7 La noche de los muertos vivientes (1968), El amanecer de los muertos (1978) y El día de los muertos (1985).
8 Los ecos de la mañana.
9 Mumin y Mårran son también personajes de la saga de libros de los Mumin, de la escritora Tove Jansson (véase nota en página 90). El primero apareció en 1945.
10 Popular eslogan publicitario de un supermercado de Norrtälye, Estocolmo. Los productos eran tan baratos que debían hacer más grandes las bolsas.
11 Célebre cantautor sueco de izquierdas, un ídolo para los jóvenes de la generación de la madre de Flora.
12 Fröken Ur en el original. Es el nombre del servicio de la operadora telefónica Telia, que facilita la hora exacta en minutos y segundos. Es muy popular en Suecia, existe desde 1934 y protagoniza muchos chistes.
13 Melker Melkerson, más conocido como Farbror Melker, es un personaje de Vi på Saltkråkan, de la escritora sueca Astrid Lindgren (1907-2002).
14 Mors lilla Olle, popular canción infantil escrita por Alice Tegnér en 1895.