Publicado en
septiembre 12, 2010
(Dirk Pitt 10) Dragón
A los hombres y mujeres de los servicios de Inteligencia de nuestra nación, cuya dedicación y lealtad rara vez son reconocidos. Y cuyos esfuerzos han evitado a los ciudadanos norteamericanos más tragedias de las que puedan imaginarse, y que nunca serán reveladas.
EL DEMONIOS DE DENNINGS
6 de agosto de 1945
Shemya Island, Alaska.
El diablo tenía una bomba en la mano izquierda, un tridente en la derecha y sonreía con aire despiadado. Hubiera resultado amenazador de no ser por las cejas exageradamente enarcadas y los ojos en media luna, que le daban un aspecto de gremlin soñoliento en lugar de la expresión cruel que sería de esperar del señor de los infiernos. Aun así, llevaba el habitual traje rojo y exhibía los cuernos reglamentarios y la larga cola acabada en flecha. En cambio, los dedos de los pies, en forma de garras, se curvaban sobre un lingote de oro que llevaba impresa la especificación 24 K.
Por encima y por debajo de esta figura, inscrita en un círculo, se leían en el fuselaje del bombardero B-29 las palabras Demonios de Dennings.
El aparato, llamado así por su comandante y tripulación, reposaba como Un fantasma perdido bajo la cortina de lluvia que caía oblicuamente sobre las islas Aleutianas, empujada por el viento que soplaba desde el mar de Bering. Una batería de focos portátiles iluminaba el área situada bajo la panza abierta del avión, reflejando las sombras huidizas de la tripulación de tierra en la superficie brillante de aluminio. Los fogonazos de los relámpagos aumentaban la impresión fantasmal de aquella escena, al herir con la frecuencia de una pesadilla la oscuridad del aeródromo.
El comandante Charles Dennings, apoyado en una de las dos ruedas del tren de aterrizaje de estribor, con las manos profundamente hundidas en los bolsillos de su chaquetón de vuelo de cuero, observaba la actividad que se desarrollaba en torno a su aparato. Toda el área estaba patrullada por policías militares armados y centinelas K-9.
Un pequeño equipo de filmación registraba el acontecimiento con su cámara. Dennings observó con cierta incomodidad la gruesa bomba, que en aquellos momentos era izada con delicadeza hasta reposar en la bodega de bombas modificada del B-29. Era demasiado gruesa para alojarse en los compartimientos normales de los bombarderos y debía ser sujetada en su lugar por unas abrazaderas especiales.
A lo largo de los dos años, en los que había destacado como uno de los más expertos pilotos de bombardero de Europa, con más de cuarenta misiones en su hoja de servicios, nunca había visto una monstruosidad semejante. La veía como una gigantesca pelota de rugby con unas absurdas aletas clavadas en uno de los extremos. La superficie curva del ingenio estaba pintada de color gris claro, y las abrazaderas que la sujetaban por la parte central parecían una enorme cremallera.
Dennings se sentía amenazado por ese objeto que debería transportar a lo largo de casi cinco mil kilómetros.
Los científicos de Los Álamos que montaron la bomba en el aeródromo habían informado a Dennings y a su tripulación de las características de la misión aquella misma tarde.
Se les mostró a los jóvenes una filmación de la explosión de prueba en Trinity, y quedaron boquiabiertos al asistir a la espantosa detonación; una sola arma de tal potencia podía destruir una ciudad entera.
Permaneció en aquel lugar media hora más, hasta que las puertas de la escotilla de la bodega de bombas se cerraron. La bomba atómica había sido montada y fijada en su lugar; el avión, ya abastecido de combustible, estaba dispuesto para despegar.
Dennings sentía cariño por su aparato. En el aire, aquella enorme máquina compleja y él se compenetraban hasta identificarse totalmente. Él era el cerebro y el avión, el cuerpo; ambos formaban una unidad indescriptible. En tierra, sin embargo, era otra historia. Expuesto como estaba a las luces de los focos y azotado por una lluvia fría como un cuchillo, cuando Dennings miraba aquel hermoso y fantasmal bombardero plateado se le antojaba estar contemplando su propia tumba.
Apartó aquel morboso presentimiento y corrió bajo la lluvia hasta uno de los barracones, para asistir a la reunión final con su tripulación. Entró y tomó asiento junto al capitán Irv Stanton, el bombardero, un joven jovial, de cara redonda y con enormes bigotes de morsa.
Al otro lado de Stanton, con las piernas extendidas al frente y la espalda encorvada, estaba el capitán Mort Stromp, el piloto de Dennings, un amable sureño que se movía con la misma agilidad que un caracol asmático. Inmediatamente tras él se sentaban el teniente Joseph Arnold, el navegante, y el comandante de la Armada Hank Byrnes, ingeniero de armas, a quien se había encomendado el cuidado de la bomba durante el vuelo.
La reunión comenzó cuando un oficial de Inteligencia proyectó sobre una pantalla fotografías aéreas de los objetivos. El objetivo principal era el sector industrial de Osaka; el secundario, en caso de cielo muy nuboso y falta de visibilidad, era la histórica ciudad de Kioto. Se recomendaron en ambos casos las trayectorias idóneas para el lanzamiento de la bomba, y Stanton tomó notas con su calma habitual.
Un oficial de meteorología desplegó unos mapas del tiempo y predijo ligeros vientos frontales con algunas nubes dispersas sobre los objetivos. También advirtió a Dennings que se esperaban turbulencias en el norte de Japón.
Para mayor seguridad, dos B-29 habían despegado una hora antes con el fin de proporcionar información directa del tiempo en la ruta de vuelo y de la nubosidad existente sobre los objetivos.
Dennings se levantó al tiempo que se repartían gafas de protección polarizadas.
- No voy a endilgaros la acostumbrada arenga del entrenador en los vestuarios, antes del partido -dijo, y advirtió la sonrisa aliviada de los rostros de su tripulación-. Hemos tenido un año de entrenamiento intensivo en menos de un mes, pero estoy convencido de que podemos llevar a cabo esta misión. En mi humilde opinión, sois la mejor maldita tripulación de vuelo que hay en todas las Fuerzas Aéreas. Si todos hacemos bien nuestro trabajo, podemos acabar la guerra nosotros solos.
Luego hizo una seña al capellán de la base, que recitó una plegaria por el éxito de la misión y el regreso feliz de sus componentes.
Mientras sus hombres salían hacia el B-29, Dennings fue abordado por el general Harold Morrison, adjunto especial del general Leslie Groves, el director del proyecto Manhattan.
Morrison estudió a Dennings durante unos momentos. Los ojos del piloto mostraban cansancio, pero brillaban de entusiasmo. El general le estrechó la mano.
- Buena suerte, comandante.
- Gracias, señor. Haremos el trabajo.
- No lo he dudado ni un solo segundo -dijo Morrison, forzándose a adoptar una expresión confiada; esperó algún comentario de Dennings, pero el piloto guardó silencio.
Después de una tensa pausa, Dennings preguntó:
- ¿Por qué nosotros, general?
La sonrisa de Morrison apenas era visible.
- ¿Desea retirarse de la misión?
- No, mi tripulación y yo estamos dispuestos. Pero ¿por qué nosotros? -repitió -. Perdone que insista, señor, pero no puedo creer que seamos la única tripulación de vuelo de las Fuerzas Aéreas en la que usted confía para volar con una bomba atómica a través del Pacífico, lanzarla en medio de Japón y aterrizar después en Okinawa con poco más de unas gotas de humedad en los tanques de gasolina.
- Es mejor que sepa usted sólo lo que se ha dicho.
- De ese modo no daremos a conocer secretos de la máxima importancia si somos capturados y torturados, ¿no es así? -dijo Dennings con tranquilidad. La mirada del general se volvió torva.
- Usted y su tripulación conocen las órdenes. A cada uno de ustedes se le ha repartido una cápsula de cianuro.
- Abrir y tragar si alguno de nosotros sobrevive a un aterrizaje forzoso o a un accidente sobre territorio enemigo -recitó Dennings fríamente -. ¿Por qué no soltar la bomba sin detonarla? Al menos tendríamos una oportunidad de ser rescatados por la Marina.
Morrison denegó solemnemente con la cabeza.
- Debemos descartar la más mínima posibilidad de que el arma caiga en manos del enemigo.
- Ya veo -murmuró Dennings-. Entonces la opción que nos queda, si somos alcanzados por la artillería antiaérea o por cazas japoneses sobre territorio enemigo, es hacerla estallar, antes que desperdiciarla.
Morrison le miró con fijeza.
- Éste no es un ataque kamikaze. Se han planificado cuidadosamente todas las medidas concebibles para salvaguardar su vida y la de su tripulación. Créame, hijo, lanzar la Mother's Breath[1]sobre Osaka será un auténtico caramelo.
Dennings casi le creyó; por un breve instante estuvo a punto de tragarse la convincente parrafada de Morrison, pero advirtió un ligero matiz de reserva en los ojos y en la voz del veterano militar.
- Mother's Breath. -Dennings repitió lentamente las palabras, sin ninguna emoción, como repetiría el nombre de un terror indecible-. ¿Qué mente retorcida puede haber ideado un nombre en clave tan empalagosamente sentimental para una bomba?
Morrison se encogió de hombros con resignación.
- Creo que ha sido el presidente.
Veintisiete minutos más tarde, Dennings atisbaba a través del limpiaparabrisas en marcha. La lluvia iba en aumento, y apenas podía ver, a través de aquella cortina húmeda, hasta unos doscientos metros de distancia. Sus dos pies presionaban los pedales de los frenos al tiempo que elevaba la potencia de los motores a 2.200 revoluciones por minuto.
El ingeniero de vuelo, sargento Robert Mosely, les informó de que el motor número cuatro giraba a cincuenta revoluciones por debajo de lo normal. Dennings decidió ignorar el dato. La humedad del aire era sin duda la responsable de aquel ligero descenso. Empujó hacia atrás las palancas del acelerador, colocándolas en punto muerto.
En el asiento del copiloto, a la derecha de Dennings, Mort Stromp recibía el permiso para el despegue que le anunciaban desde la torre de control. Bajo las aletas, las dos personas de la tripulación apostadas en las torretas ventrales confirmaron que las aletas estaban bajadas.
Dennings se inclinó y puso en marcha el intercomunicador.
- Muy bien, muchachos, allá vamos.
Empujó de nuevo las palancas del acelerador hacia adelante, dando una presión ligeramente mayor a los motores de la izquierda respecto de los de la derecha para compensar el giro pronunciado que debía dar el aparato. Luego soltó los frenos.
El Demonios de Dennings, con sus 68 toneladas a plena carga, los tanques llenos hasta el tope con más de 7.000 galones de combustible, la bodega de bombas delantera ocupada con una bomba de seis toneladas, y con una tripulación de doce hombres, empezó a rodar. Tenía un exceso de peso de casi 7.800 kilos.
Los cuatro motores Wright Cyclone de 595 centímetros cúbicos trepidaron en sus góndolas, y sus 8.000 caballos de vapor hicieron girar las hélices de cinco metros de diámetro a través de la cortina de lluvia empujada por el viento. El enorme bombardero se precipitó rugiendo en la oscuridad; llamitas azules irrumpían por los escapes de los motores y las alas aparecían envueltas en una finísima lluvia.
Con agonizante lentitud, su marcha se fue acelerando.
Bajo su panza se extendía la larga pista de despegue, excavada en la árida piedra volcánica hasta finalizar abruptamente en un abismo de cerca de treinta metros sobre el mar helado. El barrido horizontal de la luz de un faro bañó con una irreal luz azul los camiones de los bomberos y las ambulancias dispuestos a lo largo de la pista. A ochenta nudos, Dennings sujetó con fuerza el control del timón y dio la máxima potencia a los motores de la derecha. Asía el volante con gesto reconcentrado, decidido a elevar el Demonios en el aire.
Delante de los pilotos, en la sección del morro, el bombardero Stanton miraba con aprensión cómo disminuía rápidamente la pista de despegue. Incluso el letárgico Stromp se enderezó; sus ojos intentaron en vano penetrar la oscuridad que se extendía frente a él para distinguir el punto negro en el que finalizaba la pista y comenzaba el mar.
Habían recorrido ya tres cuartas partes de la pista, y el aparato seguía pegado al suelo. El tiempo parecía disolverse en la neblina. Todos se sentían como si viajaran hacia el vacío. Luego, súbitamente, percibieron a través de la cortina de lluvia las luces de los jeeps apartados al final de la pista.
- ¡Dios! -gritó Stromp -. ¡Tira hacia arriba!
Dennings esperó tres segundos más y luego, suavemente, tiró del volante hacia su pecho. Las ruedas del B-29 giraron en el vacío. Apenas se había elevado unos diez metros en el aire cuando la pista se desvaneció y el avión sobrevolaba las gélidas aguas.
Morrison estaba en pie fuera del cálido ambiente del barracón del radar, bajo la lluvia, mientras sus cuatro ayudantes se mantenían unos pasos a sus espaldas, tal como señalan las ordenanzas. Contemplaba el despegue del Demonios de Dennings más con la mente que con los ojos. Divisó poco más que la silueta gris del bombardero en el momento en que Dennings empujó las palancas del gas hacia adelante y soltó los frenos, antes de que el aparato se hundiera en la oscuridad.
Aguzó el oído para oír el rugido de los motores, que disminuía en la distancia. Había un débil sonido desigual. Nadie, a excepción de un experimentado mecánico de vuelo o de un ingeniero aeronáutico, lo hubiera captado, pero Morrison había servido en ambos puestos en los comienzos de su carrera en el Cuerpo Aéreo de la Armada.
El sonido de uno de los motores no era el adecuado.
Alguno de sus dieciocho cilindros, o quizá más de uno, no funcionaba como hubieran debido.
Morrison temió entonces que el bombardero no tuviera suficiente potencia para despegar. Si el Demonios de Dennings se estrellaba en el despegue, todos los organismos vivos de la isla morirían calcinados.
Un momento después el hombre del radar gritó a través de la puerta abierta:
- ¡Está en el aire!
Morrison exhaló un tenso suspiro. Sólo entonces dio la espalda al pésimo tiempo y entró en el barracón.
No había nada que hacer, salvo enviar un mensaje al general Groves, en Washington, informándole que Mother's Breath estaba ya rumbo a Japón. Y luego, esperar.
Pero en su interior se sentía alarmado. Conocía a Dennings. Aquel hombre era demasiado tozudo para regresar por un motor averiado. Dennings se empeñaría en llevar al Demonios hasta Osaka aunque fuera cargando con el avión a la espalda.
- Que Dios les ayude -murmuró Morrison entre dientes. Sabía con amarga certeza que su propia participación en aquella inmensa operación no merecía ninguna plegaria.
- Tren arriba -ordenó Dennings.
- Siempre me gusta oír esas palabras -gruñó Stromp mientras accionaba la palanca. Los motores del tren chirriaron y los tres juegos de ruedas quedaron alojados en sus compartimientos, debajo del morro y de las alas.
- Tren arriba y alojado.
A medida que incrementaba la velocidad del aparato, Dennings fue aflojando ligeramente las palancas del gas con el fin de ahorrar combustible. Esperó antes de iniciar un lento y suave ascenso hasta que la velocidad alcanzó los 200 nudos. Más allá del ala de estribor, la cadena de las islas Aleutianas se curvaba suavemente hacia el nordeste. No volverían a ver tierra durante los próximos 4.000 kilómetros.
- ¿Cómo va el motor número cuatro? -preguntó a Mosely.
- Cumple de momento, pero se está calentando mucho.
- Tan pronto como alcancemos los 1.550 metros, haré que descienda algunas revoluciones.
- Eso no le hará daño, mi comandante -contestó Mosely.
Arnold dio a Dennings el rumbo que deberían mantener durante las próximas diez horas y media. A 1.500 metros de altitud, Dennings pasó el control del aparato a Stromp. Se relajó y escudriñó el cielo negro. No había estrellas visibles. El avión acusaba la turbulencia, mientras Stromp lo dirigía a través de las masas de nubes y truenos.
Cuando finalmente dejaron atrás lo peor de la tormenta, Dennings se desabrochó el cinturón de seguridad y saltó de su asiento. Mientras daba una vuelta para estirar las piernas, echó un vistazo a través de una ventanilla del lado de babor, bajo el pasillo que conducía a la parte central y a la sección de cola del aparato. Apenas se alcanzaba a ver un extremo de la bomba, suspendida en su mecanismo de sujeción.
El pasillo había sido estrechado para alojar la inmensa arma en la bodega de bombas, y apenas permitía el paso.
Dennings reptó hasta pasar al otro lado de la bodega de bombas, abrió la pequeña trampilla colocada allí y se deslizó dentro de la bodega.
Sacando una linterna del bolsillo de su pernera, avanzó a lo largo de la estrecha pasarela acondicionada a través de las dos bodegas de bombas, unidas ahora en una sola. El enorme tamaño del arma había obligado a ajustar el espacio hasta lo increíble. El diámetro exterior era apenas unos cinco centímetros menor que el de los mamparos longitudinales.
Dennings se inclinó hasta tocarla con sumo cuidado.
El revestimiento exterior de acero estaba tan frío como el hielo al tacto de la punta de sus dedos. No pudo imaginar los cientos de miles de personas que ese arma podía reducir a cenizas en menos de un segundo, ni las horribles secuelas que causarían las quemaduras y radiaciones. Las temperaturas termonucleares y la fuerza de la onda expansiva de la prueba de Trinity no podían apreciarse en una película en blanco y negro. Él únicamente veía en ella un medio de finalizar la guerra y ahorrar cientos de miles de vidas entre sus conciudadanos.
De vuelta a la cabina de mando, se detuvo a charlar con Byrnes, que estaba examinando un esquema de los circuitos de detonación de la bomba. Con solícita frecuencia, el experto en explosivos examinaba la pequeña consola instalada frente a él.
- ¿Hay alguna posibilidad de que estalle antes de que lleguemos allí? -preguntó Dennings.
- El impacto de un rayo podría hacerlo -contestó Byrnes.
Dennings le miró horrorizado.
- Un poco tarde para advertirme, ¿no le parece? Venimos atravesando una tormenta eléctrica desde medianoche.
Byrnes lo miró y sonrió.
- Podía haber ocurrido con la misma facilidad en tierra. Qué caramba, hemos pasado sanos y salvos, ¿no?
Dennings no podía creer la actitud conformista de Byrnes.
- ¿Era consciente de ese riesgo el general Morrison?
- Más que ninguna otra persona. Él ha participado en el proyecto de la bomba atómica desde el principio.
Dennings se encogió de hombros y dio media vuelta.
Pensó que aquella operación era una cosa de locos y que sería un milagro si alguno de ellos sobrevivía para contarlo.
Cinco horas más tarde, y con sus depósitos aligerados en 2.000 galones de combustible quemado, Dennings estabilizó el B-29 a una altitud de 3.000 metros. La tripulación se animó considerablemente cuando el resplandor anaranjado del amanecer tiñió el cielo por el este. La tormenta había quedado atrás; podían ver las cintas de espuma de un mar rizado, y sólo algunas nubes blancas dispersas.
El Demonios de Dennings seguía su rumbo hacia el sudoeste a una velocidad de 220 nudos. Afortunadamente, tenían un ligero viento de cola. A plena luz del día pudieron comprobar que estaban solos en el vasto desierto del océano Pacífico norte. «Un avión solitario salido de la nada y con rumbo a ninguna parte» pensó el bombardero Stanton, mientras atisbaba distraído el panorama del acristalado puesto de observación del morro.
A quinientos kilómetros de Honshu, la isla principal de Japón, Dennings inició un lento y gradual ascenso hasta los 9.750 metros, la altitud desde la que Stanton iba a lanzar la bomba sobre Osaka. El navegante Arnold les informó que llevaban veinte minutos de adelanto sobre el horario previsto. De seguir con la velocidad actual, aterrizarían en Okinawa al cabo de tan sólo cinco horas.
Dennings miró los indicadores de combustible. Repentinamente se sintió optimista. A menos que tropezaran con un viento en contra de cien nudos, les sobrarían unos cuatrocientos galones.
No todos, sin embargo, se sentían igualmente animados. Sentado ante su panel, el ingeniero Mosely estudiaba la temperatura del motor número cuatro. No le gustaba lo que leía en él. Señaló la esfera con el dedo. La aguja tembló y luego osciló hacia el rojo.
Mosely reptó por el pasillo hacia la parte trasera del avión y miró por una escotilla la parte inferior del motor. La barquilla estaba manchada de aceite, y salía humo por el escape. Regresó a la cabina de mando y se arrodilló en el estrecho espacio que había entre Dennings y Stromp.
- Malas noticias, comandante. Tenemos que cerrar el motor número cuatro.
- ¿No podemos mantenerlo aunque sea por unas horas más?
- No, señor, puede obstruirse una válvula y prenderse fuego en cualquier momento.
Stromp miró a Dennings con rostro sombrío.
- Voto porque cerremos el cuatro algún tiempo y lo dejemos enfriarse.
Dennings sabía que Stromp tenía razón. Se verían obligados a mantener su actual altitud de 3.600 metros y bajar el régimen de los tres motores restantes para evitar que se sobrecalentasen. Y después volver a poner en funcionamiento el número cuatro para ascender a 9.750 metros y lanzar la bomba.
Se dirigió a Arnold, que estaba inclinado sobre su tablero de navegación, trazando el rumbo sobre el mapa.
- ¿Cuánto falta para llegar a Japón?
Arnold anotó el ligero descenso de la velocidad e hizo un rápido cálculo.
- Una hora y veintiún minutos hasta la isla principal.
- De acuerdo -dijo Dennings -. Cerraremos el número cuatro hasta que lo necesitemos.
Todavía no había acabado de hablar cuando Stromp cerró la palanca del gas, apagó el interruptor de la ignición y puso la hélice en bandera. A continuación conectó el piloto automático.
Durante la siguiente media hora, todos dirigieron miradas temerosas, mientras Mosely iba cantando la temperatura del mismo, que descendía poco a poco.
- Estamos llegando a tierra -anunció Arnold-. Debe haber una pequeña isla unas veinte millas al frente.
Stromp miró con sus binóculos.
- Parece un perrito caliente que sobresale del agua.
- Son todos acantilados rocosos -observó Arnold-. No hay signos de playas en ninguna parte.
- ¿Cómo se llama? -preguntó Dennings.
- Ni siquiera aparece en el mapa.
- ¿No hay ningún signo de vida? Los japoneses podrían utilizarla como estación de alerta avanzada.
- Parece árida y desierta -contestó Stromp.
Dennings se sintió seguro por el momento. No habían avistado ningún barco enemigo, y estaban demasiado lejos de la costa como para ser interceptados por cazas japoneses. Se arrellanó en su asiento y contempló el mar con aire ausente.
Los hombres se tomaron un descanso e hicieron circular café y bocadillos de salchichón. No pudieron advertir el ligero zumbido de motores y la diminuta manchita que aparecía a dieciséis kilómetros de distancia y 2.000 metros por encima de la punta del ala de babor. Los componentes de la tripulación del Demonios de Dennings lo ignoraban, pero sólo les quedaban escasos minutos de vida.
El subteniente de complemento Sato Okinaga vio relucir un objeto que reflejaba el sol por debajo suyo. Enderezó el rumbo e inició un breve picado para examinarlo más de cerca. Era un avión. Sin ninguna duda. Lo más probable es que se tratara de un aparato de otra patrulla. Buscó el botón de su radio, pero se detuvo. En pocos segundos podía proceder a una identificación positiva.
Okinaga, un piloto joven y sin experiencia, había tenido fortuna. De su promoción de veintidós pilotos recientemente graduados, que habían realizado sus cursos intensivos de adiestramiento en los días más difíciles de la guerra para Japón, sólo otros tres y él fueron destinados a las patrullas costeras. El resto fue a engrosar los escuadrones de kamikazes.
Okinaga había sufrido una profunda desilusión. Gustosamente habría dado la vida por el emperador, pero aceptó la aburrida rutina de las patrullas considerándola una asignación temporal, a la espera de que se le convocara para misiones más gloriosas cuando los americanos invadieran su patria.
Al aproximarse más al solitario aparato, Okinaga se resistía a creer lo que veía. Se frotó los ojos y bizqueó.
Pronto pudo distinguir con claridad el fuselaje de 30 metros de largo, de aluminio brillante, las enormes alas con una envergadura de 43 metros, y el estabilizador vertical de tres pisos de un B-29 americano.
Okinaga se quedó mirándolo, desconcertado. El bombardero venía del nordeste, cruzaba un mar desierto y volaba a unos seis mil metros por debajo de su techo de combate. Por su mente rodaron multitud de preguntas imposibles de contestar. ¿De dónde venía? ¿Por qué volaba hacia el centro de Japón con un motor en bandera? ¿Cuál era su misión?
Con la presteza con que un tiburón ataca a una ballena herida, Okinaga se aproximó hasta situarse a un kilómetro y medio de distancia. Y sin embargo, no hubo ninguna maniobra evasiva. La tripulación debía de estar dormida o había decidido suicidarse.
Okinaga no tenía tiempo para hacerse más preguntas.
El bombardero de las grandes alas estaba situado debajo de él. Empujó la palanca de su Mitsubishi A6M Zero hasta dar a su motor la máxima potencia e inició un picado circular. El Zero planeó como una golondrina y su motor Sakae de 1.130 caballos de vapor lo impulsó hasta colocarlo detrás y algo por debajo del esbelto y reluciente B-29.
Demasiado tarde, el artillero de cola vio al caza y abrió fuego. Okinaga presionó a fondo el botón de las ametralladoras colocado en su palanca de mando. Su Zero trepidó cuando las dos ametralladoras y los dos cañones de veinte milímetros rasgaron y destrozaron metal y carne humana.
Un ligero toque al timón, y sus balas trazadoras señalaron el camino de los proyectiles hasta el ala y el motor número tres del B-29. La góndola del motor reventó y se hizo pedazos; el combustible empezó a salir por los agujeros abiertos, acompañado de llamas. El bombardero pareció flotar por un momento, y luego se escoró del lado de estribor y se precipitó hacia el mar.
Sólo después de oír la exclamación apagada del artillero de cola y su corta ráfaga de disparos se dieron cuenta los tripulantes de los Demonios de que estaban siendo atacados.
No tenían ningún medio de saber de dónde procedía el caza enemigo. Apenas habían tenido tiempo de hacerse cargo de la situación cuando los proyectiles del Zero mordieron el ala de estribor. Stromp lanzó un grito ahogado.
- ¡Caemos!
Dennings gritó por el intercomunicador, mientras luchaba por enderezar el aparato.
- ¡Stanton, suelta la bomba! ¡Suelta la maldita bomba!
El bombardero, lanzado por la fuerza centrífuga contra la cubierta acristalada de su puesto de observación, aulló en respuesta:
- No caerá a menos que consiga mantener horizontal el avión.
El motor número tres se había incendiado. La pérdida súbita de dos motores, ambos del mismo lado, había desestabilizado el avión, que volaba totalmente escorado. Trabajando conjuntamente, Dennings y Stromp lucharon con los controles hasta colocar el moribundo aparato en una posición más o menos horizontal. Dennings tiró hacia atrás las palancas de los gases, de modo que el bombardero se estabilizó, pero a costa de iniciar un precario descenso planeando de forma inestable.
Stanton pudo recuperar la posición adecuada y accionó la palanca que abría las compuertas de la bodega de bombas.
- Manténgalo firme -gritó inútilmente. No perdió tiempo en ajustar el visor. Apretó el botón de lanzamiento de la bomba.
No ocurrió nada. La violenta sacudida había hecho que la bomba golpeara las abrazaderas contra las paredes de la bodega, bloqueando el mecanismo.
Pálido, Stanton golpeó el mecanismo de lanzamiento con el puño, pero la bomba siguió tozudamente en su lugar.
- ¡Está bloqueada!- -gritó -. No se suelta.
Luchando, instintivamente por unos momentos más de vida, consciente de que si sobrevivían tendrían que suicidarse con las cápsulas de cianuro, Dennings intentó amarar el aparato.
Casi lo consiguió. Llegó hasta sesenta metros de altura, a punto de posar suavemente la panza del Demonios en el mar en calma. Pero el magnesio de los accesorios y la cubierta de la biela del motor número tres estallaron como una bomba incendiaria, segando las sujeciones y la viga del ala, que se desprendió, rompiendo los cables de control del ala.
El subteniente Okinaga incliné su Zero y voló en espiral en torno al B-29 alcanzado. Vio cómo se elevaban hacia el cielo el humo negro y las llamas anaranjadas. Contempló cómo el avión americano se hundía en el mar, levantando un enorme surtidor de agua blanca.
Voló en círculo buscando supervivientes, pero únicamente pudo ver algunos fragmentos del aparato que flotaban. Orgulloso por el que había de ser su primer y único derribo, Okinaga sobrevoló una vez más la pira funeraria coronada de humo antes de poner rumbo a Japón, hacia su aeródromo.
Mientras el destrozado aparato de Dennings y su tripulación muerta reposaban en una tumba marina a más de 300 metros de profundidad, otro B-29, desde un huso horario más tardío y 960 kilómetros al sudeste, se preparaba para lanzar su bomba. Con el coronel Paul Tibbets a los mandos, el Enola Gay sobrevolaba en ese momento la ciudad japonesa de Hiroshima.
Ninguno de los dos comandantes de vuelo conocía la existencia del otro. Los dos hombres estaban convencidos de que únicamente su aparato y su tripulación llevaban la primera bomba atómica que iba a ser lanzada en la guerra.
El Demonios de Dennings no había conseguido completar su cita con el destino. La quietud de la profunda tumba líquida que lo cobijaba era tan silenciosa como las nubes que presenciaron el suceso. El heroico intento de Dennings y su tripulación quedó enterrado entre otros secretos burocráticos, y fue olvidado.
PRIMERA PARTE: BIG JOHN
1
3 de octubre de 1993
Océano Pacífico occidental.
Lo peor del tifón ya había pasado. Las terribles sacudidas del mar habían amainado, pero todavía las olas rompían contra la proa, barrían verdes y plomizas la cubierta y desaparecían por la popa dejando un remolino de espuma.
Los gruesos nubarrones negros empezaban a abrirse, y el viento había descendido hasta unos treinta nudos. Hacia el sudoeste, quebraban el horizonte algunos rayos de sol que pintaban círculos azules en la revuelta superficie del mar.
Desafiando la fuerza del viento y la intemperie, el capitán Arne Korvold se mantenía firme sobre el puente abierto de su vapor de línea mixto de carga y pasajeros Narvik, de las Rindal Lines noruegas, y enfocaba con sus binóculos un enorme buque que se balanceaba sin rumbo en medio del oleaje. A juzgar por su apariencia exterior, se trataba de un gran barco de transporte de automóviles japonés. La cubierta superior se extendía desde la proa roma hasta una popa perfectamente cuadrada, como si se tratara de una caja rectangular en posición horizontal. A excepción del puente y de los camarotes de la tripulación, en los costados del buque no había troneras ni ventanas de ningún tipo.
Parecía tener una escora permanente de diez grados, pero se inclinó hasta veinte cuando las olas batieron sobre su costado de babor. El único signo de vida era una nubecilla de humo que surgía de la chimenea. Korvold advirtió con preocupación que los botes habían sido arriados, y no se veía ninguna señal de ellos en el mar agitado. Enfocó de nuevo los binóculos y leyó un nombre inglés escrito bajo los caracteres japoneses de la proa.
El barco se llamaba Divine Star.
Korvold regresó a la comodidad del puente central y entró en la sala de comunicaciones.
- ¿No hay respuesta todavía?
- No. -El operador de radio sacudió la cabeza para reforzar su negativa-. Ni un solo guiño desde que lo avistamos. La radio debe de estar averiada. Es imposible creer que hayan abandonado el barco sin emitir siquiera una llamada de socorro.
Korvold observó en silencio,- a través de las ventanas del puente, el barco japonés que flotaba a la deriva a menos de un kilómetro de su borda de estribor. Noruego de nacimiento, era un hombre bajo y apuesto, de los que nunca hacen un gesto precipitado. Sus ojos de un azul helado apenas pestañeaban, y los labios, bajo la barba cuidadosamente recortada, parecían fijos constantemente en una media sonrisa. Después de veintiséis años en el mar, casi siempre en barcos de crucero, conservaba un carácter cálido y amistoso, y contaba con el respeto de su tripulación y la admiración de sus pasajeros.
Se mesó la barba corta y grisácea, y maldijo en silencio.
La tormenta tropical los había arrastrado inesperadamente al norte de su ruta y los había retrasado casi dos días con respecto al itinerario previsto desde el puerto de Pusan, en Corea, hasta San Francisco. Korvold no había abandonado el puente en las últimas cuarenta y ocho horas, y estaba agotado. Justo en el momento en que se disponía a tomar el ansiado descanso, habían avistado al Divine Star, aparentemente abandonado.
Ahora tenía ante sí un enigma y la búsqueda forzosa, que consumiría mucho tiempo, de los botes del carguero japonés. También se veía abrumado por la responsabilidad ante sus 130 pasajeros, la mayoría postrados por el mareo, que no estaban de humor para soportar una operación de rescate voluntaria.
- ¿Da su permiso para que me acerque con algunos hombres en un bote, capitán?
Korvold contempló la faz nórdica bien delineada del primer oficial Óscar Steen. Los ojos que sostuvieron su mirada eran de un azul más oscuro que los de Korvold. El primer oficial estaba en pie, tan derecho como un mástil delgado, con la piel curtida y el cabello rubio descolorido por la prolongada exposición al sol.
Korvold no contestó de inmediato sino que se aproximó a la ventana del puente y observó el trozo de mar que separaba los dos buques. Aquellas olas debían de medir unos tres o cuatro metros.
- No tengo intención de arriesgar vidas, señor Steen. Será mejor esperar a que el mar se calme un poco.
- He conducido botes en días peores que éste.
- No tenga prisa. Es un barco muerto, tan muerto como un cadáver en la morgue. Y por su aspecto, diría que se ha abierto una vía de agua. Es mejor dejarlo como está y buscar los botes.
- Puede haber personas heridas ahí dentro -insistió Steen. Korvold negó con un gesto.
- Ningún capitán abandonaría el barco dejando detrás hombres heridos.
- Quizá ningún capitán en su sano juicio. Pero ¿qué clase de hombre abandonaría un barco en buen estado y arriaría los botes en medio de un tifón con vientos de sesenta y cinco nudos, sin radiar siquiera un mensaje de socorro?
- Es un completo misterio -asintió Korvold.
- Y hemos de tener en cuenta la carga -continuó Steen-. La línea de flotación indica que va hasta los topes.
Y parece capaz de transportar más de siete mil automóviles.
Korvold dirigió a Steen una mirada inteligente.
- ¿Está pensando en un salvamento, señor Steen?
- Sí, señor. Si está totalmente abandonado y a plena carga, podemos remolcarlo hasta el puerto, y recibir por el salvamento la mitad de su valor, o más incluso. La compañía y la tripulación nos repartiríamos quinientos o seiscientos millones de coronas.
Korvold reflexionó un momento; la codicia luchó en su interior con un profundo presentimiento de mal agüero. La codicia, sin embargo, se impuso.
- Elija usted mismo a los miembros de la tripulación para abordar el buque; incluya en ella al ayudante de mantenimiento. Puesto que sale humo de la chimenea, es probable que las máquinas sigan funcionando sin problemas.
- Hizo una pausa-. Pero sigo opinando que debe esperar a que se calme un poco el mar.
- No hay tiempo -respondió Steen-. Si la escora aumenta en otros diez grados, será demasiado tarde. Es mejor que nos demos prisa.
El capitán Korvold suspiró. Lo que se disponía a hacer iba en contra de sus criterios, pero también se le ocurrió que, en cuanto se conociese la situación del Divine Star, cualquier cosa que flotara en un radio de mil millas marinas se precipitaría hacia su posición como lo hacen las grúas cuando se ha producido un accidente en una autopista.
Finalmente se encogió de hombros.
- Cuando se haya asegurado de que no queda a bordo ningún componente de la tripulación del Divine Star, y haya conseguido hacerse con el control de la nave, infórmeme e iniciaré la búsqueda de los botes.
Steen había salido casi antes de que Korvold terminara la frase. Reunió a sus hombres y ordenó descender el bote pasados apenas diez minutos. La tripulación del bote estaba formada por él mismo y cuatro hombres más; entre ellos el ayudante de mantenimiento, Olaf Anderson, y el radiotelegrafista, David Sakagawa, único componente de la tripulación del Narvik que hablaba japonés. Los marineros debían explorar el barco mientras Anderson examinaba la sala de máquinas. Steen sólo tomaría posesión formal de él en el caso de que se confirmara que había sido realmente abandonado.
Con Steen a la barra, la lancha surcó el mar tempestuoso luchando contra las crestas de las olas que amenazaban volcarla, y sumergiéndose luego en su seno. El gran motor marino Volvo roncaba con regularidad mientras se dirigían al enorme transporte de automóviles, con el viento y el mar de cara.
A cien metros del Divine Star descubrieron que no estaban solos. Una bandada de tiburones rodeaba el buque a la deriva, como si un sentido interior les hubiera dicho que iba a hundirse dejando escapar, tal vez, algunos bocados apetitosos.
El marinero que estaba al timón deslizó la lancha bajo la proa por el lado de sotavento. Les pareció que el Divine Star iba a volcar encima de ellos a cada ola que rompía contra su casco. Cuando el enorme buque cabeceó hacia ellos, Steen lanzó una ligera escala de nailon con un gancho de aluminio en uno de sus extremos. Al tercer intento, el gancho fue a chocar con el borde superior de la amurada, y quedó fijo allí.
Steen trepó el primero por la escala y pasó la borda.
Rápidamente fue seguido por Anderson y los demás. Después de agruparse junto a los grandes cabrestantes de las anclas, Steen los condujo hasta una escalerilla parecida a las de incendios, sujeta al mamparo delantero desprovisto de ventanas. Tras ascender cinco cubiertas, penetraron en la zona del puente, la más amplia que Steen había visto en sus quince años de navegante. En comparación con el pequeño y eficiente puente de mando del Narvik, éste parecía tan grande como un gimnasio; y sin embargo la impresionante estructura del equipo electrónico cubría tan sólo una pequeña parte del centro.
No había allí ningún signo de vida, pero estaba abarrotado de mapas, sextantes y demás equipo de navegación, esparcido por las cabinas abiertas. Sobre un estante aparecían dos maletines abiertos, como si sus dueños hubieran salido tan sólo por unos momentos de la habitación. El éxodo parecía haberse producido por un pánico repentino.
Steen estudió la consola principal.
- Es totalmente automático -dijo a Anderson. El ayudante de mantenimiento asintió.
- Y además los controles se operan a través de la voz.
No hay palancas ni botones, ni instrucciones que gritar a los timoneles desde aquí.
Steen se volvió a Sakagawa.
- ¿Puede usted hacer funcionar esta cosa, y hablarle?
El asiático nacido en Noruega se inclinó sobre la consola automatizada y la estudió en silencio algunos segundos. Luego apretó un par de botones en rápida sucesión.
Las luces de la consola parpadearon y la unidad empezó a zumbar. Sakagawa miró a Steen con una media sonrisa.
- Mi japonés es muy rudimentario, pero creo que podré comunicarme con él.
- Pídale un informe sobre el estado del buque.
Sakagawa susurró algo en japonés al pequeño micrófono y esperó con impaciencia. Después de unos instantes, una voz masculina respondió en un tono bajo y claro.
Cuando se detuvo, Sakagawa dirigió a Steen una mirada inexpresiva.
- Dice que las portas están abiertas y el nivel de agua en la sala de máquinas se aproxima a los dos metros.
- ¡Ordénale que las cierre! -aulló Steen.
Después de un corto diálogo, Sakagawa meneó consternado la cabeza.
- Según el ordenador las portas están bloqueadas; no pueden cerrarse mediante el mando electrónico.
- Parece que no he conseguido ahorrarme el trabajo -comentó Anderson-. Será mejor que baje allí y las cierre Y dile a ese condenado robot que empiece a accionar las bombas.
Mientras hablaba, hizo seña a dos de los marineros de que le siguieran, y los tres juntos desaparecieron a la carrera en dirección a la sala de máquinas.
Uno de los marineros restantes se acercó a Steen, con los ojos desorbitados y el rostro tan blanco como el papel.
- Señor…, he encontrado un cadáver. Creo que se trata del radiotelegrafista.
Steen se apresuró a seguirle a la sala de comunicaciones. Un cuerpo casi sin forma estaba sentado en una silla, inclinado sobre el panel transmisor de la radio. Podía haber sido un humano cuando se paseaba por el puente del Divine Star, pero ahora ya no lo era. No había pelo, y salvo los dientes totalmente visibles en el lugar donde habían estado los labios, Steen no podría haber asegurado si miraba hacia adelante o atrás. Parecía como si la piel de aquel patético horror hubiera sido arrancada, y alguien hubiera quemado la carne que había debajo hasta fundirla parcialmente.
Y sin embargo, no existía la más ligera indicación de un incendio o un calor excesivo. Las ropas estaban tan limpias y planchadas como si acabara de ponérselas.
El hombre parecía haber sido víctima de una poderosa combustión interna.
2
El horrible hedor y el alucinante espectáculo hicieron tambalearse a Steen. Le costó un buen minuto recuperarse.
Entonces empujó a un lado la silla con su repugnante propietario y se inclinó sobre la radio.
Por fortuna, el dial de frecuencia digital tenía números arábigos. Después de unos minutos de intentos infructuosos, encontró la frecuencia correcta y pudo saludar al capitán Korvold en el Narvik.
Korvold contestó de inmediato.
- Adelante, señor Steen -dijo en tono formal -. ¿Qué ha descubierto?
- Algo siniestro ha ocurrido aquí, capitán. Hasta el momento hemos encontrado el barco desierto, a excepción de un cadáver, el del radiotelegrafista, tan calcinado que resulta irreconocible.
- ¿Hay algún incendio a bordo?
- Ni el menor signo. El sistema de control automático informatizado muestra únicamente luces verdes en su sistema de alerta de incendios.
- ¿Hay algún indicio del motivo que impulsó a la tripulación a arriar los botes? -preguntó Korvold.
- Nada evidente. Parecen haber huido presas del pánico, después de intentar echar a pique el barco.
Korvold apretó los labios y sus manos presionaron el auricular hasta que los nudillos adquirieron el tono del marfil.
- Repítalo.
- Las portas están levantadas y bloqueadas en la posición de abiertas. Anderson intenta cerrarlas de nuevo.
- ¿Por qué diablos intentaría una tripulación echar a pique un barco en perfecto estado y con miles de automóviles nuevos a bordo? -preguntó Korvold, abstraído.
- La situación parece sospechosa, señor. Hay algo anormal a bordo. El cadáver del radiotelegrafista es espantoso. Parece que lo hayan asado en un espetón.
- ¿Quiere que le envíe el médico de a bordo?
- No hay nada que pueda hacer aquí el buen doctor, salvo firmar un certificado post-mortem.
- Entendido -contestó Korvold-. Seguiré a la espera de su informe durante treinta minutos más, y luego empezaremos la búsqueda de los botes perdidos.
- ¿Ha hablado ya con la compañía, señor?
- No lo haré hasta que se asegure usted de que no hay a bordo ningún superviviente de la tripulación original que pueda contradecir nuestro alegato de salvamento. Acabe su investigación. Tan pronto como compruebe que el barco está desierto, transmitiré un mensaje al director de nuestra compañía notificándole que tomamos posesión del Divine Star.
- El ingeniero Anderson está ya trabajando en el cierre de las portas y bombeando el agua de la sala de máquinas.
Los motores funcionan, y no tardaremos en tener el buque bajo control.
- Cuanto antes, mejor -dijo Korvold-. Está usted derivando hacia un barco de reconocimiento oceanográfico británico que mantiene una posición estacionaria.
- ¿A qué distancia?
- Aproximadamente doce kilómetros.
- Entonces no hay riesgo de colisión.
A Korvold no se le ocurrió nada más que decir. Solamente añadió:
- Buena suerte, Óscar. Llévelo a puerto a salvo.
Y luego cortó la comunicación.
Steen se dio la vuelta, evitando mirar el cuerpo mutilado en la silla. Sentía que se apoderaba de él un escalofrío.
Casi esperaba ver al capitán espectral de El holandés enante recorriendo a largas zancadas el puente. «No hay nada tan morboso como un barco abandonado», se dijo ceñudo.
Ordenó a Sakagawa que buscara y tradujera el libro de navegación. Envió a los dos marinos restantes a recorrer los puentes de los automóviles, mientras él se dedicaba a registrar los camarotes de la tripulación. Se sentía como si caminara por una casa encantada.
Excepto por algunas ropas desparramadas, parecía que la tripulación podía regresar de un momento a otro. A excepción del cadáver del puente, todo parecía normal y rutinario. En el camarote del capitán había una bandeja con dos tazas de té que milagrosamente no habían caído al suelo durante la tormenta, un uniforme extendido sobre la cama y un par de zapatos brillantes por el reciente cepillado, juntos sobre la moqueta del suelo. Una fotografía enmarcada de una mujer y tres hijos adolescentes había caído desde el lugar del que colgaba a un escritorio vacío y limpio.
Steen dudaba sobre si debía hurgar en los secretos y los recuerdos de otras personas. Se sentía un intruso indeseado.
Su pie tropezó con algo que había debajo del escritorio. Se agachó y recogió el objeto. Se trataba de una pistola de nueve milímetros. Una Stern GB austriaca de doble acción. La sujetó entre su cuerpo y el cinturón de sus pantalones.
El tictac de un cronómetro de pared le sobresaltó, hasta el punto de que sintió erizársele el cabello. Acabó su búsqueda y regresó a toda prisa al puente.
Sakagawa estaba sentado en la sala de mapas, con los pies colocados sobre un pequeño armario, mientras estudiaba el libro de navegación.
- Lo ha encontrado -dijo Steen.
- Estaba en uno de los maletines abiertos.
Pasó hacia atrás las páginas y empezó a leer.
- «Divine Star, setecientos pies, entregado el dieciséis de marzo de mil novecientos ochenta y ocho. Compañía propietaria y fletadora, Sushimo Steamship Company, Sociedad Limitada. Puerto de origen, Kobe. En este viaje transporta siete mil doscientos ochenta y ocho automóviles Murmoto, recién salidos de fábrica, con destino a Los Ángeles».
- ¿Algún dato sobre por qué lo abandonó la tripulación? -preguntó Steen. Sakagawa le respondió con un desconcertado movimiento de cabeza.
- No hay ninguna mención de desastre, plaga o motín.
No se informa del tifón. El último apunte es algo extraño.
- Léalo.
Sakagawa se tomó unos instantes para estar seguro de que su traducción de aquellos caracteres japoneses era razonablemente correcta.
- Lo más que alcanzo a deducir es esto: «Tiempo con tendencia a empeorar. Oleaje en aumento. La tripulación está afectada por una enfermedad desconocida. Todo el mundo enfermo, incluido el capitán. Se sospecha de algún alimento en mal estado. Nuestro pasajero, señor Yamada, uno de los principales directores de la compañía, en plena crisis de histeria, pide que abandonemos y hundamos el barco. El capitán cree que el señor Yamada sufre un ataque de nervios y ordena que se le recluya bajo vigilancia en su camarote.»
Steen miró a Sakagawa con un rostro inexpresivo.
- ¿Eso es todo?
- La última anotación -dijo Sakagawa-. No hay nada más.
- ¿Cuál es la fecha?
- Primero de octubre.
- Eso fue hace dos días.
Sakagawa asintió con aire distraído.
- Deben de haber abandonado el barco poco después.
Ha sido una suerte que no se llevaran el libro de registro con ellos.
Lentamente, sin ninguna prisa, Steen regreso a la sala de comunicaciones, mientras su mente intentaba desentrañar el significado de la anotación final del libro. De rente se detuvo y extendió el brazo para apoyarse en el quicio de la puerta. La habitación pareció girar ante sus ojos, y sintió náuseas. La bilis se agolpó en su garganta pero se forzó a tragarla de nuevo. Luego, el malestar desapareció tan súbitamente como se había presentado.
Caminó tambaleante hasta la radio y comunicó con el Narvik.
- Aquí el primer oficial Steen llamando al capitán Korvold, cambio.
- Sí, Óscar -respondió Korvold -. Adelante.
- No pierda tiempo en buscar los botes. El libro de navegación del Divine Star sugiere que la tripulación abandonó el buque antes de que el tifón alcanzara su máxima violencia. Partieron hace dos días. Los vientos los habrán arrastrado a más de doscientos kilómetros a estas horas.
- Eso si han conseguido sobrevivir.
- La probabilidad es bastante remota.
- De acuerdo, Óscar. Buscarlos desde el Narvik sería inútil. Hemos hecho todo lo que podía esperarse de nosotros. He alertado a las unidades americanas de rescate en el mar de Midway y Hawai, y a todos los buques que puedan encontrarse en la zona. Tan pronto como recupere usted el gobierno de la nave, volveremos a poner rumbo a San Francisco.
- Enterado -replicó Steen-. Ahora me dirijo a la sala de máquinas para cambiar impresiones con Anderson.
Cuando Steen acabó de transmitir, zumbó el teléfono interior del barco.
- Aquí el puente.
- Señor Steen -dijo una voz débil.
- Sí, ¿qué ocurre?
- Marinero Arne Midgaard, señor. ¿Puede usted venir de inmediato al puente de carga C? Creo que he descubierto algo…
La voz de Midgaard se detuvo y Steen pudo oír sus arcadas.
- Midgaard, ¿se encuentra mal?
- Dése prisa, señor, por favor.
Después, la línea quedó silenciosa. Steen gritó a Sakagawa:
- ¿Qué botón debo apretar para la sala de máquinas?
No hubo respuesta. Steen se precipitó a la sala de mapas. Sakagawa estaba sentado allí, pálido como un muerto, respirando fatigosamente. Miró hacia arriba y habló, articulando las palabras entre pausa y pausa para tomar aliento.
- El botón de… la sala de máquinas… es el cuarto.
- ¿Qué te ocurre? -preguntó Steen, nervioso.
- No lo sé. Me siento… fatal…, he vomitado dos veces.
- Vámonos -masculló Steen-. Voy a reunir a todos los demás. Salgamos de este barco de la muerte.
Descolgó el auricular y llamó a la sala de máquinas. No; hubo respuesta. El miedo se apoderó de su mente. Miedo de algo desconocido que los atacaba. Imaginó el olor a muerte invadiendo todo el barco.
Steen echó una rápida ojeada al diagrama de los puentes montado sobre un mamparo y luego corrió escaleras abajo, saltando de seis en seis los escalones. Intentó dirigirse hacia los enormes locales donde estaban estibados los automóviles, pero una náusea le hizo encogerse de forma que recorrió la pasarela vacilante como un borracho en un callejón trasero.
Finalmente atravesó la puerta del puente C de carga.
Un océano de automóviles multicolores se extendía a lo largo de centenares de metros, a izquierda y derecha. Sorprendentemente, a pesar de las sacudidas de la tormenta y de que el barco iba a la deriva, todos permanecían firmemente sujetos en su lugar.
Steen gritó frenéticamente a Midgaard, y su voz se levantó en ecos en los mamparos metálicos. El silencio fue la única respuesta. Entonces se dio cuenta de una circunstancia extraña, que llamaba la atención como si en medio de una multitud un sólo hombre agitara en lo alto una bandera.
Uno de los coches tenía el capó levantado.
Avanzó tambaleante entre las largas filas, apoyándose en las portezuelas y golpeándose las rodillas en los parachoques salientes. Cuando ya estaba cerca del automóvil del capó levantado, gritó de nuevo:
- ¿Hay alguien ahí?
Esta vez oyó un débil gemido. En diez zancadas llegó hasta el coche y se quedó helado al ver a Midgaard tendido junto a uno de los neumáticos.
El rostro del joven marinero estaba cubierto de llagas sangrantes. Una espuma sanguinolenta le salía de la boca.
Los ojos estaban fijos, no podía ver nada. Los brazos tenían un color purpúreo debido a la hemorragia interna. Parecía estarse pudriendo ante los ojos de Steen.
Steen se apoyó en el coche, paralizado por el horror. Se llevó las manos a la cabeza, lleno de impotencia y desesperación, y cuando bajó los brazos se dio cuenta de que tenía entre sus dedos un puñado de pelos.
- ¿Por qué estamos muriendo, en nombre de Dios?
- susurró al ver su propia espantosa muerte reflejada en la de Midgaard-. ¿Qué nos está matando?
3
El sumergible Old Gert estaba suspendido de una larga grúa instalada en la popa del buque oceanográfico británico Invincible. El mar se había calmado lo suficiente como para que el Old Gert pudiera descender y efectuar una prueba científica en el fondo marino, a 5.200 metros de profundidad. Su tripulación se dedicaba en ese momento a efectuar una secuencia compleja de comprobaciones de seguridad.
El sumergible no tenía nada de «viejo», a pesar de su nombre. Su diseño respondía a los últimos avances de la ingeniería. Había sido construido por una compañía aeroespacial británica el año anterior, y ahora estaba siendo sometido a prueba para su primer descenso con el fin de examinar la zona de fractura de Mendocino, una enorme grieta en el suelo del océano Pacífico que se extiende desde la zona costera del norte de California hasta la mitad de la distancia a Japón.
Desde fuera podía decirse que este sumergible aerodinámico era completamente distinto a los otros. En lugar de un casco en forma de cigarro puro, con una góndola sujeta a su parte inferior, tenía cuatro esferas de titanio transparente y polímero enlazadas entre sí y conectadas por medio de túneles circulares, lo que le daba el aspecto de un peón de un juego de bolos infantil. En una de las esferas había un equipo completo para la filmación, mientras que otra estaba llena de tanques de aire y de agua para lastrar el sumergible y las baterías. La tercera contenía el equipo de oxígeno y los motores eléctricos. La cuarta, la mayor, se asentaba sobre las tres restantes y albergaba a la tripulación y los controles.
El diseño del Old Gert le permitía soportar las inmensas presiones de las áreas más profundas en los fondos oceánicos. Sus sistemas de alimentación podían mantener viva a una tripulación durante cuarenta y ocho horas, y su motor le permitía viajar por la negrura de los fondos abisales a una velocidad de hasta ocho nudos.
Craig Plunkett, el ingeniero jefe y piloto del Old Gert, firmó el último de los impresos de comprobación. Era un hombre de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, de cabello grisáceo peinado hacia adelante para cubrir su calvicie. Sus ojos castaños recordaban los de un sabueso. Había contribuido a diseñar el Old Gert y casi se sentía como su dueño.
Se puso un grueso jersey de lana para prevenir el frío que le esperaba en aguas profundas y deslizó sus pies en un par de mocasines de cuero blando y flexible. Descendió al interior del sumergible por el túnel de acceso y cerró la escotilla una vez dentro. Luego se deslizó hasta la esfera de control y puso en marcha el sistema informatizado de oxigenación.
El doctor Raúl Salazar, de la Universidad de México, geólogo marino de la expedición, ocupaba ya el asiento y ajustaba los mandos de la unidad del sonar.
- Listo cuando tú lo estés -dijo Salazar. Parecía una pequeña dinamo, con su enorme masa de cabellos negros, sus rápidos movimientos, sus ojos negros que se movían continuamente y nunca se detenían más de dos segundos en ninguna persona u objeto. A Plunkett le gustaba. Salazar era la clase de hombre que acumulaba datos con el mínimo esfuerzo, tomaba las decisiones correctas sin subestimar los datos, y estaba acostumbrado a llevar el control técnico de experimentos abisales desde el punto de vista profesional antes que como un proyecto académico.
Plunkett echó una ojeada al asiento vacío que estaba en la parte derecha de la esfera.
- Creí que Stacy estaba ya a bordo.
- Lo está -respondió Salazar sin apartar los ojos de su consola-. Ha pasado a la esfera de la cámara para una última comprobación de los sistemas de vídeo.
Plunkett se inclinó para asomarse al túnel que conducía a la esfera de la cámara y se encontró ante un par de pies calzados con zapatillas deportivas.
- Estamos listos para sumergirnos -dijo.
Se oyó una voz femenina acompañada de un débil eco.
- Acabo en un segundo.
Plunkett deslizó los pies bajo su panel de control y estaba buscando la posición adecuada de su respaldo bajo y semirreclinable cuando Stacy Fox apareció gateando hacia atrás en la esfera de control. Tenía el rostro encendido: había estado trabajando prácticamente cabeza abajo.
Stacy no era lo que podría llamarse una belleza turbadora pero sí una mujer bonita. Un cabello rubio, largo y liso, enmarcaba su rostro, y muy a menudo lo apartaba hacia atrás con una breve sacudida de la cabeza. Era delgada y de hombros anchos para ser una mujer. En cuanto a sus pechos, la tripulación únicamente podía especular sobre ellos. Nadie los había visto nunca, por supuesto, y ella llevaba siempre jerséis gruesos y anchos. Pero en algunas ocasiones, cuando bostezaba y se desperezaba, su tórax mostraba signos evidentes de su prominencia.
Parecía más joven de los treinta y cuatro años que tenía. Sus cejas eran gruesas, los ojos grandes y separados, y los iris reflejaban un color verde pálido. Los labios, sobre una barbilla que revelaba determinación, se entreabrían con facilidad en una sonrisa brillante, casi constante, que revelaba unos dientes perfectos.
Stacy había sido en sus tiempos un miembro de la juventud dorada que frecuentaba las playas de California, y había estudiado arte fotográfico en el Instituto Chouinard de Los Ángeles. Después de graduarse, recorrió el mundo fotografiando la fauna marina que nunca antes había sido captada por las cámaras. Casada en dos ocasiones y dos veces divorciada, tenía una hija, que vivía con su hermana, y su presencia a bordo del Old Gert como fotógrafa era en realidad la tapadera que ocultaba otro tipo de trabajo más comprometido.
Tan pronto como ocupó su asiento en la parte derecha de la esfera, Plunkett dio la señal de «listos». El operador de la grúa colocó el sumergible en una rampa oblicua que pasaba por la popa abierta del buque y descendía hasta el nivel del agua.
La tormenta había terminado pero las olas seguían siendo altas. El conductor de la-grúa maniobró de modo que sus movimientos de descenso y ascenso se acompasaran perfectamente al ritmo de las olas. Se accionó el mando electrónico para soltar los cables de enganche, y varios buzos efectuaron una inspección final.
Cinco minutos más tarde el controlador de superficie, un alegre escocés llamado Jimmy Knox, informó a Plunkett que el sumergible estaba listo para el descenso. Se llenaron los tanques de lastre, y el Old Gert se sumergió rápidamente.
Aunque era el sumergible más moderno entre todos los equipos de investigación submarina, su descenso se hacía todavía por el antiguo y seguro procedimiento que consistía en llenar los tanques del lastre con agua marina.
Para ascender a la superficie, se soltaban pesas de hierro de tamaño variable con el fin de incrementar la flotabilidad, ya que la tecnología de bombeo no podía, al menos en aquel momento, superar las presiones opuestas de las grandes profundidades.
El prolongado descenso por el inmenso vacío líquido le pareció a Stacy una especie de trance hipnótico. Uno a uno, los colores del espectro procedentes de la luz difractada por la superficie fueron debilitándose hasta desvanecerse en la más absoluta oscuridad.
A excepción de las consolas de control independientes montadas alrededor del diámetro inferior de la esfera, disponían de un campo de visión frontal de 180°, sin ningún impedimento. El polímero transparente, con las delgadas tiras de titanio, proporcionaba una visión equivalente a la de una gran pantalla de televisión de alta definición.
Salazar no prestaba atención a la oscuridad que atravesaban ni a los ocasionales peces luminiscentes que nadaban en el exterior; le preocupaba más pensar en lo que iba a encontrar en el fondo. Plunkett manejaba los instrumentos de profundidad y de acondicionamiento para la respiración y vigilaba con atención cualquier posible anormalidad, puesto que la presión aumentaba y la temperatura descendía a cada momento que pasaba.
El Invincible no contaba con un sumergible de apoyo para un caso de emergencia. Si inesperadamente ocurría un desastre y quedaban encallados en las rocas, o si fallaba el funcionamiento del equipo de tal forma que impidiera que el Old Gert no pudiera ascender a la superficie, podían desprender la esfera de control y dejarla flotar hacia la superficie como una gigantesca burbuja. Pero este complejo sistema nunca había sido puesto a prueba en condiciones de presión muy alta. Si se producía un fallo, no tendrían ninguna esperanza de rescate; únicamente la certeza de una muerte y una tumba sumergida en las profundidades del abismo.
Un pequeño pez parecido a una anguila se deslizó ante el batiscafo, y su cuerpo luminoso despidió relámpagos de luz como si la corriente del tráfico de una gran ciudad pasase ante ellos a lo largo de una serie de curvas. Los dientes eran increíblemente largos en proporción a la cabeza, y se curvaban como los colmillos de un dragón chino. Fascinado por la luz del sumergible, nadó sin miedo hacia la esfera de control y escudriñó en su interior con un ojo fantasmal.
Stacy enarboló sus cámaras fotográfica y de vídeo, y apretó siete veces el disparador antes de que el pez se fuera.
- ¿Podéis imaginaros cómo sería esa cosa si tuviera siete metros de largo? -murmuró espantada.
- Por fortuna los dragones negros viven en las profundidades -dijo Plunkett-. La presión les impide crecer más de unos centímetros.
Stacy dio las luces exteriores y la oscuridad se transformó repentinamente en una neblina verdosa. Aquel espacio aparecía vacío. No se veía ninguna forma de vida. El dragón negro se había ido. Stacy apagó las luces para no gastar baterías.
La humedad se deslizó en el interior de la esfera, y un frío cada vez mayor empezó a filtrarse a través de las gruesas paredes. Stacy observó que se le había puesto carne de gallina. Miró hacia arriba, se abrazó los hombros con las manos y sintió un escalofrío. Plunkett captó el estremecimiento y puso en marcha la pequeña unidad de calefacción que a duras penas conseguía hacer desaparecer el frío.
Las dos horas que tardaron en llegar al fondo habrían resultado tediosas si cada uno de ellos no hubiera estado ocupado en sus propias tareas. Plunkett observaba desde una cómoda posición el monitor del sonar y la sonda de eco. También estaba atento a la posición de las agujas de los niveles eléctricos y del oxígeno. Salazar empezó a manejar el rastrillo de toma de muestras en cuanto tocaron el fondo, mientras Stacy intentaba fotografiar los habitantes de aquellas aguas profundas.
Plunkett prefería los acordes de Johann Strauss como música de fondo, pero Stacy insistió en oír su cinta new age, argumentando que resultaba sedante y que aminoraría la tensión. Para Salazar aquélla era una «música cascada» pero no protestó.
La voz de Jimmy Knox desde el Invincible tenía ecos fantasmales, como si se filtrara a través del teléfono acústico del submarino.
- Fondo en diez minutos -anunció -. Deberíais tardar un poco más en llegar.
- No hay problema -contestó Plunkett -. Lo tengo en el sonar.
Salazar y Stacy dejaron momentáneamente su trabajo para observar la pantalla del sonar. El subrayado digital mostraba el lecho marino en un contorno tridimensional.
La mirada de Plunkett se dirigía alternativamente de la pantalla al agua. Confiaba en el sonar y en el ordenador, únicos elementos con los que podía contar.
- Cuidado -les avisó Knox-. Estáis descendiendo por las paredes de un cañón.
- Lo tengo -replicó Plunkett -. Los acantilados se extienden hacia un valle bastante amplio.
Accionó una palanca y soltó uno de los pesos del lastre para hacer más lento el descenso. A treinta metros del fondo soltó más peso, dando al sumergible una flotabilidad casi perfectamente neutral. A continuación puso en marcha los tres propulsores instalados en la parte trasera de las esferas inferiores.
Poco a poco el fondo empezó a materializarse a través de la oscuridad polvorienta, en forma de ondulaciones desiguales y quebradas. Hasta donde alcanzaba la vista, se extendían extrañas rocas negras dobladas y retorcidas en formas grotescas.
- Hemos ido a parar junto a un depósito de lavas -comentó Plunkett -. El borde se encuentra más o menos a un kilómetro frente a nosotros. Más allá deberemos descender trescientos metros más hasta el fondo del valle.
- Tomo nota -contestó Knox.
- ¿Qué son todas esas rocas agujereadas? -preguntó Stacy.
- Bloques de lava -dijo Salazar-. Se forman cuando la lava ardiente choca con el agua fría del océano. La costra exterior se enfría y forma una especie de tubo, del que sigue fluyendo lava líquida.
Plunkett accionó el sistema de posicionamiento en altitud, que mantenía automáticamente el sumergible cuatro metros por encima del fondo. Mientras se deslizaban entre los bloques de aquel rellano, podían advertir en los espacios dispersos en que se había depositado el cieno las huellas dejadas por frágiles estrellas de mar, cangrejos o bien holoturias habituadas a las profundidades, que huían de las luces a esconderse en la oscuridad.
- Preparaos -dijo Plunkett-. Vamos a descender.
Pocos segundos después de su aviso, el fondo se desvaneció otra vez, dio paso a una negrura total y el sumergible se precipitó en el abismo, manteniendo la distancia de cuatro metros respecto de los riscos casi verticales del cañón.
- Os tengo a cinco-tres-seis-cero metros -oyeron el eco de la voz de Knox por el teléfono subacuático.
- Correcto. Yo leo lo mismo -contestó Plunkett.
- Cuando lleguéis al fondo del valle -dijo Knox-, estaréis en la parte llana de la zona de fractura.
- Eso suena razonable -murmuró Plunkett, con su atención centrada en el panel de control, la pantalla del ordenador y un monitor de vídeo que ahora mostraba el terreno situado bajo los patines de aterrizaje del Old Gert-. Pero de momento no hay ningún maldito sitio en el que podamos posarnos.
Pasaron doce minutos; finalmente apareció ante ellos un fondo liso, y el sumergible adoptó de nuevo una posición horizontal. Delante de la esfera revoloteaban partículas submarinas impulsadas por una débil corriente, como copos de nieve. La zona circular revelada por las luces del sumergible mostraba una serie ininterrumpida de ondulaciones arenosas, en las que millares de objetos negros de forma esférica, como las antiguas balas de cañón, reposaban.
- Nódulos de manganeso -explicó Salazar como si estuviese en su cátedra-. Nadie sabe exactamente cómo se formaron, pero se sospecha que el núcleo central lo constituyen dientes de tiburón o bien huesos de ballena.
- ¿Tienen algún valor? -preguntó Stacy, mientras disparaba su cámara.
- Además del manganeso, contienen cantidades menores de cobalto, cobre, níquel y zinc. Supongo que esta concentración puede darse ininterrumpidamente a lo largo de cientos de kilómetros cuadrados en la zona de fractura, y puede llegar a valer hasta ocho millones de dólares el kilómetro cuadrado.
- Siempre que consigas subir todo ese material a la superficie, cinco kilómetros y medio más arriba -añadió Plunkett.
Salazar dio instrucciones a Plunkett sobre la zona que convenía explorar, mientras el Old Gert se deslizaba en silencio sobre la arena alfombrada de nódulos. Luego, algo brilló a babor. Plunkett varió levemente la dirección para acercarse a aquel objeto.
- ¿Has visto alguna cosa? -preguntó Salazar, absorto en sus instrumentos.
Stacy se esforzaba en escudriñar el suelo.
- ¡Una bola! -exclamó -. Una gran bola metálica con unas extrañas abrazaderas. Me parece que mide unos tres metros de diámetro.
- Habrá caído de un barco -comentó Plunkett sin darle importancia.
- No debe de hacer mucho tiempo de eso, a juzgar por la falta de corrosión -añadió Salazar.
De pronto apareció ante ellos una franja ancha de arena totalmente desprovista de nódulos. Era como si una aspiradora gigante hubiera hecho una pasada en mitad de aquel campo.
- ¡Los bordes son rectos! -exclamó Salazar-. Nunca se dan unas líneas rectas tan prolongadas en los fondos marinos.
Stacy observaba asombrada aquel fenómeno.
- Demasiado perfecto, demasiado preciso para no ser obra del hombre.
- Imposible -meneó la cabeza Plunkett-, al menos a esta profundidad. Ninguna empresa de ingeniería del mundo está capacitada técnicamente para dragar las profundidades abisales.
- Y ningún fenómeno geológico del que tenga noticias podría formar un camino tan recto y preciso en el fondo del mar -respondió Salazar con firmeza.
- Las huellas dentadas en la arena, a lo largo de los bordes, parecen corresponderse con las medidas de la enorme bola que encontramos.
- Tal vez -murmuró Plunkett con escepticismo-.¿Qué clase de equipo puede dragar los fondos a esta profundidad?
- Una draga hidráulica gigante que aspire los nódulos a través de tuberías hasta una barcaza situada en la superficie -teorizó Salazar-. Se ha estado dando vueltas a esa idea desde hace años.
- También se ha especulado con un viaje tripulado a Marte, pero todavía no se ha construido el cohete capaz de conseguirlo. Y tampoco se ha construido ninguna draga gigante. Conozco a un montón de gente que trabaja en ingeniería marina, y nunca he oído el menor rumor sobre un proyecto semejante. Y no es posible mantener en secreto una operación de minado de tal calibre. Requeriría una flota de superficie de cinco buques al menos, y a miles de personas que trabajaran durante varios años. Y no hay ninguna forma de que puedan evitar ser detectados por los barcos que pasen o por satélites.
Stacy miró a Salazar sin ninguna expresión.
- ¿Hay alguna forma de saber cuándo ha sucedido?
- Tanto puede haber sido ayer mismo, como hace años -respondió Salazar encogiéndose de hombros.
- ¿Quién, entonces? -preguntó Stacy en tono vago -. ¿Quién es el responsable de esa tecnología?
Nadie contestó. Aquel descubrimiento no se ajustaba a los datos conocidos. Miraron la franja de arena limpia con silenciosa incredulidad, y empezaron a sentirse atemorizados por lo desconocido.
Finalmente, Plunkett dio una respuesta que pareció llegar de algún punto lejano, en el exterior del sumergible.
- Nadie que pertenezca a este mundo; ningún ser humano.
4
Steen había caído en un estado de shock emocional extremo. Miró con estupor las llagas que se estaban formando en sus brazos. El shock y un súbito dolor abdominal que empezó a sentir le hacían temblar de una manera incontrolable. Se agachó porque sintió de repente que no podía contener el vómito; el aliento surgía a boqueadas, todo parecía dolerle al mismo tiempo. Su corazón empezó a palpitar de forma extraña, y el cuerpo le ardía de fiebre.
Se sentía demasiado débil para regresar al compartimiento de la radio y advertir a Korvold. Cuando el capitán del buque no recibiera respuesta de sus señales a Steen, enviaría otro equipo de abordaje para averiguar qué era lo que iba mal. Más hombres morirían inútilmente.
Steen estaba ahora bañado en sudor. Miró con fijeza el coche con el capó levantado y sus ojos brillaron en una extraña malevolencia. Le dominó el estupor, y su mente enloquecida adivinó una maldad indescriptible en aquel objeto de metal, cuero y caucho.
Como en una actitud final de desafío, Steen decidió vengarse del vehículo. Extrajo de su cinturón la Stern automática que había encontrado en el camarote del capitán y alzó el cañón. Luego apretó el gatillo y vació el cargador en el morro del automóvil.
Dos kilómetros al este, el capitán Korvold vio a través de sus binóculos cómo el Divine Star se desintegraba en un abrir y cerrar de ojos y desapareció de la superficie del océano.
En su lugar estalló una monstruosa bola de fuego de un color azul brillante más intenso que la luz solar. Instantáneamente, blancos gases ardientes se expandieron por un área de cuatro kilómetros de diámetro. Se formó una nube hemisférica de condensación que se extendió como un gran buñuelo, abrasando todo lo que se encontraba en su interior.
En la superficie del mar se formó una gran depresión cóncava de unos trescientos metros de diámetro. Luego una inmensa columna formada por millones de toneladas de agua se elevó hacia el cielo, y de sus paredes brotaron miles de géiseres horizontales, cada uno de ellos tan grande como el Narvik.
La onda de choque se extendió en torno a la bola de fuego como uno de los anillos que rodean Saturno, a una velocidad aproximada de cinco kilómetros por segundo, y al alcanzar el Narvik lo dejó reducido a una masa metálica informe.
Korvold, de pie sobre el puente abierto, no llegó a ser testigo del holocausto. Sus ojos y su cerebro no tuvieron tiempo de registrarlo. Quedó carbonizado en una milésima de segundo por la radiación térmica que emitía la bola de fuego formada por la explosión. Su barco se elevó primero y fue aplastado luego como si lo hubiera golpeado un gigantesco martillo. Una lluvia de fragmentos y polvo de acero procedente del Divine Star cayó sobre los destrozados puentes del Narvik. El fuego irrumpió por el casco perforado y se extendió a todo el barco. Entonces empezaron las explosiones internas. Los contenedores de la bodega de carga fueron barridos como hojas por el soplo de un huracán.
No hubo tiempo para lamentos ni para llantos. Todas las personas sorprendidas en el puente ardieron como cerillas El barco entero se convirtió, en tan sólo un instante, en una pira funeraria para sus 250 pasajeros y tripulantes.
El Narvik empezó a escorarse rápidamente. A los cinco minutos de la explosión empezó a hundirse. Pronto, sólo fue visible una pequeña porción de su popa, y enseguida también ésta se deslizó bajo las agitadas aguas y desapareció en las profundidades.
Desapareció casi con la misma rapidez con que se había evaporado el Divine Star. La gran nube en forma de coliflor que se había formado sobre la bola de fuego fue dispersándose lentamente, y pronto se confundió con la niebla. Los furiosos resplandores del agua se calmaron, y luego la superficie del océano se alisó, quedando sólo la ondulación del oleaje.
A unos doce kilómetros de distancia a través del mar, el Invincible todavía flotaba. La increíble presión de la onda de choque todavía no había empezado a disminuir, de modo que golpeó con toda su fuerza al buque oceanográfico. La superestructura reventó y se hizo pedazos, dejando expuestos los mamparos interiores. La chimenea se desprendió de sus soportes y se precipitó volteando en el agua hirviente, al tiempo que el puente desaparecía entre una violenta salpicadura de acero y carne humana.
Los mástiles quedaron retorcidos y deformados, la gran grúa utilizada para alojar el Old Gert se dobló en dos y quedó torcida hacia un lado, y las planchas del casco se combaron hacia dentro, entre la armazón y las vigas longitudinales. Como el Narvik, el Invincible quedó reducido a un informe montón de chatarra en la que a duras penas podía reconocerse el barco que había sido.
La pintura de los costados se había agrietado y ennegrecido debido a la potente llamarada. Un delgado chorro de aceite negro y humeante brotó del machacado costado de babor y se extendió como una alfombra hirviente sobre el agua, alrededor del casco. El intenso calor hizo que todos los cuerpos de las personas que se encontraban en el exterior se desintegraran. Los miembros de la tripulación que estaban en los puentes inferiores resultaron gravemente heridos por el golpe y los fragmentos proyectados por la explosión.
Jimmy Knox salió empujado violentamente contra un mamparo de acero que resistió la presión, al tiempo que jadeaba en busca de aire, como si estuviera en el vacío. Tumbado en el suelo, con las piernas y brazos extendidos, miraba con asombro un agujero que había aparecido como por arte de magia en el techo.
Allí permaneció a la espera de que pasara el sobresalto, luchando por conservar despiertos sus sentidos y preguntándose aturdido qué le había sucedido al mundo. Lentamente miró en torno suyo y vio los mamparos del compartimiento y el equipo electrónico destrozados, todo envuelto en llamas, y sintió una angustia similar a la del niño que ha perdido a sus padres en medio de una multitud.
A través del boquete del techo podía ver la cámara del puente y la sala de mapas. Habían quedado destruidas hasta convertirse en un esqueleto de deformadas vigas. El compartimiento del timón era un caos humeante, una cripta funeraria de hombres, abrasados y despedazados, cuya sangre goteaba en los compartimientos inferiores.
Knox se giró de lado y gimió por el súbito dolor que le causaron tres costillas rotas, un tobillo dislocado, y un montón de magulladuras. Muy lentamente se irguió hasta conseguir sentarse. Alcanzó sus gafas y se las puso, se sorprendió al comprobar que habían quedado ajustadas a su nariz en medio de aquella incomprensible devastación.
Lentamente, recobró algo de serenidad, y su primer pensamiento fue para el Old Gert. Como en una pesadilla, le pareció ver al sumergible averiado y sin contacto con la superficie, en la negrura de las profundidades.
Reptó a través del puente ayudándose frenéticamente con manos y rodillas, aguantando el dolor, hasta alcanzar el receptor del teléfono submarino.
- ¡Gert! -balbuceó atemorizado-. ¿Me escucha?
Esperó varios segundos pero no hubo respuesta. Juró en voz baja.
- ¡Maldita sea, Plunkett! ¡Háblame, bastardo!
El silencio fue la única respuesta. Todas las comunicaciones entre el Invincible y el Old Gert se habían cortado.
Sus terribles temores se estaban confirmando. La misma fuerza que había golpeado el barco debía haber viajado por el interior del agua y destrozado el sumergible, sometido ya a increíbles presiones.
- Muertos -susurró -. Todos muertos y aplastados.
Pensó de súbito en sus compañeros del barco, y los llamó. Tan sólo oyó como respuesta los crujidos y chirridos metálicos del buque. Dirigió su mirada a través de la puerta abierta y la centró en cinco cuerpos esparcidos por el suelo en posturas rígidas, como las de los maniquíes de un escaparate. Se sentó, invadido por la angustia y la incertidumbre. De forma confusa, advirtió que el buque se estremecía convulsivamente, que la popa giraba y se mecía entre las olas como alcanzada por un remolino. Alrededor suyo, empezaron a girar los objetos y los despojos arrancados por la explosión. El Invincible se disponía a iniciar su propio viaje hacia el abismo.
El instinto de supervivencia despertó en su interior; Knox trepó por el puente destrozado, demasiado despavorido para sentir el dolor de sus heridas. Presa del pánico, cruzó la puerta del puente de la grúa, esquivando los cadáveres y los hierros retorcidos, dispersos por todas partes.
El miedo ocupó el lugar del shock y fue creciendo hasta formar un grueso nudo en su interior.
Llegó hasta los restos de la barandilla de la borda, y sin mirar hacia atrás saltó por encima y se lanzó al mar. Un trozo astillado de un cajón de madera flotaba a pocos metros de distancia. Nadó torpemente hasta conseguir aferrarlo con un brazo y dejarse flotar. Sólo entonces se volvió y miró el Invincible.
Se estaba hundiendo de popa, con la proa alzada sobre las olas del Pacífico. Pareció quedar suspendido así durante un minuto, mirando las nubes al tiempo que se deslizaba hacia abajo a una velocidad cada vez mayor y desaparecía, dejando tras de sí unos pocos fragmentos de su carga y un vórtice de agua arremolinada, que pronto se redujo a unas pocas burbujas teñidas de los colores del arco iris por el aceite vertido.
Knox buscó frenéticamente en la superficie del mar a otros miembros de la tripulación del Invincible. Ahora que habían cesado los crujidos del barco que se hundía se produjo un silencio fantasmal. No vio ningún bote salvavidas, ninguna cabeza que sobresaliera en el mar.
Él era el único superviviente de una tragedia que no tenía explicación.
5
Bajo la superficie, la onda de choque viajó a través del agua a una velocidad aproximada de 6.500 kilómetros por hora, en un círculo expansivo que aplastaba a su paso toda forma de vida marina. El Old Gert se salvó de una destrucción instantánea gracias a las paredes del cañón: erguidas sobre el sumergible, actuaron como un escudo, protegiéndolo de la presión explosiva.
Sin embargo, el sumergible se vio zarandeado con una enorme violencia. En un momento dado estaba en posición horizontal, y al siguiente giraba sobre su eje como un balón. El contenedor en el que estaban instaladas las principales baterías y los sistemas de propulsión golpeó los nódulos rocosos, crujió y estalló debido a la tremenda presión. Por fortuna, las compuertas que cubrían los extremos del tubo de conexión aguantaron firmes, pues de otra forma el agua habría irrumpido en la esfera de los tripulantes con la fuerza de un martillo, dejándolos reducidos a una pulpa sanguinolenta.
El estruendo de la explosión se percibió a través del teléfono subacuático como un trueno, casi simultáneamente al traqueteo, como el de un tren expreso, de la onda de choque. Cuando ambos cesaron, las profundidades volvieron a un silencio engañoso. Luego la calma se vio rota del nuevo por los crujidos del metal, a medida que los restos de los barcos descendían desde la superficie, abarquillándose y comprimiéndose antes de chocar contra el fondo en medio de una gran nube de lodo.
- ¿Qué es eso? -gritó Stacy, agarrándose a su asiento para evitar salir despedida.
Debido al impacto o a una devoción radical hacia su trabajo, los ojos de Salazar no se habían apartado de su consola.
- No es un terremoto. Parece una perturbación en la superficie.
Con la desaparición de los propulsores, Plunkett había perdido el control del Old Gert. Únicamente podía permanecer allí sentado desamparado, mientras el sumergible era zarandeado a través del campo de nódulos de manganeso.
Al instante, gritó por el teléfono submarino, olvidándose de todos los formalismos pertinentes:
- ¡Jimmy, estamos en medio de una turbulencia inexplicable! ¡Hemos perdido el contenedor de la propulsión! ¡Responde, por favor!
Jimmy Knox no podía oírle. Luchaba entre las olas, mucho más arriba.
Plunkett intentaba todavía desesperadamente contactar con el Invincible cuando por fin el sumergible finalizó su errático recorrido; fue a topar con el fondo de un ángulo de 40°, de modo que allí quedó, con la esfera que contenía el equipo eléctrico y el oxígeno.
- Es el fin -murmuró Salazar, sin saber en realidad lo que quería decir, turbada su mente por la sorpresa y la confusión.
- ¡Qué demonios va a serlo! -estalló Plunkett -. Todavía podemos soltar lastre y subir hasta la superficie.
Mientras hablaba, era consciente de que aun soltando todo el lastre de hierro no podría superar el peso añadido del agua en el contenedor destrozado, además de la succión del lodo. Activó las palancas, y centenares de kilos de peso muerto se desprendieron del sumergible.
Durante unos momentos no ocurrió nada; después, centímetro a centímetro, el Old Gert se alzó del fondo, ascendiendo con lentitud como si lo impulsaran las respiraciones anhelantes y los latidos de los corazones de las tres personas instaladas en la esfera principal.
- Treinta metros arriba -anunció Plunkett después de lo que pareció una hora aunque en realidad sólo habían pasado treinta segundos.
El Old Gert se estabilizó y todos se atrevieron a respirar de nuevo. Plunkett seguía intentando inútilmente establecer contacto con Jimmy Knox.
- Jimmy…, aquí Plunkett. Respóndeme.
Stacy miraba con tal intensidad el marcador de la profundidad que llegó a temer que la esfera estallara.
- Vamos…, adelante… -rogaba.
Y entonces, y sin previo aviso, vieron confirmadas sus peores pesadillas. La esfera que contenía el equipo eléctrico y el oxígeno cedió de súbito. Debilitada por el impacto contra el fondo marino, la presión la aplastó como si fuera un huevo.
- ¡Maldición! -masculló Plunkett al tiempo que el sumergible se hundía de nuevo en el lodo con una fuerte sacudida.
Las luces parpadearon y luego sumergieron la esfera en un mundo de negrura total. La oscuridad de las profundidades es tan siniestra que parece que sólo puedan soportarla las personas ciegas. Para los que tienen la capacidad de ver, la súbita desorientación empuja a la mente a creer que fuerzas desconocidas se acercan desde todas partes, formando un círculo amenazador cada vez más estrecho.
Finalmente, la voz ronca de Salazar rompió el silencio.
- ¡Dios!, ahora sí que estamos perdidos.
- Aún no -dijo Plunkett-. Todavía podemos llegar a la superficie desprendiendo la esfera de control.
Su mano tanteó la consola hasta que sus dedos tocaron una determinada palanca. Con un chasquido audible, las luces auxiliares se encendieron e iluminaron de nuevo el interior de la esfera.
Stacy suspiró aliviada y se relajó por unos segundos.
- Menos mal que podemos ver.
Plunkett programó el ordenador para una ascensión de emergencia. Después puso en marcha el mecanismo de suelta, y se volvió hacia Stacy y Salazar.
- Sujetaos con fuerza. El ascenso a la superficie puede ser bastante agitado.
- Cualquier cosa será buena con tal de salir de este infierno -gruñó Salazar.
- Cuando ustedes gusten -añadió Stacy en tono de broma.
Plunkett arrancó la cubierta de seguridad de la palanca de suelta, respiró hondo, y tiró hacia sí con fuerza.
No ocurrió nada.
Por tres veces Plunkett repitió febrilmente el mismo gesto. Pero la esfera de control se negaba a separarse de la sección principal del sumergible. Desesperado, se volvió al ordenador para averiguar por qué no funcionaba. La respuesta llegó en un abrir y cerrar de ojos.
El mecanismo de suelta había sufrido un golpe durante el impacto lateral contra el fondo, y estaba bloqueado, sin medios para poder repararlo.
- Lo siento -dijo Plunkett desalentado -. Pero parece que tendremos que esperar a ser rescatados.
- Bonitas probabilidades tenemos para eso -gruñó Salazar, mientras se secaba el sudor que brotaba de su rostro con la manga de su anorak.
- ¿Cuánto oxígeno nos queda? -preguntó Stacy.
- Nuestro depósito principal se perdió con el estallido del contenedor -contestó Plunkett-. Pero los balones de emergencia de esta unidad y el depurador de hidróxido de litio que elimina el dióxido de carbono que exhalamos pueden permitirnos respirar durante diez o doce horas más.
Salazar movió la cabeza desesperado y se encogió de hombros.
- Ni siquiera todas las oraciones de todas las iglesias del mundo conseguirían que nos rescataran a tiempo. Se necesitará un mínimo de setenta y dos horas para traer otro sumergible a este lugar. Y aun así, es dudoso que consigan elevarnos hasta la superficie.
Stacy miró a Plunkett en busca de algún pequeño signo de esperanza pero no encontró ninguno. Su mirada era remota y distante. Ella tuvo la impresión de que le entristecía más la pérdida de su precioso sumergible que la perspectiva de morir. Pero al darse cuenta de la mirada fija de la mujer, Plunkett se repuso rápidamente.
- Raúl tiene razón -dijo con sencillez-. Odio tener que admitirlo, pero necesitaremos un milagro para volver a ver la luz del sol.
- Pero está el Invincible -insistió Stacy-. Moverán cielo y tierra para llegar hasta nosotros.
- Alguna tragedia ha ocurrido allá arriba -respondió Plunkett con un movimiento de cabeza-. Los últimos ruidos que oímos eran los de un buque destrozado que se hundía en el abismo.
- Pero había más barcos a la vista cuando dejamos la superficie -protestó Stacy-. Puede haber sido uno de ellos.
- No hay ninguna diferencia -explicó Plunkett con voz cansada-. El camino hacia arriba está cerrado. Y el tiempo se ha convertido en un enemigo al que no podemos derrotar.
Una profunda desesperación invadió la esfera de control. Cualquier esperanza de rescate no pasaba de ser una mera fantasía. La única certidumbre era que un futuro proyecto de salvamento recuperaría el Old Gert con sus cuerpos, mucho después de que todos hubieran muerto.
6
Dale Nichols, ayudante especial del presidente, chupó su pipa y miró por encima de sus anticuadas gafas a Raymond Jordan, que entraba en ese momento en su despacho.
Jordan sonreía. Una nube de humo de tabaco dulzón cubría la habitación como el smog cubre las ciudades en los días de bochorno.
- Buenas tardes, Dale.
- ¿Todavía llueve? -preguntó Nichols.
- Más bien llovizna.
Jordan notó que Nichols estaba en tensión. El «protector del reino presidencial» era una persona serena y eficiente, pero su pelambrera de color castaño oscuro parecía un sembrado de heno azotado por una tempestad; los ojos relucían más de lo habitual y el rostro mostraba signos de dureza que Jordan nunca había visto anteriormente.
- El presidente y el vicepresidente esperan -se apresuró a decir Nichols -. Están ansiosos por escuchar un informe reciente de la explosión en el Pacífico.
- Traigo el último informe -dijo Jordan en tono tranquilizador.
Pese a ser uno de los cinco hombres con mayor poder en el Washington oficial, Jordan era un desconocido para el público en general. Tampoco le conocían la mayoría de los funcionarios y de los políticos. Como director de la Inteligencia Central, Jordan presidía el Servicio de Seguridad Nacional e informaba directamente al presidente.
Vivía en el mundo espectral del espionaje y la inteligencia, y muy pocos eran los privilegiados que conocían los desastres y las tragedias que él y sus agentes habían evitado revelar al pueblo norteamericano.
Jordan no llamaba la atención de los extraños; nadie hubiera identificado su aspecto con el de un hombre de memoria fotográfica y capaz de conversar en siete lenguas. Su apariencia era tan ordinaria como la de los hombres y mujeres que utilizaba como agentes de campo. De mediana estatura y de unos sesenta años, tenía un semblante firme, un cabello de color gris plateado y una sólida figura en la que despuntaba una ligera barriga, además de unos ojos castaños en los que brillaba una luz de simpatía. Había sido un marido fiel a su esposa durante treinta y siete años y tenían dos hijas en la universidad, ambas estudiantes de biología marina.
El presidente y el vicepresidente estaban enfrascados en una conversación en voz baja cuando Nichols introdujo a Jordan en el despacho oval. Se giraron al instante y miraron a Jordan, que pudo observar que estaban tan nerviosos como el ayudante especial del presidente.
- Gracias por venir, Ray -dijo el presidente sin más protocolo, al tiempo que se trasladaba nerviosamente a una poltrona verde situada bajo un retrato de Andrew Jackson-. Por favor, siéntate y cuéntanos qué demonios está pasando en el Pacífico.
A Jordan siempre le divertía la dolorosa incomodidad que atenazaba a los políticos durante el desarrollo de una crisis. Ningún cargo oficial electo poseía la madura firmeza y la experiencia de los hombres de carrera como el director de la Inteligencia Central. Y sin embargo nunca estaban dispuestos a respetar o a aceptar el inmenso poder que Jordan y otros profesionales como él poseían para controlar y orquestar los acontecimientos internacionales.
Jordan hizo una señal afirmativa al presidente, que era por lo menos una cabeza más alto que él, y tomó asiento.
Con una calma que pareció a los dos hombres una agonizante lentitud, depositó en el suelo un amplio maletín pacido a los que utilizan los contables y lo abrió de par en par. Luego extrajo de él una carpeta.
- ¿Estamos ante una situación? -preguntó impaciente el presidente, utilizando la palabra clave que expresaba una amenaza inminente para la población civil, algo como un ataque nuclear, por ejemplo.
- Sí, señor, por desgracia lo estamos.
- ¿Qué es lo que sabemos?
Jordan hojeó la carpeta por puro formulismo. Había ya memorizado por completo las treinta páginas de que constaba.
- Exactamente a las 11.54 se produjo una explosión de gran potencia en el Pacífico norte, aproximadamente a 900 kilómetros al noroeste de las islas Midway. Uno de nuestros satélites espías Pyramider captó la llamarada y la perturbación atmosférica con sus cámaras y registró la onda de choque a partir de boyas hidrofónicas ocultas. Los datos fueron transmitidos directamente a la Agencia de Seguridad Nacional, donde se procedió a su análisis. A continuación se realizaron las lecturas de las estaciones sismográficas fijas conectadas al NORAD[2], que a su vez pasaron la información a técnicos de la CIA en Langley.
- ¿Y la conclusión? -interrumpió el presidente.
- Todas las fuentes coinciden en que se trató de una explosión nuclear -respondió con tranquilidad-. Ninguna otra cosa pudo producir un efecto tan destructivo.
A excepción de Jordan, que tenía un aspecto tan relajado como si estuviera contemplando un serial televisivo, las expresiones de los otros tres hombres presentes en el despacho oval mostraban claramente el horror que les inspiraba el hecho que acababan de anunciarles.
- ¿Estamos en alerta DEFCOM? -preguntó el presidente, aludiendo a la escala de prevención nuclear.
Jordan asintió.
- Me he tomado la libertad de ordenar al NORAD que pasara de inmediato a alerta DEFCOM-Tres, con posibilidad de mantenerla o bien de pasar a DEFCON I.
Dos en función de la reacción de los soviéticos.
Nichols miró con fijeza a Jordan.
- ¿Se ha enviado algún avión de reconocimiento?
- Hace veinte minutos ha despegado de la base de Edwards un aparato de reconocimiento Casper SR-Ninety, con el fin de verificar la explosión y recoger datos adicionales.
- ¿Podemos estar seguros de que la onda de choque fue causada por una explosión nuclear? -preguntó el vicepresidente, un hombre de poco más de cuarenta años, que había pasado tan sólo seis en el Congreso antes de ser elegido para desempeñar las funciones de «número dos». Se trataba de un político hábil pero que no era ningún experto en el análisis de los datos de Inteligencia-, Podría tratarse de un terremoto submarino o de una erupción volcánica.
Jordan negó con un gesto de la cabeza.
- Los registros sismográficos muestran el pico muy acusado que acompaña a las detonaciones nucleares. La gráfica de un terremoto presenta oscilaciones de mayor longitud temporal. La consulta al ordenador confirma el hecho. Tendremos una idea más precisa de la energía en kilotones cuando el Casper haya recogido muestras de la radiación atmosférica.
- ¿Algún pronóstico?
- Hasta que poseamos todos los datos, los pronósticos más fiables oscilan entre los diez y los veinte kilotones.
- Lo suficiente para arrasar Chicago -murmuró Nichols.
El presidente temía formular la siguiente pregunta, y dudó unos segundos.
- ¿Podría…, podría haber sido uno de nuestros submarinos nucleares la causa de la explosión?
- El jefe de Operaciones Navales me ha asegurado que ninguno de nuestros navíos se encontraba en un radio de 500 kilómetros en torno al área crítica.
- ¿Un submarino ruso, tal vez?
- No -contestó Jordan-. He hablado con mi colega de la URSS, Nikolai Golanov. Sostiene que todos los buques de superficie y submarinos soviéticos en el Pacífico están bajo control, y naturalmente nos echa a nosotros la culpa del accidente. Estoy totalmente seguro de que él y sus hombres saben perfectamente que no es cierto, pero nunca admitirán que en este asunto están tan a oscuras como nosotros mismos.
- El nombre no me resulta familiar -dijo el vicepresidente-. ¿Pertenece al KGB?
- Golanov es el director de la Seguridad Estatal y Extranjera en el Politburó -explicó con paciencia Jordan.
- Tal vez esté mintiendo -sugirió Nichols.
Jordan le dirigió una mirada dura.
- Nikolai y yo llevamos veintiséis años juntos. Podemos haber hecho equilibrios o jugado de farol en algunas ocasiones, pero nunca nos hemos mentido.
- Si no somos nosotros los responsables y tampoco los soviéticos -musitó el presidente con una voz suave y extraña-, entonces ¿quién ha sido?
- Al menos hay diez naciones más que tienen la bomba -dijo Nichols -. Cualquiera de ellas puede haber realizado una prueba nuclear.
- No es probable -contestó Jordan-. No es fácil mantener en secreto los preparativos frente a la vigilancia del KGB y de los departamentos de inteligencia occidentales. Sospecho que descubriremos que se trata de un accidente en un ingenio nuclear cuya existencia era desconocida.
El presidente pareció pensativo por un momento, yj luego preguntó:
- ¿Se sabe la nacionalidad de los buques afectados por la explosión?
- No tenemos todavía todos los detalles, pero al parecer estuvieron implicados, o fueron testigos inocentes de la explosión, tres barcos. Un mercante noruego de carga y pasaje, un transporte de automóviles japonés y un buque oceanográfico británico que estaba llevando a cabo una exploración de los fondos marinos.
- Debe de haber habido pérdidas humanas.
- Las fotos de nuestro satélite antes y después de la explosión muestran que los tres barcos han desaparecido, y se presume que se hundieron durante o inmediatamente después de la explosión. La existencia de algún superviviente es muy dudosa. Si no acabaron con ellos la bola de fuego y la onda de choque, la radiación lo hará en un muy corto plazo.
- Supongo que se ha planteado una operación de rescate - dijo el vicepresidente.
- Se ha ordenado a unidades navales de Guam y Midway que acudan al lugar.
El presidente clavó los ojos en la alfombra por un largo rato, como si viera algo en ella.
- No puedo creer que los británicos hayan estado preparando en secreto una prueba nuclear sin notificárnoslo.
El primer ministro nunca hubiera ido tan lejos a mis espaldas.
- Por supuesto, los noruegos tampoco han sido -dijo el vicepresidente con firmeza.
El rostro del presidente adquirió una expresión equívoca.
- Ni los japoneses. No existe ninguna evidencia de que tengan armamento nuclear.
- La bomba pudo ser robada -sugirió Nichols-, y transportada clandestina e inocentemente por los noruegos o los japoneses.
Jordan se encogió de hombros con desenfado.
- No lo creo. Estoy dispuesto a apostar el salario de un mes a que la investigación probará que estaba siendo transportada deliberadamente a un destino determinado.
- ¿A qué destino?
- Uno de los dos principales puertos de California.
Todos miraron a Jordan con frialdad, al tiempo que la gravedad que implicaban sus palabras se abría paso en sus mentes.
- El Divine Star viajaba de Kobe a Los Ángeles careado con más de siete mil automóviles Murmoto -continuó Jordan-. El Narvik con ciento treinta pasajeros y una carea mixta compuesta de zapatos coreanos, ordenadores y accesorios de cocina, navegaba de Pusan a San Francisco.
El presidente se permitió esbozar una ligera sonrisa.
- Ese accidente significará un pequeño alivio para nuestro déficit comercial.
- ¡Por Dios! -murmuró el vicepresidente con un gesto de incredulidad-. Qué idea más aterradora. Un barco extranjero transportando de matute una bomba nuclear para EE. UU.
- ¿Qué recomiendas, Ray? -preguntó el presidente.
- Que enviemos de inmediato equipos de especialistas al lugar de los hechos; preferentemente navíos de salvamento submarino de la Marina para investigar en los buques hundidos y averiguar cuál de ellos transportaba la bomba.
El presidente y Nichols intercambiaron miradas de inteligencia. Luego el presidente le dijo a Jordan:
- Creo que el almirante Sandecker y su equipo de ingeniería oceánica de la Agencia Marítima y Submarina Nacional (AMSN) son los más preparados para una operación en aguas profundas. En cuanto nos dejes, Ray, le avisaremos.
- Si puedo expresar respetuosamente mi desacuerdo, señor presidente, en mi opinión la Marina nos proporcionará un margen de seguridad mayor.
El presidente dirigió a Jordan una mirada de suficiencia.
- Comprendo tu preocupación. Pero confía en mí. La Agencia Marítima y Submarina Nacional es perfectamente capaz de encargarse del trabajo sin dejar que se difunda la noticia.
Jordan se levantó del sofá, molesto por el hecho de que el presidente supiera alguna cosa que él desconocía. Se decidió a husmear a la primera oportunidad que tuviera.
- Si Dale va a pasar aviso al almirante -dijo-, yo puedo acompañarle de inmediato.
El presidente extendió la mano.
- Gracias, Ray. Tus hombres y tú habéis hecho un trabajo soberbio en breve tiempo.
Nichols acompañó a Jordan cuando éste abandonó el despacho oval, y ambos se dirigieron al edificio de la AMSN. Tan pronto como llegaron al vestíbulo, Nichols preguntó en voz baja:
- Confidencialmente: ¿quién piensas que intentaba pasar la bomba de matute?
Jordan pensó un momento y luego respondió en tono llano, exento de inquietud.
- Tendremos la respuesta a esa pregunta en veinticuatro horas. La cuestión primordial, la que realmente me asusta, es por qué, y con qué propósitos.
7
La atmósfera en el interior del sumergible se había hecho rancia y húmeda. La condensación formaba gotas en las paredes laterales de la esfera, y el dióxido de carbono ascendía poco a poco hacia el nivel letal. Nadie se movía y apenas hablaban, a fin de conservar el aire. Pasadas once horas y media, el depósito de oxígeno de emergencia estaba prácticamente agotado, y la escasa y preciosa potencia eléctrica que quedaba en las baterías no podría realizar la depuración del dióxido de carbono durante mucho tiempo más.
El miedo y el horror habían cedido paso paulatinamente a la resignación. Cada quince minutos, Plunkett encendía las luces para verificar los sistemas de supervivencia y todos permanecían sentados en silencio en la oscuridad, sumidos en sus pensamientos.
Plunkett se concentraba en el manejo de los instrumentos, y forcejeaba con su equipo, negándose a creer que su amado sumergible no pudiera responder a su mando.
Salazar estaba sentado, tan inmóvil como una estatua, hundido en su asiento. Parecía abstraído y apenas consciente.
Aunque faltaban tan sólo unos minutos para caer en el marasmo final, no quería ver cómo se prolongaba el momento inevitable. Deseaba morir y acabar con todo de una vez.
Stacy conjuraba las fantasías de su infancia y pretendía encontrarse en otro lugar y en otro tiempo. Su pasado se le aparecía en imágenes fugaces. Jugaba al béisbol en la calle con sus hermanos, montaba su nueva bicicleta, regalo de Navidad, y asistía a su primera fiesta universitaria con un chico que no le gustaba, pero que era el único que se lo había pedido. Casi podía escuchar los acordes de la música en la sala de baile del hotel. Había olvidado el nombre del grupo pero recordaba las canciones: Tal vez nunca volvamos a pasar por este lugar, de Seals y Crofts, era su favorita.
Había cerrado los ojos e imaginaba que estaba bailando con Robert Redford.
Inclinó la cabeza como si escuchara. Había algo fuera de lugar. La canción que sonaba en su mente no era de mediados de los setenta; parecía una vieja melodía de jazz, no de rock.
Despertó y abrió los ojos, pero solamente vio la oscuridad.
Están tocando una música equivocada murmuró.
Plunkett encendió las luces.
- ¿Qué ocurre?
- Desvaría -contestó Salazar, que también había abierto los ojos y miraba sin comprender.
- Se supone que debían tocar Tal vez nunca volvamos a pasar por este lugar, pero la música es diferente.
Plunkett miró a Stacy y su rostro se dulcificó con una expresión de conmiseración y lástima.
- Sí, también yo la oigo.
- No, no protestó ella. No es la misma. La melodía es distinta.
- Como gustes -dijo Salazar, jadeante. Los pulmones le dolían debido al esfuerzo que suponía captar el máximo de oxígeno de aquel aire viciado. Asió a Plunkett del brazo-. Por el amor de Dios, cierra los sistemas y acabemos de una vez. ¿No ves que ella está sufriendo? Todos estamos sufriendo.
También a Plunkett le dolía el pecho. Sabía muy bien era inútil prolongar el tormento, pero no podía sus traerse al instinto primario de aferrarse a la vida hasta el último aliento.
- Esperemos -contesto con torpeza-. Tal vez manden otro sumergible hasta el Invincible.
Salazar le miró con ojos vidriosos; su mente apenas seguía unida por un débil hilo a la realidad.
- Estás loco. No hay otro sumergible de aguas profundas en siete mil kilómetros a la redonda. E incluso aunque trajeran uno y el Invincible siguiera a flote aquí arriba, se necesitarían al menos ocho horas para realizar el descenso y establecer contacto con nosotros.
- No puedo discutir contigo. Ninguno de nosotros quiere morir en una tumba perdida en las profundidades del océano. Pero me niego a renunciar a la esperanza.
- Loco -repitió Salazar. Se inclinó hacia adelante en su asiento y sacudió la cabeza, como para ahuyentar el creciente dolor. Parecía envejecer un año a cada minuto que pasaba.
- ¿No lo oís? -susurró Stacy en voz baja y quebrada-. Se está acercando.
También ella se ha vuelto loca estalló Salazar. Pero entonces Plunkett lo sujetó del brazo.
- ¡Calla! También yo oigo algo. Hay alguien ahí afuera.
Salazar no contestó. Le resultaba imposible pensar o hablar con coherencia. En torno a sus pulmones se cernía una fuerza que lo asfixiaba. El deseo de respirar dominaba a todos los demás pensamientos, a excepción de uno: anhelaba que la muerte llegara pronto.
Stacy y Plunkett escrutaban con ansiedad la oscuridad que envolvía la esfera. Una criatura fantasmal con cola de rata nadaba a la pálida luz que emitía el Old Gert. No tenía ojos pero rodeó la esfera manteniéndose a una distancia de dos centímetros, antes de desaparecer en las profundidades.
Repentinamente, las aguas se iluminaron con un resplandor. Algo se agitaba en la lejanía, algo monstruoso.
Luego, un extraño halo azulado fue aproximándose en la oscuridad, acompañado por voces que parecían palabras demasiado deformadas por el medio acuático como para resultar comprensibles.
Stacy miraba fascinada, mientras Plunkett sentía un escalofrío que le recorría la nuca. Pensó que debía de tratarse de algún horror sobrenatural, un monstruo creado por su cerebro carente de oxígeno. No era posible que la cosa que se aproximaba fuera real. De nuevo pasó por su mente la idea de un ser de otro mundo. En tensión y atemorizado, esperó a que se acercara un poco más, con la idea de emplear la carga final de las baterías de emergencia para encender las luces exteriores. Fuera o no un monstruo, se daba cuenta de que sería la última cosa que vería.
Stacy se arrastró como pudo hasta el borde de la esfera, y aplastó la nariz contra el panel interior. Un coro de voces resonó en sus oídos.
- Te lo dije -susurró con esfuerzo-. Te dije que oía cantar. Escucha.
Plunkett podía ya oír las palabras, muy débiles y distantes, y pensó que se había vuelto loco. Intentó explicarse a sí mismo que la falta de aire respirable estaba provocando alucinaciones en su vista y sus oídos. Pero la luz azul iba haciéndose cada vez más brillante, y llegó un momento en que pudo reconocer la canción.
«¡Ah, qué tiempos pasé con la sirena Minnie allá abajo en el fondo del mar! Olvidé mis problemas en medio de las burbujas. Ella fue endiabladamente buena conmigo».
Plunkett apretó el interruptor de las luces exteriores y se quedó sentado, inmóvil. Se sentía agotado y sin esperanza. Su mente se negaba a aceptar aquello que se había materializado en la oscuridad del abismo. Se desvaneció.
Stacy no estaba tan aturdida por el shock como para no poder fijar sus ojos en la aparición que reptaba hacia la esfera. Era una enorme máquina, que se movía sobre cadenas tractoras e iba coronada por una estructura oblonga pro vista de dos extraños brazos metálicos, que surgían de su parte inferior. Se acercó hasta detenerse a escasa distancia del Old Gert, iluminada por las luces de éste.
Una forma humana de facciones borrosas estaba sentada en el morro transparente de aquel extraño artilugio, a tan solo dos metros de la esfera. Stacy cerró con fuerza los ojos y volvió a abrirlos. Entonces fue adquiriendo forma la silueta vaga, como en sombra, de un hombre. Ahora podía verlo con claridad. Llevaba un traje de inmersión color turquesa, parcialmente abierto en la parte frontal. Los rizos negros que asomaban en su pecho hacían juego con la cabellera oscura y revuelta. El rostro tenía una expresión vi ril y estaba curtido por el aire libre; y las ligeras arrugas que rodeaban sus ojos de un increíble tono verde se correspondían con la ligera sonrisa de sus labios.
El hombre le devolvió la mirada, con un interés teñido de humor. Luego se inclinó hacia atrás, tomó un tablero de apuntes y escribió algo en él con un rotulador. Después de unos segundos, arrancó el papel y lo colocó a la vista de ellos, pegado al cristal.
Stacy tuvo que forzar la vista para poderlo leer. Decía:
«Bienvenida a Rancho Empapado. Un poco de paciencia mientras conectamos un tubo de oxígeno».
«¿Era aquello la muerte?», se preguntó Stacy. Había leído que algunas personas atravesaban largos túneles hasta salir a la luz, y que otras veían parientes y amigos que habían muerto en el pasado. Pero aquel hombre era un perfecto desconocido. ¿De dónde había venido?
Antes de que pudiera encajar las piezas de aquel rompecabezas, una puerta se cerró y ella se desmayó.
8
Dirk Pitt, de pie en el centro de una amplia cámara abovedada y con las manos en los bolsillos de su traje de inmersión de la AMSN, estudiaba el Old Gert. Sus ojos opalinos miraban sin expresión el sumergible que reposaba, inmóvil como un juguete roto, sobre el bruñido suelo de lava negra. Finalmente, se introdujo muy lentamente por la escotilla, se dejó caer en el asiento reclinable del piloto, y estudió los instrumentos alineados en la consola.
Pitt era un hombre alto, musculoso, de hombros anchos y espalda recta, tal vez un poco excesivamente delgado, y cuyos movimientos poseían una gracia felina que sugería una permanente disposición a la acción. Tenía la agudeza del filo de un cuchillo, algo que podía sentir cualquier extraño ante su presencia, pero nunca había fallado a sus amigos y compañeros de dentro y fuera de un gobierno que le respetaba y admiraba por su lealtad e inteligencia. Adornaban su personalidad un humor, ácido y una gran facilidad de adaptación rasgo que muchas mujeres encontraban especialmente atractivo, y aunque adoraba la compañía femenina, su amor más ardiente lo reservaba al mar.
Como director de Proyectos Especiales de la AMSN pasaba casi tanto tiempo bajo el agua como en tierra. Su ocupación principal era la inmersión; casi nunca cruzaba el umbral de un gimnasio. Había dejado de fumar años atrás controlaba su dieta y bebía con moderación. Estaba constantemente atareado y en movimiento; en el curso de su trabajo llegaba a caminar hasta ocho o diez kilómetros diarios. Su mayor placer, al margen del trabajo, era bucear a través del fantasmal casco de un buque hundido.
Del exterior del sumergible llegó un eco de pasos sobre el suelo de roca excavado bajo los muros curvos del techo abovedado. Pitt se dio la vuelta en su asiento y con templó a su viejo amigo y compañero de la AMSN, Al Giordino.
El cabello negro de Giordino tenía tantos rizos como ondas el de Pitt. Su cara lampiña aparecía rubicunda bajo la frente que brillaba a la luz de vapor de sodio, y sus labios se curvaban en la habitual sonrisa astuta. Giordino era de baja estatura; su cabeza apenas llegaba a la altura de los hombros de Pitt. Pero tenía un cuerpo fornido, de fuertes bíceps y un tórax ancho, característica que subrayaba su andar resuelto y llegaba a dar la impresión de que, de no detenerse por su voluntad, atravesaría con toda sencillez cualquier muro u obstáculo que encontrara en su camino.
- Y bien, ¿qué opinas de él? -preguntó a Pitt.
- Los ingleses han hecho un bonito trabajo -respondió Pitt con admiración, al tiempo que salía por la escotilla.
Giordino examinó las esferas reventadas y meneó la cabeza.
- Tuvieron suerte. Cinco minutos más y habríamos encontrado sus cadáveres.
- ¿Cómo están ahora?
- Se recuperan muy deprisa -contestó Giordino-, Están en la cocina devorando nuestras reservas de comida y pidiendo que los llevemos a su barco de superficie.
- ¿Todavía no les ha informado nadie? -preguntó Pitt.
- Tal como tú ordenaste, los hemos instalado en los compartimientos de la tripulación, y cualquier persona que pasa por las inmediaciones se comporta como un sordomudo. Una comedia que ha conseguido que nuestros huéspedes se suban por las paredes. Darían un riñón por saber quiénes somos, de dónde venimos y cómo hemos conseguido construir un habitáculo a esta profundidad del océano.
Pitt contempló de nuevo el Old Gert y luego abarcó con una mano el conjunto de la sala.
- Años de trabajo secreto desperdiciados de golpe -exclamó, con repentina rabia.
- No ha sido culpa tuya.
- Mejor sería dejarlos morir ahí fuera antes que comprometer nuestro proyecto.
- ¿A quién intentas engañar? -rió Giordino-. Te he visto recoger a perros atropellados en la calle y llevarlos al veterinario. Incluso pagabas la factura, como si hubieras sido tú el culpable. Eres un sentimental sin remedio, amigo. Al demonio las operaciones secretas. Hubieras salvado a esas personas aunque estuvieran enfermas de rabia, lepra y peste negra.
- ¿Tan transparente soy?
La mirada burlona de Giordino se suavizó.
- Yo soy el tipo que te puso el ojo morado en la escuela, ¿recuerdas?, y tú me aplastaste la nariz en venganza con un bate de béisbol. Te conozco mejor que tu propia madre. Puedes aparentar ante el mundo que eres un maldito bastardo, pero por dentro sigues siendo un pedazo de pan.
Pitt le miró fijamente.
- Por supuesto, sabes que al jugar al buen samaritano nos hemos buscado un montón de problemas con el almirante Sandecker y el Departamento de Defensa.
- No hace falta que me lo digas. Y hablando del diablo, Comunicaciones acaba de recibir un mensaje en clave. El almirante llega de Washington. Su avión amerizará dentro de dos horas. Apenas te queda tiempo para preparar el in forme. He pedido ya que preparen un sumergible para subir a la superficie a recogerle.
- Debe de tener poderes psíquicos -murmuró Pitt, -Apuesto a que detrás de esa visita sorpresa se amontonan nubarrones de tormenta.
Pitt asintió con una sonrisa.
- En ese caso no tenemos nada que perder si alzamos el telón para nuestros huéspedes.
- Nada -convino Giordino -. En cuanto el almirante conozca la historia, ordenará que los tengamos aquí bajo custodia hasta que encontremos, como sea, una tapadera adecuada al proyecto.
Pitt empezó a caminar hacia una puerta circular, con Giordino a su lado. Sesenta años atrás, aquella sala abovedada podía haber formado parte de una construcción arquitectónica futurista para un hangar de aviación; pero su estructura no protegía ningún avión de la lluvia, la nieve o los rigores del sol en verano. Sus muros de carbono y plástico reforzado con cerámica albergaban aparatos adaptados para una profundidad de 5.400 metros bajo la superficie del mar. Aparte del Old Gert, sobre el pulido suelo reposaba un inmenso vehículo vagamente parecido a un tractor, con un cuerpo superior en el que se alojaba una cabina en forma de cigarro puro. A un lado había además dos sumergibles más pequeños, parecidos a submarinos nucleares pero de forma más aplanada, como si sus proas y popas se hubieran vuelto a soldar después de suprimir las secciones centrales. Varios hombres y una mujer se atareaban en el mantenimiento de ambos vehículos.
Pitt caminó delante, a través de un estrecho túnel circular que parecía un conducto de desagüe normal y corriente, y cruzó dos compartimientos de techo abovedado.
En ninguna parte había ángulos rectos ni esquinas salientes. Todas las superficies interiores tenían forma redondeada, a fin de resistir estructuralmente la presión masiva del agua del exterior.
Entraron en una sala de dimensiones reducidas y con un mobiliario espartano. La única mesa, alargada, y las sillas que la rodeaban, eran de aluminio, y la cocina no tenía las-dimensiones mucho mayores que la de un tren nocturno de pasajeros Dos hombres de la AMSN estaban de pie a ambos lados de la puerta, vigilando con cara de pocos amigos a sus indeseados huéspedes.
Plunkett, Salazar y Stacy estaban sentados en el lado opuesto de la mesa, y hablaban entre ellos en voz baja cuando entraron Pitt y Giordino. Enmudecieron al instante y miraron con suspicacia a los dos extraños.
Para poder hablar con ellos al mismo nivel, Pitt se sentó en una silla próxima y dirigió una rápida mirada al rostro de cada uno de ellos, como haría un inspector de policía en una rueda de sospechosos. Luego habló en tono cortes:
- ¿Cómo están ustedes? Me llamo Dirk Pitt. Dirijo el proyecto en el que han venido casualmente a caer.
- ¡Gracias a Dios! -exclamó Plunkett-. Por fin alguien que puede hablar.
- Y además inglés -señaló Salazar.
Pitt señaló a Giordino con un gesto.
- El señor Albert Giordino, principal encargado de nuestra organización. Con mucho gusto los acompañará a dar una vuelta, les asignará camarotes y les proporcionará todo lo que necesiten: ropa, cepillos de dientes o cualquier otra cosa.
Por un momento se cruzaron a través de la mesa presentaciones y apretones de mano. Giordino ofreció una ronda de tazas de café a la concurrencia, y los tres visitantes del Old Gert empezaron finalmente a relajarse.
- Hablo en nombre de todos -dijo Plunkett con sinceridad-, al expresarles nuestro profundo agradecimiento por habernos salvado la vida.
- Al y yo nos sentimos enormemente felices por haber podido llegar a tiempo.
- Por su acento parece usted americano -dijo Stacy.
Pitt le dirigió una mirada inquisitiva.
- Sí, todos nosotros venimos de EE. UU.
Stacy experimentaba miedo ante la presencia de Pitt por la misma razón que una gacela teme a un león, pero al mismo tiempo se sentía extrañamente atraída hacia él.
- Es usted el hombre al que vi en aquel raro sumergible antes de perder el sentido.
- Era un VMAP -la corrigió Pitt-, es decir, un vehículo para el minado de aguas profundas. Todos lo llamamos Big John. Lo utilizamos para extraer muestras geológicas del fondo marino.
- ¿Trabajan ustedes para una empresa minera estadounidense? -preguntó Plunkett con incredulidad.
Pitt asintió.
- Se trata de un proyecto de exploración y minado suboceánico ultrasecreto, financiado por el gobierno de EE.UU. Ocho años desde el plan inicial hasta su construcción y puesta en marcha.
- ¿Cómo lo llaman?
- Tiene un nombre en clave muy fantasioso pero nosotros lo llamamos afectuosamente «Rancho Empapado».
- ¿Cómo mantienen el secreto? -preguntó Salazar-, Deben contar ustedes con una flota de superficie de apoyo que podrá ser detectada con facilidad por los buques de paso a los satélites.
- Nuestro pequeño hábitat es totalmente autosuficiente. Un sistema de supervivencia de alta tecnología que extrae oxígeno del mar y nos permite trabajar a una presión equivalente a la del aire al nivel del mar; una unidad de desalinización para obtener agua potable; calor a partir de respiraderos hidrotermales en el fondo marino; una alimentación basada en los mejillones, almejas, gambas y cangrejos que merodean cerca de los respiraderos; y también baños de luz ultravioleta y duchas antisépticas para impedir el crecimiento de las bacterias. Los suministros y el equipo de repuesto que no podemos proporcionarnos nosotros mismos se lanza al mar desde el aire y es recuperado bajo el agua. Cuando necesitamos trasladar personal, uno de nuestros sumergibles asciende a la superficie y allí se encuentra con un hidroavión propulsado a reacción.
Plunkett se limitó a asentir. Estaba viviendo un sueño.
- Deben tener ustedes un único medio de comunicarse con el mundo exterior dijo Salazar.
- Una boya de transmisiones en la superficie, conectada mediante cable. Transmitimos y recibimos vía satélite. Nada espectacular, pero funciona.
- ¿Cuánto tiempo llevan ustedes aquí abajo?
- No hemos visto el sol ni por un segundo desde hace cuatro meses.
- Plunkett miró absorto su café, maravillado.
- No tenía idea de que su tecnología se hubiera desarrollado hasta el punto de permitirles mantener una estación investigadora a estas profundidades.
- Digamos que somos una expedición pionera -explicó Pitt con orgullo-.Tenemos en marcha varios proyectos al mismo tiempo. Además de probar el equipo, nuestros ingenieros y científicos analizan la vida marina, la geología y los minerales del fondo, y registran sus descubrimientos en informes por medio de un sistema informático. Las actuales operaciones de dragado y minado anticipan fases futuras del proyecto.
- ¿Cuánta gente compone su equipo?
Pitt bebió un sorbo de café antes de responder.
- No mucha. Doce hombres y dos mujeres.
- Veo que han asignado a las mujeres las tareas tradicionales -comentó Stacy en tono burlón, señalando a una bonita pelirroja cercana a los treinta años, que troceaba verduras en la cocina.
- Sarah se prestó voluntaria para ese trabajo. También supervisa los informes proporcionados por nuestros ordenadores. Como la mayoría de nosotros, se dedica a más de una tarea.
- Supongo que la otra mujer hace la limpieza, además de encargarse del equipo mecánico.
- Casi lo ha adivinado -dijo Pitt con una sonrisa cáustica-. Jill trabaja como ingeniera de equipo marino, y también es nuestra bióloga. Y si yo fuera usted, no intentaría darle lecciones sobre los derechos de la mujer en el fondo del mar. Quedó primera en una competición de culturismo de Colorado, y es capaz de levantar cien kilos en pesas.
Salazar apartó su silla de la mesa y extendió las piernas.
- Apuesto a que las Fuerzas Armadas de su país participan en el proyecto.
- No encontrará ningún uniforme aquí abajo -le cortó Pitt -. Somos todos funcionarios y científicos.
- Me gustaría que me explicara una cosa -pidió Plunkett-. Cómo han sabido que teníamos problemas y dónde podían encontrarnos.
- Al y yo regresábamos a la base, después de un recorrido de recogida de muestras, en busca de un sensor para la detección de oro que de una u otra forma había caído del Big John; y entonces escuchamos su radio.
- Oímos sus llamadas de socorro, aunque muy débilmente, y fuimos a su encuentro. -Acabó la frase Giordino.
- Cuando dimos con su sumergible -continuó Pitt-, Al y yo vimos claramente que no podíamos transportarlos a nuestro vehículo porque la presión del agua los hubiera reducido a papilla. Nuestra única esperanza era utilizar los brazos articulados del Big John para enchufar un tubo de oxígeno en su conector exterior de emergencia.
Por fortuna, su adaptador y el nuestro eran compatibles.
- Después empleamos los dos brazos articulados para colocar un cable de arrastre en sus ganchos de sujeción -siguió explicando Giordino al tiempo que gesticulaba con las manos para subrayar el efecto-, y remolcamos su sumergible hasta nuestra cámara de equipo, pasando por la esclusa que regula la presión del aire.
- ¿Han salvado el Old Gert? -preguntó Plunkett, considerablemente más animado.
- Está en la cámara -contestó Giordino.
- ¿Cuándo podremos regresar a nuestro buque de superficie? -exigió, más que preguntó, Salazar.
- Me temo que no será enseguida -repuso Pitt.
- Pero tenemos que hacer saber a nuestra tripulación de apoyo que seguimos vivos -protesto Stacy-. Sin duda pueden ustedes ponerse en contacto con ellos.
Pitt cambió una mirada tensa con Giordino.
- Cuando acudíamos a rescatarlos, pasamos junto a un barco destrozado que se había hundido recientemente.
- No, no puede ser el Invincible -murmuró Stacy, incrédula.
- El barco parecía haber sufrido los efectos de una fuerte explosión -insistió Giordino-. Dudo que haya algún superviviente.
- Había dos barcos más en las cercanías, cuando iniciamos la inmersión -intervino Plunkett -. Debe de haber sido alguno de ellos.
- No sabría decirlo -reconoció Pitt-. Algo ocurrió allá arriba. Alguna perturbación muy fuerte. No hemos tenido tiempo de investigar y no disponemos aún de ninguna explicación fiable.
- Seguramente ustedes también experimentaron la misma onda de choque que averió nuestro sumergible.
- Esta construcción se asienta en un valle protegido, fuera de la zona de fractura, a treinta kilómetros del lugar en que los encontramos a ustedes y al barco hundido.
Todo lo que sentimos fue un choque suave de la corriente de agua y una tormenta de sedimentos, al removerse el fondo debido a lo que en tierra firme se llama «condiciones de ventisca».
Stacy dirigió a Pitt una mirada furiosa.
- Pretenden ustedes tenernos prisioneros.
- No es exactamente la palabra en la que yo pensaba.
Pero dado que éste es un proyecto ultrasecreto, debo pedirles que acepten nuestra hospitalidad por algún tiempo.
- ¿Qué entiende usted por «algún tiempo»? -preguntó Salazar en tono cansado.
Pitt dirigió al mexicano una sonrisa sarcástica.
- No está programado que ascendamos de nuevo a la superficie hasta dentro de sesenta días.
Hubo un largo silencio. Plunkett miró a Salazar y Stacy, y luego a Pitt.
- ¡Demonios! -gritó irritado -. ¡No puede tenernos dos meses aquí encerrados!
- Mi mujer -gimió Salazar-. Creerá que he muerto, -Tengo una hija -dijo Stacy, en un tono implorante.
- Lo siento mucho -continuó Pitt con voz tranquila-. Me doy cuenta de que debo parecerles un tirano sin corazón, pero su presencia aquí me pone en una situación difícil. Cuando dispongamos de más información sobre lo ocurrido en la superficie y hable con mis superiores, podremos buscar alguna solución.
Pitt se detuvo al ver que Keith Harris, el sismólogo del proyecto, le hacía señas desde el umbral de la puerta de que deseaba hablar con él a solas.
Pitt se excusó y fue a reunirse con Harris. De inmediato leyó la preocupación en-los ojos de éste.
- ¿Algún problema? -preguntó sin preámbulos.
La respuesta de Harris llegó a través de una poblada barba gris, que hacía juego con su cabello.
- Esa perturbación ha generado una gran cantidad de movimientos del fondo marino. Hasta el momento, la mayoría de ellos son pequeños y débiles. De hecho, aún no hemos llegado a percibirlos pero su intensidad y su fuerza van en aumento.
- ¿Qué lectura haces de esos signos?
- Estamos sentados sobre una grieta tan inestable como el infierno -explicó Harris-. La presión sobre la corteza terrestre está liberando energía a un ritmo insospechado. Me temo que nos encontramos ante un seísmo importante, de una magnitud de seis puntos y medio.
- No tenemos ninguna posibilidad de sobrevivir a algo así -dijo Pitt impertérrito-. Una sola resquebrajadura en alguna de nuestras cúpulas, y la presión del agua aplastará toda la base como si fuera un guisante debajo de un martillo pilón.
- Pienso lo mismo -comentó con tristeza Harris.
- ¿De cuánto tiempo disponemos?
- No se pueden predecir estas cosas con precisión. Ya sé que no es un gran consuelo, y sólo estoy haciendo un cálculo muy aproximado, pero a juzgar por el ritmo de los movimientos, creo que el seísmo se producirá dentro de unas doce horas.
- Es un tiempo suficiente para preparar la evacuación.
- Podría estar equivocado. -Harris insistía, dubitativo-. Si empezáramos a sentir las ondas de choque iniciales la sacudida mayor podría tardar tan sólo unos minutos. Por otra parte, también existe la posibilidad de que los choques se vayan amortiguando y acaben por desaparecer.
Apenas había dicho las últimas palabras cuando los dos sintieron un ligero temblor bajo sus pies, y las tazas de café colocadas sobre la mesa del comedor tintinearon sobre sus platillos.
Pitt miró a Harris, y sus labios se curvaron en una sonrisa tensa.
- Parece que el tiempo no está de nuestro lado.
9
Los temblores fueron aumentando su intensidad con aterradora rapidez. Parecía aproximarse progresivamente un rugido lejano. Luego se oyeron ruidos nítidos de impactos, que indicaban que de los riscos del cañón caían piedras de pequeño tamaño, rebotando contra las cúpulas de los edificios de la base. Todo el mundo tenía la vista fija en el gran techo abovedado de la cámara del equipo, temiendo que una avalancha abriera brecha en los muros. A la menor grieta, el agua se precipitaría en el interior con la fuerza explosiva de un millar de cañones.
Todos estaban en calma, todavía no se había apoderado de ellos el pánico. A excepción de las ropas que llevaban puestas, únicamente cargaron los registros del ordenador del proyecto. Ocho minutos bastaron para que la tripulación dejara listos para el embarque los vehículos submarinos.
Pitt había comprendido de inmediato que algunos morirían durante la evacuación. Los dos sumergibles tripulados podían transportar un máximo de seis personas cada uno. Podía admitirse una persona más en cada sumergible, hasta un total de catorce el número exacto de miembros que componían el equipo del proyecto, pero desde luego ninguna más. Y ahora contaban con la imprevista presencia de la tripulación del Old Gert.
Las sacudidas eran ahora más fuertes y al mismo tiempo más frecuentes. Pitt calculó que las probabilidades de que un sumergible llegara a la superficie, desembarcara a sus pasajeros y regresara a tiempo de salvar a los que quedaran atrás serían prácticamente nulas. El viaje de ida y vuelta suponía un mínimo de cuatro horas. Las estructuras suboceánicas se estaban debilitando progresivamente por la fuerza de los temblores, y era sólo cuestión de minutos que cedieran y se vieran aplastadas por la presión del agua.
Giordino vio la angustia reflejada en la expresión fija del rostro de Pitt.
- Tendremos que hacer dos viajes. Será mejor que yo espere al segundo…
- Lo siento, viejo amigo -le cortó Pitt -. Tú pilotarás el primer sumergible. Yo te sigo en el segundo. Llega a la superficie, deja a tus pasajeros en balsas neumáticas, y sumérgete a toda prisa en busca de los restantes.
- No dará tiempo de regresar -dijo Giordino en tono lacónico.
- ¿Se te ocurre alguna idea mejor?
Giordino movió la cabeza con gesto de derrota.
- ¿Y quién ha sacado el palito más corto?
- El equipo de reconocimiento británico.
Giordino resopló.
- ¿No pides voluntarios? No es propio de ti abandonar a una mujer.
- Debo pensar primero en la seguridad de mi propia gente -contestó Pitt con frialdad. Giordino se encogió de hombros pero su rostro expresaba desaprobación.
- Los salvamos y después firmamos su sentencia de muerte.
Un largo y profundo temblor agitó el fondo, seguido por un rugido sordo y amenazador. Diez segundos. Pitt observó con la mirada fija su cronómetro de muñeca. El temblor había durado diez segundos. Luego todo volvió a quedar inmóvil y silencioso, mortalmente silencioso.
Giordino miró sin expresión por un instante a los ojos de su amigo. No percibió en ellos el menor miedo.
Pitt parecía increíblemente indiferente. En su interior, no tenía la menor duda de que Pitt le había mentido.
Nunca había pensado en pilotar el segundo sumergible.
Pitt estaba decidido a ser el último hombre en salir de allí.
Era demasiado tarde para discutir e incluso para des pedirse. Pitt sujetó a Giordino por el brazo y casi a empujones y en volandas hizo pasar al pequeño y robusto italiano por la escotilla del primer sumergible.
Llegarás justo a tiempo de recibir al almirante -dijo- Deséale lo mejor de mi parte.
Giordino no le oyó. La voz de Pitt quedó apagada por el estruendo de una lluvia de rocas que golpearon la cúpula y fueron rebotando por toda su superficie.
Luego, Pitt cerró la escotilla hermética y desapareció.
Los seis hombres robustos apelotonados en el sumergible parecían llenar todos los centímetros cuadrados de su interior. Estaban callados, y cada uno rehuía la mirada de los otros. Luego, miraron expectantes cómo se abría paso Giordino por entre sus cuerpos apretujados, hasta el asiento del piloto.
Rápidamente puso en marcha los motores eléctricos que llevaron al sumergible, sobre raíles, hasta la esclusa de aire. Efectuó a toda prisa la serie de comprobaciones, y apenas había acabado de programar el ordenador cuando la maciza puerta interior se cerró y el agua del helado mar exterior empezó a fluir a través de válvulas especiales. En el instante en que la esclusa quedó anegada, igualando su presión con la de la inmensa profundidad abisal, el ordenador abrió automáticamente la compuerta exterior. Entonces Giordino se hizo cargo del control manual, puso en marcha los motores a la máxima potencia, y dirigió el sumergible hacia la superficie.
Mientras Giordino y sus pasajeros estaban aún en la esclusa, Pitt se encargó del embarque en el segundo sumergible. Ordenó a las mujeres del equipo de la AMSN que entraran primero. Luego hizo una silenciosa seña a Stacy para que las siguiera.
Ella dudó, ya junto a la escotilla, y le dirigió una mirada tensa e interrogativa. Conservaba la serenidad, a pesar del aturdimiento que le producía todo lo que ocurría a su alrededor.
- ¿Va usted a morir por dejarme ocupar a mí su lugar?
- preguntó en voz baja.
Pitt le dirigió una sonrisa cautivadora.
- Resérveme una fecha en su agenda para saborear un combinado de ron a la puesta del sol en la terraza del hotel Halekalani, en Honolulú.
Ella intentó responder algo, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, el siguiente hombre de la cola la empujó sin miramientos al interior del sumergible.
Pitt hizo después una seña a Dave Lowden, el ingeniero jefe de los vehículos del proyecto. Lowden, sereno, se subió la cremallera de su chaquetón de cuero con una mano, al tiempo que con la otra se ajustaba sus gafas sin montura.
- ¿Quieres que vaya como copiloto? -preguntó Lew den en voz baja.
- No, lo llevarás tú solo -replicó Pitt-. Yo esperaré a j que vuelva Giordino.
Lowden no pudo controlar la expresión de tristeza que invadió su rostro.
- Es preferible que me quede yo, y no tú.
- Tienes una mujer muy bonita y tres chicos. Yo estoy solo. Mete tu culo en ese sumergible, y procura hacerlo deprisa.
Pitt volvió la espalda a Lowden y caminó hasta donde esperaban Plunkett y Salazar.
Plunkett tampoco mostraba ningún signo de miedo. El ingeniero parecía tan plácido como un pastor que contemplara su rebaño durante un chaparrón de primavera.
- ¿Tiene usted familia, doctor? -preguntó Pitt.
Plunkett hizo un ligero movimiento negativo con la cabeza.
- ¿Yo? Ni por asomo. Soy un viejo, solterón empedernido.
- Eso me había parecido.
Salazar se frotaba nerviosamente las manos, con una luz de pánico en sus ojos. Era dolorosamente consciente te de su indefensión, y estaba seguro de que había llegado su última hora.
- Me pareció haber oído que tenia mujer pregunto Pitt a Salazar.
- Y un hijo -murmuró-. Están en Veracruz.
- Hay sitio para una persona más. Dése prisa y suba.
- Serán ocho personas conmigo -tartamudeó Salazar. Creí que sus sumergibles no podían cargar más de siete.
- Puse a los hombres más pesados en el primer sumergible, y a los más ligeros con las tres mujeres en el segundo. Calculo que quedará espacio suficiente para un hombre de poco peso como usted.
Sin detenerse a dar las gracias, Salazar se precipitó al interior del sumergible, y a continuación Pitt cerró la cubierta exterior de la escotilla. Luego Lowden acabó de ajustar la portezuela hermética desde el interior.
Cuando el sumergible penetró en la esclusa de aire y la compuerta se cerró con un gran estruendo, Plunkett palmeó la espalda de Pitt con su enorme manaza.
- Es usted un valiente, señor Pitt. Ningún hombre habría representado con tanta propiedad el papel de Dios.
- Lamento no haber podido encontrar una plaza extra para usted.
- No importa. Considero un honor morir en tan buena compañía.
Pitt miró a Plunkett, con una ligera sorpresa en sus ojos.
- ¿Quién ha hablado de morir?
- Vamos, hombre. Conozco el mar. No hace falta ser un genio de la sismografía para saber que su proyecto está a punto de desplomarse estrepitosamente sobre nuestras cabezas.
- Doctor -contestó Pitt en tono de conversación, al tiempo que sucedía un nuevo y poderoso temblor-, confíe en mí.
Plunkett miró a su compañero con escepticismo.
- ¿Sabe usted algo que yo ignoro?
- Digamos simplemente que vamos a coger el último autobús desde el Rancho Empapado.
Doce minutos más tarde, las ondas del choque empezaron a sucederse en una procesión interminable. Toneladas de rocas se desprendieron de las paredes del cañón, y golpearon repetidamente las estructuras abovedadas con tremenda fuerza.
Finalmente, los castigados muros del habitat submarino se quebraron, y millones de litros de agua negra y helada irrumpieron en su interior, borrando aquella creación del hombre de forma tan completa como si nunca hubiera sido construida.
10
El primer submarino emergió entre dos olas. Las aguas se habían calmado considerablemente, el cielo era nítido como un cristal, y las olas no sobrepasaban la altura de un metro.
Giordino se abalanzó hacia la compuerta de la escotilla, aferró el cuadrante del volante manual y lo hizo girar. Después de las dos primeras vueltas, los giros se hicieron más fáciles. Al llegar al tope, empujó hacia fuera la portezuela y ésta se abrió de par en par. Una mínima cantidad de agua entró en el sumergible, y los agarrotados pasajeros respiraron dichosos el aire puro y limpio. No en vano era su primera visita a la superficie después de varios meses.
Giordino trepó por la escotilla y la torreta oval que la protegía del oleaje. Había esperado encontrar un océano desierto pero al otear el horizonte su boca se torció en una mueca de horror y de asombro.
A menos de cincuenta metros de la posición en que se encontraba, un junco, el clásico barco de vela chino de Fuzhou, avanzaba directamente hacia el sumergible. Tenía un puente cuadrado que se proyectaba sobre la proa, una popa alta de forma oval, y tres palos con velas cuadradas de esfera reforzada con tiras de bambú, más un foque de tipo moderno. Los grandes ojos pintados en la proa parecían espiar a Giordino Durante un breve instante, Giordino se negó a aceptar aquella increíble coincidencia. De entre toda la vasta extensión del océano Pacífico, habían emergido en el lugar preciso para entrar en colisión.
- ¡Todo el mundo fuera! ¡Aprisa!
Dos marineros del junco avistaron el sumergible en el momento en que una ola lo levantaba, y empezaron a gritar a su timonel que virara todo a estribor. Pero la distancia entre los dos buques era ya mínima. Impulsado por un fuerte viento, el reluciente casco de madera de teca se precipitaba sobre las personas que salían a trompicones del sumergible y se lanzaban al agua.
Cada vez más cerca, la proa del barco levantaba la es- puma, mientras la maciza pieza del timón giraba torpe mente contra la corriente. La tripulación del junco se había agolpado en la amurada y miraba atónita la inesperada aparición del sumergible en su rumbo, temerosa de un impacto capaz de hundir la proa del barco y hacerlo naufragar.
La sorpresa, el tiempo que tardaron los vigías en reaccionar antes de dar la alarma, el lapso transcurrido antes de que el timonel comprendiera lo que ocurría e hiciera girar la moderna rueda que sustituía a la caña tradicional, todo contribuyó a que la colisión resultara inevitable. El bajel inició demasiado tarde una virada agonizadamente lenta.
La sombra de la enorme proa alcanzó a Giordino mientras éste aferraba la mano tendida del último hombre que quedaba en el interior del sumergible. En el momento en que tiraba de él hacia fuera, la proa del junco se levantó empujada por una ola y se precipitó contra la popa del sumergible. No se oyó el agudo crujido de la madera al resquebrajarse, y de hecho apenas si se oyó ruido alguno, a excepción de un topetazo sordo, seguido de un burbujeo cuando el sumergible se escoró hacia babor y el agua irrumpió por la escotilla abierta.
Luego se escuchó un griterío en los puentes del junco, mientras la tripulación recogía las velas, doblándolas como si se tratara de persianas venecianas. El motor se puso en marcha con un sordo carraspeo e impulsó el barco marcha atrás, mientras por la borda se lanzaban salvavidas.
Cuando la proa le pasó apenas a la distancia de un brazo mientras él tiraba con todas sus fuerzas para hacer entrar por la escotilla al último pasajero, Giordino cayó de espaldas al mar, sumergiéndose bajo el peso del hombre al que acababa de salvar. Tuvo la precaución de mantener la boca cerrada pero el agua salada penetró en sus narices. Estornudó al emerger y miró en torno suyo.
Afortunadamente aparecían seis cabezas flotando entre las olas, algunos hombres nadaban con soltura y otros se asían a los salvavidas.
Pero el sumergible se había inundado rápidamente, perdiendo así su flotabilidad. Giordino contempló, lleno de rabia y de frustración, cómo desaparecía bajo una ola, con la popa por delante, e iniciaba su viaje hacia el fondo.
Miró hacia arriba y leyó el nombre del junco en la popa adornada con pinturas. Se llamaba Shanghai Shelly.
Se maldijo a sí mismo por aquel increíble alarde de mala suerte. ¿Cómo era posible que le embistiera el único barco presente en cientos de kilómetros a la redonda? Se sentía culpable y desesperado por no poder socorrer a su amigo Pitt.
Su sola obsesión era ponerse a los mandos del segundo sumergible y regresar al fondo para rescatar a Pitt, pese a que el intento sería sin duda en vano. Habían tenido una intimidad mayor que la de dos hermanos y debía demasiadas cosas a aquel singular aventurero como para dejarle desaparecer sin luchar por evitarlo. Nunca podía olvidar las numerosas veces en que Pitt había acudido en su ayuda, incluso cuando él mismo estaba convencido de que no había esperanza posible. Pero antes debía atender otros problemas. Miró a su alrededor:
- Si hay alguien herido, que levante el brazo -gritó.
Tan sólo levantó la mano un joven geólogo.
- Creo que me he dislocado un tobillo.
- Si eso es todo lo que tienes -gruñó Giordino puedes considerarte un hombre de suerte.
El junco llegó junto a ellos y disminuyó su marcha hasta detenerse diez metros a barlovento de los supervivientes del sumergible. Un hombre anciano, con el cabello blanco como la nieve revuelto por el viento y un largo mostacho blanco rizado, se inclinó sobre la barandilla de la amurada. Colocando las manos alrededor de la boca gritó:
- ¿Hay algún herido? ¿Arriamos un bote?
- Arríe una escala -contestó Giordino -. Treparemos a bordo.
Y después de una pausa, añadió.
- Tengan cuidado. Hay otro sumergible camino de la superficie.
- Entendido.
Cinco minutos después, toda la tripulación de la AMSN estaba a bordo del junco, a excepción del geólogo del tobillo torcido, al que estaban izando con una red. El hombre que les había hablado se acercó a ellos levantando las palmas de las manos en un gesto de disculpa.
- Le pido disculpas por la pérdida de su barco, Cuando les vimos ya era demasiado tarde.
- No es culpa suya -contestó Giordino, adelantándose hacia él-. Emergimos casi debajo de su quilla. Sus vigías estaban más alerta de lo que teníamos derecho a esperar.
- ¿Tiene alguna baja?
- No, todos estamos bien.
- Gracias a Dios. Hemos tenido un día loco. Recogimos del agua a otro hombre, menos de veinte kilómetros al oeste. Está muy grave. Dice llamarse Jimmy Knox. ¿Es alguno de sus hombres?
- No -contestó Giordino -. El resto de mi equipo viene en otro sumergible.
- He ordenado a mi tripulación que tengan los ojos bien abiertos.
Es usted muy amable dijo mecánicamente Giordino, mientras su mente volaba ya hacia otro lugar.
El desconocido, que parecía estar al mando del junco, miró el mar desierto en torno suyo, y en su rostro se dibujó una expresión de estupor.
- Pero ¿de dónde vienen ustedes?
- Dejemos las explicaciones para más tarde. ¿Puedo utilizar su radio?
- Por supuesto. Dicho sea de paso, mi nombre es Owen Murphy.
- Al Giordino.
Por aquí, señor Giordino dijo Murphy, procurando reprimir su curiosidad. Se dirigió a una puerta que conducía a la amplia cabina del puente de popa. Mientras usted está ocupado con la radio, cuidaré de que distribuyan ropas secas a sus hombres.
Muy agradecido contestó Giordino por encima del hombro, mientras se apresuraba a dirigirse hacia la popa.
Más de una vez, después de escapar por los pelos del sumergible, Giordino había imaginado a Pitt y Plunkett esperando impotentes la avalancha de millones de toneladas de agua. Era consciente de que con toda probabilidad era ya demasiado tarde, y que las probabilidades de que siguieran vivos podían cifrarse en algún punto impreciso entre el cero y la nada absoluta. Pero nunca se le hubiera ocurrido imaginar la idea de abandonarlos y darlos sin más por muertos. Si acaso, estaba más decidido que nunca a regresar al fondo, sin importarle la pesadilla que pudiera esperarle allí.
El sumergible de la AMSN pilotado por Dave Lowden alcanzó la superficie a medio kilómetro del costado del junco. Gracias a la habilidad del timonel de Murphy, el Shanghai Shelly maniobró hasta colocarse a menos de dos metros de la escotilla abierta del sumergible. En esta ocasión toda la tripulación, a excepción de Lowden, subió a bordo con la ropa seca.
Giordino corrió al puente después de informar al almirante Sandecker de la situación y avisar al piloto del hidroavión que amerizara junto al junco. Se dirigió directamente a Lowden, que estaba de pie, con un pie en el sumergible y el otro fuera.
- Quédate ahí -le urgió Giordino -. Vamos a volver abajo.
Lowden hizo un gesto negativo.
- Imposible. Hay una grieta en la cubierta de las baterías. Cuatro de ellas están inutilizadas. No tendrá potencia suficiente para otra inmersión.
La voz de Lowden resonó en un silencio helado. Con la rabia ciega de una frustración total, Giordino golpeó la barandilla con su puño cerrado. Los científicos y técnicos de la AMSN, más Stacy y Salazar, e incluso la tripulación del junco, contemplaban en silencio la expresión de derrota que se dibujaba en su rostro.
- No es justo -dijo con súbita rebeldía-. No es justo.
Y así permaneció inmóvil durante largo tiempo, con la mirada fija en el mar, como si ello pudiera ayudarle a penetrar en sus profundidades. Todavía seguía en la misma posición cuando el aparato del almirante Sandecker apareció en el cielo nuboso y empezó a volar en círculos sobre el junco.
Stacy y Salazar acudieron al camarote en el que yacía Jimmy Knox, apenas consciente. Un hombre de cabello gris bastante escaso y con un cálido centelleo en la mirada se levantó de una silla situada junto al lecho y los saludó.
- Hola. Soy Harry Deerfield.
- ¿Podemos hablar con él? -preguntó Stacy.
- ¿Conocen al señor Knox?
- Formábamos parte del equipo del mismo buque británico de reconocimiento oceanográfico -contestó Salazar-. ¿Cómo está?
- Descansa y se mantiene tranquilo -dijo Deerfield, la expresión de su rostro no sugería que esperara un So restablecimiento.
- ¿Es usted médico?
- En realidad, soy pediatra. Me tomé unas vacaciones de seis semanas para ayudar a Owen Murphy a llevar su bote desde los astilleros hasta San Diego.
Se volvió a Knox y dijo:
- ¿Puedes atender a unas visitas, Jimmy?
Knox, pálido y silencioso, alzó los dedos de una mano hacer una señal afirmativa. Su rostro estaba hinchado con ampollas, pero los ojos parecían firmes, y brillaron de forma perceptible al ver a Stacy y Salazar.
- Gracias a Dios, estáis a salvo -musitó -. Pensaba nunca volvería a veros. ¿Dónde está el loco de Plunkett?
- Vendrá enseguida -contesto Stacy, al tiempo que dirigía a Salazar una mirada de advertencia-. ¿Qué ocurrió, Jimmy? ¿Qué le pasó al Invincible? Knox sacudió débilmente la cabeza.
- No lo sé. Creo que hubo alguna especie de explosión. En un momento dado estaba hablando con vosotros por el teléfono subacuático y al instante el barco entero se hacía pedazos y ardía. Recuerdo que intenté contactar con vosotros pero no hubo respuesta. Y luego salí disparado, saltando por encima de escombros y de cadáveres, porque el barco se hundía bajo mis pies.
- ¿Desaparecidos? -murmuró Salazar, negándose a aceptar lo que oía-. ¿El barco hundido y la tripulación desaparecida?
Knox hizo una imperceptible señal afirmativa.
- Vi como se hundía. Grité y busqué durante mucho rato a otros posibles supervivientes. El mar estaba desierto. No sé durante cuánto tiempo me mantuve en el agua, hasta que el señor Murphy y sus hombres me vieron y me recogieron. Ellos han registrado toda la zona pero no han encontrado nada. Dicen que debo de ser el único superviviente.
- Pero ¿qué ha ocurrido con los dos barcos que estaban cerca de nosotros en el momento en que empezamos la inmersión? -preguntó Stacy.
- No vi la menor señal de ellos. También desaparecieron.
La voz de Knox era apenas un susurro y era obvio que luchaba con todas sus fuerzas por mantenerse consciente Ponía toda su voluntad pero su cuerpo estaba exhausto Sus ojos se cerraron y la cabeza se inclinó ligeramente a un lado.
El doctor Deerfield indicó la puerta a Stacy y Salazar -Podrán hablar nuevamente con él más tarde, cuando haya descansado.
- ¿Se recuperará? -preguntó Stacy en voz baja.
- No puedo asegurarlo. -Deerfield esquivó la respuesta, como acostumbra hacer la clase médica.
- ¿Qué es exactamente lo que tiene?
- Dos o más costillas rotas, es todo lo que puedo precisar sin un aparato de rayos X. El tobillo está hinchado, tal vez por dislocación o fractura. Contusiones y quemaduras de primer grado. Todas ésas son heridas de menor importancia. Los restantes síntomas son extraños en los náufragos.
- ¿Qué quiere decir? -preguntó Salazar.
- Fiebre, hipotensión arterial que es un bonito nombre para decir presión baja, eritemas graves, bascas y unas extrañas llagas.
- ¿Cuál puede ser la causa?
- No es exactamente mi especialidad -dijo Deerfield con lentitud-. Tan sólo he leído un par de artículos en revistas médicas. Pero creo estar seguro de que Jimmy ha estado expuesto a una dosis de radiación súper letal.
Stacy calló por unos momentos, y luego preguntó:
- ¿Radiación nuclear?
Deerfield asintió.
- Desearía equivocarme pero es lo que sugieren todos los datos.
- Sin duda podrá hacer algo para salvarlo.
Deerfield indicó con un gesto el camarote en el que se encontraban.
- Mire a su alrededor -dijo en tono triste -. ¿Se parece esto a un hospital? Vine a este crucero como simple marinero. Mi botiquín contiene únicamente píldoras y vendas para tratamientos de emergencia. No puede ser trasladado en helicóptero hasta que estemos más cerca de la costa. E incluso entonces dudo que se le pueda salvar con los tratamientos terapéuticos en uso.
- ¡Coleadlos! -gritó Knox, sobresaltando a todos. Sus oíos se habían abierto súbitamente de par en par, y miraban a través de las personas del camarote hacia una imagen invisible, situada más allá del mamparo -. ¡Colgad a esos hijos de puta asesinos!
Le miraron asombrados. Salazar se quedó quieto, como sobrecogido. Stacy y Deerfield se precipitaron hacia la cama para tranquilizar a Knox, mientras éste forcejeaba tratando de incorporarse.
- ¡Colgad a esos bastardos! -repetía Knox en tono vengativo. Parecía estar pronunciando una maldición-. Matarán de nuevo. ¡Colgadlos!
Antes de que Deerfield pudiera inyectarle un sedante, Knox se puso rígido; sus ojos brillaron por un instante, y luego se anublaron. Cayó hacia atrás, exhaló un suspiro y murió.
Deerfield le aplicó rápidamente un masaje cardiopulmonar, temeroso de que Knox estuviera demasiado debilitado por la radiación como para recuperarse. Continuó hasta que empezó a jadear debido a la fatiga y a sudar a chorros en aquella atmósfera húmeda. Finalmente se convenció con tristeza de que había hecho todo lo que estaba en sus manos. Ningún hombre podía resucitar a Jimmy Knox.
- Lo siento -murmuró entre resoplidos.
Como impulsados por un mandato hipnótico, Stacy y Salazar salieron del camarote. Salazar guardaba silencio, mientras que Stacy empezó a llorar. Después de unos momentos, se secó las lágrimas con la mano y se enderezó.
Vio algo murmuró.
- ¿Qué vio? -dijo Salazar mirándola.
Lo supo, de alguna manera increíble lo supo. Se volvió y miró a través de la puerta abierta la figura tendida sobre la litera. Justo antes de morir, Jimmy pudo ver quién era el responsable de todas estas muertes y de esta destrucción en masa.
11
Al ver su cuerpo, delgado casi hasta el extremo de parecer demacrado, se podía asegurar que se trataba de un fanático del ejercicio físico y de la dieta. Era un hombre de baja estatura, con una barbilla y un tórax prominentes que le daban el aspecto de un gallo de pelea. Vestía con pulcra elegancia: un polo azul claro con pantalones a juego y un sombrero de paja de Panamá encasquetado sobre el pelo rojo para evitar despeinarse. Lucía una barba roja cuidadosamente recortada a lo Vandyke, tan puntiaguda que daba la impresión de que podría hacerla servir como un cuchillo si bajaba la cabeza con brusquedad.
Trepó a la carrera por la escalerilla del junco; en su boca sostenía un grueso cigarro, con un aire tan majestuoso como un monarca ante su corte. Si se concedieran premios de estilo en apariciones teatrales, el almirante James Sandecker, director de la Agencia Marítima y Submarina Nacional, habría conseguido el galardón de forma indiscutible.
Su rostro aparecía tenso debido a las graves noticias que le había transmitido Giordino mientras volaba hacia la zona. Tan pronto como sus pies pisaron el puente del Shanghai Shelly, hizo una seña con la mano al piloto del hidroavión, que replicó con un gesto de conformidad. El avión puso la proa al viento y avanzó sobre las crestas de las olas hasta elevarse en el aire y poner rumbo, con un elegante giro al sudeste, hacia las islas Hawai.
Giordino y Murphy se adelantaron. Sandecker centró su atención en el propietario del junco.
- Hola, Owen. Nunca imaginé que te encontraría aquí.
Murphy sonrió y le dio un apretón de manos.
- Lo mismo digo, Jim. Bienvenido a bordo. Encantado de verte.
Hizo una pausa y señaló las caras ceñudas del equipo de la AMSN, que formaban un corro apretado alrededor de ellos, en el puente abierto.
- Ahora tal vez alguien me contará qué fue la gran luz acompañada de un trueno que vimos ayer en el horizonte, y por qué emergieron todas estas personas del fondo del mar a tanta distancia de tierra firme.
Sandecker no respondió directamente. Miró alrededor suyo, el puente del junco y las velas de estera.
- ¿De dónde has sacado este trasto?
- Encargué que lo construyeran en Shanghai. Mi tripulación y yo estamos haciendo la travesía a Honolulú, y luego lo llevaremos a San Diego, donde pienso conservarlo en un dique seco.
- ¿Se conocen ustedes? -preguntó finalmente Giordino.
Sandecker hizo un gesto afirmativo.
- Este viejo pirata y yo fuimos juntos a Annapolis.
Sólo que Owen fue más listo. Dejó la Marina y montó una empresa de electrónica. Ahora tiene más dinero que el Tesoro de EE. UU.
- Qué más quisiera -sonrió Murphy.
Sandecker se puso súbitamente serio.
- ¿Qué novedades hay sobre la base desde que me informaste por radio? -preguntó a Giordino.
- Me temo que ya no exista -le contestó Giordino en tono tranquilo -. No hemos conseguido contactar con ella. Keith Harris cree que la onda de choque mayor debe de haberse producido poco después de que evacuáramos la base. Como ya le informé, no había espacio suficiente para evacuar a todo el personal en dos sumergibles. Pitt y un científico marino británico se ofrecieron voluntarios para quedarse abajo.
- ¿Qué medidas han tomado para rescatarlos? -preguntó Sandecker.
El rostro de Giordino mostraba una sensación de derrota aunque trataba de contener la emoción.
- Nos hemos quedado sin ninguna opción.
Sandecker se enfureció visiblemente.
- No ha cumplido usted su deber, señor. Me dio a entender que íbamos a descender de nuevo en el sumergible de apoyo.
- ¡Eso fue antes de que Lowden se presentara en la superficie sin baterías! -exclamó Giordino en tono lastimero-. Nuestro primer sumergible estaba hundido y el segundo inutilizable, de modo que nos hemos visto impotentes.
La expresión de Sandecker se suavizó; la irritación había desaparecido y su mirada adquirió un tono de tristeza.
Se dio cuenta de que Giordino no había podido emprender el rescate. Sugerir siquiera que el pequeño italiano no hizo todos los esfuerzos posibles había sido un error, y lo lamentaba. Pero también se sentía conmovido por la aparente pérdida de Pitt.
Para él, Pitt era la encarnación del hijo que nunca tuvo.
Si el destino le hubiera concedido un plazo de treinta y seis horas más, habría recurrido a un ejército completo de hombres especialmente adiestrados y a un equipo ultrasecreto de cuya existencia el pueblo estadounidense no tenía la más mínima idea. El almirante Sandecker gozaba de un influyente poder en la capital de la nación. No había llegado al lugar que ocupaba actualmente contestando a un anuncio por palabras del Washington Post.
- ¿Hay alguna posibilidad de reparar las baterías?
- preguntó.
Giordino hizo un gesto, señalando con la cabeza el sumergible que se mecía sobre las olas a veinte metros de distancia, amarrado a la popa del Shanghai Shelly por un cable.
- Lowden está trabajando como un loco en una reparación de urgencia, pero no es optimista.
- Si alguien tiene la culpa de lo sucedido, soy yo -dijo Murphy con solemnidad.
- Pitt puede aún estar vivo -dijo Giordino, ignorando a Murphy-. No es de los que se dejan rendir fácilmente.
- Sí. -Sandecker hizo una pausa, y después siguió hablando, como en sueños -. Lo ha demostrado muchas veces en el pasado.
Giordino miró con fijeza al almirante, y sus ojos brillaban.
- Si pudiéramos traer aquí otro sumergible…
- El Deep Quest puede descender hasta diez mil metros -dijo Sandecker, volviendo a la realidad-. Está amarrado a nuestro muelle, en la bahía de Los Ángeles. Puedo hacer que lo carguen en un C-5 de las Fuerzas Aéreas y estará aquí antes de que el sol se ponga.
- No sabía que los C-5 pudieran amerizar -le interrumpió Murphy.
- No pueden -replicó Sandecker con autoridad-. El Deep Quest, con sus doce toneladas de peso, será lanzado en paracaídas por las escotillas de carga. -Echó una rápida ojeada a su reloj -. Puede estar aquí en un plazo de ocho horas a partir de este momento.
- ¿Vas a lanzar un sumergible de doce toneladas en paracaídas desde un avión?
- ¿Por qué no? Tardaríamos una semana si lo trajéramos en barco.
Giordino se quedó ensimismado, con la vista clavada en el puente.
- Eliminaríamos un montón de problemas si pudiéramos trabajar desde un buque de superficie con capacidad de lanzamiento y recuperación de sumergibles.
- El Sounder es el buque de reconocimiento oceánico más próximo a esta zona que posee esas características.
Está trazando el mapa de los fondos marinos al sur de las Aleutianas, con ayuda del sonar. Ordenaré a su capitán que interrumpa la misión y se dirija a nuestra posición tan aprisa como pueda.
- ¿Puedo ayudar de alguna forma? -preguntó Murphy- Después de hundir su sumergible, lo menos que puedo hacer es ofrecer los servicios de mi barco y mi tripulación.
Giordino sonrió interiormente cuando Sandecker alzó sus brazos y los colocó sobre los hombros de Murphy. La «imposición de manos», solía llamar Pitt a ese gesto. Sandecker no sólo acostumbraba pedir favores a las personas más inesperadas sino que además hacía que sus víctimas se sintieran como si acabaran de recibir el bautismo de una nueva fe.
- Owen -dijo el almirante en su tono más reverente-, la AMSN estará en deuda contigo si nos permites utilizar tu junco como buque insignia de la flota.
Owen Murphy no era una persona fácil de engañar y aquella declaración tenía todo el aspecto de una tomadura de pelo.
- ¿Qué flota? -preguntó, con fingida inocencia.
- ¡Cómo! La mitad de la Marina de EE. UU. se dirige hacia este punto -contestó Sandecker, como si su entrevista secreta con Raymond Jordan fuera un tema de dominio público-. No me sorprendería que algún submarino nuclear cruzara en este momento bajo nuestro casco.
Murphy pensó divertido que aquélla era la mayor patraña que había oído en toda su vida. Pero nadie a bordo del Shanghai Shelly, exceptuando el propio almirante, tenía la más ligera idea de hasta qué punto eran proféticas sus palabras. Ni tampoco eran conscientes de que la operación de rescate sería sólo la escena inicial de la representación principal.
A veinte kilómetros de distancia, el submarino de ataque Tucson se aproximaba a la posición del junco, a una profundidad de 400 metros. Se había anticipado a la cita. Su patrón, el comandante Beau Morton, había viajado a toda velocidad después de recibir órdenes en Pearl Harbor de dirigirse con urgencia al área de la explosión, A su llegada, su misión debía consistir en realizar pruebas de contaminación radiológica submarina y recoger cualquier pecio flotante que pudiera ser izado a bordo.
Morton estaba recostado en un mamparo, con una taza de café vacía entre las manos, y observaba al vicecomandante Sam Hauser, del Laboratorio Radiológico de la Defensa Naval. El científico de la Marina no era consciente de la presencia de Morton. Estaba absorto en el manejo de sus instrumentos radiológicos, e intentaba computar las intensidades beta y gamma recibidas a través de las sondas que colgaban de la popa del submarino.
- ¿Se percibe ya alguna luz en la oscuridad? - preguntó Morton con sarcasmo.
- La radiactividad se distribuye de modo muy desigual - contestó Hauser-, pero en todo caso está muy por debajo del máximo admisible. Las concentraciones más altas están arriba.
- ¿Una detonación en la superficie?
- Sí, en un barco y no en un submarino. La mayor parte de la contaminación está en el aire.
- ¿Corren algún peligro los tripulantes del junco que se halla al norte de nuestra posición?
Hauser hizo un gesto negativo.
- Deben de haber estado demasiado alejados de la dirección del viento como para recibir nada, salvo un leve rastro.
- ¿Y ahora que están cruzando la zona de la detonación? -insistió Morton.
- Debido a los fuertes vientos y al mar agitado durante e inmediatamente después de la explosión -explicó Hauser con paciencia-, la mayor parte de la radiación se dispersó por las capas altas de la atmósfera y hacia el este. En este lugar deben de estar bastante por debajo del nivel de seguridad.
El teléfono del compartimiento emitió un repiqueteo.
Hauser lo descolgó.
- ¿Sí?
- ¿Está ahí el capitán, señor?
- Un momento.
Tendió el auricular a Morton.
- Aquí el capitán.
- Señor, aquí Kaiser, del sonar. Tengo un contacto. Creo que debería escucharlo.
- Voy para allá.
Morton colgó el teléfono y se preguntó distraídamente por qué razón Kaiser no le habría llamado a través del interfono, como de costumbre.
El comandante encontró al operador de sonar de primera clase Richard Kaiser inclinado sobre su consola y escuchando a través de los auriculares, con una expresión de asombro en el rostro. El oficial ejecutivo de Morton, teniente Ken Fazio, escuchaba a través de un par adicional de auriculares. Parecía haberse quedado literalmente sin habla.
- ¿Tiene un contacto? -preguntó Morton.
Kaiser no contestó de inmediato sino que siguió escuchando durante unos segundos. Finalmente se descolgó los auriculares y murmuró:
- Es una locura.
- ¿Locura?
- Recibo una señal muy extraña.
Fazio sacudió la cabeza, como asintiendo.
- Esto es demasiado para mí.
- ¿Les importa que comparta su secreto? -preguntó Morton con impaciencia.
- Lo pasaré al amplificador -dijo Kaiser.
Morton, varios oficiales y otros tripulantes enterados de la noticia de un contacto extraño se agruparon alrededor del compartimiento del sonar, mirando con expectación el amplificador. El sonido no era perfecto pero sí suficientemente claro como para resultar comprensible. No se trataba del agudo chillido de los cetáceos, ni el eco vibrante del zumbido de una hélice, sino el de unas voces que cantaban:
«Y todas las noches, cuando aparecía la estrella de mar, yo la cubría de besos y caricias. ¡Ah, qué tiempos pasé con la sirena Minnie allá abajo, en su bungalow marino!».
Morton dirigió a Kaiser una mirada helada -¿Dónde está la gracia?
- No es una broma, señor.
- Debe proceder de ese junco chino.
- No, señor, ni del junco ni de ningún buque de superficie.
- ¿Otro submarino? preguntó Morton con escepticismo. ¿Tal vez uno ruso?
- No, a menos que los construyan diez veces más resistentes que los nuestros contestó Fazio.
- ¿A qué distancia y rumbo? inquirió Morton.
Kaiser dudaba. Su mirada recordaba la de un niño en apuros, que teme contar la verdad.
- No hay rumbo horizontal, señor. La canción viene del fondo del mar, a cinco mil metros de profundidad, directamente debajo de nosotros.
12
Un limo amarillento, compuesto por microscópicos esqueletos de una planta marina llamada diatomea, se alzó lentamente en forma de nubes serpentinas, ocultas por la negrura total de las profundidades abisales.
El fondo del cañón donde había estado situada la estación de la AMSN se había llenado de aluviones y rocas desprendidas, hasta formar una llanura irregular cubierta de bloques rocosos semienterrados y restos metálicos dispersos. Cuando los temblores finales del seísmo se extinguieron, un silencio mortal debía haberse apoderado de la escena, pero era precisamente de allí de donde surgía el estribillo desafinado de Minnie la sirena.
Si alguien hubiera podido caminar sobre aquel campo cubierto de escombros en busca de la procedencia del sonido, habría encontrado una única varilla de una antena, doblada y deformada, que asomaba por entre el cieno. Un pez rata de color gris rosado inspeccionó la antena pero, encontrándola poco apetecible, agitó su cola puntiaguda y nadó perezosamente en la oscuridad.
Casi inmediatamente después de que desapareciera el pez rata, los aluviones depositados a pocos metros de la antena empezaron a removerse y a girar en un torbellino progresivamente más amplio, que se iluminó desde abajo con una claridad fantasmal. De repente, por entre el limo irrumpió un rayo de luz, seguido por una extremidad me canica en forma de pala articulada. Aquella aparición mecánica hizo una pausa y luego se irguió como un perro sentado sobre sus ancas que husmea el horizonte en busca de un coyote.
Luego la pala se arqueó hasta hundirse en el fondo, y empezó a excavar una profunda trinchera que ascendía por uno de sus extremos en forma de rampa. Cuando tropezaba con un bloque rocoso demasiado grande como para que la pala pudiera recogerlo, aparecían mágicamente a su lado unas enormes tenazas de metal. Las pinzas en forma de garra de las tenazas mordían los contornos de la roca, la alzaban del sedimento sobre el que reposaba, y la dejaban caer fuera de la zanja entre un torbellino de barro removido. Después las tenazas desaparecían, y la pala seguía excavando.
- Buen trabajo, señor Pitt -dijo Plunkett con una sonrisa de alivio -. Veo que podemos salir a dar una vuelta por los alrededores y estar de vuelta a la hora del té.
Pitt estaba recostado en un asiento abatible, los ojos fijos en el monitor de su ordenador, con la misma atención concentrada que dedicaba generalmente a los partidos de fútbol televisados.
- Aún no estamos fuera.
- Embarcar en uno de sus vehículos para el minado de aguas profundas, y llevarlo a la esclusa de la presión del aire antes de que llegara la sacudida principal del seísmo, fue un golpe de genio.
- Yo no diría tanto -murmuró Pitt mientras programaba el ordenador del vehículo para modificar ligeramente el ángulo de incidencia de la pala-. Llamémoslo un préstamo de la lógica del doctor Spock.
- Las paredes de la esclusa resistieron -argumentó Plunkett-, pero es un milagro que no hayamos sido aplastados como cucarachas.
- Esa cámara fue construida para resistir una presión cuatro veces superior a la del resto de las estructuras -dijo Pitt con una tranquilidad inconmovible-. El milagro, como usted lo llama, es que tuviéramos tiempo para presurizar la esclusa, abrir la puerta exterior y avanzar lo suficiente como para trabajar con la pala y la tenaza antes de que nos viniese encima la avalancha. De no haber sido así, habríamos quedado atrapados durante más tiempo del que me atrevo a imaginar.
- Bah, maldita sea -rió Plunkett. Había pocas cosas capaces de quitarle el buen humor-. Qué importa después de todo, cuando estamos haciendo piruetas al borde de la tumba.
- Me gustaría que no mencionara esa palabra.
- Lo siento. -Plunkett estaba sentado al lado y en posición ligeramente retrasada con respecto a Pitt. Miró en torno suyo el interior del VMAP-. Una máquina condenadamente buena. ¿Cuál es su fuente de energía?
- Un pequeño reactor nuclear.
- Nuclear, ¿eh? Ustedes los yanquis nunca dejan de asombrarme. Apostaría a que este monstruo puede transportarnos por el fondo oceánico directamente hasta la playa de Waikiki.
- Ganaría la apuesta -respondió Pitt con una ligera sonrisa-. El reactor del Big John y sus sistemas de supervivencia son capaces de llevarnos hasta allí. El único problema es la velocidad: cinco kilómetros por hora en terreno llano. Moriríamos de inanición una semana antes de llegar.
- ¿No lleva unos bocadillos en una tartera? -preguntó Plunkett de buen humor.
- Ni siquiera una manzana.
Plunkett dirigió a Pitt una mirada rencorosa.
- Incluso la muerte será un alivio con tal de no seguir oyendo esa maldita canción.
- ¿No le gusta Minnie? -preguntó Pitt con burlona sorpresa.
- Después de oír el estribillo por vigésima vez, no.
- Como tenemos averiado el teléfono, nuestro único contacto con la superficie es el transmisor acústico de radio. El alcance no resulta suficiente para una conversación, pero es todo lo que tenemos. Puedo ofrecerle valses de Strauss o el sonido de una big band de jazz de los cuarenta, pero no me parecen tan adecuados.
- Tampoco me parece gran cosa su repertorio musical - gruñó Plunkett. Luego miró a Pitt-. ¿Por qué no probar con Strauss?
- Por el instrumental -respondió Pitt -. La música de violín distorsionada por el agua puede confundirse con los gritos de las ballenas u otros mamíferos. Si alguien escucha la canción sabrá que todavía una persona respira aquí abajo. Por muy distorsionado que esté, no hay manera de confundir el tono de la voz humana.
- Para lo que servirá, de todos modos… -dijo Plunkett-. Si envían una misión de rescate, no habrá forma de trasladarnos desde este vehículo hasta un sumergible sin una cámara de presión. Y ese accesorio brilla por su ausencia en su, por lo demás, notable tractor. Si me permite ser realista, le diré que no tengo ninguna esperanza de que podamos salir con vida de aquí.
- Me gustaría que dejara de hablar de ese modo.
Plunkett hundió una mano en su grueso suéter de lana y extrajo una pequeña botella.
- Solamente quedan cuatro tragos pero nos levantará la moral por un rato.
Pitt tomó la botella al tiempo que un sordo estremecimiento hacía trepidar al enorme vehículo. La pala había chocado con una masa de roca e intentaba levantarla. Aunque superaba en mucho su límite de carga, luchaba y pujaba por remover el obstáculo. Como si se tratara de un levantador de pesos, la pala consiguió al fin levantar el bloque del fondo y arrojarlo al creciente montón de escombros apilado al borde de la zanja.
Las luces exteriores no llegaban a penetrar en las nubes de cieno removido, y desde el interior de la cabina de control tan sólo se percibía una mezcolanza continua de colores grises y amarillos. Pero el monitor del ordenador reflejaba la imagen tridimensional proporcionada por el sonar mostraba los progresos de la excavación.
Habían pasado cinco horas completas desde que Pitt inició la operación de dragado, y por fin la imagen del sonar le mostró un pasadizo estrecho, pero bastante libre de obstáculos, que ascendía hasta la superficie del fondo marino.
- Tal vez rasquemos un poco la pintura de los costados -comentó Pitt en tono confiado-, pero creo que podremos pasar.
El rostro de Plunkett se iluminó.
- Apriete el pedal a fondo, señor Pitt. Me pone enfermo estar sumergido en este barro sucio.
Pitt ladeó ligeramente la cabeza y guiñó un ojo.
- Como usted quiera, señor Plunkett. -Recuperó del ordenador el control manual y se frotó las manos como un pianista a punto de interpretar una pieza-.
- Cruce los dedos para que la cadena se adhiera bien al barro del fondo, porque si no nos veremos obligados a establecer aquí nuestra residencia permanente.
Empujó con suavidad hacia adelante la palanca de control. Las anchas bandas de las cadenas laterales del Big John empezaron a moverse con lentitud, removiendo los sedimentos blandos y girando más aprisa a medida que Pitt aumentaba la potencia. Avanzaron algunos centímetros. Luego una de las bandas tropezó y se enganchó en una capa pedregosa, de modo que la gigantesca máquina excavadora se ladeó y fue a dar contra la pared opuesta de la zanja. Pitt intentó corregir el rumbo pero la pared cedió y el barro cubrió uno de los costados del vehículo.
Hizo retroceder la palanca de control hasta la posición de parada, tiró luego de ella para mover la máquina en marcha atrás, y después la empujó de nuevo adelante de modo que el Big John empezó a dar violentas sacudidas. El reactor nuclear compacto tenía potencia sobrada pero las cadenas no encontraban la tracción precisa. Piedras y cieno salían despedidos de las rodadas, de modo que las cadenas giraban en el vacío y el vehículo no avanzaba; había quedado atascado en su estrecha prisión.
- Tal vez deberíamos parar y despejar un poco todo ese barro -dijo Plunkett, muy serio-. O mejor aún, tomarnos un descanso y revisar la situación.
Pitt se detuvo unos segundos para dirigir al corpulento inglés una mirada dura y helada. A Plunkett le pareció que un considerable número de células de su cerebro se fundían.
- Un montón de amigos míos y yo hemos trabajado duro mucho tiempo para construir la primera comunidad en el fondo del mar -dijo con un acento que casi podía calificarse de satánico-. Y alguien, en algún lugar, es el responsable de su destrucción. Ese alguien es además la causa de la pérdida de su sumergible, su barco de apoyo y su tripulación. Ésa es la situación. Ahora, y hablo por mí mismo, voy a salir de esta mierda aunque tenga que reventar las tripas de este chisme, voy a volver a la superficie sano y salvo a encontrar al miserable que ha originado todo este desastre y voy a hacer que los dientes se le claven en los pulmones de un puñetazo.
Después de esa declaración de intenciones, se dio la vuelta e hizo girar de nuevo las cadenas, que expulsaron hacia los lados más cieno y piedrecillas. Luego de un torpe forcejeo, la enorme máquina escarbó el suelo y avanzó unos metros.
Plunkett estaba sentado tan inmóvil como un poste, aún intimidado pero ya convencido. «¡Por Dios, pensó, creo que este hombre es capaz de conseguirlo!»
13
A ocho mil kilómetros de distancia, en las profundidades de un túnel excavado en roca volcánica, una cuadrilla de trabajadores dejó por unos momentos de picar y se echaron a un lado para que dos hombres se adelantaran a inspeccionar el orificio abierto en un muro de cemento.
Por la abertura se filtraba un hedor nauseabundo, que sobrecogió con el temor a lo desconocido a los veinte hombres que excavaban.
Los focos que iluminaban el estrecho túnel proyectaban sombras deformadas y fantasmales en lo que parecía ser una amplia abertura que atravesaba un muro de cemento de un metro de grosor. En el interior podía distinguirse un viejo camión herrumbrado, dentro de un ancho círculo formado por algo que parecía ser leña de un color grisáceo.
A pesar del aire frío y húmedo que corría bajo las lomas de la isla de Corregidor, situadas a la entrada de la bahía de Manila, cubiertas de cicatrices bélicas, los dos hombres que miraban por la brecha abierta sudaban copiosamente. Después de años de búsqueda, sabían que estaban a punto de descubrir una parte del enorme tesoro escondido desde la Segunda Guerra Mundial y conocido como el «oro de Yamashita», por el nombre del general Yamashita Tomoyuki, comandante de las fuerzas japonesas en Filipinas a partir de octubre de 1944.
El inmenso botín acumulado por los japoneses durante la guerra en China, los países del sureste asiático, las Indias Orientales Neerlandesas y las Filipinas consistía en millares de toneladas de piedras preciosas y joyas exóticas, lingotes de oro y de plata, budas y cálices católicos fabricados de oro macizo con incrustaciones de piedras preciosas de valor inestimable.
Manila había sido el punto de almacenamiento de todas esas riquezas para su futuro transporte por mar a Japón.
Pero, debido a las cuantiosas pérdidas de buques en las últimas fases de la guerra causadas por la actividad de los submarinos americanos, tan sólo había llegado a Tokio menos del veinte por ciento del botín amasado. Sin un punto de destino seguro y ante la perspectiva de una invasión inminente de las tropas americanas, los japoneses que guardaban el tesoro se vieron ante un difícil dilema. No estaban dispuestos a devolverlo a las naciones y ciudades que habían saqueado. Su única opción consistía en ocultar el inmenso botín en más de un centenar de lugares diferentes, en la isla de Luzón y alrededor de ella, con la idea de regresar allí una vez acabada la guerra y llevárselo clandestinamente.
Las estimaciones más prudentes del tesoro escondido calculaban que a los precios actuales del mercado podía alcanzar un valor cercano a los 400.000 o los 500.000 millones de dólares.
La excavación de este escondite en particular, en Corregidor, unos pocos centenares de metros al oeste y un kilómetro más hondo que el túnel lateral utilizado como puesto de mando por el general Douglas MacArthur antes de ser evacuado a Australia, había durado cuatro largos meses. Agentes de Inteligencia estadounidenses y filipinos trabajaban en colaboración con las obras de excavación, a partir de los datos suministrados por copias de viejos mapas recogidos por la OSS (Oficina de Servicios Estratégicos) y descubiertos recientemente en los archivos de la CIA en Langley. El trabajo era agotador y muy lento.
Se descifraron las instrucciones de los mapas, escritas en un antiguo dialecto japonés en desuso desde hacía más de mil años. El túnel para llegar hasta el escondite del tesoro debía excavarse en ángulo desde una posición lateral, porque el acceso original estaba sembrado de minas y de varias bombas de 450 y 900 kilogramos preparadas para estallar si se intentaba la entrada directa. La penetración hasta el laberinto de treinta y cinco kilómetros excavado por los japoneses durante su ocupación de Luzón debía calcularse de forma muy precisa, pues de otro modo los mineros corrían el riesgo de perder varios meses de trabajo, bien por abrir el túnel en un nivel erróneo o bien por no acertar, tal vez por centímetros, a encontrar el pasadizo del tesoro.
El más alto de los dos hombres, Frank Mancuso, reclamó con un gesto una linterna potente. Cuando la tuvo en la mano, dirigió su luz a través de la brecha abierta en el muro. Su rostro palideció en la penumbra amarillenta. Con un horror mudo, se dio cuenta de lo que era en realidad la leña apilada. Rico Acosta, un ingeniero de minas agregado a las fuerzas de seguridad filipinas, se aproximó a Mancuso:
- ¿Qué es lo que ves, Frank?
- Huesos -contestó Mancuso, en un tono de voz apenas más alto que un cuchicheo-. Esqueletos. Dios, debe de haber cientos de ellos aquí.
Retrocedió e hizo una señal a Acosta. El hombrecillo señaló la brecha a los obreros.
- Ensanchadla -ordenó.
El equipo de mineros filipinos tardó menos de una hora en abrir con sus pesadas mazas un hueco lo bastante grande como para que pudiese pasar un hombre. El cemento que formaba los muros del túnel era de mala calidad y se resquebrajaba y desmenuzaba con los golpes, de forma que era fácil abrirse paso a través de él. Aquello se consideró una suerte, ya que nadie quería correr el riesgo de utilizar explosivos.
Mancuso tomó asiento a un lado y encendió su pipa mientras esperaba. A los cuarenta y dos años, conservaba todavía el cuerpo esbelto de un jugador de baloncesto. Su largo cabello castaño, anudado a la altura de la nuca en una trenza grasienta, necesitaba un lavado urgente, y su rostro germánico de facciones suaves y redondeadas podía asociarse con más propiedad a un contable que a un ingeniero de minas. Sus ojos azules parecían perdidos en una continua ensoñación, a pesar de lo cual registraban minuciosamente todo lo que estaba a la vista, e incluso algo más.
Graduado en la Escuela Superior de Minas de Colorado, había pasado sus primeros años recorriendo el mundo, en prospecciones y trabajos en minas, en busca de piedras preciosas ópalos en Australia, esmeraldas en Colombia y rubíes en Tanzania, con diversa fortuna. También había perdido tres años en la isla más nórdica del archipiélago japonés, Hokkaido, buscando la gema más rara: la painita roja.
Antes de cumplir los treinta fue abordado y reclutado por una oscura agencia de Inteligencia de Washington, y contratado como agente especial. Su primera misión consistió en la búsqueda del oro de Yamashita, formando parte de un equipo de las fuerzas de seguridad filipinas.
La excavación se había llevado a cabo en el más estricto secreto. No existía la menor intención de devolver el oro y las piedras preciosas a sus antiguos propietarios. Todo lo que se encontrara debía transferirse al gobierno de Filipinas, el cual tenía la intención de reducir la deuda externa y dar un nuevo impulso a una economía devastada por el inmenso expolio financiero llevado a cabo por el régimen de Marcos.
Su compañero, Acosta, había trabajado también como ingeniero de minas antes de enrolarse en las fuerzas de seguridad. Era un hombre alto para ser filipino, y sus ojos revelaban que llevaba en su sangre más de un ancestro chino.
De modo que las leyendas eran ciertas dijo Acosta.
Mancuso miró en su dirección.
- ¿Perdón?
- Los japoneses obligaron a los prisioneros aliados a cavar estos túneles y luego los enterraron vivos, para que nunca pudieran revelar su localización.
- Parece que así debió de ocurrir. Lo sabremos mejor cuando entremos.
Acosta alzó unos centímetros su pesado casco y se secó la frente.
- Mi abuelo estaba en la Compañía cincuenta y siete de Exploradores filipinos. Cayó prisionero y fue a parar a una de las mazmorras españolas de Fuerte Santiago. Nunca salió de allí. Más de dos mil prisioneros de guerra murieron, ahogados o por hambre. Nunca se supo el número exacto.
Mancuso asintió.
- Las generaciones posteriores no pueden imaginar la barbarie despiadada que se desató sobre el teatro bélico del Pacífico. -Chupó su pipa y exhaló una nubécula de humo azul antes de continuar-. Las terribles estadísticas nos dicen que el 57 por ciento de los soldados aliados detenidos en los campos de prisioneros japoneses murieron, frente a sólo el uno por ciento en los campos alemanes.
- Es extraño que los japoneses no volvieran e hicieran un esfuerzo supremo para apoderarse del tesoro -dijo Acosta.
- Varios grupos, presentándose como compañías constructoras, intentaron de hecho conseguir contratos de reconstrucción después de la guerra, con la idea de tener una tapadera para excavar en busca del oro, pero cuando Ferdinand Marcos se enteró de la existencia del tesoro, les cerró la puerta en las narices y se puso a buscarlo por su cuenta.
- Y algo encontró -añadió Acosta-. Tal vez esos 30.000 millones de dólares que sacó a escondidas del país, antes de que lo echaran de la presidencia.
- Además de lo que robó a su propio pueblo.
Acosta escupió en el suelo del túnel, con una mueca de desprecio.
- Él y su mujer eran dos locos codiciosos. Nos costará cien años recuperarnos de las consecuencias de su gobierno.
El capataz de los mineros agitó una mano y les llamó, -Creo que ya pueden pasar al otro lado -dijo.
- Adelante -se volvió Acosta a Mancuso -. Pasa tú primero.
Por el hueco abierto se filtraba un nauseabundo olor a podrido. Mancuso se ajustó un pañuelo sobre la boca y se deslizó por el estrecho agujero en el muro del túnel. Saltó al interior y provocó un suave chapoteo al plantar sus botas en un pequeño charco. Se incorporó, quedó quieto por un momento y escuchó el goteo del agua que se filtraba por las grietas del techo abovedado. Después encendió la linterna y dirigió su rayo de luz hacia el suelo.
Había pisado y roto el hueso del brazo extendido de un esqueleto, vestido con los restos polvorientos de un uniforme y cubierto de lodo. A un lado de la calavera aparecían dos placas metálicas grabadas, sujetas aún al cuello por una delgada cadenilla.
Mancuso se arrodilló y miró una de las placas con la luz de la linterna. Frotó con el índice y el pulgar el barro acumulado, hasta leer el nombre escrito en ella: «William A. Miller».
Había además un número de serie del ejército, pero Mancuso dejó caer la placa sin leerlo. Una vez que notificara su hallazgo a su superior, vendría a Corregidor un equipo de registro de tumbas, y William A. Miller y el resto de sus camaradas muertos regresarían a sus hogares para ser enterrados con todos los honores, con cincuenta años de retraso.
Mancuso se volvió y trazó un círculo completo con su linterna. Hasta donde alcanzaba el rayo de luz, el túnel estaba alfombrado de esqueletos, algunos dispersos, otros apilados en macabros montones. Tuvo tiempo de examinar algunas placas de identificación más, antes de que entrara Acosta con una pequeña lámpara sujeta a un cable.
- ¡Virgen Santa! -exclamó al ver aquellos espantosos despojos -. Un ejército de muertos.
- Un ejército aliado -dijo Mancuso-. Americanos, filipinos e incluso algunos británicos y australianos. Parece los japoneses trajeron a Manila prisioneros de otros sectores del frente para hacerlos trabajar como esclavos.
- Sólo Dios sabe el infierno por el que debieron pasar -murmuró Acosta, con la faz enrojecida por la ira, sintiendo la bilis agolparse en su garganta-. ¿Cómo murieron?
- No hay señal de heridas de bala. Debieron de morir asfixiados por la falta de aire, después de quedar encerrados.
- Quienes dieron la orden de esta ejecución en masa deben pagar por su crimen.
- Es probable que hayan muerto ya, en la carnicería que hizo el ejército de MacArthur en torno a Manila. Pero si todavía viven, su pista se habrá borrado hace ya muchos años. Los aliados fueron demasiado condescendientes en el Pacífico. No se desencadenó ninguna persecución para encontrar a los responsables de estas atrocidades, como-hicieron los judíos con los nazis. Si hasta ahora no han sido encontrados y colgados, ya no lo serán nunca.
- Deben pagar por sus crímenes -repitió Acosta y su rabia fue transformándose en frustración y odio.
- No pierdas el tiempo con ideas de venganza -dijo Mancuso-. Nuestra tarea ahora es encontrar el oro.
Se dirigió hacia el primer camión de la larga columna que se encontraba rodeado de aquellos restos humanos.
Los neumáticos estaban deshinchados y las cubiertas de lona del cajón se habían podrido por el constante goteo del agua. Abatió la herrumbrosa portezuela trasera e iluminó el interior. A excepción de una camilla improvisada con mimbres rotos, estaba vacío.
Un presentimiento atenazó la boca del estómago de Mancuso. Corrió al siguiente camión, con cuidado de no pisar los esqueletos tendidos en el suelo, y sus botas salpicaron el agua del suelo embarrado. El sudor provocado por la humedad se había vuelto frío. Necesitó un tremendo esfuerzo de voluntad para proseguir, debido al creciente temor que le producía justamente aquello que no iba a encontrar.
El segundo camión estaba vacío y lo mismo ocurrió con los seis siguientes. Doscientos metros más allá encontró el túnel bloqueado por un derrumbe que su experiencia de minero reconoció como provocado con explosivos.
Pero la sorpresa mayor fue la presencia de una pequeña caravana, cuya moderna construcción de aluminio resultaba i anacrónica en aquel contexto de los años cuarenta. No llevaba matrícula ni signos de identificación pero Mancuso observó las marcas del fabricante en los neumáticos.
Trepó por los escalones metálicos de una escalerilla hasta la portezuela, y paseó su linterna por el interior del vehículo. Tenía un mobiliario de oficina, como el que puede verse en algunas empresas de construcción.
Acosta se acercaba, seguido por cuatro hombres que iban desenrollando el cable de su lámpara. Se detuvo cuando el transporte quedó iluminado por el aura brillante de la luz.
- ¿De dónde demonios ha salido esto? dijo Acosta asombrado.
- Trae la lámpara aquí dentro pidió Mancuso, que veía confirmarse sus peores temores.
A la luz de la lámpara pudieron comprobar que la cara vana estaba vacía. Las mesas de trabajo se habían limpiado cuidadosamente, las papeleras se habían vaciado, y ni siquiera se veían colillas de cigarrillos por ninguna parte, Los únicos signos de ocupación previa eran el casco de un trabajador de la construcción colgado de un gancho, y una gran pizarra sujeta a una de las paredes laterales. Mancuso estudió las columnas alineadas. Las cifras estaban escritas en caracteres arábigos, y los encabezamientos en símbolos katakana.
- ¿Una lista? preguntó Acosta.
- Un inventario del tesoro.
Acosta se dejó caer en una silla, junto a una de las mesas de trabajo.
- ¡Ha desaparecido, se lo han llevado todo!
- Hace veinticinco años, según la fecha escrita en la pizarra.
- ¿Marcos? preguntó Acosta. Pudo ser el primero en llegar.
- No, no ha sido Marcos contestó Mancuso como si siempre hubiera sabido la verdad. Los japoneses. Volvieron, se llevaron el oro y nos dejaron los huesos.
14
Curtis Meeker aparcó el Mercury Cougar de su mujer y recorrió a paso rápido las tres manzanas que le separaban del teatro Ford, en la Décima Avenida, entre las calles E y F. Se abrochó la gabardina para resguardarse del viento frío que soplaba, y tropezó con un grupo de jubilados que realizaban a aquella hora avanzada de la tarde del sábado, una visita guiada a la capital de la nación.
El guía se detuvo ante la fachada del teatro en el que John Wilkes Booth disparó sobre Abraham Lincoln, y dio una breve explicación del suceso antes de llevarlos a la casa Peterson, al otro lado de la calle, donde había fallecido el presidente. Libre ya de obstáculos, Meeker se separó del grupo, mostró al portero su placa de identificación y pasó al vestíbulo del teatro. Dialogó brevemente con el gerente y por fin se sentó en un sofá, en el que aparentó leer un programa con toda tranquilidad.
Para los espectadores retrasados que pasaban apresuradamente en busca de sus asientos, Meeker parecía una persona más del público que, aburrida tal vez por la reposición de un drama ambientado a finales del XIX, en la época de la guerra hispano norteamericana, había preferido ir a sentarse fuera, en el vestíbulo.
Pero Meeker no era un turista ni un espectador indiferente. Ocupaba el cargo de vicedirector de Operaciones Técnicas Avanzadas, y apenas salía de noche salvo para ir a su despacho, en el que estudiaba las fotografías de los satélites de Inteligencia.
Básicamente era un hombre tímido, que rara vez pronunciaba parlamentos de más de dos frases seguidas, pero en los círculos de Inteligencia se le consideraba el mejor analista de fotografías de satélite que había. Era lo que las mujeres llaman un hombre atractivo, con una cabellera negra salpicada de gris, rostro agradable, sonrisa fácil y ojos que rebosaban simpatía.
Mientras simulaba concentrar su atención en el programa, había deslizado una mano en el bolsillo y apretado el botón de un transmisor.
En la platea del teatro, Raymond Jordan luchaba por no quedarse dormido. Ante la mirada de desaprobación de su esposa, bostezó para defenderse de aquel diálogo casi centenario. Por fortuna para el auditorio acomodado en las grandes butacas de estilo antiguo, las obras que se representaban en el teatro Ford eran cortas. Jordan buscó una posición más cómoda en la pesada butaca de madera y dejó que su mente imaginara la excursión de pesca que había planeado para el día siguiente.
De repente su ensueño se vio interrumpido por tres suaves zumbidos del reloj digital que llevaba en la muñeca.
Se trataba de un aparato llamado reloj delta por la clave en la que recibía, y su diseño externo era corriente, de forma que no llamaba la atención. Cubrió con una mano la pantalla de cristal que se iluminó en la esfera del reloj. La clave delta significaba que se había producido una situación de emergencia y que alguien le buscaba para entrevistarse con él.
Susurró una excusa a su esposa y se abrió camino hasta el pasillo, y de ahí al vestíbulo. Cuando Jordan reconoció a Meeker, su faz se ensombreció. Aunque agradecía la interrupción de su aburrimiento, no le hacía feliz comprobar que ésta se debía a alguna crítica situación.
- ¿De qué se trata? -preguntó sin preámbulos.
- Sabemos cuál era el barco que llevaba la bomba -contestó Meeker al tiempo que se ponía en pie.
- No podemos hablar aquí.
- He conseguido que el gerente del teatro nos deje la suite de ejecutivos. Allí podré informarle en privado.
Jordan conocía la sala. Se dirigió hacia allí y entró en una antesala decorada al estilo de 1860. Cerró la puerta y se volvió para mirar a su acompañante.
- ¿Está seguro? ¿No hay posibilidad de confusión?
Meeker sacudió la cabeza con solemnidad.
- Las fotografías de un satélite meteorológico previas a la explosión mostraban a tres barcos en la zona. Activamos nuestro viejo satélite de inteligencia Sky King cuando sobrevoló el área después de la explosión, y sólo aparecieron dos barcos.
- ¿Cómo?
- Gracias a un refuerzo especial del sistema de radar-sonar informatizado, que nos permite ver a través del agua como si ésta fuera transparente.
- ¿Ha informado a sus hombres?
- Sí, señor.
Jordan miró con fijeza a Meeker.
- ¿Está usted seguro de sus conclusiones?
- No me cabe la menor duda -respondió Meeker con sencillez.
- ¿La prueba es sólida?
- Sí, señor.
- Ya sabe cuál será su responsabilidad si se equivoca.
- Tan pronto como acabe mi informe, me iré a casa y dormiré como un niño…, bueno, casi como un niño.
Jordan se relajó y tomó asiento en una silla, junto a la mesa. Miró a Meeker con expectación.
- Muy bien, ¿qué es lo que ha averiguado?
Meeker sacó una cartera de cuero de un bolsillo interior de su gabardina y la colocó sobre la mesa. Jordan no pudo evitar una sonrisa.
- Veo que no es usted partidario de los maletines.
- Prefiero tener las manos libres contestó Meeker con un encogimiento de hombros. Abrió la cartera y extrajo de ella cinco fotografías. Las tres primeras mostraban los barcos de superficie de una forma sorprendentemente detallada.
- Aquí tiene el buque de línea mixto de carga y pasajeros noruego, muy cerca del transporte de automóviles japonés. A doce kilómetros de distancia, el buque científico británico está bajando un sumergible al fondo del mar.
- Son las fotografías del antes comentó Jordan, Meeker asintió.
- Las dos siguientes son las tomadas por el Sky King después de la explosión, y muestran dos cascos maltrechos en el fondo del mar. El tercer barco se desintegró; a excepción de algunos fragmentos de piezas de sus motores dispersas por el fondo oceánico, virtualmente no quedó nada de él.
- ¿Cuál de ellos era? -preguntó Jordan despacio, como si adivinara la respuesta.
- Tenemos identificación positiva de los dos que se hundieron intactos Meeker hizo una pausa, recogió las fotografías y miró a Jordan a los ojos como para sopesar su respuesta. El barco que transportaba la bomba era el carguero de automóviles japonés.
Jordan suspiró y se recostó en su asiento.
- No supone una sorpresa tan grande que Japón disponga de la bomba. Hace años que cuentan con la tecnología precisa.
- El pistoletazo de salida fue la construcción de un reactor con alimentador rápido de metal líquido. Al realizar la fisión de neutrones rápidos, el alimentador creí más fuel de plutonio que el que quema. El primer paso para producir armamento nuclear.
- Veo que ha estado investigando por su cuenta -dijo Jordan.
- Tengo que saber qué es lo que busco.
- Como por ejemplo una factoría para la producción armas nucleares muy bien camuflada, pero que acabaremos por descubrir -dijo Jordan en tono amargo.
Meeker le miró sin pestañear, y luego sonrió.
- Así pues, sus agentes de Inteligencia no tienen todavía ninguna pista respecto al lugar donde las están fabricando.
- Cierto -admitió Jordan-. Los japoneses han realizado una labor de camuflaje increíble. Apuesto a que los dirigentes de su gobierno no están tan a oscuras como nosotros.
- Si su planta de producción estuviera en la superficie, el dispositivo de nuestro nuevo satélite de detección lo habría descubierto.
- Es extraño que no se perciban áreas de radiactividad inusual.
- No hemos detectado nada, a excepción de los reactores nucleares de sus centrales eléctricas y un cementerio de desechos radiactivos cerca de una ciudad costera llamada Rokota.
- He visto los informes -dijo Jordan-. Perforaron un túnel de cuatro mil metros para depositar sus desechos.
¿Es posible que haya algo más que se nos haya pasado por alto?
Meeker movió negativamente la cabeza.
- Tendríamos que haber detectado indicios de construcciones del tipo adecuado en la zona, o tráfico de entrada y salida.
- ¡Maldición! -explotó Jordan-. Japón navega con toda libertad por los mares cargado con bombas destinadas a puertos de EE. UU., mientras nosotros estamos sentados sin saber el lugar dónde fabrican las armas, su destino final o el plan sobre el que se fundamenta toda la operación.
- ¿Ha dicho usted «bombas» en plural? -preguntó Meeker.
- Los datos recogidos por el centro sismográfico de Colorado muestran que hubo una segunda detonación, una milésima de segundo después de la primera.
- Es una lástima que no pudiera usted haber preparado una operación importante para encontrar la respuesta hace diez años.
- ¿Con qué fondos? -gruñó Jordan-. La anterior administración se zampó todos los presupuestos destinados a Inteligencia. Los políticos sólo tienen interés en Rusia y Oriente Medio. Las últimas personas a las que nos dejaría investigar el Departamento de Estado son nuestros grandes amigos de Japón. Todo lo que se nos permite tener allí son dos agentes retirados con los que aún mantenemos contactos. Israel es otra nación intocable. No creería el número de veces que se nos ha ordenado mirar hacia otra parte mientras el Mossad montaba tinglados de los que luego responsabilizaba a los árabes.
- El presidente tendrá que darle plenos poderes cuando usted le informe de la gravedad de la situación.
- Lo sabré mañana a primera hora, después de informarle. -La máscara cortés e imperturbable de Jordan mostraba una pequeña fisura, y su voz se había transformado en puro hielo -. Hagamos lo que hagamos en este asunto, estaremos jugando al escondite. Y lo que me asusta, lo que realmente me infunde temor es que ya es demasiado tarde para poder abortar el comienzo de esta conspiración.
Se oyó un ruido confuso de voces en el vestíbulo. La representación había terminado y el auditorio se encaminaba hacia la salida. Jordan se puso en pie.
- Tengo que dejarle y hacer acto de presencia o mi mujer me obsequiará con la representación de un iceberg durante el regreso a casa. Gracias por informarme del descubrimiento de su «pájaro».
- Una cosa más -dijo Meeker. Extrajo otra fotografía de su cartera y la expuso a la luz. Jordan pudo distinguir un objeto en el centro de la foto.
- Parece una especie de tractor agrícola muy grande. ¿Qué es?
- Lo que está viendo es un vehículo desconocido de aguas profundas moviéndose por el fondo oceánico a cinco mil metros bajo la superficie, y a no más de veinte kilómetros del área de la explosión. ¿Sabe usted a quién pertenece, o lo que está haciendo ahí?
- Sí -respondió Jordan con lentitud-. Lo ignoraba, pero ahora lo sé. Muchas gracias, Curtís.
Jordan dio la espalda a un Meeker totalmente desconcertado, abrió la puerta y se mezcló con la multitud que abandonaba el teatro.
15
Fiel a su palabra, Pitt consiguió sacar el maltrecho vehículo de la prisión en que estaba enterrado. Las cadenas metálicas rechinaron al chocar con las rocas de lava y aferrarse a ellas, centímetro a centímetro. Lentamente, el eran vehículo se abrió paso, se sacudió las piedras y el cieno que arrastraba a su cola como un gran río de aguas turbias, y ascendió hasta la desolada superficie del fondo marino.
¡Lo hemos conseguido! gritó Plunkett con alborozo. ¡Espléndido trabajo!
Espléndido trabajo le remedó Pitt. Se puso ante el teclado del ordenador y examinó una serie de esquemas geográficos en el monitor. Es un milagro que hayamos conseguido salir sin que se hayan producido pérdidas de presión y averías mecánicas.
Mi querido amigo, mi fe en usted es tan profunda como el mar…, ah, y precisamente estamos en el fondo.
No he dudado de su firmeza ni por un minuto.
Pitt le dirigió una mirada de curiosidad.
Si se lo toma de esa manera, tengo un puente en Nueva York que me gustaría venderle.
- ¿Hablaba usted de jugar al bridge[3]?
- ¿Juega usted?
- Sí, y bastante bien. He ganado no pocos torneos. ¿Y usted?
- Soy la mano derecha de la Vieja Dama.
El diálogo resultaba poco menos que extravagante habida cuenta la situación en que se encontraban, pero los dos hombres eran claramente conscientes del peligro de quedar atrapados sin remedio; con todo, no lo demostraban.
- Ahora que hemos escapado del corrimiento de tierras, ¿cuál es el plan? preguntó Plunkett con tanta calma como si pidiera otra taza de té.
- El plan es subir hasta la superficie contestó Pitt señalando el techo.
- Dado que este magnífico viejo reptador no posee flotabilidad y que tenemos sobre nuestras cabezas unos cinco kilómetros de océano, ¿cómo espera usted conseguir ese imposible?
Pitt sonrió.
- Relájese y disfrute del paisaje marino. Vamos a efectuar una pequeña cabalgata por las montañas.
- Bienvenido a bordo, almirante. El comandante Morton saludó de forma impecable y extendió la mano, pero su expresión de bienvenida era puramente formal. No se sentía feliz y no intentó disimularlo. En raras ocasiones se nos ordena ascender a la superficie durante un crucero y recibir a visitantes. Debo decirle que esto no me gusta nada.
Sandecker esbozó una sonrisa al tiempo que descendía del Shanghai Shelly al puente de la torre de mando del Tucson. Estrechó la mano de Morton con despreocupación aparente y un aspecto de dominar la situación que, al me parecía convertir su presencia en el submarino en un asunto rutinario.
- No he tirado de los hilos y le he hecho desviarse de su rumbo simplemente para saborear juntos unos cócteles, comandante. Estoy aquí por orden del presiden Si resulto inoportuno, me alegraré de regresar al junco.
Una expresión apenada asomó al rostro de Morton.
- No se ofenda, almirante, pero los satélites soviéticos…
- Nos fotografiaran a todo color para entretenimiento de sus analistas de Inteligencia. Lo sé, lo sé, pero en realidad no nos preocupa lo que vean o piensen.
Sandecker se volvió a Giordino en el momento en que éste saltaba a bordo.
- Mi director adjunto del proyecto, Al Giordino.
Morton dirigió a Giordino un saludo y precedió a ambos por la escotilla que conducía al centro de control del submarino. Ambos siguieron al comandante hasta un pequeño compartimiento con una mesa transparente de ángulos biselados en cuyo interior el sonar proporcionaba una vista tridimensional del fondo marino.
El teniente David DeLuca, oficial de navegación del Tucson, estaba inclinado sobre la mesa. Cuando Morton hizo las presentaciones, se puso firme y dirigió a Sandecker una calurosa sonrisa.
- Almirante, es para mí un honor. Nunca me perdí ninguna de sus clases en la academia.
- Espero no haberle hecho dormirse demasiadas veces contestó Sandecker, radiante.
- En absoluto. Sus relatos sobre los proyectos de la AMSN eran fascinantes.
Morton guiñó un ojo a DeLuca y dirigió de inmediato la vista a la mesa.
- El almirante está muy interesado en su descubrimiento.
- ¿Qué puedes enseñarme, hijo? dijo Sandecker, colocando una mano en el hombro de DeLuca. El mensaje decía que has escuchado unos sonidos extraños en el fondo.
La voz de DeLuca tembló por un momento al contestar:
- Hemos recibido una música rara…
- ¿Minnie la sirena? interrumpió Giordino.
DeLuca asintió.
- Al principio sí, pero ahora parecen las marchas de John Philip Sousa.
Morton hizo un ligero gesto de extrañeza.
- ¿Cómo es posible que usted lo supiera?
- Dirk contestó Giordino con rotundidad. Todavía está vivo.
- Esperemos que sea así exclamó Sandecker con creciente alegría. Miró con fijeza a DeLuca. ¿Puede oír todavía esa música?
- Sí, señor. Una vez que consigamos fijar el sonido podremos rastrear la fuente.
- ¿Se mueve?
- A una velocidad de unos cinco kilómetros por hora, siguiendo el fondo.
- Plunkett y él deben haber sobrevivido al seísmo y escapado en Big John concluyó Giordino.
- ¿Ha intentado usted establecer contacto? preguntó Sandecker a Morton.
- Lo hemos intentado, pero nuestros sistemas no están diseñados para transmitir en el agua a una profundidad superior a los mil metros.
- Podemos comunicar con ellos a través del teléfono subacuático del sumergible dijo Giordino.
- A menos que… dudó Sandecker. Echó una ojeada a Morton. ¿Podría oírles si intentaran comunicar con un buque de superficie, comandante?
- Si hemos podido oír su música, también podríamos oír sus voces en una transmisión. Tal vez deformadas y distorsionadas, pero estimo que nuestro ordenador podría componer un mensaje coherente con las voces emitidas.
- ¿Se han oído sonidos de ese género?
- Ninguno -contestó Morton.
- Su sistema telefónico debe de estar averiado -especuló Sandecker.
- Entonces, ¿cómo pueden transmitir música?
- El vehículo cuenta con un sistema amplificador de emergencia para un caso de avería -respondió Giordino-. De esa forma el vehículo puede guiarse por el sonido. Pero no sirve para transmitir o recibir voces.
Morton sentía crecer lentamente la ira en su interior.
No le gustaba perder el control de la situación a bordo del buque que mandaba.
- ¿Puedo preguntar quiénes son esas personas del Big John como usted lo llama, y cómo han llegado a la situación de darse un paseo por el fondo del océano Pacífico?
Sandecker hizo un gesto negligente con la mano.
- Lo siento, comandante, pero se trata de un proyecto secreto. Y volvió a concentrar su atención en DeLuca.
- Dice usted que están moviéndose.
- Sí, señor.
DeLuca apretó una serie de botones y la pantalla reveló una sección del fondo del mar en una holografía de tres dimensiones. Los hombres apiñados alrededor de la mesa tenían la sensación de estar contemplando un Gran Cañón sumergido desde el borde de un acuario. El moderno ordenador y un sonar digital mostraban las imágenes en intensos colores azules y verdes.
La famosa vista turística del norte de Arizona, con sus pronunciados escarpes de una altura media de 3.000 metros se quedaba pequeña ante la zona de fractura del Mendocino. En los bordes desiguales de la profunda grieta en la superficie submarina podían apreciarse cientos de crestas montañosas que le daban la apariencia de una gigantesca cicatriz atravesando una serie de ondulaciones arenosas.
- Lo último en tecnología visual submarina -anunció Morton con orgullo-. El Tucson fue el primer buque en instalarlo.
- Nombre en clave, El Gran Karnak dijo suavemente Sandecker-. Todo lo ve, todo lo sabe. Nuestros ingenieros de la AMSN contribuyeron a desarrollarlo.
El rostro de Morton, ahora curiosamente sombrío revelaba su abyecta derrota en el juego por representar al personaje más importante del barco. Pero recuperó el control de sí mismo y dijo con una sombra de ironía:
- Teniente, muestre al almirante su juguete en acción.
DeLuca tomó una corta sonda en forma de varita y trazó un rayo de luz a través del fondo reflejado en la pantalla.
- Su vehículo submarino emergió en este punto, en un pequeño cañón situado lateralmente con respecto a la zona principal de la fractura, y ahora está ascendiendo en zigzag las colinas que conducen a la parte superior del borde de la zona de fractura.
Giordino miraba con pesar el área lisa donde hasta hacía poco se había alzado la construcción de la base.
- No ha quedado mucho del Rancho Empapado - dijo en tono triste.
- No fue construido para durar eternamente -le consoló Sandecker-. Los resultados han compensado sobradamente su pérdida.
Sin que nadie se lo pidiera, DeLuca amplió la visión hasta que pudo verse la imagen borrosa del VMAP trepando por la ladera de un risco.
- Ésa es toda la nitidez que puedo conseguir.
- Está muy bien -le felicitó Sandecker.
Al ver aquel pequeño punto en medio de una inmensidad desolada, resultaba imposible para cualquiera de ellos creer que había en su interior dos hombres vivos.
Sus pensamientos seguían caminos muy distintos, DeLuca imaginaba ser un astronauta que observaba li vida en otro planeta, mientras que a Morton la visión It recordaba un camión en una autopista desde un avión que volaba a diez mil metros de altura. Tanto Sandecker; como Giordino, por su parte, imaginaban a su amigo luchando para conservar su vida.
- ¿No pueden rescatarlos con su sumergible? -inquirió Morton.
Giordino, tenso, apretó fuertemente el borde de acero de la pantalla con sus nudillos.
- Podemos descender hasta ellos pero no existe un aparato con una cámara aislante que permita su traslado al sumergible bajo una presión de agua de varias toneladas. Si intentaran abandonar el Big John a esa profundidad morirían.
- ¿Y no podríamos izarlos a la superficie con una grúa?
- No conozco ningún barco equipado con seis kilómetros de cable lo bastante grueso como para soportar su propio peso y el del vehículo.
- El Globlal Explorer podría hacerlo -comentó Sandecker-. Pero está ocupado en una prospección petrolífera en aguas de Argentina. Es imposible que suspenda las operaciones, vuelva a equiparse y llegue aquí en un tiempo inferior a cuatro semanas.
Morton empezaba a comprender la urgencia y la frustración de aquellos hombres.
- Lamento que mi tripulación y yo no podamos hacer nada.
- Muchas gracias, comandante. - Sandecker emitió un hondo suspiro -. Aprecio su actitud.
Quedaron todos en silencio durante un minuto largo, con los ojos fijos en la imagen del vehículo que reptaba a lo largo de la pantalla como una hormiga por la pared de una zanja.
- Me pregunto adonde se dirige -murmuró DeLuca.
- ¿Qué es lo que ha dicho? -exclamó Sandecker como si acabara de despertar bruscamente.
- Desde que empecé a seguir su pista, se ha movido en una dirección determinada. Ha dado toda clase de rodeos al abordar cuestas demasiado pronunciadas, pero siempre que el terreno lo permitía ha mantenido una dirección constante.
Sandecker, con la mirada fija en DeLuca, comprendió de pronto.
- Dirk busca subir a algún punto elevado. Dios, casi lo había borrado del mapa sin tener en cuenta sus intenciones.
- Busque un posible punto de destino -ordenó Morton a DeLuca.
Éste programó su ordenador con los datos que había obtenido y miró luego el monitor, a la espera de la proyección del rumbo aproximado. Casi de inmediato, unos números brillaron en la pantalla.
- Su hombre, almirante, sigue un rumbo tres-tres-cuatro.
- Tres-tres-cuatro -repitió Morton con firmeza-, No hay nada al frente en esa dirección, salvo terreno baldío.
Giordino se dirigió a DeLuca.
- Por favor, amplíe el sector situado frente al VMAP.
DeLuca obedeció, y amplió el área mostrada por la pantalla en la dirección pedida por Giordino.
- Parece más o menos igual, a excepción de algunas lomas.
- Dirk se dirige al guyot Conrow -dijo Giordino sin ningún énfasis.
- ¿Guyot? ¿Qué significa eso? -preguntó DeLuca.
- Así se denomina a los montes submarinos de cima aplanada -explicó Sandecker-. Un cono volcánico con una cumbre nivelada por la acción de las aguas mientras se hundía lentamente bajo la superficie.
- ¿Cuál es la profundidad de la cima? -preguntó Giordino a DeLuca.
El joven oficial de navegación extrajo un mapa de una gaveta situada bajo la mesa, y lo desplegó.
- Guyot Conrow -leyó en voz alta-. Profundidad, trescientos diez metros.
- ¿A qué distancia está el VMAP? -dijo Morton.
DeLuca midió la distancia con un compás y calculó la escala correspondiente al mapa.
- Noventa y seis kilómetros aproximadamente.
- A ocho kilómetros por hora -calculó Giordino doblando la distancia para contar con las irregularidades del terreno y los rodeos para evitar barrancos, podrán llegar al Conrow con mucha suerte mañana a esta hora.
La mirada de Morton reflejó su escepticismo.
- Subir al guyot los acercará a la superficie, pero todavía les quedarán trescientos metros. ¿Cómo podrá ese tipo…?
- Su nombre es Dirk Pitt -le ayudó Giordino.
- De acuerdo, Pitt. ¿Cómo podrá llegar a la superficie? ¿Buceando?
- No desde esa profundidad -respondió Sandecker de inmediato -. El Big John está presurizado a una atmósfera, es decir, la misma presión que tenemos al nivel del mar. La presión del agua allá abajo es treinta y tres veces superior.
Incluso si le suministramos equipos de buceo de alta tecnología y una mezcla de oxígeno y helio para respirar en aguas profundas, sus posibilidades son nulas.
- Y aun contando con que el súbito aumento de presión, al abandonar el Big John, no los mate -añadió Giordino-, lo haría el efecto producido por la descompresión al ascender hacia la superficie.
- ¿Qué puede esconder Pitt debajo de la manga? -se preguntó Morton.
La mirada de Giordino pareció fijarse en un punto situado más allá del mamparo.
- No conozco la respuesta, pero creo que debemos darnos prisa en encontrarla.
16
La extensión grisácea y estéril dejó paso a un paisaje con aberturas esculpidas en formas extrañas, que se alzaban sobre el suelo del fondo marino. Parecían chimeneas deformadas y despedían nubes de un vapor negro y caliente (365 °C) que rápidamente se desvanecía en el océano helado.
- Humaredas negras -anunció Plunkett al divisarlas a la luz de los faros del Big John.
- Están rodeadas de colonias de criaturas marinas -dijo Pitt sin apartar los ojos de su monitor de control-.
Localizamos una docena de ellas durante nuestras exploraciones mineras.
- Preferiría que diera un rodeo. Aborrezco ver cómo las aplasta este bruto.
Pitt sonrió y, recuperando el control manual, hizo girar el vehículo para sortear la singular colonia de exóticas especies de animales marinos. Aquella especie de oasis exuberante situado en medio del desierto de los fondos oceánicos medía cerca de un kilómetro cuadrado. Las anchas rodadas del vehículo intruso orillaron las chimeneas humeantes y los racimos entrelazados de gigantescos gusanos tubulares, que se balanceaban suavemente contra la corriente como juncos de los pantanos agitados por la brisa.
Plunkett miró con aprensión los tallos huecos cuando los gusanos de su interior desplegaron sus delicadas plumas de color rosa y carmín en el agua negra.
- ¡Algunos deben de medir hasta tres metros de longitud! -exclamó.
Dispersos también entre las chimeneas y los gusanos tubulares, se veían grandes mejillones blancos y variedades de almejas que Plunkett nunca había visto anteriormente.
Criaturas de color limón que parecían bolas de pelusa nadaban entre peces de consistencia gelatinosa, cangrejos blancos espinosos y crustáceos de color azulado. Ninguno de ellos necesitaba la fotosíntesis para vivir. Se nutrían de bacterias que convertían el sulfuro de hidrógeno y el oxígeno, emitidos por las chimeneas, en nutrientes orgánicos.
Si el sol se extinguiera de repente, esas criaturas seguirían viviendo en su lóbrega oscuridad cuando todas las demás formas de vida hubieran desaparecido.
Plunkett intentó retener en la memoria la imagen de aquellas extrañas especies antes de que desaparecieran en la nube de cieno que levantaban a su paso, pero no pudo concentrarse en la tarea. Cerrado herméticamente en la solitaria cabina del vehículo, experimentaba una tremenda emoción al contemplar aquel mundo extraño. A pesar de estar habituado a las profundidades abisales, se sintió de súbito tan solo como el astronauta perdido más allá del límite de nuestra galaxia.
Pitt solamente dirigió algunas breves ojeadas al increíble escenario que se desplegaba en el exterior. No tenía tiempo para distracciones. Sus ojos y sus reflejos estaban pendientes de los peligros que pudiera mostrar el monitor, para reaccionar a tiempo ante ellos. Por dos veces estuvo a punto de hundir al Big John en profundas grietas; en una de ellas, se detuvo a menos de un metro del borde. Aquel terreno irregular resultaba en ocasiones inaccesible, y entonces se veía obligado a reprogramar a toda prisa el ordenador para dar con un camino menos peligroso.
Debía tener especial cuidado con las zonas de corrimientos y los bordes acantilados que no podían sostener el peso del vehículo. Una vez tuvo que rodear un volcán pequeño pero activo, cuya lava fundida fluía por una larga grieta y se derramaba por la ladera hasta solidificarse en contacto con el agua gélida. A su alrededor aparecían pozos peñascosos y altos conos en los que se abrían anchos cráteres: los tipos de textura y perfil del terreno que uno esperaría encontrar en Marte.
Conducir guiado por las sondas del sonar y el radar del ordenador en lugar de confiar en la limitada visión que proporcionaban las luces del vehículo no convertía el viaje en una excursión placentera. La tensión empezaba ya a provocarle dolores musculares y picazón en los ojos, de modo que decidió pasar temporalmente el control a Plunkett, que había aprendido con rapidez a guiar el Big John.
- Acabamos de rebasar el nivel de los dos mil metros -informó Pitt.
- Es una buena noticia -contestó, alegre, Plunkett-.
Hemos recorrido más de la mitad del camino.
- No cante victoria todavía. La pendiente se ha hecho más pronunciada. Si asciende 5° más, nuestras cadenas perderán su adherencia.
Plunkett rechazaba toda idea de fracaso. Tenía una confianza plena en Pitt, lo que provocaba en éste una continua irritación.
- La superficie de la ladera es más suave. Podremos ascender directamente hasta la cima.
- Tal vez las rocas de lava han perdido su perfil aguzado y se han redondeado algo -murmuró Pitt con voz cansada, pronunciando cada palabra con lentitud-, pero bajo ninguna circunstancia deben considerarse suaves.
- No se preocupe. Hemos salido de la zona abisal y entrado en aguas medianas.
Plunkett hizo una pausa y señaló a través del cristal de la cabina un relámpago de bioluminiscencia azul-verdosa: -Porichthys myriaster, un pez capaz de encenderse durante dos minutos.
- Debe usted compadecerlo -dijo Pitt entre dientes.
- ¿Por qué? -preguntó Plunkett-. El Porichthys se ha adaptado muy bien. Utiliza su luminiscencia para asustar a los depredadores, como cebo para procurarse alimentó y como medio para identificar a su propia especie y, por supuesto, para atraer al sexo opuesto en la oscuridad más completa.
- Nadar toda la vida en un vacío negro y frío debe de ser una auténtica pesadilla.
Plunkett se dio cuenta de que le tomaba el pelo.
- Una observación muy aguda, señor Pitt. Lástima que no podamos ofrecer a los peces de aguas medianas alguna clase de distracción.
- Pues yo creo que podemos hacerlos reír un poco.
- ¿Ah, sí? ¿Qué es lo que se le ha ocurrido?
- Haremos que contemplen su forma de conducir.-Señaló con un gesto amplio la consola de control-. Toda para usted. Procure vigilar con atención los datos geológicos del monitor en lugar de estar pendiente de esos peces de gelatina con anuncios de neón.
Pitt se encogió en su asiento, parpadeó un instante, cerró los ojos y se durmió de inmediato.
Pitt despertó un par de horas más tarde al oír un sordo crujido que resonó como un disparo. De inmediato intuyó que había problemas. Se puso en pie y sus ojos recorrieron la consola hasta fijarse en una luz roja que parpadeaba.
- ¿Una avería?
- Se ha abierto una grieta -se apresuró a informarle Plunkett -. La luz de alarma se encendió en el momento de escucharse el crujido.
- ¿Qué dice el ordenador respecto a los daños y a la localización?
- Lo siento, no me enseñó la clave para activar el programa.
Pitt tecleó a toda prisa la clave adecuada, y al instante la pantalla del monitor quedó ocupada por listados y números.
- Hemos tenido suerte -dijo Pitt-. Las cámaras con el equipo eléctrico y el de supervivencia están intactas. La grieta está en el compartimiento del reactor, en algún punto bajo, cerca del motor y del generador.
- ¿A eso lo llama suerte?
- Hay espacio para moverse ahí dentro y las paredes pueden permitir taponar el agujero. Los traqueteos que le hemos dado a este viejo autobús deben de haber acabado por abrir una hendidura microscópica en la cubierta del casco.
- La fuerza de la presión del agua exterior a través de un orificio del diámetro de una aguja puede llenar el volumen interior de esta cabina en dos horas -dijo Plunkett inquieto. El optimismo había desaparecido de sus ojos y miraba el monitor desanimado -. Y si la grieta se ensancha y el casco revienta…
Su voz se apagó.
- El casco no va a reventar -dijo Pitt con énfasis -.
Las paredes fueron construidas para resistir seis veces la presión de esta profundidad.
- Con todo, ese chorro de agua penetra con la potencia de un rayo láser. Su fuerza es tal que puede segar un cable eléctrico o el brazo de un hombre en un abrir y cerrar de ojos.
- Eso quiere decir que debo tener cuidado, ¿no? -comentó Pitt al tiempo que abandonaba su asiento y reptaba hacia el extremo posterior de la cabina de control. Debía sujetarse continuamente para evitar salir despedido por los zarandeos del vehículo, mientras éste trepaba por el terreno abrupto. Justo antes de llegar a la portezuela de salida, se inclinó y levantó una trampilla; luego encendió una luz para iluminar el compartimiento de las máquinas.
Pudo oír un silbido agudo por encima del zumbido de la turbina de vapor, pero no consiguió ver de dónde procedía. Unos veinticinco centímetros de agua cubrían ya el piso de acero. Hizo una pausa y escuchó, tratando de localizar el sonido. No quería abalanzarse a ciegas sobre aquel chorro cortante como una cuchilla.
- ¿Lo ve? gritó Plunkett.
- ¡No! contestó Pitt, nervioso.
- ¿Detengo el vehículo?
- No. Siga avanzando hacia la cima.
Se inclinó más sobre la abertura del suelo. En aquel sonido agudo se adivinaba una amenaza, un peligro inminente. ¿Había dañado ya el chorro que entraba a presión por aquella fisura algún equipo vital? ¿Era demasiado fuerte como para poderlo detener? No podía perder más tiempo en sopesar los riesgos. Si vacilaba estaba perdido.
No existía ninguna diferencia entre morir ahogado, con las costillas seccionadas, o aplastado por la presión del agua.
Se deslizó por la trampilla y quedó acurrucado abajo unos momentos, feliz por seguir entero. La fisura estaba muy cerca, casi a la distancia del brazo, y podía sentir las salpicaduras del chorro que golpeaba alguna cosa sobre su cabeza. Pero el vaho que invadía el compartimiento le impedía examinar el agujero de entrada.
Pitt avanzó despacio a través del vaho. Se le ocurrió una idea, y se quitó un zapato. Lo sostuvo en alto y lo movió de un lado a otro, con el talón hacia afuera, como un ciego mueve su bastón. De pronto, el zapato casi le fue arrancado de la mano. Una sección del tacón había quedado totalmente horadada. Vio entonces la pequeña grieta, encima suyo y a la derecha.
El chorro, casi tan fino como una aguja, iba a chocar con la base de la turbina de vapor compacta que movía las grandes cadenas tractoras del VMAP. El grueso montaje de titanio resistía la potencia concentrada del chorro que entraba por la grieta, pero su dura superficie se había corroído ya por la presión del agua.
Pitt había identificado el problema pero estaba lejos de poder resolverlo. No hay calafateado, aislante ni plancha capaz de detener un chorro que brota con suficiente fuerza para perforar el metal si se le da el tiempo suficiente. Rodeó la turbina en busca del compartimiento de herramientas y repuestos. Estudió su interior durante unos instantes y finalmente escogió un pedazo de tubo acodado para altas presiones que se guardaba como repuesto para el generador de vapor. A continuación cogió un martillo pesado de cabeza cuadrada.
El nivel del agua en el compartimiento había ascendido hasta medio metro cuando acabó con los preparativos. Su plan para taponar la fisura tenía que resultar. Si no, toda esperanza se habría desvanecido y no habría nada que Plunkett o él pudieran hacer, salvo esperar el momento en que el agua los cubriese, o la presión los aplastase.
Muy despacio, con infinita precaución, se aproximó a la brecha con el tubo en una mano y el martillo en la otra.
Asentó bien sus pies en el suelo que el agua cubría con enorme rapidez, inspiró profundamente, retuvo un momento la respiración y finalmente exhaló con fuerza. Al mismo tiempo aplicó un extremo del tubo acodado sobre el orificio de entrada, cuidando de apartar de él el extremo opuesto, e inmediatamente empujó éste contra el borde en ángulo del grueso mamparo acorazado que separaba los dos compartimientos de la turbina y el reactor. Martilleó con fuerza hacia arriba el extremo inferior del tubo hasta dejarlo firmemente sujeto. Únicamente escapaban, tanto por el extremo inferior como por el superior, dos ligeros chorros de agua.
Su personal método para taponar fugas podía ser ingenioso, pero no perfecto. El tubo acodado les permitiría llegar, con suerte, a la cima del guyot, pero no era una solución definitiva. Bastarían algunas horas para que inevitablemente el orificio de entrada se ensanchara o el tubo reventara bajo aquella potencia similar a la del láser.
Pitt se sentó, frío, mojado y demasiado agotado mentalmente para percibir el agua que rodeaba su cuerpo. Era curioso comprobar, pensó después de un largo minuto, que incluso sentado en el agua helada podía seguir sudando.
Veintidós horas después de haber emergido de su entierro el VMAP había conseguido trepar hasta alcanzar la cima del monte submarino. Con Pitt de nuevo a los mandos, las cadenas gemelas clavaban, resbalaban y clavaban de nuevo sus abrazaderas en las rocas de lava cubiertas de limo, ascendiendo un metro de la abrupta cuesta en cada ocasión hasta que finalmente el gran tractor alcanzó la extensión llana de la cumbre.
Sólo entonces pararon completamente los motores del Big John y quedaron en silencio mientras la nube de barro que los rodeaba volvía a posarse lentamente sobre el suelo plano de la cima del guyot Conrow.
- Lo hemos conseguido, viejo -rió Plunkett excitado al tiempo que palmeaba la espalda de Pitt-. Lo hemos hecho realmente bien.
- Sí -asintió Pitt, cansado-, pero nos queda un obstáculo por superar. -Y señaló el indicador digital de profundidad-. Trescientos veintidós metros todavía.
La alegría de Plunkett se desvaneció rápidamente.
- ¿No hay ninguna señal de su gente? -preguntó muy serio.
Pitt puso en marcha la sonda sonar-radar. La pantalla mostró que los diez kilómetros cuadrados de la cumbre estaban desiertos y desolados. El esperado vehículo de rescate no había llegado.
- No hay nadie en casa -dijo en voz baja.
- Es difícil creer que nadie en la superficie haya oído nuestra condenada música y seguido nuestros movimientos - dijo Pitt, más irritado que desilusionado.
- Han dispuesto de muy poco tiempo para montar una operación de rescate.
- Sin embargo, esperaba que uno de sus sumergibles regresara y nos hiciera compañía.
Pitt se encogió de hombros.
- Fallos en el equipo, tiempo adverso…, pueden haber encontrado mil problemas de muy diferentes clases.
- No hemos recorrido todo este camino para fracasar ahora en este rincón del infierno. -Plunkett miró en dirección a la superficie. La oscuridad cerrada se había convertido en un azul índigo crepuscular-. No cuando estamos tan cerca.
pitt sabía que Giordino y el almirante Sandecker removerían cielo y tierra para salvarlos. Se negaba a aceptar la posibilidad de que no hubieran adivinado su plan y actuado de acuerdo con él. Se levantó, se dirigió a la parte posterior y levantó la trampilla del compartimiento del motor. La grieta se había ensanchado y el nivel del agua estaba por encima del metro. Faltaban cuarenta minutos o una hora para que llegara a la turbina. Cuando ésta quedara sumergida, el generador también dejaría de funcionar. Sin los sistemas de supervivencia, Pitt y Plunkett perecerían muy pronto.
«Llegarán a tiempo», se dijo Pitt a sí mismo con inflexible determinación. «Llegarán.»
17
Pasaron diez, veinte minutos, y el horror de la soledad se apoderó de ellos. La sensación de estar perdidos en el fondo del mar, la oscuridad inacabable, la extraña vida marina que bullía en torno suyo: todo era como una espantosa pesadilla.
Pitt había posado el Big John en el centro de la cumbre del monte submarino y luego programado el ordenador para controlar la grieta del compartimiento de los motores. Miró perezosamente la pantalla y los números le mostraron que el nivel del agua había subido ya hasta escasos centímetros del generador.
Aunque el ascenso a una profundidad menor había aliviado considerablemente la presión del agua en el exterior, el orificio se había ensanchado, y todos los esfuerzos posteriores de Pitt no consiguieron detener la inundación.
Evacuó aire para contrarrestar el incremento de la compresión atmosférica originado por el nivel creciente del agua.
Plunkett veía que el rostro de Pitt, duro y curtido, mantenía una expresión tranquila, firme. Los ojos parecían reflejar rabia, no contra una persona u objeto determinados, sino contra unas circunstancias que escapaban a su control. Parecía abrumadoramente lejos de Plunkett, como si estuviera situado a mil kilómetros de distancia. La mente de Pitt se había acorazado contra toda sensación de miedo. Dedicaba sus energías a imaginar miles de posibles planes de escape, calculando cada detalle desde todos los ángulos posibles hasta que los iba descartando uno a uno Tan sólo una alternativa ofrecía alguna remota posibilidad de éxito, pero dependía de Giordino. Si su amigo no aparecía dentro de una hora, sería demasiado tarde.
Plunkett se acercó y colocó su enorme manaza sobre el hombro de Pitt.
- Una magnífica proeza, señor Pitt. Nos ha traído desde las profundidades del abismo casi hasta la vista de la superficie.
- Aún no es bastante -murmuró Pitt-. Hemos sacado el billete de dólar y nos hemos quedado cortos por un penique.
- ¿Le importa decirme cómo había planeado hacerlo sin disponer de una cámara de presurización para evacuar el vehículo y de una cápsula de transporte para llevarnos hasta la superficie?
- Mi idea original era volver a la superficie buceando, Plunkett enarcó una ceja, desconcertado.
- Supongo que no esperaría que retuviéramos la respiración durante todo el trayecto.
- No.
- Bueno -dijo Plunkett, satisfecho -. Por lo que a mí respecta, habría expirado antes de ascender treinta metros.
- Dudó y miró a Pitt con curiosidad-. Bucear…, ¿lo dice en serio?
- Una esperanza ridícula, nacida de la desesperación -replicó Pitt con filosofía-. Sé muy bien que nuestros cuerpos no resistirían la doble fuerza de la presión externa y la descompresión.
- Dijo que ésa era su idea original. ¿Tiene alguna otra?
- Se va usted acercando.
- Levantar un vehículo de quince toneladas sólo puede conseguirse en sueños.
- En realidad, todo depende de Al Giordino -contestó Pitt con paciencia-. Si se le ocurre tener la misma idea que yo, vendrá a buscarnos en un sumergible equipado con…
- Pero le ha dejado abandonado -interrumpió Plunkett mostrando con un amplio gesto la extensión desierta que los rodeaba.
- Debe de haber alguna razón que lo explique.
- Sabe usted tan bien como yo, señor Pitt, que no vendrá nadie. No al menos en las próximas horas, o días, o tal vez nunca. Ha apostado a un milagro y ha perdido. Si deciden buscar en alguna parte será entre los escombros de su base, y no aquí.
Pitt permaneció en silencio mientras contemplaba el exterior. Las luces del VMAP habían atraído a una bandada de peces plateados, con cuerpos gruesos y aplanados de gráciles colas. Las luces del vehículo se reflejaban en ellos lanzando destellos luminosos. Los ojos eran desproporcionadamente grandes y sobresalían de unos tubos que se alzaban sobre las cabezas. Miró cómo nadaban en espirales perezosas y elegantes en torno al enorme morro del BigJ ohn.
Se inclinó despacio hacia adelante como si escuchara algo, y luego volvió a recostarse.
- Me pareció oír algo.
- Es un misterio que podamos oír todavía, después de aquella música estruendosa -gruñó Plunkett-. Mis tímpanos deben de estar destrozados.
- Recuérdeme que le envíe una tarjeta de condolencia en otro momento -dijo Pitt -. ¿O prefiere que nos rindamos, inundemos la cabina y acabemos de una vez?
Se hundió en una inmovilidad absoluta, con la mirada fija en el movimiento de los peces. Una enorme sombra planeó sobre ellos, y cuando los dos trataban de escrutar en la oscuridad, se desvaneció de nuevo.
- ¿Algo va mal? -preguntó Plunkett.
- Tenemos compañía -contestó Pitt, sonriente. Se giró en su asiento, inclinó la cabeza hacia un lado y miró por la ventanilla superior.
Uno de los sumergibles del Rancho Empapado estaba suspendido en el vacío, en una posición ligeramente superior y detrás del vehículo que conducían. Giordino lucía una amplia sonrisa. Junto a él, el almirante Sandecker les dirigió un airoso saludo a través del amplio ojo de buey, Era el momento que tanto había deseado Pitt, por el que incluso había rezado en silencio, y el enorme abrazo que le dio Plunkett demostró hasta qué punto compartía su alegría.
- Dirk -dijo solemnemente-, pido humildes disculpas por mis comentarios negativos. Lo suyo supera el instinto. Usted es el bastardo más genial que he conocido.
- Hago lo que puedo -admitió Pitt con modestia y buen humor.
Pocas veces en su vida había visto Pitt nada tan maravilloso como la cara sonriente de Giordino en el interior del sumergible. «¿De dónde venía el almirante?», se preguntó. «¿Cómo podía haber llegado tan aprisa hasta aquel lugar?»
Giordino apenas gastó tiempo. Se acercó a una portezuela que daba a un receptáculo eléctrico exterior. Pitt asintió y apretó un botón. La puerta desapareció en una ranura oculta, y en menos de un minuto uno de los brazos articulados robóticos del sumergible conectó un cable.
- ¿Me escucháis? -la voz de Giordino irrumpió con claridad por los altavoces.
- No sabes lo bueno que es oír tu voz, amigo -contestó Pitt.
- Lamento el retraso. El otro sumergible volcó y naufragó al llegar a la superficie. Éste se quedó sin baterías y hemos perdido mucho tiempo en repararlo.
- Todo está olvidado. Encantado de verle, almirante, No esperaba que nos honrara con su presencia.
- Deje de adularme -cortó Sandecker-. ¿Cuál es su situación?
- Tenemos una fisura que cortará nuestra fuente de energía dentro de cuarenta o cincuenta minutos. Aparte de eso, estamos en buena forma.
- Será mejor que nos demos prisa.
Sin perder más tiempo en conversaciones, Giordino hizo maniobrar el sumergible hasta que su proa quedó al mismo nivel y enfrentada a la parte inferior del costado del VMAP- Luego activó los brazos del manipulador montado en el sector frontal, bajo la esfera de control. Era mucho más pequeño que el sistema de brazos del Big John, y más complicado.
Los brazos modulares del sumergible habían sido diseñados para ajustar los diversos tipos de mecanismos manuales y operarlos hidráulicamente. La mano izquierda iba sujeta al brazo mediante una muñeca rotatoria, que a su vez se conectaba a tres dedos provistos en las puntas de sensores capaces de identificar todo tipo de material, desde la madera y el acero hasta el plástico, el algodón y la seda. Bajo el delicado toque del operador, reforzado por un sistema sensorial informatizado, los dedos podían enhebrar una aguja o anudar un hilo; y, si la ocasión lo exigía, también hacer pedazos una roca.
Con suavidad, el brazo robótico tendió una manguera desde un pequeño depósito hasta una barra ancha con un orificio en su parte central.
La muñeca del brazo derecho disponía de una serie de cuatro discos circulares para cortar metal. Cada disco tenía un borde cortante de diferentes características, y podía ser intercambiado en función de la dureza del material que debía aserrar.
Pitt examinó con curiosidad el aparato instalado en el brazo izquierdo.
- Sabía que teníamos los discos almacenados en el sumergible, pero ¿dónde has encontrado ese equipo de corte a base de oxígeno? -preguntó, sorprendido.
- Lo he pedido prestado a un submarino que pasaba por aquí -contestó, Giordino en tono normal.
- Lógico. -En el tono de voz de Pitt se adivinaba su escepticismo, no estaba seguro de que su amigo estuviera tomándole el pelo.
- Comienza la separación -dijo Giordino.
- Mientras nos cortas, bombearé un par de atmósferas de vuestro volumen de aire, para compensar el peso extra de la inundación.
- Excelente idea -concedió Sandecker-. Necesitarán toda la flotabilidad que puedan conseguir. Pero tengan en cuenta los límites de seguridad de la presión, pues de otro modo tendrán problemas de descompresión.
- Nuestro ordenador controlará las pautas de descompresión -le aseguró Pitt -. Ni al doctor Plunkett ni a mí nos seduce la idea de convertirnos en casos clínicos.
Al tiempo que Pitt empezaba a bombear aire comprimido en los compartimientos de control y del motor Giordino manipuló el sumergible de modo que los dos brazos robóticos pudieran operar de forma independiente.
La mano con los tres dedos articulados aproximó la gruesa barra soldada a un perno que sobresalía de la estructura. La barra tenía una carga eléctrica positiva, mientras que la de VMAP era negativa. Al establecerse el contacto entre la barra y el perno, se formó de súbito un arco luminoso, A medida que el metal se fundía, por el agujero de la barra salía un chorro de oxígeno que dispersaba el material fundido.
- Un soplete de arco -explicó Pitt a Plunkett-. Van a aserrar todos los montajes, ejes y conexiones eléctricas hasta dejar libre la cabina de control del chasis y el mecanismo tractor.
Plunkett hizo señal de haber entendido, mientras Giordino acercaba el otro brazo hasta que una lluvia de chispas les indicó que los discos habían empezado a cortar su objetivo.
- De modo que ésa es la idea. Flotaremos hasta la superficie con tanta facilidad como una botella de champán Veuve Cliquot-Ponsardin, etiqueta dorada.
- O una botella vacía de cerveza Coors.
- En el primer bar que encontremos, señor Pitt, las bebidas corren a mi cuenta.
- Gracias, doctor Plunkett. Acepto, siempre y cuando contemos con la suficiente flotabilidad como para ascender hasta allá arriba.
- Hínchele bien las tripas -pidió Plunkett -. Prefiero los riesgos de la descompresión a la seguridad de ahogarme.
Pitt no estaba de acuerdo. La penosa agonía que los buceadores habían sufrido a través de los siglos por culpa de la descompresión superaba cualquier forma de tortura ingeniada por el hombre. La muerte resultaba un alivio si se pensaba que los supervivientes acababan siempre con un cuerpo deformado y doblado por un dolor constante.
Mantuvo la mirada fija en la lectura digital, a medida que los números rojos iban subiendo hasta las tres atmósferas:
la presión correspondiente a unos veinte metros de profundidad. A ese nivel, estimó que los cuerpos podrían soportar sin problemas el aumento de presión, durante el corto tiempo que transcurriría antes de que en su sangre empezara a formarse gas nitrogenado.
Veinticinco minutos más tarde, estaba a punto de rectificar su estimación cuando un fuerte crujido resonó en el interior del compartimiento, seguido por un chirrido de intensidad creciente, intensificada además por la densidad del agua.
- Sólo faltan un montante y una riostra de la estructura para que quedéis libres -les informó Giordino -. Preparaos para volar.
- Enterado -respondió Pitt -. Me dispongo a cerrar todos los sistemas de energía y los eléctricos.
A Sandecker le parecía insoportable no poder distinguir con claridad las caras de los dos hombres a través del corto espacio que separaba a los vehículos; sabía que eran muchas las posibilidades de que murieran.
- ¿Cómo está actualmente vuestra provisión de aire? -preguntó con ansiedad.
Pitt comprobó el dato en el monitor.
- Hay el suficiente para llevarnos a casa si es que no paramos por el camino a comprar una pizza.
Con un chirrido que ablandó los dientes de sus dos ocupantes, el compartimiento de control dio una sacudida y se levantó con el morro delante. Algo cedió entonces, y de repente la estructura se estremeció como si quisiera flotar libremente. Pitt cortó rápidamente la potencia del generador principal y puso en marcha las baterías de emergencia para mantener en funcionamiento el ordenador y el teléfono. Pero el movimiento se detuvo de forma abrupta y quedaron colgados sobre el enorme chasis del tractor.
- Un poco de paciencia -se oyó la tranquilizadora voz de Giordino -. Faltan algunos cables hidráulicos.
Luego añadió:
- Intentaré mantenerme tan cerca como pueda, pero si nos vemos obligados a separarnos demasiado, el cable del teléfono se desconectará y perderemos el contacto por voz.
- Hazlo deprisa. El agua se está filtrando por algunos de los cables y conexiones cortados.
- Entendido.
- En cuanto lleguéis a la superficie, abrid la puerta y salid volando -ordenó Sandecker.
- Como ocas con diarrea -le aseguró Pitt.
Pitt y Plunkett se relajaron durante unos segundos, mientras escuchaban el ruido de las sierras de disco que cortaban los tubos. Después se produjo un fuerte bandazo seguido por un ruido de algo que se desgarraba, y lentamente empezaron a ascender desde la cima del monte submarino, dejando atrás el chasis tractor del que colgaban los cables arrancados y las sujeciones aserradas del Big John.
- ¡En marcha! -rugió Plunkett.
La boca de Pitt se apretó.
- Demasiado despacio. El agua ha disminuido nuestra flotabilidad.
- El viaje será largo -dijo Giordino -. Calculo que vuestro ritmo de ascenso será tan sólo de diez metros por minuto.
- Vamos cargados con el motor, el reactor y una tonelada de agua. Nuestro volumen apenas supera el exceso de peso.
- Es probable que subáis algo más aprisa cuando nos acerquemos a la superficie.
- No lo creo. El agua que entre compensará el descenso de presión.
- No hay riesgo de que perdamos el cable de comunicación -dijo Giordino en tono alegre -. Puedo seguir con toda facilidad vuestro ritmo de ascensión.
- Triste consuelo -murmuró Pitt entre dientes.
- Veinte metros arriba -dijo Plunkett.
- Veinte metros -repitió Pitt como un eco.
La mirada de los dos estaba fija en la lectura de las cifras que brillaban en la pantalla del ordenador. Nadie hablaba; mientras, los minutos transcurrían con lentitud.
Quedaba detrás de ellos el mundo crepuscular, y el azul índigo de las profundidades empezó a palidecer ligeramente al aproximarse a la luz filtrada de la atmósfera exterior. Hizo su aparición el color verde, y después el amarillo. Un pequeño banco de atunes les dio la bienvenida y desapareció en la distancia. A 150 metros, Pitt pudo empezar a distinguir la esfera de su reloj de pulsera.
- Vais más despacio -los alertó Giordino -. El ritmo de ascenso ha bajado a siete metros por minuto.
Pitt comprobó los números del agua filtrada, y no le gustó lo que vio.
- El agua sobrepasa el nivel de seguridad.
- ¿Podéis aumentar el volumen del aire? -preguntó Sandecker, preocupado.
- No sin que la descompresión acabe con nosotros.
- Lo conseguiréis -dijo Giordino esperanzado -. Habéis pasado ya la marca de los ochenta metros.
- Cuando ascendamos cuatro metros más, sujétanos con el brazo articulado y remólcanos.
- Así lo haré.
Giordino se adelantó y colocó el sumergible de forma que la popa apuntara hacia la superficie y él pudiera seguir observando la ascensión del vehículo. Entonces encendió el piloto automático en marcha atrás con el fin de mantener el mismo ritmo de ascenso que la cabina del Big John.
Pero antes de que pudiera extender el brazo robótico, vio que el VMAP disminuía su velocidad y la distancia entre ambos empezaba a aumentar. Rápidamente compensó la distancia y volvió a acercarse.
- Dos metros por minuto -comentó Pitt con calma helada-. Será mejor que nos sujetes.
- Operación en marcha -le interrumpió Giordino antes de que acabara la frase.
En el momento en que el sistema de mano articulada del sumergible consiguió sujetar con firmeza el borde inferior saliente de la cabina aserrada, ésta quedó inmóvil -Tenemos una flotabilidad neutral -informó Pitt, Giordino soltó el peso sobrante del lastre metálico del sumergible y programó la velocidad máxima marcha atrás Los propulsores mordieron el agua y el aparato, con el VMAP a remolque, empezó a ascender de nuevo lentamente.
Ochenta metros, setenta, la lucha por llegar a la luz del día parecía no acabar nunca. Luego, a veintisiete metros, el ascenso se detuvo de forma definitiva. El agua que inundaba el compartimiento del motor entraba a través de nuevas grietas abiertas y de tubos recién reventados, con la presión de una manguera contra incendios.
- Os estoy perdiendo -exclamó Giordino alarmado.
- ¡Salgan, rápido! -gritó Sandecker.
Pitt y Plunkett no necesitaban la advertencia. No tenían ningún deseo de que el Big John se convirtiera en su tumba. La cabina tripulada empezó a descender, arrastrando detrás al sumergible. Su única esperanza de salvación residía en la presión interior del aire; estaba casi al mismo nivel que la del agua exterior. Pero la suerte les volvió a abandonar. La inundación no podía haber elegido peor momento para alcanzar el sistema de baterías de emergencia, cortando de ese modo la potencia hidráulica que accionaba la escotilla de salida.
Plunkett luchó frenéticamente para abrir la escotilla, pero la presión ligeramente más alta del agua la mantenía bloqueada. Pitt se colocó a su lado y los dos pusieron todo su empeño en abrirla.
Desde el sumergible, Giordino y Sandecker observaban el forcejeo con una aprensión cada vez mayor. La flotabilidad negativa iba aumentando con rapidez, y la cabina empezaba a hundirse en las profundidades con una velocidad alarmante.
La escotilla cedió finalmente. Cuando el agua empezó a penetrar por la abertura en el compartimiento, Pitt gritó:
- Aspire todo el aire que pueda ahora, y no olvide irlo exhalando poco a poco mientras asciende.
Plunkett hizo una breve señal de asentimiento, aspiró profundamente varias veces en rápida sucesión para eliminar el dióxido de carbono de sus pulmones, y retuvo el aire de la última aspiración. Entonces introdujo la cabeza por la escotilla abierta y se deslizó al exterior.
Pitt le siguió después de ventilar varias veces sus pulmones para poder retener más aire en ellos. Flexionó las rodillas en el umbral de la escotilla y se impulsó hacia arriba mientras Giordino soltaba la presa del brazo robótico dejando que los últimos restos del VMAP cayeran al vacío.
Pitt no podía saberlo, pero salió de la cabina a cuarenta y dos metros de profundidad. El reflejo de la superficie parecía a diez kilómetros de distancia. Hubiera dado un año de paga por disponer de pies de pato. También deseaba tener quince años menos. Más de una vez, cuando tenía veinte años de edad, había practicado el buceo libre y llegado hasta veinticinco metros de profundidad en aguas de Newport Beach, en California. Su cuerpo seguía en buena forma física pero el tiempo y el duro trabajo se habían cobrado su tributo. Nadó hacia arriba, dándose regularmente impulso con manos y pies y exhalando el aire poco a poco, a fin de que los gases que se expandían en sus pulmones no rompieran los capilares y llevaran las burbujas directamente al flujo sanguíneo, lo que causaría una embolia.
El brillo del sol bailaba en la superficie y enviaba al interior de las aguas rayos de luz. Descubrió que se encontraba en la sombra de dos buques. Al no disponer de mascarilla, la visión borrosa por el agua sólo le permitía distinguir vagamente las siluetas de sus quillas. Uno parecía una lancha plana y el otro un mamut. Varió su trayectoria con el fin de llegar a la superficie entre los dos barcos y evitar un golpe en la cabeza. Debajo de él, Giordino y Sandecker le observaban desde el sumergible, como la tripulación de apoyo anima al nadador que intenta la travesía del canal de la Mancha.
Pasó al lado de Plunkett, que mostraba signos evidentes de encontrarse en dificultades. El oceanógrafo parecía haber perdido toda la fuerza de sus músculos. Pitt comprendió que su compañero estaba a punto de desvanecerse.
Lo sujetó por el cuello y tiró de él hacia arriba.
Pitt exhaló las últimas reservas de aire de sus pulmones. Pensó que nunca iba a llegar a la superficie. La sangre le zumbaba en los oídos. Y entonces, súbitamente, se desmayó; había hecho un magnífico esfuerzo antes de quedar inconsciente, pero no era un buceador experto.
Pitt empezó a perder visión; tenía la impresión de que detrás suyo estallaban fuegos artificiales. La falta de oxígeno empezaba a afectar el cerebro, pero la voluntad de llegar a la superficie era más poderosa que todos los obstáculos. El agua del mar le irritaba los ojos e invadía los orificios de la nariz. Estaba a pocos segundos de ahogarse, pero seguía resistiendo.
A punto de desvanecerse, utilizó las escasas fuerzas que le quedaban en un último empujón hacia arriba. Arrastrando a Plunkett, pateó furiosamente y se dio un fuerte impulso con la mano libre. Podía ver el reflejo espejeante de las olas. Parecían tentadoramente próximas, y sin embargo se alejaban cada vez más.
Tras el ruido de un chapuzón, de súbito se materializaron cuatro figuras negras que le rodeaban. Primero rescataron a Plunkett; luego le colocaron a Pitt una mascarilla con un regulador de la respiración.
Aspiró una gran bocanada, y luego otra y otra más, hasta que el buzo apartó suavemente la mascarilla para respirar a su vez. Era sencillamente el viejo aire común, la mezcla habitual de nitrógeno, oxígeno y una docena de gases distintos, pero a Pitt le pareció el aire vivo y seco de un bosque de pinos en las Rocosas de Colorado, después de una lluvia.
La cabeza de Pitt asomó fuera del agua, y miró y volvió a mirar el sol como si nunca lo hubiera visto antes. Nunca le había parecido el cielo tan azul y las nubes tan blancas.
El mar estaba en calma y las crestas de las olas apenas sobresalían medio metro de la superficie.
Sus rescatadores intentaron sostenerlo, pero él los rechazó. Se dio la vuelta y flotó sobre su espalda, y entonces vio la gran torre de navegación de un submarino nuclear alzada junto a él. Después vio el junco. «¿De dónde demonios había salido aquello?», se preguntó. El submarino explicaba la presencia de los buzos de la Marina, pero ¿qué hacía allí un junco chino?
La multitud se agolpaba en la barandilla de la borda del junco, y reconoció en aquellas personas a los miembros de su equipo que le saludaban y vitoreaban como locos. Vio también a Stacy Fox, y le envió a su vez un saludo.
De inmediato volvió a pensar en Plunkett pero no necesitaba preocuparse de él. El británico estaba ya tendido sobre el casco del submarino, rodeado de tripulantes de la Marina de EE. UU. Rápidamente recuperó el sentido y empezó a toser y escupir agua.
El sumergible de la AMSN emergió a escasa distancia.
Giordino asomó por la escotilla de la torreta, con el aspecto de un hombre que acaba de ganar el premio gordo de la lotería. Estaba tan cerca de Pitt que pudo hablarle en un tono normal.
- ¿Has visto los desastres que has causado? -dijo entre risas -. Todo esto va a costamos un pico.
Pese a la felicidad que sentía por contarse aún entre los vivos, el rostro de Pitt enrojeció súbitamente de ira. Habían sido destruidas demasiadas cosas y, aunque él todavía no lo supiera, también habían muerto demasiadas personas. Cuando contestó, lo hizo en voz tensa y forzada.
- Nosotros no, pero quienquiera que haya sido el responsable de todo esto, va a tener que pagar una factura muy elevada por lo que ha hecho.
SEGUNDA PARTE: LA AMENAZA DE KAITEN
18
6 de octubre de 1993
Tokio, Japón.
La despedida final que los pilotos kamikazes se gritaban antes de subir a la cabina de sus aviones era: «Nos veremos en Yasukuni».
Aunque no esperaban volver a verse en carne y hueso, su intención era reunirse en espíritu en Yasukuni, el venerado monumento levantado en honor de quienes habían muerto luchando por la causa del emperador desde los días de la guerra revolucionaría de 1868. Las construcciones del santuario se alzan sobre una loma conocida como colina Kudan, en el centro de Tokio. Conocida también como Shokonsha, «Santuario que invoca el espíritu», el área ceremonial central fue edificada bajo las normas estrictas de la arquitectura sintoísta, y está casi totalmente desprovista de ornamentos.
El sintoísmo, una religión cultural basada en tradiciones antiquísimas, ha evolucionado con el paso de los años a través de numerosos ritos de paso y de sectas agrupadas en torno al karni, o «la forma del poder divino emanado de los distintos dioses». En la época de la Segunda Guerra Mundial, se había convertido en un culto estatal y en una filosofía ética muy alejada de la de una religión estrictamente considerada. Durante la ocupación americana se suprimió toda ayuda gubernamental a los santuarios sintoístas, pero, posteriormente, fueron considerados un patrimonio nacional y venerados como centros de cultura.
El santuario interior de los centros de culto sintoístas está vedado a todos, con excepción del sacerdote principal En el interior del santuario se guarda un objeto que infunde temor por representar el símbolo del espíritu divino. En Yasukuni, ese objeto temible es un espejo.
No se permite a los visitantes atravesar las enormes puertas de bronce que conducen al santuario de los héroes de guerra. Curiosamente, se suele olvidar el hecho de que, entre los aproximadamente 2.500.000 héroes de guerra nipones deificados, se cuentan dos capitanes mercantes extranjeros muertos al hundirse sus buques cuando transportaban suministros a las fuerzas japonesas en el curso de la guerra ruso-japonesa de 1904. También se veneran en Yasukuni un buen número de criminales. Entre los espíritus allí reunidos se cuentan los de asesinos políticos, personajes del submundo militar y los criminales de guerra mandados por el general Hideki Tojo, responsable de atrocidades que recuerdan, y en ocasiones hasta dejan pequeñas, las carnicerías de Auschwitz y Dachau.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Yasukuni se ha convertido en algo más que un simple monumento militar. Ha sido el símbolo unificador de los conservadores de derechas y los militantes que todavía sueñan con un imperio dominado por la superioridad de la cultura japonesa. La visita anual de homenaje realizada por el primer ministro Ueda Junshiro y los líderes de su partido, en el aniversario de la derrota de Japón en 1945, era siempre objeto de una amplia cobertura informativa por parte de la prensa y las cadenas de televisión nacionales. A continuación se producía por lo general una avalancha de protestas protagonizadas por la oposición política, los izquierdistas y los pacifistas, las facciones religiosas no sintoístas y los representantes de naciones vecinas que habían sufrido la dominación japonesa durante la guerra.
Para evitar convertirse en el punto de mira de las críticas de una opinión generalizada en contra suya, los ultra nacionalistas que anhelaban la resurrección del imperio y la glorificación de la raza japonesa se vieron obligados a acudir clandestinamente a Yasukuni para efectuar sus ritos por la noche. Iban y venían como fantasmas, a pesar de ser personajes increíblemente ricos, altos dignatarios del gobierno y también siniestros manipuladores que se amparaban en la sombra, con sus pies firmemente asentados en una estructura de poder intocable incluso para los dirigentes gubernamentales.
El más secreto y poderoso de todos ellos era Hideki Suma.
Lloviznaba cuando Suma cruzó la puerta y caminó por el sendero de grava hacia el santuario Shokonsha. Había pasado ya bastante tiempo desde la medianoche, pero las luces de Tokio, reflejadas por las nubes bajas, iluminaban su camino. Se detuvo momentáneamente bajo un gran árbol y miró a su alrededor el terreno circundado por los altos muros. El único signo de vida que veía era una colonia de palomas, anidadas bajo los discos que coronaban el techo curvado.
Satisfecho de estar a salvo de la mirada de cualquier observador, Hideki Suma cumplió con el ritual del lavatorio de manos en un estanque de piedra y se enjuagó la boca con un buche de agua. Luego penetró en el vestíbulo del santuario exterior y allí fue recibido por el sacerdote principal, que aguardaba su llegada. Suma depositó una ofrenda en el oratorio y extrajo del bolsillo interior de la gabardina un rimero de papeles envueltos en un pergamino. Se los entregó al sacerdote y éste los llevó al altar.
Sonó una campanilla para convocar a la deidad específica o kami de Suma, y después ambos hombres juntaron sus manos para orar. Tras una corta ceremonia de purificación, Suma habló en voz baja con el sacerdote durante un minuto, recogió su pergamino y abandonó el santuario de forma tan inadvertida como había entrado en él.
La tensión de los tres días anteriores se desprendió de él como el agua que se desliza por la cascada de un jardín.
Suma se sintió rejuvenecido por el poder místico y la guía de su kami. Su sagrada pretensión de purificar la cultura japonesa del veneno de las influencias occidentales y, al mismo tiempo, proteger los beneficios de su imperio financiero estaba guiada por el poder divino.
Si un paseante casual hubiera visto a Suma bajo aquella fina llovizna, lo habría olvidado con facilidad. Parecía un hombre ordinario, vestido con un mono de obrero y una gabardina barata. No llevaba sombrero, y el cabello era una espesa mata entrecana cuidadosamente cepillada. La melena negra común a casi todos los hombres y mujeres japoneses se había aclarado a una edad temprana, lo que daba a Suma el aspecto de un hombre mucho mayor de los cuarenta y nueve años que contaba. Con su estatura de 1,70 centímetros era un hombre bajo para los estándares occidentales, pero de talla algo superior a la media según el ideal japonés.
Únicamente al observar sus ojos se percibía alguna diferencia respecto de sus compatriotas. Los iris eran de un magnético color azul oscuro, herencia probable de algún antiguo comerciante holandés o de un marino británico, Fue un niño enfermizo, pero cuando tenía quince años empezó a levantar pesas, y desde entonces trabajó con fría determinación para transformar su cuerpo en una escultura musculosa. Su mayor satisfacción no residía en su fuerza sino en moldear la carne y los tendones hasta convertirlos en una creación propia.
Su guardaespaldas y chófer le recibió con una reverencia y cerró tras él la pesada puerta de bronce. Moro Kamatori, el amigo más íntimo de Suma además de su principal ayudante, y su secretaria Toshie Kudo, esperaban pacientemente, sentados en el asiento trasero de una limusina negra fabricada por encargo, marca Murmoto, provista de un motor de doce cilindros con una potencia de 600 caballos de vapor.
La altura de Toshie superaba con mucho la media de los japoneses. Esbelta, de largas piernas, con un cabello negro como ala de cuervo, largo hasta la cintura, y una piel tersa realzada por unos ojos mágicos de color castaño, parecía salida de una película de James Bond. Pero al revés que las bellezas exóticas que rodean al superespía bon vivant, Toshie poseía un alto nivel de capacidad intelectual.
Su coeficiente de inteligencia se situaba en torno a 165, y las dos partes de su cerebro podían funcionar con una capacidad similar.
No miró a Suma cuando éste entró en el automóvil porque su atención estaba fija en un ordenador portátil que descansaba en su regazo.
Kamatori estaba hablando por teléfono. Su intelecto no alcanzaba el nivel de Toshie, pero era una persona meticulosa y siniestramente hábil en el manejo de los proyectos secretos de Suma. Estaba especialmente dotado para moverse entre las bambalinas de las altas finanzas, tirar de hilos ocultos y dar la cara por Suma, que prefería esconderse de la vista del público.
Las facciones de Kamatori dibujaban un rostro resuelto, flanqueado por unas orejas desproporcionadamente grandes. Bajo las gruesas cejas negras, sus ojos oscuros y desprovistos de brillo miraban a través de los gruesos cristales de unos lentes sin montura. Jamás una sonrisa iluminaba sus labios apretados. Era un hombre sin emociones ni convicciones. Fanáticamente leal a Suma, el talento más destacado de Kamatori consistía en el juego de la caza del hombre. Si alguien, no importa cuál fuera la cuantía de sus riquezas o el lugar destacado que ocupara en la jerarquía gubernamental, representaba un obstáculo para los planes de Suma, Kamatori lo eliminaba hábilmente de forma que pareciera un accidente o que la culpa recayera en una facción opuesta.
Kamatori llevaba un listado de sus asesinatos con anotaciones sobre los detalles más sobresalientes de cada uno de ellos. En el curso de veinticinco años, el total se elevaba a doscientos treinta y siete.
Colgó el auricular en un soporte adaptado en el brazo del asiento, y miró a Suma.
- El almirante Itakura, de nuestra embajada en Washington. Sus fuentes han confirmado que la Casa Blanca sabe que la explosión fue nuclear y tuvo su origen en el Divine Star.
Suma se encogió de hombros con estoicismo.
- ¿Ha presentado el presidente una protesta formal al primer ministro Junshiro?
- El gobierno americano ha guardado un extraño silencio - contestó Kamatori-. En cambio, los noruegos y los británicos están armando barullo por la pérdida de sus barcos.
- Pero no los americanos.
- Nada más que breves reseñas en sus medios de información.
Suma se inclinó hacia adelante y dio unas palmaditas en la rodilla de Toshie.
- Por favor, una foto del lugar de la explosión.
Toshie asintió respetuosamente y procedió a dar la clave correspondiente al ordenador. En menos de treinta segundos, una fotografía en color surgió de un aparato de fax colocado en el tabique que separaba la cabina del chófer del departamento de los pasajeros. Toshie la pasó a Suma, que encendió las luces interiores del automóvil y tomó la lente de aumento que le tendía Kamatori.
- Esta fotografía realzada en infrarrojos fue tomada hace hora y media, al paso de nuestro satélite espía Akagi -explicó Toshie.
Suma miró unos momentos a través de la lente, sin decir palabra. Luego levantó la vista con aire extrañado.
- ¿Un submarino nuclear de ataque y un junco asiático? Los americanos no actúan como yo había esperado.
Es muy raro que no hayan enviado allí media flota del Pacífico.
- Varias unidades navales se dirigen a toda máquina al lugar de la explosión -dijo Kamatori-, incluido un buque de reconocimiento oceanográfico de la AMSN.
- ¿Algún indicio de vigilancia espacial?
- La Inteligencia americana ya ha recogido gran número de datos de sus satélites espías Pyramider y aviones SR-Ninety.
Suma señaló con un dedo un pequeño objeto que aparecía en la foto.
- Un sumergible asoma entre los dos barcos. ¿De dónde venía?
Kamatori observó el punto indicado por el dedo de Suma.
- Desde luego, no del junco. Es probable que proceda del submarino.
- No encontrarán ningún resto del Divine Star -murmuró Suma-. Debió quedar reducido a partículas por la explosión.
Devolvió la fotografía a Toshie y añadió:
- Por favor, un informe de la situación actual y de los destinos de los transportes de automóviles que cargan nuestros productos.
Toshie miró por encima del monitor como si hubiera leído en su mente.
- Tengo los datos que pide, señor Suma.
- ¿Y bien?
- El Divine Moon había embarcado un cargamento de automóviles la noche pasada en Boston -informó a medida que iba leyendo los caracteres japoneses en la pantalla-. El Divine Water… atracó hace ocho horas en el puerto de Los Ángeles, y en el momento actual está descargando.
- ¿Alguno más?
- Hay dos barcos en travesía -prosiguió Toshie-. El Divine Sky llegará a Nueva Orleáns dentro de dieciocho horas, y el Divine Lake tardará aún cinco días en llegar a Los Ángeles.
- Tal vez debamos indicar a esos dos barcos que pongan rumbo a puertos fuera de EE. UU. -dijo Kamatori-. Es posible que los agentes de aduanas americanos reciban la orden de buscar signos de radiación.
- ¿Quién es nuestro agente de cobertura en Los Ángeles? -preguntó Suma.
- George Furukawa es quien dirige sus negocios secretos en los estados del suroeste.
Suma se relajó, visiblemente satisfecho.
- Furukawa es un buen elemento. Advertirá cualquier alteración en los procedimientos de rutina de las aduanas americanas -se volvió a Kamatori, que hablaba de nuevo por teléfono -. Desvía el Divine Sky a Jamaica hasta que tengamos más datos pero deja que el Divine Lake prosiga el viaje a Los Ángeles.
Kamatori se inclinó por toda respuesta y volvió a coger el teléfono.
- ¿Va a correr el riesgo de que lo detecten? -preguntó Toshie.
Suma apretó los labios y negó con la cabeza.
- Los agentes de la Inteligencia americana buscarán en los barcos, pero nunca descubrirán las bombas. Nuestra tecnología los derrotará.
- La explosión a bordo del Divine Star se ha producido en un mal momento -dijo Toshie -. Me pregunto si sabremos alguna vez qué fue lo que la causó.
- No importa -contestó Suma con frialdad-. El accidente ha sido desafortunado pero no retrasará el cumplimiento de nuestro Proyecto Kaiten.
Suma hizo una pausa y en su rostro se dibujó una expresión perversa.
- Disponemos de suficientes piezas ya emplazadas como para destruir a cualquier nación que amenace a nuestro nuevo imperio.
19
El vicepresidente George Furukawa recibió una llamada de su esposa, en su despacho enmoquetado de los prestigiosos laboratorios.Samuel J. Vincent. Ella le recordó su cita con el dentista. El le dio las gracias, se despidió con unas palabras cariñosas y colgó.
La mujer que estaba en el otro extremo de la línea no era en realidad su esposa, sino una de las agentes de Suma, capaz de imitar la voz de la señora Furukawa. La cita con el dentista era una clave que había recibido anteriormente en cinco ocasiones. Significaba que había llegado al puerto un mercante con automóviles Murmoto y se disponía a descargar.
Después de informar a su secretaria de que pasaría el resto de la tarde en el dentista, Furukawa caminó hasta el ascensor y apretó el botón correspondiente al garaje subterráneo. Dio unos pasos hasta su plaza de aparcamiento privada, abrió la portezuela de su deportivo Murmoto y se sentó al volante.
Furukawa buscó bajo el asiento. Allí estaba el sobre, colocado en su automóvil por uno de los agentes de Suma después de que él hubiera entrado a trabajar. Comprobó el contenido, en busca de los documentos precisos para sacar tres automóviles del área de descarga en los muelles. Los papeles estaban en regla, como de costumbre. Satisfecho puso en marcha el poderoso motor V-8 de 32 válvulas Condujo hasta la gruesa barrera de acero que se alzaba sobre la pista de cemento, amenazadoramente inclinada hacia el morro del Murmoto.
Un vigilante sonriente salió de la garita y se inclinó, -Sale usted temprano, señor Furukawa.
- Tengo una cita con mi dentista.
- Su dentista debe de haberse comprado un yate con todo lo que usted le paga por sus dientes.
- Quizás una villa en Francia -replicó en tono de broma Furukawa.
El vigilante rió y luego hizo la pregunta de rutina.
- ¿Se lleva a casa algún trabajo esta noche?
- Nada. He dejado mi maletín en el despacho.
El vigilante presionó un botón para levantar la barrera e hizo un gesto con el brazo, indicando el doble carril que conducía a la calle.
- Enjuáguese la boca con un chorrito de tequila al llegar a casa. Eso mata el dolor.
- No es mala idea -añadió Furukawa al tiempo que colocaba la primera de las seis velocidades de su caja de cambios -. Gracias.
Los Laboratorios Vincent, con sede en un alto edificio de cristal, apartado de la calle por un bosquecillo de eucaliptus, era un centro de investigación y diseño propiedad de un consorcio de compañías espaciales y de aviación. Sus trabajos eran considerados del máximo secreto y los resultados se guardaban con un cuidado extremo, sobre todo porque los fondos procedían de contratos gubernamentales destinados a programas militares. Allí se concebían y estudiaban avances futuristas en la tecnología aeroespacial; los proyectos de mayor potencial pasaban después a las fases de diseño y producción, mientras que los fracasos se guardaban aparte para un posterior estudio.
Furukawa era lo que en los círculos de la Inteligencia se conoce como un «dormilón». Sus padres eran dos de los muchos miles de japoneses que emigraron a EE. UU. poco después de la guerra. Rápidamente se mezclaron con los otros inmigrantes que trataban de reanudar el hilo de sus vidas, interrumpido durante su reclusión en los campos de internamiento. Pero los Furukawa no habían cruzado el pacífico porque hubieran dejado de amar a Japón. Lejos de eso, odiaban a América y su mezcolanza de culturas.
Se convirtieron en ciudadanos disciplinados y trabajadores con el propósito expreso de educar a su único hijo de forma que llegara a ser un dirigente empresarial americano. No escatimaron ningún esfuerzo en el intento de proporcionar a su hijo la mejor educación que podía ofrecer la nación, y el dinero necesario para ello afluyó de algún lugar misterioso, a través de bancos japoneses, a las cuentas corrientes de la familia. Una increíble perseverancia y largos años de paciente espera se vieron finalmente recompensados cuando su hijo George se doctoró en física aerodinámica, y con el tiempo consiguió ocupar una posición destacada en los Laboratorios Vincent. Furukawa, muy respetado entre los ingenieros aeronáuticos, pudo entonces reunir una copiosa información sobre la tecnología aeroespacial americana más avanzada, y pasarla en secreto a Industrias Suma.
Los datos secretos que Furukawa robó para un país que todavía no había visitado nunca, ahorraron a Japón miles de millones de dólares en costes de investigación y desarrollo. Sus siniestras actividades, realizadas casi en solitario, proporcionaron a Japón un adelanto de cinco años en la carrera por convertirse en un país líder en el mercado mundial de la industria aeroespacial.
Furukawa había sido reclutado además para el Proyecto Kaiten en el curso de una entrevista que sostuvo con Hideki Suma en Hawai. Se sintió honrado al ser elegido por uno de los dirigentes más influyentes de Japón para una misión sagrada. Sus órdenes fueron las de recoger con discreción automóviles de un color determinado y transportarlos a destinos secretos. Furukawa no hizo preguntas. Su ignorancia respecto a los detalles de la operación estaba lejos de molestarle. No podía comprometerse demasiado porque de hacerlo así pondría en peligro su mi sión específica: la de espía industrial en EE. UU.
Mientras avanzaba por el bulevar de Santa Mónica, el tráfico, entre dos horas punta, había disminuido. Al cabo de varios kilómetros, tomó la autopista de San Diego, hacia el sur. Un ligero toque de su pie al acelerador permitió a su Murmoto adelantar el flujo de coches más lentos que circulaban por la carretera. Cuando su detector zumbó Furukawa redujo la velocidad hasta el límite permitido, trescientos metros antes de entrar en el radio de acción de un coche radar de la policía aparcado en el arcén. Los saludó con una sonrisa ambigua y volvió a acelerar.
Furukawa se colocó en el carril derecho y trazó la curva del trébol del enlace con la autopista de Bahía. Diez minutos más tarde llegaba a la terminal de carga del puerto y torcía por un callejón, en el que adelantó a un gran camión y un semirremolque aparcados detrás de un almacén vacío.
Las puertas del camión y los costados del remolque llevaban pintado el logotipo de una compañía muy conocida de transportes y mudanzas. Hizo sonar la bocina dos veces. El conductor del camión dio tres toques de bocina como respuesta y arrancó detrás del deportivo de Furukawa.
Tras esquivar la fuerte concentración de camiones que entraban y salían de los muelles de carga, Furukawa se detuvo finalmente ante una de las puertas de la zona asignada a los automóviles importados por firmas extranjeras. Las áreas vecinas estaban abarrotadas de Toyotas, Hondas y Mazdas desembarcados ya y a la espera de ser cargados en remolques de doble piso, con destino a sus miles de puntos de venta.
Mientras el guarda examinaba los documentos de entrega contenidos en el sobre, Furukawa contempló el mar de automóviles descargados ya del Divine Water. Más de la tercera parte de la carga reposaba bajo el sol de California.
Contó perezosamente el flujo continuado de coches que surgían, guiados por un ejército de conductores, a través de las escotillas abiertas y a lo largo de las rampas, hasta el muelle, a un ritmo de dieciocho por minuto.
El guarda le tendió el sobre.
- De acuerdo, señor. Tres sedanes deportivos SP-500.
Por favor, entregue sus papeles al encargado de abajo. Él le atenderá.
Furukawa le dio las gracias e hizo un gesto al camión para que lo siguiera.
Él encargado, que fumaba un cigarro puro, reconoció a Furukawa.
- ¿Otra vez viene a buscar esos malditos coches marrones? -preguntó alegremente.
Furukawa se encogió de hombros.
- Tengo un cliente que los compra para su flota de ventas. Lo crea o no, es el color de su compañía.
- ¿Qué vende, mierda de lagarto de Kioto?
- No, café de importación.
- No me diga la marca. No quiero saberla.
Furukawa deslizó un billete de cien dólares en la mano del encargado.
- ¿En cuánto tiempo podré tener lista la entrega?
El encargado sonrió.
- Sus coches son fáciles de encontrar en medio de todo el cargamento. Los tendré listos en menos de veinte minutos.
Pasó una hora antes de que los tres automóviles marrones quedaran bien sujetos dentro del remolque cerrado y pudieran abandonar el muelle. El conductor del camión y Furukawa no cruzaron una sola palabra; evitaron incluso dirigirse una mirada.
Fuera ya del recinto, Furukawa apartó su automóvil a un lado de la carretera y encendió un cigarrillo. Observó, con fría curiosidad, cómo el camión y el semirremolque giraban para dirigirse a la autopista de Bahía. La matrícula del remolque era de California, pero sabía que la cambiarían en cualquier parada que hicieran en el desierto antes de cruzar la frontera del estado.
A pesar de su pretendido desinterés, Furukawa se des cubrió a sí mismo preguntándose inconscientemente que tenían de especial los automóviles marrones. ¿Y cuál era aquel punto de destino guardado con tanto secreto?
20
- Primero practicaremos el surf al amanecer en la punta Makapuu -dijo Pitt, sosteniendo la mano de Stacy-. Después bucearemos en la bahía de Hanauma, antes de que me untes todo el cuerpo con aceite bronceador y pasemos la tarde sesteando en alguna playa cálida de arenas blancas.
Luego contemplaremos la puesta de sol, mientras saboreamos un combinado de ron en la terraza del hotel Halekalani, y a continuación iremos a cenar a un pequeño restaurante íntimo que conozco, en el valle de Manoa.
Stacy le dirigió una mirada divertida.
- ¿Ha pensado alguna vez en enrolarse en un servicio de compañía?
- No me gusta cobrar de una mujer -contestó Pitt con aire amistoso -. Por esa razón estoy siempre solo.
Guardó silencio y miró por la ventanilla del enorme helicóptero bimotor de las Fuerzas Aéreas que tronaba en la noche. Al atardecer del día de su rescate, aquel enorme pájaro había aparecido y cargado del puente del junco chino a todo el equipo minero del Rancho Empapado y a la tripulación del Old Gert. Pero no sin que antes todos ellos agradecieran profundamente la hospitalidad de Owen Murphy y sus hombres. El acto final fue el traslado de los restos de Jimmy Knox. Una vez que su cuerpo envuelto en un lienzo fue izado a bordo, el enorme aparato se elevó por encima del Shanghai Shelly y el Tucson, y partió rumbo a Hawai.
El mar reflejaba la luz brillante de una luna casi llena cuando el piloto sobrevoló un barco de crucero. Al frente hacia el sudeste, Pitt percibió las luces de la isla de Oahu No le habría venido mal descabezar un sueño como Sandecker, Giordino y los demás; pero la alegría de haber conseguido escapar del huesudo personaje de la guadaña mantenía su sangre en ebullición. Eso, y además el hecho de que también Stacy estaba despierta y le hacía compañía.
- ¿Ve algo? -le preguntó ella entre dos bostezos.
- Oahu en el horizonte. Sobrevolaremos Honolulú dentro de quince minutos.
Ella le miró con sorna.
- Hábleme más de lo que haremos mañana. Especialmente del plan para después de cenar.
- No había llegado a ese punto.
- ¿Y bien?
- De acuerdo. Hay dos palmeras…
- ¿Palmeras?
- Claro que sí -dijo Pitt sorprendido por la pregunta-. Y entre las dos una preciosa hamaca de dos plazas.
El helicóptero se detuvo unos momentos en vuelo estático sobre una pequeña pista herbosa contigua a Hickam Field. El perímetro estaba vigilado por un pelotón especial de combate del ejército, invisible en la sombra. Una señal luminosa enviada desde el suelo informó al piloto de que el área era segura. Sólo entonces posó con suavidad el enorme aparato sobre la hierba húmeda.
Un autobús de pequeño tamaño, con el rótulo «Kawanunai Tours» pintado en los costados, se aproximó hasta detenerse junto al radio de acción de las aspas del rotor. Le seguían un sedán Ford de color negro y una ambulancia del ejército para trasladar el cuerpo de Jimmy Knox al Hospital Militar Tripler, donde se procedería a la autopsia.
Cuatro hombres vestidos con ropas de paisano se apearon del automóvil y se colocaron junto a la portezuela del helicóptero.
A medida que desembarcaban, los cansados miembros de la AMSN iban siendo introducidos en el autobús. Pitt y Stacy fueron los últimos en salir. Un guarda uniformado y con el arma en ristre les bloqueó el paso, indicándoles el lugar en que ya los esperaban el almirante Sandecker y Giordino.
Pitt apartó el arma del guarda y se acercó al autobús.
- Adiós -dijo a Plunkett -. Y conserve los pies secos.
Plunkett dio un caluroso apretón de manos a Pitt.
- Le estaré agradecido toda la vida, señor Pitt. La próxima vez que nos veamos, las bebidas corren de mi cuenta.
- Lo recordaré. Champán para usted y cerveza para mí.
- Bendito sea Dios.
Cuando Pitt se aproximó al automóvil negro, dos hombres mostraban al almirante Sandecker las placas doradas que los identificaban como agentes del gobierno federal.
- Estoy aquí por órdenes directas del presidente, almirante. Usted, los señores Pitt y Giordino, y la señorita Fox deben venir conmigo a Washington inmediatamente.
- No comprendo -dijo Sandecker irritado -. ¿A qué viene tanta prisa?
- Lo ignoro, señor.
- ¿Qué pasa con mi equipo de la AMSN? Han estado trabajando en un proyecto submarino, bajo condiciones extremas, durante cuatro meses. Merecen un descanso junto a sus familias.
- El presidente ha ordenado un bloqueo total de información. Su equipo de la AMSN, junto con los señores Plunkett y Salazar, serán escoltados hasta un complejo aislado, situado en la parte de barlovento de la isla, hasta que se levante el bloqueo. Entonces tendrán plena libertad para ir, a expensas del gobierno, a donde usted quiera.
- ¿Durante cuánto tiempo van a tenerlos aislados?
- preguntó Sandecker.
- Tres o cuatro días -contestó el agente.
- ¿No debería estar la señorita Fox con los demás?
- No, señor. Mis órdenes son llevarla con ustedes.
Pitt dirigió a Stacy una mirada de sospecha.
- ¿Nos ha estado usted tomando el pelo, damisela?
Una extraña sonrisa afloró a los labios de ella.
- Creo que voy a perderme nuestra cita en Hawai.
- Me lo temía.
Los ojos de Stacy se agrandaron ligeramente.
- Tal vez tengamos otra oportunidad, en Washington por ejemplo.
- No lo creo -dijo Pitt; su voz se había vuelto gélida de repente -. Me has engañado, me has engañado desde el principio, desde la mismísima falsa llamada de ayuda en el Old Gert.
Ella le miró con ojos que reflejaban una curiosa mezcla de dolor e ira.
- Todos habríamos muerto si Al y tú no hubierais aparecido en aquel momento.
- ¿Y la misteriosa explosión? ¿Fuiste tú quien la preparó?
- No tengo idea de quién fue el responsable -contestó ella con toda sinceridad-. Todavía no me han pasado el informe.
- El informe -repitió él con lentitud-. Un término bastante inusual en una fotógrafa que trabaja por libre.
- ¿Para quién trabajas?
La voz de Stacy adquirió una súbita dureza.
- Lo sabrás muy pronto.
Y después de decir esas palabras, dio media vuelta y entró en el coche.
Pitt apenas pudo dormir tres horas durante el vuelo. Se adormiló sobre las montañas Rocosas y despertó cuando amanecía sobre Virginia occidental. Se había sentado en la cola del reactor gubernamental Gulfstream, lejos de los demás, prefiriendo sus propios pensamientos a la conversación. Sus ojos miraban el periódico USA Today que tenía sobre el regazo pero sin ver en realidad los textos ni las fotografías.
Pitt estaba muy furioso. Estaba irritado con Sandecker porque mantenía la boca cerrada y evitaba responder a las preguntas candentes que él le había planteado sobre la explosión que causó el seísmo. Estaba indignado con Stacy, seguro de que la investigación británica de los fondos oceánicos era en realidad una operación de espionaje del Rancho Empapado. La coincidencia de que el Old Gert efectuase su inmersión en aquella zona precisa superaba todas las probabilidades, salvo las de las conjunciones astronómicas más extrañas. El trabajo fotográfico de Stacy era una tapadera: era una espía. El único enigma que quedaba por resolver era el de las iniciales de la agencia para la que trabajaba.
Mientras seguía perdido en sus pensamientos, Giordino recorrió el pasillo del aparato y fue a sentarse a su lado.
- Pareces decaído, amigo.
- Me encantará volver a casa -contestó Pitt con un encogimiento de hombros.
Giordino adivinó el humor sombrío de Pitt, y con habilidad dirigió la conversación hacia la colección de coches antiguos y clásicos de su amigo.
- ¿En qué estás trabajando ahora?
- ¿Te refieres a los coches?
Giordino asintió.
- ¿El Packard o el Marmon?
- Ninguno de los dos -contestó Pitt-. Cuando salimos hacia el Pacífico, había reconstruido el motor del Stutz, pero no llegué a instalarlo.
- ¿Aquel cochecito verde de 1932?
- El mismo.
- Volvemos a casa con dos meses de adelanto. Justo a tiempo para que te inscribas en la carrera de coches clásicos de Richmond.
- Sólo faltan dos días -dijo Pitt pensativo -. No creo que pueda tener el coche listo a tiempo.
- Déjame echarte una mano -ofreció Giordino-. Los dos juntos llevaremos a esa vieja bomba verde hasta la línea de salida.
La expresión de Pitt mostraba su escepticismo.
- No creo que tengamos la oportunidad de hacerlo.
Algo se está cociendo. Cuando el almirante cierra el pico de esa manera, quiere decir que algún huracán está a punto de echarle abajo la barraca.
Los labios de Giordino se curvaron en una sonrisa astuta.
- Yo también he intentado sonsacarle.
- ¿Y qué?
- He tenido conversaciones más productivas con postes de telégrafos.
- La única migaja que dejó caer -dijo Pitt-, es que, en cuanto aterricemos, iremos directamente al edificio del Cuartel General Federal.
Giordino abrió la boca asombrado.
- Nunca he oído hablar de un edificio del Cuartel General Federal en Washington.
- Tampoco yo -contestó Pitt con un brillo agudo y desafiante en sus ojos verdes -. Y ésa es otra de las razones por las que pienso que nos toman el pelo.
21
Si Pitt barruntaba que les iban a colgar de los faldones de la chaqueta un monigote de los Inocentes, acabó de convencerse cuando vio el edificio del Cuartel General Federal.
Una camioneta, sin distintivos ni ventanillas laterales, los recogió en la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews; luego giró desde Constitution Avenue después de pasar delante de unos almacenes de ropa usada, bajó por un callejón mugriento, y se detuvo delante de un andrajoso edificio de ladrillo de seis plantas, junto a un solar destinado a aparcamiento. Pitt juzgó que su construcción debía de remontarse a los años treinta.
Toda la estructura aparecía deteriorada. Varias ventanas tenían los postigos herméticamente cerrados detrás de unos cristales rotos, la pintura negra sobre el hierro forjado de las barandillas de los balcones se estaba desconchando, los ladrillos estaban gastados y presentaban profundas grietas y, como toque final, un sucio vagabundo dormía, extendido cuan largo era, sobre los escalones de cemento de la entrada, junto a una gran caja de cartón repleta de los objetos más estrambóticos que pueda imaginarse.
Los dos agentes federales que les escoltaban desde Hawai subieron delante por los escalones de la entrada. Ambos ignoraron al vagabundo, en tanto que Sandecker y Giordino le dedicaron tan sólo una rápida mirada de reojo.
La mayoría de las mujeres habrían mirado a aquel hombre con compasión, o bien con desagrado, pero Stacy le hizo una señal con la cabeza y le sonrió ligeramente.
Pitt, curioso, se detuvo y dijo:
- Bonito día para broncearse.
El vagabundo, un negro de cerca de cuarenta años miró hacia arriba.
- ¿Estás ciego, tío? ¿Para qué quiero yo un bronceado?
Pitt reconoció la mirada aguda de un observador profesional, que diseccionó cada centímetro cuadrado de las manos, la ropa, el cuerpo y el rostro de Pitt, por ese orden.
Sin alguna duda, no se trataba de la ociosa mirada de un mendigo.
- Ah, pues no lo sé -contestó Pitt en tono bonachón-. Podría resultar útil cuando cobres tu pensión y te instales en las Bermudas.
El vagabundo sonrió, y al hacerlo puso al descubierto unos dientes blancos y bien cuidados.
- Que te vaya bien ahí dentro, cariño.
- Lo intentaré -contestó Pitt, divertido por la extraña réplica. Pasó junto al centinela disfrazado que constituía la primera barrera protectora y siguió a los demás hacia el interior del edificio.
El vestíbulo era tan ruinoso como el exterior, con un desagradable olor a desinfectante. La mayor parte de las baldosas verdes del suelo estaban resquebrajadas y las paredes desnudas exhibían el tizne dejado por muchos años de suciedad. El único objeto en buen estado en todo aquel astroso vestíbulo era un antiguo buzón de correos. El bronce relucía a la luz de los polvorientos apliques que pendían de las paredes, y el águila americana que campeaba sobre las palabras «US Mail» brillaba tanto como el día en que la sacaron del molde en que fue fundida. Pitt encontró curioso aquel contraste.
La puerta de un viejo ascensor se abrió silenciosamente. Los hombres de la AMSN se sorprendieron al ver su radiante interior cromado y al marine uniformado de azul que hacía las veces de ascensorista. Pitt advirtió que Stacv actuaba como si ya hubiera estado anteriormente en el lugar.
Pitt fue el último en entrar, y vio sus propios ojos cansados y enrojecidos y la incipiente barba grisácea que adornaba sus mejillas reflejados en las pulidas paredes cromadas. El marine cerró las puertas y el ascensor se movió en un silencio fantasmal. Pitt no pudo advertir ningún movimiento. Tampoco se encendió ninguna luz sobre el dintel ni en ningún panel que indicara los pisos por los que pasaban. Tan sólo su intuición le dijo que descendían con mucha rapidez.
Finalmente, la puerta se abrió hacia un vestíbulo del que arrancaba un pasillo tan pulido y ordenado que habría hecho sentirse orgulloso al capitán de barco más maniático de la limpieza. Los agentes federales los condujeron hasta el segundo pasillo a partir del ascensor, y allí se quedaron plantados. El grupo pasó a un espacio situado entre la puerta exterior y otra interior, que Pitt y Giordino reconocieron de inmediato como un compartimiento estanco para aislar de sonidos la sala. Al cerrarse la segunda puerta, el aire fue expulsado con un sensible ruido seco.
Pitt se encontró en un lugar sin secretos, una enorme sala de conferencias de techo bajo, tan aislada de todo sonido exterior que se escuchaba el zumbido de las luces de neón del techo como si fuera un enjambre de avispas, y el menor susurro podía oírse a diez metros de distancia. No había sombras en ningún rincón, y el nivel normal de la voz resonaba como un grito. Ocupaba el centro de la habitación una maciza mesa antigua de biblioteca, comprada en cierta ocasión por Eleanor Roosevelt para la Casa Blanca.
Casi echaba humo de tan pulida y encerada como estaba.
Como centro de mesa, había un cuenco con manzanas Jonathan. Debajo de la mesa podía verse una hermosa y antigua alfombra persa de color rojo sangre.
Stacy caminó hasta el lado opuesto de la mesa. Un hombre se levantó, la besó ligeramente en la mejilla y la saludó con el perezoso acento característico de Texas Parecía joven, al menos seis o siete años más joven que Pitt. Stacy no hizo ningún intento de presentarlo. Ella y Pitt no habían cruzado ni una sola palabra desde que embarcaron en el reactor Gulfstream en Hawai. Ella pretendía ostentosamente ignorar su presencia, por el procedimiento de darle la espalda en todo momento.
Dos hombres de rasgos asiáticos estaban sentados juntos, al lado del amigo de Stacy. Conversaban en voz baja y no se dignaron mirar siquiera a Pitt y Giordino que paseaban por la sala examinándolo todo. Un tipo de Harvard, bien trajeado y con un chaleco del que asomaba una cadena de reloj con una llave Phi Beta Kappa colgando, estaba sentado algo más lejos, absorto en la lectura de un montón de papeles.
Sandecker se dirigió a un sillón situado junto a la cabecera de la mesa, tomó asiento y encendió uno de sus habituales cigarros habanos. Observó que Pitt parecía molesto e inquieto, rasgos nada habituales en su carácter.
Un hombre delgado y algo mayor, con el cabello largo hasta la altura de los hombros y una pipa en la mano, se acercó:
- ¿Cuál de ustedes es Dirk Pitt?
- Soy yo -dijo Pitt.
- Frank Mancuso -se presentó el desconocido, con la mano extendida-. Me han dicho que vamos a trabajar juntos.
- Me lleva ventaja -respondió Pitt, con un firme apretón de manos y presentando a Giordino -. Mi amigo aquí presente, Al Giordino, y yo, aún estamos a oscuras.
- Nos van a reunir para formar un EIMA.
- ¿Un qué?
- EIMA, sigla de Equipo de Investigación MultiAgencia.
- Oh, Dios mío -gimió Pitt -. No me hace falta nada Je ese estilo. Sólo quiero volver a casa, servirme un tequila ron hielo y tumbarme en la cama.
Antes de que pudiera extenderse sobre los agravios a los que se habían visto sometidos, entró en la sala de conferencias Raymond Jordan, acompañado por dos hombres con cara de pacientes a los que el médico acaba de informar que su hígado está afectado por unos hongos de la jungla de Borneo. Jordan se dirigió de inmediato a Sandecker y le saludó con efusividad.
- Me alegro de verte, Jim. Te agradezco profundamente tu cooperación en esta reunión. Sé que la pérdida de vuestro proyecto ha significado un duro golpe.
- La AMSN pondrá otro en marcha -declaró Sandecker en su habitual tono fanfarrón.
Jordan se sentó a la cabecera de la mesa. Sus ayudantes tomaron asiento a ambos lados y desplegaron frente a su ¡efe varias carpetas repletas de documentos.
Jordan no se relajó después de sentarse. Su postura era rígida; su columna vertebral no tocaba el respaldo de la butaca. Sus ojos oscuros se movían rápidamente de uno a otro de los presentes, como si quisiera leer los pensamientos de cada uno de ellos. Luego se dirigió a Pitt, Giordino y Mancuso, que todavía estaban en pie.
- Caballeros, ¿quieren ponerse cómodos?
Pitt tomó asiento, con el rostro inexpresivo y el pensamiento en otro lugar. Su estado de ánimo no era el adecuado para atender a una larga conferencia, y su cuerpo se resentía del cansancio de dos días de continua tensión. Lo que deseaba hasta la desesperación era una ducha caliente y ocho horas de sueño; pero, por respeto al almirante, que después de todo era su jefe, se esforzó en atender.
- Pido disculpas por cualquier inconveniente que podamos haber causado -empezó Jordan-, pero me temo que estamos ante una crítica emergencia que puede afectar a la seguridad de nuestra nación.
Hizo una pausa y examinó los expedientes de personal que tenía colocados frente a él.
- Algunos de ustedes me conocen, e incluso han trabajado conmigo en el pasado. Ustedes, señor Pitt y Giordino, están en desventaja, puesto que yo sé algunas cosas sobre ustedes, y en cambio ustedes saben muy poco acerca de mí.
- Desembuche -dijo lacónicamente Giordino, sin hacer caso de la mirada furiosa de Sandecker.
- Lo siento -dijo cortésmente Jordan -. Me llamo Ray Jordan y estoy facultado, por orden expresa del presidente, para dirigir y gestionar todas las materias relacionadas con la seguridad nacional, tanto en el exterior como en el interior del país. La operación que vamos a desarrollar cubre los dos aspectos. Ahora cedo la palabra a mi director auxiliar de operaciones señor Donald Kern, para que él les explique la situación y el porqué de su presencia en este lugar.
Kern era un hombre de osamenta pequeña, bajo y delgado. Sus ojos fríos, de un intenso color azul verdoso, parecían adivinar los pensamientos ocultos de todos los presentes. De todos, con la excepción de Pitt. Era como si dos balas disparadas por armas enfrentadas se hubieran encontrado en el aire, y allí estuvieran detenidas, dado que ninguna podía obligar a la otra a ceder.
- En primer lugar -empezó Kern en una voz sorprendentemente profunda, mientras seguía intentando leer en la mente de Pitt-, les hemos reunido aquí para que formen parte de una nueva organización federal que reunirá a investigadores, especialistas, personal de apoyo, analistas y agentes de campo, con el propósito de desbaratar una grave amenaza para un gran número de personas de este país y de otros lugares del mundo. Dicho en pocas palabras, para formar un EIMA.
Apretó uno de los botones de una consola situada sobre un pupitre auxiliar, y se volvió a una de las paredes, que se deslizó a un lado dejando ver un esquema organizativo. En la parte superior había dibujado un círculo, y debajo de él, otro círculo mayor. Cuatro círculos más pequeños se extendían por debajo del círculo mayor.
- El círculo superior representa el centro de mando, localizado aquí en Washington -anunció -. El inferior es nuestro centro de recogida y clasificación de la información, en la isla de Koror, en el Pacífico, perteneciente al archipiélago de Palau. Su responsable, que actuará como nuestro director de operaciones de campo, es Mel Penner.
Se detuvo para mirar a Penner, el hombre que había entrado en la sala junto a Jordan y a él mismo.
Penner hizo un gesto de asentimiento con su rostro rojizo y curtido; alzó perezosamente una mano. No miró a los demás reunidos en torno a la mesa, ni sonrió.
- La cobertura de Mel consiste en un estudio de las culturas nativas, como sociólogo de la UCLA -añadió Kern.
- Mel nos resulta barato -sonrió Jordan-. Su vivienda y su mobiliario de oficina consisten en un catre, un teléfono, un aparato para despedazar documentos y una mesa de despacho que también sirve como comedor y soporte para su hornillo de cocinar.
«Tres hurras por Mel», pensó Pitt mientras se esforzaba por mantenerse despierto y se maravillaba a medias de que tardaran tanto tiempo en exponer el caso.
- Nuestros equipos llevarán nombres en clave -prosiguió Kern-. La clave consistirá en diferentes marcas de automóviles. Por ejemplo, las personas del centro de mando llevaremos el nombre de «equipo Lincoln». Mel Penner será el «equipo Chrysler». -Hizo una pausa para señalar los círculos correspondientes en el esquema mural-. El señor Marvin Showalter que, dicho sea de paso, es director adjunto de Seguridad del Departamento de Estado de EE. UU., trabajará desde nuestra embajada en Tokio y se ocupará de cualquier problema diplomático que pueda surgir en el lado japonés. Su nombre clave dentro del equipo es «Cadillac».
Showalter se puso en pie, manoseó su llave Phi Beta Kappa, y saludó con una inclinación de cabeza.
- Será un placer trabajar con todos ustedes -dijo educadamente.
- Marvin, informarás a tu personal de que nuestros agentes de campo de EIMA se dedicarán a actividades que pueden parecer no autorizadas. No deseo ver comprometida nuestra situación por intercambios de telegramas desde las embajadas.
- Me ocuparé del tema -prometió Showalter.
Kern se volvió a Stacy y al hombre barbudo sentado a su lado.
- La señorita Stacy Fox y el doctor Timothy Weatherhill, para aquellos de ustedes que no los conocen aún, se responsabilizarán de la parte doméstica de la operación. Su cobertura será el trabajo de periodista y fotógrafo para el Denver Tribune. Serán el «equipo Buick».
A continuación señaló a los dos hombres de rasgos asiáticos.
- El «equipo Honda» estará formado por los señores Roy Orita y James Hanamura. Tendrán a su cargo la fase más crítica de la investigación…, el trabajo en Japón.
- Antes de que Don continúe su informe -dijo Jordan-, ¿hay alguna pregunta?
- ¿Cómo nos comunicaremos? -preguntó Weatherhill.
- Cuando desee comunicarse con alguien háganoslo saber y nosotros lo gestionaremos -respondió Kern-, Telefonear es un acto rutinario que ya no despierta ninguna sospecha.
Apretó otro botón de la consola y en la pantalla apareció una serie de dígitos.
- Memoricen este número. Les proporcionaremos una línea segura, que estará atendida durante las veinticuatro horas del día por un operador dotado de toda la información precisa para contactar con cualquiera de nosotros en un momento dado.
- Quiero añadir -dijo Jordan- que deberán comunicarse con el centro de mando cada setenta y dos horas. Si no lo hacen, de inmediato se enviará a alguien a buscarles.
Pitt, que se balanceaba sobre las patas traseras de su silla, levantó la mano.
- Tengo una pregunta.
- ¿Sí, señor Pitt?
- Les estaré muy agradecido si alguno de ustedes tiene la bondad de explicarme qué demonios está pasando.
En la sala se hizo un silencio helado. Como era de prever todas las personas sentadas en torno a la mesa, con la excepción de Giordino, dirigieron a Pitt una mirada de desaprobación.
Jordan se volvió a Sandecker, que movió negativamente la cabeza y declaró:
- Tal como usted solicitó, Dirk y Al no han sido informados de la situación.
Jordan asintió.
- Había olvidado que ustedes, caballeros, no saben nada de todo esto. La culpa ha sido mía. Perdónenme. Han recibido un trato indigno después de todo lo que ha pasado.
Pitt dirigió una penetrante mirada a Jordan.
- ¿Era usted quien estaba detrás de la operación de espiar la base minera de la AMSN?
Jordan dudó un momento pero enseguida respondió:
- Nosotros no espiamos, señor Pitt, observamos; sí, fui yo quien dio la orden. Casualmente había un buque británico de exploración oceánica trabajando en el Pacífico norte, y accedió a cooperar con nosotros trasladando su campo de operaciones a su zona.
- Y la explosión en la superficie que destrozó el buque británico y a su tripulación, y desencadenó el seísmo que borró de la faz del mapa ocho años de intensas investigaciones y esfuerzos, ¿fue también idea suya?
- No, ésa fue una tragedia imprevista.
- Tal vez estoy equivocado -dijo Pitt sarcástico-, pero tenía la disparatada idea de que los dos estábamos en el mismo bando.
- Lo estamos, señor Pitt, se lo aseguro -respondió Jordan con tranquilidad. Luego se volvió al almirante Sandecker-. Su proyecto, Rancho Empapado como ustedes lo llaman, se llevó a cabo en un secreto tan estricto que nuestras agencias de Inteligencia no llegaron a saber que había sido autorizado.
Pitt cortó secamente sus explicaciones.
- De modo que en cuanto tuvo usted noticia del proyecto, no pudo tener quieta su nariz de sabueso y se puso a investigar.
Jordan no estaba acostumbrado a que le obligaran a mantenerse a la defensiva, a pesar de lo cual evitó la mirada fija de Pitt.
- Lo hecho, hecho está. Lamento la trágica pérdida de tantas vidas humanas, pero no se nos puede culpar de haber situado a nuestros agentes operativos en una posición desafortunada en el momento crítico. No habíamos sido alertados de que un transporte de automóviles japonés llevaba una carga clandestina de bombas nucleares a través del océano, ni podíamos predecir que esas bombas estallarían por accidente prácticamente encima de dos barcos inocentes y de su base.
Por un momento, la revelación dejó a Pitt boquiabierto, pero su sorpresa se desvaneció casi tan aprisa como había aparecido. Las piezas del rompecabezas iban encajando en su lugar. Miró a Sandecker y tuvo que hacer un gran esfuerzo para hablar.
- Usted lo sabía, almirante, lo sabía antes de salir de Washington y no dijo nada. El Tucson no estaba en aquel lugar para rescatarnos a Plunkett y a mí. Había acudido allí para registrar la radiactividad y buscar pecios de los naufragios.
Aquélla fue una de las contadas ocasiones en que Pitt y Giordino vieron enrojecer de vergüenza a Sandecker.
- El presidente me pidió que guardara el secreto -dijo con lentitud-. Nunca te he mentido, Dirk, pero esta vez no tuve más remedio que hacerlo.
Pitt sintió pena por el almirante; sabía lo difícil que debía haber sido para él ocultar la situación a dos amigos íntimos. Pero no hizo ningún esfuerzo por disimular el resentimiento que le inspiraba Jordan.
- ¿Para qué estamos aquí nosotros? -preguntó.
- El presidente ha aprobado personalmente la selección de cada una de las personas que compondrán el equipo -contestó Jordan-. Ustedes poseen unos conocimientos y una experiencia indispensables para el éxito de la operación. El almirante y el señor Giordino se encargarán de un proyecto destinado a registrar el fondo del océano y rescatar cualquier posible prueba de la explosión ¿el barco. En el organigrama, su nombre clave será «Mercedes».
Los cansados ojos de Pitt seguían fijos en Jordan con la misma agresividad.
- Sólo ha contestado a medias a mi pregunta.
Jordan continuó en el mismo tono amable.
- A eso iba. Usted y el señor Mancuso, a quien creo que acaba de conocer, actuarán como equipo de apoyo.
- ¿Apoyo para qué?
- Para la fase de la operación que exigirá una investigación subterránea y submarina.
- ¿Cuándo y dónde?
- Esos interrogantes están todavía por determinar.
- ¿Y nuestro nombre en clave?
Jordan miró a Kern, y éste revolvió los papeles de su dosier y luego movió negativamente la cabeza.
- Aún no se les ha asignado ninguno.
- ¿Pueden los condenados elegir su propio nombre en clave? -preguntó Pitt.
Jordan cambió una mirada con Kern y luego se encogió de hombros.
- No veo por qué no.
Pitt sonrió a Mancuso.
- ¿Tienes alguna preferencia?
Mancuso retiró por un momento la pipa de sus labios.
- Te la cedo a ti.
- Entonces nos llamaremos «equipo Stutz».
Jordan hizo un gesto interrogativo.
- ¿Perdón?
- No lo había oído nunca -gruñó Kern.
- Stutz -pronunció claramente Pitt -. Uno de los mejores automóviles americanos clásicos, construido desde 1911 hasta 1935 en Indianápolis, Indiana.
- Me gusta -dijo Mancuso, jovial.
Kern miró de soslayo a Pitt; sus ojos tenían una expresión glacial.
- Me temo que no se está tomando en serio esta operación.
Pero Jordan encogió los hombros y accedió.
- Cualquier cosa que los haga felices.
- Muy bien -dijo Pitt con cansancio -. Ahora que hemos acordado la cuestión vital de la agenda, me voy a pasear un rato al aire libre. -Hizo una pausa para consultar la esfera color naranja de su viejo reloj submarino Doxa-, Me han arrastrado hasta aquí en contra de mi voluntad. He dormido tres horas de las últimas cuarenta y ocho, y en ese tiempo sólo he tomado una comida. Necesito ir al baño. Y todavía no sé qué es lo que está ocurriendo. Por supuesto sus guardas de seguridad camuflados y su destacamento de marines pueden detenerme, pero en ese caso tal vez resulte herido y no pueda formar parte del equipo. Ah, sí, y además exista otra cuestión que nadie ha mencionado.
- ¿Cuál? -preguntó Kern, al tiempo que su ira iba en aumento.
- No recuerdo que nadie nos haya pedido a Al y a mí nuestra conformidad.
Kern parecía haberse tragado un chile jalapeño.
- ¿Conformidad? ¿De qué está hablando?
- Ya sabe que cuando uno se alista en un servicio lo hace por su propia y libre voluntad -explicó Pitt imperturbable. Se volvió a Giordino -. ¿A ti te han invitado formalmente a la fiesta, Al?
- No, a menos que la invitación se extraviara en Correos.
Pitt miró desafiante a los ojos de Jordan mientras hablaba.
- Son las reglas del juego. -Y luego, volviéndose a Sandecker-. Lo siento, almirante.
- ¿Nos vamos? -dijo Giordino.
- Sí, vámonos.
- No pueden salir -dijo Kern con tono lúgubre-, ustedes tienen un contrato con el gobierno.
- Mi contrato no indica que tenga que actuar de agente secreto. -La voz de Pitt era tranquila, casi imperturbable-. Y a menos que se haya producido una revolución mientras estábamos en el fondo del mar, éste sigue siendo un país libre.
- Esperen un momento, por favor -dijo Jordan, aceptando con prudencia el punto de vista de Pitt.
Jordan disponía de una esfera de poder muy extensa, y estaba acostumbrado a sujetar con firmeza el mango de la sartén. Pero también era astuto y sabía cuándo le convenía seguir la corriente, incluso si ésta parecía desbordarle.
Miró a Pitt con agudo interés. No vio en él odio ni arrogancia sino tan sólo a un hombre agotado al que se había exigido demasiado. Había estudiado la hoja de servicios del director de Proyectos Especiales de la AMSN. El curriculum de Pitt se leía como una novela de aventuras. Sus hazañas eran conocidas y famosas. Jordan era una persona lo bastante inteligente como para no discutir con un hombre imprescindible para el equipo.
- Señor Pitt, si es tan amable como para permitirme abusar de su paciencia unos minutos más, le diré lo que necesita saber. Algunos detalles deberán quedar en secreto.
No me parece prudente que usted y el resto de los presentes en esta reunión tengan un conocimiento pleno de la situación. A mí personalmente no me preocupa, pero pienso en su propia seguridad. ¿Me comprende?
Pitt asintió.
- Le escucho.
- Japón posee la bomba atómica -reveló el jefe del Servicio de Seguridad Nacional-. Ignoramos desde cuándo y el número de unidades del que dispone. Dada su avanzada tecnología nuclear, esa nación ha tenido capacidad para construir cabezas atómicas hace más de una década. Y a pesar de su tan proclamada adhesión al tratado de no proliferación, alguna persona o grupo dentro de su estructura de poder ha decidido que necesitaba una fuerza de disuasión para dedicarla al chantaje. Lo poco que sabemos se relaciona con lo ocurrido después. Un barco japonés cargado con automóviles Murmoto y dos o más ingenieros nucleares, detonó en medio del Pacífico, llevándose con sigo un buque de línea noruego mixto de carga y pasaje y el barco científico británico, con sus respectivas tripulaciones. ¿Qué hacían las bombas nucleares en un barco ja pones? Eran trasladadas de forma clandestina hacia puertos americanos. ¿Con qué propósito? Probablemente una extorsión nuclear. Japón puede contar con la bomba pero no dispone de una fuerza de misiles o de bombarderos de largo alcance capaces de llevarla hasta su objetivo. En consecuencia, si nosotros fuéramos los japoneses, ¿cuál es el medio que se nos hubiera ocurrido para proteger un poder financiero que se extiende hasta los bolsillos de los ciudadanos de todos los países del mundo? Transportar bombas nucleares clandestinamente, y ocultarlas en lugares estratégicos en una serie de países o grupos de países, como los europeos. Luego, si un país en particular, por ejemplo EE. UU., se escandalizara de que nuestros dirigentes japoneses intentan dictar su política a la Casa Blanca y al Congreso y la comunidad financiera, los americanos corresponden negándose a pagar cientos de miles de millones de dólares prestados a su Tesoro por nuestros bancos japoneses. También suelen amenazar con boicoteos y barreras comerciales a todos nuestros productos japoneses. Ésas son medidas extremas, pero se da la casualidad que el senador Mike Díaz y la congresista Loren Smith están proponiéndolas en el Capitolio mientras yo hablo con ustedes.
Y tal vez, sólo digo tal vez, si el presidente se enoja mucho, puede llegar a ordenar a los comandantes supremos de sus fuerzas militares el bloqueo de las islas de Japón, y cortar por ese procedimiento el vital suministro de todo nuestro petróleo y materias primas, con lo que se colapsaría nuestra producción. ¿Me sigue hasta aquí?
- Le sigo -asintió Pitt.
- Esa posibilidad no es tan remota como puede parecer, especialmente cuando el pueblo americano se dé cuenta de que trabaja un mes al año para pagar la deuda externa entre cuyos acreedores el país principal es Japón.
- preocupa eso a los japoneses? No, en el caso de que dispongan de la posibilidad de apretar un botón y borrar del mapa cualquier lugar del mundo a tiempo para que la noticia parezca en el telediario de las seis. ¿Por qué estamos aquí? Con el fin de detenerlos tras averiguar dónde están escondidas las bombas. Y hemos de detenerlos antes de que descubran que vamos tras ellos. Aquí interviene el equipo Buick. Stacy es una agente de la Agencia de Seguridad Nacional. Timothy es un científico nuclear especializado en detectar radiactividad. El equipo Honda, dirigido por James y Roy, que son agentes de campo de alta graduación en la CIA, se concentrará en la tarea de descubrir el origen de las bombas y el centro de mando que controla las detonaciones. ¿Estoy hablando de una pesadilla sin base real? En absoluto. Las vidas de quinientos millones de personas, en naciones que compiten comercialmente con Japón, dependen de lo que podamos conseguir en las próximas semanas los aquí reunidos. Con una magnanimidad alimentada por la ignorancia, nuestro Departamento de Estado no nos permite la observación encubierta de naciones amigas. Como la línea del frente en nuestro país es el sistema de alerta temprana, nos vemos forzados a movernos en la sombra y a morir en la oscuridad. Los timbres de alarma están a punto de ser accionados y, lo crea usted o no, señor Pitt, este equipo EIMA es la última baza que podemos jugar antes de precipitarnos en un desastre a gran escala. ¿Puede ahora imaginarse usted la situación?
- Sí… -admitió Pitt con lentitud -. Gracias, señor Jordan.
- Entonces, ¿se unirá usted formalmente al equipo?
Pitt se levantó y, ante el asombro de todos los presentes, con la excepción de Giordino y Sandecker, dijo:
- Lo pensaré.
Y salió de la sala.
Mientras descendía los escalones del callejón en el que se alzaba, aquel escuálido edificio, Pitt se volvió a mirar sus paredes mugrientas y sus ventanas claveteadas. Meneó la cabeza asombrado, y luego miró hacia abajo, al guarda de seguridad vestido de harapos que seguía tumbado en los escalones, y murmuró para sí mismo:
- De modo que éstos son los ojos y los oídos de nuestra gran república.
Jordan y Sandecker permanecieron en la sala de conferencias cuando los demás ya habían salido.
El pequeño y rudo almirante dirigió a Jordan una tenue sonrisa.
- ¿Te molesta mi cigarro?
- Es un poco tarde ya para preguntarlo, ¿no te parece Jim? -comentó Jordan con una mirada de disgusto.
- Un hábito deplorable -asintió Sandecker-. Pero no me importa echar el humo a la cara de alguien, en especial si ese alguien se dedica a maltratar a mi gente. Y eso es exactamente lo que has hecho, Ray, maltratar a Pitt y Giordino.
- Sabes condenadamente bien que atravesamos una crisis -dijo Jordan muy serio -. No tenemos tiempo de bailarles el agua a las prima donnas.
La cara de Sandecker se ensombreció. Señaló el expediente sobre Pitt, que coronaba el montón de papeles dispuesto delante de Jordan.
- No has preparado con el debido cuidado esta reunión, o te habrías enterado ya de que Dirk Pitt es más patriota que tú y yo juntos. Pocos hombres han rendido servicios mayores a su patria. Y quedan muy pocos de su especie. Todavía silva el Yankee Doodle en la ducha, y cree que un apretón de manos es un compromiso sagrado y la palabra de un hombre su mayor garantía. Pero también puede ser más tortuoso que el mismo demonio si cree que de ese modo contribuye a preservar las barras y las estrellas, la familia americana y el béisbol.
- Si comprende la urgencia de la situación -dijo Jordan perplejo, ¿por qué se ha levantado sin más y se ha largado?
Sandecker le miró y luego fijó su atención en el esquema organizativo expuesto en la pantalla mural, y más en concreto el pequeño círculo en el que Kern había escrito «equipo Stutz».
Has subestimado seriamente a Dirk dijo, casi con tristeza. No lo sabes y no podías saberlo, pero probablemente en este momento esté ya trabajando en un plan para reforzar tu operación.
22
Pitt no se dirigió directamente al viejo hangar de aviación, situado junto a los límites del aeropuerto internacional de Washington, que él llamaba su casa. Antes dio a Giordino una serie de instrucciones y lo despachó en un taxi.
Luego caminó por Constitution Avenue hasta llegar a un restaurante japonés. Eligió una mesa tranquila en un rincón, se sentó y encargó su comida. Entre una sopa clara de almejas y un revoltijo de pescado crudo sashimi, se levantó de la mesa y se dirigió a un teléfono público situado fuera del restaurante.
Sacó una pequeña libreta de direcciones de su cartera y hojeó sus páginas rápidamente hasta encontrar el número de teléfono que buscaba: doctor Percival Nash (apodado Percy el Paquete), Chevy Chase, Maryland.
Nash era tío de Pitt por parte de madre. Era el excéntrico de la familia, y a menudo aseguraba que solía aromatizar con un chorrito de jerez los biberones del pequeño Dirk. Pitt introdujo las monedas y marcó el número que figuraba bajo aquel nombre.
Esperó pacientemente hasta seis timbrazos, convencido de que Nash estaba en su casa. Y en efecto, descolgó el auricular medio segundo antes que Pitt renunciara.
- Aquí el doctor Nash -dijo una voz juvenil y estruendosa (tenía los ochenta y dos cumplidos).
- Tío Percy, soy Dirk.
- Dios mío, Dirk, bendito seas. Cuánto tiempo sin oír tu voz. No has llamado a tu anciano tío desde hace cinco meses.
- Cuatro -le corrigió Pitt -. He estado fuera, en un proyecto.
- ¿Y cómo siguen mi guapa hermana y ese viejo político apestoso con el que se casó? Ellos tampoco me llaman nunca.
- Todavía no he pasado por casa pero a juzgar por sus cartas mamá y el senador siguen tan quisquillosos corno siempre.
- ¿Qué tal te va a ti, sobrino? ¿Estás bien de salud?
- En plena forma, y dispuesto a desafiarte a una carrera por Marinda Park.
- ¿De verdad te acuerdas todavía? No tenías más de seis años.
- ¿Cómo iba a olvidarlo? Cada vez que intentaba adelantarte, me enviabas de un empujón contra los arbustos.
Nash rió como el hombre alegre que era.
- Nunca intentes superar a tus mayores. Nos gusta pensar que somos más listos que vosotros los jóvenes.
- Ésa es la razón por la que te necesito. ¿Crees que podemos vernos en el edificio de la AMSN? Necesito la ayuda de tu cerebro.
- ¿Cuál es el tema?
- Reactores nucleares para automóviles de carreras.
Nash supo que Pitt no quería decir el motivo real por teléfono.
- ¿Cuándo? -preguntó sin dudar un instante.
- Tan pronto como puedas.
- ¿Te viene bien dentro de una hora?
- Perfectamente -contestó Pitt.
- ¿Dónde estás ahora?
- Comiendo sashimi japonés.
- Eso es un comistrajo asqueroso -gruñó Nash-. Sólo Dios sabe las sustancias tóxicas que se habrán tragado esos peces. Sin embargo, sabe bien.
- Voy a decirle cuatro cosas a tu madre. No te educó de manera conveniente.
- Hasta dentro de una hora Percy.
Pitt colgó y regresó a su mesa. A pesar de estar hambriento, apenas probó el sashimi. No dejó de preguntarse ni un solo instante si una de las bombas ocultas podría estar enterrada bajo el suelo del restaurante.
Pitt fue en taxi al edificio de diez plantas en que tenía su sede la AMSN. Pagó al conductor y echó una rápida mirada al cristal solar de color verde esmeralda que formaba las paredes y terminaba en una espiral curva piramidal en la parte superior. El almirante Sandecker, a quien no le gustaba demasiado el aspecto clásico de la mayoría de los edificios de la capital, había buscado uno de apariencia más estilizada y contemporánea, y ciertamente lo había conseguido. El vestíbulo era un atrio rodeado de cascadas y acuarios llenos de especies marinas exóticas. En el centro del suelo de mármol verde mar se alzaba un enorme globo en el que se veían en relieve los perfiles, simas y cordilleras de todos los mares, grandes lagos y principales ríos del mundo.
Pitt entró en un ascensor vacío para subir a la décima planta. Pasó de largo de su despacho en la cuarta planta y subió directamente a la red de comunicaciones e información de la planta más alta. Aquí estaba el centro cerebral de la AMSN, un inmenso almacén en el que se guardaba toda la información posible sobre los océanos, tanto desde el punto de vista científico como desde el histórico, desde el ficticio como del real. Esta amplia sala llena de ordenadores y archivos en los que Sandecker había empleado buena parte del presupuesto de la AMSN, era una fuente constante de críticas, procedentes del pequeño grupo de sus enemigos en el Senado. Sin embargo, la enorme biblioteca electrónica había ahorrado grandes sumas de dinero en cientos de proyectos, conducido a numerosos descubrimientos importantes y contribuido a evitar varios desastres nacionales de los que nunca habían hablado los medios de comunicación.
El hombre que estaba detrás de ese formidable almacén de datos era Hiram Yaeger.
«Brillante» era el cumplido que con mayor frecuencia se dedicaba a la mente de Hiram, en tanto que «astroso» era el que calificaba su aspecto exterior. Con su peló rubio que empezaba a adquirir un tono gris sujeto en una cola de caballo, barba trenzada, gafas de abuelita, y unos téjanos Levi's gastados y llenos de remiendos, Yaeger desprendía el aura de una reliquia hippy. Curiosamente, nunca había sido uno de ellos. Era un veterano de Vietnam, reenganchado dos veces y condecorado, que sirvió en la Marina, en la Legión Americana del sureste asiático. Si se hubiera dedicado al diseño de ordenadores en California y creado su propia empresa, podría haber llegado a presidir una corporación importante y convertirse en un hombre muy acaudalado. Pero Yaeger no sentía ninguna vocación de empresario. Era una paradoja viviente, y una de las personas favoritas de Pitt.
Cuando el almirante Sandecker le ofreció la tarea de ponerse al frente del centro procesador de datos de la AMSN, con un presupuesto casi ilimitado, Yaeger aceptó; trasladó a su familia a una pequeña granja de Sharpsburg, Maryland, donde los visitaba cada ocho días. Invirtió muchas horas en poner a punto los sistemas de datos, trabajando con tres turnos de técnicos que se relevaban a lo largo de las veinticuatro horas del día para acumular y difundir datos oceánicos procedentes de y destinados a diversas expediciones americanas y extranjeras en todo el mundo.
Pitt encontró a Yaeger en su despacho, situado en el centro de una sala muy amplia y a un nivel superior.
Yaeger lo había hecho construir especialmente con el fin de disfrutar de una panorámica completa de sus dominios, valorados en mil millones de dólares. Estaba comiendo una pizza y bebía una cerveza sin alcohol; en cuanto vio a Pitt, se puso en pie de un salto y le recibió con una amplia sonrisa.
- Dirk, estás de vuelta.
Pitt subió los escalones que conducían al altar de Yaeger, como lo llamaban a sus espaldas sus colaboradores, y ambos se saludaron con un caluroso apretón de manos.
- Hola, Hiram.
- He sentido mucho lo de Rancho Empapado -dijo Yaeger con rostro grave-, pero me siento feliz de verdad al ver que aún te cuentas entre los vivos. Dios, tienes el aspecto de un criminal recién salido de la cárcel. Siéntate y descansa.
Pitt miró golosamente la pizza.
- Podrías prescindir de un pedazo, ¿verdad?
- Puedes apostar que sí. Sírvete tú mismo, mandaré a por otra. ¿Te apetece una cerveza falsa para remojarla? Lamento no poderte ofrecer el brebaje auténtico, pero ya conoces las normas.
Pitt se sentó y despachó una pizza grande más dos pedazos de la de Yaeger, y tres cervezas sin alcohol que el genio de la informática guardaba en un pequeño refrigerador encajado en su mesa de despacho. Entre bocado y bocado, Pitt fue contando a Yaeger los acontecimientos que habían culminado en su rescate del fondo del mar, y se detuvo al llegar al vuelo a Hawai.
Yaeger escuchó con atención, y luego sonrió con la expresión de un magistrado en un juicio de divorcio.
- Veo que has hecho un rápido viaje de vuelta a casa. Hay más novedades en el camino. ¡Ya hemos llegado! rió Yaeger. No te habrías precipitado de esa forma a hacerme una visita sólo para comerte mi pizza. ¿Qué es lo que se agita en tu mente diabólica?
- Espero a un pariente, el doctor Percy Nash, que llegará dentro de unos minutos. Percy fue uno de los científicos del Proyecto Manhattan, que construyó la primera bomba atómica. Ha sido director de la Comisión de Energía Atómica, y ahora está retirado. Reuniendo la inteligencia de tus ordenadores y los conocimientos de Percy sobre armamento nuclear, quiero reconstruir un escenario.
- Una conceptualización.
- Una rosa, etcétera.
- ¿En relación con qué tema?
- Una operación de camuflaje.
- ¿Qué es lo que queremos camuflar?
- Es mejor que te lo cuente cuando Percy esté aquí.
- ¿Un objeto tangible y sólido, como por ejemplo una cabeza nuclear? -preguntó Yaeger con picardía.
Pitt le miró.
- Es una posibilidad.
Yaeger se puso en pie perezosamente y empezó a bajar las escaleras.
- Mientras esperamos a tu tío, iré calentando mi CAD/CAM.
Había desaparecido entre los gigantescos ordenadores antes de que a Pitt se le ocurriera preguntarle de qué demonios estaba hablando.
23
Una gran barba blanca se dibujaba bajo el rostro de Percy, cubriendo a medias su pajarita. Tenía un garbanzo por nariz, y las cejas pobladas y los ojos chispeantes de un conductor de caravanas decidido a llevar a un grupo de colonos a través de territorio indio. Resplandecía ante el mundo desde un rostro que parecía sacado de un anuncio televisivo de cerveza, y parecía mucho más joven de los ochenta y dos años que en realidad tenía.
Vestía de forma excéntrica para estar en Washington.
Nada del consabido traje gris pata de gallo ni del traje azul con corbata roja. Entró en el complejo de ordenadores de la AMSN con una chaqueta deportiva color lavanda, pañuelo de bolsillo y corbata a juego, pantalones grises y botas de cowboy de piel de lagarto. A pesar de que la mitad de las viudas en un centenar de kilómetros a la redonda suspiraban por él y le dedicaban sus atenciones, Percy había conseguido conservarse soltero. Era un hombre popular, solicitado en las fiestas y un gran orador; y además era un gourmet, propietario de una bodega de vinos que causaba la envidia de todos los organizadores de fiestas de la ciudad.
El aspecto serio de su carácter radicaba en sus inmensos conocimientos sobre el mortífero arte de la fabricación de armas atómicas. Percy estuvo desde el principio en Los Álamos, y llevó las riendas de la Comisión de Energía Atómica y de la agencia que le sucedió durante casi cincuenta años. Más de un líder del Tercer Mundo habría dado todos sus tesoros por hacerse con el talento de Percy. Formaba parte del reducidísimo grupo de expertos capaces de montar una bomba nuclear en su garaje por el precio de una segadora de césped motorizada.
- ¡Dirk, muchacho! -gritó -. ¡Qué contento estoy de verte!
- Pareces en forma -comentó Pitt mientras se abrazaban.
Percy se encogió de hombros con tristeza.
- El maldito Departamento, de Vehículos de Motor me ha retirado la licencia para conducir motocicletas, pero todavía puedo llevar mi viejo Jaguar XK-Uno-Veinte.
- Te agradezco que hayas encontrado tiempo para echarme una mano.
- No tiene importancia. Siempre estoy dispuesto a recoger el guante de cualquier desafío.
Pitt presentó a Percy e Hiram Yaeger. El anciano inspeccionó a Yaeger de la cabeza a los pies sin perder detalle.
Su expresión era de benévola diversión.
- ¿Compra esas ropas gastadas y prelavadas en algún sitio especial? -preguntó en tono amable.
- En realidad es mi mujer la que las remoja en una solución de orina de camella, ortigas y zumo de pina -contestó Yaeger-, las ablanda y les da ese aire especial de savoir-faire.
Percy se echó a reír.
- Sí, el aroma me había hecho preguntarme por los ingredientes secretos. Es un placer conocerlo, Hiram.
- Lo mismo digo -contestó Hiram.
- ¿Empezamos? -propuso Pitt.
Yaeger colocó dos sillas más junto a una pantalla de ordenador que tenía un tamaño tres veces superior al de la mayoría de modelos de sobremesa. Esperó a que Pitt y Percy se sentaran y entonces extendió al frente las dos manos como si les presentara una visión.
- La última novedad -explicó -. Se conoce con el nombre de CAD/CAM, siglas de Computer-Aided Design / Computer-Aided Manufacturing. Básicamente se trata de un sistema gráfico por ordenador, pero también es una sofisticada máquina visual, que permite a los diseñadores e ingenieros realizar dibujos precisos hasta el último detalle de cualquier objeto mecánico imaginable. No hay compases reglas de cálculo ni cartabones. Puedes programar las tolerancias y después limitarte a trazar en la pantalla un esbozo aproximado con el lápiz electrónico. Entonces el ordenador traduce esas indicaciones en formas exactas y elaboradas, o bien en tres dimensiones.
- Asombroso -murmuró Percy-. ¿Puede aislar secciones diferentes del dibujo y aumentar los detalles?
- Sí, y también aplicar colores, alterar las formas, simular condiciones de tensión, y editar los cambios, para después almacenar los resultados en su memoria y recuperarlos como en un procesador de textos. Las posibles aplicaciones, en el proceso que va desde el diseño inicial hasta el producto final manufacturado, son innumerables.
Pitt giró su silla y se sentó a horcajadas con la barbilla apoyada en la parte superior del respaldo.
- Veamos si es capaz de ganar el premio gordo para nosotros.
Yaeger le observó a través de sus gafas de abuelita.
- En la profesión, lo llamamos conceptualización.
- Si eso te hace feliz…
- ¿Qué es lo que estáis buscando? -preguntó Percy.
- Una bomba nuclear -contestó Pitt.
- ¿Dónde?
- En un automóvil.
- ¿Se supone que intentan pasar bombas camufladas por la frontera? -preguntó Percy intuitivamente.
- Algo parecido.
- ¿Por tierra o por mar?
- Mar.
- ¿Tiene eso alguna relación con la explosión ocurrida hace un par de días en el Pacífico?
- No puedo decirlo.
- Muchacho, soy invencible en el Trivial Pursuit y también conozco algo sobre temas nucleares. Y sabes, por supuesto, que, a excepción del presidente, yo he tenido los máximos poderes en relación con la seguridad en este terreno.
- ¿Estás intentando decirme algo, tío?
- ¿Querrás creer que fui la primera persona a quien consultó Jordan después de la explosión del Pacífico?
Pitt exhibió una sonrisa de derrota.
- En ese caso, sabes más que yo.
- Que Japón transporta armas nucleares escondidas en automóviles por todo el país, si, eso lo sé. Pero Jordan no considera oportuno enrolar a un viejo en su operación, de modo que se limitó a utilizar mi cerebro y luego me puso de patitas en la calle.
- Considérate contratado. Acabas de convertirte en miembro de pleno derecho del equipo Stutz. Y tú también, Hiram.
- Va a haber un buen zafarrancho cuando Jordan se entere de que has buscado refuerzos.
- Si tenemos éxito, hará la vista gorda.
- ¿Qué es todo eso de unas bombas japonesas en automóviles? -preguntó incrédulo Yaeger.
Percy le puso una mano en el hombro.
- Lo que vamos a intentar hacer aquí, Hiram, debe mantenerse en absoluto secreto.
- Hiram tiene una acreditación Beta Q -dijo Pitt.
- En ese caso, podemos empezar la caza cuando queráis.
- Me gustaría tener un poco más de información sobre el asunto -dijo Yaeger, con una mirada dura a Percy.
El antiguo experto en armas atómicas sostuvo su mirada.
- En los años treinta, Japón decidió ir a la guerra con el fin de crear un imperio económico autosuficiente. Ahora, cincuenta años después, están dispuestos a luchar de nuevo, sólo que esta vez lo harán para protegerse. Con el máximo secreto han construido un arsenal de armas ató micas mucho antes de que a nadie se le ocurriera verificar su existencia. El plutonio y el uranio necesarios para la instrucción de esas armas les fueron proporcionados como parte del material nuclear para usos civiles. También naso desapercibido el hecho de que poseían la bomba por la razón de que no disponían de un sistema de lanzamiento, como por ejemplo misiles de largo alcance, misiles de crucero, bombarderos o submarinos capaces de transportar cargas nucleares.
- Creí que los japoneses eran adeptos al tratado de la no proliferación nuclear -dijo Yaeger.
- Es cierto, el gobierno y la mayoría del pueblo están totalmente en contra de las armas atómicas. Pero ciertas fuerzas ajenas al gobierno disponen de armamento nuclear. El arsenal se construyó más como defensa contra amenazas económicas que como elemento de disuasión militar. Su idea consistía en que las bombas podrían ser utilizadas como elemento de chantaje en el caso de que se produjera una guerra comercial abierta y se prohibiera la importación de sus productos a EE. UU. y Europa.
- 0 bien, en el peor de los casos, de que se llegara incluso a un bloqueo naval de su archipiélago.
Yaeger estaba inquieto; Pitt se dio cuenta de ello.
- ¿Me estáis diciendo que quizá estamos sentados encima de una bomba nuclear?
- Probablemente tengamos una a pocas manzanas de distancia -contestó Pitt.
- Es inconcebible -murmuró Yaeger furioso.
- ¿Cuántas pueden haber sido introducidas a escondidas en el país?
- Todavía no lo sabemos replicó Pitt. Podrían ser incluso un centenar. Están dispersas por todo el mundo.
- Peor todavía -añadió Percy-. Si las bombas están escondidas en las principales ciudades internacionales, los japoneses disponen de un poder de destrucción total asegurado. Se trata de un sistema muy eficaz. Una vez que las bombas están colocadas en sus objetivos, se evita la posibilidad de un lanzamiento accidental o no autorizado de un misil. No hay defensa posible contra ellas, ni tiempo para reaccionar, ni ningún sistema de «guerra de las galaxias» que pueda detener las cabezas nucleares durante su aproximación, ni alerta, ni contraofensiva. Cuando se aprieta el botón, el golpe es instantáneo.
- Por Dios, ¿qué podemos hacer?
- Encontrarlas -dijo Pitt-. Partimos de la idea de que las bombas han sido transportadas en buques. Intuyo que escondidas en el interior de los automóviles importados.
Con la ayuda de ese ordenador tuyo, vamos a tratar de figurarnos cómo han podido hacerlo.
- Si hubieran venido en barco -dijo Yaeger en tono seguro- los inspectores de aduanas que rastrean los envíos de droga las habrían encontrado.
Pitt negó con la cabeza.
- Ésta es una operación sofisticada, realizada por profesionales conocedores de una tecnología avanzada. Saben lo que tienen entre manos. Habrán diseñado la bomba para que forme parte integral del automóvil, con el fin de desorientar incluso a los expertos. Los inspectores de aduanas conocen a fondo las posibilidades de esconder la mercancía en los neumáticos, los depósitos de gasolina, las tapicerías, y cualquier otra parte hueca. De manera que la bomba debe de estar escondida de tal manera que incluso el inspector más suspicaz no acierte a dar con ella.
- Totalmente a prueba de los medios técnicos de detección conocidos -asintió Yaeger.
Percy miraba fijamente el suelo con aire pensativo.
- Muy bien, hablemos entonces del tamaño.
- Ése es tu departamento -le sonrió Pitt.
- Dame una pista, sobrino. Por lo menos he de conocer el modelo del coche, y no estoy al corriente de la ingeniería japonesa.
- Si se trata de un Murmoto, es probable que sea un sedán deportivo.
La mirada jovial del rostro de Percy se hizo mortalmente seria.
- En resumen, buscamos un ingenio nuclear compacto de unos diez kilogramos de peso, que resulte indetectable en el interior de un sedán de tamaño medio.
- Y que pueda ser montado y detonado desde una gran distancia -añadió Pitt.
- A menos, por descontado, que vaya conducido por un piloto suicida.
- ¿De qué medida es la bomba en que estamos pensando? -preguntó Yaeger con aire inocente.
- Puede ser de formas y tamaños variables entre un bidón de gasolina y una pelota de béisbol -contestó Percy.
- De béisbol -repitió incrédulo Yaeger-. ¿Pero puede algo tan pequeño causar una destrucción tan grande?
Percy elevó la mirada al techo, como si pudiera contemplar la devastación.
- Si la cabeza nuclear es muy activa, digamos en torno a los tres kilotones, probablemente podría arrasar el centro de Denver, Colorado, y las grandes deflagraciones desencadenadas por la explosión destruirían también buena parte de los suburbios.
- Lo último en bombas de automóviles -comentó Yaeger-. No es una idea reconfortante.
- Es como para ponerse enfermo sólo de pensarlo, pero conviene afrontar la realidad de que cada vez más naciones del Tercer Mundo poseen la bomba. -Percy indicó con un gesto la pantalla vacía del monitor-. ¿Qué podemos utilizar como modelo para diseccionar?
- El Ford Taurus ochenta y nueve de mi familia -contestó Yaeger-. Como experimento, introduje en la inteligencia del ordenador el manual completo de sus partes componentes. Puedo mostraros tanto imágenes separadas de partes específicas, como todo el conjunto en tres dimensiones.
- El Taurus será un buen banco de pruebas -asintió Pitt.
Los dedos de Yaeger flotaron durante unos segundos sobre el teclado, y finalmente se echó atrás cruzando los brazos sobre el pecho. En la pantalla apareció una imagen tridimensional en colores vividos. Yaeger oprimió otro mando y un sedán Ford Taurus de cuatro puertas, p¡ntado de un color metálico rojo vino, podía verse desde distintos ángulos como si estuviera colocado sobre un tablero móvil que oscilara en sentido horizontal y vertical.
- ¿Puedes mostrarnos el interior? -preguntó Pitt.
- Entramos -dijo Yaeger. Oprimió una nueva tecla y pareció que el metal sólido se fundía hasta dejar ver las secciones interiores del chasis y el cuerpo principal del coche. Como si fueran fantasmas que se filtraran a través de las paredes, vieron con toda claridad cada juntura soldada, cada tuerca y cada tornillo. Yaeger los llevó incluso al interior del diferencial y a lo largo del árbol motor, a través de los mecanismos de transmisión, hasta el mismo corazón del motor.
- Asombroso -murmuró Percy admirado -. Es como sobrevolar una planta generadora. Ojalá hubiéramos tenido algo parecido en 1942. Podríamos haber acabado la guerra, tanto en Europa como en el Pacífico, dos años antes.
- Fue una suerte para los alemanes que no tuvierais la bomba en 1944 -bromeó Yaeger.
Percy le dirigió una rápida mirada despectiva, y luego volvió a centrar su atención en la imagen de la pantalla.
- ¿Ves algo interesante? -preguntó Pitt.
- La caja de cambios sería un buen contenedor -murmuró Percy al tiempo que se mesaba la barba, pensativo.
- No vale. No puede estar en el motor ni en las transmisiones. Es necesario que el automóvil pueda ser conducido normalmente.
- Eso elimina una falsa batería o un radiador relleno - dijo Yaeger-. Tal vez los parachoques.
Percy negó con un ligero movimiento de la cabeza.
- Eso valdría para un explosivo plástico en forma de tubo, pero el diámetro es demasiado estrecho para un ingenio nuclear.
Estudiaron la imagen en silencio durante los minutos siguientes, mientras las habilidades del teclado de Yaeger los llevaban a un insólito viaje por el interior del automóvil. Los conjuntos del eje y los cojinetes, el sistema de frenos, el motor de arranque y el alternador, todas las piezas fueron examinadas y descartadas.
- Vamos a probar los accesorios opcionales -anunció Yaeger.
Pitt bostezó y se desperezó. A pesar de su concentración, apenas podía mantener los ojos abiertos.
- ¿Hay posibilidad de que esté en el dispositivo de calefacción?
- La configuración no es adecuada -contestó Percy-. ¿Y el recipiente del agua del limpiaparabrisas?
- Demasiado obvio -negó Yaeger con un movimiento de cabeza.
De repente, Pitt se enderezó.
- ¡El acondicionador de aire! -exclamó -. El compresor del acondicionador.
Yaeger programó rápidamente el ordenador para retroceder a una imagen que ya habían visto antes.
- El automóvil puede conducirse normalmente, y ningún inspector de aduanas se pasaría dos horas desmontando el compresor para averiguar por qué demonios no sale aire frío.
- Si le quitas las tripas, tendrás una caja ideal para alojar una bomba -dijo Pitt, examinando la imagen del ordenador-. ¿Qué opinas, Percy?
- Las espirales del condensador podrían alterarse para incluir una unidad receptora capaz de montar la bomba y hacerla detonar -confirmó Percy-. Un escondite limpio, muy limpio. El volumen es más que suficiente para alojar un ingenio capaz de devastar un área amplia. Un bonito trabajo, caballeros. Creo que hemos resuelto el misterio.
Pitt se acercó a una mesa desocupada y descolgó el teléfono. Marcó el número de seguridad que íes había proporcionado Kern en la reunión del EIMA. Cuando contestó una voz al otro lado del hilo, dijo:
- Aquí el señor Stutz. Por favor, avise al señor Lincoln que hemos localizado el problema en el acondicionador de aire de su automóvil. Adiós.
Percy dedicó una mirada divertida a Pitt.
- Realmente eres un experto en la manera de informar a la gente con el mínimo de palabras, ¿verdad?
- Hago lo que puedo.
Yaeger seguía sentado, contemplando el interior del compresor, ampliado en la pantalla del ordenador.
- Hay un inconveniente -dijo en voz baja.
- ¿Cuál? -dijo Percy-. ¿Qué ocurre?
- Nosotros ofendemos a los japoneses y ellos hacen estallar las bombas. No pueden eliminar todas nuestras defensas, en particular nuestros submarinos nucleares.
Nuestro contraataque desintegraría todo su archipiélago, Si queréis mi opinión, creo que todo este asunto es inviable y suicida. No es más que un enorme montaje.
- Tu teoría tiene un pequeño fallo -contestó Percy con una paciente sonrisa dedicada a Yaeger-. Los japoneses han superado a los mejores talentos que existen en los departamentos de Inteligencia y golpeado a las potencias mundiales en su talón de Aquiles. Desde su punto de vista, las consecuencias no van a ser tan catastróficas.
Nosotros contratamos a japoneses para estudiar conjuntamente el sistema de defensa estratégica para la destrucción de misiles con cabezas nucleares en ruta hacia nuestro país. Pero nuestros dirigentes renunciaron a la idea por resultar demasiado cara y poco práctica, y ellos siguieron adelante con su habitual eficiencia en temas de alta tecnología, y han perfeccionado un sistema útil.
- ¿Me estás diciendo que son invulnerables? -preguntó Yaeger con voz incrédula.
Percy negó con la cabeza.
- Aún no. Pero dales dos años más, y tendrán instalado un sistema eficaz de «guerra de las galaxias», mientras que nosotros carecemos de él.
24
Tras las sólidas puertas cerradas del edificio del Capitolio, un reducido subcomité se había reunido para «investigar y evaluar el impacto cultural y económico japonés en EE. UU.». Estas bonitas palabras eran una forma delicada de expresar que algunos miembros del Congreso estaban furiosos ante lo que percibían como una nación asfixiada por la mordaza cada vez más apretada del capital japonés.
Ichiro Tsuboi, director gerente de Seguros Kanoya, la mayor empresa de seguros del mundo, estaba sentado ante una mesa situada en un nivel más bajo que la larga y curva mesa en forma de mostrador que ocupaba el comité del Congreso. Le rodeaban cuatro de sus principales asesores, que irritaban a los miembros del comité con sus incesantes consultas y parloteos ininteligibles antes de que Tsuboi respondiera a cada pregunta.
Tsuboi no tenía el aspecto de un gigante de las finanzas que dirigía una compañía de seguros con capital suficiente para merendarse de un solo lametón a Paine Webber, Charles Schwab, Merril Lynch y el resto de las respetadas empresas de agentes de bolsa de Wall Street. De hecho, ya había comprado considerables paquetes de acciones en varias de esas empresas. Era bajo y delgado, y tenía una cara redonda que parecía la de un alegre propietario de una casa de geishas.
El aspecto de Tsuboi era engañoso. Podía resistir sin un pestañeo el encendido asalto de toda una legión de proteccionistas del Congreso. Sus competidores, en Japón y en otras partes del mundo, le odiaban y le temían por las amargas experiencias que con él habían tenido. Tsuboi era tan despiadado como astuto. Sus hábiles manipulaciones financieras le habían colocado en un pedestal desde el cual no alcanzaba a percibirse su oculto desprecio por América y por las naciones europeas. Los inversores más hábiles de Wall Street eran simples pichones en comparación con el gurú de la Bolsa de Tokio. Su poder era tal que hubiera podido hundir la economía americana de un solo manotazo.
Allí sentado, contestaba las preguntas del comité reducido, sonreía con enloquecedora cortesía a cada nueva cuestión, y cuando hablaba lo hacía con tanta soltura como si conversara con unos invitados en un almuerzo informal.
- Si los estimados miembros del Congreso aprueban una ley que obligue a las compañías japonesas a vender a sus empresas nacionales, por una pequeña fracción de su valor real, los paquetes de acciones que nos otorgan mayoría en nuestros negocios en EE. UU., eso será considerado nada menos que como una nacionalización. La credibilidad de las empresas americanas recibirá un golpe muy duro en todo el mundo. Será el caos. Tanto los bancos como los mercados internacionales de divisas quedarán colapsados.
Algunas naciones industriales deberán declararse en quiebra. Y ¿con qué propósito se habrá hecho una cosa así? En mi humilde opinión, las inversiones japonesas son la mayor bendición que podía desear el pueblo americano.
- No hay ningún proyecto de ley semejante -estalló el senador Mike Díaz-. Lo que he dicho es: «Sus compañías que operan y extraen sus beneficios del suelo americano deberán estar expuestas a las mismas regulaciones y normas impositivas que las nuestras.» Sus mercados de capital permanecen cerrados para nosotros. A los americanos se les impide comprar terrenos y ser propietarios de sus empresas, en tanto que los intereses japoneses están actuando como gángsters financieros en este país, señor Tsuboi, y usted lo sabe demasiado bien.
El único hombre que no se sentía intimidado ante Tsuboi era el demócrata de Nuevo México Mike Díaz, presidente del comité, la cabeza visible de un movimiento decidido no sólo a limitar sino a eliminar radicalmente las Inversiones extranjeras en el gobierno americano, en sus empresas y en su suelo; y, si se aceptaban sus propuestas hasta el final, también a establecer embargos comerciales sobre todos los productos japoneses de importación.
Díaz, un viudo cercano a la cincuentena, era el único senador que dedicaba todo su tiempo a su trabajo. En su despacho disponía de un pequeño baño privado y una dependencia con una cama, nevera, un hornillo y un fregadero. Veinticinco años atrás se había hecho merecedor al título del político más trabajador de la Colina, y su ritmo de trabajo no había cambiado desde entonces. Su mujer había muerto de diabetes poco después de que él fuera elegido para su primer mandato. No tenían hijos, y desde la muerte de ella, él nunca dedicó un solo pensamiento a la idea de volver a casarse.
Tenía el cabello muy negro, peinado hacia atrás en un tupé alto; la cara redonda y morena con ojos de color pardo oscuro, y una boca que sonreía con facilidad y mostraba al hacerlo unos dientes perfectos. Cuando era piloto de un helicóptero del Ejército de tierra en Vietnam, había sido derribado y herido en una rodilla. Fue capturado y trasladado a Hanoi, y pasó dos años en un campo de prisioneros. Como sus carceleros nunca se cuidaron debidamente de su herida, cojeaba y debía andar con la ayuda de un bastón.
Díaz se distinguió por su postura radical en contra de las influencias extranjeras y de su implicación en la economía americana, y había luchado por imponer restricciones comerciales y elevar las tarifas, y en contra de lo que consideraba prácticas desleales en el comercio y la inversión por parte del gobierno japonés. Creía que la rivalidad con Japón había sobrepasado los límites de una escaramuza económica para convertirse en una auténtica guerra financiera, en la que EE.UU. ya había sido derrotado.
- ¿Señor presidente?
Díaz contestó a la seña de una atractiva mujer, miembro del comité.
- Sí, congresista Smith, adelante.
- Señor Tsuboi -empezó ella-, antes ha declarado usted que el dólar debería ser sustituido por el yen. ¿No le parece una medida un tanto extrema?
- No si se tiene en cuenta que los inversores japoneses financian el 55 por ciento de su déficit presupuestario -replicó Tsuboi con un amplio gesto de la mano -. La conversión de su divisa a la nuestra es únicamente cuestión de tiempo.
La congresista Loren Smith de Colorado no podía creer lo que estaba oyendo. Alta, llamativa, con un cabello rojizo y largo que enmarcaba sus prominentes pómulos y sus ojos violeta, representaba a un distrito situado al oeste de la divisoria continental. De temperamento enérgico, era tan elegante como un lince y tan atrevida como un muchacho. Respetada por su habilidad política, tenía una influencia considerable dentro de la Cámara de Representantes.
Muchos hombres poderosos de Washington habían intentado conseguir sus favores, dentro y fuera del Congreso, pero ella guardaba celosamente su vida privada y únicamente salía con hombres que no tuvieran nada que ver con los negocios ni con la política. Estaba ligada sentimentalmente, en secreto, a un hombre al que admiraba profundamente, y la confortaba la idea de que nunca vivirían juntos como amigos íntimos o como marido y mujer.
Ambos seguían su propio camino y sólo se encontraban cuando lo consideraban oportuno.
- ¿Cómo podemos estar más cerca de lo que ya estamos? -preguntó Loren-. Los activos de las sucursales de bancos japoneses en EE. UU. con mucho superan los activos globales de los bancos americanos. Más de un millón de estadounidenses trabajan ya para empresarios japoneses en este país. Sus grupos de presión tienen comprado a nuestro gobierno a todos los efectos prácticos. Poseen ustedes cuarenta mil millones de dólares en nuestro suelo. Lo que usted pretende, señor Tsuboi, es que nuestras dos naciones estén todavía más unidas para que de ese modo la suya pueda gobernar nuestra economía y dictar nuestra política exterior. ¿Me equivoco? Responda, por favor.
Tsuboi no estaba acostumbrado a que una mujer le hablara en aquel tono. El movimiento feminista era casi inexistente en Japón. Allí las mujeres se mantienen alejadas de la dirección de los negocios. Ningún varón japonés recibe órdenes de una mujer. Su compostura había empezado a ceder, y sus asesores se habían quedado mudos, con la boca abierta.
- El presidente y el Congreso deberían darnos garantías de que nunca cerrarán ustedes sus mercados a nuestros productos ni a nuestras inversiones -contestó Tsuboi evasivamente -. También se nos debería permitir la entrada en su país sin sufrir las molestias de un visado.
- ¿Y en el caso de que no aceptemos sus sugerencias?
Tsuboi se encogió de hombros y replicó con una sonrisa ladina:
- Somos una nación acreedora. Ustedes son nuestros deudores, los mayores deudores del mundo. Si nos amenazan no nos quedará más opción que emplear nuestra influencia en favor de nuestros intereses.
- En otras palabras, Estados Unidos se ha convertido en un país subordinado a Japón.
- En la medida en que su país está en decadencia en tanto que mi nación sube a un ritmo increíble, tal vez fuera conveniente para ustedes aceptar nuestros métodos en lugar de los suyos. Sus ciudadanos deberían estudiar con mayor profundidad nuestra cultura. Tal vez aprenderían algo.
- ¿Es ésa la razón por la que sus vastas operaciones en el exterior de Japón son dirigidas siempre por personas de su propio país, y no por trabajadores del país anfitrión?
- Contratamos a personal local -contestó Tsuboi con la expresión de quien ha recibido un golpe inesperado.
- Pero no en los puestos de dirección. Contratan a cuadros medios, secretarias y subalternos. Debo precisar además, que a muy pocos jóvenes y mujeres. Y se han cuidado muy bien de excluir a los sindicatos.
La congresista Smith hubo de esperar la respuesta mientras Tsuboi conversaba en japonés con sus asesores, O bien ignoraban o bien no les importaba el hecho de que sus susurros eran registrados y traducidos. Cada pocos minutos el senador Díaz recibía la traducción simultánea de sus palabras.
- Debe usted comprender -respondió por fin Tsuboi-: no es que tengamos prejuicios sino sencillamente que no consideramos que sea una buena práctica comercial permitir que occidentales que no están habituados a nuestros métóHos, y que no sienten ningún tipo de lealtad hacia nuestras costumbres nativas, ocupen posiciones de alto nivel en nuestras empresas en el extranjero.
- No es una decisión prudente, señor Tsuboi -dijo Loren con brusquedad-. Creo hablar en nombre de la mayoría de los americanos al decirle que no estamos dispuestos a que nos traten con menosprecio personas de países extranjeros en nuestro propio patio trasero.
- Eso es lamentable, congresista Smith. Como representante de mi propio pueblo, no comparto la conclusión que usted extrae de los hechos. Nosotros nos limitamos a buscar el mayor provecho sin atropellar a nadie.
- Sí, ya hemos tomado buena nota del modo en que cuidan sus propios intereses. La venta de tecnología militar estratégica y de informática al bloque soviético. Para los ejecutivos de empresas como la suya, la Unión Soviética, Alemania Oriental, Cuba, Irán y Libia son simplemente unos clientes más.
- Las cuestiones de ideología y moral internacional no nos conciernen. Mezclarlas con los temas de orden práctico relativos a las relaciones comerciales no tiene sentido según nuestra manera de pensar.
- Una pregunta más -insistió Loren-. ¿Es cierto que ha propuesto usted a su gobierno comprar todo el estado de Hawai con el fin de resarcirse del déficit comercial de EE. UU. con Japón?
Tsuboi no consultó esta vez con sus asesores sino que respondió de inmediato.
- Sí, he propuesto esa medida. Los japoneses constituyen la mayoría de la población de Hawai, y nuestros intereses comerciales se extienden en la actualidad al 62 por ciento del suelo del archipiélago. También he sugerido la transformación de California en una comunidad mixta, compartida entre Japón y EE. UU. Contamos con una inmensa fuerza de trabajo que deseamos exportar, y nuestros capitales podrían crear allí cientos de empresas manufactureras.
- Sus proyectos me resultan particularmente desagradables -dijo Loren, que tenía dificultades para contener su ira-. Esa violación de California por la comunidad de negocios japonesa no ocurrirá nunca. Por desgracia, me han contado que muchos barrios residenciales de Hawai son ya exclusivos para japoneses, y que un número creciente de lugares de reunión y clubes de golf están vedados a los ciudadanos estadounidenses. -Loren hizo una pausa y miró a los ojos a Tsuboi, antes de continuar-. Por mi parte, voy a luchar con todos los medios a mi alcance para evitar más usurpaciones.
Un murmullo de aprobación se extendió por la sala. Se oyeron algunos aplausos y el senador Díaz sonrió y golpeó ligeramente la mesa para pedir silencio.
- ¿Quién puede decir lo que nos deparará el futuro?
- dijo Tsuboi con una sonrisa prepotente-. No tenemos ningún plan secreto para derribar su gobierno. Han perdido ustedes el juego económico por incomparecencia.
- Si hemos perdido ha sido por tolerar las actividades de los ladrones de cadáveres respaldados por los Seguros Kanoya -estalló Loren.
- Ustedes los americanos deben aprender a aceptar los hechos. Si estamos comprando Estados Unidos es porque nos la están vendiendo.
Los pocos espectadores permitidos en la reunión y los numerosos congresistas se estremecieron ante la velada amenaza, y la hostilidad brilló en sus ojos. La extraña mezcla de arrogancia y humildad, de cortesía y resistencia, que exhibía Tsuboi, creaba una atmósfera de inquietud y temor en la sala.
Díaz se inclinó sobre la mesa de la presidencia hacia Tsuboi, con una mirada dura.
- Al menos esta desafortunada situación presenta dos beneficios para nosotros.
Por vez primera, el rostro de Tsuboi mostró una expresión de desconcierto.
- ¿De qué beneficios está hablando, senador?
- El primero, que si intentan ir demasiado lejos, sus inversiones, compuestas en su mayor parte de palabras escritas en papeles y en monitores de ordenadores, serán borradas. El segundo, que ya no existe el americano feo -dijo Díaz, y su voz era tan gélida como un viento ártico-. Ha sido sustituido por el feo japonés.
25
Después de despedirse de Pitt frente al edificio del Cuartel General Federal, Giordino fue en taxi hasta el Departamento de Comercio, en Constitution Avenue.
Gracias a un amigo, que tenía el cargo de secretario adjunto de Asuntos Comerciales Nacionales y Extranjeros, pudo llevarse prestado un expediente con los listados de los automóviles importados de la marca Murmoto. Luego viajó hasta Alexandria, Virginia. Se detuvo una vez para consultar una dirección en el listín de teléfonos. El edificio que buscaba alojaba la red de distribución de la Murmoto Motor Corporation para un territorio que incluía cinco estados. Llamó al número y pidió al operador la dirección.
Caía la tarde, y soplaba una brisa fresca que anunciaba ya ei otoño y arrancaba las primeras hojas de los árboles.
El taxi se detuvo frente a un moderno edificio de ladrillo rojo con amplios ventanales de cristal y bronce. Un letrero con letras de cobre lo identificaba como la Murmoto Motor Distribution Corp.
Giordino pagó el trayecto y se detuvo un momento a observar el patio del aparcamiento. Estaba lleno a rebosar de automóviles Murmoto. No había ninguno americano o europeo a la vista. Cruzó la puerta de doble hoja y se acercó a una bonita recepcionista japonesa.
- ¿Puedo servirle en algo? -preguntó ella con una voz muy dulce.
- Albert Giordino, del Departamento de Comercio - contestó -. Quisiera hablar con alguien respecto a embarque de automóviles.
Ella pensó por unos momentos y finalmente optó por buscar en un libro de personal.
- Tendrá que ser con el señor Dennis Suhaka, nuestro director de transportes. Le diré que desea usted verle, señor Giordino.
- Giordino, Albert Giordino.
- Lo siento, muchas gracias.
Antes de que transcurriera un minuto, una secretaria alta y atractiva de origen asiático pero que había sometido sus ojos achinados a una operación de cirugía estética, apareció en el vestíbulo y acompañó a Giordino al despacho de Suhaka. Mientras caminaban por un pasillo largo y lujosamente alfombrado, Giordino se divirtió leyendo los letreros de las puertas. No había gerente, ni presidentes ni vicepresidentes; todos eran directores de una cosa u otra.
Suhaka era un hombre gordo y jovial. Con una resplandeciente sonrisa se levantó de detrás de su escritorio y estrechó la mano que le tendía Giordino.
- ¿Qué puedo hacer por el Departamento de Comercio?
Para alivio de Giordino, Suhaka no dudó en ningún momento de su imprevista aparición ni le pidió que se identificara.
- Nada importante. El típico papeleo burocrático para los registros estadísticos. Mi jefe me ha pedido que pasara por aquí, camino de casa, y cotejara el número de coches importados y embarcados para sus clientes con las cifras suministradas por su casa central de Tokio.
- ¿Durante qué período de tiempo? Importamos un número enorme de automóviles.
- Los últimos noventa días.
- No hay problema -dijo Suhaka, desviviéndose por ser complaciente -. Todas nuestras listas de embarque están introducidas en el ordenador y puedo tenérselas preparadas en diez minutos. Seguramente coincidirán. Tokio nunca comete errores. ¿Aceptará una taza de café mientras espera?
- Sí -dijo el agotado Giordino -. Se lo agradezco.
Suhaka pasó a un pequeño despacho vacío; la bonita secretaria trajo el café, y mientras él lo bebía, regresó con un gran paquete de listados de archivo pulcramente ordenados.
Giordino encontró lo que Pitt le había enviado a buscar en menos de media hora. Se recostó en su asiento y echó una cabezadita para matar el tiempo y aparentar que era simplemente un pequeño burócrata encargado de un trabajo rutinario. Exactamente a las cinco en punto, Suhaka entró en la habitación.
- El personal se marcha a esta hora pero yo me quedaré a trabajar hasta tarde. ¿Desea que le ayude en alguna cosa?
- No -contestó Giordino cerrando las carpetas -.
También a mí me gustaría irme a casa. Ya he cumplido mis siete horas. Me marcho. Le agradezco mucho su cooperación. Las cifras de sus unidades importadas quedarán reflejadas en los ordenadores del gobierno. ¿Con qué propósito? Tal vez únicamente un ujier de alguna oficina de los sótanos lo sepa con seguridad.
Cogió los expedientes del Departamento de Comercio y se dirigió a la puerta, pero a mitad de camino se volvió como si acabara de acordarse de algo, en el mejor estilo de Peter Falk-Colombo.
- Hay un detalle.
- ¿Sí?
- Un pequeño fallo que casi no vale la pena mencionar.
- ¿Sí?
- He encontrado seis automóviles que aparecen en su lista de importación como descargados en Baltimore procedentes de dos barcos distintos, y en cambio no constan en la lista de exportación de la casa central de Tokio.
Suhaka parecía un chiquillo pillado en alguna falta.
- Nunca me había ocurrido una cosa así. ¿Puedo comprobar sus cifras?
Giordino desplegó los listados que había pedido prestados a su amigo del Departamento de Comercio, y los colocó junto a los que le había pasado la secretaria de Suhaka Subrayó los automóviles que constaban en su listado y faltaban en el de Tokio. Los seis eran sedanes deportivos SP-500.
- Oficialmente puedo decirle que la discrepancia no nos preocupa -comentó Giordino en tono indiferente-. En la medida en que a usted le constan como entrados en el país, su compañía está justificada ante el gobierno. Estoy seguro de que se trata tan sólo de un error en el Departamento de Contabilidad de Tokio, luego remediado.
- Ha sido un imperdonable descuido por mi parte - dijo Suhaka, con la misma expresión que si acabara de dejar caer las joyas de la corona en una letrina-. Me he fiado en exceso de nuestra casa central. Debía haber encargado a alguien del personal a mis órdenes que lo comprobara.
- Por simple curiosidad, ¿qué clientes recibieron esos coches en particular?
- Un momento -Suhaka condujo a Giordino a su despacho, y allí se sentó ante su escritorio y tecleó un rato en el ordenador. Luego se echó hacia atrás y esperó. Cuando los datos solicitados iluminaron la pantalla, su sonrisa se desvaneció bruscamente y su cara adquirió una palidez cadavérica.
- Los seis automóviles fueron llevados a diferentes clientes. Me costará varias horas seguir el rastro de cada uno de ellos. Si puede pasarse de nuevo por aquí mañana, estaré encantado de proporcionarle los nombres.
Giordino simuló un gesto abrumado.
- Olvídelo. Los dos tenemos asuntos más urgentes de los que preocuparnos. Por mi parte, tendré que luchar con el tráfico de la hora punta, ducharme y llevar a mi esposa a cenar. Hoy es nuestro aniversario de boda.
- Felicidades a los dos -dijo Suhaka, con una mirada que expresaba con toda claridad su alivio.
- Muchas gracias. Y gracias también por su cooperación.
La amplia sonrisa de Suhaka ocupó de nuevo su lugar.
- Siempre encantado de ayudarlos. Adiós.
Giordino caminó cuatro manzanas hasta una gasolinera, y allí llamó desde un teléfono público. Una voz masculina contestó diciendo simplemente «hola».
- Soy su amigo, el vendedor de Mercedes. Tengo un modelo que creo que puede interesarle.
- Está usted fuera de su distrito, señor. Debería estar vendiendo cerca del muelle, o mejor aún, en el océano Pacífico.
- Le hablo de un buen negocio -gruñó Giordino-. Si no puede permitirse el lujo de comprar un buen coche alemán, pruebe un Murmoto. Voy detrás de seis sedanes deportivos SP-500 por los que puedo conseguirle descuentos especiales.
- Un momento.
En el auricular resonó una voz que Giordino reconoció de inmediato como la de Donald Kern.
- A pesar del hecho de que esté usted fuera de su territorio, siempre me interesa ahorrar algo de dinero. Dígame dónde puedo ver esos descuentos especiales.
- Tendrá que conseguir la información en el distribuidor de Murmoto en Alexandria. Los registros de su ordenador incluyen seis automóviles que entraron en el país pero no salieron de la fábrica. Le sugiero que se apresure antes de que corra la voz y alguien se le adelante. Tres de los coches fueron desembarcados en la aduana de Baltimore el cuatro de agosto. Los otros tres llegaron el diez de septiembre.
Kern captó de inmediato lo que quería sugerirle Giordino.
- No cuelgue -ordenó. Luego se volvió a su ayudante, que escuchaba por una línea auxiliar-. Dedíquese a ello.
Introdúzcase en el sistema del ordenador de Murmoto y extraiga sus registros de embarque para conseguir el paradero de esos seis automóviles antes de que se den cuenta y borren los datos.
Luego volvió a hablar con Giordino.
- Buen trabajo. Todo está perdonado. A propósito ¿qué casualidad le llevó a seguir el rastro de esas gangas?
- Fue idea de Stutz. ¿Ha sabido algo más de él?
- Sí, me llamó hace una hora -contestó Kern-. Descubrió el origen del problema.
- Yo ya sabía que, si había alguien capaz de resolver ese acertijo, sería él -dijo Giordino, aludiendo al extraño talento de Pitt para descubrir lo desconocido -. Hace falta una mente retorcida para poder reconocer a otra.
26
Ya había oscurecido cuanto Yaeger dejó a Pitt delante del viejo hangar situado en el extremo más alejado del Aeropuerto Internacional de Washington. La estructura había sido levantada en 1936, y en otros tiempos había albergado los aparatos de una antigua compañía de línea que después fue adquirida por American Airlines. A excepción de los faros del Taurus de Yaeger, la única iluminación existente provenía del resplandor de la ciudad, al otro lado del río Potomac, y de una solitaria farola colocada junto a la carretera, doscientos metros más al norte.
- Para ser alguien que no ha estado en casa desde hace cuatro meses, viajas con poco equipaje -rió Yaeger.
- Mis maletas se quedaron con los peces -murmuró Pitt con los ojos semicerrados.
- Me gustaría ver otra vez tu colección de coches pero tengo que irme a casa.
- Yo iré a la cama. Gracias por el transporte. Y gracias de nuevo por lo de esta tarde. Un espléndido trabajo, como siempre.
- Disfruto haciéndolo. Encontrar la clave de tus rompecabezas es mejor que resolver los misterios del universo todos los días.
Yaeger agitó la mano como despedida, subió la ventanilla para protegerse del aire frío de la noche, y desapareció con su automóvil en la oscuridad.
Pitt sacó del bolsillo del pantalón un transmisor de pilas que había recogido en su despacho de la AMSN, y apretó una serie de botones que desactivaron el sistema de seguridad del hangar y encendieron las luces del interior Abrió la vieja y baqueteada puerta lateral, y entró. El suelo de cemento pulimentado del hangar parecía albergar un museo del transporte. Un viejo aeroplano trimotor Ford ocupaba un rincón junto a un autobús Pullman de comienzos de siglo. Más de cincuenta automóviles cubrían los restantes 10.000 metros cuadrados. Modelos europeos exóticos como un Hispano-Suiza, un Mercedes-Benz 540R y un precioso Talbot-Lago azul convivían con magníficos clásicos americanos tales como un Cord L-29, un Pierce Arrow y un asombroso Stutz de color verde turquesa. La única pieza que parecía fuera de lugar era una vieja bañera de hierro colado, con un motor fuera de borda sujeto en el extremo dispuesto para apoyar la espalda.
Pitt arrastró sus cansados pies hasta una escalera de caracol de hierro que llevaba hasta su apartamento, situado en el piso de arriba. Lo que en tiempos había sido una oficina, lo había decorado de nuevo y convertido en un cómodo apartamento de un solo dormitorio, con una amplia sala de estar-estudio. Las estanterías estaban llenas de libros y maquetas guardadas en urnas de cristal de los barcos que Pitt había descubierto y explorado.
De la cocina surgía un aroma apetitoso. Encontró una nota colgada de un ave del paraíso que coronaba un jarrón colocado sobre la mesa del comedor. Una sonrisa iluminó su rostro al leerla.
«Me han dicho que has vuelto a escondidas a la ciudad. He limpiado el moho extranjero que invadió tu nevera al mes de marcharte. He creído que estarías hambriento. Tienes una ensalada en la nevera y la sopa de pescado se está calentando en un bote en el hornillo. Siento no estar para darte la bienvenida, pero tengo una cena oficial en la Casa Blanca.
Te quiero, L.»
Se detuvo unos momentos para forzar a su mente embotada por el sueño a tomar una decisión. ¿Debía comer y darse después una ducha? ¿O ducharse primero? Decidió que una ducha caliente lo dejaría incapacitado para sentarse después a la mesa. Se desvistió y se puso un batín corto. Comió la ensalada y la mayor parte del bote de bullabesa con dos vasos de un Cabernet Sauvignon Smothers Brothers de 1983 que extrajo de una pequeña bodega de vino colocada en un lugar resguardado.
Acabó de comer, y estaba fregando los platos cuando sonó el teléfono.
- ¿Hola?
- ¿Señor Pitt?
- Sí, señor Jordan -contestó Pitt, al reconocer la voz-. «¡Qué se le ofrece?
- Espero no haber interrumpido su sueño.
- Mi cabeza está todavía a una distancia de diez minutos de la almohada.
- Quería llamarle para saber si ha tenido noticias de Al.
- Sí, me llamó inmediatamente después de hablar con usted.
- A pesar de que su actuación no había sido autorizada, la información resultó muy valiosa.
- Sé que no debía haberme extralimitado pero quise seguir una corazonada.
- No es usted un jugador de equipo, ¿eh, Dirk? -dijo Jordan, empleando por primera vez el nombre de pila de Pitt-. Prefiere jugar a su propio juego.
- La sabiduría consiste en perseguir los mejores fines a través de los mejores medios.
- ¿Es suya la frase?
- No, pertenece a Francis Hutcheson, un filósofo escocés.
- Me agrada que cite usted con exactitud - comentó Jordan-. La mayor parte de los funcionarios de Washington habrían deformado el original y dicho: «El fin justillos medios.»
- ¿Desea alguna otra cosa? -preguntó Pitt, que añoraba con desesperación su cama.
- Creí que le gustaría saber que hemos encontrado los coches-bomba.
- ¿Los seis? -preguntó Pitt asombrado.
- Sí, estaban escondidos en el edificio de un banco japonés, cerca de Washington. Herméticamente guardados en un sótano hasta el día de desempolvarlos y conducirlos hasta los objetivos programados para detonarlos.
- A eso se le llama trabajar aprisa.
- Usted tiene sus métodos y nosotros los nuestros.
- ¿Están a buen recaudo?
- Sí, pero tenemos que andar con cuidado. No debemos dar la alarma todavía, al menos hasta localizar a los responsables de este horror y destruir su centro de mando -dijo Jordan-. Tal como han ido las cosas, Giordino avisó esta tarde justo a tiempo para poder realizar la operación. Alguien en la distribuidora Murmoto estaba asustado. Entramos y salimos del sistema de su ordenador tan sólo unos minutos antes de que borraran los datos de las unidades importadas por vía marítima.
- ¿Fueron esos datos los que les llevaron hasta los coches?
- Conseguiremos seguir la pista y entrar en una conocida empresa japonesa de transportes que cargaron los automóviles en sus camiones. En los registros no constaba ninguna mención de destino, por supuesto, pero nos las ingeniamos para pedir «prestada» una copia del albarán de entrega del conductor. El documento nos reveló el número de kilómetros que había recorrido el camión después de abandonar los muelles. El resto fue una simple cuestión de investigación rutinaria y de mucho pateo de aceras.
- Fracturar y entrar.
- Nunca fracturamos cuando entramos -dijo Jordan.
- Si se filtra la noticia de que nuestros buenos ciudadanos están sentados sobre bombas nucleares pertenecientes a una potencia extranjera, cundiría el pánico.
- Estoy de acuerdo en que no es una situación agradable. Los rugidos del público y sus exigencias de venganza podrían impulsar a los japoneses a trasladar los coches a posiciones estratégicas y apretar el botón de «fuego» antes fr que podamos encontrarlos y neutralizarlos.
- Una búsqueda por todo el país podría costamos veinte años hasta encontrarlos todos, -No lo creo -contestó Jordan con tranquilidad-. Sabemos cómo lo hacen, y gracias a Giordino y a usted, sabernos además lo que tenemos que buscar. Los japoneses no son ni la mitad de eficaces que nuestros profesionales en el terreno de la inteligencia. Apuesto a que encontraremos todos los Murmotos provistos de bombas en un plazo máximo de treinta días.
- Aplaudo su optimismo -dijo Pitt -. Pero ¿qué pasará con nuestros aliados y con los rusos? Los japoneses también pueden haber escondido bombas en sus países.
¿Va el presidente a advertir a sus dirigentes de que existe esa posibilidad?
- Todavía no. No podemos confiar en que las naciones de la OTAN sean capaces de guardar el secreto durante todo el tiempo que sea necesario. Por otra parte, el presidente opina que poner al Kremlin al corriente significaría una tensión indeseable en las relaciones entre los dos países. Piense en ello. Los dos estamos ahora en el mismo barco, amenazados de súbito por otra superpotencia.
- Existe aún otra amenaza preocupante.
- ¡Hay tantas! ¿Qué es lo que he omitido?
- Supongamos que los japoneses hacen estallar algunas de las bombas, bien en EE. UU. o bien en Rusia. Cada uno de nosotros pensará que es el otro quien le ha atacado, iremos a la guerra, y los japoneses tendrán vía libre después para apoderarse de lo que quede.
- No quiero irme a la cama con esa idea rondándome la cabeza -dijo Jordan incómodo -. Limitémonos a tomar las cosas como vienen. Si nuestra operación tiene éxito entonces todo estará otra vez en manos de los políticos.
- Esa última frase -dijo Pitt fingiendo estar asustado- haría que cualquier persona perdiera el sueño sin remedio.
Acababa de adormecerse cuando el timbre de seguridad le alertó de la presencia de alguien que intentaba entrar en el hangar. Se forzó a sí mismo a saltar de su acogedora cama, caminó hasta el estudio y encendió un pequeño monitor de televisión en circuito cerrado.
Stacy Fox estaba junto a la puerta lateral, mirando con una sonrisa hacia lo que Pitt consideraba un magnífico camuflaje de la cámara de segundad que tenía instalada sobre el umbral.
Apretó un botón y la puerta se abrió. Entonces salió de la habitación y se detuvo a esperar en el rellano superior de la escalera.
Ella entró en el hangar, sensual y, al mismo tiempo, discreta, con su chaqueta azul sin solapa, una falda estrecha a juego y blusa blanca con un broche prendido en el escote. Se movía despacio entre aquel despliegue de ingeniería, con un asombro reverente. Se detuvo ante un cupé Talbot-Lago Grand Sport de 1948, con una carrocería especial obra de un diseñador francés llamado Saoutchik, y pasó suavemente los dedos por el parachoques.
No era la primera. Casi todas las mujeres que habían visitado en alguna ocasión el curioso cuartel general de Pitt se habían enamorado del Talbot. Él lo consideraba una obra maestra del arte de la mecánica pero las mujeres experimentaban una irresistible atracción sensual a primera vista. Cuando veían la esbelta, casi felina, línea de la carrocería, sentían la fiereza y potencia del motor, y olían el elegante cuero de la tapicería, el coche se convertía para ellas en un símbolo erótico.
- ¿Cómo me has encontrado? -preguntó Pitt, y su voz despertó los ecos dormidos en aquel amplio interior.
Ella miró hacia arriba.
- Estudié tu historial durante dos días antes de volar al pacífico y embarcar en el Invincible.
- ¿Encontraste algo interesante? -dijo él, molesto por el hecho de que su vida se exhibiera de ese modo ante cualquiera con autoridad suficiente para violar su intimidad.
- Eres un tipo curioso.
- Me halagas.
- Tu colección de coches es maravillosa.
- Hay muchas colecciones mayores con modelos y marcas más caros.
Ella se volvió a mirar el Talbot-Lago.
- Me gusta éste.
- Yo prefiero el coche verde que está al lado.
Stacy se volvió a mirar el Stutz con la misma expresión que si estudiara a una maniquí que pasara una creación exclusiva en un desfile de modas. Luego movió negativamente la cabeza.
- Hermoso pero macizo, demasiado masculino para el gusto de una mujer.
Luego volvió a mirar hacia arriba.
- ¿Podemos hablar?
- Si consigo mantenerme despierto. Sube.
Ella subió la escalera de caracol y él le mostró el apartamento.
- ¿Puedo ofrecerte una bebida? -preguntó Pitt.
- No, gracias -le miró con atención, y sus ojos reflejaron compasión-. No debía haber venido. Pareces a punto de derrumbarte.
- Me recuperaré después de una buena noche de sueño -dijo él con tristeza.
- Lo que necesitas es un buen masaje en la espalda -añadió ella inesperadamente.
- Creí que habías venido para hablar.
- Puedo hablar mientras te doy un masaje. ¿Sueco o shiatsu? ¿Qué método de masaje prefieres?
- Qué demonios, los dos.
Ella rompió a reír.
- De acuerdo -le cogió de la mano, tiró de él hasta el dormitorio y lo empujó hasta colocarlo boca abajo en la cama-. Quítate la ropa.
- ¿Me dejas proteger mis vergüenzas con una sábana?
- ¿Tienes algo que no haya visto yo antes? -dijo ella al tiempo que estiraba las mangas del batín.
Él rió.
- No me pidas que me dé la vuelta.
- Quería pedirte perdón antes de que Tim y yo salgamos para la costa oeste -dijo ella en tono serio.
- ¿Tim?
- El doctor Weatherhill.
- Supongo que habéis trabajado juntos anteriormente.
- Sí.
- ¿Te veré de nuevo en alguna ocasión? - preguntó.
- No lo sé. Nuestras misiones pueden llevarnos en diferentes direcciones. -Dudó un momento -. Quiero que sepas que lamento las complicaciones que te he causado.
Me salvaste la vida, y el hecho de que ocupé un espacio extra en el último sumergible casi fue la causa de que perdieras la tuya.
- Un buen masaje y estaremos a la par -dijo Pitt con una sonrisa cansada.
Ella contempló su cuerpo extendido.
- Para haber vivido cuatro meses bajo el agua, estás bastante bronceado.
- Mi sangre gitana -susurró él con voz soñolienta.
Utilizando la básica presión digital de la técnica shiatsu, Stacy recorrió las áreas sensitivas de los pies desnudos de Pitt.
- Eso va bien -la animó -. ¿Te informó Jordan de lo que hemos averiguado sobre las bombas?
- Sí, le diste una sorpresa. Estaba convencido de que no querías formar parte del equipo. Ahora que Tim y yo sabemos exactamente cómo enfocar la investigación, deberíamos progresar aprisa en el descubrimiento de los coches bomba.
- Y vais a buscar en los puertos de la costa oeste.
- Seattle, San Francisco y Los Ángeles son los puertos los que atracan los transportes de automóviles Murmoto. -Pitt guardó silencio mientras Stacy le masajeaba las piernas, combinando el shiatsu con los métodos suecos.
Le dio masaje en los brazos, la espalda y el cuello. Luego, una ligera palmada en las nalgas, le ordenó que se diera la vuelta, pero no hubo respuesta: Pitt se había quedado dormido.
En algún momento de la noche se despertó y sintió su cuerpo enlazado salvajemente al de ella. Los movimientos, las sensaciones, los gemidos apagados de la voz de Stacy, llegaban como un eco lejano a través de la bruma espesa del cansancio. Sentía como si se elevara en el aire, en medio de una tormenta, hasta que todo se desvaneció y él cayó de nuevo en el vacío negro de un sueño profundo.
- Sorpresa, dormilón -dijo la congresista Loren Smith deslizando un dedo por la espalda de Pitt.
Su mente hubo de esforzarse en apartar las telarañas del sueño al tiempo que se incorporaba a medias y miraba hacia arriba. Estaba sentada con las piernas cruzadas al otro lado de la cama. Vestía un top floreado de algodón con una cinta al cuello y pantalones anchos plisados de color verde salvia. Se había recogido el pelo sobre la nuca con un lazo.
De súbito Pitt recordó, y dirigió una mirada aprensiva al lado opuesto de la cama. Con gran alivio, vio que estaba vacío.
- ¿No se supone que debes estar dedicada a tus extraordinarias obligaciones en el Congreso? -preguntó, secretamente complacido de que Stacy se hubiera marchado antes de que llegara Loren.
- Nos hemos tomado un descanso.
Le mostraba una taza de café pero lejos de su alcance, para tentarlo.
- ¿Qué debo hacer para que me des café?
- Te costará un beso.
- Es muy caro, pero me empuja la desesperación.
- Y también una explicación.
«Ya estamos», pensó él, reagrupando rápidamente sus ideas.
- ¿Relativa a qué?
- No a qué sino a quién. Ya sabes, a la mujer con la que has pasado la noche.
- ¿Qué mujer era ésa? -preguntó inocentemente.
- La que ha dormido en esta cama esta noche.
- ¿Ves a alguna mujer por aquí?
- No me hace falta verla -dijo Loren, encantada por tener la ocasión de provocarle -. Puedo olería.
- ¿Me creerás si te digo que era una masajista?
Ella se inclinó hacia él y le dio un largo beso. Finalmente se echó atrás, le tendió el café, y dijo:
- No está mal. Te concedo un sobresaliente en creatividad.
- Me has estafado -dijo él esperando cambiar así el curso de la conversación-. La taza sólo está medio llena -No querrías que la volcase entera en tus sábanas ¿verdad? -rió como si le divirtiera realmente la indiscreción de Pitt -. Extrae tu enorme cuerpo peludo de esa cama y lava bien las sábanas para que desaparezca el perfume. El olor no es malo, lo admito. Bastante caro. Voy a preparar el desayuno.
Loren estaba de pie en la cocina, cortando un pomelo en rodajas cuando Pitt salió de la ducha por segunda vez en ocho horas. Con una toalla enrollada alrededor de la cintura, se detuvo detrás de ella, le rodeó la cintura con los brazos y besó su cuello.
- Hace mucho que na nos veíamos. ¿Cómo te las has arreglado tanto tiempo sin mí?
- Me he enterrado en los asuntos de leyes y he olvidado todo lo relacionado contigo.
- ¿Y no has encontrado tiempo para divertirte?
- He sido una buena chica. Aunque hubiera sido mala de haber tenido la oportunidad, y en especial de haber sabido que tú no ibas a perder el tiempo desde el momento mismo de volver a casa.
«Loren se esta portando muy bien», pensó Pitt. Tan solo se percibía en ella un ligero rubor motivado por los celos. Pero sabía contenerlos. Pitt no era el único hombre en su vida, y ninguno de los dos intentaba monopolizar al otro ni exhibía unos celos fuera de tono; todo lo cual contribuía a hacer más deseable su relación.
Mientras él mordisqueaba el lóbulo de su oreja, ella se dio la vuelta y le rodeó el cuello con sus brazos.
- Jim Sandecker me ha contado vuestro proyecto y cómo pudiste escapar de milagro.
- Se supone que es un secreto -dijo él mientras ambos seguían acariciándose.
- Las congresistas femeninas tenemos ciertos privilegios.
La mirada de ella reflejó una súbita tristeza.
- En serio, lamento que se perdiese la base.
- Levantaremos otra -sonrió -. Los resultados de nuestras pruebas se salvaron. Es lo que cuenta.
- Jim me ha dicho que llegaste a la superficie segundos antes de morir por asfixia.
Pitt volvió a sonreír.
- Eso es agua pasada, como dicen.
La soltó y se sentó a la mesa. Parecía una escena doméstica de cualquier mañana de domingo, entre un hombre felizmente casado y su mujer, pero ni Loren ni Dirk habían estado nunca casados.
Él se puso a hojear el periódico que había traído ella con las provisiones. Sus ojos se detuvieron en un artículo, y después de leer el texto miró hacia arriba.
- Veo que has vuelto a aparecer en el Post -dijo con una sonrisa-. De modo que te has puesto antipática con nuestros amigos de Oriente, ¿no es así?
Loren dio la vuelta a una tortilla con habilidad y la depositó en un plato.
- Los dueños de la tercera parte de nuestras empresas están en Tokio. Nuestra prosperidad y nuestra independencia como nación está en peligro. Estados Unidos ya no pertenece a los americanos. Nos hemos convertido en una colonia financiera de Japón.
- ¿Y eso es malo?
- La gente de la calle no tiene idea de lo malo que es - dijo Loren colocando la tortilla y una bandeja de tostadas frente a Pitt -. Nuestro enorme déficit ha abierto una brecha por la que se pierde nuestra economía y entra el dinero japonés.
- Sólo podemos culparnos por ello a nosotros mismos - dijo Pitt, al tiempo que cogía el tenedor-. Ellos ahorran y nosotros consumimos en exceso, así nuestra deuda es cada vez mayor. Hemos vendido a precio de oferta nuestro liderazgo en tecnología de todo tipo cuando no nos lo han robado. Y seguimos haciendo cola con los monederos abiertos, jadeantes, codiciando el momento en que les venderemos nuestras empresas o nuestro suelo para disponer rápidamente de dinero efectivo. Enfréntate a la realidad, Loren, nada de esto habría ocurrido si los ciudadanos de a pie, la comunidad de los negocios, vosotros los congresistas y los cretinos que dirigen la economía desde la Casa Blanca, os hubierais dado cuenta de que este país estaba implicado en una guerra financiera sin cuartel contra un enemigo al que nos habíamos acostumbrado a considerar inferior. Tal como están las cosas, no nos queda ninguna posibilidad de ganar.
Loren se sentó con una taza de café en la mano, y pasó a Pitt un vaso de zumo de naranja.
- Es el discurso más largo que nunca te he oído pronunciar. ¿Piensas hacer campaña para presentarte al Senado?
- Antes preferiría que me arrancaran las uñas de los pies. Además, con un Pitt en la colina del Capitolio ya hay bastante -añadió, refiriéndose a su padre, el senador George Pitt de California.
- ¿Has visto al senador?
- Aún no he tenido tiempo.
- ¿Qué planes tienes? -preguntó Loren, dirigiendo una mirada melancólica a Pitt.
- Voy a dedicarme a los coches y a descansar durante un par de días. Tal vez pueda poner el Stutz a punto para participar en la carrera de coches clásicos.
- Se me ocurre algo más divertido que mancharte de rasa -dijo ella con voz ronca.
Pasó al otro lado de la mesa, se inclinó sobre él y se apoderó con sorprendente firmeza de su brazo. Él sintió el deseo que fluía de ella como un néctar, y de súbito se dio cuenta de que la deseaba con más fuerza que nunca. Esperaba poder estar en forma para esta segunda ronda. Luego, como atraído por un imán, se dejó arrastrar hasta el sofá.
- En la cama no -dijo ella ceñuda-. No hasta que cambies las sábanas.
27
Hideki Suma descendió de su reactor privado con rotor variable, seguido por Moro Kamatori. El aparato había aterrizado en un helipuerto, junto a una enorme cápsula solar de plástico que se alzaba cincuenta metros en el aire.
Situada en el centro de un parque y en un entorno densamente poblado, la cúpula cubría un amplio atrio que constituía el núcleo interior de un proyecto subterráneo llamado «Edo», en honor al nombre de la ciudad que fue rebautizada Tokio durante la Restauración Meiji, en 1868.
Ciudad de Edo, la primera ciudad de la nueva frontera subterránea de Japón, había sido diseñada y construida por Suma como una comunidad de investigación científica compuesta por 60.000 personas. Tenía la forma de un enorme cilindro cuya superficie superior era el atrio, y que se extendía a lo largo de veinte plantas circulares en las que se habían instalado las residencias de los miembros integrantes de la comunidad científica, los despachos, los baños públicos, las salas de reunión, varios restaurantes, un supermercado, una biblioteca y una fuerza de seguridad propia, compuesta por un millar de hombres.
Unos cilindros subterráneos más pequeños, conectados a través de túneles al núcleo principal, contenían el equipo de comunicaciones, los sistemas de calefacción y refrigeración, los controles de temperatura y humedad, las plantas suministradoras de energía eléctrica y la maquinaria utilizada para procesar los desechos. Aquellas complejas estructuras habían sido construidas en cemento y cerámica, y se hundían 150 metros en la roca volcánica.
Suma había financiado por sí solo el proyecto, sin ninguna colaboración por parte del gobierno. Los problemas legales y las restricciones que afectaron a la construcción se resolvieron muy pronto gracias al inmenso poder del holding de Suma y a sus tentáculos subterráneos.
Los dos entraron en un ascensor oculto que los llevó hasta una suite de las oficinas de su grupo de empresas, que abarcaban toda la cuarta planta del cilindro exterior, Su secretaria, Toshie Kudo, estaba esperándolos y abrió las puertas de su despacho y apartamento privado, fuertemente custodiado. Las espaciosas habitaciones, con tres niveles distintos, estaban decoradas con biombos y murales pintados, y con vitrinas repletas de hermosas cerámicas y vestimentas del siglo XVI con brocados, rasos y crepés delicadamente recamados. Una serie de pinturas con paisajes terrestres y marinos cubría la mayor parte de las paredes; otras mostraban dragones, leopardos, tigres, y también tiburones, que simbolizaban las proezas maritales de la clase de los guerreros.
- El señor Ashikaga Enshu los espera -anunció Toshie.
- No recuerdo ese nombre.
- El señor Enshu es un investigador especializado en buscar objetos artísticos y curiosos, y en negociar la venta para sus clientes -explicó Toshie -. Llamó para decirnos que había descubierto una pintura que encajaba en su colección. Me tomé la libertad de fijar una cita, para que pudiera mostrársela sin compromiso.
- Tengo poco tiempo -dijo Suma, mientras consultaba la hora en su reloj.
Kamatori se encogió de hombros.
- No nos perjudicará ver lo que te ofrezca, Hideki. Tal vez ha encontrado la pintura que andabas buscando.
Hizo un gesto a Toshie.
- De acuerdo. Hazle pasar, por favor.
Suma se inclinó cuando el marchante de arte penetró en la habitación.
- ¿Tiene usted una nueva adquisición para mi colección, señor Enshu?
- Sí, así lo espero, y estoy convencido de que se sentirá feliz cuando vea lo que he encontrado para usted. -Ashikaga sonreía sinceramente bajo su cabello plateado, cuidadosamente peinado, sus gruesas cejas y su tupido mostacho.
- Por favor, colóquelo en ese bastidor, a la luz -dijo Suma señalando un caballete situado frente a un amplio ventanal.
- ¿Puedo abrir un poco más las cortinas?
- No faltaba más.
Enshu tiró de las cuerdas que movían los cortinajes.
Luego colocó la pintura en el caballete, tapada aún con una funda de seda.
- Del siglo XVI, escuela de Kano, un Masaki Shimzu.
- El famoso artista de los paisajes marinos -exclamó Kamatori, mostrando una excitación inusual en él-. Uno de tus favoritos, Hideki.
- ¿Sabía usted que soy un gran admirador de Shimzu?
- preguntó Suma a Enshu.
- Entre los círculos artísticos es de dominio público que está usted coleccionando su obra y, en especial, los paisajes que pintó de nuestras islas periféricas.
Suma se volvió a Toshie.
- ¿Cuántas obras suyas tengo en mi colección?
- Hasta el momento ha reunido usted once pinturas de la serie de trece paisajes marinos y cuatro más de sus pinturas de los montes Hida.
- De modo que éste será el duodécimo paisaje marino.
- Sí.
- ¿Qué paisaje insular de Shimzu me ha traído? -le preguntó Suma al marchante con expectación-. ¿Ajima?
- No, Kechi.
Suma parecía visiblemente defraudado.
- Me hubiera gustado que fuera Ajima.
- Lo siento. -Enshu extendió las manos en un gesto de derrota-. El cuadro de Ajima se perdió, por desgracia con la caída de Alemania. La última vez que fue visto, colgaba de la pared del despacho del titular de nuestra embajada en Berlín, en mayo de 1945.
- Pagaré con gusto las investigaciones que usted realice para recuperarla.
- Gracias -dijo Enshu con una reverencia-. Tengo ya agentes que intentan localizarla en Europa y en EE, UU.
- Bien, ahora veamos la isla de Kechi.
Con un gesto bien ensayado, Enshu descubrió una espléndida pintura que representaba a vista de pájaro una isla, dibujada en tinta monocroma y con un empleo abundante de colores lacados y hojas de oro.
- Maravilloso -dijo Toshie, boquiabierta. Enshu se inclinó mostrando su satisfacción.
- Es el ejemplo más acabado del estilo de Shimzu que he tenido ocasión de ver.
- ¿Qué te parece, Hideki? -preguntó Kamatori.
- Una obra maestra -contestó Suma, conmovido por el genio del artista-. Es increíble que haya podido pintar una vista aérea con un detalle tan preciso a comienzos del XVI. Casi se diría que lo pintó desde un globo suspendido en el aire.
- La leyenda afirma que pintaba atado de una cometa -comentó Toshie.
- Es más probable que bosquejara desde la cometa -la corrigió Enshu-. Y pintara el cuadro definitivo una vez en tierra.
- ¿Y por qué no? -Los ojos de Suma no se apartaban del cuadro -. Nuestro pueblo construía y hacía volar cometas hace más de mil años.
Finalmente apartó la vista y se dirigió a Enshu.
- Ha hecho bien en traérmelo. ¿Dónde lo encontró?
- En la casa de un banquero de Hong Kong -contestó Enshu- Vendía todos sus activos para trasladarse a Malasia antes de que los chinos se apoderaran del enclave. Me ha costado casi un año convencerle de que lo vendiera pero finalmente me dio su conformidad por teléfono. No perdí el tiempo y volé a Hong Kong para cerrar el trato y volver aquí con la pintura. He venido directamente a su oficina desde el aeropuerto.
- ¿Cuánto pide?
- Ciento cuarenta y cinco millones de yenes.
Suma se frotó las manos con satisfacción.
- Un precio muy razonable. Considérelo vendido.
- Gracias, señor Suma. Es usted muy amable. Seguiré buscando la pintura de Ajima.
Intercambiaron reverencias, y luego Toshie acompañó a Enshu hasta la puerta exterior de las oficinas.
Los ojos de Suma volvieron a centrarse en el cuadro. La costa estaba ribeteada de rocas negras, y en un extremo había un pequeño pueblo de pescadores con sus botes de pesca en el mar. La perspectiva era tan precisa como la de una fotografía aérea.
- Qué extraño -dijo en voz baja-. La única pintura de la colección de islas que no poseo es la que más deseo.
- Si todavía existe, Enshu la encontrará -le consoló Kamatori -. Parece un hombre tenaz.
- Pagaría diez veces el precio de Kechi por Ajima.
Kamatori se sentó en una silla y extendió las piernas.
- Poco se imaginaba Shimzu cuando pintó Ajima lo que llegaría a representar esa isla.
Toshie regresó y recordó a Suma:
- Tiene usted una reunión con el señor Yoshishu dentro de diez minutos.
- El viejo ladrón y líder de los Dragones de Oro -exclamó Kamatori con una sonrisa burlona-. Viene a supervisar la parte que le corresponde en tu imperio financiero.
Suma hizo un gesto que abarcaba el enorme atrio que se divisaba a través de los ventanales curvos.
- Nada de todo esto habría sido posible sin la organización que Korori Yoshishu y mi padre dirigieron después de la guerra.
- No hay lugar para los Dragones de Oro y las demás sociedades secretas en el futuro nipón -dijo Kamatori, empleando la palabra tradicional, que significa «fuente del sol».
- Resultan un tanto pintorescos al lado de nuestra moderna tecnología -admitió Suma-, pero todavía ocupan un lugar importante en nuestra cultura. Mi asociación con ellos a lo largo de todos estos años me ha sido muy valiosa.
- Tu poder no necesita de facciones fanáticas, de cultos a la personalidad ni del hampa -contestó en tono amable Kamatori-. Tienes el poder suficiente para tirar de los hilos de un gobierno de marionetas colocadas en su lugar personalmente por ti, y sin embargo sigues ligado a personajes corruptos de los bajos fondos. Si algún día se revelara que ostentas el cargo de dragón número dos, te costaría muy caro.
- No estoy ligado a nadie -explicó Suma en tono paciente-. Lo que las leyes llaman actividad criminal ha sido una tradición en mi familia durante dos siglos. He honrado nuestro código al seguir los pasos de mis antepasados y crear una organización más fuerte que muchas naciones del mundo. No me avergüenzan mis amigos de los bajos fondos.
- Me sentiría más dichoso si mostraras respeto por el emperador y cumplieras las normas de la vieja moral.
- Lo siento, Moro. Aunque rezo en el santuario de Yasukuni por el espíritu de mi padre, no siento el menor deseo de venerar a un emperador divinizado. Ni tampoco tomo parte en las ceremonias de té, ni me rodeo de geishas, ni asisto a representaciones de kabuki, ni me apasiono con los luchadores de sumo, ni creo en la superioridad de nuestra cultura. Y mucho menos comparto la nueva teoría de que somos superiores a los pueblos occidentales por nuestras costumbres, inteligencia, lenguaje y, en especial, por nuestra estructura cerebral. Me niego a menospreciar a mis competidores y a complacerme en la conformidad con nuestra idiosincrasia nacional y nuestra forma colectiva de pensar. Soy mi propio dios, y he puesto mi fe en el dinero y el poder. ¿Te irrita eso?
Kamatori dirigió una mirada a sus manos, que reposaban en el regazo. Guardó silencio, mientras un velo de tristeza iba cubriendo poco a poco sus ojos. Finalmente, dijo:
- No, pero me entristece. Yo reverencio al emperador y a nuestra cultura tradicional. Creo en su descendencia divina y en que también nosotros y nuestras islas tenemos un origen divino. Y creo en la pureza de sangre y en la unidad espiritual de nuestra raza. Pero también estoy contigo, Hideki, porque somos viejos amigos, y a pesar de tus siniestras operaciones has contribuido mucho a la pretensión actual de Nipón de llegar a ser la nación más poderosa de la Tierra.
- Aprecio profundamente tu lealtad, Moro -dijo Suma con total sinceridad-. No esperaba menos de una persona que se enorgullece de sus antepasados samurais y de sus proezas con el katana.
- El katana, más que una espada, es el alma viviente del samurai -contestó Kamatori con una reverencia-. Ser un experto en su manejo es participar de la divinidad. Blandido en defensa del emperador es asegurar que mi alma repose en Yasukuni.
- Y sin embargo, has levantado su hoja en mi ayuda, cuando te lo he pedido.
Suma escudriñó los ojos sin expresión de su asesino alquilado, un recuerdo vivo de la época en que los guerreros samurais mataban en defensa de cualquier señor feudal que les ofreciera seguridad y prosperidad. También era consciente de que la lealtad absoluta de un samurai podía volverse en su contra en el momento más inesperado.
Cuando habló, su voz tenía una bondadosa firmeza.
- Hay algunos hombres que se dedican a la caza mayor armados con un arco y flechas, por más que la mayoría emplee armas de fuego. Pero tú eres la única persona que conozco, Moro, que caza hombres armados con una espada.
- Tienes buen aspecto, viejo amigo -le dijo Suma a Korori Yoshishu, después de que su secretaria lo hiciera pasar a su despacho. Yoshishu venía acompañado de Ichiro Tsuboi que acababa de llegar de EE. UU., después de su discusión con el subcomité del Congreso.
El anciano, un devoto realista, sonrió a Suma:
- No tengo buen aspecto, estoy más viejo. Cuando hayan pasado unas cuantas lunas más, estaré ya durmiendo con mis estimados antecesores.
- Verás un centenar de nuevas lunas.
- La perspectiva de abandonar todas las molestias y dolores que me inflige la edad se me hace cada vez más deseable.
Toshie cerró la puerta y desapareció mientras Suma se inclinaba ante Tsuboi.
- Me alegro de verte, Ichiro. Bienvenido a casa. Me han dicho que en Washington hiciste pasar a los políticos americanos por un nuevo Pearl Harbor.
- No fue tan dramático -contestó Tsuboi-, pero creo que abrí algunas grietas en su edificio del Capitolio.
Era un hecho desconocido para todos, a excepción de un círculo muy reducido de personas, que Tsuboi era miembro de los Dragones de Oro desde la edad de catorce años. Yoshishu se había interesado en el muchacho y contempló con agrado sus progresos en el seno de la sociedad secreta, además de enseñarle el arte de la manipulación financiera a gran escala. Ahora, como jefe de la empresa de seguros Kanoya, Tsuboi se ocupaba personalmente de la custodia de los imperios financieros de Yoshishu y Suma, y dirigía sus transacciones secretas.
- Ambos conocéis a mi leal amigo y consejero, Moro Kamatori.
- Un espadachín casi tan bueno como lo era yo en mi juventud -dijo Yoshishu.
Kamatori hizo una reverencia.
- Tengo la seguridad de que tu katana sigue siendo más ligero que el mío.
- Conocí a tu padre cuando era maestro de esgrima en la universidad -dijo Tsuboi-. Yo fui su peor alumno. Me sugirió que me comprara un cañón y me dedicara a cazar elefantes.
Suma tomó a Yoshishu del brazo y lo condujo a una silla. El que en otros tiempos fuera el hombre más temido de Japón, caminaba ahora de forma lenta y vacilante, pero su rostro conservaba una sonrisa de granito, y sus ojos no perdían el menor detalle. Se acomodó en una silla de respaldo recto y, tras una rápida mirada a Suma, abordó sin preámbulos el objeto de su visita.
- ¿En qué estado se encuentra el Proyecto Kaiten?
- Tenemos dieciocho vehículos con bombas en alta mar. Son los últimos. Cuatro van destinados a EE. UU., cinco a la Unión Soviética y el resto se reparte entre Europa y las naciones del Pacífico.
- ¿Cuánto tiempo pasará hasta que los coloques en sus objetivos?
- No más de tres semanas. Para entonces, nuestro centro de mando habrá finalizado el proceso de conexión con sus sistemas de defensa-detección y detonación.
Yoshishu miró sorprendido a Suma.
- ¿La inoportuna explosión del Divine Star en alta mar no ha causado ningún retraso en el proyecto?
- Por fortuna había previsto la posibilidad de perder algún barco a causa de una tormenta, colisión u otro accidente marítimo. Disponía de seis cabezas nucleares de reserva. Reemplacé las tres perdidas en la explosión. Después de instalarlas en otros automóviles, han sido embarcadas con destino a Veracruz, México. Desde allí serán conducidas, a través de la frontera de Texas, a sus objetivos en EE. UU.
- Supongo que las sobrantes están depositadas en algún lugar seguro.
- En un buque mercante anclado a cincuenta millas mar adentro de una costa desierta de Hokkaido.
- ¿Sabemos ya qué fue lo que originó la detonación a bordo del Divine Star?
- No hay una explicación satisfactoria de esa explosión prematura -dijo Suma-. Se habían tomado todas las precauciones concebibles. Uno de los automóviles debió soltarse a causa del estado de la mar y recibir un golpe que dañó el contenedor de la bomba. Entonces empezó a filtrarse la radiación, y a extenderse por los puentes de carga del transporte. La tripulación abandonó el barco, presa de pánico. Un barco noruego descubrió el buque a la deriva y envió un equipo de abordaje. Poco después, misteriosamente, el Divine Star hizo explosión.
- ¿Qué ha sido de los tripulantes que huyeron?
- No hay rastro de ellos. Desaparecieron durante la tormenta.
- ¿Cuál es el número total de automóviles del proyecto? -preguntó Yoshishu.
Suma se dirigió a su escritorio y apretó un botón de un pequeño mando a distancia manual. En una de las paredes se desplegó una amplia pantalla. Apretó otro botón y apareció una imagen holográfica del globo terráqueo, en colores destellantes como los del neón. Entonces programó los lugares de detonación, que se iluminaron como pequeños puntos de luz dorada en lugares estratégicos de aproximadamente veinte países. Sólo entonces contestó Suma a la pregunta de Yoshishu.
- Ciento treinta en quince países.
Yoshishu observaba en silencio las lucecitas que destellaban alrededor de la habitación a medida que el globo giraba, como los reflejos de una bola de cristal sobre el suelo de una sala de baile.
La Unión Soviética tenía más puntitos luminosos que ninguna otra nación, lo que sugería una amenaza a Japón mayor que las de sus rivales comerciales en Europa y EE.UU. Curiosamente, no había objetivos en las instalaciones militares ni en las ciudades más importantes. Todas las luces parecían corresponder a lugares desiertos o poco poblados, lo que convertía a la amenaza Kaiten en algo extremadamente misterioso como instrumento de chantaje.
- El espíritu de tu padre está orgulloso de ti -dijo Yoshishu saliendo de su silencioso estupor-. Gracias a tu genio, ocuparemos el lugar que nos corresponde como Primera potencia mundial. El siglo XXI pertenece a Nipón. Estados Unidos y Rusia están acabadas.
Suma se sentía satisfecho.
- El Proyecto Kaiten nunca podría haber sido concebido y puesto en práctica sin tu apoyo, mi querido y viejo amigo, y desde luego que no sin la maestría financiera de Ichiro Tsuboi.
- Eres muy amable -dijo Tsuboi con una reverencia-.
Estas intrigas maquiavélicas, necesarias para asegurar la financiación secreta de una planta clandestina de armas nucleares, han significado un reto estimulante para mí.
- Los servicios de Inteligencia soviéticos y occidentales saben que poseemos la capacidad de fabricarlas -dijo Kamatori, dando a la conversación un sesgo más realista.
- Si lo ignoraban antes de la explosión -añadió Suma-, ahora desde luego lo saben.
- Los americanos sospechan de nosotros desde hace años -prosiguió Suma-. Pero no han conseguido penetrar en nuestros círculos de seguridad para confirmar la localización exacta de nuestra planta de fabricación.
- Es una suerte que esos estúpidos hayan insistido tanto en buscar en sentido horizontal, en lugar de hacerlo en vertical. -El tono de voz de Yoshishu era irónico -.
Pero hemos de afrontar la posibilidad muy real de que más pronto o más tarde la CIA o el KGB descubran el lugar.
- Probablemente será pronto -dijo Kamatori-. Uno de nuestros agentes secretos me ha informado de que, pocos días después de la explosión del Divine Star, los americanos pusieron en marcha una operación clasificada como de máximo secreto con el fin de investigar nuestra implicación. Ya han estado husmeando alrededor de uno de los centros de distribución de Murmoto.
En el rostro de Yoshishu apareció un indicio de preocupación.
- Los agentes de Inteligencia americanos son eficaces.
Me temo que el Proyecto Kaiten se vea envuelto en graves dificultades.
- Sabremos hoy mismo qué es exactamente lo que han averiguado -dijo Kamatori-. Tengo una reunión con nuestro agente, que acaba de regresar de Washington, Afirma que posee información reciente.
Yoshishu se mostró ahora realmente preocupado.
- No podemos permitir que el proyecto quede expuesto a ningún peligro antes de que nuestro centro de mando alcance una situación de plena operatividad. Las consecuencias podrían representar la quiebra de nuestro nuevo imperio.
- Estoy de acuerdo -dijo Tsuboi, ceñudo -. Durante las próximas tres semanas seguiremos siendo vulnerables porque aún no controlaremos las cabezas nucleares. Si se produce el menor fallo, las naciones occidentales formarán una coalición para atacarnos desde todos los flancos, tanto económica como militarmente.
- No hay que preocuparse -dijo Suma-. Es posible que sus agentes den casualmente con nuestra planta de fabricación de armas nucleares, pero nunca descubrirán el lugar en que hemos instalado el centro de mando del Proyecto Kaiten. No lo descubrirían en cien años, y mucho menos en tres semanas.
- E incluso en el caso de que la fortuna les sonriera -añadió Kamatori-, nunca conseguirán neutralizarlo a tiempo. Sólo existe una vía de acceso, y está fortificada por barreras de acero macizo y custodiada por una fuerza de seguridad muy armada. La instalación podría recibir un impacto directo de una bomba nuclear y seguir funcionando.
Una astuta sonrisa se dibujó en los labios de Suma.
- Todo está a nuestro favor. A la menor sospecha de infiltración o de ataque por fuerzas especiales del enemigo, podremos amenazar con la detonación de una o más bombas escondidas en automóviles.
Tsuboi no parecía convencido del todo.
- ¿Qué valor puede tener una amenaza irreal?
- La observación de Hideki es muy aguda -comentó Kamatori-. Nadie, aparte de los que estamos en esta habitación y de los ingenieros del centro de mando, sabe que a nuestro sistema aún le faltan tres semanas para quedar completo. Podemos engañar con facilidad a los dirigentes políticos occidentales y hacerles pensar que el sistema es va plenamente operativo.
Yoshishu asintió con un gesto de la cabeza que expresaba su satisfacción.
- En ese caso, no tenemos nada que temer.
- El éxito está garantizado -afirmó Suma sin ninguna vacilación-. Nos estamos preocupando por problemas a los que nunca tendremos que enfrentarnos.
Se hizo el silencio en la sala lujosamente decorada; los cuatro hombres estaban sentados, todos ellos sumidos en sus propios pensamientos. Al cabo de un minuto, sonó el teléfono que había en el escritorio de Suma. Éste tomó el auricular y escuchó un momento sin hablar. Luego volvió a colgarlo.
- Mi secretaria me informa de que mi chef ha dispuesto el almuerzo en el comedor privado. Me sentiré muy feliz si mis honorables huéspedes se dignan acompañarme a la mesa.
Yoshishu se puso lentamente en pie.
- Acepto agradecido. Como conozco las magníficas cualidades de tu chef, estaba esperando que nos invitaras.
- Antes de que salgamos -dijo Tsuboi- hay otra cuestión.
- Tienes la palabra, Ichiro -dijo Suma.
- Es obvio que no podemos andar detonando bombas nucleares cada vez que un gobierno poco amistoso imponga alguna restricción comercial a nuestros productos o eleve las tarifas de importación. Debemos contar con alternativas menos catastróficas.
Suma y Kamatori intercambiaron una mirada.
- Ya hemos considerado todo esto -dijo Suma-, y pensamos que la mejor solución es la desaparición física de nuestros enemigos.
- El terrorismo no es una forma de actuar que se adapte a nuestra cultura -objetó Tsuboi.
- ¿Cómo llamarías a la Hermandad Solar de la Sangre hijo mío? -preguntó con mucha calma Yoshishu.
- Son unos pocos carniceros fanáticos. Despedazan a mujeres y niños inocentes en nombre de algún extraño dogma revolucionario que no tiene sentido para nadie.
- Sí, pero son japoneses.
- Algunos, pero la mayoría son alemanes orientales adiestrados por el KGB.
- Podemos utilizarlos -dijo Suma sin expresión.
Tsuboi seguía sin convencerse.
- No me parece recomendable que nos asociemos con ellos. Si se sospecha cualquier conexión, empezarán a ponerse en marcha investigaciones en áreas que sería muy preferible mantener en secreto.
- Hideki no está hablando de asesinatos -explicó Kamatori-. Lo que sugiere es la retención de rehenes a los que no se hará el menor daño, y por la que se culpará a la Hermandad Solar de la Sangre.
- Eso suena mucho mejor -sonrió Yoshishu-. Creo que he comprendido. Estás hablando de la prisión de seda.
Tsuboi movió negativamente la cabeza.
- Nunca he oído hablar de eso.
- Era un recurso de los antiguos tiempos -explicó Yoshishu-, Cuando un shogun no deseaba asesinar a un enemigo, lo secuestraba y lo retenía en una prisión secreta llena de lujos, como señal de respeto. Luego culpaba de la desaparición a otros rivales celosos del preso.
- Exacto -afirmó Suma-. He construido una prisión de este tipo en la isla de Ajima. Una finca de pequeñas dimensiones, pero moderna.
- ¿No es un poco arriesgado? -preguntó Tsuboi.
- Nunca se sospecha de las cosas obvias.
Kamatori dirigió a Tsuboi una mirada significativa.
- Si se te ocurre algún candidato, no tienes más que darnos su nombre.
Tsuboi entornó los ojos. Luego miró hacia arriba.
- Hay dos personas en EE. UU. que están causándonos muchas dificultades. Pero será preciso andar con mucho cuidado. Son miembros del Congreso, y su desaparición causará sin duda un revuelo más que considerable.
- Un secuestro por parte de la Hermandad Solar de la Sangre y una petición de rescate justificarán su desaparición -dijo Suma con un tono inexpresivo.
- ¿En quiénes estás pensando exactamente? -preguntó Kamatori.
- En la congresista Loren Smith y el senador Michael Díaz.
- Ah, sí -asintió Yoshishu-. Ese par que anda predicando una barrera comercial contra nosotros.
- A pesar de los esfuerzos de nuestros grupos de presión, están reuniendo los votos suficientes para conseguir que se apruebe su proyecto de ley en las dos cámaras. Si los eliminamos, la iniciativa decaerá.
- Será una ofensa muy grande para su gobierno -advirtió Suma-. Puede resultar contraproducente.
- Los grupos de presión ligados a nuestros intereses cuentan con influencias muy poderosas en el Congreso, y lograrán que se culpe del secuestro a un grupo terrorista.
- La rabia de Tsuboi por el trato recibido durante su comparecencia ante el subcomité no se había enfriado todavía-. Ya hemos sufrido bastante a manos de los políticos americanos. Hagámosles saber que su poder ha dejado de convertirlos en personas invulnerables.
Yoshishu se había quedado absorto por unos instantes, y miraba por la ventana sin ver el paisaje. Finalmente, sacudió la cabeza.
- Es una lástima -dijo.
Suma le miró sin comprender.
- ¿Qué es una lástima, viejo amigo?
- La nación americana -contestó Yoshishu en voz suave-. Es como una mujer hermosa que se muere de cáncer.
28
Marvin Showalter viajaba sentado en un vagón del metro de Tokio. No hizo ningún intento de simular que leía un periódico o un libro. Miraba con toda tranquilidad a los pasajeros que le acompañaban, «haciéndose», como se dice en la profesión, a los dos agentes del servicio secreto japonés que lo vigilaban desde el vagón vecino.
Showalter había salido de la embajada americana a dar un paseo poco después de una tediosa reunión con congresistas de visita, en la que se había tratado el tema de la negativa de Japón a permitir la utilización de equipo americano en un nuevo edificio para una compañía petrolera americana que estaba a punto de construirse. Era simplemente un caso más de la imposición de barreras proteccionistas, en tanto que los japoneses podían entrar con toda libertad en EE. UU. y levantar edificios con sus propios arquitectos, capataces, materiales y equipo, sin restricciones gubernamentales que les plantearan mayores problemas.
«Favor por favor» no era una expresión aplicable al intercambio comercial con Japón.
Aparentemente Showalter iba de camino hacia el pequeño condominio que su mujer y sus dos hijos pequeños llamaban hogar durante su destino en Japón. El edificio era propiedad del gobierno americano y albergaba a la mayoría de empleados de la embajada y a sus familias. El coste de la construcción de todo el edificio de diez plantas se elevaba a menos de la tercera parte del valor del suelo sobre el que se levantaba.
Se habían acostumbrado a la rutina de estos viajes, que sólo se veía interrumpida los días en que se quedaba a trabajar una o dos horas más. Se sonrió a sí mismo cuando el metro llegó a la estación en que debía bajarse y vio cómo los dos agentes se levantaban precipitadamente de sus asientos. Se colocó frente a la puerta en medio de la gente y esperó a que se abriera al llegar al andén. Era el truco más viejo del mundo, popular desde que apareció en la película Contacto en Francia.
Al abrirse la puerta, Showalter siguió al gentío hasta el andén y empezó a contar. Vaciló, y dirigió una mirada distraída en la dirección de los dos agentes. Habían salido por la puerta central del vagón siguiente, y caminaban con lentitud en su dirección, escudados en un grupo de pasajeros.
Cuando la cuenta llegó a veinticinco, se giró con toda rapidez y volvió a entrar en el vagón. Dos segundos más tarde, la puerta se cerró y el convoy empezó a moverse.
Demasiado tarde, los agentes japoneses se dieron cuenta de que les habían dado esquinazo. Hicieron esfuerzos frenéticos por forzar la apertura de las puertas y entrar de nuevo, pero en vano. Quedaron atrás en el andén, mientras el tren ganaba velocidad y desaparecía en el interior del túnel.
Showalter no se sentía demasiado satisfecho después del buen resultado de su sencilla treta. La próxima vez sus seguidores estarían más alerta y le obligarían a recurrir a métodos evasivos más complicados. Hizo trasbordo en la siguiente parada y se dirigió a Asakusa, un área del nordeste de Tokio situada en un barrio llamado Shitamachi.
Asakusa formaba parte de la antigua ciudad de Tokio, y conservaba muchos recuerdos del pasado.
Showalter tomó asiento y estudió a las personas que le rodeaban, como había hecho en tantas otras ocasiones. Algunos de sus acompañantes le observaban a su vez. Llamaban gaijin, literalmente traducible como «persona de fuera», a cualquiera que no compartiera su cabello negro y tupido, los ojos oscuros y el color de la piel. Se le ocurrió que tal vez aquella estrecha semejanza en el aspecto físico constituyera la base de su unidad y su cohesión social. Eso, y el aislamiento de sus islas nativas.
Su sociedad giraba en torno al núcleo familiar y se expandía hasta incluir a cualquiera que trabajara alrededor de ellos. Sus vidas constituían un complicado tejido de obligaciones, celebraciones, trabajos y logros de diverso tipo.
Aceptaron un estilo de vida con un régimen establecido, como si cualquier otra posibilidad fuera una pérdida de tiempo que únicamente cabía rechazar.
La mezcolanza incoherente de los americanos era inconcebible y no sería tolerada en Japón, el país con las leyes de inmigración más rígidas de todo el mundo.
El metro se detuvo en la estación de Tawaramachi, y Showalter salió y se sumó a la multitud que ascendía hacia el ajetreo de la calle de Kappabashi. Allí paró un taxi, y después de pasar frente al almacén que suministraba a los restaurantes las réplicas en plástico de distintos platos que se exhibían en los escaparates de las casas de comidas, indicó al conductor que se dirigiera a un barrio compuesto por varias manzanas de edificios repletos de tiendas de antigüedades, templos antiguos y viviendas destartaladas.
Hizo detener el taxi en una esquina, pagó al conductor y caminó por un estrecho sendero bordeado de flores hasta llegar a un albergue japonés llamado ryokan.
Aunque su apariencia exterior era rústica y algo destartalada, el interior del ryokan era limpio y atractivo. Showalter fue abordado en la puerta por un empleado que le hizo una reverencia y dijo:
- Bienvenido al Ritz.
- Yo creía que esto era el rancho turístico de Asakusa -contestó Showalter.
Sin pronunciar más palabras, el fornido portero le mostró el camino, empedrado con cantos rodados planos y lisos. Se detuvieron en el área de recepción, y allí unos empleados pidieron cortésmente a Showalter que sustituyera sus zapatos por unas zapatillas de plástico.
A pesar de que casi todas las zapatillas japonesas resultan pequeñas para los grandes pies de un anglosajón, las de Showalter se ajustaron como si estuvieran hechas a la medida, y lo cierto es que así era, porque el ryokan era propiedad, y estaba dirigido en secreto, por un agente de Inteligencia americano especializado en proporcionar lugares ocultos y seguros de reunión.
La habitación de Showalter disponía de una puerta corredera de papel sboji que se abría a una pequeña galería y a un elegante jardín con un estanque rocoso en el que se vertía perezosamente el agua que brotaba de unas cañas de bambú. El suelo de la habitación estaba cubierto por la tradicional estera de paja, el tatami. Tenía que quitarse también las zapatillas y caminar en calcetines sobre aquella frágil cobertura.
No había sillas ni muebles, tan sólo cojines colocados en el suelo y una cama con muchos almohadones gruesos que los japoneses llamaban futon. El centro de la habitación lo ocupaba un pequeño brasero cuyos carbones al rojo relucían en la penumbra.
Showalter se desvistió y se puso un ligero yukata de algodón, una especie de bata corta. Luego una camarera en kimono le guió hasta los baños comunales del establecimiento. Depositó el yukata y el reloj de pulsera en un cestillo de mimbre, y cubierto únicamente con una toalla del tamaño de un paño de cocina entró en la caldeada zona de los baños. Caminó entre los taburetes bajos y los cubos de madera, y se detuvo bajo un simple grifo. Se enjabonó el cuerpo y se aclaró con el agua del grifo. Sólo entonces quedó dispuesto para sumergirse lentamente en el agua caliente de una enorme bañera de madera, más parecida a una piscina.
Una figura en sombra estaba ya sentada allí, hundida hasta el pecho en el agua. Showalter le dirigió un saludo.
- El equipo Honda, supongo.
- Sólo la mitad de él contestó Roy Orita. Jim Hanamura llegará de un momento a otro. ¿Le apetece un saki?
- Va contra las ordenanzas beber alcohol en el curso de una operación dijo Showalter al tiempo que se acomodaba entre el vapor de agua. Pero, qué diablos, estoy más frío que un helado de nata. Ponme uno doble.
Orita llenó una pequeña taza de porcelana con el contenido de una botella colocada en el borde de la piscina.
- ¿Cómo va la vida por la embajada?
- Las chorradas habituales que pueden esperarse del Departamento de Estado.
Showalter dio un largo sorbo al saki y dejó que se aposentara en su estómago.
- ¿Cómo sigue la investigación? ¿Alguna información sobre las pistas que nos envió el equipo Lincoln?
- Investigué al personal de la dirección de Murmoto. No puedo descubrir ninguna relación directa entre los altos ejecutivos de la empresa y las bombas. Mi opinión es que están limpios. No tienen la menor idea de lo que está pasando debajo de sus narices.
- Algunos de ellos tienen que saberlo.
Orita sonrió.
- Basta con que lo sepan únicamente dos trabajadores de la línea de montaje.
- ¿Por qué sólo dos?
- Es todo lo que se necesita. Uno es el trabajador que supervisa la instalación de los acondicionadores de aire en la cadena de montaje. Él está en situación de seleccionar los automóviles que llevarán las cabezas nucleares. Y el otro es el inspector que comprueba el buen funcionamiento de las unidades antes de que se embarquen los coches. Él da el visto bueno a los acondicionadores falsos que ocultan las bombas.
- Tendría que haber al menos un tercer hombre señaló Showalter. Un empleado del departamento de informática de embarque de la compañía hace desaparecer todos los rastros de los coches bomba, a excepción del recibo para el desembarque, que es un requisito exigido por los oficiales de aduanas.
- ¿Has seguido la pista desde la fábrica hasta el suministrador de los acondicionadores de aire, y de allí hasta la planta nuclear?
- Hasta el suministrador, sí. A partir de allí, el rastro se desvanece. Espero encontrar en los próximos días algo que me pueda conducir hasta la fuente.
Orita se calló bruscamente al ver a un hombre que salía de los vestuarios y se aproximaba a la piscina de agua caliente. Era bajo, con el pelo canoso y bigote, y llevaba una pequeña toalla que cubría el bajo vientre.
- ¿Quién demonios es usted? -preguntó Showalter alarmado ante el hecho de que un extraño hubiese burlado el sistema de seguridad del ryokan.
- Me llamo Ashikaga Enshu.
- ¿Quién?
El hombre permaneció inmóvil durante varios segundos. Showalter empezó a mirar frenéticamente a uno y otro lado, preguntándose por qué razón no aparecían los guardias de seguridad.
Luego Orita estalló en una carcajada.
- Buen disfraz, Jim. Nos has engañado a los dos.
James Hanamura se quitó la peluca y se arrancó las tupidas cejas y el bigote.
- No está mal, si se me permite la inmodestia. También engañé a Hideki Suma y a su secretaria.
Showalter exhaló un gran suspiro y se hundió en el agua caliente hasta la barbilla.
- ¡Jesús!, vaya susto me has dado. Estaba convencido de que habías burlado la vigilancia y te disponías a despacharnos.
- Este saki tiene buen aspecto. ¿Queda un poco para mí?
Orita le sirvió una taza.
- Hay un garrafón entero en la cocina. -Y entonces, de súbito, apareció en su rostro una expresión de sorpresa-. ¿Qué es lo que acabas de decir?
- ¿Perdón?
- Hideki Suma.
- Ésa era mi parte de la operación. Rastreé al propietario de la Compañía de Automóviles y Aviación Murmoto y de la Compañía de Navegación Sushimo a través de toda una serie de firmas y hombres de paja hasta Hideki Suma, el magnate oculto. Murmoto y Sushimo son únicamente una gota de agua en el océano. Ese tipo tiene él solo más empresas que las que podía haber en el estado de California, con Nevada y Arizona de propina.
- ¿No pertenecía a la Compañía de Navegación Sushimo aquel barco que explotó, el Divine Star? -preguntó Showalter.
- En efecto. Un camuflaje perfecto, ¿no os parece?
Tengo la impresión de que Hideki Suma está metido hasta las orejas en este tinglado.
- Suma es un hombre muy poderoso -añadió Showalter- Y ha acumulado sus riquezas de una forma sospechosa. Dicen que si ordenara volar al primer ministro Junshiro y a los ministros de su gabinete, habría peleas por ver quién saltaba primero por la ventana.
- ¿Has conseguido realmente ver a Suma? -preguntó Orita asombrado.
- Sin ninguna dificultad. Deberías ver su despacho y a su secretaria. Los dos son de primera clase.
- ¿Y por qué ese disfraz?
- El equipo Lincoln me dio la idea. Suma colecciona las pinturas de un artista japonés del siglo XVI llamado Masaki Shimzu. Jordan contrató a un experto que pintó lo que en los círculos artísticos se considera un Shimzu desaparecido, uno que se sabe que Suma no tiene en su colección.
Después adopté el papel de un investigador de obras artísticas perdidas, Ashikaga Enshu, y le vendí el cuadro.
Showalter asintió.
- Muy agudo. Debes haber estudiado arte japonés.
- Un cursillo relámpago -rió Hanamura-. Suma se preguntaba si Shimzu había pintado las islas subido a un globo. Habría ordenado que me hicieran pedazos si llega a darse cuenta de que estaba pagando ciento cuarenta y cinco millones de yenes por una falsificación realizada a partir de una fotografía de satélite.
- ¿Con qué propósito? -preguntó Orita con un rostro extrañamente preocupado.
- Para introducir micrófonos en su despacho, naturalmente.
- ¿Y cómo es que yo no lo sabía?
- Me pareció preferible que no supierais lo que estaba haciendo el otro -respondió Showalter a Orita-, porque de ese modo no podríais revelar nada de importancia en caso de encontraros en una situación comprometida.
- ¿Dónde colocaste los micrófonos? -preguntó Orita a Hanamura.
- Dos en el marco del cuadro. Uno en el caballete que tiene colocado delante de la ventana, y otro en el interior del mecanismo que mueve las cortinas. Los dos últimos están perfectamente alineados con un transmisor de relevo, que coloqué en un árbol que está fuera del atrio rematado en cúpula de la ciudad.
- ¿Y qué ocurrirá si Suma dispone de un equipo de rastreo?
- Comprobé los hilos eléctricos que cruzaban el suelo de la habitación. Su equipo de detección es espléndido, pero no descubrirán nuestros «escarabajos». Y lo digo en sentido literal.
Orita no entendió lo que quería decir Hanamura.
- Me pierdo.
- Nuestros receptores y emisores en miniatura no están diseñados como los objetos electrónicos normales. Están moldeados de forma que parecen hormigas. Si alguien los ve, los ignorará o se limitará a pisarlos sin sospechar nada.
- Es un buen truco -asintió Showalter.
- Incluso nuestros hermanos japoneses se han quedado atrás en la tecnología de micrófonos ocultos que hemos conseguido desarrollar -comentó Hanamura con una amplia sonrisa-. El transmisor de relevo, que tiene el tamaño de una pelota de golf, envía todas las conversaciones, incluidas las llamadas telefónicas o las efectuadas por el interfono, hasta uno de nuestros satélites; desde allí, son retransmitidas a Mel Penner y su equipo Chrysler en las Palau.
Orita miraba fijamente el agua.
- ¿Sabemos con seguridad si están recibiendo las conversaciones de Suma?
- El sistema es del todo seguro -respondió Showalter-. He contactado con Penner antes de venir a la reunión. Recibe las señales con toda claridad. De modo que aquí estamos. Un miembro de mi equipo de la embajada también está conectado con el receptor de Jim.
- Supongo que nos avisarás si se recibe alguna información que pueda sernos útil en la investigación.
- Por supuesto. -Showalter se sirvió otra taza de sala-. Y a propósito, empecé a oír una conversación bastante curiosa entre Suma y Korori Yoshishu, ya a punto de salir de la embajada. La pena es que sólo pude escuchar un par de minutos.
- ¡Yoshishu! -gritó Hanamura-. ¡Dios mío!, ¿todavía está vivo ese viejo truhán?
- Noventa y un años, y tan corrupto como siempre.
Hanamura movió la cabeza, preocupado.
- Es el mayor criminal de nuestra época, responsable de más de un millón de muertes. Si Yoshishu está detrás de Suma y de una organización que esconde cabezas nucleares por todo el mundo, vamos a vernos en graves problemas, muy graves…
Una hora antes del amanecer, una limusina Murmoto se detuvo unos instantes y una figura salió de las sombras y se introdujo rápidamente por la portezuela abierta. Luego el automóvil prosiguió su lento camino por los estrechos callejones de Asakusa.
- Han instalado micrófonos en el despacho del señor Suma -dijo Orita-. Uno de nuestros agentes, disfrazado de marchante de arte, colocó unos aparatos muy sofisticados en el marco de una pintura, en un caballete, y en el mecanismo que corre las cortinas de la habitación.
- ¿Estás seguro? -preguntó Kamatori, sorprendido-. El marchante traía un Shimzu original.
- Es una falsificación realizada a partir de una fotografía de satélite.
- Debías haberme avisado antes.
- Lo he sabido hace sólo muy pocas horas.
Kamatori no dijo nada, pero miró con fijeza el rostro de Orita en la semioscuridad de la limusina para infundirle confianza.
Como George Furukawa, Roy Orita era un «dormilón» de la Inteligencia, nacido en EE. UU. de padres japoneses y educado para formar parte de la CIA.
Finalmente, Kamatori añadió:
- Esta tarde se han dicho cosas que podrían perjudicar al señor Suma. (No hay posibilidad de error en todo lo que me has contado?
- ¿Seguro que el marchante se llamaba Ashikaga Enshu?
Kamatori sintió un estremecimiento mezclado de vergüenza. Su tarea era cuidarse de las incursiones de personas extrañas a la organización de Suma. Había fallado miserablemente, perdiendo buena parte de su credibilidad.
- Sí, Enshu.
- Su auténtico nombre era James Hanamura. Es el otro miembro de mi equipo, y nuestra misión consiste en investigar la fuente que construyó las bombas nucleares colocadas en los automóviles.
- ¿Quién ha averiguado la relación entre los coches y las bombas nucleares?
- Un aficionado llamado Dirk Pitt. Nos lo prestó la Agencia Marina y Submarina Nacional.
- ¿Supone un peligro para nosotros?
- Podría causar problemas. No puedo decirlo con seguridad. No le han asignado ninguna investigación operativa. Pero tiene una reputación temible, ya que ha conseguido realizar con éxito proyectos que parecían imposibles.
Kamatori se recostó en su asiento y miró perezosamente por la ventanilla los edificios del exterior, sumergidos en la oscuridad. Luego se dirigió a Orita.
- ¿Puedes proporcionarme una lista de los agentes con los que estás trabajando y de sus actividades recientes?
- Los nombres, sí -respondió Orita-. Pero de sus actividades no sé nada. Trabajamos todos por separado.
Como en un número de magia, nadie sabe lo que está haciendo la otra mano.
- Infórmate de todo lo que puedas averiguar.
- ¿Qué te propones hacer con Pitt?
Kamatori miró a Orita, y había veneno en sus ojos fríos.
- Si se presenta una oportunidad segura, lo mataré.
29
Guiado por Loren Smith a un lado y por Al Giordino al otro, Pitt hizo descender en marcha atrás el modelo Stutz por la rampa de un remolque y lo aparcó entre un Hispano Suiza rojo de 1926, un gran cabriolé fabricado en Francia, y un precioso Marmon V16 de 1931. Aguzó el oído para escuchar minuto a minuto el ruido de su motor, controlando el número de revoluciones, y sólo quedó satisfecho al comprobar que estaba en perfectas condiciones, sin un solo fallo. Entonces desconectó el encendido.
Era un día típico del veranillo de San Martín. El cielo estaba despejado y cálido después de una lluvia reciente.
Pitt llevaba unos pantalones de pana y un chaquetón de ante, en tanto que Loren, radiante, vestía un mono de color rosa pálido.
Mientras Giordino conducía el remolque articulado al aparcamiento, Loren se puso en pie y miró por encima del parabrisas del Stutz el espectáculo de más de cien coches clásicos alineados en el circuito de carreras del Virginia Memorial. El concours d'elegance, una competición en la que se juzgaba el aspecto exterior de los coches, se combinaba con carreras de una vuelta al circuito entre vehículos clásicos diseñados y construidos como automóviles de turismo.
- Son todos maravillosos -dijo Loren en tono admirativo-. Nunca he visto tantos coches antiguos reunidos -La competición será reñida -dijo Pitt al tiempo que levantaba el capó e inspeccionaba el estado del motor. Tendré suerte si consigo clasificarme tercero en mi categoría.
- ¿Cuándo será el concurso?
- De un momento a otro.
- ¿Y las carreras?
- Cuando el jurado haya hecho público su veredicto y los premios estén repartidos.
- ¿Contra qué coche tendrás que correr?
- Según la programación, contra el Hispano rojo que está al lado del nuestro.
Loren inspeccionó el atractivo cabriolé de morro bajo, construido en París.
- ¿Crees que podrás ganarle?
- No lo sé. El Stutz es seis años más joven, pero el Hispano tiene un motor más grande y pesa menos.
Giordino se acercó y dijo:
- Estoy hambriento. ¿Cuándo comemos?
Loren soltó una carcajada, dio a Giordino un ligero beso en la mejilla y extrajo un cesto de picnic del asiento trasero del Stutz. Se sentaron en la hierba y comieron mortadela y queso brie con pan integral, acompañados de un paté y fruta, todo ello regado por una botella de vino tinto «zinfandel», del Valle de la Luna.
Aparecieron los jueces y empezaron a examinar el coche de Pitt para el concurso. Estaba incluido en la clase D, clásicos americanos entre 1930 y 1941. Después de quince minutos de intenso estudio, le estrecharon la mano y pasaron al siguiente automóvil de su clase, una berlina Lincoln V-12 de 1933.
En el momento en que Pitt y sus amigos habían ya vaciado la botella de «zinfandel», se anunció por los altavoces a los vencedores del concurso. El Stutz quedó en tercer lugar, detrás de un cupé deportivo Packard de 1938 y una limusina Lincoln de 1934.
Pitt había perdido punto y medio sobre los cien posibles debido a que el encendedor del Stutz no funcionaba y que el tubo de escape no se ajustaba estrictamente al diseño del modelo original.
- Ha sido mejor de lo que esperaba -comentó Pitt, orgulloso -. No creí que consiguiéramos ningún premio.
- Felicidades -dijo Frank Mancuso.
Pitt miró boquiabierto al ingeniero de minas, que parecía haberse materializado a su lado procedente de la nada.
- ¿De dónde vienes tú?
- Radio macuto me informó de que estabas aquí -explicó Mancuso en tono cordial-, de modo que decidí acercarme para ver los coches y charlar un rato contigo y con Al.
- ¿Ha llegado la hora de ponernos a trabajar?
- Todavía no.
Pitt se volvió e hizo la presentación entre Mancuso y Loren. Giordino se limitó a saludar con un gesto de cabeza y pasó al recién llegado un vaso de vino de una botella recién abierta. Los ojos de Mancuso se agrandaron cuando fue presentado a Loren.
Miró a Pitt con expresión aprobadora, y luego señaló a Loren y al Stutz.
- Dos bellezas clásicas. Tienes un gusto excelente.
Pitt sonrió con malicia.
- Hago lo que puedo.
- Es todo un coche -dijo Mancuso, observando con atención las líneas del Stutz-. La carrocería es de LeBaron, ¿verdad?
- Exacto. ¿Entiendes de automóviles antiguos?
- Mi hermano es un aficionado. Yo he aprendido de él lo poco que sé sobre ellos. -Caminó hasta la barrera que separaba del público la hilera de coches expuestos -.
¿Quieres servirme de guía en una visita a todos estos preciosos aparatos?
Se excusaron ante Loren, que entabló una conversación con la esposa del propietario del Hispano-Suiza.
Después de pasar revista a varios coches, Giordino paciento.
- ¿Qué es lo que ocurre? -preguntó.
- Probablemente te lo haya dicho ya el almirante Sandecker. El equipo Mercedes se ha quedado sin trabajo. El proyecto de rescatar todos los fragmentos posible del barco que transportaba los automóviles bomba ha que dado descartado.
- ¿Por alguna razón particular?
- El presidente ha decidido que sería preferible dejarlo correr por ahora. Demasiados problemas. La propaganda soviética sigue intentando adjudicarnos a nosotros la explosión. En el Congreso se habla de emprender investigaciones, y el presidente no tiene intención de dar explicaciones sobre una operación clandestina de rescate.
No puede permitir que se descubra lo ocurrido con Rancho Empapado. Aquel proyecto iba contra las leyes internacionales que rigen el minado de los fondos marinos.
- Sólo recogimos muestras -dijo Pitt a la defensiva-. Era únicamente un programa experimental.
- Tal vez sí, pero lo hicisteis a espaldas del resto del mundo. Las naciones del Tercer Mundo chillarán en la ONU hasta desgañitarse si creen que les están birlando las riquezas de sus fondos marinos.
Pitt se detuvo a contemplar un enorme coche descapotable.
- Me gustaría tener éste.
- ¿Un Cadillac de turismo?
- Un faetón Cadillac V-16 - corrigió Pitt -. Se están cotizando por encima del millón de dólares en las subastas.
Giordino hizo un gesto afirmativo.
- Lo mismo que los Duesenbergs.
Pitt se encaró con Giordino y le miró con dureza.
- ¿Cuántos coches con cabezas nucleares han encontrado hasta ahora?
- Sólo los seis a los que tú seguiste la pista. Stacy y Weatherhill todavía no han dicho una palabra desde que se marcharon a la costa oeste.
- Los japoneses deben tener una flota entera de esos ingenios esparcida por todo el país -dijo Pitt -. Jordan va a necesitar un ejército para destruirlos.
- No es gente lo que nos falta, pero hemos de trabajar sin que los japoneses se sientan acorralados. Si creen que su proyecto de bomba nuclear está en peligro, pueden reaccionar de forma desproporcionada y hacer explotar manualmente uno de esos aparatos.
- Lo ideal sería que el equipo Honda pudiera penetrar en la fuente y robar un mapa de los lugares donde están colocados los coches bomba -dijo Giordino pensativo.
- Están trabajando en eso -contestó Mancuso con firmeza.
Pitt se inclinó a examinar la cabeza de cristal de un gallo que adornaba el radiador de un turismo Pierce-Arrow.
- Y entretanto, todos estamos sentados en corro tapándonos los oídos con los dedos.
- No te sientas marginado. Hiciste más en las primeras cuatro horas que todo el equipo en cuarenta y ocho. Nos llamarán en el momento en que nos necesiten.
- No me gusta esperar en la sombra a que ocurra algo.
Giordino desvió su atención de los coches para fijarla en una muchacha que pasaba contoneándose en una falda de piel muy estrecha, y dijo en tono soñador:
- ¿Cómo se clasificaría en un concurso?
Parecía inverosímil pero estaban allí, muy serios, luciendo trajes oscuros y maletines de ejecutivo en medio de las ropas informales de los propietarios y los espectadores de los automóviles clásicos. Los cuatro japoneses examinaban con toda atención los coches, tomaban apuntes en sus cuadernos de notas y se comportaban como observadores de un consorcio de coleccionistas de coches de Tokio.
Era un buen disfraz. La gente los observaba, divertida por su aspecto anticuado, y se daba la vuelta sin sospechar que formaban un equipo adiestrado de agentes operativos y que sus maletines de ejecutivo contenían granadas de gas y armas de asalto.
El equipo japonés no estaba allí para admirar los automóviles sino para secuestrar a Loren Smith.
Peinaron toda el área donde tenía lugar el concurso, anotando las posibles salidas y el emplazamiento de los guardas de seguridad. Su jefe observó que el Stutz de Pitt estaba aparcado en el centro de la hilera de automóviles clásicos, lo que imposibilitaba llevarse a Loren sin causar un revuelo enorme.
Ordenó a sus tres hombres que volvieran a la potente limusina que tenían aparcada junto a la pista, y él se dedicó a pasear y a observar furtivamente los movimientos de Loren. También siguió a Pitt, Giordino y Mancuso a corta distancia y examinó sus ropas en busca del bulto significativo de alguna pistola. No vio nada sospechoso y concluyó que los tres estaban desarmados.
Entonces siguió su paseo con paciencia, sabiendo que el momento oportuno se presentaría tarde o temprano.
Un comisario de la carrera informó a Pitt que el Stutz y él debían colocarse en la línea de salida. Acompañado por sus amigos, condujo su vehículo a lo largo del pasillo que quedaba entre las filas de coches, y cruzó la puerta de acceso a la pista oval de asfalto, de kilómetro y medio de longitud.
Giordino levantó el capó y se dedicó a una última comprobación del motor, mientras Mancuso observaba. Loren dio a Pitt un largo beso de buena suerte, y luego corrió al borde de la pista y allí se sentó sobre un poyo.
Cuando el Hispano-Suiza ocupó su lugar, Pitt se acercó y se presentó a sí mismo, en el momento en que el otro conductor acababa de cerrar su capó, y aseguraba la posición de la rueda de repuesto.
- Creo que vamos a enfrentarnos en la competición.
Me llamo Dirk Pitt.
El conductor del Hispano, un hombre grueso de cabello grisáceo, barba blanca y ojos de color azul verdoso, le dio un fuerte apretón de manos.
- Clive Cussler.
Pitt lo miró con extrañeza.
- ¿No nos conocemos?
- Es posible -respondió Cussler con una sonrisa-. Su nombre me resulta familiar, pero no su cara.
- Tal vez nos hemos visto en alguna fiesta o en una reunión de un club automovilístico.
- Tal vez.
- Buena suerte -le deseó cortésmente Pitt.
- Lo mismo le deseo -correspondió Cussler.
Sentado detrás del volante, Pitt examinó los instrumentos del tablero y luego fijó la vista en el oficial que debía dar la orden de salida, y que en este momento empezaba a desplegar sin prisas la bandera verde. No se dio cuenta de que una enorme limusina blanca Lincoln se detenía en el área de los boxes junto al muro de seguridad de cemento, y justo frente a Loren. Tampoco vio al hombre que salía del automóvil, caminaba hacia ella y le dirigía unas breves palabras.
La atención de Giordino estaba absorbida por el Stutz. Sólo Mancuso, que estaba de pie a un par de metros de distancia, vio el gesto de asentimiento con que ella respondía al hombre, un japonés, antes de acompañarlo hasta la limusina.
Giordino bajó el capó y gritó sobre el parabrisas:
- No hay fugas de aceite ni de agua. No lo aprietes demasiado. Hemos reconstruido el motor, pero de todos modos sigue teniendo sesenta años de edad. Y no se pueden encontrar piezas de repuesto para un Stutz en el taller de la esquina.
- Mantendré el nivel de revoluciones por debajo del rojo -prometió Pitt. Sólo entonces echó de menos a Loren, y miró a su alrededor-. ¿Qué le ha pasado a Loren?
Mancuso se inclinó hacia la portezuela y señaló el Lincoln blanco.
- Un ejecutivo japonés de aquella limusina quería hablar con ella. Probablemente algún asunto político.
- No me gustaría que se perdiera la carrera.
- No la perderé de vista -dijo Mancuso.
Giordino apretó el hombro de Pitt.
- No te equivoques con los cambios de marcha.
Luego Mancuso y él caminaron hasta el borde de la pista, al tiempo que el oficial de salida ocupaba su posición entre los dos coches y levantaba la bandera verde por encima de su cabeza.
Pitt presionó el acelerador hasta que el tacómetro indicó 1.000 revoluciones por minuto. Su cálculo del tiempo fue casi perfecto. Intuyó el momento en que iba a moverse el oficial de salida, y soltó el embrague en el mismo instante en que la bandera empezaba a descender. El Stutz turquesa se estremeció y arrancó, tomando ventaja sobre el Hispano-Suiza.
El motor de ocho cilindros del Stutz disponía de un doble árbol de levas en posición superior, con cuatro válvulas por cilindro. Y aunque la potencia de los dos automóviles era comparable, los seis cilindros del Hispano desplazaban ocho litros, por cinco del Stutz. Respecto al chasis y al peso de la carrocería el macizo Stutz tenía un exceso de 200 kilogramos sobre el cabriolé.
Ambos conductores habían recortado los tubos de escape justo detrás del colector, y eliminado los silenciadores. El rugido que lanzaron aquellos veteranos motores, cuando los dos automóviles aceleraron a partir de la línea de salida, excitó a la multitud aposentada en las tribunas, que empezó a gritar y a aplaudir, pidiendo más velocidad a aquellas bellezas del arte de la mecánica.
Pitt iba todavía en cabeza al salir de la primera curva, sobre un torbellino de gases de escape y con un furioso rugido. Cambiaba las marchas con tanta suavidad como lo permitía aquella vieja caja de cambio. La primera marcha no respondió como él hubiera deseado y emitió un quejido quejumbroso, pero la segunda funcionó con mucha mayor suavidad. Si se les daba tiempo y la distancia precisos, ambos coches podían alcanzar hasta una velocidad de 160 kilómetros por hora, pero su velocidad de aceleración no era precisamente vertiginosa.
Pitt vigilaba con atención el tacómetro, al tiempo que puso la cuarta marcha, la última. Al llegar a la curva más alejada, el Stutz había alcanzado una velocidad de cien kilómetros, y el Hispano le seguía de cerca, comiéndole terreno en la curva.
Al llegar a la recta, el Hispano se precipitó sobre el Stutz. Cussler iba a tope; exigió al enorme coche francés hasta el límite, de modo que el ruido de las válvulas casi sobrepasaba el rugido del escape. El adorno en forma de tornado montado sobre el radiador se alineó con la manecilla de la puerta trasera del Stutz.
Pitt no podía hacer otra cosa que mantener derechas las ruedas delanteras de su coche, y pisar a fondo el acelerador como si fuera una barrena para taladrar la pista. La aguja del tacómetro oscilaba un milímetro por debajo de la línea roja. No se atrevía a exigir al motor más allá de su límite, o al menos no todavía. Levantó ligeramente el pie, y el Hispano se adelantó.
Durante unos momentos corrieron juntos. Luego empezó a manifestarse el superior par de torsión del Hispano, y éste tomó la delantera. El escape del enorme motor de ocho litros sonaba en los oídos de Pitt como la erupción de un volcán, y pudo ver la luz de cola, parecida al farol de un tren, que se movía a uno y otro lado cuando el conductor pisaba el freno.
Pero Cussler no tenía intención de frenar. Conducía el Hispano al límite de sus posibilidades.
Cuando entraron en la última curva, Pitt se deslizó detrás del enorme coche rojo, permaneciendo en esa posición durante unos cientos de metros, hasta que ambos viraron en mitad de la curva. Entonces, cuando enfocaban ya la recta de las tribunas, Pitt utilizó los escasos caballos de que aún disponía en reserva el Stutz y se lanzó adelante por la parte interior de la pista.
Gracias al impulso de aquella potencia extra, pudo proyectarse al frente y mantenerse delante del Hispano que apretaba al máximo, durante el tiempo suficiente para cruzar la línea de meta con la diosa solar que adornaba el radiador del Stutz a menos de medio metro por delante de la cigüeña del Hispano.
Fue un toque maestro, el final capaz de entusiasmar a la multitud. Echó atrás la cabeza y rió mientras saludaba con la mano levantada. Se suponía que debía continuar y dar una nueva vuelta triunfal al circuito, pero Giordino y Mancuso salieron del área de los boxes agitando los brazos para indicarle que parara. Viró hacia el borde de la pista y frenó.
Mancuso hacía gestos frenéticos señalando la limusina blanca que aceleraba en dirección a una de las salidas.
- La limusina -gritaba mientras corría.
La reacción de Pitt fue rápida, casi sobrehumana, y sólo le costó un instante trasladar su atención, de la carrera, a lo que Mancuso intentaba decirle.
- ¿Loren? -gritó a su vez.
Giordino saltó al estribo del automóvil aún en movimiento.
- Creo que los japoneses de la limusina la han secuestrado - gritó.
Entonces llegó Mancuso a la carrera, jadeante.
- Han arrancado antes de que me diera cuenta de que ella seguía dentro del coche.
- ¿Estás armado? -le preguntó Pitt.
- Una automática Colt del veinticinco en una pistolera en el sobaco.
- ¡Entra! -ordenó Pitt. Luego se volvió a Giordino-, Al, busca a un guarda que tenga radio y da la alerta a la policía. Frank y yo intentaremos darles caza.
Giordino asintió sin replicar y corrió hacia un guarda de seguridad que patrullaba en los boxes, al tiempo que Pitt aceleraba el Stutz y pasaba como una exhalación por la puerta que conducía de la pista al aparcamiento situado detrás de las tribunas abarrotadas de gente.
Sabía que el Stutz estaba en una abrumadora inferioridad frente a aquella limusina grande y nueva, pero mantenía sin desmayo la convicción de que todas las dificultades son superables.
Se acomodó en el asiento y aterro con tuerza el volante, proyectando hacia adelante con determinación su prominente barbilla; y emprendió la persecución.
30
Pitt conducía a todo gas. El comisario de la carrera que estaba en la puerta lo vio llegar y gritó a los curiosos que se retiraran. El Stutz cruzó la zona de aparcamiento a ochenta kilómetros por hora, con veinte segundos de retraso respecto al Lincoln blanco.
Cruzaron serpenteando entre los coches aparcados, y Pitt tocaba con insistencia la bocina colocada en el centro del volante. Por fortuna, apenas había gente en el aparcamiento. Todos los espectadores y los participantes en el concurso estaban en las tribunas presenciando las carreras, y muchos de ellos volvían en ese momento la cabeza hacia atrás, para ver el Stutz turquesa que volaba hacia la calle, con sus bocinas gemelas cromadas atronando el aire.
Pitt estaba loco de furia. Las posibilidades de detener a la limusina y rescatar a Loren eran prácticamente nulas.
Sólo la desesperación le impulsaba a seguir la caza. No había esperanzas de que una máquina con sesenta años de antigüedad pudiera alcanzar a una moderna limusina impulsada por un potente motor V-8 que desarrollaba casi el doble de caballos de potencia. Sabía que aquello era más que un secuestro criminal. Temía que la intención de los raptores fuera matar a Loren.
Pitt apretó con todas sus fuerzas el volante en el momento de entrar en la autopista exterior al circuito de carreteras, entre un chirrido de los neumáticos, que derrapa ron en la curva de entrada en persecución del Lincoln.
- Nos llevan mucha ventaja -dijo Mancuso, lacónico.
- Podemos reducirla -contestó Pitt con determinación. Giró el volante a un lado y luego al otro para sortear a un coche que entraba en la autopista de doble carril desde una carretera lateral-. Mientras no estén seguros de que alguien los persigue, no sobrepasarán la velocidad límite para no correr el riesgo de que los pare la policía. Lo mejor que podemos hacer es no perderlos de vista hasta que la policía los intercepte.
La teoría de Pitt resultó válida. El Stutz empezó a ganar terreno a la limusina.
Mancuso atisbaba por el parabrisas y avisó:
- Te diriges hacia la autopista Cinco, a lo largo del río James.
Pitt conducía con una furia relajada y llena de confianza. El Stutz estaba en su elemento en una carretera recta, con curvas suaves. Amaba a aquel viejo coche con su compleja mecánica, su magnífica línea y su fabuloso motor. Pitt exigió más aún a su montura, conduciendo como un demonio. Aquel ritmo era excesivo para el Stutz, pero Pitt le hablaba, sin hacer caso de la mirada de extrañeza en la cara de Mancuso, y le imploraba que corriera más allá de su límite.
Y el Stutz respondió.
Para Mancuso, se trataba de una situación increíble. Le parecía que Pitt empujaba físicamente al coche a rodar a una velocidad cada vez mayor. Miró el velocímetro y vio que la aguja marcaba más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Aquella vieja máquina nunca había corrido a tanta velocidad en sus mejores tiempos. Mancuso se sujetaba a la portezuela mientras Pitt adelantaba coches y camiones, pasando a varios a la vez, tan aprisa que Mancuso se maravillaba de que no se salieran de la carretera en alguna curva cerrada.
Mancuso oyó otro sonido por encima del escape del Stutz y miró al cielo desde el compartimiento descapotado del conductor.
- Tenemos un helicóptero sobrevolando el rebaño -anunció.
- ¿Policía?
- No lleva distintivos. Parece comercial.
- Qué lástima que no tengamos una radio.
Habían conseguido acercarse a doscientos metros de la limusina, pero entonces los raptores de Loren se dieron cuenta de la presencia del Stutz e inmediatamente aumentaron la velocidad y se distanciaron de nuevo.
Entonces, para complicar todavía más la situación, un granjero que conducía una camioneta Dodge con remolque y dos rifles colgados en cruz en la ventanilla trasera, vio aquella antigualla que se aproximaba a toda velocidad y decidió divertirse un rato a costa del Stutz.
Cada vez que Pitt ocupaba el carril izquierdo para rebasar al Dodge, el conductor, un muchacho delgado de pelo grasiento, que mostraba al sonreír una boca en la que faltaban la mitad de los dientes, soltaba una carcajada y viraba al lado opuesto, cerrándole el paso.
Mancuso extrajo su pequeña automática de la pistolera.
- Voy a agujerear el parabrisas a ese payaso.
- Dame una oportunidad de sacarlo de la carretera.
Pitt se dispuso a emplear un truco de los pilotos de carreras de los viejos tiempos. Se colocó a la derecha del Dodge, luego aflojó un poco la marcha y cambió de carril.
Repitió la maniobra, sin intentar forzar el paso, sólo para controlar la situación.
El conductor de la camioneta culeaba de un lado a otro de la carretera decidido a bloquear lo que pensaba que eran intentos de Pitt de adelantarlo. Después de mantener a raya al Stutz en numerosos asaltos, empezó a volver la cabeza cada vez más a menudo para ver por dónde se acercaba el viejo clásico la siguiente vez.
Y así cometió el error que esperaba Pitt.
Se descentró, y en una curva pisó la gravilla del arcén.
Su siguiente error consistió en dar un golpe de volante excesivo para mantener la recta posición de la camioneta El Dodge derrapó sin control y se precipitó fuera de la carretera, arrolló un grupo de arbustos y matorrales, y finalmente volcó, aplastando al hacerlo un nido de avispas El granjero sólo sufrió rasguños en el accidente, pero las avispas casi le mataron antes de que pudiera salir de la camioneta y zambullirse en un estanque vecino.
- Un trabajo hábil -dijo Mancuso, con la mirada vuelta hacia atrás.
Pitt se permitió una rápida sonrisa.
- Se llama temeridad metódica.
La sonrisa se desvaneció cuando al adelantar a un camión vio un remolque plano al otro lado de una curva. El camión había perdido parte de su carga, tres barriles de aceite que habían caído del remolque. Uno se había roto, esparciendo una enorme mancha grasienta por el pavimento. La limusina blanca había conseguido evitar el camión pero perdió adherencia y dio dos giros completos de 360° antes de que su conductor consiguiera increíblemente enderezar el coche y seguir adelante a toda velocidad. El Stutz frenó en seco y se deslizó lateralmente, con los neumáticos humeantes y el sol reflejándose en las cubiertas pulidas de las ruedas. Mancuso se encogió a la espera del impacto contra la parte trasera del camión, seguro de que el choque sería inevitable.
Pitt luchó por controlar el derrape durante un angustioso centenar de metros, hasta dejar atrás las marcas negras de los neumáticos en el suelo. Para entonces estaba ya metido en la mancha de aceite. No tocó los frenos ni giró el volante, sino que pisó el embrague y dejó que el coche rodara libre y en línea recta sobre aquella piscina resbaladiza. Luego dirigió el vehículo hacia la franja de césped que bordeaba el arcén, hasta que los neumáticos soltaran el aceite, y entonces reanudó la persecución, ahora tan sólo unos segundos por detrás del Lincoln.
Después de aquella catástrofe evitada por milímetros, Mancuso se asombró al ver que Pitt conducía con tanta tranquilidad como si estuviera dando un paseo dominical.
- ¿Y el helicóptero? -preguntó Pitt sin un asomo de expresión en su tono de voz.
Mancuso miró hacia arriba.
- Sigue con nosotros. Vuela encima y a la derecha de la limusina.
- Tengo el presentimiento de que trabajan juntos.
- Parece extraño que no lleve distintivos -asintió Mancuso.
- Si están armados pueden hacernos pasar un mal rato.
- Así es -dijo Mancuso -. Mi revólver podrá hacer poca cosa contra armas automáticas manejadas desde el aire.
- Sin embargo, podían habernos calentado los cascos hace ya bastantes kilómetros.
- Hablando de calentar… -dijo Mancuso señalando el radiador.
El gran esfuerzo al que había sido sometido el viejo coche estaba empezándose a notar. Salía una columnilla de vapor del tapón colocado bajo la diosa solar, y por las rendijas del capó se filtraba el aceite. Cuando Pitt frenó al llegar a una curva cerrada, el efecto fue el mismo que si hubiera izado una vela. Los frenos estaban sobrecalentados y bloqueados. Lo único que ocurrió cuando Pitt pisó el pedal, fue que se encendieron las luces traseras.
Pitt imaginaba a Loren atada y amordazada en el asiento trasero de la limusina. El miedo y la ansiedad soplaban como un viento helado en su interior. Quienquiera que la hubiese raptado, podía haberla matado ya. Descartó de su mente aquel pensamiento terrible y se dijo a sí mismo que los secuestradores no podían permitirse el lujo de perder un rehén de su importancia. Pero si le hacían algún daño, morirían, se juró a sí mismo.
Conducía como un poseso, concentrado en la determinación inflexible de rescatar a Loren. Recurría a todas y cada una de las fibras de su tenaz espíritu para perseguir sin tregua al Lincoln.
- Mantenemos la distancia -observó Mancuso.
- Están jugando con nosotros -repuso Pitt, calculando que la separación entre la diosa solar que adornaba el capó y el parachoques trasero de la limusina era de tan sólo cincuenta centímetros -. Tienen la potencia suficiente como para dejarnos plantados cuando quieran.
- Tal vez su motor tenga algún problema.
- No lo creo. El conductor es un profesional. Ha mantenido con toda exactitud la distancia desde la mancha de aceite.
Mancuso miró su reloj mientras los rayos del sol se filtraban a través de los árboles que sombreaban la carretera.
- ¿Dónde demonios está la policía?
- Buscando por toda la zona. Giordino no tiene me dio de saber qué dirección hemos tomado.
- No podrás mantener este ritmo durante mucho tiempo más.
- Al acabará por husmear nuestro rastro -dijo Pitt, mostrando una confianza total en su viejo amigo.
Mancuso giró la cabeza al percibir un nuevo sonido Se alzó sobre sus rodillas y miró arriba y atrás por entre las ramas de los árboles. Y entonces empezó a bracear como un loco.
- ¿Qué sucede? -preguntó Pitt, levantando el pie del acelerador para tomar una curva cerrada que desembocaba en un puente corto sobre un riachuelo, pisando el freno casi inútil hasta clavarlo en el suelo.
- Creo que ha llegado la caballería -gritó Mancuso excitado.
- Otro helicóptero -adivinó Pitt-. ¿Puedes ver los distintivos?
Los dos coches salieron del abrigo de los árboles a unos campos cultivados. El helicóptero que se aproximaba giró hacia un lado, y Mancuso pudo leer las palabras escritas sobre la cubierta, bajo el motor y las aspas del rotor.
- ¡«Departamento del sheriff del condado de Henrico»! -aulló para superar el estruendo del rotor. Entonces reconoció a Giordino, que le hacía señas desde la portezuela abierta. El pequeño italiano había llegado al fin, justo atiempo el Stutz daba ya sus últimas boqueadas.
También el piloto del extraño helicóptero que sobrevolaba la limusina se dio cuenta de la presencia del recién llegado. Viró repentinamente, perdió altura y puso rumbo hacia el nordeste a todo gas, desapareciendo rápidamente detrás de una hilera de árboles que bordeaban un maizal.
El Lincoln pareció deslizarse lentamente a un lado de la carretera. Pitt y Mancuso vieron con impotente horror como la enorme limusina blanca chocaba contra la barrera de protección, saltaba sobre una pequeña zanja y se precipitaba en el maizal como si quisiera seguir al helicóptero en fuga. Pitt captó el rápido cambio de escena en un abrir y cerrar de ojos. Reaccionó al instante, y giró el volante haciendo que el Stutz siguiera al Lincoln. Mancuso sintió un golpe en la boca cuando los frágiles y quebradizos tallos de maíz, que habían quedado en pie después de la cosecha azotaron el parabrisas. Instintivamente se acurrucó en su asiento, protegiéndose la cabeza con las manos.
El Stutz saltó detrás de la limusina, y todos sus viejos muelles y amortiguadores crujieron. Se levantó una nube de polvo tan espesa que Pitt apenas podía ver nada más allá de la diosa solar, a pesar de lo cual su pie seguía pisando el acelerador sin desmayo.
Atravesaron una alambrada. Un fragmento golpeó a Mancuso en la sien, y luego se encontraron al otro lado del maizal, casi pegados a la limusina. Esta había cruzado el campo a una velocidad increíble en dirección a un silo de cemento, con el Stutz detrás.
- ¡Oh, Dios! -murmuró Mancuso ante el choque inminente.
A pesar del trauma que suponía presenciar un accidente que no podía prevenir, Pitt giró con violencia el volante a su derecha, metiendo al Stutz por un sendero que rodeaba el silo, y logró evitar la colisión con el Lincoln justo a la distancia de medio metro.
Oyó más que vio el crujido convulsivo del metal al ceder, seguido por el estallido de cristal al romperse contra el cemento. De la base del silo surgió una polvareda que cu brió la destrozada limusina.
Pitt ya estaba fuera del Stutz antes de que éste se detu viera, y corrió hacia el lugar del accidente. El temor y el horror se apoderaron de su cuerpo cuando rodeó el silo vio el automóvil destrozado. Nadie podía haber sobrevi vido a aquel terrible impacto. El motor había atravesado el cortafuegos y se había empotrado en el asiento delantero.
El volante estaba incrustado en el techo. Pitt no vio ningún rastro del conductor y supuso que su cuerpo debía haber salido despedido del coche.
El compartimiento de pasajeros estaba doblado en forma de acordeón: el techo se había alzado formando un extraño pico, y las puertas, hundidas hacia el interior habían quedado bloqueadas con tal fuerza que sería preciso un soplete para poder abrirlas. Pitt golpeó con desesperación los cristales rotos que seguían obstruyendo la ventanilla de la portezuela, y asomó la cabeza.
El interior destrozado del coche estaba vacío.
Con movimientos lentos y embotados, Pitt caminó al rededor del automóvil, buscando debajo de él signos de cuerpos humanos. No encontró nada, ni tan siquiera una gota de sangre o un jirón de ropa. Después examinó el des trozado tablero de instrumentos y descubrió la razón de que aquel coche fantasma estuviera vacío. Sacó un pequeño instrumento de sus conectores eléctricos y lo estudió, mientras su rostro enrojecía de ira.
Seguía de pie junto a los restos del coche cuando el helicóptero aterrizó y Giordino se acercó a la carrera, seguido por Mancuso, que apretaba contra su oreja un pañuelo ensangrentado.
- ¿Loren? -preguntó Giordino con rostro terso.
Pitt negó con la cabeza, y tendió el extraño instrumento a Giordino.
- Se han burlado de nosotros. Este coche era un señuelo, operado mediante robot electrónico y dirigido por alguien desde el helicóptero.
Mancuso miraba furioso la limusina.
- Yo la vi entrar -dijo desconcertado.
- Y yo también -llegó como un eco la voz de Giordino -No en este coche -respondió Pitt en voz baja.
- Pero no la perdimos un momento de vista.
- Claro que sí. Piensa en ello. En los veinte segundos iniciales cuando salió de la pista y pasó bajo las tribunas en dirección al área del aparcamiento. Allí debió ser cuando dieron el cambiazo Mancuso retiro el pañuelo, mostrando un corte limpio encima del lóbulo de la oreja.
- Todo concuerda.
Mancuso calló de repente y miró con desesperación la limusina destrozada. Nadie se movió ni dijo nada durante unos momentos.
- ¡La hemos perdido! -dijo Giordino como atacado por un súbito dolor, con la cara pálida-. Que Dios nos ayude, la hemos perdido.
Pitt miraba el coche sin ver; y apretaba sus grandes puños lleno de rabia y de desesperación.
- La encontraremos -dijo, con una voz tan fría y desolada como las piedras del Ártico-. Y los que se la han llevado pagarán por ello.
TERCERA PARTE: LA ISLA DE AJIMA
31
12 de octubre de 1993
Bielefeld, Alemania Occidental.
La mañana otoñal estaba desapacible debido a un viento frío del norte; August Clausen salió de su granja construida en madera, y contempló los campos que se extendían hasta las lomas de los bosques de Teutoburgo, cerca de Bielefeld, en Renania Septentrional-Westfalia. La granja se alzaba en el valle, rodeada por un arroyo serpenteante que él había represado recientemente. Se abotonó la gruesa chaqueta de lana, aspiró varias veces el aire y finalmente recorrió el camino que llevaba hasta el establo.
Clausen era un hombre grueso y endurecido que acababa de cumplir los setenta y cuatro años; todavía era capaz de aguantar una jornada de trabajo que se extendía desde el amanecer hasta la puesta del sol. La granja había pertenecido a su familia durante cuatro generaciones. Su mujer y él habían tenido dos hijas, ambas casadas, que habían dejado la casa paterna, prefiriendo la vida ciudadana de Bielefeld a los trabajos de la granja. Con la excepción de los braceros que contrataban en la época de la cosecha, Clausen y su mujer llevaban solos la propiedad.
Clausen abrió de par en par las puertas del establo y su bió a un tractor de grandes dimensiones. El viejo y tosco motor de gasolina se puso en marcha al primer intento; salió al patio y tomó un camino embarrado que se dirigía hacia el campo, donde después de recoger la cosecha había estado trabajando para preparar la siembra de la próxima primavera.
Hoy su propósito era rellenar una pequeña depresión situada en la esquina sudoeste de un campo de lechugas.
Era una de las pocas tareas que se proponía tener listas antes de la llegada de los meses de invierno. La noche anterior había instalado en el tractor una gran pala frontal, para remover la tierra de un terraplén cercano a una antigua casamata de cemento, reliquia de la última guerra.
Una parte de las tierras de Clausen había sido en tiempos un aeródromo utilizado por un escuadrón de caza de la Luftwaffe. Cuando regresó a su casa después de servir en una brigada Panzer que luchó con el Tercer Ejército de Patton a través de Francia y de media Alemania, se encontró con un montón de aparatos de aviación y vehículos motorizados quemados y destruidos, esparcidos en diversos montones sobre la mayor parte de sus campos en barbecho. Guardó lo poco que conservaba algún valor o utilidad, y vendió el resto a los chatarreros.
El tractor avanzaba a buen paso por el camino. En las dos semanas anteriores apenas había llovido, de modo que las rodadas estaban secas. Los álamos y los abedules mostraban salpicaduras de un amarillo brillante que resaltaba en medio del verde que comenzaba ya a marchitarse. Clausen cruzó por una abertura de una tapia de piedra y se detuvo al lado de la depresión. Saltó del tractor y estudió el perfil de aquel suelo hundido. Curiosamente, le pareció más amplio y profundo que el día anterior. Se preguntó en primer lugar si aquel fenómeno podía deberse a las filtraciones subterráneas procedentes del arroyo que había represado. Sin embargo, la tierra del centro de la depresión parecía seca.
Volvió a subir al tractor; condujo hasta el terraplén situado junto al viejo refugio, ahora medio oculto por los arbustos y la vid silvestre, e hizo descender la pala. Una vez cargada, dio marcha atrás y se aproximó a la depresión hasta que las ruedas delanteras llegaron al borde. Alzó ligeramente la pala, con la intención de ladearla y volcar la carga, pero el morro del tractor empezó a moverse. Las ruedas delanteras se estaban hundiendo en la tierra.
Clausen vio atónito cómo la depresión se ensanchaba y cómo el tractor se iba hundiendo en un pozo abierto. Sintió horror al imaginar que iba a caer con su máquina en aquella terrible oscuridad. El terror lo había enmudecido, pero instintivamente afirmó sus pies en el piso metálico del tractor y se aferró con fuerza al volante. El tractor se hundió una buena docena de metros, hasta ir a parar finalmente en medio de una laguna subterránea. Grandes terrones de tierra blanda cayeron también al agua, convirtiendo el lecho de la laguna en un pantano embarrado, pronto alfombrado por las nubes de polvo que caían. El estruendo producido por la caída del tractor se prolongó en ecos lejanos procedentes de ámbitos subterráneos invisibles. El tractor quedó hundido en el agua embarrada hasta el borde superior de sus grandes ruedas traseras, antes de tropezar con un fondo firme.
El impacto hizo perder el resuello a Clausen. Un agudo dolor recorrió su espalda; supo que eso significaba una vértebra rota: dos costillas, o tal vez más, se quebraron cuando su pecho sufrió el impacto del volante. Quedó atontado, con el corazón a punto de saltársele del pecho, y respirando con espasmos de dolor. Estaba tan aturdido que apenas sintió el agua que lo cubría hasta la altura del pecho.
Clausen bendijo al tractor por haber caído derecho. Si se hubiese vencido hacia uno de los lados o dado un vuelco completo, con toda probabilidad él habría muerto aplastado o ahogado en la corriente al quedar atrapado por la pesada máquina. Se quedó allí sentado, intentando comprender lo que le había ocurrido. Miró hacia arriba, al cielo azul, como pidiendo auxilio en el apuro en que se encontraba. Luego atisbo a su alrededor, tratando de distinguir mejor dónde se hallaba, a través de la oscuridad y de la nube de polvo que empezaba a depositarse en el suelo.
El tractor había caído en un depósito de aguas subterráneas de una caverna. Uno de los extremos estaba inundado, pero el otro se elevaba por encima del nivel de las aguas y se abría a una amplia gruta. No vio señales de estalactitas ni estalagmitas, ni de otras formaciones naturales Tanto la pequeña entrada a la caverna como el espacio más extenso contaban con unos techos planos de unos seis metros de altura, excavados por un equipo de ingeniería moderno.
Descendió del tractor con un gran esfuerzo y, arrastrándose por el agua como pudo, ascendió por la pendiente hasta la parte seca de la caverna. Sus rodillas y sus manos se deslizaban en el barro resbaladizo que cubría el suelo. Por fin llegó a una zona seca, se sentó, agotado, miró en torno suyo y abrió los ojos de par en par al distinguir, en la penumbra, lo que ocultaba la caverna.
Estaba llena de aviones, docenas de aviones en hileras ordenadas como si esperaran a un escuadrón de pilotos fantasmas. Clausen reconoció en ellos el primer modelo de turborreactor de la Luftwaffe, el Messerschmitt-262 Schwalbes (Golondrina). Habían sido pintados en tonos moteados grises y verdes y, a pesar de los casi cincuenta años transcurridos, parecían en excelente estado. Tan sólo la ligera corrosión de las superficies de aluminio y los neumáticos deshinchados sugerían un largo período de abandono. La base aérea oculta debía de haber sido evacuada y todos los accesos bloqueados antes de que entraran los ejércitos aliados. Y allí había quedado, totalmente ignorada.
Clausen olvidó momentáneamente sus heridas y caminó atónito entre los aparatos, entró en los cuarteles de vuelo y en las áreas de mantenimiento y reparación.
Cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, quedó asombrado al advertir el orden perfecto que allí reinaba. No había ningún signo de huida. Le pareció que pilotos y mecánicos debían de estar alineados para la revista en los campos de arriba, y que en cualquier momento podían regresar.
Luego se alegró al pensar que todos aquellos artefactos bélicos estaban dentro de su propiedad, o más exactamente debajo de ella, y que por consiguiente le pertenecían. El valor de aquellos aviones para los coleccionistas y los museos podía llegar a representar millones de marcos alemanes.
Clausen regresó hasta el borde del lago subterráneo.
Tan sólo el volante y la parte superior de los neumáticos del tractor asomaban sobre la superficie del agua. No había esperanza de salir por sí solo de allí. La abertura estaba demasiado alta y las paredes eran demasiado verticales.
Pero no le preocupaba lo más mínimo. Antes o después su mujer empezaría a buscarle, y pediría ayuda a los vecinos, y entonces darían con él, a salvo y feliz en su recién descubierta posesión subterránea.
En alguna parte debía de existir un generador que proporcionara energía eléctrica. Decidió buscar su localización. «Tal vez -pensó- consiga hacerlo funcionar e iluminar la caverna.» Consultó su reloj y calculó que pasarían al menos cuatro horas antes de que su mujer empezara a inquietarse por su prolongada ausencia.
Dudó al examinar el extremo más alejado de la caverna, que descendía hacia el lago subterráneo, y se preguntó si más allá de la zona inundada no se abriría otra caverna.
32
- Si la gente llegara a saber alguna vez todo lo que ocurre a sus espaldas, prendería fuego a Washington -dijo Sandecker mientras el paisaje de Virginia desfilaba rápidamente más allá de las ventanillas coloreadas y a prueba de balas del centro de mando móvil, diseñado a medida y camuflado bajo la apariencia de un autobús de una conocida línea nacional.
- Estamos metidos hasta el mismísimo cuello en una guerra despiadada -gruñó el vicedirector del equipo EIMA, Donald Kern -. Y nadie excepto nosotros lo sabe.
- Tiene razón en lo de la guerra -señaló Pitt al tiempo que contemplaba las burbujas del vaso de agua mineral que tenía en la mano -. No consigo convencerme de que esa gente haya tenido las narices de secuestrar a Loren y al senador Díaz el mismo día.
Kern se encogió de hombros.
- El senador salió de su cabaña de pesca esta mañana a las seis en punto, remó hacia el centro de un lago no mucho mayor que una piscina, y desapareció.
- ¿Cómo sabe que no se ha ahogado accidentalmente o se ha suicidado?
- No se ha hallado su cuerpo.
- ¿Han dragado el lago y buscado por todas partes desde esta mañana? -preguntó Pitt con escepticismo.
- No hemos hecho nada de eso. Desviamos nuestro más reciente satélite espía para que sobrevolara el área. No había ningún cuerpo, ni flotando ni debajo del agua.
- ¿Disponen de una tecnología tan avanzada corno para rastrear un objeto tan pequeño como un cuerpo humano bajo el agua desde el espacio?
- Olvide que lo ha oído -dijo Kern con una sonrisa evasiva-. Limítese a creerme bajo palabra que otro equipo de agentes profesionales japoneses ha secuestrado a Díaz a plena luz del día, junto con su bote y su motor fuera borda, y que lo ha hecho delante de al menos cinco pescadores más, que aseguran no haber visto ni oído nada.
Pitt miró a Kern.
- Pero del secuestro de Loren sí que ha habido testigos.
- Al y Frank adivinaron lo que estaba ocurriendo, claro está. Pero los espectadores de las tribunas tenían la atención concentrada en la carrera. Si alguno de ellos miró casualmente en dirección a Loren en el momento crítico, todo lo que vio es a una mujer que entraba en una limusina por su libre voluntad.
- Lo que estropeó el bien trazado plan de los secuestradores - dijo Sandecker-, es que vosotros sabíais que estaba siendo secuestrada, y os lanzasteis en su persecución. Vuestra rápida alerta también ha permitido confirmar la conexión japonesa en el caso del secuestro de Díaz.
- La persona capaz de planear esos dos secuestros por separado es muy eficiente -admitió Kern-. Demasiado eficiente para tratarse de la Hermandad Solar de la Sangre.
- ¡La organización terrorista! -exclamó Pitt-. ¿Están ellos detrás de este asunto?
- Eso es lo que desean que pensemos. El FBI recibió una llamada telefónica de parte de alguien que afirmó ser un miembro y reivindicó la responsabilidad de la organización. Una simple cortina de humo. En menos de un minuto vimos lo que había en realidad detrás de la fachada.
- ¿Qué han averiguado sobre el helicóptero que sobrevolaba la limusina? -preguntó Pitt-. ¿Lo han encontrado?
- Seguimos su pista hasta Hampton Roads. Allí estalló en el aire y cayó al agua. Un equipo de salvamento de la Marina bucea en estos momentos en busca de los restos.
- Apuesto una botella de whisky escocés a que no encuentran ningún cuerpo.
- Probablemente ganará la apuesta -respondió Kern con una mirada circunspecta.
- ¿No hay rastro de la limusina desaparecida?
Kern negó con un movimiento de cabeza.
- Todavía no. Probablemente la escondieron y abandonaron después de trasladar a la congresista Smith a otro vehículo.
- ¿Quién se ha hecho cargo de las pesquisas?
- El FBI. Sus mejores agentes operativos están formando ya equipos de investigación y reuniendo todos los datos.
- ¿Cree que los secuestros tienen alguna relación con nuestra búsqueda de los coches bomba? -preguntó Giordino, que como Pitt y Mancuso había sido recogido por Kern y Sandecker a pocos kilómetros del lugar del accidente.
- Es posible que se trate de una advertencia para que no metamos las narices -contestó Kern-. Pero nos inclinamos a pensar que lo que pretenden es dar carpetazo al comité de investigación del Senado, eliminando a los defensores de una propuesta de ley para restringir las inversiones japonesas en EE. UU.
Sandecker encendió uno de sus caros cigarros puros, después de morder la punta.
- El presidente se encuentra en un auténtico atolladero. En la medida en que existe la posibilidad de que Smith y Díaz sigan con vida, no puede permitir que la noticia del secuestro se filtre a los medios de comunicación.
Dios sabe lo que podría ocurrir si el Congreso y el público lo descubrieran.
- Estamos sentados sobre el proverbial barril de dinamita -dijo Kern, ceñudo.
- Si no ha sido la Hermandad Solar de la Sangre, ¿quién entonces? -preguntó Giordino mientras encendía un cigarro robado del repuesto del almirante Sandecker en Washington.
- El gobierno japonés es el único que cuenta con los medios necesarios para una operación de secuestro tan complicada -especuló Pitt.
- Hasta donde podemos determinarlo nosotros -dijo Kern-, el primer ministro Junshiro y su gabinete no están implicados directamente. Es muy posible que no tengan la menor idea de lo que está sucediendo a sus espaldas. No es un hecho tan extraño en la política japonesa.
Sospechamos que existe una organización secreta formada por empresarios ultra nacionalistas y cabecillas de los bajos fondos, cuyo objetivo consiste en extender y proteger el creciente imperio económico japonés, y al mismo tiempo sus propios intereses. Los datos recogidos por nuestro equipo Honda y otras fuentes complementarias confluyen en un hijo de puta extraordinariamente influyente, llamado Hideki Suma. Showalter está seguro de que Suma es el responsable de la operación de los coches bomba.
- Un tipo repugnante -añadió Sandecker-. Es astuto, pragmático y actúa con eficacia y brillantez; él es quien ha movido los hilos secretos de la política japonesa a lo largo de las tres últimas décadas.
- Y su padre los movió durante las tres décadas anteriores -dijo Kern. Luego se volvió hacia Mancuso-.
Frank es un experto en los Suma. Ha recogido abundante información sobre la familia.
Mancuso estaba sentado en una amplia silla giratoria y bebía cerveza sin alcohol, ya que en el autobús de mando de la Agencia Nacional de Segundad no estaban permitidas las bebidas alcohólicas. Miró al techo.
- Suma padre o hijo. ¿De cuál de los dos queréis que os hable?
- Una breve historia de su organización -contestó Mancuso bebió un par de tragos y volvió a mirar el techo como si tratara de poner en orden sus ideas. Luego empezó a hablar en tono de un alumno que recita su lección.
- En el curso de la Segunda Guerra Mundial, los ejércitos conquistadores japoneses confiscaron un inmenso botín procedente de órdenes religiosas, bancos y empresas comerciales, más los tesoros de los gobiernos vencidos. Lo que empezó como un goteo procedente de Manchuria y Corea, se convirtió muy pronto en riada cuando China y todo el sureste asiático, Malasia, Singapur, las Indias Orientales Neerlandesas y las Filipinas cayeron bajo el yugo del imperio del Sol Naciente. El montante total del oro, las piedras preciosas y otros efectos robados sólo puede calcularse de forma aproximada, pero algunas estimaciones lo sitúan en torno a los doscientos mil millones de dólares, repito, miles de millones, al cambio actual.
Sandecker sacudió la cabeza.
- Inconcebible.
- Se calcula que tan sólo el oro en lingotes representaba siete mil toneladas.
- ¿Y todo ese tesoro fue a parar a Japón? -preguntó Giordino.
- Hasta 1943. Después de esa fecha los buques de guerra norteamericanos, y en especial nuestros submarinos, cortaron el flujo. Los registros indican que la mitad del total del botín fue enviado a Filipinas para su inventario y posterior envío a Tokio. Pero hacia el final de la guerra fue enterrado en escondites secretos en varias islas, y empezó a ser conocido como «el oro de Yamashita».
- ¿Dónde entran los Suma en esa historia? -preguntó Pitt.
- Estoy llegando a ese punto -dijo Mancuso -. Las sociedades del hampa japonesa se habían movilizado rápidamente en seguimiento de las tropas de ocupación, y se apoderaron de los depósitos de los bancos, los tesoros nacionales y las riquezas de ciudadanos, todo ello en nombre del emperador. Dos agentes secundarios de una organización criminal denominada Cielo Negro, que dominó el mundo del hampa en Japón desde comienzos de siglo desertaron y crearon su propia sociedad, bautizada como «Dragones de Oro». Uno de ellos era Korori Yoshishu; el otro, Koda Suma.
- Y Koda era el padre de Hideki -concluyó Sandecker.
Mancuso asintió.
- Yoshishu era hijo del carpintero de un templo Kioto. Su padre le echó de casa cuando tenía diez años. Se enroló en Cielo Negro y fue ascendiendo de categoría. En 1927, a la edad de dieciocho años, sus jefes le ordenaron alistarse en el ejército, y allí fue ascendido al grado de capitán, por la época en que el ejército imperial invadió Manchuria. Organizó una operación de tráfico de heroína que proporcionó a la banda cientos de millones de dólares que se repartieron con el ejército.
- ¡Vamos! -protestó Giordino -. ¿Me estás diciendo que el ejército japonés estaba mezclado en el tráfico de drogas?
- Llevaron a cabo una operación que para sí hubieran querido los capos colombianos del narcotráfico -contestó Mancuso -. De acuerdo con los jefes de las bandas japonesas, los militares se dedicaron al tráfico de opio y de heroína, forzaron a la ciudadanía de los países ocupados a participar en loterías trucadas y en casinos de juego, y controlaron la venta de alimentos en el mercado negro.
El autobús se detuvo en un semáforo, y Pitt contempló la cara de un conductor de camión que intentaba en vano ver a través de los cristales oscurecidos del autobús. Aunque Pitt parecía abstraído, su mente no dejaba de registrar todas las palabras de Mancuso.
- Koda Suma tenía la misma edad de Yoshishu, y era el hijo mayor de un marinero de la Armada Imperial sin graduación. Su padre le obligó a enrolarse, pero desertó y fue reclutado por los hampones de Cielo Negro. Aproximadamente por la misma época en que ingresó Yoshishu en el ejército, los jefes de la banda consiguieron que desapareciera la constancia de la deserción de Suma y le hicieron reingresar en la Armada, sólo que en esta ocasión como oficial. A fuerza de favores y dinero dispensados a manos llenas, ascendió rápidamente al grado de capitán. Dado que los dos eran agentes que trabajaban para la misma organización criminal, era natural que se conocieran y asociaran.
Yoshishu coordinaba las operaciones relativas a la heroína, tanto que Suma organizaba los saqueos y cuidaba de su embarque en navíos de la Armada Imperial.
- Un tinglado monumental, como para acabar con todos los tinglados -observó Giordino de buen humor.
- Las dimensiones reales de la red nunca se han podido documentar.
- ¿Un volumen mayor que el pillaje de Europa por los nazis, tal vez? -preguntó Pitt mientras abría otra botella de agua mineral.
- Con diferencia -replicó Mancuso, sonriendo-. Entonces, como ahora, los japoneses estaban más interesados en el aspecto económico -oro, piedras preciosas, divisas fuertes-, en tanto que los nazis se concentraban en las obras maestras de arte, la escultura y las piezas únicas o raras. -Su expresión se tornó súbitamente seria-. Siguiendo a las fuerzas japonesas a China y después al resto del sureste asiático, Yoshishu y Suma se demostraron a sí mismos que estaban capacitados de sobra para dirigir organizaciones criminales. Como los personajes del libro de Heller, Catch-22, hicieron con sus enemigos tratos beneficiosos para ambas partes. Vendieron artículos de lujo y material bélico a Chiang Kai-Sek y llegaron a ser buenos amigos del generalísimo chino, situación que les proporcionó excelentes dividendos cuando los comunistas se impusieron en el continente y el gobierno nacionalista debió trasladarse a Formosa, que pronto se convirtió en Taiwan.
Compraron, vendieron, saquearon, hicieron contrabando, chantajearon y asesinaron sin tregua, hasta dejar exhaustos todos los países por los que pasaron. No es preciso decir que Suma y Yoshishu jugaron al «uno para ti y dos para mí» en el momento de hacer el inventario del botín y dividirlo con las fuerzas imperiales.
Pitt se levantó de su asiento y se desperezó, tocando cómodamente con las manos el techo del autobús.
- ¿Qué cantidad de todo ese botín llegó realmente a Japón?
- Un pequeño porcentaje ingresó en la Tesorería de Guerra Imperial. Suma y Yoshishu introdujeron en el país clandestinamente lo más fácil de transportar, las piedras preciosas y el platino, a bordo de submarinos, y los escondieron en una alquería en el campo. La masa principal del oro en lingotes quedó atrás, en la isla filipina de Luzón.
Había sido almacenada en túneles de cientos de kilómetros de longitud excavados por miles de prisioneros de guerra aliados, utilizados como si fueran esclavos y que, o bien trabajaron hasta consumirse y morir, o bien fueron ejecutados para garantizar que el escondite no fuese revelado, y poder regresar a recuperar el botín una vez acabada la guerra. Yo excavé un túnel en Corregidor que contenía los huesos de trescientos prisioneros enterrados vivos.
- ¿Por qué nunca se han hecho públicos esos detalles?
- preguntó Pitt.
Mancuso se encogió de hombros.
- Lo ignoro. Hasta pasados cuarenta años no se ha hecho nunca mención de esa barbarie, y eso tan sólo en unos pocos libros. Pero para entonces, la marcha Bataan de la muerte y las legiones de soldados americanos, británicos y filipinos que murieron en los campos de prisioneros eran tan sólo un vago recuerdo.
- Los alemanes siguen aún abrumados por el peso del holocausto -murmuró Pitt-, pero la mayoría de los japoneses culpables de esas atrocidades siguen impunes.
Giordino tenía una expresión siniestra.
- ¿Recuperaron los japoneses el tesoro después de la guerra?
- De una parte se encargaron las compañías constructoras japonesas que afirmaban estar ayudando a los filipinos a recuperarse de los destrozos causados por el conflicto, mediante la puesta en marcha de diversos proyectos de edificaciones industriales. Naturalmente, los lugares elegidos estaban encima de los escondites subterráneos.
Otra parte fue desenterrada por Ferdinand Marcos, que sacó del país por vía marítima varios centenares de toneladas de oro y las convirtió discretamente en divisas en los mercados internacionales. Y una buena porción fue recuperada por Suma y Yoshishu veinte años más tarde. Aproximadamente un 70 por ciento debe seguir aún oculta, y tal vez nunca llegue a recuperarse.
Pitt miró a Mancuso con aire interrogador.
- ¿Qué ocurrió con Suma y Yoshishu una vez acabada la guerra?
- No eran tontos, ese par. Leyeron la derrota en sus hojas de té ya en el año 1943, y empezaron a elaborar unos fabulosos planes para asegurarse la supervivencia. Como no se había propuesto morir luchando cuando MacArthur regresara a Luzón, o recurrir al suicidio ritual para evitar la humillación de la derrota, Suma se agenció un submarino.
Luego, provistos de una generosa porción del botín del emperador, navegaron hasta Valparaíso, en Chile, y allí vivieron durante cinco años sin privarse de ningún lujo.
Cuando MacArthur hubo de ocuparse de la guerra de Corea, los dos expertos ladrones regresaron a casa y se convirtieron en expertos organizadores. Suma empleó su talento en las intrigas económicas y políticas, en tanto que Yoshishu consolidaba su dominio sobre el mundo del hampa y sobre una nueva generación de traficantes asiáticos. Al cabo de diez años, tenían en sus manos la mayor red comercial del Extremo Oriente.
- Un auténtico par de pimpollos -comentó en tono cáustico Giordino.
- Koda Suma murió de cáncer en 1973 -continuó Mancuso-. Como si fueran una pareja de gángsters de Chicago en la época de la prohibición, el hijo de Suma, Hideki, y Yoshishu acordaron dividir aquella enorme organización en diferentes áreas de actividad. Yoshishu se encargaba de los negocios criminales, en tanto que Hideki asentaba la base de su poder en el gobierno y la industria. El viejo ladrón se ha retirado de la vida activa, aunque de vez en cuando todavía mete los dedos en algún pastel apetitoso asesora a los actuales jefes de los Dragones de Oro, y ocasionalmente participa en alguna operación montada por Suma.
- Según la información obtenida por el equipo Honda -siguió hablando Kern-, Suma y Yoshishu juntaron sus fuerzas para poner en marcha la planta de fabricación de armas nucleares y el Proyecto Kaiten.
- ¿El Proyecto Kaiten? -repitió Pitt.
- El nombre clave para la operación de los coches bomba. La traducción literal sería «un cambio de cielo».
Pero para los japoneses el significado es más amplio: «llega un nuevo día, se produce un cambio profundo».
- Pero Japón asegura que ha prohibido la introducción en el país de armas nucleares -insistió Pitt-. Parece muy extraño que Suma y Yoshishu hayan podido construir una planta de fabricación de artefactos nucleares sin ningún tipo de conocimiento y apoyo por parte del gobierno.
- En realidad, los políticos no dirigen Japón. Quienes tiran de los hilos son las personas que se mueven en las habitaciones traseras y las que tienen influencia en los órganos de la administración. No es ningún secreto que Japón construyó un reactor con alimentación acelerada de metal líquido. Pero lo que no es de conocimiento general, es que ese tipo de reactor, además de funcionar como fuente de energía, también produce plutonio y convierte el litio en tritio, dos componentes esenciales de las armas termonucleares. Intuyo que el primer ministro Junshiro dio secretamente su bendición a la creación de un arsenal nuclear, aunque a regañadientes debido al peligro de un escándalo público, pero en cambio se le ha tenido en una ignorancia total con respecto al Proyecto Kaiten.
- Sin duda su gobierno no se parece en nada al nuestro - comentó Sandecker.
- ¿Ha localizado el equipo Honda la fábrica de las bombas? -preguntó Pitt a Kern.
- Han reducido el área de posible localización a un círculo de sesenta kilómetros cuadrados de extensión en torno a la ciudad subterránea de Edo.
- ¿Y todavía no han conseguido encontrarla?
- Jim Hanamura cree que en la ciudad hay túneles excavados a gran profundidad que comunican con la fábrica.
Es una cobertura ingeniosa. No hay ningún edificio de superficie ni ninguna carretera que pueda ofrecer una pista.
Los suministros entran junto a los destinados a los miles de personas que viven y trabajan en Edo, y los desechos salen por el mismo camino. La mayor parte del equipo y el material nuclear necesarios pueden entrar y salir camuflados.
- ¿Hay alguna pista respecto en dónde se encuentra el mando para la detonación de las bombas? -preguntó Giordino.
- ¿El Centro del Dragón?
- ¿Es así como lo llaman?
- Tienen nombres para todo -sonrió Kern-. No sabemos nada en concreto. El último informe de Hanamura dice que ha conseguido una pista que tiene alguna relación con la pintura.
- Eso parece enormemente significativo -ironizó Giordino.
Se abrió la puerta del abarrotado compartimiento de comunicaciones situado en la parte trasera del autobús, y apareció un hombre que tendió tres folios de papel a Kern.
A medida que sus ojos recorrían el texto impreso, el rostro de Kern se tensó. Finalmente, al terminar de leer el tercer folio, golpeó con los nudillos el brazo de su sillón, contrariado.
- ¡Oh, Dios mío!
- ¿Qué sucede? -preguntó Sandecker inclinándose hacia él.
- Es un informe de Mel Penner desde las Palau. Dice que Martin Showalter ha sido secuestrado cuando se dirigía a la embajada. Una pareja de turistas americanos afirma haber visto entrar a dos japoneses en el automóvil de Showalter cuando éste hubo de detenerse tras un camión que bloqueaba el paso, a una manzana de distancia de la embajada. Al hombre y su mujer únicamente se les ocurrió informar en la embajada debido a las placas de la matrícula del coche, que eran estadounidenses, y a la cara de sorpresa del conductor cuando los dos intrusos irrumpieron en su automóvil. No vieron nada más, porque un autobús con turistas pasó en ese momento y les impidió seguir mirando. Cuando pudieron ver de nuevo la calle, el coche de Showalter había desaparecido en medio del tráfico.
- Siga.
- Parece que Jim Hanamura se ha retrasado en la entrega de su último informe. En el anterior, Jim había dicho a Penner que había confirmado la localización de la fábrica de armas a ciento cincuenta metros bajo tierra. El área principal de montaje se encuentra conectada a la ciudad de Edo, cuatro kilómetros hacia el norte, por un ferrocarril eléctrico que también conduce a través de una serie de túneles hasta los arsenales, las cavernas donde se depositan los desechos, y las oficinas de los ingenieros.
- ¿Hay algo más? -insistió Sandecker.
- Hanamura declaró que estaba siguiendo una pista segura hacia el Centro del Dragón. Eso es todo.
- ¿Qué informes hay de Roy Orita? -preguntó Pitt.
- Tan sólo una breve mención.
- ¿También ha desaparecido?
- No, Penner no dice nada de eso. Sólo señala que Orita ha decidido ocultarse hasta que consigamos averiguar qué es lo que ha ocurrido.
- Diría que el equipo visitante va ganando al de casa por tres a uno -comentó Pitt con filosofía-. Han secuestrado a dos de nuestros legisladores, han conseguido parar los pies a los equipos Honda y Cadillac, y por último, y probablemente esto sea lo peor, saben qué es lo que buscamos y de dónde venimos.
- Suma parece tener todos los triunfos en la mano -admitió Kern-. Será mejor que informe de inmediato al señor Jordan, para que pueda alertar al presidente.
Pitt se inclinó sobre el respaldo de su asiento y dirigió a Kern una mirada seria.
- ¿Por qué molestarlo?
- ¿Qué quiere decir?
- No veo necesidad de que cunda el pánico.
- El presidente debe ser puesto al corriente. No sólo hemos de afrontar la amenaza de un chantaje nuclear sino además la exigencia de una compensación política por el rescate de Díaz y Smith. Suma puede dejar caer su hacha en cualquier momento.
- No, no puede. Al menos, todavía no.
- ¿Cómo lo sabe? -preguntó Kern.
- Algo le ocurre a Suma. Tiene una flota de coches-bomba escondidos. Todo lo que necesita es llevarlos a las calles de Manhattan o Los Ángeles y atemorizar al gobierno americano y a la opinión pública. Literalmente tiene al gobierno de EE. UU. cogido por los huevos. Pero ¿qué es lo que hace? Se pone a jugar a los secuestradores.
No, lo siento. Hay algo que no funciona en el otro campo.
Suma no está todavía listo para el estreno. Yo diría que está atascado.
- Creo que Dirk tiene razón -dijo Mancuso-. Es muy posible que los agentes de Suma hayan pasado de matute los coches bomba antes de tener a punto el mando de detonación.
- Todo encaja -añadió Sandecker-. Tal vez aún estamos a tiempo de enviar un nuevo equipo de localización y neutralizarlo.
- Por el momento todo depende de Hanamura. -Kern mostraba señales de preocupación y de duda-. Esperemos que haya conseguido descubrir el Centro del Dragón.
Pero también hemos de considerar la posibilidad, muy real, de que su retraso en informar se deba a que lo hayan capturado e incluso matado las fuerzas de seguridad de Suma.
Guardaron silencio mientras el paisaje de Virginia desfilaba velozmente por las ventanillas del autobús. Las hojas de los árboles despedían reflejos dorados a la luz del sol poniente. Sólo algunas de las personas que pasaban por la carretera prestaban atención al autobús. Si alguna de ellas observaba el letrero colocado sobre el parabrisas, encima del conductor, pensaría sencillamente que se trataba de un grupo de turistas que hacía un recorrido por los escenarios de la guerra de Secesión.
Finalmente, fue Sandecker quien expresó en voz alta la idea que ocupaba las mentes de todos.
- Si al menos supiéramos la pista que estaba siguiendo Jim Hanamura…
33
En ese momento, en la otra punta del mundo, Jim Hanamura habría dado su nuevo Corvette y el recién comprado sistema estereofónico instalado en su apartamento de la pequeña parcela de Redondo Beach, por cambiar su lugar por el de cualquiera de los hombres que estaban en aquel autobús de Virginia.
Una fría lluvia nocturna empapaba sus ropas y su piel mientras se agazapaba, cubierto de barro y de hojas caídas, en una cuneta. La policía y la fuerza uniformada de seguridad que le perseguían habían rodeado la zona y empezado a batirla diez minutos antes, pero él seguía allí hundido en el barro para darse un descanso y formular un plan de acción. Rodó sobre sí mismo, dolorido, apoyándose en su codo bueno y atisbando la carretera. El único signo de movimiento era un hombre inclinado sobre el capó abierto de una pequeña camioneta de reparto, en el garaje de una casita próxima.
Se dejó caer de nuevo en el fondo de la cuneta y se desvaneció por tercera vez desde que fue herido al escapar de ciudad de Edo. Cuando Hanamura volvió en sí, se preguntó cuánto tiempo habría pasado privado de conocimiento. Levantó el brazo derecho, pero el reloj se había parado en el momento en que se estrelló con su coche. No podía haber sido mucho tiempo, de todos modos, porque el propietario de la camioneta de reparto seguía hurgando en las entrañas del motor.
Los tres impactos de armas automáticas de los guardas de seguridad le habían alcanzado en el brazo izquierdo y en el hombro. Había sido uno de esos azares, de esos incidentes imprevistos que ocurren una vez de cada mil y sorprenden inermes incluso a los agentes profesionales.
Sus planes habían sido ejecutados con toda precisión y exactitud. Consiguió pasar la barrera de seguridad con el pase de uno de los ingenieros jefes, llamado Jiro Miyaza que se parecía mucho a Hanamura, tanto de cara como de estatura y corpulencia.
Entrar en ciudad de Edo y cruzar los puestos de guardia que llevaban al departamento de construcción y diseño había sido una tarea sencilla. Ninguno de los guardas vio nada sospechoso en una persona que volvía a su oficina fuera de horario, con intención de trabajar hasta pasada la medianoche. Todos los japoneses trabajan muchas horas diarias, casi ninguno se limita a las ocho establecidas.
La inspección fue rutinaria, aunque más exigente de lo que se acostumbra en la entrada al edificio del Pentágono en Washington. Los guardas se limitaron a observar cómo deslizaba Hanamura su tarjeta en el ordenador de identificación electrónico. Se oyó el zumbido correcto, la luz de una cámara de vídeo emitió un resplandor verde, y los guardas le indicaron con un gesto que podía pasar, una vez comprobado que Hanamura estaba autorizado a acceder a esa sección del edificio. Como tantas personas pasaban por allí en ambas direcciones a todas horas del día, no se dieron cuenta de que el hombre cuya tarjeta de identificación llevaba Hanamura había salido en dirección -a su casa hacía tan sólo unos minutos.
Hanamura registró tres despachos en hora y media antes de dar con un indicio de lo que buscaba. Detrás de la mesa de dibujo de un proyectista encontró unos rollos de papel en los que aparecían bosquejos de una instalación secreta. Esos dibujos deberían haber sido destruidos. La única suposición que cabía hacer era que el proyectista olvidó tirarlos a la papelera más próxima. Le llevó algún tiempo pasar los dibujos por una máquina fotocopiadora, introducirlos en un sobre y volver a colocar los originales detrás de la mesa, exactamente igual que como los había encontrado. En cuanto al sobre, lo enrolló y lo sujetó alrededor de una de sus pantorrillas, bajo el pantalón.
Una vez que hubo pasado por el puesto de control de salida, Hanamura pensó que el camino hasta su casa estiba libre. Entró en el amplio atrio y esperó su turno para tomar el ascensor hasta el túnel de piedra que llevaba a la zona de aparcamiento donde había dejado su furgoneta Murmoto. En el abarrotado ascensor había por lo menos veinte personas, y Hanamura tuvo la desgracia de tener que situarse en primera fila. Al abrirse las puertas del nivel del aparcamiento, el azar le jugó una mala pasada.
Empujado por la masa de personas que salía detrás de él Hanamura fue a tropezar directamente con Jiro Miyaza.
El ingeniero cuya identidad había suplantado Hanamura salía del ascensor contiguo con su mujer y dos niños. Se dirigían también a la zona de aparcamiento para dar un paseo nocturno por la superficie. Inexplicablemente, la vista de Miyaza se dirigió a la tarjeta de identificación prendida sobre el bolsillo de Hanamura.
Durante un momento se limitó a abrir mucho los ojos; luego examinó el rostro del impostor con una expresión incrédula.
- ¿Qué está haciendo usted con mi tarjeta? -exclamó indignado.
- Seguridad interna -contestó tranquilamente Hanamura con aire de autoridad-. Estamos examinando las áreas de seguridad para comprobar que los guardas estén alerta. Por azar me ha correspondido utilizar su nombre y su número de identificación.
- Mi hermano es jefe auxiliar de seguridad. Nunca me ha hablado de ese tipo de inspecciones.
- No las hacemos públicas -dijo Hanamura mirando con frialdad a Miyaza, que no se dio por satisfecho.
Hanamura intentó abrirse paso, pero el ingeniero sujetó su brazo.
- ¡Espere! Quiero verificar su explicación.
El movimiento relampagueante de Hanamura resultó casi imposible de detectar. Golpeó con el filo de la mano el pecho de Miyaza, y le rompió el esternón. El ingeniero trató de aspirar aire, encogió los hombros y cayó de rodillas. Hanamura le empujó a un lado y caminó con tranquilidad hacia su vehículo, que había aparcado con la parte trasera contra la pared. Rápidamente abrió la puerta, que no había cerrado con llave, del Murmoto V-6, se colocó al volante y giró la llave. El motor se puso en marcha al segundo intento; Hanamura colocó con suavidad la primera marcha y se dirigió a la rampa de salida y de allí a la puerta, situada en el piso inmediatamente superior.
Podría haber conseguido su intento si la mujer y los hijos de Miyaza no hubieran empezado a gritar y a señalar a Hanamura con gestos frenéticos. Un guarda de seguridad cercano corrió hacia ellos y les preguntó qué ocurría. Apenas sacó nada en limpio de su parloteo histérico, pero era lo bastante listo como para utilizar su radio portátil y alertar a los guardas que vigilaban la entrada de la puerta principal.
Hanamura no tuvo suerte; llegó una fracción de segundo demasiado tarde. Un guarda se colocó en medio del carril de salida con la mano levantada para obligarle a detenerse. Dos de sus compañeros se colocaron a ambos lados del túnel de salida y alzaron sus armas, dispuestas para disparar. Y enseguida, una pesada barrera de acero cerró el acceso al exterior.
Hanamura captó la escena con una mirada experta. No podía detenerse e intentar convencerlos de que le dejaran pasar. Se acurrucó para protegerse del impacto, se agachó todo lo que pudo en el asiento, y apretó a fondo el pedal del gas. Golpeó la barrera de acero en parte con el parachoques y en parte a la altura de los faros, de modo que uno de éstos quedó destrozado y el parachoques se incrustó en la rejilla del radiador.
El choque no fue tan violento como había temido Hanamura, tan sólo un crujido de vidrios y metal y una sacudida en el momento en que la furgoneta arrancó el poste de acero del pilón de cemento sobre el que pivotaba.
Luego las ventanillas desaparecieron en una lluvia de añicos cuando los guardas abrieron fuego con sus rifles automáticos. Fue ése el único momento en el que tuvo algo de suerte. Los guardas apuntaron alto en lugar de disparar al motor, al depósito de gasolina o a las ruedas.
El tiroteo cesó bruscamente al salir del túnel y correr entre la riada de coches que se dirigían hacia la ciudad subterránea por el otro carril, el de entrada. Hanamura prestaba tanta atención a lo que veía por el espejo retrovisor como a la carretera y al tránsito que tenía frente a él. No dudó ni por un segundo que el cuerpo de seguridad de Suma alertaría a la policía, y que encontraría controles bloqueando las carreteras. Se salió de la calzada y tomó un sendero de tierra embarrado por la lluvia que caía. Sólo después de haber rodado durante diez kilómetros por una zona boscosa se dio cuenta de la dolorosa quemazón que sentía en el hombro, y del líquido pegajoso que manaba por su costado izquierdo. Se detuvo bajo un pino de amplia copa, y examinó el brazo izquierdo y el hombro.
Había recibido tres impactos. Una bala le había atravesado el bíceps, otra había abierto un surco en la clavícula y la tercera había atravesado la parte carnosa del hombro.
No eran unas heridas graves pero si no las cuidaba podían llegar a ser bastante serias. Lo que más le preocupaba era la pérdida abundante de sangre. Sentía ya los primeros síntomas de un desvanecimiento. Desgarró la camiseta e improvisó un par de vendas rudimentarias para intentar detener la hemorragia.
El choque y el dolor se vieron reemplazados poco a poco por un entorpecimiento físico y una progresiva ofuscación mental. Faltaban todavía ciento sesenta kilómetros hasta la embajada, ubicada en el centro de Tokio. Nunca llegaría hasta ella, a través del dédalo de callejuelas, sin ser detenido por algún policía curioso al ver la furgoneta accidentada, o por la red de hombres armados de Suma, que bloquearían todas las carreteras importantes que conducían a la ciudad. Por unos breves instantes consideró la posibilidad de refugiarse en el albergue de seguridad del equipo EIMA, pero Asakusa se encontraba hacia el nordeste de Tokio, en el sentido contrario a la ciudad de Edo, situada al oeste.
Miró el cielo lluvioso a través del parabrisas destrozado. Las nubes bajas impedirían la persecución aérea desde un helicóptero. Era un alivio. Confiando en la tracción del maltrecho Murmoto, Hanamura decidió seguir a campo través y por caminos secundarios hasta abandonar la furgoneta y buscar la ocasión de robar algún automóvil.
Condujo en medio de la lluvia, rodeando las corrientes de agua y los arrozales que encontraba a su paso siempre en dirección a las luces de la ciudad, que brillaban débilmente bajo el cielo tormentoso. Cuanto más se acercaba a la aglomeración metropolitana, más densamente poblado aparecía el paisaje. El campo abierto terminó muy pronto, y las estrechas carreteras secundarias empezaron a ensancharse y a convertirse en autovías y autopistas con un intenso tráfico rodado.
El Murmoto también daba señales de desfallecimiento. El radiador había quedado dañado en la colisión con la barrera, y el vapor salía del capó en nubes blancas, cada vez más densas. Examinó el tablero de instrumentos, La aguja de la temperatura estaba en el rojo: iba siendo hora de buscar otro automóvil.
En ese momento se desvaneció, debido a la pérdida de sangre, y se derrumbó sobre el volante.
El Murmoto se salió de la calzada y rozó lateralmente varios coches aparcados antes de estrellarse contra una frágil valla de madera del patio de una casa. La sacudida le despertó, y se quedó mirando atónito el pequeño patio en el que había irrumpido el Murmoto. Dio gracias de los habitantes de la casa no estuvieran y de no haber chocado contra ninguna habitación amueblada.
El único faro todavía en servicio iluminaba una puerta que daba a la parte trasera del patio. Hanamura corrió tambaleante hacia ella y salió a un callejón trasero mientras detrás de él empezaban a oírse los gritos de alarma de los vecinos. Diez minutos más tarde, después de cruzar a trompicones un pequeño parque, cayó exhausto y se escondió en una cuneta embarrada.
Se quedó allí, y oyó las sirenas que aullaban en dirección a su furgoneta abandonada. Una vez, cuando se sintió con las fuerzas suficientes, trató de aproximarse más a alguno de los barrios populosos de los alrededores de Tokio, pero un vehículo de seguridad avanzaba con lentitud por la carretera, dirigiendo sus proyectores a todos los rincones del parque y a las estrechas callejas que lo rodeaban.
Fue entonces cuando perdió el sentido por segunda vez.
Al despertar por el azote del frío de la lluvia, se dio cuenta de que estaba demasiado débil como para robar un coche y continuar su fuga. Lentamente, rígido y apretando los dientes para soportar el dolor, cruzó la carretera y se acercó a un hombre que trabajaba en el motor de su camioneta.
- ¿Puede usted ayudarme? -imploró Hanamura con voz débil.
El hombre se dio la vuelta y miró al desconocido que se sostenía vacilante sobre sus pies, cubierto de sangre.
- Está usted herido -dijo -. Está sangrando.
- He tenido un accidente de tráfico y necesito ayuda.
El hombre pasó una mano por la cintura de Hanamura.
- Déjeme llevarlo dentro de casa. Mi esposa lo atenderá mientras yo llamo a una ambulancia.
Hanamura le rechazó.
- No tiene importancia, podré arreglármelas solo.
- Entonces tiene que ir usted enseguida al hospital -dijo el hombre -. Yo lo llevaré.
- No, por favor -insistió Hanamura-. Pero le estaré enormemente agradecido si entrega un paquete de mi parte en la embajada americana. Es muy urgente. Soy re partidor y estaba haciendo mi recorrido desde ciudad de Edo cuando mi coche patinó y se salió de la carretera.
El propietario de la camioneta miró sin comprender las palabras inglesas que Hanamura garabateó en el dorso del sobre antes de tendérselo.
- ¿Quiere usted que lleve esto a la embajada americana en lugar de llevarle a usted al hospital?
- Sí, yo debo volver al lugar del accidente. La policía se encargará de la ambulancia.
Nada de todo aquello tenía sentido para el conductor de la camioneta de reparto, pero aceptó el encargo sin más preguntas.
- ¿Por quién debo preguntar en la embajada?
- Por el señor Showalter. -Hanamura extrajo la cartera del bolsillo y tendió al hombre un generoso fajo de billetes -. Tenga, por las molestias. ¿Sabe dónde tiene que ir?
El rostro del conductor se iluminó ante aquel inesperado regalo.
- Sí, la embajada está muy cerca del cruce de las autovías número tres y cuatro.
- ¿Cuánto tardará en llevarlo?
- He terminado ahora mismo de reparar la caja de cambios de la camioneta. Un par de minutos y estaré listo.
- Muy bien. -Hanamura le hizo un saludo -. Le estoy muy agradecido. Diga al señor Showalter que le dé el doble de lo que yo le he pagado cuando reciba el sobre.
Y después de despedirse con estas palabras, Hanamura volvió tambaleante a la lluvia y a la oscuridad de la noche.
Podía haber acompañado al conductor de la camioneta hasta la embajada, pero no se atrevió a correr el riesgo de desmayarse o incluso de morir por el camino. En cualquiera de los dos casos, el conductor podía haberse asustado y cambiar de rumbo para transportarle al hospital más próximo, o bien llamar a un policía. Y entonces los preciosos dibujos serían confiscados y devueltos al cuartel general de Suma. Era preferible confiar en la suerte y en el sentido del honor del conductor de la camioneta de reparto, mientras él desviaba la persecución en una dirección diferente.
Hanamura, movido casi únicamente por sus redaños y su fuerza de voluntad, recorrió todavía cerca de un kilómetro hasta que, finalmente, surgió de la oscuridad un vehículo blindado procedente del parque, se adentró en la calle y en pocos segundos le dio alcance. Demasiado agotado para correr, cayó de rodillas junto a un coche aparcado y buscó en su americana una píldora que guardaba allí. Apenas se habían cerrado sus dedos en torno a la cápsula venenosa cuando el coche blindado, con distintivos militares y luces rojas intermitentes, se detuvo y sus faros proyectaron la sombra de Hanamura contra la pared de un almacén situado algunos metros más allá.
Del coche descendió una silueta que se aproximó.
Llevaba un inverosímil abrigo de cuero cortado como un kimono, y blandía una espada katana de samurai, cuya hoja bruñida lanzaba destellos al moverse en la luz. Se detuvo de forma que su cara se hizo reconocible, iluminada por los faros, observó a Hanamura, y habló con voz sorda:
- Vaya, vaya, el famoso sabueso de obras artísticas, Ashikaga Enshu. Casi no le había reconocido, sin la peluca y la falsa barba.
Hanamura tenía frente a sí el rostro viperino de.Moro Kamatori.
- Vaya, vaya -contestó como un eco -. Pero si es el mancebo favorito de Hideki Suma.
- ¿Mancebo favorito?
- Bardaje, ya sabes; sodomita paciente.
Kamatori se puso lívido y apretó con rabia sus dientes relucientes.
- ¿Qué has encontrado en Edo? -preguntó.
Hanamura no se dignó contestar. Resollaba con fuerza, y sus labios formaban una sonrisa amarga. De repente se llevó a la boca la cápsula del veneno y la mordió con fuerza. Al instante fluyó el líquido venenoso a través del plástico que lo recubría. En treinta segundos, el veneno absorbido detendría su corazón, y él moriría.
- Adiós, mamón -murmuró.
Kamatori sólo disponía de unos segundos para actuar, Levantó la espada, sosteniendo la larga empuñadura con ambas manos, y trazó un amplio arco impulsando el arma con toda su fuerza. Un relámpago de incredulidad iluminó los ojos de Hanamura, sustituido un instante después por la expresión fija de la muerte.
Kamatori tuvo la satisfacción final de ver que su espada vencía en la carrera contra el veneno, porque la hoja separó de los hombros la cabeza de Hanamura con tanta limpieza como lo hubiera hecho la guillotina.
34
Los Murmotos de color marrón estaban aparcados en una fila irregular detrás de la rampa que conducía al interior, oscuro como una caverna, del gran remolque. George Furukawa suspiró aliviado; aquellos cuatro coches constituían el último envío. Los documentos de recibo, que había encontrado como de costumbre bajo el asiento delantero de su automóvil deportivo, incluían una nota escueta en la que se le comunicaba que su participación en el proyecto se daba por concluida.
También había recibido nuevas instrucciones para examinar los coches en busca de aparatos de detección. No se adjuntaba ninguna explicación, pero supuso que a Hideki Suma le preocupaba la posibilidad de que aquel último envío pudiera ser vigilado. La posibilidad de que se tratara de investigadores federales incomodaba considerablemente a Furukawa. Caminó rápidamente alrededor de cada coche, al tiempo que examinaba el monitor de una unidad electrónica digital que detectaba las señales de radio transmitidas.
Una vez que se hubo asegurado de que los sedanes deportivos pintados en aquel feo tono marrón estaban limpios, hizo una señal al conductor del camión y a su ayudante. Ambos correspondieron con una ligera reverencia, y se turnaron en la conducción de los coches a través de las rampas hasta el interior del remolque.
Furukawa dio media vuelta y se dirigió a su automóvil, feliz por haber cumplido su encargo que consideraba muy por debajo de su posición como vicepresidente de los laboratorios Samuel J. Vincent. La atractiva cantidad que Suma le había abonado como recompensa por sus esfuerzos y su lealtad, la emplearía sabiamente en invertir en empresas japonesas que estaban abriendo sucursales en California.
Condujo hasta la puerta y tendió al guarda las copias de los documentos de recibo. Luego se dirigió hacia el intenso tráfico que rodeaba la terminal del muelle, y regresó a su oficina. En esta ocasión no mostró ninguna curiosidad ni miró hacia atrás. Había perdido todo interés por el destino secreto de aquel transporte de automóviles.
Stacy tiró hacia arriba de la cremallera de su cazadora hasta abrocharla en el cuello. La portezuela lateral del helicóptero estaba abierta, y el aire frío del océano soplaba en el interior de la cabina de control. Sujetó su largo cabello rubio con una cinta de piel. En el regazo tenía una cámara de vídeo, que tomó ahora en sus manos para ajustar los controles. Luego se giró hacia un lado en la medida en que se lo permitía el cinturón de seguridad, y enfocó con los lentes del teleobjetivo la parte trasera del deportivo Murmoto que salía en ese momento del área de los muelles.
- ¿Has cogido el número de la matrícula? -preguntó el rubio piloto mientras daba una pasada baja con el helicóptero.
- Sí, ha sido una buena toma. Gracias.
- Puedo acercarme un poco más si lo necesitas.
- Mantén la distancia -ordenó Stacy hablando por el micrófono adherido a los auriculares que llevaba en la cabeza, y sin dejar de mirar por el visor de su cámara. Finalmente soltó el disparador y depositó nuevamente la cámara compacta en su regazo -. Alguien debe haberles dado la alarma, porque de otro modo no habrían registrado los coches en busca de mecanismos de detección.
- Ha sido una suerte que el viejo Weatherhill no estuviera transmitiendo.
Bill McCurry hacía estremecer a Stacy sólo con mirarlo. Vestía unos viejos y deshilachados pantalones cortos y una camiseta con el anuncio de una cerveza mexicana, e iba calzado con sandalias. Al ser presentados poco antes, aquella misma mañana, a Stacy le pareció más un guardaespaldas que uno de los principales investigadores de la Agencia Nacional de Seguridad.
Con el cabello largo descolorido, la piel morena por el sol del sur de California, y los ojos azules muy abiertos detrás de unas gafas de sol con montura de plástico rojo, McCurry repartía en ese momento su preocupación entre el camión al que seguían y un partido de voleibol que había prometido jugar aquella misma noche en la playa de Marina del Ray.
- El remolque está girando para tomar la autopista de Bahía -dijo Stacy-. Desciende un poco sin que te vea el conductor y vamos a intentar captar la onda de Timothy.
- Debíamos disponer de más apoyo -dijo McCurry con toda seriedad -. Sin ningún equipo que siga a los vehículos en tierra ni otro helicóptero para reemplazarnos en caso de que surja algún problema de motor, corremos el riesgo de perder la pista y poner en peligro a Weatherhill.
Stacy negó con un gesto.
- Timothy sabe lo que nos jugamos, y tú no. Créeme, de veras que no podemos arriesgarnos a utilizar vehículos en tierra ni más helicópteros sobrevolando la zona. Los tipos del camión están sobre aviso, y descubrirían cualquier operación de vigilancia que montáramos.
De repente escuchó por los auriculares el acento sureño de Weatherhill.
- ¿Estáis ahí arriba, equipo Buick?
- Te oímos, Tim -contestó McCurry.
- ¿Todo en orden para la transmisión?
- Los chicos malos tenían un detector de micrófonos «escarabajos» -contestó Stacy-, pero puedes hablar sin peligro.
- ¿Mantenéis contacto visual?
- Temporalmente, pero vamos a quedarnos unos kilómetros atrás para que no pueda vernos el conductor.
- Comprendido.
- No olvides seguir transmitiendo en la frecuencia fijada.
- Sí, mamá -contestó Weatherhill en tono alegre-; Ahora voy a dejar esta caja de caramelos y a ponerme a trabajar.
- Mantente en contacto.
- Lo haré. No quiero ni pensar en que nos quedemos incomunicados.
Después de apartar el falso panel de la parte trasera e inferior del asiento posterior, y de liberar su cuerpo de su posición encogida, Weatherhill se arrastró hasta el maletero del tercer Murmoto cargado en el remolque. Soltó el cierre desde el interior, y alzó la cubierta. Luego saltó fuera del coche, se puso en pie y estiró sus entumecidos miembros.
Weatherhill había pasado en aquella posición encogida cerca de cuatro horas, desde el momento en que un equipo especial de agentes de aduanas le ayudó a ocultarse en el coche, antes de la llegada de Furukawa y del camión. El sol que recalentaba el techo y la falta de ventilación -las ventanillas no podían abrirse ni siquiera unos milímetros, so pena de despertar las sospechas de los conductores del camión- habían provocado muy pronto un sudor copioso.
Nunca pensó que llegaría a ponerle enfermo el olor de un coche nuevo.
El interior del remolque estaba oscuro. Sacó la linterna que llevaba en una funda ajustada al cinturón del uniforme de un inexistente taller de reparaciones, y paseó el rayo de luz por los coches que había en el interior del transporte.
Dos iban colocados en la rampa superior, y los otros dos en el suelo del vehículo.
Como el camión viajaba por una autopista californiana recta y no se producía ningún tipo de traqueteo en el remolque, Weatherhill decidió examinar en primer lugar los Murmotos del nivel superior. Subió por la rampa y sin hacer ruido abrió el capó del automóvil más próximo a la cabina del conductor. Luego extrajo del cinturón de su uniforme un pequeño detector de radiación y estudió las lecturas que iba dando a medida que lo pasaba en torno a la unidad de compresión del acondicionador de aire.
Anotó algo en el dorso de la mano. A continuación desplegó toda una serie de instrumentos sobre el parachoques. Hizo una pausa y habló por radio.
- Hola, equipo Buick.
- Adelante -respondió Stacy.
- Empiezo la operación exploratoria.
- No te equivoques y vayas a seccionarte una arteria.
- Pierde cuidado.
- Esperamos noticias.
Al cabo de quince minutos, Weatherhill había desmontado la caja del compresor y neutralizado la bomba. Estaba ligeramente decepcionado. El diseño no era tan avanzado como había supuesto. Era ingenioso, sí, pero él mismo podía haber ideado una unidad más destructiva.
Se inmovilizó al oír el sonido de los frenos y notar que el camión disminuía la velocidad; pero aquel cambio sólo se debía a la maniobra que requería el enlace con otra autopista, y muy pronto ganó velocidad de nuevo. Volvió a montar el compresor y pasó al siguiente coche.
- ¿Seguís en contacto? -preguntó.
- Aquí estamos -contestó Stacy.
- Y yo, ¿dónde estoy?
- Cruzando West Covina en dirección este, hacia San Bernardino.
- Uno listo. Quedan tres.
- Buena suerte.
Una hora más tarde, Weatherhill cerró el capó del cuarto y último coche. Respiró aliviado. Todas las bombas habían sido neutralizadas. Ninguna detonaría cuando se enviasen las señales desde Japón. El sudor corría por su cara. Dedujo que el camión cruzaba el desierto al este de San Bernardino.
- Ya he cancelado la cuenta y no tengo más asuntos pendientes en este banco -radió -. ¿En qué parada debo apearme?
- Espera un momento mientras reviso el plan -pidió Stacy. Pasados unos minutos, llegó la respuesta-. Hay una estación de pesaje a este lado del Indio. Es obligatoria. El conductor tendrá que detenerse para la inspección. Si por alguna razón se desvía, haremos que lo detenga el coche de algún sheriff. En caso contrario, llegaréis a la estación de pesaje dentro de cuarenta y cinco o cincuenta minutos.
- Nos veremos allí - dijo Weatherhill.
- Que disfrutes del viaje.
Como les ocurre a la mayoría de los agentes secretos, en quienes la adrenalina asciende a límites insospechados en los momentos críticos de una operación, Weatherhill se relajó, consciente de que la parte difícil ya había pasado, y empezó a aburrirse por no tener nada que hacer. Todo lo que quedaba era subir hasta los ventiladores de humo colocados en el techo y descolgarse por la parte trasera del remolque, fuera del campo de visión de los retrovisores laterales del conductor.
Abrió la guantera y extrajo el sobre que contenía los documentos de garantía del automóvil y el manual del propietario. Luego encendió la luz interior, y empezó a hojear perezosamente las páginas del manual. Aunque su especialidad principal era la física nuclear, la electrónica siempre le había fascinado. Buscó la página en la que debía figurar el diagrama del tendido eléctrico del Murmoto, con la intención de conocer su disposición.
Pero en aquella página del manual no había ningún diagrama del tendido eléctrico, sino un mapa con instrucciones para colocar los automóviles en las posiciones designadas para la detonación.
La estrategia de Suma era tan descaradamente patente que a Weatherhill le costó un serio esfuerzo creerla. Los coches bomba no se limitaban a formar parte de un plan de chantaje dirigido a proteger los planes expansionistas de la economía japonesa. El miedo y el horror que comportaban eran algo real.
Quienes los habían fabricado tenían el decidido propósito de utilizarlos.
35
Habían pasado por lo menos diez años desde la última ocasión en que Raymond Jordan forzó una puerta, desde tiempo antes de que hubiera dejado de trabajar como agente de campo y ascendido en el escalafón. Súbitamente tuvo el capricho de comprobar si seguía conservando esa habilidad.
Insertó una pequeña sonda en los cables del sistema de seguridad del hangar de Pitt. Apretó un botón y marcó los números de la combinación en la sonda. La caja de la alarma reconoció la clave y apareció en el monitor la señal de «adelante». Entonces, con absoluta facilidad y despreocupación, marcó la combinación adecuada que desconectaba la alarma, giró el picaporte de la puerta y penetró sin ruido en el interior.
Espió a Pitt, que estaba de rodillas frente al Stutz turquesa, de espaldas a él, en el extremo más alejado del hangar. Al parecer, intentaba reparar uno de los faros.
Jordan se mantuvo inmóvil y desde su posición contempló las piezas de la colección. Se asombró de que fuera tan extensa. Había oído hablar de ella a Sandecker pero la descripción verbal distaba mucho de hacerle justicia. Se movió sin ruido hasta situarse detrás de la primera fila de coches, rodeó ésta, y se acercó a Pitt desde la parte del hangar situada bajo el apartamento. Le estaba poniendo a prueba. Sentía curiosidad por conocer la reacción de Pitt cuando en su casa aparecía un intruso a dos pasos de distancia.
Jordan hizo una pausa antes de recorrer los tres metros finales, y estudió a Pitt y el coche por unos momentos. El Stutz había sufrido desperfectos serios en muchas de sus partes, y necesitaba una nueva mano de pintura. El parabrisas estaba roto y el faro izquierdo colgaba de un cable.
Pitt vestía unos pantalones de pana y un jersey de punto. Su cabello negro y ondulado estaba peinado con descuido. Su aspecto era el de un hombre decidido, y los ojos verdes, bajo aquellas tupidas cejas negras, estaban dotados de un poder de penetración especial que parecía traspasar cualquier objeto que enfocaran. En aquel momento atornillaba el cristal de uno de los faros en un marco cromado.
Jordan avanzó un paso más cuando Pitt habló de repente, sin volverse:
- Buenas noches, señor Jordan. Ha sido muy amable dejándose caer por aquí.
Jordan se quedó inmóvil pero Pitt continuó su tarea con el aire indiferente de un conductor de autobús que busca el cambio correcto para el billete solicitado.
- Debía haber llamado -se excusó Jordan.
- No hacía falta. Ya sabía que era usted quien entraba.
- ¿Es hiperperceptivo, o tiene ojos en la nuca? -preguntó Jordan al tiempo que se colocaba despacio en el ángulo de visión periférica de Pitt.
Pitt miró en su dirección y sonrió. Levantó e hizo oscilar el viejo reflector del faro, que mostró la imagen de Jordan en su superficie plateada.
- Le he estado observando desde que le vi entrar por el hangar. Su entrada ha sido muy profesional. En mi opinión, no le llevó más de veinte segundos.
- Olvidé buscar una segunda cámara de apoyo. Debe estar volviéndome viejo.
- Está al otro lado de la calle. La caja pequeña en lo alto del poste de teléfonos. La mayoría de los visitantes esperan ver una cámara colocada en alguna parte del exterior del edificio. Infrarrojos. Activa un dispositivo de alerta cuando se mueve algún cuerpo cerca de la puerta.
- Posee usted una colección increíble -cumplimentó Jordan a Pitt-. ¿Cuánto tiempo le ha costado reuniría?
- Empecé con el cupé club Ford del cuarenta y siete de color castaño que está en aquel rincón; hace de eso veinte años, y la colección se ha convertido en una obsesión. Algunas piezas las he conseguido durante el trabajo en proyectos de la AMSN, y otras las he comprado a particulares o en subastas. Los coches antiguos y clásicos son inversiones de las que se puede presumir. Son mucho más divertidos que una pintura.
Pitt acabó de atornillar el marco del faro con su lente de vidrio y se puso en pie.
- ¿Puedo ofrecerle una bebida?
- Un vaso de leche es lo que me parece más adecuado para un estómago sometido a tantas presiones.
- Suba, por favor. -Pitt señaló con un ademán las escaleras que conducían a su apartamento -. Me siento muy honrado de que el jefe en persona venga a visitarme, en lugar de enviar a su director adjunto.
En el primer escalón, Jordan vaciló y dijo:
- Pensé que debía ser yo quien le pusiera al corriente de los últimos acontecimientos. La congresista Smith y el senador Díaz han sido trasladados clandestinamente fuera del país.
Hubo una pausa mientras Pitt se volvía despacio y lo miraba con ojos que revelaban un súbito alivio.
- Loren no ha sufrido ningún daño.
Sus palabras eran más una exigencia que una pregunta.
- No estamos frente a terroristas enloquecidos -respondió Jordan-. La operación de secuestro fue demasiado sofisticada como para que hubiera habido heridos o muertos. Tenemos todas las razones para creer que Díaz y ella están siendo tratados con todo miramiento.
- ¿Cómo se las han arreglado para enterarse?
- Inteligencia ha averiguado que Díaz y ella despegaron del aeropuerto de Newport News, en Virginia, a bordo de un reactor privado de una de las compañías americanas de Suma. En el momento en que empezamos a controlar todos los vuelos, programados o sin programar, de los aeropuertos situados en un área de mil kilómetros a la redonda; a comprobar los registros de todos los aviones para averiguar los pertenecientes a Suma, y a seguir sus rumbos por medio de satélites, ellos volaban ya hacia Japón sobre el mar de Bering.
- ¿Demasiado tarde para interceptarlos con los aparatos de nuestras bases aéreas y forzarlos a regresar?
- En efecto, el aparato fue escoltado por un escuadrón de cazas FSX de la Fuerza Aérea de Defensa de Japón.
Unos aviones que fueron construidos conjuntamente por la General Dynamics y la Mitsubishi, debería añadir:
- ¿Y después?
Jordan dio media vuelta y miró los coches relucientes.
- Los perdimos -dijo sin ninguna expresión.
- ¿Después de aterrizar?
- Sí, en el Internacional de Tokio. No es preciso entrar en detalles respecto a por qué no fueron interceptados o al menos perseguidos; basta decir que, por razones conocidas tan sólo por la mentalidad de los cretinos del Departamento de Estado, no contamos con agentes operativos en Japón que pudieran haberlos detenido. Es todo lo que sabemos hasta el momento.
- Los mejores cerebros de Inteligencia que existen sobre la faz de la Tierra, y eso es todo lo que saben. -Pitt parecía muy cansado. Se dirigió a la cocina, abrió la nevera, sirvió un vaso de leche y lo tendió a Jordan-. ¿Qué ha pasado con los equipos especiales que tenía en Japón?
- ¿Dónde estaban cuando el avión aterrizó?
- Con Marvin Showalter y Jim Hanamura asesinados…
- ¿Los dos han sido asesinados? -interrumpió Pitt.
- La policía de Tokio encontró el cuerpo de Hanamura en una zanja, decapitado. La cabeza de Showalter, sin cuerpo, fue encontrada hace pocas horas, empalada en la verja de nuestra embajada. Para mayor confusión, sospechamos que Roy Orita es un «dormilón». Nos ha traicionado desde el principio. Sólo Dios sabe cuánta información habrá pasado a Suma. Nunca podremos evaluar totalmente los daños que hemos sufrido.
La ira de Pitt se calmó al ver la tristeza y la frustración reflejadas en el rostro de Jordan.
- Lo siento, Ray; no tenía idea de que las cosas estuvieran tan mal.
- Nunca me había sucedido que un equipo EIMA quedara tan maltrecho como éste.
- ¿Qué es lo que te ha puesto sobre la pista de Orita?
- Un par de indicios muy vagos. Showalter era demasiado hábil para dejarse atrapar sin la ayuda de alguien de dentro. Nunca se ajustaba a una rutina ni seguía dos veces el mismo camino. Fue traicionado por alguien en quien confiaba y que conocía de antemano sus movimientos con exactitud. Y después está Jim Hanamura; nos hizo saber su mala opinión sobre Orita, pero sin nada sólido en lo que basarse. Para aumentar las sospechas, Orita se ha ocultado en algún lugar ilocalizable. No se ha puesto en contacto con Mel Penner desde que Showalter desapareció.
Kern cree que ha ido a esconderse bajo de los faldones de Suma, en ciudad de Edo.
- ¿Qué historial tenía?
- Norteamericano de tercera generación. Su padre ganó la estrella de Plata en la campaña de Italia. No sabemos con certeza qué cebo pudo emplear Suma para atraerlo.
- ¿Quién es el responsable directo del asesinato de Hanamura y Showalter?
- Aún no tenemos pruebas sólidas. Parece una ejecución ritual. Un forense de la policía sostiene que las cabezas fueron cortadas con una espada samurai. Sabemos que el principal ayudante de Suma es un devoto de las artes marciales antiguas, pero no podemos probar que fue él quien lo hizo.
Pitt se dejó caer en un sillón, con desánimo.
- Una basura, una maldita basura.
- Jim Hanamura no se dejó matar pasivamente -dijo Jordan con súbita determinación-. Nos ha proporcionado nuestra única pista hasta el momento respecto al centro de control de detonación.
Pitt le miró expectante.
- ¿Ha podido localizarlo?
- No hay aún nada concreto, pero estamos medio paso más cerca.
- ¿Qué información consiguió Hanamura?
- Jim se filtró en las oficinas de los diseñadores de construcción de Suma y encontró lo que parecen ser unos bosquejos iniciales de un centro de control electrónico, que se ajusta al tipo de estructura que estamos buscando.
Algunas indicaciones sugieren que se trata de un tipo de instalación subterránea a la que se accede a través de un túnel.
- ¿No hay ninguna pista sobre el lugar?
- El breve mensaje que escribió al dorso de un sobre entregado en la embajada por el conductor de una camioneta de reparto, es demasiado enigmático como para descifrarlo con toda certeza.
- ¿Qué mensaje?
- Escribió: «Busquen en la isla de Ajima».
Pitt se encogió de hombros.
- Entonces, ¿cuál es el problema?
- No existe una isla de Ajima -contestó Jordan con desánimo. Levantó el vaso hacia la luz y lo examinó -. Esto es leche descremada.
- Es mejor para usted que la leche entera.
- Es como beber agua -murmuró Jordan mientras examinaba una vitrina con trofeos. La mayoría eran premios concedidos a modelos de automóviles en exhibiciones y concursos, algunos eran trofeos futbolísticos de la época universitaria y de la Academia de las Fuerzas Aéreas, y dos correspondían a competiciones de esgrima.
- ¿Es usted aficionado a la esgrima?
- No exactamente un participante de nivel olímpico, pero me dedico a ratos perdidos, cuando tengo tiempo.
- ¿Espada, florete o sable?
- Sable.
- Ya me pareció que lo suyo eran las cuchilladas. Yo soy experto en el florete.
- Prefiere usted una touche más elegante.
- Lástima que no podamos organizar un encuentro -dijo Jordan.
- Siempre podemos optar por una solución de compromiso y luchar con la espada.
- Tendría yo ventaja -sonrió Jordan-, porque las touches con florete y espada- se hacen con la punta, mientras que en el sable cuentan los golpes dados con el filo.
- Hanamura debe de haber tenido una buena razón para sugerir la isla de Ajima como sede del centro de control -dijo Pitt, volviendo al tema principal.
- Era un experto en arte. La operación de poner micrófonos ocultos en el despacho de Suma se organizó con la idea de aprovechar sus conocimientos sobre el arte japonés antiguo. Sabía que Suma coleccionaba pinturas, y en especial la obra de un artista japonés del siglo XVI que pintó una serie de paisajes de las pequeñas islas que rodean a la isla principal de Honshu, de modo que creamos una imitación. Luego Hanamura, haciéndose pasar por marchante, se la vendió a Suma. La única pintura de una isla que Suma no posee es la de Ajima.
Es la única relación que hemos conseguido establecer.
- En ese caso Ajima tiene que existir.
- Estoy seguro de ello, pero no hemos podido rastrear el nombre hasta relacionarlo con el de alguna isla conocida. No aparece en ningún mapa, moderno o antiguo. Sólo se me ocurre que fue un nombre peculiar, inventado por el artista, Masaki Shimzu, y que como tal se incluye en los catálogos artísticos sobre su obra.
- ¿Registraron alguna conversación interesante los micrófonos colocados por Hanamura?
- Sí, una muy significativa mantenida por Suma, su carnicero Kamatori, el anciano Korori Yoshishu y un pez gordo de las finanzas llamado Ichiro Tsuboi.
- El genio financiero que preside los Seguros Kanoya, He oído hablar de él.
- Sí, participó en un acalorado debate con el senador y la congresista en el curso de la audiencia del subcomité que tuvo lugar en el Capitolio pocos días antes de que ambos fueran secuestrados.
- ¿Y dice que está ligado a Suma?
- Más que la cuerda de una guitarra -contestó Jordan-. Gracias a los micrófonos colocados por Jim en el despacho de Suma, supimos que Tsuboi había proporcionado los fondos precisos para la construcción del arsenal nuclear, a espaldas de los dirigentes políticos de Japón, y con toda seguridad también en contra de la opinión pública. También oímos de ese modo por primera vez el nombre en clave de Proyecto Kaiten.
Pitt se sirvió una taza de café frío y la puso en el microondas. Miró por la portezuela de cristal cómo giraba la taza, mientras se concentraba en sus pensamientos.
Jordan rompió el silencio.
- Sé lo que está pensando, pero no tengo a mi disposición el equipo que se necesitaría para rescatar a Díaz y a Smith y hundir el Proyecto Kaiten en una operación.
- No puedo creer que el presidente les vuelva la espalda.
- No puede aparecer en público amenazando con una guerra a causa de esos secuestros, porque se encuentra en una situación de clara inferioridad. Nuestra principal prioridad es el desmantelamiento del Proyecto Kaiten. Una vez que lo hayamos conseguido, el presidente nos dará su bendición para emplear toda la fuerza que queramos en la tarea de liberar a Smith y a Díaz.
- De manera que volvemos a nuestra mística isla de Ajima -dijo Pitt de mal humor-. ¿Dice usted que es la única pintura de la serie que Suma no posee?
- Sí -repuso Jordan-. Hanamura comentó que deseaba casi desesperadamente apoderarse de esa pintura.
- ¿Existe alguna pista del lugar donde podría encontrarse?
- La pintura de Ajima se vio por última vez en la embajada japonesa de Berlín, pocos días antes de la rendición de Alemania. Los antiguos registros de la OSS aseguran que formaba parte de los objetos artísticos que los nazis se llevaron de Italia, y que fue transportada en tren hasta el noroeste de Alemania debido al avance del ejército ruso en las últimas semanas de la guerra. Luego desapareció de la historia.
- ¿No hay ninguna indicación de que pueda haber sido recuperada?
- Ninguna.
- ¿Y no tenemos ninguna idea de la localización de la isla o del aspecto que presenta?
- Ni la más mínima.
- Lamentable -comentó Pitt -. De modo que basta con encontrar la pintura, cotejar la línea de la costa dibujada por el artista con un mapa moderno, y ya tendremos la localización precisa del escondite de la amenaza de Hideki Suma; o al menos así sucede en los cuentos de hadas.
Jordan contestó con un hilo de voz.
- Ocurre que ésa es la mejor pista de que disponemos.
Pitt no estaba convencido:
- Sus aviones y satélites espías deberían localizar la instalación fácilmente.
- Las cuatro islas principales de Japón, Honshu, Kyushu, Hokkaido y Shikoku, están rodeadas por cerca de un millar de islas menores. Encontrar la que buscamos es una tarea que dista mucho de poder ser llamada fácil.
- En ese caso, ¿por qué no concentrarse sólo en las que pueden conectarse por un túnel con alguna de las cuatro islas principales?
- Dé algún crédito a nuestros cerebros -dijo Jordan con cierta irritación -. Hemos descartado ya todas las islas situadas a más de quince kilómetros del perímetro de las cuatro principales, y nos hemos concentrado en las restantes. En primer lugar, no puede hablarse en ellas de ningún tipo de actividades ni de estructuras sospechosas. Eso no debe extrañarnos, puesto que sabemos que toda la instalación debe de encontrarse a mucha profundidad bajo el suelo. Y finalmente, la composición geológica de la mayor parte de las islas consideradas es volcánica, y nuestros sensores no pueden penetrar en ese tipo de roca. ¿He contestado a su pregunta?
- Nadie puede excavar un túnel sin extraer de él rocas y desechos -insistió Pitt.
- Aparentemente, los japoneses lo han conseguido. El análisis de las fotografías de nuestros satélites no muestra ninguna señal de la excavación de un túnel costero, ni de carreteras que conduzcan a una entrada.
Pitt se encogió de hombros y mostró por fin bandera blanca.
- De modo que volvemos a una pintura perdida en algún punto de la inmensidad del universo.
Jordan se echó súbitamente hacia adelante en su silla y miró a Pitt con severidad.
- Ahí es donde va usted a ganarse su paga.
Pitt adivinó por dónde iban los tiros, pero no lo suficiente.
- Va a enviarme a Japón, a bucear alrededor de las islas, ¿he acertado?
- Se ha equivocado -dijo Jordan, con una sonrisa de superioridad que no gustó ni un pelo a Pitt -. Voy a enviarle a Alemania a bucear en un refugio de la Luftwaffe.
36
- Sencillamente, se sumergieron y desaparecieron.
Pitt hincó una rodilla y contempló el agua negra y amenazadora más allá del tractor semisumergido. El viaje en reactor le había cansado; apenas había dormido un par de horas en el vuelo desde Washington. «¡Vaya fastidio, no tener tiempo para disfrutar de un buen desayuno en un albergue local y dormir hasta pasado el mediodía!», se dijo con lastimera autocompasión.
- Sus cables de seguridad fueron accionados limpiamente -explicó el joven oficial que dirigía el equipo naval de buceo alemán, al tiempo que sostenía un hilo de nailon cuyo extremo aparecía cortado como una cuchilla de afeitar-. ¿Por qué? No conseguimos adivinarlo.
- ¿También el cable de comunicación? -Pitt sorbía con lentitud una taza de café. Con la mano libre cogió una piedrecita y la lanzó perezosamente al agua, observando las ondas concéntricas que se extendieron a partir del lugar en que había caído.
- El cable telefónico conectado al jefe de los buceadores también fue cortado -admitió el alemán. Era un hombre alto y musculoso. Su inglés era excelente, apenas se le notaba un ligero acento extranjero -. Poco después de sumergirse, los dos hombres del equipo descubrieron un túnel subterráneo en dirección oeste. Nadaron una distancia de unos noventa metros e informaron que el túnel terminaba en una pequeña cámara con puerta de acero. Pocos minutos más tarde, los cables del teléfono y de seguridad se cortaron. Envié un nuevo equipo a investigar lo ocurrido. Desaparecieron como los anteriores.
Pitt volvió la cabeza y miró a los hombres del equipo de buceo de la Marina alemana, que escuchaban el diálogo impotentes y apenados por la pérdida de sus amigos. Se habían agrupado alrededor de las mesas plegables y las sillas de un puesto de mando móvil, dirigido por un grupo de buceadores de rescate submarino de la policía. Un trío de hombres vestidos con ropa de paisano, que Pitt supuso funcionarios del gobierno, interrogaba en voz baja a los buceadores.
- ¿Cuándo se sumergió el último hombre? -preguntó Pitt.
- Cuatro horas antes de su llegada -contestó el joven oficial de buceo, que se había presentado a sí mismo como el teniente Helmut Reinhardt-. Pasé un rato terrible impidiendo al resto de mis hombres que le siguieran. No quiero arriesgar ninguna vida más hasta saber qué es lo que ocurre ahí abajo.
Hizo una pausa y señaló con un gesto de la cabeza hacia los buceadores de la policía, ataviados con sus trajes de color naranja brillante.
- Esos idiotas de la policía, en cambio, piensan que son invencibles. Ahora se disponen a enviar abajo uno de sus equipos.
- Algunas personas han nacido para el suicidio -comentó Giordino con un bostezo -. Tómeme a mí como ejemplo. Yo no bajaría ahí de no ser en un submarino nuclear. El chico de la señora Giordino no tiene ganas de aventuras espeluznantes. Quiero morir en la cama abrazado a una erótica belleza del Extremo Oriente.
Las cejas de Reinhardt se alzaron.
- ¿Cómo dice?
- No le preste atención -añadió Pitt -. En cuanto entra en un lugar oscuro, empieza a alucinar.
- Comprendo -murmuró Reinhardt, aunque obviamente no lo comprendía.
Pitt se levantó e hizo una seña en dirección a Frank Mancuso.
- Cazabobos -dijo simplemente. Mancuso asintió.
- Estoy de acuerdo. Las entradas al túnel del tesoro en las Filipinas estaban repletas de bombas dispuestas para estallar si un equipo de buceo tocaba los hilos. La diferencia consiste en que los japoneses pretendían volver y recuperar el tesoro, en tanto que los nazis sólo se propusieron que sus minas cazabobos mataran el máximo número posible de buscadores.
- Sea lo que sea lo que ha cazado a mis hombres allí -dijo Reinhardt con amargura, evitando la palabra «matado»-, no han sido bombas.
Uno de los hombres con aspecto de funcionario se acercó a ellos desde el puesto de mando y se dirigió a Pitt.
- ¿Quién es usted y a quién representa? -preguntó en alemán.
Pitt se volvió a Reinhardt, y éste le tradujo la pregunta.
Luego volvió a dirigirse a su interrogador.
- Dígale que nosotros tres hemos sido invitados.
- ¿Es usted americano? -chapurreó el alemán en un inglés pésimo, y con cara de estupefacción -. ¿Quién le ha dado autorización para venir aquí?
- ¿Quién es este payaso? -preguntó Giordino en su bienaventurada ignorancia. Reinhardt no pudo reprimir una ligera sonrisa.
- Herr Gert Halder, del Ministerio de Obras Históricas. Señor, herr Dirk Pitt y sus compañeros forman parte de la Agencia Marítima y Submarina Nacional americana, en Washington. Están aquí por invitación personal del canciller Lange.
Pareció que a Halder le habían dado un puntapié en el estómago. Se recuperó con presteza, se enderezó en toda su estatura, aunque aun así quedó corto por media cabeza, e intentó intimidar a Pitt con la superioridad de su porte teutónico.
- ¿Cuál es su propósito?
- Hemos venido por la misma razón que usted -contestó Pitt mirándose atentamente las uñas -. Si los antiguos registros de los interrogatorios a oficiales nazis de sus archivos de Berlín y de nuestra Biblioteca del Congreso son exactos, dieciocho mil obras de arte fueron escondidas en túneles excavados bajo un aeródromo secreto. Éste podría muy bien resultar ser ese aeródromo secreto, con la cámara en la que están depositadas las obras de arte situadas en algún lugar detrás de la barrera de agua.
Halder se dio cuenta de que no iba a poder engañar a aquellos hombres rudos y de aspecto decidido, vestidos con trajes de buceo de color azul verdoso.
- Saben ustedes, por supuesto, que cualquier tesoro artístico que se encuentre es propiedad de la República de Alemania, hasta que se consiga localizar a sus propietarios originales y devolvérselo.
- Somos plenamente conscientes de ello -dijo Pitt-, Únicamente estamos interesados en una obra en particular.
- ¿Cuál?
- Lo siento, no estoy autorizado para decirlo.
Halder jugó su última carta.
- Debo insistir en que el equipo de buceo de la policía sea el primero en entrar en la cámara.
- Por nosotros que no quede. -Giordino hizo una reverencia e indicó con un amplio ademán el agua oscura-.Tal vez si uno de sus ayudantes tiene la suerte de regresar, descubriremos qué es lo que se come a la gente ahí abajo, en el infierno.
- He perdido a cuatro de mis hombres. -Reinhardt hablaba en tono solemne -. Probablemente han muerto.
No puede usted permitir que mueran más hombres por la ignorancia de lo desconocido.
- Son buceadores profesionales -replicó Halder.
- También lo eran los hombres que envié allí. Los mejores buceadores de la Marina, superiores en condición física y con un entrenamiento más completo que el equipo de rescate de la policía.
- ¿Puedo sugerir una solución de compromiso? -dijo Pitt.
- Estoy deseando escucharle -accedió Halder.
- Podemos reunir un equipo de prueba de siete hombres. Nosotros tres, porque Mancuso, aquí presente, es ingeniero de minas y experto en construcción y excavación de túneles, mientras que Al y yo tenemos experiencia en salvamentos bajo el agua. Dos de los hombres de la Marina mandados por el teniente Reinhardt, puesto que son expertos en la desactivación de las bombas o trampas con explosivos que podamos encontrar. Y dos buceadores de la policía, como apoyo médico y para el rescate.
Halder observó los ojos de Pitt, y sólo vio en ellos una ceñuda tenacidad. Su propuesta se fundamentaba en una sólida lógica. Forzó una sonrisa.
- ¿Quién desciende primero?
- Yo -dijo Pitt sin la menor vacilación.
Su rotunda respuesta pareció despertar los ecos de la caverna durante unos largos segundos, y luego la tensión se evaporó de súbito y Halder le tendió la mano.
- Como usted guste -estrechó la mano de Pitt y volvió a hinchar el pecho para recuperar su imagen de dignidad autoritaria-. Pero le prevengo, herr Pitt, de que en ningún caso deberá utilizar artefactos explosivos susceptibles de destruir las obras de arte.
Pitt dedicó a Halder una mueca de desprecio.
- De hacer una cosa así, herr Halder, puede usted quedarse con mi cabeza. Literalmente.
Pitt ajustó la hora en el ordenador microelectrónico unido por un cable a su depósito de aire, y realizó una comprobación final del funcionamiento de su regulador y su compensador de flotabilidad. Por quinta vez desde que bajó por la escalerilla de cuerda desde los campos del granjero Clausen, miró con fijeza la laguna negra, que parecía hacerle señas de invitación.
- Le estás dando vueltas a la cabeza -observó Giordino mientras ajustaba las tiras adhesivas a su depósito de aire.
Pitt se rascó la barbilla, pensativo, sin responder.
- ¿Qué piensas que puede haber pasado ahí abajo?
- preguntó Mancuso.
- Creo haber resuelto la mitad del rompecabezas - contestó Pitt-. Pero ¿seccionar los cables? Eso es lo que más me intriga.
- ¿Cómo está tu micrófono acústico? -preguntó Mancuso.
Pitt se ajustó la boca del regulador y habló: «Mary tenía un corderito…» Las palabras se oyeron algo apagadas, pero con nitidez.
- Creo que ha llegado la hora, temerario paladín - gruñó Giordino.
Pitt hizo un ademán a Reinhardt, que se acercaba acompañado por uno de sus hombres.
- ¿Están listos, caballeros? Por favor, guarden una distancia de dos metros con respecto al hombre que tengan delante. La visibilidad parece ser de cuatro metros, de modo que no tendrán ningún problema para guardar la distancia. Mi equipo se comunicará con ustedes a través de los micrófonos acústicos.
Reinhardt indicó con un gesto que había comprendido, dio media vuelta y comunicó en alemán las instrucciones a los buceadores de la policía. Luego dirigió a Pitt un seco saludo militar.
- Cuando usted diga, señor.
No hubo más dilaciones. Pitt extendió lateralmente los brazos, con los dedos índices señalando hacia fuera.
- Yo marcharé por el centro. Frank, tú irás dos metros detrás y a la izquierda. Al, tú a la derecha. Tened cuidado con cualquier mecanismo extraño que sobresalga de las paredes.
Sin más palabras, Pitt encendió su lámpara de buceo, dio un tirón al cable de seguridad para comprobar que estaba bien enganchado, y se sumergió de cabeza en el agua.
Flotó durante unos momentos, y luego con mucha lentitud introdujo la cabeza y nadó hacia el fondo, sosteniendo frente a él su lámpara de buceo.
El agua estaba fría. Observó la lectura digital del ordenador. La temperatura del agua era de 14°C. El suelo del cemento estaba cubierto de limo verdoso y de una delgada capa de arena. Cuidó de no arrastrar las aletas y de no patear los sedimentos para no levantar posos que impidieran la visión de los hombres que venían detrás.
Pitt disfrutaba; de nuevo era un hombre que se sentía totalmente a gusto en su propio elemento. Dirigió hacia arriba la luz de la lámpara y examinó el refugio. Formaba una curva descendente, hasta quedar totalmente sumergido y estrecharse en un túnel, tal como esperaba. El agua del fondo estaba sucia, y las partículas flotantes disminuyeron la visibilidad a unos tres metros. Se detuvo e indicó a los hombres que le seguían que se aproximaran un poco. Luego continuó su avance, nadando con facilidad y ligereza mientras el perfil fantasmal del piso seguía descendiendo gradualmente y luego se nivelaba hasta desaparecer en la oscuridad.
Después de recorrer otros veinte metros, hizo una nueva pausa y se dio la vuelta mientras flotaba suspendido sobre el suelo limoso, para comprobar la posición de Giordino y Mancuso. Tras el suave resplandor de sus lámparas eran sólo dos siluetas, pero guardaban fielmente las distancias indicadas. Consultó su ordenador. La lectura de la presión le indicó que la profundidad era tan sólo de seis metros.
Un poco más adelante el túnel subterráneo comenzó a estrecharse, y el suelo a ascender. Pitt avanzó con cautela, escudriñando la penumbra. Levantó la mano libre por encima de la cabeza y notó que quebraba la superficie del agua. Se dio la vuelta y encendió la luz. La superficie resplandeció y se agitó, reflejando sus movimientos.
Como una criatura indescriptible que emergiera de las profundidades, su cabeza provista de un casquete de caucho, mascarilla y regulador, irrealmente iluminada por la lámpara, rompió la fría superficie del agua y salió al aire sucio y húmedo de una pequeña cámara. Golpeó ligeramente el suelo con las aletas y se topó con un corto tramo de escalones de cemento. Subió por ellos hasta llegar a un piso horizontal.
La visión que temía no se materializó, al menos no todavía. Pitt no encontró los cuerpos de los buceadores del equipo de la Marina alemana. Pudo ver que habían dejado sus aletas sobre el suelo de cemento, pero ése era el único signo de su presencia.
Examinó con cuidado los muros de la cámara, y no encontró ningún abultamiento ni rendija que indicara la presencia de alguna amenaza. En el extremo más lejano, la lámpara iluminó una puerta metálica ancha y herrumbrosa.
Avanzó extremando las precauciones hasta situarse junto a la puerta. Se apoyó en ella con el hombro. Los goznes giraron con increíble facilidad y silencio, casi como si apenas hiciera una semana desde la última vez que los engrasaron.
La puerta se abrió y volvió rápidamente a cerrarse en cuanto Pitt dejó de empujarla, impulsada hacia atrás por unos muelles.
- Vaya, mira lo que tenemos aquí.
Las palabras eran audibles pero, a través de su micrófono acústico, sonaron como si Mancuso estuviese haciendo gárgaras con el regulador de su respiración.
- Adivine lo que hay detrás de la puerta número uno, y ganará el suministro para un año de estropajos Brillo - dijo Giordino, en una creación magistral de humor cutre.
Pitt se desprendió de las aletas, se arrodilló y abrió de nuevo la puerta unos centímetros. Estudió el umbral durante unos momentos y señaló con un gesto el borde inferior de la puerta cubierta de herrumbre.
- Esto explica el corte de los cables de teléfono y de seguridad.
Giordino asintió.
- Los cortó el filo aguzado del borde inferior de la puerta cuando los buceadores entraron y los muelles la cerraron de un portazo.
Mancuso miró a Pitt.
- Dijiste que habías resuelto la otra mitad del rompecabezas.
- Eso es -murmuró Giordino-, la parte más selecta.
¿Qué fue lo que mató a los expertos buceadores de la Marina?
- Gas -contestó Pitt escuetamente-. Gas venenoso, liberado cuando atravesaron el umbral de esta puerta.
- Una teoría muy verosímil -comentó Mancuso.
Pitt iluminó el agua con su lámpara y vio las burbujas de aire que indicaban que Reinhardt y su compañero se aproximaban.
- Frank, quédate aquí y no dejes que entren los demás.
Al y yo iremos solos. Y sea lo que sea lo que suceda, asegúrate de que todos respiran únicamente el aire de sus depósitos. Bajo ninguna circunstancia deben desprenderse de sus reguladores.
Mancuso levantó una mano para indicar que había comprendido, y se volvió a informar al equipo que llegaba.
Giordino se apoyó contra la pared con la intención de quitarse las aletas.
- No tiene sentido entrar ahí nadando como un pato.
Pitt, que ya se había quitado las suyas, rascó con sus botas de goma el suelo de cemento advirtiendo la escasa adherencia que ofrecían. La fricción era nula. La más ligera pérdida de equilibrio le haría precipitarse al suelo.
Efectuó una comprobación final de la presión de sus depósitos de aire en el ordenador. Había oxígeno suficiente para una hora más, a la presión de la atmósfera.
Fuera del agua fría, la temperatura del aire había descendido hasta un nivel que le permitía sentirse cómodo dentro de su traje de buceo.
- Vigila dónde pisas -dijo a Giordino. Luego empujó la puerta hasta abrirla a medias, y se deslizó al interior con tanto cuidado como si caminara sobre una cuerda floja. La atmósfera se hizo de inmediato muy seca; la humedad descendió hasta casi el cero por ciento. Se detuvo y paseó la lámpara por el suelo de cemento, buscando con todo cuidado hilos cruzados o cables que condujeran a detonadores de explosivos o a contenedores de gas venenoso. Vio casi bajo sus pies un delgado sedal de pesca, roto, de color gris, casi invisible a aquella débil luz.
El rayo de luz siguió uno de los dos extremos del sedal hasta una caja metálica con el rótulo «Fosgeno». «Gracias a Dios», pensó Pitt con un profundo alivio. El fosgeno únicamente es fatal cuando se inhala. Los alemanes habían experimentado durante la Segunda Guerra Mundial con gases que actuaban sobre los nervios, pero por alguna razón perdida en el oscuro pasado, no los utilizaron aquí. Era una suerte para Pitt, Giordino y los hombres que venían detrás de ellos. El gas podía matar por el simple contacto con la piel, y todos ellos tenían alguna porción expuesta en las manos y alrededor de las máscaras.
- Tenías razón en lo del gas -dijo Giordino.
- Demasiado tarde para ayudar a esos pobres marinos.
Encontró cuatro trampas más con gas venenoso, dos de ellas activadas. El fosgeno había cumplido su mortífero objetivo. Los cuerpos de los buceadores de la Marina yacían encogidos y separados entre ellos tan sólo por unos metros. Todos se habían desprendido de los depósitos de aire y de los reguladores de la respiración, sin sospechar la presencia del gas hasta que fue demasiado tarde. Pitt no se molestó en buscar algún indicio de respiración. El color azulado de los rostros y la inmovilidad cristalina de los ojos revelaban sin lugar a dudas que habían muerto hacía varias horas.
Enfocó la luz hacia una larga galería y sintió erizarse sus cabellos.
Una mujer le miraba fijamente a los ojos, al tiempo que ladeaba la cabeza en un gesto coqueto. Su rostro adorable.
de pómulos altos y piel suave y rosada, le sonreía.
No estaba sola. Varias mujeres más estaban a su lado, detrás de ella, y sus ojos parecían fijos, sin el mejor parpa dos en Pitt. Estaban desnudas, cubiertas únicamente por las trenzas que descendían casi hasta las rodillas.
- Estoy muerto y he ido a parar al paraíso de las Amazonas -murmuró Giordino, como en éxtasis.
- ¡No te excites! -le advirtió Pitt -. Son esculturas pintadas.
- Me gustaría saber moldear así.
Pitt avanzó entre las esculturas de tamaño natural y levantó la lámpara por encima de su cabeza. La luz hizo relucir un océano de marcos dorados de cuadros. Hasta donde podía alcanzar la luz y más allá incluso, la larga galería estaba repleta por una fila tras otra de estanterías que contenían un inmenso tesoro de pinturas, esculturas, reliquias religiosas, tapices, libros raros, muebles antiguos y restos arqueológicos, todos ellos colocados ordenadamente en cajas y embalajes abiertos.
- Creo -murmuró Pitt a través de su micrófono acústico- que acabamos de hacer felices a un montón de personas.
Parte 2