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    T 15 (20 min)


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    T 17 (45 min)

    ---------------------

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    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


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    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
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    Fecha
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    Hora, Minutos y Segundos
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


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    10%
    )


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    )


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    10%
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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    Sepia
    (1 - 100)
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    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

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    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

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    SUPERIOR-INFERIOR

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    ▪ Centrar

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    Abajo - Arriba
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    Normal
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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

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    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    DRAGON (Clive Cussler) - Parte 2

    Publicado en septiembre 12, 2010
    Parte 1


    37

        Los alemanes actuaron con su característica eficiencia.
        Al cabo de cuatro horas llegaron los expertos en descontaminación e instalaron un equipo de bombeo con una manguera que llegaba hasta la galería del tesoro. El gas de la atmósfera envenenada fue absorbido rápidamente e introducido en el contenedor químico de un camión aparcado en la superficie. Mientras se realizaba el proceso de limpieza, Reinhardt y sus hombres desactivaron los mecanismos de emisión del fosgeno y pasaron los contenedores metálicos del gas al equipo de descontaminación. Sólo entonces los buceadores de la Marina transportaron a los muertos hasta las ambulancias que los esperaban.
        A continuación, se introdujo por la abertura del suelo una gruesa tubería de aluminio, sujeta a una gran bomba de succión, que muy pronto empezó a sorber, como un refresco a través de una inmensa paja, el agua del túnel subterráneo hasta dejarla reducida a un pequeño riachuelo.
        Apareció luego un equipo de excavación y empezó a allanar la rampa de entrada original que llevaba al refugio, y que había sido tapiada hacia el final de la guerra.
        Mancuso recorría el refugio con impaciencia, a largas zancadas, deteniéndose cada pocos minutos para mirar con atención los instrumentos que medían los niveles decrecientes de gas venenoso. Luego se dirigió al borde de la rampa y observó el rápido descenso del agua. Iba de aquí para allá, vigilaba los progresos y contaba los minutos que faltaban para poder entrar sin peligro en la galería que contenía el botín reunido por los nazis.
        Giordino, fiel a su carácter, pasó todo el rato durmiendo. Encontró un viejo colchón polvoriento en los antiguos alojamientos de los mecánicos de la Luftwaffe, y de inmediato se tendió en él.
        Pitt, después de informar a Halder y Reinhardt, mató el tiempo aceptando una invitación a un almuerzo casero preparado por frau Clausen en su cálida y confortable cocina. Más tarde paseó por el refugio y examinó los viejos aparatos aparcados allí. Se detuvo para dar la vuelta alrededor de uno de los Messerschmitt 262 y admirar la esbelta forma ahusada del fuselaje, el estabilizador vertical triangular, y las feas vainas de los reactores que colgaban bajo las alas, afiladas como una navaja. A excepción de las cruces negras silueteadas en blanco de las alas y en el fuselaje, y la esvástica de la cola, el único distintivo era un gran número nueve pintado detrás de la carlinga.
        Había sido el primer reactor de caza en el mundo, y aunque apareció demasiado tarde como para salvar a Alemania, durante algunos meses causó más de un susto a las Fuerzas Aéreas británicas y americanas.
        - Volaba como si lo impulsaran los ángeles.
        Pitt se volvió al oír la voz y encontró a Gert Halder de pie a sus espaldas. Los ojos azules del alemán miraban soñadoramente la carlinga del Messerschmitt.
        - Parece usted demasiado joven para haber volado en él -dijo Pitt.
        Halder negó con un movimiento de cabeza.
        - Eran las palabras de uno de nuestros principales ases durante la guerra, Adolf Galland.
        - No costará mucho trabajo hacerlos volar de nuevo, Halder contempló la flota de aviones, alineados en medio de un silencio espectral en el inmenso refugio.
        - El gobierno rara vez se presta a financiar un proyecto de ese tipo. Me consideraré afortunado si puedo conservar cinco o seis para los museos nacionales.
        - ¿Y los demás?
        - Serán vendidos o subastados a museos y coleccionistas privados de todo el mundo.
        - Me gustaría tener suficiente dinero para poder pujar -dijo Pitt con un suspiro Halder lo miró con atención. La arrogancia había desaparecido; una astuta sonrisa curvó sus labios.
        - ¿Cuántos aparatos calcula que hay?
        Pitt dio un paso atrás y contó mentalmente el número de reactores alineados en el bunker.
        - Exactamente cuarenta.
        - Se ha equivocado. Son treinta y nueve.
        Pitt calculó de nuevo, y el resultado volvió a ser cuarenta.
        - Lamento discrepar con usted, pero…
        Halder cortó sus protestas con un gesto.
        - Si podemos sacar uno cuando quede libre la rampa de acceso y transportarlo hasta el otro lado de la frontera antes de que yo haga el inventario oficial…
        Halder no finalizó la frase. Pitt le había escuchado pero no estaba seguro de interpretar bien sus intenciones. Un Messerschmitt 262 en buenas condiciones debía valer más de un millón de dólares.
        - ¿Cuándo espera realizar el inventario? -preguntó, mientras el corazón le latía con fuerza.
        - Después de catalogar las obras de arte robadas.
        - Eso puede durar varias semanas.
        - Posiblemente más.
        - ¿Por qué? -preguntó bruscamente Pitt a Halder.
        - Llámelo penitencia. Antes fui grosero con usted, y me siento obligado a recompensar su valeroso esfuerzo por rescatar el tesoro, salvando tal vez cinco vidas e impidiendo que me ganara una sólida reputación de imbécil, y muy probablemente que perdiera mi cargo.
        - Y me está ofreciendo mirar a otro lado mientras yo robo un aparato.
        - Hay tantos, que uno menos no se notará.
        - Le estoy muy agradecido -dijo Pitt con toda sinceridad.
        Halder lo miró con curiosidad.
        - Pedí a un amigo de nuestra Inteligencia que me in formara de su historial, mientras ustedes estaban ocupados en el túnel. Creo que un Messerschmitt 262 será una bonita adquisición para su colección, y complementará a su trimotor Ford.
        - Su amigo le dio una información muy completa.
        - Como coleccionista de bellezas mecánicas antiguas estimo que lo sabrá tratar con el debido respeto.
        - Lo restauraré hasta devolverlo a su condición original -prometió Pitt.
        Halder encendió un cigarrillo y se recostó con descuido en la vaina de uno de los reactores, al tiempo que exhalaba una nubécula de humo azul.
        - Le sugiero que busque un camión con remolque plano de alquiler. Esta noche la entrada al refugio se habrá ampliado lo bastante como para permitir arrastrar un avión hasta la superficie. Estoy seguro de que el teniente Reinhardt y los supervivientes de su equipo se sentirán felices ayudándole a cargar su última adquisición.
        Antes de que el asombrado y agradecido Pitt pudiera decir nada más, Halder dio media vuelta y desapareció.

        Pasaron ocho horas más antes de que la enorme bomba succionara la mayor parte del agua, haciendo posible respirar sin peligro el aire de la galería que guardaba el botín de guerra. Halder ocupó un sillón de respaldo adornado con una cornucopia, y convocó a una reunión de trabajo a los expertos en arte y a los historiadores, además de un grupo de funcionarios del gobierno y de políticos que habían querido participar del descubrimiento. Un ejército de corresponsales de televisión y de prensa acampaba en el ahora destrozado campo de lechugas de Clausen, pidiendo en todos los tonos permiso para entrar en el refugio. Pero Halder había recibido órdenes precisas de sus superiores de Bonn: no se permitiría la entrada a los medios de comunicación hasta que el botín estuviera perfectamente clasificado y controlado.
        A partir de la puerta de acero, la galería se extendía a lo largo de más de medio kilómetro. Las estanterías y los cajones llegaban hasta el extremo final, desplegados hasta una altura de cuatro metros. A pesar del agua que había inundado el túnel, la puerta de entrada cerraba herméticamente y la construcción de cemento era de primera calidad, por que la humedad no había penetrado en el interior. Incluso los objetos más delicados se encontraban en un excelente estado de conservación.
        Los alemanes empezaron a instalar de inmediato un laboratorio de fotografía y conservación, un taller y un área de registros y archivo. Después de la reunión de trabajo, Halder se trasladó al laboratorio de arte y dirigió las actividades desde un despacho prefabricado, montado y amueblado con toda urgencia y provisto de teléfonos y una máquina de fax.
        Aturdido casi hasta la inconsciencia, Pitt sacudió la cabeza y caminó con Mancuso por el túnel, maravillándose de lo mucho que se había hecho en menos de veinticuatro horas.
        - ¿Dónde está Al? -preguntó Mancuso.
        - Ha salido a alquilar un camión.
        Mancuso se quedó mirándole con las cejas arqueadas.
        - No pensarás en esconder un cargamento de obras maestras, ¿verdad? Si es así, no te lo recomiendo. Los alemanes te atraparán antes de que hayas podido alejarte de la granja.
        - No si cuentas con amigos en las altas esferas -sonrió Pitt.
        - No quiero ni siquiera enterarme de lo que se trata.
        Sea cual sea tu maquiavélico plan, hazlo después de que yo me haya marchado.
        Cruzaron la puerta de entrada a la galería y se dirigieron al despacho de Halder, aún con uno de los mamparos laterales sin colocar. Halder les hizo gesto de que entraran y les señaló unos taburetes al tiempo que hablaba en alemán por uno de los cuatro teléfonos que ocupaban su mesa. Colgó y tomó asiento.
        - Me doy plena cuenta de que tienen ustedes permiso del canciller Lange para buscar lo que anda persiguiendo, pero antes de que empiecen a revolver por las estanterías y los cajones, me gustaría saber de qué se trata.
        - Sólo estamos interesados en los objetos de arte que se encontraban en la embajada japonesa en Berlín - contestó Pitt.
        - ¿Creen que pueden estar aquí?
        - No hubo tiempo de transportarlos a Japón -explicó Mancuso -. Los rusos rodeaban la ciudad. El embajador cerró el edificio y a duras penas consiguió escapar con sus ayudantes a Suiza. Los datos de los archivos históricos señalan que los objetos de arte antiguos que decoraban el interior de la embajada se entregaron a los nazis para que éstos los pusieran a salvo y se ocultaron bajo la superficie de un aeródromo.
        - Y piensan ustedes que podrían estar incluidos en el botín descubierto aquí.
        - Así es.
        - ¿Puedo preguntar por qué razón está tan interesado el gobierno americano en esas obras extraviadas de arte japonés?
        - Lo siento -contestó Pitt con toda sinceridad-.No podemos proporcionarle esa información. Pero puedo asegurarle que nuestra búsqueda no planteará problemas al gobierno alemán.
        - No pienso en nosotros sino en Japón. Exigirán que les sean devueltas sus propiedades.
        - No pretendemos quedarnos con ellas -aseguró Mancuso a Halder-. Sólo queremos fotografiar algunos objetos.
        - De acuerdo, caballeros -suspiró Halder, y dirigió una larga mirada a Pitt -. Confío en usted, herr Pitt.
        Hemos hecho un trato. Si usted hace lo que dice que va a hacer, yo le garantizo el cumplimiento de la otra parte.
        Cuando abandonaron el despacho de Halder, Mancuso susurró:
        - ¿De qué estaba hablando? ¿Qué trato es ése?
        - Reclutamiento.
        - ¿Reclutamiento? -repitió Mancuso.
        Pitt asintió.
        - Me habló de alistarme en la Luftwaffe.

        Encontraron la estantería que contenía el inventario de la embajada japonesa unos cincuenta metros más atrás de esculturas que en otros tiempos habían adornado los museos de Europa. Los alemanes habían instalado ya una hilera de lámparas conectadas a un generador portátil para iluminar aquel inmenso botín.
        La sección japonesa era fácil de identificar, porque las cajas de embalaje habían sido marcadas con caracteres kana y acondicionadas con un cuidado infinitamente mayor que los cajones de madera martilleados y apilados uno encima del otro que habían preparado los embaladores nazis.
        - Empecemos por éste -dijo Mancuso señalando un contenedor estrecho -. Parece tener la medida adecuada.
        - Tú estuviste algún tiempo investigando en Japón.
        - ¿Qué pone en ese letrero?
        - «Contenedor número cuatro» -tradujo Mancuso-. «Propiedad de Su Majestad Imperial, el Emperador de Japón».
        - Ha sido una gran ayuda.
        Pitt se puso a la tarea y levantó cuidadosamente la cubierta con un martillo y un escoplo. Dentro había un pequeño y delicado biombo con unos pájaros pintados que revoloteaban en torno a unas montañas nevadas. Se encogió de hombros.
        - Decididamente no es ninguna isla.
        Abrió dos más, pero las pinturas que aparecieron en la penumbra del túnel pertenecían a un período posterior al del maestro del siglo XVI. La mayor parte de los cajones más pequeños contenían porcelanas cuidadosamente embaladas. Sólo quedaba otro cajón en la parte trasera de la estantería, del que podía razonablemente esperarse que contuviera pinturas.
        Mancuso mostraba signos de agotamiento. El sudor corría a chorros por su frente y mordisqueaba nervioso su pipa.
        - Será mejor que ese cuadro esté aquí -murmuró- porqué en caso contrario habremos perdido un montón de tiempo.
        Pitt no dijo nada pero siguió adelante con su trabajo.
        La caja parecía construida con mayor solidez que las demás. Levantó la tapa y atisbo el interior.
        - Veo agua. Me parece que se trata de un paisaje marino. Mejor aún, es una isla.
        - Gracias a Dios. Sácala, hombre, echémosle un vistazo.
        - Sujeta ahí.
        No había ningún marco, de modo que Pitt tomó la pintura por debajo de su soporte trasero, y con mucho cuidado tiró de ella hasta extraerla del cajón. Una vez fuera, la colocó bajo una lámpara con el fin de examinarla más atentamente.
        Mancuso sacó a toda prisa del bolsillo un pequeño catálogo, con láminas en color, del arte de Masaki Shimzu, y hojeó las páginas, comparando las fotos con la pintura.
        - No soy un experto, pero parece el estilo de Shimzu.
        Pitt dio la vuelta al cuadro y examinó el dorso.
        - Hay algo escrito aquí. ¿Puedes descifrarlo?
        Mancuso dio un respingo.
        - «La isla de Ajima, por Masaki Shimzu» -exclamó triunfal-. Lo hemos conseguido, tenemos el lugar del centro de mando de Suma. Ahora todo lo que deberemos hacer es comparar el perfil de la costa en el cuadro con las fotografías de los satélites.
        Mecánicamente, los ojos de Pitt recorrieron la obra que Shimzu había pintado cuatrocientos años antes en una isla llamada entonces Ajima. Nunca llegaría a convertirse en un paraíso turístico. Abruptos riscos de roca volcánica dominaban unas rompientes salvajes, sin signos de playa, y con una ausencia de vegetación prácticamente absoluta.
        Parecía desierta y temible, y casi inconquistable. No había forma de acercarse a ella desde el mar, desde el aire sin ser visto. Una fortaleza natural, que Suma habría fortificado poderosamente contra cualquier posible asalto.
        - Entrar en esa roca -dijo Pitt pensativo-, va a ser una hazaña casi imposible. Quienquiera que lo intente, morirá con toda seguridad.
        La expresión triunfal del rostro de Mancuso se desvaneció en un instante.
        - No digas eso -murmuró -. Ni lo pienses siquiera.
        Pitt miró al ingeniero de minas directamente a los ojos.
        - ¿Por qué? Forzar la entrada no va a ser problema nuestro.
        - Estás equivocado. -Se secó con un gesto cansado el sudor que corría por su frente -. Ahora que los equipos Cadillac y Honda han sido aniquilados, Jordan no tiene más opción que enviarnos a ti, a Giordino y a mí. Piénsalo.
        Mancuso tenía razón. Ahora todo estaba meridianamente claro. El marrullero de Jordan les había mantenido en reserva a los tres para, llegado el caso, intentar un asalto secreto al centro de detonación de las bombas nucleares construido por Suma.


    38

        El presidente miraba fijamente el expediente que tenía abierto sobre su mesa de despacho.
        - ¿Realmente pretenden hacer detonar esas cosas? ¿No es un bluf?
        Jordan mantuvo una expresión impasible cuando contestó:
        - No es ningún bluf.
        - Resulta increíble.
        En lugar de contestar, Jordan dejó que el presidente sacara sus propias conclusiones. Aquel hombre no parecía cambiar nunca. Tenía exactamente el mismo aspecto que el primer día en que Jordan fue presentado al recién elegido senador por Montana. El mismo cuerpo esbelto, los brillantes ojos azules, la misma personalidad cálida y dinámica. El increíble poder que ostentaba no lo había echado a perder. Seguía siendo amable y cordial con el personal de la Casa Blanca, y casi nunca olvidaba felicitar un cumpleaños.
        - No es como si hubiéramos rodeado sus islas con una flota de invasión, por el amor de Dios.
        - Se han convertido en enfermos paranoicos desde que la opinión general se ha vuelto en contra de ellos -dijo Donald Kern-. Ahora que China y Rusia han optado por la democracia, que los países del bloque del Este se han independizado, que en Sudáfrica se celebran elecciones libres y que el Oriente Medio se va cociendo a fuego lento en el horno del patio trasero, todo el mundo ha fijado la atención en Japón, por sus pretensiones de ir demasiado lejos y demasiado aprisa. Su política económica agresiva no se ha visto precisamente moderada por una mayor sutileza.
        Cuantos más mercados conquistan, más arrogantes se muestran.
        - Pero no puede culpárselos por crear el mundo económico que ellos desean -dijo Jordan-. Su ética en los negocios es distinta de la nuestra. No ven nada inmoral en el hecho de explotar las oportunidades comerciales ni en aprovechar las ventajas que presenten las debilidades comerciales de otros países, sin considerar la situación en que puedan encontrarse. A sus ojos, el único crimen consiste en cualquier iniciativa dirigida a impedir su avance.
        Francamente, nosotros no obramos de forma diferente en nuestras prácticas comerciales internacionales después de la Segunda Guerra Mundial.
        - No voy a discutir con usted -concedió el presidente-. Pocos de nuestros líderes financieros del pasado y del presente podrán nunca presumir de una aureola de santidad.
        - El Congreso y los países del Mercado Común europeo constituyen un frente comercial antijaponés. Si votan a favor de los embargos comerciales y la nacionalización de empresas japonesas, Tokio tal vez intente negociar, pero Suma y sus compinches están decididos a tomar represalias.
        - Pero amenazar con armamento nuclear y la destrucción…
        - Intentan ganar tiempo -explicó Jordan-. La hegemonía comercial mundial no es más que la primera parte de un plan más ambicioso. Los japoneses viven en condiciones terribles debido a su alta densidad demográfica.
        Ciento veinticinco millones de personas en una extensión como la de California, y en su mayor parte demasiado montañoso como para ser habitable. El objetivo que se plantean a largo plazo es exportar millones de sus ciudadanos más preparados a otros países, para crear colonias que mantengan una lealtad a toda prueba y estrechas relaciones con Japón. Brasil es un ejemplo a observar, y también EE.UU., piense si no la inmigración masiva en Hawai y California. Los japoneses están obsesionados por la supervivencia y, en contra de lo que nosotros hacemos, trazan planes de futuro con decenios de anticipación. A través del comercio exterior están logrando crear una amplia sociedad económica global sobre la base de las tradiciones y la cultura japonesa. Lo que ni siquiera ellos han advertido es que Suma pretende erigirse a sí mismo en director ejecutivo de esa nueva sociedad.
        El presidente dirigió de nuevo la mirada al expediente abierto.
        - Y protege su imperio criminal mediante la colocación estratégica de bombas nucleares en otras naciones.
        - No podemos culpar al gobierno japonés ni a la gran mayoría de su pueblo -matizó Jordan-. Tengo la firme convicción de que el primer ministro Junshiro ha sido engañado y mal informado por Hideki Suma y su cartel de industriales, financieros y cabecillas del hampa; el arsenal nuclear y su prolongación en el Proyecto Kaiten deben de haberse preparado en un secreto absoluto.
        El presidente hizo un gesto con las manos.
        - Tal vez convenga que solicite una reunión con Junshiro y le informe de las revelaciones de nuestra Inteligencia.
        Jordan negó con un gesto enérgico.
        - Esa medida no me parece recomendable todavía, señor. No al menos hasta que tengamos la oportunidad de acabar con el cerebro del Proyecto Kaiten.
        - La última vez que nos vimos, me dijo usted que desconocían la localización del centro de mando.
        - Una información reciente nos. ha dado una pista.
        El presidente miró a Jordan con un respeto renovado.
        Comprendía a su principal jefe de Inteligencia, y conocía la dedicación a su país y sus muchos años de servicio, iniciados en la época en que todavía estudiaba en la universidad, cuando empezó a adiestrarse en las tareas de campo de la organización. El presidente era consciente también del tributo que había debido pagar tras largos años de una increíble tensión. Jordan consumía las cajas de tabletas Maalox como si fueran palomitas de maíz.
        - ¿Saben ya dónde van a ser colocados los coches bomba para su detonación?
        - Sí, señor -contestó Kern-, uno de nuestros equipos descubrió el plan cuando seguía la pista de un embarque de coches. Los ingenieros de Suma han ideado un desastre diabólico muy bien tramado.
        - Por supuesto, el objetivo serán áreas densamente pobladas, con el fin de eliminar el mayor número posible de ciudadanos americanos.
        - Al contrario, señor presidente. Están colocadas estratégicamente de modo que la pérdida de vidas sea mínima.
        - No entiendo.
        - En toda la extensión de EE. UU. y del mundo industrializado -informó Kern-, los coches se situarán formando una red sistemática que enlazará áreas desiertas de tal forma que las explosiones sincronizadas desencadenarán una vibración electromagnética que desde el suelo ascenderá a la atmósfera. De esa forma se creará una reacción en cadena de tipo paraguas que cortará todos los contactos con los sistemas mundiales de comunicaciones vía satélite.
        »Todas las redes de radio, televisión y teléfono dejarán simplemente de existir. Los gobiernos federales y locales, los mandos militares, los departamentos de policía, de bomberos, las ambulancias y todos los sistemas de transporte quedarán paralizados por la sencilla razón de que no podrán operar a ciegas.
        - Un mundo sin comunicaciones -murmuró el presidente-. Es inimaginable.
        - El cuadro es aún más sombrío -continuó Kern implacable-. Mucho peor. Usted, señor presidente, sabe por supuesto lo que ocurre cuando se agita un imán cerca de un disquete de ordenador o de una cinta de vídeo.
        - Se borran.
        Kern asintió con lentitud.
        - La vibración electromagnética procedente de las explosiones nucleares tendrá el mismo efecto. En un radio de centenares de kilómetros a partir del punto de cada explosión, las memorias de todos los ordenadores se borrarán sin remedio. Los chips de silicona y los transistores, la médula espinal de nuestro moderno mundo informatizado, se verán indefensos ante una vibración que se propagará por todos los circuitos y antenas eléctricos y telefónicos. Cualquier objeto de metal podrá ser conductor de esa vibración, desde las tuberías hasta los raíles del ferrocarril y las vigas de acero del interior de los edificios.
        El presidente miró atónito a Kern, con ojos incrédulos.
        - Estamos hablando de un caos total.
        - Sí, señor, un completo caos nacional, con resultados catastróficos que impedirán toda posibilidad de recuperación. Todos los registros programados en un ordenador por bancos, compañías de seguros, empresas multinacionales, pequeños negocios, hospitales, supermercados, grandes almacenes…, la lista completa sería interminable, se desvanecerían, y lo mismo ocurriría con todos los datos científicos y técnicos almacenados.
        - ¿Todos los discos, todas las cintas?
        - En todas las casas y en todas las oficinas -dijo Jordan.
        Kern fijó su mirada en el presidente para reforzar su apocalíptica explicación:
        - Todos los ordenadores basados en una memoria, como los que regulan la ignición y la carburación de los automóviles modernos, el funcionamiento de las locomotoras diesel y los controles de vuelo de los aviones, dejarían de funcionar. En los aviones las consecuencias serían especialmente terribles, porque muchos aparatos se estrellarían antes de que sus tripulantes pudieran hacerse con el control manual.
        - Y también están todos los aparatos de uso corriente cuyo funcionamiento damos por descontado -añadió Jordan-, y que se verían afectados; como los hornos de microondas, las grabadoras de vídeo y los sistemas de seguridad. Hemos llegado a confiar hasta tal punto en los chips de los ordenadores que nunca nos hemos parado a considerar lo vulnerables que resultan.
        El presidente cogió una pluma y golpeó nerviosamente con ella su mesa de despacho. Su rostro estaba tenso, su expresión turbada.
        - No puedo permitir que todo eso le suceda al pueblo americano -declaró con gravedad-. Debo considerar con toda seriedad la posibilidad de un ataque, nuclear si es preciso, a su arsenal bélico y al centro de mando que controla la detonación de los artefactos.
        - Yo no le aconsejo una medida de ese tipo, señor presidente - dijo Jordan con tranquila convicción-, salvo como último recurso.
        El presidente fijó su mirada en Jordan.
        - ¿Cuál es su idea, Ray?
        - La instalación de Suma no será operativa hasta la semana próxima. Permítanos idear un plan para destruir el arsenal desde su interior. Si tenemos éxito, podremos evitar un enorme escándalo: la sucesión de condenas internacionales que se producirán ante lo que sería considerado un ataque sin provocación previa contra una nación amiga.
        El presidente guardaba silencio, y su rostro mostraba una expresión pensativa.
        - Tienen ustedes razón, me vería obligado a dar públicamente una explicación que nadie creería.
        - El tiempo está de nuestra parte, en la medida en que nadie salvo el equipo EIMA y nosotros tres sabe lo que está sucediendo -continuó Jordan.
        - Y eso es bueno -murmuró Kern-. Si los rusos supieran que su territorio está sembrado de artefactos nucleares extranjeros, no dudarían en amenazar con invadir Japón.
        - Y nosotros no queremos eso -dijo en voz baja el presidente.
        - Ni tampoco los japoneses inocentes, que no tienen idea de la locura criminal de Suma -prosiguió Jordan.
        El presidente se puso en pie y dio por terminada la reunión.
        - Cuatro días, caballeros. Disponen ustedes de noventa y seis horas.
        Jordan y Kern intercambiaron tensas sonrisas.
        El asalto a la fortaleza de Suma había sido planeado antes de entrar en el despacho oval. Todo lo que se necesitó después fue un telefonazo para ponerlo en marcha.


    39

        A las cuatro en punto de la madrugada, la pequeña pista de aterrizaje de una instalación gubernamental cercana a Séneca, Maryland, parecía desierta. No había luces encendidas en los bordes de la estrecha franja de asfalto.
        La única guía para un piloto que pretendiera realizar una maniobra de aterrizaje nocturna era un triángulo de farolas con luces de vapor de mercurio, colocado en la intersección de dos carreteras polvorientas, y que apuntaba al extremo sur de la pista.
        El silencio de la madrugada se rompió al rasgar el aire fresco el rugido de unos motores de reacción que disminuían su potencia. Se encendieron un par de faros, cuyos rayos iluminaron la parte central de la pista. El reactor de transporte Gulfstream, con las palabras «Circlearth Airlines» pintadas en la parte superior del fuselaje, tocó suelo y se detuvo junto a un vehículo todoterreno Grand Wagoneer.
        Menos de tres minutos después de que la portezuela del pasaje se abriera y descendieran por ella dos hombres con equipaje, el avión rodó de nuevo hasta el extremo de la pista, y volvió a elevarse. Mientras su rugido se extinguía en la lejanía del cielo todavía oscuro, el almirante Sandecker estrechó las manos de Pitt y Giordino, -Les felicito por el extraordinario éxito de la misión - dijo, emocionado.
        - Todavía no conocemos sus resultados -dijo Pitt-, ¿Se ajustan las fotografías de la pintura enviadas por Mancuso al perfil de alguna isla existente?
        - Como un guante -contestó Sandecker-. Resulta que la isla fue llamada Ajima por unos pescadores que llegaron allí hacia el año 1700. Pero en los mapas consta como isla Soseki. Y como ha ocurrido con muchos otros topónimos ligados al folklore local, el nombre de Ajima se perdió con el tiempo.
        - ¿Dónde está situada? -preguntó Giordino.
        - A unos sesenta kilómetros mar adentro, al este de ciudad de Edo.
        El rostro de Pitt se contrajo de súbito.
        - ¿Qué se sabe de Loren?
        Sandecker hizo un gesto negativo.
        - Sólo que ella y Díaz están vivos, escondidos en algún lugar secreto.
        - ¿Eso es todo? -exclamó Pitt, irritado -. ¿No está en marcha ninguna investigación, ninguna operación para liberarlos?
        - Hasta que hayamos eliminado la amenaza de los coches bomba, las manos del presidente están atadas.
        - Una cama -imploró Giordino, cambiando hábilmente de tema para apaciguar a Pitt -. Que me traigan una cama.
        Pitt dirigió su furia contra el pequeño italiano.
        - Míralo. No ha abierto los ojos desde que despegamos de Alemania.
        - Habéis venido deprisa -dijo Sandecker-. ¿Tuvisteis un buen vuelo?
        - Dormimos la mayor parte del tiempo. Y como la diferencia horaria corría a favor nuestro al volar en dirección oeste, ahora estoy totalmente despejado.
        - ¿Frank Mancuso se ha quedado allí, con los objetos artísticos? -inquirió Sandecker.
        - Poco antes de despegar -informó Pitt-, recibió un mensaje de Kern con la orden de empaquetar de nuevo las obras de arte de la embajada japonesa y volar con ellas a Tokio.
        - Una cortina de humo para tranquilizar la conciencia de los alemanes -sonrió Sandecker-. En realidad esos objetos van a una cámara acorazada de San Francisco.
        Cuando cambien las circunstancias, el presidente se los ofrecerá al pueblo japonés como gesto de buena voluntad.
        Señaló con un gesto los asientos vacíos del jeep.
        - Adelante. Puesto que estás tan despejado e impaciente por entrar en acción, te dejaré conducir.
        - Con mucho gusto -dijo Pitt de mejor humor.
        Después de dejar sus maletas en la parte trasera, Pitt se colocó al volante y el almirante y Giordino entraron por el lado opuesto. Sandecker ocupó el asiento delantero, al lado del conductor, y Giordino se sentó atrás. Pitt encendió el motor, puso la primera marcha y condujo el jeep por un camino en sombra hasta una verja oculta en un bosquecilio. Apareció un guarda de seguridad uniformado que echó una mirada al interior del coche y que tras saludar a Sandecker abrió una puerta que daba a una carretera comarcal.
        Tres kilómetros más adelante Pitt entró en el cinturón de la capital y enfiló hacia las luces de Washington. El tráfico a aquellas horas de la madrugada era casi inexistente.
        Colocó el control automático de la velocidad en 110 kilómetros y se arrellanó mientras el enorme vehículo se deslizaba sin esfuerzo.
        Viajaron en silencio durante varios minutos. Sandecker miraba a través del parabrisas con aire ausente. Pitt no necesitaba un esfuerzo de imaginación para saber que el almirante no hubiera abandonado su cama para recibirlos si no tuviera una buena razón. No estaba fumando sus habituales habanos y tenía las manos enlazadas sobre el pecho, dos signos seguros de tensión interna. Sus ojos parecían cubitos de hielo. Con toda seguridad, alguna preocupación le rondaba la mente.
        Pitt decidió brindarle una oportunidad de hablar.
        - ¿Adonde vamos? -preguntó.
        - Repítemelo -murmuró Sandecker, cómicamente distraído.
        - ¿Qué nos tiene preparado el gran águila? Supongo que una bonita semana de vacaciones.
        - ¿Deseas realmente saberlo?
        - Es probable que no, pero de todos modos me lo va a decir, ¿verdad?
        Sandecker bostezó para prolongar la agonía.
        - Bien, me temo que os toca embarcaros en otro viaje aéreo.
        - ¿Adónde?
        - Al Pacífico.
        - ¿Qué lugar del Pacífico, exactamente?
        - Palau. El equipo, o lo que queda de él, se reunirá en el punto de recogida y clasificación de la información para recibir nuevas instrucciones del director de operaciones de campo.
        - Si se omite toda esa faramalla de títulos burocráticos, lo que nos está diciendo es que vamos a reunimos con Mel Penner.
        Sandecker sonrió y su mirada se dulcificó considerablemente.
        - Tienes una manera endiablada de ir directamente al grano.
        Pitt estaba preocupado; veía el hacha del verdugo a punto de caer.
        - ¿Cuándo? -preguntó.
        - Exactamente dentro de una hora y cincuenta minutos. Tomaréis un vuelo regular que sale de Dulles.
        - Lástima que no hayamos aterrizado allí -comentó Pitt con sorna-. Se habría ahorrado usted el paseo.
        - Razones de seguridad. Kern opina que es preferible que lleguéis a la terminal en coche, saquéis los billetes y os embarquéis como cualquier turista que se dirige a los mares del sur.
        - Deberíamos cambiarnos de ropa.
        - Kern ha enviado a un hombre a vuestras casas para que prepare unas maletas con ropa limpia. Os estará esperando en el aeropuerto.
        - Ha sido un detalle por su parte. Tendré que recordarme a mí mismo que debo cambiar las alarmas de seguridad cuando regrese…
        Pitt se interrumpió y observó su espejo retrovisor.
        Desde que entraron en el cinturón, tenían detrás el mismo par de faros. Durante los últimos kilómetros habían mantenido exactamente la distancia. Desconectó el control de velocidad y aceleró ligeramente. Las luces se alejaron y luego volvieron a adelantarse, conservando la misma distancia.
        - ¿Algo va mal? -preguntó Sandecker.
        - Tenemos compañía.
        Giordino se volvió y atisbo por la ventanilla trasera.
        - Más de uno. Cuento hasta tres furgonetas en fila.
        Pitt miraba pensativo por el retrovisor. En su rostro se dibujó un principio de sonrisa.
        - Quienquiera que sea el que nos sigue, no desea correr ningún riesgo. Han enviado un pelotón completo.
        Sandecker descolgó el teléfono del coche y marcó la línea de seguridad del equipo EIMA.
        - ¡Aquí el almirante Sandecker! -aulló sin ningún tipo de formalidad-. Estoy en el cinturón de la capital, dirigiéndome hacia el sur, cerca del Morning Side. Nos siguen…
        - Diga mejor que nos persiguen -le interrumpió Pitt-. Se acercan muy deprisa.
        De repente una ráfaga de ametralladora agujereó el techo del jeep muy cerca de sus cabezas.
        - Corrección -dijo Giordino con beatífica calma-. Cambie «persiguen» por «atacan».
        Sandecker se echó al suelo y habló a toda prisa por el auricular, dando su posición precisa e instrucciones. Pitt ya había apretado a fondo el acelerador. El jeep se despegó del suelo del cinturón a una velocidad de 150 kilómetros por hora.
        - El agente de servicio está llamando a las patrullas de la autopista -anunció Sandecker.
        - Dígales que se den prisa -urgió Pitt, que hacía zigzaguear el enorme jeep por los tres carriles de la autopista con el fin de evitar que sus perseguidores afinaran la puntería.
        - No están jugando limpio -dijo Giordino apenado.
        Se dejó caer en el suelo entre los asientos mientras una nueva ráfaga hacía estallar en mil pedazos el cristal de la ventanilla trasera, atravesaba.todo el coche y se llevaba por delante la mitad del parabrisas -. Ellos van armados y nosotros no.
        - Creo que puedo arreglar eso -dijo Pitt, al tiempo que echaba una rápida ojeada abajo y atrás.
        - ¿Cómo?
        - Saliendo de esta condenada autopista, donde resultamos un blanco perfecto, y cogiendo todos los cruces que encontremos a nuestro paso en la siguiente carretera, hasta llegar a alguna ciudad.
        - Estamos llegando a la salida de Phelps Point -le avisó Sandecker, que atisbaba por encima del tablero de instrumentos.
        Pitt echó una rápida mirada al retrovisor para apreciar la situación. Advirtió ahora que las furgonetas estaban pintadas con la combinación de colores de las ambulancias.
        Mientras las observaba, empezaron a parpadear las luces rojas y azules. Sin embargo, las sirenas permanecían en silencio y los conductores se alinearon lateralmente cubriendo de ese modo los tres carriles de la autopista para disponer de toda su potencia de fuego.
        Pitt pudo distinguir a los hombres vestidos de negro que apuntaban sus armas automáticas asomados a las ventanillas laterales. Quien hubiera planeado el asesinato había tenido en cuenta todos los detalles. Debía de haber cuatro hombres en cada furgoneta. Doce hombres en total, armados hasta los dientes, contra tres que sólo disponían en conjunto de una navaja múltiple suiza para defenderse. A Pitt se le ocurrió una idea para nivelar de algún modo la desventaja. La salida de Phelps Point distaba todavía a doscientos metros. No había tiempo de llegar hasta ella. La siguiente descarga los sacaría de la carretera. Sin tocar los frenos ni alertar con los intermitentes a sus perseguidores, hizo dar al jeep un brusco salto y se precipitó fuera de la autopista a través de dos caminos laterales y un terraplén.
        El momento no pudo ser mejor elegido. Una tremenda ráfaga de ametralladora se perdió en el vacío, mientras el Grand Wagoneer se deslizaba por la hierba vadeando una estrecha zanja cubierta por medio metro de agua. Luego las cuatro ruedas se adhirieron de nuevo al suelo firme para ascender por el otro lado de la zanja, e ir a parar entre el chirrido de los neumáticos a una vía de servicio paralela al cinturón.
        Los perseguidores perdieron tiempo porque el brusco frenazo les hizo patinar sobre el asfalto, en plena confusión. Pitt había ganado casi diez segundos antes de que se reagruparan y enfocaran con sus motores rugientes la rampa de salida que conducía a la vía de servicio, para reanudar la caza.
        Por segunda vez en muy pocos días, Pitt conducía como si estuviera compitiendo en una carrera de Grand Prix. Sin embargo, los pilotos profesionales cuentan con una ventaja: llevan cascos provistos de visores para protegerse de la resistencia del viento. El aire frío de la madrugada inundaba el rostro de Pitt pasando a través del parabrisas destrozado por las balas, de modo que se veía obligado a torcer la cabeza y bizquear para evitar aquellas ráfagas de viento helado.
        Giraron hacia una amplia avenida flanqueada por robles e irrumpieron en un área residencial. Obligó al jeep a trazar una serie de curvas cerradas, dejando a la izquierda una manzana de casas, luego de nuevo a la izquierda, y luego a la derecha. Los conductores de las furgonetas, sin embargo, eran expertos en aquel tipo de maniobra. Se separaron e intentaron bloquearle en los cruces, pero siempre consiguió pasar con segundos de antelación y burlarlos.
        Los asesinos seguían disparando pese a estar en una zona habitada e intentaban sin descanso cerrar el círculo y cortar las posibles vías de escape. Cuando Pitt conseguía girar y perderlos momentáneamente de vista, antes de que asomaran por la siguiente manzana apagaba las luces y conducía en la oscuridad. Por desgracia, las farolas de la calle lo delataban. Probó todos los trucos que conocía, ganando aquí unos metros, allá unos segundos, pero no conseguía librarse de sus tenaces perseguidores.
        Pitt dio media vuelta y dirigió el jeep a la avenida principal de la ciudad. Una estación de gasolina, un teatro y varias pequeñas tiendas quedaron atrás como una exhalación -Buscad una ferretería -gritó, por encima de los chirridos de los neumáticos.
        - ¿Una qué? -preguntó Sandecker, incrédulo.
        - Una ferretería. Tiene que haber alguna en la ciudad.
        - El Emporio de la Quincalla de Óscar Brown -anunció Giordino -. Vi el anuncio luminoso a la derecha, según salíamos del cinturón.
        - Si tienes algún plan -dijo el almirante sin resuello-, será mejor que lo pongas en práctica deprisa. Acaba de parpadear la luz roja del nivel de gasolina.
        Pitt miró el tablero de los instrumentos; la aguja indicaba que el depósito estaba vacío.
        - Deben haber agujereado el tanque del combustible.
        - Estamos llegando al Emporio de Oscar, del lado derecho de la calle -avisó Giordino, con la cabeza asomada apenas por el parabrisas abierto.
        - ¿Tiene una linterna? -preguntó Pitt a Sandecker.
        - Hay una en la guantera.
        - Cójala.
        Pitt echó una última ojeada al retrovisor. La primera furgoneta doblaba la esquina, un par de manzanas atrás.
        Hizo girar el jeep hacia la parte izquierda de la calzada, y luego dobló todo el volante a la derecha.
        Sandecker boqueó espantado, y Giordino gruñó:
        - ¡Oh, no!
        El vehículo giró sobre dos ruedas por un momento, luego recuperó el equilibrio, se subió a la acera y fue a estrellarse contra la gran cristalera de la ferretería. El jeep barrió los mostradores y proyectó la caja registradora contra una estantería junto a la pared del fondo; también se llevó por delante un grupo de rastrillos de jardín, que se quebraron como si fueran palillos de dientes. Luego el vehículo siguió un pasillo entre dos estantes, haciendo saltar piezas de plomo, tornillos y tuercas por el aire como si fuera la metralla disparada por un cañón.
        Enloquecido, según les pareció a Giordino y a Sandecker, Pitt no se detenía. Seguía apretando el acelerador con el pie y recorría los estantes de arriba abajo como si buscara algo, dejando a su paso una destrucción total. El tumulto provocado por aquella carrera salvaje se vio aumentado por el súbito alarido de la alarma de seguridad.
        Finalmente, Pitt embistió con el parachoques delantero una vitrina, provocando una lluvia de cristales rotos.
        El único faro superviviente parpadeó débilmente e iluminó veinte o treinta pistolas dispersadas por el choque contra la vitrina, y las ordenadas hileras de rifles y escopetas de caza dispuestas en un armazón adosado a la pared.
        - ¡Astuto hijo de perra! -gritó Sandecker, asombrado.


    40

        - Elegid arma -gritó Pitt por encima del demoníaco ulular de la alarma, al tiempo que abría la portezuela.
        Sandecker no necesitaba que le dieran prisa. Había saltado ya del jeep y revolvía los cajones de las estanterías en busca de munición, con la linterna encendida en una mano.
        - ¿Qué desean los caballeros? -aulló.
        Pitt eligió un par de pistolas automáticas Colt Combat Commander, una con un acabado azulado y la otra de acero inoxidable.
        - ¡Automáticas del cuarenta y cinco!
        Sandecker rebuscó entre las cajas de la estantería y en tan sólo unos segundos dio con el calibre adecuado. Tendió dos cajas a Pitt.
        - Winchester con punta de plata.
        Luego se volvió a Giordino.
        - ¿Qué necesitas, Al?
        Giordino había sacado tres rifles Remington-1100 de la armazón adosada a la pared.
        - Calibre doce, doble carga.
        - Lo siento -comentó Sandecker, al tiempo que tendía a Giordino varias cajas de proyectiles -. Explosivos Magnum del número cuatro es todo lo que puedo ofrecerte en esta situación.
        Luego se agachó y reptó por el suelo en busca del departamento de pintura.
        - Dése prisa en apagar la linterna -le advirtió Pita mientras golpeaba el faro aún encendido con la culata de su Cok.
        Las furgonetas se habían detenido con estruendo frente al edificio, pero fuera del campo de visión de los hombres que estaban en el interior de la ferretería. Los asesinos salieron vestidos con trajes negros ninja, rápidamente y sin ruido. No se precipitaron hacia la tienda sino que hicieron una pausa, tomándose su tiempo.
        Su bien ensayada operación táctica para hacer pedazos el jeep y a sus ocupantes se había visto frustrada por la inesperada maniobra de Pitt, al salirse del cinturón y entrar en Phelps Point. Ahora se veían obligados a improvisar una nueva táctica. Fríamente, analizaron la situación.
        La excesiva confianza nubló su juicio. Como habían comprobado que los tres fugitivos del vehículo no devolvían su fuego, dieron por descontado que sus pretendidas víctimas estaban desarmadas, de modo que lo único que se les ocurrió fue invadir la tienda para acabar rápidamente el trabajo.
        El jefe del equipo, sin embargo, era lo bastante prudente como para actuar con cautela en aquella situación.
        Oculto en el portal de una casa situada al otro lado de la calle, escrutó la oscuridad tratando de examinar la ferretería destrozada. No pudo ver nada, salvo las ruinas que mostraba la luz de una solitaria farola. El jeep se había perdido en las sombras del interior. Tampoco pudo escuchar ningún sonido, salvo el quejumbroso aullido de la alarma.
        Su análisis de la situación hubo de precipitarse debido a las luces que empezaron a encenderse en los apartamentos de varios de los bloques de edificios. No podía permitirse atraer a una muchedumbre de testigos, sin mencionar la posibilidad de que se presentara la policía local. La aparición del sheriff y de sus ayudantes era tan sólo cuestión de minutos.
        Calculó que en tres minutos podría asaltar el jeep, terminar el trabajo y huir. «Será una carnicería rápida y sencilla», pensó. Como precaución adicional, disparó a la farola, sumiendo la calle en la oscuridad e impidiendo que sus hombres fueran visibles en el momento del asalto. Con un pitido dio la señal de preparar las armas y asegurarse de que la palanca selectora de sus rifles automáticos Sawa de 51 proyectiles de 5,56 milímetros estaba en posición de tiro a ráfagas. Después de tres pitidos más todos empezaron a avanzar.
        Se deslizaron sin ruido en la oscuridad, como serpientes venenosas en un pantano, y pasaron a través del escaparate roto, desvaneciéndose en las sombras del interior. Los primeros seis hombres tomaron posiciones después de entrar, con los silenciadores colocados sobre las armas y mirando a uno y otro lado en la oscuridad para habituarse a distinguir los objetos.
        Y entonces, de súbito, una lata de veinte litros de disolvente de pintura, con un trapo ardiendo encajado en su abertura, voló en medio de ellos y cayó junto al escaparate, estallando en una tormenta de llamas azules y anaranjadas.
        Al unísono, Pitt y Giordino abrieron fuego, mientras Sandecker lanzaba otra lata del volátil fluido.
        Pitt disparaba los Colt con las dos manos, en dirección al escaparate pero sin tomarse la molestia de apuntar. Su fuego en forma de barrera abatió a los tres hombres agazapados a la derecha de la ventana, antes de que pudieran siquiera darse cuenta de que habían sido alcanzados. Uno de ellos tuvo tiempo de disparar una breve ráfaga que fue a dar en una hilera de latas de pintura, esparciendo churretones de esmalte entre las mercancías destrozadas que cubrían el suelo. Giordino hirió al primer hombre de la izquierda a través de la ventana, cuando aún estaba en la acera. Los otros dos eran tan sólo sombras en la oscuridad, pero disparó contra ellos hasta vaciar la recámara de uno de los Remington. Entonces lo dejó a un lado, tomó otro que había cargado previamente, y disparó una y otra vez hasta que nadie respondió a su fuego.
        Pitt volvió a llenar a tientas sus cargadores con nuevas balas, mientras observaba la escena a través de las llamas y el humo que se alzaban en la parte delantera de la tienda.
        Los asesinos se habían desvanecido por completo, ya buscaban desesperadamente algún lugar que les sirviera de protección, ya permanecían tendidos boca abajo detrás de algún estante. Pero no habían huido, seguían allí, todavía tan peligrosos como siempre. Pitt sabía que estaban aturdidos, pero que su respuesta sería tan furiosa como la de las avispas. Se reagruparían y atacarían de nuevo, pero ahora con mayor astucia, con más precauciones. Y la próxima vez podrían ver; el interior de la ferretería estaba brillantemente iluminado por las llamas, que habían prendido en el mostrador principal. Todo el edificio y los hombres que estaban en su interior podían quedar convertidos en cenizas en pocos minutos.
        - ¿Almirante? -llamó Pitt.
        - Estoy aquí -contestó Sandecker-. En el departamento de pinturas.
        - Hemos abrumado a nuestros visitantes con este recibimiento. ¿Puede dedicarse a buscar la puerta trasera, mientras Al y yo los mantenemos a raya?
        - De inmediato.
        - ¿Te encuentras bien, amigo?
        Giordino agitó su Remington.
        - Ningún agujero nuevo.
        - Es hora de irnos. Todavía tenemos que tomar un avión.
        - Te escucho.
        Pitt echó una ojeada final a los amontonados cadáveres de los desconocidos sobre los que había disparado. Se acercó al más próximo y levantó la capucha que le cubría la cara. A la luz de las llamas pudo ver sus rasgos asiáticos. La ira se apoderó de él. Surgió en su mente el nombre de Hideki Suma. Un hombre al que nunca había visto, y del que ignoraba qué aspecto tenía. La idea de que Suma representaba el fango y la maldad bastaba para impedir a Pitt sentir ningún remordimiento por los hombres que había matado.
        Había decidido que el responsable de todas aquellas muertes y de aquel caos también debía morir.
        - Al fondo de la sección de maderas -gritó repentinamente Sandecker-. Hay una puerta que da al almacén de descarga.
        Pitt asió el hombro de Giordino y empujó a su amigo.
        - Tú primero. Yo te cubro.
        Aferrando uno de los Remington, Giordino se deslizó entre los estantes y desapareció. Pitt se volvió y abrió fuego por última vez con sus Colt, apretando los gatillos con tal rapidez que parecían ametralladoras. Finalmente, las dos automáticas quedaron vacías e inertes en sus manos. A toda prisa decidió quedárselas y pagarlas más tarde.
        Las ajustó en su cinturón y corrió hacia la puerta.
        Justo a tiempo.
        El jefe de aquel grupo de asesinos, más cauteloso que nunca después de la pérdida de seis de sus hombres, lanzó un par de granadas de mano en medio de la ferretería ahora en llamas, y con una ráfaga de ametralladora hizo volar en añicos todo lo que rodeaba a Pitt.
        Luego estallaron las granadas con una detonación estruendosa que acabó de destrozar lo que quedaba en pie del Imperio de la Quincalla de Óscar Brown. La onda de choque hizo derrumbarse el techo en medio de una lluvia de chispas y destrozó todos los cristales de las ventanas de Phelps Point antes de esparcirse por la campiña vecina.
        Todo lo que quedó de la tienda fue un brasero ardiente en el hueco abierto entre los muros de ladrillo que aún se mantenían en pie.
        La onda explosiva proyectó a Pitt a través de la puerta trasera, por encima del almacén de descarga, hasta el centro del callejón hacia el que daba esa entrada de la tienda.
        Aterrizó sobre su espalda y el golpe vació de aire sus pulmones. Se quedó tendido, jadeante, intentando recuperar el resuello, hasta que Giordino y Sandecker le ayudaron a ponerse en pie y a correr tambaleante hasta el patio trasero de una casa cercana, donde los tres buscaron refugio temporal en un invernadero de plantas que se extendía hasta la calle vecina.
        La alarma de seguridad había quedado silenciada cuando ardieron los cables eléctricos, de modo que ahora pudieron escuchar las sirenas del automóvil del sheriff y de los bomberos voluntarios, que corrían hacia el lugar del incendio.
        Giordino tenía el talento de encontrar la frase definitiva para cada circunstancia. Estaban los tres tendidos bajo el techo del invernadero, exhaustos, pero contentos por el simple hecho de seguir con vida.
        - ¿Suponéis -preguntó mientras miraba abstraído las llamas que realzaban las primeras claridades del alba- que se molestaron por algo que dijimos?


    41

        Era sábado por la noche, y la avenida principal de Las Vegas estaba animada por una larga caravana de coches cuya pintura relucía bajo los brillantes anuncios luminosos. Como busconas veteranas y elegantes que exhiben, al caer la oscuridad, el centelleo de sus costosas joyas, los viejos hoteles alineados a lo largo del bulevar de Las Vegas ocultaban sus fachadas deslustradas y su arquitectura austera tras el destello de unas luces deslumbrantes, que prometían más y más atractivos por su dinero.
        En algún momento, aquella brillante cinta de luz había perdido su estilo y su sofisticación. El brillo exótico y el decorado del interior de los casinos, copiados de los burdeles, parecía tan gastado e indiferente como los crupieres de las mesas de juego. Incluso los clientes, mujeres y hombres que antaño se vestían a la moda para asistir a fastuosas cenas-espectáculo, ahora vestían pantalón corto y camiseta o monos de poliéster.
        Stacy reclinó la cabeza en el respaldo del Avanti convertible y contempló los enormes anuncios que anunciaban los espectáculos de los hoteles. Su cabello rubio flotaba en la brisa que soplaba desde el desierto, y sus ojos brillaban por el efecto de los luminosos anuncios. Deseó tener tiempo para descansar y disfrutar de su estancia como una turista más; pero, aunque ella y Weatherhill se comportaban como una pareja de ricos recién casados en viaje de luna de miel, según las instrucciones recibidas todo se reducía estrictamente a una cuestión de trabajo.
        - ¿Cuánto hemos de jugar? -preguntó ella.
        - Dos mil dólares de los generosos contribuyentes -contestó Weatherhill mientras maniobraba en medio del denso tráfico. Ella rió.
        - Eso representará varias horas en las máquinas tragaperras.
        - ¡Mujeres y máquinas tragaperras! -se burló él-. Esa atracción debe de estar relacionada con la palanca que se ha de agarrar.
        - ¿Cómo explicas entonces la fascinación de los hombres por los dados[4]?

        Stacy se preguntó lo que le habría contestado Pitt.
        «Algo ácido y chovinista», pensó. Pero Weatherhill no reaccionó. El ingenio no era uno de sus puntos fuertes.
        Durante el viaje desde Los Ángeles a través del desierto, la había aburrido hasta la extenuación con una interminable conferencia sobre las posibilidades de la energía nuclear en los vuelos espaciales.
        Después de que Weatherhill escapara del camión que transportaba los coches bomba, Jordan les ordenó que regresaran a Los Ángeles. Otro equipo de expertos en vigilancia los había relevado y siguió al remolque hasta Las Vegas y el hotel Pacific Paradise, de donde, según los informes, marchó vacío después de dejar los coches en un recinto de seguridad del área subterránea de aparcamiento.
        Jordan y Kern pidieron entonces a Stacy y Weatherhill que sustrajeran uno de los compresores de acondicionamiento de aire utilizados como contenedores de las bombas, con el fin de estudiarlo; operación considerada demasiado arriesgada para llevarla a cabo durante el trayecto por carretera. También se necesitaba tiempo para construir una réplica de las dimensiones reseñadas por Weatherhill y colocarla en el lugar del compresor sustraído.
        - Ahí está el hotel -dijo ella finalmente, y señaló el punto del bulevar en el que se alzaba un edificio gigantesco festoneado con palmeras de neón y delfines centelleantes que brincaban entre ellas. La principal atracción anunciada en el tablero luminoso consistía en el mayor espectáculo acuático del mundo. Otro letrero luminoso que recorría toda la terraza del edificio principal con letras de brillantes colores rosa, azul y verde, identificaba aquel inmenso complejo como el Pacific Paradise.
        El hotel estaba construido de cemento y pintado de color azul claro, con ventanas redondas en forma de ojo de buey en las habitaciones. Stacy pensó que el arquitecto debía de haber reñido con su escuadra y su cartabón cuando diseñó un edificio tan cursi.
        Weatherhill se dirigió hacia la puerta principal, pasando delante de una piscina rodeada por un paisaje que imitaba la jungla tropical, con multitud de toboganes y cascadas esparcidos por todo el hotel y la zona de aparcamiento.
        Stacy contemplaba atónita aquella monstruosidad.
        - ¿Hay algo que Hideki Suma no posea?
        - El Pacific Paradise es tan sólo uno de los diez hoteles de todo el mundo en los que ha puesto sus garras.
        - Me pregunto qué diría la Comisión del Juego de Nevada si supiera que tiene cuatro bombas nucleares debajo del casino.
        - Probablemente no les importaría -dijo Weatherhill-, siempre que los hoteles no se les llenaran de mecánicos.
        - ¿Mecánicos?
        - Sí, los encargados de manipular los coches bomba.
        Serían un desprestigio para los casinos.
        Detuvo el Avanti ante la entrada principal y dio una propina al portero, que sacó el equipaje del maletero.
        Mientras un empleado aparcaba el automóvil, se registraron en recepción, y Stacy procuró mostrarse ilusionada y sonriente como si fuera una recién casada, un acontecimiento de su propia vida que no podía recordar sin un sentimiento penoso.
        Una vez en la habitación, Weatherhill dio una propina al botones y cerró la puerta. Inmediatamente abrió una maleta y extendió sobre la cama una serie de planos del hotel.
        - Han encerrado los coches en una cámara de la tercera planta de los sótanos -dijo.
        Stacy estudió las fotocopias, que mostraban el plano de todo el sótano inferior con un informe adjunto de uno de los equipos de vigilancia.
        - «Cemento armado con doblé refuerzo y plancha exterior de acero» -leyó en voz alta-. «Una puerta de acero alta hasta el techo. Cámaras de seguridad y tres guardas con dos dobermans». No entraremos por la puerta; no es difícil burlar los sistemas electrónicos, pero los guardas y los perros pueden crearnos bastantes dificultades.
        Weatherhill señaló un punto en el plano.
        - Entraremos por el ventilador.
        - Por suerte, tiene uno.
        - Es una exigencia de la misma construcción. Sin ventilación que impida la expansión y la contracción del cemento armado, podrían formarse grietas que afectaran los cimientos del hotel.
        - ¿Dónde está situada la abertura?
        - En el techo.
        - Demasiado alta para nuestro propósito.
        - Podemos entrar por una habitación de servicio de la segunda planta de aparcamiento del sótano.
        - ¿Quieres que entre yo?
        Weatherhill sacudió negativamente la cabeza.
        - Tú eres más menuda, pero los artefactos nucleares son mi especialidad. Yo entraré y tú entretanto manejarás los hilos.
        Ella examinó las dimensiones del conducto de ventilación.
        - Vas a pasar un mal rato. Espero que no sufras claustrofobia.
        Cargados de bolsas de deporte y raquetas, y vestidos como tenistas, Weatherhill y Stacy pasaban inadvertidos, parecían una pareja más dispuesta a jugar su partido en las pistas del hotel. Esperaron un ascensor vacío, bajaron hasta la segunda planta del aparcamiento subterráneo, y allí Weatherhill abrió la cerradura de la puerta de la habitación de servicio en menos de cinco segundos.
        El pequeño interior estaba guarnecido de cañerías de vapor y de agua, con instrumentos de cuadrantes digitales que controlaban la temperatura y la humedad. Una hilera de armarios guardaba las escobas, los productos de limpieza y cables de arrastre para los vehículos estacionados en el área de aparcamiento…
        Stacy se apresuró a abrir la bolsa y sacar de ella una serie de instrumentos, en tanto que Weatherhill se ponía un mono de nailon de una pieza. Se ajustó un cinturón delta con tirantes y lo abrochó a la cintura.
        Luego Stacy montó un tubo con pistón movido por muelles, con un cilindro de gran diámetro, que recibía el curioso nombre de «pistola saco de alubias». La sujetó a un «erizo», un extraño objeto cubierto de ruedas redondas de tipo cojinete, con una polea en el centro. A continuación cortó un triple hilo delgado de nailon y lo ató al saco de alubias y al erizo.
        Weatherhill consultó por última vez el plano, que mostraba el sistema de ventilación. Un ancho eje vertical que bajaba desde el techo se conectaba a unos conductos más pequeños, que corrían horizontalmente entre el techo y el suelo de las áreas de aparcamiento. El conducto que llevaba a la cámara donde estaban los coches bomba se encontraba entre el suelo que tenían bajo sus pies y el techo de la planta inferior. Extrajo una sierra eléctrica alimentada por batería, y empezó a cortar un amplio agujero en el estrecho panel de alambre. Tres minutos más tarde colocó a un lado la cubierta, cogió una pequeña lamparilla e iluminó el interior del conducto.
        - Desciende aproximadamente un metro y luego empalma con el ramal que lleva a la cámara -dijo.
        - ¿A qué distancia, desde el empalme? -preguntó Stacy.
        - De acuerdo con el plano, a unos diez metros.
        - ¿Podrás pasar por el codo que forma el conducto entre el tramo vertical y el horizontal?
        - Sólo si retengo el aliento -contestó él con una ligera sonrisa.
        - Comprobemos el funcionamiento de la radio -dijo ella, colocándose alrededor de la cabeza un micrófono y un receptor.
        Él se volvió de espaldas y se dispuso a hablar por el transmisor que llevaba en la muñeca.
        - Probando, probando. ¿Me recibes?
        - Claro como el cristal. ¿Tú a mí?
        - Perfectamente.
        Stacy le dio una palmadita tranquilizadora y luego se inclinó hacia la abertura del ventilador y apretó el gatillo de la pistola «saco de alubias». El émbolo movido por el resorte proyectó en la oscuridad el erizo, y el impulso y las ruedas de cojinetes hicieron que éste se deslizara por la pendiente con suavidad. Pudieron oír cómo circulaba por el conducto durante unos segundos, arrastrando tras él los tres hilos de nailon, hasta que un chasquido audible indicó el momento en que se había detenido, al tropezar con la pantalla del filtro colocada en la pared de la cámara. Entonces Stacy apretó otro botón, y dos varillas salieron del erizo en dirección a las paredes laterales del conducto, hasta dejar el aparato sólidamente trabado en el lugar en que se encontraba.
        - Espero que hayas trabajado mucho en el gimnasio - dijo Weatherhill al tiempo que pasaba una cuerda por las sujeciones de sus tirantes -. Porque tus pequeños músculos van a pasar por una prueba difícil esta noche.
        Ella sonrió y señaló una polea que había sujetado ya a un cable y a una de las cañerías del agua.
        - Todo el truco está en la palanca -dijo con malicia.
        Weatherhill se sujetó a la muñeca la pequeña pero potente lámpara. Se inclinó y extrajo de su bolsa de deporte una réplica exacta de un compresor de aire acondicionado.
        Lo había construido para sustituir el que se disponía a robar. Finalmente, hizo una señal de conformidad a Stacy.
        - Listo para bajar.
        Se introdujo en el eje vertical y poco a poco fue descendiendo, con la cabeza por delante, y empujando al frente el falso compresor mientras Stacy mantenía tensa e iba soltando poco a poco la cuerda que lo sujetaba. En esa primera parte del recorrido había espacio más que suficiente, pero al llegar al codo del empalme con el conducto horizontal, hubo de contraer el cuerpo y retorcerse como una serpiente. Tuvo que colocarse boca arriba, para ajustar su cuerpo a aquel estrecho recodo. Finalmente, lo consiguió.
        - Listo, Stacy, ya puedes tirar -dijo a su radio de pulsera.
        - ¿Tienes bastante espacio?
        - Digamos que a duras penas consigo respirar.
        Ella se puso un par de guantes y empezó a tirar de uno de los hilos de nailon que pasaban por la polea del erizo y se sujetaban a los tirantes de Weatherhill, de modo que impulsaba a éste por el estrecho conducto de ventilación.»
        Él apenas podía hacer nada por ayudarla, a excepción de exhalar cuando notaba que ella tiraba de la cuerda. Empezó a sudar dentro de su ajustado mono de nailon. A través del ventilador no corría aire acondicionado, y la atmósfera exterior que soplaba desde la abertura del techo del hotel era calurosa y sofocante.
        Tampoco Stacy disfrutaba de una temperatura agradable. Las tuberías del vapor de la habitación de servicio mantenían el calor y la humedad en niveles muy próximos a los de una sauna.
        - Puedo ver el erizo y la pantalla de ventilación -informó él, pasados ocho minutos.
        Cinco metros más y llegó a su objetivo. Los planos no indicaban que hubiera cámaras de televisión, pero examinó aquel recinto oscuro en busca de signos de su presencia También extrajo un pequeño sensor de un bolsillo de la manga, y comprobó que no hubiera detectores guiados por láser o por el calor. Por fortuna la inspección dio un resultado negativo.
        Se sonrió a sí mismo. Todas las complejas medidas de defensa y alarma se encontraban en el exterior de la cámara, un fallo muy común en numerosos sistemas de seguridad.
        Ató una pequeña cuerda a la pantalla y la descolgó sin ruido hasta el suelo. Soltó la palanca que mantenía en posición extendida las varillas de sujeción del erizo, y bajó éste a la cámara junto con el compresor falso. Luego descendió él mismo, de cabeza, hasta rodar finalmente por el suelo de cemento.
        - Estoy dentro -dijo a Stacy.
        - Comprendido.
        Encendió la lámpara y examinó el lugar en el que se encontraba. Los coches bomba parecían todavía más amenazadores, reposando ominosamente en aquella oscuridad mohosa y protegidos por los gruesos muros de cemento.
        Era difícil imaginar la espantosa destrucción que podían desencadenar desde aquél recinto herméticamente cerrado.
        Weatherhill se puso en pie y se soltó el cinturón. Caminó hasta el coche bomba más cercano y desplegó sobre el parachoques un pequeño paquete de herramientas que llevaba sujeto a una pierna. Dejó en el suelo la réplica del compresor. Luego, sin molestarse en mirar al interior del coche, accionó la palanca que levantaba el capó.
        Examinó por unos instantes el contenedor de la bomba, sin tocarlo aún. Sabía que había sido diseñado para estallar mediante una señal de radio codificada. Era muy improbable que el mecanismo de detonación se activara debido a un movimiento súbito. Los científicos nucleares de Suma debían de haber diseñado la bomba de forma que fuera capaz de absorber el traqueteo normal en un automóvil que circulara a altas velocidades por carreteras en mal estado. Pero no quería correr ningún riesgo, en especial porque todavía no se había averiguado la causa de la plosión producida en el Divine Star.
        Weatherhill expulsó de su mente todos los temores y aprensiones y empezó a trabajar, soltando uno por uno los tornillos de presión del compresor. Como había sospechado, los cables eléctricos conectados a los carretes del evaporador, que actuaban como antena, estaban ocultos en uno de los manguitos. La instalación electrónica respondía al modelo que él mismo había imaginado. Desconectó los cables con delicadeza y volvió a conectarlos al compresor falso sin romper los circuitos. Ahora podía tomarse el tiempo necesario para destornillar los pernos de las abrazaderas que sujetaban en su lugar el compresor.
        - Extraída la bomba del coche sin novedad - informó-. Ahora procedo al cambio.
        Seis minutos después, el falso compresor ya estaba colocado en su lugar y conectado.
        - A punto de salir.
        - Dispuesta para la recuperación -contestó Stacy.
        Weatherhill se colocó de espaldas frente a la abertura del ventilador y volvió a ajustarse los tirantes. De repente advirtió algo que antes no había visto en la oscuridad de la cámara.
        Había algo colocado en el asiento delantero del automóvil.
        Iluminó con la lámpara toda la estancia. En ese momento pudo darse cuenta de que los cuatro automóviles tenían un aparato extraño colocado detrás del volante. El recinto estaba frío, pero Weatherhill se sintió como en el interior de una sauna. Estaba empapado dentro de su mono de nailon. Sujetando todavía la lámpara en una mano, se secó la frente con la manga y se agachó hasta colocar la cabeza al nivel de la ventanilla del conductor del coche que acababa de manipular.
        Sí, era ridículo pensar que aquel aparato colocado detrás del volante era un «hombre mecánico», incluso considerarlo un robot parecía forzar demasiado la definición, pero así era. La cabeza consistía en una especie de sistema visual informatizado colgado sobre una columna metálica y había una caja llena de aparatos electrónicos en el lugar del pecho. Unas manos de acero como garras aferraban con tres dedos el volante. Los brazos y las piernas se articulaban en los mismos lugares que los de una persona humana, pero ahí acababa todo remoto parecido.
        Weatherhill tardó varios minutos en examinar el conductor robot y en fijar en la memoria su diseño.
        - Informa, por favor -dijo Stacy, nerviosa por su tardanza en regresar.
        - He encontrado algo interesante -contestó -. Un nuevo tipo de accesorio.
        - Será mejor que te des prisa.
        Se sintió feliz al abandonar la cámara. Los robots sentados en silencio en la oscuridad, esperando la orden de guiar el automóvil hasta su objetivo preprogramado, empezaban a parecerle esqueletos. Ató los hilos a su arnés y se tendió en el suelo frío, de espaldas a la pared y con los pies por encima de la cabeza.
        - Puedes tirar.
        Stacy arqueó la pierna contra una tubería y empezó a tirar del hilo que rodeaba la polea del erizo. En el otro extremo, los pies de Weatherhill llegaron a la altura del ventilador y entró en el conducto de la misma forma en que había salido, boca arriba, salvo que en esta ocasión llevaba en las manos extendidas más allá de su cabeza un compresor que contenía una bomba nuclear.
        Tan pronto como se hubo introducido totalmente en el conducto, habló por el transmisor.
        - Muy bien, para mientras vuelvo a colocar en su lugar el erizo y la pantalla del ventilador. No conviene dejar nin gún rastro de nuestra visita.
        Moviendo las manos en el escaso espacio que dejaba libre el bulto del compresor, tiró de los hilos hasta levantar el erizo y extendió de nuevo las varillas para dejarlo sujeto a las paredes laterales del conducto de ventilación. Luego recogió la cuerda a la que había atado la pantalla y rápidamente atornilló ésta en su lugar. Entonces se permitió un descanso. Lo único que podía hacer era quedarse allí tendido hasta ser remolcado al eje vertical, dejando que Stacy realizara todo el esfuerzo físico, mientras él contemplaba la bomba y se preguntaba por sus probabilidades de sobrevivir.
        - Puedo ver tus pies -dijo finalmente Stacy. Apenas podía sentir los músculos de los brazos, y el esfuerzo realizado disparaba los latidos de su corazón.
        Cuando salió del estrecho eje horizontal, la ayudó tanto como pudo, impulsándose hacia arriba. Ahora que disponía de espacio suficiente, pasó la bomba sobre su hombro hasta que ella pudo alcanzarla y colocarla a salvo en el cuarto de servicio. Tan pronto como hubo cubierto con un paño suave el cilindro y depositado éste en la bolsa de deporte, acabó de halar a Weatherhill por la abertura del eje del ventilador.
        Él desató a toda prisa los hilos de nailon y se desembarazó de su arnés, mientras Stacy apretaba el botón que soltaba las varillas de sujeción del erizo. Después rebobinó el hilo hasta que reapareció el erizo, y colocó todo en la bolsa de deporte. A continuación, mientras Weatherhill se ponía su equipo de tenis, ella empleó cinta adhesiva para volver a ajustar en su lugar el panel de la abertura serrada.
        - ¿No ha habido interrupciones? -le preguntó Weatherhill. Ella negó con un movimiento de cabeza.
        - Algunas personas han pasado por delante de la puerta después de aparcar sus coches, pero no ha aparecido ningún empleado del hotel. -Hizo una pausa y señaló la bolsa que ocultaba el compresor-. Es casi imposible pensar que tenemos una bomba nuclear ahí dentro.
        - Y que tiene la potencia suficiente para hacer desaparecer todo el hotel -asintió él.
        - ¿Algún problema? -preguntó Stacy.
        - Ninguno, pero he descubierto el último truco ideado por nuestro amigo Suma -dijo él, al tiempo que guardaba el mono y los tirantes en la bolsa-. Los coches tienen conductores robóticos. No es necesario ningún ser humano para llevar las bombas hasta los puntos de detonación.
        - El hijo de puta. -El cansancio y la tensión habían desaparecido, reemplazados por una furia inmensa-. Así no hay emociones humanas con las que luchar, ni arrepentimientos eventuales de un desertor que no quiere colocar la bomba; nadie que pregunte ni que delate la fuente en caso de que la policía detenga el coche.
        - Suma no habría llegado hasta el lugar que ocupa si fuera un estúpido. La utilización de robots para hacer el trabajo sucio es una idea formidable. Japón es el líder mundial en robótica, y si hacemos una investigación comprobaremos sin duda que sus instalaciones científicas y técnicas de ciudad de Edo son las principales responsables del diseño y la manufacturación de esas máquinas.
        Una repentina idea asomó a los ojos de Stacy. Su voz sonó con un susurro sobrecogido.
        - ¿Y si el centro de detonación está dirigido y guiado por robots?
        Weatherhill acabó de cerrar la cremallera de su bolsa.
        - Ése es problema de Jordan. Pero sospecho que nos será casi imposible entrar en ese lugar.
        - Entonces no podremos impedir que Suma acabe sus preparativos y haga detonar las bombas.
        - Tal vez no haya forma de detenerlo -dijo él con lúgubre expresión-. Nuestros mejores recursos están muy lejos de ser suficientes para conseguirlo.


    42

        Toshie, vestida con un kimono muy distinto del de una geisha, sujeto holgadamente a la cintura con un fajín obi, inclinó con discreción la cabeza y extendió la toalla a Suma, que salía de su baño de vapor. El se envolvió el cuerpo con la toalla como si fuera una toga, y tomó asiento en un taburete con almohadón. Toshie, de rodillas frente a él, empezó a darle masaje en los pies.
        Toshie era hija de un pobre pescador, la cuarta de ocho hermanos. Había sido una niña flaca y desprovista de atractivo, ignorada por los muchachos hasta que empezó a desarrollarse y su cuerpo adquirió unas hermosas proporciones, con un pecho más prominente de lo que suele ser normal en las mujeres japonesas. Poco a poco sus facciones se fueron definiendo, y sus vistosos pómulos realzaron unos ojos grandes y oscuros.
        Suma, que paseaba solo al atardecer, la había espiado mientras ella manipulaba una red de pescar entre los rompientes, Se alzaba serena y dorada bajo los rayos del sol.
        Todo lo que llevaba encima era una fina camisa, empapada hasta la transparencia por las olas, que revelaba todo y no ocultaba nada.
        Quedó cautivado. Sin hablarle directamente a ella, averiguó su nombre, y en el momento en que empezaron a aparecer las estrellas ya había concluido un trato con el padre y comprado a Toshie por una suma que transformó repentinamente al encallecido pescador en el hombre más rico de la isla; además lo convirtió en propietario de un nuevo barco de pesca equipado con el instrumental electrónico más moderno.
        Al principio Toshie se sintió entristecida por el dolor que le supuso alejarse de su familia, pero poco a poco se dejó atraer por las riquezas y el poder de Suma, y acabó alimentando un sentimiento de atracción hacia él. A su propio modo, disfrutaba en el papel de sirviente de Suma, como secretaria y amante suya. El cuidó de su educación, pagando los mejores profesores que pudo contratar, e hizo que aprendiera idiomas, gestión comercial y finanzas; le enseñó las sutilezas del mundo de la moda y de la elegancia, y la adiestró en los más delicados matices del arte de amar.
        Ella sabía que nunca se casaría con él. En el mundo había demasiadas mujeres para que Hideki pudiera amar tan sólo a una. Pero se mostraba amable con ella, y cuando llegara el momento de sustituirla, estaba segura de que sabría mostrarse generoso.
        Kamatori, envuelto en una bata, y ukata con pájaros estampados en color índigo, tomó asiento junto a una mesa baja lacada en negro, directamente frente a Roy Orita, y bebió un sorbo de té. Por respeto a su superior, ambos hombres aguardaron con paciencia a que Suma hablara primero.
        Suma los ignoró durante varios minutos, mientras disfrutaba del masaje que Toshie daba a sus pies. Kamatori evitó la mirada furiosa de Suma y mantuvo la cabeza inclinada. Había cometido dos errores en una sola semana, motivo por el que sentía una humillación extrema.
        - De manera que tu equipo de idiotas falló -dijo por fin Suma.
        - Ha sido un contratiempo -respondió Kamatori, todavía con la mirada fija en la superficie de la mesa.
        - ¡Contratiempo! -estalló Suma-. «Desastre» está más cerca de la verdad.
        - Pitt, el almirante Sandecker y el hombre llamado Giordino tuvieron mucha suerte.
        - No fue suerte. Tus asesinos subestimaron la capacidad de supervivencia y la obstinación de los americanos, y a eso se redujo todo.
        - El comportamiento de los agentes profesionales siempre puede predecirse -dijo Kamatori, buscando una débil excusa-. En cambio, los civiles no se atienen a las reglas.
        Suma indicó a Toshie que parara.
        - ¿Cuántos hombres has perdido?
        - Siete, incluido el jefe.
        - Confío en que ninguno de ellos fuera capturado.
        - Todos los cadáveres pudieron ser recuperados, y los supervivientes escaparon antes de la llegada de las autoridades locales. No quedó detrás nada que pudiera conducir a una pista.
        - Raymond Jordan sabrá quién es el responsable -dijo Roy Orita.
        - Eso no me preocupa. -El rostro de Kamatori mostró una expresión de desprecio -. Él y su patético equipo EIMA han dejado de constituir una amenaza efectiva. La parte japonesa de sus fuerzas ha sido aniquilada.
        Suma desdeñó el té y tomó una tacita de saki ofrecida por Toshie.
        - Jordan todavía puede resultar peligroso si sus agentes descubren la posición de nuestro centro de mando.
        - Jordan y Kern se encontraban en un callejón sin salida en el momento en que rompí el contacto con ellos, hace tan sólo veinticuatro horas -dijo Orita en tono de seguridad-. No tienen ninguna pista respecto al lugar.
        Kamatori se encogió de hombros con indiferencia.
        - Jordan está cazando sombras en un espejo ahumado.
        Los coches están ocultos y bien protegidos en lugares seguros. Hasta hace una hora, ninguno de ellos había sido descubierto ni confiscado. E incluso en el caso de que sus agentes den con alguno de ellos y neutralicen las bombas, será para ellos demasiado poco y demasiado tarde. Contamos con mucho más de lo necesario para crear un escudo magnético que cubre la mitad de la Tierra.
        - ¿Hay alguna noticia sobre el KGB o las agencias de inteligencia de la Comunidad europea?
        - Están completamente a oscuras -respondió Orita-. Por razones desconocidas para nosotros, Jordan no les ha revelado los resultados de su investigación.
        Kamatori bebió su té y miró a Suma por encima del borde de su taza.
        - Los has vencido, Hideki. Nuestros técnicos en robótica tienen casi ultimado el sistema electrónico de armas.
        Pronto, muy pronto, podrás imponer tus condiciones al decadente mundo occidental.
        El rostro de Suma era una máscara de piedra tallada en una expresión de maligna autosatisfacción. Como tantos otros hombres marcados por la fuerza del dinero, Suma había ido mucho más allá de la acumulación de riquezas, hasta desarrollar en su interior el grado más alto de la corrupción: la sed abrumadora del poder absoluto.
        - Creo que ha llegado el momento -dijo en un tono algo sádico- de empezar a poner al corriente a nuestros huéspedes con respecto al motivo de su presencia aquí…
        - Si se me permite una sugerencia… -dijo Orita con una ligera inclinación de la cabeza.
        Suma asintió sin decir una palabra.
        - A los gaijines les impresionan el prestigio y el poder.
        Su psicología puede apreciarse fácilmente al ver la reverencia que muestran por los artistas y las celebridades. Usted es el experto en finanzas más importante del mundo. Deje que la congresista y el senador se debatan en la incertidumbre y la confusión, mientras usted se mantiene al margen y lejos de su alcance. Envíe a otras personas para atormentar su curiosidad y suministrarles pequeñas porciones de cebo, hasta que sus mentes hayan madurado y estén dispuestas a recibir su honorable aparición y acatar sus divinas órdenes.
        Suma meditó sobre el consejo de Orita. Era un juego infantil que agradaba a su ego, pero también tenía aspectos positivos en el orden práctico. Miró a Kamatori.
        - Moro, dejo a tu cargo la iniciación de nuestros huéspedes.

        Loren se sentía perdida; nunca se había sentido tan perdida. Fue drogada casi inmediatamente después de su secuestro en la carrera de coches, y no había vuelto a estar consciente hasta hacía apenas dos horas.
        Cuando finalmente consiguió disipar la bruma mental provocada por las drogas, se encontró en un dormitorio magníficamente amueblado, con un cuarto de baño anejo reluciente que incluía una bañera hundida en el suelo y un bidé, ambos de mármol. La decoración recordaba la de algunas islas del Pacífico sur, con muebles de bambú y una pequeña selva de plantas tropicales en macetas. El suelo era de cedro de tono claro, pulimentado, y las paredes aparecían cubiertas de hojas de palma entrelazadas.
        Le recordó un lugar de veraneo en Tahití donde había pasado unas vacaciones; pero había dos detalles que lo hacían totalmente diferente: la ausencia de picaporte en la puerta y de ventanas.
        Abrió un armario adosado a una de las paredes y curioseó en su interior. Colgaban de las perchas varios quimonos de seda muy caros. Se probó uno y descubrió con agrado que parecía prácticamente hecho a su medida.
        Abrió los cajones inferiores. Contenían ropa interior femenina también de su talla, lo mismo que las sandalias a juego que reposaban en el piso del armario.
        «Esto es endiabladamente distinto a estar encadenada en una mazmorra», pensó Loren. Fuera quien fuera su secuestrador, no parecía pretender torturarla ni ejecutarla.
        Volvió a preguntarse cuál sería la razón por la que había sido secuestrada. Tratando de extraer el máximo partido de una situación que estaba de todas formas fuera de su control, llenó la bañera para darse un baño de burbujas.
        Luego se arregló el cabello con el imprescindible secador los rulos y pinzas que encontró dispuestos sobre la repisa del baño, junto a un selecto muestrario de cosméticos y perfumes caros.
        Estaba a punto de cubrirse con un kimono floreado en tonos rosas y blancos cuando alguien llamó suavemente a la puerta: Kamatori se introdujo sin ruido en la habitación.
        Allí estaba, en silencio, con los brazos y las manos ocultos en las amplias mangas de su yukata, y una altanera expresión de desprecio en el rostro. Sus ojos ascendieron con lentitud desde los pies descalzos de Loren, se demoraron en los pechos, y por fin ascendieron hasta su rostro.
        Loren apretó con fuerza el kimono en torno a su cuerpo, se anudó el cinturón y le dio la espalda.
        - ¿Entran siempre los japoneses en la habitación de una dama sin haber sido invitados?
        - Le pido disculpas -dijo Kamatori con un perceptible tono sarcástico -. No era mi intención faltar el respeto a una famosa congresista americana.
        - ¿Qué desea?
        - Me envía el señor Hideki Suma para comprobar que está usted cómodamente instalada. Me llamo Moro Kamatori. Soy el amigo, guardaespaldas y hombre de confianza del señor Suma.
        Ella respondió con rapidez:
        - Intuyo que él ha sido el responsable de mi secuestro.
        - Le prometo que esa inconveniencia será sólo temporal.
        - ¿Acaso me retiene como rehén? ¿Qué beneficio espera sacar, como no sea el odio y la venganza del gobierno americano?
        - Desea su cooperación para entregar un mensaje a su presidente y al Congreso.
        - Diga al señor Suma que se meta un bastón afilado por el recto y entregue el mensaje en persona.
        «El descaro nacido de la vulnerabilidad», pensó Kamatori- Se sentía complacido. Decidió asaltar la primera línea de defensa de Loren.
        - Qué coincidencia. Casi las mismas palabras empleadas por el senador Díaz. Con la salvedad de que él ha elegido términos más fuertes.
        - ¿Mike Díaz? -En la valerosa actitud de Loren se abrió una brecha que empezó a ampliarse -. ¿También lo han secuestrado a él?
        - Sí, los dos han sido trasladados juntos aquí.
        - ¿Dónde es aquí?
        - Un lugar de descanso en una isla cercana a las costas de Japón.
        - Suma está loco.
        - De ningún modo -explicó Kamatori con paciencia-. Es un hombre muy sabio y sensible. Y dentro de pocos días anunciará las reglas que deberán seguir las economías occidentales en el futuro.
        Las mejillas de Loren se tiñeron de ira.
        - Está más loco de lo que yo pensaba.
        - No lo creo. Ningún hombre en la historia ha acumulado tantas riquezas. No hubiera conseguido tanto si fuera un ignorante. Y muy pronto podrá comprobar que también es capaz de ejercer un control absoluto sobre su gobierno y su economía.
        Kamatori hizo una pausa, y sus ojos descendieron hasta posarse de nuevo en los turgentes pechos de Loren, apretados contra los pliegues superiores de su quimono.
        - En vista de la transición que se avecina, usted podría muy bien considerar oportuno un cambio en el depositario de su lealtad.
        Loren no podía tomar en serio el galimatías que estaba oyendo.
        - Si algo nos ocurre al senador Díaz o a mí, usted y el señor Suma pagarán las consecuencias. El presidente y el Congreso no van a quedarse cruzados de brazos sin hacer nada mientras ustedes nos retienen como rehenes.
        - Los terroristas musulmanes han secuestrado a americanos durante años y ustedes nunca han hecho nada. -La mirada de Kamatori parecía divertida-. Su presidente ha sido informado hace una hora de su desaparición, y se le ha dicho quién es el responsable de la misma. Crea lo que le estoy diciendo. Ha ordenado que no se lleve a cabo ninguna operación de rescate ni se filtre la noticia a los medios de comunicación. En cuanto a sus ayudantes, parientes y compañeros del Congreso…, ninguno de ellos sabe que ustedes están ocultos en Japón.
        - Miente. Mis amigos no se van a quedar quietos.
        - Cuando habla de sus amigos, ¿se refiere a Dirk Pitt y Alfred Giordino?
        La mente de Loren estaba en ebullición. Poco a poco empezaba a perder el control de sí misma.
        - ¿Qué sabe usted de ellos?
        - Que se han mezclado en asuntos que no eran de su incumbencia, y han sufrido un accidente.
        - ¿Están heridos? -dijo ella tambaleándose.
        - No lo sé, pero puedo asegurarle que no han escapado indemnes.
        Los labios de Loren temblaban. Buscó algo que decir.
        - ¿Por qué a mí? ¿Por qué al senador Díaz?
        - Usted y el senador Díaz son meros peones de un juego estratégico basado en el poder económico -respondió Kamatori-. De modo que no espere ser liberada hasta que el señor Suma lo disponga. Un asalto de sus Fuerzas Especiales no serviría más que para malgastar esfuerzos, porque sus servicios de Inteligencia no tienen la menor sospecha respecto de su paradero. Y aunque la tuvieran, no hay forma de que ningún ejército pueda penetrar en nuestras defensas. En cualquier caso, usted y el senador serán liberados y volarán a Washington pasado mañana.
        La mirada de Loren mostraba el aturdimiento que había esperado Kamatori. Éste sacó las manos de las amplias mangas de suyukata, la agarró de improviso, y tiró del kimono de Loren bajándolo hasta la cintura, al tiempo que le sujetaba los brazos contra las caderas.
        Kamatori esbozó una sonrisa sádica.
        - Haré todo lo que esté en mis manos para que disfrute de su corta estancia entre nosotros. Tal vez llegue incluso a darle una lección sobre el respeto que deben las mujeres a los hombres.
        Luego dio media vuelta y con dos fuertes golpes en la puerta llamó a un guarda que le abrió desde el exterior. Kamatori se marchó, dejando pocas dudas en la mente de Loren respecto a lo que le aguardaba antes de ser liberada.


    43

        - Aquí está -dijo Mel Penner al tiempo que tiraba del lienzo que cubría una amplia mesa, con gestos propios de un prestidigitador, y revelaba un modelo en tres dimensiones de una isla rodeada por un mar azul añil y adornada con árboles y edificios minúsculos -. La isla de Soseki, llamada antiguamente Ajima.
        - Has hecho un trabajo maravilloso -le dijo Stacy-.
        Parece de verdad.
        - Soy un antiguo aficionado a los ferrocarriles en miniatura -dijo orgulloso el director de operaciones de campo-. Mi pasatiempo es construir dioramas.
        Weatherhill se inclinó sobre la mesa y examinó los abruptos acantilados que se alzaban sobre el mar, reconstruidos con gran realismo.
        - ¿Cuáles son sus dimensiones?
        - Catorce kilómetros de largo por cinco en el punto de mayor anchura. Más o menos la misma configuración de San Miguel, una de las islas del canal de la costa de California.
        Penner sacó un pañuelo azul del bolsillo de su pantalón y se secó el sudor. El acondicionador de aire mantenía en un nivel aceptable la temperatura en el interior del pequeño edificio, no mucho mayor en realidad que una cabana, que se alzaba sobre la arena de una playa de la ¡sla Koror, en las Palau; pero no había forma de soslayar el 98 por ciento de humedad.
        Stacy, vestida con unos ajustados pantalones cortos y un top que dejaba al descubierto los hombros y la espalda dio la vuelta alrededor de la mesa, observando la exactitud del modelo de Penner. Los riscos enlazados por puentes colgantes y los pinos retorcidos daban a la isla un acentuado aire místico.
        - Debe ser… -dudó, en busca de la descripción correcta- divina -dijo por fin.
        - No es exactamente la misma palabra en la que pensaba yo -murmuró Pitt, y dio un largo trago de su vaso medio lleno de lima, hielo y tequila, de una botella que había traído desde Washington. Llevaba puesto un bañador y una camiseta de la AMSN. Sus largas piernas bronceadas se apoyaban en el respaldo de la silla situada frente a él; y calzaba sandalias de cuero.
        - Tal vez el exterior parezca un jardín pero debajo hay un monstruo al acecho.
        - ¿Crees que el arsenal nuclear de Suma y el centro de control de la detonación están debajo de la isla? -preguntó Frank Mancuso, el último de los cinco miembros del equipo en llegar al punto de recogida y clasificación de la información, en el Pacífico sur.
        - Estamos seguros -afirmó Penner.
        Stacy se acercó y tocó los abruptos acantilados, colgados casi verticalmente sobre el mar.
        - No hay espacio para que atraquen barcos. Deben de haber llevado el equipo de construcción por aire.
        - ¿Cómo es posible que lo hayan construido sin que nuestros satélites espías los detectaran? -se preguntó Weatherhill en voz alta.
        Con una mal disimulada expresión de orgullo en el rostro, Penner levantó una sección del mar, situada entre la isla y el grueso borde de la mesa. Señaló un estrecho tubo que cruzaba la masilla de color gris.
        - Un túnel -explicó -. Los ingenieros de Suma construyeron un túnel que empieza debajo del más profundo de los niveles subterráneos de ciudad de Edo y corre a lo largo de diez kilómetros hasta la costa, y cincuenta kilómetros más debajo de la plataforma submarina hasta Soseki.
        - Un punto para Suma -comentó Pitt -. Nuestros satélites no revelaron ningún movimiento inusual porque la tierra extraída del túnel se retiraba junto con la que se iba excavando durante la construcción de la ciudad.
        - Una tapadera perfecta -dijo Giordino, quizá intentando un juego de palabras.
        Estaba sentado a horcajadas sobre una silla, y miraba pensativo el modelo a escala. Toda su vestimenta la constituían unos téjanos recortados a la altura de las rodillas.
        - La perforación más larga del mundo -dijo Penner-, muy por delante del túnel construido por los propios japoneses bajo el océano entre las islas de Honshu y Hokkaido.
        Weatherhill meneó la cabeza de un lado a otro, asombrado.
        - Es una hazaña portentosa. Lástima que tantos esfuerzos no se hayan dedicado a propósitos más pacíficos.
        En su calidad de ingeniero de minas, Mancuso podía calibrar los enormes problemas que implicaba un proyecto de aquella envergadura.
        - Trabajando sólo desde uno de los extremos, han necesitado por lo menos siete años para construirlo -dijo, muy impresionado.
        Penner hizo un gesto negativo con la cabeza.
        - Los ingenieros de Suma han trabajado a marchas forzadas y con un equipo de perforación de nuevo diseño, de modo que han acabado la obra en tan sólo cuatro años.
        - Un récord fantástico, sobre todo teniendo en cuenta que se ha llevado a cabo en un secreto total -dijo Stacy, que no había apartado sus ojos del modelo desde que éste quedó al descubierto.
        Penner levantó entonces una sección de la isla, mostrando al hacerlo un laberinto en miniatura de pasillos y salas, todos ellos proyectados como los radios de una rueda a partir de una gran sala esférica situada en el centro.
        - Aquí tenemos la disposición interior de la construcción. La escala puede diferir algo, pero he hecho todo lo que he podido, sobre la base de los bosquejos que nos pasó Jim Hanamura.
        - Creo que has hecho un trabajo sensacional -dijo Stacy, admirando la obra de Penner-. Los detalles son muy precisos.
        - La mayor parte es pura suposición, pero Kern puso a trabajar un equipo de diseño e ingeniería, y ellos nos dieron unas dimensiones que esperamos resulten bastante parecidas a las del original. -Hizo una pausa y tendió unas carpetas a cada uno de los cuatro miembros del EIMA presentes en la cabaña-. Aquí están los planos del extremo del túnel en ciudad de Edo y del centro de control, tal como los han desarrollado y detallado los hombres de Kern.
        Todos desplegaron sus planos y estudiaron la disposición de la construcción que representaba la peor amenaza que había debido afrontar el mundo desde la crisis de los misiles de Cuba. Nadie habló mientras seguían el trazado de los pasillos, memorizaban las peculiaridades que identificaban las diferentes alas y examinaban las dimensiones.
        - El centro debe de estar situado a trescientos metros bajo la superficie de la isla -observó Mancuso.
        - No hay ningún aeródromo ni puerto en la isla -murmuró Stacy en tono de concentración-. La única forma de entrar es en helicóptero o desde la ciudad de Edo siguiendo el túnel.
        Pitt bebió el resto de su tequila.
        - No hay forma de entrar por mar, a no ser que las tropas de asalto estén compuestas por escaladores profesionales. Y aún así, serían tan visibles para los sistemas de defensa de Suma como hormigas trepando por una pared encalada.
        - ¿Qué son esos edificios de la superficie? -preguntó Weatherhill.
        - Un lugar de descanso y retiro de lujo para los directivos de las empresas de Suma. Se reúnen allí para celebrar conferencias de negocios. También resulta un lugar ideal para reuniones secretas con políticos, funcionarios del gobierno y dirigentes del hampa.
        - La pintura de Shimzu mostraba una isla desierta y sin vida vegetal -dijo Pitt -. Pero en la actualidad la mitad de la isla aparece cubierta de árboles.
        - Plantados por los jardineros de Suma en los últimos veinte años -explicó Penner.
        Mancuso se rascó la nariz, pensativo.
        - ¿No podría existir un ascensor entre esos edificios y el centro de control?
        - Los planos no indican nada por el estilo -negó Penner con un gesto de desaliento -. No podemos arriesgarnos a suponerlo sin que dispongamos de una localización aproximada.
        - Una construcción subterránea de esas dimensiones requiere ventilación al exterior.
        - Nuestro equipo de ingeniería opina que varios de los edificios del área del retiro son simples tapaderas de conductos de ventilación y de escape.
        - Podríamos probar -exclamó Weatherhill riendo -. Soy un experto en conductos.
        Penner se encogió de hombros.
        - La información de que disponemos es insuficiente.
        Es posible que se bombee el aire fresco desde Edo, y el aire viciado se expulse a través de los desagües de la ciudad.
        Pitt miró a Penner.
        - ¿Qué probabilidades existen de que Loren y Díaz estén prisioneros en la isla?
        - Es muy posible -respondió Penner, encogiéndose de hombros -. No hemos encontrado todavía rastros de su paradero. Pero las numerosas ventajas que ofrece una isla inabordable hacen verosímil que se haya pensado en ella como lugar seguro e ideal para escondite de rehenes.
        - Rehenes, sí -dijo Stacy-, pero ¿en qué condiciones? No se ha sabido una sola palabra sobre la congresista Smith y el senador Díaz desde que fueron secuestrados.
        - No se ha recibido ninguna demanda de rescate -explicó Penner-, de modo que el presidente se ve obligado a esperar el desarrollo de los acontecimientos. Y hasta el momento en que podamos suministrarle una base de datos suficiente como para montar una operación de rescate con ciertas garantías de éxito, él no dará la orden.
        Giordino miró a Penner con cierto aire de curiosidad.
        . -Tiene que haber un plan para desmontar la barraca, siempre hay alguno.
        - Tenemos uno -confesó Penner-. Don Kern ha ideado una operación complicada pero viable para entrar en el centro de mando e inutilizar sus sistemas electrónicos.
        - ¿Qué tipo de defensas encontraremos? -preguntó Pitt-. Suma no habrá dedicado tantos esfuerzos y dinero en la octava maravilla del mundo sin dedicarle una endemoniada protección.
        - No lo sabemos con precisión. -Los ojos de Penner recorrieron la maqueta con aire de preocupación-. Conocemos el nivel de tecnología de seguridad y militar de Suma, y hemos de dar por descontado que ha instalado los medios de detección más sofisticados que haya podido comprar con su dinero. La última palabra en equipos de radar para detección terrestre y marítima, sensores de sonar que captan la presencia de un submarino, un anillo de detección por láser y calor a lo largo del perímetro de la costa. Y lo que no es menos importante, un ejército de robots armados.
        - No olvidemos la posibilidad de un arsenal oculto de misiles tierra-mar y tierra-aire -añadió Pitt.
        - No va a ser un hueso fácil de roer -dijo Weatherhill, con la clásica obviedad de Perogrullo.
        Giordino miró a Penner, divertido y curioso.
        - En mi opinión, la única manera de que alguien pueda entrar en esa fortaleza consiste en un ataque llevado a cabo por no menos de cinco equipos de asalto de las Fuerzas Especiales, precedido por un ataque de la aviación desde un portaaviones y por el bombardeo de una flota, para disminuir las defensas.
        - O eso -apostilló Pitt-, o una maldita bomba nuclear.
        Penner sonrió con sequedad.
        - Dado que ninguna de sus sugerencias se adapta a las necesidades de orden práctico de la actual situación, nos veremos obligados a recurrir a otros medios para llevar a cabo la misión.
        - Déjeme adivinar -dijo Mancuso en tono sarcástico.
        Mientras hablaba, señaló con un gesto a Stacy, Weather hill y a sí mismo -. Nosotros tres entraremos por el túnel.
        - Irán los cinco -murmuró tranquilamente Penner-.
        Pero no todos por el túnel.
        Stacy, sorprendida, tragó saliva.
        - Frank, Timothy y yo somos profesionales expertos en forzar entradas, pero Dirk y Al son ingenieros y marinos. No tienen experiencia en operaciones de este tipo. No pretenderá enviarlos a ellos también.
        - Sí que lo pretendo -insistió Penner con el mismo rostro inexpresivo -. No están tan indefensos como pareces suponer.
        - ¿Deberemos llevar trajes negros ninja y cruzar el túnel volando como murciélagos? -No había confusión posible respecto a la ironía en el tono de las palabras de Pitt.
        - En absoluto -contestó Penner con toda calma-.
        Al y tú seréis lanzados sobre la isla en una maniobra para distraer sus defensas, que haremos coincidir con la entrada de los demás desde Edo.
        - En paracaídas, no -gruñó Giordino -. ¡Dios! Odio los paracaídas.
        - ¡Bravo! -dijo Pitt pensativo -. El Gran Pitt y Giordino el Magnífico entrarán volando en la fortaleza privada de Suma mientras suenan todas las alarmas, repican las campanas y redoblan los tambores. Luego serán ejecutados al estilo samurai, acusados de espías e intrusos. Nos ha tomado por tontos, ¿no es así, Penner?
        - Admito que existen algunos riesgos -contestó Penner, a la defensiva-. Pero no tengo la menor intención de enviarlos a la muerte.
        Giordino dirigió a Pitt una mirada significativa.
        - ¿No tienes la sensación de que nos están manipulando?
        - Manipulando, es poco. Nos están jodiendo.
        La experiencia de Pitt le indicaba que el director de las operaciones de campo no actuaba simplemente movido por su propia-autoridad. El plan procedía de Kern, y contaba con la aprobación de Jordan y la bendición del presidente por añadidura. Se volvió y miró a Stacy. Ella tenía escrito un «No vayas» en cada uno de los rasgos en tensión de su cara.
        - Y una vez que estemos dentro de la isla, ¿qué ocurrirá? -siguió interrogando.
        - Evitaréis ser capturados a fin de distraer la atención de las fuerzas de seguridad de Suma, y os ocultaréis hasta el momento en que podamos montar una misión de rescate de todo el equipo.
        - Frente a unos sistemas de seguridad con ese grado de sofisticación, no duraremos más de diez minutos.
        - Nadie espera milagros.
        - ¿Y bien? -dijo Pitt.
        - ¿Y bien, qué?
        - ¿Descendemos del cielo y jugamos al escondite con los robots de Suma mientras los tres profesionales entran arrastrándose por un túnel de sesenta kilómetros de largo? -Pitt contuvo con una enorme fuerza de voluntad toda insinuación de irritación, incredulidad o desesperación-.¿Es ése el plan? ¿Eso es todo?
        - Sí -contestó Penner, evitando la mirada fija de Pitt.
        - Sus amigos de Washington deben de haber adquirido esa brillante muestra de creatividad en una tómbola.
        En su interior, Pitt nunca había dudado de cuál sería su decisión final. Si existía la más ligera posibilidad de que Loren estuviera en la isla, iría.
        - ¿Por qué no se limitan a cortar el suministro de energía desde tierra firme? -preguntó Giordino.
        - Porque el centro de control tiene una autonomía total -replicó Penner-. Cuenta con una estación generatriz propia.
        Pitt miró a Giordino.
        - ¿Qué dices tú, Al el Magnífico?
        - ¿Hay geishas en ese retiro?
        - Suma tiene fama de tener a su servicio únicamente mujeres hermosas -contestó Penner con una ligera sonrisa.
        - ¿Cómo sobrevolaremos la isla sin que acaben con nosotros? -preguntó Pitt.
        Penner desplegó una sonrisa que anunciaba por fin una buena noticia.
        - En cuanto a esa parte del plan, tenemos prácticamente todos los números del sorteo para poder afirmar con toda seguridad que será un éxito.
        - Mejor así -dijo Pitt con un resplandor helado en sus ojos opalinos -. Porque de otra forma alguien podría hacerse realmente mucho daño.


    44

        Tal y como Penner había sugerido, las probabilidades de ser abatidos por la artillería eran muy remotas. Los planeadores motorizados ultraligeros en los que debían volar Pitt y Giordino, desde la plataforma de despegue del buque de detección y seguimiento Ralph R. Bennett, de la Marina de EE. UU., parecían diminutos bombarderos furtivos. Estaban pintados de un color gris oscuro y tenían la misma forma fantasmal del Buck Rogers, lo que imposibilitaba que fueran detectados por el radar.
        Los planeadores parecían grandes insectos a la sombra de la gigantesca instalación del radar de a bordo, que tenía forma de caja cuadrada. Aquella estructura de seis pisos de altura estaba compuesta por 18.000 elementos de antena, capaces de captar una amplísima gama de datos de Inteligencia relacionados con las pruebas de misiles soviéticos, con un grado de precisión increíble. El Ralph R. Bennett había interrumpido su misión en los alrededores de la península de Kamchatka por orden directa del presidente, con el fin de que llevara a cabo el lanzamiento de los planeadores motorizados y vigilar las actividades que se desarrollaran en el interior y alrededor de la isla de Soseki.
        El teniente de navío Raymond Simpson, un hombre de treinta y pocos años con el cabello rubio descolorido por el sol, acompañaba a los hombres de la AMSN en el puente abierto. Tenía un aire de hombre rudo y eficaz mientras vigilaba con mirada experta el trabajo del equipo de mantenimiento, que se afanaba en torno a los depósitos de combustible de los pequeños aparatos y comprobaba el buen funcionamiento de los instrumentos y los controles.
        - ¿Cree que podremos manejarlos sin ningún entrenamiento previo? -preguntó Pitt.
        - Será un caramelo para pilotos veteranos de las Fuerzas Aéreas, como ustedes -contestó Simpson en tono alegre-. Una vez que se hayan acostumbrado a volar tendidos boca abajo, se morirán de ganas por llevarse uno a casa para su uso privado.
        Pitt nunca había visto un aparato ultraligero de forma tan extraña hasta el momento en que Giordino y él habían aterrizado en el barco, en un Osprey de motor variable, una hora antes. Ahora, después de tan sólo cuarenta minutos de atender las instrucciones sobre su manejo, se suponía que iban a ser capaces de pilotarlos a través de cien kilómetros de mar abierto, y de aterrizar sanos y salvos en la superficie, peligrosamente accidentada, de la isla de Soseki.
        - ¿Hace mucho que circula este modelo? -inquirió Giordino.
        - El Ibis X-Twenty -puntualizó Simpson- está recién salido de la mesa de los diseñadores.
        - ¡Oh, Dios mío! -gimió Giordino -. Todavía son modelos experimentales.
        - En efecto. Aún no ha completado su programa de pruebas. Lamento no haberles podido proporcionar alguna cosa que ofreciera mayores garantías, pero su gente de Washington tenía demasiada prisa e insistió en que debíamos entregarlos en la otra punta del mundo al cabo de tan sólo dieciocho horas.
        - ¿Y realmente vuelan? -dijo Pitt en tono pensativo.
        - Oh, claro que sí -contestó Simpson enérgicamente-. Yo mismo he hecho con ellos diez horas de vuelo. Es un aparato excelente. Está diseñado para vuelos de reconocimiento tripulados por un solo hombre. El motor es la última palabra en turbina compacta, y permite una velocidad de crucero de trescientos kilómetros por hora, con una autonomía de vuelo de ciento veinte kilómetros. Este Ibis es el planeador motorizado más avanzado del mundo.
        - Tal vez, cuando se licencie, tiene usted la intención de dedicarse a las ventas -dijo Giordino con sequedad.
        - No lo he pensado todavía -contestó Simpson, sin advertir la ironía.
        El jefe de los radares de a bordo, comandante Wendell Harper, apareció en la plataforma de despegue con una gran fotografía en la mano. Alto y grueso, con un prominente estómago, andaba con las piernas arqueadas, de un modo que le daba el aspecto de un correo recién llegado después de cruzar las llanuras de Kansas al servicio del Pony Express.
        - Nuestro oficial de meteorología asegura que dispondrán ustedes de un viento de cola de cuatro nudos durante el vuelo -dijo en un tono amable -. De modo que el combustible no será un problema.
        Pitt hizo un gesto de agradecimiento.
        - Espero que nuestro satélite de reconocimiento descubra algún lugar decente donde aterrizar.
        Harper extendió sobre un mamparo una fotografía de satélite ampliada y con los detalles realzados por ordenador.
        - No es exactamente el aeropuerto O'Hare de Chicago. El único lugar llano de la isla es apenas una pradera que mide veinte metros por sesenta.
        - Hay sitio más que suficiente para un aterrizaje con viento de cola -exclamó el optimista Simpson.
        Pitt y Giordino se acercaron a examinar la fotografía, asombrosamente detallada. La característica que llamaba de inmediato la atención era un jardín dispuesto en torno a un prado rectangular abierto únicamente hacia el este. Los otros tres lados aparecían rodeados de árboles, arbustos y edificios con techos en forma de pagoda, entre los cuales había algunos puentes en arco muy apuntado que conducían, desde unas galerías abiertas, hasta un estanque oriental situado en un extremo.
        Como unos condenados a los que se acabara de comunicar que podían elegir entre la horca sobre un patíbulo o el fusilamiento contra un paredón, Pitt y Giordino se miraron recíprocamente e intercambiaron sonrisas cansadas y cínicas.
        - Escondernos en espera de que nos rescaten -murmuró Giordino, resentido -. Tengo la sensación de que nos han jugado con las cartas marcadas.
        - No hay nada como presentarse en la puerta principal acompañado por una banda de música -asintió Pitt.
        - ¿Algo va mal? -preguntó inocentemente Harper.
        - Hemos sido víctimas de la verborrea de un agente de ventas -explicó Pitt-. Alguien en Washington se ha aprovechado de nuestra ingenuidad.
        Harper parecía incómodo.
        - ¿Desean que cancelemos la operación?
        - No -suspiró Pitt-. Tanto da que te ahorquen por una oveja como por un carnero.
        - No pretendo darles prisa, pero falta tan sólo una hora para la puesta del sol. Necesitarán la luz diurna para orientarse.
        En ese momento, el jefe de mantenimiento de Simpson se acercó a informar de que la revisión final había finalizado y los planeadores motorizados ya estaban listos para el despegue.
        Pitt miró aquellos pequeños y frágiles aparatos. El nombre de «planeador» era engañoso. Sin el poderoso empuje de su motor de turbina, caería a tierra como un ladrillo. A diferencia del ala alta y de amplia superficie propia de un auténtico ultraligero, con su laberinto de alambres y cables, los planos aerodinámicos del Ibis eran cortos y achaparrados, con riostras de sujeción internas. También le faltaba el ala canard del ultraligero para prevenir pérdidas de sustentación y entradas en barrena. Recordó el adagio de que el abejorro carece de todas las características adecuadas para el vuelo, y sin embargo vuela tan bien, si no mejor, que muchos otros insectos a los que la madre naturaleza ha dotado de un cuerpo aerodinámico.
        Una vez finalizadas las comprobaciones previas, el equipo de mantenimiento se había apartado a un lado de la plataforma de despegue. A Pitt le pareció ver en todos aquellos hombres la mirada de los espectadores de una carrera de automóviles cuando prevén un accidente.
        - Tal vez podamos aterrizar a tiempo para los cócteles -dijo, mientras se colocaba el casco.
        Con la tranquilidad de quien se dispone a una operación rutinaria, Giordino se limitó a bostezar.
        - Si llegas primero, pídeme un martini con vodka.
        Harper supo captar que aquella desenvoltura constituía el grado más elevado de nerviosismo que los dos hombres eran capaces de exteriorizar.
        - Buena suerte -dijo, brindando a ambos un fuerte apretón de manos -. Les seguiremos a lo largo de todo el viaje. Asegúrense de activar la unidad de señalización cuando aterricen. Nos gustará anunciar a Washington que han aterrizado sanos y salvos.
        - Si soy capaz de hacerlo -le respondió Pitt con una sonrisa irónica.
        - No me cabe ninguna duda -dijo Simpson, como si estuviera animando al equipo de casa-. Recuerden poner en marcha el mecanismo de autodestrucción retardada. No podemos permitirnos el lujo de regalar a los japoneses una muestra gratuita de nuestra tecnología más avanzada en ultraligeros.
        - Adiós, y muchas gracias a usted y a sus hombres por cuidar de nosotros.
        Giordino dio un golpecito a Pitt en el hombro, le guiñó un ojo para desearle suerte y sin más palabras se dirigió a su aparato.
        Pitt se acercó a su planeador motorizado, pasó por una estrecha escotilla colocada en la panza del fuselaje recubierto de tela, y se tendió boca abajo hasta ajustar su posición a los contornos de un molde de espuma de caucho en forma de cuerpo humano. La cabeza y los hombros estaban apenas un poco más elevados que las piernas, y los codos, a pesar de que disponían de suficiente espacio libre, no quedaban a más de un centímetro del suelo. Se ajustó el arnés de seguridad y las correas, que iban desde los omoplatos hasta las nalgas. Luego extendió sus pies sobre los pedales que accionaban el estabilizador vertical y los frenos, y colocó sus manos sobre la corta palanca de control y la del acelerador.
        Hizo una seña a través del minúsculo parabrisas a la tripulación de la cubierta, para que acabasen de retirar los cables de sujeción, y accionó el botón de arranque. La turbina, de un tamaño menor que el de una lata de cerveza, fue incrementando poco a poco la fuerza de su silbido, hasta convertirlo en un aullido agudísimo. Miró a Giordino, que se limitaba a abrir de par en par sus ojos castaños, lleno de asombro. Pitt levantó el pulgar en un gesto de ánimo, que le fue devuelto con el acompañamiento de una mueca.
        Dio un último repaso a los instrumentos para comprobar que el motor funcionaba tal como estaba indicado en el manual de vuelo, que apenas había tenido tiempo de hojear, y un vistazo final a la bandera que ondeaba en la popa, comprobando así que soplaba una persistente brisa del lado de babor.
        Al contrario de lo que ocurre en un portaaviones, el despegue por la proa quedaba obstaculizado por la enorme mole del radar y la superestructura, de modo que el comandante Harper había hecho virar al Bennett para dar la proa al viento.
        Pitt accionó los frenos, presionando hacia fuera con los talones. Luego empujó el acelerador hasta sentir el impulso retenido del Ibis por saltar hacia adelante. El borde extremo de la plataforma de despegue parecía incómodamente cercano. La fuerza ascensional del Ibis se conseguía a partir de los 45 kilómetros por hora. El impulso combinado del viento y de la velocidad del Bennett le proporcionaban veinticinco kilómetros por hora iniciales en la carrera de despegue, pero faltaban aún veinte más, que debía alcanzar antes de que las ruedas del tren de aterrizaje rodaran en el aire.
        El momento de la decisión. Pitt indicó a la tripulación que soltase los últimos cables de sujeción. Luego apretó el acelerador hasta el fondo, y el Ibis trepidó bajo la fuerza de la brisa y el empuje de la turbina. Con los ojos fijos en el borde de la plataforma de despegue, Pitt soltó los frenos y el Ibis brincó hacia adelante. Cinco metros, diez, y entonces, con suavidad pero con firmeza, tiró de la palanca de mando hacia atrás. El pequeño morro del aparato se levantó y Pitt pudo ver las nubes. A tan sólo tres metros del borde, el Ibis se elevó en el cielo, sobre el mar en eterno movimiento.
        Giró y niveló el aparato a cuarenta metros, y pudo ver cómo Giordino despegaba tras él. Dio un círculo en torno al barco, inclinando lateralmente las alas para contestar a los saludos de la tripulación del Ralph R. Bennett, y puso rumbo al oeste, hacia la isla de Soseki. Las aguas del Pacífico cabrilleaban por debajo del fuselaje del Ibis, y esparcían en todas direcciones destellos dorados al ser heridas por los rayos del sol poniente.
        Pitt hizo retroceder el acelerador hasta la velocidad de crucero. Hubiera deseado poner a prueba aquel pequeño aparato, ganar altitud y realizar algunas acrobacias. Pero no podía ser. Cualquier maniobra brusca podría ser advertida por alguna pantalla japonesa de radar. En cambio, en vuelo recto y horizontal a baja cota, el Ibis era invisible.
        Pitt empezó entonces a pensar en la posibilidad de que les estuviera esperando un comité de recepción. Había pocas oportunidades de escapar del complejo turístico. «Un bonito montaje escenográfico», pensó con amargura. Iban a estrellarse delante de la puerta principal de Suma procedentes de ninguna parte, para crear la confusión entre las fuerzas de seguridad como maniobra de distracción, para que la entrada de los demás pasara inadvertida.
        La tripulación de la sala de situación del Bennett había detectado las señales de radar emitidas por las defensas de seguridad de Suma, pero el comandante Harper decidió no tomar nuevas medidas. Dejó que el Bennett fuera localizado e identificado, suponiendo con razón que el mando de defensa de la isla se relajaría cuando comprobara que aquel solitario barco estadounidense proseguía pacíficamente su camino hacia el este, como si se tratara de un viaje de rutina.
        Pitt se concentró en la navegación, manteniendo una vigilancia constante respecto a las indicaciones de la brújula. Con la velocidad del viento actual, calculó que aterrizarían en la isla pasados treinta y cinco minutos. Sin embargo, si se desviaban tan sólo algunos grados hacia el norte o hacia el sur, perderían totalmente de vista su objetivo.
        Todos los instrumentos de vuelo y de navegación eran manuales. El Ibis no podía permitirse el peso extra de un ordenador de a bordo o de un piloto automático. Volvió a comprobar en cuatro ocasiones la velocidad, la dirección y la fuerza del viento, y el rumbo estimado, para asegurarse de no incurrir en ningún error.
        No le agradaba en absoluto la idea de quedarse sin combustible y caer en medio del océano justamente a la hora en que empezaba a oscurecer.
        Pitt advirtió con desagrado que habían desmontado las radios. Sin duda por orden de Jordan, para que ni Giordino ni él tuvieran la tentación de comunicarse durante el vuelo, lo que bastaría para revelar su presencia.
        Después de veintisiete minutos de vuelo, sólo aparecía en el horizonte un pequeño segmento de sol. Pitt miró al frente a través del parabrisas.
        Allí estaba, una mancha sombreada de púrpura entre el mar y el cielo, más fantástica que real. De forma casi imperceptible se fue convirtiendo en una isla de verdad, con sus abruptos acantilados alzándose verticalmente desde la espuma de las olas que iban a estrellarse contra los rompientes.
        Pitt se volvió a mirar por la ventanilla lateral. Giordino volaba a la altura de su cola y apenas diez metros a su derecha. Pitt inclinó lateralmente las alas del aparato, y señaló.
        Giordino se acercó un poco más, hasta que Pitt pudo ver su gesto de asentimiento con la mano abierta en dirección a la isla.
        Después de volver a comprobar que todo estaba en orden, imprimió a su Ibis una suave inclinación lateral y enfiló el centro de la isla desde el este, donde el cielo empezaba a oscurecerse rápidamente. Sabía que no podrían realizar vuelos de reconocimiento en círculo para estudiar la disposición del suelo, ni una segunda aproximación en caso de llegar demasiado alto o demasiado bajo. El factor sorpresa era su único aliado. No tenían más que una oportunidad de posar sus pequeños Ibis en el césped del jardín, antes de que empezaran a zumbar en su estela los. misiles tierra-aire.
        Podía ver con toda claridad los techos de las pagodas y el espacio abierto entre los árboles en el que se extendía el jardín. Pudo observar también la existencia de una plataforma para helicópteros, no incluida en la maqueta de Penner, pero la descartó como punto de aterrizaje alternativo por ser demasiado pequeña y estar rodeada de árboles.
        Un suave giro de la muñeca izquierda, luego a la derecha, y entonces mantuvo el mando firme. Desaceleró poco a poco, desplazando la palanca un solo grado cada vez. El mar no era más que un borrón, y las rocas de los acantilados aparecían cada vez más cerca, hasta llenar precipitadamente todo el parabrisas. Empujó un poco hacia atrás la palanca de mando. Y entonces, de repente, como si extendieran una alfombra bajo sus pies, el mar desapareció y sus ruedas pasaron a pocos metros por encima de las rocas de lava dura de la isla.
        Cruzó directamente sobre ellas, sin dirigir una sola mirada a los lados, con una suave presión en el pedal derecho del timón para compensar un viento de través. Al sobrevolar una fila de arbustos, sus copas rozaron las ruedas de su tren de aterrizaje. Tiró poco a poco hacia atrás la palanca del acelerador, y el Ibis disminuyó su velocidad hasta más allá del punto de recuperación. Otro suave tirón, y el motor del planeador dejó de acelerar. Sintió el estremecimiento de las ruedas al tocar el césped, apenas a cinco metros más allá del borde de un arriate de flores.
        Pitt desconectó el motor y aplicó una presión suave pero firme a los frenos. No ocurrió nada. Ninguna fuerza detuvo el movimiento de avance del aparato. La hierba estaba húmeda y las ruedas se deslizaban como si estuvieran empapadas de aceite.
        La tentación de empujar la palanca del acelerador hacia adelante y tirar la del mando hacia atrás se hizo muy poderosa, en especial porque su rostro estaba situado a tan sólo unos centímetros del morro de su Ibis. ¿El impacto sería contra un árbol, un edificio, un muro de piedra? Iba lanzado hacia adelante y una hilera de arbustos, que resplandecían con los colores rojo y dorado del otoño, ocultaba cualquier barrera sólida que pudiera encontrarse detrás.
        Pitt contrajo los músculos, agachó todo lo posible la cabeza y esperó. El aparato se movía aún a una velocidad de treinta kilómetros por hora cuando irrumpió entre los arbustos, se rompieron las frágiles alas y se precipitó con un estruendoso chapoteo en un pequeño estanque lleno de enormes carpas.
        Durante unos momentos hubo un silencio mortal, roto segundos después por la estrepitosa aparición del planeador de Giordino, entre una nube de arbustos destrozados, al lado del aparato semihundido de Pitt. El segundo aparato patinó hasta detenerse en un jardín de arena, devastando los intrincados dibujos que habían sido rastrillados con toda la precisión de una composición artística.
        Pitt trató de soltar su arnés de seguridad pero tenía las piernas atrapadas y le faltaba libertad de movimientos en los brazos. La cabeza estaba sumergida a medias en el estanque, de modo que tenía que levantarla para respirar. Podía ver perfectamente un grupo de carpas gigantes de listas blancas, negras y doradas, cuyas bocas se abrían y cerraban continuamente, al tiempo que sus grandes ojos redondos miraban sin expresión a aquel intruso aparecido en su dominio privado.
        El fuselaje de Giordino había quedado relativamente ¡indemne, de modo que consiguió liberarse sin problemas.
        Saltó al exterior, corrió hacia el estanque, y lo vadeó entre el barro y los nenúfares, como un hipopótamo enloquecido. Con la fuerza adquirida en largos años de gimnasio y pesas, empujó hasta apartar las riostras estructurales dobladas que oprimían las piernas de Pitt, con la misma facilidad que si fueran mondadientes. Luego desabrochó el arnés de seguridad, sacó a Pitt del aparato y lo arrastró hasta la orilla.
        - ¿Estás bien? -preguntó.
        - Los tobillos contusos y un pulgar torcido -contestó Pitt-. Gracias por sacarme de ahí.
        - Te pasaré la factura -dijo Giordino, mirando con disgusto sus botas embarradas.
        Pitt se quitó el casco y lo arrojó al estanque, haciendo que la carpa que lo miraba embobada buscara rápidamente refugio entre los nenúfares. Luego señaló con un gesto los dos planeadores destrozados.
        - Vendrán por nosotros. Será mejor que pongas en marcha las unidades de señalización y los mecanismos de autodestrucción retardada.
        Mientras Giordino se dedicaba a alertar al Bennett de su llegada, antes de poner en marcha los temporizadores conectados a pequeños paquetes de explosivos de plástico colocados en el interior de los aparatos, Pitt se puso en pie, dolorido, y contempló el jardín.
        Parecía desierto. El ejército de guardas humanos y robóticos aún no había aparecido. No había nadie en los porches y en las ventanas de los edificios. Le pareció imposible que nadie hubiera oído el zumbido de las turbinas y el estruendo del doble impacto desde el interior de aquellas construcciones de estilo japonés. Alguien debía vivir en los alrededores. Los jardineros debían de estar en alguna parte, muy cerca a juzgar por el cuidado constante que mostraba la conservación de aquel jardín.
        Giordino se reunió con él.
        - Tenemos menos de dos minutos para ponernos a cubierto antes de que estallen -dijo a toda prisa.
        - Me largo de aquí -dijo Pitt, y empezó a correr hacia la zona boscosa situada detrás del complejo residencial.
        Y entonces se quedó rígido de repente, al oír una extraña voz que decía.
        - ¡Quédense donde están!
        Tanto Pitt como Giordino reaccionaron de la misma forma; saltaron detrás de la cubierta de unos espesos arbustos y buscaron la protección de los árboles, agachándose y pasando rápidamente de uno a otro, en un intento de poner distancia entre ellos y su desconocido perseguidor. Apenas habían cubierto unos cincuenta metros cuando se encontraron delante de una alta valla electrificada.
        - La fuga más corta de la historia -murmuró Pitt con tristeza. En ese instante los explosivos de los dos Ibis detonaron con cinco segundos de diferencia. Pitt imaginó que aquella carpa fea y perezosa había saltado por los aires.
        Giordino y él dieron media vuelta, y aunque estaban advertidos, no dejaron de sentir cierta sorpresa ante las tres apariciones mecánicas que surgieron en semicírculo de entre los arbustos, cortando todas las vías posibles de escape. El trío de robots no se parecían en nada a los que habían visto en televisión. Aquellos autómatas se movían sobre cintas tractoras de goma y no exhibían ninguna cualidad humana excepto, tal vez, el habla.
        Los vehículos móviles automatizados estaban equipados con un profuso equipo de brazos articulados, cámaras de vídeo y de imagen térmica, altavoces, ordenadores, y un cuarteto de rifles automáticos que apuntaban directamente a los ombligos de Pitt y Giordino.
        - Hagan el favor de no moverse o los mataremos.
        - No se andan con chiquitas, ¿eh? -contestó Giordino, francamente incrédulo.
        Pitt estudió el robot del centro y observó que parecía estar dirigido mediante un sofisticado sistema de teleasistencia, desde un centro de control situado en algún lugar distante.
        - Hemos sido programados para reconocer diferentes lenguas y contestar del modo adecuado -dijo el robot del medio con una voz hueca pero sorprendentemente bien articulada-. Morirán si intentan escapar. Nuestras armas están guiadas por el calor de sus cuerpos.
        Se produjo un breve e incómodo silencio, mientras Pitt y Giordino se miraban con la expresión de los hombres que han cumplido la misión encomendada y a quienes no puede exigirse más de lo que han hecho. Cuidadosamente y con mucha lentitud alzaron las manos por encima de las cabezas, conscientes de que las armas que les apuntaban en posición horizontal no iban a desviarse.
        - Me temo que hemos sido interceptados por un pelotón mecánico -susurró Pitt en voz baja.
        - Al menos no mascan chicle -gruñó Giordino.
        Con doce armas automáticas delante de ellos y una valla electrificada detrás, no había escape posible. Pitt sólo podía esperar que quienes controlaban los robots tuvieran la inteligencia suficiente como para darse cuenta de que Giordino y él no hacían ningún gesto amenazador.
        - ¿Es éste el momento oportuno para pedirles que nos lleven ante su jefe? -preguntó Giordino con una sonrisa tan fría y rígida como una piedra.
        - Yo en tu lugar no lo haría -respondió Pitt en voz baja-. Son capaces de disparar contra nosotros por haber recurrido a un tópico tan manido.


    45

        Nadie sospechó de la presencia de Stacy, Mancuso y Weatherhill cuando se adentraron en las profundidades de ciudad de Edo con toda precisión y relativa facilidad. El experto maquillador de Hollywood que Jordan hizo viajar hasta Tokio realizó una obra maestra, al aplicar falsos pliegues en los ojos, cambiar la línea de las cejas y oscurecerlas, y diseñar y colocar unas pelucas de abundante pelo negro. Mancuso, que hablaba un japonés impecable, iba vestido como un hombre de negocios y aparentaba ser el jefe de Stacy y Weatherhill, que vestían, a su vez, con los monos amarillos del uniforme de los equipos de inspección técnica de Suma.
        Utilizando los datos del informe de Jim Hanamura sobre los procedimientos de seguridad, más las tarjetas de identificación y claves de paso que les había proporcionado un agente secreto británico que trabajaba en cooperación con Jordan, pasaron sin problemas todos los puestos de control y finalmente llegaron a la entrada del túnel.
        Ésta era la parte más difícil de la operación. Los guardas de seguridad y los aparatos de detección de identidad habían resultado fáciles de engañar; pero Penner les había advertido, en el curso de la reunión final, que aquella última barrera sería la prueba más dura.
        Un sistema de seguridad robótico sensorial los esperaba cuando entraron en una sala pintada de blanco, brillantemente iluminada y sin mobiliario alguno. El piso estaba desnudo de cualquier tipo de alfombra o moqueta, y las paredes desprovistas de carteles o signos. La puerta por la que entraron parecía ser la única entrada y salida.
        - Exponga el asunto que le trae aquí -pidió el robot en lengua japonesa.
        Mancuso dudó. Le habían dicho que debería afrontar máquinas robóticas como centinelas, pero no algo que parecía un cubo de basura con ruedas y que daba órdenes.
        - Sección de comunicaciones mediante fibra óptica, para inspeccionar y modificar el sistema -respondió, intentando ocultar la incomodidad que sentía al dialogar con un cerebro artificial.
        - Su orden de trabajo y clave de paso.
        - Orden de emergencia cuarenta y seis-R para inspección de comunicaciones y programa de pruebas -respondió, y luego juntó las manos abiertas hasta que los dedos se tocaron ligeramente, y repitió tres veces la palabra sha.
        Mancuso no podía hacer otra cosa que esperar que el agente británico les hubiera proporcionado la consigna de paso correcta y hubiera programado sus códigos genéticos en la memoria del sistema robótico de seguridad.
        - A continuación, presionen con sus manos derechas mi pantalla sensora -ordenó el robot.
        Dócilmente, los tres por turno colocaron las manos sobre una pequeña pantalla con una luz azul parpadeante, encajada en la parte frontal redondeada del aparato. El robot permaneció mudo durante unos momentos, mientras procesaba los datos de su ordenador y comparaba las características faciales y las medidas corporales con los nombres y la descripción contenidos en los discos de su memoria. «Un notable avance», pensó Weatherhill. Nunca había visto un ordenador capaz de comprobar en su memoria los datos suministrados por una cámara de televisión y procesar las imágenes simultáneamente.
        Trataron de mantener una actitud profesional, porque sabían por la sesión preparatoria a que habían sido sometidos que el robot estaba programado para detectar el menor síntoma de nerviosismo. Lo observaron disimuladamente, con ojos avezados. Con aire distraído y evitando miradas demasiado fijas que hubieran podido despertar sospechas, Weatherhill se las arregló para soltar un bostezo aburrido en el momento en que sus códigos genéticos y las huellas dactilares y de la mano eran confrontadas con las de la memoria del aparato.
        - Paso libre confirmado -dijo al fin el robot. Entonces toda la pared del extremo opuesto de la sala vacía giró hacia el interior y se desplazó a un lado.
        - Pueden entrar. Si permanecen dentro más de doce horas, deberán notificarlo a la fuerza de seguridad número seis.
        El agente británico lo había conseguido. Habían pasado el obstáculo sin problemas. Cruzaron la puerta y siguieron un pasillo alfombrado que conducía al túnel principal. Allí salieron a una plataforma de embarque en el momento en que sonaba un zumbador y se encendían unas luces rojas y blancas. Un tren de mercancías cargado con materiales de construcción apareció en la amplia estación llena de vías férreas entrecruzadas, cuyos raíles iban a converger a la entrada del túnel principal, que Mancuso calculó de unos cuatro metros de diámetro.
        Después de tres minutos de un silencio fantasmal, un vagón de aluminio monorraíl, con techo de cristal en forma de burbuja y capaz de transportar a diez personas, se aproximó a la plataforma. El interior estaba vacío, y no había nadie a los mandos. Una puerta se abrió con un ligero silbido, y entraron.
        - Un Maglev -dijo Weatherhill en voz baja.
        - ¿Un qué? -preguntó Stacy.
        - Maglev, de «levitación magnética». Es un concepto basado en la repulsión y atracción entre dos electroimanes.
        La interacción de dos poderosos electroimanes, montados bajo el tren, con otros colocados en un monorraíl dispuesto en el centro, mueve los vagones a lo largo de un campo electromagnético. Por esa razón es descrito usualmente como un «tren flotante».
        - Los japoneses cuentan con el sistema más avanzado del mundo -añadió Mancuso -. Cuando dominaron la técnica del enfriamiento de los superconductores magnéticos instalados a bordo, consiguieron un vehículo que vuela literalmente, unos centímetros por encima del raíl, a la velocidad de los aviones.
        Las puertas se cerraron y el pequeño vehículo esperó unos momentos hasta recibir a través de sus sensores informatizados la señal de vía libre. Una luz verde parpadeó sobre el raíl, y se deslizaron sin ruido por el túnel principal, aumentando la velocidad hasta que por las lámparas de vapor de sodio empotradas en el techo del túnel se fundieron en una línea amarilla que engañaba la vista.
        - íA qué velocidad vamos? -preguntó Stacy.
        - Yo diría a simple vista que vamos a unos trescientos veinte kilómetros por hora -contestó Weatherhill.
        Mancuso asintió.
        - A este ritmo, el viaje durará tan sólo unos cinco minutos.
        Apenas parecía que el tren flotante había alcanzado su velocidad de crucero, cuando empezó a frenar. Con la suavidad del ascensor de un rascacielos, redujo la marcha hasta detenerse. Salieron a otra plataforma desierta. Una vez que hubieron descendido, el vagón pasó a una plataforma giratoria, se colocó en el raíl opuesto y aceleró, de regreso a Edo.
        - Fin del trayecto -dijo Mancuso en voz baja. Dio media vuelta y encabezó la marcha a través de otro pasillo alfombrado, de unos treinta metros de largo, que acababa delante de un ascensor.
        Ya en su interior, Weatherhill señaló con un gesto los números del tablero de mando.
        - ¿Arriba o abajo?
        - ¿Cuántos pisos hay, y en cuál estamos? -preguntó Stacy.
        - Hay doce. Estamos en el segundo.
        - Los planos de Hanamura sólo indicaban cuatro -dijo Mancuso.
        - Debían ser bosquejos preliminares, que fueron modificados posteriormente.
        Stacy contempló pensativamente el panel iluminado.
        - Espero que hayan conservado la disposición radial de la planta, en torno a un eje.
        - Puesto que no disponemos de las direcciones exactas de las secciones electrónicas informatizadas -dijo Weatherhill -, tendremos que prescindir de nuestro plan original y buscar la estación generadora de electricidad.
        - Si podemos encontrarla sin despertar sospechas -se quejó Mancuso.
        - Es todo lo que podemos hacer. Seguir el trazado del cable eléctrico hasta la fuente nos llevará menos tiempo que intentar dar con el centro de control por casualidad.
        - Doce plantas de salas y pasillos -murmuró Stacy intranquila-. Podemos pasar horas perdidos aquí dentro.
        - Aquí estamos y no nos queda otra alternativa -dijo Mancuso, dando una ojeada a su reloj -. Si Pitt y Giordino han tenido éxito al aterrizar en la superficie de la isla y han atraído sobre ellos la atención del sistema de seguridad de Suma, podemos disponer de tiempo suficiente para colocar el plástico y escapar de regreso por el túnel hacia la ciudad de Edo.
        Weatherhill miró a sus compañeros, y luego el panel del ascensor. Sabía exactamente cómo debían sentirse los demás: los nervios en tensión, las mentes alerta, los cuerpos dispuestos para la acción. Habían llegado hasta allí, y ahora todo dependía de las decisiones que adoptaran en los próximos minutos. Apretó el botón marcado con el número seis.
        - Será preferible empezar por el piso de en medio -dijo, dejándose guiar por la lógica.
        Mancuso levantó el maletín que ocultaba dos armas automáticas y lo colocó bajo el brazo. Los tres estaban inmóviles y en silencio, invadidos por una aprensión incómoda. Pocos segundos más tarde se oyó un chasquido, la luz digital de la sexta planta se iluminó y las puertas se abrieron.
        Mancuso salió, seguido de Stacy y Weatherhill. Después de dar un par de pasos se detuvo en seco, y apenas notó que los otros dos chocaban con él. Todos estaban maravillados por lo que se extendía ante sus ojos.
        Por todas partes, en el interior de una amplia galería rematada en cúpula, reinaba la bulliciosa confusión que puede esperarse de un ejército de obreros eficientes en una línea de montaje, con la excepción de que aquí no había órdenes orales, ni gritos, ni conversaciones de grupos. Todos los especialistas, técnicos e ingenieros que trabajaban en medio de un amplio semicírculo de ordenadores y consolas de instrumentos eran robots, de diferentes formas y tamaños.
        Habían descubierto el tesoro al primer intento. Weatherhill pulsó sin saberlo el botón de la planta que albergaba el cerebro electrónico del centro de mando nuclear de Suma. En ningún lugar de aquel complejo había trabajadores humanos. La totalidad de la fuerza de trabajo estaba automatizada y compuesta por sofisticadas máquinas de alta tecnología que trabajaban veinticuatro horas al día sin pausas para el café o el almuerzo, ni bajas por enfermedad.
        Una forma de trabajo inconcebible para un dirigente sindical americano.
        La mayoría de los robots se movían sobre ruedas y otros sobre cadenas tractoras. Algunos tenían hasta siete brazos articulados que surgían, como los tentáculos de un pulpo, de unas plataformas provistas de ruedas; y otros recordaban remotamente los familiares aparatos de múltiple función que se encuentran en las clínicas dentales. Pero ninguno caminaba con piernas y pies, ni se parecía en lo más mínimo al C3PO de La guerra de las galaxias. Los robots estaban absortos en sus programas de trabajo individuales y se dedicaban a sus asuntos sin advertir la presencia de intrusos humanos.
        - ¿No tenéis la sensación de que nos hemos quedado obsoletos? -susurró Stacy.
        - Mal asunto -dijo Mancuso -. Será mejor que regresemos al ascensor.
        Weatherhill meneó negativamente la cabeza.
        - No hay opción. Estamos en el complejo que hemos venido a destruir. Esas cosas ni siquiera saben que nos encontramos aquí. No están programadas para interferir con humanos. Y no hay en los alrededores guardas de seguridad robóticos. Pitt y Giordino nos han salvado probablemente la vida al entretenerlos. Yo propongo que enviemos este hormiguero automatizado a la Luna.
        - El ascensor se ha ido -dijo Stacy, al tiempo que apretaba el botón de descenso -. Al menos durante un minuto no podemos ir a ningún otro lugar.
        Mancuso no perdió más tiempo en discusiones. Colocó el maletín en el suelo y empezó a desprender los paquetes de explosivos plásticos C-8 que llevaba sujetos con cinta adhesiva a los tobillos. Stacy y Weatherhill hicieron lo mismo.
        - Stacy, la sección de ordenadores. Tim, los sistemas de activación de las bombas nucleares; yo me dedicaré al equipo de comunicaciones.
        Aún no habían dado cinco pasos hacia los objetivos asignados cuando resonó una voz, despertando ecos en las paredes de cemento de la cámara.
        - ¡Quédense donde están! ¡No se muevan o morirán de inmediato! -El inglés era perfecto, apenas con un levísimo rastro de acento japonés, y la voz tenía un tono frío y amenazador.
        La sorpresa fue completa, pero Mancuso disimuló como pudo, intentando ganar una oportunidad de hacerse con las armas automáticas que llevaba en el maletín.
        - Somos ingenieros y venimos a realizar una inspección y programa de pruebas. ¿Desea ver y escuchar nuestra clave de paso?
        - Todos los ingenieros humanos y sus claves han sido eliminados desde que los vehículos autónomos tuvieron la capacidad de realizar sus programas sin intervención ni supervisión humana -tronó la voz incorpórea.
        - No hemos sido informados del cambio. Recibimos instrucciones de nuestros superiores para inspeccionar las comunicaciones mediante fibra óptica. -Mancuso insistía mientras su mano apretaba un botón disimulado en el cierre de su maletín.
        Y entonces se abrió la puerta del ascensor y Roy Orita apareció en el umbral del centro de control. Guardó silencio por unos momentos; en sus ojos se apreciaba cierto respeto hacia sus antiguos compañeros del equipo EIMA -Ahórrate los esfuerzos -dijo con una sonrisa triunfal-. Estáis atrapados. Vuestra operación secreta para impedir la realización del Proyecto Kaiten ha fracasado de manera total y absoluta. Y todos vosotros vais a morir.

        Jordan y Sandecker compartían un desayuno ligero con el presidente en la residencia de Camp David. Estaban sentados alrededor de una mesa en un pequeño pabellón, frente a un fuego de leña de nogal. Jordan y Sandecker encontraban incómodo el excesivo calor de la habitación, pero al presidente parecía gustarle, mientras bebía a pequeños sorbos una taza de café sureño con sabor a achicoria, abrigado con un suéter de lana irlandesa.
        El ayudante especial del presidente, Dale Nichols, vino de la cocina con un vaso de leche.
        - Don Kern está ahí fuera -informó, dirigiéndose a Jordan.
        - Creo que tiene noticias recientes de la isla de Soseki - comentó Jordan.
        El presidente hizo una seña a Nichols.
        - Por el amor de Dios, hazle entrar., Y añadió, como si acabara de ocurrírsele:
        - Dale una taza de café y pregúntale si quiere comer algo.
        Kern sólo aceptó el café y tomó asiento en un sofá cercano. El presidente le dirigió una mirada expectante, en tanto que Jordan contemplaba el fuego con expresión ausente.
        - Están dentro -anunció Kern.
        - Están dentro -repitió como un eco el presidente -. ¿Todos?
        - Los tres -asintió Kern.
        - ¿Algún problema? -preguntó Jordan.
        - No lo sabemos. Antes de que la señal de nuestro contacto británico se cortara misteriosamente, supimos que habían pasado el túnel sin novedad.
        El presidente se inclinó y estrechó la mano de Jordan.
        - Felicidades, Ray.
        - Un tanto prematuras, señor presidente -contestó Jordan -. Todavía les quedaban obstáculos que salvar. Entrar en el Centro del Dragón era tan sólo el primer paso del plan.
        - ¿Qué se sabe de mis hombres? -preguntó Sandecker de mal humor.
        - Recibimos la señal de que habían aterrizado sin novedad -respondió Kern -. No hay ninguna razón que nos induzca a creer que hayan sido atrapados por los guardas de seguridad de Suma.
        - Entonces, ¿cuál es el plan a partir de ahora? -preguntó el presidente.
        - Después de colocar los explosivos y dejar temporalmente fuera de servicio el Centro del Dragón, nuestra gente intentará rescatar a la congresista Smith y al senador Díaz. Si todo marcha con arreglo al plan trazado, habremos conseguido dejar a Suma momentáneamente acorralado en una esquina, y entonces enviaremos una fuerza militar para una operación de destrucción total.
        El rostro del presidente adoptó una expresión consternada.
        - ¿Es posible que dos hombres y una mujer consigan todo eso en las próximas treinta y seis horas?
        Jordan mostró una sonrisa cansada.
        - Confíe en mí, señor presidente. Mi gente puede atravesar los muros más espesos.
        - ¿Y Pitt y Giordino? -presionó Sandecker a Kern.
        - En cuanto llegue la señal de que nuestros hombres han acabado su cometido, un submarino ascenderá a la superficie y enviará un equipo Delta Uno para evacuarlos de la isla. Pitt y Giordino también regresarán con ellos.
        - Me parece que está dando por descontadas demasiadas cosas -dijo Sandecker.
        Kern dedicó al almirante una confiada sonrisa.
        - Hemos analizado y ajustado cada fase de la operación hasta estar seguros de que las probabilidades de éxito asciende al 99,7 por ciento.
        Sandecker dirigió a Kern una mirada fulminante.
        - Corrija sus cálculos y eleve el porcentaje hasta un 99,9.
        Todos miraron a Sandecker con aire interrogador, Luego Kern dijo, dubitativo:
        - Creo que no le comprendo, almirante.
        - Han subestimado la capacidad de Pitt y Giordino - contestó Sandecker con un tono de dureza en la voz-.No será la primera vez que hayan salvado del ridículo a nuestros servicios de Inteligencia, Kern le miró con hostilidad y luego se volvió a Jordan en busca de apoyo, pero fue el presidente quien contestó.
        - Creo que el almirante Sandecker se refiere a las distintas ocasiones en que el señor Pitt ha ayudado al gobierno a salvar la cara ante la opinión pública. Especialmente una de ellas me afectó muy de cerca. -El presidente hizo una pausa para subrayar el efecto -. Ya ven, Pitt salvó mi vida y la de la congresista Smith hace cuatro años, en el Golfo.
        - Lo recuerdo. -Jordan desvió al fin su mirada del fuego -. Utilizó un viejo vapor del Misisipí para lograrlo.
        Kern no quería dar su brazo a torcer. Sentía que estaba en juego su reputación como el mejor planificador de Inteligencia de la nación.
        - Confíe en mí, señor presidente. La fuga y la evacuación se efectuarán según el plan previsto, sin necesidad de la ayuda de la AMSN. Hemos tenido en cuenta todo, los posibles fallos y todas las contingencias. Nada! excepto una impredecible decisión divina, puede impedir que con sigamos nuestro objetivo.


    46

        No fue una decisión divina lo que impidió que Mancuso, Weatherhill y Stacy llevaran a cabo el preciso plan de Kern. Y tampoco fue su habilidad ni su experiencia lo que falló. Eran capaces, y en alguna ocasión lo habían hecho, de abrir la caja fuerte de cualquier banco del mundo, de escapar de las prisiones sujetas a unas condiciones de seguridad más estrictas, de penetrar en el cuartel general del KGB en Moscú y en la residencia privada de Fidel Castro en Cuba. No había cerradura ni sistema de seguridad que pudiera resistírseles más de diez minutos. La contingencia de un ataque con perros entrenados podía suponerles un obstáculo difícil de superar, pero eran expertos en una variedad de métodos para matar o amansar a los mastines más furiosos.
        Por desgracia, su repertorio de trucos bien ensayados no incluía ninguna receta para escapar de celdas sin ventanas ni puertas y que sólo podían abrirse desde el suelo, por medio de un brazo mecánico que levantaba el techo y las paredes de acero inoxidable. Sin sus armas, su entrenamiento en las artes marciales resultaba inútil contra unos robots centinelas incapaces de sentir dolor, y cuyo informatizado tiempo de reacción era más rápido que el de los humanos.
        Suma y Kamatori los habían considerado enemigos extremadamente peligrosos y los confinaron en celdas separadas que únicamente contenían un colchón de tatami japonés, un agujero en el suelo como aseo, y un altavoz en el techo. No había ninguna luz instalada; se veían forzados a permanecer sentados, en soledad y envueltos en una oscuridad total, al margen de toda emoción, mientras sus mentes se esforzaban en buscar cualquier posibilidad, no importa cuan pequeña o remota, de escapar de allí.
        Luego sobrevino la amarga comprobación de que las celdas estaban construidas a prueba de fugas. Y finalmente el aturdimiento y la frustración derivados del hecho de que, a pesar de sus habilidades casi sobrehumanas, realmente no había forma de escapar: estaban atrapados y no podían tener la esperanza de salir de allí.

        Roy Orita proporcionó la identificación positiva de Pin y Giordino después de examinar las cintas de vídeo de su captura. De inmediato se lo comunicó a Kamatori.
        - ¿Estás seguro?
        - No hay duda posible. Me senté con ellos en torno a la misma mesa, en Washington. Su personal de Inteligencia y seguridad me dará la razón después de comprobar sus códigos genéticos.
        - ¿Qué se proponían? No son agentes profesionales, -Simplemente eran un cebo dispuesto para crear confusión y permitir así que el equipo asignado cumpliera el objetivo de destruir el centro de control.
        Kamatori no podía creer en su suerte: el hombre al que había ordenado asesinar se había presentado en su propio patio trasero, literalmente caído del cielo.
        Se despidió de Orita para concentrarse en sus pensamientos. Su meticulosa mente planeó con cuidado un juego del ratón y el gato, un deporte para poner a prueba sus habilidades de cazador frente a un hombre como Pitt cuyo valor y variedad de recursos eran bien conocidos, y que resultaría un competidor digno de su talla.
        Era una competición a la que Kamatori se había entregado en muchas ocasiones con enemigos de Suma, y nunca hasta entonces había perdido.

        Pitt y Giordino estaban custodiados y totalmente rodeados por un pequeño grupo de robots centinelas. Giordino llegó incluso a entablar una especie de amistad con uno de los robots que los habían capturado, al llamarle McGoon.
        - No me llamo McGoon -replicó en un inglés razonablemente bueno -. Mi nombre es Murasaki. Significa «púrpura».
        - Púrpura -se burló Giordino -. Estás pintado de amarillo. McGoon es un nombre más adecuado para ti.
        - Cuando llegué a ser plenamente operacional, fui consagrado por un sacerdote sintoísta con ofrendas de alimentos y guirnaldas de flores, y me pusieron el nombre de Murasaki.
        Giordino se volvió a Pitt.
        - ¿Me está tomando el pelo?
        - De modo que eres un agente libre independiente -dijo Giordino, asombrado de poder hablar con un mecanismo capaz de seguir una conversación.
        - No del todo. Existen límites en los procesos de mi inteligencia artificial, por supuesto.
        Giordino se volvió otra vez a Pitt.
        - ¿No crees que me está tomando el pelo?
        - No tengo ni idea -contestó Pitt, encogiéndose de hombros-. ¿Por qué no le preguntas qué piensa hacer si echamos a correr?
        - Alertaría a mí operador de seguridad y dispararía a matar, tal como he sido programado -respondió el robot.
        - ¿Eres un buen tirador-? -preguntó Pitt, intrigado por la conversación de aquella inteligencia artificial.
        - No estoy programado para fallar.
        - Ahora sabemos exactamente dónde estamos -fue el escueto comentario de Giordino.
        - No pueden escapar de la isla y no hay ningún lugar donde puedan ocultarse. Sólo conseguirían perecer ahogados, devorados por los tiburones o ejecutados por decapitación. Cualquier intento de fuga sería ilógico.
        - Me recuerda a Spock.
        Alguien llamó desde el exterior, y un hombre de rostro permanentemente ceñudo apartó a un lado la puerta deslizante fusuma con sus paneles de papel shoji, y entró.
        Se mantuvo en silencio mientras sus ojos pasaban de Giordino, en pie junto al robot, a Pitt, cómodamente recostado en un triple montón de colchones de tatami.
        - Soy Moro Kamatori, el principal ayudante del señor Hideki Suma.
        - Al Giordino -saludó el rechoncho italiano con una sonrisa cordial, al tiempo que alargaba la mano con el entusiasmo de un vendedor de coches usados -. Mi amigo, al que ve usted en posición horizontal, es Dirk Pitt. Lamentamos haber caído por aquí sin ser invitados, pero.,.
        - Conocemos perfectamente sus nombres y la manera en que llegaron a la isla de Soseki -interrumpió Kamatori-. Pueden ahorrarse todo intento de protesta, las alegaciones derrotistas de haberse extraviado y las fingidas excusas de inocencia. Lamento informarles de que su maniobra de distracción ha resultado un fracaso. Los tres miembros de su equipo fueron capturados poco después de salir del túnel de Edo.
        Hubo un silencio total. Giordino dirigió a Kamatori una mirada siniestra, y luego se volvió a Pitt, expectante.
        El rostro de éste mostraba una tranquilidad absoluta.
        - ¿No tienen nada para leer? -preguntó en tono aburrido-. Tal vez una guía de los restaurantes de la localidad.
        Kamatori dirigió a Pitt una mirada hostil. Después de un lapso de casi un minuto, se adelantó hasta situarse casi encima de Pitt.
        - ¿Le gusta la caza, señor Pitt? -preguntó de improviso.
        - En realidad, no. No es deportivo, a menos que la presa también tenga oportunidad de disparar.
        - ¿Tal vez aborrece usted la vista de la sangre y de la muerte?
        - ¿No le ocurre lo mismo a todas las personas sensatas?
        - Quizá prefiere identificarse con la presa.
        - Ya conoce a los americanos -contestó Pitt en un tono neutro -. Nos chifla ayudar a los desvalidos.
        Kamatori volvió a mirarle con rabia. Luego se encogió de hombros.
        - El señor Suma se ha dignado honrarles con una invitación a cenar. Serán ustedes escoltados hasta el comedor a las siete en punto. Encontrarán quimonos en el armario.
        Hagan el favor de vestirse de forma adecuada.
        Una vez dicho esto, se dio bruscamente la vuelta y salió.
        Giordino se quedó mirando la puerta, lleno de curiosidad.
        - ¿Qué era toda esa charla de doble sentido sobre la caza?
        Pitt cerró los ojos y se acomodó para descabezar una siestecita.
        - Yo diría que se propone cazarnos como conejos y rebanarnos la cabeza de un tajo.

        Era la clase de comedor que la mayoría de los palacios europeos utilizaban todavía en honor de huéspedes de sangre real y celebridades. Las proporciones eran amplias, con un techo abierto de doce metros de altura, cruzado por gruesas vigas. El suelo estaba cubierto por una alfombra de bambú entrelazado con hilo de seda rojo, y decoraban las paredes unos amplios paneles de palisandro lacados.
        Pinturas auténticas debidas a maestros japoneses colgaban en los lugares adecuados para que cada una de ellas armonizara con las demás. La sala estaba iluminada exclusivamente por candelas dispuestas dentro de farolillos de papel.
        Loren nunca había visto nada que pudiera rivalizar con tanta belleza. Se quedó rígida como una estatua, admirando aquel decorado deslumbrante. También Mike Díaz daba vueltas alrededor de la sala, sin dejar de admirar las paredes ricamente adornadas.
        Lo único que parecía extrañamente fuera de lugar, ajeno al carácter japonés, era la larga mesa del comedor, de cerámica, que dibujaba en el centro de la sala una serie de curvas y parecía haber sido forjada de una sola pieza gigantesca. Las sillas, a juego con la mesa, y los cubiertos, estaban dispuestos de forma que los comensales no se sentaran codo con codo sino parcialmente de frente o de espaldas unos a otros.
        Toshie, ataviada con un kimono tradicional de seda azul, se adelantó hacia ellos con una reverencia.
        - El señor Suma les ruega que disculpen su retraso, pero en breve se reunirá con ustedes. Mientras esperan, ¿puedo servirles alguna bebida?
        - Habla usted muy bien el inglés -dijo Loren.
        - Puedo también conversar en francés, español, alemán y ruso -contestó Toshie con los ojos bajos, como avergonzada por tantos conocimientos.
        Loren se había puesto uno de los quimonos que encontró en el anuario de su apartamento. Realzaba espléndidamente su figura alta y esbelta, y la seda tenía un oscuro tono purpúreo que venía a complementar el ligero bronceado que aún conservaba de sus vacaciones de verano.
        Sonrió amistosamente a Toshie, y le dijo:
        - Cómo la envidio. Yo a duras penas puedo encargar una comida en francés.
        - De manera que por fin vamos a enfrentarnos con el gran peligro amarillo -murmuró Díaz. No estaba de humor para cumplidos, y había decidido, contrariando su temperamento, mostrarse grosero. Como símbolo de su desafío, había rechazado las prendas de vestir japonesas y conservaba puesto el mismo equipo de pescador con el que fue secuestrado -. Tal vez ahora descubramos por fin los planes enloquecidos que se están tramando en este lugar.
        - ¿Sabe preparar un Maiden's Blush? -preguntó Loren a Toshie.
        - Sí -contestó ésta-. Ginebra, curaçao, granadina y zumo de limón. -Se volvió a Díaz-. ¿Senador?
        - Nada -dijo con sequedad-. Quiero conservar la mente despejada.
        Loren se dio cuenta de que la mesa estaba preparada para seis personas.
        - ¿Quién cenará con nosotros, además del señor Suma? -preguntó a Toshie.
        - El señor Kamatori, la mano derecha de Suma, y dos americanos.
        - Más rehenes como nosotros, sin duda -murmuró Díaz.
        Toshie no contestó sino que se deslizó con gracia tras un mueble-bar de ébano, pulimentado con incrustaciones de oro, y empezó a preparar la bebida solicitada por Loren.
        Díaz se acercó a una de las paredes y empezó a examinar una pintura de grandes dimensiones, que representaba en tinta china una escena narrativa: aparecían varias casas de una aldea vistas a vuelo de pájaro, con sus moradores sorprendidos en sus tareas cotidianas.
        - Me pregunto cuánto valdrá esta pintura.
        - Seis millones de dólares yanquis -dijo una voz japonesa en un inglés titubeante con huellas de acento británico, debidas sin duda a un tutor inglés.
        Loren y Díaz se volvieron nerviosos, a mirar a Hideki Suma. Lo identificaron de inmediato, por haberlo visto antes en cientos de fotografías de artículos de revistas y periódicos diversos.
        Suma avanzó lentamente por la sala en penumbra. Les contempló por unos instantes con una sonrisa inescrutable dibujada en sus labios.
        - La leyenda del príncipe Genji, pintada por Toyama en 1485. Tiene usted un excelente olfato comercial, senador Díaz. Se ha detenido a admirar la obra de arte más cara de toda la sala.
        Debido a la siniestra reputación de Suma, Loren había esperado encontrar a un gigante; pero, en realidad, era un hombre ligeramente más bajo que ella misma.
        Él se aproximó, dedicó una corta reverencia a sus interlocutores y estrechó sus manos.
        - Hideki Suma.
        Las manos tenían un tacto suave, pero la presión era firme.
        - Creo que ya conocen ustedes a mi principal ayudante, Moro Kamatori.
        - Nuestro carcelero -replicó Díaz en tono agrio.
        - Un individuo muy desagradable -dijo Loren.
        - Pero muy eficiente -añadió Suma, con una inflexión sarcástica. Se volvió a Kamatori-. Al parecer dos de nuestros huéspedes se retrasan.
        Apenas había acabado de hablar Suma cuando se escucharon ruidos a sus espaldas. Miró por encima del hombro. Dos robots de seguridad hacían pasar a empujones a Pitt y Giordino por la puerta del comedor. Todavía iban enfundados en sus monos de vuelo y ambos lucían unos enormes pañuelos de colores chillones anudados al cuello, cortados obviamente de las fajas de los quimonos que habían declinado ponerse.
        - Le han faltado el respeto debido -ladró Kamatori.
        Hizo un movimiento en dirección a ellos, pero Suma le detuvo con un gesto de la mano.
        - ¡Dirk! -tragó saliva Loren-. ¡Al!
        Se precipitó sobre ellos y saltó a los brazos de Pitt y le besó salvajemente.
        - ¡Oh, Dios mío!, nunca me he sentido tan feliz de ver a alguien.
        Luego abrazó y besó a Giordino.
        - ¿De dónde venís? ¿Cómo habéis llegado aquí?
        - Estábamos haciendo un crucero turístico -explicó Pitt en tono alegre, después de abrazar a Loren como el padre a quien acaban de devolver a su hijo raptado -. Alguien nos dijo que este lugar era un establecimiento de cuatro estrellas, y decidimos dejarnos caer por aquí a practicar algo de golf y de tenis.
        - ¿Es verdad que las profesoras de aerobio tienen cuerpos de diosas? -preguntó Giordino con una sonrisa.
        - ¡Malditos locos! -rompió a reír ella, feliz.
        - Bien, señor Pitt y señor Giordino -dijo Suma-.
        Estoy encantado de conocer a los hombres cuyas hazañas submarinas se han convertido en una leyenda internacional.
        - No estamos hechos del material con el que se fabrican las leyendas -contestó Pitt con modestia.
        - Yo soy Hideki Suma. Bienvenidos a la isla de Soseki.
        - No puedo decir que me siento honrado al conocerle, señor Suma. Es difícil dejar de admirar sus talentos empresariales, pero sus métodos de actuación vienen a situarse en un punto intermedio entre los de Al Capone y los de Freddie de Elm Street.
        Suma no estaba acostumbrado a los insultos. Guardó silencio, al tiempo que miraba a Pitt con atónito recelo.
        - Bonito montaje tienen ustedes aquí -dijo Giordino, lanzando una audaz mirada a Toshie, al tiempo que se dirigía hacia el bar.
        Por primera vez, Díaz se permitió una franca sonrisa, y se apresuró a estrechar la mano de Pitt.
        - Acaba de alegrarme un día negro.
        - Senador Díaz -dijo Pitt, saludando al legislador-. Encantado de verle de nuevo.
        - Habría preferido verle con un equipo Delta a sus espaldas.
        - Lo tienen en reserva para la apoteosis final.
        Suma ignoró la observación y se sentó tranquilamente en una silla baja de bambú.
        - ¿Alguna bebida, caballeros?
        - Un tequila martini -pidió Pitt.
        - Tequila y vermut seco -contestó Toshie -. ¿Con limón o naranja?
        - De lima, muchas gracias.
        - ¿Y usted, señor Giordino?
        - Un perro aullador, si sabe cómo prepararlo.
        - Una medida de ginebra, vermut seco, vermut dulce y un golpe o dos de bíter -explicó Toshie.
        - Una muchacha brillante -comentó Loren-. Habla varios idiomas.
        - Y sabe preparar un perro aullador -murmuró Giordino, y su mirada adquirió una expresión embobada cuando Toshie le dirigió una provocativa sonrisa.
        - ¡Al diablo con toda esa mierda de cumplidos! -estalló Díaz con impaciencia-. Estáis actuando como si fuéramos los invitados de unos amigos.
        Dudó un momento, y luego se dirigió a Suma:
        - Exijo saber la razón por la que secuestró usted, haciendo uso de la fuerza, a miembros del Congreso, y por qué nos retiene como rehenes. Y quiero saberlo ahora mismo.
        - Haga el favor de sentarse y relajarse, senador -dijo Suma en tono tranquilo, pero con la frialdad de un iceberg-. Es usted un hombre impaciente que, erróneamente, piensa que las cosas importantes deben hacerse inmediatamente, al instante. La vida tiene un ritmo que ustedes, los occidentales, nunca han llegado a percibir. Ésa es la razón por la que nuestra cultura supera a la suya.
        - Y los japoneses no son más que unos insulares narcisistas que se consideran una raza superior -escupió Díaz-. Y usted, Suma, es el peor de todos.
        «Suma es un clásico», pensó Pitt. No se reflejó ninguna expresión de ira ni de animosidad en su rostro; nada, salvo una suprema indiferencia. Suma parecía considerar a Díaz poco más que un bebé insolente.
        En cambio Kamatori, en pie y con los puños apretados, mostraba el odio que sentía por los americanos, en realidad, por todos los extranjeros. Sus ojos estaban casi cerrados, y los labios dibujaban una línea firme. Miraba a Díaz como un chacal enloquecido y dispuesto a saltar.
        Pitt ya había evaluado antes a Kamatori como un asesino peligroso. Se acercó al bar con aire casual, tomó su bebida, y fue a colocarse sutilmente entre Kamatori y el senador, dirigiendo una mirada al primero que significaba «primero tendrás que entendértelas conmigo». La estratagema funcionó: Kamatori olvidó la ira provocada por las palabras de Díaz y observó a Pitt con ojos circunspectos.
        Con un perfecto sentido de la oportunidad, Toshie hizo una profunda reverencia a los presentes, colocando las manos entre las rodillas y haciendo susurrar la seda de su kimono, y anunció que la cena estaba dispuesta.
        - Continuaremos nuestra discusión después de cenar -dijo Suma, y con un gesto cordial señaló a cada uno el lugar asignado en la mesa.
        Pitt y Kamatori fueron los últimos en sentarse. En pie todavía, se miraron sin pestañear, como lo harían dos boxeadores momentos antes de iniciar el combate. Las mejillas de Kamatori se tiñeron ligeramente de rojo por la rabia que sentía. Pitt echó más leña al fuego al sonreír con desprecio.
        Ambos sabían que pronto, muy pronto, uno de los dos tendría que matar al otro.


    47

        La cena se inició con una antigua forma de drama culinario. Un hombre al que Suma describió como un maestro shikibocho apareció de rodillas junto a una bandeja plana en la que había un pescado, que Pitt identificó correctamente como un bonito. El maestro shikibocho, vestido con un traje de seda adornado con brocados y una gorra alta terminada en punta, tenía en las manos unas pinzas de acero y un largo cuchillo recto con mango de madera.
        Moviendo los instrumentos con las manos a un ritmo vertiginoso, cortó el pescado de acuerdo con el número de comensales. Al concluir aquel espectáculo ritual, hizo una reverencia y se retiró.
        - ¿Es el chef? -preguntó Loren.
        Suma negó con un gesto.
        - No, es nada más un maestro en la ceremonia del pescado. El chef, un especialista en el arte epicúreo de la preparación de los productos del mar, volverá ahora a montar el pescado, y nos lo servirá como aperitivo.
        - ¿Emplea usted a más de un chef en su cocina?
        - ¡Oh! ¡Desde luego! Tengo tres. Uno que, como ya he mencionado, es experto en los platos de pescado; otro especialista en cocinar carnes y verduras, y un tercero que concentra su talento únicamente en las sopas.
        Antes de servir el pescado, tomaron un té caliente salado acompañado con pastas dulces. Luego circularon toallas humeantes oshibori para que todos se limpiaran las manos. Trajeron de nuevo el pescado, con los cortes delicadamente dispuestos para ser consumidos crudos como sashimi.
        Suma parecía divertirse al ver la torpeza con que Díaz y Giordino manejaban sus palillos. También mostró una ligera sorpresa al comprobar que Pitt y Loren utilizaban los dos instrumentos de marfil con tanta soltura como si siempre hubieran comido con ellos.
        Cada nuevo plato fue servido con eficiencia y rapidez por un par de robots cuyos largos brazos recogían y volvían a colocar los platos con una increíble ligereza de movimientos. No cayó ni una sola partícula de alimento, ni se oyó chocar ningún plato contra la dura superficie de la mesa. Sólo hablaban para preguntar a los comensales si habían acabado ya cada uno de los diferentes manjares que componían el menú.
        - Parece usted obsesionado por una sociedad automatizada - dijo Pitt, dirigiéndose a Suma.
        - Sí, nos enorgullece nuestra conversión en un imperio robótico. Mi complejo industrial de Nagoya es el mayor del mundo. Allí tengo unas máquinas robóticas informatizadas que construyen veinte mil robots al año.
        - Un ejército que produce otro ejército -comentó Pitt.
        El tono de Suma se hizo entusiasta.
        - Sin saberlo ha dado usted en el clavo, señor Pitt. Ya hemos iniciado la fabricación de las nuevas fuerzas militares robóticas de Japón. Mis ingenieros están diseñando y construyendo buques de guerra completamente automatizados, sin tripulación humana, aviones operados por robots, carros de combate robóticos que avanzan y combaten guiados por control remoto, y ejércitos compuestos por cientos de miles de máquinas blindadas equipadas con armas potentes y sensores de largo alcance, capaces de dar saltos de hasta cincuenta metros y viajar a sesenta kilómetros por hora. La facilidad de su reparación y sus capacidades sensoriales de alto nivel hacen que sean casi invencibles. Dentro de diez años, ninguna fuerza militar de las superpotencias podrá resistirse a nosotros. A diferencia de los generales y almirantes de su Pentágono, que dependen de hombres y mujeres que luchan, se desangran y mueren en el combate, nosotros podremos librar batallas a gran escala sin una sola baja humana.
        Pasó más de un minuto en silencio, mientras los americanos sentados a la mesa intentaban asimilar la magnitud de la revelación de Suma. Aquellas palabras parecían tan lejanas, tan futuristas, que a todos les costaba aceptar el hecho de que los ejércitos robóticos estaban a punto de convertirse ya, y allí mismo, en una realidad.
        Sólo Giordino parecía indiferente a la inmensa perspectiva de una guerra cibernética.
        - Nuestra carabina mecánica asegura haber sido consagrada - dijo, mientras se esforzaba por capturar un pedazo de pescado.
        - Nuestra religión, el sintoísmo, y nuestra cultura -añadió Suma- nos enseñan que todos los objetos están dotados de alma. Ésa es otra de las ventajas que poseemos respecto a ustedes los occidentales. Nuestras máquinas, tanto si se trata de herramientas mecánicas como de una espada samurai, son reverenciadas como si se tratara de seres humanos. Incluso tenemos máquinas que enseñan a muchos de nuestros obreros a comportarse como máquinas.
        Pitt meneó negativamente la cabeza.
        - Parece una actitud autodestructiva. Están dejando sin trabajo a su propio pueblo.
        - Ése es un mito arcaico, señor Pitt -dijo Suma, colocando sus palillos sobre la mesa-. En Japón, los hombres y las máquinas han desarrollado una relación muy estrecha. Poco tiempo después del cambio de siglo, contaremos con un millón de robots que harán el trabajo de diez millones de personas.
        - ¿Y qué sucederá con esos diez millones de personas?
        - Los exportaremos a otros países, del mismo modo que exportamos productos manufacturados -respondió Suma con toda tranquilidad-. Se convertirán en buenos ciudadanos respetuosos de la ley en sus naciones de adopción, pero seguirán ligados a Japón por su lealtad y sus relaciones económicas.
        - Una especie de hermandad universal -dijo Pitt -. Ya sé cómo funciona. Recuerdo haber visto un banco japonés que fue construido en San Diego por arquitectos, aparejadores y trabajadores de la construcción japoneses, todos ellos utilizaban equipo japonés y materiales de construcción japoneses, importados en barcos japoneses. Las empresas contratistas y de suministros de la localidad quedaron totalmente al margen.
        Suma se encogió de hombros.
        - La conquista económica no está sujeta a ninguna norma. Nuestra ética y nuestra moral nada tienen que ver con las suyas. En Japón, el honor y la disciplina están rígidamente ligados a una serie de lealtades: al emperador, a la familia y a la empresa. No nos sentimos inclinados a venerar principios democráticos ni a exhibir generosidades caritativas. El Camino Unido, el trabajo voluntario, los espectáculos caritativos para recoger fondos para la gente que muere de hambre en África, o las organizaciones que suministran ayuda para educar a los niños de las naciones del Tercer Mundo, son aspectos virtualmente desconocidos en mi país. Concentramos nuestros esfuerzos caritativos en cuidar de nosotros mismos.
        Hizo una pausa, y luego señaló a los robots que volvían a entrar en la sala cargados con bandejas.
        - ¡Ah!, aquí llega el próximo plato.
        El bonito fue seguido por bandejas individuales de madera que contenían nueces de ginkgo, sin pelar, sobre un lecho de agujas de pino, y una pirámide de oreja de mar cortada en rodajas. Luego apareció una sopa de flores, un caldo claro con una orquídea solitaria flotando en cada cuenco.
        Loren cerró los ojos al saborearla.
        - Tiene un sabor tan exquisito como su aspecto -dijo.
        - Estoy de acuerdo -dijo Suma-. La alta cocina japonesa ha sido creada para deleitar también la vista, no sólo el paladar.
        - Un intento muy logrado de alcanzar la perfección visual y gustativa -observó Pitt.
        - ¿Es usted un bon vivant, señor Pitt? -preguntó Suma.
        - Efectivamente, disfruto del placer de una comida de gourmet.
        - ¿Y tiene usted gustos variados?
        - Si lo que me pregunta usted es si me agrada comer casi de todo, la respuesta es afirmativa.
        - Muy bien. -Suma dio unas palmadas -. Entonces le espera a usted una sorpresa excitante.
        Loren creía que la cena estaba ya casi terminada, pero apenas acababa de empezar. Los robots presentaron en rápida sucesión un desfile realmente excepcional de platos sabrosos, con sus ingredientes artísticamente dispuestos. Higos en salsa de sésamo; arroz a la albahaca; otra sopa que contenía yema de huevo, anguila y congrio cortados en lonchas muy finas, rábanos y setas, todo ello acompañado por huevas de erizo de mar; varias clases de pescado, incluidos bogavante, lucio y calamar, presentados sobre un lecho de algas marinas de varias clases;- y raíz de loto mezclada con mejillones picados muy finos, pepino y calabacín. Se sirvió una tercera sopa con verduras, arroz y sésamo. Finalmente llegaron los postres, consistentes en varias frutas dulces, y el festín concluyó con la inevitable taza de té.
        - ¿Es ésta una comida de despedida para los condenados? -preguntó irritado Díaz.
        - De ninguna manera, senador -replicó Suma en tono amable -. Usted y la congresista Smith regresarán a Washington dentro de veinticuatro horas a bordo de mi reactor privado.
        - ¿Por qué no ahora?
        - Antes deben ser informados de mis propósitos. Mañana ustedes dos vendrán conmigo a dar una vuelta por mi Centro del Dragón, con el fin de mostrarles la fuente del nuevo poderío de Japón.
        - Un Centro del Dragón -repitió Díaz curioso- ¿Para qué?
        - ¿No sabe usted nada, senador, de los coches con bombas nucleares que nuestro anfitrión ha esparcido por medio mundo? -preguntó Pitt en tono provocativo.
        - ¿Coches bomba? -preguntó Díaz, sin comprender nada.
        - Suma, aquí presente, quiere jugar fuerte con los chicos grandes, de modo que ha ideado un plan de chantaje que merece el cordón bleu. Tan pronto como su tan pregonado Centro del Dragón esté a punto, podrá apretar un botón y causar la detonación de una bomba nuclear en cualquier localidad en la que sus robots hayan aparcado un coche con una bomba escondida en su interior.
        El asombro hizo que Loren abriera los ojos de par en par.
        - ¿Es verdad eso? ¿Realmente Japón ha construido un arsenal nuclear secreto?
        Pitt señaló a Suma.
        - ¿Por qué no le preguntas a él?
        Suma dedicó a Pitt una mirada comparable a la que una mangosta dirigiría a una cobra.
        - Es usted un hombre muy astuto, señor Pitt. Me han dicho que fue usted quien puso a Jordan y a su equipo de Inteligencia sobre la pista de nuestro modo de introducir las cabezas nucleares en su país.
        - Admito libremente que ocultarlas en los compresores del aire acondicionado fue una idea genial por su parte.
        Casi consiguió rematar con toda limpieza la operación, de no haber sido por la explosión accidental de una bomba a bordo de uno de sus mercantes.
        Loren preguntó desconcertada:
        - ¿Qué es lo que espera ganar?
        - Nada esotérico o fantasmal -contestó Suma-. Para decirlo con uno de sus proverbios, Japón siempre ha tenido que sufrir que otros empuñaran el mango de la sartén. Los prejuicios antijaponeses son universales y han enraizado muy profundamente en el mundo occidental. Se nos ha despreciado, considerando que no éramos más que una pequeña y exótica raza oriental, durante más de trescientos años. ¡Ha llegado el momento de alcanzar la hegemonía que merecemos!
        El rostro de Loren se tiñó de ira.
        - De modo que va a desencadenar una guerra en la que morirán millones de personas, movido únicamente por el falso orgullo y la codicia. ¿No han aprendido nada de todas las muertes y la destrucción que causaron en los años cuarenta?
        - Nuestros dirigentes fueron a la guerra únicamente después de que las naciones extranjeras nos asfixiaran con embargos comerciales y boicoteos. Lo que entonces perdimos en vidas humanas y destrucción, lo hemos recuperado después de sobras con la expansión de nuestro poderío económico. Ahora nos vemos amenazados de nuevo por el ostracismo internacional y la hostilidad del mundo, únicamente debido a nuestros diligentes esfuerzos y a nuestra dedicación a un comercio y unas actividades industriales eficientes. Y debido al hecho de que nuestra gran economía depende del petróleo y las materias primas extranjeras, no podemos permitir de nuevo que nos gobiernen los políticos de Washington, los intereses europeos o los conflictos religiosos del Oriente Medio. Gracias al Proyecto Kaiten, disponemos de los medios para protegernos a nosotros mismos y las ganancias obtenidas mediante nuestro duro trabajo.
        - ¿El Proyecto Kaiten? -repitió Díaz, que no había oído hablar todavía nunca de él.
        - Su sórdido plan para chantajear a todo el universo -explicó Pitt en tono cáustico.
        - Está jugando con fuego -dijo Loren a Suma- América, Rusia y Europa se unirán para destruirle.
        - Se echarán atrás cuando vean lo que les cuesta -contestó Suma, confiado -. Harán poca cosa más que conferencias de prensa y declaraciones de que van a resolverlo todo por medios diplomáticos.
        - ¡Le importa un pimiento la salvación de Japón! -es talló Díaz de repente -. Su propio gobierno se horroriza ría si conociera su monstruoso plan. Está metido en esto por usted mismo, por una apetencia personal de poder. Es usted un maníaco del poder.
        - Tiene usted razón -contestó Suma con fría tranquilidad-. A sus ojos yo debo parecer un maníaco obsesionado con el poder supremo. No lo oculto. Y como todos los demás maníacos de la historia que se sintieron llamados a proteger su nación y su soberanía, no dudaré en emplear mi poder para guiar la expansión de mi raza en todo el globo, y al mismo tiempo para proteger nuestra cultura de las corrupciones occidentales.
        - ¿Qué es lo que encuentra de corruptor en nuestras naciones? -preguntó Díaz.
        En los ojos de Suma apareció una expresión de desprecio.
        - Mire a su propio pueblo, senador. América del Norte es un país de drogadictos, delincuentes mañosos, violadores y asesinos, gentes sin hogar y analfabetos. A causa déla mezcla de culturas, sus ciudades se ven azotadas por el racismo. Ustedes atraviesan una época de decadencia, como sucedió antes con Grecia, Roma y el Imperio británico. Sí han convertido en un pudridero y el proceso es imparable.
        - De modo que usted piensa que Estados Unidos está arruinada y acabada como superpotencia -dijo Loren en tono irritado.
        - No encontrará esa decadencia en Japón -contestó Suma con suficiencia.
        - ¡Dios, es usted un hipócrita! -irrumpió Pitt en una carcajada, y consiguió que las cabezas de todos los comensales se volvieran hacia él-. Su pequeña y frágil cultura podrida por una corrupción que alcanza incluso los Veles políticos superiores. Los informes de escándalos llenan diariamente las páginas de sus periódicos y los noticiarios de sus cadenas de televisión. El hampa de su país es poderosa que dicta sus leyes al gobierno. La mitad de sus políticos y funcionarios son sobornados y reciben tuertamente dinero por traficar con sus influencias. Venden ustedes tecnología militar ultra secreta al bloque comunista simplemente por el beneficio económico. El coste de la vida ha crecido para sus ciudadanos de una forma tan desmesurada, que se ven obligados a pagar el doble que los americanos por los productos manufacturados por compañías japonesas. Roban ustedes alta tecnología allí donde pueden encontrarla. Tienen mañosos que revientan las reuniones de los consejos de administración de sus empresas a cambio de una recompensa. Nos acusan de racismo cuando sus mayores éxitos de venta los consiguen con obras que predican el antisemitismo, sus almacenes exhiben y venden muñecas negras Sambo y en los quioscos callejeros pueden adquirir revistas con fotografías de mujeres atadas y amordazadas. Y usted tiene el tupé de sentarse aquí y afirmar que su cultura es superior. Sólo basura.
        - Amén, amigo mío -dijo Díaz, levantando su taza de té-. Amén.
        - Dirk está en lo cierto -añadió Loren, orgullosa-. Nuestra sociedad no es perfecta ni mucho menos, pero comparando a ambos pueblos, en conjunto nuestra calidad de vida sigue siendo preferible a la suya.
        La expresión de Suma se había transformado en una máscara de ira: los ojos adquirieron la dureza del topacio en un rostro de facciones tensas. Habló como si hiciera restallar un látigo.
        - Hace cincuenta años éramos un pueblo derrotado, ¡injuriado por EE. UU.! Ahora, de repente, nosotros somos los vencedores, y ustedes han perdido el juego. Hemos detenido el progresivo envenenamiento de Japón por su nación y Europa. Nuestra cultura prevalecerá. Demostraremos ser el país hegemónico en el siglo XXI.
        - Habla usted como los señores de la guerra que se creyeron que estábamos acabados después de Pearl Harbor -le recordó con brusquedad Loren-. Hemos tratado a Japón después de la guerra mucho mejor de lo que hubiéramos podido esperar nosotros de haber sido ustedes los vencedores. Sus ejércitos habrían violado, asesinado y saqueado Estados Unidos, tal como lo hicieron con China.
        - Además de nosotros, deberán enfrentarse también a Europa -advirtió Díaz-. La política comercial de sus países no es ni mucho menos tan tolerante y protectora hacia Tokio como la nuestra. El mercado único de la nueva Comunidad europea va a suponer por lo menos un dique para su penetración económica. Estén o no amenazados por un chantaje nuclear, cerrarán sus mercados a las exportaciones japonesas.
        - A largo plazo, nos limitaremos a emplear nuestros miles de millones de reservas en metálico para ir comprando poco a poco sus industrias, hasta conseguir formar un frente inatacable. No es una operación imposible si tiene usted en cuenta que los doce bancos mayores del mundo son japoneses, y que por sí solos constituyen casi las tres cuartas partes de la cartera de valores global de todo el resto de bancos extranjeros. Eso significa que nosotros gobernamos el mundo de las grandes finanzas.
        - No pueden conservar eternamente a todo el mundo como rehén -dijo Pitt -. Su propio gobierno y su pueblo se levantarán contra ustedes cuando descubran que las cabezas nucleares de todo el mundo apuntan contra las islas japonesas, y ya no contra EE. UU. y Rusia. Y la posibilidad de otro ataque nuclear será muy real en el caso de que alguno de sus coches bomba detone accidentalmente.
        Suma negó con la cabeza.
        - Nuestros sistemas de seguridad electrónicos estío más avanzados que los suyos o que los rusos. No habrá explosiones a menos que yo personalmente programe la clave correcta.
        - No se propondrá realmente empezar una guerra nuclear - dijo Loren, tragando saliva.
        Suma rió.
        - No haré nada tan estúpido ni despiadado como lo que podría esperarse de la Casa Blanca y el Kremlin. Olvidaba que los japoneses sabemos en carne propia lo que significa sufrir los horrores de la guerra atómica. No, el proyecto Kaiten es algo mucho más sofisticado desde el punto de vista técnico que una masa de misiles con cabezas nucleares apuntando a ciudades e instalaciones militares.
        Las bombas serán trasladadas a zonas estratégicas remotas y despobladas, con el fin de crear una fuerza electromagnética masiva con el potencial suficiente como para destruir toda su economía. Los muertos y los heridos a consecuencia de las explosiones serán mínimos.
        - Realmente tiene intención de hacerlo, ¿no es eso?
        - dijo Pitt, leyendo en la mente de Suma-. Va a hacer estallar esas bombas, de verdad.
        - ¿Por qué no?, si las circunstancias lo aconsejan. No hay posibilidad de que se produzcan represalias inmediatas, porque la fuerza electromagnética anulará con seguridad todas las comunicaciones y los sistemas de armas americanos, de la OTAN y de los soviéticos.
        El industrial japonés miraba con fijeza a Pitt, y sus ojos eran oscuros, fríos, tiránicos.
        - Pero tanto si llego a dar ese paso como si no, señor Pitt, usted ya no vivirá para verlo.
        Una mirada asustada se dibujó en el rostro de Loren.
        - ¿No volverán Dirk y Al a Washington con nosotros?
        Suma respiró profundamente, y movió la cabeza a uno y otro lado con deliberada lentitud.
        - No… Se los he cedido como regalo a mi buen amigo Moro Kamatori.
        - No entiendo.
        - Moro es un experto cazador. Su pasión es jugar a la caza del hombre. Ofreceremos a sus amigos y a los tres agentes secretos que fueron capturados cuando intentaban destruir el centro, una oportunidad de escapar de la isla.
        Pero sólo a condición de que puedan esquivar a Moro durante veinticuatro horas.
        Kamatori dedicó a Pitt una mirada helada.
        - El señor Pitt tendrá el honor de ser el primero en in tentarlo.
        Pitt se volvió a Giordino, con una sombra de sonrisa en su melancólico rostro.
        - ¿Lo ves? Ya te lo dije.


    48

        - Escapar -murmuró Giordino, mientras paseaba por el pequeño apartamento bajo la mirada vigilante de McGoon -. ¿Escapar a dónde? El mejor nadador de largas distancias del mundo no podría atravesar un brazo de mar de sesenta kilómetros de aguas frías y barridas por corrientes de cinco nudos. Y aun en ese caso, los gorilas de Suma estarían esperando para rematarle en el momento en que llegara a cualquier playa de la isla principal.
        - ¿De modo que cuál será el plan de acción? -preguntó Pitt.
        - Seguir vivos todo el tiempo posible. ¿Qué otra opción nos queda?
        - Morir como hombres valerosos.
        Giordino arqueó una ceja y miró a su compañero con recelo.
        - Sí, claro, desnudar el pecho, rehusar la venda y fumar un cigarrillo mientras Kamatori levanta la espada.
        - ¿Por qué luchar contra lo inevitable?
        - ¿Desde cuándo te das por vencido antes de empezar la partida? -añadió Giordino, que empezaba a preguntarse si a su viejo amigo se le habían reblandecido los sesos.
        - Podemos intentar ocultarnos en algún lugar de la isla durante tanto tiempo como podamos, pero es un objetivo sin esperanza. Sospecho que Kamatori hará trampa y nos seguirá por medio de los sensores robóticos.
        - ¿Y qué será de Stacy? No puedes dejar que ese mierda cara de mono la mate también a ella.
        Pitt se alzó del suelo.
        - Sin armas, ¿qué esperas poder hacer? La carne y los huesos no pueden derrotar a máquinas cibernéticas y a un experto con una espada.
        - Espero que demuestres tener los mismos redaños con que tantos otros peligros hemos afrontado juntos.
        Pitt se apoyó en su pierna derecha, pasó cojeando delante de McGoon y dio la espalda al robot.
        - Es fácil para ti decirlo, amigo. Tú estás en buena forma física. Yo me lastimé la rodilla en el aterrizaje forzoso en aquel estanque de peces de colores, y apenas puedo caminar. No tengo la menor oportunidad de escapar de Kamatori.
        Entonces Giordino vio el guiño de astucia en la cara de Pitt, y repentinamente lo comprendió todo. Se sintió un completo estúpido. Además de los sensores de McGoon, la habitación debía de tener por lo menos una docena de micrófonos y cámaras de vídeo ocultos en su interior y por los alrededores. Captó la intención de Pitt, y le siguió el juego.
        - Kamatori tiene la integridad de un samurai, no puede perseguir a un hombre herido. Si tiene una sola partícula de espíritu deportivo, te dará alguna forma de ventaja.
        - Tengo que encontrar algo para aliviar el dolor -dijo Pitt, moviendo con desaliento la cabeza.
        - McGoon -dijo Giordino al robot centinela-, ¿hay algún médico en la casa?
        - Ese dato no está introducido en mi programa.
        - Entonces llama a tu jefe y pregúntaselo.
        - Por favor, espere.
        El robot permaneció en silencio mientras su sistema de comunicación enviaba el mensaje al centro de control. La respuesta llegó casi de inmediato.
        - Hay un pequeño equipo clínico en la cuarta planta. ¿Necesita el señor Pitt asistencia médica?
        - Sí -respondió Pitt-. Necesitaría una inyección de algún calmante y un vendaje firme, si he de enfrentarme a Kamatori en condiciones no demasiado desventajosas.
        - Hace unas horas no parecía cojear -advirtió McGoon a Pitt.
        - Tenía la rodilla entumecida -mintió Pitt -. Pero el dolor y la hinchazón han ido en aumento, y tengo dificultades para caminar.
        Dio algunos pasos vacilantes y se detuvo con la faz tensa como si experimentara un fuerte dolor.
        Como una máquina totalmente adaptada a la función que desempeñaba, Murasaki, alias McGoon, remitió su observación visual de la patética representación de Pitt al controlador ubicado en algún remoto lugar del Centro del Dragón, y recibió permiso para escoltar a su prisionero hasta la clínica. Apareció otro robot-guarda para vigilar por medio del vídeo a Giordino, que de inmediato lo bautizó con el nombre de McGurk.
        Representando su cojera con el mismo entusiasmo que si estuviera en juego un Óscar de la Academia, Pitt se arrastró penosamente a lo largo de un laberinto de pasillos, hasta que McGoon lo introdujo en un ascensor.
        El robot presionó uno de los botones con un dedo metálico, y el ascensor empezó a descender sin ruido, aunque no con el mismo silencio del instalado en el edificio del Cuartel General Federal.
        «Es una pena que el equipo EIMA no dispusiera de información sobre un ascensor que desciende desde la superficie de la isla hasta el centro subterráneo», pensó Pitt durante el trayecto. Podría haberse intentado entrar por la residencia de la superficie con mayores probabilidades de éxito. Pocos instantes más tarde, las puertas se abrieron de par en par, y McGoon empujó a Pitt a un pasillo brillantemente iluminado.
        - La cuarta puerta a la izquierda. Abra y entre.
        La puerta, como todas las superficies planas de aquella construcción subterránea, estaba pintada de blanco. Una pequeña cruz roja era la única indicación de que se trataba de un centro médico. No había picaporte, tan sólo un botón empotrado en el marco. Pitt lo apretó, y la puerta se deslizó a un lado sin ruido. Entró cojeando. Una muchacha atractiva, vestida con uniforme de enfermera, fijó en él sus ojos castaños desde detrás de un mostrador. Le habló en japonés, y él se encogió de hombros, perplejo.
        - Lo siento -dijo-. Sólo hablo inglés.
        Sin decir una sola palabra más, ella se puso en pie, cruzó una sala con seis camas vacías, y desapareció en el interior de un despacho. Pocos segundos más tarde, un joven japonés sonriente, enfundado en unos pantalones tejanos y un jersey de cuello de cisne bajo la bata blanca de rigor, y con un estetoscopio colgado del cuello, se acercó, seguido de cerca por la enfermera.
        - ¿El señor Pitt, Dirk Pitt? -preguntó en inglés, con el acento de la costa oeste americana.
        - Sí.
        - Me han informado de que venía usted hacia aquí.
        - Josh Nogami. Es un verdadero honor para mí. He sido un auténtico admirador suyo desde que reflotó el Titanic. De hecho, me aficioné al submarinismo por culpa suya.
        - Es un placer -contestó Pitt, casi avergonzado -. No habla usted como un japonés.
        - Nací y me crié en San Francisco, a la sombra del puente de la bahía. ¿De dónde es usted?
        - Procedo de Newport Beach, California.
        - No me diga. Yo trabajé como interno en el Saint Paul's Hospital de Santa Ana. Solía bajar a Newport a practicar surf en cuanto tenía ocasión.
        - Ha ido a parar muy lejos del lugar en el que se crió.
        - También usted, señor Pitt.
        - ¿Le hizo Suma una oferta que no pudo rechazar?
        La sonrisa se enfrió notablemente.
        - También soy un admirador del señor Suma. Acepté su oferta de empleo hace cuatro años, sin necesidad de soborno.
        - ¿Cree en lo que está haciendo él?
        - Sin duda.
        - Perdóneme si le sugiero que le han engañado.
        - No estoy aquí engañado, señor Pitt. Soy japonés, y creo en la superioridad de nuestra cultura sobre la sociedad corrupta en que se ha convertido Estados Unidos.
        Pitt no estaba de humor para debatir de nuevo la filosofía de los distintos estilos de vida. Señaló su rodilla.
        - Voy a necesitar esto mañana. Debo de haber sufrido una torcedura. ¿Puede usted calmar el dolor para que pueda usarla?
        - Súbase el pantalón, por favor.
        Pitt lo hizo con el obligado acompañamiento de unas cuantas muecas y resoplidos para simular dolor, mientras el médico palpaba la rodilla.
        - No parece existir hinchazón ni magulladura. Tampoco hay signos de una rotura de ligamentos.
        - Pues duele como el demonio. No puedo doblarla.
        - Se hirió al estrellarse contra la residencia del señor Suma.
        - Las noticias viajan aprisa.
        - Los robots tienen un sistema de radio macuto que enorgullecería a los reclusos de San Quintín. Cuando supe de su llegada, subí a la superficie para ver los restos de su aeroplano. El señor Suma no se llevó precisamente una alegría al saber que había matado una carpa preciosa, que le costó más de cuatrocientos mil yenes.
        - Si sabe todo eso, también estará informado de que me ha tocado el papel de primer plato en la matanza de mañana -dijo Pitt.
        La sonrisa desapareció del rostro de Nogami, y su mirada mostró una profunda tristeza.
        - Quiero que sepa que, aunque obedezco las órdenes del señor Suma, no me agradan los sanguinarios juegos de caza del hombre que practica el señor Kamatori.
        - ¿Algún consejo para un condenado?
        Nogami abarcó la estancia con un amplio gesto del brazo.
        - Estas paredes tienen más ojos y oídos que el auditorio de un teatro. Si me atreviera a mostrar simpatía por su suerte, me vería forzado a acompañarle mañana en el campo. No, muchas gracias, señor Pitt. Me apena mucho su suerte, pero no debe culpar a nadie más que a sí mismo por haber conducido su barca hacia aguas turbulentas.
        - Pero hará usted lo que pueda por arreglar mi rodilla - Como médico, haré todo lo posible por aliviarle el dolor. Tengo también órdenes de Kamatori para tratar de que usted esté en la mejor disposición física posible para la caza de mañana.
        Nogami inyectó en la rodilla de Pitt algún medicamento de nombre impronunciable, que se suponía adecuado para aliviar el dolor, y la cubrió con un vendaje elástico. Luego dio a Pitt un pequeño frasco con píldoras.
        - Tome dos cada cuatro horas. No se pase de la dosis, porque lo atontarán y entonces será una presa fácil para Kamatori.
        Pitt había vigilado con atención las idas y venidas de la enfermera a un pequeño cuarto adjunto, del que había sacado la venda y las píldoras.
        - ¿No le importa que ocupe por un rato una de sus camas vacías para descansar? Esos colchones japoneses no han sido fabricados para mis huesos.
        - Por mi parte no hay ningún inconveniente. Notificaré a su robot-guarda que voy a tenerlo en observación durante una o dos horas. -Nogami lo miró con severidad-. Ni se le ocurra intentar escapar. Aquí no hay ventanas ni puertas traseras, y tendrá a los robots pegados a sus talones en cuanto dé dos pasos hacia el ascensor.
        - No se preocupe -contestó Pitt con una sonrisa amistosa-. Lo único que pretendo es reservar todas mis fuerzas para el espectáculo de mañana.
        - En ese caso acuéstese en la primera cama -asintió Nogami -. Es la que tiene el colchón más blando. La uso yo mismo. Es el único vicio occidental del que no he sabido prescindir. Tampoco yo he podido acostumbrarme a estos malditos tatamis.
        - ¿El cuarto de baño?
        - Al otro lado del cuarto de material, a la izquierda.
        Pitt estrechó la mano del doctor.
        - Le estoy muy agradecido, doctor Nogami. Es una lástima que veamos las cosas desde ópticas diferentes.
        Cuando Nogami lo dejó para volver a su despacho y la enfermera se sentó tras el mostrador, a su espalda, Pitt se levantó y fue cojeando al baño, pero en lugar de entrar, se limitó a abrir y cerrar la puerta con todo el ruido requerido para no despertar sospechas. La enfermera estaba ocupada cumplimentando unos impresos en su mostrador, y no se volvió para observar lo que hacía. Pitt se metió en el cuarto de material.
        Rebuscó en silencio en los estantes de medicamentos hasta encontrar una caja con bolsas de plástico adosadas a estrechos tubos, terminados en agujas del calibre dieciocho. Las bolsas estaban vacías y llevaban impresa la indicación CPDA-1 Plasma Sanguíneo con solución anticoagulante. Retiró una de las bolsas de la caja y la guardó debajo de su camiseta; no se notaba el menor bulto.
        En una esquina del cuarto había una unidad móvil de rayos X. Se quedó mirándola por unos instantes, mientras una nueva idea tomaba forma en su mente. Empleando las uñas, levantó una tapa de plástico con el nombre del fabricante, y la utilizó para desatornillar el panel trasero. Rápidamente quitó los conectores de un par de pilas secas de seis voltios de batería recargable, y extrajo una de ellas, deslizándola en la parte delantera de sus pantalones. Luego arrancó una porción tan larga de hilo eléctrico como para que no se notara la falta a simple vista, y la enrolló en torno a su cintura.
        Finalmente, entró sin ruido en el cuarto de baño y tiró de la cadena del lavabo. La enfermera ni siquiera levantó la cabeza cuando él volvió a tumbarse en la cama. En su despacho, Nogami parecía muy ocupado en hablar por teléfono con alguien, en voz baja.
        Pitt contempló el techo desnudo y dejó vagar libremente su imaginación. No era exactamente lo que Jordan y Kern hubieran calificado de plan magistral, capaz de conmocionar la faz de la Tierra, pero era todo lo que tenía, y su intención era aprovechar hasta el fondo sus limitadas posibilidades.


    49

        Moro Kamatori no sólo parecía la encarnación del mal, era realmente malvado. Las pupilas de sus ojos nunca variaban su forma de mirar, siniestra, y cuando sus labios finos se abrían en una sonrisa, lo cual no acontecía casi nunca, revelaban una hilera de dientes con más oro engastado que las minas del rey Salomón.
        Incluso a aquella hora tan temprana -eran las cinco en punto, y el cielo estaba todavía oscuro-, su aspecto revelaba una enojosa presunción respecto de sí mismo. Iba inmaculadamente vestido con un hakama, unos pantalones bombachos tan amplios que casi parecían una falda, y un kataginu del período de Edo, una especie de chaleco de caza de seda con brocados, sin mangas. Iba calzado únicamente con sandalias.
        Pitt, por su parte, parecía un refugiado que se había vestido con los harapos encontrados en un cubo de basura.
        Sólo llevaba una camiseta y un par de calzones cortos, obtenidos al desgarrar las perneras de su mono de vuelo. Cubría sus pies tan sólo con unos calcetines blancos de lana.
        Después de ser despertado y escoltado hasta el estudio privado de Kamatori, esperó temblando de frío en una sala sin calefacción, mientras examinaba todos los detalles de unas paredes cubiertas con armas antiguas de las distintas eras históricas de todo el mundo. Las armaduras, tanto europeas como japonesas, estaban montadas como soldados en posición de firmes, en el centro de la sala. Pitt sintió una oleada de repulsión en el estómago al ver otra clase de trofeos que resaltaban con claridad entre los centenares de espadas, lanzas, arcos y armas de fuego.
        Contó hasta treinta cabezas de las desventuradas víctimas humanas de Kamatori, que miraban sin ver el espacio con inmóviles ojos de cristal. La mayoría eran asiáticos pero cuatro mostraban rasgos caucásicos. La sangre se le heló en las venas al reconocer la cabeza de Jim Hanamura.
        - Acérquese, señor Pitt, y tome una taza de café -invitó Kamatori, indicando a Pitt un cojín vacío junto a una mesita baja-. Charlaremos un poco antes de…
        - ¿Dónde están los demás? -le interrumpió Pitt.
        Kamatori le dirigió una mirada helada.
        - Están sentados en un pequeño auditorio, en una habitación vecina, y desde allí presenciarán la caza a través de una pantalla de vídeo.
        - Como el auditorio de una mala película en el último pase nocturno.
        - Tal vez el último en ser cazado pueda aprovecharse de los errores cometidos por quienes le precedieron.
        - O tal vez cierren los ojos y se pierdan el espectáculo.
        Kamatori estaba sentado muy tieso; la fantasmal insinuación de una sonrisa asomó por un instante a las comisuras de sus labios apretados.
        - Esto no es un experimento. Hemos ido perfeccionando los procedimientos gracias a la experiencia. Las presas esperan su turno encadenadas a una silla y, si es necesario, se inmovilizan sus párpados con esparadrapo para que no se pierdan ni un detalle de la caza. No tendrán más remedio que presenciar su derrota.
        - Confío en que hará llegar mis restos a la familia cuando se canse de lucirlos en la pared -dijo Pitt, simulando mirar las cabezas que adornaban las paredes, aunque en realidad trató de evitar la vista de aquella siniestra exposición y concentrarse en un grupo de espadas.
        - Muestra usted una buena dosis de valor -observó Kamatori -. No había esperado menos de un hombre de su reputación.
        - ¿A quién le tocará después? -preguntó Pitt de súbito.
        El carnicero se encogió de hombros.
        - A su amigo el señor Giordino, o tal vez a la mujer agente. Sí, creo que cazarla a ella enardecerá la furia de los demás y les incitará a resultar más peligrosos como presas.
        - ¿Y si no consigue cazar a alguno de nosotros? -insistió Pitt.
        - La isla es pequeña. Hasta ahora nadie ha conseguido esconderse de mí más de ocho horas.
        - Y no da cuartel.
        - Ninguno -dijo Kamatori, mientras su malvada sonrisa se ensanchaba-. Éste no es un juego de niños, un escondite con ganadores y perdedores. Su muerte será rápida y limpia. Se lo prometo.
        Pitt miró al samurai a los ojos.
        - ¿No es un juego? A mí me da la sensación de que voy a representar a Sanger Rainsford y usted al general Zaroff.
        - Los nombres no me resultan familiares -dijo Kamatori, al tiempo que sus ojos se entrecerraban.
        - ¿No ha leído El juego más peligroso, de Richard Connell? Es una historia clásica: un hombre que caza a otros hombres por deporte.
        - No ensucio mi mente leyendo literatura occidental.
        - Me complace saberlo -dijo Pitt, añadiendo mentalmente un ligero porcentaje más a sus oportunidades de salir vivo de la prueba.
        Kamatori señaló la puerta.
        - Ha llegado el momento.
        - Todavía no me ha explicado las reglas del juego -dijo Pitt sin moverse de su lugar.
        - No hay reglas, señor Pitt. Generosamente le concedo una hora de plazo. Luego empezaré la caza, armado únicamente con mi espada, un arma ancestral que ha pertenecido a mi familia durante generaciones y que ha vertido mucha sangre enemiga.
        - Sus antepasados samurais se sentirán muy orgullosos de un descendiente que mancilla su honor matando a personas desarmadas e indefensas.
        Kamatori sabía que Pitt le provocaba con toda deliberación, pero no pudo contener su ira creciente ante el americano, que no mostraba el menor signo de miedo.
        - Ahí está la puerta -dijo con voz silbante -. Empezaré la persecución dentro de una hora.
        La afectación de indiferencia despreocupada desapareció en el momento en que Pitt cruzó la puerta a través de la valla electrificada. Una furia incontenible lo invadió mientras corría a través de la línea de árboles que rodeaba la residencia y se refugiaba a la sombra de las rocas abruptas y desnudas. Se convirtió en un hombre fuera de sí, frío y astuto, con sus percepciones potenciadas hasta un punto anormal, y guiado por una idea obsesiva.
        Tenía que salvarse a sí mismo para salvar a los demás.
        La apuesta de correr calzado sólo con los calcetines en lugar de conservar las pesadas botas que llevaba puestas al despegar del puente del Ralph R. Bennett resultó un acierto. Por fortuna, el suelo rocoso estaba cubierto por varios centímetros de tierra blanda, erosionada a lo largo de los siglos en la lava volcánica.
        Corrió con una determinación inflexible, espoleado por la rabia y el temor a fracasar. Su plan era muy sencillo, ridículamente sencillo, aunque la probabilidad de engañar a Kamatori parecía poco menos que imposible. Con todo, tenía la total seguridad de que aquel truco no había sido intentado por ninguno de los hombres cazados anteriormente. La sorpresa podía jugar a su favor. Los demás únicamente habían intentado poner tanta distancia entre la residencia y ellos como fuera materialmente posible, antes de buscar un escondite donde evitar ser descubiertos. La desesperación aviva el ingenio pero todos ellos habían fracasado y muerto de una manera horrible. Pitt se disponía a intentar una nueva idea en el juego de la caza, una idea tan loca que tal vez funcionara.
        Tenia otra ventaja respecto de quienes le habían precedido. Gracias a la maqueta detallada que Penner había construido de la isla, Pitt se había familiarizado con el paisaje en general. Recordaba las dimensiones y altitudes con roda claridad, y sabía con precisión dónde tenía que ir; y era precisamente hacia el lugar más alto de la isla.
        Las personas que huyen aterrorizadas de sus perseguidores se dirigen inexplicablemente a los lugares altos: en un edificio trepan por las escaleras, en el campo buscan un árbol en el que esconderse o las rocas que coronan la cima de una colina. Todos esos lugares se convierten en callejones sin salida que no ofrecen ninguna posibilidad de escape.
        Pitt salió del camino y descendió a campo través hacia la costa oriental, siguiendo una dirección irregular, como si dudara sobre qué camino seguir; en varias ocasiones dio marcha atrás para hacer creer a su perseguidor que erraba perdido en círculos. El accidentado suelo lunar y la escasa luz hacían difícil mantener el sentido de la marcha, pero aunque las estrellas habían empezado a desvanecerse aún podía encontrar el norte buscando la Polar. Se detuvo unos minutos para recuperar fuerzas y examinar la situación.
        Se daba cuenta de que Kamatori, que perseguía a sus víctimas calzado con sandalias, nunca podría seguir el rastro y dar con ellas en tan sólo ocho horas. Un aficionado a la vida al aire libre, con un mínimo de suerte, podría haber evitado la captura durante uno o dos días por lo menos, incluso si intervinieran perros en la persecución…, a no ser que siguiera su rastro un robot provisto de sensores. Volvió a correr de nuevo, todavía aterido de frío pero sin sentirse agarrotado ni exhausto.
        Al acabar la hora de plazo, Pitt estaba recorriendo los acantilados al borde del mar. Algunos árboles y arbustos dispersos crecían hasta el filo mismo del precipicio. Disminuyó el ritmo de marcha hasta convertirlo en un ligero trote, y buscó alguna brecha en la línea de rompientes que se extendía casi veinte metros más abajo. Finalmente llegó a un pequeño claro dominado por un alto peñasco. Un pino, con parte de sus raíces al descubierto por la erosión colgaba de forma precaria sobre las aguas en perpetuo movimiento.
        Buscó atentamente alrededor suyo las posibles señales de una cámara de vídeo o de sensores guiados por el calor corporal, y no descubrió ninguno.
        Razonablemente seguro de no ser observado, probó su peso en el tronco del árbol. Éste osciló, y la copa poblada de agujas verdes se inclinó cinco centímetros más hacia el abismo. Calculó que, si saltaba con el suficiente impulso a las ramas más altas, el peso añadido arrancaría del suelo las raíces y enviaría a Pitt junto con el árbol desde el borde del acantilado hasta el mar.
        Luego estudió el agua oscura y espumeante, como hacen los nadadores que se lanzan desde las rocas de Acapulco. Juzgó que la profundidad de una estrecha grieta entre las rocas debía de ser de tres metros, cuatro en el momento en que la ola irrumpía en ella. Ninguna persona en su sano juicio se hubiera detenido a pensar dos veces la idea que bullía en el cerebro de Pitt mientras examinaba la fuerza de la resaca y la dirección de la corriente. Un nadador que no dispusiera del traje adecuado no podría sobrevivir veinte minutos en el agua fría sin sufrir los efectos de la hipotermia, en el dudoso caso de que sobreviviera a la caída.
        Se sentó en una roca, extrajo la bolsa de plástico para el plasma sanguíneo que llevaba sujeta bajo el cinturón de sus calzones, y la depositó en el suelo a sus pies. Extendió el brazo izquierdo y apretó el puño, palpando con la mano derecha hasta encontrar la vena que corría por la articulación interna del codo. Hizo una pausa momentánea, tratando de fijar la vena en su mente e imaginarla como una manguera. Luego tomó la aguja sujeta al tubo de la bolsa de sangre y la clavó en ángulo.
        No acertó y tuvo que pinchar de nuevo. Finalmente dio con la vena al tercer intento. Entonces, sentado allí, se relajó y dejó que su sangre fluyera en el interior de la bolsa.
        Su oído captó unos débiles ladridos en la lejanía. La evidencia de que había empezado la caza, con un perro siguiendo su rastro lo sacudió con la fuerza de un mazazo.
        No podía creer que hubiera subestimado a Kamatori. No había especulado con más posibilidades, no había sabido adivinar que seguiría su pista un mastín de carne y hueso.
        Había aceptado ciegamente, como un hecho consumado, que su perseguidor utilizaría medios electrónicos o robóticos para descubrir a su presa. Podía imaginarse la carcajada del samurai corta pescuezos cuando encontrara a Pitt subido a un árbol para resguardarse de un perro furioso.
        Con increíble paciencia, Pitt siguió sentado y esperó a que su sangre llenara la bolsa de plástico, mientras oía aproximarse los ladridos. El perro había encontrado su rastro y ya estaba a menos de doscientos metros cuando el volumen de sangre llegó a los 450 mililitros, y Pitt retiró la aguja de su brazo. Rápidamente ocultó la bolsa llena de sangre bajo un montón de piedras y acabó de taparla con arena suelta.
        La mayoría de los hombres decapitados por Kamatori, presas de un terror pavoroso, habían intentado insensatamente huir del mastín y habían acabado por caer agotados y ser rematados en el suelo. Sólo los más bravos se habían detenido e intentado enfrentarse al perro con cualquier arma a la que pudieron echar mano, por lo común algún grueso garrote. Todavía inconsciente de la sorpresa que lo aguardaba, Pitt fue un paso más allá. Encontró una rama larga y gruesa, y también recogió dos pesadas piedras.
        Como defensa final alineó sus rudimentarias armas encima del peñasco que dominaba el claro y trepó arriba.
        Sus pies apenas habían dejado el suelo cuando el perro cruzó aullando entre los árboles y se detuvo al borde del acantilado.
        Pitt lo miró atónito. El perro que le perseguía no era en absoluto un juguete afelpado. Era el robot más parecido a un monstruo de pesadilla que Pitt había visto jamás Los ingenieros japoneses de los laboratorios de robó tica de Suma se habían superado a sí mismos en esta ocasión. La cola, que se alzaba erecta en el aire, era una antena y las patas rotaban como los radios de una rueda hasta que sus extremos se apoyaban en el suelo, formando un ángulo de 90°. El cuerpo era un complejo de aparatos electrónicos agrupados en torno a un sensor de ultrasonidos. Era capaz de detectar el olor humano, el calor y el sudor, y capaz también de vadear o saltar por encima de los obstáculos a una velocidad similar a la de un dóberman.
        El único parecido entre un perro de verdad y aquel robot-sabueso, si Pitt aguzaba la imaginación y olvidaba los ladridos pregrabados, era un horrible sistema de mandíbulas con dientes que circulaban en lugar de abrirse y cerrarse. Pitt introdujo un extremo de su rama en la abertura metálica y vio cómo le era arrancada de las manos y despedazada en medio de una lluvia de astillas.
        «Es un milagro que quede entera cualquier porción del cuerpo de las víctimas de Kamatori después de que les dé alcance esta monstruosidad», pensó Pitt. Pero el perro artificial no hizo ningún esfuerzo por avanzar y atacarle. Se situó delante de la roca a la que había subido Pitt y guardó la distancia, mientras su cámara de vídeo miniatura registraba los movimientos y la posición de Pitt. Éste comprendió que su función se limitaba únicamente a localizar la presa y acorralarla hasta que Pitt llegara y ejecutara el asesinato ritual.
        Pitt levantó una de las piedras sobre su cabeza y la lanzó. Pero el robot-sabueso era demasiado ágil; saltó sin aparente esfuerzo a la derecha y la piedra pasó silbando a su lado y fue a chocar contra el suelo.
        Pitt levantó la otra piedra, la única arma que le quedaba, e hizo amago de lanzarla, pero interrumpió el movimiento a la mitad y observó cómo el perro daba un nuevo salto a la derecha. Entonces, como haría un bombardero, rectificó el tiro apuntando más a la derecha, y soltó la piedra. El cálculo fue acertado y la puntería excelente. El pero programado al parecer para esquivar siempre hacia el mismo lado los golpes que le dirigían durante un combate recibió de lleno el impacto del proyectil.
        No hubo ningún ladrido ni gañido, tampoco se produjeron chispas debidas a algún cortocircuito electrónico.
        El chucho se limitó a inclinarse perezosamente sobre sus patas, sin llegar a caer, con el ordenador y los sistemas de control destrozados. Pitt casi sintió pena al verlo inerte como un juguete móvil con las pilas gastadas…, pero no demasiada pena, de todos modos. Bajó del peñasco y golpeó metódicamente las tripas electrónicas de aquella cosa, derribándola a un lado. Pitt se aseguró de que la cámara de vídeo no funcionaba, y entonces fue a buscar la bolsa de sangre bajo su escondite de piedras y arena.
        Deseó con fervor que la sangre extraída de su vena no le hubiera debilitado demasiado. Iba a necesitar todas sus energías para la tarea que le esperaba.
        Kamatori sintió cierta aprensión cuando la imagen de su pequeño monitor de televisión de pulsera se desvaneció de súbito. La última lectura del sensor del robot-sabueso situaba a Pitt aproximadamente a ciento setenta y cinco metros en dirección sudeste, hacia los acantilados que bordeaban la línea de la costa. Le asombró que Pitt se hubiera dejado acorralar ya en los momentos iniciales de la caza. Se apresuró en aquella dirección, pensando al principio que el sistema había fallado. Mientras corría hacia la posición del último contacto, empezó a considerar la posibilidad de que el perseguido hubiera sido la causa del problema.
        Nunca había ocurrido nada parecido con las presas anteriores. Ninguno de ellos había derrotado al robot, ni siquiera le habían causado el menor daño. Si Pitt había conseguido lo que los otros no pudieron, Kamatori decidió que debería aproximarse a él extremando su cautela.
        Disminuyó el ritmo de su marcha, dejando de preocuparse por la celeridad. Podía emplear todo el tiempo que quisiera.
        Tardó casi veinte minutos en recorrer la distancia y llegar al pequeño claro sobre los acantilados. Vio vagamente la silueta del robot-sabueso entre los arbustos. Temió lo peor al darse cuenta de que yacía en el suelo.
        Oculto entre los arbustos, inspeccionó cuidadosamente el peñasco elevado que coronaba el claro. Con toda cautela, Kamatori se arrastró hacia el perro, que seguía silencioso e inerte. Desenvainó la espada y la levantó por encima de la cabeza, aferrando la empuñadura con las dos manos.
        Como experto practicante del kiai, el poder psicológico de acrecentar en su propio interior la furia bélica y la fiera determinación de aplastar al enemigo, Kamatori inspiró profundamente, lanzó un grito marcial y saltó, esperando caer sobre su odiado rival en el exacto momento en el que Pitt exhalaba su aliento.
        Pero Pitt no estaba allí.
        El pequeño claro parecía el escenario de una matanza.
        La sangre había salpicado todo: el robot-sabueso, las rocas y las hierbas ralas que crecían junto al borde del farallón.
        Estudió el suelo. Las huellas de los pies de Pitt eran profundas y estaban dispersas en desorden, pero no había ningún rastro de sangre ni de pisadas que se alejara del claro.
        Miró el mar y las rompientes, y vio un árbol desgajado que la resaca arrastraba hacia el mar abierto sólo para que la siguiente ola volviera a lanzarlo contra las rocas. También estudió el agujero reciente y las raíces quebradas en el borde del precipicio.
        Durante varios minutos contempló la escena, examinó la gruesa rama reducida a astillas y la piedra que yacía junto al perro. El robot-sabueso no estaba diseñado para destruir sólo para perseguir y localizar. Pitt debía de haberle hecho frente, y golpeado de alguna forma que alteró el programa del ordenador y lo convirtió en un asesino furioso.
        El robot, entonces, le habría atacado y causado profundas heridas. Sin posibilidad de huir ni medios para combatir contra aquel horror, Pitt debía de haber intentado escaparse trepando al árbol. Pero su peso resultó excesivo y cayó sobre las rocas. No había rastro del cuerpo de Pitt pero ningún hombre podía haber sobrevivido a aquella caída. O bien habría sido absorbido por un remolino, o bien los tiburones, atraídos por la sangre de sus heridas, lo habrían devorado.
        Kamatori fue presa de una ira ciega. Cogió el perro mecánico y lo arrojó por el acantilado. Pitt le había derrotado. La cabeza del aventurero no figuraría en las paredes de su museo junto a los demás macabros trofeos. El carnicero samurai se sintió tan frustrado como si le hubieran hecho trampa. Nadie hasta aquel momento había escapado a su espada.
        Se vengaría con los demás presos americanos. Decidió que Stacy sería su próxima presa, e imaginó con intenso placer las caras horrorizadas de Giordino, Weatherhill y Mancuso cuando vieran a todo color cómo la hacía pedazos.
        Colocó frente a su vista la hoja de la espada y experimentó una sensación de euforia cuando el nuevo sol hizo brillar el acero. Luego la blandió en círculo por encima de su cabeza y finalmente la introdujo en la vaina con un solo y ágil movimiento.
        Todavía furioso y frustrado por haber perdido al hombre que con mayor desesperación deseaba matar, emprendió el camino de vuelta, por el pedregoso paisaje, hacia la residencia, anticipando ya en su mente los detalles de la próxima caza.


    50

        El presidente caminaba por el césped del Congressional Country Club, disputando una partida de golf, a media tarde.
        - ¿Está seguro de lo que dice? ¿No hay posibilidad de error?
        Jordan asintió. Sentado en un carrito de golf, contemplaba cómo el presidente estudiaba un golpe de aproximación en el hoyo catorce.
        - Las malas noticias están confirmadas por el hecho de que el equipo lleva cuatro horas de retraso respecto a la hora prevista para el contacto.
        El presidente tomó el hierro húmedo cinco que le ofrecía su caddie, que ocupaba otro carrito junto a un agente del Servicio Secreto.
        - ¿Cabe la posibilidad de que los hayan matado?
        - La única información que nos ha pasado el agente británico infiltrado en el Centro del Dragón es que fueron capturados casi inmediatamente después de salir del túnel submarino e irrumpir en la instalación del centro de mando.
        - ¿Dónde ha estado el error?
        - No evaluamos con exactitud la fuerza del ejército robótico de seguridad de Suma. Al no contar con presupuesto para desplegar agentes de Inteligencia en Japón, inorábamos sus progresos en robótica. Su tecnología para desarrollar sistemas mecánicos dotados de inteligencia artificial, visión y movimiento físico nos ha cogido por sorpresa.
        El presidente se aproximó a la pelota, hizo oscilar el bastón, y la golpeó enviándola hasta el borde del green. Entonces miró a Jordan. Encontraba difícil, por no decir imposible, comprender la existencia de una fuerza de seguridad mecánica.
        - ¿Robots de verdad, que caminan y hablan?
        - Sí, señor, totalmente automatizados, con una gran movilidad y armados hasta los dientes.
        - Dijo usted que su gente era capaz de atravesar las paredes.
        - No hay nadie mejor que ellos en el oficio. Hasta ahora no habíamos encontrado ningún sistema de seguridad que no tuviera algún fallo. Pero la tecnología de Suma ha creado uno. Nuestros hombres han tropezado con una inteligencia informatizada que no tienen medio de soslayar; no hay ningún agente del mundo que haya sido entrenado para superarla.
        El presidente se colocó al volante del carrito y apretó el pedal del acelerador.
        - ¿Hay alguna esperanza de enviar una misión de rescate que pueda salvar a sus agentes?
        Hubo un momento de silencio; Jordan vaciló antes de contestar.
        - Es dudoso. Tenemos razones para creer que Suma tiene intención de ejecutarlos.
        El presidente sintió compasión por Jordan. Tenía que ser una píldora muy amarga de tragar el perder un equipo EIMA casi completo. Ninguna operación en la historia de la seguridad nacional había sufrido una racha de mala suerte tan increíble.
        - Será difícil de soportar el momento en que Jim Sandecker se entere de que Pitt y Giordino han caído.
        - No me atrevo a darle esa noticia.
        - Entonces vamos a vernos obligados a hundir esa condenada isla bajo el mar, y al Centro del Dragón con ella.
        - Ambos sabemos, señor presidente, que el pueblo americano y la opinión mundial caerían sobre usted como una tonelada de ladrillos, por mucho que alegue que su intención era evitar un desastre nuclear.
        - En ese caso enviemos nuestras Fuerzas Delta, y aprisa.
        - Tenemos ya varios equipos de las Fuerzas Especiales preparados junto a sus aparatos, en la base de las Fuerzas Aéreas de Anderson, en Guam. Pero yo aconsejaría esperar. Todavía estamos a tiempo de que mis hombres cumplan la misión planeada.
        - ¿Cómo, si no tienen esperanza de escapar?
        - Siguen siendo los mejores, señor presidente. No creo que debamos descartarlos todavía.
        El presidente detuvo el carrito junto a la pelota, permaneció inmóvil a tan sólo unos centímetros del green. El caddie acudió con un hierro del número nueve. El presidente lo miró y movió negativamente la cabeza.
        - Sé hacer mucho mejor el golpe corto que picar la pelota. Será preferible que me pases el putter.
        Al segundo golpe, la pelota cayó en el agujero.
        - Desearía tener la paciencia que exige el golf -comentó Jordan cuando el presidente regresó al carrito -.
        Pero sigo pensando que existen cosas más importantes a las que dedicar mi tiempo.
        - Ningún hombre puede funcionar indefinidamente sin recargar las baterías -contestó el presidente, mientras se disponía a dirigirse hasta el siguiente hoyo.
        - ¿Qué es lo que quieres de mí, Ray?
        - Ocho horas más, señor presidente, antes de recurrir a las Fuerzas Especiales.
        - Todavía estás convencido de que tus hombres pueden lograrlo.
        - Creo que debemos darles esa oportunidad. -Jordan hizo una pausa-. Y además existen otras dos consideraciones.
        - ¿Cuáles?
        - La posibilidad de que los robots de Suma hagan pedazos a nuestras Fuerzas Delta antes de que lleguen al centro de mando.
        El presidente mostró una seca sonrisa.
        - Un robot puede no ser vulnerable al ataque de un experto en artes marciales, pero no es inmune al fuego de armas pesadas.
        - Lo admito, señor, pero puede perder un brazo y seguir luchando; y no se desangra.
        - ¿Cuál es la otra consideración?
        - No hemos sido capaces de descubrir el paradero de la congresista Smith y el senador Díaz. Sospechamos que muy probablemente se encuentren en la residencia de Suma, en la isla de Soseki.
        - Me desconciertas, Ray Brogan, del cuartel general de la CIA en Langley, sostiene que con toda seguridad que Smith y Díaz están bajo custodia en Edo. Fueron vistos e identificados en los apartamentos para huéspedes de Suma. -Hizo una larga pausa-. Sabes condenadamente bien que no puedo permitirme concederte ocho horas más. Si tu equipo no ha restablecido el contacto y completado la operación en cuatro horas, enviaré las Fuerzas Delta.
        - La isla de Suma está protegida con misiles. Cualquier submarino que intente desembarcar hombres a menos de veinte kilómetros de la costa será aniquilado, y cualquier avión que intente lanzar paracaidistas, derribado de inmediato. Y aunque las Fuerzas Delta consiguieran poner el pie en Soseki, serían masacradas antes de poder penetrar en el Centro del Dragón.
        El presidente contempló el espectáculo del sol poniéndose sobre las copas de los árboles.
        - Si tu equipo ha fracasado -dijo pensativo-, me veré obligado a arruinar mi carrera política lanzando una bomba nuclear. No veo otra forma de detener el Proyecto Kaiten antes de que Suma tenga la oportunidad de utilizar contra nosotros.

        En una sala situada en los sótanos del edificio C de la Agencia Nacional de Seguridad en Fort Meade, Clyde Ingram, el director de interpretación de datos científicos y técnicos, estaba sentado en un cómodo sillón contemplando una pantalla gigante de televisión. Los detalles que conseguían captar los últimos avances de los satélites de reconocimiento eran increíbles.
        Lanzado al espacio en una misión secreta de enlace, el satélite Pyramider era mucho más versátil que su predecesor, el Sky King. No sólo era capaz de proporcionar fotografías e imágenes de vídeo de las tierras emergidas y de la superficie del agua, sino que sus tres sistemas revelaban además detalles subterráneos y suboceánicos.
        Por el simple procedimiento de apretar los botones de una consola, Ingram podía situar al «gran pájaro», como lo apodaban, sobre cualquier objeto del mundo, y dirigir sus poderosas cámaras y sensores de modo que pudieran transmitir cualquier cosa, desde las diminutas letras de las columnas de un periódico colocado sobre un banco en un parque, hasta la estructura de un complejo de misiles subterráneo o lo que estaba cenando la dotación de un submarino que se deslizaba en aquellos momentos bajo una capa de varios metros de hielo.
        Esta noche estaba analizando las imágenes del mar que rodeaba la isla de Soseki. Después de examinar los sistemas de misiles ocultos en el área boscosa que rodeaba la residencia, empezó a concentrarse en la búsqueda e identificación de los sensores colocados bajo el agua por las fuerzas de seguridad de Suma para detectar cualquier actividad submarina y prevenir un desembarco clandestino.
        Al cabo de una hora, su mirada percibió un pequeño objeto que resaltaba sobre el fondo marino, treinta y seis kilómetros al nordeste de la isla, y a una profundidad de trescientos veinte metros. Envió un mensaje al ordenador central para ampliar el área que rodeaba el objeto. A su vez, el ordenador remitió las coordenadas y dio a los sensores del satélite las indicaciones precisas para colocar aquel objeto en su punto de mira.
        Una vez que la señal fue recibida y registrada, el satélite envió una imagen ampliada a un receptor situado en una isla del Pacífico, que a su vez la remitió al ordenador de Ingram en Fort Meade, donde fue aumentada y mostrada por la pantalla.
        Ingram se levantó y se aproximó a la pantalla, mirando con atención a través de sus gafas. Luego volvió a su sillón y marcó un número en su teléfono para llamar al vicedirector de operaciones, que estaba en su automóvil, atrapado en el horrendo embotellamiento de la hora punta del final de la jornada en Washington.
        - Meeker -sonó una voz cansada en el teléfono celular.
        - Aquí Ingram, jefe.
        - ¿No se cansa nunca de espiar los secretos más profundos del mundo durante toda la noche? ¿Por qué no se va a su casa y hace el amor con su mujer?
        - Admito que el sexo es mejor, pero el observar estas increíbles imágenes resulta casi tan bueno.
        Curtis Meeker suspiró aliviado cuando el tráfico se despejó un poco y consiguió pasar en verde el último semáforo antes de doblar por la calle en la que residía.
        - ¿Ha visto algo interesante? -preguntó.
        - Tengo un aeroplano hundido en el mar, cerca de la isla de Soseki.
        - ¿Qué modelo?
        - Parece un B-29 de la Segunda Guerra Mundial, o lo que queda de él. Tiene el aspecto de estar seriamente dañado, pero por lo demás en buena forma después de permanecer cincuenta años en el fondo del mar.
        - ¿Algún detalle?
        - Una imagen muy clara de números y letras en el fuselaje y en la cola. También puedo ver una pequeña figura en la proa, debajo de la cabina del piloto.
        - Descríbala.
        - La imagen no es perfecta; tiene que tener en cuenta la distancia a la que se encuentra hundido el aeroplano.
        Pero yo diría que se trata de un diablo con un tridente.
        - ¿Algún lema?
        - Se percibe con mucha vaguedad -contestó Ingram-. La primera palabra está tapada. -Hizo una pausa y accionó los mandos del ordenador para conseguir mayor nitidez-. La segunda palabra parece ser Demons.
        - Queda un tanto apartado de las rutas seguidas por la Vigésima Fuerza Aérea durante la guerra -observó Meeker.
        - ¿Cree que pueda estar relacionado con algo importante?
        Meeker movió negativamente la cabeza para sí mismo, al tiempo que doblaba la esquina de su calle.
        - Probablemente sólo se trata de un avión perdido después de desviarse de su ruta y estrellarse, como le sucedió al Lady Be Good en el desierto del Sahara. Con todo, será mejor comprobarlo, por si puede notificarse a algún pariente vivo de los miembros de la dotación el lugar de su reposo final.
        Ingram colgó el receptor y se quedó mirando absorto la imagen del viejo aparato hundido bajo el mar. Se preguntaba cómo habría ido a parar allí.


    51

        No había habido necesidad de mantener abiertos sus ojos con esparadrapo. Stacy, Mancuso y Weatherhill contemplaron la pantalla con horrorizada fascinación hasta el momento en que la imagen se desvaneció, durante la lucha de Pitt con el robot-sabueso. Luego la tristeza ahogó todas las demás emociones, cuando Kamatori, con expresión diabólica, enfocó con otra cámara el suelo ensangrentado.
        Los cuatro estaban sentados, encadenados a las sillas de metal colocadas en semicírculo delante de una pantalla de vídeo de alta resolución empotrada en una pared. Los dos robots que Giordino llamaba McGoon y McGurk montaban guardia con los últimos modelos de rifle automático japonés apuntados a la nuca de los prisioneros.
        El inesperado fracaso de sus planes y la impotencia absoluta en la que se encontraban sumidos los había abatido más que la virtual sentencia de muerte. Por sus mentes habían desfilado cientos de planes de fuga. Ninguno de ellos podía ser viable. Ahora, toda su conciencia estaba ocupada por la proximidad de la muerte.
        Stacy se volvió a mirar a Giordino, para ver cómo encajaba el golpe demoledor de la pérdida de su amigo. Pero el rostro del italiano parecía sereno, sin rastro de pena o de ira. Giordino estaba sentado allí con una calma helada, y sus ojos seguían curiosos la acción de la pantalla, corno si se tratara de la serie de aventuras del sábado por la tarde Poco después Kamatori entró en la habitación, se sentó con las piernas cruzadas sobre un colchón, y se sirvió una copa de saki.
        - Supongo que han visto ustedes el resultado de la caza - dijo entre dos sorbos -. El señor Pitt no actuó conforme a las reglas. Atacó al robot, alteró su programación y murió a causa de su propia estupidez.
        - ¡Hubiera muerto a sus manos de todas formas! -estalló Mancuso -. Al menos le ahorró su trabajo de carnicero.
        Los labios de Kamatori se curvaron hacia abajo, y luego dibujaron una sonrisa siniestra.
        - Les aseguro que lo que le ocurrió a su amigo no se repetirá. En estos momentos se está reprogramando un nuevo robot-sabueso para que ningún fallo inesperado de sus sistemas derive en un ataque contra su presa.
        - Eso es trampa -gruñó Giordino.
        - Canalla -dijo Mancuso con voz silbante, con la cara roja de ira y luchando por librarse de sus cadenas -. He visto las brutalidades que hacían hombres como tú a los prisioneros de guerra. Os deleitáis con las torturas ajenas, pero no podéis soportar la idea de sufrirlas vosotros mismos.
        Kamatori observó a Mancuso con la misma expresión de disgusto altanero que podría haber mostrado a la vista de una rata que enseñara los dientes en una alcantarilla.
        - Será usted el último en salir al campo, señor Mancuso. Sufrirá al ver la agonía de los demás antes de que le llegue el turno.
        - Me ofrezco voluntario para ser el siguiente -dijo Weatherhill con calma. Su mente descartó los planes de fuga y empezó a concentrarse en un solo acto. Pensó que, aunque luego no pudiera hacer otra cosa, matar a Kamatori era algo por lo que valía la pena morir.
        Kamatori negó lentamente con la cabeza.
        - Es a la señorita Fox a quien corresponde ese honor.
        Tina agente profesional femenina supondrá un interesante reto. Mucho mejor que Dirk Pitt, espero. Pitt me ha causado una profunda desilusión.
        Por primera vez, Weatherhill se sintió invadido por un escalofrío de náusea. Nunca había temido a la muerte. Había pasado la mitad de su vida intentando escapar de una muerte violenta. Pero permanecer impotentemente sentado mientras una mujer era asesinada, una mujer a la que conocía y respetaba, le ponía enfermo.
        El rostro de Stacy palideció cuando Kamatori se puso en pie y ordenó a los guardas robóticos que soltaran sus cadenas, pero se limitó a mirarlo con un desprecio helado.
        Una señal electrónica abrió los candados, y un empujón la levantó de la silla que había ocupado.
        Kamatori señaló la puerta, que se abrió hacia el exterior de la sala.
        - Salga -ordenó con voz seca-. Empezaré la persecución dentro de una hora.
        Stacy dedicó a los demás la que creía su última mirada.
        Mancuso parecía abrumado, y Weatherhill la miró, a su vez, con una inmensa pena reflejada en los ojos. Pero lo que la sorprendió fue la respuesta de Giordino: un guiño y una sonrisa, que parecían decirle que todo iba a ir bien.
        - Está malgastando el tiempo de que dispone -dijo fríamente Kamatori.
        - No hace falta que salgas a la carrera ahí fuera -dijo una voz desde detrás de los dos guardas robóticos.
        Stacy se volvió, segura de que sus ojos la engañaban.
        Dirk Pitt estaba en el umbral de la habitación, negligentemente apoyado en el quicio de la puerta y con la vista clavada en Kamatori. Sus dos manos reposaban en el puño de un largo sable cuya punta descansaba en el suelo pulimentado. Sus ojos, de un verde profundo, estaban alerta, y en su rostro curtido aparecía una prevenida sonrisa.
        - Lamento llegar tarde, pero he tenido que llevar a un perro a la escuela de adiestramiento.


    52

        Nadie se movió, nadie habló. Los robots no se movieron, a la espera de una orden de Kamatori, ya que sus procesadores de datos no estaban preparados para reaccionar a la súbita aparición de Pitt. Pero el samurai había sufrido una fuerte conmoción al ver a Pitt de pie en el umbral, sin un solo rasguño en el cuerpo. Abrió la boca y sus ojos se agrandaron; finalmente, las líneas de su rostro, tensadas por la sorpresa, se distorsionaron en un inicio de sonrisa forzada.
        - No ha muerto -dijo mientras su mente trataba de recuperarse de la impresión y su rostro se ensombrecía-. Simuló su muerte, y-sin embargo, la sangre…
        - Pedí prestadas algunas cosas en su hospital -explicó Pitt con desenvoltura-, y doné voluntariamente un poco de mi sangre.
        - Pero no tenía ningún lugar donde ir, salvo al mar o a las rocas que había bajo el acantilado. No podía usted sobrevivir.
        - Utilicé el árbol que vio flotando en el agua para amortiguar la caída. Luego me dejé flotar con la corriente hasta alejarme unos cientos de metros de la orilla. Después de ir un rato a la deriva, nadé hasta una pequeña curva y trepé por los acantilados próximos a la residencia.
        La sorpresa de los ojos de Kamatori se transformó en una intensa curiosidad.
        - ¿Y el sistema de seguridad? ¿Cómo pudo pasar inadvertido entre los guardias robóticos?
        - Hablando en términos figurados, los he puesto fuera de combate.
        - No es cierto -negó Kamatori con la cabeza-. Sus sistemas de detección son infalibles. No están programados para dejar pasar un intruso.
        - Le hago una apuesta.
        Pitt levantó el sable, clavó la punta en el parqué del suelo y lo soltó, de modo que la hoja quedó vibrando sobre la madera pulimentada. Tomó entonces un pequeño objeto que llevaba bajo el brazo y que resultó ser un calcetín con algo anudado en su interior. Avanzó hacia uno de los robots que tenía delante. Antes de que pudiera girarse, frotó el contenido del calcetín contra el panel de plástico que protegía el procesador de datos del robot; éste, al instante, se quedó rígido e inmóvil.
        Al darse cuenta, demasiado tarde, de lo que estaba haciendo Pitt, Kamatori gritó:
        - ¡Matadlo!
        Pero Pitt se había agachado ya para evitar ser el flanco de los rifles automáticos del segundo robot, y había conseguido frotar de nuevo el extraño objeto contra su procesador. Como el primero, quedó inerte.
        - ¿Cómo lo has hecho? -preguntó Stacy tragando saliva.
        Pitt extrajo del calcetín la pila seca de seis voltios extraída de la máquina portátil de rayos X y un tubo de hierro con dos metros de hilo de cobre enrollado en él. Mantuvo en alto el aparato para que pudieran verlo.
        - Un electroimán. Borró los programas de sus discos y obstruyó sus circuitos integrados.
        - Un respiro momentáneo, nada más -comentó Kamatori-. He menospreciado gravemente su ingenio, señor Pitt, pero no ha conseguido gran cosa, aparte de prolongar su vida unos minutos más.
        - Al menos ahora disponemos de armas -dijo Weatherhill señalando con un gesto los rifles inmóviles que sostenían los robots.
        A pesar del giro que habían tomado los acontecimientos, Kamatori no podía ocultar una expresión de triunfo en su rostro. De nuevo tenía el control total de la situación. La casi milagrosa resurrección de Pitt no había servido para nada.
        - Los rifles están soldados a los brazos flexibles de los robots. No pueden sacarlos a menos que cuenten con un soplete para cortar metales. Siguen tan inermes como antes.
        - Entonces estamos todos metidos en el mismo barco, ahora que hemos desconectado a sus guardaespaldas -dijo Pitt, pasando el electroimán a Stacy.
        - Tengo mi katana. -La mano de Kamatori se alzó hasta tocar la empuñadura de su ancestral espada japonesa, que descansaba en la vaina colgada a su espalda. La hoja de sesenta y un centímetros estaba forjada en un hierro magnético elástico como un duro filo de acero -. Y también llevo un wakizashi.
        De una funda guardada en su faja extrajo un cuchillo de unos veinticuatro centímetros de largo; mostró la hoja antes de volverlo a enfundar.
        Pitt regresó al umbral de la puerta que conducía al museo de arsenal antiguo de Kamatori, y arrancó del suelo su sable.
        - Tal vez no sea exactamente Excalibur, pero es mejor que tirar almohadas.
        El arma que Pitt había cogido de una de las paredes del estudio de Kamatori era un sable de duelo italiano del siglo XIX, con una hoja de noventa centímetros de la empuñadura a la punta. Era más pesado que el moderno sable de esgrima con el que Pitt había practicado durante su época de estudiante en la Academia de las Fuerzas Aéreas, y no tan flexible, pero en manos de un esgrimidor experto podía considerarse un arma temible.
        Pitt no se hacía ilusiones respecto al resultado de la pelea que se disponía a entablar. No dudó ni por un instante que Kamatori era un experto en el deporte del kenjutsu, el de la lucha con la espada japonesa, mientras que él mismo llevaba más de dos años sin practicar con el sable. Pero si resistía hasta que Stacy consiguiera liberar a Mancuso y Weatherhill, o distrajera a Kamatori lo suficiente para permitir que Pitt contara con algún tipo de ventaja, todavía tendría alguna esperanza de escapar de la isla.
        - ¿Se atreve a desafiarme con eso? -se burló Kamatori.
        - ¿Por qué no? -Se encogió de hombros Pitt -. En realidad, los guerreros samurais apenas eran algo más que ranas hinchadas. Y sospecho que usted está fabricado también con el barro de las mismas charcas.
        Kamatori no hizo caso del insulto.
        - De modo que lleva usted un halo de santidad y juega a sir Galahad enfrentado al Caballero Negro.
        - En realidad yo pensaba más bien en Errol Flynn contra Basil Rathbone.
        Kamatori cerró los ojos y con un inesperado movimiento cayó de rodillas y entró en trance: el kiai, una especie de fuerza interior o poder al que se atribuían efectos milagrosos, en especial entre la clase de los samurais. Una antigua práctica mental de unión del alma y la mente consciente y de viaje de ambas potencias hasta una especie de reino divino, que tiene la supuesta virtud de elevar al practicante a un nivel subconsciente que le ayuda a realizar hazañas sobrehumanas en el terreno de las artes marciales.
        Desde el punto de vista físico, el kiai incluye el arte de la respiración profunda y prolongada, basado en el razonamiento de que el hombre que posee un mayor volumen de aire en los pulmones será más fuerte que su oponente cuando éste se haya quedado sin aliento.
        Pitt presintió un rápido ataque, flexionó las piernas y se puso en-garde.
        Pasaron casi dos minutos completos y entonces, repentinamente, Kamatori dio un salto con la velocidad del relámpago y extrajo su katana de la vaina con ambas manos, en un solo y amplio movimiento circular. Pero en lugar de perder tiempo levantando la hoja por encima de su cabeza para herir de arriba abajo, prolongó el movimiento en una diagonal ascendente, intentando sorprender a Pitt con un movimiento en sentido contrario, desde la cadera hasta el hombro.
        Pitt había previsto el movimiento y evitó por muy poco el diabólico golpe; luego se lanzó rápidamente a fondo y consiguió rozar el muslo de Kamatori, e inmediatamente tuvo que saltar atrás para esquivar el siguiente ataque salvaje de su oponente.
        Las tácticas del kenjutsu y el sable olímpico se parecían muy poco. Era como emparejar a un jugador de baloncesto con un zaguero de fútbol americano. La esgrima tradicional se basaba en movimientos lineales combinados con golpes de atrás adelante, mientras que en el kenjutsu no hay limitaciones, y quien lo esgrime busca cortar en dos a su oponente con un asalto fulminante. Pero ambas disciplinas se basan en la técnica, la velocidad y el factor sorpresa.
        Kamatori se movía con agilidad felina, sabiendo que un golpe certero bastaría para dar fin a la pelea. Iba con rapidez de un lado a otro, lanzando gritos guturales para desequilibrar a Pitt. Atacaba con fiereza, y sus molinetes a dos manos desviaban con facilidad las estocadas de Pitt. No parecía haber advertido la herida del muslo, o en todo caso ésta no parecía obstaculizar la rapidez de sus reflejos.
        Los golpes a dos manos del katana cortaban el aire con una rapidez ligeramente superior y con mayor potencia que el sable que Pitt manejaba con una sola mano. Pero un esgrimidor experto en esa antigua arma de duelo habría podido invertir el ángulo de ataque con mayor rapidez.
        Además era casi treinta centímetros más larga, una ventaja que Pitt aprovechó para mantenerse fuera del alcance mortal de los fulminantes ataques de Kamatori. El sable combinaba la punta y el golpe lateral, mientras que el katana únicamente cortaba lateralmente.
        Kamatori tenía de su parte la ventaja de la experiencia y de una práctica constante con su arma. Pitt se mostraba más torpe, pero era diez años más joven que el experto en kenjutsu y, salvo por la pérdida de sangre, estaba en perfectas condiciones físicas.
        Stacy y los demás contemplaban sin aliento aquel espectacular despliegue de fintas, ataques y reveses que hacían brillar las hojas de las dos armas y producían un estruendo cuando sus filos se entrechocaban. Kamatori interrumpió en un momento dado su ataque y retrocedió, cambiando de posición para colocarse entre Stacy, Mancuso y Weatherhill con el fin de impedir que Pitt pudiera liberarlos, y para asegurarse de que la muchacha no intentaba atacarle desde detrás o desde un flanco. Luego lanzó una maldición gutural y reanudó su furibundo asalto contra el odiado americano.
        Pitt resistía, lanzando una estocada cuando se le presentaba la ocasión, parando la fuerza explosiva de los golpes de Kamatori y esquivando la increíble ferocidad de sus ofensivas. Intentó aproximarse a Stacy, pero su oponente era demasiado astuto, y le cerró el paso en todas las ocasiones. Aunque Stacy era una experta en judo, Kamatori la habría cortado en dos si se hubiera acercado a menos de dos metros de él.
        Pitt luchaba dura y silenciosamente mientras Kamatori lo hacía de un modo salvaje, gritando a cada golpe y obligando poco a poco a Pitt a retirarse hacia un rincón de la habitación. El japonés esbozó una débil sonrisa cuando su espada rozó el brazo que sostenía el sable de Pitt, y dibujó en él una delgada línea de sangre.
        La fuerza brutal del asalto de Kamatori mantenía a Pitt a la defensiva, esquivando los tremendos golpes dados de arriba abajo. Kamatori se movía además a uno y otro lado, intentando luchar en círculo.
        Pitt advirtió la intención y se retiró poco a poco, un paso cada vez, para luego atacar a fondo repentinamente, confiando en la hábil utilización de su punta y de su más depurado estilo de esgrima para mantenerse con vida y frustrar los impacientes golpes de Kamatori.
        Una estocada alcanzó a Kamatori en el antebrazo, pero no detuvo ni siquiera un instante al maestro de kenjutsu.
        Absolutamente absorto en el kiai, golpeando en los instantes en que creía que Pitt exhalaba su aliento, no sentía dolor ni parecía advertir que la punta del sable de Pitt había atravesado su carne. Presionó de nuevo a Pitt y cayó inexorablemente sobre él, moviendo su katana con molinetes que hacían girar el acero a velocidades increíbles, combinados con golpes cortos y brutales, casi más rápidos que la vista.
        Pitt empezaba a cansarse y sentía que su brazo se debilitaba, como el de un boxeador en lucha por el título después del decimocuarto asalto de un encarnizado combate cuerpo a cuerpo. Su respiración se había acelerado y podía sentir los fuertes latidos de su corazón.
        También el viejo sable mostraba signos de flaqueza. Su filo no podía compararse con el fino acero del katana japonés. La maltratada hoja se había mellado en cincuenta sitios, y Pitt sabía que un golpe fuerte en la superficie plana podía romperla en dos.
        Sorprendentemente, Kamatori no mostraba ningún signo de cansancio. Sus ojos aparecían inyectados en sangre, y la fuerza de sus golpes seguía siendo la misma del comienzo del duelo. Era tan sólo cuestión de un minuto o de dos el que abatiera a Pitt y segara su vida con la orgullosa espada japonesa.
        Pitt se echó atrás y aprovechó, para recuperar aliento, la ligera pausa marcada por Kamatori, con la intención de observar los movimientos de Stacy con el rabillo del ojo.
        Estaba sospechosamente quieta, con las manos detrás de la espalda. El japonés intuyó algo y dio un paso hacia ella; entonces Pitt volvió al ataque en una rápida estocada que tropezó con el katana y resbaló por su empuñadura de modo que la punta del sable rasguñó los nudillos de la mano más adelantada de Kamatori.
        Desde aquel momento, Pitt cambió de táctica, pues consideró una cuestión que se le había pasado por alto.
        A diferencia de la empuñadura corta del viejo sable de duelo, con su cazoleta que protegía la mano, el katana de Kamatori tenía tan sólo una pequeña guarda redonda en la base de una empuñadura más larga. Pitt empezó a dirigir allí sus estocadas, empleando un juego circular de muñeca. Fintó en dirección al tórax de su oponente, y luego desvió la punta de la hoja hacia la izquierda, alcanzando la mano de Kamatori con un sañudo movimiento hacia arriba, que cortó los dedos hasta el hueso.
        Por increíble que pudiera parecer, Kamatori se limitó a maldecir en japonés y atacó de nuevo, mientras su sangre salpicaba en todas direcciones siguiendo el curso de la espada. Si sintió en sus entrañas el peso frío de la derrota, no lo demostró. La fuerza del kiai le hacía ser inmune al dolor y a la sangre y le permitía redoblar sus esfuerzos como si fuera un poseído.
        Entonces, al impacto de un objeto que le golpeó con fuerza en el ojo derecho, la cabeza se proyectó hacia un lado. Con puntería infalible, Stacy le había lanzado el candado que aseguraba sus cadenas. Pitt aprovechó el momento y hundió la punta de su sable entre las costillas de su adversario hasta perforar el pulmón.
        Kamatori se tambaleó momentáneamente y luego siguió enloquecido la pelea. Avanzó hacia Pitt, gritando a cada nuevo golpe mientras la sangre empezaba a manar de su boca. Pero su velocidad y potencia ya no eran las mismas, y Pitt desvió sin problemas sus debilitados golpes.
        La siguiente estocada de Pitt abrió el bíceps derecho de Kamatori. Sólo entonces el katana de acero bruñido tembló y se inclinó.
        Pitt se adelantó y dio un golpe de sable con toda la dureza que le permitían sus fuerzas, y el katana se desprendió de las manos de Kamatori y cayó al suelo. La hoja resonó al chocar con la madera, y Stacy se apresuró a recogerla.
        Pitt mantuvo el sable apuntando contra el pecho de Kamatori y se dirigió a él.
        - Ha perdido -dijo con cortesía.
        No era propio de un samurai como Kamatori reconocer la derrota cuando todavía se mantenía en pie. En su rostro se produjo un cambio curioso. La máscara de odio y ferocidad desapareció, y sus ojos parecieron concentrarse en una mirada hacia su propio interior. Dijo:
        - Un samurai no encuentra honor en la derrota. Puedes cortar un diente del dragón, pero crecerán mil más.
        Luego desenvainó el largo cuchillo y se lanzó una vez más sobre Pitt.
        Éste, aunque debilitado y jadeante, desvió con facilidad el golpe y detuvo el recorrido circular de la afilada hoja- Blandió el viejo y leal sable por última vez, y seccionó la mano de Kamatori a la altura de la muñeca.
        El rostro del japonés enrojeció por el golpe, por la incredulidad y, un segundo después, por el dolor y la plena conciencia, por primera vez en su vida, de que había sido vencido por un oponente e iba a morir. Se puso en pie y miró ceñudo a Pitt con sus ojos oscuros, presa de una ira controlada, con la muñeca colgando y la sangre chorreando en el suelo.
        - He deshonrado a mis antepasados. Permíteme salvar el honor cometiendo seppuku.
        La curiosidad hizo que Pitt entrecerrara los ojos.
        - ¿Seppuku? -preguntó, mirando a Mancuso.
        - Es el término más aceptado, y más elegante, que utilizan los japoneses para definir lo que nosotros llamamos más crudamente «harakiri», y que viene a significar cortarse el vientre. Pide que le dejes tener una «despedida feliz».
        - Comprendo -dijo Pitt, en tono cansado pero inflexible-. Lo comprendo muy bien, pero no lo voy a permitir. No morirá de ese modo. No por su propia mano.
        No después de toda la gente que ha asesinado a sangre iría.
        - El deshonor sufrido al ser derrotado por un extranjero debe repararse con el ofrecimiento de mi propia vida -murmuró Kamatori mientras la fuerza hipnótica del khu parecía desvanecerse con rapidez.
        - Sus amigos y su familia se alegrarán -explicó Mancuso-. El honor lo es todo para él. Considera que morir por su propia mano es hermoso, y por eso pretende hacerlo.
        - Dios, esto es nauseabundo -murmuró Stacy, mirando con repugnancia la mano de Kamatori en el suelo. Átalo y amordázalo. Acabemos nuestro trabajo y salgamos de aquí.
        - Vas a morir, pero no como deseas -dijo Pitt mirando aquella cara desafiante oscurecida por el odio, que fruncía los labios y enseñaba los dientes como un perro rabioso. Pero Pitt captó también el miedo agazapado en aquellos ojos; no miedo a morir, sino a no poder reunirse con sus antepasados de la manera prescrita por una tradición honorable.
        Antes de que nadie se diera cuenta de lo que iba a hacer, agarró a Kamatori por el brazo ileso y lo arrastró hasta el estudio que contenía las armas antiguas y la horripilante colección de cabezas humanas. Con todo cuidado, como si estuviera alineando un cuadro, colocó a Kamatori en la posición adecuada y lo ensartó haciendo entrar la hoja del sable por el culo; tras lo cual, lo dejó erguido contra la pared debajo de las cabezas de sus víctimas.
        Los ojos de Kamatori mostraron su incredulidad y su miedo ante una muerte tan miserable y vergonzosa. Y también dolor.
        Pitt sabía que estaba delante de un hombre a punto de morir, y pronunció las últimas palabras antes de que la muerte borrara la expresión de aquella mirada.
        - No hay honores posibles para un asesino de personas indefensas. Estás condenado, ve a reunirte con tus víctimas.


    53

        Pitt separó las abrazaderas que sujetaban un hacha vikinga a la pared, la empuñó y regresó con ella a la sala del monitor de vídeo. Stacy había forzado ya los candados de las cadenas que sujetaban a Giordino y Mancuso, y se dedicaba en ese momento a liberar a Weatherhill.
        - ¿Qué has hecho con Kamatori? -preguntó Giordino al tiempo que miraba con curiosidad hacia la sala de trofeos, por encima del hombro de Pitt.
        - Ha pasado a formar parte de su colección. -Tendió el hacha a Giordino -. Destroza los robots para que no puedan repararlos en bastante tiempo.
        - ¿Destrozar a McGoon?
        - Y a McGurk.
        Giordino parecía apenado-, pero empuñó el hacha y golpeó con ella a McGoon.
        - Me siento igual que Dorotea golpeando al Hombre de Hojalata de Oz.
        Mancuso estrechó la mano de Pitt.
        - Nos has salvado la vida. Gracias.
        - Una bonita exhibición de esgrima -dijo Weatherhill-. ¿Dónde lo aprendiste?
        - Eso tendrá que esperar -contestó Pitt, impaciente-. ¿Cuál es el grandioso plan de rescate de Penner?
        - ¿No lo sabes?
        - Penner no nos consideró dignos de su confianza.
        Mancuso le miró desconcertado y negó con la cabeza -No existe ningún plan para una misión de rescate - dijo con expresión de incomodidad-. La idea original era evacuarnos por medio de un submarino, pero Penner decidió que resultaba demasiado arriesgado para el submarino y su tripulación después de examinar en una fotografía de satélite las defensas submarinas de Suma. Stacy, Tim y yo debíamos abrirnos paso hasta el túnel de Edo y escapar desde allí hasta nuestra embajada en Tokio.
        Pitt señaló a Giordino, y luego a sí mismo.
        - ¿Y nosotros dos?
        - Se advirtió al Departamento de Estado que debería negociar vuestra liberación con Suma y con el gobierno japonés.
        - ¿El Departamento de Estado? -gruñó Giordino entre dos hachazos -. Prefiero que negocie por mí el Circo Volante de Monty Python.
        - Jordan y Kern no tuvieron en cuenta las siniestras intenciones de Suma y Kamatori -dijo Mancuso con cinismo.
        La boca de Pitt se apretó en una línea dura.
        - Ustedes, caballeros, son los expertos. ¿Cuál es el próximo paso?
        - Acabar la misión encomendada y huir a toda prisa por el túnel -contestó Weatherhill, al tiempo que Stacy conseguía por fin abrir su candado y liberarle de las cadenas.
        - ¿Todavía pensáis en destruir el Centro del Dragón?
        - No del todo, pero podemos hincarle el diente.
        - ¿Cómo? -preguntó Giordino -. ¿Con un electroimán de fabricación casera y un hacha?
        - No te preocupes -contestó Weatherhill con aire satisfecho, al tiempo que se frotaba las muñecas -. Las fuerzas de seguridad de Suma nos quitaron nuestros explosivos al capturarnos, pero todavía disponemos de lo necesario para provocar una explosión menor.
        Se sentó y se quitó los zapatos, extrajo unas plantillas de su interior y las amasó hasta convertirlas en una pelota.
        - Plástico C-8 -dijo orgulloso -. La última palabra en explosivos para los agentes que saben elegir.
        - Y los detonadores están ocultos en los tacones -murmuró Pitt.
        - ¿Cómo lo sabes?
        - Espíritu práctico.
        - Vámonos de aquí -dijo Mancuso-. Los controladores de los robots y los amigos humanos de Kamatori se preguntarán la razón por la que ha interrumpido su partida de caza privada y vendrán corriendo a investigar.
        Stacy se dirigió a la puerta de entrada del apartamento privado de Kamatori, la abrió unos centímetros y miró a través de la rendija el jardín exterior.
        - Nuestro primer objetivo es buscar el edificio en el que está el ascensor que lleva al centro subterráneo. Fuimos traídos aquí desde la oscuridad total de nuestras celdas blindadas, y no me veo capaz de recordar su localizaron exacta.
        - Yo os llevaré hasta allí -dijo Pitt.
        - ¿Conoces el lugar?
        - Debería. Me llevaron al hospital.
        - Tu electroimán no nos será de mucha ayuda en el caso de que nos tropecemos con un escuadrón de robots -comentó Mancuso preocupado.
        - Entonces tendremos que preparar nuevos trucos -dijo Pitt. Se acercó a Stacy y miró a través de la puerta entreabierta-. Hay una manguera de riego debajo de aquellos arbustos, a la izquierda. ¿La ves?
        - Junto a la terraza -asintió Stacy.
        Él señaló con un gesto el katana que llevaba todavía en la mano.
        - Arrástrate hasta allí y corta unos cuantos metros.
        Ella lo miró intrigada.
        - ¿Puedo preguntar por qué?
        - Si frotas los pedazos pequeños de manguera contra una prenda de seda, desprenderás electrones negativos - explicó Pitt-. Si luego tocas con la punta del pedazo de manguera los circuitos integrados del robot, crearás un cortocircuito electrónico que destruirá sus componentes.
        - Una descarga electrostática -murmuró Weatherhill con aire pensativo -. ¿No es así?
        Pitt asintió.
        - Se puede hacer lo mismo si se acaricia a un gato o se frotan los pies en la alfombra.
        - Serías un buen profesor de física.
        - ¿Cómo conseguimos la seda? -preguntó Giordino.
        - El kimono de Kamatori -contestó Weatherhill por encima del hombro, y corrió a la sala de trofeos.
        Pitt se volvió a Mancuso.
        - ¿Dónde crees que debemos colocar tus petardos para provocar el mayor destrozo posible?
        - No tenemos suficiente C-8 para lograr una destrucción completa, pero si podemos colocarlos cerca de una fuente de energía, tal vez consigamos retrasar sus planes en varios días o incluso semanas.
        Stacy regresó trayendo consigo tres metros de manguera.
        - ¿Cuántos trozos cortamos de aquí?
        - Divídela en cuatro partes -contestó Pitt-. Una para cada uno de vosotros. Yo llevaré el electroimán como arma de apoyo.
        Weatherhill volvió de la sala de trofeos con jirones arrancados del kimono de seda de Kamatori, algunos de ellos manchados de sangre, y empezó a repartirlos. Sonrió a Pitt.
        - La forma en que has colocado a nuestro amigo el samurai lo ha convertido en la pieza más interesante del museo.
        - No hay ninguna escultura -respondió Pitt en tono doctoral- capaz de sustituir con ventaja al original.
        - No me gustaría estar en un radio de mil kilómetros cuando Hideki Suma descubra lo que le has hecho a su mejor amigo -comentó Giordino riendo, al tiempo que apilaba los restos destrozados de los dos robots-guardas en un rincón de la habitación.
        - Sí -añadió Pitt con indiferencia-, pero eso es lo que ha conseguido por tocarnos las pelotas con el lado oscuro del poder.

        Loren, angustiada y con el rostro en tensión, iba advirtiendo con un progresivo aturdimiento la fuerza del poder técnico y financiero que sustentaba el imperio de Suma, mientras éste los acompañaba a Díaz y a ella a conocer el extraordinario complejo. Aquel lugar era mucho más que un centro de control para dirigir una instalación de bombas nucleares extendida por todo el mundo. Los aparentemente infinitos pisos y pasillos contenían además incontables laboratorios, amplias unidades experimentales de ingeniería y electrónica, un departamento dedicado a investigar la fusión, y una planta generadora de electricidad con un reactor nuclear de un diseño que en los países industrializados de Occidente se encontraba todavía en fase de estudio. Suma dijo con orgullo:
        - Las principales instalaciones de ingeniería y las oficinas de administración, así como los laboratorios científicos, se encuentran en Edo. Pero aquí, a salvo y bien protegido bajo la isla de Soseki, está el núcleo central de mis trabajos de investigación y desarrollo.
        Los guió hasta un laboratorio y señaló un amplio contenedor abierto, repleto de petróleo crudo.
        - No pueden ustedes verlos, pero en suspensión dentro de este petróleo hay microbios de segunda generación, obtenidos por métodos de ingeniería genética, capaces de digerir el petróleo y multiplicarse hasta producir una reacción en cadena que destruye las moléculas de los hidrocarburos. El residuo puede luego disolverse en agua.
        - Podría ser un medio excelente para acabar con las mareas negras -comentó Díaz.
        - Un objetivo muy útil -asintió Suma-. Otro puede ser el agotar las reservas de petróleo de un país hostil.
        Loren lo miró con incredulidad.
        - ¿Por qué causar todo ese caos? ¿Qué puede ganar con ello?
        - Con el tiempo, Japón llegará a ser casi totalmente independiente del petróleo. Nuestra fuente de energía será nuclear. Los avances que hemos obtenido en materia de células combustibles y energía solar pronto se incorporarán a nuestros automóviles y sustituirá al motor de gasolina. Si acabamos con las reservas del mundo utilizando nuestros microbios «comepetróleo», llegará un momento en que todo el transporte internacional -automóviles, camiones y aviones- quedará paralizado.
        - A menos que sea reemplazado por productos japoneses - añadió Díaz en tono frío.
        - Toda una vida -dijo Loren en tono escéptico -. Se necesitará toda una vida para secar los miles de millones de litros de petróleo almacenados en nuestras minas de sal subterráneas.
        Suma le dedicó una sonrisa paciente.
        - Los microbios pueden agotar totalmente las reservas estratégicas de petróleo de EE. UU. en menos de nueve meses.
        Loren estaba demasiado aturdida, se sentía incapaz de asimilar las horrendas consecuencias de todo lo que había visto en las últimas horas. No podía concebir que un solo hombre pudiera desencadenar toda aquella pesadilla.
        Y también se negaba a aceptar la terrible posibilidad de que Pitt estuviera ya muerto.
        - ¿Por qué nos está enseñando todo esto? -preguntó en un susurro -. ¿Por qué no guarda el secreto para usted?
        - Para que pueda usted contar a su presidente y a sus compañeros del Congreso que su país y el mío ya no están situados en un plano de igualdad. Nosotros tenemos ahora una ventaja irreversible y, por consiguiente, su gobierno está obligado a aceptar nuestras exigencias. -Suma hizo una pausa y la miró con fijeza-. En cuanto a lo de divulgar generosamente nuestros secretos, bueno, el senador Díaz y usted no son científicos ni ingenieros. Tan sólo pueden describir lo que han visto en los términos vagos de una persona de leyes. No les he mostrado los datos científicos sino tan sólo una panorámica general de mis proyectos.
        No se llevarán nada que pueda resultar útil para los científicos y técnicos de su país.
        - ¿Cuándo nos permitirá a la congresista Smith y a mí partir para Washington? -preguntó Díaz.
        Suma consultó su reloj.
        - Muy pronto. En concreto, serán ustedes transportados por aire a mi aeródromo privado de ciudad de Edo dentro de una hora. Desde allí, uno de mis reactores los llevará a su país.
        - Cuando el presidente tenga noticia de su locura -explotó Díaz-, ordenará al ejército que convierta este lugar en un montón de ruinas.
        Suma dejó escapar una sonrisa confiada.
        - Demasiado tarde. Mis ingenieros y trabajadores robóticos se han adelantado a nuestras mejores previsiones.
        Ustedes no lo saben, no podrían saberlo, pero el Proyecto Kaiten quedó completado pocos minutos antes de que empezáramos nuestro recorrido por las instalaciones.
        - ¿Es operacional? -preguntó Loren con un susurro temeroso.
        Suma hizo un gesto afirmativo.
        - Si su presidente es lo bastante loco como para desencadenar una operación contra el Centro del Dragón, mis sistemas de detección me avisarán con tiempo más que suficiente para dar a los robots la señal de despliegue y hacer detonar los coches bomba.
        Calló tan sólo el tiempo preciso para sonreír con una mueca odiosa:
        - Como escribió en una ocasión Buson, un poeta japonés:

        «El viento ha hecho volar su sombrero
        y el espantapájaros con su largo pescuezo
        sigue allí plantado, impotente».

        El espantapájaros es su presidente, y está derrotado porque se le ha acabado el tiempo.


    54

        A paso ligero pero sin apresurarse, Pitt los guió hasta el edificio de la residencia que albergaba el ascensor. Caminó por terreno descubierto, mientras los demás le seguían saltando de un escondite a otro. Ningún ser humano detuvo su carrera, pero un guarda robótico de seguridad le dio el alto en la entrada al ascensor.
        Aquel robot sólo estaba programado para hablar en japonés, pero Pitt no tuvo ningún problema en descifrar en tono amenazador y el arma que apuntaba a su frente. Levantó las manos, con las palmas al frente, y se acercó poco a poco, haciendo de su cuerpo un escudo que protegía a los demás de su localización por el receptor de vídeo y los sensores de detección.
        Weatherhill y Mancuso se aproximaron cautelosamente desde los flancos y golpearon con sus mangueras cargadas de electricidad estática la caja que contenía los circuitos integrados. El robot armado se inmovilizó en mitad de un gesto defensivo.
        - Muy eficaz -observó Weatherhill al tiempo que recargaba su pedazo de manguera frotándolo vigorosamente contra la seda.
        - ¿Crees que habrá dado la alarma a su control de supervisión? -se preguntó Stacy.
        - Probablemente no -replicó Pitt -. Mostró una capacidad sensorial bastante lenta para decidir si yo constituía una amenaza o simplemente un miembro no programado del proyecto.
        Delante del ascensor, Weatherhill propuso bajar en la cuarta planta.
        - La sexta se abre a la instalación principal del centro de control -recordó -. Es mejor buscar una forma de aproximación indirecta y salir a una planta de un nivel más bajo.
        - En la cuarta planta están la clínica y las unidades de servicios -le informó Pitt.
        - ¿Cómo está la seguridad?
        - No vi ningún guarda ni monitores de vídeo.
        - Las defensas exteriores de Suma son tan fuertes que no debe de haberse preocupado mucho de la seguridad interna - dedujo Stacy.
        Weatherhill asintió.
        - Un robot ladrón debe de ser el menor de sus problemas.
        Hubo un momento de tensión cuando el ascensor se detuvo y sus puertas se abrieron de par en par. Por fortuna estaba vacío. Entraron, pero Pitt se quedó atrás, con la cabeza inclinada como si escuchara algún sonido distante.
        Luego entró, y apretó el botón de la cuarta planta. Unos segundos más tarde, salían a un pasillo desierto.
        Avanzaron deprisa, en silencio, detrás de Pitt. Éste se detuvo delante de la puerta de la clínica.
        - ¿Por qué nos detenemos aquí? -preguntó Weatherhill en voz baja.
        - Nunca nos orientaremos dentro de este laberinto sin un plano o un guía -murmuró Pitt -. Seguidme.
        Pulsó el botón de la puerta, apretándolo a fondo para bloquear el mecanismo.
        La enfermera-recepcionista, boquiabierta por la sorpresa, vio cómo Pitt se precipitaba a través de la puerta.
        No era la misma que acompañaba al doctor Nogami durante la anterior visita de Pitt. Ésta era fea y grandota. En cuanto se recuperó de la sorpresa, alargó el brazo hacia el pulsador de la alarma de una unidad de comunicaciones internas. Su dedo estaba apenas a un centímetro cuando la mano de Pitt la golpeó en la barbilla, empujándola hacia atrás en una voltereta que la dejó inconsciente en el suelo.
        El doctor Nogami oyó el ruido y salió corriendo de su despacho, pero se quedó inmóvil al ver a Pitt y al equipo EIMA, que entraban por la puerta en ese momento, para apretar enseguida el botón de cierre. Extrañamente, la expresión de su rostro era más bien de curiosidad divertida que de susto.
        - Disculpe la intromisión, doctor -dijo Pitt-, pero necesitamos direcciones.
        Nogami contempló a su enfermera, tendida inconsciente en el suelo.
        - Desde luego, sabe usted tratar a las mujeres.
        - Estaba a punto de dar la alarma -explicó Pitt en tono de disculpa.
        - Ha tenido suerte al cogerla desprevenida. La enfermera Oba entiende tanto de kárate como yo de medicina.
        Sólo entonces se tomó Nogami unos segundos para observar el heterogéneo grupo de personas que rodeaba a la postrada enfermera. Movió la cabeza con tristeza.
        - De modo que ustedes son el mejor equipo EIMA que ha podido organizar la Inteligencia de EE. UU. Les aseguro que no lo parecen. ¿Cómo demonios se le pudo ocurrir a Jordan reclutar a una gente así?
        Giordino fue el único que no se quedó mirando al médico con una sorpresa muda. En cambio, miró a Pitt.
        - ¿Tienes alguna información que no sabemos nosotros?
        - Permitidme que os presente al doctor Josh Nogami, el agente secreto británico que ha estado suministrándonos información sobre Suma.
        - De modo que lo descubrió -dijo Nogami.
        Pitt hizo un gesto de modestia.
        - Las pistas eran elementales. No hay ningún Saint Paul's Hospital en Santa Ana, California. Pero síq ue hay una catedral de Saint Paul en Londres.
        - No parece usted inglés -dijo Stacy.
        - Aunque mi padre era súbdito británico, mi madre procedía de San Francisco y yo seguí los cursos de medicina de la UCLA. Puedo hablar con un acento americano razonable sin demasiado esfuerzo.
        Dudó y miró a los ojos a Pitt, al tiempo que su sonrisa desaparecía.
        - Supongo que se da cuenta de que al volver aquí me pone en un gran aprieto.
        - Lamento haberlo sacado a la luz del día -dijo Pitt con sinceridad-, pero tenemos un problema más inmediato. - Señaló a los demás -. Tal vez disponemos tan sólo de diez o quince minutos antes de que descubran a Kamatori y tres de sus robots de seguridad…, digamos…, incapacitados. Es un tiempo condenadamente corto para colocar una carga explosiva y escapar de aquí.
        - Espere un minuto. -Nogami levantó una mano-, ¿Me está diciendo que han matado a Kamatori e inutilizado a tres robots-guardas?
        - No matarán a nadie más -contestó Giordino en tono alegre.
        Mancuso no estaba interesado en charlas cordiales.
        - Si nos hace el favor de proporcionarnos un plano de este complejo, y aprisa, seguiremos nuestro camino sin molestarle más.
        - He fotografiado en microfilme los planos de la construcción, pero no tuve tiempo de pasarlos a su gente después de perder mi contacto.
        - ¿Jim Hanamura?
        - Sí. ¿Ha muerto? -preguntó Nogami, seguro de la respuesta.
        - Kamatori le cortó la cabeza -contestó Pitt.
        - Jim era un buen hombre. Espero que Kamatori haya muerto lentamente.
        - No creo que se haya divertido exactamente en el trayecto.
        - ¿Puede usted ayudarnos? -insistió Mancuso en tono cada vez más urgente -. Se nos está acabando el tiempo.
        Nogami no pareció afectado en lo más mínimo por aquellas prisas.
        - Supongo que esperan ustedes salir por el túnel a ciudad de Edo.
        - Habíamos pensado en coger el tren -asintió Weatherhill con los ojos clavados en la puerta que daba al pasillo.
        - Olvídenlo. -Nogami se encogió de hombros-. Desde el momento en que ustedes penetraron en el complejo por ese camino, Suma ordenó que el ferrocarril quedara bajo vigilancia de un ejército de robots y de una poderosa fuerza de seguridad compuesta por hombres especialmente adiestrados en la terminal de Edo. Ni siquiera una hormiga podría pasar inadvertida.
        - ¿Qué nos sugiere? -preguntó Stacy.
        - El mar. Tal vez tengan suerte y sean recogidos por un buque de paso.
        Stacy movió la cabeza en señal de negación.
        - Descartado. Cualquier buque desconocido que se acerque a menos de cinco kilómetros será volado al instante.
        - Ya tenéis bastantes preocupaciones -dijo tranquilamente Pitt, con los ojos fijos en la pared, como si pudiera ver algo en el otro lado-. Concentraos en colocar los explosivos. Dejad que Al y yo nos ocupemos de la fuga.
        Stacy, Weatherhill y Mancuso se miraron entre ellos. Finalmente Weatherhill hizo una señal de conformidad.
        - Adelante. Tú nos has salvado la vida y nos has traído hasta aquí. Sería una total impertinencia no confiar en ti ahora.
        Pitt se volvió a Nogami.
        - ¿Qué tal si salimos a dar un paseo, doctor? Nogami se encogió de hombros y sonrió a medias.
        - Me parece bien. Por su culpa mi misión en este lugar se ha acabado. No tiene sentido quedarme para que Suma me corte la cabeza.
        - ¿Alguna sugerencia sobre el lugar idóneo para colocar los explosivos?
        - Les mostraré un conducto de acceso a los cables eléctricos y de fibra óptica que alimentan todo el complejo. Si colocan la carga ahí, dejarán fuera de servicio este lugar durante un mes por lo menos.
        - ¿En qué planta?
        Nogami levantó la cabeza hacia el techo.
        - Arriba, quinta planta.
        - Cuando gustes -dijo Weatherhill a Pitt.
        - Ahora mismo.
        Con mucha cautela Pitt salió al pasillo y fue hasta el ascensor, Todos le siguieron y se agruparon en silencio en su interior. Al apretar el botón correspondiente a la quinta planta, aumentó la tensión ante lo que podían verse obligados a afrontar cuando las puertas se abrieran. De repente el ascensor se movió hacia abajo, en lugar de subir. Alguien se había adelantado, apretando el botón de una planta más baja.
        - Maldición -exclamó Mancuso con amargura-. Lo que nos faltaba.
        - ¡Atentos todos! -ordenó Pitt-. Empujad las puertas para impedir que se abran. Al, aprieta el botón de «puerta cerrada».
        El ascensor se detuvo y todos colocaron sus manos en las puertas y apretaron. Las puertas intentaban abrirse hacia los lados, pero sólo conseguían temblar espasmódicamente y seguían cerradas.
        - ¡Al! -dijo Pitt en voz baja-. ¡Aprieta ahora el cinco!
        Giordino había apretado el botón de «puerta cerrada» con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos. Lo soltó y apretó el botón marcado con el número cinco.
        El ascensor dudó por unos momentos, como empujado por dos fuerzas de signo contrario, y finalmente dio una sacudida y empezó a subir.
        - Por poco, por muy poco -suspiró Stacy.
        - Próxima planta -anunció Giordino -. Menaje, utensilios de cocina, vajilla y cubertería… -Súbitamente se interrumpió-. ¡Oh, oh!, todavía no podemos cantar victoria. Alguien nos espera. La luz de la quinta acaba de encenderse.
        De nuevo alerta, todos los ojos se volvieron al panel y al pequeño indicador encendido en la quinta planta.
        Luego, como si el mismo mecanismo se hubiera activado en todos ellos, giraron agazapados, prestos a saltar.
        Un ingeniero vestido con una bata blanca estaba parado ante el ascensor, estudiando las anotaciones de un bloc. Ni siquiera levantó la vista al entrar en el ascensor.
        Sólo al advertir que el aparato no se movía dirigió una mirada a su alrededor y descubrió todos aquellos rostros occidentales. Ninguno de ellos le sonreía.
        Abrió la boca para gritar, pero Pitt se la tapó con una mano y apretó con la otra las arterias carótidas. Antes incluso de que los ojos quedaran en blanco y el cuerpo inerte cayera al suelo, Nogami había salido ya y conducía a los demás hacia un pasillo.
        Weatherhill fue el último en seguirlo. Se detuvo un momento y miró a Pitt.
        - ¿Cuándo y dónde quieres que nos reunamos arriba?
        - preguntó.
        - Dentro de doce minutos en la superficie. Retendremos el taxi.
        - Buena suerte -murmuró, y corrió detrás de los demás, no sin preguntarse qué estaría maquinando el astuto hombre de la AMSN.
        Giordino miró al ingeniero que yacía, inconsciente.
        - ¿Y dónde aparcamos esto?
        Pitt señaló la puerta de acceso en el techo del ascensor.
        - Desgarra su bata en tiras, y luego átalo y amordázalo con ellas. Lo dejaremos sobre el techo del ascensor.
        Mientras Giordino le despojaba de la prenda y empezaba a destrozarla metódicamente, dedicó a Pitt un guiño y una sonrisa de complicidad.
        - Yo también la oigo.
        Pitt le devolvió la sonrisa.
        - Ah, sí. La dulce melodía de la libertad.
        - Si conseguimos sintonizarla.
        - Optimismo, más optimismo -murmuró Pitt en tono satisfecho mientras el ascensor subía hacia la superficie-. Ahora tenemos que darnos un poco de prisa. La función va a empezar dentro de doce minutos.


    55

        El equipo EIMA que se movía por los pasillos de las profundidades del Centro del Dragón no debía soportar una tensión tan intensa como los dos hombres sometidos a la agonía de sentir el paso del tiempo, minuto a minuto, en la sala de comunicaciones del edificio del Cuartel General Federal. Raymond Jordan y Donald Kern permanecían sentados delante de un reloj de grandes dimensiones, y en esa posición pasiva esperaban con ansiedad cualquier posible comunicación del equipo, transmitida a través de un satélite situado en posición sincrónica sobre Japón.
        Ante el repentino zumbido de un teléfono situado en la mesa colocada entre ambos, sus ojos intercambiaron miradas y sus rostros se endurecieron. Jordan descolgó el auricular como si fuera portador de alguna enfermedad infecciosa.
        - Sí, señor presidente -dijo sin el menor titubeo.
        - ¿Alguna novedad?
        - No, señor.
        El presidente guardó silencio por unos instantes, y luego dijo en tono solemne:
        - Cuarenta y cinco minutos, Ray.
        - Comprendido, señor. Cuarenta y cinco minutos para iniciar el asalto.
        - He descartado el asalto de las Fuerzas Delta. Después de una conferencia con otros asesores de seguridad y con la Junta de jefes de Estado Mayor, he llegado a la conclusión de que no disponemos de tiempo para una operación militar. El Centro del Dragón debe ser destruido antes de que alcance la plena operatividad.
        Jordan sintió que todos sus esfuerzos iban a ser echados por la borda. Había jugado y perdido, una vez más.
        - Sigo creyendo que el senador Díaz y la congresista Smith podrían encontrarse en la isla.
        - Aunque tenga usted razón, el hecho de saber que pueden morir no alterarían mi decisión.
        - ¿No cambiará de opinión y me concederá una hora más? -suplicó Jordan.
        - Desearía poder encontrar alguna razón para darle el tiempo que me pide, pero la seguridad de nuestra nación se encuentra en un grave peligro. No podemos dar a Suma la oportunidad de desencadenar su campaña de chantaje internacional.
        - Tiene usted razón, por supuesto.
        - Al menos no estoy solo. El secretario de Estado Oates ha informado a los dirigentes de las diferentes naciones de la OTAN y al presidente soviético Antonov, y ambos están de acuerdo en que debemos actuar rápidamente, en el interés mutuo de todos.
        - En ese caso perderemos todo el equipo -dijo Jordan, al tiempo que su frustración aumentaba-, y tal vez también a Díaz y a Smith.
        - Lamento profundamente comprometer las vidas de ciudadanos americanos tan destacados, algunos de los cuales son además buenos amigos míos. Lo siento, Ray, me encuentro ante la eterna disyuntiva de sacrificar a unos pocos para salvar a muchos.
        Jordan colgó, estaba desolado y abatido.
        - El presidente -dijo en tono ausente.
        - ¿No hay prórroga? -preguntó Kern, ceñudo.
        Jordan hizo un gesto negativo.
        - Ha renunciado al asalto y se propone efectuar un ataque nuclear.
        - Entonces todo el equipo se va al infierno -exclamó Kern, palideciendo.
        Jordan asintió, miró el reloj y vio que sólo quedaban cuarenta y tres minutos.
        - ¿Por qué, en el nombre de Dios, no consiguen liberarse? ¿Qué le ha sucedido al agente británico? ¿Por qué no se comunican con nosotros?
        A pesar de sus temores, Jordan y Kern no podían imaginarse ni remotamente el terrible desastre que se avecinaba.

        Nogami condujo al equipo EIMA a través de una serie de pasadizos laterales repletos de tuberías de calefacción y ventilación, evitando las oficinas y talleres más poblados y manteniéndose en lo posible al margen de la corriente de actividad principal. Cuando se encontraban con un robot-guarda, Nogami conversaba con él mientras alguno de los demás se acercaba despacio por un flanco y colapsaba sus circuitos con una carga de electricidad estática.
        Llegaron a una sala acristalada, un área muy amplia llena de cables eléctricos y haces de fibra óptica, que se extendía hacia unos estrechos pasadizos en comunicación con todas las dependencias del Centro del Dragón. Un robot estaba colocado frente a una gran consola sobre la que se desplegaban varias esferas e instrumentos digitales.
        - Un robot inspector -explicó Nogami en voz baja-. Está programado para supervisar los sistemas e informar de todos los fallos y desajustes.
        - Cuando estropeemos sus circuitos, ¿cuánto tiempo tardará su supervisor en enviar a alguien que arregle el desperfecto? -preguntó Mancuso.
        - Desde el control principal de teleasistencia, cinco o seis minutos.
        - Tiempo más que suficiente para colocar la carga y desaparecer -dijo Weatherhill con optimismo.
        - ¿Qué tiempo indicarás en el detonador retardado?
        - le preguntó Stacy.
        - Veinte minutos. Eso debe bastar para llevarnos sanos y salvos a la superficie y fuera de la isla, si Pitt y Giordino encuentran algún medio de conseguirlo.
        Nogami abrió la puerta y se hizo a un lado mientras Mancuso y Weatherhill entraban en la sala y se aproximaban al robot desde lados opuestos. Stacy permanecía en la puerta, vigilando que no apareciera nadie. El inspector mecánico se inmovilizó delante de su consola, como una escultura de metal, cuando las mangueras entraron en contacto con la caja que albergaba sus circuitos.
        Con rapidez y pericia, Weatherhill insertó el pequeño detonador en el explosivo plástico y ajustó el control digital de tiempo.
        - En medio de los cables y las fibras ópticas, supongo.
        - ¿Por qué no destruir la consola? -dijo Nogami.
        - Probablemente cuentan con unidades de repuesto en sus almacenes de suministros, dondequiera que estén - explicó Mancuso.
        Weatherhill se mostró de acuerdo, avanzó unos metros por uno de los pasadizos y pegó la carga con cinta adhesiva, detrás de varios haces de cables provistos de una gruesa cubierta aislante y de fibras ópticas.
        - Pueden reponer la consola y volver a conectar nuevas terminales de los cables en veinticuatro horas -indicó-, pero si volamos un metro de la parte media de miles de cables, tendrán que sustituir todo el sistema desde un extremo al otro. Les llevará cinco veces más tiempo.
        - Parece razonable -se convenció finalmente Nogami.
        - Que no se vea demasiado -dijo Mancuso.
        Weatherhill lo miró con reproche.
        - No se pondrán a buscar algo que no saben que existe.
        Dio una palmadita cariñosa al temporizador y salió del pasadizo.
        - No hay moros en la costa -dijo Stacy desde el umbral.
        Uno por uno salieron furtivamente al pasillo y corrieron hacia el ascensor. Habían cubierto doscientos metros aproximadamente cuando Nogami se detuvo de repente y los mandó detenerse con un gesto de la mano. Se oía el eco de voces humanas a lo largo de las paredes de cemento a un extremo del pasillo, seguido por el zumbido suave de un motor eléctrico. Nogami les ordenó que corrieran hacia adelante para ocultarse al doblar una esquina antes de que los intrusos aparecieran en el pasillo principal. Así lo hicieron.
        - He subestimado su eficacia -susurró Nogami sin volverse -. Ya vienen.
        - ¿Investigadores? -le preguntó Stacy.
        - No -contestó de inmediato -. Supervisores de teleasistencia, con un sustituto para el robot que hemos dejado fuera de servicio.
        - ¿Crees que han advertido nuestra presencia?
        - De haber sido así, lo habríamos sabido enseguida. La alarma general se habría disparado y el ejército de fuerzas de seguridad humanas de Suma, junto con los robots-guardas, habrían ocupado todos los pasillos y bloqueado las salidas.
        - Tenemos suerte de que nadie se haya olido la tostada, con todos los robots que hemos neutralizado -gruñó Mancuso, al tiempo que corría por el pasillo tras los pasos de Nogami.
        - Al no haber ningún indicio claro de sabotaje, los supervisores de teleasistencia pensarán que se trata de un simple fallo electrónico.
        Llegaron al ascensor y perdieron más de dos minutos esperando a que subiera desde una de las plantas más bajas.
        Después de lo que les pareció media vida, finalmente las puertas se abrieron y mostraron un interior vacío. Weatherhill fue el primero en entrar y apretó el último botón, el correspondiente a la superficie de la isla.
        El ascensor, con los tres hombres y la mujer en completo silencio, ascendió con una lentitud desesperante.
        Sólo Nogami tenía reloj, porque los demás habían sido desposeídos de los suyos cuando fueron capturados. Miró la esfera.
        - Nos sobran treinta segundos -les informó.
        - Hemos escapado del fuego -murmuró Mancuso-, Ahora esperemos no caer en la sartén.
        Lo que más les importaba en aquel momento era esperar. ¿Qué plan podía haber elucubrado Pitt? ¿Les habría ocurrido algo a él y a Giordino? ¿Y si los cálculos de Pitt habían fallado, y había sido capturado de nuevo? Si era así toda esperanza se desvanecería y se enfrentarían a la nada sin ningún camino hacia la libertad al haber fracasado su único medio de huida.
        Habían perdido la cuenta del número de veces en que se habían preparado para lo peor; ahora sólo podían estar agazapados y dispuestos a saltar sobre cualquier cosa o persona que les esperara a la salida del ascensor. Cuando las puertas se abrieron, todos se pusieron rígidos.
        Allí estaba Giordino, exultante, sonriendo como si acabara de ganar la lotería. Cuando habló, lo hizo como las azafatas de tierra en un aeropuerto.
        - ¿Sus tarjetas de embarque, por favor?

        Ubunai Okuma y Daisetz Kano eran ingenieros de robótica del más alto nivel, especialistas en la teleoperación de visión por ordenador e inteligencia artificial, además del mantenimiento y reparación de los sistemas sensoriales.
        En la sala de control habían recibido la señal de que el robot-inspector eléctrico Taiho, nombre que significaba «gran arma de fuego», había dejado de funcionar, e inmediatamente se dispusieron a sustituirlo para llevarlo a reparar.
        Una avería repentina, debida a alguno de los múltiples inconvenientes posibles, no era algo infrecuente. Los robots se averiaban a menudo por causas que sólo llegaban a conocerse después de ser examinados en un centro de reacondicionamiento.
        Kano dio la vuelta alrededor del inspector Taiho, para efectuar un primer control visual. Al no advertir nada obvio, se encogió de hombros:
        - Parece un fallo de los circuitos.
        Okuma echó una ojeada a una tarjeta que llevaba en su tablero.
        - Éste tiene un historial de problemas. Las imágenes de su visión han presentado fallos en cinco ocasiones distintas.
        - Es extraño, nos han comunicado cuatro fallos en unidades en la última hora.
        - Estas cosas siempre van por rachas -murmuró Okuma.
        - Los sistemas necesitan una modificación y puesta al día -asintió Kano -. No tiene sentido que hagamos una reparación provisional. Lo programaré para su reconstrucción completa.
        Se dirigió al robot de repuesto.
        - ¿Listo para asumir las tareas de inspección, Otokodate?
        Brilló una hilera de luces y Otokodate, nombre tomado de un héroe antiguo al estilo de Robin Hood, habló con una articulación lenta pero inteligible.
        - Estoy dispuesto a supervisar todos los sistemas.
        - Entonces, empieza.
        Mientras el robot sustituto ocupaba su lugar frente a la consola, Okuma y Kano izaron el averiado sobre una carretilla motorizada provista de una pequeña grúa. Luego uno de ellos programó una determinada clave en el ordenador de la carretilla, y ésta empezó a moverse automáticamente hacia el área de acondicionamiento, sin control humano. Los dos ingenieros no siguieron al robot inutilizado sino que se dirigieron a la sala de descanso de los trabajadores para hacer una breve pausa y tomar té.
        Una vez solo, Otokodate concentró su sistema de visión en las esferas y las parpadeantes lecturas digitales, y empezó las operaciones de rutina para procesar los datos de su ordenador. Su capacidad sensorial de alto nivel, increíblemente más avanzada que la de un humano, captó una infinitesimal desviación de medida.
        El ritmo de pulsación del láser a través de una fibra óptica se mide en millones de pulsaciones por segundo. Los sensores de Otokodate podían leer las mediciones de los instrumentos con una increíble precisión, al punto que pudieron reconocer un minúsculo descenso en el ritmo, desde el estándar de 44,7 millones de pulsaciones por segundo, a uno de 44,68 millones. Computó el perfil del índice de refracción y llegó a la conclusión de que la luz que transmitía sus ondas a través de dos corrientes, insertas en un haz que contenía miles de fibras ópticas, mostraba un zigzag temporal en algún punto del recorrido.
        Indicó al mando de teleasistencia que abandonaba la consola para inspeccionar los haces de fibras en el interior de los túneles.


    56

        Suma se mostraba cada vez más furioso e impaciente.
        Díaz y Smith no parecían cansarse de discutir con él, revelando el aborrecimiento que les inspiraban sus progresos científicos y amenazándole como si fuera un ladronzuelo de la calle. Llegó al extremo de alegrarse de tener la ocasión de perderlos de vista.
        «El secuestro del senador Díaz, pensó, ha sido un error.» Lo había llevado a cabo únicamente porque Ichiro Tsuboi aseguraba que Díaz tenía una gran influencia en las decisiones del Senado, y además era amigo del presidente.
        A Suma aquel hombre le parecía insignificante y limitado.
        Después de dejar el ejército por prescripción médica, Díaz se había abierto camino trabajando en la Universidad de Nuevo México. Más tarde, siguió una de las vías tradicionales hacia el poder, al abrir un bufete de abogado y defender causas que le valieron varias menciones en los titulares de la prensa y el apoyo del partido mayoritario en su estado. Suma lo despreciaba por considerarlo un ejemplo de político obsoleto, que seguía recurriendo a los monótonos y manidos argumentos a favor del aumento de impuestos a ciudadanos pudientes para llevar a cabo programas de beneficencia que permitieran la adquisición de alimento y vivienda a las personas pobres y desempleadas. La caridad y la compasión eran rasgos que Suma se negaba a aceptar.
        Por su parte, la congresista Smith le parecía una mujer muy astuta. Suma tenía la incómoda sensación de que podía leer sus pensamientos y contradecir cualquier afirmación que él hiciera. Sabía manejar datos y estadísticas, y los citaba con soltura. Loren procedía de una familia acomodada del Oeste, propietaria desde 1870 de un rancho situado en la orilla occidental del Colorado. Educada en la Universidad de Colorado, se presentó a las elecciones y venció al anterior titular, que llevaba treinta años ocupando su escaño. Era capaz de rivalizar con cualquier hombre en el terreno de éstos. Suma sospechaba que su única debilidad era Dirk Pitt, y estaba más cerca de la verdad de lo que imaginaba.
        Suma contempló a ambos desde el otro lado de la mesa, mientras bebía saki y recuperaba fuerzas para un nuevo intercambio de insultos. Estaba a punto de hacer una observación hiriente cuando Toshie entró en la habitación y susurró algo a su oído. Suma dejó su taza de saki sobre la mesa y se puso en pie.
        - Ha llegado la hora de que se marchen de aquí.
        Loren se irguió con elegancia y fijó la mirada en Suma.
        - No me moveré de aquí hasta tener la certeza de que Dirk y Al están vivos y son tratados de forma digna.
        Suma sonrió con indulgencia.
        - Vinieron a escondidas a una tierra extraña, a mi tierra, como agentes de Inteligencia al servicio de una potencia extranjera…
        - La ley japonesa no es distinta de la nuestra en lo que respecta al espionaje -interrumpió ella-. Tienen derecho a un juicio justo.
        Suma rió entre dientes con satisfacción maliciosa.
        - No veo razón para proseguir esta discusión. A estas horas el señor Pitt y el señor Giordino, junto con el resto de su equipo de espías, ya deben haber sido ejecutados por mi amigo Moro Kamatori. Tómenlo como mejor les plazca.
        Loren sintió su corazón atravesado por una aguja de hielo. Se hizo un silencio abrumador, más desesperante aún por la conciencia de que aquellas palabras eran probablemente ciertas. El rostro de Loren palideció; vaciló sobre sus pies, con la mente súbitamente en blanco.
        Toshie la cogió por el brazo y la acompañó hasta la puerta.
        - Vamos, el avión que debe conducirlos a Edo y al reactor privado del señor Suma está esperando.
        - ¿No iremos por su asombroso túnel submarino?
        - preguntó Díaz, con un asomo de desilusión.
        - Hay ciertas cosas que no deseo que vean -contestó Suma en tono grosero.
        Como en una pesadilla, Loren se dejó llevar por Toshie a través de un vestíbulo, hasta un sendero de piedra que cruzaba un pequeño estanque. Suma se inclinó e hizo un gesto a Díaz de que acompañara a las mujeres.
        El senador se encogió de hombros y avanzó cojeando, apoyado en su bastón, seguido por Suma y dos robots-guardas que cerraban el cortejo.
        Al otro lado del estanque, un esbelto aparato movido por dos motores de turbina variable esperaba en el centro de un prado rodeado por un seto alto cuidadosamente recortado. Los motores de reacción estaban en marcha y emitían un silbido suave. Dos tripulantes vestidos con equipo de vuelo de nailon rojo y cascos con visera se habían situado a uno y otro lado de la escalera que ascendía hasta la cabina principal. Ambos eran bajos: uno de ellos delgado, mientras el otro casi reventaba las costuras de su traje en los hombros. Los dos inclinaron respetuosos la cabeza al aproximarse el grupo de Suma.
        Díaz se detuvo de repente.
        - Cuando llegue a Washington, convocaré una conferencia de prensa para revelar sus monstruosos planes.
        Luego lucharé contra usted con todos los medios a mi alcance en ambas cámaras del Congreso, con el fin de que todas las propiedades que usted posee en EE.UU. sean confiscadas y nacionalizadas. No descansaré hasta que haya pagado todos sus crímenes.
        Suma replicó con una sonrisa enfurecida:
        - Nuestros partidarios en Washington tienen un poder más que suficiente para inutilizar sus patéticos esfuerzos. Contamos con la ayuda de algunos de sus compañeros legisladores, que sienten una debilidad inconfesada por el enriquecimiento fácil, y no permitirán que usted sea escuchado. Su voz se perderá en el vacío, senador Díaz. Su gobierno, le guste o no, está perdido y se dedica prioritariamente a llevar a cabo programas de beneficencia en lugar de favorecer la ciencia y la tecnología.
        Por este motivo su país se ha convertido en una potencia de segunda categoría, y ha caído totalmente bajo el control de los japoneses.
        Loren se dirigió a Suma, con una expresión de desprecio que aguzaba sus ojos.
        - Hace cincuenta años menospreciaron ustedes la capacidad de lucha de Estados Unidos, y ahora de nuevo comete el mismo error al despertar a un gigante dormido e imponerle una resolución terrible.
        - Las palabras del almirante Yamamoto después del 7 de diciembre no tienen aplicación ahora -repuso Suma con fatuidad-. Su pueblo ha perdido la fortaleza moral para sacrificarse por el bien de la nación. Debe usted afrontar la realidad, congresista Smith: la grandeza de Estados Unidos ha desaparecido. No tengo nada más que decir, salvo recomendarles que pongan al corriente a su presidente de las intenciones de Japón.
        - Querrá usted decir de sus propias intenciones -matizó valerosamente Loren, al tiempo que el color volvía a sus mejillas -. Usted no representa al pueblo japonés.
        - Le deseo un feliz regreso al hogar, congresista Smith. Su visita ha terminado.
        Suma se dio la vuelta y se dispuso a alejarse, pero apenas había dado el primer paso, los dos tripulantes del avión lo cogieron cada uno por un brazo, lo alzaron del suelo y lo empujaron atrás hasta introducirlo por la portezuela abierta de la cabina del aparato, donde pareció desvanecerse. Todo ocurrió tan aprisa que Loren y Díaz quedaron inmóviles y atónitos. Sólo Toshie reaccionó, dando patadas al tripulante más robusto.
        - ¿Es ésa una manera de empezar una relación íntima?
        - rió Giordino, sujetando el pie de Toshie y tomándola en sus brazos para empujarla hacia las manos tendidas de Weatherhill y Mancuso, con tanta facilidad como si se tratara de una muñeca.
        Loren empezó a decir algo en voz baja a Giordino, pero Stacy la empujó con brusquedad hacia las escalerillas.
        - No hay tiempo que perder, señora Smith. Por favor, apresúrese.
        Una vez que estuvo Loren en el interior del aparato, Stacy se volvió a Díaz.
        - Muévase, senador. Ahórrese los saludos.
        - ¿De dónde…, de dónde han salido ustedes? -balbuceó mientras Mancuso y Weatherhill tiraban de él a través de la puerta.
        - Somos los secuestradores del barrio -contestó Weatherhill en tono alegre -. Para ser precisos, han sido Pitt y Giordino los que han puesto fuera de combate a los tripulantes y los han dejado atados en la bodega de carga.
        Giordino hizo subir a Stacy a la cabina y retiró las escalerillas detrás de ella. Luego despidió con un elegante saludo a los dos robots-guardas, que tenían sus armas apuntadas hacia él pero mantenían una inmovilidad absoluta.
        - ¡Sayonara, robots-pavos!
        Cerró la puerta de un golpe y pasó los cerrojos. Luego se volvió y gritó una sola palabra en dirección a la cabina del piloto.
        - ¡Adelante!
        El suave silbido de las dos turbinas creció hasta convertirse en un rugido atronador, y su empuje acamó la hierba detrás de las alas recortadas. Las ruedas se despegaron del suelo húmedo y el aparato se elevó verticalmente en el aire, quedó allí suspendido unos momentos mientras los motores cambiaban a la posición horizontal, y luego partió con una amplia curva en dirección hacia el este, sobre el océano.
        Loren abrazó a Giordino.
        - Gracias a Dios, estáis todos bien. ¿Dirk está contigo?
        - ¿Quién dirías que conduce el autobús? -sonrió, orgulloso, Giordino mientras señalaba la cabina del piloto.
        Sin perder más tiempo, Loren corrió por el pasillo y abrió de par en par la puerta de la cabina. Pitt estaba sentado en el puesto del piloto, concentrado en el control de vuelo de un aparato nuevo para él. No parpadeó ni volvió la cabeza cuando ella pasó las manos por su cuello, las introdujo en su pecho por debajo de su uniforme de vuelo prestado por la Suma Corporation y lo besó al menos una docena de veces.
        - Estás vivo -gritó, maravillada-. Suma me dijo que habíais muerto.
        - No ha sido exactamente un día de reposo -consiguió decir Pitt entre dos besos -. ¿Quieres darme a entender con todo esto que estás contenta de verme?
        Ella clavó ligeramente las uñas en su pecho.
        - ¿No serás capaz de hablar con seriedad, por una vez?
        - Señora, precisamente en este momento estoy hablando con toda la seriedad de que soy capaz. Tengo a ocho personas pendientes de mi capacidad de pilotar un avión que nunca antes había tocado. Y será mejor que me dejes concentrar o nos veremos todos obligados a practicar un poco de surfing.
        - Lo conseguirás -dijo ella, confiada-. Dirk Pitt puede hacer todo lo que se proponga.
        - No me gusta que la gente diga esas cosas -gruñó Pitt. Hizo un rápido gesto con la cabeza, señalando a su derecha-. Ocupa el asiento del copiloto y haz funcionar la radio. Tenemos que llamar a la caballería antes de que las fuerzas aéreas samurais emprendan la caza. No tenemos ninguna opción de escapar si nos atacan reactores de caza.
        - Suma no puede mandar a los militares japoneses.
        - Es el dueño de todo lo que nos rodea. No quiero correr riesgos. Conecta la radio, y yo te daré la frecuencia.
        - ¿Adonde vamos?
        - Al Ralph R. Bennett.
        - ¿Una lancha?
        - Un barco -le corrigió Pitt -. Un navío de detección y seguimiento de la Marina de EE. UU. Si llegamos hasta él antes de que nos intercepten, estaremos a salvo.
        - No se atreverán a atacarnos estando a bordo de Hideki Suma.
        Los ojos de Pitt pasaron del panel de instrumentos a contemplar el agua que se agitaba debajo de ellos.
        - ¡Cuánto me gustaría que tuvieras razón!
        A sus espaldas, Giordino intentaba sin éxito tranquilizar a Toshie, que chillaba y pataleaba como una gata histérica. Finalmente la agarró por detrás y consiguió inmovilizarla.
        - Me doy cuenta de que no estoy causando una buena primera impresión -dijo feliz-, pero conocerme es quererme.
        - ¡Cerdo yanqui! -gritó ella.
        - De ningún modo, mis antepasados italianos nunca admitirían que los llamaran yanquis.
        Stacy se desentendió de Giordino y de la combativa Toshie y ató eficientemente a Suma a uno de los varios sillones de piel de la lujosa cabina principal ejecutiva. La incredulidad estaba pintada en cada una de las líneas del rostro del hombre.
        - Bien, bien, bien -dijo Mancuso feliz -. Sorpresa. El gran hombre ha venido en persona a hacernos compañía.
        - Estáis muertos. Se supone que todos vosotros estáis muertos -murmuró incrédulo.
        - Es tu compinche Kamatori el que está bien muerto -le informó Mancuso en tono sádico.
        - ¿Cómo?
        - Pitt lo clavó en la pared.
        El nombre de Pitt pareció actuar como revulsivo. Suma recuperó su equilibrio interior y dijo:
        - Han cometido ustedes un error desastroso. Al tomarme como rehén han desencadenado fuerzas terribles.
        - Ojo por ojo. Ahora nos toca a nosotros comportarnos de un modo mezquino y desagradable.
        La voz humana no puede imitar con exactitud el silbido de una víbora, pero Suma consiguió aproximarse bastante.
        - Son demasiado estúpidos para comprender. Mi gente pondrá en marcha el Proyecto Kaiten en cuanto se enteren de lo que ha sucedido.
        - Deje que lo intenten -fanfarroneó Weatherhill-.
        Dentro de tres minutos exactamente, su Centro del Dragón va a sufrir un apagón.

        El inspector eléctrico robótico Otokodate encontró muy pronto la carga explosiva adherida al haz de fibras ópticas.
        La extrajo con habilidad, y rodó de nuevo hasta su consola.
        Estudió el paquete unos momentos y reconoció la hora marcada en el temporizador, pero su memoria no había sido programada para analizar explosivos plásticos, y no contaba con ningún medio que le ayudara a entender su función. Transmitió un mensaje a su superior del control robótico.
        - Otokodate llamando al centro de control cinco.
        - Sí, ¿qué ocurre? -contestó un robot monitor.
        - Deseo comunicarme con mi superior, el señor Okuma.
        - Todavía no ha vuelto de la sala de té. ¿Qué desea transmitirle?
        - He encontrado un objeto extraño adosado al haz primario de fibra óptica.
        - ¿Qué tipo de objeto?
        - Una sustancia elástica provista de un temporizador digital.
        - Puede tratarse de un instrumento olvidado por un ingeniero durante la instalación.
        - Mi memoria no contiene los datos necesarios para una identificación positiva. ¿Desea que lo lleve a control para su examen?
        - No, continúe en su puesto. Enviaré a un mensajero a recogerlo.
        - Quedo a la espera.
        Pocos minutos más tarde, un robot mensajero llamado Nakajima, programado para moverse a través de cualquier tipo de pasillo o corredor y para pasar por las puertas de todas las oficinas y áreas de trabajo existentes en el complejo, entró en el centro de suministro energético. Tal como se le había ordenado, Otokodate entregó el explosivo a Nakajima, inconsciente de lo que se trataba.
        Nakajima era un corredor mecánico de la sexta generación, que podía recibir órdenes de viva voz, pero no darlas.
        En silencio extendió su mecanismo prensil articulado, recogió el paquete, lo depositó en un contenedor y se dirigió al centro de inspección robótico.
        Cuando había recorrido cincuenta metros aproximadamente desde la puerta del centro de suministro eléctrico, en un lugar alejado tanto de los humanos como de toda clase de equipo de ayuda, el plástico C-8 detonó con un rugido atronador cuyos ecos hicieron retemblar todos los pasillos de cemento de la quinta planta.
        El Centro del Dragón había sido diseñado y construido para resistir los terremotos más fuertes, de modo que los daños estructurales fueron mínimos. El Proyecto Kaiten siguió intacto y plenamente operacional. El único resultado que consiguió la carga explosiva colocada por Weatherhill fue la desintegración casi total del mensajero robótico Nakajima.


    57

        Los robots-guardas comunicaron a su mando de seguridad el extraño suceso ocurrido en el jardín, antes de que Pitt hiciera ascender el aparato movido por turbinas variables desde el recinto vallado. Al principio la alarma dada por los robots fue interpretada como un error en su percepción visual, pero cuando un equipo enviado en su busca no consiguió encontrar a Suma, las oficinas del mando de seguridad se convirtieron en el escenario de una confusión frenética.
        Debido a su carácter egocéntrico y a su afán de mantener sus planes en secreto, Hideki Suma nunca había dado instrucciones a sus máximos responsables de seguridad para actuar en el caso de que les fuera imposible comunicarse con él. Asaltados por el pánico, los directores de seguridad intentaron recurrir a Kamatori, pero enseguida descubrieron que su línea privada no contestaba a las llamadas, y sus robots-guardas personales tampoco emitían señal alguna.
        Un equipo especial de defensa, respaldado por cuatro robots armados, acudió al apartamento de Kamatori. El oficial responsable llamó con insistencia, y al no recibir ninguna respuesta, se hizo a un lado y ordenó a uno de los robots que forzara la puerta cerrada. La gruesa división de cristal quedó muy pronto hecha añicos.
        Los oficiales cruzaron con cautela la vacía sala de vídeos; cuando entraron en la sala de trofeos, el asombro y la incredulidad que les causó el espectáculo que tenían ante sí, les dejó inmóviles. Moro Kamatori estaba colgado, con los hombros caídos hacia adelante, pero en posición erecta, los ojos abiertos de par en par y la sangre manando aún de la boca. El rostro estaba desfigurado por el dolor y la ira. El oficial miró sin expresión la empuñadura de un sable que asomaba entre las ingles de Kamatori; la hoja atravesaba el cuerpo y lo mantenía clavado con firmeza en la pared.
        Aturdido, el oficial no podía convencerse de que estuviera muerto y le tocó con suavidad el hombro para hablar con él. Después de un rato, finalmente comprendió que aquel samurai ya no volvería a hablar nunca. Y entonces por primera vez, el oficial advirtió que los prisioneros habían desaparecido y los robots-guardas de Kamatori estaban rígidos e inmovilizados.
        La confusión que reinaba en el mando de seguridad aumentó más aún al conocerse la noticia de la muerte de Kamatori, casi simultáneamente a la explosión en la quinta planta. Los misiles tierra-aire instalados en torno a la, isla emergieron de sus silos subterráneos, montados y dispuestos para el lanzamiento, pero inactivos todavía debido a las dudas que el director de segundad tenía sobre la presencia de Suma en el aparato que había emprendido el vuelo hacía unos instantes.
        Pero muy pronto, la acción del mando de seguridad volvió a quedar sometida al control y recuperó el nivel de eficacia habitual. Estudiaron de nuevo las cintas de vídeo grabadas por los robots-guardas, y quedó establecido sin ningún género de duda que Suma había sido obligado a entrar en el avión.
        El anciano jefe de- los Dragones de Oro, Korori Yoshishu, y el responsable de su poder financiero, Ichiro Tsuboi, estaban en el despacho de éste en Tokio cuando recibieron la llamada del director de seguridad de Suma.
        Los dos socios de Suma asumieron de inmediato el mando de las operaciones.
        Pasados ocho minutos de la explosión, Tsuboi utilizó su considerable influencia ante los militares japoneses para conseguir que despegara una escuadrilla de reactores de caza que persiguiera al fugitivo aparato de turbinas variables. La orden asignada era interceptar el aparato y obligarlo a aterrizar de nuevo en la isla de Soseki. Si este objetivo no podía cumplirse, los cazas debían destruir el aparato con todas las personas que viajaban en él. Tsuboi y Yoshishu se mostraron de acuerdo en que, a pesar de la larga amistad que les unía a Suma, en bien del Proyecto Kaiten y de su nuevo imperio era preferible que muriera, antes de convertirse en un instrumento de chantaje al servicio de la política extranjera. O peor aún, de que suscitara el escándalo de ser condenado como criminal por la justicia americana. Contaba también, además, la estremecedora certeza de que Suma se vería forzado a revelar detalles de la tecnología secreta puesta a punto por Japón, y de sus planes de supremacía económica y militar, en los interrogatorios realizados por los expertos de Inteligencia de EE. UU.

        Pitt señaló en la brújula la dirección de la posición que ocupaba el barco en el momento en que él despegó con destino a la isla de Soseki. Forzó los motores peligrosamente, mientras Loren hacía intentos desesperados por establecer contacto con el Bennett.
        - No consigo comunicar con ellos -dijo frustrada.
        - ¿Estás en la frecuencia correcta?
        - Dieciséis VF.
        - Incorrecto. Cambia al dieciséis UF y utiliza mi nombre como clave de llamada.
        Loren seleccionó la banda de alta frecuencia y buscó de nuevo el dieciséis. Entonces habló por el micrófono colocado en su casco.
        - Pitt llamando a USS Bennett -dijo-, Pitt llamando a USS Bennett. ¿Me escucha? Conteste, por favor.
        - Aquí Bennett -la voz sonó con tal claridad y potencia que casi hizo estallar los tímpanos de Loren bajo sus auriculares -. ¿Es usted realmente, señor Pitt? Parece haber cambiado de sexo desde la última vez que nos vimos.

        El aparato había sido registrado por los sistemas de detección del Bennett desde el momento mismo de despegar. Cuando se comprobó que se dirigía hacia el este sobrevolando el mar, fue seguido a través de un sistema receptor electrónico de reconocimiento. Pocos minutos después de darse la alerta, el comandante Harper recorría impaciente la sala de control. Continuamente, se detenía y miraba, por encima de los hombros de los operadores de la consola, las pantallas del radar y el monitor del ordenador que analizaba y medía las señales, destacando el objetivo en curso de aproximación para establecer una identificación del mismo.
        - ¿Pueden distinguir…?
        - Se trata de un rotor variable o bien de uno de los nuevos motores de turbina variable -dijo el operador. Despegó como un helicóptero, pero se aproxima demasiado rápido para las aspas de un rotor.
        - ¿Dirección?
        - Uno-dos-cero. Parece dirigirse a la posición desde la que lanzamos los dos Ibis.
        Harper corrió al teléfono más próximo y lo descolgó.
        - Comunicaciones.
        - Aquí comunicaciones, señor -contestó de inmediato una voz.
        - ¿Alguna señal de radio?
        - Ninguna, señor. Las ondas están en silencio.
        - Avíseme inmediatamente si recibe cualquier cosa.
        - Harper colgó de golpe el teléfono -. ¿Algún cambio de curso?
        - Objetivo volando todavía en dirección uno-dos-cero, ligeramente al sudeste, capitán.
        «Debería ser él, pero no puede ser Pitt», pensó Harper. Pero ¿quién más volaría hacia aquella posición concreta?, ¿podía tratarse de una coincidencia?
        - Que nadie gandulee -ladró el oficial ejecutivo que esperaba órdenes de pie a su lado.
        - Ordene el regreso a la posición desde la que lanzamos los Ibis. A toda velocidad, hasta nueva orden.
        El oficial sabía que Harper prefería la eficiencia al protocolo tradicional, de modo que se volvió sin saludar y transmitió las órdenes al puente.
        - De comunicaciones, para usted, capitán -anunció un marinero.
        Harper se abalanzó sobre el teléfono.
        - Aquí el capitán.
        - He recibido una señal de una mujer que afirma ser la congresista Loren Smith. También asegura que el señor Pitt está a los mandos de un avión robado en la isla de Soseki, y que transporta a ocho pasajeros, entre ellos el senador Michael Díaz y el señor Hideki Suma.
        La incredulidad de Harper era explicable y perfectamente justificada, dado que había estado demasiado alejado como para haber sido informado de los secuestros de Loren y Díaz.
        - ¿Que han robado un avión y secuestrado a Suma? ¿Y de dónde demonios ha sacado Pitt a ese par de políticos en la isla de Soseki? -Hizo una pausa durante la que no paró de menear la cabeza, asombrado, y finalmente dio una orden por teléfono-: Diga a quienquiera que sea el que esté en contacto, que exijo una identificación mucho más concreta.
        El radiotelegrafista volvió a llamar pasado un minuto.
        - La mujer insiste en identificarse como la congresista Loren Smith, y afirma que si no los guiamos y proporcionamos protección en el caso de que los persigan, en la próxima ocasión en que almuerce con Roy Monroe pedirá que le den a usted el mando de un remolcador en el Ártico. Yo no soy quién para darle consejos, mi capitán, pero si es amiga del secretario de la Marina, me parece que debe ser la persona que asegura ser.
        - De acuerdo, me tragaré la historia por el momento -concedió Harper a regañadientes -. Déle instrucciones de que gire 20° al sur y continúe después en dirección oeste hasta que nos encontremos…
        - Tengo dos aviones que han despegado de la base aérea de Senzu -interrumpió el operador de la consola, atento a las indicaciones del radar-. La configuración y velocidad indican que se trata de interceptores Mitsubishi Cuervo de las Fuerzas Aéreas de Defensa japonesas. Han tomado la misma dirección que la turbina variable, y están haciendo funcionar sus radares.
        - ¡Maldita sea! -estalló Harper-. ¡Tenían que mezclarse los militares japoneses! -Se volvió de nuevo a su oficial ejecutivo-. Informe al mando del Pacífico de la situación. Dígales que me dispongo a defenderme. Pretendo disparar sobre los perseguidores si muestran la menor intención de iniciar un acto hostil. Asumo la responsabilidad de proteger a las personas que viajan en el avión de turbinas variables, en la creencia de que se trata de ciudadanos americanos.
        El oficial dudaba.
        - ¿No se estará usted extralimitando, señor?
        - De ninguna manera -sonrió con astucia Harper-. ¿Cree usted con seriedad que me llevarán ante un consejo de guerra por derribar aparatos hostiles para salvar las vidas de dos miembros del Congreso?
        La lógica de Harper resultaba indiscutible. El oficial sonrió a su vez.
        - No, señor. No creo que eso llegue a ocurrir.

        Pitt elevó el aparato hasta los cuatro mil metros y lo sostuvo a esa altitud. Había pasado el momento en que era necesario volar en rasante sobre la superficie del mar. Estaba fuera del alcance de los sistemas de misiles de la isla y en contacto con el Ralph R. Bennett. Se relajó y se colocó el casco con el micrófono y los auriculares de radio, que colgaba del brazo de su asiento.
        - Faltan ochenta kilómetros -dijo en voz baja-. Deberíamos verlo frente a nosotros muy pronto.
        Giordino había relevado a Loren en el puesto del copiloto y estudiaba con una mirada preocupada la aguja indicadora del nivel del combustible.
        - La tripulación de tierra de Suma escatimaba la gasolina todo lo que podía. Dentro de diez minutos nos vamos a quedar secos.
        - Sólo necesitaban llenar parcialmente el depósito para el corto trayecto de ida y vuelta entre Soseki y Edo -dijo Pitt-. En cambio yo he forzado el ritmo y estoy gastando combustible a chorros.
        - Será mejor que te lo tomes con calma e intentes conservarlo.
        Sonó un chasquido en sus auriculares y luego les llegó una voz profunda.
        - Aquí el comandante Harper.
        - Encantado de oírle, comandante. Aquí Dirk Pitt. Adelante.
        - Lamento darles malas noticias, pero tienen un par de mosquitos japoneses siguiendo su estela.
        - Lo que faltaba -murmuró Pitt, exasperado -. ¿Cuánto falta para que nos intercepten?
        - Nuestros ordenadores dicen que los alcanzarán de doce a quince kilómetros antes de que nos encuentren.
        - Si nos atacan nos harán picadillo -comentó Giordino, señalando el nivel del combustible.
        - La situación no es tan mala como ustedes creen -dijo Harper con lentitud-. Nuestros sistemas electrónicos están ya interfiriendo la dirección de sus misiles. Tendrán que estar prácticamente encima suyo para poder dispararles.
        - ¿Puede usted detenerlos de alguna forma?
        - Nuestra única arma es un Sea Vulcan de treinta milímetros.
        - No es mucho mejor que un tirachinas -se quejó Giordino.
        - Creí que estaba usted enterado de que ese tirachinas, como lo llama, puede escupir cuarenta y dos proyectiles por minuto a ocho kilómetros de distancia -contestó Harper, furioso.
        - Es decir, a cinco kilómetros menos de lo necesario, y demasiado tarde -comentó Pitt-. ¿Se le ocurre alguna otra idea?
        - Espere un momento. -Pasaron dos minutos antes de que Harper volviera a hablar-. Puede colocarse en el radio de nuestro fuego de cobertura si efectúa un picado y mantiene un vuelo rasante. El incremento de velocidad durante el descenso les permitirá mantener la delantera durante unos cuatro minutos más.
        - No veo ninguna ventaja -dijo Giordino -. Nuestros perseguidores pueden hacer la misma maniobra.
        - Descartado -contestó Pitt a Harper-. En vuelo rasante seremos un blanco perfecto. Prefiero mantener una altitud en la que disponga de espacio suficiente para maniobrar.
        - Son unos tipos muy listos -replicó Harper-. Lo han previsto todo. Están descendiendo a una altitud de mil doscientos metros, dos mil ochocientos metros por debajo de ustedes. Me figuro que pretenden cerrarles el paso.
        - Continúe.
        - Si pone en práctica la táctica diseñada por nuestros ordenadores, aumentará sus oportunidades de situarse en el radio de nuestro fuego de cobertura. Pero además, y ése es un elemento de importancia vital, cuando ellos se sitúen dentro del alcance de nuestro Vulcan, dispondremos de un campo libre de tiro por encima de su posición.
        - Me ha convencido -dijo Pitt -. Empezaremos el descenso dentro de cuarenta segundos.
        Se volvió a Loren, sentada en la butaca más cercana a la puerta de la cabina de mando.
        - Comprueba que todo el mundo está correctamente sentado y con el cinturón puesto. Vamos a bailar un poco de rock and roll.
        Loren hizo una rápida inspección de la cabina del pasaje, comprobando la posición de Suma y Toshie, y avisando al resto. La alegría que mostraban los supervivientes del equipo EIMA se desvaneció rápidamente, y un sombrío presentimiento se extendió por la cabina. Sólo el industrial japonés pareció súbitamente feliz. Suma sonreía con la expresión beatífica de una estatua de Buda.
        En la cabina de mando, Pitt se dedicó por unos momentos a estirar los músculos para aliviar la tensión y aflojar las articulaciones. También efectuó una serie de respiraciones profundas y luego se dio un masaje en las manos y los dedos como un concertista de piano que se dispone a ejecutar la Rapsodia húngara número dos de Liszt.
        - Están a dieciocho kilómetros, y acercándose muy deprisa -informó Harper.
        Pitt aferró el volante de la palanca de control e hizo una seña a Giordino.
        - Al, ve leyendo en voz alta las indicaciones de velocidad y altitud.
        - Será un placer -contestó Giordino, sin la menor nota de nerviosismo. Su confianza en Pitt era total.
        Pitt apretó el botón de transmisión de la radio.
        - Comenzamos el picado -dijo, en el tono de un forense que anunciara una incisión en un cadáver. Luego, bien aferrado al volante, inclinó hacia adelante la palanca de control, preguntándose lo que diría cuando se encontrara frente al diablo. El aparato inclinó el morro hacia abajo y, con sus turbinas atronando el aire, se lanzó en dirección al amplio mar azul, que llenó toda la extensión del parabrisas de la cabina.


    58

        Tsuboi tapó el auricular del teléfono con una mano y miró con aire lúgubre, por encima de su mesa de despacho, a Korori Yoshishu.
        - Nuestros aparatos de caza informan que el avión de Hideki ha iniciado una acción evasiva. No disponen de tiempo para forzarlo a regresar a la isla de Soseki antes de que llegue hasta el buque americano. Su comandante de vuelo pide confirmación de nuestra orden de disparar a matar.
        Yoshishu tardó en contestar. Ya había aceptado mentalmente la muerte de Suma. Aspiró el humo de su cigarrillo y dijo:
        - Si no hay alternativa, Hideki debe morir para salvar todo lo que hemos construido en tantos años de lucha.
        Tsuboi miró a los ojos del viejo dragón, y únicamente vio en ellos una dureza inflexible.
        - Orden de derribo confirmada -dijo de nuevo por el teléfono.
        Mientras Tsuboi colgaba el auricular, Yoshishu empezó a hablar, tratando de mostrar serenidad.
        - Hideki es tan sólo uno más de una larga lista de personas que han sacrificado sus vidas por el nuevo imperio.
        - Así es, pero al gobierno americano no le gustará saber que dos de sus legisladores han perecido en el mismo incidente.
        - El presidente se verá sometido a la influencia de nuestros grupos de presión y de nuestros amigos en su gobierno, y dirá poco y hará menos -dijo Yoshishu con astuta confianza-. Todos los truenos se dirigirán contra Suma. Nosotros permaneceremos en la sombra, al resguardo de la tormenta.
        - Y sin alharacas, asumiremos el control de las empresas de Hideki.
        Yoshishu asintió con lentitud.
        - Así lo manda la ley de nuestra hermandad.
        Tsuboi observó al anciano con un renovado respeto.
        Comprendía la razón por la que Yoshishu había conseguido sobrevivir en tanto que muchos otros líderes del hampa y de los Dragones de Oro habían caído en el camino. Sabía que Yoshishu era un maestro en manipular a las personas, y que no importaba quién se cruzara con él ni cuan poderosos fueran sus enemigos, nunca era derrotado.
        Era el hombre más poderoso del mundo entre los que no ostentaban cargo público alguno, y Tsuboi se daba perfecta cuenta de ello.
        - Los medios de comunicación de todo el mundo - continuó Yoshishu-, son como un voraz dragón que devora escándalos. Rápidamente se cansa del gusto de uno, y se abalanza sobre el siguiente. Los americanos olvidan deprisa. La muerte de dos de sus incontables políticos se olvidará pronto.
        - ¡Hideki estaba loco! -exclamó Tsuboi con voz aguda-. Llegó a creerse un dios. Como la mayoría de los hombres cuando acumulan demasiado poder y autoestima, cometió graves errores. Secuestrar a miembros del Congreso americano en su propio país fue una estupidez.
        Yoshishu no contestó de inmediato, pero lanzó una mirada furtiva por encima de la mesa de despacho de Tsuboi. Luego se apresuró a decir:
        - Eres como un nieto para mí, Ichiro, e Hideki era el hijo que nunca tuve. Soy yo quien merece reproches. Si hubiera cuidado de él con mayor atención, este desastre nunca habría ocurrido.
        - Nada ha cambiado -Tsuboi se mostraba imperturbable- El intento de los agentes americanos de sabotear el proyecto Kaiten ha sido controlado. Seguimos siendo tan poderosos como antes.
        - Con todo, lloraremos la pérdida de Hideki. Es mucho lo que le debemos.
        - No esperaría un trato diferente de encontrarme en su lugar.
        - Estoy seguro de que no vacilarías en arrojarte sobre la espada si fuera necesario -dijo Yoshishu con una sonrisa condescendiente.
        Tsuboi estaba demasiado seguro de su habilidad para considerar siquiera la eventualidad de un fracaso. Pertenecía a una nueva generación y no tenía la más mínima intención de clavarse un cuchillo en el vientre por ningún motivo.
        - Nuestro imperio financiero e industrial seguirá creciendo sin Hideki -dijo sin remordimientos -. Debemos endurecer nuestros corazones y seguir adelante.
        Yoshishu veía la llama de la ambición en los ojos de su interlocutor. El joven mago de las finanzas se mostraba demasiado ansioso por sentarse en el sillón de Suma.
        - A ti te encargo, Ichiro, que organices una ceremonia adecuada para nuestro amigo, cuando depositemos su espíritu en Yasukuni -dijo Yoshishu, refiriéndose a Suma como si llevara varios días muerto.
        Tsuboi trató de alejar aquella idea de su mente. Se puso en pie y se inclinó hacia Yoshishu, por encima de la mesa de su despacho.
        - Ahora que el Proyecto Kaiten es operacional, Korori, debemos aprovechar el momento para socavar la independencia económica europea y americana.
        Yoshishu asintió, con un gesto que hizo caer su cabello blanco sobre la frente.
        - Estoy de acuerdo, no podemos dejar que la muerte de Hideki suponga un retraso en nuestro calendario. Debes regresar a Washington de inmediato y dictar al presidente nuestras exigencias para la extensión de nuestros negocios financieros en Estados Unidos.
        - ¿Y si no acepta nuestras exigencias?
        - Llevo años estudiando a ese hombre, es práctico, Verá que estamos lanzando un salvavidas a su país en trance de naufragar. Conoce nuestro Proyecto Kaiten y sabe lo que podemos hacer. No temas, el presidente negociará y el Congreso hará lo mismo. ¿Qué otra opción les queda?

        - Dos mil doscientos. -Giordino cantaba en voz alta la altitud, en metros, y la velocidad del avión en nudos-, Velocidad, cinco veinte.
        El océano ascendía con rapidez y las crestas espumosas de las olas se hacían más grandes. Cruzaron un banco de nubes. La sensación de velocidad era casi inexistente, salvo por el rugido de los motores que Pitt mantenía a toda potencia. Era casi imposible apreciar a simple vista la altitud sobre el nivel del mar. Pitt ponía toda su fe en Giordino, que a su vez confiaba en los instrumentos para advertirle el momento preciso en el que enderezar el vuelo.
        - ¿Dónde están? -preguntó a su micrófono.
        - Aquí Ray Simpson, Dirk -llegó la voz del comandante que les había dado las instrucciones sobre el uso de los Ibis -. Voy a guiarlos.
        - ¿Dónde están? -repitió Pitt.
        - A treinta kilómetros, y reduciendo la distancia muy deprisa.
        - No me sorprende -dijo Pitt -. Deben contar con mil nudos extra por lo menos respecto de esta cafetera.
        - Mil quinientos -leyó Giordino -. Velocidad, cinco noventa.
        - Hubiera deseado hojear el manual de vuelo -murmuró Pitt entre dientes.
        - Mil doscientos metros. Velocidad, seis cincuenta. Esto va bien.
        - ¿Cómo lo sabes?
        - Parecía el momento adecuado para decir algo así -contestó Giordino encogiéndose de hombros.
        En ese instante, el zumbido de la alarma empezó a sonar en la cabina de mando. Habían traspasado los límites de seguridad del aparato, y volaban lanzados hacia lo desconocido.
        - Mil metros. Velocidad, siete cuarenta. Alas, no nos falléis ahora.
        Cuando lo tuvo a su alcance, el piloto del caza japonés más avanzado centró el punto rojo, que aparecía en el sistema de su monitor de televisión, en el objetivo de la turbina móvil que descendía en picado. El ordenador óptico accionó la secuencia de disparo y lanzó el misil.
        - Han disparado un misil aire-aire -dio la alarma Simpson con voz ominosa.
        - Avíseme cuando esté a un kilómetro de distancia -contestó Pitt de inmediato.
        - Seiscientos metros -avisó Giordino a Pitt-. Velocidad, ochocientos. ¡Ahora es el momento!
        Pitt no malgastó saliva en contestar y tiró hacia atrás la palanca del control. El rotor variable respondió como si fuera un planeador guiado por una mano gigante. Con suavidad, dibujando un arco perfecto, enderezó el rumbo y cambió a un vuelo rasante peligrosamente bajo, a menos de setenta metros sobre el agua.
        - Misil acercándose, a tres kilómetros -dijo Simpson, con voz vacía e inexpresiva.
        - Al, preparado para un cambio total en la posición de los motores -dijo Pitt sin dudar.
        Casi al instante, Simpson exclamó:
        - ¡Un kilómetro!
        - ¡Ahora!
        Giordino movió las palancas que cambiaban los motores de la posición horizontal a la vertical.
        El aparato saltó del vuelo horizontal a un ascenso de casi 90°. Las turbinas variables trepidaron, y todos se vieron lanzados hacia adelante por el súbito cambio en el empuje de los motores, que ahora proyectaban al aparato hacia el cielo con toda su potencia.
        El misil pasó como un rayo a menos de dos metros por debajo del avión. Luego se alejó serpenteando, hasta caer en el mar.
        - Buen trabajo -oyeron la felicitación de Simpson-. Están llegando al radio de acción de nuestro Vulcan. Intenten mantener el vuelo rasante, de modo que tengamos libre el campo de tiro por encima suyo.
        - Necesito tiempo para volver a colocar esta cafetera en vuelo rasante -dijo Pitt a Simpson, mientras la frustración se reflejaba en las duras líneas de su rostro-, Hemos perdido toda nuestra velocidad.
        Giordino volvió a colocar en posición horizontal las turbinas de reacción, mientras Pitt iniciaba un nuevo picado. Luego niveló el aparato y pasó silbando a unos veinte metros del agua, en dirección a la silueta recién aparecida del buque. Desde la posición de Pitt, apenas por encima del nivel de las olas, parecía un inmóvil barquito de papel en un mar de plástico.
        - Los aviones se aproximan, pero no hay indicación de nuevo lanzamiento de misil -se oyó la voz angustiada de Simpson-. Están retrasando el lanzamiento hasta el último momento para compensar su siguiente maniobra. Es mejor que descienda todo lo posible, y a todo prisa.
        - Ya estoy rozando las olas -contestó Pitt.
        - También ellos. Uno encima del otro, para que usted no vuelva a escapar con otro salto de su platillo volante.
        - Deben leer en nuestra mente -dijo Giordino con tranquilidad.
        - Como no tienen un mezclador de sonidos para enmascarar sus transmisiones, están oyendo todo lo que ustedes dicen -advirtió Simpson.
        - Ahora les toca hablar a ellos.
        Pitt divisó por el parabrisas el Ralph R. Bennett. Le carecía que podría tocar su radar gigante con sólo alargar la mano.
        - La siguiente acción les corresponde a ustedes, Bennett- A nosotros se nos han acabado los trucos.
        - La puerta del fuerte está abierta -se oyó de repente la voz de Harper-. Inclínense 5º a babor y no olviden agachar la cabeza cuando tendamos la red.
        - Misil fuera -gritó Simpson.
        - Enterado -dijo Pitt-, pero no puedo hacer nada.
        Pitt y Giordino se encogieron instintivamente, anticipando el impacto y la explosión. Estaban tan indefensos como palomas atacadas por un halcón. De súbito, la salvación sobrevino en la forma de una tempestad de fuego que relampagueó frente al morro del aparato de turbina variable y tronó sobre sus cabezas y a sus espaldas.
        El Sea Vulcan[5] de treinta milímetros del Bennett había entrado en erupción. Las siete bocas de su moderno cañón Gatling giraban disparando a un ritmo de 4.200 proyectiles por minuto, formando una cortina de fuego tan espesa que la trayectoria de las balas podía seguirse a simple vista. Aquella avalancha de proyectiles cruzó el cielo al encuentro del misil que se aproximaba y lo hizo estallar formando un hongo de fuego y humo negro a menos de doscientos metros detrás del aparato fugitivo.
        Luego prosiguió su avance hacia el avión de caza más adelantado, y mordió un ala con la facilidad con que los dientes trituran una patata frita. El reactor de caza Mitsubishi Cuervo, después de perder el control, inició una contorsionada serie de volteretas y se precipitó en el mar. El segundo aparato inició un abrupto giro lateral, consiguió evitar por muy poco la avalancha de proyectiles que se dirigían contra él y emprendió a toda prisa el camino de vuelta a Japón. Sólo entonces guardó silencio el Sea Vulcan, mientras su última ráfaga cruzaba el cielo azul formando una parábola y caía al agua, en medio de un mar de espuma blanca.
        - Tráigalo aquí, señor Pitt. -El alivio de Harper era claramente perceptible en su voz-. El viento sopla por estribor a una velocidad de ocho nudos, - Gracias, comandante -dijo Pitt-. Y déle las gracias también a su tripulación. Ha sido una bonita exhibición de tiro.
        - Todo consiste en hacer bien el amor con la electrónica.
        - Comenzamos la aproximación final.
        - Lamento no tener por aquí una banda de música y un comité de recepción adecuado.
        - Las barras y las estrellas flotando al viento son suficientes para nosotros.
        Cuatro minutos más tarde, Pitt posaba el aparato de turbina variable sobre la plataforma de helicópteros del Bennett. Sólo entonces se atrevió a respirar profundamente, recostarse en su asiento y relajarse, mientras Giordino apagaba los motores.
        Por primera vez en varias semanas se sentía a salvo y seguro. En el futuro inmediato no percibía ningún riesgo ni peligro inminente. Su participación en la operación del equipo EIMA había finalizado. Sólo pensaba en regresara casa; después tal vez haría un viaje para bucear en las cálidas aguas y tostarse al sol tropical de Puerto Rico o Haití, preferentemente con Loren a su lado.
        Pitt se hubiera echado a reír con la incredulidad más absoluta si alguien hubiera entrado en la cabina para predecirle que unas semanas más tarde el almirante Sandecker estaría pronunciando un discurso laudatorio en su funeral.


    CUARTA PARTE: MOTHER'S BREATH

    59

        20 de octubre de 1993
        Washington, D.C.

        - ¡Están fuera! -anunció Jordan exultante, al tiempo que colgaba de golpe un teléfono de la Sala de Situación del Consejo Nacional de Seguridad, en los sótanos de la Casa Blanca-. Acabamos de recibir la noticia de que nuestro equipo EIMA ha escapado de la isla de Soseki.
        Dale Nichols miró con incredulidad a Jordan.
        - ¿Es una noticia confirmada?
        Jordan contestó con un rotundo gesto afirmativo.
        - Seguro. Fueron atacados por cazas japoneses; pero los eludieron y consiguieron ponerse a salvo.
        El presidente se inclinó hacia adelante.
        - ¿Dónde están ahora?
        - A bordo del Ralph R. Bennett, un buque de vigilancia naval estacionado a un centenar de kilómetros de la isla.
        - ¿Alguna baja?
        - Ninguna.
        - Gracias a Dios.
        - Pero hay más, mucho más -dijo Jordan tan orondo como un pavo real-. Se han traído a la congresista Smith al senador Díaz y a Hideki Suma con ellos.
        El presidente y los demás se quedaron mirándole boquiabiertos y mudos de asombro. Al fin, Nichols murmuró:
        - ¿Cómo ha sido posible?
        - Aún no disponemos de todos los detalles pero el comandante Harper, capitán del Bennett, me ha dicho que Dirk Pitt y Al Giordino secuestraron el avión que debía transportar a Smith y Díaz a ciudad de Edo. De alguna forma se las arreglaron también para apoderarse de Suma y su secretaria, y aprovecharon la confusión creada para despegar.
        - Suma -murmuró Martin Brogan, el director de la CIA, sobrecogido -. Es un regalo caído del cielo.
        La sorpresa y alegría del presidente dieron paso a una actitud reflexiva.
        - Esa noticia imprime un nuevo cariz a toda la situación.
        - En las actuales circunstancias, señor presidente - dijo el secretario de Defensa, Jesse Simmons-, mi consejo es cancelar el ataque nuclear contra el Centro del Dragón.
        El presidente dirigió una mirada al gran reloj de la «cuenta atrás», colocado en una pared de la Sala de Situación. Faltaban nueve minutos para la hora designada.
        - ¡Dios!, es cierto, dé la orden de cancelarlo.
        Simmons se limitó a hacer un gesto al general Clayton Metcalf, presidente del Estado Mayor Conjunto, que inmediatamente descolgó un teléfono y empezó a impartir órdenes. Apenas medio minuto después, Metcalf anunció.
        - Regresan a sus bases.
        El secretario de Estado Douglas Oates exhibía una expresión triunfal.
        - Poco ha faltado, señor presidente. Yo estuve en contra de ese ataque nuclear desde el principio.
        - El Centro del Dragón y el Proyecto Kaiten no han desaparecido -le recordó el presidente -. El peligro que representan subsiste. La crisis simplemente ha pasado de una fase aguda a otra estacionaria.
        - Es verdad -reconoció Oates-, pero con Suma en nuestras manos, tenemos sujeta la serpiente por la cabeza, por así decirlo.
        - Estoy impaciente por saber lo que consigue sacar de él un equipo de expertos en interrogatorios -se relamía Brogan.
        Oates sacudió con energía la cabeza para mostrar su desacuerdo.
        - Suma no es uno de los pequeños pececillos del estanque; es uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo. No podemos utilizar una táctica de mano dura con él sin exponernos a graves consecuencias.
        - Ojo por ojo -la voz de Jordan rebosaba satisfacción-. No veo motivo para tener compasión de un hombre que secuestró a dos miembros del Congreso y planeaba hacer detonar bombas nucleares en territorio americano.
        - Estoy contigo, Ray -dijo Brogan, dirigiendo una agria mirada a Oates -. Ese tipo está perdido en cuanto lo tengamos en nuestras manos. Apuesto una cena para todos los que estamos en la sala a que el gobierno japonés guarda silencio y no formula ninguna protesta.
        Oates se mostraba irreductible.
        - No corresponde a nuestro interés nacional el obrar como bárbaros.
        - Los buenos chicos siempre acaban perdiendo -contestó Jesse Simmons -. Si hubiéramos jugado duro, como los rusos, no tendríamos rehenes en el Líbano.
        - Jesse tiene razón -asintió Nichols -. Seríamos idiotas si le dejáramos regresar a Japón y reanudar su guerra privada contra nosotros.
        - El primer ministro Junshiro y su gabinete no se atreverán a armar un escándalo -dijo Brogan-, porque toda esta sórdida operación de chantaje aparecería en los medios de comunicación de todo el mundo, y la opinión pública caería encima de ellos como una tonelada de ladrillos.
        No, Doug, te equivocas. El paso siguiente para eliminar la terrible amenaza que pesa sobre nuestro pueblo es retorcer el brazo a Suma hasta que nos revele la localización exacta de los coches bomba.
        El presidente miró a los hombres sentados alrededor de la mesa con fatigada paciencia.
        - El señor Suma no es un amigo de nuestra nación.
        Todo tuyo, Martin. Hazle cantar como un canario. Tenemos que apoderarnos de esas bombas y neutralizarlas a toda prisa.
        - ¿Cuánto tardará la Marina en disponer el transporte aéreo de Suma desde el Bennett-preguntó Brogan volviéndose hacia Simmons.
        - Como no tenemos ningún portaaviones en esa parte del océano -respondió el secretario de Defensa-, deberemos esperar a que el barco esté situado en el radio de alcance de un helicóptero desde la isla Wake, el punto de recogida más próximo.
        - Cuanto antes tengamos a Suma en Washington, antes podremos sacarle los datos que nos interesan -comentó Brogan.
        - También me interesará oír lo que hayan observado la congresista Smith y el senador Díaz -añadió el presidente.
        Don Kern entró en la habitación y habló en voz baja con Jordan, quien hizo señas de asentimiento mientras escuchaba y luego se volvió al presidente:
        - Al parecer, nuestros amigos de la AMSN nos han resuelto otro problema. El comandante Harper informa que el aparato de turbina variable robado por Pitt y Giordino para escapar de la isla ha sido reabastecido de combustible a bordo del Bennett. Están volando de nuevo, rumbo a la isla de Wake, mientras hablamos.
        El presidente volvió su atención a Metcalf:
        - General, dejo en sus manos la organización del transporte militar de Suma y de nuestros legisladores hasta la capital, tan aprisa como sea posible.
        - Ordenaré al general Duke Mackay, comandante de la base de las Fuerzas Aéreas de Anderson, en Guam, que envíe a Wake su reactor personal. Probablemente estará ya esperando a Pitt cuando éste aterrice.
        Luego el presidente se dirigió a Jordan:
        - ¿En qué estado se encuentra ahora el Centro del Dragón?
        - Lo siento, señor -respondió Jordan-. Los informes del comandante Harper han sido muy escuetos. No dijo una palabra de nuestro equipo EIMA ni de si su operación ha sido un éxito.
        - Entonces no sabremos nada hasta que lleguen a Wake.
        - No, señor.
        Oates dirigió una dura mirada a Jordan.
        - Si su gente ha fracasado en la misión de impedir que el Centro del Dragón llegue a ser operacional, nos enfrentaremos a una terrible calamidad.
        - Si han escapado ilesos -replicó Jordan, devolviéndole la mirada-, eso significa que han cumplido con su misión.
        - Eso todavía no podemos asegurarlo.
        - Aun así, ahora podremos respirar puesto que tenemos en nuestras manos al creador del Centro del Dragón -dijo Simmons -. Los aliados de Suma deben de estar desmoralizados. No intentarán ninguna agresión de importancia mientras su líder esté a buen recaudo.
        - Me temo que esa teoría no es demasiado sólida -dijo Jordan con lentitud-. Hemos pasado por alto el mensaje de Harper desde el Bennett.
        - ¿Qué mensaje? -preguntó el presidente.
        - La parte referente a que el avión sobrevivió a un ataque de cazas japoneses -señaló Brogan.
        Jordan asintió.
        - Debían saber que Suma estaba a bordo y, sin embargo, intentaron derribar el aparato.
        Simmons garabateaba algo en un bloc de notas.
        - Entonces tenemos que asumir que ellos…, sean quienes sean…
        - El viejo «padrino» del hampa japonesa, Korori Yoshishu, y su compinche y tesorero, Ichiro Tsuboi -le interrumpió Jordan-. Son los socios criminales del imperio industrial de Suma.
        - Entonces tenemos que asumir -repitió Simmons-, que Hideki Suma no es insustituible.
        - Cae por su propio peso -dijo Kern, hablando por primera vez.
        - Lo cual a su vez significa que Yoshishu y Tsuboi pueden poner en marcha y activar los sistemas de detonación -teorizó el presidente.
        La expresión de optimismo de Brogan se iba desvaneciendo poco a poco.
        - Con Suma en nuestras manos, es imposible predecir cómo reaccionarán.
        - Tal vez debería ordenar un ataque nuclear, a pesar de todo -dijo el presidente de mala gana.
        Jordan negó con la cabeza.
        - Todavía no, señor presidente. Existe otra forma de ganar tiempo y dar un nuevo enfoque a la situación.
        - ¿Cuál es tu plan, Ray?
        - Dejar que los japoneses capten unas señales del comandante Harper informando que el avión que transportaba a Díaz, Smith y Suma sufrió un accidente y cayó al mar, sin que haya habido ningún superviviente.
        Brogan lo miró dubitativo.
        - ¿Crees realmente que Yoshishu y Tsuboi se lo van a tragar?
        - Es probable que no -contestó Jordan con una mirada de astucia-, pero apuesto a que considerarán esa posibilidad, y espero que lo sigan haciendo hasta que podamos borrar del mapa de una vez por todas el Proyecto Kaiten.


    60

        Fiel a su palabra, el presidente del Estado Mayor Conjunto hizo que el reactor personal del general Mackay, un C-20 de las Fuerzas Aéreas, se encontrará junto a la pista de aterrizaje que cruzaba la isla Wake, en el momento en que Pitt posó su aparato de turbinas variables en la plataforma indicada, frente al pequeño edificio de la terminal.
        Mel Penner había acudido desde las Palau y estaba esperando, con los oídos tapados para protegerse del estruendo de las turbinas al contacto con el cemento. El área había sido rodeada y acordonada por una veintena de policías militares. Penner se acercó al avión y aguardó expectante junto a la portezuela. Ésta se abrió por fin, y Weatherhill fue el primero en salir.
        Penner se adelantó, y los dos se estrecharon las manos.
        - Encantado de comprobar que sigues perteneciendo al mundo de los vivos.
        - Comparto ese sentimiento -contestó Weatherhill con una amplia sonrisa.
        Miró el cordón de seguridad de las Fuerzas Aéreas, y añadió:
        - No esperábamos un comité de bienvenida.
        - Sois el tema de conversación favorito en la Casa Blanca. ¿Es verdad que os habéis traído a Suma?
        - Y a Díaz y a Smith también -contestó Weatherhill -Habéis aprovechado el tiempo.
        Stacy descendió por la escalerilla y también se sorprendió al ver a Penner y a los policías.
        - Tengo la sensación de que no vamos a repostar y seguir hacia Hawai -dijo, mientras abrazaba a Penner.
        - Lo siento, pero no. Hay un reactor de las Fuerzas Aéreas esperando para llevar a Washington a Suma y los legisladores. Serán acompañados y custodiados por un equipo de Inteligencia militar. El resto de nosotros tenemos orden de permanecer aquí, en Wake, para mantener una reunión con un par de peces gordos que nos envían Jordan y el presidente.
        - Lamento no haberos podido enviar más datos -explicó Weatherhill-, pero pensamos que sería preferible no transmitir determinados detalles por radio sino darlos a conocer personalmente.
        - Jordan está de acuerdo. Tomasteis la decisión correcta.
        Weatherhill tendió a Penner una carpeta repleta de folios pulcramente mecanografiados.
        - Un informe completo.
        Penner se quedó mirando boquiabierto el informe, con ojos atónitos.
        - ¿Cómo?
        - Suma lo tenía preparado para la dirección de sus negocios -explicó Weatherhill con un gesto hacia el interior del aparato-. Lo pasamos durante el vuelo a un procesador de textos.
        Mancuso asomó la cabeza por la portezuela.
        - Hola, Mel. ¿Has traído gorros de papel y champán para completar la fiesta?
        - Me alegro mucho de verte, Frank. ¿Cuándo podré ver a tus pasajeros?
        - Ahora mismo te los mando. Tendrás que esperar un momento a que desate a nuestros buenos amigos japoneses para que puedan desembarcar.
        - ¿Algún problema con ellos?
        - A ratos se han puesto un poco testarudos.
        Loren y Díaz parpadearon al recibir la fuerte luz del sol en el rostro, y fueron presentados a Penner, que les informó del plan de vuelo. Luego Mancuso salió con Suma y Toshie bien agarrados, uno de cada mano. Penner hizo una ligera reverencia.
        - Bienvenido al territorio de EE.UU., señor Suma, aunque me temo que no disfrutará demasiado de su estancia entre nosotros.
        Suma dedicó a Penner la mirada de desprecio que reservaba para los subordinados, y actuó como si el agente de Inteligencia fuera invisible.
        Toshie miró a Penner con un odio incontrolado.
        - Debe usted tratar al señor Suma con el debido respeto. Exige ser liberado y devuelto a Japón.
        - Oh, lo será -dijo Penner en tono burlón-. Después de disfrutar de unas vacaciones con todos los gastos pagados en la capital de nuestra nación, por cortesía del contribuyente americano.
        - Están violando las leyes internacionales -dijo Suma en tono despectivo -. Y a menos que nos liberen, las represalias serán inevitables y muchos de sus compatriotas morirán.
        Penner se volvió a Weatherhill.
        - ¿Tiene fundamento esta amenaza?
        Weatherhill se encaró con Suma.
        - Lo siento, puede usted olvidarse del Centro del Dragón. Hemos cortado la luz.
        - ¿Tuvisteis éxito? -preguntó Penner-. Ray Jordan y Donald Kern están que se suben por las paredes, esperando noticias.
        - Sólo un aplazamiento temporal. No teníamos más que una pequeña cantidad de explosivo, y volamos un haz de cables de fibra óptica. Dentro de pocos días volverán a estar dispuestos.
        El doctor Josh Nogami salió del avión y fue felicitado por Penner.
        - Es un auténtico placer conocerle, doctor. Le estamos muy agradecidos por sus esfuerzos para proporcionarnos información. Su ayuda ha sido valiosísima.
        Nogami se encogió de hombros con modestia.
        - Lamento no haber conseguido salvar a Jim Hanamura.
        - Pudo haber sido descubierto y asesinado usted también.
        - El señor Pitt hizo todo lo que pudo para impedirlo.
        - Nogami miró a su alrededor, pero no vio ninguna cara conocida-. Me temo que sólo soy un agente en paro.
        - Cuando nuestro vicedirector de operaciones, Don Kern, supo que estaba usted a bordo, solicitó que se le asignara temporalmente a nuestro equipo. Sus superiores accedieron. Si no le importa trabajar con un puñado de colonos por unos pocos días, sus conocimientos sobre la configuración del Centro del Dragón podrán sernos de mucha utilidad.
        Nogami hizo un gesto de asentimiento.
        - De todas formas, el tiempo en estas latitudes es preferible a la lluvia de Londres.
        Antes de que Penner pudiera responder, Giordino saltó del aparato y corrió hacia la patrulla de la policía militar que conducía a Suma y Toshie hacia el C-20 que los esperaba. Se precipitó sobre el oficial al mando y le pidió que detuviera la procesión por un momento.
        Giordino era tan sólo medio centímetro más alto que Toshie. La miró directamente a los ojos.
        - Corazón, dime que me esperarás.
        Ella le devolvió la mirada que delataba su sorpresa y enojo al mismo tiempo.
        - ¿De qué me está usted hablando?
        - De cortejo, requerimiento amoroso, noviazgo, compromiso, proposición. Tan pronto como pueda reunirme contigo, me propongo convertirte en la mujer más feliz del mundo.
        - ¡Está loco!
        - Ése es tan sólo uno de mis múltiples encantos -dijo Giordino en tono persuasivo-. Descubrirás muchos más en los años venideros.
        Por sorprendente que pudiera parecer, Toshie se sintió conmovida. Debido a una razón extraña que ella misma no alcanzaba a comprender, empezaba a encontrar atractivo el método, tan poco japonés, empleado por Giordino para abordarla. Hubo de luchar consigo misma para no dejar entrever la simpatía que le inspiraba aquel hombre.
        Giordino se dio cuenta de su vacilación y colocó sus manazas en los tiernos hombros de la muchacha, la besó brevemente en los labios, y sonrió.
        - Me reuniré contigo tan pronto como pueda.
        Ella seguía mirándole por encima del hombro sin decir palabra cuando Penner la agarró por el codo y bruscamente se la llevó.

        Pitt acompañó a Loren hasta el C-20 después de que Suma y Díaz estuvieran ya instalados a bordo. Caminaban en silencio, sintiendo en su piel la cálida caricia del sol y la humedad.
        Loren se detuvo a pocos metros del avión y miró a Pitt.
        - Al parecer, siempre nos toca a uno de nosotros ir o venir de alguna parte.
        - Llevamos vidas separadas, y los dos somos personas muy atareadas -asintió él -. Nuestros programas de actividades nunca coinciden.
        - Tal vez algún día… - Su voz quedó suspendida en el silencio.
        - Algún día -repitió él, comprendiendo.
        - ¿Volverás pronto? -preguntó ella, dubitativa.
        - No lo sé -se encogió de hombros-, Al y yo tenemos órdenes de esperar aquí.
        - No pueden enviarte de nuevo a la isla. No ahora.
        - Soy un ingeniero marino, ¿recuerdas? El último hombre al que pedirían que tomara por asalto el Centro del Dragón con un humeante revólver de seis tiros.
        - Hablaré con el presidente y le pediré que os envíe de vuelta a casa, a Al y a ti.
        - No te molestes -dijo él, confiado -. Lo más probable es que cojamos el próximo vuelo hacia el este.
        Ella se empinó sobre sus talones y le dio un ligero beso en los labios.
        - Gracias por todo.
        - Cualquier cosa con tal de complacer a una dama bonita -sonrió Pitt.
        Loren sintió un vacío en el estómago. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Presentía, sin saber la razón, que él no regresaría pronto. De repente dio media vuelta y subió a la carrera las escalerillas del avión.
        Pitt se quedó quieto, mirándola. Luego agitó la mano cuando ella apareció en una de las ventanillas; pero cuando Loren lo buscó de nuevo, mientras el avión se dirigía hacia el extremo de la pista para despegar, él ya se había ido.


    61

        Tsuboi no podía creerlo. Después de despedirse de Yoshishu y viajar de Tokio a Edo y de allí al Centro del Dragón para tomar personalmente el mando, paseaba por la sala de control presa de una ira creciente.
        - ¿Cómo es posible que no puedan detonar ninguno de los coches bombas? -preguntó.
        Takeda Kurojima, el director del Centro del Dragón, estaba desolado. Miraba desamparadamente a su alrededor, en busca del apoyo moral de su pequeño ejército de ingenieros y científicos, pero todos ellos mantenían la vista clavada en el suelo como si desearan ser tragados por éste.
        - Sólo el señor Suma conoce las claves -contestó Kurojima con un impotente encogimiento de hombros -. Él personalmente programó el sistema de claves para la detonación de las bombas.
        - ¿Cuánto tiempo tardarán en programar de nuevo todas las claves?
        Kurojima miró de nuevo a su equipo. Todos empezaron a murmurar rápidamente entre ellos. Luego, al parecer de acuerdo en una respuesta, uno se adelantó y musitó algo en voz tan baja que Tsuboi no pudo oírlo.
        - ¿Cómo…? ¿Qué ha dicho?
        Kurojima se atrevió por fin a mirar a Tsuboi a los ojos.
        - Tres días. Tardaremos tres días como mínimo en borrar las claves de mando del señor Suma y reprogramar los sistemas.
        - ¿Tanto tiempo?
        - No se trata de un procedimiento rápido ni sencillo.
        - ¿En qué situación están los conductores robóticos?
        - El programa de los robots es accesible -respondió Kurojima-. El señor Suma no insertó en ellos ninguna clave para poner en marcha sus sistemas de dirección hasta el punto de destino.
        - Dos días, cuarenta y ocho horas. Ése es el plazo que tienen para poner en condiciones plenamente operacionales el Proyecto Kaiten.
        Tsuboi apretó los labios y tensó las mandíbulas. Empezó a recorrer a largas zancadas la sala de control del Centro del Dragón. Maldijo la tortuosa mente que lo había creado, por pretender ser más lista que todas las demás.
        Suma no había confiado en nadie, ni siquiera en su amigo más antiguo e íntimo, Yoshishu.
        Repiqueteó un teléfono, y uno de los técnicos lo descolgó. Se puso rígido, y tendió el auricular a Tsuboi.
        - El señor Yoshishu desde Tokio, para usted.
        - Sí, Korori; aquí Ichiro.
        - Nuestros servicios propios de Inteligencia han interceptado un informe del barco americano. Aseguran que el avión de Hideki fue derribado. ¿Vieron nuestros pilotos caer al agua el avión de Hideki?
        - Sólo regresó uno de ellos. Según me han explicado, el piloto superviviente estaba demasiado ocupado intentando evitar el ataque del barco como para comprobar si su misil alcanzaba o no el objetivo.
        - Podría ser un farol de los americanos.
        - No lo sabremos hasta que podamos programar alguno de nuestros satélites de observación para que sobrevuele la zona.
        - ¿Y si nos muestra que el aparato está a bordo?
        Yoshishu dudó.
        - Entonces sabremos que es demasiado tarde. Habremos perdido a Hideki.
        - Y estará protegido por el fuerte cordón de seguridad de las fuerzas de Inteligencia americana -añadió Tsuboi.
        - Nos encontramos ante una situación extremadamente grave y delicada. En manos de la Inteligencia americana, Hideki puede llegar a suponer un inconveniente para Japón.
        - Un interrogatorio a base de drogas le hará revelar sin duda la localización de los coches bomba.
        - Entonces debemos actuar con rapidez para preservar el Proyecto Kaiten.
        - Existe otro problema -dijo Tsuboi enfurruñado-.
        Sólo Hideki conocía las claves operacionales que activan las señales de detonación.
        Hubo un silencio al otro lado de la línea. Luego Yoshishu dijo lentamente:
        - Siempre hemos sabido que tenía una mente muy ingeniosa.
        - Demasiado -asintió Tsuboi.
        - En ese caso, te confío el cuidado de dictar nuevas instrucciones.
        - No traicionaré esa confianza.
        Tsuboi colgó el auricular y miró por la ventana de observación. En la sala de control se hizo el silencio; todo el mundo estaba pendiente de sus palabras. Tenía que haber otra solución para efectuar alguna acción de represalia contra EE. UU. y otras naciones occidentales. Tsuboi era un hombre inteligente, y sólo tardó unos segundos en idear algunos planes alternativos.
        - ¿Es muy complicado hacer detonar una de las bombas manualmente? -preguntó a los ingenieros y científicos reunidos en la sala de control.
        Las cejas de Kurojima se alzaron, interrogadoras.
        - ¿Detonarla sin una señal codificada?
        - Sí, sí.
        El técnico que había encabezado el Proyecto Kaiten desde el comienzo hasta el final inclinó la cabeza y contestó.
        - Existen dos métodos para convertir en subcrítica una masa de material fisionable, y hacerla estallar. Uno consiste en rodear la masa con un anillo de explosivos cuya detonación produce en cadena la del material fisionable. El otro es bombardear al mismo tiempo dos masas con un aparato de tipo cañón.
        - ¿Cómo podemos hacer explotar un coche bomba?
        - preguntó Tsuboi, impaciente.
        - Velocidad -respondió escuetamente Kurojima-. El impacto de una bala a altas velocidades que atraviese la caja del compresor y llegue al interior de la masa puede lograrlo.
        Tsuboi lo miró con curiosidad.
        - ¿Me está diciendo que las bombas pueden estallar tan sólo con un disparo efectuado con un rifle?
        Kurojima hizo una nueva reverencia.
        - A corta distancia, sí.
        A Tsuboi aquella respuesta le parecía de una sencillez casi inverosímil.
        - En ese caso, ¿por qué no programar a uno de los robots para que dispare un rifle de gran potencia contra la caja del acondicionador de aire?
        - De nuevo se trata de un problema de tiempo -replicó Kurojima-. Los robots programados para conducir los coches hasta los puntos de detonación no han sido construidos ni programados para ninguna otra función.
        - ¿Podría modificarse uno de los robot-guardas?
        - Sucede a la inversa. Los robots de seguridad han sido diseñados para tener movilidad propia y disparar armas, No están diseñados para conducir un automóvil.
        - ¿Cuánto tiempo puede costar diseñar un robot para esa tarea?
        - Varias semanas; probablemente no menos de un mes.
        Debe darse usted cuenta de que tenemos que crear un mecanismo muy complejo. No existe ningún robot en producción capaz de conducir un automóvil, moverse sobre piernas articuladas, levantar el capó del coche y disparar un arma. Un robot que incorpore esos movimientos debe ser diseñado desde el comienzo, y la tarea requiere tiempo.
        Tsuboi se quedó mirándole con fijeza.
        - Necesitamos detonar uno en las próximas cinco horas, para hacer creer a los americanos que el sistema es operacional.
        Kurojima había recuperado la confianza. Su miedo a Tsuboi se había desvanecido, y de nuevo controlaba la situación. Dirigió al financiero una mirada larga y penetrante.
        - Bien, en ese caso tenemos que buscar a un humano capaz de hacer el trabajo.

        Eran aproximadamente las cinco de la tarde, y hacia el este el cielo iba adquiriendo un tono azul oscuro, mientras el C-20 volaba sobre el Pacífico en dirección a California. Tan sólo se detuvo dos horas en una escala técnica para repostar, en Hickam Field, Hawai. Loren miró hacia abajo, forzando la vista en el intento de percibir mejor la esbelta silueta y el velamen blanco de un barco, pero sólo pudo ver la extensión llana del mar, con algunas crestas de olas coronadas de espuma, dispersas aquí y allá.
        Hizo girar el sillón ejecutivo en el que estaba sentada y quedó frente a Suma. El hombre, sentado en una postura arrogante, bebiendo un vaso de agua mineral. Hacía tiempo que se había desvanecido el estado de choque debido al secuestro y al disgusto por comprobar que Yoshishu había ordenado su muerte; ahora estaba relajado, totalmente confiado en recuperar la iniciativa desde el momento en que llegaran a Washington.
        La miró y sus labios dibujaron una ligera sonrisa:
        - De modo que intenta usted promover una legislación que cierre todos sus mercados a los productos japoneses.
        - A la luz de lo que he visto y experimentado en los últimos días -contestó Loren-, ¿qué puede usted reprocharme?
        - Los japoneses hemos programado el futuro a muy largo plazo y previsto también esa posibilidad. Nuestra economía sobrevivirá porque ya hemos invertido fuertes cantidades en los mercados europeos y asiáticos. Muy pronto ya no necesitaremos al consumidor americano. El cierre de sus mercados es nada más que otra de sus tácticas desleales.
        Loren se echó a reír.
        - ¿Qué saben ustedes de lealtad en las prácticas comerciales?
        Luego añadió con mayor seriedad:
        - Ningún extranjero puede vender sus productos en Japón sin sentir el peso de sus barreras comerciales, discriminado por sus corruptos sistemas de distribución y torpedeado por la competencia de las empresas nacionales.
        Y mientras tanto no paran de decir que los extranjeros no comprendemos su cultura.
        - Su comportamiento, congresista Smith, tiene una obvia motivación en sentimientos racistas antijaponeses.
        No nos sentimos culpables por intentar acrecentar nuestra cuota de participación en los mercados internacionales.
        Empezamos sin nada, al acabar la guerra. Y ahora ustedes pretenden arrebatarnos lo que hemos construido.
        - ¿Arrebatárselo? ¿Su derecho autoproclamado a gobernar el mundo de la economía? -Loren pudo detectar un asomo de frustración en la mirada de Suma-. En lugar de recogerlos de entre las cenizas y ayudarlos a construir una economía que ha obtenido éxitos enormes, tal vez deberíamos haberlos tratado del mismo modo que trataron ustedes a Manchuria, Corea y China durante los años de la ocupación.
        - Buena parte de la prosperidad que han alcanzado esos países después de la guerra se ha debido a la dirección imprimida en la época japonesa.
        Loren meneó asombrada la cabeza ante aquella obstinación a reconocer hechos históricamente comprobados -Al menos, los alemanes se han mostrado apesadumbrados ante las atrocidades nazis, pero su pueblo actúa como si la matanza de millones de personas en toda Asia y en el Pacífico nunca hubiera ocurrido.
        - Hemos liberado nuestras mentes de aquellos años -explicó Suma-. Los acontecimientos negativos fueron desafortunados, pero estábamos en guerra.
        - Sí, pero la guerra la empezaron ustedes. Nadie atacó a Japón.
        - Todo eso pertenece al pasado. Nosotros pensamos únicamente en el futuro. El tiempo demostrará quién posee una cultura superior -declaró, lleno de desprecio -.
        Como todas las demás naciones occidentales desde la antigua Grecia, ustedes caerán debido a la decadencia interna de sus instituciones.
        - Tal vez -dijo Loren con una suave sonrisa-, pero en ese caso, sin duda lo mismo sucederá con Japón.


    62

        Penner se levantó de su silla, dio media vuelta y quedó frente a los miembros supervivientes del equipo EIMA, sentados en un despacho situado en el interior de uno de los hangares de aviones comerciales. Golpeó su pipa para verter las cenizas en un recipiente con arena que tenía junto a su mesa, y señaló con un gesto a dos hombres, uno sentado y el otro en pie y apoyado en la pared del fondo.
        - Voy a ceder el uso de la palabra a Clyde Ingram, el caballero de la camisa hawaiana oscura. Clyde ostenta el bonito título de director de interpretación de datos científicos y técnicos. Él les explicará su descubrimiento.
        Luego Curtís Meeker, un antiguo amigo de mis días en el Servicio Secreto y en la actualidad vicedirector de operaciones técnicas avanzadas, les explicará lo que ha ideado su ingeniosa mente.
        Ingram se acercó a un caballete sobre el que había una manta extendida. Sus ojos azules miraban a través de unas caras gafas de diseño exclusivo, sujetas a una cadena. Su pelo castaño estaba peinado con esmero; era de estatura media y vestía una camisola negra típicamente hawaiana que parecía haber sido paseada en Ferrari por todo Honolulú por Tom Selleck interpretando el personaje de Thomas Magnum.
        Retiró la manta que cubría el caballete y señaló con el pulgar una gran fotografía en la que aparecía un avión antiguo.
        - Lo que ven aquí es una bomba que se haya en el interior de este B-29 de la Segunda Guerra Mundial. El avión reposa en el fondo del océano a una distancia de treinta y seis millas marinas de la isla de Soseki y a una profundidad de trescientos veinte metros o, para aquellos de ustedes que tengan dificultades con el sistema métrico decimal, a algo más de mil pies bajo la superficie.
        - La imagen es muy clara -dijo Stacy-. ¿Ha sido tomada la fotografía desde un sumergible?
        - El aparato fue localizado por nuestro satélite de reconocimiento Pyramider 11, en órbita sobre la isla de Soseki.
        - ¿Pueden conseguir una imagen tan nítida del fondo del mar desde un satélite en órbita? -preguntó ella, incrédula.
        - Podemos.
        Giordino estaba sentado al fondo de la habitación, con los pies apoyados en el respaldo de la silla que tenía delante.
        - ¿Cómo funciona el invento?
        - No les daré una explicación detallada porque requeriría varias horas pero, digamos que trabaja utilizando ondas sonoras pulsátiles que interactúan con un radar de muy baja frecuencia para crear una imagen geofísica de objetos y paisajes submarinos.
        Pitt se estiró para aliviar sus músculos en tensión.
        - ¿Qué ocurre después de recibirse la imagen?
        - El Pyramider suministra la imagen, poco más que una mancha, a un satélite de seguimiento y repetidor de datos que la retransmite a White Sands, Nuevo México, para su ampliación y refuerzo mediante ordenador. Luego la imagen pasa a la Agencia de Seguridad Nacional, donde es analizada tanto por especialistas como por ordenador.
        en este caso particular, despertó nuestro interés y solicitarnos la presencia de un SR-90 Casper a fin de obtener imágenes más detalladas.
        Stacy levantó una mano.
        - ¿El Casper utiliza el mismo sistema de obtención de imágenes que el Pyramider?
        Ingram se encogió de hombros en un gesto de disculpa.
        - Lo siento, todo lo que puedo revelar sin meterme en líos es que el Casper obtiene imágenes en tiempo real y las registra en una cinta analógica. Podría decirse que comparar los sistemas del Pyramider y el Casper es como comparar la luz de un flash con la del láser. La primera cubre una amplia extensión, mientras que la otra selecciona un punto pequeño y muy determinado.
        Mancuso inclinó la cabeza y observó con curiosidad la fotografía ampliada.
        - ¿Y cuál es el significado de ese viejo bombardero hundido? ¿Qué posible conexión tiene con el Proyecto Kaiten?
        Ingram dirigió un rápido guiño a Mancuso y luego señaló la fotografía con un lápiz.
        - Este avión, o lo que queda de él, será el encargado de destruir la isla de Soseki y el Centro del Dragón.
        Nadie le creyó, ni siquiera por un instante. Todos le miraban como si fuera un charlatán de feria que intentara vender un elixir contra todo mal a un grupo de paletos.
        Giordino rompió el silencio.
        - Será una bagatela hacer emerger el avión y repararlo para una operación de bombardeo.
        El doctor Nogami sonrió con esfuerzo.
        - Yo diría que se necesitará bastante más que una bomba de cincuenta años de antigüedad para destruir el Centro del Dragón.
        Ingram devolvió la sonrisa a Nogami.
        - Créame, la bomba guardada en el interior de ese B-29 tiene la potencia suficiente como para cumplir el encargo.
        - La trama se espesa -declaró Pitt en tono sombrío-, Me huelo otro trabajito especial.
        Ingram se apartó ostensiblemente a un lado.
        - Esa parte de las instrucciones le corresponde a mi cómplice en el crimen, Curtis Meeker.
        La mirada sardónica de Penner se desplazó de Ingram a Meeker.
        - Ustedes dos, junto a Ray Jordan y Don Kern, deben jugar todos en el mismo equipo.
        - Ocasionalmente nos hemos encontrado aquí y allá -contestó Meeker sin sonreír.
        Ingram regresó junto al caballete, retiró la fotografía y la colocó sobre una silla, revelando un primer plano de un diablillo pintado en un lado del morro del avión.
        - El Demonios de Dennings -dijo, señalando con el lápiz las letras borrosas que aparecían debajo del diablillo-. Mandados por el comandante Charles Dennings.
        Observen, por favor, que el demonio apoya los pies en un lingote de oro marcado como de veinticuatro quilates. Los miembros de la tripulación afirmaban en broma ser buscadores de oro, después de recibir una reprimenda por haber destrozado una cervecería durante su período de instrucción en California.
        - Veo que se trata de la clase de tipos que más me gustan - comentó Giordino.
        - Desconocida, olvidada y enterrada en los archivos de Langley hasta que hace pocos días Curtis y yo sacamos a la luz lo ocurrido, ésta es la historia de un grupo de hombres muy valerosos a los que se encomendó la misión ultrasecreta de lanzar una bomba atómica sobre Japón…
        - ¿Se les encomendó qué? -La incredulidad de Weatherhill era sólo un reflejo de la del resto del grupo.
        Ingram continuó sin hacer caso de la interrupción.
        - Aproximadamente a la misma hora en que el coronel Tibbets despegaba en el Enola Gay de la isla de Tinian, en el Pacífico, con la bomba conocida como Little Boy, el comandante Dennings despegaba de la isla de Semya, al norte de las Aleutianas, con su bomba, llamada en clave Mother'sBreath. Lo que queda del informe de la misión ha sido objeto de una fuerte censura, pero creemos que el plan de vuelo de Dennings consistía en un trayecto sólo de ida, hasta dejar caer la bomba sobre su objetivo, probablemente Osaka o Kioto, y luego aterrizar en Okinawa para repostar antes de continuar hasta Tinian. Como sabemos por los libros de historia, Tibbets consiguió lanzar su bomba sobre Hiroshima. Por desgracia, Dennings desapareció, y su misión fue ocultada a los medios de información por orden presidencial.
        - Aguarde un momento -dijo Mancuso -. ¿Quiere decir que en el cuarenta y cinco se construyeron más de tres bombas?
        Stacy carraspeó para aclararse la garganta.
        - A excepción de Little Boy, Trinity, la primera bomba que se hizo detonar en Los Álamos y Fat Man, que se lanzó sobre Nagasaki, no hay más bombas registradas.
        - Todavía no conocemos la cantidad exacta, pero al parecer hubo por lo menos seis. La mayoría eran del tipo de implosión, como Fat Man.
        - La bomba de Dennings es la número cuatro -dijo Penner-. Quedan dos.
        - Una bomba con el nombre en clave Mother's Pearl fue cargada a bordo de una superfortaleza llamada Lovin' Lil en Guam, no mucho después de que la isla fuera liberada de manos de los japoneses. Lovin' Lil volaba con destino a Japón cuando Bock's Car, pilotado por el comandante Charles Sweeney, arrojó Fat Man sobre Nagasaki. En cuanto se supo que el lanzamiento había tenido lugar según el plan previsto, se ordenó a los pilotos del Lovin' Lil que regresaran a Guam, y allí la bomba fue desmontada y enviada de nuevo a Los Álamos.
        - Queda una.
        - Ocean Motber estaba en la isla de Midway, pero nunca se llegó a cargar en un avión.
        - íA quién se le ocurrieron esos nombres horrorosos? -murmuró Stacy.
        - No tenemos ni idea -contestó Ingram con un encogimiento de hombros.
        Penner miró a Ingram.
        - ¿Formaban parte Dennings y las tripulaciones de Guam y Midway del Escuadrón Cincuenta y nueve de Bombardeo del coronel Tibbets?
        - También lo ignoramos. El 80 por ciento de los archivos han sido destruidos. Sólo podemos intuir que el general Groves, el director del proyecto de bomba Manhattan y su equipo, prepararon un complicado plan de apoyo de última hora, debido a que existía un fuerte temor a que los mecanismos de detonación de las bombas no funcionaran correctamente. También existía la posibilidad, aunque muy improbable, de que el Enola Gay o Bock's Car se estrellaran al despegar, las bombas detonaran y todo el escuadrón desapareciera, de forma que no quedara personal entrenado ni equipo para lanzar las bombas adicionales, Además de todo eso, Groves y Tibbets tenían que afrontar aún una multitud de peligros: la amenaza de bombardeos japoneses sobre Tinian, fallos mecánicos durante el vuelo, que forzaran a la tripulación a desprenderse de la bomba sobre el mar, o un derribo por cazas enemigos o por fuego antiaéreo, en el curso de la misión. Sólo en el último momento se dio cuenta Groves de los negros nubarrones que se amontonaban sobre la operación de bombardeo planeada. El comandante Dennings y sus Demonios, más las tripulaciones de Guam y Midway, recibieron una instrucción apresurada, que duró menos de un mes tras la cual a cada uno de ellos se les asignó las correspondientes misiones.
        - ¿Por qué se ha mantenido en secreto la historia después de acabada la guerra? -preguntó Pitt -. ¿Qué daño podía hacer a nadie la historia de los Demonios de Dennings, cincuenta años más tarde?
        - ¿Qué puedo decirles? -Ingram mostró las palmas de las manos en un gesto de perplejidad-. Pasados treinta años, al aprobarse la ley de libertad de prensa, un par de capitostes políticos encargados de la revisión del expediente decidieron por cuenta propia que el pueblo americano que, de paso era quien pagaba sus salarios, no tenía la suficiente madurez para que pudiera confiársele aquella revelación trascendental. Volvieron a clasificar el caso como de máximo secreto y lo archivaron en los sótanos de la CIA en Langley.
        - Tibbets se llevó la gloria, y Dennings una segunda inmersión en las profundidades -comentó Weatherhill, filosófico.
        - Pero ¿qué tienen que ver el Demonios de Dennings con nosotros? -preguntó Pitt a Ingram.
        - Será mejor que le pregunten a Curtis -contestó Ingram señalando con un gesto expresivo a Meeker, y se sentó.
        Meeker se dirigió a una pizarra colocada en una de las paredes laterales, con un pedazo de tiza en una mano.
        Trazó un burdo bosquejo del B-29 y una larga línea desigual que cruzaba toda la pizarra y representaba el fondo marino para terminar alzándose de súbito en la isla de Soseki. Afortunadamente para todos los que estaban en la habitación, la tiza no chirrió. Finalmente después de añadir algunos detalles geológicos del fondo marino, se volvió con una cálida sonrisa.
        - Clyde sólo les ha dado una orientación muy somera respecto a nuestros sistemas de vigilancia y detección por satélite -empezó -. Existen otros que poseen la capacidad de penetrar a través de impresionantes distancias en materiales sólidos y medir una amplia gama de diferentes fuentes de energía. No voy a preocuparme de informarles sobre ellos porque Clyde y yo no hemos venido aquí a dar clases; me limitaré a revelarles el dato de que el artefacto explosivo que colocaron ustedes en el interior de la red eléctrica del Centro del Dragón no cumplió su objetivo.
        - Nunca he colocado un explosivo que no haya detonado - gruñó Weatherhill, a la defensiva..
        - La carga detonó perfectamente -explicó Meeker-, pero no en el lugar en que la colocó usted. Si el doctor Nogami estuviera todavía infiltrado en el interior del complejo de mando, él podría decirle que la explosión tuvo lugar a más de cincuenta metros del centro de suministro eléctrico.
        - No puede ser -protestó Stacy-. Yo misma vi como Timothy colocaba la carga detrás de un haz de cables de fibra óptica, en un pasadizo de acceso.
        - Lo quitaron de allí -dijo pensativo Nogami.
        - ¿Cómo?
        - El robot inspector observó probablemente una ligera caída en el ritmo de pulsaciones de la energía, buscó y encontró la carga. Debió quitarla de allí y notificar la novedad a su control robótico. El temporizador habrá hecho estallar la carga cuando ésta era transportada por los pasillos hacia el control robótico para su análisis.
        - Entonces el Centro del Dragón es plenamente operacional -dijo Mancuso con un sombrío presentimiento.
        - Y por consiguiente las bombas del Proyecto Kaiten pueden ser detonadas -añadió Stacy, mientras en su rostro aparecían señales de preocupación.
        - Me temo que ésta es la situación -confirmó Meeker.
        - Entonces nuestra operación para inutilizar el Centro ha resultado un fracaso -dijo Weatherhill con frustración.
        - En realidad no -explicó pacientemente Meeker-, Capturaron a Suma, y sin él los coches no pueden ser detonados.
        Stacy lo miró, confusa.
        - ¿Qué puede impedir a sus socios en la conspiración hacer detonar las bombas?
        Pitt dirigió a Nogami una mirada pensativa.
        - Sospecho que el buen doctor conoce la respuesta.
        - Es una pequeña parte de la información que recogí después de hacerme amigo de algunos de los técnicos informáticos - explicó Nogami con una amplia sonrisa-. Me dejaban pasear sin restricciones por su centro de datos.
        En una ocasión me coloqué detrás de un programador y miré por encima de su hombro cuando solicitó unos datos relativos al Proyecto Kaiten. Memoricé la clave de entrada, y en la primera oportunidad que tuve entré en el sistema.
        Constaba la localización de los coches bomba, que ya habéis obtenido, pero me quedé bloqueado cuando intenté insertar un virus en el sistema de detonación. Descubrí que sólo Suma tiene acceso a las claves de detonación.
        - De modo que nadie salvo Hideki Suma puede poner en marcha el Proyecto Kaiten -dijo Stacy, con sorpresa y alivio.
        - Una situación que sus socios están intentando modificar a marchas forzadas -contestó Meeker, abarcando con su mirada a todo el equipo EIMA-. Pero las felicitaciones siguen en el orden del día; acertaron ustedes el pleno. En efecto, sus esfuerzos inutilizaron temporalmente el Centro del Dragón y han obligado a los japoneses a reprogramar sus sistemas de detonación, lo cual nos da tiempo suficiente para poner en marcha un plan capaz de destruirlo de una vez por todas.
        - Lo cual, si no interpreto mal -señaló Pitt en tono tranquilo-, nos lleva de nuevo a el Demonios de Dennings.
        - Tiene toda la razón -reconoció Meeker. Dudó unos instantes mientras se sentaba detrás de una mesa. Después entró sin más preámbulos en el meollo de la cuestión-. El presidente estaba dispuesto a comprometer su carrera política dando el visto bueno a un ataque nuclear contra el Centro del Dragón. Sólo anuló la orden cuando llegó la noticia de que habían logrado escapar. Su operación le ha proporcionado algún tiempo, no mucho, pero sí el suficiente como para cumplir lo que hemos planeado para las escasas horas de que disponemos.
        - Pretenden hacer detonar la bomba que está en el interior del B-29 -dijo Pitt, con los ojos entrecerrados por el cansancio.
        - No -suspiró Meeker-, será necesario moverla un cierto trecho.
        - Maldito si entiendo el daño que puede hacer a una isla habitada a casi cuarenta kilómetros -masculló Giordino.
        - Un grupo de los oceanógrafos y geofísicos más acreditados en la profesión opina que una explosión atómica submarina podría hacer desaparecer el Centro del Dragón.
        - Me gustaría saber cómo -dijo Stacy mientras sacudía un papirotazo a un mosquito que se había posado sobre sus rodillas descubiertas.
        Meeker volvió a acercarse a la pizarra.
        - El comandante Dennings no podía saber, por supuesto, que su avión, derribado y hundido en el fondo del océano, iba a quedar en una situación casi perfecta para eliminar una grave amenaza contra su país, cuarenta y ocho años más tarde. -Hizo una pausa y trazó otra línea quebrada que cruzaba el fondo del mar desde el avión hasta la isla de Soseki, y luego se inclinaba hacia el sur-. Ésta es una sección de un importante sistema de fallas sísmicas del Pacífico. Pasa casi directamente debajo del Centro del Dragón.
        Nogami meneó la cabeza, dubitativo.
        - El Centro ha sido construido para soportar un terremoto de gran potencia y un ataque- nuclear. Si se hace estallar una bomba atómica antigua, contando con que pueda detonar después de cinco décadas sumergida en agua salada, con el fin de causar una grieta en la falla geológica, lo más probable es que todo sea un esfuerzo baldío.
        - El doctor Nogami se ha expresado con mucha sensatez - dijo Pitt -. La isla está formada casi enteramente por roca sólida. No oscilará ni temblará aunque se produzca un fuerte maremoto.
        Meeker calló por unos momentos y se limitó a sonreír.
        Luego dio el golpe perfecto:
        - No, no oscilará ni temblará -repitió con una cínica sonrisa-. Pero se hundirá.


    63

        Aproximadamente cuarenta kilómetros al nordeste de Sheridan, Wyoming, justo al sur de la frontera con Montana, Dan Keegan cabalgaba en busca de huellas de cazadores furtivos. Mientras.se aseaba para la cena, había oído el eco distante de dos disparos de rifle, y de inmediato dijo a su mujer que dejara el pollo frito en el horno para mantenerlo caliente. Luego cogió un viejo rifle Mauser de cerrojo y ensilló su caballo favorito.
        Los cazadores que hacían caso omiso de sus vallas y de los letreros que prohibían el paso eran una fuente constante de irritación para Keegan. Apenas hacía dos meses, un tiro perdido había abatido una ternera de su rebaño. El cazador había disparado a un gamo adulto, y falló; la bala salió un poco alta, y fue a herir a la ternera a casi dos kilómetros de distancia. Desde entonces, Keegan no quería ni oír hablar de cazadores. Del mismo modo podían herir a cualquier persona en su propiedad.
        Keegan siguió una senda que cruzaba la cañada de la Mujer Colgada. Nunca había sabido el origen de ese nombre. La única mujer de la que sabía que había sido ahorcada en Wyoming era Ella Watson, conocida como «Cattle Kate». Los rancheros más importantes del lugar, disfraza dos de «vigilantes», la habían apresado y ejecutado sumariamente como ladrona de ganado en 1889. Pero aquello había ocurrido junto al río Sweetwater, trescientos kilómetros al sudoeste.
        Los rayos del sol poniente adquirían mayor intensidad debido al viento frío y cortante, y pintaban las colinas de los alrededores de brillantes tonos amarillos y anaranjados.
        Salió a un campo raso y empezó a estudiar el suelo. Keegan pudo distinguir enseguida las huellas de neumáticos y las siguió hasta encontrar un casquillo vacío y un rastro de pisadas de botas que conducía hasta una mancha de sangre en el suelo arenoso. Los cazadores y la presa abatida habían desaparecido.
        Después de cabalgar un corto trecho, tiró de las riendas.
        El viento traía el débil zumbido de un motor de automóvil. Aguzó el oído. En lugar de alejarse, como había supuesto que harían los cazadores, el ruido se aproximaba, Espoleó su caballo por la ladera de una pequeña meseta, escudriñando la llanura que se extendía a sus pies. Un vehículo avanzaba por el camino, dejando una estela de polvo detrás suyo.
        Había esperado ver una camioneta o un todoterreno surgir de entre la maleza que rodeaba la carretera. Pero cuando finalmente se acercó lo bastante como para identificar el vehículo, Keegan se sorprendió al comprobar que se trataba de un automóvil corriente, un sedán de cuatro puertas y color marrón, de una marca japonesa.
        El conductor frenó y se detuvo en un espacio despejado del camino. El coche quedó inmóvil por unos momentos, mientras el polvo levantado se posaba mansamente sobre el techo del vehículo y sobre la hierba que crecía al borde del camino. El conductor salió del coche, abrió el capó y se inclinó brevemente sobre el motor.
        Luego lo rodeó por un costado, levantó la portezuela trasera y sacó del interior del maletero una especie de teodolito. Keegan contempló lleno de curiosidad cómo el intruso ajustaba el instrumento a un trípode y dirigía la visual a los puntos más prominentes del paisaje; luego anotó las distancias calculadas en un bloc de notas, y las comparó con un mapa geológico que desplegó en el suelo.
        Keegan tenía experiencia en trabajos con teodolito y nunca había visto unos cálculos efectuados de aquella forma. El extraño parecía más interesado en confirmar simplemente su situación que en establecer una línea base.
        Vio cómo el hombre arrojaba descuidadamente el bloc entre los arbustos y se dirigía a la parte delantera del coche, mirando de nuevo el motor, como hipnotizado. Luego padeció salir de su ensimismamiento, volvió a entrar en el coche y extrajo un rifle del interior.
        Con lo que había visto, a Keegan le bastaba para comprender que el intruso actuaba de una forma demasiado extraña como para ser un perito agrónomo enviado por las autoridades del condado a hacer alguna medición, y que de paso, por cuenta propia, se detenía a disparar sobre algún gamo; aparte de que en tal caso no iría vestido con traje de ciudad y corbata. Sin desmontar, se acercó en silencio y por la espalda; el extraño intentaba en ese momento introducir una bala en la recámara del rifle, algo al parecer desacostumbrado en él dada la torpeza con que actuaba. No había oído acercarse a Keegan por detrás. El sonido de los cascos del caballo quedaba amortiguado por la tierra blanda y la hierba seca. Keegan tiró de las riendas cuando estuvo a tan sólo ocho metros, y sacó el Mauser de la funda de cuero sujeta a su silla.
        - ¿Sabe que está usted en una propiedad privada, señor? -preguntó al tiempo que apoyaba el arma en el hueco del brazo.
        El conductor dio un salto y se giró, dejando caer al suelo una bala y golpeando el tambor del arma contra la portezuela. Sólo entonces pudo ver Keegan que se trataba de un asiático.
        - ¿Qué es lo que desea? -preguntó el hombre, sobresaltado.
        - Está usted en mi propiedad. ¿Cómo ha entrado en ella?
        - La puerta estaba abierta.
        Tal como había pensado Keegan, los cazadores furtivos habían forzado la entrada.
        - ¿Qué está haciendo aquí con un teodolito? ¿para quién trabaja usted, para el gobierno?
        - No… Soy un ingeniero de Miyata Communications.
        - Hablaba inglés con un fuerte acento japonés -. Estamos buscando un lugar para instalar un repetidor.
        - ¿No le parece que los fulanos de su compañía deberían pedir permiso antes de invadir mi propiedad? ¿Cómo demonios saben que voy a permitirles construir lo que sea?
        - Mis superiores tendrían que haberse puesto en contacto con usted.
        - Claro que sí -murmuró Keegan. Estaba deseando regresar a su casa para cenar antes de que se hiciera totalmente de noche -. Ahora será mejor que se largue, señor.
        Y la próxima vez que quiera entrar en mis tierras, pida permiso antes.
        - Lamento profundamente las molestias que le he causado.
        Keegan sabía juzgar con tino el carácter de un hombre, y por la voz de aquél pudo apreciar que no lo sentía lo más mínimo. Sus ojos se mantenían cautelosamente fijos en el Mauser de Keegan, y parecía inquieto.
        - ¿Tenía intención de hacer algunos disparos? -comentó Keegan indicando con un gesto el rifle de alta potencia que el hombre sujetaba aún torpemente con una mano, haciendo oscilar su boca hacia el cielo oscuro.
        - Sólo quería probarlo.
        - Bueno, pues no puedo permitirlo. Tengo ganado pastando en las cercanías. Le agradecería que guardara sus cosas y se marchara por donde ha venido.
        El intruso se mostraba dócil. Rápidamente guardó en el maletero el teodolito y el trípode, y colocó el rifle en el asiento trasero. Luego regresó a la parte delantera del coche y miró a través del capó levantado.
        - El motor hace un ruido extraño.
        - ¿Arrancará? -preguntó Keegan.
        - Creo que sí. -El japonés se inclinó hacia la ventanilla y accionó la llave del encendido. El motor se puso en marcha sin ningún inconveniente.
        - Listo -anunció.
        Keegan no advirtió que el capó estaba bajado, pero no asegurado.
        - Hágame un favor; anude esta cadena en la puerta cuando salga.
        - Encantado.
        Keegan se despidió con un gesto de la mano, volvió a colocar el Mauser en su funda, y empezó a cabalgar hacia su vivienda, a más de cuatro kilómetros de distancia.
        Suburo Miwa apretó el pedal del acelerador, hizo dar la vuelta al coche y se dirigió de nuevo hacia la carretera.
        El encuentro con el ranchero en aquel lugar desolado había sido un imprevisto, pero en todo caso no había puesto en peligro su misión. Tan pronto como el automóvil se hubo alejado doscientos metros de Keegan, Miwa pisó súbitamente el freno, saltó del coche, cogió el rifle del asiento trasero y levantó de nuevo el capó.
        Keegan oyó apagarse el sonido del motor y se dio la vuelta para mirar por encima del hombro, preguntándose la razón por la que el coche se había detenido de una manera tan brusca.
        Miwa mantenía con firmeza el arma entre sus manos húmedas de sudor y adelantó el cañón hasta situarlo a escasos centímetros del compresor del aire acondicionado.
        Se había presentado voluntariamente para esta misión suicida sin ninguna reserva, en cuanto se lo solicitaron, porque consideraban un honor dar la vida por el nuevo imperio. Otras consideraciones que habían pesado en su decisión fue su lealtad a los Dragones de Oro, la promesa hecha personalmente por Korori Yoshishu de que cuidaría de que su mujer no pasara apuros económicos en el resto de su vida, y la garantía de que sus tres hijos tendrían pagados los estudios en la universidad que eligieran.
        Las inspiradas palabras de Yoshishu en el momento de la marcha de Miwa a EE. UU. volvieron a su mente por última vez.
        «Vas a sacrificarte por el futuro de cien millones de hombres y mujeres de tu nación. Tu familia te honrará como un héroe a lo largo de incontables generaciones. El éxito de tu empresa será al mismo tiempo el éxito de todos ellos».
        Miwa apretó el gatillo.


    64

        En una milésima de segundo, Miwa, Keegan, el coche y el caballo se evaporizaron. Se produjo una enorme y brillante luz amarilla, que fue variando hacia el blanco al irrumpir por los terrenos ondulados del rancho. La onda de choque formó un amplio e invisible temblor de tierra.
        La bola de fuego se expandió y se elevó sobre el suelo como el sol se alza sobre el horizonte al amanecer.
        Cuando la bola de fuego se hubo separado del suelo y ascendido hacia el cielo, se fundió con las nubes y se tornó de un color púrpura debido a la radiación luminosa. Aspiró detrás suyo un gran remolino de tierra y fragmentos radiactivos, formando una nube en forma de hongo a una altura de trece kilómetros, que poco a poco fue dispersándose en la dirección en que los vientos transportaban el polvo en suspensión.
        Las únicas vidas humanas perdidas fueron las de Keegan y Miwa. Murieron además conejos, perros de las praderas, serpientes y veinte vacas de Keegan, la mayoría de ellos a causa de la onda de choque. A cuatro kilómetros de distancia, la señora Keegan y tres asalariados que trabajaban en el rancho sólo sufrieron cortes debidos a los vidrios rotos, Las colinas protegieron las edificaciones de los efectos más dañinos de la explosión, y a excepción de algunas ventanas destrozadas, los daños fueron escasos.
        La terrible explosión dejó un enorme cráter de cien metros de ancho y treinta de profundidad. La maleza seca y la hierba ardieron como yesca de un amplio círculo a su alrededor, añadiendo un humo negro a la nube de polvo pardusco.
        Los ecos amortiguados de la onda de choque resonaron a través de colinas y cañones. Sacudió las casas vecinas y arrancó los árboles de las pequeñas aldeas y granjas de vacuno, antes de ir a desembocar en el campo de batalla de Custer, en el Little Bighorn, 112 kilómetros al norte.
        En un área de descanso de la autopista, en las afueras de Sheridan, un asiático estaba en pie junto a un coche alquilado, sin hacer caso de las personas que hablaban excitadas y señalaban con gestos asustados el enorme hongo que se alzaba a lo lejos. Miraba absorto a través de unos binóculos la nube que ascendía en la oscuridad de la noche, ya lo bastante alta como para quedar iluminada por los últimos resplandores del sol oculto tras el horizonte.
        Lentamente bajó los binóculos y caminó hasta la cabina de teléfonos vecina. Introdujo una moneda, marcó un número y esperó. Pronunció en voz baja algunas palabras en japonés y colgó. Luego, sin una sola mirada a la nube hirviente que había ascendido hasta las capas más altas de la atmósfera, subió a su automóvil y se alejó.

        La explosión quedó registrada en las estaciones sismográficas de todo el mundo. La más próxima al epicentro era el Centro Sismográfico Nacional de la Escuela de Minas de Colorado, en Golden. La línea trazada por el sismógrafo saltó de repente de forma abrupta arriba y abajo en los registros gráficos, alertando al geofísico Clayton Morse del movimiento de tierra, justo en el momento en que terminaba su jornada y estaba a punto de marchar a su casa.
        Frunció el ceño y de inmediato corrió al ordenador para obtener más datos. Con los ojos fijos aún en el monitor de su ordenador, marcó el número de teléfono de Roger Stevenson, el director del centro, que aquel día se había quedado en su casa, enfermo.
        - Hola.
        - ¿Roger?
        - Sí, al habla.
        - Caramba, debes estar mal. No he reconocido la voz.
        - La gripe me ha dejado fuera de combate.
        - Lamento molestarte, pero acabamos de recibir un temblor.
        - ¿California?
        - No, el epicentro se sitúa en algún lugar de la frontera entre Wyoming y Montana.
        Hubo un breve silencio.
        - Es extraño, esa zona no puede clasificarse como sismológicamente activa.
        - El temblor ha sido artificial.
        - ¿Una explosión?
        - Y muy grande. Por los datos deducibles de la escala de intensidades, parece una explosión nuclear.
        - ¡Dios mío! -murmuró Stevenson con voz débil-, ¿estás seguro?
        - Quién puede estar seguro de una cosa así -contestó Morse.
        - El Pentágono nunca ha hecho pruebas en esta parte del país.
        - Tampoco hemos recibido aviso de ninguna prueba subterránea.
        - No es su estilo realizar pruebas sin comunicárnoslo previamente.
        - ¿Qué opinas? ¿Deberíamos hacer una llamada de comprobación a la Comisión Reguladora Nuclear?
        Stevenson podía estar postrado por la gripe, pero su mente estaba perfectamente sana.
        - Sáltate todos los escalones jerárquicos y pica todo lo alto que puedas. Llama a Hank Sauer, nuestro mutuo amigo de la Agencia Nacional de Seguridad, y descubre qué demonios es lo que ha ocurrido.
        - ¿Y si Sauer no quiere decírmelo? -preguntó Morse.
        - ¿Qué importa? Lo importante es que dejemos el asunto en sus manos, y que podremos sentarnos a esperar tranquilamente el próximo gran terremoto de California.

        Sauer no podía decir que lo ignoraba. Pero sabía reconocer una emergencia nacional cuando la veía. Pidió a Morse datos adicionales e inmediatamente pasó la información al director de la Central de Inteligencia.
        El presidente estaba a bordo de un reactor de las Fuerzas Aéreas, tenía previsto acudir a una cena política de recogida de fondos en San Francisco, cuando recibió la llamada de Jordan.
        - ¿Cuál es la situación?
        - Nos llegan informes de una explosión nuclear en Wyoming -respondió Jordan.
        - ¡Maldición! -dijo entre dientes el presidente-. ¿Nuestra o de ellos?
        - Con toda seguridad no es nuestra. Tiene que haber sido uno de los coches bomba.
        - ¿Se sabe algo sobre las pérdidas humanas?
        - ínfimas. La explosión tuvo lugar en un área muy poco poblada; en su mayor parte, terrenos de ranchos.
        El presidente temía plantear la siguiente pregunta:
        - ¿Hay signos de explosiones adicionales?
        - No, señor. Por el momento, la de Wyoming es la única.
        - Creí que el Proyecto Kaiten estaba en suspenso durante cuarenta y ocho horas al menos.
        - Así es -contestó Jordan con firmeza-. No han dispuesto de tiempo suficiente para reprogramar las claves.
        - ¿Cómo se explica entonces, Ray?
        - He hablado con Percy Nash. Cree que la bomba fue detonada in situ por medio del disparo de un rifle de alta potencia.
        - ¿Por un robot?
        - No, un humano.
        - De modo que el fenómeno kamikaze no ha desaparecido.
        - Así parece.
        - ¿Qué sentido tiene ahora esta táctica suicida? -preguntó el presidente.
        - Probablemente una advertencia. Están razonablemente seguros de que tenemos a Suma, y tratan de equilibrar las apuestas con un ataque nuclear de farol, mientras luchan frenéticamente por reprogramar las claves de detonación del conjunto del sistema.
        - Pues se lo han tomado muy en serio.
        - Ahora tenemos todos los triunfos en la mano, señor presidente. Nos asisten todas las razones del mundo para ordenar un ataque nuclear como represalia.
        - Muy cierto, pero ¿qué pruebas sólidas tenemos de que el Proyecto Kaiten no sea operacional? Los japoneses bien pueden haber conseguido un pequeño milagro y reprogramado las claves. Supongamos que no se trata de ningún farol.
        - No tenemos una evidencia completa de que así sea -admitió Jordan.
        - Si lanzamos un misil con cabeza nuclear contra la isla de Soseki y los controladores del Centro del Dragón detectan su aproximación, su decisión terminante será dar la señal de detonación de los coches bomba antes de que los robots los lleven a sus puntos de destino en lugares desiertos del país.
        - Esa posibilidad es horrible, señor presidente. Y aún lo es más si consideramos las localizaciones que conocemos de los coches bomba. La mayoría de ellos están ocultos en áreas metropolitanas o en sus alrededores.
        - Esos automóviles deben ser encontrados, y sus bombas neutralizadas, tan rápida y silenciosamente como sea posible. No podemos permitir que el público llegue a conocer esa horrenda amenaza; no ahora.
        - El FBI ha movilizado un ejército de agentes que están peinando todo el país.
        - ¿Saben cómo desmontar las bombas?
        - Cada equipo de trabajo incluye un físico nuclear para llevar a cabo esa tarea.
        Jordan no podía ver los rasgos de preocupación del presidente.
        - Es nuestra última oportunidad, Ray. Ese nuevo plan suyo es la última tirada de dados.
        - Me doy perfecta cuenta, señor presidente. Mañana por la mañana, más o menos a esta hora, sabremos si nos hemos convertido o no en una nación sometida.

        Aproximadamente a la misma hora, el agente especial Bill Frick, del FBI, y su equipo, avanzaba hacia la cámara que guardaba los coches bomba en el área subterránea del aparcamiento del hotel Pacific Paradise de Las Vegas.
        No había guardias, y las puertas de acero estaban abiertas. «Un mal presagio», pensó Frick. Su aprensión aumentó cuando sus especialistas en electrónica descubrieron que los sistemas de seguridad habían sido desconectados.
        Cautelosamente hizo cruzar a su equipo las puertas de lo que parecía una habitación aneja con suministros. En el extremo más alejado, una amplia puerta metálica aparecía alzada hasta el techo. Era lo bastante ancha y amplia para permitir el paso de un semirremolque.
        Entraron en un amplio espacio abovedado y lo encontraron completamente vacío; no quedaba ni un átomo de suciedad, ni una telaraña. Había sido limpiado con pulcra eficacia.
        - Tal vez nos hemos equivocado de área -dijo con optimismo uno de los agentes de Frick.
        Éste examinó los muros de cemento, se concentró en la boca del ventilador por donde había reptado Weatherhill, y luego observó las huellas apenas discernibles de neumáticos sobre el suelo cubierto por una capa de resina. Finalmente hizo un gesto negativo con la cabeza.
        - Éste es el lugar, sin duda. Coincide con la descripción de la Central de Inteligencia.
        Un físico nuclear, de baja estatura y con una tupida barba, se adelantó hasta donde estaba Frick y contempló la cámara desierta.
        - ¿Cómo voy a desarmar las bombas si no están aquí?
        - dijo con amargura, como si la desaparición de los coches fuera culpa de Frick.
        Sin responder, éste cruzó rápidamente el área subterránea de aparcamiento hasta el camión de mando. Entró en él, se sirvió una taza de café y luego sintonizó una determinada frecuencia de radio.
        - Caballo Negro, aquí Caballo Rojo -dijo con voz cansada.
        - Adelante, Caballo Rojo -contestó el director de operaciones del campo de FBI.
        - Golpe en el vacío. Los ladrones de ganado se nos adelantaron.
        - Acércate por el club, Caballo Rojo. La mayor parte de nuestro rebaño también ha desaparecido. Sólo Caballo Azul en Nueva Jersey y Caballo Gris en Minnesota encontraron los garañones en el corral.
        - ¿Continuamos la operación?
        - Afirmativo. Tienen doce horas. Repito, doce horas, para seguir el rastro de su ganado hasta su nueva localización. Se le envían por fax datos adicionales; y se ha alertado a la policía, los sheriffs y las unidades de patrulla en las autopistas que detengan todos los camiones y semirremolques que coincidan con las descripciones suministradas por la Central de Inteligencia.
        - Necesitaré un helicóptero.
        - Puede contar con una flota entera si eso nos permite encontrar esos coches bomba.
        Frick apagó la radio y se quedó mirando fijamente su café.
        - Lástima que no nos manden por fax instrucciones sobre cómo encontrar una aguja en un millón de kilómetros cuadrados de desierto en doce horas -masculló para sí mismo.
        Cuando Yoshishu salió del tren Maglev al extremo del túnel, procedente de la ciudad de Edo, Tsuboi lo esperaba en el andén y le dedicó un efusivo saludo.
        - Gracias por venir, viejo amigo -dijo Tsuboi.
        - Quiero permanecer a tu lado en el momento en que estemos dispuestos para dar el gran golpe -contestó el anciano, caminando con una energía que Tsuboi no había visto en él desde hacía meses.
        - La explosión tuvo lugar en un estado del Medio Oeste, tal como habíamos planeado.
        - Bien, bien, eso hará que el gobierno americano tiemble de miedo. ¿Ha habido alguna reacción por parte de la Casa Blanca?
        El rostro de Tsuboi mostró una expresión preocupada, -Nada. Parece como si intentaran ocultarlo.
        Yoshishu le escuchó impasible. Luego sus ojos brillaron.
        - Si el presidente no ha enviado una cabeza nuclear contra nosotros, es que está atemorizado por la perspectiva que intuye.
        - En ese caso, hemos ganado la partida.
        - Tal vez, pero no podremos celebrar la inmensidad de nuestro triunfo hasta que el Proyecto Kaiten esté listo.
        - Takeda Kurojima me ha prometido tener listo el programa para mañana por la tarde.
        Yoshishu colocó su mano sobre el hombro de Tsuboi.
        - Creo que ha llegado el momento de abrir una línea de comunicación directa con el presidente e informarle de nuestras condiciones para el nuevo Japón.
        - Y para un nuevo Estados Unidos -añadió Tsuboi en tono pomposo.
        - Sí, en efecto -Yoshishu contempló orgulloso al hombre que se había convertido en su principal discípulo-. Una nueva América japonesa.


    65

        El Lockheed C-5 Galaxy, el mayor avión de carga del mundo, se posó con toda la torpe gracia de un albatros embarazada en la pista de aterrizaje de isla Wake, y rodó hasta detenerse. Un automóvil se aproximó y frenó a la sombra de una de sus enormes alas. Pitt y Giordino salieron de él y entraron en el avión por una pequeña escotilla situada justo detrás de los compartimientos de las ruedas del aparato.
        El almirante Sandecker los esperaba en el interior. Después de estrechar sus manos, los guió a través de la inmensa bodega de carga, que podía alojar seis autobuses de dos pisos con capacidad para cien pasajeros sentados cada uno de ellos. Pasaron ante un vehículo de minado de aguas profundas de la AMSN, sujeto a un par de carriles anchos de acero inoxidable. Pitt se detuvo junto a él y, pasando la mano por una de las grandes cadenas tractoras, contempló por unos momentos la enorme máquina, recordando su inverosímil huida en el Big John. Este VMAP era un modelo posterior y recibía el apodo de Big Ben.
        Los dos grandes brazos articulados con la pala excavadora y las tenazas instalados normalmente en los vehículos de aguas profundas habían sido reemplazados por extensiones articuladas, provistas de una variedad de manipuladores a distancia para sujetar y cortar metal.
        La otra modificación, según pudo observar Pitt, era una inmensa envoltura de nailon colocada encima del cuerpo superior y de la cabina de control. Del interior de la envoltura surgían gruesos cables, sujetos a numerosos puntos de anclaje alrededor del vehículo.
        Giordino meneó tristemente la cabeza.
        - Tengo la sensación de que vamos a ser utilizados de nuevo.
        - Realmente se han pasado con nosotros en esta ocasión - dijo Pitt, preguntándose cómo podría despegar del suelo el avión, con todo aquel peso.
        - Será mejor que vayamos delante -dijo Sandecker-. Ya están listos para el despegue.
        Pitt y Giordino siguieron al almirante a un compartimiento parecido a un despacho, con una mesa y sillas clavadas al suelo. Estaban abrochándose los cinturones de seguridad cuando el piloto empujó hacia adelante los aceleradores, haciendo rodar el enorme aparato sobre las veintiocho ruedas de su tren de aterrizaje. El enorme C-5 Galaxy, apodado afectuosamente Gigante Amable, se elevó en el cielo tropical con un rugido atronador y ascendió lentamente, efectuando un amplio giro lateral para poner rumbo al norte.
        Giordino consultó su reloj.
        - Tres minutos. Ha sido una media vuelta rápida.
        - No tenemos tiempo que perder -dijo Sandecker en tono serio.
        Pitt se relajó y estiró las piernas.
        - Me huelo que tiene usted un plan.
        - Los mejores cerebros de la especialidad han dedicado en este caso muchas horas extra para ponerlo a punto.
        - Eso es obvio, porque el avión y el Big Ben se han presentado menos de veinticuatro horas después de su demanda.
        - ¿Qué os contaron Ingram y Meeker? -preguntó Sandecker.
        - Nos iluminaron con la historia secreta del B-29 posado en el fondo del mar -contestó Pitt-, y nos dieron una breve conferencia sobre la falla estructural geológica y sísmica que rodea Soseki. Meeker también nos aseguró que, si hacemos detonar la bomba atómica guardada todavía en el interior del aparato, la onda de choque puede hacer que la isla se hunda.
        Giordino encendió un cigarro que ya había escamoteado al almirante Sandecker.
        - La idea más estrafalaria que he oído en mi vida.
        Pitt se mostró totalmente de acuerdo.
        - Y luego Mel Penner nos ordenó a Al y a mí que nos quedáramos a disfrutar de unas vacaciones en las playas arenosas de la isla Wake, mientras él y el resto del equipo regresaban a toda prisa a EE. UU. Cuando intenté averiguar por qué nos dejaba atrás, guardó silencio y tan sólo condescendió a decirnos que usted venía de camino y nos lo explicaría todo.
        - Penner no soltó prenda -comentó Sandecker-, porque no sabía nada más. Y tampoco Ingram y Meeker pudieron informaros de todos los detalles de «Arizona», por la misma razón.
        - ¿«Arizona»? -preguntó Pitt, curioso.
        - El nombre en clave de nuestra operación.
        - ¿Nuestra operación? -preguntó Giordino en tono circunspecto.
        - Por supuesto -dijo Pitt con sarcasmo-, no tiene ninguna relación con el Big Ben ni con el hecho de que Arizona es el nombre de un estado, o más precisamente el de un acorazado hundido en Pearl Harbor.
        - Es un nombre tan bueno como cualquier otro. Los nombres en clave nunca tienen ningún sentido, de todos modos.
        Sandecker observó con cuidado a sus amigos. El día de descanso les había sido muy útil pero aún parecían muy cansados y en baja forma. Se sintió culpable. Era responsabilidad suya que hubieran soportado ya tantas cosas. Y ahora, una vez más, había recomendado sus servicios a Jordan y al presidente, convencido de que ninguna persona en el mundo podía medirse con su experiencia y su talento en el medio submarino. Era una terrible injusticia arrojarlos de nuevo, tan pronto, a otro torbellino letal. Pero no tenía ninguna otra persona a la que recurrir en toda la extensión de la Tierra. Sandecker sentía en su boca el gusto amargo del remordimiento. Y se consideraba tanto más culpable cuanto que sabía que Pitt y Giordino nunca se negarían a hacer lo que les pidiera.V -De acuerdo, no voy a endilgaros ninguna mierda de discurso ni a cantar América es hermosa. Seré tan conciso como pueda.
        Sacó y extendió sobre la mesa un mapa geológico que mostraba el fondo marino en una distancia de cincuenta kilómetros en torno a la isla de Soseki.
        - Vosotros dos sois las personas más cualificadas para hacer el esfuerzo final que necesitamos para acabar con el Centro del Dragón. Ningún otro cuenta con vuestra experiencia en la utilización de un vehículo de minado de aguas profundas.
        - Es hermoso saber que te necesitan -murmuró Giordino en tono fatigado.
        - ¿Qué has dicho?
        - Al se estaba preguntando qué es exactamente lo que se nos pide que hagamos.
        Pitt se inclinó sobre el mapa y examinó con atención la cruz que indicaba la situación del Demonios de Dennings, -Supongo que nuestra misión consiste en utilizar el VMAP para detonar la bomba.
        - Suposición correcta -dijo Sandecker-. Cuando lleguemos a la vertical sobre el objetivo, vosotros saldréis del avión en el interior del Big Ben y descenderéis hasta el agua en paracaídas.
        - Odio esa palabra -dijo Giordino, hundiendo la cabeza entre las manos -. La mera mención de ese artefacto me da escalofríos.
        Sandecker le dirigió una breve mirada y continuó:
        - Después de amerizar, seguiréis viaje hacia el fondo conservando los paracaídas para hacer más lento el descenso. Una vez allí, conducís el Big Ben hasta el B-29, extraéis la bomba atómica del interior de su fuselaje, la transportáis al área indicada en el mapa, y la hacéis detonar.
        Giordino estaba tan rígido como si hubiera visto un fantasma.
        - ¡Oh, Dios, es mucho peor de lo que imaginaba!
        Pitt dirigió a Sandecker una mirada glacial.
        - ¿No cree que nos está pidiendo demasiado?
        - Más de cincuenta científicos e ingenieros de distintas universidades, el gobierno y diversas industrias de alta tecnología han participado en un programa conjunto para desarrollar «Arizona», y os doy mi palabra de que han creado un plan perfecto e infalible.
        - ¿Cómo pueden estar tan seguros? -preguntó Giordino-. Nadie se ha lanzado hasta ahora desde un avión, metido en un vehículo submarino de treinta y cinco toneladas de peso.
        - Todos los factores han sido calculados y evaluados hasta eliminar la menor posibilidad de un fallo -aseguró Sandecker, mirando de soslayo el costoso cigarro suyo que Giordino se estaba fumando -. Tocaréis la superficie del agua con tanta suavidad como una hoja caída de un árbol sobre un gato dormido.
        - Me sentiría más seguro saltando desde un trampolín a una pila de fregar platos -gimió Giordino.
        Sandecker le dirigió una comprensiva mirada.
        - Soy consciente del peligro, y puedo entender vuestro recelo, pero no vamos a quedarnos paralizados por vuestra actitud de Casandras.
        Giordino se volvió a Pitt con una mirada de extrañeza.
        - ¿Actitud de qué?
        - La de alguien que profetiza desgracias -explicó Pitt.
        Giordino se encogió de hombros, con un gesto de mal humor.
        - Yo sólo intentaba expresar mis sentimientos más sinceros.
        - Es una lástima que no podamos descargar al Big Ben por la rampa de un barco de superficie y dejarlo flotar hasta el fondo con tanques de presión variable como hicimos con el Big John en el Rancho Empapado.
        - No podemos permitirnos las dos semanas que costaría traer aquí el VMAP por mar -replicó Sandecker en tono indulgente.
        - ¿Puedo preguntar quién va a instruirnos sobre la forma de extraer una bomba atómica de entre los restos de un avión destrozado, y después detonarla? -preguntó Pitt.
        Sandecker les tendió unos sobres que contenían cuarenta páginas de fotografías, diagramas e instrucciones.
        - Todo está aquí. Tenéis tiempo de sobra para estudiar y practicar los procedimientos mientras llegamos a la zona del lanzamiento.
        - La bomba ha estado sumergida en el agua y dentro de un avión destrozado durante cincuenta años. ¿Cómo puede alguien garantizar que todavía estará en condiciones de ser detonada?
        - Las fotografías del sistema de imagen del Pyramider muestran que el fuselaje del B-29 está intacto, lo que indica que la bomba no sufrió daños durante el accidente. Mother's Breath fue diseñada de modo que pudiera permanecer bajo el agua. Los componentes blindados y la cubierta balística se ajustaron por medio de maquinaria de precisión, y las piezas encajan con unos índices de tolerancia que aseguran que el agua no se ha filtrado en su interior. Los hombres aún vivos de los que participaron en su construcción aseguran que podría seguir en el fondo del mar quinientos años más y ser detonada sin el menor problema.
        - La detonación se efectuará con temporizador, supongo -dijo Giordino con una mirada cargada de recelo.
        - Dispondréis de una hora antes de la detonación - contestó Sandecker-. La velocidad punta del Big Ben es bastante superior a la del Big John. En el momento de la explosión deberíais estar lo bastante lejos como para no sentir ninguno de sus efectos.
        - ¿Qué distancia es suficiente? -insistió Pitt.
        - Doce kilómetros.
        - ¿Cuál será el resultado final?
        - La idea es provocar un terremoto submarino con la vieja bomba atómica, y causar un conjunto de efectos similar al que acabó con Rancho Empapado.
        - La situación es totalmente diferente. La explosión en la superficie pudo causar un movimiento del fondo, pero nuestra base fue destruida por una avalancha combinada con miles de kilogramos de presión del agua. Esas fuerzas no son aplicables a una roca firme que está en la superficie.
        - La presión del agua, no. La avalancha, sí. -Sandecker señaló un punto del mapa con su dedo -. La isla de Soseki se formó hace millones de años por la acción de un volcán extinguido que volvió a entrar en erupción, junto a la costa de Japón, y vomitó un río de lava dentro del mar. Hubo una época en la que ese lecho de lava formaba un brazo de la costa de Japón, y se elevaba hasta doscientos metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, descansaba sobre capas blandas de antiguos sedimentos. Gradualmente la fuerza de la gravedad fue hundiéndolo en ese fondo blando hasta dejarlo sumergido bajo el agua, a excepción de la punta más pequeña y elevada, que permaneció erguida.
        - ¿Soseki?
        - Sí.
        Pitt estudió el mapa y dijo lentamente:
        - Si lo he captado bien, la onda de choque de la bomba y el temblor submarino consiguiente removerán y debilitarán los sedimentos sobre los que descansa la estructura rocosa de la isla, de modo que ésta se hundirá bajo el agua.
        - Algo parecido a lo que sucede cuando estás de pie en la playa, al borde del agua, y la acción de las olas va hundiendo poco a poco tus pies en la arena.
        - Parece todo muy sencillo.
        Sandecker movió negativamente la cabeza.
        - Ésa es tan sólo la mitad de la historia. Las ondas de choque no bastan por sí solas para hacer el trabajo. Por esa razón es preciso arrastrar la bomba unos diez kilómetros desde el avión antes de hacerla detonar.
        - ¿Hacia dónde?
        - La ladera de una profunda zanja que corre paralela a la isla. Además de producir un choque suboceánico, se espera que la magnitud de la explosión atómica derrumbe una sección del muro de esa zanja. La tremenda energía que se desatará cuando millones de toneladas de sedimentos arrancados de las paredes de la zanja colaboren al unísono con las ondas de choque de la bomba, creará una de las fuerzas más destructivas de la naturaleza.
        - Un tsunami -se anticipó Pitt al almirante -. Un maremoto de origen sísmico.
        - La isla habrá empezado a sumergirse debido a los temblores sísmicos -continuó Sandecker-, pero la ola gigante dará el golpe decisivo, cayendo sobre ella a una velocidad de trescientos a cuatrocientos kilómetros por hora y con una altura de diez metros. Lo que quede en ese momento de la isla de Soseki sobre la superficie de las aguas se sumergirá por completo, y el Centro del Dragón quedará inundado.
        - ¿Nosotros vamos a desatar esa monstruosidad? -preguntó Giordino, suspicaz-. ¿Los dos solos?
        - Y el Big Ben. Ha sido una carrera contra reloj, pero hemos conseguido modificar el vehículo de forma que pueda hacer cualquier cosa que se le pida.
        - Las islas principales de Japón -dijo Pitt -. Un fuerte temblor de tierra seguido por un tsunami en la costa puede acabar con la vida de miles de personas.
        Sandecker movió negativamente la cabeza.
        - No ocurrirá semejante tragedia. Los sedimentos marinos más blandos absorberán la mayor parte de la fuerza de la onda de choque. Los puertos y las ciudades situados en la zona próxima al litoral no experimentarán más que un ligero temblor. La onda sísmica será pequeña en comparación con la escala de la mayoría de los tsunamis.
        - ¿Cómo puede estar seguro de que la ola ascenderá sólo a diez metros? Se han conocido tsunamis tan altos como un edificio de doce pisos.
        - Las proyecciones de los ordenadores estiman en menos de diez metros la altura de la ola que se abatirá sobre la isla. Y al estar Soseki tan próxima al epicentro, su masa actuará como una barrera y amortiguará los efectos del empuje de la ola. En el momento en que la primera masa de agua llegue a la costa, con la marea baja, debo añadir, la cresta habrá disminuido hasta una altura de metro y medio, y no provocará por consiguiente ningún daño grave.
        Pitt midió mentalmente la distancia desde el bombardero hasta el punto marcado en la ladera de la zanja submarina indicado para la detonación. Juzgó que debía de estar a unos veintiocho kilómetros. Una distancia increíble para arrastrar una bomba atómica de una antigüedad de cuarenta y ocho años, a través de un terreno desigual y desconocido.
        - Después del espectáculo -se preguntó Pitt-, ¿qué pasará con nosotros?
        - Llevaréis al Big Ben hasta la costa más próxima, y allí seréis recogidos por un equipo de las Fuerzas Especiales que os estará esperando para evacuaros.
        Pitt lanzó un profundo suspiro.
        - ¿Tienes algún problema con alguna parte del plan en particular? -le preguntó Sandecker.
        Los ojos de Pitt reflejaron un mundo de dudas interiores.
        - Éste es el plan más loco que he oído en mi vida. De hecho es peor aún: es simplemente un condenado suicidio.


    66

        Avanzando a su máxima velocidad de crucero, 460 nudos por hora, el C-5 Galaxy devoraba los kilómetros mientras la oscuridad invadía el Pacífico norte. En la bodega de carga, Giordino se dedicaba a una comprobación meticulosa de los sistemas electrónicos y eléctricos del Big Ben.
        Sandecker trabajaba en el compartimiento despacho, desde donde suministraba las últimas informaciones y respondía a las preguntas del presidente y de su Consejo Nacional de Seguridad, que seguían el curso de la operación directamente desde la sala de situación. El almirante estaba asimismo en comunicación constante con geofísicos que le suministraban nuevos datos de la geología del fondo marino, y también con Percy el Paquete, que respondía a las preguntas de Pitt sobre la forma de extraer la bomba del interior del avión y de hacerla detonar.
        Cualquiera que observara a Pitt durante la última hora de vuelo habría considerado su comportamiento como muy peculiar. En lugar de intentar un postrer esfuerzo para memorizar los mil y un detalles de la operación o de inspeccionar el VMAP junto a Giordino, se dedicó a reunir todas las raciones de comida enlatada que pudo pedir o comprar a la tripulación. También acaparó hasta la última gota de agua potable disponible, treinta litros, y la producción completa de la cafetera del avión, cuatro litros y almacenó todo ello en el interior del Big Ben.
        Fue a buscar al ingeniero de vuelo de las Fuerzas Aéreas, que conocía el C-5 mejor que ninguna otra persona a bordo. Juntos enrollaron un cable utilizado para sujetar la carga en un pequeño cabestrante eléctrico situado sobre el compartimiento de los aseos de la tripulación.
        Complacido después de toda esa industriosa y anómala recolección de objetos diversos, entró en el VMAP y ocupó el asiento del operador, desde donde meditó sobre la casi imposible misión que tenían en perspectiva.
        Cortar el fuselaje del B-29 para extraer la bomba y detonarla era ya bastante complicado, pero encima recorrer doce kilómetros por terreno desconocido para escapar de la explosión era una hazaña de consecución más que dudosa.

        Menos de un minuto después de que el transporte de las Fuerzas Aéreas aterrizara en la base de Langley, Loren y Mike Díaz fueron trasladados a toda prisa a una limusina con escolta armada y conducidos a la Casa Blanca, mientras Suma y Toshie eran introducidos en un sedán color crema con destino a algún lugar secreto en Maryland.
        A su llegada, se condujo a Loren y a Díaz a la sala de situación, en los sótanos. El presidente se levantó del extremo de la mesa y se acercó a saludarlos.
        - No saben cuánto me complace verlos -dijo, radiante. Dio a Loren un ligero abrazo y un beso en la mejilla, y luego abrazó a Díaz como si el senador fuera un pariente próximo.
        La tensa atmósfera se aclaró cuando los presentes felicitaron por turno a los rehenes recién liberados. Jordan se aproximó y les pidió en voz baja que lo acompañaran a un despacho adjunto. El presidente los siguió y cerró la puerta a sus espaldas.
        - Les pido disculpas por presionarlos de esta forma -dijo-, y me doy perfecta cuenta de que deben necesitar un buen descanso, pero es de todo punto vital que Ray Jordan reciba sus informes, porque está en curso una operación destinada a eliminar la amenaza del Proyecto Kaiten.
        - Lo comprendemos -dijo Díaz, feliz por encontrarse de nuevo en medio de la vorágine de la actividad política-.
        Estoy seguro de interpretar los sentimientos de la congresista Smith al decirle que estaremos encantados de poder ayudar de alguna manera.
        El presidente se volvió cortésmente a Loren.
        - ¿Le importa?
        Loren sentía una imperiosa necesidad de darse un buen baño. Se sentía sucia, tenía el cabello revuelto y llevaba una ropa interior y pantalones de una talla demasiado pequeña, prestados por la mujer de un operario de mantenimiento del aeródromo de la isla Wake. A pesar de todo eso, y de su agotamiento, seguía estando guapa.
        - Por favor, señor presidente, ¿qué desea saber?
        - Podemos prescindir de momento de los detalles de sus secuestros, del tratamiento a que fueron sometidos por Hideki Suma y de su increíble fuga -dijo con tranquila firmeza Jordan-, pero nos gustaría saber todo lo que puedan contarnos sobre las operaciones de Suma y el Centro del Dragón.
        Loren y Díaz intercambiaron miradas tensas, que conjuraban de modo más temible aún que las palabras el espectro de horrores y amenazas creados en la ciudad de Edo y bajo la isla de Soseki. Ella hizo un gesto deferente a Díaz, para que hablara él primero.
        - Por todo lo que hemos visto y oído, me temo que la amenaza que representa el programa de coches bomba creado por Suma es tan sólo la punta del iceberg.

        - Quince minutos para el lanzamiento, caballeros -se oyó la voz del piloto a través de los altavoces de la bodega de carga.
        - Es hora de embarcar -dijo Sandecker, con rostro tenso.
        Pitt colocó su mano sobre el hombro de Giordino.
        - Será mejor visitar los aseos antes.
        - ¿Por qué? -le miró Giordino, perplejo -. En el Big Ben hay un sistema de evacuación.
        - Un procedimiento de seguridad. No sabemos lo duro que puede ser el choque contra la superficie del agua. Los corredores de Fórmula Uno y de las Quinientas Millas de Indianápolis siempre vacían la vejiga antes de la carrera con el fin de prevenir lesiones internas en caso de accidente.
        - Si insistes -dijo Giordino con un encogimiento de hombros. Caminó hasta los aseos para la tripulación que se hallaban detrás de la cabina de mando, y abrió la puerta.
        Apenas había entrado, Pitt hizo una señal al ingeniero de vuelo. En respuesta, varios metros de cable descendieron y se enrollaron estrechamente alrededor de la cabina del lavabo, bloqueando por completo la puerta.
        Giordino comprendió al instante lo que ocurría.
        - ¡Dirk, no! ¡Dios, no me hagas esto!
        También Sandecker se dio cuenta de lo sucedido:
        - No puedes hacerlo solo -dijo, sujetando el brazo de Pitt -. Este plan exige la presencia de dos personas.
        - Un hombre solo puede operar el Big Ben. Es estúpido arriesgar dos vidas -contestó Pitt con una mueca, mientras los esfuerzos de Giordino por salir del cubículo se hacían más y más frenéticos. El pequeño italiano podría haber hundido con facilidad las paredes del aluminio, pero el cable de acero enrollado en torno a ellas resistía sus esfuerzos.
        - Decidle a Al que lo siento y que algún día le compensaré por esta faena.
        - Puedo ordenar a la tripulación que lo saque de ahí.
        - Puede hacerlo -respondió Pitt con una sonrisa tensa-, pero para liberarlo tendrán que pasar por encima de mí.
        - ¿No te das cuentas de que estás comprometiendo el éxito de la operación? ¿Qué sucederá si resultas herido en el impacto? Sin Al, no cuentas con ningún tipo de apoyo.
        Durante un largo momento, Pitt miró con fijeza a Sandecker. Por fin, respondió:
        - No quiero que mi mente se vea coartada por el miedo a perder un amigo.
        Sandecker sabía que no podría convencer a su director de Proyectos Especiales. Lentamente, estrechó la mano de Pitt entre las suyas.
        - ¿Qué te gustaría que tuviéramos preparado para cuando regreses?
        Pitt dedicó al almirante una sonrisa radiante.
        - Una ensalada de cangrejo y un tequila on the rocks.
        Luego dio media vuelta, trepó a través de la escotilla del VMAP, y la cerró herméticamente.

        El C-5 había sido modificado especialmente para permitir lanzamientos aéreos. En la cabina de mando, el copiloto tiró de una manija roja situada a su lado en el panel de instrumentos, activando los motores eléctricos que abrieron de par en par una amplia sección del puente de carga.
        Sandecker y dos miembros de la tripulación estaban frente al VMAP, con los cuerpos rodeados por arneses de seguridad sujetos con cintas elásticas a unos anillos en el techo. Se inclinaron hacia adelante, luchando con el viento que entraba por la enorme abertura, fijos los ojos en Pitt, que aparecía sentado en la cabina de control del Big Ben.
        - Sesenta segundos para la zona de lanzamiento -se oyó la voz del piloto a través de los auriculares colocados en los cascos-. Vientos de superficie de una velocidad de cinco nudos. Cielo claro y luna en tres cuartos. Mar ligeramente picada, con olas de un metro. El radar no muestra ningún buque en la superficie.
        - Condiciones aceptables -confirmó Sandecker.
        Desde su posición frente al VMAP, todo lo que podía ver Sandecker era el inmenso bostezo que formaba el agujero negro abierto en el puente de carga. Mil metros por debajo, la luna ribeteaba de plata la superficie del agua. Si hubiera preferido un lanzamiento a la luz del día, sin viento y con la mar en calma, pero se sentía afortunado de que al menos no soplara un tifón.
        - Veinte segundos, y contando -dijo el piloto, y empezó la cuenta atrás.
        Pitt esbozó un breve saludo a través del morro transparente del enorme vehículo. Si estaba preocupado, su rostro no mostraba el menor signo. Giordino seguía golpeando la puerta de los aseos, lleno de rabia y de frustración, pero sus golpes eran ahogados por el viento que rugía a través de la bodega de carga.
        - ¡Cinco, cuatro, tres, dos, uno, fuera!
        Unas bombas hidráulicas levantaron los extremos delanteros de los grandes raíles y el Big Ben se deslizó hacia atrás a través de la abertura, precipitándose en la oscuridad en un movimiento que duró tan sólo tres segundos. Sandecker y los tripulantes se sintieron momentáneamente aturdidos al ver desaparecer con tal rapidez aquel armatoste de treinta toneladas. Se asomaron con cautela al borde de la abertura del puente, y miraron hacia abajo.
        La enorme masa del VMAP, precipitándose hacia el mar como un meteorito, apenas podía verse a la luz de la luna.


    67

        El sistema de paracaídas múltiples se accionó al momento y los tres grandes bultos de tela se desplegaban sucesivamente en el cielo, azotados con fuerza por el viento nocturno. Luego se abrieron e hincharon, y el monstruoso vehículo disminuyó la velocidad de su descenso y comenzó a flotar con lentitud hacia las olas.
        Pitt observó el tranquilizador espectáculo y empezó a respirar con mayor libertad. «He pasado el primer obstáculo», pensó. Ahora, todo lo que tenía que hacer el VMAP era llegar a la superficie del océano en posición equilibrada y descender a lo largo de 320 metros de agua sin contratiempos, hasta posarse en el fondo marino sin volcar. Reflexionó que esa parte de la operación quedaba totalmente fuera de su control. No podía hacer otra cosa que permanecer sentado y disfrutar del paseo, no exento de una ligera trepidación.
        Miró hacia arriba y pudo distinguir con facilidad el C-5 Galaxy iluminado por la luna, mientras giraba en lentos círculos por encima del VMAP. Se preguntó si Sandecker habría sacado ya a Giordino de los aseos. Podía imaginar a su amigo llenando el aire de sus pintorescas maldiciones.
        ¿Cuánto tiempo había pasado desde que el equipo de la AMSN se había instalado en el Rancho Empapado? ¿Tres meses, cuatro? Se diría una eternidad. Y sin embargo, había ocasiones en que el desastre que había destruido aquella base marina parecía haber ocurrido ayer mismo.
        Miró de nuevo arriba, hacia los paracaídas, y se preguntó si serían capaces de mantener la misma resistencia al avance debajo del agua que en el aire.
        Los ingenieros que habían ideado esta misión demencial había decidido que sí. Pero estaban a miles de kilómetros del lugar que ocupaba Pitt, y todos ellos se basaban en un montón de fórmulas y en las leyes físicas que rigen la caída de los objetos pesados. No habían experimentado con modelos ni efectuado ningún lanzamiento a escala real. Era un juego de azar a una sola tirada, en el que se jugaba la vida de Pitt en caso de que los cálculos fallaran.
        Juzgar la altitud sobre el mar resulta extremadamente difícil de día y casi imposible de noche, pero Pitt captó el reflejo de la luz lunar en la espuma levantada por el ligero viento en las crestas de las olas. Calculó que el impacto tardaría menos de quince segundos en producirse. Reclinó el asiento y se apoyó en un cojín que había colocado allí algún alma previsora. Dirigió un saludo final con la mano al avión que seguía volando en círculos, sin sentido según pudo apreciar. Estaban demasiado lejos para poder verlo en la oscuridad; el piloto se veía obligado a guardar una distancia de seguridad para impedir que los paracaídas de Pitt se vieran afectados por las turbulencias generadas por el avión.
        El súbito y desagradable impacto fue seguido por un enorme chapuzón, debido a que el VMAP incidió en el agua en un seno formado entre dos olas. El vehículo abrió un enorme cráter en el mar, alzando en torno suyo un muro circular de agua que relampagueó con un brillo fosforescente. Luego se hundió y desapareció mientras el mar se cerraba sobre él como si cicatrizara una gigantesca herida.
        El golpe no resultó tan duro como había esperado Pitt, Él y el Big Ben habían sobrevivido al lanzamiento en paracaídas sin roturas ni fracturas. Volvió a colocar el respaldo del asiento en posición vertical e inmediatamente empezó comprobar todos los sistemas eléctricos, feliz al ver encenderse luces verdes en la consola de instrumentos, en tanto que el monitor del ordenador informaba que no existía ninguna avería. A continuación encendió las luces exteriores y las dirigió hacia arriba. Dos de los paracaídas seguían desplegados, pero el tercero se había enredado en sus propios hilos de sujeción.
        Pitt dirigió rápidamente su atención a la pantalla del ordenador, al tiempo que apretaba las teclas indicadas para controlar su descenso. Los números parpadearon en la pantalla e hicieron brillar una señal de alerta. El VMAP estaba descendiendo hacia el negro abismo a una velocidad de sesenta y un metros por minuto. La velocidad máxima de descenso se había calculado en cuarenta y dos; caía diecinueve metros por minuto más aprisa de lo debido.
        - ¿Demasiado ocupado para hablar? -la voz de Sandecker llegaba confusa a través de los auriculares de Pitt.
        - Tengo un pequeño problema -contestó Pitt.
        - ¿Los paracaídas? -preguntó Sandecker, temiendo escuchar la respuesta.
        - Uno de ellos se ha enredado y he perdido resistencia a la caída.
        - ¿Cuál es tu velocidad de descenso?
        - Sesenta y uno.
        - Malo.
        - Cuéntame algo más sobre el tema.
        - Esa posibilidad se previo. Se ha elegido el lugar de lanzamiento en función de su geología; el fondo es plano, y lo alfombran sedimentos blandos. A pesar del excesivo ritmo de caída, el impacto será menor que el que has sufrido al chocar con la superficie del agua.
        - No me preocupa el impacto -dijo Pitt, muy ocupado en observar el monitor de televisión, cuya cámara enfocaba el fondo hacia el que caía rápidamente el VMAP -.
        Pero sí en cambio la posibilidad de que una máquina de treinta toneladas quede enterrada bajo diez metros de barro. Al no disponer de pala excavadora, el Big Benno puede abrirse camino como lo hizo el Big John.
        - Te sacaremos -prometió Sandecker.
        - ¿Y la operación?
        Sandecker balbuceó algo en voz tan baja que Pitt apenas consiguió oírlo.
        - Renunciaremos a…
        - ¡Aguarda! -le interrumpió de repente Pitt-. Ya veo el fondo.
        El feo color pardo del fondo marino surgió en la oscuridad; Pitt contempló con aprensión cómo aquel terreno desolado parecía precipitarse hacia la cámara. El VMAP chocó con el fondo y se hundió en él como un puño en un pastel de merengue. Una espesa nube de barro se esparció por el agua fría y negra, e impidió toda visibilidad.
        A bordo del avión, como movidos por un temor compartido, los ojos de Giordino y Sandecker se clavaron en el equipo de comunicaciones. Sus rostros estaban tensos y serios, esperando el próximo contacto con la voz de Pitt.
        La rabia de Giordino se había desvanecido al ser liberado de su prisión. Ahora su rostro reflejaba únicamente una intensa preocupación, mientras esperaba noticias de lo que le había ocurrido a su amigo.
        Muy por debajo de ellos, Pitt no podía determinar de forma inmediata si el VMAP había quedado o no enterrado. Su única sensación era que una firme presión lo mantenía sujeto a su asiento. No podía ver el exterior. Las cámaras y las luces sólo registraban un barro pardusco. No había ninguna forma de saber si la cabina de control estaba cubierta por una fina película de barro o bien hundida bajo cinco metros de tierra semejante a arena movediza.
        Por fortuna, los paracaídas fueron arrastrados por una corriente de tres nudos, y empujados hacia un lado del VMAP. Pitt accionó un botón que soltó los ganchos a los que estaban sujetas las cuerdas de los paracaídas.
        Conectó los sistemas de energía nuclear y movió la palanca de avance del Big Ben. Pudo sentir las vibraciones de las cadenas tractoras cuando clavaron sus ganchos en el barro y empezaron a girar. Durante un largísimo minuto, no ocurrió nada. Las cadenas parecían resbalar en torno a los ejes de sus ruedas, sin ninguna indicación de tracción hacia adelante.
        Luego el Big Ben se escoró hacia estribor. Pitt ajustó los controles y le hizo girar de nuevo hacia babor. Pudo sentir cómo se movía ligeramente hacia el frente. Repitió la operación, moviendo a uno y otro lado el enorme vehículo hasta que, lentamente, empezó a ganar adherencia, adquiriendo impulso y acrecentando su movimiento de avance.
        De repente, rompió la succión y se precipitó arriba y adelante, recorriendo más de cincuenta metros hasta traspasar la nube de polvo y conseguir una clara visibilidad.
        Pasaron varios segundos; por fin, una vaga sensación de triunfo invadió el cuerpo de Pitt. Permaneció allí sentado, en silencio y relajado, dejando que el vehículo saliera del fondo por sí mismo. Encendió el piloto automático y estableció en el ordenador un rumbo de navegación hacia el oeste; luego esperó unos momentos para comprobar que el VMAP funcionaba sin ningún problema. Por fortuna, el Big Ben alcanzó muy pronto su velocidad máxima y rodó por la desierta llanura con tanta suavidad como si estuviera roturando un maizal en Iowa.
        Sólo entonces contactó Pitt con Sandecker y Giordino para informarles que marchaba en dirección al Demonios de Dennings.


    68

        En Washington, diez husos horarios más en dirección oeste, era ya media mañana cuando Jordan recibió el mensaje de Sandecker. El presidente había regresado a su dormitorio, en el piso alto de la Casa Blanca, para ducharse y cambiarse de ropa. Estaba de pie delante del espejo, anudándose la corbata, cuando recibió la llamada de la sala de situación.
        - Lamento interrumpirle, señor presidente -dijo Jordan en tono respetuoso-, pero he pensado que le gustaría saber que el lanzamiento se ha efectuado con éxito.
        - Pitt y el vehículo para el minado de aguas profundas están ya en movimiento.
        - Es espléndido empezar el día con buenas noticias, para variar. ¿Cuánto tardará en llegar hasta el bombardero?
        - Una hora, quizá algo menos si el fondo es llano y no presenta ninguna sorpresa de tipo geológico.
        - ¿Y la detonación?
        - Dos horas para extraer la bomba, tres más para llegar al lugar previsto para la explosión y colocar los detonadores; incluyo en el plazo el tiempo necesario para que el VMAP se ponga a salvo, fuera del área crítica.
        - ¿No ha habido ningún problema? -preguntó el presidente.
        - El almirante Sandecker ha informado de que el descenso bajo el agua resultó bastante más rápido de lo pre visto, pero el VMAP sobrevivió al impacto sin novedad. El único otro inconveniente, si quiere usted llamarlo así, consiste en que Pitt se las arregló de alguna manera para dejar atrás a Giordino, y está actuando en solitario.
        El presidente se sintió secretamente complacido.
        - No me sorprende. Es la clase de hombre capaz de sacrificarse a sí mismo antes que poner en peligro a un amigo. ¿Alguna novedad con respecto a los coches bomba?
        - Los equipos encargados de su búsqueda han descubierto veintisiete hasta el momento.
        - Yoshishu y Tsuboi tienen que saber que les estamos pisando los talones. Si dispusieran de la clave para hacer detonar las bombas, ya habríamos tenido noticias suyas.
        - Muy pronto sabremos si hemos ganado la carrera o no -contestó Jordan, conciso.

        El ayudante especial del presidente, Dale Nichols, se precipitó hacia él en cuanto salió del ascensor. El presidente reconoció de inmediato la urgencia en la expresión de su rostro.
        - Parece que estés pisando un hormiguero, y descalzo, Dale. ¿Qué ocurre?
        - Será mejor que venga a la sala de comunicaciones, señor presidente. Ichiro Tsuboi ha conseguido introducirse de alguna forma en nuestro sistema de seguridad y ha ocupado la línea del vídeo.
        - ¿Está ahora transmitiendo?
        - Aún no. A la espera, y exige hablar únicamente con usted.
        - Avise a la sala de situación para que puedan sintonizar nuestra conversación.
        El presidente entró en una habitación situada bajo el despacho oval y se sentó en un sillón de cuero, en el extremo de un pequeño estrado, frente a una gran abertura rectangular en la pared más alejada. Apretó un botón de la consola instalada en el brazo del sillón y esperó. Súbitamente, tiempo y espacio se fundieron en ese lugar y momento, y la imagen tridimensional y de tamaño natural de Ichiro Tsuboi se materializó al otro lado del estrado.
        Gracias a la tecnología de la fotónica -transmisión por fibra óptica- y de los ordenadores, los dos hombres podían conversar sentados como si estuvieran en la misma habitación. La imagen de Tsuboi se apreciaba nítida, sin la menor indicación de transparencias.
        Tsuboi, erguido, estaba arrodillado sobre un colchón de bambú, con las manos enlazadas descansando sobre los muslos. Vestía un caro traje de corte, pero no iba calzado.
        Hizo una ligera reverencia cuando la imagen del presidente apareció en su terminal de transmisión.
        - ¿Desea usted entablar un diálogo, señor Tsuboi?
        - dijo el presidente para romper el hielo.
        - Así es -respondió Tsuboi, evitando con grosería deliberada emplear el título al dirigirse a él.
        El presidente decidió acortar el preámbulo.
        - Bien, desde luego ha atraído usted mi atención con esa explosión nuclear en Wyoming. ¿Se supone que deseaba transmitirnos un mensaje?
        El impacto producido por las palabras del presidente se vio incrementado por su aparente indiferencia. El presidente era, además de un consumado político, un astuto conocedor de la personalidad humana. Rápidamente detectó una tensión perceptible en la mirada de Tsuboi, y dedujo que el japonés no negociaba desde una posición de fuerza.
        El mago de las finanzas internacionales, heredero visible del imperio criminal y financiero de Suma, intentaba dar una sensación de tranquilidad y control, pero el silencio del presidente con respecto a la explosión había conseguido inquietarlo. Yoshishu y él no entendían por qué el jefe del ejecutivo la había virtualmente ignorado.
        - Podemos ahorrar muchas palabras, señor presidente - dijo Tsuboi-. Conoce usted nuestros avances técnicos y nuestra superioridad en tecnología de defensa; a estas alturas el senador Díaz y la congresista Smith, más su personal de Inteligencia, le habrán proporcionado información sobre nuestras instalaciones de la isla de Soseki.
        - Soy muy consciente de la existencia de su Centro del Dragón y del Proyecto Kaiten -replicó el presidente, habiendo reparado en que Tsuboi no había mencionado a Hideki Suma-. Y si cree usted que no ordenaré una represalia masiva en el caso de que elijan la vía demencial de hacer detonar alguno más de sus coches bomba, cometerá un tremendo error.
        - Nuestra intención original no era matar a millones de personas -insistió Tsuboi.
        - Sé lo que pretendía. Inténtelo, y le prometo que el día del Juicio Final habrá llegado para usted.
        - Si lo que desea es pasar a la historia como el mayor monstruo desde Adolfo Hitler, por la realización de un acto totalmente irracional, entonces tengo poco más que añadir.
        - Debe usted haberme querido decir algo; de otro modo, ¿para qué comunicarse conmigo?
        Tsuboi hizo una pausa, y luego insistió.
        - Deseo hacerle algunas propuestas.
        - Estoy dispuesto a escucharlas.
        - Debe ordenar que cese la búsqueda de los coches.
        Si se apoderan de alguno más, mandaremos las señales de detonación. Y si intenta tomar medidas similares contra mi pueblo, le aseguro que no dudaré en hacer estallar las bombas restantes en áreas pobladas.
        El presidente contuvo con dificultad su creciente ira.
        - Estamos empatados, entonces. Usted mata a algunos millones de nuestros ciudadanos y nosotros diezmamos a su población.
        - No, usted no hará eso. El pueblo de la gran nación blanca y cristiana de Estados Unidos no respaldará semejante carnicería.
        - No todos somos blancos y cristianos.
        - Las minorías que socavan su cultura nunca respaldarán su posición.
        - Sin embargo, también ellos son americanos.
        - Aunque así fuera, mi pueblo está dispuesto y preparado para morir por el nuevo imperio.
        - Eso es una maldita mentira -estalló el presidente-. Hasta ahora, usted, Suma y el resto de su banda de facinerosos han actuado en secreto. El pueblo japonés no tiene la menor idea de que han apostado con sus vidas para conseguir el dominio del mundo económico. No querrán arriesgarse a la devastación de su nación por una causa alimentada por la codicia de unos pocos criminales. Usted no los representa a ellos ni a su gobierno.
        La huella casi imperceptible de una sonrisa asomó al rostro de Tsuboi, y el presidente comprendió que se había dejado provocar.
        - Está en sus manos evitar ese terrible holocausto para nuestros dos países, por el sencillo medio de aceptar mis propuestas.
        - Querrá decir sus exigencias.
        - Llámelas como guste.
        - Exponga sus pretensiones -añadió el presidente, cuya voz empezaba a mostrar un tono tenso. Había perdido el control, y se sentía furioso consigo mismo.
        - No habrá nacionalización ni expropiación de compañías de capitales japoneses, ni interferencias judiciales en nuestros proyectos de compras de empresas o de terrenos.
        - Eso no es gran cosa. Nuestro país nunca ha estado Interesado en la nacionalización. Tampoco se ha aprobado nunca, en nuestros doscientos años de existencia, ninguna ley basada en esa premisa anticonstitucional. En cuanto a la última cuestión, a ninguna firma japonesa que yo conozca se le ha impedido por decisión judicial comprar un negocio o un terreno en nuestra nación.
        - No se exigirá a los ciudadanos japoneses ningún visado de entrada en su país.
        - Para eso deberá entablar una batalla en el Congreso.
        Tsuboi prosiguió en tono frío:
        - No habrá barreras comerciales ni aumentos de las tarifas sobre los productos japoneses.
        - ¿Puedo contar con reciprocidad en ese punto?
        - No es negociable -contestó Tsuboi, obviamente preparado para la pregunta-. Hay poderosas razones por las que muchos de sus productos no son gratos en Japón.
        - Prosiga -dijo secamente el presidente.
        - El estado de Hawai se convertirá en territorio japonés.
        El presidente ya había sido advertido de esa irrazonable exigencia.
        - La población de la isla ya está furiosa por la subida de los precios del terreno edificable que han llevado a cabo ustedes. Dudo que accedan a cambiar las barras y las estrellas por el Sol Naciente.
        - También el estado de California.
        - «Imposible» y «ofensivo» son las palabras que acuden de inmediato a mi mente -contestó el presidente con ironía-. ¿Por qué se detiene? ¿Qué más desea?
        - Ya que nuestra moneda es la que sostiene sus tambaleantes finanzas pedimos representación en su gobierno, incluidos un puesto en el gabinete y nuestra representación en lugares destacados de los departamentos de Estado, Tesoro y Comercio.
        - ¿Quién designará a esas personas: Yoshishu y usted o los dirigentes de su gobierno?
        - El señor Yoshishu y yo.
        El presidente no podía dar crédito a todo lo que oía.
        Aquello suponía invitar al crimen organizado a participar en los más altos niveles de gobierno.
        - Lo que pide usted, señor Tsuboi, es absolutamente irrealizable. El pueblo americano no consentirá en convertirse en esclavo económico de una potencia extranjera.
        - Pagarán un precio muy alto si usted rechaza mis condiciones. Por otra parte, si se nos da voz en la gestión del gobierno americano y de sus comunidades comerciales, sin duda toda su economía dará un gran salto adelante y proporcionará unos niveles de vida superiores a sus ciudadanos.
        El presidente habló con gravedad.
        - Si existe un monopolio, los precios y los beneficios de los productos japoneses subirán como la espuma.
        - También descenderá el desempleo y la deuda nacional -prosiguió Tsuboi, haciendo caso omiso de aquella observación.
        - No puedo hacer promesas que el Congreso se negará a apoyar -dijo el presidente, calmada ya su rabia, mientras su mente buscaba el modo de recuperar la iniciativa. Bajó los ojos y aparentó estar perplejo.
        »Usted conoce bien cómo funcionan las cosas en Washington, señor Tsuboi. Tiene experiencia sobre la forma de trabajar de nuestro gobierno.
        - Tengo muy presentes las limitaciones de su ejecutivo. Pero hay muchas cosas que puede hacer sin necesidad de la aprobación del Congreso.
        - Deberá excusarme unos instantes mientras trato de asimilar sus ilimitadas demandas -. El presidente hizo una pausa para reflexionar. No podía mentir y pretender que accedía a todas las ridículas exigencias de Tsuboi. Eso podría crear la sospecha de una trampa, de un truco para ganar tiempo. Tenía que ofrecer una brusca resistencia, parecer nervioso. Levantó la vista y clavó los ojos en los de Tsuboi -. No puedo en buena conciencia aceptar lo que serían los términos de una rendición incondicional.
        - Son mejores que los que nos ofrecieron ustedes en el cuarenta y cinco.
        - Nuestra ocupación fue mucho más generosa y benévola de lo que su pueblo tenía derecho a esperar -dijo el presidente, con las uñas clavadas en el respaldo del sillón.
        - No estoy aquí para discutir diferencias de criterio históricas -respondió Tsuboi con brusquedad-. Ya ha oído las condiciones y conoce las consecuencias. La indecisión o las dilaciones por su parte no retrasarán la tragedia.
        No había ningún signo de impostura en los ojos de Tsuboi. El presidente se daba cuenta de que la amenaza era todavía más horrible debido a los automóviles oculta en ciudades densamente pobladas y a los maníacos suici das que esperaban tan sólo una señal para hacer detonar las bombas.
        - Le perentoriedad de sus exigencias no deja mucho margen a la negociación.
        - Ninguno en absoluto -contestó Tsuboi en un tono que desafiaba la réplica.
        - No puedo chasquear los dedos y producir el milagro de una cooperación con la oposición política -dijo el presidente, con fingida desesperación-. Sabe usted condenadamente bien que no puedo imponer nada al Congreso. El senador Díaz y la congresista Smith tienen mucha influencia en ambas cámaras y ya están azuzando a sus compañeros legisladores en contra de ustedes.
        Tsuboi se encogió de hombros con indiferencia.
        - Me doy perfecta cuenta de que las ruedas de su gobierno chirrían debido a un exceso de emociones, señor presidente. Y sus representantes elegidos votan en función de consignas de partido, sin tener en cuenta el bien de la nación. Pero pueden ser persuadidos para aceptar lo inevitable si usted les informa de que dos de los coches bomba están siendo conducidos a Washington mientras nosotros hablamos.
        Malo. La pelota estaba de nuevo en el terreno del presidente. Consiguió con un monumental esfuerzo permanecer impasible y dar en cambio muestras de angustia.
        - Necesito tiempo.
        - A las tres en punto de esta misma tarde, su hora habitual, aparecerá por la televisión respaldado por sus consejeros y por los portavoces del Congreso, y anunciará los nuevos acuerdos de cooperación entre ambas naciones.
        - Pide demasiado.
        - Es lo que debe hacerse -dijo con sencillez Tsuboi-. Y una cosa más, señor presidente: cualquier signo de ataque contra la isla de Soseki tendrá la inmediata réplica de los coches bomba. ¿Me he explicado con claridad?
        - Como el cristal.
        - Entonces, buenos días. Espero verle por la televisión esta tarde.
        La imagen de Tsuboi se hizo borrosa y luego se desvaneció con rapidez.
        El presidente dirigió la mirada al reloj de la pared. Solamente quedaban seis horas. El mismo plazo que Jordan preveía para que Pitt hiciera estallar la antigua bomba atómica y desencadenara el terremoto submarino y el tsunami.
        - ¡Dios mío! -susurró en la vacía habitación-. ¿Qué pasará si la operación fracasa?


    69

        El Big Ben avanzaba por el amplio paisaje submarino a quince kilómetros por hora, casi una velocidad de relámpago para un vehículo inmenso que se movía bajo el agua sobre el piso formado por el limo abisal. Una gran nube de finísimo barro se alzaba a su paso y se extendía por la oscura inmensidad antes de disiparse y volver a posarse de nuevo en el fondo.
        Pitt estudió una pantalla conectada a la unidad láser-sonar que proporcionaba visión en tres dimensiones del fondo marino, reforzando sus principales características.
        El desierto submarino reservaba pocas sorpresas, y a excepción de un rodeo forzado por la existencia de una grieta estrecha pero profunda, pudo mantener una buena marcha.
        Exactamente cuarenta y siete minutos después de haber soltado los paracaídas y puesto en movimiento al Big Ben, divisó la maciza silueta del B-29, que fue creciendo hasta llenar todo el monitor. Las coordenadas proporcionadas por el satélite Pyramider, programadas en el ordenador de navegación del VMAP, había conducido a éste directamente hasta su objetivo.
        Pitt estaba ya lo bastante cerca como para ver los restos del aparato en el radio de alcance de sus luces exteriores. Disminuyó la marcha y rodeó el avión solitario y destrozado. Parecía un juguete roto, olvidado en el fondo del estanque de un parque infantil. Lo examinó con la emoción peculiar que experimentan los buceadores la primera vez que se aproximan en el fondo del mar a un objeto construido por el hombre. Ser el primero en ver o en tocar un automóvil sumergido, un avión derribado o los restos de un barco, es una experiencia a un tiempo sobrecogedora y melancólica, compartida tan sólo por quienes se atreven a pasear por una casa encantada después de la medianoche.
        El Demonios de Dennings estaba hundido algo más de un metro en el barro. Faltaba un motor, y el ala de estribor estaba doblada hacia atrás y hacia arriba como un grotesco brazo extendido hacia la superficie. Las palas de las tres hélices restantes se habían torcido hacia atrás debido al impacto con la superficie del agua, como los pétalos mustios de una flor marchita.
        La sección de cola, como de tres pisos de altura, mostraba los efectos del fuego de ametralladora. Se había partido y yacía a varios metros de distancia, detrás y ligeramente de costado con respecto al cuerpo principal del fuselaje. El puesto del artillero de cola aparecía destrozado y acribillado, y los enmohecidos cañones de veinte milímetros se habían hundido en el limo.
        Las superficies de aluminio del fuselaje tubular, de treinta metros de largo, estaban cubiertas de lodo e incrustaciones pero las ventanillas de cristal plomado que rodeaban el morro seguían intactas. Y el diablillo pintado debajo de la ventana lateral del piloto aún aparecía dibujado con nitidez y se diría que sus dimensiones habían aumentado.
        Pitt podría haber jurado que aquellos ojillos brillantes le miraban con malicia y que los labios se contraían en un sonrisa satánica.
        Tenía mejores cosas que hacer que dejar correr su imaginación o detenerse a contemplar los esqueletos de la tripulación, todavía en sus puestos de combate, los cráneos con las mandíbulas sumidas en un silencio mortal, las órbitas de los ojos vacías y ciegas. Pitt había pasado bajo el agua el tiempo suficiente, buceando en torno a buques fundidos, como para saber que las sustancias orgánicas blandas del cuerpo humano eran las primeras en desaparecer, y servían de alimento a las criaturas de los fondos marinos. Más tarde, también los huesos llegaban a disolverse en la helada temperatura del agua salada. Por extraño que parezca, la ropa es lo último en desintegrarse, en especial ¡as cazadoras de vuelo y las botas, hechas de cuero resistente. Pero pasado el tiempo, también ellas desaparecen, como todo el aparato.
        - Objetivo a la vista -anunció a Sandecker, que seguía a la escucha en el C-5, volando en círculos.
        - ¿En qué condiciones se encuentra? -preguntó con rapidez la voz incorpórea de Sandecker.
        - Un ala presenta serios daños. La cola está partida pero el fuselaje principal parece intacto.
        - La bomba está en la bodega delantera. Debes colocar al Big Ben en ángulo en el punto de unión del borde de ataque del ala con el fuselaje. Y desde ahí, cortar el techo del aparato.
        - La suerte se está portando bien esta noche -dijo Pitt-. El ala de estribor está doblada hacia atrás y permite un acceso fácil. Puedo situarme en el lugar perfecto para perforar los mamparos de este lado.
        Pitt hizo maniobrar el vehículo hasta colocar los brazos manipuladores sobre la bodega delantera del aparato.
        Introdujo la mano en un mando parecido a un guante, que controlaba electrónicamente los brazos mecánicos, y de las tres herramientas acopladas en la muñeca del manipulador izquierdo eligió una rueda multidireccional para aserrar metales. Haciendo funcionar el sistema como una prolongación de su propio brazo y de su mano, extendió el brazo mecánico y midió el corte que debía realizar en un monitor que proyectaba imágenes de las secciones internas del aparato. Pudo llevar a cabo la difícil operación gracias a la observación en el vídeo de varios primeros planos desde ángulos distintos, en lugar de depender de la observación directa a través del frontal transparente del VMAP Colocó la rueda en posición contra el revestimiento de aluminio del bombardero y programó las dimensiones y la profundidad del corte en el ordenador. Luego puso en marcha la herramienta y observó cómo atacaba el cuerpo del Demonios de Dennings, con la precisión del bisturí de un cirujano.
        Los finos dientes del disco giratorio atravesaron el aluminio de la armazón con la facilidad con que una cuchilla de afeitar rasga una cuartilla de papel. No hubo esquirlas ni calentamiento debido a la fricción. El metal estaba demasiado reblandecido y el agua demasiado fría. Las vigas de refuerzo y los haces de cables eléctricos fueron también aserrados con facilidad y eficiencia. Cuando cincuenta minutos más tarde quedó completado el corte, Pitt extendió el otro manipulador. La muñeca de éste estaba provista de un gran mecanismo prensil, en el que sobresalían unos dedos en forma de pinza.
        La garra mecánica asió la cubierta de aluminio y un mamparo estructural; las pinzas se cerraron y el brazo se alzó y retrocedió, retirando al hacerlo una gran parte del techo y del costado del avión. Pitt giró con cuidado el manipulador en un ángulo de 90° e hizo descender muy despacio los restos arrancados hasta depositarlos -en el barro del fondo sin levantar una nube que obstaculizara la visión.
        Ahora tenía frente a él una abertura de tres metros por cuatro. La bomba del tipo Fat Man, llamada en clave Mother's Breath, era claramente visible desde su posición; estaba sujeta con firmeza por una ancha cadena provista de abrazaderas ajustables.
        Pitt tenía todavía que abrir huecos en algunas secciones del pasillo que, pasando por encima de la bodega de bombas, conectaba la cabina de mando con el compartimiento del artillero del centro del aparato. Una parte de esa estructura había sido ya retirada previamente, como las pasarelas de la bodega, con el fin de poder introducir la inmensa bomba en el vientre del aparato. También debía cortar los raíles de guía, instalados para asegurar que las aletas de la bomba no se engancharan en ningún obstáculo en el momento del lanzamiento.
        De nuevo, en este caso la operación se realizó rápidamente. Los obstáculos aún subsistentes pronto formaron un montón informe sobre los restos ya aserrados anteriormente. La parte siguiente de la operación, la extracción de la bomba, fue más trabajosa.
        Mother's Breath mostraba, ya por su apariencia externa, que estaba destinada a la muerte y la destrucción. Con sus cerca de tres metros de largo y su metro y medio de diámetro, parecía un huevo grueso y feo, manchado de orín, con aletas cuadradas en un extremo y una cremallera en la parte central.
        - Muy bien, voy por la bomba -informó Pitt a Sandecker.
        - Tendrás que emplear los dos manipuladores para extraerla y transportarla -advirtió Sandecker-. Pesa cerca de cinco toneladas.
        - Necesitaré un brazo para cortar la cadena y las abrazaderas.
        - El peso será excesivo para un solo manipulador. No podrá sostener la bomba sin averiarse.
        - Me doy cuenta, pero tendré que esperar a haber cortado la cadena antes de reemplazar el disco de corte por uno prensil. Sólo entonces podré levantarla.
        - Espera un momento -ordenó Sandecker-. Voy a comprobar los datos; enseguida vuelvo.
        Mientras esperaba, Pitt ajustó en su lugar la herramienta de corte y colocó el mecanismo prensil del otro brazo en la argolla superior de la cadena.
        - ¿Dirk?
        - Le escucho, almirante.
        - Deja caer la bomba.
        - Repítalo.
        - Corta los cables de sujeción de la cadena y deja caer la bomba. Mother's Breath es una bomba de implosión y los golpes por duros que sean, no la afectan.
        Pitt, al ver cómo aquella monstruosidad se balanceaba en el extremo de la cadena, a escasos metros de distancia no podía dejar de imaginar que en cualquier momento se convertiría en la famosa bola de fuego que aparecía constantemente en las películas y documentales.
        - ¿Estás ahí? -preguntó Sandecker, con un visible nerviosismo en su voz.
        - ¿Es un hecho comprobado o un rumor? -preguntó a su vez Pitt.
        - Un hecho histórico.
        - Si oyes una gran explosión submarina, sabrás que me has estropeado el día.
        Pitt hizo una inspiración profunda, soltó el aire, cerró maquinalmente los ojos y aproximó el disco de corte a los cables de la cadena. Erosionados por la herrumbre tras casi cincuenta años bajo el agua, los cables y las argollas se rompieron enseguida al ser atacados por los dientes del disco, y la gran bomba cayó sobre las portezuelas cerradas del interior de la bodega; la única explosión que se produjo fue la salpicadura del barro acumulado allí durante tantos años.
        Pasó un largo y fantasmal minuto; Pitt permaneció inmóvil y aturdido, escuchando el silencio mientras esperaba que los sedimentos volvieran a posarse y la bomba se hiciera visible de nuevo.
        - No he oído ninguna explosión -le informó Sandecker con una calma exasperante.
        - La oirá, almirante -contestó Pitt, recuperando a duras penas la facultad de pensar con claridad-. La oirá.


    70

        La esperanza perduraba y, poco a poco, se iba afirmando. A falta de dos horas para cumplirse el plazo, el Big Ben avanzaba por el fondo del mar con Mother's Breath firmemente sujeta en los mecanismos prensiles de sus manipuladores. Como en los minutos finales de un partido de fútbol, cuando el resultado está todavía por decidir, la tensión en el C-5 Galaxy y en la Casa Blanca crecía a medida que la operación se aproximaba a su climax.
        - Lleva dieciocho minutos de adelanto con respecto a lo programado -dijo Giordino en voz baja-, y parece que las cosas pintan muy bien.
        - «Como alguien que en un sendero solitario camina entre el temor y la angustia» -citó Sandecker, abstraído.
        Giordino lo miró sobresaltado.
        - ¿Cómo dice, almirante?
        - Coleridge -le contestó Sandecker con una sonrisa de disculpa-. El viejo marinero. Pensaba en Pitt ahí abajo, solo en las profundidades, cargando sobre sus hombros con la responsabilidad de millones de vidas, a tan sólo unos centímetros de la aniquilación instantánea…
        - Yo debía haber estado con él -dijo Giordino con amargura.
        - Todos sabemos que tú le hubieras encerrado a él si se te hubiera ocurrido antes.
        - Es verdad -se encogió de hombros de Giordino- pero no lo hice. Y ahora él está desafiando a la muerte mientras yo sigo aquí sentado como el maniquí de un escaparate.
        Sandecker miró el mapa y la línea roja que mostraba el trayecto de Pitt hasta el B-29, y desde allí hasta el lugar elegido para la detonación.
        - Lo hará y regresará vivo -murmuró -. No es la clase de hombre que se rinde fácilmente.

        Masuji Koyama, un técnico de Suma experto en defensa y detección, estaba de pie detrás de un operador ante la pantalla de un radar de vigilancia, señalando un punto a Yoshishu, Tsuboi y Takeda Kurojima, agrupados alrededor de él.
        - Un transporte muy grande de las Fuerzas Aéreas americanas -explicó -. El ordenador muestra que se trata de un C-5 Galaxy, capaz de transportar cargas muy pesadas y voluminosas a largas distancias.
        - ¿Dice que está actuando de forma muy extraña?
        - preguntó Yoshishu.
        Koyama asintió.
        - Se aproximó desde el sudeste siguiendo la ruta hacia la base de las Fuerzas Aéreas americanas de Shimodate, un pasillo para el tráfico aéreo utilizado por sus aparatos militares que pasa a una distancia de entre setenta y cien kilómetros de nuestra isla. Mientras lo vigilábamos, observamos que un objeto se desprendía de él y Caía al océano.
        - ¿Se desprendió del avión?
        - Sí.
        - ¿Pudieron identificarlo? -preguntó Tsuboi. Koyama negó con la cabeza.
        - Todo lo que puedo decirles es que parecía caer con mucha lentitud, como si estuviera sujeto a un paracaídas.
        - ¿Tal vez un aparato sensor submarino? -aventuró Kurojima, el director en jefe del Centro del Dragón.
        - Es una posibilidad, aunque en apariencia era demasiado grande para un sensor sónico.
        - Muy extraño -musitó Yoshishu.
        - Desde entonces -continuó Koyama-, el aparato ha permanecido en el área, volando en círculos.
        Tsuboi lo miró.
        - ¿Durante cuánto tiempo?
        - Casi cuatro horas.
        - ¿Ha interceptado alguna transmisión?
        - Algunas señales muy breves, pero desfiguradas electrónicamente.
        - ¡Un avión de inspección! -exclamó Koyama como si hubiera tenido una revelación.
        - ¿Qué es un avión de inspección? -preguntó Yoshishu.
        - Un aparato con sistemas de detección y comunicaciones muy sofisticados -explicó Koyama-. Se utilizan como centros de mando volantes, para coordinar asaltos militares.
        - ¡El presidente es un maldito mentiroso! -estalló Tsuboi de súbito -. Fabricó una cortina de humo y simuló estar en un aprieto para ganar tiempo. Ahora está claro, pretende lanzar a sus hombres para que ataquen la isla.
        - Pero ¿por qué mostrarse de un modo tan evidente?
        - dijo Yoshishu con tranquilidad-. La Inteligencia americana conoce bien nuestra capacidad para detectar y observar objetivos a esa distancia.
        Koyama se quedó mirando la señal del aeroplano en la pantalla del radar.
        - Podría tratarse de una misión destinada a comprobar la solidez de nuestras defensas.
        El rostro de Tsuboi estaba lívido de ira.
        - Volveré a hablar con el presidente y le exigiré que se aleje de nuestras aguas.
        - No, tengo un plan mejor. -Los labios de Yoshishu se entreabrieron en una sonrisa siniestra y glacial.
        - ¿Cuál es tu plan, Korori? -preguntó Tsuboi con respeto.
        - Muy sencillo -contestó Yoshishu sin mostrar la menor emoción- Destruirlo.

        Al cabo de seis minutos, dos misiles infrarrojos tierra-aire Toshiba abandonaban sus rampas de lanzamiento y partían en busca de la desprevenida tripulación del C5. El avión indefenso y atrozmente vulnerable, no llevaba ningún sistema de alerta contra posibles ataques. Seguía dedicado a su tarea de supervisar los progresos del Big Ben, sobrevolando en círculos, ignorando el terror que se avecinaba.
        Sandecker había pasado al compartimiento de comunicaciones para enviar un informe de situación a la Casa Blanca, mientras Giordino mantenía el contacto con Pitt.
        Estaba inclinado sobre la mesa y estudiaba el informe de los geólogos marinos sobre la zanja que Pitt debería cruzar para llegar a salvo hasta las costas japonesas. Comprobaba la distancia quizá por quinta vez en el momento en que el primer misil alcanzó el aparato y penetró en su interior con un gran estruendo. La onda de choque y la presión fueron tan fuertes que arrojaron a Giordino contra la mesa. Apenas acababa de incorporarse sobre los codos, aturdido, cuando el segundo misil impactó en la bodega inferior de carga y abrió un enorme agujero en el vientre del fuselaje.
        El final podía haber sido rápido y espectacular, pero el primer misil no hizo explosión al primer contacto. Pasó a través de la sección superior del avión, atravesando varios mamparos, y explotó en la bodega de carga, cuando penetraba entre las costillas del armazón de la pared opuesta. La fuerza principal de la detonación se perdió en el aire de la noche, lo que evitó que el avión quedara partido en dos.
        A pesar de encontrarse todavía bajo los efectos del choque, Giordino no pudo dejar de pensar: «Va a caer. No podrá mantenerse en el aire.» Pero se equivocó en los dos casos. El gran Galaxy no era una presa fácil de derribar.
        Milagrosamente se había librado de un incendio; tan sólo había quedado averiado uno de sus sistemas de control de vuelo- A pesar de los boquetes abiertos en su estructura, se mantuvo firme en el aire.
        El piloto efectuó un picado abrupto y no enderezó el renqueante aparato hasta encontrarse a tan sólo treinta metros sobre el nivel de las olas. Entonces puso rumbo hacia el sur, alejándose de la isla de Soseki. Los motores funcionaban con normalidad, y a excepción de la vibración y el aumento de la resistencia aerodinámica debidos a los agujeros del fuselaje, el principal motivo de preocupación para el piloto era la avería del control de altitud.
        Sandecker se dirigió hacia la cola, acompañado por el ingeniero de vuelo, para evaluar los daños sufridos. Encontraron a Giordino arrastrándose a cuatro patas por la bodega de carga. Sujeto a la manija de un mamparo, miraba con ojos espantados a través de la abertura recién formada el mar plateado y, como el azogue, en perpetuo movimiento.
        - Que me ahorquen si salto -gritó para hacerse oír sobre el viento turbulento que soplaba a través del aparato.
        - Tampoco a mí me apetece -contestó Sandecker, vociferando del mismo modo.
        El ingeniero de vuelo contemplaba todo con atemorizado asombro.
        - ¿Qué demonios ha ocurrido?
        - Hemos recibido un par de impactos de misiles tierra-aire -aulló Giordino.
        Giordino se colocó a la altura de Sandecker y señaló hacia adelante para salir de la zona azotada por el viento.
        Ambos se abrieron paso hasta la cabina de mando, mientras el ingeniero de vuelo empezaba una inspección de los daños en la destrozada bodega inferior. Encontraron a los pilotos luchando en tensa calma con los controles y conversando en voz baja, como si estuvieran siguiendo un cursillo de instrucciones de emergencia en un simulador de vuelo.
        Giordino se derrumbó agotado en el suelo, agradecido por seguir con vida.
        - No puedo creer que este pajarraco siga volando -murmuró feliz-. Recuérdenme que dedique un beso a los ingenieros.
        Sandecker se inclinó sobre la consola situada entre los dos pilotos y les informó brevemente de los daños sufridos. Luego preguntó:
        - ¿Qué oportunidades tenemos?
        - Todavía disponemos de energía eléctrica y algo de hidráulica, y de un control de maniobra suficiente -contestó el primer piloto, comandante Marcus Turner, un corpulento tejano de facciones toscas, normalmente alegre y bullicioso, pero ahora tenso y ceñudo -. Pero la explosión debe de haber seccionado los conductos del depósito principal de gasolina. Las agujas de los niveles han descendido de forma alarmante en tan sólo dos minutos.
        - ¿Puede mantenerse en vuelo estacionario más allá del alcance de los misiles?
        - De ninguna manera.
        - Considérelo una orden respaldada por el presidente.
        Turner no pareció feliz, pero tampoco cedió.
        - No es ninguna falta de respeto, almirante, pero este aparato puede partirse en dos en cualquier momento. Si usted desea morir, es cuenta suya. Mi deber es salvar a mi tripulación y a mi avión. Como usted es un profesional de la Marina, sin duda sabe de qué estoy hablando.
        - Soy de su misma opinión, pero mantengo la orden.
        - Si no se parte en dos pedazos y economizamos el combustible -dijo Turner sin inmutarse-, podemos llegar al aeródromo de Naha, en Okinawa. Es la pista de aterrizaje larga más próxima fuera de las fronteras de Japón.
        - Okinawa está demasiado lejos -señaló secamente Sandecker-. Debemos situarnos fuera del alcance de los sistemas de defensa de la isla pero mantener la comunicación con el hombre que está en el fondo. Esta operación es demasiado vital para la seguridad nacional; no podemos abandonar. Manténganos en el aire tanto tiempo como pueda. Si sucede lo peor, intente un amerizaje.
        La cara de Turner había adquirido un color rojo brillante y empezaban a asomar en ella gotitas de sudor, pero consiguió esbozar una tensa sonrisa.
        - De acuerdo, almirante, pero será mejor que se prepare para nadar un buen rato hasta la costa más próxima.
        Entonces, como para añadir el insulto a la injuria, Sandecker sintió en el hombro una mano. Se volvió a toda prisa. Era el operador de comunicaciones. Miró a Sandecker y sacudió la cabeza con un gesto de impotencia que presagiaba malas noticias.
        - Lo siento, almirante, pero la radio se ha averiado. No podemos transmitir ni recibir.
        - Eso zanja la cuestión -dijo Turner-. No tiene ningún sentido volar en círculo con la radio estropeada.
        Sandecker miró a Giordino, y la tristeza y la angustia se reflejaron en cada uno de los surcos profundos del rostro del almirante.
        - Dirk no lo sabe. Creerá que le hemos abandonado.
        Giordino miró sin expresión a través del parabrisas, hacia un punto situado en alguna parte entre la negrura del cielo y del mar. Sentía que el corazón le fallaba. Era la segunda ocasión en las últimas semanas en que dejaba abandonado a su suerte a su mejor amigo. Por fin miró hacia arriba y, por extraño que parezca, sonrió.
        - Dirk no nos necesita. Si hay alguien en el mundo capaz de hacer explotar esa maldita bomba y llevar luego al Big Ben hasta alguna playa, ese alguien es él.
        - Yo también apuesto por Dirk -dijo Sandecker, totalmente convencido.
        - ¿Okinawa? -preguntó Turner mientras su mano aferraba con firmeza los controles.
        Con mucha lentitud, con dificultad, como si estuviera disputándose su alma con el diablo, Sandecker miró a Turner y asintió.
        - Okinawa.
        El enorme avión giró para cambiar de rumbo y desapareció en la oscuridad. Pocos minutos más tarde, el ruido de sus motores se extinguió. Detrás quedó un mar silencioso y completamente vacío, salvo por la presencia de un hombre.


    71

        Con la bomba grotescamente colgada de sus manipuladores, el Big Ben se mantenía en equilibrio al borde de la gran zanja submarina de diez kilómetros de anchura y dos de profundidad. En su interior, Pitt observaba ceñudo la pendiente que descendía por delante de él, hacia la oscuridad.
        Los geofísicos habían elegido un punto situado a mil doscientos metros por debajo del filo superior de la zanja como la posición óptima para que la explosión desencadenara un corrimiento de tierras capaz, a su vez, de originar la gran oleada sísmica. Pero la pendiente era por lo menos un 5 % más abrupta de lo que indicaban las fotografías de los satélites. Y lo que era aún peor, mucho peor, la capa superficial de los sedimentos que formaban las paredes laterales de la zanja tenía una consistencia polvorienta y oleosa.
        Pitt había activado una sonda telescópica para analizar el interior del limo, y no dio precisamente saltos de alegría ante los resultados de la prueba geológica que pudo leer en la pantalla del ordenador. Se dio cuenta del peligro de su posición. Debería tener mucho cuidado para evitar que el pesado vehículo se deslizara por el limo resbaladizo hasta el fondo de la zanja.
        Una vez que comenzara el descenso con el Big Ben desde el borde, no habría posibilidad de retorno. Los ganchos de las cadenas tractoras no conseguirían una adherencia lo bastante firme como para permitir que el vehículo volviera a ascender la cuesta y se pusiera a salvo antes de la explosión. Después de activar la bomba, decidió continuar su curso en diagonal a lo largo de la pendiente lateral de la zanja, hacia abajo, como haría un esquiador al atravesar una colina cubierta de nieve. Su única oportunidad, y ésta era muy poco factible, consistía en aprovechar la gravedad para incrementar la velocidad y llevar el Big Ben más allá de los límites de la avalancha, para evitar ser arrastrado por su fuerza, absorbido por ella y enterrado para los próximos diez millones de años.
        Pitt se daba cuenta de cuan estrecho era el filo que separaba la supervivencia de la muerte. Pensó con ironía que la ley de Murphy sobre la mala voluntad que nos muestran los objetos inanimados nunca se toma vacaciones. Lamentó no tener a Giordino a su lado y se preguntó por qué razón habían cesado de repente las comunicaciones del Galaxy. Debía de existir alguna buena razón. Giordino y Sandecker nunca desertarían sin un buen motivo. Ahora era demasiado tarde para explicaciones y demasiado pronto para el último adiós.
        Se sentía extraño y solitario al no percibir ninguna voz humana para sostener su moral. Notaba que la fatiga se apoderaba de él en grandes oleadas viscosas. Se recostó en su asiento y todo optimismo desapareció. Examinó las coordenadas del lugar de detonación y consultó por última vez su reloj.
        Entonces tomó el mando manual del Big Ben, colocó la marcha adelante y empezó a descender la abrupta pendiente con el enorme tractor.
        El impulso creció con rapidez pasados los primeros cien metros, y Pitt empezó a preguntarse si podría detenerlo antes de que rodara hasta el fondo de la zanja. Muy pronto descubrió que aplicar el freno no bastaba para controlar la velocidad. No existía fricción entre los ganchos de las cadenas y el barro resbaladizo del suelo. La enorme bestia mecánica empezó a deslizarse lateralmente por aquella superficie inclinada como si fuera un camión remolque sin control por una carretera cuesta abajo.
        La bomba se balanceaba salvajemente entre las garras de los manipuladores. Como colgaba directamente delante de su campo de visión frontal, Pitt no podía evitar ver aquella cosa maligna, aunque intentaba no ocupar su mente con la idea de que lo que veían sus ojos era el instrumento de su propia muerte inminente.
        De súbito, otra idea horrible lo asaltó. Si se soltaba y rodaba cuesta abajo, nunca sería capaz de encontrarla. Se irguió, presa de un temor desesperado, no de la muerte, sino de la posibilidad de fallar cuando estaba tan cerca ya de la meta.
        Pitt avanzaba ahora con lentitud, sin importarle haber asumido unos riesgos que ningún hombre cuerdo aceptaría. Puso la marcha atrás, a toda potencia. La drástica acción inversa de las cadenas hizo perder impulso al vehículo sobre el barro resbaladizo y el Big Ben disminuyó poco a poco su velocidad hasta moverse de forma imperceptible.
        Un muro de barro enterró el vehículo cuando éste se detuvo por completo. Esperó con paciencia a recuperar la visibilidad y volvió a avanzar otros cincuenta metros, para luego dar marcha atrás y detenerlo de nuevo. Continuó esa serie de maniobras hasta recuperar el control del vehículo y sentir la interacción entre la cadena tractora y el suelo.
        Ahora sus movimientos ante el panel de instrumentos eran más apresurados. Cada minuto que pasaba hacía aumentar su desesperación. Por fin, después de treinta minutos de intensos esfuerzos para conducir el enorme VMAP hacia el lugar al que se dirigía, el ordenador de navegación le indicó que había llegado a su destino. Por fortuna, encontró una pequeña cornisa horizontal que sobresalía de la pendiente. Desconectó los sistemas eléctricos y aparcó.
        - He llegado al punto de detonación y me dispongo a armar la bomba -anunció a través de su teléfono de comunicaciones, con la remota esperanza de que Sandecker y Giordino pudieran escucharle en algún punto, allá arriba.
        Pitt invirtió muy poco tiempo en bajar los brazos del manipulador y colocar la bomba sobre los sedimentos blandos del suelo. Luego soltó los mecanismos prensiles a cambió las tenazas por herramientas de trabajo. Una vez más introdujo la mano en el control del manipulador y con sumo cuidado utilizó una sierra metálica para cortar el panel, colocado en la ahusada cola de la bomba, donde se ocultaba el compartimiento de la espoleta principal.
        En aquel espacio se albergaban cuatro unidades de ra dar y un conmutador de presión barométrica. Si la bomba hubiera sido lanzada tal como se había planeado, las unida des de radar habrían captado con sus señales la aproximación al objetivo de tierra. Luego, a una altitud predeterminada, la coincidencia en la lectura de dos de las unidades enviaría la señal de fuego al sistema de espoleta montado frente a la esfera de implosión. El segundo sistema para armar la bomba era el conmutador barométrico, también preparado para cerrar el circuito de fuego a una altitud preestablecida.
        Los circuitos de la señal de fuego, sin embargo, no po dían cerrarse mientras la bomba estuviera aún en el avión en vuelo. Debían ser activados por conmutadores opera dos mediante un reloj, que no entraban en funcionamiento hasta que la bomba se hubiera alejado a una consideraba distancia de la bodega de armamento. De otra forma, el Demonios de Dennings podría haber quedado envuelto ct la bola de fuego de una explosión prematura.
        Después de abrir el panel, Pitt colocó una cámara miniatura de vídeo en el extremo del manipulador izquierdo Rápidamente encontró el conmutador barométrico y K concentró en él. Estaba construido en bronce, acero y cobre y, aunque mostraba señales de corrosión, seguía i tacto.
        A continuación, acopló una mano alargada con las pinzas en el otro manipulador. Flexionó el brazo ha atrás, hasta situarlo sobre la parte frontal del VMAP; allí las pinzas abrieron el pesado engranaje de la tapa de un cajón de herramientas y extrajeron un extraño objeto de cerámica que parecía un balón de fútbol deshinchado y de pequeñas dimensiones. En la parte inferior, cóncava, tenía incrustada una placa de cobre, rodeada de un material adhesivo plegable. Su aspecto era decepcionante. En realidad el objeto era un contenedor presurizado muy sofisticado, relleno de un compuesto inerte de plástico y ácido, parecido exteriormente a la masilla. La cubierta de cerámica que rodeaba la sustancia cáustica había sido torneada de forma que se ajustara a la perfección al conmutador barométrico y formara una cubierta impermeable al agua.
        Pitt utilizó la mano metálica articulada para colocar el contenedor de cerámica sobre el conmutador. Una vez que estuvo firmemente colocado en su lugar, quitó con mucho cuidado un minúsculo tapón, permitiendo de esa forma la penetración del agua, gota a gota, en el interior del contenedor. Cuando el compuesto inerte del interior entrara en contacto con el agua salada, se tornaría químicamente activo y adquiriría una alta causticidad y poder corrosivo.
        Una vez que hubiera corroído la placa de cobre cuyo grosor se había calculado para asegurar una hora de plazo, el compuesto ácido atacaría el cobre del conmutador barométrico, creando rápidamente una carga eléctrica que activaría la señal de fuego y detonaría la bomba.
        Cuando Pitt retiró los manipuladores y dio marcha atrás al Big Ben para alejarse de aquella odiosa monstruosidad que yacía como un grueso y sucio bulto en el lodo, dedicó una rápida ojeada al reloj digital de su consola de instrumentos.
        Tenía que darse prisa. Mother's Breath iba a estallar con cuarenta y ocho años de retraso y, sin embargo, tal vez lo hiciera demasiado pronto para el nuevo plazo de que ahora disponía.

        ¿Alguna novedad? -preguntó el presidente, ansioso, desde el despacho oval.
        - Se ha producido un corte inesperado en las comunicaciones - explicó Jordan desde la sala de situación.
        - ¿Han perdido al almirante Sandecker?
        - Me temo que sí, señor presidente. Hemos intentado por todos los medios a nuestra disposición restablecer el contacto con su avión, pero no hemos podido conseguirlo El presidente sintió crecer en su interior un miedo paralizante.
        - ¿Qué es lo que ha salido mal?
        - Sólo podemos hacer conjeturas. El último paso del Pyramider ha revelado que el avión se había apartado del vehículo para el minado de aguas profundas y marchaba rumbo a la isla de Okinawa.
        - Eso no tiene ningún sentido. ¿Por qué iba Sandecker a interrumpir la misión cuando Pitt había conseguido ya extraer la bomba del interior del Demonios de Dennings?
        - No lo haría, a menos que Pitt haya sufrido un accidente grave y se vea incapacitado para llevar a cabo la detonación.
        - Entonces todo ha acabado -dijo el presidente con un tono de voz desesperado.
        Cuando Jordan respondió, su voz tenía el timbre hueco de la derrota.
        - No sabremos la historia completa hasta que el almirante establezca contacto de nuevo.
        - ¿Cuáles son las últimas noticias sobre la búsqueda de los coches?
        - Los equipos del FBI han descubierto y neutralizado otros tres, todos ellos en ciudades importantes.
        - ¿Y los conductores humanos?
        - Todos eran seguidores fanáticos de Suma y de los Dragones de Oro, dispuestos a sacrificar sus vidas. Pero no han opuesto resistencia ni intentado detonar las bombas cuando los agentes del FBI los han arrestado.
        - ¿Por qué han sido tan dóciles y complacientes?
        - Sus órdenes eran hacer explotar las bombas de sus respectivos vehículos únicamente cuando recibieran una señal en clave desde el Centro del Dragón.
        - ¿Cuántas bombas hay todavía ocultas en nuestras ciudades?
        Hubo una tensa pausa, y luego Jordan respondió con lentitud:
        - Por lo menos diez.
        - ¡Por Dios! -La conmoción que el número revelado por Jordan produjo al presidente fue seguida por un miedo y una incredulidad intolerables.
        - No he perdido mi fe en Pitt -dijo Jordan en voz baja-. No tenemos constancia de que haya fracasado en el intento de activar los sistemas de detonación de la bomba.
        Un pequeño atisbo de esperanza asomó de nuevo a los ojos del presidente.
        - ¿Cuándo lo sabremos con certeza?
        - Si Pitt ha podido ajustarse con toda precisión al horario preestablecido, la detonación deberá producirse más o menos dentro de doce minutos.
        El presidente contempló con expresión vacía la superficie de la mesa de su despacho. Cuando finalmente habló, lo hizo en un susurro tan apagado que Jordan apenas consiguió percibir sus palabras.
        - Mantén los dedos cruzados, Ray, y desea con fuerza que todo salga bien. Es todo lo que nos queda por hacer.


    72

        Cuando el compuesto ácido reaccionó al contacto con el agua salada, fue corroyendo poco a poco la placa; una vez traspasada ésta, atacó el conmutador de presión barométrica. La acción del ácido sobre el cobre creó una carga eléctrica que unió los contactos y cerró el circuito de detonación.
        Después de una espera de casi cinco décadas, los detonadores colocados en treinta y dos puntos diferentes alrededor del núcleo de la bomba se encendieron y llevaron a cabo la ignición del increíblemente complicado fenómeno de la detonación, que ocurre cuando los neutrones penetran en el plutonio que los rodea y activan la reacción en cadena. Ésta produjo una fisión que estalló generando millones y millones de grados y de kilogramos de presión.
        Bajo las aguas se formó una gaseosa bola ígnea que ascendió hasta quebrar la superficie del mar y generar una inmensa ola, dispersada en el aire nocturno por la onda de choque.
        Como el agua es incompresible, constituye un medio casi perfecto de transmisión de las ondas de choque. Viajando a casi dos kilómetros por segundo, el frente de choque alcanzó al Big Ben y lo rebasó cuando el vehículo se abría paso a través de la ladera de la zanja a tan sólo ocho kilómetros de distancia, cuatro menos de los calculados, debido al ritmo agonizantemente lento del vehículo al marchar sobre el barro resbaladizo. La presión de la onda de choque lo golpeó como un martillo contra un yunque de acero, pero éste encajó el golpe con la inflexible dureza con la que un delantero del equipo de fútbol americano de Los Ángeles Rams soporta el placaje de un defensa contrario.
        Aun entonces, mientras la onda de choque y el enorme torbellino de barro alzado del fondo se precipitaban sobre él e impedían toda visión, Pitt sólo sintió júbilo. La explosión acabó con su temor al fracaso. A ciegas, fiándose únicamente de las sondas del sonar, prosiguió a través de aquella tormenta de sedimentos su viaje irreal hacia lo desconocido. Seguía un largo rellano situado a media altura de la pendiente de la zanja, pero su avance era apenas algo más rápido que si hubiera seguido por el fondo de la depresión.
        La adherencia de las cadenas tractoras al barro del suelo sólo mejoraba en algunos trechos. Cualquier intento de conducir el gran monstruo mecánico en línea recta se hacía imposible. Resbalaba por la pendiente como un camión por una carretera helada.
        Pitt se daba plena cuenta de que su vida pendía de un finísimo hilo y de que estaba empeñado en una carrera sin esperanzas por escapar del radio de acción del corrimiento de tierras que iba a producirse.
        En la superficie, invisible en la oscuridad, el surtidor de espuma se alzó hasta doscientos metros y luego volvió a caer. Pero en las profundidades de la zona de falla, debajo del fondo de la zanja, las ondas de choque originaron un deslizamiento vertical de la corteza terrestre. Un nuevo choque siguió el primero cuando la fractura de la corteza se levantó, descendió y se ensanchó, dando origen a un terremoto de gran magnitud.
        Las numerosas capas de sedimentos depositadas a lo largo de millones de años fueron sacudidas en distintas direcciones, empujando hacia el fondo la pesada roca volcánica de la isla de Soseki, como si hubiera estado asentada sobre arenas movedizas. Los sedimentos blandos subyacentes actuaron de amortiguadores, de modo que la gran masa rocosa de la isla pareció inmune a las ondas de choque iniciales, durante los primeros minutos del terremoto.
        Pero luego empezó a hundirse en el mar y el agua ascendió por sus acantilados rocosos.
        La isla continuó hundiéndose hasta que las capas de barro situadas debajo se comprimieron y el descenso de la masa flotante de roca se hizo cada vez más lento, asentándose gradualmente en un nuevo nivel. Las olas ya no se estrellaban contra la base de los acantilados, sino que irrumpían por las grietas de sus bordes superiores y sumergían los árboles situados más allá.
        Unos segundos después de la explosión y de las sacudidas sísmicas que la siguieron, una enorme sección de la pared oriental de la zanja se resquebrajó y arqueó peligrosamente. Luego, con un enorme estruendo, cientos de millones de toneladas de barro se precipitaron sobre el fondo de la zanja. El corrimiento generó una onda de presión de una increíble energía, que ascendió hacia la superficie formando un muro submarino de agua en forma de montaña.
        Había nacido el indestructible tsunami.
        Cuando sólo había superado en un metro el nivel de la superficie del mar, aceleró rápidamente hasta alcanzar una velocidad de quinientos kilómetros por hora, en dirección este-oeste. Irresistible, aterrador por su poder destructivo, no existe ninguna fuerza en la tierra que pueda superarlo.
        Y a tan sólo veinte kilómetros de distancia, la isla semihundida se encontraba directamente en su camino.
        El escenario del desastre estaba dispuesto.
        La destrucción del Centro del Dragón era inminente.

        Tsuboi, Yoshishu y sus hombres estaban todavía en la sala de control de defensa, siguiendo la trayectoria del baqueteado C-5 Galaxy hacia el sur.
        - Dos impactos de misil y sigue volando -comentó Yoshishu, asombrado.
        Aún puede estrellarse…
        Tsuboi se interrumpió de repente al sentir, más que oír, el trueno lejano producido por la explosión de Mother's Breath.
        - ¿Habéis oído eso? preguntó.
        - Sí, muy débil, como el estallido de un trueno en la lejanía -dijo Koyama sin apartar los ojos de la pantalla del radar-. Probablemente se trate de una tormenta eléctrica y estamos oyendo los ecos a través de los ventiladores.
        - ¿También tú lo sientes?
        - Siento una ligera vibración respondió Yoshishu.
        Kurojima se encogió de hombros, indiferente. Los japoneses están acostumbrados a los terremotos. Cada año se registran en las islas principales más de mil movimientos sísmicos; nunca pasa una semana sin que los ciudadanos de Japón tengan noticia de un nuevo temblor de tierra.
        Un terremoto. Estamos situados en las cercanías de una falla sísmica. Ocurre continuamente. No hay por qué preocuparse. La isla tiene una estructura de roca sólida y el Centro del Dragón se construyó de forma que pudiera resistir los terremotos.
        Los objetos de la habitación trepidaron ligeramente cuando la ya menguante energía debida a la explosión de la bomba pasó a través del centro. Luego la onda de choque procedente del corrimiento de la falla suboceánica golpeó la isla como si se tratara de un gigantesco ariete. Todo el Centro del Dragón tembló y se vio sacudido en todas direcciones. Los rostros de aquellos hombres mostraron primero sorpresa; enseguida la sorpresa dio paso a la ansiedad, y la ansiedad al miedo.
        - Es muy fuerte -dijo Tsuboi, nervioso.
        - Nunca hemos sufrido uno de tanta intensidad -susurró Kurojima desconcertado, apoyando la espalda y los brazos extendidos en la pared, en busca de estabilidad.
        Yoshishu seguía de pie, bastante tranquilo, aunque furioso por lo que estaba sucediendo.
        - Sáquenme de aquí ordenó.
        - Estamos más seguros aquí que en el túnel -gritó Koyama en respuesta, por encima del creciente tumulto.
        Quienes no habían tenido la preocupación de buscar un asidero sólido se vieron arrojados al suelo cuando el choque de las olas socavaron los sedimentos profundos asentados bajo la roca volcánica. El centro de control sufrió una sacudida todavía más violenta en el momento en que la isla inició su descenso hacia el fondo. Los instrumentos y el equipo que no estaban sujetos al suelo empezaron a caer con fuerte estrépito.
        Tsuboi, aturdido, se arrastró con esfuerzo hasta un rincón y le dijo a Kurojima:
        - Parece que estemos cayendo.
        - ¡La isla se hunde! -gritó Kurojima, aterrado.
        Lo que los horrorizados hombres del Centro del Dragón no sabían, ni tenían medios de saber, era que la titánica masa del tsunami se precipitaría sobre ellos tan sólo dos minutos después del paso de las ondas de choque.
        Con Pitt a los mandos manuales, el Big Ben seguía su lento y tortuoso camino a través del barro, deslizándose cada vez más cerca del fondo de la zanja. Las cadenas tractoras perdían continuamente adherencia y hacían que se deslizara lateralmente hacia abajo, hasta que los bordes de ataque excavaban el barro amontonado y recuperaban la fricción.

        Pitt se sentía como un ciego conduciendo el tractor en un mundo ciego, en el que su única guía eran algunas esferas e indicadores, y una pantalla en la que aparecían letras pequeñas de distintos colores. Analizó la situación exterior, tal como la revelaba el explorador sonar-láser, y llegó a la conclusión de que, en la medida en que seguía sumergido en el barro, su única posibilidad de salvación sería que se produjera un milagro. Según los cálculos de los geofísicos, no se había alejado lo suficiente como para escapar a los efectos previstos del deslizamiento de tierras.
        Todo dependía de que encontrara suelo firme o una estructura de roca lo bastante estable como para resistir el golpe de la avalancha. E incluso en ese caso, el mayor obstáculo seguiría siendo la propia zanja. Para llegar sano y salvo a la costa japonesa debería bajar con el enorme vehículo hasta el fondo y subir por la ladera opuesta.
        No vio, y su aparato explorador no podía decírselo, que no había terreno firme ni pendientes suaves por las que pudiera ascender hasta terreno llano. Por el contrario, la gran fractura del fondo marino se hacía más profunda y giraba hacia el sudeste, sin ofrecer ninguna vía de salida a lo largo de más de ochocientos kilómetros. Y sólo ahora, demasiado tarde, el explorador reveló el poderoso deslizamiento sísmico de tierras que se precipitaba a lo largo de la ladera oriental de la zanja, de la misma manera en que se extienden los granos que fluyen en la esfera inferior de un reloj de arena, cayendo sobre él a una increíble velocidad.
        El Big Ben seguía luchando por avanzar sobre aquel suelo resbaladizo y blando cuando la avalancha lo alcanzó.
        Pitt sintió que la tierra desaparecía bajo las cadenas del vehículo y supo que no podría seguir adelante. El rugido de la avalancha parecía el trueno de una catarata al precipitarse sobre un tejado. Vio el dedo de la Muerte, que se acercaba hasta tocarlo. Tuvo tan sólo tiempo para poner su cuerpo en tensión antes de que un enorme muro de barro cubriera el vehículo y lo enviara dando vueltas de campana hacia el vacío negro de las profundidades, donde quedó enterrado bajo el sudario mortuorio del lodo informe.

        El mar pareció enloquecer cuando la poderosa masa del tsunami se alzó en la oscuridad de la noche, con un furioso frenesí destructor. Surgió de la oscuridad, creciendo todavía más al entrar en contacto con los bajíos de la isla, mostrando toda la magnitud de su poder, inconcebible para la mente humana.
        Al disminuir el frente su velocidad debido a la fricción con el suelo, las olas fueron elevándose rápidamente hasta adquirir la altura de un edificio de ocho pisos. Más negro que la misma noche, con la cresta iluminada por una luz fosforescente que crepitaba como un insólito espectáculo de fuegos artificiales, y cruzando el mar con un rugido semejante al estampido de un avión supersónico, aquella gigantesca pesadilla se alzó como una montaña y se desplomó sobre los ya semihundidos acantilados de la indefensa isla.
        Aquel muro imparable de muerte y devastación arrancó y arrasó árboles, plantas y edificios de la residencia como si fueran briznas de hierba en un tornado. Ninguna creación del hombre ni de la naturaleza resistió aquella fuerza catastrófica. En un abrir y cerrar de ojos, trillones de litros de agua lo arrasaron todo a su paso. La isla fue aplastada como por un puño gigantesco.
        La mayor parte del astronómico poder del tsunami quedó absorbida en el asalto a la masa de tierra. Se creó una corriente contraria, como una especie de resaca, que envió la masa principal de la ola de nuevo hacia la inmensidad del océano. La energía restante del impulso generado hacia el oeste llegó hasta las costas de la isla principal de Japón, Honshu, pero la altura de la ola había descendido a menos de un metro, y aunque causó daños materiales en algunos puertos de pesca, no hubo ninguna víctima humana.
        En su avance, el tsunami nacido del Mother's Breath dejó la isla de Soseki y su Centro del Dragón sumergidos bajo un mar turbulento, del que no volverían a emerger nunca más.
        En las profundidades de la isla prosiguieron las consecuencias de las sucesivas ondas de choque. El rugido era parecido al tronar de la artillería pesada. Al mismo tiempo, incontables toneladas de agua negra irrumpieron por los conductos de los ventiladores y el túnel del ascensor, con la presión del enorme peso, que gravitaba sobre ellas.
        Grandes chorros de agua brotaron a través de las grietas abiertas en el techo de cemento y de las fracturas ocasionadas en la roca volcánica por la presión de las fuerzas desatadas durante el hundimiento de la isla.
        Todo el Centro del Dragón se llenó de súbito del rugido del agua que irrumpía desde arriba. Y detrás de ese rugido llegó el trueno, más potente y profundo, del agua que invadía las salas y los pasillos de las plantas superiores hasta hacerlos reventar. Empujada por una fantástica presión, la riada penetró hasta el corazón del complejo, precedida por una poderosa ráfaga de aire.
        Todo era confusión y pánico. De una forma tan repentina como paralizadora, los centenares de trabajadores se dieron perfecta cuenta de que se enfrentaban a una muerte cierta. Nada podía salvarlos, no había ningún lugar a salvo de la inundación. El túnel quedó partido en dos cuando la isla se sumergió, de modo que el mar se precipitó por el hueco abierto e inundó la ciudad de Edo en el otro extremo La presión del aire hacía zumbar los oídos de Tsuboi Desde el exterior de la sala de control llegaba un inmenso trueno, que reconoció como un muro de agua que avanzaba inconteniblemente hacia la sala de control de defensa Apenas pudo ya pensar en ninguna otra cosa. En el mismo instante, un súbito torrente de agua irrumpió en la sala No hubo tiempo de correr, ni siquiera de gritar. En esos instantes finales vio cómo su mentor, el viejo y malvado Yoshishu, era despedido de la columna a la que se agarraba, igual que una mosca por el chorro de una manguera.
        Con un débil grito desapareció en el torbellino de agua.
        La ira dominó a todas las restantes emociones de Tsuboi. No sentía miedo al dolor ni a la muerte sino tan sólo una rabia dirigida contra los elementos que le negaban el liderazgo del nuevo imperio. Una vez desaparecidos Suma y Yoshishu, todo le hubiera pertenecido a él. Pero aquello fue únicamente la fugaz alucinación de un condenado a muerte.
        Tsuboi se sintió a su vez absorbido y empujado por la corriente de agua que irrumpía desde el pasillo. Sus oídos reventaron debido a la presión. Sus pulmones se comprimieron hasta estallar. Luego la ola lo empujó contra una pared y su cuerpo quedó destrozado.
        Tan sólo habían transcurrido ocho minutos desde la explosión del Mother's Breath. La destrucción del Centro del Dragón había sido aterradoramente completa. El Proyecto Kaiten había dejado de existir, y la isla que los antiguos llamaban Ajima era ahora únicamente un montículo hundido bajo el mar.


    73

        El presidente y sus asesores del Consejo Nacional de Seguridad, habiendo recobrado en parte la serenidad, acogieron la noticia de la destrucción total del Centro del Dragón con cansadas sonrisas y algún tímido aplauso. Todos se sentían demasiado agotados como para entregarse a cualquier exhibición de alegría desaforada. A Martin Brogan, el jefe de la CIA, le recordó la noche que pasó en vela esperando en el hospital que su mujer diera a luz a su primer hijo.
        El presidente bajó a la sala de situación para felicitar personalmente a Ray Jordan y Don Kern. Estaba exultante e irradiaba una luz de gratitud que brillaba como las balizas de un aeropuerto.
        - Su gente ha hecho un trabajo endemoniadamente bueno -dijo el presidente mientras sacudía la mano de Jordan-. La nación le debe mucho.
        - El equipo EIMA es el que merece todos los honores -dijo Kern-. Lo cierto es que han conseguido realizar lo imposible.
        - Pero no sin sacrificios -murmuró Jordan con voz profundamente triste-. Jim Hanamura, Marv Showalter y Dirk Pitt; ha sido una operación costosa.
        - ¿No se sabe nada de Pitt? -preguntó el presidente.
        Kern negó con la cabeza.
        - Parece haber pocas dudas de que él y su vehículo han sido arrastrados y enterrados por el corrimiento sísmico de tierras.
        - ¿El Pyramider no ha descubierto ninguna huella de su presencia?
        - Durante el primer paso del satélite después de la explosión y el terremoto, había una turbulencia tan grande que las cámaras no pudieron detectar ninguna imagen del vehículo.
        - Tal vez puedan localizarle en el siguiente paso -dijo el presidente, con un optimismo voluntarista-. Si existe la más ligera esperanza de que siga con vida, quiero que se monte una operación a gran escala para salvarle. Debemos a Pitt nuestras vidas y no estoy dispuesto a olvidarlo.
        - Cuidaremos de ello -prometió Jordan, pero su mente empezaba a ocuparse ya de proyectos distintos.
        - ¿Qué se sabe del almirante Sandecker?
        - Su avión de vigilancia fue alcanzado por misiles lanzados desde el Centro del Dragón. El piloto consiguió realizar un aterrizaje forzoso sobre la quilla en el aeródromo de Naha, en Okinawa. Según los primeros informes, el avión quedó seriamente dañado y no pudo restablecer la comunicación.
        - ¿Alguna baja?
        - Ninguna -respondió Kern-. Ha sido un milagro que sobrevivieran sin más daños que algunos cortes y rasguños.
        El presidente asintió, pensativo.
        - Al menos sabemos por qué perdimos el contacto.
        El secretario de Estado, Douglas Oates, se adelantó:
        - Aún hay más buenas noticias, señor presidente - dijo con una sonrisa-. Los equipos de investigación soviéticos y europeos han descubierto casi todas las bombas ocultas en sus territorios.
        - Hemos de agradecerlo al equipo EIMA, que consiguió apoderarse del mapa con las localizaciones -explicó Kern.
        - Por desgracia, eso no ha ayudado demasiado en nuestro propio país -dijo Jordan.
        Kern asintió.
        - Nuestra nación representaba la principal amenaza para el Proyecto Kaiten; no tanto la Comunidad europea ni los países del Este. Cuando Tsuboi y Yoshishu supieron con certeza que Suma estaba en nuestras manos, ordenaron cambiar de lugar los coches ocultos en territorio americano y eso nos desconcertó.
        El presidente se dirigió a Jordan.
        - ¿Se ha encontrado alguno más?
        - Seis -contestó el director de la Central de Inteligencia, con una ligera sonrisa-. Ahora que tenemos un respiro, podremos dedicarnos a buscar el resto sin afrontar más riesgos para la seguridad nacional.
        - ¿Tsuboi y Yoshishu?
        - Creemos que perecieron ahogados.
        El presidente no sólo aparecía complacido, lo estaba en realidad. Dio media vuelta con la intención de dirigirse a todos los presentes.
        - Caballeros -anunció-, en nombre del agradecido pueblo americano, que nunca sabrá por cuan poco han conseguido ustedes salvarlo del desastre, les doy las gracias.
        La crisis había pasado, pero inmediatamente surgió otra. Aquella misma tarde se produjo un tiroteo en la frontera entre Irán y Turquía, y además llegaron informes acerca de un incidente en el que un Mig25 de las Fuerzas Aéreas cubanas había derribado un avión comercial de pasajeros estadounidenses, lleno de turistas que regresaban de Jamaica.
        La búsqueda de un hombre se olvidó en el revuelo producido. La tecnología del satélite Pyramider se desvió hacia acontecimientos mundiales de mayor trascendencia.
        Pasaron casi cuatro semanas antes de que los sistemas del satélite volvieran a explorar el fondo de los mares que rodean Japón.
        Pero no se encontró la menor huella del Big Ben.


    QUINTA PARTE: NECROLÓGICAS

    74

        19 de noviembre de 1993
        The Washington Post.

        «En el día de hoy, Dirk Pitt, director de Proyectos Especiales de la Agencia Marina y Submarina Nacional, ha sido dado por desaparecido y presumiblemente por muerto a consecuencia de un accidente ocurrido en aguas japonesas.
        «Aclamado por sus hazañas en tierra y bajo el mar, que incluyen el descubrimiento de los restos del navío bizantino precolombino Serapis en aguas de Groenlandia; del increíble escondite de la biblioteca de Alejandría; y del tesoro de La Dorada, entre otros, Pitt también dirigió la recuperación del Titanic.
        «Hijo del senador George Pitt, de California, y de su esposa Susan, Pitt nació y se educó en Newport Beach, California. Estudió en la Academia de las Fuerzas Aéreas, donde jugó de zaguero en el equipo de fútbol de Falcon, y se graduó con el número doce de su promoción. Como piloto, Pitt permaneció diez años en el servicio activo y fue ascendiendo al rango de comandante. Tras lo cual quedó definitivamente adscrito a la AMSN, a requerimiento del almirante James Sandecker.
        «El almirante comentó ayer que Dirk Pitt era un hombre extraordinariamente audaz y lleno de recursos. En el curso de su carrera salvó numerosas vidas, entre ellas las del propio Sandecker y la del presidente, durante un incidente ocurrido en el golfo de México. Pitt destacó siempre por su ingenio y creatividad. Ningún proyecto era tan difícil como para que dejara de llevarlo a cabo.
        «No era un hombre al que se pueda olvidar con facilidad».

        Sandecker estaba sentado en el estribo del Stutz, en el hangar de Pitt, y miraba con tristeza la nota necrológica del periódico.
        - Hizo tantas cosas, que parece injusto condensar su vida en tan pocas palabras.
        Giordino, con rostro inexpresivo, paseaba alrededor del reactor de caza Messerschmitt ME-262-la de la Luftwaffe. Fiel a su palabra, Gert Halder había mirado hacia otro lado mientras Pitt y Giordino se llevaban el aparato del refugio. Lo izaron, oculto bajo una lona, a un camión remolque, y se las ingeniaron para trasladarlo a bordo de un carguero danés con destino a EE. UU. El buque había llegado a Baltimore hacía tan sólo dos días y Giordino se había cuidado del transporte hasta el hangar de Pitt en Washington. Ahora reposaba sobre su tren de aterrizaje, entre el resto de las obras maestras clásicas de la mecánica que formaban la colección de Pitt.
        - Pitt debía haber estado aquí para verlo -dijo Giordino, apesadumbrado. Pasó la mano por el morro del fuselaje moteado de verde, con la panza de color gris claro, y contempló las bocachas de los cuatro cañones de treinta milímetros que asomaban por la cubierta de la proa-. Le hubiera gustado tocarlo con sus manos.
        Era un momento que ninguno de ellos había previsto ni había podido imaginar jamás. Sandecker se sentía como si hubiera perdido un hijo, y Giordino un hermano.
        Giordino se detuvo a mirar el apartamento, que dominaba desde su posición superior los automóviles y aviones clásicos.
        - Yo debía haber estado con él.
        - En ese caso también habrías desaparecido y probablemente muerto -dijo Sandecker, mirando también hacia arriba.
        - Siempre lamentaré no haber ido con él -contestó Giordino, distraído.
        - Dirk murió en el mar. Así querríamos morir nosotros también.
        - Podría estar aquí ahora si uno de los manipuladores del Big Ben hubiera contado con una pala excavadora, en lugar de herramientas de corte -insistió Giordino.
        Sandecker sacudió la cabeza con cansancio.
        - Tu imaginación desbocada no nos lo devolverá.
        Los ojos de Giordino se alzaron hacia el apartamento de Pitt.
        - No puedo quitarme la idea de que bastaría llamarle en voz alta para que bajara tranquilamente por esas escaleras.
        - La misma sensación he tenido en más de una ocasión -confesó Sandecker.
        De repente la puerta del aparato se abrió; momentáneamente los dos se pusieron rígidos, pero se relajaron cuando apareció Toshie cargada con tazas y una tetera sobre una bandeja. Con una increíble gracia y ligereza, descendió delicadamente los escalones circulares de hierro y se deslizó hacia Sandecker y Giordino.
        Sandecker enarcó las cejas, asombrado.
        - Para mí es un misterio que consiguieras convencer a Jordan de que te encargara de su custodia.
        - No hay ningún misterio -sonrió Giordino -. Fue un trato. Me la dio como regalo, a cambio de conservar la boca cerrada con respecto al Proyecto Kaiten.
        - Has tenido suerte de que no te encajara los pies en una pieza de cemento y te tirara al Potomac.
        - Sólo estaba bromeando.
        - Ray Jordan no es tonto -dijo Sandecker con sequedad-. Lo sabía perfectamente.
        - De acuerdo, entonces ella es un obsequio a cambio de los servicios prestados.
        Toshie colocó la bandeja sobre el estribo del Stutz, al lado del almirante.
        - ¿Té, caballeros?
        - Sí, gracias -contestó Sandecker poniéndose de repente en pie.
        Toshie se puso de rodillas con ligereza y llevó a cabo una breve ceremonia del té, pasando las tazas humeantes a los dos hombres. Luego se levantó y contempló admirada el Messerschmitt.
        - Qué hermoso aeroplano -murmuró, pasando por alto el polvo que lo cubría, los neumáticos deshinchados y la pintura resquebrajada.
        - Me propongo restaurarlo hasta devolverlo a su estado original -declaró Giordino en voz baja, al tiempo que se representaba mentalmente aquel aparato astroso tal como debió de ser al salir de la fábrica-. Como un favor a Dirk.
        - Hablas como si fuera a resucitar -dijo Sandecker, tenso.
        - No ha muerto -murmuró Giordino con sencillez.
        A pesar de su rudeza, las lágrimas asomaban a sus ojos.
        - ¿Podré ayudar? -preguntó Toshie.
        Giordino se secó los ojos y la miró con curiosidad.
        - ¿Entiendes de mecánica?
        - Ayudé a mi padre a construir y mantener en servicio su bote de pesca. Él se sentía muy orgulloso de mí cuando reparaba el motor.
        El rostro de Giordino se iluminó.
        - Una pareja hecha en el cielo. -Hizo una pausa y miró el vestido desastroso que le habían dado al liberarla Je manos de Jordan.
        - Antes de que tú y yo empecemos a hacer pedazos ese juguete, voy a llevarte a visitar las mejores tiendas de Washington y a comprarte un vestuario nuevo.
        Los ojos de Toshie se agrandaron.
        - ¿Tienes mucho, mucho dinero, como el señor Suma?
        - No -gruñó Giordino, enfurruñado-, sólo un montón de tarjetas de crédito.

        Loren sonrió y saludó con la mano por encima de la multitud que almorzaba en el elegante restaurante Twenty-One Federal de Washington, cuando el maitre condujo a Stacy, a través del comedor decorado con maderas claras y mármoles, hasta su mesa. Stacy se había sujetado el pelo en una larga cola e iba vestida con informalidad: un jersey de cachemir color avena con cuello de cisne bajo un-chal de lana gris, y pantalones a juego.
        Loren llevaba un chaquetón cruzado de lana a cuadros sobre una blusa caqui y una falda tableada de lana color gris marengo. A diferencia de muchas mujeres, que hubieran permanecido sentadas, se levantó y tendió la mano a Stacy.
        - Me alegra mucho que hayas podido venir.
        Stacy le dirigió una cálida sonrisa y estrechó la mano de Loren.
        - Siempre me había apetecido comer aquí. Te agradezco la oportunidad.
        - ¿Quieres imitarme y tomar una bebida antes del almuerzo?
        - Fuera corre un viento frío horrible. Me gustaría un Manhattan seco para entrar en calor.
        - Me temo que yo no pude esperar. Ya me he tomado un martini.
        - Entonces será mejor que tomes el segundo para combatir el frío que pasaremos al salir de aquí -rió Stacy de buena gana.
        El camarero anotó el pedido y desapareció camino del bar. Loren volvió a colocar la servilleta sobre su regazo -No tuve oportunidad de darte las gracias en la isla Wake; fue todo tan precipitado.
        - Dirk es el único a quien debemos estar agradecidos Loren se giró. Había llorado tanto al enterarse de la muerte de Pitt, que creía que sus ojos estaban secos, pero de nuevo sintió agolparse el llanto en ellos.
        La sonrisa de Stacy se desvaneció, y miró comprensivamente a Loren.
        - Siento mucho lo de Dirk. Ya se que vosotros dos erais muy amigos.
        - Tuvimos nuestros altibajos a lo largo de los años pero nunca nos separamos.
        - ¿Alguna vez pensasteis en el matrimonio? -preguntó Stacy.
        Loren negó con una breve sacudida de la cabeza.
        - Nunca tocamos el tema. Dirk nunca se hubiera sentido a gusto estando casado. Su esposa era el mar, y yo tenía mi trabajo en el Congreso.
        - Tuviste suerte. Tenía una sonrisa devastadora, y aquellos ojos verdes, ¡Dios mío!, hacían derretirse a cualquier mujer.
        Súbitamente, Loren se puso nerviosa.
        - Tendrás que perdonarme. No sé lo que me ocurre, pero el caso es que necesito saber…
        Dudó por un momento, como si temiera continuar, y se puso a juguetear con una cuchara. Stacy la miró a los ojos con expresión de franqueza.
        - La respuesta es no -mintió-. Fui a su casa una noche, pero por orden de Ray Jordan, para darle instrucciones. No pasó nada; me marché a los veinte minutos. Desde ese momento hasta que nos separamos en la isla Wake, todo fue estrictamente cuestión de trabajo.
        - Sé que debo parecer una tonta. Dirk y yo fuimos a menudo cada cual por su camino, él con otras mujeres y yo con otros hombres; pero quería estar segura de haber sido la única tan cerca del fin.
        Estabas más enamorada de él de lo que nunca pensaste, ¿no es así?
        Loren hizo un pequeño gesto de asentimiento.
        - Sí, me he dado cuenta demasiado tarde.
        - Habrá otros -dijo Stacy, en un intento de mostrarse alegre-. Pero ninguno ocupara su lugar.
        El camarero volvió con las bebidas. Stacy levantó su Por Dirk Pitt, un hombre condenadamente bueno.
        Las copas se tocaron.
        - Un hombre condenadamente bueno -repitió Loren, mientras las lágrimas volvían a rodar por sus mejillas.
        - Sí…, eso era.


    75

        Jordan estaba sentado a la mesa en el comedor de una casa franca situada en algún lugar de la campiña de Maryland, almorzando con Hideki Suma.
        - ¿Hay algo que pueda hacer para que su estancia sea más confortable? -preguntó Jordan.
        Suma hizo una pausa para saborear el delicado aroma de una sopa de fideos con pato y escalonias, aderezado con rábano y caviar dorado. Habló sin levantar la vista.
        - Puede hacerme un favor.
        - ¿Sí?
        Suma señaló al agente de seguridad que montaba guardia junto a la puerta y al otro que servía la mesa.
        - Sus amigos no me permiten saludar al chef. Es muy bueno. Deseo felicitarle.
        - Ella hizo su aprendizaje en uno de los mejores restaurantes japoneses de Nueva York. Se llama Natalie y ahora trabaja para el gobierno con un contrato especial.
        Y no, lo siento pero no podemos presentársela.
        Jordan observó el rostro de Suma. No reflejaba hostilidad ni frustración por el aislamiento y la reclusión bajo una fuerte custodia…, nada excepto una suprema complacencia. Apenas mostraba señales de haber sido drogado y obligado a soportar largas horas de interrogatorio durante cuatro semanas. Los ojos conservaban la dureza del ónice bajo la mata de cabello grisáceo. Pero así era como debía ser. Los expertos en interrogatorios del equipo de Jordan lo habían sometido a sugestión poshipnótica; Suma no recordaba nada ni era consciente de que había suministrado un arsenal de datos técnicos a un equipo de ingenieros y científicos ávidos de información. Su mente estaba siendo sondeada y sometida a un riguroso escrutinio, de forma tan exhaustiva como lo harían ladrones profesionales que después de registrar una casa, dejaran en ella todo el botín encontrado.
        Debía ser, meditó Jordan, una de las escasas ocasiones en que la Inteligencia americana obtenía realmente secretos industriales extranjeros que podían resultar provechosos.
        - Es una pena -dijo Suma con un encogimiento de hombros -. Me gustaría contratarla cuando me marche de aquí.
        - Eso no va a ser posible -contestó Jordan con franqueza.
        Suma acabó la sopa y puso el bol a un lado.
        - No puede continuar reteniéndome como a un delincuente común. No soy ningún campesino arrestado por borrachera y escándalo. Creo que obrará usted sensatamente si me pone en libertad.
        Ninguna palabra dura, tan sólo una velada amenaza por parte de un hombre que no había sido informado de que su increíble poder se había desvanecido después de anunciarse su muerte por todo Japón. Se habían celebrado ceremonias y su espíritu ya había sido depositado en Yasukuni.
        Suma no tenía la menor idea de que, en lo que respectaba al mundo exterior, él ya había dejado de existir. Tampoco sabía nada de las muertes de Tsuboi y Yoshishu, ni de la destrucción del Centro del Dragón. Hasta donde él sabía, los coches bomba del Proyecto Kaiten seguían todavía escondidos y a salvo.
        - Después de lo que se proponía hacer -dijo Jordan con frialdad, es usted un hombre afortunado por no tener que comparecer ante un tribunal, acusado de crímenes contra la humanidad.
        - Tengo el derecho divino de proteger a Japón.
        La voz, tranquila y autoritaria, llegaba a los oídos de Jordan como desde lo alto de un pulpito.
        La irritación que sentía hizo colorearse las mejillas de Jordan.
        - Además de ser la sociedad más insular de la Tierra, el problema que tiene Japón con el resto del mundo reside en que sus hombres de negocios no tienen ética ni sentido del juego limpio tal como se concibe en Occidente. Usted y sus compañeros, los ejecutivos de las grandes compañías, están convencidos de que pueden hacer a otras naciones lo mismo que no toleran que se haga con la suya.
        Suma tomó una taza de té y la vació de un trago.
        - La sociedad japonesa es altamente honorable. Nuestro sentido de la lealtad es muy profundo y arraigado.
        - Por supuesto, hacia ustedes mismos y a expensas de los demás, es decir, de todos los extranjeros.
        - No vemos diferencia entre una guerra económica y una guerra comercial -contestó Suma en tono satisfecho-. Vemos a la naciones industriales como meros contrincantes en un campo de batalla en el que no existen códigos de conducta ni tratados comerciales que merezcan ser respetados.
        Aquella combinación de megalomanía y de fría apreciación de la realidad le pareció de repente ridícula a Jordan.
        Vio que carecía de sentido discutir con Suma. Tal vez aquel loco tenía razón, y a largo plazo su país se dividiría en naciones diferentes, gobernada cada una por una raza distinta. Sacudió de su mente aquella incómoda idea y se levantó de la mesa.
        - Debo irme anunció con cortesía.
        - ¿Cuándo podré regresar a Edo? -preguntó Suma, mirándole con fijeza.
        Jordan le observó, pensativo, durante unos instantes.
        - Mañana.
        - Me parece muy bien -dijo Suma-. Por favor, cuide de que uno de mis aviones privados me esté esperando en el aeropuerto Dulles.
        «Vaya ínfulas se da el tipo», pensó Jordan.
        - Lo arreglaré con su embajada.
        - Buenos días, señor Jordan.
        - Buenos días, señor Suma. Confío en que sabrá perdonar cualquier inconveniencia que pueda usted haber sufrido.
        Los labios de Suma se apretaron hasta formar una línea amenazante y miró de refilón a Jordan a través de sus ojos semicerrados.
        - No, señor Jordan, no le perdono. Puede estar convencido de que pagará un precio muy alto por la cautividad a que he sido sometido.
        Luego, pareció olvidarse por completo de Jordan para servirse otra taza de té.
        Kern esperaba a Jordan al otro lado de las puertas blindadas que separaban el vestíbulo de entrada de la sala de estar.
        - ¿Ha tenido un buen almuerzo?
        - La comida era buena pero la compañía asquerosa. ¿Y usted?
        - Escuché mientras almorzaba en la cocina. Natalie me ha preparado una hamburguesa.
        - Hombre de suerte.
        - ¿Qué me cuenta de nuestro amigo?
        - Le he dicho que voy a liberarle mañana.
        - Lo he oído. ¿Se acordará de hacer las maletas?
        Jordan sonrió.
        - Mis palabras quedarán borradas durante la sesión de interrogatorio de esta noche.
        Kern hizo un lento gesto de asentimiento.
        - ¿Cuánto tiempo cree que podremos seguir así?
        - Hasta que nos diga todo lo que sabe y nos haya revelado todos los secretos, todos los recuerdos que guarda en su materia gris.
        - Eso puede durar uno o dos años.
        - ¿Y qué?
        - ¿Y cuando le hayamos exprimido hasta dejarlo seco?
        - ¿Qué quiere decir?
        - No podemos tenerle eternamente escondido de todo el mundo. Y dejarle libre para volver a Japón sería tanto como rebanarnos nosotros mismos el pescuezo.
        Jordan miró fijamente a Kern; su expresión no varió en lo más mínimo.
        Cuando Suma ya no tenga nada que darnos, Natalie pondrá un ingrediente extra en su sopa de fideos.

        - Lo siento, señor presidente pero, para decirlo en su idioma occidental, mis manos están atadas.
        El presidente miró a través de la mesa de conferencias de la sala de gabinete al hombrecillo sonriente de pelo blanco cortado a cepillo y ojos castaños desafiantes. Parecía más un comandante de un veterano batallón de infantería que el primer ministro de Japón.
        El primer ministro Junshiro, que había venido a EE.UU. en visita oficial, estaba acompañado por dos de sus ministros y cinco secretarios especiales. El presidente, sentado frente a él, tan sólo contaba con la ayuda de un intérprete.
        - Yo también lo siento, señor primer ministro, pero si cree que puede barrer sencillamente debajo de la alfombra las tragedias de las últimas semanas, será mejor que cambie cuanto antes de idea.
        - Mi gobierno no es responsable de esas supuestas acciones de Hideki Suma, Ichiro Tsuboi y Korori Yoshishu. Si en efecto, tal como usted afirma, ellos estaban detrás de las bombas nucleares que hicieron explosión en Wyoming y en alta mar, actuaron en función de sus propios intereses, y en secreto.
        La reunión no prometía ser agradable. Junshiro y su gabinete habían bloqueado cualquier investigación y reaccionado con indignación, como si los servicios de Inteligencia occidentales se hubieran inventado toda aquella historia.
        La dura mirada del presidente pasó sucesivamente por todos los hombres que se sentaban al otro lado de la mesa. Los japoneses no saben negociar sin un comité.
        - Le agradecería que fuese tan amable de pedir a sus ministros y secretarios, con la excepción del intérprete que abandonen la sala. Dada la delicada naturaleza de nuestra conversación, creo que será más beneficioso para todos que hablemos en privado.
        La faz de Junshiro se ensombreció cuando le tradujeron la petición. Era evidente que no le gustaba lo que oía.
        El presidente sonreía pero el buen humor no brillaba en sus ojos.
        - Debo pedirle que reconsidere su propuesta. Estoy seguro de que adelantaremos mucho más si mis asesores están presentes.
        - Como puede ver -contestó el presidente, con un gesto hacia la mesa de caoba-, yo no tengo asesores.
        El primer ministro se sentía confuso, tal y como esperaba el presidente. Conversó en un japonés vertiginoso con los demás hombres, que se agruparon a su alrededor voceando sus objeciones.
        El intérprete del presidente mantuvo su sempiterna semisonrisa.
        - No les gusta -murmuró -. No es su estilo de hacer negocios. Opinan que es usted muy exigente y muy poco diplomático.
        - ¿Y un bárbaro?
        - Sólo según sus costumbres, señor presidente, sólo según sus costumbres.
        Finalmente Junshiro se volvió hacia el presidente.
        - Debo protestar por este protocolo tan poco convencional, señor presidente.
        Al oír la traducción, el presidente respondió en tono helado:
        - Estoy cansado de este juego, señor primer ministro. O sus hombres se marchan, o lo haré yo.
        Después de un momento de cavilación, Junshiro hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
        - Como usted desee.
        Y luego señaló la puerta a sus acompañantes.
        Cuando se cerró la puerta, el presidente le dijo a su intérprete:
        - Traduzca con exactitud lo que iré diciendo, sin circunloquios ni eufemismos para evitar las palabras fuertes.
        - Comprendido, señor.
        El presidente dirigió una mirada dura a Junshiro.
        - Así pues, señor primer ministro, el hecho es que usted y los miembros de su gabinete conocían perfectamente «aprobaron de manera informal la construcción de un arsenal nuclear por parte de las Industrias Suma. Un proyecto financiado en parte por una organización criminal llamada los Dragones de Oro. Ese programa condujo a su vez al Proyecto Kaiten, un odioso plan de chantaje internacional, preparado en el más absoluto secreto y que ahora se trata de ocultar con mentiras y falsas protestas de inocencia. Usted lo sabía desde el primer momento y sin embargo lo refrendó con su silencio y su no intervención.
        Cuando oyó la traducción, Junshiro golpeó la mesa con el puño, presa de una iracunda indignación.
        - No es cierto nada de lo que ha dicho. No existe absolutamente ningún fundamento para esas absurdas acusaciones.
        - La información de fuentes de Inteligencia muy diversas deja escasas dudas sobre su implicación personal. Usted aplaudía secretamente mientras conocidos criminales del hampa se dedicaban a la construcción de lo que llamaban el «nuevo imperio». Un imperio basado en un chantaje económico y nuclear.
        El rostro de Junshiro palideció, pero no dijo nada. Veía los signos escritos a mano en la pared y presentía un desastre político y un inmenso desprestigio personal.
        El presidente mantuvo los ojos fijos en él.
        - Lo que menos necesitamos ahora es andarnos con hipocresías de mierda. Siempre existirá un conflicto básico entre los intereses americanos y los japoneses, pero no po demos existir los unos sin los otros.
        Junshiro comprendió que el presidente acaba de echarle un cable, y se abalanzó sobre él.
        - ¿Qué es lo que propone?
        - Para salvar a su nación y a su pueblo de la vergüenza de un escándalo, usted dimitirá. La confianza entre su gobierno y el mío se ha roto en mil pedazos. El daño es irreparable. Sólo un nuevo primer ministro y un gabinete compuesto por personas honradas y decentes, sin conexiones con el crimen organizado, podrán aportar de nuevo una cooperación mutua entre nuestros dos países. Espero que entonces podamos trabajar en estrecha colaboración para resolver nuestras diferencias culturales y económicas.
        - ¿Lo ocurrido permanecerá en secreto?
        - Le prometo que, por lo que a nosotros respecta, todos los datos que poseemos sobre el Centro del Dragón y el Proyecto Kaiten serán archivados y no se darán a conocer públicamente.
        - ¿Y si me niego a dimitir?
        El presidente se echó hacia atrás en su butaca y extendió las manos.
        - En ese caso presiento que los hombres de negocios japoneses deberán prepararse para una recesión.
        Junshiro se puso en pie.
        - ¿Debo entender, señor presidente, que está usted amenazando con cerrar el mercado estadounidense a todos los productos japoneses?
        - No habrá necesidad de hacerlo -contestó el presidente. Su rostro experimentó un cambio curioso. Los ojos azules perdieron el brillo de la agresividad y adquirieron un aspecto pensativo-. Porque si se filtra la noticia de que una bomba nuclear japonesa introducida secretamente en nuestra nación estalló en las montañas donde pacen el gamo y el antílope… -Hizo una pausa para reforzar el efecto-, dudo con toda seriedad que el consumidor americano esté dispuesto a comprar sus productos nunca más.


    76

        21 de noviembre de 1993
        Isla Marcus.

        Muy lejos de los circuitos turísticos usuales, la isla Marcus, situada a 1.125 kilómetros al sudeste de Japón, reposa en un prístino aislamiento. Es un atolón de coral, oculto en un rincón del océano y sin otras islas próximas; sus costas forman un triángulo casi perfecto, en el que cada lado mide aproximadamente kilómetro y medio de longitud.
        A excepción de una fugaz notoriedad cuando fue bombardeada por las fuerzas navales americanas en el curso de la Segunda Guerra Mundial, pocas personas habían oído hablar de la isla Marcus hasta que un empresario japonés fue a parar por casualidad a sus playas desiertas. Adivinó su potencial como punto de destino de una selecta clientela de japoneses hartos de invierno, y muy pronto construyó un complejo residencial de lujo.
        Decorado en un estilo polinesio contemporáneo, el complejo conservaba la atmósfera de una aldea aborigen e incluía un campo de golf, un casino, tres restaurantes con salas para celebraciones y pistas de baile, un teatro, una gran piscina en forma de loto y seis pistas de tenis. El conjunto de edificios dispersos, más el campo de golf y el aeródromo, ocupaba toda la superficie de la isla.
        Cuando finalizó la construcción y se hubo equipado el complejo con el personal preciso, el empresario movilizó a un ejército de escritores de guías turísticas, que disfrutaron de una estancia allí con todos los gastos pagados y regresaron a sus puntos de origen a divulgar la novedad. De inmediato, las instalaciones se llenaron de turistas de espíritu aventurero, ansiosos por conocer nuevos lugares exóticos y alejados. Pero el lugar no atrajo predominantemente a los japoneses; por el contrarío, empezaron a llover las reservas de otras áreas del Pacífico, y muy pronto las satinadas arenas de la isla, de un color blanco lechoso, se cubrieron de cuerpos australianos, neozelandeses, taiwaneses y coreanos.
        La isla también se convirtió rápidamente en escenario de idilios apasionados y en una meca para las parejas en luna de miel, que o bien participaban en las numerosas actividades deportivas, o bien se limitaban a pasear cogidas de la mano y a hacer el amor en sus bungalows discretamente ocultos entre las palmeras.
        Brian Foster, de Brisbane, salió del agua color zafiro de la cadena de arrecifes y cruzó la playa hacia el lugar donde su esposa, Shelly, tomaba el sol en una tumbona. La arena fina ardía bajo sus pies desnudos y el sol de la tarde relucía en las gotas de agua que resbalaban por su cuerpo. Mientras se secaba con una toalla, echó una ojeada a su alrededor.
        Una pareja coreana, Kim y Li Sang, que ocupaba el bungalow vecino, estaba tomando lecciones de windsurf, asesorada por uno de los amables monitores con que contaba el complejo. Más allá, Edward Cain, de Wellington, buceaba entre los arrecifes mientras su flamante esposa, Moira, se dejaba llevar por la brisa tumbada sobre un colchón hinchable.
        Foster dio un ligero beso a su mujer y le palmeó cariñosamente el estómago. Se tendió en la arena al lado de ella, se puso unas gafas de sol y observó perezosamente a las personas que estaban en el agua.
        Los Sang parecían tener dificultades para dominar la técnica y la coordinación que exige el pilotaje de la tabla.
        Pasaban la mayor parte del tiempo subiéndose a ella y tirando de la vela, después de perder una y otra vez el equilibro y caer al agua.
        Foster dedicó su atención a los Cain y admiró a Moira, que había conseguido darse la vuelta sin caer del colchón.
        Llevaba un bañador dorado de una sola pieza que ocultaba muy pocos detalles de su espléndida figura.
        De súbito, algo llamó la atención de Foster en la entrada del canal que cruzaba la barrera de arrecifes y se adentraba en el mar abierto. Algo ocurría bajo el agua. Estaba seguro de que alguna cosa o criatura estaba moviéndose bajo la superficie. No podía ver de qué se trataba, sino únicamente que avanzaba entre los arrecifes en dirección a la laguna.
        ¡Hay algo ahí fuera! gritó a su mujer, al tiempo que se ponía en pie de un salto. Corrió al agua y empezó a gritar y a señalar el canal. Sus gritos y ademanes violentos alertaron rápidamente a los demás, y pronto se formó una pequeña multitud con las personas procedentes de la cercana piscina y de los restaurantes dispersos a lo largo de la playa.
        El monitor de windsurf de los Sang oyó a Foster, y sus ojos se volvieron hacia la dirección indicada por el australiano. Vio el remolino de agua que se aproximaba y se apresuró a retirar a los Sang hacia las orilla. Luego saltó a un bote y cruzó apresuradamente la laguna en dirección a los Cain, que se dejaban llevar tranquilamente por la corriente justo hacia el lugar por el que avanzaba la desconocida aparición.
        Edward Cain nadaba inconsciente del peligro, con su mujer flotando a su lado en el colchón, contemplando el jardín esculpido por los corales a través de su máscara submarina, subyugado por la fantasía de los vivos colores y las formas ondulantes de los peces que habitaban allí.
        Oyó a lo lejos un zumbido mecánico, pero pensó que debía de tratarse de alguno de los clientes del complejo que paseaba por el agua en una motora. Luego, como si se tratara de un movimiento de precisión largo tiempo ensayado, los peces que le rodeaban aceleraron bruscamente sus movimientos y desaparecieron. Cain sintió el aliento del miedo en su piel. El primer pensamiento que cruzó por su mente fue que un tiburón había entrado en la laguna.
        Cain levantó la cabeza sobre la superficie, convencido de que vería una aleta vertical cortando el agua. Por fortuna, no había ninguna a la vista. Todo lo que pudo ver fue un bote que se deslizaba hacia el lugar en que estaban él y su esposa sobre el colchón. Oyó los gritos en la playa, se volvió y vio el grupo de huéspedes y empleados del complejo que hacían gestos frenéticos al tiempo que señalaban algo en la entrada del canal.
        Le pareció que una extraña vibración agitaba las aguas y sumergió la cabeza bajo la superficie. «¿Qué es eso, en nombre de Dios?», se preguntó. A través de aquella extensión color turquesa y apenas a cincuenta metros de distancia, vio una gran masa informe cubierta de barro verdoso y pardo que avanzaba reptando por el fondo.
        Agarró el colchón de su mujer y empezó a remolcarla a toda prisa hacia un arrecife de coral que se alzaba sobre la superficie del agua. Ella no sabía por qué lo hacía y se resistía, pensando sencillamente que él estaba de broma y quería zambullirla en el agua.
        La cosa horripilante los ignoró, cruzó la línea de arrecifes hasta la laguna y se encaminó directamente hacia la playa. Como un monstruo indescriptible salido de una película de terror ambientada en las profundidades marinas, lentamente emergió de la laguna. La atónita multitud de clientes del complejo turístico se hizo a un lado mientras la cosa inmensa, chorreando agua por los costados y haciendo temblar la arena bajo su peso, salió a tierra firme entre dos palmeras, y allí se detuvo definitivamente.
        En un silencio total, la miraban a respetuosa distancia.
        Ahora podían ver que se trataba de un gran vehículo mecánico que se movía sobre unas anchas cadenas y tenía en la parte superior una cabina de gran tamaño, en forma de cigarro puro. Dos brazos mecánicos se alzaban en el aire, como las antenas de un insecto gigante. Colonias de crustáceos se habían alojado en las hendiduras del exterior, por lo demás rebozado con una espesa costra de barro y de sedimentos endurecidos, que impedían la vista a través del morro, normalmente transparente.
        Se oyó el sonido apagado de la escotilla del techo al abrirse y caer hacia atrás.
        Poco a poco apareció una cabeza adornada por un remolino de cabello negro y una barba. El rostro era enjuto y afilado pero los ojos, rodeados por profundas ojeras, tenían un intenso brillo verde. Miraron a su alrededor, a los atónitos espectadores y finalmente se detuvieron en un joven que aferraba con las dos manos una bandeja redonda.
        Entonces los labios se abrieron en una gran sonrisa luminosa, y se oyó una voz ronca y algo rasposa:
        - ¿Estoy en lo cierto al pensar que es usted un camarero?
        - Sí…, señor.
        - Espléndido. Después de una dieta a base de café y bocadillos secos de mortadela durante el pasado mes, estoy deseando zamparme una ensalada de cangrejo y un tequila on the rocks.
        Cuatro horas más tarde, con el estómago saciado, Pitt estaba sumido en el sueño más grato y satisfactorio de toda su vida.

    FIN

    DATOS DE LA PUBLICACION

        Título original: Dragón.
        Diseño de la portada: Método.
        Primera edición: enero, 1995.
        © 1990, Clive Cussler Enterprises, Inc.
        © de la traducción, Francisco Rodríguez.
        © 1994, Plaza & Janes Editores, S. A.
        Enríe Granados, 86-88.
        08008 Barcelona.
        Printed in Spain - Impreso en España.
        ISBN: 84-01-46244-4 (col. Jet).
        ISBN: 84-01-46603-2 (vol. 244/3).
        Depósito legal: B. 41.457-1994.
        Fotocomposición: gama, s. 1.
        Impreso en Litografía Roses, S. A.
        Progrés, 54-60. Gavá (Barcelona)


    NOTAS

        [1] Mother's Breath: Suspiro de madre.
        [2] NORAD: Siglas de North American Air Defense Command, Mando de Defensa Aérea Norteamericano.
        [3] Plunkett da un giro a la broma de Pitt al fingir confundir el puente (bridge en inglés) con el juego del mismo nombre.
        [4] Craps, juego de los dados; crap, mierda, en lenguaje coloquial.
        [5] Sea Vulcan significa el volcán marino.

    Title Info
    genre:  thriller
    author:  Clive   Cussler
    title:  (Dirk Pitt 10) Dragón
    sequence: (name=Dirk Pitt; number=10)

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  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
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           ———

           ———
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            - ESTILO 1
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            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
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            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - Quitar

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      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
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      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



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    Bloques a cambiar color
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