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septiembre 19, 2010
Mientras Ed Morris regresaba a la Tierra, finalizada su dura jornada laboral, las naves domésticas rugían por todas partes. Los carriles Ganímedes-Terra estaban saturados de sombríos y agotados ejecutivos. Júpiter se encontraba en oposición a la Tierra y el viaje duraba dos largas horas. Cada tantos millones de kilómetros, el tráfico se paralizaba; los semáforos parpadeaban cuando las caravanas de vehículos procedentes de Marte y Saturno desembocaban en las principales arterias.
—Señor —murmuró Morris—. ¿El cansancio no tiene límites?
Desconectó el piloto automático y se apartó un momento del tablero de control para encender un cigarrillo. Sus manos temblaban. La cabeza le daba vueltas. Eran las seis pasadas. Sally estaría enfurecida; la cena echada a perder. Siempre lo mismo. El tráfico incesante, los bocinazos, conductores iracundos que pasaban como una bala junto a su pequeña nave, gritando y maldiciendo...
Y los anuncios. Eso era lo peor. Soportaba todo lo demás, excepto los anuncios, que jalonaban el camino desde Ganímedes a la Tierra. Y en la Tierra, las miríadas de robots. Era demasiado. Y estaban por todas partes.
Aminoró la velocidad para evitar una colisión en cadena de cincuenta naves. Los vehículos de emergencia intentaban despejar de escombros el carril. Su altavoz atronó cuando llegaron las naves de la policía. Morris elevó su cohete con pericia, pasó entre dos transportes comerciales que circulaban a escasa velocidad, se desvió hacia el carril izquierdo que nadie utilizaba y aceleró, dejando atrás el accidente. Un furioso coro de bocinas saludó su maniobra, pero hizo caso omiso.
—¡Productos Trans-Solar le saluda! —retumbó una poderosa voz en su oído. Morris gruñó y se hundió en el asiento. Se estaba acercando a Terra. El tráfico se intensificaba por momentos—. ¿Su tensión ha sobrepasado los márgenes de seguridad, por culpa de las frustraciones del día? Necesita una Unidad Id-Persona. Tan pequeña que puede llevarse detrás de la oreja, junto al lóbulo frontal...
Pasó de largo, gracias a Dios. El anuncio desapareció en la distancia, a medida que la nave progresaba. Pero le esperaba otro un poco más adelante.
—¡Conductores! ¡El tráfico interplanetario causa miles de muertes innecesarias al año. Control Hipno-Motor le proporciona seguridad. Renuncie a su cuerpo y salve la vida! —El volumen de la voz aumentó—. Los expertos industriales afirman...
Anuncios auditivos, los más fáciles de pasar por alto, pero ya se estaba formando un anuncio visual. Se encogió y cerró los ojos, pero no sirvió de nada.
—¡Hombres! —proclamó por todas partes una voz untuosa—. ¡Eviten olores internos impresentables para siempre! La sustitución del tracto intestinal mediante modernos métodos indoloros les exonerará de la causa más extendida de rechazo social.
La imagen visual tomó forma: una inmensa muchacha desnuda, el cabello rubio desordenado, los ojos azules entornados, la boca entreabierta, la cabeza echada hacia atrás, como en un éxtasis inducido por las drogas. Las facciones se agigantaron cuando los labios se acercaron a los suyos. De repente, la expresión voluptuosa de la muchacha fue sustituida por un rictus de asco, y la imagen se desvaneció.
—¿Le ocurre esto a usted? —tronó la voz—. ¿Ofende a su pareja con la aparición de procesos gástricos durante sus relaciones sexuales...?
La voz enmudeció y pasó de largo. Morris, dueño otra vez de su mente, pisó con furia el acelerador y la nave saltó hacia adelante. La presión aplicada directamente a las regiones audiovisuales de su cerebro había desaparecido. Gruñó y meneó la cabeza. A su alrededor, los ecos semidefinidos de los anuncios brillaban y parloteaban, como fantasmas de lejanas videoemisoras. Los anuncios acechaban por doquier. Manejó la nave con una pericia nacida de la desesperación animal, pero no pudo esquivarlos todos. Se sintió invadido por la desesperación. El contorno de un nuevo anuncio audiovisual ya se estaba formando.
—¡Usted, asalariado! —gritó a los ojos y oídos, narices y gargantas de mil trabajadores extenuados—. ¿Cansado del mismo trabajo? Circuitos Prodigio, S. A. ha perfeccionado un maravilloso analizador de ondas cerebrales de largo alcance. Sepa lo que dicen y piensan los demás. Aventaje a sus compañeros de trabajo. Averigüe hechos y datos sobre la vida privada de su jefe. ¡Destruya la incertidumbre!
La desesperación de Morris aumentó. Pisó el acelerador a fondo. La pequeña nave vibró y se sacudió cuando saltó del carril a la zona muerta que venía a continuación. Un chirrido penetrante cuando el guardabarros entró en contacto con la valla protectora..., y el anuncio se desvaneció a su espalda.
Disminuyó la velocidad, temblando de aflicción y cansancio. Divisó la Tierra. No tardaría en llegar a casa. Tal vez gozaría de una noche de sueño reparador. Inclinó el morro de la nave y se preparó para acoplarse al haz transportador del espaciopuerto de Chicago.
—El mejor regulador metabólico existente en el mercado —gritó el robovendedor—. Garantizamos que mantienen un perfecto equilibrio glandular, de lo contrario le devolvemos su dinero.
Morris pasó de largo y se dirigió hacia el bloque residencial que albergaba su unidad familiar. El robot le siguió unos metros; después se olvidó de él y persiguió a otro peatón de rostro malhumorado.
—Manténgase constantemente al día —le gritó una voz metálica—. Instálese una videopantalla retinal en el ojo menos cansado. No pierda contacto con el mundo; olvídese de los resúmenes desfasados de cada hora.
—Apártate de mi camino —masculló Morris.
El robot se hizo a un lado y Morris cruzó la calle junto con una multitud de hombres y mujeres encorvados.
Por todas partes había robovendedores que gesticulaban, suplicaban o chillaban. Uno salió corriendo tras él y aceleró el paso. Canturreó su lema y trató de atraer su atención, colina arriba hasta llegar a su unidad familiar. No se rindió hasta que Morris se agachó, tomó una piedra y se la tiró, sin acertar. Entró en la casa y cerró la puerta a su espalda. El robot titubeó, dio media vuelta y se precipitó tras una mujer cargada con paquetes que subía la colina. Intentó esquivarlo, sin éxito.
—¡Querido! —gritó Sally. Salió corriendo de la cocina y se secó las manos en el delantal de plástico, los ojos brillantes de entusiasmo—. ¡Pobrecito mío! ¡Pareces muy cansado!
Morris se quitó el sombrero y la chaqueta. Depositó un rápido beso en el hombro desnudo de su mujer.
—¿Qué hay para cenar?
Sally guardó el sombrero y la chaqueta en el ropero.
—Faisán salvaje de Urano: tu plato favorito.
A Morris se le hizo agua la boca y una leve oleada de energía estremeció su cuerpo agotado.
—¿No bromeas? ¿Qué celebramos hoy?
Los ojos castaños de su mujer se humedecieron de compasión.
—Querido, es tu cumpleaños. Hoy cumples treinta y siete años. ¿Lo habías olvidado?
—Sí —sonrió apenas Morris—. Ya lo creo.
Entró en la cocina. La mesa estaba dispuesta. El café humeaba en las tazas y había mantequilla, pan blanco, puré de patatas y guisantes.
—Caramba —murmuró—. Un auténtico banquete.
Sally apretó los controles del horno y el recipiente de faisán humeante quedó depositado sobre la mesa y se abrió.
—Ve a lavarte las manos y empezaremos a cenar. De prisa, antes que se enfríe.
Morris puso sus manos en la abertura de lavado y después se sentó a la mesa. Sally sirvió el tierno y aromático faisán, y los dos se pusieron a comer.
—Sally —dijo Morris, cuando su plato estuvo vacío. Se reclinó en la silla y bebió lentamente el café—. No puedo seguir así. Debo hacer algo.
—¿Te refieres al tráfico? Ojalá consiguieras un empleo en Marte, como Bob Young. Si hablaras con la Comisión de Empleo y explicaras lo muy tenso que te pones, tal vez...
—No sólo es el tráfico. Están ahí fuera. En todas partes. Me esperan. Día y noche.
—¿Quiénes, querido?
—Los robots vendedores. En cuanto estaciono la nave. Robots y anuncios audiovisuales. Se meten en la cabeza de la gente, la siguen hasta que muere.
—Lo sé. —Sally palmeó su mano—. Cuando voy de compras, me siguen en manada. Todos hablan a la vez. Es espantoso. Es imposible entender la mitad de lo que dicen.
—Debemos escapar.
—¿Escapar? ¿Qué quieres decir?
—Debemos huir de ellos. Nos van a destruir.
Morris rebuscó en su bolsillo y extrajo con todo cuidado un diminuto fragmento de tela metálica. Lo desenrolló con infinitas precauciones y después lo alisó sobre la mesa.
—Mira esto. Circuló por la oficina, entre los hombres. Me llegó y lo guardé.
—¿Qué es? —Sally frunció el entrecejo—. No creo que lo tengas todo, cariño. Falta una parte.
—Un nuevo mundo —susurró Morris—, al que aún no han llegado. Está muy lejos, fuera del Sistema Solar. En las estrellas.
—¿Próxima?
—Veinte planetas. La mitad habitables. Apenas unos miles de personas. Familias, obreros, científicos, algunos grupos de investigación industrial. Tierra gratis para quien la solicita.
—Pero eso es... —Sally hizo una mueca—. ¿No te parece un poco subdesarrollado, querido? Dicen que es como vivir en el siglo veinte: inodoros, bañeras, coches de gasolina...
—Exacto. —Morris enrolló el fragmento de metal arrugado, con expresión seria y sombría—. Un atraso de cien años. Nada que ver con esto. —Indicó la cocina y el mobiliario de la sala de estar—. Tendremos que vivir sin ello, acostumbrarnos a una vida más sencilla, como nuestros antepasados. —Intentó sonreír, pero su rostro no colaboró—. ¿No te gustaría? Ni anuncios, ni robovendedores, desplazarse a noventa kilómetros por hora en lugar de a noventa millones. Podríamos tomar pasaje en uno de los grandes transestelares. Vendería mi nave...
Se produjo un vacilante e incierto silencio.
—Ed —empezó Sally—, creo que deberíamos reflexionar. ¿Y tu trabajo? ¿Qué harías allí?
—Encontraría algo.
—Pero, ¿qué? ¿No lo has pensado? —Un agudo timbre de irritación se insinuó en su voz—. Creo que deberíamos pensar en ese punto con más serenidad antes de echarlo todo por la borda y... largarnos.
—Si no nos vamos —dijo Morris con parsimonia, intentando controlar la voz—, acabarán con nosotros. No nos queda mucho tiempo. No sé cuánto más podré mantenerles a raya.
—¡Por Dios, Ed! Eso suena muy melodramático. Si te sientes tan mal, ¿por qué no pides un permiso y te sometes a una cura de inhibición completa? Vi un videoprograma en el que salía un hombre cuyo sistema psicosomático estaba mucho peor que el tuyo. Y el hombre era mucho mayor que tú.
Se puso en pie de un salto.
—Salgamos a celebrar tu cumpleaños, ¿de acuerdo? —Sus dedos esbeltos juguetearon con la cremallera de los pantalones—. Me pondré mi nueva túnica de plástico, la que nunca me he atrevido a llevar.
Sus ojos brillaron de excitación cuando se fue corriendo hacia el dormitorio.
—¿Sabes a cuál me refiero? Cuando te acercas mucho es transparente, pero a medida que te alejas se va transparentando más y más, hasta que...
—Sé cual es —dijo Morris, cansado—. He visto el anuncio camino del trabajo. —Se levantó poco a poco y entró en la sala de estar. Se detuvo ante la puerta del dormitorio—. Sally...
—¿Sí?
Morris abrió la boca para hablar. Iba a preguntárselo otra vez, hablar de la hoja metálica que con tanto cuidado había guardado y traído a casa. Iba a hablarle de la frontera, de Próxima Centauri. De marcharse para no volver. Pero no tuvo la oportunidad.
Sonó el timbre de la puerta.
—¡Ha llamado alguien! —gritó Sally—. ¡Ve a ver quién es, corre!
El robot era una figura silenciosa e inmóvil en la oscuridad de la noche. Un viento frío se coló en la casa. Morris se estremeció y dio un paso atrás.
—¿Qué quieres? —preguntó. Un extraño temor se apoderó de él—. ¿Qué pasa?
Era el robot más grande que había visto. Alto y ancho, de pesadas agarraderas metálicas y lentes oculares alargadas. En lugar del habitual cono, su tronco consistía en un tanque cuadrado. Descansaba sobre cuatro ruedas neumáticas, en lugar de dos. Dominaba a Morris con su estatura, casi dos metros diez. Macizo y sólido.
—Buenas noches —dijo con calma.
El viento de la noche apagó su voz, que se fundió con los ruidos nocturnos, los ecos del tráfico y el golpeteo de los letreros callejeros colgantes. Algunas formas vagas se desplazaban con rapidez por la oscuridad. El mundo era negro y hostil.
—Buenas noches —respondió Morris automáticamente. Se dio cuenta que temblaba—. ¿Qué vendes?
—Me gustaría hacerle la demostración de un anaucad —dijo el robot.
La mente de Morris estaba paralizada; se negaba a reaccionar. ¿Qué era un anaucad? Lo que estaba ocurriendo era digno de un sueño, o mejor, de una pesadilla. Luchó por coordinar la mente con el cuerpo.
—¿Un qué? —graznó.
—Un anaucad. —El robot no dio más explicaciones. Le miró sin expresión como si no fuera responsabilidad suya explicar nada más—. Sólo tardaré un momento.
—Yo... —empezó Morris.
Retrocedió, alejándose del viento. Y el robot, tan inexpresivo como antes, entró en la casa.
—Gracias —dijo. Se detuvo en medio de la sala de estar—. ¿Quiere llamar a su esposa, por favor? Me gustaría hacerle también a ella la demostración.
—Ven, Sally —murmuró Morris, impotente.
Sally entró como una exhalación en la sala de estar. Sus pechos se agitaban a causa de la emoción.
—¿Qué pasa? ¡Oh! —Vio al robot y se detuvo, indecisa—. Ed, ¿has pedido algo? ¿Vas a comprar algo?
—Buenas noches —la saludó el robot—. Voy a hacerles la demostración del anaucad. Siéntense, por favor. En el sofá, si les apetece. Los dos juntos.
Sally obedeció expectante, las mejillas coloradas, los ojos brillantes de curiosidad. Ed tomó asiento a su lado, aturdido.
—Escucha —murmuró con voz pastosa—. ¿Qué demonios es un anaucad? ¿De qué cosa se trata? ¡No quiero comprar nada!
—¿Cómo se llama? —preguntó el robot.
—Morris. —Casi se atragantó—. Ed Morris.
El robot se volvió hacia Sally.
—Señora Morris —ejecutó una breve inclinación—. Es un gran placer conocerles, señor y señora Morris. Son las primeras personas de su barrio que van a ver el anaucad. Ésta es la primera demostración en su zona. —Sus fríos ojos inspeccionaron la habitación—. Supongo que usted trabaja, señor Morris. ¿Dónde?
—Trabaja en Ganímedes —respondió Sally con docilidad, como una niña en el colegio—. Para Desarrollo de Metales Terranos.
El robot digirió la información.
—Un anaucad le será de gran utilidad. —Miró a Sally—. ¿Qué hace usted?
—Soy transcriptora de cintas en Investigaciones Históricas.
—Un anaucad no le servirá de nada en lo relacionado con su profesión, pero sí en casa. —Tomó una mesa con sus poderosas agarraderas de acero—. Por ejemplo, un invitado torpe puede estropear a veces un mueble bonito. —El robot aplastó la mesa hasta reducirla a un puñado de fragmentos de madera y plástico—. Se necesita un anaucad.
Morris se puso en pie de un brinco, incapaz de hacer frente a los acontecimientos. Notaba un peso enorme sobre sus hombros. El robot apartó los fragmentos de la mesa y escogió una pesada lámpara de pie.
—Oh, querido —susurró Sally—. Es mi lámpara favorita.
—Cuando se posee un anaucad, no hay nada que temer. —El robot agarró la lámpara y la retorció grotescamente. Rasgó la pantalla, destrozó las bombillas, y después tiró los restos—. Una situación de este tipo puede darse a causa de una violenta explosión, como la de una bomba H.
—Por el amor de Dios —murmuró Morris—. Nosotros...
—Es posible que nunca tenga lugar un ataque con bombas H —continuó el robot—, pero en tal circunstancia un anaucad es indispensable.
Se arrodilló y extrajo un complicado tubo de su cintura. Apuntó al suelo con el tubo e hizo un agujero de metro y medio de diámetro. Se apartó del bostezante hueco.
—No he abierto un túnel muy profundo, pero ya pueden comprobar que un anaucad salvaría sus vidas en caso de un ataque.
La palabra «ataque» pareció desencadenar una nueva serie de reacciones en su cerebro metálico.
—A veces, ladrones o asesinos atacan a las personas por la noche —prosiguió. Giró en redondo sin previo aviso y descargó el puño contra la pared, convirtiendo una parte en un montoncito de polvo y escombros—. Eso dará cuenta del asaltante. —El robot se enderezó y paseó la vista por la sala—. Sucede con frecuencia que por las noches está demasiado cansada para manipular los botones de la cocina.
Se dirigió a la cocina y procedió a apretar todos los controles. Inmensas cantidades de comida salieron disparadas en todas direcciones.
—¡Basta! —gritó Sally—. ¡Sal de mi cocina!
—Es posible que esté demasiado fatigada para llenar de agua la bañera. —El robot tocó los controles de la bañera y manó agua—. O quizá desee acostarse de inmediato. —Tiró de la cama empotrada y la depositó sobre el suelo. Sally retrocedió aterrorizada cuando el robot avanzó hacia ella—. Y habrá veces, después de un duro día de trabajo, en que estará demasiado extenuada para desnudarse. En ese caso...
—¡Largo de aquí! —chilló Morris—. Sally, llama a la policía. Este trasto se ha vuelto loco. ¡De prisa!
—El anaucad es necesario en todos los hogares modernos —continuó el robot—. Por ejemplo, si un aparato se estropea, el anaucad lo repara al instante. —Asió el control automático de humedad, cortó los cables y volvió a colocarlo en la pared—. A veces, le gustaría no ir a trabajar. La ley autoriza que un anaucad ocupe su lugar durante un período consecutivo que no sobrepase los diez días. Si después de ese período...
—Santo Dios —murmuró Morris, comprendiendo por fin—. Tú eres el anaucad.
—Exacto —confirmó el robot—. Androide Autorregulado Completamente Automático (Doméstico). También existe el anaucac (Construcción), el anaucag (Gerencial), el anaucas (Soldado) y el anaucab (Burócrata). Yo soy de uso doméstico.
—Tú... —exclamó Sally con voz ahogada—. Eres un producto. Te estás ofreciendo a la venta.
—Estoy haciendo una autodemostración —contestó el anaucad. Sus impasibles ojos metálicos se clavaron en Morris—. Estoy seguro, señor Morris, que le gustará ser mi dueño. Mi precio es razonable y estoy garantizado contra todo riesgo. Viene incluido un libro de instrucciones. Me resulta imposible aceptar un no como respuesta.
A las doce y media, Ed Morris seguía sentado al pie de la cama, con un zapato puesto y el otro en la mano, la mirada perdida en la lejanía, silencioso.
—Por el amor de Dios —protestó Sally—, termina de desabrochar el nudo y métete en la cama. Debes levantarte a las cinco y media de la mañana.
Morris jugueteó con el lazo. Al cabo de un rato, dejó caer el zapato y tiró del otro. La casa estaba fría y silenciosa. En el exterior, el viento nocturno azotaba los cedros que crecían a lo largo del edificio. Sally yacía acurrucada bajo las lentes calóricas, un cigarrillo entre los labios, medio dormida.
El anaucad aguardaba en la sala de estar. No se había marchado. Seguía ahí, esperando que Morris lo comprara.
—¡Y bien! —se impacientó Sally—. ¿Qué te pasa? Arregló todo lo que rompió; sólo estaba haciendo una demostración. —Suspiró—. Me asustó, desde luego. Pensé que se había averiado. Tuvieron una idea inspirada cuando lo mandaron por ahí para que se vendiera a sí mismo.
Morris no dijo nada.
Sally rodó sobre el estómago y apagó el cigarrillo lánguidamente.
—No es muy caro, ¿verdad? Diez mil unidades de oro, y si conseguimos que nuestros amigos compren uno, nos llevamos el tres por ciento de comisión. Sólo debemos hacer una demostración. No es como si lo compráramos. Él mismo se vende. —Lanzó una risita—. Siempre quisieron un producto que se vendiera solo, ¿verdad?
Morris desató el nudo del zapato. Se lo volvió a calzar y lo ató con fuerza.
—¿Qué haces? —preguntó Sally, irritada—. ¡Ven a la cama! —Se incorporó furiosa, cuando Morris salió del dormitorio y se alejó por el pasillo—. ¿Adónde vas?
Morris entró en la sala de estar, dio la luz y se sentó frente al anaucad.
—¿Puedes oírme? —preguntó.
—Por supuesto —respondió el robot—. Nunca dejo de funcionar. A veces se producen emergencias por la noche: un niño que se pone enfermo o un accidente. Ustedes aún no tienen hijos, pero a la larga...
—Cierra el pico —dijo Morris—. No quiero escucharte.
—Usted me ha hecho una pregunta. Los androides autorregulados están conectados con una central de información. A veces, una persona desea información inmediata; el anaucad siempre está dispuesto a contestar preguntas teóricas o prácticas. Cualquier cosa, excepto metafísica.
Morris tomó el manual de instrucciones y pasó las páginas. El anaucad hacía miles de cosas; nunca se averiaba; nunca se equivocaba; no cometía errores. Tiró el libro a un lado.
—No voy a comprarte —anunció—. Nunca. Ni en un millón de años.
—Oh, sí, ya lo creo —le corrigió el robot—. Es una oportunidad que no puede desperdiciar. —Su voz poseía un tono sereno, confiado—. Usted no puede rechazarme, señor Morris. Un anaucad es indispensable en los hogares modernos.
—Sal de aquí —dijo Morris—. Sal de mi casa y no vuelvas.
—No puede darme órdenes, porque no soy su anaucad. Hasta que me compre por el precio de venta al público, sólo soy responsable ante Androides Autorregulados, S. A. Sus instrucciones indican lo contrario: me quedaré con usted hasta que me compre.
—¿Y si no te compro? —preguntó Morris, aunque su corazón se heló mientras enunciaba la pregunta.
Anticipó el frío horror de la respuesta que se aproximaba; no existía alternativa.
—Continuaré con usted, hasta que me compre. —Tomó unas rosas marchitas del jarro que descansaba sobre la repisa de la chimenea y las arrojó por la ranura de los desperdicios—. Se encontrará cada vez más en situaciones que exigen la intervención de un anaucad. Al final, se preguntará cómo pudo vivir sin uno.
—¿Hay algo que no puedas hacer?
—Oh, sí, hay muchas cosas que no puedo hacer, pero puedo hacer todo lo que usted hace..., y mucho mejor.
Morris exhaló el aire lentamente.
—Comprarte sería una locura.
—Tiene que comprarme —respondió la voz implacable. El anaucad extendió un tubo hueco y empezó a aspirar la alfombra—. Soy útil en toda clase de situaciones. Fíjese qué limpia queda esta alfombra.
Retrajo el tubo y extendió otro. Morris tosió y se alejó a toda prisa. Nubes de partículas blancas llenaron la sala.
—Estoy rociando una sustancia antipolillas.
La nube blanca adquirió un feo tono negro azulado. La sala se sumió en una ominosa oscuridad; el anaucad era una sombra borrosa que se movía metódicamente en el centro. Al cabo de poco rato, la nube se disipó y aparecieron los muebles.
—He rociado una sustancia antibacterias nocivas.
Pintó las paredes de la sala y fabricó nuevos muebles a juego. Reforzó el techo del cuarto de baño. Aumentó el número de respiraderos del horno. Cambió los cables de la electricidad. Destrozó todos los accesorios de la cocina y fabricó otros más modernos. Examinó las cuentas de Morris y calculó la declaración de renta del año siguiente. Afiló todos los lápices. Asió su muñeca y diagnosticó que su tensión elevada era psicosomática.
—Se sentirá mucho mejor después de haber delegado todas sus responsabilidades en mí —explicó. Tiró una sopa que Sally había guardado—. Peligro de botulismo —dijo—. Su esposa es sexualmente atractiva, pero de escasa inteligencia.
Morris fue al ropero y tomó su chaqueta.
—¿Adónde va? —preguntó el anaucad.
—A la oficina.
—¿A estas horas de la noche?
Morris echó un rápido vistazo al dormitorio. Sally dormía profundamente bajo las lentes calóricas. Su cuerpo esbelto era rosado y fuerte, su cara se veía libre de preocupaciones. Cerró la puerta principal y bajó los peldaños, hacia la oscuridad. El viento frío le azotó mientras se dirigía al estacionamiento. Su pequeña nave estaba estacionada junto a centenares de otras. Dio un cuarto de dólar al empleado robot, que fue a buscarla.
A los diez minutos se encontraba camino de Ganímedes.
El anaucad subió a la nave cuando se detuvo en Marte para cargar combustible.
—Por lo visto, no ha entendido nada —dijo el robot—. Mis instrucciones consisten en hacerle demostraciones hasta que esté satisfecho. Hasta el momento, aún no se ha convencido del todo; son necesarias ulteriores demostraciones. —Pasó una intrincada red sobre los controles de la nave hasta que todos los instrumentos se ajustaron—. Tendría que revisarla más a menudo.
Se encaminó a la parte posterior para examinar los motores. Morris hizo una señal al empleado y la nave se soltó de los surtidores. Aceleró y el pequeño planeta se quedó atrás. Júpiter fue creciendo de tamaño.
—Sus motores se hallan en mal estado —dijo el anaucad, volviendo de popa—. No me gusta el ruido del freno principal. En cuanto aterricemos, procederé a una puesta a punto exhaustiva.
—¿A tu empresa no le importa que me hagas favores? —preguntó Morris con amargo sarcasmo.
—La empresa me considera su anaucad. A fin de mes le enviarán la factura. —El robot tomó un lápiz y un cuaderno de pedidos—. Le explicaré las cuatro modalidades de facilidades de pago. Diez mil unidades de oro al contado comportan un descuento del tres por ciento. Además, puede reducir la cantidad total entregando cierto número de utensilios caseros, utensilios que no volverá a necesitar. Si desea fraccionar el pago en cuatro partes, la primera se abona al instante, y la última a noventa días.
—Yo siempre pago al contado —murmuró Morris.
Volvió a fijar las coordenadas de ruta en el tablero de control con el mayor cuidado.
—El plan a noventa días carece de recargo. El plan a seis meses sufre un recargo anual del seis por ciento, que asciende a, aproximadamente... —Se interrumpió—. Hemos cambiado de trayectoria.
—Exacto.
—Hemos dejado el carril de tráfico oficial. —El anaucad tiró a un lado el lápiz y el cuaderno y corrió hacia el tablero de control—. ¿Qué está haciendo? Le pondrán una multa de dos unidades.
Morris hizo caso omiso. Aferró los controles con expresión sombría y clavó la vista en la pantalla. La nave aceleraba con gran rapidez. Las boyas de advertencia protestaron ruidosamente cuando pasó junto a ellas, internándose en la oscuridad del espacio. Al cabo de unos segundos, habían dejado atrás al resto del tráfico. Estaban solos, se alejaban de Júpiter, rumbo al espacio profundo.
El anaucad calculó por computadora la trayectoria.
—Vamos a salir del Sistema Solar. Nos dirigimos a Centauro.
—Lo has adivinado.
—¿No sería mejor que llamara a su esposa?
Morris gruñó y aumentó la velocidad. La nave dio una sacudida, osciló y logró enderezarse. Los motores zumbaron ominosamente. Los indicadores demostraron que las turbinas principales empezaban a calentarse. Morris no hizo caso y conectó el depósito del combustible de emergencia.
—Voy a llamar a la señora Morris —dijo el anaucad—. No tardaremos en sobrepasar el radio de comunicación.
—No te molestes.
—Estará preocupada.
El anaucad volvió a popa y examinó los motores. Irrumpió en la cabina lanzando zumbidos de alarma.
—Señor Morris, está nave no está preparada para viajes intersistemas. Es un modelo doméstico clase D de cuatro ejes y uso casero. No ha sido construido para aguantar esta velocidad.
—Para llegar a Próxima necesitaremos esta velocidad —replicó Morris.
El anaucad conectó sus cables en el tablero de control.
—Puedo aligerar de cierta tensión la instalación eléctrica, pero si no devuelve la nave a su velocidad normal, no me hago responsable del deterioro de los motores.
—Al infierno los motores.
El anaucad guardó silencio. Escuchaba con suma atención el creciente zumbido que se oía bajo sus pies. Toda la nave se estremeció. Algunos fragmentos de pintura se desprendieron. El piso estaba caliente. El pie de Morris no se apartó del acelerador. La nave aumentaba la velocidad a medida que el Sol se alejaba. Habían salido de la zona controlada. El Sol disminuía de tamaño rápidamente.
—Es demasiado tarde para videofonar a su mujer —dijo el anaucad—. Hay tres cohetes de emergencia en la popa; si así lo desea, los dispararé con la esperanza de llamar la atención de algún transporte militar.
—¿Para qué?
—Pueden remolcarnos de vuelta al Sistema Solar. Significa una multa de seiscientas unidades de oro, pero dadas las circunstancias me parece la mejor solución.
Morris dio la espalda al anaucad y aplastó el acelerador con todo su peso. El zumbido se había convertido en un violento rugido. Los instrumentos crujieron y se hicieron pedazos. Los fusibles del tablero de control se quemaron. Las luces parpadearon, se apagaron, y volvieron a encenderse, como de mala gana.
—Señor Morris —dijo el anaucad—, debe prepararse para morir. Las posibilidades estadísticas para que las turbinas estallen son del setenta por ciento. Haré lo que esté en mi mano, pero hemos sobrepasado el límite de peligro.
Morris regresó a la pantalla. Contempló con avidez durante un rato el punto creciente que eran las estrellas gemelas de Centauro.
—Tienen buen aspecto, ¿verdad? Prox es la importante. Veinte planetas. —Examinó los atormentados instrumentos—. ¿Cómo es posible que los motores resistan? La mayoría de los instrumentos se han quemado.
El anaucad titubeó. Quiso decir algo, pero cambió de opinión.
—Iré a echarles un vistazo —dijo.
Se dirigió a la parte posterior de la nave y desapareció por la corta rampa que conducía al cuarto de motores, sacudido por vibraciones y temblores.
Morris se inclinó hacia adelante y apagó el cigarrillo. Esperó un momento más, alargó la mano y hundió los controles al máximo.
La explosión partió en dos la nave. Secciones del casco volaron a su alrededor. Salió disparado de la silla como si careciera de peso, y fue a parar contra el tablero de control. Fragmentos de plástico y metal se derrumbaron sobre él. Puntos incandescentes parpadearon, se difuminaron y murieron en silencio, y sólo quedaron cenizas frías.
El ruido apagado de las bombas de vacío de emergencia le devolvieron la conciencia. Estaba atrapado bajo los restos del tablero de control. Tenía un brazo roto, doblado bajo el cuerpo. Intentó mover las piernas, pero no sentía nada por debajo de la cintura.
Los restos de su nave proseguían el viaje hacia Centauro. El mecanismo encargado de reparar el casco intentaba en vano taponar las grietas. Los controladores automáticos de temperatura y gravedad latían espasmódicamente en el interior de las baterías autónomas. El inmenso bulto flamígero de los soles gemelos crecía en la pantalla silenciosa, inexorablemente.
Estaba contento. En el silencio de la nave destrozada yacía sepultado bajo los escombros, y contemplaba con una sensación de gratitud el punto que crecía de tamaño. Era una hermosa visión. Hacía mucho tiempo que deseaba contemplarla, y se iba acercando a cada momento que pasaba. Al cabo de uno o dos días, la nave se precipitaría hacia la masa flamígera y se consumiría. De todos modos, podía gozar de este intervalo; nada turbaba su felicidad.
Pensó en Sally, dormida como un tronco bajo las lentes calóricas. ¿Le habría gustado Próxima? Probablemente no. Hubiera querido regresar a casa lo antes posible. Era un placer que no podía compartir con nadie. Le estaba reservado en exclusiva. Una inmensa paz descendió sobre él. Se quedaría quieto, y aquella magnificencia incandescente se iría aproximando más y más...
Un ruido. Algo se estaba abriendo paso entre los escombros. Una forma retorcida y mellada, apenas visible gracias al resplandor parpadeante de la pantalla. Morris logró volver la cabeza.
El anaucad se tambaleó hasta erguirse en una postura precaria. La mayor parte de su tronco había desaparecido. Se bamboleó y echó la cara hacia adelante con un chirrido agónico. Avanzó poco a poco hacia él y se detuvo a escasos metros de distancia. Los engranajes protestaron ruidosamente. Los relés se abrieron y cerraron. Una vida imprecisa y vaga animaba aquel armatoste destrozado.
—Buenas noches —graznó su voz metálica y aguda.
Morris chilló. Intentó mover el cuerpo, pero las vigas caídas lo impidieron. Gritó, aulló y trató de alejarse. Escupió, sollozó y lloriqueó.
—Me gustaría hacerle la demostración de un anaucad —continuó la voz metálica—. ¿Quiere llamar a su mujer, por favor? Me gustaría hacerle también a ella la demostración.
—¡Vete! —chilló Morris—. ¡Aléjate de mí!
—Buenas noches —prosiguió el anaucad, como un disco rayado—. Buenas noches. Siéntese, por favor. Es un placer conocerle. ¿Cómo se llama? Gracias. Es usted la primera persona del barrio que ve un anaucad. ¿Dónde trabaja?
Sus lentes oculares muertas le dirigieron una mirada vacía.
—Siéntese, por favor —repitió—. Sólo tardaré un momento. Sólo un momento. La demostración sólo tardará un...
FIN
Título Original: Sales Pitch © 1953.